José Ortega Valcárcel - Los Horizontes de La Geografía - Teoría de La Geografía
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PRÓLOGO La obra presente tiene carácter de síntesis. Es una panorámica de conjunto de la disciplina, su desarrollo histórico y sus tradiciones para ayudar a entender la trayectoria intelectual de los geógrafos. En la rica e inabarcable producción bibliográfica del mundo actual toda síntesis está abocada a ser selectiva. Ésta lo es. Está dirigida a un público universitario y, en general, al público culto que pueda estar interesado en esta disciplina. El autor no puede, ni quiere, ocultar que esta obra, como cualquier otra, responde a una particular concepción de la geografía. Es, y constituye, una reflexión personal sobre la historia de la geografía. Esta reflexión parte de la convicción -no compartida por todos los geógrafos-, de que la geografía, a pesar de llevar un nombre milenario, es una disciplina reciente, una disciplina moderna, construida a partir de la segunda mitad del siglo XIX . Reconocer este carácter joven de la disciplina geográfica no significa ignorar la existencia de una tradición de más de dos mil años, amparada por la misma denominación. Supone, simplemente, separar lo que es la historia de la geografía de lo que cabe apuntar como sus antecedentes. De igual modo que la alquimia no es la química del medievo. No se trata de una valoración peyorativa de los conocimientos del pasado desde el complejo de superioridad de la ciencia moderna. Se trata de reconocer que son dos formas distintas de conocimiento. Con ello el autor comparte una actitud y una concepción extendida entre muchos geógrafos (García Fernández, 1985); y que caracteriza obras significativas de la historia de la geografía y del pensamiento geográfico (Capel, 1981; Glick, 1994). Hacerlo así es un punto necesario para aclarar lo que entendemos por geografía y para ubicar el trabajo de los geógrafos en una sociedad moderna. Lo que distingue la geografía de sus prolongados antecedentes históricos, como sucede en otros muchos campos de las ciencias modernas, es un rasgo epistemológico esencial. La geografía moderna se constituye a partir de una ruptura epistemológica que la separa de las formas precedentes de conocimiento sobre el espacio. Corresponde a la fundación de un campo epistemológico, en el sentido que lo planteaba Foucault. Las páginas que siguen pretenden mostrar este proceso de construcción de un campo de conocimiento -de una episteme, según Foucault-. La
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existencia de una milenaria tradición de prácticas y saberes de carácter espacial, conocidas como geográficas, no significa continuidad. Por el contrario, se constituye como una ruptura. Se trata de contemplar la constitución y desarrollo de lo que llamamos geografía. Al prestar atención a la notable tradición previa y a los saberes y prácticas de carácter espacial -que tendemos a identificar con la geografía-, sólo se busca rastrear las diferencias que separan la geografía moderna de esa tradición. Al mismo tiempo que valorar y estimar las formas de conocimiento que han precedido a la geografía moderna. La geografía es una disciplina moderna, que sólo adquiere sentido en el contexto cultural de la Europa moderna, y que sólo cristaliza, como tal disciplina, en unas condiciones históricas determinadas. La geografía moderna es un producto europeo, a partir de un proyecto alemán, aunque se desarrolle, después, con influencias muy diversas. Desarrollo que se identifica con un esfuerzo por darle perfil propio, por construir un objeto, por establecer un campo diferenciado, por darle estatuto científico. Este carácter europeo y occidental no es inocuo. Proporciona a la disciplina perfiles específicos, asociados a la cultura occidental, que es una cultura europea de acusado etnocentrismo. La estructura de la obra pretende facilitar una lectura crítica -esto es, abierta-, de lo que llamamos geografía. Mostrar la diversidad de formas que presenta, señalar sus antecedentes -para diferenciarla de éstos-, informar sobre el marco cultural en el que se constituye, resaltar la riqueza y variedad de perspectivas y aportaciones con que se construye. Se trata de indagar sobre el proceso de definición de la disciplina, poner de manifiesto su carácter múltiple y contradictorio. La primera parte se dedica a mostrar las circunstancias en que se produce el esfuerzo intelectual que inventa, en la doble acepción de este término, de hallazgo y de creación, un campo de conocimiento sobre la Tierra -denominado por ello geografía-, a partir de las prácticas sociales de carácter espacial, que forman parte de la propia sociedad humana y que le acompañan desde su origen. Un campo de conocimiento orientado a la representación de la Tierra.
Durante muchos siglos, los atisbos y genialidades de los griegos clásicos dieron lugar a una rica y variada tradición cultural. En ella se mezclan saberes espaciales, esfuerzos intelectuales, exploraciones y descubrimientos, curiosidad, necesidades prácticas, ideas y creencias, prejuicios de distinto orden, que constituyen el magma cultural en el que la geografía moderna ha tendido a reconocer una tradición propia. Para muchos autores, geógrafos y no geógrafos, se trata, incluso, de la historia de la geografía. De ahí el interés y la atención prestada a esta primera parte, desde la doble perspectiva del valor intrínseco de esta tradición de saberes y prácticas, y de la necesidad de establecer las diferencias esenciales que separan esa tradición del proyecto moderno de geografía. Hacer de ese conocimiento difuso un espacio de saber riguroso acorde con los presupuestos y exigencias del conocimiento científico moderno constituye una aportación novedosa y reciente.
PRÓLOGO
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La segunda parte está dedicada a la constitución del proyecto y a la fundación del campo de conocimiento que conocemos como geografía. Por una parte, sus antecedentes inmediatos, los que hicieron posible su definición. Las circunstancias históricas objetivas y subjetivas necesarias para la cristalización de la geografía como una nueva disciplina, en el sentido actual del término. Desde las condiciones sociales que lo hicieron necesario, a la existencia de las condiciones intelectuales que permitieron darle forma en términos modernos, en el marco de la ciencia. Las condiciones de posibilidad de que hablaba Foucault. Por otra, el intento, múltiple y diverso, de configurar ese proyecto, distinto del de otras disciplinas interesadas en campos similares, de construir un objeto geográfico específico. Un esfuerzo que tiene lugar desde postulados no coincidentes, a través de propuestas alternativas e incluso contradictorias. La decantación de la geografía moderna como disciplina tiene muchas caras, enunciados distintos. No se produce un proyecto único sino varios proyectos, alternativos o confluentes, que tratan de constituirse como el proyecto de la geografía moderna: «la historia de la geografía no ha seguido en todo momento el mismo camino en los diferentes países, tiene sus diferencias en el tiempo, sus escuelas, la geografía continúa y cambia en un doble sentido, porque es una ciencia viva y porque su objeto de estudio cambia también de forma permanente» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Tras esas propuestas alternativas, o confluentes, o contradictorias, se encuentran las distintas filosofías de la ciencia. El telón de fondo de las filosofías del conocimiento, que dominan el panorama del pensamiento y de la cultura occidentales en los dos últimos siglos, precisamente en relación con la naturaleza del conocimiento científico, da sentido a las distintas propuestas que surgen para constituir la geografía moderna y para establecer sus coordenadas epistemológicas. Estas filosofías son las que explican los distintos modelos de geografía que se desarrollan a lo largo del siglo XX y que pretenden cimentar la geografía moderna. Los distintos enfoques, las diversas concepciones del espacio, los distintos objetos que se proponen como «objeto de la geografía», las diferencias metodológicas, los campos o centros de interés considerados, la propia estructura con la que se organiza y jerarquiza el conjunto de ámbitos contemplados por la geografía, tienen su razón de ser en esas filosofías últimas. La geografía no se constituye al margen de las preocupaciones de la sociedad en que surge; es, por el contrario, un trasunto de tales preocupaciones. La historia de la geografía no es independiente de su contexto cultural. Forma parte de las tensiones intelectuales del mundo contemporáneo. La tercera parte está dedicada a poner de manifiesto el modo en que se construye el discurso geográfico, es decir, las distintas ramas o campos de la geografía moderna, sus antecedentes, sus variaciones, su ritmo y su tiempo, sus vicisitudes, sus contradicciones, sus discontinuidades. Se trata de descubrir, tras enunciados consolidados, las variaciones semánticas y los cambios de contenidos, de los discursos, de la retórica geográfica. Desde la geografía física a la geografía humana y regional, con sus múltiples campos y subdisciplinas. Es decir, las prácticas concretas de la geografía.
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Y se trata, por último, de situar las perspectivas de la geografía actual en el umbral del nuevo milenio. Por medio del resumen de los principales interrogantes que se formulan en la actualidad, de las tendencias que se observan, de las propuestas que se debaten. ¿Qué es la Geografía? y ¿para qué sirve la Geografía?, siguen siendo preguntas que se hacen los geógrafos (Unwin, 1992; Peet, 1998). El objetivo de esta obra es facilitar una aproximación a esos interrogantes, a través de una reflexión informada sobre la historia de la geografía. Una reflexión que permita a cada uno construir su propia conciencia crítica de tal disciplina. La inexistencia de obras de este carácter puede justificar el intento abordado aquí, abierto, como es lógico a toda crítica y a toda sugerencia. Una aproximación al proceso de construcción de la disciplina, para ayudar a ubicar los problemas del presente y las perspectivas del futuro, los horizontes de la geografía.
AGRADECIMIENTOS F. Molinero Hernando es el inductor de este proyecto. Sin su acicate no se habría iniciado ni terminado. Debo agradecerle, además, sus sugerencias sobre el texto. E. González Urruela ha leído el original y sus observaciones y ayuda material han sido de especial utilidad para llevarlo a término. Aunque el único responsable del mismo sea el que lo suscribe.
INTRODUCCIÓN
HISTORIA E HISTORIAS DE LA GEOGRAFÍA Hasta fechas muy recientes el interés por el desarrollo de la geografía ha sido escaso. Las historias de la geografía han sido obras esporádicas. Este desinterés tiene que ver con una disciplina en la que ha primado y prima el empirismo y en la que la reflexión sobre sus fundamentos teóricos y sus antecedentes, como cultura y práctica del espacio, ha tenido escaso eco. Los geógrafos comparten una difusa mitología para uso propio, en torno a algunos personajes -Humboldt, Ritter, Ratzel, Vidal de la Blache, Hettner, entre otros-, y ciertos lugares comunes: determinismo y posibilismo, el carácter de disciplina puente, la geografía como síntesis. Una y otros han sido transmitidos de generación en generación, sin mayor preocupación crítica (Glick, 1994). Por otra parte, la generalidad de estas historias, siguiendo en ello la pauta excepcional de A. de Humboldt, representa más bien una colecta del saber y de las prácticas sobre el espacio de las distintas sociedades humanas -de hecho, de las sociedades europeas- a lo largo del tiempo (Humboldt, 1836-1839). La historia de la geografía se ha contemplado como la historia de los viajes, de los descubrimientos, de la cartografía y representación gráfica de la superficie terrestre, del saber astronómico y cosmográfico, entre otros muchos aspectos. Y se ha contemplado, también, como la relación de los personajes vinculados con esas actividades y sus biografías. Se proyecta, sobre los tiempos pasados, el perfil de la geografía moderna y se encasillan las obras del pasado en los marcos conceptuales del presente, como geografía física o climatología, bien geografía regional o bien geografía general, en un ejercicio de llamativo anacronismo, del que hay numerosos ejemplos (Pédech, 1976). Convierten en geógrafos a cuantos, en sus obras o escritos, aludieran a elementos considerados, hoy, como objeto de la geografía. Lo que llevará a catalogar como geógrafos a los autores de relatos de viajes y de historias o crónicas, lo mismo que a exploradores y navegantes, y recopiladores enciclopedistas. El interés por la historia, desde una perspectiva renovada, surge en el ámbito de los modernos enfoques sobre el desarrollo de la ciencia, es decir, en el campo de la historia de las ciencias. El estímulo proviene de las crecientes preocupaciones, de carácter epistemológico y teórico, que surgen entre los geógrafos en el decenio de 1970. Proviene también de la influencia de la historia del conocimiento científico.
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Aparece como una necesidad de facilitar la reflexión sobre el lugar de la geografía, como campo de conocimiento, entre las ciencias y disciplinas actuales. Y se aborda desde la consideración de su papel ante los problemas más relevantes en la sociedad de hoy. El creciente número de obras que tienen como objeto el desarrollo teórico de la disciplina y las diversas concepciones y filosofías que sustentan el trabajo de los geógrafos distingue la etapa más reciente. En realidad, desde hace apenas un cuarto de siglo. Una perspectiva que caracteriza las aproximaciones más recientes a la historia del pensamiento geográfico (Capel, 1981; Gómez, Ortega y Muñoz, 1982; Stoddart, 1986; Livingstone, 1992; Glick, 1994; Peet, 1998). 1.
Las historias de la geografía
Los geógrafos contemplan la historia de la disciplina desde postulados no coincidentes. No existe una historia de la geografía sino «historias» de la geografía. Este carácter plural de la historia de la geografía no es la consecuencia de la diversidad de autores sino de la diversidad de concepciones que subyacen en las obras que abordan su desarrollo histórico. Concepciones que divergen en la definición temporal de la geografía, en el entendimiento de su naturaleza y carácter, y que difieren en la propia consideración de lo que se entiende por historia. Para unos, una historia como mera crónica de acontecimientos y, en su caso, de biografías, como una sucesión de personajes sobresalientes. Para otros, una historia de ideas, en que priman las filosofías, y en la que las singularidades tienen un carácter secundario. En unos casos, se trata de una historia interna, que se resuelve en el limitado horizonte de la propia geografía. En otros, se aborda como una historia externa, que ubica el desarrollo de la geografía y sus problemas, en el marco de la cultura científica y de la sociedad. Bajo estas aproximaciones, un entendimiento no coincidente de lo que se entiende por geografía. El vocablo no significa lo mismo para todos los usuarios y tiene una amplia variedad de acepciones o aplicaciones. La geografía y lo geográfico pertenecen al acervo de la disciplina de este nombre, pero también al caudal cultural. Los propios geógrafos difieren en su entendimiento del significado del término. 1.1.
GEOGRAFÍA, TRADICIÓN
Y
MODERNIDAD
El término geografía es polisémico. Se utiliza con acepciones distintas. Identifica, en primer lugar, una disciplina académica. Se emplea, también, para identificar el objeto de esta disciplina con un significado equivalente a espacio o territorio, uso extendido en el habla mediática, con expresiones del tipo de «por toda la geografía española», para referirse a todo el territorio español. Empleo que comparten los propios geógrafos, sobre todo en el ámbito anglosajón, donde se puede hablar del «poder de la geografía» para resaltar el papel del territorio o espacio en el mundo moderno (Wolch, 1989).
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El término geografía identifica también un saber y cultura sobre el espacio, al margen del saber académico, a veces denominado geografía paralela. Por último, se aplica la palabra geografía para referirse a las prácticas espaciales, que acompañan el desarrollo humano, y se habla de la «geografía de los ingenieros» o la «geografía de los estados mayores». Se utiliza, incluso, para identificar el colectivo profesional dedicado al cultivo de esta disciplina (Lacoste, 1976). Polisemia que contribuye a la confusión y que hace difícil acotar el campo histórico de la geografía. La confusión se produce, en primer lugar, respecto de la profundidad histórica de este saber. El carácter milenario del término, procedente de la tradición cultural del saber geográfico, arraigado en la herencia griega, con más de dos milenios, se confunde con la breve historia de una disciplina científica que llamamos también geografía. La confusión se reproduce, en segundo término, respecto de la amplitud de este saber. La geografía se identifica con el conjunto de las prácticas de carácter espacial que acompañan la propia naturaleza humana. Convierten con ello a la geografía en un saber tan antiguo como la propia humanidad. La historia de la geografía no se distingue, en estos enfoques, de la propia historia humana. Viajar, explorar, describir lugares, ubicarlos, elaborar cartografía o simples esquemas cosmológicos, el relato de los viajes, los inventarios administrativos de carácter territorial, quedan incorporados al amplio saco de la geografía. La aproximación no crítica a la historia de la geografía corre el riesgo de confundir estos distintos planos, que sólo tangencialmente se relacionan. En primer término, el mundo de las experiencias espaciales que, como tal, pertenece a la propia naturaleza humana. En segundo lugar, la esfera de las representaciones espaciales, como ordenación y racionalización de estas experiencias: esboza intelectualmente un tipo de representación social, que los griegos, sus inventores, denominaron geografía. En tercer término, el mundo, mucho más restringido y preciso, del proyecto moderno de integrar ese tipo de experiencias como un campo de conocimiento o episteme, de acuerdo con los términos de la modernidad. Algún autor contemporáneo ha empleado los términos «geografía pública» y «geografía académica», respectivamente, para diferenciar esos planos. Es necesario distinguir los saberes prácticos, las propias prácticas espaciales y las representaciones de las mismas que forman parte de la naturaleza social, del campo de conocimiento. Aquéllos configuran una cultura del espacio, nuestra cultura, occidental, del espacio. El último, pretende llegar a ser una ciencia, o un saber riguroso, sobre el espacio. La historia de la geografía, en sentido propio, hace referencia a un intento persistente de darle rango de ciencia; de incorporarla al conjunto de los conocimientos que tienen esa categoría, aunque se haya hecho, en general, sin una reflexión consciente sobre el significado de ese objetivo (Curry, 1985). Poco o nada del proceso histórico de la geografía moderna sería inteligible si prescindimos de esta circunstancia: la historia de la geografía moderna es la historia de un esfuerzo, desde muy diversos frentes, por elevarla a la condición de ciencia geográfica, en el marco del pensamiento moderno.
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La geografía se identifica, en sus caracteres y en sus problemas, con este último; forma parte, en el pleno sentido del término, de lo que se ha llamado la modernidad. Es un producto de esta modernidad, que cristaliza en la segunda mitad del siglo XIX . La historia de la geografía es una historia del proceso de construcción de un saber de carácter científico, en el sentido que este término adquiere en los tiempos modernos. La construcción de la geografía como disciplina moderna no se produce al margen de los grandes debates sociales que marcan el tiempo de la contemporaneidad, y constituye un producto de este mundo contemporáneo. No es ajena al mundo de ideas y a los debates que marcan el desarrollo de la cultura científica en este período. Es, por tanto, la historia de un tiempo próximo y de una disciplina moderna. Concepción que no se corresponde con la general percepción de una historia lineal y acumulativa a lo largo de los siglos, basada en el «remontarse sin término hacia los primeros precursores» (Foucault, 1976). El punto de partida de esta obra es la consideración de la geografía como una disciplina de carácter moderno, fundada hace poco más de un siglo, que debe distinguirse de sus antecedentes milenarios y culturales y de las prácticas sociales sobre las que trata. Es habitual utilizar el término «moderna» para separar esta disciplina reciente de los saberes prácticos y de la cultura precedentes (Glick, 1994). Lo que llamamos geografía, entendida como disciplina moderna, no es el producto acabado de un esfuerzo o de una iniciativa atribuible a unos autores concretos, en un marco espacio temporal preciso, con fecha registrada de nacimiento. Es la manifestación de una tensión intelectual y de múltiples prácticas individuales y colectivas, coincidentes unas, consecutivas otras, que se dilatan en el tiempo, que comparten un objetivo común: construir una geografía científica. Tras el proceso constructor subyacen las tensiones y los desgarramientos de la cultura científica, de la propia práctica científica y de la sociedad. 1.2.
LA HISTORIA COMO PROGRESO: HITOS PERSONALES Y ARQUETIPOS
Los geógrafos, durante mucho tiempo, han contemplado la historia de la disciplina desde postulados evolutivos, como el discurrir de una corriente uniforme desde los orígenes griegos, e incluso con anterioridad, hasta el presente. Como una marcha progresiva en la que la geografía se perfecciona, se enriquece y decanta, en un continuado proceso de desarrollo y progreso. Ese progreso se ha identificado con el paulatino o rápido relleno de los vacíos correspondientes a la terra ignota, es decir, con el conocimiento de la configuración de la superficie terrestre, con su representación cartográfica. Esta historia de la geografía tiende a confundirse con la historia de la cartografía, por un lado y, con la de los descubrimientos, por otra. Desde una perspectiva eurocéntrica, hegemónica durante mucho tiempo, o desde la consideración de las aportaciones de otras sociedades, en tiempos más recientes. La atención a las experiencias de los pueblos orientales y a las de
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otras sociedades de diverso grado de desarrollo material, es un rasgo distintivo de las obras más recientes. Es una historia configurada como una crónica de ese progresivo saber sobre el espacio terrestre, desde los tiempos más remotos hasta el presente, contemplado como un proceso sin más solución de continuidad que los nuevos hallazgos de tierras y las nuevas actitudes o enfoques personalizados en algunos hitos señeros. La geografía se convierte en un gran saco en el que caben cuantos conocimientos, técnicas, prácticas y saberes hacen referencia al espacio terrestre. Un saco en el que se incluye a las personalidades que han marcado y marcan el discurrir del saber geográfico, una galería de retratos en la que participan, por igual, los navegantes, los exploradores, los viajeros y los profesores. Una concepción del desarrollo de la geografía que sigue vigente para muchos geógrafos actuales, en muy distintos contextos (Lacoste, 1976; Olcina, 1997); compartida también en el campo de la historia (Tsioli, 1997). La crítica de esta concepción la hacía, hace veinte años, un geógrafo francés, al denunciar esta propensión a convertir en geográfico cuanto hace referencia a la localización: «todo acontecimiento se desarrolla en un lugar; todo lo que se refiere al lugar es geográfico; luego todo acontecimiento es geográfico». Argumentación o silogismo que sostiene esa concepción de una geografía omnicomprensiva (Garnier, 1980). Desde una perspectiva más selectiva de la geografía, en la que se distingue, dentro del secular desarrollo geográfico, una etapa moderna, las pautas de este proceso lineal han sido los hitos personales, las figuras históricas individuales a las que se atribuye, como protagonistas de los saltos cualitativos que marcan el progreso de la disciplina, el desarrollo de ésta. Visión biográfica de la geografía que distingue formulaciones ya tradicionales de la historia de esta disciplina, como la del geógrafo norteamericano R. Hartshorne, «desde Kant a través de Humboldt y Ritter a Richthofen y Hettner», como apuntaba Stoddart, crítico con esta perspectiva, por su marcado carácter lineal y mecánico (Stoddart, 1986). Puntos de referencia o faros que han facilitado un viaje cómodo por la geografía, desde la seguridad que proporciona esta imagen de una disciplina hecha, levantada por el esfuerzo de estos representantes señeros. Concepción que se basa en la atribución de la geografía al esfuerzo de algunos de esos protagonistas, o generación de los mismos, que habrían delineado, con trazo maestro, el perfil acabado y perfecto de la materia. Una concepción que hace de estos personajes los padres de la geografía y que atribuye a sus obras, a sus iniciativas, a su influencia, la configuración de la disciplina, vinculada al carisma de tales personalidades (Buttimer, 1980). Es una concepción que, como resaltaba el mismo Sttodart, se construye a base de «héroes» singulares, descansa sobre una selectiva discriminación que ignora el significado de otros nombres y de su aportación al mundo de las ideas, o su influencia en ellas (Stoddart, 1986). Aunque el propio Stoddart haya sido criticado por aplicar un rasero selectivo equivalente (Glick, 1994). Historia proclive a la contemplación de la geografía como la aportación de iluminados héroes, arquetipos singulares, maestros fundado-
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Historia que propende a ignorar y condenar al ostracismo, aquellos otros y mal-ditos. Una historia y una concepción defendidas desde una óptica subjetivista, tanto de la historia como de la geografía. La consideración de una época clásica en la historia de la geografía, identificada con los tiempos finales del siglo pasado y con el primer tercio del actual, descubre esta concepción. Para algunos, desde una situación inicial, en lo que respecta a la geografía moderna, vinculada a ciertos nombres singulares, los «héroes» de esta historia, que ronda la perfección. Una geografía «clásica», de perfiles acabados, surge de esta visión. Se construye y transmite una imagen de la disciplina geográfica como una obra terminada, con perfil definitivo. La geografía como una disciplina concebida y ejecutada de una pieza. La idea de perfección subyace en este discurso. La geografía posterior aparece como el desarrollo, no siempre satisfactorio, del legado de esta época de esplendor (Ortega Cantero, 1987). Concepción paradójicamente compartida por quienes valoran esa época inicial como un período culminante y por los que oponen, a esa geografía modélica o clásica, la alternativa «moderna», como símbolo de un nuevo estadio de desarrollo, más acorde con nuestro tiempo. Y, en mayor medida, por quienes consideran que la geografía es una disciplina que surge tras la segunda guerra mundial y tiene acento anglosajón. La dicotomía entre una geografía clásica, pero envejecida, y una geografía «moderna» y renovadora, representa una actitud compartida y más reciente en el campo geográfico. Supone oponer la geografía del tiempo pasado, por más excelencia que se le reconozca, a la «moderna». La primera como la geografía de otra época, de otro tipo de sociedad, la última como la geografía del mundo actual; es decir, la oposición de lo anticuado a lo actual. Es habitual, así, oponer en la historia de la geografía con este tipo de enfoque una etapa clásica o tradicional y una etapa moderna o de nueva geografía (Clavai, 1974; Vilá Valentí, 1983). Responde a una concepción dualista de la geografía, de inspiración ideológica, que identifica la geografía con una determinada «forma» de geografía, desde el punto de vista epistemológico. Interpretación que puede ser formulada, también, como un permanente debate entre dos formas de entender la praxis científica, que se producen en el ámbito de la ciencia moderna, y de las que se hace eco de manera continuada la geografía. El proceso de desarrollo de la episteme geográfica se reduce a una gran confrontación en el campo de las filosofías científicas, entre «dos posiciones científicas diferentes» (Capel, 1981). Una concepción que caracteriza de modo general a los geógrafos de inspiración neopositivista. Reducen el desarrollo de la disciplina, como el de la propia ciencia en su conjunto, a una confrontación entre quienes aspiran a un conocimiento de carácter científico -sea empírico o analítico- y quienes dan prioridad a la síntesis comprensiva en el campo social y separan ciencias sociales y naturales (Portugali, 1985). En su formulación más radical, esta concepción dualista de la historia de la geografía supone situar el origen de la disciplina geográfica a partir de 1945 (Johnston, 1979). Se identifica con la desarrollada en los países anres.
nombres mal-vistos
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glosajones y con una determinada forma de hacer geografía (Stoddart, 1986). Lo anterior queda reducido a la condición de vaga prehistoria o tanteos exploratorios. Responde a una restrictiva concepción de la geografía y de la ciencia identificadas con el método analítico, con las filosofías del positivismo lógico y del racionalismo crítico, y con el mundo anglosajón. Descubre la importancia del trasfondo filosófico e ideológico en la práctica científica y en la concepción histórica. Como tal proceso, sin embargo, la historia de la geografía trata de proyectos, propuestas, esfuerzos múltiples y cambiantes, que no puede reducirse a un momento ni a la aportación de uno o varios individuos. Se trata de un esfuerzo social en un contexto social y en el marco de una cultura social y científica predominante. Las tensiones entre proyectos, entre personas, entre colectivos y entre formas de pensar e ideologías, forman parte de la historia. 1.3.
LA GEOGRAFÍA COMO PROYECTO: IDEAS Y CONTEXTO HISTÓRICO
Un análisis menos subordinado a los esquemas biográficos e ideológicos y menos esquemático en su interpretación, propone la historia de la geografía como un proceso complejo, nunca acabado, la historia de un conjunto de historias, la de un conflicto, más que la de una solución. La constitución y desarrollo de lo que llamamos geografía moderna reposa, desde sus inicios, en proyectos contrapuestos y coexistentes, en un mundo de ideas cuyo origen y decantación son diversos, y en un marco social e intelectual cambiante. Las tensiones derivadas de esos orígenes han permanecido. Por ello la historia de la geografía es la de una no terminada y persistente interrogación. De forma recurrente en el tiempo y en plena contradicción por tanto con la visión lineal y progresiva habitual, los geógrafos se preguntan por un conjunto de cuestiones, que aparecen como el núcleo de sus preocupaciones. Al mismo tiempo se incorporan otras nuevas al espectro de las interrogantes geográficas y otras, iniciales y emblemáticas en su momento, quedan en segundo plano o son abandonadas. Aunque éstas puedan ser retomadas de nuevo bajo una nueva perspectiva. Nuevas circunstancias que otorgan, a las viejas ideas, ropajes y significados renovados. La geografía se muestra, en su desarrollo moderno, como un proceso nunca cerrado, como una recurrente indagación, como una marcha de sístole y diástole. La historia de la geografía no puede ignorar estas ideas, ni el proceso de su definición, ni las condiciones en que surgen y cristalizan, o las que determinan su crisis y recuperación. Ni puede aislar los procesos intelectuales en que fraguan las ideas hegemónicas, y las que no lo son, de la situación social y del contexto cultural en que se producen. La perspectiva histórica y la contextual permiten iluminar y distinguir conceptos e ideas de apariencia similar, y asociar actitudes y planteamientos de sedicente originalidad o novedad con sus antecedentes. En este devenir el papel de determinados autores, que aciertan a expresar o identificar corrientes de opinión o actitudes con amplia recepción social,
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tiene un valor más sociológico que científico. La existencia de otros autores no menos significados en el debate de las ideas, pero con menos éxito en la aceptación social, descubre la incidencia de otros factores, de orden ideológico y de organización de la propia comunidad geográfica en cada etapa. La consideración en la historia de la geografía del «contexto», del mundo de ideas que configura la cultura en que se desenvuelve la disciplina (Berdoulay, 1981); y de la complejidad sociológica de los agentes que intervienen -los geógrafos y sus instituciones-, caracteriza las aproximaciones más modernas a la historia de la geografía y de las ciencias. El interés por las filosofías que respaldan el pensamiento geográfico y por las comunidades o grupos de carácter profesional, sus estrategias y objetivos, distingue estas aproximaciones a la historia de la geografía. En algunos casos, se les atribuye, a estas comunidades profesionales, un carácter determinante en la evolución de la disciplina geográfica (Capel, 1977; 1986). Las más significadas obras de historia de la geografía del último cuarto de siglo se caracterizan por esta atención predominante al marco filosófico, teórico y sociológico del conocimiento geográfico. Caracterizan un planteamiento más abierto de la geografía. Historias que han adquirido un especial desarrollo en el ámbito anglosajón. Se insertan, además, en un contexto de historia de la ciencia. En este marco de historia de las ciencias, en este enfoque que vincula el desarrollo de la geografía moderna con el entorno cultural y filosófico, y en esta perspectiva más interesada por las ideas que por los personajes, se ubica nuestra obra. Es una historia de la geografía moderna. Es en Alemania, en la segunda mitad del siglo XIX , donde se define el proyecto de construir un campo de conocimiento riguroso sobre saberes y prácticas que eran milenarios. Es decir, una ciencia moderna que mantiene el nombre que los griegos dieron a esos saberes y prácticas: geografía. El nombre representa un elemento accidental. Tal como sucedió en otros campos de conocimiento, pudo mantenerse una denominación secular y pudo incorporarse otra distinta. La historia de las ciencias muestra cómo denominaciones aplicadas en un período histórico a un determinado campo de conocimiento han sido utilizadas en el mundo moderno para identificar disciplinas por completo distintas. El nombre es lo que, con rigor, une la disciplina actual con sus antecedentes históricos, con su prehistoria. También la comunidad de intereses sobre el espacio terrestre y una tradición cultural que reconoce, en esta prehistoria, un esfuerzo intelectual y práctico de excepcional calidad, para comprender, explicar y utilizar la realidad circundante. La consideración de esta larga trayectoria de siglos representa no tanto la historia de la geografía como de sus antecedentes, en el marco de los saberes y prácticas sobre el espacio terrestre, de esas mismas sociedades del pasado. Es el doble atractivo de este pretérito de la geografía moderna. Pero debemos considerarlo desde esta doble perspectiva de arqueología del saber: desde la interrogación sobre cómo se desenvuelven las prácticas y el saber sobre el espacio en la historia de la Humanidad y de los esfuerzos por racionalizar este saber de acuerdo con nuevos principios intelectuales.
Para muchos geógrafos, la geografía comprende todo conocimiento relacionado con la superficie terrestre e identifica un saber universal y originario. Para este modo de concebir la geografía y el saber geográfico, nuestra disciplina se inicia con la propia naturaleza humana. Viajes, exploraciones, actuaciones territoriales del poder, desde los primeros tiempos, informaciones de carácter etnográfico, prácticas cartográficas de la más diversa índole y descripciones de lugares, forman parte del acervo geográfico. Son la historia de una geografía que convierte en geógrafos a viajeros, reyes, conquistadores, historiadores, informadores, entre otros muchos. No es una concepción exclusiva de los geógrafos. Es compartida por la generalidad de los historiadores de la ciencia (Sarton, 1959). Aplican las divisiones y campos de la geografía moderna a las obras del pasado. Convierten en geógrafos físicos a los que trataron cuestiones del entorno natural. Transforman en geógrafos regionales a los que enumeran los países regiones y ciudades de otras épocas. Incluyen en la nómina geográfica a astrónomos, cosmógrafos, conquistadores y estrategas: desde Herodoto a Julio César (Nougier, 1967). En esta concepción de la geografía late una doble confusión o ambigüedad. Se confunde la geografía como disciplina, propia de nuestra época, con el saber sobre el espacio, universal y atemporal. Se confunde la geografía como disciplina, como reflexión y como método de análisis, con la práctica espacial propia de la especie humana. Hacer infraestructuras, crear y ordenar espacios productivos, establecer normas urbanísticas, modificar los paisajes, acondicionar áreas con funciones sociales específicas, delimitar y separar territorios, ejercer el dominio sobre los mismos, son actividades espaciales que, de acuerdo con la época histórica que se considere, forman parte de la naturaleza social de la especie humana. Son prácticas espaciales. Construyen espacios, producen paisajes, elaboran, por tanto, lo que es el objeto de la geografía. Pero no son geografía. Este tipo de concepción confunde la geografía con su objeto. En torno a estas prácticas, todas las sociedades han elaborado una cultura del espacio. Orientarse, ubicar los territorios, ordenarlos, describirlos, establecer relaciones, más o menos precisas, de los elementos que constituyen un territorio, de los recursos apreciados en el mismo, son prácticas que han decantado, en cada sociedad, una cierta imagen del espacio, una i mago mundi. Han producido un saber sobre el espacio, de carácter espontáneo. Definir un campo de representación para los saberes y prácticas espaciales no logra decantarse con nitidez de estos mismos saberes y prácticas. Es un rasgo destacado de algunas culturas en particular, en las que se pro-
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duce una reflexión intelectual sobre ese saber. El caso más sobresaliente corresponde con la cultura griega clásica. Hizo de esta sabiduría un ámbito de reflexión. Es lo que otorga su especial atractivo a la época griega clásica en la que se imagina un espacio intelectual para la misma, al que dieron, incluso, nombre: geografía. Identificaron y acotaron un área de reflexión intelectual sobre el espacio terrestre. En relación con él propusieron no sólo el nombre sino múltiples conceptos, términos, objetivos, perspectivas, curiosidades. Dieron forma a un tipo de saber. Trascendieron el saber del espacio en un saber sobre el espacio. Eso significa la invención de la geografía por los griegos clásicos. Propusieron una representación intelectual del espacio terrestre. La geografía griega identifica esta representación. Con ello, proporcionaron los fundamentos para un saber sobre el espacio y para una cultura específica sobre el mismo. Formularon, de forma directa, cuestiones referidas al entorno terrestre e hicieron de éste un objeto de observación. Elaboraron conceptos, términos, y enunciaron ideas, hipótesis, sobre el mismo. Dieron forma a una imagen del mundo que excedía de la simple experiencia. Esa propuesta y esa cultura son el fundamento de una representación del mundo que subyace durante milenios en la cultura occidental. Desde esta perspectiva, la geografía moderna forma parte de una cultura que arraiga y que se identifica con la experiencia griega. Estos vínculos intelectuales y culturales son los que, por una parte, explican la habitual tendencia a confundir la geografía moderna con sus antecedentes o precedentes, y por otra justifican la consideración de esta tradición por parte de los geógrafos. No como historia de la geografía, sino como una aproximación a las formas históricas de representación del mundo y a las concepciones intelectuales sobre las que se sustentaban. Se trata de valorar los esfuerzos realizados por los griegos clásicos y por las sociedades que se reconocen herederas de su legado, para dar forma a esa representación del espacio terrestre. Es una gran aventura intelectual cuya problemática posee un indudable atractivo e interés. Durante milenios, las sociedades herederas de ese legado clásico mantuvieron una concepción equivalente. La representación del mundo, y dentro de ella de la Tierra, constituye el objetivo de lo que los griegos denominaron geografía. Ese objetivo, con otros nombres, persistió a lo largo de la Edad Media y en la Moderna. El fundamento de ese saber es cosmográfico. Es cierto que, a pesar de lo distante de sus postulados, y a pesar de la comunidad del nombre, formularon objetivos y elaboraron conceptos que nos parecen próximos. Tendemos, de forma errónea, a identificarlos con los nuestros. Propendemos a considerar su trabajo como equivalente a la geografía moderna, como una simple etapa en el desarrollo de ésta. Prácticas y saberes de carácter espacial, lo mismo que la cultura geográfica que definen los griegos clásicos, forman parte de lo que muchos consideran las tradiciones de la geografía moderna. Ésta les debe el nombre. Y como tal geografía pertenece a una cultura de la representación del espacio terrestre. Sin embargo, la geografía moderna no es una disciplina
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cosmográfica ni se define en el marco de una representación del mundo o de la Tierra. La geografía moderna se perfila, en el marco de las ciencias modernas, como una disciplina de explicación. El tránsito de la representación a la explicación constituye un cambio sustancial, vinculado a nuevas perspectivas intelectuales. Sin confundir la naturaleza de los antecedentes intelectuales y tradiciones con la geografía moderna, su análisis está justificado si evitamos las trampas de las tradiciones (Foucault, 1982). Es decir, si salvamos la tendencia a prolongar nuestros saberes en el más lejano pasado en busca de una genealogía. Como destacaba este autor, son más importantes las rupturas que las continuidades aparentes. A lo largo de miles de años, la cultura del espacio se desarrolla sobre las prácticas y saberes vinculados al uso del mismo y sobre un esfuerzo intelectual por representar la Tierra en el marco de una concepción específica del mundo o cosmos, de una imago mundi.
CAPÍTULO 1
DE LAS PRÁCTICAS ESPACIALES AL SABER SOBRE EL ESPACIO Cada sociedad y cada comunidad posee y ejercita un saber o conocimiento del espacio, que surge en el proceso de transformación de la naturaleza inherente a la propia reproducción social. Es un conocimiento práctico del entorno, de sus cualidades físicas, de su diferenciación en lugares y en áreas, identificados como «localidades» o «sitios» distintos, reconocidos, denominados; es, al mismo tiempo, un conocimiento representativo, por el que las sociedades humanas proyectan y modelan el espacio de acuerdo a representaciones sociales, que manifiestan las estructuras del espacio surgidas de la práctica humana, a las que el lenguaje y la representación mental permiten dar consistencia. Es un conocimiento y práctica territorial, en la medida en que cada comunidad y sus individuos tienen una relación de dominio sobre ese entorno. Diferencian una parte del mismo como propia, estableciendo límites objetivos o mentales que la separa, e identificando así los distintos territorios, tanto el propio como los ajenos, que son reconocidos y denominados. Sitios, lugares, territorios, forman parte de un espacio de relaciones cuyo centro es, por lo general, el propio núcleo de la comunidad, y respecto del cual todos esos otros puntos, lugares, territorios, aparecen localizados, están ubicados, forman parte de una representación mental compartida en la comunidad social. Es un saber del espacio que arraiga en una práctica espacial que se confunde con la propia naturaleza humana. 1.
El saber del espacio: situarse y orientarse
En ámbitos dispares en el espacio, en el tiempo y desde una perspectiva cultural, las prácticas y representaciones espaciales son coincidentes. Hay una llamativa confluencia cultural, en este caso en relación con la representación del espacio. Éste es dominado, aprehendido, mediante una imagen global que contrapone el lugar propio, en un sentido físico y en una dimensión cultural o étnica, a lo que es exterior o ajeno. El «centro» se identifica con el espacio propio: la expresión zhonghua significa, en chino,
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el centro civilizado, y designa a la propia China, que se considera «ocupa el Medio del mundo». Una representación etnocéntrica que es compartida por la generalidad de las sociedades y civilizaciones, occidentales y orientales. Para los japoneses, el «centro» lo constituye el espacio de su propia etnia, de tal modo que «se llaman kinai a las provincias inmediatas a la capital... imitando el wufu de China». En cambio, se denomina «bárbaros (iteki) a las provincias extremas de su territorio» (Yamoki y Takahashi, 1980). Este «centro» es, para los nativos del nuevo continente, para los mayas en concreto, la casa, el lugar habitado, identificado con el maíz, fundamento de la propia sociedad: «el centro, encrucijada, símbolo de la vida», reconocidos con un mismo término, en cuanto «en maya la palabra lxim significa a la vez "centro" y "maíz"» (Musset, 1985). La noción de «centro» es así universal y básica, siempre referido al propio espacio. Cada comunidad se ha contemplado como el centro u ombligo del mundo conocido. Cada una de ellas ha hecho de su territorio el centro del universo y de los demás el espacio periférico, marginal cuando no hostil, oponiendo la imagen de orden, de mundo, propia, al caos como atributo de lo ajeno. Un esquema que con distintas significaciones está en la base de la mayor parte de las representaciones espaciales vinculadas con los grupos humanos y cuyo trasfondo está muy lejos de haber desaparecido en el final del siglo XX . Una imagen antropocéntrica que contempla el mundo desde una perspectiva o analogía humana, de la que deriva lo que se ha denominado «anatomía mágica», por la cual determinadas partes del cuerpo humano se equiparan a determinadas partes del mundo, al tiempo que la tierra se describe de acuerdo con el mismo principio de analogía. En el mapamundi del texto hipocrático, la tierra es representada como un cuerpo humano: el Peloponeso es la cabeza, el Istmo la espina dorsal, y Jonia el diafragma, verdadero centro, ombligo del mundo. Todas las comunidades y sociedades, por muy elementales que sean en su grado de desarrollo material, disponen de conceptos y procedimientos de orientación y localización para situar los componentes de sus experiencias espaciales vinculadas con sus prácticas cotidianas. Ubicación y localización que tienen relación con las prácticas de orientación inherentes a ese saber geográfico. De modo general se trata de establecer elementos de referencia que vinculen cada lugar con el punto central de la comunidad. La práctica generalizada ha consistido en utilizar la «salida» y la «puesta» del Sol como «puntos» fijos en el entorno del «centro» comunitario. «Orientar» es perfilar la dirección de la salida o nacimiento cotidiano del Sol. Un punto de referencia universal que aparece no sólo en las culturas del Mediterráneo sino que es compartido por las culturas orientales y por las nativas del denominado Nuevo Mundo. Los puntos cardinales identifican, en relación a ese punto, aquellas direcciones fundamentales del espacio, dominadas por la Oriente-Occidente, es decir, la de la salida y puesta del Sol. Esa misma práctica y esa misma representación aparecen en China y Japón. La salida del Sol constituye la referencia de orientación básica: «El Este parece haber sido originariamente la orientación primordial» (Yamoki y Takahashi, 1980).
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El mismo principio tienen los árabes, como se induce de que «janub (Sur) significa, etimológicamente, "lado", en relación con la orientación que los árabes realizaban hacia Oriente, y que el mundo musulmán sustituye por la de La Meca, con efectos coincidentes» (King, 1997). El Mediodía, es decir, el Sur, es el que queda en un lado, el derecho. Por ello, denominaban barih, es decir, «izquierdo», al Septentrión. Además de emplear como referencia las estrellas más significativas, como la Osa Mayor (Banat Na's) y Canopo (Suhayl), para identificar, el Ártico o Norte y el Mediodía o Sur. El recurso a la salida y puesta del Sol para establecer el eje esencial de la orientación y de los puntos cardinales constituye un rasgo común de todas las culturas. Como suele serlo el empleo complementario de la posición meridiana del Sol para indicar el mediodía, nuestro Sur, y la referencia a las constelaciones polares para identificar el Norte, conocido como Arctos en Grecia, en referencia a la constelación de la Osa, o de Septentrión, empleada por los latinos, que indica la posición de la constelación del Carro, equivalente a la anterior. 2.
Medir y limitar: el saber territorial
La ubicación y orientación suponen un dominio del espacio que, en cierta manera, como destacan los mayas, supone su existencia. Dominio que se manifiesta a través de la medida que, a su vez, supone la creación del espacio: «para que un espacio exista deber ser mensurable y medido. A imagen de los dioses que han concebido el universo dándole límites y fronteras... el hombre no puede aprehender el espacio que le rodea sino con límites». Poner términos, establecer límites, definir fronteras, constituyen las prácticas territoriales básicas en las sociedades humanas, en la medida en que éstas se identifican por su territorio. Delimitar y medir constituyen dos prácticas esenciales desde el punto de vista geográfico; son dos prácticas espaciales. 2.1.
EL DOMINIO DEL ESPACIO
Medir constituye una práctica esencial en el dominio del espacio y en la consolidación del territorio. Medir es una forma de apropiación que establece las dimensiones territoriales y que facilita la representación social del espacio dominado. Lo que no está medido es, en cierto modo, ajeno, es lo desconocido: «Un espacio no medido es un espacio hostil, amenazador, inhumano. Antes de que los dioses dieran al mundo medidas, no había nada dotado de existencia. Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche», según expresa el Popol-Vuh de los indígenas precolombinos (Musset, 1985). Este saber forma parte de la cultura universal en la medida en que se fundamenta en prácticas que acompañan el proceso de dominio sobre
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la Naturaleza y de construcción del espacio humano desde las más primitivas formas de organización social. Las redes de caminos, las marcas que señalan las distancias, los hitos que identifican el territorio como puntos de referencia simbólica o funcional, mugas, términos, fines, constituyen componentes básicos de la construcción del espacio individual y de las representaciones espaciales que cada comunidad o sociedad posee. Aparecen en todos los estadios del desarrollo humano, con mayor o menor evidencia. De la misma manera que los distintos elementos del territorio que contribuyen a individualizar éste, como son cursos y masas de agua, relieves destacados, masas de vegetación, según atestigua la persistencia de los nombres de estos elementos, muchos de los cuales descubren capas profundas de la ocupación del territorio. Componen un saber básico, es decir, una forma de ordenar los conocimientos y experiencias espaciales, en muchos casos bajo formas mágicas, como espacio de los dioses o héroes. El saber territorial comprende también el conocimiento de los demás grupos étnicos, tanto de los más inmediatos como de los alejados, que configuran el espacio conocido, con sus recursos y tensiones. Conocimiento práctico y funcional en el caso de los inmediatos, en cuanto las relaciones con ellos forman parte de la supervivencia del grupo. Conocimiento vinculado a la curiosidad humana en lo que se refiere a los grupos o comunidades más alejadas de las que atrae, sobre todo, el exotismo, es decir, las diferencias respecto a la propia identidad. Diferencias que se refieren tanto a los grupos o comunidades, respecto a lo aparentemente anómalo de los mismos, en sus rasgos físicos o en sus hábitos, como a sus territorios, en la medida en que éstos pueden diferir, en sus cualidades o características de los que son habituales, de los propios. El interés por la diferencia, la curiosidad por el otro desconocido, el deslumbramiento ante lo inhabitual o excepcional, sustentan a lo largo de los siglos, con distintos pretextos, este saber territorial. 2.2.
SABER ÚTIL, SABER POLÍTICO
Este tipo de saber, que se reconoce en todas las sociedades y grupos humanos, tiene un carácter cultural y un valor político. Valor político porque este conocimiento facilita las relaciones inter-étnicas, sean pacíficas o conflictivas, y son numerosas las referencias que ponen de manifiesto el interés del poder por este saber sobre los territorios, propios y ajenos. Es Herodoto el que señala la actividad exploratoria promovida por determinados mandatarios en el mundo antiguo, en Egipto, para adquirir información sobre la costa eritrea y persa; sabemos de las iniciativas de Alejandro para el conocimiento de las tierras orientales, hacia el Indo, y el recurso a los informes directos sobre esas tierras desconocidas o mal conocidas. El saber espacial es un saber útil en las relaciones con los ajenos, porque allanan el contacto beneficioso con ellos, facilitan las posibles operaciones de apropiación o control, reducen los costos de tales acciones, permiten ampliar el
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radio de influencia y relación. Se ha dicho de forma simplificadora, pero certera, que tal saber sirve para «hacer la guerra» (Lacoste, 1976). Otros son evidentes, aunque no se presenten bajo esa perspectiva, como resulta de los viajes o periplos de los fenicios y cartagineses hacia el Occidente, por costas ibéricas y africanas, que desbordaron por el Atlántico, tanto hacia el Norte como hacia el Sur, en relación con estrategias de poder y dominio, como demuestra el carácter secreto o confidencial que tuvieron estos viajes; estrategia en la que participaron también los propios griegos. De igual modo que las muestran los chinos en el período medieval, con sus periplos por el océano índico y las costas africanas, expresión del desarrollo de las prácticas espaciales en el ámbito del estado oriental. Lo que distingue la tradición china es la excepcional acumulación de conocimientos de carácter espacial vinculada con la administración del Estado y la notable perfección que adquiere la representación gráfica, es decir, el mapa o carta, en esta labor de control territorial. La organización del conocimiento espacial en relación con la gestión y administración territorial propia de un Estado alcanza un alto grado de eficacia desde fechas muy tempranas. Una buena parte de esa información corresponde con el interés por conocer el territorio propio en orden a asegurar recursos para el poder y va asociada a la gestión de los tributos en el ámbito chino, en el marco de una sociedad agraria de fuerte arraigo, que utiliza el riego como un elemento clave de la explotación y organización del espacio. El Yü Kung constituye el primero de estos informes de base tributaria, como indica su propio nombre (Tributo de Yü), verdadero catálogo del territorio correspondiente al Imperio Chou, elaborado en el siglo v antes de nuestra Era. Otras obras posteriores son equiparables, como los denominados Chih Kung Thu, así como las «topografías» locales, unas y otras caracterizadas por la consideración de los caracteres físicos, recursos y otros componentes del territorio (Needham y Wang, 1959). Otra parte coincide con lo que constituye una literatura, casi universal, la de los viajes, periplos, itinerarios, que se inician muy pronto en China, como las denominadas Shan Hai Ching iniciadas en el siglo iv antes de la Era, que difieren poco de la literatura equivalente occidental e islámica, de similar temática viajera e itineraria. De igual modo que las obras más utilitarias de las descripciones costeras y fluviales, como los llamados Shui Ching. Así como las topografías o descripciones locales dedicadas a grandes y pequeños territorios y de las grandes obras descriptivas, del tipo de las denominadas corografías en la tradición occidental, representan instrumentos de dominio al servicio del poder. La continuidad del Estado a lo largo de siglos facilitó la de las prácticas territoriales y el del saber del espacio, que permitieron en China un desarrollo más coherente, en el tiempo, de la representación del espacio terrestre. De ahí el que se le atribuya el empleo de técnicas cartográficas, con un avance significativo respecto del mundo occidental, en la representación cartográfica. El denominado Yü Chi Thu, grabado en piedra en 1137, pero que puede proceder del siglo XI, proporciona una imagen de gran precisión
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Asentarse, controlar y dominar el espacio, apropiarse de una parte de él, es decir, convertirlo en territorio, utilizar sus recursos dispersos, ubicarse, situar los componentes, físicos o humanos, más relevantes de ese territorio, hitos o marcas que verifican la pertenencia y que facilitan la identificación, han sido prácticas habituales del poder. Establecer los rasgos básicos equivalentes de quienes son parte de ese espacio en territorios propios, forma parte de la misma cultura y prácticas, cuyo armamento esencial se transmite de generación en generación, como el propio idioma. Ordenar esos espacios y prácticas en una representación del mundo también es universal y forma parte de estos saberes. Lo que difiere de una sociedad a otra, de una comunidad a otra, es la representación que cada una construye para encajar todos los elementos de que dispone, y la jerarquía y posición que atribuye a cada uno. La universalidad de este tipo de saber, y de estas representaciones, en cuanto aparecen desde muy antiguo y parecen consustanciales a la sociedad humana y se manifiesta en la totalidad de las sociedades históricas, no ha supuesto un equivalente proyecto intelectual de racionalización y conceptualización con carácter universal. Es el rasgo que singulariza la experiencia griega. Hacer de la representación del mundo un objeto intelectual en el marco de la filosofía natural, marca un tránsito fundamental del saber del espacio a la representación del espacio a la representación de la Tierra.
CAPÍTULO
2
LA INVENCIÓN DEL SABER GEOGRÁFICO Los griegos de época clásica convierten este saber práctico del espacio en una representación del espacio. Inventan -es decir, descubren- esta representación del espacio terrestre. Crean una cultura que se distingue del simple saber espacial, de carácter práctico, que podemos identificar en todas la sociedades humanas, y sobre el cual se eleva la construcción intelectual de los griegos. Ellos configuran el primer esfuerzo de representación del mundo, más allá de la simple cultura práctica. Los griegos le dan un nombre: geografía. Esta representación es una invención griega. Una más de las que surgen en los siglos mágicos del pensamiento clásico, sobre la que se construye un cultura del espacio. Convirtieron el universal saber del espacio en un saber sobre el espacio. Los griegos descubren este objeto porque i maginan una representación de la realidad, es decir, del entorno conocido, más allá de la percepción etnocéntrica, para identificar y acotar este saber reflexivo sobre la Tierra como objeto. Ideaban y trataban de darle objeto y objetivos de acuerdo con las necesidades prácticas y exigencias sociales de la época en que se produce, a partir del siglo iv antes de nuestra Era. El esfuerzo por definir esta representación, por dotarle de contenidos y perfiles, no produce una geografía en el sentido moderno del término. Los griegos no crean una disciplina geográfica, ni establecen un perfil profesional relacionado con ella. No hacen geografía física, ni climatología, ni geografía urbana o geografía regional, como algunos autores pretenden, en un ejercicio de notable anacronismo. Los griegos tratan de dar forma, indagan y reflexionan sobre un conjunto de fenómenos que atañen a la Tierra. Lo hacen desde perspectivas muy diversas, en el marco de una eclosión intelectual admirable, caracterizada por la curiosidad y por la aproximación metódica y racional al mundo de la experiencia, al conjunto del cosmos y a la Naturaleza. Es una nueva forma de relación con el mundo, con la naturaleza. Macrocosmos, es decir el universo, y microcosmos, esto es el hombre y su entorno, forman parte de ese esfuerzo de representación del entorno. En ese contexto intelectual, en ese mundo movido por la pasión de conocer y caracterizado por la actitud crítica, por el método racional, por la secularización del saber, adquiere sentido la definición de la geografía como re-
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LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA
De ella surgen, y adquieren forma progresiva, ideas, concepciones, interrogantes, que van a caracterizar la cultura geográfica occidental. En relación con ellas se perfila también la idea de una representación diferenciada, hasta el punto de poder darle un nombre propio: geografía. La denominación no significa que exista una disciplina o campo de conocimiento en el sentido moderno del término. Se esboza un espacio intelectual, sin límites precisos, al que se llega por distintas aproximaciones, sin una concepción determinada, que se confunde con otros campos de saber como la astronomía, la cosmografía y la matemática, y sobre el cual se interesan autores de diversos intereses, desde historiadores a matemáticos. Forma parte de una filosofía natural en pleno desarrollo que introduce esta imagen racionalizada del entorno terrestre.
presentación del mundo.
1. El contexto intelectual: saber crítico, pasión por conocer
El contexto intelectual en el que se fragua esta reflexión corresponde con el de la Filosofía griega, en la medida en que ésta aborda el amplio mundo de la experiencia, esto es la Naturaleza, bajo un prisma racional. Entorno intelectual en el que decantará la geografía como representación apoyada en los saberes racionales. Desde la matemática y física a la astronomía: desde Anaximandro, Tales y Hecateo de Mileto, a Demócrito de Abdera, incluido Aristóteles. Estos predecesores abordaron aspectos diversos relacionados con el conocimiento de la Tierra, en el marco de su preocupación por la Naturaleza, contribuyendo a definir un objeto para la reflexión. No hicieron geografía, no se consideraron geógrafos, ni entendieron que sus obras tuvieran que ver con este campo. Sin embargo, su curiosidad intelectual ayudó a que cristalizara lo que llamaron geografía. Lo que explica el que los autores posteriores los incluyeran en la tradición geográfica, en la que no dudan en incorporar al propio Homero. 1.1.
LA CURIOSIDAD POR LA NATURALEZA
Las vías de esa reflexión sobre el entorno natural fueron múltiples. En general se inscriben en la preocupación por los fenómenos astronómicos y por sus manifestaciones terrestres. Anaximandro de Mileto (610-545 antes de la Era), un discípulo de Tales de Mileto, trató este tipo de cuestiones en su obra Sobre la Naturaleza y de él se dice que realizó diversos cálculos sobre los equinoccios y solsticios y que elaboró un primer mapa geográfico (geographikós pínax) del mundo conocido por los griegos, según recogía la tradición helena. Es decir, una primera presentación gráfica o esquema de la configuración de las tierras conocidas por los griegos. Hecateo de Mileto (entre los siglos vi y v a. E.) es autor de Viaje alrededor de la Tierra (Gës periodo¡), en la que parece mejoraba el mapa de Anaximandro. Intentaba esbozar un modelo de la distribución de las tierras co-
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nocidas, con una cierta pretensión racionalista. Convertía el Mediterráneo, por un lado, y el Nilo y el mar Negro, por otro, en dos ejes perpendiculares entre sí. Con ellos establecía unos elementos para ordenar la distribución de las tierras conocidas, que tendrán un gran arraigo en la tradición occidental, sobre todo medieval. En el marco de una concepción circular de la superficie terrestre, esbozaba una primera imagen de ésta. Es autor, asimismo, de Periegesis, cuyas dos partes están dedicadas una a Europa y otra a Asia y África, en que aparecen rasgos de la curiosidad reflexiva sobre la que se construyen, tanto la geografía como la historia griega, con descripciones del Mediterráneo y Asia meridional, hasta la India. Experiencia Viajera que caracteriza también a Demócrito de Abdera (hacia el 460-370 a. E.) que, según parece, la debió exponer en sus numerosas obras. El desarrollo posterior perfiló, de forma progresiva, por Vías contrapuestas, el marco de ideas que van a permitir proponer los objetos posibles de esta representación. Autores como Dicearco, Eratóstenes, Hiparco, Poseidonio, Estrabón y Ptolomeo, entre otros, Van dando perfil y contenido hasta llegar a identificarlo con un nombre propio. Se trata de un proceso en el que se desciende de los cielos a la Tierra, al tiempo que se interesan por los fenómenos físicos y sociales que caracterizan la superficie terrestre. Otros autores, sobre todo historiadores, se preocupan por ubicar y describir los territorios, acudiendo para ello a las ideas de los filósofos sobre la Tierra y el mundo habitado. Los propios filósofos, entre ellos Aristóteles, se sentían atraídos por las cuestiones de la Filosofía de la Naturaleza y, con ellas, por los problemas que, más adelante, identificarán a la geografía. Un discípulo de Aristóteles, Dicearco de Mesenia (siglos IV-III a. E.), es autor de una serie de obras tituladas Acerca de las montañas del Peloponeso, Acerca de los Puertos, Acerca de las islas. Son obras que descubren la creciente curiosidad e interés por elementos que atañen a la configuración de la superficie terrestre. Este autor introdujo el recurso a una línea de referencia en la representación cartográfica del mundo, a modo de paralelo universal. Una línea extendida de Oriente a Occidente, por el Mediterráneo, que pasaba por Rodas y las Columnas de Hércules -es decir, el estrecho de Gibraltar- y que dividía al mundo en dos partes, septentrional y meridional. Línea que coincide con el paralelo 36° N y que se mantendrá como el círculo terrestre de referencia de la Tierra habitada, para las sociedades occidentales, durante siglos. Muestran una manifiesta preocupación por definir las dimensiones y forma de la Tierra, los contornos y distancias de las distintas partes que ellos individualizan y distinguen. Tratan de identificar y ubicar los lugares y los pueblos. Procuran localizar, describir y explicar los fenómenos más relevantes físicos, productivos o sociales, y establecer su organización territorial. Los griegos llaman geografía a la representación gráfica de la tierra, de tal modo que podemos identificar la geografía, en sus inicios, con la cartografía. Se trataba, en última instancia, de mostrar, de forma gráfica, su imagen. Eso es lo que denominan hacer geografía (geographein).
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LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA LA TIERRA COMO IMAGEN
Constituye un aspecto decisivo en la invención geográfica, asociada a la obra de Eratóstenes de Cirene (275-194 a. E.). Es un matemático y gramático, que vive en un período transformado por las conquistas de Alejandro. Éstas habían dado una nueva dimensión al Ecúmene. Eratóstenes de Cirene está considerado como el primero de los geógrafos -en sentido estricto-, el primero en acuñar el término que serviría para identificar este saber, término que aplicó a una de sus obras, denominada Geografía, en realidad Hypomnemata geographica, o memorias geográficas. Este término identifica el objetivo esencial de su trabajo: la elaboración de una representación gráfica del mundo conocido, que venía a actualizar los conocimientos sobre el entorno territorial de los griegos. Tenía una doble dimensión. Partía de la búsqueda de las verdaderas dimensiones de la Tierra, del establecimiento de un medio para ubicar las distintas áreas terrestres, de la medida y distancias de las mismas. Recurría para ello al cálculo matemático y utilizaba el saber astronómico. En el marco de su tiempo, en el contexto cultural alejandrino, delinea las nuevas perspectivas que la representación geográfica adquiría. Establece el perfil de una representación del espacio terrestre, al mismo tiempo que lo sustentaba de forma lógica más que empírica. E incluía, en ese proyecto de representación o pintura de la tierra, la ubicación y también una somera caracterización de los territorios conocidos. Se le atribuyen dos obras fundamentales. La primera, referida a las dimensiones y forma de la Tierra, titulada Anametresis tes ges (La medida de la tierra); la segunda, Hypomnemata geographica (Memorias geográficas), que daría nombre a este campo del saber griego. Constaba de tres partes, una introducción histórica, una segunda parte de geografía matemática, dedicada a la medida de la Tierra y el Ecúmene, y una tercera para la presentación de los territorios (Periegesis). Su obra se convirtió en el punto de referencia para los autores posteriores, desde la perspectiva matemática y astronómica y desde la perspectiva territorial. Estimuló la crítica y, con ella, el perfeccionamiento metodológico y la reflexión. Impulsó la mejora de esa representación de la Tierra, en las dos direcciones que esbozaba, la correspondiente a las dimensiones y forma de la Tierra y a la de la distribución y carácter del Ecúmene. El ejemplo más significativo de esta actitud de mejora corresponde con Hiparco de Nicea (194-120 a. E.), un astrónomo y matemático que disfrutó de excepcional prestigio en el mundo antiguo y moderno. Se puede decir que él creó la trigonometría y fue el inventor del astrolabio. Trató del movimiento del Sol, de la Luna y de las estrellas y estableció la distancia a la Tierra de estos cuerpos celestes. Aplicó sus conocimientos astronómicos y sus excepcionales capacidades matemáticas a corregir y mejorar los planteamientos y resultados de Eratóstenes, en lo referido al método para la ubicación exacta de los lugares de la superficie terrestre. Es uno más de los que contribuyen también a perfilar la representación geográfica.
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Desde una perspectiva geográfica su principal aportación será la introducción de un método más riguroso para calcular la localización exacta de los puntos de la superficie terrestre. Lo hace proponiendo el recurso a la longitud y latitud. Es decir, la diferencia horaria entre dos puntos situados en el mismo paralelo, que proporciona la longitud, y la inclinación del Sol en el equinoccio, que establece la latitud. Los conceptos de longitud y latitud son conceptos clave para la localización y representación geográfica, que siguen vigentes. Propuso la división del círculo máximo terrestre en 360 partes, cada una de la cuales correspondía a un grado terrestre. Cada grado equivalente a 700 estadios griegos (unos 1.100 metros). Lo utilizó para situar a lo largo del meridiano los lugares habitados y para «indicar los fenómenos celestes con respecto a cada lugar». Proporcionaba los fundamentos para una representación de la superficie terrestre como una malla de paralelos y meridianos, sobre la que ubicar los puntos terrestres. Otros autores dirigen su atención a los fenómenos físicos, al mundo de la naturaleza inmediata y proyectan la geografía hacia lo que, en términos actuales, son los contenidos de la geografía física. Posidonio de Apamea (135-51 a. E.), que escribió Sobre el océano (Peri Okeanoû) y un Estudio sobre los cuerpos o fenómenos celestes, abordaba en su obra las zonas terrestres, la unidad del océano, las transformaciones de la superficie terrestre y el problema de las mareas. Lo hizo con especial agudeza intelectual y a partir de una importante información recogida de forma empírica. Tiene el especial interés de mostrar una rica información de primera mano. Sobre todo, muestra el uso de la teoría en la interpretación de los fenómenos físicos. Establece como principio la existencia de un vínculo entre macrocosmos y microcosmos, entre el mundo celeste y el terrestre. A partir de ella elabora alguna de sus más notables hipótesis, como la de las mareas. Actitud que tiene que ver con la filosofía en la que se sustenta, es decir, el estoicismo. Es el mismo enfoque que le permite establecer una relación entre las zonas, o «climas», de uso habitual en su época, determinadas por la variación del calor, desde la denominada tórrida hasta las polares. Él establece la relación entre esas zonas y la inclinación del eje terrestre, y su vinculación con solsticios y equinoccios. Esboza una concepción geográfica de carácter territorial, preocupada por definir y establecer espacios diferenciados por el conjunto de elementos físicos y de lo que hoy llamamos organización socioeconómica. Un enfoque de lo geográfico que complementaba el inicial, más cartográfico. Introducía, junto a los componentes étnicos, habituales en los autores griegos, y que había desarrollado, sobre todo, Artemidoro, los de rango físico. Es un aspecto destacado de la obra de Posidonio, en cuanto aproxima la representación geográfica griega a saberes por los que se preocupa en la actualidad. Tras de todos estos autores resalta la actitud intelectual que caracteriza la cultura y el pensamiento de la Grecia clásica. Una profunda y admirable pasión por conocer, por saber, por inquirir, con un talante crítico y con un método racional. Como decía Plinio, sin «más método que las advertencias de la
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naturaleza» (Plinio, HN, II; 53). La permanente interrogación sobre la naturaleza, la progresiva indagación racional sobre ella, el recurso al método, definen las nuevas condiciones intelectuales que hicieron posible establecer los perfiles de un saber crítico de la Naturaleza. Entre esos saberes se encuentra la que ellos denominan geografía. La geografía de los griegos, en la época clásica, identifica una original propuesta de representación del mundo terrestre, del microcosmos, en el marco de la filosofía natural y del macrocosmos. En el magma de las reflexiones que delinean la Filosofía de la Naturaleza de los griegos, la construcción de una representación reconocida, la puesta a punto de un lenguaje, resultan de un largo proceso de varios siglos. Surge de propuestas de distinta índole, de mutuas críticas, que recogen los autores conocidos, de opciones dispares. De ahí el perfil complejo que presenta la llamada geografía en el mundo clásico. Que no podemos identificar con una disciplina, al modo actual, sin caer en un notable anacronismo. La formalización de una representación de la Tierra se perfila en una doble dirección: primero, la identificación de la Tierra como objeto celeste, con el conocimiento de sus dimensiones y su configuración superficial; segundo, la consideración práctica de este cuerpo como el soporte o bastidor de la acción humana, el escenario de las actividades humanas. El uno vinculado a la determinación de las características de la Tierra, como cuerpo celeste, que distingue la labor de los grandes astrónomos y matemáticos griegos. El otro referido a la organización territorial de la superficie terrestre habitada, lo que los griegos denominaron Ecúmene. El primero en estrecha relación con la Astronomía y el estudio del cosmos y por consiguiente con el recurso a la Matemática y Geometría. El segundo más cerca de las preocupaciones y análisis de la Historia y de la praxis política. La primera representa una de las grandes aportaciones del pensamiento racionalista griego y de una actividad de elucubración y cálculo científico de excepcional anticipación. Se manifiesta en propuestas tan significativas como la forma esférica de la Tierra y el cálculo de sus dimensiones, muy cercanas a la real. De tales presupuestos derivan las hipótesis sobre diversos fenómenos físicos de carácter geográfico. Ellos proponen la estructura zonal en torno al Ecuador, así como la gradación en climas, o intervalos de latitud. Propuestas o hipótesis, algunas, de indudable osadía, cuya manifiesta contradicción con las evidencias de la observación cotidiana hizo difícil de aceptar, y sin duda influyó en su abandono posterior. Las hipótesis sobre la esfericidad de la Tierra y la simetría de las zonas respecto del Ecuador se le hacía cuesta arriba a Herodoto. Un autor que no parece un espíritu oscurantista o tradicional. La segunda suponía una propuesta de indudable novedad y eficacia: formalizaba una representación geográfica de la tierra como contenedor y soporte de las acciones humanas. Poseía innegable trascendencia, porque establecía una relación entre estos dos componentes, el espacio terrestre y la actividad humana. Hacía posible analizar o contemplar la actividad humana sobre su escenario, en el sentido más literal o habitual de representación. No es una propuesta independiente de la anterior. Estaba ampara-
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da por el desarrollo contemporáneo de la geometría por Euclides y por la propuesta del sistema de meridianos y paralelos. Una y otra permitían una definición precisa de la escena, y una ubicación exacta, en teoría, de los actores en un espacio neutro. La coincidencia de estas aportaciones en el tiempo y con la propuesta de identificar esta representación del espacio como Geografía garantizaron la consolidación de esta denominación y el arraigo de la misma. Fue capaz de sobrevivir a un largo período de fragmentación, aislamiento e incomunicación relativas, que afecta a las sociedades mediterráneas. Lo que los autores griegos legaron es un notable y continuado esfuerzo intelectual. Pero sobre todo legaron una imagen, una idea, una representación de la Tierra en su doble condición de cuerpo celeste y de espacio de los hombres. Les movía la pasión por el saber. 2. La geografía: la construcción de una imagen para la Tierra
El término geografía aparece entre los griegos en el siglo III antes de la Era, utilizado para identificar la representación gráfica de la Tierra, su imagen o pintura. Éste es el sentido que le da Eratóstenes, el primero en utilizar ese vocablo con ese objetivo. Es el empleo más usual que se mantiene con posterioridad en el mundo antiguo hasta avanzada la edad moderna. La geografía equivale a representación cartográfica, de tal modo que hacer geografía equivale a diseñar cartas o mapas (graphontes tas geographias) según evidencia Gémino (Gémino, 1975). Es la acepción que utiliza Ptolomeo y por ello es la que se generaliza en el siglo XVI, como muestra Alonso de Santa Cruz, que identifica geografía con pintura. Se sustenta en una concepción de la Tierra, planteada en el siglo v a. E., que la concibe como un cuerpo esférico, de acuerdo con las observaciones que se habían recogido en el análisis de los eclipses. Y en una técnica de representación de la superficie del globo mediante un sistema de coordenadas, que permitía dividir la superficie terrestre en áreas latitudinales, las zonas o climatas. Para ello, los griegos habían tenido que resolver el problema de la determinación de la latitud y longitud, a partir de la observación empírica, de la reflexión teórica y del cálculo matemático. La curiosidad y la reflexión les condujo también a racionalizar sus experiencias del espacio terrestre, sobre todo físicas, en una serie de imágenes geográficas, cuya validez nos las hacen familiares. 2.1.
LA RACIONALIZACIÓN DE LA EXPERIENCIA: CONCEPTOS E IMÁGENES
Los griegos construyen, de forma progresiva, durante varios siglos, una modelo de la Tierra, como cuerpo celeste y como espacio. Imágenes y conceptos que hoy seguimos manejando. Nuestra imagen de la Tierra como un cuerpo esférico, con sus polos y ecuador, meridianos y paralelos, zonas terrestres, continentes y océanos, entre otras imágenes geo-
representación o
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gráficas, arraigadas en nuestra cultura, es creación suya. Conceptos clave de nuestro saber geográfico surgen como un producto de sus lucubraciones racionales e indagaciones empíricas. Los griegos introdujeron la división del globo terráqueo en zonas, de acuerdo con su naturaleza esférica, determinadas por el desplazamiento solar a lo largo del año y relacionadas, por ello, con los grandes círculos celestes: «Pertenece propiamente a la geografía la declaración de que toda la Tierra es esférica, así como el mundo, y la aceptación de las secuelas que se siguen de esta hipótesis, entre las cuales, una de ellas es que la Tierra está dividida en cinco zonas» (Estrabón, II, 2,1). Una hipótesis que los griegos atribuían a Parménides. Desde la Equinoccial o Ecuador, a los Trópicos y desde éstos a los Círculos Polares, permitía establecer y diferenciar las distintas franjas de latitud, acordes con dichos círculos celestes: tórrida, comprendida entre ambos Trópicos, a un lado y otro del Ecuador; templadas, entre los respectivos Trópicos y Círculos Polares, en cada hemisferio; y glaciares, para el área determinada por cada Círculo Polar y el Polo respectivo. Se extendió entre los griegos la idea del carácter inhabitable de la zona tórrida y las dos polares, por sus caracteres térmicos. La una por exceso de calor, que consideraron debían producirse en el ámbito de máxima perpendicularidad de los rayos solares. Las otras por lo extremado del frío y los hielos; opinión que llegó a prevalecer, inducidos por el desconocimiento que el mundo clásico tuvo de estas zonas. En mayor medida, por los prejuicios de carácter cultural, que contribuyeron a asentar esa creencia, respaldada por la autoridad de Aristóteles y apoyada en la lucubración intelectual. Sin embargo, otros autores ponían de manifiesto los argumentos racionales a favor de su habitabilidad, y destacaban las evidencias de su habitación, como hacía Gémino, en el siglo i antes de la Era: «no se puede pretender que la zona tórrida esté deshabitada; hoy se ha penetrado en muchos sectores de la zona tórrida y, en general, se encuentran habitados» (Gémino, 1975). Se apoyaba, entre otros, en el testimonio de Polibio, autor de una obra titulada Sobre las regiones equinocciales, en la que el historiador se refiere a testigos que habían llegado a tales áreas. Introdujeron la noción de clima: es decir, de latitud, identificada por la altura del Sol sobre el horizonte en un determinado lugar. Y en relación con esa noción, la de climas, es decir, intervalos de latitud o zonas latitudinales. El clima designaba, para los griegos, una banda de latitud determinada, en principio, por la duración, en horas, del período más largo de iluminación solar, a lo largo del año. Corresponde, por tanto, con el solsticio de verano en el hemisferio boreal. Lo que proporcionaba climas de distinta dimensión. Es el concepto que utiliza Ptolomeo y antes que él Estrabón. Hiparco introdujo el clima de dimensiones regulares asociado a la división del círculo máximo terrestre en 360 partes iguales, equivalentes a un grado de 700 estadios. Sin embargo prevaleció, en cuanto a la división en zonas o climas, la referencia a la duración del día de mayor número de horas de luz solar.
De este modo dividieron el mundo conocido por ellos en siete grandes climas. Por regla general, cada clima correspondía al tramo de latitud en el que la diferencia en la duración del día solar más largo, entre sus distintos lugares, era inferior a media hora. Cada uno de estos climas recibió nombre de una destacada localidad ubicada en él: Meroe (actual Jartum, Sudán), para el «clima de Meroe», o primer clima. El «clima de Siene», recibía su nombre de Siene, que corresponde a la actual Asuán, en Egipto, a la altura del Trópico de Cáncer. Alejandría, Rodas, Bizancio, Boristenes (nombre antiguo del río Dnieper), a cuya desembocadura se refieren los griegos, y montes Ripheos (de ubicación problemática, en el centro-norte de Rusia), distinguían el resto de los siete grandes climas o zonas de latitud, con diferencias de media hora en la duración del día más largo o día del solsticio de verano. Este procedimiento es el que, a través de Ptolomeo, se transmite en la Edad Media y el que se recoge en el siglo XVI. Los viajes de los europeos alteraron sustancialmente el mundo conocido e impusieron la revisión y el desarrollo del esquema clásico. Es lo que señalaba Alonso de Santacruz, al indicar «que no siete climas, como los antiguos geógrafos imaginaron, mas veynte e quatro muy rectamente pornemos (pondremos) desde la equinocial (ecuador) hazia cada polo y hasta el círculo más próximo a él, donde los que lo tienen por zénith tienen un día natural de veinte e cuatro horas continuas sin noche, porque desde allí hasta llegar al polo se pierde la consideración de día artificial». Una imagen de la tierra, con su círculo equinoccial o Ecuador, con sus paralelos y con su círculo máximo o meridiano, «que pasa por los polos y por el zenit; cuando el sol se encuentra en este círculo es mediodía». De ahí el nombre que recibían, en griego, tanto el meridiano como el punto cardinal correspondiente al mediodía: mesembrino. La Tierra, con su Ecuador o línea equinoccial (en realidad, en griego alude a la igualdad de los días y por ello se denomina Isemera), con sus Trópicos de Cáncer y Capricornio, con sus círculos polares -Ártico y Antártico-, y polos, con su eje, que une los polos, responde a una imagen elaborada por los griegos. Deriva de la representación del cielo o mundo como una esfera cuyo centro era la Tierra, según la concepción de Anaxímenes.
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Una representación convertida en nuestro marco universal de la Tierra como cuerpo celeste. De forma similar elaboran los griegos una primera imagen o representación de los puntos cardinales y, en relación con ella, del sistema de vientos. Los puntos cardinales aparecen en todas las sociedades y todas ellas poseen, asimismo, una más o menos desarrollada rosa de los vientos, que sirve para completar el sistema de los puntos cardinales. Los vientos dominantes, identificados por el punto de procedencia, permitían señalar los puntos cardinales. Proporcionaban una red de referencia que, por su propia naturaleza, tenía un carácter local. Un esquema básico de la circulación atmosférica que los griegos primero y los romanos después, convierten en un sistema de referencia geográfica de valor general para el ámbito mediterráneo. Los vientos se convierten en referencias cardinales o sistemas de orientación. Una rosa de los vientos, por tanto, de raíz empírica. Iniciada con los cuatro vientos cardinales -la salida y puesta del Sol constituyó el eje de referencia primario-, completado por el curso intermedio del astro, el mediodía, perpendicular al primero. Para los griegos, el Eos, es decir, la Aurora, o el Alba, identificó el punto cardinal de la salida del Sol, que los griegos llamaban apeliotas; del mismo modo que el Céfiro, correspondía al punto cardinal de la puesta solar; el viento Noto, «viento de lluvia,,, que procedía del mar, permitió ubicar el mediodía, o Mesembrino; el Bóreas, el viento de las montañas, situadas al norte, sirvió para identificar el punto cardinal, el Arctos, es decir, la Osa, que marcaba la dirección polar. Pro-
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porcionaron los cuatro puntos cardinales. El nombre de los vientos pasó a indicarlos: boreas el Septentrión; eos el Levante, noto el Mediodía, céfiro el Occidente. La percepción empírica de la variación que la puesta y ocaso del Sol presentaba en las estaciones del solsticio respecto del equinoccio permitió enriquecer los cuatro puntos cardinales con otros cuatro. Son los correspondientes a los denominados oriente de verano (theriné anatolé), identificado por la salida del Sol en el solsticio estival, intermedio entre el Bóreas y el Eos, y conocido como Cesias o Boreas. El Euro, que sopla desde el oriente de invierno (xeimeriné anatolé), localizado entre Apeliotas y Noto. Liba -viento de lluvia-, identificado con el occidente de invierno (xeimeriné dysis), o puesta del Sol en el solsticio de invierno, ubicado entre Noto y Céfiro. Argestes, «el viento que escampa», viento del occidente de verano (theriné dysis), intermedio entre Céfiro y Bóreas. Rosa de los vientos que, con leves retoques, mantienen los romanos, con su propia nomenclatura, pero de estricta equivalencia a la griega: subsolanus, vulturnus, austrus y africo, favonius y corus, aquilon y septentrion.
Sintetizaba la experiencia empírica del mundo antiguo, en el marco del Mediterráneo, como resaltaban los autores del siglo XVI . Los doce vientos que compusieron la rosa de los vientos más compleja del mundo antiguo, aunque el uso habitual no utilizó, por lo general, más que los ocho básicos, como indicaba Plinio. 2.2.
LA GEOGRAFÍA COMO REPRESENTACIÓN: LA IMAGEN CARTOGRÁFICA
Son las imágenes y nociones que dan forma a una representación o idea de la Tierra y de la superficie terrestre. Imágenes y nociones que constituyen el modelo con el que entender e interpretar el mundo conocido, de acuerdo con un esquema inteligible y racional, como cuerpo celeste y como espacio terrestre. En este último aspecto hacía posible ubicar los lugares de la Ecúmene según su posición en longitud y latitud y perfilar el contorno de tierras y mares, esbozar el trazado de cursos de agua y montañas, de forma objetiva. Permitía colocar los lugares. Era factible presentar esas imágenes en un marco abstracto; dar forma visible a las mismas. O lo que es lo mismo, construir una imagen gráfica, una pintura de la Tierra. Los griegos construyeron una elaborada representación de la Tierra como cuerpo celeste, que se traduce también en la imagen de la superficie terrestre, de sus partes, de su distribución y de algunos de sus rasgos o caracteres. Vinculados, unos con sus circunstancias astronómicas y, otros, con su naturaleza física. Una orientación que se encuentra en el origen de la geografía como saber. Distingue a numerosos autores de la Antigüedad, para los que la Tierra aparecía como un objeto celeste. La geografía se percibe como el saber destinado a medir y valorar sus dimensiones como cuerpo celeste y determinar la ubicación de las regiones y áreas que la componen. Es decir, a proporcionar su imagen gráfica, su representación o pintura, de forma rigurosa.
la Antiguedad, la imagen de la tierra como un cisco, según aparece en los autores antiguos, como Homero. Entendieron que las tierras conocidas formaban a modo de una gran isla rodeada por el océano universal o exterior y dividieron el espacio terrestre conocido en tres grandes unidades o continentes: Europa, Asia y Libia (África). El límite entre las primeras lo establecieron a lo largo del río Tanais (el Don actual), mientras la separación entre Asia y África la establecía el río Nilo, de tal modo que las tierras al oriente del río formaban parte del continente asiático. El mediterráneo era el eje de esta masa de tierras, cuyos bordes exteriores conocían mal y cuyos contornos, por consecuencia, eran imprecisos y vagos. La teoría de la esfera para la Tierra, y para el mundo, es decir, para el espacio celeste, proporcionaba un marco teórico decisivo: permitía utilizar la geometría y la matemática para indagar en los fenómenos naturales relacionados con la naturaleza de cuerpo celeste de la Tierra. Es lo que evidencia la obra de Aútólicos de Pitana, un autor del siglo iv antes de la Era, dedicada precisamente a La esfera en movimiento: las salidas y puestas del sol (Aújac, 1979). Permitía también abordar el cálculo de las dimensiones terrestres y hacía posible elaborar una nueva imagen para el mundo, una representación rigurosa del mismo, aplicando los conocimientos astronómicos y matemáticos que los propios griegos impulsan en esa época. Eratóstenes, inventor del término que distinguía este tipo de objetivo, es el que elabora y aplica el método para evaluar las dimensiones del globo terráqueo y trata de ubicar las tierras conocidas en una representación. En el marco cultural e intelectual de la filosofía griega, a partir de la hipótesis de la esfericidad de la Tierra, su cálculo reposa sobre un ejercicio racional de carácter matemático y astronómico: consiste en la medida precisa de un arco del círculo máximo terrestre o meridiano, que por deducción, permitiría evaluar la de dicho círculo máximo. Eligió, para ello, el comprendido entre Siena y Alejandría, en Egipto, localidades que los antiguos suponían ubicadas en el mismo meridiano, y respecto de las cuales se creía conocer la distancia que les separaba, unos 5.000 estadios (790 km), gracias a los agrimensores egipcios. A partir de esta información, la valoración de Eratóstenes se sostenía en evaluar el arco de meridiano que correspondía a esa distancia. Evaluación realizada mediante la comparación de la inclinación de los rayos solares en el solsticio de verano en ambas localidades. Recurrió, para ello, a la sombra que se proyectaba en el fondo de un pozo, medida con un instrumento puesto a punto por los griegos, denominado gnomon, perfeccionado para poder hacer una lectura directa del ángulo (Szabo y Maula, 1986). En el mismo momento en que los rayos del sol llegaban al fondo del pozo de forma perpendicular, y por tanto sin proporcionar sombra, en Siene (población localizada en el Trópico de Cáncer), en Alejandría se proyectaban con una sombra, cuyo arco calculó Eratóstenes en 7° 12'. Los 5.000 estadios o 790 km de distancia correspondían a 7° 12' del arco de meridiano terrestre. Medición que permitía la valoración del tamaño de la Tierra,
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y de sus proporciones, de una forma teórica, de acuerdo con la geometría de la esfera. Según estos cálculos, el cuadrante del meridiano medía 62.500 estadios y la longitud del meridiano terrestre ascendía a 250.000 estadios, redondeados por Eratóstenes en 252.000 por razones de comodidad en el cálculo sexagesimal (Aujac, 1966). Dada la longitud que se atribuye al estadio utilizado por Eratóstenes (157,5 m), suponía del orden de 39.690 km para el meridiano terrestre. Un valor de extraordinaria precisión, puesto que el círculo ecuatorial mide 40.120 km. En base a la teoría de la esfera y al cálculo matemático, Eratóstenes había podido determinar, con un muy alto grado de aproximación, las dimensiones de la Tierra. Las noticias de los navegantes y viajeros hacían factible el tratar de establecer también las dimensiones del espacio habitado conocido por los griegos. Es decir, el área entre el borde occidental de Iberia y Terne (Irlanda), y el extremo de la India, al este. Incluso posibilitaba establecer el alcance de los límites más difusos, ártico y meridional del Ecúmene, tierras mal conocidas o desconocidas para los griegos, y completar con ello las dimensiones de la Tierra con la ubicación y dimensión de las tierras y mares. El cálculo de las dimensiones proporcionaba una distancia desde el Ecuador hasta la isla de Thule del orden de los 45.750 estadios. El cálculo tenía carácter teórico apoyado en los datos empíricos de Pytheas, un navegante marsellés. Los viajes de éste, un par de siglos antes, ubicaban a Thule a unos seis días de navegación del extremo septentrional de las Islas Británicas. Corresponde, aproximadamente, a unos 3.600 estadios, poco más de 5° de latitud, lo que situaba a Thule en el paralelo 65° N, al borde del Círculo Polar. Cálculo que estaba de acuerdo con las consideraciones que atribuían a este lugar una inmediata proximidad al mar helado y al punto en que el día artificial desaparece, según las observaciones de Pytheas. De Oeste a Este, las noticias de los navegantes y las informaciones aportadas por las conquistas de Alejandro Magno permitieron a Eratóstenes localizar y dibujar el perfil del mundo conocido entre Iberia y la isla de Trapobana (Ceilán o Sri Lanka), finisterrae oriental. Eratóstenes atribuyó al ámbito comprendido entre el extremo occidental de Iberia y el oriental de la India 78.000 estadios, a lo largo del paralelo 36° (que corresponde a Rodas) considerado como el círculo de referencia por los antiguos, desde que lo propusiera Dicearco. Esa distancia equivale a unos 12.285 km, unos 111°. Datos empíricos aproximados, cálculos matemáticos precisos e ideas o prejuicios aceptados, permitieron a Eratóstenes construir una imagen consistente del globo terráqueo y del Ecúmene. Sin embargo, carente de un sistema de localización por coordenadas precisas, ubicó las tierras conocidas de acuerdo con un conjunto de líneas meridianas y latitudinales, que permitían estructurar la superficie de la Ecúmene en grandes rectángulos, que él denominó esfrágides, término recogido de los agrimensores egipcios. Con este recurso era posible ubicar las tierras y establecer una malla para la descripción de los países y pueblos. Carecía, en cambio, de un método de ubicación de cada lugar terrestre.
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Se superaban las representaciones precedentes, más intuitivas que rigurosas. Establecía las premisas para la representación precisa del espacio terrestre y, con ello, las bases de una cartografía del mundo conocido. Ésta cristalizará en el momento en que se adopte el sistema de coordenadas geográficas, en relación con un procedimiento preciso para la determinación de la latitud y longitud, y se resuelva el problema de la representación de la superficie esférica terrestre en un plano, es decir, con un sistema de proyección. Una y otra cuestión de carácter teórico y de orden práctico fueron planteadas por los griegos de la etapa clásica y para una y otra dieron respuesta. La formulación desarrollada y moderna del sistema de coordenadas corresponde a Hiparco de Nicea, un siglo después de Eratóstenes, con la introducción de la longitud y latitud, como determinaciones para la localización de los diversos puntos de la superficie terrestre. Los griegos descubrieron que el cálculo de la longitud estaba en relación con la diferencia horaria entre dos puntos de la superficie terrestre y que esa diferencia horaria se podía evaluar por medio de la observación de determinados fenómenos celestes, entre ellos los eclipses. El principal obstáculo para su realización provenía de la insuficiencia instrumental para la medida del tiempo, obstáculo que perdurará hasta el siglo XVIII. De forma similar, relacionaron la latitud con la altura del polo sobre el horizonte o con la altura del Sol, es decir, el ángulo que sobre la vertical de un lugar presenta la posición relativa del Sol. Habían observado la variación que a lo largo del año se producía, sobre el meridiano, en la duración del período de iluminación diaria, entre el máximo del solsticio de verano y el mínimo del solsticio de invierno y habían medido esa duración en horas y fracciones de hora. Método utilizado para definir los distintos climas, según hemos visto, de acuerdo con la duración del día más largo en cada zona o clima. Hiparco establece una relación o ratio entre la duración máxima y mínima del día para el cálculo de la latitud de cada lugar. El hallazgo intelectual y empírico esencial procede de la hipótesis de utilizar esa variación del período de iluminación para determinar la posición en latitud de un lugar y de la elaboración de un procedimiento depurado para conseguirlo, así como de los instrumentos y medios para facilitarlo. Entre estos instrumentos se encuentra el gnomon, especie de cuadrante solar (similar a un reloj solar), y el astrolabio. El método se basaba en el cálculo del equinoccio (el día del año en que el período de luz solar es igual al período sin luz solar, de tal modo que el día y la noche tienen la misma duración), información que no podía obtenerse de forma directa, por la observación de la sombra, como en el caso de los solsticios. Las únicas observaciones empíricas disponibles eran las del día más largo y el más corto, obtenidas por medio del gnomon, en relación con la sombra proyectada por éste, máxima en el solsticio de invierno y mínima en el de verano. La evaluación del día equinoccial sólo se podía hacer de modo deductivo, por medio de la geometría y la matemática, a partir de las longitudes de la sombra mayor y menor y de la proporción de las mismas con la vari-
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lla del gnomon que proyectaba la sombra. Con el auxilio de la trigonometría, aplicada a un conjunto de triángulos formados por las líneas de la sombra equinoccial, el eje del gnomon y el meridiano, es posible el cálculo del ángulo que indica la altura del Sol sobre el horizonte y, por tanto, la latitud de un lugar. La elaboración de tablas detalladas, con los valores angulares y su correspondientes valores latitudinales, facilitó el uso de los instrumentos y la determinación de la latitud, sin necesidad de recurrir a los cálculos matemáticos en cada momento y en cada caso. Por la vía múltiple de la reflexión teórica, del cálculo matemático renovado y de la observación empírica, los astrónomos y matemáticos griegos hicieron posible abordar el problema de la representación de los lugares terrestres de una forma rigurosa. Es la gran contribución de Hiparco, inventor, en cierto modo, de la trigonometría, y el primero que la aplica al cálculo de las latitudes geográficas. De forma contemporánea, los filósofos griegos plantean y resuelven el problema de la proyección de una superficie esférica en otra plana. La proyección equiangular que, conservando el valor de los ángulos esféricos en el plano, desplaza la máxima deformación de las superficies hacia los bordes del mapa, corresponde a los griegos clásicos. Es decir, la primera proyección de tipo conforme para la representación de la superficie terrestre. De igual modo que proponen la proyección cónica polar, que hará popular, siglos más tarde, Ptolomeo. El sistema de proyección, más el de coordenadas geográficas, hacía posible la representación de la superficie terrestre y de las tierras conocidas, así como la localización de los pueblos y lugares en ella. Este último es el objetivo de Marino de Tiro y, sobre todo -como máximo exponente o más conocido, de esta corriente-, de Ptolomeo. Ptolomeo (90-168 de la Era) es un astrónomo y matemático nacido en Egipto, que vivió y trabajó en Alejandría, el gran centro intelectual del mundo clásico. Su concepción del sistema solar, así como la trigonometría para uso astronómico, que puso a punto, constituyen una síntesis del conocimiento teórico y práctico del mundo antiguo. Ptolomeo reunió ese saber en los trece libros de su Sintaxis mathematica (He mathematike synthaxis). En ella se resumía el conocimiento matemático aplicado a la astronomía y se describían y fundamentaban los instrumentos empleados en la observación de los astros, en orden a la determinación de sus posiciones. Su indudable fama de astrónomo y matemático se complementa con la que tiene como geógrafo, vinculada a su Geographike hyphegesis -guía geográfica-, más conocida como Geografía o Cosmografía. Está compuesta por ocho libros, el primero y el último dedicados a establecer los conceptos de cosmografía, geografía y topografía, así como las bases matemáticas de la representación cartográfica. Incluye sus cálculos sobre la dimensión de la Tierra. En estos libros proporciona, de forma ilustrada, el método de cálculo de las latitudes a partir de la altura del Sol en el horizonte. Señala también las fuentes de información empírica para la elaboración cartográfica y los problemas derivados del carácter de tales fuentes, por lo general relatos de viajeros y navegantes. En el resto de los libros recoge, en forma de tablas, las longitudes y latitudes de un gran número de
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lugares y pueblos, más de 8.000, en total. Iba acompañada por un total de 27 mapas elaborados a partir de esos datos. La obra tiene como objeto completar y corregir una obra similar realizada por Marino de Tiro, en el siglo i de la Era cristiana, más pobre en el registro de lugares, pero la primera que se plantea el objetivo de una representación cartográfica apoyada en el cálculo de las coordenadas geográficas de los lugares y en la recopilación de información sobre un gran número de ellos. Marino de Tiro ubicaba las tierras más meridionales conocidas en África -entonces denominada Etiopía-, en el hemisferio austral, correspondiendo con la localidad de Agesimba y el llamado Cabo Prasum. Les atribuía la latitud del Trópico de Capricornio. Situaba el extremo septentrional en Thule, sobre los 63° N. Y localizaba las tierras más orientales en Sera, Sinae y Catigara. Evaluaba Marino de Tiro la extensión de la Tierra habitada, de Oriente a Occidente, entre las islas Afortunadas, es decir las Canarias, y las costas orientales de Asia, en un total de 225°. Es decir, casi 100° más de la real, que resulta de unos 126 ° . La crítica de Ptolomeo se refería a las insuficientes cautelas que achacaba a Marino de Tiro, en el sentido de haberse fiado en exceso de los relatos de los viajeros. Como consecuencia, sus cálculos de las dimensiones del mundo habitado serían erróneos, a juicio de Ptolomeo, en particular, en lo que concierne a los límites meridionales del Ecúmene. La ubicación de Agesimba y el Cabo Prasum la reduce a sólo 16 ° S, equivalente a la de Meroe, en el hemisferio septentrional. Con esos presupuestos teóricos y con tales datos acometió la representación cartográfica del mundo conocido, con el perfil de sus continentes, mares, e islas, y con la ubicación de sus lugares, sobre una malla de meridianos y paralelos, tal y como había propuesto Hiparco. Lo hace de acuerdo con un sistema de proyección que propone y aplica en orden a corregir la utilizada por Marino de Tiro, en que meridianos y paralelos formaban ángulos rectos. Aplica la proyección cónica o pseudo polar. Son las 27 cartas que acompañaban a su Geografía. Una imagen cartográfica del mundo conocido que era la más completa del mundo clásico y que será la que llegue al mundo islámico y a la Europa de finales de la Edad Media. Imagen asentada sobre los cálculos y métodos de Poseidonio. Para este autor, que realizó un cálculo de las dimensiones del círculo máximo terrestre alternativo al de Eratóstenes, por otros procedimientos, la circunferencia terrestre medía 180.000 estadios. El Ecúmene cubría, de Este a Oeste, unos 70.000 estadios, medidos en la latitud del paralelo 36°. Esta distancia representaba la mitad del círculo correspondiente al paralelo de referencia, evaluada en 140.000 estadios. Como consecuencia, los 70.000 estadios del Ecúmene dilataban el borde oriental de Asia hasta los 177° y reducían drásticamente las dimensiones del océano entre las costas asiáticas y las occidentales de Iberia (Sarton, 1959). Un error determinante en los razonamientos de los navegantes del siglo XV , transmitido por Ptolomeo, que recoge el cálculo de Poseidonio y margina el de Eratóstenes, el más aceptado en el mundo antiguo (Aujac, 1975).
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Ptolomeo identifica la concepción de la geografía como representación cartográfica desde una perspectiva puramente geométrica, de localización y descripción, según su inicial planteamiento. Concepción que él mismo explicita: «La geografía es la descripción imitativa y representativa de toda la parte conocida de la Tierra junto con lo que generalmente le es propio. El objeto propio de la geografía es únicamente mostrar la Tierra en toda su extensión conocida, cómo se comporta tanto por su naturaleza como por su posición. Ésta sólo admite descripciones generales como las de los golfos, las grandes ciudades, las naciones, los ríos principales, y todo aquello que merece ser reseñado en cada género» ( Geografía, I, 1). La corografía se limitaba a «considerar los lugares separadamente unos de otros, y a exponer a cada uno en particular con la indicación de sus puertos, ciudades, los más pequeños lugares habitados, los desvíos y sinuosidades de los ríos menores, los pueblos y otros pormenores de este género», como el propio Ptolomeo precisaba, sin duda desde una concepción cartográfica, tanto de la geografía como de la corografía. Para Ptolomeo, la geografía tenía este objetivo de estricta figuración o representación cartográfica del conjunto de la Tierra y de sus partes principales, sus grandes rasgos en cuanto a configuración o forma, sus elementos más sobresalientes. La que llama corografía se entiende como la representación cartográfica de un área limitada de la superficie terrestre. No fue la única representación construida por los griegos, aunque haya sido la única conocida y, sobre todo, la que mereció una acogida más destacada en la Edad Media. 3. La geografía de los territorios: el escenario terrestre Desde postulados filosóficos vinculados con las corrientes estoicas y desde el interés de los historiadores por ubicar los acontecimientos políticos y el devenir de los pueblos se perfila en el pensamiento clásico un tipo de enfoque complementario del cartográfico. Se preocupa por los territorios, contempla el conocimiento geográfico desde la aplicación política, e intuye su potencial propedéutico, formativo e instrumental. Más que la Tierra, le interesa el Ecúmene. Se siente atraído por el vínculo entre el despliegue de los actores y el teatro del mismo, más que por las dimensiones y partes de la superficie terrestre. El espacio terrestre se percibe como retablo, a modo de damero. La imagen de la superficie terrestre como escenario se construye a partir de esos enfoques, que tienen relación con la paralela construcción por los griegos del concepto de espacio matemático o espacio geométrico, esto es, el espacio de Euclides. Es una representación de la Tierra como escenario. 3.1.
LA IMAGEN DE LA TIERRA: OTRAS PERSPECTIVAS
Los griegos aportaron también una concepción de la geografía interesada en el espacio habitado y, por tanto, en las relaciones entre los diversos
orientación sistematiza y aporta una determinada Corma de ver el mundo, una representación conceptual del espacio terrestre. Constituye una representación del espacio habitado desde una perspectiva no cosmográfica sino territorial. Como un discurso sobre territorio y sociedad. Un rasgo sorprendente por su modernidad, oscurecido por su habitual identificación con la descripción territorial o regional, con lo que, en la tradición ptolemaica, se denominó corografía. Sin embargo, nada tiene que ver con la corografía de Ptolomeo. Se trata de una reflexión no sobre los lugares sino sobre la Ecúmene, es decir, sobre el espacio de los hombres. Se plantea como una reflexión o representación de los pueblos y de sus acciones en el marco o escena terrestre. Insinuado en los historiadores, desde Herodoto a Polibio, se perfila con plenitud en las obras de Artemidoro y Poseidonio de Apamea, y, sobre todo, en Estrabón. Muestra una percepción del espacio como un conjunto ordenado de territorios y lugares encajados en un bastidor terrestre hecho de regularidades y de procesos. Configura el cuerpo de un discurso propiamente dicho, más allá de la simple recopilación de sucesos o del mero catálogo de pueblos y lugares. Herodoto intenta, en una aproximación breve, la ordenación de las informaciones sobre el espacio conocido en su momento. Trataba de esbozar una representación del mundo contemporáneo, en su extensión y ubicación, trataba de aportar una imagen de los grandes territorios y de los menores. El autor griego recoge elementos territoriales básicos que tienen que ver con las diferencias étnicas, con las particularidades sociales, con las singularidades y regularidades del espacio. Se hace eco de las novedosas teorías que sus contemporáneos aportaban entonces, como la esfericidad de la Tierra o la sucesión simétrica de los climas, en grandes zonas. Un atisbo de globalidad que, por lo general, queda supeditada a la percepción de elementos significativos: como la estructura urbana de Babilonia, las crecidas del Nilo y su relación con el espacio nilótico, la dinámica del delta, entre otros. Demuestran la aparición de una nueva sensibilidad hacia el entorno. Esa sensibilidad es la que aparece en la obra de otros historiadores, como Polibio. Se extiende entre los historiadores la idea de introducir el discurso histórico, es decir, el discurso político o ético, a partir de una previa presentación -representación- del escenario terrestre habitado por los hombres, del Ecúmene. Un planteamiento que se hará general entre los historiadores o relatores geográficos del mundo antiguo. Es una actitud novedosa que distingue la obra de autores como Poseidonio y Estrabón. Estrabón (60 a. E.-21 d. E.) es un historiador que, al final de su vida, se aproxima a la geografía. El discurso de Estrabón aparece como una interpretación renovada de la geografía. Se trata de una reflexión sobre la naturaleza y el significado de la representación geográfica, que integra, tanto la tradición geométrica o cartográfica como la física y territorial. Es también una síntesis de los conocimientos adquiridos sobre el mundo conocido tras las conquistas romanas, en la vía de otras obras anteriores, hasta el punto de que permite reconstruir buena parte del saber precedente
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del que no se tiene información directa. Una indagación de notable valor y modernidad (Aujac, 1966). En consecuencia, tiene el doble valor de formular un nuevo enfoque para la tradicional representación geográfica y de desplegar una imagen actualizada de esa representación acorde con su tiempo. Estrabón recoge de forma sistemática cuantas informaciones e hipótesis se han acumulado durante los siglos precedentes acerca de la Tierra, sus lugares, territorios y configuración espacial. Desde las noticias homéricas y los periplos o itinerarios de los navegantes hasta las obras de los que él reconoce como sus antecesores, de Herodoto a Poseidonio y Polibio. Lo hacía en el marco, en no pocas ocasiones, de lo que sin duda suponía un debate no cerrado en torno a cuestiones susceptibles de interpretaciones divergentes. Circunstancia que condiciona lo que podemos considerar el anacronismo de muchas de sus descripciones, en la medida en que las fuentes que utiliza tienen un origen cronológico dispar. La descripción de Estrabón no es contemporánea para el conjunto de las regiones. 3.2.
ESTRABÓN: DE LA TIERRA A LOS TERRITORIOS
Su obra es un intento de ordenación que tiene un doble objetivo: ubicar los territorios y lugares y representarlos de una forma progresiva y secuencial de acuerdo con un modelo conceptual y expositivo. Se trataba de establecer los caracteres generales y específicos de los mismos. Se los utilizaba como marcos de presentación de los diversos pueblos y como escenarios de las acciones y acontecimientos pasados y presentes. Estrabón extiende ante el lector -lo formula de modo explícito- un discurso que tendrá un arraigo innegable y que, sin duda, poseía aceptación: el espacio terrestre como retablo, como tablero, como escenario de los hechos humanos. El gran retablo de la aventura humana. Un discurso y una concepción que el propio autor explicita en la medida en que relaciona conocimiento del espacio, lugares, territorios, con actividad política y ejercicio del poder. Evidenciaba la estrecha implicación del saber geográfico con el dominio del espacio. Estrabón prescinde, en gran medida, de la consideración de la Tierra como cuerpo celeste, es decir, de la orientación cosmográfica y geométrica de la geografía, que prevalecía en las representaciones geográficas hasta entonces. El fundamento matemático o geométrico tiene para Estrabón la finalidad de situar adecuadamente y delimitar con la mayor precisión posible los territorios. Son éstos su verdadero objeto, el objeto de la geografía que propone. Estrabón reduce esas materias al papel de conocimientos necesarios y convenientes para el geógrafo. Lo hace porque distingue la geografía del simple saber descriptivo de los itinerarios, faltos de fundamento riguroso: «Así ha ocurrido que los que se han ocupado en describir los puertos y los denominados periplos han realizado una investigación incompleta por haber dejado de lado todo aquello que se refiere a las matemáticas y a los fenómenos celestes que convenía haber añadido» (I, 1, 21).
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La conveniencia e incluso necesidad, de tales conocimientos por parte del geógrafo, no suponen, para Estrabón, su preeminencia y mucho menos su exclusividad. Constituyen conocimientos subordinados, exigidos porque la consideración global de la Tierra como tal, de las condiciones de su ocupación y de las características que lo explican pueden justificar el recurso a los mismos. Una concepción de la geografía que, de forma matizada pero nítida, establece los límites con lo que era, hasta entonces, dominante. Se tendía a asociar esta disciplina con su expresión más astronómica o, como entonces se decía, matemática, limitada al cálculo y valoración de las dimensiones de la Tierra, de sus círculos y climas. Reivindicó la autonomía de la geografía, en la medida en que ésta debe contar con su propio objeto, objetivos y método, diferentes de los que aquéllas poseen. Reivindicó otros conocimientos, referidos a «lo que se encuentra sobre la Tierra, por ejemplo, de los animales, de las plantas y de todo lo útil o nocivo que contiene el mar y la tierra»; en la senda de la obra de Posidonio. Esta ruptura del cordón umbilical de la geografía que le mantenía sujeta a sus orígenes supone la propuesta de una geografía desvinculada de los métodos y enfoques de la astronomía. La geografía, para Estrabón, no trata de la Tierra-planeta sino de la ocupación de la Tierra por los humanos. Es lo que desarrolla en su Geografía, cuyos 17 libros proporcionan una i magen del mundo contemporáneo, el mundo conocido, Ecúmene, que era el que debía abordar la geografía, en palabras del propio Estrabón, y una justificación del discurso geográfico, que ocupa los dos primeros libros. La Geografía, para el autor de Amasya, trata de la Tierra habitada (Ge Ecúmene) y no de la Tierra como cuerpo celeste: «Porque lo que pretende el geógrafo es exponer las partes conocidas de la Tierra» (II, 5, 5). Intenta explicar las acciones humanas en relación con el marco o escenario en que se desenvuelven. Tiene en cuenta los caracteres naturales y los factores políticos que subyacen en el desarrollo histórico: «en unos lugares se dan buenas condiciones y malas en otros, y distintas conveniencias e incomodidades, en parte debidas a la naturaleza del lugar y en parte a causa del trabajo humano, será necesario declarar la naturaleza de los lugares, puesto que estas características son permanentes, mientras que pueden variar las que son añadidas. Sin embargo, también entre éstas habrá que mostrar aquellas que pueden permanecer por mucho tiempo» (II, 5,17). Perfila Estrabón, aunque no lo destaca, el vínculo del conocimiento geográfico con la duración, con la persistencia, separándolo de lo contingente o pasajero. La idea de lo geográfico como el ámbito de las constantes, que tan profundamente ha marcado el pensamiento y la cultura geográficos aparece en su obra. Para el autor griego la geografía es una disciplina de valor político o, en mayor medida, una «disciplina que pertenece en gran parte al dominio de lo político» (I, 14). «Toda la geografía es una preparación para las empresas de gobierno pues describe los continentes y los mares internos y externos de toda la Tierra habitada» (I, 16). Una dimensión práctica explícita en que la geografía se concibe como «una preparación para las empresas de gobierno».
LASCULTRASDEL SPACIO,LASCULTRASGEORÁFICAS
Éstas no pueden ser indiferentes al conocimiento del espacio, «porque se podrá gobernar mejor cada lugar si se conoce la amplitud y ubicación de la región y las diferencias que posee, así en su clima como en sí misma» (I, 16). Como conocimiento práctico, de interés, por «aquella razón de que la mayor parte de la geografía se refiere a las necesidades del Estado». La utilidad del conocimiento desde una perspectiva política representa para Estrabón la justificación de la geografía. Esta imbricación de lo geográfico con el poder se fundamenta en lo que representa el núcleo de lo que constituye el discurso geográfico de Estrabón: la concepción de la superficie terrestre de la Tierra, como el sustrato o escenario de las acciones humanas, «porque el lugar donde se realizan las acciones es la Tierra y el mar que habitamos». Su representación se perfila como escenario, es decir, como vinculación de escena y actor. La Tierra como retablo, el retablo de las maravillas humanas. 3.3.
LA ESCENA TERRESTRE: EL RETABLO HUMANO
De ahí la estructura de su obra. Sus dos primeros libros están dedicados a lo que podemos considerar la teoría y el método de la geografía. En ellos, a través de la crítica de la obra de sus principales antecesores, trata de depurar el objeto de la representación geográfica y el método apropiado para su desarrollo. En ellos discute y postula una cierta orientación y naturaleza para la geografía. Interesado por los actores y las acciones humanas, en relación con su formación estoica, se interesa por el marco o escenario en que aquéllos ejercen y en que éstas se desarrollan. Lo que Estrabón reclama es la posibilidad de un saber riguroso, lógico, de rango por tanto filosófico. La filosofía identifica el conocimiento basado en la razón, el conocimiento crítico, y, por consiguiente, podemos entender representa lo que hoy denominamos el conocimiento científico. Propugna acudir, tanto a los datos empíricos, aportados por la observación directa, propia o transmitida, como a la deducción lógica (matemática, geométrica, etc.). Así lo formula: «Ya hemos dicho que esto se demuestra por medio de los sentidos y del razonamiento» (II, 5, 5). Una representación de la Tierra, pero no como cuerpo celeste sino como «espacio» de los hombres. De ahí que haga hincapié en que la geografia trata, de modo preferente, del Ecúmene, el que corresponde a la acción o intervención de los humanos. Resalta, por consiguiente, en Estrabón, una pretensión de circunscribir lo que es geográfico, lo que debe ser objeto de esa representación que es la geografía. Reivindica una geografía del espacio habitado, hasta el punto de rechazar o desconsiderar el interés por aquellas áreas marginales por sus condiciones de habitabilidad. Lo que le lleva a estrechar el Ecúmene o espacio geográfico en mayor medida que lo que proponían los autores anteriores a él, con evidente exageración pero con innegable coherencia. Los libros sucesivos serán, ante todo, una descripción o, más bien, una interpretación, de los distintos territorios que componían el espacio cono-
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cido y, sobre todo, el del imperio romano coetáneo. Dos criterios subyacen, implícitos, en su trabajo: la identificación de los grandes marcos territoriales, por lo que prescinde de los menores, atendiendo a su ubicación y situación respecto del resto del Ecúmene. Y la caracterización de los mismos de acuerdo con un cierto tipo de representación geográfica. Cuentan, tanto elementos étnicos como económicos, políticos y físicos, de acuerdo con una tradición asentada. El proceso descriptivo o de análisis empleado muestra esta prioridad concedida a la identificación y caracterización de los espacios territoriales. Recurre para ello a criterios que tienen en cuenta, tanto la Naturaleza como el grado de desarrollo de los pueblos o sociedades. Es un elemento esencial para él, en la medida en que este componente ordenador humano compensa ampliamente las posibles insuficiencias o rigores del espacio natural. Una concepción que él mismo se encarga de resaltar en sus planteamientos teóricos sobre la geografía: «Las partes que son frías y montañosas son habitadas con dificultad debido a su naturaleza, pero cuando existen buenos administradores, también se civilizan los lugares donde antes se vivía mal y que eran presa de los ladrones.» Pondrá como ejemplo el de su país: «De esta manera los griegos, aunque se establecieron sobre montes y rocas, sin embargo vivían perfectamente debido a su previsión con respecto al gobierno, las artes, y al conocimiento de todo lo que es necesario para vivir» (II, 5, 26). Estrabón constituye el mejor exponente del esfuerzo intelectual por definir este tipo de representación geográfica. Es el que mejor ilustra el tránsito del simple saber práctico sobre el espacio a la elaboración de una representación específica del espacio, a través del discurso. No sólo por el contenido de su obra sino por el esfuerzo que realiza por delimitar dicha representación. Quiere liberarla de las ataduras o dependencia de otras ramas del saber, desde la astronomía a la geometría, que condicionaban el significado de la geografía en los autores precedentes. Por ambas vías, por la de la consideración de la Tierra como cuerpo celeste y por la de una concepción del espacio terrestre como escenario de la acción humana, los griegos construyen una elaborada representación de la Tierra. Ésta aparece como una entidad o unidad, a la que otorgan rasgos y caracteres definitorios y descriptivos. 4. Imagen y representación del espacio terrestre Crearon una imagen de la Tierra que permanecerá con posterioridad. Propusieron una representación del planeta que sustenta la cultura occidental durante siglos. La Tierra como cuerpo esférico, al que proporcionan dimensiones, con sus variaciones latitudinales, con su constitución en grandes áreas terrestres o continentes, con sus océanos y mares, con su perfil y formas, con sus zonas y climas. Elaboraron un discurso sobre la Tierra que forma parte de nuestro saber cultural. Construyeron imágenes para representar el espacio terrestre. Dieron forma a prácticas intelectuales que se han mantenido y suscitaron una conciencia geográfica asociada a esa representación.
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Un geógrafo, Van Paasen, señalaba, con acierto, cómo ha sido y es la existencia de esta conciencia geográfica precientífica -que él atribuía a la propia naturaleza humana-, la que sustenta la posibilidad del desarrollo de la geografía. Como él apuntaba, «geógrafos y ciencia geográfica sólo pueden existir en una sociedad con sentido geográfico». Este sentido geográfico, este hábito intelectual de manejar representaciones sobre la Tierra, forma parte de la herencia grecolatina. Es evidente que el arraigo de una cultura geográfica como la creada por los griegos constituye un factor importante en la aparición de un proyecto moderno de geografía. Es lo que magnifica la herencia griega. 4.1.
LA HERENCIA GRIEGA: LA CULTURA GEOGRÁFICA
Propusieron y desarrollaron todo un cuerpo semántico y una estructura narrativa para la descripción de ese objeto inventado, que es la Tierra como representación. Por un lado con una terminología acuñada cuya vigencia cultural es patente: esfera terrestre, círculos terrestres, paralelos, meridianos, zonas terrestres asociadas con la variación de la luz solar y el grado térmico, latitud y longitud, climas; complementados, a escala terrestre con continentes, penínsulas, deltas y meandros, que componen, entre otros muchos, ejemplos de esa construcción e imagen. Esferas, planisferios, mapamundis, proyecciones, en definitiva, la construcción cartográfica como una representación racional y convencional de la Tierra y de los espacios terrestres, como una imagen que trasciende la experiencia directa. La representación basada en la racionalización de la observación empírica y en la lucubración teórica y matemática. Abrieron un gran horizonte intelectual y práctico y abrieron muchas de las cuestiones que han acompañado la indagación racional del espacio terrestre. Dieron una imagen a la Tierra. Ptolomeo identifica, en la tradición cultural de Occidente, la imagen de la Tierra como un conjunto ordenado de lugares, definidos por su posición, y con ello la representación cartográfica del espacio terrestre, en diversas escalas. El conjunto de la Tierra -que él identifica con la geografía-, y las escalas regional y local -que vincula con la corografía y topografía-. Siempre entendida como una representación cartográfica. Estrabón, en cambio, es el geógrafo que proyecta la representación como un discurso. Elabora una narración sobre ese espacio terrestre, sus partes y lugares. Lo hace desde la perspectiva de quienes los ocupan y usan, habitantes activos del escenario terrestre. Perfiló uno de los componentes más caracterizados de la cultura geográfica occidental. Lo sorprendente es el desconocimiento y escasa repercusión, por tanto, de su obra y propuesta. Es ignorado por Ptolomeo y, lo que resulta más notable, por Plinio el Viejo. Ni griegos ni romanos conocieron su obra o hacen mención de ella (Sarton, 1959). Pasa desconocida también para la sociedad medieval. En Europa occidental no se conocerá hasta el siglo XV, a partir de los manuscritos bizantinos.
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La geografía clásica responde a ese esfuerzo de reducir a un esquema inteligible el mundo complejo de las experiencias empíricas, y de las prácticas espaciales, en lo que atañe a la Tierra. Una propuesta cuya validez se manifiesta en el arraigo que consigue, que convierte la herencia grecolatina en el marco cultural de nuestro saber sobre el espacio. Legaron un notable patrimonio intelectual cuya transmisión presenta una evolución compleja desde finales del mundo antiguo al momento de fundación de la geografía moderna. 4.2.
LA REPRESENTACIÓN GEOGRÁFICA: PRESERVACIÓN Y TRANSFORMACIÓN
La geografía en el mundo antiguo fue, ante todo, una obra griega, incluso en pleno período de dominio romano. Lo esencial de las aportaciones geográficas corresponden con esta tradición griega. La obra de los autores latinos no significa más que una recopilación de datos, cuya calidad va decreciendo. Pierden el carácter de aportación directa, al limitarse a recoger informaciones de muy dispar cronología, al hacerlo sin criterio crítico. Se pierde el carácter creador, como resaltaba Plinio el Viejo. Las noticias fidedignas se mezclan con las fantásticas y el rigor de la exposición, propio de los autores griegos, es sustituido por la yuxtaposición informal. La obra De situ orbis, de un autor reputado como geógrafo, caso de Pomponio Mela (siglo i de la Era), no pasa de ser una enumeración de lugares y tierras, con escaso orden y sin concepción o concepto que la sustente. Su fama no se corresponde con la calidad de su obra, en la que intervienen informaciones de épocas muy diversas, escasas sobre las tierras conocidas, más abundantes sobre los bordes del Ecúmene, aunque de escasa o nula fiabilidad. Mela acepta e incorpora leyendas sin discriminación respecto de las informaciones fidedignas. Plinio el Viejo, incorporado por muchos autores entre los geógrafos, porque introduce, en su Historia Natural, informaciones sobre fenómenos que hoy interesan a la geografía, es un simple recolector de datos. En su obra, que responde al concepto de una enciclopedia, como el propio Plinio resalta al enunciar su objetivo: reunir todo lo que corresponde a lo que los griegos consideraban una «cultura enciclopédica» (encyclios paideia). Entre esos conocimientos recoge los de carácter cosmográfico y corográfico. Éstos corresponden con las tierras y pueblos de la antigüedad comprendidos en el Imperio romano y los existentes más allá de las fronteras de éste. Es en mayor medida un catálogo que una verdadera representación geográfica. Como el propio autor indica, se trata de «los lugares, habitantes, mares, poblaciones, puertos, montes, ríos, extensión y pueblos que hay o hubo», en las distintas regiones del mundo conocido, siguiendo, en buena medida, a Pomponio Mela. Sin embargo, transmite la representación geográfica inventada por los griegos en sus rasgos esenciales, en la medida en que forma parte de la cultura de su tiempo. Es la obra de un gran erudito, que dispone de una excepcional cultura, que conoce a los autores griegos y que ha acumulado una considerable experiencia en la administración pública y en la política. Circunstancia que
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le permitió enriquecer, en diversos capítulos, el contenido de su obra. El sobresaliente valor de la obra de Plinio el Viejo es como fuente de conocimiento de los saberes del mundo antiguo. Pero no le convierte en cosmógrafo, geógrafo, antropólogo, botánico, médico, y especialista en la diversidad de cuestiones que trata (Serbat, 1995). No es una obra de geografía, aunque nos proporciona una información de valor geográfico notable sobre los territorios del mundo antiguo y sobre la imagen que de éste poseían los contemporáneos más cultos. La Historia Natural de Plinio el Viejo inicia un tipo de literatura enciclopédica frecuente en los siglos posteriores. La diferencia estriba en la calidad y riqueza de la información. Como tal género, se limita a recopilar textos diversos de los autores clásicos, sin orden, sin preocupaciones críticas, en que conviven realidad y fantasía. Son resúmenes, citas, fragmentos, de dichos textos clásicos. Circunstancia que, por una parte, contribuyó a transmitir los viejos conocimientos, pero que, al mismo tiempo, fue la causa de su progresiva degradación. Al resumir, al citar, al elegir, los recopiladores contribuyeron a modificar y alterar los textos originales. Es la característica de autores como Gaius Julius Solinus, un escritor del siglo III, cuya Collectanea rerum memorabilium -conocida como Polihistoria-, es un ejemplo de este tipo de obra. En su mayor parte recoge la información de la Historia Natural de Plinio el Viejo. Con ella mezcla otras fuentes. Su labor de selección, resumen y recopilación es un ejemplo de la mezcolanza que caracteriza estas obras. Será una de las más influyentes en la tradición medieval. Pero como su título evidencia, su preocupación son las cosas memorables, las singularidades, lo excepcional, en que se mezcla lo real y lo fantástico. El proceso se manifiesta en las prácticas cartográficas. Estaban fundadas en el presupuesto de la esfericidad y en el sistema de paralelos y meridianos. Estos presupuestos sostienen las imágenes de los globos terráqueos y los mapas de los autores griegos. Formaban parte de una construcción en la que la Tierra se insertaba en el universo. En el mundo romano derivan hacia otro tipo de representación, construcciones prácticas, más elementales, como los itineraria (adnotata y picta). Son itinerarios, dejan de ser geografías. No representan el mundo, muestran los caminos y sus destinos. Se trata de guías con expresión de los nombres de las localidades y las distancias intermedias, en unos casos, o esquemas gráficos de las mismas en otros. El denominado Itinerarium Antonini, del siglo III, es un ejemplo del primer tipo. La Tabula peutingeriana, pertenece al segundo. Se conserva en una copia en pergamino del siglo XIII de casi siete metros de longitud y medio de anchura, en doce hojas. Se trata de un mapa con las principales rutas del Imperio romano. Heredero de los desconocidos mapas romanos -como el atribuido a Agripa-, descubre el cambio del concepto de la representación en los siglos finales del mundo antiguo y en la mayor parte de la Edad Media. Se produce una pérdida progresiva de la actividad creadora o reflexiva sobre la Tierra como cuerpo celeste y de la geografía como representacióndiscurso. El paso de los siglos, en el final de la Edad Antigua, provoca un progresivo abandono de ideas y prácticas surgidas en los tiempos más bri-
llantes del mundo clásico grecolatino. El saber geográfico como representación de la Tierra se reduce a una imagen. Esta imagen pierde elementos, cambia de significado. Pierde el carácter de construcción. Se perpetúa como un simple esquema y adquiere un nuevo valor. El papel de los autores cristianos, en particular de los apologistas, desde Lactancio en adelante, es decisivo. Acérrimos detractores de la herencia clásica, asimilada al paganismo, impulsaron la suplantación de la autoridad de los sabios por la de las escrituras sagradas de la tradición judeocristiana. Facilitaron la deriva hacia postulados cosmológicos de nuevo cuño. Orosio, uno de los más señalados representantes de estos apologistas cristianos, había marcado el giro esencial en el uso de las representaciones geográficas grecolatinas. Orosio es un apologista cristiano del siglo v, originario de Hispania, contemporáneo de Agustín de Hipona. Su principal obra, una historia universal, tiene un objetivo ideológico determinado: el desprestigio de la cultura pagana, es decir, de la cultura clásica. Lo indica su propio título: Los siete libros de Historias contra los paganos. Se apoya para ello en el propio legado pagano y utiliza los conocimientos y los métodos historiográficos de la cultura grecolatina. De acuerdo con los criterios propios de la historiografía grecolatina, toda historia debe describir los lugares, y por ello las historias se iniciaban con una representación del mundo conocido. Es lo que hace Orosio en el segundo capítulo de su primer libro, de acuerdo con las reglas del legado historiográfico grecolatino. Un objetivo que él mismo explicita: «es necesario, pienso, que describa, en primer lugar, el propio globo de las tierras habitado por el género humano, tal como fue distribuido en un primer momento, por nuestros mayores en tres partes y tal como, después, fue delimitado en regiones y provincias» (Orosio, I, 1, 16). Se trata de una mera enumeración de regiones, territorios y pueblos por continentes, de acuerdo con el esquema más arcaico. Tendrá una gran recepción en el mundo medieval. Es una sumaria representación o imagen corográfica que continúa la tradición de los historiadores clásicos. Está más cerca de Herodoto que de los geógrafos griegos. Recoge la forma más elemental de la representación corográfica antigua. Por otra parte, inicia este autor la transformación ideológica de la representación del mundo. Se esboza la construcción de una nueva imagen de la Tierra y el espacio terrestre, vinculada a los textos bíblicos y a una concepción teleológica religiosa. El mundo como simple extensión de los designios divinos. Una imagen religiosa que ilustra bien Cosmas, un teólogo cristiano del siglo vi. Es autor de una obra denominada, de forma harto expresiva, Topographia christiana. En ella, la forma terrestre se ajusta, de acuerdo con una especial interpretación del texto bíblico, a la del arca de la alianza mosaica. Es decir, una tierra cuadrangular que reproduce o se asemeja al tabernáculo de la santa alianza mosaica. Se inicia una nueva representación del mundo, que pretende proporcionar la imagen del espacio de la creación divina. Una representación religiosa sustituye a la representación racional y calculadora planteada por
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los griegos. El cambio de episteme es fundamental. El objetivo de los autores griegos era una representación racional del microcosmos terrestre en relación con el macrocosmos universal, fundada en la razón -es decir, en el cálculo y la lucubración-, más que en la experiencia, aunque los datos empíricos sustenten ese tipo de representación. El giro que introducen los autores cristianos supone la sacralización de este tipo de representación racional. Frente a la razón, frente al cálculo racional, frente a la experiencia la autoridad del texto sagrado, la Biblia se introduce como cimiento del saber sobre la naturaleza, en competencia con las concepciones transmitidas por los autores clásicos. El mundo como obra de Dios y como instrumento de su voluntad en el desarrollo de la historia humana (Sánchez, 1982). Un entendimiento que impregnará la cultura cristiana medieval. La amalgama entre legado clásico y textos sagrados judeocristianos impregna las imágenes del mundo elaboradas durante una gran parte de la Edad Media. La representación del mundo de la geografía antigua proporciona un bastidor cultural para la ubicación de los espacios sagrados. Así lo muestra la obra más destacada de todos estos siglos, en cuanto recoge lo esencial de la herencia grecolatina en campos muy diversos, entre ellos los relacionados con los saberes geográficos: las Etimologías de Isidoro de Sevilla, ya en el siglo vi. Esta obra, de carácter enciclopédico, la más importante de la tradición cristiana, constituye un excepcional testimonio del caudal de conocimientos que componen la tradición clásica en los primeros siglos medievales. Al mismo tiempo descubre el grado de deterioro que ese caudal ha experimentado. Y pone de manifiesto el nuevo sentido del saber. En el ámbito cristiano, y de manera notoria en el de la Europa occidental, la obra de Isidoro de Sevilla representa la fuente esencial de los saberes clásicos. Durante muchos siglos, el saber occidental cristiano se identifica con el recogido en el sabio hispano-visigodo. Obras significativas en el ámbito cristiano, de carácter enciclopédico, como De Universo, de Rabanus Maurus ( 776-856 de la E.), y De propietabius rebus, de Bartholomeus Anglicus, autor inglés del siglo XIII , son, en su mayor parte, una copia, cuando no un simple plagio, de la obra de Isidoro de Sevilla. Influencia que se mantendrá hasta que se produzca y profundice el contacto con el mundo cultural islámico, receptor también de la tradición y herencia grecolatina, a través de los grandes focos culturales del Mediterráneo oriental. Una ventaja que el mundo islámico aprovechó. El desequilibrio entre los saberes geográficos y cosmográficos de ambas culturas a lo largo de la mayor parte de la Edad Media constituye un rasgo sobresaliente. Resulta paradójico que la brillante trayectoria islámica entre los siglos IX y XII , se sustente sobre el trabajo realizado en el espacio cultural cristiano, bizantino, en orden a la preservación de los viejos textos griegos. Servirá, a la larga, para el reencuentro de Europa con la cultura clásica y, dentro de ella, con la geografía como representación de la Tierra, concebida por los griegos. Para recuperar el saber sobre la representación de la Tierra, en la vía de Ptolomeo.
CAPÍTULO 3
LA TRADICIÓN COSMOGRÁFICA: DEL ISLAM A LA EUROPA CRISTIANA La representación del mundo imperante en los siglos medievales, tanto en el marco islámico como en el cristiano, ofrece rasgos propios. La ausencia de una concepción equivalente a la que sustentó la Geografía del mundo clásico constituye un componente a destacar de este tiempo. Se produce la sustitución de la concepción geográfica griega. No existe geografía ni geógrafos al modo como la concibieron y practicaron los clásicos. No obstante, las representaciones del mundo medievales son deudoras del legado grecolatino. Se sienten parte de la tradición grecolatina. Forman parte de una cultura del espacio concebida y desarrollada por los griegos, como representación de la Tierra. En el marco de esa tradición deben ser entendidas. La pertenencia a esa cultura asoma en la conciencia de las sociedades medievales, cristianas e islámicas. Desde esta perspectiva, las culturas medievales, islámica y cristiana se ubican en la tradición de la cultura geográfica grecolatina. La persistencia de una concepción como representación de la Tierra, vinculada con el legado grecolatino, se compagina con la construcción de una nueva imagen del espacio terrestre, que distingue la trayectoria de las sociedades medievales, tanto del entorno islámico como cristiano. Se aprecia una doble deriva: por una parte hacia una representación del mundo en el marco de una cultura religiosa. Por otra se trata del gusto por lo maravilloso, que las sociedades islámicas incorporan y desarrollan y que impregna el modo de pensar de estas sociedades medievales, entre ellas las cristianas. Uno y otro componente proporcionan el sello propio de las representaciones del mundo en el medievo. Se inscribe en una cultura en la que la naturaleza, que equivale a creación divina, aparece como un mundo de signos y propiedades y en la que saber es interpretar tales signos y descubrir, a través de ellos, esas propiedades. Las maravillas terrestres forman parte de ese mundo de signos y propiedades: las rocas, los animales, las plantas, los procesos naturales, como volcanes o terremotos, los países, las aguas y los hombres, tienen esa doble dimensión. Poseen propiedades o cualidades, otorgadas por el Creador, y constituyen signos interpretables. Magia, adivinación y conocimiento constituyen dimensiones del saber medieval (Foucault, 1982).
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La representación de la Tierra es inseparable de esta cultura de los signos, de las propiedades de las cosas y de las maravillas que resultan de ellas, así como de la concepción religiosa del mundo. El espacio terrestre es el marco en que se despliegan esas maravillas de la creación divina. Comparte su naturaleza y posee sus propios significados. Para los hombres del medievo, las tierras, los países, como sus habitantes, poseen propiedades, tienen cualidades, como las estrellas, como los elementos naturales que los constituyen. Las sociedades que heredan la cultura grecolatina, tanto cristianas como islámicas, heredan y comparten una representación del mundo. En esta representación se engloba tanto el universo como la propia Tierra y sus lugares. Difieren en el desarrollo de los saberes inherentes a esa representación del mundo. Contraste que tiene que ver con la distinta trayectoria histórica de ambos marcos socioculturales. Lo que distancia a uno y otro mundo es el grado de continuidad con la herencia clásica y la evolución histórica que experimentan. La notable continuidad y homogeneidad cultural en el ámbito islámico contrasta con la fragmentación y discontinuidad que se aprecia en el mundo cristiano. Éste queda desgajado en un tronco cultural grecobizantino y otro latino. Los contactos entre uno y otro se ven reducidos y dificultados, durante siglos, por diferencias en la lengua y por diferencias ideológicas. El mundo cristiano evoluciona hacia un espacio cerrado, fragmentado, incomunicado, con escasos puntos de contacto intercultural. Por un lado el occidente cristiano, latino, que pierde el vínculo directo con los saberes griegos. Por otro, el oriente cristiano o bizantino, griego, en el que la disponibilidad de las obras del legado clásico no impide el alejamiento progresivo del mismo, patente a partir del siglo x. El empobrecimiento en lo que concierne a la representación del mundo conocido y al grado de conocimiento sobre el mismo constituye el componente más relevante. Sólo avanzada la Edad Media se producirá un cambio sensible en esta evolución, en un movimiento destacado de búsqueda, reencuentro y recuperación de la tradición cultural pagana. En ese proceso de recuperación de la filosofía natural, que distingue el mundo occidental a partir del siglo XII , hay que ubicar el interés por lo antiguo. Recuperación y reencuentro en que desempeña un papel relevante el mundo islámico. Éste operó como el gran puente cultural entre el saber de los clásicos y la Europa medieval cristiana. Un papel que responde a la continuidad histórica y cultural del mismo. La sociedad islámica mantuvo el contacto con la tradición del mundo clásico y aseguró el vínculo cultural con el mismo. Al mismo tiempo elaboró su propia representación del mundo y su específica concepción del género de esa representación. 1.
Expansión y apertura del mundo islámico
Surgido y desarrollado en la charnela del mundo mediterráneo y el oriental, su expansión se produjo precisamente en el espacio de contacto del Oriente Próximo y del Asia central y meridional. Se benefició de esta
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ampliación de su horizonte geográfico que sobrepasa, en mucho, el alcanzado en tiempos de Alejandro y en tiempos de Roma. La penetración islámica alcanzó el amplio mundo de las estepas asiáticas y de los pueblos nómadas que las ocupaban. Se introdujo por las regiones situadas al borde del mar exterior de los griegos. Llegó, incluso, más allá del subcontinente indio. Le proporcionó el conocimiento directo, continental y marino, del Asia meridional, del Lejano Oriente y sus pueblos. El mundo islámico se extiende, desde el siglo vii de nuestra Era, por territorios que habían pertenecido al Imperio romano y por áreas que habían concentrado un gran desarrollo intelectual dentro del mismo. Es el caso de Egipto y de los territorios del Oriente Próximo vinculados al Imperio bizantino, en Asia Menor y Siria. La sociedad islámica entra en contacto, en estos territorios, con la herencia cultural greco-bizantina y con sociedades que pertenecían a esta cultura, incorporadas al dominio árabe desde fechas tempranas. Entran en contacto con la cultura bizantina, principal depositaria de la tradición griega clásica, activa hasta el siglo ix. El interés explícito por los autores clásicos en el ámbito de la corte de Al Mamún, en el Bagdad de la primera mitad del siglo ix, estimuló el conocimiento y la traducción de una buena parte de las obras de astronomía, cosmografía, geografía, matemática, y demás saberes de la filosofía griega. En este período se difunden las obras de Ptolomeo y de otros significados autores como Euclides, traducidas al árabe. En este marco, fueron los autores árabes los que en mayor medida mantuvieron el contacto con las obras de la tradición cultural geográfica grecolatina durante los siglos medievales. El conocimiento directo de las obras clásicas es rasgo distintivo de la expansiva cultura islámica. Ésta se beneficia también de la aportación de otras culturas, ajenas al mundo grecolatino, como la persa y la india. El estrecho vínculo con estas culturas, en parte absorbidas por la expansión musulmana, convierte el océano índico en un ámbito de tránsito y relación, en el que se elaboran prácticas y saberes náuticos oceánicos, varios siglos antes de que los inicien los europeos. El unitario mundo cultural islámico permitió la difusión de estas prácticas y de estos saberes, así como de las obras más significativas de estas culturas. Facilitó el notable desarrollo de un gran foco cultural en al-Andalus, sucesor del de Bagdad, en torno a centros como Sevilla y Toledo. Uno de los campos en los que es patente esa relación con la herencia grecolatina y con los focos orientales, es, en particular, el de la cosmografía y astronomía. Cuestiones básicas como la dimensión del globo terrestre, la no habitabilidad de las áreas tropicales, son mantenidas según la formulación de Ptolomeo. Tampoco aplican la malla de latitudes y longitudes, para la localización de los lugares y la construcción de una nueva representación del mundo conocido. Utilizan sólo los climas griegos e incorporan las secciones, o divisiones regionales de los climas. Sin embargo, tenían conocimiento del error del cálculo de Ptolomeo respecto de la longitud del meri-
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diano terrestre, sabían que las tierras ecuatoriales estaban habitadas, y poseían cálculos astronómicos de latitudes y longitudes más exactos que los manejados por el geógrafo griego. Les atrajo la variedad de territorios y países y se ocuparon de éstos en sus obras históricas y crónicas. Les deslumbró, sobre todo, lo maravilloso, lo excepcional, lo fantástico, lo fabuloso, asentado sobre un aparente sustrato territorial identificable. Es el fundamento de un género peculiar de relato. De indudable interés geográfico pero que en ningún caso constituye una obra geográfica ni sus autores son geógrafos. No existe una geografía ni geógrafos al modo como la concibieron y practicaron los clásicos. No existe un campo de conocimiento definido y entendido como geografía. El calificativo de geografía y geógrafos corresponde a la historiografía moderna, que ha aplicado esos términos de forma indiscriminada a toda obra en la que se manejaran informaciones de carácter territorial o cosmográfico, o que tratase de cuestiones sobre las que se centran las disciplinas geográficas modernas. De modo equivalente, se ha atribuido el título de geógrafo a todo autor que, a lo largo de la Edad Media, aportara informaciones consideradas, hoy, como geográficas. Se ha confundido la geografía con las fuentes para hacer geografía. Esto ha conducido a etiquetar como geógrafos a autores cuyo propósito, explícito, era otro. Historiadores, viajeros, polígrafos, cosmógrafos, han sido incluidos en la nómina de los geógrafos. Historias, crónicas, guías de viaje, relatos de viajeros, han sido convertidos en obras geográficas. La geografía aparece como un inmenso cajón de sastre, de acuerdo con una difusa idea de lo que es este campo de conocimiento y de la confusión entre éste y su objeto. Para los contemporáneos y para los autores de tales obras, no se trataba de geografía, ni ellos se consideraban geógrafos. Son obras que pertenecen a otros géneros, a otros marcos intelectuales y culturales. Mantuvieron una tradición intelectual, la de la representación cosmográfica del mundo, en la que se inserta la representación del mundo conocido, de acuerdo con los patrones clásicos. Una larga tradición que surge temprano, desde el siglo segundo islámico, configura un conjunto de saberes y prácticas que se suelen englobar como geografía árabe medieval. En ella se incluyen las obras administrativas con información diversa sobre cuestiones que afectan al gobierno del territorio islámico, de carácter económico, de índole agraria, relacionadas con las obras públicas o con las comunicaciones y el correo, entre otros. Distinguen una primera etapa, la del esplendor del imperio abasida. Da origen a lo que se ha denominado como tratados de los caminos y los reinos (al-masalik wa al-mamalik), una corriente de obras de amplio cultivo islámico. Se integran también obras de carácter cosmográfico y corográfico. Las primeras en relación con la representación de la Tierra, en la senda de Ptolomeo. Viene a ser la traducción lógica de la geografía cosmográfica de Ptolomeo. Lo que los árabes conocen como surat al-ard (figura de la Tierra). Uno de los campos de mayor progreso e innovación respecto de la tradición clásica. En ella, los autores islámicos abordaron cuestiones
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de cosmografía y se interesaron por aspectos relacionados con la ubicación astronómica de los lugares. En relación con ella se desarrolla la que se ha interpretado, en general, como geografía árabe en sentido propio, es decir, la corografía islámica asociada a los grandes autores del siglo x y siguientes. Iniciada por AlBalkhi a mediados del siglo x. Continuada por Al-Istakhri, Ibn Hawqal y Al-Muqaddasi, en el mismo siglo. Un género corográfico al que pertenece la obra de Al Idrisi, en el siglo XII . Un género de descripción de los lugares o términos, es decir, los territorios islámicos, de acuerdo con un cierto orden o secuencia, que responde a las exigencias de la imagen cosmográfica del mundo: desde las grandes áreas zonales, los clima ta de los griegos, o iglim árabe, con sus sectores o secciones, hasta las coras o distritos y las ciudades. Surgido como una descripción adaptada al marco islámico se hará universal con el tiempo, abordando el conjunto del mundo conocido. Y se transformará en local, al concentrarse en la descripción de regiones específicas. El género corográfico adquiere así su desarrollo más completo. Y desarrollaron otra tradición, la de descripción de las maravillas del mundo, sus signos y propiedades. Es el campo que los autores islámicos cultivaron como un género narrativo al que se ha solido calificar de geografía, pero que en el Islam reconocen como literatura o género ayaib (maravillas). En relación con ella está el género de viajes (rihla). La mayoría de estas obras de viajes forman parte de esa literatura de tipo ayaib, en la medida en que buscan, ante todo, lo sorprendente, lo admirable de cada lugar, lo excepcional para agradar al lector. En general, salvo las obras de carácter cosmográfico y astronómico, están concebidas como obras destinadas a entretener o son parte de la formación propia del hombre culto. Se inscriben en el panorama del conocimiento enciclopédico propio de un hombre cultivado, lo que la sociedad islámica denomina el adab (el hombre honesto). En los siglos posteriores darán forma a una literatura que comprende campos diversos, a modo de enciclopedias y diccionarios. Una producción variada que ha sido catalogada como geografía árabe. Son raras las que llevan este término griego. En realidad, nada tienen que ver con lo que entendemos por geografía hoy. Poco tienen que ver con el modelo de la geografía clásica griega. Lo que no impide que posea un indudable interés desde una doble perspectiva. Como fuentes de una geografía histórica moderna y como manifestaciones para entender la concepción del espacio y el carácter de los saberes sobre éste de las sociedades islámicas medievales. 2.
Cosmografía y cartografía islámicas
La traducción de las obras de Ptolomeo; la elaboración de tablas con las declinaciones del Sol, de la Luna y de los astros; la elaboración de textos para la construcción de diversos artefactos destinados a las medidas
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astronómicas; el mejoramiento de éstos respecto del modelo clásico, demuestran el alcance del desarrollo técnico y del conocimiento teórico en el mundo islámico. Corresponde con una etapa de brillante desarrollo cultural asociado al califato de Bagdad, en el siglo ix, y a las relaciones con el mundo bizantino (Morelon, 1997). Los árabes accedieron a Ptolomeo y sus obras, que traducen y que utilizan para la determinación astronómica y para la navegación y representación cartográfica. Conocen la Synthaxis mathematica, traducida al árabe por Trabir al Magsthi. Una obra conocida por los árabes como Almagesto, según unos por referencia al traductor árabe, y con más probabilidad debido al nombre griego con que se conoció también a esta obra, Ho megas
astronomer (El gran astrónomo).
Conocedores de la obra cosmográfica de Ptolomeo desde el siglo IX, diversos autores árabes llevan a cabo la medida del arco de meridiano, de acuerdo con los procedimientos establecidos por los griegos (Morelon, 1997). Sus cálculos les proporcionaron como valor del grado de meridiano 56 millas y dos tercios y para la circunferencia terrestre un total de 20.000 millas árabes. Cálculo de considerable precisión (Kennedy, 1997), lo que suponía corregir el muy defectuoso de Posidonio, aceptado y transmitido por Ptolomeo, que reducía en casi un tercio la circunferencia de la Tierra. Lo que les permitió contrastar sus propios cálculos con la evaluación de Posidonio, que recoge Ptolomeo. De igual modo procedieron a establecer la longitud y latitud por medio de observaciones astronómicas, de acuerdo con los procedimientos indicados por Ptolomeo, y obtuvieron las coordenadas geográficas de numerosos lugares de acuerdo a los cálculos astronómicos, que corregían las manejadas por el autor griego, establecidas por los datos de viajeros. Una labor destacada emprendida desde el siglo x, en la que sobresale un autor como Al Khwarizmi -el Algorismi de los cristianos-, autor de Kitab surat al-ard (Libro o tratado sobre la figura de la Tierra). Establecieron para ello un meridiano de base, bien el propuesto por Ptolomeo, en el extremo occidental de las Islas Afortunadas (Canarias), bien el utilizado en la astronomía india, Ujjain, el legendario Arin de la Edad Media, que se suponía situado en el centro del Ecúmene, desarrollado 90° al Este y al Oeste de dicho lugar, y en el Ecuador. De tal modo que se le concebía como el centro de la Tierra. Una labor y cálculo equivalentes se atribuye a Arab al-Zarqali, el Azarquiel de los cristianos, un astrónomo sevillano del siglo XII. Las coordenadas geográficas que asigna a diversos lugares en sus tablas, denotan una corrección significativa de las dimensiones que Ptolomeo daba al Mediterráneo. Ponen de manifiesto su conocimiento de las fuentes clásicas y la mayor precisión de los cálculos astronómicos exigidos para tales correcciones. Sus tablas astronómicas, conocidas como Tablas Toledanas, serán el principal instrumento astronómico de la Edad Media. En este mismo campo desarrollaron y adaptaron los cálculos de Ptolomeo referidos a los astros y sus movimientos, eclipses y declinaciones. Una parte esencial de la literatura cosmográfica y astronómica medieval es árabe, a través del foco de Bagdad, primero, y del foco andalusí, más tar-
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de. Con la particularidad de que el saber cosmográfico y astronómico islámico se enriquece con las aportaciones indias y chinas, de las que el mundo musulmán recibe una sensible influencia (Kennedy, 1997). El trabajo innovador se manifiesta también en el perfeccionamiento conceptual y en la construcción de instrumentos de observación y cálculo. «Heredaron de Oriente los astrolabios plano y esférico. Pero desarrollaron el primero ideando la lámina universal y las azafeas» (Millás, 1948). Concibieron el cuadrante e introdujeron las tablas y almanaques. Desarrollaron los relojes e idearon nuevas esferas para representar el movimiento de los astros (Maddison, 1997). El impulso esencial de este dinamismo intelectual tiene un fundamento astrológico y una razón de ser religiosa práctica. Les preocupaba interpretar de forma adecuada los signos diversos con los que la naturaleza identifica sus procesos y señala las cualidades o propiedades de las cosas, así como el curso de los acontecimientos y de los hombres. Les interesaba, asimismo, establecer con precisión la dirección de La Meca -la qibla- en los distintos lugares del islam. Era una exigencia de la práctica de la oración. Les preocupaba, por razones religiosas, determinar con precisión los fenómenos relacionados con el calendario lunar y con el curso diario del salir y ponerse el Sol. Utilizaron el saber astronómico. En consecuencia, estos saberes mantienen una relación indirecta con el mundo de las prácticas utilitarias (King, 1997). La proyección de estos conocimientos teóricos y técnicos en la producción cartográfica islámica no se conoce adecuadamente. La cartografía islámica comparte el carácter esquemático que caracteriza a la cristiana más elemental. El conocimiento de los principios de representación, de las proyecciones y del sistema de coordenadas por parte de los cosmógrafos y matemáticos islámicos medievales no parece haberse traducido en la elaboración de una cartografía equivalente a la de los griegos. La generalidad de los denominados mapamundi islámicos consiste en un círculo cuyo centro es La Meca, dividido en sectores, en diverso número, en cada uno de los cuales se inscriben las poblaciones comprendidas en él, de acuerdo con su posición relativa. La mayor parte de estas representaciones corresponde con esquemas que indican la relación de cada punto del mundo islámico con La Meca. Tienen un fundamento religioso, práctico, para orientar sobre la qibla. Las construcciones de los cosmógrafos islámicos, en relación con la figura de la Tierra son esquemáticas. En realidad se califica de cartografía una producción que no se vincula con el uso habitual de este término. Sin embargo, algunos autores le atribuyen un notable perfeccionamiento y un tipo de representación precisa y descriptiva de las costas. La denominada carta arábiga o arábigo española, del siglo XIV, atribuida a autor o taller occidental, del norte de África o de Granada, que denota un alto grado de precisión en la configuración litoral, es un producto de esta cartografía (Millás, 1958). Cartografía que presenta antecedentes desde el siglo XI, en que Jwasir ben Yusuf al-Ariki parece estableció los caracteres básicos de los denominados rahnamach, equivalentes al portulano cristiano. Estarían en relación
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con el uso de las cartas náuticas, por parte de los marinos islámicos. Se ha dicho que con anterioridad a su difusión entre los navegantes cristianos, de acuerdo con la experiencia adquirida en la navegación por el índico, donde esas cartas, de probable influencia china, con los perfiles litorales, insertos en una cuadrícula menuda, eran habituales desde el siglo XII . Similar origen tiene el timón de codaste, conocido en el Mediterráneo oriental desde ese mismo siglo, y la vela latina, entre otros elementos técnicos de la navegación (Vernet, 1948; Grosset-Grange, 1997). La notable producción cosmográfica y astronómica, que prolonga y mantiene la tradición griega de representación del cosmos y que alimenta los primeros contactos de la Europa occidental con esa tradición, y la peculiar y mediocre producción cartográfica, se completa con una original y muy específica producción literaria. Se trata de un género narrativo, en parte de viajes, y en parte corográfico. De forma habitual se suele denominar a este género «geografía» árabe, de tal modo que se habla de los geógrafos y de la geografía islámica medieval, para referirse a él y a sus autores. 3.
Las representaciones del mundo: de los reinos a las maravillas
Se trata de una literatura de considerable predicamento en el mundo islámico, con un gran número de cultivadores, con numerosas obras, y con indudable interés para el conocimiento del mundo medieval. Tiene que ver con el papel otorgado desde la perspectiva social al saber o cultura propio de lo que se considerada el hombre cabal (adab). En esa cultura participaba el saber sobre los países, territorios, costumbres, mundos exóticos, los fenómenos singulares, lo admirable o maravilloso de la Tierra. Desde una perspectiva geográfica tiene una doble dimensión, de acuerdo con la concepción y método aplicados. Por un lado, un género corográfico, con distintas variantes. Por otro, un género literario de entretenimiento, que comprende tanto una literatura de evasión como una literatura de viajes. En uno y otro caso no faltan las obras de interés para la geografía histórica, como fuentes esenciales para el conocimiento del mundo islámico y de la representación o imagen de la Tierra. En cualquier caso, ofrecen una abundante muestra de obras, en la medida en que fue un género de honda aceptación social. 3.1.
DE LOS REINOS Y PAÍSES: LAS REPRESENTACIONES DE LA TIERRA
Numerosos autores practicaron este género en esas diversas modalidades, con fortuna y valor distintos. Se encuadra en una visión del mundo que hace de la representación de la Tierra (surat al-ard) el eje de la exposición. La figuración de la Tierra se produce de forma diversa, en el grado de detalle y en la forma de abordarla. Puede referirse al conjunto del mundo conocido o al islam. Se puede abordar con una estructura descriptiva por países (al-buldam) o territorios o según un itinerario que ordena los
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reinos (al-masalik al-mamalik). Siguen una pauta más o menos aceptada, en la medida en que itinerario o descripción se adaptan a grandes divisiones y se ordenan según un orden decreciente de magnitud: desde los iglim o climas hasta la cora (comarca) y la ciudad o castillo. Aparece pronto, desde el siglo x de la Era cristiana. Forman parte, sin embargo, de una saga o nómina más extensa, que aparece en el siglo x de la era cristiana y que se continúa hasta el siglo XIV . En la primera de estas centurias coinciden varios de ellos. Los grandes autores islámicos, como al-Balkhi, Ibn Hawqal, al-Istakhri y al-Muqaddasi, del siglo x de la Era cristiana, representan la saga más destacada de esta corografía referida al Islam (mamlakat al-Islam). Los más reputados por la historiografía geográfica moderna, considerados como los grandes «geógrafos» islámicos, suelen ser, por lo general, grandes viajeros. Es lo que proporciona a sus obras un carácter de fuente directa y lo que otorga a sus informaciones un valor notable como fuente geográfica. Al Istakhri (Abu Ishaq Ibrahim ben Muhammad al-Farisi al-Karji), autor de Kitab al-masalik wa'l-mamalik, comparte esta reputación entre los historiadores como miembro relevante de la comunidad «geográfica» árabe del medievo. Es contemporáneo de Ibn Hawqal (Abu I -Qasim Muhammad ben Ali al-Nasibi), autor de una de estas representaciones de la tierra o surat alarb. A pesar del notable predicamento del autor, su obra responde más a una «guía turística» o de viaje que a una descripción geográfica. Por otra lado, la mayor parte de su obra es reproducción de la de Istakhri (Romany, 1978). El carácter original del contenido, distingue en cambio a Al-Muqaddasi (Abu Abd Allah Shams al-Din) -945-988 de la Era cristiana-, autor de una obra titulada Alisan al-taqasim fi ma'rifat al-aqalim. Al-Muqaddasi está considerado como el más eminente de los llamados geógrafos islámicos de la Edad Media. Sin duda porque, como él mismo destaca de su obra, se basó en la observación directa y fue fruto de una amplia experiencia viajera por el mundo musulmán. Proporciona una rica, variada y precisa información, recogida con una manifiesta sensibilidad hacia las cuestiones «geográficas». Circunstancia que otorga a su trabajo un valor y un aire de autenticidad del que carecen otras obras contemporáneas y posteriores. Convierte su obra en una inestimable fuente histórica, sensible hacia problemas y aspectos que tienen que ver con el espacio ( Hill, 1996). Su prestigio es equivalente al de un gran viajero Otros autores continúan el mismo género, mezcla de literatura viajera y corográfica. Mohammad ben Yusuf Al Warrak, escritor del siglo x, dedicado tanto al género itinerario como a la historia, es incluido entre los autores «geográficos» por su Tratado sobre los caminos y reinos de África. Al-Razí Ahmed ben Mohammad, el «moro Rasís» de los cristianos, autor del siglo x, forma parte de este grupo. Se le atribuye una Descripción de Córdoba, y una Descripción geográfica de España según la denominación otorgada por la historiografía moderna. La última es la única de que se tiene referencia, a través de una traducción cristiana del siglo XIII . El antecedente está en Isidoro de Sevilla y se corresponde con el género que culti-
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varán las crónicas generales cristianas, en las que se incluye, precisamente, la traducción de esta obra. El conocido como El Becrí es un autor andalusí del siglo XI , al que el gran arabista Dozy calificó como el mayor geógrafo que ha producido la España árabe. Nunca salió de España y, por tanto, su obra pertenece al conjunto de las recopilaciones eruditas. El método no difiere de los demás: un itinerario a lo largo del cual se desgranan las noticias y descripciones de los lugares inmediatos. Su obra se titula, precisamente, Los caminos y las provincias o los reinos, en plena coincidencia con el género. Al-Idrisi (Abu Abd Allah Muhammad ben Allah ben Idris), un autor del siglo XII (1099-1180) de origen hispano, nacido en Ceuta, ha sido, para los autores occidentales, el «geógrafo» árabe por excelencia, debido a sus estrechos vínculos con el mundo cristiano. Es el único de los grandes autores del islam cuya obra principal se publicó, en forma abreviada, a finales del siglo XVI en Roma, en árabe. Obra traducida al latín en 1619, en París, con el título de Geografía del Nubiense. En el siglo XIX se publica la traducción al francés (Jaubert, 1836). En la tradición de Al Muqaddasi y de la generalidad de los autores islámicos, es un viajero y utiliza sus viajes como fuente de conocimiento directo. Es, sobre todo, un recopilador, como lo indica en su obra. Su prestigio contemporáneo determinó que fuera invitado por el rey Rogerio II de Sicilia, con el encargo de elaborar para éste una esfera celeste y un disco terrestre, de acuerdo con la información disponible entonces. Recurre, con ese fin, a las obras de los autores islámicos de mayor resonancia, así como al texto de Ptolomeo, cuya Geografía conoce. Con estos materiales y con los procedentes de las informaciones obtenidas a lo largo de quince años de viajeros, redactó, para el monarca siciliano, la que constituye su obra básica: Recreo de quien desea recorrer el mundo, más conocida como El Libro de Rogerio. Es una gran obra por su volumen y por el ámbito espacial que abarca, terminada en 1154. Se trata de una obra «clásica» de este tipo de literatura islámica. Enraíza en lo que es la tradición grecolatina, patente en el marco general y en la referencia a las medidas de la Tierra. Se inserta en esa tradición de la representación del mundo (surat al-arb). Inicia su obra diciendo que «comenzaremos por tratar la figura de la Tierra, cuya descripción designa Ptolomeo con el nombre de Geografía». Recoge que «según resulta de la opinión de los filósofos y sabios ilustres, "la Tierra es redonda como una esfera y que las aguas se adhieren y mantienen sobre ella en un equilibrio natural sin variación"». De tal manera dice, «que la tierra está lo mismo que las aguas sumergida en el espacio como la yema lo está en medio del huevo, en una posición central; el aire le rodea por todas partes». Termina con la expresiva consideración: «Dios sabe lo que tendrá de verdad.» Ese contacto con la tradición griega se manifiesta también en el recurso a los climas o zonas. Como los autores grecolatinos, divide el mundo en siete fajas paralelas al Ecuador, denominadas climas. Añade, en la tradición islámica, la división de éstos en diez secciones, contadas de Occidente a Oriente. De igual modo comparte la imagen del mundo transmitida por
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Ptolomeo. Así lo muestra la persistencia de la geometría triangular atribuida a la península Ibérica. Pero difiere en su concepción y método. La concepción responde a una obra de entretenimiento o curiosidad, como su nombre indica. Se trata de reunir informaciones sobre las tierras conocidas. Como él explicita: «Vamos a describir los siete climas, los países, los pueblos y las curiosidades que contienen, clima por clima y país por país, sin omitir nada en lo que concierne a caminos y rutas, distancias en parasangas o millas, cursos de los ríos, profundidad de los mares, medios de comunicación en los desiertos, todo explicado con el mayor detalle.» Las ideas o lugares comunes de la tradición clásica se encuentran recogidas en su obra, como la inhabitabilidad de la zona ecuatorial, «a causa del calor de los rayos del Sol», a pesar de que los árabes conocían estas regiones. El método de Al Idrisí responde a lo que se ha venido en denominar corografía, ordenado sobre una base itineraria. Sobre ésta se enhebra la identificación y descripción de los diversos lugares, reducidas, en muchas ocasiones, a simples enumeraciones de lugares, con la distancia de unos a otros. Describe Idrisí cada país siguiendo ciertos itinerarios o líneas de comunicación. Anota las distancias entre las localidades enumeradas, bien en millas, bien en jornadas. En los lugares, capitales o ciudades de mayor importancia aporta diversas informaciones, de distinto orden, sobre los mismos. Informaciones que, al mismo tiempo que puntualizan su situación, documentan sobre aspectos físicos, históricos y territoriales de indudable interés. Aunque, como es habitual en la generalidad de los autores de este género, mezcle informaciones contemporáneas con otras recogidas de viajeros de siglos anteriores, a veces de varios siglos antes. Lo que da valor geográfico a esta obra, desde una perspectiva histórica, como a la de los otros grandes autores contemporáneos en este campo, es la calidad, precisión y riqueza de muchas de sus descripciones. La agudeza de sus observaciones, que denota su particular capacidad de percepción de los fenómenos y aspectos relevantes, desde un punto de vista geográfico actual, es un rasgo distintivo. Es el que le vincula con Al Muqqaddasi y otros autores islámicos. Al-Magrebi -más conocido como Aben Said-, un autor del siglo XIII (1214-1274), granadino también, ilustra otro tipo de obra dentro de este género. La peregrinación a La Meca le introduce en el mundo de los viajes por el norte de África y el Oriente Próximo, lo que le permitió conocer las tierras entre el golfo Pérsico y el Atlántico. Es un polígrafo que maneja los saberes geográficos, siguiendo a Al Idrisí. Su conocimiento de la obra de Ptolomeo -de hecho escribe una compilación de la misma (Extensión de la Tierra en su longitud y latitud)- le va a permitir un intento de completar, con las determinaciones astronómicas del geógrafo griego, la obra de Alm Idrisí. En el siglo XIV vive otro de los grandes autores que habitualmente se incluyen entre los «geógrafos» islámicos: Aben Jaldún (Ibn Khaldun), nacido en Túnez (1332-1406). Tiene también ascendencia hispana, ya que pro-
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cedía de una familia árabe sevillana emigrada al norte de África en tiempos de la conquista de Sevilla por Fernando III. Aben Jaldún es un historiador y su obra esencial es histórica, dedicada a reconstruir la trayectoria de árabes y bereberes, como las dos grandes naciones del Islam. El título de la misma, El intérprete de las lecciones de la experiencia y colección de los orígenes y noticias acerca de los días de los árabes y berberiscos y de aquellos de sus contemporáneos que tuvieron grandes imperios, lo
evidencia. Él mismo lo atestigua al describir el objeto y características de su obra: «He escrito, pues, un libro sobre historia, en el cual he levantado el velo que cubría los orígenes de las naciones.» Acude a informaciones geográficas y utiliza argumentos de carácter fisico, al tratar de las condiciones en que se originan y desenvuelven las civilizaciones. Éste es el objeto del primero de los tres libros en que divide su obra, que «trata de la civilización y de sus resultados característicos, tales como el imperio, la soberanía, las artes, las ciencias, los medios de enriquecerse y ganarse la vida». En relación con ellos, considera las causas a las que deben su origen estas instituciones. Se puede calificar su obra en el marco de la filosofía de la historia. La aportación de todos estos autores es relevante en cuanto enriquecieron, en cantidad y calidad, el acervo de conocimientos heredado del mundo antiguo. Contribuyeron a mejorar la imagen del mundo heredada de los antiguos ampliada y enriquecida en virtud de la experiencia directa. Otros operan en mayor medida como compiladores del conocimiento contemporáneo. Alcanza su máxima expresión en la producción del tipo enciclopédico y de los denominados diccionarios. Enciclopedias y diccionarios reúnen el saber disponible. El más destacado es Al-Yaqud, del siglo XII, autor de un diccionario ordenado por países titulado Mu gam-al- bul-dam. Y en el género enciclopédico un autor como Al-Qazwini, en el siglo XIII . Las referencias a las dimensiones de la Tierra y del mundo conocido, la división en climas zonales y en regiones, que los árabes denominan también climas, entre otros elementos, descubren su vínculo intelectual con los autores clásicos, en particular con Ptolomeo. Conocen y manejan sus obras, de forma directa o por intermedio de los propios cosmógrafos árabes. En otros casos a través de obras clásicas de carácter divulgativo o propedéutico que llegan al mundo islámico por intermedio de Bizancio. Obras que fueron incorporadas a la cultura islámica, en muchos casos como obras introductoras a los libros de Ptolomeo. Es el caso de la Introducción a los fenómenos de Gémino, el autor griego del siglo i antes de la Era. El carácter poco crítico de la mayoría de tales recopilaciones reduce su importancia y validez, en la medida en que se mezclan textos e informaciones de épocas muy diversas. Las Etimologías de Isidoro de Sevilla e incluso los textos de Orosio, conocidos por los árabes y traducidos por ellos, constituyen fuentes de estas obras. Lo más habitual de estos autores y este género es una escasa o ausente crítica de las informaciones que manejan y una aceptación indiscriminada de las noticias fehacientes y de las fantasías más aventuradas. Ocurre, incluso, en aquellos autores con una experiencia directa, vinculada a los viajes realizados.
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De este género destacan unos pocos autores, los que han sido considerados por la historiografía moderna como «grandes» geógrafos islámicos. Lo que les distingue respecto de la pléyade de narradores es la riqueza de sus informaciones y, en general, el carácter directo de las mismas. Comparten la pretensión o intención de dar una imagen del conjunto del espacio conocido o, al menos, del espacio islámico. En los más destacados es evidente un conocimiento de la herencia cultural geográfica grecolatina y un prurito de fidelidad, vinculado a la experiencia directa. Comparten su cualidad de viajeros y el método itinerario propio de este tipo de literatura. Sus obras no dejan de ser itinerarios ni de constituir misceláneas en que se mezclan cuestiones dispares. 3.2.
LOS GÉNEROS DE ENTRETENIMIENTO: LITERATURA DE VIAJE Y GÉNERO AYAIB
La otra gran dimensión característica de la producción islámica medieval forma parte de un amplio género literario o narrativo, que presenta distintas modalidades y contenidos, así como obras de valor desigual. Como se ha señalado al respecto, lo que distingue esta literatura es la mezcla de saberes históricos, geográficos, cosmográficos, etnográficos, poéticos, naturalistas, religiosos e incluso poéticos. Sin olvidar que las referencias religiosas constituyen un telón de fondo permanente de todas ellas. Esta mezcla de elementos precisos de observación y componentes fantásticos proporciona el sesgo distintivo de estas obras medievales. Hace de ellas una modalidad literaria de carácter geográfico, en la medida en que incluyen el elemento territorial como una parte sustancial de las mismas. Sin embargo, lo esencial es el contenido fabuloso, las «maravillas» (`aya'ib), denominación con la que se conoce este género, que constituye un rasgo sobresaliente de la tradición árabe, la que de forma habitual se suele identificar como geografía. Una variedad con perfil propio la constituye el relato de viajes, el género Rihla (viaje), que adquiere un desarrollo creciente en plena Edad Media. Este género narrativo tuvo un difundido cultivo en el mundo islámico. Con particular afición en el caso de los musulmanes occidentales, magrebíes (entre ellos de al-Andalus). De ahí la relativa abundancia de este tipo de obras y autores de origen andalusí y magrebí. Probablemente porque para ellos, el obligado viaje a La Meca constituía un largo periplo por una buena parte del mundo antiguo. Tal viaje compartía el carácter de peregrinación religiosa, de viaje mercantil y de experiencia exótica. El número de los que cultivaron este género fue muy abundante en el mundo islámico. Contribuyó para ello la gran amplitud del espacio unificado por los árabes y la uniformidad cultural derivada del uso del árabe como lengua de comunicación, gracias a su carácter de lengua religiosa. Asimismo, el hábito del viaje impuesto por las propias prácticas religiosas, y la consideración de tales narraciones como un género de entretenimiento, de amplia aceptación.
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El más destacado y el que de forma más directa identifica su obra como una literatura de viajes es Ibn Batutta (Abu Abd Allah Muhammad), nacido en Tánger en el siglo XIV (1304-1368). Es autor de una obra conocida como Rihla (Viajes). El título consignado por el autor es Regalo de curiosos sobre peregrinas cosas de ciudades y viajes maravillosos. Un título que descubre el marco conceptual en que se inserta su obra. Escrita al final de su vida, describe su experiencia viajera a lo largo y ancho del mundo islámico y de los confines del mismo. En estos viajes recorrió la mayor parte del mundo islámico y alcanzó las tierras de Oriente, hasta China. Bordeó las costas africanas exploradas por los árabes en el índico, hasta las islas malayas. Penetró en las tierras continentales de Eurasia, por el sur de Rusia. Llegó incluso al borde del Níger, que él confunde con el Nilo, de acuerdo con la imagen de este río en el mundo antiguo. Incorporó observaciones sobre las tierras cristianas, por las que incluso pudo viajar, y sobre los espacios problemáticos de los antiguos, como las tierras ecuatoriales y la zona tórrida. De todas ellas proporciona noticias, datos e informaciones. La obra de Ibn Battuta ampliaba las dimensiones del mundo conocido. Representa un ejemplo de literatura itinerante, concebida como «diario» de viaje. Tiene un estilo directo, poco proclive a la divagación literaria y a lo fantástico, aunque los elementos fantásticos no falten en su obra. Describe sus encuentros con personas, los acontecimientos que le suceden y las circunstancias que rodean sus viajes. A lo que añade observaciones directas e informaciones variadas sobre las tierras por las que discurre, de muy diversa índole, de indudable interés para diversos campos de conocimiento, desde la antropología a la geografía histórica (Fanjul y Arbós, 1981). Si exceptuamos autores contados, subyace en una gran parte de esta literatura un trasfondo de entretenimiento, que explota las posibilidades que ofrece el espacio de los márgenes para ubicar un mundo distinto, el espacio de las maravillas y los prodigios. Un rasgo apreciado de la cultura clásica islámica, que impulsó el desarrollo de este tipo de literatura itineraria y fantástica. Forma parte de un género narrativo, literatura de viajes, en que lo territorial es convertido en soporte para la construcción de un espacio para la fantasía. Los ejemplos son también numerosos. Un granadino, Al-Garnathi, autor del siglo XII (Granada 1080-1169), ilustra este tipo de obras (Bejarano, 1991). Fue un gran viajero musulmán, que llegó hasta el borde del Volga y las orillas del Caspio y anduvo por tierras de Hungría, cuyo relatos plasmó en dos obras: Thufat al-albab y alMu'rib 'an ba'd 'aya'ib al Magrib. Sus informaciones son directas, de gran interés como fuentes; sin embargo, su discurso se caracteriza por el continuado recurso a lo fabuloso, que distingue este tipo de literatura 'aya'ib. Su interés se centra en lo maravilloso, lo excepcional, o como él dice a propósito de Zaragoza -la Ciudad Blanca-, «lo que no tiene semejante con nada en el mundo», que por lo general tiene que ver con lo fantástico y legendario. Se trata, de hecho, de libros de viajes cuyo objetivo es entretener, con noticias sobre fenómenos maravillosos o extraños, en que se recogen, por igual, datos de observación directa y leyendas de distinta pro-
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cedencia. Como bien se ha dicho de este autor, y podría extenderse a la mayor parte de estos autores, «no es, en realidad, ni cosmógrafo, ni geógrafo, ni etnógrafo, es un viajero que cuenta lo que ha visto y oído», pero donde lo esencial es que busca oír y pretende ver lo que no tiene semejanza con nada en el mundo, lo excepcional de cada lugar. En la extendida modalidad literaria y en su versión de compilaciones descriptivas itinerarias, la producción islámica sobrepasa, de modo notable, la coetánea del orbe cristiano. No hay comparación posible, ni en el ámbito cosmográfico ni en el género de viajes y corográfico, entre la rica y variada producción islámica y la corta y pobre cristiana. Lo que no se produce en el ámbito islámico es el proceso de transformación que distingue la producción cosmográfica y cartográfica en la Europa cristiana, a ritmo acelerado, en el final de la Edad Media. Sin embargo, la aparición de un sentimiento de tradición cosmográfica y la renovación de la representación del mundo, asentadas sobre la herencia grecolatina, al terminar la Edad Media, en la Europa cristiana, no es concebible sin la aportación, la influencia y el contacto con la cultura islámica. Contacto, influencia y aportación que tuvieron cauce privilegiado en el ámbito ibérico. La progresiva consolidación de un movimiento europeo con impulso propio, capaz de renovar, de forma directa, el contacto con las fuentes clásicas, con la geografía cosmográfica de los griegos, arraiga en la rica cultura árabe. La cultura islámica ejerce de puente y hace posible el reencuentro occidental con la representación geográfica clásica. Un paradójico reencuentro con la tradición cultural propia. Paradójico en la medida en que fue necesario el contacto con el Islam para descubrir e interesarse por los textos que estaban disponibles en el propio mundo cristiano, en el solar bizantino.
CAPÍTULO 4
EUROPA: DE NAVEGANTES A CARTÓGRAFOS La progresiva degradación de la herencia cultural y filosófica grecolatina es un elemento conocido del tránsito de la Antigüedad a la Edad Media, en el mundo cristiano. Se ha atribuido a la difícil integración del espíritu racionalista y materialista, que distingue la cultura clásica, en el marco dogmático cristiano. Se ha achacado a la actitud beligerante de muchos de los panegiristas cristianos frente a la cultura antigua. Determinó la preterición y abandono de ésta, en los siglos del primer milenio. Se ha visto como la consecuencia del propio aislamiento de la Europa cristiana en el conjunto del mundo mediterráneo, acentuado con la expansión del Islam. El cristianismo y las circunstancias históricas impusieron una notoria solución de continuidad en el saber. En parte por el rechazo ideológico al mundo pagano y a su cultura, desdeñada o menospreciada, cuando no condenada, como practican autores como Orosio. En parte por la propia fragmentación del orbe cristiano, entre el occidente latino y el oriente greco-bizantino. La imagen de la Tierra como objeto de la reflexión racional es sustituida por la del mundo judeocristiano, una cosmovisión religiosa cuyas fuentes eran los libros sagrados. El legado cultural del mundo antiguo se ve disminuido y empobrecido. Los lazos con él son escasos, son tenues y son objeto de una continuada deformación. De ahí la peculiar evolución de la cultura geográfica cristiana medieval y las diferencias notables con la islámica. 1. El estrechamiento del mundo: la cosmología cristiana
La representación del mundo se anquilosó en una mezcla de una empobrecida tradición clásica y la cosmología judeocristiana. Por otra parte, el vínculo intelectual con el pasado grecolatino se desdibujó. Se perdió una considerable información y se diluyó el fundamento intelectual de la geografía griega como representación racional del mundo. El cambio intelectual y de conocimiento se aprecia bien en la obra de Isidoro de Sevilla, en el siglo vii. Será la fuente principal del saber cristiano occidental.
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denominados mapamundi. Éstos se mantienen a lo largo de varios siglos. Responden a dos grandes modelos o concepciones, con notables variaciones acordes con la época. Por un lado, la representación esquemática o simbólica, de carácter geométrico, que se suele conocer como mapamundi en O-T. Por otro, el modelo que podemos identificar con la representación de los denominados Beatos. Sin embargo, se aprecian notables diferencias entre estas representaciones (Woodward, 1987). La esquemática concepción que subyace en los conocidos como mapamundi en T, representaciones de carácter circular, ordena las tierras conocidas -Europa, Asia y África- según un simple modelo geométrico, circular, de ascendencia clásica, recogido por Isidoro de Sevilla. El círculo o disco terrestre aparece dividido en tres partes: un semicírculo correspondiente a Asia, localizado a Oriente; y el otro semicírculo, occidental, dividido en dos cuartos, Europa y África. Un diseño inducido por la presentación del Mediterráneo como eje principal del mundo conocido. Se insertan, en perpendicular, el Nilo -considerado límite de Asia y África-, y su prolongación en el mar Negro y el río Tanais (Don), en su caso a través de las lagunas Meótidas (mar de Azov). Aparecen figurados como trazos o como rectángulos. La imagen o esquema resultante perfila una T, dentro de un disco o rueda, cuyo borde externo se corresponde con el océano exterior. Los ejemplos varían desde los más simples al muy historiado de Saint Denis. Pobres en la información toponímica, hidrográfica y orográfica, y simples en el diseño, los mapamundi en O-T contrastan con el modelo más elaborado y rico en información de los Beatos. Los Comentarios al Apocalipsis de San Juan, que escribe el monje Beato, en el monasterio de Santo Toribio de Liébana (Cantabria), en el siglo VIII, fueron objeto de numerosas copias. Ampliamente difundidos entre los siglos x y XIII -se conservan 22-, cuentan con una notable ilustración, con numerosas miniaturas -se acercan al centenar en algunos ejemplares- que acompañan el texto. Una de ellas se corresponde con la representación del mundo. Nos muestra la idea de la Tierra que prevalece en estos siglos. Muestra la amalgama entre una tradición clásica y la cosmología cristiana. La representación de la Tierra es concebida bajo la perspectiva religiosa. Se sustituye la centralidad étnica por la religiosa, como evidencia la presencia del paraíso y la tierra sagrada y su ubicación como centro del mundo. Descubren el influjo de la cosmovisión judeocristiana y la concepción religiosa del cosmos. Convierten a Jerusalén en el eje del mapa, de acuerdo con la identificación del Gólgota como el omphalos o centro del mundo, e introducen el jardín del Paraíso o Edén. Más que una representación geográfica, constituye una cartografía cosmológica. Expresan el «mundo» judeocristiano. Responde a un diseño rectangular, con representación de las tierras conocidas en torno al Mediterráneo, con un menor grado de esquematismo. Presentan un esbozo de representación de las grandes alineaciones montañosas, con un característico dibujo en forma de pluma de ave, una
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mayor frecuencia de topónimos y una referencia iconográfica a las mayores o más conocidas ciudades. En general reproduce una información que pertenece a las fuentes clásicas. Constituye una representación anacrónica. El paso del tiempo actualiza y enriquece la información contenida. Los mapamundi buscan dar una cierta forma al conjunto de tierras, mares e islas. Pueblan estos territorios de lugares, de animales y de rasgos físicos. Ríos, montañas, animales fantásticos y reales, así como los topónimos actuales, rellenan estas representaciones cosmológicas o religiosas del mundo, presididas por el Creador. Un ejemplo excepcional lo constituye el denominado mapa de Richard de Haldingham, elaborado en el siglo XIII, hacia 1285 o mapamundi de Hereford (Crone, 1954; Simek, 1996). En realidad, lo que le distingue de sus antecedentes es el que incorpora los nuevos saberes sobre el cosmos y la Tierra que ha proporcionado el mundo islámico a través, sobre todo, de las traducciones toledanas. Incorpora una cierta precisión en la forma, los perfiles y proporciones de las tierras conocidas, sobre todo de las islas británicas, como es lógico (Woodward, 1987). Unos y otros comparten el esquematismo de la imagen. Unos y otros comparten la pérdida del rigor alcanzado en el período grecolatino en la configuración del espacio terrestre conocido. Descubren la introspección geográfica de las sociedades cristianas, durante un largo período de tiempo, en abierto contraste con las sociedades islámicas contemporáneas. Descubren, en primer lugar, la ausencia de una práctica o saber cosmográfico desarrollado, durante varios siglos, equivalente al de las sociedades islámicas, estimulado por los textos clásicos. La carencia de este soporte facilitó la deriva conceptual y práctica de la representación del mundo y de la propia configuración del espacio terrestre conocido. En segundo término, porque la actividad exploratoria y el grado de expansión de los pueblos europeos cristianos no tiene comparación con la islámica. El caudal de informaciones nuevas sobre el entorno inmediato es reducido, incluso cuando se produce una ampliación sensible del conocimiento sobre el mismo. Los viajes de los escandinavos por el Atlántico septentrional hasta Groenlandia, e incluso hasta el litoral norteamericano, carecen de trascendencia práctica y de influencia cultural, en la medida en que su existencia no se incorpora al acervo geográfico contemporáneo. El propio ámbito europeo nórdico, en los bordes del mar del Norte, sólo se incorpora de modo puntual y circunstancial. La traducción de Orosio al inglés por parte de Alfredo el Grande de Inglaterra, en el siglo x, es enriquecida por el monarca con la introducción de los lugares y pueblos de estas regiones septentrionales (Lindeski, 1964). Sin embargo, la imagen cartográfica de estos territorios septentrionales, su localización y ubicación respecto del viejo mundo, no tiene precisión hasta el final de la Edad Media. Es la época en que se incrementa la información sobre estas áreas a través de las obras de Olaf y de M. Ziegler, que incorporan la percepción de las tierras de Islandia, Gotia y Scandia. Su perfil definitivo no se precisará hasta el siglo XVI .
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En último lugar, porque falta en el ámbito cristiano una literatura narrativa similar a la islámica, de tal modo que el género de viajes es escaso y el corográfico tardío o se limita a reproducir los estereotipos de la tradición secular. El contacto con la cultura islámica permitió la ampliación progresiva de nuevos elementos en esa representación del mundo, que renueva sus contenidos. Aparece una literatura corográfica de inspiración o de origen islámico. De hecho, Idrisí elabora su obra para un monarca cristiano. Los autores cristianos recogen e incorporan, a través de la influencia árabe, una creciente información de origen clásico. Pero sólo en el siglo final de la Edad Media surge una literatura equivalente del tipo del género de maravillas islámico y del género de viajes, en que prevalece el interés por lo maravilloso. Al mismo tiempo que se extiende el género de los viajes, los relatos de los viajeros. 1.2.
UNA ESCASA Y TARDÍA LITERATURA COROGRÁFICA
La literatura corográfica no existe como tal. Lo que se suele considerar bajo este concepto es más bien un conjunto de trabajos que muestran el tipo de conocimiento y el carácter de las prácticas espaciales durante esos siglos y que recogen la tradición cristiana de Isidoro de Sevilla y Orosio. O bien obras islámicas traducidas e incorporadas a los saberes cristianos, a partir del siglo XII . Se aproximan a lo que se ha denominado corografías sin llegar a serlo. En el caso de las obras de carácter corográfico se trata de obras arcaicas, en la medida en que reproducen el estado del conocimiento de la muy alta Edad Media. Es decir, las obras de Isidoro de Sevilla y la obra de Orosio, conocidas a través del propio texto latino y de sus traducciones al árabe, que inspiran, a su vez, las obras islámicas. Éstas sirven de fuente para la Europa cristiana, como ocurre con la denominada Descripción de España del moro Rasis, el autor del siglo x, que es trasladada al portugués y castellano en el siglo XIII y se incorpora a las crónicas cristianas coetáneas, en el marco ya del interés renovado por el saber de los antiguos y del enriquecedor contacto con la cultura islámica. Estas limitadas fuentes alimentan la producción medieval hasta que la influencia de los textos islámicos y de los clásicos grecolatinos renueven el saber de las sociedades medievales europeas. Un rasgo que distingue los siglos bajomedievales, cuando los grandes recopiladores recojan y agrupen los saberes del mundo antiguo, para uso de los expertos y para uso del público cultivado. En Francia, en Alemania, en Inglaterra, en Castilla, se multiplican, a partir del siglo XII las traducciones al latín de las obras árabes, y las traducciones a las lenguas vernáculas, de las obras árabes y de sus traducciones latinas. En esas compilaciones se sintetiza y ofrece a uno y otro público el saber sobre el cosmos y entre esos saberes la representación del mundo, tal v como la transmiten los textos clásicos resumidos v traducidos. Es-
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tos textos cultos o divulgadores se caracterizan porque abarcan un amplio espectro de saberes. La representación del mundo, incluso los aspectos físicos del mismo, sólo son una parte de esas obras de carácter enciclopédico. Las obras enciclopédicas adquieren una popularidad excepcional a partir del siglo XIII , tanto las que se limitaban a recoger y copiar los viejos textos de la tradición medieval cristiana, como las que incorporaban el saber árabe y hebreo y con él la herencia grecolatina por la vía del islam. En ellas se resumen el saber sobre la naturaleza y con él el saber cosmográfico y territorial recogido de esas fuentes. Obras técnicas, escritas en latín muchas de ellas, reservadas para la minoría más cultivada, en muchos casos. Pero también obras de divulgación, vertidas o compuestas en lenguas vernáculas, que acercan al público cultivado la imagen de la naturaleza y del mundo. Obras como el Imago Mundi, de Honorius Inclusus y, sobre todo, el Speculum majus, de Vincent de Beauvais, con sus 80 libros -la gran enciclopedia de la Edad Media en la Europa cristiana- se convierten en tratados de referencia en los últimos siglos medievales. Incorporaban conocimientos transmitidos por los árabes, de las obras de Ptolomeo, en sus partes dedicadas a la astronomía y cosmografía. No difieren de las obras de apariencia más general, como la General Historia de Alfonso X y De propietatibus rerum, del monje inglés Bartolomé Ánglico, obras con notable difusión en los siglos bajomedievales e incluso en los modernos. Otras equivalentes cumplieron una función similar, como De rerum naturae, de Alejandro Neckam. No difieren en lo sustancial. Otras muchas aparecieron en lenguas vernáculas como el Puch der Nature, del alemán Kunrat von Megenberg, Le Roman de Sidrach, en francés, o el propio Imago Mundi, en francés también. No son obras de geografía, ni incorporan contenidos que sus autores contemplen como geográficos. Ni siquiera los denominados Mappemundi, como el denominado, por los eruditos españoles, mapamundi de Isidoro de Sevilla, romanceado en el siglo XIII . Ni siquiera se les puede aplicar el calificativo de corografías, al modo de las islámicas, traducidas algunas, en el entorno de Alfonso X y del rey de Portugal. Para sus autores y para la sociedad medieval formaban parte de una imagen o visión del mundo, como una unidad. El tamiz religioso, teológico incluso, filtra la mayoría de estas obras. Eran obras de clérigos, de teólogos, que se introducían en los textos antiguos en la medida en que consideraban que éstos encerraban los saberes necesarios para esa interpretación del mundo natural, sus propiedades, sus cualidades, sus poderes. Proporcionaban las claves para comprender o ilustrar los textos sagrados cristianos. Trataban de descubrir los signos o símbolos escondidos u ocultos en el mundo natural. Dentro de ellas se recoge, como un aspecto más del mundo, su representación, reducida al esquema de las tres partes, es decir, los continentes, con sus países y regiones, de acuerdo con los textos clásicos. Las modificaciones, en lo que concierne al entorno contemporáneo de los recopiladores, se limitan, en muchos casos, a su propio país. Es cierto que intro-
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ducen, desde el siglo XII , pero con gran intensidad en el siglo XIII , las nuevas ideas, hablan de la Tierra como globo o esfera, extienden imágenes plausibles de la redondez del planeta. Se transmite la imagen del mundo con su estructura continental tripartita, y su multiplicidad territorial de países y regiones. Se incorporan a las viejas descripciones del pasado los territorios y países próximos contemporáneos. Cada autor o recopilador introduce aquellos que le son más conocidos, más inmediatos. Se interesan por una imagen o representación del mundo vinculada con la naturaleza y respaldada por el prestigio de los antiguos y su sabiduría. Ahondan en una representación cuyos rasgos básicos les son conocidos. Los fragmentos de los textos antiguos y los textos árabes, les permiten ampliar su esquemática imagen del mundo y acceder a elementos novedosos como la redondez de la Tierra. La tierra es redonda, dicen, y el hombre podría darle la vuelta si no encontrara obstáculos, del mismo modo que la mosca rodea una manzana. Resaltan que si se hiciese un agujero de parte a parte de este globo se vería el cielo a través de él. Son elementos que traslucen una cierta dimensión de asombro y portento. Los mismos que animan una tardía literatura de viajes, en la que conviven el culto a las maravillas y la descripción de lo exótico.
1.3.
LA TARDÍA LITERATURA DE VIAJES Y PORTENTOS
La literatura de viajes medieval no tiene la entidad del mundo árabe y no presenta los rasgos de género que distingue la producción islámica. Responden en mayor medida al tipo de diario de viaje, con una información más pobre. La producción de interés geográfico se limita a escasos ejemplos, pero que se parecen poco a los itinerarios y rihlas islámicos. El conocido Codex Calistinus, obra de un autor francés, Aymeric Picaud, en el siglo XII , referido al camino de Santiago, es un excelente y temprano ejemplo de este tipo de obras, que no son diarios del viaje sino simples guías prácticas para el viajero. Está ausente de ellas el sentido literario, la dimensión del entretenimiento, así como la dimensión descriptiva, corológica, que aparece en los autores islámicos. Sólo en los últimos siglos del medievo y sobre todo en el XV, las obras de viajes se hacen más frecuentes, a la par con la mayor frecuencia del viaje. Género que corresponde, por una parte, con el modelo de la obra descriptiva, diario o compilación de viaje, o reseña de tipo itinerario, a imitación, en cierto modo, de los viajes a La Meca. Relatan reales o ficticios viajes a Tierra Santa. Están en relación con la apertura del Oriente próximo en los tiempos de la denominada conquista de Ultramar, es decir, Las Cruzadas, a partir de la conquista de Jerusalén en 1099. Responden, dentro de este mismo espíritu, al intento de establecer contactos con los mongoles y pueblos asiáticos, por razones comerciales y, sobre todo, por razones religiosas, en el momento en que los musulmanes reconquistan la ciudad santa de cristianos
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y judíos. Se extiende un espíritu de misión que mueve al papado al envío de emisarios hacia las cortes orientales para predicar el cristianismo y tomar contacto con los vencedores de los turcos, es decir, los mongoles (Kappler, 1999). En este contexto se desarrolla el género de viajes propio de la Baja Edad Media, influido también por las obras árabes. Esta influencia se traduce en la aparición y difusión de una literatura de ficción asociada al viaje y a la descripción de países y pueblos. El mundo exótico adquiere una gran resonancia. Las descripciones de los márgenes del mundo conocido permiten el desarrollo de un género a medio camino entre la descripción corográfica y la fantasía. La más famosa de todas ellas, Il milione -el Libro de Marco Polo, ciudadano de Venecia-, que corresponde al siglo XIII , fue considerada literatura de ficción o fantasía más que diario de viaje. Los viajes a Tierra Santa de cristianos y judíos se hacen frecuentes desde el siglo XII , con las Cruzadas. Descripciones verdaderas y otras menos tienen como telón de fondo ese viaje por el oriente próximo. Excepcional resulta el Itinerario (Massa'ot) de Benjamín de Tudela, un judío del siglo XII , referido a sus viajes entre los años 1159 y 1173 a Tierra Santa judaica, en que se aproximará hasta los confines de China, si bien su obra apenas es conocida fuera del ámbito hebreo. A pesar de las dificultades para los viajes a partir del siglo XIII, se mantienen, al mismo tiempo que el propio género se populariza. Obras como La Romería a la Casa Santa de un catalán, Oliver, en el siglo XV; o el coetáneo Viaje a Tierra Santa de Bernardo de Breindenbrach, forman parte de este género. Viajeros como William Robruck, un franciscano flamenco, que recorre Asia, en el siglo XIII , así como Juan de Plano Carpini, otro franciscano enviado por los papas a tomar contacto con los mogoles, proporcionan relatos de sus experiencias, en que mezclan lo objetivo y lo que respondía a una cierta concepción e imagen del mundo. El protagonismo de los frailes franciscanos es un rasgo de estos viajes. Otro franciscano, Odorico de Pordenone, permanece cuatro años en China entre 1324 y 1328. Viajeros laicos, por una u otra circunstancia, proporcionan también el relato de sus experiencias. Johannes Schiltberger, un soldado bávaro prisionero de los turcos, tras la batalla de Nicópolis, logrará volver a occidente tras varios decenios en tierras de Asia, en 1427 . El Viaje de Ruy González de Clavijo como embajador del rey de Castilla a la corte del Gran Tamerlán, en 1403-1406, obra de un cortesano de Juan II, descubren el mundo de los viajeros y las descripciones corográficas. Viajeros diversos dejan ahora el testimonio de sus viajes, como el barón León de Rosmithal de Blatna, un ciudadano bohemio cuyas peripecias de viaje y observaciones precisas sobre los lugares de tránsito, a mediados del siglo XV, fueron recogidas por uno de sus acompañantes. Los relatos se multiplican. Son relatos, muchos de ellos, de indudable interés por sus informaciones, fruto de la experiencia directa, casi siempre fidedignas y notables. El viaje de Piero Querini por tierras septentrionales, como consecuencia de un naufragio, proporciona una realista y precisa información sobre la na-
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turaleza -en sus aspectos climáticos y en su fauna específica-, y sociedad nórdicas, si bien algunos aspectos fueran conocidos con anterioridad. Por otra parte, surgen las narraciones de contenido novelesco, que se vincula con el género caballeresco y que como tal es contemplada en su época. A caballo entre el género de viaje y lo novelesco es una literatura entre la descripción precisa de la experiencia del viaje y la fantasía con soporte territorial. Al modo de la literatura islámica similar, surgen numerosas obras. Tendrán prolongación y excepcional éxito en el siglo XVI , más en el marco de una literatura de entretenimiento, como las obras de caballería, que en el de la producción geográfica. El Viaje del Infante D. Pedro de Portugal, Historia del Infante D. Pedro de Portugal el qual anduvo las partidas del mundo, publicado ya en el siglo XVI por Gómez de San Esteban, fue incluido en el género de caballerías, y aunque tuviera una base real, es un buen ejemplo. Lo es también la Crónica del muy esforzado y esclarecido caballero Cifar. El de mayor fama será el Libro de las maravillas del mundo y del viaje de la Tierra Santa en Jerusalem y de todas las provincias y ciudades de las Indias, y de todos los hombres monstruos que hay por el mundo y muchas otras admirables cosas, de John de Mandeville, un excelente ejemplo de la
literatura de maravillas árabe en el mundo occidental (Deluz, 1988). Más conocido como Viaje de Ultramar, se convirtió en un texto clásico de viajes. Es la obra de un autor inglés que elabora un fantástico viaje por el mundo sin moverse de su casa. Utilizó textos clásicos y relatos de viajes coetáneos, que ensambló de acuerdo con las concepciones dominantes en su época. Gozó, sin embargo, de un gran prestigio, como un texto de geografía. Todos compartían la misma representación del mundo que domina hasta el final de la Edad Media, enriquecida con las numerosas novedades que proporcionaron los textos clásicos. La mediocre y tardía producción cristiana de interés geográfico, en el ámbito de la narración descriptiva y del viaje, contrasta con el que será rasgo distintivo de las prácticas espaciales cristianas: su progresiva orientación hacia las necesidades de la navegación en alta mar. Exigencias prácticas que indujeron una progresiva elaboración cartográfica, de naturaleza empírica, y que culminará en la recuperación de la geografía de los griegos y de la tradición geográfica grecolatina. Se proyectó en una radical transformación del mundo conocido, de la imagen del mismo y de su representación y se tradujo en una creciente reflexión de carácter teórico, germen de las modernas actitudes científicas. Las raíces del moderno racionalismo arrancan de estos siglos. El impulso racionalista que distingue los últimos siglos de la Edad Media en Europa occidental no ahorró al saber práctico sobre el espacio. Por el contrario, éste tuvo un protagonismo relevante en ese proceso de racionalización. La incidencia de la razón práctica como impulso hacia la reflexión racional sobre el mundo natural constituye un rasgo distintivo de las sociedades europeas medievales. Y el interés por el mundo sensible que distingue la filosofía natural contribuyó a consolidar esa evolución.
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El camino seguido estuvo determinado por las necesidades de unas sociedades que se aventuran a viajar y que utilizaron de forma creciente el mar para relacionarse. El «arte de navegar» y sus exigencias indujeron a ahondar en el estudio de la naturaleza. Ayudaron a descubrir y valorar el saber cosmográfico y la geografía cosmográfica de los antiguos, e impulsaron la búsqueda de estos conocimientos clásicos, exigidos por la propia práctica. Representa el tránsito del simple arte de navegar a la cosmografía. 2. Del arte de navegar a la cosmografía Serán las necesidades impuestas por la navegación marítima, actividad en plena expansión, tanto en el Mediterráneo como en el Atlántico, las que transformen el horizonte geográfico del ámbito cristiano. Tienen relación con la renovación de las técnicas del «arte de navegar». Afecta a las técnicas de construcción naval, que se traducen en los nuevos tipos de embarcación, adaptados al desplazamiento por el océano, y a los instrumentos de ayuda a la navegación, sobre todo cuando ésta se hace oceánica. EL IMPULSO PRÁCTICO: LAS NECESIDADES DE LA NAVEGACIÓN
El estímulo de las necesidades prácticas, que surge de la navegación de altura, aguijoneó la búsqueda de nuevas herramientas para determinar el rumbo y establecer la posición de los navíos. Se completó con el progresivo desarrollo de una renovada cartografía, cuyos productos empiezan a hacerse patentes desde el siglo XIV . Sin embargo, tienen antecedentes notables en los siglos anteriores, al menos desde el siglo XI , en que se producen algunas representaciones cartográficas destacadas. Evidencian el conocimiento de algunas de las fuentes antiguas. Ponen de manifiesto el conocimiento más riguroso del entorno inmediato, sea el mar del Norte o el Mediterráneo occidental. Se manifiestan en numerosos aspectos cuya suma, en poco tiempo, proporcionó un cambio sustancial en las condiciones de navegación. Se percibe en ámbitos tan diferentes como la determinación de los rumbos o derrotas, gracias a una rosa de los vientos mucho más precisa y al uso de la brújula; el establecimiento de la posición por medios astronómicos; el empleo de cartas náuticas para seguir los derroteros; la utilización de instrumentos de medida y el recurso a la medida; nuevos medios para el control de los navíos, nuevas técnicas para aparejarlos y nuevos tipos de embarcaciones. Un cúmulo de cambios en apenas tres siglos. La navegación oceánica, por el mar del Norte y de Irlanda, aportó una rosa de los vientos muchos más completa, respecto de la prevaleciente en el Mediterráneo. Los ocho rumbos tradicionales, heredados de la Antigüedad, se convierten en treinta y dos. Hicieron posible una mayor precisión y rigor en los rumbos y derroteros gracias a la experiencia náutica de los mares septentrionales.
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En el mar del Norte y de Irlanda, los navegantes utilizaban denominaciones propias, Norte, Sur, Este y Oeste, que combinaban entre sí para obtener un mayor número de rumbos. Como señalaba Alonso de Santacruz en el siglo XVI, «nuestros mareantes... tratan esto muy por delgado, de más de ocho (rumbos) que hazen principales exprimen otros ocho medios y otras dieciséis quartas». Es decir, un total de 32 rumbos o vientos. El mismo autor resaltaba la significación y las condiciones del cambio producido: «los antiguos fueron tan cortos en asentar vientos porque no navegaban por tan espaciosos mares como es el Océano, que da gran ocasión para ello, ni tomaban por tan delgado las derrotas que han sido ocasión y materia de tantos vientos como hoy se usan». Denominaciones que fueron incorporadas de forma progresiva por los marinos y cartógrafos de la Europa meridional, por intermedio de los marinos franceses del golfo de Gascuña, que las usaron, al menos, desde el siglo XI . La introducción de la nomenclatura y procedimientos anglogermánicos en la Europa meridional se produce en el siglo XIV . En el siglo XV las emplean los portugueses y el propio Colón. Su uso se generalizará en el XVI, como lo muestra Alonso de Santacruz. Suponía la posibilidad de incrementar la precisión de los rumbos o derrotas de los navíos, al mismo tiempo que el perfeccionamiento de la cartografia en el momento en que se incorpora esta rosa de los vientos a las cartas marinas. El uso de la brújula permitió rumbos más afinados. Raimundo Lulio nos indica, en el Fénix de las Maravillas del Orbe, escrito en 1286, que el empleo de la brújula era habitual en las costas mediterráneas en el siglo XIII. La indicación del Norte o Septentrión en la rosa de los vientos en las cartas náuticas muestra la influencia del uso de la brújula y su papel en la nueva percepción cartográfica que sustituye el Oriente tradicional por el Norte. De forma progresiva surge el interés por medir de forma más precisa, distancias y tiempos. Se pasa de un control variable del tiempo diurno, a la preocupación por medir el tiempo, que desemboca en el perfeccionamiento del reloj y la aparición del reloj mecánico, incorporado al vivir cotidiano. El reloj situado en la iglesia como medidor del tiempo y regulador del discurrir ciudadano tuvo una notable significación social, resaltada por los contemporáneos. Dos componentes de la realidad, el espacio y el tiempo, cuya valoración apunta la nueva mentalidad del final del mundo medieval. La mejora de la precisión y seguridad en la navegación procede también del cambio en la medida de la distancia. Se impulsa la sustitución de las indefinidas jornadas por la más acotada milla o legua. La medida tradicional de la distancia, en la navegación, consistía en el número de jornadas o días de viaje, que no dejaba de ser aproximada e imprecisa, aunque el uso y la práctica pudieran establecer su habitual equivalencia en millas. En los siglos bajomedievales se mejora de forma notoria con el recurso y empleo de la distancia en unidades de medida regulares, como la milla y la legua, basadas todas en la milla romana.
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La referencia a estas unidades en los mapas contribuyó a incrementar su fiabilidad y precisión. La distancia se integra en la representación cartográfica a través de la escala. La escala gráfica, en millas o leguas, se incorpora a la construcción cartográfica de los marinos, como un elemento propio de ésta, que permitió un ajuste más riguroso de las derrotas y las distancias. A finales del siglo XV debió introducirse el empleo de instrumentos para evaluar la distancia recorrida, del tipo de la «corredera», en orden a mejorar el cálculo a la estima; si bien su uso no debió generalizarse hasta finales del siglo XVI. El recurso a denominaciones más simples y completas para la rosa de los vientos y la evaluación más precisa de las distancias, proporcionó las bases para una representación de las costas con un grado de perfección incomparable respecto de épocas anteriores. Así lo evidencian las construcciones cartográficas bajomedievales. El mundo cristiano adquirió una imagen más precisa del contorno del Mediterráneo y de las costas atlánticas entre Gibraltar y el mar Báltico. La elaboración cartográfica, en lo que concierne al perfil litoral, se equipara a las mejores obras de la cartografía oriental y sobrepasa lo alcanzado en el mundo antiguo. La producción de cartas marinas no tiene relación con las seculares representaciones cosmológicas. Éstas no constituyen representaciones cartográficas. Responde a una concepción del mundo. Así lo evidencia la persistencia de los mapamundi cosmológicos hasta el siglo XV , como ilustraciones de libros de oración y libros piadosos, con Jerusalén como centro y ombligo del mundo, y en un contexto simbólico religioso. No obstante, provocan el tránsito desde las representaciones cosmológicas propias de los Beatos, de carácter convencional, a la nueva cartografía apoyada en la experiencia y la medida. La aparición de las cartas de marear o portulanos significa la búsqueda de la precisión y verosimilitud exigidas por la práctica marina. Se convierte en un rasgo destacado de la producción cartográfica de los dos últimos siglos medievales. La aparición de la cartografía se vincula a la elaboración de cartas marinas o cartas de marear. La confección de cartas marinas o cartas de marear, se convirtió en una actividad cuya demanda provenía de las necesidades de la navegación. Tradición cartográfica medieval que surge y se desarrolla en el mundo cristiano y que tiene en el ámbito mediterráneo su máxima expresión, vinculada con una actividad marítima expansiva. Caracterizó a diversos puertos y entornos de la cuenca mediterránea, bajo el impulso de venecianos, genoveses, franceses, catalanes, castellanos y portugueses, principales clientes de esa actividad, patente desde el siglo XIII . El producto más destacado, pero no el único, de esta actividad fueron las cartas de navegar, denominadas portulanos. Con éstos se inicia el proceso de construcción de una cartografía preocupada por la precisión. Preocupación que se inserta en la renovación de las actividades marineras.
LAS CULTURAS DEL ESPACIO, LAS CULTURAS GEOGRÁFICAS 2.2.
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LAS CARTAS DE NAVEGAR: LOS PORTULANOS
Los «portulanos» mediterráneos constituyen un tipo de representación cartográfica para uso marino, o carta de marear. Está basada en la aplicación a la figuración o dibujo de las costas, del rumbo, derrotero y distancia, junto con una notable calidad y finura del dibujo del perfil litoral. La rosa de los vientos, que algunas cartas iniciales no incorporan, localizadas en varios lugares de la carta, las largas líneas indicadores de los rumbos y el detallado perfil costero son rasgos destacados de este tipo de construcción cartográfica. Añaden una abundante toponimia litoral, en latín o catalán, y una creciente información escrita sobre territorios. Se difunden en los siglos XIV y XV y se prolongan hasta el siglo XVII . Una profusa decoración suele ocupar los bordes de la carta y el interior de los amplios espacios continentales, sobre todo en los de factura catalana. Éstos son adornados con iconografía que representa ciudades, animales, personajes, entre otros elementos. Se añaden las banderas o estandartes que son propios de los territorios o reinos correspondientes. Se incluyen imágenes de reyes, complementados con información escrita referida a cada territorio o región. El portulano resulta una obra a medio camino entre el producto preciso de la racionalización cartográfica y la obra de arte artesana. Desde la primera «carta pisana» de 1300 hasta los ejemplos del siglo XVII se desarrolla una intensa producción asociada a los centros cartográficos y marinos mediterráneos. Corresponden sobre todo a italianos -genoveses, pisanos, venecianos-, como principales agentes y potencias marinas bajomedievales ( Campbell, 1987). Ellos parecen ser los iniciadores de este tipo de cartografía marina. Y, en relación con ellos, los catalanes y mallorquines. En particular estos últimos, que llegarán a identificar una destacada escuela o taller en la producción de este tipo de cartas náuticas. Las denominadas «cartas catalanas», de 1339 y de 1375, de A. Dulceri la de la primera fecha, y de J. Ribes, la del último año, trazadas en pergamino o vitela, con dimensiones próximas al metro de longitud por 0,75 m de anchura, son representativas de los portulanos del siglo XIV . Se aprecia en ellas un carácter práctico, perceptible en su actualización permanente. Incorporan las nuevas tierras conocidas tras los viajes exploratorios de los marinos, o precisan el contorno y ubicación de otras conocidas. La de 1339, que carece de rosa de los vientos, proporciona una imagen de Europa y norte de África, de indudable precisión en relación con la época, y una rica información descriptiva por medio de la toponimia. Recoge la nomenclatura costera desde el norte de Noruega hasta el cabo Nun -es decir, el cabo Draa- en la costa occidental africana. Incluye dos de las islas Canarias e incorpora desde las costas atlánticas hasta el mar Caspio, «mare de Bacu o Caspium». La carta de 1375 se atribuye al taller de los Cresques, una familia catalana, hebrea, encabezada por Cresques Abrae, dedicada a la construcción de instrumentos de navegación y cartas marinas. El hijo de Abrae, Jafuda
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Cresques, convertido y bautizado como Jaume Ribes tras las persecuciones a los judíos de 1391, trabajó en la producción de este tipo de cartografía y en la de instrumental técnico para la navegación, incluidas brújulas. Al desempeño de esta actividad alude el «jueu buxoler» con que se le reconoce. La carta que elabora es más sintética en la información toponímica que la de 1339. Aparece en catalán e introduce los nuevos conocimientos adquiridos en la costa africana, como muestra la referencia al viaje del navegante catalán Jaume Ferrer, a la desembocadura del Río de Oro, cinco grados al sur del famoso cabo de Non, límite de la carta de 1339. En ella se encuentran ya al completo las islas Canarias. Tradición cartográfica que mantiene Gabriel Valseca, autor de una carta náutica fechada en 1439, que incorpora las tierras reconocidas por los portugueses en las costas occidentales africanas. Tradición a la que pertenece también el Planisferio de B. Pareto, de 1455, en pergamino como las anteriores, de casi metro y medio de longitud por 70 cm de anchura. Tradición que se prolongará en los siglos posteriores, a través de verdaderas estirpes familiares, como los Oliva. Tradición en la que se encuentra la Carta o mapamundi de Juan de la Cosa de 1500, que incluye ya el perfil de las nuevas tierras en el entorno del Caribe. Las necesidades de la práctica marina impulsaron, también, la búsqueda de nuevas técnicas en el «arte de navegar». Estimularon, asimismo, inquietudes de otro orden que significaban el tránsito del hacer empírico a la reflexión teórica y el vínculo entre ambos. Es el camino que conduce a la recuperación del saber de los antiguos. 2.3.
EL «TRATADO DE LA ESFERA»: EL SABER TEÓRICO
Las necesidades prácticas de la navegación oceánica impulsaron las técnicas del «arte de navegar» también en su vertiente más teórica. Practicar una navegación fuera de la vista de la costa exigía medios para determinar la posición de la embarcación, para evaluar la distancia, para calibrar los rumbos. La disponibilidad de la brújula había dado a la navegación seguridad para el mejor cálculo y seguimiento de los rumbos. Para establecer la posición de los navíos en alta mar, condición para una navegación de altura liberada de la servidumbre de la costa, se necesitaban recursos de otro orden. Eran necesarios medios técnicos instrumentales, imprescindibles para determinar las posiciones del Sol y de las estrellas. Evaluar la altura del Sol, de la Luna y las estrellas, tener conocimiento de sus posiciones en distintos lugares y estaciones del año, en orden a poder así determinar la latitud, exigía instrumentos apropiados. Eran exigencias que afectaban, tanto al instrumental apropiado para realizar las observaciones y cálculos astronómicos, como a los presupuestos teóricos y a las bases de información disponibles para su uso en alta mar. El perfeccionamiento de los instrumentos empleados para la determinación de la altura del Sol, para el cálculo de los arcos y círculos celestes,
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para la observación de las estrellas, se acelera en esos mismos siglos, haciendo posible aproximaciones más precisas, del orden del medio grado. La fabricación de los mismos se convierte en una actividad destacada de talleres que se especializan en esta labor, como ocurre con los Cresques. Se mejoran unos instrumentos, como el astrolabio, y el cuadrante; se inventan otros nuevos, como la lámina y la ballestilla o báculo de Jacob, antecedente del sextante, atribuido al judío provenzal Levi ben Gerson, en el siglo XIV , aunque algunos autores consideran este instrumento ya inventado en Oriente. Las nuevas necesidades exigían también conocimientos teóricos de carácter astronómico y de orden matemático, para la adecuada determinación de las posiciones de los cuerpos celestes. El uso de los instrumentos se basaba en el conocimiento de la posición de los astros en cada momento del año. Era preciso calcular estas posiciones para cada lugar conocido, con indicación de sus coordenadas. Había que ordenar esta información para su uso, puesto que tenía como objetivo permitir a los navegantes establecer sus propios cálculos y determinar su posición. Las informaciones requeridas se disponían en tablas, es decir, cuadros ordenados, para uso práctico. La elaboración de estas «tablas» astronómicas, con la información de los diversos acontecimientos y fenómenos celestes, adquiere, en los siglos bajomedievales, un desarrollo notorio. Su máxima expresión fueron las llamadas Tablas Alfonsíes, elaboradas en el siglo XIII, producto de la corte de Alfonso X el Sabio, de Castilla. Su antecedente estaba en los trabajos de los cosmógrafos y astrónomos árabes, en particular los del grupo o escuela de Toledo, en el siglo XI . La tradición árabe y hebrea contaba con obras de este tipo, como las de Azarquiel y las del judío del siglo XII , Rabí Abrahan ben Ezra. El puente o punto de contacto, entre los siglos x y XIII , fueron Ripoll y Toledo. En estos lugares se produjo el tránsito del saber árabe, que incorporaba la herencia griega, hacia Occidente. Los primeros tratados europeos sobre el astrolabio se elaboran en la abadía de Ripoll, en Cataluña, a caballo de los siglos x y XI , a partir de obras árabes. En Toledo, en el siglo XII se produce un intenso movimiento cultural bajo el impulso del arzobispo don Raimundo. Se plasma en una auténtica escuela de traducción del árabe al latín. Permitió entrar en contacto con una parte de las obras grecolatinas y con las producciones islámicas y hebreas en el ámbito teórico y técnico. En ella trabajaron Alí ben Jalaf y el judío converso Juan el Hispalense, junto a Domingo Gundisalvo, arcediano de Segovia, Roberto de Retines, Hermann el Dálmata, Daniel de Morlay y G. de Crémona. Éste traduce al latín las Tablas astronómicas que se van a conocer como Tablas Toledanas. Traduce también la Syntahsis mathematica de Ptolomeo -el Almagesto de los autores medievales-, así como otras muchas obras vinculadas con la matemática y cosmografía clásica (Millás, 1949). Obra clave, el Almagesto, en la medida en que aportaba los conocimientos astronómicos y los principios básicos de la cosmografía grecolatina, como reconocía Alfonso X el Sabio. Éste se refería al geógrafo griego,
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como «el que departió del cerco de la tierra mejor que otro sabio fasta la su sazón». Otras muchas obras del mundo clásico, de astronomía, de cosmografía, matemáticas, entre otros campos, pasan en ese momento del árabe al latín. La tarea culmina en el siglo XIII, en el entorno de este monarca castellano, en el que expertos árabes, hebreos y cristianos proceden a una labor de recopilación, traducción y elaboración de un amplio conjunto de obras, que plasma en traducciones, compilaciones y nuevas producciones, como los Libros del Saber de Astronomía. Los Libros del Saber compendiaban la historia del cielo y la geografía astronómica. Recogían el conocimiento cosmográfico oriental, e incorporaban el saber teórico-práctico sobre la construcción de los instrumentos de precisión para la observación y el cálculo, desde el astrolabio al reloj. Conocimientos astronómicos y cosmográficos heredados de la Antigüedad, fueron recogidos y corregidos, en su caso, por árabes y judíos, principales protagonistas de esta labor. Jehuda ben Mosseh Ibn Cohen y Juan Daspe tradujeron del árabe el Libro de la Ochava Sphera e de sus XLVIII figuras, de Al Sufí. Fernando de Toledo tradujo el Libro de la Alçahefa, de Ar Zarquiel, con las rectificaciones introducidas por Bernardo el Arábigo, referido a la construcción del astrolabjo. D. Abrahem Jehudah ben Mosseh Ha Cohen pasó del árabe al romance el Libro complido de los indicios de las estrellas. Rabí Samuel Ha Leví escribió el Libro del Relogio de la Candela, en la que incluía el Libro de las Armiellas, que trata del mejorado astrolabio universal de Azarqujel, descrito en el Libro de la Azafea. En las denominadas Tablas Alfonsíes se recogían, con referencia al meridiano de Toledo, cuyo cálculo se había hecho por procedimientos astronómicos, las coordenadas geográficas de un gran conjunto de lugares. Se incluyen también los datos astronómicos correspondientes, con las declinaciones y otras observaciones, esenciales para la construcción de las cartas y para la propia navegación. Las Tablas Alfonsíes prolongarán su utilidad hasta el siglo XV, cuando Johannes Regjomontanus (1436-1476) el cosmógrafo alemán, compile unas nuevas, basadas tanto en las obras anteriores como en sus propias observaciones. Labor continuada por su discípulo, también alemán, Martín de Behajm, incorporado a la corte portuguesa. Y hasta que el judío castellano Abraham Zacuto compile las suyas, mucho más completas y basadas en cálculos astronómicos, la proporción de determinaciones astronómicas es muy superior, así como la precisión de las mismas (Cantera, 1980; Laguarda, 1990). De ellas derivan los regimientos utilizados por los navegantes castellanos y portugueses del siglo XVI. Las observaciones astronómicas se refieren a las posiciones de los astros, de las estrellas polar y circumpolares, del Sol y la Luna. Se indican la altura que alcanzan respecto del horizonte, las declinaciones del Sol, e incluso las longitudes calculadas para cada lugar, de acuerdo con las diferencias horarias entre dos puntos, que expresan la diferencia de longitud entre ambos. Las Tablas Alfonsíes proporcionaban esta información sobre las posiciones y altura de las estrellas, polar y circumpolares, y sus modificaciones
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en relación con la precesión de los equinoccios. De tal modo que se podía deducir la latitud por la altura del Sol a mediodía, mediante los ábacos o cuadros elaborados, con tal fin, para los distintos días del año. Asimismo comprendían los datos de longitud corregidos, respecto de Ptolomeo, según los cálculos de Azarquiel y de los propios colaboradores de Alfonso X. El trabajo teórico-práctico se convierte en una actividad destacada de los grandes centros intelectuales europeos, en Castilla, en la Corona de Aragón, en Portugal, en Alemania y en las repúblicas italianas. Contribuyó a ello la influencia árabe, la obra de los expertos hebreos y, sobre todo, el conocimiento y recuperación de las obras grecolatinas. Primero por esta vía de las traducciones islámicas de los geógrafos clásicos. Más tarde por vía directa, desde los propios originales griegos, en el momento en que éstos aparecen, es decir, son buscados, en las bibliotecas del Imperio bizantino. Su hallazgo consolidó una revolución ya iniciada y aceleró su desarrollo. Supuso el reencuentro con la geografía clásica y la posibilidad de desarrollar el arte de navegar sobre cimientos más consistentes, más rigurosos, de carácter teórico. Los europeos de la Baja Edad Media dispusieron, gracias a las obras grecolatinas, de una interpretación y teoría del cosmos. Les proponían un esquema de su estructura, de sus movimientos, de los fenómenos más significativos derivados de una y otros. Les indicaban su valor para determinar la altura de los astros, así como sus posibilidades para la práctica marina. De ahí que conocimiento cosmográfico y navegación se vinculen de forma estrecha: los «tratados de la Esfera» y el «arte de navegar», como se denominaron en lengua romance, expresaban esta dualidad. Durante siglos serán el signo patente de la estrecha implicación de uno y otro. Sobre todo en el momento en que el arte de navegar se enfrentaba a la realidad de un mundo esférico. Es lo que explica el éxito de las obras medievales dedicadas a estas cuestiones, como la de Sacrobosco. Y es lo que explica el interés por la obra cosmográfica de Ptolomeo y el prestigio que adquiere en el siglo XV.
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CAPÍTULO 5
LA BÚSQUEDA DE LOS ORÍGENES: EL HALLAZGO DE LA GEOGRAFÍA CLÁSICA El siglo XV representa un cambio radical en las condiciones de desarrollo de los conocimientos geográficos en Europa y, para algunos, el inicio de la etapa moderna de la geografía (Livingstone, 1996). Dos factores fueron determinantes en ese cambio: la recuperación de la tradición geográfica de los antiguos en sus fuentes directas, que culminaba un prolongado esfuerzo de búsqueda del saber clásico, y la actividad exploradora y viajera que protagonizaron los europeos, tanto por el propio territorio como fuera de él, por tierra y mar. El hallazgo de las fuentes originales impulsó un excepcional movimiento de copia de las mismas: la mayor parte de los manuscritos conservados con los textos griegos geográficos, astronómicos, matemáticos, y de otros campos, se corresponden con copias realizadas a partir del siglo XIII . Una auténtica fiebre copista se apodera de la Europa cristiana, que descubre los ricos fondos conservados en las bibliotecas monasteriales bizantinas, procedentes de la labor realizada en el siglo Ix. Las traducciones latinas y los comentarios sobre los textos clásicos se multiplicaron también en obras que se harán clásicas. Serán objeto de continuadas copias a lo largo de estos siglos bajomedievales y hasta el siglo XVI . La imprenta ayudó a su difusión. Durante doscientos años estuvieron marcadas por la autoridad de Ptolomeo en relación con el hallazgo y conocimiento de su Guía geográfica, que los traductores medievales convertirán en Cosmografía o Geografía, según los casos. Los primeros pasos en el largo tránsito intelectual desde la cosmografía y representación del mundo a la geografía en un sentido moderno se esbozan en esta época. El Tratado de Cosmografía, obra del cardenal Pierre d'Ailly o Petrus Alliacus, recogía diversos trabajos de los inicios del siglo XV , como el famoso Tractatus de Imago Mundi, y el Epilogus mappae mundi, ambos de 1400, así como el Cosmographie tractatus duo, de 1398 a 1411. E incorporaba ya amplias referencias del texto de la Geografía de Ptolomeo. Obras glosadas por C. Colón, de cuya biblioteca formaba parte el tratado de P. d'Ailly. Textos más antiguos, como la obra de Bartolomé Ánglico y de Juan de Sacrobosco, se multiplican en traducciones y ediciones de imprenta.
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Tras de esa curiosidad se encuentra también la autoridad del saber de los antiguos, considerado como la máxima expresión del saber sobre el mundo. El prestigio del mundo antiguo explica la excepcional acogida dada a la obra geográfica de Ptolomeo. 1.
De la cosmografía a la geografía cosmográfica
El descubrimiento de la Geografía de Ptolomeo en una de las bibliotecas bizantinas a finales del siglo XIII tendrá una repercusión excepcional en el momento en que se conoce en Occidente. Conocimiento que se produce cuando se tradujo al latín. Una iniciativa que corresponde a un bizantino con habituales vínculos con los centros occidentales, Emanuel Chrysoloras, y que ejecuta un discípulo de éste, italiano, Giacomo d'Angelo, en 1406. La Guía geográfica de Ptolomeo, con el nombre de Cosmografía, se convierte en el texto geográfico de la antigüedad más importante conocido en el Occidente cristiano. La traducción incorporaba los mapas de Ptolomeo, dibujados a partir del manuscrito griego hallado en Constantinopla, en el siglo XIII. Un benedictino alemán, Nicolás Germanus, será el principal de estos artistas o dibujantes que recrean las representaciones de Ptolomeo. La obra permitió el conocimiento de los fundamentos de la concepción geográfica griega, como representación del mundo y de la Tierra habitada. Aportaba una imagen del mundo, tal y como lo contemplaban los antiguos, de acuerdo con la versión ptolemaica o cosmográfica, de carácter racional. Proporcionaba las claves teóricas y el método en que se asentaba esa representación del mundo, cuyo reflejo había alimentado las representaciones medievales. Devolvía estas representaciones a un marco racional. En el caso de la Geografía de Ptolomeo, tiene lugar a partir de la primera edición de 1477, en Bolonia, con inclusión de los mapas, según el dibujo de Nicolás Germanus. La obra de Ptolomeo rellenó de tierras, pueblos, islas y países, en parte subsistentes y en parte desaparecidos, la imagen del mundo medieval. Una nueva imagen de la Tierra se perfila ante las sociedades europeas, que afectan a su forma, dimensiones, tierras y mares y método de representación. Europa tuvo de ese modo acceso a una de las concepciones geográficas de los antiguos, la de carácter cosmográfico y cartográfico. Aportaban una interpretación plausible de la bóveda celeste, de los cuerpos y trayectorias de los mismos, de sus relaciones, y de los vínculos entre éstas y el observador terrestre. El saber griego astronómico y cosmográfico representaba una sistematización de sus prácticas de navegación y un soporte esencial para las mismas. Ofrecía un marco teórico para ubicar sus propias observaciones y para plantear nuevos interrogantes. Es el hallazgo de la cosmografía, de la «Esfera». Se asentaba la idea de la esfericidad de la Tierra. Se disponía de una valoración de sus dimensiones, de acuerdo con los cálculos de Posidonio, transmitidos por Ptolomeo. El meridiano de 180.000 estadios -500 esta-
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dios al grado, equivalentes a 78,75 km-, valor muy inferior al real, proporcionaba las magnitudes terrestres. Se accedía a la distribución de las tierras conocidas con la hipótesis del océano exterior, que abría a la Europa de finales de la Edad Media nuevas perspectivas. Un saber que transita, por necesidad, por el filtro de los expertos, de los capacitados para introducirse en los textos clásicos y para interpretarlos desde el punto de vista conceptual y técnico. Las obras de carácter cosmográfico se multiplicaron en el último siglo de la Edad Media y se convierten en obras de referencia para los navegantes. Los europeos de la Baja Edad Media disponían de una interpretación y teoría del cosmos, de su estructura, de sus movimientos, de los fenómenos más significativos derivados de una y otros, de su valor para determinar la altura de los astros. Disponían de instrumentos y método para una práctica cartográfica más precisa. Sirvieron para orientar las estrategias que, en ese siglo, intentaban romper o evitar el aislamiento introducido por la expansión otomana, en las relaciones con las Indias. La geografía cosmográfica aparecía, con indudable oportunidad, en el mundo occidental. Era una herramienta de manifiesto valor económico y estratégico. La nueva imagen del mundo, que aportaba la Geografía de Ptolomeo, daba consistencia a los proyectos de acceso a los mercados orientales por el sur de África. La llegada al extremo sur de este continente, en diciembre de 1487, por parte del portugués Bartolomé Díaz, supuso la confirmación de la viabilidad del proyecto de alcanzar el Oriente, la India y los territorios de las especias, el oro y las perlas, dando la vuelta al continente africano. Era el objetivo principal de las exploraciones atlánticas estimuladas desde la corte portuguesa, bajo el impulso de Enrique el Navegante. Hasta el punto de que para algunos autores actuales es esta actividad la que marcaría el inicio de la geografía moderna (Livingstone, 1996). Permitía, de modo más osado, sustentar los proyectos de alcanzarlos por el Oeste, siguiendo el círculo de los paralelos, tal y como habían postulado algunos autores clásicos y como había expresado Estrabón. La aventura colombina tiene así los ingredientes decisivos y clave para su comprensión. La naturaleza genovesa de Cristóbal Colón descubre los intereses profundos que mueven, en esos siglos, la exploración geográfica. Detrás de ésta aparecen las potencias italianas, cuya presencia activa es una característica en la Castilla atlántica, de finales de la Edad Media, y en Portugal. Sin su aporte económico, social y político, no sería inteligible la actividad marítima que se desarrolla en esa época. La tradición clásica recuperada hacía posible plantear y acometer, con fundamentos racionales de viabilidad, el viaje por el círculo terrestre hacia el Oriente por Occidente, a través del mar exterior, del océano, como habían sostenido los geógrafos del mundo antiguo. El viaje significó un acontecimiento decisivo en la historia de la Humanidad y para el desarrollo de la geografía moderna; un acontecimiento de efectos paradójicos. Por una parte, consolidaba y prestigiaba el saber geográfico que habían inventado los griegos. Por otra, provocaba una completa revisión de su concepción del mundo, dimensiones de éste y distribución
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de sus distintas partes y territorios. De hecho, los descubrimientos de Colón inician la destrucción de la imagen del mundo, es decir, de las concepciones sobre las que se había asentado esa imagen a lo largo de la Edad Media. Copérnico, con su propuesta de hacer del Sol el centro del cosmos, completaría esa obra de desmantelamiento de los supuestos que sostenían las sociedades medievales. Hacia Oriente y hacia Occidente se produjo entonces un excepcional incremento de los conocimientos sobre la superficie terrestre, continental y oceanica . A corto plazo impulsó una acelerada renovación de la cartografía, que impulsa la aparición de una cartografía moderna. Su influjo en la concepción geográfica y el desarrollo científico será más lento y tendrá un carácter más dilatado en el tiempo, si bien hay autores que no dudan en vincularlo con ella (Capel, 1994). 2. Los nuevos horizontes de la cartografía Las necesidades de la navegación impulsaron el desarrollo del saber instrumental esbozado por los griegos, en particular el cartográfico, que experimenta, en poco más de un siglo, una rápida evolución, sobre la base de los presupuestos clásicos, desde las técnicas medievales de representación a las modernas. Representa un cambio sustancial de orden intelectual y de orden práctico, en la medida en que la representación cartográfica abandona el marco de la experiencia, que subsiste todavía en la cartografía medieval, para adentrarse en el de la abstracción (Jameson, 1991). El método de elaboración cartográfica del geógrafo griego se generaliza en el siglo XV. Andrea Bianco lo utiliza en su mapa de Europa en 1436; así como Paolo dalla Pozzo Toscanelli y Martín Behaim, o Martín de Bohemia. Los nuevos mapas y globos terráqueos son elaborados de acuerdo con los datos y técnicas de Ptolomeo. A lo largo de dos siglos, los métodos del geógrafo griego impulsan el desarrollo de la cartografía. La reproducción de los mapas de Ptolomeo se acompaña de inmediato con nuevas tablas o mapas de las áreas terrestres no conocidas por él o mal conocidas. Se hace acorde con su método cartográfico. Los autores se dedicaron a incorporar las nuevas tierras y mares y precisar las antiguas de acuerdo con el ampliado saber contemporáneo. Afectaba al viejo mundo, mucho mejor conocido en la Europa septentrional, en África y Asia. Afectaba, sobre todo, al nuevo, desde finales del siglo XV. Es la dirección en la que se aprecia un avance más nítido respecto de los siglos anteriores y la Antigüedad. En pocos años cambia de forma radical la imagen del mundo. África adquiere un contorno muy próximo a la realidad en el mapamundi de Juan de la Cosa. La Europa septentrional perfila sus contornos de modo más verosímil. Se introdujo el uso de meridianos y paralelos, en la determinación de la longitud y latitud, para la ubicación de cada punto terrestre. Se impusieron los métodos de proyección para la representación en un plano de una superficie esférica. Se abandonaba el ámbito de lo subjetivo, vincula-
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do al itinerario y el viaje, soporte del portulano medieval, para construir una representación del mundo objetiva. Es decir, un mapa, en el sentido moderno del término, en la medida en que ninguna experiencia individual podía sustentarlo. Se abre entonces un nuevo horizonte para la representación cartográfica, estimulado por la representación de las nuevas regiones. Su primera expresión son las denominadas Tabulae Modernae, utilizadas para representar áreas regionales, que acompañaban a algunas de las primeras impresiones de la obra de Ptolomeo, realizadas en Italia. A través de estas representaciones los contemporáneos comienzan a tener una imagen renovada y realista del mundo en su conjunto y de sus propios países. Producción que va unida a nombres como los de C. Clavus, danés, que inicia las denominadas Tabulae, en el siglo XV ; Apiano (Petrus Apianus), un matemático alemán de la primera mitad del siglo XVI (1495-1552), autor de una Cosmografía publicada en 1524; o Sebastián Munster, un franciscano, autor de Cosmographia Universalis, que se publica en 1544, con una excelente ilustración de grabados y mapas. Producción debida, sobre todo, a la escuela flamenca, con autores como Jacob Van Deventer (Iacobus Davant), cartógrafo conocido por sus mapas de los Países Bajos -como su Frisia antiovissima trans Rhenum provincia, publicada en Roma en 1566-; autor convertido por Felipe II en «geógrafo real», Mercator y Ortelius. El más destacado cartógrafo de esta escuela flamenca es Gerhard Kramer (1512-1594), más conocido como G. Mercator, autor de un Mapamundi publicado en 1569. En él incorporaba la proyección que lleva su nombre, es decir la proyección cilíndrica conforme. Una obra que le convierte en la figura más relevante de la producción cartográfica del siglo XVI . Abraham Ortelius (1529-1598) -excelente grabador más que cartógrafo-, es su contemporáneo, dedicado a la publicación cartográfica desde 1547. En 1570 publicó el Theatrum Orbis Terrarum, concebido como una colección de mapas, del orden del centenar en algunas ediciones, realizados por diversos autores. Constituye el primer atlas moderno -si bien el nombre de atlas aplicado a estas colecciones se utilice más tarde, a iniciativa de Mercator-. Cada mapa, con grados de latitud y longitud, va acompañado por una explicación en latín. El atlas de Abraham Ortelius configura el panorama de las nuevas producciones cartográficas, tal y como se perfilan a lo largo del siglo XVI . Sobre la herencia de Ptolomeo se anticipa el perfil de lo que será la cartografía moderna. El interés cartográfico es un rasgo destacado del siglo XVI, que se manifiesta también en otras obras, como la Civitates Orbis terrarum de G. Braun y F. Hogenbergius, recopilación de planos y vistas de ciudades de todo el mundo. Iban acompañadas con descripciones en latín de las mismas. La primera edición corresponde a 1574. Interés cartográfico en el que participa tanto el gran público ilustrado como la propia realeza. Lo atestigua el ejemplo sobresaliente de la protección que Carlos I y Felipe II otorgan a estos autores, que reciben el título de «cartógrafo del rey», las colecciones cartográficas que reúnen y las iniciativas que promueven, en el caso de Felipe II (Kagan, 1982).
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La amplia experiencia marinera de esos siglos aportó un excepcional cúmulo de informaciones a añadir al viejo esquema heredado de los antiguos, del que se sienten deudores. En consecuencia, la época estimuló un creciente interés por estas cuestiones, que se abordan desde la plataforma que proporcionaban los autores grecolatinos y con la perspectiva que ofrecía un mundo en plena efervescencia. Estaban espoleados por la necesidad de situar el cúmulo de tierras y mares incorporadas al conocimiento de los europeos y, hasta entonces, desconocidas para ellos. Se produce la recuperación del término «geografía». En principio tiene la acepción de Ptolomeo, e identifica la concepción cartográfica de representación o imagen de la Tierra. Significa el reencuentro con la geografía cosmográfica. El concepto de geografía carece de precisión. Sirve para i dentificar la obra cartográfica. Se emplea como equivalente a corografía y topografía. De ahí el diverso carácter de las obras «geográficas» del período renacentista. Por una parte, numerosos trabajos que buscan integrar los nuevos conocimientos sobre el orbe terrestre en el marco de la herencia griega. Ésta y el mejorado utillaje técnico desarrollado desde finales de la Edad Media van a permitir el rápido perfeccionamiento de los procedimientos de representación de la superficie terrestre. Se trata por tanto de obras que desarrollan la representación del mundo en el sentido más literal, a través de la cartografía. Cosmógrafos o simples expertos en la navegación se afanan en ubicar con la mayor precisión posible, y delimitar con el mayor rigor, el perfil de las tierras y mares y la localización de los lugares. Incorporan el aluvión de nuevas tierras y mares, que venían a trastornar la imagen del mundo conocido por los antiguos y por tanto su representación de la Tierra. Los nuevos mapamundi y las representaciones regionales muestran la excepcional ampliación que se produce en esos decenios en la imagen del mundo conocido, la Tierra habitada, extendida a lo largo del círculo máximo ecuatorial y del meridiano. Muestran también un conocimiento mucho más preciso de los contornos y proporciones de las tierras emergidas, así como de su situación. Pero no ocultan las limitaciones que les afectan. Los errores persisten en sus coordenadas geográficas y por tanto en su ubicación. Se mantienen los efectos de las insuficiencias de los sistemas de proyección empleados. Son evidentes las consecuencias en cuanto a las dimensiones y localización, sobre todo de la longitud. Limitaciones que aparecen tanto en la famosa carta de Juan de la Cosa como en el Islario de Alonso de Santacruz, o en los grandes atlas italianos, holandeses y alemanes contemporáneos, de los siglos XVI y XVII . La supremacía de los Países Bajos se mantuvo en el siglo XVII, con sus más reputadas obras, elaboradas en los talleres de Mercator y sucesores y en los de los continuadores de Ortelius. Se mantuvo la producción de los atlas y de los mapamundi, con similar factura a los del siglo anterior. Son realizados con técnica de grabado e iluminados con color. La familia Hondius -Jodicus, yerno de Mercator, y el nieto de éste H. Hondius- continúan las obras del autor del mapamundi. Los Jansonius, padre e hijo, ha-
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cen lo mismo con la obra de Ortelius, que comparten tanto los atlas como las tabulae, es decir, las cartas regionales, cartografía más propia de publicistas o editores que de cartógrafos, más cerca de la obra de artesanía medieval que de la producción moderna. Es una cartografía que se mantiene en la tradición ptolemaica, aunque apunta los rasgos esenciales de lo que será la moderna cartografía, que se perfila a finales del siglo XVII en Francia. El signo del cambio es patente en la obra de N. Sanson d'Abbeville, autor de la Géographie du Roi, Atlas nouveau contenant toutes les parties du monde, en 3 volúmenes, compuesta por un total de 320 cartas iluminadas. En ella se dan los primeros atisbos de las nuevas concepciones cartográficas. La representación de los elementos físicos y de los límites territoriales y el creciente rigor en la representación esbozan el tránsito a la moderna cartografía. Un progreso que se produce en la propia Francia, entre los siglos XVII y XVIII , de la mano de los Cassini, geodestas y cartógrafos de la corte. Con éstos, en el siglo XVIII , dará nacimiento la cartografía moderna, de estricto carácter geodésico y técnico. Se basa en el perfeccionamiento de las proyecciones y en la austeridad en el dibujo. El mapa pierde su dimensión pictórica y su composición decorativa, para valorar la precisión y objetividad. Se introduce la tercera dimensión, no sólo con la consideración de las altitudes, cuya medida se convierte en un objetivo definido, sino con métodos gráficos para su representación adecuada, desde las tintas hipsométricas a las curvas de nivel. Significa un salto cualitativo de primer orden, del que deriva la cartografía tal y como la entendemos. La cartografía cambia de arte a ciencia, al mismo tiempo que se convierte en una herramienta clave del poder moderno, en un símbolo del Estado (Barnes, 1992). Supuso la definitiva separación de la cartografía y la geografía. Un salto y un progreso que tiene que ver con las transformaciones intelectuales de esos siglos. Tardará más en darse en la concepción geográfica. Durante varios siglos, las obras que incorporan el término geografía, así como las consideradas como propias de este campo, en la historiografía moderna, muestran, ante todo, la carencia de definición en que se debate este tipo de conocimientos. Bajo el paraguas geográfico se cobijan conocimientos y prácticas dispares, que responden a la tradición geográfica antigua y medieval. 3.
Corografías y topografías
La otra vertiente de la tradición o cultura geográfica clásica, la del discurso sobre la Tierra habitada, tendrá un desarrollo más equívoco. Mezcla de la tradición medieval y de una herencia grecolatina mal comprendida, carece de perfil propio. Aparece indiferenciada respecto de la Historia política y de la Historia natural, en la tradición de Plinio. Se comprende más como una descripción de «las grandezas y cosas notables», en la tradición medieval. Carece de una concepción que la sustente y se debate en las contradicciones de un saber que abarca desde los cielos a lo humano. La tra-
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ducción de los clásicos, en particular de Estrabón, no significó la incorporación de las reflexiones del geógrafo griego. Entre la corografía y la historia natural, la geografía carecía de entidad propia. 3.1.
LAS DIFICULTADES DEL DISCURSO GEOGRÁFICO
La producción catalogada de geográfica, en estos siglos, en la historiografía moderna, comprende tanto obras de astronomía como sobre el arte y técnicas de navegar (Gavira, 1932). Este carácter ilustra la tendencia histórica de las obras denominadas geografías, o consideradas como tales, en estos siglos. Están más preocupadas por la ubicación de los territorios del mundo antiguo que por el conocimiento del contemporáneo. Sin que escapen a esta valoración otro tipo de obras con marchamo geográfico, habituales desde el siglo XVIII, como los denominados Diccionarios Geográficos (Capel, 1981). Bajo el término geografía aparecen confundidos un conjunto de campos que abarcan desde la cosmografía a la topografía, según distinción dominante en el siglo xvi, que recoge la de Ptolomeo. La concepción cosmográfica domina durante mucho tiempo, en relación con el uso en la navegación. Las obras españolas del siglo XVI lo hacen evidente. El Tratado del Esphera y del arte de marear, con el regimiento de las alturas: con algunas reglas nuevamente escritas muy necesarias, de Francisco Falero, que se publica en Sevilla en 1535; el Tractado de la Sphera que compuso el Doctor Ioannes de Sacrobusto, con muchas additiones, de Jerónimo de Chaves, editada también en Sevilla en 1545, que se limita, como bien enuncia, a un comentario de la obra del famoso autor del siglo XIII , actividad habitual entre los autores de los siglos modernos; el Breve compendio de la Sphera y de la arte de navegar, con nuevos instrumentos y reglas, de Martín Cortés, también publicada en Sevilla en 1551, son ejemplos característicos de esta producción cosmográfica relacionada con la navegación. El carácter cosmográfico, en relación con las necesidades de la navegación, impulsadas por los nuevos descubrimientos, distingue a la mayoría de estas obras. Esta mezcla de contenidos distingue también a las que se denominan «geografías», título recuperado, o de las consideradas obras geográficas por la historiografía moderna. La Suma de Geographia que trata de las partidas y provincias del mundo, Assi mesmo del cuerpo spherico, aparecida en la misma Sevilla en 1519, de Martín Fernández de Enciso, es una de las primeras que incorpora el término de geografía. Proporciona la descripción de los territorios que componen el espacio terrestre, y es precisa y válida en la localización y descripción de las áreas litorales. Sin embargo, resulta poco crítica respecto de las noticias sobre el interior continental. Acoge las fábulas propias de los siglos anteriores, difundidas por Solino, al tiempo que mezcla, como sus contemporáneos, los elementos de geografía con los cosmográficos. El carácter de saber indefinido, de confusión persistente en los contenidos y en el objeto, la ausencia de concepción y de método, constituyen
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rasgos permanentes de las obras de estos siglos. Comparten la misma disposición narrativa sin estructura. Muestran similar consideración de género para el entretenimiento, como una literatura de curiosidades y exotismos. Como aducía un autor contemporáneo, dicha materia no pasaba de ser «un género literario» dedicado a la enumeración, más o menos detallada, de territorios, ciudades y curiosidades. Esto es, no trascendía lo que podemos considerar la corografía grecolatina y respondía a la tradición medieval de la literatura de maravillas o portentos. Como demuestra la producción bibliográfica, se trataba, en unos casos, de obras que continuaban el esquema de los tratados sobre la esfera, de ascendencia medieval. Se mantenían idénticas formulaciones y análoga confusión o mezcla con astronomía. Y se perpetuaba un equivalente enfoque de mera ubicación de noticias, en gran parte fantásticas, desde la Nueva Descripción del Orbe terrestre, de J. Vicente del Olmo (1611-1696), a la obra de F. Giustiniani, El Nuevo Atlas universal abreviado o Nuevo compendio de lo más curioso de la Geografía universal de 1755. Tono que caracteriza incluso obras de autores con mayor sentido crítico, que denuncian el enciclopedismo dominante en los tratados geográficos, caso de Pedro Hurtado de Mendoza, un autor del siglo XVII .
3.2.
LA PERSISTENCIA DE LA TRADICIÓN MEDIEVAL
Entre las obras consideradas geográficas o comprendidas bajo este amplio paraguas se encuentran las de autores que disfrutaron de notable celebridad en su tiempo. En algún caso se las califica de científicas. Un ejemplo es Atanasio Kircher, un jesuita alemán del siglo XVII (1602-1680). Es un autor de numerosos trabajos, reputado como uno de los más destacados representantes de la «ciencia jesuítica» de su época. Su concepción científica es ilustrativa de la persistencia de patrones medievales en la tradición intelectual del siglo XVII . Por una parte, en lo que supone la autoridad concedida a los textos religiosos. La obra de Kircher se apoya en el Génesis, aunque haga uso de las prácticas y conocimientos científicos de su época. Por otra, en la permanencia de una concepción de la naturaleza que se enmarca en la tradición medieval de macrocosmos y microcosmos. Su concepción está más cerca de la concepción medieval que de la ciencia de su siglo. Kircher aparece más vinculado a los esquemas de pensamiento medievales que a las actitudes intelectuales propias de su siglo (Jalón, 1996). Mantiene Kircher una concepción medieval, organicista, que le lleva a considerar la Tierra bajo la analogía de los seres vivos. De ahí sus lucubraciones «acerca de las venas, arterias y cartílagos que tiene la Tierra a imitación del microcosmos», o cuestiones «sobre los montes del Geocosmos y su necesidad». Los fenómenos naturales los contempla desde un a priori: el de su «finalidad». Les atribuye un objetivo o función diseñada de antemano, que supone, implícita, la hipótesis del creador o artífice. El telón de fondo es
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el de su carácter de «producto» divino. El mundo como la obra prevista para servir de «habitación del género humano». Lo que le conduce a plantearse, respecto de las mareas, «con qué fin la naturaleza lo ha constituido», y al tratar de los seres vivos subterráneos, «con qué fin la naturaleza los constituyó». A estos rasgos se añaden los que afectan al método, a la credulidad. La recepción crédula de numerosas noticias sin crítica, la sustantiva creencia en espíritus y demonios como agentes de la Naturaleza, entre otros, distinguen su obra, contemplada por diversos autores entre las de interés geográfico. El indudable interés de las obras de estos autores para valorar el estado del conocimiento en su tiempo no debiera ocultar la ausencia de una concepción consistente. Las lucubraciones del propio Kircher, acerca del arca de Noé, descubren hasta la evidencia el abismo que separa la actitud intelectual de este autor de la del racionalismo contemporáneo suyo. Es este racionalismo el que introduce los primeros aportes para una transformación de la milenaria concepción de la geografía como representación del mundo. De ahí el interés de algunas obras que, por contraste, aparecen como indicadores, aislados pero expresivos, de las nuevas sensibilidades propias del mundo moderno y de su incidencia en el campo geográfico. Indican la aparición de nuevas actitudes intelectuales, de una nueva disposición mental. Descubren el cambio profundo que se gesta en esos siglos, que permitirá, al cabo de dos siglos, articular un nuevo discurso geográfico, vinculado con la nueva modernidad. 4. La geografía como sistema, el espacio como categoría Esta circunstancia es la que explica que tales propuestas hayan tenido un notable eco en los geógrafos modernos. Éstos han identificado en tales actitudes los primeros síntomas o esbozos de una geografía vinculada con el espíritu científico moderno. En esta tradición, construida por los geógrafos, y característica de lo que podemos considerar historia interna, destacan los nombres de B. Varenio y de I. Kant. Ambos han sido convertidos en referencias destacadas en la historia de la Geografía. Una consideración crítica muestra el distinto significado intelectual de uno y otro, desde la perspectiva geográfica. Por otra parte, evidencia la distancia que les separa de la geografía moderna. Las similitudes entre ambos son escasas. El esfuerzo de Varenio se orienta hacia una sistematización del propio saber geográfico, tal y como éste se presentaba en el siglo XVII. Lo nuevo es la actitud que descubre, el intento de construir un sistema. El resultado es una propuesta de delimitación y de ordenación de los conocimientos comprendidos en el campo de las representaciones cosmográficas y geográficas, de acuerdo con postulados o criterios explícitos. Lo que le hace aparecer moderno es una actitud metódica y la sistematización de los contenidos que considera geográficos.
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En Kant, por el contrario, las cuestiones que tienen relación directa con el perfil de la disciplina, con sus contenidos y estructura, carecen de relevancia en su obra. Como señalaba Berdoulay, la influencia de Kant en la geografía moderna responde más a su filosofía que a su producción geográfica (Berdoulay, 1978). Kant concentra su reflexión en un campo previo, el de la ubicación del conocimiento del espacio en el proceso de conocimiento humano, y el del carácter de este tipo de conocimiento. Esboza una reflexión teórica sobre el espacio. Convierte al espacio en una categoría del conocimiento. Reflexión que será utilizada por los geógrafos modernos con indudable trascendencia en el entendimiento de la Geografía. 4.1.
LA SISTEMATIZACIÓN DEL SABER COSMOGRÁFICO: VARENIO
Bernhardus Varennius es un autor de origen alemán, del siglo XVII , asentado en los Países Bajos. Esboza, sobre la base de la tradición cultural geográfica heredada de los griegos, los atisbos de una estructura de los conocimiento geográficos. Aporta un esfuerzo consciente para sistematizar el variado y disperso conjunto de conocimientos que componían el género geográfico. Es lo que expone en su obra más conocida, la Geographia Generalis.
Propone una disciplina con dos grandes divisiones o ramas, la general y la especial. La primera orientada a la Tierra como cuerpo celeste, sus distintas partes y características generales. La segunda dirigida a recoger la diversidad territorial de la superficie terrestre con sus componentes o aspectos de mayor significación, que los historiadores de la geografía suelen considerar equivalente a regional. La obra de Varenio comparte, con sus antecesoras, la tradicional confusión de lo celeste y lo humano. La geografía resulta una mezcla de astronomía, matemática, geometría, historia y otros saberes, sin una precisa traza ni un campo definido. Trata los movimientos celestes, los fenómenos físicos de la superficie terrestre y los aspectos etnográficos de las poblaciones. Son rasgos que vinculan la obra de Varenio con la tradición cosmográfica de la geografía y con la tradición territorial de la misma. El aire de modernidad de la obra principal de Varenio tiene que ver con los conceptos y vocablos que maneja. Varenio aporta una concepción, la de una geografía como discurso, es decir, como estructura narrativa. El discurso se estructura según un orden determinado: desde la constitución y partes de la Tierra, pasando por las aguas (hidrografía) hasta la atmósfera, en los capítulos que corresponden al ámbito físico. Apunta una secuencia del estudio de los aspectos humanos: desde la estatura, conformación y color de los habitantes y sus hábitos alimenticios, hasta las cuestiones de su vida económica, costumbres, lengua, religión y grado de desarrollo intelectual. Una actitud o talante sistemático, ordenador, que preludia, por una parte, el comportamiento científico y, por otra, el orden geográfico que se impondrá siglos más tarde.
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La obra de portentos o maravillas, en una exposición desordenada, deja paso a la sistemática consideración de aspectos definidos, que pueden ser ordenados en sus caracteres, que pueden ser comparados. Traslucen las nuevas mentalidades de la modernidad científica. Los componentes definidos como objeto de la geografía daban a ésta un perfil propio. Integraba las tradicionales cosmografía, corografía y geografía como partes de una geografía concebida como sistema. Utilizaba términos de apariencia moderna, para identificar sus campos. La modernidad se esboza en su obra en el tratamiento de sus elementos, influido ya por las nuevas actitudes y conocimientos científicos. Así se advierte al abordar los rasgos físicos de la superficie terrestre, que anticipa el perfil de la geografía física moderna, como lo resaltará, más tarde, A. de Humboldt. Representa un esfuerzo intelectual por establecer los principios de un método de exposición, más que de análisis. Su carácter renovador y su vinculación con el esfuerzo de racionalización, que acompaña la aparición de la ciencia moderna, queda ilustrado en el interés de Isaac Newton por su obra. El sabio inglés la publicó en Inglaterra en 1672. El aire de modernidad, la sensibilidad para las nuevas corrientes intelectuales, que prefiguran la ciencia moderna, establecen una clara frontera entre la obra de Varenio y las de la mayor parte de los considerados geógrafos, coetáneos e, incluso, posteriores. La obra de Varenio hay que entenderla como una excepcional y aislada reflexión en el marco de la renovación intelectual, racionalista, del siglo XVII. Representa un ejemplo ilustrativo de la efervescencia intelectual de la modernidad. No obstante, no constituye un antecedente ni forma parte de una genealogía de la geografía moderna. Varenio pertenece a una tradición milenaria. 4.2.
KANT Y LA GEOGRAFÍA: UN MARCO EPISTEMOLÓGICO
En la historia de la geografía moderna, la referencia a I. Kant, el gran filósofo alemán del siglo XVIII , es habitual. Para algunos autores, con una significación equiparable a la de Varenio y como un puntal decisivo en el desarrollo de la disciplina. La razón de esta consideración proviene de su condición de profesor de Geografía y de sus textos geográficos. La actividad geográfica de Kant se inicia con un breve opúsculo, en 1757, en que trata la naturaleza de los vientos del Oeste y su condición húmeda, relacionada con el tránsito por el océano. Se desarrolla con mayor amplitud en la Physische Geographie, con casi 300 páginas, en que se plasman sus enseñanzas, recogidas por uno de sus alumnos y colaboradores, Fiedrich Theodor Rink. Fue publicada en 1802, a instancias del propio Kant que, al parecer, había perdido sus propios cuadernos sobre la materia. Rink completó, en parte, la obra. Lo esencial del texto debe corresponder, no obstante, con lecciones impartidas por Kant con anterioridad a 1780. La concepción de Kant de la geografía no representa ninguna innovación. La Geografía física de Kant abordaba los aspectos físicos, pero tam-
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bién la denominada geografía matemática, es decir, la vieja cosmografía, así como el mundo viviente y la propia especie humana. Incorporaba, al modo de la propuesta de la geografía especial de Varenio, la consideración corográfica del mundo, abordado en cuatro grandes partes o regiones, los continentes, con apartados específicos por países. Kant estructura su obra en una introducción teórica y varias partes o capítulos. La introducción ha tenido una considerable repercusión posterior, por sus implicaciones epistemológicas. La primera parte está dedicada a la geografía matemática o cosmográfica. La denominada parte general se centra en «la Tierra según sus componentes y le corresponde analizar el agua, el aire y la Tierra». La tercera parte, denominada especial, trata de «los productos y criaturas de la Tierra». Comprende tanto los seres vivos, entre ellos la especie humana, como los minerales. La última la dedica a los territorios o países de las cuatro partes en que divide el mundo. Kant estructura su Geografía física en cuatro áreas o partes: la matemática, la física, la biológica y mineral, y la corográfica. El carácter abierto de la geografía matemática y de la parte general, que descubre una actitud informada sobre el mundo natural, desaparece en la parte especial. Ésta queda reducida a un simple inventario, desordenado, de animales domésticos y salvajes y de minerales con similar tratamiento -que recuerda los lapidarios medievales,- incluyendo las razas humanas. Esta última pone al descubierto la concepción imbuida del viejo ambientalismo, que subyace en el pensamiento ilustrado y que Kant comparte. La ausencia de un esfuerzo sistemático o racionalizador es manifiesta. La parte corográfica representa una mera enumeración de países sin orden preciso, aunque sigue un itinerario continental, sin estructura expositiva ni de contenidos. Evidencia una óptica en que prima el interés por lo exótico, como parece inducirse de la notable extensión que dedica a China, Siam y Persia. Se puede achacar al contexto cultural de su época, deslumbrada por estas sociedades orientales, en las que se cree reconocer valores sociales y morales propios desaparecidos, añorados o ambicionados. Exotismo que se pone de manifiesto, también, en la extensión que dedica a las poblaciones indígenas de América del Norte. Llama la atención, en contraposición, las cuatro líneas que dedica a países como Italia, Francia, España, entre otros. Subyace lo que se denominará más tarde el síndrome de lo exótico. Las observaciones sobre los países responden más a una desordenada enumeración de curiosidades que a una descripción sistemática. Se yuxtaponen, en el mejor de los casos, informaciones precisas, de interés, con otras de mera curiosidad o intrascendentes. A título de ejemplo, las que dedica a España se reducen a señalar su escasa población -que vincula con la vida monacal, la colonización de las Indias, la expulsión de los judíos y musulmanes-, y la quiebra económica. Destaca, a continuación, que los asturianos presumen de su ascendencia goda, que los caballos son de buena calidad y que los de Andalucía exceden a los demás. Termina señalando que, en Béjar, existen dos fuentes, una de agua muy fría y la otra de agua muy caliente.
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La endeblez de las descripciones, la ausencia de una concepción o esquema básico, la mezcla de datos sobre población e informaciones puramente pintorescas, o de rango etnográfico elemental, descubren la inexistencia de un pensamiento geográfico moderno. Ponen de manifiesto, en cambio, la persistencia de la secular tradición medieval del género de maravillas, portentos y cosas notables. El Kant geógrafo no inicia la moderna geografía, culmina la vieja representación del mundo medieval. Resulta difícil contemplar en él un antecedente de la moderna geografía desde esta perspectiva. Son sus postulados sobre el conocimiento humano los que influirán en la concepción del espacio y de la geografía de los geógrafos modernos. Las consideraciones teórico-metodológicas que el filósofo desarrolla como introducción, respecto del conocimiento humano, sus formas, sus orígenes y su clasificación, sí han tenido notable repercusión. Recuperadas desde las filosofías neokantianas, y aceptadas en el campo geográfico, proporcionaron a Kant una dimensión geográfica que desborda su trabajo geográfico (Hartshorne, 1958). Pero esto resulta de sus sucesores, que usan a Kant, no como geógrafo sino como soporte de sus propias filosofías. Se trata, por tanto, del Kant filósofo. Kant parte, para abordar la Geografía Física, de una cuestión previa, la del tipo de conocimiento a que corresponde y el origen y fuentes del mismo. De acuerdo con Kant, el origen y fuente de nuestro conocimiento corresponde o bien a la pura Razón o bien a la Experiencia. El conocimiento racional puro tiene su origen en la propia mente. El conocimiento experimental o de observación procede de los sentidos. Kant distingue, al respecto, en relación con el mundo de los sentidos, uno exterior, que tiene que ver con la naturaleza; y otro interior, que corresponde al hombre. De acuerdo con este distingo, Kant asocia el mundo objeto de los sentidos exteriores a la Naturaleza y el mundo como objeto de los sentidos internos al Alma, es decir, al Hombre. Esta doble experiencia, la experiencia de la naturaleza y la del hombre, configura el conocimiento del mundo. Nuestro conocimiento comienza en los sentidos, dice Kant. Nos dan la materia, que la razón se limita a clasificar de una forma ordenada. El fundamento de todo conocimiento se encuentra en los sentidos y en la experiencia, ajena o propia. Ampliamos nuestro conocimiento por medio de informaciones, que nos proporcionan la experiencia del pasado, como si nosotros mismos lo hubiésemos vivido, y la del tiempo actual, respecto de tierras y países, como si viviésemos en ellos. Concluye Kant, al respecto, que la experiencia ajena se nos transmite, bien como narración o bien como descripción. El proceso de ordenación de nuestras experiencias = conocimientos, es decir, el proceso racional, se produce de acuerdo con conceptos o según el tiempo y el espacio. La clasificación del conocimiento según conceptos es la que Kant denomina «clasificación lógica». La clasificación de acuerdo con el tiempo y el espacio es la que llama «clasificación física». Por la primera tenemos un sistema natural, como, por ejemplo, el de Linneo; por la última, una descripción física de la naturaleza.
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Clasificación del conocimiento que ilustra Kant con el ejemplo de la lagartija y el cocodrilo. De acuerdo con la clasificación lógica, son considerados como elementos de un género animal (especies diferentes). Según la clasificación física, son animales con hábitats distintos: el cocodrilo como un animal anfibio del Nilo y la lagartija como un animal terrestre ampliamente difundido. Contraposición que tendrá una recepción destacada entre los neokantianos de finales del siglo XIX , como fundamento de su división de las ciencias en nomotéticas -las basadas en la clasificación lógica- e idiográficas -las sostenidas en la clasificación física-. Dualismo epistemológico que separa sujeto y objeto y que contrapone Hombre y Naturaleza. La dualidad epistemológica sustenta, en Kant, la dualidad de las disciplinas. El conocimiento del hombre conduce a la Antropología, según Kant. El conocimiento de la naturaleza a la geografía física o descripción de la tierra. Para Kant, la geografía se reduce a la dimensión física o natural. Situaba Kant el conocimiento geográfico en el ámbito de la descripción. Y lo identificaba, en lo esencial, con la «descripción física de la Tierra», es decir, con la «geografía física». Un campo que no se confunde, estrictamente, con la actual acepción de este término. Para el gran filósofo alemán, la descripción física es el fundamento del conocimiento del mundo. El mundo es el sustrato, el escenario en que se desarrolla el juego de nuestras habilidades. Es el fundamento en el que deben surgir nuestros conocimientos. El mundo es la totalidad, el escenario, en el que se sitúan todas las experiencias. Corresponde a lo que él denomina la «propedéutica» en el conocimiento del mundo. La descripción de este mundo es el objeto de la geografía física. Una geografía concebida, en sentido estricto, como una mera «descripción de la naturaleza y del conjunto del mundo», un marco general de la naturaleza, sus efectos y criaturas. Como ya advirtiera Quaini en el decenio de 1970, al resaltar su identificación con la geografía física, y al apuntar la concepción kantiana que hacía de la geografía física «la base y fundamento de la geografía política, comercial e incluso moral» (Quaini, 1976). En efecto, la geografía física tiene para Kant el carácter de fundamento, de clave, sobre el que se articulan, desde una perspectiva de rango determinista ilustrado, las otras geografías o ramas que él acepta o distingue, desde la «geografía comercial» a la «geografía política», la «geografía moral» y la «geografía teológica». Es decir, la geografía como un conocimiento de la ubicación. No trasciende Kant esta dimensión primaria de la geografía, deudora de la dominante cultura contemporánea, más próximo a Montesquieu que a Humboldt. No deja de ser paradójico, por ello, el que su pensamiento sea una referencia presente, de forma implícita, en la obra de Humboldt, y de modo expreso en una parte de los geógrafos del siglo XX. Aceptan lo esencial de los postulados kantianos, los que hacían de la geografía una descripción y los que la contemplan como la disciplina del escenario o habitación del Hombre.
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El rastro de Kant forma parte, por consiguiente, de forma harto paradójica, del proceso de fundación de la geografía moderna, por una doble vía, la epistemológica y la conceptual. Como disciplina puramente descriptiva y como disciplina del escenario terrestre. En ambos casos ha permitido a los geógrafos modernos utilizar su pensamiento como una referencia filosófica esencial de algunas de las alternativas propuestas en la geografía actual. A pesar de esta influencia, Kant como Varenio forman parte de una tradición cultural que durante miles de años construye y mantiene una representación del mundo cosmográfica y cartográfica. No forman parte de la geografía moderna. Pertenecen al mundo de las imágenes y representaciones elaboradas por esas sociedades occidentales para su visión del cosmos. 5. Prácticas y cultura del espacio: las culturas geográficas Durante miles de años las sociedades humanas ejercitan y desarrollan un saber del espacio que tiene que ver con las experiencias que les proporciona su actividad cotidiana. Un saber de ubicación, de delimitación, de diferenciación, de atribución, sobre el propio espacio y sobre los espacios de otros grupos humanos. Es un saber que se manifiesta en tres instancias: en el ámbito empírico, en relación con las observaciones que, sobre el entorno terrestre y sobre la propia vida social, acumulan; en el lenguaje, por cuanto el espacio y el saber sobre el mismo se construye como un complejo y estructurado conjunto de términos, que constituye una fracción significativa del lenguaje en su totalidad; y en el mundo de los símbolos, porque la experiencia empírica y la construcción lingüística se integran en un sistema de representaciones simbólicas, de carácter mental, que son las que dan coherencia al conjunto de la experiencia. Las evidencias de este tipo de saber son múltiples en sociedades de muy diverso grado de desarrollo material y los testimonios del mismo surgen desde muy antiguo, como rastros materiales, como huellas lingüísticas y como manifestaciones simbólicas. Forman el sustrato de este saber del espacio que, en sus distintas formulaciones locales, comparte la especie humana. Tienen que ver con la ubicación, con la orientación, con la medida, con la delimitación territorial, con la identificación de elementos singulares del entorno, con la identificación del «otro», con la ordenación de estas experiencias en esquemas socialmente inteligibles. Como saber universal constituye el fondo profundo de nuestra cultura del espacio. Cabe considerarlo como una parte de nuestra cultura «geográfica». Si bien en sentido estricto debemos reservar este calificativo para una específica forma de este saber, tal y como lo elaboraron los griegos del mundo clásico. La herencia griega configura una construcción elaborada de este saber más allá de la simple práctica y de la experiencia empírica. Esa construcción nos aporta una definición e identificación del objeto del saber es-
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pacial, la Tierra. En relación con ella esbozaron una descripción del mismo que trasciende la evidencia cotidiana y un sistema de términos para esa descripción. Construyeron una imagen del conjunto y de sus partes, que desborda lo inmediato del saber del espacio, la contingencia de la práctica, en una representación totalizadora y comprensiva. Constituye una peculiar forma de cultura sobre el espacio que, con el nombre de «geografía», condiciona la aproximación al entorno terrestre de las sociedades occidentales e islámicas. La particular interpretación que unas y otras hacen del legado grecolatino les permite desarrollar un conjunto de hábitos, de imágenes, de seguridades y de interrogantes, que tienden a interpretar o completar la representación del mundo o cosmos heredada. Podemos calificarlas como «tradiciones» de la cultura geográfica occidental hasta el siglo XVIII . Lo que se denomina «geografía», en esos siglos, se identifica con esta cultura. No corresponde con una disciplina, ni siquiera con un campo de conocimiento. Lo que se denomina geografía pertenece al mundo de la práctica y de la cultura sobre el espacio y a un variado género literario de viajes, descripciones exóticas, imágenes fantásticas, que pertenecen a un mundo de maravillas. Los intensos cambios que afectan a las sociedades europeas a partir del siglo XVIII, técnicos, materiales e intelectuales, constituyen el fundamento del mundo moderno. Su manifestación más relevante es la aparición y desarrollo de la ciencia en su acepción actual, y de las ciencias como campos de conocimiento articulados dentro de ella. Unos y otros se proyectan sobre la cultura geográfica en su contenido y comprensión. En su contenido hicieron posible un conocimiento completo del entorno terrestre resolviendo los vacíos de la «terra ignota». Completaban la representación del mundo de los antiguos. Hicieron factible plantear de nuevo la auténtica naturaleza de los fenómenos «geográficos», aspecto en el que desempeña un papel determinante el conocimiento de las tierras americanas (Capel, 1994). En su concepción, porque los postulados del conocimiento científico pueden ser aplicados al objeto de dicha cultura. Se puede formular el trascender desde la geografía como simple cultura geográfica, a la geografía como una disciplina científica. Es decir, dar forma a una disciplina científica de carácter geográfico. Un sensible e intenso esfuerzo que tiene como objetivo marcar la ruptura entre tradición milenaria y geografía moderna. Un sensible e intenso esfuerzo intelectual se orienta, a lo largo del siglo XIX , a dar forma a un «espacio del saber»: la geografía. Se trata del proceso de fundación de la geografía. En la tradición geográfica representa la gran ruptura respecto de la herencia milenaria grecolatina y respecto del simple saber práctico del espacio. Es una ruptura epistemológica que supone la incorporación de la geografía al movimiento de la modernidad. Se manifiesta en la búsqueda de una nueva articulación de saberes, de términos, de conceptos, de símbolos, de premisas. Se plantea con la pretensión de construir un discurso estructurado y fundado, dentro del campo de la ciencia, en su acepción moderna.
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La quiebra de la geografía milenaria es el principal componente de esta ruptura epistemológica. Como apuntaba Foucault, lo relevante en este caso es esta quiebra más que la tradición; es la transformación y lo que supone de nueva fundación que la aparente continuidad de saberes, de conceptos y de nombre. La geografía moderna representa una «transformación que vale como fundación» (Foucault, 1976). Una fundación cuyos términos, cuyos perfiles, se definen de forma progresiva, contradictoria, sin un proyecto preciso o hegemónico. Numerosas propuestas y circunstancias sociales, culturales y científicas culminarán a finales del siglo XIX . La decantación final responde a la concatenación de una serie de condiciones de posibilidad. Las condiciones de posibilidad de la geografía moderna se producen en el siglo XIX , con raíces en el siglo anterior.
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CAPÍTULO 6
LAS CONDICIONES DE LA GEOGRAFÍA MODERNA La aparición de la geografía moderna significa la fundación de una disciplina que trasciende la vieja cultura de la representación del mundo, en el marco del macrocosmos y el microcosmos, y que busca constituirse como un acotado campo de conocimiento, incorporado al conjunto de las nuevas ciencias. Fundación que tiene lugar en la segunda mitad del siglo XIX. La podemos identificar con la incorporación institucional como saber académico, en el marco de la universidad y con la aparición de una comunidad profesional de geógrafos. Fundación que se enmarca en el proceso de expansión de la universidad alemana como un centro de producción científica moderna. La geografía moderna es un producto alemán. La cristalización académica y universitaria, con la consiguiente consolidación de una comunidad geográfica y la definición de un proyecto geográfico científico, se apoya en un conjunto de transformaciones sociales y culturales que aparecen como los pilares que hacen posible o facilitan la decantación de la geografía moderna. Constituyen las condiciones de posibilidad para la fundación de la geografía moderna. Es decir, el conjunto de circunstancias históricas, sucesivas o coetáneas, que proporcionaron las condiciones que hicieron posible plantear y desarrollar un proyecto intelectual nuevo, el de la geografía moderna:
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a) Los viajes de exploración que, en el período de la Ilustración y en la primera mitad del siglo XIX, cambiaron, en lo cuantitativo y en lo cualitativo, la percepción del mundo en la sociedad occidental. Aportaron nuevas evidencias empíricas, estimularon nuevas formas de interrogación sobre el mundo y provocaron nuevas actitudes intelectuales ante la realidad. b) La expansión colonial europea, que actúa como un factor de creciente interés social, que contribuyó, de forma decisiva, a crear un estado social de opinión favorable para este tipo de conocimientos. c) El desarrollo del moderno nacionalismo, de corte burgués, que dará a la disciplina una función social y política, vinculada con la consolidación del sentimiento nacional. d) La elaboración de un proyecto conceptual y metodológico que esboza el perfil de la nueva disciplina y propone su inserción en el marco del
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conocimiento científico. Aporta el sustrato teórico, el armazón del discurso sobre el que se construye la nueva Geografía. e) El reconocimiento institucional de la Geografía como una disciplina integrante del sistema educativo nacional, en la escuela y, sobre todo, en la universidad, como un campo de conocimiento específico. Son los factores y condiciones que hicieron posible el desarrollo, a finales del siglo pasado, de una comunidad científica y de un proyecto disciplinario en torno a la geografía, y con ello la construcción de la geografía moderna. Representan, por tanto, las premisas o condiciones de la geografía tal y como hoy la entendemos y practicamos. 1. Las exploraciones científicas: nuevas actitudes, nuevo utillaje El siglo XVIII es el de los grandes viajes o exploraciones en sentido moderno. Es decir, las expediciones cuyo objetivo era recoger información sistemática sobre diversos aspectos de carácter físico y social, aplicando una metodología empírica. Exploraciones que tuvieron especial repercusión en el ámbito de la denominada entonces Historia Natural y del conocimiento empírico y representación cartográfica de la superficie terrestre. Su aportación a la geografía procede, tanto de la incorporación de nuevas tierras como de su incidencia en la actitud respecto del entorno y en el impulso a una nueva forma de plantear el conocimiento del mismo. Tales viajes y exploraciones se convierten en un elemento decisivo en el avance del conocimiento. Se debe a dos factores, la notable mejora instrumental de que disponen estas expediciones y la renovación metodológica de carácter científico en orden a la realización de las observaciones y a los presupuestos teóricos de las mismas. 1.1.
LA ERA INSTRUMENTAL: EL TIEMPO DE LA MEDIDA
El siglo XVIII ve aparecer y desarrollarse una nueva actitud respecto de la observación del entorno, que contribuyó a dar forma a la concepción moderna de la ciencia y del trabajo científico. Afecta a los instrumentos de observación, al uso de los mismos, al interés por la medida, a la valoración de los procesos de cuantificación, a la sistemática de las observaciones en orden a asegurar la precisión y rigor de las experiencias. Un proceso iniciado en los siglos XVI y XVII, que tiene sus antecedentes en la actitud racionalista de la filosofía natural medieval y culmina a finales del siglo ilustrado. El recurso a instrumentos de observación constituye una característica asociada a la aparición de la ciencia moderna. Aporta a los investigadores los instrumentos que van a permitir consolidar una nueva filosofía de la observación (Corsby, 1997). Desde los aparatos de óptica para la observación de los objetos que escapan a la simple vista, a los que permiten
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medir. Los aparatos de óptica que permitían abordar el mundo de lo lejano y la dimensión de lo diminuto, incorporados al mundo de la experiencia humana, definen la primera etapa del desarrollo instrumental, marcada por el sufijo scopio. Nuevos instrumentos incorporaron a esta experiencia la posibilidad de la medida; el sufijo metro delimita esta nueva dimensión del saber y del pertrecho instrumental (De Lorenzo, 1998). Y con ellos nuevas posibilidades y actitudes ante la naturaleza. Las mejoras sustanciales en la producción de aparatos de óptica y de relojería de precisión fueron determinantes en orden a establecer con un mayor grado de fiabilidad los cálculos de latitud y longitud. En 1673, Huygens ponía a punto el «horologium oscillatorium», es decir, el reloj de péndulo, empleando éste para regular la marcha del instrumento, fundamento del reloj de precisión moderno. La disponibilidad de instrumentos para medir la temperatura, a partir de los primeros termómetros de agua, ideados por Sanctorius, tiene lugar en 1611. Fueron mejorados con el empleo del alcohol, por Otto von Guericke a partir de 1656 y, sobre todo, con el uso del mercurio, que introduce Farenheit en 1714. El perfeccionamiento de los instrumentos de medida de la presión, desde el momento en que Torricelli construye su primer barómetro de mercurio, en 1644, se completó con la disponibilidad de instrumentos precisos para medir la humedad y para evaluar las precipitaciones. Es lo que ponen a punto italianos, con el higrómetro de Fernando de Toscana; e ingleses, con el pluviómetro de Beckley. La construcción de aparatos de medida sobrepasa la dimensión práctica de fabricante. Una preocupación creciente por normalizar las observaciones, por asegurar la comparación entre éstas, lleva a plantearse la adecuada puesta a punto de los instrumentos. La actitud de Reaumur, en orden a calibrar el termómetro de acuerdo con fenómenos constantes de la naturaleza, como la ebullición y congelación del agua, manifiesta esta nueva actitud intelectual (Ferchaut de Reaumur, 1732). Se percibe un trasfondo teórico, una preocupación por la seguridad de las observaciones, por el hecho de que puedan ser contrastables los resultados. Una preocupación que afecta a la mera construcción instrumental y que estimula la mejora de ésta. Contribuyeron a realizar observaciones precisas sobre fenómenos naturales diversos. La altitud, el gradiente térmico, el volumen de las precipitaciones, el valor de la humedad, entre otros, pudieron ser expresados numéricamente. Su significado para el desarrollo de una actitud científica lo resaltaba Alejandro de Humboldt, al destacar la posibilidad de establecer «las medidas de altura por medio de los barómetros, y determinar las diferencias en las temperaturas de verano e invierno y el día y la noche» (Bourget y Licoppe, 1997). Hicieron posible «cuantificar» el proceso de conocimiento de la naturaleza. Se introduce la estadística como un instrumento para el conocimiento y observación. Medir, recoger observaciones cuantificadas, hacerlo de forma sistemática, repetirlas y reproducirlas, contrastarlas y, en la medida de lo posible, hacerlas periódicas. Un nuevo talante que se convierte en una
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regla práctica y ética del trabajo científico, que se instaura desde mediados del siglo. Se desarrolla, a lo largo de esta centuria, una nueva actitud y una nueva concepción del trabajo científico, que ejemplifican, al terminar el siglo, autores como A. de Humboldt «figura emblemática del viaje científico ilustrado» (Bourget y Licoppe, 1997). Se trataba de asociar la exigencia de exactitud con la abundancia de observaciones, la multiplicación de medidas. Se conciben campañas repetidas para conseguirlas en períodos diferentes. Se busca sistematizar tales observaciones para conseguir evaluar los menores cambios y sus alteraciones locales. Se introduce la cartografía como un instrumento de registro preciso, de carácter espacial, de las observaciones. Distinguir, medir, ordenar, comparar, se convierten en prácticas intelectuales básicas. La convicción en la regularidad y orden de la naturaleza significa desterrar cualquier pretensión de que el azar regula los fenómenos naturales; «bajo el azar aparente de las variaciones reina en la naturaleza el orden de las leyes que descubre el laboratorio» (Bourget y Licoppe, 1997). El azar, la anomalía, empujan a nuevas observaciones más precisas que permitan vincular el fenómeno anómalo a un factor físico determinado, despejando el margen de incertidumbre. Una nueva actitud metodológica marca el desarrollo del espíritu científico. Hay una relación directa entre los presupuestos filosóficos que sustentan la actitud de los sabios, filósofos y naturalistas ilustrados, y su disposición respecto del uso de instrumentos y en relación con la medida y cuantificación. Ponen en evidencia una «nueva ética de la precisión y de la exactitud» (Bourget y Licoppe, 1997). Un cambio perceptible tiene lugar en la sensibilidad científica y en las representaciones de la naturaleza, en la comunidad sabia del siglo ilustrado. La creación de un sistema de medida universal no es sino un producto más de este espíritu nuevo (De Lorenzo, 1998). La descripción adquiere un valor metódico esencial en el ámbito de la observación, como evidencia el carácter de los textos y la sistemática utilización de los dibujos. Unos y otros fueron empleados de acuerdo con criterios precisos, según se percibe en el uso del alzado, la sección, el perfil de aquellos objetos de descripción. La diferenciación facilitó la sistematización de las observaciones. Éstas se separan según criterios de orden, similitud, diferencia: desde las astronómicas a las etnográficas. El amplio cuerpo original de la Historia Natural se desgaja en numerosos campos de conocimiento. La definición de los modernos campos científicos se fragua en ese período, entre ellos los de las ciencias sociales o humanas, que aparecen como un notorio símbolo de las nuevas actitudes. Las ciencias humanas configuran un nuevo discurso intelectual, en relación con un nuevo objeto, el Hombre, producto caracterizado de la modernidad. Se convierte en un objeto específico de interés que promueve una atención especial a cuestiones como la estructura doméstica y social, las creencias, los ritos, en sus distintas manifestaciones, las relaciones personales y sociales, la actividad productiva, el intercambio, la vivienda y el poblamiento, entre
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Es indudable que la decantación de esta nueva actitud, que sólo se esboza en los decenios finales del siglo XVIII , está en relación con el gran caudal de nuevas experiencias que aportan los viajes de exploración. Por otra parte, éstos responden en su concepción y orientación a las nuevas exigencias intelectuales. Los siglos XVIII y XIX son los de las exploraciones científicas. 1.2.
LA ACUMULACIÓN DE EXPERIENCIAS: VIAJES Y EXPLORACIONES
Estas expediciones aportaron un inmenso fondo de información sobre una gran diversidad de campos de interés, vinculados con el conocimiento del espacio terrestre. Expediciones estrictamente científicas en unos casos, como la de M. de la Condamine al Perú, en 1735, para la medición del meridiano, en el marco de un gran proyecto para determinar la figura de la Tierra y sus exactas dimensiones (Condamine, 1751). Viajes exploratorios, como el de I. A. de Bougainville entre 1766 y 1769, alrededor del mundo, o como los que realizan A. Malaspina en el Pacífico, para la corona española y F. Galaup de La Perouse, en Francia, entre 1785 y 1789, para el reconocimiento del Pacífico septentrional. Unos y otros se complementaron como instrumentos de conocimiento geográfico (Bougainville, 1936). Los viajes de J. Cook forman parte destacada de esta actividad. Su primera expedición, dedicada a observar el paso de Venus en Tahití, se inició en 1768 y culmina en 1771, tras dar la vuelta al mundo (Cook, 1936). La segunda, destinada a aclarar la existencia del llamado continente austral, se desarrolló entre 1772 y 1775. El tercer viaje, entre 1776 y 1779, se dirigirá a hallar el paso del Noroeste, es decir el camino entre el Atlántico y el Pacífico por el Ártico, objetivo perseguido desde el siglo XV (Cook, 1938). Todos ellos se distinguen de sus numerosos precedentes realizados desde el siglo XVI por españoles, ingleses, franceses, holandeses y daneses. Más allá del descubrimiento y exploración de nuevas tierras, que comparten, responden a un impulso sabio, vinculado a las asociaciones científicas, que surgen en el siglo XVII , a partir de los postulados de la nueva ciencia. Perfilan una actitud intelectual diferente. Esbozan un programa cuyo objetivo es la sistemática observación de la Naturaleza, de acuerdo a una nueva concepción del conocimiento, basado en una metodología empírica contrastada. Así lo evidencia el respaldo o patrocinio que le prestan a estos viajes las sociedades científicas, que surgen en esa época, como la Royal Society, de Londres, o la Académie des Sciences, de París. Y así lo comprueba la presencia en ellos de sabios reputados en diversos campos, como el botánico sueco Solander, el naturalista inglés Banks y el astrónomo Green, por ejemplo, que acompañaron a Cook. O la posterior presencia de Darwin en el viaje del Beagle. Las campañas de observación y recogida de información son parte esencial de estos viajes. La previsión del trabajo a realizar en orden a regular las observaciones, a dirigirlas de acuerdo con los nuevos postulados de la ciencia, forma parte de la organización de tales viajes. La consulta a expertos, previa a las
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expediciones, y la preparación de instrucciones detalladas de observación para las mismas, proporcionan el perfil del espíritu de estas exploraciones. Con anterioridad al viaje de Boungainville se solicitó a Ph. Commerson una guía que sirviera para orientar las observaciones que sería conveniente realizar, físicas y meteorológicas, durante la expedición. El presidente Jefferson, en 1804, establecía el tipo de observaciones meteorológicas a realizar en las expediciones de exploración del suroeste norteamericano (Bourget y Licoppe, 1997). Representan, como se ha dicho, «la nueva era de los viajes, no ya de exploración y descubrimiento, sino de científico conocimiento de la Tierra». La culminación simbólica y práctica es el viaje del Beagle, iniciado en 1831, en el que participa el joven C. Darwin. Las numerosas, sistemáticas y brillantes observaciones realizadas en él le servirán para asentar su formulación de la teoría de la evolución de las especies, tan decisiva en la moderna concepción del mundo natural. Observaciones que no se limitaron al ámbito biológico. Abarcaron también fenómenos geológicos y fisiográficos, así como climáticos; de igual manera atendió a cuestiones de carácter etnográfico. Cuestiones como la dinámica, erosión y depósitos glaciares, la actividad tectónica y la configuración litoral, entre otras, aparecen entre esas observaciones (Darwin, 1940). Las nuevas disciplinas de orientación positiva se construían sobre este acervo de conocimientos, sobre estas actitudes éticas y sobre esta nueva filosofía de la observación, de la medida, del rigor, que identifica la nueva representación social de la ciencia. La Geología se había consolidado como una ciencia a partir de los trabajos de Buffon y, sobre todo, de Lamarck y Werner. Su reconocimiento podemos asociarlo con la publicación de los Principles o f Geology de Lyell, en 1830. La Biología disponía de un consistente fundamento clasificatorio desde los trabajos de Linneo. En la Antropología, los trabajos y enfoques renovadores de autores como James Prichard presagiaban su configuración como una disciplina consistente. De la importancia y significación de estos viajes para la geografía cabe resaltar su directa implicación en lo que podemos considerar la fundación de la geografía moderna. De un lado, porque en esos viajes se forma, y decanta su experiencia y pensamiento, A. de Humboldt, uno de los más notorios viajeros «científicos» a caballo de los siglos XVIII y XIX. A partir de ellos se perfila su proyecto «geográfico». Éste aparece muy vinculado a la herencia ilustrada y a la tradición milenaria. Tiene el valor, no obstante, de constituir una primera referencia a la posibilidad de fundar un nuevo campo de conocimiento de carácter geográfico. De otro, con mucha mayor trascendencia, porque la obra de Darwin será determinante en la definición del campo geográfico moderno. Proporciona el fundamento del discurso geográfico moderno. El sustrato del darvinismo, de acuerdo con la elaboración que se produce de los postulados de Darwin en la segunda mitad del siglo pasado, aportaba el marco teórico con el que justificar el «nicho» propio de una geografía científica. Es decir, un discurso geográfico nuevo. Otros factores, éstos de orden social y político, contribuyeron a facilitar la progresiva de-
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cantación de un proyecto de geografía «moderna». Permitieron la creación de un estado de opinión social favorable, crearon una red de intereses propicios, y le proporcionaron el asiento adecuado para su desarrollo. 2. Expansión colonial, nacionalismo y sociedades geográficas El siglo XIX es el de la moderna expansión colonial. Las principales potencias se reparten los territorios «disponibles»: África y Asia, sobre todo, objeto de la apetencia de las grandes y nuevas potencias europeas. También los territorios «abiertos» de América y las posesiones coloniales consolidadas, cuando la debilidad política de las metrópolis les hacía susceptibles de disputa. Es lo que se produce en el Caribe, así como en el Pacífico, en relación con las posesiones españolas. Tiene lugar en los nuevos países con estructuras sociopolíticas débiles, caso de los territorios mexicanos. Se produce también en los territorios de los Estados en procesos de descomposición política, como el Imperio otomano y China. 2.1.
EXPANSIÓN COLONIAL
Y
SOCIEDADES GEOGRÁFICAS
Para las economías industriales en desarrollo, la expansión territorial, sobre todo la colonial, se perfila como garantía de mercados. Las colonias aparecen como espacios susceptibles de inversión del capital excedente, sobre todo en ferrocarriles, como proveedores de materias primas y productos para la creciente demanda urbana e industrial. Al mismo tiempo permitían, en su caso, asentar los excedentes de población que se producían en las sociedades europeas. Un vínculo estrecho enlaza expansión colonial y prácticas geográficas, imperio e interés geográfico (Godlewska y Smith, 1994). Las expectativas coloniales forman parte del horizonte social europeo desde el siglo XVIII , pero se manifiestan de modo indiscutible una vez terminados los conflictos internos en Europa, tras las guerras napoleónicas. Esas expectativas alimentaron, en primer lugar, las denominadas «sociedades geográficas», que se multiplican a lo largo del siglo, con similar perfil, instrumento decisivo en la aparición de la geografía moderna. En 1821 se fundó la primera, la Société Géographique de Paris, a la que siguió la Gesellschaft für Erdkunde de Berlín en 1828 y la Royal Geographical Society de Londres en 1830: fueron las tres primeras. En 1845 se creaba la Sociedad Geográfica Imperial Rusa, en San Petersburgo. En 1852, un grupo de personas vinculadas con el mundo de los negocios fundaba la American Geographical Society de Nueva York, como un instrumento de información sobre el mundo contemporáneo. Nuevas sociedades surgirán a lo largo del siglo hasta sus últimos decenios. En 1876 se fundaba la Sociedad Geográfica de Madrid. Más de sesenta sociedades de este tipo se constituyen en un corto período de veinte años, entre 1870 y 1890, etapa culminante del colonialismo europeo. En total, más de doscientas sociedades geográficas hasta el primer tercio del si-
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glo XX (Rodríguez, 1996). Su papel en la cristalización de la geografía moderna es reconocido desde hace tiempo (Capel, 1977 y 1982). Todas ellas se constituyeron como instituciones privadas, a veces con patrocinio o respaldo oficial, promovidas para organizar y financiar actividades de reconocimiento geográfico y difundir la información obtenida. Desde la organización de viajes y expediciones a la de conferencias y debates; desde la presión sobre la administración a la promoción de la enseñanza de la geografía, en particular en la universidad. Actuaron como eficientes grupos de presión social para estimular la expansión colonial, su principal objetivo, y también como efectivas plataformas de difusión cultural. Contribuyeron a hacer «popular» la cultura geográfica, en las sociedades europeas, entre la burguesía ascendente, atraída por lo exótico, lo diferente, lo desconocido. Es lo que evidencia el éxito de las geografías y, en particular, de algunos autores como A. de Humboldt y C. Ritter, en la primera mitad del siglo pasado y E. Reclus en la segunda. Cultura que no tenía nada de inocua. Era un instrumento eficaz de promoción del colonialismo y de justificación del mismo. Contribuyeron, junto con las organizaciones religiosas, a crear un respaldo social a las iniciativas coloniales y a las acciones de reparto y ocupación de África. Por un lado, al lograr presentar esas intervenciones como actos de humanidad y civilización se mostraban destinados a liberar a las poblaciones indígenas de la barbarie, la esclavitud, el atraso, las creencias primarias y paganas. Iban dirigidas a proporcionarles los bienes del progreso, además de la auténtica verdad religiosa. Entre unas y otras elaboraron lo que podemos considerar la ideología colonial que, por un lado, estimulaba la aventura colonial con su cortejo de barbarie y explotación y, por otro, la justificaba con nobles enunciados, de lo que hoy denominamos «injerencia humanitaria». Velo ideológico que sirvió para recubrir y, en su caso, justificar tanto los fines como los métodos más descarnados, empleados en la práctica colonial. La ideología colonial admitió la explotación de las poblaciones indígenas, aceptó y justificó su exterminio, con el argumento explícito del interés o con el pretexto de la acción civilizadora. Un autor español lo expresaba sin complejos: «cúmplese así también -no como fin a que directa y realmente se aspira, sino como consecuencia forzosa de los hechosmisión civilizadora, ya exterminando y substituyendo en aquellas tierras a las razas indígenas, más o menos salvajes, ya educándolas y elevándolas hasta el grado de civilización que la alcanza la nacionalidad, raza o pueblo que invade, conquista coloniza o se expansiona» (Beltrán y Rózpide, 1909). Formulación compartida social y políticamente en los países occidentales protagonistas del proceso colonizador. El descarnado objetivo colonial era propuesto de forma cínica como inherente a la propia acción colonizadora y ésta incompatible con los escrúpulos respecto de las poblaciones indígenas. Así lo expresaban, ya en el siglo actual, en relación con la colonización en África: «Quieren unos que prevalezcan los intereses del indígena, aunque se sacrifiquen los del colono y la metrópoli... Creen otros que
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conviene dejar al indígena como es; domarle más que civilizarle, asociándolo a la obra de colonización como elemento productor, como instrumento de trabajo. El indígena de quien se trata principalmente en estas controversias, es el negro africano... No debe asimilarse el negro al blanco; éste es el amo, el explotador; aquél el siervo, el explotado.» La ideología colonial era transparente: «Si han de predominar los sentimientos humanitarios, déjense la colonias, porque ninguna utilidad han de reportar a la metrópoli.» Su cínica justificación también: «Por otra parte, no hay motivo para tales sensiblerías, porque en todos los países civilizados, en los campos y en la ciudades, hay millares, millones de blancos que viven tan esclavos del trabajo duro y penoso como puede vivir el negro de África que desmonta tierras, o labora en las plantaciones, o sirve de bestia de carga al explorador o al viajero.» Términos en los que se expresaba L. Hubert en su primera lección sobre colonización en la Sorbona (Beltrán y Rózpide, 1909). La acción colonial era estimulada desde el patriotismo nacional en cada país, en una confrontación que oponía, a la hora del reparto, a unas potencias con otras. Se hará perceptible en el caso de África, «disputada» y «repartida» en la conferencia, convocada al efecto, en 1876, por el rey de Bélgica. Sancionada, con posterioridad, en la denominada Conferencia de Berlín de 1885, cuya convocatoria correspondió al gobierno alemán, con la ayuda del de Francia. Aunque el tema aparente de esta última fue el estatuto de la cuenca del Congo, y el reconocimiento de una autoridad política sobre la misma, un verdadero Estado del Congo, así como las garantías internacionales para el acceso comercial y para el proselitismo religioso en el mismo, de hecho, la Conferencia de Berlín significó el reconocimiento internacional del reparto colonial. El protagonismo de los diversos Estados y la confrontación nacional entre ellos aparece como el telón de fondo de la Conferencia. Los acuerdos sancionaron el proceso de ocupación, así como las «reglas» del mismo. Las reglas tenían como objetivo evitar conflictos entre las potencias, garantizar las relaciones económicas a través del comercio, posibilitar la acción de las misiones religiosas de las distintas agrupaciones e iglesias cristianas, y establecer los mecanismos de atribución de los territorios ocupados. Entregaba a la monarquía belga la explotación del inmenso Estado del Congo, más próxima a la expoliación y la esclavitud que a la de la proclamada civilización. Los abusos colonialistas en el Estado del Congo, del rey belga, impondrán la transferencia de dicho Estado del Congo a Bélgica, como consecuencia de las prácticas coloniales denunciadas en él. El rey de Bélgica se vio obligado a cederlo a su país, forzado por las presiones internacionales, de sectores escandalizados con las condiciones a que habían quedado reducidas las poblaciones indígenas, convertidas en fuerza de trabajo esclava. El nacionalismo burgués era, en efecto, el motor activo de la expansión colonial. Y, como consecuencia, de un cierto tipo de desarrollo geográfico, según reconocía el presidente de la Royal Geographical Society de Londres en 1885: «Los franceses en Asia y África, y los rusos en el Asia
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Central; los ingleses en la frontera con Afganistán, en más de una de las fronteras de la India, en todas partes del África y en Oceanía; los alemanes en las costas oriental y occidental del África y entre las islas de los mares del Pacífico y Australiano, y los italianos en el mar Rojo, al buscar alcanzar los objetivos de la política nacional, han aumentado considerablemente nuestro conocimiento del mundo» (Freeman, 1980). 2.2.
NACIONALISMO Y GEOGRAFÍA: LA IDENTIDAD NACIONAL
Este nacionalismo era compartido por todos los Estados modernos y estimulado por el movimiento romántico. Los pueblos históricos de Europa, polacos, griegos, húngaros, entre otros, carentes de Estado, afirman ahora su identidad ahogada o encubierta en los grandes imperios subsistentes. Los nuevos estados liberales, que buscan su identidad nacional -en que confluyen nación y Estado, absorbiendo las viejas nacionalidades medievales o feudales-, comparten ese mismo fervor nacionalista. Es un nacionalismo que aparece, en mayor medida, en los Estados recién construidos bajo el impulso de las burguesías modernas más dinámicas, las industriales, de Alemania e Italia. Buscan afirmar su identidad nacional en el nuevo marco territorial. Identidad que se fundamenta en el propio espacio geográfico. Éste es concebido como soporte de la «construcción» histórica que justifica la nación, entendida, ante todo, como Estado, como territorio. La triple identidad nación, Estado y territorio configura la moderna construcción nacional y, con ella, la moderna ideología nacionalista. La geografía aparecía, en el horizonte de los nacionalismos, como un instrumento para asentar y consolidar la identidad nacional. El nacionalismo, que alimentaba las sociedades geográficas y la aventura colonial, estimuló, también, la consagración institucional de la geografía como soporte del espíritu nacional burgués y de la ideología en que sustentaba, como la disciplina del Estado-nación. La dimensión ideológica del discurso geográfico, su hegemónico perfil nacionalista, su carácter de ideología asociada al capitalismo burgués, constituyen rasgos destacados del contexto en que se fragua la aparición de la geografía moderna. Fueron factores decisivos en su reconocimiento institucional. La incorporación de los conocimientos geográficos al sistema educativo, como un componente vertebrador del mismo, es un elemento sobresaliente de la nueva actitud. La inclusión de la geografía desborda los objetivos puramente culturales o intelectuales. A la geografía se le confiere un objetivo trascendente: forjar la identidad nacional a través del sistema escolar. La que los alemanes denominaron heimatkunde responde a esta concepción. El conocimiento geográfico se articula sobre el entorno inmediato, sobre el propio país. La geografía se convierte en una materia básica del proceso educativo, tanto en la escuela primaria como en la secundaria. Y, lo que es esencial para el desarrollo de la Geografía moderna, se incorpora como disciplina universitaria, destinada, en buena medida, a preparar los docentes encargados de dicha tarea formadora.
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3. Reconocimiento institucional y comunidad geográfica
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La política de creación sistemática de cátedras de geografía en la universidad, en Alemania, se inicia en 1873, nada más terminar la guerra con Francia. La decisión del Ministerio de Educación de Prusia, de que todas las universidades alemanas contaran con una cátedra de Geografía, supuso el inicio de la geografía universitaria en sentido moderno. La presencia de la geografía en la universidad hasta entonces había tenido un carácter esporádico y circunstancial. Había estado asociada a iniciativas particulares, como la de W. Humboldt respecto de la cátedra de la Universidad de Berlín, ocupada por C. Ritter y vacante desde su muerte en 1859. La primera de estas cátedras modernas, en Alemania, la ocupó F. von Richthofen, un prestigioso geólogo, autor de una gran monografía sobre China. En 1886, el número de cátedras llegaba a la docena, eran quince en 1892 y a finales del siglo XIX un total de diecinueve universidades alemanas, sobre veintidós existentes, impartía geografía. En 1914 existían cátedras de geografía en 23 universidades alemanas y 34 en 1933, repartidas en un total de 32 centros o instituciones superiores, de rango universitario. En Francia, sensible a las prácticas alemanas desde el final de la guerra franco-prusiana, la inclusión de la geografía en el sistema educativo fue impulsada por E. Levasseur y Himly, desde el Ministerio de Educación, desde una clara actitud nacionalista. La dotación de cátedras universitarias y en los centros de formación del profesorado, para preparar los nuevos profesores de dicha materia, se produce en el mismo decenio de 1870 y se desarrolla en los siguientes. Las cátedras universitarias de geografía moderna se dotan a un ritmo inferior al de Alemania, pero suficiente para hacer posible la consolidación de una escuela geográfica reconocida. En 1892 había catorce cátedras de geografía, trece de ellas en facultades de letras; una en facultades de ciencias. A las que habría que añadir la de la École Normal Supérieur de París, que ocupará el propio Vidal de la Blache a partir de 1892 y la del Colegio de Francia, en la que impartía clases de geografía E. Levasseur. El movimiento es similar en otros países europeos: Austria-Hungría contaba con 10 cátedras e Italia con 11 en esa misma fecha. Indicadores ilustrativos de la atención prestada a la nueva disciplina en la Europa más avanzada. El proceso es algo más tardío y lento en los países anglosajones. La primera cátedra universitaria de geografía no se establece en Oxford hasta 1887, ocupada por H. Mackinder. En 1888 se dotaba la de Cambridge. Ambas sufragadas con fondos de la Royal Geographical Society, que dedicará a su sostenimiento más de 24.000 libras esterlinas entre estas fechas y 1920. La creación de cátedras universitarias en el Reino Unido se hará a ritmo más lento, debido a la resistencia de importantes grupos sociales, vinculados con una concepción de la geografía como disciplina orientada a la exploración y al mundo colonial. Su estatuto académico, como área independiente, tampoco se consolidará hasta decenios más tarde, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido, avanzado el siglo XX .
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En Estados Unidos el primer departamento de Geografía no aparece hasta 1902. Sin embargo, para entonces el trabajo geográfico universitario había alcanzado un notable desarrollo en algunos centros, como Harvard, donde ejercía W. Davis desde 1876 como físico, meteorólogo y geólogo y donde inicia su trabajo como geógrafo de las formas del relieve terrestre. No obstante, se trata de estudios de geografía enmarcados en departamentos de geología. La formación de geógrafos y la creación de departamentos universitarios de geografía no se producirá, de hecho, hasta los años posteriores a la primera guerra mundial. El reconocimiento institucional de la Geografía como disciplina universitaria supuso su consolidación en el ámbito académico. Su efecto principal fue la constitución de una comunidad profesional cuyo nexo era la Geografía. Una comunidad de profesores, por lo general funcionarios, que convertía la geografía en una disciplina profesoral. Su incidencia para el desarrollo de la Geografía fue decisiva, como reconocía E. de Martonne a principios de este siglo XX : «Los hechos demuestran en Francia la utilidad de las cátedras universitarias. Desde el momento en que se organizó la enseñanza superior de la Geografía, la producción se ha intensificado bajo todas sus formas y de la acumulación de obras originales resulta una impresión clarísima del conjunto.» El carácter del profesorado, su estatuto académico, su reconocimiento social, muy destacado en el caso alemán, donde el profesor de geografía, funcionario, disfrutó de un poder académico considerable y de una gran influencia en el ámbito universitario -como auténticos mandarines, se ha dicho-, proporcionó a la comunidad geográfica identidad, poder e intereses (Elkins, 1989). Supuso la posibilidad de desarrollar un proyecto de campo de conocimiento específico. Se vio espoleada por la urgencia de acotar el área de desarrollo de la propia comunidad, en un marco de competencia con otras disciplinas y de defensa de la propia. Como el mismo De Martonne reconocía: «Se explica que la Geografía tenga necesidad mayor que otras disciplinas intelectuales, de la organización universitaria..., si quiere conservar su individualidad, tener método y orientación propios.» La trinchera universitaria hacía posible la defensa de un territorio científico y académico, y proporcionaba una imagen de respetabilidad. Por otra parte, esa misma institucionalización en el currículo escolar, dentro de los niveles secundarios, otorgó a esta comunidad universitaria una función formadora de profesores especializados. Significaba nuevas expectativas sociales y académicas que aseguraban su desarrollo futuro. Para algunos autores, este componente educativo sería el principal soporte de la constitución de la geografía moderna (Capel, 1977). Comunidad geográfica cuya labor de acotado y delimitación científica podía acogerse a la inmediata tradición geográfica. Ésta postulaba la definición de un patrón o perfil para la geografía como disciplina que permitiera situarla en el marco de la ciencia contemporánea. En la segunda mitad del siglo pasado se aspiraba a presentar la geografía como un conocimiento científico. Se pretendía ir más allá de «los relatos de viajeros» y de la consideración curiosa de lo exótico. Se buscaba presentarla como una
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disciplina rigurosa y sus cultivadores profesionales como una comunidad respetable. Los esfuerzos en tal sentido marcan el desarrollo de la geografía en ese tiempo. Es un esfuerzo por construir un campo epistemológico propio. La definición de ese campo propio se apoya en aquellos elementos más prestigiosos de la tradición geográfica que podían servir como antecedente y como justificación de la nueva orientación en el contexto histórico-científico dominante. La comunidad geográfica inicial buscaba raíces y fundamentos. Las comunidades de geógrafos en ciernes justifican en autores de prestigio las referencias básicas de su propio proyecto. Por razones intelectuales y por razones tácticas, introdujeron a los principales representantes de esas iniciativas pioneras en su propia ascendencia científica. Les otorgaron la calidad de fundadores o de epígonos. Eran un aval al proyecto emprendido en el último tercio del siglo pasado de construir una geografía con pretensiones científicas. Suponía un respaldo de respetabilidad. Las raíces intelectuales se buscan en dos prestigiosos autores de la primera mitad del siglo XIX: Alejandro de Humboldt y C. Ritter. Fueron convertidos en fundadores de la geografía moderna. Los geógrafos de finales de siglo ubican en ellos la inmediata tradición geográfica y les atribuyen la definición de este patrón renovado y proyecto de la nueva geografía. 4. Ciencia y geografía: dos propuestas de geografía científica Humboldt y Ritter son reivindicados como directos antecedentes intelectuales. Sin duda, uno y otro habían adelantado ideas fundamentales que permitían a los geógrafos de fin de siglo vincularse con una tradición intelectual prestigiosa. Humboldt y Ritter habían adelantado propuestas para la construcción de una nueva ciencia, en el marco de lo que era la epistemología científica del siglo XIX. Ambos la identifican como geografía. Para Humboldt se trataba de una disciplina entendida como la descripción física del globo. Humboldt pretendía una ciencia empírica de la configuración física de la superficie terrestre. La propuesta de Humboldt es la de un proyecto limitado a la descripción física del mundo, como una disciplina capaz de integrar los distintos elementos del mundo natural, en el marco de una ciencia natural. «Todo lo que va más allá no es del dominio de la Física del Mundo y pertenece a un género de especulaciones más elevadas.» Las que distinguen la posición de Ritter y su concepción de la
geografía. Ritter proponía una geografía para la Historia, una disciplina para explicar el devenir histórico de las sociedades humanas, a partir de los hechos geográficos. Un proyecto que, en su formulación y en sus presupuestos, recogía una vieja tradición arraigada en la cultura occidental, la que corresponde con el pensamiento astrológico. Lo presentaba como un objetivo para la geografía científica. Para Ritter, se trataba de hacer lo que él denominó geografía general comparada.
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Introducir a la geografía en el campo del conocimiento científico contemporáneo aparece así como el eje del proyecto intelectual de Ritter, según él mismo manifiesta, directa e indirectamente: «Habiéndose contentado hasta ahora con describir y clasificar someramente las diferentes partes del Todo, la geografía no ha podido, en consecuencia, ocuparse de las relaciones y de las leyes generales, que son las que únicamente pueden convertirla en una ciencia y darle su unidad.» Una ciencia dentro de la concepción científica dominante en el siglo XIX , como conocimiento de leyes y como conocimiento de lo general, no de lo particular, basado en la experiencia. En Humboldt y Ritter hay un objetivo común, dar un estatuto de ciencia a la geografía. Hay dos proyectos distintos para llevarlo a cabo. Arcaico el uno, por sus planteamientos de fondo, vinculados con la filosofía de la historia, como es el de C. Ritter, que contempla esta disciplina posible y necesaria en el marco de dar explicación natural a los acontecimientos humanos. Moderno el otro, propuesto por Humboldt, porque delimita el objeto de acuerdo con el desarrollo de la ciencia empírica y en el contexto de los objetivos propios de las ciencias de la naturaleza. La aparente coincidencia en el proyecto entre ambos autores, que fallecen el mismo año (1859) en que Darwin publica El origen de las especies, no significa identidad conceptual ni metodológica, ni siquiera objetivos comunes. Humboldt y Ritter sólo compartieron el objetivo: incorporar la geografía, tal y como cada uno la entendía, al seno de las ciencias empíricas. Diferían en la concepción de la misma. Como consecuencia, sus proyectos también son distintos. El de Humboldt se enmarca en las ciencias de la naturaleza, desde una perspectiva empírica y con un campo limitado al ámbito de los fenómenos físicos, abióticos y bióticos. 4.1.
LA PROPUESTA DE GEOGRAFÍA FÍSICA DE HUMBOLDT
El proyecto de A. de Humboldt es el de la fundación de una geografía física científica. Se corresponde con lo que él denomina Descripción física de la Tierra. Ámbito en el que consideraba posible la construcción de un campo de conocimiento empírico riguroso. Humboldt le otorga un alcance y estructura que desborda las propuestas de sus antecesores. Proyecto que aparecía como factible en la medida en que los fenómenos y procesos que caracterizan la dinámica de la superficie terrestre, desde los geológicos a los biológicos, podían ser abordados desde postulados metódicos y teóricos acordes con las exigencias de la nueva ciencia. La geología, la hidrología y oceanografía, la botánica y la zoología tenían ya bases consistentes y un perfil moderno. Eran disciplinas desarrolladas sobre la base de una sistemática observación empírica, articuladas sobre hipótesis y formulaciones teóricas más o menos explícitas. Disponían, en todo caso, de una sistemática clasificatoria sólida, la clasificación lógica de Kant, formaban parte de los «sistemas de la naturaleza».
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A. de Humboldt propone como proyecto de geografía moderna una disciplina general que sobrepasara la simple yuxtaposición de las disciplinas particulares dedicadas al estudio de los diversos componentes del mundo físico, más allá de los sistemas de la naturaleza. Una Geografía Física que se asienta, sin lugar a dudas, en un marco epistemológico positivo, con un estatuto científico explícito, por encima de la simple clasificatoria, como Humboldt precisaba al separar su disciplina de los conocidos como «sistemas de la Naturaleza»: «El objeto de la Geografía Física es, por el contrario, como hemos dicho antes, reconocer la unidad en la inmensa variedad de los fenómenos y descubrir, por el libre ejercicio del pensamiento mediante la regularidad de observaciones, la regularidad de los fenómenos dentro de sus aparentes variaciones. »
Una ciencia más allá de las disciplinas especiales, con las que se emparenta, y distinta también de una historia natural: «La descripción física del mundo ofrece un cuadro de lo que coexiste en el espacio, de la acción simultánea de las fuerzas naturales y de los fenómenos que éstas producen.» En términos actuales, la propuesta de Humboldt puede contemplarse como un ambicioso proyecto de lo que hoy se denomina geografía física integrada. Sin embargo, debemos contemplarla mejor en la tradición de la geografía física de Kant y de la geografía general de Varenio. A pesar de las apariencias, el proyecto de Humboldt pertenece en mayor medida al pasado que a la tradición de la geografía moderna, como han apuntado algunos geógrafos en tiempos recientes (Granó, 1982). Tras la formulación de Humboldt aflora una concepción de globalidad y unidad que recuerda más las representaciones clásicas del cosmos, de raigambre medieval, que las de una ciencia empírica moderna. No es circunstancial que la obra sustancial de Humboldt se denomine Cosmos (Humboldt, 1849). Consciente, por otra parte, de que la pretensión de reducir al campo científico el conjunto de las informaciones sobre el mundo real está aún lejos, si es que es factible llegar a ese final: «Estamos muy lejos del momento en que sea posible reducir, por medio del pensamiento, todo lo que percibimos por los sentidos, a la unidad de un principio racional» (Humboldt, 1849). Parecía un proyecto de geografía física global en el marco de las ciencias empíricas, acorde con el pensamiento científico de su época. Como él dice, contempla una geografía basada en «un empirismo razonado, sobre un conjunto de hechos registrados por la ciencia y sometidos a la acción de un entendimiento que compara y combina». Este empirismo fundamental delimita la propuesta de Humboldt y explica que se circunscriba al ámbito físico. Él se refugia en el ámbito de las seguridades empíricas, sólo posibles, en ese momento, en el mundo físico, único espacio en el que sea posible «llegar al conocimiento de las leyes y generalizarlas progresivamente». Entre lo antiguo y lo moderno, el proyecto de Humboldt pertenece a una tradición intelectual antigua. Un rasgo que distingue, en mayor medida, la propuesta de C. Ritter.
130 4.2.
LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA RITTER, UNA GEOGRAFÍA PARA LA HISTORIA
C. Ritter es un profesor de geografía en Berlín, de formación académica histórica, con una gran cultura y una experiencia viajera limitada. Circunstancias que, en el horizonte romántico de la primera mitad del siglo pasado, explican, junto a sus indudables dotes intelectuales, el gran prestigio de sus clases, que contó, entre otros, como alumnos, a K. Marx y E. Reclus. Su obra principal, la Geografía General Comparada, constaba de 21 volúmenes, con una ingente masa de información. Como se ha dicho respecto de esta obra, «sólo los cuatro primeros de los veintiún volúmenes de su Geografía Comparada son todavía legibles» (Strausz, 1945). La acumulación de información, que evidencia su excepcional erudición, desborda la capacidad del autor para darle coherencia. Proponía Ritter una disciplina geográfica de carácter científico. Con ello respondía al estado de su tiempo. Es decir, propone una disciplina empírica -destinada a enunciar leyes generales-, con campo propio y objetivos específicos. Coincide en ello con Humboldt; difiere en el objetivo. Para C. Ritter, el objetivo de esta geografía científica es «la organización del espacio en la superficie terrestre y su papel en el devenir histórico (del hombre)». Ritter parte de una concepción del sustrato físico distinta de la de Humboldt y en el marco intelectual de una filosofía de la historia. Es lo que otorga al proyecto de Ritter su aparente resonancia moderna, al formular como objetivo la relación entre lo geográfico y lo histórico y hacer de la geografía una ciencia para la historia. Ritter identifica lo geográfico con el suelo. De acuerdo con una cultura geográfica arraigada, pero de perfil arcaico, lo concibe como un elemento puramente geométrico, en la tradición griega. Ritter entiende la geografía como la ciencia del globo, y concibe éste como un gran organismo y los continentes como los órganos básicos del mismo. Ritter comparte una concepción organicista del espacio, cuyos componentes básicos son las individualidades geográficas. Éstas corresponden con las áreas terrestres, continentes, islas, penínsulas, entre otras. La geografía de Ritter reposa, por tanto, en una concepción organicista, que recuerda las formulaciones de Kircher en el siglo XVII , cuyas imágenes y metáforas convierten a la geografía en una especie de anatomía terrestre de ecos hipocráticos. Analogía que el propio Ritter utiliza. El objetivo de la Geografía General Comparada es interpretar y explicar la «aventura humana» a partir de los caracteres morfológicos de la superficie terrestre. Desde ese enfoque aborda la construcción de la geografía que propone. Determinados elementos o cualidades, como la simetría, el orden, la estructura, la regularidad formal, son considerados atributos geográficos. Son aplicados al análisis de la superficie terrestre, de sus individualidades territoriales, para abordar la explicación de los caracteres de las sociedades que en ellos habitan y las causas de su evolución histórica. Es la forma continental, su perfil, la relación entre extensión y perímetro, el grado de articulación litoral, lo que determina, para Ritter, la evolución
histórica de sus sociedades. En Ritter, el concepto de «articulación», referido a estos atributos, constituye un componente central. No es difícil reconocer en este enfoque la vieja tradición medieval de las propiedades de las cosas, en este caso los territorios. El geógrafo y la geografía aparecen como los intérpretes de estas propiedades a través de los signos o caracteres geográficos. La homogeneidad física del continente explica «la persistencia del atraso africano, producto de la monotonía uniforme de los seres vivos», de la no diferenciación racial y lingüística. Ritter simplificaba la realidad al igualar África con negritud. El apriorismo, es decir, la búsqueda de caracteres físicos a los que atribuir los rasgos o cualidades asignadas a los continentes, entendidos como unidades orgánicas, es un rasgo distintivo. La incapacidad asiática para extender el beneficio de sus civilizaciones -atribuida de partida a las sociedades asiáticas- es, para Ritter, consecuencia de una diversificación sin comunicación. Las pruebas convincentes del argumento son las diferencias asignadas a los distintos pueblos asiáticos, convertidas en pruebas empíricas, en vez de plantearlas como el problema a considerar y resolver. Así, al tratar de Europa, argumenta que: «Europa, por su parte, se abre en todas las direcciones... cuyas ramificaciones han tenido tanta importancia como la que tuvo el núcleo central respecto al desarrollo del proceso de civilización.» La primacía europea deriva de la naturaleza orgánica, de la configuración anatómica del continente, de «este individuo terrestre fuertemente compartimentado que es Europa [que] ha podido, pues, conocer un desarrollo armónico y unificado que ha condicionado desde el comienzo su carácter civilizador y ha antepuesto la armonía de las formas a la fuerza de la materia». En cambio, al referirse a Asia, considera que «los miembros siguen siendo aquí mucho menos importantes que el cuerpo compacto y potente que ha conseguido frenar la evolución de la civilización en el conjunto del continente» (Ritter, 1974). La idea de las cualidades geométricas y espaciales, aplicada a los continentes, mezclada con un elemental organicismo, hacen posible, desde un apriorismo cultural manifiesto, establecer el orden ineluctable de la civilización. Ritter obtiene una conclusión histórica esencial: «El menor de los continentes estaba así destinado a dominar a los más grandes.» Una nueva imagen orgánica insinúa la metáfora de la lucha individual, entre el David europeo y los Goliat. Un destino que, como el propio Ritter apuntaba, «estaba en cierta forma inscrito en ella desde toda la eternidad». Ritter utilizaba, como punto de partida, ideas generalizadas en el contexto cultural de su tiempo: desde la superioridad civilizadora europea a la difusa creencia en una relación espiritual entre tierra y sociedad, entre Naturaleza y aptitud humana. Ritter empleaba una tradición cultural organicista de vieja raigambre, como hemos visto. Proporcionaba, en este horizonte cultural, un esbozo prematuro, y basto, pero atractivo, quizá por su propia naturaleza especulativa, de asociar geografía e historia, espacio y tiempo, naturaleza y sociedad, engarzados por los lazos de la causalidad.
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LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA
Utilizaba la geografía en el marco de la tradición intelectual de la filosofìa de la historia, de gran predicamento en su época, en relación con las obras de Herder y Hegel. Su proyecto tiene, por ello, una manifiesta resonancia en los autores de la segunda mitad del siglo, desde E. Reclus a los representantes de las grandes escuelas geográficas modernas. Se entienden sus ecos en los geógrafos de finales del siglo XIX y su inclusión en las tradiciones geográficas y su indudable influencia en la concepción inicial de la geografía política. Se identificaron con sus aspiraciones. Encuentran en él un discurso que no les es ajeno. Perciben en su obra un proyecto familiar. Y, como criticaba L. Febvre, muchos geógrafos, al igual que muchos historiadores, se dejaron enredar en este tipo de problemas, seudoproblemas, propios de otras épocas. No acertaron a formularlos de acuerdo con un razonamiento científico moderno. «El viejo problema de las influencias, que los autores de horóscopos, los teorizantes de la astrología y los adeptos de un naturismo obscuro y primitivo han legado a los historiadores que, a su vez, lo han transmitido a los geógrafos» (Febvre, 1961). L. Febvre apuntaba con acierto al carácter premoderno de Ritter. La concepción geográfica de Ritter respondía a la tradición cosmológica medieval. Aflora el microcosmos de las representaciones del mundo de la Edad Media, su concepción hermenéutica del saber y su entendimiento de la naturaleza como un mundo o cosmos determinado por las cualidades de las cosas y los elementos. El mundo de las propiedades de las cosas (De propietatibus rebus) de que trataba la enciclopedia medieval del franciscano inglés Bartolomé Ánglico, en el siglo XIII . Sin embargo, Humboldt y Ritter han sido considerados de forma habitual parte de la genealogía de la disciplina geográfica moderna. De modo paradójico, han sido tratados y considerados como los epígonos de la geografía moderna.
4.3.
LA IDENTIFICACIÓN CULTURAL: LOS EPÍGONOS DE LA GEOGRAFÍA MODERNA
Humboldt y Ritter forman parte de la mitología geográfica. Fueron incorporados al discurso construido para legitimar y dar profundidad histórica y prestigio intelectual al frágil proyecto de construcción de la disciplina. Para las generaciones pasadas, desde el siglo XIX , A. de Humboldt y C. Ritter representaban las primeras propuestas significativas para fundar una ciencia geográfica, perspectiva tradicional compartida hasta épocas recientes. Es cierto que tales vínculos y ascendientes se mantienen como afirmaciones comunes entre autores contemporáneos. Siguen una arraigada tradición, como se evidencia en Terán: Humboldt y Ritter aparecen como los «padres» de la moderna geografía, incluidos en una tradición que se hacía remontar a Varenio. Para el geógrafo madrileño, Varenio «nos sitúa en el umbral de la geografía moderna»; ésta se identifica con Humboldt y Ritter, que son los que «vuelvan a acometer la empresa de Varenius, con ma-
LAS CULTURAS DEL ESPACIO, LAS CULTURAS GEOGRÁFICAS
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yores garantías de acierto» (Terán, 1957). Lugares comunes que siguen vigentes. La geografía moderna arranca de Varenio, que «define los problemas y el marco de la geografía científica», y de Humboldt y Ritter, que «establece la moderna geografía física científica» (Sala y Batalla, 1996). Corresponde con una idea de que la tradición geográfica moderna «encuentra sus orígenes, a comienzos del siglo pasado, en las propuestas de Humboldt y Ritter, y que se prolonga claramente hasta las formulaciones regionales o corológicas de la primera mitad de nuestra centuria» ( Ortega Cantero, 1987). De este modo, se hace de ellos la clave de una geografía regionalista y del paisaje, y de concepciones epistemológicas propias del idealismo alemán neokantiano. Para este autor, Humboldt y Ritter constituyen el referente intelectual de concepciones geográficas caracterizadas por el subjetivismo, en particular respecto de la consideración del paisaje. Los vincula, incluso, con la concepción del paisaje de la generación del 98. Sin embargo, frente a esta concepción tradicional de los orígenes de la moderna geografía, hay que resaltar que los proyectos de Humboldt y Ritter, ni son coincidentes ni tienen inmediata continuidad en el desarrollo de la geografía. Aspecto destacado por diversos autores actuales al tratar la evolución de la geografía (Capel, 1981; Claval, 1976). Ninguna de las dos propuestas, la de Humboldt y la de Ritter, tuvo eco inmediato. Ninguna de ellas sirvió de embrión para la configuración del moderno proyecto de disciplina geográfica. Las propuestas de Humboldt y Ritter no cristalizan como tales y, en esta perspectiva, no se da una vinculación directa entre sus respectivos proyectos y el que sustenta la geografía moderna. Son fenómenos aislados, y se vinculan más al final de una tradición cultural que a la fundación de la geografía moderna. La incorporación de ambos autores a la historia de la moderna disciplina resulta más del interés en proporcionarle una noble genealogía que de la realidad de una comprobable influencia. Porque la conciencia de la ruptura que suponía la nueva geografía respecto del conocimiento geográfico anterior es general a finales del siglo pasado. Asimismo lo es el identificar la nueva geografía como una disciplina científica, como un conocimiento ajustado a los patrones de la ciencia. De tal modo que el corte entre lo anterior y la nueva geografía se identifica con ese tránsito de lo precientífico a la ciencia. De la mera cultura geográfica a una disciplina científica. Contraponer los contenidos y forma de las viejas formas del conocimiento geográfico con el nuevo es una constante del discurso geográfico en los últimos decenios del siglo XIX y en los primeros del siglo XX. «No es ya la geografía una insulsa enumeración de ciudades, islas y cordilleras... ni siquiera una descripción pintoresca de los accidentes físicos y de las instituciones políticas de las naciones... porque no comprende sólo la descripción de fenómenos o la exposición de hechos que le son propios, sino además el examen de sus causas y consecuencias y la determinación en cuanto sea posible de las leyes superiores por que se rigen», según recogía, sintetizando una opinión generalizada entonces, uno de los primeros
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LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA
geógrafos modernos españoles (Bullón, 1916). Compartía una conciencia extendida en la comunidad geográfica desde los dos últimos decenios del siglo XIX. Otro de estos precursores geógrafos españoles, Torres Campos, vinculado con la Institución Libre de Enseñanza, que fue una de las introductoras de los nuevos enfoques en España, lo señalaba: «La renovación... de los estudios geográficos es obra del último tercio del siglo que ahora muere.» Y en términos similares a los de Bullón se hacía eco de esa conciencia del cambio: «La geografía, considerada hasta mediados de este siglo como árida nomenclatura de voces técnicas, reducida en las escuelas y en los libros a enumeraciones de lugares y datos estadísticos... se transforma en los presentes días... estudia la Naturaleza y sus leyes en relación con el lugar o espacio en que el hombre vive» (Torres, 1898). Se trataba de un proyecto novedoso cuya construcción es el objetivo de las primeras generaciones de geógrafos universitarios. La geografía moderna cristaliza en el marco de un debate intelectual, en la universidad, a través de propuestas diversas y en el marco de filosofías contrapuestas, desde perspectivas personales y científicas dispares, en un proceso de diferenciación respecto de otras disciplinas cuyos cultivadores se esfuerzan en acotar y establecer campo propio.
SEGUNDA PARTE LA FUNDACIÓN DE LA GEOGRAFÍA
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CAPÍTULO 7 UN PROYECTO PARA LA GEOGRAFÍA
La Geografía moderna no surge como una disciplina formada y definida en todos sus componentes, objeto y objetivos. Es el resultado de un proceso de construcción que se esboza en la segunda mitad del siglo XIX y que penetra en el primer tercio del siglo XX . Ese proceso es contradictorio. Las propuestas que aparecen para definir el campo geográfico no son coincidentes y tampoco son compartidas por igual en la comunidad geográfica. El proyecto de una geografía científica se perfila, en una primera etapa, en el ámbito de las ciencias de la naturaleza, como una geografía física, o mejor, como una fisiografía. La introducción en ese proyecto de la dimensión humana es posterior en el tiempo. La antropogeografía, tal y como se denomina entonces a ese proyecto, aparece a finales del siglo pasado. No se produce contradicción entre ambas propuestas. El interés por el hombre, es decir, por lo social, se asienta en una concepción teórica que privilegia la geografía física. Se trata de la concepción de la geografía como disciplina de las relaciones Hombre-Medio o, mejor dicho, de las influencias del medio físico en la sociedad. El papel de la geografía física es deteiminante. La definición de la geografía moderna como un proyecto científico con estos postulados es el resultado de la decantación de estas propuestas, del debate en torno a las mismas, de su adecuación al contexto sociocultural e ideológico, y de su adaptación epistemológica. La geografía moderna se constituye en una tierra de nadie. La geografía aparece como un espacio de confluencia de saberes que tenían en común la distribución espacial, la clasificación física en el espacio. Existían disciplinas o saberes geográficos. Existían practicantes de las más diversas disciplinas y actividades que se consideran vinculados con este tipo de saberes de localización. No existía la geografía. Tampoco existían geógrafos, en sentido estricto. La consolidación institucional de la geografía como una disciplina universitaria ayudará a definir un campo propio, a seleccionar los cultivadores, a administrar el título de geógrafos. La formación de una comunidad científica, la definición de un campo de conocimiento y la elaboración de un fundamento objetivo para el mismo, desde la perspectiva epistemológica, constituyen elementos confluentes en la fundación de la geografía moderna.
El contexto histórico: la tierra de nadie
La constitución de una comunidad geográfica, identificada con el profesorado de geografía en las universidades, iba a traducirse en un proceso de acotamiento de la geografía como una disciplina diferenciada. O mejor dicho, la presencia de esa comunidad iba a facilitar el proceso por el cual se produce la definición de la geografía moderna como un campo de conocimiento propio. Un objetivo que debe ubicarse en el contexto del siglo XIX y en las condiciones científicas de la segunda mitad de esa misma centuria. La comprensión actual de la geografía, el perfil que ésta presenta, tiene poco en común con el entendimiento que los contemporáneos tenían de la misma. Lo geográfico aparecía como un vasto campo de contornos imprecisos. Podían adscribirse a él los que practicaban disciplinas como la lingüística o la geología, y quienes se dedicaban a los viajes o tenían como actividad la diplomacia. Formaba parte de una cultura y práctica milenaria. Cuestiones dispares podían ser comprendidas en el marco de la geografía, concebida más como una categoría, que como una disciplina. Se consideraban parte de la misma campos tan diversos como la geodesia, la geografía astronómica o matemática, la antropología y la lingüística. Bajo el paraguas geográfico cabía el estudio de carácter médico y el problema de la hora universal. En realidad, la geografía compartía con esas otras disciplinas un amplio segmento del mundo real en el que los límites y las atribuciones de unas y otras estaban sin establecer o eran difusos e imprecisos. Por otro lado, la geografía se presentaba como una mecánica enumeración de lugares, como una elemental acumulación de datos e informaciones de diverso orden, cajón de sastre sin límites ni dueño. Se consideraba como «una insulsa enumeración de ciudades, islas y cordilleras, un conglomerado de definiciones abstractas y de números en que se expresen la extensión y la población de los diferentes países, una descripción pintoresca de los accidentes físicos y de las instituciones políticas de las naciones; un estudio que habla únicamente a la memoria y a la imaginación». Un juicio de un contemporáneo, que resaltaba tales componentes en la medida en que habían dejado de ser, según él, rasgos definidores de la geografía. Todos ellos susceptibles de ser considerados bajo la perspectiva de la distribución espacial de sus objetos, como aceptaba un significado geógrafo de principios de siglo, E. de Martonne. Admitía que el botánico que trata de «hallar el área de extensión (de una planta) hace geografía botánica». La dimensión «geográfica» atribuida a numerosas disciplinas daba a la geografía un carácter de extensa umbrela bajo la que podían cobijarse los más dispares conocimientos, pero le sustraía, sin duda, el de disciplina con campo y competencias específicas. La prolongada presencia de la antropología o etnografía en los congresos de geografía -en el de 1925 aparece un grupo dedicado a estas materias- muestra que la confusión teórica y conceptual sobre el objeto y sobre el alcance de cada materia persistió largo tiempo. Los contenidos de los primeros congresos de geografía, así como el carácter de los asistentes a los mismos, constituyen indicadores expresivos de
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la indefinición de la geografía hasta finales del siglo pasado. Los congresos geográficos, tanto los de rango internacional como los de índole nacional, muestran el rasgo común de la heterogeneidad de cuestiones y de campos comprendidos bajo la denominación geográfica. En el «congreso internacional de ciencias geográficas», de 1889, celebrado en París, se abordaron cuestiones que iban desde la geodesia y geología, hasta la etnología, los viajes y exploraciones y la geografía lingüística. Se incluyeron también la meteorología, la geografía botánica y zoológica, la geografía comercial y estadística, la geografía histórica -más bien historia de la geografía- y la antropológica. Materias comprendidas en los siete grupos en que se distribuyeron las sesiones del congreso. Un abanico expresivo de la heterogeneidad y dispersión de la geografía, entendida más como campo que como disciplina específica. Incluso en las reuniones de geógrafos en sentido estricto, como el «II congreso de los geógrafos alemanes», celebrado en Halle en 1882, las cuestiones que centraron sus debates descubren el trasfondo conceptual de una geografía difusa. La influencia de la rotación de la Tierra en el lecho de los ríos; la relación entre antropología y etnología; los establecimientos coloniales de los germanos en la Europa occidental o la teoría sobre el curso horizontal del aire, fueron los asuntos que ocuparon a unos 500 asistentes, bajo la dirección de geógrafos universitarios, como el barón Von Richthofen o el profesor Wagner. La composición profesional y social de los miembros más relevantes asistentes a tales congresos es, asimismo, indicativa del carácter disperso e indefinido de la geografía que prevalecía en la segunda mitad del siglo XIX. En 1892, en el congreso internacional celebrado en Berna, los concurrentes más destacados eran periodistas, directores de revistas sobre el mundo colonial; geólogos; militares de diversa graduación; viajeros, condición que, en muchos casos, se correspondía con la de aristócrata, como el conde Antonelli, el príncipe de Cassano, el conde Pfeil, el príncipe Enrique de Orleans; sabios lingüistas; miembros del clero, como el padre Tondini de Quarengui, «agitador incansable del problema de la hora universal», como le calificaron entonces algunos astrónomos, así como diversos profesores universitarios de geografía. A finales del siglo XIX, la geografía aparece como un vasto conjunto de conocimientos cuyo único vínculo es, como entonces decían, «el principio de extensión», que consiste en «determinar la extensión de los fenómenos en la superficie del globo», es decir, el carácter localizado de los mismos. Lo que explica la convivencia de disciplinas con perfil específico, como la geología y la antropología, junto a campos como el lingüístico y el botánico. En esta tierra de nadie, campo común de tan diversas aproximaciones, el reconocimiento institucional que supone la sistemática incorporación universitaria permitió la constitución de una comunidad geográfica estable, de una comunidad de «geógrafos». La orientación física predominante, la preeminencia temporal de la geografía física, facilitó que esa comunidad de geógrafos se alimentara, sobre todo, de personas de formación naturalista.
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Geólogos, físicos, meteorólogos, zoólogos, astrónomos, botánicos, entre otros, cubrieron las cátedras de geografía en las universidades europeas y americanas y en las instituciones educativas intermedias, como sucede en España. El caso francés, en el que la procedencia de los geógrafos universitarios es, de forma predominante, de formación histórica, fue anómalo y excepcional, como se mostraba con motivo del congreso geográfico de París en 1889. Los geógrafos franceses, procedentes en su totalidad de la historia, profesores de geografía histórica, desde Himly, decano de la Facultad de Letras de la Sorbona, hasta los discípulos de Vidal de la Blache, como Camena d'Almeida o Gallois, así como el propio Vidal de la Blache, se resistían a aceptar la dotación de cátedras de geografía en las facultades de ciencias. La geografía moderna se constituye en este proceso de transformación en geógrafos de un numeroso elenco de personas que procedían de otros campos. Proceso que no escapa a los observadores contemporáneos, que resaltan esta múltiple procedencia disciplinar en la ocupación de las cátedras universitarias de geografía. Drapeyron, un destacado publicista francés, declarado impulsor de la geografía moderna, lo formulaba de forma directa en su revista: «Los profesores alemanes de Geografía... Fueron primeramente geólogos, botánicos, antropólogos, etnólogos, etc., y habiendo visto las relaciones de su ciencia hasta entonces favorita y de las ciencias vecinas con la Geografía... han sido y se han proclamado geógrafos.» La ocupación del campo geográfico desde disciplinas externas caracteriza el proceso inicial de constitución de la geografía moderna. El proceso es equivalente en Estados Unidos, donde se ha señalado como «la primera banda de entusiastas que forman la Asociación de Geógrafos americanos procedía de diversos campos» (Clark, 1954). En efecto, la primera generación de geógrafos universitarios tiene procedencias dispares vinculadas, con preferencia, con las ciencias de la naturaleza. F. von Richthofen era geólogo, como O. Peschel; W. M. Davies, físico incorporado al departamento de Geología de Harvard; Hann era físico y meteorólogo; F. Ratzel era zoólogo; Passarge procedía de la medicina; P. Vidal de la Blache era historiador del mundo antiguo; historiador era también O. Slüiter. Son algunos ejemplos ilustrativos. En este marco, la fundación de una geografía renovada exigía un esfuerzo en múltiples direcciones. Había que proporcionar a la geografía un campo propio, diferenciado, acotando el objeto de la misma, que permitiera separar la geografía de las múltiples disciplinas y actividades vinculadas con el espacio, y por ello entendidas como «geográficas». Constituía una exigencia sustentar el objeto de la geografía sobre presupuestos metodológicos de orden científico. Una necesidad sentida, «no por primera ni por última vez», de definir la posición de su disciplina en relación con las demás. Se trataba de establecer un campo de conocimiento u objeto propio y de definir un enfoque o método distintivo, que le pusiera a salvo de las acechanzas de «disciplinas sistemáticas intelectualmente más coherentes» (Elkins, 1989). Era obligado acotar el título de geógrafos.
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La propuesta de una geografía humana o Antropogeografía como proyecto para la constitución de un campo geográfico diferenciado significaba el deslizamiento desde la geografía física, como ciencia natural, hacia una disciplina puente entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias sociales. Este desplazamiento identifica el proceso de constitución de la geografía moderna. Se concibe como un desarrollo de la geografía física o fisiografía, convertida en la hermana mayor de la disciplina, en el pilar de ésta. En ese cometido, el esfuerzo por definir un proyecto geográfico específico contaba con un nuevo y sólido soporte teórico, de especial significación para la geografía, y esencial en la configuración de su episteme. La teoría de la evolución natural de los seres vivos, recién expuesta por Darwin, proporcionaba las necesarias coordenadas para encuadrar una aproximación de apariencia científica a la evolución y desarrollo de las sociedades humanas. Es decir, el soporte para la construcción de un discurso propio en el espacio de la ciencia moderna. La obra de Darwin proporcionaba la sombrilla científica y el nombre más reconocido: el marchamo de autoridad. El prestigio de Darwin sirvió para encubrir una propuesta que respondía, en mayor medida, a los postulados de Herbert Spencer (1820-1903), principal responsable del desarrollo del concepto de evolución que domina en la segunda mitad del siglo XIX. H. Spencer postulaba la teoría de la evolución aplicada al análisis social. Dirección en la que confluye con las propuestas de ecología humana de E. Haeckel, en términos ultradarvinistas. Es Spencer el que hace del concepto de evolución un concepto clave, de valor universal, que aplica al análisis social, con un contenido más ideológico que científico, de acuerdo con la formulación que exponía en su ensayo de 1852, The development hypothesis. La evolución, para Spencer, representa una tendencia o ley, caracterizada por la herencia de los caracteres adquiridos, aplicada a las especies, no a los individuos, que él sintetizó como el «movimiento de lo simple a lo complejo, de la homogeneidad a la heterogeneidad». Darwin había postulado la evolución en términos de mutación aleatoria, transmitida por herencia, y selección natural de los individuos. La teoría evolucionista permitía plantear el desarrollo de una disciplina geográfica orientada hacia la sociedad humana, construida a partir de la geografía física, o geografía natural, como también se la denominaba. El enfoque y sus objetivos los sintetizaba un profesor español de la Institución Libre de Enseñanza, al resaltar que «la "geografía humana", ciencia que abarca todos los hechos propios de la geografía política, los relaciona entre sí e investiga su causa o fundamento en leyes o principios, generales o locales, a cuya indagación se llega tomando como punto de partida la "geografía natural" o física, cuyos hechos, primero, y cuyas leyes, después, se explican a su vez por la geología» (Torres, 1898). La geografía humana nacía para explicar la naturaleza de las sociedades humanas. La geografía nacía con la idea de proporcionar un sistema racional de explicación de las diferencias geográficas, diferencias entre los pueblos, diferencias culturales, diferencias económicas, diferencias sociales, diferencias de desarrollo, diferencias psicológicas. La clave de la explicación
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eran las condiciones geográficas, la materialidad física. Como ha señalado Y. Lacoste, esa concepción evitaba acudir a otro tipo de explicaciones causales. Permitía «ocultar el carácter eminentemente político de los fenómenos geográficos... disimular el papel de las estructuras económicas y sociales... favorecer el papel de los factores físicos... y eludir el de los factores económicos, sociales y políticos» (Lacoste, 1984). El presupuesto de la influencia del medio sobre el hombre permitía abordar no sólo el presente y el futuro, sino también el pasado. «El reconocimiento de la influencia de los hechos geográficos en la evolución histórica» hacía posible enunciar el fin de la historia, condenada a ser absorbida por la geografía humana, por la nueva geografía. Estas circunstancias parecían dar sólida garantía a una propuesta científica para el estudio de la sociedad humana. Una ciencia europea para la burguesía
La geografía moderna se plantea y se desarrolla en un contexto histórico preciso. Factores ideológicos, factores políticos, factores sociales y factores científicos condicionan su definición como disciplina científica. Surge en el marco de una sociedad capitalista industrial en proceso expansivo, en la que se esbozan las primeras contradicciones y conflictos entre las grandes potencias que se disputan el dominio del mundo, de marcado perfil imperialista. Aparece la geografía moderna en una sociedad burguesa cuyo dominio ideológico es contestado desde un expansivo movimiento social sostenido en el materialismo histórico marxista. Se constituye en un período crítico para los postulados de la ciencia positiva, que experimenta las dificultades derivadas de los nuevos horizontes surgidos del desarrollo científico, que ponen en entredicho las certezas de una ciencia de concepción mecanicista. La nueva disciplina se identifica con los objetivos imperialistas del capitalismo industrial y del nacionalismo burgués. Se vincula con la defensa de la ideología social burguesa frente a las nuevas fuerzas sociales y sus presupuestos históricos. Se constituye sobre los postulados de una ciencia positiva imperante, racionalista, puesta en cuestión. Nacía como un instrumento ideológico, con miras ambiciosas. Ofrecía, a las burguesías occidentales, una clave para explicar el mundo social y el desarrollo histórico a salvo de las contingencias sociales, como un proceso natural, como el producto inexorable de las leyes de la Naturaleza. Era una salvaguardia frente a quienes ponían en entredicho su dominio. Justificaba su expansión colonial, presentada como el fruto racional de las necesidades naturales. Ponía a disposición de cada burguesía nacional un instrumento para justificar su expansionismo y su hegemonía. Todo ello en clave científica: como el resultado inexorable de las influencias del Medio natural en los individuos y en la Sociedad, como el imperio de las leyes naturales.
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No dejaba de ser una propuesta necesaria en un momento en que los nacionalismos se consolidan, como instrumento excelente de afirmación nacional, vinculando científicamente los valores nacionales al territorio, la idiosincrasia propia, las virtudes históricas, la continuidad y persistencia del ser nacional a través de los tiempos, a un espacio geográfico específico. El avance científico en el campo de las disciplinas de la Tierra parecía asegurar, en principio, un conocimiento apropiado para sustentar con solidez el análisis de las condiciones geográficas. La rápida vinculación de la geografía con la escuela burguesa es todo un síntoma al respecto. La geografía otorgaba profundidad histórica a la nación burguesa, que podía asimilar y apropiarse del tránsito histórico. La nación burguesa echaba sus raíces en la prehistoria. La patria se confundía con la propia naturaleza. El territorio inalterable, natural, determinaba la identidad nacional. La historia desaparecía en la medida en que el ser histórico nacional se independizaba del tiempo. Cubría una necesidad no menos urgente: proporcionaba una alternativa nada desdeñable, desde el punto de vista histórico, a las propuestas del materialismo histórico. Frente al determinismo de las relaciones sociales, el determinismo geográfico. Frente a la autonomía de la Historia, la dependencia del acontecer histórico de la Naturaleza. Frente al protagonismo social, el protagonismo físico. Frente a la dialéctica social, la dialéctica del hombre con la Naturaleza como dos mundos encontrados. Frente a la Historia como devenir autónomo de los agentes sociales y como proceso social, la geografía, el imperio de la determinación física, de la necesidad natural. Una geografía para la historia, pero con espacio propio, de acuerdo con el proyecto que sintetiza F. Ratzel de «Anthropogeographie» o geografía de los hombres. Una disciplina puente, como este último señalaba, entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias humanas. Idea compartida por H. Mackinder y, sin duda, por un amplio segmento de la comunidad interesada en la geografía. Un proyecto cuya cristalización es tardía, pero cuya justificación social parece clara. Las circunstancias sociales hacían aceptable, convincente, e incluso necesaria, una propuesta de ese tipo. Para la sociedad contemporánea, incluso científica, la hipótesis de una relación causal entre las condiciones naturales y las formas sociales, así como sobre su evolución histórica, formaba parte de una cultura compartida. El desbordamiento colonial e imperialista, absolutamente coetáneo, venía a fortalecer esa cultura. Proporcionaba una imagen del mundo maniquea pero reconfortante: la de una Europa civilizada y hegemónica frente a un mundo primitivo, salvaje, al que había que llevar la civilización. Diferencias que no era difícil achacar al efecto de una historia privilegiada, determinada por la superioridad del entorno geográfico europeo. El despojo colonial se justificó como obra civilizadora. Y, como corolario, la ideología de la superioridad racial europea, es decir, blanca. Imperialismo y geografía tienen esta relación que ha sido señalada en repetidas ocasiones (Hudson, 1977).
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3. De la geografía física a la antropogeografía
La geografía física aparece delineada desde mediados del siglo XIX, dentro de la aparente tradición de la descripción física de la Tierra. No obstante, se define en el seno de una ciencia de la tierra plenamente consolidada, como es la geología. Circunstancia que ayuda a comprender su perfil preferente como fisiografía o geomorfología, que ha condicionado todo el desarrollo posterior de la misma. La geografía moderna se identifica, a mediados del siglo pasado, con la geografía física. Una perspectiva que se extiende en ese período y que sustenta la orientación que se le da en Estados Unidos y en Alemania, en un primer momento. 3.1.
LA GEOGRAFÍA FÍSICA: LA HERMANA MAYOR
La geografía aparece como una geografía física, concebida, a su vez, como una morfología de la superficie terrestre, como fisiografía, y como una disciplina en el marco de la geología. Incorporada por ello a las facultades y centros universitarios de perfil «científico», dentro de los departamentos de geología o con rango independiente, como institutos de geografía. No es de extrañar, por ello, que sus primeras cátedras sean ocupadas por geólogos, como F. von Richthofen, en Alemania; o como W. Davis, un astrónomo de formación, integrado en el departamento de geología de la Universidad de Harvard, éste bajo el amparo y patrocinio de los grandes geólogos norteamericanos que impulsaron los famosos Geological and Geographical Surveys, en la segunda mitad del siglo pasado, cuyo impulso será decisivo en la definición de la geografía física americana. Los orígenes de la geografía en los Estados Unidos están vinculados a los naturalistas del siglo XIX, como Louis Agassiz, y a los exploradores como John Wesley Powell y G. K. Gilbert. El establecimiento de la geografía en Estados Unidos fue la obra de geógrafos físicos, como Davis, Salisbury y Atwood; no es de extrañar, por ello, como se ha resaltado al respecto, que en los inicios del siglo XX, «en los US, la mayor parte de los geógrafos eran especialistas en geomorfología» (Peltier, 1954). De modo similar, el trabajo de los geólogos alemanes, desde O. Peschel y G. Gerland a F. von Richthofen, se abre a las perspectivas de una denominada geografía física. Los más significados geógrafos de finales del siglo pasado y del primer tercio del XX , en Alemania, son geomorfólogos, caso de Penck y Rühl. El equívoco entre fisiografía y geografía física se mantendrá con posterioridad. Dirección asentada además sobre una consistente trayectoria de geografía física, que puede identificarse ya desde mediados del siglo XIX, en obras como la de Mary Sommerville, cuya Physical Geography se publicaba en 1848. Una ciencia de la Tierra en el marco de las ciencias de la Naturaleza. El carácter adelantado de esta consolidación como disciplina científica se explica por el desarrollo de las ciencias afines, en particular la geolo-
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gía, que condicionará, en mayor medida que la herencia de Humboldt, la evolución posterior de la misma. La geografía física ha sido la piedra angular de la geografía moderna. Así como la geografía física aparece con claridad en los proyectos o esbozos de una ciencia geográfica, la configuración de ésta como nexo de las ciencias de la Tierra y de las ciencias humanas es tardía. La aparente tardanza en configurarse un campo de conocimiento sobre la estructura socioespacial de la sociedad no ha escapado a la observación de quienes se han interesado en la historia de nuestra disciplina. Dos razones de índole distinta pueden permitir entender, por una parte, la inexistencia de esos antecedentes y, por otra, la «necesidad» histórica, en un momento muy determinado, de una «geografía humana», tal como nace en el último cuarto del siglo pasado. Que el proyecto de una geografía humana no tome forma con anterioridad puede responder a la existencia de una disciplina que, en lo esencial, cubría el campo objetivo que ha sido y es característico de la geografía moderna, de la geografía como ciencia social. Se trata de la economía política, en su forma clásica. 3.2.
LA SUSTITUCIÓN DE LA ECONOMÍA POLÍTICA Y DE LA HISTORIA
Un análisis de la estructura interna de los trabajos de Economía Política clásica es ilustrativo al respecto: el estudio de la población, de los recursos disponibles, de las actividades económicas, de las relaciones comerciales, configura un perfil escasamente diferenciado del que será característico de los trabajos de geografía. Los vínculos no escapaban a los observadores de finales del siglo pasado: «Porque si bien se mira, tanto la geografía como la ciencia económica (economía política) parten de una base precisa y necesaria que es el estudio de los elementos naturales, que relacionan luego con la vida del hombre y sus necesidades. Abrazan, pues, la una y la otra, dentro de su propio y respectivo campo, los dos términos, los dos factores esenciales, que podríamos llamar natural y humano» (Valle, 1898). La economía política cubría por completo el espectro de los problemas o el campo de conocimiento que será peculiar de la moderna geografía, en cuanto disciplina encuadrada en las ciencias humanas. En consecuencia, la aparición de la geografía moderna, como disciplina de la actividad social en el espacio -de la población, los recursos, la actividad económica, la distribución de unos y otros en el espacio- no podía producirse mientras la Economía Política clásica persistiera con su habitual perfil. Hasta finales del siglo pasado constituyó una disciplina dedicada al análisis de la actividad económica y su organización. Lo hacía en el campo de los principios o fundamentos de la actividad económica y en su evidencia territorial, es decir, referida a los distintos países o Estados. Sucede a la vieja Estadística, que, como su nombre indica, tenía como objeto los «Estados», con la que se confunde en origen. Es la Economía Política del siglo XVIII y de la mayor parte del siglo XIX .
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A esta categoría pertenece el trabajo de A. Humboldt sobre el territorio de Nueva España, que, en tantos aspectos, parece un estudio de geografía en el sentido actual del término (Humboldt, 1822). Humboldt no lo consideró como un trabajo geográfico. Lo denominó «Ensayo político», porque correspondía con la orientación y contenidos de una disciplina existente, con un espacio teórico-práctico delimitado. De igual modo que el dedicado a Cuba (Humboldt, 1998). La estructura de estos ensayos políticos demuestra esa coincidencia significativa con los que vendrán a ser los contenidos de la geografía humana en su dimensión regional: desde las cuestiones de posición y rasgos físicos del territorio, la extensión, el clima, y la división territorial, pasando por la población, la agricultura, el comercio, la Hacienda. De acuerdo con un enfoque que no difiere de unos trabajos a otros. La geografía moderna cristaliza cuando esa economía política entra en crisis. Crisis desde dentro, cuando nuevos enfoques en la disciplina económica arrinconan las temáticas tradicionales de la economía política. Crisis externa, porque esa economía política clásica es el campo en que se esbozan y desarrollan los postulados marxistas. Dos circunstancias que no han sido valoradas en el proceso de configuración de la geografía moderna. La aparición de la economía neoclásica, de la mano de A. Marshall, en el último cuarto del siglo pasado, introduce el análisis marginal para abordar en condiciones de perfecta competencia la teoría de la firma. Desplazaba el centro de atención del análisis económico y de la disciplina económica, que supone el fin de la economía política clásica. Dejaba desocupado un amplio espacio de conocimiento. La geografía humana se asienta, en parte, y se desarrolla, en el solar y entre las ruinas del edificio de la tradicional Economía Política. La geografía moderna aparecía como una alternativa externa a la historia, cuyo lugar pretendía ocupar. Proporcionar un soporte totalizador de apariencia científica y de relativa consistencia a la historia humana eran cometidos inmediatos en la década de 1870. En 1859, C. Darwin había publicado El origen de las especies, que asentaba la teoría de la evolución sobre bases científicas indiscutibles. H. Spencer vulgarizaba una teoría científica consistente y de rápida y excelente acogida, en una propuesta seudocientífica, de carácter totalizador, sobre la evolución social humana, a partir de los enfoques evolucionistas de Lamarck. C. Marx había publicado El capital en 1867; en 1890, A. Marshall publicaba Principles of Economics. Las condiciones objetivas también eran favorables: la guerra franco-prusiana y el aplastamiento de la Comuna aseguraban un tiempo de hegemonía tranquila para la burguesía europea. En esta coyuntura hay que situar el nacimiento de la geografía humana moderna; a caballo de las disciplinas fisiconaturales y de las disciplinas llamadas humanas. Postura incómoda que no debe ser ajena a las propias condiciones en que ha de perfilarse, como una disciplina que elabore un discurso alternativo al del materialismo histórico para la Historia. Una perspectiva de la que eran conscientes algunos de los promotores de la nueva disciplina, como M. Dubois, en 1893, al aludir a los «enemigos
declarados o disimulados de la idea de la patria». Se les atribuía el propósito de «demostrar que una cierta sociología podría sustituir completamente el papel de la geografía; porque necesitan, para sus combinaciones, que no tienen nada que ver con la ciencia, un hombre abstracto, siempre el mismo, sustraído a toda acción de las influencias complejas de la naturaleza». La identidad de esos enemigos de la patria con el internacionalismo no parece dudosa. Vincular la historia con el sustrato físico terrestre aparece como una obsesión en los decenios finales del siglo XIX. «Aparece hoy como una exigencia ineludible partir de la geología y la geografía para las investigaciones históricas, no perder de vista el suelo, que debe dar, estudiado de una manera completa en su forma, en su constitución, en sus relaciones con el medio ambiente, en sus recursos, la explicación de nuestras diferencias, la clave para comprender la organización social y las instituciones de los pueblos.» Era la proclama de la Revue géographique que dirigía L. Drapeyron, uno de los más destacados portavoces e impulsores de la geografía en Francia, desde el decenio de 1870. La propuesta de una disciplina renovada, asentada sobre la geografía física pero orientada a dar explicación del mundo social, se identifica en la denominada antropogeografía o geografía humana, tal y como se entienden a finales del siglo pasado. La clave de bóveda de esa propuesta, la que la hacía viable, era el soporte teórico elegido. La moderna geografía se sustentaba en el concepto de las influencias del medio físico sobre las sociedades humanas. La novedad aparente provenía de que se planteaban en el marco de una teoría científica solvente, el darvinismo. Las influencias del Medio sobre el Hombre, las relaciones Medio-Hombre como se dirá más tarde, constituyen el núcleo teórico de la geografía moderna. Una formulación decisiva en la configuración de la geografía tal y como se contempla en la actualidad y tal y como se ha desarrollado en el siglo XX . Constituye el gran hallazgo de la comunidad geográfica en formación a finales del siglo XIX . La consolidación del marxismo como esquema interpretativo del desarrollo histórico y económico de las sociedades humanas significaba la configuración de un saber que carecía de contrapunto en la ciencia social imperante. La historia, tal y como se cultivaba en el siglo XIX , incluso en su dimensión positiva, no podía satisfacer las exigencias sociales de explicación del desarrollo humano. De la insatisfacción con esa historia del acontecimiento, meramente descriptiva de la vida política superficial, o pobremente biográfica de los personajes notables, esclava de una documentación precisa pero no dominada, de adscripción positivista, se hacía eco, ya en nuestro siglo, un hombre culto como Ortega y Gasset (Ortega y Gasset, 1957). La geografía humana, es decir, la nueva geografía de las relaciones Hombre-Medio, se presentaba como una alternativa. Un discurso articulado de carácter naturalista, frente a la historia como producto social. El discurso de las relaciones Hombre-Medio, como un discurso científico sobre el devenir humano.
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CAPÍTULO
8
LA GEOGRAFÍA MODERNA: UNA CIENCIA DE LAS RELACIONES HOMBRE-MEDIO En el último cuarto del siglo XIX y en los inicios del siglo XX se perfila el proyecto geográfico moderno, desde la definición del objeto geográfico hasta la formulación de los objetivos que le son propios. Se trata de un esfuerzo por darle a la geografía contornos propios y por construir un marco teórico para la disciplina. El proyecto se enuncia como antropogeografía o geografía humana. No se contrapone, como pudiera inducirse de la denominación elegida, a la Geografía Física, sino que se construye sobre ella, convertida en el soporte del conjunto. La pretensión era delimitar un área propia; salvar a la geografía de lo que habrá de ser su más permanente y constante sambenito, de espigar en todas las demás ciencias. El esfuerzo más lúcido es, precisamente, el de dotar a la geografía de una «esfera de trabajo específica», en el marco de la distribución convencional del conocimiento científico. En ese aspecto, la búsqueda de un marco teórico como las «relaciones Hombre-Medio» otorgaba a la geografía, además de una presunción científica, un campo propio. Los decenios de 1870 y 1880 aparecen como decisivos, como el período en que cristalizan propuestas que articularán la geografía moderna, el de la definición de los objetivos de la geografía, que proporcionan a ésta lo que, en términos de Kuhn, puede considerarse paradigma de la disciplina durante más de un siglo. La geografía se formula como una disciplina de la interrelación entre naturaleza y sociedad, asentada en el principio de las relaciones entre el hombre y el suelo, entendidas, en principio, como las influencias del suelo sobre el Hombre. La nueva geografía «parte del sue-lo y no de la sociedad». La nueva propuesta recogía una tradición profunda de la cultura occidental, al mismo tiempo que la enunciaba en términos renovados, acordes con los fundamentos científicos modernos. El suelo, como clave explicativa de la organización social y de las instituciones políticas: «el suelo es el fundamento de toda sociedad», como decía A. Demangeon ya en el siglo XX . Sin llegar a constituirlo en causa directa de la misma lo convierte, como decía Ratzel, en «el único lazo de cohesión esencial de cada pueblo».
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Punto de partida que permitía, además, establecer un límite, una frontera respecto de otras disciplinas fronterizas. La construcción intelectual de una geografía que comprenda los hechos sociales tiene lugar en un magma cultural en el que los bordes y las materias de las diversas disciplinas que se aproximan al objeto social aparecen sin suficiente definición. Sociología, etnografía o antropología y economía política se perfilan como campos competidores o complementarios para la observación y análisis del mundo social en la segunda mitad de siglo XIX. Cada una con su propia tradición, con sus antecedentes, con su cultura. En ese asalto al amplio y complejo mundo social, en que conviven historia y política, poder y desarrollo, entre otras muchas dimensiones, el «derecho» al reparto, como en el análogo mundo de las disputas coloniales, se justifica con la propia tradición, pero debe asentarse en un objetivo diferenciado. La geografía presentaba el suyo: el suelo, que debe dar, estudiado de una manera completa en su forma, en su constitución, en sus relaciones con el medio ambiente, en sus recursos, la explicación de nuestras diferencias. El suelo adquiere, en la nueva geografía poder y dimensión explicativos. La nueva geografía, interesada en primer lugar por los fenómenos propios de la geografía política, aspira a establecer sus causas y fundamentos, a formular sus principios generales, a partir de la geografía natural o física. El objeto de la nueva disciplina son los hombres, las sociedades, pero en su dimensión local, en su lugar, en su dimensión geográfica, clave para su comprensión. Esta disciplina del suelo se dirige, sin embargo, al Hombre. Era el objetivo de F. Ratzel, como resaltaba Vidal de la Blache: «restablecer en la Geografía el elemento humano, cuyos títulos parecen olvidados, y reconstituir la unidad de la ciencia geográfica sobre la base de la Naturaleza y de la vida: tal es sumariamente el plan de la obra de Ratzel» (Vidal de la Blache, 1904). La obra que simboliza este planteamiento es la Antropogeografía (Ratzel, 1882-1891), la Geografía de los Hombres, como la denominan los alemanes, la que más tarde J. Brunhes bautizará, traducirá, como «Geografía Humana», término que acabará imponiéndose en el uso geográfico, sobre otras expresiones que también se utilizaron para identificar la nueva disciplina de las influencias del Medio sobre el Hombre. 1.
La antropogeografía: la ciencia puente
El proyecto de la que F. Ratzel denominó antropogeografía reposaba sobre las relaciones Hombre-Medio. Como resaltaba Vidal de la Blache respecto de Ratzel, el proyecto de éste había estado dirigido «durante toda su vida, en todo el desarrollo de su obra», a establecer el lazo entre geografía humana y geografía física. Como una ciencia puente, según lo expresaba otro de los geógrafos «fundadores» (Mackinder, 1887). Era una actitud compartida y generalizada. La nueva geografía propone una concepción en la que la tierra, es decir, la naturaleza terrestre, se convierte en el punto de partida de una cien-
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cia cuyo objeto sean las sociedades y el hombre, en la medida en que se considera que, como individuo y como ser social, está sometido, inexcusablemente, a la influencia de su entorno natural, del lugar en que se desenvuelve. La geografía como disciplina orientada a «poner en relación los hechos humanos con la serie de causas naturales que pueden explicarlos», como sintetizaba A. Demangeon, un discípulo de Vidal de la Blache. La geografía, que se define como «humana» se vincula, sin embargo, a la tierra, a lo físico, hasta identificarse con ella. Los datos geográficos, las condiciones geográficas, los factores geográficos, se entenderán, de modo preferente, como los datos físicos, como las condiciones naturales, como los factores físicos. Una concepción que ha penetrado profundamente en nuestra cultura. La Antropogeografía de F. Ratzel se concentra en tres tipos de cuestiones: en primer lugar, establecer, con ayuda de mapas, la manera como los hombres se hallan distribuidos y agrupados en la Tierra. En segundo lugar, la explicación de esta distribución y reparto de acuerdo con los movimientos de pueblos que se producen a lo largo de la historia. En último término, y de forma complementaria y subordinada, los efectos que el medio físico pueden producir en los individuos y sociedades. Será esta última la que tendrá un mayor alcance y repercusión. La geografía moderna se constituye como disciplina del espacio o lugar en que el hombre vive y con el objetivo de mostrar las relaciones «íntimas y necesarias» entre el ser natural con las condiciones del lugar o región que habita. Esta relación entre grupo humano y entorno aparece como una clave de la nueva geografía. F. Ratzel lo sintetizaba casi apodícticamente. Según su formulación, los grupos humanos o las sociedades humanas se desarrollan siempre «dentro de los límites de cierto marco natural (Rhamen), ocupando siempre una posición precisa en el globo (Stelle), y necesitando siempre para nutrirse, para subsistir, para crecer, de un cierto espacio (Raum)», según recogía y resumía J. Brunhes. Constitución que facilitaba y facultaba a la geografía para proyectarse sobre la historia política, sobre la vida social, sobre la actividad militar y sobre el resto de las actividades propias de la sociedad. Razas y pueblos, con sus caracteres fisiológicos y morales, con sus aptitudes para la vida social, resultarían de esta relación vinculante con el lugar. Porque, como decía Brunhes, «los datos geográficos se enlazan, como de causa a efecto, con los hechos históricos, y la relación entre unos y otros aparece tan necesaria, tan íntima, que sin aquéllos fuera imposible de todo punto apreciar y juzgar con acierto los grandes problemas de la vida humana». La transformación tiene lugar en pocos años. A finales del siglo pasado existía ya la conciencia de la profunda renovación habida en el marco de la geografía. A pesar de las reticencias manifestadas por algunos geógrafos físicos, como O. Peschel, la concepción de una disciplina de las relaciones del Hombre y el Medio fue aceptada y compartida. La fisiografía, como se le denominaba entonces a la morfología de la superficie terrestre, lo que más adelante se llamará geomorfología, se convertía en el soporte ex-
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plicativo de la nueva orientación. Y la geología se transformaba a su vez en la clave para comprender los caracteres del suelo. La geología daba «razón de flora, fauna e historia de cada país». Eran las propuestas que divulgaba con especial énfasis la Revue géographique que dirigía M. L. Drapeyron, un destacado representante de la geografía histórica francesa, impulsor efectivo del desarrollo de la geografía en Francia, sobre todo en sus instancias pedagógicas. La «moderna» propuesta geográfica, tal y como la formula Ratzel, y como la contemplan Vidal de la Blache, Mackinder y otros autores, europeos y americanos, ofrecía una razonable apariencia, en su formulación, sin aparente contradicción con los enunciados de las ciencias positivas. Surgía en un entorno social receptivo, culturalmente, a un planteamiento que vinculaba la naturaleza social con la física, la historia con la naturaleza, e, incluso, la psicología con la naturaleza. Entender al hombre como «un producto de su medio», contemplarlo en un proceso de adaptación permanente al mismo; y, como consecuencia, plantear una disciplina que estudie de modo científico la «interacción entre el hombre y su medio» ofrecía una alternativa radical tanto a la geografía física como a la geografía política. A la primera porque la involucraba en un proceso explicativo que desbordaba el simple análisis físico. A la segunda porque la situaba, al menos en apariencia, ante problemas que podían ser abordados de forma rigurosa. La nueva disciplina, la geografía política de nuevo cuño, rebautizada como Antropogeografía o geografía humana, podía presentarse como una «ciencia cuya principal función consiste en poner de manifiesto las variaciones locales de la interacción del hombre en sociedad y de su medio» (Mackinder, 1887). La nueva geografía podía integrar en un único objetivo las dos ramas de la geografía, cubrir esa área puente entre las ciencias naturales y las sociales que reclamaba el propio Mackinder: «Es tarea del geógrafo tender un puente sobre un abismo que, en opinión de muchos, está rompiendo el equilibrio de nuestra cultura» (Mackinder, 1887). Un discurso coincidente con el de Ratzel, según el propio Vidal de la Blache: introducir al hombre en la geografía. Debemos entender en la geografía física. Para los contemporáneos significaba el tránsito de la geografía hacia el estatuto de ciencia, con un prometedor y amplio campo de acción. Se cumplía lo que Mackinder expresaba como una aspiración: reconvertir «un simple cuerpo de información» en una disciplina científica. El nicho para la geografía estaba dispuesto, y las condiciones sociales para su incubación rápida también, de tal modo que pudiera constituirse una comunidad social vinculada a un proyecto de perfiles definidos, la comunidad de geógrafos que resalta Capel; se trataba de proporcionarle el adecuado espacio epistemológico. La geografía adquiría y, sobre todo, perfilaba, su marco teórico-interpretativo fundamental de los tiempos modernos, el de las relaciones Hombre-Medio, en realidad, las influencias del Medio en el Hombre. La geografía moderna se interesaba por el sustrato terrestre que constituye el «medio» de la evolución natural y se planteaba como objetivo de-
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clarado establecer el puente entre el «Medio» y el «Hombre». La geografía moderna surge como una disciplina de las «relaciones del Hombre con el Medio». Éste es identificado como «medio geográfico», reducido, de forma más o menos explícita, al «medio físico» o «medio natural». La geografía es entendida como una disciplina «positiva» que abarca el nexo entre Naturaleza y Hombre, como una disciplina «ambiental». Lo es en cuanto se inserta en este marco cultural de referencia que define las ciencias de la Tierra desde el siglo pasado. Lo es porque convierte al medio en un factor primario, es decir sobresaliente, en la dualidad Naturaleza-Sociedad. Inclinación que permite entender, tanto las tentaciones deterministas que anidan en el discurso geográfico como la hegemonía de lo físico en la cultura geográfica durante casi un siglo. Durante este tiempo, la asociación de la geografía con el sustrato físico y la preeminencia de la formación naturalista han sido dos constantes de la tradición geográfica moderna. Están en relación con el carácter sustantivo del concepto de medio. 2. El medio geográfico: un concepto clave
El proyecto para la geografía moderna está centrado en dos conceptos clave como son el medio -geográfico- y la región. Se elaboraron conceptos clave de la geografía moderna: el concepto de medio geográfico y el concepto de región natural o geográfica, que se identifica con el primero: «Un "medio" es una región natural» (Mackinder, 1887). Responden a un proyecto de coherencia, en el que hay que resaltar, desde el punto de vista metodológico, el hincapié sobresaliente en la argumentación como eje del proceso discursivo en la geografía. El concepto de medio, término acuñado por el historiador H. Taine a mediados del siglo pasado, con un significado y alcance más amplio, cala profundamente en la constitución de la geografía moderna, y se identifica tan absolutamente con ella desde un punto de vista cultural y social, que su mutación en medio geográfico no deja de tener especial significación. El medio geográfico es el medio físico por antonomasia. Su fuerza cultural se impone a la convicción explicativa. El medio geográfico, con esta acepción estricta equivalente a condiciones naturales (geográficas) se transforma en uno de los conceptos-eje de la geografía moderna. La teoría evolucionista ofrecía el marco teórico adecuado para situar la nueva propuesta geográfica: el medio, environment o milieu, como concepto clave para situar el sistema de relaciones en que los seres humanos adquieren sus principales rasgos sociales; y ese sistema de relaciones, en lo que tienen de marco para el desarrollo de las comunidades sociales a través de la adaptación y la evolución en el tiempo. Por otra parte, el concepto de medio tiene un carácter locativo y delimitado. Se identifica en un lugar o área diferenciado respecto de los demás. Y en esa perspectiva tiene o logra sentido. Se adecuaba a la perfección a una disciplina que tenía que ver con la diferenciación interna de la superficie terrestre.
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La idea predominante en un amplio sector de la comunidad geográfica y de la sociedad, en ese período, ubicaba la nueva geografía, la «geografía científica», en este contexto, el del «conocimiento razonado y orgánico de cuantos fenómenos acaecen en la superficie del planeta, y de las relaciones que existen entre el ambiente y las condiciones físicas terrestres, por una parte, y los organismos todos, por otra, que viven ese ambiente y están sometidos, más o menos, a la acción de esas condiciones físicas». Más aún, como destacaba el mismo autor al identificar «el gran problema de la geografía», se trataba de «determinar, con toda precisión y verdad, la influencia que las formas y condiciones de la superficie terrestre en cada lugar, ejercen en el proceso mental de sus habitantes» (Mili, 1905). La idea compartida sobre la nueva geografía contemplaba ésta como la disciplina que investiga la relación entre los componentes físicos y las «asociaciones políticas que forman los pueblos, la prosperidad de las naciones». La confianza en las posibilidades de la geografía moderna, como ciencia, permitía considerar un futuro en el que pudiera llegar «a fórmulas o leyes que determinen, por ejemplo, la relación entre la idea artística o religiosa de un pueblo y el medio natural en que se ha desarrollado y vive» (Mill, 1905). La convicción de que los fenómenos humanos se corresponden con fenómenos físicos, y de que a través de las condiciones físicas o naturales se alcanza a entender los hechos sociales, no sólo era un estado de opinión compartido sino que se consideraba avalado por una «tradición» intelectual y soportado por la propia ciencia, en cuyo movimiento se inscribía la nueva geografía. Para los geógrafos que viven entre los siglos XIX y XX, la geografía moderna, asentada sobre la consistente base de las teorías evolucionistas, había supuesto superar el carácter de mera «descripción más o menos pintoresca de las regiones de la Tierra», e incorporarse al estatuto de «ciencia metódica», con similar rango a las demás ciencias físicas. 3.
Una geografía ambiental: ambientalismo y determinismo geográfico
La geografía nacía con un marcado signo «ambiental»; se puede pensar que no era casual. La primera definición de la geografía moderna, tal y como se delinea a finales del siglo XIX , y entendiendo por geografía moderna el cuerpo doctrinal que pretende dar una explicación totalizadora de lo social y lo físico, en el marco de una ciencia positiva, contiene una acentuada orientación «ambiental». Contemplar la geografía como una disciplina orientada al estudio de las formas y caracteres de la superficie terrestre, en cuanto escenario o medio físico, «que condiciona la existencia de los seres vivientes», así como las reacciones de éstos a tales condicionamientos, en orden a «explicar la síntesis suprema de las relaciones totales de la superficie terrestre con la vida de las plantas, de los animales y del hombre», se convierte en una forma de
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pensar socialmente aceptada, como sintetizaba un geógrafo español (Bullón, 1916). El «ambientalismo» impregnó, por razones históricas y metodológicas, el origen de la geografía. El ambientalismo geográfico fue un componente natural en la constitución de la geografía moderna. La formulación ambiental enraizaba sin dificultades en la tradición cultural occidental y se insertaba en la cultura científica inmediata. Las relaciones Hombre-Medio encajaban en los postulados del evolucionismo, o al menos se formulaban en un lenguaje de apariencia común y con una óptica análoga. Desde una perspectiva científica, la formulación de la nueva geografía parecía corresponder con el estado científico del momento. En el ámbito cultural gozaba de una profunda tradición. 3.1.
TRADICIÓN CULTURAL Y AMBIENTALISMO
El «ambientalismo» hipocrático, recuperado en el siglo XVIII , había inducido el desarrollo de la medicina higienista y estimulado el cultivo de lo que será la geografía médica desde finales del siglo ilustrado, entendida como parte de la patología general que trataba de la distribución de las especies morbosas en relación con los climas y con las circunstancias físicas de los diversos lugares. La vinculación con el ambiente no se circunscribirá a los estados morbosos. El carácter, las aptitudes, los comportamientos, individuales y sociales quedarán también asociados a él. Sentimientos, pensamientos, costumbres estarían condicionados por la naturaleza física: cuerpo y alma de los hombres se corresponden con el ser del país, según enunciaba Hipócrates. Tradición cultural reforzada por la propia herencia judeocristiana, que hacía al hombre una criatura del limo de la tierra. Un «ambientalismo» más radical formaba parte de la tradición occidental más reciente. Montesquieu había formulado ese vínculo dependiente de una forma drástica: «las distintas necesidades en los diferentes climas han formado las diferentes maneras de vivir, y estas diversas maneras de vivir han originado las distintas clases de leyes». Y, en términos aún más contundentes, lo expresaba Herder, al apuntar que «antes que una nación aparezca sobre el mundo, las cadenas de montañas, los repliegues del terreno y de los ríos marcan ya, con rasgos indelebles, la fisonomía de la historia». La cultura occidental era receptiva, por tanto, al «ambientalismo» en formulaciones de muy diverso calado. Extremado o comedido formaba parte de esa cultura; forma parte de nuestra cultura. El mismo I. Kant se muestra siervo de esa concepción que hace del suelo, de los factores físicos, el soporte obligado de las condiciones morales de los pueblos y de los seres. Es lo que convierte, a la que él denomina geografía física, en el fundamento explicativo de los rasgos humanos. Le reconoce ser «no sólo el fundamento de la Historia, sino también el de todas las demás geografías posibles» (Kant, 1968).
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Es cierto que el «ambientalismo» secular tiene poco que ver, en su expresión o formulación, con el moderno. Ni Hipócrates, ni Galeno, ni Bodin o Montesquieu, conciben el suelo, el clima o el ambiente como se hará a partir del siglo XIX. El suelo, en la cultura occidental ha sido, hasta el siglo pasado, un puro sustrato o tablado, un escenario, de acuerdo con la elaboración griega. Sus atributos no van más allá de su forma, de sus contornos. Eran más importantes sus propiedades, en el sentido medieval del término. El propio ambiente, desde la consideración geográfica, no sobrepasaba la distinción de llanuras, mesetas y montañas, conceptos, por otra parte, por completo imprecisos y ambiguos. El clima de esta tradición milenaria tiene poco que ver con nuestro concepto moderno de clima. Responde en mayor medida al concepto de climas de los clásicos, esto es, a las grandes divisiones o círculos celestes y su proyección sobre la Tierra: zonas cuyo único rasgo ambiental o climático, en sentido moderno, se reduce al grado de calor. Zonas tórridas, zonas templadas, zonas frías, como único utillaje climático, en la medida en que el concepto de temperatura, ni ha sido elaborado ni es mensurable. Entre otras razones porque tampoco se planteaban la medida de tales fenómenos. Responden a una concepción distinta de la naturaleza (Crosby, 1997). El ambiente tiene, para las gentes anteriores al siglo XIX , una componente más astrológica que empírica. Lo que hoy denominamos clima no forma parte de la concepciones premodernas, en las que los fenómenos atmosféricos quedan sujetos a la determinación astral. Son parte de la naturaleza de las cosas. Los cuatro elementos, como las cuatro cualidades, como las complexiones humanas, como las estaciones. Calor y frío, humedad y sequedad, hielo y granizo, lo mismo que los azotes o plagas, son atributos de los cuerpos celestes cuyo tránsito regular por las estaciones los distribuye sobre la superficie terrestre. Determinado astro de condición húmeda aporta lluvias, de igual modo que el de condición fría provocará hielos. Son fenómenos -los que llamamos climáticos- que para los antiguos se encuadran en otros esquemas de entendimiento y explicación. En este sentido, el «ambientalismo», como descubren las expresiones que aparecen sistemáticamente en los geógrafos llamados clásicos, definen una concepción de la geografía que responde al modo de pensar moderno. Se fundamenta en la distinción entre Hombre y Naturaleza como entidades contrapuestas. Distinción impensable en el pensamiento medieval. Se formula como disciplina de las influencias del medio en el hombre. El epicentro es el medio, no el hombre, o como el propio Vidal lo formula, el lugar no los hombres. Expresión contradictoria en la medida en que los hombres constituyen la preocupación, el centro de interés, de esta nueva geografía. Una Geografía apoyada en la determinación del medio. No en la predeterminación. Formulado de otra manera, los destinos de las sociedades humanas no están escritos de antemano y desde la eternidad como afirmaba Ritter y como postulaban Montesquieu y Herder. Para los geógrafos de la primera etapa de la moderna Geografía Humana son destinos históricos, y por tanto variables. Y esto ocurre en Ratzel y en Vidal de la Blache, si bien uno y otro tengan expresiones drásticas que
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han permitido interpretaciones deterministas radicales. Lo que estos geógrafos consideran es que en esa relación histórica entre una colectividad humana y unas condiciones geográficas -es decir, físicas- dadas, son éstas las que actúan de molde; éste es el presupuesto epistemológico fundamental. Vidal de la Blache lo expresaba de modo explícito: «Los hechos de geografía humana se vinculan a un ámbito terrestre y sólo son explicables por él. Están en relación con el medio que crea, en cada parte de la Tierra, la combinación de las condiciones físicas.» A partir de un concepto de lo geográfico como lo que concierne a las influencias del Medio en la Historia. La geografía contempla ese binomio que es esencial en su entendimiento moderno, desde la atalaya del Medio. Un problema, en cuya formulación los geógrafos se dejaron encerrar en los precientíficos enunciados de la cultura astrológica, como señaló, con certera crítica, Lucien Febvre decenios más tarde. Destacaba cómo los primeros planteamientos de la Geografía recogían «ciertos problemas en la misma forma que los planteaba la tradición». Como él señalaba, el lenguaje de las influencias no era propio de la época científica, correspondía a otra etapa: «La influencia no es una palabra del lenguaje científico, sino del lenguaje astrológico. Que se deje, pues, de una vez para siempre, a los astrólogos y demás charlatanes.» La geografía incurre en otorgar al suelo «una especie de poder creador para hacer de él el productor y animador de las formas sociales». Sin embargo, ese lenguaje era el que había sustentado la constitución de la geografía moderna. 3.2.
LA CONDICIÓN CIENTÍFICA: EL DETERMINISMO GEOGRÁFICO
La geografía estableció su marco epistemológico como disciplina científica dirigida a descubrir y enunciar los principios generales, las tendencias básicas, las regularidades que rigen el desarrollo del medio y su influencia en el hombre. La nueva geografía buscaba regularidades y leyes en las relaciones del Hombre con el Medio, y confiaba en alcanzar a enunciarlas a partir de la observación empírica. Aspiración y condiciones que aparecían claras para los contemporáneos: «No hay Ciencia mientras no se deduzcan de los hechos y de los fenómenos principios y leyes generales que representen un conjunto de gran solidez filosófica... Y la Ciencia se levanta sobre el sólido andamio de las hipótesis que permiten situar los hechos para mayor armonía del conjunto» (De Buen, 1916). Los geógrafos de la primera hora pretendían fundar un campo de conocimiento que se vinculaba a la ciencia positiva, tal y como ésta se concibe en el siglo XIX. La geografía se constituye como una disciplina empírica, de observación, cuyo material son los fenómenos geográficos. Recoger «hechos» geográficos, clasificarlos y ordenarlos, establecer su distribución, compararlos y descubrir las relaciones que se producen entre ellos, forma parte del método. El objetivo era llegar a establecer por inferencia o inducción las regularidades observadas o supuestas, los principios que rigen su producción,
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las leyes de validez universal, que dan razón de los vínculos entre el Hombre y el Medio y sus distintas manifestaciones o variaciones geográficas. Las que deben permitir prever sus consecuencias, adelantarse a sus efectos, prevenirlos o evitarlos. Las leyes científicas expresan una relación de causalidad entre los factores o variables determinantes o independientes, y los elementos condicionados, las variables dependientes. Reunidas determinadas condiciones o circunstancias se pueda afirmar que se derivarán efectos también determinados y, por tanto, previsibles. La determinación causal representa sólo el rasgo más sobresaliente de una filosofía del conocimiento que, en el siglo pasado, es el fundamento de la propia ciencia positiva, tal como se la concebía en esa época. La geografía, por razones de origen, por razones conceptuales y culturales, no podía ser sino causal y por tanto determinista. Se encuentra de forma generalizada y sistemática en los primeros geógrafos modernos. Hay en las historias de la geografía más tradicionales y en la práctica teórica de los geógrafos una especie de síndrome de culpa, a modo de pecado original de la geografía moderna, vinculado, en este caso, al determinismo geográfico. Especie de culpa que acompaña a la geografía a partir de las críticas que recibe desde ámbitos diversos y, sobre todo, por parte del historiador L. Febvre. Se olvida que ese rasgo pertenece a la propia naturaleza de la ciencia moderna y que anida en la cultura europea muy profundamente, sin duda con anterioridad a su formulación geográfica. Que la geografía no hizo sino incorporar a su propia definición, tanto la determinación científica como la cultural. El determinismo geográfico o natural, tal y como lo entienden y formulan los geógrafos de la primera generación moderna, pertenecía al acervo cultural y científico contemporáneo. En los últimos decenios del siglo XIX se consolida una actitud compartida en el sentido de que era posible construir una disciplina «científica» cuyo objeto eran las influencias del Medio -environment- en la Sociedad. Se abordó desde presupuestos y enfoques diversos, de acuerdo con la procedencia y formación de los principales protagonistas de ese esfuerzo, en relación con su trasfondo cultural y filosófico, y en virtud del contexto ideológico en que se desenvuelven. La definición de un proyecto geográfico moderno se ve afectada por todos estos condicionantes, que marcan el perfil inicial y el desarrollo de la geografía moderna en el siglo XX . 4.
La decantación del proyecto geográfico: una ciencia positiva
La manifiesta coincidencia que se produce a finales del siglo XIX al establecer los rasgos generales de la geografía moderna, al insertarla en el entorno científico-cultural de la época, y al asignarle un objetivo de indudable trascendencia ideológica, como ocurre en las influencias-relaciones Hombre-Medio, no se manifiesta, en cambio, al definir la dimensión conceptual y teórica de la nueva disciplina.
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Hay en ello un déficit que acompaña la evolución de la geografía moderna. Un déficit de reflexión teórica y metodológica que L. Febvre apuntaba ya respecto de los geógrafos franceses: «Las obras de teoría, los libros de conjunto sobre la materia, el fin y los métodos de la geografía humana, son muy raros en Francia»; déficit que forma parte de la tradición de la disciplina. Los geógrafos se mostraban incapaces de atribuir un perfil único a la disciplina y de ordenar sus contenidos. Desde dentro, se debatían en la definición de la geografía como simple ciencia de la distribución espacial y localización de los fenómenos geográficos o como una ciencia de mayor calado, causal y general, e incluso como una simple disciplina artística. Desde fuera de ella, desde distintos campos, se resaltaba la vaciedad de contenidos o el carácter superfluo de los mismos, en la medida en que la geografía aparecía como una simple agregación de conocimientos pertenecientes a otras disciplinas bien definidas. La confusión conceptual -confusión epistemológica-, es un rasgo destacado de esta primera etapa de la geografía moderna. La decantación de un proyecto «geográfico» se produce en un marco de propuestas muy diversas, contrapuestas desde la perspectiva teórico-conceptual y de la filosofía subyacente. No resulta ajeno a la variada procedencia de quienes contemplaron la posibilidad de fundar un conocimiento renovado de índole geográfica y de naturaleza científica. Eran conscientes de las dificultades de asentar una disciplina geográfica condicionada por una tradición cultural que hacía de lo geográfico un vasto campo de conocimientos dispares y sin vínculo interno. La geografía, tal y como se la entendía, carecía de una concepción unitaria. Los geógrafos aspiraban a dotarla de un cuerpo teórico y de una estructura sistemática equiparable a la de cualquier otra ciencia contemporánea. A pesar del escaso afecto que los geógrafos han mostrado hacia las reflexiones teórico-metodológicas, ese trabajo fue abordado desde enfoques y posiciones contrapuestas. Y fue abordado no sólo desde la definición de la geografía y la determinación de su materia o objeto sino también desde la preocupación por darle una estructura interna acorde con su estatuto de ciencia. La crítica resaltaba que la geografía «tal y cual se escribe y se enseña» no es sino una aglomeración heterogénea de informaciones fragmentadas que pertenecen a campos científicos con reconocida fundamentación científica. La nueva comunidad geográfica buscaba proporcionar a la geografía un horizonte más abierto. Para ello parecía obligado construir un concepto «claro y lógico» de la geografía, que permitiera situarla en el contexto científico y ubicar cada una de sus ramas dentro de la propia geografía. Lo que exigía, a título previo, establecer el número, entidad y alcance de éstas. Se trataba de darle a la geografía un objetivo preciso y una «teoría central». Era obligado renunciar a aquellos componentes incoherentes, salvando la geografía «de los entusiastas demasiado celosos que pretenden incluir en ella toda suerte de conocimientos humanos». Si bien esta idea
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no siempre fuera compartida por todos los geógrafos. En uno y otro caso se trataba de definir no sólo el estatuto de la geografía como ciencia, sino también de establecer su sistemática. Había que configurar el cuerpo de doctrina, los componentes y ramas, los vínculos objetivos y metodológicos entre ellas, la estructura del conocimiento geográfico, y los objetos sobre los que cada una se constituye. Y había que asegurarse un «nicho» profesional. En la divergencia intervienen sensibilidades distintas que responden a formaciones diferentes. La actitud de los geógrafos de adscripción «física», como es el caso de los norteamericanos, es clara. Abogan por configurar una geografía de las relaciones entre el Medio y los seres vivos, entre el Medio y el Hombre, por tanto, de carácter general. Así la formula W. Davis, principal adalid de esta concepción. Reclamaba, de forma directa, una «geografía científica», considerada desde la óptica de una disciplina con cuerpo teórico explícito. Cuando Davis propugna una geografía «científica» lo hace desde un específico entendimiento del conocimiento científico, el del positivismo. Propugnaba mantenerse fiel a los orígenes. La disposición de los geógrafos de formación «histórica», representada por los franceses, en una primera instancia, pero también por una creciente parte de los alemanes e italianos, se decanta hacia la geografía como ciencia de la organización del espacio. Enunciado que debemos entender como ciencia de la configuración o distribución de los fenómenos geográficos, así como de su apariencia o fisonomía, como paisaje. La sutilidad de los matices no distancia excesivamente a autores como Vidal de la Blache y A. Hettner, principales abanderados de esta geografía de la localización, que propugnará, más tarde, R. Hartshorne en Estados Unidos. Comparten el perfil básico del concepto de ciencia, y la idea de una geografía científica. No obstante, resultan mucho más permeables a propuestas epistemológicas alternativas al positivismo, de raíz idealista. La doble sensibilidad, de formación por un lado, de filosofía por otro, orienta las dos principales propuestas que se manifiestan en el primer tercio del siglo XX. El debate se perfila en esos años entre dos opciones. Situar la geografía como una disciplina de la extensión de los fenómenos físicos y sociales sobre la superficie terrestre, una concepción compartida y extendida, dentro y fuera de ella. O hacer de ella una disciplina de la «relación» entre el sustrato abiótico y el orgánico, tal y como se formulaba en sus decenios iniciales. En el primer sentido se desarrolla el proyecto intelectual de A. Hettner y de la mayor parte de la geografía europea. En el segundo se centra la formulación americana, en torno a las posturas de W. M. Davis, que reivindicaba ese patrón para la Geografía en 1906: «El campo entero de la Geografía es el estudio de la relación entre la Tierra y la vida.» Una concepción que el geógrafo americano se limitaba a enunciar en el marco de un debate ya configurado en los primeros años del siglo XX. Frente a las objeciones de que tal concepción no consideraba los fenómenos de localización, contemplados como inherentes a la geografía, argüían que estaban comprendidos en su propuesta. Entendían que ésta aseguraba la coherencia de los mismos, al acotarlos, evitando que pudieran
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plantearse como geográficos fenómenos de simple distribución. Lo ejemplificaban en relación con la distribución «de los instrumentos de música y las obras de arte», como una muestra de lo que no constituía para ellos geografía. Resaltaban que, en cambio, proporcionaba una dimensión científica a la geografía, al superar la mera descripción en una explicación razonada. Actitud compartida por una parte significativa de geógrafos anglosajones y por una parte sustancial de los geógrafos de formación naturalista. 5. Una ciencia general de las relaciones entre el Medio y los seres vivos
Para los geógrafos de formación física la geografía se propone como una ciencia de las «relaciones Tierra-seres vivos». Lo formulan desde una óptica ambiental, que circunscribe la disciplina al estudio de las relaciones entre los diversos medios físicos terrestres y los seres vivos habitantes en ellos, entre ellos los humanos. Como una disciplina general cuyo perfil se aproxima mucho a lo que se puede denominar una «ecología de los seres vivos». Una ciencia natural de las relaciones entre el Medio y los seres vivos, como parte de las ciencias naturales. Es la geografía general según la concepción de esta corriente. Acotan y perfilan un tipo de disciplina que responde al planteamiento más generalizado de finales del siglo XIX, con un notable arraigo en Estados Unidos, donde la geografía alemana de la primera etapa goza de un prestigio generalizado. La influencia alemana fue casi exclusiva hasta entrado el siglo actual, como reconocía I. Bowman al traducir la Geografía humana de J. Brunhes: «Nuestra devoción por los manuales alemanes de geografía y particularmente por la Antropogeografía de Ratzel, nos había hecho necesariamente más familiares las fuentes de la ciencia geográfica alemana.» Lo corroboraba, años más tarde, C. Sauer. El esfuerzo sistematizador para reducir este campo a un conjunto coherente de ramas cuyas relaciones quedaran reconocidas dentro del tronco común lo protagonizan los geógrafos norteamericanos que responden a una escuela de intensa definición naturalista. El máximo exponente es el geomorfólogo W. M. Davis. Sus concepciones las comparten geógrafos europeos, británicos y continentales, sobremanera los de cultura naturalista. Entre éstos, la mayoría de los españoles, cuyo ejemplo es muy ilustrativo en este aspecto (Gómez Mendoza, 1997). La geografía americana se constituye como una disciplina naturalista y como una geografía física -fisiografía- dominante. Así se evidenciaba con motivo del VIII Congreso Internacional de geografía que se celebró en Estados Unidos en 1904. Como resaltaba un asistente al mismo, «predominaron los estudios sobre geografía natural o física, es decir, los del grupo de fisiografía». De forma expresiva, según el mismo testimonio, las secciones relacionadas con la geografía humana, es decir, con la Antropogeografía, no llegaron, siquiera, a reunirse. Un indicador fehaciente de la tradición geográfica americana en su período constituyente.
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Reivindicaban una concepción capaz de dar sentido al cuerpo de la geografía articulando un coherente sistema de subdisciplinas. La geografía se formulaba como una disciplina que aborda las relaciones de lo inorgánico con lo orgánico, dos polos que establecían la primera división lógica: la fisiografía, para el primero, y la ontografía, para el segundo. Eran las denominaciones que proponían desde América. Campo, el de la fisiografía, que comprendía tanto las subdisciplinas que corresponden a los elementos del medio ambiente físico, tierra aire y agua, como la que aborda la Tierra como cuerpo celeste, cuya consideración se mantenía. La fisiografía de la superficie terrestre, la meteorología y oceanografía, además de una «geoplanetología», daban cuerpo a lo que podríamos entender, en lenguaje actual, como geografía física. Configuraban la variable independiente de las relaciones Hombre y Medio. La ontografía, como rama de los seres vivos, comprendía y sistematizaba los conocimientos referidos al mundo vegetal, al animal y al hombre. La fitogeografía, la zoogeografía y la antropogeografía integraban el edificio conceptual de la geografía tal y como lo perfilaban los geógrafos americanos a principios de este siglo y, en general, los geógrafos de filosofía positivista. Esos campos constituían la variable dependiente de las relaciones Medio-Seres Vivos (entre éstos, el Hombre). 6. La dimensión regional de las relaciones Hombre-Medio: otra perspectiva
El esfuerzo de sistematización y ordenador de la geografía moderna desde una perspectiva científica positiva y en el marco de la filosofía positivista tiene su contrapartida en las propuestas que, desde una tradición personal y académica distinta, desde postulados intelectuales diferentes, más afines a las nuevas filosofías del sujeto, surgen en Europa en el mismo período. La propuesta europea se articula sobre la tradición histórica francesa, tiene una notable contribución intelectual, crítica y positiva, de un historiador como Lucien Febvre, y se elabora como una construcción sistemática en Alemania. Su expresión más conocida es la de A. Hettner (1859-1941), un geógrafo físico -geomorfólogo también- orientado a la geografía regional. La confluencia entre ambas trayectorias no significa coincidencia de planteamiento. Propugan, frente a la concepción general de la geografía, la concepción regionalista de la disciplina. Frente a la afirmación de lo general, la relevancia de lo singular. 6.1.
LA DEFINICIÓN REGIONAL: UN PROCESO PAULATINO
La configuración de la tradición «regional» en la geografía se produce por la confluencia de varias corrientes que aparecen como independientes: la del regionalismo y la del paisaje. La primera se configura en Francia y Alemania. La segunda es estrictamente alemana. A. Hettner es quien da for-
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ma, de modo sistemático, a la primera, desde una perspectiva académica. Los geógrafos franceses fueron los que le dieron popularidad. Y un historiador francés, L. Febvre, es el autor de su argumentada crítica respecto del frente positivista y defensa del acoso sociológico. Por estas vías, y con la colaboración de Febvre, se construye el discurso regional que prevaleció durante medio siglo en la geografía moderna. Un discurso cuyas resonancias intelectuales no han desaparecido. El giro que se produce en el pensamiento geográfico, más significativo en las escuelas germánica y francesa, no es una reacción autónoma dentro de la geografía ni representa un problema geográfico. Responde a un movimiento general de la cultura europea occidental asumido por geógrafos. Representa la resonancia en la geografía de un cambio de la ideología dominante hacia el irracionalismo, identificado con la pérdida de la «fe viva en la ciencia», que dijo Ortega y Gasset. Un proceso que prima lo intuitivo sobre lo racional, lo espontáneo sobre lo ordenado, lo subjetivo sobre lo objetivo, el instinto sobre la razón. El cambio de rumbo en la geografía moderna es progresivo. Los geógrafos que lo esbozan parten, todos ellos, de una concepción positivista predominante. Un análisis detenido de los textos más representativos de la reflexión geográfica de la primera mitad del siglo muestra con nitidez que el cambio epistemológico no corresponde tanto a los «fundadores» de la geografía moderna como a sus herederos de segunda generación. Unos y otros derivan hacia la geografía regional y del paisaje, que llegarán a identificarse como la misma geografía. Es patente en los primeros y en sus discípulos directos, desde Vidal de la Blache a A. Demangeon. Vinculaban el estudio regional en el marco de una disciplina generalizadora, como lo expresa Brunhes: «Esta geografía regional constituye uno de los puntos de apoyo esenciales de la Geografía General; para abarcar bien los hechos generales es bueno partir de lo particular, lo localizado, lo regional» (Brunhes, 1921). Lo había apuntado el propio Vidal de la Blache. No ponía en entredicho la finalidad de la generalización del conocimiento, pero reclamaba hacerlo sobre un soporte consistente, es decir, sobre buenos estudios locales, esto es regionales, de las influencias del Medio sobre el Hombre: «No podría aconsejarse nada mejor que la realización de estudios analíticos, de monografías en las que las relaciones entre las condiciones geográficas y los hechos sociales fuesen observados de cerca, dentro de un restringido campo previamente seleccionado» (Vidai, 1902). El principio de causalidad, el objetivo legitimador del conocimiento científico, la plena conciencia de que la geografía es una ciencia positiva, el reconocimiento de la neutralidad del proceso de conocimiento, la aceptación de los hechos de observación como el punto crucial de la construcción científica, están presentes de forma constante en ellos. No hay renuncia en la concepción epistemológica. Hay cautela metodológica y hay una deficiente formación científica, como en el propio Vidai de la Blache (Buttimer, 1980). Hay prudencia en el manejo de los datos, pero no existe como una alternativa consciente y elaborada.
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Hay una progresiva resistencia a aceptar enunciados de carácter general, como lo expresaba Vidal de la Blache en 1899, en la lección de apertura de un curso de geografía de Francia. Reconocía, como fin de la geografía, «el conocimiento de leyes generales». Situaba ese objetivo en un marco local, en cuanto «pretende estudiarlas en su aplicación a los diversos medios». El recurso a las leyes generales aparece como obligado «para explicar las diferencias de fisonomía que presentan las regiones». El traslado de los objetivos generales a los locales se esboza con claridad. Para Vidal de la Blache, que no es el único que enfoca en este sentido la geografía, los estudios regionales se decantan como el principal foco de atención del trabajo geográfico. La ciencia geográfica, basada en las relaciones Hombre-Medio, exige, para sobrevivir, según estos geógrafos, eliminar los resquicios de las generalizaciones ambientales. En cierto modo significa que, con cierto aire de paradoja, la geografía necesitaba, para poder mantener su concepción ambiental, como disciplina de las relaciones entre el Hombre y el Medio, renunciar al ambientalismo genérico. Los geógrafos hacían hincapié sobre el Medio y el Hombre en un entorno específico: sobre el lugar del hombre habitante. Concentraron su atención sobre el espacio determinado. Marcan los distingos sutiles que permiten separar la geografía de las disciplinas sistemáticas. De las influencias del Medio sobre el Hombre que definen la primera formulación de la geografía moderna, a las relaciones del Medio y el Hombre en un marco preciso, «concreto» y en una perspectiva temporal. De la visión y concepción sistemática a la concepción histórica del vínculo Medio-Hombre. Es decir, con tiempo y espacio determinado. Los lugares constituyen el centro de sus preferencias. Esta alternativa tiene una doble vertiente. La epistemológica que representa el renunciar a la generalización de esas relaciones. La conceptual, en cuanto al modo de acotar el campo de actuación de la geografía. En un caso se trata, ante todo, de configurar un cuerpo de doctrina para la geografía. En el otro, de identificar el objeto de estudio. Las circunstancias del primer tercio del siglo proporcionaban respaldo filosófico a esa deriva epistemológica. Frente al positivismo en situación crítica se ofrecían alternativas que parecían adaptarse a las condiciones históricas y epistemológicas de la geografía moderna. En el segundo aspecto de los señalados, el de acotar un espacio de análisis propio, la labor no era difícil: desde su primer momento, como hemos visto, la geografía moderna disponía de dos conceptos clave bien entrelazados, y fundamentales, tal y como los formuló Mackinder. La geografía tenía que ver con el medio y con la región. El consenso sobre la región natural era total. «La geografía... tiene por misión investigar cómo las leyes físicas y biológicas, que dirigen el mundo, se combinan y modifican aplicándose a las diversas partes de la superficie del Globo... tiene por tarea especial estudiar las expresiones variables que reviste, según los lugares, la fisonomía de la Tierra», según resumía, ya en 1913, Vidal de la Blache, en evidente referencia a la región.
CAPÍTULO 9
LA GEOGRAFÍA MODERNA: REGIONES Y PAISAJES El contexto sociológico de la aparición de la geografía moderna se nos muestra como un factor a tener en cuenta en la búsqueda del perfil para la nueva disciplina. En un universo científico dominado por naturalistas, cuya impronta personal y teórica sobre la geografía es decisiva, la presencia de un núcleo de geógrafos de orientación y formación «histórica», sobre todo en Francia, que «controlaban», por razones estrictamente históricas, la instauración inicial de la disciplina, se convierte en un elemento de diferenciación progresiva, dentro de la geografía. Es una alternativa que distingue a Francia, cuyas cátedras de geografía universitaria son ocupadas por personas de formación histórica, hasta dar origen a un importante y dominante núcleo de profesores de geografía en facultades de letras. De las trece cátedras existentes en 1886, doce correspondían a este tipo de centros. La presencia de la geografía, como disciplina histórica, se acantonaba en las facultades de letras, como un conocimiento auxiliar de la Historia. Una situación anómala en el marco de una geografía de perfil naturalista, predominantes en los demás países. Sin embargo, van a compartir con ellos la concepción de la geografía como disciplina de las influencias del Medio sobre el Hombre. Un enfoque de esta naturaleza no les era ajeno. Formaba parte de la tradición cultural histórica. Una circunstancia que facilitó su inserción en el proceso de construcción de la nueva geografía. Sin embargo, su endeble formación naturalista o científica les hará receptivos a las propuestas que llegaban de Alemania a principios del siglo XX . Estaban sustentadas en filosofías subjetivistas de corte romántico y de ideología nacionalista, así como en la renovada filosofía neokantiana. Permitían justificar nuevos enfoques para la geografía, que contemplaban la dimensión histórica como un componente destacado del análisis del geógrafo. Daban fundamento epistemológico al interés por las entidades regionales singulares.
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1. La herencia astrológica: la filosofía de la Historia
La geografía moderna, la geografía humana que se propone a finales del siglo XIX, venía a proporcionar a los historiadores un marco atractivo, científico, para el redundante problema de la vieja historia. De ahí la coincidencia con la propuesta naturalista y con la concepción de la nueva disciplina. Compartían el concepto de una geografía como ciencia natural orientada a las relaciones entre el Hombre y el Medio, con los geógrafos de formación naturalista. El objetivo era común. En el marco común de una disciplina entendida como ciencia natural de las relaciones entre el Medio y los Hombres, protegerse de los naturalistas de formación, proteger el dominio propio de las facultades de letras, aparece como una necesidad de supervivencia. Venía impuesta por la primacía de la geografía física y la dependencia de la Antropogeografía respecto de dicha geografía física, como aceptan y expresan la totalidad de los geógrafos hasta mediados del siglo XX . Sobre todo si tenemos presente que la moderna geografía nace, precisamente, como una ciencia para la historia, en paradójica relación con ésta. Su apariencia de ciencia auxiliar queda contrarrestado con su configuración decisoria: es la geografía la que posee las claves del devenir histórico. Es la geografía la que dispone del secreto del desarrollo social. Lo que distingue a estos geógrafos es una actitud cautelar ante los problemas que el «ambientalismo» planteaba desde una perspectiva metodológica. La endeblez de la trama probatoria del ambiente la señalaba, desde dentro de la geografía, J. Brunhes a principios de siglo, que marcaba las distancias con el positivismo imperante. Por otra parte, desde fuera, desde las disciplinas afectadas, en especial la historia, la crítica a las generalizaciones pretenciosas, por vía ambiental o por vía racial, matizaba y limitaba el alcance de conclusiones apriorísticas. Se percibe un reflejo de supervivencia por parte de los historiadores de oficio. Será un destacado historiador francés el que protagonice la más contundente crítica de las debilidades conceptuales de la geografía como disciplina positiva. Es el principal crítico de la concepción generalista y del entendimiento dominante de la geografía como disciplina de las influencias del Medio en el Hombre. Desde el oficio de historiador hacía también la crítica de estas filosofías de la historia deslumbradas por el destino de los pueblos. Filosofías e historias apegadas a las viejas cuestiones, pre-científicas, de las influencias físicas sobre el devenir histórico. Desde una concepción moderna de la historia, realizaba la crítica de las modernas orientaciones de la geografía. Lo hacía en la introducción a una colección histórica. 2. La crítica desde la Historia: L. Febvre y el posibilismo
El modelo de geografía humana que surge en el primer tercio del siglo actual, se configura en torno a la escuela francesa de Vidal de la Blache, aunque su formulación conceptual y teórica corresponda al historiador
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L. Febvre; y se sustenta sobre la sistemática construcción que introducen los geógrafos alemanes, a partir de presupuestos ideológicos y filosóficos de creciente influencia en el ambiente cultural alemán de finales del siglo pasado y del primer tercio del siglo XX . A. Hettner (1859-1941) protagoniza uno de los esfuerzos más consistentes y constantes por construir ese proyecto de geografía. La concepción regionalista supuso una reacción progresiva frente a las formulaciones que se identifican con la Antropogeografía de F. Ratzel y sus seguidores más destacados, inspirados en el positivismo. Tiene un componente crítico respecto de la metodología que el fundador alemán y sus discípulos habían generalizado. Es decir, respecto de una estricta universalización inductiva de los fenómenos geográficos, una reductora afirmación de las influencias del Medio sobre el Hombre, y una definición rígidamente determinista de las relaciones entre el Medio y la Sociedad. Las pretensiones universalistas del geógrafo alemán y, en general, de los geógrafos de formación naturalista, vinculados por una cultura científica común, positivista, son matizadas desde la óptica de quienes comparten una cultura de tipo histórico. Vidai de la Blache, que comparte lo esencial de la concepción geográfica de Ratzel, contemplaba la geografía y las relaciones Hombre-Medio -no discutidas- sobre el marco local, definido, de la región natural, como enunciaba en 1899. Destacaba, entonces, como «particular misión» de la geografía, como ciencia de la Tierra, el estudio de las leyes generales «en su aplicación a los diversos medios». Lo hacía de acuerdo con un objetivo ya formulado por Mackinder: explicar las diferencias que ofrecen las distintas regiones en su fisonomía. Punto de arranque en que sustentaban la orientación regional del trabajo geográfico. Compartida, desde presupuestos de carácter filosófico más explícitos, por un creciente número de geógrafos alemanes. La otra dimensión de la crítica la desarrolla, años más tarde, y no deja de ser significativo, un gran historiador, L. Febvre. Éste suple la escasa preocupación teórica y metodológica en los primeros tiempos de la geografía francesa. La crítica de Febvre tiene más calado y alcance que la de Vidal de la Blache, por cuanto tiene proyección epistemológica. La crítica informada del historiador va a desmontar los ambiciosos postulados generalizadores de la geografía ambientalista inicial y de sus formulaciones en el seno de la geografía naturalista. La crítica minuciosa e inteligente se dirige al proyecto geográfico indiscriminado de explicación de la totalidad social a través del sustrato físico. Realza la debilidad metodológica y las múltiples fisuras de ese tipo de proyectos. Plantea a los geógrafos de formación histórica, más bien de sensibilidad histórica, la oportunidad de reorientar la disciplina. Le reservaba un lugar en el universo científico a salvo de las acechanzas de la Sociología, una brillante disciplina configurada a la par con la geografía, en el entorno de E. Durkheim.
168 2.1.
LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA LA CRÍTICA DE «LAS INFLUENCIAS» DEL MEDIO
La crítica de Febvre descubría la debilidad de la geografía naturalista en su aplicación a los hechos sociales e históricos, el carácter elemental del discurso naturalista, la precariedad del mismo, sus insuficiencias. Ponía de manifiesto el carácter endeble de las construcciones geográficas, con ambición universal, apoyadas en una mísera base de conocimientos, sin proporción con las conclusiones extraídas de ella. Destacaba el carácter quimérico de tales objetivos, tal y como los expresaba F. Ratzel, respecto de su Antropogeografía, «estudiar todas las influencias que el suelo puede ejercer sobre la vida social en general». Resaltaba la desproporción entre la magnitud del objetivo y la capacidad y alcance de una persona y aun de una ciencia, dada la variedad y multiplicidad de los problemas a resolver. Un objetivo inalcanzable para una multitud de ciencias particulares. Como apuntaba crítico Febvre, «un hombre sólo, incompetente en cada un de estas ciencias resultaría, con el nombre de geógrafo, competente en todas ellas». Ponía de relieve, por otra parte, la debilidad del soporte. Como criticaba Febvre, la geografía incurre en otorgar al suelo «una especie de poder creador para hacer de él el productor y animador de las formas sociales». Crítica acertada, porque esa consideración del suelo como fundamento de la vida social constituía un axioma de los geógrafos «científicos» de la primera época. Lo proclamaba un destacado publicista francés: se trataba de «no perder de vista el suelo, que debe dar, estudiado de una manera completa en su forma, en su constitución, en sus relaciones con el medio ambiente, en sus recursos, la explicación de nuestras diferencias, la clave para comprender la organización social y las instituciones de los pueblos». Lucien Febvre denunciaba, en definitiva, el carácter de recetas simplistas que tenían los postulados geográficos que se presentaban como reglas o principios universales. Resumía Febvre que «el gran vicio de empresas semejantes, es, en nuestro sentir, que esconden la dificultad y velan la profunda extensión de nuestras ignorancias; que ofrecen con demasiada facilidad a nuestros espíritus, siempre perezosos por naturaleza e inclinados a contentarse con fórmulas "curalotodo", la ilusión de que han abarcado por entero la realidad, y la han depurado, condensada en pocas abstracciones, pero ricas y como abarrotadas de la diversidad prodigiosa de la vida. Provistos con facilidad de una especie de catecismo formal, tenemos excesiva tendencia, después, a dispensarnos del esfuerzo, de la reflexión y la abstracción personal». Es él el que se pregunta si la geografía tiene un método y el que resalta cómo oscila en torno a varios métodos, que él achaca a su juventud. Apunta a que «de la constitución, de la aplicación de un método geográfico aceptado y practicado universalmente depende, esencialmente, no diremos la solución, pero sí el planteamiento científico del problema del medio». Pone de manifiesto la importancia del método en la aplicación de una disciplina rigurosa.
Las cautelas de L. Febvre y sus propuestas alternativas, más matizadas se conocen como «posibilismo» en la historia de la geografía , de acuerdo ( con la denominación que este autor acuña. Contrapone los seguidores d, Ratzel a los de Vidal de la Blache, «a los deterministas a lo Ratzel y a lo que tal vez podríamos denominar posibilistas a lo Vidal». Daba forma, pa radójicamente, a una nueva concepción de la geografía. Paradoja que hay sido un historiador el que diera el perfil y la justificación de la nueva dis ciplina frente a los competidores, desde la antropología a la sociología. que fuera él, historiador, el que delimitara los contornos de la nueva geografía y el que le otorgara el sello de «ciencia verdadera y autónoma». 2.2.
UN PERFIL ALTERNATIVO PARA LA LAS RELACIONES HOMBRE-MEDIO
L. Febvre planteaba, sin hacer una formulación sistemática de la misma, una geografía humana -es decir, una Antropogeografía- como ciencia natural. Consideraba «los estudios de la geografía física» como la «base indispensable y verdadero fermento generador de toda Antropogeografía seria y digna de consideración». Compartía con los geógrafos ese encadenamiento que lleva desde la geografía física hasta la geografía política e histórica. Mantiene con ello la concepción originaria y muestra, hasta la evidencia, la firme y consistente fundamentación de la geografía como una disciplina en el campo de las ciencias naturales. Febvre no objeta esta concepción; sí lo hace respecto de sus despropósitos y sí propone, con una gran lucidez -que no tendrá acuse de recibo entre los geógrafos-, una formulación moderna del elemental principio de las relaciones entre el Hombre y el Medio. Llegará a esbozar una concepción de la geografía mucho más abierta, moderna y avanzada que la que dominará, durante varios decenios, entre los geógrafos de oficio. La Naturaleza es, para L. Febvre, en gran medida, un producto humano. «Para obrar sobre el medio el hombre no se sitúa fuera del mismo. No escapa a su acción en el preciso momento en que trata de ejercer la suya sobre él. Y la Naturaleza que actúa sobre el hombre por otro lado, que interviene en la existencia de las sociedades humanas para condicionarla, no es una Naturaleza virgen, independiente de todo contacto humano; es una Naturaleza profundamente "trabajada" modificada y transformada ya por el hombre.» Como consecuencia, el problema a plantear no es, para él, esas influencias, ni siquiera las relaciones, sino la creciente intervención humana sobre el Medio. Como él resume: «El problema es éste: ¿crece la acción del hombre sobre la Tierra?» Un enfoque que llama la atención por lo moderno e innovador, por lo actual. Y que sorprende, asimismo, por su nula influencia en este sentido. La fuerza de las viejas convicciones naturalistas era más fuerte. Más allá que los geógrafos contemporáneos, percibe que la verdadera entidad de una moderna geografía tiene que ver con la acción podero-
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sa de las sociedades modernas. Más sensible a los procesos del mundo contemporáneo, observa cómo, «desterrado de la geografía como paciente, el hombre civilizado de hoy día reaparece en ella en el primer plano, como dominador y agente». Una disciplina del hombre en la que, como él precisaba a Vidal de la Blache, aquél, «cada vez juega en ello un papel más de causa y no de efecto». El creciente protagonismo social en la configuración del espacio, en la dialéctica Hombre-Medio, aparece como una reflexión destacada del historiador. Resalta este componente y lo vincula con la propia orientación de la geografía, a la que formulaba la pregunta esencial: «¿Qué relaciones mantienen las sociedades humanas de la actualidad con el medio geográfico presente? Éste es el problema fundamental y el único que se plantea la geografía humana.» La geografía humana coetánea de L. Febvre no se planteaba ni se planteará ese problema. Febvre expresaba, más bien, el marco deseable de la problemática de la geografía, con una indudable lucidez y apertura de espíritu, que no eran compartidas en la comunidad geográfica con el mismo grado de claridad. Utilizado, pero no seguido, L. Febvre identifica, para los geógrafos, la crítica del llamado determinismo y de la geografía positivista. Hay en los juicios de L. Febvre una lucidez que no aparece en los geógrafos de profesión contemporáneos, más condicionados por una visión arcaizante de la geografía, de sesgado perfil etnográfico. Como el propio Febvre acusaba, al resaltar el gusto de los geógrafos por lo primitivo: «Se diría que para muchos geógrafos, cuanto más cerca se encuentra el hombre de la animalidad, más geográfico es, como si la acción de las sociedades más civilizadas, las más poderosamente pertrechadas, no fuese precisamente lo que nos plantea los más altos problemas de la geografía humana.» Las reflexiones de L. Febvre tuvieron un efecto limitado. Las referencias al historiador se quedaron en la superficie; en los aspectos más formales de la crítica y de las propuestas de Febvre. 2.3.
LA HERENCIA DE
L.
FEBVRE: EL DISCURSO «POSIBILISTA»
La precisa crítica de L. Febvre respecto de los presupuestos de la geografía contemporánea, es decir, respecto del proyecto inicial de la moderna geografía, y sus lúcidas propuestas en lo que concierne a sus posibles enfoques y desarrollo no tuvieron, en Francia, proyección directa en su dimensión epistemológica. La obra de L. Febvre se manifiesta más en la acuñación de algunos términos de éxito, como el de «posibilismo», o la contraposición del mismo frente al determinismo, así como en la recogida formal de alguno de los enunciados del historiador, como el cambio de las influencias por las relaciones, como conceptos claves de la definición geográfica. Hicieron hincapié los geógrafos de formación histórica sobre el medio y el hombre en un entorno específico: sobre el lugar del hombre habitante. Los lugares, más que las influencias, constituyen el centro de sus preferencias. Concentraron su atención sobre el espacio concreto, determinado, localizado.
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Marcan los distingos sutiles que permiten separar la geografía de las disciplinas sistemáticas. Al tiempo que sustituyen influencias por relaciones. De las influencias del Medio sobre el Hombre que definen la primera formulación de la geografía moderna, a las relaciones del Medio y el Hombre, de acuerdo con la propuesta de L. Febvre, en un marco preciso, «concreto» y en una perspectiva temporal. Es decir, en condiciones históricas determinadas. Así lo evidencia el discurso de Deffontaines varios lustros más tarde: «La geografía humana no trata de estudiar influencias, sino relaciones. Con esta precisión queremos dejar bien sentado que en la geografía no hay determinismo. Ninguna fuerza cósmica, ni siquiera esa tan incontrastable que incluimos dentro del amplio concepto de clima, obra sobre el hombre con una fuerza excluyente de cualquier otra... El hombre no representa un papel de mera pasividad. Se adapta activamente. Y al adaptarse con su actividad crea otra forma de relaciones entre las condiciones físicas y su vida social. Se pasa del concepto de necesidad al de posibilidad» (Deffontaines, 1960). La endeblez teoricometodológica de la geografía francesa, por pereza o insuficiencia intelectual, impidió una elaboración de los objetivos y los métodos equiparable a la que tendrá lugar, precisamente, en el marco de la Historia. Tampoco se produce una reflexión epistemológica profunda. A pesar de las apariencias de la geografía regionalista francesa, no es equiparable su desarrollo metodológico y teórico con el de la historia de Annales. La labor de reflexión teórica y de dar forma alternativa a la geografía, desde postulados críticos al proyecto inicial y a su formulación americana, con una dimensión sistemática, cristalizará en Alemania. En buena medida recoge la tendencia esbozada y consolidada en la geografía francesa bajo la égida de Vidal de la Blache, con su progresiva reorientación regional. Lo hará, sin embargo, bajo presupuestos teóricos más explícitos, que no se corresponden, en sentido estricto, con los de la geografía francesa. Lo hará en un marco de desarrollo del pensamiento filosófico específico. Busca dar consistencia al edificio geográfico desde supuestos epistemológicos renovados, acordes con corrientes filosóficas y con ideologías de creciente audiencia en la Europa del siglo XX. 3.
De la geografía general a la regional: la sistemática geográfica
La propuesta de una construcción sistemática de la disciplina, alternativa a la americana, con visos de dar coherencia interna a los componentes de la geografía, se produjo en Alemania. Trató de justificar la pertenencia de la geografía al ámbito de las ciencias, de acuerdo con los postulados de las nuevas filosofías del conocimiento, que se elaboran en esa época en el mundo occidental. Alfred Hettner es el que acierta a expresar y orientar el debate geográfico del primer tercio de siglo, recogiendo el nuevo estado cultural dominante. Un debate que debe situarse en el contexto histórico adecuado. Los geógrafos sentían el acoso, por un lado, de la sociología que, desde el ámbito de las ciencias sociales, reclamaba para sí el campo de conocimiento
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de la geografía. Por otro, percibían las posibilidades de las nuevas propuestas epistemológicas, que se manifiestan frente al racionalismo científico imperante. A todo ello se une el desgaste del positivismo sobre el que sustentaba el discurso inicial de la geografía moderna. La propuesta sistematizadora de A. Hettner, que es un geógrafo de formación física, se formula, en sus primeros esbozos, a principios del siglo actual. La formalización definitiva tiene lugar en el decenio de 1920 (Hettner, 1927). Proporcionaba la alternativa al proyecto naturalista americano. Entroncaba con los esfuerzos teóricos, de geógrafos como H. Wagner y V. Kraft, que se desarrollaban en el ámbito alemán desde nuevos presupuestos. Coincidían en una actitud crítica respecto de los postulados de Ratzel. La obra de A. Hettner proporcionaba, desde una perspectiva teórica y metodológica, una sistematización de la disciplina en la vía en que la orientaban los geógrafos de formación histórica, de la escuela francesa. Precisamente, la diferencia con los geógrafos franceses es el esfuerzo por fundamentar la construcción teórico-sistemática de la geografía sobre las corrientes filosóficas, entonces en boga, del neokantismo. Como una reivindicación de la geografía de los lugares, como una geografía de las regiones. Lo que llama Hettner una ciencia corológica, en la tradición kantiana. NA CIENCIA COROLÓGICA: LA SOMBRA DE KANT
La ambiciosa formulación de Hettner se presentaba como una alternativa a la propuesta de perfil científico positivista que avalaban los geógrafos de formación naturalista y, de modo particular, la escuela americana, representaba por W. Davis. Compartía, con los teóricos americanos, la pretensión de disciplina científica para la geografía. Lo hacía desde una concepción específica de la ciencia. Buscaba, además, darle el rigor de un sistema. La construcción de Hettner tiene tres componentes: es una justificación teórica y filosófica -es decir epistemológica- de la geografía, en el marco de las ciencias. Es una formulación teórica, de la geografía, como disciplina de la organización del espacio, es decir, como una ciencia corológica, como una geografía regional. Y es una propuesta para sistematizar el conjunto de los conocimientos geográficos en una estructura jerarquizada de sus distintas ramas. La geografía como un cuerpo unitario y coherente, que busca articular la relación entre conocimientos generales y regionales, desde una perspectiva metodológica. Hettner ubica la geografía en el sistema de las ciencias, de acuerdo con los postulados de las filosofías neokantianas. Éstas habían enunciado la existencia de dos tipos de ciencias, vinculados con los dos tipos de clasificación de los conocimientos establecidos por I. Kant. Uno, que se corresponde con la denominada por Kant «clasificación lógica», en que se incluyen las ciencias sistemáticas, susceptibles de generalizaciones. Otro, identificado con la «clasificación física» de Kant, que incluye los conocimientos vinculados con el tiempo y el espacio, que, por su naturaleza singular, sólo son susceptibles de descripción o narración.
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De acuerdo con esta distinción de la filosofía neokantiana en «ciencias nomotéticas», las basadas en la clasificación lógica, y «ciencias idiográficas», las sustentadas en la clasificación física, A. Hettner reivindicaba, para la geografía, el estatuto de ciencia: una ciencia idiográfica. Con ello, Hettner trataba de desarmar los argumentos que descalificaban la geografía como una disciplina no científica, al restringir su objetivo a la mera descripción de cada singularidad regional, tal y como proponía la escuela francesa y como predicaba, también, una parte creciente de los geógrafos alemanes. El carácter científico de la geografía regional estaría avalado por la distinción kantiana. La geografía pertenecía a un tipo distinto de ciencia, con su propio método. Pero no dejaba de ser ciencia. Con ello se planteaba una geografía corológica. La orientación regional de la geografía francesa, más pragmática que teórica, adquiere, en Hettner, una justificación conceptual. La geografía se decantaba como una disciplina de la «organización del espacio» en la superficie terrestre. Un objetivo que la separa de las ciencias de la tierra o naturales. Objetivo que la convierte en «ciencia de las superficie terrestre según sus diferencias regionales». La geografía como ciencia del espacio, como la historia es la ciencia del tiempo. Con ello Hettner desplazaba el centro de la disciplina desde la «Erdkunde» (de la Tierra), a la «Lánderkunde» (de los territorios). Es decir, desde la geografía general a la geografía regional. 3.2.
UNA DISCIPLINA DE LA ORGANIZACIÓN DEL ESPACIO
La reivindicación del espacio, de la organización del espacio, confiere a la propuesta de Hettner un perfil renovado, con indudables resonancias en el desarrollo posterior de la disciplina. Aunque el término tenía antecedentes claros en la geografía alemana, sobre todo en Ratzel, la obra de Hettner supuso una elaboración esencial del mismo. Se vincula ahora con el concepto de organización. Introducía, en el contexto de las hegemónicas relaciones Hombre y Medio, una nueva dimensión no siempre explícita con anterioridad, la del espacio, como materialización física de las relaciones entre el Medio y el Hombre. Se identifica con localización: «Únicamente cuando concebimos los fenómenos como propiedades de los espacios terrestres estaremos haciendo geografía.» De acuerdo con sus postulados, lo que importa a la geografía es «el carácter de las regiones y de las localidades». Lo que hacía de la geografía «la ciencia de la organización del espacio». Para Hettner, la geografía no tiene que ver con la distribución espacial de los fenómenos, objeto propio de cada disciplina en la que tales circunstancias se dan. Ni la distribución de las plantas, ni la distribución de las lenguas, o la de las razas, constituye un objeto de la geografía. Hettner recorta así el perímetro de la disciplina. Lo simplifica. Trataba de eliminar una vieja confusión que había persistido en el período fundacional de la geografía moderna y que muchos geógrafos mantenían.
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La geografía, en su formulación regional, no abandonaba los enunciados originales. Los reubica. La geografía regional no renunciaba a las relaciones deterministas, al enfoque naturalista de los fenómenos geográficos, al ambientalismo. El discurso geográfico moderno se mantenía en lo esencial. Hettner plantea el problema en un nuevo marco. La nueva concepción no significaba renuncia a lo que constituía el centro tradicional de la geografía humana moderna: las influencias del Medio en el Hombre, o relaciones Hombre-Medio. A. Hettner no elimina esa dirección. Lo que hace es desplazar el centro de gravedad de la misma. De acuerdo con los nuevos enfoques de la geografía francesa, traslada el problema de las relaciones al marco regional. Como él dice: «La mayoría... sólo desean saber la influencia de la Tierra sobre el hombre, cuando en realidad no se trata de la influencia del conjunto terrestre, sino de la influencia de las diferencias locales de la superficie terrestre.» Recogía así la idea de Vidal de la Blache. Se pasaba de lo general a lo singular. Hettner concibe la geografía en los mismos términos de los fundadores modernos. Incluso de forma más directa, sin las correcciones y matizaciones de L. Febvre, a las que parece poco receptivo. Para el geógrafo alemán se trata de «influencias». La dependencia de lo social respecto del entorno físico constituye un punto de partida. Como él dice, «el hombre se desenvuelve en la naturaleza en el marco de una dependencia... esta dependencia consta de influencias, que el hombre padece, y de estímulos y motivación, que son los que desencadenan sus acciones». La perspectiva más rica de los vínculos entre el Medio y el Hombre, más acordes con formulaciones contemporáneas en las ciencias sociales, en que se introducen componentes de motivación y estímulo, no modifica el ambientalismo básico de la formulación de Hettner, que descubre el trasfondo cultural de esta concepción, bien asentada en la cultura contemporánea. Para Hettner, sólo determinados aspectos de la vida social escapan al condicionamiento geográfico y con ello a la consideración de la geografía: «Los detalles de la constitución y de la administración, la organización de la vida económica, social y espiritual, la diferente producción artística, literaria y científica, etc., apenas se encuentran condicionados geográficamente, más bien pueden desarrollarse en cualquier lugar. Del estudio geográfico se excluyen, sobre todo, las personalidades, porque la influencia que sobre ellas ejerce el medio ambiente es limitada.» Con ello la geografía se apartaba de las formulaciones de carácter naturalista más radicales, aquellas que hacían del ambiente geográfico el crisol del carácter, la clave de las emociones, tal y como postulaban, en esos años, geógrafos como J. Dantín Cereceda, en España (Dantín, 1942). Diferencias sensibles pero no sustanciales en sus fundamentos. Hettner, como los geógrafos franceses, ve la geografía humana como una disciplina dependiente del sustrato físico y, por consiguiente, de la propia geografía física. Resaltaba «la necesidad de considerar de forma igualitaria en la geografía a la naturaleza y al hombre [que] sólo es puesta en duda, a decir verdad, por profanos que nunca han profundizado en los problemas geográficos o que únicamente han cultivado una parte de la geografía».
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Un juicio taxativo que descubre una concepción no cambiada. Que se corresponde con la propia formación física de Hettner. La geografía se mantiene como una disciplina a caballo del mundo natural y del social. Una disciplina peculiar: «No es ni ciencia de la naturaleza ni ciencia del espíritu sino ambas cosas a la vez.» En expresión del geógrafo H. Wagner, «ciencia natural con elementos históricos integrados». Una concepción compartida por la generalidad de los geógrafos contemporáneos. La conceptualización que proponía A. Hettner hace de la geografía regional el núcleo de la geografía. Coincidía con el enfoque regionalista francés y las prácticas compartidas de otros muchos miembros de la comunidad geográfica. El común denominador, que sistematiza la propuesta de Hettner, es la aceptación de la región como el objeto geográfico por excelencia, y su análisis -o mejor, descripción-, como el objetivo central de la disciplina. La «región geográfica» permitía articular el discurso de las «relaciones Hombre-Medio» y objetivarlo. La región geográfica moderna expresa la influencia del medio sobre el hombre de un modo directo y objetivo. Proporcionaba a la geografía un objeto específico y un campo propio, a salvo de las competencias de las disciplinas fronterizas. El núcleo de la disciplina era la «región». Un concepto central de la nueva geografía, una construcción geográfica que pretendía superar y desbordar la simple noción de «región» tal y como ésta se ha manejado en la cultura espacial de Occidente. La región se consideró el espacio geográfico por excelencia, el que establece el específico dominio de la geografía. Como consecuencia, la geografía regional aparecía como la expresión misma de la Geografía. El estudio regional se convertía en el objetivo y la culminación del trabajo geográfico. Se invertía el sistema positivista de organización de la geografía y con ello las relaciones entre la geografía regional y la geografía general. La geografía general se integraba como un simple instrumento propedéutico destinado a proporcionar al geógrafo las herramientas de diverso orden -conceptuales, técnicas, taxonómicas, etc.- necesarias para el desarrollo del objetivo esencial: la síntesis regional. La estructura de los planes de estudio que se impusieron en la universidad descubre bien esta concepción, en la medida en que las materias de carácter general precedían a las de carácter regional. La propuesta de A. Hettner proporcionaba una estructura epistemológica coherente a la disciplina de acuerdo con los postulados de la filosofía neokantiana. 3.3.
LA JERARQUÍA DEL CONOCIMIENTO GEOGRÁFICO: DE LO GENERAL A LO REGIONAL
Hettner sistematiza los componentes disciplinarios, o subdisciplinas, y establece su valor metodológico: establece la estructura de la geografía como ciencia. Reduce el cuerpo geográfico a las disciplinas que de forma directa aparecen implicadas en la descripción regional. Prescinde de aquellas que, aunque de tradicional consideración en la geografía, carecen de vínculos reales con el objeto de la geografía, como es el caso de la geografía matemática y la geofísica.
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Perfila el contorno de una geografía más próxima a nuestra percepción moderna: morfología (geomorfología), geo-hidrografía, geografía de los mares, climatología, geografía de la flora y de la fauna, y geografía humana. Como subdisciplinas de ésta, la geografía de las razas y los pueblos, la geografía de los estados, la geografía del poblamiento, la geografía del transporte, la geografía militar, la geografía económica y la geografía de la cultura material (geografía cultural). Y como una rama aparte, la geografía histórica,
concebida más como la geografía del pasado que como una subdisciplina. La construcción de Hettner representa un esfuerzo por dar cohesión a la dispersa práctica geográfica, y por acotar el campo geográfico, de difícil delimitación en los espacios fronterizos de la vieja cultura geográfica. Residuos de esa permeabilidad son, en la estructura geográfica de Hettner, la geografía de la cultura material, o geografía cultural. Descubre los estrechos lazos de la geografía con la antropología durante mucho tiempo, al igual que la geografía de las razas y los pueblos. Así como la geografía militar, que evidencia el secular maridaje de la geografía con el dominio estratégico y el control del espacio, en el marco de la geografía política de Ratzel. Descubre el progresivo desplazamiento de la disciplina hacia el campo académico. Subdisciplinas como la geografía militar y la geopolítica o geografía de los Estados, con sus connotaciones políticas y estratégicas -que Hettner muestra de modo directo en relación con los intereses de su país, Alemania-, indican que ese esfuerzo de la comunidad académica universitaria por desprenderse de componentes comprometidos no ha cristalizado por completo, en el tercer decenio del siglo xx. El cierre académico de la geografía no tendrá lugar hasta después de la segunda guerra mundial, que facilitará el proceso de depuración interna de la geografía. Hettner procede a esta labor de acotado y, de forma paralela, realiza una distribución metodológica. La geografía como disciplina se estructura de acuerdo con el proceso de conocimiento y con los objetivos atribuidos a la disciplina. Por una parte, la geografía general, en que se reúnen los diferentes conocimientos sistemáticos, sectoriales, en el ámbito de las ciencias naturales y sociales. Configuran los espacios que confluyen en ella, de acuerdo con los elementos inorgánicos, orgánicos y humanos que componen el espacio regional. Son conocimientos sectoriales que permiten entender el entramado físico y social del espacio. Hettner les otorga un valor propedéutico. Son necesarios y previos en la formación geográfica. Tienen un carácter instrumental. Son los que facilitan al geógrafo el acceso a la composición regional, a la descripción comprensiva del conjunto espacial singular. El análisis regional, o mejor dicho, la síntesis regional, de acuerdo con el enunciado que acuña la geografía regional alemana, constituye el momento del conocimiento geográfico en sentido estricto. Esta jerarquización y progresión del conocimiento y del trabajo geográfico representa una inversión paradigmática del proceso de conocimiento, tal y como lo sustentaba la ciencia positiva del siglo XIX. Suponía, en la perspectiva de los geógrafos regionalistas, el específico método de la geografía. Hettner completaba así la construcción teórico-metodológica de la geografía regional. Un proyecto alternativo a la geografía humana o antropogeografía.
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El nuevo discurso geográfico que los geógrafos europeos oponen al postulado por los geógrafos americanos de W. Davis se introdujo también en Estados Unidos. La recepción de la concepción y discurso regionales, por la vía de Hettner y por la de la geografía francesa, a través de Brunhes, confirió a la geografía regional, y a la concepción corológica, un notable crédito. Un geógrafo americano, R. Hartshorne, formuló los nuevos principios teóricometodológicos en 1939. Su obra, On Nature of Geography, representaba la bandera de la geografía regional en el país de la geografía naturalista. Del mismo modo que penetran concepciones más radicales desde la perspectiva epistemológica y conceptual de la geografía, vinculada con el paisaje. 4. La geografía como arte: el paisaje
La propuesta de A. Hettner, de rango académico, no cerraba el discurso geográfico de perfil alternativo. Desde Alemania e Italia, en los años de entreguerras, surgieron propuestas más radicales desde la perspectiva opuesta al racionalismo científico. Se abogaba en ellas por una geografía al margen de la ciencia. Se rechazaba el objetivo de enunciar leyes, la búsqueda de regularidades, la pretensión de sistema, la determinación de un método. Se reclamaba el carácter «artístico» de la geografía. Se concebía la geografía como una disciplina estética, vinculada a la mera descripción singular, al disfrute emocional, a la sensibilidad del sujeto. Se propugnó una geografía entendida como arte expresivo. La geografía como ejercicio literario, fruto de una percepción o vivencia global, estética e intuitiva del entorno, del paisaje. 4.1.
LA INFLUENCIA IRRACIONALISTA: LA RENUNCIA CIENTÍFICA
Esta tendencia aparece en Alemania y se recoge en Italia como «geografía artística». Está vinculada a geógrafos como E. Bance, alemán, y D. Gribaudi, italiano. Expresaba, de forma radical, la oposición a todo método científico y a toda racionalidad. Manifestaba la penetración de las filosofías vitalistas en el edificio geográfico y pone de manifiesto la permeabilidad de la comunidad geográfica respecto de la evolución cultural del primer tercio del siglo XX. La influencia de las filosofías de carácter existencial y vitalista alienta alternativas anticientíficas en el marco de las disciplinas sociales o humanas. La geografía no escapó a estas influencias. La geografía del paisaje constituye, en sus formulaciones más radicales, las de la Geografía Artística, una alternativa a la sistematizada concepción de A. Hettner. Este no renunciaba al carácter científico de la disciplina. La propuesta de Hettner expresaba el sentir de un conjunto de geógrafos que pretendían mantener a la geografía como un saber metódico, científico. Una concepción que comparten y propugnan autores como V. Kraft, para el que la geografía se concibe también como ciencia y se proyecta en la doble perspectiva analítica o general y regional o sintética.
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La alternativa artística significaba la renuncia al carácter científico y la reivindicación de un tipo de conocimiento subjetivo en el mismo plano que el de la ciencia. La geografía como un arte, como un modo de ver -un punto de vista- y una actitud ante el medio natural. Éste era entendido como una compleja y única realidad irrepetible, como lo pudiera ser una puesta de sol o una tormenta. La geografía era concebida como disciplina de los espacios únicos o regiones paisaje, como la historia se convierte paralelamente en disciplina de los tiempos únicos. La «geografía artística», como se denominó, se presentaba, en esos años, como otra dimensión en el proyecto de fundar una disciplina geográfica. O mejor dicho, en el proyecto de alcanzar una geografía auténtica. Ésta no corresponde a la geografía analítica o general, a la que niegan la condición de geografía, sino a la regional. En este caso al margen de toda concepción científica, aspecto que le distingue de las propuestas de A. Hettner y V. Kraft. Para los geógrafos de esta corriente, «el objeto de la geografía debe limitarse al estudio de la superficie terrestre elevando a la dignidad de forma artística las descripciones, mostrando la relación armónica de los elementos de cada región». Bajo estas formulaciones late una concepción organicista que tiende a identificar la región, su paisaje, como un organismo o totalidad, cuyo desarrollo y funcionamiento constituyen el objeto del geógrafo. La geografía derivaba hacia una disciplina cuyo objeto sería describir y trazar una imagen de «la vida de los hombres, pueblos o nacionalidades» que resultan de las condiciones naturales del lugar que ocupan, y de la propia acción y aptitudes de los habitantes. La geografía del paisaje representa la deriva hacia la geografía histórica y cultural, con el estudio del paisaje, o morfología del paisaje, como eje de atención. Se fundaba en la concepción del paisaje como síntesis y resultado de la acción cultural. La concepción de la geografía como disciplina del estudio de áreas, es decir, paisajes, se formuló de forma directa: «El área o el paisaje es el campo de la geografía.» Imagen identificada con la unidad geográfica, el país o región, con fisonomía propia, singular, dotada de personalidad geográfica. La personalidad geográfica de la región es el objetivo que el geógrafo debe buscar y que sólo puede lograrse por medio de la descripción creadora. Crear, mostrar, esta individualidad o personalidad, poniendo de manifiesto el conjunto de los elementos que la constituyen, es la labor del geógrafo. Cuando lo logra «hay arte». La descripción aparece como una obra de arte: «Ésta es la última y superior finalidad del trabajo del geógrafo.» La geografía es entendida como arte expresivo y como ejercicio literario, fruto de una percepción o vivencia global, casi estética e intuitiva del entorno, del paisaje. La geografía se transformaba en disciplina de los espacios únicos o regiones paisaje. El enfoque regional y las propuestas del paisaje como objeto relevante de la geografía se confunden y adquieren carácter equivalente. La región se identifica con el paisaje y el paisaje define la región. La identidad de fondo entre el concepto regional y el de paisaje permitió la confusión entre ambos conceptos y orientaciones.
LA FUNDACIÓN DE LA GEOGRAFÍA 4.2.
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LA REGIÓN PAISAJE: LA IDENTIDAD SOC]
El paisaje representa un momento sensorial a través del cual el sujeto capta la totalidad de un área. El paisaje identifica la percepción visual y las impresiones emocionales que el individuo y las colectividades tienen de su propio país. El paisaje identifica, en la mejor tradición idealista hegeliana, la simbiosis entre raza, civilización y territorio. En su formulación más radical, la de autores como Bance, la geografía del paisaje, se confundirá con la ideología nazi. Conceptos clave desde una perspectiva epistemológica de la geografía moderna en su versión clásica, como «totalidad», «homogeneidad», «globalidad», se insertan en el discurso geográfico, a través de geógrafos como Gradman, Granó y Volz. El paisaje geográfico identificaba esta totalidad y globalidad, expresa la homogeneidad. Proporcionó a la geografía regional una proyección más allá del simple análisis geográfico. El paisaje se introduce en la geografía de la mano de geógrafos como Slütter, historiador de formación, y Passarge, médico. Críticos con el enfoque positivista de carácter ambiental, formularon una inversión metodológica. La geografía del paisaje se funda en la consideración de las unidades culturales existentes como el punto de partida de la indagación geográfica sobre la influencia de los factores físicos. La morfología del paisaje se convierte en el objetivo de la investigación geográfica, de acuerdo con una perspectiva genética, es decir, histórica, según un enfoque inspirado en la geomorfología. La región adquirió a través del paisaje una dimensión social e histórica: identificó el área de una cultura y a través de ella el área propia de la colectividad histórica que la ha generado. El paisaje supone la decantación de valores y atributos propios de una nación. La geografía regional se imbrica e implica así en un discurso ideológico, el de la personalidad nacional, el del nacionalismo. No es casual que el descubrimiento de la nueva geografía regional, la geografía del paisaje, en España, se haga, como es bien sabido, en Cataluña. La aportación catalana a la renovación de la geografía española en el período anterior a la guerra civil, de la mano de Pau Vila, es esencial. No es ajena, con toda probabilidad, a la conciencia nacional catalana, para la cual la nueva concepción regionalista representaba una opción operativa, satisfactoria. Hacía posible la identificación de Cataluña como totalidad geográfica. Una perspectiva imposible desde la concepción naturalista. Entre el «determinismo» positivista que subyace en las regiones naturales y el «hegelianismo» del paisaje como expresión de la identidad nacional, el discurso regional mantiene a lo largo de un prolongado período de tiempo una primacía notoria. Distingue una etapa que ha podido ser definida como la de la geografía clásica, en cuanto geografía modélica. Tuvo, no por casualidad, su máximo ejemplo en la Francia y Alemania de entreguerras, con una sensible prolongación en los decenios siguientes. La confluencia de la concepción paisajística y de la regional hizo posible un discurso similar asentado en la confusión. El paisaje se introdujo en
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la geografía regional, sobre todo en Francia y su área de influencia intelectual. Y la idea de una geografía del paisaje equivalente a geografía regional, y del paisaje como el objeto de la descripción regional se generalizó, en el marco de la geografía regional definida por Hettner. De modo paradójico, el esquema de Hettner sirvió para consolidar un enfoque y concepción que el geógrafo alemán no compartía. Se pierde, en cambio, el concepto de Geografía Artística, demasiado identificada con la geografía del fascismo en la Europa de entreguerras. No obstante, para muchos geógrafos, la concepción de la geografía como arte se mantuvo tras la segunda guerra mundial. Figuras destacadas de la moderna geografía, como H. Baulig, Max Sorre y P. Birot, compartieron y defendieron esa naturaleza y método de la disciplina. Por otra parte, la idea de que la labor del geógrafo tiene que ver con el arte mantiene su vigencia en la actualidad, incluso en geógrafos de orientación positivista ( Haggett, 1995). 5.
Un proyecto frágil
Al terminar el primer tercio del siglo XX , estos discursos, que comparten una concepción común de la geografía como disciplina de las relaciones o influencias del Medio en la Sociedad, discrepan en la filosofía del conocimiento con que debe ser abordada. Discrepan sobre el método que debe emplear, sobre la concepción de la ciencia y sobre la naturaleza del conocimiento geográfico. Bajo estas aparentes discrepancias de naturaleza geográfica subyacían discrepancias ideológicas y filosóficas de mayor calado. A mediados del siglo XX la geografía moderna no había logrado consolidar su proceso de fundación como una ciencia. No había logrado construir un discurso aceptado por la generalidad de la comunidad geográfica. Permanecía sin claro estatuto científico, sin un campo de conocimiento diferenciado, sin haber fijado un objeto propio. Lo apuntaba un destacado geógrafo francés al referirse a la geografía humana: «uno de sus problemas más inquietantes es el de su autonomía científica; otro, el de sus límites; otro, el de la fijación de su contenido propio» (Deffontaines, 1960). 0 lo que es igual, la geografía se encontraba como al principio. La comunidad geográfica universitaria buscaba definir los fundamentos epistemológicos de la geografía y construir un objeto. Las dificultades para la definición de esa geografía científica fueron múltiples. Al cabo del tiempo resultaron ser insuperables. La concepción de la geografía se disgrega progresivamente respecto de la aparente unidad de los enunciados iniciales. Sin que llegue a constituirse una geografía compartida desde la perspectiva teórica y metodológica, se perfilan, en cambio, concepciones encontradas de la misma. Bajo la común denominación de geografía coexisten, al acabar el primer tercio del siglo XX, un complejo conjunto de propuestas. Sin renunciar a la idea básica de una disciplina de las relaciones Hombre-Medio, que
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constituye el eje diamantino de la moderna geografía, ésta camina, a lo largo del siglo actual, por sendas dispares, que responden a múltiples propuestas teórico-metodológicas. Explícitas o implícitas, las filosofías e ideologías que surcan la cultura europea del final del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX marcan el curso de la geografía y del debate geográfico. Los problemas geográficos adquieren sentido en el marco y a la luz del pensamiento y de la cultura occidental. Los debates geográficos traslucen el debate de fondo que protagoniza la sociedad y que se presenta como una confrontación ideológica y filosófica en el marco de las concepciones de la ciencia y del conocimiento. Se enfrentan marcos alternativos para la ciencia en general y para las disciplinas humanas o ciencias sociales, en particular. Todas esas propuestas se enmarcan en las tres grandes corrientes del pensamiento occidental que se han disputado la hegemonía intelectual durante el siglo XX : el racionalismo positivista, el racionalismo dialéctico y las filosofías idealistas del sujeto.
CAPÍTULO 10
FILOSOFÍA Y CIENCIA. RACIONALISMO E IRRACIONALISMO El desarrollo de la Geografía no se separa del que ha presentado la propia filosofía de la ciencia contemporánea, ni del que ha caracterizado la evolución del pensamiento occidental. No existe autonomía histórica del pensamiento geográfico, en cuanto a las coordenadas conceptuales y teóricas, en cuanto a su encuadre intelectual. Como se ha dicho, «la Geografía no existe en un vacío cultural; sus ideas y conceptos son influidos por el espectro más amplio de la filosofía científica» (Davies, 1972). Es lo que justifica, y lo que impone también, el prestar atención a esas referencias filosóficas que se encuentran tras los discursos y tras las prácticas de los geógrafos. En relación con las cuales es factible entender la evolución de la disciplina y de sus ideas y el estatus de sus campos o áreas. Es decir, tener en cuenta los que han sido los amplios horizontes culturales en los que la geografía como disciplina de nuestro tiempo se ha desenvuelto. Los discursos específicos, que presentan la historia de la geografía moderna en torno a cuestiones geográficas, como el «determinismo» y el «posibilismo», por poner ejemplos destacados de la etapa inicial, encubren, bajo esa aparente especificidad, el debate filosófico coetáneo, en el que está i nmersa la sociedad occidental desde finales del siglo XIX . Sólo en ese contexto histórico logran sentido tanto la ciencia como la filosofía, así como nuestros conceptos fundamentales, nuestras ideas, lo mismo las que nos parecen propias como geógrafos, que las que atribuimos al entorno científico. Lo que explica la aparición de la geografía como disciplina «moderna» es, precisamente, el que entronca con las preocupaciones y se sitúa en las coordenadas del mundo «moderno». Forma parte de lo que se ha llamado «modernidad». El término «moderno» tiene un uso histórico variado. Su origen, como apuntaba J. Habermas, se remonta al siglo v. Se utilizó, entonces, para separar el mundo cristiano de su antecedente pagano. Su uso actual responde a una elaboración cultural que se decanta en el siglo XVIII , con la Ilustración. Su formulación cultural e ideológica corresponde al empleo que del
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mismo se hace en la Europa del siglo XVII y en la centurias siguientes, para marcar los cambios, para afirmar y destacar la diferencia, en relación con los tiempos precedentes. 1. La modernidad: la episteme científica
El concepto de modernidad corresponde con la imagen que la sociedad capitalista construye sobre sí misma en el momento en que se consolida como tal. Es una afirmación frente al pasado, un acto de legitimación, como alternativa histórica de progreso y una justificación de futuro. Adquiere, en este aspecto, una dimensión cultural. Es una forma de afirmación de la nueva sociedad que surge y se afianza en ese período. Afirmación frente a la sociedad tradicional, en la medida en que ésta mantenía, en esa época, la hegemonía social, política y cultural. Afirmación de los presupuestos propios, la razón y la experiencia, frente a los de autoridad, reconocidos con anterioridad. Afirmación, por tanto, de la ruptura con el pasado y con lo que representaba ese pasado. El concepto de «modernidad» se acuña para identificar los tiempos nuevos que se abren con el desarrollo de la burguesía y del capitalismo. La conciencia de lo nuevo domina el pensamiento de los contemporáneos (Rossi, 1997). La modernidad justifica el cambio estético, la reivindicación de lo novedoso, la ruptura de los cánones, la propuesta de nuevos patrones, como lo evidencia el movimiento plástico y literario de la segunda mitad del siglo XIX . La modernidad significa la legitimidad cultural para adecuar las superestructuras ideológicas a las condiciones de la sociedad capitalista, que es una sociedad industrial, una sociedad burguesa, una sociedad urbana. Cada una de estas instancias identifica un nivel de modernidad, una forma de manifestarse ésta, de tal modo que la modernidad adquiere una dimensión polifacética. Trasciende desde la modernidad productiva -industrial- a la modernidad social -democrática-, la modernidad arquitectónica -funcionalismo industrial- y a la modernidad estética. Instancias autónomas en su desarrollo y discontinuas en el tiempo. Se caracteriza por la creencia en la racionalidad del comportamiento humano y por la confianza en la experiencia como fuente de conocimiento. Un complejo marco que identifica la modernidad y que constituye, a lo largo del tiempo, la base ideológica de la sociedad industrial y del estado liberal. Se distingue por la dimensión técnica, es decir, práctica, que hace del saber una herramienta de cambio, de transformación y dominio de la naturaleza. El fundamento de este giro copernicano respecto del mundo anterior es la definición de un nuevo tipo de conocimiento, la ciencia. La ciencia inaugura un nuevo mundo, identifica el mundo moderno. La ciencia moderna sustentaba un nuevo orden social, nuevas formas económicas, renovadas y antagónicas formas políticas y una nueva cultura. La tensión entre estas nuevas perspectivas y la realidad social existente, preexistente, es un rasgo destacado del tránsito entre el mundo antiguo y el moderno.
LA FUNDACIÓN DE LA GEOGRAFÍA 1.1.
MODERNIDAD Y RAZÓN: LA RAZÓN CIENTÍFICA
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La Edad Moderna se define en torno al desarrollo de un nuevo tipo de conocimiento, esto es, la aparición de la «Nuova Scienza», es decir la ciencia de Galileo. La «nueva ciencia» se convierte en patrón y arquetipo no sólo del conocimiento sino de la propia sociedad. La ciencia aparecía como un instrumento para ordenar y hacer inteligibles las experiencias sensibles. Reducir el conjunto de sensaciones a un orden: la explicación científica consiste en ordenar en un conjunto inteligible la desordenada complejidad de la experiencia. Como indicaba LéviStrauss, sustituir lo menos inteligible por algo más inteligible. Un orden vinculado a la labor del científico que éste identifica con el propio orden profundo de la naturaleza, subyacente al caos aparente. Conocimiento científico que se contemplaba como el fundamento de una nueva época, caracterizada por el dominio de la Naturaleza, por la consecuente victoria sobre la escasez y la miseria, sobre el arbitrio natural. Conocimiento que parecía asegurar la posibilidad de la progresiva liberación de la humanidad del hambre y la calamidad y asegurar la emancipación de cada persona y de la sociedad en su conjunto. La ciencia moderna no era sólo una forma renovada de conocimiento más seguro. Era un argumento, una ideología. Un argumento frente a las viejas seguridades asentadas sobre la creencia religiosa, sobre la autoridad de los textos revelados, sobre la permanencia de las verdades teológicas; un argumento frente a la vieja filosofía. Una ideología que identificaba el proyecto de futuro de nuevas fuerzas sociales en pleno desarrollo y expansión y que se manifestaba como una nueva y distinta concepción del mundo, con un lenguaje propio, con su propia visión del pasado. Como ideología triunfante, quebraría las viejas seguridades, trastornaría el orden tradicional e impondría la seguridad de sus principios. Se construía sobre las ruinas de lo antiguo. De ahí el carácter traumático y la condición conflictiva en que se impone. «Las heridas de la ciencia», como se ha dicho, forman parte de la modernidad (Peset, 1993). La modernidad ha girado en torno a la cultura científica, a la aparición de la «ciencia» moderna, a su estrecha implicación con la condición social de los hombres. La ciencia tiene naturaleza práctica y utilitaria, es decir transformadora. Los saberes científicos han permitido plantear de manera distinta, radicalmente distinta, la histórica relación entre el mundo social y la naturaleza. La aparición de la ciencia moderna entraña algo más que especulación y mucho más que teoría: supone acción. Y como tal acción se inscribe de inmediato en la vida social. En este aspecto su influencia penetra hasta el último rincón no sólo físico sino también anímico del mundo. Transforma al hombre social en demiurgo, y convierte al individuo más vulgar en encarnación cotidiana de los mitos clásicos. Lo que para los antiguos o premodernos sólo podía imaginarse como propio del espacio mítico y como atributo de los seres superiores ubicados en ese meta-espacio, para el hombre de la modernidad se convierte en rutinaria experiencia. El sometimiento de la naturaleza a los de-
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1.2.
DE LA SEGURIDAD A LA DESCONFIANZA: EL DILEMA DE LA MODERNIDAD
signios humanos da forma a toda la cultura de los tiempos modernos. Una cultura de la seguridad, de la confianza en la razón.
La cultura de la modernidad es una cultura científica, tanto en lo que tiene de aceptación de la misma como de suspicacia y reserva ante ella. Ortega y Gasset destacaba el cambio cultural que representa la modernidad en cuanto a la actitud ante la realidad. Lo que para el antiguo está regido por el Orden y por ello constituye un Mundo o Cosmos, fuente de confianza, para los modernos se transforma en puro Caos, al que se aproximan desde la sospecha. Reflejaba el filósofo español la actitud de desconfianza en la razón y en la ciencia que se desarrolla de forma casi paralela a la cultura racionalista y al culto a la ciencia. Todo gira en torno a la ciencia. El término «científico» adquiere el carácter de instrumento de validación o de descalificación social: «un término fetiche con la mágica propiedad de resolver cualquier discusión», como se lamentaba Hartshorne, ya en nuestro siglo. Y como manifiestan autores como Russel, al referirse a la «sacralización de la ciencia, consecuencia de la secularización de la sociedad y de la sustitución de la religión institucional por la ciencia», que da fundamento al «uso de la ciencia como un argumento para justificar o rechazar cambios en la sociedad». La modernidad configura el horizonte general de la cultura occidental y universal como una cultura de la razón científica y práctica. La confianza en la ciencia y en la razón constituyen el fundamento de la sociedad moderna. Se les considera los instrumentos para el conocimiento seguro de la realidad, de una realidad objetiva, para su dominio y transformación en beneficio de la propia sociedad. Razón y ciencia debían garantizar la construcción de un mundo de justicia, basado en valores universales, constituido por seres libres e iguales, organizado socialmente según los principios de un contrato social equitativo, regido por leyes surgidas de la propia razón y del interés individual. La libertad, la igualdad, la educación, la solidaridad, se conciben como expresiones de la racionalidad. Una meta posible a través del progreso social, que caracteriza el optimismo universal que distingue la modernidad en sus iniciales propuestas. La modernidad se construye también, en paralelo y por reacción, sobre la inseguridad y desconfianza respecto del mundo real, sobre la permanente interrogación sobre nuestra capacidad para conocer esa realidad, en la cual se está actuando en proporción incomparable respecto de otros tiempos, premodernos. Se desconfía de la razón y de la ciencia. Se considera que la razón ha sido transformada, de hecho, por la ciencia positiva y por la sociedad burguesa, en mera razón instrumental. Es lo que criticaban los filósofos de la llamada Escuela de Franckfurt. En torno a la ciencia moderna se han construido espacios culturales muy diversos, como concepciones del mundo enfrentadas. Inspira lo mis-
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mo las formas de cultura vinculadas a su propio desarrollo y glorificación, como las manifestaciones ideológicas que crecen en la resistencia o contestación a su imperio. La problemática del conocimiento humano y la condición social de los seres humanos plantean al desarrollo científico numerosos interrogantes. A la inversa, la práctica científica constituye una fuente permanente de interrogación, tanto en lo que respecta a la demarcación del problema del conocimiento como en lo que atañe a las condiciones sociales del ser humano. La modernidad aparece como una cultura dialéctica, en torno al problema del conocimiento humano y, en particular, científico. Desde el siglo XVII, la filosofía occidental ha centrado progresivamente sus preocupaciones y problemática sobre la cuestión del conocimiento. Como se ha dicho repetidamente, la filosofía se reduce, cada vez más, a una Filosofía del Conocimiento. Deja de lado las seculares especulaciones metafísicas, como reconocía y resaltaba Engels a finales del siglo pasado, al constatar que de la filosofía tradicional no sobrevivía más que la «teoría del pensar y de sus leyes». Kant es el gran representante de esta nueva dirección de la filosofía moderna. En torno a esa problemática, suscitada sobre todo por el desarrollo de lo que se conoce como la ciencia moderna, se confrontan y definen, de manera paulatina, dos grandes líneas de pensamiento. Las filosofías e ideologías científicas y racionalistas, positivas y las irracionalistas o vitalistas, subjetivas, forman parte de la misma modernidad. Por un lado, la corriente que podemos considerar emparentada con la expansión científica que se convierte en referencia principal para el proceso del conocimiento humano en general, y para el científico en particular, entendido éste como una forma «superior», crítica, o más segura, respecto del «conocimiento vulgar». En esta corriente se encuadra, tanto la filosofía «empírica» del conocimiento, de raíz inglesa, en sus primeras formas, como la filosofía «racionalista» del conocimiento, que caracteriza las posturas de los filósofos de la Ilustración francesa y cuyo origen se encuentra en R. Descartes. Son filosofías materialistas, de materialismo aristotélico y de materialismo moderno, que comparten el realismo y la creencia común en la racionalidad de la Naturaleza y del Sujeto pensante. La «modernidad» arraiga en una cultura materialista basada en la convicción fundamental de la existencia de un mundo objetivo y real independiente de la razón humana, identificado con la Naturaleza o mundo material. La modernidad se asienta en un materialismo realista, en el empirismo que se sigue del mismo, en el principio de racionalidad del mundo objetivo y del propio pensar humano. Sin embargo, dos grandes corrientes de pensamiento propias de la modernidad difieren en la consideración del procedimiento o medio por el que la razón humana adquiere el conocimiento del mundo material. Ambas corrientes comparten la creencia en el conocimiento científico como conocimiento verdadero. Una y otra comparten la idea de la racionalidad del mundo objetivo.
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Contemplan de forma diferente el papel de la razón, es decir, de la capacidad pensante del sujeto humano, en el proceso de conocimiento. No ponen el acento del mismo modo en cuanto al significado de la experiencia y de las sensaciones en ese proceso de conocimiento. De una parte, se hace hincapié en la primacía de la razón; de la otra, en la de la experiencia. Racionalismo y empirismo constituyen las dos formulaciones más destacadas de la filosofía del conocimiento científico. A pesar de la oposición entre ambas, una y otra comparten, de hecho, la idea de un mundo racional, objetivo. Una y otra confieren a la experiencia y la razón pensante un papel determinante en el proceso del conocimiento. Una y otra forman parte de lo que podemos considerar filosofías materialistas y realistas modernas. Es lo que explica su evolución a lo largo de los últimos cuatro siglos. Y lo que explica que una y otra se identifiquen, hoy, con la modernidad científica. Racionalismo y empirismo se confunden como fundamento de la racionalidad ilustrada, del pensamiento característico de la Ilustración. 2.
El conocimiento científico: racionalismo y empirismo
La «modernidad» nace de la mano de la Razón, dirimente final de nuestro conocimiento, como apuntara Descartes. La Razón, con mayúsculas, representa, bajo diversas formas, una alternativa a la concepción teológica propia de la premodernidad. El hombre moderno identifica el «orden» científico basado en la razón, en el orden natural. La racionalidad es el fundamento de la ciencia y el atributo de la Naturaleza. Ésta constituye el referente de la razón humana. La modernidad se ha identificado con el imperio de la razón, que se ha manifestado en todos los campos de la vida social, desde la cultura al orden político. Se ha traducido en la creencia aceptada socialmente de que el conocimiento objetivo es posible y que la experiencia y la razón constituyen el fundamento del conocimiento científico. Esferas tan diversas como la filosofía, la antropología, la epistemología, las relaciones políticas, han quedado afectadas por las nuevas ideas (Friedman, 1989). La «racionalidad» como medida de todas las cosas constituye la modernidad. En su expresión más rigurosa, o estricta, se confunde con la «racionalidad científica», en cuanto racionalidad y conocimiento científico se identifican. La convicción en la constitución racional del mundo y su aprehensión por medio de la observación o experiencia del Sujeto constituye una característica de la actitud de la modernidad y sustenta el discurso moderno (Albanese, 1996). Hasta la propia filosofía se transmuta. Abandona sus seculares espacios de la metafísica, su preocupación por las esencias, su interés por los «porqués». Se transforma en «filosofía del conocimiento», interesada por el «cómo», reconociendo así la hegemonía de la nueva señora, la ciencia. La creencia en un mundo objetivo, exterior, e independiente del sujeto, y en el carácter ordenado y racional del mismo es un fundamento de la
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nueva actitud. De igual modo, se considera que la razón humana permite descubrir, a través de las experiencias, ese orden natural. El racionalismo es el soporte de la modernidad y se sustenta en ese convicción sobre la racionalidad de la naturaleza y sobre la capacidad de la razón humana. Esta convicción compartida presenta, desde la perspectiva de la interpretación del proceso de conocimiento de la realidad objetiva, dos formulaciones distintas, conocidas como racionalismo y empirismo. En el primer caso se pone el acento en la razón humana como herramienta ordenadora de las experiencias. Es la capacidad lógica de la mente la que hace inteligible el mundo de las experiencias. En su expresión más radical, ubica el orden natural en la razón. En el segundo se hace hincapié en la primacía de la experiencia como fuente del conocimiento. Son los datos de los sentidos, las percepciones, los que permiten el conocimiento objetivo, los que proporcionan el orden natural. 2.1.
RAZÓN
Y CONOCIMIENTO: EL RACIONALISMO MODERNO
El pensamiento racionalista moderno arranca de R. Descartes (15901650) y adquiere su máxima expresión en el siglo ilustrado. Su punto de partida era la creencia en la capacidad de la mente para conocer. El racionalismo cartesiano parte de una dualidad y de una convicción. La dualidad respecto de naturaleza y sujeto -mundo material y razón-, como dos mundos distintos. Constituye el fundamento de la filosofía del conocimiento que hace del pensar del sujeto -de la razón- el fundamento de la seguridad del acto de conocer, de acuerdo con el postulado cartesiano, cogito, ergo sum (pienso, luego existo). Un postulado que suponía la constitución del denominado sujeto racional. La convicción es que la realidad objetiva -el mundo exterior- es inteligible y que la razón puede alcanzar esa realidad. La razón individual se convierte en la clave del conocimiento riguroso, del conocimiento seguro, es decir, del conocimiento científico. La razón permite reducir a términos inteligibles las experiencias sobre un mundo exterior real y racional. De acuerdo con los supuestos de la concepción cartesiana, los objetos empíricos, es decir, el mundo objetivo, las cosas, sólo pueden conocerse a partir de la capacidad de la razón para ordenar o estructurar las sensaciones. Los sentidos nos proporcionan sonidos, imágenes, experiencias táctiles. Lo que convierte estas sensaciones en conceptos y cualidades es la mente, en el proceso de pensar. Es la facultad pensante la que configura el mundo de ideas asociado con las experiencias. No son las representaciones sensibles las que nos proporcionan nuestra imagen del mundo, sino nuestra capacidad o facultad de pensar. Esta facultad, identificada con la razón, que se interpone en el proceso de conocimiento opera como una ratio ordenadora y calculadora. Nuestras experiencias se encuentran mediatizadas por nuestra capacidad racional para estimar, calcular, ubicar, es decir, para deducir. El racionalismo cartesiano contempla el proceso de conocimiento a partir de nues-
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tra facultad racional. Pone el acento en la actividad mental y hace de la percepción y de la intuición productos vinculados al pensamiento teórico, al juicio racional, a la deducción lógica. La realidad, como un mundo independiente formado por cosas, es accesible en virtud de esa facultad racional. Racionalismo que identifica el propio G. Galilei, en el «análisis de la naturaleza». El análisis constituye un instrumento o herramienta intelectual, que se corresponde con una construcción racional (mente concipio). Esta construcción es la que establece las reglas o referencias para la observación empírica. El racionalismo cartesiano sitúa en la mente humana la clave del conocimiento de la realidad exterior. El racionalismo en esta acepción estricta o cartesiana se instaura en el pensamiento occidental en el siglo de las luces. Se asienta sobre la herencia intelectual de Descartes y sobre las aportaciones de pensadores como B. Spinoza (1632-1677) y G. W. Leibnitz (1646-1716), que completan la construcción del moderno racionalismo mecanicista e incorporan a él la matemática como instrumento de rigor. Racionalismo que se muestra en la obra más representativa de esa centuria y de ese pensamiento, la Table analytique et raisonnée du dictionaire des sciences, arts et métiers, o Enciclopedia, que dirigieron D. Diderot y J. D'Alambert. Configura una consistente tradición intelectual asentada en el ámbito de los pensadores continentales, desde Descartes. De modo paralelo se desarrolla e instaura en la cultura de la modernidad y en la filosofía del conocimiento que subyace en ella una concepción contrapuesta, que pone en entredicho la primacía de la facultad pensante del sujeto racional. Esta corriente intelectual hace de la experiencia, es decir, de las sensaciones, el fundamento del conocimiento riguroso, del conocimiento verdadero. Tiene su origen y sus representantes más notorios en la filosofía inglesa. Se trata del empirismo. 2.2.
EL EMPIRISMO MODERNO: EL CULTO A LA EXPERIENCIA
El empirismo surge como una actitud intelectual que vincula conocimiento y mundo de las ideas con la experiencia, es decir, con el mundo de los sentidos. Los pensadores ingleses desplegaron el conjunto de reflexiones más consistente de esta nueva disposición ante el conocimiento. La experiencia como base del conocimiento sustenta la filosofía de F. Bacon (15611626). El Novum Organum Scientiarum representa la obra símbolo del empirismo moderno y su punto de arranque. Es la experiencia, la percepción de los sentidos, la observación, la fuente de nuestro conocimiento, la que da seguridad al mismo. A través de la experiencia, de la observación repetida, controlada, para evitar el influjo de los prejuicios -idola- de diversa clase que pueden condicionar nuestro conocimiento se construyen nuestras ideas. John Locke (1632-1704) dio forma a esta actitud, de acuerdo con la cual no existe más conocimiento del mundo que el asentado sobre la expe-
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riencia. El empirismo convierte la experiencia, la observación, en un momento clave del proceso de conocimiento. En el siglo XVIII , E. Bonnot de Condillac (1714-1780) proclamaba a la experiencia -a través de la colecta de hechos, el contraste de los mismos y la selección pertinente- el principio de todo sistema de conocimiento. En la senda de los empiristas ingleses, y en particular de Locke, concibe el conocimiento a partir de las sensaciones o percepción de los sentidos. D. Hume (1711-1776) completó estas consideraciones al hacer de la experiencia la única fuente de nuestro conocimiento del mundo objetivo. Depuraba la idea de causa, reducida a simple asociación de experiencias repetidas del mismo orden. Es la asociación de las experiencias, el hábito y la costumbre, las que nos permiten relacionar sensaciones diversas y construir con ellas nuestra imagen del mundo. Son nuestras sensaciones repetidas y habituales las que hacen posible que se produzca la sugestión de otras asociaciones que se imponen a nuestra razón, a nuestro pensamiento, como matizaba el obispo irlandés Berkeley. Es a partir de la experiencia como nuestra mente es capaz de construir una imagen global y coherente del mundo exterior. El proceso de conocimiento invierte los términos contemplados por el racionalismo cartesiano. No hay más mundo que el de las sensaciones subjetivas, esse is percipi, «ser es percibir». La realidad no deriva de forma deductiva y lógica del pensamiento teórico sino que éste se construye a partir de las sensaciones como resultado de un proceso de inferencia o inducción. El empirismo representa la introducción del método inductivo en el proceso de conocimiento. Un método para garantizar la fiabilidad de los juicios y la consistencia de los mismos a partir de las sensaciones. El método afecta al proceso de observación, haciendo de la experiencia, y del experimento, por tanto, el punto de partida del conocimiento. El rigor del método es el factor de validez para la inducción o inferencia de juicios de valor general y, por tanto, para el enunciado de las regularidades o leyes que puedan derivarse de tales observaciones, tal y como lo formulará, ya en el siglo XIX , J. S. Mill (1806-1873). Las cautelas se multiplican en este estadio, para evitar los prejuicios del observador, para aislar el acto de observación de las circunstancias exteriores. Las condiciones de la observación determinan la validez del proceso de conocimiento. El acto de observación debe ser neutro. Como lo expresaba un geógrafo a principios del siglo actual, se trata de actuar con «mente despojada de todo lo que sabemos... e intentar ver y anotar los hechos esenciales», liberados, «en la medida de lo posible, de toda concepción psicológica, etnológica y social», y de cumplir «esta misión primera, es decir, la observación positiva de los hechos... mezclando lo menos posible el elemento subjetivo humano» (Brunhes, 1921). En la senda más fiel al pensamiento de F. Bacon. Recoger hechos abundantes, garantizar la pureza de las observaciones empíricas y liberarse del pernicioso efecto subjetivo, de cualquier prejuicio que pudiera enturbiar la precisión y neutralidad de la observación, fue el supuesto básico de la práctica científica. Una representación del proceso
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cognoscitivo que penetró profundamente en las conciencias de los cultivadores de las disciplinas fisiconaturales y que se extendió y fue compartida incluso por quienes se ocupaban de las Geistewissenschaften (las ciencias del espíritu). En su formulación más exagerada o radical hizo de la experiencia, es decir, del método empírico, puramente positivo, el cimiento del conocimiento científico. Hizo de los hechos el fundamento del saber científico. Convirtió los hechos, es decir, las observaciones o experimentos, en la clave del conocimiento riguroso. 2.3.
EL RACIONALISMO ILUSTRADO: RAZÓN Y EXPERIENCIA
Empirismo y razón constituyen, paradójicamente, los dos soportes de la ciencia moderna. Soportes de la teoría o justificación del conocimiento y soportes de la práctica científica. Paradójicamente porque, en principio, representan dos formas o enunciados opuestos respecto del conocimiento. El empirismo se apoya en la experiencia y desconfía de la autonomía de la razón, es decir, de la mente. Recela de los juicios y prejuicios propios del pensamiento subjetivo. Por el contrario, el racionalismo moderno, cartesiano en origen, hace del pensamiento, de la razón individual, la clave del conocimiento seguro. El pensar es el fundamento del conocer. El recelo se produce en este caso respecto de la experiencia y de los sentidos y sus engaños. Empirismo y racionalismo configuran así dos corrientes del pensamiento moderno enfrentadas en cuanto a las claves del conocimiento seguro. Empirismo y racionalismo se confunden como dos componentes caracterizados del pensamiento moderno y comparten, de hecho, la confianza en el comportamiento racional humano. La razón como árbitro aparece bajo los enunciados de ambas corrientes de la filosofía del conocimiento. La creencia en la racionalidad del sujeto humano y en el valor de la experiencia como fuente del conocimiento seguro, es decir, del conocimiento científico, definen el racionalismo ilustrado. Sin embargo, en la práctica científica y en el desarrollo de la cultura moderna, empirismo y racionalismo se imbrican uno y otro. La dialéctica entre experiencia y razón constituye el fundamento del pensamiento científico moderno. Empirismo y racionalismo proporcionan los dos componentes sustanciales en la construcción del pensamiento científico y de la cultura de la modernidad. Como decía Engels al respecto, incluso el sabio más apegado a la experiencia se apoya en la teoría, en los planteamientos generales. De tal modo que lo que se conoce como racionalidad científica engloba, tanto el positivismo empírico como las filosofías analíticas, caracterizadas por su enfoque racionalista, cuya máxima expresión es el raTras el pensamiento epistemológico aparece una ideología esencial del mundo moderno, que definirá la modernidad, que se caracteriza por vincular conocimiento científico con dominio de la naturaleza. La ciencia cionalismo crítico.
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como instrumento de dominio del hombre sobre la naturaleza. A partir de la hipótesis subyacente de la correspondencia entre el mundo real y los datos de observación. 3. Las filosofías de la modernidad: materialismo e idealismo
En este juego de la razón, en esta tensión permanente del racionalismo moderno, se inscriben las filosofías de la modernidad. En primer lugar, las filosofías racionalistas que se han asociado con la evolución científica y práctica de la sociedad industrial o que han sido la conciencia crítica de la misma. Las llamadas filosofías positivas y analíticas, del racionalismo positivo, que integran tradición empírica y tradición racionalista. Un racionalismo positivo que ha decantado el núcleo lógico del conocimiento y de la objetividad. Por otra parte, las filosofías racionalistas que podemos identificar en el llamado racionalismo dialéctico que arraiga en el materialismo moderno. Les une el materialismo y realismo como concepciones básicas. Una y otra, de forma más o menos explícita o más o menos vergonzante, reconocen un mundo objetivo y exterior al sujeto pensante. Un mundo accesible desde la experiencia y comprensible desde la razón. El contrapunto a este racionalismo de la modernidad se encuentra en las filosofías subjetivistas o vitalistas. Se definen en reacción frente a esta ideología racionalista y realista. Son corrientes de pensamiento que proponen otros horizontes para la racionalidad, bajo una perspectiva de pensamiento idealista. Éste, representado por un conjunto heterogéneo de filosofías, constituye una potente construcción que tiene como común fundamento la crítica de la razón científica y, en relación con ella, de la objetividad del conocimiento que aquélla presupone y proclama. De ahí el que se les conozca, desde los postulados del racionalismo, de uno y otro signo, como filosofías irracionalistas, calificativo que le dedican tan encontrados autores como K. Popper y G. Luckas. Son filosofías vinculadas con la crítica a la racionalidad científica y al materialismo, desde horizontes muy distintos. Han sido críticas con el empirismo y con el racionalismo. Han sustentado una visión del mundo y un marco epistemológico arraigado en la conciencia, en el sujeto, en sus experiencias íntimas. Han reivindicado la subjetividad del conocimiento y han criticado la presunción objetiva y normativa de las anteriores. Son filosofías que reivindican una racionalidad alternativa derivada de la conciencia individual. El fundamento de esta actitud crítica respecto del realismo y objetividad del mundo lo enunciaba de forma expresiva el obispo irlandés G. Berkeley: «prevalece entre las gentes, de modo extraño, la opinión de que las casas, las montañas, los ríos, en una palabra, los objetos sensibles, tienen una existencia natural o real, distinta de la que tienen en la mente que las percibe» (Berkeley, 1871). El conocimiento se cierra sobre las propias ideas: «¿Qué percibimos nosotros más que nuestras propias ideas o sensaciones?», interrogaba Berkeley. La reflexión del obispo irlandés sustenta una corrien-
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te decisiva del pensamiento occidental, la filosofía idealista. El mundo objetivo se reduce al mundo ideal, al mundo de la mente. De modo paradójico, forman parte también de esta modernidad. Son un punto de referencia en la evolución del pensamiento occidental y, por ende, de la misma cultura en la que nos insertamos. De ahí su permanente presencia, su recurrente formulación, su carácter de «alternativas» a los problemas del conocimiento, y más allá de éstos a la propia «concepción» del mundo. Han sido y son el gran contrapunto intelectual a las seguridades, más o menos pretenciosas, del saber científico y su pretensión de saber verdadero. Y, en mayor medida, a la conversión de éste en fetiche ideológico. Han explotado las contradicciones en que incurre el modelo de conocimiento y la visión del mundo característicos de las filosofías racionalistas. Han resaltado las dificultades del proceso científico. Han destacado las insuficiencias y contradicciones de la razón científica, sobre todo en su dimensión ideológica y social. Materialismo e idealismo delimitan las dos grandes fuerzas del pensamiento moderno. Uno y otro han sido los polos de la modernidad, constituyen el entorno intelectual del desarrollo de la ciencia y, en particular, de las ciencias sociales. Son las referencias obligadas en la búsqueda de los patrones propios del conocimiento. A partir de ellos se constituyen las tres grandes familias o filosofías en que se desenvuelve el pensamiento occidental y en que se enmarca el desarrollo de la geografía moderna (Johnston, 1983). Es decir, el racionalismo positivo, el racionalismo dialéctico y el idealismo.
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CAPÍTULO 1 1
LAS FILOSOFÍAS RACIONALISTAS: LA ESTIRPE POSITIVISTA La aparición y el desarrollo de la ciencia contemporánea han estado vinculados con las filosofías empíricas que llegan a identificarse con la propia naturaleza de la práctica científica. Define una forma histórica de explicar la naturaleza del conocimiento científico, que arraigaba en una tradición básica de la modernidad: el realismo empírico elaborado desde el siglo XVII. La filosofía positivista del conocimiento científico se construye sobre la tradición y el legado del empirismo moderno, desde F. Bacon a D. Hume y J. S. Mill. Se identifica con el positivismo. Constituye una epistemología que busca establecer los fundamentos y métodos que definen el conocimiento científico. Así nace en su primera formulación, la que enuncia A. Comte (17981857), en su obra Discours sur l'esprit positif, que le dará nombre (Comte, 1844). Es la que desarrolla J. S. Mill, de forma coetánea, en su System of Logic, en la tradición del empirismo inglés. Uno y otro dan forma al empirismo del siglo XIX . En especial el que caracteriza a las ciencias más sobresalientes por su aportación al conocimiento y dominio del mundo material, con las que se identifica el progreso de la sociedad capitalista industrial; es decir, la física y química, además de la biología. Desde mediados del siglo XIX , la formalización de estos presupuestos del conocimiento científico permite establecer los perfiles fundamentales de una filosofía de la ciencia y, por consiguiente, de lo que debe ser la ciencia. El positivismo, como doctrina, vino a formalizar lo que se consideraba el modo de producir conocimiento por parte de la ciencia.
1. La fe en la ciencia: el conocimiento positivo El positivismo representa una filosofía del conocimiento científico en cuanto pretende establecer una delimitación rigurosa entre conocimiento científico y las demás formas de conocimiento, y, esencialmente, respecto de la metafísica. Se trata de establecer cuáles son problemas científicos, y
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cuáles no lo son, por ser metafísicos y por carecer de sentido. Para el positivismo, la ciencia se distingue porque no se plantea cuestiones ontológicas sobre la naturaleza de las cosas, ni sobre la sustancia de las mismas. La ciencia trata exclusivamente de los fenómenos observables, de los datos de la experiencia, de lo que es positivo, es decir, material. La ciencia tiene que ver con lo observable. La ciencia se ocupa, desde esta perspectiva, de las regularidades observables de los fenómenos; no de su finalidad ni de su entidad u ontología, o de lo que las cosas son en sí. El objeto de la ciencia son los fenómenos, los hechos, los datos empíricos. A finales de ese mismo siglo, la depuración de los postulados del empirismo inicial y la crítica a la filosofía del conocimiento de Kant conduce a una reafirmación del origen puramente sensorial del conocimiento. En su expresión más radical no aceptaba las nuevas teorías sobre la estructura de la materia basadas en el átomo, en la medida en que éste no era observable. Es el empiriocriticismo, como lo denomina R. Avenarius (1843-1896), cuyo más conocido representante es E. Mach (1838-1916), un matemático y filósofo austriaco. Los datos de observación constituyen, para esta corriente del positivismo, el punto de partida y de llegada, del proceso de conocimiento, en el cual las teorías constituyen un mero instrumento. En el primer tercio del siglo XX, la crítica a las concepciones iniciales del positivismo, y la puesta de manifiesto de las insuficiencias del empiriocriticismo, en relación con los nuevos desarrollos de la ciencia, impulsaron la elaboración de una nueva propuesta para la filosofía del conocimiento. Se produce, sobre todo, en el ámbito científico y filosófico de lengua alemana. Esta reflexión epistemológica cristaliza en lo que se conoce como positivismo lógico, que constituye una formulación renovada y transformada de la herencia positivista. Representa una inversión de los postulados tradicionales de la filosofía empirista. Supone la incorporación de los enfoques racionalistas en el positivismo. Un notable grupo de científicos y filósofos de la ciencia, de lengua alemana, vinculados con las universidades de Berlín y de Viena, se constituyen como un colectivo, que se da a conocer como Círculo de Viena. Der Wiener Kreis es el término empleado por este grupo de filósofos y científicos en un opúsculo editado en 1929. Las nuevas propuestas hacen hincapié en el papel de los enunciados teóricos -las teorías científicas-, es decir, la dimensión analítica, en el sentido de Galileo. Destacan, sobre todo, por la importancia que conceden al lenguaje formalizado, en particular al de las matemáticas y la lógica. La tradición positivista se manifiesta en el papel que asignan a la experiencia como clave del proceso de conocimiento. Es lo que denominan proceso de verificación. Se trata de la comprobación experimental de los enunciados teóricos y, por consiguiente, de su validación. Son los rasgos distintivos del positivismo lógico o empirismo lógico. La introducción del componente racionalista en el discurso positivista culmina en el racionalismo crítico de K. Popper (1902-1994). La crítica de este autor invalida la utilización de la experiencia para determinar la
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validez de los enunciados teóricos. Los criterios de verificación como instrumentos de validación de las teorías carecen de justificación desde una perspectiva lógica. Popper desmonta el residuo empirista que permanecía en el positivismo lógico. El enfoque propuesto por Popper pone el énfasis en los procedimientos para erradicar el error, más que en la comprobación de los aciertos de las teorías, como hacían los representantes del empirismo lógico. Componen la tradición positivista o del racionalismo científico ilustrado. Empirismo y racionalismo forman los cimientos de esta racionalidad que hace del método la clave del conocimiento riguroso. Lo que distingue y fundamenta el conocimiento científico, de acuerdo con el positivismo, es el método o procedimiento, la rigurosidad en el manejo de los enunciados o proposiciones, el carácter lógico de los mismos. El método positivo se fundamenta en dos cimientos esenciales, que son el empirismo y el racionalismo. 2. El positivismo: empirismo e inducción
La naturaleza empírica del conocimiento científico constituye una base constante de las filosofías de que tratamos: el modelo de conocimiento científico elaborado por el positivismo responde a una filosofía realista: «el mundo natural es considerado real y objetivo. Sus características son independientes de las preferencias e intenciones del observador» (Mulkay, 1975). Su carácter empírico resulta de que el conocimiento se asienta en la experiencia a través de observaciones, de las que proceden lo que denominamos hechos, es decir, los enunciados de observación, con los que formulamos el resultado de nuestras observaciones. El conocimiento está basado en estos hechos, en el carácter positivo de los mismos. El objetivo del análisis es la formulación de enunciados teóricos o lógicos de validez universal, que constituye lo que se denomina leyes. Su carácter objetivo surge de que se concede a tales leyes, o enunciados teóricos, validez general, con independencia del sujeto, en relación precisamente con el método utilizado, de carácter puramente lógico. Su naturaleza racional deriva, tanto de la racionalidad reconocida al mundo físico como del método empleado, por su carácter lógico. El método de conocimiento se decantará como el elemento distintivo, hasta identificar la racionalidad y la objetividad del conocimiento, con independencia del propio mundo físico o mundo externo, que quedará relegado a la categoría, en el mejor de los casos, de hipótesis de trabajo. En otros términos, lo que une a las múltiples variedades de filosofías positivistas es el valor asignado al método. Lo que varía es la formulación de este método. También el interés preferente por el análisis lógico, por las proposiciones lógicas; por los lenguajes, sobre todo por los de carácter formal, que distingue las corrientes neopositivistas, frente a las actitudes iniciales de mayor peso de lo empírico, es decir, de la observación, de los hechos.
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El positivismo es más que una concepción del proceso de conocimiento en la ciencia. El positivismo constituye una cultura científica y una ideología. Hace del conocimiento científico el patrón de la conducta social, de acuerdo con la formulación de A. Comte, autor que, en cierto modo, proponía la ciencia como alternativa a la religión, en consonancia con una sociedad más evolucionada. En primer término por el carácter excluyente y casi dogmático con el que delimita el conocimiento científico, de acuerdo con la formulación dominante en cada etapa de esta filosofía. El positivismo se manifiesta radical en su rechazo de la metafísica y de la teología, y como consecuencia se presenta como una filosofía secular y universalista. Deriva por ello en una ética y una concepción del mundo, que trasciende el marco de la filosofía del conocimiento. El utilitarismo y el individualismo radical son manifestaciones relevantes de la ideología positivista. Existen sensibles diferencias entre las formulaciones positivistas del siglo pasado teñidas de realismo ingenuo y de mecanicismo o materialismo mecanicista y las más modernas de la filosofía vienesa de finales del XIX , identificadas en E. Mach y el empiriocriticismo. Las diferencias son aún más notorias con las formulaciones neopositivistas del Círculo de Viena, y las del racionalismo crítico de K. Popper, que han sustentado el desarrollo de estas filosofías en los años centrales del siglo XX . Los distingos no rompen la unidad básica del pensamiento positivista. De ahí la justificación de considerarlas como corrientes de un pensamiento común. Esa larga, rica y compleja evolución del pensamiento positivo no impide una continuidad fundamental y con ello la común pertenencia a la familia de las filosofías positivistas, las identifiquemos como neopositivismo o se distingan como racionalismo crítico. Los presupuestos esenciales de la formalización positivista se fundamentaban en un realismo básico, en cuanto el objeto reconocido de la ciencia es lo real. La realidad se identifica con lo empíricamente observable, de acuerdo con los sentidos. Lo real se corresponde con las sensaciones recogidas por los sentidos, con los datos positivos de la experiencia, los hechos. Y se caracterizan por un racionalismo inductivo elemental fundado en la lógica formal. El punto de partida es la consideración de que «aunque el mundo natural experimenta, en cierto sentido, un continuo cambio y movimiento, existen uniformidades permanentes subyacentes, regularidades empíricas, que pueden ser enunciadas como leyes universales y permanentes de la naturaleza» (Mulkay, 1975). El método experimental, que proporciona los hechos de observación, y el proceso lógico de inferencia que permite derivar, de las observaciones individuales, multiplicadas, las regularidades de carácter universal, es decir, las leyes científicas, han sido los postulados más consistentes del positivismo, como filosofía de la ciencia. Una actitud de profundo arraigo en la cultura científica moderna, de acuerdo con una actitud filosófica de carácter empírico, cuyos antecedentes se remontan a Leonardo da Vinci, que formulaba ya el proceso del conocimiento basado en la experiencia: «dobbiamo cominciare dall'esperienza», dice Leonardo, en la medida en que «questo e il methodo da osservarsi nella ricerca de'fenomeni della natura» (Humboldt, 1849).
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Los hechos proporcionados por la experiencia fueron la piedra de toque del edificio positivista de la primera hora. De tales hechos se inferían los enunciados teóricos o leyes que regían los procesos fisiconaturales: «la experiencia o los hechos, los resultados experimentales o cualesquiera otras palabras que sean utilizadas para describir los elementos sólidos de nuestros procedimientos de contraste, miden el éxito de una teoría, de tal modo que el acuerdo entre la teoría y los datos se considera como beneficioso para la teoría... Esta regla es una parte esencial de todas las teorías de la inducción...» (Feyerabend, 1974). Tal concepción y tales postulados fueron el catecismo del discurso científico a lo largo del siglo XIX . La filosofía positivista impregnó la cultura científica e hizo del empirismo, de la observación y la experiencia, y de la inducción, las claves de un método de conocimiento seguro, del método de la ciencia. La seguridad del método como instrumento para conocer la realidad provenía del carácter universal de las generalizaciones obtenidas, consideradas las leyes que rigen el desarrollo de la Naturaleza. Como consecuencia, era factible, a partir del conocimiento de estas leyes, fundamentar acciones prácticas, es decir, intervenir, sobre el propio entorno real, previniendo o corrigiendo sus efectos. La filosofía positivista introduce una dimensión utilitaria o ingeniería, que distingue la cultura científica y que otorga, al conocimiento científico, un valor social. Una actitud que acompaña el desarrollo de las filosofías positivas desde su origen. Recogía la tradición del empirismo y racionalismo modernos, asentados sobre un realismo elemental, sobre una concepción mecanicista del conocimiento, sobre el dualismo cartesiano entre cuerpo y mente. Puntos fuertes, por su simplicidad, del discurso positivista, y puntos débiles del mismo, por su fragilidad lógica. La crítica del realismo ingenuo, del mecanicismo y de la inferencia, impusieron la progresiva depuración de la filosofía positivista. Nuevas propuestas surgen en el seno de esta filosofía, desde finales del siglo XIX . La primera de estas propuestas es conocida como ermpiriocriticismo, denominación que le otorga R. Avenarius, a finales del siglo XIX. La nueva corriente positivista acentúa el carácter determinante de los hechos de observación, de los datos de la experiencia, reducida al conjunto de sensaciones captadas por los sentidos. Se rechaza cualquier pretensión de la existencia de una sustancia o entidad que identificara la naturaleza de las cosas, al modo como lo formulaba Kant. Se niega validez a todo enunciado no observable empíricamente, hasta el punto de no aceptar las nuevas teorías de la física sobre la estructura atómica de la materia, puesto que el átomo no era observable. A partir de estas consideraciones postulaba prescindir de toda referencia a la naturaleza objetiva. La preeminencia acordada a los hechos conducirá a una valoración secundaria de las construcciones teóricas, reducidas a simples instrumentos lógicos en el proceso de conocimiento. Suponía restringir el conocimiento científico al ámbito de la metodología. La reflexión metodológica se caracteriza por la negación de la dualidad materia-espíritu y por la conversión
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del sujeto en un componente esencial del proceso de conocimiento, con marcado carácter «psicologista». Desde finales del siglo XIX , los postulados del positivismo inductivo de Comte y del positivismo vulgar del científico en el discurso de su trabajo son incapaces de resistir las críticas. Éstas procedían de ámbitos tan diversos como la propia práctica científica, el materialismo histórico y la filosofía idealista. Se dirigían contra los soportes lógicos y axiomáticos del positivismo como práctica científica y como epistemología. Ni los hechos, ni la inferencia inductiva, ni la neutralidad del sujeto pueden resistir la evidencia de la lógica, de la sociología del conocimiento y de la propia práctica científica. De igual manera resultaban insostenibles las actitudes de rechazo a las construcciones teóricas, así como el psicologismo que impregnaba la formulación empiriocriticista. Las condiciones críticas en que el desarrollo científico coloca la concepción mecanicista y el empirismo radical obligaron a la filosofía positivista a renovarse. El componente más destacado de ese proceso de renovación es el abandono del empirismo radical y la incorporación de la filosofía racionalista a la tradición positiva. El resultado más sobresaliente se identifica con la constitución del denominado Círculo de Viena, que da forma definitiva a un proyecto epistemológico de excepcional calidad, entroncado en la filosofía positivista, el empirismo lógico o positivismo lógico. 3.
El positivismo lógico: empirismo y racionalismo
El llamado Círculo de Viena se constituye formalmente en 1924, en que lo funda Mortiz Schlick, con un conjunto de científicos y filósofos, la mayor parte de ellos adscritos a las universidades de Viena y Berlín. La denominación no aparece como tal hasta 1929. El Círculo de Viena identificaba una institución dotada de medios e instrumentos para difundir sus planteamientos, comprometida con una específica concepción de la filosofía de la ciencia y del conocimiento, de raíz positivista, que ha incorporado la tradición racionalista. La posterior emigración a América de una buena parte de sus componentes -impuesta por la instauración del régimen nazi en Alemania- y el fértil campo positivista americano facilitaron su desarrollo y su notable influencia social. 3.1.
EL CÍRCULO DE VIENA: LAS FILOSOFÍAS ANALÍTICAS
El Círculo de Viena aúna el empirismo físico y sensorial de E. Mach y la brillante escuela de la lógica matemática que se desarrolla, a caballo de los dos siglos, de la mano de B. Russell (1872-1970) y su discípulo L. Wittgenstein (1889-1951). Formula un proyecto explícito de unificación del saber científico asentado sobre una metodología común, que permitiera delimitar, en sentido estricto, el campo de las ciencias. Así lo demuestran algu-
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nos de sus órganos, como el Instituto por la Unidad de la Ciencia y el Journal of Unified Science, y proyectos como la International Encyclopaedia of Unified Science, que muestran, en sus títulos, los presupuestos y objetivos del Círculo. El positivismo lógico proclama, de forma destacada, como uno de sus postulados básicos, el monismo científico, la unidad de las ciencias, la invalidez de toda distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias sociales o del espíritu. La unidad básica de los fenómenos naturales y sociales que supone la validez de los presupuestos metodológicos de las ciencias fisiconaturales en el mundo social. Lo cual conlleva, a su vez, la posibilidad de formular proposiciones e hipótesis a verificar; la posibilidad de establecer enunciados lógicos sobre esas regularidades, con valor de leyes; la capacidad consecuente de predicción e intervención social; lo que se ha llamado «ingeniería social». El proyecto tiene tres soportes. El papel fundamental de los hechos y, por tanto, el obligado respeto a la experiencia, en la tradición del empirismo decimonónico; la introducción de las construcciones teóricas como componentes esenciales de la producción de conocimiento, en abierto contraste con los postulados del empiriocriticismo; y, como novedad esencial, el recurso al lenguaje formal, como un instrumento que garantice la comunicación objetiva del trabajo científico. Se pretendía «desbabelizar» la comunicación científica, como ha dicho uno de los representantes destacados de esta corriente (Morris, 1955). La disposición de un lenguaje exacto debía ser el medio decisivo en la determinación de la cientificidad, porque en su propia naturaleza debía hacer posible discriminar los problemas estrictamente científicos de los metafísicos o sin sentido, en cuanto los primeros deben permitir una formalización significativa, es decir, con sentido desde el punto de vista lógico. Ese lenguaje exacto y preciso se identificó con la lógica matemática. Se reconoce a ésta un carácter neutro en cuanto las vinculaciones que en ella se establecen son las específicas del lenguaje: semióticas, sintácticas y pragmáticas (Morris, 1955); independientes, por tanto, de todo juicio de valor. La semiótica es el fundamento último de la comunicación científica, desalojando al pensamiento como actividad subjetiva, salvo en la estricta labor de combinar los signos. En él reposa el proceso deductivo o analítico, cuya naturaleza tautológica le asegura la cualidad de «verdadero». La otra dimensión es la de la experiencia, la dimensión empírica, en la que se basa el conocimiento de los hechos. Es el fundamento de un conocimiento de carácter «sintético», por oposición al analítico, e independiente de él. La experiencia es la fuente de las distintas observaciones, denominadas enunciados protocolares. Corresponden a proposiciones lógicas elementales obtenidas de las sensaciones, que podrán ser luego tratadas por el lenguaje lógico. Equivalen a los hechos del positivismo inicial. Los dos mundos quedan disociados de forma drástica. El mundo del conocimiento analítico, en el sentido de Galileo, reconocido como una actividad racional, corresponde al mundo de los enunciados lógicos, del aná-
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lisis en sentido estricto, de la deducción, el mundo de los signos y sus reglas, el mundo de la verdad. Es el mundo de las teorías, al que corresponde el avance del conocimiento. El mundo de los enunciados teóricos adquiere una preeminencia absoluta, de tal manera que la nueva filosofía se define como analítica. La teoría se convierte en el elemento cardinal. La teoría es considerada el «corazón de la ciencia», caracterizada por la «claridad, simplicidad, generalidad y precisión», formada por «la unión de un sistema lógico con hechos definidos operativamente» (Bunge, 1961). El mundo de la experiencia, de los hechos, es decir, empírico, es el del conocimiento sintético. Se le atribuye una función esencial en el nuevo esquema del proceso de conocimiento, la de verificar la validez de los enunciados teóricos y, por tanto, la confirmación de la verdad o error de las teorías científicas. El vínculo lógico entre ambos niveles se produce a través de la deducción, invirtiendo el proceso característico del positivismo tradicional, asentado sobre la inducción. La inducción es sustituida por la vía deductiva que desciende desde los enunciados lógicos a los de observación o «hechos». Éstos se convierten en «verificadores» de los primeros. Los hechos, que, desde la perspectiva de la lógica, no sirven para inducir enunciados teóricos, deben permitir, en cambio, «verificar» su validez. Los hechos deben servir para comprobar las teorías. El principio de verificación se convierte en un punto cardinal de la concepción neopositivista: «la cuestión de la verificación era central en la obra de los positivistas lógicos de la escuela de Viena» (Johnston, 1983). El método es la clave de bóveda del positivismo lógico y de la filosofía de la ciencia que sustenta. La metodología define la ciencia. Se trata del método que permite y asegura la libertad científica, que resguarda de las trampas que esmaltan el proceso de conocimiento, procedan de la intuición, del lenguaje o del riesgo de la metafísica. Todo ello encarnado en la explícita finalidad de llegar a enunciar «leyes». Leyes, teorías, hipótesis, datos de observación experimental forman el bagaje familiar de una construcción que se identifica con el propio conocimiento científico. La excepcional depuración instrumental que representa el análisis del lenguaje, el análisis lógico o formal de los enunciados, la brillantez de las construcciones teóricas, la formalización acabada del lenguaje, son caracteres sobresalientes del positivismo lógico y del racionalismo crítico. Rasgos que no contradicen la naturaleza de una filosofía que evoluciona para permanecer. Lo que cambia es el énfasis, porque al edificio lógico del positivismo decimonónico se le da la vuelta. La construcción brillante del positivismo lógico permitió soslayar las críticas al positivismo primitivo y dar respuesta, aparente, al proceso del conocimiento científico moderno, que no se podía identificar ya con los postulados tradicionales. La construcción de una filosofía racionalista y empírica al mismo tiempo permitía renovar la tradición del pensamiento científico. Sin embargo, la construcción neopositivista tenía sus puntos débiles, insuficiencias que fueron el objeto de la crítica de K. Popper.
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4. El racionalismo crítico de K. Popper
La crítica de Popper se centraba en el supuesto de la verificación de los enunciados teóricos y en el papel atribuido a la teoría en el proceso del conocimiento. Señalaba Popper la imposibilidad lógica de la verificación a partir de las observaciones empíricas. La «lógica de la investigación científica» lo impedía (Popper, 1934). Ponía en cuestión el concepto de verdad o falsedad en relación con las teorías científicas. Popper formula lo que él denomina racionalismo critico, que representa un cambio de actitud en la valoración del proceso de conocimiento científico. La incidencia crítica de Popper se traduce también en la concepción del campo científico. Popper rompe el principio monista de la ciencia de los empiristas lógicos. Niega la posibilidad de la ciencia histórica. Hace una crítica intensa de lo que denomina historicismo y de toda pretensión de predicción social (Popper, 1957). Y se incorpora a la corriente del individualismo en la interpretación de los fenómenos sociales. Propugna el individualismo metodológico. Son las dos dimensiones fundamentales del pensamiento de K. Popper que inciden en el campo de las filosofías científicas del siglo XX . 4.1.
LA CRÍTICA A LA VERIFICACIÓN EMPÍRICA
La alternativa de Popper al positivismo lógico recompone las relaciones entre observación y enunciados lógicos y establece nuevos criterios de demarcación del conocimiento científico, es decir, empírico. Pretendía diferenciarlo del no empírico, metafísico o no científico. Define una primera instancia o demarcación observacional, de naturaleza experimental, empírica, vinculada con la obtención de los datos o hechos. Define una segunda instancia o demarcación teórica, a la que corresponden, tanto el proceso de inferencia, como el de verificación del neopositivismo. Define una tercera instancia o nivel formal, identificada con el lenguaje normalizado, lógico y matemático, fundamento de la objetividad del proceso cognoscitivo. Constituyen los tres niveles o instancias del proceso de conocimiento científico, según Popper. Son los criterios de demarcación del conocimiento científico, que completa con la introducción de la brillante idea de la refutación (falsifiability), en oposición a la de verificación y en relación con la función y significado de la teoría en la ciencia. K. Popper apunta que no es posible la verificación de teorías por los hechos de observación. Aduce Popper razones lógicas. El proceso de observación forma parte de la construcción teórica y queda impregnada por ella, como ya habían señalado, de forma crítica, científicos como Planck y Bjord. Los enunciados de observación, los hechos, no son independientes de los enunciados teóricos, las teorías. Éstas condicionan el significado y la interpretación de los primeros. La validez de las teorías científicas no depende ni puede depender de los hechos u observaciones empíricas.
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Popper formula una filosofía racionalista del conocimiento. El proceso de conocimiento radica en la formulación de enunciados teóricos o teorías, cuya validez permanece mientras no aparezcan nuevas teorías alternativas. La teoría, que aparecía como la meta de la indagación científica en la tradición analítica, constituye un mero instrumento. Lo que él propugna es una concepción de la teoría como instrumento en el proceso de conocimiento. La teoría tiene como objetivo su refutación, es decir, la búsqueda y eliminación del error. 4.2.
EL INDIVIDUALISMO METODOLÓGICO
El racionalismo crítico de Popper establece un corte epistemológico radical entre las ciencias de la naturaleza en general y las ciencias sociales, en abierta contradicción u oposición al monismo científico de los postulados del positivismo lógico. Limita a las primeras el proceso de conocimiento científico normativo, es decir, el que se sustenta en la búsqueda de leyes, en el enunciado de generalizaciones o regularidades de valor universal. Niega Popper la posibilidad de tales objetivos en el campo de las disciplinas sociales y, sobre todo, en la Historia. Se opone así a las corrientes y enfoques que prevalecían en el marco de las ciencias sociales. La extensión del positivismo al campo social se basaba en diversos postulados o presupuestos, como el «causal», en los acontecimientos sociales, y que, según la formulación conductista, viene dado por la respuesta del individuo a leyes de comportamiento que se les imponen. El «realismo», en el sentido de objetividad de las conductas. La «neutralidad» del observador científico en el proceso de observación y evaluación. El «funcionalismo» social, en el sentido de responder a estructuras cuyo cambio no es arbitrario sino regular o normativo (Johnston, 1983). El funcionalismo y el conductismo han sido dos propuestas destacadas de esta concepción positiva de los fenómenos sociales, aplicadas en distintos campos de las disciplinas sociales, entre ellos la geografía. Rechaza Popper la posibilidad de predicciones en el campo de la historia y las ciencias sociales. Niega el que puedan enunciarse leyes referidas al devenir histórico y a los acontecimientos sociales. Considera que el conocimiento de las predicciones supondría la oportunidad para evitar sus consecuencias arruinando aquéllas. Propone, en consecuencia -en coincidencia con una corriente contemporánea de las ciencias sociales- el llamado individualismo metodológico, en el ámbito de las ciencias sociales. El individualismo metodológico se sustenta en la convicción de que son las acciones de los individuos las que soportan lo que llamamos sociedad. Los fenómenos y acontecimientos sociales no son sino la suma de acciones individuales y el resultado de comportamientos individuales. Niega validez, por tanto, a los sujetos colectivos sociales, a los universales sociales, del tipo de clase social, o equivalentes. Por consiguiente, el método de estas disciplinas debe estar basado en el individuo. Formulación metodológica que caracteriza el pensamiento de
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F. A. von Hayek (1899-1992), que considera que el único camino de entendimiento de los fenómenos sociales es la comprensión de las acciones entre individuos, de acuerdo con la conducta esperada de los mismos. El individualismo metodológico supone que la descripción de los comportamientos individuales sustituye toda formulación de carácter social. Se inscribe en el marco de un manifiesto realismo individualista, opuesto al proceso de abstracción de las generalizaciones sociales. En resumen, el individualismo metodológico significa la reducción del mundo social a sus componentes individuales y a la conducta de éstos. Ésta depende de sus propias cualidades y de su grado de conocimiento del entorno o situación en que se encuentran. Comparte Popper y reivindica la concepción de los fenómenos sociales como meros resultados de acciones individuales, de actos intencionales y reflexivos, sometidos al azar e imprevisión de las decisiones i ndividuales. Plantea, por otro lado, el carácter interrelacionado que tienen estas decisiones individuales con los pronósticos sociales y la contradicción que provocan dicha relación entre sujeto y objeto social. El agente vinculado con el pronóstico o predicción, una vez conocida ésta, puede operar para escapar a sus consecuencias. Al hacerlo altera la validez del mismo y su carácter universal y objetivo. Niega, en consecuencia, la existencia de leyes en el ámbito social, como cuantos defienden el individualismo metodológico. Su incidencia es patente en el campo de las ciencias sociales. Los fenómenos sociales quedan convertidos en un inmenso agregado de decisiones individuales. Reduce los procesos sociales al resultado de las múltiples acciones individuales, a la específica configuración de «disposiciones, situaciones, creencias, recursos y ambientes» de tales individuos. Tras el individualismo metodológico subyace una ideología, la que el propio K. Popper desarrolla en Miseria del historicismo (Popper, 1957). El trasfondo ideológico de las filosofías positivistas constituye su dimensión oculta o no reconocida. La afirmación característica de los autores analíticos es que su única preocupación es metodológica y de que creencias e ideologías quedan aparte de sus consideraciones (Harvey, 1968). Afirmación que no se corresponde con las implicaciones que muestran estas filosofías con el mundo social. 5. Método e ideología
Las filosofías positivas coinciden, a lo largo del tiempo, en un planteamiento que entra en abierta contradicción con sus postulados de liberación de toda influencia ideológica, y que les confiere el carácter de una verdadera filosofía, algo más que un simple método de investigación. Como apuntaba Johnston, «el positivismo lógico comprende cientificismo, políticas científicas y valores como la libertad, así como una concepción positivista de la ciencia. Constituye una ideología, tanto como una filosofía y una metodología» (Johnston, 1983).
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Las filosofías «positivistas» han propendido, históricamente, a identificar el conocimiento científico con su específica propuesta, con su particular construcción. De tal modo que «el cientificismo del esquema interpretativo de cuño positivista procura negar el derecho a la palabra a todos los que no encajan en sus angostas coordenadas» (Ortega Cantero, 1987). Comparten la convicción de que el conocimiento científico, identificado en las ciencias positivas, constituye un ejemplo acabado de esta formulación. Comparten la convicción, asimismo, del carácter ideológico de las propuestas o enunciados que hacen intervenir al mundo objetivo y al denominado «contexto de observación», es decir, el sujeto de conocimiento. Son los rasgos básicos de unas filosofías que han alimentado las «creencias» científicas de una parte sustancial de las comunidades de científicos, y no sólo en el ámbito de las disciplinas fisiconaturales. La filosofía del análisis es la filosofía del método. Esta filosofía exclusivista que tacha de metafísica e ideología a toda forma de conocimiento que no se base en el método, responde también a una ideología, es también una ideología. Sin duda una ideología del método (Feyerabend, 1970). Del empirismo de los orígenes al positivismo lógico y racionalismo crítico de Popper hay un largo proceso de evolución y decantación intelectual, de crítica exterior e interna, de perfeccionamiento instrumental y teórico, de interacción social con el medio científico y cultural, que convierte al mundo analítico en algo más que unos dogmas y en mucho más que una moda. Representa una referencia cultural y científica inexcusable de nuestro mundo moderno. No sin razón se le ha identificado con el mundo de la «modernidad». Una trayectoria no coincidente con la del pensamiento dialéctico construido a la par con el propio desarrollo de la cientificidad moderna, identificado con ella, pero crítico de la racionalidad cientificista. La racionalidad dialéctica tiene otra historia. Se identifica con el pensamiento materialista y dialéctico elaborado en el siglo XVIII en Francia, que se manifiesta en la Ilustración, con raíces en el materialismo inglés del siglo anterior. El materialismo o realismo constituye el marco de referencia común de las filosofías empíricas y del racionalismo dialéctico que cristaliza en el siglo XIX .
CAPÍTULO 12
LAS FILOSOFÍAS RACIONALISTAS: MATERIALISMO Y DIALÉCTICA La cultura del mundo objetivo o material que se decanta en el siglo XVIII , con la Ilustración, responde a una «concepción general del mundo que descansa sobre una determinada forma de entender las relaciones entre materia y espíritu». Comparte la cultura racionalista en que nace y se desenvuelve la ciencia moderna, pero se distancia del empirismo sensorial y adopta una actitud crítica frente a las formas del cientificismo positivo. El componente distintivo es que frente al método positivo, formalista, que supone un enunciado de la razón rígido, reivindica una razón que une lo material y lo espiritual, objeto y sujeto. Se define frente a la separación radical del mundo material y el sujeto de conocimiento, que distingue las filosofías positivas. Es la razón dialéctica. 1. La racionalidad dialéctica
La razón dialéctica es entendida como el necesario complemento de la razón analítica para abordar la realidad, que es, ella misma, dialéctica. Desde la convicción de que «tendremos que convenir en que toda razón es dialéctica, lo que por nuestra parte estamos en aptitud de admitir, puesto que la razón dialéctica nos parece ser la razón analítica puesta en marcha» (Lévi-Strauss, 1957). Materialismo y dialéctica dan forma, en mayor o menor medida, al pensamiento racionalista que identificamos como racionalismo dialéctico. Dos componentes básicos distinguen esa racionalidad: la herencia materialista de la modernidad y el método dialéctico. Materialismo y dialéctica constituyen la base de una epistemología científica moderna que pretende dar una respuesta al problema persistente de la modernidad: las relaciones entre sujeto y objeto, entre sociedad y naturaleza. Una respuesta desde el presupuesto de que objeto y método no son independientes sino que actúan el uno sobre el otro (Bosserman, 1968). Son filosofías que reúnen la concepción materialista y la lógica dialéctica. El materialismo representa una corriente intelectual del pensamiento occidental que arraiga en la filosofía clásica grecolatina, con Demócrito y
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Lucrecio. Corriente que se renueva en los siglos modernos, con particular intensidad en el siglo XVIII , con el enciclopedismo ilustrado. Su desarrollo posterior, en el siglo XIX , va unido, sobre todo, a la formulación marxista, que se identifica como materialismo dialéctico. Es el fundamento de un amplio grupo de teorías sociales -entre las cuales se encuentra el materialismo histórico-, que comparten algunos postulados críticos distintivos. En primer lugar, el realismo, de tal modo que la existencia de un mundo objetivo, de carácter físico, externo respecto del sujeto observador, constituye el cimiento de las filosofías materialistas. El fundamento de esta filosofía del conocimiento es la afirmación explícita de la materialidad del mundo externo y, por tanto, de su objetividad. Como pone de relieve el físico M. Planck, el conocimiento científico reposa sobre algo más que las limitadas sensaciones del observador y sobre algo más que los enunciados propuestos por él. El primer fundamento del conocimiento científico, desde la perspectiva materialista, es la aceptación de un mundo existente, independiente del observador. Las regularidades que el científico busca no se reducen a invenciones (Planck, 1963). La pertenencia del sujeto a dicho mundo objetivo y, por consiguiente, la negación de la dualidad entre objeto y sujeto, entre mundo objetivo y subjetivo, ha sido un segundo postulado esencial del materialismo moderno. La implicación entre mundo material y conducta humana aparece como un necesario corolario de la concepción materialista, que postula la naturaleza física -material- del mundo, incluido el mental o espiritual. Postulados críticos que conllevan consecuencias de carácter epistemológico. Como parte del mundo material, la conducta humana, y en general las sociedades humanas, pueden ser entendidas y analizadas desde los mismos presupuestos y con métodos similares a los de las ciencias de la naturaleza y ciencias físicas. La prioridad del mundo material sobre el subjetivo, en el marco de una concepción realista de ambos, supone una relativa dependencia causal del segundo respecto del primero. La cultura materialista comporta una concepción del mundo, más allá de una filosofía del conocimiento, que expresa la profunda y absoluta implicación entre Hombre y Naturaleza. Desde el materialismo ingenuo hasta las formas más elaboradas del materialismo científico actual, incluido el materialismo dialéctico marxista, el pensamiento materialista forma parte esencial del mundo moderno, de la modernidad. Una característica destacada de esta corriente ha sido la asociación entre materialismo y dialéctica. Constituye un rasgo sobresaliente de diversas corrientes de pensamiento crítico moderno, que han incorporado la dialéctica como un componente esencial, distintivo de su reflexión epistemológica. La dialéctica representa una importante corriente del pensamiento que desde los antiguos griegos, incluido Aristóteles, conduce, ya en la modernidad, a través de Descartes y Spinoza, a Hegel, Proudhom y Marx, en el siglo pasado; y a Bachelard, Sartre, Goldman, Gurvitch, Lévi-Strauss, Piaget, Lefebvre, Althusser, Foucault y Giddens en el siglo XX . Es decir, una esencial vía del pensamiento en las ciencia sociales contemporáneas. La dialéc-
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tica aparece como un eje primordial que enlaza algunos de los más fértiles y relevantes desarrollos de la cultura científica en ese siglo. La dialéctica representa una forma del pensamiento racional, que se sustenta en la consideración de la realidad como un conjunto o totalidad, que excede la mera agregación de componentes. Desde una óptica dialéctica es la totalidad la que da sentido e identidad a cada componente individual. Esta perspectiva de totalidad es central en el pensamiento dialéctico. Es por lo que la dialéctica se fundamenta en la consideración de la totalidad o conjunto como núcleo de partida del proceso de conocimiento. Desde una consideración dialéctica, el conjunto explica y permite identificar y entender sus componentes. Son partes de un sistema de relaciones, elementos de dicho sistema. El pensamiento dialéctico enfatiza, en relación con esta perspectiva dominante, la dimensión relacional que vincula a los objetos y que se sobreimpone a ellos. Asimismo considera la realidad como movimiento, como transformación. Valora, en primer término, el proceso, es decir, el cambio, en la vieja tradición de Heráclito. La dialéctica resalta la dinámica, se interesa por los procesos, la génesis, la evolución, el cambio, el sistema de vínculos que caracteriza el mundo real. El pensamiento dialéctico busca en esos procesos y sistemas de relaciones las acciones que se producen entre ellos, las reacciones a que dan lugar, las contradicciones que acompañan el desarrollo del mundo real. Los componentes físicos de los mismos tienen un valor secundario. La dialéctica privilegia una perspectiva dinámica del análisis. La concepción dialéctica no pretende la descripción de una situación estática ni de una estructura fija. El interés del análisis dialéctico, el centro del mismo, lo constituye la secuencia o proceso en que que evoluciona y se transforma el conjunto, se modifican las relaciones que vinculan los componentes, se generan nuevos vínculos. El interés dialéctico busca las relaciones contradictorias con la situación preexistente, el modo en que se configura una nueva totalidad. El proceso es el centro del análisis dialéctico, es el eje de la concepción dialéctica. De acuerdo con los postulados de G. W. Hegel (1770-1831), el filósofo que desarrolla de forma más acabada el pensamiento dialéctico, la dialéctica es la expresión de la propia realidad. Pone en evidencia el carácter contradictorio inherente a ésta. La dialéctica aparece como la lógica analítica en acción, realizada, como resaltaba Lévi-Strauss: «Para nosotros la razón dialéctica es siempre constituyente: es la pasarela sin cesar prolongada y mejorada que la razón analítica lanza por encima de un abismo del que no percibe la otra orilla... El término de razón dialéctica comprende así los esfuerzos perpetuos que la razón analítica tiene que hacer para reformarse, si es que pretende dar cuenta y razón del lenguaje, de la sociedad, del pensamiento» (Lévi-Strauss, 1957). La razón dialéctica viene a resumirse como la razón analítica en acción. La unidad entre instancia teórica e instancia de observación, entre sujeto y objeto, constituye una constante del pensamiento materialista moderno. La razón dialéctica es, en cierta forma, una razón de la práctica, una razón
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glesa de El capital de C. Marx: «Una nueva concepción de cualquier ciencia revoluciona la terminología técnica en ella empleada.» M. Planck resaltaba que teoría y observación constituyen una unidad dialéctica inseparable e irreductible. Unidad que depende de la teoría, por cuanto los llamados hechos de observación cambian de sentido y significado, son otros hechos, con el cambio de bagaje teórico. Cada teoría posee su propio lenguaje de observación. La independencia de uno y otro, tal y como plantea el positivismo, carece de fundamento. Como señalaba Planck, «ocurre a menudo que una cuestión tenga sentido según una teoría y no la tenga según otra, de suerte que su significado cambia con el de teorías sucesivas», de tal manera que «para establecer que una cuestión tiene sentido científico o no, hay que hacerlo en referencia a una teoría... siendo la interpretación que le confiere la teoría la que da sentido a toda medida física» (Planck, 1963). La teoría no es el resultado de un proceso inductivo o deductivo, sino un sistema de interpretación. La teoría, como las observaciones, dependen de un contexto heurístico, de unas condiciones históricas, determinantes en el desarrollo del conocimiento científico. La determinación histórica del proceso de desarrollo del conocimiento científico constituye un rasgo relevante de los postulados del materialismo. Desde una perspectiva actual, y desde la preocupación por lo que han sido y son los horizontes culturales del pensamiento geográfico, las filosofías dialécticas podemos circunscribirlas en dos grandes conjuntos: las filosofías estructuralistas y el materialismo histórico. En ambos se apoyan las propuestas más importantes de construcción de una epistemología para las ciencias sociales. 3. El materialismo histórico: de Carlos Marx a los marxismos
En el ámbito de las ciencias sociales, los fundadores del materialismo moderno son Marx y Engels, en cuanto creadores del denominado «materialismo histórico», habitualmente identificado como marxismo. Constituye una teoría social, que sustenta una explicación de la organización y el desarrollo histórico de las sociedades humanas. Es una teoría materialista que parte de una filosofía materialista. Éste es su rasgo esencial. El materialismo histórico, que hemos de identificar con el pensamiento marxista, y con el que de forma crítica deriva de él, constituye una propuesta conceptual, metodológica y práctica. Este último rasgo representa un componente decisivo en su evolución histórica. 3.1.
LOS FUNDAMENTOS EPISTEMOLÓGICOS: EL MATERIALISMO DIALÉCTICO
La concepción materialista que formulan Marx y Engels parte de una crítica del materialismo vulgar que se manifiesta en su tiempo y que no es sino la herencia del materialismo del siglo XVIII. Criticaron su «estrechez»
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en cuanto a la incapacidad de concebir el mundo como materia en transformación, es decir, con una concepción histórica de la Naturaleza. Y criticaron su incapacidad, aunque la justifica, para perfilar una explicación fundada materialista de la sociedad, y por tanto de la historia. A partir de esa crítica se construye un pensamiento o concepción materialista del mundo y del hombre cuyo primer elemento es la afirmación de la unidad entre Naturaleza y Sociedad, con una perspectiva dialéctica. La unidad se concibe desde el carácter natural de la sociedad humana, y desde la concepción social de la Naturaleza, evitando «la idea absurda y contra natura de la oposición entre espíritu y materia, entre hombre y naturaleza, entre alma y cuerpo, idea extendida en Europa tras la decadencia de la antigüedad clásica» (Engels, 1952). La identidad entre el mundo social y el natural constituye uno de los puntos fundamentales de la concepción materialista marxiana. La racionalidad de la naturaleza es una presunción básica, como la propia racionalidad humana, derivada de la «unión entre naturaleza y espíritu». El propio Engels apunta esa presunción, que es el fundamento del conocimiento científico, «incluso para el empirista más corto», en el sentido de que no se admite la «irracionalidad de la naturaleza ni que la razón humana vaya a contradecirla». El marxismo o materialismo histórico comparte con el racionalismo positivista la convicción del carácter racional de la Naturaleza y de los procesos que tienen lugar en ella. Comparte la idea del encadenamiento causal que relaciona los fenómenos naturales, y que permite entender esos procesos, explicarlos, por sus causas naturales. «Hoy, el conjunto de la naturaleza se extiende ante nosotros como un sistema de encadenamientos y de procesos explicado y comprendido en sus grandes rasgos; es cierto que la concepción materialista de la naturaleza no supone otra cosa que el simple entendimiento de la naturaleza tal y como se nos presenta.» Esa racionalidad se expresa, para los autores citados, en las relaciones de causalidad que enlazan los procesos naturales y que constituyen el fundamento de las regularidades sobre las que se fundamentan las leyes naturales. Para los creadores del materialismo histórico tienen su más evidente pauta de comprobación en la praxis humana. La constante relación productiva con el mundo natural es, para ellos, el argumento decisivo, en la cuestión de la racionalidad y causalidad, sobre todo en el momento en que esa práctica humana es capaz de reproducir los procesos naturales. El materialismo dialéctico plantea como clave de bóveda de las relaciones de causalidad la actividad humana. Ésta aparece como la mediación necesaria en la representación de la causalidad. La cuestión esencial, para Marx y Engels, radica en las relaciones entre Sociedad y Naturaleza, basadas en «la transformación de la naturaleza por el hombre», en cuanto esa transformación se considera «el fundamento más esencial y directo del pensamiento humano». Para Marx y Engels, el conocimiento deriva de los sentidos, de la experiencia. Comparten con ello el postulado de las filosofías positivas. Sin embargo, vinculan el proceso de conocimiento con el ejercicio social que les
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vincula con el mundo material, es decir, con la práctica social. De ésta surge, para el marxismo, el conocimiento, y la propia práctica social permite contrastar la verdad o realidad de las ideas. La práctica social, identificada con el proceso de producción y reproducción social, constituye para el marxismo el elemento que resuelve el problema de la verdad y del conocimiento verdadero. Se proyecta en su concepción del conocimiento científico. 3.2.
TEORÍA Y CIENCIA: LA CONCEPCIÓN TEÓRICA MARXISTA
La filosofía del conocimiento marxista descansa sobre una concepción teórica de la ciencia, que conciben como producto histórico del propio proceso de conocimiento: «La ciencia natural se transforma de ciencia empírica en ciencia teórica y a partir de la síntesis de los resultados conseguidos, en un sistema de conocimientos materialista de la naturaleza.» Y asimismo como «una forma de pensamiento teórico que reposa sobre el conocimiento de la historia del pensamiento y de sus adquisiciones»; en un marco que recuerda los planteamientos más recientes de Kuhn y Lakatos. Desde el punto de vista metodológico, el materialismo histórico partía de una crítica general de la filosofía positiva imperante en el siglo XIX , así como de la postura teórica que esa filosofía supone, es decir, la pretensión de estar a salvo de toda filosofía. El materialismo histórico partía de una doble propuesta, en relación con -o frente a- esa filosofía de moda. Por una parte, la existencia de una teoría y filosofía del conocimiento bajo el trabajo de todo científico, consciente o inconsciente, al margen de la actitud ideológica subjetiva: «Los sabios creen liberarse de la filosofía ignorándola o vituperándola. Pero, como sin pensamiento no progresan en absoluto... caen bajo el yugo de la filosofía, y, por lo general, de la de la peor especie. Los que más vituperan la filosofía son los más esclavos de los peores restos vulgares de las peores doctrinas filosóficas», según lo enunciaba Engels. Representa una crítica esencial del materialismo primario en que reposa el empirismo positivo. Niega el materialismo marxista que la experiencia, en directo, es decir, los hechos, puedan proporcionar conocimiento general. La actitud antiinductiva y la crítica del empirismo positivista es un rasgo de la filosofía marxista. Conocemos por medio de construcciones o representaciones de base racional, relacionadas con la experiencia práctica, formuladas como teorías. El desarrollo de éstas constituye un sistema de conocimiento en que deducción e inducción son componentes complementarios en la depuración y contraste del edificio teorético, del mismo modo que los mecanismos de análisis y síntesis, entendidos éstos como procesos intelectuales. En segundo lugar, la filosofía del conocimiento marxista se manifiesta por la afirmación del carácter integrador del discurso teórico. Una teoría científica no es sólo una propuesta o hipótesis más o menos acertada. Constituye un cuerpo conceptual y un lenguaje, cuyos términos adquieren sentido dentro de la teoría, y donde los viejos términos se transforman y renue-
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van. Componente teoricoexperimental de la filosofía del conocimiento marxista, y radical antiinducción de la misma, son dos coordenadas esenciales del materialismo histórico. El conocimiento científico se concibe como un proceso en el que inducción y deducción van «necesariamente a la par», completándose recíprocamente. La concepción marxiana del conocimiento se configura como un cuerpo teórico, cuyo soporte es el racionalismo, que podemos denominar «práctico», en cuanto su justificación reposa sobre la actividad histórica humana y su capacidad de transformación y reproducción de los procesos naturales: «Im Anfang war die Tat» («En el origen fue la acción»), según destacaba Marx citando a Goethe. La capacidad práctica humana es, para el marxismo, el fundamento más sólido de nuestra racionalidad, al propio tiempo que lo es de la argumentación marxista frente al agnosticismo o «materialismo vergonzante», como lo califica Engels, de los científicos, y frente a los postulados idealistas. El materialismo histórico se nos presenta como una filosofía materialista del conocimiento y como una concepción materialista del mundo. Una concepción materialista de la sociedad, basada en la determinación de la vida social por las condiciones materiales de su existencia. Una concepción naturalista, pero no física; el materialismo histórico considera las tendencias sociales tan naturales como las leyes fisiconaturales (Schmidt, 1977). 3.3.
LA TEORÍA SOCIAL: ESTRUCTURA MATERIAL Y SUPERESTRUCTURA IDEOLÓGICA
Es el materialismo histórico, como dice Engels, en el prólogo a la edición inglesa de Socialismo utópico y socialismo científico, «una concepción de la historia que busca la causa primera y el gran motor de todos los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, en la transformación de los modos de producción y cambio, en la división de la sociedad en clases, que resulta de ello, y en la lucha de estas clases entre sí» (Engels, 1892). Lo expresaba Marx de una forma sintética y precisa en términos bien conocidos, casi apodícticos, en su conocido prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política: «En la producción social de su existencia los seres humanos entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un cierto grado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base concreta sobre la que se eleva una superestructura jurídica y política y a la cual corresponden formas de conciencia sociales determinadas. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina su estado sino que, a la inversa, es su estado social el que determina su conciencia» (Marx, 1957). Se enuncian los componentes básicos de la concepción marxista y los conceptos fundamentales de la teoría social del materialismo histórico. Una
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concepción que contempla la sociedad como una totalidad, como un sistema de relaciones en que se integran fuerzas productivas y relaciones de producción. Las primeras las componen los elementos técnicos, científicos, productivos, específicos de cada etapa histórica. Las segundas involucran a los seres humanos entre sí, de acuerdo con su vínculo con los medios de producción y las estructuras de la propiedad, y con las relaciones derivadas de éstas. Fuerzas productivas y relaciones de producción determinan, en conjunto, la estructura económica de la sociedad, identificada también como modo de producción. El conjunto de formas sociales de carácter cultural, político y jurídico componen la denominada superestructura social, a la que se vincula la conciencia social. La dependencia de esta conciencia social, y sus manifestaciones individuales, de la estructura económica, constituye el cimiento de la teoría marxista. El planteamiento esencial del materialismo histórico es la vinculación directa de la conciencia con el estado social. La determinación de la conciencia por el desarrollo de las fuerzas productivas y por las consiguientes relaciones de producción es un rasgo destacado de las concepciones materialistas modernas. De él deriva el determinismo material de los hechos humanos. Engels lo resumía al destacar que según «la concepción materialista... el factor determinante en la historia es, en última instancia, la producción y la reproducción de la vida real». Esta concepción ha sido considerada, muchas veces -sobre todo por sus detractores- una interpretación economicista de la sociedad, aunque sus autores resaltaban que no se formula en términos económicos. El materialismo histórico plantea que la adecuada comprensión de los comportamientos sociales, de los problemas políticos, de las formas jurídicas, de la ideología, exige el conocimiento previo «de las condiciones de vida mate3.4.
Los
PROBLEMAS TEÓRICO-EPISTEMOLÓGICOS DEL MATERIALISMO HISTÓRICO
La concepción marxista representa una formulación teórica, en el campo social y en el ámbito del conocimiento, que carece de un adecuado desarrollo. Los fundadores no llevaron a cabo el desenvolvimiento de los presupuestos enunciados. El carácter esquemático de tales enunciados, así como las numerosas lagunas en el desarrollo de la teoría social, han facilitado, con posterioridad, interpretaciones diversas. En particular concepciones simples, primarias, de tales enunciados y una concepción mecanicista y elemental del complejo mundo social o de los procesos de conocimiento. Se manifiesta también en la concepción del materialismo como filosofía. El problema central afecta al carácter de la relación entre la base estructural -la estructura económica de Marx- con la que él denominó superestructura. El carácter determinante que Marx atribuye a la primera sobre la segunda ha sido entendido de formas diversas. Puede ser entendido de forma mecánica y primaria, como se ha hecho en el marxismo y en sus formulaciones ortodoxas, dogmáticas y estructuralistas.
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Los mecanismos a través de los cuales la estructura económica condiciona la denominada superestructura, así como el grado de autonomía que los niveles superestructurales tienen, han sido obviados o desconsiderados en estas versiones del marxismo. Ha supuesto una interpretación mecánica de la dependencia y una negación de la autonomía de los agentes sociales y de los individuos. La investigación social, en cambio, ha venido a mostrar el carácter muy complejo que tienen las relaciones sociales y la notable autonomía que muestran las instancias de la denominada superestructura, respecto de la estructura económica. Ha mostrado la diversidad que ésta puede ofrecer, en la medida en que la coexistencia de diversos modos de producción es una situación histórica habitual. Ha evidenciado la capacidad de supervivencia de modos de producción superados, rasgo relevante de los procesos de desarrollo social. Ha mostrado, también, la capacidad de los agentes sociales para actuar con autonomía respecto de sus determinaciones sociales más aparentes. Ha puesto de manifiesto las contradicciones entre el ser social -su condición económica o material- y la conciencia social de dichos agentes. Explicarlos en el marco de la teoría de la determinación marxista constituye una necesidad. Es, al mismo tiempo, una dificultad en el desarrollo de la teoría del materialismo histórico. La determinación de las instancias socioculturales, políticas, ideológicas, por la base económica o material no puede ser contemplada en el marco de un esquema mecánico simple y de dirección única. El carácter esquemático de la formulación marxiana ha facilitado una interpretación estática, de las relaciones sociales y de las determinaciones entre niveles o instancias. En un ejercicio de congelación, se les ha privado de su dimensión histórica, de su naturaleza dinámica. Los procesos de relación entre la base estructural y las manifestaciones ideológicas y culturales no pueden sustraerse al cambio y la evolución histórica. Son productos de esa evolución. Tienen una dimensión material, en el mismo grado que la estructura económica. En el marxismo moderno, el concepto de determinación adquiere perfiles sociales y dimensión histórica. La determinación social de la base material se plasma en un complejo sistema de interacciones, de resistencias, de relaciones que circulan en direcciones contrapuestas y que pueden incidir, incluso, en la propia base económica. Por otra parte, los procesos de transición de un modo de producción a otro, cuyo enunciado básico formula Marx, y la propia conceptualización de tales modos de producción, muestran el carácter esquemático de la misma. Marx fue consciente de ello, así como de las dificultades y el carácter complejo que dichos procesos de transición tienen. De tal modo que los fenómenos de transición devendrán, en el análisis histórico marxista, uno de los principales focos de interés en la segunda mitad del siglo XX. El desarrollo de las ciencias sociales ha venido a suscitar una progresiva depuración de los instrumentos teóricos y de los presupuestos de conocimiento formulados en el materialismo histórico. El desarrollo
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de nuevos enfoques, a partir del marxismo, siguiendo las pautas marxistas en unos casos, y por enfoques alternativos, en otros, constituye un rasgo destacado del movimiento intelectual europeo del siglo XX . Abarca desde la denominada Escuela de Franckfurt y el neomarxismo a los estructuralismos. Han sido los enfoques estructuralistas los que han tenido una mayor influencia en el campo de las ciencias sociales de la segunda mitad del siglo XX. 4. Los estructuralismos: estructura y sociedad
El estructuralismo es, en general, una filosofía cuyo supuesto principal reside en la consideración de que la sociedad constituye un conjunto dinámico y ordenado bajo la apariencia de caos y desorden. Se formula de acuerdo con la afirmación de la existencia de determinadas estructuras profundas, que subyacen en los fenómenos sociales aparentes y que son la clave para su comprensión. Resalta la importancia de este orden inconsciente y no observable directamente como un instrumento epistemológico, en orden a entender y explicar la apariencia caótica de los fenómenos sociales. La característica común procede del recurso al concepto de estructura con un valor teorético y con capacidad para explicar la realidad. La noción de estructura como un concepto central del análisis de la realidad social arraiga en el materialismo histórico. Adquiere su formulación moderna, estructuralista, en la lingüística, a partir de los trabajos de F. de Saussure. El concepto de estructura adquiere una dimensión nueva. La aplicación en el campo antropológico por parte de Claude LéviStrauss para el análisis de los sistemas y relaciones de parentesco mostraba la fecundidad de la concepción estructural y las perspectivas que ofrecía en el campo de las ciencias humanas, como soporte o fundamento de un análisis científico en las mismas (Lévi-Strauss, 1949). La estructura se identifica con la realidad, con lo objetivo, aunque no se perciba en la experiencia directa. El enfoque estructural convertía las estructuras profundas en la clave del conocimiento y comprensión de las apariencias. Sin embargo, este enfoque ofrece distintas formulaciones teóricas y epistemológicas. 4.1.
LA VARIEDAD ESTRUCTURALISTA
La afirmación dialéctica y el recurso a ésta como soporte intelectual de los procesos de conocimiento e interpretación aparece en los autores de directa vinculación marxista. Aparece también en los que carecen de relación directa con el pensamiento de Marx. Éste es el caso de J. Piaget. Según él mismo indica, reconoce el fundamento dialéctico de su epistemología y práctica científica y resalta su desvinculación originaria con la tradición marxista. La vinculación con el marxismo, de carácter intelectual, constituye, al mismo tiempo, una reivindicación de la razón dialéctica y del méto-
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do dialéctico marxiano. Es la común definición básica epistemológica del conjunto de los estructuralismos, en las ciencias sociales. De acuerdo con los enfoques del estructuralismo, el conocimiento se basa en la coincidencia objetiva entre determinadas propiedades de la realidad y del pensamiento. Desde una perspectiva epistemológica, la clave de esa comprensión estructural se encuentra en la capacidad innata, atribuida a la especie humana, para ordenar y estructurar los datos empíricos. En este sentido, constituye una teoría del conocimiento humano. El método dialéctico representa el soporte epistemológico del mismo, en cuanto se destaca el valor de la totalidad y se presta atención preferente al sistema de relaciones, más que a los fenómenos aislados. Las propuestas teóricas conocidas como estructuralismo se caracterizan por su básica aceptación de que las acciones humanas representan una relación sujeto-objetos de la que el sujeto extrae -no de los propios objetos sino de las acciones del sujeto- el conocimiento. Para ello es fundamental la existencia de determinados mecanismos o esquematismos interpretativos, que no son conscientes al sujeto ni éste extrae directamente de su experiencia. Constituyen las estructuras básicas del conocimiento. Esas estructuras, en la mayoría de los casos inconscientes, hacen posible organizar la experiencia, sea el lenguaje o las relaciones sociales. Las diferencias entre las distintas corrientes que comparten esta concepción del proceso de conocimiento corresponden a la distinta consideración que otorgan al tiempo, es decir, a la historia. Hay estructuralismos para los cuales la historicidad constituye, en el mejor de los casos, un residuo, como sucede en el estructuralismo marxista de Althusser y en el antropológico de Lévi-Strauss. Hay estructuralismos de base genética o histórica, para los cuales el tiempo y, por tanto, la historicidad, constituyen un postulado fundamental. De ahí su habitual denominación como epistemologías historicocríticas o sociogenéticas, en tanto la «historia está en primera fila» (Piaget, 1970). Lo que diferencia la propuesta de Lévi-Strauss y de Althusser de las sociogenéticas es el carácter marginal que adquiere el tiempo y la dimensión histórica en la interpretación estructuralista. La historia queda relegada a un simple dato. El hecho histórico es uno más, elaborado por el propio historiador, como un instrumento de inteligibilidad. «El etnólogo respeta la historia pero no le concede valor privilegiado. La concibe como una búsqueda complementaria de la suya» (Lévi-Strauss, 1964). Se invierte el sentido y valoración de la historia: «Lejos pues de que la búsqueda de la inteligibilidad culmine en la historia como en su punto de llegada, es la historia la que sirve de punto de partida para toda búsqueda de la inteligibilidad» (Lévi-Strauss, 1964). En este tipo de estructuralismos, la negación de la Historia constituye un rasgo sustancial de la propia epistemología. Se distinguen por acentuar los aspectos sincrónicos, puramente estructurales. En su expresión más radical, es la característica del estructuralismo filosófico, marxista, de L. Althusser.
LA FUNDACIÓN DE LA GEOGRAFÍA 4.2.
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EL ESTRUCTURALISMO MARXISTA
La filosofía de Althusser constituye una interpretación de la epistemología marxista, apoyada en lo que se propone como una nueva lectura e interpretación de Marx. Una lectura que desgaja del proceso de conocimiento los componentes históricos -historicistas, según Althusser-. En cambio, convierte a las estructuras económicas, esto es, los modos de producción, en los componentes determinantes del desarrollo social. Posterga el papel del sujeto individual o colectivo, que, en cierto modo, desaparece. Este estructuralismo marxista tiene excepcional resonancia en las ciencias sociales durante las décadas de 1960 y 1970. En particular, a través de la obra de M. Castells, de gran influencia en el mundo de la sociología y, por consiguiente, en la geografía urbana (Castells, 1974). El estructuralismo marxista destaca la existencia de estructuras básicas de carácter económico. Éstas son los elementos determinantes, tanto de la posición como de la actuación de los agentes sociales en el proceso de la reproducción social. La historia, los agentes históricos, pierden su autonomía. Los agentes individuales quedan reducidos al papel de portadores de las relaciones de producción inherentes al modo de producción y a sus cambios. La historia, como libre actuar de los sujetos sociales carece de significación en el entramado teórico estructuralista. La dimensión histórica se reduce a simple ilustración. La formalización de Althusser, vinculada con los enunciados del economista y antropólogo M. Godelier, reduce el enfoque marxista a una formulación de carácter estructural. Los conceptos clave son los de modo de producción, formación social y articulación. El modo de producción se define como
un marco teórico referido al proceso de organización social. Identifica el estado de desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción dominantes, en el sentido en que lo emplea Marx. El modo de producción carece de realidad social, no se corresponde con ninguna sociedad histórica concreta. Ésta se identifica como formación social, que manifiesta la configuración histórica de una sociedad. Cada formación social aparece condicionada por el tipo de articulación que vincula los distintos componentes sociales entre sí, así como las relaciones entre la estructura económica y la superestructura. La elaboración teórica de L. Althusser supuso un estímulo para la renovación teórica del pensamiento marxista. Alcanzó una considerable influencia en el campo de las ciencias sociales, sobre todo en economía política y en sociología urbana. Y fue un factor de debate y controversia, desde la propia filosofía marxista. En las críticas al estructuralismo de L. Althusser subyace y se plantea el problema fundamental de la relación entre el individuo o sujeto (agente) y las estructuras. Se plantean cuestiones vinculadas con la libertad, con el significado de la determinación histórica, con el carácter objetivo del conocimiento, con el carácter científico del marxismo. La crítica marxista resaltaba el carácter de ideología del estructuralismo marxista y su determinismo estructural (Lefebvre, 1974). Otras críticas se centraban en la desa-
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parición del devenir, del sentido de génesis de la historia. Es una reivindicación de la historia entendida como devenir, como proceso, como génesis, relacionada con «el ser humano, la conciencia, el origen y el sujeto» (Foucault, 1976). El debate más relevante, desde una perspectiva teórica y epistemológica, se produjo en torno a la relación entre agentes (individuos, instituciones) y estructuras. En consecuencia, respecto del significado de la historia y el papel en ella del sujeto individual y social. Debate que se desarrolló, sobre todo, entre los historiadores marxistas británicos, protagonizado por E. P. Thompson y P. Anderson. El primero, desde una perspectiva crítica a los planteamientos de Althusser; el segundo, crítico, a su vez, con la concepción histórica que se decantaba en los postulados de Thompson. Éste criticaba y ponía en cuarentena la interpretación estructural en la historia. Destacaba la importancia del obrar individual y la autonomía del mismo. Denunciaba, en el estructuralismo, una visión deficiente de la acción humana, una concepción determinista de la historia. Concepción en la que los seres humanos quedaban reducidos a la condición de meros portadores y reproductores de las estructuras (modos de producción). Thompson reivindicaba la interpretación de la historia como la de una «práctica humana indómita», vinculada a la práctica consciente, intencionada, de los agentes individuales. Actuaciones libres, aunque no puedan comprender las consecuencias últimas de sus actos, ni mucho menos controlarlos y preverlos. Suponía una revalorización del sujeto individual, de la autonomía de éste, de la importancia de su experiencia, respecto del determinismo rígido e impuesto de las estructuras económicas. Perry Anderson ponía de manifiesto que, en su rechazo al estructuralismo, Thompson se acercaba a las concepciones del individualismo metodológico. Que quedaba preso de conceptos, como el de vivencia, próximos al subjetivismo fenomenológico y vitalista. Resaltaba también Anderson la ignorancia que los análisis de Thompson muestran de los factores estructurales, de las condiciones determinantes más profundas, vinculadas con el capitalismo, en sus etapas iniciales. En este debate marxista sobre la interpretación estructuralista de la historia subyace el problema esencial a la filosofía del materialismo histórico, de las relaciones entre las estructuras económicas -es decir, las condiciones productivas- y las acciones y decisiones de los individuos, entre la base económica y la denominada superestructura ideológica. Explicar los fenómenos que tienen que ver con la cultura, la vivencia individual, el comportamiento subjetivo, las acciones individuales, la conciencia social ha sido el principal escollo de la interpretación marxista. Una cuestión clave de la epistemología marxista y de su teoría social que ha impulsado las elaboraciones de carácter teórico más recientes, en el ámbito de las ciencias sociales, dentro y fuera del marxismo. Es lo que explica las nuevas formulaciones vinculadas a la tradición dialéctica y materialista, y a la herencia marxista, que distinguen el último cuarto de siglo.
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5. Nuevas propuestas: de la regulación a la estructuración La construcción teórica más consistente con raíces en este marxismo renovado, de componente estructuralista, corresponde a dos enfoques recientes de la teoría social: la llamada «teoría de la regulación» y la «teoría de la estructuración». La primera, tal y como la desarrolla A. Lipietz en Francia, a partir de los enunciados de M. Anglietta, en los primeros años de la década de 1970, desde el campo de la nueva Economía política; la segunda, elaborada por el sociólogo inglés A. Giddens. En ambos casos, las cuestiones centrales son las que conciernen, en el análisis y entendimiento de la realidad social, a las relaciones entre los individuos -agentes-, y las regularidades sociales -estructuras-, en el marco global de la reproducción social. Planteamientos y enfoques renovados para abordar la cuestión clave de la teoría marxista de la determinación de la superestructura ideológica por la estructura económica. En ambos casos tratan de evitar el esquematismo estructuralista y de superar sus limitaciones a la hora de comprender y explicar los procesos sociales. Lo que les distingue es el grado de elaboración formal y el alcance o profundidad de la teoría. En el caso de A. Giddens, se trata de una verdadera teoría social, la teoría de la estructuración. En el de Lipietz, se trata más bien de un esquema de análisis vinculado con el campo económico. Aborda las profundas transformaciones que tienen lugar en las formas de producción capitalista en la segunda mitad del siglo XX , en el marco de lo que se conoce como la teoría del modo de regulación. 5.1.
EL MODO DE REGULACIÓN: ESTRUCTURA Y AGENTES
El concepto de regulación surge en el marco de la teoría económica de inspiración marxista y como una adaptación de los postulados estructuralistas de Althusser, en el decenio de 1970. La formularon M. Aglietta y A. Lipietz, quien ha sido su principal representante. La teoría de la regulación pretende identificar los procesos que hacen posible la supervivencia y evolución de un sistema social -modo de producción-, a pesar de las contradicciones que genera y que le afectan. El modo de regulación indagaba en los mecanismos que permitían descargar los conflictos y contradicciones del modo de producción capitalista sin alterar sus base económica, asegurando, con ello, su permanencia. La reproducción del modo de producción existente se manifiesta, según la teoría de la regulación, como un proceso. En éste se reproduce un sistema de relaciones sociales, que se sobredeterminan mutuamente. En él confluyen multitud de trayectorias de individuos y grupos, que actúan de acuerdo con sus propios fines, y que son los agentes. Cada uno de estos individuos y grupos opera con su particular «representación de las consecuencias» de sus actos. El sistema de relaciones sociales constituye la estructura social, cuya reproducción condiciona tanto los hábitos de los agentes individuales como
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las condiciones de su comportamiento, sin que sean conscientes de ello. Los agentes, por su parte, actúan de forma independiente, con autonomía. En sus acciones propenden a separarse de las pautas i mpuestas por las estructuras. La divergencia es, para la teoría del modo de regulación, un componente de la reproducción social, un elemento dialéctico de la misma. Las divergencias y las crisis afectan a la estructura económica y al comportamiento de los agentes. Las contradicciones entre acciones individuales y estructura muestran la autonomía entre ambos niveles y la interdependencia que los vincula. La divergencia, señalan los autores de esta teoría, se da, siempre, en un marco estructural. La estructura supone, por otra parte, la existencia de las acciones individuales, así como el carácter habitual o rutina de las mismas. Los agentes actúan en un marco determinado por la estructura, pero de acuerdo a pautas y actitudes que son personales, con un cierto grado de autonomía, aunque éste sea limitado. Como decía Marx, señalan, «los hombres hacen su propia historia, pero sobre la base de las condiciones dadas y heredadas del pasado». De acuerdo con las teorías estructuralistas de Althusser, las estructuras de producción se imponían de forma determinante: capitalista y proletario, capital y fuerza de trabajo se vinculaban a través del proceso de producción. El capital dispone de los medios de producción; el proletario, de su fuerza de trabajo. El primero proporciona las condiciones de producción y el segundo obtiene un salario. Para el primero significa la obtención de mercancías, cuyo cambio en el mercado le devuelve el capital aportado. Al mismo tiempo asegura los medios de subsistencia al proletario, para volver a empezar el ciclo. No hay autonomía para los agentes sociales. Las relaciones de producción se reproducen como una necesidad natural. Se imponen a los agentes a pesar de ellos mismos. La sobredeterminación es un concepto clave en esta relación entre el individuo, la conciencia colectiva y la estructura social. La rutina social, en la que se enmarca el comportamiento individual, propende a asegurar el proceso de reproducción social. El potencial autónomo de cada agente social, significa, en cambio, su capacidad de ruptura. La dialéctica entre ambos constituye un componente esencial de las relaciones sociales. En esa dialéctica anida la contradicción básica. En ella se encuentra el mayor potencial de cambio, incluso revolucionario, de acuerdo con los postulados de la teoría del modo de regulación. Las pequeñas crisis que surgen de estos conflictos pueden ser resueltas o pueden derivar en nuevas crisis y divergencias, sin que alteren sustancialmente el marco estructural en que se desenvuelven. Pueden incidir sobre dicha estructura, alterando la misma, provocando su modificación paulatina o, incluso, determinando una crisis de mayor alcance. De esta relación dialéctica se deriva el cambio social. La disponibilidad del individuo o agente para aceptar las normas o pautas del sistema social, en relación con sus propias aspiraciones e interés, incide no sólo en su reproducción sino que induce su transformación. La teoría del modo de regulación plantea los problemas de estas relaciones entre agentes y estructuras concediendo a los agentes individuales un
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cierto margen de autonomía, respecto de la determinación estructural. Un horizonte teórico que delimita el campo de interés de la denominada teoría de la estructuración, tal y como la formula el sociólogo británico Anthony Giddens. 5.2
La teoría de la estructuración constituye una formulación moderna de la teoría social. La estructuración identifica para Giddens las «condiciones que gobiernan la continuidad o cambio de las estructuras y, en consecuencia, la reproducción de los sistemas sociales» (Giddens, 1983). Ha tenido una destacada recepción entre los geógrafos por la directa vinculación de la misma con conceptos geográficos. Aborda el mundo de «las prácticas sociales ordenadas en un espacio y un tiempo». Parte A. Giddens de una crítica del estructuralismo y del objetivismo, tal y como se formulan en el ámbito sociológico contemporáneo. Critica la tendencia a considerar el conjunto social o estructura por encima del individuo, dentro de una tradición que arranca, en la Sociología, de E. Durkheim. Destaca que en este planteamiento subyace una formulación causal o determinista, de perfil naturalista, respecto de la conducta humana. De tal modo que la consideración de aspectos como la intencionalidad y las condiciones subjetivas, individuales, son desestimadas en la explicación de los fenómenos sociales. Resalta la tendencia a considerar las estructuras, en las ciencias sociales, al margen de los individuos, como simples sistemas de relaciones. Apunta la propensión a minusvalorar los valores y normas culturales, así como los factores relacionados con las creencias, las actitudes y los valores individuales. Reivindica A. Giddens el papel de los agentes individuales. Giddens destaca como conclusión que «un abordaje estructural de las ciencias sociales no puede desgajarse del examen de los mecanismos de la reproducción social», vinculados a las actitudes y los comportamientos individuales. La continuidad social es inseparable de las actividades conscientes de los agentes individuales. Es en su actividad, y a través de ella, como los actores sociales reproducen las condiciones que hacen posible su mantenimiento como actores y la pervivencia de sus prácticas. «Las sociedades humanas, o sistemas sociales, directamente no existirían sin un obrar humano. Pero no ocurre que los actores creen sistemas sociales: ellos los reproducen o los transforman y recrean lo ya creado en la continuidad de una praxis» (Giddens, 1984). Giddens considera estas actividades en un marco de continuidad en el tiempo y con una ubicación determinada en el espacio. La teoría de la estructuración considera la duración, es decir, el tiempo, como un elemento fundamental, en la medida en que define un proceso. Acento en la duración, y en la historia, por tanto, que le separa de forma radical de los estructuralismos precedentes.
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La teoría de la estructuración considera la práctica social desde la perspectiva de una rutina o hábito que los agentes o actores sociales mantienen de forma consciente, reflexiva y con conocimiento de su entorno. La conciencia práctica de sus acciones, la comprensión racional de las mismas, su carácter motivado, subyacen en la actividad del actor social. Esto ocurre, aunque tales acciones puedan conllevar, y de hecho conlleven, consecuencias inesperadas o no buscadas. El concepto de conciencia práctica es central en la teoría de la estructuración, que ilumina esta relación del actor con sus actos y las consecuencias de los mismos. Para A. Giddens, las prácticas sociales de los actores individuales, de carácter habitual, en un marco espacial y temporal determinado, tienen «consecuencias regularizadas, no buscadas por quienes emprenden esas actividades, en contextos de un espacio tiempo más o menos lejano». La teoría de la estructuración introduce las consecuencias inesperadas como subproductos sociales de las conductas habituales que los actores respaldan de forma consciente. Para Giddens, las estructuras no son ajenas o externas a los actores. Agentes y estructuras no son conjuntos de fenómenos independientes, sino que constituyen partes de una dualidad. Señala Giddens que una sociedad no es un mero producto de agentes individuales y que las propiedades estructurales de los sistemas sociales sobreviven a los individuos. Al mismo tiempo, apunta que la estructura o propiedades estructurales sólo existen en el marco de la continuidad de la reproducción social, en el tiempo y en el espacio. De tal manera que la reproducción social se inscribe en un proceso dialéctico: «El fluir de una acción produce, de continuo, consecuencias no buscadas por los actores, y estas mismas consecuencias no buscadas pueden dar origen a condiciones inadvertidas de la acción en un proceso de retroalimentación.» La historia humana, de acuerdo con Giddens, es «el producto de actividades intencionales, pero no responde a una intención proyectada; escapa siempre al afán de someterla a una dirección consciente». El concepto de dualidad perfila el mundo del individuo, es decir, el mundo de la acción, y el mundo de la sociedad, es decir, el de la estructura. A. Giddens resalta el carácter central del concepto de dualidad de estructura en la teoría de la estructuración. La teoría de la estructuración considera que la persistencia de determinadas prácticas sociales a lo largo del tiempo y en el espacio -es decir, su reproducción social- está vinculada a la presencia de determinadas propiedades estructurales, que tienen un carácter articulador en lo social. Están en relación con la existencia de un conjunto de «pautas» (reglas) y «recursos» -es decir, procedimientos de interacción social- que dan sentido a las acciones sociales y que establecen un marco sancionador de las conductas sociales. Propiedades estructurales que se manifiestan, en un contexto espacio temporal específico, como estructura. A. Giddens denomina a las propiedades estructurales más profundas, vinculadas a la reproducción social, «totalidades societarias»; y llama «principios estructurales» e «instituciones» a las prácticas de mayor difusión dentro de la totalidad social.
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El autor de esta teoría distingue entre estructura -concebida como el conjunto ya apuntado de pautas regladas y recursos que ordenan las relaciones sociales- y sistemas, que identifica con las relaciones concretas entre los agentes sociales y que se manifiestan como prácticas sociales habituales. Todas las sociedades son sistemas sociales para Giddens. Al mismo tiempo que resalta el hecho de que están «constituidas por la intersección de múltiples sistemas sociales». La teoría de la estructuración tiene una dimensión epistemológica. Estructura (sociedad) e individuo (agente) plantean, desde una perspectiva epistemológica, el problema de la explicación de los fenómenos sociales en un marco de acciones individuales. Un problema esencial en el ámbito de las ciencias sociales. La formulación crítica más significativa al respecto en el ámbito epistemológico surge desde el racionalismo crítico, de K. Popper, frente a las teorías de carácter estructuralista, y en particular frente al materialismo histórico. El individualismo metodológico representa la formulación epistemológica de este problema, de esta crítica y de su significado en el campo de las ciencias sociales. El individualismo metodológico constituye el principal antagonista de la explicación estructural, surgido como reacción a la misma. La crítica al individualismo metodológico, en sus presupuestos epistemológicos, apunta a la limitada acepción del concepto de explicación, que manejan quienes postulan el individualismo metodológico. La identifican, exclusivamente, con una determinación de carácter causal entre dos o más clases de fenómenos sociales. La crítica se dirige también a la peculiar delimitación del concepto de «individuo» que manejan. El individuo, para los partidarios del individualismo metodológico, queda reducido a caracteres y necesidades orgánicas; actitud que reduce al mero nivel orgánico los fenómenos sociales. En definitiva, la crítica al individualismo metodológico pone de manifiesto que no es posible «hallar propiedades de individuos que no estén ya irreductiblemente contaminadas por lo social». La crítica al individualismo metodológico pone de relieve que el individuo, lo que llamamos individuo, como sujeto social, no es un simple organismo, sino que surge en un proceso de interacción con otros individuos y con un conjunto de componentes estructurales -instituciones, relaciones de poder-. El individuo resulta ser, ante todo, un producto social. Giddens se hace eco del problema y resalta, frente al planteamiento de Popper y Hayeck, la validez de las generalizaciones en las ciencias sociales, con un significado equivalente al de las leyes en las ciencias de la naturaleza, pero con una estructura lógica distinta. La teoría social de A. Giddens representa la más reciente y evolucionada elaboración de un marco epistemológico y conceptual en el ámbito de las filosofías dialécticas y en la tradición del pensamiento materialista y marxista. Supone la formulación más completa de una teoría que aborde los problemas subyacentes en el estructuralismo y en las concepciones sociales en las que la estructura tiene un papel esencial en la interpretación de los fenómenos sociales. Su especial atención al espacio como una con-
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dición esencial en las relaciones sociales le ha otorgado una gran resonancia entre los geógrafos. Sus planteamientos parecen rescatar el espacio local, la localidad, y regional, como la referencia espacial necesaria de la acción individual. Por otra parte, representa un enfoque teórico que sobrepasa el estructuralista. Es decir, se enmarca en la amplia corriente de renovación y reacción a los postulados del estructuralismo en las ciencias sociales, desde presupuestos materialistas y en la tradición racionalista de carácter dialéctico. Le distingue el interés y la atención prestada al individuo como sujeto histórico, en el marco de una consideración teórica que no renuncia al enfoque estructural de la sociedad. La atención al sujeto es compartida también por las elaboraciones teóricas que hacen del individuo, del sujeto, la clave de toda explicación de la realidad. Movimiento intelectual que tiene antecedentes sobresalientes en el primer tercio del siglo actual, en el que se elaboran las principales filosofías de la subjetividad. Comparten, todas ellas, una actitud crítica frente al racionalismo, tanto el racionalismo positivista como el racionalismo dialéctico. La crítica al racionalismo y a la ciencia y la reivindicación de la subjetividad en el proceso de conocimiento son rasgos destacados de todas estas filosofías. Todas ellas comparten el idealismo como concepción fundamental del mundo cuya interpretación reposa siempre en la conciencia individual, poniendo en entredicho la presunción de objetividad y el realismo materialista.
I CAPÍTULO 13
FILOSOFÍAS DE LA SUBJETIVIDAD: LA CRÍTICA AL RACIONALISMO Uno de los troncos más vigorosos de la filosofía occidental desarrollada en el marco de la modernidad corresponde con el desarrollo de un pensamiento crítico respecto de la racionalidad positiva y científica. Pensamiento crítico que presenta una gran variedad de formulaciones y enfoques y que se elabora a la par con la propia construcción del pensamiento racionalista. Desde el siglo XVIII hasta la actualidad, el eje de tales filosofías ha sido la reivindicación de la subjetividad y de la conciencia frente al objetivismo positivo. Siempre en un contexto o marco predominante de irracionalismo -es decir, de puesta en cuestión de la racionalidad- y de idealismo. Ha supuesto la puesta en entredicho de las seguridades proclamadas por el racionalismo, la siembra de la duda frente a sus certidumbres y, en el campo de las ciencias sociales, la vindicación del individuo frente a lo social o colectivo. El rasgo distintivo de la cultura europea del irracionalismo es la valoración específica de la subjetividad. Se manifiesta en una exaltación de la comprensión intuitiva como forma superior de conocimiento. La intuición se transforma en la clave del conocimiento, expresión de un acto vital superior a la razón. Representa la intelección instantánea, que permite contemplar y entender el mundo como totalidad, tal y como es en la realidad. La culminación de este proceso de puesta en cuestión del racionalismo moderno y de la propia modernidad se producirá en el último cuarto del siglo XX. Es lo que se conoce como postestructuralismo, en el marco de la denominada posmodernidad. Sus raíces, antecedentes intelectuales y primeras formas críticas se esbozan a finales del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX, en el marco de la primera crisis de la ciencia en su concepción empírica y mecanicista. Es decir, la crisis del positivismo de fundamento empírico, que había dominado el pensamiento científico occidental durante el siglo XIX. La tradición filosófica de la modernidad proporcionó los materiales para la crítica del racionalismo y para la formulación de las primeras alternativas al pensamiento racional. Su pleno desarrollo e incidencia
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en el campo de las ciencias sociales se vincula con la crisis que, a finales del siglo XIX, afecta al positivismo empírico. Así como con el ascenso del materialismo histórico como expresión moderna de las filosofías materialistas. 1. La crisis de la racionalidad positiva
Los años finales del siglo pasado comprenden el momento inicial de la quiebra de la filosofía positivista imperante, o positivismo. Era el resultado del resquebrajamiento de un modelo mecanicista de la ciencia. Había imperado desde el siglo XVIII y bajo él se había producido la primera revolución industrial y el ascenso político de la burguesía moderna. Los descubrimientos referentes a la naturaleza del átomo y las investigaciones en el área del electromagnetismo ponían en entredicho el empirismo positivista y cuarteaban las certezas sobre las que se había asentado la cultura científica occidental. Las leyes mecánicas se deshacían en un mundo de azar y de indeterminación. La objetividad experimental, que era uno de los fundamentos de la filosofía positivista, parecía puesta en cuestión por la evidencia de la inseparabilidad del sistema objeto-sujeto en el proceso de conocimiento. Las nuevas propuestas teóricas en el campo de la física (teoría de la relatividad, principio de indeterminación) lo ponían en evidencia. En dos frentes principales se encuadra esa revisión: uno, el de la racionalidad, de acuerdo con la concepción heredada de la Ilustración racionalista, entendida como la clave del proceso del conocimiento. Otro, el de la objetividad de este conocimiento y su correlato exterior, expresado en las leyes científicas, al margen del sujeto. La quiebra del modelo científico en que se asentaba la filosofía y la cultura europeas desde Galileo arrancaba de lo que H. Poincaré diagnosticaba como «síntomas de una seria crisis» de la física. El mismo autor vaticinaba la «hecatombe general de los principios», hasta entonces tenidos como incontrovertibles. La hecatombe se producía, según el científico francés, porque «creyeron en una explicación puramente mecanicista de la naturaleza» y porque «el espectáculo que hoy nos ofrecen las ciencias físico-químicas parece ser el inverso. Discrepancias extremas han reemplazado a la anterior unanimidad... en las ideas fundamentales» (Rey, 1907). Este autor, que comparte la filosofía positivista, desde cuya atalaya considera los problemas de la crisis, sitúa a los críticos y su fundamento objetivo: «Examinando los límites y el valor de los conocimientos físicos se critica, en suma, la legitimidad de la ciencia positiva, la posibilidad de conocer el objeto», es decir, «el conocimiento real del mundo material». Para la ciencia contemporánea, «esto -(es decir, la objetividad del mundo real)- no era una expresión hipotética de la experiencia: era un dogma». Los problemas planteados por el carácter inadecuado de «los métodos puramente mecanicistas» afectaron, desde dentro, a la ciencia empírica. Concernían a cuestiones básicas del proceso investigador. En este
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sentido, se trataba de un problema interno de la ciencia moderna. Pero a ello se añadía una demanda exterior, esto es, social, insatisfecha. La ciencia se veía afectada, «en cuanto es uno de los muchos medios de producción que no ha podido cumplir con las expectativas que iban unidas a él, en lo referente al alivio de la penuria general» (Horkheimer, 1974). En otros términos, la ciencia había defraudado la esperanza depositada en ella por la sociedad para la solución de los principales problemas de la sociedad moderna. La ciencia parecía quedar reducida a su dimensión puramente técnica y práctica de intervención sobre la naturaleza, tal y como apuntaba el propio Rey. «La ciencia llegó a ser una obra de arte para los utilitarios.» Como él mismo apostillaba, «una ciencia como medio puramente artificial para obrar sobre la naturaleza como simple técnica utilitaria no tiene derecho... a llamarse ciencia». La crisis de una concepción limitada y reductora de la ciencia, y de la racionalidad asociada a la misma, se manifestó y contempló como crisis de la ciencia. De este modo, resaltaba el físico francés, del «fracaso del mecanicismo tradicional [se] originó la siguiente proposición: La ciencia ha fracasado también... La ciencia no puede dar en adelante más que recetas prácticas y no conocimientos reales. El conocimiento de lo real debe ser buscado por otros medios... Es preciso devolver a la intuición subjetiva, al sentido místico de la realidad, en una palabra a lo misterioso, todo lo que creía haberle arrancado la ciencia», como recogía A. Rey al respecto.
Hablar de la «crisis» de las ciencias o de la ciencia adquirió categoría de lugar común, pero asimismo de postulado filosófico, como lo muestra la obra de E. Husserl (1859-1938), dedicada a esa cuestión, bajo el título de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Se identificó, más allá del campo de la investigación científica y en particular del de la física, en que se encuadraba, como una crisis -según el propio Husserl lo apostilla-, «der europaeischen Menschheit», la crisis de la humanidad europea. Circunstancia esencial desde el punto de vista del aprovechamiento que de tales condiciones hacen las filosofías de la subjetividad. Éstas surgen como alternativa social, más que científica. En el ámbito de la investigación fisiconatural tuvieron escasas posibilidades de penetración. Crecieron de auténticas alternativas y se comportaron «de una manera simplemente negativa que, en último análisis, no patrocina nuevos desarrollos». Por el contrario, lograron una notable influencia en el campo social y cultural. El éxito social de estas filosofías del sujeto se explica porque en vez de ofrecer alternativas concretas a los problemas de la investigación, identificaron la crisis de la ciencia «con la racionalidad misma, rechazaron el pensar judicativo» (Horkheimer, 1974). La recepción social de estas filosofías en el primer tercio del siglo XX representa un cambio de dirección hacia el irracionalismo, y se vincula con la pérdida de la «fe viva en la ciencia», como dijo Ortega y Gasset. Un proceso en el que lo intuitivo se impone sobre lo racional, lo espontáneo sobre lo ordenado, lo subjetivo sobre lo objetivo, el instinto sobre la razón.
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Las raíces de estas filosofías críticas con el pensamiento racionalista penetran en profundidad en la cultura occidental y pueden ser identificadas desde la antigüedad. Sin embargo, son sus formulaciones modernas, relacionadas con la aparición de la modernidad científica, las que tienen especial incidencia en el desarrollo del pensamiento contemporáneo y de las ciencias sociales. Podemos considerarlas como respuestas y como alternativas a los postulados de la racionalidad que introduce el conocimiento científico moderno. Sin ellas sería imposible el entendimiento de la cultura de nuestro tiempo y de una parte sustancial de la historia de nuestra disciplina. El recurso continuado al individuo como alternativa a los marcos científicos o sociales de carácter global ha sido un rasgo sobresaliente en la construcción de la modernidad. Las culturas de la subjetividad o del hombre, que se han desarrollado, sobre todo, en contraposición aparente con las culturas de la racionalidad -positiva o materialista-, son un producto propio del mundo moderno. Y en este sentido contribuyen decisivamente a configurar este mundo moderno. La resistencia del «sujeto» o «yo» a dejarse desleír en la sustancia social o biológica, aunque sólo sea desde una perspectiva ideológica, constituye un rasgo relevante de la vida social. La variedad de componentes que integran esta cultura de la subjetividad hace que su identificación global se produzca de forma distinta según los autores. Subyace, en todos los casos, la primacía del sujeto, es decir, de lo subjetivo. Punto de referencia cultural que identifica, sin excepción, estas corrientes de pensamiento moderno. La cultura del sujeto se caracteriza por reducir el mundo al interior del «yo». El mundo carece de entidad fuera de la mente. Todas estas filosofías establecen el carácter ideal del conocimiento, encerrado en «la mente, el espíritu, el alma o el yo», frente al realismo y materialismo que son el sustrato del conocimiento común y del científico. En el pensamiento occidental este atributo corresponde a muy diversas corrientes. Forman parte de él los idealismos que afloran en el siglo XVIII , asentados en el pensamiento inglés, cuya expresión máxima corresponde con Berkeley y, sobre todo, en el alemán, con Kant. Los existencialismos, lebensphilosophies o «filosofías de la vida», y fenomenología, propios del siglo XX, se integran también en este campo. Todas estas manifestaciones específicas, y muchas veces personalizadas, del pensamiento, se pueden resumir en dos grandes vías: la del idealismo de raíz kantiana y la de la fenomenología. 2.
El idealismo neokantiano: ciencias lógicas y ciencias especiales
La herencia de estas filosofías instaura una moderna filosofía del conocimiento en sustitución de las viejas filosofías metafísicas. Marca los nuevos rumbos de la filosofía occidental, que adquiere su forma propia de la modernidad occidental con Kant. Hay, en cierto modo, una razonable explicación en esa herencia filosófica, como planteaba Ortega y Gasset.
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Valoraba este autor la obra kantiana en la perspectiva del desarrollo de la burguesía europea. «No es un azar que Kant recibiera los impulsos decisivos para su definitiva creación de los pensadores ingleses. Inglaterra había llegado antes que el continente a las formas superiores del capitalismo» (Ortega y Gasset, 1958). Y resumía: «La obra de Kant representa, en este aspecto, la culminación del proceso crítico que en el orden filosófico realiza la burguesía europea.» Kant constituye, en la cultura europea, un momento intelectual en el que se define la tendencia del mundo moderno, desde el punto de vista de la filosofía: la ruptura con la metafísica tradicional y la preferente atención prestada al problema del conocimiento. Éste se convierte en el argumento central de la filosofía moderna, en íntima conexión con una sociedad enfrascada en conocer, dominar y transformar el mundo material. Como sintetizaba el propio Ortega y Gasset al respecto, «Kant no se pregunta qué es o cuál es la realidad, qué son las cosas, qué es el mundo. Se pregunta, por el contrario, cómo es posible el conocimiento de la realidad, de las cosas, del mundo. Es una mente que se vuelve de espaldas a lo real y se preocupa de sí misma... Con audaz radicalismo desaloja de la metafísica todos los problemas de la realidad u ontológicos y retiene exclusivamente el problema del conocimiento. No le importa saber, sino saber si sabe. Dicho de otra manera, más que saber le importa no errar» (Ortega y Gasset, 1958). En definitiva, lo que Kant supone para el pensamiento moderno es una elaborada categorización del subjetivismo. Kant encierra la realidad en el sujeto, la convierte en atributo de la conciencia. La otra realidad, la exterior, no pasará de ser una construcción mental, un precario artificio. El mundo pasa de tener existencia a devenir un producto intelectual a la medida del sujeto, de su conciencia, término clave de estas filosofías. Kant introduce un argumento clave: la realidad, lo que llamamos realidad o mundo objetivo, no es sino un conjunto caótico; no es ella la que rige nuestro conocimiento. Es éste, es decir, la mente humana, el que establece las reglas objetivas de la realidad. Es la subordinación del objeto al sujeto, de la realidad a la conciencia. De este subjetivismo se nutre el neokantismo de la segunda mitad del siglo XIX. Neokantismo que se formula en el marco de una cultura positivista dominante, frente a la cual pretende ser una alternativa, en el momento de crisis de la ciencia mecanicista. W. Windelband (1848-1915), como los otros neokantianos de la escuela de Baden, buscan en Kant el apoyo para sustentar una propuesta alternativa en el campo de las ciencias sociales. El proyecto neokantiano propugna una teoría del conocimiento que distingue, de acuerdo con los postulados de Kant, una clasificación del conocimiento según dos principios distintos. El principio lógico, propio de las ciencias sistemáticas, frente al principio físico, asentado en el tiempo y el espacio. Distingo que permite situar las ciencias sociales, en particular la Historia y la Geografía, en un campo distinto de las ciencias sistemáticas. Separación de carácter gnoseológico, como lo hiciera Kant.
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De acuerdo con los enunciados neokantianos, las ciencias sistemáticas, que se corresponden con los sistemas de la naturaleza de que hablaba Kant, se fundamentan en la lógica. Constituyen campos de conocimiento en los que es posible enunciados generales, es decir, nomotéticos. En ellos cabe enunciar leyes de validez universal. Por el contrario, en el ámbito de las ciencias sociales, y de modo específico en el de la Geografía y la Historia, el proceso de conocimiento se vincula con la localización y el relato. Éstas están determinadas por su relación con el espacio y el tiempo que, como tales categorías, sólo permiten una clasificación física, de naturaleza descriptiva. Esto les convierte en ciencias idiográficas. Sus enunciados carecen de valor universal, no pueden expresarse como leyes. Esa separación representa una propuesta de especial significación en el campo de la Geografía y de la Historia. Está basada en la distinción entre aquellos campos en los que rigen las leyes de hechos generales y aquellos otros donde son imposibles porque constituyen el ámbito de la individualidad y de las totalidades. Como argumentaba H. Rickert, «la distinción entre historia y ciencia de leyes de hechos generales proclama que en el mundo descrito por la historia rigen el azar y el albedrío» (Rickert, 1982). El idealismo, en su manifestación kantiana, evidencia un proceso que diluye la objetividad. Su manifestación más radical se produce en las filosofías de base fenomenológica que, bajo distintas formulaciones, surgen en el marco temporal de la crisis del cientificismo positivista, en los años finales del siglo XIX . En todas ellas aparece una similar referencia a la conciencia como núcleo del conocimiento. Se da un equivalente recurso al sujeto, una propuesta alternativa al racionalismo y materialismo, una reivindicación del saber no científico, y un rechazo a la hegemonía de la ciencia. 3. Las filosofías de la
conciencia:
el asalto a la razón
La fenomenología constituye un marco filosófico y una filosofía. Un marco filosófico porque los postulados fenomenológicos aparecen como soporte de propuestas diversas en el campo del pensamiento occidental. Una filosofía porque bajo ese nombre se formula una de las construcciones del pensamiento occidental más elaboradas. El punto de partida es una crítica del conocimiento científico, en su formulación positiva, y una crítica del racionalismo y materialismo que lo sustenta. El objetivo común es asentar un conocimiento apodíctico, alternativo a la ciencia, de carácter esencial. Se planteaba, frente a la filosofía científica positiva de carácter empírico, un tipo de conocimiento, sustentado en el sujeto, en el «yo». Este tipo de conocimiento debía permitir llegar «a las propias cosas», es decir, a su verdadera esencia. Con ello se superarían los problemas de legitimación del conocimiento que, según estos autores, aquejaba al conocimiento científico positivo. Un amplio campo de filosofías se vincula con estos principios. Desde la fenomenología en sentido estricto, a las filosofías de la vida y los existen-
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cialismos, que comparten los postulados fundamentales y, en cierto modo,
se identifican en la fenomenología. De tal manera que se ha podido decir que «la mayor parte de los existencialistas son fenomenólogos, aunque algunos fenomenólogos no son existencialistas». Configuran el extenso tronco de las filosofías del siglo XX , cuyo soporte fundamental es la fenomenología de E. Husserl (1859-1938). 3.1.
CONCIENCIA Y EPOCHÉ: LA FENOMENOLOGÍA
Representa la fenomenología un movimiento filosófico que, en el marco de la crisis de la filosofía del conocimiento de carácter positivo o racionalista, se plantea el conocimiento de la realidad, de forma rigurosa. Se trata de asentar un conocimiento seguro, liberado de los prejuicios de la apariencia. Parte Husserl de una crítica de las ciencias positivas. Denuncia que los presupuestos de la teoría del conocimiento y del método que aplican no son examinados. Señala que presumen la existencia objetiva del mundo, hacen del mundo real un mundo objetivo, y reducen el mundo psíquico a términos físicos. Apunta a que actúan de forma apriorística. Husserl plantea la necesidad de evitar toda presuposición, todo apriorismo, como una exigencia metodológica, como una garantía de la verdad de las descripciones fenomenológicas. Se trata de poner en cuestión, de forma sistemática, las propiedades atribuidas a las cosas, hasta llegar al límite de la existencia de las mismas. Es decir, allí donde si eliminamos las últimas propiedades, la propia cosa desaparece. Es lo que la fenomenología denomina epoché (poner entre paréntesis), en el sentido de suspender todo juicio sobre las cosas. Es el camino para llegar a la forma esencial de esas cosas, a su auténtica apariencia, los fenómenos. Éstos se manifiestan únicamente en el mundo de la conciencia, considerada como un ámbito de la experiencia determinado por las relaciones entre sujeto y objeto, que son interdependientes. Para Husserl, y para la fenomenología en general, los objetos que nosotros alcanzamos a conocer realmente son los fenómenos, de tal manera que el mundo del conocimiento queda circunscrito a éstos. Este mundo fenoménico se reduce en realidad a lo que está en la conciencia, y por otra parte no hay más «tipo de conocimiento cierto que la intuición de la esencia». El conocimiento se limita al conjunto de los fenómenos que la intuición aporta a la conciencia. La fenomenología no sólo elimina el mundo real u objetivo, sino también el psicológico, en reacción frente al empirismo sensualista de los filósofos ingleses y del empiriocriticismo de Mach: el mundo y el conocimiento quedan reducidos a la Conciencia pura o trascendental. Se trata por tanto, de una filosofía puramente idealista. Husserl rechaza el dualismo entre naturaleza y sujeto, que caracteriza la filosofía del conocimiento a partir de R. Descartes. Sujeto y objeto existen en función uno del otro, sin que puedan oponerse al modo del raciona-
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lismo cartesiano. En relación con ello, Husserl propone la fenomenología como un método de descripción que no dependa de las observaciones de carácter empírico y de la contraposición objeto-sujeto. Contiene la fenomenología husserliana dos componentes fundamentales: «un principio negativo, consistente en rechazar todo cuanto no está apodícticamente justificado [y]... un principio positivo, consistente en recurrir a la intuición inmediata de las cosas» (Jolivert, 1969). El primero encarna en lo que es uno de los conceptos fundamentales de la fenomenología: la epoché (puesta entre paréntesis). El segundo delimita el centro del proceso cognoscitivo, es decir, la intuición. Son «las dos reglas fundamentales del método fenomenológico». Uno y otro destinados a alcanzar el conocimiento esencial de las cosas, no su mera apariencia. La fenomenología representa un radical giro hacia lo más profundo del Sujeto, al mismo tiempo que hacia la existencia como único hecho evidente. Subjetividad y existencia, ligan las filosofías fenomenológicas con las existenciales y filosofías vitalistas. Es decir, las Lebensphilosophies, de M. Heidegger (1889-1976) , en Alemania, de J. Ortega y Gasset (1883-1956) en España, y de W. Dilthey (1833-1911) y M. Merlau Ponty (1908-1961), en Francia. El mundo de la conciencia se vincula con el de la experiencia individual, con el existir. 3.2.
RAZÓN VITAL Y EXISTENCIA: LOS EXISTENCIALISMOS
Las filosofías de la vida y existencialistas hacen de «la vida humana o el hombre» la razón vital. Con ello se manifiestan en oposición a la razón empírica basada en la separación del sujeto y el objeto. En la razón vital sujeto y objeto se encuentran. El «cogito quia vivo» de Ortega y Gasset expresa este planteamiento. El pensar surge de la existencia en el mundo, del yo y su circunstancia, como elementos inseparables. El mundo adquiere sentido porque lo es para un «yo», y éste, el sujeto, sólo lo es porque existe en ese mundo. El proyecto existencialista desde M. Scheller a Merlau Ponty, de Ortega a Heidegger, junto con las formas vitalistas de W. Dilthey y E. Bergson, pertenecen a este ámbito de la afirmación existencial y vital. Comparten rasgos comunes: en primer lugar, una reivindicación expresa de la que llaman razón vital, en cuanto confluyen en postular, como realidad concreta, la vida. En segundo lugar, la exaltación del sujeto y, como consecuencia, de la subjetividad, como referencia básica del conocimiento, en la cual «al entendimiento crítico se contrapuso la intuición, que no se siente obligada a atenerse a criterios científicos» (Horkheimer, 1973). La existencia es la razón de ser principal del conocimiento, y es la que da validez a éste. La experiencia subjetiva (Erlebnis) es la fuente de conocimiento. La comprensión intuitiva (Verstehen) constituye el método de conocimiento que permite llegar a la esencia de las cosas. La Conciencia se constituye en el reducto del conocimiento. Experiencia subjetiva, comprensión intuitiva y Conciencia constituyen los principales componentes de todas estas corrientes del pensamiento del primer tercio del siglo XX . Son las
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que alimentan los nuevos enfoques y postulados críticos de las ciencias sociales en ese período. Unas y otras, más o menos sutilmente influidas por una cultura de la subjetividad, de la experiencia intuitiva, de la comprensión global, de la percepción consciente. Los componentes destacados de estas filosofías del Sujeto o de la subjetividad son variados. En primer lugar, la justificación de un conocimiento no sujeto a la obtención de leyes. En segundo término, la reivindicación del mundo de la subjetividad frente a la objetividad universalista. En último término y, frente a los postulados metodológicos analíticos, la afirmación de un conocimiento instantáneo, empatético, global, totalizador. Son los rasgos que distinguen y vinculan a estas filosofías, que surgen en el último tercio del siglo XIX y primero del siglo XX , como las grandes corrientes del pensamiento de nuestro tiempo. 3.3.
LA SUBJETIVIDAD COMO ALTERNATIVA
Las filosofías irracionalistas han marcado específicos objetos de investigación, campos de interés desconsiderados o despreciados por la ciencia con anterioridad. Se abren hacia el espacio del sujeto y su psique, y plantean, asimismo, los aspectos sociológicos del conocimiento científico. Cuestionan la ascendencia del conocimiento científico y su objetividad. Planteaban como alternativas a la experiencia intersubjetiva y transmisible propia del positivismo, la experiencia vital, intransferible, el mundo de la conciencia individual. Frente a la objetividad metodológica del positivismo, que ignora al sujeto, la reivindicación de la subjetividad como fuente alternativa de conocimiento. Proclaman la preeminencia del existir sobre el ser, afirman que la existencia precede a la esencia. El mundo objetivo, para estas filosofías, se integra en la experiencia humana y no existe al margen de los seres humanos. La gran corriente idealista de la cultura europea adquiere resonancia como concepción con amplia aceptación y validez social y como propuesta cultural alternativa en el ámbito de las Geisteswissenschaften -ciencias del espíritu- a finales del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo actual. Constituye el período más creativo, desde el punto de vista filosófico y cultural. Hay, por tanto, una relación estrecha entre el ascenso de las filosofías vitalistas o irracionalistas y la crisis de las filosofías racionalistas, por lo general identificada, sobre todo en su primer momento, como crisis de la ciencia. Estas filosofías fueron el respaldo de algunas de las propuestas geográficas más notables de la primera mitad del siglo XX . El trasfondo más general de esta crisis se asocia, desde el punto de vista cultural, con la llamada crisis de la modernidad. Un rasgo que vincula, culturalmente, el período inicial del siglo XX con los tiempos actuales. Como en los inicios de esta centuria, se produce también una vuelta al -y una reivindicación del- Sujeto, del individuo y de la Conciencia. Como en los años finales del siglo XIX , aparece también la cri-
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sis de la ciencia o el final de la ciencia (Horgan, 1998), como ahora se anuncia. Al igual que entonces, la crítica a la racionalidad científica y a las grandes concepciones universalistas de base racionalista adquieren especial fuerza. Todas ellas sustentan, en los decenios finales del siglo xx, una ideología hegemónica que proclama el final de la modernidad. ¿Otros tiempos, otra cultura? Para los voceros de la nueva cultura se trata de otra época, la de la posmodernidad. Se corresponde, de hecho, con un período de sustanciales transformaciones económicas, productivas y técnicas en el mundo, que configuran una nueva etapa del capitalismo, la del capitalismo global. Es, quizá, la diferencia esencial con los inicios del siglo xx. La posmodernidad se inscribe en un cambio radical de las sociedades contemporáneas que afecta a sus condiciones económicas, sociales, políticas y culturales. Es la época post.
CAPÍTULO 14
LA ÉPOCA POST: POSTESTRUCTURALISMO Y POSMODERNISMO En un período breve, de apenas dos decenios, el posmodernismo se ha convertido en uno de los conceptos de mayor difusión y aceptación en el marco cultural contemporáneo, desde el arte a la teoría social. Del posmodernismo deriva la posmodernidad como época y cultura del presente marcada por él. El posmodernismo es un término de carácter cultural que se ha impuesto en el último cuarto de siglo para designar un cambio cultural de carácter radical, con el que se pretende identificar el final de la modernidad (Friedman, 1989). El posmodernismo identifica la nueva dimensión de la cultura occidental, caracterizada por la reacción frente a la modernidad, identificada ésta con la cultura racionalista. Se distingue por la crítica a los postulados de la Ilustración, que han prevalecido como marcos hegemónicos de la cultura occidental, durante más de doscientos años. La puesta en entredicho de los presupuestos científicos, epistemológicos, culturales e ideológicos, que sustentan el desarrollo de la cultura occidental desde el siglo de las luces constituye el signo más destacado del denominado posmodernismo. El término posmodernismo surgió en el ámbito de la arquitectura y la literatura, en el decenio de 1960. Identificaba un movimiento de reacción frente al imperio de la escuela moderna o funcionalista representada por la Bauhaus. Se aplicaba también para recoger las nuevas formas sucesoras del modernismo literario. Así lo utilizaba un autor como Ihab Hassan, en 1970, en el campo literario (Cahoone, 1996). De modo similar lo empleaba en el ámbito arquitectónico Jencks, un arquitecto y tratadista de la arquitectura. Lo hacía en relación con la crisis de la escuela moderna en el campo de la arquitectura y el urbanismo. Se refiere este autor a la muerte simbólica de esta arquitectura identificada en la voladura del gran conjunto urbano de Pruitt-Igoe, en Saint Louis, Missouri, el 15 de julio de 1972. Había sido levantado bajo los presupuestos de la escuela moderna. Estaba formado por grandes bloques de catorce plantas, concebidos al estilo de Le Corbusier. Habían sido proyectados desde la perspectiva de sol, espacio y verdor, con sus calles o accesos
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LA REVOLUCIÓN TÉCNICO-CIENTÍFICA: CAPITALISMO MUNDIAL Y MODERNIDAD
Tras la segunda guerra mundial y una vez terminado el proceso de reconstrucción en Europa, se esbozan y aceleran diversos fenómenos de cambio social. Afectan al ámbito de la técnica y la ciencia y se proyectan o manifiestan también en el campo económico. Constituyen fenómenos de largo alcance. Aparecen unidos al desarrollo de nuevas técnicas y procesos científicos. Afectan al campo de la investigación nuclear, de la aplicación industrial de esta investigación y de la electrónica. Nuevas técnicas y procedimientos se incorporan al mundo de la producción. Hacen posible la creciente automatización del proceso productivo. Provocan el incremento exponencial de la producción, la reducción de costos, el aumento de la productividad, y la expansión del ámbito del trabajo mecanizado. La intensidad, profundidad y generalización de las nuevas técnicas conducen hacia formas y tipos de trabajo renovados. Presentan un nuevo perfil, son menos dependientes del trabajo especialista y cualificado. Están más vinculados al trabajo previo muy cualificado, de tipo científico-técnico, relacionado con la investigación. Son factores determinantes de la crisis progresiva del sistema industrial existente. Afecta a su dimensión física -como capital fijo-, que queda obsoleto, y a la dimensión laboral -capital variable-, y a las relaciones de producción. La denominada crisis industrial, enmascarada en una primera etapa por la crisis energética, aparecía como la crisis de un modo de organización económica. Se trataba de la crisis de la sociedad industrial sostenida sobre este capitalismo industrial. Era la crisis del denominado modelo fordista del capitalismo. La rápida y generalizada difusión de las técnicas electrónicas en la producción trastornaron por completo el viejo orden de la sociedad capitalista, identificado como estado del bienestar y fundado en el modelo fordista de producción. La principal consecuencia fue la quiebra de la vieja industria en los países de capitalismo más desarrollado y el desplazamiento de la nueva producción industrial hacia los países del Tercer Mundo. El desarrollo de los nuevos medios de comunicación, basados en esas mismas técnicas electrónicas, hacían posible la comunicación instantánea a escala planetaria. El veloz desarrollo de la informática, con sus repercusiones en todos los órdenes del sistema social, desde la producción al ámbito doméstico, consolidaba la revolución técnica y sus efectos económicos y sociales. Las grandes empresas multinacionales, que controlan la producción de los conocimientos básicos y sus aplicaciones técnicas, mediatizan los mercados por medio de las nuevas formas de comunicación. Impulsan un mercado y una economía mundial por vez primera en la historia de la humanidad. El capitalismo global es una realidad; es decir, la forma superior del capitalismo. La cristalización de una economía-mundo de carácter capitalista y el desarrollo técnico que permite la comunicación física, el traslado de la imagen y la información de forma inmediata a escala planetaria, hacen del mundo un único espacio. Se consuma el proceso iniciado al final del siglo XV en Europa occidental.
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Las consecuencias de estas transformaciones son efectivas en el orden político y social. Suponen, por una parte, el resquebrajamiento del Estado como instancia superior en el gobierno de la economía y como marco del poder científico y técnico. Las grandes empresas multinacionales operan por encima de los límites territoriales del Estado. Pueden establecer sus estrategias de desarrollo por encima de las prescripciones específicas de cada Estado, en el orden productivo y en las relaciones laborales. Representan, por otra parte, la quiebra del orden político internacional en la medida en que hacen estallar y desaparecer los modelos de gestión económica estatal, con un perfil dirigido, o planificado. Del mismo modo hacen estallar y desaparecer los propios estados basados en esa gestión planificada o centralizada, incapaces de competir en un espacio de intensa renovación y desarrollo técnico-científico. La larga crisis de los países socialistas, desde el decenio de 1960, y el derrumbamiento final de los mismos, desde finales del decenio de 1980, respondía a su ineficiencia económica y social y a su ineficacia competitiva respecto del capitalismo. El final de los países socialistas y su modelo económico suponía la instauración del capitalismo como única y dominante forma de organización económica a escala mundial. En el orden social, las transformaciones económicas, técnicas y productivas inherentes a la globalización del capitalismo tienen su principal efecto en los grandes desplazamientos de masa que afectan a las dinámicas y crecientes poblaciones del Tercer Mundo. En oleadas sucesivas alcanzan los países más desarrollados -con la única excepción de Japón-, estimulados o motivados por muy diferentes factores. Estos flujos hacen del Primer Mundo una especie de amalgama de culturas, de identidades, de conflictos. Por una parte, ponen en entredicho conceptos arraigados como el del crisol americano y, por otra, generan una cultura híbrida, abierta, con patrones muy distintos de los dominantes occidentales. La dimensión de la identidad define, asimismo, la otra gran consecuencia del cambio social y cultural del siglo XX . Esas mismas transformaciones en el orden económico, técnico y productivo, inciden en lo que, con toda probabilidad, constituye el fenómeno social de mayor trascendencia en el siglo XX . La irrupción activa de la mujer en la esfera pública y la reivindicación consecuente de una participación responsable en la misma, marca la segunda mitad del siglo XX. El feminismo como movimiento social y, en mayor medida, como cultura emergente, ha marcado este siglo. Ha incidido en todos los órdenes de la vida social, desde el productivo al doméstico. Ha afectado a la producción cultural y a la producción teórica. El feminismo, como la ecología, no representan sólo dos fenómenos sociales, sino que constituyen construcciones teóricas con las que se pretende elaborar un discurso renovado sobre el mundo, un discurso alternativo. En el caso de la ecología, se trata de una reflexión sobre los efectos que la presencia humana en general, pero sobre todo el capitalismo industrial y las transformaciones que ha inducido y que genera en el mundo físico. La consecuencia principal de esa reflexión, al margen de su dimensión social
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como movimiento ciudadano y de su directa influencia económica, es la construcción teórica de la naturaleza. Construcción teórica que ha marcado decisivamente la cultura de nuestro tiempo. La dimensión ecológica y la reflexión sobre la naturaleza son parte de las nuevas manifestaciones del pensamiento y la cultura en la sociedad occidental. En efecto, estos cambios, que trastornan de forma radical la configuración económica y política del mundo en la segunda mitad del siglo XX, forman parte de un conjunto de transformaciones que afectan también al campo del pensamiento y de la cultura. Fenómenos de crisis, de ruptura y de elaboración de nuevas propuestas se acumulan desde el decenio de 1960, primero de modo inconexo, sin una definición precisa de conjunto. Más tarde, como manifestaciones de una conciencia social de cambio y ruptura cultural que tiene su deriva en el mundo del pensamiento, de la teoría y de la filosofía. El rasgo fundamental que distingue este período es la crítica. Lo que unifica la multitud de propuestas en muy diversos campos es la actitud crítica frente a lo anterior, así como el objetivo de desmantelamiento que se opera sobre las creencias, las seguridades, las ideas, los presupuestos, los marcos teóricos y culturales, que habían prevalecido durante los últimos tres siglos en el mundo occidental. Los tres decenios finales del siglo XX representan una época de agitación intelectual y de renovación cultural. Durante este tiempo, la reflexión crítica sobre los presupuestos teóricos y filosóficos de la sociedad moderna ha sido una constante, alimentada desde postulados muy diversos. Un punto común ha sido la puesta en cuestión de la razón económica y la racionalidad de perfil tecnocrático. Se ha generalizado la interrogación sobre el soporte epistemológico neopositivista y su corolario el individualismo metodológico. Se han multiplicado los reproches a una práctica científica alejada de los problemas sociales más relevantes y ciega ante la sensibilidad social respecto de los mismos. Se ha extendido la reivindicación, por un lado, del sujeto individual y, por otro, del sujeto social, frente a la ignorancia de uno y otro. Se ha difundido la propuesta, en definitiva, de otras vías, de otros soportes teóricos y de filosofías alternativas al racionalismo positivo, como un rasgo sobresaliente de la evolución de la cultura occidental durante estas décadas. Este desarrollo crítico, que tiene un especial dinamismo a partir de los años sesenta, se produce en paralelo con la eclosión de los grandes movimientos sociales. Tiene lugar de forma coetánea y en relación con acontecimientos significativos como el movimiento pro derechos civiles en Estados Unidos, la guerra de Vietnam, el mayo francés de 1968, la ocupación de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia, la revolución cultural china. Se produce desde frentes dispares y se asienta en corrientes de pensamiento e ideologías distintas. Se nutre de la crítica ideológica progresista frente al capitalismo industrial y de la crítica conservadora al materialismo y racionalismo en todas sus formas. Desde otros ámbitos, se manifiesta en una crítica o disconformidad con patrones estéticos y culturales imperantes, tanto en el mundo de la literatura como de las artes plásticas y la música, así como en el mundo de la ar-
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quitectura y el urbanismo. Se trata, por un lado, de actitudes críticas frente a tales patrones, que tienen especial incidencia en el mundo arquitectónico y urbanístico. Se trata de un tipo de actividad con incidencia social de gran repercusión. Se percibe, por otro, en la aparición de nuevas propuestas innovadoras o rompedoras respecto de tales patrones culturales, como ocurre, tanto en la arquitectura, como en la música y literatura. Se reivindica el eclecticismo, lo híbrido, se extiende el historicismo como moda del arte. Afloran en las sociedades contemporáneas nuevas formas de sensibilidad o de manifestarse ésta, que afectan al ámbito de la identidad. La crisis de las clases sociales que acompaña al agrietamiento de la sociedad industrial fordista y del Estado del bienestar se contrapone con el creciente papel de las formas grupales. Las colectividades por afinidad, los vínculos asentados en sedicentes identidades sociales, pueden abarcar un campo que se desarrolla desde las identidades deportivas hasta las nacionalistas, pasando por las religiosas. Una y otras adquieren especial relevancia, tanto en el interior de las formaciones sociales nacionales como a escala internacional. La identidad, fundada en la adscripción individual a determinados sentimientos o basada en relaciones afectivas subjetivas, parece imponerse como una instancia de organización social, por encima de los grandes marcos sociales de clase. Se produce también una crítica teórica que contempla el sentido de tales fenómenos. Su análisis pone de manifiesto las incongruencias y contradicciones de las filosofías sobre las que se asientan los patrones culturales, sociales, científicos, filosóficos, epistemológicos, que rigen la sociedad moderna. Es una crítica dirigida a los cimientos de la modernidad. Es lo que se denomina postestructuralismo. En otro ámbito, lo que se elabora es un producto cultural e ideológico. Se formula como afirmación de un tiempo nuevo y una cultura nueva. La nueva cultura se define como posmodernismo. El tiempo nuevo corresponde a la posmodernidad. Crítica teórica, o postestructuralismo y nueva cultura o posmodernismo, configuran la posmodernidad. 1.2.
LA CRÍTICA TEÓRICA: EL POSTESTRUCTURALISMO
A partir de la segunda guerra mundial se formula un tipo de pensamiento crítico respecto del racionalismo positivo y científico propio de la Ilustración. Este pensamiento crítico está relacionado con la experiencia de la propia guerra y con el desarrollo del fascismo, en sus diversas modalidades. Es un pensamiento afectado por el pesimismo respecto de la degradación ética que representa el fascismo en el uso del conocimiento científico. Pone en evidencia la transformación de la razón en un mero instrumento al servicio de la destrucción, degradación y servidumbre de la especie humana. Ese pesimismo alimentó un tipo de reflexión crítica con estos usos de la razón. Reflexión crítica extendida a la cultura que impulsó la hegemonía de la razón científica y el concepto de progreso, es decir, a la propia Ilus-
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tración. La Dialéctica de la Ilustración, título de la obra en que dos de los autores más representativos de la Escuela de Frankfurt, abordaban, en los años cuarenta, esta reflexión condicionada por la inmediata experiencia histórica, planteaba la contradicción inherente a los postulados ilustrados ( Horkheimer y Adorno, 1998). Es una crítica desde postulados de izquierda, críticos con el capitalismo y sus derivaciones más indeseables. En los años sesenta, este tipo de producción intelectual crítica respecto de la Ilustración, su legado y sus presupuestos se extiende. El resultado, no programado, es la quiebra progresiva del modelo social construido en el siglo ilustrado e identificado con la ciencia moderna. En esta crítica se observa una creciente deriva, desde los enfoques iniciales y postulados progresistas de izquierda, hacia una crítica que pone en entredicho los mismos presupuestos de la Ilustración. Se cuestiona la ciencia y se cuestiona la propia Razón. El giro irracionalista marca la evolución de la crítica postestructuralista, en los últimos decenios del siglo XX . De forma progresiva en el tiempo la crítica se produce respecto del pensamiento marxista y planteamientos de los movimientos de izquierda. Se manifiesta como una crítica a las teorías sociales de carácter global, a las interpretaciones de la Historia como un proceso, en definitiva, a las filosofías de raíz marxista. La crisis del pensamiento marxista y de las filosofías estructuralistas forma parte de la evolución reciente de la cultura de este final de siglo y milenio. Paradójicamente, el perfil de izquierda que distingue la mayor parte de la teoría crítica postestructuralista motivará que, de modo general, se tienda a identificar postestructuralismo e izquierda política. Y que, por extensión, se asimile posmodernismo e izquierda. Confusión que se mantendrá como un rasgo habitual hasta el momento presente (Epstein, 1997). En relación con esa confusión se encuentran diversas reacciones que intentan separar la crítica epistemológica o teórica del discurso cultural o retórica posmoderna. Otras reacciones buscan resaltar la contradicción entre cultura posmoderna e izquierda política. El caso más notorio es el del físico americano Sokal, que recurre a la parodia caricaturesca de ese discurso y de los postulados del mismo, en el ámbito de la ciencia. Se reacciona frente a lo que se contempla como un discurso inconsistente (Sokal, 1996). La reacción pretende la defensa de la racionalidad en general y de la científica en particular. Es una defensa frente al irracionalismo. 1.3.
EL SUSTRATO CRÍTICO: CONTRA LA RACIONALIDAD, CONTRA LA CIENCIA
La cultura posmoderna se sustenta sobre la crítica de la modernidad. Critica sus postulados, sus cosmovisiones, sus teorías, sus fundamentos racionales y científicos. Critica el discurso universalista con que se presenta. Esta crítica tiene antecedentes en el movimiento cultural europeo de finales del siglo XIX y adquiere una dimensión renovada a finales del siglo XX. Esta crítica se perfila, inicialmente, desde postulados progresistas. Son los autores vinculados en la denominada Escuela de Frankfurt, que surge al
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terminar el primer tercio del siglo actual y que adquiere especial resonancia después de la segunda guerra mundial, los que primero definen el marco de la crítica. Representa un movimiento de reacción frente al predominio de una cultura que se construye sobre la primacía de lo económico. Lo que explica la orientación de sus autores, en la primera y segunda generación de dicha «Escuela», desde T. W. Adorno (1903-1969), H. Marcuse (1898-1979) y W. Benjamin (1892-1940), hasta E. Fromm, hacia campos como la psicología, la política, las cuestiones sociales y culturales. Se trata de un movimiento intelectual que utiliza la herencia marxista, que recurre a los postulados freudianos y que maneja la filosofía kantiana. El común denominador de estos autores es la crítica del capitalismo moderno y de sus soportes teóricos y epistemológicos. Aborda, en particular, el racionalismo científico o positivo. Desde los presupuestos marxistas iniciales, los autores evolucionan hacia un pensamiento crítico respecto del capitalismo, pero alternativo al marxista. La formulación histórica marxista del capitalismo, vinculada con el conflicto de clases como motor de la historia, es sustituida por la interpretación del capitalismo en el marco del conflicto entre Sociedad y Naturaleza. Estos autores abordan la crítica del capitalismo como un sistema social de dominio, impuesto sobre la naturaleza y sobre el conjunto social, apoyado en el uso de la razón positiva. La interpretación del capitalismo desde la perspectiva del dominio constituye un rasgo fundamental de la concepción crítica de esta escuela. De acuerdo con ella, la ciencia y la técnica constituyen el eje y el soporte de ese dominio. La crítica sistemática a la modernidad, identificada con la cultura del capitalismo, se dirige a sus diversos componentes. Contempla la relación con la naturaleza, la configuración del individuo -el hombre unidimensional de Marcuse-, y sustenta una visión de la razón científica como simple instrumento de control y dominio de la naturaleza y del ser humano, al servicio del capitalismo. La denuncia del dominio tecnocrático como instrumento para «justificar o aplazar» los cambios sociales surge desde esta Escuela, frente al racionalismo positivo en que se sustenta el capitalismo. Se trata, por tanto, de una crítica anticapitalista. La idea marxiana de que las formas de conocimiento se insertan en el proceso de transformación de la Naturaleza por obra del trabajo humano, y que de él surge el criterio de validez objetiva de dicho conocimiento, son invertidas por Adorno y la escuela de Frankfurt. Convierten la transformación de la naturaleza en simple dominio de la misma por el trabajo humano, impulsado por una racionalidad técnica, de orden instrumental (Wellmer, 1992). La razón, para el capitalismo, tiene un carácter instrumental, es una razón práctica, como dice Horkheimer, autor perteneciente, también, a la segunda generación de dicha Escuela. Desde postulados próximos a este movimiento intelectual arrancan otros autores relacionados, en el ámbito personal y político, con la izquierda europea de la segunda mitad del siglo XX. Forman parte del amplio grupo intelectual francés que se manifiesta a partir de 1960, en campos relacionados con la cultura y las ciencias sociales. M. Foucault, J. De-
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rrida, G. Deleuze y F. Guattari, J. Baudrillard y L. Iragay confluyen en una labor de puesta en entredicho de los presupuestos de la Ilustración y del estructuralismo. Otros autores, en el ámbito de la historia de las ciencias y de la epistemología, como S. Kuhn, contribuyen a sembrar de interrogantes los principios que sostenían el edificio teórico del conocimiento verdadero o científico. Deleuze y Guattari, desde el campo de la filosofía y del psicoanálisis, indagan las relaciones entre capitalismo y desorden mental, entre capitalismo y deseo. Es decir, entre el sistema social y los impulsos individuales. Inspirados en Marx, próximos en sus planteamientos a las tesis de Freud, vinculados con F. Nietsche y F. Kafka, confluyen con la Escuela de Frankfurt en destacar el papel dominador del capitalismo, papel en el que ellos resaltan su dimensión represora y de castigo. La razón científica constituye el instrumento que orienta la creación de instituciones apropiadas para ejercer esas funciones de exclusión y control, desde presupuestos científicos. Desde una perspectiva distinta, M. Foucault formulaba conclusiones equivalentes respecto de la relación entre poder y saber. Plantea este autor que «no hay verdad fuera del poder» y vincula la verdad, es decir, la objetividad, con el horizonte social. Para Foucault, «cada sociedad tiene su régimen de verdad». Lo que viene a significar que cada sociedad construye un discurso específico que es el que actúa como patrón de la objetividad. En relación con él se establecen, tanto los mecanismos como las instancias que determinarán lo que es falso y lo que es verdadero, es decir, los que son enunciados verdaderos y enunciados falsos. Lo que Foucault formula convierte a la ciencia moderna en un simple discurso, el discurso de la verdad en la sociedad contemporánea, esto es, de la sociedad capitalista. Por otra parte queda vinculado a determinadas instituciones habilitadas para producirlo, para difundirlo -a través de la educación y los medios de comunicación-. Instituciones cuyo control por el poder, en sus diversas formas -universidad, ejército, media, etc.- asegura una producción acorde con las demandas económicas y políticas dominantes. La sedicente objetividad y universalidad del conocimiento científico es puesta en entredicho. Desde una plataforma distinta, el trabajo de Kuhn sobre los mecanismos de producción científica resaltaba las condiciones determinantes del contexto social en la misma (Kuhn, 1971). Kuhn destacaba la sucesión y discontinuidad en los discursos científicos. Lo que él denomina revolución científica supone sustituir un paradigma por otro, un discurso por otro. La verdad del conocimiento científico es relativa, está socialmente condicionada, no sobrepasa el estatuto de un discurso. Un discurso en el que no importan tanto los contenidos como las reglas que regulan su construcción, la validez de sus enunciados, los conceptos aceptados. Confluía en el mismo sentido que Foucault. A partir de la crítica del texto, es decir, del lenguaje en el sentido de una secuencia organizada y reglada, convencional -o discurso-, J. Derrida abordaba las relaciones entre lenguaje y pensamiento. Las planteaba
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como una relación de signos o semiótica, con sus propias reglas. Éstas afectan o involucran tanto al significante -el signo- como al significado - la cosa-. Derrida, como Foucault, pone el acento en la importancia esencial del lenguaje, hasta hacer de éste la clave de las categorías que modelan la sociedad. La idea fundamental es que el lenguaje modela la realidad; más aún, para Derrida, el lenguaje es la realidad. Representa la crítica de la teoría social basada en el análisis económico o en las estructuras políticas. La comprensión de la realidad se sustenta en el lenguaje.Una condición del lenguaje y del texto que hace de éste un producto a de-construir, de acuerdo con la terminología que el mismo Derrida introduce. El texto, cada texto, cada discurso, debe ser sometido a un proceso de de-construcción que permita descubrir las condiciones de su producción. El posmodernismo se identifica con la «de-construcción», según la expresión de Derrida. «De-construir» significa descubrir los presupuestos no explícitos que subyacen en los códigos aceptados, las teorías, el pensamiento formulado, los sistemas de valores y de conocimiento que han prevalecido durante siglos asociados a la sociedad industrial capitalista. Constituye un postulado de la nueva cultura que se aplica también a la ciencia. Ésta queda reducida a la condición de simple relato, uno más. Lyotard resalta que «el saber no se reduce a la ciencia, ni siquiera al conocimiento». Convierte la ciencia en un «subconjunto de conocimientos». Reivindica, en definitiva, el saber narrativo. La postura anticientífica forma parte de la filosofía del posmodernismo, acompaña su radical oposición al racionalismo moderno. Para Lyotard, «el saber científico es una clase de discurso». Resaltan la importancia del lenguaje en la orientación del desarrollo científico y la transmisión del conocimiento, en la medida en que «las ciencias y las técnicas llamadas de punta se apoyan en el lenguaje». Para Lyotard, el lenguaje condiciona la propia investigación y por tanto orienta ésta de acuerdo con sus exigencias. Sólo el saber que se pueda expresar en el lenguaje dominante -en este caso el lenguaje de máquina- se desarrollará, mientras que el que no se adapte o no pueda ser traducido se dejará a un lado (Lyotard, 1992). El uso ha conducido la práctica posmoderna a una creciente y excluyente ocupación en el texto y en el lenguaje, incluso en la geografía, como ejemplifica la obra Postmodern Cities and Spaces (Watson y Gibson, 1995). Una concepción reivindicada también como el soporte de la geografía (Barnes y Duncan, 1992). El desplazamiento desde las estructuras económicas o sociales hacia el ámbito del discurso, del texto -del lenguaje en definitiva- y de la cultura caracteriza uno de los rumbos más significativos en el cambio teórico de los años sesenta. El texto, concebido como una categoría reflexiva, con sus reglas, que puede ser analizado. De-construir significa descubrir que toda obra está «envuelta en un sistema de citas de otros libros, de otros textos, de otras frases, como un nudo en una red» (Foucault, 1976). Desde una perspectiva teórica significa que la cultura y el lenguaje se convierten en el único o primer nivel de explicación de la realidad. Consi-
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deran que son la cultura y el lenguaje los que modelan la realidad. Entienden que la mayor parte de los caracteres o fenómenos de la realidad que contemplamos como naturales son meras construcciones sociales. Desde la diferenciación sexual a la propia naturaleza. El postestructuralismo se perfila como una crítica a la racionalidad de la Ilustración. Alimenta una corriente intelectual en la que destacan autores como J. Baudrillard y J. F. Lyotard, de acentuado antirracionalismo. Se distinguen por la denuncia del discurso científico. Rechazan las teorías estructurales, las concepciones de carácter universal. Denuncian los presupuestos sobre los que se ha construido el mundo moderno, es decir, el sujeto racional, la razón y el conocimiento científico, identificado con la verdad. Esta cultura, surgida en la proximidad o dentro de los círculos ideológicos de izquierda, como una crítica al capitalismo y al racionalismo positivo y tecnocrático en que se apoya el sistema social capitalista se transforma, de forma progresiva, en una crítica ideológica y política, a las filosofías, ideologías y prácticas de los movimientos de izquierda. Se convierte en una crítica a la izquierda, a sus discursos y a sus fundamentos teóricos, en particular al marxismo, identificados con la modernidad. La crítica deriva hacia la modernidad como cultura racionalista y científica. Por extensión, hacia el racionalismo y la ciencia. 2.
La condición posmoderna: de la teoría postestructuralista al posmodernismo
Las propuestas críticas de estos autores dan forma a lo que uno de ellos denominará «la condición posmoderna» (Lyotard, 1984). La condición posmoderna es para Lyotard «la condición del saber en las sociedades más desarrolladas». Estado cultural que asocia al resultado de las «transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX» . La consecuencia principal de esas transformaciones es, para el filósofo francés, la crisis de la ciencia -entendida como discurso verdadero, impuesto sobre el simple relato precientífico-. Crisis por cuanto la ciencia se legitima en lo que él llama un metarrelato, que asocia a una filosofía de la historia. El rasgo definitorio de lo posmoderno es precisamente «la incredulidad con respecto a los metarrelatos». 2.1.
LA NEGACIÓN DE LO UNIVERSAL
La crítica es frontal a cualquier pretensión de carácter teórico con valor universal. Se produce una negación de los relatos totalizadores, denominados metarrelatos. El rechazo se produce por igual respecto de los de carácter social e histórico, como el marxista, o del tipo del psicoanálisis. Se generaliza la crítica a los universales sociales -como las clases sociales y
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la lucha de clases-. Se une al rechazo de las metodologías de carácter único o excluyente. Como consecuencia, deriva hacia el rechazo de la ciencia y su pretensión de ser una forma superior de conocimiento. El criticismo se define frente a las filosofías racionalistas. Se pone en cuestión sus concepciones totalizadoras y sus pretensiones de identificarse como el saber absoluto. Se trata de la negación de la cultura única y del imperio del conocimiento científico. Se le achaca el carácter unidimensional impuesto por la razón científica. Se instaura la desconfianza respecto de la objetividad que distingue el racionalismo. Se proclama incluso la inexistencia del conocimiento objetivo. Se niega por tanto uno de los fundamentos del conocimiento científico. Se reivindica la subjetividad y la consideración de los factores subjetivos que acompañan la producción del conocimiento objetivo. Frente a la idea de la objetividad, se plantea una llamada de atención relativista. La conciencia de los límites de la objetividad racionalista y la percepción del contexto constituyen componentes relevantes en una nueva visión del proceso de conocimiento y de la objetividad. Son los rasgos básicos del pensamiento posmoderno. El posmodernismo se presenta como una propuesta cultural liberadora frente a la imposición de modelos de ciencia, modelos sociales o modelos de pensamiento. Se propone frente al mundo estructurado y controlado de la razón y del capitalismo, que se identifica con la modernidad. El reclamo de la libertad frente a una concepción sacralizada de la ciencia, que ha dominado la cultura occidental, aparece como un elemento central del posmodernismo. Es la reivindicación del individuo, de un individualismo, que se presenta como espacio de la libertad y de un pensamiento abierto y no reprimido. Reivindica, frente al sujeto racional de la Ilustración, de rango universal, o frente al sujeto social marxista, el sujeto particular, el individuo, definido por la diferencia, por la identidad. Proclaman lo que se conoce como la muerte del sujeto. La muerte del sujeto pensante, propio de la Ilustración, arraigado en Descartes constituye uno de los rasgos sobresalientes del postestructuralismo como teoría crítica. Es decir, el individuo con autonomía capaz de juicio racional sobre el mundo, que puede tomar decisiones racionales, identificado con el ego. Es este sujeto el que sustentaba la relación racional con el exterior, y que permitía considerar la subjetividad como un rasgo del individuo, fundamento del estilo en el sentido artístico del término. Lyotard destaca que el «sujeto social se disuelve». El poder, las instituciones, imponen en cada segmento social e institucional un área de expresión que marca lo que se puede decir y lo que no y de qué modo. Cada uno de estos segmentos -militar, policiaco, electoral, académico, legal, por ejemplo- produce y consume un tipo particular de conocimientos. Cada uno opera al margen de la totalidad social. Representa la apertura hacia los márgenes de la sociedad. La cárcel, el hospital, el manicomio, la escuela, aparecen como puntos del poder, como espacios distintos. Cada uno de ellos con su propio discurso particular. Este discurso particular se impone por encima de las teorías totalizadoras.
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Se trata de argumentos que había adelantado M. Foucault en la búsqueda de los pilares del poder y sus mecanismos de dominio, así como de los resortes de resistencia que se generan frente a él. Resaltaba Foucault la importancia de las micropolfticas del poder a través de muy diversas localidades -o espacios- y situaciones sociales. Operan al margen de estrategias globales, como construcciones locales, autónomas. Supone la apertura hacia las situaciones y los lugares concretos: los espacios de la mujer, de las minorías, de los movimientos locales, de los homosexuales, entre otros. Supone el desplazamiento hacia las prácticas concretas, los discursos específicos, de estos microespacios. Perspectivas que habían proporcionado especial relevancia a la obra de Foucault a finales del decenio de 1960 y en el de 1970. Como consecuencia, el posmodernismo sostiene una propuesta de apertura hacia componentes sociales que el racionalismo positivo y sus simétricas formas de pensamiento, habían desconsiderado. Desde la diversidad a la marginalidad. Perspectivas con las que alimenta, durante estos decenios, la reflexión y la práctica dentro de las ciencias sociales 2.2.
LA FRAGMENTACIÓN DEL SABER
La posmodernidad, como señala Lyotard, significa lo diferente, el pequeño relato vinculado con la vivencia. Es la reivindicación de lo parcial, de lo singular, de lo individual. La experiencia queda reducida al presente y a una suma de presentes inconexos y fragmentados. La memoria carece de sentido y la Historia también. Se niega la continuidad histórica y la historia queda reducida a arqueología del saber, donde lo que importa es el discurso, sus reglas, sus enunciados, más que sus contenidos. Frente a la historia total, frente a la historia como globalidad, frente a la historia unitaria, frente a la historia con sentido, que distingue las concepciones dominantes durante la modernidad, la reivindicación de las historias, como simples fragmentos históricos, historias parciales o locales. El posmodernismo predica el final de la Historia como discurso totalizador, como devenir universal. Se sitúa frente a la tendencia racionalista del metarrelato, de la gran estructura, que ha sido el núcleo de la comprensión social del devenir humano. Proclama la reducción a relatos parcializados, relatos singulares, microhistorias o biografías. El posmodernismo rompe con, y denuncia, los grandes sistemas o esquemas de interpretación histórica. El posmodernismo aparece, para Lyotard, como el estado de crisis de la legitimidad del conocimiento y como un proceso de desestabilización de las teorías del gobierno social (Lyotard, 1984). Crisis por tanto del marxismo, de la sociología funcionalista, de la teoría de sistemas, del modelo orgánico de la sociedad y del psicoanálisis. Una reivindicación que afecta también al mundo de los comportamientos y relaciones sociales. Las grandes organizaciones son presentadas como producto de esa racionalización modernista. Las grandes estructuras
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organizativas de carácter social, sean partidos, sean sindicatos, entre otras, quedan en entredicho. Con ellas las grandes adhesiones, la militancia como una forma de adscripción social. Es decir, lo que ha sido una de las características del mundo moderno, en la política, en el mundo sindical, bajo el signo de las organizaciones de masa. Postula el posmodernismo la preeminencia del discurso parcial, de los conceptos particulares, frente a los universales que han caracterizado el pensamiento moderno. Se asienta sobre la negación de tales universales. Se constituye sobre lo particular, lo individual, lo contingente, lo circunstancial. Siempre en el contexto de un pensamiento «débil», no formalizado ni teorizado. El posmodernismo resulta así una filosofía de la individualidad, del individuo como isla, que convierte la sociedad en un archipiélago social. Todo ello en el marco de un cierto hibridismo de pensamientos, en un marco general de encrucijada de filosofías, en una situación en la que la indefinición forma parte de la vida social. Lo que el posmodernismo viene a proclamar es la imposibilidad de establecer una imagen única del mundo, una representación unificada. Reduce la capacidad de acción sobre un mundo fragmentado, que se nos presenta, además, en fragmentos, a un simple pragmatismo. Pragmatismo vinculado al relativismo y, en cierto modo, al derrotismo, y por tanto, a la inacción, en el marco de una situación personal y social caracterizada por la esquizofrenia, que aparece como el producto directo de la sociedad. La acción queda circunscrita a cada personal entorno. 3. Las raíces de la posmodernidad: las filosofías del sujeto
La filosofía del posmodernismo, como actitud crítica respecto del racionalismo positivo y de la cultura racionalista de la burguesía industrial, tiene antecedentes que arraigan en el pasado. El pensamiento posmoderno no es, en este sentido, nuevo. Rezuma elementos conocidos, como destacaba Lain Entralgo en un artículo periodístico. El pensamiento posmoderno se sostiene sobre un legado que, bajo diversas formulaciones, acompaña al propio desarrollo de la cultura moderna. El movimiento posmoderno no deja de ser un rebrote del gran movimiento irracionalista de finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Se inscribe en esta tradición irracionalista. Lo que le hace distinto, sin embargo, es su inscripción en coordenadas históricas radicalmente nuevas. La modernidad se presentaba como el tiempo nuevo de la Razón y de la ciencia. Tiempo de progreso y de liberación respecto del conjunto de servidumbres y ataduras que distinguían el mundo antiguo. El discurso moderno se formulaba, desde sus orígenes, bajo apariencias de progreso, en términos de confianza y optimismo hacia el futuro. La experiencia posterior ha resultado ser contradictoria. El avance científico y la racionalidad, apuntan los críticos, no han servido para liberar a la humanidad y a cada ser humano de las viejas cadenas. Han introducido a la humanidad en una dramática aventura de destrucción, opresión y envilecimiento.
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La historia de los dos últimos siglos aparece como una experiencia dramática que ha roto la esperanza en la ciencia y la razón y ha generado desconfianza y angustia ante el futuro. Resaltar las contradicciones del desarrollo moderno y del discurso de la modernidad constituye una constante de una parte del pensamiento occidental desde finales del siglo pasado. Se convierte en una crítica global a las concepciones históricas progresistas, al primado de la ciencia y de la razón: «Hemos podido comprobar -nuestro siglo ha sido pródigo en demostraciones- que la Historia progresiva en la que tantas veces se ha confiado no es más que una superstición que arrastra consigo un número elevado de equívocos y desatinos; entre éstos se encuentran los que se refieren al indiscutible primado de la ciencia -con sus consabidos y extremosos apremios teóricos y metodológicos- y la benefactora mediación de la técnica, al rendido tributo reclamado para el cambio y el futuro y a la indisimulada exaltación del profetismo revolucionario» (Ortega Cantero, 1987). De acuerdo con esta perspectiva crítica, la modernidad descansa, bajo el discurso progresista y optimista ilustrado, sobre un dinámico tigre que utiliza ciencia y razón para su propio desenvolvimiento. Es el capitalismo industrial. La razón deviene instrumental como la ciencia, al servicio de un sistema social cuyo eje es la producción de mercancías y beneficio, en el marco de una competencia feroz entre sus agentes. Se presentaron como necesarias y obligadas servidumbres del progreso, como la franquicia a pagar en la vía de la liberación. Eran el lado oscuro de la modernidad que acompañaba la instauración de la sociedad moderna. Es lo que se ha denominado destrucción creativa. Sin embargo, para estos críticos, la explotación, la opresión, la desigualdad, la miseria, la violencia, la guerra, acompañan el excepcional proceso de construcción de las sociedades capitalistas, como una necesidad, no como un accidente. El dominio de la naturaleza por el Hombre ha adquirido dimensiones totales, en el ámbito del conocimiento y de la técnica. El avance científico no se ha detenido. No obstante, sus beneficios, ni alcanzan a todos ni aseguran el bienestar general, ni han roto las cadenas del sufrimiento humano. Por el contrario, han supuesto la aparición de nuevos riesgos derivados de ese mismo dominio técnico sobre la naturaleza, cuyo equilibrio se ve amenazado, cuyos recursos desaparecen. Las desgarraduras derivadas del proyecto modernista en su encarnación capitalista se traducen en alienación, individualismo, fragmentación, contradicciones entre producción y consumo. Acompañan el desarrollo capitalista como criatura suya. Argumentos que forman parte del pensamiento crítico desde la Escuela de Frankfurt. El postestructuralismo viene a retomar o impulsar una vieja corriente crítica y reacción social frente a las desmesuras del desarrollo capitalista. Los nuevos brotes de una vieja corriente se asientan, no obstante, en un nuevo contexto social.
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4. Posmodernismo: la cultura de la sociedad de consumo
El posmodernismo evoca, como se ha dicho recientemente, una «experiencia histórica particular, que arraiga en un contexto histórico específico» (Benko, 1997). Una experiencia vinculada con un cambio intelectual que afecta al conjunto de lo que había sido la cultura humanista occidental. El posmodernismo combina una «lógica cultural» que favorece el relativismo y la diversidad. Constituye un conjunto de «procesos intelectuales» que proveen al mundo de estructuras fluidas y dinámicas de pensamiento. Supone el desarrollo de un movimiento de cambio fundamental dentro de la condición moderna -crisis de los sistemas productivos, incremento del desempleo, abandono de la historicidad ante la atemporalidad de lo efímero, crisis del individualismo moderno, omnipresencia de una cultura de masas narcisista, entre otros- (Benko, 1997). Al mismo tiempo, la posmodernidad se esboza como una reivindicación de nuevos valores y actitudes, y se presenta como la cultura de una nueva época, de la sociedad de consumo, de los nuevos medios de comunicación de masas, la del mundo de la cibernética y la información. La cultura de la sociedad de la información. Tras las propuestas posmodernas subyace una justificación histórica y social. Se trata de la vinculación con un cambio social profundo, con la aparición de una nueva sociedad, con el desarrollo de nuevas posibilidades, con una verdadera revolución científico y técnica, que tiene especial relevancia en el mundo de la información y en la esfera del consumo. Para todos los autores implicados, el posmodernismo se vincula a una sociedad de la información, a las posibilidades de producción, análisis y transmisión que permiten las nuevas técnicas. J. Lyotard y A. Touraine lo denominaron la sociedad postindustrial. Se resaltaba la primacía de la información, «principal fuerza de producción» de la sociedad moderna. La era de la información que perfila la sociedad del presente y, sobre todo, la del futuro (Castells, 1996). La sociedad de la información es otro término habitual para identificar esta nueva etapa. Sociedad postindustrial o sociedad de la información se presentan como una sociedad de consumo. Éste moldea y modifica los comportamientos, los valores, los conceptos, la producción, hasta convertirse en el eje de la organización social. El consumo modifica el valor de los objetos, que aparecen como signos, y altera las relaciones sociales. Éstas aparecen sometidas al influjo de las percepciones que los individuos poseen, en relación con los valores introducidos por este nuevo elemento que es el consumo, en una sociedad de la información. Ésta ha alterado la relación entre significado y signo, entre mensaje y medio, manipulados y recombinados de forma permanente. Consumo e información definen las nuevas coordenadas sociales. La sociedad de consumo adquiere nuevas dimensiones y caracteres, mediatizada por el hecho mismo del consumo, según Baudrillard, principal teórico de este tipo de sociedad.
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Sociedad de consumo que reduce el valor de los productos culturales a simple valor de cambio, a mercancía. La cultura pierde los caracteres diferenciados del pasado. El valor mercantil absorbe los valores históricos y sociales de la cultura. La sociedad posmoderna reduce la cultura a mero producto de consumo, como resaltaba A. Touraine. En este marco social, la figura del creador queda desdibujada; la autoridad del experto y del productor se difuminan. Su discurso se rompe o desaparece. Se impone el consumidor. Su elección, sus motivaciones, sus códigos marcan la nueva cultura, la de la posmodernidad, sustentada en el nuevo marco postindustrial, cibernético, de comunicación de masas y de técnicas audiovisuales. Se trata, según el planteamiento posmoderno, de un nuevo tipo de sociedad. El rasgo relevante de la misma es que el consumo y la actitud consumista «se convierten en el núcleo moral de la vida, el vínculo integrador de la sociedad y el centro de gestión del sistema» (Rodríguez y África, 1998). El sometimiento al mercado del conjunto de la vida social adquiere carácter determinante. De acuerdo con las propuestas de E. Mandel, representa la incorporación de la cultura a «la producción general de mercancías», a través de lo que ha venido a llamarse industria cultural. El capitalismo tardío aparece abocado a producir deseos, a crear necesidades, a estimular anhelos, a promover comportamientos y actitudes de consumidor, en orden a sostener sus mercados. Es decir, a seducir, en orden a facilitar el control social y la integración del individuo en el sistema social. Seducción apoyada en la realidad virtual, en los signos. El mundo de los signos sustituye al mundo real. Los signos sustituyen, gracias a los nuevos medios de comunicación de masas y a las nuevas técnicas, a los objetos reales. Éstos son sustituidos por los códigos que establecen los medios de comunicación. Una hiperrealidad construida, cuyo soporte es la televisión, se impone a la realidad material, según Baudrillard. Códigos y modelos de esta hiperrealidad se imponen a las conductas, modelan la sociedad y sus relaciones. Introducen un nuevo tipo de sociedad y realidad, basada en la simulación, que limita la capacidad de respuesta de las conductas individuales. Son la representación o encarnación del poder real. La posmodernidad se identifica con la hipermodernidad, como la etapa en que la aceleración de los procesos productivos, incluso en la cultura, les condena al consumo frenético. La modernidad se reduce a un proceso de producción justificado en la novedad que condena los productos a una inmediata vejez. La posmodernidad se presenta como la cultura nueva de una nueva época histórica, como la alternativa a la modernidad, como el resultado de la propia razón histórica. Para Lyotard, el posmodernismo no es sino el fundamento de una nueva época. Se parte de la hipótesis de que «el saber cambia de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la edad llamada postindustrial y las culturas en la edad llamada posmoderna» (Lyotard, 1994).
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Para este representante destacado del posmodernismo se sitúa este proceso en la segunda mitad del siglo XX, en el momento en que termina la reconstrucción europea. Las múltiples expresiones que buscan sintetizar este cambio social, como sociedad industrial, sociedad de la información, sociedad de consumo, o sociedad de masas, confluyen en la misma idea de un corte histórico que supondría un cambio radical de época. 5. Posmodernidad y capitalismo
Explicar el fenómeno posmoderno, comprender sus raíces y condiciones, desborda el análisis del discurso posmodernista. Se trata de ubicarlo desde una perspectiva histórica de entender la lógica profunda de este movimiento y su alcance. La diversidad de enfoques e interpretaciones constituye un rasgo notable del pensamiento actual. Se trata de dilucidar si estamos ante una nueva época, la posmodernidad, fruto de un corte radical con el pasado y sus fundamentos, es decir, la modernidad, o si sólo se trata de un nuevo ajuste en el desarrollo de la propia modernidad o del capitalismo. El posmodernismo puede considerarse desde estas dos perspectivas o plataformas distintas. Como el final de una trayectoria, enfoque que predomina entre los más destacados representantes del movimiento, que resaltan la discontinuidad con el pasado y establecen la ruptura con el mismo y el inicio de una nueva época. O como una etapa del desarrollo de la modernidad, o más aún, como la expresión de la evolución del propio capitalismo. Del capitalismo tardío, como lo planteaba F. Jameson, o del posfordismo, como lo ubica el geógrafo D. Harvey, uno y otro desde postulados críticos, de raíz marxista. El análisis del posmodernismo desde posiciones críticas con sus postulados se orienta a ubicar el fenómeno cultural y sus premisas en el marco histórico. En unos casos, desde planteamientos que reducen su significado al de un epifenómeno cultural. En otros como un producto de acomodación del capitalismo avanzado a la crisis del modelo fordista. Para algunos, desde una perspectiva reivindicativa del legado ilustrado y crítica con los principios irracionalistas posmodernos. Sin embargo, en general se tiende a contemplar la posmodernidad como una etapa histórica que responde a nuevas condiciones. El espíritu posmoderno ha penetrado en muchos de sus críticos. Como apunta un destacado pensador alemán actual, los términos de posmodernidad y posmoderno, en el marco de las ciencias sociales, adolecen de una notable opacidad. Como otros equiparables, forman parte de una red de conceptos que formulan o insinúan la ruptura con un pasado, a través del prefijo post: postindustrial, postestructuralismo, posracionalismo, posmoderno. Lo que les caracteriza, de forma más destacada es la coincidencia en la idea del final del proyecto histórico moderno, es decir, el proyecto histórico de la Ilustración. Incluso, el final definitivo del «proyecto de la civilización occidental» (Wellmer, 1992). El carácter equívoco de lo pos-
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moderno, permite, también, contemplarlo como «el perfil de una modernidad radicalizada», es decir, como la realización del proyecto moderno o ilustrado. De forma creciente, se observa también una tendencia a resaltar el agotamiento del discurso posmoderno. Aumentan las voces críticas que señalan la pérdida de impulso de los postulados postestructuralistas y la persistencia de los valores de la modernidad. La interpretación histórica del posmodernismo se produce pronto, en los inicios del decenio de 1980. Los esfuerzos más destacados de desentrañar su significado surgen desde el ámbito de la cultura. La reflexión más consistente y continuada es la de Jameson. Para Jameson, el posmodernismo constituye la cultura dominante del capitalismo tardío. Ubica el fenómeno cultural en el marco teórico de la tradición económica marxista y del pensamiento de la Escuela de Frankfurt. El concepto de capitalismo tardío fue elaborado para diferenciar el capitalismo contemporáneo del capitalismo monopolista, propio de finales del siglo XIX . El capitalismo tardío abarca los fenómenos más significativos de los cambios de la segunda mitad del siglo XX . Identifica la nueva división internacional del trabajo, las nuevas dimensiones del capitalismo financiero, la aparición y desarrollo de los modernos medios de transporte y comunicación, así como la informática e implantación de una economía mundial. El rasgo significativo, para Jameson, es que estos fenómenos sustentan una teoría social de la nueva época. En ella subyace la pretensión de que se ha acabado el primado de la producción y la lucha de clases. Como consecuencia, es el final de las ideologías, del arte, de las clases sociales, del Estado del bienestar, del leninismo, de la socialdemocracia. Un final vinculado con el declive del modernismo o modernidad. Jameson entiende que el nuevo concepto de posmodernismo responde a la necesidad de «coordinar nuevas formas de práctica y hábitos sociales y mentales -lo que se denomina estructura de sentimiento- con las nuevas formas de producción y organización económicas que produjo la modificación del capitalismo -la nueva división global del trabajo- en años recientes». En consecuencia, se caracteriza por la crítica de lo que han sido los grandes modelos del pensamiento occidental. Por un lado, el dialéctico marxista, que opone esencia y apariencia con sus conceptos de ideología y falsa conciencia. Por otro, el existencialista, basado en la autenticidad y en los conceptos de alienación y desalienación. Por último, el semiótico, centrado en la oposición entre significado y signo. Frente a tales modelos, el posmodernismo propugnaría lo que denomina modelos de superficie. En éstos prima la ilusión, la desaparición del sentido de la historia, la primacía del instante, transportado por redes informáticas y por el flujo de imágenes de las modernas comunicaciones, en relación con la expansión del capital transnacional. El posmodernismo, para Jameson, refuerza la lógica capitalista. No se trataría de una alternativa sino de una adaptación. «La posmodernidad no es la dominante cultural de un orden social completamente nuevo (que con
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el nombre de sociedad post-industrial ha circulado como un rumor en los medios de comunicación) sino sólo el reflejo y la parte concomitante de una modificación sistémica más del propio capitalismo» (Jameson, 1996). En el ámbito de la geografía y con alcance cultural amplio, la reflexión más elaborada la realiza D. Harvey. Para D. Harvey, el posmodernismo identifica un cambio en las prácticas económicas, políticas y culturales, que se manifiesta a partir de la década de 1970. Destaca cómo las nuevas condiciones o patrones en la organización espacio-temporal del capitalismo, serían caracteres 'determinantes de la extensión de la «filosofía» posmodernista. Relaciona ésta con la aparición de nuevas perspectivas en la experiencia del tiempo y el espacio (Harvey, 1989). Resalta la coincidencia de este ascenso de formas culturales posmodernistas con el desarrollo de formas más flexibles en los modos de acumulación del capital. Según Harvey, el posmodernismo expresa el campo ideológico del capitalismo posfordista. El fordismo representaba, desde su implantación en 1914 en Michigan, en las plantas de montaje de automóviles, el nuevo capitalismo industrial basado en la producción en masa. Con su regulación del tiempo de trabajo y de las relaciones laborales, con el sistema de cinco dólares-hora y ocho horas diarias, H. Ford introducía un nuevo sistema de organización industrial, de economía y de equilibrio social. Suponía «el reconocimiento explícito de que la producción en masa exige consumo en masa, un nuevo sistema de reproducción de la fuerza de trabajo, nuevas políticas de control y gestión del trabajo, una nueva estética y psicología, en resumen, un nuevo tipo de sociedad democrática, populista, modernista y racionalizada» (Harvey, 1989). Su contrapartida social era el equilibrio entre diversos poderes institucionales, desde las grandes corporaciones empresariales a los sindicatos y al Estado. Hizo posible el establecimiento y reconocimiento de un sistema de reglas o compromisos que garantizaron, durante estas décadas, un estable proceso de acumulación capitalista, basado en un cierto consenso social. Se reconocía a los sindicatos de clase en los grandes países capitalistas un protagonismo social en ciertas esferas. Este protagonismo en la negociación de salarios mínimos y seguridad social, y en la promoción laboral, entre otras cuestiones, significó, en contrapartida, una actitud colaboradora con el capital. Se rompía la resistencia obrera mantenida con anterioridad a la segunda guerra mundial, sobre todo en los Estados Unidos. Los sindicatos se convertían en instrumentos de educación de los trabajadores en la disciplina del trabajo en serie y respecto de las nuevas formas de gestión y control del trabajo. Diversos factores determinan, a partir de finales de la década de 1960, en que aparecen los primeros componentes de desequilibrio, y sobre todo, con la crisis de la energía de 1973, la quiebra del sistema fordista keynesiano. Las nuevas condiciones económicas obligan a una reestructuración rápida, económica, en las empresas, a severos y continuados reajustes políticos y sociales. Las empresas industriales se ven forzadas a ajustar sus capacidades productivas, afectadas por el exceso de capacidad productiva, en un marco de competencia agudizada. Deben racionalizar los procesos de producción
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y gestión. Tienen que reestructurar e intensificar el control de la fuerza de trabajo, con drásticas reducciones de empleo. Han de incorporar nuevas tecnologías, con la automatización, y buscar nuevos productos, nuevos mercados. Diversifican su implantación geográfica, en busca de mercados de trabajo más favorables. Han de acelerar el período de circulación del capital, en una lucha continuada por sobrevivir en condiciones económicas desfavorables. El consenso fordista se quiebra. Se impone e instaura un nuevo régimen de acumulación. Éste va «acompañado por nuevos sistemas de regulación social y política». El nuevo sistema de acumulación flexible significó la implantación de un complejo sistema cara al mercado de trabajo, a los productos, a los tipos de consumo. Significa la aparición de nuevos sectores de producción, nuevas vías de financiación, nuevos mercados. Supone, sobre todo, mayores y crecientes tasas de innovación comercial, técnica y organizativa. En este contexto estructural, para Harvey, siguiendo a Jameson y Newman, «el posmodernismo no es sino la lógica cultural del capitalismo tardío». Un análisis y conclusiones que colocan el movimiento posmoderno en el cauce de la modernidad, en el seno del propio capitalismo, como un producto de su desarrollo. Desde otras perspectivas, el posmodernismo aparece como la cultura que surge de la quiebra del pensamiento moderno, sea en su versión positiva o en su versión crítica o revolucionaria. Constituye por ello, tanto una cultura alternativa como la consagración cultural del pensamiento y los postulados ideológicos del capitalismo triunfante, como lo sugiere A. Touraine, que sintetiza algunos de los componentes significativos del movimiento posmoderno. 6.
El posmodernismo: interregno y moda cultural
El decenio final del siglo XX no ha significado la imposición definitiva del posmodernismo, aunque ésta fuera la imagen dominante unos años antes (García Ramón, 1989). La cultura posmodernista parece decaer en su fortaleza inicial. Se aprecia un proceso múltiple de reacción crítica. La presunta muerte del modernismo no ha supuesto la sustitución por un modelo cultural contrapuesto. Se trata más bien de un «interregno», de una situación transitoria, en la que se esbozan algunas líneas básicas de evolución. Aparecen voces críticas, que dudan del final del modernismo (Friedman, 1989). Otras constatan, avanzado el último decenio del siglo XX, el agotamiento del modelo posmoderno y la quiebra de sus postulados. La nueva cuestión sería: «Y después del modernismo, ¿qué?» ( Rodríguez y África, 1998). Se plantea, en definitiva, el significado histórico del movimiento, su aportación teórica y crítica y su legado al pensamiento crítico moderno. La crítica aborda la cuestión esencial de la concepción textual y de la de-construcción como horizonte epistemológico. La puesta en cuestión de la lógica de-constructiva aparece en el decenio de 1990, desde diversos plan-
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teamientos. Se trata de críticas también a la concepción interpretativa que subyace en el postestructuralismo desde el punto de vista del conocimiento. En gran medida, esta crítica surge del propio estímulo o revulsivo que los teóricos postestructuralistas han generado con su abordaje de los principios de la lustración, la racionalidad positiva y el racionalismo dialéctico. Desde otros frentes, en este caso el científico, surgen las críticas de fondo al pensamiento posmoderno. Desde el campo científico se denuncia que los grandes postulados del posmodernismo se sostienen sobre «una amplia y profunda ignorancia de la ciencia» y sobre un lenguaje oscuro e irrelevante que permite ocultar la vaciedad de su discurso. Se le descubre falto de rigor, críptico e incluso ignorante (Sokal, 1997). Se le acusa de un relativismo que pone en entredicho el propio conocimiento, al igualar el saber empírico y científico con cualquier otro, mágico, religioso, o de otra estirpe. 6.1.
LA REIVINDICACIÓN DE LA HERENCIA ILUSTRADA
El esbozo de un movimiento de reacción frente a las propuestas posmodernas y de una reivindicación del pensamiento racionalista parece asentarse en la perspectiva de finales del siglo XX . Una reivindicación del conocimiento científico, que surge desde las ciencias naturales y desde las ciencias sociales. El rasgo más significativo de estas reacciones es la confluencia en ellas de las dos grandes corrientes del racionalismo moderno, positivista y dialéctico; y la doble componente, científica y política -o ideológica- que presenta (Epstein, 1997). La reacción frente al movimiento posmoderno se asienta frente a la progresiva confusión ideológica que tiende a identificar posmodernismo con pensamiento progresista. Desde posiciones de izquierda, en Estados Unidos, surge el rechazo hacia un tipo de cultura irracionalista extendida entre los movimientos sociales y políticos americanos. La confusión existente en estos movimientos sociales, respecto de los planteamientos posmodernos, permite el desarrollo de propuestas en las que el irracionalismo domina por completo. Los críticos señalan, de forma destacada, el caso de los movimientos feministas, el ámbito de la identidad étnica, las minorías culturales. La adopción y defensa de postulados anticientíficos, de argumentaciones de índole irracional, ha venido a ser uno de los detonantes de esta creciente reacción y distanciamiento frente al posmodernismo (Sokal y Bricmont, 1997). El rasgo más destacado es la coincidencia en reivindicar el legado de la Ilustración. Se pone de manifiesto que «el proyecto ilustrado y el concepto de razón crítica sobre el que pivota contiene en sí mismo los medios para llevar a cabo su propia autocrítica» (Amorós, 1999). Significa reconocer que los principios críticos de la razón, elaborados por la Ilustración, siguen siendo el fundamento para la crítica e interpretación de la realidad, y del propio legado moderno. Una formulación que sirve para reivindicar como «conquista cultural, el sujeto racional construido por la Ilustración». Se resalta que «es en la
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tradición ilustrada en la que encontramos las bases para generalizar un tipo humano construido en torno a los saberes que hacen posible el control sobre sí mismo y sobre la sociedad... los únicos que permiten la emergencia de la razón crítica, único baluarte contra las diversas formas de barbarie (todas de carácter colectivo) que han asolado la historia occidental» (Ortega, 1999). La idea de que el proyecto ilustrado permanece como un instrumento válido es compartida, del mismo modo que la que su potencial de desarrollo futuro. Se resalta lo que tiene de no realizado, de acuerdo con las reflexiones más recientes de Habermas. En palabras de Gitlin, que «los años dorados de la Ilustración... están todavía por venir» (Gitlin, 1999). Reivindicar la Ilustración, y con ella la modernidad, desde la perspectiva crítica significa entender que el mismo postestructuralismo se apoya en el legado ilustrado. Significa resaltar qué elementos significativos del posmodernismo, como la reivindicación de la diferencia, los derechos universales, entre otros valores, proceden del ámbito intelectual ilustrado. En éste se incuba el sentido critico frente a la destrucción de la Naturaleza. Es decir, que los cimientos de la crítica postestructuralista son racionalistas. La quiebra de la confianza en el progreso y en los benéficos efectos de la racionalidad es un rasgo característico de la evolución histórica de la modernidad. Quiebra que arranca, en algunos casos, de la resistencia inicial a admitir sus bondades, o sus presupuestos, como sucede en R. Malthus, compartida por otros sectores que, de forma análoga, defienden el orden social anterior; pero que se produce, sobre todo, como una reacción crítica a sus consecuencias. La modernidad engendra a sus detractores y alimenta a sus críticos, tanto en el campo de la filosofía como en el social y cultural. Las raíces del movimiento «conservacionista» penetran en plena vorágine del desarrollo capitalista en el siglo XIX, tanto en Europa como en América. En ésta como reacción ante la épica cristiana de la conquista del Oeste, que arrasaba una naturaleza exuberante, en que el impulso colonizador capitalista se sustenta sobre la ideología religiosa. Ésta hacía de la naturaleza silvestre la expresión de lo demoniaco, mientras identificaba la tierra colonizada, de uso agrario, con el jardín del Edén; el colono se siente impulsado y amparado por el mandato divino de extenderse y multiplicarse y contempla la Tierra como la posesión puesta a su disposición por designio divino. En el viejo continente, como rechazo de la épica progresista que arrolla el legado urbano de siglos bajo el ardor de la piqueta, que encarna el capitalismo inmobiliario. Las voces en Estados Unidos, de procedencia urbana, en defensa de la Naturaleza y las de V. Hugo y P. Merimée, en Francia, en defensa del viejo París, respondían a esa misma lógica y actitud (Kain, 1981; Ortega Valcárcel, 1998). Nietzsche representa, en el ámbito de la filosofía y de la cultura, la misma actitud radical. La que descubre la entraña oculta de la modernidad, su ferocidad y agresividad natural, en el marco de una lucha de todos contra todos.
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Esta perspectiva crítica con el postestructuralismo, respecto de la proclamada invalidez de la racionalidad ilustrada, se percibe también en diversas vías del feminismo crítico. Éste contempla cómo se reduce a un simple objeto cultural, y pierde la dimensión de teoría social alternativa y de sujeto social, en el marco posmoderno. La vinculación crítica del feminismo con la racionalidad ilustrada constituye una tendencia perceptible que considera útil y válida la racionalidad y que diferencia ésta de sus elaboraciones concretas, como puedan ser la patriarcal. Es un feminismo que reivindica la consideración de que «se constituye en la coherente radicalización del proyecto ilustrado» (Amorós, 1999). La crítica al posmodernismo desde postulados racionalistas viene a mostrar la constancia del debate intelectual y epistemológico que subyace en el desarrollo de la teoría del conocimiento desde el siglo XIX . Las distintas corrientes filosóficas aparecen como el telón de fondo de las orientaciones dominantes en el campo de las ciencias modernas, en particular en las ciencias sociales. La geografía no ha estado al margen de este movimiento intelectual, cuyas huellas son visibles en la geografía actual. El desarrollo de la geografía como una disciplina moderna muestra, en sus planteamientos y enfoques, a lo largo del siglo XX , la vitalidad de las distintas filosofías del conocimiento y su incidencia, más o menos directa, en la construcción y evolución del propio discurso geográfico. 7. Las tradiciones geográficas: filosofía y geografía
La geografía moderna se ha desarrollado desde propuestas y enfoques muy diversos. La diversidad es un rasgo notorio de la práctica geográfica a lo largo del siglo XX y desde el último cuarto del siglo XIX. Diversidad que se enmarca, no obstante, en algunas constantes, que podemos calificar como tradiciones intelectuales de la geografía moderna. Algunos autores han resaltado la existencia de estas constantes que definen los grandes centros de interés y los principales enfoques o concepciones geográficas. La variedad de propuestas y prácticas es un rasgo distintivo de estas tradiciones que contemplamos como acabadas construcciones homogéneas. La variedad deriva de la propia evolución temporal, que motiva nuevas lecturas e interpretaciones de los viejos principios, de acuerdo con el nuevo contexto social y cultural. La variedad surge de la diversidad de ópticas y enfoques que conviven bajo una misma tradición. En general, estas diversas propuestas se han articulado sobre presupuestos epistemológicos distintos. La adscripción positivista de algunos de esos enfoques, la raíz kantiana de otros, muestran la estrecha implicación de la práctica geográfica con la cultura dominante. Desde esta perspectiva podemos contemplar estas prácticas, sean hegemónicas o no, en el contexto de las grandes tradiciones del pensamiento geográfico, como propuestas y alternativas en la configuración de la geografía como una disciplina moderna. Las filosofías positivas, que distinguen el racionalismo científico moderno, dan forma a una buena parte del desarrollo geográfico moderno. Ah-
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mentaron el nacimiento o fundación de la geografía como disciplina académica y como patrón de conocimiento científico, identificado con la geografía de las influencias del Medio en el Hombre. Esas mismas filosofías, renovadas, impulsaron el desarrollo de una autoproclamada geografía científica, en la segunda mitad del siglo XX, que conocemos como geografía analítica. Dos etapas clave en la evolución de la geografía moderna, que cubren la mayor parte de la historia reciente de la disciplina tal y como la concebimos en la actualidad. El otro período fundamental del siglo XX está marcado por el ascenso y hegemonía de las geografías inspiradas en las filosofías del sujeto. Se trata de las geografías del regionalismo y paisaje, así como de las geografías humanísticas. En dos etapas distintas, una en la primera mitad del siglo y otra en los últimos decenios del mismo, las geografías de inspiración idealista configuran una tradición esencial de la geografía moderna. De tal manera que para muchos geógrafos constituye, la primera de estas etapas, la «geografía clásica», en la medida en que se asocia al que se valora como el patrón definitivo y más conseguido de la disciplina geográfica moderna. Las geografías posmodernas representan la continuidad, por una parte, con esta tradición y la incorporación de nuevas perspectivas relacionadas con los postulados del postestructuralismo. En el último tercio del siglo XX , una destacada corriente de la geografía moderna se ha asentado sobre las filosofías dialécticas. Las modernas tendencias denominadas radicales, se han sustentado en las distintas filosofías de carácter materialista y en las ideologías políticas asociadas con ellas. Las ideologías libertarias, recuperadas, en parte, en los geógrafos anarquistas de principio de siglo, los recientes estructuralismos han servido como soportes para nuevos enfoques geográficos. Enfoques significativos o construcciones destacadas de la geografía actual, en el marco de la posmodernidad, se asientan en esta tradición dialéctica y, en muchos casos, marxista o neomarxista. Se configuran de esta manera las tres grandes corrientes de pensamiento de la geografía moderna. Se inscriben en los tres grandes troncos filosóficos de la modernidad: el racionalista positivo, el racionalista dialéctico y el idealista. El posmodernismo, con su significado de puesta en entredicho de las seguridades teóricas y su acento en lo local e individual, en la diferencia, ha venido a replantear el discurso geográfico. Sin embargo, se inserta en estas tradiciones. No ha significado ruptura, aunque sí ha obligado a la reflexión y revisión. En parte como una posibilidad de renovación y como un impulso; en parte, como una interrogante. Viene a plantear el valor de la geografía en el mundo actual. Una cuestión permanente desde los inicios de la geografía moderna.
CAPÍTULO 15
LAS GEOGRAFÍAS «CIENTÍFICAS»: POSITIVISMO Y GEOGRAFÍA Una de las tradiciones más consistentes de la geografía moderna se apoya en las filosofías «positivistas», en sus distintas formulaciones a lo largo del tiempo. El rasgo común que comparten, con independencia de su particular configuración, es la reivindicación científica de la geografía. Hacen del carácter científico de la geografía, de acuerdo con su específica y excluyente concepción, un estandarte. Darle a la geografía estatuto científico ha sido el rasgo distintivo de esta «tradición». Son las geografías científicas, en cuanto propugnan una disciplina que se integre en el campo de las ciencias positivas. Su significado en la historia de la geografía moderna es decisivo. Constituye, en primer lugar, la tradición fundadora de la disciplina en el marco de las ciencias modernas. La geografía se perfila de acuerdo con las propuestas y los presupuestos teóricos y epistemológicos de la filosofía positivista. Por otra parte, las propuestas más innovadoras que marcan el desarrollo de la disciplina en la segunda mitad del siglo actual y que condicionan, tanto la práctica geográfica como el debate cultural y epistemológico de la geografía moderna, surgen del renovado proyecto del positivismo lógico. Como consecuencia, una parte sustancial de la historia de la geografía moderna está marcada, desde una perspectiva teórica y práctica, por estas filosofías cientificistas. La contribución de las «geografías científicas» al modelado del pensamiento geográfico y de la práctica de los geógrafos, y a la construcción de los principales conceptos, lenguaje e ideas de la geografía, ha sido determinante, desde las etapas iniciales de la geografía moderna. 1. La geografía ambientalista: el medio y los hombres
Para los contemporáneos, geógrafos o no, el proyecto de una geografía física y de la llamada «geografía Humana» como disciplinas científicas resultaba definitivo. La nueva disciplina se presentaba como la ciencia «que abarca todos los hechos propios de la geografía política, los relaciona entre
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sí e investiga su causa o fundamento en leyes o principios, generales o locales, a cuya indagación se llega tomando como punto de partida la Geografía Natural o física, cuyos hechos, primero, y cuyas leyes, después, se explican a su vez por la geología». El proyecto geográfico respondía al de una ciencia natural y en un marco ambiental. Influía un factor sociológico fundamental, el de la procedencia de las primeras comunidades geográficas y la existencia de un embrión de comunidad vinculado con la geografía física. Influía también el entendimiento de la ciencia y la consideración de la geografía dentro del campo del conocimiento científico. E influía una cultura científica y social condicionada por el prestigio del darvinismo en sus interpretaciones sociales y por el arraigo de una ideología de carácter ambiental. Ambientalismo cultural y geografía física marcan los orígenes de la geografía moderna. Forman parte de la concepción inicial de la geografía como una ciencia natural. 1.1.
AMBIENTALISMO Y GEOGRAFÍA FÍSICA
Los geógrafos de la primera hora surgen, en gran medida, de disciplinas colaterales vinculadas con las ciencias naturales y ciencias físicas; resulta excepcional la procedencia histórica o social, como ocurre con Vidal de la Blache, historiador de formación, dedicado a la historia antigua, con un bagaje «científico» muy limitado. En la mayor parte procedían del campo de las ciencias físicas y naturales: F. von Richthofen era geólogo, como O. Peschel; W. M. Davis, procedía de la física, con una formación en meteorología, lo mismo que E. Hann y que W. KÖppen; F. Ratzel era zoólogo; H. J. Mackinder contaba con una formación básica en biología, completada con historia moderna; H. R. Mill era químico. Los primeros geógrafos, en la generación inmediatamente posterior a la fundadora, se adscriben, de modo preferente, a la geografía física, son geomorfólogos, como A. Penck y como Hettner. Aportaron al proceso de definición de la geografía una concepción científica compartida, la del carácter positivo del conocimiento científico, basado en la observación, en los hechos, en la inducción y el enunciado de leyes. Aplicaron esa concepción al campo de los hechos físicos y dieron forma a la moderna geografía física, constituida en el núcleo de la geografía. En el contexto histórico de una cultura científica dominada por las investigaciones de Darwin sobre el origen de las especies y condicionada por la influencia del evolucionismo y del ambientalismo, la propuesta de introducir al hombre en el campo geográfico, y vincularlo con suelo y entorno, tuvo aceptación inmediata, con escasas excepciones. Configuró el proyecto de una geografía del hombre, antropogeografía o geografía humana. Fue concebida en el marco teórico del evolucionismo y formulada como la disciplina científica de las influencias del entorno (environment) -es decir, el Medio- sobre el Hombre, esto es, sobre la sociedad. La geografía como una ciencia natural de las relaciones Hombre-Medio constituye el gran proyecto del positivismo del siglo XIX : un «fascinante experimento para reunir en un único esquema explicativo sociedad y na-
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turaleza» (Livingstone, 1985). Un proyecto a la medida de las ambiciones de una burguesía satisfecha con la idea de que su hegemonía social se asentara sobre el sólido soporte científico de la necesidad natural, sobre la ley de la Naturaleza. Un proyecto acorde con la cultura científica dominante en esa sociedad. Elaboran el núcleo esencial de la concepción geográfica que ha prevalecido desde entonces, verdadero eje diamantino de la geografía moderna. Ha sido compartido por la generalidad de la comunidad geográfica, aunque no compartan, todos sus integrantes, los presupuestos epistemológicos del positivismo fundador. La consideración de que la geografía es una disciplina que tiene que ver con el Hombre o sociedad y la naturaleza forma parte de una cultura geográfica, que sigue siendo actual. En 1998, un significado geógrafo, que nada tiene que ver con la tradición positivista ni con la geografía naturalista, mantiene que la geografía «es el estudio de las relaciones entre sociedad y el medio natural» (Peet, 1998). Concepción sin duda compartida por otros muchos desde enfoques distintos (Olcina, 1997). En el contexto cultural y científico de la segunda mitad del siglo XIX , el proyecto de construir un campo de conocimiento para el análisis de las relaciones entre sociedad y naturaleza, desde la perspectiva de las influencias de ésta sobre aquélla, se sustenta en el postulado de la causalidad y del ambientalismo. Los científicos que promueven la moderna geografía del hombre -geólogos, físicos, zoólogos; también historiadores y antropólogos- comparten la idea de que es el ambiente -los factores físicos de suelo y clima- el que explica y determina los caracteres humanos y sociales. El ambientalismo i mpregna la geografía moderna desde sus inicios y penetra tan profundamente en el entendimiento de la misma, que llega a ser un componente destacado de la cultura geográfica actual. La geografía positivista acuña, o, mejor, se apropia, de un concepto, el de medio, que es elaborado hasta devenir un concepto clave de la geografía moderna. El «medio» -milieu o environment- adquiere, en la geografía, una definición específica. Se transforma en medio geográfico, entendido como conjunto de factores y elementos físicos que configuran un área determinada. Se convierten en condiciones geográficas para los grupos sociales que la ocupan. El concepto de medio cala profundamente en la constitución de la geografía moderna. Se identifica tan absolutamente con ella, desde un punto de vista cultural y social, que su mutación en medio geográfico adquiere una significación especial. El medio geográfico se identifica con el medio físico. El medio geográfico se transforma en uno de los conceptos eje de la geografía moderna. Un concepto que transita por geografías de muy diversa índole y presupuestos. Constituye uno de los elementos de la tradición positivista de la geografía moderna. En relación con ese concepto de medio geográfico, la tradición positivista inicial elabora y define uno de los conceptos de mayor arraigo y significación de la geografía, el concepto de región. Concepto asociado habitualmente con la denominada geografía regional, con la tradición francesa
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y alemana, y con los postulados de las filosofías del sujeto. Se suele olvidar que la región como concepto geográfico moderno se incorpora y delimita en los momentos iniciales, a finales del siglo pasado, en estrecha relación con la construcción conceptual del medio geográfico. 1.2.
LA REGIÓN NATURAL, REGIÓN GEOGRÁFICA
La región se introduce en la geografía moderna desde la geología. Elie de Beaumont en 1841 aplica el término región para identificar un espacio de rasgos geológicos uniformes. Los geólogos construyen así el concepto de región natural. Lo hacen de acuerdo con los parámetros que se manejan en ese momento, y que destacan, ante todo, la naturaleza del suelo. La constitución geológica, entendida como fundamento de los demás rasgos o componentes físicos, se convierte en el factor predominante en la definición de la región natural. La geografía del hombre, que se propugna en los últimos decenios del siglo pasado, contempla esta región como un elemento clave, central. Así lo perciben y proponen H. Mackinder y su continuador, J. Hertberson. La región natural concebida como expresión concreta del Medio: «Un medio es una región natural» (Mackinder, 1887). La región natural como el espacio en que se verifican las relaciones entre Hombre y Entorno, de acuerdo con la concepción inicial de la geografía. Una disciplina o «ciencia cuya principal función consiste en poner de manifiesto las variaciones locales de la interacción del hombre en sociedad y de su medio». La introducción de la región como un concepto central de la geografía forma parte de la tradición positivista. Evidencia que suele ignorarse, en la medida en que se asocia la región con la geografía regionalista. Se olvida que la geografía regionalista no inventa la región, sino que la incorpora desde el inmediato uso de la primera etapa de la geografía moderna. El soporte de la región vidaliana, como lo demuestra su obra, Le Tableau de la Géographie de la France, es su configuración física, determinada por su unidad geológica. Vidai lo hace de acuerdo con la idea de medio que domina el largo período fundacional de la geografía moderna, es decir, una región natural. Las regiones naturales se presentan a los promotores de la geografía del hombre como divisiones reales, como realidades objetivas. Son las alternativas geográficas necesarias a las viejas regiones administrativas y a las propuestas de divisorias fluviales. Vidal de la Blache denunciaba este tipo de conceptuaciones basadas en las cuencas hidrográficas, para resaltar la objetividad de las regiones de carácter geológico, las regiones naturales, las regiones geográficas. Las verdaderas regiones, para los geógrafos, como se apuntará muchos años más tarde (Casas Torres, 1980). El naturalismo de la región no desaparece en las elaboraciones regionalistas. La elaboración posterior del concepto, desde postulados regionalistas, no puede ocultar la raigambre de la región en la tradición positivista. En la cual, por otra parte, se integra no sólo como un concepto central sino como
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un elemento epistemológicamente definido. La región constituye el hecho de observación, que asienta el edificio inductivo de la generalización geográfica. La singularidad de la región, que los positivistas definen, se compagina con el método científico. La pirámide geográfica positivista, de concepción inductiva, tenía su base en los estudios regionales como fuente de información. Era la base de los enunciados de observación, es decir, de los enunciados empíricos. A partir de ellos se podía construir un conocimiento general o legal, de validez universal y científico, a través de la inferencia. Es patente, tanto en la geografía del siglo XIX como en la que se practica en los primeros años del siglo XX. Perspectiva que recuperarán algunos destacados geógrafos posteriores de la tradición positivista (Bunge, 1962). 1.3.
UNA TRADICIÓN MULTIFORME: LAS HUELLAS DE LOS ORÍGENES
La tradición positivista perfila conceptos, una concepción geográfica, campos de interés, áreas para la práctica geográfica que, con avatares diversos, han condicionado nuestra percepción de la geografía. La geografía física se configura, ante todo, como «morfología de la superficie terrestre» o Fisiografía -en expresión actual, la geomorfología-. Es una disciplina que adquiere en los decenios últimos del siglo XIX el perfil básico. Se definen entonces objetivos y campo, y se establece el método. Por un lado, en su orientación teórico-deductiva, la del americano W. Davis con su ciclo de erosión. Constituye la más brillante construcción intelectual sobre los procesos de evolución del relieve, que él aplica a su obra The Rivers and Valleys of Pennsylvania (1889). Concepción que dominará el desarrollo posterior hasta mediados del siglo XX . Por otro, en su orientación europea, en lo esencial alemana, de acuerdo con la dirección que le dan F. von Richthofen, A. Penck y J. Cvjic. Se trata de un planteamiento de carácter más empírico. Es una morfología o fisiografía en relación con los distintos medios, como lo evidencia su atención a la morfología glaciar, en el caso de Penck, y cárstica, en el de Cvjic. Otras, como la geografía colonial, confundida en parte con la geografía comercial, como una geografía inventario de los recursos disponibles en el mundo colonial, de acuerdo con las necesidades y expectativas de los países industriales europeos, como descubre la obra de George Chisholm, Handbook of Commercial Geography (1889) y la de su seguidor, ya en el siglo XX, D. Stamp. La geografía médica, cuya vinculación con el mundo colonial es notoria, como una elaboración de la asentada topografía médica, desarrollada en el campo de la medicina, fue concebida como la rama de la distribución de las patologías humanas, en relación con las condiciones del medio. Un campo recogido con posterioridad por la geografía cultural, desde la perspectiva de los denominados «complejos patógenos» (Sorre, 1943). La geografía política, en sentido estricto, surge en el momento en que esta denominación pierde su antiguo significado y uso, suplantado por el de antropogeografía. Es precisamente F. Ratzel el que define este campo,
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con su obra Politische Geographie, que arraiga en la tradición positivista, concebido como una geografía del Estado y su territorio. Una rama de la geografía de nítido perfil determinista, tanto en su definición general como en su desarrollo inmediato como geopolítica, de la mano de autores como el propio H. Mackinder y A. J. Herbertson, en Gran Bretaña, y K. Haushofer en Alemania. Geógrafos de indudable prestigio en su momento, posteriormente devaluados por razones diversas, como la geógrafa norteamericana E. Churchill Semple (1863-1932), discípula directa de F. Ratzel, y como E. Huntington (1876-1946), también norteamericano, tachados ambos de deterministas, no diferían en sus concepciones científicas, en grado significativo, de sus coetáneos Mackinder o J. Brunhes (1869-1930), el discípulo de Vidal de la Blache. Unos y otros se plantearon explicar, por las «condiciones geográficas», los hechos humanos. En el caso de la geógrafa americana, al considerar esas condiciones en el desarrollo histórico americano -American History and its Geographic Conditions, obra publicada en 1903; o en su obra más general, Influences of Geographic Environment (1911)-; en Huntington, al tratar de relacionar el desarrollo histórico con el clima, en su obra más conocida, Civilization and Climate, de 1915. En el ejemplo de Brunhes, al abordar la cuestión de los regadíos, en una obra de gran calidad, Étude de géographie humaine. L'i-
rrigation, ses conditions géographiques, ses modes et s'organisation, dans la péninsule iberique et dans l'Afrique du Nord. Trabajo de geografía humana
que debemos entender con el significado de antropogeografía y no en su acepción actual. La tradición positivista alimenta la historia de la geografía con conceptos y con prácticas que conforman algunas de las constantes de nuestra disciplina actual. Representa la aportación del pensamiento cientificista, del racionalismo empírico, a la construcción de la geografía, tal y como se produce en la etapa de fundación de la misma. Forma parte de una cultura de la ciencia, la que domina en la comunidad científica del siglo XIX. Una cultura que se renueva y que aflora, a partir del decenio de 1940, con nuevos postulados, desde la perspectiva de la epistemología científica, y con nuevas propuestas en lo que concierne a la práctica de la geografía. La vieja tradición positivista se enriquece con nuevas perspectivas que van a marcar una larga época de la geografía moderna y condicionar el horizonte reciente de la disciplina. El retorno positivista representa un nuevo intento de constituir la geografía sobre el modelo de las ciencias positivas y sobre la filosofía del racionalismo, renovado, que caracteriza la modernidad. Un nuevo proyecto de fundación de una geografía científica. Una «nueva geografía», según sus iniciadores y seguidores. La auténtica geografía moderna para los más radicales de sus historiadores que identifican las fechas de su aparición, tras la segunda guerra mundial, con las del nacimiento de esta disciplina como ciencia. Una geografía renovada que se sustenta en las nuevas propuestas de las filosofías del positivismo lógico y del racionalismo crítico. Una geografía analítica acorde con las filosofías analíticas.
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2. El retorno positivista: análisis y espacio
En el decenio de 1940, tras la segunda guerra mundial, se esbozan las primeras propuestas de lo que sus autores entienden representa una geografía moderna, de carácter científico, una auténtica ciencia, homologable con el resto de las ciencias positivas. Desde diversos puntos, en Estados Unidos, confluyen iniciativas que reivindicaban el estatuto de ciencia para la geografía y que propugnaban, en consecuencia, un radical cambio en las prácticas de la disciplina, en su concepción teórica y en sus postulados epistemológicos. Representaban una reacción frente a las prácticas teóricas y a la orientación predominante en la geografía contemporánea. El carácter novedoso de su presentación no significa que careciera de antecedentes, como lo muestra la reivindicación que los propios geógrafos analíticos harán de geógrafos y obras anteriores a la segunda guerra mundial. Tras el período bélico, lo que se presenta es un proyecto de construcción de la geografía de acuerdo con los postulados de las filosofías analíticas y en el marco de la unidad de las ciencias. Se plantea dar a la geografía el estatuto de una ciencia equiparable a las demás. Es decir, asentada sobre los mismos principios epistemológicos y metódicos. Representaba una evidente ruptura con los presupuestos imperantes en la geografía. 2.1.
LA RUPTURA CON LA TRADICIÓN: UNA GEOGRAFÍA NUEVA
Para estos autores, y para los geógrafos que comparten esta misma filosofía, la geografía moderna, practicada hasta entonces, de igual manera que la geografía antigua o medieval, no llega a sobrepasar el estadio de meros conocimientos clasificatorios y de localización cartográfica. Recoger información y proyectar en términos cartográficos los nuevos conocimientos vinculados con la expansión colonial constituyen el eje del trabajo que se reconoce a la geografía anterior a 1950 (Johnston, 1984). La reivindicación del estatuto de ciencia para la geografía y la conciencia de que era necesaria una verdadera fundación de la misma como tal disciplina científica se enmarca en un contexto histórico: el de la comunidad científica americana, con un potente, aunque enquistado, colectivo geográfico positivista, identificado con el desarrollo de la geografía americana hasta el decenio de 1920. Este colectivo es reforzado por la presencia, en Estados Unidos, de una comunidad científica y filosófica renovada y consistente, en parte de origen europeo, vinculados con el denominado Círculo de Viena. Todas las nuevas propuestas, así como los trabajos que las sustentan, comparten los postulados críticos del positivismo lógico o se identifican, desde una perspectiva intelectual y cultural, en la arraigada tradición positivista. El nuevo intento ofrece una nota bien distintiva, la de situar en el centro y hacer visible el problema epistemológico. Porque la geografía que surge de este envite, la geografía analítica, se presenta como «la» alternativa, apropiada en orden a situar a la geografía entre las ciencias modernas, y
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lo hacía colocando en primer plano la cuestión del proceso del conocimiento, haciendo bandera de él, así como de la unidad de las ciencias, de acuerdo con los postulados del Círculo de Viena. El físico norteamericano J. Q. Stewart planteaba, a finales del decenio de 1940, la conveniencia de la aplicación de teorías y métodos de la física al mundo de los fenómenos sociales. Lo hacía de acuerdo con los proclamados principios del monismo científico que reivindicaba el positivismo lógico. Se propugnaba como la aplicación del método científico -asentado en el campo de las ciencias físicas- a las ciencias sociales: desde la observación empírica a la formulación teórica. En este sentido, la alternativa positivista se manifiesta analítica, es decir teorética, y deductiva: «la geografía se desplaza... hacia cuestiones geográficas que enfatizan aspectos como la hipótesis, la ley y la teoría» (Abler, Adams y Gould, 1972). Se enmarca, por tanto, en el racionalismo positivista o empirismo lógico. Y, de modo complementario, en relación con la importancia del lenguaje en esta filosofía, cuantitativa, aunque la identificación matemático-estadística será la que alcance un mayor renombre, hasta calificar la nueva corriente como geografía cuantitativa. La conciencia de cambio sustancial, de fundación, es patente en la literatura de las geografías analíticas: la «nueva geografía», la «revolución cuantitativa», son expresiones que dan forma al discurso que la comunidad geográfica neopositivista difunde. La perspectiva temporal permite contemplarlo como una notable construcción ideológica. Es bien conocida la obra de F. Schaefer, que planteaba una geografía como conocimiento sistemático, una geografía que buscara regularidades y leyes, que compartiera la metodología de las ciencias físicas, orientado al estudio de las regularidades espaciales asociadas a las distribuciones de los fenómenos geográficos en el espacio. Lo que debía otorgar a la geografía el estatuto de una ciencia espacial, como la contemplan y proponen los geógrafos de esta tendencia. Schaefer era un geógrafo de origen alemán, de formación económica, con una notable actividad política en la Alemania anterior a la guerra mundial como militante socialdemócrata y sindicalista. Se pronuncia, en el marco de una comunidad geográfica dominada por el discurso regionalista pero con una tradición positivista sólida, contra la filosofía hegemónica, representada por Hartshorne (Martin, 1989). El artículo de Schaeffer, cuyo impacto efectivo en la comunidad geográfica americana está por determinar, tiene el valor histórico de símbolo. Los geógrafos de corte neopositivista lo convierten en el estandarte de las nuevas propuestas. Así lo evidencia su traducción en España veinte años más tarde, en un contexto intelectual muy distinto, desde el punto de vista de las ideas y desde la propia situación del pensamiento geográfico en ese momento (Capel, 1971). La recepción de las geografías analíticas, más que de la filosofía que las sostiene, se produce a partir de 1970, en el momento de su declive en las áreas de origen. Es un rasgo paradójico que pone de manifiesto el desfase intelectual entre los centros universitarios anglosajones de la posguerra mundial y los europeos.
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LA GEOGRAFÍA ANALÍTICA: TEORÍA Y MODELOS
La «nueva geografía» propone y construye como objeto de la geografía la «organización del espacio». Hay que resaltar que con esta expresión se apropian de la acuñada por Hettner, que elaboran conceptualmente y convierten en el eje de sus nuevas propuestas. Paradoja escasamente resaltada, en la medida en que significaba que las geografías analíticas abandonaban el objeto geográfico de la primera etapa de la geografía positivista. Entienden la organización del espacio como la disposición y distribución de los fenómenos sociales en la superficie terrestre. Con ello retoman una concepción del espacio que tiende a hacer de éste un contenedor, que recupera la tradición griega clásica del espacio, como dimensión geométrica, es decir, el espacio de Euclides. Se trata de un concepto del espacio como extensión, un espacio matemático, como lo denominan los sociólogos existencialistas, vaciado de las experiencias subjetivas. Este espacio, así concebido, permitía ser abordado desde los modelos de la física, como un espacio geométrico. La nueva geografía se define de forma progresiva y rápida a partir de dos componentes o factores principales: las necesidades prácticas, que algunos autores asocian con la demanda social en la segunda guerra mundial, y el trasfondo epistemológico neopositivista, que había impulsado el desarrollo de estudios teóricos y matemáticos. Las demandas sociales eran anteriores a la guerra mundial. Habían surgido en el ámbito urbano y económico, americano y europeo, en relación con la rápida expansión de las aglomeraciones urbanas modernas y con el desarrollo del transporte en automóvil. Demandas que se proyectaron sobre la previsión y planificación urbanas, esbozadas desde el decenio de 1920 en el Reino Unido y en Estados Unidos. Nuevos problemas para una disciplina de carácter territorial. Los trabajos de geógrafos como E. Dickinson y E. Ullman respondían a esta demanda. Los postulados epistemológicos neopositivistas habían sido acogidos en la geografía de anteguerra, como lo evidencia la obra de W. Christaller y la geografía matemática propuesta por E. Kant, un geógrafo danés, que tendrá un notable influjo en la orientación de la geografía en la Universidad de Lund, en Suecia, uno de los centros más destacados de las nuevas orientaciones, bajo la dirección de H. Hagerstrand. En la economía, las nuevas tendencias espaciales, desde una perspectiva positivista, estaban esbozadas en los trabajos de A. Lóest, sobre la localización industrial. La constitución de la Regional Science por W. Isard hace del análisis espacial un elemento destacado de la moderna economía. Era factible plantear, replantear, para la geografía, un objetivo científico y por consiguiente asegurarle un estatuto de ciencia, como la disciplina de las regularidades espaciales, con posibilidad, por tanto, de generalizaciones con rango de ley. Las geografías analíticas convierten al espacio, como dimensión geométrica, en el objeto de la geografía científica. Hacen de la distribución espacial de los fenómenos sociales el núcleo de la geografía. Esta nueva dimensión, sus fundamentos epistemológicos, su argumentación de no constituir
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una filosofía, el papel esencial del método como definidor de la ciencia, quedaba recogida en la principal obra teórico-metodológica de la geografía analítica, Explanation in Geography, elaborada por D. Harvey, un destacado representante de la geografía positivista hasta ese momento (Harvey, 1969). La aportación novedosa del neopositivismo es conceptual. La geografía habla hoy del espacio y de la organización del espacio en mayor medida que del medio y del paisaje. El espacio se ha convertido, consciente o inconscientemente, en el eje del discurso y de la práctica geográficos; de la práctica teórica y de la practica empírica, incluso en aquellos que no comparten los postulados neopositivistas. Aparece el espacio como un concepto operativo, instrumental, adecuado, tanto en una apreciación intelectual como en una consideración metodológica. La nueva geografía se asienta sobre la premisa de que existen estructuras espaciales generadas por la actividad humana, y que tales estructuras ejercen una influencia directa sobre los procesos geográficos: «la gente origina procesos espaciales de acuerdo con sus necesidades y deseos, procesos que dan lugar a estructuras espaciales que, a su vez, influyen y modifican los procesos geográficos» (Abler, Adams y Gould, 1971). La problemática espacial aparece como esencialmente geográfica. El neopositivismo aportaba a la geografía una concepción de la distribución en el espacio de los fenómenos y objetos, apoyada en fundamentos teoréticos obtenidos de otras ciencias, sociales y físicas. La geografía neopositivista se presenta como una disciplina de las relaciones espaciales, que contempla el espacio desde una perspectiva geométrica, desde el análisis de la localización e interacción espaciales, a través de la construcción de modelos interpretativos: Models in Geography, de P. Hagget y R. Chorley, será una de las obras clave de las nuevas geografías, desde su aparición en 1967. La construcción de esquemas teóricos para el análisis de la realidad espacial constituye el eje de la nueva geografía; de modo especial en el campo de la geografía económica. El análisis de los flujos y la organización de los elementos geográficos en el espacio se aborda a través de modelos explicativos, de carácter teórico: modelo gravitatorio, modelo de potenciales, tomados de la física. Los ejes de esta ciencia del espacio aparecen como teorías de la distribución espacial, desde la Central Place Theory o la Land Use Theory, a las teorías de la localización industrial, de la estructura interna de la ciudad y de la interacción espacial. La recuperación de numerosas propuestas y formulaciones teóricas, más o menos elaboradas, de autores del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX , de carácter espacial, constituye un rasgo destacado de la «nueva» geografía analítica. La obra de J. von Thünen (1783-1850), sobre la distribución de los usos agrícolas del suelo, publicada en el primer tercio del siglo XIX , y la de W. Christaller, elaborada un siglo más tarde, sobre la organización de los lugares centrales, o centros de servicios, en el sur de Alemania, se convierten en puntos de referencia para la nueva geografía. Los problemas de localización aparecen como foco central de la geografía analítica, como resaltaba W. Bunge en los inicios del decenio de 1960: «La Geografía es la ciencia de la localización.»
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El saber geográfico se contempló como un saber sobre «diversos campos teoréticos espaciales, tales como problemas de puntos, de áreas, descripción de superficies matemáticas, y de lugares centrales, más que el habitual discurso de climatología, geografía de la población, formas de relieve, etc.» (Bunge, 1962). Nuevas cuestiones y nuevos enfoques se incorporaban a la tradición geográfica. Para este autor, en una actitud no compartida, por lo general, pero coherente con los postulados epistemológicos positivistas, se reivindica el estudio regional, como suministrador de los estudios individuales, de carácter clasificador, orientados a la verificación de la teoría: «La geografía regional clasifica las localizaciones y la geografía teorética las predice» (W. Bunge, 1962). La metodología define la ciencia y el método representa el rasgo distintivo de los nuevos enfoques geográficos. Bunge subraya la relación metodológica del conocimiento geográfico: lo regional como descripción de hechos, lo sistemático como teoría sobre estos hechos, la cartografía y matemáticas, como lenguaje lógico de la ciencia geográfica, de acuerdo con las formulaciones del positivismo lógico. Una concepción en la que la teoría es el «corazón de la ciencia», caracterizada, a su vez, por la «claridad, simplicidad, generalidad y precisión», construida a partir de «la unión de un sistema lógico con hechos definidos operativamente». La capacidad de predicción perfilaba a la geografía analítica como una disciplina con aspiraciones interventoras, instrumentales, en el sentido en que estos mismos autores lo expresaban: la explicación de los procesos y estructuras que resultan de la conducta humana constituye un factor decisivo del bienestar social, en relación con la capacidad para explicar y prever las conductas espaciales de los seres humanos. Tales previsiones debían permitir modificarlas como una condición de supervivencia (Abler, Gould y Adams, 1972). La geografía analítica aparecía con el perfil de una ingeniería social. El edificio neopositivista en la geografía aparece como una construcción de teorías espaciales y de metodologías físicas que han marcado los dos decenios de 1950 y 1960. Constituye una herencia insoslayable de la moderna geografía. Representa un esfuerzo intelectual al que sólo cabe argumentar, más que objetar, su visión reductora de la racionalidad científica, su completa opacidad a las dimensiones de la realidad que no pueden ser expresadas en lenguaje matemático, su pertinaz filosofía, inconsciente pero tangible, metacientífica, que es el fundamento de su radical acriticismo ideológico, el creciente imperio del individualismo metodológico, en el análisis de los fenómenos sociales, que supone la reducción del individuo a la mera condición de organismo. Actitud que, en buena medida, contradice uno de los postulados esenciales del neopositivismo. El neopositivismo geográfico supuso la erradicación conceptual de la región como objeto geográfico del análisis científico, sin duda en el marco de una manifiesta ambigüedad conceptual y epistemológica. Epistemológica porque el rechazo fundamental a la región como entidad individualizada de la realidad encajaba mal con los postulados de una teoría que, en el contexto neopositivista, se basa precisamente en los fenómenos individua-
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lizados, sea para asentar el proceso de inferencia inductiva, sea como instrumentos de verificación de la teoría. La anomalía de esa exclusión no escapaba a los más lúcidos representantes del neopositivismo geográfico, que planteaban la posibilidad de una elaboración teórica regional a partir de las individualidades regionales. No obstante, la región quedó reducida a la condición de herramienta intelectual. Un concepto operativo, clasificatorio, para identificar o delimitar problemas ad hoc; concepción compartida, por otra parte, en la comunidad geográfica americana de orientación regionalista (Whittlesey, 1954). Bajo la construcción teórica y metodológica de la geografía analítica latía, sin embargo, una filosofía positivista arraigada, en la que, de modo paradójico, el determinismo ambiental seguía activo, así como la concepción inductiva del conocimiento, resistentes, uno y otro, a las propuestas del positivismo lógico. 2.3.
EL POSITIVISMO LATENTE: DETERMINISMO AMBIENTAL E INDUCCIÓN
El carácter de los trabajos habituales de la geografía analítica, de acusado perfil morfográfico, en que impera el determinismo económico, disimuló la latente filosofía determinista de carácter ambiental que había impregnado la geografía positivista inicial. Filosofía que se hace patente en las obras que abordaron la geografía con una mayor amplitud; Geography, a modern synthesis, publicada en 1974, de la que es autor un destacado representante de la «nueva» geografía, Peter Haggett, pone en evidencia esa concepción profunda. El espacio es contemplado como el resultado de una interacción ambiental, enunciada bajo los presupuestos de challenge and reponse (reto y respuesta). El «reto» ambiental y la «respuesta» social constituyen el marco explicativo del espacio geográfico terrestre. El determinismo físico subyace en el pensamiento supuestamente moderno y renovado de los geógrafos analíticos. Las profundas raíces del ambientalismo original de la geografía positivista se filtra por las propuestas de la geografía analítica. Pone de manifiesto la vigencia y persistencia de las constantes del pensamiento geográfico moderno. El impulso analítico en la geografía, determinado por el vigor de las filosofías del positivismo lógico y del racionalismo crítico de K. Popper, en los decenios centrales del siglo XX , tiene efectos paradójicos. Estimuló el desarrollo innovador de nuevas perspectivas en la geografía, vinculadas con postulados teóricos y con un avanzado y abierto uso del lenguaje formal, lógico y matemático. Pero sirvió para encubrir un retorno del positivismo más rancio, de las filosofías positivistas, empíricas e inductivas, y de la concepción primaria de la ciencia como una colecta de hechos. Para los nuevos geógrafos más consecuentes, el recurso a la inferencia, la actitud inductiva primaria, constituyó un síntoma, del que se lamentaron pero con el que apenas pudieron enfrentarse. Las geografías «analíticas» fueron más cuantitativas que teóricas. La quiebra crítica de los postulados del positivismo lógico permitió al geógra-
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fo refugiarse en un trabajo pragmático y empírico, apoyado en la cuantificación, al margen de teorías, de filosofías y presupuestos epistemológicos. Una deriva que los geógrafos analíticos más conscientes denunciaron. Deslizamiento que otros geógrafos aplaudieron o reivindicaron desde posiciones empiristas elementales, al tiempo que proclamaban sus diferencias respecto del positivismo lógico, y su condición positivista, sin más. La profunda tradición del positivismo cientificista era más fuerte que la innovadora del racionalismo crítico. Los envites críticos frente a las geografías analíticas, desde dentro del positivismo y desde el exterior, impusieron un retroceso que se tradujo en la búsqueda de otros enfoques, a modo de salvavidas. Confluyen sobre las geografías analíticas la crítica interna y la exterior. La primera, desde los postulados positivistas, reclamaba la vuelta a un empirismo elemental, que ignora y rechaza el positivismo lógico sobre el que se sustenta. La segunda, predicaba y pretendía una alternativa sustancial a las prácticas analíticas y a sus postulados teóricos y epistemológicos. 2.4.
LAS DERIVACIONES DE LA GEOGRAFÍA ANALÍTICA
Las geografías analíticas se vincularon, de forma progresiva, con propuestas fronterizas. La Teoría General de Sistemas, acogida por los geógrafos neopositivistas, introdujo un sesgo estructural funcionalista, en la medida en que los sistemas son concebidos como conjuntos cuyos elementos aparecen sometidos a relaciones que predeterminan, en gran medida, su ubicación. Funcionalismo reforzado por los lazos que las geografías analíticas establecieron con las filosofías de la conducta o comportamiento de raíz conductista o behaviorismo. El neopositivismo geográfico se abre al conductismo, sensible a las críticas que destacaban la nula atención a las condiciones de actuación del sujeto o agente espacial, y que denunciaban el carácter reductor inherente a los postulados de un comportamiento racional, bien informado, consecuente, del sujeto individual, el Homo oeconomicus, tal y como lo predicaba la geografía analítica. La toma en consideración del comportamiento individual como una conducta condicionada, con la posibilidad de toma de decisiones de acuerdo con enfoques funcionalistas, acercó las geografías analíticas a las teorías behavioristas, por un lado, y al mundo del sujeto, por otro. Sin renunciar a una concepción naturalista de la ciencia social se observa una desviación de la filosofía positivista hacia las filosofías y teorías del comportamiento. El individualismo metodológico, propugnado por K. Popper y F. A. Hayek, proporcionaba un puente entre neopositivismo y las teorías basadas en la psicología de la conducta. Representaba un tránsito desde la física a la biología y etología. La organización del espacio, como objeto de las geografías analíticas, se vinculaba con los procesos de toma de decisión (decision making) individuales, a través de «una repetitiva o secuencial acumulación de acciones individuales».
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Se vincula el comportamiento espacial de los individuos con la percepción que tienen del entorno. La determinación de sus pautas espaciales a través del condicionamiento que imponen las propias imágenes subjetivas de ese entorno, los mental maps, de cada sujeto, proporcionaba a las geografías del análisis una dimensión que les acercaba a las geografías del sujeto y a los enfoques conductistas, de carácter funcionalista. Caracteriza los momentos críticos de las geografías neopositivistas, en el decenio de 1960. Se argüía en contra del positivismo geográfico las escasas relaciones entre teoría y realidad, los problemas de verificación de las hipótesis geográficas, y la lentitud de los procesos de desarrollo empírico de las teorías. Se les acusaba por su carácter tecnocrático y formalista al margen de los problemas relevantes de la sociedad. Se les criticaba por ser una geografía al servicio del poder, justificadora del orden social y económico existente. Un tipo de geografía que resultaba banal, en la medida en que se acentuaba la «clara desproporción entre el complejo marco teórico y metodológico que estamos utilizando y nuestra capacidad para decir algo realmente significativo sobre los acontecimientos tal y como se están desarrollando a nuestro alrededor» ( Harvey, 1977). Se les achacaba, en suma, la ausencia de una dimensión ética. El decenio de 1970 marca el declive de las filosofías analíticas como patrones hegemónicos de la actividad geográfica y la postergación de la práctica analítica en la geografía anglosajona. Paradójicamente, se corresponde con el tiempo en que se produce su recepción en Europa. La onda analítica desborda en el continente europeo en los últimos años de la década de 1960 y se impone, de forma parcial, en la década siguiente. Lo hace en competencia con las nuevas propuestas que surgen de la crítica a las geografías analíticas y a su filosofía subyacente. 3. De la ciencia del espacio a la geografía coremática
La jerárquica y consistente organización interna de las comunidades geográficas universitarias en los países europeos, en particular en Alemania y Francia, hicieron difícil la penetración de la influencia analítica en los años cincuenta. La tradición regional, el escaso dinamismo laboral y la estructurada clase universitaria actuaron de muro. El control personal de las «escuelas» de geografía por parte de significados geógrafos, verdaderos patriarcas de la geografía en sus respectivos países, ayudó a mantener la opacidad de las instituciones y centros geográficos. La recepción de las propuestas analíticas fue parcial y selectiva. Por otra parte, los geógrafos más sensibles e informados respecto de las nuevas corrientes, como J. Tricart en Francia, que se hace eco de las nuevas teorías en el ámbito urbano (Tricart, 1957), derivaron pronto hacia la geomorfología. En consecuencia, sólo a finales de la década de 1960 se aprecian los primeros síntomas de la recepción de las nuevas propuestas analíticas anglosajonas en Francia y Alemania. Coinciden con la contestación social que
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se desarrolla en las comunidades universitarias de estos países, tras el revulsivo del «mayo francés» de 1968. P. Clavai se hacía eco de la nueva geografía económica, en diversos artículos publicados en la Revue géographique de l'Est. Su libro, La evolución de la geografía humana, presentaba la nueva geografía como un desarrollo más acorde con los nuevos tiempos. La aparición, en 1972, de la revista L'espace géographique indica el punto de cristalización de las nuevas propuestas en Francia, impulsadas por un colectivo de geógrafos de distinta procedencia ideológica, liderados por R. Brunet. Se constituye en la plataforma de la nueva geografía, la geografía teorética y cuantitativa. En Alemania, era D. Bartels el que actuaba de enlace e introducía los ecos de la geografía analítica, en una academia dominada por los enfoques regionalistas. Pero, sobre todo, controlada por una organización que respondía a los esquemas de Hettner y a una organizada pirámide profesoral dirigida por auténticos patronos, verdaderos mandarines universitarios. El punto de inflexión lo marca la reunión anual de Kiel en 1968, en que se reivindica el cambio de concepción en la geografía alemana. En España es Horacio Capel el que opera como receptor y propagandista de las nuevas corrientes y como crítico de la geografía regional, desde la Universidad de Barcelona. Su reorientación investigadora hacia una geografía urbana de carácter funcionalista; la traducción y publicación del artículo de F. Schaeffer sobre el «excepcionalismo» en la geografía, marcan esta sensibilidad hacia las corrientes del mundo anglosajón. Tienen su principal soporte en la Revista de Geografía de la Universidad de Barcelona, y en la serie denominada Geocrítica, destinada a divulgar textos ejemplares de las nuevas geografías. La recepción en otras universidades se extiende a lo largo del decenio de 1970, con un notable sesgo cuantitativo. La nueva geografía que se practica en España se caracteriza por el recurso a la cuantificación. La filosofía neopositivista carece de arraigo intelectual. Reflexiones epistemológicas, como las de E. Murcia, a caballo entre la Teoría General de Sistemas y el positivismo lógico, son excepcionales. El empirismo es el componente más destacado de las investigaciones geográficas en esta corriente. 3.1.
COREMAS Y GEOGRAFÍA: LA GEOGRAFÍA COREMÁTICA
La derivación más significativa es la que se produce en Francia, impulsada, sobre todo, por R. Brunet y asociada a la revista citada. La construcción de una geografía espacial, que hereda la mayor parte de los presupuestos analíticos, se esboza en el decenio de 1970 y cristaliza en la década de 1980. Se trata de una geografía de las configuraciones espaciales que contempla el espacio desde una dimensión geométrica. Se concentra en la descripción y taxonomía de las estructuras espaciales a diversas escalas, y en su aplicación al análisis local, urbano y regional. Es la geografía coremática, de acuerdo con la denominación extendida en el decenio de 1980.
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Una concepción que se esbozaba en 1967 (Brunet, 1967); la formuló en el primer número de L'espace géographique (Brunet, 1972). La presentación definitiva se produce ocho años más tarde en la misma revista (Brunet, 1980), con la primera mención al corema, término clave de la nueva concepción. El desarrollo teórico completo se manifiesta en su plenitud un decenio después, con la publicación de una nueva colección de Geografía regional o universal (Brunet, 1990). La geografía coremática parte de la hipótesis de que la organización espacial traduce la existencia de estructuras básicas. La geografía coremática se plantea como una disciplina científica de identificación de estas estructuras y de representación de la organización espacial, de acuerdo con principios geométricos. Se enfoca como una ciencia teórica, de base sistémica y estructural. Se caracteriza por el notable recurso a las técnicas de representación gráfica, en que se observa una notable influencia de los postulados de J. Bertin (Bertin, 1968). El concepto fundamental es el de corema (chorème), que identifica la estructura elemental del espacio geográfico, con independencia de su apariencia concreta como localidad. El método es, en lo esencial, cartográfico. Reposa sobre un lenguaje de signos, puntos, líneas, áreas y redes, cuya combinación, con un total de 28 coremas, permite representar la totalidad de los fenómenos espaciales. De acuerdo con ellos se establecen los modelos espaciales correspondientes. Con ellos se identifican los elementos y procesos espaciales que se considera configuran todo territorio. Los núcleos, las mallas, los fenómenos de atracción y contacto, los tropismos, la dinámica territorial y la jerarquía espacial constituyen esos elementos y procesos. Son los conceptos que identifican los componentes que estructuran la totalidad de la organización del espacio y que hacen posible determinar las estructuras elementales del espacio. Constituyen el «alfabeto de la geografía» (Brunet, 1990). Responden a la consideración teórica de las cinco prácticas espaciales o modos de intervención que identifican estos autores: apropiación, explotación, habitación, cambio y gestión. La hipótesis fundamental es que la organización del espacio geográfico responde a leyes determinantes, la principal de ellas la de la gravitación o gradiente, que vincula el potencial de desarrollo territorial a la masa demográfica y económica y, de forma inversa, a la distancia. Los espacios y sus procesos son expresados a través de las formas geométricas, los polígonos, círculos, cuadrados, etc., como expresión de las grandes áreas regionales o urbanas. Las flechas indican la dinámica territorial, las relaciones espaciales y los grandes ejes. Un sistema de rasgos gráficos, de diversa textura y forma, sirve para identificar los fenómenos de ruptura y discontinuidad. La geografía coremática es concebida como una ciencia social, por cuanto el espacio geográfico objeto de análisis se considera como producto social que responde a la lógica de las relaciones sociales. La geografía coremática prescinde de lo físico, o lo considera sólo de forma secundaria, como un dato. El espacio geográfico banal, es decir, físico, desaparece. Es
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sustituido por un modelo -esquema geométrico- que interpreta la organización y dinámica de los fenómenos espaciales. Con él se sintetizan los factores fundamentales de la organización del espacio. Es la nueva geografía francesa del decenio de 1990. Una propuesta de geografía alternativa, espacial, concebida como una disciplina del territorio, que se centra en los procesos de carácter espacial. «Una geografía razonada y abierta, tan claramente definida como sea posible, en el campo de los conocimientos y de las culturas, sensible a las transformaciones de fondo que contribuya a las reflexiones que preceden a la acción sobre el mundo» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). El éxito en el ámbito escolar, en el político y en los medios de comunicación es un rasgo sobresaliente de esta geografía. Una nueva terminología se introduce en las prácticas geográficas. Forma parte de un esfuerzo por dotar a la geografía de un lenguaje preciso, por establecer, al mismo tiempo, «las palabras de la geografía». Arcos, corredores, fachadas, diagonales, megalópolis europea o banana europea, arco atlántico, arco mediterráneo, logran éxito, como términos que pretenden identificar las estructuras espaciales significativas del desarrollo espacial. Términos cuyo significado como metáforas del lenguaje banal se han transformado, aparentemente, en rigurosos conceptos espaciales. La duda surge del hecho de que son la simplicidad, imprecisión y carácter aleatorio del uso, las que han facilitado su difusión. La crítica a este tipo de geografía destaca la banalidad de muchos de estos conceptos, el escaso rigor de las construcciones y el voluntarismo práctico e ideológico con que se utilizan. Esas mismas circunstancias, se apunta, han promovido, también, su degradación, al favorecer su transformación en fraseología, tanto en la geografía como en otras disciplinas. Asimismo la crítica señala la apariencia mercantil o publicitaria, la ausencia de una base teórica y epistemológica definida. Se resalta el eclecticismo patente que vincula filosofías analíticas, enfoques sistémicos y materialismo histórico, en una mezcla indefinida. El determinismo económico subyacente ha suscitado también las críticas de algunos geógrafos (Lacoste, 1995). Otras críticas provienen de las viejas concepciones geográficas y aparecen, ante todo, como una reacción a los postulados sociales de esta geografía renovada. El hecho de que la geografía coremática se funde en una concepción estrictamente social de la geografía ha sido motivo de reacción entre los geógrafos que disienten de la consideración del espacio como producto social y que propugnan una concepción naturalista (Lecoeur, 1995). Razones objetivas, epistemológicas y teóricas, se mezclan con razones ideológicas y conceptuales, en la crítica de la nueva geografía coremática. Una propuesta que ha mantenido el impulso de las geografías analíticas y teoréticas y que aparece como una de las formulaciones de renovación de la geografía moderna más consistente. A ello ha contribuido también el desarrollo de las nuevas técnicas aplicadas o aplicables a la práctica geográfica.
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4. El análisis geográfico: técnica, información y geografía
Un rasgo destacado del último cuarto de siglo ha sido el desarrollo de nuevos instrumentos técnicos con elevada capacidad para el manejó de información de forma automática. De igual modo se han desarrollado técnicas para su transformación cartográfica y manipulación en tres dimensiones. Estas nuevas técnicas e instrumentos corresponden con la rápida evolución habida en la informática. La creciente capacidad de manejo de información y la accesibilidad a bajo costo a estos equipos de creciente capacidad en la manipulación de la información son rasgos sobresalientes de los dos últimos decenios. Tienen que ver con el paralelo desarrollo de nuevas técnicas para la obtención de información más precisa, más amplia, más sistemática, más generalizada, más compleja, referida al conjunto de la Ecosfera por una parte, y de la presencia humana por otra. Es decir, las técnicas de teledetección, sobre todo a partir de los sensores instalados en los satélites artificiales. Está en relación con la mejora en el acceso a este tipo de información, o al menos a una parte de la misma, de forma pública y a bajo costo. La informática ha supuesto el incremento de la información, en cantidad, calidad y profundidad. Ha significado un cambio en las posibilidad de manejo de estas informaciones. Ha facilitado la expansión de los diversos campos geográficos desde la perspectiva de la disponibilidad de información numérica, cuantificable, y por ello apta para la aplicación de los métodos analíticos. La herramienta informática ha permitido también cuantificar información social y económica, disponer de ella en forma accesible y manipularla en condiciones impensables con anterioridad. Como consecuencia, se ha producido una notable expansión de las orientaciones cuantitativas en la geografía. Se ha manifestado, sobre todo, en las ramas de la geografía física. Ha afectado también a diversos campos de la geografía humana. Ha supuesto una recuperación sensible de las escuelas cuantitativas. Ha impulsado los trabajos relacionados con la aplicación de técnicas instrumentales, de modelos, de análisis estadístico, cada vez más depurados. Es un rasgo notable de la geografía actual. En relación con ello se encuentra el desarrollo de los denominados Sistemas de Información Geográfica (SIG). Es decir, procedimientos técnicos para referir la información disponible a los puntos de la superficie terrestre a que corresponde. Esto ha sido posible gracias a la informática. Ésta permite establecer y manejar extensas bases de datos correspondientes a múltiples atributos de todo orden -físicos, económicos, sociales, etc.-, referidos a cada punto o lugar de la superficie terrestre. Las nuevas técnicas para la producción gráfica y para la construcción de cartografía, vinculadas asimismo con la informática, han completado las posibilidades. La interrelación entre ambas dimensiones, la información y las técnicas para su representación, es el fundamento de los SIG. Estas nuevas técnicas han abierto un campo de excepcionales perspectivas en cuanto al potencial de manipulación y representación de la información. Por ello, su más notable aplicación se encuentra en el ámbito de la
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cartografía: desde la cartografía básica, que puede producirse de forma automática, hasta la cartografía temática, en relación con los problemas o cuestiones específicos planteados al respecto. Las nuevas técnicas ofrecen, en principio, un perfil de precisión y confianza muy superior a los que resultaban de la aplicación de las técnicas existentes con anterioridad. Como consecuencia, el desarrollo de estos campos constituye un rasgo notable en la geografía actual y un marchamo de modernidad que los grupos de geógrafos suelen mostrar como reclamo de su competencia, si bien, las técnicas de SIG, a pesar de su nombre, no son exclusivas ni específicas de los geógrafos. De igual modo que la producción cartográfica es ajena a la geografía. En su mayor parte se practican fuera del campo geográfico. Por otra parte, no desbordan la mera dimensión técnica. A pesar de ello, es perceptible que, como sucedió en otro tiempo con el uso de las técnicas estadísticas, se tiende a identificar los progresos técnicos con progresos en la disciplina y con cambios en las condiciones del conocimiento. Es decir, se atribuye a la técnica el carácter de registro inmediato e incontrovertible de la realidad de los hechos. Estas nuevas técnicas estimulan, en general, la tendencia a reforzar el realismo ingenuo que subyace en el empirismo tradicional. Esto es, la creencia en que los datos obtenidos y manipulados -de forma más o menos sofisticada- por estos procedimientos técnicos avanzados constituyen, por sí mismos, la base directa del conocimiento geográfico. En cualquier caso, las nuevas técnicas y los nuevos medios técnicos disponibles han supuesto una evidente recuperación de las geografías positivistas o empíricas, y han abierto un amplio campo de desarrollo y demanda de titulados con conocimientos en estas técnicas. La principal oferta de puestos de trabajo en Estados Unidos, en la actualidad, en el campo geográfico, se produce en relación con el ámbito de los SIG y su aplicación en disciplinas medioambientales. Es ilustrativo de su potencial de demanda y explica su rápida difusión y su efecto sobre la renovación del empirismo. Una notable paradoja en la etapa de expansión de las geografías del sujeto o geografías humanísticas y de las geografías posmodernas.
CAPÍTULO 16
LAS GEOGRAFÍAS DEL SUJETO. REGIONES, PAISAJES, LUGARES Las filosofías del sujeto, de carácter idealista -neokantismo, fenomenología, existencialismo, vitalismo- han sustentado orientaciones de gran arraigo en la geografía moderna. Por una parte, en la primera mitad del siglo XX, en que se define una concepción de la geografía que, para muchos geógrafos, aparece como la expresión más acabada de la disciplina. Es la conocida, por ello, como geografía clásica, o época clásica de la geografía. Se identifica con las geografías regionalistas y del paisaje, que dominan el panorama geográfico hasta mediados de este siglo. La crisis de las geografías analíticas ha supuesto, a partir de 1970, la eclosión de nuevas propuestas que reivindican fundamentos epistemológicos similares y que destacan el papel del sujeto como centro de la construcción geográfica. El posmodernismo le ha dado una nueva dimensión en cuanto a enfoques y campos de interés. Lo femenino, los símbolos espaciales, los textos, su lectura y decodificación, las representaciones subjetivas del entorno, los lugares, el espacio vivido, el mundo de la experiencia individual, se han convertido en ejes del trabajo geográfico. Son las denominadas geografías humanísticas y geografías posmodernas. Proponen como objeto de la geografía los lugares, los espacios concretos, asociados a la experiencia particular, a las sensaciones y valores de los individuos. Han recuperado las filosofías de la subjetividad surgidas en los inicios del siglo XX y a finales del XIX, como referente epistemológico. Han elaborado sus postulados bajo las perspectivas del posmodernismo. Han contribuido a la definición de éste y han reivindicado la tradición clásica, es decir regional y del paisaje, como propia. Con ello enlazan con la importante etapa de la moderna geografía vigente en la primera mitad de este siglo XX . Configuran, en consecuencia, dos grandes etapas del desarrollo de la geografía moderna. La tradición de la geografía como disciplina del lugar constituye uno de los puntales de la historia de la geografía moderna. Por estas tradiciones transita una buena parte de nuestros conceptos e imágenes geográficas, de nuestras ideas, de nuestras concepciones y valores. En oposición o en con-
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traste con las geografías del positivismo, se sustentan sobre las filosofías idealistas del sujeto. Tras las geografías vinculadas a la región, al paisaje y a los lugares, laten las filosofías de corte idealista e irracionalista, que dominan en el pensamiento occidental en el primer tercio del siglo actual. 1. El regionalismo geográfico: regiones y paisajes
La primera mitad del siglo XX se desarrolla bajo el dominio de las geografías «regionales» y del «paisaje». Configuran un período que, para muchos geógrafos, se identifica como una etapa ejemplar, clásica, de la Geografía moderna. Constituyen una propuesta geográfica que se elabora a partir de la tradición fundadora de la geografía. Comparten, en inicio, las mismas concepciones básicas sobre el objeto y objetivos de la geografía. Evoluciona, más tarde, hacia un proyecto geográfico específico, sustentado en la crítica formal de la orientación generalista de la geografía positivista. Mantienen el objeto de estudio o campo de la geografía pero cambian de finalidad. El objetivo original era establecer una disciplina científica con el fin de formular las leyes generales que regulan las influencias del medio sobre el hombre. La geografía general tenía esa finalidad. Por ello se denominó geografía general, porque presentaba un enfoque generalista. Abordaba establecer las reglas generales de la influencia del medio sobre el hombre. Se preocupaba por lo universal. Distingue la primera etapa de la geografía moderna. Este objetivo inicial es modificado, de forma progresiva. Se propone la consideración de las influencias del medio sobre el hombre en un marco geográfico definido. Se sustituye el interés por lo general por la atención a lo localizado. Este marco es la región geográfica, es decir, la región natural. La geografía regional se constituye en alternativa, de acuerdo con el enfoque regionalista. La geografía regional sucede a la geografía general. Los geógrafos franceses, bajo la batuta de Vidal de la Blache, convierten la región -ten sí misma- en el objeto preferente de la geografía. Este giro epistemológico en la geografía se sustenta en la aceptación de las premisas ascendentes de las filosofías idealistas del primer tercio del siglo XX. El cambio, en las concepciones geográficas prevalecientes no se encierran en el campo geográfico. Se inserta en la creciente presencia de una cultura que reivindica el individuo, su circunstancia, la existencia como clave del conocimiento, la singularidad de lo humano y por tanto de lo social. La geografía del hombre, la geografía humana, tal y como la entienden los geógrafos del inicio del siglo XX , lo que estudia «es el medio en el que se desenvuelve la vida humana. Primero lo describe; después lo analiza y, finalmente, intenta explicarlo». Sin pretensiones de generalizaciones, restringe la explicación al medio geográfico delimitado. Es en el que los geógrafos consideran que se manifiestan, de forma directa, las influencias del medio. Se trata de la región, se-
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gún la común y aceptada concepción de la región geográfica que se ha impuesto en el último cuarto del siglo XIX . Como resumía Demangeon al respecto, el objetivo era «estudiar en una región, geográficamente definida, las relaciones entre la Naturaleza y el Hombre». 1.1.
DE LA GEOGRAFÍA GENERAL A LA REGIONAL: EL EDIFICIO GEOGRAFICO
El objeto de la geografía era, en la propia tradición geográfica, la región, la región natural. Bien entendido que, a pesar del equívoco propio del término, natural no se refiere aquí a sin presencia humana, sino al carácter básico que los componentes naturales tienen en su definición. La determinación de la región es, ante todo, un hecho de geografía física. Desde esta perspectiva, la geografía estaba pertrechada para ese proceso de acotamiento conceptual. La geografía regionalista tiene en los geógrafos franceses sus más significativos representantes, en la medida en que son ellos los que proponen la reorientación desde una geografía general, de leyes, a una geografía regional, de singularidades. Los geógrafos alemanes aportaron la sistematización y ordenación de la geografía, bajo estos nuevos presupuestos. Le dieron un fundamento filosófico, en orden a justificar el giro epistemológico. Al mismo tiempo proporcionaban una estructura a la disciplina, basada en la nueva concepción. Se establecían, de forma razonada, las relaciones entre geografía general y regional. La propuesta de Hettner supone una aportación esencial, fruto de un esfuerzo dilatado en el tiempo. Constituye un cuerpo doctrinal que permite articular los dos planos -regional y general- en un esquema relacionado en el que se invierten las categorías positivistas, sin, aparentemente, renunciar a las bases científicas, y que ha sido el fundamento de la organización de la geografía universitaria, durante decenios, en el sistema docente. Los conocimientos generales, vinculados a las disciplinas sistemáticas, se transforman en el fundamento de la pirámide del conocimiento geográfico, en cuanto herramientas de trabajo y, por consiguiente, como instancia propedéutica en la formación del geógrafo. La geografía general es el soporte formativo que capacita para el trabajo superior, es decir, para el estudio regional. Tiene, por tanto, un carácter propedéutico, subordinado. La geografía regional corona una estructura metodológica que arranca del análisis sistemático, para llegar al conocimiento sintético. La geografía alemana, como la francesa, se orientaron hacia la elaboración de monografías regionales, que en la escuela germana coinciden, en mayor medida, con monografías sobre países. La geografía regional se concebía como «coronación de nuestra ciencia». La geografía general, los «datos de la geografía general, adquieren su verdadera realidad en la geografía regional». Es la concepción regionalista que impera en la primera mitad del siglo XX y sobre la que se fundamenta la geografía europea y una parte sustantiva de la americana de este período.
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La conciencia permanente de que la Geografía se desenvuelve en terrenos fronterizos, cuando no ajenos, ha estimulado, desde el origen de la Geografía moderna, una doble tendencia. Por un lado matizar y distinguir esa presencia de la geografía en las parcelas fronteras -sean geología, botánica, demografía, economía, sociología, entre otras-. Por otro, buscar un nicho propio. Y, en consecuencia, delimitar no sólo un terreno bien acotado y deslindado respecto de los fronterizos, sino una dimensión específica a la disciplina, de tal modo que ésta quedara liberada de su servidumbre original, como un cóctel de conocimientos ajenos. Ésa es la pretensión lúcida y brillante de Mackinder; ésa es la dirección que manifiestan Vidal de la Blache y sus discípulos; y es el eje de la sistematización de Hettner. El primero se esfuerza en separar el estudio geográfico del análisis sectorial de las distintas disciplinas físicas. Los geógrafos franceses hacen hincapié en la adscripción de la geografía al lugar, a la localidad. Hettner configura un cuerpo orgánico, sistemático, que parece responder a esas preocupaciones. La propuesta tiene el significado de sacrificar los flecos geográficos en aras de conservar y defender un núcleo disciplinario no controvertido. Se trataba de reducir la geografía a la geografía regional, por cuanto se consideraba que la región constituía un objeto específico que ninguna otra disciplina podía disputarle a la geografía. La geografía regionalista del siglo XX se nutre de dos corrientes: la regional de la diferenciación espacial y la regional del paisaje. Una y otra comparten la valoración de la región geográfica como el objeto de la geografía. Ambas participan de la misma idea de la primacía del estudio regional sobre el general y se manifiestan en contra de los presupuestos positivistas. El desarrollo posterior identificará y confundirá ambas corrientes y la geografía regional aparece como la disciplina de la diferenciación espacial y del paisaje. Sin embargo, tienen presupuestos y enfoques distintos, y poseen una tradición cultural diferente. 1.2.
ORGANIZACIÓN DEL ESPACIO Y PAISAJE
La concepción regionalista de base idealista neokantiana hace de la geografía una disciplina de la diferenciación espacial. Hettner lo denominó organización del espacio. Convierte a la región, como segmento del espacio terrestre, en el núcleo de la investigación geográfica. Dio forma orgánica a la geografía como disciplina articulando los conocimientos sectoriales, de carácter analítico, según la nomenclatura regionalista, con la síntesis regional, núcleo metodológico de la geografía. Desde esta perspectiva aparece como la formulación dominante y hegemónica, que fue compartida por la generalidad de la comunidad geográfica. Como disciplina corológica de la superficie terrestre, la geografía, según Hettner, considera el conjunto de los fenómenos que componen dicha superficie. Fenómenos inorgánicos y orgánicos, incluido el hombre. La perspectiva geográfica proviene de sus correspondientes combinaciones locales, convertidas en los objetos de la geografía.
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Ésta se perfila, así, como la ciencia de esta organización espacial. «Si la geografía es la ciencia corológica de la superficie terrestre, tiene relación tanto con todos los objetos posibles de la naturaleza orgánica como de la inorgánica, así como con los de la vida humana... pero no por ellos mismos, sino sólo en cuanto que sean partes constitutivas de los diferentes lugares de la tierra.» Para Hettner, la geografía se define como «ciencia de la superficie terrestre según sus diferencias regionales, es decir, entendiéndola como un complejo de continentes, regiones, paisajes y localidades». Es lo que él, en la tradición geográfica secular, denomina una geografía corológica. Las geografías regionalistas incorporaron el concepto de paisaje, convertido en objeto geográfico, hasta llegar a identificar paisaje y región. Sin embargo, la propuesta del paisaje como objeto de la geografía tiene un desarrollo independiente, en relación con una profunda corriente cultural de ámbito germánico. El paisaje no es un descubrimiento de los geógrafos ni un objeto elaborado por éstos. El paisaje de que habla Humboldt y al que se refiere Vidal de la Blache tiene el carácter de fisonomía física y no se corresponde con el concepto que prevalece con posterioridad en la geografía (Buttimer, 1980). El paisaje llega de la mano de artistas, escritores, filósofos e historiadores, en el marco de una filosofía que no todos los geógrafos comparten. La reticencia de A. Hettner respecto de este concepto es ilustrativa de la desconfianza en el campo geográfico hacia el paisaje como objeto de la geografía. El paisaje, lo que los alemanes denominan Landschaft, es un concepto cultural, más allá de la noción pictórica, producto de la cultura alemana, que forma parte de la tradición filosófica germana (Hard, 1969). El paisaje es un destacado elemento en la interpretación histórica del pueblo alemán, que aparece con claridad en Hegel, como un elemento central de su Filosofía de la Historia. Su incorporación a la geografía se inicia en Alemania, con autores como S. Passarge (1867-1958) y O. Schlüter (1872-1959). El paisaje que se introduce en la geografía de principios de siglo es un concepto cultural y responde a una consideración cultural del entorno, a una percepción cultural del mismo. De perfil idealista, es un concepto que se imbrica bien con las filosofías existenciales y vitalistas. Se vincula a la percepción individual y social. En la simbiosis sociedad y medio, el paisaje descubre la personalidad del grupo social ( Hard, 1969). En las relaciones Hombre-Medio, el paisaje identifica el componente cultural. Los alemanes distinguen, por ello, entre un paisaje originario, el Urlandschaft, o paisaje original, de carácter natural, o Naturlandschaft, y un paisaje cultural, producto de la dialéctica entre pueblo y territorio, de carácter histórico, el Kulturlandschaft. En éste trasciende la singularidad histórica del grupo humano que ocupa el espacio regional. La geografía del paisaje se perfiló como el estudio de los componentes fisonómicos que diferencian cada unidad de la superficie terrestre, entendidos como el fruto de un proceso histórico de transformación, protagonizado por la comunidad regional a lo largo del tiempo. El paisaje se identifica con el resultado de las relaciones Hombre-Medio y se manifiesta como la expresión visual y sintética de la región, que sintetiza la realidad geográfica.
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En el marco de una concepción compartida de la región geográfica como una unidad determinada por los factores físicos introdujeron la dimensión histórica. Identificaron la región no tanto por sus rasgos naturales como por el producto visual que resulta de la interacción naturaleza-sociedad en la profundidad histórica de la región, es decir, por el paisaje. El paisaje, comprendido como producto cultural, aparece como un elemento histórico, fruto de una secuencia temporal, en la que cada grupo o comunidad se vincula al medio a través de formas específicas de adaptación. El foco de atención de la Geografía del paisaje se desplaza hacia la actuación humana sobre el pavés geográfico, en la medida en que hace el paisaje, lo transforma. El hombre no representa un papel de mera pasividad. Se adapta activamente. Y al adaptarse con su actividad crea otra forma de relaciones entre las condiciones físicas y su vida social. «La Geografía humana consiste en relacionar esta actividad social con la zona de superficie ocupada por el hombre» (Deffontaines, 1960). La región-paisaje se vincula con el mundo de la percepción y con la afirmación de la entidad regional como individualidad. Una concepción como disciplina comprensiva -frente a la analítica- del complejo objeto geográfico, que se propone «comprenderlo en su complejidad y describirlo como tal» (Baulig, 1948). Los paisajes son contemplados como complejos fisonómicos, que se proyectan como una armónica individualidad. El paisaje se identifica con la región, y es considerado la expresión visual de ésta. Los postulados sustanciales del enfoque paisajístico se incorporaron a la geografía moderna: el paisaje pasa a ser el objeto de la geografía. La idea de una geografía al margen de la razón científica, entendida como arte y como relato, como género literario, se difunde y es compartida por un amplio conjunto de geógrafos en Alemania y fuera de ella. Con sobresalientes representantes en Europa, sobre todo en la geografía francesa, como H. Baulig (1877-1962), Max Sorre (1880-1962) y P. Gourou. P. George y J. Beaujeu-Garnier, que pertenecen a una generación posterior, comparten esta concepción de la geografía, así como el geógrafo portugués O. Ribeiro. Una concepción mantenida y reivindicada en las generaciones posteriores por los geógrafos que siguen considerando que «la geografía es un punto de vista» (Martínez de Pisón, 1978). Sólo una disciplina artística, según estas corrientes, puede descubrir y manifestar este tipo de realidad. La Geografía como un arte más que como una disciplina científica se impone en la concepción de estos geógrafos, que destacan como un valor de la obra geográfica, en este caso referida a la de Vidal de la Blache, el que consigue que se desvanezca «la distinción entre arte o ciencia, ciencia o arte». Una concepción que aparece también entre los geógrafos actuales, que reivindican este modo de ver y entender la geografía y que, reconociéndose en los autores regionalistas franceses, comparten su idea de que «el espíritu geográfico exige a quien se acerca a él algo de artista» (Ortega Cantero, 1987). La última y superior finalidad del trabajo del geógrafo y de la Geografía quedaba enunciada, se trataba de describir esa individualidad: «Ya se
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sabe: la geografía conduce a la descripción razonada, explicativa, de los paisajes» (Baulig, 1948). Los geógrafos utilizaron el término de personalidad para referirse a este carácter distinto de la región, asociado a su paisaje. 1.3.
PERSONALIDAD REGIONAL Y PAISAJE
La personalidad regional, expresada en el paisaje, se contemplaba en relación con una percepción del conjunto como una totalidad. Y descubría la concepción organicista que subyacía en la idea de región. Sin olvidar que «si bien el centro de interés de la Geografía humana es la vida del hombre, lo es en cuanto constituye la forma de un medio geográfico». La Geografía se vislumbraba, entre los geógrafos, como una ecología del hombre, una ecología cultural. De acuerdo con estos postulados, la geografía del paisaje se orientó hacia los estudios regionales, pero también hacia un tipo de geografía cultural o humana. Es una geografía de carácter historicista, que busca descubrir la génesis de los paisajes, como producto de un proceso de adaptación de los grupos sociales o comunidades a su medio, de acuerdo con sus características culturales, étnicas o sociales. No ponen en entredicho ni niegan el valor fundamental del medio geográfico, en cuanto medio físico. Comparten la idea generalizada en los inicios de la geografía moderna de que «toda geografía es... geografía física» (Sauer, 1931). La geografía cultural, iniciada en Alemania, cultivada en Francia e incorporada a Estados Unidos, bajo el impulso de C. Ortwin Sauer (18891975), responde a los mismos presupuestos que el regionalismo geográfico. Influido, como los geógrafos regionalistas en general, por las filosofías del sujeto, que sustentan la antropología de F. Boas, y la sociología de W. Dilthey, se orienta, en el primer tercio del siglo XX , hacia una geografía que destaca los componentes culturales del paisaje. Como apunta el propio Sauer, «dirige su atención a aquellos elementos de cultura material que confieren carácter al área» (Sauer, 1931). Se inscribe en la concepción regionalista. El objetivo final y el horizonte en que se mueve tienen que ver con la clasificación regional y se identifica con la corología. Es decir, se orienta a entender la diferenciación en áreas de la superficie terrestre. Pero resalta el componente cultural a través de la morfología del paisaje. De acuerdo con una concepción historicista, concibe el paisaje como la manifestación de una cierta unidad cultural en un área determinada. Unidad producida por la específica adaptación del grupo humano, definido por sus técnicas, creencias, valores, a un medio geográfico determinado. Adaptación cambiante con el tiempo, de tal modo que el paisaje adquiere una dimensión histórica, profunda. Constituye el resultado de una acumulación y combinación de sucesivas formas de adaptación y elaboración cultural. Este acento en la historia constituye un rasgo distintivo del enfoque cultural. Reconstruir las etapas sucesivas de las condiciones de formación de los paisajes es un objetivo declarado y una exigencia metodológica. Cir-
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cunstancias que hacen de esta orientación una ecología cultural. Así lo planteaban distintos geógrafos de la primera mitad del siglo XX . El enfoque ecológico aparece tanto entre los geógrafos alemanes, como en los anglosajones y franceses. Aparecía, incluso, como una forma de acotar el campo geográfico frente a las disciplinas físicas y sociales competidoras (Barrows, 1923). Un enfoque que distingue la obra de M. Sorre, en Francia, desde la perspectiva preferente de «todos los elementos del medio geográfico y [de] todas las respuestas del organismo» (Sorre, 1971). Enfoque que él mismo ubica en el ámbito de la ecología humana, subtítulo de su obra fundamental. La geografía del paisaje y, en general, la geografía regionalista en la que se inscribe, se distinguen por su interés definido por las singularidades terrestres, regionales, y su proceso histórico de formación. Renuncian a la pretensión de establecer generalizaciones y formular leyes geográficas. Destacan, precisamente, su disconformidad con estos objetivos mantenidos por los geógrafos de orientación positivista, cuya concepción de la geografía se atrinchera en la relación medio sociedad. Abordan esta relación desde una perspectiva causal y directa: evaluar las influencias del medio geográfico -físico- sobre la sociedad y el individuo. La divergencia de objetivos tiene que ver con una concepción filosófica. Relegan la práctica científica a un segundo término y postulan, o bien una ciencia distinta, o bien un conocimiento comprensivo más relacionado con el arte que con la práctica científica. El regionalismo geográfico y la geografía cultural comparten este alejamiento de los presupuestos de la ciencia. 2. La geografía regionalista: la síntesis regional
Regionalismo y paisaje confluyen en la Geografía regional que domina el desarrollo histórico de la disciplina hasta el decenio de 1940. Subsiste, varias décadas más tarde, con desigual importancia según países y escuelas. La geografía es reconocida, a ambos lados del Atlántico, como una disciplina singularizada, a caballo de ciencias físicas y sociales. Una disciplina que no aborda cuestiones de orden general, que ha renunciado a buscar leyes. Lo proclamaba Le Lannou en la inmediata posguerra: «Nadie piense, en adelante, en someter la actividad humana a las leyes de una ciencia sistemática» (Le Lannou, 1949). Lo había apuntado con anterioridad R. Hartshome, al señalar que el cometido de la geografía, «más que el elaborar leyes» es «estudiar casos individuales» (Hartshorne, 1939). Lo remachaba J. Broek, descubriendo el trasfondo filosófico idealista kantiano de su pensamiento: «en geografía como en la historia, la búsqueda de leyes no es el objetivo final» (Broek, 1959). Una disciplina singular de los espacios singulares, las regiones. La región y el denominado «método regional» constituirían el fundamento de la Geografía. El punto de vista y el método diferenciaban a la geografía (James, 1966).
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La geografía regional se convierte, en ese período, en el centro exclusivo del estudio geográfico, destinado a «presentar el cuadro armónico y homogéneo, la individualidad, la personalidad geográfica de cada país o región» (Beltrán y Rózpide, 1925). La Geografía como el arte de la descripción del paisaje, como una disciplina de la comprensión, como un espíritu o talante, como una conciencia (George, 1973). La Geografía deriva de ciencia a arte. El componente distintivo será, para los geógrafos, el método específico de la geografía, el denominado método regional. 2.1.
EL MÉTODO REGIONAL: LA SÍNTESIS
La geografía regional suponía, además de un objeto -la región-, que los geógrafos valoraron como propio y exclusivo, un método, el método regional. Método que estaba en relación con el carácter del objeto. El objeto regional se percibía como una entidad compleja: resultaba de la confluencia y de la combinación de elementos dispares, físicos y humanos. La naturaleza compleja de la región es un lugar común y una constante entre los geógrafos regionalistas. Es habitual, por su parte, hacer hincapié en esta circunstancia. Comprender este fenómeno complejo y la combinación en que se basaba planteaba una doble exigencia. Por un lado, obligaba al estudio de cada uno de estos múltiples integrantes del complejo regional, procedentes de disciplinas muy dispares. Por otro, imponía una adecuada metodología que hiciera posible descubrir el engarce entre los distintos factores integrantes. Se trataba de identificar la combinación específica, fundamento del paisaje y personalidad de la región. Había que establecer los vínculos entre estos factores básicos y los elementos formales de la apariencia regional, el paisaje. El objetivo era descubrir y definir la personalidad regional, su singularidad, fundada en la específica combinación de los distintos integrantes del paisaje. Era la vía para definir los límites del espacio regional, es decir, de su singularidad geográfica, logro atribuido a la correcta aplicación del método sintético, la síntesis regional, culminación del estudio del geógrafo. El método que facultaba para acceder a este final se decanta desde las primeras obras y aparece ya enunciado en la de A. Demangeon. Cuando A. Demangeon -y antes que él J. Brunhes- esquematiza el método regional, es decir, la síntesis regional, nos presenta una secuencia temática. En una observación atenta de esa secuencia sintética en los estudios regionales no es difícil advertir que el discurso se dispone como una secuencia equivalente a la de análisis, entendido éste como lo hacen los regionalistas, como la diferenciación de los distintos elementos o componentes del espacio regional. Responde a una concepción admitida y reconocida. Una secuencia «magistral», según la opinión de algunos geógrafos, que se proyectaba en la exposición final, que seguía de forma fiel la secuencia enunciada. Así lo resaltaba y definía Manuel de Terán, ya en la década de 1980, al prologar uno de estos estudios regionales: «apartados que, con una tradición ya magis-
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tralmente acuñada, la ciencia geográfica considera que imperan en el estudio de un espacio (es decir, relieve, clima, red fluvial, composición de los suelos... formas de poblamiento, estructuras demográficas)» (Terán, 1981). Como apuntaba Terán, los geógrafos regionalistas aplicaban un método consagrado, cuyo modelo lo había dado la obra de Demangeon sobre la Picardie. La mitad de la misma dedicada a cuestiones de geografía física y la otra mitad al examen sistemático de «agricultura, industria, comercio, hábitat, propiedad, población y subdivisiones administrativas» (Buttimer, 1980). Era una concepción metodológica compartida por la comunidad geográfica de orientación regionalista que Hettner había formulado como el Lánderkundliche Schema, o «esquema regional». Constituía el método o modelo de análisis regional que establecía la secuencia progresiva, con la sucesiva consideración de la estructura geológica, morfología de la superficie, clima, drenaje, geografía de las plantas, de la fauna, poblamiento, economía, comercio, y población. Un esquema que descubre el determinismo subyacente en la geografía regionalista y del que no están exentos los autores de esta corriente (Elkin, 1989). Un geógrafo italiano, M. Ortolani, lo sintetizaba de forma equivalente a la de Terán, casi en los mismo términos. De acuerdo con esta concepción, la estructura de la monografía regional está establecida en sus componentes básicos. Se partía del «cuadro físico como teatro de una agrupación humana singular; ocupación del espacio por la obra del hombre; organización regional». Una estructura cuyo desarrollo se define también en todos los términos y orden expositivo. «En la exposición de los aspectos físicos se debe resaltar la ubicación geográfica de la región, su tamaño, su relieve, los suelos, el clima, las aguas continentales, la cobertura vegetal natural. Habrá que reconstruir idealmente el estado originario de la región.» Se trata de la exposición básica de la escena geográfica. Responde a una concepción caracterizada, de naturaleza geométrica, cuya continuación está determinada. «Tras haber ilustrado los aspectos naturales, se abordarán las cuestiones de geografía humana: los cambios numéricos de la población y los movimientos migratorios; la densidad demográfica; la distribución de los habitantes; la forma de los asentamientos rurales y urbanos; la actividad económica -estructura agraria e industrial- y los géneros de vida consiguientes; las condiciones sociales... para afrontar, a modo de conclusión, algunos problemas finales: la articulación interna de la región en espacios menores; el reconocimiento del tipo o tipos de paisaje dominantes; la comparación con otras regiones» (Ortolani, 1962). El resultado es lo que se denomina síntesis regional. La estructura (expositiva) común de estas síntesis, sobre todo las de área y países, estructura que los geógrafos regionalistas identifican como método regional, se caracteriza por esta secuencia espiral. Una primera parte aborda sucesivamente los diversos enunciados que componen el medio físico y humano. Lo hacen con un tratamiento propio de la geografía general. La segunda desglosa los diversos espacios o unidades regionales -o comarcales-, a cada uno de los cuales se le aplica un tratamiento similar.
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La costumbre consagrada, como decía Terán, había resuelto el problema metodológico a través de la adopción de una estructura narrativa genérica que yuxtaponía los elementos regionales en una secuencia predefinida y, en cierto modo, independiente del autor. No es una estructura arbitraria; intenta reproducir una cierta composición interpretativa. Esa progresión narrativa reproduce como discurso una vinculación causal o jerárquica. La secuencia no es arbitraria sino necesaria, no es casual sino obligada. El orden de la secuencia representa la jerarquía causal del encadenamiento de los fenómenos geográficos en un área según se entendía en la corriente regionalista. El llamado método regional -la síntesis regional-, en el que se pretende identificar la geografía, es más bien una norma de estilo, una estructura narrativa. El método regional se reduce a una convección expositiva. Identifica un género narrativo, el género geográfico regional. 2.2.
EL RELATO REGIONAL: UN GÉNERO LITERARIO
Cuando Demangeon -y antes que él Brunhes- esquematiza el método regional nos presenta una secuencia temática. Una observación atenta de esa secuencia sintética demuestra, en su repetición y aceptación, que estamos ante un género narrativo. El método regional se reduce a un relato acomodado a unas normas y a una concepción admitida y reconocida. Se trata de un «género» literario de carácter geográfico. Está basado en una secuencia narrativa que lleva desde el análisis del medio físico al del resto de los componentes predeterminados. La narración es así geográfica: corresponde con un género geográfico y obedece a un horizonte explicativo implícito que es geográfico. Responde a un concepto de la geografía como relato. El método regional ha consistido y consiste, para muchos geógrafos, en una secuencia progresiva que se inicia por el medio físico, a su vez abordado según un orden también secuencial y también establecido, que continúa por la población y el poblamiento, y que termina con las actividades económicas, las ciudades, etc. El discurso real opta por la secuencia; el discurso regional se convierte en exposición narrativa sistemática. Y el género se resuelve en una sucesión establecida y aceptada, normalizada incluso. El método regional consiste en integrar los elementos sistemáticos de carácter geográfico, que sí tienen metodología propia, en un armazón narrativo que viene determinado de antemano, impuesto por una sabia experiencia como decía Terán. No es un discurso intuitivo, lo que hubiese sido perfectamente lícito e incluso positivo. A pesar de las afirmaciones teoréticas, no se identifican a sí mismos como literatos; sí como científicos; no escriben una novela sino una monografía regional. El geógrafo regionalista renuncia o no se plantea la libertad narrativa; se refugia en el género. El discurso real opta por la secuencia predeterminada, se convierte en exposición narrativa sistemática, sin desarrollar estructuras narrativas acordes con una percepción subjetiva del objeto. El re-
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lato regional no escapa a una exposición que parece condenada a reproducir una secuencia de tipo general y que convierte, paradójicamente, a la región en una yuxtaposición de elementos sistemáticos. En su forma más caricaturesca, corresponde con la que los franceses han denominado à tiroirs, porque los distintos componentes sistemáticos del análisis se suceden sin ningún vínculo interno, como simples capítulos de geografía general (Ortega Valcárcel, 1988). La región no es un producto del análisis regional, es un a priori que se rellena con conocimientos generales. No se ha resuelto el dilema de la relación conocimientos generales y construcción regional; se les ha encerrado en límites predefinidos. Escribir geografía regional se hace complicado: «habría que reconocer que escribir bien geografía regional resulta una tarea difícil» (Paterson, 1974). En relación, sin duda, con las dificultades que la geografía regional presentaba, y presenta, desde el punto de vista de su metodología. El uso tradicional no resolvió esa contradicción. La contradicción no tiene solución en el planteamiento habitual de la geografía regional. Ésta parece condenada a disolverse en la geografía general o a repetirse, es decir a la redundancia del análisis local (o comarcal) o regional -si se trata de países-. Son problemas intrínsecos de la metodología de la Geografía Regional. Reducida la entidad regional a su apariencia global, que en definitiva eso representa la conceptuación paisajística, el dilema metodológico es patente: ¿cómo se aborda un objeto fisonómico que resulta de una combinatoria circunstancial de elementos simples numerosos que cada espectador puede contemplar de modo diferente? La percepción intuitiva, afirmada en el discurso teórico, no es operativa en la praxis empírica. Puede servir para contemplar como un momento de la percepción, pero no sustenta ni la descripción, que es necesariamente secuencial, ni la explicación que, como proceso lógico, también lo es (Paterson, 1974). Las dificultades objetivas que el trabajo empírico ofrece quedaban relegadas, en cuanto a la reflexión epistemológica, al ámbito de la subjetividad, a la capacidad del sujeto, al reducirse los problemas de conocimiento -sobre todo los metodológicos- a una cuestión de actitud y aptitud, a una sensibilidad o intuición, que para algunos prestigiosos geógrafos significaba la identificación del método geográfico con un arte. El arte sólo tiene dos vías, o la del genio o la del academicismo. El primero no se enseña; el segundo conduce a la rutina. 2.3. Los
PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS DE LA SÍNTESIS REGIONAL
Estos problemas tienen que ver con el carácter de la descripción regional, reducida a su forma verbal, incompatible con un discurso lógico (Paterson, 1974). Lo apuntaba este geógrafo americano, denunciando, en cierta manera, el quiebro metodológico que esa contradicción descubre. Contradicción que se evidenciaba, en mayor medida, en los autores europeos y que consiste en un discurso regional como una narración dual. Una parte general y una parte regional.
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Las contradicciones del método regional, entre análisis y síntesis, las derivadas de la confusión entre método y simple estructura narrativa, y las que surgen de la necesidad de superar el esquema general, aparecen desde el decenio de 1940 (Le Lannou, 1948). Sin embargo, los geógrafos regionalistas compartieron y defendieron el método regional como la expresión del método geográfico por excelencia. El esfuerzo por asentarlo de forma rigurosa, por elaborar un marco conceptual y clasificatorio, adquiere especial relevancia entre los geógrafos americanos. La definición de región, la clasificación de los diversos entes o unidades del análisis regional, las relaciones entre el análisis sistemático y el regional, fueron cuestiones debatidas en orden a perfilar un cuerpo teórico sobre la región y el método regional (Whittlesey, 1954). Consideraban que lo que define una región es la homogeneidad de caracteres, aunque resaltaban que «la región es algo más que homogeneidad, que posee una cualidad de cohesión», que es lo que le distingue del simple concepto de área o porción limitada de la superficie terrestre. El método regional consistiría en «la observación y medida de los fenómenos específicos, de acuerdo con el criterio utilizado, y la búsqueda de relaciones entre tales fenómenos», como un procedimiento «para descubrir orden en el espacio terrestre». Los geógrafos regionalistas americanos se esforzaron por establecer criterios precisos en la determinación del espacio regional, aunque eran conscientes de que no existían criterios uniformes y aceptados respecto de qué atributos definen una región. La búsqueda de un método regional preciso llevó a destacar los fenómenos de cohesión y homogeneidad y la perspectiva abierta, en cuanto a aceptar que pueden existir muy diversos patrones de análisis para el estudio regional. Se trataba, para estos geógrafos, de seleccionar criterios significativos en relación con el objetivo del estudio. El método regional se orientó hacia el examen de las diferencias en la superficie terrestre, de patrones de organización similares y de la búsqueda de interrelación entre distintas áreas. El método regional se dirigía hacia el descubrimiento de «caracteres existentes, de procesos y secuencias» y hacia la generalización de las relaciones existentes entre esas áreas. La búsqueda de los caracteres que dan identidad y hacen de la región un espacio único; los factores de cohesión; la dimensión histórica y la consideración de los distintos elementos físicos formaron parte del método regional, sometido siempre a la coherencia entre los criterios aplicados y los objetivos de la investigación. La necesidad de definir el marco regional supuso, en la geografía regionalista americana, más sensible a las críticas positivistas que realzaban las deficiencias metodológicas y teóricas del concepto regional, una mayor apertura de éste y una mayor elaboración del método regional. La consideración de que el espacio regional depende de los propios criterios de trabajo significaba negar a la región realidad objetiva y hacer de la región un simple instrumento intelectual. Suponía el reconocimiento de que pueden establecerse regiones diversas, de acuerdo con el objetivo de la investigación. Y que tales regio-
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nes pueden estar definidas por un único criterio de definición, por varios de ellos o por una combinación compleja de los mismos de carácter integral o totalizador. Son estas últimas, a las que denominaban regiones compage, las que se identifican en mayor medida con el concepto regional europeo. Son las «regiones verdaderas», según consideraban algunos de los geógrafos americanos. Elaboraron una tipología regional que tiene que ver con el objetivo y que condiciona el método de análisis. El problema del análisis de las regiones complejas, de los espacios en los que la totalidad de sus caracteres forma parte de la definición del complejo regional, surge, sin que se llegue a una respuesta satisfactoria, al tratar de establecer el método de estudio de las mismas. El carácter de totalidad que se otorga a la región así concebida, y que engloba tanto los caracteres físicos como los sociales, genera un problema epistemológico que los críticos resaltan: el concepto de totalidad supone que el conjunto representa más que la suma de los componentes. Como dice uno de los geógrafos americanos más representativos el «estudio omnívoro de la totalidad espacial es indiscriminado, fútil e incluso peligroso» (Whittlesey, 1954). La denuncia del esquema regional o «método común, usado tan a menudo en los estudios regionales alemanes, de comenzar con el pasado geológico, y avanzar a través de los caracteres físicos y bióticos, hasta los aspectos sociales del área», aparece entre los geógrafos americanos regionalistas. En consecuencia, se abogó por otras alternativas. En unos casos, por un método de estudio de carácter funcional, de tal modo que la totalidad aparezca como el resultado de los vínculos funcionales que unen a los distintos componentes regionales. En otros, por la aplicación selectiva y orientada del método regional, determinado por la relevancia de los problemas en el marco de la región. La secuencia y listado de los elementos a analizar son el resultado de la propia investigación regional. La elaborada formulación de los geógrafos regionalistas americanos, como las proclamas de algunos geógrafos regionalistas franceses, a favor de concentrar el análisis regional en la dimensión social y prescindir de la parte física, como forma de resolver la inconsistencia de la estructura regional y la dualidad metodológica, coincidían en poner de manifiesto la debilidad del denominado método regional y la crisis de la geografía regional. La crisis regional ha supuesto de forma general el paulatino declive de los estudios regionales tradicionales en la práctica totalidad de las comunidades geográficas. Un efecto que señalaban a mediados de la pasada década Johnston y Claval. Ha sido una crisis fraguada dentro de la propia geografía como consecuencia de las dificultades epistemológicas y conceptuales aludidas. Ha sido, también, la consecuencia de una crítica externa, desde el neopositivismo.
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3. Crisis y declive regionalista En la década de 1940 las tensiones entre análisis y síntesis y entre lo general y lo regional, como ingredientes del estudio geográfico regional, son patentes ya en Francia. El debate entre geografía general y geografía regional, y el debate sobre la naturaleza científica o artística del método regional en la geografía, que se desarrolla en esos años en Francia, es buena prueba de esas tensiones. Plantean ¿qué es el método regional?, ¿cómo es posible conocer la región?, desde dentro de una concepción regionalista que disfrutaba, en esos años, de una posición hegemónica en la totalidad de las comunidades geográficas. La geografía à tiroirs identifica la insatisfacción general con el método regional, tal y como se aplicaba (Le Lannou, 1948). La concepción regionalista clásica, vinculada al paisaje, ambiental en sus fundamentos, arrastraba excesivas connotaciones filosóficas y más que filosóficas ideológicas, además de asentarse sobre cimientos teóricos demasiado frágiles. El irracionalismo de las filosofías de la vida sobre el que se había pretendido sostener la dicotomía entre ciencias nomotéticas y ciencias sin leyes, o la contraposición entre ciencias objetivas apoyadas en métodos objetivos y ciencias-arte basadas en la intuición, representaban una apoyatura poco sólida. Y la endeblez teórica no hacía sino magnificar la debilidad metodológica. La declinación progresiva del postulado regional es el rasgo destacado de la segunda mitad del siglo XX . El racionalismo que se impone en la segunda mitad del siglo XX compaginaba mal con los fundamentos regionalistas, de raíz irracionalista. El enfoque y la concepción regionales estaban fundados en el paisaje como totalidad -en términos holistas-, en la singularidad geográfica, clave de la personalidad regional. Convertían la región-paisaje en un objeto sólo abordable por la vía de lo que los geógrafos denominaron la síntesis regional. Resultaba incompatible con la concepción del conocimiento científico normalizado. La crítica neopositivista terminaría por desmantelar el planteamiento regionalista. La raíz de esta revisión ha sido epistemológica y arraiga en la comunidad geográfica americana de 1950, dominada entonces por los regionalistas. La geografía aparecía orientada, como hemos visto, a la descripción de las singularidades geográficas de la superficie terrestre, las regiones, al margen de cualquier pretensión de generalización. Un sector de los geógrafos americanos puso en cuestión esta concepción de la geografía, resaltando su incompatibilidad con el método científico. Éste era identificado con el predominante en las ciencias físicas y naturales, es decir, el método positivo. Ponía en entredicho la cientificidad de la geografía practicada, al mismo tiempo que su relevancia e interés social. Propugnaba el abandono de dicha concepción y, por tanto, del enfoque regionalista. Señalaba como alternativa una geografía orientada a la búsqueda de regularidades de validez universal. Proponía una geografía que trabajara con problemas. Abogaba por el empleo del método científico normal. Planteaba, por tanto, la unificación metodológica con el resto de las ciencias.
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La crítica positivista utilizó la fisura epistemológica y las insuficiencias conceptuales, y se aprovechó de ellas para proclamar otros presupuestos para la geografía. Es bien conocida la emblemática arremetida de Schaeffer contra los postulados regionalistas que imperaban en Estados Unidos (Schaefer, 1952). Su famoso artículo venía a plantear el debate en su punto esencial, el epistemológico. El planteamiento del autor americano abordaba, esencialmente, la inconsistencia metodológica de la propuesta regionalista. Resaltaba las seudoargumentaciones utilizadas, reivindicando la adopción de criterios científicos, de acuerdo con la filosofía de la ciencia analítica. Desmontaba los mitos habituales del regionalismo. Constituía un análisis crítico de los postulados de Hettner sobre la geografía. Los tachaba de «ideas acientíficas, por no decir anticientíficas». Resaltaba que se sustentaban sobre «el argumento típicamente romántico de la singularidad». Atacaba la concepción «holística» subyacente. Denunciaba «la falsa pretensión de una función integradora específica de la geografía», así como «la apelación a la intuición y al espíritu artístico del investigador en lugar de la sobria objetividad de los métodos científicos normales» (Schaeffer, 1952). La segunda mitad del siglo XX contempla la quiebra del modelo regionalista sostenido sobre la región-paisaje. Supone la puesta en cuestión de la región geográfica y del método regional. La primera queda reducida a lo puramente físico, como territorio, significativamente denominada región banal. Al método, en el mejor de los casos, se le reconoce como «un método admirablemente adaptado a la geografía histórica europea anterior a la Revolución Industrial o a las limitadas áreas del mundo actual cuyas economías dependen de una agricultura campesina y del autoconsumo local en la mayor parte de las necesidades materiales de la vida»; pero «inaplicable a un país que haya experimentado la revolución industrial» (Wrigley, 1965). El renacimiento reciente de la región, y sobre todo del lugar, aparece vinculado a la reivindicación de la aptitud y percepción subjetiva, frente a la ley y el método científico. Al calor de este renacimiento de las filosofías irracionalistas se ha producido también el resurgimiento de las viejas concepciones regionalistas, incluso en Estados Unidos. Responden a propuestas renovadas en el campo geográfico. Se han recuperado los viejos postulados, referidos a la geografía como disciplina interesada en la tierra como «casa del hombre» y como disciplina unificadora de las ciencias físicas y sociales. Se postula, como en el pasado, el objeto geográfico regional como un complejo sólo abordable desde una perspectiva comprensiva u holística (Lew, 1997). Tras ellas se descubren filosofías básicas coincidentes, similares corrientes de pensamiento. Sin embargo, las nuevas propuestas tienen un significado histórico específico.
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4. De las geografías humanísticas a las geografías posmodernas
Las denominadas geografías humanísticas surgen a partir de los años setenta de este siglo XX, con antecedentes en el decenio anterior. Todas ellas comparten, como pone de manifiesto la denominación, el componente subjetivo, humano. Se define frente a la pretensión objetiva, natural y neutra, de las geografías científicas del neopositivismo. De hecho, aparecen como una reacción frente a las geografías analíticas. Se afirman ante su dominio, su hegemonía, su exclusividad. Muestran la reacción de una parte de los geógrafos, que no se reduce al campo epistemológico, sino que afecta también a la estructura de la comunidad geográfica. Lo destacaba uno de los más notorios representantes de estas nuevas geografías, al describir y situar las condiciones en que se desenvolvieron los geógrafos que no compartían los postulados analíticos. Yi Fu Tuan resalta el apoyo de aquellos colegas que, con una formación filosófica, «les permitió resistir, racionalmente, las doctrinas de que la ciencia positivista monopoliza el sentido y significado del discurso humano». Es patente que la postura humanística aparece como una forma de resistencia al positivismo y sus planteamientos en la geografía. Surgen, además, en el contexto de crisis del racionalismo moderno. Aparecen como una crítica a las filosofías e ideologías analíticas y se presentaban como una alternativa desde la subjetividad y la experiencia. Constituyen las primeras manifestaciones de la crisis de la modernidad. A partir del decenio de 1980, los postulados humanísticos se confunden e identifican con los posmodernos. Las geografías humanísticas se transforman en geografías posmodernas. Unas y otras comparten la puesta en cuestión de la racionalidad. 4.1.
EL «MITO DE LA RACIONALIDAD»
La actitud crítica de estos geógrafos frente al positivismo lógico se refiere a la imposición racionalista, lo que denominan el «mito de la racionalidad». Y se dirige a sus derivaciones sociales e ideológicas, que afectan tanto al lenguaje como al «estilo del compromiso de los geógrafos en la resolución de los problemas». Las presunciones ideológicas adheridas al discurso analítico, cuyo perfil tecnocrático es objeto de denuncia, constituyen el objeto de esta crítica. Una reacción frente a lo que consideran el dogmatismo excluyente que ha llevado a «renegar de todo lo que de metafísico o de idealista conlleva, y conlleva coherentemente, la mejor tradición geográfica moderna», identificada con «horizontes epistemológicos que conceden a la idealidad un lugar destacado» (Ortega Cantero, 1987). Reaccionan frente a la imagen idealizada de un mundo de justicia y equidad asociado a la planificación de base científica, de bienestar generalizada y de igualdad de oportunidades, de armónico desarrollo y de equilibrio social. Era la imagen que transmitía el racionalismo tecnocrático analítico. Una imagen que contrastaba con la realidad inmediata de la sociedad
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americana. La aparente y sedicente objetividad del análisis geográfico a partir de modelos y teorías espaciales se enfrentaba a un contexto real de desigualdad, de ineficiencia y de injusticia. Las geografías humanísticas se definen como disciplinas de carácter antinaturalista, en el sentido epistemológico del término. Son geografías que renuncian a la visión objetiva de los fenómenos humanos. Reivindican, como en el primer tercio de siglo, de acuerdo con las filosofías existenciales y vitalistas, la comprensión frente a la explicación. Valoran el vínculo emocional por encima del objetivo, la subjetividad frente a la objetividad. El mundo objetivo carece de sentido fuera de la experiencia de los seres humanos. La denuncia de una racionalidad enajenada al servicio de la tecnología, desprovista de toda función liberadora, constituye el fondo del debate frente al discurso ideológico y epistemológico analítico. Una crítica que reivindica al individuo, al sujeto, con su libertad y conciencia, más allá de la sedicente racionalidad del abstracto Homo oeconomicus (Ortega Cantero, 1987). Lo que conlleva la reivindicación plena o recuperación de lo ideal, «a una renovada afirmación de la subjetividad, con todas sus prerrogativas ideales, que quizá ayude a desterrar anteriores equívocos y a valorar con más justeza la verdadera envergadura -y la posible vigencia- del punto de vista, complejo y fecundo, heredado de esa tradición moderna del conocimiento geográfico» (Ortega Cantero, 1987). Una crítica que se apoya en las filosofías existenciales, en cuanto éstas contemplan al individuo como un «sujeto humano consciente». Es decir, libre para tomar decisiones y comprometerse en la elección de su propio futuro. Libre para adoptar resoluciones en situaciones que afectan a su propia vida y entorno. Desde una concepción de la libertad que no sólo contempla la eliminación de los obstáculos externos, sino que considera los valores personales y la autoestima, como apuntaba la misma A. Buttimer. Son geografías que buscan valores, símbolos, significados. Priman la diferencia, lo singular, y en relación con ello, el lugar, la localidad (place), la región. Estos conceptos adquieren un nuevo significado, asociados a la percepción subjetiva. Son espacios de la experiencia personal, espacios vividos, espacios símbolo para los individuos. Son áreas recubiertas de significado. El trasfondo de esta crítica está en una reivindicación de la ética frente a la epistemología. Las nuevas propuestas de geografías del sujeto, englobadas bajo la común calificación de humanísticas, en la medida en que reivindican al hombre como individuo, se construyen frente al racionalismo positivista y a las filosofías del positivismo lógico y racionalismo crítico. Consideran que son las filosofías de raíz fenomenológica y existencial las que proporcionan un contexto más adecuado para la geografía. Entienden que son las que permiten vincular objeto y sujeto a través de aproximaciones de carácter sintético. Propugnan un mayor papel de la subjetividad. Resaltan la significación de la fenomenología como instrumento epistemológico para la geografía, concebida ésta como una disciplina social (Ley, 1977). La fenomenología de Husserl, las concepciones filosóficas que resaltan el papel de la comprensión en el proceso de conocimiento, y con ello del in-
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dividuo; los postulados de M. Heidegger, e incluso la crítica de raíz marxista de los representantes de la Escuela de Frankfurt, como Marcuse y Habermas, constituyen el soporte de la crítica humanística a la geografía analítica y sus presupuestos. Denuncian la supresión de todos aquellos elementos de orden social por parte de las geografías analíticas. Les acusan de reductoras, porque convierten el espacio en un mero objeto geométrico, del que han desaparecido las relaciones sociales y tras el cual subyace un pensamiento determinista arraigado en la tradición positivista (Entrikin, 1979). Recuperar las variables subjetivas, la percepción holista o global, los marcos totalizadores constituye una propuesta compartida entre los geógrafos humanísticos (Ley, 1977). Son las propuestas que esbozan las geografías alternativas, las nuevas geografías de la subjetividad. Se caracterizan por su discurso, que aborda la recuperación de la tradición geográfica regionalista y cultural, y con ella los viejos conceptos geográficos del período regionalista. Una actitud que debe entenderse en la perspectiva de adquirir raíces, de mostrar una tradición. En relación con ello se encuentra el interés por la geografía regionalista y del paisaje y por conceptos como medio y región. Perciben que esos conceptos permiten una aproximación más apropiada al papel del comportamiento y actitudes de los sujetos. Los consideran el contexto para comprender la conducta espacial de individuos y comunidades. Apuntan a que sólo es posible esta comprensión desde la consideración de estos contextos como totalidades. Hay en estas geografías humanísticas como una labor de cuidadosa recogida de los fragmentos rotos del viejo jarrón regionalista, en una reconstrucción y elaboración que no trata tanto de recomponer como de reutilizar. En este sentido, las geografías humanísticas aparecen como una propuesta de renovar los lazos de la geografía contemporánea con sus orígenes, de tender puentes sobre la ruptura iconoclasta que representa el neopositivismo. Se plantea como un discurso de respuesta que tiende a restañar y apropiarse de la tradición renegada. 4.2.
EL ESPACIO SUBJETIVO
Las propuestas humanísticas se formulan, desde su origen, como una recuperación de la herencia geográfica. Los geógrafos humanísticos se presentan, en sus primeros momentos, en la práctica y en la teoría, como albaceas de un patrimonio geográfico desafectado, abandonado, identificado con la tradición regional. Es significativo, al respecto, que el trabajo de A. Buttimer se centre en la tradición geográfica francesa. Las geografías humanísticas recogen y aglutinan, de forma progresiva, aquellas tradiciones del pensamiento y de la praxis geográfica que el neopositivismo pretendía arrinconar. Reclaman el espacio existencial, frente al espacio geométrico y objetivo. Reivindican y recuperan el lugar, el viejo objeto de la geografía, según Vidal de la Blache.
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Como decía Tuan, «el lugar se encuentra en el núcleo de la disciplina geográfica» (Tuan, 1977); propugnan una geografía de los lugares. Un concepto cuya relectura supone una reelaboración. El lugar recibe los atributos de la región y sustituye a ésta como principal centro de interés. De forma directa plantea esa recuperación Ley, al mismo tiempo que perfila la concepción del lugar en el marco de la tradición holística y de las relaciones Hombre-Medio, contempladas desde variables sociales y perceptivas (Ley, 1977). En un marco que admite el carácter que los analíticos confieren a la geografía -en cuanto reconocen que el «análisis espacial o explicación de la organización espacial constituye el fundamento de la investigación geográfica»- resaltan el particular significado del lugar. El lugar es un concepto clave en la explicación humanística. Es «único y complejo», por constituir un conjunto especial, que se caracteriza por estar «arraigado en el pasado, y desarrollarse hacia el futuro» (Tuan, 1977). Está dotado de historia y de significado. El lugar adquiere un valor que deriva de la percepción que de él tienen sus habitantes y del significado que le han atribuido: el lugar representa la encarnación de las «experiencias y aspiraciones de la gente». Desborda, como concepto geográfico, la mera acepción espacial, deviene una realidad a comprender desde las perspectivas de quienes lo han construido. El lugar como entidad física, como punto o área, como simple objeto, adquiere una dimensión subjetiva, se convierte en imagen individual. Lo objetivo deviene cambiante, varía con los individuos, se modela de acuerdo a los valores e intereses de las personas. El espacio genérico, abstracto, se transforma en un mundo de lugares, en un mosaico de espacios con atributos asignados por los individuos. Éstos proporcionan a cada lugar un signo propio, derivado de los intereses que reúne y de los individuos que atrae. Son espacios vinculados a la existencia de cada individuo, a sus experiencias particulares, a su relación personal con el entorno, a la percepción que del mismo tiene, de acuerdo con condiciones culturales y personales. Una nueva propuesta epistemológica que se planteaba en los inicios del decenio de 1960 (Lowenthal, 1961). Era ilustrada, de modo empírico, por The Image of the City (Lynch, 1960). El resultado son las geografías del lugar, de los lugares, como espacios de la vivencia individual y colectiva, como «espacios vividos» (Frémont, 1972; 1976). Las geografías humanísticas han introducido nuevos enfoques y han desarrollado nuevos centros de interés vinculados con la crítica a las insuficiencias de las geografias analíticas y con las exigencias conceptuales propias. Desplazan el centro de interés del análisis espacial desde la objetividad geométrica de las distribuciones al estudio de las ideas y spatial feelings -los sentimientos espaciales- que acompañan la experiencia humana. Es un desplazamiento desde el espacio objetivo al subjetivo, desde el espacio geométrico, vaciado de experiencias, al espacio originario, es decir, al espacio antropológico, vinculado a la experiencia corporal y, en cuanto tal, anterior al pensamiento o reflexión.
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Amalgaman un conjunto heterogéneo de propuestas. Comprenden las geografías de los espacios vividos, espacios de la subjetividad, absolutamente cerrados sobre sí mismos. Engloban las geografías de la percepción y del sentimiento estético, que enlazan con los viejos planteamientos de la geografía de los viajeros y del paisaje. Un proceso en el que también se incluye la recuperación del medio. Se produce a través de la percepción subjetiva del mismo, por la apreciación personal, por la sensibilidad ante sus valores. Son aspectos que no eran habituales en la acepción primigenia de medio, menos subjetiva que la que proponen las nuevas geografías del sujeto. Es una recuperación del espacio del sujeto, y con él de una tradición geográfica de relación entre el Hombre y el Medio. Pero es una tradición renovada y transformada que se adapta a la nueva sensibilidad del final del siglo XX. 4.3.
EL ENTRONQUE CON LA TRADICIÓN REGIONALISTA
El vínculo con la tradición regional tiene un alto componente simbólico e ideológico. Proporciona a las geografías humanísticas una referencia de indudable resonancia y prestigio en el campo geográfico y cultural. Les distingue respecto de la iconoclasia analítica. Afirma la tradición geográfica frente al exclusivismo neopositivista. Afirma la continuidad frente a la ruptura. Se dotan de una respetable tradición. Las geografías humanísticas representan un esfuerzo de recuperación del legado geográfico. Tienen voluntad de puente sobre la ruptura neopositivista. Se descubre a Vidal de la Blache (Buttimer, 1980). Y en esa valoración hay que destacar la aportación sustancial de nuevos centros de interés, de nuevos objetos o nuevas perspectivas de análisis de los viejos objetos. Al margen de que se haga, en ocasiones, desde una nostalgia del pasado, que descubre una ideología conservadora. Se mitifican los paisajes y lugares de las comunidades campesinas, en proceso de transformación y desaparición. La incidencia modernizadora de los cambios derivados de la industrialización e incorporación a la moderna sociedad de consumo aparece como un proceso negativo. Se contrapone la armónica perfección de los lugares propios de la Irlanda campesina, en proceso de descomposición por la penetración de los elementos de cambio del mundo industrial, a los desalmados suburbia americanos. Perspectivas que descubren el trasfondo ideológico que puede aflorar en los planteamientos humanísticos y en los conceptos de paisaje y lugar que manejan (Buttimer, 1979). La reacción de Buttimer entronca perfectamente con la tradición conservadora, cultural, ruralista, localista, que distingue, desde el siglo XVIII , el comportamiento de determinados segmentos de la sociedad. De forma especial los que corresponden con los grupos sociales vinculados al antiguo régimen precapitalista. En unos casos, por intereses directos. En otros, por el bies ideológico-cultural, como la iglesia católica. Una corriente con notables representantes intelectuales, desde R. Malthus y F. Le Play.
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Se aprecia una sustitución e ignorancia de los procesos sociales que subyacen en los procesos de cambio. Se embellece el lugar tradicional -desde la ideología ruralista nostálgica- ignorando sus servidumbres físicas, sociales y culturales. La preocupación por los paisajes y lugares se hace desde una óptica ideológica, que ignora los otros componentes que subyacen en su génesis. La reivindicación tiene menor calado en lo que atañe a la concepción y enfoque de la geografía. El acento que ponen las geografías humanísticas en el lugar, en la localidad -con resonancias vidalianas-, no coincide, sin embargo, con las formulaciones de Vidal de la Blache. El lugar se contempla ahora desde la atalaya de «la experiencia relativa, cultural e histórica de la humanidad en relación con los atributos físicos de un área». Las geografías humanísticas hacen del hombre el centro de esa relación, convierten a la mente humana en punto de referencia. La cuestión ambiental es contemplada desde la óptica de la percepción humana, de la sensibilidad del sujeto. Las relaciones Hombre-Medio pasan por el tamiz de la percepción humana de las mismas. Las geografías humanísticas no se proyectan sobre el lugar a partir de sus rasgos físicos, sino desde los valores que la sociedad les otorga. Para los geógrafos humanísticos o humanistas, la geografía deja de ser una ciencia de la Tierra, lo que marca una sustancial diferencia con la geografía de Vidal de la Blache. Es la comprensión del hombre y sus ideas vinculadas con el lugar, el territorio, la religión, lo privado, lo que centra el enfoque de las geografías del lugar. Éste se distingue porque está cargado de significados para el sujeto, más que por sus rasgos objetivos, geográficos. «Percepción subjetiva, experiencia, conocimiento y acción forman con el entorno una totalidad», como resalta Grano. Una estrecha implicación vincula unas y otras, en la medida en que experiencia y acción están condicionadas por el conocimiento del entorno, por el entorno percibido. No hay reciprocidad entre el sujeto y su medio, sino más bien una explicación de naturaleza y país en relación con el hombre. Una compleja dialéctica entre el entorno percibido, el entorno físico real y el entorno conocido. Todas las propuestas que se identifican como humanísticas reivindican una filosofía del individuo, del sujeto. La recuperación del sujeto aparece como el rasgo distintivo de estas corrientes en la geografía: «la plena participación del sujeto que conoce- del sujeto que, al representar el mundo, al intentar hacerlo inteligible, puede y debe acudir al personal bagaje de su propia cultura y de su propia sensibilidad-» (Ortega Cantero, 1987). Lo que vincula al hecho de la renovación o recuperación de lo ideal «a una renovada afirmación de la subjetividad, con todas sus prerrogativas ideales, que quizá ayude a desterrar anteriores equívocos y a valorar con más justeza la verdadera envergadura -y la posible vigencia- del punto de vista, complejo y fecundo, heredado de esa tradición moderna del conocimiento geográfico», es decir, de la tradición regionalista (Ortega Cantero, 1987). Una renovación desde el idealismo -como propugnan algunos- o desde su forma fenomenológica. La formulación de esa base filosófico-epistemológica se ha generalizado entre los geógrafos. Éstos se muestran más
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sensibles, en las geografías humanísticas, a los presupuestos filosóficos, que sus antecesores de comienzos de siglo. La característica de las modernas geografías de la subjetividad es el carácter explícito y la reivindicación directa de los presupuestos de carácter filosófico sobre los que se construyen o pretenden construir las nuevas geografías. El marco filosófico y epistemológico de todas estas corrientes humanísticas y posmodernas en la geografía es el idealismo. Todas comparten el rechazo de la racionalidad, y en muchos casos se vinculan con las corrientes fenomenológicas. Reivindican de forma directa la tradición irracionalista o idealista de la geografía, identificada con «la mejor tradición geográfica moderna», precisamente por lo que conllevaba de «metafísico o de idealista» (Ortega Cantero, 1987). Este autor destaca cómo esa tradición geográfica moderna, calificada como la mejor, se identifica con «horizontes epistemológicos que conceden a la idealidad un lugar destacado». 5.
Idealismo, fenomenología y geografías
El entorno filosófico en el que se mueven las geografías de la subjetividad es variado. Desde el idealismo directo que se reivindica en algunos autores, a la fenomenología y la filosofía existencial. La recuperación intelectual de autores como E. Husserl, Dilthey y E. Bergson es significativa. Las elaboraciones teóricas modernas de autores como Foucault, Lyotard, Derrida, Deleuze, completan el marco de referencia filosófica sobre el que se apoyan las propuestas de las geografías humanísticas y constituyen el fundamento directo de los enfoques posmodernistas. No hay discontinuidad entre unas y otras. El espacio aparece como un imaginario compartido socialmente (Bailly, 1985). Que emparienta, en los propios geógrafos, con un enfoque idealista de la geografía, que enfatiza la dimensión histórica y la consideración de la actividad humana como «reflejo de las ideas». En síntesis, «las actividades humanas y los productos visibles de las mismas se producen como simples reflejos de ideas» (Guelke, 1985). El idealismo proporciona el fundamento más extendido de estas corrientes. Interpretación que no es ajena al común denominador de las corrientes humanísticas: la crítica a la racionalidad. La denuncia del primado de la razón y de la ciencia, como conceptos equivalentes, y del patrón científico y racional como rasero de validez del conocimiento constituyen un rasgo destacado de esta revisión idealista, dentro de la geografía moderna. Se critica la pretensión excluyente del conocimiento racional o científico: «La ciencia es la razón; lo que queda fuera de ella es el mundo de las tinieblas, el universo de la sinrazón. Todo lo que no se atiene -y en dominio del conocimiento geográfico -pasado y presente -no es poco- a los estrictos dictados de ese canon científico viene a ser considerado aproximadamente indigno y espúreo» (Ortega Cantero, 1987). Lo que conduce a la reivindicación del sujeto y con él de la experiencia personal.
306 5.1.
LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA LOS ESPACIOS DE LA EXPERIENCIA
La fenomenología ha sido una de las que han tenido mayor éxito y resonancia. Tuan afirma la «base fenomenológica» de la ciencia geográfica, en la medida en que considera que ésta deriva de la existencia de una «conciencia geográfica».La base fenomenológica puede ser aplicada para describir y valorar el desarrollo de la geografía, en cuanto existe una geografía que posee este fundamento filosófico, tanto fenomenológico como existencial. El argumento que sustenta esta referencia filosófica y epistemológica es, en definitiva, para el conjunto de las ciencias sociales, y en particular la Geografía humana, el que trata de individuos y que como tales individuos son seres únicos. En consecuencia, no es posible establecer conocimientos generales sobre ellos, ni relaciones entre los distintos componentes de la sociedad. Destacan, asimismo, la complejidad de los hechos sociales. Dos argumentos antiguos: el de la complejidad del objeto, complejidad constitutiva que impide fragmentarla, y el de la singularidad o carácter único del objeto geográfico. Las geografías humanísticas han introducido nuevos enfoques y han desarrollado nuevos centros de interés vinculados con la crítica a las insuficiencias de las geografías analíticas y con las exigencias conceptuales propias. Geografías del lugar, de los lugares, como espacios de la vivencia individual y colectiva, como espacios vividos. Espacios vinculados a la existencia de cada individuo, a sus experiencias particulares, a su relación particular con el entorno, a la percepción que del mismo tiene. El comportamiento humano se vincula, no a la racionalidad abstracta sino a la particular percepción vivencial del sujeto. Se relaciona con las imágenes que con dicha experiencia construye, fundamento de los particulares «mapas» mentales que cada individuo transporta como guías, con los que sustituye el mapa geográfico objetivo. Las geografías de la percepción han sido uno de los más notables desarrollos surgidos de las filosofías del sujeto, en la medida en que se relacionan percepción y comportamiento espacial y en que las configuraciones espaciales aparecen condicionadas por el conocimiento particular que el sujeto tiene, verdadero o erróneo, del entorno en que actúa. Las geografías humanísticas introducen y desarrollan nuevas aproximaciones que, en el marco de viejos y renovados esquemas, de la geografía regional y del paisaje, abren las expectativas geográficas contemporáneas. La búsqueda de las dimensiones simbólicas del espacio, la indagación sobre las particularidades de los lugares, la relación entre espacio y sujeto. Como consecuencia, el interés por la definición de espacios específicos. Espacios de la mujer, del marginado, de las minorías, con sus rasgos culturales específicos, han dado forma a estas geografías interesadas por la identidad. El espacio vivido, los signos de identidad personal y subjetiva con los lugares, la sensibilidad ante el entorno conocido, incluso la receptividad social para los entornos lejanos y exóticos, han estimulado el renacimiento de una geografía regional remodelada.
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Las formulaciones más recientes de estas geografías del sujeto se sustentan en los postulados y enfoques del posmodernismo. Se presentan como las geografías posmodernas. 5.2.
EL POSMODERNISMO HUMANÍSTICO: LAS GEOGRAFIAS POSMODERNAS
El posmodernismo ha significado, para las geografías del sujeto, una oportunidad. La cultura posmoderna se alimenta en gran medida de los postulados filosóficos que sostienen la trama humanística. El eclecticismo es un recurso compartido. La reacción antirracionalista también. La referencia al individuo, a las vivencias y emociones personales, a la particular interpretación del entorno, a la contemplación de éste como un simple texto, susceptible de múltiples lecturas y relecturas, constituyen puntos comunes. La geografía de los múltiples puntos de vista, del espacio como una poliédrica realidad, abordable desde los más variados enfoques, aparece como un posible desarrollo de la disciplina, en el presente y para el futuro, al modo como Soja lo esboza en su trabajo sobre Los Ángeles (Soja, 1996). La geografía se abre a otras perspectivas y análisis; se inclina sobre las dimensiones imaginarias, sobre el análisis de los textos, sobre la propia escritura, sobre los símbolos y los espacios simbólicos. El Thirdspace «como una vía radicalmente distinta de contemplar, interpretar e intervenir para cambiar el entorno espacial de la vida humana» (Soja, 1996). La consideración del espacio como un texto, como un conjunto de signos, términos, palabras, símbolos, que aparecen tanto en el entorno físico como en las representaciones que acompañan al mismo, mapas, documentos, lenguaje, literatura, entre otros (Rose, 1981). La geografía como una disciplina que desmonta los espacios del lenguaje y el lenguaje del espacio, sensible a los «sitios y las lenguas». Se reivindica nuevos prismas de análisis, y se propugna una nueva escritura de la historia «usando la raza, la clase, el sexo y la etnia, como categorías de análisis». Se abre a una dispersa y poliédrica consideración del espacio, de acuerdo con puntos de vista, con sensibilidades específicas. Desde los postulados del posmodernismo se contempla la nueva dimensión del espacio a abordar, el «tercer espacio». Un espacio fragmentado, el espacio de la diferencia, de las minorías, de la mujer y de los sexos, de los chicanos, de la negritud, en el caso de las geografías americanas. La geografía del posmodernismo se propone como una geografía exploratoria de los nuevos espacios. Los espacios que «hacen la diferencia», los espacios del margen como un espacio de «diferencia radical», los espacios del feminismo, los espacios del poscolonialismo, los espacios de la utopía y de la heterotopía, los espacios recuperados del historicismo, la exópolis, los espacios simbólicos de las grandes urbes modernas, de las posmetrópolis. Nuevos enfoques, nuevas vías de indagar el espacio a través de sus signos, que puede ser decodificado, comprendido como un texto que puede ser leído. El discurso geográfico se convierte en materia de interpretación desde la perspectiva del lenguaje, como un texto más. Son contemplados como
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paisajes culturales y como lugares vinculados a la existencia individual y social, construidos en relación con la cultura del momento. La recuperación de la naturaleza y la creciente atención a los espacios de la mujer, desde una perspectiva subjetiva y específica de la condición femenina, desde la identidad, forman parte del programa geográfico. Suponen la extensión de las fronteras de la investigación geográfica. La crítica ha resaltado aspectos de estas geografías, como el fuerte acento en la subjetividad de las filosofías fenomenológicas, la referencia a la conciencia como validación del conocimiento y la dificultad de establecer reglas claras para la comunicación. Los ven como obstáculos para cimentar una alternativa capaz de definir una geografía renovada. Las dificultades que subyacen en los postulados de las geografías humanísticas constituyen los obstáculos fundamentales a su arraigo como propuestas alternativas para el desarrollo futuro de la geografía. Desde presupuestos que difieren de los que caracterizan las propuestas de las geografías humanísticas, a lo largo de los últimos treinta años, se han formulado otras alternativas para la geografía, que reivindican el compromiso social o político de ésta. Son las geografías críticas o radicales, sustentadas sobre el materialismo dialéctico.
CAPÍTULO 17
LA GEOGRAFÍA DEL COMPROMISO POLÍTICO. GEOGRAFÍAS RADICALES Las geografías denominadas radicales por los autores americanos, es decir, geografías de izquierdas, carecen de una tradición equivalente a las que presentan las anteriores. Constituyen un conjunto de prácticas teóricas y empíricas cristalizadas en el último cuarto de este siglo XX . Surgen desde la crítica a las geografías analíticas, al igual que las geografías humanísticas. Se caracterizan por la reivindicación de un saber crítico y transformador en el campo de las ciencias sociales, vinculado a la acción política. Esta nueva perspectiva, frente al neutralismo y academicismo tradicionales de la geografía y de los geógrafos, proporciona a estas corrientes un sesgo político e ideológico explícito. Es el que explica la denominación con la que se les distingue en Estados Unidos, y con la que se les conoce: geografías radicales. La geografía se contempla desde una perspectiva política como un instrumento para la transformación social. Se postula una geografía comprometida con el cambio social. 1. Geografía y cambio social
La segunda mitad del siglo actual constituye, en sus primeros decenios, un período de especial efervescencia intelectual, en campos como la economía política, la sociología, la antropología, la historia y otras ramas de las ciencias sociales. Esta efervescencia tiene relación con el propio devenir histórico de esos decenios, pleno de contradicciones, y con el particular desarrollo de los movimientos sociales en los países de mayor avance material. La descolonización, las guerras imperialistas, el subdesarrollo, el protagonismo del Tercer Mundo, acentuaron las desigualdades. Descubrieron las circunstancias de explotación y las tensiones derivadas del desarrollo del capitalismo. Los procesos de rápida urbanización que tienen lugar en ese período asociados a movimientos migratorios a gran escala, que se producen desde las periferias próximas y lejanas hacia los grandes centros industriales y urbanos, provocaron y provocan secuelas de segregación, discriminación y explotación.
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Las contradicciones derivadas de estos procesos aceleraron el desarrollo innovador de disciplinas como la sociología urbana, la economía del desarrollo, la historia, entre otras. La geografía se incorporó a este proceso de análisis empírico y de elaboración teórica sobre estos componentes de la realidad contemporánea. Un movimiento intelectual que sólo es explicable en el contexto social dominante en los decenios de 1960 v 1970. 1.1.
EL CONTEXTO SOCIAL E INTELECTUAL: EL PENSAMIENTO RADICAL
La tradición política e intelectual de izquierda cuenta con una arraigada y consistente organización, tanto en los movimientos políticos y sindicales como en la universidad. La reflexión teórica y política sobre la filosofía marxista y sobre su aplicación en el análisis histórico, económico, antropológico, urbano y social tiene un notable desarrollo en la segunda mitad del siglo XX, en países como Gran Bretaña, Francia e Italia, en relación, primero, con las organizaciones políticas marxistas y con independencia de éstas con posterioridad. En los decenios de 1950 y 1960 la actividad intelectual en Europa se caracteriza por la notable actividad creadora, por la creciente vinculación con las prácticas sociales. Se distingue por el papel que desempeña, desde la perspectiva teórica, la reflexión sobre los postulados marxistas. Se caracteriza por el desarrollo de las propuestas estructuralistas en campos tan diversos como la antropología (C. Lévi-Strauss), la filosofía (L. Althusser), la economía (E. Mandel), la psicología, la crítica literaria, la sociología (G. Gurvitch y M. Castells) y la lingüística. La dialéctica y el materialismo histórico se encuentran en el centro del debate intelectual que se vincula, cada vez más, con la acción política y social. Incluso filósofos de origen existencialista -como J. P. Sartre- se acercan a la dialéctica y al materialismo, en un proceso de conversión de indudable significación. En la sociología, con particular incidencia en la urbana, se produce una excepcional producción empírica y teórica. Se orienta hacia los problemas de carácter social en el ámbito urbano, desde el análisis de la cotidianidad al de las prácticas urbanísticas y las luchas sociales. En la economía se produce una sensible desviación desde los análisis neoclásicos hacia los problemas del desarrollo y la desigualdad. Se produce un esfuerzo de conceptuación del subdesarrollo, que adquiere valor central en la nueva economía política. En todos los casos se orientaron hacia la crítica del orden capitalista y sus secuelas. Se vincularon, de forma predominante, con la tradición dialéctica y el materialismo histórico, repensado al margen de los corsés dogmáticos y ortodoxos, en Gran Bretaña, Francia, Italia, e incluso Alemania. Su progresiva recepción en los núcleos universitarios de Estados Unidos constituye uno de los rasgos más sobresalientes de la vida cultural de ese período. La definición y consolidación de un pensamiento radical en Estados Unidos da forma a un notable movimiento de renovación intelectual y política que alcanza a muy diversos campos, en el marco de las ciencias so-
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ciales, desde la economía política a la sociología. Se trata de un pensamiento de izquierda, crítico respecto de la tradición intelectual y política liberal, crítico respecto de la realidad social y política de su propio país, y de su papel en el mundo contemporáneo. La característica común de la renovación crítica en la geografía es la estrecha implicación y ósmosis con las propuestas teóricas, con los análisis empíricos, con las actitudes prácticas y con los autores, de estas disciplinas más dinámicas, como sociología y economía política. El desarrollo de un movimiento intelectual y político equivalente en Europa y la recepción inmediata de las corrientes radicales americanas en geografía operan como las principales impulsoras del movimiento geográfico radical en Europa. 1.2.
DE LA ÉTICA INDIVIDUAL AL COMPROMISO POLÍTICO: GEÓGRAFOS RADICALES
La constitución de una geografía radical en Estados Unidos se origina en la crítica de la práctica analítica. Está jalonada por la reacción personal de geógrafos particulares ante las contradicciones entre la práctica geográfica y los problemas más relevantes de la sociedad americana, en el decenio de 1960. Período marcado por la creciente conciencia de la segregación social, racial y étnica, de la desigualdad social urbana y de las disfunciones del sistema urbano americano. Esta etapa está caracterizada por la creciente sensibilidad ante la desigualdad y discriminación de la mujer en la sociedad, y por el papel controvertido de Estados Unidos en el mundo, entre otras cuestiones. En este contexto se enmarca la conversión de significados geógrafos analíticos, como W. Bunge y D. Harvey, a partir de la reflexión ética sobre este tipo de fenómenos, que acompaña el proceso de definición de las corrientes radicales americanas. La diferencia se produce en la actitud consiguiente y en las filosofías que se utilizan como apoyo teórico y epistemológico para fundamentar la reorientación de la geografía. La experiencia personal de W. Bunge, al crear la denominada Society for Human Exploration, en 1968, ilustra este tipo de reacciones, en el ámbito personal. Supone un compromiso directo del intelectual con la acción social, en los espacios de conflicto urbano. Dicha sociedad tenía como objeto conocer las áreas de pobreza urbana, compartir con sus habitantes la problemática de sus barrios, participar en los procesos de planeamiento urbano de forma integrada con los afectados, en la defensa de sus intereses. Compromiso ético político que no contó con el apoyo institucional universitario y que supuso el abandono de la universidad por parte de Bunge. Actitudes éticas que aparecen entre los geógrafos analíticos con mayor sensibilidad social. Para ellos, la geografía tenía que comprometerse en la búsqueda de nuevas vías que hicieran posible reorientar la disciplina hacia asuntos de mayor relevancia social. Definían una situación en el ámbito de la comunidad geográfica americana, receptiva a la propia sensibilidad de la sociedad americana. Se trataba de la búsqueda individual
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de un compromiso por mejorar las condiciones de una sociedad que les resultaba poco satisfactoria. Los geógrafos americanos se plantean cuestiones que tienen relación con la inmediata realidad social: el imperialismo, la discriminación y segregación social y espacial, la ausencia de la mujer en los estudios geográficos de análisis espacial, ciegos e impermeables a la temática femenina. Se definen actitudes que perfilan la necesidad de una geografía más comprometida con el cambio social, menos tecnocrática (Peet, 1977). En 1969 se fundaba en la Universidad Clark de Worcester, en Massachusetts, la revista Antipode. A Radical Journal of Geography. La aparición de Antipode proporcionaba a la corriente una plataforma y un emblema. Una geografía en las antípodas de la que imperaba. La revista recogía ese movimiento y servirá de plataforma para las nuevas preocupaciones. Éstas eran el estudio de cuestiones de mayor relevancia social y política, desde la pobreza regional y urbana, la discriminación racial y étnica, la desigualdad de acceso a los servicios sociales, la discriminación y olvido de la condición femenina, hasta el subdesarrollo y el imperialismo. Bajo esa perspectiva hay que tener en cuenta que las geografías radicales engloban más un movimiento de reacción que una propuesta epistemológica definida. Y la propia constitución de esas geografías alternativas, usando aquí el término en la acepción social e ideológica, lo pone de manifiesto. Se trata de una disconformidad militante: disconformidad ética o práctica. En cualquier caso, disconformidad política. La diversidad de orígenes y circunstancias ideológicas en la configuración del radicalismo americano -o anglosajón- y del europeo y los distintos componentes ideológicos que intervienen hacen difícil contemplarlos como una alternativa homogénea. La generalización, sin distingos, al conjunto de unos rasgos que son particulares contribuye a desfigurar el perfil real de parte de los que quedan comprendidos en esa denominación. Podemos entender que participan de una preocupación común por lograr una alternativa práctica -en su dimensión social- a la geografía analítica y, en el caso europeo, a la del paisaje y regionalista. No obstante, el desarrollo de una geografía radical europea está condicionada por la específica y paradójica situación intelectual de la geografía en Europa. Ésta se caracteriza por la inexistencia de tradición teórica marxista, aunque un notable grupo de geógrafos se adscriben política e ideológicamente al marxismo. Esta contradicción determina, como consecuencia, y de modo harto paradójico, que los componentes más destacados de los procesos de renovación en la geografía europea se relacionan con la recepción de las geografías analíticas anglosajonas. Es la principal novedad intelectual en el decenio de 1960. Paradoja no exenta de significado. La renovación crítica y conceptual tiene, por ello, un carácter periférico y tardío. Ésta vendrá desde otros intelectuales de trayectoria equivalente, pero en el campo de la sociología, como H. Lefebvre. Este filósofo y sociólogo evoluciona desde la sociología rural a la sociología urbana en paralelo a un esfuerzo progresivo de reflexión teórica desde el marxismo, sobre las prácticas sociales urbanas y el espacio.
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La aparición de la geografía del subdesarrollo, de Y Lacoste, constituye el primer símbolo de una geografía radical en Europa (Lacoste, 1965). En torno al grupo de geógrafos que identifica Lacoste se perfila el núcleo de una alternativa crítica, en la geografía. Tiene perfil político activo, frente a la tradición de la geografía universitaria o profesoral y frente a las novedades analíticas que se derraman sobre Europa de modo casi coetáneo. La creación de Herodote, como plataforma abierta para las geografías y los geógrafos críticos, consolida la nueva geografía radical europea, impulsada por el propio Y Lacoste. La publicación, por este geógrafo, de La geografía sirve, en primer lugar, para hacer la guerra (1976) identifica las nueva orientaciones de este grupo marxista francés, con un fuerte sesgo político o geopolítico. En el Reino Unido se manifiesta con la aparición de la revista Area. En este caso en estrecho contacto con el otro lado del Atlántico, pero con el soporte de una notable tradición política marxista, de gran incidencia en la economía política británica y europea en general. Las geografías radicales representan, quizá por vez primera en la historia de la disciplina, una alternativa que no aspira tanto a cambiar la geografía como a utilizarla para cambiar la sociedad. Y, en principio, manifiesta su disconformidad con la relación que la geografía hegemónica mantiene con esa sociedad. Aspecto sobre todo válido para los radicales americanos. En Estados Unidos la disconformidad individual del profesional con el compromiso -es decir, la falta de compromiso- social de la disciplina le conduce a cuestionar la propia definición disciplinar, es decir, su neutralidad social, para afirmar el compromiso social y político. Se define primero un colectivo de geógrafos y progresivamente el proyecto de una geografía alternativa asentada sobre nuevos presupuestos. Las circunstancias históricas van a determinar que esos presupuestos se busquen en el pensamiento materialista moderno, y de modo particular en el pensamiento marxista. La geografía se contempla como una disciplina revolucionaria, orientada a la transformación del mundo, de acuerdo con una conocida tesis de Marx. El sesgo político constituye el componente más destacado y definitorio de las geografías radicales. Son geografías políticas, no tanto por su objeto como por sus objetivos. La actitud activa, comprometida, la orientación transformadora explícita, el fin proclamado de cambio político y social, proporciona a estas geografías un perfil específico, que les diferencia de modo sustancial de las geografías analíticas y de las geografías humanísticas. La confluencia que se produce con estas últimas en algunos campos, como el feminista, y los que tienen que ver con la desigualdad y discriminación, con la injusticia, no existe en los enfoques que prevalecen en el análisis. La definición de una geografía radical aparece condicionada por la inexistencia de una tradición de este tipo en la geografía moderna. La inexistencia de una geografía de esta orientación en el período secular de existencia de la moderna geografía constituye una limitación teórica y práctica.
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2.
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Inventar las raíces: la recuperación de los geógrafos anarquistas
El perfil de la geografía moderna, en su concepción teórica y en sus fundamentos ideológicos, es conservador. Responde al carácter de una disciplina académica, profesoral de funcionarios. Responde, sobre todo, a un planteamiento naturalista muy alejado de los presupuestos de las filosofías y movimientos revolucionarios del mundo moderno y al predominio de filosofías de corte idealista en el desarrollo de la disciplina. Este sustrato conservador e idealista se impondrá, incluso, a la definición política personal de un relevante núcleo de geógrafos. Se trata, por un lado, de la presencia de dos personalidades singulares, vinculadas con la geografía, de ideología ácrata o libertaria, en la primera etapa de la geografía moderna. Se trata, por otro, de un notable sector de geógrafos de ideología marxista en la segunda mitad del siglo XX , sobre todo en Francia. El perfil político personal no llegó a incidir en una construcción teórica influida por las ideas y filosofías políticas adoptadas. La paradoja de la geografía moderna es la existencia de geógrafos libertarios y geógrafos marxistas que nunca plantearon una geografía alternativa fundada en principios libertarios o marxistas. Esta paradoja explica la inexistencia de una tradición radical en la geografía moderna. A estas circunstancias hay que añadir la inconsistencia teórica y epistemológica de la geografía elaborada en la Unión Soviética y los países socialistas en el período de existencia de los mismos. El arcaísmo conceptual y teórico distingue la denominada geografía soviética. La fraseología política sustituyó a la elaboración teórica. La práctica geográfica tampoco aportó, en esos países, referencias que pudieran suscitar cambios en la concepción de la geografía. El resultado de todos estos factores es la imposibilidad de reconocer una tradición intelectual consistente de corte radical, es decir, de izquierdas, en la geografía moderna. La única excepción, a título individual, la aportaban los geógrafos anarquistas. Por todo ello, los geógrafos radicales abordarán, por un lado, la recuperación de estos geógrafos anarquistas. Por otro, intentarán la construcción de un cuerpo teórico y epistemológico, de una Teoría Social del Espacio, fundada en las filosofías materialistas, en particular en el materialismo histórico. 2.1.
LA GEOGRAFÍA REGIONALISTA DE LOS GEÓGRAFOS MARXISTAS
La segunda mitad del siglo XX se inicia con una notable representación de geógrafos de ideología e inspiración marxista en los países europeos de sistema capitalista. Constituye una nueva generación de geógrafos que tiene especial desarrollo en Francia. Muchos de ellos, como otros intelectuales contemporáneos, comparten la ideología marxista. Una parte son, incluso, militantes de organizaciones políticas que proclaman esa ideología, como el Partido Comunista.
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La obra geográfica de estos autores discurre al margen de cualquier intento de sustentar la práctica sobre una reflexión teórica basada en el materialismo histórico. La paradoja de estos geógrafos marxistas es que practican una geografía de inspiración regionalista. Más aún, comparten la concepción regionalista a pesar de su filosofía idealista y su manifiesto irracionalismo. La tradición geográfica dominante en la Europa continental, regionalista, condicionó la posibilidad de una crítica efectiva de los postulados teóricos de la geografía. En Francia, un numeroso grupo de geógrafos marxistas, vinculados al Partido Comunista o distantes de éste, se había constituido tras la segunda guerra mundial bajo la dirección de J. Dresch y P. George. Un grupo de excepcional calidad intelectual, entre los que se encontraban R. Guglielmo, B. Kayser, Y. Lacoste y J. Tricart. La paradoja resulta de que estos geógrafos marxistas, incluso comunistas, ignoraron la reflexión teórica sobre la disciplina desde los postulados marxistas. Practicaron una geografía de corte regionalista. Compartieron una concepción de la geografía como disciplina del paisaje y de las relaciones Hombre-Medio, concebida como arte o perspectiva, más que como ciencia. Comparten enfoques en los que el componente físico permanece como un factor geográfico. El marxismo ideológico se manifiesta en una fraseología, en la específica sensibilidad a las cuestiones geopolíticas de la guerra fría y de la confrontación entre capitalismo y socialismo. El único signo de su orientación ideológica será semántico. Hablan de países capitalistas y países socialistas, tratan con especial benevolencia a éstos y sus políticas centralizadoras, magnifican los procesos de la construcción socialista. Por contra, descubren las lacras -la cara oculta del capitalismo- en el ámbito urbano, en las colonias, en el amplio mundo no industrializado. Se traduce en una particular consideración de los espacios del socialismo real y en la sensibilidad a los componentes sociales. La contradicción entre la concepción teórica de P. George, vinculada a una geografía del paisaje y artística, con la sensibilidad social y la fraseología marxista que utiliza, es ilustrativa. Algunos, como J. Dresch y J. Tricart, otra paradoja, se encierran en la geografía física -en realidad en la geomorfología-. Ninguno cuestionará los fundamentos de la geografía dominante, ni se formulará una reflexión epistemológica desde el marxismo en relación con la tradición geográfica imperante, de manifiesta base irracionalista. Una situación equivalente se perfila en Alemania y en Italia. El marxismo de los geógrafos se corresponde con el voluntarismo político y el activismo que subyace en el movimiento comunista organizado. Éste se ha caracterizado por su escasa inclinación, salvo excepciones contadas, al desarrollo de un pensamiento crítico y a la reflexión teórica. El corte entre práctica política y práctica teórica ha sido un determinante decisivo en la evolución de la geografía europea. A ello contribuyó la inercia intelectual que dominaba en los países del campo socialista. La existencia de un conjunto de países cuyo sistema político-económico se consideraba de inspiración marxista, como países socialistas, no tuvo incidencia renovadora en el campo de la geografía. No la tuvo ni desde la pers-
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pectiva teórica ni desde la acción práctica, en cuanto al desarrollo de este campo de conocimiento como una disciplina moderna. En consecuencia, la geografía soviética y de los denominados países socialistas careció de influencia sobre la evolución teórica y práctica de la geografía en el resto del mundo. 2.2.
LA GEOGRAFÍA SOVIÉTICA: LA INCONSISTENCIA TEÓRICA Y PRÁCTICA
La fundamentación marxista de la geografía en los países de economía centralizada se reducía a una fraseología ideológica impuesta desde la dirección política. La reflexión teórica creadora no existió. La carencia teórica acompaña el desarrollo de la geografía durante el período de existencia de la Unión Soviética. La geografía se contempla como un conjunto de disciplinas, muy heterogéneas, cuyo único vínculo es su relación con el sustrato terrestre. La geografía se configuraba, en realidad, como una agrupación de disciplinas reunidas bajo el calificativo de ciencias geográficas. La concepción imperante en la geografía soviética partía de la drástica separación de geografía física y geografía económica. Estaba de acuerdo con una sedicente clasificación marxista de las ciencias, de carácter oficial, que distinguía, por un lado, las ciencias de la naturaleza y por otro las ciencias sociales. Las primeras estarían regidas por leyes naturales y las segundas por leyes sociales. Esta concepción de la ciencia, sancionada por el Partido Comunista, sustentaba el estatuto académico y científico de la geografía. La interpretación impuesta se ajustaba a una lectura elemental y simplista de la clasificación de las ciencias que hacía Engels a finales del siglo XIX. Clasificación que responde, como es lógico, a la situación de estas ciencias en la segunda mitad del siglo XIX. La geografía carecía, por tanto, de entidad como disciplina específica y unitaria. Se contraponían, por un lado, la geografía física y por otro la geografía económica. De hecho, tampoco la geografía física o la geografía económica la tenían. La geografía física era también un conglomerado de ciencias especializadas, vinculadas con las respectivas ciencias naturales. La denominada geografía económica, que podía entenderse como la geografía humana tradicional, había sido concebida más como una rama de la economía política que como una disciplina con ámbito propio. El título mostraba la fachada de signo marxista, al resaltar una concepción basada en los procesos productivos. Un análisis crítico de la producción geográfica socialista muestra la debilidad de la producción práctica y las carencias teóricas de la misma. La contradicción entre las proclamas ideológicas -que manifestaban la concepción monista de la ciencia de los fundadores del marxismo y de la teoría social del materialismo histórico- y la práctica geográfica fragmentada en multitud de ciencias especiales es una característica sobresaliente de la geografía soviética (Kolosovsky, 1959). Por otra parte, la concepción de la geografía aparecía condicionada por dos factores dominantes. El primero, la herencia cultural geográfica que,
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como en el resto del mundo, es naturalista, y que recoge, de igual manera, el enfoque regionalista dominante en los años veinte en la geografía alemana. El segundo, la herencia de la economía política que, en la tradición marxista, contempla los fenómenos abordados por la denominada geografía humana o geografía económica. La continuidad de la economía política en la Unión Soviética convertía en superflua la geografía humana. Así lo resaltaban los economistas soviéticos, frente a los intentos de desarrollar la geografía humana o económica en el período de la planificación quinquenal. El debate sobre estas cuestiones impedirá el desarrollo de la geografía humana como disciplina y condicionará el de la denominada geografía económica, entendida como un mero apéndice o rama de la economía política. En consecuencia, la geografía se desarrolló en la Unión Soviética y en los países socialistas bajo la premisa de la diferenciación radical de geografía física y geografía económica. La primera como la disciplina del «entorno natural de la sociedad» o «entorno geográfico». El naturalismo conceptual aflora de modo manifiesto en esta identificación de entorno físico con entorno geográfico. No se distingue del que imperaba en el resto de la geografía universal. La segunda como una vaga disciplina, más bien complejo de disciplinas, relacionadas con la distribución de las fuerzas productivas. En realidad, reducida a una geografía de corte regional inspirada en Hettner, por cuanto las cuestiones generales relacionadas con el funcionamiento del sistema de reproducción social quedaban adscritas a la Economía Política. De hecho, la geografía socialista se manifestaba como un conjunto de disciplinas dispares, ciencias geográficas, como dicen algunos autores, sin más vínculo que el de la territorialidad. Es decir, una concepción que no difiere de la más primaria dominante en la denominada -por los autores socialistas- tradición geográfica burguesa. La extensión es considerada la cualidad definidora del carácter geográfico. Bajo el recurso retórico marxista afloraba una concepción de la geografía muy tradicional y elemental. La geografía se entendía en el marco naturalista heredado del siglo XIX , identificado en una geografía física que no se distingue de las ciencias naturales equivalentes. Y en un marco regionalista, encubierto por los usos de la regionalización económica soviética, en la que tiene un papel relevante el trabajo de los geógrafos, como Baranskii y Anuchin. De hecho, la única aportación teórica significativa de carácter marxista se produce en la cuestión regional, en el concepto de región y en la utilización de la región en los procesos de ordenación del territorio, problemática impuesta por el desarrollo de los planes quinquenales a partir del decenio de 1920. La geografía económica se define como una disciplina de síntesis, orientada al estudio de la transformación del medio geográfico por el hombre en orden a justificar -de acuerdo con las recomendaciones de la geografía física- la mejor asignación de los recursos disponibles en un territorio.
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El vacío práctico y teórico soviético condicionó cualquier indagación sobre la posible fundación marxista de la geografía. Las contradicciones entre economía política y geografía, desde el punto de vista teórico, y la incapacidad para desbordar el uso retórico de los autores marxistas, impidieron la cristalización de una geografía marxista teóricamente fundamentada (Ortega Valcárcel, 1975). La existencia de algunos autores, geógrafos de los países socialistas, en particular alemanes, que abordaron la construcción de una base teórica para la geografía económica, con reflexiones excelentes, no invalida el juicio general (Schmidt-Renner, 1966). La geografía económica marxista no pasaba de ser, tal y como se la practicaba en la Unión Soviética y demás países socialistas, una amalgama de disciplinas parciales sin ningún vínculo teórico o conceptual. Eran especialidades orientadas por las necesidades prácticas del desarrollo económico. La geografía económica quedaba reducida, de hecho, a una disciplina de la localización de las fuerzas productivas, según resaltaba un autor soviético: «Todas las cuestiones de la aplicación de las fuerzas productivas en su relación al medio geográfico se pueden reducir en la práctica a la cuestión de la localización de las fuerzas productivas, su asociación en complejos territoriales de producción y sus relaciones intrarregionales, interregionales e internacionales y la división geográfica del trabajo» (Vols'kiy, 1963). El mismo autor definía la geografía económica como «una ciencia social cuyo objeto es el estudio de las leyes de localización, asociación e interacción de las fuerzas productivas en los procesos de uso social del medio geográfico» (Vol'skiy, 1963). La consideración del medio geográfico es el componente que otorga especificidad a la geografía económica, en el campo de las ciencias sociales y de la economía en particular, de acuerdo con esta concepción. Una estrecha visión e interpretación de los fundamentos teóricos marxistas de la geografía a partir de citas textuales de los fundadores del materialismo histórico, una reductora consideración de los cometidos de la geografía económica, limitada a las cuestiones de localización, consecuencia de una concepción específica de la economía política, impidieron una elaboración teórica desarrollada a partir del marxismo. La geografía soviética quedó anclada en las concepciones heredadas del siglo xix, disfrazadas con el ropaje del materialismo histórico. La geografía socialista no había superado, desde una perspectiva teórica, el estado de finales del siglo XIX (Praxis, 1966). Los geógrafos soviéticos compartían, bajo la retórica marxista, una concepción de la geografía muy tradicional. La geografía era entendida como una ciencia puente entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias sociales y técnicas (Sauskin, 1966). Afirmación tan retórica como la de sus colegas burgueses, puesto que contemplaban la geografía como un campo o sistema constituido por geografía física, geografía económica y cartografía. Cada una de éstas con su específico objeto y métodos. Cada una de las cuales, a su vez, no es sino un aglomerado de otras ciencias, que disponen también de objeto propio y métodos específicos. Geomor-
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fología, hidrología, edafología, biogeografía, entre otras, en la geografía física. La geografía económica regional, la geografía económica histórica, la geografía de la población, la geografía agrícola, comercial, de la construcción, en el ámbito económico (Sauskin, 1966). Además de una geografía regional, entendida como una «investigación compleja, del medio geográfico, la población, economía, ciudades» en sus cambiantes características. Los debates teóricos no superaron los marcos tradicionales propios del primer tercio del siglo XX, sobre la unidad de la geografía, las relaciones con las disciplinas fronterizas, el carácter complejo del objeto geográfico, o el papel de la síntesis geográfica. Debates que distinguen el período postestalinista. La naturaleza y marco del debate de los años sesenta ilustra su debilidad teórica y conceptual. Los debates teóricos, en el decenio de 1960, se formulaban desde la perspectiva de la unidad de la geografía. Ponían de manifiesto la conciencia de la separación de geografía física y geografía económica. Suponían la reivindicación de una geografía más académica frente al carácter esencialmente aplicado de la geografía soviética. Debates, por tanto, poco novedosos. La propuesta de Anuchin de reconstrucción unitaria de la geografía se hacía desde los viejos postulados regionalistas. Se reivindicaba como una ciencia de síntesis y desde una concepción naturalista de la geografía. Se planteaba con un notable y sorprendente determinismo físico, al hacer del medio geográfico el factor determinante de la especialización económica regional (Vol'skiy, 1963). Más sorprendente aún, el objetivo de Anuchin se planteaba en el marco teórico materialista. Sin duda de lo que Engels hubiese denominado natural-materialismo. La actitud de Anuchin y otros geógrafos soviéticos, reivindicando una geografía unitaria, adquiere sentido precisamente en el marco de una concepción dominante. Ésta se presentaba como la más conforme con los postulados oficiales del materialismo histórico. De acuerdo con éstos, se establecía una división radical entre geografía física y geografía económica (humana). La primera como parte de las ciencias de la naturaleza y la segunda como parte de las ciencias sociales. Las posibilidades del enfoque marxista, en el desarrollo teórico de la denominada geografía económica no cristalizaron. El debate teórico capaz de ahondar en la construcción de un objeto para la geografía y de una disciplina geográfica, como verdadera ciencia social no se produjo. La tajante separación entre ciencias naturales y sociales, que el marxismo oficial soviético impuso, desde la perspectiva teórica, en abierta contradicción con los postulados de Marx y Engels, contribuyó a impedir el avance en esta dirección. Las propuestas de unificación surgidas mostraban el callejón sin salida del desarrollo teórico de la geografía en los países socialistas. Se realizaban desde una concepción puramente naturalista y determinista física y desde postulados que reducían a la geografía a una disciplina de síntesis. Los geógrafos soviéticos se limitaron a citar a Marx y Engels, a los que atribuyeron el «haber dado un sólido fundamento a las ciencias sociales, incluida la geografía económica», pero se olvidaron de desarrollar sus presupuestos en el campo geográfico.
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En consecuencia, la aportación de la geografía socialista a la construcción teórica de una geografía fundada en el materialismo histórico es nula. Para los geógrafos radicales en búsqueda de raíces y para los demás científicos sociales, la vía de los países socialistas resultaba estéril. En el momento en que los geógrafos americanos y de la Europa occidental se ocupaban en buscar alternativas teóricas al pensamiento positivista y descubrían el horizonte y la complejidad del espacio social y su producción, los geógrafos soviéticos se encontraban inmersos en un debate sobre la unidad de la geografía, desde perspectivas naturalistas y desde concepciones de la geografía del siglo XIX. Más atractiva resultaba la presencia de geógrafos anarquistas a finales del siglo XIX . Geógrafos que compaginaban la acción militante y la labor de geógrafos. Un excelente espejo para muchos de los geógrafos radicales que aspiraban precisamente a esa alianza entre acción política o compromiso personal y actividad profesional. Los geógrafos anarquistas proporcionaban, además, una tradición a la geografía radical. 2.3.
LAS RAÍCES DE LA GEOGRAFÍA CRÍTICA: ÉTICA Y ANARQUISMO
La existencia de autores anarquistas que reunían la condición doble de revolucionarios y teóricos de la transformación social con la de geógrafos facilitó este contacto intelectual. Las figuras de P. Kropotkin y de E. Reclus adquieren especial resonancia entre los geógrafos radicales en las primeras etapas del desarrollo de la nueva geografía. Kropotkin había formulado una visión del capitalismo, de la geografía y de la imaginada sociedad poscapitalista, que logra un indudable eco intelectual, a pesar de su manifiesta contradicción con el marco social que prevalece en Estados Unidos. La alternativa anarcocomunista aparecía como una propuesta geográfica, aseguraba unas raíces y parecía permitir una tradición prestigiosa para la geografía radical. La búsqueda de raíces para el pensamiento y la práctica de las geografías críticas tuvo que limitarse a la recuperación de la obra y la personalidad de estos significados representantes de los primeros tiempos de la geografía moderna, vinculados con la ideología anarquista: Eliseo Reclus y P. Kropotkin. Esta recuperación adquiere especial relevancia en el marco de una geografía radical dominada por el pensamiento marxista. Suponía un contrapunto ideológico al mismo, dentro de los movimientos políticos de la izquierda revolucionaria. La notoria presencia de ambos en la actividad política proporcionaba a la recuperación un componente simbólico especial, por cuanto el sustrato de la geografía radical es la unión orgánica de actividad geográfica y acción política (Breitbar, 1988). E. Reclus y P. Kropotkin ejemplificaban ese vínculo y permitían soslayar la herencia marxista y el peso de su construcción política. Además, representaban un componente dominante en el movimiento radical: la dimensión ética y el activismo político. La personalidad y la obra de uno y otro difieren, aunque comparten la concepción geográfica y comparten la sensibilidad ideológica, que se tra-
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fica que constituye el contenido de su obra. Una forma literaria ágil, en la que las reflexiones personales y las opiniones tienen mayor peso que las descripciones y explicaciones geográficas. Un relato del género geográfico que no contradice la concepción del propio autor respecto de la geografía. Para E. Reclus, la geografía no es una ciencia: «La geografía... no es ciencia por sí misma.» En consonancia con la percepción que tiene de un conocimiento que considera «nació al mismo tiempo que las primeras sociedades». Identifica la geografía con el saber del espacio, con la experiencia o práctica espaciales. Para Reclus, es una disciplina histórica, que abarca desde los orígenes de la Tierra hasta el presente. Se confunde con la disciplina de la evolución de la humanidad, «con respecto a las formas terrestres». Corresponde a la idea de que la «geografía es la historia en el espacio». Una geografía de los nombres, de las razas, de las formas políticas, de las religiones y creencias, que emparentaba, sobre todo, con lo que será la «geografía cultural» de raíz americana. Mantiene, incluso, elementos conceptuales de su maestro Ritter, al considerar la geografía bajo la perspectiva de la «geografía comparada», términos que emplea para identificar la contemporánea geografía humana. La Geografía comparada es, para E. Reclus, una disciplina de la sociedad humana, como perfila, sobre todo, en su obra El Hombre y la Tierra. Un recorrido por esa evolución humana a lo largo del tiempo, en que se contemplan las razas, las distintas civilizaciones, los pueblos, las luchas políticas, las formas de gobierno, la religión y la educación, el progreso, el cultivo y la industria, éstos más cerca de una filosofía de la historia que de la geografía económica. Es un notable fresco pictórico, objeto de una amena exposición. Que el autor contempla también como «geografía social». El contenido geográfico, desde una perspectiva comparativa y en relación con las ideas dominantes en la época en que se publica, es circunstancial. Se limita a observaciones puntuales, a una parte de las ilustraciones, mapas y gráficos. Muchos de ellos tienen un gran interés. Sin embargo, y no deja de ser paradójico, no son contemplados en el texto ni valorados en éste, porque no tienen relación con el proceso del relato. Sí resalta y caracteriza el conjunto de esta obra, y de la totalidad del trabajo de E. Reclus, en su larga trayectoria como autor geográfico, la especial sensibilidad y orientación con que aborda, de modo constante, las cuestiones objeto de análisis. Lo que le distingue, y lo que le proporciona un perfil propio, es el sentido crítico. Éste le permite considerar la importancia de aquellos factores que derivan de la propia evolución social, el «medio dinámico», y cuya influencia se entrevera con las del «medio estático» o natural. Del mismo modo que es sensible al cambio que induce la sociedad, por medio de la técnica o por otras vías, sobre los condicionantes físicos. El obstáculo natural de siglos puede devenir factor favorable, gracias a la técnica o la organización social. La lucidez, la flexibilidad mental, el sentido crítico, salvaguardan la obra de Reclus de las desmesuras de otros autores contemporáneos. Una sensibilidad y orientación de carácter ideológico.
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E. Reclus se identificaba con una actitud progresista. Se sentía parte de la mayoría, la de los explotados, desheredados, oprimidos, sometidos, vejados, discriminados, y denunciaba su situación, sus condiciones de vida. Denuncia al mismo tiempo el abuso que los poderosos ejercen sobre la naturaleza. Es un anarquista, y la crítica del poder y de quienes lo detentan, personas, clases, gobiernos y Estados, iglesias y religiones, de sus abusos, de las formas con las que se aseguran su preeminencia y dominio, de la hipocresía con que se manifiestan, constituye una constante de su obra. La fidelidad a un ideal revolucionario y progresista impregna el conjunto del trabajo y determina que las páginas del mismo resalten aspectos y elementos que no formaban parte de las geografías habituales. Desde esta perspectiva, la obra de E. Reclus tiene un carácter crítico, circunstancia que resulta relevante al plantear el significado de su recuperación y el valor simbólico que tiene para las corrientes radicales. E. Reclus recuerda y ejemplifica el compromiso político del geógrafo, la apertura hacia el lado oscuro del desarrollo social y de las relaciones entre sociedad y naturaleza. Descubre el fondo ético que sostiene la ideología libertaria. Manifiesta su profundo vínculo con el individuo como protagonista social. Descubre su compromiso ideológico con el equilibrio y armonía en la relación entre los hombres y de éstos con la naturaleza (Vicente, 1983). Componente que es más manifiesto en el caso de P. Kropotkin (18421921). Es un aristócrata ruso, oficial del ejército imperial, geógrafo. Se convirtió en un activista ácrata y reconocido líder del movimiento libertario. Su formación geográfica se corresponde con su etapa militar y se enmarca en los trabajos exploratorios en Siberia. Kropotkin es, como corresponde a su tiempo, un geógrafo físico, con una concepción muy influida por la herencia de Humboldt. Sus trabajos son de geomorfología. Su filosofía científica es positivista. Por razones de hábito y por razones ideológicas. Sus opiniones respecto a Marx y el marxismo no favorecían una aceptación del enfoque marxista. En relación con su filosofía básica se encuentra su concepción epistemológica de la geografía. No considera que pueda y deba aplicarse una filosofía dialéctica o el materialismo histórico a la geografía. El pensamiento de Kropotkin no se separa ni libera del ambientalismo dominante en su tiempo. El carácter de su obra, dentro de la geografía física, hacía difícil esa liberación. Parece, además, que Kropotkin no contempla dentro de la geografía los aspectos sociales. Es en la economía política donde plantea un cambio de orientación que le convierta en una «ciencia dedicada al estudio de las necesidades de la gente y a la mejor forma de atender dichas necesidades con el mínimo gasto de energía humana». Una propuesta que, realizada en 1892, puede interpretarse en el sentido de que la Antropogeografía o geografía social no formaban parte de su horizonte geográfico. Compartía con ello una cultura dominante en el ámbito de las ciencias sociales que hacía de la economía política la disciplina de los procesos económicos y sociales.
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La consideración de Kropotkin como un revolucionario de la geografía parece más bien un abuso de lenguaje en que incurren los autores que, desde perspectivas críticas, han trabajado en la recuperación de los geógrafos anarquistas. Adolecen estos autores, en general, de un tono casi hagiográfico, al considerar la obra geográfica de las dos figuras del anarquismo militante (Breitbar, 1979). La aportación geográfica de Kropotkin, como la de Reclus, no se manifiesta en los contenidos, métodos y orientación de sus obras. Se traduce en la específica sensibilidad ideológica que introducen. Sensibilidad que aparece en dos planos complementarios, de desigual valor, en el caso del geógrafo ruso. En el plano crítico, el anarquista pone al descubierto las contradicciones derivadas del sistema capitalista, respecto de su influencia en el Medio, sobre la Naturaleza, y en los procesos sociales que induce. En el plano utópico, proyecta la imagen de una organización alternativa, contracapitalista, que responde a una concepción de la vida social de carácter comunista libertario. En el primer aspecto, apunta Kropotkin el efecto que el capitalismo tiene en el desarrollo de formas de organización social centralizadas, así como, en contraste, la fragmentación que introduce en la propia vida social. Destaca las estructuras autoritarias que derivan del sistema industrial y resalta la perniciosa influencia que ejerce el capitalismo industrial sobre la Naturaleza. Críticas coincidentes con las de Marx pero que se producen desde una ideología anarquista. Kropotkin difiere radicalmente del análisis marxista, en el que el capitalismo representa una etapa superior en el desarrollo histórico, a partir de la cual es posible contemplar la constitución de una sociedad socialista. El capitalismo industrial aparece, para el movimiento anarquista, como un accidente histórico, que viene a alterar un sistema más equilibrado, anterior, de carácter rural. Hay un trasfondo populista ruso, de ideología ruralista, en el anarquismo de Koprotkin. Esa ideología se trasluce en su utopía social. El geógrafo anarquista parte de una imagen del mundo deseable, basado en los principios del pensamiento libertario, en la utopía del anarquismo. Es un modelo alternativo contracapitalista: lo que le proporciona originalidad y lo que le distingue de los modelos de la utopía marxista es que se asiente en formas sociales precapitalistas. La propuesta de descentralización, la consideración de la comuna -o municipio- como la «unidad natural» de la organización social, la reivindicación de la solidaridad como vínculo entre las diversas sociedades, incluso la reivindicación de un sistema social basado en el equilibrio con la Naturaleza, responden a una imagen ideológica de la sociedad, cuyo modelo reside en las comunidades campesinas idealizadas. La misma que alimenta, en otros aspectos, las iniciativas que los colectivos anarquistas desarrollaron, como «colonias», en los países del nuevo mundo, desde Argentina y Chile hasta los Estados Unidos, y que ilustran esta concepción alternativa o utopía anarquista. La obra de Kropotkin destila una arraigada ideología ruralista, que caracteriza el movimiento anarquista, en general, y que aparece con mayor in-
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tensidad en algunos de sus representantes. Lo que invalida la consideración geográfica que se le ha dado, de ordenación social del espacio, y su valoración como «revolución que comienza alterando las relaciones sociales y crea formaciones sociales totalmente nuevas» (Breitbar, 1979). Interpretación que subyace en el estudio de esta autora sobre las comunidades anarquistas durante la guerra civil española. Como concluía Dunbar respecto de E. Reclus, el valor y la aportación de los autores anarquistas para la geografía no proviene, en su obra, de sus aportaciones objetivas, de sus métodos o planteamientos. Proceden de una actitud extrageográfica, que responde a su ideología y a su actitud vital, a su compromiso político. En éstas reposa su actitud crítica frente al progreso capitalista e industrial. Descubren y destacan sus contrapartidas sociales, su incidencia en la naturaleza, sus costos históricos, para pueblos enteros y para los trabajadores. Lo que les distingue y da valor es su actitud ética respecto de los procesos sociales y del uso de la Naturaleza. Es su sensibilidad abierta hacia cuestiones que, estando presentes en el pensamiento marxista y progresista en general, no merecían una atención preferente. Actitudes que responden al enunciado que el mismo Kropotkin establecía, respecto de la necesidad de «una ciencia moral realista, libre de toda superstición, del dogmatismo religioso, de la mitología metafísica». Los posibles antecedentes, considerados por algunos desde esta perspectiva, de los geógrafos libertarios del siglo XIX e inicios del siglo XX , carecen de continuidad. Desde la perspectiva teórica y epistemológica no significaron una alternativa objetiva. La tradición geográfica no sirve para darle arraigo. Los significativos esfuerzos por rescatar y reivindicar una geografía radical, identificada en Reclus y Koprotkin, permiten valorar, desde la actualidad, el componente ideológico y ético que introdujeron en su obra, ausente, por lo general, de las geografías académicas. Como señalaba Dunbar, hay, en estos autores, una actitud alternativa, más que una geografía alternativa. Un rasgo que, en cierto modo, sí les vincula con las geografías radicales. 3. Las geografías críticas: ¿un proyecto o una actitud?
El movimiento radical se transforma en proyecto de alternativa a lo largo de la década de 1970. En ese tiempo la producción que se aglutina bajo esas coordenadas muestra bien a las claras los dos problemas esenciales de las geografías radicales. Se produce la generación de nuevos centros de interés o campos preferentes de trabajo geográfico. Se estimula la preocupación por fundamentar de forma teórica y metodológica la disciplina, apoyada en el racionalismo dialéctico, y de modo dominante, en el materialismo histórico como teoría social. Uno de los objetivos que se perfilan en el debate intelectual es la construcción de una Teoría Social.
326 3.1.
LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA LAS NUEVAS PERSPECTIVAS: GEOPOLÍTICA Y GEOGRAFÍAS DE LA DESIGUALDAD
En el primer aspecto, las geografías radicales se han diferenciado por lo específico de sus centros de interés y por la renovación de los mismos con la incorporación de nuevas cuestiones a las investigaciones y preocupaciones geográficas y la recuperación de otras abandonadas. Geografía política, y geopolítica, por completo renovadas, son recuperadas como un núcleo fundamental de las geografías críticas. La denominada gender geografphy (la geografía feminista) representa la incorporación novedosa de los espacios de la mujer como objeto de análisis y la contemplación del espacio desde la perspectiva de la mujer. Un enfoque nuevo frente a los tradicionales horizontes de análisis masculinos o machistas. El abanico de los campos radicales expresa la diversidad de los nuevos enfoques y la reorientación social y política de los mismos (Peet, 1977, 1998). La investigación se abre sobre los orígenes del capitalismo y los procesos de diferenciación espacial a escala planetaria. Se proyecta sobre el subdesarrollo, como un componente derivado o relacionado con el anterior. Se centra en el imperialismo y la geopolítica actual. Se interesa por la desigualdad social, la pobreza y las minorías. Aborda el problema de los recursos y las relaciones entre sociedad y naturaleza desde el punto de vista ambiental. Pone en primera línea los procesos espaciales de la lucha de clases. Se enfrenta con los fenómenos de desindustrialización y su significación espacial en el sistema capitalista. Constituyen los frentes que han caracterizado el desarrollo de estas geografías desde el decenio de 1970. Se pueden agrupar en significativos centros de interés: a) Naturaleza, Recursos y Medio Ambiente, en el marco del capitalismo; b) La Geopolítica del Capitalismo, Imperialismo y Subdesarrollo; c) Desigualdad, Segregación social, Lucha de Clases y Justicia Social; d) La planificación territorial y sus alternativas. Son campos contemplados desde la actitud crítica respecto del marco del capitalismo. Consideran determinantes sus contradicciones, de la desigualdad social, del uso imperialista del resto del mundo, la degradación y destrucción de la naturaleza, y del permanente estado de crisis que distingue el final del siglo XX (Peet, 1977). Las geografías radicales se distinguen también por el énfasis que hacen en la crítica de la ideología y de los fundamentos teóricos y metodológicos de la Geografía moderna. La disparidad de objetos, de problemas y de enfoques que se observa en esta corriente geográfica se articula a través de «su actitud crítica hacia las formas de vida existentes y hacia las filosofías de la ciencia dominantes, y por su exigencia de un cambio fundamental» (Peet, 1977). La geografía radical aparece más como una respuesta ideológica, que como una construcción empírica y teórica alternativa. Lo que define ese heteróclito conjunto es, sobre todo, una actitud crítica y política. Falta en primer término, una obra empírica que dé cuerpo a esa formulación de la geografía radical. Ésta se reduce en mayor medida a la elección de determinados temas o cuestiones, más que a un proceso de interpretación intelectual de los mismos, de acuerdo con postulados bien establecidos y coherentes. Y sobra, en el segundo, una dimensión de vo-
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luntarismo y fraseología políticos, que convierte a la geografía radical, en muchos casos, en un mero discurso para o seudorrevolucionario. La banalidad y escolasticismo de estas obras es un rasgo señalado, desde una perspectiva crítica de la producción de las geografías marxistas (Ortega Cantero, 1987). Del mismo modo que se ha criticado su tendencia a un discurso economicista de corte determinista, «tan injustificadas en sí mismas como inadecuadas», y «su propensión a hacer de la geografía una especie de seudoeconomía política o de seudohistoria social», como les imputaba el geógrafo español, desde sus postulados humanísticos e idealistas (Ortega Cantero, 1987). Como señala Peet, la geografía radical se debate en la contradicción entre un discurso político de transformación y una práctica geográfica que mantiene los marcos teóricos y metodológicos tradicionales: «La geografía radical lo era en los temas y políticas pero no en la teoría y métodos de análisis» (Peet, 1998). Una amalgama de preocupaciones críticas en la que la geografía radical aparece como «el estudio de la calidad de vida»; formulación que, probablemente, compartirán los geógrafos humanísticos. En esta perspectiva no es de extrañar que puedan establecerse analogías entre geografías radicales y humanísticas. No es sorprendente la coincidencia de sensibilidades y de fraseología más o menos revolucionaria. Lo cual no hace sino resaltar la ambigüedad del conjunto radical. Es oportuno destacar que las geografías radicales no se distinguieron de las humanísticas por una conceptuación distinta de la geografía. Comparten, de forma sobresaliente, una actitud, una sensibilidad ante problemas ignorados o cuestiones preteridas o encubiertas por el análisis geográfico neopositivista. El común denominador es la presencia de una difusa o precisa ideología cristiana, presente tanto entre los geógrafos humanísticos como entre los radicales (Marchand, 1979). Trasfondo que explica el sentido activista y el fondo moralista y redentor, sedicente revolucionario, que anima a una amplia parte de los geógrafos de esta corriente. Quieren cambiar el mundo porque lo consideran injusto. La geografía es un instrumento en este deseo de cambio. Las geografías críticas surgen, sobre todo en Estados Unidos, en el marco del rechazo del racionalismo analítico, de modo paralelo a las de carácter humanístico. La procedencia común es significativa. Muestra más una sensibilidad social respecto del patrón analítico que la existencia de presupuestos críticos propios. Les vincula, en su actitud crítica, el acento social, la reivindicación de lo personal y el rechazo de la razón tecnocrática. Se producen en un marco intelectual que aparece definido por una limitada formación filosófica, por «el desdén por la filosofía y sobre todo de la filosofía moderna», posterior a Kant (Marchand, 1974); y por el generalizado desconocimiento de esta filosofía moderna, entre ella el marxismo. El descubrimiento de Marx por parte de estos grupos e individualidades tiene un carácter más ideológico que epistemológico. La obra de Marx
y la filosofía que subyace en ella adquieren un carácter simbólico, el del mito revolucionario expresado en una fraseología específica. El marxismo se reduce, en muchos casos, a un discurso, que tienen un particular poder simbólico. Un discurso en que se mezclan, de forma contradictoria, elementos marxistas con otros que son incompatibles con los presupuestos del materialismo histórico. La incongruencia distingue una producción teórica y empírica que se sustenta en mayor medida en presupuestos éticos que en análisis rigurosos. El hábito profundamente arraigado de sustituir el análisis por el discurso y convertir los esquematismos políticos en determinantes de los objetivos y en sustitutivos de la metodología ha sido un producto habitual del ejercicio intelectual durante décadas. Un análisis crítico de las geografías radicales, no desde postulados ideológicos, sino desde perspectivas de rigor conceptual y epistemológico, deja al descubierto dos aspectos fundamentales: 1) La inexistencia de una auténtica geografía radical como construcción epistemológica y como práctica teórica en el campo geográfico, y por tanto el carácter de proyecto que como tal presenta. 2) La debilidad e inconsistencia de una parte de los postulados ideológicos sobre los que se ha construido o pretendido construir tanto la crítica a la geografía preexistente como la geografía renovada. Es indudable que el principal desarrollo del pensamiento radical en la geografía se ha dado en el ámbito de la crítica. El discurso radical ha sido, ante todo, un desmantelamiento y una denuncia. La crítica a la práctica geográfica analítica dio paso a la crítica teórica. Dos trabajos identifican este giro que marca la deriva hacia los postulados marxistas en la geografía anglosajona. D. Harvey, el teórico y metodólogo de la Geografía Analítica, se enfrentaba, en el trabajo empírico, a la problemática urbana y llegaba a la convicción de que sólo el materialismo histórico de Marx permitía abordar una explicación consistente de los procesos urbanos (Harvey, 1974). D. Massey, geógrafa británica, ponía de manifiesto la componente ideológica que subyacía en las teorías de localización industrial analíticas y la falacia de su objetividad y neutralidad. Denunciaba cómo sus supuestos se li mitaban a considerar factores de orden empresarial (Massey, 1974). El mismo año se creaba la Unión de Geógrafos Socialistas, que define el nuevo perfil político que adquiere la geografía en Estados Unidos. Las componentes críticas se aprecian bien en las mismas obras de análisis del desarrollo de la geografía en los últimos años (Gómez Mendoza, 1986). La preeminencia de la crítica, del discurso crítico sobre el discurso teórico, y sobre la práctica empírica es un rasgo sobresaliente de las geografías radicales. De todos modos, hay que decir que es de estas geografías radicales de donde ha salido el esfuerzo y el esquema más coherente, en el ámbito teórico y metodológico, para proporcionar un fundamento científico consistente a la geografía como ciencia social. Es decir, para integrar la práctica empírica geográfica en el cuerpo de una teoría social, a partir de una epistemología materialista y dialéctica, no exclusivamente marxista.
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4. Espacio, teoría social y geografía marxista
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En las geografías radicales se ha producido un notorio esfuerzo de reflexión teórica y construcción epistemológica, anclado en el pensamiento dialéctico marxista, bien por la vía estructuralista, bien por otras más históricas y relacionales. Ese trabajo teórico se ha centrado en una cuestión principal: el concepto de producción social del espacio y la construcción de una Teoría Social del Espacio. Un esfuerzo en confluencia con el que se realiza, desde disciplinas inmediatas, como la sociología, en relación con un objeto común, el espacio. La identificación del espacio como objeto social y, por tanto, como objeto de las ciencias sociales, es una de las contribuciones más brillantes y significativas de estos últimos decenios. El espacio social trasciende radicalmente el espacio geométrico de los neopositivistas y el espacio físico de los regionalistas, y se convierte en producto del proceso social. Es cierto que es todavía un concepto ambiguo y que constituye más un acierto formal que una herramienta epistemológica operativa (Gómez Mendoza, 1986). Como decía Lipietz al terminar la década de 1970, «el manejo del espacio es hoy... una práctica social cuya teoría aún está por hacerse» (Lipietz, 1979). Pero la contribución esencial radica en delimitar un objeto de análisis para la geografía. Y en perfilar sus dimensiones conceptuales. 4.1.
DEL ESPACIO FETICHE A LA PRODUCCIÓN DEL ESPACIO
La práctica de la década de 1960, sobre todo en la sociología y en el urbanismo, introduce la «cuestión urbana». No es sólo un problema sociológico, sino que se presenta como un problema espacial. El espacio se muestra como una dimensión que trasciende la geometría y la distancia, y que desborda también la mera consideración como continente o soporte. De la noción banal del espacio se eleva a una noción, en principio, social del espacio. Se habla, aunque no se le defina con precisión, de un «espacio social». El protagonismo del espacio deviene un lugar común. Una circunstancia que explica la notoria resistencia de algunos geógrafos radicales a considerar el espacio como un elemento de la construcción teórica. El «fetichismo del espacio» ha sido, durante años, un argumento destacado de sociólogos y geógrafos, a modo de exorcismo. El «fetichismo del espacio», entendido como perspectiva que «iguala todos los fenómenos sub specie spatii y considera las propiedades geométricas de los modelos espaciales como fundamentales» (Harvey, 1982). Durante años se mantiene una actitud reacia a considerar el espacio como una dimensión de lo social. Una actitud surgida de la sociología estructuralista, formulada por Castells, y aceptada y extendida por la geografía radical. Provocará un notable retraso en la construcción teórica del mismo como un producto social y en el desarrollo de una teoría social del espacio. El cambio representa un giro esencial. Del fetichismo del espacio he-
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mos pasado a la intensa preocupación por el espacio. La organización del espacio se convierte en enunciado relevante en la geografía radical. El uso del término espacio se generaliza en las ciencias sociales, con especial intensidad en disciplinas como la sociología, economía política y geografía, a partir del decenio de 1960. Su empleo se impone en la década siguiente. El uso del mismo muestra que se maneja con acepciones muy diversas y que predomina un empleo metafórico del mismo. Las metáforas espaciales adquieren especial significación en las ciencias sociales. El espacio adquiere una dimensión ambigua. La polisemia del término espacio resulta un rasgo sobresaliente de este uso. En un primer momento como el espacio social de la ciudad, en cuanto que es en la ciudad en plena mutación donde saltaron de manera más evidente los desajustes entre «la diferenciación social de la ciudad y distribución del espacio» (Ledrut, 1968). Permite descubrir, a través de la mediación capitalista, ese carácter del espacio, más allá de las nociones culturales imperantes, que lo identifican como soporte, sustrato físico o mera extensión. La propia praxis social contribuye también en la época expansiva del capitalismo y en los momentos de plena eclosión urbanizadora a hacer patente el carácter de producto que el espacio tiene. El espacio se produce socialmente, se compra y vende. Es producto y es mercancía. Tiene valor de uso y de cambio. Se consume y se destruye. El tránsito de la noción de espacio social a la noción de producción del espacio y a la elaboración teórica como concepto tiene lugar en pocos años y se realiza de forma progresiva. Construir sobre las nociones los conceptos y la teoría fue el objetivo del decenio de 1970. Desde el marxismo independiente y creador, y en torno a la sociología y el urbanismo. También desde la geografía. Algunas líneas básicas de ese proyecto teórico sobre el espacio pueden esbozarse al cabo de casi tres decenios. Es la primera vez que el tradicional objeto con el que se ha identificado la geografía, el espacio, va a ser objeto de un esfuerzo de conceptualización sistemático, en el marco de una teoría social. Se parte de una doble consideración: la evidencia del papel que el espacio desempeña en el mundo capitalista contemporáneo, y como consecuencia en la problemática política y social. Es lo que impulsa a incorporarlo al marco de la teoría social. Por otra parte, el presupuesto de que esa incorporación es posible desde la epistemología marxista. La production de l'espace, aparecida en 1974, es el fundamento y referencia obligada de cuantos esfuerzos de construcción de una Teoría Social del Espacio se llevan a cabo. Facilitó una sensible reorientación teórica, cuyo centro será, precisamente, el concepto de «producción del espacio». «El espacio no es un epifenómeno como lo es para la ciencia regional, sino un elemento central al proceso de acumulación» al mismo tiempo que un eslabón permanente en los procesos de diferenciación social que genera el capital. Estos procesos están en la base del desarrollo desigual, en cuanto éste no es sino el resultado del proceso de acumulación capitalista, generador natural de desigualdad espacial.
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Los enfoques marxistas representan el esfuerzo más consistente en este desarrollo de una geografía del espacio capitalista, elaboración que tiene como telón de fondo la obra de H. Lefebvre sobre la producción del espacio, primer intento por establecer un discurso crítico sobre el espacio y sobre las descripciones del espacio, en cuanto aproximaciones parciales a lo que hay en el espacio, y una propuesta de construcción teórica sobre el espacio. 4.2.
LA FUNDACIÓN DE UNA GEOGRAFÍA MARXISTA
El espacio como producto social permite articular el desarrollo teórico de una geografía marxista en la que los procesos de circulación del capital y de acumulación capitalista se contemplan como procesos espaciales. El espacio como mero contenedor o como simple reflejo social deja paso al espacio como integrante de la dinámica reproductiva del capitalismo contemporáneo, como un instrumento privilegiado de producción de plusvalía y de reproducción del sistema social. A pesar de las diferencias que matizan el proceso constructivo de una teoría marxista de la geografía, se puede afirmar que constituye el núcleo de la misma la consideración teórica del espacio en el marco del análisis marxista, reclamada por algunos geógrafos desde principios de los años setenta. Es lo que hizo M. Quaini, desde una reivindicación de la tradición cultural y filosófica de la Ilustración y del pensamiento marxista. Lo formulaba como un proceso de fundación epistemológica de la geografía. Se planteaba desde una recuperación de Marx, que asegurara a la disciplina el salir de la erudición simple y del mero «saber apologético». Finalidad que sustentaba en la consideración de que la crítica de Marx a la economía conlleva «la crítica de la geografía». Quaini basaba esa crítica en las conocidas palabras de Marx respecto del tratamiento de la población en los Fundamentos de la Crítica de la Economía Política. Quaini asociaba esa crítica con la geografía humana. Resaltaba Quaini el giro de la geografía, que atribuye a Ratzel, que implica la reducción del hombre al estado biológico, de tal modo que «la historia humana queda absorbida en la historia natural y la geografía humana reducida a geografía física» (Quaini, 1974). Consideraba que en el marxismo subyace una «teoría de la historia, un análisis de la sociedad e incluso una geografía», entendiendo ésta como «la historia de la conquista cognoscitiva de la Tierra y su construcción regional» vinculadas con la propia organización de la sociedad. La obra de Quaini es un trabajo de rastreo por la obra de Marx y Engels tras las huellas de elementos de análisis espacial o relacionados con las implicaciones Hombre-Naturaleza. Muestra Quaini una concepción de la geografía que no parece liberada de la tradición; es decir, de las relaciones Hombre-Medio, aunque pretenda plantear esas relaciones desde una perspectiva distinta, fundamentada en un entendimiento histórico de tales relaciones. No se planteaba, ni
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elabora, por tanto, una reflexión abstracta sobre el espacio ni sobre la geografía a la luz de los presupuestos marxistas. Esta orientación aparece, en cambio, entre los geógrafos anglosajones. El punto central de este interés por fundamentar una geografía de raíz marxista está, desde el decenio de 1970, en la preocupación por aprehender los procesos con los que el capital construye su propio espacio. Es desde la perspectiva de una reflexión sobre el espacio del capital y del capital en el espacio de donde surgen las elaboraciones teóricas sobre las que se apoyan quienes pretenden construir una teoría social del espacio para la geografía. La atención prestada al espacio económico y a los fenómenos de desigualdad en el desarrollo se encuentra en la base de esta indagación geográfica. Los nuevos enfoques hacen posible plantear una geografía desde los postulados críticos del marxismo, sobre todo en el ámbito anglosajón: desde las propuestas y análisis de D. Harvey y D. Massey a las de N. Smith. El geógrafo americano ha sido el que de modo más continuado y consciente ha abordado el objetivo de construir un marco teórico para la geografía, como disciplina social, en la tradición marxista. El «materialismo geográfico-histórico», según lo denomina este autor, es la expresión conceptual de ese esfuerzo (Harvey, 1984). En la vía de incorporar el espacio a la teoría social marxista, de recuperar, como decía Lefebvre, el tercer término de la trilogía marxiana, la Tierra. El punto de partida es la consideración de los fenómenos espaciales, más como procesos que como situaciones estáticas. La atención a los procesos constituye, para Harvey, un rasgo destacado de la evolución en la geografía. El desplazamiento del centro de interés del conocimiento geográfico «desde el estudio de tipos (patterns) al estudio de procesos» aparece como obligado en el desarrollo de la disciplina. Para Harvey, se trata de reorientar las técnicas de análisis geográfico en esa dirección, como fundamento de una geografía «revitalizada y más relevante» (Harvey, 1988). Procesos que tienen que ver con los cambios geográficos en el mundo actual. Plantea las modalidades a través de las cuales esos cambios surgen de los cambiantes «flujos de dinero, capital, mercancías y personas». Se contemplan las razones de los mismos. Los fenómenos espaciales adquieren el carácter de manifestaciones de la propia dinámica del capital, en relación con los procesos de acumulación que enmarcan la reproducción social. Un planteamiento que desarrolla la obra de Neil Smith sobre la dinámica del capitalismo y el desarrollo desigual (Smith, 1990). Éste es interpretado como un producto necesario en el proceso de acumulación capitalista. Es la consecuencia de la contradictoria tendencia del capitalismo a la homogeneización de las condiciones de producción, por un lado, y a la diferenciación regional, por otro. Contradicciones que tienen, por tanto, una expresión espacial, es decir, geográfica, directa. La organización del espacio resulta un producto directo del propio desarrollo capitalista. Estos enfoques se caracterizan por el protagonismo que otorgan al capital como agente geográfico, en el marco de los procesos de acumulación capitalista y de reproducción social del sistema. Enfoques comple-
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mentados, desde una perspectiva crítica, por algunos autores que reclaman una mayor consideración al Trabajo, esto es, a los trabajadores, como factor determinante de los procesos espaciales contemporáneos (Herod, 1997). Se trata de enfoques influidos por las teorías estructuracionistas, que parten de la consideración de las instituciones y de los comportamientos sociales, vinculados con la actividad laboral. Desde la lucha de clases al mundo jurídico como factores reguladores de las relaciones entre capital y trabajo y, por ello, condicionantes de las prácticas espaciales, en el sistema social capitalista. La consecuencia es una rica y diversificada serie de enfoques y temas de estudio sobre el espacio. Van desde las condiciones históricas del desarrollo del capitalismo, los procesos de división internacional del trabajo, los orígenes históricos de los procesos de diferenciación espacial, hasta los enfoques de carácter local y regional. El proyecto de una geografía de fundamento marxista se inscribe en el movimiento de las geografías radicales, o mejor dicho, de la corriente radical en la geografía moderna. Sus aportaciones empíricas y teóricas marcan la producción geográfica en el tercio final del siglo XX . Completan, por un lado, las prácticas geográficas modernas. Han contribuido, por otra, a una formalización específica del objeto de la geografía.
CAPÍTULO 18
EL OBJETO DE LA GEOGRAFÍA: LAS REPRESENTACIONES DEL ESPACIO El largo siglo transcurrido desde los primeros intentos de construir una geografía científica nos ha dejado, al final, una tradición. Tradición en cuanto al pensamiento, esto es, en cuanto a la forma de pensar los problemas de la geografía. Tradición en cuanto a los centros de interés y preocupaciones que definen el campo geográfico, que constituyen la práctica geográfica. Esa tradición representa una herencia que merece, como mínimo, el calificativo de rica y diversa. Esta tradición forma parte de la historia de la geografía moderna. A lo largo de este período, la geografía ha delimitado una serie de campos o cuestiones identificadas de alguna forma con su propia razón de ser, que difícilmente podemos separar o excluir de esa historia y de ese legado. Pertenecen a ella, forman parte de él. Y a esas cuestiones van unidas los diversos conceptos clave, con los que la geografía se ha construido en estos años. Lo que podemos identificar como el objeto de la geografía; en realidad, los objetos de la geografía moderna. Sobre soportes teóricos, ideológicos y epistemológicos distintos, los geógrafos han buscado construir un campo de conocimiento, una ciencia, una disciplina, una alternativa. En ese empeño han tratado de construir un objeto para la geografía. Desde el medio, de los primeros geógrafos modernos, al espacio como producto social hay un largo recorrido. Las distintas sensibilidades geográficas desarrolladas en el devenir reciente de la disciplina han proporcionado campos nuevos, perspectivas renovadas, enfoques y también objetos. Todas estas perspectivas, enfoques, términos, nos descubren el esfuerzo por delimitar la noción de espacio y convertirlo en un concepto geográfico. Construir un espacio geográfico ha sido la tarea consciente o inconsciente de los geógrafos. Un esfuerzo encaminado a definir la razón de ser de la geografía y establecer la naturaleza de su objeto. La diversidad es el rasgo más destacado de este esfuerzo. Nos queda la herencia de estas numerosas representaciones del objeto de la geografía. El espacio ha sido, de una forma u otra, componente significado de la geografía moderna. Desde posiciones tan contrapuestas como las de Hettner
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y los neopositivistas, la geografía se ha considerado una «ciencia del espacio», o una ciencia de la «organización del espacio». Y por unos y otros se ha reconocido que la geografía tiene que ver con el espacio. Comparten esta concepción geógrafos radicales y geógrafos humanísticos. Las geografías feministas reconocen, también, este objeto (Feminist, 1997). El espacio aparece como telón de fondo o como expresión directa de las preocupaciones geográficas. En términos de Harvey, se puede decir que la historia de la geografía se confunde con la historia del espacio (Harvey,
Sin embargo, este espacio no ha sido contemplado de igual forma a lo largo de esta historia de la geografía. Tampoco ha sido entendido en los mismos términos, ni contemplado con las mismas perspectivas. Hay que resaltar que el modo de entender el espacio difiere y que el acento se coloca, en cada caso, en aspectos distintos. Se habla de lugares, de paisajes, de regiones, de configuraciones espaciales, de espacio social. Constituyen distintas formas de representar el espacio como objeto geográfico. Diferencias terminológicas que no son inocuas. Descubren perspectivas contrapuestas en el entendimiento del objeto de la geografía. El telón de fondo espacial no asegura una común concepción del espacio. Por el contrario, estas diferentes nomenclaturas nos indican marcos teóricos distintos. El espacio se transmuta en sinónimos que, en realidad, son alternativas. El vínculo entre teoría social y concepto de espacio es esencial (Simonsen, 1996). La conceptuación del espacio geográfico está condicionada por la concepción subyacente de la geografía. Tras el uso único del término espacio se encuentran marcos teóricos e intelectuales contradictorios. Establecen las específicas determinaciones del espacio geográfico como objeto distinto y elaborado de la noción de espacio. El espacio es, en primer término, una noción vinculada a la dimensión espacial de la vida humana. Sólo a posteriori se transforma en un concepto construido. Esta construcción se produce en el marco de la cultura occidental. Su expresión más elaborada se encuentra en la geografía. 1969).
l. De la experiencia al concepto: la construcción del espacio
El espacio es un término de amplio uso, incorporado a campos tan diversos como la matemática y la lingüística, además de la economía y la propia geografía. No son equiparables sus acepciones en estos campos, pero responden, como la propia noción de espacio, a un trasfondo común, vinculado, en origen y de forma general, a la propia experiencia humana. Esta experiencia se trasluce en nociones de carácter espacial. Descubren la percepción espacial, pero no conceptualizan esta dimensión. Nuestras experiencias inmediatas sobre el entorno van asociadas a los objetos que lo constituyen. La diferenciación que establecemos, en relación con los caracteres de estos objetos o de la ubicación que presentan, permite distinguir, entidades distintas, sitios y lugares diversos.
OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
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Esta espacialidad humana conlleva que el espacio forme parte inseparable de la práctica social y que, por ello, las nociones espaciales, de igual modo que las metáforas espaciales, constituyan un componente habitual del lenguaje. Lo cual no significa que se trate de geografía ni de nociones o lenguajes geográficos. El espacio es una dimensión social con la cual tiene estrecha relación la geografía, pero no podemos confundir una con otra. El espacio de los geógrafos, el espacio geográfico, representa una elaboración o construcción específica de esa dimensión social, es decir, el objeto de la geografía. Elaboración o construcción que ofrece propuestas y perfiles muy variados, de acuerdo con el soporte teórico y la concepción de la geografía. Entre las nociones espaciales y los conceptos geográficos se encuentra la construcción consciente de una representación del espacio. 1.1.
LUGARES, SITIOS, TERRITORIOS
Lugares y sitios constituyen nociones de significado puntual. En ambos casos, su origen atestigua también cómo se les atribuye una definición locativa, una condición estable e individualizada. Locus y situs, en latín; orte y stelle, sus equivalente en lengua alemana, definen ubicaciones. Se atribuyen a la condición de establecimientos, de asentamientos. Unos y otros se refieren a una determinación espacial diferenciada. El sitio, como el lugar, tienen un carácter limitado. «Hacer sitio», como «dejar su lugar», son expresiones que, en castellano, y también en alemán, vienen a indicar sustitución, en la medida en que se ocupan espacios delimitados. Tienen carácter puntual y fijo. La localidad define la ubicación precisa, exclusiva, distinta, singular. Los lugares lo son porque se ubican de forma específica, cada lugar en su propia ubicación. De modo similar, sitio identifica el resultado de una acción espacial: la de situar, es decir, ubicar. Es el significado de Situs y de los términos relacionados. Conlleva la acción de poner. Poner es situar. Así ocurre en la lengua alemana con Stelle. Sitio es el espacio preciso y único que resulta de la misma. El estrecho parentesco entre Sitio y Lugar es probablemente más directo en lengua latina y en sus derivados que en el alemán, aunque también en esta lengua, la confluencia de significados es manifiesta. El lugar y el sitio responden a una experiencia que destaca, ante todo, la ubicación. Matiz distintivo respecto de otro término espacial de uso generalizado y de origen griego, «plaza», a medio camino entre lugar o sitio y espacio. El sentido originario le acerca al de espacio. Plaza proviene del griego plateia odos, es decir «calle ancha». Significado que hereda el latín y que se incorpora en los otros idiomas derivados del latín y de influencia latina, caso del alemán. Supone amplitud, ensanchamiento. De ahí su acepción principal que viene a identificar este espacio urbano diferenciado por la apertura, por el desahogo, en el marco del callejero.
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Más allá de esta significación inicial y principal, «plaza» se ha incorporado como un término espacial ambivalente. Por un lado equivalente a sitio o lugar. «Tener plaza», «asentar plaza», «cubrir plaza», «ocupar plaza» no difiere de tener sitio, ocupar sitio, es decir establecerse o «situarse». Expresiones del tipo «en plaza» se vinculan, en cambio, con lugar. Como el propio término, ya en desuso, de «plaza de soberanía» para referirse a localidades. El español es rico en estas acepciones del término. Y en no menor medida lo es el alemán. Por otra parte, plaza, desde su acepción original, se vincula con la noción de espacio. La «plaza de mercado», como la «plaza de abastos», no está lejos del espacio contenedor. «Hacer plaza», en español supone la acción de despejar; y «plaza de armas», además de lugar, supone el atributo de extensión, de apertura. No lejos de la acepción primaria de espacio, como atestigua el uso del término plaza, no recogido por la Academia, como unidad de medida agraria en ciertas áreas del Norte de España. Plaza constituye, desde esta perspectiva, un término puente con espacio, en que se pone de manifiesto el vínculo de uno y otro término con la acción de ensanchar, y en relación con ella, la amplitud o apertura, inherente al término espacio. Lugar, sitio, plaza, entre otros términos, descubren el lado de la experiencia humana. Identifican espacios de la experiencia. Casi como datos de observación, aunque todos ellos conllevan un alto grado de elaboración conceptual. Es la diferencia esencial con espacio, por cuanto este término representa una elaboración abstracta, intelectual, ajena a la experiencia directa. 1.2.
LA NOCIÓN DE ESPACIO
La palabra «espacio», en su procedencia latina, como la equivalente raum en el ámbito germánico -y por tanto sus derivaciones en el ámbito de las lenguas germánicas-, apunta a la abertura, a la latitud o amplitud. De forma muy directa aparece en el término alemán raum, cuyo origen alude a la apertura del bosque, con la creación de claros o descubiertos en la masa del mismo. De modo más indirecto se manifiesta en el término latino, que descubre acciones equivalentes. Esta coincidencia permite considerar la noción de espacio vinculada a algunos atributos que definen el contexto espacial. En primer lugar la extensión. El espacio implica extensión y, en cierta manera, amplitud. Porque aunque la cualidad extensa pertenece también a lo muy reducido, es evidente que el término conlleva una cierta nota de desarrollo, como se induce del adjetivo espacioso, que comporta una evidente connotación de latitud. El espacio tiene que ver con lo dilatado, con lo vasto en dimensión, con lo abierto; y por consiguiente, con la distancia. El término espacio alude al intervalo entre las cosas. El espacio como amplitud definida por el intervalo que separa los objetos. El espacio supone separación, distancia, extensión. La extensión es una cualidad propia del espacio en relación con el carácter multidimensional del mismo. El espacio como concepto trasciende lo puntual y se identifica, en cambio, con, al menos, las dos dimensiones, y
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siempre con lo tridimensional. Engloba y absorbe los componentes de carácter puntual o de ubicación concreta, identificados en esos términos y conceptos espaciales como «lugar», «sitio», «plaza», entre otros, cuyo parentesco con espacio es evidente. Es la noción de espacio la que permite trascender el lugar concreto, el sitio y ubicar lo que son elementos singulares en un marco general. El espacio apunta a otras dimensiones de la experiencia y de la práctica humana. La noción de espacio identifica una cualidad, de carácter relacional, que surge de las prácticas sociales, que acompaña a éstas: la cualidad de la amplitud, de la apertura que genera holgura, de la disponibilidad superficial y del desahogo. A ello alude el término en su raíz etimológica, de modo muy claro en alemán, y de forma más indirecta en latín y griego: se trata de la acción y del efecto de aclarar o ahuecar el bosque, de expandir, de crear holgura, de despejar. El término spatium en latín, como el de choca en griego, o el de raum en alemán, forman parte de un conjunto léxico en que priman estas acciones, estas prácticas, que hacen del espacio, en definitiva y de modo harto significativo, un producto, el producto de un determinado tipo de prácticas humanas. Tanto en latín como en alemán el término espacio aparece vinculado, en sus raíces semánticas, con el sentido de ordenar, de organizar. En alemán esta relación es directa y actual, en la medida en que un verbo como aufraumen significa poner en orden. En latín esa relación aparece en el ámbito de la familia léxica de spatium, con particular relevancia en el caso de conditor, cuya acepción básica responde al sentido de ordenar o disponer con orden, de estructurar. Desde el griego al alemán, ese vínculo entre espacio y orden aparece como una constante y en el ámbito grecolatino se expresa a través de las representaciones que identifican el espacio celeste como mundus o uranus, expresiones contrapuestas a la de caos. El mundo se refiere al espacio armónico que se supone constituye la bóveda celeste, con sus esferas y movimientos acompasados y regulares, permanentes. A través de todas estas expresiones, que tienen que ver o se vinculan con el concepto de espacio, se muestra la idea fundamental de la ordenación. Esta elaboración social de la experiencia directa del proceso de transformación social de la Naturaleza es concebida como una acción ordenadora, tiene relación con una actividad productora de objetos, que es al mismo tiempo productora de extensión, de amplitud, de la cual surgen relaciones espaciales. Asociamos extensión con objetos. La noción espacial más extendida en todas las culturas humanas se corresponde con esta relación entre objetos que surge de la experiencia. Una acción ordenadora que se traduce en amplitud o extensión y de la que proviene nuestra noción de espacio. El tránsito de la noción de espacio, de carácter sensorial, al concepto de espacio, de naturaleza intelectual, se encuentra, paradójicamente, en un proceso de vaciado. La extracción de los objetos supone una operación intelectual, significa vaciar la Naturaleza y representarla como un recipiente, como un contenedor. El vaciamiento de la experiencia sensible es el fundamento de
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los muy diversos conceptos de espacio que utilizamos: desde el que aplicamos al espacio exterior o el que se utiliza en matemáticas, el espacio geométrico. Esta actitud reductora de la experiencia pertenece a la cultura occidental, es un producto de la invención griega y constituye un componente básico de la cultura geográfica. Constituye la primera forma de elaboración del espacio como un concepto y es el núcleo del saber geográfico. Supone identificar el espacio como contenedor, tal y como lo define, en castellano, la propia lengua. Es una noción abstracta desde su origen. El espacio adquiere carácter objetivo, y puede llegar a entenderse como algo existente en sí, al margen de los objetos que lo hacen real, al modo como podemos imaginar una habitación vacía, metáfora directa de nuestra noción de espacio. Dimensión abstracta cuya proyección derivada directa ha sido, en todos estos ámbitos idiomáticos, la de hueco limitado, es decir, la de contenedor, cuyo mejor símil es el que utiliza Aristóteles, al respecto: la vasija. Pero que encarna, plenamente, en la acepción moderna de raum en alemán, en la medida en que raum identifica siempre el espacio hueco delimitado y disponible, aplicado, en especial, a la vivienda. Raum es, ante todo, el espacio para ocupar, la habitación, descubriendo así de modo directo el vínculo del término con la noción de contenedor. Acepción que falta, en cambio, en las lenguas románicas, que tampoco disponen de la rica familia de acepciones y locuciones que acompañan a la existencia de formas verbales cuya raíz es, precisamente, raum. Éstas comparten, con las germánicas, con el griego y, por supuesto, con el latín, la acepción del espacio como contenedor o continente, y sus acepciones y usos derivados, que muestran ese fondo fundamental de despejar, extender o crear amplitud, según aflora, en español, en el verbo espaciar, o en la expresiones «hacer espacio», «dejar espacio», o en adjetivos como «espacioso». 1.3.
DEL ESPACIO CONTINENTE AL ESPACIO ESCENARIO
El concepto del espacio como un contenedor o soporte de las acciones humanas, simple escena del devenir social, a modo de gran tablero o retablo, constituye una de las representaciones básicas del espacio, en la geografía y en la cultura occidental. Corresponde con la concepción geométrica o matemática que elaboran los griegos, Euclides en particular, y que denominamos espacio euclidiano. Concepto que la geografía griega convierte en cimiento de su proyecto. Es un espacio neutro, isomorfo, isótropo, infinito, uniforme. Se trata de un espacio material, de naturaleza geométrica, entendido como extensión. El espacio como una superficie objetiva, en la que se sitúan y ubican, tanto los fenómenos físicos como los sociales o políticos. El espacio escenario es, en lo conceptual, un espacio vacío, un espacio continente o contenedor, que tanto puede representarse lleno de objetos y actores como desprovisto de ellos.
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Es el concepto de espacio que elaboran los griegos y que la geografía incorpora en sus orígenes. El espacio como un receptáculo en el que los objetos son meros añadidos, de los que se puede prescindir y a los que se puede ubicar y mover. El espacio como un escenario, como un retablo, en el que se pueden colocar los elementos físicos, los acontecimientos y las acciones de los hombres. Es la concepción que incorpora Estrabón como espacio de la geografía, como objeto de ésta, en la medida en que la Tierra aparece como «la escena de nuestras acciones». El espacio como escenario o retablo de la acción humana. Profundamente anclada en nuestra cultura, impregna no sólo nuestras representaciones geográficas sino nuestra más radical concepción del propio espacio como concepto cultural. El espacio continente constituye un componente básico de la cultura espacial occidental (Hall, 1973). El espacio continente es un concepto y representación propia de la cultura occidental, grecolatina, que reconocemos en la formulación moderna de I. Newton, al distinguir «espacio absoluto» y «espacio relativo» como dos conceptos contrapuestos. El primero como «el que se manifiesta en su propia naturaleza, sin relación con nada exterior, y permanece siempre igual a sí mismo e inamovible», según lo definía Newton. Es decir, el espacio geométrico o euclidiano, también denominado espacio
En el discurso geográfico constituye un concepto vinculado a la cultura geográfica occidental, a la tradición cultural grecolatina, y entendido como continente o escenario constituye la más vieja representación geográfica. Una forma de entendimiento del espacio incorporada a la geografía moderna, a través de la formulación kantiana. Es el concepto que Kant recupera en la segunda mitad del siglo XVIII . El espacio como categoría y como «escena de nuestras experiencias». Es el concepto de espacio que reivindica R. Hartshorne, como home of man, como la habitación del hombre, en el marco de una geografía considerada como «la descripción científica de la tierra como mundo del hombre» (Hartshorne, 1939). El espacio terrestre vinculado al hombre habitante, tal como lo sintetizaba Le Lannou, y como lo enunciaba Cholley al referirse a la geografía como «una especie de filosofía del hombre considerado como el habitante principal del planeta». Forma parte de una tradición conceptual del espacio en la geografía moderna, vinculada, sobre todo, con la geografía cultural y regionalista. La concepción del espacio como contenedor valora el efecto de la situación y hace de ésta una condición geográfica. Los espacios están ubicados. Su localización es única; el lugar es, por definición, exclusivo, singular. El carácter excepcional del espacio-lugar que, en la tradición kantiana, promueven los geógrafos regionalistas americanos, responde a esta naturaleza del espacio. La diferencia como cualidad básica del espacio geográfico. Dimensión que no pertenece sólo a una de las viejas tradiciones geográficas sino que configura una parte de las propuestas más recientes, bajo diversas formulaciones, en la Geografía posmoderna y post-estructuralista (Simonsen, 1996; Soja, 1996). matemático.
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Es el espacio de la areal differentiation de los anglosajones y, en su expresión más reciente, de las concepciones vinculadas a las nociones de localidad y lugar, así como en otras modalidades, que hacen hincapié en la función segregadora de la ubicación, como fundamento de lo que se ha llamado el «espacio como diferencia» (Simonsen, 1996). Espacio como diferencia o espacio-localidad, que privilegia la localización, como un rasgo relevante del espacio geográfico y como un factor determinante de los procesos sociales. De forma harto paradójica se asimila al espacio de la «nueva» geografía, analítica, que aflora tras la segunda guerra mundial. La concepción básica que trasciende es la de un espacio-geometría, que no se distingue del concepto de espacio-escena que prevalece en Hartshorne. El cambio radica en sustituir el interés por las localidades o lugares del espacio, por el interés por la distribución espacial de esas localidades. La geografía analítica se desinteresa por las localizaciones absolutas, por los sitios, lugares, regiones, áreas, pero valora las localizaciones relativas, las relaciones que se producen entre esos diversos puntos del espacio, el modo en que se ubican los fenómenos sociales. El cambio de objetivos no cambia el objeto de referencia, que sigue siendo un espacio entendido como extensión y percibido geométricamente. El espacio aparece como un plano y en él se contemplan las formas de la distribución que los hechos sociales presentan. Es un espacio isomorfo apto para el análisis de la localización e interacción espacial, descritos en términos geométricos, a base de redes, flujos, agrupaciones, que pueden ser abordadas desde la perspectiva de las relaciones espaciales con instrumentos de análisis de carácter general. El concepto de organización del espacio se refiere a un espacio neutro y vacío susceptible de recibir y ordenarse de acuerdo con las prácticas humanas. Subyace una concepción funcionalista del espacio geográfico. Son las conductas de las poblaciones o grupos sociales, de acuerdo con sus necesidades y cálculos, las que condicionan los procesos espaciales, las que determinan la organización del espacio y las estructuras espaciales. Las distribuciones espaciales que resultan de estas conductas son el objeto de interés del geógrafo. Las preguntas básicas que los geógrafos analíticos identifican muestran esa concepción. Son preguntas del tipo de ¿por qué determinadas distribuciones espaciales están estructuradas de una cierta forma?, pregunta que es considerada «fundamento de nuestra ciencia», por estos geógrafos (Abler, Adams y Gould, 1971). El espacio como concepto central de las geografías analíticas que surgen a mediados del siglo XX se perfila como una estructura derivada de la actividad social: «la gente genera procesos espaciales para satisfacer sus necesidades y deseos, y estos procesos dan lugar a estructuras espaciales que a su vez influyen y modifican los procesos geográficos» (Abler, Adams y Gould, 1971). La organización espacial se contempla desde la perspectiva de la distribución y localización de los fenómenos sociales. El espacio aparece como expresión geométrica de la actividad social. La novedad del planteamiento analítico es metodológica; lo que transforma es la forma de abordar ese espacio y el objetivo de su análisis. En re-
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lación con ello está su énfasis semántico. La escuela analítica convierte el en objeto explícito de la geografía. Introduce como concepto hegemónico el espacio, como representación renovada de la geografía moderna. Un concepto que hace del espacio una entidad de apariencia objetiva, una realidad independiente de los sujetos, la condición de la existencia de éstos. No ha sido la única perspectiva geográfica del espacio. Éste aparece también como un producto del sujeto. Frente al espacio objetivo o matemático el espacio subjetivo. espacio
2. Espacio objetivo y espacio subjetivo
Fueron los filósofos del existencialismo los que primero resaltaron esta dimensión espacial de lo humano. Lo hacían desde una concepción puramente subjetiva y existencial, y desde la oposición al concepto de espacio continente, por ellos denominado «espacio matemático». Responde, en este caso, a la percepción del espacio como la forma en que se produce la existencia humana: «El sujeto ontológicamente bien comprendido, el "ser ahí", es espacial», según decía Heidegger. Equivalente al «ser en el mundo» del mismo autor. La materialidad del espacio, desde estas perspectivas, es inseparable de las diversas representaciones que la sociedad construye para interpretarla. El espacio no es una categoría ajena ni un objeto contrapuesto al sujeto social. El espacio no es una entidad independiente de la sociedad y del sujeto. El espacio forma parte de la humanidad que no puede existir ni desenvolverse fuera de esa dimensión, que es consustancial con su propia existencia social. La percepción de esta dimensión espacial inherente a la propia naturaleza humana aparece en la psicología alemana del primer tercio de nuestro siglo, en la obra de G. Dürckheim, dedicada precisamente al «espacio vivido»; y en la contemporánea de E. Minkowski, así como en la psicopatología, en relación con los trastornos de la motricidad vinculados con las percepciones espaciales, ámbitos médicos de los que apenas trascendió. Es E. Cassirer el primero que aborda el problema del espacio en un marco cultural más amplio, fundamentado en el análisis histórico y etnográfico, a partir de una rica información, tanto en su relación con el lenguaje como desde la perspectiva cultural, de la construcción mítica y de la conformación de un pensamiento conceptual (Cassirer, 1923-1929). Este vínculo original de la espacialidad con la investigación de carácter existencial y con el espacio subjetivo o vivencial en el primer tercio de siglo, paralelo al que se suscita en relación con el tiempo y el concepto de durée (duración), que introduce Bergson, es decir, el «tiempo vital», provocó que la nueva concepción del espacio se opusiera a su dimensión empírica. El espacio «matemático» o geométrico es considerado en oposición al espacio vivencial o vivido, entendido «como medio de la vida humana». Para el análisis existencialista y, en general, fenomenológico, el espacio geométrico, es decir, euclidiano, no es sino un vaciamiento del espacio vivido,
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una reducción de éste a mero objeto, «prescindiendo de las diversas relaciones vitales concretas» (Bollnow, 1969). Sin embargo, el espacio vivido, es decir, las representaciones espaciales vinculadas con nuestra experiencia, práctica y mental, con el espacio como dimensión social, ni se opone ni sustituye al espacio como realidad empírica y como continente. Es otra representación del espacio. De modo análogo, el espacio continente responde a la práctica operativa y mental, en la medida en que la producción de ese espacio no puede ser disociada del «proyecto», de la construcción mental que lo sustenta. Praxis e idea no son dos elementos contrapuestos y disociados como sujeto y objeto sino dos planos tan vinculados entre sí como el propio sujeto y el espacio en que se desarrolla. Acción e idea responden a un proceso unitario. La separación entre ambos, tal y como la introducen los existencialistas, parece impropia. Uno y otro responden a distintos discursos que aparecen en el caso del espacio geográfico. Discursos que podemos sintetizar en tipos básicos, que responden a concepciones distintas del espacio. El espacio como continente o escenario; el espacio como naturaleza, el espacio como objeto y materialidad social, el espacio como representación subjetiva. Diversas propuestas conceptuales del espacio que tienen su proyección en la elaboración del objeto de la geografía. 3.
El espacio natural: medio geográfico y paisaje
La concepción del espacio como naturaleza, la identificación natural del mismo, ha tenido y tiene un predicamento destacado. El espacio geográfico se identifica con la materialidad del sustrato natural. Es equivalente a Naturaleza. La formulación geográfica más acabada y extendida corresponde con el concepto de milieu, o su equivalente environnement, acuñados en Francia e insertos, como conceptos clave, en la geografía moderna. El «medio», que debe entenderse «medio físico» o «medio natural», y el «environment», que de igual modo debe completarse como «environment» físico o «environment» natural, identifican el complejo natural. 3.1.
EL MEDIO: EL ENTORNO FÍSICO
El «medio» -el medio geográfico- identifica, en la concepción geográfica moderna, el entorno o ambiente en el que se desenvuelven, por necesidad, los seres humanos, la sociedad humana. En su origen, el término medio fue acuñado por un historiador o filósofo de la historia, H. Taine, para referirse a los factores físicos, con una amplitud mayor que la moderna. Los investigadores sociales franceses, como F. Le Play, lo emplearon para el entorno rústico, en el marco de una ideología de marcado ruralismo. Una de las ideas matrices de esta ideología católica, de perfil conservador, en el marco de la Europa capitalista industrial y urbana, será la de
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la armonía y estabilidad. Es decir, los atributos propios del pays, esto es, del territorio de las comunidades rurales. Éstas serían un ejemplo de integración entre sociedad y naturaleza, en oposición a los rasgos sociales de los ámbitos obreros y urbanos identificados con el desorden, inestabilidad, desintegración y conflicto. La asociación entre comunidad y medio, en el marco del presupuesto de la adaptación estable, tal como la propugnaba Le Play, asienta la elaboración del concepto. Cada medio natural se contempla asociado a un determinado tipo de organización social (Buttimer, 1980). La dependencia de la comunidad campesina del sistema agrario y éste de las condiciones físicas -geográficas- sustenta el enfoque de Vidal de la Blache y la elaboración del concepto de género de vida, que el geógrafo francés difunde. La expresión medio carece en castellano de la contundencia de su original francés, del que es mera traducción literal. No tiene la transparencia semántica que tiene en ese idioma. Sucede igual con environnement, respecto de ambiente. Esto explica la vinculación de ambos términos en nuestro ámbito lingüístico, con un carácter redundante, como se ha impuesto en los últimos tiempos, al hablar de «medio ambiente». En definitiva, corresponde al uso y percepción del entorno como elemento interactivo, a la manera que lo utilizamos para decir, por ejemplo, que «alguien se encuentra en su medio». Es la acepción que la Academia recoge del vocablo, como «elemento en que vive o se mueve una persona, animal o cosa». En efecto, de eso se trata: del elemento en que vive, en este caso, la sociedad humana. En el concepto de medio subyace, como esencial, la relación vital entre continente y contenido, en el sentido de un vínculo de carácter indisociable entre ambos. Hay reciprocidad y dependencia. Lo que distingue el espacio-medio es la naturaleza de esa relación. Lo que sutilmente expresamos con el vocablo medio es el hecho de que cosa, animal o persona se hallan inmersos en ese elemento de forma natural, al modo como el pez en el agua. Tiene un sentido que sobrepasa la mera acepción académica del término inmerso, demasiado limitado. La Academia sólo recoge para inmersión la introducción de un objeto en un líquido. Pero el uso habitual de la lengua es más rico, por cuanto se podría aplicar con igual verosimilitud al pájaro y el aire, por ejemplo. En su acepción darviniana supone que el espacio biológico no es sólo el contenedor en el que se desarrolla la vida. Ésta está asociada a su entorno de forma esencial. Se trata de un natural environment, del medio natural, o medio ambiente. El medio geográfico como expresión propia del medio biológico, dentro del marco de las relaciones entre el hombre y la naturaleza constituye uno de esos conceptos geográficos de la cultura actual. Como la propia cuestión de las relaciones hombre-medio. Sería ingenuo e improcedente reducir ese planteamiento a las coordenadas originarias, al determinismo ambiental positivista de la segunda mitad del siglo pasado. Tampoco podemos estar seguros, antes al contrario, de que ese entendimiento no sea componente sustancial de la cultura actual. En sus dimensiones ambientales o en un enfoque más rico y omnidireccional, la problemática de las
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relaciones sociedad-naturaleza, de las que la geografía hizo una de sus razones de ser -si no la razón de ser más consolidada y reconocida-, constituye, desde una perspectiva histórica y objetiva, un patrimonio fundamental del legado geográfico. La nueva representación espacial introduce una nueva dimensión representativa en la que la clave no se encuentra ya en lo geométrico, en lo situacional, sino en lo relacional. Debe entenderse como relacional entre agentes y acciones, por un lado, y su medio propio o inmediato, por otro. El espacio aparece así como objetivo, pero interdependiente. Es ajeno, pero activo. Es exterior, pero está presente. Se manifiesta como un medio conformador del individuo y de la sociedad. Por tanto, clave comprensiva de aquél y de ésta: individuo y sociedad responden a los caracteres del entorno, de su ambiente natural. Rocas, climas, influencias telúricas y astrales confluyen en la determinación del tipo humano y de la sociedad. La experiencia colonizadora, el rico alud de informaciones y de conocimientos sobre la gran diversidad de tierras y colectividades, de culturas y formas económicas, contribuyeron a asentar, con algunos ejemplos de apariencia definitiva, lo bien fundado de esta concepción. Ésta parecía hecha para entender la rica complejidad del mundo atrapado en la expansión europea. Pueblos y culturas del desierto; pueblos y culturas de los trópicos; pueblos y culturas de las montañas; pueblos y culturas de las tierras heladas; pueblos y culturas de las estepas, parecían confirmar con sus rasgos, con sus formas culturales y de vida, esa uniformidad. Uniformidad «determinada», impuesta por la «naturaleza», acabada expresión de la «adaptación» y, en última instancia, de la subyacente existencia de unas relaciones privilegiadas entre lo social y lo natural. Lo que Vidal de la Blache sintetizaba en una expresión de indudable resonancia: el «género de vida». En consecuencia, las «relaciones del hombre y el medio, entre los grupos humanos y las condiciones naturales» (Beaujeu-Garnier, 1971), se convierten en el eje de entendimiento del espacio. Constituyen una nueva percepción de este espacio, una nueva forma convencional de representarnos el espacio. Responde a la consideración de lo que Vidal de la Blache apuntó como la «influencia soberana del medio». En el medio se encuentra la clave explicativa de los fenómenos humanos, siempre ligados a un medio determinado, y sólo explicables por él. Dicho de otra forma, «el suelo es el fundamento de toda sociedad» (Demangeon, 1947). Subyace la convicción de que «entre los fenómenos físicos y los fenómenos de la vida hay relaciones constantes de causa y efecto», como destacaba el mismo autor. Porque «según estén colocados los grupos humanos en tal o cual marco geográfico se inclinan al cultivo, ya de palmeras, ya de arroz, ya de trigo; a la cría de caballos y de yeguas» (Demangeon, 1947). La vieja escena griega como espacio de la actividad política adquiere protagonismo. Ella también cuenta. Interviene en los movimientos de los actores humanos, los orienta en su proceder, les impone la necesidad de su imperio, les hace felices o aventureros, agricultores o comerciantes, parsimoniosos o agresivos, conquistadores o esclavos, prósperos o miserables.
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tético y tiene una connotación visual, que no es ajena al primitivo significado del término paisaje en el arte, aplicado a las representaciones de áreas rurales. El paisaje pictórico constituye la prehistoria del concepto geográfico. El tránsito desde el concepto local y pictórico a su dimensión cultural moderna y a su acepción geográfica se produce por la vía de la filosofía de la Historia. Es la filosofía alemana, en particular Hegel, el que transforma el paisaje local, concepto más descriptivo, en paisaje alemán, cargado con contenidos y alcance cultural que no tenía. El Landschaft viene a identificar la singularidad del espacio del pueblo alemán. El Estado, para Hegel, es la «encarnación del espíritu del pueblo», encarnación que tiene lugar en un espacio concreto, con el que se identifica el pueblo que lo ocupa y expresión de éste. Como Hegel dice, el espíritu del pueblo va unido «inseparablemente» a un espacio «que se corresponde perfectamente con el tipo y carácter del pueblo hijo de ese suelo». De tal manera que «El Estado... la naturaleza física del mismo, su suelo, sus montañas, el aire y las aguas forman su Landschaft, su patria», según resumía Hegel, en su Filosofía de la Historia. Pueblo y espacio se realizan, según Hegel, en una simbiosis cuya manifestación aparente es el paisaje, que vincula a la nación con un territorio propio, que le sirve a la nación como seña de identidad. Es el espacio-paisaje en el sentido hegeliano; por su perfil se identifica con el espacio-nacionalista o de la nacionalidad. Nacionalismo y espacio tienen algo en común. El segundo da asiento al primero, le proporciona cimiento, le asegura ubicación, le garantiza identidad. El espacio permite a la comunidad reconocerse como pueblo. Una concepción que recogía Ortega y Gasset al afirmar que «hay que acabar por reconocer una afinidad entre el alma de un pueblo y el estilo de sus paisajes... La Tierra prometida es el Paisaje prometido» (Ortega y Gasset, 1958). El espacio como paisaje no es ahora neutro, ni independiente, ni externo, ni isomorfo. Por el contrario, es un espacio-identidad, un espacio-nacional, un espacio subjetivo. El paisaje en la cultura alemana del siglo pasado es un concepto asociado al «espíritu alemán» (deutche Geist), que exalta y revaloriza todo lo alemán. Proporciona el trasfondo ideológico del concepto y explica su éxito, en la medida en que respondía a los «intereses de los grupos sociales dominantes» (Hard, 1969). De este marco cultural alemán, el concepto de paisaje pasa a la Geografía. El «paisaje» -Landschaft- se convierte en concepto clave de la concepción geográfica alemana. Se identifica como el objeto de la Geografía, de acuerdo con el interés cultural, científico, literario, estético y de concepción del mundo, por el paisaje alemán. Lo que facilita su difusión y la progresiva constitución de una geografía del paisaje, que se presenta como alternativa a la geografía naturalista de raíz positiva. La elaboración geográfica del concepto introduce nuevos elementos para su valoración y descripción de carácter genético y evolutivo. Se habla de un paisaje primitivo, el Urlandschaft; de un paisaje natural, Naturlandschaft, de un paisaje cultural, Kulturlandschaft, como manifestaciones y marcos de entendimiento de la elaboración del paisaje. En relación con los
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cuales están las diversas escuelas y formas de desarrollo de la geografía del siglo XX, como la geografía cultural americana introducida por C. Sauer en el primer tercio del siglo, y su equivalente en Francia, practicada por autores como M. Sorre, P. Gourou y M. Le Lannou. El paisaje responde a una percepción. Se identifica con la apariencia, con el aspecto. Es la imagen que presenta el espacio en un área determinada que, como tal, permite distinguirla, individualizarla. El paisaje otorga personalidad al espacio, le hace distinto. Se concibe como una totalidad que resulta de la combinatoria de múltiples elementos, físicos y humanos, y de una trayectoria histórica determinada. Como totalidad, en el sentido de las filosofías existenciales, no puede ser analizada de forma fraccionada. Su entendimiento es intuitivo, comprensivo. Se puede describir, pero no analizar. Responde más a la empatía artística o estética que a la disección científica. Su singularidad hace de él una entidad irrepetible, que transforma la superficie de la tierra en un mosaico de paisajes únicos. Aunque la geografía artística no sobrevivió a la segunda guerra mundial, la concepción paisajística de la geografía arraigó profundamente al identificarse con la geografía regionalista. El espacio como paisaje identifica una etapa destacada de la Geografía moderna, asociada a lo que se ha denominado geografía «clásica», en la medida en que el paisaje se confunde e identifica con otro concepto clave del espacio geográfico moderno, el de región. 4. La región: territorio y naturaleza
La región es un concepto geográfico que ha permanecido, durante mucho tiempo, como núcleo conceptual de la disciplina. Pero la región es, en origen, una noción común que pertenece al mundo de las nociones espaciales de la sociedad humana. El proceso geográfico ha consistido en transformar una noción común en un concepto, dotándolo de contenido y dándole un perfil preciso. La noción común, sin duda generalizada al conjunto de las sociedades humanas, sirve para identificar un fragmento de la superficie terrestre. Adquiere su forma plena en el ámbito grecolatino, de donde procede el término. En su origen, responde a la necesidad práctica de representar las delimitaciones celestes que formaban parte de la práctica religiosa romana. Como es sabido, región procede de regio, expresión latina que indica la dirección en línea recta, y que se aplicó a «las líneas rectas trazadas en el cielo por los augures para delimitar sus partes» (Ernout y Meillet, 1979). De ahí su aplicación geográfica para indicar los límites o fronteras, y sobre todo para indicar el ámbito delimitado, el área comprendida bajo unos límites, el territorio. Una práctica constatada desde la misma época romana. Esa noción es la que aparece en las lenguas romances desde la Edad Media, como se comprueba en castellano, cuyo uso documental con esa acepción aparece desde el siglo XI al menos. Identifica, con toda claridad,
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el área de pertenencia delimitada, como se comprueba en el empleo que de él hace, por ejemplo, Berceo. Lo usa con la acepción de circunscripción, al referirse al territorio episcopal u obispado. Este mismo uso evidencia que la región responde a una cierta dimensión territorial, o escala, que no es la de la localidad. Un uso equivalente aparece en las otras lenguas europeas también desde la Edad Media. La noción regional aparece así anclada en la cultura occidental al menos desde el mundo romano. Sin duda con antecedentes y equivalentes reconocibles, tanto en Grecia como en las áreas del Creciente Fértil. La dimensión regional forma parte de las representaciones comunes que esa cultura occidental maneja para referirse a la realidad espacial en que vive. Es una noción, no un concepto. Y como tal noción, imprecisa. Podemos encontrar que se aplica alternativamente con comarca o con provincia y aun con reino, término éste que guarda, además, relaciones de común origen etimológico en sus raíces. El uso del concepto de región en la geografía analítica moderna responde, como en general en la tradición anglosajona, a esta noción básica de carácter territorial. Un área finita para delimitar un espacio, de acuerdo con los intereses o enfoques de quienes lo emplean, lo que los autores norteamericanos denominan, precisamente, area. Es un simple instrumento de diferenciación. Las regiones se reducen a territorios ad hoc definidos según el criterio circunstancial del usuario. La región se aplica a ámbitos de uniformidad u homogeneidad. Desde el espacio local, de menor tamaño, como puede ser una granja; o el espacio local, de igual manera que a partes de continentes o segmentos de Estados. América Latina, África al sur del Sahara, Oriente Medio, son regiones en la misma medida que Lombardía o Andalucía. La región tiene que ver con la diferenciación de la superficie terrestre en un número finito de áreas distintas. En un primer momento, escasamente podemos hablar de conceptos regionales en la geografía. Se trata más bien de nociones regionales, aplicadas, eso sí, a nuevos ámbitos, o con nuevas perspectivas, como herramientas de la representación geográfica. Es el uso que hace Humboldt para referirse a las regiones de vegetación: «Este modo especial de distribución geográfica, unido al aspecto de los vegetales, a su magnitud, a la forma de las hojas y de las flores, constituye el principal rasgo del carácter de una región cualquiera» (Humboldt, 1849). Así, podemos entender la noción de región histórica, de empleo corriente en el siglo pasado. La región histórica identifica un territorio administrativo o político, en su origen, mantenido para diferenciar un área. En la región histórica o administrativa es en la que mejor se evidencia su inicial valor de espacio delimitado, de fragmento individualizado de la superficie terrestre. La geografía moderna transmuta esa noción común en un concepto esencial. Pero con la misma acepción básica.
OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA 4.1.
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DEL TERRITORIO A LA REGIÓN NATURAL
La región geográfica responde al mismo principio del uso común. La región identifica un espacio delimitado, distinto, bien por su pertenencia, bien por sus caracteres. Es la acepción cultural del término y es la que prevalece en buena parte de la geografía y en otras disciplinas. Identifica el área de extensión, y se corresponde con lo que los anglosajones denominan area. La construcción de un concepto geográfico de región se fundamenta en la búsqueda de un criterio de delimitación no arbitrario, que tenga carácter objetivo. Ese criterio, desde una perspectiva conceptual será el de homogeneidad. Lo que permite diferenciar un fragmento de la superficie terrestre desde el prisma geográfico, respecto de las áreas inmediatas, es el poseer un determinado carácter dominante que se presenta de forma uniforme en ese territorio. La región geográfica se concibe así como un espacio caracterizado por la posesión de rasgos uniformes y comunes. Las circunstancias del desarrollo de la geografía moderna determinaron que el criterio dominante en la definición de la homogeneidad descansara sobre los rasgos físicos, de acuerdo con la orientación prevaleciente en la segunda mitad del siglo XIX . En consecuencia, el primer ejemplo de elaboración teórica del concepto de región geográfica es el de la región natural. La región natural aparece para identificar los territorios con una apreciable uniformidad en sus rasgos físicos. La conceptualización como región natural procede de la geología y surgió para identificar las áreas de homogeneidad estructural, bien por su tectónica, bien por su litología. Es el geólogo francés Elie de Beaumont, en su Explication de la carte géologique, de 1841, quien define la región natural, como una entidad geográfica de raigambre geológica. La estrecha relación de la geografía física moderna con la geología explica la integración del concepto de región natural en la geografía y su identificación con la región geográfica, es decir, con la unidad elemental de diferenciación de la superficie terrestre. La elaboración geográfica consistió, en primer lugar, en la identificación de esta región de rasgos naturales uniformes, o región natural con el medio. Se identificó con el objeto formulado para la geografía moderna. Constituye una de las primeras elaboraciones geográficas del positivismo. Tal como lo planteaba Mackinder en 1887, la región de rasgos naturales -geológicos-, uniformes, espacio delimitado e individualizado por esos rasgos, es la expresión directa del medio físico. Es su evidencia material, objetiva. Se trataba de la identificación de la región natural, como la región-medio. La región natural de la geología se constituye en un concepto geográfico básico de la geografía ambiental de finales del siglo XIX . La construcción del nuevo concepto no se suscita hasta que el influjo darvinista aparece como un instrumento adecuado para fundamentarlo. Mackinder lo formula al relacionar el concepto de medio, en el sentido darvinista del término, con el concepto de región natural, como espacio delimitado, como unidad territorial. Medio y región confluyen para delinear la primera propuesta propiamente geográfica de región.
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Región y medio componen una estructura dialéctica que desborda la simple acepción territorial, que resulta ahora secundaria. Es una representación nueva para situar las relaciones entre el hombre y el medio. Expresa directamente esas relaciones e identifica los resultados de las mismas. La región natural se hace geográfica en la medida en que se identifica con el «medio». Se convierte en la región geográfica. Es el concepto de región dominante en la geografía moderna en su primera etapa. Las regiones de la geografía en la segunda mitad del siglo XIX y en buena parte del primer tercio del siglo XX son regiones naturales, es decir, espacios diferenciados por sus rasgos físicos. En lo esencial, se corresponden con unidades fisiográficas. Son las grandes o pequeñas unidades del relieve terrestre, desde una perspectiva estructural: las Montañas Rocosas, las Grandes Llanuras, la cuenca de París, la depresión del Ebro, son ejemplos de esta concepción. Al lado de las regiones fisiográficas, las regiones climáticas y las regiones de vegetación: el mundo árido o el bosque húmedo -Rain Forest-, la estepa rusa o el Asia de los monzones. El criterio se aplica por igual a las grandes unidades de rango continental que a las escalas intermedias y locales. La persistencia de la región natural como trasfondo conceptual en la geografía moderna constituye un rasgo destacado de los enfoques regionales. El rasgo distintivo de la evolución en el siglo XX es la progresiva implicación de la región natural con el concepto de paisaje que supone la deriva de la región natural a la región-paisaje.
4.2.
DE LA REGIÓN NATURAL A LA REGIÓN-PAISAJE
La mutación conceptual responde a los contenidos que se le otorgan, al perfil que los geógrafos le dan, hasta hacer de la región geográfica una entidad conceptual específica. Para ello la geografía llena la noción común de elementos que no poseía, más allá de los meramente descriptivos del contenido. La geografía lleva a cabo ese cometido en el campo conceptual. La región geográfica se convierte en un ser existente, y en consecuencia en una realidad existente y objetiva, con caracteres propios, que le confieren lo que los geógrafos llaman personalidad. La región aparece, en efecto, bajo una perspectiva organicista. Como entidad existente es un individuo; y como resultado de una combinación específica de elementos naturales y humanos a lo largo del tiempo constituye una unidad de paisaje exclusiva y distinta. De ahí lo que se llama su personalidad, su identidad geográfica. Desde la década de 1920, esa percepción de la individualidad y personalidad regionales ha sido una constante en la concepción regional (Ortega Valcárcel, 1988). Subyace, sin las precisiones paisajísticas, en la conceptuación vidaliana del pays francés, expresión individualizada y personalizada de un milieu, de un medio geográfico, ámbito geográfico de un género de vida. La región natural se vincula con la trayectoria histórica de una comunidad.
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Bajo la individualidad y personalidad geográficas de la región ha latido y late una concepción naturalista arraigada en la propia historia de la geografía moderna. La primacía cronológica y conceptual de la Geografía física en la definición de la geografía moderna; la primigenia conceptualización ambientalista del espacio geográfico; la sólida percepción de la geografía como disciplina de las relaciones Medio-Hombre; y la persistente vinculación de esas relaciones con la naturaleza como principal factor explicativo, ayudan a entender el concepto de región como unidad de paisaje. Se trata, en realidad, de una absorción. El paisaje absorbe a la región natural surgida en los primeros momentos de la geografía moderna. La transmuta en región-paisaje sin alterar su entidad natural originaria. Como tal región-medio, adquiere atributos nuevos. El proceso se perfecciona al completarse. Es lo que sucede con la identidad paisaje = región. No hay sustitución sino complementariedad, enriquecimiento conceptual. La región como medio geográfico se manifiesta como paisaje, se individualiza por su paisaje. El recorrido, siquiera sea abreviado, por esta trayectoria, que lleva desde la década de 1880 hasta la de 1920, completa el perfil regional, al proporcionarle una dimensión visual, una apreciación sensible. El maridaje región-paisaje muestra el carácter de complementariedad que ambas imágenes poseen, en cuanto afectan a dos planos de la representación distintos. El espacio regional se concibe como una combinación compleja de elementos, entendido más como agrupación o aglomerado de carácter exhaustivo. Son las regiones como fenómenos «infinitamente complejos», como los calificaba Hartshorne. Si bien el concepto de complejidad resulta más de una actitud intelectual que de la propia realidad. La geografía no supo precisar los límites del complejo regional. Ni en los aspectos o elementos de la combinatoria que convenía considerar ni en la profundidad con que había de tratarlos. Ya Mackinder es sensible a esta cuestión y aboga con claridad por una conceptuación selectiva. El geógrafo -señalaba- debe usar conocimientos selectivos relacionados con los elementos que componen el medio regional. Plantea, por tanto, la necesidad de criterios de delimitación metodológica. Pero las propuestas de Mackinder en este aspecto no han tenido demasiada audiencia. A ello ha contribuido la propia conceptuación regional como totalidad sintética, reforzada por la cristalización del concepto anexo de paisaje. La región se define como una unidad territorial. Se le atribuyen límites perceptibles, de carácter objetivo. Se le considera una realidad existente, que no responde a la simple presencia de determinados objetos. Se le concibe como un espacio distinto de todos los demás que se manifiesta con una fisonomía propia. Es un territorio y es un paisaje. Lo que le proporciona entidad es la singularidad con que se presentan en él las relaciones entre el hombre ocupante y el medio geográfico. Configuran una entidad exclusiva, distinta, excepcional, personalizada. La geografía la identificó como una región geográfica. Es decir, como la verdadera región. Es la región que los geógrafos norteamericanos denominaron compage para resaltar su carácter complejo. Integra elementos físicos abióticos y bió-
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Esta concepción social del espacio constituye la elaboración teórica más reciente en el tiempo. En la práctica política, y en la práctica teórica como consecuencia, parece imposible prescindir de esta recién descubierta dimensión de lo social, que se presenta como trascendente a la simple geometría y que trasciende asimismo un entendimiento o noción del espacio como simple continente y como sustrato natural. El espacio se perfila como una entidad social. Como parte del ser social. 5.1.
ESPACIO SOCIAL, ESPACIO SUBJETIVO
En el campo sociológico, una tradición de varios decenios había destacado, desde otros supuestos, el carácter de producto social del espacio. Resaltaba su pertenencia al mundo de los símbolos, de las representaciones simbólicas, y al ámbito de las vivencias personales. Había reivindicado un concepto de espacio más allá del espacio geométrico o matemático, es decir, el espacio contenedor. La confluencia de estas dos corrientes alimenta la moderna construcción del «espacio social» como un concepto central de las recientes aproximaciones al concepto de espacio. El carácter confluente de estos discursos sobre el espacio como forma social no significa coincidencia conceptual ni epistemológica. De hecho, representan formulaciones contrapuestas sobre el espacio, como dimensión social y como objeto de la geografía. E. Cassirer, un sociólogo alemán, destacaba, en el primer tercio del siglo XX, que «el espacio no es en modo alguno un depósito y receptáculo inmóvil en el cual se vierten las cosas» (Cassirer, 1971). Ponía de manifiesto que el espacio geométrico, el espacio euclidiano, concebido como continuo, infinito y uniforme, no se corresponde con el espacio sensible. Apuntaba que la percepción «desconoce el concepto de infinito» y como tal percepción la homogeneidad no existe, sino la variedad. El espacio sensorial es anisótropo. Frente al espacio abstracción, que es el espacio geométrico o contenedor, reivindicaba el espacio de la percepción y de la sensación. El espacio se vincula a la conciencia. Las elaboraciones más recientes, desde la sociología y la geografía, profundizan en este planteamiento, que hace del espacio una realidad mental o subjetiva, sometida a la percepción particular de cada individuo. Apoyadas en concepciones filosóficas de carácter idealista, expresamente reivindicadas en algunos casos, o en su formulación fenomenológica, de creciente predicamento en la segunda mitad de este siglo, el espacio queda reducido al producto de la experiencia y conciencia individual. «Sensaciones e ideas espaciales de la gente en el torrente de sus experiencias» son las que delimitan el objeto espacio como concepto geográfico. El espacio, como el lugar, constituyen «componentes básicos del mundo vivido» (Tuan, 1977); si bien el espacio es contemplado más como una abstracción teórica. Por ello, el preferente interés por el lugar, entendido como espacio de la vivencia directa, de la experiencia, entendida ésta como un complejo de sensaciones, emociones, concepciones y pensamiento, se-
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gún muestran los geógrafos humanísticos. Esta dependencia del concepto de espacio de la conciencia es el rasgo más sobresaliente de las elaboraciones del espacio social de raíz idealista, fenomenológicas, kantianas y existencialistas. La concepción del mundo como percibido significa la desaparición o relegación del mundo objetivo. El espacio «se convierte en un atributo de la conducta humana, producto de lo que la gente hace y piensa, de lo que estima y valora». Como expresan los autores de estas corrientes, «percepción humana, experiencia, conocimiento y acción forman, junto con su medio, una totalidad, una unidad, que constituye la premisa básica de la investigación geográfica» (Granó, 1981). Los enfoques subjetivistas del espacio tienen, en muchos autores, una derivación naturalista que los aproxima a los del espacio-medio, en la medida en que comparten una concepción geográfica similar, de carácter ambiental, que mantiene en las relaciones Hombre-Medio el eje central de la geografía. Rasgo que, en principio, establece un significativo distingo con las concepciones del espacio social de base racionalista. La reflexión teórica sobre el espacio es el producto confluente de las prácticas políticas desde diversas disciplinas. Se sustenta en la evidencia del papel que el espacio -dentro de una noción que resulta excepcionalmente amplia e imprecisa y que responde más bien a una consideración metafórica del mismo- desempeña en el mundo capitalista contemporáneo y, como consecuencia, en la problemática política y social. Parte del presupuesto de que esa incorporación es posible desde la epistemología marxista: en otros términos, que es factible introducir el espacio dentro del materialismo histórico, y que se puede fundar, en ese marco, una teoría del espacio.
5.2.
ESPACIO SOCIAL Y PRODUCCIÓN DEL ESPACIO
La elaboración de un concepto social del espacio invierte la relación tradicional entre sociedad y espacio, prevaleciente en la Geografía. Se afirma la primacía de lo social y desaparece el espacio como categoría independiente, el espacio como «fetiche» denunciado por los autores críticos. El espacio aparece como una dimensión de lo social, como una construcción social. De donde deriva la contingencia temporal y el carácter histórico del espacio. Prácticas sociales y procesos forman parte de la temporalidad histórica y se inscriben en un espacio social histórico. Desde el análisis del desarrollo del capitalismo a la escala mundial; hasta el análisis de las luchas urbanas y de las estrategias de los agentes urbanos, todo parece confluir en el nuevo componente, hasta entonces marginado, de la realidad social. Teorizarlo y conceptuarlo aparece como una necesidad teórica y práctica. Del espacio social al espacio del capital, a través de la producción del espacio, el recorrido teórico es rápido: filósofos, urbanistas, sociólogos, economistas, geógrafos, van a intentar definir esa primera noción general excepcionalmente apta para las metáforas, que es el espacio social.
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Dimensión social y dimensión espacial aparecen tan confundidas que demuestran ser una misma. El espacio se muestra como una dimensión que trasciende la geometría y la distancia, y que desborda también la mera consideración como continente o soporte. De la noción banal del espacio se elevan a una noción, en principio, social del espacio. Se habla, aunque no se defina con precisión, de un «espacio social». La identificación del espacio como objeto social y, por tanto, como objeto de las ciencias sociales, es uno de las contribuciones más brillantes y significativas de estos últimos decenios. Aparece como una vía de indudable interés y atractivo en el proceso de construir una episteme científica para la geografía. El espacio social trasciende radicalmente el espacio geométrico de los neopositivistas y se convierte en producto del proceso social; en producto social de acuerdo con la denominación de los sociólogos urbanos de la década de 1960. Es cierto que es todavía un concepto ambiguo y que constituye más un acierto formal que una herramienta epistemológica. Pero la contribución esencial radica en delimitar un objeto de análisis para la geografía. Y en perfilar sus dimensiones conceptuales. El primer intento para establecer un discurso crítico sobre el espacio y un discurso crítico sobre las descripciones del espacio surge en la sociología con la obra de H. Lefebvre, La production de l'espace (Lefebvre, 1974). En ella se parte de la crítica al discurso habitual sobre el espacio, en cuanto aproximaciones parciales a lo que hay en el espacio. Se propone, como alternativa, una construcción teórica sobre el espacio, en que espacio físico, espacio mental y espacio social constituyen aspectos de una unidad teórica, que es el espacio como producto social. Frente a la parcelación de las nociones del espacio y frente a las metáforas que permiten emplear el espacio en los más diversos ámbitos, desde el lingüístico al mental y al filosófico, el espacio del arte, y el espacio de la narración, Lefebvre, propone construir la science de l'espace. Apunta Lefebvre cómo «las descripciones y divisiones no aportan más que inventarios sobre lo que hay en el espacio, en todo caso un discurso sobre el espacio, pero nunca conocimiento del espacio». Lo que determina que sea el discurso, es decir el lenguaje, y por tanto el ámbito mental, el que sustituya al espacio social. Los atributos y propiedades de éste se convierten en caracteres propios del mundo mental. Lefebvre plantea la necesidad de elaborar el concepto de espacio en un lenguaje común para la práctica y la teoría de los diversos campos de conocimiento que lo utilizan. El punto de apoyo de esa elaboración es el concepto de «producción del espacio», en cuanto el concepto de producción, permite superar la oposición objeto-sujeto. Lefebvre destaca la fertilidad de un concepto como el de «producción del espacio» en la medida en que «debe actuar para iluminar los procesos de los que surge». El concepto de producción del espacio se asienta sobre el hegeliano de producción. Marx lo utiliza para decantar la racionalidad que subyace en él y en el contenido que le es propio, es decir, la actividad humana o práctica social. Racionalidad que, como resalta Lefebvre, no necesita de soporte pre-
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vio, sea teológico o metafísico, ni final. «La producción, en el sentido marxista, supera la oposición filosófica entre sujeto y objeto y las relaciones construidas por los filósofos a partir de esta separación... El concepto de producción constituye el universal concreto» (Lefebvre, 1974). El espacio social surge de la producción. Es decir, de «las fuerzas productivas y relaciones de producción» existentes en cada momento histórico, que identifican «la práctica social global, comprendidas todas aquellas actividades que hacen una sociedad: educativas, administrativas, políticas, militares, etc.» (Lefebvre, 1974). El espacio que resulta de esta actividad, el espacio social, «no es un cosa entre cosas, un producto entre productos, sino que envuelve las cosas producidas, comprende sus relaciones de coexistencia y simultaneidad, orden y desorden relativos. Resulta de una serie y conjunto de operaciones y no puede reducirse a simple objeto». Para Lefebvre, este espacio social no responde a la naturaleza, ni al clima o carácter del sitio, ni a la historia anterior, ni a la circunstancia cultural. El espacio social es el resultado de un proceso vinculado con el desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción, la práctica social global. No puede atribuirse a factores singulares como los físicos, o la historia anterior. Es el resultado de un despliegue de las fuerzas productivas que operan en un espacio preexistente, que no desaparece sino que se implica en la nueva construcción. «Los espacios sociales se implican» unos en otros. El espacio no «es ni un sujeto ni un objeto sino una realidad social, es decir un conjunto de relaciones y formas». No puede abordarse, en consecuencia, como un «inventario de objetos en el espacio ni con las representaciones o discursos sobre el espacio, aunque debe dar cuenta de esos espacios de representación y de las representaciones del espacio, pero sobre todo de sus lazos mutuos y con la práctica social» (Lefebvre, 1974). Este producto tiene como materia prima la naturaleza. Una naturaleza polivalente, porque es material y formal, es producto que se consume y es medio de producción, «en cuanto redes de cambio, flujos de materias primas y energías modelan el espacio y son determinadas por él». Un espacio que se presenta en diversos niveles, local, regional, nacional, planetario, implicados unos en otros. El espacio se desarrolla a diversas escalas. En el desarrollo teórico del espacio, Lefebvre apunta una reflexión básica, al diferenciar «el pensamiento y el discurso en el espacio y el pensamiento y el discurso sobre el espacio, que son signos, palabras, imágenes, del pensamiento del espacio», construido éste a partir de conceptos elaborados. En relación con ello, la existencia de un pensamiento y discurso, sobre el espacio, hecho de signos, palabras, imágenes; y un pensamiento y discurso del espacio, construido a través de conceptos. El espacio, que es un producto histórico, no se confunde con su historia, ni con el inventario de objetos que lo configuran, ni con las representaciones y discursos que se elaboran sobre él, aunque tiene que ver con esas representaciones y discursos, en relación con la práctica social. Frente al naturalismo geográfico que subyace en determinadas concepciones del espacio, señala que «el punto de partida no se sitúa en las descrip-
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ciones geográficas del espacio-naturaleza, sino más bien en los ritmos naturales, en las modificaciones aportadas a esos ciclos y su inscripción en el espacio por los gestos humanos, los del trabajo en particular. En principio, por tanto, los ritmos espacio-temporales de la naturaleza transformados por una práctica social». Reflexiones que, en algún modo, recuerdan las de L. Febvre. Y en esa misma dirección critica los procesos de socialización del espacio, es decir, la concepción de que el espacio social constituye un espacio socializado. Para Lefebvre una concepción de este tipo responde a una ideología que separa naturaleza y sociedad. Supondría un espacio-naturaleza en proceso de socialización, como si aquél tuviera una existencia separada y distinta. Apunta Lefebvre cómo «cuando una sociedad transforma los materiales de esa mutación, éstos provienen de otra práctica social históricamente (es decir genéticamente) preexistente. Lo natural, lo original en estado puro, no se encuentra». Responde a una imagen que identifica con una «representación del espacio» (Lefebvre, 1974). Resalta Lefebvre el papel de la naturaleza y los medios de producción en la medida en que el capital fijo constituye una riqueza social, de particular significación en la sociedad capitalista. El capital fijo se extiende a través de múltiples elementos de orden físico y actúa como instrumento de movilización del capital variable, utilizado en la producción de nuevo capital fijo. El capital fijo aparece como una necesidad de supervivencia para el propio capital. Apuntaba también al hecho de que la distribución de las plusvalías generadas en el proceso productivo se realiza espacialmente, territorialmente. Tiene lugar según relaciones de fuerza, entre países, sectores, regiones, de acuerdo con sus estrategias y saber hacer. Apuntaba igualmente cómo el espacio se reorganiza en función de la búsqueda de recursos que se hacen escasos, sean agua, luz, materias primas, entre otros. Búsqueda que estimula la creación de valores de uso rehabilitados frente al cambio. Y planteaba, interrogativamente, el que «el mercado mundial, con su escala planetaria, engendra un fraccionamiento espacial: estados y naciones que se multiplican regiones que se diferencian y afirman, estados y firmas multinacionales que se benefician de dicho fraccionamiento, y se mantienen por encima de él» (Lefebvre, 1974). La dialéctica entre los procesos globales, lo nacional y lo local, forma parte de la propia naturaleza del desarrollo capitalista y de la producción del espacio. La concepción de Lefebvre no está exenta de contradicciones. El espacio aparece como escena-continente y como producto social. Como si fueran sólo dos estadios históricos, vinculados con grados del desarrollo social distintos. De tal modo que «un salto adelante de las fuerzas productivas... sustituye o más bien superpone a la producción de las cosas en el espacio la producción del espacio» (Lefebvre, 1974). La producción del espacio parece reducirse al mundo capitalista, perdiendo con ello la fertilidad del concepto aplicable, de acuerdo con el significado marxista de producción al conjunto de la sociedad humana. Recurre Lefebvre a una concepción puramente material del espacio, el «mundo material», que podemos considerar no es sino una representación del
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espacio. De la misma naturaleza que la que él resalta respecto del denominado «espacio geométrico». Los rasgos de uniformidad, abstracción, que se le atribuyen pertenecen al campo de la representación, sin que constituyan atributos del espacio. Lefebvre no aclara estas contradicciones o derivas de su argumento esencial, la que constituye la más esencial aportación a la elaboración de una teoría social del espacio. Elaboración que sustenta la construcción de un objeto para la geografía como espacio social, característica del último cuarto de siglo. 5.3.
LA CONSTRUCCIÓN DEL ESPACIO GEOGRÁFICO
El espacio como producto social, como un sistema de relaciones sociales cuya materialidad identificamos también como espacio geográfico, en el sentido en que lo elaboran los geógrafos de inspiración marxista, constituye la representación más reciente del espacio como objeto de la geografía. Desde la Geografía, pero en la senda teórica marcada por H. Lefebvre en La production de l'espace, se perfila la construcción teórica del espacio geográfico. The Limits to Capital (Harvey,1982) constituye la obra en que de forma más sistemática se aborda el integrar «la producción del espacio con el proceso de acumulación, en orden a crear un capital fijo para cumplir el proceso de acumulación». Para este geógrafo, las estructuras espaciales responden al proceso de producción social. Producción que él plantea como un «momento activo dentro de la dinámica temporal de acumulación y reproducción social», propia del capitalismo. El espacio aparece como capital fijo vinculado al proceso de producción, afectado tanto por las inversiones de capital como por la circulación de los capitales. Unos y otros determinan diferencias en los costos y beneficios, que afectan al desarrollo de las fuerzas productivas. Afectan a los propios capitalistas según su ubicación, al devaluar el capital fijo existente, caso de las infraestructuras de transporte. Las ventajas de localización representan un beneficio excedente o plusvalía que beneficia a determinados capitalistas y perjudica a otros. Constituyen, a su vez, una cuestión compleja sometida a múltiples determinaciones bajo el capitalismo y que varían en el tiempo, de acuerdo con la incidencia de éstas. El resultado es el desigual desarrollo geográfico y la radical reestructuración del espacio económico capitalista. La «búsqueda de plusvalías a través del cambio tecnológico no es independiente de la búsqueda de plusvalía por medio de la relocalización». El beneficio que impulsa la dinámica capitalista opera como un factor geográfico de primer orden según Harvey. Capital fijo que se corresponde también con el espacio inmobiliario, un «capital fijo de tipo independiente», por la singularidad de las formas de circulación del capital en este sector. Agrupa desde propietarios del suelo, perceptores de renta, y promotores, que participan de esa renta del suelo, a constructores que obtienen un beneficio empresarial y financieros que obtienen un interés por los capitales prestados.
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La renta del suelo constituye el componente que dirige al capital y al trabajo, modelando «la división geográfica del trabajo y la organización espacial de la reproducción social». La renta aparece como una forma de interés que se identifica con determinados atributos de localización. De ahí las «ondas de especulación en la creación de nuevas configuraciones espaciales, en la medida en que son vitales para la supervivencia del capitalismo» (Harvey, 1982). La dinámica de concentración, polarización y diferenciación espaciales, a diversas escalas, desde la local a la planetaria, se inserta en la propia dinámica de los procesos de reproducción social del capitalismo. La existencia de fuerzas que promueven la concentración a escala regional y local, de las actividades económicas determina el comportamiento de aquellas empresas más vinculadas con este tipo de condiciones. Son exigencias derivadas de la naturaleza de un mundo productivo dominado por la persistente renovación tecnológica. Otros factores, como el costo de la energía, el volumen y orientación de las inversiones públicas, la presencia de centros de innovación tecnológica, la propia evolución de la demanda social de unas áreas respecto de otras, inciden en similar dirección. Incentivan los procesos de concentración y diferenciación espacial (Laksmmanan y Chattersee, 1985). Procesos que acompañan el desarrollo del sistema fabril capitalista desde sus inicios. Procesos reforzados por la incidencia creciente de factores derivados de las economías de escala y de las economías externas que surgen de la concentración. Su principal efecto secular ha sido y sigue siendo la tendencia a la concentración del capital y de las actividades económicas en el espacio. Y como consecuencia, a la configuración diferenciada del espacio terrestre. Es la dinámica activa del capital y trabajo la que determinan el cambio y la movilidad espacial de las áreas geográficas, asociados al «amplio margen de desplazamiento de la fuerza de trabajo y de las externalidades ambientales» (Laksmmanan y Chattersee, 1985). Por otra parte, las infraestructuras sociales, equipamientos y servicios diversos, «que sostienen la vida y el trabajo», sólo se crean en la medida en que se genera una cierta densidad, lo que les hace «geográficamente diferenciadas». En su conjunto configuran un «complejo de recursos humanos» que se adapta con dificultad a las exigencias capitalistas. Constituye, en cambio, una parte «del entorno geográfico al que el capitalista debe, en alguna medida, adaptarse». El capitalismo se desarrolla en sociedades preexistentes que imponen ciertas determinaciones o condiciones a su desarrollo. Harvey destaca, sin embargo, «la capacidad de la circulación capitalista, para crear, mantener, e incluso recuperar ciertas infraestructuras sociales a expensas de otras». Resalta Harvey, siguiendo a Marx, el hecho de que el capitalismo no se desarrolla sobre un plano neutro dotado de recursos naturales y de fuerza de trabajo de forma homogénea, accesibles por igual en todas las direcciones. Se inserta, se desarrolla y expande en un rico y variado entorno geográfico preexistente, producto, a su vez, de condiciones históricas previas. Entorno caracterizado por la diversidad en la abundancia de recursos na-
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turales y en la productividad de la fuerza de trabajo. Éstos no son producto de la Naturaleza sino resultado de una historia de siglos. Destaca para Harvey la «inmensa significación de la situación de las infraestructuras sociales (social infraestructural moment) en el proceso total de circulación capitalista». Constituye un factor en la producción de concentraciones geográficas con condiciones cualitativas mejores. Son regiones que resultan favorecidas por la acumulación de valor en recursos humanos y sociales, que actúa como elemento de atracción para el capital productivo. La circulación del capital en estas infraestructuras, es decir, la inversión en ellas, revierte en la producción material y en la de la plusvalía. Induce cambios en la productividad, facilita la innovación tecnológica a través de la investigación. Facilita el convencer al conjunto de la sociedad de las necesidades de la producción, o de los costos necesarios de la misma, sea contaminación o riesgos de salud. Facilita el uso de recursos públicos para promover ayudas, subvenciones, exenciones que beneficien al capital. Puede generar estados sociales de reprobación, «desde la prensa o desde el púlpito», respecto de determinadas prácticas o actitudes que contradicen u obstaculizan el proceso de acumulación. Ventajas que, por ello mismo, pueden devenir desventajas. Mantener infraestructuras sociales supone costos, que pueden llegar a anular las ventajas de localización y reducir el atractivo para el capitalista. Éste puede sentirse estimulado a buscar emplazamientos donde el costo de mantenimiento de los recursos sociales sea menos oneroso. «El capital produce y' reproduce, a través de múltiples formas de sutiles mediaciones y transformaciones, tanto su entorno físico como el social», en procesos no exentos de contradicciones. Pueden suponer, para un espacio resistente al cambio y configurado sobre capital fijo de larga duración, situaciones críticas, en lo físico y social. Son las etapas de reestructuración que acompañan a las crisis del proceso de circulación capitalista y que suponen un cambio de lo que llama la «geografía», es decir, del espacio, preexistente. En la concepción de un materialismo geográfico-histórico, Harvey resalta que «las plusvalías han de producirse y realizarse en un determinado dominio geográfico». Esta dimensión espacial del proceso de reproducción del capital y de producción de la plusvalía define áreas en cierta medida autónomas, en las que se producen y realizan dichas plusvalías. Son las regiones. Operan a modo de espacios cerrados pero están insertos en un mundo capitalista en proceso de universalización, en el que ni los límites regionales permanecen estables ni las condiciones de producción de beneficios quedan circunscritos a esos límites, a pesar de las barreras regionales establecidas para protegerlas. Las posibilidades de obtenerlos fuera de ellas conlleva, con el movimiento de capital, la construcción de nuevas formas de diferenciación espacial. Y la obligada destrucción de las barreras regionales establecidas queda contrarrestada con la necesaria elevación de otras nuevas en los nuevos espacios regionales. El desarrollo desigual y la diferenciación espacial aparecen así como consustanciales con la propia naturaleza del capitalismo.
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Una interpretación en la que confluye, desde una aproximación teórica de base empírica, la geógrafa británica D. Massey. Para ésta, el desarrollo desigual, de carácter regional, se vincula con la dinámica que el capital desarrolla desde el punto de vista de la localización. Son las formas de organización de la producción el origen de las divisiones espaciales del trabajo. Producción, estructuras sociales y procesos de acumulación se manifiestan como fenómenos de segregación espacial, en el marco de la economía capitalista (Massey, 1984). Una reflexión teórica que destaca la significación de los espacios locales y que recupera, desde el enfoque marxista, un objeto, la localidad, tradicionalmente asociado con las geografías de carácter subjetivo. La reivindicación de lo local desde una óptica marxista aparece en relación con la crisis industrial y la reorganización de los mercados de trabajo. La instancia local surge como un instrumento para captar el ámbito espacial de estos mercados de trabajo. Las cuencas de empleo como espacios de reclutamiento de la mano de obra, o «área de desplazamiento al trabajo», han sido utilizadas para delimitar el mercado de trabajo. Han servido como soporte teórico del enfoque de localidades, que se desarrolla, en particular, en las áreas afectadas por la crisis. Tiene, por tanto, un valor empírico y un valor teórico. El recurso a los mercados de trabajo para delimitar las unidades locales constituye un instrumento de aproximación extendido en la práctica geográfica; una orientación que ha tenido especial desarrollo en el Reino Unido en los últimos decenios (Peck, 1989; Jonas, 1988). Enfoques que se presentan como una alternativa o variación del tradicional enfoque regional y de la región (Jonas, 1988). Completa la amplia secuencia de representaciones que han identificado, de forma consecutiva o alternativa, el objeto de la geografía. A través de las que los geógrafos han organizado sus prácticas y con las que han desarrollado y orientado su trabajo. Constituyen las diversas construcciones con las que la comunidad geográfica ha intentado delimitar su objeto de trabajo, reconocerse como tal comunidad y distinguirse del resto de las comunidades científicas. 6.
Las representaciones geográficas del espacio
El uso del espacio como un concepto central por los geógrafos y en otras ciencias sociales como Economía, Sociología y Antropología, constituye un rasgo relevante del desarrollo de las ciencias sociales en el último medio siglo. La diversidad de acepciones es un aspecto destacado de este uso. La ausencia de precisión conceptual en el mismo constituye un rasgo sobresaliente y la referencia al espacio aparece, en la generalidad de los casos, como si este término tuviera una significación unívoca. El análisis muestra que bajo ese término se encuentran significados muy diversos y concepciones contrapuestas. Esto es así en el uso coloquial y lo es, en mayor medida, en el científico. Lo es, asimismo, en la geografía.
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La diversidad de acepciones no impide una cierta coincidencia conceptual. La distinta formulación del espacio en la geografía presenta fundamentos comunes, de acuerdo con tres grandes enfoques o propuestas que subyacen en el uso del espacio como un concepto de la geografía y de las ciencias sociales en general. En primer término, una concepción material del espacio. El enfoque más tradicional se corresponde con el naturalista, que interpreta el espacio como «medio natural». Comparten esta conceptuación los enfoques ambientales de la geografía, por igual los que se refieren a las regiones naturales que los que se centran en el paisaje, en la medida en que todos ellos tienen el entorno físico como referencia. Es el concepto de espacio que domina la geografía ambiental positivista inicial y es el concepto de espacio que subyace bajo el enfoque paisajístico de la geografía regionalista y del paisaje, tanto en su marco regional como en su desarrollo cultural. Se trata, en segundo término, del espacio como extensión y ubicación, del espacio diferenciado, o «espacio como diferencia» (Simonsen, 1996). El espacio se identifica con la localización. Un enfoque en el que coinciden propuestas muy distintas, pero relacionadas en el papel que otorgan a la ubicación como factor de desarrollo diferenciado. Se trata del concepto de espacio que maneja la geografía regionalista de orientación espacial, tal y como la formulaba Hettner, en la tradición kantiana del espacio. El espacio como factor clasificatorio de los fenómenos. Se corresponde con las concepciones dominantes en la geografía regional anglosajona, sobre todo norteamericana, de la primera mitad del siglo XX, y, en general, en los enfoques de areal differentiation, según la propuesta de Hartshorne. Una concepción del espacio vinculada a la localización. Subyace también en las más recientes propuestas que asocian los procesos sociales a los lugares en que se producen, como un factor diferencial de los mismos. Corresponde con los más recientes enunciados del espacio como localidad y de la recuperación de lo local. Surge en la consideración de que el carácter de una formación social condiciona el desarrollo de los procesos sociales, y de la identificación de la formación social con el espacio. Se enmarcan en los enfoques recientes de la teoría de la estructuración. En todos estos enfoques subyace, en realidad, una concepción del espacio como contenedor o escenario y por ello una referencia al espacio absoluto o espacio geométrico de herencia griega. Un espacio objetivo vinculado a la situación de los objetos y agentes. El espacio como área, como superficie, como extensión. Desde otros enfoques teóricos, la valoración de la diferencia en la conceptualización del espacio confluye en una similar atención al espacio local, al espacio como portador de especificidad. El acento sobre lo local como portador de diferencia conduce, en realidad, a una concepción no material sino subjetiva del espacio. El espacio se inserta en una concepción idealista y subjetiva de la realidad, que arraiga en las corrientes existencialistas y fenomenológicas del primer tercio del siglo XX. La característica dominante es el acento sobre la
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dimensión espacial de los seres humanos y por ello de la sociedad y las prácticas sociales. El espacio se contempla desde esta dimensión propia de la naturaleza humana. Un enfoque que ha tenido diversas formulaciones en el ámbito social y en la geografía en particular, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX y en el marco de las geografías humanísticas y geografías del posmodernismo. La recuperación del paisaje y de lo local, en las primeras, forman parte de estos enfoques vinculados a la dimensión espacial humana, desde filosofías subjetivas. La consideración del espacio como ámbito de lo vivido, es decir, de la experiencia subjetiva, pertenece también a estos enfoques. El espacio como identidad, así como las distintas aproximaciones al espacio como texto, como conjunto de símbolos, desde el lenguaje, forma parte asimismo de ellos. Enfoques con los que se relacionan, en cuanto a valorar la dimensión espacial del mundo y de los procesos sociales, las nuevas aproximaciones teóricas surgidas desde la teoría de la estructuración y desde el desarrollo neomarxista. En muchos casos desde una mezcla de propuestas caracterizadas por el eclecticismo (Di Meo, 1987). El enfoque más reciente es el desarrollado en la geografía de filosofía marxista. El espacio tiene una consistencia real y material, como espacio construido, identificado con el capital fijo producido en el proceso de acumulación capitalista. Constituye «un tipo de inercia histórica», en que se materializa el trabajo de períodos históricos precedentes. Es el concepto de espacio propuesto por Harvey, que arraiga en las elaboraciones de H. Lefebvre. Se integra en un conjunto de enfoques que abordan el carácter social de determinadas estructuras materiales a las que se les reconoce como producto de la actividad humana. Se integran, por tanto, en el marco de las concepciones del espacio como producto social. Pertenece a los enfoques que destacan el significado de las prácticas sociales, y su análisis a partir, precisamente, del entorno material -no natural-, con sus distintos elementos y estructuras, desde las construcciones e infraestructuras hasta la contaminación. La multiplicidad de propuestas se resuelve, por tanto, en un estrecho marco de enfoques o concepciones fundamentales. Para algunos autores, son estos tres los enfoques básicos (Simonsen, 1996). Sobre ellos se sustenta el conjunto de representaciones geográficas del espacio, y por tanto de representaciones del objeto de la geografía, aunque en cada caso con ropaje y denominación distinta. La práctica geográfica ilustra la diversidad de estas representaciones del espacio geográfico, la variedad de soportes epistemológicos y la influencia de su historia. La práctica descubre la dimensión real de la geografía y constituye el contrapunto de los postulados teóricos y epistemológicos. La práctica define también la variedad de tradiciones que componen la geografía moderna.
CAPÍTULO 19
LAS PRÁCTICAS GEOGRÁFICAS: LAS GEOGRAFÍAS FÍSICAS La decantación de las prácticas, conocimientos y experiencias geográficas a lo largo del siglo XIX, el propio ritmo de la evolución de estos conocimientos, la tradición existente en la geografía y el acicate de los postulados teóricos, dominantes en la geografía moderna a finales del siglo pasado, contribuyeron a definir la estructura formal de la disciplina. La decantación de los diversos saberes geográficos en campos o disciplinas se producirá de modo diferenciado en el tiempo. Algunos de esos campos aparecen definidos pronto y se mantienen después sin grandes alteraciones. Otros tardarán en fraguar y algunos no han podido hacerlo. Otros muchos experimentan notables cambios a lo largo del tiempo en su concepción y práctica. En ningún caso se trata de una disciplina configurada de una vez. Tampoco se trata de disciplinas o ramas de perfil acabado o permanente, aunque, por lo general, han mantenido, a lo largo del tiempo, la misma denominación. El esfuerzo fundacional de la geografía moderna determinó, ya en el siglo XIX , la división entre dos campos, el de la Geografía Física, cuya definición o delimitación aparece temprano, como hemos visto, y el de la Geografía Humana, término éste que aparece en los inicios del siglo XX (1910). Su antecedente inmediato es la Antropogeografía de F. Ratzel, de 1882. La geografía física fue entendida como «descripción y explicación física de la superficie terrestre». Se integró en el ámbito de las ciencias de la Tierra y de modo muy destacado de la geología, en la que se encuentran algunos de los primeros nombres de geógrafos «modernos», como Richthofen o Davis. En sentido estricto, no se trata de una disciplina sino de un campo de conocimiento, que engloba disciplinas distintas, cada una con su objeto propio y método específico. En la práctica geográfica, como veremos, resulta identificada con la fisiografía o morfología de la Tierra, es decir, con lo que hoy conocemos como geomorfología. La geografía humana fue concebida como una propuesta innovadora para abordar como eje de estudio las relaciones del Hombre y el Medio, con la ambición de ser ciencia puente entre las disciplinas de la Tierra y las so-
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ciales o humanas. Surge con pretensión de disciplina. Es la propuesta que avanza Ratzel como Anthropogeograhie, que J. Brunhes bautizará como Geografía Humana. Es el enunciado que abre el título de su conocida obra sobre el regadío mediterráneo (Brunhes, 1904). Denominación cuyo éxito supuso el que desaparecieran o cambiaran de contenido las que se habían empleado con anterioridad para identificarla, desde Geografía Política a Geografía Económica, además de la empleada por Ratzel. A lo largo de un siglo largo, la evolución habida muestra una doble tendencia. Se produce el abandono del proyecto inicial de la geografía humana como una disciplina, ciencia puente y como disciplina específica de las relaciones Hombre-Medio. Tiene lugar su transformación en simple denominación para el conjunto de las disciplinas geográficas de carácter social en su objeto. Se mantiene la persistente diferenciación entre los estudios de geografía física y geografía humana, con una diversificación creciente de los objetos de estudio y de especialización. La consecuencia es la identificación de cada una con un campo de conocimiento diferenciado. La Geografía Física se inserta en el de las ciencias de la Tierra y la Geografía humana en el de las ciencias sociales. El otro rasgo sobresaliente de la evolución de la geografía en este siglo es el progresivo vaciamiento de la estructura conceptual y epistemológica introducida por A. Hettner en el primer tercio del siglo XX, aunque haya permanecido la nomenclatura utilizada por él. La evolución en el tiempo y los nuevos enfoques que se han producido en el ámbito epistemológico han trastocado el sentido originario, y han vaciado los términos de su significación teórico-epistemológica. La distinción entre geografía general y geografía regional ha permanecido como división para identificar por un lado las ramas sistemáticas y por otra la construcción regional. Se ha mantenido como una forma de clasificación interna del conocimiento geográfico. En el primer caso identifica el saber sistemático o especial, es decir, las disciplinas con objetos específicos, frente al saber corológico o local atribuido a la geografía regional. Circunstancia que ha supuesto la integración formal en la geografía general de las distintas disciplinas o campos surgidos en la geografía física y en la geografía humana, que aparecen como partes formales de la geografía general. Como divisiones formales permiten una aproximación al desarrollo histórico de la geografía en lo que se refiere a sus objetos de conocimiento. Geografía física y geografía humana engloban el conjunto de disciplinas de carácter geográfico, las que algunos denominan ciencias geográficas. Los persistentes esfuerzos por unificar ambos campos e integrar los distintos conocimientos especializados constituyen un rasgo distintivo de la evolución de la disciplina en el siglo XX . Una cuestión no resuelta ni en el marco teórico ni en la práctica. Ésta nos muestra un amplio abanico de disciplinas consolidadas que se han desarrollado con ritmos muy diferentes. El proceso es patente en el caso de la geografía física, caracterizado por el desequilibrio entre las diversas ramas y la primacía notoria, en el tiempo y la amplitud, de la geomorfología.
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1. La hegemonía geomorfológica El considerable adelanto de la geología como disciplina descriptiva de la superficie terrestre, en el aspecto conceptual, con una consistente nomenclatura, en la metodología, incluyendo en este apartado el recurso sistemático a la cartografía cronológica y estructural de las formaciones rocosas, y en los postulados teóricos relativos a los procesos tectónicos y dinámica superficial, hará de los geólogos un grupo pionero en la exploración del campo geográfico y de la topografía, antecedente de la Geomorfología, la disciplina más relevante, por no decir que exclusiva, de la geografía física. Circunstancias históricas y personales hicieron, de la llamada geografía física, una simple disciplina geológica, de hecho cultivada en el marco de la geología y desarrollada por geólogos, caracterizados por una formación naturalista amplia. La geografía física se entiende, en la segunda mitad del siglo XIX, como una prolongación de la geología. No deja de ser significativo que a comienzos del siglo XX , la única materia de geografía física, en España, se imparta en las Facultades de ciencias, incorporada a la geología -en realidad, sólo en la Facultad de Ciencias de la universidad madrileña existía una cátedra-, denominada de geografía y geología dinámica. 1.1.
GEOLOGÍA
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GEOMORFOLOGÍA: UN VÍNCULO ORIGINAL
El prestigio de Principles of Geology de Lyell (1797-1875), y sus postulados, así como la incorporación de la teoría evolucionista, dieron a la geología su perfil moderno. El notable avance de la geología en la primera mitad del siglo pasado, en los aspectos teóricos, conceptuales, taxonómicos y metódicos, y en la cartografía geológica, es decir, en el trabajo de campo, constituye el fundamento de la aparición y desarrollo de la geomorfología. La geología se interesaba, con preferencia, por el entendimiento de los grandes movimientos telúricos del pasado, que conformaban la historia de la Tierra. Sus objetivos se centraban en la formación y evolución de las grandes cadenas montañosas, en la caracterización litológica y paleontológica de las áreas continentales. Su interés se manifiesta por las grandes formas de relieve, las que tenían que ver con los grandes movimientos de la corteza terrestre. Son enfoques que distinguen una primera etapa, fisiográfica. La vinculación de las formas del terreno con las estructuras tectónicas constituye el enfoque que permite el establecimiento de una taxonomía específica. Configura los inicios de la moderna geomorfología, en su dimensión fisiográfica, en que se gesta la geomorfología de orientación estructural. El inventario de estas formas de relieve y la preocupación por identificar los procesos que habían dado origen a las mismas constituyen las primeras orientaciones de esta rama de la geología. Un enfoque que añade, a la mera descripción formal, el intento de establecer la génesis y, por consiguiente, los procesos evolutivos determinantes de tales formas de relieve.
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Los geólogos de campo muestran un paralelo interés por las formas de relieve que respondían a los agentes externos, las que eran producto de la meteorización y de la acción de las aguas corrientes, las aguas marinas y del hielo. Sus efectos eran conocidos y habían sido estudiados con anterioridad. Los valles fluviales, las terrazas, las playas, los depósitos deltaicos, la denudación torrencial, lo mismo que la acción glaciar y las morrenas, eran fenómenos conocidos. En relación con esas formas y procesos, observados en la práctica geológica de campo, surgen las cuestiones que tenían que ver con los procesos recientes, a partir del Cuaternario, con las formaciones superficiales, con la dinámica externa. Los notables trabajos de los geólogos norteamericanos en este campo y de los alemanes en los Alpes, permitieron el arraigo, en el último cuarto del siglo pasado, de la morfología de la superficie terrestre, como la denominara A. Penck (1858-1945). De acuerdo con las líneas que había establecido O. Peschel (1826-1875), un destacado geólogo alemán, se establece el vínculo entre relieve y los cursos de agua, el hielo, la acción marina, los volcanes, entre otros. Se definen entonces las dos principales orientaciones de la geomorfología. La primera, más dirigida a vincular formas de relieve y procesos erosivos de acuerdo con los ambientes dominantes, que dará el perfil de la escuela alemana. La segunda, más teórica y deductiva, con pretensiones de establecer un modelo explicativo de la evolución del relieve de carácter cíclico, universal. Ésta identificada con la escuela norteamericana, que podemos considerar auténtica creadora de la geomorfología. La contribución de J. Cjivic, en el marco de la orientación germánica, en relación con las formas de relieve y procesos propios de las áreas calizas, vinculados con el predominio de la disolución química, completa el panorama de la primera geomorfología. En ese período se establecen los grandes campos de la disciplina: los relieves de origen fluvial, el relieve marino o litoral, los relieves glaciares, el relieve cárstico. En esos años se fijan la nomenclatura y taxonomía básicas para identificar formas y procesos. En consecuencia, la denominada geografía física, identificada con la Topografía y Fisiografía, considerada como prolongación de la geología, queda vinculada a la acción de los geólogos. La sólida tradición geológica que caracterizaba el desarrollo de la geografía física en ámbitos como Estados Unidos y Alemania facilitó esa adscripción. Geólogos de formación, ocupantes de las primeras cátedras de geografía universitaria en Europa y Estados Unidos, orientadas hacia la geografía física, se dedicaron, de forma preferente, hacia ese tipo de trabajo. La notable contribución de los geógrafos alemanes y de los norteamericanos será determinante en la consolidación de esa tendencia, habida cuenta del peso de su formación geológica y del prestigio de esta disciplina. La obra de Penck, auspiciada por F. Ratzel, éste zoólogo de formación, publicada en el último decenio del siglo XIX , dedicada a los fenómenos glaciares, es coetánea de las primeras formulaciones de W. Davis sobre el «ciclo de erosión».
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En Estados Unidos el protagonismo de los geólogos es manifiesto, vinculado al prestigio y trabajo de John Wesley Powell (1835-1902), G. K. Gilbert y H. Gannett. Fueron impulsores de la geología dinámica externa, identificada con la geografía física. En ese marco se establece la geografía física, en Estados Unidos, a finales del siglo XIX. W. Morris Davis (1850-1934) fue profesor de geografía física en la Universidad de Harvard, dentro del departamento de geología. Astrónomo de formación, será el fundador de la moderna geomorfología. Propuso un esquema teórico para la interpretación de la evolución del relieve terrestre, interpretación asociada a lo que él denominará «ciclo de erosión», un proceso vinculado con la acción del agua y los procesos atmosféricos como principales agentes erosivos. Un esquema que dominará el desarrollo de la disciplina durante más de medio siglo. No sólo crea lo que será la escuela geomorfológica norteamericana, sino que una buena parte de la disciplina en Europa se desarrolla sobre sus planteamientos. En particular la escuela francesa, con geógrafos como E. de Martonne y H. Baulig, discípulos directos de Vidal de la Blache, que pertenecen a la escuela de W. M. Davis. En Europa, esa hegemonía inicial de los geólogos y de la geomorfología es un rasgo sobresaliente. Los geólogos alemanes ocupan las primeras cátedras de geografía en Alemania, como F. von Richthofen, que había trabajado en China, y A. Penck (1858-1945). Son los impulsores de una geomorfología que, a diferencia de la norteamericana de W. Davis, tiene un carácter más empírico, más inmediato a la descripción de los procesos del modelado terrestre, en distintos medios climáticos, más inductivo. La asociación de las formas de relieve con las condiciones del clima, pasado o presente, constituye un rasgo distintivo de estos enfoques empíricos, extendidos en el ámbito europeo, sobre todo el germánico. Orientación reforzada por la que introduce J. Cvijic, sobre los procesos y modelado en rocas calcáreas, a partir de sus observaciones en los Balcanes. Cvijic promueve la consideración de la litología en el estudio de las formas del relieve terrestre, a través del modelado específico de carácter calcáreo o carst. Se puede decir que en el último decenio del siglo XIX , la geomorfología adquiere su perfil moderno y el nombre que la identificará definitivamente como morfología de la superficie terrestre. Perfil caracterizado por sus principales campos. La «erosión normal», es decir, el modelado subaéreo de latitudes templadas; el modelado glaciar, la morfología litoral y cárstica. Y asienta su indiscutible hegemonía en la geografía física y su no menos manifiesta influencia en la geografía. Los geógrafos de finales del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX compartieron una concepción ambiental cuya gozne fue la geografía física, identificada ésta, en lo esencial, con la topografía, fisiografía o geomorfología. En Alemania, geógrafos como A. Passarge (1867-1958) y A. Hettner (1859-1941) son geomorfólogos. En Francia, E. De Martonne (1873-1955), y H. Baulig (1877-1962), discípulos de Vidal de la Blache, también son geomorfólogos. La formación en geología y geomorfología caracteriza toda una etapa de la geografía moderna a ambos lados del Atlántico norte, con espe-
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cial intensidad en los Estados Unidos, donde permanece hasta la primera guerra mundial. Los geógrafos de mayor influencia en la comunidad geográfica se adscriben a la gemorfología. 1.2.
DEL CICLO DE EROSIÓN A LA MORFOGÉNESIS
W. Davis desarrollaba conceptos y observaciones de J. W. Powell referidos a los agentes y procesos de erosión, en un medio templado y húmedo. Es decir, conceptos y observaciones vinculados con el trabajo de los geólogos norteamericanos en la segunda mitad del siglo pasado, cuyos Survey, es decir, los informes geológicos, integraron estos aspectos, así como observaciones vinculadas con la ocupación humana de los territorios. Su trabajo, The Rivers and Valleys of Pennsylvania (1889), esbozaba los principios de un enfoque y un método de raíz positivista, pero de notable avance respecto del empirismo dominante en su época; tiene carácter deductivo. El «ciclo de erosión» es una teoría sobre la formación del relieve y será, durante muchos decenios, el principal marco teórico de la geomorfología. La segunda mitad del siglo actual supone un notable desarrollo de esta disciplina que se traduce en la ampliación de los campos de estudio. Se produce, sobre todo, un profundo giro metodológico, marcado por el abandono progresivo de la teoría cíclica de Davis y por el incremento expansivo de una geomorfología analítica y experimental. Se caracteriza por el ascenso de los planteamientos morfoclimáticos que vinculan formas y procesos en el marco de los «sistemas de erosión» o «sistemas morfogenéticos». En resumen, por un acento predominante en los procesos de carácter estructural y sistémico. La consideración de la erosión en un complejo de fenómenos y factores relacionados, o sistema, constituye el cambio teórico esencial. Nuevos enfoques representados, ante todo, por la relevante contribución de Francia. El desarrollo de una geomorfología climática, alternativa a la geomorfología del ciclo de erosión, domina la segunda mitad del siglo XX. El punto de partida esencial es la valoración de la influencia del clima en los procesos de modelado del relieve. Los conceptos de morfogénesis y procesos morfogéneticos, en el marco de un enfoque estructural, adquieren un protagonismo decisivo. Esbozado por A. Cholley, un geomorfólogo francés, cristaliza en los conceptos de sistema de erosión y sistema morfogenético. El producto de esta geomorfología ha sido una compleja aportación en que resalta la sistemática descripción de las formas y procesos en los distintos sistemas morfogenéticos. Una brillante y pletórica escuela francesa, enriquecida con los trabajos empíricos en los dominios coloniales africanos, desarrolla una renovada geomorfología climática. Se producen esfuerzos de sistematización teórica, como es el caso de J. Tricart, el más prestigioso representante de esta «escuela» francesa. Se trata de una geomorfología de base empírica, que proporcionó a la disciplina la posibilidad de intervenir en relación con las demandas sociales. La geomorfología aplicada es una derivación consecuente de esta orientación.
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Orientación que se aproxima a la que adquiere la geomorfología anglosajona, en relación con el creciente recurso al análisis cuantitativo, a la metodología experimental y al estudio de procesos. En el ámbito anglosajón se impone, en la trayectoria del pensamiento positivista hondamente arraigado en su cultura científica, una geomorfología de carácter experimental. Se trata de una disciplina desarrollada en laboratorio, con una intensa vocación métrica y cuantitativa. Una geomorfología dirigida, de modo preferente, al análisis de los procesos que modelan el paisaje de la superficie terrestre (Strahler, 1969). Los resultados más aparentes de esta orientación se corresponden con una microgeomorfología caracterizada por la producción de modelos referidos a procesos específicos. La evolución de las vertientes se convierte en un campo de particular atención en esta corriente geomorfológica. En relación con ello se encuentra el amplio cultivo del Cuaternario y los procesos vinculados con el frío y el hielo. Y una proyección práctica de estos estudios, equiparable a la que se produce en Francia. Está ausente, en cambio, una visión global del relieve (Klayton, 1978); es un rasgo distintivo respecto de la escuela francesa. 1.3.
GEOMORFOLOGÍA Y GEOGRAFÍA FÍSICA
La autonomía de hecho de la geomorfología respecto de la geología no impide un permanente debate sobre las relaciones entre una y otra. Un debate en el que aflora la no resuelta cuestión de los límites entre ambas. Planea la sospecha de que la geomorfología no es sino una parte de la geología. Debate y dudas que se manifiestan ya desde el siglo pasado y que no llegarán a desaparecer en el presente. El campo geomorfológico es abordado por geógrafos y por geólogos y se vincula a departamentos de geografía y geología. La geomorfología ha logrado una absoluta preeminencia en la geografía física, tanto en el ámbito anglosajón como en el germánico y francés. En particular en este último, respecto del cual se ha dicho que la geomorfología «adquirió, entre los años 1930-1960, una posición eminente e incluso dominante, en la geografía», a lo que se achaca, como secuela, «el insuficiente interés de los geógrafos franceses por los fenómenos naturales vinculados al aire, el agua y el mundo vivo» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Este predominio ha supuesto la identificación o confusión de la geografía física con la geomorfología. Un hecho que, como vemos, algunos autores consideran abusivo para el adecuado desarrollo de una concepción geográfica del medio físico. Al mismo tiempo que apuntan cómo la geomorfología ha absorbido la mayor parte de los recursos humanos y financieros y de los recursos académicos, expresados éstos en horas de clase, participación curricular, tiempo de formación y de investigación. Circunstancias que, para estos autores, han motivado el profundo desequilibrio existente entre geomorfología y demás ramas de la geografía fisica. Han determinado, probablemente, la escasa o nula capacidad para
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configurar una auténtica geografía física. Es decir, una disciplina que integre los diversos componentes del medio físico de forma más realista en cuanto a la incidencia e importancia de los mismos en el conjunto. Algunos autores destacan que cuando se trata de integrar la totalidad de las variables que implican al hombre y el ambiente, la importancia y utilidad del conocimiento geomorfológico resultan exiguas (Klayton, 1978). Problemática sensible para los geomorfólogos de mayor relevancia. La propuesta de integración ecológica de la geomorfología, de J. Tricart, evocando a Humboldt y su concepción unitaria de la Naturaleza, ha tenido desarrollo limitado. El propio Tricart apuntaba este horizonte, así como las dificultades que presenta la fragmentación de las disciplinas para poder alcanzarlo (Tricart, 1978). Las posibilidades de alcanzar una geografía física que responda a las expectativas que la demanda social de nuestro tiempo están profundamente condicionadas por el estatus hegemónico de la disciplina. Sus críticos han resaltado la carencia de base teórica, la componente elefantiásica de su desarrollo, y su dudosa influencia positiva en la evolución de la geografía moderna. Lo señalaban en un significativo debate en Francia hace una decena de años. Sucede, de forma paradójica, en relación con los problemas más relevantes suscitados en las relaciones del Hombre con la Naturaleza, en los tiempos actuales. En este marco de predominio y hegemonía geomorfológica, el desarrollo y evolución de las otras subramas de la geografía física aparecen como un fenómeno reciente. En muchos casos apenas consolidado y con notorias diferencias entre unas y otras. Resulta muy desigual la participación y conceptuación de la climatología, hidrogeografía y biogeografía. En todo caso, su desarrollo se ha producido como ramas independientes sin vínculo entre sí. Se ha originado en relación con las nuevas orientaciones de las correspondientes disciplinas de las ciencias de la naturaleza. Se ha ahondado la fragmentación inicial de la geografía física. Ha contribuido a consolidar su formulación como disciplinas propias, en mayor medida dependientes o relacionadas con las correspondientes ciencias naturales, que con la geografía como campo de conocimiento. 2.
Las hermanas pobres: de la climatología a la biogeografía
La evolución será muy distinta en las otras ramas de la geografía física. El desarrollo de las distintas disciplinas integradas en la geografía física, aparte la geomorfología, se ve condicionado, en general y en cada caso, por la deficiencia de la información disponible. Las informaciones básicas, en el orden climático, lo mismo que en el ámbito hidráulico y en el biológico, adolecen de insuficiencia. Son escasas, esporádicas, dispersas, y se reducen, en muchos casos, a sólo una información taxonómica. El interés por el clima, las aguas, la vegetación y los suelos no logra cristalizar en una verdadera climatología, ni mucho menos en una geografía de las aguas o de la vegetación, en el siglo XIX .
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La climatología no sobrepasa en el siglo pasado y buena parte del siglo XX el estadio de una estadística meteorológica y, en relación con ella, una clasificación climática. El desarrollo de la climatología se ve condicionada por la debilidad de las informaciones, esporádicas, dispersas, recientes o inexistentes. La disciplina no excede el marco de la distribución de presiones, temperaturas, vientos, y otras variables meteorológicas, como la nubosidad y las precipitaciones, a escala mundial y regional. Considerables desequilibrios en cuanto a la información disponible, en su continuidad temporal, en su fiabilidad, e incluso en la simple disposición de la misma la caracterizan. Paradójicamente, es en el ámbito marino y tropical donde se dispone de un más preciso análisis de los fenómenos meteorológicos, en relación con las tormentas tropicales, el régimen de vientos, la trayectoria y caracteres de los huracanes. Tampoco la física de la atmósfera permitía atisbar un horizonte más abierto. La meteorología moderna tardará decenios en elaborar un marco conceptual de interpretación para los procesos que tienen lugar en la troposfera. La dependencia, muy estrecha, de la climatología, respecto del desarrollo de la meteorología, condicionará la constitución de una disciplina geográfica del clima que sobrepase la simple clasificación de las variables elementales. De forma equivalente sucedía en el campo de la hidrología, carente de observaciones sistemáticas, prolongadas, densas y continuadas sobre los cursos de agua o sobre las masas de agua continentales. Sólo las aguas marinas eran conocidas en sus caracteres fundamentales de extensión, profundidad, volumen, salinidad, movilidad, temperatura y composición gracias a las campañas realizadas en la segunda mitad del siglo XIX por el Lightning en 1868 y el Porcupine (1869-1870). Será decisiva la gran expedición del Challenger entre los años 1873 y 1876, cuya vuelta al globo proporcionó una abundante y sistemática información sobre las cuencas oceánicas. Fue publicada en 50 volúmenes editados entre 1880 y 1895, que comprendían 29.500 páginas, con 3.000 láminas y mapas, constituyendo el «registro del mayor viaje científico que se haya realizado» (Mill, 1895). Su efecto geográfico, a pesar de la inmediata reseña de sus resultados, será escaso. La utilización geográfica de esa información carecía de un adecuado soporte teórico o conceptual. Por otra parte, la hidrología continental pertenecía al campo de la ingeniería más que al de la geografía. Estaba en relación con las obras hidráulicas destinadas a la corrección de torrentes, el encauzamiento de los ríos, la modificación de los cauces y las obras portuarias. Son las que aportan la experiencia empírica primordial en orden a identificar los principales procesos de la dinámica fluvial y costera. Son los que permiten el análisis conceptual y teórico de tales procesos. La hidrología continental no sobrepasaba el estadio de la clasificación, por cuencas, de los cursos de agua, en relación con su longitud y estructura de arterias y afluentes. En el mundo de la vegetación el panorama no era distinto, a pesar de que se disponía de una información mucho más abundante. El desarrollo
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desigual en el tiempo, en su dimensión teórica, en su integración con el resto de los campos y en su incidencia social. Sin embargo, constituyen las ramas en las que se ha producido una más acusada integración social. Nuevos enfoques, derivados de propuestas teóricas renovadas, han impulsado un cambio sustancial en algunas de estas disciplinas físicas. Bajo la óptica de los problemas relacionados con el entorno natural se han desarrollado estos nuevos enfoques. Los riesgos naturales, la influencia antrópica sobre la naturaleza, el cambio histórico en las condiciones físicas, representan planteamientos que desbordan la dimensión naturalista de estas disciplinas. 3. La progresiva constitución de una climatología geográfica
La climatología moderna aparece como una disciplina muy dependiente de la meteorología y física de la atmósfera, a cuyos avances recientes responde en sus rasgos modernos. Hasta la segunda mitad de nuestro siglo se reduce, en lo esencial, a una mera identificación de áreas de presión y de distribución de fenómenos meteorológicos. Estaba condicionada por el deficiente estado de la información sobre tales variables para la mayor parte de la superficie terrestre (Gil y Olcina, 1997). Se trataba de una climatología descriptiva y numérica, cuya expresión geográfica se corresponde con las denominadas clasificaciones climáticas. Éstas se orientaron a proporcionar una caracterización de los climas regionales de acuerdo con los parámetros medios de temperatura, precipitaciones y humedad. En las más modernas se completó con los datos de la evapotranspiración. A esta climatología corresponden obras clásicas como las de J. Hann (1839-1921), cuyo Manual de climatología, publicado en 1883, se mantuvo como un clásico durante decenios, y W. Kóppen (1846-1940), el principal i mpulsor de la moderna clasificación climática, uno y otro representantes de la escuela alemana; así como de G. T. Trewartha. Son los representantes de las dos principales escuelas en climatología, durante la primera mitad del siglo XX. Todos ellos comparten, de modo significativo, el ser meteorólogos de formación. De tal modo que las climatologías geográficas se desarrollan desde la física y no desde la geografía. La aparición de una climatología de rasgos modernos, y su inclusión en el ámbito de la geografía, se produce a partir de los cambios que tienen lugar en la meteorología en el primer tercio de este siglo. Se debe al notable desarrollo de la meteorología aplicada o predictora y al incremento de información meteorológica a escala mundial y local desde la segunda guerra mundial. Al mismo tiempo se ha producido un avance notable en la comprensión teórica de la física atmosférica. Éste ha sido el rasgo más destacado y de mayor influencia en la evolución reciente de esta disciplina. La moderna meteorología surge de la aportación noruega, centrada en la denominada escuela de Bergen, e identificada con V. K. Bjerknes (1862-1951) y su hijo J. Bjerknes (1897-1975). Los meteorólogos noruegos elaboraron, en el primer tercio de este siglo XX , una teoría que per-
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mitía explicar los movimientos de la baja atmósfera, en latitudes medias y altas. Con ella es posible abordar los principales fenómenos meteorológicos que determinan las variables de significación climática: presiones, vientos, temperaturas, precipitaciones. Se trata de la denominada teoría
La teoría frontológica supuso una revolución en el análisis meteorológico de las perturbaciones extratropicales o ciclones. La clave de la nueva teoría son los conceptos de masas de aire, frentes -en particular el denominado frente polar-, y de circulación general de la atmósfera. Frentes y masas de aire introducen una climatología sinóptica o dinámica que explica, de forma inteligible, los procesos de frontogénesis y ciclogénesis. Es decir, los mecanismos de formación de los frentes y de las perturbaciones asociadas con los mismos. Todo ello en relación con el movimiento general de la atmósfera en dichas latitudes. La teoría frontológica proporcionaba una base teórica para el entendimiento del clima y hacía posible la predicción meteorológica. El complemento principal se encuentra en la teoría de la Circulación General de la Atmósfera, cuya estructura perfila C. G. Rossby (1898-1957) un meteorólogo sueco, en los años de la segunda guerra mundial. Abordaba los principios físicos de los movimientos de la troposfera terrestre. Establece las relaciones existentes entre los movimientos atmosféricos que se produce en sus capas altas y los de las capas inferiores. Son estas relaciones las que están en el origen de las diversas situaciones atmosféricas y las que determinan los distintos tipos de tiempo que dan realidad al clima en un área. Teoría vinculada al descubrimiento e interpretación de la denominada corriente en chorro o jet stream que domina los movimientos atmosféricos en latitudes medias y altas y, en consecuencia, los procesos meteorológicos de las mismas (Ritter, 1963). Marco teórico que permitió el desarrollo rápido del conocimiento de la circulación atmosférica y de los principales fenómenos meteorológicos de latitudes medias y altas. Con posterioridad, la de las latitudes tropicales, así como las relaciones entre ambas y con los océanos. La nueva meteorología ha condicionado el desarrollo de la climatología moderna como una disciplina científica que sobrepasa la simple clasificación de las variables climáticas. La climatología se constituye y desarrolla en la segunda mitad del siglo XX, período en el que adquiere sus rasgos actuales. Se perfila como una disciplina que aborda los fenómenos y procesos climáticos en el marco de la circulación general atmosférica. Ésta permite relacionar las distintas situaciones atmosféricas que caracterizan un área determinada, de acuerdo con los grandes centros de acción que las generan. La sucesión de tipos de tiempo, asociados a aquéllas, marca los rasgos sensibles del clima, en un lugar o región. La climatología dinámica o sinóptica permite situar los datos meteorológicos en un marco comprensivo, en el que la interrelación entre dinámica general y contexto local o regional adquiere una significación geográfica más precisa.
frontológica.
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El cambio de orientación se produce en la segunda mitad de este siglo XX y sólo se consolida a partir del decenio de 1960, a la par que se esbozan las nuevas direcciones de la investigación climatológica. Es la climatología que introduce P. Pédelaborde, en Francia, O. G. Sutton en el ámbito anglosajón, H. Flohn en el germánico y que aparece en las principales síntesis del último tercio del siglo actual (Berry y Chorley, 1972). El desarrollo más reciente y significativo de la climatología geográfica está en relación con los nuevos enfoques que vinculan los fenómenos físicos a problemas de carácter social. Están en relación con la creciente sensibilidad social respecto de las consecuencias o efectos de los procesos naturales. Están en relación con la creciente sensibilidad social ante la incidencia de la propia sociedad en los equilibrios físicos y sobre la Naturaleza. Han supuesto el desarrollo de un nuevo perfil para la climatología. Un perfil más próximo a los intereses de la geografía. Esta nueva sensibilidad social ha convertido en centros de interés social los procesos físicos vinculados con el clima. Han contribuido a ello las situaciones extremas que han afectado a amplias áreas mundiales, durante este período reciente, con rasgos catastróficos en muchos casos, el descenso de las precipitaciones en el Sahel y otras regiones, con su secuela de hambre, migraciones y cambios sociales. Fenómenos meteorológicos de gran incidencia espacial, como precipitaciones de gran intensidad y volumen en períodos reducidos, como las denominadas «gotas frías», de habitual presencia en el marco mediterráneo español, entre otros, con fuerte impacto ambiental, han estimulado un creciente interés sobre este tipo de fenómenos y sus consecuencias. La sucesión o alternancia de períodos de intensas precipitaciones con otros de sequías, así como la frecuencia mayor o menor de este tipo de situaciones, han suscitado el interés creciente por el denominado «cambio climático». De ahí la expansión de los estudios dedicados a esta cuestión y el interés por las variaciones históricas del clima desde el Cuaternario (Lamb, 1982). En un contexto equivalente se ha producido el desarrollo de una climatología orientada hacia la incidencia humana en el clima local y hacia los factores que regulan estos climas locales. Y una climatología específica de las áreas espaciales de pequeña dimensión, microclimas, o de ámbitos específicos, caso del suelo (Geiger, 1965). Desde el clima urbano, inducido por la presencia de las aglomeraciones urbanas modernas, que supone una modificación sensible de los rasgos regionales del clima, cuyo estudio se inicia en Gran Bretaña; hasta los diversos microclimas naturales, generados por factores físicos, o relacionados con las situaciones de confortabilidad. La expansión de los estudios sobre el clima ha supuesto el desarrollo de nuevas perspectivas para la disciplina. La excepcional mejora en las condiciones de información meteorológica sobre el conjunto de la superficie terrestre, referida tanto a las áreas continentales como a las marinas y a la propia atmósfera, gracia a los modernos procedimientos -técnicas e instrumentación- meteorológicos ha impulsado el cultivo de esta disciplina. La indudable dependencia de la climatología respecto de la meteorología no
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ha impedido el que se haya constituido como una rama bien asentada en el campo geográfico, en el que muestra una notable vitalidad y capacidad expansiva, dada el indudable vínculo de los fenómenos climáticos con la organización del espacio. En consecuencia, se han multiplicado los campos de interés geográfico de la climatología. Desde la perspectiva histórica, en lo que atañe a las variaciones en el tiempo de los factores y elementos del clima, en relación con el cambio climático y la posible incidencia en él de las actividades humanas. Desde la creciente preocupación social por los efectos de los fenómenos climáticos en el espacio geográfico, en particular en lo que concierne a los efectos negativos, o riesgos naturales de carácter climático. Desde la perspectiva del adecuado uso de los recursos suscitados por el clima. La moderna climatología ofrece un amplio campo de confluencia con los enfoques geográficos, que explica el desarrollo creciente de esta rama en el mundo de la geografía (Gil y Olcina, 1997). Preocupaciones y enfoques que han supuesto y estimulado una creciente asociación del estudio del clima con el de las aguas. Y que han motivado un notable desarrollo de la hidrología geográfica. 4.
La tardía definición de la hidrogeografía
El tratamiento de las aguas en geografía ha sido, durante mucho tiempo, un remedo del que se le otorgaba en la hidrología, una rama física, y en la ingeniería hidráulica. Ha carecido, por ello, de una conceptuación geográfica adecuada, en lo que atañe a las aguas continentales y, en mayor medida, en lo que concierne a las aguas marinas. En consecuencia, la hidrología continental se redujo en la geografía a una simple enumeración de las cuencas y de los diversos sistemas fluviales. El componente hidrogeográfico se limitaba a una colecta de datos sobre origen, longitud y ordenación de los cursos fluviales, completadas con dimensiones y profundidad en el caso de las aguas lacustres, y profundidad, corrientes y, en su caso, salinidad, en las aguas marinas. La principal aportación, desde una perspectiva geográfica, fue la consideración de los fenómenos de escorrentía, en particular los de ausencia de la misma o endorreísmo. Enfoque derivado de la vinculación de las aguas corrientes con los factores fisiográficos, que aparece en las referencias a las áreas endorreicas y su relación con los factores geomorfológicos y climáticos. El cambio en estas condiciones se apoya en la mejora en la información sobre los caudales y en el paralelo perfeccionamiento de los datos climáticos. Uno y otro gracias a las grandes obras hidráulicas y a la política de aprovechamientos hidráulicos, así como la extensión de la red de estaciones meteorológicas y de aforos. Este cambio permitió, avanzado el siglo actual, el replanteamiento de la hidrología continental y su moderna conceptualización. Labor debida a R. E. Horton (1875-1945), un ingeniero hidráulico norteamericano, que enunció los principios básicos de la hidrología moderna.
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El conocimiento preciso de los caudales, de su variación temporal y cíclica, de sus valores extremos, permitió asentar el concepto de régimen fluvial. Hacía posible su vinculación con las condiciones de alimentación. Permitía una catalogación y clasificación de los ríos de acuerdo con esas variaciones. La búsqueda de las relaciones del caudal y sus variaciones con los factores que las condicionaban, de orden climático y geomorfológico orienta el desarrollo geográfico de esta disciplina. La hidrología continental adquiría su forma moderna, la que cristaliza hacia los años cincuenta en las obras de geógrafos como M. Pardé y E. de Martonne. Es un planteamiento esencialmente físico de la dinámica fluvial que ha caracterizado la disciplina, en su dimensión geográfica, hasta fechas recientes. Consiste en el estudio de los regímenes fluviales y sus factores determinantes. Se completó con el análisis de los fenómenos hidráulicos extraordinarios, vinculados a dichos regímenes, caso de los estiajes y avenidas. Configura el perfil y la orientación de la geografía en este campo hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XX (Pardé, 1932). La renovación de estos enfoques geográficos respecto del agua, como en el caso de la climatología, se ha producido como consecuencia de la conciencia social de su importancia. Las sociedades modernas han generado una creciente demanda de este recurso básico. Al mismo tiempo han adquirido conciencia de los problemas de su disponibilidad limitada. Y cada día es más manifiesta la notable incidencia del hombre sobre la dinámica y calidad de las aguas continentales y marinas. Las aguas y los procesos hidráulicos desbordan su dimensión física para convertirse en elementos determinantes de una grave problemática social. El uso y gestión del agua tienen dimensión social. Los nuevos planteamientos abordan la cuestión del agua como un problema de recursos, en el marco del ciclo hidrológico y del balance del agua en la Tierra, conceptos fundamentales de la nueva hidrología. Y en relación con ello, la incidencia de la dinámica hidráulica como un factor de riesgo, bien por exceso, bien por defecto, así como los problemas derivados de la gestión de un recurso que es renovable pero que es limitado. En el primer aspecto, la moderna hidrología se ha centrado en ciclo hidrológico y el balance del agua, a escala terrestre y a escala regional. Uno y otro son los determinantes directos de las disponibilidades de agua. Enfoque que supone la integración de climatología e hidrología. El balance hídrico aparece como un aspecto de la hidrología desde mediados de este siglo (Trewartha, 1955). Adquiere un notable desarrollo con los trabajos de M. I. Budyko, cuyas orientaciones marcan la evolución de la disciplina, en los decenios posteriores (Budyko, 1958). La aplicación de modelos matemáticos, empíricos o teóricos, a la evaluación del balance hídrico, constituye un rasgo relevante de estas nuevas orientaciones desde la década de 1960. La segunda perspectiva corresponde con los modernos enfoques sobre los riesgos naturales. Está vinculada al protagonismo manifiesto que las aguas superficiales y marinas tienen en buena parte de los acontecimientos catastróficos que afectan a las comunidades humanas. El exceso repentino o continuado, la escasez crónica o circunstancial, su incidencia en la diná-
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mica atmosférica, como sucede con la denominada corriente del Niño, tienen una implicación creciente. El agua forma parte del amplio campo de los riesgos naturales, un área de particular significado en el ámbito geográfico anglosajón, en el que se inicia, desde la segunda guerra mundial. Campo que ha adquirido un gran desarrollo en los últimos decenios, hasta convertirse en un enfoque privilegiado de la hidrogeografía moderna. Las inundaciones, relacionadas o no con fenómenos climáticos puntuales, representan un componente destacado de este tipo de riesgos, por sus elevados costos sociales y económicos. Por su significación geográfica han merecido la atención de los geógrafos desde hace varios decenios, en particular en ámbitos de especial gravedad de sus efectos, como es el caso de España (López Gómez, 1958; Capel, 1994). La escasez, vinculada con la prolongación de determinadas situaciones atmosféricas, ha sido también un elemento de creciente atención. Genera estiajes profundos en los cursos de agua y produce alteraciones en el sistema fluvial, con descenso de los niveles piezométricos y secado de fuentes, entre otros efectos. Sus consecuencias son catastróficas en grandes áreas terrestres en las que este fenómeno es probable, como sucede en las grandes franjas subdesérticas. Su incidencia en áreas en las que constituyen accidentes ocasionales y donde las disponibilidades de agua suelen ser abundantes ha avivado la sensibilidad social sobre el fenómeno. Es el caso del Reino Unido en 1976, cuyo verano resultó ser el más seco de un largo período de 250 años de registros, y de los Estados Unidos en el año siguiente. Por último, el agua aparece cada vez más como un recurso limitado, condicionado por la fragilidad del sistema hidrológico. La aparente abundancia de las aguas en la ecosfera terrestre queda recortada por la escasa disponibilidad de aguas dulces. La elevada incidencia de la degradación producida por el hombre, alterando los caracteres de este recurso y dificultando o impidiendo los procesos de depuración y recuperación natural ha venido a ser el factor más alarmante. La gestión del agua aparece como un problema relevante en la medida en que la contaminación afecta tanto a las aguas continentales como a las marinas, tiene efectos múltiples y conlleva un elevado y creciente costo económico. El efecto de las actividades industriales y agrícolas sobre el ciclo y calidad de las aguas superficiales y subterráneas, la de las aglomeraciones urbanas sobre la calidad de las aguas superficiales, y la transformación de muchos de los cursos de agua en simples colectores de aguas residuales, aparecen como cuestiones sobresalientes de las nuevas perspectivas de la geografía de las aguas. Es un marco que tiene un vínculo puramente tangencial con la hidrología anterior. Planteamiento más prometedor desde la perspectiva geográfica, que ha adquirido un notable desarrollo en los últimos años. Al vincularse a problemas de directa implicación social, ha estimulado una sensible integración con la geografía humana y con otras ramas de la propia geografía física. Trayectoria en la que se aproxima a la evolución habida en el campo de la biogeografía.
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5. Un cambio sustancial: de la geografía botánica y de la fauna a la biogeografía
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La biogeografía es la formulación moderna de un segmento de la geografía física. Engloba lo que antaño se conocía como geografía botánica y zoogeografía. Durante muchos años, estas dos disciplinas, escasamente desarrolladas en el ámbito geográfico moderno, han sido ramas de la botánica y la zoología. Fueron concebidas y planteadas en relación con la distribución espacial de los diversos taxones de la flora y animales. En consecuencia, suponían una simple enumeración de los correspondientes a cada área zonal, regional o local. Ese mismo alcance tiene en las obras geográficas del siglo XIX e inicios del XX, a pesar del antecedente pionero de A. de Humboldt, cuyo Ensayo sobre la Geografía de las Plantas aparece en 1805. El desarrollo de los modernos enfoques fitosociológicos que se producen en la botánica, vinculados a la escuela europea, con J. Braun Blanquet y H. Gaussen, y a la norteamericana representada por F. E. Clements, determinará la evolución de la geografía botánica en la primera mitad del siglo XX. Los nuevos presupuestos botánicos significaban un cambio fundamental del centro de atención en la investigación. Suponían el paso de la taxonomía específica hacia la consideración de los conjuntos vegetales y hacia los procesos de desarrollo de éstos. Se avanzaba desde la mera descripción florística a los factores de orden climático y geomorfológico que condicionan el desarrollo de la vegetación. Se contemplaban las relaciones establecidas entre los distintos taxones vegetales dentro de dichos conjuntos. Adquiría un perfil más próximo a los enfoques geográficos. Los conceptos de asociación vegetal y de formación vegetal para identificar la agrupación de la flora de una localidad, y para caracterizar la fisonomía de la misma, son una aportación de esta nueva concepción de la disciplina. Asociaciones y formaciones están determinadas por factores de carácter físico, en particular climáticos. Se manifiestan a distintas escalas: zonas, reinos, regiones, provincias, sectores y distritos, hasta lo local. Son concebidas como el resultado de la adaptación de las plantas a las condiciones naturales dominantes. Zonas, dominios o regiones, provincias, constituyen marcos físicos relevantes desde la perspectiva botánica. Los factores físicos, así como la influencia humana, adquieren una significación directa en el estudio del mundo vegetal. De forma complementaria, los botánicos americanos introdujeron un enfoque evolutivo. Significaba la incorporación de una perspectiva dinámica, centrada en el estudio de la vegetación y de sus procesos de cambio. Concebían la vegetación en un marco evolutivo. Permitía considerar los procesos de adaptación al medio de las plantas. Los conceptos de invasión, colonización, competencia, completaban el marco teórico de la escuela americana. Se trataba de una aproximación renovadora y mucho más fértil desde la perspectiva geográfica. Los conceptos de serie y de clímax se incorporan al análisis y permiten captar y explicar la dimensión cambiante, natural o inducida por el hombre, de la vege-
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tación. Y formulaban la relación directa de la dinámica vegetal con los factores ambientales a través del concepto de equilibrio o clímax. La acuñación por Tansley del concepto de ecosistema supuso la posibilidad de abordar el estudio de la vegetación y de la fauna en un marco teórico y conceptual radicalmente nuevo. El ecosistema supone el entendimiento de los seres vivos en un marco complejo o sistema en el que los componentes abióticos y bióticos se encuentran en relación. La interdependencia y los flujos de materia y energía entre unos y otros representaba un cambio sustancial en la concepción del entorno natural, de indudable dimensión geográfica. El desarrollo de la ecología moderna se sustenta en una concepción teórica de carácter sistémico que permite hacer inteligibles las complejas relaciones de los seres vivos entre sí y con su sustrato mineral. El estudio de la biomasa, de los ciclos naturales, de las relaciones tróficas, permitió un gran avance en la comprensión del mundo vegetal y animal, del mundo terrestre y del acuático. Representaba, en cierto, modo, la posibilidad de cristalización del proyecto de geografía física que Humboldt planteaba como una disciplina integral, distinta e independiente de las ciencias específicas con las que se relaciona. En principio facilitaba un entendimiento unitario del conjunto de los seres vivos, desde una perspectiva geográfica, a través de la ecología. El ecosistema permitía definir el perfil de la biogeografía. La dependencia de la geografía de las disciplinas biológicas, botánica y zoología, ha sido una constante. Lo esencial de los estudios de este tipo han sido realizados por botánicos y ecólogos, y las líneas dominantes, conceptuales y metodológicas, las han aportado los mismos. La presencia de los geógrafos ha representado, durante mucho tiempo, una mera incursión en un campo bien delimitado y consistente. Desde esta perspectiva, la geografía vegetal no ha dejado de ser una rama de la botánica. Y la biogeografía aparece como una disciplina vinculada con la botánica y la biología. Una «ciencia geográfica», según los botánicos, en cuanto se ocupa de la «distribución de los seres vivos sobre la Tierra» (Rivas-Martínez, 1984). De ahí la escasa fundamentación teórica y metodológica de la biogeografía como disciplina geográfica (Simmons, 1980). Sin embargo, en los últimos decenios se ha producido un notable desarrollo de esta disciplina cuya implicación geográfica es manifiesta. El desarrollo más reciente de la biogeografía aparece unido, precisamente, a los nuevos enfoques vinculados al ecosistema y al de paisaje. Estos enfoques representan un intento de integración del medio físico situando a las plantas como elemento central, y considerando el aspecto o fisonomía del conjunto, es decir el paisaje, como objeto o unidad de análisis y de observación. El nuevo concepto, de carácter sistémico, introduce una forma de aproximación al medio que integra los diversos elementos o factores físicos, desde el relieve, los suelos y el clima, hasta la acción antrópica. En la geografía, es el geógrafo alemán K. Troll quien primero formula una biogeografía de este tipo. En Francia, corresponde a G. Bertrand el esbozo de lo que se denominará geografía del paisaje, a partir de 1968. Se corresponde
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con el planteamiento de los geógrafos soviéticos en ese mismo momento y con el tipo de trabajo de los geólogos y biólogos del CSIRO australiano. El concepto clave es el de geosistema que permite identificar y delimitar la unidad de paisaje en relación con todos los componentes, abióticos y bióticos, que lo integran. Por otra parte, se perfilan nuevas orientaciones que tienen una dimensión geográfica. La biogeografía anglosajona se orientó hacia los análisis históricos de la dinámica vegetal, en relación con el proceso de ocupación y uso del territorio por parte de las comunidades humanas. De forma complementaria se planteó la gestión de los ecosistemas, de acuerdo con las múltiples demandas e influencias que la sociedad contemporánea manifiesta respecto de los ecosistemas existentes. Los efectos de las actividades humanas en su situación y dinámica, vinculados con las evaluaciones de impacto ambiental, la administración de las comunidades bióticas, bien para su conservación, bien para su uso como espacios de recreo o utilización, de acuerdo con su capacidad de acogida o soporte, se incorporaron al interés de los geógrafos, lo que supone una orientación de trayectoria aplicada, de mayor tradición en el ámbito cultural anglosajón, pero de indudable significación geográfica, equivalente al que resulta del nuevo enfoque como recursos naturales. En un mundo en el que el uso de la Tierra por el Hombre ha alcanzado una dimensión planetaria, el componente biótico representa una fracción particular y excepcional por su valor como recurso básico en la supervivencia humana y en el equilibrio natural. El papel de la productividad orgánica primaria como recurso primordial y la fragilidad de las cadenas tróficas hace de la biosfera un espacio de especial relevancia geográfica. Supone un punto de enlace o confluencia de la biogeografía con las otras disciplinas geográficas físicas, sobre todo con la climatología e hidrogeografía. Aparecen como las que en mayor medida pueden integrarse en una concepción geográfica unitaria, en torno a problemas, en los que la distinción entre geografía física y humana sea irrelevante y en los que la aproximación global resulta en alto grado prometedora. A pesar de ello, la situación objetiva y actual es la de una serie de disciplinas con escasos nexos internos y con perfiles específicos. Geomorfología, climatología, hidrogeografía y biogeografia componen cuatro campos diferenciados, con más vínculos con las disciplinas naturales correspondientes que entre sí. La geografía física carece de entidad si por tal entendemos una disciplina unitaria, con una conceptuación y metodología propias, inserta en un marco teórico definido. La geografía física es sólo una denominación tradicional y cómoda. Tras esa denominación se encuentran cuatro disciplinas independientes, cada una con una evolución separada, con enfoques distintos, con presupuestos teóricos y metodológicos diferentes. El proyecto de Humboldt de una «descripción física del globo» no ha conseguido cristalizar en la geografía moderna, aunque este horizonte siga planteado en la mente de algunos geógrafos con preocupaciones teóricas y epistemológicas. Las propuestas de una geografía física integrada, como L'Ecogéographie que formulaba Tricart, no han logrado consolidación.
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No obstante, lo que se aprecia como una evolución positiva es la progresiva tendencia al desarrollo de la geografía física en torno a problemas geográficos. Es decir, en torno a problemas de carácter social relacionados con la transformación social de la naturaleza. La presencia de estos enfoques vinculados a problemas supone una tendencia hacia la incorporación del trabajo de los geógrafos físicos a cuestiones referidas a la organización social del espacio. Representa el abandono de un perfil de disciplina naturalista y de carácter fragmentado o especializado. Conlleva, en alguna manera, la pérdida del carácter de subdisciplina física. Significa una aproximación y confluencia con las propuestas desarrolladas en las geografías humanas, en el marco de problemas sociales relevantes. Una orientación demandada desde la geografía actual.
C APÍTULO 20
DE LA GEOGRAFÍA HUMANA A LAS GEOGRAFÍAS HUMANAS En los momentos iniciales de la geografía moderna, en los últimos decenios del siglo XIX , el campo de los fenómenos humanos o producto de la acción o presencia humana era identificado con muy diversas denominaciones: geografía política, geografía estadística, geografía social, geografía histórica o geografía médica, entre otras. Expresaban los distintos ramos o campos cubiertos por el paraguas geográfico. Cada uno de ellos poseía su propia tradición, su campo, sus vínculos disciplinarios. Formaban parte de las disciplinas geográficas en la medida en que los fenómenos que consideraban tenían proyección territorial. En general, se correspondían con disciplinas descriptivas de carácter enumerativo. Eran las que daban fundamento a la generalizada idea de la geografía como una simple acumulación de datos con referencia geográfica. Es decir, referidos a una localidad o ubicación. La antropogeografía o geografía humana, tal y como se la concibe inicialmente, venía a añadirse a todas estas disciplinas geográficas. Sin embargo, se contemplaba como una nueva disciplina, alternativa científica a las anteriores. La nueva disciplina se planteaba como una ciencia, dirigida al estudio del medio y su influencia en el Hombre, desde los postulados del evolucionismo. Un nuevo enfoque, sustentado en las teorías de la evolución, sobre el que se pretendía asentar una alternativa científica, en la geografía, al conjunto de esas sedicentes disciplinas geográficas. Por ello, la geografía humana identifica, en sus orígenes, una nueva geografía, una geografía moderna. Es la extensión, más que alternativa, de la geografía física, en la medida en que ésta se concibe como el fundamento necesario de la primera. Es el estudio del medio físico -el medio geográfico de acuerdo con la nueva concepción -el que permitiría establecer con garantías científicas, según los promotores de esta geografía, que son, en gran parte, naturalistas, una explicación consistente de la sociedad. La evolución posterior recortará su ámbito y su primera ambición: la geografía humana quedó reducida a la geografía de los hechos humanos en contraposición a la geografía física, o geografía de los fenómenos naturales.
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Se convierte en una simple rama de la geografía. El intento de hacer de ella una disciplina que integrara lo físico y lo social -a partir de una interpretación de lo social como efecto de lo natural-, no logrará consolidarse, al menos desde la perspectiva de constituir una única disciplina. Finalmente, la geografía humana será una denominación genérica, de carácter clasificatorio, que permite englobar las diversas ramas geográficas cuyo objeto son los fenómenos sociales. Sirve para reunir las diversas disciplinas geográficas, tanto las preexistentes como las nuevas que surgen del desarrollo de los estudios geográficos. No ha llegado a convertirse en una disciplina unitaria con teoría, concepto y método propios, como parecía formularse en sus orígenes. La cuestión de la unidad de la geografía, que subsiste a lo largo del siglo XX, responde a las dificultades de integrar el conjunto de ramas geográficas en un cuerpo teórico y metodológico único. 1. La diversificación de la geografía humana
El rasgo más sobresaliente de la evolución de la geografía humana en este siglo largo de existencia es la pérdida de su condición de disciplina con ambición de totalidad como ciencia puente entre las naturales y sociales. Y como consecuencia, su reducción al estatuto de conglomerado de disciplinas vinculadas por la común dedicación a los fenómenos de carácter social. Se trata de un progresivo deslizamiento desde una concepción totalizadora de la geografía hacia una simple catalogación de campos de estudio, a veces inconexos, y dispares, cada uno de los cuales adquirirá su propio perfil e individualidad, que evolucionan con ritmos diferentes. Como consecuencia, bajo el enunciado de geografía humana se desarrollarán «ramas» o disciplinas que, como ocurre en la geografía física, adquieren perfil y campo propio. La dispersión temática en las cuestiones consideradas y la especialización creciente de los geógrafos en los respectivos campos constituyen otros elementos destacados del desarrollo histórico de la denominada geografía humana. La tendencia a la incomunicación o desconexión respecto de las demás áreas de la geografía humana y la práctica incomunicación con las de la geografía física es un rasgo permanente. La decantación y formalización de estas áreas de saber como campos geográficos definidos será progresiva y desigual, muy influida por la evolución de las demás ciencias sociales. Esta disgregación efectiva se ha visto impulsada por la influencia de otras disciplinas de mayor calado conceptual y teórico, como la demografía, la sociología y la economía, cuya consolidación moderna ha tenido consecuencias manifiestas en la evolución de la geografía humana y de algunas de sus ramas en particular. Se produce en el ámbito de la geografía humana un fenómeno similar al de la geografía física: la evolución de los distintos campos se vincula a la de otras disciplinas sociales, cuyo desarrollo orienta y alimenta el de la geografía.
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Así ocurre en el caso de la demografía y la geografía de la población; de la economía y la geografía económica y geografía de la industria; de la geografía social y la geografía urbana respecto de la sociología. En muchos casos, esa formalización no se producirá hasta la segunda mitad del siglo XX . Por otra parte, subsisten algunas de las orientaciones existentes con anterioridad a la formulación de la moderna geografía. Es el caso de la geografía política y de la geografía médica o la geografía comercial. El resultado es un conglomerado de disciplinas o ramas. El ámbito cultural es un factor que interviene diferenciando éstas de acuerdo con la tradición propia, caso de los países anglosajones y, en particular, de Estados Unidos. El desarrollo histórico de la disciplina también ha influido en el modo de contemplar los diversos ramos de la geografía humana. La segunda mitad del siglo actual ha enriquecido este panorama en parte por un proceso de ampliación vinculado con la aparición de nuevos fenómenos de carácter geográfico no considerados con anterioridad, como los relacionados con el turismo y el uso del tiempo libre, fundamento de lo que se conoce como geografía del ocio, del tiempo libre, o recreacional, entre otras denominaciones. La presencia de nuevos enfoques ha dado entidad a la nueva geografía social, que no se confunde con la anterior del mismo nombre. La denominada gender geography -geografía feminista o geografía de los sexos- representa un nuevo campo de estudio y se formula como un enfoque teórico alternativo. Se trata de la progresiva apertura de la geografía a aquellos espacios más significativos de las sociedades modernas. Espacios que, paradójicamente, estaban ausentes de la primera geografía humana moderna, a pesar de surgir ésta en el marco de sociedades en pleno proceso de industrialización y urbanización. La geografía se asociaba con el conocimiento de tierras ignotas y con los espacios menos evolucionados. El cometido de la geografía se consideraba dirigido «preferentemente a las regiones menos conocidas», como resaltaba O. de Buen, en 1909. Lo destacaba, con acento crítico, L. Febvre, al apuntar la preferencia de los geógrafos por las sociedades más arcaicas, que impregnó la geografía con un ruralismo de perfil etnográfico, que ha caracterizado a la geografía humana durante decenios. 2. Viejas y nuevas perspectivas: las geografías recuperadas
Las distintas ramas que englobamos en la geografía humana han evolucionado desde los inicios de la disciplina moderna de modo desigual. Forman un amplio grupo de especialidades geográficas que se ha ido definiendo en un proceso de decantación progresivo. Unas con creciente desarrollo y éxito; otras declinantes, y otras con notable variación, pasando de la mayor aceptación al abandono y del ostracismo al favor mayoritario, como ha ocurrido con la geografía política. Bajo las mismas denominaciones pueden ocultarse enfoques y perspectivas dispares. Nombres nuevos identifican, por igual, campos renova-
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La ampliación de su espacio histórico, con la incorporación del mundo medieval y moderno, el recurso a fuentes historiográficas más variadas, sobre todo de archivo y arqueológicas, así como la foto aérea en la segunda mitad del siglo XX , no supuso una equivalente consideración metodológica y teórica. Los estudios de geografía histórica y los análisis históricos que los trabajos de Geografía Regional incluyen sistemáticamente, como una parte esencial de los mismos, respondían a planteamientos sin cambio. Sí significó un sustancial enriquecimiento del conocimiento de los espacios de épocas anteriores, sobre todo medievales y modernos, pero también del mundo neolítico, de época antigua. Se trataba de una geografía histórica de naturaleza empírica, positivista, que adquiere forma en la primera mitad del siglo XX , sobre todo en los países anglosajones. Una geografía histórica con aportaciones, algunas, de excepcional calidad, como el análisis de la Inglaterra basado en el Domesday Book ( Darby, 1952); o el estudio del desarrollo histórico del viñedo francés por R. Dion. De forma paradójica, la geografía histórica inicial se caracteriza por ignorar el tiempo, es decir, la evolución. La descripción se concentra en reconstruir el espacio de una época. La incorporación de la profundidad histórica, del desarrollo en el tiempo de los espacios o paisajes, de la dinámica del paisaje, surge de la geografía cultural americana. La geografía cultural norteamericana de la escuela de Berkeley constituye la manifestación de la geografía histórica al otro lado del Atlántico, estimulada y enmarcada en la concepción paisajística y regional alemana. El enfoque histórico propio de esta concepción convierte este tipo de geografía en una forma de geografía histórica. De hecho, la orientación cultural y su reflexión metodológica permitirá la renovación progresiva de la geografía histórica inicial, gravada por el empirismo y por la descripción sincrónica. Configurada como disciplina autónoma, dentro de la geografía humana, adquiere su máxima difusión en los países anglosajones, en Francia y Alemania, y en algunos países del Este europeo, como Polonia. En estos ámbitos, la geografía histórica tiene entidad como una rama propia de la geografía. En España, paradójicamente, la geografía histórica no llega a cristalizar como un campo propio de la geografía humana (Vilagrasa, 1985). Sin embargo, los análisis históricos en los estudios geográficos adquieren un excepcional desarrollo, en extensión y en calidad. Forman parte, sobre todo, de los estudios regionales, pero también de los de geografía agraria, geografía del poblamiento y geografía urbana. Corresponden a una concepción descriptiva y paisajística, de perfil historicista. Constituyen notables aportaciones al conocimiento de la evolución y de la configuración histórica de los espacios ibéricos, en particular en el estudio de los paisajes agrarios y en el uso de técnicas como el regadío. La moderna geografía histórica, tal y como se esboza a partir de 1950, aunque dominada por un enfoque morfológico, se caracteriza por la renovación teórica y metodológica, influida por las nuevas corrientes epistemológicas que han dominado la geografía en este medio siglo. Desde estos postulados, tres han sido las principales innovaciones: la incorporación de los
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métodos cuantitativos de la geografía analítica, la formulación de nuevos enfoques de orientación marxista y los de carácter fenomenológico. Sobre ellos se completa el proceso de renovación de la geografía histórica. La nueva geografía histórica se ha orientado progresivamente a la reconstrucción e interpretación de las estructuras espaciales del pasado, desde los espacios neolíticos a los de la Revolución Industrial, con un acentuado peso de los enfoques genéticos. Desde esta perspectiva, la geografía histórica se ha interesado por la morfología de los espacios rurales y urbanos del pasado, en distintas épocas. Ha abordado la configuración social de esos espacios y los procesos que determinaron cambios sustanciales en la organización del espacio a instancias y por la acción de los diversos agentes sociales. En la generalidad de los casos, desde postulados epistemológicos indefinidos o descriptivos de carácter historicista. Más raramente, desde posiciones neopositivistas. De modo creciente, desde 1970 a partir de enfoques marxistas y estructuralistas (Baker, 1978). Estos últimos han aportado una mayor sensibilidad sobre los procesos y dinámicas de cambio en los espacios sociales del pasado. Los procesos de construcción regional derivados de la Revolución Industrial, los cambios espaciales que a escala mundial se derivan de la expansión del capitalismo desde el siglo XVI , entre otras cuestiones, forman parte de los nuevos enfoques. Enfoques que tienen un respaldo teórico que contempla el espacio en el marco de las distintas formaciones sociales históricas y que se orientan hacia los problemas del cambio histórico. La influencia de la Historia y sus modernos enfoques, en particular la escuela de Annales, ha estimulado un creciente interés por el cambio, por los procesos de transformación que afectan a sociedades, economías y ambientes en el pasado y en las relaciones que se producen entre actitudes sociales e individuales, períodos históricos y lugares distintos. Los primeros, en un marco más empírico y muchas veces ecléctico, han proporcionado el más amplio conjunto de análisis, relacionado con su notorio predominio. Son análisis de naturaleza descriptiva sobre una gran diversidad de cuestiones. Comprenden desde descripciones de los aspectos físicos y de los cambios inducidos por la presencia humana hasta análisis de la configuración social en diversas épocas históricas. En ellos ha predominado y sigue siendo nota distintiva, junto al empirismo metodológico, el enfoque hacia la reconstrucción singularizada de los espacios históricos. Enfoque que responde, consciente o inconscientemente, a la influencia epistemológica kantiana que separa radicalmente el campo del Tiempo, la Historia, y el campo del espacio, la Geografía. Por otra parte, un rasgo distintivo de esta rama tradicional de la geografía ha sido y sigue siendo el recurso a fuentes de información que, sin ser específicas, son peculiares y que exigen un tratamiento historiográfico. La peculiaridad de estas fuentes, su dispersión, su singularidad, su carácter a-sistemático, imponen normas metodológicas de tratamiento e interpretación que delimitan, en algún modo, el campo de la geografía histórica y que establecen su vinculación con la Historia. De hecho, la geo-
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grafía histórica como práctica pertenece en similar medida a geógrafos y a historiadores. Ambos confluyen sobre el espacio histórico, el espacio de las sociedades del pasado. Paradójicamente, la geografía histórica, disciplina tradicional y en cierto modo indefinida, ha adquirido una notable vitalidad en los últimos decenios. Se ha revitalizado por nuevos enfoques que resaltan el interés por problemas, más que por las descripciones estáticas. Los nuevos centros de atención abren un amplio campo que se extiende desde la formación espacial del capitalismo, el imperialismo o el feudalismo, a las cuestiones de territorialidad, identidad y vivencia espacial, nuevas propuestas teóricas y metodológicas en la investigación de los espacios históricos (Baker, 1979; Vilagrasa, 1985). La renovación de la geografía histórica es un rasgo destacado de los últimos años, impulsada, tanto desde posiciones marxistas como neopositivistas y fenomenológicas o idealistas. 2.2.
DE LA GEOGRAFÍA MÉDICA A LA GEOGRAFÍA SANITARIA
La Geografía Médica constituye una de las ramas o campos que configuran la disciplina en sus décadas iniciales. Había razones consistentes para ello. La geografía médica formaba parte de las disciplinas protogeográficas con indudable identidad, asentada sobre una teoría y cultura dominantes desde el siglo XVIII . El «higienismo» vinculaba directamente morbilidad y entorno, y constituía la base de la medicina contemporánea. Recogía la milenaria concepción hipocrática de la enfermedad, su etiología y tratamiento, que situaba el origen de la enfermedad en los factores externos, tanto físicos como sociales, incluidos entre éstos los propios hábitos. Hasta finales del siglo XIX , con la difusión de los nuevos enfoques derivados de las investigaciones de Pasteur, ese tipo de medicina y ese marco teoricocultural fueron dominantes. Sobre ellos se constituyó y desarrolló la geografía médica. De acuerdo con ambas tradiciones, había cristalizado, en el siglo de la Ilustración, la medicina higienista. La prevención y la lucha contra las enfermedades, de modo particular las infecciosas, se asentó sobre el conocimiento del entorno, de sus factores topográfico-médico locales. Las Topografías Médicas, como de modo habitual se la denominó, los informes locales sobre las circunstancias de salubridad o insalubridad, constituyen una forma de literatura médica que transita por todo el siglo XIX (Urteaga, 1980). Rutinarios muchos, excelentes otros muchos, fueron el soporte de una geografía médica que se integra como una rama de la geografía moderna. Respondía, de forma directa, a los postulados esenciales de la nueva disciplina. Trataba, precisamente, de las influencias del medio sobre los hombres en un aspecto sobresaliente, el patológico. Es una disciplina que encajaba a la perfección en los supuestos teóricos de la nueva ciencia, en la medida en que establecía una directa relación entre el entorno, el nuevo «medio geográfico», y el estado de salud, la morbilidad y mortalidad de la población.
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Su auge y la difusión de su cultivo caracterizan el siglo XIX e incluso una parte del siglo XX . Se desarrolla en los países europeos y se aplica a las áreas coloniales con sus cortejos de morbilidad específicos, referida a las grandes infecciones epidémicas como a las endemias más sobresalientes. No deja de ser paradójico, si tenemos en cuenta que para ese momento las condiciones de su desarrollo se habían recortado de modo sensible. Los descubrimientos de Pasteur y el nacimiento de la moderna bacteriología trasladaban el centro de la etiología y el tratamiento médicos del entorno exterior al interior del cuerpo humano. Una subversión decisiva en la historia de la medicina moderna y en la de la geografía médica. Ésta decae y desaparece, en la práctica, del panorama de la medicina. Subsiste durante más tiempo en el campo geográfico moderno como tal disciplina. Sus presupuestos quedan incorporados a la geografía cultural, ámbito en el que perdura su cultivo geográfico. El concepto de «complejos patógenos» de M. Sorre, el geógrafo francés, se inscribe en esta tradición. La reciente recuperación de esta rama, característica de los países anglosajones, desde el decenio de 1970, descubre la influencia de los nuevos enfoques sobre la salud y el bienestar. Perspectivas que formulan en términos modernos los postulados higienistas, valoran los factores de riesgo vinculados con el entorno de las poblaciones humanas y de cada individuo en particular. La vinculación entre problemas de salud y problemas ambientales o entorno distingue los modernos enfoques de una medicina preventiva y social, en relación con la cual se produce el renacimiento de la geografía médica. Enfoques enriquecidos con nuevas problemáticas que relacionan la geografía médica con el equipamiento social de carácter sanitario y asistencial. El desarrollo y características de los centros hospitalarios y del sistema de asistencia en las modernas sociedades se inscribe en esta renacida geografía médica (Howe, 1980). Como consecuencia, se enfoca ésta en dos direcciones preferentes. El estudio de los patrones espaciales de la morbilidad y mortalidad y sus posibles relaciones con factores ambientales locales. Y el análisis de las infraestructuras y equipamientos que determinan las condiciones y calidad del ambiente moderno. Las infraestructuras para el abastecimiento de aguas potables, las redes de saneamiento, la depuración de aguas, que condicionan la calidad del entorno. Los equipamientos -hospitales, centros de atención primaria, ambulatorios, centros de salud- que caracterizan el moderno sistema de salud, como factores que aseguran una atención, preventiva o terapéutica, de las poblaciones afectadas. Se trata, por tanto, del ambiente en un sentido social. La consideración de la distribución y localización de los equipamientos e infraestructuras representa un enfoque de rango social, en la medida en que este tipo de geografía médica muestra las implicaciones entre patología y desigualdad social, a escala local, regional, nacional o internacional, que la vincula con orientaciones geográficas vinculadas al bienestar social. El tratamiento geográfico se orienta hacia los problemas de salubridad y sanidad. Proporciona una imagen de la incidencia de la enfermedad
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y mortalidad causal, las condiciones de su distribución espacial, así como las posibles relaciones con específicos factores de riesgo. Éstos pueden ser de orden climático -formación de nieblas y smog en las enfermedades del aparato respiratorio-; pueden ser laborales -silicosis y cáncer de pulmón en las áreas mineras-, y puede tratarse de factores incidentales -presencia de áreas de emisión contaminante con patologías específicas, como industrias químicas, centrales nucleares, entre otras-. La moderna sociedad industrial proporciona un amplio conjunto de condiciones potencialmente patógenas. Estos enfoques son los que en mayor medida representan una renovación de la geografía médica tradicional, al situar los estudios médicos en un marco social. Nuevos horizontes para un campo de profundas raíces y de limitado cultivo, sobre todo en España. Con ciertas similitudes con la geografía histórica, el desinterés por este tipo de estudios ha sido aún mayor. La falta de formalización del mismo, equivalente al de la geografía histórica, se acentúa por la práctica inexistencia de trabajos con esta orientación. La existencia de algunos trabajos dispersos no contrarresta la desatención hacia este campo. Escasa atención y cultivo que contrasta, en España, con el notable desarrollo de la geografía agraria. Ha sido uno de los campos predilectos del trabajo geográfico durante decenios. Como una rama específica de la geografía y como una parte destacada de los trabajos de geografía regional y de la geografía cultural. 3. Del paisaje agrario a los espacios rurales: la geografía rural
El amplio campo de lo rural constituye uno de los segmentos de mayor tradición en la geografía humana, al menos en lo que atañe a los contenidos. Las circunstancias que rodean la aparición de la disciplina facilitaron una orientación arcaizante de la misma. Se manifiesta en la preferente atención prestada a las sociedades y fenómenos preindustriales y rurales. Sociedades más asequibles -en apariencia- a los postulados teóricos de la geografía moderna. Sin embargo, lo que conocemos como Geografía Rural o Geografía Agraria resulta de la decantación, a partir del decenio de 1940, de nuevas propuestas y enfoques. Arrancan, por una parte, de la geografía económica tradicional, la dedicada a la producción agraria. Por otra, derivan de las distintas perspectivas desarrolladas en la tradición de la geografía. La geografía agraria se vincula a la etapa ambiental y a la geografía del paisaje y regionalista del género de vida. La geografía regionalista impulsada en Francia y la confluente concepción paisajística y de la heimatkunde alemana propiciaron el interés por las áreas rurales. El pays y el paisaje, como expresión de la adaptación de los grupos humanos al medio, fueron los centros de atención. El enfoque de Vidal de la Blache hacia los géneros de vida acentuó la inclinación al estudio de los países rurales, es decir, de las comunidades
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rurales y sus lugares. Los enfoques paisajísticos de trasfondo cultural e ideológico, vinculados con la personalidad cultural de los pueblos, estimuló el análisis de las formas del paisaje rural y de sus elementos desde esta perspectiva. Todas estas perspectivas y enfoques confluyeron en potenciar los estudios agrarios y rurales y contribuyeron a definir la moderna geografía rural. 3.1.
DEL POBLAMIENTO AL PAISAJE AGRARIO
En el marco de la geografía humana, tal y como la propugna J. Brunhes y como se practica en Alemania hasta el primer tercio del siglo XX, las cuestiones centrales son las de la configuración formal de los espacios agrarios. Aspectos esenciales en los primeros decenios del desarrollo de la geografía moderna serán los que conciernen a los lugares rurales. El hábitat -distribución, disposición, estructura, forma, tipología de los asentamientos- alimenta una rama de gran predicamento en ese período, como es el estudio del poblamiento rural. El espacio de cultivo, con sus técnicas, tipos de aprovechamiento y uso del suelo es otro componente destacado. Se trata de una concepción en la que domina la expresión formal de la ocupación del espacio, y que se traduce en el carácter morfológico preponderante que presenta. El poblamiento rural y el hábitat -las construcciones rurales- fueron, hasta avanzado el siglo XX , un campo destacado del trabajo geográfico en el ámbito europeo en relación con la orientación etnicocultural que florece en la segunda mitad del siglo XIX y que busca identificar las señas de identidad nacionales a través de la cultura popular. El descubrimiento de esta cultura popular tiene una proyección etnográfica que alimenta el estudio geográfico del hábitat y de las comunidades rurales. Los trabajos y teorías de Meitzen, en Alemania, fueron las principales aportaciones, por la relevancia de la obra, de esta orientación. El paisaje agrario constituye el perfil dominante de la geografía rural regionalista y cultural. En este campo confluyen la geografía histórica, la geografía regional y la geografía agraria, una orientación consolidada por la geografía cultural de origen alemán, desarrollada, tanto en Europa como en Estados Unidos. A partir del decenio de 1940 surgen nuevos enfoques. Se caracterizan por articular estas aproximaciones, desde el punto de vista de la actividad agraria en su conjunto, desde una consideración económica renovada, y desde una visión más interesada en los caracteres de las sociedades agrarias. Nuevos enfoques que no son ajenos a la contemporánea evolución de disciplinas como la Economía y la Sociología, que se interesan en esa época por esas áreas y comunidades. La economía rural y la sociología rural, entendidas como economía agraria y sociología agraria o campesina, tienen un notable desarrollo empírico y teórico en este período. Estos nuevos enfoques definen una geografía agraria o rural -ambas denominaciones aparecen alternativamente sin que supongan distin-
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ción conceptual ninguna- que aborda el estudio de las áreas rurales. Éstas son identificadas, explícitamente, por la actividad agraria: «son rurales las formas de hábitat vinculadas a la explotación agrícola» (Tricart, 1956). Lo rural identifica la actividad agraria y las comunidades campesinas. Desde esa plataforma se consideran las formas de explotación agraria. La estructura agraria -propiedad, tamaño, relaciones de producción-, los sistemas y métodos de cultivo, las orientaciones productivas, la economía de la explotación, se añaden a la morfología agraria -campos y hábitat-, entre otros componentes. Se estudia la trama del paisaje identificado con esa morfología agraria y con los distintos modos de vida campesina. Se consideran las formas modernas de la explotación agraria de carácter capitalista o socialista. Síntesis significativas de esta geografía agraria o rural ilustran y orientan la disciplina: La Geografía agraria. Tipos de cultivo, de D. Faucher y la Geografía rural, de P. George, en Francia, son representativas de los nuevos enfoques. Una mezcla de paisaje y estructuralismo que perdura hasta el decenio de 1970 y que caracteriza la producción continental europea. La orientación dominante en el ámbito anglosajón ha sido, en esos decenios, la geografía agrícola, entendida desde una perspectiva económica y productiva, que enlazaba bien con la tradición inicial. La orientación agrícola se ha mantenido en este ámbito cultural, sobre todo el americano, hasta el decenio de 1980. Sus centros de interés y cuestiones han sido la producción agraria, los tipos de actividad productiva en este campo, la evolución de los sistemas agrarios, la estructura espacial de la actividad agraria. Sesgo significativo de una geografía rural o agraria vinculada con la geografía económica. Sin embargo, en el Reino Unido aparece temprano un nuevo enfoque que se interesa por los usos del suelo (land use). Una orientación renovadora iniciada en la década de 1930 por L. D. Stamp. Se caracteriza por una acentuada orientación cartográfica, por su sentido práctico y aplicado, y por su vinculación con la planificación territorial. Una orientación que tendrá indudable incidencia en las nuevas perspectivas que la geografía agrícola adquiere en Gran Bretaña a partir de 1970. Suponen un cambio teórico esencial y un giro decisivo en la evolución reciente de esta rama de la geografía. 3.2.
LOS ESPACIOS RURALES: LA URBANIZACIÓN DEL CAMPO
El cambio sustancial de concepción y enfoque en la geografía rural se origina en el Reino Unido en el decenio de 1970. Arraiga en las orientaciones precedentes hacia el uso del suelo. Pusieron de manifiesto el papel decreciente de la actividad agraria. Identificaron los cambios sensibles que ésta estaba experimentado, así como la influencia urbana en las áreas rurales. Influencia patente en la decisiva presencia de nuevos usos y nuevos usuarios.
La industria, las nuevas infraestructuras, la residencia secundaria y permanente de rurales no agrarios se incorporan a las áreas rurales. Surgen nuevos problemas ajenos a la actividad agraria, derivados de la urbanización. El deterioro de los espacios naturales, de los asentamientos rurales y de la propia morfología agraria, la consiguiente necesidad de su preservación penetraron en el campo de interés de los geógrafos. Lo hizo también la creciente complejidad de un espacio que había dejado de ser campesino y agrícola. Trabajos significativos en este orden como el de R. Pahl, Urbs in Rure, de 1965, o los de R. Gasson, On Farm Ownership and Practice. The Influence of Urbanisation, en 1967, señalaban las nuevas perspectivas de este campo de la geografía. Aspectos, por otra parte, que se apuntan en Francia, en este mismo decenio, al destacar los procesos de urbanización del campo (Juillard, 1970). La síntesis inicial de esta reorientación corresponde a la obra Rural Geography (Clout, 1974). En ella se presentan los nuevos horizontes de esta disciplina y se delinean las cuestiones que deben ocupar el análisis geográfico de las modernas áreas rurales. Los nuevos enfoques evidencian que no pueden ser consideradas al margen de la presencia de la ciudad y de los procesos espaciales inducidos por la industrialización y urbanización. La geografía rural renovada no se define en función de una actividad dominante, la agricultura, ni de un componente social, el campesinado. Lo hace en relación con una consideración del espacio como concepto integrador más apto para abordar los nuevos problemas (Kayser, 1972). Son los espacios rurales y el complejo espectro de usos, de usuarios y, sobre todo, de problemas, que se suscitan en estas áreas, los que centran el interés de las nuevas orientaciones. Son espacios que se caracterizan por una menor densidad de ocupación, por la permanencia de amplios sectores valorados por su productividad natural, por la creciente vinculación con las áreas urbanas, por el decreciente papel de la actividad agraria, por los cambios productivos en ésta. En consecuencia, por la gradación de las formas de organización resultantes. Comprende desde los ámbitos rurales periurbanos, intensamente afectados por el dinamismo urbano, a los espacios de reserva natural, apenas transformados en sus caracteres físicos. Espacios acotados como espacios protegidos, de acuerdo con la nueva cultura de la naturaleza que se impone en las sociedades industrializadas y urbanas. Evolución en cierto modo paralela a la que se manifiesta en la economía rural y en la sociología rural. Se abren, como la geografía, desde las problemáticas campesinas y de la producción agraria, a nuevas cuestiones. La actividad compartida, de los rurales no agrarios, de los neorrurales y de los rurales temporales, se constituyen en nuevos centros de interés. Los conflictos sociales que surgen en estas comunidades más complejas, las nuevas demandas y usos del suelo, vinculadas al ocio, el tiempo libre, la recreación, la segunda residencia, el turismo, la industria o los servicios en busca de nuevas implantaciones, aparecen como nuevos problemas. La conservación de la Naturaleza, la protección de los paisajes y del
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patrimonio edificado o construido surgen como nuevas perspectivas. El gran desarrollo de la geografía rural en los años posteriores convertía a esta rama de la geografía humana en un destacado campo de trabajo en el decenio de 1980 (Pacione, 1984). Se trata de una geografía rural orientada hacia los problemas de unas áreas en las que el cambio y el conflicto entre viejos y nuevos usos, y entre antiguos y nuevos ocupantes, en relación con una sociedad en proceso acelerado de urbanización, adquieren el carácter de cuestiones preferentes. Los problemas vinculados a estas áreas vienen provocados por la urbanización, la despoblación, la transformación social de las antiguas comunidades rurales, las nuevas técnicas en el uso y explotación de la tierra, las nuevas demandas para los espacios forestales y naturales, la implantación de la industria. Problemas que se plantean desde la necesidad de proporcionar servicios modernos a estas comunidades, a la de la conservación y protección de estos espacios o parte de ellos, y en la ordenación de usos y actividades. Son por tanto problemas ligados a la planificación. Un abanico complejo de nuevas cuestiones que distingue la nueva geografía rural (Robinson, 1998). No ocurre así en España, donde es patente la contradicción entre una práctica rural que incorpora los nuevos temas de modo puntual y una concepción de la geografía rural que se mantenía fiel a su tradicional entendimiento agrario y campesino (Cabo, 1983; Yllera, 1987). Agrarismo hegemónico que algunos geógrafos ponían de relieve, a mediados del decenio de 1980. Destacaban la escasa transformación de dichos estudios (Estébanez, 1985). La orientación de los estudios rurales se dirigía de forma preferente hacia cuestiones agrarias. Los enfoques preferentes eran estructurales. Se distinguían por la atención prestada a las denominadas estructuras agrarias -propiedad, explotación- y a los cambios tecnicoproductivos. Descubría la relativa impermeabilidad de la comunidad geográfica española a los enfoques modernos de la geografía rural y a la problemática que esos enfoques evidenciaban. Sólo en el último decenio, las nuevas concepciones de la geografía rural han sido incorporadas en las obras de síntesis (Molinero, 1990). Recogen la amplia renovación de las nuevas orientaciones que tienen, sin embargo, un cultivo secundario en España (García Ramón, 1995). El contraste con la más temprana y directa sensibilidad a los cambios en el área de los estudios urbanos, que tienen lugar en la geografía urbana española, es notable. 4. La geografía urbana: del emplazamiento a la ecología
Las ciudades y los espacios inducidos por la industrialización se prestaban mal a los enfoques ambientales, así como a los de índole paisajística y a los asentados en el concepto de «género de vida». No es de extrañar, por tanto, su ausencia de la primera geografía moderna. Las concepciones dominantes en la etapa inicial de ésta y en el período regionalista no facilita-
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ron la expansión de una rama geográfica tan directamente vinculada a los procesos de transformación del mundo industrializado. Las circunstancias epistemológicas de la aparición de la geografía sesgaron el desarrollo de ésta hacia cuestiones en las que las relaciones entre el hombre y el medio eran más evidentes, es decir, primarias, como sucede en el mundo agrario. Por ello, los estudios urbanos en la geografía moderna son tardíos y tienen un sesgo morfológico muy acusado. El estudio urbano en geografía no aparece hasta entrado el siglo XX , con el pionero trabajo sobre Grenoble de R. Blanchard, en 1911. La primera síntesis urbana será obra de un historiador del arte, P. Lavedan, ya en 1936. 4.1.
EL ENFOQUE MORFOLÓGICO: EL PAISAJE URBANO
La ciudad es contemplada como producto de las condiciones ambientales. Se busca la explicación del fenómeno urbano con una consideración preferente al emplazamiento y la situación. Uno y otro responden a una concepción ambiental, que hace de las circunstancias físicas las determinantes de la forma y la función urbanas. Éstos son convertidos en conceptos eje de la disciplina urbana en geografía. La geografía urbana se reduce a estudios monográficos de enfoque morfológico y funcional de carácter ambiental. En consecuencia, el espacio urbano es analizado desde una doble perspectiva. En primer término, la morfológica y tipológica, de orientación paralela a la de los núcleos rurales o hábitat rural. La ciudad aparece como una forma del hábitat. Es una perspectiva morfogenética cuyo eje es el plano y la construcción. Se trata de una disciplina descriptiva, histórica, en la que tiene un papel relevante la clasificación por tipos: planos en damero, planos-calle, planos-espina de pescado, planos ortogonales, entre otros, sirven para definir el espacio urbano. Los materiales y los sistemas constructivos permiten abordar la tercera dimensión del paisaje urbano, clasificación que permite agrupar y comparar los fenómenos urbanos, lo que constituye el enfoque general o sintético de la disciplina. En segundo término, la orientación funcional. Se establece la dedicación originaria del núcleo urbano, considerada como una determinación física, asociada a la situación geográfica. Se habla así de ciudades-encrucijada, ciudades-portuarias, ciudades-religiosas, entre otras. Calificaciones que se refieren, tanto al origen del núcleo urbano como a su desarrollo, con un fuerte acento histórico. La dimensión histórica domina el enfoque de los estudios urbanos en la geografía. Se trata más de una historia de la génesis urbana que de una geografía. En el continente europeo, la evolución y renovación de la geografía urbana se produce en el marco de esta concepción formalista y tipológica, en la tradición regionalista y paisajística. La geografía urbana incorpora a las descripciones formales y funcionales un enfoque estructural del espacio urbano. Es el modelo de geografía urbana que surge en Francia, tras la segunda guerra mundial. El espacio urbano es analizado a partir de su orde-
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nación en áreas diferenciadas de acuerdo con sus funciones, que definen la estructura funcional de la ciudad. Algunos autores, de ideología marxista, aportan una sensibilidad más evidente ante las cuestiones sociales. Tienden a encuadrar el fenómeno urbano en relación con los sistemas y formaciones socioeconómicos dominantes. P. George, autor de un trabajo pionero, La Ville, le fait urbain, representa este tipo de enfoque, que desarrolla y sistematiza en sus obras posteriores. La ciudad se encuadra como un fenómeno vinculado a los grandes marcos culturales y socioeconómicos. Se analiza en su estructuración económica y social, se contempla en sus dimensiones morfológicas. Es el enfoque que plantea J. Tricart, antes de su definitiva consagración a la geomorfología, en su obra dedicada al hábitat urbano (Tricart, 1956). La obra de Tricart aportaba una rigurosa metodología y, sobre todo, una temprana apertura clara y crítica a los enfoques renovadores que trascienden el hecho urbano local y abordan los sistemas urbanos, como evidencia el análisis de la obra de Christaller por parte de Tricart. La concepción básica de esta geografía urbana seguía siendo paisajística y por tanto morfológica, como evidencia Tricart, que afirma que «la ciudad se caracteriza por un paisaje». Es la geografía urbana que se incorpora y desarrolla, de forma preferente, en España, tanto en los trabajos monográficos como en los estudios de síntesis, en la segunda mitad de este siglo XX, hasta bien avanzado el decenio de 1970, en el marco de la geografía urbana paisajística (Bosque, 1956); o en el de los enfoques estructurales y morfológicos (García Fernández, 1974). El cambio esencial en la geografía urbana moderna surge de esos nuevos enfoques, de los que se hacía eco el geógrafo francés. El principal impulso proviene de la geografía anglosajona. Se trataba de los nuevos planteamientos teóricos y prácticos del fenómeno urbano que se desarrollaban en los países anglosajones y que definen la moderna geografía urbana y que van asociados a las corrientes analíticas. 4.2.
FUNCIONALISMO Y ESTRUCTURA INTERNA: EL ENFOQUE ANALÍTICO
El desarrollo de la geografía urbana quedará condicionado por los enfoques innovadores que introduce, sobre todo, la geografía anglosajona en la segunda mitad del siglo XX . Sus raíces son perceptibles desde el decenio de 1930, a un lado y otro del Atlántico, en especial en Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos. Constituyen enfoques vinculados a las nuevas condiciones del desarrollo urbano, en Estados Unidos, Gran Bretaña y regiones industriales de Alemania, y a la naciente planificación urbana que suscitan esas condiciones. Están en relación con el influjo de la nueva sociología urbana asociada a la denominada «escuela de Chicago», a partir de los trabajos de R. E. Park y E. Burgess en los años posteriores a la primera guerra mundial. Se ven impulsados por la recuperación neopositivista en el marco de la geografía americana, que impone marcos teóricos y metodológicos renovados.
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El expansivo crecimiento urbano generó, junto a la generalización del fenómeno metropolitano, la evidencia del carácter supraurbano de la ciudad contemporánea y la dimensión regional del desarrollo urbano. La exigencia de atender esta nueva dimensión derivada de la influencia de la ciudad en su entorno y de las nuevas formas del crecimiento urbano, así como los problemas derivados de las transformaciones internas de la ciudad, estimularon nuevas actitudes en el campo de la geografía. La definición de este campo renovado para la geografía urbana corresponde a los años posteriores a la segunda guerra mundial. La geografía urbana se orienta no sólo al estudio singular urbano sino a la valoración del fenómeno urbano desde la geografía. Es una aproximación que busca definir los procesos espaciales que regulan el desarrollo urbano. Se trata de establecer las grandes regularidades o tendencias de este desarrollo. El estudio se plantea desde los procesos de urbanización a los de crecimiento y estructuración interna del espacio urbano. No interesa tanto la ciudad singular como el espacio urbano. Supone un giro esencial. R. Dickinson había abordado el fenómeno metropolitano en Estados Unidos, tras la primera guerra mundial, asociado a la difusión del automóvil individual y de los transportes rápidos suburbanos. Había planteado la influencia regional de los centros urbanos y la relación entre distribución regional y las funciones urbanas, en Gran Bretaña. Son dos obras de corte moderno y de carácter pionero, The metropolitan regions of the United States, publicada en 1934 y The regional functions and zones of influence of Leeds and Bradford, del año 1929. La nueva problemática la recoge ya el Congreso Internacional de Geografía de Amsterdan de 1938. En él aparecen aportaciones de manifiesto corte moderno, como las de Van Cleef sobre las relaciones funcionales urbanas y la del propio W. Christaller, que presentaba una significativa comunicación sobre «Relaciones funcionales entre las aglomeraciones urbanas y el campo». Por otra parte, el acelerado proceso de urbanización que se manifiesta en esos años descubre no sólo la dimensión regional de la ciudad sino también el carácter estructural y territorial del conglomerado urbano y la naturaleza de malla que presenta. Se plantean, tanto las razones o factores de la misma como el problema de su ordenación y desarrollo. La búsqueda de un marco teórico que pudiera dar cuenta de esa distribución es el eje de la más conocida obra de W. Christaller, dedicada al análisis de la distribución de los centros urbanos en Baviera, Die zentrale Orte Suddeutschlands, publicada en 1933. Años más tarde, en 1941, R. Ullman publicaba A Theory of location of cities, con una orientación equivalente. Las redes urbanas, los sistemas urbanos, se convierten en un objeto geográfico, tanto en Europa como en Estados Unidos. Desde una perspectiva funcional lo hace C. D. Harris en su trabajo A functional classification of cities in the United States, de 1943; y desde la perspectiva de la jerarquía urbana, A. E. Smayles, con The urban hierarchy in England and Wales, de 1944. Estas aproximaciones se completan con las nuevas perspectivas del análisis de la estructura interna de la ciudad, contemplada como un espa-
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cio dinámico, vivo. La sociología urbana había planteado el carácter segmentado y estructurado del espacio urbano desde una perspectiva social y funcional. Se formulaba como un fenómeno de carácter ecológico, en el marco de la denominada Ecología urbana, siguiendo la pauta marcada por P. Geddes (1854-1932). La geografía analítica lo incorpora para el análisis formal de esa estructura interna de la ciudad. La nueva geografía urbana anglosajona se define a partir de estas cuestiones y problemas, en la segunda mitad del siglo. Los postulados neopositivistas que se imponen en la geografía americana impulsan los nuevos enfoques y la nueva problemática. Se orienta a elaborar marcos teóricos para estos fenómenos espaciales, a poner a punto técnicas de análisis apropiadas, de acuerdo con los métodos de inferencia y deducción, a vincular unos y otras con el conjunto de la ciencia positiva, en particular la Física y la Economía. La geografía urbana se plantea como una disciplina orientada a establecer marcos teóricos para la explicación del fenómeno urbano en las sociedades modernas. La recuperación anglosajona de la obra de W. Christaller, la actualización del modelo de Burguess y Hoyt sobre la estructura interna de la ciudad, tienen este valor. La aplicación de diversos modelos teóricos a la organización del espacio interno urbano, a su expansión, a la ordenación y jerarquía urbanas, así como la definición funcional de su base económica, perfilan el horizonte de una renovada geografía urbana de inspiración neopositivista. La nueva orientación se manifiesta madura en el Simposio de Geografía Urbana de Lund de 1960. La obra de B. J. Berry y E Horton, en 1970, Geographic Perspectives on urban systems, proporcionaba una síntesis relevante de la nueva geografía urbana de inspiración analítica. Como consecuencia, la geografía urbana, profundamente transformada y, en cierto modo, fundada de nuevo, se convierte en la rama más dinámica de la geografía moderna. Aparece, asimismo, como la disciplina más innovadora y relevante. Proporcionó a la geografía un perfil científico e introdujo a los geógrafos en el campo de la planificación urbana, con herramientas y técnicas apropiadas para la intervención objetiva sobre la ciudad. El lado oscuro de esta geografía urbana es el que impulsará las nuevas propuestas que han impulsado la geografía urbana de los últimos decenios del siglo XX. 4.3.
LA CUESTIÓN URBANA Y LA CIUDAD DEL CAPITAL
Nuevos enfoques, nuevas propuestas teóricas, nuevos postulados epistemológicos, van a incidir en el ámbito de los estudios urbanos en general y de la geografía urbana en particular. Surge a partir de la crítica a los postulados neopositivistas que dominaban en la geografía urbana anglosajona, y por la influencia de la sociología urbana de inspiración marxista, que se desarrolla a partir del decenio de 1960. Una constante renovación teórica, metodológica y de objetos de análisis impulsada por las propuestas de H. Lefebvre, en La révolution urbaine,
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LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA
de M. Castells, La cuestión urbana y de A. Lipietz, Le capital et son space, inciden en el campo geográfico directa e indirectamente. Estos dos últimos autores, lo harán desde postulados claramente estructuralistas, de acuerdo con las formulaciones de Althusser. La nueva sociología urbana, así como la nueva geografía urbana, se vinculan e involucran en el campo de las luchas urbanas, de las luchas políticas. La dimensión social de la ciudad, la vinculación directa del espacio urbano con las estrategias de los agentes sociales, el carácter de producto social que el espacio urbano posee, su naturaleza de espacio de conflicto y lucha social, son perfiles propios de esta corriente marxista que distinguen el desarrollo de la geografía urbana a partir del decenio de 1970. La geografía urbana incorpora nuevos enfoques y nuevas preocupaciones, de acuerdo con el sustrato político y revolucionario que justifica estas aproximaciones al fenómeno urbano en el marco del capitalismo moderno. El proceso de urbanización aparece como el fenómeno más relevante de las transformaciones que tienen lugar en el mundo contemporáneo y, en particular, en el mundo capitalista. La relación entre este fenómeno de urbanización y desarrollo urbano con los procesos de acumulación capitalista constituye el centro de las preocupaciones de los científicos sociales. Renovada geografía urbana cuyo desarrollo va asociado a los procesos de producción capitalista del espacio urbano. Nuevas cuestiones sustituyen a las que definían la geografía urbana analítica y positiva. La lógica de los agentes económicos y sociales que operan en el espacio urbano, las condiciones socioeconómicas que definen los procesos de atribución social de dicho espacio, los mecanismos de segregación social y los procesos que generan las desigualdades de urbanización inherentes al modo de producción capitalista, son los nuevos centros de atención de los geógrafos. Es lo que atestiguan las obras más significativas de ese período. D. Harvey, en Social Justice and City, de 1973, marcaba un hito en esta evolución; M. Santos, en A Urbanizaçao desigual, de 1980, incorporaba la perspectiva del Tercer Mundo, y descubría el carácter universal del proceso y sus peculiaridades en la periferia de ese mundo capitalista. Incorporaba esta nueva dimensión a la atención de la geografía urbana, más interesada, en el período analítico, por la ciudad del centro capitalista. La ciudad del capital constituye el objeto de estos enfoques, que hacen de la cuestión urbana un área central de las contradicciones del capitalismo contemporáneo. La nueva geografía urbana, analítica y radical, tiene una recepción progresiva en la geografía española a partir de 1970. En primer lugar, a través de los enfoques analíticos del funcionalismo económico -la base económica urbana- (Capel, 1976); más tarde, incorporando las nuevas propuestas que vinculaban espacio urbano y capital (Capel, 1976). 0 las que hacían del espacio urbano un producto asentado sobre las estrategias de los agentes sociales de acuerdo con la teoría de la producción del espacio. La producción del espacio urbano se convierte en un marco teórico y práctico del análisis urbano (Vilagrasa, 1985; Arriola, 1991).
OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA 4.4.
LA CIUDAD VIVIDA: IMAGEN DE LA CIUDAD Y ECOLOGÍA
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Desde otras perspectivas, con otros enfoques, de raigambre teóricometodológica diversa, pero compartiendo una filosofía básica idealista, el estudio de la ciudad se amplía y enriquece, se diversifica. La ciudad es entendida como lugar y vinculada a las experiencias subjetivas, a la noción de espacio vivido. La percepción del entorno, la valoración individual, que arraigan en las obras de Lynch y Lowenthal de la década de 1960, en Estados Unidos, se convierten en los soportes de los nuevos enfoques. La geografía de la percepción adquiere un especial desarrollo aplicada a los medios urbanos. Se abordan las particulares geografías, es decir, representaciones, de carácter subjetivo como factores que modelan el desarrollo urbano. Hitos, sendas, nodos, barreras, descubren la imagen individual de la ciudad, la ciudad vivida. Los estudios de percepción de la ciudad proporcionan una nueva perspectiva del espacio urbano. La irrupción de los enfoques feministas y la creciente influencia de los postulados del posmodernismo prolongan estas nuevas dimensiones del estudio geográfico de lo urbano. Perspectivas vinculadas a los enfoques existenciales, al espacio como vivencia, a la construcción sexuada o sexista del espacio, que amplían y enriquecen las aproximaciones al fenómeno urbano (Soja, 1996). El espacio urbano como texto, como símbolo. Son las facetas de las geografías urbanas posmodernas. Una orientación que se prolonga con similar intensidad y desarrollo en el decenio de 1990. Se incorporan nuevos campos o problemas al análisis urbano, como las cuestiones medioambientales. Se descubre la particular configuración de los espacios de la mujer. Se ponen de manifiesto los vínculos del espacio urbano con las prácticas discriminatorias que evidencian la subordinación de la condición femenina. Se resalta el carácter del espacio urbano como exponente privilegiado de la dualidad sexista de la construcción del espacio. El último decenio de este siglo XX supone la incorporación de la Ecología como marco de renovación teórica y empírica de los estudios urbanos, desde la perspectiva de los urbanistas y de los geógrafos (Campos Venutti, 1998). El tránsito de la dimensión política a la ecológica no significa una ruptura teórica. Supone el descubrimiento de nuevos flancos de la ciudad capitalista y del desarrollo del capitalismo en general. Al presente, la geografía urbana aparece como una gran rama autónoma de la geografía humana con una notable multiplicidad de objetos de análisis, de enfoques y propuestas teórico-metodológicas posibles. Perfilan un campo de conocimiento en proceso de estallido y fragmentación, fruto tanto de la especialización como de la ausencia de marcos teóricos coherentes. Consecuencia asimismo de las nuevas dimensiones de lo urbano, en una sociedad urbanizada.
408 4.5.
LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA GEOGRAFÍA URBANA Y GEOGRAFÍA HUMANA
Con evidente lógica histórica la geografía urbana aparece, en la segunda mitad de este siglo XX , como el núcleo sustantivo de la geografía humana. Ocurre en concordancia con un mundo urbanizado y en el que las grandes aglomeraciones urbanas cuentan con un peso creciente a escala nacional y mundial. La urbanización, en sentido físico y en su significado cultural y social afecta a una gran parte del mundo actual. El espacio urbano tiende a devenir la principal concentración de población. La actividad económica principal se concentra en estas áreas urbanas. La organización del espacio terrestre tiende a confundirse con la del espacio urbano o urbanizado. Estas circunstancias explican el papel relevante de la geografía urbana en este período de tiempo y en la actualidad. Ha concentrado, por un lado, la aportación más nutrida de las investigaciones geográficas. Identifica, por otro, el área de máxima innovación teórica y metodológica y de debate intelectual más rico. Ha sido la principal palestra de las distintas corrientes y enfoques que han dirigido el desarrollo de la geografía en el último medio siglo. Supone, por último, el ámbito en que más fecundo e intenso ha sido el contacto con otros campos, desde la Sociología a la Economía. De hecho, su desarrollo más reciente, en la segunda mitad del siglo XX , se confunde con el de la nueva geografía económica. 5. De las geografías económicas a la geografía económica
La geografía económica es un campo geográfico de excepcional desarrollo en nuestro siglo, que adquiere su perfil moderno en la segunda mitad del mismo, aunque posee antecedentes y raíces en los primeros tiempos de la geografía. geografía colonial, geografía comercial, geografía estadística, geografía económica, fueron denominaciones aplicadas a este campo geográfico, interesado en la actividad productiva, los recursos, el intercambio y comercio, es decir, la vida económica de la sociedad. Incluida, en su momento, la explotación de los imperios coloniales. La geografía económica es un campo en el que se reúnen ramas más o menos independientes, de trayectoria histórica muy distinta, y una disciplina con un relevante perfil teórico y metodológico. La genealogía de esta disciplina es, por ello, equívoca. La misma denominación cubre contenidos, enfoques y planteamientos teóricos y metodológicos muy dispares. La continuidad del nombre resulta, por ello, engañosa. La moderna geografía económica tiene poco que ver con la geografía colonial y las geografías comerciales o estadísticas del período inicial de la geografía moderna. 5.1.
DE LA GEOGRAFÍA COLONIAL A LAS GEOGRAFÍAS ECONÓMICAS
Las circunstancias históricas del período de constitución de una disciplina geográfica moderna facilitaron la constitución, como una rama de la
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misma, de la denominada geografía colonial. Una disciplina directamente vinculada a las sociedades geográficas. Se incluían en ella los trabajos dirigidos a la descripción y conocimiento, en los más diversos aspectos, de los territorios coloniales. Incorporaba los estudios de los países susceptibles de convertirse en áreas de expansión de las potencias industriales. Se interesaba, en general, por los espacios extraeuropeos. Incorporaba, sobre todo en los países protagonistas de la expansión europea, una variopinta colecta de informes, relatos de exploraciones, datos estadísticos, descripciones locales y por países, levantamientos cartográficos. Todos ellos referidos a los territorios de ocupación o a las áreas de reparto o posible soberanía colonial. Una mezcla de estadística económica, etnografía y cartografía, además de relatos viajeros e informes diplomáticos. En estas obras se mezclaban informaciones sobre las poblaciones indígenas y sus caracteres antropológicos, los recursos más significativos y, sobre todo, los aspectos físicos relevantes. Con ellos contribuían a completar la cartografía de estas tierras mal conocidas: en particular, cursos de agua, áreas montañosas, perfil topográfico. La decadencia de los imperios coloniales tras la segunda guerra mundial marca la desaparición de esta rama de la geografía moderna, que adquirió especial relevancia en los decenios finales del siglo XIX y los primeros del siglo XX. Emparentaba de forma muy directa con las ramas de carácter económico, practicadas bajo nombres diversos. Geografía económica, geografía comercial o geografía estadística, geografía agrícola -como también se la denominó-, identificaban ramas recono-
cidas en el ámbito de la geografía. Estaban concebidas como disciplinas-inventario. Se interesaban por el volumen de recursos físicos y humanos, es decir, materias primas, producciones, población, actividades económicas, valor y dirección de los intercambios entre los países. Mostraba una predominante orientación hacia la simple enumeración de las producciones más importantes y el comercio e intercambio de mercancías a escala internacional. Se asemejaban más a la vieja estadística del siglo XVIII que a la moderna geografía económica. La denominada geografía económica aparece en los propios orígenes de la geografía moderna. Identifica una rama o fracción dedicada a la localización de la producción e intercambio de bienes, con un marcado sesgo estadístico y descriptivo. Este perfil, que hereda el de la vieja estadística de la Ilustración, permanece sin sensible variación hasta la segunda mitad del siglo XX. La geografía económica desborda entonces sus limitaciones descriptivas, puramente estadísticas, enumerativas, que la habían caracterizado hasta ese momento. Adquiere el perfil de una disciplina de carácter teorético, más próxima a la economía. Anuda entonces múltiples lazos con la Física, muchos de cuyos patrones son aplicados en la elaboración de hipótesis y modelos para el análisis de los procesos y formas de organización del espacio. El desarrollo experimentado por esta rama ha supuesto, por un lado, la generalización de la primera denominación y el progresivo desuso de las demás.
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LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA
La geografía económica identifica esta rama de la geografía moderna, convertida, en la segunda mitad de esta centuria, en una de las partes de mayor dinamismo y prestigio dentro de la disciplina, en relación con un cambio radical en sus enfoques, conceptuación y método, sobre todo en la segunda mitad de este siglo, en relación con los postulados de la geografía neopositivista. La contribución más brillante de la geografía analítica se halla en este campo, en estrecha relación con el de la geografía urbana. Adquiere su máximo esplendor en el ámbito anglosajón. El enfoque económico de la geografía se manifiesta en el análisis de factores clásicos como la producción y la distribución de bienes. Se distingue, sobre todo, por otros más innovadores, como las cuestiones de localización: localización y organización del espacio económico, con particular atención al urbano, entre otros. Un amplio conjunto de geógrafos anglosajones destaca por su contribución en este ámbito, uno de los más renovadores en la Geografía moderna tras la segunda guerra mundial. 5.2.
LA NUEVA GEOGRAFÍA DE LA LOCALIZACIÓN DEL ESPACIO ECONÓMICO
Dos rasgos esenciales distinguen la nueva geografía económica y sustentan su carácter novedoso: la orientación analítica que promueve una disciplina de carácter teorético y la consideración preferente de los problemas de localización económica. La introducción de modelos de carácter econométrico, así como de teorías de localización para las actividades productivas, impulsaron la renovación de la geografía económica tradicional. En cierto modo, la geografía económica sustituyó a la geografía humana o se identificó con ella en la medida en que las teorías de carácter económico sustentaron una gran parte del análisis espacial. Éste se vincula con el presupuesto de la racionalidad del comportamiento económico del individuo y de los grupos sociales. La nueva geografía anglosajona se basó en el postulado de la libre elección del sujeto económico como norma de los comportamientos espaciales y, de resultas de ello, como patrón de la organización del espacio. La hipótesis del actor racional motivado por la lógica económica subyace en el análisis espacial de la nueva geografía económica. El sesgo economicista del enfoque analítico impregnó la geografía humana y confirió a ésta un perfil de geografía económica. Teorías y métodos adquiridos de la Economía, técnicas econométricas, modelos aplicados a la explicación de las formas de localización y distribución de las actividades económicas, son característicos de esta corriente. El equívoco entre geografía humana y geografía económica está así presente en una disciplina cuyos centros de interés se corresponden con fenómenos espaciales vinculados con la actividad económica. Desde la localización de la actividad industrial y localización y distribución de los centros de servicios, localización y organización de la actividad agraria, hasta la estructura y desarrollo de las redes de transporte han sido aspectos centrales de la «nueva» geografía humana.
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La geografía económica se ha desarrollado, como consecuencia, en una serie de campos específicos que comparten su referencia a las actividades económicas. Hay una geografía económica que con pretensiones de globalidad aborda el conjunto de los fenómenos económicos desde la perspectiva de su localización y distribución espacial, y hay «geografías» económicas especializadas. Sin embargo, lo que les da unidad, y lo que permite hablar de una geografía económica, es el soporte teórico común que comparten. La nueva geografía proporcionó enfoques, técnicas y métodos de análisis para las actividades económicas específicas desde la perspectiva de su localización y organización espacial. De ahí el paralelo desarrollo de unas geografías especiales, agrícola, industrial, del comercio, de los transportes, que utilizan los mismos marcos teóricos, aplican similares modelos y emplean técnicas equivalentes. La característica más sobresaliente es la desigualdad en el desarrollo teórico, metodológico y conceptual. Las teorías de localización industrial de los economistas alemanes del primer tercio del siglo XX , A. Weber y A. Lóst; la teoría de Von Thünen sobre la organización de la producción agraria en relación con el centro de mercado; la propia teoría de Christaller sobre distribución y jerarquía de los centros de servicios, forman el armazón básico de la «nueva geografía» teorética. Circunstancias que explican el particular desarrollo de la geografía industrial bajo estos presupuestos, así como la geografía del comercio y la geografía de los transportes.
Se trata de una geografía industrial cuya base conceptual y teórica es la Economía neoclásica y cuyo foco han sido las teorías de localización que asignan la presencia industrial a la decisión racional y calculadora de la empresa, cálculo basado en la consideración de los costos derivados de las materias primas que participan en el proceso productivo, de la energía y de la mano de obra utilizadas en el proceso productivo; en relación con los beneficios del acceso al mercado. Valoración de acuerdo con su proporcional participación en el costo final del producto y con la incidencia de los costos de transporte de cada uno de los factores productivos. Enfoques que han prevalecido en la geografía económica y en la economía regional hasta el decenio de 1960 y han marcado las áreas y problemas de la investigación geográfica, tanto en la geografía industrial como la del comercio y transportes en el ámbito anglosajón, progresivamente extendida en el resto, aunque sin llegar a desplazar la tradición de la geografía económica más tradicional practicada en Europa, que tiene sus propias raíces y tradición. Ésta se ha caracterizado por la fidelidad a un enfoque clasificatorio, vinculado al concepto de recursos en el caso de la industria, y de naturaleza descriptiva, que ha abordado casi en exclusividad la industria y los transportes. La organización espacial de las actividades no productivas o terciarias apenas ha sido abordada por la geografía económica tradicional a falta de herramientas conceptuales adecuadas. Sólo en la segunda mitad del siglo XX se perfilan análisis referidos a las actividades financieras (Labasse, 1956).
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LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA
La geografía económica sólo adquiere desarrollo a partir de la segunda mitad del siglo XX, como en otros casos, por efecto de las renovadas orientaciones que se dan en la geografía anglosajona y, en el marco europeo, por la influencia de autores de inspiración ideológica marxista. 5.3.
ECONOMÍA POLÍTICA
Y
GEOGRAFÍA ECONÓMICA DEL CAPITALISMO
En el decenio de 1970, la geografía económica se ve afectada por los planteamientos de las nuevas tendencias «radicales» de la Economía Política anglosajona y por los enfoques que se van esbozando en el marco de la geografía «radical». Enfoques que se dirigen hacia el análisis espacial de los procesos de acumulación, tanto histórica como actual en el capitalismo. Se interesan por las condiciones espaciales en que se desarrollan los procesos de crisis, de modo especial la crisis industrial que se generaliza en ese período por los países industrializados. Abordan las nuevas pautas de distribución y localización de los espacios productivos industriales con la aparición y desarrollo explosivo de nuevos centros industriales y nuevos países industrializados. En ese mismo marco y en el contexto de una creciente preocupación por los efectos de deterioro y degradación medioambiental se incrementa el interés por el análisis de la industria como origen principal de ese tipo de procesos. El desarrollo de la crisis industrial y sus manifiestos vínculos espaciales abre nuevos campos de interés en relación con los mercados de trabajo y la reorganización de los espacios regionales. El papel de las áreas locales en los procesos de reconversión y adaptación industrial que acompañan a la crisis en los países industrializados resulta clave. Nuevos temas de estudio, como las cuencas de empleo, los distritos industriales, el papel de las áreas rurales, la integración productiva de los espacios industriales bajo las grandes firmas, se introducen en la geografía económica de la mano de estos enfoques (Massey, 1974, 1982). Nuevas teorías y marcos conceptuales surgen para abordar este tipo de problemas, así como los cambios estructurales que se están produciendo en el sistema capitalista. La «teoría de la regulación» pretende proporcionar un marco interpretativo de la evolución, desde el fordismo a nuevas formas de organización del sistema capitalista. Se define así una geografía económica de signo radical, de fundamentación marxista o neomarxista en muchos casos. Su centro de atención esencial es la dimensión espacial de los profundos cambios que se producen en el capitalismo mundial desde hace más de un cuarto de siglo. El interés por el espacio como un elemento decisivo en las estrategias del capitalismo para asegurar tasas de beneficio crecientes o compensar su progresiva reducción se instala en la nueva geografía económica de signo político. Nuevos focos de interés que ponen de manifiesto la desigualdad del desarrollo asociado al crecimiento capitalista (Smith, 1989). El significado del subdesarrollo y las condiciones del intercambio desigual a escala internacional ocupan un primer plano de los nuevos enfoques. La «geografía del
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subdesarrollo» y de los «países subdesarrollados» adquiere entidad dentro de la geografía económica radical. La nueva geografía económica es la de la desigualdad. Es la geografía económica del capitalismo, que se confunde en gran medida con la geografía del capital. Enfoques recientes reclaman una atención equivalente al trabajo, en la geografía económica radical (Herod, 1997). Es decir, a los trabajadores. Es evidente que el principal soporte de la actividad económica y un recurso básico de la misma es la población. En la esfera productiva y en la de la reproducción, la población aparece como un componente determinante de la organización del espacio económico. A pesar de ello y de estos enfoques recientes que reclaman una atención preferente para este factor determinante de la vida económica, la población no ha sido un objeto tradicional de la geografía económica. De forma sorprendente, la geografía económica, tanto la de carácter descriptivo como la analítica y la radical, han concentrado su atención en el factor Capital. La producción, el intercambio, la distribución, e incluso el consumo, han dado cuerpo al análisis económico en geografía. El factor trabajo, en sus diversas dimensiones, ha sido ignorado. Lo ha sido en su dimensión productiva como capital variable. Lo ha sido en la esfera de la reproducción. Desgajado de su natural ubicación, se ha abordado como una variable independiente, desde presupuestos empíricos, origen de una rama específica de la geografía: la geografía de la población. 5.4.
UN ESTATUTO AMBIGUO: GEOGRAFÍA DE LA POBLACIÓN Y DEMOGRAFÍA
Existía una tradición secular de análisis de los datos demográficos, del volumen de población, de las migraciones y de los comportamientos demográficos. La Estadística había surgido como una disciplina, en el siglo XVII , en Italia, con este perfil. La economía política clásica prestaba una atención preferente a las cuestiones demográficas. Éstas se habían convertido, incluso, en una preocupación central desde el Ensayo sobre la Población, de R. Malthus. La población aparece, por tanto, como un componente de disciplinas vinculadas con la economía. Los problemas del volumen de población y de la dinámica demográfica -natural y migraciones- se encuentran en el Ensayo político sobre la Nueva España, de A. de Humboldt, excelentemente tratadas. Responde a esa tradición estadística en su acepción original y a esa vinculación con la economía política. En la geografía moderna, las cuestiones de población carecen de encaje teórico. La costumbre hacía habitual el tratamiento de los datos demográficos. El análisis de la población, la distribución de la misma, sus características demográficas y los movimientos migratorios estaban contemplados en las obras geográficas, de forma habitual, al tratar de países o de regiones. Formaba parte de las obras de geografía comercial y geografía estadística. El rápido incremento de la población europea y los cambios demográficos asociados al proceso de industrialización habían incrementado el in-
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terés por este tipo de cuestiones. Las implicaciones políticas e ideológicas de esos cambios estimularon la dedicación a esta problemática. Sin embargo, no puede hablarse de una geografía de la población. El estudio de las poblaciones era abordado de modo habitual en los trabajos de carácter geográfico, casi siempre con un alto sesgo descriptivo. El tratamiento de la población carecía de soporte teórico. El desarrollo de una geografía de la población se producirá como consecuencia de la configuración de la demografía moderna. La delimitación de una disciplina con perfiles propios, en este campo, no se produce hasta la segunda mitad del siglo XX. Intervienen al respecto factores decisivos: el creciente papel de los problemas de población en las sociedades contemporáneas, el desarrollo de la demografía como una ciencia social teórica y empíricamente bien definida y las posibilidades de aplicación de técnicas cuantitativas en este campo. La temprana definición de un saber demográfico moderno, que aparece de forma embrionaria en el siglo XVII, adquiere nuevas perspectivas tras la segunda guerra mundial, con dos focos destacados, en Francia y en Estados Unidos. La nueva demografía tiene un carácter analítico, dispone de un instrumental metódico y teórico de carácter matemático, asentado sobre «modelos» ajustados para explicar las formas del crecimiento de las poblaciones y sus variaciones. La teoría de la transición demográfica y la influencia de las teorías de Malthus sobre el crecimiento de las poblaciones proporcionaron los marcos para el análisis demográfico. La capacidad de predicción por una parte y la posibilidad de aplicar el análisis demográfico a las poblaciones del pasado han hecho de la demografía una ciencia moderna, bien asentada en el marco de las denominadas ciencias sociales. Revistas como Population, en Francia, y Population Studies en Estados Unidos, han sido y son los principales soportes de esta nueva demografía. Su existencia determinó el perfil de la geografía de la población. La excepcional incidencia social de las cuestiones de población en la segunda mitad del siglo XX constituye un estímulo decisivo para el tratamiento de la población en la geografía. Los grandes movimientos migratorios inducidos por la guerra mundial, y, sobre todo, por las condiciones del desarrollo de la población mundial, caracterizada por una acelerada tasa de incremento que se concentra en los países de menor desarrollo económico, marcan los decenios posteriores a la segunda guerra mundial. Los problemas derivados de los cambios estructurales en las poblaciones europeas, efecto de las nuevas pautas de reproducción, adquieren una importancia decisiva. El envejecimiento, en unos casos, la desnatalidad, en otros, el éxodo rural, han impulsado el interés por este campo de conocimiento. Han provocado un cambio notable en su estudio, enriquecido además por enfoques renovados y nuevas teorías. En la geografía es apreciable la sensibilidad ante estas circunstancias. La Geografía de la Población se delinea como una disciplina específica, con una pronunciada vinculación con la demografía moderna. La población humana se convierte en el objeto de esta rama. La población considerada como una variable independiente. Los movimientos migratorios, a
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escala nacional e internacional, los cambios demográficos, las actitudes de las poblaciones ante la reproducción, las condiciones de la mortalidad y su evolución, las estructuras demográficas en sus distintas manifestaciones, forman parte de esta geografía de la población que se esboza en ese período. La adaptación de estos estudios a los marcos conceptuales geográficos determina las principales orientaciones de la disciplina. Se concibe desde los enfoques tradicionales de carácter corográfico, representados por W. Trewartha y P. James, en Estados Unidos, donde también se desarrolla en el marco de la geografía cultural. Esta rama presta singular atención a aquellos aspectos o elementos de raigambre cultural: los caracteres y comportamientos de las poblaciones, su distribución, en relación con su condición cultural, como minorías étnicas, grupos raciales, colectivos y comunidades, grandes áreas culturales. Representa esta corriente cultural de la moderna geografía de la población anglosajona en su versión norteamericana (Zelinsky, 1973). Desde la geografía analítica aparecen otros alternativos acordes con las nuevas orientaciones de la geografía anglosajona en esos años. Se distingue por la aplicación de modelos, por el desarrollo de las predicciones demográficas, por el recurso al instrumental matemático, por la preocupación por los patrones de distribución. El propio desarrollo de la geografía a partir de tales fechas ha inducido la ampliación de los centros de interés y de los enfoques conceptuales y metodológicos en esta rama de la disciplina, no exenta de interrogantes teóricos. La población es un componente que se presta a un tratamiento puramente positivo y empírico, de carácter descriptivo, así como al uso de técnicas modernas de índole cuantitativa. La geografía de la población es una de las ramas de la disciplina en la que en mayor medida se ha afincado la geografía cuantitativa. Los fundamentos teóricos de la geografía de la población y, en general, del análisis de la población, han sido cuestionados. La pretensión de convertir a la población en una variable independiente del análisis geográfico supone hacerla determinante del complejo social. Contribuye a ocultar la dependencia de las variables demográficas y de población de los factores de carácter económico, social, cultural y de otro carácter. De ahí las dificultades teóricas de la inserción de la población en el análisis geográfico y de la misma geografía de la población. A pesar de ello, constituye una de las ramas que mayor desarrollo ha experimentado en los últimos cincuenta años, consolidada como una de las que cuenta con mayor número de cultivadores.
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CAPÍTULO
21
NUEVAS PERSPECTIVAS EN LA GEOGRAFÍA HUMANA La geografía moderna se ha mantenido relativamente estable en lo que concierne a los campos de conocimiento y de interés que le han caracterizado desde finales del siglo pasado. Su evolución, según hemos visto, aparece vinculada, sobre todo, a las innovaciones metodológicas y teóricas que han marcado el desarrollo de cada campo y las orientaciones significativas de los mismos. No obstante, hay que destacar la singularidad de la evolución de algunos campos de raigambre profunda en la geografía moderna. Éstos, afectados por un largo período de casi abandono, se encuentran en significativa recuperación, con renovadas perspectivas. En otros casos se trata del desarrollo de campos nuevos con una cierta tradición. Surgidos en la segunda mitad del siglo XX, se han asentado a lo largo de este medio siglo, hasta adquirir una notable entidad. Al primer conjunto pertenece la Geografía Política. Al segundo, la Geografía del Ocio y la Geografía Social. 1. Nuevos campos: la Geografía del Ocio
La Geografía del Ocio -Recreational Geography en el ámbito anglosajón-, también conocida como Geografía del Tiempo Libre, constituye un campo caracterizado de la geografía humana actual. Se desarrolla a partir del decenio de 1960. Inexistente con anterioridad, aunque algunos trabajos esporádicos se habían interesado por algunos fenómenos característicos de este ámbito. En Estados Unidos, ya en 1954 se planteaba el estudio del tiempo libre y del turismo, en el marco de la geografía económica, como un nuevo objeto de la misma. El desarrollo de las actividades de recreo, incluido el turismo, en relación a una nueva actitud social, que valora «la aireación de cuerpo y mente a través del desplazamiento geográfico» como una necesidad, adquiere entidad tras la segunda guerra mundial. El efecto geográfico de tales comportamientos sociales en cuanto a equipamientos e infraestructuras orientados a satisfacer la demanda de ocio aparece como el objeto de la nueva
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disciplina. Permitían «diferenciar y caracterizar áreas», de acuerdo con los geógrafos regionalistas norteamericanos que inician este campo, y perfila la primera orientación de estos estudios. En esos años iniciales de la segunda mitad del siglo XX se planteaban ya tres dimensiones de interés en el estudio de este fenómeno. En primer término, los factores físicos, que eran valorados de forma positiva por la demanda social y que se convertían en recursos. En segundo, los equipamientos e infraestructuras para atender esta demanda, en cuanto capital invertido. En último, las actividades de ocio como tales, que eran contempladas desde enfoques morfológicos y funcionalistas. Es un campo incipiente, cuya expansión se produce en esta segunda mitad del siglo. La definición de ésta responde a las condiciones objetivas de las sociedades industriales y urbanas modernas, en la medida en que es en esa época cuando amplios sectores de la sociedad, con carácter masivo que involucra a millones de personas, disponen de un «tiempo libre» en proporciones crecientes y significativas respecto del tiempo total de trabajo. El motivo se encuentra en el acortamiento de la jornada de trabajo semanal y en la ampliación del período de vacaciones anual. Sectores de la sociedad que, además, pueden cubrir sus necesidades básicas y cuentan con un apreciable excedente financiero disponible, o pueden acceder a él vía el crédito. Por otra parte, corresponde con una época en la que los medios de transporte, colectivos e individuales, permiten un desplazamiento rápido, cómodo y a bajo costo. Estos factores determinaron un rápido desarrollo de los desplazamientos, en período de tiempo libre, de estos sectores sociales por los respectivos países y fuera de ellos. Se sienten atraídos por reclamos de carácter cultural, por el simple exotismo, por las posibilidades de disfrutar del sol, del mar, de ambientes naturales de superior calidad, del paisaje, de acuerdo con una cultura e ideología que valora este tipo de ocupación y uso del tiempo libre. Les atrae la posibilidad de practicar determinadas actividades lúdicas, que la cultura urbana moderna estimula y a las que otorga un valor social positivo. Es el caso del esquí en áreas de montaña, entre otros. Los desplazamientos de fin de semana y vacacionales para este tipo de consumo cultural y para este tipo de prácticas sociales e individuales se han convertido en un rasgo sobresaliente de las sociedades industrializadas. Este tipo de demanda solvente ha tenido efectos múltiples, de orden social, económico y espacial. Desbordando sobre las áreas rurales, o sobre espacios dotados de condiciones específicas atractivas, nieve, mar, playa, sol, arte, exotismo, han estimulado un amplio abanico de ofertas destinadas a acoger tales poblaciones en su tiempo libre. Desde alojamiento e infraestructuras hasta equipamientos dirigidos a satisfacer sus necesidades de consumo, diversión, relaciones sociales, además de transporte. Las dimensiones excepcionales adquiridas por este tipo de movilidad geográfica de carácter temporal, de ritmo cíclico, en las sociedades industrializadas modernas y en los sectores de más altos ingresos en general, convierte al fenómeno del ocio en un componente decisivo de la economía mundial y, sobre todo, de las economías regionales y nacionales afectadas,
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al mismo tiempo que ha provocado un cambio social y espacial profundo en las áreas de acogida o frecuentación. La multiplicidad de denominaciones pone de relieve la complejidad del campo, en cuanto a los fenómenos que se consideran, así como la ausencia de una conceptuación o teoría unificadora. La geografía del ocio contempla un amplio conjunto de actividades relacionadas con el tiempo libre, es decir, el no dedicado al trabajo ni a cubrir las necesidades básicas, en las modernas sociedades industriales y urbanizadas. Comprende desde el turismo, es decir, el viaje fuera del lugar de residencia al margen del trabajo, a las diversas ocupaciones o actividades destinadas a proporcionar entretenimiento durante el período de tiempo libre, con carácter pasivo o activo. Prácticas deportivas, actividades de simple consumo pasivo, de productos para la diversión, a través de los equipamientos adecuados -estadios, parques de atracciones, establecimientos especializados de ocio, entre otros- o consumo de bienes intangibles como el paisaje, el sol, la naturaleza, por ejemplo. De ahí los matices que se traducen en denominaciones que identifican campos como el ocio, el turismo, la recreación, como centros de la disciplina. El interés de la geografía por el fenómeno se encuadra en esta dimensión espacial o territorial, vinculada a las áreas de oferta, y en los efectos espaciales derivados de las demandas sociales en el tiempo libre. La propia movilidad geográfica de grandes volúmenes de población y su incidencia en el transporte y sus infraestructuras constituye otro elemento de significado espacial. La distribución regional de estos fenómenos, respecto de las áreas de origen y de destino, y respecto de los flujos de personas, y en lo que concierne a infraestructuras y equipamientos, constituye otra perspectiva de atención para los geógrafos. Los factores vinculados al comportamiento, las estrategias de los agentes sociales que se benefician de este fenómeno, la incidencia de la percepción que cada individuo posee sobre los distintos espacios y actividades, o las condiciones ideológicas que, como las anteriores, operan sobre la demanda, han merecido una atención más tardía y menor en la geografía. Los factores determinantes de la atracción, sobre todo cuando tienen un fundamento fisiconatural, como ocurre en las grandes migraciones de sol y playa, operan también como objetos del análisis geográfico, desde el inicio de esta rama de la geografía. La complejidad social del fenómeno ha supuesto que sean muy diversas las disciplinas que se interesan por él y que, por ello, constituya un campo supradisciplinar más que interdisciplinar. En cualquier caso, la geografía comparte con otras disciplinas como la economía, la sociología, la psicología, el interés por este destacado fenómeno del mundo moderno, si bien con un bagaje teórico mucho menos elaborado. Los intentos de vincular este tipo de fenómenos en el marco de una teoría social no ha tenido eco significativo en geografía. En la geografía del ocio persiste un enfoque empírico, descriptivo y meramente clasificatorio, tanto en los análisis locales como en los de carácter general, en los específicos del espacio de ocio y en los regionales.
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La geografía del ocio aparece, ante todo, como una disciplina empírica y descriptiva orientada al análisis de los espacios producidos por estos desplazamientos, a los efectos de los mismos sobre sus caracteres físicos, a los movimientos y flujos que conllevan a escala regional, nacional e internacional, como temas básicos. La segunda residencia, la oferta hotelera y su desarrollo, los complejos residenciales turísticos, los fenómenos de urbanización provocados por la aglomeración residencial de ocio, los cambios demográficos y sociales inducidos, han sido los más habituales asuntos tratados. Con medio siglo de estudios en este campo, y con varios decenios de práctica en esta nueva rama de la geografía, la geografía del ocio -del tiempo libre, del turismo o de la recreación- se ha configurado como un disciplina con problemas más perfilados y con una mayor consistencia teórica. La vinculación con las filosofías del comportamiento y con los postulados epistemológicos de carácter existencial y fenomenológico han proporcionado a la geografía del ocio cimientos sólidos para aproximarse al fenómeno turístico en sus diversas manifestaciones. Los fenómenos relacionados con el tiempo libre se inscriben en enfoques o categorías de análisis, orientadas, desde «los estudios históricos, los patrones espaciales del desarrollo y cambio del turismo, los modelos del desarrollo turístico y de la conducta del turista, el turismo como industria, los impactos socioculturales y ambientales, y la planificación turística» (Squire, 1994). Marcos teóricos de carácter económico, en la microeconomía, y, sobre todo, marcos teóricos relaciones con el comportamiento y la construcción de imágenes culturales por el sujeto, desde una perspectiva de geografía cultural, dan apoyo a las recientes investigaciones en este campo. El interés por la producción cultural de imágenes relacionadas con el espacio de ocio y las prácticas sociales asociadas a los mismos se enmarca en una concepción cultural de la geografía y en la valoración de los fenómenos turísticos como aspectos de la elaboración cultural, en un mundo de signos, de mensajes y de industria cultural. Las recientes tendencias del posmodernismo han proporcionado a la geografía del ocio una notable apertura de enfoques. En España la geografía del ocio penetra y se desarrolla temprano, sin duda en relación con la importancia que adquiere el fenómeno turístico en la segunda mitad de este siglo, tanto en el orden económico como social, cultural y espacial. Las primeras aproximaciones tuvieron lugar en el marco de estudios regionales, como el de la Costa Brava de Y Barbaza. En los últimos decenios se ha desarrollado desde múltiples enfoques, aunque ha predominado, por lo general, el estudio de carácter empírico y descriptivo, sobre áreas locales o sobre aspectos concretos del mismo. La introducción de un respaldo teórico e interpretativo ha sido más tardía y los estudios en relación con el comportamiento de los agentes sociales involucrados, o respecto de las imágenes culturales que movilizan o dirigen las actitudes individuales y sociales, son menos frecuentes que las descripciones. Constituye, de hecho, una rama de notable producción que no difiere, en lo esencial, de la que se realiza fuera de las fronteras del país (Valenzuela, 1992).
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2. Geografías sociales
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La Geografía Social es una denominación equívoca porque tiene una doble acepción. Por un lado identifica, de forma descriptiva, aquellas geografías que se interesan por lo social y otorgan una primacía a las cuestiones así catalogadas, según veremos. Se puede decir que corresponde a un cierto punto de vista social en la geografía humana. Se trataría, en este caso, en sentido estricto, de una rama de la geografía humana. Sin embargo, se da el mismo título a propuestas que tienen un alcance alternativo, porque se presentan como sustitución de la propia geografía humana. No se trata por tanto de una rama nueva, sino de otra geografía humana. De una geografía humana convertida en geografía social. Llamaremos a las primeras geografías sociales, en cuanto enfoques de carácter temático propios de la geografía humana. Distinguiremos a las segundas como geografía social, como alternativa epistemológica de la geografía humana. En el primer caso se trata de una perspectiva que resalta el interés por determinados tipos de fenómenos, los sociales. En el segundo estamos ante una propuesta de reorientar la geografía humana en su conjunto. Aunque la denominación de geografía social aparece pronto en la moderna geografía, puesto que se utiliza ya en el siglo XIX con un significado equivalente a geografía humana o geografía política, como hemos visto, no se puede decir que cristalice hasta la segunda mitad del siglo XX . El empleo del término en el siglo XIX corresponde a la escuela sociológica de F. Le Play. En 1907, G. W. Hoke esbozaba un perfil de la geografía social más próximo al moderno estatuto de esta disciplina como análisis de la «distribución en el espacio de los fenómenos sociales» (Jones, 1980). Es en la segunda mitad del siglo XX cuando surgen, tanto en el ámbito anglosajón como en Francia, propuestas que se plantean el análisis de los componentes sociales del espacio, muy poco o nada considerados en la geografía, más ocupada con los lugares, las regiones, la influencia del medio, que por la dimensión social que, para la mayor parte de los geógrafos, en esa época, correspondía a la Sociología. La preocupación por separar el campo geográfico del sociológico, ante el temor de ser absorbido por una dinámica sociología en pleno desarrollo, acentuó la orientación geográfica hacia los lugares y ahondó la despreocupación por lo social. El principio de que la geografía no trataba de los hombres sino de los lugares, como resaltaba Vidal de la Blache, facilitó esta ignorancia del componente social. Geógrafos marxistas, como P. George en Francia, introdujeron esa dimensión, incorporando la estructura social, la diferenciación social, los fenómenos de marginación, entre otros. Son contemplados tanto en los trabajos de población como en los estudios urbanos, e incluso como un enfoque específico, al que corresponde la Géographie Social du monde (George, 1937 y 1945). Algunos geógrafos hacen de cuestiones estrictamente sociales, como el trabajo, el eje de su interés (Rochefort, 1961). Representa un caso aislado y no bien comprendido por sus colegas geógrafos. En Estados Unidos, la geografía social tiene una similar orientación aunque se desarrolle en un contexto diferente, es decir, se trata también de una geo-
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grafía que privilegia como centros de interés cuestiones sociales, pero desde enfoques y tradiciones distintas, vinculadas con la Ecología Urbana y el conductismo. Se trata, por un lado, del desarrollo en la geografía de las propuestas de ecología urbana que habían enunciado los sociólogos norteamericanos antes de la segunda guerra mundial. Tiene dos manifestaciones dominantes. La primera, la dimensión espacial de determinados complejos sociales, y en consecuencia la diferenciación espacial determinada por este tipo de fenómenos, minorías y grupos marginales. Es la geografía de los grupos sociales, es decir colectivos caracterizados por determinados rasgos relevantes, como la pertenencia a una confesión, raza, minoría étnica, grupo inmigrante, situación carencial, entre otros. Es una orientación vinculada con la geografía cultural norteamericana, aunque los autores norteamericanos distinguían entre geografía social y geografía cultural. La primera, interesada por el estudio de la distribución de los grupos humanos, entendidos como grupos culturales, en sus distintos hábitats; la segunda, interesada en mayor medida en los fenómenos culturales (Broek, 1959). Se trata, por otra parte, y en tiempos más recientes, de la irrupción de los enfoques radicales, que, distanciándose de la geografía analítica y su sedicente neutralidad objetiva, propugnan una geografía sensible a la realidad social. Se exige poner de manifiesto los espacios de la marginación, de la explotación, de la pobreza, de la enfermedad, del paro, de la vivienda, de la discriminación de la mujer, desde una perspectiva no meramente descriptiva o analítica, es decir formal. En definitiva, se impone una geografía de la desigualdad social, no como categorías espaciales descriptivas sino como fruto del sistema social imperante. Se aboga por una geografía que se alimenta de la sensibilidad de los grandes movimientos sociales y de las propuestas teóricas marxistas. Una geografía de los espacios sociales como producto de la sociedad capitalista que hace hincapié en los espacios de la desigualdad. Enfoques que distinguen estas geografías sociales, conocidas como radicales, de las precedentes o liberales. Una orientación que enlaza y coincide con la de los geógrafos franceses marxistas o de inspiración marxista. Geografía de signo político que se complementa con una geografía de los espacios sociales vinculada a la percepción y vivencia individuales, a la conciencia de los grupos sociales, a los lugares y valores atribuidos a los mismos por las distintas colectividades e individuos, de acuerdo con los postulados humanísticos, que también se hacen eco de este tipo de problemática desde preocupaciones distintas. Unas y otras no dejan de ser campos de la geografía humana en la que introducen un sesgo o sensibilidad hacia determinadas problemáticas pero sin que esto suponga un enfoque teórico ni un entendimiento alternativo de la geografía humana. Este es, en cambio, el rasgo distintivo de la geografía social, tal y como ésta se formula en Alemania desde el decenio de 1950, por la escuela muniquesa de geografía. Se corresponde, asimismo, con la geografía social planteada por un grupo de geógrafos franceses en el decenio de 1980. La geografía social, como una concepción renovada y alterna-
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tiva de la geografía humana, a partir de una nueva elaboración teórica del concepto de espacio y territorio. Una perspectiva de la geografía como disciplina social, en relación con una renovación metodológica y conceptual que, sin renegar de la tradición geográfica francesa, pretende fundar una geografía nueva. 3. La geografía social como alternativa
La geografía social adquiere otra dimensión cuando se plantea como un nuevo enfoque de la geografía humana, como una alternativa global a ésta. Es un intento de sustituir la fragmentaria yuxtaposición de parcelas que conforma la geografía humana por una interpretación coherente de la misma asentada en un marco teórico específico. Esta aspiración se corresponde con dos propuestas distintas, la de la Geografía Social alemana y la de la nueva Geografía Social francesa, la primera surgida en el decenio de 1950, cuya formulación acabada aparece ya en el decenio de 1970, a finales del cual aparece la segunda, una y otra sobre presupuestos teóricos muy diferentes. La geografía social alemana tiene un carácter funcionalista y existencialista. El fundamento de la misma es la consideración del espacio en relación con las principales funciones que caracterizan la existencia humana. Trabajar, reproducirse, residir, consumir, divertirse, relacionarse, entre otras, son funciones que tienen incidencia espacial. Los grupos sociales definidos que protagonizan esas funciones, sea la familia, el grupo profesional, la comunidad religiosa, la minoría étnica, entre otros muchos, se proyectan, asimismo, como fenómenos espaciales. La geografía social se perfila así como la ciencia de la organización espacial de la vida social, a través de las funciones sociales. Organización espacial definida por las estructuras funcionales y de grupo que configuran el sistema sociogeográfico y que determinan el paisaje geográfico, sus constantes, sus cambios, sus reliquias. Es un tipo de geografía que contempla la totalidad del espacio y de ahí su carácter de alternativa a la geografía humana. Las cuestiones que centran el interés de la geografía social alemana no son, sin embargo, distintas de las practicadas en la geografía humana y, en muchos casos, confluyen de forma llamativa con las desarrolladas desde las geografías conductistas. El enfoque funcionalista las vincula con las filosofías del comportamiento y es este marco teórico el que sostiene la interpretación de la geografía social alemana. Este enfoque permite abordar, tanto cuestiones de geografía general como regional. Se estudian los procesos de diferenciación social, los cambios de paisaje asociados a las transformaciones sociales, los espacios residenciales en relación con los movimientos migratorios, la definición cultural del espacio, entre otros. Son cuestiones que distinguen la geografía social alemana, identificada, sobre todo, con las escuelas de Munich y Viena, y su incidencia fuera del marco germánico será escasa. Su proyección ha sido notable en el ámbito didáctico alemán, donde llegaron a marcar una etapa de la geografía escolar (Luis, 1985).
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La geografía social francesa es un producto reciente, de la década de que surge de un proyecto de incorporar la geografía al campo teórico de las ciencias sociales en orden a fundamentar un análisis de las «relaciones entre espacios y sociedades». Reflexión que se inspira en filosofías de raíz marxista y de tipo fenomenológico. En realidad, la característica dominante es el eclecticismo epistemológico y teórico. Subyace una pretensión de síntesis. Coinciden en una formulación común: entender la geografía como una disciplina basada en lo social. La primacía de los hechos sociales sobre los espaciales constituye el punto de partida, vinculándose, por tanto, de forma explícita, con las ciencias sociales. Los postulados distintivos de esta geografía social alternativa hacen hincapié en que «las organizaciones espaciales son una proyección y producción de la sociedad» y que, por tanto, el espacio tiene naturaleza social, de tal modo que las teorías sobre el espacio son teorías sociales. Resaltan el carácter histórico del espacio geográfico, la historicidad de las organizaciones espaciales, su relativa autonomía respecto de la evolución de las condiciones sociales y su capacidad de influir sobre éstas (Herin, 1984). Supone un cambio radical en la conceptualización de la geografía humana, tanto neopositivista como de los lugares, al destacar la primacía de lo social sobre lo espacial. Significa una reorientación de la concepción de la geografía humana al considerarla como una disciplina global de las relaciones entre los grupos sociales y su espacio. No se trata de una «rama en competencia con otras ramas de la disciplina y mucho menos un remozamiento de la morfología social inspirada por los sociólogos» (Herin, 1984). «Es otra forma de hacer geografía humana, más firme en lo científico y más implicada en su circunstancia histórica.» Reivindica Herin la consolidación epistemológica y teórica y la dimensión histórica que caracteriza la nueva geografía social, aspiración que se contrapone al proceso seguido por la geografía humana, caracterizado por la pérdida del carácter unitario inicial, la reducción a una agrupación de ramas o disciplinas independientes. La fragmentación teórica y práctica ha sido la característica más sobresaliente de la evolución de la geografía humana en el siglo XX . La geografía humana se debate entre la presión del despiece -estimulado por la ausencia de un marco teórico y por la inercia de la propia comunidad geográfica- y la reflexión sobre la necesidad de constituirse como una moderna disciplina del espacio social. La geografía social representa un esfuerzo por dar consistencia teórica y delimitar un campo geográfico que trascienda las fracturas de la geografía humana tal y como ésta se ha desarrollado y evolucionado a lo largo del siglo XX . En contraste y, paradójicamente, en coincidencia, con este enfoque renovador de la geografía humana hay que contemplar el renacimiento de la geografía política. Ha supuesto más que la simple recuperación de una rama original de la moderna geografía: supone una alternativa a la 1980,
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4. La geografía política: el ave fénix de la geografía
Geografía Política equivalía, a finales del siglo XIX, a geografía social y geografía humana o económica. El término político se correspondía con el significado que adquiere en el siglo XVIII . El término político venía a delimitar un campo social, a diferencia del físico. Es lo que ocurría en la geografía, donde este adjetivo convivía con otros que compartían el mismo objetivo, diferenciarse de la geografía física. Ese uso se pierde por una doble vía. Por la progresiva y rápida adopción del término geografía humana, que desplazó las denominaciones anteriores utilizadas para distinguir la geografía que consideraba los componentes sociales; y por el empleo específico que Ratzel propuso para identificar una rama geográfica dedicada al Estado y su territorio. La acepción actual de la disciplina responde a la orientación que propone F. Ratzel en su Politische Geographie, publicada en 1897 y, de forma más completa, en la segunda edición de esta obra (Ratzel, 1903).
4.1.
LA GEOGRAFÍA POLÍTICA: ESTADO Y TERRITORIO
El geógrafo alemán definió el campo de la nueva disciplina. En el nuevo enfoque de la geografía hace del Estado el principal organismo territorial, desde una concepción que reúne la herencia organicista de Ritter con las nuevas orientaciones evolucionistas, neodarvinistas, aplicadas al mundo social. Ratzel es un discípulo destacado de E. Haeckel. Parte Ratzel del principio metafísico de Ritter que hace de los factores naturales la causa primera de la historia social y lo traslada a la explicación del Estado, considerado como un organismo social, el más importante. Ratzel propone una disciplina de la relación entre los fenómenos políticos y los geográficos, desde el presupuesto de que «los Estados, en cuanto comunidades políticamente organizadas, tienen, de forma inevitable, una base territorial y una localización geográfica» (Wooldridge, 1966). Son los dos conceptos básicos de la geografía política de Ratzel: die Lage (la situación) y der Raum (el espacio), apuntando a que la posición o situación influye sobre el desarrollo social y del Estado. La ubicación en el hemisferio norte, en las áreas templadas, al borde del mar o en el centro de un área de influencia, serían los factores de situación favorables al desarrollo. La extensión, el espacio ocupado, es el segundo factor que proporciona al Estado su fuerza: vincula el éxito del Estado a su dimensión espacial. Disponer de una gran extensión territorial es un factor de potencia. Complementariamente, se trata del dominio del espacio, que responde en mayor medida al control de los medios de circulación, que pueden ser tanto el comercio como la guerra. De ahí la importancia del acceso al mar y el control de las rutas marítimas. En el marco epistemológico del positivismo y con el aporte esencial del darvinismo que sustenta las interpretaciones geográficas, el Estado es concebido como un organismo político de naturaleza espacial. Su desarrollo es
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contemplado desde esta perspectiva organicista. El Estado moderno, su constitución, situación, recursos, competencia con los vecinos y expansión consiguiente, dependen de su ubicación y de la naturaleza del medio en que se desarrolla. El espacio se convierte en un elemento vital del crecimiento del Estado. El conocido concepto de Lebensraum -espacio vital-, acuñado por Ratzel, es aplicado al Estado desde este enfoque organicista y en este marco se entiende. El enfoque de Ratzel adquiere mayor radicalidad en su discípulo O. Maull, autor de una Politische Geographie, publicada en 1925. Como Ratzel, hace del Estado un producto del suelo, y clasifica a los Estados en relación con la geomorfología. Los marcos naturales y los marcos de civilización constituyen la referencia explicativa del Estado; pero los últimos determinados por los primeros. La geografía política se define como la disciplina geográfica del Estado, de su organización y constitución, de sus recursos y fronteras, de los conflictos, de los factores geográficos, que determinan su expansión o su decadencia, de la competencia entre los Estados por el dominio del espacio, con aplicación tanto al presente como al pasado. Una disciplina del determinismo geográfico del poder político por excelencia, el Estado. Otro discípulo destacado de Ratzel definía la geografía política como «la ciencia que estudia la morada y esfera de poder de los Estados. Su zona de observación es la superficie de la Tierra, contemplada como campo de actividad de las sociedades humanas y como escenario donde se desarrolla la vida de los pueblos organizados en Estados. Ocúpase, por consiguiente, de las relaciones de las colectividades políticas con el espacio que habitan y su área de tráfico» (Dix, 1936). De acuerdo con este enfoque en el que prevalecen las relaciones competitivas entre los Estados, una de las cuestiones preferentes del análisis de la geografía política serán las fronteras, convertidas en su principal campo de observación. Sin embargo, la geografía política aborda también el análisis de lo que se denominará geografía política interior, es decir, el territorio del Estado. Considera las delimitaciones de lo que entiende como grupos políticos inferiores, con sus divisiones administrativas, así como los problemas de carácter electoral, que se asocian a los caracteres de la población en cuanto a profesión, estatuto social, económico, religioso. En cualquier caso, todas estas cuestiones tienen, en la primera etapa de la geografía política, un interés secundario, que para algunos autores resultaba, incluso, un objeto impropio de la geografía política. La pretensión de analizar al Estado como un organismo vivo que nace, se desarrolla necesitado de un espacio para expandirse, el espacio vital, y compite por ello con otros organismos, en aras de su supervivencia, se inserta en un contexto filosófico, científico y cultural, pero también en unas circunstancias históricas. El inmediato y excepcional éxito de la nueva geografía política aparece vinculado a las circunstancias singulares del período de auge del imperialismo a finales del siglo XIX y hasta la segunda guerra mundial, período marcado por la competencia entre las grandes potencias
tradicionales -Reino Unido, Francia, Rusia-y Ias entonces emergentes
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-Alemania, Estados Unidos, Japón- para imponerse en el dominio del espacio terrestre, tanto en lo territorial -colonias- como en el ámbito económico -mercados-. Es decir, la lucha por la hegemonía mundial en el marco del capitalismo industrial desarrollado. La geografía política se presentaba como un instrumento para el análisis de los factores que inciden en esta competencia y que determinan su resolución. La geografía política se extendió como una disciplina ascendente, en los distintos países de Europa, un instrumento de apariencia científica para asentar el dominio y la hegemonía política y territorial. Un trabajo excelente de A. Demangeon sobre el imperio británico mostraba, precisamente, estos factores de la hegemonía británica en el mundo contemporáneo ( Demangeon, 1923). Las cuestiones de geoestrategia, como el significado de las áreas continentales y los espacios oceánicos en el poder de los Estados, se incorporan en la nueva disciplina y con ella surge una fraseología específica de gran impacto en la vida cultural de la primera mitad del siglo XX. El británico H. Mackinder exponía la teoría del hearthland expresada en una frase sentenciosa: «quien domina la Europa oriental domina el Área Central; quien domina el Área Central domina la Isla Mundial; quien domina la Isla Mundial domina el mundo», para resaltar la importancia concedida al control del espacio continental euroasiático. Estas cuestiones alimentaron esta parte de la geografía y asentaron su popularidad en la primera mitad del siglo XX . Se trataba de relacionar el poder, la hegemonía y el dominio de los grandes Estados con factores geográficos, es decir, físicos. La obra de H. Mackinder sobre el Reino Unido, Britain and the British seas, publicada en 1902, respondía a esta orientación. Otros autores abordaron también este tipo de cuestiones sobre el desarrollo y hegemonía política y económica de los Estados, o su decadencia, en obras, en algunos casos, de gran calidad, como las dedicadas por A. Demangeon al Imperio británico, por un lado, y a la decadencia europea por otro (Demangeon, 1923 y 1920); o la referida al ascenso de Estados Unidos (Sigfried, 1927). A pesar de la novedad de las propuestas y enfoques, se trataba de una tradición antigua, pues estaba más próxima a la filosofía de la Historia que a una disciplina científica moderna. La vinculación de esta geografía política con la vieja filosofía de la historia ocupada en la explicación de la vida y suerte de los Estados, y en la consideración de los países como un escenario histórico, es evidente, en la medida en que tales cuestiones habían sido el gran problema de la filosofía de la historia, con especial relevancia en el ámbito germánico. Es en el ámbito alemán en el que se introduce, al lado del suelo, el factor étnico y cultural. Es un rasgo que distingue la geografía alemana y que se asienta en el entorno cultural dominante de la filosofía alemana. Ratzel destacaba, respecto de los vínculos existentes entre el Estado y el suelo o territorio, «la naturaleza espiritual del Estado». Esta faceta espiritual corresponde al carácter de la comunidad social, su historia colectiva, sus hábitos de vida en común. El propio Ratzel asoció estos caracteres con la comunidad étnica y cultural, lo que explica que englobara como un único conjunto alemán a la propia Alemania, Austria, Suiza, los Países Bajos y Bélgica.
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Desde otras perspectivas subyace en el enfoque que la geografía política adquiere en Francia. Las referencias de Vidal de la Blache a la unidad nacional como una unidad viva basada en la convivencia, apoyada sobre las energías que se encuentran en el marco físico del país, recuerdan esta filosofía, que destaca la base humana de la nación, complementaria de la base física de la misma. Enfoque que el propio Vidal de la Blache aplicará a su obra sobre Alsacia, en el que intenta explicar y justificar la integración de este espacio regional en Francia con una evolución histórica y unos rasgos sociopolíticos democráticos. El enfoque dominante en la geografía política alemana, con su estrecha implicación en la interpretación de la historia alemana y del pueblo alemán, facilitó la deriva de la disciplina hacia lo que se conocerá como geopolítica. La geografía política se vicia con elementos patrióticos o nacionalistas, que condujeron al empleo de la geografía política como un instrumento al servicio de las estrategias nacionales. La deformación se produce de forma muy clara en el marco de la geografía política alemana. La disciplina, con apariencia de ciencia, quedaba supeditada a los fines nacionalistas o a su justificación. Un autor francés lo resaltaba al apuntar que los sedicentes resultados científicos «están siempre de acuerdo con las ambiciones alemanas, con los deseos de expansión de Alemania» (Ancel, 1936). 4.2.
LA GEOPOLÍTICA: LA RAMA ESTRATÉGICA
La evolución de la disciplina condujo al desarrollo de la Geopolítica, de acuerdo con la formulación del sueco R. Kjellen (1864-1922). Constituye una derivación de la geografía política en la que se acentúa la consideración del Estado como un organismo. El título de la principal obra de Kjellen es El Estado como forma de vida. Según lo establecía un historiador español -Vicens Vives-, «el Estado como el organismo vital de un pueblo». Se acentúan y resaltan sus necesidades de crecimiento, entendido como expansión territorial, y se justifica, a tal fin, el recurso a la guerra. Una disciplina de la influencia de los factores geográficos en las relaciones de poder entre los Estados, entendida como una disciplina práctica al servicio del Estado. De ahí su recepción en países como Alemania, donde llegó a convertirse en una disciplina orientada a fundamentar y justificar las directrices políticas del régimen nacionalsocialista y su acción expansiva y belicista. Conceptos de la geopolítica, como espacio vital, referido a las necesidades de los Estados para su desarrollo, fueron utilizados para justificar el expansionismo alemán, en el marco de una filosofía subyacente, que justificaba el uso de la fuerza y la agresión en el alcance de los objetivos impuestos por la supervivencia y desarrollo del Estado. El Raumsinn, o sentido del espacio, se presenta como una marca propia del pueblo alemán y de la nación alemana, a la que se considera oprimida en un espacio escaso, que la convierte de hecho en un pueblo sin espacio, necesitado, por ello, de conquistar las tierras vecinas, hasta llegar a la «frontera justa y natural».
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Los planteamientos de la geopolítica se generalizaron en la mayor parte de los Estados contemporáneos, aunque es en Alemania, bajo el nazismo, cuando adquiere su expresión más acabada de una disciplina al servicio de los intereses ideológicos del Estado. K. Haushofer (1869-1946), un geógrafo y militar alemán, representa, en su obra y actividad, como fundador de la revista Zeitschrift für Geopolitik, este tipo de orientación de la geopolítica al servicio del Estado. Se constituye una verdadera escuela alemana de geopolítica, la escuela de Munich-Heidelberg, convertida en una activa productora de análisis que se presentan como científicos y que pretenden establecer las leyes naturales que rigen las relaciones entre los Estados. Algunos geógrafos resaltarán esta transformación en una empresa de propaganda y adoctrinamiento político, como lo apuntaba Demangeon. La producción geopolítica se orientó a justificar, por una parte, las necesidades de Alemania, identificada como el ámbito del pueblo alemán, en un primer momento, y como el área de la cultura germánica, con posterioridad. Área cultural identificada a su vez con la extensión o presencia de la lengua alemana. Se acudía para ello a presentaciones brillantes, en las que se utilizó la cartografía y representación gráfica, con un alto grado de expresividad: un mapa ponía de manifiesto la extensión del alemán, tratando de mostrar que constituía la lengua de Europa. Se hacía hincapié en que era empleado como lengua materna en veinticuatro Estados, y utilizado como la lengua de relación en toda la Europa central. Con similares técnicas se presentaba la condición amenazada de Alemania, resaltando con signos adecuados, en forma de flechas de gran efectividad, las numerosas invasiones sufridas por el territorio alemán. Se elaboraban tasas o índices de carácter matemático, en orden a evidenciar la presión que Alemania sufría de parte de sus países circunvecinos. Esa «tasa de presión» mostraba, en forma de índice, la relación del total de población de los Estados fronterizos respecto de la correspondiente al Estado considerado, variando del valor 0,0 en el caso del Reino Unido, a índices del 4,4 para Alemania y 7,5 para Japón (con Manchuria y Corea). Sin embargo, formaban parte de la cultura política del primer tercio del siglo. Los postulados de Mackinder subyacían en la filosofía de la geopolítica. La disciplina venía a plantear, en su enfoque esencial, el análisis de los Estados desde el axioma de la conflictividad permanente, del equilibrio inestable, como fundamento de las relaciones internacionales. En ese marco, trataba de establecer los principios que podían regir la confrontación y la lucha por la hegemonía regional y mundial. Las naciones son consideradas como seres colectivos que deben crecer o marchitarse, «expandirse o declinar, pero que no pueden permanecer inmutables» (Strausz, 1945). En esta concepción se buscaban las claves que podían determinar el triunfo o la derrota, en cuanto se atribuía a los factores geográficos un papel decisivo en el desenlace de la confrontación por la hegemonía mundial. La estrategia de cada país, en particular de las grandes potencias bélicas y económicas, se ajustaba a los postulados geopolíticos, tratando de valorar
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los factores más determinantes. Para unos, el gran eje continental euroasiático, para otros el cinturón periférico que desde el Mediterráneo hasta el Sureste asiático rodea ese gran eje. Por otra parte, se establecía la estructura geoestratégica de lo que se consideraba grandes dominios geopolíticos o áreas de influencia con una gran potencia dominante. La segunda guerra mundial llevó a su cenit esta disciplina en la medida en que era evidente que en ella se dirimía esa hegemonía mundial, y que como tal conflicto significaba el final del orden mundial preexistente sustituido por un mundo nuevo, dividido en bloques dominados por los más fuertes de las naciones que sobrevivan. «En este mundo de super Estados combatientes, no puede ponerse fin a la guerra hasta que uno de los poderes haya sometido a los otros, hasta que el imperio mundial haya sido logrado por el más fuerte. Esto constituye indudablemente la fase final lógica en la teoría geopolítica de la evolución» (Strausz, 1945) en un momento en el que ya se podía percibir el ascenso de Estados Unidos como primera potencia: «Potencialmente, los Estados Unidos son la primer potencia política y económica del mundo, predestinada a dominar éste una vez que abrace con fervor la política de fuerza» (Ross, 1939). La geopolítica representaba una perspectiva renovadora de la geografía en la medida en que parecía que a través de ella la disciplina académica adquiría una dimensión aplicada de gran trascendencia, «vital en el arte y la estrategia de la guerra y en la política nacional» (Strauz, 1945). Una evidencia que afectaba no sólo a Alemania, la gran derrotada en este juego, sino al conjunto de los países, como una manifestación de la cultura de la época. El ejemplo español es representativo. En España, las circunstancias históricas derivadas del desenlace de la Guerra Civil favorecieron la recepción de la geopolítica, como atestiguan las obras de J. Vicens Vives, de M. de Terán y A. Melón. Sobremanera las del primero, cuya concepción de la historia, antes de 1950, muestra un notable determinismo, lo que le llevó a considerar la geografía como un auxiliar «esencial en la explicación de la historia». Vinculaba los hechos históricos con su contexto geográfico y hacía de la relación entre hechos históricos y factores geográficos la clave de la evolución de las sociedades humanas. La geopolítica constituye para Vicens una disciplina geográfica complementaria de la geografía regional, cuya área de estudio son, en vez de las regiones naturales, los Estados. Aunque en el caso español se trataba de una retórica imperial huera, evidenciaba el compromiso intelectual con las concepciones geopolíticas y estratégicas de la Alemania nazi. La habitual colaboración del propio Vicens Vives en la revista de Haushofer lo demuestra. Las directas implicaciones ideológicas de la geopolítica y de la propia geografía política, identificadas con la ideología nazi, así como la inconsistencia de sus bases epistemológicas y teóricas, provocaron el ostracismo de la disciplina, casi completo en el ámbito académico, a partir de la segunda guerra mundial; ostracismo más que desaparición, como evidencia el ejemplo norteamericano.
OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA 4.3.
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DEL OSTRACISMO AL RENACIMIENTO DE LA GEOGRAFÍA POLÍTICA
La geopolítica desaparece como campo de trabajo en el marco de la geografía académica, aquejada del achaque de degradación ideológica y simple instrumento de propaganda política en los países europeos. El desprestigio de la geopolítica afecta también a la geografía política, abandonada, de hecho, entre los geógrafos europeos, o reorientada hacia la llamada geografía política interior. Enfoques que resaltan el análisis del comportamiento político, y actitudes políticas en el marco de un país, de acuerdo con el comportamiento electoral a lo largo del tiempo y su vinculación con rasgos geográficos, desde la ubicación, relacionando aislacionismo político con ubicación interior; o con rasgos sociales, como las dicotomías rural-urbano, pequeños núcleos frente a grandes, las diferencias culturales y el origen nacional, entre otros, como factores de diferenciación en los patrones o comportamientos políticos, en el ámbito de una geografía política o electoral que se confunde con la geografía cultural. O se integra en el enfoque regional, convertida en una disciplina enfocada a la diferenciación política a escala mundial, en grandes áreas homogéneas, y a la de entidades políticas individuales, país o Estado, desde enfoques regionalistas; en que se plantean la morfología política, la dinámica del Estado, la localización y las relaciones exteriores como elementos de análisis (Hartshorne, 1954). Es el tipo de concepción que se establece en Estados Unidos, cuya geografía está dominada en ese momento por la escuela regionalista norteamericana, que concibe la geografía como la disciplina «que se ocupa de la distribución espacial de los fenómenos en la superficie terrestre». La geografía política como una disciplina de «la diferencia que existe entre los fenómenos políticos de distintos lugares de la tierra», con el objetivo de «establecer la diferenciación espacial de los principales sistemas políticos y jurídicos del mundo», como resumía un destacado autor norteamericano en vísperas de la segunda guerra mundial (Whittlesey, 1948). Una geografía política dirigida al análisis de los rasgos geográficos de los Estados, a las comunicaciones, de acuerdo con los postulados de Ratzel sobre el control del espacio, a los recursos escasos o de localización restringida, a los océanos y los Estados costeros, a las grandes potencias, a las capitales y fronteras, a los grandes conjuntos socioculturales, como América Latina y la Europa Ibérica, respecto de la América anglosajona y la Europa noroccidental. El telón de fondo es la consideración de «la influencia de las condiciones geográficas sobre un determinado cuerpo jurídico», que para los geógrafos de Estados Unidos tiene en este país una ilustración ejemplar, en la medida en que asocian el espíritu de frontera que acompaña la fundación y desarrollo de Estados Unidos con la implantación «de prácticas democráticas y con la ausencia de relaciones clasistas» (Whittlesey, 1948). De forma paradójica, esta disciplina, que apenas tenía cultivadores con anterioridad a la segunda guerra mundial (Hartshorne, 1954), adquiere un
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LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFÍA
notable desarrollo en Estados Unidos tras la misma, si bien en escuelas muy localizadas. Se manifiesta como auténtica geografía aplicada al servicio de las necesidades geoestratégicas de Estados Unidos en los decenios de 1950 y 1960, en relación con las áreas de interés politicomilitar de este país. Se puede hablar de una verdadera geopolítica estadounidense, cuyo principal representante es S. Cohen. La práctica de tales estudios y aplicaciones en la geoestrategia imperialista ha sido el núcleo de los argumentos de un geógrafo como Y. Lacoste, desde el decenio de 1960 (Lacoste, 1976). Crítica que sustenta, a su vez, el proceso de recuperación de la geografía política en la geografía contemporánea. Resurgimiento que tiene una doble vertiente: la analítica y la radical. 4.4.
LA NUEVA GEOGRAFÍA POLÍTICA
La renovación posterior hasta la recuperación actual como una rama expansiva de la geografía representa un cambio sustancial en los postulados epistemológicos, enfoques y centros de atención de la disciplina que responde a las nuevas demandas sociales y a la propia evolución habida en la geografía en este período. El sorprendente renacimiento :y auge de esta rama en los últimos decenios significa, de hecho, la fundación de otra disciplina. La geografía neopositivista, pero sobre todo las corrientes conductistas y marxistas han aportado esos postulados renovados y han introducido otras perspectivas sobre el Estado y el poder, más elaboradas, menos primarias. Esta nueva geografía política, contemplada como un nuevo desarrollo de esta disciplina, o como una alternativa global a la geografía humana, constituye la propuesta actual de la disciplina enunciada por F. Ratzel hace cien años (Taylor, 1993). Son propuestas que surgen de una recuperación política de la geografía y de la geografía política como una herramienta para el análisis del poder y de las relaciones de poder a todas las escalas. Desde otras perspectivas epistemológicas, relacionadas con las filosofías del comportamiento y con la sociología, la geografía política queda circunscrita al análisis y descripción de los comportamientos políticos individuales y sociales y a sus manifestaciones más relevantes: es decir, los grupos políticos, las actitudes electorales, la distribución espacial de estos comportamientos, entre otros elementos, de acuerdo con enfoques sociológicos y geográficos que se habían producido en los decenios anteriores y que caracterizan lo que algunos han denominado geografía política liberal. La nueva geografía política se inserta en las nuevas corrientes y enfoques teóricos que a partir del decenio de 1970 abordan el análisis de la economía mundial y las relaciones internacionales y que resaltan los problemas del subdesarrollo, el desequilibrio entre el mundo desarrollado y los países del Tercer Mundo, las relaciones de dependencia entre los Estados, los enfoques teóricos basados en los conceptos de centro y periferia, las tensiones y conflictos que se producen a escala mundial. Desde postulados
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marxistas o neomarxistas, la vieja geografía política recupera su interés por los procesos electorales en el marco del conflicto urbano. En relación con ellas, los centros de interés se han multiplicado: la geografía electoral, la estructura espacial de los grupos y de los comportamientos políticos, a escala local, regional y nacional, la estructura del Estado como un complejo sistema de relaciones, la influencia del Estado como agente social sobre el espacio, en relación con los fenómenos de desigualdad, marginación y segregación, los problemas de la descolonización, el neocolonialismo y las relaciones de dependencia a escala internacional, las relaciones centro periferia, entre otros muchos. Representa, en definitiva, un progresivo deslizamiento desde la geografía del Estado a la geografía del poder. Sin embargo, el valor esencial de esta renovación proviene de su nueva formulación teórica. El punto clave de esta nueva geografía política, que determina su éxito y su enfoque actual, lo constituye el planteamiento teórico que vincula el análisis de la geografía política con el análisis de sistemas, a partir del concepto de sistema mundial. La estructura y las relaciones internas de estos sistemas mundiales permiten que «el problema de la escala, que tantos problemas acarreaba... se convertía en parte de la propia estructura teórica» (Taylor, 1993). El interés del nuevo enfoque es situar los cambios sociales locales y nacionales en el contexto de un conjunto o sistema mundial del que los cambios nacionales o locales son parte. En consecuencia, es el concepto de cambio social a escala global el que adquiere primacía teórica y analítica y el que permite abordar epistemológicamente y explicar los cambios sociales a otras escalas, como señalaba Taylor, «un determinado cambio social sólo puede ser comprendido en su totalidad en el contexto más amplio del sistema mundial». Resalta Taylor cómo el nuevo enfoque sistémico se apoya en la concepción materialista histórica de Braudel, subyacente en su teoría de la larga duración, y en los enfoques neomarxistas del desarrollo, que vinculan el subdesarrollo de unas áreas con el desarrollo de otras, como elementos encadenados e interdependientes y no como etapas de un proceso secuencial progresivo. El enfoque sistémico de la geografía política se apoya en los planteamientos de Wallerstein y su conceptualización de la economía mundo, introducida en el decenio de 1970 en el marco de las ciencias sociales, como una plataforma para la explicación del desarrollo del sistema mundial capitalista. La nueva geografía política se presenta apoyada sobre una armazón teórica, conceptual y terminológica coherente, que le convierte en una disciplina para el análisis de los sistemas mundiales. Conceptos como economía mundo, mercado mundial, sistema de Estados, estructuras tripartitas, forman parte de la construcción teórica de la nueva geografía política. Dinámica histórica del sistema y estructura espacial del mismo, los conceptos de centro y periferia como conceptos teóricos y la dimensión espacio-temporal del sistema sitúan los nuevos componentes de este enfoque. Con ello se vincula el análisis material de las bases del sistema -rela-
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cionadas con la economía y su dinámica a través de ciclos de distinta duración-. Asimismo, el análisis de las mediaciones políticas, Estados y estructuras tripartitas, que tienen que ver con el poder, es decir, con las relaciones entre individuos e instituciones. En la nueva perspectiva teórica adquieren un papel relevante estas instituciones, en cuanto en ellas: Estado, pueblos o nación en un sentido amplio, como grupo o comunidad que comparten identidad, clases sociales, y unidad doméstica, como unidad económica elemental o unidad de rentas, constituyen el elemento sustantivo del sistema. Este esquema sitúa el análisis de la nueva geografía política en un contexto teórico consistente, y se caracteriza porque el Estado deja de ser el centro de las consideraciones de la disciplina para convertirse en un elemento esencial pero particular de un complejo sistema de relaciones y procesos sociales, dentro del cual, el análisis del Estado se justifica como marco institucional de los procesos sociales que afectan al pueblo, la clase y la unidad doméstica, y como agente protagonista de las relaciones políticas a escala mundial y regional. En consecuencia, la geografía política se organiza en función de las escalas que permiten abordar y explicar el espacio del conflicto desde la economía mundo como marco global al Estado como marco político y la localidad como marco de la experiencia individual y del grupo o comunidad. La nueva geografía política recupera también y elabora de nuevo, en el marco de las relaciones políticas internacionales, la cuestión del imperialismo y la geopolítica. Imperialismo y geopolítica responden a dos herencias culturales relevantes, una del marxismo revolucionario de los inicios del siglo XX y otra de la política del poder o del Estado. Nuevas ideas, relacionadas con el Estado como instrumento de control, en el marco de los enfoques de M. Foucault, enriquecen y renuevan los análisis del Estado de la geografía política tradicional, del mismo modo que los tradicionales enfoques de la geografía electoral son reconducidos desde los enfoques liberales a nuevas perspectivas que sitúan el comportamiento electoral y los partidos en un marco mundial. Al mismo tiempo que se otorga al marco local una nueva dimensión, como marco relevante de la actividad de los agentes sociales. La nueva geopolítica surge también de la reivindicación de la disciplina desde los postulados críticos de raíz marxista en la Europa del decenio de 1970. Se trata de un planteamiento crítico y político en relación con el papel de la geografía como instrumento decisivo del poder. Una actitud que se ejemplifica en el enunciado de que la geografía sirve, en principio, para hacer la guerra, que sirvió para dar título a una obra del geógrafo francés Y. Lacoste. La referencia al carácter político y geoestratégico de la disciplina constituye el principal argumento para la recuperación de una geopolítica renovada. Una actitud que tendrá su más significativo soporte en Herodote, la revista impulsada por Y. Lacoste en el decenio de 1970, editada por Maspero, en París. Herodote representa, en su trayectoria, la principal plataforma para una lectura geoestratégica del mundo, para una interpretación de la geo-
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grafía como disciplina o saber del poder, que justifica desde el título de la revista a su concepción histórica de la geografía. Herodoto, el historiador griego, es considerado por los impulsores de la revista como la representación del uso de la geografía al servicio de los designios imperialistas de Atenas, en la antigüedad. La constatación histórica del saber geográfico, de la geografía, como disciplina de los Estados Mayores y del imperialismo, justifica la recuperación de una geografía de las luchas sociales y de la geoestrategia. Ha sido y es una constante de la revista a lo largo de casi un cuarto de siglo. La geografía política se convierte, de este modo, en una disciplina ascendente de la geografía moderna, en los finales del siglo XX . Por sus ambiciones, por su desarrollo y por su renovación, pero sobre todo por su consciente esfuerzo de fundación teórica consistente, se asemeja a la que constituye la gran novedad de la geografía moderna. Es decir, la geografía feminista o gender geography, la única nueva disciplina, en sentido estricto, que ha surgido en la geografía en el último cuarto de siglo. Una propuesta que nació con aspiraciones revolucionarias en la geografía.
CAPÍTULO 22
LAS GEOGRAFÍAS FEMINISTAS La presencia de la mujer en la geografía moderna es coetánea de su fundación como disciplina. Nombres destacados, como el de Ellen Semple, ocupan un lugar relevante en la cultura geográfica del primer tercio de este siglo XX. Existían otros antecedentes de participación femenina, en el caso de la geografía física, como el de Mary Sommerville. La participación femenina es proporcionalmente exigua durante la primera mitad del siglo XX. El predominio masculino es absoluto, sobre todo en lo que concierne a ocupación de puestos de decisión y al control institucional de la academia universitaria. La mujer geógrafo tiene un lugar subordinado y discreto, si descontamos casos singulares y por ello excepcionales, que confirman la regla, como el de J. Beaujeu-Garnier en Francia o S. Daveau en Portugal, con una notable presencia institucional y práctica. La presencia femenina se incrementa a la par con la expansión de la geografía académica a partir del decenio de 1960. Se corresponde con el fenómeno de incorporación de la mujer a la esfera pública en las sociedades occidentales, con una notable incidencia en el marco universitario o académico. Coincide con los grandes movimientos sociales que movilizan a estas sociedades occidentales en ese decenio de 1960 y el siguiente, un fenómeno que se aprecia tanto en Estados Unidos como en la Europa occidental, y la propia España. Su rasgo más notable es la progresiva definición de campos de conocimiento vinculados con lo femenino, reivindicando el conocimiento de los espacios de la mitad de la sociedad. Se manifiesta, de modo progresivo, como una labor crítica del conocimiento y las disciplinas tradicionales por su pronunciado sesgo masculino en la representación y análisis de la realidad. Es decir, por la ignorancia de la realidad que suponía la mitad de la sociedad y sus problemas. De la reivindicación progresiva de la consideración de estos problemas en el marco académico a la definición de un movimiento de fundación de disciplinas asentadas sobre el reconocimiento de lo femenino como un factor determinante del conocimiento, el tránsito es rápido. La construcción de un marco teórico feminista parte del principio de considerar que la distinción hombre-mujer, en sus diversos términos, tiene un carácter social, es una construcción social. Es la sociedad la que
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crea las dos figuras, las que les otorga rasgos propios, la que los diferencia en la vida cotidiana, en los comportamientos, en el trabajo, en las relaciones sociales, y la que valora su situación de una determinada forma. Y propugnaba una teoría social basada en la condición femenina, en lo que los anglosajones denominan gender. Reivindicaban, al mismo tiempo, la posibilidad de construir una epistemología propia y desarrollar una metodología específica, feminista. Responde a un intento de hacer de la diferenciación social de los sexos un marco teórico en el análisis social y un instrumento para la acción política, identificado con el feminismo. Se enmarca, por tanto, en un movimiento social y político, el feminismo. Es la influencia de este movimiento el que provoca la aparición de los enfoques feministas en las diversas disciplinas académicas. Se vincula, por otra parte, al auge de los movimientos sociales, sobre todo urbanos, en el decenio de 1960. En el ámbito geográfico suponía el desarrollo de un proyecto de geografía sustentado sobre la distinción sexual, apoyado en los supuestos de la crítica teórica feminista. Significó el tránsito de la atención a los temas femeninos a la propuesta de construcción de una disciplina, la geografía feminista (gender geography). El fundamento de la propuesta era vincular espacio y condición femenina. Se trata más bien de una cuestión que afecta al conjunto de la teoría social y que se manifiesta, tanto en el ámbito de la geografía, aunque con retraso, como en la filosofía, sociología, política y economía política, entre otros. En su origen, no es un fenómeno propio de la geografía. El rasgo más destacado de este nuevo campo ha sido y es la excepcional dimensión teórica y epistemológica que ha adquirido. A diferencia de otras disciplinas o ramas de la geografía, la rama feminista sobrepasa el contenido temático para presentarse como una alternativa epistemológica y teórica. Lo que significa construir otra geografía. Desde la perspectiva interna no se concibe como una rama de la geografía, tachada de masculina. Se concibe como una geografía distinta, una geografía feminista. La geografía moderna se ha desarrollado como un discurso que ha sido, de forma predominante, un discurso naturalista y, en menor medida, social. Ha prestado atención preferente a aspectos genéricos y ha practicado una sensible interpretación masculina de los procesos sociales y de los procesos espaciales. No ha contemplado de modo directo la intervención y el papel de la mujer en la organización del espacio y ha propiciado una consideración asexuada de la realidad que, de hecho, significaba una deformación masculina de la misma. Por otra parte, la influencia femenina en el desarrollo de la geografía ha estado limitada por factores sociales, que han determinado una presencia marginal o subordinada en el ámbito de las comunidades geográficas modernas (Bondi, 1990). La incorporación de la mujer a puestos clave en la definición de los objetivos y en la modulación del discurso geográfico ha sido muy tardía y sigue siendo muy limitada (Rose, 1996). En relación con ello, la atención a los fenómenos geográficos desde la óptica de la mujer, o
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gurar, en el desarrollo de la geografía moderna, un tipo de enfoques que pudieran responder a la específica perspectiva de la condición femenina. El predominio masculino y el prisma dominante de un cierto pensamiento machista ha supuesto la preterición de cuestiones y objetos vinculados con la presencia femenina, actitudes que han afectado a la propia naturaleza y carácter de las fuentes de trabajo empleadas que, a su vez, han condicionado la orientación de los estudios. La información ha estado sesgada, cuando no ha sido inexistente. La atención a este mundo de la mujer y la reivindicación de nuevas perspectivas abiertas a la mirada y a la condición femenina, en la construcción de la disciplina y en la elaboración del discurso geográfico, cristaliza sólo en el decenio de 1980. Lo hace, en principio, en el marco de las nuevas tendencias críticas que dan origen a las geografías radicales. La aparición de una geografía feminista se enmarca en un proceso cuyas raíces son, por una parte, el progresivo desarrollo y maduración del movimiento feminista y por otra, los movimientos sociales radicales. El primero, desde sus primeras formas en el siglo XIX e inicios del XX , hasta sus formulaciones recientes, en el último cuarto del siglo XX. El segundo, con la definición de una geografía radical o geografía comprometida en el orden político, configurada a finales del decenio de 1960. Ésta estimula la introducción de cuestiones vinculadas con el mundo de la marginación social y con las prácticas discriminatorias propias de la ciencia oficial o dominante. Se produce en Estados Unidos. Se extiende a, y marca también, las corrientes idealistas. Se perfila incluso como una alternativa teórica y epistemológica. Se presenta como una verdadera filosofía alternativa frente a las corrientes que han dominado el pensamiento geográfico y la propia filosofía científica de la modernidad. Esta singular perspectiva responde a la implicación que en los estudios sobre la condición femenina tiene la presencia de un movimiento feminista de amplio espectro, con una dimensión cultural, filosófica y política (Alcoff, 1996). 1. Feminismo y teoría social
El movimiento feminista iniciado en la segunda mitad del siglo XIX con un carácter de reivindicación de derechos políticos -como el voto-, y sociales -en cuanto a salarios y condiciones de trabajo-, se transforma en la segunda mitad del siglo XX, en particular en el decenio de 1960, en relación con la intensa agitación social de este período. La lucha por los derechos civiles y los movimientos frente a la guerra de Vietnam, en Estados Unidos, y el movimiento político en torno al mayo de 1968, en Europa occidental, coinciden con el final del colonialismo y la configuración del denominado Tercer Mundo en el decenio de 1960. La incorporación de minorías y poblaciones de color en los países europeos y en Estados Unidos, en relación con los grandes movimientos migratorios, añade una nueva dimensión social.
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Unos y otros indujeron una creciente participación de la mujer en estas movilizaciones sociales: ayudaron a descubrir la situación específica de la mujer como doble víctima de la segregación social y de la marginación femenina. Presentaba sus formas más visibles en el ámbito de las minorías y en el Tercer Mundo. En el caso de los países desarrollados, descubría el carácter marginal de la presencia femenina. Se ponía de manifiesto en el mundo académico, en el proceso de producción de conocimiento y en los centros de decisión social, económica y política. Mostraba la configuración histórica de una sociedad de perfil masculino -patriarcal- en la que la mujer quedaba relegada a funciones reales y simbólicas subordinadas y dependientes. Estaban determinadas por el segmento masculino y respondían a patrones culturales y pautas de conducta de naturaleza masculina e, incluso, machista. La conciencia de esta situación y la confluencia de este conjunto de circunstancias orientaron el movimiento feminista hacia objetivos políticos: lo transformaron en un movimiento orientado a la liberación de la mujer y se consideró como la condición de la transformación de la sociedad. EL MOVIMIENTO FEMINISTA: HACIA UNA ALTERNATIVA
Esta orientación se traduce, en los años setenta y ochenta, en una radicalización y ahondamiento de los postulados feministas. Se proyecta en un esfuerzo por construir un marco teórico consistente para la interpretación histórica de la condición femenina y para la acción política en el mundo actual: el feminismo como una «teoría crítica de nuestra sociedad» con sus propios objetivos, su propia tradición y señas de identidad, y entidad para vertebrar un pensamiento crítico (Amorós, 1999). El carácter o identificación del feminismo con una teoría social constituye un rasgo relevante de la concepción feminista moderna. El común origen del feminismo y de los movimientos radicales determinó la búsqueda de ese marco teórico, en un primer momento, en el marxismo o materialismo histórico. Configura un feminismo socialista o de inspiración marxista. Las vías para esta elaboración fueron, por una parte la integración de la situación de la mujer en el contexto del proceso de reproducción social. El punto de partida lo proporcionaron los enfoques de Engels sobre la división del trabajo entre los sexos, como una primera forma de la división del trabajo, y en relación con la constitución de las sociedades de clases. El papel de la mujer en éstas quedará determinado por la implantación y el desarrollo del patriarcado. Éste aparece como un modelo de dominio social del hombre y de subordinación y dependencia de la mujer. Un concepto, el de patriarcado, que devendrá esencial en el enfoque teórico del feminismo, en particular en algunos de sus corrientes. Por otra vía, más radical, pero de similar origen, se procedió a sustituir los términos del análisis marxista que hacía de la lucha de clases el motor de la historia y de la clase trabajadora la protagonista de esa lucha.
La lucha de sexos suplanta a la lucha de clases. La mujer se convierte en el elemento revolucionario y progresista liberador. Se transforma en el sujeto histórico del movimiento social, en su protagonista. Una obra, titulada Dialectic of Sex, representa la formulación inicial de este planteamiento (Firestone, 1970). El desarrollo posterior del movimiento feminista se caracteriza por la radicalización del mismo. El rasgo sobresaliente de esta radicalización es la deriva teórica hacia la interpretación de las diferencias entre sexos, no tanto en el marco histórico como en el marco biológico o natural. Se relaciona con el carácter específico que la mujer tiene en el proceso reproductor. Se entiende que esta realidad orgánica supone formas específicas también de relación con la naturaleza. Como consecuencia, se interpreta que afecta al entendimiento de la misma, que conlleva consecuencias epistemológicas. Y, por tanto, una filosofía del conocimiento propia. El feminismo radical reivindica valores y patrones de análisis de la realidad vinculados a la condición femenina. Valores enfrentados a los valores y patrones imperantes, que se asocian a la condición masculina. La racionalidad, el análisis empírico, la verdad científica, la neutralidad del conocimiento, entre otros, responderían a la elaboración masculina. Serían formas propias del pensamiento masculino. Frente a ellos se propugnan los valores de intuición, el sentimiento, la empatía, la sensación, como alternativos y propios de la naturaleza femenina. El proceso de construcción de una teoría social feminista tiene, en consecuencia, unas derivaciones de carácter epistemológico. 1.2.
LA CRÍTICA FEMINISTA DEL CONOCIMIENTO
La crítica feminista pone en entredicho la concepción y naturaleza del proceso de conocimiento tal y como éste se concibe desde la Ilustración, en el mundo moderno. La modernidad y la Ilustración, por tanto, se asocian a una concepción y construcción masculina del saber y de la ciencia. En consecuencia, se plantea el desarrollo de una teoría crítica de carácter feminista, con un doble cometido. Desmontar la filosofía del conocimiento de carácter masculino y construir, de forma alternativa, una teoría o filosofía sustentada en la condición femenina. El significado de estos planteamientos es importante, porque supone negar la objetividad del conocimiento científico, invalidar el carácter de neutralidad de la ciencia. Sitúa a ésta y los valores asociados a ella en la sociedad moderna, como una forma de conocimiento masculina, como un discurso mediatizado por la condición sexual. Introduce -como lo hiciera el marxismo ortodoxo soviético con la distinción entre ciencia burguesa y ciencia proletaria- una ciencia masculina y una posible y alternativa ciencia femenina. Esta concepción se sustenta en la consideración del conocimiento científico como un simple instrumento de clase, como un elemento del
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poder, como un discurso. No existe la verdad objetiva o científica sino una verdad política, partidaria, selectiva, útil. Los enfoques postestructuralistas y posmodernos, a partir de Foucault, han facilitado este planteamiento. Las teorías feministas revolucionarias contestan las pretensiones de una ciencia que se dice destinada a describir la realidad tal cual ésta aparece. Entienden contribuyen a consolidarla. Por ello, reivindican una ciencia, en este caso un marco teórico de carácter estratégico. Es decir, cuya finalidad se adecue a los objetivos del movimiento feminista. La ciencia debe subordinarse a la política y a los objetivos de ésta. «El objetivo de una teoría feminista sería el desarrollo de una teoría estratégica, no de una teoría verdadera o falsa, sino de una teoría estratégica.» Forman parte de la crítica postestructuralista. Sin embargo, la denuncia de los discursos históricos o teóricos por parte del postestructuralismo afecta al discurso o teoría feminista que tiene también ambiciones de interpretación histórica y social. La renuencia de la cultura posmoderna a aceptar grandes teorías ha contribuido a reorientar el movimiento feminista hacia planteamientos históricos, culturales, locales, más vinculados a las condiciones concretas de grupos, de culturas, en ámbitos determinados. El pensamiento posmoderno incide de forma directa en las concepciones y orientaciones del feminismo. Por una parte, ha supuesto la denuncia del carácter occidental del discurso feminista tal y como éste ha prevalecido y su concepción general, su formulación universal, su carácter abstracto. Por otra, se postula una aproximación epistemológica alternativa frente al normativo que distingue, tanto la filosofía positiva como la marxista. El objetivo es comparar, más que establecer leyes. Esto es, la teoría feminista como descripción de cada identidad social, más que como definidora de un sujeto histórico de validez universal. Una concepción muy próxima a la que se impone en la geografía de principios de siglo como soporte del regionalismo, tras de la cual no es difícil identificar el neokantismo. El posmodernismo y postestructuralismo representan un ámbito de contradicciones y paradojas para el movimiento feminista. Por una parte, abren las vías por las que reivindicar las nuevas propuestas feministas. Por otra, permiten poner en cuestión el intento feminista de construir una teoría social alternativa. El posmodernismo, en su oposición a los grandes marcos teóricos o metarrelatos, y en su denuncia de los sujetos históricos universales, aparece como un campo poco propicio al feminismo como teoría crítica, como teoría social alternativa. Las críticas al movimiento posmoderno desde el feminismo arrancan de esta negación del sujeto histórico por parte del postestructuralismo. La reivindicación del legado ilustrado y la apuesta por una racionalidad transformada responden a estas contradicciones entre feminismo como movimiento histórico transformador, con pretensiones de teoría social crítica, y posmodernismo. El discurso feminista es sensible a las propias filosofías e ideologías subyacentes en el pensamiento moderno.
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La esencia del feminismo es contraria a la formulación de la muerte del sujeto histórico, en la medida en que tiende a identificarse con él. De ahí que se propugne o contemple, desde la perspectiva de la desaparición del sujeto hipertrófico y megalómano, de tipo masculino (Amorós, 1999). De ahí la diversidad de discursos feministas. Diversidad que se traslada al campo de la geografía feminista. 2. El discurso geográfico feminista: un fenómeno reciente
La incorporación del discurso feminista en la geografía y a la geografía tiene diversas etapas y dimensiones variadas. Aquéllas, en relación con el ritmo de introducción y con su reconocimiento en la comunidad geográfica. Éstas, debidas a las filosofías e ideologías que soportan los enfoques feministas y a los dispares contextos sociales en que se producen y desenvuelven. Contrasta el dinamismo de algunos colectivos, en particular anglosajones, con su menor incidencia en otros ámbitos. Contrasta el predominio empírico que muestra en determinadas colectividades geográficas con el notable interés epistemológico y teórico que adquiere en otras. Y contrasta el tipo de enfoques o campos sobre los que se vierte la geografía feminista. En cualquier caso, el rasgo dominante sigue siendo su presencia minoritaria. La geografía feminista -gender geography- se mantiene como un campo o disciplina con una escasa implantación, muy inferior a la de la propia presencia de la mujer en la comunidad geográfica. Esta representación limitada y reducida constituye, precisamente, uno de los componentes destacados por las principales geógrafas feministas, como un signo más de la marginación por parte del estamento masculino (Rose, 1996). Es el carácter que domina en España. La recepción temprana contrasta con el desarrollo limitado, vinculado, de forma preferente, a Madrid y Barcelona. Las primeras referencias surgen a principios del decenio de 1980, y apuntan por un lado a la presencia de las nuevas corrientes y por otro a sus posibles enfoques y programa en nuestro país (Sabaté, 1984 y 1987). La reivindicación de una geografía feminista en nuestro país sólo se afirma a finales de ese mismo decenio, cuando una geógrafa catalana llama la atención sobre el significado y alcance de esta disciplina. Descubre la realidad social de una parte esencial del colectivo social, apunta sus posibilidad teóricas en el ámbito de la geografía, y señala su carácter de alternativa conceptual (García Ramón, 1988; 1989). Es una disciplina en la que, en España, su cultivo se ha manifestado por tres rasgos relevantes: constituir la práctica geográfica de un reducido segmento de profesionales; el carácter femenino de la mayor parte de quienes la practican; su notable dedicación al ámbito rural y agrario. Los problemas relacionados con la condición femenina en las áreas urbanas y las cuestiones de índole teórica o general, o no han sido abordados o lo han sido de forma mucho más limitada y tardía (Sabaté, 1992).
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
2.1.
LOS ESPACIOS DE LA MUJER: EL HORIZONTE FEMENINO
La geografía feminista constituye un segmento dinámico de la geografía actual. Este dinamismo se manifiesta, en primer término, en la actividad teórica. A diferencia de la geografía en general, la producción teóricometodológica tiene una representación notable en el conjunto de la producción académica feminista. En relación con ello, la vinculación con otras ramas académicas, desde la sociología a la filosofía y psicología, presenta una frecuencia e intensidad muy superior al resto de la geografía. En segundo término, afecta a la orientación que introducen los campos de interés feministas.
La definición de una geografía feminista tiene lugar en el decenio de Con anterioridad, lo que se había perfilado era un interés creciente por cuestiones relacionadas con los espacios de la mujer, en particular con la condición social femenina en el marco de la marginación y los grupos minoritarios. Se trata de una geografía que hace de la situación femenina el objeto de análisis, en los marcos tradicionales de la geografía. Desde las geografías radicales y desde las geografías humanísticas, con distintos planteamientos, se abordan estas situaciones, se describen, se ubican en sus contextos sociales. La específica existencia femenina adquiere protagonismo, se perfila en el espacio uniforme y amorfo, o indiferenciado, del análisis geográfico imperante. Las geografías radicales y humanísticas descubren estos nuevos espacios, los de la presencia femenina, como espacios diferenciados. Los trabajos del decenio de 1970 ponen de manifiesto la existencia de estas áreas marcadas por la presencia femenina. Forman lo que se ha llamado la «geografía de las mujeres». Reivindican el espacio de la mitad de la humanidad. Señalan la ignorancia habitual de esta parte mayoritaria de la sociedad. La descripción de los espacios de la mujer configuró las primeras manifestaciones de una geografía de las mujeres, de una geografía de los espacios femeninos, los espacios del segundo sexo. A mediados del decenio de 1970, esta geografía de la mujer perfila algunas de sus orientaciones e intereses (Hayford, 1974). La geografía de las mujeres se manifiesta para no «ignorar a la otra mitad» o para conocer cómo vive la otra mitad. Estas expresiones aparecen como un recurso habitual en el discurso inicial (Tivers, 1978; Monk, 1982). Es la fórmula con la que una geógrafa catalana presenta este nuevo enfoque en España (García Ramón, 1989). Ponen de relieve la óptica principal de descubrimiento que tiene, en principio, esta rama. Descubre los espacios de la mujer. Tal y como se esboza en los momentos iniciales, se trata de la reivindicación de los espacios de la mujer. El interés por el lado femenino aflora a través del interés por los espacios de la marginación y segregación en las nuevas geografías radicales anglosajonas. Está asociado al descubrimiento del papel preponderante de la mujer en ellos, en lo esencial, como víctima 1980.
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de los mismos. El protagonismo social de la mujer en los contextos de la pobreza, las minorías raciales, los inmigrantes, descubre lo específico de su medio vital, la relación estrecha entre condición femenina y determinados caracteres espaciales. Con posterioridad se amplía el abanico al interesarse por los diversos espacios de la mujer. Por un lado, los espacios de la mujer en la esfera de la producción, asociada de forma preferente a la actividad masculina. Por otro, la forma de integración femenina en esta esfera productiva, caracterizada por una generalizada discriminación y segregación en las condiciones de trabajo: salarios más bajos, empleos menos cualificados, con menores posibilidades de movilidad ascendente, ausencia de los puestos directivos, entre otros. La búsqueda de la mujer y de los espacios de la mujer condujo al descubrimiento de la otra dimensión, la oculta, la de la esfera de la reproducción, la doméstica, la vecinal. Una esfera ocupada, casi en exclusiva, por la mujer y por los hijos en edad no activa. Un espacio vinculado al trabajo doméstico, a las labores domésticas, al cuidado de los hijos menores, a la atención a los hombres, al trabajo sumergido, es decir, no reconocido, de la mujer. Un espacio universal porque se presenta por igual en el Primer Mundo y en el Tercer Mundo, en sus rasgos esenciales. Surgen los interrogantes sobre los procesos de construcción de estos espacios, su diseño, sus objetivos, sus normas, sus símbolos, su concepción, en definitiva. La aproximación a estos espacios de la mujer permitió, más allá de la descripción empírica, plantear la configuración y significado de estos espacios en un marco social. Se trataba de interpretar la condición femenina y su participación en la sociedad, así como la organización del espacio en que se desenvuelve. 2.2.
DE LA DESCRIPCIÓN EMPÍRICA A LA INTERPRETACIÓN TEÓRICA
Se descubre un espacio configurado de acuerdo con el esquema elaborado desde una concepción masculina. Un espacio dual. Por una parte, el espacio de la producción, el espacio de la economía, el espacio productivo, el espacio del poder, el espacio de la política, el espacio del trabajo, el espacio de la actividad, el espacio de los activos. Es el espacio socialmente simbólico, el espacio masculino o masculinizado. Un espacio bien diferenciado, dominante. Le corresponden los elementos simbólicos del poder político, del poder económico, del poder religioso, del poder ideológico. Por otra, el espacio de la reproducción. Se trata de un espacio amorfo, indiferenciado, dependiente. Es el espacio del no trabajo, un espacio al margen de la economía, el espacio de los inactivos. Aparece como un espacio sin valor, sin símbolos socialmente relevantes. Es el espacio doméstico, el espacio vecinal, el espacio del ama de casa, de los niños y de los ancianos. Es el espacio de la mujer, el espacio feminizado. Las nuevas perspectivas abren y amplían el panorama de la investigación geográfica sobre los espacios de la mujer. Los transforman en cuanto objeto y en los enfoques.
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
La organización social del espacio, la producción y reproducción del espacio aparece así sutilmente mediatizado por la condición masculina o femenina. La pertenencia a una u otra determina el espacio a ocupar: el espacio físico y el espacio político, el espacio de relaciones, el espacio económico. Determina, también, las condiciones de uso de ese espacio. El espacio resulta ser un elemento clave en la discriminación femenina. Son las reflexiones teóricas que sustentan la necesidad y posibilidad de un discurso geográfico desde la condición femenina. Este discurso pretende ser, al mismo tiempo, descubridor de esos espacios, reivindicativo en lo social e intérprete de los mismos de acuerdo a postulados teóricos y epistemológicos renovados. Se plantea desde formulaciones de transformación social. Se asienta, para ello, en el discurso feminista y se incorpora como una teoría crítica del espacio. Una teoría social del espacio desde la condición femenina. Los autores anglosajones denominaron a esta nueva orientación geográfica The Gender Geography. Denominación traducida, de forma literal, al español, como Geografía del Género (Sabaté, 1984; García Ramón, 1988). Traducción poco expresiva en español, habida cuenta que el término «género» pertenece, ante todo, al ámbito gramatical. El género carece de significación sexual en español. Por ello apenas sirve para identificar su campo y su perfil epistemológico. El neologismo, incorporado en otras disciplinas, ha adquirido carta de naturaleza en la jerga académica. También es cierto que numerosas autoras feministas no lo usan y tienden a emplear términos alternativos. Se ha propuesto por ello el de geografía feminista, más conforme con su orientación dominante y sobre todo con sus postulados básicos. Este término conlleva una significación específica, la que tiene, hoy en día, el término feminista. A pesar de que puede ser entendido de forma peyorativa, es el que mejor responde a una disciplina con aspiraciones teóricas que exceden la mera descripción empírica. Este desarrollo de la geografía de las mujeres a la geografía feminista no debe contemplarse como una evolución lineal. La primera no es la etapa antecedente de la segunda. La segunda no constituye la alternativa que sustituye a la primera. Una y otra forman parte del contexto intelectual en el que se debate la comunidad geográfica en general y la propia sociedad en su conjunto. Hacer geografía de mujeres sigue siendo una actividad presente que distingue a una parte notable de la geografía feminista. Y ésta se nos muestra como una multiforme disciplina, en la que se propugnan fundamentos, objetos y objetivos diferentes. Más que geografía feminista, hay geografías feministas. De la geografía de las mujeres a las geografías feministas
De la geografía de las mujeres a las geografías feministas representa el desarrollo de esta disciplina. Una notable ampliación de preocupaciones y problemas, desde la atalaya de la mujer, en la geografía; que no pueden se-
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pararse del desarrollo de la geografía en general. Esto es así por dos razones esenciales: porque se inscriben en el mismo contexto intelectual ideológico y político, y porque la presencia de las geografías feministas incide en la evolución de la geografía. Los esfuerzos de las geógrafas feministas por dar forma a una geografía feminista, alternativa o complementaria, forman parte de la historia contemporánea de la geografía. La presencia de estas geografías impone, por una parte, la necesidad de insertar en el marco teórico geográfico los problemas e interrogantes que plantean. Por otra, porque obliga a considerar los postulados mantenidos en la geografía. Las geografías feministas ponen de manifiesto que el desarrollo de la geografía no es ajeno a los procesos sociales dominantes. Y el más notable de la segunda mitad de este siglo XX lo constituye la irrupción de la mujer en la denominada esfera de lo público. De la geografía de las mujeres a la geografía feminista hay un recorrido temporal y hay un recorrido teórico. La cristalización de este doble tiempo se produce en el decenio de 1980. Una fecha significativa resulta de la aparición de la primera obra que responde a estos enfoques, bajo el título de Geography and Gender, en 1984. Constituye la primera que recoge de forma sistemática la producción geográfica feminista. Responde a la constitución de un grupo de trabajo de estas características en el Reino Unido, el Women and Geography Study Group -dentro del Instituto británico de geografía-, en 1980. La evolución de esta rama ha sido muy rápida en los dos últimos decenios. Se ha visto influida por las distintas corrientes epistemológicas dominantes, evolución que ha marcado las cuestiones y problemas que han centrado la investigación en esta disciplina Se aprecia, en el marco geográfico, una doble dirección, que no difiere de lo que sucede en el movimiento feminista en general. Por una parte, un esfuerzo mantenido por hacer o elaborar una teoría crítica, una teoría social del espacio, desde planteamientos feministas. Se presenta como una alternativa a la concepción de la geografía imperante, asimilada e identificada como masculina. Por otra, una variada gama de aproximaciones empíricas y teóricas que reclaman su propia legitimidad en el marco feminista. La heterogeneidad es un rasgo sobresaliente de la geografía feminista actual. Tiene raíces filosóficas e ideológicas. No se distingue, en lo esencial, de lo que concierne a la geografía como discurso general, es decir, en la tradición masculina. Se debate en similares interrogantes. De resultas de ello, el panorama actual responde con mayor precisión al de geografías feministas. El desarrollo de un discurso feminista en la geografía tiene diversas manifestaciones. Se perfila como una propuesta teórica para la interpretación del espacio sobre nuevos presupuestos filosóficos. Se presenta, en consecuencia, como un discurso crítico de la geografía como conocimiento, desde una perspectiva epistemológica. Constituye un análisis crítico de la estructura de la comunidad geográfica desde el punto de vista del poder. Se plantea como una revisión de la historia de la geografía y del pensamiento geográfico. Se formula como una construcción de nuevos espacios, como objetos de la geografía. Es el trayecto que lleva desde la teoría crítica a las geografías feministas actuales.
448 3.1.
OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA CONTRA LA MARGINACIÓN
Uno de los rasgos de la geografía feminista es la denuncia de la postergación o discriminación de la mujer en el marco de la actividad universitaria, en el marco académico. La escasa representación de la mujer en el colectivo geográfico y en los órganos de difusión de la misma habían sido señalados, a principios del decenio de 1970, por un geógrafo cultural norteamericano (Zelinsky, 1972). Geógrafas representativas de la moderna geografía feminista, y el propio Zelinsky en colaboración con algunas de ellas, han reincidido en señalar esa limitada participación, como un signo persistente de discriminación de la mujer en la comunidad geográfica académica (Zelinsky, 1982; McDowell, 1979, Rose, 1996). Las geógrafas feministas apuntan a que tras esa reducida presencia de la mujer geógrafa se encuentra una política y una actitud discriminatorias respecto de la mujer. Sexo y poder en la comunidad universitaria tienen una implicación directa, en perjuicio de la mujer (Mcdowell, 1990). Su incidencia se traduce en el cursus académico y en el grado de responsabilidad académica que alcanzan y desempeñan las mujeres. La diversidad de situaciones o contextos socioculturales, que agravan o palian el grado de discriminación, no es óbice para el carácter generalizado que presenta. Marginación que se produce en la presencia de la mujer en los colectivos universitarios, en sus posibilidades de acceso a puestos de responsabilidad directiva en los mismos, en las normas de movilidad académica, en la propia producción científica. El incremento de la presencia femenina en la «academia» geográfica no se manifiesta en una equivalente participación en el control de los mecanismos de poder propios de dicha academia. A juicio de las geógrafas feministas, la persistencia de esta discriminación sutil sigue siendo un rasgo de la comunidad geográfica (Mcdowell, 1990; Rose, 1996). A esta discriminación en la participación académica se añade la que afecta a la propia valoración de las geógrafas, es decir de las representantes femeninas, en la historia del pensamiento y de la práctica geográficas. Se denuncia, en este caso, la preterición de esas representantes femeninas o el ostracismo de las mismas. Se aduce, como ejemplo ilustrativo, el de E. Semple, la destacada discípula de Ratzel y notoria representate de la geografía ambiental positivista norteamericana (Berman, 1974). Se señala la escasa consideración a la representación femenina en otros ámbitos que la tradición geográfica ha considerado como propios, caso de los viajes y exploraciones, en el siglo XIX . Lo que ha llevado a reivindicar nombres como los de M. Kingsley, una notable viajera con una específica descripción y visión del espacio africano. Se enmarca en una tendencia progresiva a revisar los presupuestos de la historia de la geografía y a hacerlo desde la perspectiva feminista. Tendencia que comparte, por un lado, la reconstrucción de esta historia, y por otro, la construcción de una historia de la geografía feminista. La primera desde postulados menos sesgados por la condición masculina de sus autores, a los que se acusa de ignorar la presencia femenina, y a partir de conceptos feministas. La segun-
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da en orden a establecer la propia genealogía (Women, 1996). Se orienta al desarrollo de los fundamentos de la disciplina feminista y establecer la aportación de ésta, tanto en el campo metodológico como en la definición de nuevos centros de interés o en su específico abordaje. Desde las contribuciones a la construcción de conceptos como el espacio, el lugar, el paisaje, hasta su específica percepción del medio ambiente. El componente más relevante es el de la fundación teórica de una geografía feminista. Siguiendo la senda del propio movimiento feminista y de sus planteamientos en el campo de las ciencias sociales, desde la filosofía a la etnografía, se trata de asentar la investigación geográfica sobre bases epistemológicas propias. 3.2.
LA CRÍTICA DEL DISCURSO GEOGRÁFICO
Se cuestiona el pensamiento geográfico dominante y la historia del mismo como un producto masculino. Masculino en su autoría y masculino en la medida en que la propia estructura epistemológica es considerada masculina. La razón, los principios de objetividad, los métodos de conocimientos, los criterios de validación, tendrían coloración masculina (Bordo, 1986). La razón, la lógica, la ética, los valores, tal y como se manejan y presentan en el pensamiento occidental, tendrían esta condición sustantiva: son masculinos. Construir una geografía feminista significa, para una parte de las geógrafas, lograr esta fundación teórica. Supone establecer un pensamiento o racionalidad femenina. Conlleva el desarrollo de una epistemología feminista y de una metodología feminista. Este carácter sustancial o fundamental de la geografía feminista ha sido proclamado y reivindicado, a partir del decenio de 1980 (Harding, 1987). La construcción de un marco teórico feminista en la geografía supone, sobre lo anterior, la asunción de que el discurso geográfico ha sido masculino. Es decir, que tanto los conceptos como el lenguaje geográfico responden a patrones y experiencias del hombre e ignoran los patrones y experiencias de la mujer, al mismo tiempo que subrayan que estos patrones y experiencia parciales adquieren dimensión universal, objetiva. En relación con esta doble circunstancia, el feminismo pone en entredicho el valor epistemológico del discurso geográfico en la interpretación y explicación de la realidad. El carácter sexuado del conocimiento, de la lógica empleada, asimilada a la lógica de la experiencia masculina, conlleva una específica formación de conceptos, categorías, clases y, con ello, afecta a la propia metodología de la investigación geográfica. El ejemplo más ilustrativo puede ser el que hace del trabajo femenino dominante -el trabajo doméstico- la categoría identificadora del no trabajo, del inactivo. Se funda en identificar trabajo con actividad remunerada. Como consecuencia, este tipo de actividad no aparece en las estadísticas laborales. De forma similar, arguyen, los conceptos clasificatorios aplicados a las actividades económicas conllevan una valoración discriminatoria en perjuicio de los desempeñados por la mujer (Women, 1994).
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
4. La construcción teórica: los fundamentos La propuesta de una geografía de la mujer o feminista supone construir un discurso alternativo respecto de la geografía dominante. Es decir, elaborar un discurso geográfico a partir de las experiencias, patrones mentales y vitales, lógica y categorías derivadas de la condición femenina. La geografía feminista concierne a un propósito explícito, de «recomponer el equilibrio del material geográfico a favor de la mujer» (Women, 1984). Este objetivo se ha desarrollado a partir de dos líneas fundamentales: el pensamiento de raigambre marxista, basado en el materialismo histórico, con sus diversos desarrollos neomarxistas y de la teoría de la estructuración. Y el pensamiento postestructuralista y posmoderno, en su gran diversidad de propuestas y planteamientos. En el primer caso, ha orientado el desarrollo de una geografía feminista fundada en la construcción de una teoría crítica feminista del espacio. Presenta, dentro de su diversidad, connotaciones de teoría social alternativa al propio materialismo histórico. Se inscribe en la tradición crítica moderna de la Ilustración. Se caracteriza por un interés particular por la conceptuación y crítica del patriarcado como forma histórica de subordinación de la mujer. En el segundo, se trata del desarrollo de múltiples perspectivas teóricas. Por una parte, sosteniendo una epistemología específica del espacio a partir de la propia diferencia femenina: se vincula con los postulados feministas que hacen de las diferencias biológicas entre sexos el soporte de procesos y reglas de conocimiento de la naturaleza distintos. En su formulación teórica más radical, este planteamiento conlleva la distinción drástica entre lo masculino y lo femenino. Afirma, de acuerdo con los postulados feministas de carácter esencialista, la naturaleza diferente de lo femenino. Y su incidencia en la total separación epistemológica entre racionalidad masculina y femenina, entre las normas lógicas de mujeres y hombres, entre los valores de uno y otro sexo. Reclama y contempla otra geografía, asentando la geografía feminista sobre el concepto de identidad. Identidad cultural en primer término. Son las geografías de la diferencia, construidas sobre el sexo, la raza y la cultura. 4.1.
EL DISCURSO FEMINISTA: RELACIONES SOCIALES Y ROLES
La vía teórica de raíz intelectual marxista se ha orientado a explicar los espacios de la mujer en el contexto de las relaciones sociales que se imponen en una determinada formación social, en un marco histórico preciso. Este tipo de enfoque pone el énfasis en las relaciones sociales, entre hombres y mujeres, determinadas por ese contexto histórico. Relaciones sociales que determinan, a su vez, el grado y forma de subordinación de la mujer al hombre. Supone integrar ambos sexos dentro de una misma geografía feminista. Ésta no se formula por el objeto exclusivo femenino sino por la capacidad de aclarar y explicar su específica condición femenina en un marco espacial determinado.
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Este tipo de enfoque se caracteriza también por la importancia teórica que adquiere el concepto de patriarcado. El patriarcado se convierte en una categoría histórica de las relaciones hombre y mujer, y de la dependencia de ésta respecto del primero. Identifica una forma de organización social universal, pero con manifestaciones históricas y espaciales diferenciadas (Foord y Gregson, 1986). Se aborda a través de la mediación marxista del concepto de clase social y de la categoría de la lucha de clases (McDowell, 1986). Establece una relación directa entre relaciones sociales y las condiciones económicas o condiciones materiales en que se producen. Identifica un enfoque de raíz marxista que alimenta una parte notable de la moderna geografía feminista (Massey, 1984). El patriarcado constituye una categoría teórica empleada también desde presupuestos no marxistas. El patriarcado representa, en estos enfoques, una categoría que traspasa el tiempo y el espacio. Es universal en el tiempo, por cuanto aparece a lo largo de la Historia, y es universal en el espacio porque se presenta en todas las sociedades. Representa el marco social de la supeditación de la mujer y del dominio del hombre, en relación con el papel que se asigna a una y otro. Los que marcan y establecen la situación social de cada uno, los patrones de conducta, el espacio propio, las relaciones existentes entre ellos, los valores distintivos. Hombres y mujeres forman parte de un reparto social, de carácter universal. La geografía feminista aborda estos papeles, estos espacios, estas relaciones. Desde la perspectiva del papel social de cada sexo -en la acepción sociológica del término papel (rol)- se ha desarrollado un tipo de geografías feministas que hacen hincapié en este dualismo social, entre hombres y mujeres. Dualismo que se traduce en imágenes distintas para cada sexo, en funciones diferenciadas, en conductas separadas, en expectativas diversas, para uno y otro sexo. Ese dualismo, sobre el que se ordena la sociedad, establece las normas de conducta esperadas y esperables para cada miembro de la sociedad de acuerdo con su condición masculina o femenina. Lo que varía es la formalización cultural del mismo. La diversidad cultural define parámetros distintos para el papel de hombre y mujer. Las diferencias culturales explican las distintas actividades, los distintos espacios, los distintos comportamientos sociales, que muestran hombres y mujeres. La perspectiva de la diferencia como soporte teórico ha estimulado también el desarrollo de la geografía feminista, a partir de postulados posmodernos. Caracterizan las geografías feministas críticas con el pensamiento teórico feminista occidental. Distinguen las propuestas posmodernas basadas en la identidad y la diferencia. Se inscriben en el discurso postcolonialista. 4.2.
DIFERENCIA E IDENTIDAD: LAS TEORÍAS POSCOLONIALES
El enfoque teórico de la diferencia tiene un desarrollo específico a través del concepto de identidad. Constituye todo un conjunto de propuestas de orientación de las geografías feministas, que se corresponden
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tre otros (Morasen y Kinnaird, 1993). La condición femenina aparece diferente a través de Asia, África, América Latina, en relación con las específicas culturas y mundos en que se desenvuelve la mujer, que no corresponde al molde uniforme y universal de la mujer occidental. En general, este tipo de diferencias se articulan, en el discurso feminista, en relación con la condición primordial, que es la de mujer. Raza, etnia, clase, sexualidad, lugar, afectan la condición femenina, alteran su perfil. Sin embargo, constituyen referencias complementarias respecto de la situación básica, que es ser mujer. Todas ellas se inscriben en el contexto espacial femenino. Determinan su espacio vital, sus experiencias espaciales y sus imágenes del espacio propio y ajeno. Modelan, a través de esas imágenes y experiencias, el uso del espacio. El desarrollo teórico feminista pone de manifiesto el carácter dinámico de la geografía feminista y la importancia que sus practicantes conceden a una fundación consistente de la disciplina, desde la perspectiva epistemológica. La diversidad de propuestas que comparten la interpretación de la realidad desde la óptica de la condición femenina pone de manifiesto los múltiples interrogantes y mediaciones que subyacen en la explicación de la realidad. No son rasgos diferenciales respecto de la construcción teórica en general, en el marco de la geografía y de las ciencias sociales. 5. La reivindicación metodológica
Una característica destacada de las geografías feministas ha sido, en el marco de la construcción teórica de las mismas, la preocupación por una elaboración metodológica propia. Se inserta en una actitud crítica respecto de la metodología predominante en el contexto geográfico. Y en la valoración del método como un componente sustancial del proceso de conocimiento y de sus resultados. El método representa, en el marco epistemológico, el conjunto de reglas, más o menos explícitas, por el que la comunidad geográfica establece lo que se investiga y cómo hacerlo. En definitiva, significa determinar el proceso de conocimiento. Conlleva la construcción de conceptos, el uso de los mismos, las categorías empleadas en la ordenación y clasificación de los conocimientos, la definición de éstos, así como el establecimiento de las construcciones interpretativas o teorías. En relación con éstas, supone la definición de los problemas considerados geográficos y, en consecuencia, la delimitación de lo que es geográfico. La naturaleza de estas cuestiones les otorga una dimensión que trasciende la simple determinación científica o académica. Implica intereses sociales. Son éstos los que en última instancia modelan qué problemas se investigan, para qué y cómo interesa hacerlo. Son estos intereses sociales los que sancionan el conocimiento normal. El feminismo geográfico se ha caracterizado por la reivindicación de nuevas categorías metodológicas, por el cambio en la valoración de las existentes, por la definición de nuevos problemas y por nuevos enfoques res-
pecto de la determinación de lo que es relevante o no. Ha afectado, en particular, a la definición de objetividad y neutralidad del proceso de conocimiento, respecto de los patrones del conocimiento analítico y positivista. Ha incidido en la consideración del concepto de verdadero aplicado al conocimiento, es decir, del concepto de objetivo. Ha reivindicado el valor de los métodos cualitativos, del testimonio vivencial y de la observación directa. El feminismo ha planteado una definición alternativa del proceso de conocimiento (Harding, 1987). En sus formulaciones postestructuralistas más radicales, la epistemología feminista ha significado incorporar a la investigación el principio de relativismo. Ha supuesto la puesta en entredicho del concepto de verdad, suplantado por el de utilidad. No se busca lo verdadero sino lo que es conveniente de acuerdo con la finalidad de la investigación. Desde esta perspectiva resalta la dimensión activa o social que el feminismo, en este caso geográfico, imprime a la investigación geográfica. Es un rasgo que se manifiesta, tanto en el contexto ideológico o político, es decir en el contexto social de la investigación, como en la definición de los problemas relevantes de la geografía feminista. La concentración temática en determinadas áreas y cuestiones es un componente significativo de las geografías feministas. Esta concentración está vinculada al carácter original de movimiento de transformación social que supone el feminismo. Por otra parte, ha puesto en entredicho los pronunciamientos de neutralidad y objetividad del conocimiento. Ha resaltado la estrecha implicación de la condición del investigador en los métodos y resultados de la misma. Constituye uno de los puntales de la crítica epistemológica feminista, en la medida en que tachar de masculina la epistemología dominante constituye un rasgo relevante del feminismo. Como consecuencia, el feminismo ha reivindicado el uso, en la geografía, de los métodos cualitativos y la valoración del mundo de las opiniones, sensaciones y sentimientos como parámetros tan válidos como los procedentes de la observación cuantitativa. Por otra parte, en el uso de ésta han resaltado las insuficiencias conceptuales que derivan de los parámetros de colecta y clasificación de las informaciones. La construcción de los datos constituye un componente esencial del proceso de conocimiento. Esta construcción está socialmente mediatizada. La inclusión de un determinado tipo de datos, la desagregación o no de la información, las categorías utilizadas para su ordenación, los parámetros de clasificación utilizados, responden a decisiones y están determinadas por concepciones e ideologías. La presencia o no de información referida a la mujer, las categorías en que ésta se incluye, han sido modeladas por convenciones sociales impuestas. Un ejemplo ilustrativo, de este tipo de crítica es, en España, el proceso seguido en la recogida y clasificación de las informaciones censales. La declaración personal sobre la que se basa el cuestionario censal ha supuesto que, de forma habitual, la mujer declarase su actividad económica. Por lo general, en el ámbito campesino, como labradora. Los organismos oficiales impusieron que la mujer o esposa apareciera adscrita al concepto de
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«sus labores». Categoría clasificatoria que es la que el poder público y los organismos gestores de la información han impuesto. La crítica de estos condicionamientos de la producción de información y conocimiento constituye uno de los rasgos más relevantes de las geografías feministas. Se explica porque la información sobre la mujer y la investigación social en general han estado mediatizadas por este tipo de problemas. Ha servido también a la crítica feminista para poner en entredicho la objetividad de los estudios basados en metodologías objetivas, cuantitativas, sustentadas en este tipo de informaciones. Por otra parte, han promovido el recurso a métodos que valoran la opinión, los sentimientos, las vivencias personales, los conceptos y categorías no científicos, propios de los afectados, objeto de la investigación. En definitiva, las geografías feministas han supuesto un importante movimiento de reflexión epistemológica, en relación con los valores atribuidos al método y sobre el proceso de conocimiento. Las geografías feministas han ahondado en las actitudes críticas frente a la excesiva confianza en los postulados de objetividad y verdad. Con ello han fortalecido los comportamientos críticos. Han introducido una llamada de atención sobre el dogmatismo metodológico. En todo caso, muestran las distintas posibilidades y sus límites, de lo que es una concepción de la geografía basada en el sexo (gender), que surgen de los distintos enfoques y concepciones de la propia condición sexual. Hacer de la condición masculina o femenina un marco de explicación del espacio es la propuesta esencial de las geografías feministas. Sin embargo, no parece indiferente a otros componentes de la realidad, desde la raza y la cultura a la clase social. Por otra parte, tampoco es indiferente concebir el sexo como una variable explicativa del espacio o hacer de la condición femenina una dimensión vinculada a su propio contexto, en orden a destacar las diferencias, la multiplicidad de condiciones femeninas. La indagación teórica y las preocupaciones epistemológicas han supuesto la construcción de un amplio panorama de perspectivas sobre el espacio de la mujer y sobre la interpretación del espacio geográfico, a partir de la condición femenina. Por una parte, han promovido el desarrollo cuantitativo de la geografía feminista. Por otra, han impulsado enfoques diferenciados de la misma. La preocupación teórica ha supuesto un tránsito perceptible desde la geografía de las mujeres a la geografía feminista. Es decir, de la simple percepción del espacio ocupado por el segundo sexo, a la construcción de un espacio teórico para el entendimiento del espacio social de las mujeres (Alcoff, 1996). La eclosión teórica, la diversidad de enfoques, la multiplicidad de filosofías subyacentes, han transformado la geografía feminista en un campo renovado de geografías feministas (Women, 1994). El resultado constituye un despliegue de problemas, de nuevos objetos, de otras perspectivas, que han afectado a los diversos campos de la geografía, aunque algunos de ellos aparecen como las áreas privilegiadas de las geografías feministas.
456 6.
OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
Nuevos problemas, nuevas perspectivas, nuevos espacios
Las geografías feministas han supuesto una notable apertura de los campos de análisis geográfico, que afecta al conjunto de la geografía humana. Las geografías feministas han incorporado el espacio de la mujer y con ello han ampliado el horizonte geográfico. Sin embargo, la específica mirada de estas geografías, de acuerdo con sus postulados teóricos, se ha concentrado en algunos campos o ramas de la geografía. La contribución principal de los enfoques feministas se ha manifestado en ellas. Las geografías feministas presentan una exclusiva dedicación a la geografía humana. Es un primer rasgo a destacar. Por razones de origen destaca el campo urbano. La geografía urbana aparece como un ámbito privilegiado de la investigación feminista. Lo es en la doble dimensión de los fenómenos urbanos y de los procesos de planificación. Por razones de origen también, la geografía rural constituye un área de atención destacada por parte de las geografías feministas. El papel destacado de la mujer en las comunidades rurales, sobre todo del llamado Tercer Mundo, es un factor decisivo en esta orientación. La atención prestada a problemas y cuestiones vinculadas con la diferencia e identidad, convertidas en eje de algunos de los enfoques metodológicos de las geografías feministas, ha impulsado el desarrollo de una específica geografía cultural. Tiene un carácter multiforme, porque abarca desde los espacios domésticos y de la raza, a los espacios de la sexualidad. Otros enfoques se han introducido en el mundo de lo local y en la geografía industrial y económica bajo perspectivas renovadas. Una nueva geografía regional vinculada a la localidad como espacio de sociabilidad. Y una geografía industrial y económica en la que es esencial el mundo del trabajo, esto es, el mundo de las trabajadoras. Geografía local, geografía industrial y económica, forman parte de enfoques coincidentes y responden, por lo general, a claves teóricas comunes. Desde una perspectiva y enfoque estrictamente social y humano, las geografías feministas han contribuido de forma notable al desarrollo de una geografía del medio ambiente. Representa una de las incursiones más novedosas que configuran una nueva conceptualización de la naturaleza y una perspectiva que ha venido a definirse como eco feminismo. En este amplio horizonte de problemas y cuestiones, las geografías feministas presentan una práctica diversa. De acuerdo con la naturaleza de sus filosofías básicas, con los enfoques teóricos preferentes, con el propio desarrollo temporal de la disciplina, ofrecen la empírica descripción y la interpretación ideológica consciente. 6.1.
CIUDAD Y MUJER: FORMA Y SÍMBOLO
Desde las primeras investigaciones sobre los espacios de la mujer y la condición femenina, la problemática urbana ha mantenido un notable protagonismo en las geografías feministas. La diversidad de enfoques per-
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mite distinguir, al menos, tres campos de interés. En primer lugar, la integración de la mujer y su espacio en el conjunto de la ciudad. Tiene que ver con las relaciones entre forma urbana y condición femenina y, como consecuencia, entre planeamiento urbano y espacios de la mujer. Una problemática que aparece desde las primeras aproximaciones al espacio de la mujer (Burnett, 1972). Una problemática abordada desde planteamientos que tienden a destacar el carácter dual del espacio urbano. Espacio público y espacio privado, espacio de trabajo y espacio doméstico. Dualidad que interfiere directamente en el desarrollo cotidiano de las mujeres urbanas. El espacio urbano como un espacio modelado por la condición sexual, como un espacio sexuado (McDowell, 1983). La relación entre espacio doméstico y espacio comercial, entre hogar y prestación de servicios públicos esenciales, como el médico asistencial, el educativo, entre otros, han centrado la atención de las investigaciones feministas (Rose y Chicoine, 1991). Así como la relación entre hogar y espacio de trabajo, de especial significación en un segmento de población para el que uno y otro constituyen espacios de actividad (Dyck, 1989). La ciudad representa un espacio en el que el carácter de construcción se hace más patente a la simple percepción. El espacio urbano constituye, en su dimensión física, un conjunto de relaciones sociales. Calles, plazas, comercios, viviendas y oficinas, espacios públicos de distinto orden, aparecen como lo que son, espacios de relación, de subsistencia, de trabajo, de diversión y entretenimiento, entre otras funciones. Calles, plazas, comercios, viviendas y oficinas, parques y demás, forman parte de la vida cotidiana, interfieren en ella. El diseño, la construcción de ese espacio físico forma parte de unas prácticas sociales dominadas y monopolizadas por los hombres, de acuerdo a patrones de conducta, a intereses y a culturas masculinas. Responde, por tanto, a la concepción del espacio de los hombres, y establece, de forma física, relaciones de dominio y subordinación. Tras del diseño y la producción urbana se encuentran concepciones sobre la familia, sobre el trabajo, sobre el tiempo-espacio, sobre el poder y la ubicación social. Las geografías feministas han destacado esta supeditación histórica del diseño urbano a la condición masculina. La disponibilidad de equipamientos educativos, sanitarios, comerciales, y su ubicación en relación con el espacio de vivienda, constituyen componentes esenciales del diseño urbano, que trasciende en el desarrollo cotidiano de la mujer. Sin embargo, su diseño y construcción no se desarrolla de acuerdo con las necesidades e incidencia en la vida de la mujer, sino a partir de esquemas o modelos elaborados con mentalidad masculina, en relación con principios de racionalidad masculina. Una racionalidad funcionalista, basada en categorías predeterminadas. Una perspectiva que afecta, en mayor medida, a las condiciones de seguridad y riesgo de la población femenina. Ubicación urbana y riesgo para la mujer, en cuanto a grado de seguridad, constituyen una dimensión conocida de la realidad urbana. El análisis de estos fenómenos no es unilate-
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ral, en la medida en que las investigaciones feministas realzan también la existencia de otros factores y condicionantes en el uso del espacio urbano y su vinculación con otros segmentos de población (Valentine, 1989). El cruce de otras condiciones, como la raza, el nivel educativo, la clase social, la condición inmigrante, la sexualidad, modifica las percepciones, los comportamientos y el uso del espacio del urbano (Preston, Mclafferty y Hamilton, 1993). El análisis de los espacios de la marginación femenina se asocia a la clase social (Gregson, 1995). Así como a la sexualidad y la raza (Peake, 1993; Valentine, 1993). En contextos culturales y sociales diversos se integra esta aproximación a la realidad urbana desde los enfoques feministas. El análisis de los centros urbanos, de la planificación urbana y comercial, de la organización del transporte, así como el análisis a través de los símbolos arquitectónicos y constructivos del espacio urbano, forma parte de estos enfoques de signo feminista. El carácter sexuado del espacio urbano ha motivado un tipo de investigaciones que hacen hincapié en los elementos que simbolizan esa concepción dual de la ciudad. Se aprecia en el carácter de determinado tipo de edificios, asociados a la presencia predominante del hombre. Se muestra en el predominio abrumador de los elementos monumentales asociados al hombre, como estatuas de personajes, y su ubicación preferente en los espacios vinculados con él. Se manifiesta en el culto a valores masculinos a través del diseño y la forma urbanas. Facetas que han sido objeto de numerosos análisis por parte de las geografías feministas (Bondi, 1992; Monk, 1992). El paisaje urbano tiene una dimensión simbólica que trasluce la división sexuada del mismo, el predominio masculino, la subordinación femenina, los valores asociados con el hombre. El posmodernismo presta herramientas que permiten contemplar el espacio social dominante, como un texto, con sus códigos, sus reglas, sus valores. La deconstrucción de este texto permite identificarlo como un espacio de signo masculino. En el que afirma y utiliza valores objetivos y simbólicos de carácter masculino, que responden a estrategias de diferenciación basada en el sexo (Wood, 1988).
El mundo rural ha tenido en las geografías feministas una atención destacada. En general, desde los enfoques de la diferencia y la identidad. La atención se ha centrado en el papel de la mujer en las economías campesinas y en la producción agraria, así como en las condiciones del trabajo femenino en este ámbito social. La notable participación de la mujer en el trabajo agrario en la generalidad de las sociedades rurales del Tercer Mundo, y su protagonismo en el sostenimiento de la familia y la comunidad, han sido aspectos relevantes del análisis feminista. El interés por la mujer rural y sus espacios ha sido, en España, el principal campo de investigación de las geografías feministas, desde el decenio de 1980 (García Ramón, 1992).
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El interés por la mujer rural en los países industrializados tiene una menor dedicación. Sin embargo, aparece como objeto de análisis en relación con actividades no agrarias, en particular con actividades industriales, en el marco de los enfoques económicos sobre mercados locales y estrategias de localización del capital (Wekerle y Rutherford, 1989). Constituye un enfoque y campo de análisis que ha contado con particular atención en el ámbito británico. Se vincula a los enfoques de geografía local y a los problemas de la crisis industrial, desindustrialización y reconversión industrial (Lewis, 1984). Las diferentes estrategias del capital industrial se han definido en relación con la estructura social de la población femenina, su grado de experiencia en el trabajo asalariado, su grado de organización sindical, su adaptación a formas de organización del trabajo flexibles. Excelentes trabajos empíricos han mostrado esta diversidad de comportamientos del capital y su relación con las situaciones de desarrollo local. Este tipo de enfoque, de carácter económico, se ha aplicado también a las sociedades del Tercer Mundo, como un elemento clave en la articulación de las mismas en los procesos de desarrollo de una economía global. La presencia de una mano de obra femenina, abundante, doméstica, con retribuciones salariales ínfimas, ha estimulado la implantación de industrias con una gran incidencia de los costos laborales en el costo final. La explotación de estos mercados de trabajo femeninos desprotegidos y marginados forma parte de las estrategias del capital multinacional en el marco de una economía global, dialécticamente vinculada con el localismo de las relaciones laborales. 6.3.
NATURALEZA Y ECOFEMINISMO
Las geografías feministas han abordado el entorno o medio ambiente y se han interesado por el concepto de paisaje y por su construcción o elaboración. El rasgo más interesante es que lo han hecho desde los presupuestos y enfoques del feminismo y, por tanto, con un carácter social. Aportan con ello una contribución esencial a la construcción de una geografía como disciplina social. Marcan las vías teóricas y metodológicas para que el entorno físico se aborde como un hecho social, una tradición muy débil en la geografía dominada por el naturalismo. Las geografías feministas plantean, por una parte, una elaboración teórica renovada del concepto de naturaleza. Formulan, por otra, un actitud respecto de los lazos sociales con el contexto físico terrestre. En el primer caso resaltan críticamente la tendencia a identificar el concepto de naturaleza como un producto de la construcción dualista que caracteriza la Ilustración. La naturaleza como lo opuesto a la Sociedad, a la Humanidad. Por otro lado, como un concepto que identifica lo natural con lo objetivo. La geografía feminista formula una crítica del dualismo naturalista que subyace en la cultura occidental, asociado a la Ilustración. En contraposición con estas interpretaciones dominantes, tienden a vincular la explicación del medio ambiente a procesos de carácter social,
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económico, político y cultural. Constituye una de las formulaciones más consistentes de este enfoque. Constituye una propuesta crítica respecto de las concepciones dominantes del medio ambiente como determinado por procesos físicos. En el segundo se ha traducido en la definición de lo que se ha denominado ecofeminismo. La identificación de los intereses femeninos con un sistema opuesto al de explotación de la naturaleza por el hombre se inserta en un movimiento activo de lucha contra la devastación de la Tierra, atribuida a intereses y mentalidad masculinos. Se sostiene sobre una doble concepción teórica. Por un lado, la identificación del feminismo con la naturaleza, en la medida en que comparten una concepción biológica y esencialista del feminismo. Se fundamenta, como vimos, en la reivindicación de la naturaleza femenina. Por otro, un enfoque social que hace de la naturaleza una construcción histórica. Y que integra el medio ambiente en el marco cultural y social. La elaboración de una geografía feminista ecológica, es decir, la identificación explícita de los intereses femeninos con la preservación de la naturaleza, y con la oposición a las formas dominantes de relación con el entorno físico, se complementa con el creciente interés de las geografías feministas por el paisaje. De inspiración posmoderna, tiende a hacer una lectura femenina del paisaje, de acuerdo con la propia tradición occidental que identifica naturaleza y condición femenina a través de diversas metáforas e imágenes. La madre naturaleza, la naturaleza nutricia, la belleza como atributo del paisaje, simétrico de la belleza como atributo femenino, forman parte de esta tradición. El concepto de paisaje supone una construcción o elaboración. Es al mismo tiempo una herramienta. Permite interpretar, permite leer la naturaleza. Constituye una forma de percepción. Como tal construcción o texto, se supone que puede ser elaborado también desde presupuestos femeninos. Construir imágenes, es decir, paisajes femeninos, es una de las propuestas que alimenta las recientes geografías feministas. ¿Alternativa o complemento?
Las geografías feministas han supuesto una ampliación considerable de los centros de interés de la geografía. Han puesto de relieve la importancia y la fertilidad de considerar la condición femenina en el análisis geográfico. Las investigaciones feministas han supuesto un fundamental enriquecimiento de las perspectivas geográficas, en campos como la geografía urbana, la geografía industrial y regional, la geografía rural y la geografía social. La pretensión teórica de las geografías feministas, apoyadas en el feminismo, de poder construirse sobre una racionalidad propia, sobre una epistemología y metodología específicas, resulta más problemática en su efectividad. La idea de que existe una naturaleza diferente y que ésta conlleva formas de conocimiento distintas se corresponde con el discurso posmoderno. Es difícil sustentarla de forma consistente.
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No obstante, lo que sí resulta esencial del esfuerzo teórico feminista es el trabajo crítico sobre la concepción de la racionalidad ilustrada y sobre conceptos clave vinculados con esa racionalidad. La puesta entre paréntesis de la objetividad y neutralidad del proceso de conocimiento; la llamada de atención sobre las implicaciones en este proceso del sujeto y de sus condiciones culturales y sociales; la crítica al dogmatismo epistemológico; la reivindicación de metodologías cualitativas, constituyen componentes esenciales de la crítica teórica, epistemológica y metodológica, que afectan a la práctica y concepciones geográficas. No representan, sin embargo, en general, formulaciones críticas específicas del feminismo, autónomas del mismo. Forman parte del desarrollo de un pensamiento crítico contemporáneo y se inscribe en las propias filosofías e ideologías que soportan este pensamiento. Las geografías feministas se insertan en este movimiento intelectual. Como este mismo, la llamada geografía feminista ofrece un alto grado de dispersión teórica y metodológica. Coexiste una geografía empírica, esencialmente limitada a describir los espacios de la mujer, con planteamientos que suponen elaboraciones teóricas. Esta circunstancia dificulta una valoración de la disciplina. La geografía feminista puede contemplarse como un simple campo o temática de la geografía humana, caracterizado por la referencia femenina. Una geografía de los espacios de la mujer. Puede verse, sin embargo, como una propuesta de constituir una disciplina diferente, otra geografía. En el primer caso, podemos asimilar la geografía feminista al campo de las geografías sociales y culturales. En el segundo, equivale, en sus propuestas, a las denominadas geografías transversales, es decir, a las corrientes alternativas. La novedad y pujanza teórica de la geografía feminista contrasta con el arraigo temporal y declive de una de las grandes corrientes y prácticas de la geografía moderna, la geografía regional. Su carácter transversal hace de ella un modelo para los nostálgicos de una geografía unitaria, una alternativa para la recuperación del protagonismo social de la geografía, o una antigualla inservible.
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CAPÍTULO 23 ASCENSO Y CAÍDA DE LA GEOGRAFÍA REGIONAL La geografía regional se desarrolla en el siglo actual identificada con el estudio de la región, con la síntesis regional y con la geografía descriptiva o universal. La geografía regional se construye en torno a un objeto que es la región y de acuerdo con una propuesta teórica que contempla la geografía como una disciplina descriptiva de estas unidades espaciales. La geografía regional recogía una doble herencia: la muy antigua de la descripción o corografía recuperada a través de la geografía de países o geografías universales. La muy moderna de la región como unidad básica de las relaciones entre hombre y medio, la región natural, surgida ésta en la segunda mitad del siglo XIX , cuya elaboración geográfica desemboca en la región área diferenciada y la región-paisaje. Ambas tradiciones se introducen en la geografía regional, que es, al mismo tiempo, una geografía descriptiva o universal y una geografía de regiones, en la acepción que este término adquiere en la geografía moderna europea. Confusión paradójica que condicionará el desarrollo de esta rama de la geografía. El espacio diferenciado, es decir, los conjuntos espaciales de carácter territorial, reconocidos como regiones, ha sido contemplado como un objeto asociado a la geografía desde antiguo, tanto a escala intermedia como a escala local. El interés por los lugares, por los países, acompaña el desarrollo de las tradiciones corográficas. Se suele identificar, por ello, con lo que los antiguos denominaron corografía y topografía, es decir, con el estudio de áreas y con el estudio local. La tradición corográfica constituye un rasgo sobresaliente del mundo antiguo, en particular entre los historiadores y en geógrafos como Pomponio Mela. La recoge el siglo XVI . La geografía especial de Varenio responde a ella e identifica, frente a su geografía general, el estudio de las «partes» de la superficie terrestre, de los territorios y regiones. Sin embargo, la geografía regional, tal y como se la entiende en la geografía moderna, no puede identificarse con esta tradición ni con los planteamientos corográficos que fueron predominantes durante siglos. Estas denominaciones caen en desuso o tienen escasa aceptación. Tampoco se incorporan al movimiento científico moderno. De tal modo que
los estudios regionales se desarrollan en el siglo XVIII, por una parte, desde la estadística y la economía política y por otra como geografía universal o de países. La estadística, como su nombre indica -y antes de que adquiera su perfil moderno vinculado al tratamiento de los datos numéricos-, porque identifica precisamente el estudio del «Estado» desde una perspectiva moderna. Se emplean datos referidos a los principales componentes del Estado -población y recursos-, según se percibían en el siglo ilustrado, de acuerdo con la tradición inicial de origen italiano. La economía política porque aborda el análisis de la riqueza de las grandes unidades territoriales, de las naciones, y, sin duda, de sus distintos componentes regionales, de acuerdo con las orientaciones de la economía que surgen en el siglo XVIII y que ejemplifica La Riqueza de las Naciones (Smith, 1996). El trabajo de A. de Humboldt sobre México -Ensayo político sobre Nueva España-, que constituye, en su estructura y orientación, un destacado antecedente de lo que serán los estudios de geografía regional, no se concibe ni presenta como un análisis de geografía, sino como un «ensayo político». Para Humboldt, su trabajo sobre Nueva España, como el que, de forma equivalente, dedicó a Cuba, no corresponde a la geografía. Se enmarcan en el ámbito de lo que se entendía, entonces, como Economía política; de ahí el título de esas dos obras. La geografía regional es un producto del siglo XX , cuyo perfil epistemológico, objeto y objetivos se definen en relación con la constitución de la geografía moderna, como un fruto de la geografía europea, universalmente aceptado en la comunidad geográfica. Su objeto era la región; su objetivo, identificar estas unidades geográficas, sintetizar los caracteres de la misma, y explicarlas en relación con la interacción de las condiciones naturales con los grupos humanos habitantes en ella. El punto de partida es el reconocimiento de la región como la entidad básica de la geografía, como el objeto de ésta. Es decir, de la región tal y como ha sido elaborado este concepto en la geografía moderna, como región natural. La geografía regional la convierte en el eje y centro del trabajo geográfico, en la justificación de la geografía: una alternativa consolidada en el primer tercio del siglo XX. Región natural y región geográfica son dos términos equivalentes que, en el transcurso de este período, se consolidan como el centro de la investigación geográfica, identificada con la región geográfica o regiónpaisaje. Son el fundamento de una geografía regionalista en cuanto la región se contempla como el objeto por excelencia de la geografía y el llamado método regional como el procedimiento propio de la geografía para el estudio de la superficie terrestre. Esta concepción más estricta, de base ambiental, ha coexistido, sobre todo en el ámbito anglosajón, con otra más laxa, que reduce la región a un área, es decir el espacio de extensión de una variable o conjuntos de variables, espacio cultural o simple territorio, como alternativa a divisiones geográficas primarias, como los continentes. Y que, por tanto, hace de
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la geografía regional una disciplina de estas áreas o territorios. Y en ambos casos compartida con su consideración como geografía de países, es decir, Estados. 1. La geografía regionalista: regiones, paisajes, países, áreas
Región es un término de uso secular vinculado con la noción de área o territorio, significado que comparten los distintos ámbitos idiomáticos. La geografía elabora esta noción con pretensiones de rigor conceptual, identificada en el concepto de región geográfica. Ésta viene a identificar un fragmento de la superficie terrestre delimitado y diferenciado de los inmediatos. Confundida, en principio, con la región administrativa o política, la elaboración geográfica se distingue, en un primera etapa, por la preeminencia que concede a los rasgos físicos en la delimitación y definición de esta unidad y por el acento que pone en el concepto de homogeneidad como rasgo de identidad para la región, como clave de su personalidad geográfica.
1.1.
LA REGIÓN NATURAL: LA REGIÓN DE LOS GEÓGRAFOS
La geografía, de acuerdo con su orientación dominante inicial, hace de la región geográfica una región natural, combinación específica y distinta de elementos naturales, que le dan homogeneidad y personalidad. La elaboración conceptual de esta región geográfica, a partir de la región natural de los geólogos, y confundida en gran medida con ella, separa el concepto de región de la simple noción de espacio diferenciado o área, en el sentido que emplean este término los anglosajones. El trabajo de los geógrafos se manifiesta en el intento de dar contenido a la noción de región y superar la mera acepción delimitadora. El componente más destacado de este esfuerzo radica en identificar la región como un espacio homogéneo, diferenciado por sus caracteres propios. La geografía moderna deriva esa homogeneidad de la particular relación entre los factores físicos y la presencia humana, como el área de expresión tangible de las influencias del medio sobre el hombre. La clave de esta concepción es la homogeneidad física, sobre todo geológica, que constituye la denominada región natural; es la propuesta del geógrafo inglés Mackinder. Otro geógrafo británico, Hertberson, desarrolla, en el ámbito anglosajón, esta concepción de la región natural, que constituye uno de los fundamentos de la moderna geografía. La geografía regional ha sido la disciplina orientada a identificar, delimitar y explicar estas unidades básicas, que se suponía componen el entramado geográfico de la superficie terrestre. Éste ha sido el concepto dominante en la geografía moderna desde sus orígenes, a lo largo del siglo XX. La tarea del geógrafo era buscar estas regiones: «la misión de los
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geógrafos... no es crear regiones, sino descubrir y deslindar, hasta donde se pueda, las que realmente existen... las reales, las geográficas» (Casas Torres, 1980). Se configura como una disciplina que, para muchos geógrafos, se identificaba con la geografía. Ésta se entendía, por excelencia, como geografía regional. No obstante, la región natural identificada como la región geográfica y como el objeto de la geografía no se constituye, en los primeros decenios de la disciplina, en la base para una geografía regional. Como corresponde a la filosofía dominante en la primera etapa de la geografía moderna, el objetivo de la geografía eran las generalizaciones o leyes. En este enfoque, las regiones no constituyen el objetivo de la investigación geográfica, sino el material necesario para la construcción general. Este entendimiento inicial se ha visto afectado, en este período de tiempo, por la disparidad de enfoques en lo que respecta a la pertinencia científica de una disciplina así concebida, a su papel en la geografía moderna y a su naturaleza. De ahí las diversas etapas de la evolución de la llamada geografía regional y el complejo proceso de esa misma evolución, influido también por las tradiciones culturales -de cultura científica y de hábitos de trabajo- de cada comunidad geográfica. Hacer de la región el objeto y el objetivo de la geografía tiene lugar de forma paulatina. Responde a una evolución intelectual circunscrita al ámbito europeo y concentrada en Francia y Alemania, que se manifiesta en el desarrollo de lo que se llamará geografía regional. Frente a una opinión extendida, la geografía regional o regionalista, como orientación de la geografía, no forma parte del momento fundador de la geografía moderna. Se produce en pleno siglo XX. El estudio regional se contemplaba como la síntesis efectiva -en su acepción metodológica- de una investigación geográfica con carácter de globalidad. En ella aparece la dimensión integral, compleja, atribuida a la realidad geográfica. Era la que determinaba la personalidad regional, es decir, la individualidad y singularidad del ente regional, de la región geográfica. Hasta mediados del siglo XX , la geografía regional se mantiene como una disciplina orientada a la identificación, descripción y, en su caso, explicación de las unidades geográficas denominadas regiones, objetivo final de la denominada síntesis regional. Es el producto de la geografía continental europea, vinculado a la escuela francesa de Vidal de la Blache y a la escuela alemana. Una geografía regional que se impuso en la generalidad de los países durante la primera mitad del siglo XX . Con diferentes enfoques según áreas y tradiciones particulares. La aparente uniformidad con que se suele presentar la época de dominio regionalista en la geografía moderna, y que se traduce en el calificativo de «clásica» para este tipo de geografía y para este período, enmascara la diversidad de concepciones que subyacen en ella. Diferencias desde la perspectiva epistemológica y desde el punto de vista del entendimiento de la región geográfica, entre quienes practicaron la geografía regional durante la
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Aunque la región es para todos ellos el término dominante en su discurso geográfico, se aprecian notables diferencias en la idea que de ella tienen autores significados como Vidal de la Blache, Hettner, Slütter o Hartshorne, matices que tienen que ver con la filosofía que subyace en su concepción de la geografía. Se concibe como una aproximación a los lugares, de acuerdo con la orientación de Vidal de la Blache, sistematizada y ordenada en la geografía alemana por A. Hettner, que proporciona la estructura conceptual de la disciplina en cuanto a objeto, métodos y objetivos. La incorporación del concepto de paisaje y de los enfoques paisajísticos completó el perfil de la disciplina, identificada con la descripción de la unidad de paisaje, es decir, la región geográfica. 1.2.
LAS RAÍCES DE LA GEOGRAFÍA REGIONALISTA
En la configuración de la geografía regional confluyen, en el primer tercio de siglo, tres orientaciones o corrientes presentes en la comunidad geográfica académica. En primer lugar, la práctica impuesta por los geógrafos franceses del grupo de Vidal de la Blache, que postulan el estudio de la región como principal objetivo de la geografía moderna; carece de un fundamento teórico o reflexión consciente sobre el particular. Su apoyo teórico proviene de un historiador, L. Febvre. En segundo término, la reflexión teórico-epistemológica que elaboran los geógrafos alemanes del ámbito de A. Hettner, que conciben la geografía como una disciplina de la organización del espacio en unidades o entidades diferenciadas, y que reducen la geografía al análisis o explicación de cada una de ellas. Por último, los enfoques culturales del paisaje que surgen en la filosofía alemana y que se extienden y aplican a la geografía. Arraigan en la tradición idealista alemana, y conciben la geografía como un arte. Constituye una geografía que identifica paisaje y personalidad histórica. Los estudios regionales, que impulsa Vidal de la Blache en Francia, hacen de la región algo más que un área de la superficie terrestre. Trascienden el carácter fortuito de la región administrativa o histórica. La región posee, para estos geógrafos, una entidad física contrastada, constituyen una realidad producto de la naturaleza y de la historia. Son regiones verdaderas, poseen una personalidad o entidad propia. Concepción compartida sin duda por la generalidad de los geógrafos contemporáneos. Sin embargo, para el creador del grupo dominante de la geografía francesa, el estudio de las entidades regionales se perfila, además, como la vía apropiada para llegar al objetivo de la ciencia geográfica, es decir, la generalización o enunciado de leyes. El argumento esencial de Vidal de la Blache, desde finales del siglo XIX , es que sólo el estudio riguroso de las entidades regionales podría salvar el escollo de las generalizaciones apresuradas.
OBJETO
Y PR
ACTICAS DE
LA GEOGRAFIA
Lo expresaba de forma explícita el propio Vidal de la Blache, al considerar como el objeto de la geografía la relación entre las condiciones geográficas y los hechos sociales: «Esta forma de geografía se inscribe en el plano de la geografía general; sin duda puede objetarse a esta idea que existe el riesgo de inducir a generalizaciones prematuras. Ahora bien, si existe la posibilidad de este peligro, es necesario entonces recurrir a algún medio para prevenir esto. No podría aconsejarse nada mejor que la realización de estudios analíticos, de monografías en las que las relaciones entre las condiciones geográficas y los hechos sociales fuesen observados de cerca, dentro de un restringido campo previamente seleccionado» (Vidai, 1902). Un marco interpretativo que sustenta el perfil de las monografías regionales que impulsa Vidai de la Blache, a partir de su propio modelo, esbozado en Le Tableau de la Géographie de la France y, sobre todo, en La France de l'Est, monografías desarrolladas por sus discípulos, iniciadas por E. de Martonne, A. Demangeon y R. Blanchard. Durante decenios, las monografías regionales son la principal contribución de los geógrafos. Desde la tesis de De Martonne, en 1902, sobre La Valaquia y, sobre todo, de A. Demangeon sobre La Picardie, en 1907, a las ya crepusculares, que aparecen en el decenio de 1960, como la de S. Lérat sobre Les Pays de 1 Adour. Una larga serie de monografías, que van cubriendo el espacio francés y, de forma paralela, las distintas regiones del amplio dominio colonial. Una producción que dio carácter a la geografía de la primera mitad del siglo XX, sobre la que se construye el prestigio de la geografía regional francesa y su aureola de geografía clásica. La larga serie de monografías regionales desarrolladas por los discípulos de Vidal de la Blache y de sus continuadores ha sido la más destacada muestra de esa orientación y concepción de la geografía regional como estudio de regiones, casi siempre en el marco de las denominadas tesis de Estado, es decir, investigaciones de muy largo alcance que representaban la culminación de la carrera del geógrafo. Respondía a la concepción del patriarca de la geografía francesa moderna, que había catalogado la síntesis regional como «coronación del trabajo del geógrafo», una idea compartida, con similar alcance académico, en la geografía alemana, en la que la monografía regional, en muchos casos dedicada a un país, aparecía también como la coronación de la carrera del geógrafo. Éste se ha ejercitado, previamente, en estudios de carácter general, con un notable predominio de los de orden físico y con una perceptible preferencia por los de tipo geomorfológico. La trayectoria de Lautensach, con su tesis sobre Corea, tras diversos estudios de carácter general, sobre geomorfología y climatología, es ejemplar. En Alemania, la geografía regional se elabora desde dos enfoques distintos, incluso contrapuestos. Por un lado, la geografía regional que estructura y conceptúa A. Hettner, que hace de esta disciplina la esencia de la geografía, sustituyendo a la geografía general. De acuerdo con su filosofía neokantiana, concibe la geografía como la disciplina de la diferenciación de la superficie terrestre en entidades singulares, las regiones, y de la descripción razonada de las mismas.
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En este esquema o concepción estructural del campo de conocimiento, la geografía regional aparece como el núcleo de la disciplina, mientras la geografía general queda reducida a una función propedéutica o formadora. Es la concepción que, adaptada, se incorpora en los Estados Unidos en el período de entreguerras. Por otra parte, la geografía regional como disciplina cuyo objeto es el paisaje, desde una consideración subjetiva e histórica, como expresión de una cultura. El paisaje como fundamento de la identidad regional, como soporte de la personalidad regional. De tal manera que, como sintetizará M. Sorre, la región representa «el área de extensión de un paisaje». Tras la idea del paisaje se encuentra una concepción que coloca las relaciones entre el hombre y el medio en un contexto histórico y cultural. El paisaje es la expresión de la adaptación y respuesta cultural a los factores o condiciones físicos, a lo largo del tiempo de ocupación de un territorio por una comunidad humana. Es la geografía regional de O. Slütter y Passarge, cuya expresión más radical, desde la perspectiva epistemológica, será la denominada geografía artística. Para los que la propugnan, de explícita filosofía idealista, la geografía es un arte, busca una descripción comprensiva del paisaje, y considera que la geografía general no es auténtica geografía. Se trata de una geografía del paisaje en las antípodas de una ciencia. Es una geografía regional concebida desde una filosofía distinta de la que propugna Hettner. Las divergencias entre ambos enfoques se hicieron patentes en la controversia, con este motivo, entre Hettner y Slütter. La geografía regional tiene, por tanto, dos consistentes raíces en la geografía alemana y una práctica consolidada en la geografía francesa. Lo que se denomina geografía clásica, o etapa clásica de la geografía regional, es, en realidad, una amalgama entre esas distintas corrientes. Los geógrafos franceses, dedicados a hacer monografías regionales, incorporan la concepción paisajística y la estructura sistemática de Hettner. En la propia Alemania, se produce la simbiosis entre una y otra corriente. 1.3.
LA GEOGRAFÍA REGIONAL: REGIONES Y PAÍSES
De este modo, la geografía regional adquiere su perfil de disciplina orientada al estudio de las entidades regionales, concebidas como existentes y definidas por su paisaje. La ambigüedad epistemológica de origen, entre una disciplina científica positiva, una disciplina científica singular -a lo Kant- o un simple arte, acompañará a la geografía regional de forma permanente. En los países europeos continentales, el enfoque dominante fue el vinculado con la región-paisaje, de carácter ambiental en sus fundamentos, y de concepción histórica y cultural: la región como paisaje, como complejo formal de raíz histórica, en la que tiene un gran peso la metodología morfogenética. La geografía regional de este tipo posee una acentuada proyección histórica, por cuanto la génesis del paisaje adquiere un valor esen-
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los, convertida en un nuevo clásico del género. Son obras realizadas de acuerdo con la concepción regionalista. Constituyen las denominadas síntesis regionales: la gran colección de la Géographie Universelle, publicada entre 1927 y 1948, dirigida por Lucien Gallois -realizada con la colaboración de los más significados discípulos de Vidal de la Blache-, fue su más relevante manifestación. Es una orientación que tiene especial desarrollo en la geografía alemana y que adquiere también notable difusión en la geografía americana, hasta el punto de caracterizarla, en la medida en que otorga un perfil específico a las concepciones regionalistas de Estados Unidos. Se identifica con las concepciones geográficas de influencia kantiana que hacen de la diferenciación espacial y de los lugares el principal objeto de la disciplina. Las geografías de países constituyen el núcleo de esta geografía regional. Es el particular perfil de la geografía regional en los países anglosajones y sobre todo en Estados Unidos, donde se produce un notable esfuerzo de conceptualización y clasificación, en el marco de una tradición cultural e intelectual propia que tiene dos componentes destacados. El primero, la influencia del pensamiento positivo y la formación física de los geógrafos. El segundo, el extendido entendimiento de la región como un área o espacio delimitado. 1.4.
LA GEOGRAFÍA REGIONAL ANGLOSAJONA: GEOGRAFÍA DE ÁREAS
La geografía regional en los países anglosajones y, sobre todo, en Estados Unidos, carece de una tradición equivalente a la europea continental. Su desarrollo es tardío, posterior a la primera guerra mundial. De hecho, no se produce hasta el cuarto decenio del siglo XX , bajo el impulso de geógrafos como Preston James y R. Hartshorne, por una parte, y de C. Sauer, por otra. Hasta esos años, la geografía regional carece de resonancia entre los geógrafos norteamericanos (Clark, 1954). Aunque siguen el modelo europeo y comparten, en lo esencial, la concepción de A. Hettner, de la región y el estudio regional, ofrecen una interpretación y una práctica diferenciada de la geografía regional. Comparten la filosofía básica de que la geografía regional constituye la expresión más acabada de la geografía. Participan de la idea de que el método regional es el método geográfico por excelencia. Entienden la región como un espacio o área caracterizado por la homogeneidad de rasgos. Incorporan, por tanto, los conceptos básicos de la geografía regional europea. La influencia de Sauer introduce un enfoque cultural que potencia el concepto de paisaje como expresión de la unidad cultural del espacio regional. Expresa la síntesis de la acción cultural de un grupo humano, y resalta o potencia la estrecha implicación entre paisaje, cultura e historia. Compartían la concepción de la región como una unidad singular, como un espacio único, y de la geografía como una disciplina descriptiva de estas unidades espaciales (Hartshorne, 1939). La formulación principal se orientó hacia la región como área diferenciada, en la tradición corográ-
gía», según la expresión de Sauer. Sobre estos cimientos, compartidos con la tradición regional europea, a partir de la cual se desarrolla la geografía regional en Estados Unidos, se insertan los elementos específicos de la propia tradición anglosajona, que influirán en el sesgo que introducen en la disciplina. Hasta después de la primera guerra mundial, los trabajos de geografía regional son, de hecho, inexistentes. La geografía regional carece de interés para los geógrafos norteamericanos, muy anclados en una formación de carácter naturalista y de perfil geológico, poco sensible a los aspectos humanos. En consecuencia, los únicos estudios de dimensión regional se corresponden con cuestiones de geografía física, con descripciones o análisis fisiográficos y, de forma secundaria, de carácter climático. De hecho, con anterioridad a esa época no se publica ningún trabajo de geografía regional en Estados Unidos (Whittlesey, 1954). El interés por la geografía regional surge en la posguerra, de la mano de varios factores que determinan el creciente interés de los geógrafos jóvenes. Éstos son los primeros con una formación geográfica en sentido estricto. Se han destacado, como tales factores, las necesidades suscitadas por el planeamiento urbano; la incipiente y ascendente aparición de un regionalismo a la americana, o sectionalism; y, también, la influencia de los enfoques ecológicos en las ciencias sociales (Whittlesey, 1954). El contacto con la geografía europea, sobre todo alemana, pero también francesa, proporcionó los marcos teóricos y metodológicos para el desarrollo de la geografía regional norteamericana. El rasgo distintivo respecto de Europa es una concepción más laxa del estudio regional y una orientación preferente hacia la geografía de países. Para los geógrafos norteamericanos, el estudio regional abarcaba desde la escala local a la continental y el concepto de región se aplica por igual a todas ellas. Por otra parte, si bien entienden la región como un espacio homogéneo, y es este carácter el que distingue el concepto geográfico de la simple noción de espacio delimitado, que identifican como área, no consideran tales espacios homogéneos o regiones como entidades objetivas o reales. La geografía regional norteamericana se basa en un concepto de región como mero instrumento intelectual para el análisis geográfico y, por ello, la región como un producto de la mente. Lo decía Broek de forma taxativa: «En la actualidad reconocemos que las regiones no son entidades existentes en la naturaleza, sino construcciones mentales, definidas en términos de asociación de caracteres seleccionados previamente, tales como continentes, regiones climáticas, o ámbitos culturales» (Broek, 1966). De acuerdo con una tradición bien asentada entre los geógrafos de Estados Unidos, la región no era sino «un recurso para seleccionar y estudiar agrupaciones de fenómenos complejos que se encuentran en la superficie terrestre». De manera que «la región así considerada no es un objeto de naturaleza predeterminada», sino un concepto intelectual, creado por la selección de determinadas características que son relevantes respecto del problema considerado (Whittlesey, 1954).
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La región adquiere un dimensión más instrumental que ontológica. En relación con ello, la geografía regional norteamericana comprende desde el conjunto del planeta al estudio de «la simple granja»; en la medida en que el tamaño del área regional «dependerá del grado de generalización que se pretenda» (Pearson, 1959). De tal modo que el mundo puede ser dividido en un pequeño número de grandes regiones continentales o climáticas que a su vez pueden ser fragmentadas en otras menores según criterios productivos, subtipos climáticos, criterios políticos, o combinación de varios de éstos. El número de regiones que pueden ser definidas es «infinito». Esto es, no existen «verdaderas regiones». A partir de estos postulados se desarrolla la geografía regional norteamericana, hasta adquirir una notable preeminencia, durante algunos decenios, en el seno de la geografía americana. Se trata de una geografía regional que corresponde, en parte, al análisis de regiones, y en parte, a los estudios de áreas culturales, propios de la tradición anglosajona. El influjo de la geografía cultural orientó la investigación geográfica hacia unidades regionales cuya homogeneidad tuviera como fundamento la presencia de determinados caracteres de cultura -religión, lengua, hábitos, alimentación, etnia, entre otros-. La orientación cultural permitió abordar tanto los estudios a gran escala como los de países o continentes. La geografía regional se entiende como una geografía de países -Estados- y como una geografía de áreas culturales. Se definió como la disciplina de la «interacción de diversos procesos en países concretos o en regiones culturales específicas» (James, 1966). Sin embargo, este tipo de regionalización cultural se introduce sólo tras la segunda guerra mundial. Con anterioridad, la concepción regional aplicada responde a un enfoque físico acentuado de tal manera que son las unidades fisiográficas, las grandes unidades geomorfológicas o, en su caso, climáticas y biogeográficas, las que proporcionan la malla regional aplicada a la división regional, compartida con la simple división por continentes o áreas «geográficas». Una y otra sirven para establecer los marcos regionales. Es una geografía regional que se identifica, en gran medida, con la geografía descriptiva o geografía de países a escala universal. Las regiones son los grandes dominios climáticos o biogeográficos: regiones polares, regiones áridas, regiones templadas, regiones tropicales, entre otras; o bien regiones de selva, regiones de praderas, regiones de montaña. Un esquema equivalente se emplea para la regionalización de América del Norte y de Estados Unidos. Se impone un concepto de regionalización basado en la consideración de la región como área de rasgos uniformes, o área homogénea. La tradición geomorfológica hará que el criterio más habitual de regionalización sea fisiográfico o geomorfológico: las Montañas Rocosas, las Grandes Llanuras, la Llanura costera atlántica, los Apalaches, subdivididas en otras menores de acuerdo con sus caracteres específicos. En el caso de los geógrafos con formación climática fueron las clasificaciones de este tipo las predominantes, así como el desarrollo de la geografía económica con-
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OBJETO Y PRACTICAS DE LA GEOGRAFIA
tribuyó a introducir el criterio económico productivo, que llevará a las regiones del tipo del Corn Belt, Manufacturing Belt, Cotton Belt, de acuerdo con la producción o actividad económica dominante. Tras la segunda guerra mundial aparecen criterios de división cultural o sociocultural, que distinguen América Latina y América anglosajona, Oriente, en que se mezclan denominaciones continentales y contenidos culturales: Europa como la región de las sociedades europeas, Asia de los Monzones para las civilizaciones o culturas orientales, África para los pueblos africanos negros, el mundo árido para las culturas islámicas, entre otras. Macrorregiones que se dividen a su vez por países o grupos de países. Es el esquema regional dominante que se desarrolla, a su vez, desde una concepción ambiental. Cada país o grupo de países se aborda en dos grandes apartados, concebido el primero como «los fundamentos», que se refiere a los rasgos físicos, y el segundo como «ocupación»; o, en otros casos, como «El medio físico» y «El hombre y sus actividades». Un dualismo básico que responde a una concepción esencial que hace de la geografía una disciplina de las «interrelaciones entre las gentes y sus hábitats» (Broek, 1966). Aunque los nuevos enfoques culturales destacan el protagonismo de la cultura en esas relaciones, la concepción fundamental permanece sin cambio. Se trata de una geografía descriptiva, en la que adquiere un gran peso la geografía de países por grandes áreas (James, 1966). Las monografías y las síntesis regionales dedicadas a países y a grandes áreas culturales distinguen la producción regional de Estados Unidos con notables representantes, como P. James, un prestigioso geógrafo especializado en América Latina y portaestandarte de la concepción regionalista norteamericana. Un tipo de geografía regional reivindicado desde la perspectiva de que «siempre habrá un lugar para un grupo de geógrafos que están preparados para adoptar otras tierras, compartir otras culturas, adquirir una comprensión especializada sobre ellas» (Mead, 1980). El geógrafo británico se hacía eco de la actitud y de los planteamientos de los geógrafos regionalistas norteamericanos. Esta orientación sirvió de justificación a la geografía regional norteamericana, en la medida en que se considera que siempre será necesaria la existencia de un conocimiento especializado en los demás países. Se reivindica la geografía regional como un área de expertos «en la interpretación de fenómenos y acontecimientos en los países extranjeros». Una geografía de países que responde al «síndrome de otros lugares», que, «quizás, nunca debió llamarse geografía regional» (Mead, 1980). A pesar de las diferencias con la geografía regional europea, la geografía regional norteamericana comparte una concepción equivalente. A uno y otro lado del Atlántico se considera a la geografía como una disciplina de la diferenciación de la superficie terrestre en áreas distintas que presentan rasgos uniformes. La quiebra de esta geografía regional se produce en ambas orillas, aunque por razones diferentes. De modo paradójico, es en Estados Unidos donde aparece con mayor evidencia, en el marco de un debate en el que se ponen en entredicho los fundamentos epistemológicos de la geografía regional y se reivindica una geografía de carácter general.
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2. El declive de la geografía regional
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La geografía regional inicia su declive tras la segunda guerra mundial, efecto de un doble proceso: las insuficiencias metodológicas y conceptuales, que habían conducido a los estudios regionales a una situación difícil, que denunciaban los propios geógrafos regionalistas (Le Lannou, 1948); las críticas epistemológicas que se multiplican desde postulados neopositivistas, que ponen de manifiesto la fragilidad e inconsistencia de los postulados críticos del regionalismo y de la geografía del paisaje. La impotencia de los planteamientos regionalistas se advierte en la propia actitud de los geógrafos de esta corriente o formación. Son conscientes de que el trabajo regional se resuelve como una amalgama o yuxtaposición de estudios generales y que la síntesis geográfica se reduce a una simple receta narrativa. La síntesis geográfica regional, en la mayoría de los casos, no era sino una sucesión de capítulos inconexos: la desacreditada obra à tiroirs, que denunciaban los propios geógrafos, resultado de «la yuxtaposición artificial de dos géneros de investigación», como «un simple inventario que anotaba todos los hechos físicos y humanos... sin tratar de enlazarlos entre sí» (Le Lannou, 1948). Las insuficiencias metodológicas de la geografía regional afectaban también a la capacidad operativa de la disciplina. La posibilidad de establecer límites precisos a las unidades de paisaje, fuera de los simples espacios comarcales, se desvanecía. Por otra parte, la concepción paisajística resultaba impotente frente a las realidades del mundo industrial y urbano. La inseguridad y el escepticismo condujeron a la puesta en entredicho de la región como concepto geográfico válido y a su negación pura y simple. El escepticismo nihilista se perfilaba en la posición de geógrafos como J. Beaujeu-Garnier y P. George. Para la primera, cuando intentaba separar los cometidos de geógrafos y economistas en el trabajo regional, al tiempo que ponía en duda la utilidad del concepto de región (BeaujeuGarnier, 1971). Aparece en la actitud de P. George, respecto de un concepto de región que no permitía delimitaciones precisas, que resultaba ser una realidad cambiante, lo que le invalidaba para la intervención activa (George, 1966). Los intentos de adaptación y renovación de la concepción regionalista, atrincherada en la consideración del espacio regional como una realidad física e histórica inmutable, como un objeto identificable, caracterizado por la unidad de paisaje, resultaban vanos a la hora de hacer de la geografía una disciplina activa, capaz de responder a las demandas sociales. Esta incapacidad de la concepción regionalista y la conciencia de que la región-paisaje de raíz naturalista, definida por la homogeneidad, y caracterizada por la permanencia histórica, que le otorgaba su perfil de realidad inmutable y su persistencia, llevó a los geógrafos al escepticismo. El «estallido» de la región-paisaje la dejaba reducida a simple mito de la geografía moderna (Reynaud, 1974).
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
La geografía regional se encontraba enfrentada a numerosos problemas que afectaban a la práctica de la misma. A la práctica social, como una disciplina aplicable o activa, y a la práctica académica. Lo resaltaba un autor norteamericano, al sintetizar y apuntar lo que él consideraba los seis problemas básicos de la geografía regional, desde el punto de vista de su metodología: « 1. La imposibilidad lógica de articular una descripción regional completa en forma verbal. 2. El limitado caudal de innovación posible. 3. El problema de identificación de las propias regiones. 4. El problema de la escala de la presentación. 5. La multiplicación del material. 6. El problema de la diferenciación regional» (Paterson, 1974). Las dificultades internas se vieron agravadas por la crítica exterior. Los geógrafos analíticos inician un proceso de desmantelamiento de los supuestos teóricos y metodológicos de la concepción regionalista. Ponían de manifiesto la filosofía subyacente, su carácter acientífico, la inconsistencia de su metodología, el fundamento irracional de sus postulados (Schaeffer, 1953). Atacando la concepción regionalista en su versión americana, que era una aplicación de la concepción de A. Hettner, agrietaba, de hecho, al conjunto de la geografía regionalista, y a la propia geografía regional. La crítica analítica negaba, al estudio regional, entidad científica, y denunciaba el sedicente método regional o síntesis. La región quedaba relegada, en el mejor de los casos, a simple caso de estudio, en orden a aportar la información individualizada susceptible de posterior generalización. Se reclamaba, por tanto, el carácter preferente de la geografía general como disciplina capaz de aplicar el método científico, de llegar al enunciado de leyes a través de la inducción o inferencia. La debilidad interna facilitó el descrédito exterior. La quiebra epistemológica y social de la geografía regional como disciplina se trasladó de forma progresiva desde Estados Unidos a Europa, y desde los países de tradición positivista a los de mayor asiento del irracionalismo vitalista, como Alemania y Francia. Se produjo un sistemático abandono de los estudios regionales. La geografía regional, la geografía de las regiones, como tal, desaparece, aunque con ritmo desigual. Las monografías regionales dejan de ser un objeto de investigación, en España, en el decenio de 1970. En 1968 se elaboraba y publicaba la última Geografía regional de España concebida de acuerdo con los patrones clásicos. La geografía regional se acantonará en la geografía de países, como una geografía descriptiva. Situación que conducirá, en la búsqueda de remedios, a inspirarse en los enfoques de los economistas, interesados por la dimensión espacial de los procesos económicos. En relación con los enfoques económicos se elaboran nuevas propuestas alternativas que tendrán una notable influencia en el desarrollo de los estudios regionales y, por extensión, en la geografía regional. Por una parte, acelerando su descomposición y arrinconamiento como una disciplina inadaptada al mundo moderno, en cuanto asentada en un concepto de región impropio de éste; por otra, induciendo nuevas alternativas teóricas v metodológicas regionales en el marco de la geografìa .
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El punto de partida es la aparición de una rama económica orientada al análisis de las desigualdades espaciales. Se trata de la ciencia regional o análisis regional. La Regional Science representa la alternativa científica, de inspiración analítica. 3. La alternativa económica: el análisis regional Las nuevas propuestas regionales se vinculan con la aparición de la dimensión regional en el marco del análisis económico. Este proceso de apariencia contradictoria enriquece y diversifica el entendimiento teórico de la región y la metodología regional. Se produce al margen de la geografía regional; surge en el marco de la economía y se desarrolla en la geografía económica de inspiración analítica. La economía posterior a la segunda guerra mundial se caracteriza por el creciente interés por las diferencias en el desarrollo económico, a escala planetaria y en el marco territorial del Estado. Se interesó también por las reglas que rigen las relaciones económicas de mercado en el espacio, desde la perspectiva de la localización y distribución de los centros productivos y de servicios, y desde la consideración de la estructura espacial en que se ordenan los distintos centros económicos. El descubrimiento de autores como Von Thünen y Christaler, por ejemplo, y la revalorización de sus obras, es un efecto de las nuevas preocupaciones de la disciplina económica. 3.1.
EL ANÁLISIS REGIONAL Y LA CIENCIA REGIONAL
Se trataba, en primer término, del desarrollo de un marco regional económico acorde con los postulados de la Economía positiva, orientado a abordar las dimensiones espaciales de los fenómenos económicos, tal y como se formula en la Regional Science (Isard, 1956). Se trata de indagar en el efecto de la distancia sobre los procesos económicos del mercado, entre productores y consumidores. Se aborda desde una perspectiva analítica y desde los presupuestos de la economía moderna. Tiene un carácter funcionalista, fundada sobre la hipótesis del Homo oeconomicus. Es decir, parte de la consideración de un agente social abstracto, cuyas decisiones económicas se suponen dirigidas por el interés propio. Se presupone que están basadas en la disposición de una información completa sobre las condiciones de su decisión. Se considera que tales decisiones están fundadas en una elección racional. Individuos o empresas, como agentes económicos, constituyen la referencia de los postulados teóricos de la nueva economía. Ésta se preocupa por las reglas o leyes que determinan las conductas de tales agentes en el espacio. Busca establecer las consecuencias que tales conductas tienen en la organización del espacio económico. Este marco teórico permite abordar no sólo el entendimiento de esas conductas económicas sino también la in-
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tervención correctora de posibles efectos indeseados y la planificación racional de la actividad económica. El análisis económico, como un instrumento de desarrollo y de equilibrio entre las distintas áreas de un país y entre los diversos países, descubre la necesidad objetiva que se le presenta a la economía neoclásica de tomar en consideración una variable no atendida, la del espacio, si bien se reduzca su comprensión a las variables aludidas antes de distancia y suelo. Esta economía se orientó hacia los fenómenos económicos en el espacio, desde las reglas de la localización productiva a las de la organización espacial de la distribución de bienes y servicios. Se desarrolla en los países anglosajones, sobre una herencia que arraiga en la Alemania anterior a la guerra mundial y, con particular intensidad, en Estados Unidos (Nijkamp y Wrigley, 1984). A mediados del decenio de 1950 cristaliza como una disciplina específica dentro de la Economía, denominada Regional Science (Ciencia regional). La ciencia regional, como la economía regional, se interesan por estas dimensiones espaciales de las relaciones económicas, desde presupuestos teóricos y metodológicos de carácter analítico. La «ciencia regional se orienta a la representación matemática y a los análisis de relaciones económicas y espaciales» (Mead, 1980). Es una disciplina teórica, caracterizada por la puesta a punto y el desarrollo de un complejo y rico conjunto de instrumentos de análisis de las variables económicas en función de la distancia y por el alto grado de formalización de estos instrumentos. La cuantificación, el tratamiento matemático sistemático y el diseño de modelos teóricos de comportamiento espacial constituyen rasgos distintivos de la Regional Science. El desarrollo de este complejo instrumental metodológico, la puesta a punto de técnicas de cálculo matemático cada vez más sofisticadas, para abordar los diversos fenómenos del análisis regional, aparece como la principal aportación de esta disciplina (Nijkamp, 1986). El espacio que los economistas consideran es un espacio matemático, una dimensión vinculada con la distancia, respecto del cual es posible establecer o indagar los comportamientos económicos de los agentes individuales y sus consecuencias espaciales, de acuerdo con las leyes del mercado. Se trata de un espacio teórico, un espacio isótropo, isomorfo, desligado de cualquier rasgo físico o natural. En este contexto, el concepto de región adquiere una nueva significación. 3.2.
REGIÓN BANAL Y REGIÓN ECONÓMICA
El espacio regional de los economistas de la Regional Science -es decir, la región económica- tiene un alcance relativo y teórico. Relativo porque se define de acuerdo con los objetivos de la observación o de los fenómenos económicos y sociales indagados. Es un concepto instrumental. La región de los economistas carece de entidad sustantiva u objetiva: es una herramienta.
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La región económica o espacio regional de la ciencia regional representa una categoría circunstancial u operativa. Identifica el área de extensión de un determinado elemento económico o de un conjunto de variables determinadas previamente, establecida en función de los objetivos circunstanciales del investigador. Existen, por consiguiente, tantos espacios económicos como investigaciones, tantas regiones como variables se manejen. «Tantas regiones como motivos para estudiarlas», decía un economista francés, para ilustrarlo (Rallet, 1988). La región sólo identifica este área de extensión o este espacio de relaciones económicas. Los mismos geógrafos regionalistas aceptaban esta derivación: «reconocemos actualmente que las regiones no son entidades existentes sino construcciones mentales, de acuerdo con la asociación de caracteres previamente seleccionados» (Broek, 1966). La región quedaba reducida a simple área homogénea, según la cuestión considerada. El espacio regional de los economistas de la Regional Science, la región económica, se separa de la región geográfica como concepto. La región de los geógrafos, el espacio físico que en la geografía regionalista se identifica como una unidad de la superficie terrestre. Desde la perspectiva económica de la ciencia regional se identifica con el sustrato físico, o territorial, considerada como la región banal. Es decir, como una variable no significativa en los procesos económicos. La región económica se deslinda así de la región geográfica. Ésta representa, para los economistas, el espacio banal, el simple sustrato físico más o menos modificado; aquélla identifica el sistema de flujos y relaciones entre agentes económicos, un campo intangible sin proyección física, pero significativo. Su carácter operativo, instrumental, hace posible asignarle límites arbitrarios e independientes de sus caracteres materiales. De ahí su prolongación en lo que se llamará región programa, es decir, el espacio acotado para el desarrollo de determinadas acciones planificadoras, cuyos límites dependerán en exclusividad de los objetivos establecidos, un espacio regional propio de la acción político-territorial. Frente a la región geográfica, o banal, carente de interés y pertinencia operativa, se configuran los conceptos de región económica y región programa ( Dziewonski, 1967). La primera como el espacio del análisis económico; la segunda como el espacio de la intervención económica sobre el territorio. Se trataba de una recuperación de la noción de región y de la aplicación de la misma al análisis económico por un lado y a la acción del Estado por otro. El análisis regional se presentó como alternativa a la geografía regional, en lo que afecta al método o métodos y en la concepción regional, desde mediados del decenio de 1950. Dos caracteres distinguen la nueva orientación, respecto de la geografía regional. La región deja de tener la consideración de una entidad existente y queda reducida a la categoría de instrumento o herramienta. El espacio regional se contemplaba desde una perspectiva funcional, económica y de intervención sobre el territorio.
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espacial, de carácter funcional. Este entorno sobrepasa la dimensión de la ciudad y afecta a un amplio espacio, lo que le otorga una dimensión regional. Se trata de un espacio regional vinculado a la presencia urbana y al desarrollo urbano moderno. La dinámica social de los países industrializados europeos mostraba, en la primera mitad del siglo XX y, sobre todo, tras la segunda guerra mundial, la estrecha relación entre proceso urbano y organización del espacio, y el papel dominante del primero sobre el segundo. Es decir, la capacidad organizadora de la ciudad. Los procesos de crecimiento económico y desarrollo urbano en la Europa de la posguerra ponen de manifiesto la aparición de fenómenos espaciales ya apuntados en Estados Unidos en el primer tercio del siglo: la constitución de áreas funcionales vinculadas con la expansión de los grandes centros urbanos en los países industriales. El dinamismo de éstos provoca un efecto estimulante en un entorno de radio creciente que opera en relación con la ciudad central. Las demandas urbanas de muy diverso signo, por una parte, y el aprovechamiento de las ventajas que su proximidad ofrece, por otra, inducen la creación de un espacio articulado y coherente. Es la región urbana o región funcional. «Analizar el papel representado por los distintos núcleos urbanos... verdaderos centros canalizadores de la actividad y organización humanas, al servicio de un área tributaria circundante», constituye un objetivo que define la concepción básica de lo que conocemos como regiones urbanas o funcionales (Dickinson, 1952). Como el propio autor resaltaba, los vínculos establecidos en torno a la ciudad adquieren tal fuerza que generan «una unidad social natural»; términos sin duda relacionados con la perspectiva ecológica o de morfología social, que el autor compartía. La propia obra de Dickinson muestra que es la práctica social dinámica de la primera mitad del siglo, sobre todo en Estados Unidos, la que ha inducido e impuesto una nueva perspectiva de las relaciones entre la ciudad moderna y su entorno. En este tipo de construcción regional, ni el medio físico ni el paisaje tienen significación; la homogeneidad de rasgos no es un atributo necesario ni, en muchos casos, presente. 4.1.
CIUDAD Y REGIÓN
La personalidad regional no proviene de la uniformidad paisajística, sino de la coherencia interna fruto de las relaciones que se establecen entre las diversas partes del conjunto. En muchos casos, esta construcción cabalga sobre medios naturales contrapuestos y agrupa paisajes heterogéneos que han sido incorporados al sistema urbano. En ella tenemos una excelente muestra de la dimensión regional que adquieren los problemas sociales, en una sorprendente confluencia de cuestiones políticas, administrativas, planificadoras, económicas, sociales, entre otras, en la escala regional. La región se convierte en una representación social relevante. La elaboración de este concepto de región urbana o funcional en la geografía se alargará hasta la década de 1960. Un retraso que se puede acha-
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car, por un lado, a que el peso de la concepción naturalista regional era demasiado intenso. Es probable que, como Dickinson apuntaba, tales preocupaciones innovadoras estuvieran muy poco desarrolladas en Gran Bretaña. En cualquier caso, el fértil concepto de región urbana, desarrollado por los sociólogos norteamericanos con anterioridad a la segunda guerra mundial, no se afincará en la geografía hasta mucho más tarde. La influencia de los economistas y la hegemonía del neopositivismo contribuyeron a consolidar esta aproximación regional desde la geografía económica y urbana. Desde finales de la década de 1950, la configuración de una región funcional se maneja como complemento a la región fisonómica o región-paisaje, bajo la influencia de la región económica de la regional science. Se convierte, en la década de 1960 y 1970, en la concepción regional alternativa que los geógrafos manejan respecto de la tradicional. Frente a la uniformidad -no negada en principio- como factor de caracterización regional, pero atribuida a la región histórica, la cohesión funcional. Ésta procede de los flujos establecidos entre el centro urbano y sus áreas inmediatas. Resultan de las distintas fuerzas que organizan las relaciones en el espacio, propia de las modernas sociedades urbanas, según se resaltaba en un trabajo decisivo en la formulación del nuevo concepto de espacio regional, alternativo a la región paisaje (Juillard, 1962). La ciudad se convierte en el corazón de la organización regional. El enfoque que domina esta alternativa regionalista es el funcionalismo. Son las funciones urbanas las que dan origen a un espacio organizado en su entorno, de mayor o menor radio, de acuerdo con sus dimensiones y dinamismo. La ciudad se concibe como un núcleo organizador a escala regional, como un polo. El efecto polarizador del centro urbano se manifiesta en el orden económico en general y en el industrial en especial, y se traduce en la aparición de relaciones o vínculos entre el área urbana y su entorno, vínculos que se manifiestan también como lazos de orden social, administrativo, cultural. Para estos geógrafos funcionalistas, la geografía regional se confunde con la geografía urbana: «¿Se puede concebir hoy una geografía regional que no sea, ante todo, una geografía urbana?» (Compagna, 1968). Una postura compartida, con similar tono radical, por B. Kayser: «Una región es... un espacio limitado, inscrito en un marco natural dado, que responde a tres características esenciales: los vínculos entre sus habitantes, su organización en torno a un centro con cierta autonomía, y su integración funcional en una economía global.» La formulación más radical reduce el carácter de región a los espacios funcionales organizados en torno a un centro urbano. Se corresponde con la región que había analizado J. Labasse, años antes (Labasse, 1955). Respecto de la región uniforme o geográfica, tradicional, la región funcional aparecía como una alternativa geográfica, adaptada a las nuevas realidades del mundo moderno. Pero convertía la región en un fenómeno casi exclusivo del mundo desarrollado. Perspectiva dogmática y estrecha de la concepción regional, flanco principal de las críticas posteriores a esta formulación (Brunet, Ferras y Théry, 1993). El juicio reciente, de sus más significados
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representantes de entonces, no deja lugar a dudas al respecto. Denuncian ahora desde la banalidad del discurso a «la influencia nefasta de los economistas polarizadores» (Kayser, 1984); así como el profundo formalismo que deriva de esa impregnación economicista, del que renegaba, veinte años más tarde, este geógrafo. La región funcional responde al modelo económico de la ciencia regional, aunque la formación y perspectiva geográfica incorporan a las relaciones puramente económicas del funcionalismo, el sustrato físico y las relaciones de identidad social. Visión funcionalista que se complementa con la consideración estructural del espacio funcional urbano o regional. Se contempla como un área organizada, coherente, jerarquizada, como una estructura territorial, cuyos distintos componentes, físicos, económicos, sociales, se integran en una malla o sistema de relaciones y dependencias de carácter funcional. Prefiguraba la concepción regional que surge de la aplicación de la teoría de sistemas a la región. 4.2.
LA REGIÓN SISTÉMICA
El enfoque sistémico, de acuerdo con las propuestas de la teoría general de sistemas, incorporado a la geografía regional, estimuló esta interpretación estructural, pero le incorpora una dimensión dinámica. La región se concibe y conceptúa como un sistema regulado por los flujos materiales -de bienes, de personas-, e inmateriales -de información-, dentro de los propios límites regionales y con el exterior, según se formulaba en la geografía francesa, en especial por R. Brunet. La incorporación del enfoque sistémico permitió abordar el espacio funcional como un complejo, como un sistema territorial, dinámico, de base estructuralista. El sistema evoluciona de acuerdo a los condicionamientos internos y externos, a las influencias recíprocas, en que intervienen tanto componentes físicos como sociales. El geosistema regional permite incorporar los instrumentos cuantificadores y teóricos de la Regional Science. El enfoque sistémico permitió vincular la geografía económica analítica y la geografía regional renovada, funcionalista. Por otra parte, tanto una como otra se fundamentan en una interpretación económica y reductora del espacio. Son las funciones económicas las que determinan la organización regional. El peso de los factores económicos, más acomodados a la medida y, por consiguiente, al recurso de métodos cuantitativos y al empleo de técnicas de análisis matemáticas, distingue estos enfoques de carácter funcional. La concepción estructural de la región equipara ésta a un espacio real organizado y diferenciado respecto de las áreas inmediatas por la específica conformación material de dicho espacio como consecuencia del trabajo humano. Se trata de estructuras o sistemas regionales, que integran el conjunto de elementos que intervienen en dicho espacio: recursos físicos, fuerza de trabajo, capital, información, en un complejo dinámico, cambiante, que opera a una determinada escala y que aparece inserto en un sistema superior de escala distinta. La dinámica regional depende de
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la ubicación en este sistema superior, vinculado con la división internacional del trabajo (Brunet, 1972). Constituye un esfuerzo de elaboración teórica del espacio regional desde postulados estructuralistas y sistémicos, que ponen de manifiesto influencias marxistas, pero que introduce también otras filosofías; corresponde, en lo esencial, con la línea desarrollada por R. Brunet a lo largo de treinta años. Y representa un esfuerzo de conceptuación y de sistematización que haga compatible la definición de un espacio regional objetivo y singular -la región- con el análisis científico y general de las estructuras regionales, susceptible de expresarse en regularidades y procesos generales. El tiempo no se paró para la región funcional, envejecida en sus fundamentos de carácter funcionalista y en su visión formalista de la realidad, alejada de las dimensiones sociopolíticas de la misma. El desarrollo teórico y las propuestas estructurales o sistémicas más elaboradas representan el intento de superar la dimensión funcional y económica. La evolución posterior de estos esfuerzos indica, por un lado, el abandono conceptual de la región y por otra la reducción del espacio regional al territorio político. Un objetivo que, de alguna manera, se manifiesta en las propuestas surgidas en el último cuarto de siglo. Lo que caracteriza esta evolución posterior no es tanto la reflexión desde la geografía regional o su renovación como disciplina específica, sino más bien la preocupación e interés por los espacios regionales y locales, por los territorios, por las realidades geográficas asociadas con estas escalas del espacio geográfico. Esta reflexión regional, en el último cuarto de siglo, se produce desde perspectivas muy diversas. Se plantea en el marco de una elaboración renovada de la teoría social y del significado en ella de lo local y regional. Se apoya en la introducción de nuevos presupuestos relacionados con las filosofías del comportamiento: por un lado, desde presupuestos funcionalistas; por otro desde la revalorización del sujeto consciente -no racionalista-, como clave de la percepción del espacio. Se construye también desde el objetivo de recuperar la geografía regionalista y la región-complejo o región-paisaje. Se contempla desde la revitalización de las geografías de países. Y, por último, se aborda como una vía para recuperar la unidad de la geografía. 5. La cuestión regional: nuevas perspectivas regionales El fortalecimiento de una dimensión o cuestión regional, a pesar de lo indefinido y confuso de sus límites, y de lo inconcreto de su contenido, ha estimulado una sorprendente confluencia de esfuerzos teóricos y empíricos sobre la región y sobre el concepto de lo regional. Las distintas corrientes geográficas, con sus peculiares filosofías e ideologías subyacentes, han impulsado la crítica de las concepciones regionales imperantes, naturalista y funcional. Ha impulsado la reflexión sobre el fenómeno regional desde perspectivas renovadas. De modo paradójico, la variedad de consideraciones so-
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bre el espacio regional no se ha producido desde la geografía regional. Por lo general se produce al margen de ésta e, incluso, desde la negación de una disciplina regional geográfica. La cuestión regional se consolida como un elemento de reflexión teórica y de renovación práctica de la geografía, desde posiciones de filosofía e ideología muy diversas. Se trata, en principio, de una reacción crítica frente a los enfoques analíticos y al pragmatismo de los mismos, a su subordinación metodológica, que conlleva reducir la dimensión regional a las variables cuantificables; y reacción frente a su neutralidad social, que supone, de hecho, un respaldo del poder y sus prácticas; y reacción frente a su pretensión racionalista, que deriva en tecnocracia. La recuperación de la región y de lo local forma parte de la evolución reciente de la disciplina geográfica, reivindicada, además, desde supuestos teóricos muy heterogéneos. La cuestión regional presenta así un perfil socialmente complejo; esto es, se formula en diversos planos que emplean como común referencia el espacio delimitado, el espacio regionalizado. El espacio regional aparece, en los últimos decenios, como un espacio de referencia social a través del cual se identifican procesos y fenómenos muy diversos, pero socialmente relevantes. Supone una elaboración renovada del enfoque regional, sin que pueda hablarse de una reconstrucción de la geografía regional como disciplina. Indagan, ante todo, nuevas dimensiones del espacio regional o región, desde enfoques y desde filosofías renovados. Esta crítica y las propuestas alternativas se alinean, por ello, en frentes dispares, que van desde las corrientes radicales, con un matiz político, a las corrientes fenomenológicas y subjetivistas, que repugnan el racionalismo y la objetividad científica. En el primer caso, el desarrollo de una reflexión regional de signo radical se vincula al proceso de aparición de una nueva economía regional, que conviene separar y distinguir de la ciencia regional neoclásica. Se vincula con los movimientos de renovación que se producen en la disciplina económica y que dan origen a la denominada economía radical, es decir, una economía política. Se puede hablar del renacimiento de la vieja economía política. 5.1.
ECONOMÍA POLÍTICA RADICAL
Y
DIMENSIÓN REGIONAL
La nueva economía política surge en Estados Unidos. Se caracteriza porque contempla lo local y lo regional. Desde la economía radical se ha constituido «un fuerte núcleo de estudios regionales». Las bases teóricoconceptuales parten de la crítica de la economía regional neoclásica imperante (Curbelo, Esteban y Landabaso, 1989). Algunos rasgos esenciales distinguen esta evolución económica: rechazo del formalismo neopositivista, del naturalismo epistemológico que subyace en la ciencia regional, del determinismo económico descarnado; afirmación y valoración de nuevas dimensiones en el análisis económico regional, desde la sociológica a la política y ecológica; interés creciente por
los aspectos directamente espaciales, como consecuencia de un cambio sustancial en la conceptuación del espacio, contemplado ahora como un componente activo en los procesos de reproducción capitalista. En el ámbito económico, las cuestiones del desarrollo y en especial los problemas del desarrollo desigual, habían puesto de relieve las diferencias espaciales. A escala internacional y dentro de las fronteras nacionales, es decir, en aparente igualdad de condiciones para los distintos agentes económicos, los desequilibrios internos aparecen como un factor clave de carácter discriminatorio en la distribución de la riqueza entre los ciudadanos. La cuestión del espacio aparecía como una variable del crecimiento económico y como problema político. La generalización de la crisis económica en el mundo industrializado y su creciente configuración como una crisis industrial han contribuido a resaltar el carácter diferenciado, en el espacio, de los fenómenos económicos. La crisis, con su cohorte de cierre y desaparición de empresas y establecimientos, de pérdida de empleo, de paro creciente, de desempleo masivo, de ruina física de instalaciones industriales, de aparición de áreas productivas abandonadas en la minería y la actividad fabril, de generación de extensos espacios en declive, pone de manifiesto el carácter discriminado de estos fenómenos en el espacio: se producen a una escala regional y local. El descubrimiento de lo local, a través del análisis de los mercados de trabajo -de las cuencas de empleo-, conduce a una reflexión teórica creciente sobre estos espacios, sobre todo en el marco de la geografía británica. Lo local, lo regional, surge de la brutal evidencia de la crisis de las regiones industriales, sus principales víctimas. Se pone en evidencia, por una parte, el carácter de construcciones espaciales que éstas presentan, su dimensión histórica, su ciclo temporal. La mayoría de ellas son un producto moderno, de los siglos XVIII y XIX e incluso del XX, como investigaban algunos trabajos geográficos significativos (Gregory, 1982). Por otra parte, se descubre el papel de estas escalas del espacio en la acción social, la importancia de las relaciones locales, de las instituciones, de los vínculos de vecindad como factores de resistencia y de adaptación en los procesos sociales de estas áreas, en la capacidad de reacción frente a los mismos. En el marco de la Geografía, en el marco de la Economía, y también en el de la Sociología, los espacios regionales y locales confirmaban la naturaleza de «producto social» que tiene el espacio, de acuerdo con las propuestas teóricas que avanzaron sociólogos y geógrafos. Desde la nueva Economía Política radical anglosajona y de la geografía de similar orientación se plantea la recuperación teórica y metodológica del enfoque regional. Se contempla como instrumento para indagar en la dimensión espacial de la división del trabajo. Traspasa la simple noción instrumental de las disciplinas positivistas. Se encuentra en los antípodas de la región natural y paisajística de los «clásicos». Caracteriza, sobre todo, los enfoques de los geógrafos marxistas británicos, aplicados al análisis de los procesos inducidos
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por la crisis industrial en las regiones de vieja industrialización. A través de esos procesos descubren el valor geográfico de lo local, en la reorganización de los mercados de trabajo. Una recuperación de lo local, influido por la teoría de la estructuración de Giddens. Desde otros enfoques, lo local impregna también los nuevos planteamientos regionales. En este caso, desde filosofías que hacen hincapié en lo subjetivo y en la experiencia. 5.2.
LA REGIÓN SUBJETIVA: EL ESPACIO VIVIDO Y LA REPRESENTACIÓN GEOGRÁFICA
Espacio y concepto reconsiderado, también, por quienes reclaman una vuelta a lo local, vinculado con la experiencia vital, al espacio de las sensaciones y vivencias, que aportan un componente esencial de nuestras representaciones espaciales. La región, como espacio vivido, forma parte de este conjunto (Fremont, 1976). Supone una construcción o representación subjetiva de carácter colectivo con la que se puede identificar una comunidad y sus individuos, a través de los rasgos atribuidos a la presencia histórica de la misma, a sus peculiaridades culturales, en la cultura material y en la espiritual, y a su particular percepción de sus paisajes. Encaja en un proceso de regionalización o nacionalización cultural y política en Europa. Se enmarca en un contexto de revitalización de lo que se ha denominado culturas regionales, que caracteriza la evolución social y política de los últimos decenios, aunque arraiga en el siglo XIX (Petrella, 1978). El estudio del lugar, desde la vivencia y percepción subjetivas, como espacio vinculado a las sensaciones, emociones y sentimientos individuales, constituye un rasgo distintivo de la geografía de los últimos decenios. La localidad, lo mismo que la región, se definen como un espacio social, relacionado con la experiencia personal. Es la orientación que reivindican desde las geografías humanísticas norteamericanas, que introducen un prisma antropológico en el estudio del espacio (Tuan, 1977). Estas perspectivas dan un nuevo papel al entorno material, físico, como paisaje subjetivo. La región es concebida como un espacio vital, el espacio de la experiencia cotidiana, el espacio de la experiencia histórica, un espacio con historia, un ámbito de identidad del grupo humano que la habita. La región se convierte en un espacio subjetivo, que pertenece al campo de lo psicológico inseparable de las imágenes que cada individuo elabora y comparte de su propio entorno. La imagen como idea subjetiva marca el nuevo territorio regional, de límites imprecisos, cambiantes, más próxima al sentimiento que a la materialidad física. Un espacio regional que pertenece al mundo de la conciencia. El enfoque regional del espacio vivido y el enfoque del lugar como espacio de la experiencia coinciden en su filosofía fundamental. Se aprecia el influjo de la fenomenología y el existencialismo, en su reivindicación de las dimensiones cualitativas del espacio. Desde posiciones similares, a partir de
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postulados idealistas explícitos, se plantea el espacio como una representación, como un objeto mental, como un conjunto de signos y como un lenguaje y por ello como un texto. Se distingue por reivindicar una óptica personal, por resaltar los vínculos subjetivos con el espacio, hasta el punto de convertir en objeto de la geografía regional renovada el «comprender las relaciones de los habitantes con sus lugares» (Bailly, 1999). La geografía se asienta sobre el sujeto: «El conocimiento en geografía regional comienza por la subjetividad», como apunta este mismo autor. Proclama el valor de la intuición, del mismo modo que reivindica la denominada geografía paralela -de poetas, escritores, periodistas, viajeros, cineastas, entre otros- y los valores geográficos que los hombres atribuyen a los lugares en que viven o en que piensan. La nueva corriente regional acepta que la regionalización representa un acto arbitrario, en el sentido de que responde a criterios particulares y circunstanciales. En ese marco relativista propone dividir la superficie terrestre reconociendo las imágenes o representaciones que los habitantes tienen de su propio entorno, su sentimiento de pertenencia. La nueva geografía regional arraiga en lo que los geógrafos franceses han bautizado como geografía de las representaciones. Es decir, esquemas o imágenes individuales o colectivas del espacio o entorno, equivalentes a la propia geografía, concebida también como una representación del espacio. Representaciones que, de acuerdo con la filosofía subjetivista subyacente, se vinculan con las vivencias individuales, con la experiencia personal, con las imágenes compartidas de diverso origen. El núcleo de esta geografía regional renovada se encuentra en la atención preferente a los valores y percepciones sociales. Forma parte de la geografía del espacio vivido. El fundamento de tales aproximaciones es una filosofía del sujeto que realza el papel de las vivencias individuales. Es conforme con una concepción regional que destaca los lazos sociales que hacen de la región un espacio integrado en un marco nacional, a partir de valores compartidos y fronteras culturales. Es la filosofía del espacio vivido. 6. La geografía regional: la recuperación descriptiva La apertura reciente de las sociedades urbanas constituidas en los últimos decenios, tanto en Europa como en América del Norte hacia su entorno más próximo y el más lejano, ha provocado un creciente interés por los espacios locales y regionales. Es el interés por lo exótico y distinto y la preocupación por la Naturaleza el que ha estimulado la demanda de información sobre este tipo de áreas. Se trata de los diversos conjuntos que, en lo físico o en lo cultural, sobreviven con formas más o menos arcaicas a lo largo y ancho del mundo. Una sociedad urbana cada día más viajera ha promovido una creciente demanda de literatura geográfica sobre países y territorios: desde los propios, cuyo conocimiento se multiplica, a los exóticos. Constituye
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una demanda regional que refuerza la recuperación de un género geográfico de profundo arraigo y secular cultivo. La demanda social permite el resurgir de las geografías de países y la geografía de territorios, como una geografía descriptiva. En gran medida, parte de una consideración de la geografía como materia cultural. La obra geográfica tendría como objetivo satisfacer el interés social por los fenómenos territoriales. La geografía regional comparte con las parageografías de los medios de comunicación de masas un campo que tiene más que ver con la divulgación y con la formación elemental -los niveles escolares no universitarios- que con la investigación monográfica. Esta perspectiva de la geografía regional como un soporte necesario en la formación del individuo constituye una de las claves aducidas en la revitalización de la disciplina (Johnston, 1990). Se plantea desde una concepción que no difiere de lo que ha sido el uso secular de los saberes espaciales: como una herramienta de ordenación de los espacios conocidos y de definición de las imágenes convencionales -estereotipos- de los espacios desconocidos (exóticos). Es lo que explica, en parte, el éxito y la proliferación en los últimos dos decenios, de las obras de geografía regional descriptiva, es decir, las referidas, por un lado, a países y al conjunto del mundo y, por otro, a los ámbitos territoriales del Estado. La eclosión de este tipo de productos se produce en el decenio de 1980 (Pitié, 1987). Se prolonga en el siguiente, con la obra dirigida por R. Brunet, una Géographie Universelle, en 10 volúmenes, que viene a ser el muestrario o ilustración de los postulados geográficos del grupo Reclus (Brunet, 1990). En España, este efecto se ha producido en el marco de una profunda renovación territorial con la constitución de las Comunidades Autónomas. Éstas representan nuevos territorios que buscan señas de identidad históricas y geográficas. Un campo abonado para la recuperación de la vieja geografía regional como género narrativo: las ya abundantes obras dedicadas a estos territorios, como productos específicos o dentro de obras de conjunto, ponen en evidencia este renacimiento, en cierto modo específico de la geografía regional española (Vila, 1992). La coyuntura autonómica, en España, indujo la reconversión de la geografía regional tradicional hacia la geografía de los territorios autonómicos. Está concebida como una geografía de síntesis bibliográfica, cuyos fundamentos conceptuales siguen siendo los tradicionales. Un tránsito sin grandes dificultades. La geografía regional española, a pesar de las proclamas científicas habituales en sus prolegómenos, se había limitado a las regiones históricas tradicionales. Para los geógrafos españoles resultaba «evidente que en la inmensa mayoría de los casos las divisiones históricas tradicionales corresponden a verdaderas regiones geográficas» (Solé, 1968). Distintas obras singulares o de conjunto han abordado cada uno de los territorios autonómicos utilizados como marcos del análisis regional. De forma complementaria, pero con mayor retraso, se produce la adecuación de la geografía regional de España a la nueva realidad territorial. La
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metros del medio o entorno natural (Lecoeur, 1995). 0 la denuncia de las orientaciones o enfoques sociales que han renunciado a dar al medio físico el papel determinante o hegemónico que ha mantenido. El áspero debate sobre el efecto de este papel de la geomorfología en la evolución de la geografía francesa, que tuvo lugar a mediados del decenio de 1980, en la revista L'espace géographique, puso de relieve esta doble concepción de lo geográfico. Para los geógrafos de formación física, el fundamento de la recuperación regional se encuentra en la consideración del territorio como marco de los procesos o problemas geográficos, es decir, los que se refieren a las relaciones entre el hombre y el medio. En el caso de los geógrafos de filosofía idealista, la reivindicación regional se comprende en la medida en que conciben el marco local o regional como una referencia social asociada a la experiencia individual y de grupo. El lugar proporciona el marco de identidad social, al individuo, al grupo y a la nación. Es la perspectiva que distingue la aproximación de Entrikin, caracterizada por una reivindicación del territorio desde esta filosofía del sujeto y, por ello, desde un enfoque de geografía humana. Frente a los esfuerzos de configuración de una geografía regional o de recuperación de la misma desde los postulados de la subjetividad, la vivencia y la experiencia, que hacen de la geografía regional renovada una rama o disciplina de las identidades, de las representaciones, se produce una tendencia a recuperar lo local o la región, es decir, el estudio de las unidades espaciales, pero al margen de cualquier rama o disciplina específica, es decir, al margen de una geografía regional. Representa la puesta en cuestión de la geografía regional, como campo específico, y la propuesta de una geografía que aborda de forma dialéctica, los fenómenos o procesos generales y las configuraciones espaciales o regionales. La región queda reducida a su condición territorial, como ámbitos de ejercicio del poder político, como circunscripciones administrativas, dentro del marco del Estado. La persistencia del enfoque regional, es decir, de la atención a las construcciones a escala media, o «individuos espaciales», se inscribe, por un lado, en una geografía orientada a los procesos generales, entre los cuales están también los que abordan la dinámica de estas unidades elementales del espacio. Sin embargo, rechazan el adjetivo regional. La geografía regional se disuelve en la geografía. Un postulado que no es exclusivo de los geógrafos franceses del grupo de Reclus. La reluctancia a recomponer la geografía regional constituye un rasgo compartido entre los geógrafos, sobre todo los anglosajones, aunque se ha producido entre ellos una creciente atención por el fenómeno local y regional, contemplados como un objeto privilegiado de la geografía (Johnston, 1991). Desde postulados que se encuentran en los antípodas de los anteriores, desde filosofías inspiradas en el marxismo, estructuralismo y la teoría de la estructuración de Giddens, la dimensión regional aparece, como hemos visto, en la medida en que se asocia el desarrollo desigual con la propia naturaleza del capitalismo (Smith, 1990).
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Asimismo porque se considera el papel esencial de la coordenada espacio-temporal de los agentes sociales e individuales en el desarrollo de la sociedad (Massey, 1984). También desde la perspectiva de que las diferencias regionales y nacionales del desarrollo histórico aparecen como determinantes en la implantación y evolución del capitalismo moderno (Harvey, 1982). Son enfoques que, sin resucitar en sentido estricto la geografía regional, permiten sustentar la necesidad de los enfoques regionales y la propia disciplina. Estas perspectivas coinciden en la revitalización del interés por el espacio delimitado, el territorio, en sus diversas escalas, y de modo muy especial, en los territorios locales, regionales y nacionales. Como decía un geógrafo, realzando esta potencialidad del lugar, «el lugar se ha convertido en el punto esencial para comprender la interacción del mundo humano de la experiencia con el mundo físico de la existencia» (Unwin, 1995). La consideración de la geografía regional desde los postulados de la geografía regionalista de la primera mitad del siglo XX , actualizados, constituye un rasgo destacado de algunas de las propuestas de recuperación de la geografía regional. Se trata de un proceso de adaptación que tiene en cuenta las elaboraciones teóricas recientes, pero que permanece fiel a los postulados tradicionales. En su concepción básica, se plantean más la sustitución de los esquemas formales de la geografía regional clásica que de un cambio teórico y metodológico. No es difícil identificar un lenguaje y una concepción de lo regional vieja de cien años, la concepción de Vidal de la Blache del lugar, con palabras de finales del siglo XX . En consecuencia, se formulan nuevas secuencias o estructuras de análisis desde una concepción de la región como una simple construcción teorética. De esta forma se proponen como grandes elementos de esa estructura regional el sistema mundial, la organización espacial, la población -desde la perspectiva de las características de distribución de la misma-, estructura social, sistema de poblamiento, sistema de comunicaciones, naturaleza y civilización. Enfoque que se sustenta en la diferenciación de áreas y en la consideración del esquema como «un modelo del contexto histórico del desarrollo de la aparición y transformación regionales» (Hoekveld, 1990). Desde el supuesto de que «la diferenciación territorial que observan los geógrafos depende de la selección que haga de los atributos espaciales» (Hoekveld, 1990). La endeblez metodológica es el rasgo común de estas propuestas regionales, en lo que concierne al análisis de las entidades territoriales utilizadas o reconocidas como regiones o localidades. Las propuestas más elaboradas, que buscan incorporar la metodología regional en el marco de la teoría social, no escapan a una residual pero consistente concepción del espacio regional como una dialéctica de medio y sociedad -medio físico y organización espacial- desde enfoques de reto y respuesta (Johnston, 1990). Desde la perspectiva metodológica, se trata de una concepción territorial de la región, término que engloba, por ello, tanto al Estado nacional como a la comunidad local. Hacen del lugar y de lo local, del territorio, el espacio de una geografía en la que el sujeto adquiere un protagonismo creciente. La presencia de
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los territorios y de lo local en las geografías de la posmodernidad alienta también la vuelta a la geografía regional. La asimilación de la geografía regional con la identidad nacional y con el paisaje permite también la propuesta de recuperación como la disciplina de los espacios nacionales, el espacio de los pueblos (Nir, 1985). La geografía regional aparece como el lugar adecuado de encuentro de la geografía física y humana y como la disciplina propia de lo nacional. Lo que explica que en este movimiento hacia la geografía regional confluyan geógrafos de origen -en el sentido intelectual- muy diverso, desde Johnston a Entrikin. Todos ellos consideran o coinciden en considerar que la geografía tiene su núcleo en «la naturaleza de las regiones o lugares». Estas circunstancias constituyen el referente contradictorio del proceso de declive del espacio regional, de la conceptuación regional en la geografía y de la naturaleza de la geografía regional. En las propuestas de los dos últimos decenios conviven alternativas dispares. Algunas suponen una recuperación de la geografía regional como disciplina y, en ciertos casos, con el perfil más tradicional. Otras significan la incorporación del enfoque regional o territorial al análisis geográfico, sin que ello suponga la definición de un campo específico, del tipo de la geografía regional. Se trata, más bien, de una «perspectiva regional» (Johnston, 1990). Como este autor formula, se trata más del uso de «la región en la geografía que de una geografía regional». El retorno de la geografía regional se presenta como una obligada alternativa para el futuro de la disciplina (Entrikin, 1991). Para algunos geógrafos, que postulan esta necesaria vuelta a la perspectiva regional, como una exigencia de supervivencia de la propia geografía, y como clave para asentar el «valor de nuestra disciplina». Éste no reposa en el contenido técnico de la práctica geográfica sino en su dimensión educativa (Johnston, 1990). La geografía y en particular la geografía regional se contemplan y valoran, ante todo, en su papel de conformación de valores y actitudes sociales en el marco de la escuela, en el ámbito de la enseñanza. De modo paradójico, la aparente vitalidad de la región como concepto y como referencia social convive con la quiebra de la geografía regional como disciplina. Es uno de los interrogantes más sorprendentes de la geografía contemporánea en un contexto de creciente relevancia y desarrollo de los problemas regionales. Interrogante que no puede desligarse de la propia naturaleza de la geografía y de los interrogantes que le afectan. No deja de ser paradójico que las cuestiones regionales, asociadas al lugar, la región, la nación surjan entre los problemas de las sociedades actuales. En el marco de los horizontes de la geografía, en el umbral del nuevo milenio.
CAPÍTULO 24
LOS HORIZONTES DE LA GEOGRAFIA HUMANA Sobrepasados los tiempos de agitación intelectual teórica, de debate epistemológico y de controversia entre orientaciones epistemológicas contrapuestas, las aguas del trabajo del geógrafo han vuelto a sus cauces. «Hacer geografía», como gustan decir muchos geógrafos, se ha convertido en una confortable recomendación de empirismo, en una disciplina agitada durante muchos años por las tormentas teórico-metodológicas. El dominante empirismo elemental las ha acogido en un eclecticismo poco escrupuloso pero cómodo. Postestructuralismo y posmodernismo han instaurado una notable relajación teórica y epistemológica. La crítica de los llamados metarrelatos o grandes teorías y la propuesta de validez de cualquier discurso ha promovido el eclecticismo y el relativismo en la teoría y en la filosofía del conocimiento. Ha ayudado a fortalecer esa actitud conformista con los modos de hacer arraigados. Sin embargo, postestructuralismo y posmodernismo han supuesto un momento excepcional para la crítica profunda del dogmatismo epistemológico. Ha abierto nuevas posibilidades en la medida en que ha obligado a pensar los supuestos sobre los que se sustentaban prácticas y creencias. Ha descubierto o resaltado dimensiones ocultas o postergadas que no pueden ser ignoradas en la investigación geográfica. Ha puesto de relieve, en lo que concierne a la geografía, las áreas oscuras de lo que era la práctica geográfica. Es indudable que la propia investigación había puesto de manifiesto, de forma crítica, la ineficacia de determinados moldes o esquemas de interpretación universales aplicados de forma rutinaria. Hecho evidente, el simplismo de tales esquemas interpretativos permite abordar la reconstrucción de herramientas del análisis social que se manifestaban inadecuadas. Es claro en el caso de la relación entre lo individual y lo social, entre los agentes y las estructuras, entre lo local y lo universal, entre lo particular y lo general. De igual modo, ha planteado la necesaria consideración de dimensiones que no eran habituales en la geografía y, en general, en las ciencias sociales. El mundo de las representaciones, de las sensaciones, de las experiencias, de lo vivencial. El posmodernismo ha contribuido a que tal dimen-
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La reivindicación de una geografía como arte o como mera actividad cultural es compartida por amplios sectores de geógrafos. La consideración como una ciencia o, en su caso, una ciencia social, responde a específicos segmentos de la comunidad geográfica, que reivindican, precisamente, esa condición de saber riguroso para la disciplina: «La geografía, que habla de los espacios y las sociedades, es una ciencia social» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Todo ello conduce a prever que lo que llamamos geografía seguirá siendo un variado y disperso conjunto de disciplinas, más unidas en la tradición del discurso que en su fundamento teórico y en su práctica real. En los momentos presentes, el mantenimiento de este discurso unitario sólo se justifica en la fuerza de la inercia intelectual, es decir, en la rutina. La solidez de las tradiciones geográficas surgidas a lo largo del último siglo y cuarto y la consistencia de una cultura geográfica arraigada durante siglos en el mundo occidental hacen difícil suponer que, en los próximos años pueda constituirse una ciencia o disciplina geográfica con un perfil definido y unívoco, una geografía normal, en el sentido que dio a este término Kuhn. La geografía proseguirá como un campo de múltiples perspectivas, como un conglomerado de disciplinas, como un haz complejo de concepciones y filosofías dispares. La situación no ha cambiado, en lo sustancial, de lo que se constataba en el decenio de 1980: «Cunden la incertidumbre y la insatisfacción, se multiplican los ensayos y los síntomas, abundan los que procuran recomponer la figura de cualquier manera y no faltan sospechas, más o menos irónicas, sobre el sentido mismo que cabe atribuir hoy, a la vista de semejante panorama, al conocimiento geográfico» (Ortega Cantero, 1987). La conclusión de que «no es fácil orientarse como es debido en el muy plural panorama de la Geografía del momento», a que llega este autor, puede ser aplicada a estos momentos finales del siglo XX, así como el interrogante que formulaba en relación con la propia geografía en la medida en que «está en juego [...] la razón de ser de todo eso que continuamos llamando, a pesar de todo, Geografía» (Ortega Cantero, 1987). Es lo que explica que el problema de la unidad de la geografía mantenga actualidad. Desde mediados de la década de 1980 ha sido una cuestión debatida y un asunto que preocupa a los geógrafos. Desde diversos postulados, de raíz epistemológica muy distinta, la concepción de la geografía como una disciplina única o como un conjunto de ellas convive entre los geógrafos. Por otra parte, los argumentos a favor de la unidad resultan más afectivos o históricos que consistentes. El problema o cuestión de la unidad de la geografía descubre, precisamente, la dificultad para constituir un saber coherente sobre el espacio y deja ver el riesgo de desaparición de la geografía como campo de conocimiento. La diversidad de filosofías y de concepciones de la geografía, de ideologías respecto de la disciplina, hacen complejo incluso el planteamiento de la unidad.
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA EL PROBLEMA DE LA UNIDAD DE LA GEOGRAFÍA
En 1986, el Instituto Británico de Geografía planteaba una cuestión directa: ¿la geografía puede continuar como un campo singular de estudio o su desintegración es inevitable y/o deseable? La pregunta surgía con motivo de la reunión anual del Instituto, y se insertaba en un simposio sobre La unidad de la Geografía. Se completaba con un segundo interrogante, sobre si la geografía posee una identidad intelectual coherente. Tales cuestiones se insertaban en un contexto muy específico, que era el de los recortes presupuestarios para las universidades que amenazaba con hacer desaparecer determinadas disciplinas del marco universitario. Surgía de la constatación del estallido de la geografía en múltiples ramas, especialidades, orientaciones, y en campos de escaso o nulo contacto, empezando por las diferencias entre la física y la humana. Y se confrontaba con la manifiesta actualidad de los problemas con los que la geografía o los geógrafos consideran mantener una relación preferente. Los problemas del Tercer Mundo, los problemas de uso y conservación de la Tierra, los problemas derivados de los procesos naturales más diversos. Problemas que parecían estimular una perspectiva optimista para geógrafos físicos y geógrafos humanos. Subyace, por otro lado, en el debate de los geógrafos británicos, la firme creencia de que la geografía tiene que ver con la tierra y el hombre. Una expresión harto vaga, pero de permanente uso entre los geógrafos. Unos geógrafos ponen su acento en la región, otros en el paisaje, otros en la acción o influencia de la superficie terrestre en los modos de vida de las sociedades humanas. Se trata de integrar lo físico y lo social. Una vieja aspiración, un discurso conocido. La geografía a finales del siglo XX mantiene como problemas activos «las relaciones entre geografía física y humana; la fragmentación de su estudio; así como la definición del papel del espacio y del lugar» (Johnston, 1987). El problema de la unidad de la geografía, como señalaba uno de estos geógrafos, surge de la imposibilidad de ocultar su quiebra como campo de conocimiento (Taylor, 1986). En el fondo se encuentra la incompatibilidad entre filosofías del conocimiento. Incompatibilidad que acompaña la historia de la geografía moderna desde sus orígenes, pero que ha estallado sólo en los últimos decenios del siglo XX. Los geógrafos no comparten ideas similares sobre la posibilidad de integrar los estudios físicos y los sociales. Algunos ponen de manifiesto las diferencias epistemológicas que separan el campo de los procesos naturales de los sociales. Otros, en cambio, resaltan la necesidad de tener en cuenta los factores físicos o a la inversa, de considerar el impacto social. Un destacado geógrafo lo expresaba de modo tajante: «son diferentes formas de ciencia, y no son integrables» (Johnston, 1987). Otros, por el contrario, perciben la necesidad o conveniencia de la separación. Existe una dificultad esencial en la comunicación entre los miembros de una comunidad científica que no emplean los mismos términos ni usan las mismas concepciones o filosofías. Los geógrafos humanos critican
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a los físicos que ignoran los factores sociales de los procesos que intervienen en el modelado de la superficie terrestre. Geógrafos físicos entienden que la relación con la geografía humana perjudica el desarrollo de su propia disciplina, actitudes y modos de pensar que muestran la fractura interna de la geografía como disciplina y como comunidad académica. Desde otra perspectiva, abundan entre los geógrafos físicos los que consideran que la unidad de la geografía ni siquiera se plantea. No es un verdadero problema. De una forma más o menos radical abundan en la evidencia: los procesos físicos interfieren de forma directa en el desarrollo de las sociedades humanas. Y los procesos humanos tienen cada vez más un efecto decisivo en los procesos naturales. Propugnan, por tanto, tomar en consideración esta realidad. La evidencia engaña. La visión simplista o ingenua confunde la existencia de problemas que vinculan fenómenos físicos y sociales con la existencia de una disciplina capaz de abordarlos con un discurso y un método unitario, desde el punto de vista epistemólogico. Los geógrafos se enfrentan, cada vez en mayor medida, al estallido del campo o disciplina, motivado no tanto por la especialización como por la ausencia de una síntesis, o mejor, por la inexistencia de un marco conceptual capaz de integrar en un discurso el conjunto de los conocimientos especiales. La geografía carece de una teoría de la sociedad o del espacio que le permita esa integración. No es de extrañar que algunos geógrafos, no escasos, piensen que «la geografía, ni ha existido nunca ni tiene futuro». Lo cual puede afirmarse, bien desde el principio de que la geografía debe disolverse en el campo de una ciencia social, o bien, desde la perspectiva de que carece de consistencia teórica unitaria. El debate no resolvió el problema, insoluble, de la unidad de la geografía. Permitió constatar que los geógrafos son conscientes, desde diversas posiciones, de las dificultades de la geografía para construir un discurso coherente y de la inexistencia de un marco teórico apropiado para explicar el espacio que pretende abordar la geografía. Dificultades agravadas sólo en parte por las diferencias entre geografía física y humana. Como apuntaba uno de los participantes, la dicotomía entre geografía física y geografía humana oscurece otras más profundas y significativas. Las que conciernen a la fragmentación epistemológica e ideológica dentro de la propia geografía humana (Graham, 1987). La persistencia de estas diferencias epistemológicas e ideológicas hace imposible o dificulta la solución del problema de articulación de un discurso geográfico unitario. A ello contribuirá también el que las divergencias separan, cada vez más, a geógrafos físicos y humanos. Y cada vez más a quienes mantienen la pretensión de hacer de la geografía una «ciencia», con un marco teórico consistente, y los que propugnan para la geografía la categoría de saber cultural. Es la inercia de una tradición la que se empeña en mantener un discurso unitario, en plena contradicción con la práctica efectiva, que ha atomizado el saber geográfico. Son cuestiones que representan una letanía de viejas pero actuales reflexiones sobre el «lugar» de la geografía en nuestros días y sobre su horizonte inmediato (Unwin, 1992).
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
La cuestión de la unidad de la geografía aparece así como un problema recurrente y presente. En la última década del siglo XX persiste esa preocupación, signo de una problemática no resuelta (Unwin, 1995). Contribuye a ocultar que la unidad de la geografía forma parte de un mito compartido en el discurso histórico, como mostró, hace tiempo, un geógrafo francés (Reynaud, 1974). Como él decía «la unidad de la geografía no es más que un mito, que procede, ante todo, de una interpretación etnológica», que descansa sobre fundamentos epistemológicos muy poco sólidos. 1.2.
LA GEOGRAFÍA COMO CULTURA
La conciencia de que la geografía tiene dificultades para dar coherencia al conjunto de las ramas en que trabajan los geógrafos no es ajena a la persistente búsqueda de una alternativa que proporcione ese marco unitario. Es lo que explica la recuperación del lugar y del paisaje, así como una cierta nostalgia por lo que la geografía regional y la región representaron en el discurso geográfico de otras épocas. Se mantiene la persistente nostalgia por una geografía regional, que se contempla como la garantía de la inexistente y ansiada unidad. La consecuencia más visible es el esfuerzo por encontrar o por justificar una geografía que pueda salvar su propia tradición. Se trata, por una parte, de reivindicar el lugar, la región, el paisaje, como posibles espacios de unidad. Se trata, por otra, de propugnar una geografía menos deudora, epistemológicamente hablando, del rigor, que permita dar cabida a la multiplicidad. Una reivindicación de la geografía como arte, de la geografía como cultura. Una geografía que en los últimos años se presenta como geografía humanista.
La geografía como cultura es una propuesta vigente y una reivindicación actual, desde la perspectiva del «sentido abiertamente cultural que debe manifestar, según creo, la Geografía» (Ortega Cantero, 1987). La reivindicación cultural de la geografía arraiga en una doble tradición: el rechazo de la racionalidad como referencia del trabajo intelectual, y una alternativa vinculada con el sentimiento y la vivencia del sujeto respecto del espacio. Se imbrica, por tanto, en una corriente de pensamiento que ha convertido en sospechoso el racionalismo, que reivindica el idealismo, que se vincula con la consideración de la geografía como un arte, como un punto de vista entre otros. Se corresponde, de forma explícita o implícita, con el impulso posmoderno. En su formulación más actual se corresponde con la denominada geografía humanista, tal como la propugna y concibe Tuan y los geógrafos norteamericanos, en los años ochenta y la expresan, en Europa, los geógrafos de lengua francesa (Bailly, 1999). Se propone como una geografía alternativa, más allá de lo que supondría una simple rama de la disciplina. Una y otra se vinculan con la referencia al hombre, es decir, al sujeto, como centro de la reflexión geográfica. Y tienen como soporte filosófico fundamen-
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Es una geografía humanista o cultural abierta a lo psicológico, a lo antropológico, al mundo de la percepción individual y colectiva. Una geografía humanista que desborda también hacia el mundo del arte y la poesía. La «geopoética» es una de estas perspectivas o puntos de vista de la geografía humanista, en la que los geógrafos concernidos consideran que pueden «poner de manifiesto los lazos que existen entre los fenómenos culturales materializados en obras creativas y las cuestiones o conceptos que interesan al geógrafo» (Bailly, 1999). Aunque, de modo harto paradójico, se refieran a la geografía como «ciencia comprometida». La geografía como cultura -que no se debe confundir con la geografía cultural- se asienta sobre una concepción de la geografía como práctica o sensibilidad del espacio, que se considera arraiga en la propia naturaleza humana. La geografía adquiere una dimensión antropológica, y una profundidad histórica que la retrotrae al origen de la humanidad. La geografía se identifica con la práctica espacial humana, con la cultura del espacio. Esta percepción de que la geografía se inserta y confunde con el simple interés universal que la especie humana manifiesta por este tipo de fenómenos es compartida, en la actualidad, no sólo por los representantes tradicionales de ese enfoque cultural, sino por destacados representantes del pensamiento positivista de la segunda mitad del siglo XX. Son las paradojas de los tiempos posmodernos. De acuerdo con estas interpretaciones, la geografía como campo de conocimiento no tiene principio en el tiempo, no tiene época, y el conocimiento geográfico responde a un simple interés «universal e inmemorial». R. Hagget, por ejemplo, un geógrafo físico, significado representante de la geografía analítica, se ha convertido a la consideración de que la geografía tiene que ver con el arte. Constituye, como él dice, The Geographer's Art (Hagget, 1990). Es ilustrativo que, en esta obra, su autor la inicie con una cita de C. Sauer, el geógrafo cultural de filosofía neokantiana. Más paradójico resulta que la misma extensión de la geografía a los orígenes humanos aparezca entre geógrafos del grupo Reclus, que reivindican la geografía como una ciencia social (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Desde otros presupuestos y con planteamientos distintos, la reivindicación o la atención a una geografía de los lugares aparece también en geógrafos como Johnston. Contemplan la geografía como A Question of Place (Johnston, 1991). La reivindicación del «lugar», como espacio diferenciado y como área, con sus específicos caracteres, con su singularidad, aparece, a muchos geógrafos, como el futuro de la geografía, en la medida que se percibe como el elemento que puede permitir articular la geografía sobre un objeto definido. Esta conversión a los lugares tiene, por tanto, una razón de ser. Para quienes propugnan este giro de la geografía, el lugar puede ser el espacio del reencuentro de las diversas ramas geográficas, de la fragmentada disciplina, en torno a un espacio determinado. El lugar se presenta como el destino de la geografía, en cuanto se percibe como un elemento clave «para la vitalidad futura de la geografía» (Johnston, 1991). El lugar se transforma, para estos geógrafos, en el punto central de la agenda investigadora y docente geográfica.
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
El problema de la unidad es, en última instancia, el problema de la posibilidad de supervivencia de una disciplina con perfil propio. Muchos geógrafos contemplan la situación actual como una grave amenaza para esa supervivencia, en la medida en que la geografía parece disolverse en sus múltiples ramas, y cada una de ellas se inserta más en la correspondiente ciencia social o natural, que en un corpus geográfico, dentro del cual no se comparte ni lenguaje, ni objetivos ni métodos. La incomunicación entre los que se llaman y consideran geógrafos, en particular entre los que practican disciplinas físicas y los que se dedican a las ramas sociales o humanas, ha sido resaltada en múltiples ocasiones y sigue siendo un motivo de alarma entre los geógrafos más conscientes (Unwin, 1992). Es lo que viene impulsando a una parte de los geógrafos a la reflexión sobre la geografía y su lugar en el mundo actual. O, desde otra óptica, a sumergirse en sus orígenes, en sus tradiciones. En uno y otro caso subyace la preocupación por el inmediato futuro de un saber y una comunidad académica, y se impulsa con la perspectiva de buscar los elementos que pueden justificarla o que permitan soldar un discurso geográfico consistente. Dos libros de este último decenio, como son El lugar de la Geografía, de E. Unwin, y The Geographical Tradition, de Livingstone, ilustran este componente reflexivo desde postulados y enfoques distintos. Responden a un esfuerzo por pensar la geografía. Una expresión que se utiliza para aludir a este tipo de reflexión, que se ha hecho muy frecuente, hasta manida, en los últimos años. 2. Pensar la geografía: la geografía del presente
Se trata, por tanto, de pensar sobre el significado social de la disciplina geográfica y sobre el contexto cultural y científico en el que se desenvuelve. La geografía se ha debatido entre la aspiración de constituirse como un saber acorde con las exigencias epistemológicas de la ciencia normal, y la tentación persistente de mantenerse como un saber cultural, abierto, libre de las ataduras teóricas y metódicas de la ciencia. Ha oscilado también entre muy diversas opciones teóricas como soporte de su indagación. Numerosas propuestas, como hemos visto, han tratado de dar forma a una y otra de esas orientaciones básicas. Entre una geografía científica en el sentido más ortodoxo de la ciencia positiva, y una geografía como pura creación artística, han convivido y coexisten geografías distintas, llenas de matices. Desde una geografía concebida como disciplina puente entre ciencias naturales y sociales -«disciplina en el cruce de las ciencias humanas y naturales»-, y una geografía enmarcada entre las ciencias sociales. Esa diversidad, que es característica de la historia de la geografía moderna, se mantiene en los tiempos presentes.
2.1.
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¿QUÉ ES LA GEOGRAFÍA?
Pensar la geografía significa, en primer término, reflexionar sobre el uso que los geógrafos hacen de los términos, los conceptos, las analogías, que conciernen al entendimiento de la propia disciplina o materia con la que trabajan. Cualquier somero repaso de la literatura geográfica muestra el notable abuso -o relajamiento intelectual- que acompaña, en nuestros días, al concepto de geografía y al uso de este término. Y la confusión y ambigüedad con que se manejan o entienden. Confusión formal que probablemente descubre la confusión y falta de definición de la propia disciplina. Confusión compartida por los geógrafos y por los que no lo son. Es habitual entre los geógrafos referirse a la geografía, es decir a la disciplina diferenciada con este término, para identificar el objeto de la misma, espacio o territorio, hábito compartido por quienes están fuera de la geografía. No es infrecuente, en España, leer u oír, «por toda la geografía española», para referirse a acontecimientos o fenómenos que afectan al conjunto del territorio español. Y sin embargo, la geografía no es el territorio ni el espacio. Territorio y espacio, conceptualizados, constituyen el objeto en bruto de la geografía. Hablar del poder de la geografía, para resaltar el papel del espacio como un modelador o agente de la configuración social, es un abuso del lenguaje, porque la geografía es una disciplina que se delimita como campo de conocimiento, que tiene su praxis, su semántica y su gramática. O que debiera tenerlas. Y sin embargo, ese hábito, muy frecuente entre los autores anglosajones, denota una inadecuada distinción entre la disciplina, como campo de conocimiento, y su objeto epistemológico. De igual modo, la geografía no son las representaciones que los agentes sociales y los individuos construyen del entorno en que viven. Es cierto más bien que estas representaciones, como tales imágenes, como construcciones sociales, constituyen un objeto esencial de la geografía. Es lo que han venido a mostrar las aproximaciones de carácter subjetivista que han descubierto el lado abandonado o ignorado de la geografía al mismo tiempo que su significación en el entendimiento del espacio o territorio. La geografía no es el mundo de las vivencias, pero vivencias y experiencias individuales y colectivas perfilan una dimensión del espacio y como tales forman parte del objeto de la geografía y deben ser abordadas por ésta e integradas en su representación. La geografía no puede confundirse con la multiplicidad de discursos sobre el territorio y el espacio que genera la sociedad y que ha generado de forma tan abundante a lo largo de la historia. El espacio como tal no es patrimonio de la geografía como no lo es la Tierra, a pesar del nombre de la disciplina. Un nombre demasiado viejo para responder de forma adecuada a lo que es la geografía moderna. Un nombre que, por otra parte, suele ser traducido de forma inadecuada, impuesta por la rutina. Se propone para geo-grafía el binomio gea (tierra) y graphos o graphein (describir). Pero no se vincula el verbo describir con su acepción primaria, la de dibujar o representar gráficamente, sino con la genérica y habitual de proporcionar información sobre un asunto.
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
Convertir en geógrafo al viajero que narra sus experiencias, al historiador que ubica su crónica o acontecimientos, al científico que localiza sus observaciones, al novelista o poeta que introduce componentes espaciales o territoriales fidedignos o fantásticos en sus narraciones, es hacer de la geografía un conocimiento banal. Viaje por la Alcarria contiene observaciones pertinentes sobre el territorio alcarreño, pero no parece procedente convertir a su autor en geógrafo. La magnífica descripción del Campo de Níjar, en una breve novela del realismo social español, no se inserta en el mundo de la geografía, sino de la creación literaria. Es cierto, sin embargo, que esas producciones pueden ser utilizadas por el geógrafo para construir un discurso geográfico estricto. Son una fuente y una herramienta en manos del profesional de la geografía. La confusión entre la obra geográfica y el material que usa el geógrafo como fuente para sus construcciones ha sido y sigue siendo habitual. Existe, entre los geógrafos, un hábito extendido, que consiste en hablar de la geografía de los ingenieros, o la geografía de los Estados Mayores, entre otras expresiones. Con ellas se quiere destacar el papel relevante que desempeñan como modeladores del espacio terrestre. Pero se asimila, bajo el empleo equívoco del término, la acción que provoca la dinámica espacial con la disciplina que tiene como objeto el análisis de esa dinámica y sus agentes. Es un abuso de lenguaje más en relación con la geografía. Ni los ingenieros ni los Estados Mayores ni la Administración en general, ni los otros agentes sociales, hacen geografía en el desempeño específico de sus competencias políticas, técnicas, económicas o de otra índole. Lo que sí hacen es intervenir sobre el espacio, producir espacio. Y como tales productores de espacio, caen o deben caer bajo el prisma de la atención del geógrafo. Su actividad responde a específicos intereses sociales y determinadas imágenes o representaciones del espacio. Estas representaciones o proyectos, así como sus prácticas espaciales, modelan el entorno geográfico. Actividad, representaciones, prácticas y agentes sí pertenecen al campo de análisis e interés de la geografía. Estas derivas del discurso geográfico surgen de su carácter poco elaborado, desde el punto de vista teórico, como campo de conocimiento, en relación con un objeto geográfico que tampoco ha sido construido de forma consecuente, y con un lenguaje poco riguroso lleno de metáforas, de términos alquilados a otras disciplinas, de vocablos de uso coloquial. Circunstancias que han permitido su escasa definición, confundido con simples nociones de uso coloquial o cultural. La reivindicación reciente de un lenguaje de la geografía, diferenciado del lenguaje de geografía, apunta a esa necesidad de depurar y definir el uso de las «palabras de la geografía» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Reivindicar un lenguaje de la geografía forma parte del esfuerzo de pensar una geografía relevante para el mundo actual, esfuerzo que no puede ignorar la exigencia epistemológica de construir un objeto propio, de construir un método y de construir un lenguaje, es decir, un discurso -en el sentido que le otorga Foucault-. La geografía como disciplina reconocible socialmente se encuentra obligada a construir un objeto propio, a esta-
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blecer un discurso coherente sobre ese objeto y a delimitar el perfil metodológico con el que abordar el objeto geográfico y construir su discurso, es decir, su lenguaje. Éste, en cierto modo, acompaña a la aparición y definición de un objeto.
2.2.
OBJETO Y TEORÍA: ¿TODO VALE?
La geografía no puede existir como disciplina si no construye un objeto propio, desde el punto de vista epistemológico. Una vieja tradición intelectual ha propendido a identificar el espacio y en general los objetos de la geografía, se llamen espacio, organización del espacio, paisaje, región, como elementos existentes, definidos, que el geógrafo se limitaba a reconocer, identificar, ubicar y, en todo caso, explicar. Es decir, como objetos en el sentido más clásico, más cartesiano, del término. El espacio geográfico representa una categoría teórica que no se confunde ni identifica con un objeto externo a la propia geografía, existente al margen de ella. Construir este espacio geográfico como objeto de conocimiento es así el primer cometido teórico en la fundación de la geografía. Más allá se trata de establecer los vínculos o relaciones que ese objeto y sus representaciones tienen con el entorno objetivo. Y de construir un sistema de conceptos, de términos, de símbolos y de herramientas para analizarlo e interpretarlo. Muchos de estos términos, de estos conceptos, de estos símbolos y herramientas han sido elaborados a lo largo del período de desarrollo de la geografía moderna (Brunet, Ferras y Théry 1999). «Pensar la geografía» significa reflexionar, desde algunos supuestos críticos, que la experiencia histórica de lo que denominamos geografía permite sustentar, en orden a ubicarla en el mundo actual. Se trata de establecer el horizonte, los horizontes de la geografía. Pensar la geografía representa un ejercicio de reflexión sobre el significado social de la disciplina en el mundo y las sociedades contemporáneas. Se trata, por tanto, de saber si el futuro se instaura en la renuncia a la búsqueda de un esquema de interpretación capaz de abordar la complejidad del espacio social contemporáneo. La propuesta de una geografía múltiple surge desde los años ochenta y responde, intelectualmente, al principio maoísta de las «cien flores», es decir, la convivencia de cuantos enfoques, discursos, con método o sin él, con teoría o sin ella, se produzcan. Deriva de los postulados posmodernos y culturales. La puesta en cuestión de los marcos teóricos y del método, la proscripción de la norma científica, abren la geografía a toda clase de experiencias y de discursos. El eclecticismo es su manifestación lógica y, como consecuencia, el principio de que «todo vale». Se trata, en sentido opuesto, de plantear que la geografía puede y debe buscar construir un marco de inteligibilidad, a partir de la crítica renovadora de los modelos más simples precedentes. Construir ese modelo de inteligibilidad de nuestro entorno, a sabiendas de que puede ser erróneo, es reivindicar un marco teórico, una metodología, un lenguaje propio y el ri-
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
gor del conocimiento. Apunta al reconocimiento de que no todos los conocimientos o formas de conocimiento tienen la misma validez, y supone la reivindicación del conocimiento basado en la razón. Un planteamiento que formulaba el mismo Johnston hace un decenio: «Debemos producir teorías generales de la manipulación económica, social y política del espacio, en orden a explicar fenómenos particulares, lugares y épocas específicas» (Johnston, 1987). Una exigencia apremiante para una disciplina que sigue sin tener ese marco teórico: «No hay ninguna Teoría de la Geografía» (Gómez Mendoza, 1986). Una exigencia en un mundo en el que la información sobre el espacio contemplado como distancia y como diferencia ha perdido la mayor parte de su potencial atractivo. El espacio terrestre es accesible de forma casi instantánea en cualquier parte del mundo, a través de los medios de comunicación. La geografía, como disciplina de la diferenciación en áreas, en relación con la consolidación histórica de entornos culturales distintos, o como campo de lo exótico o desconocido, carece de perspectivas. Sólo es mercadería turística. Pertenece al campo de la fabricación social de imágenes sobre el entorno próximo y el aparentemente lejano que, sin embargo, forma parte de nuestro mismo mundo industrial y cultural. La geografía del presente y del futuro no puede ignorar este hecho, denominado globalización y sus efectos sobre la disciplina, en lo que se ha denominado o planteado como «el final de la geografía» (O'Brien, 1992; Graham, 1998). 3. El mundo actual: globalización y geografía
Un rasgo sobresaliente de los últimos decenios ha sido la consolidación de un sistema planetario o global, que afecta tanto a la actividad y las relaciones económicas como a la comunicación y la producción cultural. Por vez primera en la historia de la humanidad contemplamos, aunque sea todavía en esbozo, un mundo unificado, en el que el tiempo y el espacio han perdido el significado que tenían con anterioridad. La contracción del tiempo ha supuesto, al mismo tiempo, la contracción del espacio. El significado de las distancias, como un elemento separador, ha dejado de tener el peso que tuvo en siglos precedentes. Por ello, se ha acuñado la expresión del final de la geografía, en analogía con el final de la historia. Precisamente en el momento en que este último fenómeno parecía abrir una etapa de ascenso o predominio de la geografía, como plataforma para el entendimiento del mundo contemporáneo. 3.1.
¿EL FINAL DE LA GEOGRAFÍA?
La consolidación de un mundo único, de una dimensión universal exclusiva, impone una atención más cuidadosa hacia la construcción de modelos o representaciones espaciales que pretendan dar una explicación del mismo. Deben permitir entender, en el marco de la uniformidad creciente,
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que caracteriza la sociedad actual, la diversidad, y en el dominio de lo universal y homogéneo, el auge de lo local. Debe posibilitar entender cómo, en una sociedad capitalista exclusiva, cada vez más integrada, se produce y desarrolla la persistencia de lo particular, de lo local, de lo nacional. Esta unificación del espacio terrestre y del tiempo planetario ha coincidido con la consolidación del capitalismo como único sistema económico. Es el modo de producción dominante impuesto sobre la totalidad de las formaciones sociales existentes. Una circunstancia que ha sido contemplada como el final de la historia, en la medida en que parece haber desaparecido el proceso de evolución y cambio que daba sentido a las interpretaciones o representaciones de la historia como proceso. Una concepción que ha caracterizado y sustentado la interpretación del desarrollo histórico propia de los grandes relatos o teorías, en particular la marxista. Desde esta perspectiva, algunos autores contemplaban esta disolución del proceso histórico como el punto de arranque de una época o tiempo de la geografía. Se ha considerado que el único factor impulsor del cambio y de la actividad social responde sólo a las diferencias espaciales, a las distintas culturas, a los espacios nacionales, a los territorios, en definitiva, a la localización. Las constantes geográficas, en el sentido de la imposición de la distancia, de la inercia de la ubicación, en el entendimiento y explicación de los fenómenos sociales. Sin embargo, el excepcional desarrollo de los medios de comunicación y la creciente interdependencia a escala planetaria de todos los rincones de la Tierra han convertido en realidad lo que hace varios decenios se denominó la aldea global. La quiebra de las distancias, el carácter instantáneo de la comunicación física y de la comunicación intangible, parecen haber disuelto también el espacio geográfico. Se habla del ciberespacio, es decir, un espacio virtual vinculado a las comunicaciones instantáneas. Han hecho posible enunciar lo que se ha llamado el final de la geografía (O'Brien, 1992; Graham, 1998). La excepcional revolución técnica que representa el desarrollo de la informática y la electrónica y su incidencia en la práctica totalidad de las dimensiones de la vida social -en la producción, distribución, consumo, hogar, investigación, cultura, entre otras- han dado al mundo actual unas perspectivas que los teóricos del posmodernismo han elaborado en discursos que confluyen en la idea de la desaparición de la dimensión territorial o espacial. Todo es inmediato, todo es cercano, todo queda unificado por una cultura visual y por el dominio de la cultura industrial. Como se ha resaltado, «los lugares tienen un regusto a ¡ya visto! cada vez más pronunciado [...] El mismo modelo urbano, salido en parte del sistema económico liberal, impone su estructura en todos los países, cualquiera que sea la historia o la cultura de la ciudad. [...] La cultura de la mundialización acentúa esta homogeneización con las mismas revistas en los quioscos, la misma música en los lugares públicos, la misma comida en los fast food» (Bailly y Scariati, 1999). Los medios de comunicación, la industria cultural, nos fabrican los puntos o lugares exóticos, que no tienen nada que ver con las herencias culturales. Esa misma industria cultural nos
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proporciona los elementos para abordar los nuevos espacios, los espacios sin espacio, como el ciberespacio. El excepcional trasvase de culturas ha desprovisto de significado a una geografía de la diferencia y del exotismo. Como se ha dicho, a propósito de Los Ángeles, el Tercer Mundo ha entrado en el Primero. Una idea que los posmodernos resaltaban respecto del efecto de la inmigración masiva de gentes procedentes de las sociedades no europeas, a los países del Centro capitalista. Un hecho apreciado también desde postulados muy distintos: el papel de estas migraciones en la configuración del mundo contemporáneo es decisivo (King, 1995). La configuración multicultural de las sociedades desarrolladas -algo que antes estaba limitado casi en exclusividad al modelo colonial-, consecuencia de esta inmigración masiva en el centro desde las periferias más variadas, es un rasgo compartido por la mayoría de ellas. Se presentan como verdaderas sociedades plurales. La diferencia cultural parece que ha dejado de ser una referencia con significado espacial. Sin embargo, de forma harto paradójica, es en este mundo uniforme de comunicaciones instantáneas, con un excepcional desarrollo de los procesos a escala planetaria, donde aparece, por oposición, la extraordinaria vitalidad de lo local, de lo que los anglosajones denominan place, entendiendo como tal no sólo la localidad sino el área regional e incluso nacional, pero siempre a gran escala. La vitalidad y dinamismo de estos espacios locales, de los lugares, y la eclosión nacionalista, en sus diversas formas, aparece como un rasgo propio del mundo actual. ¿Qué significado tiene este descubrimiento de lo local, de lo nacional? No sabemos si forma parte de un proceso consistente o es sólo una ilusión, un refugio en el desarraigo, o un producto más de la industria cultural. El lugar, lo local, la región, la nación surgen en un aparente espacio sin diferencias. Sin embargo, el carácter universal de los procesos, la uniformidad de ciertas formas impuestas por la industria cultural o la moderna división del trabajo, no han igualado los diversos territorios ni las distintas sociedades. Por el contrario, la universalidad de los procesos del capitalismo coexisten con la profundización de las distancias entre unos territorios y otros y entre distintos sectores sociales. La uniformidad de los procesos de acumulación capitalista no significan igualdad ni desaparición de las diferencias. La distancia entre las áreas centrales del capitalismo mundial, en Europa y Estados Unidos o Japón, y los países de África, Asia o ciertas áreas de América hispana, es cada vez mayor. La distancia entre los sectores sociales más privilegiados de estas áreas centrales respecto de los más desprovistos de las periferias del llamado Tercer Mundo no hace sino agrandarse. La interacción entre los procesos globales y los regionales y locales, la inserción de éstos en la escala mundial, la dinámica oscilante que presentan, aparecen como fenómenos de creciente interés. En este contexto adquiere sentido la reflexión geográfica y la búsqueda de herramientas para la interpretación de estos fenómenos, la elaboración de una representación o modelo capaz de ayudar a entender el mundo en que vivimos.
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3.2.
Lo
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UNIVERSAL Y LO LOCAL: EL SENTIDO DE LA GEOGRAFÍA
Se puede afirmar que en el mundo de hoy, la cuestión central para un proyecto de geografía moderna tiene que ver con la dialéctica de lo global y lo local. Es decir, con los procesos que instauran y profundizan el carácter mundial de las relaciones económicas y la cultura social. Como lo expresaba Johnson, la necesidad de explicar cómo los procesos más generales, a escala planetaria, configuran los espacios más particulares. Cómo tales procesos, que están creando un espacio planetario, estimulan el paralelo y paradójico proceso de desarrollo de lo local y regional, el auge aparente de la nación, el incremento de los sentimientos de identidad asociados a las culturas particulares. Podemos identificar el espacio geográfico con el conjunto del espacio terrestre. Éste constituye un producto histórico vinculado a la sociedad humana en su acepción global. Ha sido el desarrollo histórico de las distintas sociedades y culturas humanas el que ha dado forma a lo que llamamos espacio terrestre. Su representación como espacio mundial responde bien al estado de las relaciones sociales que caracterizan los últimos siglos. El espacio mundial, como expresión de unas determinadas relaciones sociales a escala planetaria, no es ajeno a formas particulares de esas relaciones sociales, de carácter nacional o regional. Es decir, reconocemos que las relaciones sociales se materializan a escalas diversas, desde la planetaria a la estrictamente local, e incluso doméstica. El proceso de reproducción social abarca esos dos extremos y sus intermedios. Y que unos y otros aparecen relacionados. No hay oposición ni contradicción esencial entre ambas dimensiones, hay una relación dialéctica entre lo global y lo local. Entre la unidad de reproducción doméstica y el mercado mundial, entre la habitación particular y la aldea global, el espacio geográfico constituye la representación que unifica y expresa esas relaciones sociales. El espacio geográfico tiene que ver con las escalas espaciales en que se desenvuelven las relaciones sociales. El espacio geográfico como herramienta, como instrumento hermenéutico, como marco teórico para abordar el complejo mundo actual desde una perspectiva específica. Entre lo local y el espacio terrestre, el espacio geográfico se configura como instancias o sistemas de relaciones cambiantes. En su materialidad, las denominamos sistema-mundo, «mercado mundial», Estados, regiones, lugares, terrazgos, ciudades, mercados locales, lugares centrales, periferias, áreas industriales, centro urbano, city, suburbio, barrio, aldea, ciudad dormitorio, conurbación, megalópolis, entre otros muchos términos, que definen la trama conceptual de la geografía (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Constituyen la materialidad del discurso geográfico y son los elementos, el material con el que construimos la imagen compuesta del espacio geográfico como un «conjunto de conjuntos» o clases que se interpenetran, tanto en «horizontal» como en «vertical». Cada ámbito define y constituye un espacio geográfico, pero forma parte, a su vez, de otros espacios geográficos, y engloba o vincula espacios
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
geográficos específicos. Cada uno de ellos opera con autonomía; cada uno de ellos está determinado por los demás. Cada uno presenta su propio sistema de relaciones sociales y su específica dinámica espacial. Cada uno se inserta en tramas sociales -económicas, políticas, ideológicas, territoriales-, que les sobrepasan y que operan a modo de determinaciones independientes. Se imponen al margen de la voluntad y decisión de sus propios agentes y, como tal, son aceptadas, por lo general. Entre localidad y procesos globales no hay contraposición ni exclusión. Lo local se desenvuelve en los procesos globales y éstos se sostienen en situaciones locales y en comportamientos individuales. Los agentes sociales arraigan en localidades, operan en lugares. La dialéctica entre lo local y lo global, con sus obligadas mediaciones espaciales regionales y estatales, es el fundamento del espacio geográfico. La reivindicación de lo local, que ha caracterizado el discurso de las geografías de la subjetividad por un lado, y el de algunos de los discursos de las geografías radicales, no puede contraponerse como negación absoluta de la globalidad de los procesos o de los espacios universales. Esta dialéctica entre unos y otros niveles constituye la esencia de la construcción geográfica y del propio desarrollo de la sociedad actual. En esta dialéctica y en este mundo acelerado y transformado es en la que la geografía tiene que ubicarse, en orden a proporcionar una plataforma de aproximación a los elementos y relaciones que configuran el mundo contemporáneo, a los procesos que lo mueven y cambian y a los problemas que le afectan. Debe hacerlo a partir de herramientas propias y desde la necesidad de «identificar los dominios particulares de que se ocupa» y de tener «una noción clara respecto de aquello acerca de lo cual se supone que especule» (Harvey, 1968). Un espacio específico, una construcción propia de la disciplina. Diferenciado del espacio de interés de otras disciplinas, en la medida en que la geografía y los geógrafos le atribuyen componentes, le ordenan en conceptos, le asignan términos, le incorporan en una malla o sintaxis que define ese espacio, que lo convierte en un objeto, en el sentido epistemológico del término. El objeto de la geografía. 4. El objeto geográfico: el espacio de la geografía
El espacio que le interesa a la geografía -o el territorio o paisaje de modo similar- es el espacio geográfico, o el territorio geográfico o paisaje geográfico. Puede parecer una tautología, pero es el fundamento de toda disciplina rigurosa. Es ésta la que define su objeto y la que acota los términos en los que lo hace propio y lo transforma en motivo de estudio. Cada disciplina científica da forma, da sentido y entidad a una determinada parcela o dimensión de la realidad.
LAS CULTURAS DEL ESPACIO, LAS CULTURAS GEOGRÁFICAS 4.1.
LA CONSTRUCCIÓN DEL OBJETO GEOGRÁFICO
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La construcción de un objeto es una exigencia de un conocimiento riguroso. Ese objeto no es, desde una perspectiva epistemológica, un elemento existente del mundo real y en este sentido, decir que el espacio, el territorio, el paisaje o el lugar, sin mayor precisión, son el objeto de la geografía, no deja de suponer una imprecisión. El espacio como el territorio, el paisaje o el lugar, son términos polisémicos, como hemos visto, propios del uso corriente, con los que mantienen relación campos muy diversos del conocimiento. Es indudable que la geografía coincide con otras disciplinas de muy diverso espectro en sus preocupaciones y que el solape con ellas tiene que producirse, en la medida en que el espacio geográfico, como objeto específico de la geografía, se construye en un territorio del conocimiento y de la experiencia, que no le es exclusivo. Numerosos elementos que aparecen en otros campos de conocimiento forman parte del espacio teórico geográfico. El solape con otras disciplinas, que viene siendo una cuestión recurrente en la historia de la geografía moderna, es un seudo problema si la construcción teórica de la geografía es consistente, si su objeto está bien definido, si el discurso tiene entidad semántica y práctica. Integrar elementos de disciplinas físicas y sociales distintas no constituye un obstáculo epistemológico para la geografía si ésta responde a una construcción elaborada, en la medida en que tales elementos adquieren nuevo y específico sentido geográfico. El problema esencial de la geografía ha sido el de una insuficiente definición y acotamiento de su objeto y el de una escasa elaboración de tales elementos y conceptos procedentes de otros campos. La conciencia de esa necesidad epistemológica estaba presente en los esfuerzos de los primeros geógrafos modernos. Como hemos visto, se ocuparon en establecer ese objeto, diferenciarlo, darle contenidos específicos. La región, el paisaje, y más tarde el espacio de los analíticos, respondían a ese intento de constituir un objeto para la geografía. Lo plantearon, sin embargo, desde la pretensión de acotar un dominio excluyente y desde una concepción que hacía del objeto geográfico una parte, una fracción física de la realidad natural. Lo que dispensaba del esfuerzo de construirlo en el plano teórico y epistemológico. No se distinguía de forma suficiente entre la realidad objetiva que interesaba al geógrafo y el objeto geográfico como construcción teórica. En consecuencia, el esfuerzo de la geografía moderna ha estado dirigido, en mayor medida, a acotar una fracción de ese espacio terrestre -la región, el paisaje, entre otros- atribuida a la geografía, que a elaborar esos marcos teóricos para hacer inteligible esa fracción del espacio terrestre. Construir un objeto no tiene como finalidad acotar un área excluyente de la realidad, respecto de otras disciplinas, preocupación esencial en el caso de la comunidad geográfica inicial, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. «La geografía no es un mundo cerrado, ni un prado a defender, ni una patria; es un campo de conocimiento y de actuar» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Pensar un espacio para la geografía, desde una pers-
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pectiva teórica y epistemológica, no significa levantar límites respecto a otras disciplinas (Massey y Jess, 1999). Es la concepción que ha faltado en la geografía desde sus inicios. Se trata de hacer posible una elaboración teórica y metodológica con el fin de hacer inteligible -más inteligible- una parcela del mundo en que vivimos. Toda disciplina es una representación convencional del mundo -de una parte de él- destinada a facilitar su inteligibilidad. Es decir, permitir integrar la multiplicidad -por lo general caótica- de las apariencias y de nuestras observaciones en un esquema racional de explicación. La historia de la geografía moderna y, sobre todo, los debates del último medio siglo, han perfilado los elementos más caracterizados de lo que puede ser el objeto de la geografía, es decir, el espacio geográfico, con independencia de sus formas más específicas. Se trata de dar perfil y contenido a este objeto que debe ser el núcleo sobre el que se organiza la disciplina. La reflexión teórica sobre el espacio proporciona, en el último cuarto de este siglo XX , perspectivas interesantes para una construcción teórica de este objeto. Desde postulados teóricos contrapuestos existe coincidencia en que el espacio debe ser entendido como una dimensión de las relaciones sociales. La sociedad humana se desarrolla como espacio. Éste es una de sus formas o componentes. No podemos decir, aunque la expresión sea habitual, que la sociedad ocupa el espacio, o se apropia de él, o se extiende en el espacio, porque tales expresiones denuncian y descubren una concepción del espacio como materialidad ajena o contrapuesta al sujeto social. Todas estas expresiones corresponden con una representación arraigada y tradicional del espacio que la geografía ha compartido y ayudado a extender. Pero es parcial y reductora y sustituye el espacio social por un espacio concebido como mero sustrato físico. La generalización de esta expresión no es óbice para su crítica. Crítica, por otra parte, extendida desde hace mucho tiempo en el ámbito del pensamiento; al menos desde Leibnitz y Kant. En realidad, se corresponde con una dominante representación del espacio que ha prevalecido durante mucho tiempo. Aunque no sea la única ni la primera de esas representaciones del espacio. En los nuevos enfoques, el espacio responde a la dimensión social humana. Trasciende la mera respuesta instintiva para pasar a ser construcción, es decir, artificio. Lo físico y biológico constituyen, todo lo más, componentes de esa construcción, en su materialidad y en su proyección imaginaria. Son los materiales utilizados, la materia prima con la que la sociedad se reproduce y con los que construye su espacio. Porque sustrato natural y entorno biológico son expresiones que quedan integradas en la ficción social, forman parte de una ideología espacial y de un discurso social determinado. No tienen entidad propia ni identifican objetos externos. Concebir el espacio como una construcción social surge de la propia condición social de la especie humana. El acto de la reproducción social humana se manifiesta como un proceso de transformación de la naturaleza por el trabajo. El viejo postulado de la geografía moderna como relaciones del hombre con la naturaleza adquiere sentido sólo en la medida en que, como
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percibía y apuntaba L. Febvre, «se contemple desde la perspectiva social y se entienda en tanto que transformación de la naturaleza por la sociedad. Una transformación que no puede contemplarse como si naturaleza y sociedad fuesen dos entes o sustancias separables y separadas; sólo puede darse desde su entendimiento como dos formas de una misma naturaleza. Un planteamiento compartido por un creciente número de geógrafos» (Women, 1994). Se trata, en efecto, de una construcción. La geografía tiene que configurar su propio objeto de conocimiento como un concepto central. Este objeto es real, es objetivo, pero responde a las necesidades específicas del campo geográfico. No hay contradicción entre la objetividad del espacio geográfico y la naturaleza de construcción teórica que, como concepto y objeto epistemológico, tiene en el marco de la práctica científica geográfica. Es lo que apuntaban desde la geografía social francesa al diferenciar el concepto de territorio del concepto de espacio geográfico. El primero como «el soporte terrestre de la vida de los hombres» y el segundo como «una construcción intelectual particular del geógrafo» que permite «dar cuenta de ese territorio en un lenguaje científico» (Ferrer, 1984). Ferrer entiende la geografía como la disciplina que debe explicar de forma científica el territorio, identificado con la materialidad física, por medio del concepto de espacio geográfico, como construcción teórica. Aunque al hacerlo así maneja un concepto de territorio que comparte la idea del contenedor o soporte frente a la realidad social o humana, en términos arcaicos e incurre en una concepción del espacio geométrica más que social, y como un objeto separado de la vida social su propuesta es válida. En realidad, el espacio geográfico, como construcción intelectual, identifica una parte del «espacio social», entendido éste como un producto social. Lo que resulta de los enfoques modernos sobre el espacio social es la preocupación por evitar una concepción sustancialista del espacio. No existe un espacio físico como soporte de lo humano o social, con existencia independiente de éste. Es la ambigüedad del término territorio de Ferrer. El denominado territorio corre el riesgo de confundirse con el sustrato físico e identificar una sustancia existente al margen de la propia sociedad. El territorio de Ferrer constituye el espacio social. Representa una dimensión objetiva de las relaciones sociales, y se constituye, de modo permanente, en el proceso de producción social «base de todo el mundo sensible tal como existe en la actualidad». La contraposición entre territorio y espacio geográfico es válida sólo para distinguir el espacio social o espacio producto de las relaciones sociales, como tal, del específico objeto de la geografía, o espacio geográfico, definido y acotado en el marco teórico de esta disciplina. El concepto de espacio geográfico sirve para acotarlo, limitando teóricamente su alcance, su dimensión -en la medida en que el espacio social desborda los objetivos de la geografía-, y abordarlo en un marco racional. La dimensión física, «natural», del mismo no define el espacio. Es un componente que forma parte del producto social, en la medida en que se incluye como naturaleza transformada por la actividad humana. La naturaleza física representa sólo la materia prima con la que se elabora el espacio en el proceso de reproducción social, utilizada y reutilizada a lo largo de siglos.
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Más allá de la materia prima se encuentra su naturaleza social de medio de producción y de objeto de consumo, su dimensión formal y su carácter de relación social, configurada a distintas escalas, desde la local a la planetaria. El espacio desborda el perfil físico-natural. Es una de las aportaciones esenciales de la elaboración teórica de los últimos decenios, en que han confluido, por razones muy diferentes, las corrientes posmodernas o humanistas y las corrientes marxistas. El espacio social es la materialidad física que la sociedad genera en los procesos de producción y de relación social. Es, también, la imagen que nos hacemos de esa realidad social. Es, asimismo, el conjunto de esas representaciones tal y como la sociedad las transmite o produce. Más aún, el espacio no se puede separar del discurso o lenguaje a través del cual se hace evidente: términos, estructuras de lenguaje, metáforas, familias semánticas. El espacio geográfico, en cambio, es un concepto teórico, que aplicamos al mundo objetivo material y al mundo de los objetos mentales (o ideológico) y lingüísticos, en orden a entenderlo y explicarlo. Constituye una herramienta teórica para indagar las distintas dimensiones del espacio social, que interesan desde la perspectiva geográfica. Una construcción teórica para indagar en las dimensiones materiales, en las dimensiones representativas, en las dimensiones proyectivas, en las dimensiones discursivas, que configuran el espacio social. 4.2.
DE LAS CONSTANTES A LOS CAMBIOS: EL GIRO NECESARIO
Los objetivos que los geógrafos han propuesto para esta disciplina han variado a lo largo del tiempo. Pero se han caracterizado, por lo general, por hacer hincapié en las formas, en las distribuciones, en la organización y en la estructura. La idea de asociar lo geográfico con lo persistente, con lo concreto, es decir, con lo material y formal, se mantiene en la geografía como una constante. En parte por la vinculación naturalista original. En parte por los enfoques espaciales de carácter formal propios de la geografía analítica, esencialmente preocupada por las formas de organización espacial. La tradición geográfica empuja hacia la identificación del espacio con sus rasgos físicos -tanto naturales como sociales-, y hacia la demostración de sus pautas de organización espacial. Se ha interesado, ante todo, por las formas del espacio: la distribución, la organización, la estructura, son términos significativos. Su frecuencia en el uso de los geógrafos no es inocua. La geografía moderna se ha caracterizado, a lo largo de más de un siglo, por privilegiar como foco de su indagación los patrones o formas de organización o distribución de los fenómenos objeto de estudio. Desde las formas del relieve a la distribución del poblamiento, de la población o de las actividades económicas. De una forma u otra, a pesar de las diferencias epistemológicas e ideológicas, han prevalecido enfoques de carácter formalista y estructural. Lo que Harvey denomina patterns. La geografía moderna está repleta de investigaciones referidas a estos patrones o tipos de organización del espacio,
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vinculados con la cultura étnica o racial, con los factores físicos, con el precio del suelo, con el beneficio o con la estructura social. Derivar de los patrones u organización física o formal a los procesos constituye una propuesta reciente para una geografía adaptada a la sociedad actual. El horizonte de la geografía, de acuerdo con las reflexiones surgidas en los últimos decenios, se perfila, en mayor medida, sobre los procesos que generan las formas o materialidad con que se manifiestan en un instante determinado, que por estas formas. El propio dinamismo de la sociedad moderna hace inválido un enfoque formalista o sustancial, es decir, un enfoque asentado sobre la organización del espacio en sí misma, como tal. El estallido urbano, la renovación permanente de los espacios rurales, la movilidad acelerada de los espacios industriales, la transformación de las infraestructuras, el perfil homogéneo, a través del mundo entero, de centros urbanos y de áreas residenciales, han desprovisto de fundamento a toda tentativa de fijar en una imagen instantánea una fracción del espacio. Es cierto que la inercia de la tradición empuja a contemplar las permanencias o lo que parecen serlo. El fetichismo del espacio aparece más bien, entre los geógrafos, como el fetichismo de las formas, y el fetichismo de la materialidad, de lo físico o tangible. Se ha prestado menor atención a los procesos, al cambio. Y sin embargo, son éstos los que aparecen como el núcleo de una geografía acorde con su tiempo. Este giro representa, desde una perspectiva epistemológica, cambiar el enfoque geográfico y remover convicciones arraigadas en la tradición de la geografía moderna. Supone sustituir la preocupación por las constantes, por las permanencias, consideradas, de alguna manera, como las categorías propias de lo geográfico -por oposición a lo efímero, a lo histórico, a lo contingente-, por el interés en el cambio, en las transformaciones, en la mutación, como eje de la explicación del espacio geográfico, como claves para entender el espacio social. Es un interés que tiene un fundamento teórico. El acento sobre los procesos deriva de la propia naturaleza histórica, construida, atribuida al espacio, a sus elementos. Ni aquél ni éstos vienen dados de forma natural, sino que son el producto de determinados procesos en un momento y en un ámbito históricamente determinados. De donde la necesidad de analizar esos procesos de construcción, de elaboración. Una construcción que es teórica, que es simbólica, que es material. Representa una revolución mental. Supone un difícil esfuerzo porque significa renunciar a los modos de pensar, a los esquemas mentales más arraigados, a las convicciones intelectuales, asociadas a la geografía como disciplina de lo permanente, de lo que apenas cambia, o mejor dicho, de una realidad cuyo ritmo de transformación parece medirse por siglos o milenios e, incluso, desde la perspectiva de la geografía física, por cientos de miles o millones de años. Sustituir la permanencia por la contingencia no es fácil. Es un cambio de perspectiva difícil, porque la tradición geográfica arraigada no ha tenido ese objetivo. Y sin embargo, esto significa la propuesta de hacer de la geografía una disciplina de los procesos.
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Los procesos: agentes, prácticas y representaciones
Son los procesos sociales, en su dimensión espacial, como expresión directa del cambio, más que la situación temporal o estado espacial, el objetivo que se propone para la geografía. La geografía no debe detenerse, tanto en la configuración o instantánea del espacio como en lo que les mueve y transforma. Tener más en cuenta los procesos que hacen el espacio que la mera configuración de éste. Dar preferencia, por ello, al análisis respecto de la descripción. Desentrañar, bajo las apariencias de estabilidad y persistencia que han caracterizado la perspectiva geográfica, el movimiento que hace del espacio una realidad social cambiante. Como el propio Harvey sentenciaba, en esta reorientación se encuentra la posibilidad de una «geografía revitalizada y más relevante» (Harvey, 1988). Se trata de una geografía que se plantee «cómo los procesos de socialización en espacios determinados generan grupos sociales, y cómo las gentes transforman los lugares y se transforman a sí mismos, a través de estos procesos» (Johnston, 1987). Los procesos que permitan entender la forma en que el espacio geográfico terrestre, a escala mundial y a escala local o regional, se produce y se reproduce, por medio de intercambios y flujos de capital, de bienes, de personas. Se trata de entender y explicar por qué y cómo se producen, unos y otros, los que tienen escala planetaria y los que tienen una dimensión local. Hacer de los procesos un foco de atención preferente de la investigación geográfica representa definir estos procesos y vincularlos con sus condiciones de producción. Los procesos que modelan el mundo moderno, asociados al capitalismo y la sociedad industrial -o postindustrial, en términos posmodernos- están relacionados con prácticas sociales específicas, con representaciones sociales específicas y con agentes sociales determinados. Procesos, agentes, prácticas y representaciones son conceptos que pertenecen a esta perspectiva renovada. Y aunque no todos los geógrafos que los emplean lo hacen con la misma concepción, comparten, en cierto modo, el que agentes, prácticas y representaciones determinan la dimensión de los procesos. Responden a las distintas instancias del análisis geográfico, que identifican elementos y relaciones a considerar en la investigación del espacio geográfico. Los últimos decenios han introducido en la geografía estos enfoques y estos conceptos. Desde postulados posmodernos y humanistas en unos casos, desde postulados marxistas y posmarxistas o neomarxistas, en otros, las investigaciones geográficas y las reflexiones teóricas han tratado de profundizar por esta vía. Procesos materiales -en su diversa y múltiples manifestaciones-, imágenes, proyectos, representaciones y discursos corresponden a lo que podemos identificar como herramientas de comprensión y explicación de la realidad geográfica, de la realidad que interesa a la geografía. Tras todos ellos se perfilan los agentes sociales, sus prácticas y los productos de las mismas.
LAS CULTURAS DEL ESPACIO, LAS CULTURAS GEOGRÁFICAS 5.1.
LOS AGENTES Y SUS PRÁCTICAS
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Por una parte, los agentes que operan socialmente como productores del espacio geográfico tienen su percepción de ese espacio geográfico, su propia representación del mismo, y sus estrategias de intervención sobre él. Por otra, las prácticas que esos agentes desarrollan, de forma consciente o inconsciente. El espacio geográfico es un producto social, pero es la obra de múltiples agentes individuales y colectivos. Es cada individuo el que toma decisiones que implican fenómenos espaciales. En la elección del lugar y tipo de su vivienda, en la elección del trabajo y lugar del mismo, en sus hábitos de compra, de ocio, de trabajo, en su comportamiento y reacción respecto de las actitudes de otros sujetos individuales, en su aceptación o rechazo de determinadas pautas sociales, en su escala de valores, preferencias, cultura, solidaridades, que tienen, por necesidad, una dimensión individual. El individuo es, sin duda, el agente último, en el sentido de esencial. Es indudable que el espacio social resulta de la imprevista combinación de las múltiples decisiones individuales que coinciden en un momento dado, a escalas tan diversas como la doméstica, la productiva, la económica, la cultural, la local, la nacional, la internacional. La reivindicación del individuo como el agente por antonomasia, exagerado hasta el máximo en el individualismo metodológico, ha servido para valorar este componente básico de la construcción del espacio. Tomar en consideración de forma activa y destacada el papel del individuo se ha convertido en una exigencia obligada del análisis geográfico. La crítica al individualismo metodológico o al solipsismo posmoderno ha mostrado que el individuo, reducido a su dimensión biológica o psicológica, no permite ni entender ni explicar. Es decir, el individuo como agente, como protagonista, como sujeto capaz de elección y decisión, tiene carácter socializado. El individuo o sujeto lo es en tanto forma parte de una formación social, de una colectividad, que no es el resultado de la mera agregación de individuos, sino una realidad histórica en la cual el sujeto se define como miembro de una comunidad local, de un sistema social, de una cultura. Separar al sujeto individual de su naturaleza social es tan reductor como ignorarlo y tan inútil. Las reflexiones de Giddens, al resaltar el protagonismo de los individuos como agentes de los procesos sociales, pero ubicando su acción en un marco estructural, han abierto una dirección en el entendimiento dialéctico de la relación entre las decisiones individuales y los procesos sociales, entre el sujeto y la estructura social, que ha tenido una notable recepción entre los geógrafos. Por otra parte, el individuo como agente social no opera como un Robinson, como productor del espacio geográfico. Operamos, como individuos, a través de múltiples mediaciones que tamizan, filtran, dirigen o modelan nuestras percepciones, nuestros valores, nuestras elecciones, nuestras decisiones. Aunque cada sujeto es dueño de sus actos, y se vincula con ellos, no escapa a esas múltiples instancias mediadoras que depuran los actos individuales.
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Instancias que van desde la familia, a los poderes efectivos -Estado, ejército, iglesias, entre otros-. Instituciones de todo orden, administrativas, jurídicas, culturales, enmarcan la vida cotidiana. Algunas de éstas se imponen sobre los propios Estados y sobre la experiencia inmediata de la vida diaria, que escapan por completo al sujeto individual. La existencia de estas mediaciones ubica al individuo, como agente, en un conjunto de marcos sociales que se manifiestan en escalas espacio-temporales muy diversas. En muchos casos, lo integran en una especie de sujeto colectivo que, aunque opera por el acuerdo de un número limitado de individuos, presenta una indudable autonomía. Esta autonomía es el fruto de reglas o normas, de hábitos establecidos, de inercias sociales, de valores aceptados o impuestos, de tensiones que condicionan el comportamiento individual y que lo modelan. Es el caso de las instituciones, de cualquier orden que sean, administrativas o lúdicas, políticas o religiosas, jurídicas o militares, sanitarias o carcelarias; y es el caso de las grandes corporaciones empresariales. Forman parte también de esta categoría esencial de agentes o actores, como los denominan los geógrafos del grupo Reclus (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Son los agentes sociales cuyas prácticas contribuyen a la producción del espacio geográfico. A escala del Estado y a escala internacional, la acción individual se diluye en las estructuras sociales y políticas, y el agente individual deja paso, a través de esas múltiples mediaciones sociales, a los agentes sociales de carácter colectivo -económicos, políticos, jurídicos, culturales- que trascienden las acciones de los sujetos particulares. Las prácticas de estos agentes son las que tienen una más decisiva incidencia en la producción del espacio social, con sus decisiones sobre inversión, con sus estrategias productivas, con sus políticas de carácter económico, técnicas, jurídicas, culturales y científicas. Ejercen un control de la producción científica y cultural. Y, a través de ellas, de las representaciones espaciales que modelan las imágenes dominantes en la sociedad, las que interfieren en las decisiones individuales. Las estrategias de las grandes multinacionales, de las grandes instituciones internacionales de carácter económico o político, determinan las condiciones en que se desenvolverán empresas locales e inciden sobre el equilibrio o evolución de esos espacios locales (O'Farrell, 1980). Estrategias que tampoco son ajenas a las iniciativas, a las decisiones, a las políticas que, a escala local, regional o estatal, interfieren en ellas. No se trata de una relación de sentido único. Las múltiples prácticas sociales que intervienen en la construcción y reconstrucción del espacio geográfico, prácticas económicas -tanto en la esfera productiva como en la de la reproducción-, prácticas políticas, prácticas culturales, se producen a escalas que varían de lo doméstico a lo planetario y se inscriben en coordenadas espacio temporales precisas. El ámbito doméstico y local constituye el área privilegiada de la acción individual, en la que la relación entre decisión y producto parece más real por lo inmediata. Afecta al marco del espacio vivido e interfiere de modo directo en las condiciones de vida del propio actor o agente in-
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dividual. Es el ámbito en que acción individual y representación aparecen más inmediatas. Sin embargo, es en los ámbitos estatal y planetario en los que se determinan los límites de esas acciones individuales, en el mundo actual. La autonomía de las prácticas locales no dejan de ser una ilusión, ante el carácter determinante que adquieren los procesos de carácter mundial. La implantación de un capitalismo a escala planetaria por vez primera en la historia ha acelerado esta relación entre lo local y lo global, esta dependencia o determinación múltiple, esta dialéctica universal. La moderna geografía política, al resaltar el valor primordial del sistema mundo, de la escala global, como la esfera de referencia o entendimiento incluso de los fenómenos locales, viene a mostrar esta interrelación entre lo planetario y lo individual, esta dialéctica que está en la base del entendimiento del espacio social y de las prácticas que le dan origen. Son las decisiones de las grandes corporaciones económicas y financieras, de las grandes multinacionales, de los organismos económicos, financieros y políticos, de las grandes organizaciones estratégicas y militares, de los Estados, en mutuo acuerdo o en desacuerdo, las que determinan no sólo los acontecimientos decisivos a escala mundial, sino sus derivaciones más locales. El futuro de una pequeña localidad depende de acuerdos o decisiones ajenas a sus habitantes, tomados por quienes ignoran su existencia. Lo local se integra así en una malla compleja de relaciones, de decisiones, de estrategias, de procesos, que escapan al control directo de las comunidades afectadas. Las actitudes, los comportamientos, las decisiones de éstas, aparecen condicionadas por esa malla lejana, en la que es difícil identificar actores. De tal modo que las respuestas individuales y colectivas locales se producen de acuerdo con imágenes más o menos precisas del espacio social en que se desenvuelven. El espacio resulta de la acción múltiple de agentes muy diversos cuyas imágenes forman parte, en la generalidad de los casos, de una representación del entorno de cada individuo. Cada agente la tiene y en función de la cual adecua sus acciones e intervenciones espaciales, o apoya o desautoriza las de otros agentes, a través de las distintas mediaciones sociales. Son las representaciones del espacio que condicionan el comportamiento y las estrategias de los agentes sociales. Agentes sociales que, por otra parte, son los productores de estas representaciones del espacio. Representaciones y discursos que ayudan a la construcción-destrucción del objeto de la geografía, a su permanente elaboración material, como discurso y como imagen. La práctica social que construye el espacio posee varias instancias, desde la de la actuación espacial directa, física, a la de la producción simbólica, la proyección o proyecto del espacio y el discurso sobre el mismo. Forman parte de un todo. La generalidad de estos agentes proyectan sus intervenciones o actúan, tanto los de carácter social como los particulares, en las grandes operaciones y en las más minúsculas o modestas, a partir de ideas e imágenes, transmitidas socialmente, y que cada agente interpreta y elabora de forma independiente. Esas ideas e imágenes forman parte de una particular represen-
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tación del entorno próximo y lejano, en que se mezclan informaciones, elementos objetivos, valores y creencias, ideologías de distinto orden. Estas representaciones tienen que ver con la clase social, el sexo, la raza, el origen étnico, la cultura, el grado de formación intelectual, la pertenencia política y religiosa, la situación socioeconómica, entre otros muchos factores. Aunque la decisión sobre las acciones propias, sobre todo en el caso de los particulares, es independiente y autónoma, las mediaciones sociales que intervienen para iniciarla determinan que el caos de las innumerables acciones individuales se traduzca en procesos bien definidos desde una perspectiva social y espacial. Segmentos considerables de la población adoptan pautas de comportamiento similares, responden a determinados acontecimientos de forma uniforme, actúan como si se hubieran puesto de acuerdo, como si sus acciones estuvieran planificadas. Fenómenos demográficos como el baby boom, o, al revés, restricciones drásticas de la fecundidad, se imponen en poco tiempo al conjunto de una sociedad y marcan su perfil sociodemográfico: caso del fenómeno señalado en primer lugar, en Estados Unidos, tras la segunda guerra mundial, repetido en otros países en otros momentos; o, en el indicado en segundo lugar, tal y como se instaura en España en los años ochenta de este siglo XX. En otro orden, miles de personas se desplazan a determinados lugares de la costa mediterránea desde el resto de Europa, o desde otros lugares de España, y transforman por completo el carácter de ese espacio litoral. 0 miles de personas adoptan, por razones diversas, que son económicas pero también de mentalidad, la decisión de cambiar su lugar de residencia, desde el casco urbano a las periferias. Las decisiones individuales forman parte de un movimiento social y se inscriben en pautas sociales. El carácter autónomo y personal de la decisión no contradice su condicionamiento social. Constituyen prácticas espaciales, prácticas que tienen implicación o efecto en los procesos de producción del espacio social. Son prácticas operativas, prácticas políticas, prácticas económicas, prácticas culturales: de la acción múltiple de éstas, de su interacción, surge el espacio social que interesa a la geografía. Algunas responden a iniciativas públicas, constituyen proyectos que planifican una determinada intervención espacial. Pueden ser de carácter productivo, o de índole urbana, o de naturaleza social. Otras son acciones particulares, de incidencia imprecisa sobre el espacio, imprevistas e imprevisibles en su manifestación y en sus consecuencias: desde la adquisición o venta de un vivienda, o la implantación o cierre de una industria, o el desplazamiento durante el tiempo libre a un determinado lugar de la costa o la montaña. Acciones no coordinadas con otros agentes particulares pero cuya agregación tiene una decisiva incidencia en la construcción del espacio. Tras todas estas acciones, individuales y colectivas, se encuentran esas representaciones del entorno, que cada individuo posee y asimila, pero que tienen una dimensión social. Son representaciones que condicionan sus comportamientos y que condicionan también los comportamientos de los agentes públicos, de los agentes colectivos, económicos o políticos, y mo-
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delan la construcción del espacio social en cada momento. Convierten en necesarias determinadas actitudes o decisiones o, por el contrario, desvalorizan otras que han tenido un predicamento notable con anterioridad. Estas representaciones que los agentes construyen y utilizan en sus prácticas, representaciones del entorno en el que operan, como imágenes del mismo o como proyectos de intervención, forman parte de los procesos que construyen el espacio social. Constituyen una dimensión específica de lo que podemos entender por procesos en la producción del espacio, al mismo tiempo que representa una instancia del análisis geográfico de tales procesos. 5.2.
LAS REPRESENTACIONES ESPACIALES
La sociedad construye su espacio material al mismo tiempo que se lo representa y que lo nombra. La interacción entre el espacio material, los espacios mentales o imaginarios y los espacios semánticos, forma parte del espacio y de las prácticas sociales que lo definen. El fundamento de una y otra es lo que se ha denominado la espacialidad de la sociedad, la dimensión espacial de la sociedad humana. La reflexión sobre estas dimensiones del espacio es antigua, como vimos, y ha sido una aportación sustantiva de las filosofías del sujeto, críticas con una concepción naturalista o esencialista del espacio. El carácter psicológico y subjetivo resaltado por estas corrientes ha sido completado, desde perspectivas muy distintas, por los enfoques de carácter marxista o neomarxista. La geografía tiene que ver con el espacio como construcción social. Construcción cuya materialidad arraiga en la práctica cotidiana de la reproducción, en la transformación de la naturaleza. Arraiga, también, en las representaciones que acompañan a esas prácticas sociales y que orientan, en unos casos, las propias prácticas, o las formalizan, en otros. Y arraiga en el discurso sobre esa construcción. Esta aproximación al espacio como un producto social dinámico, que surge del propio proceso social, y por tanto de la transformación permanente de la naturaleza por el trabajo humano, debe considerar las diversas instancias en que aparece y se produce el espacio. Se trata de un producto que se genera en la transformación productiva de la naturaleza pero que no se circunscribe ni limita a una instancia material. El espacio geográfico es una representación que podemos considerar en varios niveles o instancias. La primera como «proyecto» social que regula y determina el proceso material de la producción del espacio, aunque como tal proyecto se materialice como múltiples autorías individuales. La segunda, como «imagen» que estructura el espacio, que lo hace inteligible, que le da profundidad histórica. En tercer lugar, como «discurso» del y sobre el espacio. El campo geográfico se corresponde con este extenso pero preciso marco de las prácticas -productivas, proyectivas, imaginarias y semánticas- y sus productos, que determinan el permanente proceso de construcción del espacio social.
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El producto de estas prácticas es el espacio. El espacio, como concepto geográfico, identifica la dimensión material, extensa, mensurable, perceptible de las relaciones sociales. Es decir, el producto directo de las prácticas sociales y de las relaciones sociales que las determinan. Esta instancia material es evidente, en cuanto la dimensión física del espacio, como materialidad, se nos impone como una evidencia. La consideremos como capital fijo o como paisaje, la geografía moderna muestra una notable coincidencia en reconocer esta materialidad de su objeto, en que confluyen tanto los viejos enfoques regionalistas como los analíticos y los radicales. En el sentido de que el espacio lo hacemos materialmente, de forma más o menos consciente. Sin embargo, los últimos decenios han permitido poner de manifiesto que el espacio no se encierra en esta materialidad y que la naturaleza física del espacio resulta ininteligible si no se toman en consideración otras dimensiones. Constituyen lo que podemos denominar las instancias simbólicas y proyectivas del espacio. Las que tienen que ver con la representación social del espacio. Estas prácticas producen también -y son determinadas, a su vez, por ellas- las representaciones que la sociedad y los individuos tienen del mismo. Construimos o producimos imágenes espaciales referidas a él. Más aún, no sólo construimos imágenes espaciales de nuestro espacio material sino que proyectamos, en la medida en que diseñamos el espacio futuro o deseado. El espacio geográfico es inseparable de la intención y objetivo de introducir en él elementos de ordenación. Éstos pueden tener un carácter funcional productivo, un carácter funcional simbólico, una significación identificadora. Estas representaciones sociales del espacio tienen una doble manifestación. Por una parte tienen un carácter proyectivo. Por otra, imaginario o simbólico. Es, en primer término, la instancia proyectiva o la representación como proyecto. Son representaciones que prefiguran la intervención espacial. Todo proyecto de intervención espacial responde a una cierta representación o imagen, que constituye el proyecto de esa intervención. Estos proyectos tienen una importancia excepcional en las estrategias e intervenciones del Estado, de los agentes públicos, de las grandes sociedades o corporaciones económicas, de las instituciones a escala local, regional, estatal e incluso mundial. La suma de estos proyectos, viables y no viables, técnicos y políticos, privados y públicos, individuales y colectivos, interfiere en la construcción material, que responde a patrones sociales de muy diverso orden. En unos casos impuestos por la racionalidad productiva, según ésta es definida y contemplada por los propios agentes sociales. Se traduce en la planificación de las acciones, en el conjunto de las normas legales que regulan las acciones particulares y colectivas. En otros, es el resultado de la ideología que introduce, por la fuerza del poder o con la mediación de los medios de difusión social, pautas de intervención que orientan la construcción del espacio en un determinado sentido o dirección o que impiden hacerlo en otra. La creciente influencia de las políticas ecológicas es un buen ejemplo. Pueden llegar a convertirse en patrones de conducta que identificamos como cultura.
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En el mundo moderno, la importancia de esta instancia resulta decisiva. Identifica un complejo entramado de actuación consciente, que responde a estrategias sociales definidas. Forman parte de él la regulación del desarrollo urbano o industrial, la determinación de las infraestructuras, el propio estilo formal -estético y simbólico- del espacio producido, la regulación de los espacios protegidos. Es la instancia de la representación como proyecto. Tras estas representaciones activas, interventoras, en las que el espacio adquiere la forma de un proyecto definido de antemano, se encuentra la instancia de las representaciones convencionales. Son las que en sentido más estricto constituyen la cultura, en este caso la cultura del espacio. Se manifiesta de forma difusa, se muestra como imágenes sociales del espacio, como construcciones ideológicas y simbólicas, como los espacios de la percepción. Es la instancia que delimita nuestra actitud y que dirige nuestras iniciativas. Se trata, sin duda, de una representación individual en la medida en que cada sujeto posee su propio mapa mental y cuenta con sus propios valores y determinaciones. Sin embargo, es evidente que tras la representación individual se encuentran pautas culturales -esto es, sociales- en las que se inscriben las que cada sujeto individual posee. El componente esencial de esta instancia es, precisamente, la dialéctica sutil entre lo social y lo individual. Una dialéctica condicionada por múltiples mediaciones que impiden contemplar la perspectiva individual del espacio como un mero reflejo de las representaciones sociales o colectivas, o como una respuesta directa a determinaciones sociales específicas. Ni el estatuto social, ni la condición económica, ni la mera pertenencia cultural, ni la condición sexual, definen, de forma excluyente, el perfil de nuestras representaciones del espacio, ni los valores que atribuimos a sus componentes. Todos ellos intervienen y se modifican o condicionan mutuamente y adquieren mayor o menor preponderancia en relación con otros factores. La determinación social no es mecánica y las críticas a los postulados mecanicistas utilizados por la ortodoxia marxista lo han puesto de relieve hace mucho tiempo. Del mismo modo que se ha mostrado su carácter simplificador en las formulaciones del materialismo funcionalista. No obstante, estas representaciones y valores simbólicos, que forman parte de nuestro acervo individual, pertenecen a un mundo social en que nos desenvolvemos. El principal reto intelectual se encuentra, precisamente, en la capacidad de abordar estas relaciones entre el sujeto particular -y sus representaciones- y las representaciones sociales, entre el individuo y sus múltiples y sutiles mediaciones de todo tipo. La instancia de las representaciones simbólicas o convencionales, dinámica y cambiante como la propia sociedad, adquieren sentido en relación con otra instancia o dimensión de lo espacial. Se trata de la instancia del discurso o lenguaje. El espacio no constituye sólo una construcción material y una construcción mental: el espacio se produce también como un discurso. El espacio es inseparable, en todas sus manifestaciones, de un lenguaje. Aparece,
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sin duda, en forma cultural en relación con el simple saber del espacio que caracteriza toda sociedad humana. Es evidente en el caso de la cultura geográfica que elaboran los griegos de la época clásica y que hereda el mundo occidental moderno. El lenguaje geográfico tiene una doble dimensión. Forma parte, por un lado, del propio espacio. Éste se resuelve en nombres, en términos, en vocablos, en verbos, que tienen una naturaleza múltiple. Son términos que identifican, topónimos, hidrónimos, orónimos, entre otros. Son términos que denotan procesos, formas, relaciones. Proporcionan un complejo vocabulario de geografía, que podemos precisar como un vocabulario social del espacio, cuyos matices varían según los idiomas pero que configuran un corpus equivalente, que, por otra parte, muestran múltiples interferencias y préstamos. En realidad constituye como un gigantesco depósito sedimentario, en el que se acumulan capas de origen y edad muy distintos, que nos ilustran sobre la profundidad histórica de la construcción del espacio social, y sobre los matices que cada época y sociedad ofrece respecto de su representaciones y sus prácticas espaciales. La transformación de los vocablos con el tiempo, las nuevas acepciones, el tránsito de unas lenguas a otras, nos ponen en comunicación con el dinamismo de estas representaciones y la importancia del lenguaje como vehículo activo en la constitución de las mismas. Términos como territorio y espacio, o como ciudad y villa, town o city, campo, terrazgo o bancal, son elementos que describen e identifican elementos de una configuración del espacio, en términos empíricos y en términos abstractos. Forman parte del espacio social. No tienen más precisión que la que les otorga el uso de cada uno y pueden variar en su acepción de un lugar a otro. Plaza, en unos lugares significa el espacio abierto de carácter urbano, en un espacio edificado; plaza, en otros lugares, identifica una medida agraria. Villa adquiere lo mismo el valor de una aglomeración rural que de una gran concentración urbana. Son elementos del espacio, fragmentos semánticos del espacio. Son polisémicos por lo general, son equívocos, son ambiguos. La otra dimensión del lenguaje geográfico corresponde al campo específico de la geografía. Compone un limitado acervo de conceptos de diverso orden, que adquieren sentido sólo en el contexto de una disciplina. Son «las palabras de la geografía», como les han denominado, con acierto, al referirse a este conjunto de términos que operan a modo de herramientas para el análisis y comunicación dentro del dominio de la disciplina (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Son términos acordados, son vocablos convencionales, como lo son los signos de un mapa. Tienen -aunque no siempre ocurra así- un carácter unívoco. Se les acota en su sentido y aplicación. Dan forma a un vocabulario limitado y acordado de la geografía, es decir, de un campo de conocimiento. En su primera forma son parte del espacio social. En la segunda constituyen una parte del espacio geográfico. En uno y otro caso se trata del lenguaje. Uno de los problemas de la geografía actual deriva de la escasa definición de su lenguaje, de la confusión entre el lenguaje de la geografía y el del espacio. El vocabulario geográfico no es el vocabulario de la geografía.
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El distingo, esencial, separa en la geografía actual la geografía con aspiración de conocimiento riguroso y la geografía como cultura. El lenguaje adquiere también otra dimensión en relación con la geografía. Se trata no sólo de los términos que componen el campo convencional y acotado de la disciplina, sino también del texto, del discurso que emplean los geógrafos. La obra geográfica conlleva términos, pero también orden, secuencias, referencias, vínculos, argumentos, metáforas, analogías, que hacen de esta obra una forma de expresión que se ajusta a determinados parámetros o pautas. Es lo que se conoce como discurso, en el sentido de Foucault, como texto, de acuerdo con el uso que han dado a estos términos en el postestructuralismo. Haber llamado la atención sobre esta dimensión constituye una de las aportaciones fundamentales de los enfoques posmodernos. Con su unilateral reducción de la realidad a la condición de lenguaje, siguiendo tradiciones culturales precedentes, han estimulado el que se preste atención a esta dimensión de la realidad que es el discurso del espacio, la forma en que los agentes sociales nombran y describen el espacio, y sobre todo, el discurso disciplinar, el texto. El lenguaje de los geógrafos, los lenguajes de los geógrafos, en sus descripciones, en sus mapas, han pasado a ser objeto del análisis, de la de-construcción, de la hermenéutica. Las obras de los geógrafos se prestan a la interpretación, al análisis desde la perspectiva de su estructura, de sus elementos constitutivos, de las referencias que usa y las que ignora, entre otros aspectos. Sin reducir la realidad y el conocimiento a la condición de texto, como sucede en las formulaciones posmodernas, la crítica postestructuralista ha significado la apertura de este frente, el reconocimiento de esta dimensión sustantiva de la realidad. La dimensión del lenguaje como una parte a considerar en el análisis del espacio, cuya consideración crítica y precisa puede permitir ahondar en el conocimiento del espacio social, como han puesto de manifiesto algunas aproximaciones recientes en el caso español (García Fernández, 1985). El espacio es una construcción social que, al mismo tiempo, pertenece al mundo material productivo, al mundo mental simbólico y al mundo de la comunicación y el lenguaje. Es discurso, es representación y es materialidad. Ignorar cualquiera de estas dimensiones o instancias de lo geográfico representa una reducción y, por tanto, una amputación y simplificación de la realidad. Una de las grandes aportaciones de los debates del último cuarto de siglo ha sido la de hacer patente esta diversidad de facetas del espacio social, que interesa a la geografía. 6. Los procesos espaciales: diferenciación y desigualdad
Los procesos sociales que construyen el objeto de la. geografía tienen una dimensión temporal y tienen una dimensión espacial. Es decir, son dinámicos y varían con el tiempo, de tal manera que el espacio social tiene profundidad histórica. Es el resultado de la acumulación de espacios cons-
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truidos por sociedades anteriores y que responden a relaciones sociales distintas de las actuales. Los procesos que dominan en un momento determinado se inscriben sobre el resultado de procesos anteriores y derivan de ellos. El cambio se inscribe sobre la continuidad. Esta inercia está en relación con la que presentan las propias relaciones y procesos sociales. Los procesos sociales tienen, también, un carácter diferenciado sobre la superficie terrestre. No son homogéneos ni se producen de igual modo en las diversas localidades, en los distintos territorios. La variabilidad es un rasgo destacado de la construcción del espacio. El dinamismo en unas áreas contrasta con el estancamiento y el declive de otras. La intensidad de ciertos procesos en unos territorios se opone la debilidad de los mismos en otros. Las diferencias de intensidad, de ritmo, de naturaleza, de efectos opera como un mecanismo universal. El capitalismo ha contribuido a acentuar estas diferencias entre las distintas partes de la superficie terrestre, es decir, entre las distintas sociedades. La homogeneidad del marco capitalista y su creciente universalización no contradice sino que estimula o acentúa las diferencias y los contrastes en los procesos sociales de construcción del espacio. Al mismo tiempo que se hacen universales los mecanismos de reproducción capitalista, y que se integran en los procesos de acumulación la totalidad de las sociedades terrestres, que el capitalismo absorbe la totalidad de los recursos físicos y humanos existentes en la superficie terrestre, se acentúan las diferencias entre sociedades y espacios. Son procesos sociales que, desde un enfoque espacial, se pueden resumir en un rasgo sobresaliente: el desarrollo desigual y, con ello, la diferenciación espacial. Dos términos de un mismo proceso, que se corresponde con el de la expansión del capitalismo moderno. La expansión del capitalismo aparece unida, de forma natural, a la generación y agravamiento de las desigualdades: desigualdades en el desarrollo económico, en la calidad de vida, entre países, áreas, clases y grupos sociales. Y aparece unida a la permanente reproducción de estas desigualdades, que se desplazan entre distintas áreas del planeta, y dentro de los Estados, como si fuera una ley inexorable del propio desarrollo capitalista. Esto es lo que vienen a decir y sostener las interpretaciones marxistas o neomarxistas, como las que formulan Harvey y Smith. En cualquier caso, son los procesos de diferenciación los que destacan como los más relevantes en la construcción del mundo actual y como los que dominan, a escala planetaria, estatal y local, desde hace más de dos siglos. El desarrollo desigual establece el telón de fondo del mundo actual. Y que se integra, en la actualidad, en esa dialéctica de lo global y lo local. Estos procesos de diferenciación presentan, desde una perspectiva geográfica, dos formas o manifestaciones claramente definidas. La una responde a prácticas de carácter social, de naturaleza predominantemente política, que se traducen en la división y fragmentación de la superficie terrestre en unidades espaciales de rango político. El elemento que las distingue es la presencia de un límite, de un borde o frontera, establecido y reconocido. Identifica un tipo de vinculación entre un grupo social y un
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fragmento del espacio terrestre, es decir, un territorio. Su materialidad es, ante todo, cartográfica, aunque se proyecte de forma empírica. La otra tiene un carácter más difuso, carece de límites precisos. Responde a la acción de los agentes sociales y se traduce en áreas diferenciadas por el grado de desarrollo, por la intensidad mayor o menor de acumulación de capital fijo, fuerza de trabajo, servicios, entre otros. Tiene, por ello, un carácter material manifiesto. Dan forma a áreas locales y a espacios de escala intermedia, o espacios regionales. Configuran dos modos de diferenciación del espacio terrestre. 6.1.
LA DIFERENCIACIÓN ESPACIAL: PRÁCTICAS Y PROCESOS TERRITORIALES
Un componente de esta diversidad proviene de la propia diferenciación territorial que caracteriza la realidad geográfica a escala planetaria y a escala estatal. Esta diversidad territorial procede, directamente, de las prácticas sociales y constituye una de las más relevantes desde la perspectiva geográfica. Las sociedades, los grupos humanos, a escala local y, sobre todo a escala estatal, se distinguen por la tendencia a acotar un área propia, un espacio de pertenencia. Cada grupo humano, con una cierta estabilidad, se define por una cierta extensión, identificada como propia, que constituye su territorio y reconocida, o disputada, por el resto de los grupos humanos. Se trata de lo que se denomina territorialidad. Un carácter asociado, en ocasiones, en el ámbito de la Etología animal, a la que manifiestan otras especies. La adscripción o pertenencia a un cierto ámbito, la delimitación de un área de pertenencia o dominio respecto de otros individuos o grupos de la misma especie, constituye una práctica común en un gran número de especies animales. Representa, para algunos etólogos animales, el rasgo más destacado de los comportamientos sociales de estas especies. La vinculación de la territorialidad humana con la animal ha sido habitual, desde postulados diferentes y con intenciones dispares. La evidente coincidencia de actitudes y comportamientos no supone equivalencia. La diferencia esencial es el carácter elaborado socialmente que adquiere en la especie humana. Es una territorialidad proyectada y construida. Se traduce en una división y fragmentación de la superficie terrestre en áreas de poder o soberanía, en espacios de ejercicio de este poder, por razones de diversa índole. Aparece en escalas tan contrastadas como la doméstica y la local, que podemos identificar con los territorios socialmente reconocidos más elementales, y la del Estado, en el extremo opuesto, como el espacio o territorio de mayor amplitud y el que expresa de forma más intensa su carácter de espacio de poder. El Estado es la principal y más relevante forma del territorio. Pero no la exclusiva, en la medida en que se producen entidades supraestatales surgidas del acuerdo de los poderes estatales. Áreas como la Unión Europea son un ejemplo de estos espacios que se construyen por encima de los territorios del Estado. Y en la medida en que los propios dominios estatales
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OBJETO Y PRÁCTICAS DE LA GEOGRAFÍA
se organizan en áreas de menor extensión, de carácter político-administrativo muy dispar. Abarca desde la entidad confederada y el Estado federado, hasta la provincia y el municipio, como entidades puramente administrativas o gestoras del control y dominio del Estado sobre su territorio. El Estado moderno representa, de este modo, la manifestación más elaborada de las prácticas territoriales humanas, hasta el punto de que ha podido afirmarse que el territorio es una «invención» asociada a este Estado moderno (Alliès, 1980). La frontera es el signo del territorio y la soberanía la manifestación del dominio sobre el mismo. Es indiscutible en la medida en que, como se había puesto de manifiesto en las geografías políticas, el Estado adquiere su madurez moderna en el momento en que la frontera adquiere una categoría objetiva, empírica, comprobable. Esto sólo es factible en el momento en que es posible establecerla sobre un plano de forma plena. Lo que no logra hasta la consolidación de la moderna cartografía, en tiempos de Napoleón. No es de extrañar, por tanto, que se haya considerado la cartografía moderna como la expresión misma del poder (Barnes, 1996). De tal manera que el mapa moderno representa, ante todo, un instrumento para definir estos territorios, entre Estados, y dentro de cada uno de ellos, de sus componentes políticos o administrativos con entidad espacial. Sin embargo, las prácticas territoriales no se agotan en la definición del Estado y en la confrontación entre éstos y en las mutaciones históricas de las fronteras. Procesos, por otro lado, que dominan el transcurso histórico, aunque puedan pasar desapercibidos muchas veces. No obstante, una simple ojeada al siglo XX pone de manifiesto la persistente variación territorial que tiene lugar en estos cien años, producto de la disgregación de unos Estados, como los imperios europeos y otomano en el primer tercio; o producto de la desaparición de las colonias y dominios coloniales europeos; o consecuencia de la fragmentación y disolución de Estados en el Este de Europa en los años recientes. El cambio territorial ha sido una constante, más que una excepción. Sin considerar las absorciones e incorporaciones de territorios en Estados existentes, a costa de otros o de parte de los mismos. El excepcional dinamismo que en los últimos años mantienen los procesos de carácter territorial, asociados a la descomposición de la antigua Unión Soviética y a la fragmentación de Estados como Yugoslavia, en Europa, evidencia la importancia geográfica de estas prácticas y procesos. Los conflictos entre Estados, las reivindicaciones territoriales, la fragmentación en unos casos, y la agregación en otros, las disputas fronterizas, forman parte de la realidad más actual. Son el resultado de prácticas sociales conscientes. El territorio constituye el contenedor político por excelencia. Es el espacio de las prácticas territoriales del Estado. El ámbito de la gestión, del control, de la programación y planificación, de la ordenación, de la atribución funcional y social. Es, por consiguiente, un espacio privilegiado del análisis geográfico, una dimensión fundamental del objeto geográfico. El interés mostrado por la geografía moderna desde sus inicios hacia estas construcciones se materia-
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lizó, como hemos visto, en la geografía política. Y la geografía política es, en su moderna recuperación, la que ha puesto de manifiesto su excepcional significación en la construcción del espacio a escala mundial y a escala local. Son espacios geográficos, y son los únicos espacios geográficos con una delimitación estricta, si prescindimos de islas y masas continentales. Constituye por ello la arena de estos agentes, el escenario de sus acciones. Es el marco en el que se anudan los vínculos principales entre los diversos protagonistas sociales. Representa el marco esencial en el que se reconocen las identidades sociales e individuales. El territorio es el soporte principal de estas identidades o la meta que se formulan como objetivo a alcanzar, en el caso de los denominados nacionalismos. Lograr un territorio, un espacio propio, es el horizonte de toda identidad nacional, de todo grupo diferenciado. El territorio permite hacer manifiesta la diferencia nacional, la denominada identidad nacional. Sin embargo, el concepto de territorio, en cuanto producto de las prácticas de diferenciación propias del poder, no se reduce al ámbito de la soberanía del Estado, aunque éste sea el territorio por antonomasia. Las prácticas territoriales forman parte de la dinámica interna de los Estados, y los procesos territoriales caracterizan el desarrollo del Estado moderno, en dos direcciones: como un instrumento de ordenación del propio aparato del Estado, en orden a la administración de su territorio; y como un mecanismo de redistribución del propio poder del Estado, entre distintos sectores sociales del mismo. El territorio, en esta acepción, de carácter infraestatal, es el marco por excelencia de las prácticas espaciales de los agentes sociales, en todas sus escalas. Como marco administrativo, como marco legislativo, como marco de asignación de recursos, como marco de intervención, como marco de programación, como marco de conflicto entre los intereses de los diversos agentes, individuales y colectivos, y con la propia administración o poderes del Estado. Todos ellos comparten el carácter de espacio como área de dominio o pertenencia, espacio político por excelencia, definido por bordes o fronteras reconocidos, que pueden ser establecidos como una línea continua en el mapa. Las prácticas territoriales constituyen un rasgo sobresaliente del Estado en la gestión de su propio espacio de soberanía, del territorio estatal. La existencia de unidades de menor tamaño, con carácter administrativo o político, de muy distinta naturaleza, desde el «estado» federado a la provincia y el municipio, descubre estas prácticas de orden territorial, esencialmente públicas, vinculadas con el poder político, con la capacidad del Estado. Las regiones, en el sentido que se aplica este término en Estados como Italia y Francia, las comunidades autónomas españolas, son entidades territoriales surgidas de la práctica política. Como lo son las provincias y sus equivalentes departamentos, que nacen en el Estado liberal en la primera mitad del siglo XIX en España y Francia, de acuerdo con los patrones de gestión territorial que introducen las burguesías en la construcción de sus Estados nacionales (Burgueño, 1996).
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Las prácticas territoriales, esto es, la división y ordenación de distintas entidades espaciales, a diversas escalas, con límites definidos y reconocidos, con competencias precisas en el ámbito de tales límites, como espacios delegados del poder político del Estado o como espacios constituyentes del propio Estado, forman parte de la propia naturaleza del poder. Son un signo de éste. El producto de estas prácticas, que acompañan el desarrollo de la propia sociedad humana, son los distintos territorios que se suceden, aparecen, se disuelven, se consolidan, se incrementan, o se transforman a lo largo del tiempo, como entidades estatales. Y son las diversas formas de organización que el poder pone en marcha en su control, gestión y dominio del propio territorio estatal. Desde el territorio local asociado al grupo social de primer nivel, hasta el Estado nacional o los nuevos territorios interestatales, propios de nuestro siglo, se extienden los productos de estas prácticas. El territorio representa el espacio empírico construido de forma voluntaria por las sociedades humanas y constituye, a su vez, el principal marco de las prácticas sociales que dan lugar a los diversos espacios empíricos, físicos, que identificamos también como espacio geográfico. Es, en lo esencial, un espacio político, el espacio construido por las prácticas políticas, un espacio de intervención, de gestión, de control, desde la escala local a la del Estado. Desde esta perspectiva son territorios y responden a sus caracteres de acción voluntaria, de delimitación precisa, de intervención pública del poder, las regiones de planificación. Tanto los grandes complejos territoriales de la planificación soviética como las regiones del desarrollo en Francia, o sus equivalentes áreas de desarrollo industrial. De igual modo que son territorios, desde esta misma conceptualización, las regiones políticas o político-administrativas que han surgido en Francia, en Italia y en España, en este caso bajo la denominación de Comunidades Autónomas, para reorganizar la estructura territorial del Estado. La moderna geografía política, como la primera, ha descubierto la importancia decisiva de esta dimensión de la realidad y su estrecha y radical definición geográfica. El acierto de Ratzel estuvo en identificar el Estado con el territorio, el evidenciar la relación íntima que une la unidad política, el espacio del poder por excelencia, con la propia naturaleza espacial, con la extensión, con la frontera, con el dominio, con la soberanía sobre un fragmento de la superficie terrestre. La recuperación y éxito de la nueva geografía política radica en la corroboración de esta naturaleza espacial del Estado y del poder, en esta íntima relación entre poder y espacio, en esta definición territorial del Poder. No hay poder sin territorio. Esta nueva geografía política tiene el acierto de vincular el espacio del poder con el sistema económico mundial y sus relaciones, en establecer sobre este marco universal el análisis del conflicto, de la dinámica política, de la actividad económica, de las relaciones entre estados. El sistema mundo es el que permite entender lo que sucede a escala local. Prácticas y procesos territoriales tienen un carácter delimitador y de gobierno o administración. Delimitan ámbitos de intervención, establecen espacios de competencia o responsabilidad, definen espacios potenciales de
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desarrollo, en el conjunto del territorio estatal y en cada una de sus áreas menores. No se confunden con las prácticas sobre las que se sustentan los procesos de reproducción social y acumulación capitalista, aunque tengan relación con ellos. 6.2.
LA DIFERENCIACIÓN ESPACIAL: PRÁCTICAS Y PROCESOS REGIONALES
La indagación geográfica tiene que ver, también, con las prácticas sociales que componen los procesos básicos de reproducción social y acumulación capitalista, y que dan lugar a un espacio físico, en el que se materializa y adquiere entidad física ese proceso social. Y, en especial, con las formas de agregación espacial que presentan esos procesos y que determinan una acusada diferenciación espacial, dentro de los distintos territorios, en particular, dentro del territorio del Estado. La notable polarización de esos procesos de acumulación capitalista, la inercia de los mismos, han provocado y provocan espacios de máxima concentración de capital, en forma de capital fijo productivo, de capital fijo en infraestructuras, de capital fijo en espacios de reproducción, sea vivienda o equipamientos sociales diversos, y, por ello, de capital variable, de población. Son áreas discontinuas, de extensión variable en relación con su dinamismo, su historia, su capacidad para mantener y estimular la renovación del capital, desarrollo histórico y función que desempeñan en el marco sociopolítico y económico del Estado y en el mundo. Su existencia, sus fundamentos, su desarrollo, su configuración, su imagen, su inserción territorial, su integración socioeconómica y política en el Estado y a escala mundial, son aspectos a indagar desde una aproximación geográfica. Sabemos que estos procesos tienen una escala local estricta, vinculada a los mercados de trabajo y cuencas de empleo, como han identificado las investigaciones sobre la crisis industrial en los países desarrollados industriales. Son los espacios locales que han despertado el interés creciente de las geografías económicas radicales y posmodernas por distintas razones. Pero sabemos también que estos procesos se manifiestan en una escala intermedia que distingue ciertas áreas de estos Estados y que pueden, incluso, producirse a caballo de dos o más Estados. Son áreas vinculadas en unos casos con el desarrollo capitalista de la primera y segunda revolución industrial y en otros con la revolución técnica del último medio siglo. La existencia de estos espacios empíricos, como productos históricos del desarrollo capitalista, resulta de su entendimiento como manifestaciones del carácter polarizado y contrastado, es decir, desigual, de los procesos de acumulación y de reproducción del capital, a escala planetaria y a escala del Estado. Se puede decir, por tanto, que existe un cierto consenso explícito o implícito en cuanto a que en la superficie terrestre el desarrollo no es homogéneo, que se producen agrupaciones o aglomerados de escala local y de escala intermedia. Están caracterizadas por la concentración de determinados
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procesos económicos y sociales, que determinan una intensiva acumulación de capital fijo, de carácter productivo y de carácter social, y por la consiguiente concentración de fuerza de trabajo, de capital financiero, de servicios públicos, de servicios administrativos, entre otros. Se presentan como áreas con un sensible grado de coherencia interna, de equilibrio, y con un dinamismo o capacidad de desarrollo notable. Pueden ser entendidas como un sistema espacial a escala intermedia. Fuerzas diversas intervienen socialmente promoviendo la concentración espacial de las actividades económicas, desde la «necesidad del contacto entre actividades que evolucionan a gran velocidad», el incremento en los costos de determinados insumos, el papel de las inversiones públicas, los centros de desarrollo tecnológico, la atracción social por diversas áreas. Además de las economías de escala y economías externas que derivan de los mismos procesos de concentración: «Con el desarrollo del sistema fabril, las economías de escala y las economías externas conducen a la concentración del capital y de las actividades económicas en el espacio con un amplio margen de desplazamiento de la fuerza de trabajo y de externalidades ambientales» (Laksmmanan y Chattersee, 1985). El espacio aparece como capital fijo vinculado al proceso de producción, afectado tanto por las inversiones de capital como por la circulación de los capitales, que determinan diferencias en los costos y beneficios, que afectan al desarrollo de las fuerzas productivas, y a los propios capitalistas según su ubicación. Las ventajas de localización, que constituye a su vez una cuestión compleja sometida a múltiples determinaciones, y que varían en el tiempo, de acuerdo con la incidencia de éstas, se materializan como plusvalías que resultan discriminatorias respecto de los distintos agentes sociales. El resultado es el desigual desarrollo geográfico. Son áreas que se distinguen por el desarrollo de específicas formas de integración en el sistema del Estado y el sistema mundo, por su dinamismo diferenciado, en relación con el predominio de fuerzas de inercia o de fuerzas de cambio, por el efecto positivo o negativo de las herencias históricas, e incluso por el desarrollo de una cierta imagen o representación del propio papel en ese Estado y en el mundo. La consolidación histórica de estos espacios y su específica evolución en el tiempo han sido resaltadas en orden a poner de relieve su carácter social y su dimensión histórica. El desarrollo desigual, en lo económico y en lo social, se traduce en espacios distintos, aunque compartan el mismo sistema económico, los procesos sean los mismos, los elementos sociales y materiales sean también iguales. La homogeneidad impuesta por el sistema capitalista a escala planetaria ha hecho más patente la heterogeneidad con que se produce a escala local y las diferencias que surgen entre Estados, dentro de cada Estado, y aun en los propios lugares o localidades. La homogeneidad del Estado moderno, desde el punto de vista de las reglas económicas, del mercado, del espacio financiero, de la unidad de moneda, no ha supuesto un desarrollo homogéneo y uniforme. Las diferencias entre unas áreas y otras del mismo Estado, entre áreas progresivas y áreas en declive, e incluso entre las que tienen en común ser progresivas o ser de-
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cadentes, aparecen como evidencias y como un problema social. Un problema que se convierte, incluso, en una cuestión política de primer orden en los primeros decenios posteriores a la segunda guerra mundial, en los países europeos. El desarrollo desigual es una evidencia. El capital se organiza espacialmente en la medida en que el proceso de acumulación tiene un carácter diferenciado, de acuerdo con la distribución de recursos físicos y humanos, de capacidades productivas. 6.3.
LA DIMENSIÓN REGIONAL: TERRITORIOS Y REGIONES
El espacio regional adquiere así una dimensión histórica, contingente, dinámica. Surge en determinadas condiciones, se expande o mantiene, y puede descomponerse y desaparecer en cuanto los factores que lo originaron y mantuvieron desaparecen. La ruina de los espacios regionales surgidos de la Revolución Industrial, provocada durante la crisis económica de la segunda mitad del siglo XX , ha puesto de manifiesto esta contingencia, al mismo tiempo que estimuló la investigación de sus orígenes. Estos espacios, que surgen de las prácticas sociales de agentes individuales, de agentes sociales, del propio Estado involucrado por los agentes locales o interesado en relación con las relaciones políticas y el equilibrio de poderes existente en cada momento, de las instituciones y de poderes diversos, que resultan de estrategias múltiples que se entrecruzan, son los que podemos considerar, en una acepción más restringida y estricta, regiones. El concepto de región puede servir, en esta consideración, para abordar estos fenómenos o procesos de concentración espacial, propios del desarrollo capitalista y que pueden ser identificados, sin dificultad, y reconocidos, a distintas escalas y con distinto grado de desarrollo, en todo el mundo. La región como concepto geográfico es así una herramienta, pero concebida como un instrumento para analizar un cierto orden de cosas, que corresponde con una realidad empírica y que se corresponde con un tipo de diferenciación espacial asociada a los procesos del desarrollo desigual. La región constituye, en este aspecto, una herramienta útil, de carácter intelectual, de valor epistemológico, y en el marco de la geografía, para explicar la naturaleza espacial de los procesos de reproducción del capitalismo. La región identifica, al mismo tiempo, este tipo de configuración espacial empírica, y tiene, como tal, el valor de un concepto descriptivo, también en el marco de la geografía. Identifica una forma específica del espacio geográfico, con su propia escala de producción. Esta región no responde a una concepción naturalista ni esencialista del espacio geográfico, como fueron las regiones clásicas de la geografía regionalista, las regiones naturales y las regiones-paisaje. La superficie terrestre no se reduce a una agregación de regiones naturales o de unidades de paisaje o de entidades funcionales. Se aplica, exclusivamente, a la indagación de los procesos, formas y grados de polarización del desarrollo capitalista y aparecerá en relación con éste. La región, por tanto, tiene un carácter histórico, en cuanto responde a unas condiciones históricas determinadas en
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el proceso de acumulación capitalista, que sólo se producen en coordenadas espacio-temporales concretas. La región, en este sentido, identifica un espacio definido por el grado de desarrollo. Dimensión territorial y dimensión regional forman parte de la construcción social del espacio. La indagación geográfica tiene que ver con esas prácticas territoriales propias de los agentes sociales que se traducen en delimitaciones y divisiones espaciales de diversa índole. Prácticas de carácter político conciernen, ante todo, al poder, pero afectan al conjunto de la sociedad en mayor o menor medida. Representan, por otro lado, los marcos sobre los cuales se elevan nuestras representaciones espaciales, sobre los que se consolidan los espacios vividos. De la misma forma que, a la inversa, nuestras representaciones espaciales contribuyen a dar permanencia y profundidad histórica a determinados productos de esas prácticas territoriales o actúan impidiendo su fraguado y consolidación. 6.4.
TERRITORIOS Y REGIONES: EL SIGNIFICADO GEOGRÁFICO
La distinción entre territorio y región, entre demarcación voluntaria y política y área de desarrollo o acumulación capitalista, no es habitual en la geografía. La confusión de territorio con región procede, sin duda, de los usos ambiguos de este término y de la falta de definición y laxitud del mismo. Es la imprecisión del término región el que ha permitido su uso genérico y el que facilitado la ambigüedad del mismo. De tal modo que la región, como concepto geográfico, se reduce al territorio (Brunet, Ferras y Théry, 1993). La región se identifica con el espacio de la organización político-administrativa del Estado. Esa falta de rigor del término región en la geografía es la que explica que se puedan contemplar o valorar divisiones territoriales, es decir, políticas, desde criterios regionales. La confusión entre territorio y espacio regional o región impide el análisis adecuado de los procesos espaciales que tienen lugar en el mundo moderno y sus implicaciones sociales. El ejemplo español reciente, de la creación de las Comunidades Autónomas, en el marco de la organización del Estado en el nuevo esquema autonómico, es ilustrativo de la diferencia entre ambos conceptos y del significado de la confusión de los mismos. Al mismo tiempo, constituye un excelente ejemplo de su significado en el análisis geográfico. Dos ejemplos españoles pueden ser ilustrativos de la diferencia entre territorio y espacio regional, y de su carácter históricamente determinado, así como de las implicaciones sociales, ideológicas, simbólicas, que la dinámica espacial conlleva. El carácter contrapuesto de la evolución habida en estos ejemplos españoles resulta de especial significación sobre el carácter contingente e histórico de los espacios regionales. Corresponden a Cataluña, por una parte, y a lo que se ha denominado la macrorregión cantábrica, por otro. Cataluña es hoy un territorio en el marco del Estado español, constituido como Comunidad Autónoma, que reúne las cuatro provincias catalanas
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surgidas en la reforma liberal de 1833, y que englobaban el histórico Principado de Cataluña. En esta perspectiva constituye un espacio delimitado, de fronteras precisas y estables. Cataluña representa, al margen de su configuración como un territorio en el marco político del Estado de las autonomías, un espacio que responde a los supuestos de la región capitalista moderna, un área de desarrollo cuyos márgenes, en cambio, son difusos, cambiantes. Es un espacio regional, con un alto grado de coherencia interna, configurado en torno a la industria y a la presencia urbana de Barcelona. Este espacio regional se esboza en torno a esta ciudad desde mediados del siglo XIX y cristaliza como un conjunto espacial con un alto grado de cohesión económica y social, desde principios del siglo XX . El elemento motor de este espacio es la industria y la metrópoli urbana desarrollada sobre Barcelona. Su constitución tiene lugar en el marco de un territorio estatal, España, convertido en mercado cautivo de la producción industrial catalana. Se podrá hablar, desde el primer tercio del siglo XX, de Cataluña como la fábrica de España (Nadal, 1985). En realidad, Cataluña es algo más que la fábrica de España. El impulso capitalista absorbe, de forma progresiva, la producción agraria, y se introduce, de igual modo, en la explotación de recursos esenciales como los hidráulicos, desde el mismo siglo XIX . Se introduce en los servicios: el turismo, sobre todo el de carácter litoral, orientado hacia una demanda extranjera, adquiere un desarrollo temprano en Cataluña, en muchos aspectos pionero, vinculado a la inversión local. El desarrollo capitalista se extiende hacia el conjunto de las provincias catalanas, penetra incluso en la montaña, e introduce a ésta a nuevas formas de explotación, vinculadas con una sociedad urbana y con la prestación de servicios de distinto orden. La mejora y transformación de las infraestructuras es favorecida por el propio dinamismo regional, pero también por la capacidad de los agentes individuales y sociales para desarrollar estrategias adecuadas de cara a la intervención del Estado. La mejora del puerto y de las vías de comunicación aparece como un rasgo persistente desde mediados del siglo XIX . La financiación pública de las obras necesarias o su aval y respaldo para garantizar su rentabilidad a los inversores privados consolida una dinámica área de perfil industrial en el marco territorial del Estado español. Cataluña, como espacio diferenciado por su mayor grado de desarrollo y el alto nivel de urbanización y dotación de infraestructuras y servicios, es una realidad reconocida como tal desde el primer tercio del siglo XX . Esta Cataluña carecía de cualquier realidad territorial. Cataluña no existía como territorio. Cataluña, desde una perspectiva territorial eran cuatro provincias, con su propio territorio. Ninguna autoridad, ningún órgano de gestión política o administrativa, tenía competencias sobre el conjunto de estas provincias. Cataluña era una realidad regional pero no tenía entidad territorial. Si descontamos el breve intervalo de la II República española, la territorialidad catalana es una aspiración, no una realidad. Esa territorialidad sólo adquiere virtualidad a partir del Estado de las Autonomías, en 1978. Desde ese momento existe un territorio catalán que se ha su-
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perpuesto a un espacio regional que se ha mantenido como el área más desarrollada del conjunto del Estado español. Es indudable que la consecución de un estatuto territorial supone un logro esencial respecto de las estrategias de los agentes sociales catalanes, en la medida en que posibilita una gestión propia de los recursos de acuerdo con los intereses y las necesidades contempladas desde el espacio regional y en relación con él. La superposición de una realidad regional y una realidad territorial representa una notable ventaja desde el punto de vista operativo, desde la perspectiva de la intervención sobre el espacio, en orden a garantizar su supervivencia como un área dinámica en el contexto español, europeo e internacional. El importante respaldo simbólico que la conciencia histórica, elaborada como nacionalismo, proporciona a Cataluña, en orden a asentar su territorio y a legitimar opciones de desarrollo específicas, ha contribuido y contribuye a consolidar la identificación entre territorio y región, siendo como son dos dimensiones distintas. En este caso, la conciencia histórica y el territorio han venido a facilitar la consolidación del espacio regional construido y configurado por el desarrollo capitalista en las específicas condiciones de la moderna formación social española. El carácter de región industrial de Cataluña, configurada en relación con la primera revolución industrial, durante el siglo XIX, determina que la crisis industrial y económica del decenio de 1970 le afecte de forma directa. Sobre todo a aquellos sectores más tradicionales, como la industria textil y mecánica. La transformación de la región catalana en un territorio catalán permitió a los agentes sociales catalanes afrontar las transformaciones necesarias para remodelar su base industrial y para impulsar otras actividades y capacidades productivas. La importancia del trasfondo ideológico, que se corresponde también con el espacio de identidad y con el espacio vivido catalán, se puede valorar en sus justos términos, si lo comparamos con lo sucedido en otra área regional española. El desarrollo capitalista en la España moderna tiene un carácter concentrado y muy polarizado, de tal modo que sólo muy contadas áreas del conjunto del Estado se ven involucradas en esos procesos a lo largo del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX (Nadal y Carreras, 1990). Una de estas áreas se corresponde con la amplia franja septentrional que comprende desde Asturias hasta las provincias del País Vasco. De modo similar al caso catalán, la penetración y el desarrollo del capitalismo se asocia con la industria moderna. En el Norte de España se produce a partir de la explotación de recursos locales vinculados con la primera etapa de la industrialización. Los combustibles fósiles -el carbón- y los minerales metálicos, en particular el mineral de hierro, fueron el cimiento de este desarrollo. La entrada de capital extranjero y del resto del Estado facilitó el despegue industrial y con ello el del proceso de acumulación capitalista. El proceso de acumulación capitalista se acelera en el marco también del Estado español, mercado cautivo para los industriales cantábricos, y se
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concentra en sectores industriales -el siderometalúrgico y químico-, con amplia difusión por el conjunto de este área. La puesta en explotación de los recursos, incluido el de la mano de obra local, se articula a través de una red de infraestructuras de comunicación, por medio del ferrocarril de vía estrecha -sufragado por las inversiones privadas-, hidráulicas y de producción de energía, también de iniciativa privada, que permite aglutinar un espacio industrial con un elevado grado de integración horizontal y vertical desde Asturias hasta Guipúzcoa, que se extiende de forma progresiva hacia Navarra y Álava. Desde el siglo XIX, pero con mayor intensidad en el siglo XX , se produce un acelerado proceso de integración de las economías agrarias en el marco capitalista, por vías diversas, desde la especialización ganadera, en unos casos, a la dedicación forestal, inducidas, una y otra, por la industria. De igual modo que se incorpora la explotación de los recursos marinos, a través de una transformada y capitalizada actividad pesquera, que la convierte en la más avanzada del país. Se inician nuevas formas de acumulación capitalista vinculadas a los servicios y a la explotación de los valores naturales, en el marco de una sociedad que mercantiliza de forma progresiva bienes no venales directamente. En definitiva, se configura un espacio regional dinámico, integrado en una España de escaso desarrollo. Lo que le proporciona un carácter de área de atracción inmigratoria importante. La evidencia de esta realidad regional es manifiesta desde mediados del siglo XX y así es reconocida, por geógrafos y desde fuera de la geografía. Se corresponde con lo que en años más recientes se ha denominado macrorregión cantábrica. Este espacio regional se superpone, como en Cataluña, a marcos territoriales provinciales diferenciados. Sin embargo, carecía de antecedentes territoriales históricos equiparables a los de Cataluña, es decir, comprensivos de la totalidad del área afectada por el desarrollo regional. A diferencia de Cataluña, no existía en la región cantábrica una dimensión histórica unificada, y una conciencia histórica compartida. Ésta se distribuía entre Euskadi o País Vasco, en proceso acelerado de construcción en este período, con un notable sesgo nacionalista, y los débiles entramados regionalistas, en el sentido histórico y folklórico acuñado a caballo de los siglos XIX y XX, de Asturias y un indefinido espacio en el que pugnan dos imágenes históricas contrapuestas, las de La Montaña y Cantabria. La región industrial producto del desarrollo capitalista de los siglos XIX y XX carecía de una marca de identidad propia, lo que ocasiona que no sustentara ni una representación compartida ni una conciencia de pertenencia común. Se trataba de una región fragmentada en múltiples territorios provinciales, sin vínculos ideológicos ni simbólicos entre sí. La herencia histórica opera, en este caso, frente a la dinámica regional. Esta fragmentación territorial del espacio regional es la que proporcionó el sustrato de la configuración político-territorial de la España de las Autonomías, que hace posible la cristalización de cuatro comunidades autónomas en el espacio regional: Asturias, Cantabria, Euskadi y Navarra.
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La falta de coincidencia entre los marcos territoriales surgidos de la configuración del Estado de las Autonomías, y la organización regional fue señalada por geógrafos y no geógrafos, que discutieron y pusieron en entredicho -o defendieron-, la bondad de tales divisiones. La crítica no se fundaba en la conveniencia o fundamentos de tales agrupaciones territoriales. La crítica se hacía desde otro plano, el de la coherencia de sus estructuras productivas, o con simples referencias a las condiciones naturales (Estébanez y Bradshaw, 1984). Los críticos operaban, sin embargo, desde una perspectiva tecnocrática que confundía el carácter político de la reforma territorial con una ordenación regional del Estado. La coincidencia de este proceso de fragmentación territorial con el de crisis de las viejas estructuras industriales supuso la inexistencia de unas estrategias homogéneas por parte de los agentes empresariales, sociales y políticos. Se tradujo en la disparidad de las respuestas en cada territorio, por parte tanto de los agentes públicos como de los privados. Se ha manifestado en la disparidad de estrategias para afrontar la crisis de la base industrial. Se ha traducido en el declive de la trama industrial de la región sin que se haya generado un tejido industrial renovado o alternativo equivalente. Los efectos disgregadores sobre el espacio social y sobre otras actividades productivas han sido un fenómeno compartido. La quiebra de la región industrial cantábrica es el principal resultado de la crisis. La desintegración del espacio regional de carácter industrial, del área cantábrica, es el proceso más evidente en la actualidad. El rasgo más destacado, sin embargo, es una situación crítica, que convierte a este espacio en un área en declive. Sobre los residuos, gestionados de forma independiente en cada entidad territorial, se desarrollan, en la actualidad, estrategias dispares de desarrollo. Buscan reintegrar cada uno de estos territorios en el sistema económico del Estado y mundial. Sin embargo, hasta mediados de este siglo XX la región catalana y la cantábrica eran las dos únicas regiones españolas, de base industrial, construidas a partir del siglo XIX , y dos de los espacios más dinámicos del Estado. Dos regiones en desarrollo, de las muy pocas que presentaban este carácter en España (Nadal y Carreras, 1990). La diferencia fundamental con Cataluña ha sido de orden territorial y de orden cultural y social. En Cataluña se ha producido una identificación del espacio regional con el territorio autonómico, lo que ha facilitado los procesos de integración y cohesión social y cultural, estimulados por el sentimiento de pertenencia a un territorio histórico y de identidad cultural. En la región cantábrica ha faltado esa identificación y el espacio regional ha perdido cohesión, se ha fragmentado en lo territorial, y ha carecido y carece de todo vínculo de pertenencia o de identidad cultural. Éstas se manifiestan en ámbitos territoriales menores, con muy distinta intensidad, con significados muy diferentes y con una incidencia social sin posible comparación entre el País Vasco y el resto de los territorios autonómicos. La incapacidad para articular estrategias de conjunto en orden a contrarrestar los efectos de la crisis industrial y modelar alternativas regionales a la misma explica el proceso observable de desaparición del propio es-
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caso porque ofrece sólo una falsa solución a la unidad de la geografía que buscan sus impulsores, como lo evidencia la propia evolución de la disciplina. En el segundo porque ignora dimensiones clave de la realidad geográfica, y porque con ello impone una concepción reductora del espacio geográfico y de la geografía. La geografía regional no puede formularse como una disciplina de las entidades permanentes de la superficie terrestre vinculadas a una concepción de carácter naturalista y esencialista. Un enfoque regional o una geografía regional sólo adquiere sentido a partir de las prácticas asociadas a los procesos de diferenciación espacial a distintas escalas, y de las prácticas de división del espacio por parte del poder, de acuerdo a objetivos y estrategias distintas. La posibilidad de una geografía regional renovada sólo puede considerarse desde la perspectiva de una disciplina o rama de la geografía cuyo objeto sean las prácticas, procesos y representaciones vinculadas, por un lado, al ejercicio del poder, en la división y organización territorial y, por otro, a los fenómenos y procesos de diferenciación del desarrollo en áreas de mayor o menor extensión, local o intermedia. En el primer caso, como una geografía regional próxima a la geografía política. La geografía regional adquiere sentido como una disciplina de análisis y explicación de los procesos que intervienen en la diferenciación del espacio terrestre, y de las configuraciones territoriales y regionales que derivan de ellos. El análisis y explicación puede plantearse en marcos territoriales definidos, Estados o unidades territoriales menores, que son los que algunos geógrafos entienden como únicos marcos regionales. En realidad, esos marcos territoriales son meros contenedores de procesos de diferenciación social y económica, en los que tienen indudable trascendencia. Agentes, prácticas, representaciones y procesos de toda índole se articulan sobre esos territorios, pero se manifiestan en un orden distinto. Una geografía regional renovada se justifica si se aproxima al espacio desde una concepción social del mismo. En realidad, un enfoque social es imprescindible para constituir una geografía consistente. 8. La geografía como disciplina social
La tradición geográfica moderna se caracteriza, como hemos comprobado, por la dicotomía entre una geografía física que se constituye en fecha temprana y que arraiga en la cultura de las ciencias naturales desde la Ilustración, y una geografía humana que se pretende configurar, en un principio, como una geografía capaz de integrar lo físico y lo humano. La geografía como puente entre las ciencias de la naturaleza y las humanas. Geografía humana que se reducirá, en el tiempo, a una simple rama, definida por contraposición a la geografía física, como un conocimiento vinculado con los hechos derivados de la intervención social. Desmontada de sus ambiciosas pretensiones iniciales por la inconsistencia de sus objetivos, reducida a la categoría de parte, experimenta, como
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la propia geografía física, los efectos de la ausencia de un marco teórico articulador de unos conocimientos muy dispersos desde su origen. De hecho, como hemos comprobado, el discurso unitario de ambas ramas geográficas es engañoso. La geografía física no trasciende el estatuto de un conglomerado de disciplinas inconexas desde la perspectiva teórica, epistemológica y práctica. La geografía humana disimula un variado agrupamiento de disciplinas que ni en la práctica ni en la teoría comparten bases comunes. Las «geografías sociales» esbozadas en los años ochenta vienen a descubrir esa insuficiencia, lo mismo que la denominada geografía humanista. Muchos geógrafos siguen considerando que la geografía es una disciplina -o ciencia- puente entre las ciencias naturales y las humanas, o en la encrucijada de unas y otras (Bailly y Scariati, 1999). Esta percepción procede de una tradición arraigada de la geografía moderna y de una confusión que surge de la inadecuada delimitación del objeto geográfico. Sin embargo, otros muchos geógrafos formulan su concepción de la geografía como una disciplina social. Y entre estos geógrafos puede distinguirse una doble formulación: la de quienes reducen el campo geográfico a lo humano y rechazan los componentes físicos, y la de quienes hacen hincapié en la naturaleza social del objeto geográfico, es decir, del espacio. La concepción de la geografía como una disciplina o ciencia social representa la única posibilidad de futuro para este campo de conocimiento. El carácter de ciencia social no se deriva, sin embargo, de una reducción del foco geográfico a los aspectos tradicionales de la denominada geografía humana. El carácter de ciencia social surge de una doble exigencia: la que impone la naturaleza del espacio social que estudia la geografía, y la que deriva del objetivo de una disciplina moderna, capaz de responder a las necesidades de la sociedad contemporánea. La naturaleza social del espacio impone a la geografía su condición de disciplina social, por razones epistemológicas. El objetivo de la geografía en el mundo actual, como reclaman y señalan numerosas voces de geógrafos, son los problemas que afectan al espacio. La geografía se perfila como una disciplina social orientada al análisis y, en su caso, solución de problemas de carácter espacial, que tienen relevancia social. 8.1.
LA GEOGRAFÍA DE PROBLEMAS RELEVANTES
Desde múltiples perspectivas personales, los geógrafos vienen proponiendo, en el contexto de la geografía actual, la necesidad de orientar la geografía hacia los grandes problemas que caracterizan el mundo actual, en su dialéctica planetaria y local. De acuerdo con la específica formación de cada uno, el énfasis se coloca en los problemas del medio ambiente o en los de ordenación espacial, en los problemas de la desigualdad o en los de la confrontación política. En cualquier caso, se aprecia una creciente conciencia de que los problemas esenciales de las sociedades actuales, en el momento presente y en el inmediato futuro, tienen que ver con fenómenos que la geografía puede
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abordar con solvencia. Fenómenos que por una razón u otra resultan familiares a la geografía y a los geógrafos. La cuestión se plantea, por tanto, en establecer estos problemas relevantes y en formular qué debemos abordar de los mismos. Coinciden aquí en propuestas y enfoques que aparecen de igual modo en geógrafos físicos y geógrafos de orientación humanista, que propugnan una geografía «real», por contraposición a una geografía académica hecha de compartimentos. Una creciente desconsideración de los límites y parcelas del campo de conocimiento geográfico y una reivindicación mayor de perspectivas abiertas. Se postula desde la conciencia de la escasa fecundidad de tales divisiones para abordar los problemas esenciales de la geografia (Massey, Allen y Sarre, 1999). En consecuencia, esta geografía «real» se identifica con una geografía de problemas asentada, es decir en ámbitos territoriales definidos. Problemas de hoy en sociedades de hoy, en territorios de hoy. Es decir, no problemas definidos desde el prisma sesgado de las anteojeras académicas -problemas geomorfológicos o económicos-, sino problemas «geográficos» que afectan a dichas sociedades, en orden a aliviarlos o resolverlos (Stoddart, 1987). La identificación de estos problemas es habitual en las obras geográficas recientes, en este último decenio del siglo XX, en la medida en que aumenta la conciencia sobre la necesidad de orientar la investigación geográfica hacia cuestiones relevantes desde la perspectiva social. En la medida también en que la propia realidad muestra esta problemática que tiene que ver, tanto con procesos sociales directamente como con procesos naturales de significación social. Los geógrafos son conscientes de la variedad y actualidad de estos problemas y de su significación social. Los geógrafos tienden a perfilar una disciplina que tiene que ver con el espacio, los lugares y la naturaleza. Una tríada que recoge tradiciones y que proporciona nuevas perspectivas. Problemas generales y problemas locales, y una renovada aproximación a las cuestiones de la naturaleza, desde el campo geográfico y bajo una perspectiva social. Son problemas que tienen que ver con los procesos de globalización económica y de configuración de un mundo polarizado y diverso, a pesar de la uniformidad de los procesos de implantación y desarrollo del capitalismo mundial. Tienen que ver con el Poder y sus prácticas en el mundo contemporáneo, con la crisis del Estado y con la eclosión nacionalista, variada y contradictoria. La explosión y estallido de unos Estados, el poderoso refuerzo de otros, la fragmentación nacional, étnica, religiosa, la inestabilidad territorial. Frente a la imagen de la estabilidad de los territorios políticos, la interrogación sobre su fragilidad y movilidad (Agnew, 1999). Las nuevas formas de organización del Estado, hacia formas supraestatales y hacia nuevos tipos de reparto del poder del Estado, dentro de sus fronteras. Una geografía atenta a los problemas de carácter político que tienen relación con el espacio a escala planetaria y a escalas locales; a los problemas relacionados con lo que se ha denominado la geografía de la diferencia, en el mundo uniforme del capitalismo mundial; a los problemas derivados de la urbanización, y de lo que algunos llaman la tiranía urbana.
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Una geografía sensible a los problemas que surgen de los grandes movimientos de población desde el llamado Tercer Mundo, es decir, las múltiples periferias del mundo capitalista, incluidas las que han surgido del desaparecido Segundo Mundo, o países socialistas de la antigua Unión Soviética y de la Europa central, hacia los distintos centros de este mundo capitalista, en Europa y en América. Problemas relacionados con los procesos de desigualdad en el desarrollo pero también de reorganización territorial a escala mundial y en ámbitos locales. Una geografía abierta a los problemas de la identidad cultural y sus relaciones con el espacio, que se manifiestan a escala mundial como confrontación de las grandes culturas con los procesos de globalización e imposición de la industria cultural, que representa y transmite un modelo cultural occidental y norteamericano, de Estados Unidos, gracias a los modernos medios de comunicación de masas. Pero que se manifiestan también a escala local y regional, como consecuencia del desarraigo de poblaciones, de la mezcla de culturas y poblaciones, de las migraciones masivas, que alteran el carácter uniforme y homogéneo de las sociedades preexistentes. Los problemas derivados de la uniformidad cultural impuesta por la industria, en cuanto suponen pérdida de un patrimonio rico y variado; los problemas de una aldea global en la que las exclusiones y las diferencias se agravan entre unos países y otros, entre unas regiones y otras, a la escala de un mismo país, entre unas áreas y otras, dentro del espacio metropolitano, en el que conviven la gentrification y el homeless. Una geografía capaz de abordar los problemas de la transformación y degradación de la naturaleza, del intercambio orgánico del hombre con la naturaleza; los problemas de ordenación del espacio, urbano o regional; los problemas de conservación del patrimonio territorial. En este marco de los problemas que tienen relación con la transformación y degradación de la naturaleza y con la creciente preocupación social por la preservación del patrimonio territorial se inscriben las nuevas relaciones de la geografía con la naturaleza. 8.2.
ESPACIO SOCIAL Y NATURALEZA
La concepción social del espacio conlleva un cambio en el entendimiento de la Naturaleza o medio natural, pero no supone una eliminación de éste. Representa una concepción distinta del espacio geográfico, que deja de descansar sobre lo natural y que transforma el entendimiento y carácter de la Naturaleza, lo que supone un cambio esencial en la concepción de la geografía física y en las relaciones entre las distintas ramas geográficas. El espacio que interesa a la geografía es un espacio social y sólo social. Lo que no quiere decir que sea un espacio sin componentes físicos o naturales. El espacio social como objeto de la geografía sólo puede ser contemplado y abordado desde una consideración social, incluso en sus elementos físicos, en su aparente constitución «natural». En primer lugar
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porque ese espacio sólo adquiere sentido como un producto histórico de las relaciones sociales. La historicidad del espacio geográfico, su estado de permanente cambio, la evidencia de que los procesos, es decir las transformaciones, constituyen su principal naturaleza, margina cualquier pretensión de hacer del espacio una constante natural con existencia propia. En segundo lugar porque la propia naturaleza representa un producto social. Lo es como representación cultural elaborada históricamente. Lo es como materialidad alterada, modificada, transformada, a lo largo de miles de años de actividad humana. La desbordante evidencia de este proceso en los últimos dos siglos no puede ocultar sus profundas raíces históricas. Lo que llamamos «naturaleza», con la pretensión de oponerla a «sociedad», no es sino una naturaleza social. En consecuencia, la geografía física sólo puede ser contemplada como una disciplina instrumental para el entendimiento del espacio geográfico. La geografía física no puede ser la geografía del medio físico o medio natural, como si éste existiera como tal, de acuerdo con una concepción que opone medio natural y sociedad. Esta dicotomía, en la que se fundaba la geografía física, es insostenible. La geografía física adquiere valor en la medida en que facilita el análisis de la incidencia social en los procesos físicos, y como una plataforma para la adecuada descripción de los efectos de los procesos sociales sobre la configuración física terrestre, en el marco del estudio de los principales problemas que afectan a la sociedad contemporánea. Recursos, deterioro ambiental, preservación, riesgos naturales, alteraciones, cambio climático, son conceptos y fenómenos de orden social, en la medida en que constituyen problemas sociales, problemas que se plantea la sociedad actual. Forman parte del espacio que se produce socialmente, tienen que ser abordados y pueden ser abordados, desde esta perspectiva social. La supuesta unidad de la geografía sólo puede postularse a partir de la unidad del objeto de la disciplina, y esa unidad identifica una geografía vinculada al espacio geográfico como producto social. Estos procesos y estos espacios tienen naturaleza social, surgen de la propia naturaleza social humana y constituyen, al mismo tiempo, un elemento de esa naturaleza social. No se trata, por tanto, de un «objeto» o «producto» opuesto al sujeto social enfrentado a él, como un mero entorno físico o como un material separado. Separar o deslindar el espacio geográfico, identificado como espacio físico o como sustrato físico, de la propia sociedad constituye un reflejo analítico que no responde a la verdadera naturaleza del espacio geográfico. La geografía tiene que liberarse de las servidumbres de una concepción «naturalista» que ha viciado su desarrollo moderno, y que ha subordinado lo social a lo físico. La lúcida crítica de L. Febvre a esta dependencia, respecto del determinismo mecánico de la primera geografía, no llegó al fondo de la cuestión. No supo librarse de la profunda influencia intelectual que situaba la geografía física como soporte y razón de ser de la explicación geográfica, aunque lo hiciera desde el relativismo aparente de las «relaciones» hombre naturaleza.
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Ni L. Febvre ni los geógrafos posteriores, críticos con las fórmulas naturalistas más primarias, alcanzaron a iluminar o entender que esas «relaciones» a las que hacen referencia para reivindicar los nuevos planteamientos teóricos y metodológicos sólo podían ser «relaciones sociales». Como tales relaciones de carácter social, se inscribían en el marco de una disciplina de esta categoría y adscribían definitivamente a la geografía al campo de las disciplinas sociales. La desconfianza respecto de la sociología y sus aspiraciones, la inseguridad en los propios fundamentos, facilitó una i mposible propuesta de disciplina a caballo de lo natural y lo social. Una propuesta insostenible en lo epistemológico, como destacaba, con rotundidad, un geógrafo en el decenio de 1980 (Johnson, 1987). Las cuestiones físicas sólo adquieren sentido geográfico en el marco de la transformación de la naturaleza por la acción social. La descripción física del mundo, tanto en la propuesta de A. de Humboldt como en el desarrollo especializado posterior, constituye un objetivo vinculado a las ciencias de la Tierra y abordable desde ellas. En el estado actual de desarrollo de éstas esa descripción, explicativa o no, queda limitada por el desigual avance de cada disciplina «natural» y por la disparidad de sus presupuestos teóricos y epistemológicos. La integración de estos diversos campos parece, en la actualidad, un objetivo inabordable a pesar de la existencia de conceptos o marcos teóricos que han de ser fecundos en esa vía, como el de ecosistema o sistemas naturales. Sin embargo, la distancia existente entre disciplinas como la geología y climatología por un lado, y la biología, por otra, es considerable, desde la perspectiva de las prácticas del trabajo científico y desde la óptica del campo de conocimiento de cada una. En cualquier caso, como demuestran las obras de geografía física más recientes, la posibilidad de esa integración sigue siendo escasa. Por el contrario, prevalece la tendencia a la separación estimulada por la especialización y por la ausencia de un marco teórico común para todas ellas. Es evidente que el concepto de geosistema no ha logrado ejercer esa función (Sala, 1997). La geografía, en la medida en que acote un campo propio, sobre un objeto específico, elaborado en el marco geográfico, sólo puede plantearse las cuestiones físicas como elementos o partes de los problemas que suscita la transformación de la naturaleza en la práctica social cotidiana. Los conocimientos de carácter físico, los instrumentos conceptuales y metódicos que corresponden a las correspondientes ciencias de la Tierra, tienen el valor de herramientas para el más correcto análisis social. La tradición geográfica otorga a la geografía, en este campo, la ventaja de una relación intelectual y práctica secular con esos campos colaterales, y con ello la posibilidad de integrar una parte de sus elementos en la construcción de su propio campo de conocimiento y en la resolución de sus específicos problemas. Son éstos los que determinan el recurso a los conceptos de las disciplinas que han integrado conceptualmente la geografía física que, en cuanto tal, carece de autonomía en el marco geográfico.
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Cualquier formulación que parta de una relación causal o de una interacción causal, entre lo físico o natural y lo social, está viciada en su enunciado. Se formule como una relación causal unidireccional o mecánica de corte determinista, o como una relación indeterminada o posibilista entre ambos términos. La separación antagónica entre Naturaleza y Sociedad carece de fundamento teórico y condena a un callejón sin salida a la geografía. La pretensión de que la geografía no es una disciplina social, o que es algo más que una disciplina social, o de que la dimensión física tiene existencia propia y antagónica respecto de lo social, constituye una formulación insostenible desde una perspectiva epistemológica, aunque siga siendo una argumentación vigente (Lecoeur, 1995). Una ideología naturalista pertrechada de conceptos que fueron elaborados en épocas y circunstancias pasadas, cuya significación originaria se ha perdido, de los que sólo se mantienen a veces sus referencias metafóricas, mantiene, desde la geografía física y desde la geografía humana, la ficción de una geografía inexistente. Nociones como los de oekumene, conceptos como los de región geográfica y paisaje, se manejan bajo los presupuestos de hace casi un siglo. Subyace en la argumentación una perceptible ideología vidaliana. El paisaje se convierte en un termino «cómodo que integra los datos del medio físico y el balance de las sucesivas actuaciones operadas por la sociedad» (Lecoeur, 1995). Sin embargo, ese concepto de paisaje carece de rigor, y es imposible sostener sobre él una aproximación rigurosa al análisis del espacio o realidad. El paisaje se inscribe, sobre todo, en el marco de una concepción idealista o subjetiva del mundo, en el marco de las geografías humanistas, en el ámbito de la geopoética o geopoesía. Corresponde a una geografía artística. La historia de la geografía moderna muestra que ése es su origen y que pretender darle consistencia y rigor analítico carece de sentido. Reconocen los geógrafos físicos que «el estudio de las distribuciones naturales no tiene una teoría unificadora», aunque atribuyen a la geografía física «las lógicas de las formas de relieve, de los tipos climáticos y de las formaciones vegetales sobre la tierra» (Lecoeur, 1995). Se olvida que esas lógicas pertenecen a cada uno de los campos específicos y que ninguna geografía física es capaz de abordarlos de manera conjunta, como el mismo autor reconoce de entrada. Es evidente que «una geografía en la acción no puede contentarse con razonamientos sobre las estrategias de producción, distribuciones sociales, programas de ordenación. Debe tener en cuenta los ritmos del espacio a través de sus efectos directos o diferidos. Existen vínculos múltiples entre el juego social y las evoluciones naturales» (Lecoeur, 1995). La desconsideración de los ritmos naturales, manifiesta en muchas obras de geografía humana que ignoran las dimensiones naturales del espacio social, no supone que la presencia de la geografía física como un campo de conocimiento específico, sea inevitable. La posibilidad de abordar desde estas «geografías físicas» problemas o cuestiones de índole social o de implicación social, en relación con sus propios campos de conocimiento, es evidente, como lo demuestra la práctica y
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experiencia de las ciencias de la Tierra correspondientes. La integración en su campo de interés de tales cuestiones se corresponde con la propia naturaleza de la ciencia y del conocimiento humano. Sin duda sus análisis pueden ser útiles para la geografía y de inmediato aprovechamiento por parte de ésta. Pero esa coincidencia no otorga a tales prácticas ni a las disciplinas en que se producen el carácter de geografía porque su campo de conocimiento es específico y es distinto. En ningún caso pueden identificar su objeto como «espacio geográfico», salvo en una concepción arcaica y sobrepasada, que reduzca lo geográfico a lo natural. Lo sorprendente es que esta concepción o valoración naturalista del espacio geográfico, que reproduce un elemental discurso vidaliano, aparece en ámbitos críticos de perfil marxista o postmarxista. Se produce como una alternativa crítica a propuestas de geografía como ciencia social. Se caracteriza por una defensa del reduccionismo inductivo y del empirismo más banal, como reacción al discurso coremático, que coloca a la geografía física fuera del espacio geográfico. La crítica de la corriente coremática -de su reduccionismo de carácter geométrico, de su fraseología tecnocrática, del fetichismo espacial y de las leyes del espacio- se convierte en una reivindicación del discurso naturalista en sus formas más elementales. No parece que la crítica a la geografía coremática pueda sostenerse sobre una concepción arcaica del espacio como contenedor, identificado con el sustrato físico, tal y como aparece tras estos planteamientos. La inercia de las tradiciones de la geografía moderna determina que formulaciones como la de las relaciones sociedad y medio natural sigan vigentes, aunque se utilicen desde perspectivas distintas. La geografía, de nuevo, se formula como la disciplina de las relaciones entre sociedad y medio: una idea subyacente o explícita. La vieja concepción originaria, eje de la geografía positivista y del regionalismo «clásico» resurge en geógrafos de este final de siglo. «La geografía es el estudio de las relaciones entre sociedad y su medio natural.» Así define el campo de la disciplina un geógrafo «radical» (Peet, 1998). La geografía puede y debe plantearse y abordar esas interrelaciones precisamente desde el postulado de una ciencia social. Asentada sobre el principio de que el espacio no es esa especie de contenedor sino el resultado del proceso de transformación de la naturaleza por el trabajo social, y que esa naturaleza actual no es sino el espacio heredado de generaciones y generaciones que ejercieron ese proceso de transformación durante siglos y milenios. Son vías que aparecen en las propuestas más recientes e innovadoras. 8.3.
DE LAS CONDICIONES GEOGRÁFICAS A LA TRANSFORMACIÓN DE LA NATURALEZA
La consideración tradicional de la naturaleza o medio geográfico como un elemento externo contrapuesto a la sociedad, que subyace en la concepción de la geografía moderna, proviene directamente de la elaboración intelectual propia de la modernidad, desde F. Bacon. El pensamiento moder-
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no rompe el esquema antiguo sostenido hasta entonces que contemplaba el microcosmos humano como una parte del macrocosmos universal. Frente a él introduce la dicotomía Naturaleza y Hombre o Sociedad y hace de la Naturaleza un objeto a controlar, dominar y explotar por medio de la razón y de la ciencia, en beneficio propio. Esta separación de lo social y de lo natural y esta contraposición entre ambos sostiene el desarrollo de las modernas disciplinas científicas y entre ellas, de modo muy destacado, de la disciplina geográfica, donde esa dicotomía y contraposición constituye el enunciado básico de la geografía moderna, entendida como la disciplina de las relaciones entre el Medio -es decir, la Naturaleza- y el Hombre -es decir, la Sociedad-. Una concepción que subsiste a finales del siglo XX . Una concepción que ha condenado a la geografía a presentarse o bien como una disciplina puente entre las ciencias de la Naturaleza y las ciencias sociales, o bien como una disciplina social -la geografía humana- que ignora los componentes físicos o naturales. Entre la ruptura de la disciplina -una constante de las preocupaciones de los geógrafos a lo largo del siglo- y la improcedencia epistemológica, la geografía moderna ha sido incapaz de resolver el dilema que surge de su concepción originaria. Sin embargo, son numerosas las propuestas que han abordado la necesidad de superar esa dicotomía a partir de una consideración social de la Naturaleza. Una actitud que procede, tanto de la crítica del concepto de Naturaleza tal y como se elabora por el pensamiento positivo, como de la reivindicación del carácter social de la representación del mundo natural. En tanto lo que llamamos Naturaleza no deja de ser una producción cultural, y del carácter social del entorno natural, en la medida en que constituye un producto de la actividad humana. Representan propuestas críticas que confluyen sobre la necesidad de revisar nuestra concepción de lo que denominamos Naturaleza, en orden a eliminar la distinción tradicional y arraigada en la geografía entre medio físico y sociedad: «Algunos geógrafos argumentan en la actualidad que el denominado medio ambiente natural no se puede separar del humano en su conjunto» (Women, 1994). Desde perspectivas de inspiración marxista se percibe que la contraposición tradicional entre lo físico y lo humano carece de fundamento consistente. Una argumentación que tiene fundamentos en la propia tradición del pensamiento marxista. Representa un planteamiento social del espacio que hace de la naturaleza un componente inseparable de la propia existencia humana y que se confunde con ella. Representa, al mismo tiempo, una crítica de la concepción naturalista introducida por la Ilustración. Es lo que resaltaba Engels al apuntar que «sosteniendo que es la naturaleza la que exclusivamente influye en el hombre, la concepción naturalista es unilateral y olvida que el hombre reacciona también sobre la naturaleza, la transforma y crea nuevas formas de existencia» (Engels, 1952). Este vínculo esencial entre naturaleza y sociedad representa la clave no sólo de la construcción del concepto de espacio social sino como funda-
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mento de la legitimación de la propia objetividad del conocimiento, como valedor de éste. «Toda producción es apropiación de la naturaleza por el individuo en el marco y por intermedio de una forma de sociedad determinada» (Marx, 1957). Al mismo tiempo que resaltaban cómo la «unidad del hombre y la naturaleza ha existido desde siempre en la industria, y se ha presentado de forma diferente, en cada época, según el mayor o menor desarrollo de la industria» (Marx y Engels, 1968). La actividad humana se convierte, a lo largo del tiempo, en la clave del propio mundo real o mundo sensible: «Esta actividad, este trabajo, esta creación material incesante de los hombres, en una palabra, esta producción, es la base de todo el mundo sensible tal como existe en la actualidad» (Marx y Engels, 1968). Esto es, la base del espacio geográfico. La concepción marxiana hacía de la producción, en un sentido amplio, en cuanto actividad social transformadora de la naturaleza, la clave para entender ésta desde una perspectiva social: «Toda producción es apropiación de la naturaleza por el individuo en el marco y por intermedio de una forma de sociedad determinada» (Marx, 1968). Una concepción que permite contraponer, a la dicotomía naturaleza y sociedad, el principio de la unidad entre ambas, inherente a la industria, con su específica forma histórica, de acuerdo con el grado de desarrollo de cada sociedad (Marx y Engels, 1968). Un aspecto recogido en los momentos actuales en el campo de la geografía, en la medida en que se hace cada día más evidente: «No sólo los humanos han actuado sobre el medio ambiente desde hace milenios por toda clase de vías, sino que la humanidad se ha vinculado al medio ambiente, y lo continúa haciendo, para sobrevivir. En consecuencia, algunos geógrafos propenden a pensar en lo humano y natural como profundamente relacionado. Más aún, algunos plantean que se encuentran tan vinculados que no deberíamos pensarlos como dos sistemas separados relacionados uno con el otro, sino como uno solo» (Women, 1994). Por otra parte, desde perspectivas distintas se hace hincapié en el carácter de representación de la Naturaleza y, por tanto, su dimensión cultural y social. Lo que llamamos Naturaleza no deja de ser una elaboración social, cuyo contenido cambia por ello con el tiempo y los propios cambios sociales. La Naturaleza no es algo inmutable y externo, frente a lo que reacciona la sociedad. La Naturaleza es un concepto que responde a una elaboración y que no tiene el mismo alcance y significado en el mundo clásico grecolatino, o en la civilización india, que en el mundo de la Ilustración. Esta dimensión cultural puesta de manifiesto en los últimos decenios facilita también una aproximación social al mundo natural o entorno natural, como es patente en el caso de algunos enfoques recientes, en la geografía. La consideración del entorno físico desde la plataforma de la percepción subjetiva, el planteamiento de la denominada geografía de los riesgos y azares, las ópticas medioambientales que realzan el protagonismo social en los procesos naturales, tienen en común esta consideración social.
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Lo que hace geográfico el entorno es esta implicación directa con el mundo social a través de la producción material, con su múltiple y contradictoria relación, en cuanto significa, por una parte, la condición necesaria para la reproducción social humana y, por otra, la alteración, degradación y destrucción del mismo. Asimismo, en el ámbito de las representaciones culturales de ese entorno, que nos condiciona en la percepción del mismo. En su producción social interfieren agentes y procesos dispares y contradictorios. Lo muestra, con extraordinaria claridad, el desarrollo contemporáneo de las representaciones medioambientales y ecológicas, o, desde el siglo pasado, la construcción de nuestras imágenes y pautas de conservación de la naturaleza (Ortega Valcárcel, 1998). La geografía no tiene que ignorar ni apartar las cuestiones relacionadas con los procesos naturales. La geografía no se construye sobre la separación de la geografía humana de la geografía física, con la reducción del campo geográfico a los simples elementos humanos, de la realidad, desde una actitud equivalente, que opone lo natural a lo social: «Una geografía humana divorciada del medio físico carece de sentido» (Stoddart, 1987). La geografía tampoco se construye sobre el simple aglomerado de componentes naturales y sociales. La geografía sólo puede resolver este dilema a partir de una integración de los procesos naturales en una teoría social del espacio geográfico. Es la que hace posible, precisamente, integrar los componentes físicos o naturales como un elemento esencial del espacio geográfico. La unidad de la geografía no procede de que estos componentes formen parte del discurso geográfico. La unidad resulta de la concepción de la misma como una disciplina del espacio geográfico como el producto de la transformación de la naturaleza inherente al proceso de reproducción social de la especie humana. El espacio geográfico surge en el acto mismo de la producción que integra sociedad y naturaleza. Las posibilidades de un enfoque de estas características son evidentes, se realicen desde postulados marxistas o sobre postulados de percepción y representación social. En el primer caso, resalta la plena integración de los procesos naturales en una dialéctica productiva: «toda producción es apropiación de la naturaleza». De tal modo que la unidad naturaleza-sociedad se verifica en la propia existencia social. Pero el carácter históricamente determinado que Marx señala para lo que él llama «intercambio orgánico» entre el hombre y la naturaleza convierte al capitalismo en el régimen histórico al que se vincula este intercambio, en el que se sustenta la producción y la propia vida humana. Desde la perspectiva marxista, el componente esencial es la contradicción esencial entre sistema económico y preservación de los valores naturales: constituye el soporte teórico esencial de esta interpretación. Para Marx, el sistema industrial capitalista conlleva la degradación física de la naturaleza: «cada paso que se da en la intensificación de su fertilidad dentro de un período de tiempo determinado es a la vez un paso dado en el agotamiento de las fuentes perennes que alimentan dicha fertilidad. Este proceso de aniquilación es tanto más rápido cuanto más se apoya sobre la gran industria, como base de su desarrollo» (Marx, 1964).
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Una contradicción que hace impensable la solución de los problemas de degradación del medio y de alteración de los equilibrios naturales en el marco de este sistema económico. Una contradicción incompatible con lo que Marx apuntaba como obligada responsabilidad de cada generación humana en la gestión y transmisión del patrimonio natural heredado de las generaciones anteriores: «Ni la sociedad en su conjunto, ni la nación ni todas las sociedades que coexisten en un momento dado, son propietarias de la tierra. Son simplemente sus poseedoras, sus usufructuarias, llamadas a usarla como boni patres familiae y a transmitirla mejorada a las futuras generaciones» (Marx, 1964). La dialéctica destructiva de los procesos de producción capitalista, sus efectos transformadores, su incidencia en los procesos naturales, los equilibrios rotos y la incidencia social de tales procesos, en su dimensión de riesgos percibidos y aceptados, o de azares imprevistos e inducidos, forman parte del objeto de la geografía. La normal formación del geógrafo en disciplinas naturales le proporciona una capacidad de entender, de analizar y de expresar esos procesos naturales. Es una ventaja que el geógrafo tiene respecto de otras disciplinas sociales y que justifica la persistencia de una formación de este tipo. Una formación naturalista en el marco de una disciplina social. La dialéctica destructiva del capitalismo, derivada de la propia naturaleza del mismo sistema económico, es el punto de referencia de las reflexiones de la escuela de Frankfurt cuando hacen del dominio de la naturaleza la clave explicativa de la sociedad moderna y sustituyen con ella la propuesta marxista de la lucha de clases como motor histórico. Desde una perspectiva o desde otra, los procesos naturales adquieren una dimensión social y se integran en una representación geográfica del espacio como producto social. Los procesos naturales adquieren sentido en esta dialéctica social, en el marco de una orientación de la geografía hacia los problemas de relevancia social. La naturaleza es así un espacio construido en el doble sentido de un espacio producto de la actividad material transformadora de cada sociedad humana, y de una representación cultural del entorno y de los procesos naturales, en que se mezclan ideología y conciencia social. En ambas acepciones, la extraordinaria intensidad de los procesos de transformación inducidos por el desarrollo del capitalismo industrial y la progresiva elaboración de una representación medioambiental o ecológica del mundo terrestre, nuestra época ilustra a la perfección este carácter de la naturaleza y estas posibilidades de una geografía afincada como una disciplina social. Una «geografía que habla de los espacios y las sociedades [...] que recupera su centro, recoge sus propias herencias y toma posesión plena de su campo» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Pero una geografía orientada hacia los problemas o en otros términos, hacia aquellas cuestiones en las que la geografía puede contribuir a conocer y explicar (Massey, Allen y Sarre, 1999).
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9. La geografía de hoy
Desde ópticas diversas, los geógrafos del presente creen que existen posibilidades para la geografía del siglo XXI , si ésta se orienta hacia esos problemas y si lo hace desde el compromiso con su tiempo. La geografía humanista se considera una opción para ese tipo de geografía, aunque lo haga desde postulados tan tradicionales como los géneros de vida, y desde un eclecticismo tan notable como el que se formula desde enfoques naturalistas, sociales y económicos. Desde los postulados de la geografía coremática se aprecia un optimismo análogo, a partir de una concepción materialista y científica de la geografía, racional y sistémica, que aprecia que «la geografía se levanta, que ha dejado de ser tabú, que vuelve incluso a los medios de comunicación» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Y desde una geografía crítica y abierta, de raíces marxistas, se afirma también la convicción de que «la disciplina académica que denominamos geografía humana tiene mucho que ofrecer a un amplio mundo de esfuerzos intelectuales y al mundo que estudia» (Massey, Allen y Sarre, 1999). La confianza en el futuro no nos debe engañar. Muestra las posibilidades virtuales de un tipo de conocimiento que está estrechamente implicado con algunos de los segmentos más sensibles de la sociedad moderna. Sería ingenuo pensar que la geografía como disciplina ha resuelto todas sus carencias y condicionamientos teóricos y epistemológicos, y que los geógrafos han modificado sus arraigados patrones intelectuales. Las palabras de un geógrafo español en el decenio de 1980 siguen siendo válidas, aunque el contexto haya variado : «La geografía parece correr el riesgo de perder su razón de ser entre una multitud de insinuaciones diversas y tal vez divergentes» (Ortega Cantero, 1985). Las nuevas perspectivas corresponden a una creciente convicción de que puede construirse una geografía consistente capaz de abordar los problemas del mundo actual. No pasa de ser una convicción académica, aunque cada vez aparezcan más signos de un desarrollo positivo. No obstante, conviene tener en cuenta que sigue sin existir una Teoría del espacio geográfico, es decir un marco teórico que permita ordenar objeto, herramientas, conceptos, discurso. Conviene no olvidar que la geografía sigue fragmentada en numerosas ramas y disciplinas con escasa o nula comunicación entre sí. Que la geografía carece de un discurso unitario, y que es difícil construir un discurso geográfico que integre los resultados de las disciplinas llamadas geográficas. Y es necesario tener en cuenta que viejas cuestiones de la geografía moderna siguen planteadas, en términos similares, cien años después, sin aparente respuesta.
EPÍLOGO De modo paradójico, la geografía se nos presenta, al terminar el siglo XX, y en el quicio del tercer milenio, como una disciplina en la que sigue sin existir unanimidad en lo que concierne a su naturaleza científica, a su propia existencia como disciplina unitaria, a las exigencias metodológicas que requiere su cultivo y a la delimitación de su campo de conocimiento. La persistencia de este debate muestra el carácter no resuelto de la fundación de la geografía como disciplina moderna en el marco de las ciencias contemporáneas. La propia determinación del marco de conocimiento y de los contenidos de la disciplina permanece indefinida, prestando a la geografía una permanente imagen de touche à tout, de cajón de sastre. En el último decenio del siglo XX los geógrafos siguen preocupados por el «lugar de la Geografía» en la sociedad actual (Unwin, 1992). Del mismo modo que se interrogan sobre las bases teóricas y metodológicas de un conocimiento que duda sobre su naturaleza científica, y dentro del cual son posibles propuestas tan contradictorias como las que propugnan su reducción al estadio de mero arte o saber cultural y las que le asignan un riguroso y excluyente estatuto científico. La permanencia, a lo largo del tiempo, de este debate sobre el significado del proyecto geográfico es un rasgo sorprendente de la geografía moderna. Determina la práctica geográfica, cuya dispersión de objeto y métodos hace difícil una definición precisa de la disciplina y, de resultas de ello, ha condicionado y condiciona no sólo el discurso geográfico sino también la percepción social de la geografía, carente de un perfil propio, de una imagen distintiva, reconocible y reconocida en la sociedad. ¿Qué es la Geografía? ¿De qué trata la Geografía? Resultan ser preguntas sin fácil respuesta (Unwin, 1992). La unidad de la disciplina, respecto de las relaciones entre geografía física y geografía humana; y respecto de la fragmentación sistemática del conocimiento geográfico; la esencia de la geografía, como ciencia social o como ciencia a caballo de las naturales y sociales; el carácter científico o artístico del conocimiento geográfico; la existencia de un objeto propio de la geografía y la especificidad o no de este objeto geográfico; el carácter de este objeto; la existencia y naturaleza de un método geográfico; la naturaleza y el significado de la región en la geografía; entre otros, como la sin-
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gularidad o excepcionalidad del mismo, siguen siendo elementos de un discurso y de un debate no resuelto. La paradoja es que esta inadaptación se produce en una disciplina que, según todas las apariencias, se encuentra en el mismo centro de los problemas más acuciantes y de mayor relevancia del mundo actual, desde los medioambientales a los que derivan de la desigualdad social, a escala local, regional y mundial y los que tienen que ver con una mejor gestión del territorio, como gustan de resaltar los propios geógrafos. El contraste entre la relevancia de los sedicentes problemas geográficos y la penumbra social en que yace la geografía como disciplina es un componente destacado de la situación actual de la geografía. La relevancia o irrelevancia de la geografía en la sociedad moderna no depende de lo que digan los geógrafos, más o menos autocomplacientes sobre sus bondades, sino de la imagen que el conjunto de la sociedad se haga de ella, en la medida en que se la contemple como un saber propio del mundo moderno o como una simple reliquia del saber del pasado: «depende de que tanto geógrafos como no geógrafos acepten la geografía como una división coherente del conocimiento» (Graham, 1987). La relevancia social de la geografía, su reconocimiento por parte de la colectividad como un saber válido, depende, en gran medida, de su capacidad para presentarse como un campo de conocimiento definido, con perfiles propios. Un campo de conocimiento que pueda ser identificado sin dificultad entre las numerosas disciplinas que actúan o se presentan en el marco del territorio, capaz de aportar soluciones viables a problemas precisos, los problemas de carácter territorial que afectan, preocupan e interesan a las sociedades actuales. La historia de la geografía, abordada desde una perspectiva crítica, constituye una oportunidad de reflexión sobre el propio discurso geográfico, sobre los interrogantes que han acompañado el desarrollo temporal de la disciplina, sobre las contradicciones en que se debate, sobre sus fundamentos epistemológicos, sobre sus vínculos con el resto de los campos de conocimiento. La historia de la geografía debe servirnos como conciencia crítica. Abordar la historia de la geografía, a través de la indagación de sus discursos y sus prácticas, puede ser un saludable punto de partida para enfilar el futuro de la disciplina. El momento es significativo, porque los problemas de carácter territorial, los que tienen que ver con las preocupaciones de la geografía, han adquirido una considerable presencia social. «La geografía se mueve. Su nombre mismo ha conocido momentos de discreción, por no decir de abandono; ha dejado de ser tabú, y vuelve con fuerza hasta en los medios de comunicación» (Brunet, Ferras y Théry, 1993). Más inmediatos a las necesidades de la sociedad, la geografía y los geógrafos pueden desempeñar un papel reconocido y relevante en el marco de la sociedad moderna. El que así sea depende, en lo esencial, de la capacidad de los propios geógrafos para comprender su disciplina y transmitir sus posibilidades a la sociedad; para poner de manifiesto que dispone de la sensibilidad adecuada para abordar los problemas que interesan a la sociedad, que cuenta con
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ideas y conceptos para hacerlo, y que dispone de herramientas intelectuales apropiadas para afrontarlos. Que es una disciplina situada en el centro de las preocupaciones de la sociedad de hoy. La geografía se debate entre los condicionantes de su pasado y las posibilidades del futuro. Lo que distingue el momento actual es la existencia de una convicción de que la geografía puede ser una disciplina para el siglo XXI.
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