José Luis Comellas-Del 98 a La Semana Trágica, 1898-1909_ Crisis de Conciencia y Renovación Política-Biblioteca Nueva (2001)

December 20, 2017 | Author: victorianuspastor | Category: Cuba, Spain, Guerrilla Warfare, The United States, Historiography
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DEL 98 A LA SEMANA TRÁGICA 1898-1909 Crisis de conciencia y renovación política

COLECCIÓN HISTORIA BIBLIOTECA NUEVA Dirigida por Juan Pablo Fusi

JOSÉ LUIS COMELLAS

DEL 98 A LA SEMANA TRÁGICA 1898-1909 Crisis de conciencia y renovación política

BIBLIOTECA NUEVA

Cubierta: A. Imbert

© José Luis Comellas, 2001 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2001 Almagro, 38 28010 Madrid ISBN: 84-7030-966-8 Depósito Legal: M-46.243-2001 Impreso en Rógar, S. A. Impreso en España - Printed in Spain Ninguna parte de esta publicación, incluido diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

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ÍNDICE

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INTRODUCCIÓN QUE PUEDE SER JUSTIFICACIÓN ..........................

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CAPÍTULO PRIMERO. CUBA COMO PROBLEMA ............................. Las piedras en el estanque ................................................. Una catástrofe sanitaria ..................................................... ¿Una derrota buscada? ...................................................... Los posos de la derrota ..................................................... CAPÍTULO 2. LAS MIELES DE LA DERROTA Y OTROS CAMBIOS DE ACTITUD .............................................................................. Un próspero desastre ........................................................ La revolución de los cuerpos intermedios ......................... El 98 de los obreros .......................................................... CAPÍTULO 3. CONCIENCIA DE CRISIS .......................................... La llamada generación del 98 ........................................... El problema de España ..................................................... Los arbitristas .................................................................... Lucas Mallada: Los males de la patria .......................... Macías Picavea: El problema nacional ......................... Vital Fité: Las desdichas de la patria ............................ Luis Morote: La moral de la derrota ............................ Tomás Giménez Valdivielso: El atraso de España ........ CAPÍTULO 4. COSTA Y EL COSTISMO .......................................... La figura de Costa ............................................................ Una vida de lucha sin triunfo en vida ............................... El programa de Costa, o despensa y escuela ..................... Vieja y nueva política ....................................................... En la revolución de los cuerpos intermedios .................... CAPÍTULO 5. REGIONALISMOS Y NACIONALISMOS ........................ Cuestiones de unidad y diversidad ...................................

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ÍNDICE

Antes y después del 98 ...................................................... Algunos aspectos del regionalismo catalán ....................... Los «noventa y ochos» y el catalanismo político ............... Los orígenes del nacionalismo vasco ................................. Sabino Arana, un salto radical .......................................... CAPÍTULO 6. EL REGENERACIONISMO AL PODER ......................... El régimen ........................................................................ Otro profeta: Polavieja ...................................................... Regreso o repesca de Silvela .............................................. El gobierno Silvela-Polavieja ............................................. CAPÍTULO 7. NUEVO SIGLO, NUEVOS HOMBRES .......................... Alfonso XIII, regeneracionista .......................................... De Silvela a Maura ........................................................... Genio y figura de Antonio Maura .................................... El primer gobierno Maura ................................................ CAPÍTULO 8. GOBIERNO LARGO Y SEMANA TRÁGICA ................. Las dificultades de encontrar una cabeza .......................... La hora de Maura ............................................................. Las grandes leyes reformistas ............................................ La Semana Trágica ............................................................ Lerroux y Ferrer ................................................................ Balance ............................................................................. La caída de Maura ............................................................

151 163 170 176 182 195 196 208 213 217 225 227 231 236 243 249 251 255 261 264 269 273 279

CONCLUSIÓN QUE PUDIERA SER CONTINUACIÓN ......................... 283 BIBLIOGRAFÍA ............................................................................ 289

A mis compañeros del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla, en testimonio de gratitud por el afecto que me han demostrado en tantos años de entrañable convivencia universitaria

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Introducción que puede ser justificación Es un hecho que, de algún tiempo a esta parte, resulta frecuente aprovechar el centenario, el sesquicentenario, el cincuentenario o hasta el vigesimoquinto aniversario de un acontecimiento histórico (y, por los mismos pretextos simbólicos, un cambio de siglo o de milenio) para justificar libros, trabajos, congresos, simposios, conferencias y actos oficiales conmemorativos referidos siempre a la efemérides que se recuerda. Puede existir en ello, quién lo duda, un cierto interés comercial en dar publicidad y una más amplia difusión al conocimiento de un pasado, tal vez ya medio perdido en el olvido que, de pronto, se ha vuelto a poner de moda. Puede existir también un interés político, como denuncian con evidente intención los autores de un trabajo que se menciona en algún punto de este libro. Interés político ya lo hubo, ciertamente, en la conmemoración del primer centenario de la Revolución Francesa, Torre Eiffel incluida, o en el de la de 1848, que dio lugar a uno de los congresos históricos más celebrados de la primera mitad del siglo XX, aquel en que se consagró la poderosa personalidad histórica de Ernest Labrousse. Bienvenido sea ese interés político en fomentar actos conmemorativos, si ello da pie y medios económicos para realizar revisiones científicas de nuestro pasado, o tan siquiera ensayos brillantes capaces de presentarnos el acontecimiento rememorado a una nueva luz. Y bienvenido el interés comercial, si es que en ese caso existe, en cuanto que abre la posibilidad a los historiadores de dar a conocer trabajos que de otro modo hubieran encontrado dificultades para salir a la luz. Lo único conveniente —por no decir necesario— que debería exigirse a las

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entidades que invitan a tocar un tema determinado con motivo de una ocasión determinada es la concesión de una total libertad a los historiadores para desarrollar sus tesis o sus hipótesis de trabajo de acuerdo con su propia y honrada visión. Menos necesaria —aunque tampoco deja de ser conveniente— parece la exigencia a esos historiadores de un esfuerzo de integridad científica que les deje, en la medida de lo posible, a salvo de los prejuicios ideológicos o políticos —o de otra índole cualquiera— a que el motivo de la celebración simbólica pudiera predisponerles. Cumplidas estas condiciones, la facilidad tendida a nuevas investigaciones o a estudios prevalidos de una superior técnica, o una más actualizada información, es un hecho positivo y plausible, por lo que supone de posibilidad de progreso y de actualización sucesiva de temas históricos más o menos abandonados durante un tiempo. En 1998 ha tenido lugar en España el último aluvión de estudios basados en una fecha simbólica, haya sido o no el de cien años atrás el hito cronológico más significativo de una importante crisis histórica. Precisamente la conmemoración ha dado origen a títulos tales como «El mito del 98», «La invención del 98», «La generación de 1897» (y por tanto no del 98) o «La irrelevancia del Desastre», «El 98 antes del 98», «El regeneracionismo como secuela del prerregeneracionismo», y títulos por el estilo. Tres han sido, al parecer, las conclusiones derivadas de los innumerables congresos históricos y de las monografías salidas a la luz con motivo del centenario de la supuesta capital efemérides: primero, el movimiento literario, cultural y de mentalidades colectivas o de grupos adscritos comunmente al «noventayochismo» posee una relación sólo indirecta con la derrota española en la guerra de Cuba, y hubiera tenido lugar de todas formas, sin necesidad de esa derrota; segundo, ese movimiento comienza sus manifestaciones más específicas con anterioridad al año 1898, y en consecuencia su vinculación simbólica con lo acontecido en esa fecha resulta cuando menos una falsificación histórica hasta cierto punto; tercero, lo que solemos entender por «crisis del 98» (que ya no corresponde exactamente por lo dicho, a ese año) es mucho más compleja de lo que simplistamente habíamos supuesto, y si queremos comprenderla en su totalidad, exige extenderla a fenómenos políticos, diplomáticos, institucionales, culturales, sociales, económicos, regionalistas o nacionalistas, de mentalidades, actitudes y comportamientos que hasta ahora tendíamos a estudiar por separado. Estos tres puntos se encontraban sobre la mesa desde algunos

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años antes de 1998; fue la celebración del supuesto centenario la que permitió no sólo un mayor desarrollo, sino una más precisa acentuación de conclusiones y un ajuste más pleno de las piezas en estudios interdisciplinares. Una de las tres aportaciones —ninguna de especial envergadura— que realicé, porque me fueron solicitadas, con motivo de la efemérides, se titulaba precisamente «Razones de un centenario»1. Y fueron las reflexiones previas a aquel trabajo las que me convencieron de la extraordinaria complejidad de los llamados «noventa y ochos», y de la necesidad de un estudio global de todas sus facetas, si no deseábamos obtener una visión distorsionada, por parcial, del conjunto. También adquirí la convicción de que ese complejo histórico de «los noventa y ochos» no podría ofrecer a nuestra vista todo su relieve histórico —es decir, su trascendencia— sin un estudio, como mínimo, de sus secuelas inmediatas: el regeneracionismo; el desenvolvimiento económico; las nuevas tendencias sociales, tanto en la clase obrera como en las clases medias; el desarrollo de los nacionalismos y el intento —por fracasado que haya sido— de encontrar nuevos cauces políticos. Tal ha sido el conjunto de reflexiones o de hipótesis que me han conducido a escribir este libro. No trato de desarrollar cada uno de los temas que se nos ofrecen por extenso, puesto que la obra, sobre resultar abrumadoramente ardua, no cabría de ninguna manera en el formato de esta colección. Tampoco he pretendido llegar hasta las postreras consecuencias de la crisis española de entresiglos porque en el campo de la historia las consecuencias de un hecho no se extinguen nunca del todo, y resultaría materialmente imposible fijar el término cronológico real de la etapa que me he propuesto comentar: tal vez, para llegar a esas «últimas consecuencias» hubiera sido preciso escribir una historia de España en el siglo XX. La elección del momento de la Semana Trágica y la caída de Maura como posible líder de una política regeneracionista es, por supuesto, arbitraria. En algún punto histórico-cronológico habría de terminar la secuencia. Para remediar en parte semejante arbitrariedad, aparece al final una conclusión que también es algo más que un resumen, epítome o co——————— 1 Fue el discurso inaugural del Congreso organizado por la Asociación de Historia Contemporánea, que se ha convertido, tras su ampliación en la monografía citada con el núm. 60 en la Bibliografía.

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mentario de lo escrito. Sin que por ello pretenda, porque no puede pretenderlo, llegar al final. Un trabajo histórico tampoco tiene posibilidades de llegar a un punto final en otro sentido. El estudio exhaustivo de un tema —tal como suele intentarse, en ocasiones con notable éxito, en una tesis doctoral— requiere una paciente labor de microscopio para agotarlo de un modo satisfactorio. De aquí que, en nuestros días, una buena cantidad de tesis doctorales sean tan completas en la realización de su cometido como ceñidas a minúsculas cuestiones y, desde el punto de la demanda social, difícilmente publicables. Esta exhaustividad requiere por su parte la limitación a una parcela mínima del conocer histórico. Las reflexiones contenidas en este libro sugieren, por ejemplo, un estudio detallado de los métodos terapéuticos y clínicos aplicados por los médicos militares españoles en la guerra de Cuba; los orígenes costistas o no costistas de la Unión Nacional; las raíces del ideario de Macías Picavea; el motivo por el que, en el giro del siglo, nace una reiterada preocupación en los anarquistas por la educación; el prodigioso incremento de capitales en la banca asturiana a raíz de la paz de París; la relación entre la coyuntura de la industria algodonera y la politización del catalanismo; la persona o personas que «fabricaron» el ideario y la proclama de Polavieja, y fueron por tanto «padres» del polaviejismo; la relación entre los escritores del 98 y los arbitristas regeneracionistas; los motivos del paso de Maura al conservadurismo; las razones de la extraña coyunda entre las Cámaras Agrarias y las de Comercio; los complejos ideales e intereses mezclados en la discusión del proyecto de Ley de Administración Local, las causas eficientes de la caída de Maura en 1909; el papel real de Francisco Ferrer Guardia en los hechos de la Semana Trágica... y, como éstos, centenares o millares de trabajos monográficos capaces de aportarnos luz sobre cuestiones hoy debatidas. Este libro —por su carácter, por su extensión y por sus intenciones— es no tanto un resumen del estado de la cuestión o el resultado de unas reflexiones de tres años o una conclusión provisional tras las aportaciones realizadas con motivo del centenario del 98, como una sugerencia de caminos que seguir, un planteamiento de trabajos más extensos en su desarrollo y mucho más constreñidos en su contenido temático. Si consigue que alguno de los caminos sugeridos o hipótesis de trabajo esbozadas conduzca a una profundización más concreta de alguno de esos contenidos, habrá conseguido, cuando menos, una de sus principales finalidades.

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CAPÍTULO PRIMERO

Cuba como problema El trauma o la «crisis de conciencia» que sufrió España en capas muy amplias al parecer de su cuerpo social, y que coincide aproximadamente con el paso del siglo XIX al XX, se asocia invenciblemente a la fecha de 1898, y esta fecha se asocia a su vez al «Desastre» (la palabra se escribe por lo general con mayúscula) que representó la derrota militar, o más bien naval, en la guerra de Cuba. Si esa derrota tuvo la entidad suficiente para generar una crisis de tan elevada magnitud y tan diversificadas ramificaciones, es un tema que se ha discutido desde hace tiempo y muy especialmente a raíz del centenario de aquellos sucesos. Quizá el planteamiento de tal interrogante empezó cuando Fernández Almagro, a mediados del siglo XX, se preguntó, no sin una buena dosis de lógica, por qué la pérdida de los inmensos territorios del continente americano (de California a Patagonia) apenas parecen haber despertado ecos en la conciencia española, y en cambio la pérdida de los últimos jirones de nuestro imperio —Cuba, Puerto Rico y Filipinas— suscitaron una crisis tan agónica en el alma de la España contemporánea. La pregunta de Fernández Almagro complica aún más si cabe el planteamiento del problema, por cuanto habría que averiguar si realmente la pérdida de la América continental (el más vasto territorio poseído hasta entonces por soberanía alguna) no suscitó la menor atención de los españoles, y, si no la suscitó, por qué se dio tan anómalo caso de indiferencia; aparte de que una respuesta correcta tampoco nos daría la clave de la interrogante de por qué la pérdida de Cuba —¡fundamentalmente

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Cuba!— provocó conmoción tan inmensa, si es que la conmoción fue realmente inmensa, y si es que la causa real de la conmoción —que evidentemente la hubo— está provocada en realidad por el hecho concreto de la pérdida de Cuba. Ciñéndonos de momento al caso de la Perla de las Antillas, es evidente que la pérdida de América hizo, desde el primer momento, previsible este colofón. No faltaron movimientos independentistas en la isla simultáneos a los del continente, desde el enigmático de Morales en 1795 hasta los de Aponte en 1812, los Cimarrones de Santiago en 1812, o incluso la Conspiración de la Escalera en 1840. Aparte de otras posibles razones, Cuba no se independizó al tiempo que México o Venezuela porque no poseía entonces una burguesía criolla lo suficientemente abundante, culta e influyente; y, quizá sobre todo, porque era una isla. No podía ser ayudada por los insurgentes de Tierra Firme, que nunca dominaron el mar, en tanto las fuerzas metropolitanas, por mucho que hubiera decaído su capacidad naval tras la derrota de Trafalgar, contaban con los suficientes elementos para llegar a La Habana, al fondo del callejón de los alisios, sin dificultades ni barreras de ningún género. Precisamente porque España conservó Cuba, ésta se convirtió, ya por los años 30 del siglo XIX, en la «América Chiquita», de suerte que la explotación intensiva de sus posibilidades la convirtió en sucedáneo del continente perdido en determinados aspectos. Los productos ultramarinos que surtían al comercio español —al punto de originar, precisamente en el siglo XIX, un tipo específico de establecimiento comercial llamado «ultramarinos»— venían en su casi totalidad de Cuba. Cuba se convirtió en fuente fundamental de artículos tropicales, pero sobre todo de azúcar y de tabaco. España puso de moda el «habano» en el mundo. Y por lo que se refiere al cultivo de la caña, basta recordar que ya en 1820 Cuba producía el 13 por 100 del azúcar en el mundo, el 21 por 100 en 1844 y el 35 por 100 en 1860. Si la proporción creció más lentamente en el último tercio del siglo, ello no se debe a un enlentecimiento de las cifras productivas, sino a la aparición de nuevos centros productores en el planeta; con todo, en 1890 Cuba seguía siendo el primer país productor de azúcar en el mundo. Con su nuevo papel de «América Chiquita», la isla se transformó en sesenta años más que en los trescientos anteriores. En dos generaciones la población pasó de menos de un millón a tres millones, el producto interior se multiplicó por 15, en 1837 se inauguró la primera línea de ferrocarril (la Península tendría que

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esperar a 1849), en 1850 la fábrica de tabacos de La Habana empleaba a 15.000 personas (tres veces más que la de Sevilla), una realidad que hubiera sido inimaginable en el Antiguo Régimen; y, sobre todo, en medio de tanta prosperidad se fue formando una burguesía criolla rica, desarrollada, culta, capaz de concebir como hubiera sido imposible medio siglo antes, una patria específicamente «cubana». Para Juana Gil Bermejo, allá por 1850, la independencia de Cuba, a la corta o a la larga, era ya un hecho inevitable. Llegarían los movimientos independentistas. El hecho de que muchos cubanos se sintieran a gusto en la órbita española, y las abismales diferencias entre los protestatarios (ricos hacendados y esclavos de color, que buscaban soluciones opuestas) evitaron que aquella independencia se consumara en la guerra de los Diez Años (18681878). Pero lo extraño es que la metrópoli no sólo no previera el desenlace, sino que ni siquiera se preocupara de prevenirlo por medio de una política adecuada. LAS PIEDRAS EN EL ESTANQUE En tiempos en que apenas se hacía otra historia que la política, se convirtió en lugar común la referencia al «remanso de la Restauración». Y es que el sistema arbitrado por Cánovas —pero no solamente por él, sino por sus amigos y hasta por muchos de sus enemigos— se diferencia de forma escandalosa en el ritmo histórico de los que le precedieron y también de lo que el propio régimen de la Restauración acabaría siendo después de 1898. Lo que le precede es una historia de continuas inestabilidades, de cambios repentinos y violentos, de golpes militares o «jornadas» civiles, de gobiernos que suben al poder y caen de él en pocas jornadas —en casos, dentro de la misma jornada—, de desórdenes públicos, de incesantes conspiraciones para derribar el sistema vigente, a una media —según creo haber establecido en otra ocasión— de varias docenas por año. La inestabilidad endémica de la época isabelina es seguida por el azaroso sexenio 1868-1874, en que el ritmo trepidante de cambios y sustitución de hombres y de regímenes alcanza un climax vertiginoso. Y de pronto esta vorágine es sustituida de la noche a la mañana por lo que una vez he llamado «la restauración del sentido común». Una nueva moda, uncida a una nueva mentalidad, la del realismo y el positivismo político, aquieta los ánimos y encuentra fórmulas de avenencia y

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de entendimiento en el turno del ejercicio del poder. Aceptada por todos la propuesta de unas reglas del juego, en la que caben sin estorbo unos y otros siempre que no intenten zancadillearse, el sistema que el propio Cánovas quiso denominar «Restauración» —nombre por el que aún lo conocemos— registra una perduración de estabilidad sin precedentes, de lentitud calmosa en la marcha de la política, de sucesiones previstas de antemano, que a nadie pillan de sorpresa, y una cadencia histórica sostenida, hasta, desde el punto de vista de los «acontecimientos», sumamente aburrida. Se hace preciso tener en cuenta, sobre todo cuando desde épocas posteriores, incluida la nuestra, se critican los vicios del régimen de la Restauración, que lo que pretendió edificar Cánovas fue ante todo un sistema político para los políticos, destinado a acabar de una vez con las inextinguibles rencillas que habían desasosegado España durante tres cuartos de siglo. En principio, al menos, no se propuso otra cosa. El resto: la paz, la prosperidad, el ambiente sosegado, el optimismo respirable en el aire, sería una consecuencia de aquel cambio de ritmo. Desde este punto de vista, la Restauración fue un éxito clamoroso, ya que acabó con la amenaza constante de una guerra civil, o de una revolución o intento de tal a la semana. Nunca, en nuestra Edad Contemporánea, se había vivido un clima tal de estabilidad, en que hasta los mismos cambios, nunca traumáticos, resultaban fácilmente previsibles a gran distancia. Qué duda cabe de que la inesperada, pero sostenida, estabilidad influyó en el ambiente.Y al socaire de la estabilidad, las fiestas, el humor, la confianza en el futuro, la popularidad de los festejos taurinos, con la presencia de los dos grandes monstruos Lagartijo y Frascuelo, a más de Hermosilla, Pastor, Arjona o Regatero; o la del género chico, la zarzuela, que alcanza por aquellos años el momento más brillante de su historia con Arrieta, Chueca, Barbieri, Bretón o Chapí, las verbenas de los barrios amenizadas por los organillos, o las coplas de moda, o las compañías de teatro que recorren una Península a cuyos más diversos rincones ya ha llegado el ferrocarril, proporcionan a la época un indisimulable aire de popularidad, y aún más de cierto encanto, recordado con nostalgia por las amarillentas fotografías —entonces «daguerrotipos»— de los tiempos de nuestros bisabuelos. Sea cual fuere la realidad de la España profunda, la impresión que nos producen los recuerdos o los testimonios de la época de la Restauración canovista es, ante todo, de amabilidad. Si lo «típico» recibe por lo general los denuestos de nuestros costumbristas de la era isabelina, la Restauración parece coincidir con la

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exaltación del tipismo. La fiesta de los toros es ahora la «fiesta nacional», y hasta un motivo de orgullo; la zarzuela destaca con ingenua alegría los ambientes más característicos de los barrios o de las comarcas, los trajes regionales están más presentes en las fiestas que en generaciones anteriores y, pese a todo su prurito de distinción, las clases medias y aun las relativamente elevadas, llegado el momento, no tienen inconveniente en usar aquellas vestimentas o en bailar al son de las castañuelas. ¿Cabría hablar, hasta cierto punto, de algo parecido a una nueva época goyesca? El gusto por lo propio sustituye al embobado afrancesamiento formal del reinado de Isabel II, y hasta la zarzuela canta con aplauso general el valor del «soldadito español» y la copla la belleza de la «banderita española» en que se envuelve la protagonista. Eso sí, siempre en diminutivo. Sería interesante conocer el entero mecanismo de este paso de la inseguridad al aplomo, del complejo de inferioridad ante lo propio a una cierta, aunque tal vez artificiosa, satisfacción por «lo nuestro». Pero difícilmente podríamos aspirar a comprender el ambiente de la Restauración sin tomar conciencia de este cambio. Fernández Almagro, un «restauracionista» convencido que vivió los años posteriores al «Desastre», ve en el ambiente de la época finisecular «una inconsciencia punto menos que infantil...; inconsciencia y optimismo... Libres de cuidados, las gentes se consagraban a sus ocios predilectos... Buen humor en todas partes... Las muchachas de talle de avispa y mangas de jamón cantan habaneras. Chotis de Chueca en los organillos... ¡Dichosa edad y años dichosos aquellos!» (141, 8-9). O Baroja, recordando los mismos años, observa cómo «España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo: todo lo español era lo mejor» (J. C. Gibaja, en 234 II, 22). Visto —a posteriori— el desenlace, el optimismo parece suicida o por lo menos «inconsciente» e imprevisor. Sin ese desenlace, los veinticinco años finales de nuestro siglo XIX hubieran pasado a nuestra historia, tal vez, como una deliciosa belle époque. Remanso de la Restauración, pues. Al menos si comparamos su ambiente con el que le precedió, pero también, quizá bajo una conciencia de crisis distinta, el que le siguió. Sobre ese apacible remanso cayeron, por los años 90, las dos primeras piedras. Una de ellas fue el paso del anarquismo casi idílico del «hasta los ricos saldrán ganando» al terrorismo desesperado como consecuencia del retraso de la llegada del paraíso inevitable. No porque en los años 90 hubieran empeorado las condiciones de los trabajadores, sino porque las esperanzas

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mesiánicas en la difusión universal de la «nueva luz» se habían disipado. También la proliferación de los atentados terroristas en la Francia de los 90 pudo haber servido de ejemplo. Y así llegaron la bomba contra la sede del Fomento del Trabajo Nacional, la lanzada contra Martínez Campos en un desfile, la que cayó desde el gallinero al patio de butacas del Liceo barcelonés, la que atentó contra la procesión del Corpus en la también barcelonesa calle de Canvis Nous y, finalmente, los tres disparos de la pistola de Michelle Angiolillo que acabaron con la vida de Cánovas, autor y alma del sistema de la Restauración, y que simbolizaron el advenimiento de una nueva era en el propio sistema, si es que desde ese momento merece el mismo nombre que hasta entonces. Por cierto que estos tres disparos parecen estar relacionados con la segunda piedra arrojada sobre el remanso. La reiteración de los atentados terroristas, aunque separados todavía por meses o por años, obligaron a reconocer a muchos españoles que la sazón histórica no se parecía ya a una época dorada. La segunda piedra que les obligó a despertar a la dura realidad fue la guerra de Cuba. Algo parecido al «grito de Baire» era ya previsible desde años antes. La conciencia nacionalista cubana no había decrecido en los años felices de la Restauración, pese a la prosperidad general, a los intereses comunes de peninsulares y criollos, y a los cada vez más frecuentes intercambios de hombres, ideas y mercancías: incluyendo en ese intercambio el poderoso flujo emigratorio de la metrópoli a la isla. Todo fue bien hasta «el año de los tres ochos», en que el régimen de la Restauración pudo permitirse el lujo de organizar con admiración de muchos una Exposición Universal en la Ciudad de los Prodigios, símbolo de la prosperidad y del adelanto de España. Pero a partir de aquel año se hizo patente una crisis económica de alcance mundial, que obligó en muchos casos a apretarse el cinturón, y al gobierno a adoptar, como otros países europeos, una política decididamente proteccionista. El arancel de 1891 imponía severas restricciones al comercio directo de los cubanos con los Estados Unidos... en un momento en que ya el 90 por 100 de la producción de azúcar de la isla iba a parar al gran país vecino. El descontento por las dificultades surgidas, y el hecho de que la crisis afectase a haciendas e ingenios, provocó la unión virtual entre los dos bandos insurgentes que en la guerra de 1868-1878 habían aparecido separados: la burguesía hacendada y la mano de obra de color, condenada ahora al paro. Por eso, en el Manifiesto de Montecristi —febrero de 1895— José Martí y Máximo Gómez pudieron aducir que

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«Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto.» «Cubanos hay ya en Cuba de uno y otro color, olvidados para siempre del odio en que les pudo dividir la esclavitud» (242, 21). La afirmación no era enteramente cierta, pero sí en grado suficiente para que amplias masas de trabajadores de la tierra o de los ingenios se uniesen a la insurgencia. La guerra iba a ser más difícil que la de los Diez Años y, por supuesto, mucho más que la casi anecdótica «Guerra Chiquita» de 1879. Y, sin embargo, el «grito de Baire» parece haber caído sobre la España de la Restauración como una inesperada sorpresa. Sólo catorce mil soldados guarnecían la isla, y ninguna providencia se había tomado, desde quince años antes, para prevenir cualquier eventualidad. Gonzalo de Repáraz, en un artículo muy comentado de La Ilustración Española y Americana (8 de marzo, 1895, véase 059, 99), se preguntaba: Después de dos guerras, ¿cómo es que no está estudiado el teatro de la principal campaña? ¿Cómo no tenemos un ejército ultramarino de soldados adiestrados? ¿Cómo no han quedado abiertos los caminos estratégicos que se hicieron... veinte años ha? ¿Cómo, para decirlo de una vez, nos pilla desprevenidos este conflicto?

Sagasta dimitió, porque todo en la Restauración parecía arreglarse con elegantes y agradecidas dimisiones. Pero el remedio no resultó fácil. Cánovas envió de nuevo a Martínez Campos, vencedor en la guerra de veinte años antes. Pero las condiciones no eran las mismas, ni era posible simultanear, como entonces, las acciones militares con las negociaciones, y practicar la táctica del «divide y vencerás». Martínez Campos, convencido de que había que dar al conflicto una dureza que él no deseaba, dimitió a su vez. Sólo en aquel momento comprendieron los españoles que los tiempos apacibles y despreocupados habían pasado. Quizá para siempre. UNA CATÁSTROFE SANITARIA Mucho se ha hablado de la imposibilidad de que, a fines de los años 90, España estuviera en condiciones de mantener su presencia en Cuba. La afirmación, como todas las que «prevén» los hechos a juzgar por su desenlace, es casi tan gratuita como un futuri-

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ble, aunque en los últimos años parece haberse puesto de moda. Defienden tal imposibilidad, entre otros, Hugh Thomas (258), P. S. Foner (094), Carlos Serrano (242), Julián Companys (063), Javier Rubio (231) y, por supuesto, autores cubanos, como Yolanda Díaz o Alonso Valdés. La verdad es que no faltaron entonces quienes denunciaran la falta de preparación de las fuerzas armadas españolas. Por ejemplo, el pesimista Lucas Mallada, el precursor de nuestros arbitristas finiseculares, que en 1890 se lamentaba de que «no tengamos ejército bien organizado ni escuadra de importancia..., que el material de combate sea de lo más pobre, y que, si nos viésemos comprometidos en una guerra, nos faltarían elementos de defensa y ataque» (163, 284-285). Y es cierto que hubo falta de preparación. Sin embargo, y sin que ello pueda servir probablemente de disculpa, no podemos prescindir de la crisis hacendística que se echó de ver a partir de 1890, y que obligó a suspender casi totalmente la puesta en práctica del plan Cassola (en 1887) de modernización del Ejército y del aún más ambicioso plan Rodríguez Arias del mismo año, que hubiera puesto la escuadra española a la altura de una potencia colonial (véase 059, 100). Y es que, como llegó a decir Cánovas en una frase muy suya, «lo posible no es sino aquello que cabe en un presupuesto». Aun así, está claro que, una vez iniciado el conflicto, tanto Cánovas como Sagasta hicieron honor a su promesa —textual en ambos— de empeñar en la defensa de Cuba «hasta el último hombre y la última peseta». De suerte que, por muchos errores que los políticos o los militares pudieran cometer, de hecho, hasta el verano de 1897, es decir, hasta que el asesinato de Cánovas condujo a un drástico cambio de política, los españoles, aunque con dificultades superiores a las previstas en un principio, llevaban camino de ganar la guerra: al menos, tal es lo que se infiere del estudio muy analista y muy documentado de Luis Navarro (190). Quizá, por el motivo que inmediatamente pasaremos a tocar, no puede hablarse siquiera de una guerra dura y empeñada. Sí de una guerra bronca, desagradable, y con todos los dolorosos ingredientes propios de una guerra civil, porque eso es lo que fue: una guerra que enfrentó a cubanos contra cubanos, a españoles contra españoles. Luis Mariñas advierte que hubo en las filas españolas hasta 70.000 voluntarios cubanos, mientras que la cifra de insurrectos no parece haber pasado de 57.000 (169, 38; véase también 118, I, 225 y 255, nota 6); y M. Corral recuerda que hubo «criollos de reconocido

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amor a España» que formaron espontáneamente contrapartidas contra los insurgentes (068, 42). Por la otra parte, el mismo Weyler reconoce que hubo nativos peninsulares entre las filas enemigas (293, I, 341), y el historiador cubano C. Alonso Valdés nos transmite la asombrosa noticia de que hasta nueve españoles alcanzaron el grado de «general» (?) en el ejército mambí (009, 3). M. Cardenal de Iracheta nos recuerda en un artículo entrañable que su abuelo Manuel Cardenal Gómez, criollo matanceño, combatió en las filas de los mambises, mientras su hijo, Manuel Cardenal Domínguez, joven oficial de artillería, lo hizo heroicamente en el ejército español. Al terminar la guerra, padre e hijo se abrazaron efusivamente, y lo mismo lo hicieron combatientes de uno y otro bando2. A las ingratitudes de una guerra civil se unen las propias de una guerra de guerrillas. Los mambises poco hubieran podido hacer, mal armados y mal organizados, frente a un ejército regular. Las ventajas del guerrillero (eso tuvieron ocasión de aprenderlo los ejércitos napoleónicos ante las partidas españolas, la Wehrmacht ante las de Tito y Mihailovic, los americanos en Vietnam) consisten en el conocimiento del terreno, la sorpresa, la emboscada, la misma versatilidad del combatiente que puede presentarse en cualquier momento como un pacífico civil. Tales ventajas han permitido a las guerrillas enfrentarse con éxito a los ejércitos mejor organizados del mundo. Quizá no esté de más recordar aquí, como ha hecho Carlos Serrano, que la guerra de Cuba, tal como hubo de plantearla Weyler, fue «la primera guerra antiguerrilla de la historia» (242, 27). Sus medidas de dureza (la «reconcentración», la libertad para disparar en «áreas prohibidas», el corte de aprovisionamientos a las zonas rebeldes) han sido, como reconoce Stanley Payne, «enormemente exageradas por la propaganda cubana»3 (podría haber añadido: y por la norteamericana). Sin que tratemos en este punto de juzgar con exactitud las medidas de Weyler para «contestar a la guerra con la guerra», lo cierto es que las operaciones, llevadas a cabo con tanta lentitud como sistematismo, estaban produciendo sus efectos, y en la primavera de 1897 la victoria parecía asegurada. El 28 de abril de 1897 escribía Calixto ——————— 2 El artículo de Cardenal Iracheta aparece reproducido en Nueva Revista, número 58, agosto de 1998, págs. 163-165. 3 S. Payne, Los militares y la política de la España contemporánea, París, Ruedo Ibérico, 1968, pág. 65. La vindicación de Weyler, detallada y sin duda sincera (Mi mando en Cuba, Madrid, 6 vols., 1910), es para su desgracia de lectura indigesta.

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García a Máximo Gómez: «las fuerzas que nos quedan, disminuidas por largas y continuas marchas tanto como por las batallas, están decaídas..., y lo que yo llamo impropiamente descanso es dejar a los hombres volver a sus casas» (258, I, 452). En agosto de 1898, en una de aquellas entrañables conversaciones entre ex enemigos, un combatiente cubano confesó a un soldado español «hace un año, la insurrección puede decirse que estaba aniquilada por completo». «Si continúa [Weyler] dos meses más, la insurrección no hubiera tenido más remedio que sucumbir sin condiciones, pues ya nos era imposible seguir combatiendo» (068, 226-228). Semanas después de aquel momento de suprema desmoralización, asesinado Cánovas, Weyler era destituido. Guerra bronca, llena de marchas y contramarchas, de sorpresas y disparos por la espalda, de represalias, de acciones desesperantes en la manigua, en las montañas selváticas o en los campos embarrados durante la estación de las lluvias; pero no guerra continua y mortífera. Apenas hubo batallas propiamente dichas; lo que caracteriza el esfuerzo español en Cuba es la acción de patrullas, la vigilancia en las trochas, la protección de convoyes. Asombra saber que en tres años de combate sólo murieron por disparos enemigos 4.000 soldados españoles, no más de tres al día: guerra —desde el punto de vista puramente bélico— menos mortífera para nuestras tropas no la ha habido en toda la historia de España. Basta recordar, por si fuera útil, que en el otro «desastre», el de Annual en 1921, cayeron bajo los efectos de disparos enemigos 9.000 españoles en un solo día. ¿De qué murieron, entonces, el resto de los 55.000 soldados que no volvieron de Cuba? En su mayoría de enfermedad: fundamentalmente fiebre amarilla, vómito negro, paludismo, disentería y otras dolencias tropicales. Quizá el estudio más completo en este sentido sea el de E. Hernández Sandoica (134), seguido por B. Frieiro (104, 161). Las cifras que nos proporciona La Gaceta son todavía más desproporcionadas: ¡sólo 2.150 soldados muertos en combate, y 53.500 por enfermedad! Un hecho significativo: Eloy Gonzalo, el héroe de Cascorro, que se jugó la vida hasta el límite extremo en una célebre acción de guerra, murió de vómito negro en un hospital de Matanzas. Manuel Corral, uno de los más directos testigos de la situación, nos recuerda que su columna, integrada por 1.577 hombres, quedó en pocas semanas reducida a 500 por obra, sobre todo, del paludismo: entretanto, solamente había sufrido tres heridos en combate (068, 81). Si esto es así, hemos de llegar a la conclusión, no por cu-

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riosa menos macabra, de que la guerra de Cuba, extraordinariamente poco sangrienta por enfrentamientos entre hombres, fue ante todo una catástrofe sanitaria. Esta realidad no puede servir de disculpa, en tanto que parece dejar muy claro el bajo nivel de las medidas de previsión, o la escasez de medios materiales del mando español, que critica —posiblemente con razón— Hernández Sandoica. Sin embargo, tampoco podemos olvidar, si ello nos sirve de consuelo —o por lo menos como elemento comparativo— que, según datos constatados por H. Thomas, los norteamericanos, en tres meses de combates activos en Cuba, sufrieron 496 muertos en acción de guerra y 5.509 por enfermedad (258, I, 125). La acción de los mambises fue incordiosa y desesperante; pero no sólo no supuso en absoluto una victoria militar en el sentido estricto del término, sino que en los últimos meses del mandato de Weyler estuvo a punto de desfallecer. Cuando el ex enemigo español preguntó al ex enemigo cubano: «Si ustedes lo creían así, ¿por qué prolongaron la lucha?», la respuesta fue concluyente: «porque esperábamos la intervención de Estados Unidos». Ésa es otra cuestión. ¿UNA DERROTA BUSCADA? También se ha convertido en lugar común la afirmación de que la intervención de Estados Unidos en la guerra colonial era un hecho inevitable. Evidente: fue evitable mientras se evitó. Y no faltaron esfuerzos fructuosos en la diplomacia española por conseguir ese objeto. Después, las cosas se torcieron por obra de una serie de factores cuyo análisis completo sería imposible en este punto. Tampoco es posible reiterar todo lo que he tratado de dejar en claro en estudios anteriores sobre el tema (059, 97 y sigs.). Sigue teniendo gran parte de su vigor un viejo y sabio comentario de Jesús Pabón que defiende la tesis de dos hombres fuertes —Cánovas y Cleveland— y dos hombres débiles —Sagasta y MacKinley—, «capaces los primeros de evitar la guerra, incapaces los segundos de mantener la paz» (198, 143); una tesis que en tiempos actuales Julián Companys comparte, aunque advirtiendo, como parece obvio, que en un caso y otro las condiciones no eran las mismas (064, 189 sigs.). Cleveland sabía resistir a la opinión, empujada por una prensa belicista (véase 026 y 065). Le oyó decir Mac Elroy: «mientras esté yo en la Presidencia no habrá

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guerra con España» (198, 148). Por su parte, Cánovas, que ya había sabido resistir a la opinión cuando el asunto de las Carolinas, mantuvo una política tendente a evitar la intervención de Estados Unidos. Mientras vivió, lo consiguió, y tampoco es lícito formular futuribles a este respecto. El embajador americano, Woodford, recordaría, ya en tiempos de Sagasta, la «desesperante», pero eficaz táctica dilatoria de la época canovista, con la que de ninguna manera quería volver a lidiar en la nueva situación (145, 69-70). Por supuesto, y Perogrullo lo hubiera suscrito, si no es demostrable que con Cánovas en el poder España tampoco hubiera evitado la guerra con Estados Unidos, no lo es igualmente que la hubiera evitado. Algo hay, sin embargo: las confidencias que el estadista español había hecho al director de La Época, a comienzos de 1897, en el sentido de que «si a la guerra de Cuba le concedo una enorme importancia, a una guerra con los Estados Unidos le concedo muchísima más importancia todavía»; frase que, en el contexto de la conversación, permite suponer al periodista que Cánovas estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa —Cuba incluida, pero no sin una reunión internacional que pusiera límites a la pérdida— antes que aceptar una guerra con el coloso norteamericano (059, 105). Por eso, y sin negar la importancia de los cambios habidos a última hora, y sin menoscabar la inteligencia y la buena voluntad de Sagasta, cabe suponer que el asesinato de Cánovas fue un paso decisivo e irreversible en el proceso. En este punto sí se hace preciso tener en cuenta las circunstancias en que aquel asesinato tuvo lugar. La historia conoce muy bien el nombre de Michele Angiolillo, algo menos su filiación anarquista —consta que se negó a figurar entre los discípulos de Bakunin, aunque simpatizaba con ellos—, y menos aún, aunque cada vez se desvelan mejor los hechos, su carácter y sus contactos (059, 106). Pequeño intelectual, joven empleado de ferrocarriles, rubio, con gafas y aspecto tímido, se sabe que viajó de Nápoles a París, y allí, al parecer de buenas a primeras, se entrevistó con el doctor Ramón Betances, representante de la revolución cubana y su aparato de propaganda en París y Londres4. Angiolillo, defensor de los oprimidos y de la libertad de los pueblos, le pareció a Betances ——————— 4 Más detalles de la entrevista entre Betances y Angiolillo en J. Companys, A los setenta y cinco años de la muerte de Cánovas, en BRAH, vol. CLXX, I, Madrid, 1973, págs. 175-193.

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«un fanático, o más que un fanático, un alucinado». De aquellas entrevistas entre el pintoresco y excéntrico médico antillano y el idealista ferroviario italiano nacieron la idea y el dinero destinados a acabar con la vida del primer ministro español (059, 107). Lo que aquella muerte significó lo dejó bien claro al día siguiente, 9 de agosto de 1897, la prensa norteamericana: The New Yorker: «El culpable de la situación actual era Cánovas...; su poder era tan grande, que una vez quitado de en medio, son de esperar las más lisonjeras consecuencias...» The New York World: «Los cubanos van, ¡por fin!, a ver realizados sus sueños de libertad, porque ahora, sin Cánovas, la guerra entre los Estados Unidos y España es inevitable...» The Washington Post: «La muerte de Cánovas ha sido bien recibida por los cubanos... Cánovas... era el principal y único responsable de las relaciones amistosas entre España y los Estados Unidos» (059,108).

Una vez «quitado de en medio» Cánovas, las cosas eran por lo menos más fáciles. También es cierto que con las nuevas circunstancias, desde la presidencia de MacKinley al más o menos turbio asunto del Maine, pasando por la concesión de un estatus de autonomía a Cuba —que era precisamente, según Pabón, lo que menos podían desear los estadounidenses—, la situación se había hecho más difícil. No se trata en este punto de repetir los ya bien conocidos acontecimientos de la guerra entre España y Estados Unidos, sino, en todo caso, de comentar su fulgurante desenlace. «Una pequeña guerra deliciosa», escribió un periodista norteamericano, para inevitable vergüenza de españoles. Con todo, la superioridad real —que no virtual— de los yanquis no era en aquel momento tan aplastante como hoy tendemos a figurarnos. En Estados Unidos no existía servicio militar obligatorio, y las fuerzas que desembarcaron en Cuba (18.000 hombres, frente a los 220.000 españoles que combatían en la isla) difícilmente hubieran podido conseguir sus objetivos, a pesar de que la mayor parte de las tropas peninsulares estaban fijadas al terreno por la presencia de los renacidos mambises. Sebastian Balfour se ve obligado a contradecirse cuando, después de dar por supuesta la superioridad yanqui, reconoce que las tropas norteamericanas no eran capaces de medirse con sus fusiles Springfield y Remington a los eficaces Mauser manejados con mayor experiencia por los españoles (024, 50). Fracasó el desembarco en Manzanillo, y si los ame-

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ricanos lograron poner pie en Daiquirí, Siboney y Guantánamo, fue porque aquellos puntos de la costa estaban desguarnecidos. Con fuerzas doce veces superiores a los defensores, a duras penas lograron vencer en El Caney y las Lomas de San Juan (un análisis técnico de estos combates en A. Rodríguez González, 224, 65-71), y J. Calvo Poyato estima que «los españoles ponían de manifiesto lo que supondría a los americanos una guerra larga y dura» (060, véase 27, nota 6). Es más, el corresponsal Davis, del Herald, escribía a su director que «otra victoria como la del 1.º de julio, y nuestras tropas tendrán que retirarse... Estamos ante un posible desastre». Y no se engañaba, porque el general Shafter, comandante de las tropas desembarcadas, tenía preparado un plan de reembarque y lo había propuesto al gabinete de Washington, que lo estaba discutiendo precisamente en la tarde del domingo 3 de julio, justo cuando se conoció la noticia de la facilísima victoria naval. Porque, como es bien sabido, la guerra se decidió en el mar. También se discute si la superioridad de la escuadra del almirante Sampson sobre la de Cervera era «abrumadora» o simplemente «notable». Por un tiempo perduraron los ecos de la polémica entre Abelardo Maella y Mariano González Arnao (en Historia 16, núms. 233 y 237, 1995 y 1996, respectivamente), habiendo terciado en ella como concertador el mejor especialista en historia naval de la época de la Restauración, Agustín Rodríguez González («La situación de la Armada», 109), que refuta las tesis extremas y deja clara la inferioridad técnica de la mayoría de nuestros barcos, pero sostiene al mismo tiempo que la desproporción no era escandalosa, y no hubiera sido un milagro el éxito de nuestros barcos si se hubiera realizado el plan Bustamante: salir de Santiago de noche con los torpederos por delante hasta ponerlos en disposición de tiro y, bajo sus efectos, sacar los cruceros en abanico para aprovechar el desconcierto del adversario. Se hizo todo lo contrario, por razones que no han sido nunca explicadas. Hasta entonces, eso también conviene dejarlo en claro, en los no muy numerosos encuentros navales registrados frente a las costas de Cuba, los barcos españoles, aun peor dotados, habían llevado ventaja sobre los norteamericanos. En aguas de Cárdenas, la cañonera Ligera averió gravemente y puso en fuga al francamente superior torpedero Cushing; el 11 de mayo, el intento de desembarco en Cienfuegos y Cárdenas fue rechazado con pleno éxito por la artillería de costa y los pocos barcos españoles vigilantes en la zona; y frente a las costas de La Habana, el 15 de mayo, los cruceros Conde

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de Venadito y Nueva España pusieron en fuga espectacular a cinco barcos enemigos que creían fácil el acceso hasta la misma bocana de la bahía (085, 94-110). Nuestros barcos se mostraban más experimentados y decididos. ¿No sería posible forzar el cerco de Santiago mediante la práctica sorpresiva del plan Bustamante, o alcanzar cuando menos un resultado honroso que evitase la desaparición de la flota española y obligase a Sampson a dispersar sus fuerzas? ¿Por qué no se puso en práctica este plan, aprobado por la mayor parte de los oficiales y, en cambio, se decidió la salida de los buques de línea, uno a uno y contra sol, ofreciendo la célebre «T» de Mahan en sentido contrario, anulando a la fuerza la mitad operativa de la artillería? Lo que el 3 de julio deseaba Cervera era ciertamente escapar pero, ¿fue la forma en que lo hizo la más adecuada para conseguir su modesto propósito? Sabemos que los documentos que contenían las instrucciones concretas sobre la salida del almirante Cervera fueron quemados a posteriori, y que el propio almirante español fue consciente desde el primer momento de que se le mandaba al matadero; tan pesimistas fueron los telegramas que envió, que en otras circunstancias cualesquiera le hubieran valido la inmediata destitución; su último mensaje expresaba el más hondo y amargo derrotismo: 27 de abril, «Con la conciencia tranquila, voy al sacrificio...» (085, 77-78). Cervera, si no por propia decisión, por la de quienes le aconsejaron, rechazó el plan Bustamante y decidió salir de Santiago en las condiciones más suicidas posibles. Tanto, que Concas y los suyos «manifestaron que en su honor y conciencia tenían el convencimiento de que el gobierno de Madrid tenía el deliberado propósito de que la escuadra fuese destruida lo antes posible para hallar un medio de llegar inmediatamente a la paz» (085, 112). Así fueron las cosas. Cervera decidió salir en el momento menos oportuno y de la manera más inoportuna, con una moral que ya andaba por los suelos. Bajo el fuego de la escuadra enemiga, debidamente desplegada, y con sus propios barcos en fila de a uno, virando a estribor para dejar al enemigo el favor del sol y regalarle la mitad de su artillería, toda la proel. En realidad, más que huir, lo que hicieron los barcos españoles (ninguno de ellos se hundió) fue embarrancar en la costa, alguno de ellos, como el Colón, casi incólume: porque el abnegado y poco glorioso empeño —probablemente contra sus propios deseos— de Cervera fue perder los barcos y salvar a los hombres. Lo consiguió en gran parte, porque si la batalla de Santiago de

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Cuba fue la de resultado más desigual de la historia, en cambio, la tasa de mortalidad de los vencidos fue la más baja proporcionalmente, ya que se perdió el 100 por 100 de los navíos y sólo el 13 por 100 de las tripulaciones, bien entendido que sólo un 5 por 100 de los muertos se deben a disparos enemigos y el resto a la dificultad de abordar a nado una costa rocosa y llena de cayos. Tampoco se puede criticar el sacrificado heroísmo de Cervera, ni su resignada decisión de perder la escuadra al menor precio humano posible. Es una reflexión que coincide con el comentario general de Carlos Serrano, referido a la forma en que se prefirió el desenlace: «cuando se convencieron de no poder conseguir la pacificación de las colonias, los españoles escogieron la derrota al menor precio político posible» (242, 46). No sólo al menor precio político posible —que el precio político hubieron de pagarlo sin remedio en años sucesivos—, sino al menor precio humano, que tiene también, al cabo, un cierto valor político... La prolongación de la guerra no tenía ya sentido para un país que había gastado en ella cuatro presupuestos y no barruntaba la menor opción de victoria ante un enemigo que disponía, a la larga, de unas posibilidades ilimitadas, a más del incordio de unas guerrillas que ya, después del apaciguamiento de Blanco, podían hacer imposible la vida a los españoles en Cuba. Perder era ganar, por vergonzoso que resultara: y perder de una forma fulminante, indiscutible, que no ofreciera dudas de ninguna clase. Aunque esta forma buscada y fácil de derrota no carecía tampoco de riesgos, comenzando por la propia indignación de los mandos en la isla —no del general Blanco, que al parecer estaba ya en el asunto—, que no pudieron evitar la palabra «¡traición!» (068, 200). Afortunadamente, la proclama de Cienfuegos, redactada por el general Chacón y firmada por todos los jefes y oficiales, aunque protestaba airadamente contra la rendición de un ejército que no había sido derrotado, terminaba diciendo: «queremos hacer constar que si los poderes públicos, responsables de la Nación, imponen la paz a este intacto y decidido Ejército, resignados acataremos este mandato, mas no sin protestar en nuestro fuero interno de soluciones que no salvan el honor de las armas ni dejan incólume el prestigio esencial del Ejército» (068, 200-201). El hecho sería también determinante en lo sucesivo. La especie de una derrota buscada debió circular en su momento por Madrid cuando Baroja, en una de sus divagaciones, recuerda que «claro es que hay casos como el de España en 1898, que mandó la escuadra de

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Cervera, débil, contra la de Estados Unidos, que era mucho más fuerte; pero es que España entonces quería acabar con aquella situación cuanto antes» (029, 9, 257). LOS POSOS DE LA DERROTA «O la guerra o el deshonor», había dicho Sagasta, como dramática alternativa ante la eventualidad de un enfrentamiento con Estados Unidos. Cierto que después, y tal como se desarrollaron los hechos, periodistas, comentaristas e historiadores han desarrollado profusamente la idea de que el gobierno español no supo evitar ni la guerra ni el deshonor. Por lo menos, desde que lo afirmó García Escudero, se viene especulando, sin embargo, con otra eventualidad: o la guerra o la revolución. Se generalizó hasta un grado bastante considerable —y sigue contemplándose hoy— la idea según la cual los políticos estaban persuadidos de que la entrega incondicional de Cuba daría alas a los elementos antirrégimen (incluyendo a republicanos y anarquistas que, paradójicamente, se oponían a la idea de guerra), y España podía verse envuelta en una gravísima crisis interna, peor si cabe —al menos para los políticos consagrados— que la propia derrota militar. ¿Y la derrota misma? Sobre todo, ¿Cómo se produjo tal derrota? Se esperaba una protesta general, una conmoción, atizada por la vergüenza nacional. La impresión de vergüenza es fácilmente rastreable en los testimonios de la época, pero lo que está perfectamente claro es que la protesta y la conmoción popular no alcanzaron en absoluto la gravedad que las clases dirigentes preveían. Sebastian Balfour se extraña de la escasa repercusión social que tuvieron las noticias del «Desastre». Algunas manifestaciones y gritos contra el gobierno en Madrid, Barcelona, Valencia, Alicante, Cartagena, Sevilla y otras ciudades5 apenas alteraron el ambiente habitual (024, 101). Después, nada. Como observa Vicente Cacho: «el impacto emocional del 98 se desvaneció con notable rapidez» (039, 73). Francos Rodríguez, testigo presencial de los hechos en la capital, nos cuenta que: ——————— 5 Si en Linares hubo sangre, ello se debió a que la protesta adquirió desde el primer momento un carácter social.

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JOSÉ LUIS COMELLAS ... arremolinóse la gente..., percibiéronse mueras iracundos,... Tomó el cuadro mal aspecto; se iba a desatar, impetuosa, la tormenta muchas veces pronosticada; pero transcurridos los furores momentáneos, la nube, desde la cual temimos la caída del rayo, se resolvió en insustancial vocerío,... serenóse el ambiente,... la multitud fue poco a poco desfilando...

y todo quedó en eso (085, 180-181). Fernández Almagro advierte: «todas las respuestas de historiadores y cronistas, sociólogos y políticos, con tópica insistencia, suelen coincidir en la afirmación de la insensibilidad nacional: indiferencia, abatimiento, conformidad, escepticismo...» «Siguieron acudiendo con ávido interés a los toros, al teatro, a los bailes y diversiones...» (ibíd., 176-177). Y en otro lugar: «la opinión se cruzaba de brazos y daba muestras de la mayor insensibilidad» (234, 679). La indiferencia popular escandalizó a Silvela tanto como la torpeza de los políticos cuando escribió su célebre artículo «Sin pulso», el 14 de agosto de 1898, en El Tiempo, porque a los españoles las desgracias ocurridas «no logran alterar ni costumbres ni diversiones» (véase 076, 83). Por aquellos mismos días escribía Unamuno a Ganivet: «... estoy seguro de que eran muchísimos más los que trabajaban en silencio, preocupados tan sólo por el pan de cada día, que los inquietos por los públicos sucesos» (véase 060, 30). Como decía Maeztu, a raíz del «Desastre», «no moriremos de un hartazgo de dolor». Y en 1902: «aquella tristeza no entristecía a nadie» (233, 102). García Escudero, que entiende que la reacción popular fue «tan fulminante como pasajera», trata de explicar este rápido apagamiento en el hecho de que el movimiento «habría necesitado un cauce que no tuvo»; es decir, habría necesitado un movimiento concreto, un líder, un movilizador (118, I, 261). Hay quienes, como Fernández Almagro, piensan que «la procesión iba por dentro». Y por eso la gente convirtió pronto, muy a la española, su desazón en humor negro. Así nació el mito de Meco. Montero Ríos, refiriéndose a las responsabilidades del «Desastre», relató en El Liberal, el 20 de septiembre de 1898, el caso a lo Fuenteovejuna de un pueblo de su Galicia natal en que un día apareció asesinado un pobre hombre apodado Meco. Las indagaciones del juez no dieron resultado, de suerte que hizo comparecer a todos los varones del lugar: —¿Quén matou a Meco? —Matámoslo todos (085, 163).

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Pues bien, Meco adquirió una cierta popularidad como representante de la culpa colectiva, que podía alcanzar a todos los españoles. Hasta el punto de que en los carnavales de 1899, el tradicional entierro de la sardina fue convertido por los madrileños en el entierro de Meco, representado por un grotesco muñeco. Rubén Darío, corresponsal por aquellos días en Madrid de La Nación de Buenos Aires, nos pinta con un desgarro magistral la esperpéntica escena. La mascarada en cuestión era de un pintoresco bufotrágico indiscutible: la caricatura de los políticos del desastre, las ollas del presupuesto por incensarios, Meco camino del cementerio, y tras la fúnebre mojiganga, una murga trompeteando a todo pulmón la marcha de Cádiz. Decidme si no es un modo de divertirse con lívidos reflejos a lo Poe, y si en este carnaval no ha habido, si no la mascarada de la muerte roja, la mascarada de la muerte negra (OC, VII, 79).

La mascarada de la muerte negra: ¿quién no piensa en las pinturas, negras, esperpénticas, del más noventayochista de nuestros pintores, Gutiérrez Solana?6 (Cierto que Rubén, pasado el espanto inicial, piensa que, en medio de todo, «esta alegría es un buen síntoma: enfermo que baila, no muere».) Alguien más habló por aquellos días carnavalescos de mascaradas. Fue el conde de las Almenas, en su famoso y durísimo alegato en el Senado: «Tengo que hablar, y hablar muy claro.» Y en efecto, fulminó con los dicterios más duros a políticos, militares, administradores, caciques. Fue entonces cuando, entre airadas protestas, declaró que había que «subir muchas fajas de la cintura al cuello». Pero lo más significativo es tal vez el hecho de que se sentía respaldado por millones de españoles: «Yo sé que estoy interpretando un sentimiento inmenso del país... como no se ha visto jamás.» Y al fin la alusión macabra al carnaval: si los que nos gobiernan «quieren que continúe el grotesco carnaval político», se exponen a que termine con «un baile de cabezas» (DSS, 21 de febrero de 1899). «Sentimiento inmenso del país.» ¿Lo hubo o no lo hubo? ¿Es la base de actitudes nuevas, que habrían de cuajar, de acuerdo con el tópico al menos, en el noventayochismo y en el regeneracionismo? ——————— 6 Otro pintor, Darío de Regoyos, escribió precisamente en 1899 un libro titulado La España negra.

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¿O este movimiento fue patrimonio de exiguas minorías de hombres inquietos, que solo habría de generalizarse con el tiempo? ¿Cómo se explica la aparente —al menos aparente— indiferencia popular? Parece indudable que hubo una crisis en la conciencia española en el momento de cambio de siglo. Pero esta crisis tardó, a lo que parece, cierto tiempo en generalizarse y todo el tiempo del mundo en convertirse en una actitud unitaria. Por otra parte, la crisis de entresiglos puede tener, quién lo duda, una relación con el «Desastre» y sus secuelas; pero se nos aparece mucho más compleja de lo que ha dado en suponerse, y llena de contradicciones. En los capítulos que siguen habremos de aludir a algunas de ellas.

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CAPÍTULO 2

Las mieles de la derrota y otros cambios de actitud El llamado Desastre —nombre que comenzó a utilizarse por entonces, pero que sobre todo se generalizó después— supuso un trauma en la conciencia colectiva de los españoles; pero —decíamos— ese trauma fue menos intenso en sus manifestaciones visibles de lo que hubiera sido esperable. Y es que, además, por los testimonios y comentarios coetáneos que constan, la indignación y la exigencia de responsabilidades por la derrota en sí fueron un fenómeno pasajero. Grupos de españoles se manifestaron ya cuando conocieron la destrucción de la escuadra del Pacífico en Cavite (más, curiosamente, que cuando se conoció la de Cervera en Santiago [véase 085, 104]) y también con motivo de la firma de la paz de París, el momento en que, como si para muchos fuera una sorpresa —en realidad no podía serlo—, se convirtió en verdad oficial la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. También fue grande el sentimiento popular en aquellos puertos a los que llegaron los soldados repatriados, muchos de ellos heridos, enfermos, o en lamentables condiciones. Pero el sentimiento concreto por aquella pérdida o el dolor de los españoles por haberse quedado sin sus últimos territorios ultramarinos apenas resultó expreso a partir de 1900. Pudo mantenerse, y de hecho se mantuvo en muchos casos, quién lo duda, pero escasean los testimonios concretos de tal sentimiento. Un hecho que puede llamarnos la atención —y se trata sólo de un ejemplo— es el que recordaba en un congreso conmemorativo del centenario («Los Noventa y Ocho ibé-

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ricos y el mar», Lisboa, abril de 1998) José Carlos Mainer cuando hacía notar que la guerra de Cuba y la derrota en ella prácticamente no aparecen mencionadas en toda la literatura de la llamada —pretendidamente por lo ocurrido en esa fecha— generación del 98. O, dicho sea en otras palabras, como las de Carlos Serrano: «no existe una literatura del Desastre» («conciencia...» 200, 235 y sigs.) A la llamada generación del 98 y otros fenómenos del llamado «noventayochismo» nos referiremos en su lugar. Es un hecho por otra parte indiscutible que existe una conciencia de crisis o una crisis de conciencia. José Luis Abellán llama la «primera crisis de la conciencia española» a la sufrida en la época de Carlos II, cuando se pasa del austracismo al racionalismo preborbónico y reformista de los novatores, siendo la segunda crisis de conciencia la del paso del siglo XIX al XX (002). Y cuando Jacques Maurice y Carlos Serrano titulan la primera parte de su libro (180) De la crisis de conciencia a la conciencia de crisis, nos están proporcionando una notable pista sobre la etiología de aquel curioso fenómeno. Si la conciencia de crisis fue el resultado de una crisis de conciencia, no fueron los hechos críticos los que provocaron tal conciencia sino, en todo caso, los que potenciaron algo ya existente. Es un hecho que ya no se discute que la crisis de conciencia fue anterior al posible percutor del Desastre. Por la sencilla razón de que esa crisis se advierte desde bastante antes de 1898. La primera de las Herejías de Pompeyo Gener fue publicada en 1888 (123) y Los males de la Patria de Lucas Mallada, quizá la más negra de las pinturas negras de nuestra literatura arbitrista, data de 1890 (163). Habrá que seguir la pista al movimiento de Los Españoles Honrados, nacido por 1894, y acerca del cual no existe ningún trabajo expreso, pero que por todos los indicios manifiesta el mismo espíritu que solemos atribuir al regeneracionismo noventayochista. Por lo que se refiere a la «generación» propiamente dicha, Eric Storm pretende llamarla «generación de 1897» (252), por estimar que es en este año cuando la mayoría de sus miembros experimentan un viraje decisivo, aquel que habría de marcar en adelante sus trayectorias. Hay motivos para pensar que en muchos el viraje empezó ya antes. Sea lo que fuere, ya no puede ser considerada como «generación del Desastre», o provocada por una reacción al Desastre. De otro lado, tampoco puede hablarse de un fenómeno genéricamente español (y, por consiguiente, inducido por la derrota de Cuba). Juan Pan-Montojo encuentra que «el 98 no fue tanto un acontecimiento singular español cuanto una manifesta-

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ción concreta de la historia occidental que se ha dado en llamar “fin de siglo” o fin de siècle» (¿98 o fin de siglo? 200, 9). Yvan Lissorgues y Serge Salaüm, desde un punto de vista cultural, generalizan también la crisis española como una manifestación específica de la crisis de fin del siglo en Europa (232, 100), y a este respecto, la conclusión de Mainer es terminante: «En el 98, lo de menos fue la crisis colonial.» Añade: «El 98 sólo se entiende cabalmente en el más amplio marco de una coyuntura universal de fin de siglo» (160, 112). Dejemos para más adelante los temas específicos que se refieren a lo que llamamos «generación del 98» y «regeneracionismo». Bástenos de momento constatar la existencia de algo parecido a una crisis de conciencia en sectores más o menos amplios del alma española en el momento del paso del siglo XIX al XX, y en muchos casos anterior a ese momento; y su relativa independencia respecto de «lo que se perdió en Cuba», que pudo ser mucho pero que no fue, por motivos entre otros cronológicos, su causa inicial. Ahora bien, una crisis supone la ruptura o al menos el conflicto con algo anterior pero al mismo tiempo un propósito de vida nueva, una apertura a realidades distintas. Para el llamado 98, como expresión de la «crisis», tendríamos a modo de complemento el llamado regeneracionismo —en su sentido más amplio— como expresión de ese nuevo propósito o deseo de esa nueva realidad. En ese sentido amplio, el regeneracionismo cobra tintes de renovación en los más diversos sectores de la vida española, y no sólo en el terreno cultural o en la literatura proyectista (véase por ejemplo, 278). En este capítulo preferiremos centrarnos en esos sectores que no hacen una referencia específica a la cultura. UN PRÓSPERO DESASTRE Uno de los hechos más sorprendentes, no por insuficientemente estudiado menos digno de resaltarse, es la recuperación económica que siguió de inmediato a la guerra de Cuba. «Jamás en la historia una derrota sentó tan bien a España como la de 1898. Fue algo así como mano de santo» (060, 35-36). Apenas conocida la noticia del desastre de la escuadra de Cervera, se estabilizó la Bolsa, que en las semanas siguientes inició un trend de ascenso como no se recordaba en mucho tiempo, hasta el punto de que el año del Desastre sería el más glorioso de la década en nuestra historia bursátil. La pendiente de ascenso sería además duradera, puesto que iba a mantenerse con

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pocas soluciones de continuidad, por lo menos hasta 1906. Algo vibró en las entretelas de la economía española para fomentar semejante euforia. Y no cabe asegurar que todo se debió al «bálsamo de la paz», puesto que ya en la segunda mitad del siglo XIX las paces no suelen provocar un respiro inmediato: sino que más bien son las encargadas de cobrar las consecuencias de los gastos extraordinarios de la guerra. Esta tendencia paradójica —los «desastres de la paz», tan puestos de relieve por Keynes— se acentúa, por supuesto, en el siglo XX, pero no dejó de operarse en mayor o menor grado por lo menos a partir de la crisis que siguió a la guerra de Crimea. Por demás sorprendente y ya bien conocido (véase por ejemplo, 256, 74 y sigs.) es el inmediato desarrollo de la actividad bancaria. Si entre 1888 y 1898 se fundaron nueve bancos (menos de uno por año), entre 1899 y 1901 se fundaron veintidós, a más de siete por año, o lo que es lo mismo: el ritmo de establecimiento de nuevos centros financieros se multiplicó súbitamente por nueve nada más acabar la guerra de Cuba (véase también 202, 220 y sigs.). Entre estos bancos figuran el Asturiano, el de Crédito Industrial de Santander (luego fundido con el Banco de Santander), el Naviero de Bilbao (después refundido en el Banco de Bilbao), el Banco de Vizcaya, el Banco Español de Crédito (producto de la adquisición por capitales españoles del Crédito Mobiliario), el Banco Hispanoamericano, el Banco Atlántico, el Banco de Andalucía, el Banco de Valencia, el Banco Guipuzcoano... En suma, y de modo sorpresivo, en los tres años que siguieron al Desastre se creó todo el tejido de la banca española del siglo XX, hasta las fusiones (más que fundaciones) de los años 80 y 90. Se ha querido explicar este explosivo fenómeno por la repatriación de capitales procedentes de Cuba (y hay casos concretos, como los de los bancos Hispanoamericano o Atlántico en que consta expresamente el origen de sus capitales). Los españoles —e incluso los criollos, que al fin y al cabo, eran todos unos—, que pensaron en una ocupación permanente de la isla por los norteamericanos —o en una grave dificultad de desenvolvimiento— se apresuraron a desinvertir en Cuba y a trasladar sus capitales a España. Estos capitales frescos, absolutamente disponibles y manejables con libertad de criterio, les habrían permitido establecer sociedades de crédito modernas, dotadas de una mayor agilidad e iniciativa que la banca tradicional y, al mismo tiempo, realizar inversiones en sectores «modernos» de la producción o hasta el momento insuficientes: químicas, abonos artificiales, maquinaria agrícola especializada, eléctricas. Para

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Sardá, la repatriación de capitales «fue un hecho de enorme relevancia». «Los recursos de América permitieron... ahora, como en otros siglos, la subsistencia y el progreso de la economía española» (114, 262). No parece sino que, en este caso concreto, la pérdida de América viniera a aportar el mismo efecto (afluencia masiva de dinero) que supuso cuatro siglos antes la conquista. García Delgado y Jiménez estiman el importe de los capitales procedentes del Nuevo Mundo en 2.000 millones de pesetas-oro (ibíd, 263; véase intentos de cuantificación en 179, 24-25). Con todo, estas apreciaciones han sido matizadas por otros autores (201, 261 y sigs.; 164, 72; 256, 349). Las aportaciones cubanas fueron importantes, pero ni su magnitud ni su influjo en el promisorio resurgir de la economía española son capaces de explicar todo lo sucedido. Existe también una afluencia de capitales de México y Argentina, que difícilmente se identifican con el mecanismo de la crisis cubana, y que sería conveniente estudiar con más detalle; y más aún, se ha constatado una creciente afluencia de capitales franceses, como si España se hubiese convertido de pronto en un paraíso de inversión. Pero no se trata sólo de la entrada de capitales foráneos —o más bien de capitales españoles invertidos hasta entonces allende los mares—, sino también de un nuevo espíritu que parece responder a un impulso endógeno de nuevos esfuerzos, iniciativas fecundas, inversiones en sectores avanzados, tendencia generalizada a la fusión de capitales, rompiendo una larga y negativa inercia de nuestra tradición financiera e industrial; y junto a todo ello, una renovada confianza en el futuro que parece responder a un «regeneracionismo económico» (060, 37) que bien pudiera ser una manifestación más de esa especie de «regeneracionismo vital» que, fuera de los ámbitos intelectual, ensayístico y político, puede advertirse en los años del cambio de siglo. Constatar este hecho pudiera resultar de importancia fundamental. Un periódico especializado de la época, El Economista (núm. 720, 10 de marzo de 1900, pág. 177), revela a las claras este impetuoso impulso: En el último semestre se han fundado en España bancos, empresas y sociedades industriales y agrícolas que representan un capital de 150 millones de pesetas. El trabajo, el crédito, la vigorosa confianza en las propias fuerzas están levantando a la nación a un nivel nunca conocido. Las acciones suscritas representan más del doble...

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El hecho de que en nada se aluda al origen de los capitales invertidos no demuestra ni rebate opinión alguna sobre la aportación ultramarina. Lo único claro es la conciencia de una euforia basada en «el trabajo, el crédito» y, quizá sobre todo, «la vigorosa confianza en las propias fuerzas». Hay como un espíritu nuevo que arrastra a una política más decidida de inversiones e iniciativas. Y el sorprendente incremento de la participación en sociedades mediante la suscripción de acciones puede ser también un buen instrumento de medida del nuevo talante y la nueva mentalidad que por entonces se impone. Uno de los índices más expresivos del cambio puede encontrarse en la política de fusiones, tan cicatera en el ánimo de los empresarios españoles en la época precedente. Ahí tenemos, como simple ejemplo, la fusión en 1902 de los Altos Hornos de Bilbao, la Iberia y la Vizcaya en un histórico complejo siderúrgico: los Altos Hornos de Vizcaya; el establecimiento de la Papelera Española (1901) como resultado de la fusión de once empresas; La General Eléctrica (1901), como fusión de doce empresas; y otras compañías que representan por lo general reunión de capitales, como la Duro Felguera (ampliación de la antigua Duro y Compañía, en 1900); la Hidroeléctrica Ibérica (1901, más tarde Iberduero); la SA CROS (1903), que decuplicó de un plumazo la producción de abonos químicos en España; y compañías de seguros, como La Aurora y La Polar. Como resultado de ese impulso, la producción siderúrgica pasaría de 263.000 toneladas de hierro colado en 1898 a más de 400.000 en 1903. En 1900 existían 861 compañías eléctricas en proceso de rápida fusión para cubrir redes más extensas: duplicarían su producción en seis años. Un trend tan pronunciado de ascenso en términos generales no se había presenciado ni en los años más prósperos de la Restauración. Flores de Lemus contempla satisfecho cómo «la actividad productora puja por aquellos años con enorme actividad» (145, 261). Sólo la industria textil catalana no experimentó el boom de 1900, por una razón muy sencilla: lo había experimentado antes, precisamente gracias a la guerra y merced a la demanda acelerada de uniformes militares para las distintas campañas de verano e invierno en Cuba, uniformes que, por otra parte, se destrozaban con pasmosa facilidad durante la lucha en la manigua. La coyuntura de paz disminuyó esa demanda, así como la de los cubanos ya independizados; este contratiempo tuvo que ver, según estima Borja de Riquer, en el nacimiento del nacionalismo político en el seno de la burguesía catalana

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(219): pero también Cataluña se benefició de la coyuntura de 1900 en el sector de la producción eléctrica o la de abonos químicos. Que el súbito crecimiento no se limitó a los sectores financieros o industriales, queda evidenciado por los notables esfuerzos que se hicieron en el campo de la agricultura para sustituir los productos que llegaban de las colonias. Las Canarias forzaron su producción de plátanos, que reemplazaron, si no en cantidad, sí en calidad a las bananas tropicales. Menos éxito tuvieron las islas como centro productor de tabaco que, con todo, abasteció durante tiempo los mercados peninsulares. Las maderas preciosas o el cacao fueron buscados en Guinea Ecuatorial, cuya colonización recibió por entonces un notable impulso: justo en 1900 se firmó con Francia un tratado que aseguraba a los españoles la penetración sin competencia en aquel territorio. Pero fue sobre todo en la Península donde se manifestó, según J. I. Jiménez Blanco, «una nueva mentalidad agraria», con la introducción de nuevos cultivos, de nuevas técnicas y de fertilizantes químicos (139, véase especialmente Introducción a t. III). El hasta entonces insustituible azúcar cubano trató de reemplazarse por el cultivo de caña en la costa mediterránea andaluza (especialmente en la Axarquía malagueña y granadina), un cultivo que ya había sido tentado con anterioridad; pero pronto sus mediocres rendimientos dieron paso a la impetuosa introducción de la remolacha, sobre todo en las cuencas del Ebro y del Guadalquivir. Si ya en 1900 se obtenían 35.000 toneladas de azúcar de caña y 63.000 de remolacha, en 1910 el producto de la caña se había reducido a 20.000 toneladas, mientras el de la remolacha llegaba a las 100.000, y se mantendría en proporción creciente en los años que siguieron. La importación de azúcar era cada vez menos una necesidad. En los primeros años del siglo XX se potenciaron los cultivos especializados de huerta, se recuperaron los de vinos, maltratados en años anteriores por la filoxera, y crecieron notablemente los de frutos secos, destinados ya en parte a la exportación; pero sobre todo se consagraron los de cítricos, exportados también en gran parte: Carlos Seco no duda en colocar en los catorce primeros años del siglo XX la «edad de Oro de la naranja» (237). En cuanto a la exportación de aceite, las cifras son también categóricas: se pasó de 13.000 toneladas en 1900 a 21.400 en 1905. No parece que pueda hablarse generalizadamente de una revolución en las técnicas y la producción agrícola, pero sí —contra lo que muchas veces se ha dejado entender— de un cambio notable y a mejor, inducido por la crisis colonial o por el nuevo ánimo que la siguió.

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El tan notable como inesperado desarrollo de la economía española, que siguió con rigurosa inmediatez al «Desastre», sirvió para enriquecer, qué duda cabe, al sector financiero, a los industriales, a los inversores, a los grandes propietarios agrícolas; pero no debió ser negativo en la población en general, por cuanto aumentó por entonces sorprendentemente el número de ahorradores. Los depósitos en Cajas de Ahorro y Bancos pasaron, entre 1897 y 1905, de 230 a 400 millones de pesetas, lo que supone un incremento del 74 por 100. Y García Delgado y Jiménez observan que «algún brío debían tener sin duda la economía y la industria española cuando un indicador tan fino del progreso económico secular como el que mide el consumo de energía primaria, aumentó en más de un 60 por 100 entre 1900 y 1913 (145, 266 y nota 10). Y añaden que sólo este esfuerzo inicial de base pudo hacer posible el boom que aprovechó la coyuntura de la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918. LA REVOLUCIÓN DE LOS CUERPOS INTERMEDIOS Sebastian Balfour la llama «revolución de las clases medias» (024, 74 y sigs.), y quizá la expresión resulte perfectamente aceptable, si tenemos una cierta precaución a la hora de precisar de qué «clases medias» se trata. Durante mucho tiempo, y en especial por influjo de la historiografía marxista, se hizo frecuente confundir clases medias con «burguesía». Burgueses serían no sólo quienes mediante las formas de producción capitalistas disfrutaban de la «plusvalía» por medio de la explotación de las clases proletarias, sino quienes participaban de sus mismas ideas o su misma mentalidad, así fueran profesionales, médicos, abogados, intelectuales, pequeños comerciantes autónomos, empleados, militares. Muchos de estos «burgueses», no responsables de explotación alguna, fueron ya destacados protagonistas de la vida activa en nuestro siglo XIX. Una proporción muy alta de los políticos de la era liberal o de la misma Restauración eran gentes de origen relativamente humilde: y los casos de Cánovas, Sagasta, Pi i Margall o Castelar podrían servir de insigne ejemplo. No cabe en este punto pretender que hacia 1898 la pequeña burguesía se levanta contra la alta burguesía, o la pequeña contra la alta clase media. Sin embargo —y eso sí que convendría notarlo— es entonces cuando empieza a hablarse de la «sufrida clase media», aquella que no posee elementos de presión como ya empieza a tenerlos la clase

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obrera; y que por su talante pacato se limita a respetar sumisamente las reglas, y contemplar con pasiva resignación la marcha, no siempre favorable, de la historia: aunque esa conciencia de clase media, cuyo destino no parece ser sino aguantarse, no cristalizará clara y enfáticamente (y en gran parte de Europa) hasta los años que siguen a la Primera Guerra Mundial y especialmente a la Gran Depresión. En general, puede que resulte válido decir que en la época de entresiglos, y en el caso concreto de España, la clase media que se indigna no es la más empobrecida, sino la excluida del ejercicio de las responsabilidades públicas. El elenco gobernante no es, o por lo menos no tiene por qué ser, de más elevada extracción original que otros miembros de las capas sociales intermedias; pero su elevación en el ámbito de la vida pública ha supuesto casi siempre su ascenso en el campo del uso de la riqueza y de la influencia. En general, los que mandan no mandan porque son ricos, sino que son ricos porque mandan. A la ley pueden encontrársele todas las excepciones que se quieran, y en especial dentro de ese ejercicio de la influencia comarcal o local que dio en llamarse caciquismo, y que va a sufrir, precisamente al filo del 98, las más unánimes y acendradas críticas. Pero si distinguimos, a la manera de Costa, «oligarquía» de «caciquismo» nos encontramos con que se trata de dos minorías inevitablemente interrelacionadas, pero distintas y difícilmente miscibles. Casi nunca —las excepciones son solemnes, pero escasas— un «cacique» propiamente dicho, hasta por la cuenta que le tiene, llega hasta los altos puestos del gobierno y de la administración del Estado. A su tiempo habremos de recaer sobre el tema. No se trata de una revolución de pobres contra ricos, ni de nada que recuerde a un enfrentamiento entre niveles sociales; lo que ocurre es más bien, a poco que analicemos los hechos, una especie de indignada rebelión de aquellos que tienen fuerza pero no tienen poder contra aquellos que sí lo tienen. Una visión ingenua de la realidad oficial nos presentaría esta rebelión como paradójica. No se trata de «nuevas» clases que alcanzan un nivel socioeconómico suficiente para asumir las responsabilidades públicas, y reclaman su consiguiente ejercicio; no se trata del disgusto de «los franceses que pagan doscientos noventa y nueve francos de impuestos» y por un franco de diferencia no pueden acceder a la condición de ciudadanos activos. En la España de 1900 todos los ciudadanos, hasta los más modestos, son activos, en el sentido de que disfrutan —como muchos europeos aún no pueden disfrutar— del sufragio universal. El ejerci-

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cio de la voluntad nacional está, teóricamente, a disposición de todos, y ninguna reserva legal se interpone ante los derechos de cada uno de los ciudadanos. Lo que ocurre es que ese derecho, legislado y contemplado por el ordenamiento constitucional, no está fielmente correspondido por los hechos. De ahí que los partidarios de la renovación de España, o regeneracionistas, pretendan ampliar la base de las clases dominantes y sustituir con ventaja para todos las viejas oligarquías que de hecho acaparan el poder. J. S. Pérez Garzón entiende que «el regeneracionismo fue el producto ideológico y político de las capas medias, en una situación de crecimiento capitalista y de polarización social. Tales sectores sociales se conciben a sí mismos como neutrales, porque no son ni la oligarquía caciquil ni ese proletariado inmenso y analfabeto que juzgaban incapacitado para asumir las riendas de la nación» (210, 26). Si matizamos separando prudentemente oligarquía de caciquismo —que no son en absoluto la misma cosa, y volveremos sobre la cuestión—, la idea puede parecer totalmente aceptable. Villacorta, por su parte, prefiere hablar de «la conformación de unas nuevas clases medias» (282, 504), como consecuencia de la especialización creciente inducida por el desarrollo cultural, económico y tecnológico; pero también del creciente afán de los miembros de la burguesía media por institucionalizar oficialmente sus profesiones (véase ibíd., especialmente 260 y sigs. y 331 y sigs.). En suma, todo podría probablemente reducirse a un problema de teoría y práctica. España es teóricamente, en 1900, uno de los Estados más democráticos del mundo. Si muchos españoles —y especialmente aquellos que por su cultura pueden distinguir más finamente entre teoría y práctica— sienten que no lo es, se trata de que algo falla. Las instituciones no funcionan como hubiera sido de esperar, la administración se antoja venal e ineficaz a muchos, los servicios públicos están mal dotados, pecan de lentos e insuficientes; es fácil encontrar defectos en la enseñanza, en la sanidad, en la justicia, en los mecanismos que debieran regular las relaciones entre los gobernantes y los gobernados. Los defectos que más prontamente saltan a la vista son el hecho de que siempre gobiernan los mismos —más exactamente, siempre se alternan en el poder los mismos— y que los resultados electorales son en gran parte fruto de un pacto previo entre los propios partidos. En vez de ser los electores quienes provocan los cambios de gobierno, son los cambios de gobierno los que determinan lo que han de votar —¡y efectivamente votan!— los electores. De ambos hechos —en suma, los que Costa define

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como «oligarquía» y «caciquismo»— ya hemos adelantado que nos ocuparemos en su lugar correspondiente. Quede simplemente indicado el motivo de la protesta de aquellos que, al filo de 1900, denuncian indignados el sistema. Simplemente, como aclara Balfour, porque «a España se le han quedado pequeñas sus instituciones» (024, 74). O, quizá, más que pequeñas, inadecuadas para su función. Por eso puede darse gran parte de razón a Borja de Riquer cuando apunta que «la fuerza social que pondrá en cuestión el sistema, y que exigirá cambios, no será la clase obrera, sino parte de la burguesía, la burguesía industrial catalana y sectores de la mercantil del resto de España. Será una reacción antioligárquica de un sector que se siente marginado» (219, 104). Gran parte de razón en el sentido de que el autor pretende explicar la indentación de la burguesía catalana en el proceso del regionalismo, y potencia, lógicamente, aquellos aspectos que más le sirven para apoyar su tesis, en detrimento de otros. En efecto, la burguesía catalana, marginada o automarginada voluntariamente hasta entonces por su escasa atención a la política nacional, cobrará desde la crisis finisecular una vocación política más activa; pero tampoco conviene dejar a un lado a esos otros «sectores de la burguesía mercantil del resto de España», que son probablemente más que sectores, y que desempeñan un papel de relevante importancia en el surgimiento de las nuevas mentalidades y actitudes ante lo público. Y no sólo sectores «burgueses», o de la «burguesía comercial»: las Cámaras Agrarias, por ejemplo, jugarán un papel tan determinante como las Cámaras de Comercio. ¿Y qué decir de la rebelión de los intelectuales o del «98 de los obreros?». Tampoco parece posible dejar de lado a las clases trabajadoras. La actitud de oposición a las formas habituales del poder hasta entones establecido nace de muchos sectores, y difícilmente se puede confinar a un reducido grupo con nombre propio: si bien, y aquí puede radicar una de las causas más eficientes de su fracaso, o de su no triunfo, cada movimiento va por su lado, y ni entonces ni en otros intentos de renovación de comienzos del siglo XX en España se registrará la necesaria cohesión de esfuerzos. Por su parte, Balfour entiende que el movimiento se debe a «los agravios de las clases medias y sectores de la burguesía de toda España». «Ante el vacío de la autoridad política,... los hombres de negocios se habían envalentonado hasta el punto de organizarse y hacer campaña fuera de sus habituales conductos de presión, los políticos...» (024, 80). Aquí reside uno de los puntos clave de la protesta:

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se renuncia, al menos en principio, a los cauces políticos, sin duda porque se tiene clara conciencia de que estos cauces no son operativos, no funcionan. De ahí que la rebelión de las clases medias «no colocadas» no busca entenderse con los políticos ni el recurso a los políticos, sino construir elementos de presión de nuevo cuño que sirvan para renovar o sustituir el sistema, introduciéndose de momento lo menos posible en él. «Es una reacción de elementos de la media y aún pequeña burguesía, que intentan expugnar la fortaleza de caciques y oligarcas para erigir una nueva clase dirigente y unas nuevas experiencias actitudinales y políticas» (060, 35). Bien entendido que para la mayoría el ejercicio de la política no llegará sino después del proceso de sustitución o renovación operado por esas previas instituciones no políticas. Por eso la rebelión de las clases medias es en gran manera la rebelión de los cuerpos intermedios. O si se quiere, es este momento del cambio de siglo una época histórica en que proliferan por doquier los cuerpos intermedios: o se incrementa espectacularmente el número y la fuerza de los ya existentes, o se crean con notable espíritu de iniciativa cuerpos nuevos. De acuerdo con los estudios de Germán Rueda (234, 50-51), existían en la España de 1860 unas 1.050 asociaciones privadas, ya de tipo cultural, científico, recreativo, social; muy frecuentes son, por ejemplo, los casinos y ateneos. También las asociaciones religiosas de carácter privado. Y las asociaciones obreras, entonces más las de socorros mutuos que las destinadas a la lucha social, o presindicatos. A finales del siglo XIX, la suma de todas estas sociedades alcanzaba ya las 4.600, habiéndose abierto nuevas formas de asociación, como patronales, gremios, sectores profesionales o grupos movidos por un interés común. Crecen así sociedades de agricultores, ganaderos, artesanos, comerciantes, industriales, pequeños propietarios y, en general, los colegios profesionales: abogados, médicos, notarios...; hasta se constituyen asociaciones de vecinos. Francisco Villacorta (282, y 283), así como F. Alía Miranda (007) han comenzado a estudiar el desarrollo del societarismo en el contexto de la crisis de entresiglos, y su creciente papel, al menos como elemento de presión, en nuestra historia. Es lo que Alberto Carrillo llama «el despertar de una cultura participativa». Y observa que «será precisamente a partir de la crisis finisecular cuando las actitudes corporativas tomen verdadera envergadura». Hasta entonces, el societismo se había caracterizado preferentemente por la persecución de un fin recreativo o de mutualidad;

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a partir de la segunda mitad de los años 80 empiezan a tener una decidida actitud de defensa de intereses, incluso ante el sector público; pero será por una fecha que Carrillo sitúa entre mediados de 1898 y principios de 1899 cuando estas asociaciones —y sobre todo las que por entonces se fundan— poseen un claro carácter ofensivo o reivindicativo. Un ejemplo: la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Sevilla nació en 1886, y ya decidida a la defensa corporativa de sus intereses: «unidos todos con una misma voluntad y alrededor de la Junta Directiva, ésta hace oír su voz para el fomento y la defensa de los intereses mercantiles tantas veces vulnerados por disposiciones arbitrarias de los gobiernos...» (234, 565, nota 7). Ya se alude, incluso, al enemigo común. Pero será tras la fecha clave cuando se trate en su seno de la conveniencia de presentar candidatos a las elecciones municipales de 1899. También es por entonces cuando las asociaciones crean su propio aparato propagandístico, fundan periódicos, o utilizan los ya existentes (ibíd., 568-569). No es una casualidad la coincidencia de esta inflexión con la fecha del Desastre; pero, puesto que la tendencia venía ya de antes, advierte Carrillo, parece claro que «el 98 no fue la causa profunda, sino el detonante» (ibíd. 564). Una vez más, la crisis de fondo, y su «disparador». García Escudero ve el primer grito colectivo regeneracionista en la reunión extraordinaria de la Cámara de Comercio de Cartagena, que el 1 de septiembre de 1898 —terminada la guerra, aún no firmada la paz— propuso una magna asamblea de todas las Cámaras de España; reunión que, con notable celeridad en los acuerdos, se celebró en Zaragoza en noviembre de aquel mismo año. «Fue el grito de Resurrexit» —exclamaba alborozadamente Luis Morote, que comparaba aquella asamblea nada menos que con la reunión de los Estados Generales de que derivó la Revolución Francesa—; en realidad, aún no era posible predecir el alcance de lo que se estaba generando, pero era indudable que el movimiento —en el cual ya estaban implicados Joaquín Costa, Basilio Paraíso, el propio Luis Morote, y muy pronto Santiago Alba— nacía con brío (118, I, 275). Al mismo tiempo (13 de noviembre), la Cámara Agrícola del Alto Aragón, movilizada por Costa, proponía una alianza formal entre las Cámaras Agrícolas y las Cámaras de Comercio. Así se reunió en Zaragoza, el 15 de febrero de 1899, la Asamblea Nacional de Productores, de la cual salió la idea de crear una Liga Nacional de Productores, de la que Costa fue elegido presidente por aclamación, y que tendría un papel fundamental en el intento de vinculación del regeneracionismo

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a la vida pública, y en el establecimiento de la Unión Nacional. En su momento nos referiremos a Costa y al movimiento de la Unión Nacional. Quede por lo menos aquí, como testimonio del movimiento que estaba surgiendo y del carácter corporativo de sus orígenes, una frase del discurso del «león de Graus»: En el seno de esas masas neutras se han estado produciendo constantemente órganos adventicios para hacer lo que el gobierno no hacía...: estudiar los grandes problemas nacionales, condensar en principios gacetables la conciencia jurídica de la nación: Asambleas y Congresos agrícolas, pedagógicos, mercantiles, geográficos y coloniales, administrativos y de legislación civil, de higiene, de obreros, de católicos, de productores, de contribuyentes, abolicionistas, proteccionistas, librecambistas, y de otras muchas clases, en número tal y de tal valía, que asombrará cuando se publique la estadística de tales actos... (en 070, 230).

EL 98 DE LOS OBREROS La crisis de cambio de siglo debió afectar, aunque en cada caso de forma peculiar, a las capas más amplias de la sociedad española, por cuanto se advierte una transformación espectacular en la tesitura de las asociaciones de trabajadores, o más exactamente, en la actitud de los trabajadores ante las asociaciones ya existentes. La transformación parece comenzar a operarse precisamente en 1898. Y aunque no puede descartarse que haya estado provocada por una reacción de los obreros ante el «desastre» de Cuba, lo más probable es que responda a una situación generalizada de crisis de la conciencia nacional, de la que el propio «desastre» habría sido el disparador ya que no la causa eficiente. Entre 1900 y 1903 el fenómeno alcanza su máxima intensidad. Para comprender lo que significa «el 98 de los obreros» es preciso tener en cuenta la radical duplicidad de las manifestaciones de la Primera Internacional de Trabajadores en España, ya desde sus primeros momentos. En 1870-1871 llegaron a la Península sus dos principales introductores: uno era el idealista ingeniero italiano Giuseppe Fanelli, que vino a predicar las doctrinas anarquistas de Bakunin; el otro, el frío y sistemático yerno de Marx, Paul Lafargue, que importó el marxismo en su versión más pura, y un tanto radical o guesdista. Aparentemente, Lafargue tenía más posibilidades que Fa-

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nelli (aunque de familia francesa, había nacido en Cuba y hablaba correctamente español, aparte del prestigio que le confería ser pariente del fundador de la Internacional), en tanto Fanelli hablaba francés e italiano, y aunque su primer y entusiasta discípulo, Anselmo Lorenzo, asegura que los trabajadores podían entenderle perfectamente gracias a su expresiva mímica, parece inevitable que se produjera alguna dificultad de comunicación. Sin embargo, Fanelli encontró mucho más seguimiento que Lafargue, y de aquí en gran parte la muy distinta historia de las dos secciones de la Internacional en España (032, 186-187). Las causas han sido explicadas de muy diversas maneras, y es posible, puesto que no se excluyen mutuamente, que todas tengan una parte de razón. Lafargue era un hombre frío, metódico, disciplinado, poco amigo de la demagogia. Prefería obrar en pequeños grupos como en un laboratorio, elaborar programas, repartir consignas, controlar a sus discípulos. Fanelli era la pura espontaneidad, se movía con igual soltura en todos los ambientes; su voz —recuerda Lorenzo— adoptaba tonos muy variables según lo exigieran las circunstancias, y gesticulaba con una mímica muy expresiva, que era quizá lo que con más intensidad quedaba grabado en sus oyentes. En suma —y esto no tiene por qué significar un juicio peyorativo— obraba como un actor de teatro. Lafargue se estableció en Madrid, como capital que era del reino, y allí quiso —y consiguió, por supuesto— establecer el núcleo fundacional del movimiento; pero no se dio cuenta de que el centro del descontento del obrero industrial era Barcelona, o de que la región jornalera por excelencia era Andalucía. Fanelli viajó por todas partes, habló en todos los ambientes, y se volcó en las zonas donde encontraba mayor audiencia. Pero tampoco podemos olvidar la naturaleza de las doctrinas que predicaban. El socialismo marxista-guesdista era una ideología que presumía de científica; exigía organización, disciplina, obediencia a las consignas, programas muy concretos, poco abiertos a las desavenencias. El anarquismo bakuninista era espontáneo, vivaz, libertario, rechazaba toda forma de organización, poseía un mesianismo idealista que se contagiaba con facilidad a gentes sencillas, y resultaba especialmente asequible. Luego viene la cuestión de los temperamentos colectivos: se ha dicho mil veces que el socialismo prendió en Madrid y el norte de España, zonas «de gentes más serias y sesudas» (¿será un tópico?); en tanto el anarquismo cuajaba en Cataluña, la franja mediterránea y Andalucía, donde el carácter es más abierto, espontáneo y

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comunicativo (cfr. 032, Apéndice, 416). Por otra parte, es un hecho bien sabido que el anarquismo fue un fenómeno muy extendido por toda el área mediterránea (Ucrania, Balcanes, Italia, Península Ibérica, incluido Portugal), en tanto el socialismo fue casi exclusivo en el centro y norte de Europa. No parece del todo convincente un criterio basado en un absoluto determinismo geográfico, aparte de que resultaría un tanto forzado pretender que catalanes y andaluces poseen el mismo temperamento, en tanto que madrileños, vascos y asturianos están calcados de idéntico patrón. El hecho de la polarización geográfica de los dos movimientos es cierto, pero sólo puede aplicarse a épocas posteriores a la predicación de Fanelli y Lafargue, y sobre todo, se consagraría en la coyuntura de cambio de siglo, cuando el movimiento obrerista se difundió por toda España. Y sobre todo cabe destacar una diferencia fundamental a los efectos que aquí comentamos: la velocidad de esa difusión fue en cada caso muy distinta. Los anarquistas llegaron temprano a zonas muy amplias, en tanto los socialistas vivieron durante años confinados en Madrid, apenas fueron un grupúsculo de trabajadores especializados (fundamentalmente tipógrafos) de la capital, y prácticamente no tuvieron delegaciones en otras provincias hasta después de la huelga de tipógrafos de 1881: y aun así, constituyeron grupos muy minoritarios en la Rioja, País Vasco y poco más tarde en Asturias. Cuando en 1879 Pablo Iglesias fundó el Partido Socialista Obrero (hasta 1888 no aparece el apelativo de «Español») en una fonda de la calle Tetuán, consiguió veinticinco afiliados, de ellos dieciocho tipógrafos. Su progreso fue extraordinariamente lento. La huelga de 1881, primer acto importante del nuevo partido, fue, según los historiadores del socialismo, histórica: no sólo porque confirió una máxima repercusión social a la abstención laboral de un número muy escaso de personas (no aparecieron los periódicos de Madrid), sino porque el despido de parte de aquellos tipógrafos les hizo buscar trabajo en otras provincias, a donde llevaron la célula del socialismo. Con todo, Pablo Iglesias necesitó siete años para reunir la cantidad de 925 pesetas que constituyó todo el capital social del primer periódico, El Socialista. El lema del tenaz, ascético e implacable tipógrafo ferrolano era organización, constancia y disciplina. No era un hombre simpático, aunque admiraba por su conducta ejemplar y su perseverancia en el empeño. El partido socialista crecía tan lenta como organizadamente. Para Pablo Iglesias, el elemento tiempo contaba

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mucho menos que el elemento eficacia. En 1888 aprovechó hábilmente —porque habilidad, eso sí, no le faltó— la Exposición Universal de Barcelona para refundar su diminuto partido y crear su sindicato, la Unión General de Trabajadores (UGT), que pronto alcanzó los tres mil afiliados. Pero le costaría diez años duplicar esa cifra. Las causas del lento medro del socialismo parecen bastante claras. La eficacia en la organización era preferida a la prisa. Ninguno de sus miembros se distinguió por un incondicional espíritu proselitista. Se prefirió la calidad a la cantidad. Y militar en el partido socialista —muy burocratizado desde el primer momento— no era cómodo: se exigía disciplina, obediencia, seguimiento estricto de las consignas, y a más de ello, un comportamiento intachable. Un socialista debía ser «honrado e inteligente» y, por tanto, ilustrarse con la lectura, no beber en exceso, ser fiel a su compañera y no frecuentar prostíbulos. No estaba del todo bien visto el tabaco, y hasta la asistencia a las corridas de toros podía resultar censurable. La existencia, real o virtual, de algo parecido a un «aparato de control» —especialmente a partir de 1888— con la posibilidad de la reprimenda correspondiente ante comportamientos improcedentes, era un motivo más de rechazo por parte de hombres que no comprendían la relación entre las ideas políticas o las reivindicaciones sociales y la vida privada. Brenan habla además del obstáculo que suponía para el obrero la «fe parlamentaria» del partido (cfr. 032, 266). El socialista, y ello quedó claro desde el instante fundacional, era «un partido de clase»; pero confiaba, de acuerdo con el pensamiento de Marx, ratificado en el congreso de La Haya (septiembre de 1872), en que era posible alcanzar el poder, y con él el predominio del proletariado, por el simple ejercicio de la democracia. Si los obreros eran más, el sufragio universal sería la mejor arma para consagrar su hegemonía por mayoría absoluta. Y el obrero español, desconfiado —sobre todo desde el fracaso de la revolución de 1868— de todo recurso a la política (Hennessy habla de «la revolución de septiembre» y de «la desilusión de octubre»), no estaba por la labor. Más de uno comentó que si un trabajador llegaba a alcanzar un puesto de diputado, se convertiría automáticamente en un burgués. De aquí no sólo que el obrero español prefiriera la vía anarquista a la socialista, sino el hecho, asombroso si se quiere, de que los afiliados a UGT no votasen, o votasen a los partidos burgueses, o incluso, según José Andrés Gallego —en Navarra—, a los carlistas.

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Con todo, Pablo Iglesias siguió siempre tercamente el mismo camino. En 1890 presentaría dos novedades: la Casa del Pueblo como lugar de reunión y cultura —y al mismo tiempo de control indirecto— y la celebración del 1 de mayo como fiesta de los trabajadores: en forma —se cuidó de advertirlo— no de huelga, sino de manifestación masiva y bien organizada. Su perseverancia hallaría el premio, tal vez inesperado, al llegar la coyuntura de 1898. Por su parte, los anarquistas habían proliferado, si no con la «conversión» espectacular de masas inmensas de trabajadores, como pretenden sus partidarios, sí con una rapidez incomparablemente superior a la de los socialistas. En el citado congreso de La Haya, en 1872, habían reñido los ya incompatibles Marx, partidario de «la constitución del proletariado en partido político», y Bakunin, para quien «todo poder político... no puede ser sino un engaño»; como que «la destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado» (véase 265, I, 189-190). Los pocos delegados españoles que asistieron al congreso se pusieron al lado de Bakunin. Anselmo Lorenzo, el principal discípulo de Fanelli, fue portavoz de la versión ácrata y la hizo triunfar en el congreso de Barcelona, ese mismo año. Al de Córdoba (25 de diciembre de 1872; 3 enero de 1873) no asistieron ya los marxistas, convencidos de que iban a quedar arrasados por sus adversarios: así es como la reunión cordobesa goza fama de ser el primer congreso anarquista de la historia. Brenan habla un poco ingenuamente de «escenas maravillosas de un nuevo Pentecostés» (032, 188). Y añade poco después que «las conversiones se sucedían por millares. Los que acudían a las reuniones se retiraban con el claro sentimiento de que sus ojos se habían abierto repentinamente y de que poseían la absoluta verdad sobre todos los problemas. Esto les proporcionaba una confianza sin límites». Viajando de polizones en los trenes, o a lomos de mulas, recorrían los pueblos como «apóstoles de la idea». Evidentemente, y aun prescindiendo de la hipérbole de los entusiastas, los anarquistas estaban poseídos de un auténtico afán proselitista. Maeztu, en 1901, nos da cuenta testimonialmente de la eficacia del «boca a boca»: He presenciado la lectura de La conquista del pan en una casa obrera. En un cuarto que alumbraba quedamente una vela, se reunían todas las noches hasta catorce obreros. Leía uno de ellos trabajosamente, escuchaban los otros; cuando el lector hacía punto, solo el chisporroteo de la vela interrumpía el silencio... Podrán

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nuestros gobernantes disolver asociaciones, confiscar ejemplares de libros sin vender, suprimir periódicos, encarcelar a anarquistas conocidos. Pero, ¿qué ejércitos ni tribunales impedirán la propaganda más peligrosa, la que se hace en voz baja, de hombre a hombre, de la boca al oído? (apud. 192, 5).

Los anarquistas no necesitaban establecer sociedades secretas —haya existido como tal o no la Mano Negra— para pasar prácticamente inadvertidos. Su mejor defensa, y al mismo tiempo su mayor debilidad en cuanto a la eficacia, era la falta absoluta de organización. Contrariamente a los socialistas, confiaban en la espontaneidad total, estimaban que cualquier asomo de estructura funcional suponía un confinamiento, y se negaron a nombrar jefes o tan siquiera secretarios. No admitían otro poder que el asambleario. Sea lo que fuere, frente a la organización minoritaria de los socialistas se alinea la desorganización mayoritaria de los anarquistas. Su idealismo mesiánico y utópico, un cierto «casticismo» muy peculiar que casi todos los autores están de acuerdo en atribuirles, su sentido altamente proselitista y difusivo, les llevaron a constituirse en una masa amorfa, pero nada despreciable. No exageremos su número, porque entre las cualidades de los anarquistas figura siempre la exageración. Y la buena fe, que en los congresos o asambleas les obligaba a creer al compañero que decía traer la representación de trescientos, o de cinco mil. En este sentido, ponerse a contar anarquistas es una de las tareas más difíciles que pueden imponerse al historiador de la España contemporánea. Al congreso de Córdoba, en 1873, asistieron representantes de unas 300 secciones que pretendían integrar a 24.695 afiliados (265, I, 190-193). Pero, ¿es que puede hablarse siquiera de afiliados cuando no existen documentos de afiliación? Hubo anarquistas que se reunían con cierta regularidad, que se ponían de acuerdo (o no se ponían, pero cuando menos discutían) para determinadas acciones mancomunadas; hubo otros que asistían a las reuniones, pero sin iniciativas ni regularidad, como hubo amigos de anarquistas que se decían anarquistas, y a los que se concedía, o no, según las circunstancias, el título de tales. Si hemos de aceptar como bueno el método del número de representados que ofrecen los asistentes a los congresos, en el de Barcelona de 1881 figuraron los poderes virtuales de 36.000 miembros; y al de Sevilla, en 1882, los de más de 58.000. Por entonces (septiembre de 1881) se fundó la Federación de Trabajadores de la Región Ibérica, y el anarquismo parece haber alcanza-

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do su máxima difusión por los años 80, primero en los sectores de la mediana industria textil de Cataluña, más tarde en un ámbito tan distinto, pero aún más propicio, como el campo andaluz, especialmente en las zonas de latifundio, en que la figura predominante es el jornalero. Pero la Federación no duró más que siete años. Ni siquiera una forma tan libre de asociarse sin condiciones organizativas resultaba del todo grata; y es que, además, y probablemente sobre todo, se hicieron visibles las diferencias entre el anarcocolectivismo de Bakunin y el anarcocomunismo de Kropotkin. La disyuntiva estaba en organizarse mínimamente, aunque sin estructuras visibles, para conseguir una mayor eficacia, o seguir concediendo primacía a la pura espontaneidad y al mito de la revolución necesaria y mesiánica, que llegará porque está anotada en el libro de la historia. En 1888, cuando podía tener de 60 a 80.000 miembros más o menos confesados, se disolvió la Federación en cuanto tal. Como consecuencia de la crisis interna, más que por efectos de una acción oficial poco eficaz, «el movimiento anarquista como tal no desaparece, naturalmente; pero el rasgo dominante es la dispersión a todos los niveles: organizativos, ideológicos, tácticos...», comenta Núñez Florencio (192, 16). La dispersión no supuso necesariamente una disminución del número de militantes, como que es bastante unánime la suposición de que hacia 1898 había en España cerca de 80.000 anarquistas. Una minoría, de todas formas, respecto de la totalidad de la clase trabajadora, incluso en los focos catalán y andaluz; pero una minoría más activa que nunca, porque la disgregación significó también el desengaño de muchos respecto de la convicción de un futuro asegurado, de la garantía de un mundo feliz en que «hasta los ricos y los guardias civiles saldrán ganando» (véase 032, 207), de la facilidad paradisíaca del cambio y, por tanto, la necesidad del recurso a la acción violenta. Por eso la presencia del anarquismo radical se manifiesta a lo largo de la última década del siglo XIX en forma de atentados terroristas, que en ocasiones resultan especialmente mortíferos. Cuentan el explosivo colocado en la sede del Fomento del Trabajo (una organización patronal) en 1891; el atentado que estuvo a punto de costar la vida al general Martínez Campos —símbolo del régimen— el 24 de septiembre de 1893: el general siguió desfilando fieramente con una pierna sangrante, pero el acto significó el fusilamiento de su autor, Paulino Pallás; la bomba arrojada desde el paraíso al patio de butacas en una sesión de ópera del barcelonés Teatro del Liceo, con el

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saldo de dieciséis muertos, el 8 de noviembre de 1893; la otra bomba asesina lanzada sobre la custodia al paso de la procesión del Corpus Christi por la también barcelonesa calle de Canvis Nous, en junio de 1896, con un saldo similar de víctimas mortales; y finalmente —para terminar el siglo y toda una época en la historia de España— los tres tiros disparados por Michelle Angiolillo sobre la espalda de Cánovas el 8 de agosto de 1897 en el balneario de Santa Águeda. Los enemigos quedan bien perfilados: el Ejército, la patronal, la burguesía acomodada, la Iglesia, los políticos. En adelante, la historia ya no podía ser como antes. Es inverificable, comentábamos páginas atrás, el influjo de la muerte de Cánovas (obra de un filoanarquista azuzado por una organización cubana) en el desenlace del drama colonial. Lo cierto es que el Desastre parecía coincidir con el momento de máximo poder fáctico del anarquismo en España. Y, sin embargo, lo que resultó de la crisis fue un sorprendente, fulgurante, incremento de la militancia socialista y un paralelo descenso del número de quienes se decían anarquistas. Una vez fundado el sindicato, es relativamente fácil inferir la cuantía de los afiliados a UGT, aun con pequeñas discrepancias según las fuentes (véase 265, I, 297 y II, 40); en tanto las cifras correspondientes a los anarquistas sufren de una inevitable imprecisión, aunque todas las fuentes están de acuerdo en admitir una drástica baja de militancia entre 1898 y 1910. Sólo a título aproximado, por lo que se refiere a la segunda columna, es posible establecer la siguiente comparación. Años

Afiliados a UGT

Militantes anarquistas (?)

1897 1900 1902 1904 1905 1910

6.200 26.000 33.000 56.000 57.000 40.000

75.000 70.000 60.000 50.000 45.000 30.000

El cambio desde 1898 (¡o quizá desde 1897, siempre el quiebro se adelanta a los acontecimientos!) no puede ser más espectacular: mientras al filo del Desastre los anarquistas pueden ser de diez a doce veces más numerosos que los socialistas, seis años más tarde éstos superan a sus émulos. No cabe duda de que en determinados casos se

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opera un trasvase; pero sea ésta la causa principal, o existan otras (como parecen existir), un hecho está perfectamente claro: la militancia socialista se multiplica por diez en cosa de seis años, en tanto que tiende a disminuir (hasta su mitad o más) la anarquista. El 98 de los Obreros parece consistir, más que en ninguna otra cosa, en la conciencia de que los métodos socialistas son más eficaces, mientras que con el idealismo y la desorganización de los ácratas no se va a ninguna parte. Sea el cambio producto de una toma de conciencia, de una reflexión, de una crisis interna, de una moda, de una forma de mimetismo en cadena, los hechos en cuanto tales no dejan lugar a dudas. La mejor pista de este cambio de conciencia nos la proporcionan precisamente los panfletos y los discursos anarquistas (ya desde el congreso de Madrid en 1900): «estamos desperdigados, no sabemos unir nuestros esfuerzos, nuestra espontaneidad, por entusiasta que sea, resulta ineficaz; y por ello es preciso coordinarse y actuar mancomunadamente». Ya por 1900, el viejo Anselmo Lorenzo predicaba la necesidad de constituir algo parecido a un sindicato. Y al mismo tiempo —es otro ejemplo expresivo del giro— cunde la conciencia de que hay que aumentar la cultura y la responsabilidad de los trabajadores; es curioso observar cómo la moral «ascética» de los socialistas es retomada ahora como consigna necesaria por los libertarios: el «trabajador honrado» ha de cuidar de su esposa y de sus hijos, debe leer libros, debe ir —si le es posible— a la escuela, o enviar a ella a su prole (de aquí la insospechada proliferación de las «Escuelas Modernas»), no ha de beber ni fumar. Hasta muchos anarquistas se hicieron vegetarianos. No tenemos por qué llegar más lejos, ni atender a las causas de la desmovilización general de 1906 a 1910, que afecta a ambos grupos. Son hechos que desbordan nuestro objeto. En su momento, aludiremos a algunos de los factores que contribuyeron a desencadenar los hechos de la Semana Trágica. Lo único que en este punto nos interesa es destacar el increíble quiebro experimentado entre 1897 y 1905, y su más que probable relación con un cambio de conciencia en la mentalidad obrera, concomitante —al menos concomitante— con el cambio de conciencia experimentado en otras importantes capas de la sociedad española.

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CAPÍTULO 3

Conciencia de crisis José Luis Abellán, que encuentra la primera «crisis de la conciencia española» en la época de Carlos II —cuando al austracismo histórico sucede la irrupción de los novatores—, coloca la segunda en torno a 1898, y los planteamientos que por entonces se formularon. Fue como un examen de conciencia, un detenerse a la vera del camino, para pensar en los destinos de España, en la eterna cuestión del «de dónde venimos, a dónde vamos, qué, en consecuencia, debemos hacer». Carlos Serrano juega con las expresiones «crisis de conciencia» y «conciencia de crisis» (243, 235 y sigs.), porque motivos hay para formularse tanto una como otra. Los españoles se dan cuenta, no tan repentinamente como durante un tiempo se ha creído, pero sí con un sentimiento no muy lejano al sobresalto, de que algo no marcha bien en el país, que es preciso replantearse las cosas y hacer frente a una situación ante la que no cabe en modo alguno la indiferencia. Existe una conciencia de crisis. Y al mismo tiempo esta conciencia exige el planteamiento agónico de un problema de identidad: qué es España, y qué debe ser. La crisis viene a resultar así mucho más que la situación planteada por el «Desastre»; es, a juzgar por las preocupaciones de quienes problematizan nuestra tesitura física, moral, histórica, una realidad mucho más antigua, mucho más profunda, mucho más generalizada de la que se deriva de una derrota militar o la pérdida de unas islas, por importante o dolorosa que esta pérdida haya sido. La desproporción entre la magnitud real y puntual del trauma y la importancia inmensa y extendida a todos los

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ámbitos —político, institucional, social, económico, cultural, de vocación histórica, de razón de ser— que se concede a la problemática es uno de los aspectos más llamativos de la crisis de concienciaconciencia de crisis en la época de entresiglos. Es esta misma desproporción la que ha movido a algunos autores a considerar la crisis, no digamos como un fenómeno artificial carente de motivación objetiva, pero sí al menos como un movimiento endógeno de problematización más que como una reacción ante estímulos externos. J. L. García Delgado y J. C. Jiménez, en referencia generalizada al trauma del 98, aventuran que «más que de crisis, puede hablarse de psicosis de crisis, fundada, eso sí, en algunos hechos objetivos» (en 145, 65). Manuel Azaña, con el espíritu crítico que caracteriza tantas veces a su prosa, concluye al efecto que «pocos países habrán ergotizado sobre su suerte tanto como España, devanando hipótesis estériles sin morder nunca en la acción. Esa palma se la llevan los hombres que atronaban la plaza pública al finar el siglo» (021, I, 558). Junto al masoquismo de los críticos, Azaña alinea en este caso la infecundidad de sus fórmulas o de sus soluciones. Más recientemente, Manuel Moreno Alonso se queja de que «a los españoles de aquella generación les gustara más acogerse al fácil recurso de la visión tremendista que al rigor científico...» (183, 13). Se busca, a decir verdad, muchas veces el rigor científico —adoptando fórmulas de diagnosis técnicas o seudotécnicas incluso por parte de los menos preparados para enunciarlas—; pero lo que se echa de ver más a las claras y desde el primer momento es no sólo la superabundancia del ensayismo, sino esa psicosis, ese ergotismo y esa visión tremendista. Sin que la admisión de estos planteamientos hiperbólicos nos impida reconocer, porque otra cosa sería manifiesta injusticia, lo certero de muchos juicios, la penetración de muchos análisis, la existencia de motivos en ocasiones más que justificados para formularlos y, por supuesto, eso ante todo, la suprema excelencia literaria de muchos formuladores. Fernández Almagro, fiel a la visión tradicional que admite una segura, y aún más, exclusiva, relación de causa-efecto entre la derrota de ultramar y la crisis concomitante de aquellos años, entiende que «bajo un signo de renovación... nacen y crecen los españoles de este período, aleccionados por el duro escarmiento contra la presunción iuris tantum que el desastre colonial vino a desmentir. España tenía todo, según los padres, y los hijos comenzaron a ver que faltaba todo, empezando por el Estado... Administración, Ejército, Ense-

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ñanza, Industria...» (084, 7). Aquí, y en otros lugares, don Melchor insiste, parece que acertadamente, en la contraposición entre la felicidad (¿ficticia?) de la Restauración, con su irreflexivo conformismo, y la infelicidad (habría que preguntarse: ¿ficticia también?) de la oleada criticista que se desencadenó una vez la piedra hubo caído en el remanso. Ese contraste, si no generalizado a todos los testimonios o a todas las capas de nuestro cuerpo social, resulta tan visible y hasta tan escandaloso, que no puede menos de llamarnos la atención. Pero Fernández Almagro, consciente o inconscientemente, nos presenta el trauma del cruel desengaño, del turbado despertar de un sueño feliz a la cruda realidad de un desastre, asociado a un problema de padres e hijos, un problema generacional. Una rebeldía de lo nuevo contra lo viejo que coincide con otras rebeldías del mismo género en la Europa de cambio de siglos, y que puede ser mucho más que la reacción contra un episodio concreto, por grande que sea su magnitud. Dos formas hasta cierto punto emparentadas con la «literatura del desastre», que parece inevitable glosar aquí, son la llamada «generación del 98» y la pléyade de criticistas-arbitristas-regeneracionistas que escarban en el «problema de España» y tratan de buscar sus posibles soluciones. Algo de común hay entre unos y otros: la mayoría de los escritores comúnmente asignados a la generación del 98 aluden al problema de España, o alientan un afán regenerador nada escondido; mientras que entre los «regeneracionistas» hay escritores de reconocida valía. Unos y otros tienen un sentido crítico que encaja con igual dramatismo en el «dolorido sentir» y en el «amor amargo» de que aparece transida la época. Unos y otros fustigan con similar acritud los males que les rodean. Hasta cierto punto, podría decirse que alienta en todos ellos el mismo espíritu, la misma sensibilidad hacia los problemas de su tiempo y de su patria. Sin embargo, existe entre el noventayochismo literario y el criticismo regeneracionista una barrera tan difícil de atravesar, que no puede dudarse en ningún caso a qué grupo pertenece cada autor. La generación del 98 aparece poblada de literatos «profesionales», que no sólo alcanzan un nivel de excepción entre los ingenios de nuestras antologías, sino que abordan los motivos más variados, sin que su peculiar sensibilidad necesite girar en torno al «problema de España». Pueden volar ajenos a él, aunque se posen en él con frecuencia. Los regeneracionistas son igualmente «profesionales» en cuanto sistemáticos y amargados analistas; se preocupan menos de su estilo que del enunciado de los males de la patria y de las recetas para su salvación. Por su impenitente

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tendencia a los enunciados y a las recetas es muy fácil identificarlos y distinguirlos de los ingenios del noventayochismo. Por si fuera poco, se echa de ver lo escasamente que se citan los dos grupos, o lo poco que se admiran recíprocamente. A Unamuno le exasperan los «regeneracionistas» con sus fórmulas mágicas, y está seguro de que «digan lo que quieran los regeneradores que creen que fabricando maquinistas surgirán fábricas de maquinaria y tupiendo a los niños de contabilidad aumentará la materia contable, el país no va a cambiar por eso» («Cantos en la noche», OC, III, 1069); y Baroja los compara con «esos tipos de histrión que se da en los países meridionales, que se van a la tumba sin sospechar jamás si su vida entera habrá sido una función de teatro» (véase 003, 330). O en otro lugar: «oír regeneración y esconderme, para mí todo es uno» (233, 139). También Maeztu fustiga la «manía regeneracionista» (ibíd., 138). Por su parte, para la mayoría de los regeneracionistas, la calidad literaria o ideológica de los escritores del 98 resulta poco digna de una mención. Cada grupo vive en un universo distinto. Por estas y otras razones, se siente la impresión de que sería hasta irrespetuoso introducirlos a todos en el mismo saco. LA LLAMADA GENERACIÓN DEL 98 Sobre lo que sea o signifique la generación del 98 se ha publicado una abundantísima bibliografía, que ha atraído a analistas del más diverso linaje y, por lo general, de la más alta categoría en el campo de la exégesis estética, de la crítica literaria o hasta de la historia del pensamiento. Los estudios se han multiplicado casi hasta el infinito (véase referencias en 060, 17) con motivo del centenario que da nombre a la escuela, tendencia, corriente, grupo o concomitancia de ilustres creadores: que tampoco en este punto existe unanimidad entre los expertos. No cabe eludir en este aspecto el siempre espinoso y muy manido tema de la generación del 98, porque posee una indentación histórica insoslayable, tanto en el momento de la crisis del cambio de siglo como en épocas posteriores. Pero eludiremos en la medida de lo posible aquellos aspectos menos relacionados con esa indentación y más propios de otro tipo de estudio: aspectos que tanto servirían para interesarnos como para distraernos del objeto principal que en este libro nos ocupa.

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Sobre la generación del 98 ya se ha dicho todo lo posible, incluso —y ya desde hace tiempo— que ni es generación ni es del 98. Los estudios de los últimos años han servido para confirmar sospechas, para aclarar ideas y también, como es inevitable, para avivar polémicas. Comencemos por la cuestión del nombre, en cuanto que hace alusión a una fecha histórica bien determinada. Como es sabido, no nació ni pudo nacer en esa fecha. La expresión «generación del desastre» fue introducida, quizás aludida, por Gabriel Maura en un artículo de la revista Faro el 23 de febrero de 1908. Sin embargo, el concepto clásico de «generación de 1898» en cuanto grupo o impulso literario no aparece claramente fijado hasta los cuatro famosos artículos de Azorín en el diario ABC, en febrero de 1913, cuyo texto incorporó más tarde e íntegramente, a su libro Clásicos y modernos. Con todo, conviene introducir dos precisiones al respecto. La primera es que ya el propio Azorín se había referido tres años antes (1910) a la «generación de 1896», atendiendo a significativos recuerdos propios o de otros escritores coetáneos (véase 145, 303). Sólo en 1913 preferiría ligar su idea de una generación literaria a la fecha del «Desastre», por obra de una vinculación simbólica, tuviera o no aquella corriente el carácter de una reacción anímica ante los acontecimientos exteriores, extremo que el fino estilista de Monóvar nunca quiso dejar expresamente claro. La segunda precisión es que José Ortega y Gasset, días antes que Azorín, acuñó en otro artículo la expresión «generación de 1898», para referirla a sí mismo y a los jóvenes de la nueva ola, todos ellos —como Ortega gustaba decir—, antimodernos y muy siglo XX: y más jóvenes, por supuesto, que los hoy tenidos por noventayochistas. Vicente Cacho, que es quien ha constatado la coincidencia, entiende que el invento corresponde a Ortega; y, de inmediato, «Azorín se apoderó del término, para convertirlo, retrospectivamente, en fecha epónima de un gusto literario que se había dado a conocer unos quince años antes, hacia el año del Desastre» (038, 117). La fecha de nacimiento del nombre o la identidad de su autor, por interesante que resulte el estudio, son irrelevantes a nuestro propósito. Sólo cabe resaltar, por razón del nexo de ese nombre con la historia de acontecimientos, que su aparición es muy posterior a la fecha que en él se designa. Es más, hoy se sabe que la generalización de los términos «generación del 98» es a su vez muy posterior a los artículos de Azorín, que no trascendieron gran cosa, y data de los años 20 o incluso de los 30, sobre todo a partir de la muy conocida obra de Jetschke.

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La idea de que ese grupo de escritores constituye propiamente una «generación» ha sido también negada muy frecuentemente, comenzando por varios de los propios protagonistas, Maeztu, Unamuno, Baroja (Baroja: «No existe la generación del Noventa y Ocho: y si existe, yo no pertenezco a ella»). Lo cual tampoco nos obliga a creer lo que podría constituir la negación de una evidencia. En el fondo, la discusión tiene algo de pueril o de perogrullesca, por cuanto todo depende de lo que entendamos por generación. Hoy, superado el concepto puramente biológico, hay razones para pensar que sigue siendo aceptable la idea de Pedro Salinas de que una generación no aparece fijada por la fecha del nacimiento, sino «por una comunidad de destino que explica una homogeneidad de experiencias y de propósitos» (apud 003, 16). Es una idea que, perfeccionando en este punto la arquitrabada teoría de su maestro Ortega, ha expresado con diafanidad Julián Marías en una de las obras más características de su razonar: El método histórico de las generaciones. La mayor dificultad para admitir una «generación» —digamos un grupo homogéneo y unidireccional— radica en el feroz individualismo de sus supuestos miembros, independientes de carácter, de estilo, de pensamiento. Pedro Rocamora ha escrito: «Cada una de las figuras más representativas del 98 ha querido juzgar el mundo y repensar la historia [más que mundo podría decirse España, y más que historia, historia de España] con un criterio propio, original, personalísimo. El individualismo fue así el cuño, la enfermedad o la moda de aquella generación» (222, 54). Los noventayochistas resultan así inclasificables como colección. Por otra parte, la variedad, también inclasificable, de sus estilos y sus criterios estéticos o literarios ha sido abonada como argumento de que su consideración conjunta más confunde que aclara nuestra visión de la historia de la literatura en la época de fin de siglo. Para Ricardo Gullón, la introducción del concepto de generación del 98 ha sido «el suceso más perturbador y regresivo de cuantos afligieron a nuestra crítica literaria en el presente siglo» (132, 7). No negamos, ni podemos pretender hacerlo, la perturbación prejuiciosa que significa el englobamiento de diversos autores en un mismo concepto o en un mismo elenco metodológico. Sin embargo, no pueden soslayarse tampoco los puntos comunes. El tan repetido afán de radical independencia resulta negado unas cuantas veces por una serie de vivencias intencionadamente compartidas, como la asistencia conjunta y aprobadora al estreno de Electra de Galdós, o el homenaje que casi todos ofrecieron a Baroja con motivo de Camino

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de Perfección; el viaje a Toledo con el consiguiente e histórico redescubrimiento de El Greco, la peregrinación a la tumba de Larra, el contestatario y romántico: Azorín recuerda estos actos conjuntos en sus artículos: «la generación del 98 ama los viejos pueblos y el paisaje...; da aire al fervor por El Greco..., rehabilita a Góngora...; se declara romántica en el homenaje ofrecido a Pío Baroja..., siente entusiasmo por Larra y en su honor realiza una peregrinación; se esfuerza, en fin, en acercarse a la realidad y en desarticular el idioma, en agudizarlo...» (Clásicos y modernos, 147,191); (cfr. 003, 395); (véase también La voluntad, Madrid, 1965, 196-201). También alude a estos actos el mismo independiente Baroja (OC, VIII, 922). De hecho, Baroja, Azorín y Maeztu se unen para firmar conjuntamente el «manifiesto de los tres», en 1901; manifiesto al que se adhirió Unamuno: por tanto, «tres que son cuatro, como los mosqueteros», comenta García Escudero (118, 287-288). El afán de reunirse lo dejan claro J.C. Mainer o Carlos Serrano (159, 505 y sigs.). Y no se trata de una mera vinculación física, sino también de su afición por una determinada temática («amor amargo» a una España que no les gusta, crítica social, deseo de regeneración, afán de superar lo superficial o lo establecido) y quizás, sobre todo, por una nueva —quizá radicalmente nueva— forma de expresarse, que saltando por encima de todas las diferencias estilísticas que les separan, permite establecer una división radical entre los escritores del 98 y los que inmediatamente les anteceden. Azorín ya deja en claro muchos de estos rasgos: «desarticular el idioma, agudizarlo, aportar a él viejas palabras, con objeto de aprisionar menuda y fuertemente esa realidad». El propio Azorín será el maestro de la frase breve y aguda; pero también podemos sorprendernos ante esta agudeza estilística, ante esa penetración, en autores formalmente tan diversos como Baroja o Valle-Inclán. Los noventayochistas inventan de una vez para siempre la forma de escribir del siglo XX, huyendo como del diablo de la prosopopeya de largos periodos de la forma decimonónica, con ese «horror al punto y coma» de que hablaba Valbuena; confiriendo a la expresión una capacidad especial de «penetrar», transitivizando verbos que nunca tuvieron esa consideración («vivir mi vida», «soñar un sueño»), e introduciendo una dinámica más agresiva al propio discurso. Librémonos muy bien de toda excursión al terreno de la crítica literaria. Basten estas alusiones para comprender lo que la llamada generación del 98 significa en la introducción histórica de la manera de ser, de sentir, de comportarse o de escribir propias del siglo XX.

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El argumento más fuerte que puede esgrimirse para defender la existencia de una «generación» es precisamente el más desacreditado de todos ellos, el biológico. La coincidencia en la fecha de nacimiento de sus nombres más preclaros no deja de resultar, cuando menos, asombrosa. Unamuno nació en 1864; Ángel Ganivet en 1865; Jacinto Benavente en 1866; Valle-Inclán en 1869; Pío Baroja en 1873; José Martínez Ruiz, Azorín en 1873; Ramiro de Maeztu en 1874; Manuel Machado en 1874; Antonio Machado en 1875. En once años nacen nueve de los escritores más mencionados en todos los manuales de historia de la literatura española. No parece disparatado suponer que cualquiera de ellos hubiese podido obtener el premio Nobel, aunque sólo uno de los nombrados alcanzase de hecho tal galardón. Diríase que una floración tan apretada en el tiempo no se registró ni en lo más granado del Siglo de Oro. No resulta fácilmente explicable que a tantos célebres ingenios se les hubiese ocurrido nacer al mismo tiempo. Puede ser una casualidad. Como puede ser también una casualidad que el más viejo de los nombrados, Unamuno, tuviese en 1898 treinta y cuatro años, y el más joven Antonio Machado, veintitrés: la edad en que los hombres alcanzan su autonomía vital y pueden ejercer su peso particular en el conjunto de los demás. La nómina puede pecar por defecto o por exceso. Manuel Sánchez Mantero incluye entre los hombres del 98 a Azorín, Baroja, Benavente, Ganivet, Machado, Maeztu, Unamuno y Valle-Inclán (233, 13), aunque prescinde en su análisis, por razones metodológicas, de Benavente, que fue un fino crítico social pero no entró de lleno en el planteamiento del «problema de España», y de Ganivet, que murió pronto (en el mismo 98) y no tuvo tiempo de evolucionar. Laín Entralgo se siente incómodo con el confinamiento del concepto noventayochista a «un grupo de escritores»: Menéndez Pidal se autocalificó como «uno del 98»; y en el elenco se podría incluir también a Asín Palacios, Hernández Pacheco, Falla, Sorolla, Zuloaga, Rusiñol, Regoyos (146, 306). Podría incluir también al tan noventayochista Gutiérrez Solana. A más, añade Laín, de otros muchos españoles «cultos, anónimos», que participaron de las mismas inquietudes y se solidarizaron con los movimientos intelectuales y artísticos de su época. Ahora bien, todo ello no aclara el significado de la fecha. La crítica al éxito del nombre de «generación del 98» no sólo hace relación con la diversidad de direcciones estéticas sino también a la relación

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directa de los noventayochistas con lo acaecido en el año fatal. Ya hemos visto cómo el mismo Azorín comenzó hablando de una «generación de 1896» hasta que motivos, simbólicos que no reales, le movieron a retrasar el hito en dos años. Eric Storm prefiere decir «generación de 1897» por la crisis sufrida ese año por varios de los más insignes representantes del grupo, especialmente Unamuno, Azorín y Ganivet (109, 480). Un equipo de colaboradores de Storm, bajo la dirección de Juan Pablo Fusi, nos ha dejado en Antes del 98 una serie de testimonios sobre las raíces de un movimiento anterior al «Desastre». Hoy día, el reconocimiento de que el 98 empieza antes del 98 está tan extendido, que apenas hace falta recordarlo. Que el golpe moral producido por la derrota (y probablemente aún más, por la forma aparentemente vergonzosa en que se operó la derrota) tuvo una influencia decisiva en el giro de los ánimos y en el estado de la opinión es de todo punto indiscutible: tan indiscutible como que la dialéctica considerada «noventayochista» viene de antes y a lo sumo resulta precipitada, potenciada o hipertrofiada por los acontecimientos político-militares. Ahora bien, si el quiebro no es producto de esos acontecimientos y, por tanto, los dos dichosos guarismos no son apropiados, ¿de dónde viene, contra qué reacciona la llamada generación del 98? En este punto, da la impresión de que resulta absolutamente imprescindible una mirada más allá de nuestras fronteras. Para Vicente Cacho conviene distinguir entre la causación «cronológica» y «genética», bien entendido que la segunda es anterior a la primera: «el hundimiento, primero, de las grandes certidumbres positivistas, y la pérdida, después, de nuestro ya empequeñecido imperio colonial de Ultramar, incidieron sobre las morales colectivas...», al punto de desencadenar el movimiento tal como lo conocemos (038, 54). Hace poco he estudiado en su dimensión europea la crisis de esas «certidumbres positivistas» y su evidente relación causal con el surgimiento de las vanguardias de la época del cambio de siglo (061), y no creo necesario incidir sobre lo ya dicho; pero sea cual fuere nuestra idea sobre el decadentismo, el impresionismo, el simbolismo, el modernismo, hoy es opinión más que común que todas las corrientes atribuidas al llamado 98 están relacionadas con un fenómeno compartido por toda la cultura de Occidente, y muy particularmente la europea. Serge Salaüm se pregunta si «esta crisis, que no es preferentemente política,... ¿no será en primer lugar y ante todo... una crisis cultural en todo el sentido de esta expresión?» (232, 16). José-Carlos Mai-

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ner, para quien «en el 98 lo de menos fue la crisis colonial», ve también esta necesidad de ampliar el horizonte: «el 98, tan aparentemente nacional, sólo se entiende cabalmente en el más extenso marco de una coyuntura universal de fin de siglo» (160, 112). Y Antonio Niño, otro de los que más se han preocupado en hurgar en lo que ya venía dado «antes del Desastre», observa, en síntesis, que «en la década anterior al 98 se estaban produciendo cambios y transformaciones, la mayoría en la misma dirección que los que se producían en el resto de Europa» (109, Introducción, XI). Yvan Lissorgues prefiere hablar de «crisis del realismo» antes que de crisis del positivismo: lo que conduce en la misma dirección, por cuanto el realismo es la actitud estética propia de la mentalidad positivista. Lissorges concluye: «La crisis del realismo supone sin duda una crisis de confianza respecto del mundo...» (150, 180). Los especialistas suelen designar el estilo y, más aún, el espíritu propio de los escritores del 98, mediante la palabra «modernismo». Abellán estima al respecto que «hoy sabemos que en el modernismo hay un último fondo de crítica y rechazo del positivismo. Y es precisamente ese antipositivismo un carácter estético... [basado en] una preocupación filosófica por el misterio» (003, 16). No por eso hemos de definir en este punto qué es el modernismo, porque ni ello interesa a nuestro objeto ni dejaría de ser altamente peligroso: por cuanto hoy día el término «modernismo» es tan discutido como el de «generación del 98». Ya hace tiempo que Guillermo Díaz-Plaja hizo ver los inconvenientes de identificar esos dos términos discutidos, y hace menos que Pilar Palomo (199) y, sobre todo, Mainer han puesto en entredicho los supuestos de esta identificación. Yurkevich habla de un auténtico «asedio al modernismo», patente en los últimos años (159, 67). Lo interesante, y lo único que en este caso cabe resaltar, es la relación de las corrientes estético-literarias del cambio de siglo con el fenómeno generalizado y sin necesidad de más precisión de «crisis del positivismo», o si se quiere, «contestación al positivismo». Tomando estas expresiones en el sentido de ruptura con el racionalismo, realismo, explicacionismo propios de la segura y objetivizante era positivista. Desde este punto de partida, es más fácil comprender la actitud anímica de los hombres del 98. Laín dice: «Para todos ellos la vida es superior e irreductible a la razón, el sentimiento superior a la lógica» (144, 68). El irracionalismo de nuestros autores no llega a los extremos propios de otras vanguardias europeas; pero tampoco sería ex-

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plicable la nueva corriente sin tener en cuenta el cambio fundamental de actitudes mentales. El predominio de lo virtual, de la ensoñación y el misterio sobre la llana consideración del entorno, ha sido puesto de relieve por Lily Litvak (151) en la poesía o en la prosa «neorromántica», decadentista, preciosista, imaginativa y ensoñadora de nuestros autores de cambio de siglo. «Una fiebre de crepúsculos y muertos recorrió la literatura finisecular de toda Europa», y se contagió también, de una manera u otra, a una buena parte de los escritores españoles, entre ellos a los más tenidos habitualmente como «noventayochistas»; y con esa fiebre, también la tendencia a la creación de mitos (160, 117; véase también 159, 61-62). Con su tendencia al símbolo y al ensueño, los noventayochistas intentarán evadirse de la chata y mostrenca realidad que les rodea. Una evasión en la que buscarán, dice Hans Hinterhäuser, «una nueva visión de la vida», pero también, y unida a ella, «una nueva estética de la palabra» (135, 81-82). De ahí tantas características en una buena parte de nuestros escritores de entonces: el decadentismo, la conciencia de la limitación del hombre, la duda en el progreso (ese objeto de devoción de los positivistas), la ruptura con lo «razonable» y con las normas, el perspectivismo, el escepticismo, el sentimiento trágico de la vida y la tendencia casi general a la tristeza. Se retiran de la realidad —que es vana, hosca o inexistente— y se refugian en el sueño. Hace tiempo que lo señaló Laín (144, 11): AZORÍN: La realidad no importa, lo que importa es nuestro ensueño (La Voluntad). BAROJA: Al querer entrar en la ciudad me paraban en la puerta y me ponían como condición para pasar el dejar a la entrada unos sueños gratos, más gratos que la vida misma (Memorias). GANIVET: Si muerte y vida son sueño, si todo en el mundo sueña, yo doy mi vida de hombre por soñar (Las ruinas de Granada). ANTONIO MACHADO: De toda la memoria sólo vale el don preclaro de evocar los sueños (Galerías). UNAMUNO: De razones vive el hombre. Y de ensueños sobrevive (Sobre la filosofía española). VALLE-INCLÁN: Soñé laureles, no los espero (El pasajero).

Los hombres del 98 «desprecian las ideas, que son el no ser», «las ideas no son el hombre», de Unamuno; o en todo caso es el senti-

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miento el que engendra las ideas, y no al contrario (150, 165-166). Y en Azorín: «La inteligencia es el mal. Comprender es entristecerse» (La voluntad, véase 160, 118). EL PROBLEMA DE ESPAÑA Todo este conjunto de actitudes no tendría apenas importancia para nosotros si no se volcase en la activa y desasosegada preocupación de aquellos hombres por España y sus problemas. No toda la obra de los hombres del 98 se cifra en los males de España; pero el tema recurre obsesivamente en Unamuno, en Azorín, en Machado, en Ganivet, no con tanta frecuencia, pero con fuerza singular en Baroja y Valle-Inclán. La crítica alcanza casi siempre extremos de dureza que —por negativa que pudiera ser la situación del país y de sus clases dirigentes en el momento histórico en que aquellos hombres escriben— puede parecer a muchos exagerada, teñida tal vez, si se quiere, de una cierta dosis de masoquismo: una actitud tal que induce al lector ingenuo a pensar que esconde una vergüenza por España, hasta una especie de asco, de repulsión hacia ella, sus hombres y sus lacras. En medio de todo se encuentra, sin embargo, una dosis muy grande de patriotismo, de deseo del mayor bien posible para su patria, una patria que sienten desgraciada pero que desean con toda el alma que levante cabeza y deje de ser lo que ven que es. «Aman a España porque no les gusta», o dicho de otra manera, el hecho de que no les guste, de que les produzca tan dolorosa desazón, es la mejor muestra de que la quieren, y la quieren mejor. Ya lo dijo hace tiempo Laín en el primero de sus estudios sobre el tema: en el 98, «todos aman a una imagen y a un ensueño de España, y todos repudian la España que sus ojos descubren. Aman a España con un amor amargo» (144, 92). El amor amargo procede de un desajuste entre lo que desean y lo que ven; y lo que ven se convierte en objeto de una preocupación casi obsesiva; pero debe quedar claro que este afán de poner el dedo en la llaga o este intento de introspección en las raíces del mal no se expresa casi nunca con un sentido fríamente analítico, sino que es ante todo el fruto de un sentimiento. Trata de precisar Abellán: «La nota común del espíritu del 98 es un esteticismo cargado de ideología, y por ello poco científico. Esa ideología gira en torno al problema nacional, y sus juicios sobre España y lo español se inspiran en una inicial rebeldía, un inconformismo de base,

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que busca la palingenesia de la patria mediante un conocimiento de la realidad y de sus problemas» (003, 27). Puesto que es un sentimiento antes que un análisis riguroso, el motivo común es ante todo el dolor, el dolor de España, que se transfigura muchas veces en su propio dolor interior y desasosegado: les «duele España» como si fuera un miembro propio, que dice literalmente Unamuno. Les duele España porque es atrasada, ignorante, ramplona, haragana, vulgar, beata en el mal sentido de la palabra, y africana, más que europea. Por eso al pensamiento de tantos se puede aplicar la fórmula de Ortega tan reiterada: España es el problema y Europa la solución. Las citas se podrían repetir hasta el infinito, sin que ninguna de ellas deje de ser archiconocida: MACHADO: ... la España de charanga y pandereta... esa España inferior que ora y bosteza, vieja y tahúr, zaragatera y triste, esa España inferior que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza. VALLE-INCLÁN: España es una deformación grotesca de la civilización europea. BAROJA: España es una sociedad de botarates y mequetrefes dominada por beatos. AZORÍN: Imaginad la vida de un pueblo español: ¿habrá nada más distinto del ideal europeo —Nietzsche, una fábrica en Manchester— que ese vivir opaco, gris, en que no pasa jamás nada?

Y junto a la crítica de la España que ven, la idea de que ha venido a menos, de que sigue viniendo a menos, esto es, la idea de la decadencia. Los escritores del 98 «tenían el convencimiento de que vivían la peor vida en el peor de los pueblos del peor de los mundos posibles»... «se habían dado cuenta de que el país todo había llegado a la mayor decadencia» (183, 21). Para Unamuno «hemos venido de la Hispania Maior a la Hispania minor, y no quiera Dios que no nos lleve a la Hispania mínima» (cfr. 144, 106). O, traducida la versión al castellano, en Machado, «Castilla miserable, ayer dominadora / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.» Al dominio ha sucedido la miseria: decadencia en suma. La única discrepancia entre los autores es la valoración del pasado: no todos están de acuerdo con las glorias de otros tiempos, o en la adjetivación que esas glorias les merecen; sí lo están con la realidad deplorable de la España que con-

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templan. José María Jover se ha hecho eco del impacto que causó el famoso discurso de lord Salisbury sobre las «naciones moribundas», que sólo otras naciones vitales y vigorosas pueden salvar... mediante una intervención, más o menos de estilo colonial (véase Introducción al vol. I, tomo XXXVIII de la Historia de España, Espasa Calpe, Madrid, 1995, págs. 1 y sigs.). ¿Sería para España hasta preferible dejarse civilizar por otro país? La idea no resulta cara a la mayoría de nuestros literatos de fuste, aunque sería posible traslucirla vagamente de algunos de sus escritos; sí se repitió con más frecuencia en las tertulias y en los panfletos. ¿Quién tiene la culpa del lamentable estado en que hemos venido a parar? La crítica se dirige ante todo contra los políticos, y más concretamente, contra los políticos de la Restauración, «un régimen de apariencias» según Unamuno, en que «los partidos están desecados». Azorín, en el artículo «Gaceta de Madrid», propone disolver el parlamento: «¡para lo que sirve!» (cfr. 233, 76). Baroja critica el egoísmo indiferente a las necesidades públicas de unos políticos «que miran al Estado como a una finca» (en Divagaciones apasionadas), y que no son más que «figurones de cartón con la cabeza hueca y por todo cerebro un fonógrafo»; y advierte por su cuenta que «soy demasiado poco histrión para ser político» (Juventud, idolatría) (véase 233, 129 y 003, 225 y 328). Para Azorín, «no hay cosa más abyecta que un político; un político es un hombre que se mueve mecánicamente, que pronuncia inconscientemente discursos, que hace promesas sin saber que las hace, que estrecha la mano de personas que no conoce, que sonríe, sonríe siempre con una estúpida sonrisa automática...» (La voluntad). Hay casi siempre una confusión de los políticos, sean quienes fueren, buenos, regulares o malos, con «la política», ese difícil arte del juego dialéctico en que la pequeña o gran demagogia, la habilidad, el prurito de quedar bien se han hecho necesarios, probablemente un mal necesario en casi todos los países y en casi todos los tiempos, fuera cual haya sido el comportamiento de la clase dirigente española al filo de 1900. El hecho de que Silvela (es un ejemplo) ofrezca genéricamente a ojos de los críticos la misma imagen que Romero Robledo (es otro ejemplo) parece denunciar el prurito criticista sin distingos de los intelectuales de la época. La culpa de los políticos no exime de ella, salvo en casos aislados, a la sociedad española, esa sociedad esperpéntica de botarates y mequetrefes que desprecian cuanto ignoran. Maeztu censura tanto el

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«sistema de rapacidad y ascensos de las clase directoras» como «la apática resignación de las dirigidas» (144, 103). Y es desolador aquel testimonio: «en la Biblioteca Nacional solo encontré ayer a un anciano tomando notas en un libro de cocina» (157, 40). «El español es un ser absurdo», dice un personaje de Mala hierba, de Baroja. Para Unamuno «es un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad española... Pesa sobre todos nosotros una atmósfera de bochorno; debajo de una dura costra de gravedad formal se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad y vulgachería» (En torno al casticismo; véase también 003, 237). Quizá convenga recordar, aunque la cualidad es más propia de los arbitristas regeneracionistas que de los estilistas del 98, que para muchos de ellos los vicios de una clase dirigente corrompida y los de una sociedad atrasada, irresponsable e impotente requieren soluciones autoritarias. Para García Escudero «casi todos inventan su cirujano de hierro». «Los hombres del 98, en su conjunto, fueron laicos y eminentemente representativos de la Otra España frente a la España tradicional, lo mismo que los hombres de la Ilustración. No fueron, en cambio, tan liberales; mucho menos fueron democráticos, sino antidemocráticos...» (118, I, 298). Las más expresivas son quizá las palabras de Baroja: «la democracia es la palabra más insulsa que se ha inventado. Es como la pirueta del cómico de mi pueblo; la mayoría ni sabemos lo que es la democracia ni lo que significa; y, sin embargo, nos sugestiona y nos hace efecto...» En todo caso, «... es un absolutismo del número como el socialismo es el absolutismo del estómago» (El tablado de Arlequín, véase también 003, 324). Y en otro lugar, a través de Paradox: «yo también soy contrario al sistema representativo. No creo en la sublimidad de ese procedimiento que hace que la mayoría tenga siempre razón» (OC, II, 209). Ganivet comentaba con evidente sarcasmo: «yo soy partidario del sufragio universal, pero con una sola limitación: que no vote nadie» (093, Prólogo, 12). Y ya hemos visto como Azorín propone disolver el Parlamento, puesto que no sirve para nada (233, 7). Sin embargo, no comprenderíamos bien la actitud de los hombres del 98 frente a España y su propia identidad nacional y colectiva si no tuviéramos en cuenta que no siempre opinaron lo mismo. Precisamente una de las causas que aduce Abellán para negar la existencia de una verdadera «generación» —aparte de la diversidad de ideologías, tendencias estéticas y estilos literarios de sus supuestos miembros— es precisamente su evolución. Todos ellos evoluciona-

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ron, pero en diverso grado y en distinto momento (003, 35-37). Es improcedente en este caso discutir si una generación es o deja de serlo por el hecho de la evolución de sus componentes; lo que procede es el reconocimiento de que esa evolución existe. No es tan fácil precisar o, mejor dicho, generalizar el sentido de esa evolución. El muy extenso y documentado estudio que recientemente ha dedicado al tema Manuel Sánchez Mantero (233) señala varios jalones cronológicos, que configuran la reacción de nuestros noventayochistas en cuanto a su madurez y su modelación por los condicionantes históricos de la época en que se desarrolla su actividad; le interesa menos destacar el sentido ideológico de esa evolución, o su cambiante postura respecto de la identidad de España y de su ser y su deber ser. Rafael Calvo Serer, en un clásico artículo («Arbor», número, 7) señala el camino de esa trayectoria en la dirección de un alejamiento progresivo de su tendencia «jacobina» (el «corre por mis venas sangre jacobina» de Machado) hacia una postura tradicional y el reconocimiento de los valores de la «España de siempre». Laín, en el último de sus trabajos sobre el tema, ve también que los del 98 son partidarios de una unción de España a la Europa moderna «en su mocedad», para tender en su madurez a escarbar sus raíces históricas en demanda de su identidad más profunda y preconizar la fidelidad a esa idiosincrasia impermutable (146, 308-322). Que España es el problema y Europa la solución se lee repetidamente en todos los testimonios primerizos. Para Azorín esa solución europea está ante todo en el «activismo», esto es, en la tendencia a la actividad creadora y productora, cuyo paradigma ya hemos visto identificado con las fábricas de Manchester: «... activismo que en lo material se traduce en la industria, en la navegación, en el comercio...» (OC, III, 141). Para el primer Maeztu, «hay que crear la poesía del dinero y de las chimeneas [de la industria pesada], la epopeya del negocio, la belleza de las calles rectas y de la fábrica, de la máquina y de la bolsa...» Está reaccionando casi como un futurista, unos años antes que Marinetti. Frente a la España de charanga y pandereta, Machado intuye que «mas otra España nace, / la España del cincel y de la maza». El cincel y la maza son más poéticos que la fresadora mecánica o la turbina hidráulica —aparte de que riman mejor—, pero resulta perfectamente claro en qué está pensando. Es de Unamuno la primera consigna: «tenemos que europeizar a España», muy similar a la de Vicente Gay: «lo que nos falta es europeizarnos». Aunque doña Emilia Pardo Bazán prefiere concretar más: «debemos

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abandonar la leyenda dorada, y adoptar la cultura francesa» (118, 272). O hasta se riza el rizo como hace Maeztu para pretender que «Alemania es para España el camino para llegar a Inglaterra» (véase 233, 254). En suma, Europa significa cultura, trabajo, preocupación económica, abandono de la tradición y adopción de modelos extranjeros. Y, por supuesto, desafricanización. Fue justamente Maeztu fue el que más y más espectacularmente cambió. Desde sus lecturas de Marx y Kropotkin, y sus colaboraciones en el grupo «Germinal» (véase 100, 147-159), cambió de forma más espectacular su elogio a la poesía de las fábricas trepidantes, va a convertirse en el más fiero paladín de la España católica y tradicional. Es antológica su declaración de converso: «Yo también quería entonces [se refiere a los años en torno al 98] que España fuera, y que fuese más fuerte; pero pretendía que fuese otra. No caí en la cuenta hasta más tarde que el ser y la fuerza del ser son una misma cosa, y que querer ser otro es querer dejar de ser» (Defensa de la Hispanidad, véase 003, 203). Unamuno, que lanzó un ¡muera don Quijote! en su artículo de 1898, pasaría a ser el autor de la Vida de don Quijote y Sancho en 1905 (véase especialmente 146, 316-317), y el que preconizaba que «hay que europeizar a España», escribiría años más tarde: «Hay que españolizar a Europa»... «Lo que el pueblo español necesita es confianza en sí mismo, aprender a pensar por sí mismo y no por delegación, y sobre todo tener un sentimiento y un ideal propios acerca de la vida y de su valor» (OC, IX, 905). Y Azorín, que identificaba la salvación de España en la fábrica en Manchester y el vitalismo de Nietzsche, escribiría en Una hora de España: «El cristianismo está en consonancia con lo más íntimo y profundo de España... ¿Podrá nadie afirmar que el ideal de la inteligencia es superior al ideal de la virtud? Absurdo es incriminar a España su infecundidad científica: su camino era otro... Nuestro ideal era tan elevado y legítimo como el de los demás países europeos... Es falso que Descartes sea superior a santa Teresa, y Kant a san Juan de la Cruz...» Y el decadentista de fines de siglo termina preguntándose: «¿Decadencia? Reaccionemos contra esta idea: no ha existido tal decadencia.» Incluso los que menos cambiaron reflejan una inflexión. Baroja, siempre arisco con una España que no le gusta, acaba buscando una feliz transacción: «Yo quisiera que España fuera muy moderna persistiendo en su línea antigua; yo quisiera que fuera un foco de cultura amplio, extenso; un país que reuniera el estoicismo de Séneca y la serenidad de Velázquez, la prestancia del Cid y el brío de Loyola»

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(Divagaciones... véase 004, 141; 146, 321). O Valle-Inclán (cuya trayectoria ideológica, por otra parte, es radicalmente imposible de definir): «Volvamos a vivir en nosotros y a crear para nosotros una expresión ardiente, sincera y cordial. Desterremos para siempre aquel modo castizo, cementerio de un gesto desaparecido con las conquistas y con las guerras. Amemos la tradición, pero en su esencia, y procurando descifrarla como un enigma que guarda el secreto del porvenir» (en 144, 126-127). O el Machado de sangre jacobina, censor de la Castilla miserable, acaba encantado con el propio encantamiento del paisaje para gritar «¡Hermosa tierra de España!» (véase especialmente OC, 670). Y es la nueva actitud valorativa (sea, por otra parte, cual fuere a su vez nuestra valoración del viraje) la que suele acompañar la transición de un criticismo amargo y desesperanzado a la confianza de un futuro que todavía puede ser o que se adivina ya en el mañana (véase 233, 164-175). No pueden señalarse hitos en esa evolución porque cada cual sigue un ritmo distinto, y en muchos casos el tránsito no se opera siempre en el mismo sentido, o se entreveran los alegatos con esa portentosa y espontánea facilidad para la contradicción que tienen nuestros escritores del llamado 98. Pero que hay en todos o casi todos ellos una especie de «conversión» —valga lo impreciso o hasta lo equívoco del término en determinados casos— parece indudable y, quizá sobre todo, no deja de ser significativo. Cuál puede ser la clave de este cambio de criterio es cuestión nada fácil de resolver, y acerca de la cual apenas cabe más que la vía del ensayo. Pero se ha destacado el creciente «escarbar», profundizar en la hondura del alma española de casi todos los autores, y especialmente su pasión por el paisaje. La Castilla miserable acaba transiendo el alma de tantos con su ascetismo, su reciedumbre, su lejano perfil casi metafísico, también con sus labriegos conceptistas y con sus tañidos de campanas (sobre el entrañamiento con el paisaje, véase especialmente 144, 21-28). La tristeza del escritor acaba identificándose con la tristeza del paisaje, hasta hacerse casi la misma cosa. Aquí puede estar una de las raíces de su encuentro con la España profunda y el secreto de su ser. Tal vez —apuntémoslo— el sortilegio del anochecer, al que tantos son sorprendentemente sensibles, juegue un papel importante en ese entrañamiento. Por último, cabría preguntarse curiosamente si la obra de los autores del 98 tiene auténtica relevancia en la historia de España, o no pasa de ser una excelencia literaria. En un primer momento, puede que no lograse el alcance social que en principio cabría imaginar. To-

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más Giménez Valdivieso, uno de nuestros más característicos regeneracionistas, y autor de El atraso de España, universitario y periodista, un hombre que no puede considerarse precisamente un inculto, cuando entre 1907 y 1908 hace una lista de los literatos españoles de su tiempo, se acuerda de Campoamor, Salvador Rueda, Echegaray, Galdós, Blasco Ibáñez, la Pardo Bazán; y menciona muy de pasada a Benavente, Baroja y Valle-Inclán que, a su juicio, «no han tenido éxito» (124, 135). La perspectiva histórica era más bien chata por entonces. Nadie o casi nadie hubiera podido adivinar que España estaba viviendo, desde un punto de vista literario, la que desde Marañón y unánimemente, se ha considerado nuestra «Edad de Plata». Habría que esperar años hasta que cada cual alcanzase sus verdaderas proporciones o, si preferimos decirlo así, las proporciones usualmente aceptadas por los españoles conscientes a partir de la segunda generación del siglo XX. Si su peso en la consideración pública parece un tanto tardío, ¿qué cabría decir de su influencia en la opinión? La mayoría de ellos, a diferencia de los regeneracionistas, no tienen vocación de redentores, si bien Unamuno escribió una vez: «no quiero morirme sin haber llenado la misión que creo tengo en esta pobre España» (233, 84). Para Manuel Azaña, ni él ni nadie llenaron misión alguna, salvo la puramente literaria: «... Intentaron derruir los valores morales predominantes en la vida de España. En el fondo, no demolieron nada.» La generación del 98 «innovó, transformó los valores literarios. Ésa fue su obra. Todo lo demás está lo mismo que ella se lo encontró» (España, 23 de octubre de 1923). Es una opinión, por supuesto. Mucho más modernamente, Manuel Sánchez Mantero observa que los noventayochistas figuran entre los primeros españoles que consiguieron influir en los destinos del país sin ser políticos (233, 11). Todo puede ser también cuestión de fechas. Lo indudable es que acabaron siendo un elemento más de esa resurrección de España a comienzos del siglo XX que contempla Carlos Seco. Tres son los factores de esa nueva y esperanzadora edad que alborea: «el estirón demográfico», «el progreso económico» y «el esplendor literario y artístico» (237, 48). La población aumenta porque han mejorado los métodos terapéuticos y clínicos. Al progreso económico —no explosivo, tal vez, pero llamativo y prometedor— hemos aludido ya. El esplendor literario y artístico, haya influido o no a su manera en otros sectores, es otro de los florones de la época que, por muy acerbamente que haya sido criticada por los propios introductores de ese esplendor, decoran nuestra historia de comien-

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zos de siglo: una historia que, por tanto, no se caracteriza sólo (¿habría motivos para añadir no se caracteriza siquiera?) por rasgos negativos, como tantas veces se ha dado por supuesto. LOS ARBITRISTAS Diríase que no hay más remedio que emplear el término, por duro que pueda o parezca resultar. Sin embargo, y como en el campo de la historia, lo mismo que en cualquier otro, se consagran palabras, se ha dado en llamar «regeneracionistas» a los que aquí se considera, siquiera metodológicamente, arbitristas; mientras los escritores del 98, por mucho que se refieran a la regeneración de España, quedan fuera de esa etiqueta. Realmente, la palabra «regeneración», en el sentido de la renovación física y sobre todo intelectual y moral de una España decrépita, es antigua y se remonta ya a los krausistas, sobre todo a la Institución Libre de Enseñanza poco después de ser fundada por Giner de los Ríos. La salvación y revitalización de nuestra sociedad por obra de la educación, el método y la cultura está ya en las palabras de Giner, de Salmerón, de Azcárate. El mismo Pi i Margall, ampliando el campo de visión, aludía también al término: «Para la regeneración del país, en lo que debemos fijarnos es en avivar por todos los medios imaginables el amor al trabajo; alentar todas las industrias; procurar a los agricultores un crédito de que carecen; estimular la iniciativa de nuestros compatriotas; abrir en todas partes colegios...; en fin, hacer de una nación de retóricos una nación de trabajadores» (cita 093, 208-209). Un texto que hubieran firmado sin omitir una palabra nuestros regeneracionistas. También el conde de Las Almenas, que no ha pasado a la historia precisamente como tal, proclamaba en el Senado, el 21 de febrero de 1899: «es preciso comenzar de una vez el camino de nuestra regeneración...» La palabra llegó a popularizarse por entonces al punto de que Baroja, en La Busca, refiere el caso de un artesano de alguna calle típica madrileña que anunciaba el establecimiento con el rótulo: «Se regenera calzado.» Y autocomenta lo que probablemente es su propia creación: «El historiador del porvenir seguramente encontrará en ese letrero una prueba de lo extendida que estuvo la idea de la regeneración nacional...» (véase 085, 206; véase también 024, 94). José Fernández Bremón, en su «Crónica General» de La Ilustración Europea y Americana, caricaturiza también la palabreja, usada por doquier: La Regene-

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radora. Pomada fortificante para países debilitados (084, 196 y nota 27). Es curioso que Moret, uno de los representantes de la España vencida, intentara, con motivo de la marejada que levantó Almenas en el Senado, valorar en el Congreso la «regeneración» como un fruto sabroso de la propia derrota: «... sin la pérdida de la Escuadra y la rendición de Santiago, no existiría la reacción santa, la idea de que aquí es preciso regenerarlo todo desde la primera molécula. ¡Con qué injusticia se nos ha tratado!» (DSC, 24 de febrero de 1899). De modo que el «Desastre» valió la pena, puesto que alentó la «Regeneración». Tiempo le faltó a Silvela para rebatir con su mordacidad de toda la vida tan ingenua defensa: que venía, y es lo que nos interesa, a colocar la idea y el movimiento de «regeneración» por encima de cualquier otra cosa. Javier Tusell, resumiendo la visión que del «regeneracionismo» tenemos en la actualidad, estima que por entonces «no sería una escuela de pensamiento, o un partido político, ni tampoco quedaría reflejado en tan solo unos textos escritos, sino que resultaría más bien toda una etapa, muy amplia, y un ambiente» (093 Prólogo, 7). Es un sentimiento, un ansia, un deseo de romper con viejas lacras, de desquitarse de pasados sinsabores, y emprender caminos nuevos en todos los órdenes —el político, administrativo, cultural, social, económico, institucional— para elevar y dignificar España. El regeneracionismo, en este sentido más general, no se limitaría a la obra de unos literatos o de unos publicistas, ni tampoco de unos políticos, sino que respondería a un sentimiento extendido por amplias capas —no es fácil precisar hasta qué nivel— de nuestra sociedad. ¿Como consecuencia del bochorno sufrido con la derrota de ultramar? Qué duda cabe. Pero como en el caso del noventayochismo, el regeneracionismo no parte de la fecha fatídica, sino de antes. Ya advirtió Fernández Almagro: «Costa no necesitó esperar a la consumación del desastre... para sentirse investido de la misión regeneradora que España había menester, como tampoco aguardó don Basilio Paraíso... para movilizar amplias iniciativas...» (085, 195). El mismo Tusell advierte por su parte que «no se trataba tan solo de un fenómeno español, sino europeo, y aun mundial. Muchísimos de los tópicos del regeneracionismo eran los de cambio de siglo en países relativamente semejantes al nuestro, como Francia, y sobre todo Portugal e Italia» (093, Prólogo 8). Como que el propio Macías Picavea comienza su obra diciendo que «años ha tenía ideada y aún planteada esta obra, convencido de la ruina interna de mi patria» (155, 21). La idea era

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anterior. Lo único que hizo el «Desastre» fue potenciarla y animar al autor a expresarla de una vez. Ahora bien, y a eso queríamos llegar, una cosa es el regeneracionismo como sentimiento un poco difuso, pero extendido por amplias capas de la conciencia española, y otra la literatura censora y proyectista de un grupo de hombres que coinciden en muchos puntos con los escritores del 98 (aunque generalmente son de mayor edad que ellos), y que digreden en unos cuantos; pero que dedican su actividad publicística —o si se quiere, su única actividad publicística conocida— exclusiva o casi exclusivamente a la tarea de analizar uno a uno los «males de la patria» y a buscar su solución, con recetas más de una vez quimeristas. Se da en ellos tal sistemática a la hora de enumerar detalladamente los defectos de los políticos o de los mismos españoles, y a la de enunciar finalmente, con más brevedad y con menos precisión, el programa de soluciones, que cabe decir que forman una escuela más compacta y definida que la de los escritores. Hay ideas o frases en ellos que diríanse copiadas de unos por otros —y nada impide que, en efecto, lo estén—; si no fuera porque muy probablemente esas ideas y esas frases andaban entonces de boca en boca y resulta muy difícil encontrarles padre legítimo. La meticulosidad y, con gran frecuencia, el acierto en señalar las raíces de los males y la tendencia al utopismo y a las fórmulas mágicas a la hora de encontrar soluciones, les confiere un extraño aire de parentesco con los arbitristas del siglo XVII. También el predominio de la crítica negativa sobre la esperanza o el ánimo que debe impulsar el camino de la reconstrucción hacen que concederles precisamente a ellos —y casi siempre más que a otros— el apelativo de «regeneracionistas» resulte un tanto forzado, aunque —reconozcámoslo— no del todo injusto. La diferencia entre la calidad del diagnóstico, por muy tenebrista y apocalíptico que resulte a veces, y la relativa debilidad e imprecisión del tratamiento son también características unánimemente atribuidas a los tratadistas del Barroco. Por ello, el mote de arbitristas, sin conceder a esta palabra una connotación necesariame0nte negativa, ni mucho menos, no parece del todo inapropiada. La nómina de nuestros arbitristas regeneracionistas y la de sus obras es muy amplia, y puede variar de unos autores a otros, aunque por lo general las discrepancias no son grandes y los nombres que más han trascendido son citados casi por unanimidad. Naturalmente, dada la extensión de la crítica y la difusión de las ideas circulantes, podríamos encontrar puntos comunes entre los tenidos por re-

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generacionistas y los ingenios del 98, sobre todo algunos, como Unamuno, Azorín y Baroja: con las diferencias que antes señalábamos, y que es preciso tener en cuenta; o con otros autores que han pasado a la historia con muy distintas vitolas. Empezando por Valentín Almirall, que en un tremendo folleto, L’Espagne telle qu’elle est (1887), denuncia al país del título como paradigma de ignorancia, de la incapacidad de progreso, de la corrupción política y administrativa generalizadas; de suerte que no es extraño que ocupe «uno de los últimos lugares del mundo civilizado». O en Clarín, que empieza su «nueva campaña» en el mismo año 1887 con un definitivo «La nulidad lo invade todo»; para denunciar después sin piedad «este marasmo de la imaginación,... este terrible síntoma de la ataxia del gusto...; la larga y triste decadencia de España...» (comentario a las dos citas, 118, I, 269). Aquí están todos los rasgos de nuestros arbitristas-regeneracionistas: el lenguaje apocalíptico, la exageración de la realidad, la seguridad y falta de prudencia con que se vierten los más graves (acertados o no) dicterios... y la constante obligatoria de la «decadencia» de España. Pero prescindiendo de los pertenecientes a otras categorías, los titulares de esa nómina y sus obras más conocidas corresponden más o menos a la siguiente lista: — — — — — — — — — — — — — —

Pompeyo Gener: Herejías (primera versión, 1887) Lucas Mallada: Los males de la patria (1890) Rafael Salillas: El delincuente español (1898) Damián Isern: El desastre nacional y sus causas (1899) Ricardo Macías Picavea: El problema nacional (1899) Alberto de Cologan, Marqués de Torre Hermosa: ¿Nos regeneramos? (1899) M. Rodríguez Martínez: Los desastres y la regeneración de España (1899) Vital Fité: Las desdichas de la patria (1899) Luis Morote: La moral de la derrota (1900) Enrique D. Madrazo: ¿El pueblo español ha muerto? (1900) Joaquín Costa: Oligarquía y caciquismo (1901) Elías de Molíns: La crisis de España y sus remedios (1904) Vicente Gay: Constitución y vida del pueblo español (1905) Tomás Giménez Valdivieso. El atraso de España (1907)

García Escudero menciona también en la lista al Santiago Ramón y Cajal de su Discurso en la Academia de Ciencias Exactas, Fí-

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sicas y Naturales (1897), que es una perfecta declamación arbitrista-regeneracionista, no ajena ciertamente a la línea crítica que se advierte en todos sus ensayos no propiamente científicos, pero no sería del todo correcto incluirle en el gremio, por cuanto su figura es incomparablemente más importante como padre de la histología; o al César Silió de Problemas del día (1900) (118, 269-270), otro autor que destaca por distintas cualidades. Y Fernández Almagro introduce, no sin cierto motivo, la figura del «regeneracionista de ficción», como puede serlo el Pío Cid de Ganivet, el Antonio Azorín de José Martínez Ruiz (que acabaría aceptando el nombre para su seudónimo) o el Fernando Osorio de Baroja en Camino de Perfección (085, 205). ¿Podría decirse que Valle-Inclán zahiere inmisericorde por boca de Max Estrella? O sea, que cuando los autores del 98 quieren actuar con la misma libertad que los regeneracionistas «profesionales», se escudan en algunos de sus personajes más característicos. Si, salvo estos casos de ficción, los arbitristas-regeneracionistas y los grandes escritores noventayochistas se mantienen física y moralmente alejados, no menos notable es el alejamiento respecto de los regeneracionistas políticos. Luis Morote ve a los que empiezan a presentarse como salvadores «de tallas tan rebajadas, tan minúsculas, que da espanto y frío solo el mirarlos» (185, 55). S. Balfour recuerda un artículo aparecido en El Correo de Madrid, en febrero de 1900, que se lamentaba en el más tópico sentido criticista: «Todo está roto en este desventurado país: no hay gobierno, no hay cuerpo electoral, no hay partidos políticos, no hay ejército, no hay marina; todo es ficción, todo es decadencia, todo ruinas» (024, 76). Es lo que se escribía en el momento en que gobernaba Francisco Silvela, tenido generalmente por el príncipe de nuestro regeneracionismo político, y fuente de las esperanzas de muchos españoles de entonces. Y es que el mismo Morote ve que gobierna Silvela, «y las cosas siguen como estaban, sin sombra de mejoría» (185, 179). En 1902, otro artículo titulado «Cuatro años después de la derrota» ve «los mismos debates en el Parlamento, los mismos aplazamientos a mañana..., el mismo vilipendio en las elecciones, la misma ilusoria instrucción en las escuelas y en las Universidades..., la misma insolencia en los caciques, el mismo mortal colapso en el país...» (233, 120). Muchas cosas seguían siendo las mismas, por supuesto (y hasta un punto considerable seguirían siéndolo después de la hora de los regeneracionistas políticos), pero no lo eran ya en aquel momento la nueva generación de gobernantes, ni sus intenciones confesadas, ni las ilusiones

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puestas en algunos de ellos, ni la situación económica, ni el espíritu de iniciativa. Los criticistas arremeten contra la realidad pretérita y, de pasada, sea cual fuere, contra la actual. Concomitantes con los intentos de Polavieja, Silvela, Maura son las críticas más aceradas a la «situación» lanzadas por Costa, Macías Picavea o Vital Fité. Como si la existencia de un regeneracionismo político, sea cual fuere la valoración que haya merecido o la que un siglo más tarde puede merecer de los historiadores, hubiera sido, como tal, ignorada. Propias del «lenguaje apocalíptico» que tantas veces se les ha atribuido son las exageraciones, quizá intencionadas, de sus errores históricos. Cabe preguntarse si Macías Picavea escribía en serio cuando afirmaba que «España solo fue rica y grande bajo dos grandes civilizaciones, la romana y la árabe, en que alcanzó de treinta a cincuenta millones de habitantes» (155, 80); o Morote tomaba en serio que Sevilla, en tiempos de Felipe II contaba con 130.000 obreros textiles (tantos como habitantes) (185, 150). Afirmación no menos admirable que la tan conocida de Costa según la cual, antes de que apareciera la Mesta, una ardilla podía atravesar la Península, del Pirineo a Gibraltar, saltando de rama en rama. En lo que no están de acuerdo nuestros arbitristas es en la fecha en que la antes robusta España empezó a decaer. Para unos el declinar comenzó con los godos; para otros con la Mesta instituida por los Reyes Católicos, que sustituyó una agricultura rica y feliz por una desastrosa dedicación ganadera; para otros, con la política desatentada de los Austrias; para otros con el fracaso de la revolución liberal. Fité y Costa coinciden en una fecha más reciente: el falseamiento de la revolución del 68 o, quizá mejor, el torbellino de circunstancias que siguieron a esa revolución y desembocaron en la desgracia de la Restauración. Macías Picavea ve el comienzo de los malos tiempos en el siglo XVI, camino de una postración de la que el país no se habría recuperado ya en ningún momento; «la decadencia, mejor dicho, la ruina nacional, de las centurias siguientes, obró no menos desastrosamente en las ciudades que en los campos. Estos quedaron despoblados y arrasados; arruinadas y despobladas aquéllas». La principal causa de la despoblación fue «la suciedad, con sus pestes y contagios...»; «los villorrios inmundos acabaron por suceder en todas partes a las ciudades cultas», de suerte que España se llenó de «raleas de mendigos», «artes barrocas y miseria» (155, 85). Más que la enumeración de los males puede llamar la atención su hipertrofia y la duración de aquéllos en el tiempo. Casi nadie admite la existencia de una recupera-

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ción a partir de la época en que se inició el declive, y una idea bastante generalizada es la de que el peor momento ha llegado justamente ahora. Para Vital Fité, «la decadencia actual no tiene parecido con ninguno de los períodos de la España moderna, pues aun en los que tanto caracterizaron el final del reinado de los Austria y el escandaloso de Carlos IV con su impúdica consorte María Luisa y su favorito Godoy, y toda aquella inmensa hampa de frailes y toreros, no hay punto de comparación» (093, 34). El certero juicio, la autocontemplación masoquista, la rendición ante el tópico van tan juntos que en ocasiones resulta difícil separarlos. Diríase en muchos casos que nuestra literatura criticista de la época del cambio de siglo está escrita por esos curiosos viajeros foráneos que, sin otra información que la superficial de su periplo, se recrean en el exotismo de nuestros hábitos más ancestrales, en los tópicos de siempre y en la pobreza de nuestra cultura y nuestra agricultura. Pese a que corresponden a personas que —eso parece indudable— aman profundamente a España, y buscan la solución de unos males tan ciertos como por ellos pintoresca y desgarradamente exagerados. Entre los males que se denuncian es bien fácil distinguir tres planos bien diferentes. El primero es el que se refiere a la pobreza natural de España, por la naturaleza de su suelo, su carácter arisco y montañoso, que dificulta las comunicaciones, y un clima poco amable, en que alternan las prolongadas sequías con las asoladoras riadas. Lucas Mallada y Macías Picavea dedican capítulos enteros al análisis de la geografía española y sus ingratitudes, a veces con detallismo y apoyándose en estadísticas más o menos fiables, que revelan su interés por un conocimiento lo más exacto posible de los problemas. Costa, Morote o Giménez Valdivieso aluden también con significativa frecuencia a los disfavores telúricos o climáticos que limitan y condicionan nuestra riqueza, aunque prefieren recargar las tintas en el factor humano, que puede aparecer incluso como corresponsable de la situación (tala de árboles, despreocupación por el regadío, latifundios, ignorancia de los más elementales medios de la técnica agrícola). El árbol y el agua son, como en Costa, pero ya antes de Costa, los dos grandes fetiches naturales de nuestro regeneracionismo criticista y proyectista. Vital Fité opta por hablar más de la historia que de la geografía, y dedica una buena mitad de su libro a explicar los condicionamientos del pasado, tanto remoto como próximo, que nos han conducido a la situación actual. No son raras tampoco las alusiones a la raza, algo que nosotros mismos no podemos modificar fácilmen-

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te: los españoles somos bajos de estatura, morenos, dolicocéfalos, poco previsores por temperamento, nada laboriosos y propensos a quimeras: casi nunca falta la comparación desventajosa con otros pueblos europeos que nos ganan en estatura, en prestancia y en cualidades emprendedoras. Tanto Fité como Costa o Morote ven en estas condiciones de inferioridad una dificultad añadida, aunque no cierra en absoluto el posible camino de nuestra regeneración. El socialista Jaime Vera se indignó una vez contra estos pretendidos antropólogos: «¡Hasta hay quien declara al pueblo español incapaz de remedio!» (véase 210, 27). El segundo plano se refiere a los rasgos propios del carácter adquirido de nuestro pueblo. La forma de ser de los españoles —derive de su idiosincrasia, de su pasado histórico o de circunstancias que pueden ser modificadas— merece el análisis detallado de nuestros arbitristas, que cargan las tintas muy especialmente en dos rasgos: la ignorancia y la indolencia. Defectos censurables, pero de los que es posible salir mediante una buena educación y una política encaminada a favorecer y fomentar las iniciativas. Menos constantes, pero frecuentes en cada caso, son las críticas a nuestro individualismo, a nuestra tendencia a la intolerancia, a nuestro espíritu religioso «fosilizado» y ritualizado y a nuestra indiferencia hacia la cosa pública, que por su parte ha permitido a los políticos y administradores campar por sus respetos y realizar una actividad inmanente (la política por la política, el empleo por el empleo), sin una verdadera inquietud por el bien común. La culpa, por supuesto, corresponde a las clases dirigentes, que se desentienden de las dirigidas, pero también toca en parte a éstas por su indiferencia, por su cómodo pero suicida dejar hacer. Apenas hace falta advertir que el más importante, o cuando menos aquel que recibe los más repetidos dicterios, de los tres planos es el referente a esas clases rectoras. Políticos y administradores reciben por igual la censura de los criticistas finiseculares, como responsables de la corrupción, la venalidad y la desidia en el manejo de los recursos públicos. Un hecho que convendría analizar, y a él aludiremos varias veces en su momento, es la valoración negativa que les ofrecen los partidos políticos. Un artículo de El Imparcial, bajo el título «Hay que cambiar», anunciaba nada menos que esto: «hay en España una organización singular, extraña y absurda que se llama partido político» (185, 171). Hay, aventurémoslo a título de ensayo, una confusión entre lo que son o lo que se dice que son los partidos

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a la altura de 1900 y lo que son o deben ser los partidos políticos. Si no hubiera otra forma de arbitrar un régimen de partidos que el que la España de entonces ofrece a ojos de los criticistas, nada mejor que buscar un régimen de naturaleza distinta, esto es, acabar con los «partidos». De esta repugnancia hacia las formaciones políticas, tal como los críticos las conocen, pueden derivar esas tendencias, probablemente sinceras y bienintencionadas, hacia formas de poder autoritarias, como ha sabido ver Vicente Cacho (038, 67-68), muy en línea quizá —¡también!— con los arbitristas del XVII, que buscaban «un salvador del país»; sea en el caso de 1900 el cirujano de hierro de Costa, el hombre de Picavea o esa «dictadura científica» de que habla Pompeyo Gener (222, 23), «ejercida por un Cromwell darwinista, injerto en Luis XVI»7. ¿No nos recuerda esta receta a las del cirujano de Costa, incluida la palabra «injerto»? Tampoco tiene nada de particular que dictaduras ulteriores se hayan apropiado de eslóganes regeneracionistas, como el Caudillo de Mallada, el Arriba España de Picavea o el Todo por la Patria de Fité. Volviendo al hilo del discurso, apenas es preciso destacar tampoco la diferenciación que la mayoría de los criticistas establecen entre las clases dirigentes que ocupan los altos puestos de la administración del país y ese tipo de mandón no oficial, a escala local o comarcal, pero no por eso menos nefasto, que es el cacique. Cabe la posibilidad de que la imagen absolutamente negra del cacique de fines o de principios de siglo, una imagen que, salvo la obra de unos cuantos historiadores de nuestros días, no se ha revisado, tal vez por demasiado encallecida, proceda de los críticos de entonces. Otra clase dirigente o influyente en que también se han cebado los más duros dicterios es el clero. Sea cual fuere la visión que nuestros arbitristas tengan de la religión católica —salvo raros casos respetuosa o por lo menos no desfavorable—, o incluso de la jerarquía eclesiástica en general, su valoración del clero español no puede ser, y esta vez sin excepciones, más negativa. Lo que pueda haber en las censuras de aproximación a la realidad o de tópico resabiado es punto que no corresponde resolver en este caso. Se acusa a los responsables de la Iglesia española de una excesiva politización, de retardar el progreso del país, de desviarse de su auténtica misión pastoral para atender sus ——————— 7 La mención corresponde muy probablemente a una errata de imprenta, y el autor quiso escribir Luis XIV.

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intereses de grupo y de ser uno de los elementos más eficientes en el mantenimiento del inmovilismo de la sociedad. Sin olvidar a veces otras funciones más intrínsecas como, por ejemplo, la predicación del ayuno, causa, según Pompeyo Gener, de que nuestra raza sea depauperada y hasta nuestro aire más viciado (por causa de las escasas plantaciones y en consecuencia por la disminución de la función clorofílica) (123, capítulo final). Aquí el esperpento arbitrista llega ya a los dominios de la caricatura. Pero en el mismo Mallada se encuentra, aunque compartida con otra, la misma idea: «¡Desdichado país a quien condenó la Providencia a perpetuas vigilias y prolongados ayunos, cuando no por el fanatismo religioso, por la flojedad del cuerpo y la pobreza del espíritu!» (163, 169-170). La exposición por separado de las doctrinas de nuestros arbitristas-regeneracionistas sería demasiado extensa a nuestros efectos (bien merecería un estudio expreso), y tan sólo por su relevancia y por su profunda repercusión histórica será desglosado aparte el comentario sobre la obra de Costa. Por lo demás, sería tal vez en una visión sintética, como tiene que ser por fuerza la que en esta ocasión pretendemos, un exceso reiterativo enunciar una tras otra la densa carga de causas, acusaciones y soluciones —casi siempre por este orden— de la totalidad de los autores. LUCAS MALLADA: «LOS MALES DE LA PATRIA» Mallada es, de los incluidos en la lista, con cierta diferencia el primero, y hasta, como de él se ha dicho, el precursor (180, 26-28). En efecto, su obra Los males de la patria fue publicada en 1890, ocho años antes del Desastre y en plena euforia oficial de la Restauración. Pocos ejemplos más elocuentes de ese fenómeno que hemos definido paradójicamente como «el 98 antes del 98». El influjo de la tristeza o la vergüenza de la derrota en la obra de Mallada es física y metafísicamente imposible (como lo es en otros autores que escriben antes de la fecha fatídica); que pueda tener, conjeturalmente, algún influjo sobre los hombres del 98, nos lo insinúa con cierta intención, de paso que Azorín nos lo presenta en una página de su Madrid: «Don Lucas Mallada, ingeniero, era amigo de don Serafín Baroja, ingeniero. Pío Baroja nos solía hablar de Mallada. Había publicado este señor un libro sombrío, pesimista, sobre España. No conocíamos los hombres del grupo —salvo Baroja— el libro de Mallada.

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Pero siempre presentimos, por las palabras de Baroja, que el libro debía ser tremendo. Pesaba vagamente esta aprensión sobre los escritores del 98» (Azorín, en OC, VI, 154). Con cierta intención decimos, porque Azorín se empeñaba siempre en demostrar la existencia de su «generación» y las continuas tertulias de sus integrantes. Es difícil que sin haber leído el libro «sombrío» —ni siquiera el propio Azorín, sólo al parecer Baroja— estuviesen todos tan impresionados y tan influidos por él. Sí estuvieron finamente atentos a un ambiente en que las ideas aireadas por el precursor Mallada estaban tan presentes en las inquietudes y en las conversaciones. Lucas Mallada nació en Huesca en 1841, cinco años antes que su casi paisano y luego amigo Joaquín Costa. Desde su primera juventud sintió afición hacia la geología, y fue ésta la causa de que estudiara la carrera más afín por entonces, la de ingeniero de minas. Ejerció su profesión en terrenos tan diversos como Asturias y Teruel. Esta circunstancia y, sobre todo, su afición le llevaron a conocer, de acuerdo con las posibilidades de su tiempo, la variada morfología geográfica de la Península. También fue estudioso de los fósiles, que desde los aún recientes tiempos de Lyell servían para datar capas terrestres. Es así como su conocimiento de los suelos le llevó a la conclusión que sería a la vez la razón del comienzo de su obra: el terreno de la Península Ibérica no es tan rico como se nos ha hecho creer (véase J. Flores, Prólogo, 10-11). Tal convencimiento debe ser bastante anterior a la publicación de la obra, puesto que en 1882 pronunció dos conferencias en la Sociedad Geográfica de Madrid, con el título de Causas de la pobreza de nuestro suelo. El hecho de que estas conferencias hubiesen suscitado una cierta contestación (ibíd., 9), muestra hasta qué punto el optimismo y la convicción de que vivimos en el mejor de los mundos eran afines a los años felices (y positivistas) de la Restauración. Perduraba, o había resucitado, el viejo espíritu de los Laudes Hispaniae, según los cuales nuestro país es abundante en frutos, goza de las mejores tierras y los más hermosos paisajes del mundo, produce lo que otros no pueden, y es, al menos por naturaleza, rico. Era también lo que se enseñaba en los libros elementales de Geografía y de Historia, y lo que se inculcaba en las canciones de las escuelas públicas, donde se intentaba, de acuerdo con el más puro estilo estatista-positivista, fomentar desde la primera infancia el amor a la patria para formar ciudadanos ejemplares. Bien es verdad que lo que se hizo en España fue mucho menos pretencioso que lo que se estaba haciendo en los grandes Estados de Alemania,

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Francia, Gran Bretaña y la misma Italia de Amicis; pero el espíritu de la Restauración casa bien con esta concepción optimista y ensalzadora de lo propio. Aquellas conferencias se limitaron a los aspectos geográficos. Fue más tarde cuando una reflexión más amplia condujo a Mallada a incluir en su análisis no sólo a la tierra, sino a sus habitantes, y sobre todo a los más responsables. Su obra es más detallista y analista que la de otros, propia del técnico que es, sobre todo cuando habla de las tierras y de las causas de su infecundidad; utilizando siempre un lenguaje lento, una terminología científica, propia esta vez de quien sabe usarla: ¿influiría su estilo en posteriores arbitristas, más cientificistas que científicos, con sus enfáticas aserciones cargadas de errores? Pero Mallada —que escribe sin prisas y atendiendo a todos los detalles con sentido minucioso— es, cuando llega el momento, fogoso, duro, hasta insultante cuando cree localizar a los responsables de los males de su patria. Con él se inicia una prosa que, aunque continuada años más tarde y en otras circunstancias, se encuentra con un género ya creado y unos puntos comunes —o, llegado el caso, lugares comunes— que van a repetirse hasta la saciedad. La obra de Mallada (163: en este apartado las cifras de cada nota, salvo indicación de lo contrario, remiten simplemente a las páginas) se divide en siete capítulos: 1.º) La pobreza de nuestro suelo; 2.º) Los defectos del carácter nacional; 3.º) Malestar de la agricultura; 4.º) Atraso de la industria y del comercio; 5.º) La inmoralidad pública; 6.º) El desbarajuste administrativo; 7.º) Nuestros partidos políticos. Es este último capítulo el que adquiere aires de soflama y llega a los más duros dicterios, y también a las más arriesgadas afirmaciones en las que el estilo científico aparece olvidado completamente. En un principio, Mallada intenta, como en sus conferencias de 1882, corregir un tópico. Reconoce, más por lo general que otros arbitristas, que gran parte de los males de España no se debe a culpas de sus habitantes, sino a causas naturales: la pobreza del suelo, una orografía complicada y, por ello, motivo de unas difíciles comunicaciones; un clima seco y extremado (provocado, cree Mallada, como era usual en su tiempo, exclusivamente por la orografía). Como buen geólogo, dedica una buena extensión al estudio morfológico de la geografía española y de sus regiones naturales. También admite, como era igualmente usual en su tiempo (no digamos en Costa), que estas condiciones naturales han sido modificadas en parte por el propio hombre: tal como la deforestación, capaz de modificar las condi-

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ciones del clima. Y aquí es cuando comienza su cruzada contra «los defectos del carácter nacional», «la inmoralidad pública» y el falseamiento de la realidad por los partidos políticos. No es más que el prólogo. También, como el género obliga desde el primer momento, la emprende Mallada contra los defectos de la raza española, que es una rama degenerada de la raza latina: «talla diminuta», «semblante enjuto, atezado y verdoso...», de suerte que «habremos de confesar los españoles que físicamente somos de marcada inferioridad a casi todos los demás pueblos civilizados» (46). Quizá los imperativos condicionantes de la raza, el clima o la pobreza del suelo han potenciado los defectos de los españoles, que son disecados sin piedad. La fantasía: «la loca fantasía es nuestro principal defecto;... la fantasía nos hace ser los mayores proyectistas y los más holgazanes de Europa» (48). La pereza: «Es nuestra pereza tan inmensa como el mar... ¡Qué holgazanería, qué inactividad, qué abandono!» (50). La insolidaridad: «Difícil será que haya nación alguna de Europa donde los habitantes de unas comarcas se burlen con más dureza de los de otras» (54). La ignorancia: «Consecuencia natural de la pereza.» El analfabetismo llega a cotas pavorosas, del orden de un 75 por 100. «Pero, en proporción, mayores estragos causa la ignorancia entre las clases elevadas, hasta aquellos que poseen títulos académicos» (58). En este punto, la visión que tienen los arbitristas —casi todos universitarios— de nuestra universidad no es mejor, antes al contrario, que la de nuestros escritores del 98. Mallada preludia a Costa cuando centra su preocupación en dos polos principales: la agricultura y la educación, y cuando sublima los dos grandes elementos de la regeneración del suelo: el árbol y el agua; dos aspectos, ciertamente, en que ya se echa de ver la desidia de nuestros gobernantes (véase principalmente pág. 91). No alude, en cambio, al latifundismo ni a la defectuosa distribución de la propiedad. Mallada se ocupa también de la industria y del comercio, males que a Costa no le inquietarán en exceso. La culpa de que las cosas no marchen como fuera deseable la tienen, ciertamente, las condiciones naturales del país; pero también, en igual o mayor grado, sus habitantes. Y en principio, Mallada fustiga igualmente tanto a los administradores como a los administrados. Esta «inmoralidad» rampante conduce al país de forma irremediable «a su decadencia y a su disolución» (171). «España es un presidio suelto» (171), en que «todo se fía a la recomendación y a la intriga» (176). No constituye,

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en cambio, un precedente del anticlericalismo de casi todos los demás. No es que se muestre demasiado sumiso al clero, pero sí es de los pocos que estima que «digan lo que digan los despreocupados y los escépticos, uno de los motivos más eficaces del incremento de la inmoralidad pública es la pérdida de la fe religiosa» (193). La mala administración tiene, en principio, también orígenes naturales: la pobreza del suelo y la escasez de recursos «produjeron desde hace mucho tiempo una enorme masa de ciudadanos desocupados y famélicos, ansiosos de invadir un puesto oficial». Así hemos llegado a tener una administración superpoblada, llena de funcionarios sin vocación ni condiciones, ineficaz y corrupta (217 y sigs.). «Esos seres, que viven del presupuesto y cobran por activos en todos los ministerios, trabajan como fieras para retirar y jubilar a cuantos individuos tienen delante» (276). En suma, «la empleomanía lo ha invadido todo» (282). (La empleomanía había sido ya objeto de un célebre artículo de Mesonero Romanos en 1846). La mala administración se ve llevada al colmo por un procedimiento absurdo de trámites y legalismos burocráticos tan retardatarios como inútiles. En suma, «las leyes y reglamentos están escritos en tonto para entretenimiento de los tontos» (221). En cuanto a la enseñanza, una de las principales preocupaciones de todos nuestros arbitristas, Mallada alude poco a la necesidad de dotar al país de más escuelas y más maestros; en cambio, es devoto como Costa, de reducir, para mejorar, nuestros centros de enseñanza superior. «Nuestras Universidades son muchas, pero mal dispuestas, mal organizadas, miserablemente provistas de material.» Las doce existentes deben reducirse a seis, una por cada Distrito Administrativo. En este otro caso, contrariamente a Costa, don Lucas es partidario de reducir también el número de institutos de enseñanza media: de 61 a 49, uno por provincia. Y aumentar, en cambio —y aquí está probablemente el rasgo más innovador—, el número y la calidad de los centros de formación profesional (297). ¿Qué es lo que se impone, en definitiva? Mallada, como buen arbitrista, recarga más el acento en los males que en los remedios, aunque evidentemente emprende su cruzada denunciadora para impulsar la búsqueda de esos remedios. Es fundamental sanear y hacer más eficaz la administración. Aunque para ello no se le ocurre otra idea que simplificarla, sustituyendo la maquinaria centralista por seis grandes Distritos, dueño cada uno de competencias muy amplias. Es geólogo, y quizás el hecho ayude a comprender que se rija por crite-

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rios más acordes con la geografía física que con la humana, con la cultura o con la historia. Los distritos serán los siguientes: 1. CENTRO: Madrid, Ávila, Segovia, Guadalajara, Toledo, Ciudad Real, Cáceres, Salamanca. 2. NOROESTE: Zamora, León, Orense, Pontevedra, La Coruña, Lugo, Oviedo. 3. NORTE: Santander, Palencia, Valladolid, Burgos, Soria, Logroño, Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y Navarra. 4. NORDESTE: Huesca, Zaragoza, Teruel, Lérida, Tarragona, Barcelona, Gerona. 5. ESTE: Castellón, Cuenca, Albacete, Murcia, Alicante, Valencia, Baleares. 6. SUR: Almería, Jaén, Granada, Málaga, Córdoba, Sevilla, Cádiz, Huelva, Badajoz y Canarias.

Al frente de cada uno de estos Distritos estará «un funcionario de muy alta jerarquía» (véase para todo este tema 222-275). En suma, una notable descentralización a base de hacer convivir a regiones naturales muy distintas en una comunidad a su vez —se deduce— fuertemente centralizada. La solución puede parecer quimerista, sobre todo si de lo que se trata es de conseguir una administración honesta y eficaz (en cuya demanda no parece que se arbitren más medidas); pero cumple la idea fundamental de Mallada que es la simplificación. Si esta forma de simplificación podría antojársele a más de uno «simplista», no hay motivos para extrañarse: el simplismo —bienintencionado— es una de las cualidades más comunes en nuestros arbitristas. Mallada termina su obra con una declamación extraordinariamente dura contra los «partidos». No queda claro, como en la mayoría de los demás casos, si la emprende contra los partidos existentes (aunque va desmenuzando cuidadosamente el espectro político), o contra el régimen de partidos en general. Pero el lector puede acabar entendiendo que han sido los partidos los principales causantes de los males de la patria. Jacques Maurice y Carlos Serrano insinúan que Lucas Mallada se inclina al final por una solución autoritaria, obra de «algún caudillo» que conducirá España a la República (180, 26-28). Es decir, como en el caso de Costa, preconizaría una dictadura, aunque simplemente como medio para encontrar la solución. Del contexto no se deduce por necesidad, ni mucho menos, semejante tesis: más bien ese «caudillo», lo mismo que la repú-

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blica federal, con todas sus insolidaridades, serían el castigo que tendría el país si los partidos existentes no se regeneran (véase para todo este tema, 309-327). (Una pregunta, simple curiosidad: ¿qué factor interno o externo hizo que don Lucas Mallada, geólogo, comenzase una obra en tono científico, sosegado, objetivista, para, en un crescendo progresivo, terminar con las más exaltadas declamaciones en tono panfletario?) MACÍAS PICAVEA: «EL PROBLEMA NACIONAL» Ricardo Macías Picavea, de padre leonés y madre guipuzcoana, nació en Santander en 1847. Es de los pocos pertenecientes al ámbito castellano, de entre una generación (¿casualidad o algo más?) abundante en aragoneses y levantinos. Militar incipiente, ejerció de bibliotecario del Ministerio de la Guerra bajo el gobierno de Prim; pero al fin se decidió por la carrera universitaria en Valladolid, y llegó a catedrático de Instituto, primero en Tortosa, 1872-1878, y desde esta última fecha enseñó Geografía e Historia en su familiar Valladolid, prácticamente hasta su muerte, ocurrida el 11 de abril de 1899. Fue por 1884 director del diario de la capital castellana La Libertad, de carácter republicano. Hizo de vez en cuando novela y ensayo. Su carácter de profesor de enseñanza media, polígrafo, ensayista, de ideas políticas avanzadas, aunque sin una clara militancia, su relación —tan vaga como en otros, aunque, como en cada caso haya existido un deseo de ciertos autores de hacerla estrecha y decisiva— con la Institución Libre de Enseñanza, nos lo ofrecen como el clásico ejemplo del arbitrista, pequeño intelectual, inquieto, seguro y doctoral, dueño de soluciones, gesto tan propio del gremio. Y, en medio de todo eso, profundo amante de España y de su bien, como cualquiera de los demás. Su obra, cuyo título completo es El problema nacional. Hechos, causas, remedios, estaba proyectada ya de antemano, como advierte el autor. Los hechos la precipitaron, y su redacción parece realizada, según Carlos Serrano, de noviembre de 1898 a febrero de 1899. Una vez decidido por el golpe del Desastre y las críticas generalizadas, sobre todo en los ambientes intelectuales, la pluma fue rápida. La obra está publicada en 1899. El mismo Carlos Serrano entiende que Picavea quiere hacer un análisis global y exhaustivo del problema; «pero los Mallada, Alzola, el mismo Costa... no le parecen sino ha-

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ber elaborado obras parciales que, por lo mismo, no responden a la magnitud de las necesidades» (C. Serrano, Prólogo, 11). Con todo, aunque el afán de estudio global aparece expreso desde el primer instante, Picavea no excede en multiplicidad de tratamientos (¡ni mucho menos en extensión!) a la enorme obra de Mallada. Su plan es el mismo, y queda expreso ya en el subtítulo. Los capítulos siguen un orden similar: «El territorio», «El pueblo», «Aspectos históricos», «Situación última», «Las causas», «Remedios», «Cómo se ha de hacer», «Quién lo ha de hacer». Armado de un plan tan lógico como dotado ya de precedentes, Macías Picavea lo sigue cuidadosamente (como todos, no puede evitar en ocasiones que su ímpetu le lleve a un cierto desorden), y habla de las condiciones naturales, de la raza, de las cualidades y más bien defectos de los españoles, de su pasado histórico lejano y reciente, del planteamiento actual del problema y de la terapéutica adecuada para resolverlo. Estudia primero los elementos naturales de la Península, situada excelentemente en el mapa: llave entre el Mediterráneo y el Atlántico, puente entre Europa y África; pero perjudicada por su intrincada orografía y, por consiguiente, por un clima irregular: porque en España siempre llueve demasiado o demasiado poco. Los ríos son poco caudalosos y su caudal es extremadamente variable, por lo que a diferencia del resto de Europa, su navegabilidad es nula. Otro rasgo que no puede faltar en la sombría descripción es la escasez de árboles: un fenómeno que a un ingenuo pudiera parecer natural, pero que es producto de la incuria culpable de los hombres: «en España se les ha declarado la guerra a muerte, y se camina descaradamente a la despoblación [forestal] más absoluta» (58). Poco le quedaba por decir a Costa. «Es el problema geográfico... nacional y primario para España.» Pero no es un problema insoluble. Pueden modificarse hasta un punto suficiente los efectos de las duras imposiciones de la naturaleza. Por lo que a las condiciones físicas de los españoles se refiere, Macías tampoco se siente optimista: nos ve de baja estatura, «músculo acerado y magro, nerviosidad pronunciada...». La fisonomía procede tanto de una raza poco favorecida por la naturaleza como de una deficiente alimentación; bien es cierto —nunca pueden faltar las expresiones seudocientíficas— que «donde la directa acción de los rayos solares infunde tantas calorías... hace menos falta pedirlas a las combustiones de una sobrealimentación suculenta». La constitución que de esta curiosa manera de subsistir resulta ha provocado en nues-

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tro pueblo una serie de caracteres específicos que el lector tiene, en ciertas ocasiones, motivos para entender contradictorios: los españoles somos «repentistas», «apasionados», «independientes», «pacienzudos», «fatalistas», «individualistas»: y de este individualismo proviene nuestra endémica insolidaridad (74-75). En lo que se refiere a los factores derivados de nuestro pasado histórico, Macías Picavea establece el cuadro de una sintomatología patológica que ha hecho pensar erróneamente a algunos comentaristas que era médico de profesión. Ahí tenemos el austracismo, consecuencia de haber admitido una dinastía extranjera que nos desvió de nuestra verdadera vocación histórica y nos condujo a la intolerancia, la guerra, el hambre y la decadencia; hay momentos en que Macías nos recuerda de tal modo el origen de los intrusos, que el lector puede deducir que la culpa de los males que aquejan a España la tienen «los alemanes». El cesarismo, como tendencia de cada gobernante al poder personal, data ya de entonces pero se ha enraizado progresivamente como una condición usual, y bajo todos los regímenes, de los mandamases españoles. El despotismo ministerial (una expresión inventada ya por los críticos de Godoy a fines del XVIII) es considerado por Macías como una simple derivación del «cesarismo»: el afán de mandar sin cortapisas se contagia de la cabeza suprema a la de cada una de quienes rigen los ramos de la administración. El caciquismo es a su vez una degeneración del «despotismo ministerial», aunque no resulte tan fácil explicar los mecanismos mediante los cuales la corriente emana de los poderes centrales y oficiales a los periféricos y oficiosos. Quizás Picavea quiera homologar simplemente el cesarismo de vocación omnipotente de los ministros con aquel de que hacen gala los caciques. Ambos males están relacionados con el centralismo, degeneración absorbente y paralizante de la función pública, que crea un vacío entre Estado y Pueblo que no llenan, sino que contribuyen a ahondar los caciques. Otro mal derivado es la deuteropatía, entendida en este caso como «la absorción de las fuentes particulares de la vida orgánica por la función central». El teocratismo equivale a una forma de centralismo religioso, impuesto por un clero intolerante en que predominan la cerrazón mental, la rutina y el apego a lo anticuado. Otros males son la intolerancia, el militarismo (pese a que la Restauración fue el régimen menos militarista del siglo), la incapacidad para asimilar lo nuevo y, como consecuencia, la idiocia: «somos un pueblo idiota, es decir [Macías Picavea suaviza el insulto con la etimología], que no ha

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progresado» (244-245). Y una última enfermedad española es el psitacismo, de «psitacus», cotorra: «¿Qué son los discursos de nuestros políticos, nuestro parlamento, nuestra prensa en su mayor parte, sino cotorrería pura?» (246). Con este completo diagnóstico, Macías Picavea tiene ya un cuadro sintomático suficiente para establecer el origen de los males y, en su caso, la terapia adecuada. No pierde, sin embargo, la ocasión de desarrollar el análisis de los principales defectos hasta llegar al desmenuzamiento de los detalles más expresivos. Por supuesto, no puede evitar la tendencia general a arremeter contra los «partidos»: «nuestros partidos políticos parecen en sus obras tropas de locos o de sonámbulos, que viven en un mundo de sombras y fantasmas dislocados y bufos» (151). Pero tampoco se libran de la diatriba los españoles, acometidos por «el exceso de un individualismo arbitrario..., el disacionismo disolvente, en perpetua fuerza centrífuga...; las desapoderadas energías para la discordia...»; y por contraste, «la carencia de actividades serenas, perseverantes, calculadas y útiles...» (148-149). Macías Picavea se lamenta, como Costa y otros, de que el Desastre no haya traído a España una conmoción interna capaz de provocar grandes y decisivas transformaciones, como las experimentadas por Francia después de Sedan. En nuestro país no han cambiado ni la política, ni los políticos, ni la actitud del pueblo. Aquí no ha pasado nada (192-194). Por eso es preciso que algunos actúen para que las cosas empiecen a cambiar y para que todos tomen conciencia de que el cambio no es sólo necesario, sino que se impone con urgencia. Entre lo que hay que hacer figura en primer término una buena política hidráulica, que aproveche nuestros cauces y nuestros manantiales para regar los campos resecos. La primacía del sector agrario y, dentro de lo agrario, del regadío, responde a una visión generalizada del regeneracionismo de la época que echa de ver, en contraste con el extranjero europeo, la esterilidad reseca de los campos españoles; y estima que en su riego (¿posible en todo caso?) estriba su europeización y por tanto su modernización: descuidando relativamente otras fuentes más «modernas» de riqueza, como la industria, las finanzas o los servicios. Y siempre, junto al agua, el árbol. Hace falta también, como el pan, una política forestal que cubra de verdes umbrías nuestros desiertos. La creencia, entonces, de que «el árbol atrae el agua» une en una sola inquietud las dos cruzadas. Luego se ocupa Macías Picavea de la necesidad de una profunda reforma en la enseñanza. Como quería Mallada, y como muy pron-

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to querrá Costa, nuestro hombre desea una drástica reducción de universidades, la más drástica de todas, puesto que el número de centros de enseñanza superior ha de quedar limitado ¡a cuatro! en toda España: eso sí, dotados de buenas instalaciones, laboratorios modernos en que sea posible una investigación de primera línea; con residencias para estudiantes, que en ellas puedan completar su formación, una rigurosa disciplina académica y una atención especial a la educación física. Sin embargo, el catedrático de instituto ve como principal problema de la cultura española la necesidad de una buena enseñanza media, cuya falta es uno de los más bochornosos males de España. Recuerda con amargura el adagio «bachiller en artes, asno en todas partes», y lamenta que muchos padres lleven a sus hijos a los institutos con el prurito de facilitarles el acceso a un empleo, aunque con ello no consigan más que atorar los centros y rebajar su nivel. Esta pésima formación de nuestros bachilleres es la principal causa de que pueda decirse que «África empieza en los Pirineos» (100102). Deberán crearse buenos institutos, dotados de buenos profesores, así como colegios de segunda enseñanza en las poblaciones menos importantes. Y en cuanto al nivel elemental, hacen falta muchas más escuelas y muchos más —y buenos— maestros, con una especial dedicación a los conocimientos prácticos. Por lo que a la política se refiere, Macías Picavea propone «nacionalizar la Monarquía Española», algo que equivale a institucionalizar un Estado que represente y sirva al pueblo. Lo que ocurre es que este ideal democrático no se consigue perfeccionando lo que hay, sino que irremisible y urgentemente se impone suprimir el régimen vigente y sustituirlo por otro más sano. Esto significa, por de pronto, cerrar las Cortes por un espacio de diez años. ¿Quién va a gobernar entretanto? Macías reclama «un director, ora personal, ora colectivo» (319-320). Más tarde concreta un poco más, aun dentro de su extrema vaguedad idealista. ¿Quién lo ha de hacer? «Un hombre.» La personalidad de ese hombre tendrá que estar dotada, a juzgar por lo que el autor le exige, de cualidades excepcionales. Su personalidad es una incógnita. No, desde luego, ninguno de los personajes individuales o colectivos, que a los españoles pueden venírseles más a las mientes: «¿El pueblo? Está atrofiado. ¿La monarquía? Se halla representada por un niño inconsciente y una señora no enterada.» Nada puede esperarse de los políticos, ni de los carlistas, ni del clero. El salvador es en realidad un personaje inencontrable. «Un hombre: un Alejandro, César, Constantino, Abderrahmán, Isabel de Castilla, Cromwell, Ri-

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chelieu, Washington, Napoleón, Cavour, Bismarck.» Macías Picavea no habla de «cruces» o de injertos, como ha hecho Mallada o hará Costa: pero no cabe la menor duda de que ha puesto el listón muy alto. El «hombre» ha de tener «un gran corazón y una inteligencia de fuste», ha de mostrar ser un «patriota ferviente», dirigir con «mano de hierro» y ser un «artista de naciones» (327-329). En suma, algo muy parecido, hasta en los detalles, al costista «cirujano de hierro», o lo que es lo mismo, y la idea, en medio de todo, parece quedar clara: un dictador temporal, aunque decisivo. ¿Sería posible homologar —en lo que cabe— el «hombre» de los arbitristas del siglo XIX con el «salvador del país» de los arbitristas del XVII? He aquí otra idea que pudiera resultar sugestiva. No queda claro durante cuánto tiempo ha de gobernar «el hombre», ni si lo hará con el asesoramiento del Consejo Nacional o este Consejo ha de ser más bien el resultado de su obra y la desembocadura de España en una nueva y auténtica democracia. El hecho es que dentro del orden que ha de venir, han de restaurarse los gremios —digamos corporaciones profesionales— y a partir de ellos se constituirá, por elección, un «Consejo Nacional» que será la suprema instancia política en todos los sectores de poder. «El Consejo Nacional y demás asambleas, consejos y representaciones de cuantos elementos constituyen la nación española, actúan de órganos de relación y conductores que mantienen los diversos poderes... del Estado en perpetuo contacto con la Nación misma» (317-318). Se está reclamando, con mayor claridad que en otros casos —aunque la idea resulta bastante común en la época— un sistema corporativo, que en el pensamiento de Macías Picavea, como en el de los demás —es preciso añadir— no tiene absolutamente nada de antidemocrático, sino que constituye la esencia de la democracia misma en cuanto representación de todos los estamentos del país, muy por encima de la representación a su juicio imperfecta y propia de intereses egoístas que suponen los partidos políticos. La idea del corporativismo procede de los krausistas —concretamente de Ahrens— y sería retomada por intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza, de Azcárate a Madariaga. Si el término se utilizó luego en regímenes no democráticos, no parece que sus creadores tuvieran responsabilidad en ello. Y no es extraño que en un momento de desprestigio general de los «partidos políticos», por obra de una confusión conceptual a la que ya hemos hecho su glosa, se estime auténticamente democrático sustituirlos por una representación corporativa, que parece más

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«viva» y auténtica. En esta valoración se basa probablemente la acusación de «prefascismo» que Tierno Galván lanza especialmente sobre Macías y de paso sobre otros regeneracionistas (véase 259), seguramente en interpretación un tanto extremada de lo que no es más que una búsqueda, todo lo quimerista que se quiera, de una verdadera representación nacional. Tampoco debemos buscar significado político alguno al grito ¡Arriba España!, que Macías inventó y otros tomarían para sí por la sugestión que encierra. Legaz comenta: «Arriba España, que seguramente no se habrá dicho nunca antes de Macías, y que no volverá a repetirse antes de La conquista del Estado» (148, 11). Macías Picavea es partidario de soluciones arduas, aunque, como buen arbitrista, no termina de redondear sus recetas. Que busca una España sana, progresiva, sustentada sobre la voluntad y para el bien de los españoles es indudable; y, sobre todo, no puede achacársele haber sido lo que nunca fue. Como todos sus compañeros, termina su obra con una frase lapidaria, y con mayúsculas (no sería el único en hacerlo): «Que todos lo sepan: o ahora ¡O NUNCA!» (339). VITAL FITÉ: «LAS DESDICHAS DE LA PATRIA» Los males de la patria, las desdichas de la patria. Los arbitristasregeneracionistas son auténticos patriotas que ven a su país sumido en la vergüenza de una derrota contundente y humillante; y, extendiendo la mirada, comprenden que es el resultado de unas condiciones lamentables, no menos vergonzosas, que desde hace algún tiempo padece la madre patria. Y no pueden menos de ir hurgando hasta dejar totalmente al descubierto, con las palabras más fuertes que encuentran, esos motivos de ludibrio general. Vital Fité8 estuvo por un tiempo en Filipinas, y por ello se esmera en explicar las causas por las que aquella mal atendida colonia no podía menos de perderse. La estructura de su obra difiere en esto de otras, aunque el acento se recargue en los mismos puntos que de costumbre y con un lenguaje más duro y tremendista incluso que en los antecesores. Fité trata de exponer, como testigo presencial o cercano, los motivos de ——————— 8 Muchos autores le llaman Vidal Fité. Nos limitamos a escribir el nombre tal como aparece en la portada de su libro.

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la derrota, y su postura realista ante las autoridades; pero estos aspectos concretos no ocultan el tono general de su obra, que encaja a la perfección en los módulos del arbitrismo intersecular. Quizá por razón de su punto de partida, Fité no lleva el origen de los males a los godos, a la Reconquista o a los Austrias, sino al fracaso de nuestra revolución liberal. Se perdieron las ocasiones de 1812, 1820, 1840 y 1868 para hacer de España una nación moderna y progresiva. Especialmente, el desvío de los intentos del 68 por un trayecto que acabó conduciendo a la Restauración, es la clave de la miseria actual. O como puntualiza Javier Tusell, Fité «considera un desideratum lo ocurrido en la etapa revolucionaria de 1868; el liberalismo progresista se presenta como ejemplo y modelo bastardeado a posteriori» (Prólogo a Fité, 10). Y Fité alcanza la cima de su lenguaje «apocalíptico» cuando se revuelve escandalizado ante los males del sistema y de la clase dirigente: «el triste estado a que ha llegado la política en España, en la que por desgracia y culpa nuestra solo impera el marcado favoritismo, la escandalosa oligarquía, la ostensible prostitución y toda clase de ruindades y bajezas, que nos conducen con ludibrio al más odioso servilismo...» Vital Fité desafía como un héroe «las iras del más despótico gobierno, descubriendo sus asquerosas llagas...» (17, véase también 19). No tenemos seguridad, puesto que ignoramos la fecha exacta de la redacción de esta frase, acerca de si el presidente de ese despótico gobierno es el apacible y concesivo Sagasta o el regeneracionista y purista Silvela, «el cisne que nunca manchó sus plumas»; el censor arbitrista tiene por lo general la elegancia de no mencionar nombres a cambio, eso sí, de lanzar los más tremebundos dicterios, adecuados o no adecuados al caso, porque todos los dicterios son válidos, sobre la clase política. Y Fité no es precisamente de los que se quedan atrás. Ahora bien, Fité rompe el esquema general porque no se refiere a la geografía española y sus lamentables determinaciones, ni al clima hostil o a la escasez de agua. Tampoco habla de la raza, de sus miserias y sus limitaciones; ni se recrea enumerando los defectos del pueblo español, al contrario. Para él, el pueblo es sano —a diferencia de los políticos—, sabe lo que quiere y lo que necesita; sólo es necesario que le dejen autoconstituirse. «Es preciso gobernar España de acuerdo siempre con el sentimiento popular, no con las mayorías de las Cámaras, que son el producto de podrida y escandalosa dictadura...» (163). A Fité le revuelve las entrañas la dictadura que ejerce, a través del parlamento, una clase política viciada, y quiere sustituirla

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por la democracia o —más exactamente, si queremos ser cuidadosos con la terminología— por un sistema que represente con autenticidad la sociedad española. Una vez conseguida esta finalidad —¿mediante una revolución, un pronunciamiento nacional?—, pueden superarse todos los males. Fité es en este punto uno de los más esperanzados de entre los regeneracionistas, aquel que emplea la palabra regenerar en un sentido positivo y estimulante de las energías nacionales, que pueden alcanzar en no mucho tiempo la vida y la salud que hoy se echan de menos. «España... puede recobrar en breve plazo todo cuanto ha perdido en esta catástrofe. Aún conserva sus energías, su vitalidad, el valor y la hidalguía que cubrieron de gloria su nombre, y con un firme propósito de regenerar costumbres y sentimientos, ha de alcanzar el sitio que por su historia y carácter le pertenece entre las grandes potencias» (208). Si Fité hace arrancar la decadencia de España desde un punto histórico más cercano que otros, también es el que augura a más breve plazo su resurrección. El lema Todo por la Patria (206) es la expresión del sacrificio que es menester y del resultado venturoso que no puede menos de esperarse. Para esta reconstrucción no faltan recetas del más puro arbitrismo, como la célebre «lotería naval» que, dada la afición de los españoles a este juego de azar, puede permitir la construcción de veinte acorazados en un plazo de diez años, con lo que hacia 1910 España puede ser una de las potencias navales más orgullosas del mundo y dejar a salvo el prestigio perdido en las dos vergonzosas derrotas de Cavite y Santiago (214). O tampoco es mala idea de que cada provincia costee la construcción de un barco de guerra, con lo que se dispondría de cincuenta «o más», porque hay provincias que por su población y sus recursos pueden permitirse el lujo de ser generosas. España es capaz también de mejorar su producción, de construir carreteras y vías férreas en consonancia con sus aspiraciones, de convertirse en un país fuerte y respetable, siempre que la clase política deje paso a ciudadanos patriotas, inteligentes y bien intencionados. La idea de que para Fité todo resulta fácil, y no exige otro recurso que el de sustituir a la clase política, le diferencia de otros arbitristas más cargados de pesimismo, que ven la regeneración de España aunque siempre posible, como una empresa ardua y lejana. ¿Por qué medios concretos ha de realizarse el cambio? ¿Y quién está capacitado para hacerlo? Vital Fité no reclama «un hombre», y menos una dictadura. No infravalora —ya lo hemos visto— a los españoles, y los juzga capaces de regenerar el país siempre que logren

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desbancar del poder a la poco numerosa, pero «tiránica», oligarquía imperante. Tampoco reclama un partido, porque el nombre de partido causa pavor general a todos los arbitristas; sino una «Liga General para la defensa del Derecho y la Justicia», «sosteniéndola por todos los medios que estén a nuestro alcance, en la calle, en los municipios, en las Cortes, y en todas partes donde se resguarden los malos ciudadanos» (220). En suma, un «antipartido», a la manera de Paraíso que, sin embargo, como encarnación del deseo de todos los españoles, ponga libertad donde hay tiranía, eficacia donde hay desidia, honestidad donde hay corrupción. La «Liga» de Fité no parece ser una corporación con capacidad ejecutiva, como el «Consejo Nacional» de Macías Picavea, sino más bien un movimiento, una fuerza generalizada y organizada de la opinión que obligue a enderezar entuertos. Da la impresión, aunque los términos del programa son imprecisos, de que la Liga debe llenar de hecho los escaños del parlamento y los municipios, pero sin adquirir —al menos esa adquisición no se menciona— el nombre de «partido». ¿Representación orgánica? La idea aparece clara cuando se precisa la entrada de las distintas corporaciones en el parlamento: «Para que en las Cortes exista la verdadera representación de las distintas clases sociales, todos los gremios podrán agruparse en jurados mixtos, que comprenderán distintivamente a los propietarios, literatos, artistas, comerciantes, agricultores, industriales y empleados públicos, pudiendo elegir un solo senador o diputado cada gremio, o agrupación gremial de dos o más afines que pase de 10.000 asociados» (224). Curiosa la institución de los Jurados Mixtos como elemento intermediario y canalizador, e imprecisa la distribución de cuotas, sobre todo por parte de los colectivos más numerosos. ¿Será preciso ingresar en la Liga para ser candidato? ¿Suprime la representación por oficios y profesiones a todas las demás? ¿Desaparecen las elecciones generales? No pidamos a un arbitrista demasiadas precisiones. Lo importante es la sustitución de una representación podrida e inauténtica por la de todas las fuerzas vivas del país. La estructuración de un sistema corporativo aparece un poco más expresa y concretada en el régimen de administración local que Fité propone. Enemigo, como todos, del centralismo, piensa que «hay que gobernar con tendencias descentralizadoras, concediendo cierta autonomía administrativa a las Diputaciones provinciales y Municipios» (231). Autonomía «administrativa», que no política y sólo «cierta». Pero el municipio es uno de los elementos que han de co-

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brar mayor vida propia: al punto de que puede considerarse a Vital Fité como uno de nuestros más destacados municipalistas del momento. Y en este campo es donde la idea organicista se manifiesta de forma más paladina. «Los Ayuntamientos se constituirán con la representación de las cuatro clases siguientes: 1.ª, contribuyentes por territorial urbana, industria y comercio; 2.ª, agremiados en artes y oficios; 3.ª, no contribuyentes ni agremiados; 4.ª, capacidades». Estos municipios, gobernados por representantes de todas las profesiones y grupos sociales (preferentemente, se infiere, por elementos de las clases medias), poseerán las más amplias atribuciones: podrán crear escuelas, proteger la agricultura, establecer cooperativas y cajas de ahorros, fomentar las buenas costumbres entre los vecinos, y obligar a trabajar a todos (232-233). En el campo administrativo, Fité propone una total independencia de la administración respecto de la política: no hace falta decir que para evitar el tráfico de influencias y los amiguismos en las designaciones para puestos de escala, que contempla indignado a su alrededor. Ha de haber un cuerpo de funcionarios públicos inamovibles, a cuyos puestos se accederá por riguroso concurso, y en que los ascensos seguirán un absoluto orden de antigüedad, en un escalafón que ha de incluir a todos los funcionarios hasta el puesto de Director General (227). Los ministros no tendrán capacidad para nombrar ni a sus más directos colaboradores. Otro punto que no suele faltar en la literatura arbitrista es el de la justicia independiente. Justicia no política, ni politizada, atenta sólo a garantizar los derechos de los ciudadanos y obligarles al cumplimiento de sus deberes. Y «a fin de que la administración de Justicia permanezca siempre separada de la política... el Tribunal Supremo de Justicia constituirá un ministerio permanente e inamovible, y superior al que formen las conveniencias políticas de los partidos». «Su presidente estará por encima de los ministros y solo será responsable ante el Supremo en pleno» (225). ¿Llega la incongruencia de Fité a dar por supuesto que, pese a las reformas que propugna, van a continuar las «conveniencias políticas de los partidos»? ¿Es que desconfía de la viabilidad del sistema representativo que ha propuesto, o que, a la hora de tratar cada tema, realiza un proyecto por separado? El quimerismo es idealista y puede venir armado de las mejores intenciones del mundo; pero no se le puede pedir la coherencia de un plan meditado y en regla. Por otra parte, no queda claro si el «ministerio permanente e inamovible» es un gobierno superior al gobierno

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(¿y para qué dos gobiernos?, cabría preguntarse), o significa simplemente un órgano judicial capaz de supervisar todo lo que hace el ejecutivo. En todo caso, la superioridad de la judicatura sobre los gobernantes queda enfáticamente resaltada. No se trata aquí, como en otros casos, de un poder judicial independiente, sino de un poder judicial superior. Vital Fité es de los pocos que hacen mención expresa, en capítulo aparte, a la política exterior. Si quiere ver convertida España en una gran potencia, es lógico que postule unas buenas relaciones internacionales, particularmente estrechas con Francia, Italia, Grecia, Rumanía y los países de Hispanoamérica. El resultado final —un arbitrista puede permitirse el lujo de soñar— sería una CONFEDERACIÓN DE PUEBLOS LATINOS, para hacer frente a la «raza anglosajona». Eran los tiempos en que palpitaban en muchas conciencias las palabras de lord Salisbury sobre las «naciones moribundas», y si más de una víctima del pesimismo vio España como el ejemplo paradigmático, Fité, que es tan optimista como crítico, cree encontrar el camino de la respuesta. España no tendría el peso de Francia o Italia si no contase con la comunidad de pueblos hispanoamericanos; todos unidos en una sola alianza federativa permitirían a España ejercer una función coordinadora y amalgamadora de incalculable valor. Y no sólo esto, porque Vital Fité es también de los que piensan que «el porvenir de España está en África». Y su optimismo alcanza los grados más sublimes cuando piensa que, dueña España de Marruecos, Gibraltar «quedará reducido a un árido peñón erizado de fortificaciones inútiles e irrisorias» (230-231). Viene más tarde la cuestión de la enseñanza, en la que nuestro autor predica, como todos, una instrucción pública gratuita y obligatoria hasta los catorce años, servida por maestros bien formados y bien pagados; mientras los libros de los alumnos —otro esfuerzo para el Estado— deberán ser gratuitos o, por lo menos, abaratados por una subvención oficial. Pero en vez de reducir los centros superiores, como querían Mallada, Picavea o Costa, en aras de un más alto nivel de profesorado y alumnado, Fité está convencido de las excelencias de la sobreabundancia, y preconiza que las Universidades y escuelas de especialización sean «tantas como pueda sostener el Estado» (235-239). Al final de su programa, Vital Fité se refiere a las reformas necesarias en la Hacienda, entre las que figura la sustitución del impuesto de Consumos por «otro menos odioso», un mayor orden en el

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reparto presupuestario, gastos en obras de pública utilidad y restricciones en aquellos sectores que no benefician más que a los usufructuarios del favor oficial. Y pasa luego a pedir funciones que ya en parte desbordan el ámbito hacendístico, como el proyecto de que Hacienda y Fomento se pongan de acuerdo para establecer «un sistema de colonización peninsular, que evite en lo posible la emigración obrera, para cuyo objeto se obligará a los propietarios a cultivar sus terrenos a corto plazo, o cederlos al Estado, para que este los dedique... a la colonización popular». Con medidas como éstas, más el reparto de tierras incultas entre las familias pobres, se pondrá una de las bases más importantes de la prosperidad nacional (239-241). Vital Fité, entre la pléyade de escritores del mismo género, es la excepción en cuanto que proyecta más que critica —aunque sus críticas revistan una dureza extraordinaria—; pero precisamente por la facilidad de su proyectismo, merece ser considerado como uno de los arbitristas más característicos. LUIS MOROTE: «LA MORAL DE LA DERROTA» El título parece difícil de explicar, como que ni Luis Morote consigue explicárnoslo de manera demasiado convincente. La derrota debe infundirnos moral para superar sus efectos, debe mostrar a España «por qué caminos cayó hasta la extremidad de su desgracia actual, y por cuáles otros... puede recobrar la salud y recuperar fuerzas perdidas, respirando el aire y tomando el sol en que se fundó la verdadera grandeza de España» (42). También ocurre, y pudiera ser significativo, que Morote no considera la derrota tan vergonzosa como otros. Cierto que las cosas se llevaron mal y que este mal pudo haberse evitado con otra política; pero también es cierto que, dadas las circunstancias a que esas imprevisiones condujeron, la derrota fue el resultado normal y esperable de los acontecimientos, y no debe producirnos un especial bochorno: en similares circunstancias, la hubiera sufrido la misma Alemania (41). En este sentido, la obra de Luis Morote es menos pesimista y más proyectista que la de la mayoría de los miembros de la pléyade; aunque no abandona, porque es muy difícil dejar de hacerlo por entonces, las quimeras del arbitrismo. Luis Morote nació en Valencia en 1862, estudió en su Universidad, donde recibió influjos krausistas, que aumentaron cuando se

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doctoró en Madrid, y tuvo contactos con Giner y Azcárate. El krausismo y, especialmente, las ideas políticas de Ahrens llenan en parte la doctrina que expone Morote; pero sería cuestión de ponerse a considerar si el empeño de determinados autores, que han estudiado la corriente, en vincular a todos los «regeneracionistas» con el krausismo no obedece en parte a una especie de lugar común que se ha hecho casi obligatorio. El krausismo era una moda del momento, como el positivismo era —justamente hasta entonces— una actitud mental casi obligatoria; y si Posada calificó a Morote de «krausopositivista» es por el influjo que en él ejerció el mecanicismo de Spencer (que en absoluto era krausista), y el cientificismo que parecía por aquellos años el único talante serio. Un talante que, por cierto, los del 98, más modernos en su pensamiento, por lo general, que los arbitristas, se encargarían de desmontar. Todos los arbitristas necesitan demostrar la solidez de sus ideas, inclusas las más peregrinas, con argumentaciones o términos científicos; también Luis Morote —es un ejemplo—, cuando se refiere a la insolidaridad de los españoles, recuerda que «la atracción mutua de una masa difusa, cuya forma no es simétrica, no produce solamente una condensación, sino una rotación» (81): no es la suya quizá la más correcta expresión de la disociación vectorial entre la fuerza centrípeta y la centrífuga: pero a esta disociación pretende aludir, y probablemente convenció a muchos lectores acerca de su preparación científica. No logró la cátedra a que aspiraba. Jurista, autor de varias obras de Derecho, fue también, y cada vez más, periodista: escribió principalmente en El Liberal y El Heraldo de Madrid. Estuvo en Cuba, donde logró una difícil entrevista con los caudillos de la independencia, y fue partidario de la «autonomía» de la isla, asociada mediante pacto a España: de que no le hicieran caso —como no se lo hicieron a otros, incluidos Maura o Polavieja, que pensaban más o menos lo mismo— deriva Morote la inevitabilidad de la derrota. Su libro, escrito tal vez desde fines de 1899, está publicado en 1900 y consta de más de 800 páginas, una extensión desmesurada que se sale del módulo panfletario de la mayor parte de los arbitristas. Una edición reciente (Biblioteca Nueva, 1998, con Prólogo de Pérez Garzón) reduce esas páginas a 262, sin mengua de sustancia interna y hace la obra más legible. El motivo de la extensión depende en parte de la compleja estructura que se propuso: el trabajo está dividido en dos «libros», cada libro en «partes» y cada parte en capítulos. Un guión tan estructurado le obliga a repetirse con cierta frecuencia, de tal suerte

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que el orden pretendido se trueca en ocasiones en un inconsciente desorden. Así, cuando comienza el libro refiriéndose a la —para él— estúpida acción de Sidi Guariach, que vino a romper una larga era de paz (y fue seguida inmediatamente por la guerra de Cuba), el lector puede sentir cierto agradecimiento hacia el hecho de que Morote no se remonte a los celtíberos, como otros. Sin embargo, la obligada alusión a los celtíberos no falta en los comienzos de la segunda parte, cuando el autor pasa a analizar los problemas de España y se remonta a los orígenes, para escribir luego sobre la Reconquista, los Reyes Católicos, el significado de las Germanías... hasta llegar de nuevo al siglo XIX, que es el que fundamentalmente le interesa. Bien es verdad que Morote recorre toda la historia de España sin apenas otra finalidad que la de mostrar el talante insolidario de los iberos, tantas veces repetida. Las cualidades que de este examen histórico cree inferir tienen sus puntos de ventaja y sus graves inconvenientes. Por un lado, el sentido independiente, fieramente defensor de sus peculiaridades, hace del pueblo español «uno de los más admirablemente dotados por la naturaleza... para mantener su personalidad en el mundo...»; sin embargo, y por otra parte, ese carácter indómito e individualista le lleva muchas veces al «instinto de disociación de sus partes» y a plantearse «el problema de la existencia misma de la nacionalidad a cada crisis que sufre España» (113). Pero, pese a los rasgos negativos de este diferencialista carácter, Morote no anatematiza ni mucho menos el pasado español: al contrario, y sin descender a concreciones aventuradas, encuentra ese pasado lleno de aciertos y de glorias, quizá sobre todo de prosperidades. «La verdadera grandeza de España consiste en haber sido una de las más industriosas naciones de Europa» (149-151). Ahí viene la alusión a los 130.000 telares de Sevilla. Y de aquella prosperidad admirable hemos venido a caer en la más oprobiosa decadencia: «maestros fuimos de italianos, de holandeses, de ingleses y de franceses, en el arte del comercio, de la industria, de la marina, y ahora parecemos discípulos de un imperio africano» (153). No podía faltar, ciertamente, la alusión a nuestra lamentable condición actual; pero la visión tenebrista queda atenuada con la consoladora leyenda de que otrora fue España el país más industrioso y adelantado de Europa, maestro en artes de economía de Europa misma. Luis Morote no se extraña de que tras el Desastre no haya ocurrido una verdadera conmoción general, que las protestas se hayan re-

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ducido al mínimo, que en el fondo nada haya cambiado, porque nos hemos vuelto un pueblo apático y pasivo; pero es necesario que todo cambie, y a la mayor premura. Y «la revolución que a toda prisa hace falta en España no es solo para ejecutar a este o al otro hombre de gobierno...; no contra este o el otro partido... La revolución que hace falta es la que haga España con la misma España, variando su propia condición y naturaleza, decidiéndose de una vez a ser una nación moderna...» (77). He aquí que de pronto, el hombre que ve una decadencia pasajera y subsanable, hable —aparte del tópico de la necesidad de fusilar a los políticos— de cambiar España no sólo en sus reglas de gobierno y convivencia, sino en todos los aspectos posibles para ser lo que no es ni ha debido ser en mucho tiempo, puesto que hay que cambiarlo todo para que llegue a convertirse en «una nación moderna». Ahora bien, la solución ya está a mano, y en cierto modo Luis Morote no tiene que inventarla como los demás. Treinta páginas (161-191) dedica a la obra de Costa y Paraíso en las Cámaras Agrarias, las de Comercio, la Liga Nacional de Productores y la Unión Nacional, de la que lo espera todo si se convierte en un movimiento político. Morote asistió a alguno de estos actos y constituye incluso una muy aprovechable fuente histórica para reconstruir los pasos que condujeron a la Unión Nacional. Compara el Manifiesto de Barbastro (fundador de la Liga Nacional de Productores) con el Manifiesto de Manzanares o el de la revolución del 68: es un jalón en la historia de España, como pudieron serlo las Cortes de Cádiz (172). No hacen falta, sin embargo, cirujanos, como reclama en ocasiones Costa; si la revolución han de hacerla los propios españoles contra los culpables y contra su propia pasividad, sobran los conductores. Sólo el pueblo puede salvarse a sí mismo; eso sí, cuando se convierta en un pueblo consciente, que sepa lo que quiere y lo que necesita. Por tanto —quizá en este punto pueda advertirse una ligera contradicción— lo primero que se precisa es educarlo. «La regeneración habrá de consistir en aumentar la voluntad y la capacidad del país; hacerle consciente de sus males; proveerle de resolución para que las heridas no se cierren en falso» (177). Sería demasiado preguntar a un arbitrista que afirma que la solución de España sólo puede venir del pueblo, quién debe formar, educar e impulsar a ese pueblo, que ahora resulta que «no es consciente de sus males». Morote se limita a esperar o, mejor dicho, a mostrar su seguridad en la regeneración. La parte final del libro, titulada «Síntomas de reforma política y social»

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(195-262), se refiere menos a los síntomas que a los deseos. Es una especie de ensayo político, menos concreto y más libre que el resto de la obra, en que aboga por la democracia —no, concretamente por la república, como se ha dicho—, y por una descentralización no insolidaria. Es destacable, y probablemente no hay en ello otra contradicción, que Morote es tan enemigo del centralismo como de los autonomismos exagerados. La descentralización es la mejor forma de construir una España desarrollada y viva. Termina esperanzado, cantando, al modo de Charles Dilke, a la Más Grande España que está a punto de nacer (262). TOMÁS GIMÉNEZ VALDIVIELSO: «EL ATRASO DE ESPAÑA» Una forma de concluir una enumeración que no puede prolongarse hasta el infinito y que hace inevitable una selección, consiste en acudir a uno de sus epígonos. Cierto que algún autor ha colocado el final de la serie en España invertebrada —1921—, un libro en que se vierten teorías tan brillantes como en muchos casos ensayísticas, y en que se analizan los males de España y su decadencia mediante el consabido recurso a su historia; pero colocar a Ortega como un miembro más de la lista parece una falta de respeto. A mayor abundamiento, también es cierto que se ha colocado España invertebrada como primer jalón de una serie de «filosofías de la Historia de España», que se prolongarían a través de Madariaga, García Morente, Calvo Serer, Laín Entralgo, Américo Castro, Sánchez Albornoz y —un nuevo epígono— Julián Marías hasta una época relativamente cercana, y que es muestra de suculentas teorías elaboradas por afamados maestros. No hay ningún afán peyorativo en el juicio que nos merecen nuestros numerosísimos arbitristas de comienzos del siglo XX si no destacamos precisamente su aguileña altura intelectual y su primoroso estilo literario. Hay, por otra parte, una cuestión de encuadre cronológico que también parece que debe ser tenida en cuenta. Tomás Giménez Valdivielso nació en Cartagena en 1859, aunque estudió y vio trascurrir casi toda su vida en Valencia, de cuyo ayuntamiento llegó a ser secretario. Periodista y ensayista, publicó La España del siglo XX: Un nuevo socialismo, en que trata de conciliar —en grado mayor que los guesdistas de entonces— la preocupación social con la democracia. No conviene exagerar sus ideas socialistas y republicanas, en cuanto que intervienen en su obra regeneracionista mu-

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cho menos de lo que sus comentaristas han pretendido. Porque el regeneracionismo arbitrista de Giménez Valdivielso se cifra en otro libro posterior, El atraso de España, que encaja perfectamente en el género. Publicado en Valencia, sin fecha de edición, puede estar redactado hacia 1907 por sus alusiones a los planes descentralizadores de Maura (el proyecto de Ley de Administración Local) que, sin embargo, no demuestra conocer en detalle. Algunas alusiones a Sagasta como personaje de la época pueden sugerir borradores más antiguos. Lo curioso es que Giménez Valdivielso —amigo, por otra parte, de firmar con seudónimo— presenta El atraso de España como obra de un inglés, John Chamberlain, que ha residido unos cuantos años en nuestro país y ha aprendido a conocerlo y amarlo. Con semejante recurso, Giménez Valdivielso puede permitirse muchas de las ingenuidades propias de todo buen arbitrista, que aparecen en este caso endosables a un viajero inglés que, como casi todos los viajeros ingleses del mundo, tiene derecho a ser un poco despistado. Por lo demás, El atraso de España muestra, casi sorprendentemente, la misma tónica de tratamiento que la mayoría de las demás obras del género. Comienza con los consabidos datos geográficos, pasa después a la exégesis histórica, se ocupa más tarde de la vida política, la administración, la enseñanza, el carácter de los españoles, la agricultura, etc., para terminar en un capítulo, España ideal, en que John Chamberlain niega, en un alarde de patriotismo desbordado, su supuesta naturaleza. El autor aprovecha, sin embargo, su encarnación virtual en un viajero para describir lo que ningún arbitrista hubiera podido permitirse: ciudades, catedrales, parajes; un recurso que enriquece por cierto, y no siempre en sentido crítico, el horizonte de su estudio. Es realista en su visión geográfica de España, en la que, como el ya lejano Mallada, sabe distinguir entre las tierras húmedas, de paisaje más europeo del norte, y las tierras resecas del interior o de la vertiente mediterránea; y tras un balance conjunto concluye, en reflexión consoladora, que «hay que reconocer, haciendo justicia, que los españoles tienen que luchar con inconvenientes con que no tropiezan otros pueblos» (21). La historia le demuestra, como ya ha demostrado a Morote, la facilidad de los españoles para las discordias y para destacar más sus diferencias que sus semejanzas (Como Morote, es también tan anticentralista como antiseparatista). La decadencia española se remonta en este caso a los Austrias, cuando «la falta de cultura, el abandono de las fuentes de riqueza, la desacertada administración de las colonias y la mojigatería impuesta por la feroz

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intolerancia religiosa, mataron a una nación...» que antes figuraba entre las más poderosas y ricas de Europa (35). Por lo que se refiere a los españoles, nuestro supuesto viajero los encuentra sobrios y entecos; pero esta misma cualidad no deja de suponer una ventaja, porque el pueblo se basta con pocos recursos, es sufrido y capaz de hazañas muy superiores a lo que podría esperarse de sus medios (209). Lo malo del caso es que los españoles no trabajan: en este caso, la culpa de la Iglesia no radica en la prédica de los ayunos, sino en la exagerada abundancia de fiestas, que ha acostumbrado a las gentes a la holganza; de suerte que los españoles son tan capaces de sufrir privaciones como incapaces de poner organizadamente los medios para subvenir a su habitual indigencia (213). La organización política no merece a John Chamberlain más que juicios negativos, como que el supuesto republicano critica la vaciedad del los partidos de esta opción no menos que la inutilidad de los partidos dinásticos o el radicalismo de carlistas, integristas o socialistas (si bien admira la intachable honradez del líder de estos últimos, Pablo Iglesias). La monarquía, dominada por pandillas de nobles y clérigos, sólo se salvará si se hace democrática (79-81); el parlamento, por obra de la manipulación electoral, es muy poco representativo, y la justicia es lenta e ineficaz. «Mientras España no lleve a cabo la reforma de la administración de justicia, no adelantará un paso...: continuará siendo una nación pobre y atrasada» (99). Aunque no le entusiasma, como a Morote, la figura de Costa (véase 217), Giménez Valdivielso es costista en su obsesión por la enseñanza y por la agricultura: y en este último campo, muy especialmente, por el regadío. Cree, como el propio Costa, que España en otro tiempo «estaba poblada de árboles. Los pinos en unas regiones, las encinas y los alcornoques en otras, formaban bosques inmensos, que daban a España un aspecto hermoso y pintoresco... Estos bosques han desaparecido. Los montes elevan al cielo su pelada silueta..., las llanuras se suceden con monotonía insufrible, sin que a través de leguas y leguas se divise un árbol. El genio de la devastación parece haber pasado por aquel suelo» desgraciado, porque sus habitantes, aunque el inglés no es capaz de explicárselo, han sufrido un verdadero «espíritu de suicidio» (146). La aridez del suelo sólo puede remediarse con una amplísima política de regadío. La verdad es que en el conjunto de España hay agua suficiente para remediar sus necesidades, si se embalsa y aprovecha. «El día en que España riegue diez o doce millones de hectáreas de las cincuenta que componen su

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territorio, habrá decuplicado su riqueza... tendrá la Hacienda más próspera de Europa, y ocupará un papel tan importante en el mundo que sólo podrán aventajarla Inglaterra y los Estados Unidos» (145). Chamberlain-Valdivielso no se hace ilusiones sobre el tiempo y el esfuerzo que requiere tan titánica obra pero la cree posible, como también cree —y aquí el quimerismo alcanza tal vez sus mayores proporciones— que después de ese faraónico esfuerzo estarán resueltos todos los problemas. Y al final, como Morote (¿es que ha cambiado ya, con los años, el talante que rodea a nuestros arbitristas?), hace gala, con amor a España y confianza en sus destinos, de los más venturosos sueños: «Yo adivino la España del porvenir, cruzada de 200.000 Km. de carreteras y 60.000 Km. de ferrocarriles, cubiertos sus campos de árboles, fecundado el suelo por 100.000 Km. de canales de riego...» (278). El criticista termina, como los de las últimas etapas de su serie, cantando un himno maravilloso al porvenir ya seguro de su patria (que, evidentemente, es España) Los arbitristas, en suma, sin necesidad de prolongar innecesariamente la enumeración ni el análisis, nos han mostrado ser escritores no de primera fila, doctorales en sus afirmaciones y cuando pueden en su terminología, que pierden muy pronto su inicial mesura por una pasión que les conduce a muy especiales exageraciones, lo mismo por lo que se refiere a sus juicios sobre la realidad española que a los que formulan de modo inmisericorde sobre la clase dirigente de su tiempo (con indiferencia absoluta de que los miembros de esa clase sean a su vez regeneracionistas o no). Es fácil advertir que aman profundamente a España; pero es el suyo, como el de los grandes escritores del 98, un amor amargo. La lectura de sus libros, uno a uno, es el testimonio más fehaciente de la hondura dramática, algunas veces visionaria, que creen advertir en el problema de España y de la urgente necesidad de soluciones drásticas. Son, quizá como nadie, representantes exacerbados de un disgusto por la España presente, y de una denuncia radical hacia sus estructuras políticas y los responsables de ellas. Jamás se ha visto un género, en lo referente a la problemática de España, más radical y más exigente.Constituyen una escuela original y anómala, aunque quimerista, que puede ser el más vivo e hiriente testimonio de un estado de conciencia que, por definición, no debió circunscribirse exclusivamente a ellos. Se diferen-

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cian de los escritores característicos del 98 en su menor calidad literaria, en no practicar profesionalmente la literatura pura; en su estilo más anticuado (distinción esencial: son en su forma de escribir más decimonónicos, como en edad son siempre mayores, que los literatos noventayochistas). Y son más detallistas, más analíticos a la hora de estudiar clínicamente los males de España. Por el contexto de su obra, no es fácil precisar sus ideas partidistas. Buscan ante todo un buen gobierno y una administración eficaz. Como remedio, ofrecen recetas simplistas y con frecuencia inaplicables. Creen que con esas recetas es suficiente para construir su España soñada.

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CAPÍTULO 4

Costa y el costismo Cuando Joaquín Costa escribió Reconstitución y europeización de España u Oligarquía y caciquismo, cuando fundó la Liga Nacional de Productores o creó, con ansias de partido renovador, la Unión Nacional, casi todo lo que tenía que decir el regeneracionismo estaba dicho ya. Costa no es el primer regeneracionista, ni el inventor de la palabra, ni mucho menos el primer arbitrista, otra palabra que, con absoluto respeto sea escrita, puede corresponderle también: no es el primero ni siquiera el último. En realidad, y a poco que escarbemos ahora que ya conocemos la mayoría de las ideas y de las actitudes del género, sería difícil encontrar en él ideas originales: sí, es fácil, apenas es necesario apuntarlo, frases originales. Sin embargo, Joaquín Costa ha pasado por mérito propio y también por fama propia, a la historia en un grado que no alcanzó ninguno de sus émulos. No sólo por obra de su poderosa personalidad, o por su capacidad para atraerse audiencias, sino porque fue, como los otros regeneracionistas no fueron, un hombre de acción: viajó, habló ante las multitudes o ante las autoridades, supo arrogarse un talante de profeta que trascendió hasta a las personas que no le conocían; y sobre todo, gestionó, creó, fundó, dirigió. Estableció las Juntas de Cámaras Agrícolas, la Liga Nacional de Productores; encauzó la rebelión de los cuerpos intermedios y los llevó a constituir la Unión Nacional, un movimiento con vocación de partido regeneracionista específico, que por un momento algunos vieron como la nueva gran fuerza política del siglo XX. Fracasó en sus intentos, es cierto; pero no fracasó en vano,

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porque también hay derrotas pírricas. Sus intentos alcanzaron la trascendencia necesaria para que otros trataran de una manera u otra llevarlos a la práctica, incluso docenas de años más tarde. Aunque nunca alcanzó ni remotamente el poder político, tuvo un inmenso poder moral, hasta el punto de que puede decirse que sin la fracasada pero influyente labor de Costa, la historia de España en el siglo XX no sería como es. Por eso merece figurar en el elenco regeneracionista con nombre propio. LA FIGURA DE COSTA Por su poderosa personalidad, por la sugestión arrebatadora de sus palabras, por la fama que rodeó su figura ya en vida, y también después de su muerte, por el influjo de sus ideas —sean originales o no, pero por ser suyas— en amplios sectores de la opinión española, Joaquín Costa es una de las figuras más conocidas de la vida pública española de comienzos del siglo XX, y como tal ha sido siempre considerado. Un hecho que tal vez no podemos omitir es que, de todos los personajes españoles de ese siglo, su nombre es, si se quiere sorprendentemente, el que designa el mayor número de calles en el nomenclátor de las ciudades y pueblos de España. Por algo ha de ser, responda la iniciativa a un aura popular, o al prestigio del apellido ante la conciencia de los titulares de los consistorios municipales. Con otra nota no menos excepcional, que además debe ser muy reveladora: esas calles son, de entre las que designan nombres de personajes del siglo XX, las únicas que han mantenido ese nombre a lo largo de toda la centuria. Por qué Joaquín Costa ha llegado a ser tan conocido y valorado por gentes de las más diversas tendencias es un hecho que convendría estudiar con mayor detenimiento. Se le ha llamado «el gran desconocido» (Cheyne), «el gran fracasado» (Ciges Aparicio), «el gran frustrado» (Fernández Clemente); y a pesar de su real o aparente fracaso, sigue manteniendo intacta su imagen de gran figura de nuestro regeneracionismo y símbolo del intento de España y de los españoles por superar sus defectos y elevar el país hasta las alturas de una gran nación, rica, culta y civilizada. La obra de Costa sobre los problemas nacionales (más de cuarenta libros) desborda la de todos sus contemporáneos juntos; y la de sus panegiristas —o en muy pocos casos críticos— puede llenar también los anaqueles de una bibliote-

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ca: se han ocupado de Costa desde Ortega a Marañón, desde Aunós hasta Tuñón de Lara, desde George Cheyne hasta Jacques Maurice, desde Legaz y Martín Retortillo a Pérez de la Dehesa. Curiosamente y desde los más diversos ángulos ideológicos, para alabarlo, cuando no para glorificarlo. Quizá resta mucho trabajo todavía antes de que pueda pronunciarse sobre Costa la última palabra; Cheyne piensa aún que «sobre este hombre, que sigue siendo más citado que leído, queda mucho por decir» (052, 69). Costa es mucho más citado que leído, entre otras razones por una muy clara: es autor de frases rotundas, de sentencias famosas muy fáciles de recordar. Nada más a mano que repetir uno de esos aforismos de Costa. Su obra, en cambio, es demasiado extensa y hasta demasiado contradictoria como para ser asimilada de un tirón como un cuerpo de doctrina homogéneo, susceptible de ser explicado mediante un método sistemático. Efectivamente, Costa ha sido citado también, y repetidamente, como un hombre contradictorio: y que lo sea resulta hasta sorprendente en un «león de Graus» que se caracteriza por su prosa rotunda, por la claridad de sus ideas, por lo definitivo de sus afirmaciones, por lo macizo de su figura y su talante de buen aragonés sin vuelta de hoja. Algo extraño hay en ese contraste entre el ser entero e insobornable y las tesis incompatibles entre sí, que salen de su boca o de su pluma. A Costa se le ha tachado de antiguo y de moderno, de visionario y de analista científico, de monárquico y de republicano, de jurista profundo y de defensor del derecho espontáneo y consuetudinario; de miembro de una Institución Libre de Enseñanza caracterizada por la finura intelectual, la prudencia, la tolerancia, el respeto y el cuidado de las palabras, y de demagogo que desbarra con voz de trueno ante la multitud; de superdemócrata y partidario de un «cirujano de hierro» que con mano dura ponga mano sobre los males de España, de antipartidista por excelencia y presunto fundador de un partido. En Costa es preciso matizar siempre para comprenderle, para caer en cuenta de que muchas de sus contradicciones no lo son en el fondo, y también hace falta tener en cuenta una cuestión de tiempo, porque este «hombre de una pieza», sin dejar de serlo nunca, evolucionó, más que en sus ideas, por lo que se refiere a la forma concreta de llevarlas a la práctica. El hecho es que Joaquín Costa, con su figura ancha, su voz de trueno, sus frases sonoras y pegadizas, su barba de profeta de una nueva generación, llegó a ser adorado por sus partidarios, temido por sus enemigos, y valorado y respetado por un número muy grande de

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españoles de su época, que alcanzaron en adivinar en él al salvador del país. Fernández Clemente comenta que «en poco tiempo su figura se había hecho mítica» (089, 11). Verdadero mesías para muchos, fue calificado por Manuel Bescós como «un nuevo Moisés» (052, 77). Y como nuevo Moisés pasó a la historia en la lápida de su monumento funerario, en el cementerio de Torrero: Nuevo Moisés de una España en éxodo con la vara de su verbo inflamado alumbró la fuente de las aguas vivas en el desierto estéril. Concibió leyes para conducir a su pueblo a la tierra prometida No legisló (089, 57).

No legisló. Ahí está la acusación de todos sus partidarios hacia la España oficial. Encontró las fórmulas de la salvación. No le escucharon ni le dieron ocasión para ponerlas en práctica. UNA VIDA DE LUCHA SIN TRIUNFO EN VIDA Joaquín Costa Martínez nació en Monzón, Huesca, el 14 de septiembre de 1846. Hijo de una familia de campesinos medios, su padre era labrador de la Ribagorza, y su madre pertenecía a la pequeña burguesía de Graus, razón por la cual, quizá, los Costa se trasladaron a esa ciudad cuando Joaquín contaba seis años. El matrimonio tuvo once hijos, de suerte que su algo menos que mediano pasar vino a peor, y sus hijos hubieron de alternar los duros trabajos en el campo con su aprendizaje en la escuela. No parece que quepa duda de que esta vida dura, de inquietudes escolares y contacto con la tierra formaron su carácter y el universo de sus preocupaciones. Pobre, estudiante y campesino, aprendió muy pronto a relacionar de un modo muy especial los tres puntos de su triángulo vital. Por razón de las dificultades económicas, empezó tarde el bachillerato, alojándose en casa de un pariente, en Huesca, que le hizo cuidar de su caballo y de su coche, a cambio de mantenerlo. Aunque obtenía en sus estudios buenas notas, no abrigaba demasiada confianza en su porvenir: por esto, y porque lo necesitaba, aprendió varios oficios, entre ellos el de albañil y el de jabonero. Por entonces, a los diecisiete años, ini-

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ció un diario (véase 048) en el que reflexionaba: «Mi vida entera ha sido un tejido de pesares y lágrimas, porque el maldito pundonor que, sin duda, ha puesto en mí la naturaleza con abundancia, ha sido la única causa que me ha atraído, atrae y atraerá constantemente desgracias de todo género» (088, 13). Luchador y pesimista al mismo tiempo, limitado por la circunstancia y por su propia salud, gritaría, clamaría, trataría de mover a los hombres y a las situaciones, sin demasiadas esperanzas, en ningún momento, de conocer el fruto de sus esfuerzos. Se hizo bachiller a la edad en que otros terminan su carrera, a los veintiún años. Encontró entonces una ocasión excelente de viajar a París: aunque no fuera más que como albañil de la Exposición Universal de 1867. En la capital francesa permaneció nueve meses, que algunos juzgan decisivos en su vida, aunque no existen pruebas de ello ni en favor ni en contra. A los veinticuatro años pudo comenzar a estudiar en la Universidad de Madrid, y eso sí, su inteligencia despejada y su capacidad de sacrificio le permitieron terminar dos carreras en un tiempo excepcional: a los veintiséis años era licenciado en Derecho (con Premio Extraordinario), y a los veintisiete licenciado en Filosofía y Letras. A los veintiocho y veintinueve se doctoró en ambas carreras. Pero la lucha no dejó de exigirle sacrificios. Hubo de trabajar para cursar sus estudios; se empleó en las oficinas del Catastro y trató de colaborar en algunos periódicos. No pudo comprarse unas botas, y durante un tiempo le fue imposible cambiarse de camisa. «Sufro la obsesión de las deudas y los enojos.» «Tenía grandes proyectos y me veía oscuro y sin esperanza de un rayo de luz.» A sus penurias exteriores tenía que añadir la creciente atrofia de un brazo, que siempre le castigaría, hasta dejarle medio paralítico (088, 17-18). Pero era ya, por lo menos, un intelectual brillante, y tal circunstancia le permitió integrarse en la Institución Libre de Enseñanza en 1880. Sin embargo, fue, como muchos de los arbitristas anteriores, un opositor fracasado. Aspiró sin éxito a la cátedra de Historia de España en Madrid (nada menos que frente a Menéndez Pelayo), y más tarde a las de Derecho Político en Salamanca y Derecho Administrativo en Granada. Abogado en ejercicio, fue tardíamente notario, aunque por espacio de pocos años, porque no consiguió la necesaria permuta, deseoso, como estaba, de volver a Graus. Ajeno por necesidad a los grandes ambientes intelectuales, se refugió en su tierra aragonesa, y fue en gran parte un autodidacta. Justamente por entonces —hacia 1890— comienza su lucha por una

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mejora de la agricultura, con la que nunca dejó de estar vinculado. En el marco de la movilización de los cuerpos intermedios, en 1891 encabeza la «Liga de Contribuyentes de Ribagorza», y en 1892 establece la «Cámara Agrícola del Alto Aragón». En 1895 comienza a trabajar en una extensa obra sobre colectivismo agrario, que será el primero de sus libros voluminosos, y que no terminará hasta 1898. Para Costa, «el derecho no es algo que está en los libros», y rinde culto desde el primer instante a la fuerza de la costumbre como asentadora de una especie de jurisprudencia virtual, viendo en la mancomunación de los agricultores, mediante fórmulas de acuerdos libres sobre utilización común de las tierras y de los utillajes, un modo de erigir una riqueza colectiva, una fuerza económica y un empuje social que cada uno de los pequeños propietarios no tendría individualmente. Este sentido de esfuerzo común, realizado dentro de la libertad y del derecho a la propiedad, es quizá la raíz de un corporativismo que en Costa iría tomando forma y doctrina con el paso de los años, pero que nunca abdicaría de sus ideas fundamentales. Costa evolucionó en lo accidental, o en la propia forma de expresar sus ideas o de aplicarlas a un fin práctico; pero hay siempre, de arriba a abajo, y en toda la longitud de su carrera como publicista, un fondo común, que se le advierte a las leguas y que —ése sí— tiene la dureza de una roca. El Desastre no cambió sustancialmente las ideas de Costa, pero sí la manera de manifestarlas. Ya al frente de la Cámara Agrícola había capitaneado causas regeneracionistas y reformistas, y se había convertido en un líder de imparable fuerza moral; pero la coyuntura del 98 le convirtió en un profeta, en un predicador infatigable, en un activista de primera línea. Sus palabras fuertes, capaces de dar a la primera en la diana, sus verdades como puños, sus protestas sin contemplaciones contra las clases dirigentes, su capacidad para movilizar voluntades, aumentaron prodigiosamente su audiencia y difundieron su nombre fuera del círculo altoaragonés en que casi siempre se había movido. Ya en la Asamblea de Cámaras Agrícolas, el 13 de noviembre de 1898, se mostró a gritos, y entre aplausos, «incapaz de seguir reprimiendo la ira que rebosa en nuestros corazones, y consintiendo cobardemente que nos pongan el pie al cuello y se lo tengan puesto al país sujetos que debieran arrastrar grilletes en Ceuta u ocupar una celda en un manicomio o un banco en una escuela; todo menos seguir engañándonos con la ilusión de estas instituciones de papel que inocentemente hemos tomado en serio...» (085, 197).

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Costa había declarado la guerra a muerte a oligarcas y caciques, y éstos tenían más motivos para temer sus palabras que la pluma de otros, porque las palabras del aragonés eran vibrantes y daban en el clavo. Pronto sería Presidente de la Federación de Cámaras Agrícolas, convertida muy pronto en Liga Nacional de Productores. Los cuerpos intermedios, en plena movilización, tendían a asociarse; y así, muy pronto, las Cámaras de Comercio se unieron a la Liga y acabarían constituyendo un movimiento de vastas dimensiones, que pudo —o que hubiera podido— cambiar la historia de España: la Unión Nacional, cuyo Directorio estaba formado por un triunvirato del que Costa era Presidente, y cuya responsabilidad compartía con Basilio Paraíso y Santiago Alba. Luego nos referiremos a lo que fue y a lo que pudo ser la Unión Nacional. Lo único cierto era por entonces que Joaquín Costa había alcanzado una popularidad sin precedentes, se había constituido para muchos en el profeta de la nueva España, y con sus discursos, entre vibrantes y lacrimosos, arrastraba a masas cada vez más amplias. El denso y sugestivo opúsculo Reconstitución y europeización de España (1900) no fue, como se ha venido diciendo, el manifiesto fundacional de la Unión Nacional porque fue compuesto por Costa para la Liga de Productores; pero la Unión lo aceptó sin enmienda como su programa y, aún más, como su ideario. En un principio, pareció que el nuevo movimiento iba a arrastrar a masas muy amplias de españoles —singularmente de las clases medias—. Sin embargo, las discrepancias entre los miembros del triunvirato y de los distintos grupos entre sí le restaron muy pronto la fuerza inmensa con que parecía haber nacido. Costa, desengañado, o tal vez incapaz de adaptarse a las ideas de otros, dimitió de su cargo en el Directorio en septiembre de 1900. No dejó de luchar por eso. Siguió perorando y congregando oyentes allí donde se presentaba. En 1901 publicó Oligarquía y caciquismo como forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, que fue tal vez la más leída de sus obras, o por lo menos la más mencionada. Y en 1903, disuelta la Unión Nacional, y desengañado Costa del sistema de la Restauración, a despecho de su aversión hacia los «partidos» y de que en aquellos momentos gobernaban los regeneracionistas políticos, ingresó en la Unión Republicana, por obra del convencimiento de que «la incapacidad de la monarquía para cambiar el rumbo y llevar a cabo una revolución desde arriba, la invalidan como poder legítimo...; se hace precisa desgraciadamente

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una revolución desde abajo» (180, 138). Pero tampoco el republicanismo era en Costa más que un medio. Presentado contra su voluntad en la candidatura de Zaragoza a las elecciones de 1905, fue derrotado. Renunció a toda actividad política y, aún enfermo, tullido, pesimista, siguió escribiendo y siguió gritando ante quien quisiera oírle. Era a ojos de muchos el potencial salvador del país; pero algo le faltó (no sólo obraron las dificultades de un sistema estanco en los mecanismos de acceso al poder) para convertir sus palabras en hechos, para encontrar un portillo de entrada a las esferas, ya no de la política, sino de la influencia efectiva sobre ella. Manuel Azaña le recuerda, en sus últimos años, como un anciano prematuro, lloroso e impotente: «patriotismo en carne viva, corazón indefenso, porque no conoció la ironía: ahí estaban su fuerza y su flaqueza. Yo le ví en la tribuna del Ateneo llorar de rabia, temblándole las gruesas facciones, mientras improvisaba una arenga descomunal. Costa era el hombre de las fórmulas absolutas, de las conminaciones ingentes... Irascible, apremiante, iluminado por la indignación..., hablaba a gritos, como quien habla a sordos...» (021, 560). Retirado definitivamente en Graus, en 1911 fue a verle el joven Ortega. Después de una sabrosa, ya lenta conversación, Costa quiso levantarse para despedir al visitante, pero apenas logró despegarse de la silla. Comentaba el filósofo: «Nos parecía haber tenido delante un símbolo de nuestro pueblo, aquel hombre de quien medio cuerpo aspiraba a incorporarse y el otro medio gravitaba paralítico» (194, 23). Aquel mismo año murió en Graus. Fue enterrado con todos los honores y recordado con todos los honores. No legisló. EL PROGRAMA DE COSTA, O DESPENSA Y ESCUELA Pérez de la Dehesa ha destacado que «la ideología política de Costa parte del krausismo; de esta escuela tomó la idea de la sociedad frente al Estado. En su pensamiento, todos los organismos intermedios, familia, municipio, región, asociaciones, tenían su valor sustantivo y autónomo...» (Prólogo a 070, 9-10). Y es cierto que perteneció a la Institución Libre de Enseñanza, y que Giner le estimaba al punto de considerarlo «cantera que podría alimentar durante cien años la actividad de los políticos españoles resueltos a estudiar las necesidades verdaderas del país, y darles satisfacción». También es cierto que en su pensamiento asoman ideas corporativistas, comunes a

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la escuela a que pertenecía, y también, ya lo hemos visto, a otros regeneracionistas de su tiempo, sin duda más explícitamente corporativistas que él. Pero no exageremos, como siempre se ha exagerado —en Costa y en otros regeneracionistas a que ya nos hemos referido— su formación krausista y su ideología política: porque lo fundamental en Costa, más que la ideología es el programa, un programa que, por concreto y maximalista, apenas necesita de ideología alguna. Siempre persiguió su España soñada, rica, civilizada y culta, servida por una clase dirigente preparada, honesta y eficaz, pendiente del bien de los españoles, y muy en particular de la enseñanza (sobre todo a nivel elemental) y de la agricultura. A estos pocos puntos puede reducirse la, a primera vista complejísima y completísima, filosofía de la vida pública, que apenas es siquiera filosofía «política», a no ser que identifiquemos política con administración. Lo suyo son pocas ideas: pocas y sanísimas. Su indiferencia ante las formas políticoconstitucionales puede quedar reflejada en uno de sus famosos aforismos: «el hambre no es monárquica ni republicana» (en Política hidráulica, 100, véase 180, 70). La licitud o legitimidad vienen determinadas solamente por la eficacia. Jacques Maurice y Carlos Serrano, que parten del supuesto de que el régimen de la Restauración era indeformable y lo único procedente una revolución, reconocen que Costa fue un iluso, un soñador, cuando tan sólo se propuso reformarlo, hacer una revolución desde arriba. «Hay como un resabio del siglo de las luces en ese sueño reformista...» «Su pecado original no estriba tanto en sus contenidos sino en sus postulados: eran esencialmente inadaptados a la realidad social española. En vez de que permitieran cambiar esa realidad, hubieran requerido que ésta fuese otra» (180, 73-74). Los mismos autores piensan que, en cambio, Costa no fue un utópico cuando quiso apoyarse en los republicanos, aunque con este recurso no encontró ni más amigos ni más popularidad, ni más apoyos dialécticos a su programa. Sea lo que fuere, Costa habló muy pocas veces de ideas políticas y sí muchísimas —e insistiendo en las mismas constantes— de administración, de honradez, de eficacia, de escuelas y de regadíos. Pretender asignarle una ideología, un programa específicamente «político» puede ser —apuntémoslo por lo menos— un falseamiento. Por de pronto, se opone frontalmente al régimen imperante de la Restauración no como tal régimen en esencia, sino como sistema: sistema de partidos oligárquicos, representación viciada, parlamentarismo vocinglero e inmanente, apoyado en un sistema caciquil que

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le sirve para muñir los resultados electorales. Para Costa, «no hay parlamento ni partidos; hay solo oligarquías». Y la oligarquía es lo contrario a la aristocracia, porque viene a significar «el gobierno de los peores» (089, 44). ¿Cuál es la causa de toda esta gigantesca falsificación? Es tópico afirmar que Costa opone sus críticas al sistema de la Restauración como contrario al intento de 1868 de instaurar una auténtica democracia en España: y este tópico tiene una buena parte de cierto. Pero, si le leemos con cuidado, las críticas de Costa se extienden a toda la historia del liberalismo español, porque ese liberalismo confundió los medios con los fines y lo dejó todo en pura teoría. «Fue la libertad bandera de la España nueva por espacio de más de medio siglo: ni ciencia, ni agricultura, ni escuelas, ni canales, ni legislación social...; en nada de esto se pensó: no alentó en ella otro ideal que la libertad... Dos generaciones se pasaron la vida gritando ¡viva la libertad! y tarareando el himno de Riego...» «Esa libertad no se cuidaron de escribirla más que en la Gaceta, creyendo que a eso se debía todo; porque no se cuidaron de afirmarla dándole cuerpo y raíz.» La historia de nuestro siglo XIX es la historia de docenas de revoluciones, de guerras civiles, de escándalos ministeriales, de crisis que no conducían más que a otras crisis... «Ahí estaba cabalmente el error: las cosas seguían como antes, porque la libertad se había hecho papel, sí, pero no se había hecho carne» (070, 21-22). Entendámoslo, que es fácil de entender: Costa no critica la libertad predicada como teoría, sino que se quede en teoría. Para que se haga real es preciso llevarla a la práctica. Y sólo cabe realizarla en un pueblo que puede disfrutar de sus beneficios: un pueblo rico y culto, como no lo es el español. Costa pasó así, en medio de sus evoluciones, toda su vida en la búsqueda de esta «práctica» predicando su doble lema: despensa y escuela. Algunos lo convierten en trilema: despensa, escuela y doble llave (no siete llaves) al sepulcro del Cid. Ya lo dijo en su discurso ante la Liga Nacional de Productores, y lo explicitaría más en su Reconstitución y europeización de España, que terminaba casi con estas palabras: «Todos los capítulos que lo forman [el programa de la Liga, pronto de la Unión Nacional] se encierran en dos: suministrar al cerebro español una educación sólida y una nutrición abundante, apuntalando la despensa y la escuela; combatir la fatalidad de la geografía y de la raza, tendiendo a redimir por obra de arte nuestra inferioridad en ambos respectos; a aproximar en lo posible las condiciones de una y otra a las de Europa Central, aumentando la potencia

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productiva del territorio y elevando la potencia intelectual y el tono moral de la sociedad.» «La escuela y la despensa, la despensa y la escuela: no hay otras llaves capaces de abrir el camino a la regeneración española; son la nueva Covadonga y el nuevo San Juan de la Peña para esta segunda Reconquista que se nos impone» (071, 35). La «despensa», esto es, la riqueza de España, se cifra casi exclusivamente en el fomento de la agricultura y, de forma muy preferente, en el desarrollo del regadío, complementado por una amplia política de repoblación forestal. La «escuela», la mejora de la cultura que necesitan urgentemente los españoles, se reduce también casi exclusivamente en el pensamiento expreso de Costa (podía ir más lejos en ese pensamiento, pero casi nunca lo expresó) en la escuela misma, en la enseñanza primaria, tan necesaria como el comer en un país con un 60 por 100 de analfabetos. A estos dos puntos se confina casi exclusivamente el programa de Costa. ¿Por limitación, por razones de estricta prioridad? La preocupación por la agricultura, y prácticamente sólo por este sector de la economía, no es del todo fácil de comprender en los inicios de un siglo que en su primera mitad iba a caracterizarse precisamente por la primacía de la industria (en la segunda mitad, por la de los servicios). ¿Es la obsesión de Costa por la agricultura un rasgo arcaizante, o responde más bien a una necesidad del momento? Podemos, para empezar, recordar que vivió y sufrió del campo y sus penurias desde los primeros momentos de su existencia, y que pronto se vinculó a instituciones defensoras de los intereses agrarios. También es cierto que en 1900 España era un país eminentemente agrícola, y que el 67 por 100 de su población activa vivía del campo. O tal vez pensaba el aragonés que todo despliegue económico empieza por la agricultura y que sólo su previo desarrollo permite el de los otros sectores. Y hasta es posible que se viera influido por ese neofisiocratismo del cambio de siglo, simbolizado en un Henry George cuyo pensamiento, por cierto, impactó también en otros aspirantes a políticos, más que en los políticos, españoles (véase 205, 94-97). Costa alude a dos de estos motivos —el segundo y el tercero— en uno de sus artículos (El Globo, 15 de febrero de 1903, incluye en Oligarquía, 203): «Nuestra economía nacional es, hoy por hoy, fundamentalmente agraria; en esto nos hallamos todos de acuerdo; y así, cuando estalló en Cataluña la crisis industrial de hace dos y tres años, no hubo en la copiosa literatura que provocó el fenómeno quien no vinculase la causa en la insuficiencia del mercado interior, efecto de la miseria y

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el atraso de los agricultores...» (070, 203). España es un país en que la mayor parte de la gente vive, pero mal, del campo; su incapacidad de capitalización hace que la industria, cuando falta la demanda exterior, se resienta gravemente. No puede haber industria en un pueblo de agricultores pobres. Costa cree en el mito de la España potencialmente muy rica, propio de todos los arbitristas. Reconoce las limitaciones que impone la geografía, pero está seguro de que pueden superarse trabajando bien y regando todo lo posible. En un principio, el pequeño agricultor del Alto Aragón piensa ante todo en los problemas agobiantes de los modestos propietarios; más tarde, cuando tienda la vista a horizontes más amplios, verá también los de los jornaleros de las tierras de latifundio del centro y sur de España (089, 38 y sigs.). Prefiere ser respetuoso con el principio de propiedad, y no propone repartir forzosamente la tierra, sino su uso, pero no duda en admitir la posibilidad de una previa nacionalización del campo, para «devolver» a los pequeños labradores el pleno derecho de trabajarlo en forma de censos enfitéuticos, que les proporcionen, ya que no la propiedad —que nunca deberá traspasarse de forma obligatoria— la seguridad de que podrán labrarla indefinidamente, y ceder ese derecho a sus hijos (cit.180, 166). Propone también Costa la construcción de canales de riego, abundantes caminos vecinales (le preocupan más los caminos que las carreteras), para que no haya tierra útil sin acceso: una reforma del régimen hipotecario que haga más fácil alcanzar la propiedad, la formación de cooperativas y el establecimiento de seguros y mutualidades para los agricultores (véase 089, 40). El papel de Costa en el desarrollo de las instituciones cooperativas difícilmente puede ser ignorado por la historia. No se trata tampoco de plantar más, sino de plantar mejor; dejar también terreno al bosque y a la ganadería, fomentar el regadío y los abonos, mejorar mediante una buena técnica el rendimiento de las cosechas, abrir escuelas agrícolas en donde los labradores conozcan los métodos más modernos y eficaces, trazar caminos y mejorar las redes de comercialización, para que los productos lleguen con facilidad a todos los mercados. Pero la preocupación especial de Costa, en los aspectos periféricos de la agricultura, es el árbol. Como todos los regeneracionistas de su tiempo, siente verdadera aversión a las llanuras desoladas y a las laderas desnudas. Piensa, como todos también, que la falta de árboles es consecuencia de una desatenta tala que despobló la corteza de un país un tiempo extraordinariamente

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boscoso. Y, con el mismo criterio que los demás, relaciona árboles con agua, como si la supuesta o real deforestación hubiese cambiado el clima de la Península, o como si la repoblación pudiese cambiarlo de nuevo. Costa no es original, pero trabajó como nadie en la campaña de concienciación en pro de la arboricultura. La «fiesta del árbol», celebrada en todas las escuelas, fue en gran parte consecuencia de sus prédicas. El árbol y el agua. El árbol atrae el agua; pero el agua que ya tenemos puede ser aprovechada para una amplia política de regadíos. Embalsarla, canalizarla, llevarla a los campos sedientos, es el primer secreto de la restauración de España. Costa recorría las escuelas, preguntando a los niños: —¿Sabéis dónde está el oro de España? —... en las minas... —¡No, no!. Está en el agua de nuestros ríos. «Dar de beber al pueblo sediento es, más que una obra de misericordia, una obra de justicia, porque no debe dársenos el agua como limosna, sino como derecho; porque el programa de un partido progresivo debe encerrarse en esto: regar es gobernar» (089, 59). Quizá quiso decir que gobernar es regar, pero la verdad es que la frase pronunciada en el Congreso de Agricultores de Madrid ha pasado tal cual a la historia, y ha sentado doctrina. «Regar la tierra es elevarla casi a la condición de valor de Estado... Desfondar la que no puede ser regada equivale a menudo a renovar su virginidad, y, en todo caso, a hacerla más resistente frente a la sequía...» Regar y desfondar: tales son «los dos tesoros de España» (071, 21). Complemento de la despensa es la escuela. Si disponer de una bien surtida despensa —mediante el racional cultivo y riego del campo—, representa la mitad de la solución, «la [otra] mitad del problema español está en la escuela... El problema de la regeneración de España es pedagógico tanto o más que económico... Lo que España necesita y debe pedir a la escuela no es precisamente hombres que sepan leer y escribir: lo que necesita son hombres» (en El Liberal, 10-4-99; recogido por el propio Costa en 071, 25-26). En otras palabras, no basta enseñar el alfabeto, las cuatro reglas, o rudimentos de gramática, geografía o historia; hay que formar, que inculcar a los futuros ciudadanos la conciencia del deber, el espíritu de iniciativa, la forja de la voluntad, el cuidado de la salud. Es precisa la práctica asidua de tablas gimnásticas y de excursiones por el campo, que sirvan para fortalecer y endurecer a los pequeños alumnos en el aire

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puro, tanto como para enseñarles a conocer y comprender la naturaleza. En suma, lo que procede hacer es «renovar hasta la raíz las instituciones docentes orientándolas conforme a los dictados de la pedagogía moderna, poniendo el alma entera en las escuelas de niños y sacrificando la mayor parte del presupuesto nacional, en la persuasión de que la redención de España está en ellos o no está en ninguna parte». Y nada de asignaturas teóricas: debe predominar el «método intuitivo», que parte de la realidad para conceptualizarla luego, justo al revés de lo que se hace (070, 40). Y para todo ello se hace preciso dignificar la figura del maestro, elevar su sueldo a un mínimo de mil pesetas anuales, y convertirlo en una de las cuatro figuras del pueblo, junto con el alcalde, el párroco y el juez. Muchas de estas ideas de reforma pedagógica campeaban ya en el programa de la Institución Libre de Enseñanza, de donde nuestro hombre toma muchos de sus principios en este campo; pero fue Costa quien realizó una campaña activa y agresiva, generando por doquier la conciencia de la necesidad urgente de de una escuela obligatoria y difundida hasta los últimos rincones del país, con una duración de la enseñanza básica de hasta ocho o diez años; y la de modificar también drásticamente los métodos de docencia, para hacerlos más prácticos y vivos, más, en definitiva, formativos: Asegura Fernández Clemente: «Costa se adelantó en sus teorías pedagógicas docenas de años a su época. Defendió... el régimen de tutores preocupados por los alumnos de modo personal y responsable, la importancia de la educación física y el contacto con la naturaleza, las excursiones, la ruptura de murallas entre asignaturas, para comprender globalmente todos los saberes...» (089, 21). Habló mucho menos de la enseñanza media, aunque también sintió preocupación por la formación de jóvenes dotados de una cultura general en todos los órdenes de la vida; personas que, sin llegar a sabios, pudieran participar con tino en una conversación o mostrar socialmente sus conocimientos sin bochorno ante nadie: una enseñanza extendida como la de bacaulereat francés sería una solución ideal para España. Por el contrario, Costa, que dedica todavía menos páginas a la Universidad, no desea extender, sino mejorar decisivamente la calidad de la enseñanza universitaria. En este punto, está mucho más cerca de Mallada (que quería seis universidades) o de Macías Picavea (que se contentaba con cuatro) que de Fité, para el cual había que crear tantas universidades como fuera posible. Sólo que Costa es el más drástico de todos: «Menos universidades y más

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sabios...» No basta la cultura; «es preciso, además, producir grandes individualidades científicas que tomen activa participación en el movimiento intelectual del mundo y en la formación de la ciencia contemporánea...» «Han de reducirse las universidades a dos o tres, concentrando en ellas los profesores útiles de las demás...» (071, 26). Nada precisa Costa sobre lo que hay que hacer con el resto del profesorado, aunque es fácil adivinarlo en un hombre que quería «por término medio, de cada diez empleados, suprimir nueve» (ibíd., 27-28); tampoco dice nada sobre las dificultades del desplazamiento de todos los alumnos válidos de España a sólo dos o tres ciudades del país. Lo que le preocupa es ante todo conseguir «grandes individualidades científicas», «a fin de crear en breve tiempo una generación de jóvenes imbuidos en el pensamiento y en las prácticas de las naciones próceres, para la investigación científica, para la administración pública, para la industria, para la enseñanza, para el periodismo» (071, 26)9. Lo que quiere Costa con la sustitución del licenciado mediocre por las «grandes individualidades científicas» es la formación de una «elite» en el más puro sentido institucionista, aunque el impetuoso aragonés esté dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias en este camino. Y en una frase que comienza con palabras dignas de Marinetti pide «prender fuego a la vieja Universidad, fábrica de licenciados y proletarios de levita, y edificar sobre sus cimientos una Facultad moderna, despertadora de las energías individuales, promovedora de las invenciones» (070, 40). Pero, a la vez, y quizá sobre todo, Costa denuncia la sobreestima de las carreras universitarias, en contraste con la aversión que las clases medias o los jóvenes bien dotados sienten hacia los centros de formación profesional, y propone estimular las «pequeñas carreras», no específicamente universitarias, que sirvan para lanzar al torrente de la sociedad hombres preparados para ejercer oficios especializados (180, 55). Doble llave al sepulcro del Cid, para que no vuelva a cabalgar. De esta frase, pronunciada en la Asamblea de Zaragoza, se arrepentiría después Costa, o trataría por lo menos de matizarla. Nada de antipatriotismo ni de renegar de las grandes figuras de nuestro pasado, sino olvidar glorias que, por no ser actuales, pueden engañarnos respecto de nuestra verdadera situación y sumirnos en leyendas doradas que ——————— 9 Véase también «Sobre la supresión de Universidades», en Maestro, escuela y patria, Madrid, Biblioteca Costa, 1916.

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en absoluto sirven a la hora de resolver los problemas. «En 1898 España había fracasado como estado guerrero, y yo echaba doble llave al sepulcro del Cid para que no volviera a cabalgar; pero es porque antes me había asomado a él para conversar con el Cid repúblico, no con el guerrero, y me había declarado éste su pensamiento social y político...» («Otros escritos», 070, 172). No conocemos exactamente la doctrina social y política que el Cid pudo enseñar a Costa, pero éste recuerda la escena de Santa Gadea, el honor y el amor a la patria como gestos ejemplares de Rodrigo Díaz de Vivar. En los Juegos Florales de Salamanca, escenario de otro de los discursos más encendidos del profeta aragonés, vuelve sobre la misma idea: «Deshinchemos esos grandes nombres: Sagunto, Numancia, Otumba, Lepanto, con que se envenena a nuestra juventud en las escuelas y pasémosles una esponja. Desmontemos de su pedestal al Gran Capitán, y al duque de Alba y a Leyva, y a Hernán Cortés, a Alejandro Farnesio y a don Juan de Austria» (en «Otros escritos», 070, 151). Tan irreverentes propósitos no suponen sin embargo el desprecio hacia estas figuras, sino nuestro alejamiento de unas leyendas que nos embriagan para alejarnos de la realidad. De tales personajes podemos servirnos más bien como modelos y «aprender la norma de conducta que debemos observar en el presente». La idea podría quedar más clara todavía en un inciso —Costa, con sus millones de ideas, es el hombre de los incisos— de un artículo sobre «misión social de los riegos»: «Vivimos todavía los españoles, lo mismo en agricultura que en historia, en el pasado mítico y fabuloso de nuestra vida nacional. Todavía nos acaloran las luchas de “moros y cristianos”; todavía nos obsesionan el descubrimiento de América y los galeones cargados de piedras preciosas... Así también en agricultura: todavía la leyenda... No hay clima tan benigno como el nuestro, ni cielo tan próvido, ni suelo tan fértil y abundante como el suelo de España... Ya es hora de que apartemos de los ojos el cristal de color de rosa que nos vendó el orgullo tradicional de nuestros padres...; que nuestras hazañas pasadas no valen ni más ni menos que las de otros pueblos...; que nuestro clima es de los peores, que nuestro suelo es de los menos fértiles, nuestro cielo de los más ingratos y avaros» (Política Hidráulica, Madrid, Biblioteca Costa, 1912, 13; véase también 180, 52). Hubiera sido sano matizar: las delicias de nuestro suelo y de nuestro clima son pura leyenda dorada; las hazañas del Cid, del Gran Capitán, de los descubridores o los conquistadores, son hechos históricos reales. Pero Joaquín Costa, el hombre de las mil —a veces obsesivas— ideas no es propenso a los matices.

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VIEJA Y NUEVA POLÍTICA No sólo en Oligarquía y caciquismo —pero sí especialmente en el libro de ese título— truena Costa contra los dos males del sistema político que agarrota a España. Sistema, es preciso repetir, porque Costa se preocupa mucho menos de la naturaleza del régimen imperante en el momento en que habla y escribe que de la forma de ponerlo en práctica. Todo lo que se ha dicho de falsedad, de tramoya, de palabrería, de teatro, de ficción, de cartón piedra, de hipocresía oficial, de política a espaldas del pueblo (y se ha dicho muchísimo), dicho está ya por Costa. Es más, cabe suponer que muchos juicios y hasta muchos lugares comunes que circulan desde entonces sobre aquel sistema han sido inducidos por el estado de opinión creado por Costa. Cierto que todos los arbitristas-regeneracionistas han venido o vendrán exponiendo aproximadamente las mismas o parecidas ideas; pero Costa las expresó con una fuerza especial, aparte de que ha sido cien veces más leído o por lo menos citado que todos los demás juntos. De acuerdo con la tesis central, el sistema está viciado hasta sus últimos hondones, y mientras se mantenga ese vicio, España no podrá levantar cabeza, por mucho que lo intente. Se ha dicho una y otra vez que Costa propugnó en un principio una «revolución desde arriba» (para emplear una expresión que él mismo inventó, que algunos atribuyen a Silvela y los más a Maura); y más tarde, vista la imposibilidad de sanear el régimen, pensó en la necesidad de un régimen radicalmente nuevo. Es cierto. J. Maurice y C. Serrano han insistido especialmente en la idea de esta evolución (180). Pero sería desconocer el fiero y primario (por primario se estima generalmente que «sano») prurito de Costa de destruir lo perverso y construir lo conveniente, si no se tuviera en cuenta que la idea fundamental (la sustitución del «sistema» por algo radicalmente distinto) está por encima de cualquier concepción de filosofía política concreta. El hambre no es monárquica ni republicana. Ni, al parecer, entiende ni necesita entender demasiado de ideologías. A lo que ha ido a parar el sistema de la hipocresía oficial es a la oligarquía y al caciquismo. ¿Dos males o en realidad uno solo? El desorden impetuoso de Costa, fundamental en las ideas básicas, contradictorio a veces en la forma de expresarlas, impide precisar con seguridad si en su pensamiento oligarquía y caciquismo son una misma realidad representada por unas mismas o emparentadas personas,

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o son dos fenómenos distintos que conviven amistosamente por razón de intereses comunes, o más bien complementarios. Cuando habla, con penetrante e irónica expresión de «primates», «caciques de primera», «de segunda» y de tercera», establece una clasificación digna de más atención que la que por regla general se le ha prestado. Más tarde, cuando tratemos sintéticamente del sistema imperante por 1900, intentaremos precisar en lo posible los términos y la propia realidad. Sigamos de momento escuchando a Costa. Todo se ha falseado, porque «la oligarquía ha absorbido y anulado la soberanía histórica del monarca al mismo tiempo que la soberanía inmanente de la Nación». «No hay Parlamento ni partidos; hay solo oligarquías»; «oligarquías de personajes sin ninguna raíz en la opinión ni más fuerza que la puramente material que les comunica la posesión de la Gaceta» (070, 24). Vivimos, por tanto, en un país ocupado. Ocupado por una minoría que no ha sido realmente elegida, que no tiene títulos legítimos para gobernar y administrar, pero que lo hace, sin embargo, prevalida de los presupuestos válidos para el gobierno de las mayorías. Y en ese engaño radica justamente el más grave peligro: una tiranía enseñaría las orejas de modo indisimulable, y sería por lo mismo más fácil de denunciar, quedaría más a la vista de la opinión pública, por poco desarrollada que ésta estuviese. Pero el sistema imperante es una democracia teórica: España figura entre los países más democráticos del mundo, se ha proclamado el sufragio universal y todos los ciudadanos, sin distinción, tienen derecho a votar; están contemplados todos los derechos, desde la libertad religiosa o de conciencia hasta el habeas corpus o la inviolabilidad de domicilio. Y sin embargo, algo no funciona, puesto que siempre gobiernan los mismos, y los que gobiernan no se preocupan del bien público sino de su propia pitanza. Y quizá sobre todo, que los cambios que se operan ocurren por obra del propio acuerdo entre los políticos, conspirados para repartirse el pastel, nunca por obra de un cambio de opinión: como que es ley consabida que las elecciones las gana siempre el partido que las organiza. Primero sobreviene el turno de partidos: después, la supuesta aquiescencia popular a ese cambio. Se ha colocado el carro antes que los bueyes. Y el hecho no puede explicarse sino suponiendo que las elecciones son una farsa, muñidas hasta la náusea por los caciques. Frente a semejante realidad que convierte la vida pública en una enorme y constante mentira, no cabe otro recurso que reemplazar a las corruptas clases dirigentes por políticos sanos que tengan sus miras puestas en el pueblo y sus nece-

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sidades, y acabar de una vez con esas lacras. Cambiar a los hombres es más importante que cambiar el sistema, aunque Costa más tarde piense que para hacer una cosa es indispensable proceder a la otra. «Obliguemos a los hombres públicos a retirarse a la vida privada para que el pueblo pueda salir a la vida pública» (070, 215): es una fórmula simplista, pero categórica, y encaja a la perfección en el estilo de su autor. Por eso cuando Costa habla de hacer una «revolución» no está pensando esencialmente en nuevos planteamientos políticos, sino, ante todo, en términos de «despensa» y «escuela». «Hagamos o promovamos una revolución en el Presupuesto, que permita gastar en muy breve plazo 150 millones en edificios escuelas y otros 150 en formar maestros, y el doble siquiera en fomentar la producción mediante caminos, obras hidráulicas, huertos comunales, enseñanza técnica de labriegos...» (070, 215 y 217). Una revolución, por tanto, profunda si se quiere, pero no exactamente política, o digámoslo así, no exactamente ideológica, a no ser que por política o ideología queramos entender —o quiera entender Costa— la filosofía de la eficacia. La limitación que supone restringir el ámbito de los cambios a la ejecución de un simple programa práctico no resta dificultades a esta revolución, puesto que se hace preciso derrocar a una clase dirigente poderosa y bien arraigada, y sustituirla por otra que necesitará un tiempo para hacerse al oficio. ¿Quién y cómo ejercerá el poder durante ese lapso? «Regenerar, resucitar y europeizar a España requiere inexcusablemente un cambio de régimen... a menos para algún tiempo, un régimen político de tutela... con todas sus consecuencias» (052, 103). Aquí es donde viene el punto más discutido del programa de Costa, el referente a ese «salvador del país» inevitable entre todos nuestros arbitristas, en la forma concreta del «Cirujano de Hierro». Los defensores de Costa, que son casi todos, tratan de disculparle a base de buscar un sentido metafórico a sus palabras o de hacerle barajar la posible sustitución del «cirujano» por un «partido» o «el pueblo en su conjunto», ideas que no es fácil encontrar en sus escritos, ni siquiera en los más contradictorios. Como si esos defensores no se dieran cuenta de que la dictadura como medio de Costa es para él la única herramienta posible no sólo para desterrar una dictadura disfrazada, que es la peor de todas, sino para alcanzar la verdadera democracia. Como que la ingente tarea del «cirujano» transitorio e inevitable es, ante todo, la de democratizar España.

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«Esta política quirúrgica... tiene que ser cargo personal de un cirujano de hierro que conozca bien la anatomía del pueblo español y sienta por él una compasión infinita» (070, 96; véase 052, 101-102). No, por tanto, un dictador en el sentido que solemos conceder a esta palabra, sino un benefactor que con mano poderosa remueva las vergüenzas nacionales y nos ponga en el camino de la regeneración. A Costa le cuesta muchísimo personificar el talante de este salvador. A veces clama por «una personalidad fuerte, un Bismarck con mezcla de San Francisco de Asís» (071, 14); otras, complica más la combinación: «una especie de cruce entre Hammurabi, Gregorio VII y Porfirio Díaz» (véase 180, 31), o bien «un alma en lo alto, en quien se hayan fundido Aranda y Jovellanos para el programa, Fernando de Aragón y Cisneros para la acción...» (Los siete criterios de gobierno, incluido en 071, 319). ¡Cuántos modelos, qué distintos y que incompatibles! Es curioso que quien ha querido cerrar bajo doble llave el sepulcro del Cid recurra ahora a tantas glorias del pasado para encontrar un paradigma de su héroe. Quizá no acertó en muchos de sus ejemplos, pero, después de tantos cruces, hasta resulta posible hacerse una idea siquiera aproximada del talante del personaje que Costa hubiera dado la vida por ver asomar al horizonte de la historia. Al oírle hablar de un «hombre que conozca bien al pueblo español y sienta por él una compasión infinita», más de uno, entre ellos Lorenzo Benito y Tomás Bretón (el músico) se preguntaron si Costa estaba pensando en sí mismo (052, 101). El propio Giménez Valdivielso, sin atribuir al aragonés tal intención, apunta la posibilidad de una asunción personal cuando escribe que su personaje «suele fulgurar rayos y predica también la revolución. Pero la revolución que Costa predica es más bien económico-administrativa que política... Yo creo que esto no basta para hacer la revolución. Es posible, sin embargo, que si Costa pudiera ponerse a la cabeza del movimiento, con su gran prestigio y sus grandes energías, llegase a realizarla. Un hombre de las condiciones de Costa no es común» (124, 51). Prestigio y energías, ciertamente no le faltaban. Le faltaban quizá otras cosas, entre ellas la salud. Si Costa soñaba (solamente soñaba) con encarnar al salvador, por mucho que sus panegiristas lo nieguen, queda muy ligeramente insinuado en una carta que el propio Costa escribió a Rafael Salillas, —que también le proponía para la gran misión— en una fecha tan tardía como el 3 de mayo de 1906:

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Escultor de pueblos... ¿es guasa? Tanto como cirujano de hierro... ¡Psch! (052, 100).

Probablemente ese «psch» es, en un hombre enfermo al que la vida ha hecho sarcástico, más una expresión despectiva de rechazo que cualquier otra cosa. Pero no lo sabemos con seguridad. Lo seguro es: ¡cómo le hubiera gustado a Joaquín Costa poder ser el cirujano que profetizaba! Melchor Fernández Almagro escribe que «Costa había nacido, probablemente, para acaudillar masas...; pero también, quizá, para fracasar, por su propensión al pesimismo más acre y por el simplismo de sus soluciones» (085, 196). Fracasaría de hecho muy pronto, por más que sus ideas perdurasen por espacio de casi un siglo. Lo importante, lo imprescindible a la hora de aprender cuál era el plan de Costa sobre la reforma operada por un hombre o unos hombres para, a través de una fase transitoria de ejercicio de una plena autoridad, llegar a una normalidad benéfica y justa, es tomar cuenta exactamente el carácter clásico, romano —y por ende constitucional— de la concesión de plenos poderes, también de las supremas responsabilidades, a las que el dictador habrá de constreñir su propia voluntad, que nada va a tener de caprichosa, ¡e infinitamente menos de arbitraria!, para asumir una autoridad de cuyo ejercicio habrá de ofrecer rendida cuenta, hasta entregar finalmente el poder que la propia comunidad le ha confiado con el fin concreto e indesviable de ponerla en camino del bien común. Las palabras de Costa pueden resultar todo lo hetereogéneas que se quiera, y se las podría tildar aun en sus momentos más maduros, de pensadas a golpes, antes que reducidas a un plan serenamente estudiado. Pero la idea general del conjunto aparece perfectamente diáfana: el hombre o los hombres de hierro «debe o deben imprimir a la sociedad un movimiento que ella misma no habría alcanzado... Pero, eso sí, tal régimen debe ser sólo temporal y transitorio: tan pronto como el impulso está dado y el gobierno promovido... el estadista o la clase social que asumió aquel papel debe eclipsarse totalmente, sin pretender prolongarlo ni un minuto más» (apud 179, pág. XXII). Las connotaciones «autoritaristas» que Tierno encuentra en el pensamiento de Costa (259) no se diferencian gran cosa de las de otros arbitristas y otros noventayochistas, que sueñan una gran remoción operada por un golpe que acabe con las artimañas de los «partidos»; pero es justamente Joaquín Costa quien deja más clara la

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provisionalidad de ese paso intermedio entre la falsa y la verdadera democracia. Porque «en España el régimen parlamentario no puede ser serio, como en Inglaterra, sino estorbo que ha ayudado activamente al desastre»; de tal forma que «para que España pueda ser nación parlamentaria mañana tiene que dejar de serlo hoy» (070, 64-65; véase también 118, 278). Ahora bien, y eso sí que es preciso dejarlo al descubierto, aunque el hecho pueda prestarse a sesgadas interpretaciones: Costa alude, no insistente, pero sí paladinamente, a una forma de democracia orgánica. Es en la segunda fase de su proyecto cuando ya ve imposible una revolución desde arriba: el cambio de sistema ha de acarrear por fuerza un cambio de régimen. Y ese nuevo régimen ha de vitalizarse por obra del «desarrollo del principio... de la representación por clases o por colectividades, de forma que la mitad de los diputados de cada provincia corresponda a los colegios llamados generales y la otra mitad a los especiales» (071, 29). Costa no es en este punto maximalista como otros: quiere una democracia mitad orgánica, mitad inorgánica, quizá porque comprende que no se puede privar del voto —el sufragio universal, al fin y al cabo— a aquellos que por cualquier circunstancia no pertenezcan a ninguna profesión o asociación. Maurice y Serrano lamentan, disculpándolo, que el proyecto de Costa haya dado así «lugar a ulteriores interpretaciones de su pensamiento en sentido autoritario, como las de Primo de Rivera y de los precursores de la Falange» [los autores omiten la alusión al costismo de Franco y de algunos de sus colaboradores]. «Estas interpretaciones son tendenciosas, porque son parciales. Sin embargo, no cabe duda de que las posiciones del mismo Costa, por sus ambigüedades..., favorecen esas mismas interpretaciones» (180, 142). Costa es autoritario por populista. No sabemos si hubiera bendecido, en sus primeros años, la Dictadura de Primo de Rivera, como hicieron tantos sinceros demócratas, por ver en él (como el propio dictador se veía), al «cirujano de hierro». Pero la cirugía es dura por necesidad, y sin embargo no por eso rechazable, sino todo lo contrario. Costa, autoritario o no en sus modales, que desea para España ese self government que admira en Inglaterra, y para llegar a él, a esa democracia de todos para todos, no ve otro remedio posible que el paso por el quirófano. Bien entendido que el paso —exitoso— por el quirófano es afortunadamente sólo una parte muy pequeña de la vida. También es necesario recordar, por la fortísima tendencia a olvidarlo, que la idea de democracia orgánica procede de Ahrens, nació y se crió en el seno del krausismo y de destacados

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miembros de la Institución Libre de Enseñanza. Costa no necesitó inventarla: la bebió íntegramente de aquella escuela. Que la idea haya cobrado más tarde otras connotaciones, no parece que tenga que ver con el proyecto de Costa. Como tampoco que su lema Todo por España (en 071, 35), grito de un patriota bienintencionado, haya sido tomado más tarde por otros. EN LA REVOLUCIÓN DE LOS CUERPOS INTERMEDIOS En este punto se hace necesario conectar la acción concreta de Costa por regenerar España con un movimiento a que ya hemos hecho alusión en un capítulo anterior. Está apenas iniciado el estudio de la entrada colectiva —o más exactamente, en grupos asociados— de elementos de «una nueva clase media» o de una clase media que hasta entonces no había sentido excesivas inquietudes de esa naturaleza, en la vida pública, y quisiera que no, pues al fin y al cabo la vida pública tiende a polarizarse en una función pública, en la vida política. La forma de manifestación más visible, y hasta el momento casi la única estudiada, es la proliferación de los cuerpos intermedios, ligados casi siempre a una actividad o condición profesional. Carlos Seco piensa en la posible influencia de los sindicatos obreros, y el hecho no tiene nada de extraño desde el punto en que el «98 de los obreros» consiste ante todo, ya lo hemos observado, en una conciencia sindical, en la idea de que hay que organizarse y obrar mancomunadamente si lo que se desea es la eficacia en la reivindicación y la puesta en práctica de los programas. También es necesario recordar que el «98 de los obreros» comienza a operarse ya antes de 1898 (diez años antes se había fundado UGT); aunque la avalancha sindicalista se desata singularmente, año más año menos, por la fecha del Desastre. El mismo criterio puede adoptarse para la efervescencia de los cuerpos intermedios, que se inicia desde antes de 1898, pero que a partir de esa fecha adquiere un talante mucho más activo. Como siempre, el 98 comienza antes del 98, pero el 98 propiamente dicho actúa como acelerador. ¿Puede convertirse esta idea, a efectos múltiples, en una tesis general? El protagonismo de los cuerpos intermedios se materializa a través de los organismos ya formados, o de los que, a su imitación se forman ahora: ligas de pequeños propietarios, cámaras de comercio,

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cámaras o juntas agrarias, colegios profesionales, asociaciones de interés mutuo, e incluso algunas de carácter cultural, como los Ateneos (el de Madrid invitó a hablar a Macías Picavea, a Costa, y a otros regeneracionistas). Son las únicas que pueden hablar con una voz colectiva, y por eso los únicos testimonios que nos constan, salvo los literarios o periodísticos, son los procedentes de estas corporaciones. Pero seguramente sería un error pensar que el regeneracionismo como ansia de un cambio de rumbo que desea tirar por la borda las oligarquías y caciquismos, para iniciar una más «sana» y «auténtica» reconstrucción del país se limita a unos cuantas asociaciones organizadas. Estas asociaciones son las únicas que poseen la facultad de hacerse oír —y llegado el caso, presionar, o incluso tratar de alcanzar el poder—; pero el peso social adquirido por los regeneracionistas, especialmente por Costa, que es quien más se asoma al foro público, y por tanto el más conocido, da a pie a sospechar que quienes opinan de forma parecida a los portavoces de los cuerpos intermedios se acercan a «esa masa inmensa» de que hablaba el conde de Las Almenas en el Senado: una mayoría silenciosa, que no deja sin embargo de ver con simpatía las palabras de Costa o el programa de la Unión Nacional. Probablemente si nos limitamos sólo a lo visible, nos quedamos cortos. Pero hoy por hoy es demasiado pronto para precisar en términos reales el alcance de los regeneracionismos de clase media de comienzos de siglo. El primer paso al frente lo dio, como ya hemos visto, la Cámara de Comercio de Cartagena, cuando el 1.º de septiembre de 1898 hizo público un manifiesto para invitar a sus demás congéneres a una reunión conjunta que estudiase los males del país y sus vías de remedio. Que el terreno estaba preparado parece dejarlo claro el hecho de que sólo dos meses y medio después, el 20 de noviembre, se reuniese en Zaragoza la primera Asamblea Nacional de Cámaras de Comercio, presidida por otro aragonés regeneracionista, Basilio Paraíso, y en que fue secretario el joven vallisoletano Santiago Alba. Acudieron Rusiñol de Barcelona, Ruiz de Velasco de Madrid, Olano y Alzola de Bilbao, y noventa representantes más de toda España. Se trataron asuntos de interés común, pero muy particularmente temas políticos, en que se coincidió en la necesidad de una renovación de las clases dirigentes para que el país pudiese levantar cabeza (085, 198-199). Casi al mismo tiempo, Joaquín Costa, que ya era presidente de la Cámara Agrícola del Alto Aragón, convocaba una Asamblea Na-

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cional de Cámaras Agrarias, que también se reunía sin tardanza, igualmente en Zaragoza, en febrero de 1899, con representantes de todas las regiones, y concretamente de veinte provincias. Zaragoza se estaba convirtiendo, quizá no por casualidad, en la capital del regeneracionismo español.Costa fue, no es preciso afirmarlo, el alma de aquella reunión, a la que enfervorizó con discursos vibrantes y lacrimosos en los cuales hablaba de recuperar una España entonces «desolada», «crucificada» por los malos gobernantes y por los caciques; y para levantar la idea de la regeneración, más aún, la del fin de una época y unos dirigentes y el comienzo de otra y otros, terminaba con un «¡España ha muerto! ¡Viva España!» (Cfr. 024, 83). Pero Costa quiso llegar más lejos que las Cámaras de Comercio, y de allí mismo salió la idea de fundar una Liga Nacional de Productores, de la que los agrarios, con Costa a la cabeza, se convirtieron en los primeros socios. Logicamente, en la Liga cabían también los comerciantes, los industriales y cuantos de alguna manera contribuyesen al desarrollo de la economía nacional. Pero la Liga Nacional de Productores no iba a quedarse sólo en una asociación de entidades patronales o de pequeños profesionales libres. En el mensaje que Costa escribió para definir el programa de la Liga (y que formaría el núcleo de su obra Reconstitución y europeización de España) reclamaba la formación de «un partido nacional», «un partido regenerador», «que no reprima la ira que rebosa en nuestros corazones, ni consienta que gobiernen sujetos que debieran arrastrar grilletes en Ceuta u ocupar una celda en un manicomio, o un banco en una escuela; que arranque instituciones de papel que inocentemente hemos tomado en serio, que haga de derecho público las Obras de Misericordia, y consiga que la condición de español deje de ser un mal negocio» (en 085, 197). Como programa de la Liga Nacional de Productores, pero con la intención de hacer de ella la base de un gran partido nacional, Costa escribió el más denso de sus tratados regeneracionistas, Reconstitución y europeización de España, en el que abogaba por la sustitución de las clases dirigentes, un gobierno semicorporativo, la descentralización de las regiones (puramente administrativa), la adopción de medidas sociales, asunción por el Estado de un plan de reforma agraria y de regadíos, así como una amplia política de escolarización, preferentemente en sus niveles elementales. En suma, todo el programa de Costa, ya conocido, suponía ahora la superación del viejo Estado «liberal» para convertirlo, si no en el «Estado providencia» de que se hablaría muchos años más

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tarde, sí en un Estado intervencionista, que dedicara su presupuesto no sólo a caminos vecinales, regadíos y escuelas, sino también a fomentar una nueva distribución de la propiedad o más bien del uso de la tierra. Costa había dado ya el paso decisivo para su entrada en la vida pública. El 14 de enero de 1900 se constituyó en Valladolid la Unión Nacional, formada fundamentalmente por la Liga de Cámaras de Comercio y la Liga Nacional de Productores, amalgamadas por un joven abogado y político vallisoletano, Santiago Alba. El desembarco oficial del movimiento regeneracionista en Castilla significaba la ampliación necesaria para que la iniciativa fomentada por Cartagena, y que había despertado ecos inusitados en Aragón, se extendiese a toda la vastedad de la geografía española. Miembros de la Unión Nacional había ya en el momento de constituirse, y sobre todo muy poco después, en las más diversas regiones. Como programa de la Unión se adaptó íntegramente el expuesto por Costa a la Liga; y los tres padres fundadores, Costa, Paraíso y Alba se constituyeron en Directorio aunque, por razones de edad y del prestigio alcanzado, la presidencia correspondió a Costa. La Unión Nacional se constituyó como un «partido». ¿Qué clase de partido? ¿Uno más en la libre concurrencia electoral? ¿Simple movimiento de opinión, destinado a presionar sobre los partidos del turno, hasta hacerles entrar en razones? ¿«Antipartido» en el sentido de oponerse a los partidos existentes para reemplazarles en el uso del poder? La expresión «partido apolítico», tantas veces empleada en el seno de la Unión Nacional, ha admitido una multiplicidad de interpretaciones que han desdibujado, desde entonces hasta ahora mismo, su verdadero carácter. En ocasiones, la idea de «partido apolítico» sugiere la de «movimiento» o «corriente de opinión» canalizada por un organismo directivo que, sin embargo, no aspira a presentarse a unas elecciones ni a concurrir a la lucha parlamentaria, sino a provocar, por obra de una enorme fuerza moral, un cambio de situación. En otras, aparece con todos los perfiles y estructuras propias de un partido, pero con una decidida vocación «administrativa» —reforma agraria, embalses, canales, caminos, revisión del derecho de uso de la tierra, escuelas, institutos, fomento de corporaciones y de cooperativas—, con una cierta indiferencia hacia las cuestiones puramente ideológicas e incluso institucionales. ¿Qué es lo que exactamente pretendía ser, si es que podía ser algo, puesto que el concepto de «partido apolítico» puede encerrar una contradictio in adiecto?

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La indefinición de la Unión Nacional dependió en gran parte de la propia idea que de ella tenían sus creadores. Paraíso defendía la prioridad de lo económico, y por tanto la idea de un «partido administrativo», si es que a su vez tiene sentido esta expresión. Alba, hombre de vocación política definida, prefería un partido con todas las de la ley, capaz de competir en la arena política cuando llegara la ocasión, esto es, cuando tuviera el suficiente respaldo social; sin dejar de dar preferencia a las reformas administrativas, y en especial —como Costa— a las agrarias. Alzola, otro de los más destacados representantes de las Cámaras de Comercio, se oponía terminantemente a la entrada de la Unión en la vida política, a sabiendas —nadie era un lego en ello— de que «el sistema» emplearía todas sus argucias para impedir su triunfo electoral: y una derrota electoral de un movimiento que se presentaba como respaldado por una masa inmensa de opinión hubiera supuesto su completo descrédito. La postura de Costa parece en cierto punto intermedia, por difícil que resulte deslindarla de entre sus tan firmes y categóricas como contradictorias afirmaciones. Por de pronto quería un partido «como los demás», en cuanto a su organización y sus derechos: «un partido... con sus periódicos, sus comités, sus asambleas, con un programa desarrollado y gacetable, a fin de reclamar su inmediata realización de los gobiernos que se formen de los demás partidos, mientras conserven fuerza para constituirlos, y en caso de que se nieguen o lo demoren, reclamar el poder en la misma forma que ellos...» (en 085, 187). Deducimos: un partido organizado como tal, pero que de momento no está dispuesto a participar en los comicios y por consiguiente en los parlamentos, sino a presionar desde fuera para que los demás acepten su programa; si esto no se consigue, aprovechará la fuerza de la presión ya ejercida y la de la opinión ya ganada, para reemplazarles como partido de gobierno. Otra vez pide «una organización apta para las luchas activas de la política y para la gobernación del Estado, [capaz de] elaborar un programa..., agitarlo en la prensa y en el mitin, ganar para él la adhesión de una parte considerable del país... y con la primera oportunidad reclamar el poder en la misma forma y con igual derecho, probablemente con mejor derecho, que los demás partidos..., y constituir un gobierno propiamente nacional, rompiendo la infausta tradición de los gobiernos de partido...». En este caso ya no existe la menor intención de «convencer» a los demás partidos, u ofrecerse como una alternativa más en el seno del sistema, sino la idea de adquirir un creciente apoyo en la opinión hasta desplazar no solo a los

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partidos, sino a «la tradición de los gobiernos de partido»: ¿En qué está pensando Costa en este momento? ¿En un partido único? ¿En un partido sin los vicios de los «partidos» que conoce? No tendría sentido preguntarle (o, por lo menos, Costa sentiría la necesidad de pensar) qué era exactamente lo que había querido decir. Un año más tarde, ya medio desahuciada la Unión Nacional, soñaría en «un partido, que en rigor debiera ser el único partido, partido propiamente nacional..», en en que participarían intelectuales, profesionales y pueblo (070, 153). En este caso sí que aparece ya paladinamente la idea de un partido único, aunque no por eso antidemocrático —porque el «pueblo» participará en ese partido, como no participa en los actuales—; ni antiparlamentario, porque España «ha de ser parlamentaria mañana». Eso, al menos idealmente. De todas formas, siempre es peligroso juzgar a Costa por una cualquiera de sus frases. Poco más tarde, buscando la solución por otro camino, se asociará al partido republicano. Volvamos a la Unión Nacional. Tras su constitución, los puntos aprobados fueron tres: 1.º, exigir una inmediata reforma del la enseñanza, del Ejército, de la Justicia, de la Administración.; 2.º, favorecimiento de la política agraria, mediante la acometida de obras hidráulicas, escuelas de capacitación agrícola y préstamos más flexibles a los agricultores; 3.º, protestar inmediatamente contra los nuevos impuestos y amenazar con un boicot fiscal y un cierre de tiendas si el ministro de Hacienda, Fernández Villaverde, no los retira. Frente a la política de Villaverde de presupuestos bajos e impuestos altos para nivelar la angustiosa situación del Erario, la Unión Nacional —contra el criterio de Costa, que tenía la vista más larga— exigía presupuestos altos e impuestos bajos. En suma, una utopía. La raíz adventicia del nuevo movimiento —y concretamente las Cámaras de Comercio— pudo limitar sus miras a una táctica puramente coyuntural, que no concitó excesivas simpatías y que acabó fracasando: y con su fracaso arrastraría a todo el magno proyecto de un gran partido nacional. «El espíritu contable de los tenderos» —comenta con cierto tono despectivo Varela Ortega— les impidió salir de su propio ámbito de intereses (275, 323). La huelga de contribuyentes y de comercios, que fue la única medida concreta que tomó la Unión Nacional en toda su corta vida, fracasó, no sin ciertas violencias en algunas partes. El regeneracionismo de la calle —o de las asociaciones— se enfrentaba abiertamente al regeneracionismo político, que ya, a juicio de los propios políticos, había conseguido al fin asentar-

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se en el poder. La oposición frontal entre los dos regeneracionismos resultó fatal para ambos. Y la Unión Nacional, que nació con tantos ímpetus, dispuesta a concitar un verdadero movimiento de masas, por lo menos de las clases medias, se fue desinflando por sus contradicciones, por la diferencia de criterios entre sus miembros, y porque muchos españoles confiaban ya en los nuevos políticos y otros muchos siguieron desmovilizados. Costa y Paraíso, los dos principales padres de la criatura, tenían caracteres fuertes y de difícil avenencia. Escribe Fernández Almagro: «Costa, intelectual puro con tendencia a la utopía, mal podía entenderse con Paraíso, muy imbuido de practicismo» (085, 252). Ya supo verlo, en plan admonitorio, Giner de los Ríos, cuando el 28 de febrero de 1900 escribía al propio Costa: «Paraíso parece ser un hombre imposible; por su lado, usted también lo es, por otros [motivos] un tanto diferentes. Pero si esas dos imposibilidades no se suman... todo abortará» (en 052, 51). A la Unión Nacional le faltaron la coherencia y los medios suficientes para salir del ámbito limitado de las asociaciones —comerciantes y agrarios, pronto desunidos— que le habían dado vida. Quizá, como apunta Pérez de la Dehesa, fue víctima de «la contradicción de querer hacer política al margen de la política» (205, 123). Joaquín Costa fue de los primeros desengañados y dimitiría de su puesto en el triunvirato rector seis meses después de asumir el mando. Sin él, la Unión Nacional tenía muy poco que hacer. Ya jugando por libre, pero con otros amigos, Costa volvió en 1901 a anunciar un «partido nacional». Hoy se sabe que la regente, María Cristina, a través el cardenal Cascajares, ofreció a Costa formar gobierno con Gamazo, un disidente del partido liberal que aspiraba también a las reformas (118, I, 276-277). La iniciativa no llegó a buen puerto, como tampoco condujo a ninguna parte la alianza del aragonés con el partido republicano. Costa fracasó, al menos de momento, y en vida, de sus empeños: eso parece claro. Cacho comenta: «Acabó convirtiéndose en una figura patética, que identificó metafóricamente su suerte con la del país, aquejados ambos de una parálisis progresiva» (038,107). No encontró eco ni cohesión entre sus seguidores, aunque la verdad es que cabría preguntarse también si la falta de cohesión interna, no de su programa, sí de la forma concreta de llevarlo a cabo, y su carácter por temperamento difícil al consenso con otros aspirantes a regeneracionistas, fueron también causas de ese fracaso. Probablemente las causas son muchas, y no sería conveniente descartar ninguna de to-

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das las posibles. Costa, el gran fracasado, le considera Ciges Aparicio. Costa, el gran frustrado, le disculpa Fernández Clemente (054 y 088). Por culpa suya o por culpa de los demás, o por culpa de todos, no logró articular el gran movimiento regeneracionista armado desde fuera del sistema. Pero ello no quiere significar que sus ideas o muchas de ellas no hayan perdurado por espacio de casi un siglo. Cuando Cheyne afirma que «la influencia política de Costa fue más grande de lo que se supone» (052, 72), está pensando en todos los políticos que intentaron, sin nombrarle, seguir los puntos más esenciales de su programa: que fueron muchos. S. Martín Retortillo encuentra que «la huella profunda de Costa aparece en una muy variada e inconexa gama de alternativas políticas. Una formulación que, con arraigadas raíces históricas, puede decirse que llega hasta nuestra historia más próxima». Así, Silvela, Maura, Canalejas, Ortega, Primo de Rivera, Calvo Sotelo, Marcelino Domingo, Fernando de los Ríos, «los tecnócratas desarrollistas de los años 60», tradujeron, cada uno a su modo, el programa de Costa (171, Intr. XII). No es mala idea la de encontrar criptocostistas en todas las ideologías y bajo todos los regímenes; aunque parece demasiado evidente que aquellos que se figuraron «cirujanos de hierro» se sintieran más obligados a desarrollar aquellos programas. Ernesto Giménez Caballero recordaba que «cuando Primo de Rivera da su golpe de Estado en 1923, no trae otro programa que el de Joaquín Costa) (en «La Conquista del Estado», 21 marzo 1931, núm. 2). Martín Retortillo niega a Franco toda traza de costismo, y se lo aplica exclusivamente a los «tecnócratas desarrollistas de los años 60»; pero la especial preocupación de Franco por el árbol y el agua (pantanos y repoblación forestal) aparece desde los primeros años. Los dictadores necesitaron ser costistas. Pero el hecho no debe hacernos olvidar que otros muchos, monárquicos y republicanos, lo fueron también.

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CAPÍTULO 5

Regionalismos y nacionalismos Ante todo, se hacen necesarias dos precisiones: la primera, que aquí no cabe estudiar los movimientos de tipo regionalista o nacionalista más que como fenómenos ingredientes o concomitantes de la crisis de cambio de siglo, porque el problema, considerado en su globalidad, es, por naturaleza y por planteamiento, tan complejo, que no cabe en este punto un tratamiento integral; la segunda atañe a una cuestión cronológica: de los «problemas de España» en 1900, el único que sigue planteado cien años más tarde es de los regionalismos-nacionalismos; nadie piensa en el problema religioso, ni en el problema militar, ni en el problema social como amenaza para la paz del país; no se proponen recetas regeneracionistas para salvar España, ni el género parece necesario a estas alturas. Las críticas a la clase política no llegan al punto de que se haya generalizado la conciencia de la necesidad imperiosa de reemplazarla; no nos preocupan demasiado las escuelas, ni los embalses, ni el caciquismo. En cambio, se sigue hablando de catalanismo y de vasquismo —como entonces también, de otros posibles nacionalismos emergentes en el seno de España— con el mismo tono problemático, por mucho que hayan cambiado determinados planteamientos, que al filo de 1900. Nos encontramos, por tanto, ante el único problema del 98 que en 2001 sigue siendo un problema, o sigue hablándose de él como problema. Es un hecho peculiar, que, por eso mismo, lo distingue de todos los demás. Y que nos obliga más que en ningún otro caso, a una «comprensión histórica»: para ver en su realidad lo que eran y cómo se entendían

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los hechos de 1900, debemos alejarnos de planteamientos y de perspectivas actuales, y de paso librarnos de prejuicios que puedan nublar o mistificar nuestra visión puramente histórica. No debemos tratar de comprender lo que sucede para comprender mejor lo que sucedió, porque incurriríamos en el peligro de caer en una inversión cronológica. Nuestro propósito es mucho más modesto, en cuanto que sólo pretende analizar una parcela de un proceso histórico que es mucho más extenso, y en función de una problemática general limitada también a un lapso temporal limitado. CUESTIONES DE UNIDAD Y DIVERSIDAD Pocos temas tan mareados y tan propensos a ensayismos de todo tipo como el de la unidad y diversidad de España. España es una y varia a la vez, fue una y varia en todos los momentos de la historia. Hay factores de unidad, que invitan a la convivencia. Empezando por la propia configuración de la Península, perfectamente dibujada en el mapa de Europa, y que representa —quiérase o no— una «casa» en que todos los que la habitamos necesitamos vivir como miembros de una misma familia. La independencia de Portugal, ya a comienzos del siglo XII, fue un azar histórico como el que otras muchas veces acotó diversas parcelas para determinados miembros de esa misma familia, pero que, a diferencia de los demás, tuvo una larga perduración histórica; con todo, la idea de que «España» era la totalidad del ámbito y de que «Portugal» formaba parte de «España» se mantuvo durante cuatro siglos en la conciencia portuguesa: es decir, en tanto no se consagró el concepto de Estado-Nación. Y continuando por la raza, o como se quiera denominar a las características étnicas y somáticas preponderantes en un espacio determinado. Sin entrar a fondo en la cuestión, absolutamente propia de un estudio exento, cabe recordar las muy conocidas afirmaciones de García Bellido en el sentido de que España es el pueblo étnicamente más homogéneo de Europa; de Montandon, para quien «basta atravesar España en cualquier dirección para convencerse de la homogeneidad de su constitución étnica»; de Günther, que estima que «España está habitada por un tipo dominante muy característico»; o de Federico Olóriz, según el cual «puede considerarse el pueblo español como uno de los más puros [en sentido de homogeneidad] de Europa, por la afinidad de sus diferentes factores y por la mezcla íntima y la fu-

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sión avanzada que se ha operado en ellos». Indicativos «clásicos» como el índice craneano o el ángulo facial son muy parecidos en todas partes, a diferencia de lo que ocurre en otros rincones del continente. La gente se extraña cuando se entera de que la mayor abundancia de pelo rubio y ojos azules no se da en las regiones «célticas», sino en Zaragoza, o que los individuos de piel más blanca nacen en Cádiz (hasta que el sol gaditano empieza a actuar): pero en todo caso, las diferencias son francamente pequeñas. Características raciales «específicas» de una región deteminada son, casi siempre, exageraciones o mitos. O cuando existen, consecuencia, no de una fuente originaria, sino de un clima, un hábitat o un tipo determinado de alimentación. Sería posible señalar también otros muchos factores de conciencia común. Uno de ellos es la propia historia, una historia «ora pugnaz, ora fraterna», dice Sánchez Albornoz; fue los españoles vivieron una y otra vez conjuntamente, incluso a la hora de enfrentarse. Los cruces se presentan tan continuos que Abderrahmán III —hijo de una navarra— era de ojos azules y pelo rubio, y la arquitectura mozárabe llenaba las comarcas de León. Todos los actores, todos los influjos, llegaron a los más diversos rincones de la Península: hay elementos celtas en Huelva o topónimos ibéricos en el golfo de los ártabros, como también es cierto que los visigodos llegaron a Ceuta y los árabes a Roncesvalles. Puede ser simple casualidad o puede ser algo más que el nombre de España sea uno de los más antiguos del mundo, pues tiene unos 3.200 años. No importa que ese nombre (I ’Shephan o I’Shephan’in), signifique algo tan vulgar como «los conejos», o «país de los conejos»; lo admirable es que se haya mantenido por encima de todas las invasiones, de todas las culturas y de todos los idiomas. Puede ser una casualidad, repetimos, que no se ha dado en otros países. También puede ser más antigua que lo normal la conciencia de nacionalidad si consideramos, como hace Montero Díaz, a Paulo Orosio el «primer español», cuando contestó a la tesis unitaria de san Agustín que «si Roma cae, Hispania subsistirá», rompiendo por primera vez el concepto unívoco del «ecumene». Los Laudes Hispaniae aparecen con san Isidoro, en el siglo VII, y el primer ¡viva España! oído en la vía pública, según los avisos de Pellicer, al conocerse la noticia de la victoria de Fleurus, puede parecer un fenómeno anómalo en la Europa del primer tercio del siglo XVII. Cuando menos, no existe ni parece que pueda existir ningún testimonio coetáneo en cualquier otro país. Tal

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vez —otro fenómeno que habría de ser estudiado y comprobado— la solidaridad, la conciencia de algo común, se hace más patente ante el hecho de una invasión extranjera: la ayuda del lusitano Viriato a Numancia cuando la ciudad de los arévacos fue atacada por el cónsul Nobilior, o el motivo que esgrimió Jaime II cuando, tras la llegada de los benimerines a Andalucía, pidió ayuda a las Cortes de Barcelona: per salvar Espanya; o todavía a comienzos del siglo XIX, repite la idea la proclama de un guerrillero anónimo, que se conserva en Archivo de Palacio (AGP, PR/ t. 21): Cataláns tots: ¿voleu deixar de ser espanyols?, voleu ser francesos?, ¡No, no, jamay!, en que un catalán pregunta a los catalanes en catalán, si ante una invasión extranjera quieren dejar de ser... españoles. No sabemos hasta qué momento se prolonga históricamente esta conciencia de identidad nacional, puesto que España no ha vuelto a ser invadida desde entonces por ninguna potencia extranjera. Por el contrario, existen también mil indicios del sentido de diferenciación y hasta de oposición entre los distintos españoles, quizá desde ese testimonio de Trogo Pompeyo según el cual los hispanos, cuando no tienen ningún enemigo exterior que combatir, se dedican a pelearse entre sí. La propia historia, que ha conferido muchas veces a los españoles una conciencia unitaria por razón de una similitud de destinos, los ha llevado por momentos también a separarse en culturas y concepciones distintas —venidas de fuera, como la germana, la bizantina, la árabe, las distintas invasiones bereberes— con las consiguientes luchas entre musulmanes y cristianos (en su mayoría, todos españoles), o a unos y otros entre sí, por el prurito de arrogarse la exclusiva o la primacía dentro de cada bando. La Reconquista fue una empresa común en que varios reinos se sintieron implicados en la misma empresa; pero al mismo tiempo consagró la diferencia entre las líneas paralelas de los reconquistadores en unas áreas que siguieron distanciadas por tradición y cultura durante siglos. Y es posible que, más que la propia historia, haya concurrido a diferenciarnos la geografía, por mor del complicado relieve de la Península, tan poco propicio a la apertura de vías de comunicación, y tanto como esto, la enorme diferencia de climas, que ha dado lugar a su vez a tan distintos géneros de cultivos, de alimentación, de tipos de hábitat y, en consecuencia también, de atuendo, de costumbres, de elementos folclóricos que han hecho de Iberia uno de los países más «ricos», por diferenciados, en lo que se refiere a sus manifestaciones culturales. Los viajeros extranjeros, de Hoefnagle a Ford, se han complacido en destacar esta sorprendente variedad, exa-

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gerando, por razones de pintoresquismo, las propias diferencias, y consagrando de paso, consciente o inconscientemente, lo «típico» español, con sus rasgos diferenciales fuertemente subrayados. Que hay algo unitario y a la vez distintivo respecto del resto de Europa en el homo hispanicus de Figueiredo, en el talante histórico de Menéndez Pidal, en l’homme espagnol de Benassar, en Los españoles de Marías es un hecho que no ofrece dudas, siempre que no exageremos los rasgos específicos de un pueblo que no se diferencia del resto de los pueblos del mundo tanto como se han empeñado en demostrar lo mismo panegiristas que críticos; un prurito que ha llevado a John H. Elliot a preguntarse si el rasgo diferencial de los españoles consiste precisamente en su manía de considerarse diferentes. Lo importante en este caso es que el prurito diferencial de los hispanos no se ha limitado a magnificar las diferencias que les separan de otros pueblos, sino también las que separan o pueden separar a los propios hispanos entre ellos. ¿Es el «particularismo», el tantas veces glosado individualismo español, el que ha contribuido a fomentar esa conciencia de lo diverso y a conferir en determinados momentos a esa conciencia un carácter militante? En ese mismo sentido, y obrando siempre con la necesaria prudencia y en cuanto simple hipótesis, cabría preguntarse también si cuando el español está negando ser español obra more hispánico, con devotio iberica, con «furia española»: es decir, está negando la evidencia. Ese afán de los españoles, cuando no encuentran otra empresa común, de combatir entre sí, que ha denunciado Trogo Pompeyo, nos recuerda el prurito denunciado por Giménez Valdivieso a través del supuesto y curioso John Chamberlain, cuando observa el prurito de los españoles de presentarse como más diferentes entre sí de lo que realmente son (124, 64). Pero en definitiva, y sin el menor ánimo de llegar más lejos en la enconada discusión, ¿España una o España diversa? Razones para una y otra concepción sobran en aspectos de nuestra historia, de nuestra geografía, de nuestra cultura, de nuestro temperamento, de nuestras propias tendencias anímicas. Julián Marías zanja la cuestión de una manera que puede parecer desconcertante: «¿Cómo es España?... Al cabo de los años, nos hemos persuadido de que no hay respuesta. España es una pero múltiple» (167, 37). ¿No hay respuesta, o la respuesta es precisamente esa? ¿Cabría sustituir, con el permiso autorizadísimo de Marías, la conjunción adversativa por la copulativa: España es una y múltiple, y en eso consiste precisamente su riquísima, aunque desconcertante identidad?

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La «prueba histórica» de esa doble tendencia, en que juegan la fuerza unitiva y la dispersiva se encuentra con sólo escarbar en la realidad del pasado español. Hubo momentos, y el del Renacimiento es uno de ellos, en que predominó con fuerza —y participaron de él «hasta los niños chiquitos», en la castiza expresión de Andrés Bernáldez— el prurito de la unidad, hasta el punto de que Nebrija consideraba el logro como un proceso irreversible: «... los miembros y pedaços de España que estavan por muchas partes derramados se reduxeron y aiuntaron en un cuerpo y unidad de Reyno, la forma y travazón del cual, assí está ordenada que muchos siglos, injuria y tiempos no la podrán romper y desatar» (en 130, 9). Como hubo otros momentos, sobre todo antes, pero también después, en que predominaron el taifismo o el cantonalismo, por diferente que sea la naturaleza de los fenómenos de desintegración. Afirmar que en los momentos de auge el afán unitario se encuentra más extendido y en los de decadencia predomina el dispersor no deja de ser un simplismo o hasta un lugar común, por más que puedan existir supuestos capaces de abonar semejante tesis. Quizá más convincente sea —aunque también puede resultar pura teoría— la idea orteguiana, prolongada luego por Marías, de la existencia o ausencia de «un sugestivo proyecto de vida en común» (véase 193, 32-33); o quizá, pudiera decirse, un sugestivo proyecto de acción en común, ya de defensa contra un peligro exterior, ya de proyección ilusionada hacia una empresa. Cuando F. González Navarro distingue, a la hora de precisar lo que es una nación, entre «grupo y lugar en que se nace» y «algo que se hace», o bien entre «estirpe» y «quehacer común», está aludiendo a las dos bases fundamentales de un sentir común enraizadas una en la tierra y los antecesores, otra en la conciencia de empresa, y ambas operativas en el «sentir» nacional (130, 52-73): conceptos dignos de estudiarse en una consideración general del problema, pero un poco alejados en este punto de nuestro propósito concreto. Sea lo que fuere, porque no es cuestión de agarrarse a supuestas leyes históricas, no parece que haya inconveniente en aceptar con Ortega que de vez en cuando nace entre los españoles «un estado de espíritu en que creemos no tener por qué contar con los demás» (193, 45 y 64). O, como dice García Escudero, hay momentos en que, por obra de determinadas circunstancias o factores históricos, unos y otros «tiran para sí» (118, I, 645). Que una de esas circunstancias o factores históricos haya sido la crisis en torno al 98 es una

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suposición que no parece tener mucho de aventurada. Sin embargo, no sobra nunca una cierta cautela. El reflorecimiento de los fenómenos particularistas desborda por completo el ámbito cronológico de lo que solemos entender por «crisis del 98», y ese afloramiento sigue absolutamente vigente cien años más tarde, en que la situación es, a lo que parece, absolutamente distinta. ¿La crisis ha dejado un largo rastro, o las causas que mantienen vigente el problema son totalmente ajenas a una crisis? Por supuesto, en este capítulo no nos interesa el tema de los regionalismos-nacionalismos sino en cuanto puede tener relación con los profundos cambios de conciencia operados alrededor de 1898. ANTES Y DESPUÉS DEL 98 Borja de Riquer estimaba, en un trabajo realizado con motivo del centenario (234, I, 92), que «es ya un tópico ofrecer la imagen de que los nacionalismos periféricos hacen una aparición casi sorpresiva a final del siglo XIX, coincidiendo con la crisis del 98». Sin embargo, un trabajo clásico del mismo autor (219) trata de explicar el fracaso inicial del movimiento político catalanista por el hecho de haber tomado cuerpo de la mano de un grupo concreto y limitado, la burguesía de Barcelona, con motivo de las desfavorables condiciones económicas que siguieron a la guerra de Cuba. Ambas tesis no son radicalmente incompatibles. Todo depende de lo que entendamos por «nacionalismos periféricos» y por «movimientos políticos». Como en tantos otros sectores de la consideración histórica, hay un «98 antes del 98» y un proceso de aceleración y de concreción posterior a la fecha simbólica. Parece que es preciso distinguir entre los dos. Juan Pablo Fusi observa que a fines del siglo XIX —por lo menos desde los años 80— se registra un resurgir o una valoración de lo regional. Pereda en Sotileza (1885) y Peñas arriba (1894) trata de embarcarse en lo más profundo del ambiente cántabro; Valera, con Pepita Jiménez (1874) o Juanita la Larga (1895) se recrea en lo que entiende como más auténtico de lo andaluz; Emilia Pardo Bazán en Los Pazos de Ulloa (1886), Madre Naturaleza (1887) penetra en la Galicia profunda; Unamuno en Paz en la guerra (1896) se adentra en el alma vasca, como Clarín en La Regenta (1895) o Palacio Valdés en La aldea perdida (1909) recrean ambientes asturianos. Blasco Ibáñez

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busca lo más auténtico —y realista— del alma valenciana a partir de 1894: Arroz y tartana, Cañas y barro, La barraca (108, 39-40). Fusi recuerda también cómo la pintura regional supera el artificio del paisaje romántico con la visión catalana de Joaquim Sunyer, las montañas cántabras de Agustín Riancho, los verdes asturianos y vascos de Darío de Regoyos, en los que luego se consagrarían Zubiaurre, Zuloaga y Salaverría; o Sorolla con la luz valenciana, o Romero de Torres con el desgarro del alma andaluza. Sin que deje de haber pintores de Castilla, como Eduardo Chicharro o Marceliano Santa María (ibíd, 40) (¿Cabría pensar, incluso, que la zarzuela, con Marina, Molinos de viento, Los gavilanes, La Dolores, Las golondrinas, Maruxa, pasa de los temas convencionales y el casticismo madrileño al culto a lo típico regional?). J. L. Abellán coincide en gran parte con Fusi cuando estima que la base de los regionalismos está en el romanticismo con sus «Renaixenças»; y el disparador en el positivismo naturalista: en que el análisis viene a demostrar que «lo natural» es la región: y alude a su vez a las escenas montañesas de Pereda, a las aldeas perdidas de Palacio Valdés, a las tierras bajas de Guimerá, a los paisajes cerrados de doña Emilia... (006, 92). La hipótesis resulta sumamente sugestiva por cuanto nos pone en contacto con dos mentalidades históricas distintas, aunque, a los efectos de valoración de lo regional, complementarias y aun recíprocamente potenciadoras: el sentimentalismo romántico, con su amor por la tierra, su alma o Volkgeist, sus tradiciones y leyendas perdidas en la remota lejanía de los tiempos: verdaderas o falsas, que para el romántico da lo mismo; y luego, el naturalismo positivista, afanado en la búsqueda de lo auténtico y lo elemental, estudiado con la precisión del análisis científico y la introspección psicológica. Nada más tentador que atribuir a la primera etapa la corriente ensalzadora de la región desde un punto de vista sentimental; y la búsqueda científica, mediante una afirmación enfática de las raíces diferenciales en la segunda generación. Pero la realidad es mucho más compleja. Si queremos atribuir un cierto carácter «noventayochista» a los movimientos regionalistas, en cuanto producto de una crisis de conciencia o de identidad, nos encontramos con que el noventayochismo, hayan sido cuales fueran sus causas y su naturaleza, es un fenómeno enlazado con las corrientes antipositivistas (y hasta punto irracionalistas) de la época de cambio de siglo. Habría que considerar tal vez tres y no dos períodos. Tratemos de aclararnos un poco, si es posible.

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La afición por lo regional —y la tendencia de los naturales de cada región a valorar o exaltar lo propio— nace ya, cuando menos, si no antes, por los primeros años de la Restauración y va unida a un sentimentalismo que parece tener mucho más de romántico que de análisis naturalista. Para el mismo Fusi «era en la mayoría de los casos un sentimiento vago y no político, una simple manifestación de afecto y orgullo localista... complementario de los sentimientos españolistas que impregnaban, al mismo tiempo, la mayoría de los españoles en las distintas regiones y provincias del país, incluida la propia Cataluña...» (108, 44). Dos notas nos llaman la atención desde el primer momento en las manifestaciones de este sentimentalismo regionalista o localista. En primer lugar, se dan, como hemos visto por las referencias anteriores, en las regiones más diversas: Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco, Aragón, Cataluña, Valencia, Castilla, La Mancha, Andalucía..., con absoluta indiferencia de que en ellas se registraran los movimientos de diferencialismo militante que se echarían de ver después. Y en segundo lugar, este acendrado y profundo amor al terruño es perfectamente compatible con el «españolismo», o con manifestaciones simultáneas por parte de los mismos sujetos de una decidida conciencia española. Lo importante es que esa variedad indistinta y esa compatibilidad de lo local con lo general se rompe, no con el 98, sino antes. Podríamos aceptar como fecha simbólica la de 1886, en que Maragall publica Lo catalanisme y 1892, en que aparece el opúsculo de Arana, Bizkaya por su independencia. Ambas tienen un sentido combativo, particularizante, aunque sólo la segunda muestre un tinte antiespañol y no sólo anticastellano. Es posible que un artículo de José Pella y Forgas, publicado en 1886, sea el primero que utiliza la palabra «regionalismo». Al menos tres libros, El regionalismo de Juan Mañé y Flaquer (1887); El regionalismo gallego, de Manuel Murguía (1889) y El regionalismo, estudio social, histórico y literario, del también gallego Alfredo Brañas (1889) emplean esa palabra antes de 1890 (108, 41-42). Cierto, precisa Fusi, que el «regionalismo» del XIX, en la mayor parte de sus manifestaciones, no tiene un carácter específicamente político, pero cierto también que sí tiene un carácter excluyente, en el sentido de que la afirmación y exaltación de lo propio «excluyen», esto es, ya no cuentan con o no se compatibilizan con el amor a lo general: aunque todavía no —o necesariamente no— lo desprecien. La actitud de «particularismo», por decirlo con la expresión de Maragall, supone un salto cualitativo en el cultivo de «lo nuestro» en

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cuanto que no tiene que ver con lo otro. Y se registra ya mucho antes del 98, en plena época canovista, como que el propio Cánovas, que no era precisamente, pese a su miopía, un corto de vista, supo verlo muy bien en 1888, cuando denunciaba «la mortal enfermedad del particularismo que con el nombre de regionalismo intenta entre nosotros caminar en opuesto sentido a la civilización moderna» (en Estudios del reinado de Felipe IV, véase 108, I, 698). En plena euforia del superracionalismo positivista, el particularismo podía parecer una regresión; más tarde, resultaría dificilísimo precisar si se trata de una tendencia «antigua» o «moderna». Lo importante en este caso es que Cánovas intuyó a dónde podían llegar las cosas ya en 1888. Por cierto, la coincidencia de fechas puede llamar la atención. ¿Cabe explicarse que en una época tan castiza, y con ciertos rasgos, si se quiere un tanto caricaturescos, de patriotismo o de patrioterismo como es la Restauración, aflorasen esos movimientos de particularismo divergente que más tarde habrían de revestir un carácter decididamente político? Por lo menos sí caben muchas hipótesis no desechables. La primera, en relación con el propio indumento castizo, podría ser la actitud de desprecio que fácilmente se echa de ver en determinados niveles intelectuales y sociales a ese mismo populacherismo de la época. Las alusiones a la «fiesta nacional», o las tan zarzueleras al «soldadito español» o a la «banderita de España» pudieron provocar una especie de particular sonrojo en muchas mentes que se consideraban por encima de lo superficial. Pero, aunque nada nos impediría hurgar por ese camino, probablemente son más dignas de tenerse en cuenta otras suposiciones. Por ejemplo, la trascendencia íntima del concepto de Estado-Nación en la España del siglo XIX. Borja de Riquer estima que se ha incurrido en un error al homologar el «modelo francés», capaz de fomentar un auténtico y bien sentido patriotismo, con el «caso español». Allende el Pirineo hubo una revolución profunda y se sustituyó la idea del terruño y su identidad por la de una sola «patria», que es la del «pueblo» en su conjunto, con sus símbolos de libertad y derechos para todos los «ciudadanos». Y deja entender que en España no se hizo lo mismo —no queda del todo claro si porque los españoles, en su mayoría, no compartieron la revolución liberal, o porque el Estado no supo crear su nueva y sugestiva imagen—. Lo evidente es que Riquer parte de la premisa de «la debilidad política del estado liberal», que nunca fue profundamente popular, ni tuvo una amplia y generalizada «legitimación social» (220, 94-97 y 101). Y el hecho

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en sí, tal como se enuncia, no parece encontrar demasiadas dificultades para su asunción. La idea de una falta de patriotismo o de sentido nacional español en el siglo XIX puede resultar todo lo discutible que se quiera, aunque de ninguna manera resulta del todo desechable. La guerra de la Independencia, a comienzos de la centuria, es tal vez o no la más clara y enfática de las llamadas «guerras patrióticas» antinapoleónicas: cualquier discusión es posible, excepto a la hora de dudar del sentimiento nacional de los españoles a comienzos de siglo (y el de los catalanes que en catalán se dirigen a los catalanes para que no dejen de ser españoles). También la revolución liberal se hizo en medio de consignas y gritos patrióticos desde sus mismos inicios en las Cortes de Cádiz. En el trienio liberal se fundaron las Sociedades Patrióticas, y la expresión «buen patriota» se generalizó para designar precisamente a un buen liberal. Hasta ahí, por lo menos, la revolución española no fue menos valoradora de la idea de nación que la francesa. Después pudieron cambiar las cosas. En una contestación a la ponencia de J. M. Jover en el curso de un simposio germanoespañol sobre el tema de los nacionalismos10, expuse la idea de que la apropiación por el bando carlista del lema de patria —y «la dulce voz de patria»— pudo frenar el hasta entonces entusiasta uso del término en las proclamas liberales, que justo por entonces dejan de usarlo. Con todo, no puede negarse un clamor patriótico en las escasas ocasiones en que existió una política exterior española, por ejemplo, cuando la guerra de África en 1859-60, la tumultuosa reacción popular con motivo del incidente de las Carolinas, en 1885, y las mismas manifestaciones antinorteamericanas por las calles españolas —comenzando por las de Barcelona— cuando la guerra de Cuba. Negar la existencia de un patriotismo español en el siglo XIX podría resultar más bien aventurado. La matización que a última hora hace Riquer sobre «la debilidad política del estado liberal», que nunca encontró una amplia y generalizada «legitimación social» es asumible con mucho menos esfuerzo. Nuestro régimen liberal, como estudié ya hace mucho tiempo11, ——————— 10 «Caracteres del nacionalismo español», en Posibilidades y límites de una historiografía nacional, Madrid, Görres Gessellschaft-CSIC, 1984, véase págs. 375-382. 11 J. L. Comellas, La teoría del régimen liberal español, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962.

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necesitó una doble dialéctica de acuerdo con la cual obtenía la legitimación por voluntad sólo teórica de una mayoría, y gobernaba de hecho por obra de una minoría que no encontraba la respuesta social adecuada: si queremos incidir en el tópico, a causa del «escaso grosor» —son palabras de Díez del Corral— de nuestra burguesía. Mucha gente no se identificaba con los principios proclamados por el Estado, o bien vivía al margen de ellos, en virtud de esa separación entre lo oficial y lo popular que se registró durante casi todo nuestro siglo XIX, hasta que sobreviene el sorprendente proceso de movilización que se inicia justo por los años del regeneracionismo. Pero el hecho de que la gente no se haya identificado profundamente con la filosofía del Estado nada tiene que ver con la ausencia o no de un sentido de «nación» y de «patria» por las mismas fechas. La debilidad política del Estado liberal es una cosa, y la existencia de una conciencia nacional es otra muy distinta. No se trata ahora de demostrar la fuerza de esa conciencia, sino de llamar la atención sobre una confusión de conceptos que puede conducirnos, si seguimos adelante por ese camino, a graves errores de interpretación. Hemos insinuado por dos veces que el régimen de la Restauración, ya por acción deliberada, ya quizás por notas de ambiente, presidió una época en que se valoraba más lo «propio» o lo típico que en la extraordinariamente afrancesada generación romántica, tan bien estudiada en este aspecto por Juretschke. Parece que, justo por ese motivo, la generación finisecular debió moverse en una atmósfera más española, o con una más clara noción de la españolidad que la generación anterior. Y, sin embargo, es entonces, mucho más que antes, cuando surge la devoción a lo local o regional. Las causas de que esto sea así resultan muy difíciles de rastrear. No parece que se limiten a esa disidencia de las mentes privilegiadas que rehúyen la vulgaridad achabacanada de lo tópico, y que a veces —da la impresión— relacionan, consciente o inconscientemente esa vulgaridad con la rutinaria simpleza del turno político y sus arreglos. Aunque esa disidencia —o como consideremos preferible denominar la actitud intelectual de los disidentes del sistema— es un posible factor que tener en cuenta. Quién sabe si actuó también la propia trascendencia del régimen de la Restauración a la esfera privada. Al fin y al cabo, el sistema de Cánovas es el propio del Gran Estado Positivista que habría de consagrarse en la Alemania de Bismarck, en la Inglaterra de Disraeli y Gladstone, en la Francia de la Tercera República, en la Italia de Humberto I y de Crispi: ese Estado que, en palabras de Kranz-

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berg, trasciende por primera vez a todos los miembros de la sociedad. Quizás aquí no tanto como en otras partes, pero también hay servicio militar obligatorio, enseñanza regulada por planes de estudio para todos sus grados, una hacienda más cuidadosa y vigilante, y un reforzamiento general de la administración territorial. No puede hablarse en sentido estricto de un recrudecimiento del centralismo, puesto que la estructura administrativa en sí no cambia, pero es evidente que el sector público presiona más al privado, y las «peculiaridades» locales pueden sentirse más constreñidas, sino por la centralización, sí por la más evidente presencia de una administración unificadora. ¿Podría añadirse como factor ese naturalismo positivista tendente al análisis de lo presente, es decir, de lo que está en cada parte? En ese caso, la racionalización de la política-administración positivista se encontraría con un vector no menos inculcado por la mentalidad de los tiempos, pero que obraría en sentido contrario. Lo cierto es, observa Isidro Sepúlveda, que a fines del siglo XIX se opera un nuevo sentimiento nacionalista, distinto en esencia del viejo Volkgeist propio del romanticismo, y que se caracteriza, entre otros, por los siguientes elementos distintivos: a) la priorización del criterio étnico-lingüístico; b) la aspiración a convertir la nación en un Estado, con el consiguiente derecho de autodeterminación; c) el redescubrimiento mediante el estudio y el análisis de la cultura popular y el derecho tradicional; d) el desplazamiento hacia la derecha del movimiento nacionalista. Sepúlveda cita como ejemplos Noruega, Finlandia, Irlanda, Gales, Escocia, espacio danubiano y países balcánicos, Córcega, Provenza y Bretaña; Cataluña, País Vasco... y Cuba (109, 12 y sigs.). No esforcemos en demasía el afán clasificatorio, ni tampoco la cronología, que no es la misma en todas partes; pero lo que pueda existir de cierto en toda esta teoría tiene como fondo tanto el análisis positivista como la crisis de fin de siglo: más de una cosa o de la otra, según los casos, que evidentemente no admiten una homologación absoluta. La tendencia a establecer diferencias raciales dominantes, desde Gobineau, pero sobre todo desde sus discípulos, Galton, Secker, Wagner, Chamberlain, Schönerer, es fruto típico —a veces monstruosamente exagerado— por el prurito analizador del positivismo: nunca como hasta entonces se había hablado tanto de razas y de sus características distintivas; el afán de buscar las raíces lingüísticas de un pueblo y asociarlas a su propia personalidad es también un producto del mismo espíritu. Lo es igualmente el estudio del derecho territorial y de las tradiciones, no en forma

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de herencia virtual, como en el romanticismo, sino en cuanto deseo de desenterrar legados capaces de definir más claramente la «persona colectiva» de un determinado grupo humano. La diferenciación entre nación y Estado había sido propia de los grandes movimientos nacionalistas centroeuropeos, ya para unificar una nación dividida en varios Estados, ya para separar de un Estado varias naciones distintas. Pero puede ser retomada en la crisis de fin de siglo para justificar nuevos planteamientos. El carácter de tendencia a la «derecha» de los nacionalismos finiseculares que señala Sepúlveda puede estar determinado por el deseo o la necesidad de reforzar el poder público de un nuevo país, o aspirante a tal, que ha de prevalecer o de defenderse, pero también por el recurso a pretextos tradicionalistas, que en el caso de España pueden llegar en ocasiones puntuales a formas de curioso fundamentalismo, como el predominio de Jaungoikoa sobre Lagi Zarra de Sabino Arana, o la Cataluña de Cristo y antiliberal de Félix Sardá. Quizás quepa aquí también incluir como posible factor de los nacionalismos en España el temor a la pérdida de identidad como producto de la «modernización» a que alude Stanley Payne. La modernización, por efecto de los avances organizativos, económicos, tecnológicos, culturales, de relaciones y comunicaciones, de información, tiende a unificar el mundo. Hoy damos a este fenómeno el nombre —adecuado o no— de «globalización», y vivimos el hecho con mucha más intensidad que hace cien años, con la visible reacción, entre sus consecuencias, de la defensividad de ciertos pueblos y culturas que prefieren encerrarse o adoptar posturas fundamentalistas ante el riesgo de quedar absorbidos por un mundo uniformado. Que los nacionalismos de la época del anterior cambio de siglo respondan al complejo colectivo —en España y en Europa— de determinadas comunidades que sienten perder su identidad en aras de su fusión en lo común es un hecho menos evidente a primera vista, o menos demostrable; pero no faltan razones que lo abonen, tanto por el avance de la civilización común a la era del positivismo (una civilización cientificista, tecnicista, internacionalista, secularizadora), como por el tenor de las respuestas que reciben de las opciones particularizantes. Payne propone para el caso español un regionalismo que no está basado, como otros, en la inferioridad económica sino en la superioridad, es decir, en un mayor grado, como consecuencia del hecho de la «modernización». Y trata de explicar que por eso los movimientos regionalistas no se afincan preferentemente en regiones re-

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lativamente pobres en relación con su entorno —como en Europa pudo pasar con Bretaña, Provenza, Córcega, País de Gales, Irlanda, el Mezzogiorno italiano, Macedonia—, sino en regiones ricas como Cataluña o el País Vasco que, por lo mismo, son las primeras en recibir el impulso uniformador de la «modernización». Giménez Valdivielso ya había notado, en efecto, que «lo más anómalo que hay en este movimiento separatista de Cataluña y de Vizcaya es que son casi exclusivamente las dos regiones industriales que existen en España»..., y se queja precisamente de que sean privilegiadas, porque «a favor de ellas se han creado desde hace cerca de un siglo unos aranceles que condenan al resto de España al hambre y a la miseria» (124, 64). Sin embargo, en estas regiones adelantadas sobreviene la modernización «estandardizadora». La modernización pone en peligro la identidad. Y entonces —prosigue por su parte Payne— sobreviene un movimiento de afirmación de la identidad que, por curiosa carambola va, no contra la modernización, de la que no se quiere prescindir, sino, de hecho, contra el poder central, al que se acusa de responsable de aquella pérdida identitaria. Precisa el autor americano: «El nacionalismo nace, en general, de la intersección de tradicionalismo y modernización, y de la necesidad de ajustarlos, y de lograr la última preservando, en la medida de lo posible, el primero» (203, 19). La teoría puede fallar, como tantas, en los detalles, y sólo es aplicable en términos muy generales; si bien los factores, la modernización uniformadora, el miedo a la pérdida de la identidad, el deseo de no renunciar, pese a todo, al progreso, y conducirlo dentro de unos ámbitos que necesitan un control distinto del oficial, parecen todos ellos aceptables, por lo menos en muchos de sus términos. Sin embargo, el movimiento regionalista —decimos— necesitaba un percutor para hacerse militante y para multiplicarse por un amplio ámbito social. Este percutor vino, como en tantos otros campos de la vida cultural y de las actitudes colectivas, con motivo de la crisis generalizada de la época del cambio de siglo. Ni siquiera es estrictamente necesario recurrir —¡una vez más!— a la tan manoseada pero al tiempo tan imprescindible conmoción provocada por la pérdida de las colonias. Vicente Cacho, uno de los autores que más han insistido en considerar el «98» como una manifestación de la crisis del positivismo, piensa que la dispersión originada por el quiebro espectacular de la «segura confianza» positivista dio lugar en España a diversos regeneracionismos divergentes, entre ellos el españolista

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general y el regionalista (de cada región) particular. Y encuentra como módulo común de estas diferentes actitudes «la exaltación vitalista», que es la expresión más acabada de la revuelta antipositivista con que se iniciarán las vanguardias de comienzos del siglo XX (038, 54-57 y 61). El «Desastre», con todas su miserias reales, ficticias o simplemente exageradas, vino a dar los máximos pretextos a la revolución mental intersecular: la desorganización del país, su incapacidad como gran potencia, el descrédito de la clase política, la administración corrupta, el caciquismo rampante, la farsa electoral, el vacío ideológico de las clases dirigentes, la pobreza del suelo, la falta de empresas productivas, el bajísimo nivel de instrucción, con una tasa insultante de analfabetismo, la «ramplonería», la vulgaridad adocenada de nuestra sociedad: todo lo que por entonces tantas veces se repitió por intelectuales, escritores, panfletistas, profetas, criticistas y periodistas hubo de llegar a muchas partes, si no a todas, y de crear un ambiente de desazón, de rechazo a lo existente, de complejo de inferioridad —ese complejo, finamente estudiado en otro tiempo por López Ibor, y que Amando de Miguel ve nacer por el 98, para prolongarse durante gran parte del siglo XX (182)—, aliado con un sentido de «vergüenza» que es quizá uno de los más rastreables de la crisis. Complejo de inferioridad y actitud vergonzosa (o entre vergonzosa e indignada) que denuncia que no estamos a la altura de los demás países civilizados, que somos un país «africano», que es español quien no puede ser otra cosa, que debemos archivar nuestras inútiles glorias históricas, y que hemos de imitar, humildemente, a los de fuera, porque aquí no tenemos el menor medio de progresar por nosotros mismos. A raíz del 98 se plantearon todos los «problemas» posibles —el problema militar, el problema social, el problema económico, el problema administrativo, el problema del caciquismo, el problema educativo, el problema religioso, y, envolviéndolos a todos, el problema de España—: y de resultas de todo este planteamiento problemático, la conciencia de que «esto es una vergüenza», y también, por parte de los que se negaban a sentirla, el «nosotros no». Buena parte de la dialéctica regionalista se basa en el prurito de la no participación en esa vergüenza de la España de charanga y pandereta. E incluso en el temor de «ser arrastrados» por esa España que se hunde, temor que asoma a la frase antológica de Maragall: «Aquí hay algo vivo gobernado por algo muerto, porque lo muerto pesa más que lo vivo y va arrastrándolo en su caída a la tumba. Y siendo

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ésta la España actual, ¿quién puede ser españolista de esta España, los vivos o los muertos?» (véase 197, I, 161) Por su parte, el regeneracionismo españolista pretende con fórmulas sensatas o utópicas la renovación de la patria, de toda la patria, y muestra, en medio de los tan manidos insultos a la clase política o a los defectos del pueblo español, un patriotismo indudable, en casos ardiente, que se manifiesta en gritos de ánimo y de redención. El asco o la vergüenza no son aquí causa de deserción ni de desprecio hacia la idea de España en su conjunto, sino de fustigación de los vicios, superables, que la cercan y hasta la enmascaran. Los regeneracionistas tratan así de unir a los españoles en una cruzada contra sus malos dirigentes y contra sus propias limitaciones; y no deja de ser lógico que se coloquen en contra de los movimientos regionalistas que en estos momentos comienzan a percibir. Macías Picavea, Morote y Giménez Valdivielso son tan enemigos de la centralización apoplética como de los regionalismos particularizantes. Algunos de ellos, sobre todo Morote y Valdivielso, tienen palabras duras contra los particularismos que dejan España en la estacada, o que hasta con sus «privilegios» son causa del «hambre y la miseria en el resto del país». En una ciudad de tradición tan fuertemente cantonalista como Cartagena nació la primera proclama de la Cámara de Comercio que sería el toque a rebato de la revolución de los cuerpos intermedios en demanda de la «regeneración» de España. Y fue aquella Cámara también la primera en lamentar las tendencias insolidarias: «en vez de estrecharse por el dolor los lazos de la unión, vemos alargarse las distancias en el pensar, y apercíbense vientos regionalistas...» (apud 185, 162). No dejaría de resultar interesante un estudio detenido de estos dos regeneracionismos tan característicos, tan parecidos en unos cuantos rasgos de carácter, tan simultáneos y tan opuestos en sus miras últimas. Tampoco, para terminar esta reflexión, hay motivos para separar radicalmente estos dos regeneracionismos, por lo menos en una primera etapa. Siguen en pie las viejas tesis de Pabón y de Vicéns sobre una vocación mesiánica en Cataluña, como en los tiempos de Jaime II o en los de Carlos II, de colocar a Cataluña al frente de un gran movimiento renovador «per salvar Espanya». Poco después de la sarcástica —influida por el «asco a la vergüenza»— soflama de Maragall sobre los vivos y los muertos, el gran escritor habría de levantar una bandera regeneracionista hasta la médula con su «España resucitará, transfigurada por Cataluña». Y Borja de Riquer ha aludido no hace

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mucho a ese «regeneracionismo desde fuera» [desde la periferia, quiere decir] en que «los catalanistas no sólo no manifestaban aspiraciones secesionistas, sino que afirmaban querer reformar el estado español» (220, 109). Fue, comenta Vicéns, cuando la indolente o lenta España de la decadencia rechazó la ayuda ofrecida —o no la comprendió— el momento en que Cataluña decidió vivir su vida por su cuenta (281, 447-448). Quizá nada por el estilo puede adivinarse en el vasquismo, radical desde sus inicios, de Sabino Arana y sus escasos amigos; pero sí en el de los fueristas, en un principio más numerosos. O ahí está el caso de Unamuno, tan amante del «linaje de Aitor» y su exaltación como el propio Arana, que, puesto a elegir entre un regeneracionismo español en su conjunto o confinadamente vasco, se decidió sin dudar un momento por el primero, sin descuidar la idea de aquello que de sano y auténtico pudiera llegar a España por obra del propio linaje de Aitor. Por su parte, el navarro Arturo Campión, tan anticastellano que algunas de sus palabras sobre «la España de la blasfemia y la navaja» han sido atribuidas a Arana, nunca propugnó una separación radical, sino un fuerismo capaz de salvar a la totalidad sobre una base más auténtica y más sana. Y por último, fuerza es decirlo, da la impresión de que los movimientos decididamente particularizantes, aun después de la crisis finisecular, se circunscriben en los primeros años a un núcleo muy minoritario. Los vascos que apedrearon la casa de Arana porque se había declarado simpatizante con los americanos frente a los españoles, se sentían probablemente tan vascos como él y tan españoles como los demás españoles. El PNV alcanzaría muy pocos votos aun en comarcas nada caciquiles, y hasta a punto estaría de disolverse por 1902-1903. El 24 de octubre de 1899, en plena protesta contra los impuestos de Villaverde, Rusiñol escribía a Santiago Paraíso: «Crea V. que aquí no tenemos separatistas, pues son pocos, y tienen tan escasa resonancia sus publicaciones, que no ofrece peligro alguno su propaganda» (219, 150). Eran más ilustres los hombres que la trascendencia social de sus doctrinas. O Josep Pla recuerda lo limitada que por aquellos años se encontraba la especie en la Universidad de Barcelona: —¿Conoce a un estudiante de tercer curso de Ingenieros, alto, rubio...? —No sé quién es. —Haga memoria: aquel muchacho de Mataró que se llama...

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—No sé de quién me habla. —Aquel catalanista... —Ah, sí, hombre... (25 anys, en 197, 190).

Más tarde, las incomprensiones, los recelos, las torpezas, harían que un movimiento que pudo ser —volvamos a Pabón y Vicéns— «la gran ocasión perdida», diese la espalda, y aun no siempre, a los esfuerzos de regeneración conjunta, y sobre todo, se convirtiese en un movimiento masivo. ALGUNOS ASPECTOS DEL REGIONALISMO CATALÁN No parece que sea posible señalar honradamente una fecha distintiva, tan siquiera simbólica, para el nacimiento del regionalismo catalán. Los historiadores catalanistas reprochan a todos los que ven surgir el movimiento en el siglo XIX, y sobre todo a los que no encuentran signos de él hasta su segunda mitad. El catalanismo es una corriente inmemorial que viene de siglos de conciencia histórica. Y hay motivos para admitir semejante idea, siempre que entendamos por catalanismo el amor natural al terruño en que un grupo de seres humanos han nacido, y la identificación de ese terruño con el espacio geográfico y de vivencias comunes en que se habla catalán. ¿Desde la Edad Media? Sánchez Albornoz, que nunca destacó por su devoción a los regionalismos, cree advertir que «si hubo particularismo catalán en la Edad Media fue no más antiguo, ni distinto, ni más firme, ni más acusado que el particularismo, de estirpe medieval, de Galicia, León, Castilla, Navarra, Aragón, Valencia, Murcia, Andalucía...»12. Puede que tenga razón, y que lo distintivo del particularismo catalán respecto de los otros sea posterior. ¿Data de 1640, cuando Cataluña, en una decisión que ciertamente no fue a gusto de todos acabó rindiendo vasallaje a Luis XIII de Francia? ¿Data más bien del Decreto de Nueva Planta, en 1713, un hecho que es recordado por los símbolos catalanistas de hoy con más fervor que otros hechos históricos? ¿Fue, por el contrario, la Cataluña de la Ilustración, de la Guerra de Independencia, de los albores del liberalismo español, una ——————— 12 En España, un enigma histórico, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1956, II, 445.

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región más, que vivió los cambios del antiguo al nuevo régimen con espíritu más similar que diferencial respecto de otros rincones de España? A. Balcells encuentra, como B. de Riquer, una de las claves en el fracaso del nuevo régimen español a la hora de fundar un nuevo Estado Nacional a la manera de Francia, aunque diríase que exagera en su consideración despectiva del «Estado pseudonacional español» (022, 98). En nuestra opinión, ya antes desarrollada, la escasa penetración de la ideología oficial del nuevo Estado liberal no fue obstáculo para la manifestación de sentimientos de patriotismo español o de conciencia «nacional» española, en Cataluña como en otras partes, y no es aquí ocasión de repetir lo expuesto. Lo cierto es que, a lo largo del siglo XIX fue desarrollándose progresivamente, despacio al principio, con más rapidez después, un sentido «propio» de lo catalán, manifestado singularmente en la vuelta a la lengua vernácula por la clase culta. El mantenimiento de las particularidades forales en el siglo XVI no evitó la difusión de la lengua castellana, que por razón de su prestigio, de su extensión por el mundo, del predominio político y económico de Castilla, y su propio y prodigioso desarrollo literario, fue vehículo de expresión normal de muchos catalanes, especialmente de los afincados en las ciudades y de cierta formación cultural, digamos lectores. Apenas se leía más que en castellano, porque apenas se publicaba más que en castellano. La restauración de lo autóctono afín al espíritu romántico, llevó a algunos escritores, singularmente poetas, a tratar de valerse del viejo catalán: el más insigne representante de la tendencia fue sin duda Buenaventura Carlos Aribau, que en La Patria o en Trobes intenta cantar a su tierra en un idioma imperfecto, que ni siquiera sabe cómo se llama, puesto que lo denomina llemosí (limusín). A partir de entonces, la «Renaixença» iría perfeccionando, cuando no recreando, el catalán moderno, hasta convertirlo en un perfecto vehículo de expresión. Un segundo motivo del retraimiento de Cataluña en sí misma podríamos tal vez encontrarlo en la escasa participación de los catalanes en la vida política española durante el siglo XIX. Riquer observa que «dado que Cataluña era un país conflictivo, con graves problemas sociales y económicos, sus élites políticas y culturales tendieron a replegarse hacia el propio país, y se sintieron bastante al margen de las políticas gubernamentales españolas. Y esta frustración política coincidió o incluso fomentó la recuperación nostálgica del pasado» un pasado que, como todos los pasados nostálgicos, tuvo que ser por fuerza «libre y feliz» (220, 99).

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Por su parte, Balcells denuncia que «la burguesía industrial catalana quedó marginada del gobierno y de la administración del Estado...» Entre 1833-1901 «hubo 902 ministerios [quiere decir sin duda titulares de carteras ministeriales]... y del total sólo 24 fueron catalanes» (022, 84). Qué duda cabe: en este caso habría que entender la palabra «marginación» en un sentido muy singular. En el mismo período trescientos andaluces (algunos de origen muy humilde, como González Bravo, Sartorius, Cánovas o Rivero) llegaron al cargo de ministros, y en ningún caso los «políticos de Madrid» —que en su inmensa mayoría no eran de Madrid— los reclamaron en absoluto: fueron ellos quienes, provistos de una decidida vocación política, se lanzaron al asalto de la capital. Posiblemente el tema de la vocación política de los andaluces sea tan difícil de explicar y tan digno de ser explicada como la falta de vocación política de los catalanes. Quizá las condiciones socioeconómicas de uno y otro ámbito geográfico —ambos periféricos, por otra parte— pudiera proporcionarnos algunas pistas al respecto. Si los catalanes de valía prefirieron dedicarse a la vida de los negocios y no a la vida política, en absoluto puede reprochárseles tan sana elección, como no puede tampoco reprocharse a los políticos el haber sido los culpables de esa automarginación. Pero qué duda cabe de que, fueran cuales hayan sido sus mecanismos, esta escasa participación en la vida pública nacional pudo haber contribuido al confinamiento de la actividad y la conciencia catalanas a su propio ámbito particular. Jesús Pabón, en una tesis que ya se ha hecho clásica, distingue cuatro «corrientes» o cuatro «raíces» que, una vez unidas, dieron lugar al catalanismo histórico de fines del siglo XIX. La primera es el proteccionismo propio de una región industrial encuadrada en un país de predominio agrícola, que desea asegurarse el mercado del resto de las regiones, sin competencias extranjeras: «Cataluña, que lo encabeza,... adquiere en ello una clara conciencia de su personalidad». La segunda, el federalismo político, nace con un catalán, Francisco Pi i Margall, que desarrolla, sin embargo, su teoría en un plano puramente teórico, la vierte sobre la totalidad de España, y aún sueña con una Federación Universal, sin referir en ningún caso su pensamiento específicamente a Cataluña: será su discípulo, Valentín Almirall (véase 262) quien vierta el pensamiento federal hacia un catalanismo político expreso. La tercera radica en el tradicionalismo religioso, de origen carlista en unos casos, ajeno a él en los más, dotado de un carácter filosófico, jurídico o social, que al tiempo que trata de restau-

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rar el sano espíritu primitivo, intenta restaurar también lo auténtico catalán, que a su juicio se identifica con él. Tendríamos aquí, una vez más, el caso de la búsqueda de lo verdadero que encuentra el hondón de lo regional. Y cuarta, el renacimiento cultural, de raíz romántica, que recupera la lengua, busca el sabor de lo propio y de lo íntimo, y, a través de tres «generaciones», «constituye la raíz más honda y más vieja del catalanismo» (197, I, 98-99). La tesis de Pabón ha sido utilizada de forma sobreabundante, aunque algunos historiadores catalanes la consideren insuficiente. Vicéns Vives tuerce el gesto, porque una idea así le parece bastante superficial: no porque no existieran esas corrientes, sino porque «fueron caminos del catalanismo, no el propio catalanismo» (281, 438). Sin embargo, cuando explica como un viejísimo catalanismo anímico fue derivando hacia un catalanismo político expreso y organizado, no puede menos de utilizar las mismas «vías» de Pabón (ibíd., 440-444). Quizá no convenga un tan estricto sentido clasificador, en cuanto que esas corrientes —y otras que pudieran existir— se mezclaron ya desde muy pronto, y aparecen como caras de un mismo poliedro. Es curioso que Félix Sardá, en una proclama patriótico-religiosa en que reivindica la «Cataluña de Cristo», se acuerda de pronto del proteccionismo: «Cataluña restaurada, así como no quiere ser librecambista para favorecer los productos extranjeros..., no ha de ser librecambista de ideas...», porque ha de mantenerse en su espíritu religioso y tradicional13. Y un espíritu mucho más sensato como es el de Mañé y Flaquer se indignaba cuando —¡dentro de las mismas leyes proteccionistas de la Restauración!— se firmó un tratado comercial con Francia, que el ilustre publicista calificó de «puñal clavado en el pecho de Cataluña..., y la herida sigue manando sangre, y esta sangre enrojecerá el Ebro, trazando una línea divisoria ente Cataluña y el resto de España» (en 119, I, 393). Parece que no puede prescindirse del librecambismo ni cuando parece menos verosímil la alusión. Y, ¡qué difícil es también separar algunas de las corrientes tradicionales del río caudaloso de la Renaixença! Por lo que se refiere al federalismo, si en las Constituyentes de 1869 sólo votaron 17.500 catalanes de un censo de 60.000, y de ellos sólo una exigua minoría de apenas 1.000 votos se dirigió a los federalistas del «Estado Catalán» (281, XIX, 425), la irrupción de ——————— 13 Félix Sardá i Salvany, Religió i Regionalisme, Barcelona, 1992, págs. 15-16.

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Almirall, a fines de los años 80, obtuvo otros resultados. Pintoresco, abierto, profundamente humano, sabía captar simpatías, aunque nunca adquirió una abierta popularidad. En 1879 fundó el Diari Català, en 1880 reunió el primer Congreso Catalanista, en que se separó de la dirección federal de Madrid, y en 1882 el segundo Congreso, en que los federalistas iniciaron el acercamiento a los elementos de la Renaixença: por eso aquel mismo año fundó el Centre Català para «catalanes de todas las ideas», con un lema que ha perdurado, «Cataluña y adelante, hoy, mañana y siempre». En 1885 redactó el «memorial de greuges», dirigido a Alfonso XII, y en 1886 publicó su obra más influyente, Lo Catalanisme, defensora del «particularismo» como principio y muy agresiva contra Castilla como dominadora y causa de la ruina de Cataluña. Curiosamente, Almirall evolucionaría al final de su vida, hasta pasarse a la derecha de Cambó e incluso mostrarse contrario al catalanismo: pero éste no debe ser punto que nos interese ahora. Catalanismo por la izquierda y catalanismo por la derecha. Sin necesidad de llegar a las exageraciones de Sardá, en las que no tenemos por qué insistir, es significativo observar que un hombre tan profundamente moderado de ideas, virtuoso, sensato y excelente pensador, el sacerdote, luego obispo, José Torras i Bages, afirmara que «Cataluña e Iglesia son dos cosas imposibles de separar». Y que «la Iglesia es regionalista porque es eterna» (260, 41-42). Entiéndase: la región es una entidad natural, como en cambio no lo es el estado. Torras no se pregunta qué se entiende en cada caso por región ni hasta qué punto una entidad de mayores dimensiones —traduzcamos: España— no puede ser o sentirse real o históricamente una nación, sino tan sólo un Estado. Cabe estar de acuerdo o no con la tesis de Torras; no es posible discutir en cambio, tanto la rectitud de sus sentimientos como su afincado amor al terruño. Del mismo modo que otro tradicionalista (también ilustre jurista, y si hemos de completar la caracterización, decidido proteccionista), Manuel Durán i Bas, distingue claramente la existencia o coexistencia de dos derechos: el Derecho Común, fundado en la moral natural y enraizado en toda recta conciencia humana, y el Derecho Particular, fundado en las tradiciones, lentamente elaboradas por la historia y la convivencia, de cada pueblo: ha de existir por ello un derecho catalán, capaz de contemplar la realidad concreta de los catalanes, sin óbice alguno de su perfecta armonía con el derecho común (197, 130-133). (Digresión quizá no del todo improcedente: tanto la doc-

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trina de Torras como la de Durán recuerdan extraordinariamente a la de Cánovas, que afirmaba que «las naciones son obra de Dios, no de la voluntad humana», mientras que el Estado no es más que «un instrumento» que para fijar las normas de la convivencia común ha elaborado la nación, y por tanto un mero accidente; al tiempo que también contemplaba la doble y armónica existencia de un derecho natural y un derecho nacional, basado este último en la historia y las costumbres consagradas por la vida común. La coincidencia de criterios es hasta sorprendente; con la única diferencia de que Cánovas estaba pensando en España, Torras y Durán en Cataluña). Los dos últimos, con Juan Mañé y Flaquer, director de El Diario de Barcelona constituyen la trinidad de los grandes teorizadores católicos y tradicionales del catalanismo, o, como les llamaba Almirall, que miraba las cosas desde un punto de vista muy distinto, aunque no por eso menos catalanista, «los santos inocentes». ¿Habría que encontrar en su actitud un cierto gesto de apartamiento respecto del Estado liberal, laico, menos respetuoso con las tradiciones, que encontraban en la vida oficial? Fueron fundamentalmente los tradicionales los que formaron el grupo —aun no declaradamente político— Unió Catalanista, y lograron en marzo de 1892 reunir la Asamblea de Manresa, de la cual salieron las famosas Bases, en las que se teorizaban, ya como desiderátum, la autonomía de Cataluña (por supuesto, como parte integrante de España), el catalán como lengua propia, la formación de un parlamento y un tribunal supremo, y la no obligatoriedad del servicio militar para los catalanes: siempre con un carácter tradicional, católico, familiar, afincado en el sentimiento de lo auténtico y digno de conservarse. De Manresa salieron dos tendencias: una apolítica y otra decidida a una acción directa en la vida pública, formada esta última por los más jóvenes, que fueron los que fundaron en 1894 el Centre Nacional Català, cuyo primer presidente fue Enrique Prat de la Riba. El catalanismo iba —en virtud de una corriente que adquiría cada vez mayor fuerza y coherencia— a convertirse en un movimiento político. No siempre es fácil —por eso tal vez no convengan las clasificaciones cerradas— separar el movimiento tradicionalista de ese torrente de más vasto desarrollo histórico que fue el renacimiento cultural. Quienes establecieron los Jocs Florals, ya en 1859, fueron elementos tradicionales, Víctor Balaguer, Milá, Rubió, Bofarull, que vieron en ellos «un refugio de la lengua catalana»; pero quienes triunfaron en los Juegos fueron escritores de cualquier procedencia

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ideológica. En ellos se consagró, por 1877, Jacinto Verdaguer, con La Atlántida, ese «poema ciclópeo» según Menéndez Pelayo, en que Mosén Cinto elevó a su máxima riqueza y sonoridad la lengua catalana cantando una empresa de Castilla y una gesta de la historia universal. La difusión del catalán como lengua culta fue un proceso nada corriente que se inició, con el propio impulso de la Renaixença a mediados de siglo, para terminar por los años 90 como forma de expresión usual y enriquecida en los más amplios sectores de la sociedad. En abril de 1900 escribía Pere Corominas a Unamuno: «si hace veinte años se escribían mil cartas, entre un millón, en catalán, ahora se escriben en Cataluña por cada millón de cartas por lo menos medio millón en catalán. Hasta las familias cursis que antes hablaban en castellano en Barcelona, ya no lo hablan...» (En 219, 39). La victoria sobre el rubor o el desprestigio que suponía utilizar una lengua que parecía propia de los payeses o de las gentes de pueblo fue el resultado de un ansia colectiva tendente cada vez más a valorar lo propio, pero fue también la consecuencia de una labor de depuración y enriquecimiento de un vehículo de expresión que ya podía ser utilizado por personas cultivadas sin limitación léxica o sintáctica. La resurrección del catalán, medio arrinconado desde el siglo XVI, hasta el grado de perfección y de agilidad que alcanzaría a fines del XIX, fue un milagro que sería preciso explicar en virtud de impulsos anímicos internos y compartidos, cuya comprensión, sin duda, lo explicaría todo. Tal vez sin el apoyo lingüístico sería difícil explicar el amplio desarrollo del catalanismo como movimiento y como aspiración; pero también, qué duda cabe, el renacimiento del sentido profundamente vivencial de la tierra influyó en el recurso y la depuración del idioma. Si ha existido, históricamente un «milagro del catalán», parece que este milagro no podría explicarse sin el apoyo mutuo entre el sentimiento y la lengua, la lengua y el sentimiento. José M.ª Fradera ha estimado que el notabilísimo desarrollo cultural catalán no hubiera por sí solo nutrido de nuevo espíritu a la sociedad del principado, pero tampoco la cultura castellana hubiera sido capaz de imponer su presencia como algo natural en la sociedad de Cataluña (103, 46). Fue preciso un segundo impulso capaz de crear un estilo propio, y este impulso se opera con la nueva generación modernista que encuentra el modo de expresión peculiar que Cataluña necesitaba para dar a conocer su identidad. Rusiñol, con su capacidad para diseñar personajes-tipo, y sobre todo Maragall, con su preciosismo literario y su facultad de llegar a todas partes,

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como «voz de la tierra» y de su espíritu, consagraron el prestigio de la lengua y la proclamación paladina de un sentimiento que ya había fructificado. Para Riquer, «el modernisme, malgrat les seves limitacións, fou un intent important i significatiu de posar la cultura catalana al nivell de les cultures més rellevants dels països industrials d’Europa» (219, 40). Fue el modernismo literario, pero también el arquitectónico y decorativo, que encontró en Barcelona un escenario predilecto y peculiar, el eje de todo un elemento diferencial que desde entonces podría mostrar su altura y su excelencia. Y algo significó este nuevo signo de identidad, que señaló, según Vicente Cacho, una actitud distinta de los catalanes y de su dialéctica (038, 21). LOS «NOVENTA Y OCHOS» Y EL CATALANISMO POLÍTICO El desarrollo al mismo tiempo económico y cultural de Cataluña la distanció en buena medida del resto de España, y, desde el punto de vista de los núcleos en que se ciernen y se mueven las grandes ideas y las grandes iniciativas, Barcelona fue una ciudad más moderna —y al tiempo más «modernista»— que Madrid. La tesis de Vicéns (281, 447-448), que luego otros han seguido, o han comentado ampliamente, habla de un contraste, si se quiere exagerado y llevado en ocasiones a extremos de ridiculización difícilmente admisibles, pero de fondo evidente. Por los años 90 «entraron en Cataluña el impresionismo, la música de Wagner, los dramas de Ibsen, la filosofía de Nietzsche, la estética modernista, el deseo de tener teléfonos y buenas carreteras, la necesidad de museos y de universidades, el ambiente de París, de Londres y de Berlín, una ciencia que se llamaba economía y utilizaba la estadística, el deseo de ser sinceros y leales, de reencontrarse en la polémica tolerante...», virtudes que contrastan con el resto de España, y especialmente con Madrid, que disfrutaba con entusiasmo de la zarzuela y las corridas de toros, donde el atraso de las ideas y la estética la dejaba a casi medio siglo de distancia, y donde, por si fuera poco, «persistía... la inautenticidad de un Estado que se apoyaba en el caciquismo, las casacas de Palacio, la cursilería de Campoamor y una administración deplorable». En esta comparación humillante existe, que duda cabe, un deseo de supervalorar cualidades culturales y temperamentales que no poseían más

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que unos cuantos catalanes y afirmar vicios que no anidaban en todos los madrileños cultos y sensatos, a los que también, digamos que en menor grado, estaban llegando las mismas novedades. El desarrollo cultural tuvo que ver con el sosiego de una burguesía próspera y segura de su posición, que pudo educar a sus hijos y buscar refinamientos de vida a tono con un estatus social avanzado. Pero ese desarrollo llegó a extenderse y a crear un ambiente, un tono muy visible al exterior. El golpetazo del 98 y el agudo criticismo concomitante, tuviera todo él que ver o no con la derrota colonial, operaron en la Cataluña consciente una doble reacción, que correspondía ciertamente a lo esperable: por un lado, la actitud diferenciadora del «nosotros no» frente a la vergüenza nacional de los estrepitosos vencidos, que dieron de pronto en considerarse el pueblo más atrasado y decadente de la tierra; y por otro, el regeneracionismo integral, el «España resucitará transfigurada por Cataluña», y con él, el deseo de ponerse al frente de la cruzada salvadora sentido ya en otras ocasiones históricas. Fernández Almagro apunta «la voluntad de convertir a Cataluña en algo equivalente a Piamonte y a Prusia en la recreación histórico-contemporánea de Italia y Alemania» (085, III, 191). Es decir, la asunción de un liderazgo capaz de transformar España en una «Cataluña grande», eso sí, bajo la inspiración, la iniciativa y el genio de los catalanes. O, como dijo Francesc Romaní en la Asamblea de Uniò Catalanista, todavía el 26 de mayo de 1901, «nos proponemos levantar de nuevo con nosotros a España, sacándola del profundo abismo en que la tienen sumida los partidos políticos» (085, 284). Hasta la alusión a los partidos políticos es de puro linaje regeneracionista. Ambas reacciones ante la crisis convivieron durante un tiempo, y sólo, pretende Vicéns, cuando España —o más bien Madrid— cerró sus ojos a la realidad y se negó a dejarse conducir o tan siquiera a asumir la posibilidad de un movimiento de regeneración capitaneado por los catalanes, Cataluña se habría decidido a hacer historia, su historia, por cuenta propia. Hubo también, y tal vez pueda verse en este punto el factor principal del fracaso del proyecto, un choque entre dos regeneracionismos, paralelo, de un modo lejano al habido entre los arbitristas regeneracionistas y los regeneracionistas políticos. Estos últimos fueron, tal vez sin ellos pretenderlo, los causantes del doble fracaso. El fin de la guerra de Cuba no operó en el Principado los mismos paradójicos efectos beneficiosos que en otras partes de España. La industria algo-

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donera catalana se resintió gravemente. El proteccionismo y la guerra habían multiplicado por cuatro el envío de piezas de algodón a ultramar. Si en 1888 los beneficios fueron de 76 millones de pesetas, por los años 90 se pasó de los 100, en 1895 se alcanzaron los 200 y en 1897 se llegó al pico más alto, con 364 millones. De este aumento prodigioso no conocemos la proporción exacta que supuso la demanda continua de uniformes para 220.000 soldados que rompían sus prendas de combate en pocos días a través de la manigua, o habían de cambiar de uniformación en la estación de las lluvias. El hecho es que con la paz se acumularon los dos factores: falta de demanda cubana y falta de demanda militar. Ya en 1898 los beneficios bajaron a 107 millones; en 1900 fueron de 87, y en 1901 de 74. Es decir, se volvió al nivel de 1888 (véase 219, 64). En 1919, Keynes llamaría a situaciones de este tipo «el desastre de la paz». Cierto que los catalanes tratarían de resarcirse buscando beneficios en otros sectores, tales el químico o el eléctrico: precisamente, la falta de demanda ultramarina sería una de las bases de la diversificación de la industria catalana. La demanda interior, a su vez, estimulada por una coyuntura favorable, no tardaría en acrecentar de nuevo la producción textil, que alcanzaría sus mejores niveles por 1906. Pero el bache hubo que sufrirlo, y fue entonces, según Borja de Riquer, cuando la burguesía catalana, vinculada en buena parte al partido conservador, decidió desmarcarse de la política de Madrid y dar un decisivo viraje político al ya vivo catalanismo. Sin embargo, la ruptura definitiva se operó, no a raíz del «Desastre», sino precisamente en el momento en que el regeneracionismo asume el gobierno de España. Será preciso entreverar los dos regeneracionismos cuando hayamos de referirnos al primer gobierno SilvelaPolavieja. La figura de Polavieja, renovador, tradicional, descentralizador, cayó bien entre los catalanes, que creyeron encontrar en él un poderoso aliado en Madrid. Pero el carismático general chocó con otro regeneracionista, el ministro de Hacienda, Raimundo Fernández Villaverde, que entendía que no era posible salir del bache sin una política de presupuestos bajos e impuestos altos: exactamente lo contrario que postulaba Polavieja. La incompatibilidad entre los dos hombres obligó a Silvela a una dolorosa alternativa: prescindir de uno o del otro. Quizá un mínimo sentido realista le hizo entender que Villaverde no estaba en las nubes, y hubo de aceptar la dimisión de Polavieja, y la de un catalán muy representativo, Durán i Bas, que le acompañó en la retirada. Los catalanes no sólo se encontraron de

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pronto sin sus mejores valedores en Madrid, sino que hubieron de enfrentarse a la ingrata política fiscal de Villaverde: ¡la misma que había provocado la oposición de Costa y su Unión Nacional! No fue aquélla una disputa entre dos regeneracionismos, sino entre tres, y sin tener en cuenta semejante planteamiento probablemente entenderíamos muy poco del desenlace. Los catalanes participaron con entusiasmo en la huelga de tiendas y en el abstencionismo fiscal. Fue así, comenta Pabón, cómo «tras el Desastre, el catalanismo crece; formidablemente y a ojos vistas. Como resultado de la gran quiebra espiritual o histórica... o con el afán de no pagar unos tributos...» (197, 191). Las dos cosas venían juntas. O varias más: un renacimiento de la personalidad histórica, una agudización de la identidad regional, una valoración y estilización de la lengua propia, una «quiebra espiritual», el deseo de una misión regeneradora que no fue aceptada en Madrid, la exoneración de dos ministros catalanistas, y la política, si se quiere no centralista, pero sí implacable de Villaverde, que provocó la huelga, el «tancament de caixes» y la intervención de la fuerza pública o el secuestro de las cuentas corrientes de los morosos. «Foren necesaris el desastre del 98 i el fracàs de l’ intent reformista de Polavieja perqué la burgesia catalana descobrìs la realitat política catalana» (219, 305). El cómo y el porqué de la oposición de dos regeneracionismos que comenzaron con el mismo espíritu, en direcciones paralelas y con reconocimientos mutuos (el nombramiento por Silvela de destacados catalanistas para altos cargos en Cataluña y aún fuera de ella) es de causas primordialmente económicas, aunque puedan jugar en el todo semiocultas reticencias y desconfianzas procedentes de algún malentendido. Pero aquel rompimiento significó, qué duda cabe, una frustración y una ocasión perdida para plantear políticamente el siglo XX sobre nuevas bases ideológicas, sociológicas y administrativas, y también por lo que se refiere a la apertura del puesto de mando en Madrid a nuevas fuerzas y nuevas ideas de una extracción más amplia. Como resultado de la oposición a la política fiscal de Villaverde se creó el 5 de enero de 1900 el «Centre Nacional Català», decidido ya a actuar como «grupo político». Su órgano era La Veu de Catalunya, y sus hombres representativos, Prat de la Riba, Puig i Cadafalch, y Francesc Cambó. También se unieron al «Centre Nacional» elementos procedentes de la Uniò Catalanista y la Lliga de Catalunya», como L. Domènech i Muntaner, o Ramón de

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Abadal14. El 25 de abril de 1901, el «Centre Català» y la Uniò Regionalista» deciden unirse, y establecen el primer partido político catalán propiamente dicho, la Lliga Regionalista. Bajo la presidencia del Dr. Bartomeu Robert, médico a quien todos veneraban y ex alcalde de Barcelona, formaban importantes grupos de la burguesía industrial catalana, pero también elementos intelectuales y profesionales de diversas extracciones (219, 193-195). Así cristalizó en un movimiento concreto la llamada por algunos «generación de 1901» (véase la discrepancia en este punto de Balcells, 023, 89-90). Prat de la Riba, con un poco de iluminado y un mucho de organizador (véase 197, 192-194) se presentaba en aquel momento como el unificador de los distintos catalanismos sentimentales y tradicionales en un movimiento concreto y organizado. Su desconcertante personalidad permite formular sobre él los más diferentes juicios: desde los que le presentan como furibundo antiespañol hasta los que le consideran el más españolista de los catalanistas. Aparte de los siempre molestos y poco educados insultos contra Madrid —que compartían, desde diferentes ópticas, los más patriotas de los regeneracionistas españoles— la clave está, como en otros tantos casos, en la distinción, tan cara a los catalanes (y que desde entonces, de una manera u otra ha renacido multitud de veces a lo largo del siglo XX) entre Nación y Estado. Escribía en 1906: «España no es nuestra patria, sino una agrupación de varias patrias; el Estado español es el Estado que gobierna la nuestra como las otras patrias españolas... una entidad artificial que se hace y deshace por la voluntad de los hombres, mientras la Patria es una comunidad natural, necesaria, anterior y superior a la voluntad de los hombres» (La nacionalitat catalana, Barcelona, 1906, pág. 59). Lo cual no significa sino la traslación de la vieja doctrina de Torras i Bages o Mañé i Flaquer al terreno político, sin demasiadas novedades conceptuales. Lo que, por supuesto representan todas estas tesis, gratuitas o no, apoyadas en la fuerza de la historia o no, es que Cataluña es una nación mientras España no lo es; (si bien —¿hay algo de contradicción en estas palabras o tampoco la hay?— se reconoce la existencia de «otras patrias españolas» que, como Cataluña, están gobernadas por el «Estado es——————— 14 En general, tratamos de mantener en cada caso la ortografía de la época o la empleada por cada protagonista, sin un criterio de modernización que pudiera resultar aquí artificioso o anacrónico.

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pañol». Todas las patrias, por definición, son auténticas, y todas son «españolas»). Quizá la única manera de evitar la aporía sea la concepción federalista, y de aquí que Prat, más tendente a la unión que a la separación, acabe imaginando utópicamente una gran federación capaz de «reunir todos los pueblos ibéricos, desde Lisboa al Ródano, dentro de un solo Estado, un solo imperio» (La nacionalitat, 111). En semejante construcción, el receptáculo del conjunto parece que ya no es «una entidad artificial», sino el fundamento de un fabuloso imperio. Quizá la clave explicativa radique en el proyecto —no expreso— de que la capital federal de tal imperio no se ubique en Madrid, por lo menos en el Madrid de la monarquía de la Restauración. Y Prat no deja de manifestar, como tantos, su mesianismo españolista en el agitado 1906, cuando con Solidaridad el catalanismo pasa de minoritario y burgués a multitudinario y popular, anunciando que «Cataluña ha iniciado una nueva Reconquista». «La Solidaridad Catalana va a ser el núcleo de la Solidaridad Ibérica» (La Veu de Catalunya, 20-10-06; véase 118, I, 678). Sin embargo, y quizá no sólo por el relativamente rápido eclipse de Prat de la Riba, el más representativo protagonista de regeneracionismo catalán con vocación de injerto en el regeneracionismo español es Francesc Cambó. Enteco, sobrio, dotado de un sentido práctico que enmascaraba pero no siempre disimulaba un profundo y ardiente sentimiento muy mediterráneo, Fernández Flórez escribió de él que «el señor Cambó es todo síntesis y extracto... Él mismo es tan sintético, que en su figura no hay más que lo estrictamente necesario... Las palabras del señor Cambó son siempre las necesarias» (Acotaciones de un oyente, Madrid, Pueyo, 1918, págs. 591 y sigs.). Cambó es uno de los más típicos representantes del regeneracionismo catalán que quiere salvar España: «los catalanistas de aquel momento— escribió después— éramos también los máximos representantes del patriotismo español afirmativo» (en 034, 40). Acabaría entendiéndose perfectamente con Maura y hasta se habló de él como sucesor de don Antonio. No importa que, como trata de distinguir Pabón, Maura quisiera fundir la España oficial con la España real y que Cambó pretendiera matar a la España oficial para colocar en su lugar a la España real (197, 259). En realidad, ambos, desde distinto origen, habían coincidido en el mismo camino y, como dice García Escudero, «Cambó era un Maura que había hecho en Cataluña lo que Maura quería hacer en el resto de España» (118, 684).

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Lo que significó el desembarco de los catalanistas en Madrid nos lo describe con palabras de penetrante expresión Ignacio Agustí en El viudo Rius: El Parlamento vio aparecer de pronto un equipo de cinco caballeros a la vez reposados y enérgicos, impecables en el vestir, pausados, de aliñada indumentaria, fisonomía redonda bien aposentada sobre su cuello planchado, burgués; su oratoria era escueta, rectilínea, oratoria de balance y estado de cuentas... El orador, magnífico gerente de sus ideas, había comenzado por sacarse del bolsillo unos apuntes... y los iba explicando en voz alta, como ante un consejo de administración (El viudo Rius, Barcelona, Destino, 1948, 104).

Quizá se exagere un tanto, adrede, el símil empresarial, pero el retrato colectivo es de una pieza. Y quizá fuera aquel talante una de las cosas que estaban haciendo falta en la artificiosa complejidad del parlamento español. ¿Qué duda cabe de que aquella inyección pudo ser sana? Pero es preciso llegar al momento de Maura para comprender como el injerto quedó en proyecto. LOS ORÍGENES DEL NACIONALISMO VASCO El complicado problema vasco no debiera atraer nuestra atención más que como una manifestación de la crisis de comienzos de siglo. Su importancia, por grande que sea en la actualidad, parece que incide menos en el conjunto de los «noventa y ochos» por cuanto, como ha observado José Luis de La Granja, no llega a convertirse en un «problema español» —un problema que, por su peso, se plantean los españoles no vascos— hasta los años 30 del siglo XX (131, 16). Por otra parte, el único autor que reconoce una explícita indentación del nacionalismo vasco en la problemática general del cambio de siglo es Jon Juaristi, cuando ve en «la crisis de la última década del XIX, con la guerra de Cuba y Filipinas, el contexto en que emergieron los nacionalismos periféricos estrictamente contemporáneos de los regeneracionismos y del nacionalismo español de la generación del 98» (142, 49). Habría que entender, una vez más, que se trata de un «98 antes del 98», puesto que Bizkaya por su independencia está escrito en 1892, y la fundación del PNV, aunque la fecha exacta sigue sujeta a discusión, se la supone en 1895.

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Como en el caso catalán, la «conciencia diferencial» de los vascos se remonta a tiempos casi inmemoriales, aunque, a diferencia de los catalanes, no haya tenido una configuración histórica precisa. El País Vasco, dice Paulino Garagorri, «no ha existido como conjunto homogéneo ni alcanza a obtener siquiera un regular nombre colectivo según por fuerza ocurre a todo grupo que delata su simple y colectiva presencia» (111, 585-587). Desde el punto de vista jurídicopolítico, Bartolomé Clavero ha observado que «nunca ha existido, en concreto, una foralidad genuinamente vasca; y no solo la foralidad navarra es independiente y de mayor entidad que las foralidades vascongadas, sino que éstas, a su vez, son variadas y dispersas, y mucho más subordinadas, además, históricamente a Castilla» (056, 17). Lo cual, por otra parte, no contradice en absoluto esa conciencia de peculiaridad con la que los vascos se sintieron movidos a diferenciarse del resto de los españoles, una peculiaridad que —en parte debido a su lengua o a su pintoresca forma de expresarse en castellano— el resto de los españoles supieron también distinguir en ellos, o en «los vizcaínos», como era usual llamarles. Y ese hecho, por el lado contrario, tampoco constituyó el menor obstáculo para que los vascos participaran con prodigiosa actividad en la construcción de España, desde los orígenes del castellano en la Concha de Álava hasta los episodios clave de la proyección española al mundo. Después de los andaluces, fueron los vascos la minoría más numerosa que participó en el descubrimiento de América, y los primeros europeos que, al regreso de Colón, se quedaron a vivir en el Nuevo Mundo bajo el mando de Diego de Arana. Vascos fueron los que en Garellano consagraron la hegemonía militar de España para siglo y medio; como se hizo costumbre que el secretario del rey de España, desde los Idiáquez en el siglo XVI hasta los Macanaz en el XVIII, fueran vascos: lo mismo que los almirantes: Elcano, Urdaneta, Recalde, Oquendo, Gaztañeta, Churruca. A lo largo de toda la Edad Moderna podemos encontrar tantos rasgos de peculiaridad como de españolismo: probablemente porque las dos condiciones marcharon perfectamente juntas. La singularidad del idioma fue, probablemente más que el tan repetido aislamiento, la primera fuente de la distinción legendaria que se quiso establecer en el origen y naturaleza de los vascos. Aisladas por razón de una complicada geografía lo estuvieron también Cantabria o Asturias, por ejemplo, de suerte que es fue tan igualmente difícil dominar estas regiones a romanos, a godos o a árabes. Aunque no parece caber la menor duda de que los valles profundos y el ver-

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de jugoso de sus mil rincones entrañables influyó en la identificación de los vascones con su tierra, sus tradiciones, sus leyendas y su profunda vinculación familiar. No es posible asegurar que —históricamente— esa identificación se haya producido en un grado superior al de otras regiones, pero sí en un grado muy determinante. Sin embargo, fue el idioma, de raíces y construcción distintas a las usuales en el mundo romance, el rasgo que más se ha destacado por quienes lo hablaban y por quienes se extrañaban ante ese habla, hasta el punto de convertirla muy pronto en un mito legendario: probablemente el primer mito vasco. En 1587, el licenciado Andrés de Poza presentaba al vascuence entre las setenta y dos lenguas que se hablaron en la torre de Babel, predecesoras de todas las demás. En el XVII, el jesuita Manuel de Larramendi conseguiría la hazaña de escribir la primera gramática (o rudimento de gramática) de la lengua vasca, con el significativo título de El imposible vencido, y de paso, se referiría por primera vez a la «Nación Bascongada» o a las «Provincias Unidas del Pyrineo», aunque sin el menor asomo separatista (113, 15; 131, 24, véase también 082). Se ha echado siempre de menos la inexistencia de una «Renaixença vasca» (y el hecho puede ser decisivo en la diferencia entre el catalanismo y el vasquismo a que en su momento nos referiremos); pero lo cierto es que existe una vaga y dispersa, aunque significativa literatura romántica (en castellano) que crea y exalta los mitos históricos o seudohistóricos vascos con el encanto de la leyenda que se pierde en la memoria de los siglos. Ahí está Juan María Moguel con su novela Peru Abarca, que es el canto nostálgico a una utopía «con resonancias rousseaunianas del buen salvaje», en que se destacan los valores morales, la religión, la gran familia, el amoroso trabajo de la tierra, el idioma, la sabiduría popular. Contemporáneo de Moguel es Pedro Pablo de Astarloa, que considera al vascuence no ya una lengua babélica, sino la más antigua del mundo, puesto que fue la hablada por nuestros primeros padres en el Paraíso. El mito tendría una larga perduración. Pero fueron los románticos del pleno XIX los que «llevaron a cabo la auténtica invención de la tradición vasca» (131, 56): el tubalismo, el vasco-iberismo, la independencia originaria, el monoteísmo primitivo, el igualitarismo de siempre, la invencibilidad de los vascos, demostrada en batallas legendarias, hasta el simbolismo precristinano y profético de la Cruz, representada en el Lau-buru o cruz gamada; y por supuesto, el foralismo como pacto libre y voluntario de un pueblo que nunca se sometió a nadie (véase 066, 19-20;

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como ref. general muy documentada, 141). El vasco-francés Joseph Augustin de Chaho (1811-1858), que no era exactamente vasquista, ni siquiera carlista, sino más bien republicano anticlerical, fue el inventor de la figura de Aitor, el padre de los vascos; y también el primero en considerar la guerra carlista no como un conflicto ideológico o dinástico, sino como una cruzada independentista (véase 131, 24-25; 142, 54). José María Iparraguirre (1820-1881), antiguo voluntario carlista, fue uno de tantos bersolaris capaces de componer simultáneamente letra y música, pero dotado de singular talento. Curiosamente dio a conocer su vibrante y bello Gernikako Arbola en un café de Madrid, donde residía por entonces. Es un canto enamorado de su patria y de sus tradiciones, que se ha convertido, en expresión de Salaverría, en «la marsellesa de los vascos», aunque Sabino Arana detestaba tanto a Iparraguirre como a su himno, que consideraba «antipatriota», conjeturalmente por pedir al árbol: eman da zabaltzazu / mundunban frutua (esparce tus frutos por el mundo entero). Perduró, sin embargo, hasta nuestros días, aunque hoy no sea el himno de Euzkadi. Y encendió muchos corazones (véase 113, 2122; 066, 44-46). Vicente Arana, primo del padre de Sabino, creó en 1887 la figura de Jaun Zuría, el «Señor Blanco», caudillo vencedor en la batalla de Arrigorriaga librada por los vascos contra los castellanos (o los leoneses o los asturianos), y convertido desde entonces en otro de los héroes nacionales. En suma, la leyenda romántica, tanto más indesarraigable cuanto vaga y de nebulosos orígenes, tuvo tal vez un papel de formación de conciencia o de base sustentadora de esa conciencia tan fuerte como pudo tenerla la Renaixença en Cataluña, aunque no constituya una auténtica corriente literaria y sus relatos —por lo general cortos— estén escritos en castellano. La versión política del vasquismo revistió durante mucho tiempo la forma de foralismo. Los fueros vascos, aunque diversos para cada territorio y variables según los tiempos, datan de la Edad Media y fueron siempre un símbolo de las libertades del pueblo vasco en el seno de la monarquía castellana. Las guerras carlistas tuvieron allí una connotación foralista: según Aróstegui algo tardía, por cuanto pesaron en principio más los supuestos religiosos e ideológicos. La primera contienda se resolvió mediante un acuerdo, el convenio de Vergara, que se comprometía a respetar los fueros dentro del propio Estado liberal. Joseba Aguirreazkuenaga ha estudiado la absoluta compatibilidad entre las Diputaciones forales y las Juntas Generales, un sistema que no comportó choques entre el poder central y el re-

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gional y que hacía del vasquismo y del españolismo dos partes de una misma cosa (220, 105-107). Santiago de Pablo estima incluso que la administración autónoma vasca aumentó sus competencias entre 1839 y 1876 (196, 6). El problema se planteó no tras la primera, sino tras la última guerra carlista (1872-1876). Es posible, como pretende Vicente Garmendia (122), que la lucha tuviera ya ciertos ribetes independentistas, aunque también sirvió para que los vascos se titularan los «verdaderos españoles» frente al extranjero Amadeo I y la República jacobina y anticlerical de Madrid. Quizá muchos vascos, aunque el supuesto no pase de simple conjetura, imaginaron ya que esta vez los fueros estaban definitivamente en juego. Y así fue. La victoria liberal, obtenida ya en nombre de Alfonso XII por el régimen de la Restauración, supuso la abolición del régimen foral y el triunfo del centralismo uniformador. Fue tal vez —y eso se aprecia mejor a distancia— un tremendo error de Cánovas. El 21 de julio de 1876 fueron abolidos los fueros y desaparecieron las Juntas Generales, sustituidas por unas Diputaciones Provinciales, que, por más que pudieran tener unas funciones no demasiado distintas, suponían una imposición, y más todavía, una uniformación con el resto de las provincias: y eso fue lo que disgustó profundamente a los vascos. Tendrían que pagar impuestos al Estado, quedaban obligados al servicio militar y habían de someterse a una enseñanza obligatoria en castellano (excepto el catecismo, que seguiría enseñándose en vascuence) (133, 78). Cierto que el euskera no sufrió demasiado por obra de la enseñanza —tampoco existía una enseñanza uniformada e importante en el habla vernácula—, porque la tendencia a la extinción de la lengua en muchos medios obedece principalmente a otras causas: urbanización, modernización, contactos con el exterior, extensión de la cultura superior, prensa, formación de una burguesía industrial (véase 066, 149-150). También es cierto que la supresión del régimen foral significó la desaparición de una serie de trabas para el propio intercambio interior y favoreció las condiciones que iban a posibilitar un rápido desarrollo industrial (131, 28-29). Lo importante era, sin embargo, que la derrota militar en la guerra civil se unía a la desaparición de algo propio: la impresión de sometimiento a un «régimen de ocupación», siquiera correspondiese a un supuesto falso, fue un hecho sentido, y tendría las más amplias repercusiones históricas. Cánovas quiso compensar las consecuencias del castigo con la firma del Concierto Económico el 28 de febrero de 1878, que

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«suponía una clara situación de privilegio para las provincias vascas, y sobre todo para sus clases poseedoras» (066, 95). (Difícilmente podía imaginar Cánovas que esta concesión iba a provocar la protesta de un ciudadano español durante una conversación en el tren, cuya última consecuencia sería la conversión de Sabino Arana del carlismo al nacionalismo). El privilegio iba a resultar una de las claves del prodigioso desarrollo económico, que no sólo industrial, del País Vasco durante la época de la Restauración; pero muchos, dolidos ya por la nueva situación jurídico-administrativa, prefirieron el fuero al huevo, y desde 1876 iba a desencadenarse un imparable movimiento foralista de imprevisibles consecuencias. En 1879 Fidel de Sagarmínaga inspiró la Unión Vascongada, partido fuerista que se desmarcaba tanto del régimen restaurado como del carlismo ideológico. Un artículo posterior de Sagarmínaga, «El regionalismo y los fueristas», significa para Pablo Fusi la primera expresión de un fuerismo no implicado en un proyecto nacional español (108, 44), por más que fuese todavía un «regionalismo» y no representase ninguna forma de separatismo expreso. Sagarmínaga, Lizana, Arturo Campión, Herrán y Antonio de Trueba figuran entre los más activos representantes del activo fuerismo vasco posterior a 1876. En 1879 se celebraron los primeros Juegos Florales vascos, inspirados muy probablemente en los catalanes, aunque no alcanzaron la regularidad ni la altura de los fundados por Víctor Balaguer. Parece que tiene cierta razón J. M. García Escudero, al menos en un sentido intencional y simbólico, cuando afirma que el catalanismo tiende al futuro y el vasquismo pretende retornar al pasado (118, II, 697). No la industria, ni el progreso, ni los nuevos horizontes mentales del cambio de siglo, sino el medievo, las leyendas de un lejano e imaginario pasado, el encanto de la primitiva vida campesina de acuerdo con las venerables costumbres de los abuelos, y por supuesto, los fueros, unos fueros bajo cuyo cobijo los vascos fueron felices. J. Gurrutxaga advierte que «la realidad que los fueros describen no es la Arcadia utópica que pintan los fueristas y los nacionalistas. La sociedad vasca fue conflictiva, conoció movimientos y enfrentamientos jurisdiccionales entre las Villas y la Tierra Llana. Se sabe del estado de precaria subsistencia de las masas campesinas y la contraposición de intereses entre estos defensores a ultranza del Fuero, porque protege sus intereses socioeconómicos, y la burguesía urbana, empeñada en abrir mercados interiores que la legislación económica contenida en el Fuero impide» (133, 33). Pero el sueño dorado tras-

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pasa los umbrales de la historia y prefiere aferrarse con entrañable afecto a las leyendas doradas. Es así como se irá creando esa nostalgia por un pasado que nunca existió y que Jon Juaristi ha llamado en el más leído de sus libros «el bucle melancólico» (véase también 108, especialmente 267-272). Si a este gesto sentimental unimos la profunda transformación del País Vasco por obra de la iniciativa y la laboriosidad de los propios vascos en un emporio industrial lleno de máquinas trepidantes y de concentraciones urbanas, comprenderemos que, aparte de la metamorfosis social, no siempre grata para todos, que el hecho supone, la superación de la apacible ruralía patriarcal constituya también un motivo de nostalgia. Sabino Arana no necesitó ya inventar demasiadas cosas. Más bien lo que hizo fue radicalizarlas y darles forma política. SABINO ARANA: UN SALTO RADICAL El movimiento foralista se inicia como tal a fines de los años 70 del siglo XIX y es consecuencia de las nuevas realidades creadas por el régimen de la Restauración y no producto de la crisis de fin de siglo. El nuevo impulso —nacionalista e independentista— que al vasquismo imprime un nuevo grupo, capitaneado y simbolizado por Sabino Arana puede adscribirse, al menos cronológicamente, a ese «98 antes del 98» que hemos encontrado por doquier en tantos sectores de la inquietud española. Con todo, aquí sus connotaciones son tan específicas que no resulta nada fácil encuadrarlo en un contexto de carácter general, como no sea la rápida transformación del ambiente y de las propias condiciones imperantes en la década de fin de siglo. Payne, de acuerdo con su tesis inicial, ve a Arana como «hijo de la tradición y de la modernización a un tiempo», en el sentido de que su padre era un industrial carlista. Sin embargo, las condiciones en que se desarrolló la vida tanto del padre como del hijo aconsejan más bien relacionar la situación del padre como víctima de la modernización y la actitud del hijo como reacción ante la nueva sociedad industrial. De aquí la complejidad del planteamiento. Sabino Arana Goiri, nacido en 1865, era hijo de Santiago Arana y Ansotegui, armador de buques y propietario de varios pequeños astilleros de barcos de madera. Santiago era carlista convencido, y cuando estalló la guerra civil en 1872, viajó a Londres para comprar armas, desembolsando «50.000 duros de su bolsillo» (066, 184-185),

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cantidad que nunca recuperó. Con la derrota, perdió parte de su fortuna, su cargo de alcalde de Abando, su derecho a asistir a las Juntas de Vizcaya. Por lo menos dos de sus hijos, apenas adolescentes, Luis y Sabino, rumiaron dolores y humillaciones, que habrían de ser decisivos en su actitud ante la vida pública. Otras pérdidas pudieron influir también en la derrota familiar, y ambas relacionadas paradójicamente con el explosivo crecimiento de la economía vizcaína. Uno fue el triunfo del barco de hierro, que dejó malparada la mediana industria de los Arana, y otro la expansión de Bilbao, que con la anexión de Abando acabó con la casa solariega. Juaristi se pregunta si esta pérdida pudo influir en la impresión que sentiría Sabino por un paraíso perdido, que inconscientemente unió a la idea del paraíso perdido por los vascos (142, 178). Su amor por la tierra y por los fueros se acentuó cuando cursó el bachillerato en el colegio de los jesuitas de Orduña, en medio de un ambiente religioso, tradicional y fuerista. Sabino Arana confesó que salió del colegio siendo «patriota español». Fue una larga discusión con su hermano la que inició su conversión. Luis, entretanto, había ido a La Guardia (Pontevedra). Contó a su regreso que en el tren había discutido con un hombre que reprochó a los vascos el privilegio del Concierto Económico. ¿Por qué los vascos gozan de una ventaja que no tienen los demás españoles? La respuesta de Luis, quizá improvisada, fue terminante: porque los vascos no son españoles. La discusión se reanudó después entre los dos hermanos, y duró una tarde entera entre argumentos y contraargumentos. Luis defendía la independencia de Vizcaya y Sabino el fuerismo carlista y españolista. Luis fue siempre un radical, pero algo inconstante, o por lo menos con más preocupaciones por las cosas de este mundo. Sabino, el pequeño, era más introvertido, soñador, idealista, tremendamente imaginativo y quizá, tanto por razones de formación como por temperamento, dado a los fundamentalismos. Se entregaba a una causa en cuerpo y alma. Un año tardó en comprender que su hermano tenía razón. En 1883 se había convertido a la causa de la patria vasca independiente de los pies a la cabeza (066, 188-189). No sabemos lo que pudo influir en su ánimo sensible la muerte de su padre, ese mismo año. También en 1883 fue enviado Sabino a estudiar Derecho en la Universidad de Barcelona. Fue un mal estudiante, no por falta de talento, sino porque no le gustaba la carrera y su ánimo se encontraba embebido en otros afanes. Fue en Barcelona (1883-1888) donde su vasquismo fue cobrando forma, hasta llevar-

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le a escribir algunos opúsculos patriotas. ¿Pudo influir en su pensamiento el ya pujante movimiento catalanista? Su estancia en Barcelona coincidió con el memorial de greuges (1885) y Lo Catalanisme de Almirall (1886). García Venero opina que la influencia fue indudable (120, 245), mientras otros, reflexionando sobre la base de la diferencia radical entre el discurso catalanista y el radicalismo de Arana, lo niegan. Corcuera piensa que en todo caso, el influjo obró «por vía negativa», es decir, como reacción contra lo «español» (066, 194). Algo pudo pegársele. Es difícil que la palabra «ikurriña» (una de las muchas inventadas por Arana) pueda ser otra cosa que una traducción de «senyera». Pero «frente a un Prat de la Riba, que pretendía catalanizar a España, Sabino piensa en aislar a Euzkadi hasta vasquizarla del todo» (066, 410). Regresó a Bilbao en 1888, justo el año del fallecimiento de su madre. Compitió con Miguel de Unamuno en la oposición a una cátedra de vascuence instituida por la Diputación de Vizcaya. Ninguno de los dos —audaces y ambiciosos, cada cual a su manera—, medianamente ilustrados en su lengua nativa, obtuvo el puesto, sino el erudito y un poco fantasioso Resurrección María de Azcue. Si el fracaso desvió radicalmente la vida de Unamuno, no impidió que Arana persistiese en su cruzada, aunque durante años con muy poco éxito, y sólo entre un reducido grupo de amigos. Escribía a comienzos de los 90: «Nada he debido hacer en favor de Bizkaya pues aún no tengo enemigos» (véase 066, 196-198). Arana sin duda los deseaba, porque era polemista por excelencia, y porque la polémica podría darle a conocer. Al fin encontró cierto eco el opúsculo Bizkaya por su independencia, publicado en 1892, cuyo contenido había aparecido en dos artículos anteriores que habían pasado inadvertidos. Fue entonces cuando la estrella de Arana comenzó cuando menos a despuntar. Gran parte de Bizkaya por su independencia se cifra en la rememoración nostálgica de cuatro batallas legendarias: Arrigorriaga, Gordexela, Otxandiano y Munguía. Sabino Arana no inventó ninguna de ellas, porque las cuatro estaban ya inventadas: las aderezó a su modo y las convirtió en símbolo de dos ideas fundamentales: la invencibilidad de los vascos, y, sobre todo, la idea de que éstos habían sido independientes siempre. El Señorío de Vizcaya, adscrito a los condes de Haro, había sido producto de un pacto de igual a igual, lo mismo que la aceptación libre por los vizcaínos del rey de Castilla como Señor de Vizcaya. La conservación de los fueros fue el signo del reconocimiento por unos y otros del derecho originario de

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Vizcaya (Es bien sabido que en un principio Arana piensa en Vizcaya más que en el conjunto del País Vasco, al cual extenderá más tarde sus ideas y bautizará provisionalmente con el nombre de Euskeria). Comenta J. L. Granja: «El nacionalismo de Arana, muy influido por los mitos históricos y la literatura legendaria decimonónica, está impregnado de un historicismo romántico, en el cual la historia (su nueva versión de la tradición vasca en gran medida inventada o tergiversada) se convierte en un instrumento al servicio de la política» (131, 32). El recurso a la historia, fruto del idealista regreso al pasado fue en Arana, «el grito de un tradicionalista que se rebela», en palabras de Corcuera, contra la revolución industrial y sus consecuencias. Si se quiere, y ya hemos apuntado la paradoja, contra la iniciativa y la capacidad emprendedora de los vascos. Sabino Arana, cuya familia se vio arruinada por los grandes barcos de hierro, odiaba al hierro como símbolo de la revolución industrial, y hubiera querido sepultarlo para siempre: «Si no puede ser otra cosa mientras los montes de Bizkaya tengan hierro en su seno, ¡plegue a Dios se hundan en el abismo y desaparezcan sin dejar huella todas sus minas! Pobre fuese Bizkaya y no tuviera más que campo y ganados, y seríamos entonces patriotas y felices» (066, 367). Como si el desarrollo fuese obstáculo tanto para el patriotismo como para la felicidad. No nos extrañemos que al glosar esta filosofía, García de Cortázar haya comentado que «Sabino Arana echó marcha atrás en el túnel del tiempo, cerrando los ojos ante el panorama industrial y la sociedad heterogénea que ya tenía delante, y dando rienda suelta a la idealización romántica y populista de la cultura local» (113, 38). El punto de vista de Arana queda tal vez explicado por J. L. Granja cuando, poniéndose en su lugar, escribe que «el problema estriba en que el pueblo vasco desconoce su historia, pues ha perdido la conciencia nacional y ha ido degenerando a lo largo de los siglos hasta culminar en su decadencia en el siglo XIX...; tiene que inventarse una mítica edad de oro, ubicada en tiempos protohistóricos, que aspira a recuperar el futuro». Es lo que Aranzadi llama «el milenarismo vasco» (131, 33; véase 020). De acuerdo con las premisas consagradas por la historia, la religión, la raza y la lengua son las bases sobre las que se implementa la patria vasca. Sabino Arana es, por naturaleza y por formación, tan religioso a machamartillo como podían haberlo sido sus predecesores carlistas; pero lo es ahora con un prurito de identificación entre la religión y la patria vasca que desborda todas las concepciones propias de su tiempo. La salvación eterna de los vascos y su independencia

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nacional están íntimamente ligadas, porque la naturaleza de lo vasco es esencialmente cristiana, y todo cuanto no vasco pueda contaminarla es un peligro para su alma colectiva. Los españoles no son buenos cristianos, no sólo porque son liberales —«el liberalismo nos aparta de Dios»—, sino porque están tan llenos de vicios, que su contacto es pernicioso. La presencia de los españoles en Vizcaya supone «corrupción, blasfemias, ideas sectarias y costumbres perversas». El movimiento de liberación ha de ser por encima de todo una cruzada religiosa. «Bizkaya dependiente de España no puede dirigirse a Dios, no puede ser católica en la práctica.» Más importante que la independencia es aún la religión: y su único sostén, su más valioso pretexto. De modo que el grito de independencia «solo por Dios ha resonado» (en 131, 333; 086, 320-323). Tanto Juaristi como Elorza, desde planteamientos iniciales muy distintos, coinciden en considerar a Arana «fundador de una religión política» (142, 164; también 082). Puesto que la religión debe informarlo todo, el nuevo Estado independiente ha de adoptar una forma virtualmente teocrática; o al menos, como contempla el artículo 7 del Euskeldun Batzokija, base del futuro PNV, «Bizkaya se establecerá sobre una completa e incondicional subordinación de lo político a lo religioso, del Estado a la Iglesia» (196, 33). El fundamentalismo religioso es un rasgo constante del aranismo, y pudo acorazar en ocasiones su dialéctica como pudo en otras provocar discusiones entre los aranistas puros y otros nacionalistas también católicos, pero que consideraban exagerados tales extremos. La raza euskeriana «no es celta ni fenicia ni griega, ni germana, ni árabe ni se parece más que en ser humana a ninguna de las que habitan en Europa, Asia, África, América u Oceanía...»; «... está aislada en el universo de tal manera que no se encuentran datos para clasificarla entre las demás razas de la tierra» (¿Qué somos?, en «Bizkaitarra» núm. 28, 16 de junio de 1895; recoge 066, 331). En un momento histórico en que el racismo andaba rampante por toda Europa, y las teorías de Gobineau, Secker, Otto Wagner, Galton, Schönerer o Stewart Chamberlain circulaban como instrumento para glorificar la superioridad de las grandes potencias, no debe extrañar que un idealista arrebatado de entusiasmo por su patria haya utilizado el racismo como medio de sublimar las cualidades de su pueblo. Su máximo empeño no es, sin embargo, destacar la superioridad de la raza vasca sobre las demás, sino su extrema singularidad: no se parece a ninguna otra, es realmente única en el mundo. Curiosamente, Arana no habla de ca-

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racterísticas somáticas, de ángulos faciales o índices craneanos, como era usual en los círculos racistas de su tiempo, sino sólo de apellidos. La raza vasca es pura, en cuanto todos los apellidos son vascos (142, 237; 066, 331). Para ingresar de pleno derecho en el Bizkai Buru Batzar era preciso exhibir como mínimo los cuatro apellidos derivados de padre y madre. El recurso al apellido era así no sólo un índice de pureza, sino un timbre de vasquidad integral. Es decir, señal de un origen común, ya que no étnico, al menos lingüístico. La lengua es, en efecto, quizá el más visible de los rasgos distintivos, y por eso se homologa al de raza en el sentido de linaje. Sólo pertenecen al linaje de Aitor aquellos que no están contaminados por apellidos erdéricos. Pero la lengua debe ser elemento tan diferencial como el apellido. La lengua vasca, de origen inmemorial e ilustre, distinta a todas, es también patrimonio de una estirpe distinta a todas. Constituye por ello un tesoro que no se debe dilapidar, el cuño de un «nosotros» que no se ha de compartir con nadie. De suerte que si es una desgracia que un euskaldún no hable euskera, una desgracia infinitamente mayor es que un maketo lo hable. «Aquí padecemos muy mucho cuando vemos la firma de un Pérez al pie de unos versos euskéricos, oímos hablar nuestra lengua a un cochero riojano, a un lenciero pasiego o a un gitano...» «para nosotros sería la ruina que los maketo-residentes en nuestro territorio hablasen euskera»...: «la diferencia del lenguaje es el gran medio de preservarnos de los españoles y evitar el cruzamiento de las dos razas» (Bizkaitarra, 22 de abril de 1894; véase 196, 36). Arana fue uno de los muchos vascos que aprendieron a hablar en castellano y sólo de adultos llegaron al conocimiento del vascuence: en este caso, no por curiosidad, ni para poder entenderse mejor con la gente de los caseríos, sino por motivos patrióticos. Tal fue el caso, también, de Unamuno. Sólo que Unamuno, el coopositor tan mediocre conocedor de la lengua vernácula como el propio Arana, criticaría a éste su afán de manipularla con modificaciones ortográficas destinadas a conferirle un carácter más exótico —y diferenciarle de paso de la ortografía castellana—, y de crear neologismos en el campo de los nombres propios o del argot político que, en definitiva, redundaron en una suerte de politización del euskera (OC, I, 477). Arana reconoce que el euskera, tal como se habla —y tal como apenas se escribe— solo sirve «para tratar de las faenas del campo, los azares de la pesca o las cosas de la vida corriente de nuestros caseríos»; hubiera querido enriquecerlo, pero no posee la necesaria base de co-

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nocimientos filológicos: ni siquiera domina a fondo el idioma, en el que sólo escribe algunas notas breves: su castellano está en cambio, frecuentemente lleno de galanura. Lo único que pudo crear en vascuence fue «una jerga», «un léxico especial» (142, 217 y 220). En 1896 publicó las Lecciones de ortografía del euzkera bizcaíno —curiosamente en castellano—, en que trata de encontrar una «manera de escribir» diferencial, adaptada en ocasiones a la fonética vasca, y llevada en otros casos por el deseo de un peculiar capricho personal. Esta ortografía sabiniana, llena de kaes y zetas, ha perdurado, aunque con continuas variaciones, hasta nuestros días. De los neologismos creados por Arana, muchos son políticos: aberri, abertzale, batzoki, Euzkadi, euzko, ikurriña; otros se los dedicó a sus parientes y amigos: su hermano Luis pasó a ser Koldo, o Koldobika (de «Clodovicus»), su mujer Nicolasa fue Nikole, su amigo Peru (Pedro en vasco) pasó a ser Kepa, del arameo «Kefas», el nombre evangélico del príncipe de los Apóstoles. Del mismo modo nacieron Imanol, en lugar del popular «Manu», Iñaki, en vez de «Inasio» o «Eneko», Gorka por «Jurgi» o Jorge, y así otros tantos, que hoy siguen en uso. No son nombres tradicionales vascos, sino nacidos de la inagotable imaginación sabiniana. A Unamuno, vasco y lingüista, le molestaban mucho estas manipulaciones: «de aquí se inició esa fatídica farsa de forjar una lengua artificial, de alambique y gabinete» (OC, I, 447) La vida de Sabino Arana fue breve, sólo treinta y ocho años (1865-1903); pero su vida política, comenta Granja, fue mucho más breve todavía, puesto que va de la «proclama de Larrazábal», en 1893 a su muerte: diez años tan sólo. El grupo político creado y dirigido por él se confinó siempre a un círculo muy cerrado y reducido, que, cree entender Fernández Almagro, tenía «algo de secta, cuyo espíritu no podía trascender de los ya iniciados...» (085, II, 193). En el secretismo y la palabra en clave pudo influir el temor a una peligrosa publicidad; pero también intervino, qué duda cabe, el gusto del fundador por los signos y los símbolos misteriosos, y la búsqueda de un lenguaje propio. Tuvo la personalidad necesaria para perseverar en una empresa en que encontró, más que oposiciones, incomprensiones y, sobre todo, para convertirse en un mito, siquiera fuese después de su muerte. Sabino Arana, creador y reconductor de mitos, acabó siendo un mito él mismo. Su encendido mesianismo le hizo sentirse imprescindible; más aun: único. El 29 de octubre de 1897 escribía a su amigo Ignacio Aranzadi: «Al ver esto que ocurre entre nosotros [la pasividad y desunión entre los vasquistas], una idea espantosa me ha

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asaltado la mente: moriré y no nacerá otro que conciba el nacionalismo como yo lo he concebido. No crea que lo pienso y lo digo con orgullo: lo pienso y lo digo con tristeza» (apud 066, 444). Esa vida política de diez años comenzó el 3 de junio de 1893, cuando un grupo de amigos y simpatizantes quisieron rendirle un homenaje —y al mismo tiempo conocer mejor sus ideas— a raíz de la publicación de Bizkaya por su independencia. Fue una cena en el caserío de Larrazábal, cerca de Begoña. Allí, quizá equivocadamente al comienzo y no al final del ágape, pronunció Arana la «Proclama de Begoña», expresión de su ideal ultracatólico y separatista sin concesiones. No fueron muchos los asistentes: dieciocho en total, contando con los dos hermanos Arana. Quizá algunos se extrañaron al oír que la decadencia de Vizcaya data del siglo IX (no era fácil explicar un auge anterior), y a partir de entonces, progresivamente, fue Vizcaya «intoxicada por el virus españolista, anémica y sin fuerzas para oponerse a un contrafuero; y por ultimo, en este siglo, despedazada por las gentes extranjeras, y expirante, que no muerta —lo cual fuera preferible— vive humillada, pisoteada y escarnecida por España, esa nación enteca y miserable» (apud 066, 209). Hubo quien acogió sus palabras con simpatía, otros lo hicieron con recelo y aprensión. Cuando al fin de la cena alguien retomó el tema, hubo graves discusiones entre los asistentes, que por razón de diversos matices estuvieron a punto de llegar a las manos. Hubo un momento en que Sabino y Luis quedaron acorralados, y se retiraron cabizbajos de la reunión (ibíd., 213). La «derrota de Larrazábal» no amilanó a Arana. Pocos días más tarde, el 8 de junio salió el primer número de la hoja volante no periódica Bizkaitarra, en que aparece por primera vez el lema Jaungoikua eta Lagi Zarra (Dios y ley vieja). Ley vieja —aludida sin concreción alguna— y no Foruak, porque el naciente líder nacionalista ya no quería saber nada de los fueros, pacto al fin y al cabo con poderes extraños. El 16 de agosto se celebró un acto nacionalista con escasa afluencia de gente, pero que no dejó de llamar la atención porque en él se dieron los primeros mueras a España y se quemó una bandera española. Un año más tarde, el 8 de julio de 1894, teórico aniversario de la batalla de Arrigorriaga, se constituía en un local de la parte vieja de Bilbao el Euskaldun Batzokija o círculo vasco. Por primera vez se hacía alusión a Vasconia y no sólo a Vizcaya. Allí se izó con toda solemnidad la primera ikurriña, que Arana había diseñado —posiblemente inspirado en el pabellón británico, sobreabundante entones en el

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puerto de Bilbao—, en que, sobre el pendón rojo de Vizcaya se inscribía la cruz blanca de Cristo y la cruz verde de san Andrés, en memoria de Arrigorriaga. Teóricamente, el Esuskaldun Batzokija era un círculo de recreo. Noventa y cinco fueron sus socios fundadores, de los que sólo cincuenta y seis acudieron a la junta constitutiva. El número máximo de sus socios llegó a 130, aunque en el momento de su disolución había bajado a 110. No sólo por obra de las defecciones, sino porque el club tenía unas normas muy estrictas, con una gran autoridad de su presidente, que podía expulsar en cualquier momento a un socio. Muchas de las bajas se debieron a expulsiones. Por supuesto, para ser admitido como socio de pleno derecho el aspirante debía demostrar pureza de raza, esto es, los cuatro apellidos vascos (066, 226-227). Como círculo recreativo que teóricamente era, el Euskaldun Batzokija organizó actos folclóricos, en que se tocaban el txistu y el tamboril. Los vecinos protestaron con frecuencia por estas fiestas, celebradas en un local poco adecuado para ello. Y los incidentes llegaron el máximo en el verano de 1895, cuando un vecino se encaró con Sabino Arana y éste contestó con insultos. La cosa llegó a los juzgados, y en agosto el director del círculo era condenado a un mes y once días de arresto, «por injurias». Poco después era clausurado el local. El motivo argüido era el de escándalo público, pero no hemos de descartar en absoluto causas políticas de fondo, porque las autoridades, por grande que fuera su despreocupación ante un problema minúsculo, debían conocer bien el objeto del Batzokija y las intenciones de su director. La sospecha adquiere nuevos visos por cuanto semanas después era suspendida la publicación de Bizkaitarra por un artículo que también se consideró ofensivo (066, 238). El nacionalismo vasco se quedaba sin su sede y sin su modesta revista. Teóricamente se había extinguido, pero el tesón de Arana y sus pocos pero decididos amigos lo mantuvo en la clandestinidad. Y el establecimiento del Bizkai Batzar (Junta de Vizcaya), más tarde ya Bizkai Buru Batzar, para destacar su carácter supremo, significó su constitución como grupo político. Oficialmente se considera el 31 de julio de 1895, fecha del establecimiento del Batzar, como el acta fundacional del PNV, aunque tardaría tiempo en superarse la limitación a «Vizcaya» y en adoptarse la denominación Eusko Alderdi Jelkide (Partido Vasco de Dios y Ley Vieja) que todavía perdura, aunque el significado de las siglas haya sido olvidado por muchos. Su crecimiento, primero en Vizcaya, más tarde también en Guipúzcoa, fue lento. En agosto de 1897 escribía Arana en Baserritarra: «Os confie-

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so sin rebozo: el número de los nacionalistas, es decir, de los afiliados al partido y que como tal cumplen sus deberes de patriotas, es muy corto. Negarlo sería tontería manifiesta» (apud 066, 445). La mayoría de aquellos militantes eran jóvenes de la clase media o media baja. Corcuera calcula para el conjunto una edad promedio de veintiocho años. Arana tenía, en 1897, treinta y dos. Las condiciones cambiaron de pronto en 1898, y probablemente no por pura coincidencia con la fecha clave. La oleada patriótica que siguió a la declaración de guerra por Estados Unidos llenó las calles de Bilbao, como las de cualquier otra ciudad de España. Pero aquí el hecho tuvo un signo añadido, porque los manifestantes apedrearon la casa de Sabino Arana hasta no dejar en ella un cristal. De todos era conocida la radicalidad antiespañolista del joven líder del Batzar, con la que no comulgaban los propios vascos, así se sintieran fueristas o autonomistas. De aquí el repentino viraje sabiniano de aquellos meses, que iba a tener repercusiones inesperadas, tanto en la extensión como en la moderación de su partido. La explicación de este viraje probablemente necesita también tener en cuenta el fracaso y la división del partido o grupo Euskalerría que encabezaba el poderoso naviero Ramón de la Sota, heredero de los antiguos fueristas, pero que no había logrado articular un programa coherente y atractivo, y se veía también en decadencia. La alianza tácita entre los dos líderes del vasquismo se saldó con la entrada de Sota en el Batzar. Arana se resignaba a una cierta moderación, y Sota se apoyaría en un verdadero ideólogo (véase 113, 35-36; 131, 92; 066, 448 y sigs.). Fue así como Sabino Arana, al fin, fue elegido para un puesto en la Diputación Provincial de Vizcaya, con el apoyo de Sota y los suyos, y también con el de los republicanos. ¿Triunfo, fracaso, mistificación de los fines, táctica, compás de espera? Al fin y al cabo, la crisis de 1898 fue importante en la historia del nacionalismo vasco, pero esta historia, a más de confusa, quedó truncada por la muerte prematura de Arana cuatro años más tarde. Es decir, no sabemos a dónde hubiera podido conducir. La moderación de Sabino es tan espectacular que casi obliga a suponer una actitud de mero pragmatismo. Es evidente: se había convencido de que por la vía de radicalismo separatista no podía prosperar, al menos de momento. Lo que parece mucho menos probable es que la moderación haya estado motivada por un cambio ideológico: máxime si tenemos en cuenta las increíbles contradicciones de los últimos tiempos. El hecho es que, ya diputado provincial, propuso la crea-

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ción de un Consejo Regional, para que «las cuatro regiones vascas que obedecen a S.M. el Rey de España (que Dios guarde), se unan con lazo estrecho, consistente y duradero para conservar incólume todo cuanto, bajo la misma soberanía española, han recibido graciosamente del poder central, y recabar del mismo cuanto juzguen conveniente al bienestar moral y material de sus naturales» (en 131, 34). No deja de ser sorprendente que Sabino Arana, en 1898, se considere español y súbdito del rey de España, que vea en los fueros una simple «gracia» del monarca, y que lo que pida sea un Consejo Regional. Hay quien compara este proyecto con el catalanista, aunque J. L. Granja estima que no alcanzaba siquiera la autonomía que iba a tener la Mancomunidad Catalana. Que hubo una cierta «conversión» de Sabino Arana es un hecho que no ofrece dudas, al menos por lo que se refiere a su comportamiento: como que desde entonces se inclina por una Vasconia industrial, se relaciona con su antiguo enemigo Sota y sus intereses, y hasta —impensable hasta entonces— invierte en Bolsa (Más difícil todavía: ¡adquiere minas!). Que no renunciaba a sus ideas de fondo, o las dejaba descansar hasta mejor ocasión, si esta ocasión se daba, parece indudable también. La burguesía vasca —quizá numericamente, pero sobre todo económicamente—, era dueña del PNV y de sus destinos. Lo que se pregunta Corcuera es por qué esa burguesía no fue capaz de elaborar, como la catalana, una ideología ad hoc. Tal vez carecía de la tradición de la catalana, estaba educando a sus hijos en Eton, pero aún no había adquirido una cultura específica, y el Concierto Económico podía tener para ella más valor que la recuperación de los fueros, aunque no renunciase a ella. Le faltó sin duda un gran ideólogo. O, quizá mejor, ese gran ideólogo no pertenecía, pese a su ingreso en la fiebre inversora, a sus filas ni a su mentalidad. Por otra parte, nada más difícil que adivinar las ideas de Arana entre 1898 y su muerte. Se ha hablado de un nuevo «viraje españolista» en 1902, cuando escribió, por ejemplo: «Hay que hacerse españolistas y trabajar con toda el alma por el programa que se trace con ese carácter... Esto parece un contrasentido, pero si en mí se confía, debe creerse. Es un golpe colosal..., queda empañada toda mi reputación, deshecha toda la obra de muchos años...» Se han dado dos explicaciones: convicción de que por la vía radical es imposible avanzar, y por tanto se impone la moderación como una simple necesidad, aun contra la voluntad de Arana; y simple cuestión de táctica, de retroceder un paso para en su momento avanzar dos. Areilza da una tercera explicación,

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que a otros no parece muy convincente: el temor de Arana a que la causa del nacionalismo caiga en manos de los revolucionarios, es decir, de elementos de izquierdas: en ese caso, es preferible aliarse con los capitalistas «euskalerriacos» que con los republicanos jacobinos (véase 118, II, 701). Los últimos meses de la vida de Arana se tornan cada vez más incomprensibles. En 1902 envía un telegrama a Theodor Roosevelt por haber renunciado a Cuba y haberla liberado de la dominación española, gesto que le valió otros varios meses de cárcel. Y en la cárcel escribe un artículo en que anuncia su intención de crear «un partido vasco que sea a la vez español, que aspire a la felicidad de este país dentro del Estado Español». Pero también en la cárcel envió otro telegrama a lord Salisbury felicitando a los ingleses por su victoria sobre los boers (¿no era Sabino partidario de los boers?) y esperando de ellos una política benéfica para todas las naciones. La solución al acertijo la da en una carta a su hermano Luis en que declara su intención de proclamar la independencia con ayuda de Inglaterra (142, 198-199). García Venero no se explica tantas incongruencias ni tantas fantasías si no es por obra de «un trastorno de índole nerviosa» (120, 305). No sabemos lo que quería ni lo que hubiera logrado en años de trabajo, con su mezcla de talento y de fantasía, Sabino Arana, que, enfermo desde algún tiempo antes, murió en 1903. «Moriré y no nacerá otro.» Dejó el PNV en manos de un ortodoxo, Ángel Zabala, «Kondaño». Pero los autonomistas formarían el ala más fuerte desde 1906. El vasquismo sufrió la crisis de fines de siglo más que influyó decisivamente en ella. No se le concedió entonces importancia (no logró diputados hasta 1931). Pero llegaría a tenerla.

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CAPÍTULO 6

El regeneracionismo al poder La palabra «regeneración», concebida en cuanto renovación de España y sus instituciones en un sentido modernizador y más a tono con el talante de los países de Europa occidental, empezó a aplicarse ya desde los primeros momentos de la Restauración. Se le atribuye una raíz krausista, y de hecho aparece en los primeros representantes de la Institución Libre de Enseñanza, concretamente en el mismo Giner y sobre todo en Azcárate. Aunque, una vez generalizadas la palabra y su uso, pasaron a constituirse en patrimonio de un grupo amplio de intelectuales y publicistas españoles, con absoluta independencia de su extracción ideológica. El «regeneracionismo» como género literario parece por 1890 con la obra de Lucas Mallada, y desde entonces cobrará un desarrollo sin precedentes. La crisis del 98 no inventa el regeneracionismo, sino que, en todo caso, acelera el movimiento; si no creemos preferible considerar que la aceleración comenzó ya antes del año del «Desastre». Todo esto ya lo sabemos. Sabemos también que Joaquín Costa y sus amigos, decididos a pasar del campo de la teoría y la denuncia al de la acción y la práctica, intentaron crear las instituciones necesarias para llevar el regeneracionismo al poder. La Unión Nacional, que fue la institución arbitrada para intentar el salto de lo privado a lo público, fracasó espectacularmente, en virtud o en vicio de unas causas que se nos antojan hasta el momento insuficientemente estudiadas, pero que son múltiples, y entre las cuales podemos enumerar la excesiva precipitación —propia de las prisas de los tiempos— con que fue fun-

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dada y puesta en marcha, la limitación social de sus raíces —Cámaras Agrícolas y de Comercio—, la falta de un sistema de recluta capaz de ganarle una pléyade de de simpatías potenciales en las clases medias, y aun en otras, del país; la imprecisión de un programa lleno de principios renovadores envueltos en vaguedades perogrullescas; y un plan de acción que oscilaba entre el deseo de constituirse en partido político hasta el proyecto de un «movimiento» de vocación muy amplia, pero ajeno a las esferas del poder, sin otra misión que la de influir en la «opinión»; y por último, no podemos dejar de lado las disidencias y la radical incompatibilidad entre dos aragoneses tan tozudos como inteligentes y decididos: Joaquín Costa y Basilio Paraíso. El fracaso de la conquista del poder por obra de un equipo ajeno al poder mismo dejaba como única solución la conversión del poder al regeneracionismo, o, si se quiere, la subida legal al poder de un grupo de políticos devenidos regeneracionistas. Tal fue lo que vino a suceder, al fin y al cabo, para bien o para mal, en la España de comienzos del siglo XX. EL RÉGIMEN La Restauración. Lo mejor y lo peor de nuestra historia decimonónica se ha dicho precisamente de la Restauración. El sistema arbitrado por Cánovas (pero no exclusivamente por Cánovas, pues se apoya en una nueva concepción del realismo-positivismo político de que en el fondo participaron todos) ha sido considerado como uno de los «milagros» de nuestra historia contemporánea. De pronto, y sin transición, se pasa de una serie de sistemas inestables, en que el caos, el desorden, las revoluciones o pronunciamientos, los cambios de gobierno y aun de Constitución están a la orden del día, a otro en que la estabilidad del régimen aparece en todo momento garantizada, en que las sucesiones de partido en el gobierno se operan en plazos de prudente duración y de manera exquisitamente educada, sin traumas de ninguna clase, en que se desconocen los grandes escándalos políticos, las jornadas sangrientas, la endémica injerencia militar en la vida pública; en que han desaparecido la constante conspiración, el levantamiento popular, el golpe inesperado o la guerra civil: toda la época caótica de los dos primeros tercios del siglo XIX parece aventada para siempre por obra de unos políticos sensatos y de un sistema, como decía Cánovas, «capaz de resistir por

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mucho tiempo a todas las tempestades políticas». No solo resistió, sino que no hubo siquiera tempestades políticas, no hacían falta. Y al amparo de la paz y la estabilidad, crecen y se modernizan las ciudades, se levantan los altos hornos en la ría de Bilbao, se multiplica la industria textil en Cataluña, se duplica la red de vías férreas, y los trenes pueden alcanzar ya los cien kilómetros por hora, se construyen en veinticinco años más carreteras que en los quinientos anteriores, hay una alegría de vivir en las fiestas y romerías, en la nueva moda del veraneo, en la zarzuela o en los toros, en el ambiente popular, que vive, diríase tras una mirada superficial, una edad de oro, una bella época, de la que nos quedan tantos recuerdos objetivados en los amarillentos «daguerrotipos» de la época, conservados en los arcones de nuestros bisabuelos. Encanto un tanto vulgar, si se quiere, alegre y despreocupado, pero encanto al fin y al cabo. Y frente a esta visión idealizada, la pintura negra de la crítica acerba. Una pintura que fueron los hombres del criticismo y los escritores del 98 los primeros en trazar, y cuyos rasgos han perdurado, con la fuerza de los tópicos, hasta nuestros días. La Restauración sería la época artificial, corrupta y vergonzosa de la trampa y el cartón, de los amaños electorales, manejada por una oligarquía egoísta e inepta, aferrada al poder, que ni gobernaba ni dejaba gobernar, y por un caciquismo institucionalizado, que suplantaba violentamente la voluntad del país, al punto de dirigir cada comarca arbitrariamente a su antojo, falsificando los resultados electorales y convirtiendo el clientelismo político en motivo de ludibrio nacional. Una Restauración que fue paradigma de la falsedad, y el engaño, de la corrupción, del gobierno de los más indignos y del secuestro de la opinión pública, a la que se privó sistemáticamente de voz y voto. Era inevitable que la Restauración pasara a la historia como una era de impudicias políticas y de decadencia general, y que terminase con una vergonzosa derrota. Es J. Romero Maura quien quizá mejor ha definido, en medidas palabras, la leyenda de aquella edad tan criticada, aunque deja entender que no participa del todo en el juicio: La descripción predominante presenta un régimen pseudodemocrático, pseudoliberal, corrupto, anestesiador, donde los partidos no eran realmente partidos, sino más bien asociaciones de parásitos sociales, cuyo común afán nacía de un desordenado apetito presupuestívoro... [Estas versiones] coinciden en presentar al político típico como hombre desprovisto

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JOSÉ LUIS COMELLAS de patriotismo, venal, falto de temple, incompetente, entregado en alma y vida a luchas estériles y gravosas para todos, menos para él y su mesnada.

No es fácil unir las dos versiones, como no sea admitiendo en la obra de Cánovas —como hace Ortega— «un enorme talento»: Cánovas consiguió realizar con la Restauración una verdadera obra de arte, pero, por lo mismo, un artificio, un régimen «artificial»: «La Restauración fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría...», es decir, puro teatro. Ahí estriba la diferencia entre la «vieja política» y la «nueva», que Ortega, regeneracionista tardío, propugna en su célebre conferencia de la Comedia, el 23 de marzo de 1914 (véase OC, I, 96-97). Todo procede de la misma concepción del sistema, que tiene un poco de prefabricado. Cánovas encontró una solución política a un problema político, y tal vez, habida cuenta de sus propósitos, no se le pueda pedir más. Y esa solución necesaria y urgente al cainismo que había envenenado nuestra política romántica se basó en dos principios fundamentales: uno, la constitución de dos partidos, y nada más que dos (como en Inglaterra o los Estados Unidos), para que el juego político fuera más fácil, los acuerdos más sencillos y las mayorías, en cada caso, absolutas. El otro, el turno. No el «turno organizado», como tantas veces se ha dicho y se sigue diciendo. Está de sobra comprobado que no existió el Pacto de El Pardo, y los contactos, al menos directos, entre Cánovas y Sagasta fueron punto menos que inexistentes. Ambos políticos no congeniaron en ningún momento, les separó una peculiar antipatía mutua; se toleraron por simple realismo, si se quiere por patriotismo, porque cada uno de ellos sabía al otro necesario. De juego confabulado no hubo nada. El turno no fue fruto de un acuerdo expreso, sino consecuencia obvia y absolutamente previsible de un sistema bipartidista en una sociedad desmovilizada. Lo que ocurrió —y eso es otro asunto, pero particularmente importante— fue que las crisis se planteaban antes de las elecciones. Cuando un partido adquiría conciencia de que no le convenía seguir ejerciendo el poder, lo abandonaba, aconsejando al monarca que encargase de formar gobierno al líder del otro partido. Casi todas las crisis sobrevinieron por motivos obvios: la más obvia de todas, la de 1885, cuando, fallecido Alfonso XII, Cánovas quiso dejar la débil monarquía de María Cristina y un rey aún no nacido en manos de Sagasta, a fin de empeñar definitivamente al jefe de la oposición en

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la salvaguarda del régimen: fue, nadie lo ha discutido, una jugada maestra, de ninguna manera una oportunista maniobra. Y de parecido aunque no tan elevado jaez son la mayoría de las crisis operadas en el último cuarto del siglo XIX, excepto la de 1890, que se planteó por obra del primer y malhumorado enfrentamiento expreso entre los dos líderes: y fue justamente aquella crisis no cordial la que señaló no la «sinceridad», sino la decadencia del sistema. El problema no deriva del hecho de que las crisis no fueran sinceras, que motivos para plantearlas los hubo de una manera u otra; sino, dicho queda, de que la sucesión entre partidos precede a las elecciones: de suerte que en vez de ser los comicios los que determinan el dominio de un partido, es el dominio de un partido el que determina la suerte de los comicios. El vicio no es nuevo en absoluto. Siempre, desde los primeros momentos de la historia del liberalismo español, las elecciones fueron ganadas por el partido que las organizaba (de suerte que al perdedor no le quedaba otro recurso que ganarse la confianza regia y provocar una crisis, o bien acudir a la revolución o al golpe de Estado). Pero en un régimen de apariencia limpia y elegante como al fin fue el de la Restauración, el acto de colocar el carro antes que los bueyes pudo resultar mucho más escandalizante. Ahora bien, y la diferencia no debe ser minusvalorada, el partido que gana unas elecciones no intenta perpetuarse en el poder, como en otro tiempo los moderados, los progresistas o los unionistas; sino que, a los primeros signos de envejecimiento o de descrédito, cede el poder al partido contrario, para que organice a su gusto las venideras elecciones. Motivos para el cambio no faltan en ningún caso; hasta en la mayoría de ellos es posible atisbar una disminución de la «popularidad» del partido que decide marcharse por la puerta grande, en lugar de ser derrotado: hay, si de algo vale el testimonio de la prensa, un cambio en la «opinión» que hace bueno, hasta un cierto punto al menos, el resultado de las urnas cuando las elecciones al fin se celebran. El vicio consiste en asegurar el cambio y no someterse a la sorpresa, para que el mecanismo del turno (no pactado expresamente, pero implícito en la naturaleza del sistema) se opere sin sobresaltos. Y es preciso añadir todavía que, salvo vicios puntuales, como ha hecho ver ya hace tiempo Javier Tusell, no es frecuente en la Restauración la falsificación de actas, como pudo ocurrir en tiempos de la Regencia o de Isabel II: la mayoría de los españoles que votan, lo hacen a favor del partido que «va a triunfar». Lo que precisa saber es quiénes votan, y cómo y por qué lo hacen.

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Los dos principales vicios atribuidos, y no gratuitamente, al régimen de la Restauración fueron —para utilizar las palabras clave del libro más famoso de Costa— la oligarquía y el caciquismo. La oligarquía no tiene relación con la naturaleza jurídica del régimen —primero liberalismo, luego teórica democracia—, sino más bien con el reducido número de miembros del círculo de «políticos profesionales» que entran en el juego de la vida pública. Ya indicó Carlos Seco que la Restauración es el sistema que presencia la consagración en España del político profesional, aquel que vive de y para la política, que en su desempeño emplea la mayor parte de su vida útil. Antes era frecuente ver en la nómina de los grupos gobernantes a militares, periodistas, poetas o dramaturgos, hasta advenedizos que en un golpe de fortuna se habían encumbrado hasta las más altas esferas del poder. Bajo la Restauración, el ascenso es lento y la llegada fatigosa. Es preciso especializarse, si es que vale la expresión. No es fácil ingresar en el gremio de la política activa, y, quizá por lo mismo, pero también como consecuencia del tiempo dedicado al empeño, el «especialista» procura no salir de la profesión. Apenas hay «ex-políticos», como en otro tiempo pudieron serlo Martínez de la Rosa, Espartero, Mendizábal, Bravo Murillo. Por otra parte, el hecho de que el sistema consista en la existencia de dos partidos y nada más que dos pudo haber fomentado con más fuerza el espíritu de coto cerrado, de limitación de espacio para evitar la competencia. Es falso que durante la Restauración suenen siempre los mismos nombres, porque sin ir más lejos la muerte obliga forzosamente a los reemplazos; pero no puede negarse la tendencia a la repetición de nóminas. El coto cerrado favorece el amiguismo y el nepotismo, Ciges Aparicio (054) ha constatado para una sola legislatura la presencia en el Congreso de 122 diputados (un tercio de la cámara) parientes de ministros o ex ministros. Fernández Flórez, en sus «acotaciones de un oyente» daba cuenta de los debates parlamentarios con referencias como ésta: El señor Fernández Barrón, yerno del señor Bugallal, consume el primer turno, pronunciando una excelente perorata, a la que contesta en un sentido discurso el hijo del señor Barroso. Y como el señor Montes Jovellar expusiese agrios pareceres..., el señor Núñez de Arce, sobrino del señor Alba, le contestó con unas elocuentes elucubraciones por las que mereció la felicitación del hijo del señor Urzaiz... El señor Álvarez Mendoza, pasante del señor García Prieto, bien conocido del señor Montero Ríos, pene-

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tró en el salón..., lo cual dio lugar a que don Ricardo Gasset, hijo del don Rafael, dirigiese inteligentes miradas a su primo don Eduardo... (En 267, 320).

No es más que un fragmento de una crónica de familia. La constatación no pretende que el nepotismo sea un fenómeno confinado a la época de la Restauración; pero no parece que quepa dudar, por mor de la voluntaria tendencia a reducir la esfera profesional, que haya alcanzado entonces extremos nada corrientes. Es preciso, sin embargo, corregir algunos tópicos al respecto, comenzando por el tan generalizado que identifica las dos palabras, oligarquía y caciquismo. Los políticos han de depender muchas veces, si aspiran a un puesto en el parlamento, de las indicaciones de los «notables» que aconsejan la dirección de los votos, y, lógicamente, tratan de ganárselos con favores o con promesas; pero los políticos raras veces son hijos de caciques, ni proceden de medios caciquiles. Por su parte, los caciques no están interesados en cuestiones ideológicas, ni coinciden con los programas de los partidos (275, 214 y 359). El medio favorito del cacique es su parcela rural: es allí donde puede ejercer su influencia. El viaje del cacique a la capital de provincia o del reino para mover sus resortes es meramente temporal, porque ha de regresar a su feudo si quiere seguir dominando a sus fieles u ofreciendo su poder en interés de los políticos. La propiedad fundiaria, la riqueza, la simpatía personal, la capacidad de influjo, y hasta una cierta aureola de intangibilidad e invencibilidad aseguran su control de la disposición electoral de los campesinos. Por contra, «los políticos de la Restauración fueron hombres de origen modesto, hechos a sí mismos a través del foro, la prensa o la administración. Luego, algunos —ni todos ni siempre— pudieron enriquecerse... pero ello fue efecto, no causa, del éxito político» (275, 364). La nómina de los políticos de la Restauración nos muestra que en su inmensa mayoría nacieron en ambientes urbanos y fueron hijos de familias de la clase media o media modesta: se formaron en el ambiente más distante posible de la clase caciquil15. Oligarcas y caciques se necesitan ——————— 15 En mi comunicación Sobre los políticos andaluces del siglo XIX: mito y realidad, en Actas del II Congreso de Historia de Andalucía, Córdoba, 1996, II, 313-318, llego a la conclusión, sorprendente para mí en un principio, de que en su inmensa mayoría proceden de ambiente urbano medioclasista, y, de más de doscientos, sólo dos son hijos de conocidos caciques.

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recíprocamente; pero se corresponden a grupos sociales y culturales absolutamente distintos. En cuanto a la valía de la clase política de la época, el tópico coloca a la mayoría, cuando no a la totalidad, en el escalón más bajo, no ya de la ética o de la honorabilidad, sino de la propia capacidad para ejercer su ministerio. Bien conocida es la tesis de Costa sobre la «selección invertida» que lleva al campo de la política a los más ineptos y depravados (070, 37). No es fácil medir en términos comparativos la valía de un político respecto de la de un médico, un ingeniero, un intelectual, un empresario. Probablemente, unos hubieran fracasado en el puesto de los otros. Pero el hecho de que en la política de la época se hubieran cometido errores —o de que los gobernantes no hubieran conseguido resultados espectaculares a la hora de sacar a España de la crisis del cambio de siglo— no demuestra en absoluto que fueran unos infradotados. Tusell, Romero Maura, Varela Ortega, se sienten hoy inclinados a reivindicar su nivel, aunque éste no haya rayado en todas las ocasiones a la mayor altura. «Se puede decir que hasta cierto punto los políticos eran superiores a los ciudadanos...; por lo menos hacían a España gobernable..., y de hecho proporcionaron un grado, mayor o menor, de eficiencia administrativa.» Muchos de ellos fueron honestos, inteligentes y a la altura de su misión (267, 303). Puede que el hecho mismo de que el alto puesto político no se encuentre al alcance de cualquiera —ya no hay aventureros, militares pronunciados, revolucionarios románticos, héroes improvisados en una jornada— haga de la trabajosa lucha día a día, siquiera entre codazos y habilidades, para llegar arriba, una forma de selección, si no de excelencias, sí de determinadas cualidades personales. ¿Cómo aquellos políticos toleraron a los caciques? ¿Y por qué se sirvieron de los caciques? El caciquismo tampoco es un invento de la Restauración, por más que haya sido la única época histórica que haya tenido que pechar con el estigma. La palabra «cacique» en el sentido de mandamás sin título para ello ya aparece mencionada por Cadalso a finales del siglo XVIII, y la definición que da de ella Rico y Amat en su Diccionario de los políticos (1854) coincide exactamente con el concepto que hoy tenemos del término. Es más, nuestro ya conocido Giménez Valdivielso estima que el caciquismo vivió su época dorada en los tiempos de Isabel II (124, 57). El cacique es un personaje propio de una España rural y atrasada. Económicamente bien situado, influyente y hábil, es

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en un punto considerable amo de un pueblo o una comarca sin necesidad de ocupar cargos oficiales. Prefiere dominar al alcalde que ser alcalde, porque su independencia del poder oficial le confiere más libertad de acción. Su arma es la influencia que ha conquistado con su capacidad económica y sus buenas relaciones. Utiliza, ha observado Varela Ortega, lo que E. R. Wolf ha llamado la «amistad instrumental» (275, 358). Una amistad interesada —y todos saben que lo es—, pero de la cual no se puede prescindir. En el fondo, nadie puede ver al cacique, pero todos fingen adorarle: los de abajo, porque de él depende el empleo, el permiso municipal para abrir una tienda, la exención del servicio militar, que el nuevo camino pase por delante de su tierra y no de la del vecino; y los de arriba, porque, aunque les resta una parte de poder en su ámbito, les consigue los votos necesarios. El papel del cacique, de eso no cabe la menor duda, no se limita al de muñidor de votos: puede conseguir mejoras para el pueblo, un puente, una carretera, una escuela, que la nueva línea férrea pase cerca de la localidad; con su fabulosa capacidad de influencia y «recomendación» puede conseguir lo imposible, y hoy tiende a hablarse, de nuevo, por fin, del «buen cacique», que utiliza sus mañas en obtener beneficios para sus paisanos (a costa, por supuesto, de los paisanos de otras localidades o comarcas). Pero el papel que le ha hecho pasar a la historia es el influir en el ambiente local para conseguir el triunfo electoral de determinado partido. En este punto, resulta imprescindible señalar que el cometido del cacique como gestor del voto se multiplicó hasta el infinito desde que la ley de 1888 —puesta en práctica por primera vez en 1890— implantó el sufragio universal. En realidad, y este hecho necesita también ser considerado, Cánovas imaginó el sistema de la Restauración operando funcionalmente por obra de un sufragio censitario. Cuando los dos partidos del turno creen llegado el momento de un cambio, este cambio resulta fácil de consensuar porque los dueños de la capacidad de decisión son pocos. En colectivos escasamente numerosos cabe llegar a un acuerdo incluso antes de proceder a la votación, sin alterar por ello la libertad ni los derechos de los electores: tal puede suceder, si las circunstancias lo permiten, en un ateneo, en una comunidad de vecinos, en un club de cazadores. El elector puede torcer su voluntad inicial en aras de la concordia, del bien común, de la esperanza reforzada de conseguir su deseo en la próxima ocasión. Cuando los que votan son muchos, el consenso entre ami-

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gos o buenos conocidos es imposible, y si se desea que el pacto en las alturas funcione, es preciso recurrir a otros procedimientos. Por eso puede tener razón Carlos Seco cuando observa que en vez de hablarse, como es costumbre, de «farsa canovista», sería más correcto referirse a la «farsa sagastina». La facultad del gremio de los caciques para determinar el resultado de unas elecciones —por halagos, por sobornos, por promesas, por amenazas— viene facilitada por cuatro circunstancias muy determinantes: — primera: España era un país eminentemente agrario, habitado por un 70 por 100 de campesinos y otro 70 por 100 de analfabetos: ambas condiciones no coinciden exactamente, pero sí en una buena mayoría de casos; — segunda: el sistema electoral se basa en la disputa de un puesto por distrito, excepto en las ciudades importantes, donde existe la llamada «circunscripción», que permite cierta representación a las candidaturas minoritarias. Cada partido presenta un candidato por distrito, de suerte que basta con frecuencia una pequeña diferencia de votos para que salga elegido el aspirante de un partido sobre el del contrario. El cacique no necesita convencer a millares de votantes, sino tan sólo a un pequeño número, tal vez unas docenas de personas; — tercera: el pueblo español es en alto grado abstencionista en las primeras andaduras del sufragio universal. Si ya en el sexenio democrático hubo distritos en que no llegó a votar el 25 por 100 del censo, la misma tendencia se reiteró en 1890. En Madrid, Valladolid o Bilbao era difícil llegar a tasas del 20 por 100: basta seguir los trabajos de Martínez Cuadrado para tomar cuenta del altísimo índice de abstención. Unos españoles no votaban por principios (así los carlistas, o los republicanos, o los que creían, con Sardá, que «el liberalismo es pecado»); otros muchos dejaban de hacerlo por comodidad, por ignorancia, por convencimiento de que no se jugaban nada en el envite. El número de votos que decidir para obtener un resultado favorable es por lo mismo más reducido (275, 424-425). — cuarta: el régimen de la Restauración es tan estable y apacible, y las diferencias de programa —si de tal puede hablarse— entre este y el otro partido son tan pequeñas, que a un buen número de electores les da exactamente lo mismo que alcance el puesto de diputado uno u otro candidato. No votan a un programa, que práctica-

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mente no existe, sino más bien a una persona, de acuerdo con las esperanzas que cabe depositar en ella. En estas circunstancias, el cometido «electoral» del cacique es incomparablemente más fácil. Y como el personaje influyente sabe que gana en ascendiente con el apoyo a la «situación», hace el favor a quien gobierna sin necesidad de que éste se lo pida. Tal fue lo que le ocurrió a Silvela, ministro de la Gobernación en 1890, cuando se abstuvo de pedir ayudas. Las ayudas le vinieron de todas formas: el complicado aparato funcionaba por sí solo. Nada absuelve a las instancias oficiales del vicio de recurrir a los «notables» para resolver las complejidades del «encasillado»; pero hasta cierto punto puede tener razón Fernández Almagro —bien informado en su tiempo— cuando juzga que «quien impute a la coacción oficial la insinceridad de las elecciones a la vieja usanza, yerra no poco, porque la oficiosidad del servilismo y del interés mutuo de los oligarcas facilitaba extraordinariamente los gustos de Gobernación». (084, 72). O se los daba hechos. El mismísimo Cánovas, paradigma, según el tópico, de la colaboración con el caciquismo y el encasillado, se lamentó más de una vez de que las elecciones en España no pudiesen celebrarse como en Inglaterra, y que sus resultados estuviesen determinados por influencias a las que los políticos, por desgracia, no podían ser indiferentes (véase 058, 353 y nota 2; véase también DSC, 18 de febrero de 1888 y 15 de julio de 1889). El caciquismo puede ser considerado por tanto como una fuerza intermediaria entre el Estado y los particulares, que suple con su autoridad y su influencia la debilidad del aparato oficial, que no llega ni con mucho a todas partes. Sería en cierto modo, por tanto, el complemento de un Estado débil y «barato». Suple también, como ha notado Tusell, una opinión que apenas existe en muchos sectores, y hasta un programa concreto, que tampoco existe: si no cabe decir que quienes lo formulan son, en sus respectivos feudos, los caciques con sus promesas y ofrecimientos. Es curioso que doña Emilia Pardo Bazán, tan crítica con el mundo oficial, considere que el caciquismo no es un ingrediente negativo en la vida pública, porque representa una forma de selección natural en la que prosperan los más fuertes y capaces, que así palian los daños que podría causar el sufragio de un pueblo poco preparado para el ejercicio de las responsabilidades públicas (en 170, 77). Y tampoco deja de ser curioso que muchos de los críticos del sistema caci-

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quil acaben confesando que, en el escenario sociocultural de la España del cambio de siglo, el caciquismo es un mal necesario, o un mal menor: — Unamuno, en 1900. Al decir que no creo el caciquismo un mal absoluto quiero decir que acaso sea eso que llamamos un mal necesario; la única forma de gobierno posible, dado nuestro ínfimo estado social. — Ramón y Cajal, en 1902. El cacique político representa un órgano supletorio absolutamente necesario en la actualidad, y motivado por la exigua preparación de nuestro pueblo para la práctica del régimen representativo. — Hasta el mismísimo Maura, en 1907. Si se operase el milagro del instantáneo aniquilamiento, digamos la volatilización, de la oligarquía de caciques... hallaríase España en la anarquía...

Es el mismo criterio que sostiene, con la visión que proporciona la distancia histórica, Javier Tusell: «La inevitabilidad del sistema caciquil llegaba hasta el punto de que el país resultaría ingobernable en el caso de que no se tuvieran en cuenta los... mecanismos de relación entre el poder central y las influencias locales» (267, 520). Ya consideraba Fernández Almagro «la razón que podía tener Cánovas, político pragmático, para utilizar el caciquismo —no inventado por él— a modo de aparato ortopédico o institución tutelar, en tanto se capacitaba el pueblo español para la práctica del régimen constitucional» (085, 200). En suma, la contradicción que entrañan un régimen de democracia contemplada por las leyes, derechos del pueblo reconocidos y libertades públicas a la altura de los pueblos más avanzados del mundo, y la práctica electoral inducida por las presiones o las recomendaciones, «fue posible —concluye Varela Ortega— por la respuesta práctica que se dieron entre sí una sociedad rural y una estructura política urbana» (275, 433), en que los que votan son campesinos incultos y los que gobiernan ciudadanos cultos. Un criterio que nos permite al mismo tiempo no generalizar en exceso los efectos del caciquismo. Bien sabido es que en las ciudades la presión de las personas influyentes sobre el voto fue escasa. Y una última observación, para conjurar la «vergüenza española» que sintieron tantos críticos de la época del 98: el caciquismo, tal como históricamente se nos ofrece, es, cierto, un fenómeno específicamente español; pero no dejan de existir similitudes en otros países europeos, entre ellos los más admirados por nuestros noventayochistas: Inglaterra, Francia,

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Bélgica, Italia, Prusia. Manuel Moreno compara la «hipócrita y viciosa» España del caciquismo con la Inglaterra victoriana de los «burgos podridos», y encuentra que no existe demasiada diferencia entre ambas situaciones (183, 12). Tusell establece comparaciones con los Estados Unidos (especialmente el Sur, y no digamos México), con el county magnate británico, con las elecciones en la Francia de la Tercera República, en que los ciudadanos eran, según propio testimonio «soldados rasos» obedientes a las consignas de los más fuertes; o las no menos influidas de la Italia de 1900 (267, 506-518). José Andrés Gallego, al tiempo que concluye una vez más que «el amaño no fue un invento de la Restauración», añade que el sistema «era propio, por otra parte, de los más de los países de Occidente, incluidos Inglaterra y Francia» (016, 192). Quizá el estudio más específico sobre el tema sea un trabajo tan completo como poco difundido de J. Varela, C. Dardé y C. Ternero (276), que recorren el panorama de varios países europeos buscando en ellos semejanzas y diferencias en el manejo de la presión electoral. En suma, J. Romero Maura concluye que «la red de clientelas se erigió en sistema político porque los españoles no se interesaban por el debate público, y esto ocurría porque en gran parte de España el sistema daba a los gobernados lo que estos creían razonable» (los subrayados son del autor). Aunque reconoce que «andando los años, sin embargo, se fueron haciendo más gravosos los inconvenientes del sistema», hasta desembocar en la crisis de alrededor del 98 (226, 40). Otra «vergüenza nacional» quedaría, de acuerdo con la tesis de Romero, paliada: la indiferencia ante el voto no se debe tanto a ignorancia como a la conciencia de muchos españoles de que las cosas van lo suficientemente bien como para no llamar la atención a sus responsables. La desmovilización política de los años de la Restauración, en contraste con el espectáculo del «pueblo en la calle» y las continuas revueltas de los años anteriores, podría ser reveladora. El cambio de conciencia, lo hemos visto muchas veces, podría estar por los años 90. José Andrés-Gallego, en un libro original (016), destaca los «aciertos» y «logros» de la Restauración, y los centra fundamentalmente en el período 1875-1890 (págs. 83-168); para enumerar luego los «fracasos» o «males» (págs. 169-222), que aparecen casi siempre enumerados con relación a la época 18901898. No quizás por efecto de la subitánea implantación en ese año fulcro del sufragio universal, para el que no toda la sociedad estaba preparada (aunque hay un interesante análisis de «la prueba del sis-

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tema en el sufragio universal», véase 190 y sigs.); sino quizá más bien por obra de la crisis económica que siguió a 1888, o la consagración de los movimientos sociales y los problemas coloniales. En suma, no todo el período de la Restauración raya a la misma altura; y, en cuanto sistema, no cabe duda de que lo que siguió al cambio de siglo difícilmente puede homologarse a lo que lo precedió. OTRO PROFETA: POLAVIEJA Pudo llegar al poder un regeneracionismo de izquierdas, como el que conjeturalmente hubieran personificado Costa, Alba y Gamazo, de haber prosperado el proyecto de alianza; sin embargo, acabó consagrándose en el gobierno un regeneracionismo de derechas, como el que simbolizaron Polavieja, Silvela y Maura. Las causas de que ello fuera así pueden ser puramente accidentales (la disidencia CostaAlba y la muerte de Gamazo, entre otras); pero también existen motivos de fondo. J. Romero Maura y J. Andrés-Gallego han enunciado unas cuantas. Por ejemplo, el hecho mismo de que el «desastre» se hubiera producido con los liberales en el poder obligaba a un cambio de partido para poder iniciar otro cambio cualquiera. En segundo lugar, el regeneracionismo viene armado de un casi inconsciente deseo de búsqueda de la «identidad» de España, de sus raíces, de sus rasgos más auténticos y profundos. Los conservadores estaban en mejores condiciones para este rastreo de la tradición. En tercer lugar cuenta la sólo aparente paradoja de que para los conservadores es más lícito abandonar la política liberal del laissez faire, e intervenir en ámbitos vedados hasta entonces al Estado, como los referentes a la economía en general, las relaciones entre capital y trabajo o la protección a entidades particulares: podían permitirse el lujo de proyectar más reformas, frente a la práctica sagastina que entendía la política como un modo de «pastorear la situación». Y contemos, en cuarto lugar, aunque el factor sea puramente accidental, que frente a la dificultad de entendimiento del regeneracionismo de izquierda con un político de izquierda, fue posible, al menos de momento, la de un regeneracionista de derecha con un político de derecha. Duró poco tiempo, ciertamente; pero, una vez dado el paso, el desembarco del regeneracionismo en el ala derecha de la política oficial estaba consumado, y los conservadores podrían disponer de un programa de reformas desde arriba de que los liberales, de momento, carecían.

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Unamos a ello el hecho de que el desembarco fue doble, puesto que Silvela se había retirado voluntariamente de la política circunstancialista y oportunista de Cánovas; y no regresó a ella sino para modificarla. La derecha contaba así con un «ex-político», que dominaba los resortes del gobierno, pero que llegaba en cierto modo de fuera. Al margen de todo esto, es evidente, como dice Seco, que en el seno del partido llamado conservador «hubo un regeneracionismo desde dentro del sistema, que se proponía revitalizarlo, rectificando en él cuanto era necesario rectificar, y, en todo caso, llenando de contenido los cauces existentes» (238, 283). Regeneracionismo conservador, en el sentido de que no trata de suplantar esos cauces, sino partir de ellos para modificar el panorama político y la situación real del país. El empuje inicial procedió, sin embargo, de un hombre de fuera, de un nuevo profeta, que, muy distinto de Costa, vino a levantar los mismos entusiasmos que él. Camilo García de Polavieja sigue constituyendo uno de los grandes misterios de la crisis del cambio de siglo. Seguimos echando de menos una biografía en regla del personaje, un estudio a fondo de su carácter y su pensamiento —si es que lo tuvo—, y una explicación convincente del casi fabuloso renombre que le acompañó desde su regreso a la Península. Polavieja no era un intelectual, como los hombres del 98, ni un publicista, como los propagadores del regeneracionismo —lo poco que escribió se lo escribieron—, ni un orador de masas, como Costa, ni siquiera un fundador. Era, quizá para mayor perplejidad, un militar, que se reveló como «el salvador» que estaban esperando los españoles justo cuando el prestigio de la profesión castrense estaba por los suelos y el conde de las Almenas hablaba de colgar a unos cuantos generales de sus propias fajas. Camilo García de Polavieja pertenecía a una familia ilustre, aunque venida a menos; contaba con parientes enraizados en la nobleza, pero —caso raro entre los que llegaron a generales— hubo de iniciar su carrera militar partiendo de la condición de soldado raso. Eso, sí mantuvo buenas relaciones, y llegó a ser estimado tanto por Alfonso XII como después por la Regente María Cristina. Entre sus protectores contaba también el cardenal Cascajares, arzobispo de Valladolid y si no tan integrista como de él se ha dicho, partidario de renovar el viejo proyecto de Alejandro Pidal de fundar un gran partido católico: que hubo también, y no es de extrañar dadas las circunstancias del momento, un regeneracionismo católico en la crisis del 98 (véase 016). Polavieja vivió catorce años en Cuba, isla de la que fue capitán general en 1889-90. Luego pasó a capitán general de Filipinas

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(1896-1897), y se distinguió en la guerra colonial, en la que consiguió notables éxitos. Cuando solicitó un refuerzo de veinte batallones con los que estaba seguro de poder acabar la contienda, el gobierno de Cánovas se los negó. Polavieja alegó enfermedad para dimitir de su cargo, pero todo el mundo está de acuerdo en dar por supuesto que fue el feo recibido la causa que le impulsó a regresar a la Península. Su figura quedó ligada así al símbolo del héroe incomprendido por los políticos: una condición que ha permitido compararle con Boulanger, con MacArthur o hasta con Colin Powell. Desembarcó en Barcelona el 13 de mayo de 1897, y encontró una acogida popular que difícilmente podía esperarse: 40.000 personas le recibieron en los muelles y le acompañaron por las calles entre manifestaciones de singular entusiasmo, hasta la catedral, donde se abrazó efusivamente con el arzobispo. Fue entonces cuando se oyó por primera vez el grito de ¡viva el general cristiano! Polavieja, fervoroso católico, se había ganado el apelativo que desde entonces le distinguiría. Muy pronto se constituyó en la Ciudad Condal una «Junta Regional de Adhesiones al general Polavieja» (034, 41). Días más tarde fue también calurosa la acogida que se le dispensó en Zaragoza, y en Madrid le aclamaron hasta enronquecer 70.000 personas. Cánovas se sintió molesto ante el hecho, y sobre todo cuando la Regente le saludó desde las ventanas de Palacio (016, 236; 226, 14; 216, 149-150). Queda absolutamente fuera de toda duda que aquel milagro no se obró por razones de absoluta espontaneidad. La simpatía que pudo despertar el vencedor despreciado fue fomentada por alguien ajeno a aquel general de carácter decidido, pero poco ducho en el manejo de las situaciones, y, a lo que parece, más ingenuo que avisado. Se ha dicho que prepararon los entusiasmos Cascajares, Silvela, Canalejas y el marqués de Comillas, de consuno o cada cual por su cuenta; o, por ejemplo, que el manifiesto de 1 de septiembre de 1898 fue redactado juntamente por Cascajares y Canalejas: una idea, explica Andrés Gallego, que cierta o no, es menos absurda de lo que puede parecer a primera vista, por cuanto Canalejas en 1898 no era anticlerical, tenía buenos amigos en la jerarquía eclesiástica, y se inclinaba más bien a la derecha: tanto él, como Silvela o Cascajares, eran regeneracionistas, y el regeneracionismo puede sobreponerse a otros matices (016, 240 y 266). Luego siguieron a Polavieja liberales como el canalejista Francos Rodríguez, Suárez de Figueroa y el institucionista Tuñón de Lara. Los catalanistas, por su parte, cifraron en él sus mayores esperanzas, fundadas en su anticentralismo y su

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proteccionismo y en unas promesas económicas a los catalanes, que luego no pudo cumplir, porque no era el encargado de cumplirlas. Polavieja llegó a contar en pocos meses con veintidós periódicos adictos. En suma, era «el hombre». O, como escribía Teodoro Baró, redactor del Diario de Barcelona, «el país busca al hombre, y cuando éste surge, se va con él» (en 226, 14). Es lo que suele ocurrir cuando sobreviene una conciencia de crisis. Una vez consumado el Desastre, «en el verano de 1898 era el obvio candidato a César», escribe Romero Maura (226, 13). Y para Seco, «en los días que coincidieron con la desolación y la inquietud engendrados por la paz de París, fue un candidato explícito a la dictadura» (239, 243). Y hasta se dijo que tenía previsto asestar un golpe de Estado, pero la Regente le rogó que no recurriese a la violencia (034, 41). Todo es posible, aunque no hay nada demostrado. Lo único cierto es que el 1.º de septiembre de 1898 envió una carta-manifiesto al diputado Rafael Gasset, que lo leyó ante el Congreso el día 10; y el 14, conseguido al fin el difícil permiso, se publicó en la prensa, con el carácter virtual de manifiesto al país. Ya hemos aludido a posibles autores del texto, como el cardenal Cascajares o el político liberal Canalejas. Carlos Seco encuentra fuentes que apuntan al regeneracionista Damián Isern como redactor (239, 241-242), en tanto Romero Maura ve como autor más probable al periodista Santiago Mataix (226, 19). Por lo visto, lo único seguro es que el manifiesto de Polavieja no fue escrito por Polavieja. El documento, bien conocido y difundido —y recibido como un mensaje de salvación— se encuentra plenamente en línea con el pensamiento regeneracionista, y es tanto una denuncia de la política llevada hasta entonces —y de los políticos que la llevaron— como una declaración de principios y de necesidades urgentes para el país. Los partidos se han convertido en organizaciones decrépitas... falseando la esencia del gobierno constitucional, corrompiendo el voto, haciendo tributarias suyas la Administración y la Justicia, anulando cuanto no se subordine a ellos, y vinculando el poder gracias a la regularidad de un turno que hasta les dispensa de vigorizarse en la comunión diaria del sentimiento público...

Frente a todos esos males propone una apelación vigorosa al sentimiento nacional, sin miedo a la campaña que todos los intereses amenazados han de emprender,

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JOSÉ LUIS COMELLAS y reconociendo que no será pequeño obstáculo el cansancio de las gentes en memoria de tantos programas que un día fueron tomados por fórmulas eficaces de mejoramiento... ... En la enseñanza, en la Justicia, en la Administración, impónense transformaciones radicales que no se detengan ante la protesta de los intereses creados ni de los falsos derechos adquiridos... Hay que reorganizar los tribunales y restaurar la Hacienda; hay que erradicar los malos hábitos que han viciado nuestras instituciones parlamentarias...; y hay, sobre todo, que purificar nuestra administración y destruir sin compasión ese afrentoso caciquismo..., en cuya extirpación me emplearía con tal empeño, que por solo no lograrlo habría yo de considerar fracasados todos mis intentos...

Como en todos los textos regeneracionistas, en el suscrito por Polavieja hay más crítica del pasado y del presente que programa concreto y articulado de construcción del futuro. Entre los puntos más sobresalientes que se exponen o que se infieren es fácil destacar las propuestas mejor delimitadas: 1.ª Autenticidad. Nada de tramoyas, sino una política «de los españoles y para los españoles». Participación real de la sociedad en la vida pública. 2.ª Catolicidad. Destacar el carácter católico de los españoles es volver a lo auténtico. 3.ª «Administración» más que «política» o, si se quiere, eficacia más que dialéctica. 4.ª Honradez y sentido práctico en las instituciones. 5.ª Atención a la enseñanza y a la cultura en general. 6.ª Resurgimiento nacional, manifestado a través de la modernización de la fuerzas armadas. 7.ª Justicia independiente de la política. 8.ª Desaparición del caciquismo. 9.ª Despertar de la conciencia nacional: hacer de los españoles un pueblo participativo. 10.ª Descentralización. Variedad regional compatible con el patriotismo. En Polavieja están presentes, aunque enunciados con cierta vaguedad, muchos de los puntos programáticos que aparecerán más

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expresos en los políticos profesionales Silvela y Maura. Ahora bien: el horror a la política vuelve a convertir el polaviejismo en un «movimiento»: No me propongo formar un partido en la acepción corriente de la palabra, ni siquiera me preocupo de averiguar la suerte que el porvenir reserva a a las agrupaciones actuales: o se disolverán, dejando lugar a otras nuevas, o resurgirán transformadas, después de una depuración de responsabilidades que aleje de ellas a los que no previeron o no supieron evitar la catástrofe... Pretendemos unicamente que todas las fuerzas vivas de la nación se organicen a la mayor brevedad [para que, una vez aceptada la idea de regeneración] la lleven al terreno de la práctica...

Como en Costa y los costistas, un «partido apolítico», o más bien un movimiento general de la opinión que —lo mismo que la Unión Nacional— obligue a los partidos a reformarse drásticamente o a disolverse para dejar espacio libre a partidos nuevos. El parecido no deja de resultar sorprendente. Esta falta de concreción de los regeneracionistas apolíticos o antipolíticos deja la puerta abierta a los regeneracionistas políticos. Con la diferencia, en este caso, de que un regeneracionista político, Silvela, requerirá la colaboración del salvador de turno, Polavieja, en su tarea de gobierno. Costa no tuvo esa suerte, o esa desgracia. REGRESO O REPESCA DE SILVELA La muerte repentina de Cánovas, en 1897, dejaba al partido conservador un problema sucesorio no fácil de resolver. Los discípulos más aventajados del viejo político, Francisco Romero Robledo y Francisco Silvela, estaban de momento descartados. Romero Robledo, en quien Cánovas se había apoyado últimamente, en una actitud tal vez de mezcla de pragmatismo y asco, era ante la opinión el prototipo del político oportunista y maniobrero, y parecía por entonces haber perdido toda opción a convertirse en el jefe indiscutible del partido: precisamente porque era discutible. Silvela se había desmarcado desde mucho antes de la línea de Cánovas justo por la tendencia de éste a apoyarse en Romero para el ministerio de Gobernación, esto es, el de las elecciones, que el «pollo de Antequera» se las ingeniaba para ganar con facilidad. Silvela constituía el polo opuesto a

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Romero: «cisne inmaculado que jamás manchó sus plumas», como dijo de él Fernández Almagro, era, además de puro, puritano (254). En las elecciones de 1890 había amenazado a los gobernadores con destituirles si tenía noticia de cualquier irregularidad permitida por ellos: a pesar de lo cual, como ya sabemos, la maquinaria extrarrégimen funcionó perfectamente, y los conservadores obtuvieron una ventaja, si no aplastante, más que suficiente. El purismo de Silvela —y su tendencia a la crítica acerada— le ganaron enemigos, y de ahí devino una disidencia que se mantuvo diez años. Silvela acaudilló una facción de críticos al sistema, aunque no dejó de apoyar a los conservadores en algunos momentos clave. Cada vez menos activo, todo hacía suponer que acabaría retirándose asqueado de la política, hasta que sobrevino su hora —al menos su hora aparente— con motivo de la conmoción del 98. Como de él dice uno de sus pocos biógrafos, F. de Llanos y Torriglia, Silvela fue «hombre de dotes intelectuales extraordinarias..., político activísimo, literato siempre que podía, historiador como le dejaran, periodista si así convenía a sus arrestos de luchador, y a diario, sin levantar cabeza, hombre de estrados y bufete, con la salud a merced de un hígado anormal» (153, 100). Romero Maura, sin grandes discrepancias con la descripción anterior, lo encuentra «culto, gran abogado, gran trabajador, pero poco enérgico. A un escepticismo nutrido por la experiencia sumaba toda suerte de vacilaciones, que al parecer le asediaban continuamente» (226, 23). Y Florentino Portero, uno de los que con más detalle ha estudiado su regreso a la política activa, completa el cuadro: «Silvela, más intelectual de la política que político, aristócrata por formación y carácter, estaba demasiado a menudo más cerca de lo ideal que de lo real. Culto, elitista, despectivo, de vida reservada y escasísimas amistades, era todo lo contrario del político caciquil» (215, 146). En suma, en la coyuntura de 1898 se ofrecía como un político puro e incontaminado, lo más contrario al manejo fácil que pudiera imaginarse: y esa cualidad era en aquellos momentos de crítica y renovación, realmente inestimable. Le abonaban su inteligencia, su facilidad para hablar y escribir bien, sus dotes por todos reconocidas de fina penetración; y por supuesto, su calidad de primer regeneracionista antes de los regeneracionismos. Tenía los inconvenientes de su salud, que le tornaba irascible por momentos, su escepticismo, fruto de tantos desengaños de los ardides políticos, y un deseo de acertar que le sumía muchas veces en la indecisión. Era ya por entonces, comenta Tusell, un

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«hipercrítico hasta el punto de volver esta condición en contra de su propia efectividad como gobernante» (267, 50). A Cánovas, en 1897, le había sucedido un corto gobierno Azcárraga —sólo durante un mes— que no hizo más que preparar el camino del turno a los liberales; un turno que entonces podía considerarse lógico, o discreto, puesto que ya Sagasta tenía proyectos sobre Cuba muy distintos de los de Cánovas. Sagasta, pese a su proverbial buena vista política, fracasó tanto a la hora de conceder la autonomía a los cubanos como a la de evitar la guerra con los Estados Unidos. El Desastre abocaba a un nuevo turno, y los conservadores tenían que estar preparados para volver al poder, eso sí, no antes de que se firmase la paz de París: que los derrotados pechasen con las consecuencias. Volver los conservadores al poder, sí, pero ¿con quién y con qué programa? Pronto se hizo evidente que Romero Robledo —más desacreditado si cabe como presunto responsable de la derrota naval (¿para que sirven las escuadras si no es para batirse?)— tenía muy pocas posibilidades de erigirse en líder, aunque seguiría maniobrando para conseguir la solución más conveniente a sus intereses. Azcárraga no quiso olvidar su papel de sucesor directo, y comenzó a dibujarse como un político que no tenía enemigos. Pronto se vieron las posibilidades del duque de Tetuán, amigo e íntimo colaborador de Cánovas, que con otros compañeros de toda la vida —Elduayen, Cos-Gayón— constituyó un grupo tan influyente como poderoso, que hizo jurar a todos, en una reunión del Círculo Conservador de Madrid, fidelidad a la figura histórica pero también a la línea política de Cánovas. La memoria del viejo patriarca logró el milagro de la unanimidad, aunque no pudo evitar que a Tetuán y los suyos se les motejase como «los caballeros del Santo Sepulcro». ¿Existía alguna alternativa a estos caballeros? Sí existía. Alejandro Pidal, antiguo dirigente de la Unión Católica, fiel a Cánovas desde muchos años antes, apadrinaba un regeneracionismo de derecha, unido a otros movimientos de idéntico matiz que estaban germinando por entonces. Pidal fue uno de los inspiradores de la «Unión Conservadora», que lo mismo podía constituirse en un nuevo partido que —mejor— digerir lo más aprovechable del conservador para aparecer como una fuerza renovada. Pero Pidal, inteligente, comprendió que estaba —o se le consideraba— demasiado escorado a la derecha para dirigir una mayoría conservadora de gran volumen. Entonces se acordó de Silvela (084, 44-46). Silvela era el disidente que repescar, el hombre cuya honradez intachable le había conducido a

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hacer ascos de la política. ¿No era ese hombre intachable, incompatible con los contubernios, lo que entonces buscaban, no ya los conservadores, sino casi todos los españoles conscientes? La negociación no fue fácil, porque «el antiguo disidente exigía a los conservadores que renunciasen a su propia historia» (216, 156). Pero hubo que rendirse a la realidad. O se reedificaba un partido conservador regeneracionista, o se habría perdido quizá para siempre una oportunidad histórica. Se dio a Silvela carta blanca. Un banquete celebrado en el teatro de los jardines del Buen Retiro, unió a la mayor parte de los canovistas —sin Romero, por supuesto— con los pidalistas y con los ya regeneracionistas dentro del partido. El mismo Silvela comentó, no sabemos si con un dejo de emoción o de censura a algunos: «los hijos enemistados estrechan sus manos ante el cadáver de su padre» (197, I, 180). ¿Consiguieron los conservadores vencer las reticencias de Silvela a reincorporarse a la política, o el propio Silvela deseaba esta reincorporación, pero no al espíritu del viejo partido conservador? Lo cierto es que desde mucho tiempo antes estaba lanzando consignas regeneracionistas. Ya en 1895: «los poderes públicos han estado en huelga permanente desde hace treinta años» (185, 491). En 1896: «Es necesario romper con las organizaciones y procedimientos anticuados de los caciquismos... y de los partidos formados como sociedades de servicios mutuos» (153, II 217-220). O en 1897: «es preciso romper el hielo que tiene entumecida la energía del pueblo» (ibíd. II, 332; véase también 118, 263). Su apoyo a Polavieja, aunque no claramente manifiesto en actos públicos, parece evidente, y hasta resulta muy posible que Silvela haya contribuido a redactar su manifiesto, o cuando menos a prestarle unas cuantas ideas. Y al fin, el propio Silvela, ya como el más probable candidato a la presidencia de un gobierno conservador, publicó su propio manifiesto con el título de «Sin pulso» en la revista El Tiempo, de 14 de agosto de 1898: un artículo que hizo época, y que M. Moreno considera de mayor repercusión en la opinión que el no menos famoso «El Rasgo» de Castelar y hasta que el «J’ accuse» de Zola (183, 35). «El estallido de la literatura regeneracionista revalorizaría su ya antiguo programa y convertiría su larga disidencia frente a Cánovas en un acto de cordura y de honradez. Al mismo tiempo, era el único conservador capaz de dar una nueva imagen pública del partido» (216, 103). Del partido o de otro partido, porque a ojos de muchos, «la Unión Conservadora de Silvela sustituía al viejo partido conservador de Cánovas» (105, 228).

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EL GOBIERNO SILVELA-POLAVIEJA La alianza entre las dos emergentes figuras del regeneracionismo de derecha no estaba garantizada a mediados de 1898, cuando la derrota de Cuba y el descrédito de Sagasta eran ya un hecho; pero podía considerarse obvia, y hasta, para un número nada despreciable de españoles dotados de cierta sensibilidad política, deseable. Silvela representaba la experiencia y hasta cierto punto la continuidad; Polavieja la fuerza extrarrégimen, la renovación. Las negociaciones entre ambos hombres no fueron más fáciles que las habidas meses antes entre los principales santones del partido conservador y el propio Silvela; y duraron seis meses, de julio de 1898 a enero de 1899. Polavieja estaba dispuesto a colaborar con un hombre tan sano como ante la opinión general lo era Silvela; pero no con un partido desprestigiado por las malas mañas políticas. Por su parte, Silvela en absoluto deseaba que pudiera decirse que dependía de Polavieja: aceptaba su colaboración, no su dirección en los negocios públicos (226, 24-29). El cambio de nombre en el partido (que pasó a denominarse Unión Conservadora, apelativo por cierto efímero) tanto como el talante regeneracionista de su jefe (Silvela fue elegido Presidente del partido el 6 de enero de 1899, y allí expuso su programa regeneracionista) pudieron convencer al intrépido militar, que ante una cuestión tan delicada no pudo menos de esperar a ver atados todos los cabos. Por su parte, Silvela, con toda su intachabilidad de hombre sin dobleces, no dejaba de ser un político; y de ahí la hábil propuesta de alternativa que ofreció al general: una vez caído el gobierno liberal, solo puede reemplazar una de estas dos soluciones: o un gobierno personal y dictatorial de usted, que por una serie de decretos diera satisfacción al país en lo más esencial de las reformas que pide, o un gobierno que, ajustándose a la Constitución, ponga la proa en ese mismo rumbo.

Polavieja quedaba emplazado a presentarse como un dictador —posibilidad que pudo barajar un día: unos lo dan por posible, otros lo niegan, no lo sabemos—, o se avenía a figurar en un gobierno constitucional, cuyo jefe no podía ser otro que Silvela. La proposición así formulada no tenía más que una respuesta posible: y con ella, el reconocimiento de Silvela como jefe. Una vez rotas las mu-

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tuas cautelas, el 15 de enero de 1899 el «general cristiano» escribía con franqueza al político, felicitándose por la total coincidencia ideológica de sus respectivos programas, y ofreciéndose incondicionalmente: Nunca sentí amor por la política...; poco soy y poco valgo; pero como las manifestaciones de usted y las mías están de acuerdo, es para mí orgullosa satisfacción que usted y yo... vayamos juntos, llenos de confianza, a... realizar la obra de la regeneración nacional... (085, 188-189).

Ya estaba todo en marcha, incluida, por supuesto, «la obra de la regeneración nacional». La subida del regeneracionismo al poder sobrevino muy pronto: en febrero, las Cortes aprobaron la cesión de Filipinas por una exigua minoría. Era justo lo que necesitaba Sagasta para presentar su dimisión irrevocable. El 4 de marzo de 1899 la Regente encargaba de formar gobierno a Francisco Silvela. Éste tenía la composición de su gabinete ya bien pensada: se reservó, junto con la Presidencia, la cartera de Estado; Polavieja, que no deseaba ninguna función política específica, quedó como ministro de Guerra (aunque todo el mundo, y la historia posterior, han hablado siempre del gobierno «Silvela-Polavieja). Para Gobernación fue elegido un hombre joven e inteligente, tan conservador como regeneracionista, Eduardo Dato. Pidal, el «ultracatólico» que había levantado también la bandera de la regeneración, fue a parar a Fomento (que conllevaba entonces tanto Instrucción como Obras Públicas: pensando en Instrucción le había nombrado Silvela). Un ilustre hacendista, renovador también, Raimundo Fernández Villaverde, fue encargado de la siempre difícil, más entonces, cartera de Hacienda. A Gracia y Justicia subía un catalanista católico y ya amigo de Polavieja, Manuel Durán i Bas. Y el almirante Gómez Ímaz fue designado para Marina. En suma, un gobierno católico, reformista, más joven que viejo, formado por hombres que, salvo dos excepciones, nunca habían sido ministros, con ribetes descentralizadores: un gobierno a gusto de muchos, ya que no de todos. Naturalmente, no faltaron las críticas de la izquierda, que estaban en su derecho y hasta en su deber de hacerlas: de Sagasta a Castelar, utilizando el consabido tema del «clericalismo» del gabinete. Todo, según García Escudero, porque los ministros, después de su toma de posesión, habían oído misa (118, 264). Con todo, no sería la labor de zapa de la oposición la que iba

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a herir de muerte a aquel gobierno. Otras serían las causas de su relativamente rápido fracaso: entre ellas las dificultades y la división interna. Varela Ortega estima que «Silvela cumplió con pulcritud la tarea que le estaba asignada. Unió al partido y atrajo fuerzas extrarrégimen. Se ganó a los regionalistas catalanes y convirtió al general Polavieja de amenazador golpista en ministro de la Corona» (275, 320). De su buena voluntad nunca nadie ha dudado. En las elecciones de abril obtuvo un gran triunfo: salieron 248 diputados silvelistas, 89 liberales, 29 gamacistas (Gamazo: otro disidente de Sagasta por las mismas razones por las que Silvela lo había sido de Cánovas), 17 republicanos, y pocos más. El gobierno intentó reducir las «presiones habituales»: no parece preciso decir que las hubo de hecho, aunque el número de actas republicanas pudiera ser significativo. Con todo, no faltan tampoco motivos para suponer que un gobierno regeneracionista gozaba por su simple naturaleza del favor popular. A aquellas Cortes se dirigió Silvela con franqueza ejemplar: Vosotros sabéis a qué obra tan ingrata os hemos convocado. Por todas partes se os ofrecen cosas que renunciar, sacrificios que hacer, molestias que imponer a vuestros electores, nada de lo que, en otros tiempos, significaba el triunfo del poder y los partidos... En la conciencia de todos está esa obra de... redención, llamémosla por su verdadero nombre,...; tiene que ser una obra de reformas radicales, de verdadera revolución desde arriba, de empeños que representan profundas modificaciones de nuestra manera de ser política, administrativa y social. Para estas obras difíciles y empeñadas son menester las grandes energías del espíritu, las grandes abnegaciones del alma y del corazón... (DSC, 31-5-99).

Entre los puntos del apretado programa de Silvela figuraban el servicio militar obligatorio para todos sin excepción, la reorganización de las fuerzas de tierra y mar, un reglamento de funcionarios civiles, con estabilidad en el puesto y con independencia de la política; un plan de descentralización municipal y provincial; la autonomía universitaria; la revisión de los códigos Penal y de Comercio; la modificación del Jurado; una reforma del sistema electoral y un régimen de incompatibilidades; un vasto plan de obras públicas y una política de restricción del gasto y reducción de la Deuda, para equilibrar los presupuestos. Un programa de revolución desde arriba con muchos puntos: algunos de ellos incompatibles entre sí (véase 239, 245).

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No puede decirse que la labor del ministerio Silvela-Polavieja fuera baldía, a pesar de las inmensas dificultades con que tenía que tropezar. En Fomento, además de un proyecto de plan de Obras Públicas, Pidal presentó una reforma de los planes de estudio en las enseñanzas medias que potenciaba el desarrollo de la cultura y de las humanidades, aparte de contemplar las asignaturas de Religión y Moral: idea esta última que tropezó con la oposición de la izquierda. El proyecto de reforma de la ley electoral pretendía no digamos acabar con el caciquismo, pero sí comenzar la lucha contra el consagrado vicio: no llegó siquiera a ver la luz. Eduardo Dato, con las leyes de Accidentes en el Trabajo, la regulación del trabajo femenino y la prohibición del de los niños, iniciaría la política social en España, y, en palabras de Seco, «convertiría el intervencionismo en programa de gobierno» (238, 289). Por cierto que las leyes laborales suscitaron ciertos recelos en elementos de las clases patronales catalanas, hecho que pudo constituir el primer paso de la pronta oposición catalanista al gobierno (239, 247). Hasta entonces, habían ido muy bien las relaciones con los catalanes: no sólo por la presencia de Polavieja y Durán en el gabinete, sino por el proyecto de ley de Descentralización del Estado, que contemplaba por el momento dos instituciones nuevas: el Gobernador Regional y el Consejo Regional. El primero sería representante directo del rey, y su autoridad aparecía independiente y superior a la del gobernador civil: una recreación, a moderno estilo, de lo que habían significado los virreyes en otro tiempo. El segundo venía a ser un pequeño parlamento regional, con competencias limitadas, pero significativas. Para Fusi, el proyecto «habría conllevado una rectificación sustancial de las concepciones centralizadoras y unitaristas que habían definido ha construcción del estado constitucional español a todo lo largo del siglo XIX» (108, 46). También a los catalanes les habían gustado mucho los nombramientos de destacados catalanistas para puestos clave en el Principado: Torras y Bages fue designado obispo de Vic; el tan querido doctor Robert alcalde de Barcelona; Josep Ixart de Tarragona, Pau Font de Rubinat, de Reus; y Rubió i Ors, Rector de la Universidad de Barcelona. El problema se planteó con el nuevo Proyecto de Presupuestos presentado por Fernández Villaverde a las Cortes, el 17 de junio. Era preciso liquidar la penosa situación de la Hacienda provocada por tres años de guerra, y acabar con la endemia del déficit presupuestario. Para el ministro —y parece que no le faltaba razón— nada bueno podía hacerse con un Estado en bancarrota, sin apenas capacidad

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operativa. La Deuda alcanzaba la entonces aterradora cifra de 2.200 millones de pesetas, equivalente a tres Presupuestos; y de los 750 millones que ingresaba anualmente el Estado, 400 se iban en el pago de la Deuda Pública, de modo que sólo 350 podían aplicarse a gastos corrientes. Villaverde hizo un arreglo a base de suprimir temporalmente el pago de la deuda interior. Pero para acabar con la sangría del déficit no existían más que dos procedimientos complementarios, por dolorosos que fuesen: disminuir el gasto público mediante una política de austeridad y aumentar los impuestos, a base de crear figuras fiscales nuevas y cobrar las existentes con mayor rigor: en suma, la tan criticada, pero inevitable política de «más impuestos y menos gastos» (véase 250). Villaverde, que ya imaginaba el revuelo que sus medidas iban a provocar, pidió comprensión: ya había anunciado Silvela que llegaba la hora de los sacrificios. Anunció las restricciones —nada de despilfarros, sobre todo en el sector de «personal»— y propuso al mismo tiempo a los contribuyentes un «impuesto del timbre» sobre las compraventas, otro de «utilidades» sobre los beneficios de las empresas, y otro sobre sucesiones, éste rechazado por el parlamento. Por el contrario, se respetaban los agrícolas y pecuarios, que se consideraban ya muy gravados: en suma, se mantenían los impuestos directos y aumentaban los indirectos: los ramos de la industria y el comercio iban a resultar los más castigados. También, por supuesto, los empleados, los acreedores del Estado y... los consumidores. El plan de Villaverde, que en realidad constaba de tres fases: a) salvar al Estado de la bancarrota; b) fomentar la riqueza nacional; c) redistribuir más equitativamente la renta interior, ha sido en general juzgado de modo favorable, a posteriori, por su limpieza y su modernidad. Laín y Seco lo consideran no sólo necesario, sino francamente bien pensado; «apretándose el cinturón y ajustando su régimen administrativo, España podría vivir sin la aportación económica de sus perdidas colonias»; y, de hecho, «los presupuestos de Villaverde fueron eficaces» (145, 14-15). La prueba es que en pocos meses consiguió reducir la Deuda en 176 millones, un logro que antes de su llegada se hubiera considerado irrealizable. El impuesto de Utilidades fue un prodigioso impulso que ya se hizo notar en 1900, y favoreció un saneamiento sin precedentes de la Hacienda en el período 1900-1908. En suma, el único logro contante y sonante del gobierno Silvela fue el hacendístico. El único logro, y ya que tal vez no exactamente la razón, sí la causa eficiente del fracaso del gobierno re-

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generacionista. Como ha observado Tusell, se sacrificó a la Hacienda todo lo demás. ¿Era necesario? ¿Era conveniente? ¿Por qué otro camino se hubiera podido empezar? Sea lo que fuere, aquella política, al parecer indispensable, significó la ruptura de Silvela con los dos regeneracionismos extrarrégimen: el de la Unión Nacional, y el de los catalanistas. Cierto que Costa no defendió la huelga de tiendas, pero Paraíso consideró que un acto de fuerza por parte de la nueva institución, a más de responder a la indignación de los comerciantes, podría dar renombre a la Unión. El 24 de junio comenzó el cierre de los comercios de Madrid, secundada el 26 por las de otras ciudades importantes, entre otras Barcelona, Zaragoza, Valencia y Sevilla. Los incidentes en Barcelona fueron especialmente violentos (219, 142), e iniciaron la oposición abierta de la burguesía catalana al gobierno Silvela. Y un segundo y más grave paso fue la huelga de impuestos, iniciada el 3 de julio, y que en Barcelona, con el tancament de Caixes, tuvo el sabor de una declaración de guerra. El gobierno, decidido a hacerse obedecer, fue duro. El 24 de octubre procedió a la suspensión de garantías constitucionales, y tres días más tarde, en vista de la dureza de la situación, se declaró el estado de guerra en Barcelona. Numerosos industriales y comerciantes fueron detenidos y procesados. Especialmente duro fue el capitán General de Barcelona, conde de Caspe. Entre otros, fue detenido uno de los más venerables representantes del empresariado catalán, Eusebio Güell. Eduardo Dato, que eventualmente visitaba Barcelona, fue silbado por las calles, e incluso en pleno Liceo fue objeto del abucheo por parte de «señoras encopetadas» (034, 47-49). La indignación de los catalanes llegaba mucho más lejos de lo que el gobierno había llegado a suponer. Pero si la política de Villaverde enfrentaba regeneracionismos con regeneracionismos, dividía al mismo, tiempo —y esto resultó por lo menos tan devastador— a los regeneracionistas en el poder. Polavieja, símbolo del «hombre nuevo» en el gobierno, expuso un «programa de Defensa Nacional», leído en el Consejo de Ministros el 22 de mayo: «Pretendemos hacernos ricos antes de hacernos fuertes, sin darnos cuenta de que que con esa medida se consigue lo contrario de lo que se desea» (en 085, 236). Son las naciones fuertes las que pueden imponer condiciones en el mercado, no al contrario. Polavieja había prometido una modernización de las fuerzas armadas y la construcción de una escuadra respetable, no con ánimo de revancha, sino con el fin de restaurar el prestigio exterior de España: se había convertido en el «Boulanger español», y como tal era estimado

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por muchos sinceros regeneracionistas. Y ahora resultaba que una política restrictiva, indigna de una nación que aspiraba a ser grande, echaba por tierra todos sus proyectos y le obligaba a incumplir lo que había prometido. Silvela, sumido en un mar de confusiones, constreñido entre dos hombres aferrados a tesis incompatibles, acabó dando la razón a Villaverde. Era quizá la solución más lógica; por eso, quizá también, la menos política. Polavieja, el profeta de la regeneración, dimitió irrevocablemente en septiembre. En octubre, el alcalde de Barcelona, Bartomeu Robert, protestó oficialmente por los impuestos de Villaverde, hecho que movió a Durán i Bas a presentar a su vez la dimisión. El gobierno se quedaba sin los representantes de los dos regeneracionismos extrarrégimen. Bien es verdad, advierte Pabón, que ni Polavieja ni Durán eran «políticos», y por tanto difícilmente podían poseer la flexibilidad necesaria, ni siquiera entender que en la vida pública es preciso hacer las cosas con un cierto orden (197, 185-186). Era la desbandada. Silvela trató de reponer puestos y hacer nuevos ajustes, pero en septiembre de 1900 dimitió Gasset, días después se fue Dato, y el 2 de octubre de 1900 el propio Silvela. El primer gobierno del regeneracionismo había fracasado estrepitosamente: «para entonces, los que habían comenzado apoyándolo le habían abandonado: Ejército, industriales, Asambleas, Ligas, Unión Nacional...» (118, I, 265). No es fácil exigir responsabilidades históricas. Silvela, hombre inteligente y de indiscutibles buenas intenciones, no tenía carácter, ni ánimo ni constancia. Giménez Valdivielso reconoce toda su valía, pero hace ver que era «un ariete formidable para destruir» por su fabulosa capacidad crítica, pero, en cambio, «no supo o no pudo edificar» (124, 59). Habría que contar en su descargo las inmensas dificultades a que se vio enfrentado. Polavieja era un hombre íntegro, pero no poseía ductilidad política, ni, en su probable simplismo, comprendió quizá que era preciso colocar delante los bueyes para que pudiera andar el carro. Villaverde planificó impecablemente su ajuste; pero quiso aplicarlo sin cortapisas y sin diálogo con intereses encontrados. Silvela —dice Seco— tenía un concepto más amplio de lo que era el regeneracionismo, y hubiera preferido jugar con lo económico al tiempo que con otros factores en una política posibilista; pero tropezó con la rigidez de su ministro (237, 68-69). La Unión Nacional fue víctima de la limitación de sus miras, acuciada por los intereses inmediatos de los miembros de las Cámaras de Comercio, y los industriales catalanes no supieron quizás esperar a que la políti-

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ca de apretarse el cinturón desembocara en la segunda fase del programa de Villaverde, la expansión general de la economía. Fueron demasiados los intereses en juego, pero también demasiados los proyectos bienintencionados de los distintos regeneracionismos y los distintos regeneracionistas.

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CAPÍTULO 7

Nuevo siglo, nuevos hombres El gobierno liderado por Silvela cayó más por discrepancias internas que por oposición externa. Cayó no por ser regeneracionista, sino por la dificultad de conciliar las distintas formas de concebir el regeneracionismo. Pero la idea de regeneración en sí no declinó, y en adelante sería muy difícil prescindir de ella. Sólo que los fracasos políticos desgastan, y Silvela tendría que esperar un tiempo antes de regresar al poder, o de dejarlo más tarde en otras manos con parecidas intenciones. Por de pronto, sucedió a Silvela un gobierno presidido por Marcelo de Azcárraga, que el propio Azcárraga —hombre puente tres veces en su vida— sabía muy bien que era de transición. Los conservadores estaban más divididos que nunca: entre silvelistas y no silvelistas, y los silvelistas entre sí. Los curiosos entresijos de la política exigían no prolongar por más tiempo la situación, y por eso la Regente acabó llamando a Sagasta. Regresaba el partido derrotado y bajo la dirección del hombre derrotado. Nada «nuevo» se podía esperar de él, y, sin embargo, las reglas del juego aconsejaban el retorno. Y no sólo era que las costumbres políticas resultaban muy difíciles de enterrar, sino que no se veía de momento otra alternativa posible. Todo hubiera cambiado, ciertamente, con un regeneracionismo de izquierda intrarrégimen, pero los intentos de asociar a Costa con Gamazo fracasaron, y el propio Gamazo se encontraba tempranamente en el ocaso de su vida. Moriría en 1901, casi al tiempo que Sagasta formaba gobierno. Cabe pensar en un regeneracionismo de izquierda extrarrégimen, pero no era factible —si es que de alguna forma era factible— el desembarco en el poder de los republica-

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nos o los socialistas sin una revolución. Y la compleja, pero en en fondo sólida —que en el fondo era sólida lo demostró su increíble capacidad de supervivencia— naturaleza del «sistema» no estaba precisamente por las revoluciones. Sagasta, cansado y con infinita experiencia, se resignó a gobernar. Bien es cierto que nunca en su vida le había disgustado la idea. Formó gobierno en marzo de 1901, sin apenas otras novedades que el general Weyler —otro posible «salvador» que, disgustado consigo mismo, no acabó encontrando su sitio—, el «travieso» conde de Romanones, que iniciaba una vida de habilidades políticas, y José de Canalejas, que también buscaba su sitio: dos años antes colaborando con los regeneracionistas de derecha —aunque siempre en el seno liberal— y ahora decidido paladín del anticlericalismo, una corriente que se agudizó en España en los años de comienzo del siglo, por dos posibles causas, o por las dos: el «clericalismo» —entendamos política de orientación católica— de los conservadores regeneracionistas, que había encontrado contestación en la izquierda; o el ejemplo cercano de la Francia de Combes. Bien es verdad que el estreno de Electra de Galdós, un drama que puede interpretarse en varios sentidos distintos, agudizó la dialéctica anticlerical en muchos sectores intelectuales, y, por contagio, políticos. El anticlericalismo era casi la única política «nueva», o nueva hasta cierto punto, que podía esgrimir la izquierda dinástica en un momento histórico en que se exigían novedades y cambios; la reconstrucción nacional era tarea excesivamente ardua para un líder caduco y anclado en el laissez faire; la recuperación del prestigio militar, cara y no del todo grata; la política social se aparecía aun como antiliberal por excelencia; y la descentralización iba también contra las normas del partido (excepto los criterios de Canalejas, que se marchó pronto). Los catalanes se apartaban otra vez de la órbita de Madrid, y Canalejas se sintió impresionado por los silbidos a la bandera española. Así, carente de programas de impulso o de grandes iniciativas, Sagasta se sintió obligado, casi por fuerza, a ser anticlerical, puesto que no podía ser otra cosa; limitó las competencias de los centros católicos de enseñanza, y hasta creó un curioso impuesto especial para los dulces elaborados por las monjas. En 1902, el gobierno tropezó con la primera huelga general de nuestra historia, que tuvo lugar en Barcelona, y se extendió luego a otras ciudades. Al terrorismo esporádico del siglo pasado sucedían ahora hechos de masas con su carga casi inevitable de violencia callejera. El 98 de los obreros había desembocado en una creciente sindicación. Y conscientes de su inferioridad en este campo, los anarquistas busca-

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ban una difícil fórmula de «desorganización organizada» que compatibilizase la ausencia radical de estructuras con la eficacia: el viejo Anselmo Lorenzo predicaba el asociacionismo a secas, siquiera los anarquistas tuvieran que enrolarse en el sindicato creado por los socialistas. Es la época en que comienzan a fundarse las «escuelas modernas», proliferan los folletos anarquistas que se afanan en formar «obreros conscientes», y, sobre todo, predomina cada vez más el mito de la huelga general como forma de hacer bajar cabeza a los gobiernos y tornar la vida imposible a la burguesía. La huelga general es el único método posible para debilitar primero y derribar después a los poderes establecidos. El siglo nacía con un nuevo espectáculo habitual: el desorden en la calle, con su secuela de destrozos, violencias y frecuentes víctimas. Ya no había de dejar de ser así por muchos años. El cambio de centuria se hacía visible sobre todo —quizá muchos historiadores no se han dado cuenta de ello— en el ambiente de la calle. Sagasta, doblegado por las circunstancias adversas y por su quebrantada salud, dimitió a comienzos de 1902. Estaba claro que si los conservadores habían fracasado a la hora de emprender una definida política regeneracionista, los liberales no la habían intentado siquiera. La reina regente, María Cristina, sin embargo, encargó al viejo político la formación de un nuevo gobierno, siquiera fuese provisional. Fue el último servicio de Sagasta al país. Y es que el 17 de mayo el rey —que ya lo era, caso excepcional, desde el mismo momento de nacer— cumplía dieciséis años, y adquiría su pleno derecho a asumir las responsabilidades de la Corona. Era un hecho demasiado importante como para estar presidido por un gobierno recién estrenado o unas Cortes en trance de disolución. El gobierno supo preparar bien el acto: solemnidad, fiestas sin excesivas alharacas, discursos de Estado, y una reunión conjunta de ambas Cámaras, ante las cuales el muchacho Alfonso XIII juró con voz muy firme la Constitución. Todos estaban de acuerdo en que en aquellos momentos finalizaba una época y se inauguraba otra completamente nueva. Y hasta se sentía la estricta necesidad histórica de que fuera así. ALFONSO XIII, REGENERACIONISTA En 1875, Alfonso XII, a sus diecisiete años, llegó a España con ínfulas de salvador. Era el Restaurador de la Monarquía, el Pacificador, el hombre destinado a hacer felices a los españoles después de

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uno de los más agitados y desconcertantes períodos de su historia. Manuel Espadas Burgos, en un libro definitivo, nos habla de esta vocación caudillista del adolescente hijo de Isabel II y de cómo Cánovas supo desengañarle muy pronto, haciéndole un discreto e inteligente servidor de la nueva Constitución16. Alfonso XIII, rey titular un año más joven que su padre —al que no conoció, y el hecho pudo ser significativo— no conquistó la corona por medio de una Restauración, no necesitó llegar a España, porque ya estaba en ella. Pero coincidió con una época en que la idea de crisis y de cambio estaba en las conciencias, y con ella, la de la necesidad de «un hombre», el hombre de Picavea, de Costa, de Ganivet, de Teodoro Baró. El joven Alfonso XIII llevaba un diario íntimo, recogido luego y comentado por Castillo Puche (048), diario de adolescente impetuoso y generoso, cuya redacción se prolonga incluso hasta meses después de haber alcanzado la edad de reinar, concretamente hasta enero de 1903. Al comenzar el año anterior escribió: En este año me encargaré de las riendas del Estado... Encuentro al país quebrantado por las pasadas guerras, que anhela por un alguien que le saque de esa situación... Yo puedo ser un Rey que se llene de gloria regenerando a la Patria, cuyo nombre pase a la historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un Rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros... Yo espero reinar en España como Rey justo. Espero al mismo tiempo poder regenerar la Patria y hacerla, si no poderosa, al menos buscada, o sea que la busquen como aliada. Si Dios quiere, para bien de España (048, 110; véase también 086, 300-301 y 344, nota 11).

Junto con la ingenuidad de la juventud, la generosidad, el patriotismo, y el empleo por dos veces en tan pocas líneas del verbo regenerar, aparece clara la idea de constituirse en el hombre, en el salvador. Entre ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria o ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros, la opción no le ofrece duda. Y no tiene por qué haber en esta decisión ningún afán de autoritarismo, y mucho menos de romper la legalidad del orden constitucional, sino la respuesta a un ambiente, a un ——————— 16 M. Espadas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid, CSIC, 1975.

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«anhelo» que el joven Alfonso percibe intuitivamente a su alrededor. Quizá le faltó un Cánovas enérgico y prudente como tutor político. Tuvo que ejercer el mismo papel Sagasta, quizá con la misma prudencia, pero no con idéntica energía. La versión que nos cuenta Romanones en Notas de una vida puede ser ligeramente exagerada, pero es aceptada en líneas generales por la historiografía actual. En el primer Consejo de Ministros, después de unas respetuosas palabras del cansado Sagasta, «el rey, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa que presidir ministros», exigió explicaciones al de la Guerra, Weyler, sobre el reciente cierre de las academias militares. El ministro justificó la medida, hasta que terció Sagasta, para evitar una enojosa discusión, cediendo. Las academias militares serían abiertas. Luego el monarca leyó el artículo 54 de la Constitución. Dijo: «Como ustedes acaban de escuchar, la Constitución me confiere la concesión de honores, títulos y grandezas: por eso les advierto que el uso de este derecho me lo reservo por completo.» Hubo necesidad de recordarle el artículo 45, según el cual «ningún mandato del rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un ministro» (091, II, 46). No quedó claro si la concesión de honores constituía o no un «mandato del rey». Lo que sí quedó claro fue que Alfonso XIII, conforme a sus propósitos de dieciséis años, prefería dirigir a sus ministros que ser dirigido por ellos (véase 084, 14-15). Probablemente nos faltaría comprensión histórica si no tuviéramos en cuenta, como han hecho Seco y Tusell, que la época de comienzos de siglo se caracteriza por una tendencia al autoritarismo monárquico en toda Europa, y el nuevo rey de España no tenía por qué ser una excepción: qué duda cabe que la conciencia de crisis, de «época nueva», pudo influir también en el deseo de ciertos planteamientos que rompiesen las viejas convenciones decimonónicas; al fin y al cabo, Alfonso XIII estaba más cerca del planteamiento de la mayor parte de los regeneracionistas que sus propios ministros (Cfr. 237, 62 y sigs. 269, 62). Alfonso XIII maduraría pronto, y aprendería muchas cosas; pero en el fondo de muchas de sus discrepancias con el ejecutivo iba a latir el mismo punto flaco: la interpretación de la letra de la Constitución de 1876 —una ley fundamental intencionadamente vaga—, que podía conferir al monarca unas competencias que nunca Alfonso XII ni María Cristina se habían preocupado de recabar, en tanto Alfonso XIII, y no sólo en los primeros e inexpertos momentos, se sentiría con legítimo derecho a su ejercicio. Un derecho que podía asistirle, pero que dio muy pronto origen a la irrespetuosa alusión a

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las «crisis orientales», o a aquel exageradísimo artículo de El liberal, publicado el 15 de noviembre de 1902, con el atemorizador título de «Hacia el absolutismo». ¿Quién fue, qué fue realmente Alfonso XIII? Todos los testimonios, fieles y adversos, coinciden en que era un hombre simpático, deportista, caballero, inteligente, mezcla bien dosificada de señorío y campechanía. Nadie ha dudado tampoco de su buena voluntad, de su amor a España, y de su deseo de sacrificarse hasta donde fuera preciso por su bien y su felicidad (incluso, al final, con su renuncia al trono). Se ha dicho también, y aquí pueden empezar las críticas, que fue muy militar, por educación y por vocación: gustaba de vestir uniforme, confraternizar con los generales, asistir a maniobras... y ejercer su derecho, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, a efectuar nombramientos en los altos mandos. Las críticas son mayores, sin embargo, cuando se refieren a su afición a «jugar a la política». Es evidente que Alfonso XIII no quiso ser nunca un rey pasivo, limitado al expediente de dejarse llevar por los políticos: y menos en una época en que Costa hablaba del divorcio entre la España oficial y la España real. Quizá su intervencionismo pudo devenir de una tendencia personal a no quedar al margen, o de no renunciar a los cometidos que le concedían las leyes, y que otros monarcas no habían utilizado. Pero Carlos Seco encuentra una explicación más a tono con el espíritu de la época: Alfonso XIII fue «un regeneracionista en el trono» (238, 287), que creía, como Costa, como luego Ortega, en «las dos Españas», una más auténtica que la otra. Se sentía más cerca de los españoles que de los políticos, trató siempre de palpar el verdadero latido nacional, a veces por encima de quienes le aconsejaban, y tomó todas sus decisiones creyendo ser fiel a aquel latido. Cuántas veces dijo don Alfonso que le hubiera gustado poder subir a un tranvía, y comprobar de verdad lo que los españoles pensaban y decían. Continúa Seco: «Y es que difícilmente podrá ser comprendido Alfonso XIII si no se lo enmarca en la promoción generacional del 98... o en el espíritu de la época sellada por el trauma nacional...». De suerte que «la labor de Alfonso XIII en el trono consistió, desde el primer día, en abrir paso, a través del cuadro de ficciones en que había degenerado el sistema político de la Restauración, al auténtico sentir de una opinión que el tinglado constitucional dejaba falseada» (237, 62). Todas las grandes decisiones del reinado, añade Seco (la de 1907, concediendo el poder a Maura, la de 1909 echando a Maura; la de 1913 dando preferencia a los «idóneos»; la de 1918, aceptando un gobierno de coalición; la de 1923,

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aceptando la Dictadura; la de 1930, echando al dictador; la de 1931, marchándose él mismo), están determinadas por su intento de conectar con el deseo de los españoles levantando un puente por encima de la voluntad o los dictámenes de sus ministros. No hubo, prosigue Seco, verdaderas crisis orientales, en el sentido de un deseo del rey de juguetear con la política o de imponer su capricho personal. Sus decisiones de encargar a este o a aquel político de formar gobierno —siempre de acuerdo con sus prerrogativas constitucionales— dependen de un doble factor: en un principio, el empeño en encontrar al jefe más caracterizado de cada partido, puesto que desde la muerte de Cánovas y Sagasta las familias políticas estaban descabezadas; y más tarde, como ya queda dicho, el intento de responder a la voluntad, no siempre bien visible, de la España real. Que don Alfonso lo consiguiera en cada caso o se equivocara a veces es otra cosa, como lo puede ser también, observa Tusell, que participando activamente en la dialéctica política (y de forma inevitable ganándose la inquina de la parte perjudicada) acabara gastándose más deprisa que sus propios políticos. DE SILVELA A MAURA Sagasta cayó en noviembre de 1902 y murió en enero de 1903. Con él desapareció la segunda gran figura de la Restauración canovista, y hasta caben motivos más que suficientes para dar por supuesto que desapareció la Restauración canovista. Toda una época sin historia (como dicen que ocurre en los pueblos felices) quedó herida de muerte con el Desastre del 98, y enterrada virtualmente por las nuevas corrientes del cambio de siglo, regeneracionismo incluido. El hecho de que se mantengan la Constitución de 1876, los dos partidos turnantes y los supuestos formales del sistema ideado por Cánovas no evita, sin embargo, que la palabra «Restauración» aplicada al sistema político vigente en los primeros veintitantos años del siglo XX resulte un poco desdibujada, hasta cierto punto inadecuada. Quizás hubiese sido preferible sustituir esa palabra por otra, por más que a un siglo de distancia la búsqueda de un neologismo histórico resulte prácticamente imposible. Sí es cierto que con la muerte de Cánovas y la de Sagasta —separadas por cinco años— toda una época con un marcado sabor específico se había esfumado para siempre.

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En diciembre, el nuevo monarca encargaba de formar gobierno a Silvela. Podía ser la segunda y definitiva ocasión del regeneracionismo. Las huestes conservadoras se habían reconciliado y parecían más unidas que nunca: salvo Romero Robledo —con el que, más por su fama de manejador que por su valía personal, era preferible no contar— la mayor parte del antiguo canovismo, incluidos los «caballeros del Santo Sepulcro», apoyaba al nuevo gobierno sin fisuras visibles. Y por si ello fuera poco, la facción gamacista, desgajada de Sagasta, y ahora muerto también Gamazo, se unía a Silvela, no precisamente por conservador, sino por regeneracionista. Y a su frente, se ofrecía un hombre de carácter, y ya famoso entonces por sus ideas rotundas y sus frases más rotundas todavía: Antonio Maura. Silvela decidió incluir al advenedizo, por razón de su indudable peso político, en el gabinete. El fino político madrileño estaba condenado a compartir denominaciones históricas: si su primer gobierno se llamó Silvela-Polavieja, su segundo pasaría a la historia como el SilvelaMaura. De la primera etapa retomaría sólo dos nombres: el de Raimundo Fernández Villaverde, un hacendista del que era difícil prescindir —y de cuya política fiscal se estaban recogiendo precisamente por entonces los mejores frutos— y Eduardo Dato, un político prometedor que había dejado buen sabor de boca de su anterior gestión. Rey nuevo, hombres nuevos —Maura, Abárzuza, Sánchez de Toca, Allendesalazar— bajo la batuta de un intachable regeneracionista. ¿Carpetazo definitivo al pasado? Muchos están de acuerdo en que el segundo gabinete Silvela resultaba más fuente de esperanzas que el primero. Muchos, pero no su propio presidente. Por mor de su hígado cada vez más maltrecho o por obra de su humor decreciente, no se hizo la menor ilusión acerca del porvenir que aguardaba al gobierno y a la misma España. Por entonces se le atribuye la frase: «el país, por su clase gobernante, es ingobernable». Y en su diario escribió: «me juro a mí mismo aprovechar la menor ocasión que se me ofrezca para abandonar la política». ¿Había motivos, sabido esto, para augurar larga vida al nuevo gabinete regeneracionista? El que llevó fue la voz cantante fue Maura; y lo primero que hizo fue nombrar gobernadores civiles sin consultar a las autoridades locales. Era una forma de romper por su flanco más sensible el tinglado electoral, porque la primera jerarquía de cada provincia solía ser pactada, un poco a gusto de todos: con ello se adelantó a las presiones de los oligarcas y los caciques provinciales y locales, que no hubieran tardado en llover. Maura tuvo buen cuidado de nombrar go-

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bernadores no apolíticos, pero independientes al cotarro habitual de su circunscripción, y de darles una prudente instrucción sobre su comportamiento con los caciques: no indisponerse con ninguno, pero tampoco seguir sus dictados; en todo caso, distinguir entre los caciques «buenos» y «malos», para tratar de atraerse a los primeros a una cooperación legal (269, 62-63). Se procuró prescindir del complejo mapa del «encasillado», aunque en este punto las opiniones de los autores son divergentes; ni era posible cortar el complejísimo entramado de un plumazo. «Hubo novedades... y sobre todo el ejercicio de un lenguaje regeneracionista, que no daba facilidad para cometer tantas tropelías como era habitual...» (269, 65). Cuando se celebraron, en abril, las elecciones, el ministro envió delegados gubernativos para vigilar su escrupuloso desarrollo..., medida que molestó a todos, incluso a los conservadores. El resultado fue que el partido en el gobierno obtuvo 220 escaños y los liberales sólo 73: una proporción menos escandalosa que en otras ocasiones, pero que ofrecía dudas sobre los dos términos de la disyuntiva: o seguían operando en buena medida, pese a todo, los mecanismos habituales, o la confianza en el nuevo gobierno era grande, y muy poca la que se depositaba en un partido liberal descabezado y desacreditado. Pero lo que llamó más la atención fue el triunfo de los republicanos en Madrid por 28.000 votos contra 16.000 de los monárquicos; también la opción republicana consiguió ventaja en Barcelona y Valencia, y resultados, en su conjunto, muy superiores a los normales: un total de 34 escaños, frente a los 18 que solían obtener. También aparecieron 7 diputados carlistas. Algo estaba cambiando en España. Ante el aparente debilitamiento del influjo caciquil y la neutralidad del gobierno en las elecciones, motivos había para congratularse. Por fin empezaban a columbrarse los frutos del regeneracionismo político, que deseaba ver a España convertida en un país limpiamente democrático. Pero muchos sintieron también motivos para alarmarse. El repentino auge del partido republicano fue recibido como premonición de un pronto fin de la monarquía. Quizá todo se debiera a motivos circunstanciales (los republicanos habían por fin unificado sus fuerzas y aparecían más organizados que nunca; pronto se mostrarían de nuevo divididos); pero la amenaza al régimen como tal cobró de pronto unas proporciones como no se habían visto en la crisis del 98. Naturalmente, el más disgustado por el lance fue el rey. No es seguro que reprochara a Maura su exceso de integridad, y menos que Maura contestara destemplado que las elecciones se ganan

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en los colegios electorales con los votos ciudadanos, y no en los despachos con los pucherazos —aunque es una contestación digna de su carácter—; tampoco es seguro que desde aquel momento comenzaran las reticencias mutuas entre el joven monarca y el político mallorquín. Pero no todos los miembros de la clase dirigente estaban contentos con el resultado de aquellas elecciones. ¿Cuáles podían ser las consecuencias reales de una política honesta? Y Maura, triunfante, presentaba por entonces —el encargo había sido de Silvela— el proyecto de una nueva Ley de Administración local, cuya finalidad suprema sería «el descuaje del caciquismo». Pero ya por entonces había salido Villaverde del gobierno. A la hora de elaborar los presupuestos había chocado con los ministros de Agricultura, Guerra y Marina, que habían solicitado mayores consignaciones. Se repetía la misma alternativa de 1899: o ahorrar para hacer mejor las cosas, o empezar a hacerlas ahora mismo. La situación era, sin el menor género de dudas, mucho más halagüeña para el erario que tres años antes (y precisamente gracias a las medidas previsoras de Villaverde); pero éste insistía en la política ahorradora, cuando el resto del gabinete pretendía mostrar su capacidad para aquello que reclamaba la conciencia regeneracionista, y sin la que toda gestión parecía estéril: «hacer cosas». Villaverde dimitió el 15 de marzo, y para dorar su retirada se le hizo Presidente del Congreso. No terminaron por eso las cuitas de Silvela. Las acusaciones de imprudencia que llovían sobre Maura se recrudecieron en vísperas de las elecciones municipales: ¿y si volvían a ganar los republicanos? (efectivamente, en las grandes ciudades volvieron a ganar los republicanos) El ministro de la Gobernación podía sentirse satisfecho de su honestidad, pero era cada vez más criticado por ciertos medios, y hasta en la prensa más conservadora por su «imprudencia». Prefirió marcharse, que era para él la forma más elegante de tener razón. No es seguro que intervinieran en el desenlace presiones de Palacio, o cuando menos del rey en persona. Silvela se quedaba cada vez más solo. Si desde el primer momento había sentido una verdadera necesidad de retirarse pronto, los acontecimientos le estaban brindando esta posibilidad. Todavía se mostró combativo cuando, en la prolongada discusión sobre los presupuestos, se enfrentaron Sánchez de Toca, ministro de Marina, y Villaverde, ya presidente del Congreso, que seguía ejerciendo como si fuera ministro de Hacienda, y defendió la necesidad de «contener ciertas pasiones, la pasión excesiva de las obras públicas, la

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pasión de los gastos militares, la pasión impaciente del poder naval». Se enfrentaban de nuevo dos filosofías, ambas regeneracionistas. Silvela esta vez se volcó incondicionalmente por el criterio del gasto. «El proyecto de escuadra —gritó— vendrá aquí y triunfará conmigo, o caerá conmigo». Fue el último acto enérgico de su vida. Dimitió días después, el 18 de julio, no se sabe si por enfermedad, por desengaño, por discrepancias con su amigo de toda la vida, Villaverde, o por solidaridad con la política honesta de Maura: probablemente por todos los motivos a la vez. Silvela, fiel a su estilo, dice Fernández Almagro, «se retiró sin palabras ni apenas gesto: sin aspavientos de apóstol desoído» (084, 39). El monarca encargó a Villaverde la tarea de formar gobierno. No era quizá la solución más popular en aquel momento, sí tal vez la más prudente desde el punto de vista político. No hace falta decir que Villaverde encontró relativamente pocas ayudas. Hubo de nombrar ministros a sus más fieles, y encontró oposición en el parlamento, especialmente por parte de Maura. Entretanto, el acabado Silvela decidía poner fin a su carrera política. El 24 de octubre de 1903 confesaba en el Congreso: «tenéis ante vosotros a un hombre que ha perdido la fe y la esperanza... lo único que yo he de pedir es que quede en vosotros algo de la otra virtud: la caridad». Fue otra despedida sencilla, sin reproches, más llena de la humildad del fracasado que del despecho de aquel a quien han hecho fracasar. Silvela había sido la gran esperanza de una regeneración. Se había revelado como un hombre inteligente, intachable, bien intencionado, pero incapaz de sortear las innúmeras dificultades que se habían tendido a su paso. Fue despedido con cariño, y en los círculos conservadores se vino especulando durante días sobre la posibilidad de seguir contando con su experiencia, ya que no con su jefatura, y sobre la posible sucesión. Seco estima que el hombre destinado a suceder a Silvela era Dato (237, 72); pero fue el propio Silvela quien, casi imprevistamente, cuando ya nadie esperaba nada de él, después de una intervención de Maura tan vibrante como todas las suyas, decidió la cuestión, quizá de acuerdo con sus gustos, quizá de acuerdo con el deseo de los más decididos por el camino del regeneracionismo puro, e hizo testamento político casi después de muerto; tomó a Maura del brazo, y gritó: «¡Tomadlo: este es vuestro jefe!» El gesto repentino de Silvela, y la aclamación ruidosa de su compañeros decidieron un capítulo de la historia de España. «Así se proclaman los jefes», comentó Vega de Armijo, que presenciaba la escena (248, 84; 207, 510).

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Lo más claro de todo era que el regeneracionismo político seguía en pie, y con más fuerza que nunca. Observa Fernández Almagro: «Silvela no quería pelear. Maura no deseaba otra cosa» (084, 43). GENIO Y FIGURA DE ANTONIO MAURA Fue Lerroux el que dijo una vez —y luego lo repitió todo el mundo— que «en España, toda la política gira con Maura, contra Maura o alrededor de Maura» (en 197, 62). Es decir, que —para continuar con el símil del giro— Maura fue el eje de la política española durante mucho tiempo. Por lo menos desde 1902 hasta 1914, en que Lerroux pronunció su frase. O hasta 1921-22, en que Maura, tras el desastre de Annual, tuvo que presidir el último gobierno de coalición de la monarquía restaurada. Sólo se podía estar a favor o en contra de Maura, pero en ningún caso era posible prescindir de él; por eso —y esta vez concluye Tusell— «cuando Maura no estaba en el poder y por tanto no determinaba el rumbo de la evolución política, estaba presente en el centro mismo de la discusión» (269, 9). Eso significa que, con indiferencia absoluta de la calificación que su obra histórica pueda merecer de unos u otros analistas, Antonio Maura no fue un político «como otro cualquiera», que por lo que hizo o por lo que dijo, puesto que sus palabras fueron tan famosas por lo menos como sus hechos, sentó un hito en la historia de España, fue un necesario punto de referencia. Quizá también pueda decirse de él que fue el único regeneracionista que, junto con Costa, ganó batallas después de muerto. De su vida anterior, sólo lo indispensable. Antonio Maura nació en Palma de Mallorca el 2 de mayo de 1853, hijo de una familia numerosa (tuvo diez hermanos, tendría diez hijos) de comerciantes ni ricos ni pobres. Pero más que el comercio le interesó el estudio, con —de acuerdo con el testimonio de su hijo— una declarada predisposición para la docencia; y, previendo una carrera brillante, sus padres lo mandaron a cursar Derecho a Madrid. Durante un tiempo, su máxima ambición no pasó de la idea de llegar a ser catedrático de instituto en Mallorca, y sólo contactos tal vez no intencionalmente buscados le arrastraron al campo de la política (229, 13-21). Actuó como pasante en el despacho de Germán Gamazo, ya entonces prestigioso abogado de Madrid, que acabaría convirtiéndose en un activo diputado del partido liberal. Y, en virtud de unas relaciones cada

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vez más de igual a igual, en 1878 acabó casándose con una hermana de Gamazo (y creando una verdadera dinastía de muy diversa dedicación). Antonio Maura no sintió una especial vocación política, pero, una vez lanzado a la arena por su cuñado, acabó desembarcando en el Congreso y destacando desde el primer momento por su poderosa personalidad. Archiconocida es la anécdota a que dio lugar su primer discurso parlamentario, cuando el viejo Cánovas preguntó: «¿Quién es ése?» «Es Maura, el cuñado de Gamazo.» Don Antonio, que se las sabía todas, comentó: «Pues me parece que pronto Gamazo será el cuñado de Maura.» Dos hechos marcaron por lo pronto su vida: el primero, su llegada al ministerio de Ultramar, en diciembre de 1892. «Nadie ha venido a hablarme de asuntos de interés nacional», se quejó al regresar a casa después de su primer día de despacho. Comenzaba su guerra con los gajes pequeños e interesados de la política: o, como él diría después, de la politiquería. Su labor en el ministerio sería valorada a posteriori. Maura, en efecto, trabajó en un plan de concesión de autonomía a Cuba, con gobierno y parlamento propios, siempre vinculados a la soberanía de España. Los mauristas y muchos no mauristas arguyeron después que este proyecto, llevado a cabo en su tiempo, hubiera evitado lo que vino unos años más tarde. El supuesto, por desgracia, no es verificable. Pero Tusell ha destacado puntos menos conocidos: Maura, con su división provincial de Cuba y su política municipalista, quiso combatir la centralización y la corrupción que encontró en las Antillas: fue «regeneracionista» en Cuba antes que en España (269, 24-28). El otro hecho fue la disidencia gamacista. Su cuñado no estaba de acuerdo con la política pasiva y concesiva de Sagasta. Para él, gobernar es hacer, enderezar, reformar, tomar iniciativas innovadoras. Le crispaban tanto el dejar hacer del buen pastor, como le llamaban al jefe, como el encasillado electoral y los caciquismos. Clamaba por una política más activa, más sana y más limpia. Gamazo era también un regeneracionista con todos los pronunciamientos para erigirse en líder de una nueva generación (véase 152), cuando la muerte cortó su carrera. Fue Maura, que tenía, si no exactamente sus mismas ideas, sus mismos propósitos, su natural sucesor. Con una diferencia: Gamazo, probablemente nunca hubiera dejado de ser liberal, o de fundar un partido heredero del liberal. Maura, acaudillando a los gamacistas, no tuvo inconveniente en unirse al partido conservador. Más por el hecho de que los conservadores, con

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Silvela y Polavieja, hubiesen abrazado la causa de la regeneración, que por puro conservadurismo, ya que Maura no quería conservar demasiadas cosas: eso sí, las más fundamentales, la religión, el orden constructivo, el respeto a la autoridad. «Yo no he nesesitado hacer abdicación alguna ni violencia alguna sobre mis convicciones para unir mi pobre esfuerzo a los esfuerzos de toda esta mayoría. Yo no he necesitado abandonar nada para venir aquí» (DSC, 11 noviembre de 1903; véase también 057, 348), replicó a los que le acusaron de haber cambiado de bando. Piensa Tusell: «Maura no se había hecho conservador sino que había encontrado la mejor vía para su regeneracionismo en el acuerdo con Silvela» (269, 61). Sea lo que fuere, Antonio Maura acabaría pasando a la historia —y probablemente no sin motivos— como un político de temple indiscutiblemente conservador. Y de ideas indiscutiblemente innovadoras, que es lo que algunos de sus enemigos parecen haber olvidado. Fue justamente su etapa de líder gamacista aliado al silvelismo aquella en que dejó oír sus consignas con más brío: o, lo que es casi lo mismo, aquella en que pronunció sus frases más antológicas. Porque Maura vino a aportar, comenta Fernández Almagro, «más que una doctrina, un estilo». Sus ideas como regeneracionista no son casi nunca originales: de Costa toma la dicotomía entre las dos Españas —la oficial y la real— y la necesidad urgente de acabar con semejante divorcio; o el «descuaje del caciquismo»: De Polavieja, una política «de los españoles y para los españoles», la restauración del prestigio nacional y la necesidad de una sana descentralización: de Villaverde, la idea de una administración «inteligente, honesta y eficaz». De Silvela, la restauración de los valores, la «política de hechos» y el municipalismo. Maura une todas estas ideas en un cuerpo de doctrina sólido y en una dialéctica nueva y combativa. Suyo es el lenguaje, un lenguaje sonoro, pero muy distinto de la huera prosopopeya del parlamentarismo decimonónico: un lenguaje que levanta ampollas, y que es probablemente la clave de su popularidad y del entusiasmo que su figura despertó, sobre todo entre la juventud. Es —decíamos— significativo que muchas de sus frases más rotundas —y para los pacatos de su tiempo escandalizantes— hayan sido pronunciadas en su primera etapa, cuando, gamacista devenido silvelista, no ha llegado todavía a las responsabilidades del gobierno: luego se vería obligado a emplear un tono más mesurado, sin rene-

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gar de ninguna de sus ideas clave, ni tampoco de su fogosa oratoria. Un buen ejemplo, del estilo de la primera época, el mitin en Valladolid, el 18 de enero de 1902: Aquí se ha estado viviendo en una perpetua farsa, levantando esperanzas y marchitándolas con desengaños... Yo no quiero ser consonante ni asonante de los que causan la ruina y la vergüenza de mi patria... Nosotros somos enemigos de las digestiones sosegadas; nosotros somos perturbadores en el gobierno... Hay que tomarnos o dejarnos, pero nosotros somos así... (084, 43).

También de la misma época es el discurso en que propugna la «revolución desde arriba» de Silvela, pero de forma más apremiante: España necesita una revolución desde el gobierno, porque si no se hace desde el gobierno, un trastorno formidable la hará...; si no se hace la revolución desde arriba, se hará desde abajo, y será desoladora, probablemente la disolución de la nación española... Y hemos de hacer esa revolución desde el gobierno radicalmente, rápidamente, brutalmente... (véase 269, 55).

La revolución que quiere hacer Maura es doble, porque es preciso acercar la España oficial a la España real, pero también la segunda a la primera. Hasta ahora, el contacto del pueblo con la administración resulta «semejante al que produce un ramo de ortigas en el semblante» (DSC, 16 de noviembre de 1899). Es preciso abrir las instituciones al ciudadano, convertirlas en instrumentos del bien público, si quieren ser dignas de su razón de existir, pero también es preciso exigir de la gente del pueblo sentido de solidaridad y de «ciudadanía», como Maura gustaba de decir. En esquema: a la España oficial le pide autenticidad, sistema de elecciones limpio de influencias y presiones, desaparición del caciquismo, y una renovación total de partidos e instituciones, para hacer de la cosa pública la mejor garantía de servicio a la sociedad. Más de una vez habló contra «los partidos», como todo buen regeneracionista; pero nunca pensó en un sistema corporativo ni en una forma sustitutoria de las asociaciones públicas. Cuando en 1902 dijo: «yo no creo que los partidos sean un mal. Lo que yo deploro es que no existan» (197, 289), está abogando por la existencia de verdaderos partidos políticos, capaces de sustituir o superar la ficción que contempla en su tiempo. «Partido que no surge de la entraña del pueblo, es pará-

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sito», le dijo más tarde (1906) al rey (118, I, 338). Quizá fue un error de Maura su propósito de renovar el partido conservador —y precisamente el conservador— mediante una reparación de sus engranajes internos, paralela en todo a su concepto de revolución desde arriba. Pudo ser aquélla una tarea superior a las fuerzas de cualquiera. Pero, ¿no fracasaron a su vez los partidos creados expresamente para sustituir a los «del turno», desde la Unión Nacional, pasando por el partido Reformista hasta el mismísimo «partido maurista», creado sin la aquiescencia de Maura? Por lo que se refiere a la España real, necesita ante todo cobrar una clara y definida conciencia pública, saberse partícipe de lo que es de todos. A Maura le ponen enfermo los cristales de la escuela rotos a pedradas por los propios niños, el jardín del pueblo pisoteado por los mismos vecinos, el vagón de ferrocarril maltratado. Sin un sentido de lo «nuestro» similar al sentido de lo «mío» no es posible la práctica de la buena ciudadanía, porque «la patria no se hace sino del amor de sus hijos», y ese amor a lo común debe ser fuente de respeto a lo público. A Maura le preocupa, más que al mismo Silvela del sin pulso, la inercia de la «masa neutra», una masa «congelada», inerte, indiferente a todo lo que no toque a su vida privada o a sus más directos intereses. Javier Tusell ha destacado que mientras Costa o Polavieja identificaron la causa de la obstrucción de los conductos entre pueblo y Estado con el caciquismo, Maura, sin levantar en absoluto su acusación contra oligarcas y caciques, entiende que aquella causa radica más bien en en la actitud pasiva, abstencionista, de los españoles. Los caciques no son la causa, sino más bien la consecuencia de la desmovilización; de suerte que la supresión del sistema caciquil de poco serviría sin la formación de una auténtica conciencia popular (269, 53). Ya en 1901 denunció el nudo del problema: «La realidad es esta: la inmensa mayoría del pueblo español está abstenida; no interviene para nada en la cosa pública. Los partidos no existen; el gobierno no se comunica con el pueblo. Este es el viejo achaque del régimen. Hay que traer esa masa que vive al margen de todo» (239, 252). El regeneracionismo de Maura llega más lejos que el de los demás, porque no trata sólo de reformar el sistema, sino que va también a la transformación de la conciencia social que lo hace posible y lo permite. La filosofía estaba plenamente elaborada cuando Maura llegó al poder. Sus ideas encajaban a la perfección en el espíritu regeneracionista; y rezumaban plenitud, gallardía, empuje y buen ánimo. Nadie

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dudó nunca de la buena voluntad de Antonio Maura ni de la salud de su pensamiento ni de sus propósitos: por eso tuvo tantos y tan entusiastas amigos. Nunca hasta entonces, un mitin había desbordado los límites de un salón o de un teatro. Maura buscó por primera vez micrófono en mano, los grandes espacios abiertos: las plazas de toros, los campos de fútbol o hasta la naturaleza libre en los famosos «sermones de la montaña» durante sus veraneos norteños, para asistir a los cuales se organizaban trenes especiales. La oratoria ante una multitud había sido patrimonio exclusivo de los líderes de la revuelta social. Maura hizo traspasar los mismos métodos al lenguaje puramente político y supo concitar por primera vez los entusiasmos de las masas de la clase media, especialmente de los jóvenes, que le siguieron con verdadero fervor. Escribe García Escudero: «Su aparición fue un viento nuevo, que irrumpió impetuosamente en el salón dormido» (057, 347). Un viento nuevo, un lenguaje nuevo, una nueva capacidad de arrastrar: eso fue lo que vino a traer Maura, y con ello, unas posibilidades para la ejecución de un programa regeneracionista como hasta entonces no se habían dado. Maura tuvo así muchos y entusiastas amigos. También tuvo muchos, y a veces entusiastas, enemigos. Se le acusó de clerical, de retrógrado, de aspirante a dictador, de adversario del rey, de demagogo, de imprudente, y hasta después de su caída siguieron resonando en el salón del Congreso aquellas palabras tremendas de Pablo Iglesias: «contra el señor Maura todo es lícito: hasta el atentado personal» (DSC, 7 de julio de 1910): y es que Maura, como dijo de él un poco brutalmente Blasco Ibáñez, era «carne de Angiolillo». Atentados personales, ciertamente, no le faltaron. Quizá ningún político, en la España de los atentados políticos, tuvo que sufrir tantos. Cuando a su muerte repentina —en la finca de un amigo, en Torrelodones, a donde había ido a practicar su afición favorita de la pintura— una plácida tarde del verano de 1925, los médicos estimaron la necesidad de practicarle la autopsia, encontraron en su cuerpo siete cicatrices, producto de otros tantos intentos de acabar con su vida (057, 349). Los mauristas nunca se explicaron tanto odio. Uno de los curiosos «catecismos mauristas» editados por sus entusiastas más incondicionales sólo encontraba una razón posible: PREGUNTA: ¿Cómo se explica una campaña tan cínica, tan brutal, contra Maura? RESPUESTA: Porque rechaza todo interés bastardo, condena toda claudicación inconfesable y quiere imponer a todos el cum-

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plimiento de la ley17. Puede que no anduviera del todo descaminado el ingenuo catecismo maurista, pues el nuevo estandarte de la regeneración venía, efectivamente, a romper muchos intereses creados. Pero no faltan razones de otro tipo. Antonio Maura fue un hombre honesto e insobornable, pero entre sus defectos figuraban la arrogancia, el deprecio a sus contradictores —«esta es la hora de los enanos»— y un afán polemista muy susceptible de granjearle enemigos. Uno de ellos, el conde de Romanones, reconoce, dijérase que con una dosis muy aceptable de imparcialidad, que «Maura era jactancioso sin poderlo remediar; jactancioso de buena fe, resultaba soberbio, no por enaltecer sus condiciones y su superioridad, sino por rebajar la de sus adversarios...» de modo que «nada dejó de hacer para exacerbar las pasiones de los que luchaban frente a él» (091, 103104; véase también 237, 74, nota 15). Y el mismo Cambó, el político catalán que más admiró a Maura, se duele de que éste «no podía disimular su desprecio a los liberales, y, por mucho que estos se lo merecieran, no creo que la conducta del jefe del gobierno fuera la más oportuna» (042, 152). En suma, le faltó la virtud política de saber soportar al adversario, aun en los momentos en que no tiene razón. Más exagerado fue el conde de los Villares, que consideró a Maura «un pronunciado de levita». Javier Tusell concluye, respecto a este punto, que «el estilo político de Maura, impetuoso y con una punta de mesianismo, favorecía la resistencia e incluso estimulaba el antagonismo». Y añade, para explicar la escasa simpatía que el político encontró en un órgano tan sensible como la prensa, que «el estilo del político mallorquín era propicio... a los enfrentamientos con los periodistas» (269, 63). No carecía de dotes políticas, pero le faltaban el tacto y la ductilidad necesarias para la delicada labor de desmontar un sistema sin enfrentarse directamente con sus beneficiarios. En el momento decisivo, aunque contase con el apoyo de muchos, le faltó no ya la aquiescencia general, que ni él ni nadie podían soñar en conseguir, sino la tolerancia formal de los que en el fondo podían ser más intolerantes que él. Y es que Antonio Maura fue, con seguridad, más liberal y más respetuoso con la opinión que muchos de sus adversarios (221); pero pudo no parecerlo. Y en la vida política, quizá por inevitable desgracia, la apariencia puede ser tan impor——————— 17 Véase J Gutiérrez Ravé, Yo fui un joven maurista, Madrid, Libros y Revistas, s.f., pág. 198. Las frases más significativas de este catecismo en la misma obra, págs. 197-202.

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tante o más que la realidad. Puede también —apuntémoslo— que, luchador que se cree imprescindible, apareció siempre varios pasos por delante de sus seguidores: careció tal vez de colaboradores íntimos tan empeñados como él en la empresa. Giménez Valdivielso, que como buen arbitrista teórico no congenió del todo con el maurismo, invierte los términos al escribir: «soy de los que reconocen al señor Maura buena fe, pero le falta lo que a la generalidad de los políticos españoles, sentido práctico, o por lo menos habilidad para rodearse de personas que lo tengan» (124, 61). Muchos pudieran pensar que Giménez Valdivielso poseía menos sentido práctico que Maura, pero cabe mayor unanimidad en la hipótesis de que no supo rodearse de un buen equipo de colaboradores. Por lo menos, es un hecho que no tuvo sucesor. EL PRIMER GOBIERNO MAURA «Vino al poder en la hora oportuna, en plena sazón, por propio e indiscutible derecho... Había llegado a la jefatura de las fuerzas conservadoras sin solicitarlo, porque, muerto Cánovas, retirado Silvela y fracasado Villaverde, éstos tuvieron que buscar fuera de sus filas al hombre capaz de dirigirlas», escribió el conde de Romanones (091, 267). Maura tenía cincuenta años cuando presidió su primer gobierno, el 4 de diciembre de 1903. Fue un hombre que tardó en madurar, aunque, una vez convertido en estadista, daría la talla con creces. Sus compañeros de gobierno fueron Rodríguez Sampedro en Estado, Sánchez de Toca en Gracia y Justicia, Linares en Guerra, Allendesalazar en Agricultura, Sánchez Guerra en Gobernación, Osma en Hacienda, Domínguez Pascual en Instrucción Pública y el almirante Ferrándiz en Marina. Todos ellos eran regeneracionistas, pero Maura los sobrepujaba por su poderosa personalidad y por su carisma. Esta vez no habría disidencias ni diferendos programáticos. El programa en su conjunto lo presentó muy pronto el Presidente en las Cortes: Presupuestos de nuevo estilo, proyecto de Ley de Administración Local, reforma del sistema electoral, renovación del censo, relaciones con la Santa Sede, rearme naval, prudencia en África. No le faltaron oposiciones, ciertamente. En su propio partido, los más «conservadores» se sintieron arrinconados, y discutieron el método de elección de su jefatura (por aclamación, en un acto no oficial), pero la fuerza moral de Maura era en aquel momento difícilmente

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expugnable, y todos hubieron de aceptar una realidad que se imponía por sí sola. Con los liberales hubo de bregar duramente en torno al «asunto Nozaleda», un tema que se envenenó innecesariamente por la terquedad de unos y otros. El padre Bernardino Nozaleda fue propuesto para el obispado de Valencia. La izquierda vio en el nombramiento un «acto reaccionario», por razón de las ideas supuestamente ultraconservadoras del nombrado. Cuando quedó claro que el carácter del religioso no llegaba a tanto, la oposición arguyó motivos patrióticos: había parlamentado con los americanos en la rendición de Manila. Nozaleda se defendió, separando los planos político y religioso, y Maura se empeñó en la insistencia, cuando una cesión a tiempo y sin violencia hubiera sido evidentemente mucho más «política». Pero el nuevo jefe de gobierno no era un político en el sentido tópico de la palabra, con las ventajas o los inconvenientes que el hecho pudiera comportar (véase 269, 71-72). Cabe conjeturar que su terquedad estuvo movida, más que por su afán de contrariar a los liberales, por efectuar un acto de fuerza en Valencia, una ciudad que los republicanos, acaudillados por Blasco Ibáñez, consideraban su feudo peculiar. La verdad es que las relaciones del gobierno con la oposición perdieron la poca fluidez que les quedaba. Cierto que el gesto de Maura contribuyó a ganarse a Pidal y sus «católicos», un tanto reticentes en un principio, pues no habían sido llamados a integrar el gobierno. La gestión de Maura se caracterizó por la actividad: luchó con la lentitud del sistema parlamentario, dado por costumbre a hacer las cosas por sus pasos contados, y para dar prisa a los legisladores o atender a cualquier moción, tomó como norma no perderse una sola sesión del Congreso, excepto en los días de viajes, que también fueron muchos. Y dio actividad también al rey, a quien procuró presentar en todas partes: Alfonso XIII, acompañado por Maura, presidió actos en la Universidad, en cada una de las reales Academias, en el Ateneo. Aunque el viaje más arriesgado del rey y su primer ministro fue el que efectuaron a Barcelona, en abril de 1904: una visita que tanto los historiadores como los biógrafos del político mallorquín consideran la mayor hazaña de aquel año. Todos eran conscientes del compromiso y los riesgos que la visita comportaba: tanto por las reticencias de los catalanistas, ya muy poco proclives a colaborar con Madrid, como por la posible, más que posible, acción de los anarquistas, que dominaban el ambiente obrero de la ciudad y podían provocar, en el mejor de los casos desórdenes, y en el peor aten-

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tados contra la integridad de los visitantes. Muchos consideraron la iniciativa de Maura excesivamente peligrosa, y aconsejaron no realizarla; y por un tiempo se vaticinó que el monarca, atendiendo las advertencias, suspendería la jornada; aunque los que tal auguraban demostraron no conocer a Alfonso XIII. Tanto el rey como el jefe del gobierno eran conscientes de que se jugaban mucho en el envite; pero decidieron jugar, y ganaron. «Solo Maura es capaz de una aventura tan hermosa», comentó Silvela. El diario España, liberal, previó el riesgo que conllevaba el proyecto de Maura: «si triunfa, podrá rehacer su ideal de reconstruir una nacionalidad que ve caer en pedazos; pero si no triunfa, debe irse a su casa definitivamente» (084, 49). El Correo Catalán preveía la visita «entre las bayonetas del Ejército, los máuseres de la Guardia Civil, los palos de la policía, y la indiferencia del pueblo» (en 197, 240). Las cosas empezaron a ponerse poco prometedoras. El ayuntamiento barcelonés acordó no recibir en corporación al monarca. Lo mismo decidieron otras instituciones. Los comerciantes acordaron no colocar los adornos tradicionales en sus establecimientos. Republicanos y carlistas se manifestaron para impedir que el rey visitara Barcelona. Maura prosiguió impertérrito en su propósito, y el rey le secundó con entusiasmo. El monarca de dieciocho años llegó el 6 de abril, descendió al apeadero del paseo de Gracia, y sin séquito ni vigilancia de las fuerzas armadas, recorrió las calles hasta la catedral. Cambó, que fue testigo de los hechos, cuenta que «su paso por las calles fue apoteósico. Los que habían predicado su abstención, ellos o sus familias, estaban en los balcones adornados con colgaduras, y aplaudían entusiasmados». El carácter inteligentemente campechano del monarca (muy en línea con su familia), y su espontaneidad para reaccionar en todas las situaciones, le ganaron inmediatamente las simpatías, El hecho más comentado fue el referente a aquel tabernero del barrio gótico, republicano, que prometió no salir a ver al rey: «como no venga él a verme a mí...». Una niña fue herida por los cascos de los caballos, el rey saltó del coche, la cogió en brazos, y la llevó a la taberna para prestarle los primeros auxilios. El dueño cambiaría el nombre del establecimiento para ponerle «Taberna del rey». Leyenda o realidad, la noticia circuló, y la hace suya Pabón (197, 245). Maura tenía preparado un programa de actos agradecibles: inauguración de nuevas líneas telefónicas, creación de la Escuela Industrial, apertura de siete nuevos juzgados... Lo más importante, desde el punto de vista político, fue la visita al Ayuntamiento, que se

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acordó al fin que pudiera realizarse con carácter particular. Allí estaba Cambó, con otros miembros de la Lliga Regionalista. Sus palabras, más que corteses, fueron exigentes, aun sin faltar al respeto, como protesta por la desatención que el gobierno central tenía con Cataluña. Afortunadamente, Maura no estuvo presente en el acto. Y el joven monarca, bien aleccionado, contestó con frases amables, haciendo suyas todas las aspiraciones de los catalanes, y prometiendo transmitir las peticiones a su gobierno y a las Cortes, que eran las únicas instancias que podían decidir. La entrevista terminó en un tono de cordialidad inesperada, y muchos catalanistas vieron en Alfonso XIII un aliado. Cambó y buena parte de los suyos decidieron que la colaboración con Madrid era la mejor forma de influir sobre Madrid. Desde aquel día, se escindió la Lliga, pero el grupo de Cambó se acercaría a Maura, y un prometedor panorama se tendía a dos partes decididas a comprenderse. El 12 de abril sólo un centímetro salvó a Maura de la muerte. El joven anarquista Joaquín Artal se lanzó ágilmente contra el presidente del Consejo de Ministros, puñal en mano. Fue derecho al corazón, pero un movimiento instintivo desvió el arma lo suficiente para que la herida no fuera mortal. Sanó con prodigiosa rapidez. El golpe, que pudo haber cambiado la historia, redundó en favor de Maura, que fue desde aquel día aclamado con más fuerza por los catalanes. La reacción popular fue interpretada como el mejor de los augurios. «Se ha roto la barrera de zarzas y espinas que nos separaban de Cataluña», escribió Silvela a su sucesor (118, I, 336). Luego, Maura llevó al rey a su Mallorca natal. El viaje regio siguió por Melilla, Alicante y las distintas capitales andaluzas. En todas partes encontró el monarca —joven y con facilidad para conectar con el pueblo— un espontáneo movimiento de simpatía que parecía demostrar que el brote republicano de un año antes había sido una tormenta de verano. Alfonso XIII, ya sin Maura, regresó a Madrid el 16 de mayo, después de cinco semanas de fructífera ausencia. En tanto, el primer ministro daba prisa a las Cortes sobre el proyecto de Ley de Administración Local, que concedía una inesperada autonomía a los ayuntamientos: doble jugada para acabar a la vez con el centralismo y con el caciquismo. Porque el trámite era complejo y los intereses creados muy grandes, el proyecto marchó con más calma de lo que la típica impaciencia de Maura esperaba. También se llegó a un acuerdo con la Santa Sede, que restablecía hasta lo posible los términos del viejo ya caduco Concordato. Todo ha-

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cía prever un gobierno de larga duración y rico en su programa de reformas, cuando la crisis se presentó de forma fulminante, a comienzos de diciembre de 1904. El ministro de la Guerra nombró al general Loño Jefe del Estado Mayor Central, y se encontró con que el rey ya había ofrecido el puesto a Polavieja y negaba su firma a la decisión del gobierno. La idea de Alfonso XIII no era desacertada. Polavieja era, al fin y al cabo, todo un símbolo, un símbolo que convenía conservar y enaltecer ¿Entraba o no la decisión de nombrar un capitán general entre las prerrogativas reales? Aunque la medida difícilmente hubiera podido adscribirse al capítulo de «honores y ascensos», otro político, muy probablemente, hubiera cedido: y de paso se hubiera ganado también al interesante Polavieja. Pero Maura estaba decidido evitar que el monarca se inmiscuyera en las competencias del ejecutivo, y apoyó a su ministro. La entrevista con el rey fue un forcejeo en que ninguna de las dos partes quiso ceder. Y por mucho que los mauristas alabaron la dimisión del jefe del gobierno como una prueba de dignidad, el segundo choque con don Alfonso —el primero había ocurrido cuando las elecciones de 1903— contribuyó a indisponer a dos hombres necesarios y cuyo entendimiento era necesario también. «Yo no soy un presidente dimisionario, sino un presidente relevado», dijo Maura a los periodistas que esperaban a la puerta de Palacio (084, 57). Fue una «crisis oriental», no cabe duda: hasta Seco, por excepción, lo reconoce (237, 75). Pero tal vez cabría pedir a Maura un poco más de flexibilidad. Y era una virtud que no tenía. Los mauristas no dejan de celebrar el primer gobierno presidido por su jefe, entre otras razones porque duró un año justo, cuando todos los gabinetes posteriores al 98 sólo se habían sostenido unos meses; y, quizá sobre todo, por el éxito valiente del viaje del rey a Barcelona, que, aunque no aplacó todos los recelos, abrió un cauce por el que hubieran podido discurrir la cordialidad, el mutuo entendimiento, y hasta la colaboración en la misma tarea. Pero faltó tiempo. Hubiera sido necesaria una experiencia más larga de poder para calibrar las posibilidades de un gobierno armado de intenciones regeneracionistas. Maura era un hombre de carácter; quizá, se estaba comprobando, cuando le concedían el poder, de demasiado carácter. Y, si bien tenía seguidores entusiastas, contaba con enemigos viejos y se estaba ganando nuevos enemigos. No todos los conservadores, y precisamente por serlo, estaban con él. Los liberales, que en el fondo comprendían la necesidad de nuevas orientaciones en la política, no

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sólo tenían el deber, de acuerdo con las reglas del juego arbitradas por el propio Cánovas, de oponerse a Maura, sino que estaban cada vez más despechados por los desplantes del político mallorquín. Tampoco Alfonso XIII, héroe del momento después del viaje a Barcelona, había quedado como las rosas al defenestrar a Maura por un «quítame allá esas pajas». El panorama no era alentador en 1905. La economía marchaba bien (excepto en Cataluña, que, con todo se iba recuperando). La cultura, en sus más altas esferas, aparecía iluminada por un puñado de literatos, pensadores y artistas como no se había visto en mucho tiempo. La situación social se agravaba; y no por el crecimiento del socialismo, que procuraba presionar sin excesivos altercados, sino por la desesperación de los anarquistas, que, conforme perdían afiliaciones se radicalizaban más y más, y recurrían a la huelga violenta o al atentado personal. Y la situación política no acababa de desembocar en el camino de una clara solución a la crisis de sistema planteada en los años del cambio de siglo. El regeneracionismo político seguía vivo —eso estaba claro— y todo parece dar cuenta de que un número considerable de españoles lo apoyaba moralmente, ya que no de ninguna otra manera. Pero seguía el viejo régimen del turno, y, dentro de él, había conservadores regeneracionistas y otros que tenían motivos para temer la regeneración; y en cuanto a los liberales, sin cabeza indiscutible, apenas habían encontrado otro programa que el anticlerical, que por «progresista» que pudiera parecer, difícilmente podía servirles para enarbolar la bandera del regeneracionismo. Dentro de los partidos dinásticos, esa bandera estaba en manos de los conservadores. Y fuera, republicanos, socialistas, intelectuales —agrupados más tarde en el partido Reformista— podían ofrecer soluciones, y las ofrecían: pero a un precio que ninguno de los dos partidos dinásticos quería ni siquiera podía aceptar. De momento, seguía la rutina del turno. Después, ya se vería.

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CAPÍTULO 8

Gobierno Largo y Semana Trágica Los dos ministerios conservadores que siguieron a Maura fueron anodinos. El primero, de Azcárraga, «teniente general de salón», como le llama Fernández Almagro (084, 63), y típico hombre puente, que cumplió su poco brillante, pero tal vez necesario papel en el juego de las situaciones, por tercera vez (diciembre 1904-enero 1905). Azcárraga apenas pudo hacer otra cosa que cerrar las Cortes y nombrar, cómo no, Jefe de Estado Mayor a Polavieja. Y luego dejó su puesto a Fernández Villaverde, que gobernó de enero a junio de 1905. Es conjeturable que Alfonso XIII deseara probar por última vez con el tan excelente como poco afortunado hacendista, ya devenido por obra de las circunstancias adversario y quién sabía si alternativa de Maura. Villaverde retrasó todo lo posible la apertura de Cortes, temeroso de una falta de respaldo; y cuando al fin tuvo que hacerlo, presentó un proyecto de presupuesto que modificaba sustancialmente el elaborado por Maura. Aunque los liberales votaron peregrinamente a favor del gobierno, para dividir a los conservadores, el proyecto fue derrotado y al primer ministro no le quedó otro recurso que la dimisión. El panorama, por el lado conservador al menos, estaba perfectamente claro: Maura era el jefe indiscutible, y carecía en absoluto de sentido seguir haciendo pruebas. Fue justamente entonces cuando el rey decidió dar un vuelco a la situación, y reclamó el servicio de los liberales. ¿Disparate político? ¿Huida sistemática de la opción más obvia? Tal hubiera podido suponerse en un juego distinto al que entonces era usual. Pero la Res-

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tauración —aunque sin que nadie lo hubiera definido paladinamente— era el sistema del turno por excelencia. Después de cinco gobiernos consecutivos de los conservadores, parecía congruente con el juego dar una oportunidad al otro partido, aunque éste aún no hubiera inventado un programa a tono con las circunstancias. ¿Esperaba el rey, o estimaba necesario, su fracaso para poder permitirse llamar de nuevo a Maura? Carlos Seco, ya lo sabemos, esboza otra teoría: la preocupación de don Alfonso, en los primeros años de su reinado, por encontrar un jefe indiscutible para cada partido del turno, como en otro tiempo lo habían sido Cánovas y Sagasta. Clarificada la jefatura de los conservadores, urgía hacer otro tanto con los liberales, que seguían absolutamente descabezados (237, 78). Fue así como se sucedieron —y por más tiempo del que pudiera esperarse—, sin conseguir por otra parte atisbos de la tan deseada estabilidad, los gobiernos de Montero Ríos (junio-noviembre 1905), Moret (noviembre 1905-julio 1906), López Domínguez (julio-noviembre 1906), de nuevo Moret (noviembre-diciembre 1906) y finalmente Vega de Armijo (diciembre 1906-enero 1907). Cinco gobiernos en año y medio constituyen una prueba incontestable de inestabilidad: la inestabilidad característica del régimen de la Restauración, a partir de la crisis de cambio de siglo. En la época de Cánovas y Sagasta, los gobiernos duraban un término medio de tres años, y apenas era necesario pensar en quién podía presidirlos. Desaparecidos los dos grandes padres de la Restauración, se inicia un doble proceso: por un lado, una facilidad desconocida hasta el momento para la caída de un gobierno. Cabe suponer que la inestabilidad no se debe sólo a la falta de un líder indiscutible en cada uno de los dos partidos del turno, aunque este inconveniente interviene también en la frágil capacidad de supervivencia de los gobiernos; sino también el aumento de las inquietudes públicas, lo agónico de los problemas, el incremento de las tensiones sociales, la diferencia de posturas ante un mismo problema, y una dialéctica política mucho menos educada y respetuosa que hasta entonces. Por el otro, sobreviene una época —que va a perdurar a lo largo del reinado de Alfonso XIII—, en que hay que distinguir entre «situación» y gobierno. Sigue operando el turno, con rutina y sin renovación, entre liberales y conservadores: y cada «situación» puede durar dos o tres años (conservadores, 1899-1901; liberales, 1901-1902; conservadores, 1902-1905; liberales, 1905-1907): pero durante cada una de estas «situaciones» de predominio de un partido, alternan diversos gobiernos: tres conservadores, dos libera-

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les, cinco conservadores, cinco liberales. Este último hecho parece más claramente relacionado con la falta de un líder indiscutible en cada partido. En total, y desde marzo de 1899 a enero de 1907 se suceden catorce gobiernos, con una duración promedio de 6,7 meses para cada gobierno. Ha comenzado la nerviosa inestabilidad del sistema de la Restauración —o de la «Posrestauración»— en el siglo XX, que tanto va a dificultar los beneficios propios de la continuidad (presupuestos, planes económico, educativos, de obras públicas, de elaboración de grandes leyes), y a hacer, por consiguiente, menos eficaces a los gobiernos, por excelentes que sean sus intenciones iniciales. Algo se salva, desde luego, por el hecho de que, por lo general, la «situación» se mantiene. Pero, con todo, en el siglo XX, y pese a las críticas, perdura el sistema del turno, y nadie, ni los más regeneracionistas, se atreven a sustituirlo por otro: intentarán, sí, depurarlo de sus vicios; pero la idea de crear un régimen nuevo está lejos de todos aquellos políticos que se encuentran en disposición de alcanzar el poder y, en un caso u otro, de hecho, lo alcanzan. El regeneracionismo político, con su «revolución desde arriba» intenta arreglar el sistema estropeado, no sustituirlo por otro. O porque el sistema en sí se les aparece mejorable o porque la idea de un salto en el vacío se presenta demasiado vertiginosa. LAS DIFICULTADES DE ENCONTRAR UNA CABEZA Tras la muerte de Sagasta, quedaba muy poco claro quién pudiera ser su sucesor en la jefatura del partido liberal. Entre los primates, se alineaban, por orden de edad, Vega de Armijo, Montero Ríos y Moret. También estaban al acecho los más jóvenes, pero prometedores Canalejas y Romanones. En noviembre de 1903 se reunió la «gran familia liberal» en el Senado, presidida por el venerable Vega de Armijo, para elegir jefe. O las gestiones no se llevaron con eficacia o los ánimos estaban muy divididos, porque de 409 votantes, 210 eligieron a Montero Ríos y 194 a Moret. Era un empate técnico que no resolvía nada. Moret confiaba en la retirada de Montero Ríos, que, con sus setenta y tres años ya no podía constituir una esperanza para su partido en la nueva andadura política; pero la retirada no se produjo. Era lógico que a la llegada de la «situación liberal», en junio de 1905, el rey encargase de momento la formación de gobierno a Montero Ríos, reservándose el «ensayo» con Moret para más tar-

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de (237, 78). Sabio y escéptico, como le califica Pabón, Montero se presentó en el escenario con un simple «aquí estoy, viejo y caduco, pero con el sentimiento de mi deber» (197, 160). Si sospechaba que su gobierno no iba a ser tranquilo, acertó. La sequía y el hambre en Andalucía atizaron la violencia revolucionaria en el sur, y luego en otras partes. La radicalización de los anarquistas, precisamente porque no encontraban su verdadero sitio, iba en auge. Al mito de la huelga general se sumaron los atentados, con bombas en ocasiones, con pistolas y con objetivos selectivos en las más de ellas. Empezaba a cobrar cuerpo y protagonismo Solidaridad Obrera en Barcelona. ¿Qué era Solidaridad Obrera: un periódico o un sindicato? Los hechos son bastante bien conocidos, las interpretaciones difieren. El periódico de ese nombre, primero semanario, luego diario, comenzó a publicarse en Barcelona en 1905. Lo dirigía un relojero leonés, Ángel Pestaña, enjuto y entero, frugal, de pocas palabras, con un sentido ascético de la vida, quizá muy castellano, terco e implacable anarquista. No era hombre de masas ni propenso a ganarse amistades, pero de su inteligencia natural no ha dudado nadie, ni tampoco de sus formidables condiciones de organizador. Pestaña encontró su complemento perfecto en Salvador Seguí, el «Noy de Sucre», estibador del puerto, grueso, rubicundo, sanguíneo, simpático, mediterráneo y no carente de dotes humanas, capaz de caer bien a cualquiera. Fue él quien se ganó a los mejores amigos. A las tertulias que organizaban Pestaña y Seguí en la redacción del periódico se sumaron cada vez más personas, y la reunión acabó deviniendo en una auténtica organización, aunque oficialmente nunca se le diera carácter del tal. Sin embargo, muchos no tenían inconveniente en autocalificarse «solidarios», y por otra parte era evidente que de aquella cúpula extraoficial partieron muchas consignas. El papel de Solidaridad Obrera fue importante a partir de 1906, y el precedente más inmediato de CNT, que se fundaría en 1910 (véase 271, 108-112). Casi al mismo tiempo surgió otra «Solidaridad» en Cataluña, y de carácter bien distinto. Es inevitable también recordarla en este punto, porque tuvo un papel decisivo en la crisis de la situación liberal. En noviembre de 1905 se publicó en el periódico satírico Cu-cut que editaban los catalanistas un bien conocido y poco gracioso chiste de Junceda, ofensivo para los militares. Éstos, que ya se consideraban injustamente agraviados y humillados, especialmente en Cataluña, desde la derrota de Cuba, perdieron la paciencia. Un grupo de doscientos oficiales de la guarnición de Barcelona asaltó una noche los

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locales del Cu-cut, destrozó todo el material, y hasta arrojó linotipias por la ventana. Luego su exceso de entusiasmo les llevó a hacer lo mismo en la redacción de La Veu de Catalunya, que nada tenía que ver con el chiste injurioso, pero que era el órgano del catalanismo militante y tampoco favorable a los militares. Éstos se habían tomado la justicia por su mano, y el desmán no tenía nada de correcto, aunque hubiera podido procederse contra el periódico satírico por injurias contra las fuerzas armadas. «Aquella pequeña caricatura pudo pasar inadvertida, mereció ser despreciada por los lectores, y debió ser castigada por las autoridades a quienes el caso competía. Ninguna de las tres cosas ocurrió, y el pequeño dibujo de Junceda desencadenó una gravísima crisis en la vida política española» (197, I, 256). Nada se hizo a derechas, porque las pasiones estaban desbordadas y la fuerza del gobierno era poca. Otras guarniciones de provincias se solidarizaron con el gesto de los militares barceloneses. Y los miembros del ejército, que comprendieron que la mejor defensa es un buen ataque, exigieron a los políticos una ley defensora de las instituciones más sagradas del Estado, como garantía para evitar que los símbolos de la patria pudieran ponerse en entredicho. Montero Ríos se resistía a dar la razón a los militares, pero se encontró con una opinión revuelta, indignación en Cataluña por el desmán, indignación a su vez en otras partes del España por la insolencia de los catalanistas, y división en el parlamento. Montero Ríos dimitió en noviembre de 1905, dejando vía libre a Segismundo Moret, que ya estaba esperando su oportunidad. Moret era de momento la gran esperanza de los liberales. Andaluz, culto, principal ideólogo entonces de su partido, puede hacer bueno el juicio de Fernández Almagro: «talento claro, cultura escogida, flaca voluntad» (084, 78). Pabón reconoce su buena intención, pero le acusa de inconsecuente, tal vez por efecto de su debilidad de carácter: librecambista de ideas, confirmó el proteccionismo; nada militar, aprobó la Ley de Jurisdicciones (197, 264-269). El general Luque, ministro de la Guerra, había vencido: todos los delitos contra la patria y sus fuerzas armadas serían juzgados por tribunales militares. Fue entonces cuando la opinión catalana, ya indignada por los excesos contra sus periódicos, se movilizó de una manera inesperada, y surgió el movimiento Solidaridad Catalana, multipartidista, y por primera vez con absoluta independencia de las opciones políticoideológicas de sus miembros. En la manifestación multitudinaria de Barcelona, se dijo, podía verse a carlistas abrazados con republicanos,

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y al obispo del brazo del Gran Maestre de la orden masónica: todos catalanes antes que ninguna otra cosa. Posibles exageraciones aparte, lo evidente y hasta lo sorprendente fue que en unas semanas el catalanismo, confinado, por lo general, en sus esferas militantes, a pequeños círculos burgueses, políticos e intelectuales, alcanzó de pronto una extensión social impresionante: era la suya la voz de un pueblo que se sentía agraviado, ofendido, dominado por un poder ajeno. La explosión de Solidaridad fue, cuando menos, espectacular, y las consecuencias de esa explosión resultaban por el momento incalculables. Maragall escribía en la recompuesta Veu de Catalunya: «La gente va de pueblo en pueblo en grandes filas; los del campo acuden al poblado con las mujeres y los hijos; los de los rincones montañosos lo oyen decir y también quieren tomar su parte; todo el mundo quiere la palabra redentora; y los que tienen el don de hacerla vibrar, van de pueblo en pueblo, solicitados como los que hacen milagros, recibidos como triunfadores, escuchados como apóstoles, y convirtiendo a las gentes en masa» (en 197, 275). Siempre cabe suponer que el insigne escritor modernista exagerara a su vez la nota; pero el testimonio de Osorio y Gallardo, en carta privada a Maura, confirma la misma impresión: «lo de Solidaridad constituye una verdadera borrachera; políticamente no se puede salir a la calle sin titularse solidario» (118, I, 364, nota 20). «Es tot un poble que es mou», comentaba jubiloso Prat de la Riba. García Escudero recuerda que la Ley de Jurisdicciones, que no despojaba del todo las competencias de los tribunales ordinarios, no fue tan dura como se pretende, y los casos en que fue aplicada fueron muy pocos, y con escasas consecuencias de hecho (118, 340); pero los catalanes se sintieron de pronto movidos a una protesta airada y unánime como no se recordaba. Quizá no dejaría de ser interesante una investigación de las razones psicológicas que produjeron el fenómeno, y precisamente entonces. La consecuencia era que el hecho revestía una gravedad inusitada; quizá como ningún otro desde la inauguración del siglo. A Maura le correspondería, un año más tarde, enfrentarse con la situación. Aquella esperanza que se apellidaba Moret cayó en julio de 1906, y el rey, decidido a mantener la «situación» liberal, encargó del gobierno a López Domínguez, que duraría hasta noviembre. No se le ocurrió otra política que la anticlerical, a la que se recurría cuando no se tenía programa; pero hasta el recurso aparecía ya muy visto.Tuvo que atender a la dura huelga general de Bilbao, del 20 de

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agosto al 3 de septiembre, pero se se tuvo que ir por obra de la famosa «crisis del papelito» (¿otra crisis oriental?), cuando Alfonso XIII leyó al primer ministro una carta de Moret en que anunciaba su futura disidencia si se mantenía al vigente gobierno. López Domínguez entendió la indirecta, y presentó su dimisión inmediata. Moret, maltrecho cuatro meses antes, volvió de nuevo al puesto de mando, y esta vez duraría en él sólo dos meses. Si lo que se quería era una prueba más, la prueba falló. Moret fue recibido con silbidos en el parlamento, y desde el primer momento no se hizo ilusiones. Una vez que se convenció de que con un partido dividido hasta la atomización y un parlamento no menos dividido en docenas de familias era imposible gobernar, dimitió el 3 de diciembre. Todavía se dio una oportunidad (¿para agotar la situación?) al veterano Vega de Armijo, que ya había sido ministro de Isabel II, a quien todos por lo menos tenían respeto; pero ante una situación tan enrevesada como la que se encontró, y la imposibilidad de conseguir un mínimo de coherencia no pudo hacer nada de provecho, y dimitió el 25 de enero de 1907. No era sólo que la «situación» liberal apareciese agotada hasta la saciedad; era que el propio partido liberal, falto de ideas, de dirigentes indiscutibles, de programas que aplicar, dividido hasta la atomización, se había autodestruido, y su única esperanza era —la típica esperanza del sistema del turno— poder rehacerse en el papel de oposición. LA HORA DE MAURA Los mauristas hablan de «los tres años gloriosos» por excelencia. No fueron exactamente tres años, sino treinta y tres meses, pero de todas formas una duración anómala para lo que es normal en el régimen alfonsino —también en el republicano— en el primer tercio del siglo XX. Concluye Tusell: «Fue, en efecto, un periodo de duración no solo inédito, sino destinado a no repetirse hasta 1931» (269, 85) 18. Glorioso o no, que el juicio varía según los criterios, todo el mundo ——————— 18 La alusión a 1931 puede tener un carácter simbólico, por cuanto significa la liquidación definitiva del régimen de la Restauración; pero no es adecuada a fines cronológicos. En 1931 hubo un gobierno provisional, de concentración, que duró siete meses, y otro, de centroizquierda, que duraría un año y diez meses. En toda la república no se iguala una duración como la del «Gobierno Largo» de Maura.

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lo conoce como «el gobierno largo». Y activo, es preciso añadir. Maura dio ya muestras de su prodigiosa capacidad de hacer cuando en un mismo día —25 de enero de 1907— realizó la visita protocolaria al rey, nombró a todos los ministros, los llevó al acto de la jura de sus cargos, presidió el primer Consejo de Ministros, nombró de un plumazo a todos los gobernadores civiles (como ya había hecho en 1903) para evitar presiones locales, y decidió la provisión de otros muchos altos cargos. Fue un cambio de ritmo desacostumbrado, que no pudo menos de causar sensación, como si se hubiese entrado en una etapa histórica nueva: y en cierto modo tal es lo que quería Maura, decidido a imponer un claro programa regeneracionista, su revolución desde arriba, o, lo que es lo mismo, un decisivo quiebro institucional. Por de pronto, un gobierno tan duradero podría imponer lo que otros no habían podido (y tampoco habían sabido): un programa. Sigue comentando Tusell: «El cambio no consistió solo en la estabilidad, sino que también llevó consigo el triunfo de un programa y de un nuevo estilo de gobierno» (269, 85). Añade García Venero: «La tensión [realizadora] de aquellos treinta y tres meses no ha sido igualada en cualquier periodo, por ningún gobierno español de la monarquía» (121, 151). El programa, no hace falta decirlo, fue netamente regeneracionista, dentro de las coordenadas que la conservación del sistema exigían, y esta vez hasta Maura se sintió inspirado, quizá por pura casualidad, por la fraseología de Costa: «Algo de violencia —dijo en su presentación a las Cortes— necesita la reforma, porque... se trata de una operación de cirugía, y cuando de operar se trata, el cirujano no va quitando el miembro muerto o corrompido parte por parte, sino que de una vez lo corta por donde es necesario» (DSC, 1-6-07). Antonio Maura se instituía en cirujano, bien que no de hierro, puesto que no lo permitían las circunstancias constitucionales; pero se proponía hacer daño para sanar, y tuvo buen cuidado de advertirlo desde el primer momento. Sin embargo, es notable que el Maura gobernante de 1907 ya no emplea el lenguaje tremendo e hiriente de sus primeros años: ha aprendido a atemperarse, y, dueño de las máximas responsabilidades, procura no sobrepasarse de palabra. Puso también buen cuidado en mantener cordiales relaciones con el rey, con visitas frecuentes a palacio, para cortar todo malentendido que pudiera restar de su primer ministerio. Y el mismo tacto puso desde el primer momento en sus relaciones con los catalanes. Una de las medidas más significativas fue el nombramiento de uno de sus hom-

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bres más allegados, Ossorio y Gallardo, como gobernador de Barcelona, con encargo concreto de entenderse directamente con él, pasando este entendimiento por encima de la autoridad de ministro de Gobernación, La Cierva, menos propenso a ciertas lenidades. En cambio, dejó la responsabilidad de las elecciones a La Cierva, porque no tenía el menor deseo de mancharse las manos en el inevitable juego de las influencias y los tratos, que se procuró evitar, en lo posible, de todas formas. Los conservadores obtuvieron, como era previsible —y para el gobierno deseable— una clara ventaja, aunque allí había de todo, incluidos republicanos, y la primera hornada de catalanistas. Ante aquellas Cortes prometió Maura actuar «con luz y taquígrafos», pronunciando una de sus muchas frases que pasarían a la historia. Y las hizo trabajar a un ritmo frenético: solamente en un año hizo discutir y aprobar —no sin diálogos ni enmiendas— 264 leyes: una tarea a la que los padres de la patria no estaban demasiado acostumbrados. Luego llegarían actividades más agotadoras todavía, como la discusión de la Ley Electoral, y sobre todo la de Régimen de Administración Local. Confesó una vez a su hijo: «Me consume la impaciencia, pero apenas acelero un poco el paso, dejo de oír a los que van detrás y dicen que me siguen» (véase 057, 352). No era fácil seguir el paso de Maura, o los otros no tenían tanta prisa. Una de las primeras y más difíciles tareas consistía en ganarse por las buenas, cediendo por un lado y exigiendo lealtad por otro, a los catalanes. El bloque de Solidaridad era imponente; pero Maura contaba con razones más que suficientes para dar por supuesto que un grupo tan heterogéneo no tendría más remedio que disgregarse así que llegase la hora de las opciones concretas, como efectivamente ocurrió. Era preciso ante todo emplear un lenguaje natural y aceptador de los hechos, y así lo hizo el presidente del Congreso, entonces Dato: «Temen algunos que asomen en el horizonte nacional peligros de un regionalismo exagerado, tal vez perturbador, tal vez anárquico. No soy de los que abrigan tales temores: la Solidaridad es un espíritu nuevo, que viene a tomar cuerpo en nuestro Parlamento.» Los catalanistas, en sus primeras intervenciones, parecieron confirmar todos los temores. Venían a por todas. Así Hurtado: «Hombres de la vieja España, todos los que me oís... tenéis respecto de nosotros una inferioridad de civilidad...» (DSC, 14-6-07). Y Ventosa, el mismo día, habló de «una suprema apelación a la fuerza», si fuera necesario. A todos ellos se enfrentó con su gallardía habitual —la gallardía es una virtud que nadie se atrevió nunca a negarle— el presidente del

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gobierno. Supo hacer suyas las aspiraciones de los catalanes al mismo tiempo que los atraía a su campo y les obligaba a reconocer la realidad total. «Vosotros pugnáis contra las mismas cosas que yo quiero extirpar; vosotros pedís la reforma de aquellas cosas que yo quiero sustituir; vosotros, aunque no lo queráis, aunque queráis lo contrario, habéis venido a este Parlamento para ser colaboradores míos» (DSC, 21 de junio de 1907). Pero al mismo tiempo, hizo un canto a la «solidaridad», la solidaridad de todos, sin distingos, ni envidias, ni malevolencias, ni desprecios. Castilla mira a Cataluña con admiración y simpatía, pero Cataluña ha de reconocer en Castilla sus valores específicos, su alta dignidad, su espiritualidad. Autonomía regional, «si, sin tasa»; pero «romper la soberanía nacional, nunca, jamás» (cfr. 197, I, 294-300; 269, 91). Y más tarde, refiriéndose al proyecto de ley de Administración Local, Maura desafiaba en cotas de autonomismo a los catalanes: «abriré un cauce, que vosotros no tendréis agua suficiente para llenarlo». Las previsiones de Maura se cumplieron. Especialmente Francesc Cambó quedó convencido por las palabras y las promesas de Maura, y se sintió bien pronto integrado en un proyecto común regeneracionista, sin abandonar en ningún momento el catalanismo: ambos movimientos eran más parecidos de lo que muchos pudieran pensar, y en el fondo convergían, si bien dentro de ámbitos distintos. El acercamiento lo inició Maura el 29 de octubre: «de lo que S.S. ha dicho a lo que yo digo hay más bien una diferencia de sonido que una diferencia de concepto». Cambó acabaría muy cerca de don Antonio, y hasta llegó un momento en que se comentó que estaba destinado a ser su sucesor. Por el contrario, la izquierda catalanista siguió enfrentada al gobierno: al fin y al cabo no podía colaborar con la derecha si no quería perder consecuencia, y, por qué no, si no quería perder sus bases. Dimitieron algunos republicanos, y se afianzó la Lliga, tanto en el parlamento de Madrid como en la propia Cataluña. Al cabo de un año, Solidaridad Catalana había quedado deshecha. Entre los muchos asuntos que Maura sometió a las Cortes, unos cuantos son de índole económica. Se ha discutido si hubo en 19071909 una expresa y definida política económica. En todo caso, es evidente que el gobierno se preocupó de aquellos aspectos del desarrollo que hacían relación al afán regeneracionista. En este sentido, el proteccionismo era inevitable: aumentar la producción en casa, conseguir que el comercio exterior se haga en barcos españoles, ob-

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tener productos que hasta ahora resultaba necesario importar. Tusell apunta que muchos aspectos de esta política estuvieron inspirados por Flores de Lemus (269, 105). De hecho, se elaboró una Ley de Fomento de la Industria que favorecía el desarrollo de los sectores punteros, o aquellos en que España era deficitaria. El Plan Naval incluía dos leyes: la Ley de la Escuadra respondía por fin a la antigua ilusión de Polavieja, e iba a dotar a España de los tres primeros acorazados propiamente dichos de su historia. No se trataba de una política revanchista, ni siquiera de colocar a la marina española a la altura de las grandes potencias navales del mundo; pero no debemos olvidar que en aquellos años, en que el navalismo se encontraba en pleno auge, las potencias mundiales se dividían en dos categorías: aquellas que poseían acorazados y las que no los poseían. España se dio el gusto de tenerlos, aunque no fuera más que por razones de prestigio, unas razones mucho más determinantes entonces que ahora. Buena prueba del hambre de acorazados la proporciona el hecho de que cuando se aprobó la Ley de Escuadra, el 7 de enero de 1908, se aplaudió desde todos los escaños de las Cortes, y hubo manifestaciones patrióticas en las calles. La Ley de Marina Mercante tenía en cambio un matiz más marcadamente económico, y pretendía la autosuficiencia de nuestros transportes marítimos. Al fin y al cabo, ambas leyes originaron también una mayor demanda a los astilleros. La Sociedad Española de Construcción Naval, creada al efecto, fue el principal consorcio encargado por el Estado para llevar a cabo la construcción de su nueva escuadra. El Plan de Ferrocarriles, que apenas tuvo tiempo de llevarse a efecto, tenía por objeto mejorar y racionalizar las líneas existentes, y estudiar la posibilidad de construcción de nuevas vías férreas, una actividad prácticamente detenida desde la crisis económica de los años 90. De carácter económico-social puede calificarse la Ley de Colonización Interior. Si las anteriores venían a dar gusto a las aspiraciones de Polavieja, ésta hubiera podido dárselo a las de Costa. Cierto: apenas se hizo nada del proyecto de colonizar tierras baldías y concedérselas a pequeños agricultores para que las cultivaran; pero el primer paso en este sentido hubo que agradecérselo al gobierno de Maura. Una institución maurista que perduró indefinidamente fue el Instituto Nacional de Previsión, base de los sucesivos Seguros Sociales. Entre las leyes promulgadas en tiempos del Gobierno Largo figuran varias reguladoras de las condiciones de trabajo y derecho a él, y otras

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que no había habido tiempo de implantar en el primer gobierno de Silvela. También se preocupó Maura del establecimiento de «sindicatos agrícolas» de donde podrían salir las cooperativas, otra idea costista por excelencia. Por fin el gobierno de 1907 estaba dando los primeros pasos en la realización de los puntos programáticos tantas veces puestos en pura teoría por los regeneracionistas. Un sentido de protección al transporte interior y al propio ciudadano —y también de auténtica modernización— tiene la Ley de Represión del Bandolerismo, que acabó con lo que aún quedaba de una vieja lacra histórica e hizo más seguros los caminos. Y en teoría obedeció al mismo principio protector la Ley de Represión del Terrorismo, que sí encontró fuerte resistencia en el parlamento. Maura, contra lo que lo críticos pretendieron, era hombre de decisiones enérgicas, pero nunca se caracterizó por su espíritu represor. El terrorismo era una plaga desde los años 90 del siglo XIX, y lo había sido muy especialmente durante la «situación» liberal. La ley propuesta en 1907 se basaba, a veces hasta literalmente, en la de 1894, elaborada por los liberales; y, sin embargo, fueron los propios liberales, acaudillados por un Moret que parecía haber perdido sus maneras, quienes se unieron a los republicanos para combatirla con una dureza implacable: de «afrenta a la civilización» la calificó Melquiades Álvarez; «ultraje a la opinión» la llamó Canalejas, cuando la opinión, por lo menos la opinión consciente, la estaba reclamando. El viraje no es fácil de entender si no tenemos en cuenta que el partido liberal estaba temiendo que el éxito arrollador de Maura y su impacto en la opinión iba a proporcionar larga vida al gobierno y hasta a desahuciar a un partido liberal que no había sabido encontrar su oportunidad, ni la filosofía ni la estrategia política para desenvolverse en condiciones en los umbrales del siglo XX. De aquella coyuntural alianza entre liberales y republicanos saldría el Bloque de Izquierdas, que tan poderosa virtualidad (virtualidad puramente antimaurista) habría de demostrar en 1909. Por su parte, la prensa, poco mimada por Maura, que nunca gustó de comprarse una imagen, participaría encandiladamente en la polémica y se alinearían contra el jefe del gobierno El Imparcial (conservador), El Heraldo (liberal democrático), y El Liberal (republicano), en extraña coyunda, bajo una especie de trust, que se bautizó como Sociedad Editorial de España, a la cual no eran ajenos determinados intereses conservadores, y que dominaba entonces el panorama informativo español (118, 331). Y es que muchos conservadores temían a Maura y a sus reformas; como era cier-

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to también que entre los no escasos errores del jefe del gobierno figuró el de no haber concedido nunca demasiada importancia a la prensa. LAS GRANDES LEYES REFORMISTAS En junio de 1907 presentó el gobierno su proyecto de Reforma de la Ley Electoral. No era el paso definitivo hacia la plena clarificación del voto, porque el proyecto en sí produce la impresión de algo incompleto, que habrá de complementarse con medidas posteriores. Pero Tusell, aun consciente de sus limitaciones, considera que introducía «cambios de tono muy caracterizadamente regeneracionista, y de importancia trascendente para lograr la pureza electoral» (269, 92). El artículo 2 introducía un elemento revolucionario: la obligatoriedad del voto. Era un recurso necesario en un país donde la abstención estaba generalizada. No sólo para combatir la indiferencia y contribuir al clima de «ciudadanía» que Maura buscaba, sino para obligar a pensar. Gran parte de la abstención se basaba en la ignorancia. Tener que votar significaba, en definitiva, tener que elegir, y, consecuentemente, adquirir ciertos criterios de elección. Cuando menos, los obligados al voto estarían más penetrados del contenido o del significado de las distintas candidaturas. Ni Maura ni nadie podía hacerse demasiadas ilusiones sobre la repentina capacidad de los españoles para adquirir una auténtica responsabilidad electoral, pero cuando menos —era de esperar— el ejercicio habitual del sufragio acabaría actuando de elemento educador. No fracasó la intención, fracasó la aplicación, porque era muy difícil ejercer las acciones necesarias para lograr que el sufragio fuese obligatorio. Siguió registrándose un alto índice de abstenciones, pero la «descongelación de la masa neutra» iba operándose, siquiera fuese por sus pasos contados. El artículo 10 preveía la configuración automática de las mesas electorales: ya no podrían prefabricarse a capricho o a conveniencia de los elementos interesados. Y lo mismo se contemplaba acerca de las Juntas del Censo, que habrían de ser en lo futuro más imparciales. En este terreno, fue bastante más lo que se consiguió, sobre todo en las ciudades. También fue muy importante el artículo que preveía que el dictamen de las actas protestadas hubiese de contar con un informe del Tribunal Supremo: si el procedimiento retrasaba la verificación de actas, introducía una nueva e indispensable garantía, en

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cuanto que las Cortes recién elegidas no podían sólo por su cuenta dictaminar la limpieza de la propia elección. El artículo más discutido —entonces y más tarde, porque la ley electoral de Maura se mantuvo mientras duró el régimen de la Restauración— fue el 29, que dictaminaba que en aquel distrito en que no se hubiese presentado más que un candidato, no se celebrase una inútil votación: el candidato quedaba proclamado por el simple hecho de ser el único. El error ha sido atribuido —y sigue con cierta frecuencia siendo atribuido— a Maura, cuando se debe a una enmienda presentada por Gumersindo de Azcárate, republicano, institucionista y sincerísimo demócrata, que quiso evitar así «la hipocresía de la simulación de una elección». Azcárate era un insigne teórico, y la enmienda una excelente teoría. Venía a ser una medida más en contra de la «hipocresía oficial», tan criticada por entonces, de la simulación formal, tantas veces repetida en las formas concretas de la articulación del sistema. Pero en la práctica dio origen a acciones perversas, como las presiones ejercidas a nivel local para evitar que se presentara otro candidato que el oficial, o el más a gusto de los presionantes. Con todo, la Ley Electoral mejoró la situación, garantizó en un mayor grado la pureza de los comicios, evitó muchos abusos e inició una evidente «modernización» de los mecanismos políticos, que, pese a todo, se registró en el régimen de la Restauración a lo largo del primer cuarto del siglo XX. Mucho más compleja, más debatida y más difícil de consensuar fue la Ley de Administración Local. La idea, recordemos, no era nueva: ya Maura había elaborado un proyecto en parecido sentido en 1903, proyecto que no tuvo tiempo siquiera de desarrollar. La Ley de Administración Local exigía, ante todo, tiempo: como que estuvo en discusión en las Cortes durante la casi totalidad de los «tres años gloriosos». Su enorme complejidad, con 409 artículos, y el prurito de Maura de que fuese discutida punto por punto, sin dejar de oír ni una voz, y consensuando el acuerdo lo más posible, hizo de su elaboración parlamentaria una verdadera obra de romanos. Quizá tuviera razón Cambó, cuando expuso la conveniencia de que se discutiera primero una ley de bases, para, una vez aprobada, ir articulando el contenido. Maura quería las obras completas y concretas, no se contentaba con vaguedades: por este motivo, y también por deseo de purismo, eternizó la discusión. En realidad, no se trataba sólo de una ley de administración local, puesto que se dividía en dos «libros». El primero comprendía todo lo referente a la constitución

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de los ayuntamientos y sus competencias, mientras el segundo contemplaba la composición y funcionamiento de las diputaciones provinciales y de una institución nueva y más amplia, las Mancomunidades, formadas por las diputaciones de varias provincias, que podían constituir un nuevo nivel de administración territorial. El proyecto pudo haberse llamado de Ley de Administración Territorial, y si Maura no lo quiso así fue para amortiguar las protestas de los que iban a oponerse al nuevo ordenamiento, que obviamente, iban a ser muchos. Pero bajo la idea de una reforma de tipo local se escondía —y pronto apareció paladino— un ámbito de reforma mucho más vasto. En cuanto a los ayuntamientos, la ley perseguía «liberarlos del gobernador civil, sacarlos de la adscripción al fisco,... sustraerlos al feudalismo caciquil...» (DSC, 7 de noviembre de 1807); esto es, independizar a la corporación municipal de toda clase de presiones e influencias, incluida la del propio Estado, puesto que adquiría un grado de autonomía muy notable. El alcalde, elegido por los vecinos, sería representante de éstos más que de la autoridad. La idea responde a una de las constantes más expresivas del regeneracionismo político, que veía en el municipio la representación más directa y auténtica de la sociedad en las instituciones. «La labor es ardua», reconoció Maura en el mismo discurso. Era preciso liberar a los ayuntamientos del dogal del centralismo, pero conjurando todo peligro que pudiera conducir a su caída en manos del interés de los notables: de aquí las cautelas del conjunto del articulado. Los municipios, a su vez, podían crear, de común acuerdo, mancomunidades intermunicipales para unir los intereses comunes de una comarca. Y en cuanto a las Diputaciones, serían elegidas directamente por los ayuntamientos, sin intervenciones externas. Y las Diputaciones podrían constituir a su vez Mancomunidades interprovinciales, que podrían abarcar una región entera. Fue este punto, como es bien sabido, el que generó las más amplias discusiones; y obligó a Maura a navegar hábilmente entre los catalanistas, que pretendían desbordar las competencias administrativas de las Mancomunidades, y los centralistas —liberales, pero también muchos conservadores— que temían que el impulso descentralizador llegara demasiado lejos. «A diferencia de otros políticos, anteriores o posteriores, Maura demostró su grandeza tratando de conseguir lo más difícil, la modificación de la ley con el acuerdo del mayor número posible» (269, 100). La Ley de Administración Local requirió dos años y medio de discusiones, 5.511 discursos, y reci-

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bió 2.813 enmiendas, que cambiaron la redacción de 260 de los 409 artículos. Al fin fue aprobada por el Congreso, y estaba virtualmente aceptada por el Senado, a falta de la votación final, cuando Maura cayó, y la mayor parte de su obra se vino al traste. LA SEMANA TRÁGICA La gestión de Maura terminó tras uno de los acontecimientos más impresionantes y más difíciles de explicar en todos sus entresijos, de la primera década del siglo XX. Como dijo Ossorio y Gallardo al propio Maura, en Barcelona no hacía falta preparar una revolución, porque la revolución estaba siempre preparada. Sin embargo, sorprendió la fuerza que cobraron los sucesos en julio de 1909. El mismo Ossorio pensaba poco antes que una revuelta obrera se evitaría con sólo «cerrar un par de círculos, una docena de escuelas, suprimir dos o tres periódicos y expulsar del Reino a 40 ó 50 caballeros» (269, 102). Tiene razón Romero Maura cuando llega a la conclusión de que ni Ossorio, ni el capitán general de Barcelona, ni el gobierno ni su presidente tenían la menor idea de las repercusiones que iba a tener una decisión que consideraban nada atentatoria a los intereses de los obreros; y tampoco la tenían acerca del alcance real de aquellas repercusiones. ¿La tenían los líderes sindicales, o también fueron ellos los primeros sorprendidos? Los hechos, qué duda cabe, pudieron desencadenarse por obra de otros mecanismos. El detonante fue el envío de la Brigada Mixta de Cataluña para defender a los constructores de la línea férrea de Melilla a las minas de Beni bu Ifrur, que eran atacados por los rifeños. Quienes habían firmado el tratado de Algeciras, en 1906, para coparticipar con los franceses en el protectorado sobre Marruecos eran los liberales; Maura prefería una acción mínima en África, limitarse poco más que a las plazas de soberanía, y por eso su acción en el Rif fue tanto más irónica. La explotación de las minas era de iniciativa absolutamente particular, y a ella estaban ligados los intereses del marqués de Comillas y de su pariente el barón de Güell; menos, aunque tal se afirmó, los de Romanones. Para los conservadores, la operación no era más que un engorro. Es posible, aunque no seguro, que el ofrecimiento francés de facilitar a los empresarios españoles una vía por su territorio en vez de por Melilla decidiera a Maura a intervenir (118, I, 345). Al fin y al cabo, el gobierno debía velar

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por los intereses de sus nacionales. Fernández Almagro ha dejado en claro que la idea en sí de enviar tropas para proteger el derecho español a explotar las minas era popular; en principio, sólo Pablo Iglesias se opuso al proyecto: «no son los moros los enemigos del pueblo español... los soldados no deben tirar hacia abajo: los soldados deben tirar hacia arriba» (084, 112). Desde entonces se generalizó la idea de que el gobierno enviaba a la muerte a los pobres hijos del pueblo para defender los intereses de los ricos. Y la de que los soldados iban a la «guerra», una palabra que se empleó a mansalva entonces, en los sectores protestatarios, y se sigue utilizando ahora en algunos libros. En realidad, no había guerra alguna, ni probabilidades de que la hubiera; el gobierno estaba convencido de que se trataba de una acción policíaca. Los enfrentamientos relativamente sangrientos —y no mucho— de aquella misión no se registrarían hasta después de la Semana Trágica. Lo que resulta menos explicable es que se decidiera enviar a la Brigada Mixta de Barcelona, reservistas incluidos, en vez de operar con la «División Reforzada» que Primo de Rivera había preparado al efecto, o la brigada que en el Campo de Gibraltar había sido entrenada también para ir a Marruecos. La especie de que Maura cayó en el mismo error que el conde-duque de Olivares (enviar catalanes a defender España, para hacer que se sientan españoles) es tan sugestiva como disparatada: ni la idea partió de Maura, ni muchos de los soldados eran catalanes, ni se trataba de defender España en una guerra. Que fue un error es indudable. Tal vez el ministro de la Guerra, general Linares, que había sido anteriormente capitán general de Cataluña, y había preparado personalmente aquella Brigada Mixta, pensó que se trataba de la unidad operativa más eficaz. La llamada de reservistas, para inocular su experiencia a los reclutas, era practicamente inevitable, aunque constituyó un segundo error. García Venero pretende —contra el tópico— que el número de reservistas movilizados fue pequeño, y mucho menor todavía el de los casados o con hijos que tuvieron que partir (véase 118, 345). El embarque de tropas en Barcelona comenzó el 14 de julio, y aunque se oyeron gritos de protesta no hubo incidentes notables hasta que el 18 embarcó el batallón de Cazadores de Reus, formado, sí, por catalanes (226, 501). A las escenas desgarradoras en los muelles siguió, una manifestación, y enseguida la convocatoria de una huelga general «contra el envío a la guerra de ciudadanos útiles a la producción, y en general indiferentes al triunfo de la Cruz sobre la Media Luna,

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cuando se podrían formar regimientos de de curas y frailes...» (271, 313). El texto es expresivo, por cuanto se pretendía conferir a la «guerra» un sentido religioso en que nunca nadie pensó: como una premonición del carácter que iba a cobrar la revuelta. El Comité de Sociedades Obreras de la Internacional convocó la huelga para el 2 de agosto, pero los líderes barceloneses decidieron apresurarla para el lunes 26 de julio. El 24 se constituyó el comité de huelga, formado por un sindicalista de Solidaridad Obrera, un anarquista y un socialista, con la consigna de «no comprometer a ningún prohombre, para que su significación no diese color al movimiento» (084, 116). Pero los hechos desbordaron muy pronto al comité, aunque, en efecto, diríase que se cumplió escrupulosamente la consigna de «no comprometer a ningún prohombre». Puig y Cadafalch, testigo de los hechos, relataría a La Época (17 de noviembre de 1909) lo ocurrido en la primera jornada: «característica del movimiento... es que los sediciosos no gritaban nada, no tenían bandera, no proclamaban ningún principio político ni social. En la sedición de Barcelona solo se oyeron vivas a la República y algunos a Lerroux» (en 197, I, 331-332). Aquellos manifestantes más bien silenciosos, a millares —unos treinta mil, apunta Connelly Ullman (271, 236)—, fueron ocupando las calles, levantaron en ellas barricadas, cortaron el suministro eléctrico, el gas, arrancaron las vías para impedir las comunicaciones, cortaron las líneas telefónicas, volaron puentes, y, dueños de la ciudad, la aislaron del resto del mundo. Maura, que veraneaba en Santander, regresó precipitadamente a Madrid. Pero ya La Cierva había dado instrucciones al capitán general de declarar el estado de guerra. Ossorio y Gallardo, indignado por la transferencia a los militares del poder que le había sido conferido, dimitió irrevocablemente. Barcelona había quedado sin gobernador civil en el momento más delicado. Atendiendo a los hechos, ha solido interpretarse que Ossorio prefería la línea de la blandura y el diálogo, y el capitán general el uso de la fuerza. Sin embargo, el primero escribía después a Maragall: «una dura y violenta represión, ejercida en la tarde del lunes 26 de julio, hubiera abortado el movimiento en su germen», y lamenta que se hubieran seguido otros procedimientos (197, 230); por el contrario, el capitán general, aunque investido de plenos poderes y declarado el estado de guerra, no se atrevió a lanzar las tropas a la calle, al parecer por desconfiar de su fidelidad (226, 510). Disponía, es verdad, de pocas fuerzas, unos 1.500 soldados y 700 guardias civiles; pero se mantuvo a la defensiva, cuando no retraído del todo.

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Los hechos han sido relatados con minuciosidad, día a día, casi hora a hora, por Joan Connelly Ullman (271, 167-282), y sería enojoso tratar aquí de seguirlos. El martes 27 comenzó la quema de iglesias y conventos, el hecho más característico de la Semana Trágica, y, desde el punto de vista del atentado a establecimientos o edificios, casi el único. No tuvieron que sufrir los bancos, ni los teatros, ni los edificios oficiales, ni las sedes de las patronales, ni las casas de los empresarios: sólo las iglesias y conventos. El primer centro religioso incendiado fue la Escuela Gratuita del Patronato Obrero de San José, en Pueblo Nuevo. También fueron destruidos los comedores de las Hermanas de la Caridad, asilos y escuelas para niños pobres (197, 333; 226, 533). Los proletarios no se cebaron específicamente en las instituciones que practicaban la caridad con ellos o con sus hijos, pero no las discriminaron en absoluto en su obra destructora. En general, ardieron unos sesenta centros religiosos, entre iglesias y conventos. Muchos de los que no ardieron fueron saqueados, y en medio de la vesania irracional de aquellos días llegaron a cometerse atrocidades tales como la profanación de cadáveres y de objetos sagrados, que fueron paseados en irrisión por las calles, o hasta el macabro baile de algunos amotinados con las momias de las monjas (084, 118; 032, 73; 118, I, 349; 034, 85). Algunos historiadores, benévolos con los protagonistas de la barbarie, destacan la consigna de «no matar» que hizo posible que sólo murieran en los asaltos tres religiosos (según otras versiones, cuatro), pero resulta difícil suponer que en medio de aquella locura colectiva los atacantes, que no respetaron las tumbas, hubiesen respetado a los religiosos vivos si éstos hubieran permanecido en sus conventos: todos ellos huyeron, a veces entre los disparos, alertados por el tumulto o por personas que se atrevieron a avisarles a tiempo. El matiz antieclesiástico, «anticlerical», de las atrocidades de la Semana Trágica ha sido glosado en generosa abundancia, y, a veces también, se ha destacado la incongruencia de esta destrucción selectiva. Las explicaciones más ingenuas —la Iglesia símbolo de la riqueza— no tienen defensa posible: muchas de las comunidades atacadas fueron precisamente las más pobres, o las que se dedicaban al cuidado de los pobres. A Romero Maura le «cuesta trabajo suponer que los obreros de Barcelona creyeron perseguir metas anticapitalistas al quemar conventos y dejar tranquilos a los patronos» (226, 521). Siempre cabe alegar que para la filosofía marxista —y en este punto coincidían también los anarquistas y anarcosindicalistas— «la reli-

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gión es el opio del pueblo», y el paraíso sólo es reconquistable si se elimina a los sicarios de la religión. El argumento vale como explicación en términos muy generales, aunque no sirve para comprender la exclusividad de la agresión. Más peso puede tener la observación de que los edificios religiosos no estaban contemplados por la Ley de Jurisdicciones; y hasta no deja de ser en alto grado significativo, que, a la hora de la represión, fueran castigados con dureza los «delitos contra el orden público» y apenas los atentados contra la Iglesia: la mayoría de los cuales quedaron impunes. Cabe preguntar, de todas formas: ¿estaban los bancos, en cambio, protegidos expresamente por la Ley de Jurisdicciones? El texto legal los menciona tan poco —no los menciona— como a los edificios religiosos. Y sin embargo, ningún centro de crédito, que sí hubiera ofrecido suculento botín, fue asaltado. ¿Hubo temor a las represalias, o, simplemente los protagonistas de la Semana Trágica no buscaban beneficios económicos inmediatos? El misterio de la «selección» casi exclusiva continúa sin resolver. Romero Maura, que en un análisis detallado elimina estas y otras suposiciones, acaba pensando en la importancia que se dio a la «educación». La Iglesia poseía centros de enseñanza, en su mayoría de pago. Era el medio de vida de aquellas órdenes que antes de la desamortización decimonónica habían practicado la enseñanza gratuita. Es cierto que conservaban centros benéficos para los pobres; pero en ellos se practicaba también una especie de «selección»: favorecían más a los pobres católicos, de conducta mansa o apolíticos que a los activistas de la revuelta social. Pero, sobre todo, en la enseñanza, educaban a los burgueses. «El obrero piensa que el burgués es malo porque le falta la vocación y la formación para ser bueno. ¿Y quién ha educado al burgués?» (226, 535). La explicación es en parte convincente. Con todo sigue en pie el hecho de que no fueron los colegios religiosos los particularmente atacados. Que hubo un resentimiento contra el clero, su mentalidad, su modo de pensar, es indudable. Que era más fácil atacar a centros que se sabía que no iban a ser defendidos por nadie, también lo parece. Pero hay que suponer una predisposición especial a atacar a la Iglesia y a cuanto esta significaba, predisposición que pudo estar generada tanto por la filosofía de la revolución social como por la de la revolución liberal. ¿No se habían registrado ya matanzas de frailes en la España de 1834 y 1835? Parece muy difícil negar que los creadores del mito anticlerical hayan sido solamente los líderes y activistas obreros. Lo único cierto es que

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este mito existió, y fue llevado hasta la máxima exageración por la izquierda política precisamente en los primeros años del siglo; y también lo es que los obreros estaban muy especialmente predispuestos a hacer de la Iglesia víctima principal de sus odios y resentimientos. LERROUX Y FERRER Ossorio cuenta que la revuelta «no explotó como una bomba, sino que se corrió como una traca» (195, 35). De ello deduce que no se trató de una revolución organizada, que no obedeció a un plan previo o a una orden concreta. Continúa: «La sedición no tuvo unidad de pensamiento ni homogeneidad de acción, ni caudillo que la personificase, ni tribuno que la enardeciese, ni grito que la concertase.» Joan Connelly Ullman (271, 138) sigue al pie de la letra las insinuaciones de Ossorio. «Fue aquel un movimiento sin cabeza» afirma por su parte J. Romero Maura (226, 512); y Tusell opina que fue precisamente la absoluta espontaneidad del movimiento lo que pilló a las autoridades completamente desprevenidas (269, 113). Fue, eso sí, una desorganización perfectamente organizada, con un despliegue progresivo por barrios —comenzando por dos focos en los suburbios y el casco antiguo casi al mismo tiempo, y confluyendo sistemática y simbólicamente en el burgués paseo de Gracia, donde se levantaron toneladas de adoquines para construir más de setenta barricadas—; en la preferencia por las instituciones religiosas, en el bien realizado y sistemático corte de líneas eléctricas, centrales telefónicas, vías férreas, conducciones de gas; pero no se advirtió la presencia de ninguna cabeza visible: perfectamente retraídos parecen haber estado Pestaña, Seguí, Negre, Emiliano Iglesias, y apenas asomó la cabeza Ferrer. Ni que se hubiera cumplido al pie de la letra la consigna del Comité de Huelga de «no comprometer a ningún prohombre». Se repite una y otra vez la existencia de dos tesis contrapuestas sobre la suprema responsabilidad de la revuelta: la de la historiadora norteamericana Joan Connelly Ullman, que atribuye el espíritu inspirador de lo ocurrido a los republicanos radicales y muy especialmente a la demagogia de Lerroux, y la de Joaquín Romero Maura, que concede la primacía a los anarquistas, simbolizados, ya que no claramente comandados, por Francisco Ferrer (271; también 226 y 227).

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Realmente es así, pero las diferencias son sólo de matiz. Connelly Ullman ve en los radicales el aliento destructor, no en absoluto el protagonismo, que corresponde más bien a los anarquistas; mientras Romero destaca el protagonismo de los anarquistas, aunque los considera embriagados de la filosofía lerrouxista. Consta que una buena parte de los incendiarios estaba compuesta, según los testigos, por «jóvenes», «muchachos». Y los anarquistas se dan la mano con los lerrouxistas precisamente en la ideología común de los «jóvenes bárbaros». Discutir entre dos raíces originarias distintas contribuiría a aumentar la confusión sobre el ya confuso tema, más que a aclararla. Alejandro Lerroux (véase 014) era por entonces el más eficaz demagogo que poblaba España. Periodista audaz, republicano revolucionario, incorregible e incapaz de someterse a norma, dotado de unas condiciones extraordinarias para la demagogia, fue a Barcelona en 1901, enviado, según se dijo, y hoy se sigue diciendo, y con nuevas pruebas, aunque nunca irrefragables, por los gobernantes de Madrid para frenar el voto catalanista: si tal se hizo, y pudo hacerse, los gobernantes de Madrid incurrieron en una doble y sublime imbecilidad, porque enviar al primer demagogo de España a la ciudad de España más propensa a la demagogia significaba acumular ascuas sobre su cabeza; y por otra parte, no iba a dismimuir el voto catalanista, que procedía de la burguesía, en tanto aumentaba el de los republicanos, también alarmantes para el régimen, en los barrios. El éxito de Lerroux en Barcelona fue clamoroso. Los votos republicanos pasaron de 6.000 en 1901 a 35.000 en 1903. De su forma de hacer demagogia basta una de sus frases más conocidas: «el pueblo, hasta cuando se equivoca, tiene razón» (197, I, 227). Pero más que político republicano, devino revolucionario ácrata. Su consigna «ni leyes, ni gobierno, ni Dios, ni amo» (véase 118, I, 343) no ha hubiera mejorado Bakunin. Acabó siendo el «Emperador del Paralelo», adorado por sus «jóvenes bárbaros», decididos a acabar con todo mediante una obra de destrucción. No deja de ser espléndida en la forma la brutal prosa de Lerroux: Rebelaos contra todo: no hay nada o casi nada bueno. Rebelaos contra todos: no hay nadie o casi nadie justo. Sed arrogantes, sed imprudentes, sed osados, luchad, hermosa legión de rebeldes... Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente... destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el

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velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie... Seguid, seguid, no os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares... Hay que destruir la Iglesia,... la tradición, la rutina, los derechos creados, los intereses conservadores, el caciquismo, la mano muerta, el centralismo y la estúpida contextura de partidos y programas... Muchachos, haced saltar todo eso como podáis... Luchad, matad, morid... (en La Rebeldía, 1.º septiembre 1906)19.

Las palabras de Lerroux podían resultar irresistibles en aquellas fechas a una masa de jóvenes rebeldes y desesperados, pero estaban al mismo tiempo prenunciando con admirable exactitud el programa de la Semana Trágica. Cierto: Lerroux no ejerció autoría alguna en los hechos: como que en julio de 1909 se encontraba en Buenos Aires. Pero sus palabras seguían resonando en los ánimos, y por si alguien las hubiese olvidado al cabo de tres años, el 25 de julio de 1909, víspera del estallido de las revueltas —y el hecho podría ser en alto grado significativo— el órgano lerrouxista El Progreso recordaba en un editorial, titulado «Remember» que justamente otro 25 de julio, el de 1835, se había registrado en Barcelona —durante el gobierno de Toreno— una revuelta dedicada a la quema de iglesias y la matanza de frailes como «prueba de virilidad» (118, I, 349). Otra vez la virilidad. El recuerdo no podía ser más oportuno. Lerroux no tuvo la menor participación material en los hechos. Otra cosa muy distinta sería su responsabilidad moral. Por lo menos, escribía desde la distancia: «cuando conocí detalles..., me decía con orgullo: ¡son ellos, son mis discípulos!» (en 197, 332). Francisco Ferrer tenía una personalidad muy distinta. Lo que en Lerroux es brillantez, imaginación desbordada, disparate, demagogia de masas, en Ferrer es concentración, displicencia, adustez desagradable y —pese a que se ha asegurado todo lo contrario, sobre todo en el extranjero— mediocridad intelectual. Dependiente de comercio, revisor de ferrocarriles, comisionista de vinos, apenas tuvo una especial habilidad más que con las mujeres, a las que sedujo y de cuyos recursos supo aprovecharse siempre. Llegó a ser, como comenta Romero Maura en el último de sus libros sobre el asunto, «el único anarquista con dinero» (227, 29). Con ese dinero fundó en 1901 la ——————— 19 Recogido íntegramente por M. Carmona, en Alejandro Lerroux. Trayectoria política, Madrid, 1932, 308-311.

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Escuela Moderna para hijos de obreros, dentro de la tendencia de los ácratas por aquellos años a ilustrarse y ponerse al nivel de los socialistas. La formó, con los medios que le proporcionó una de sus amantes, Clementina Jacquinet, «para defender la Escuela de los ataques de los clericales», según escribía a José María Prat (271, 97). A lo que parece, la Escuela Moderna, teóricamente dispuesta a formar buenos profesionales, funcionó muy pronto con objetivos distintos: al menos el propio Ferrer escribía en 1905, en carta a madame Bonnard, que «nosotros no podemos ocuparnos más que en hacer reflexionar a los niños sobre las injusticias sociales; sobre las mentiras religiosas, gubernamentales, patrióticas, de justicia, de política y de militarismo, etc., para preparar cerebros aptos a una revolución social. No nos interesa hoy hacer buenos obreros, buenos empleados, buenos comerciantes; queremos destruir la sociedad desde sus cimientos» (En 084, 125). Fue ya en 1892 cuando estampó su lema: Viva la dinamita. De acuerdo con sus ideas «anticlericales», en la Escuela Moderna se enseñaba que Cristo fue un monje budista, «un ambicioso de baja estofa», y otras procacidades en textos que, según Cambó, «no serían consentidos en ningún país del mundo» (carta de Cambó en 034, 87; véase también 118, I, 754). Taimado, fácil para aparecer en segundo plano en las ocasiones comprometidas, supo estimular la subversión comprometiéndose lo menos posible. Estimado en el extranjero, por lo menos a posteriori, como uno de los grandes educadores de su tiempo, Pabón escribe: «el grande hombre era hombre a medias. Medio Landrú; a medias inteligente e ilustrado; educador a medias, y a medias hombre de acción; a medias trabajador material, maestro sin título y burgués adinerado. Solo poseía por entero el fanatismo y la astucia, cualidades menos que humanas, inhumanas enteramente» (197, I, 334-335). Para Brenan era un «pedante de estrechas miras, y con escasas cualidades atractivas» (032, 131), excepto, a lo que parece, para unas cuantas mujeres. Unamuno le tacha de «mezcla de loco, tonto y criminal cobarde»20. Fue, según Tusell, «un ser que poco tenía de las capacidades intelectuales que le atribuyen sus propagandistas» (269, 117). Ya de esas cualidades se reía Ossorio y Gallardo: «¡Ferrer hombre de ciencia! Hay para reírse. Yo tuve siempre ——————— 20 En Hernán Benítez, El drama religioso de Miguel de Unamuno, Buenos Aires, Emecé, 1949, 430.

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de él la idea de que era, simplemente, un criminal» (en 197, 338). Tanto, que el mismo Ossorio piensa que no fue director de los hechos de la Semana Trágica, porque le juzga incapaz de dirigir. El desaliño de su estilo muestra una falta de cultura alarmante. Sobre los versos que escribió en la cárcel más vale tender un piadoso velo de silencio. «No le he visto jamás reír», dijo de él la madre de la más fiel de sus amantes, Soledad Villafranca (197, 335). Varias veces se relacionó con Lerroux, por más que uno pretendiese valerse de la revolución anarquista para traer la república y el otro quisiera la república como medio de hacer prevalecer la anarquía; a Ferrer, dice Romero Maura, «le parece que la forma de llegar a la sociedad ideal consiste en traer una república que se le vaya de las manos a los republicanos» (226, 479). Aunque, según Balcells recoge de las memorias de Amadeu Hurtado, todos los republicanos de Barcelona le odiaban (022, 82). En cuanto a su participación en los sucesos de la Semana Trágica, los testimonios son siempre vagos: se dijo, se comentó..., alguien le vio portando latas de gasolina para los incendios... Cierto que la mayoría de los principales culpables pertenecían al círculo de Ferrer, en cuya casa se encontró un documento en que se decía: «nosotros queremos y necesitamos destruirlo todo» (197, I, 337). No fue mucho, aunque todas las voces le acusasen. BALANCE El jueves, 29 de julio, comenzaron a llegar tropas de refuerzo, procedentes de Valencia y Zaragoza. Hasta entonces, la actuación de las fuerzas de orden público había sido más bien tímida. Comenta Connelly Ullman: «de hecho las bandas armadas con revólveres, insultando al ejército y provocando a la policía, estaban más ansiosas de lucha que la policía» (271, 182). Se habían registrado tiroteos, disparos de los «pacos» o francotiradores desde los tejados, tiros sobre los frailes que huían, o paisanos heridos. Entonces, con tropas de refresco y más confianza, la autoridad militar comenzó a actuar. Las masas huían en ocasiones, en otras ofrecían resistencia. Corrió la sangre. El viernes 30 la situación estaba dominada, y el sábado 31 la paz, una paz como la que sigue a la batalla, reinaba en Barcelona. Se reanudaba la vida normal. Sólo ese día, Ossorio y Gallardo, ya ex gobernador, salía de su refugio del Tibidabo «con su carrera política aparentemente destrozada» (118, 346). Aparentemente, porque

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años después sería el principal fundador del partido maurista, y más tarde todavía político republicano. El balance arroja la cifra de 112 muertos, unos 300 heridos y una buena cantidad de huidos, algunos a Francia, que consiguieron eludir o no, según las circunstancias, la acción de la justicia. Esta última iba a provocar más bajas, aunque en un grado infinitamente menor que aquel que ha pretendido la leyenda. Maura nombró gobernador civil a Evaristo Crespo Azorín, y envió a Barcelona al fiscal del Tribunal Supremo, Javier de Ugarte. Hasta el 7 de noviembre se mantuvo la ley marcial, que permitía que los autores de actos de «rebelión contra la autoridad» y contra las instituciones fueran juzgados por tribunales militares. Los atentados contra la Iglesia y sus miembros quedaron bajo la jurisdicción civil, que actuó con lentitud, y generalmente con lenidad (véase 271, 283). A la hora de buscar culpables, tanto la prensa como las autoridades parecieron acusar preferentemente a los radicales lerrouxistas. Más tarde, sobre todo después de comprobada la abstención absoluta de Emiliano Iglesias, el sustituto de Lerroux, y sus más fieles allegados, la voz pública apuntó más bien a los anarquistas, y muy particularmente al director de la Escuela Moderna, Francisco Ferrer Guardia. Ambos grupos, más homologados de lo que ha solido decirse, pudieron tener su parte de responsabilidad (véase 239, 255). La justicia, concretamente la militar, actuó con rapidez, aunque no puede decirse que lo hiciera con precipitación. De los más de 1.300 encausados, 214 no fueron habidos; 469 quedaron libres de cargos; 584 fueron absueltos, 59 condenados a penas de prisión, y 17 a pena de muerte, de las que sólo 5 fueron ejecutadas (118, I, 351). Entre los encausados figuran varias mujeres que tuvieron un papel activo, cuando menos en la agitación. Entre ellas figuran varias «damas radicales», conocidas también como «damas rojas»: las más destacadas parecen haber sido Juana Ardiaca y Carmen Alauch (271, 292-293). Según Fernández Almagro, durante el mes de agosto los españoles estuvieron mucho más pendientes de los sucesos de Marruecos que de las represiones de Barcelona (084, 124). Hubo «gestos patrióticos» apoyando la política enérgica del gobierno, y Cambó recuerda que «no había nadie, al menos entre los que yo conocía (y conocía y trataba a mucha gente de izquierda) que no reprobara con la mayor energía los hechos salvajes ocurridos durante la Semana Trágica» (042, 167). A nadie extrañó que las penas de muerte se redujeran de 17 a 5, pero tampoco que éstas se ejecutasen. La pena de muerte era entonces usual en todos los países civilizados el mundo, y los actos

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de barbarie cometidos en Barcelona parecían justificar las medidas de los tribunales. El 17 de agosto era fusilado José M. Baró; el 28 de agosto, Antonio Malet; el 13 de septiembre, Eugenio del Hoyo; el 4 de octubre, Ramón Clemente García, y el 13 de octubre, Francisco Ferrer Guardia, después de un proceso más largo y trabajoso que el de los demás. Ferrer, que había permanecido escondido, fue hallado el 31 de agosto. El caso curioso es que las pruebas de su actuación en los hechos eran numerosas, pero vagas e inconexas. La voz pública le acusaba, pero ningún testigo pudo concretar, o no se atrevió a hacerlo. Cambó se encontraba en Barcelona cuando dos diputados republicanos vinieron a comunicarle la noticia de su detención. «En ninguno de los dos había la más leve sospecha de que Ferrer no mereciera la pena de muerte...; pero... me dijeron: —No, Ferrer no será ejecutado; Ferrer es demasiado fuerte; ante Ferrer se torcerá la justicia, y lo que hará torcer la justicia será el miedo» (en 197, 340). Y, más tarde, en sus memorias: «la voz corriente era: al verdadero autor, que es Ferrer y Guardia, no le harán nada...» (042, 167). ¿Por qué Ferrer era demasiado fuerte? ¿Por qué ese miedo? Su influencia no parece haber sido grande, su fama pésima, las simpatías de que disfrutaba eran muy escasas, incluso entre los de su cuerda. Todo el mundo que le conocía y que ha hablado de él le considera un hombre mediocre, huraño, de costumbres indeseables, brutal y ni bien educado ni buen educador. Llegado el momento, nadie intentó defenderle. Desistieron sus abogados defensores: primero Pi i Arsuaga, después, Salmerón, Cobián y García Prieto. Al fin aceptó, con su idealismo de siempre, Gumersindo de Azcárate, que renunció a los ocho días, porque, como dijo a Federico Urales, «yo no puedo defender a ese hombre» (197, I, 336). Nadie quería defenderle porque estaba convencido de su culpabilidad y hasta —a lo que parece— de su indignidad como ser humano. Y sin embargo, Ferrer tenía una fuerza inmensa. El misterio de esa fuerza no ha sido revelado todavía. Que un hombre así haya sido condenado a muerte tiene más relación con su personalidad o con su vida que con su actuación concreta en un caso concreto. Quedó claro que había participado, directa, o más bien por manos interpuestas, en anteriores atentados, entre ellos los cometidos contra Alfonso XIII en París en 1905, y el de Madrid en 1906 (227, 29) cuya realización efectiva corrió a cargo de Mateo Morral, que que fue quien lanzó la bomba contra la carroza nupcial de Alfonso XIII y su esposa, Victoria Eugenia de Battenberg, con el saldo de 23 muertos y un centenar de heridos, aunque los re-

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gios contrayentes salieron ilesos. Morral tenía relaciones con Soledad Villafranca, amante a su vez de Ferrer, pero éste, aunque procesado, fue absuelto, por falta de pruebas, o bien, como expone con cierto misterio Fernández Almagro, porque «fue tan favorecido por intervenciones de todos conocidas, que el pensamiento del ministerio fiscal fue desviado» (084, 83, nota 2). Ferrer se escabullía siempre, o sabía comprometer a otros. Pero su pasado y su imagen no contribuían a su defensa. Connelly Ullman, aunque reconoce en Ferrer «su contribución, en alto grado, a crear un clima revolucionario en Barcelona», observa que, a falta de pruebas concluyentes sobre el grado máximo de culpabilidad en los incidentes de la Semana Trágica, «la acusación se basó principalmente en su personalidad revolucionaria» (271, 304 y 299, respectivamente). O, como ha expresado con posterioridad Tusell, «si se trata de adivinar las razones que hicieron que Maura ni siquiera se planteara la posibilidad de un indulto [a Ferrer], posiblemente hay que remitirse al ambiente generalizado entre las clases conservadoras acerca de la necesidad de una sanción a los culpables más altos y no solo a los ejecutores materiales» (269, 117). Fuera o no acertada la sentencia —en la que Maura y su gobierno no tuvieron participación activa, en todo caso omisiva— Ferrer fue fusilado en los fosos de Montjuïc, como dijo después La Cierva, «sin una protesta, sin una reclamación, sin una petición de indulto» (DSC, 31 de marzo de 1911). Cambó habría de comentar a su vez: «todos los ciudadanos de Barcelona hemos fusilado a Ferrer no pidiendo su indulto» (197, I, 340; 118, I, 361)21. O en sus memorias: «la noticia de su fusilamiento... fue bien recibida en Barcelona» (042, 168). Por lo menos en los círculos burgueses, y por tanto los más influyentes, de Barcelona. Las presiones no llegaron de España, sino de fuera. No los hechos de la Semana Trágica, sino su represión suscitó una campaña sin precedentes en la prensa extranjera que todavía no ha sido explicada y que parece imperiosamente necesario estudiar en sus ——————— 21 Hubo realmente dos peticiones de indulto: una de su hija, redactada con un estilo más deficiente aún que el de su padre, y otra, bellísima, de Joan Maragall, en un artículo de prensa en que, aún reconociendo «el odio y las fechorías» de Ferrer, solicita su perdón por el hecho de ser «un hombre», «criatura de Dios, vivo, en pleno uso de sus potencias y sentidos...». El artículo titulado «la ciutat del perdò», no llegó a publicarse. Maragall no utilizó el mismo argumento —válido universalmente— en defensa de los otros cuatro fusilados.

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orígenes y mecanismos. Sin ir más lejos, el Daily Express notificaba que el 4 de agosto se había fusilado en Barcelona a 30 personas, y que en total se había ejecutado ya a 130: cuando ese día aún no se había cumplido ninguna sentencia. En París se constituyó un Comité de Défense des victimes de la repression Espagnole, que envió un mensaje a la opinión internacional lleno de inexactitudes, en que se hablaba de procesos ilegales y de torturas. La campaña se exacerbó hasta el infinito cuando se anunció la condena a Ferrer. Gabriel Maura, que se hallaba a la sazón en París, después de visitar un día al embajador español, el eterno León y Castillo, anunció a su padre que «la masonería de aquí ha circulado consignas apremiantes a las logias de toda Europa para que impidan a toda costa la ejecución de Ferrer». El mismo León y Castillo, cautamente sin mencionar a nadie, oficiaba también a Maura, aconsejando, por razones de prudencia, un indulto (197, 333-334). El jefe del gobierno español tomó nota, pero no se movió ni en favor ni en contra, porque la opinión en España no mostraba contrariedad alguna por la sentencia (369, 115). Quizás hubiera extrañado más la conmiseración, precisamente en favor de aquel reo. Fue posiblemente el mayor error de su vida, aunque ni Maura ni nadie pudieran adivinarlo. Recuerda Cambó: «Entonces en pocos días estalló en toda Europa, magníficamente orquestada, una campaña de vindicación de Francisco Ferrer y Guardia. Y aquel hombre inculto, grosero, cuyos méritos consistían en haberse apoderado de la fortuna de una dama para consagrarla a darse una vida de holgorio y abrir una escuela anarquista, apareció como el símbolo de la virtud y de la cultura...» (042, 188-189). Veinte mil personas se concentraron ante la embajada española en París, en tumultuosa protesta, según testimonio de León y Castillo. Más numerosa fue aún la manifestación organizada poco después por los socialistas, que promovieron alborotos y destrozos (084, 127). Por cierto que la Sociedad Astronómica de Francia, presidida por Flammarion, y a la cual pertenecía Alfonso XIII como simple aficionado, expulsó a su regio socio, «por criminal». Otras ruidosas manifestaciones tuvieron lugar en Marsella, Lyon, Narbona, Roma, Turín, Génova, Venecia, Pisa, Bruselas, Lieja, Lisboa y Oporto, y hubo actos menos multitudinarios en Zurich, Amsterdam, y Londres. «Nuovo martire del libero pensiero e della libertà umana», llamo Colajanni a Ferrer. Y Ferrer disfrutó del único monumento levantado a un español en Bruse-

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las, hasta que en 1986 los reyes de España inauguraron otro dedicado a Luis Vives (Quien esto escribe, becario en 1959 en París, recibió, como otros miles de estudiantes, unas octavillas que invitaban a una concentración monstruo en los jardines de Luxemburgo, aquel 13 de octubre, como desagravio a Francisco Ferrer Guardia. Al estudiante español, como a tantos otros de sus compañeros, casi se le había olvidado este nombre). Habría, ciertamente, que estudiar a fondo los porqués. Naturalmente, cuando a un fenómeno se le busca explicación, llueven las explicaciones a montones. Cambó, como buen hombre de negocios, recurrió muy pronto a la económica, y escribió en El moment polític de 4 de noviembre de 1909: «hay en Francia... poderosos sindicatos para facilitar la expansión francesa en Marruecos que veían que el éxito de las operaciones militares españolas... significaba la destrucción de todos su planes financieros»: y aprovecharon la ocasión del fusilamiento de Ferrer (en 197, I, 342). La explicación puede tener un cierto fundamento, pero aparece un poco forzada. También se ha hablado de la típica «conjuración masónica». No parece muy lógico que un hombre como Francisco Ferrer Guardia perteneciese a una organización que cuida de la educación, la imagen y la categoría de sus miembros; pero todos los testimonios aluden a la adscripción masónica del director de la Escuela Moderna. Connelly Ullman recoge la versión de que Ferrer pretendía reorganizar la masonería en Cataluña, porque la dirección de Madrid (se refiere al Oriente de Morayta) le parecía demasiado conservadora; y trataba de ligar la Gran Logia de Cataluña al Gran Oriente de Francia (271, 100-101). Francia otra vez. La versión de Cambó, que antes se refería a intereses económicos franceses es, en sus memorias, la de que «Ferrer ocupaba un lugar preeminente en la masonería, y que la masonería internacional tomó el “affaire” Ferrer con el más grande entusiasmo» (042, 169). Que Ferrer ocupaba un puesto relativamente importante en la masonería parece, pese a todo, cierto. Que la masonería lograse «instrumentar» una gigantesca movilización en toda Europa parece menos probable, máxime que muchas de las protestas parecen haber partido de organizaciones obreras aunque también de muchos intelectuales. Lo único seguro es que esa movilización existió, y que su volumen excedió todos los límites lógicos y previsibles. Tampoco se puede descartar, por supuesto, que la campaña en favor de Ferrer disfrazase en realidad una campaña contra Maura.

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LA CAÍDA DE MAURA No hubo, por lo que hemos visto, y por otros muchos testimonios que sería fácil allegar, oposición en España a la ejecución de la pena capital en la persona Francisco Ferrer. Habría que recordar, por si fuera necesario, que en todos los países de Europa se ejecutaba a terroristas anarquistas, y una sentencia como la de octubre de 1909 no hubiera extrañado en ninguna parte. Las movilizaciones se dirigieron extrañanente en favor de la vida de Ferrer, no en la de cualquiera de los demás, también anarquistas. Y España no se movió hasta que la sentencia estuvo ejecutada. Ni tampoco parece que hubiera que temer las asechanzas de la oposición. Manuel Bueno afirmó en un artículo escrito en La Mañana que Maura consultó a Moret sobre si procedía el indulto al líder anarquista, y el jefe de la oposición contestó que no era partidario de mover un dedo (118, 360-363). Nada hacía presagiar, por tanto, la tempestad. Posiblemente ni Moret la esperaba. Maura procedió a la reapertura de las sesiones parlamentarias porque nada temía; también, qué duda cabe, porque gustaba de dar cuenta de todo a las Cortes. Tan tranquilo estaba, que había vuelto a disfrutar de unos días de asueto en Santander. Los dos problemas, el de África y el de Barcelona, se habían resuelto. Fue a poco de reanudadas las sesiones, el 18 de octubre, cuando Moret lanzó su primera arremetida, en el tono moderado que tenía por costumbre. Se refirió a las protestas en todo el continente por la condena de Ferrer, y aconsejó a Maura la dimisión. Era un lance parlamentario perfectamente previsible, que a nadie alarmó. Maura contestó con la misma moderación, y pudo pasarse por parte de todos a otra cosa. Mucho más violenta fue la intervención de Moret el día 19; empujado por el Bloque de Izquierdas —que databa, como es sabido de 1907, pero casi inactivo desde hacía tiempo— amenazó a Maura con emplear «todos los medios» si no presentaba inmediatamente la dimisión, con veladas alusiones al peligro que podría correr, de no darse el paso, la monarquía. La discusión se envenenó el día 21: La Cierva pidió la palabra y puesto a hablar de peligros para la monarquía, acusó a su vez a Moret de haber creado las condiciones que hicieron posible el atentado de 1906; y ante los gestos del jefe de la oposición, añadió: «S. S. no tiene altura para levantar la mano contra mí.» Fue un exabrupto de un hombre indignado, del

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que La Cierva nunca se arrepentiría. El griterío en la cámara se hizo ensordecedor. Parecía como si la minoría se hubiese trocado repentinamente en mayoría. Maura tuvo el gesto —quizá fue su último error— de dar la mano al ministro insultado. El escándalo se hizo mayor todavía. El presidente de la cámara, Dato, comprendió que se había llegado a un punto sin retorno, y levantó la sesión. También las palabras de Maura parecían reconocer ese punto: «Se ha roto la normalidad constitucional.» Aquella violenta transición de las maneras habituales de la cámara a la tensión extrema se hizo más patente en los pasillos, donde el general Luque dijo no tener de monárquico «ni el canto de un duro». Weyler, preguntado sobre si estaba dispuesto a sostener la monarquía, contestó con un «no puedo hablar», y el siempre mesurado Romanones declaró que su próximo discurso podía ser el último que pronunciara como monárquico (118, 262). No sólo el partido liberal había reforzado de pronto su vieja alianza con los republicanos, sino que muchos liberales parecían dispuestos a inclinarse por la República si no dimitía Maura. No parece que semejante actitud pueda estar informada por otro motivo que el de atemorizar al monarca. Cambó diría luego: «aquellos hombres que todo lo deben al rey, plantearon un problema al rey, diciéndole: —o el poder o la República...» (El moment polític, 4 de noviembre de 09; véase 197, I, 358). También Cristóbal Robles afirma que «hubo una presión sobre la Corona para expulsar al Presidente del Consejo y mantenerlo fuera del poder» (221, 257). Más tímidamente insinúa que en ello mediaron también «influencias extranjeras». Sea lo que fuere, es un hecho que, de pronto, se aprovechó el clima suscitado fuera de España para lanzar una ofensiva en toda regla contra Maura y su gobierno. Como también es un hecho que la conversión se operó de una manera inesperada y repentina, estuviera motivada por todas las razones del mundo, o fuese, como el defenestrado siempre supuso, la más fea de las jugadas. Cuál sea el origen y mecanismo del viraje es un tema que queda reservado a los especialistas, pero cuya investigación se impone por sí sola. El 21 de octubre hubo reunión de todo el gobierno en casa de Maura. Se reconoció la gravedad de la situación, pero prevaleció la idea de resistir. El presidente anunció su decisión de acudir cuanto antes a Palacio. Aquella noche había redactado un documento presentando su dimisión, como era obvio en una situación política como la que se había planteado; pero tanto entonces como después,

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dejó entender que esperaba que el monarca no se la admitiera, o, por lo menos, que fuese posible, como era usual, un intercambio de razonamientos del cual saliese la decisión más adecuada. Por el espacio que medió entre la salida de Maura hacia palacio y su regreso, dedujeron los ministros que la entrevista no debió durar más de cinco minutos. Maura regresó llorando. Es Gabriel Maura quien dice haber escuchado el relato de su padre: «Cuando entré en el despacho del Rey, se acercó él a recibirme, y, abrazándome con especial afecto, me dijo: —¿Viene usted solo? Ya sabía que iba usted a prestar un gran servicio a la patria y a la monarquía. ¿Qué le parece a usted Moret como sucesor?» (177, 133. Véase también 197, 362). Gabriel también habla del llanto largo y silencioso de su padre, que dice haber visto por primera y última vez en su vida. Pero que don Antonio estaba en aquellos días propenso a las lágrimas lo atestigua Cambó, con quien el dimitido presidente tenía menos confianza que con sus ministros y con su hijo: «ya es demasiado tarde. Yo ví que a Maura, cuando dijo esto, le chispeaban los ojos» (042, 170). Engañado o no sobre sus posibilidades de seguir su programa regeneracionista, un programa tal vez irrealizable, Antonio Maura debió creer mucho en él cuando sintió que de repente se le había hundido la vida. Cambó comenta después: «en mi alma se mezclaban la consternación y la furia. Como catalán, ví un largo aplazamiento a unas concesiones seguras y próximas; como español... cómo se había frustrado un intento que habría podido ser salvación, y el abismo que se abría ante nosotros...» (ibíd). Es seguro que Alfonso XIII sufrió también. Bastantes años más tarde, ya en el destierro, se lo confesó a Gabriel: «eso que dices en tu libro sobre la crisis del 9 es verdad. Yo cambié de parecer en veinticuatro horas, y le admití a tu padre una dimisión que no me había presentado. Te aseguro que la noche anterior había dormido muy poco. [...] estaba convencido de que no podía prevalecer contra media España y más de media Europa» (178, 154-156). García Escudero, que considera indignante el procedimiento concreto mediante el cual se hizo caer a Maura, acaba dando razón al rey: «esa expulsión ha alumbrado las más duras críticas contra Alfonso XIII, pero la conducta de Maura, si bien pudo ser irreprehensible, también fue tan poco política como él mismo era, y el rey, por mucho que fuera el ultraje del partido liberal, no podía quedarse sin uno de los dos brazos del sistema» (118, I, 311). Nadie ha discutido nunca la rectitud de Maura; sí su falta de flexibilidad, el desprecio con que miró a sus ad-

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versarios —hasta en el último momento— y su prurito, quizá animado de la mejor voluntad del mundo, de creer su criterio el único recto. Ello tampoco absuelve a la extraña alianza entre liberales y republicanos. Lo único cierto es que «la caída del señor Maura no fue una más de las frecuentes crisis de la política española. Significó para un enorme sector social español la pérdida de una ilusión que ya no recuperó nunca más» (042, 171-172). Es decir, la caída del regeneracionismo en el poder.

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Conclusión que pudiera ser continuación La crisis que cabalga entre los siglos XIX y XX en España nos ha presentado una caracteriología muy variada, y algo parecido a un denominador común: la problematización —en algunos casos puede que exagerada; repitamos: puede— de la realidad española de la época y el deseo de «regenerar» esa realidad. Con esta actitud entre crítica y preocupada, se desbordan los límites marcados por la naturaleza y el alcance de los acontecimientos concomitantes, y llega a intentarse una exégesis —reiterada luego por muchos pensadores a lo largo de gran parte del siglo XX— sobre qué es España y qué debe ser. La duda racional sobreviene cuando uno se pregunta si toda aquella preocupación, rayana a veces en la angustia, sirvió para algo, rindió sus frutos, y si estos frutos alimentaron de alguna manera el progreso de España en el siglo XX. En ocasiones, una crisis, por serla, alimenta sus propios valores. Sería cuestión de preguntarse si la llamada generación del 98, sean cuales hayan sido sus orígenes y su carta de identidad, es un fruto de la crisis de entresiglos, que no hubiera surgido como tal (sino de otra forma, tal vez menos dramática y menos penetrante) de no haber constituido una respuesta a esa crisis, es decir, si tal crisis no hubiera existido. Cabe preguntarse también si el renovado impulso económico, la revitalización de los cuerpos intermedios, las nuevas actitudes de la protesta social y sus formas de articulación, el afán de progreso en la ciencia o en la cultura, y la búsqueda de nuevas o renovadas formas de hacer la política constituyen otros capítulos positivos de la conciencia de crisis que entonces se

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sintió. Afán de renovación no faltó en los primeros años del siglo XX, y a trancas y barrancas, entre errores e intentos frustrados, no carece de fundamento la impresión de que todo aquello, a la corta o tal vez más bien a la larga, sirvió para algo. Cuando menos, bueno ha sido constatar la extensión a ámbitos tan diversos de aquella crisis de conciencia, y el intento, en muchos casos bienintencionado, de superar las dificultades descubiertas por quienes se dedicaron a plantear tan extensa problemática. De una forma u otra, ese planteamiento acabó desembocando en el mundo de la vida pública, esto es, en el ámbito de las instituciones, sobre las que se ejerció un esfuerzo proyectista sin precedentes cercanos para hacerlas más honestas, más eficaces y más acordes con las necesidades y los legítimos deseos de los españoles. Fue lo que se llamó el regeneracionismo. Fracasó el intento de crear órganos que, partiendo de fuera de las instituciones mismas, las presionaran o bien desembarcaran en ellas para obligar —o proceder— a su transformación. Y este fracaso permitió o propició el nacimiento de un regeneracionismo dentro del propio ámbito político ya existente, que apenas podía consistir en otra cosa que en una «revolución desde arriba» que vendría a ser al fin y al cabo una revolución desde dentro. Entre la conquista del Estado por elementos ajenos a él, o la reforma del Estado por obra de los propios estadistas, se instauró finalmente la segunda opción, fuera o no la más conveniente o la más fácil de realizar. No hubo otro desembarco propiamente dicho que el de Polavieja, y su pronta salida del dispositivo político podría constituir ya de por sí un indicio de las dificultades de asociar los dos regeneracionismos. Con todo, la buena fe y en cierto modo la procedencia un poco marginal, ajena a las vergüenzas públicas, de los políticos regeneracionistas, queda a salvo. Cuatro gobiernos hubo presididos por un declarado regeneracionista: dos de Silvela y dos de Maura; e incluso cabría mencionar los dos presididos por Fernández Villaverde (julio-diciembre 1903 y enero-junio 1905), que también se titulaba regeneracionista, aunque limitó su regeneracionismo a una política económica que le hizo chocar con casi todos los demás. De los cuatro —o de los seis— gabinetes, sólo el «Gobierno Largo» de Maura pudo permitirse el lujo de no limitarse a presentar un programa regeneracionista, sino de desarrollarlo por lo menos en parte. Los logros de Maura no son en modo alguno despreciables, pero hubieran necesitado continuidad: no sólo mediante la permanencia, o el regreso turnante de Maura

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al poder, sino con la colaboración de un regeneracionismo de izquierda dentro del régimen, si es que se trataba de hacer una «revolución desde arriba». Las ventajas o los inconvenientes que entrañaba esa revolución autolimitada han sido aludidos por Mercedes Cabrera (037), pero sus resultados, como los de toda alternativa, son difícilmente verificables desde el punto de vista histórico. Lo cierto es que, elegido el camino, Maura tropezó con sus propios defectos —la soberbia, el querer hacerlo todo él, el afán polémico—, con la rémora que le imponía su propio partido, que se llamaba y era conservador, y con la falta de comprensión del partido contrario, que no encontró ni un jefe ni un programa a tono. Los desconcertantes hechos de la Semana Trágica —desde su génesis hasta la inexplicable devoción europea por Ferrer— dieron lugar a un viraje sin precedentes del partido liberal, que, acuciado por necesidades internas o presiones externas, se declaró fuera del juego político convenido, y obligó en consecuencia, si se quería salvar el sistema, a salir de la cancha a Maura (véase 227, 79). Y de paso comprometió al monarca. El regeneracionismo no feneció con la dimisión-exoneración del 21 de octubre de 1909. Maura siguió al frente de uno de los dos partidos del turno, como lo había estado antes de llegar al poder. Eso sí, su resentimiento por una jugada que pudo ser extraordinariamente fea, cuando menos en la forma, le hizo proclamar su «implacable hostilidad» al partido liberal e incluso lanzar a la circulación la última de sus famosas metáforas políticas: «en el agua de aquel molino, en el agua de aquella cloaca pusieron [los liberales] su turbina para hacer la labor» (DSC, 25 de octubre de 1909): una metáfora que hemos seguido oyendo hasta tiempos no muy lejanos. Pero su ánimo se fue moderando con los meses, y, según Tusell, se tornó conciliador. Por de pronto, ya que no podía disponer de la colaboración del partido contrario, se esforzó por modernizar el suyo: «que el partido conservador salga de sus antiguos hábitos y funcione en la política utilizando instrumentos modernos... como los partidos populares» (en 269, 123); es decir, en contacto directo con el pueblo, suprimiendo de una vez los habituales intermediarios. Un nuevo partido conservador era una de las dos cosas que estaba necesitando la política española heredera del régimen de la Restauración. La otra cosa era un nuevo partido liberal. Y pudo lograrse cuando llegó al puesto de mando José Canalejas, un hombre, que después de muchas vueltas había sentado cabeza y constituyó la última revelación de la década. Canalejas, activo, innovador, deseoso de un cambio radical en las maneras

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políticas habituales, era un regeneracionista a su modo, aunque nunca se declaró tal, ni tampoco lo necesitaba. Chocó con los liberales como Maura había chocado con los conservadores, y por la misma razón: porque no estaba dispuesto a seguir usando los resortes de siempre. Y pretendió sustituir la democracia semificticia de las influencias y los colchones amortiguadores por una democracia auténtica: «El Rey y millones de hombres.» «La afirmación de que el rey ha de ser demócrata es una consecuencia inmediata del principio de nacionalización de la monarquía» (239, 257-258). Si Maura, que quería un partido conservador «distinto», pidió a Canalejas un partido liberal «distinto», pudo ahorrarse la petición, porque el empeño de Canalejas era precisamente el de conseguirlo (178, 165-166). Y aunque Canalejas y Maura tenían programas de actuación muy diferentes, y, como es lógico, nunca simpatizaron entre sí, pudieron tener el talento suficiente para saber cada uno que el otro era tan necesario al régimen como en el siglo XIX lo habían sabido uno de otro Cánovas y Sagasta. No es lícito afirmar sin más que Maura y Canalejas hubieran podido turnar en el poder al frente de dos partidos renovados y «con instrumentos modernos», por la sencilla razón de que el hecho es inverificable, puesto que no se verificó. No tiene sentido hacer piruetas con los futuribles. Sí parece evidente que ambos políticos tenían demasiado carácter, pero también tenían idéntico patriotismo —una virtud entonces muy valorada y con un especial significado de capacidad de sacrificio por el bien común—, y no parece disparatado dar por supuesto que un turno (no «organizado», sino de hecho) entre ambos hubiera permitido una política «siglo XX» capaz de modernizar muchas estructuras y muchos mecanismos sin necesidad de destrozar el habitáculo. Y ambos consideraban posible la coparticipación en una nueva política, aunque mantuvieran sus reticencias mutuas: que hasta cierto punto esta rivalidad, si el «patriotismo» prevalecía, era casi conveniente. Si Maura, pese a sus discrepancias, respetaba a Canalejas como un verdadero hombre de Estado —el primero de que disfrutaba el partido liberal en el nuevo siglo—, Canalejas fue todavía más explícito cuando escribió a su adversario, en septiembre de 1911: «yo no puedo ser, no quiero ser, jefe de ninguna situación política en condiciones de incapacidad radical con el partido conservador, y añado que para mí el partido conservador no puede, ni debe, ni en lo que yo alcance a influir, tendrá otro jefe que usted» (la carta, muy conocida, en 269, 130).

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La causa de que el futurible no pudiera verificarse fue el asesinato de Canalejas el 11 de noviembre de 1912. La muerte de Canalejas fue al mismo tiempo la muerte de Maura, puesto que se truncó la posibilidad de alternar entre dos políticos renovadores al frente de dos partidos renovados. «Con Maura se fue la última posibilidad de que el partido conservador volviera a ser un auténtico partido; con Canalejas desapareció la última posibilidad del partido liberal» (118, I, 412). La jefatura del gobierno, después de un brevísimo tránsito de García Prieto, fue a parar a las manos del conde de Romanones, tan hábil en sus recursos como íntimamente relacionado con el mundo caciquil. El ultimátum de Maura, en 1913, exigiendo «otro» partido liberal con que turnar fue una medida tan poco política como todas las suyas, pero en el fondo, para bien o para mal, consecuente con lo que desde hacía tiempo estaba pidiendo. Pidió un imposible, y por hacerlo, mostró tener tan poca flexibilidad como en otras ocasiones. Pero, supuesta la tesitura en que se había colocado —la necesidad de un partido liberal «nuevo», como el que quería Canalejas—, no fue inconsecuente. Aunque se quedó solo. ¿Falló para siempre el regeneracionismo político? ¿Desapareció toda posibilidad de renovación, como se había soñado desde la crisis del cambio de siglo? Cabía, por supuesto, la conquista del poder por fuerzas políticas nuevas. Una de ellas fue el propio partido maurista, un grupo entusiasta pero inexperto, que nunca contó con el caudillaje de Maura, porque éste seguía empeñado en su idea de revolución desde arriba, esto es, revolución desde dentro: y por eso aseguró una vez a sus fieles: «estoy dispuesto a asumir la carga y cruzar el río; pero por el puente» (véase 057, 357). O sea, dentro de los supuestos legales de constitucionalismo de la Restauración. Otra fuerza nueva fue el partido reformista, fundado casi al mismo tiempo que el maurista, que hubiera podido sustituir a los liberales y erigir una izquierda política no revolucionaria, pero moderna, más probablemente de lo que hubiera imaginado Canalejas. Pero el partido reformista, ya por su excesivo intelectualismo, que no supo encontrar el necesario apoyo popular, ya por la coriácea resistencia —la «impermeabilidad»— del sistema, nunca consiguió la suficiente representación parlamentaria como para constituir una pieza de recambio. No por ello ha de pensarse necesariamente que la crisis de entresiglos fue del todo baldía. Dio ideas, dio impulsos, creó un estado de conciencia del que han vivido después muchas ansias renovadoras

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de muy distinto signo. El camino de la modernización social, económica, cultural y política, hubo de atravesar muchos y muy difíciles vericuetos; pero al fin y al cabo habría de llegar a metas que hubieran complacido a los más de aquellos hombres que vivieron angustiadamente las ansias de la renovación. Giménez Valdivielso, que no figura precisamente entre los regeneracionistas más impacientes —sí entre los más esperanzados— insinúa que tal vez España ha de esperar cien años hasta poder ponerse a la altura de Europa (124, 217). Quizá, de haber vivido esos cien años, hubiera sentido la satisfacción de haber acertado.

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