jorge navarrette - liberales y comunitaristas

May 5, 2017 | Author: Spartakku | Category: N/A
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Liberales y Comunitaristas Reflexiones generales para un debate permanente

Jorge Navarrete P.

Colección Pensamiento Social

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© Editorial Universidad Bolivariana S.A., Santiago de Chile, 2006. Liberales y comunitaristas. Introducción al debate. Inscripción Nº 122.726 ISBN 956-8024-37-9 Primera Edición: Novienbre 2006. Editorial Universidad Bolivariana. Huérfanos 2917 - Santiago, Chile. http://www.ubolivariana.cl http://www.revistapolis.cl [email protected] Diseño y diagramación: Utopía diseñadores, [email protected] Impresión: LOM Ediciones Ltda., Concha y Toro 25 - Santiago, Chile. Este estudio está protegido por el Registro de Propiedad Intelectual y su reproducción en cualquier medio, incluido electrónico, debe ser autorizada por los editores. El texto es de responsabilidad del autor y no compromete necesariamente la opinión de la Universidad Bolivariana.

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A mi mujer Patricia y a mis hijas Josefina, Jacinta y Juanita. Ellas conforman mi más íntima e importante comunidad.

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ÍNDICE

Presentación y reconocimientos

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Introducción

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Capítulo I El liberalismo y la filosofía política de la segunda mitad del siglo XX 19 Capítulo II Rawls y el liberalismo contemporáneo

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Capítulo III El comunitarismo y la crítica antiliberal

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A modo de conclusiones

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Bibliografía

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Presentación y reconocimientos

El texto que el lector tiene en sus manos, corresponde a un resumen selectivo de lo que fue mi tesina para optar al grado de Diploma de Estudios Avanzados (DEA) en filosofía política, en el marco del programa de Doctorado en Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid. Originalmente tuve la idea de transformar dicho texto en varios apuntes de clases para un futuro curso de filosofía política contemporánea; aunque, con posterioridad, fui persuadido de transformar parte de esa tesina en esta pequeña publicación. En cualquier caso, el objetivo de fondo fue siempre el poder disponer de un material que pudiera guiar y orientar a los alumnos en estos temas no exentos de ciertas complejidades. Se trata entonces de un texto introductorio, destinado a un público no especializado, cuya pretensión —si es que acaso la cumple— es de proveer de ciertas herramientas a quienes hacen sus primeras armas en la fascinante literatura de la filosofía política. Eso explica, creo yo, el gran número y extensión de las notas al pie de página que contiene el texto. En su mayoría se justifican para aclarar o complementar algunas cuestiones, aunque muchas —quizás demasiadas— tienen por objeto sólo provocar y seducir al lector, a través de párrafos y frases a modo de flash, para la lectura de otras fuentes primarias y secundarias. Por lo mismo, he incluido al final del texto una selección de libros y artículos que espero puedan orientar y permitan profundizar a quienes se interesen por estos temas. La generalidad del texto no sólo se justifica por el público al cual éste va dirigido, sino también, en su forma original, tuvo por objeto proveer de un marco general que permitiera entender y contextualizar la obra de un específico autor sobre quien recae mi actual investigación: me refiero al pensamiento político y filosófico de Michael Walzer. Eso explica, tal como lo reitero en la introducción de esta publicación, que me haga cargo sólo de las primeras fases de este debate y no profundice en sus actuales desarrollos y manifestaciones.

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En la preparación del texto, tanto en su versión original como en la definitiva, han colaborado muchos amigos y profesores. En primer lugar, debo agradecer a quien dirigió mi tesina y actualmente dirige mi tesis doctoral: mi maestro Eusebio Fernández García, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid. Del mismo modo, a mis profesores y amigos de esa universidad, José María Sauca, Andrea Greppi, Rafael Escudero, María Eugenia Rodríguez Palop y Roberto Jiménez Cano. Muchas ideas se discutieron en clases o en apasionados cafés con profesores de otras universidades españolas, en especial recordar a Fernando Vallespín y Carlos Thiebaut. En general, también, agradecer a los directivos y profesores del Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, cuyo apoyo, estímulo y reconocimiento, me alentó durante mi estadía en el master y doctorado en la Universidad Carlos III. El texto original fue revisado también por otras personas. Mi compañera de curso Ana Laura Aiello y mi amigo Claudio Agurto se tomaron el tiempo y la molestia de leerlo y hacerme importantes observaciones de fondo y de forma. Igual trabajo realizó mi hermano Juan Pablo, con quien me une una especial complicidad y afición por estos temas, y mi padre , a quién debo —junto a mi madre— el maravilloso legado de una educación republicana y una formación que siempre alentó nuestra vocación por lo público y la política. Indirectamente, el texto es tributario de lo que aprendí de muchos de mis amigos y camaradas, en especial de aquellos que me alentaron y me apoyaron en mis primeros pasos en esta disciplina. Del mismo modo, quisiera agradecer a quienes hicieron posible el privilegio que tuve de estudiar y vivir en el extranjero, en especial al Gobierno de Chile y a la Beca Presidente de la República. Los especialistas en estos temas podrán notar la evidente huella de mi profesor Carlos Peña González. Fue él, sin lugar a dudas, quien consolidó mi pasión por la filosofía y la ciencia política. No sólo eso, muchas de sus ideas, frases y textos se recogen en esta publicación. Aunque intenté citarlo siempre, sospecho que en la redacción y estructura de muchas partes de esta obra no hago justicia de la enorme influencia que sus clases y textos tienen sobre mi trabajo. Demás esta decir, tanto para él como para todos a quienes agradecí precedentemente, que no son responsables de los errores y deficiencias que sin duda tiene mi trabajo. Finalmente, no puedo terminar estos agradecimientos sin destacar y resaltar el indispensable apoyo de mi familia. Tengo una eterna

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deuda con mi mujer y mis tres hijas. Su presencia y compañía fue decisiva para el éxito de nuestro paso por Europa. Nada de lo que yo haga podrá compensar el amor y paciencia que me tienen, ni mucho menos podré devolverles el tiempo que la elaboración de estas y otras páginas les han robado.

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Introducción

«Ciertamente, el universo de cuestiones que se pueden responder racionalmente desde el punto de vista moral se va encogiendo a resultas de la evolución hacia la sociedad multicultural, en el interior, y hacia la sociedad universal, en lo que respecta a las relaciones internacionales. Pero tanto más relevante para la convivencia, e incluso para la supervivencia en un globo que cada vez es más estrecho, resulta entonces la solución de esas preguntas, que son pocas, pero que por ello están más nítidamente enfocadas». JÜRGEN HABERMAS, Aclaraciones a la ética del discurso.

Uno de los rasgos distintivos de la modernidad, es el reconocimiento de las diversas formas de concebir al hombre y la multiplicidad de valores morales que deben convivir en una espacio determinado. Frente a este dato, que la tradición anglosajona ha denominado the fact of pluralism, las sociedades se han visto en la necesidad de diseñar instituciones políticas básicas donde se puedan cobijar pacíficamente estas distintas concepciones del bien y de la virtud. Para encarar esta cuestión, la filosofía política y moral contemporánea ha provisto básicamente de dos grandes respuestas. Una de ellas —respuesta que remonta sus orígenes a la fábula de las abejas de Mandeville1 — sostiene que se debe distinguir, por una parte, el 1 MANDEVILLE, BERNARD: La fábula de las abejas o los vicios privados hacen la felicidad pública, traducción de J. Ferrater, comentario crítico, histórico y explicativo de F. B. Kaye, Fondo de Cultura Económica, México, 1997.

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diseño de instituciones sociales básicas y, por la otra, los ideales de excelencia humana; es decir que la pregunta acerca de lo bueno es diferente a la pregunta acerca de qué instituciones son necesarias para la cooperación. Esta diferenciación entre lo bueno (excelencia humana) y lo justo (virtud de la instituciones) supone, al modo kantiano, que los hombres y mujeres somos seres racionales, autónomos, capaces de trazar nuestros propios planes de vida y ajustar nuestros actos a ese itinerario, con la básica pretensión de ser respetados por los demás. Las instituciones sociales básicas, desde esta perspectiva, deben alentar la libertad sobre la base de, sólo y simplemente, facilitar la cooperación y fomentar la autonomía. Una segunda respuesta frente a este mismo problema consiste en afirmar que los seres humanos estamos destinados a fines que se nos han dado de un modo heterónomo, esto es, prescindiendo de nuestra voluntad (o, al menos, de parte de ella). Según esta tesis, la relación entre lo justo y lo bueno debe ser trazada en favor de este último, ya que la posibilidad de acceder al conocimiento de la virtud compromete a que el diseño de las instituciones básicas deba favorecer su prosecución. Sea que el bien se nos haya revelado, sea que accedamos a él mediante el uso de la razón, o sea que lo logremos descubrir en la historia o en la comunidad a la que pertenecemos, los seres humanos estamos llamados a una excelencia que nos sobrepasa. La primera respuesta, a grandes rasgos, corresponde a lo que provisoriamente denominaré «la tradición liberal»2 ; la segunda, en cambio, corresponde a lo que también tentativamente llamaré «la tradición conservadora». Echando mano al recurso gráfico, podríamos señalar que ambas respuestas son algo así como los lados opuestos de un arco iris y que, por lo mismo, están separadas por una gama de posibilidades intermedias que constituyen correcciones o matices a estos —parafraseando a Weber— «tipos ideales» que simbolizan los extremos. ¿A qué exactamente se refiere la filosofía política cuando habla del debate liberal/comunitarista? Una fácil respuesta sería identificar estas

2 «La esencia del liberalismo es la concepción de una sociedad constituida por unidades independientes y autónomas, que cooperan sólo cuando los términos de la cooperación fomentan los fines de cada una de las partes» [BARRY, BRIAN: La teoría liberal de la justicia. Examen crítico de las principales doctrinas de la teoría de la justicia de John Rawls, traducción de H. Rubio, colección Política y Derecho, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 172].

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posiciones con los dos extremos antes mencionados. Sospecho, sin embargo, que dicho expediente sería infructuoso por varias razones. La primera, y como es bien sabido, porque no es posible ver, ni mucho menos distinguir con claridad, los bordes de un arco iris. Más bien lo que solemos hacer es pensar que éstos existen, y a los cuales dotamos de ciertas propiedades y características que, entre otras cosas, nos permiten explicar —según cuán lejos o cerca se ubiquen de dichos extremos— las diferencias de las posiciones intermedias. La segunda, es que debido a las múltiples acepciones de las expresiones «liberalismo» y «comunitarismo» (más la primera que la segunda), una simplificación como la propuesta, lejos de contribuir en claridad, ahondaría en mayores malentendidos y confusiones. Por último, considero inadecuada una respuesta semejante, ya que (y aunque con esto adelanto más de lo recomendado) sostendré —al modo de Walzer— que el comunitarismo constituye una corrección periódica incorporada en la propia tradición liberal; y que, en ningún caso, el primero constituye una alternativa comprensiva o (que esté) a la altura de los aportes e influencias del liberalismo de los últimos tres siglos3 . Al tenor de este planteamiento, que hace énfasis en el carácter correctivo del comunitarismo, creo que pueden distinguirse a lo menos cuatro etapas en esta polémica: la primera, que comprende las afirmaciones liberales sobre las justas formas de organización en una sociedad moderna y cuyo paradigma es A theory of justice de John Rawls. La segunda, se refiere a las críticas comunitaristas a los planteamientos liberales de inspiración kantiana y a las diferencias que se produjeron al interior de la familia liberal. La tercera, que constituye la respuesta y redefinición que los liberales (en especial Rawls) hacen de conceptos como el de persona moral o la esfera de lo público. Por último, la cuarta etapa comprende el desarrollo de una variedad de propuestas alternativas que recogen planteamientos liberales y comunitaristas (así por ejemplo -por nombrar algunas- la política del reconocimiento de Taylor, el paradigma comunicativo de Habermas o las distintas manifestaciones del republicanismo contemporáneo). Pues bien, para efectos de este trabajo, mi intención es concentrarme en la primera y segunda etapas, privilegiando la exposición y sistematización de los planteamientos que dieron origen a esta polémica. Consciente de que más de algún lector podría cuestionar la utilidad de referirme 3 WALZER, MICHAEL: «The communitarian critique of liberalism», en Political Theory, 18: 1, 1990, p. 21, (pp. 6-23). Versión en castellano: «La crítica comunitarista al liberalismo», traducción de S. Abad, en La Política, 1, editorial Paidós, Barcelona, 1996, (pp. 4764).

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sólo a las originales manifestaciones de este debate, estoy convencido que la distancia temporal —amén de cierta tregua de sus protagonistas y a que ha empezado a disiparse el polvo de la batalla— puede contribuir a un análisis menos apasionado y probablemente más imparcial a la hora de preguntarnos ¿en qué consiste el debate liberal/comunitarista?4 Lo que me propongo hacer entonces es, si no responder definitivamente a esta pregunta, al menos contribuir a su mayor comprensión, a través de un examen más acucioso de las argumentaciones y propuestas que subyacen a estas dos posiciones en disputa. Según mi intuición, que espero sea el hilo conductor de esta exposición, lo fundamental en el debate entre liberales y comunitaristas afecta al derecho (y a la posibilidad) de los individuos a elegir su propio plan de vida aún cuanto éste entre en conflicto con la comunidad de la que forma parte. Apoyado en la distinción de Sartori sobre «el» y «los» liberalismos, dedicaré la primera parte del trabajo a explicar —de la forma más breve posible— la evolución de esta corriente de filosofía política y cómo hoy el protagonista en este debate es cierto tipo de liberalismo que caracterizaré como deontológico, neocontractualista, de inspiración kantiana, que tiene como principal exponente a John Rawls, y cuyo origen y desarrollo no se explica sin entender algunos rasgos propios de la filosofía política de la segunda mitad del siglo XX5 . En definitiva, me refiero a lo que se vino a denominar como el nuevo paradigma de un liberalismo rights based 6. 4 De esta forma, y pese a que dejaré constancia de los orígenes previos y las diversas influencias que subyacen a esta disputa, me referiré al debate liberal comunitarista como la expresión de un fenómeno cuyo apogeo situamos en la década de los ochenta y cuyos principales protagonistas provienen de la filosofía política angloamericana. 5 Aunque ocasionalmente aparezcan referencias puntuales, este trabajo no comprende la descripción de los planteamientos de autores tan importantes como Isaiah Berlin, Joseph Raz o Richard Rorty. La razón es que la dificultad de su filiación al interior del liberalismo — «perfeccionista» en el caso de los dos primeros y «contextualista» el último— añaden una dificultad adicional a las no pocas que significa abordar el debate liberal/comunitarista. Aunque soy conciente de la importancia de las ideas de Raz entorno a la sociedad multicultural y el aporte de Rorty en torno al particularismo y los problemas del lenguaje, espero poder abordar esas cuestiones a través de un desarrollo más general e incluso iluminado por otros autores con mayor protagonismo en esta polémica. 6 MERQUIOR, JOSÉ: Liberalismo viejo y nuevo, traducción de S. Mastrangelo, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 183. Un interesante artículo en torno a la evolución del liberalismo, puede consultarse en BECKER, WERNER: «El liberalismo clásico y el liberalismo democrático», traducción de E. Garzón Valdés, en Sistema, 47, 1982, (pp. 47-59).

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En el segundo capítulo, haré una presentación más exhaustiva de A theory of justice de Rawls7 , describiendo sus conceptos fundamentales e intentando explicar la lógica de su razonamiento. El análisis particular de esta obra se justifica no sólo por la importancia de la misma8 , sino también, como espero podrá advertirse, porque las mayoría de las posiciones comunitarias tuvieron su origen en la posterior polémica que motivó su publicación. Incluso más, en el caso de Michael Sandel, por ejemplo, su producción filosófica ha girado en torno a la crítica de A theory of justice. Por lo mismo, no concluiré este apartado sin hacer mención a ciertas críticas, generales y particulares, que se hicieron a la obra de Rawls9 . Entrando ya de lleno al debate que nos ocupa, el tercer capítulo del trabajo encara derechamente las objeciones que, desde el movimiento comunitarista, se hicieron al liberalismo individualista a comienzos de la década de los ochenta. Después de una descripción general, donde adicionalmente intentaré rescatar algunos de los orígenes filosóficos de esta polémica —sintetizados en la confrontación que Kant y Hegel sostuvieron respecto de categorías que subsisten en el debate contemporáneo, examinaré tres de las principales posiciones comunitaristas más influ-

7 Cuando escribía las páginas de este trabajo, tuve noticia de la muerte de John Rawls (19312002). Rawls no sólo fue un brillante intelectual, fue además un hombre bueno, íntegro y respetuoso. Pese a toda la polémica posterior que generó su obra, nunca cayó en la descalificación gratuita o en cierto oportunismo propio de algunos actuales exponentes de esta disciplina. Demócrata ejemplar, jamás abdicó en su defensa irrestricta de la igualdad. En su entorno y a su manera, a veces tan compleja de entender para quienes nacimos en el sur de esta gran América, al mismo tiempo que fue un amante de la libertad, Rawls también fue un teórico del Estado de Bienestar. Creo que pasarán muchos años para que vuelva a aparecer alguien que le regale a la humanidad tanta lucidez, coraje y sencillez. Nuestro mejor tributo será invocarlo en cada discusión y reflexión en torno a la justicia, la equidad, el pluralismo y la igualdad. Los amantes de la filosofía o la política —cualesquiera sean nuestras inspiraciones, posiciones o actuales orientaciones— deberíamos recordarlo con cariño, respeto y admiración. En lo personal, deseo que estas próximas líneas (y, espero, las futuras que seguirán), sean mi modesto homenaje al filósofo político más importante del siglo XX. 8 «Se trata sencillamente de una obra que ha de ser tomada en cuenta de modo prioritario por quienes en el futuro se propongan abordar cualquiera de los temas considerados en ella y aspiren a ganarse la atención de la comunidad académica» [BARRY, BRIAN: La teoría liberal de la justicia, op. cit., p. 9, n. 3]. 9 Por críticas particulares, me refiero a las que se dirigieron desde el propio liberalismo; tanto en su versión libertaria (como en el caso de Nozick), como de posiciones igualitarias (como las que expresaron Dworkin o Sen). Sin embargo, no haré referencia (ya que creo escapa los límites de este trabajo) a otras importantes críticas a la obra de Rawls que se hicieron desde las corrientes feministas o del marxismo analítico.

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yentes: la de Charles Taylor, Alasdair MacIntyre y Michael Walzer. Del mismo modo, daré breve cuenta de las objeciones que, a modo de réplica, los liberales hicieron a estos planteamientos; objeciones que mostrarán la fragilidad de alguna de las posiciones antiliberales, en particular la incapacidad de estos últimos para adoptar una posición que permita juzgar con parámetros externos la justicia de la sociedades, sus instituciones y modelos sociales. Por último, y a modo de conclusión, retomaré lo que a mi juicio es lo central de este debate, a saber, la concepción liberal de la persona y la tesis de la supremacía de la justicia por sobre la virtud. Intentaré insistir, aunque ya no desde una perspectiva comunitarista conservadora, de que es posible —sin traicionar los ideales de una sociedad liberal y democrática— la búsqueda y protección de un «bien común político», indispensable para el armonioso desarrollo de los individuos de una sociedad10 , aunque muchas veces este interés general no coincida con las preferencias individualmente consideradas. Lo que espero poder mostrar, entre otras cosas, es que los seres humanos tenemos la necesidad de reconocernos mutuamente en aquello que nos resulta a todos más evidente y cotidiano. Y, al igual que en el arco iris, lo más nítido —y quizás por eso lo más verdadero— son aquellos colores que divisamos en el centro y que se distancian, en forma equidistante, de los cada vez menos perceptibles extremos. Dicho todo esto, hago tres prevenciones. La primera, es que me concentraré más en los aspectos filosóficos que sociológicos, del mismo modo que privilegiaré una metodología descriptiva o expositiva, antes que una analítica o sistemática. La segunda, se refiere a la generalidad de esta descripción. Como resulta evidente, no es posible en tan breves páginas, dar cuenta de la riqueza de las distintas posiciones y tesis de esta discusión (particularmente en el segundo capítulo del trabajo —debido quizás a la amplitud y heterogeneidad del tema—, la descripción resulta un tanto inorgánica y tediosa). Por último, creo necesario reiterar que este trabajo está dirigido a un público no especializado, y su única finalidad es introdu-

10 Una opinión similar es la que manifiesta María José Fariñas al afirmar que el «comunitarismo y liberalismo no deben ser entendidos como concepciones ontológicamente opuestas, sino como procesos evolutivos no excluyentes» [FARIÑAS, MARÍA JOSÉ: Los derechos humanos: desde la perspectiva sociológico-jurídica a la «actitud postmoderna», Cuadernos «Bartolomé de las Casas», número 6, Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, Universidad Carlos III de Madrid, editorial Dykinson, 1997, pp. 43].

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cir al tema, y ojalá motivar, a quienes no están familiarizados con este debate. En definitiva, mi personal pretensión es que este trabajo sea un modesto faro para quienes hacen sus primeros viajes en las fascinantes aguas de la filosofía política.

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Capítulo I

El liberalismo y la filosofÍa política de la segunda mitad del siglo xx

«Una conciencia agudizada de las palabras [...] agudiza nuestra percepción de los fenómenos». JOHN AUSTIN, (Hart) The concept of law

En 1994 tuve la oportunidad de asistir a una conferencia que dictó el profesor Charles Taylor. En ella, entre otras cosas, se preguntaba sobre los distintos modelos del liberalismo en la tradición cultural de occidente. Frente a la pregunta de ¿qué es una sociedad liberal?, Taylor manifestaba que existen, al menos, tres tipos de respuestas. La primera, simplemente afirma que se trata de individuos que conforman un grupo en el cual cada miembro detenta ciertos derechos y la comunidad tendría por objeto defenderlos. Se trataría, en palabras del profesor canadiense, de una comunidad de «detentores»1 de derechos. Una segunda forma de entender la sociedad liberal es definirla como una comunidad que constituye el instrumento común por medio del cual las personas reunidas pueden alcanzar ciertas metas, las que estarían fuera de su alcance de no ser por la cooperación existente. Destacaría, en esta visión, la naturaleza instrumental de un gobierno liberal. Por último, una tercera opción es hacer sinónimos las expresiones «liberal» y «democrática», poniendo el énfasis en la naturaleza de un pueblo o comunidad que se autogobierna. 1 TAYLOR, CHARLES: «El debate entre liberales y comunitarios», versión y traducción no oficial de la conferencia dictada en la Universidad de Chile, en 1994.

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Cuando la filosofía política hace mención al debate entre liberales y comunitaristas, se está refiriendo principalmente a la primera de las respuestas aludidas. Una concepción que debe mucho a los aportes de la filosofía kantiana y que afirma —según lo adelanté en la introducción— que es posible defender, a la vez, la posibilidad de compulsión racional y heterónoma en punto a cuestiones públicas, y la autonomía en relación a temas privados. Me temo, sin embargo, que dicha afirmación resulta insuficiente para identificar con más claridad a uno de los partícipes de este debate. Por lo que, aunque sea en términos breves y esquemáticos, creo indispensable decir algo más sobre el liberalismo como manifestación de una política con profundos antecedentes históricos.

1. El liberalismo: su versión plural y singular El liberalismo, como doctrina de pensamiento, tiene tres siglos de historia. Los historiadores suelen situar su nacimiento en Gran Bretaña, específicamente en 1688, al triunfar la «gloriosa revolución inglesa» contra Jacobo II. En sus orígenes, estas manifestaciones del liberalismo se asociaron al sistema de gobierno inglés, y fundamentalmente, a las ideas de tolerancia religiosa y Estado constitucional como Rule of Law2 . Relacionado con lo anterior, no debe descuidarse el hecho de que el liberalismo, como discurso político occidental, es el producto histórico de tres siglos de experiencia que se consolidó como corriente de pensamiento a partir de muchas y variadas fuentes de inspiración: la teoría de los derechos naturales e individuales (como consecuencia de las influencias del iusnaturalismo racionalista y del contractualismo3 ); la experiencia euro-

2 «¿Qué es el fenómeno de la Ilustración británica sino la puesta en marcha de ese movimiento que comúnmente llamamos liberalismo?» [VALLESPÍN, FERNANDO: «Introducción», en VALLESPÍN, F. (editor): Historia de la teoría política. Volumen 3: Ilustración, liberalismo y nacionalismo, colección Ciencia Política, editorial Alianza, Madrid, 2002, p. 10, (pp. 7-10)]. Para una descripción más comprensiva y detallada, ver COLOMER, JOSEPH: «Ilustración y liberalismo en Gran Bretaña: J. Locke, D. Hume, los economistas clásicos, los utilitaristas», en VALLESPÍN, F. (editor): Historia de la teoría política. Volumen 3, ob. cit., (pp. 11-103). 3 Sobre el iusnaturalismo racionalista y el contractualismo, en lo que se refiere a su influencia en la conformación de los derechos naturales, ver: WELZEL, HANS: Introducción a la

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pea de la conquista de la tolerancia religiosa; el constitucionalismo; la contribución posterior de la economía clásica; la difusión de las tesis de la Ilustración francesa y escocesa; y en el plano histórico, la revolución inglesa de 1688; la independencia de los Estados Unidos de América en 17751783 y la revolución francesa de 1789-1799. Para ocupar una expresión que acuñara Sartori, existe un «liberalismo en singular» que precede y sostiene al «liberalismo en plural». Por consiguiente, debe comprenderse que si bien el liberalismo es una realidad heterogénea con muchas denominaciones y ramificaciones, debemos separar el liberalismo en cuanto tal, en su forma pura y original, de los hijos que el liberalismo ha generado, sobre todo en el siglo XX 4 . Del mismo modo, debe hacerse un esfuerzo por distinguir entre liberalismo y democracia 5 . No obstante que nuestras actuales formas de gobierno sean democracias liberales, cuya esencia ha sido entendida

filosofía del derecho. Derecho natural y justicia material, traducción de F. González, editorial Aguilar, Madrid, 1971, pp. 110 y ss.; FERNÁNDEZ G., EUSEBIO: «El iusnaturalismo racionalista hasta finales del siglo XVII» en PECES-BARBA, G. y FERNÁNDEZ G., E. (directores): Historia de los derechos fundamentales. El tránsito a la modernidad. Tomo I: Siglos XVI y XVII, editorial Dykinson, Madrid, 1998, segunda parte, capítulo VI, (pp. 571600); FERNÁNDEZ G., EUSEBIO: «La aportación de las teorías contractualistas» en PECES-BARBA, G., FERNÁNDEZ G., E. y DE ASÍS, R. (directores): Historia de los derechos fundamentales. Tomo II: Siglo XVIII, Volumen II. La filosofía de los derechos humanos, editorial Dykinson, Madrid, 2001, segunda parte, capítulo VI, (pp. 3-42). 4 Al contrario de lo que sucede en la actualidad, la identificación de esta forma pura y original del liberalismo encuentra dos dificultades: se debe hacer necesariamente referencia a autores específicos (donde cada uno de ellos representa un «mundo liberal» aparte) y se debe estar conciente de que sus obras están plagadas de afirmaciones aparentemente contradictorias (muy conservadoras en algunos aspectos y muy radicales en otros). «Los grandes pensadores del liberalismo [...] escapan, además, a toda clasificación doctrinaria. Su misma confianza en lo que pudiéramos llamar las actitudes liberales básicas les dota de un espíritu crítico agudo que descubre, para ellos y para quienes estudien sus obras, los defectos y dificultades de la visión liberal del mundo social y las relaciones entre individuos» [GINER, SALVADOR: Historia del pensamiento social, décima edición, colección Ariel Historia, editorial Ariel, Barcelona, 2002, p. 433]. 5 «La teoría liberal en sí —la teoría de los derechos individuales y de un gobierno limitado— se remonta, desde luego, al siglo XVII. Pero hasta el siglo XIX la teoría liberal, al igual que el estado liberal, en modo alguno fue democrática; mucho de lo que había en ella era específicamente antidemocrático» [MACPHERSON, CRAWFORD: «Política: ¿democracia postliberal?», en BLACKBURN, ROBIN (editor): Ideología y ciencias sociales, traducción de E. Ruiz Capillas, colección Teoría y Realidad, número 14, ediciones Grijalbo, Barcelona, 1997, p. 17, (pp. 15-32)]. «El liberalismo y la democracia, aunque estrechamente relacionados, son conceptos separados. El liberalismo político puede definirse como una

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como una relación entre libertad e igualdad, debe destacarse que implican lógicas diferentes. El liberalismo es una teoría del control y limitación del poder del Estado en beneficio de la libertad del individuo; mientras que la democracia, como teoría, persigue la igualdad en la consideración de los intereses de la mayoría y su inserción en el poder del Estado. Para sus padres fundadores —Locke, Hamilton, Madison, Montesquieu y Constant—, el liberalismo tuvo su expresión más significativa en un ideal ético-político, esto es, se concentró en el gobierno de la ley, el Estado constitucional y las libertades políticas. Dicho de otra forma, el liberalismo en su connotación histórica fundamental es la teoría y la práctica de la protección jurídica, por medio del Estado constitucional, de la libertad política. El siglo XVII será el testigo de la creación de una alternativa política al absolutismo: el liberalismo político. En ese contexto, el de la revolución inglesa de 1688 y la consecuente caída de la dinastía de los Estuardos

regla jurídica que reconoce ciertos derechos o libertades individuales respecto al control gubernamental [...] La democracia, por otro lado, es el derecho de todos los ciudadanos de participar en el poder político, es decir, el derecho de todos los ciudadanos a votar y tomar parte en la política» [FUKUYAMA, FRANCIS: El fin de la historia y en último hombre, traducción de P. Elías, editorial Planeta, Barcelona, 1992, pp. 79 y ss.]. Es interesante acotar que muchas veces las relaciones entre liberalismo y democracia han sido contradictorias. Así por ejemplo, para Kant sólo los propietarios eran ciudadanos en sentido pleno, en cambio los que carecían de autosuficiencia en el terreno económico no tenía ningún derecho a participar en la tarea legislativa. De igual modo, Constant condiciona la ciudadanía a «quienes posean la renta necesaria para vivir con independencia de toda voluntad extraña», dejando fuera a los «condenados por su indigencia a una perpetua dependencia y a trabajos diarios». Así mismo, es sintomática la permanente desconfianza a la «tiranía de las mayorías» que tanto Tocqueville como Stuart Mill manifestaron en su época. Incluso el propio Berlin reconoció que la libertad negativa o liberal «no está conectada, por lo menos lógicamente, con la democracia o el autogobierno. El autogobierno puede, en general, proporcionar una garantía mejor de la conservación de las libertades civiles que otros regímenes, y como tal lo han defendido partidarios de la libertad. Pero no hay una conexión necesaria entre la libertad individual y el gobierno democrático». Incluso en nuestros días Rawls manifestó que «no hay nada que abone la opinión de que lo que la mayoría quiere es correcto» y Dworkin, en el mismo sentido, expresó que «la mayoría, por más grande que esta sea, no cuenta con garantías de verdad». Sobre este tema, Macpherson ha sostenido la tesis que los liberales —al menos desde Locke a Burke— nunca creyeron en la democracia. Para más detalles que ilustren este punto, ver MACPHERSON, CRAWFORD B.: La democracia liberal y su época, traducción de F. Santos, colección Libros del Bolsillo, Humanidades, número 870, editorial Alianza, Madrid, 1994.

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y el posterior ascenso al poder de Guillermo de Orange, surge el pensamiento de John Locke, que introducirá —inmerso en la teoría de los derechos naturales (iusnaturalismo/contractualismo)— la primera formulación clásica del liberalismo6 . Sus rasgos fundamentales son: individualismo, primacía de la razón, universalismo, consentimiento, derechos naturales, propiedad privada, progreso en la historia y un poder limitado, divisible, resistible y transferible. El siguiente siglo, ahora en Francia y Escocia, generará nuevos desarrollos del liberalismo clásico. Montesquieu hará su aporte con los fundamentos de la teoría de la división de poderes y del constitucionalismo como gobierno de la ley. Mientras que la Ilustración escocesa, a través de los exponentes de la economía clásica (Hume, Smith y Ricardo), postulará la defensa de la libertad económica mediante la existencia del mercado, la propiedad privada como garantía de libertad para el individuo (como fuente última de seguridad), y la defensa de un Estado limitado en sus funciones y en su poder. Del mismo modo, y también en el siglo XVIII, se redefinirá por parte de Hamilton y Madison —en los «Papeles del Federalista»— el concepto de República en términos de gobierno representativo. Con todo, fue el siglo XIX el más fecundo para los sucesivos desarrollos del liberalismo. El utilitarismo de Bentham introduce el «principio de utilidad» (para obtener la máxima utilidad o la mayor felicidad posible es preciso orientar la legislación hacia ese objetivo) y la idea de que es necesario un control democrático del gobierno mediante el sufragio universal. Por otra parte, el liberalismo francés, encabezado por Constant —y su célebre conferencia «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos»— hará una apasionada defensa de la libertad negativa como rasgo distintivo del liberalismo frente al ideal democrático del autogobierno. Del mismo modo, en «La Democracia en América» de Tocqueville, se consolida una de las argumentaciones más lúcidas sobre las relaciones entre liberalismo y democracia. Por último, el paradigma clásico alcanzaría su máximo esplendor con Mill —en sus obras On liberty y On the representative government— sustentando la defensa del individuo por sobre la intromisión del Estado y de la sociedad, el principio de la tolerancia, la defensa del pluralismo el principio de inclusión de las minorías y el 6 Una explicación de la influencia de Locke en las primeras formulaciones del liberalismo, puede consultarse en VÁRNAGY, TOMÁS: «El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo», en BORON, ATILIO (compilador): La filosofía política moderna. De Hobbes a Marx, publicaciones Clacso, Buenos Aires, 2000, (pp. 41-76).

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reconocimiento y la legitimación del carácter representativo de las democracias liberales (modernas)7 . Este liberalismo, que Sartori denominó como «singular», pareció caracterizarse por la defensa de la libertad individual en contra del Estado, garantizada por la imposición de límites y contrapesos al poder político. Con todo, la original variedad de influencias, realidades y contextos, fue derivando en diversas manifestaciones que hacían mayor hincapié en algún rasgo en particular. Me refiero a la participación democrática, la libertad económica y la igualdad social. En el primer caso, resulta obvio que el liberalismo, siendo en sus orígenes fundamentalmente una corriente ético-política, se asociará con posterioridad a la idea de democracia como forma de gobierno capaz de proteger las libertades liberales básicas, fomentando con ello un liberalismo político democrático. En segundo lugar, la tesis de que la libertad económica, garantizada por la existencia y la seguridad que le otorga al individuo su propiedad, la libre iniciativa y el mercado como un orden libre y espontáneo, era un complemento necesario a la libertad política8 . Por último, el esfuerzo de liberales como Mill por acercar al liberalismo hacia direcciones más igualitarias, generó una tercera gran corriente dentro de esta familia: el liberalismo social. Por consiguiente, el siglo XX fue testigo de la mayor dispersión y multiplicación de las corrientes liberales. Las disputas internas, como las inevitables caricaturas que se hacen por parte de sus adversarios, hacen prácticamente imposible establecer clasificaciones generales que resulten incontrovertibles. Con todo, apoyado por los párrafos precedentes, y muy a grandes rasgos todavía, creo posible trazar al menos ciertas líneas gruesas.

7 Dos estudios interesantes sobre la obra de Tocqueville y Mill, escritos por Helena Vejar y Joaquín Abellán respectivamente, pueden consultarse en VALLESPÍN, FERNANDO (editor): Historia de la teoría política. Volumen 3, ob. cit., capítulos 5 y 6. 8 Con todo, en ocasiones se confunde (e identifica) al liberalismo como sistema político constitucional (doctrina política) con el liberalismo como sistema económico librecambista (doctrina económica), incurriendo, en palabras de Elías Díaz, en una «falacia de identidad» [DÍAZ, ELÍAS: Ética contra política, segunda edición, colección Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política, editorial Fontamara, México, 1998, p.72]. Dicha confusión, algo interesada por parte de ciertas corrientes políticas, atenta contra la evidencia histórica y contra la claridad analítica. El liberalismo es y ha sido una corriente política antes que un sistema económico.

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La vertiente social agrupará a filósofos como Green, Kelsen, Dewey, Keynes, Bobbio y Rawls, por nombrar sólo algunos. Por su parte, en la vertiente del liberalismo económico destacarán: Von Misses, Hayek, Friedman, Buchanan y Nozick, entre otros. Finalmente, el liberalismo político democrático podría asociarse a Macpherson, Dahl, Aron, Dahrendorf, Lukes, Popper y Sartori. Pese al reciente auge de los liberalismos democráticos, son las dos primeras corrientes las que han tenido mayor impacto y, por lo mismo, han sido foco de las mayores controversias. De este modo, y siempre dentro de la tradición liberal, creo que podría aceptarse la idea de que, en la actualidad, existen dos grandes corrientes: por una parte, aquella tributaria de la dimensión económica del liberalismo y que mayoritariamente se conoce como «liberalismo libertario»; y, por la otra, aquella heredera de su dimensión social y que se ha venido a denominar «liberalismo igualitario»9 . El primero afirma que la única forma de tratar a los seres humanos como iguales, es dejando de lado sus diferencias (raciales, sociales, sexuales, religiosas, etc.) para otorgar, a través de leyes universales y sin ningún tipo de discriminación, una igual consideración y respeto10 . El segundo, en cambio, sostiene que al desconocer las diferencias que existen entre las personas, no se garantiza la autonomía personal para adoptar decisiones y que, por lo mismo, debemos ser sensibles a todas aquellas circunstancias que impiden que los seres humanos puedan alcanzar la satisfacción global de sus necesidades11 . En defini-

9 Dentro de la corriente del liberalismo social o igualitario, también suele distinguirse el liberalismo constructivista (Rawls), el liberalismo ético (Dworkin) y el liberalismo neutral (Ackerman). Dentro de la corriente económica del liberalismo —«liberismo» en Italia, «libertarios» en Estados Unidos y «neoliberales» en América Latina— suele hacerse la distinción entre el liberalismo que parte de la igualdad ética (Nozick), el liberalismo como ventaja mutua (Guathier y Buchanan) y el liberalismo teleológico, o sea, aquel que subraya a la libertad como su objetivo ulterior (Hayek). Otra de las denominaciones que suele ocuparse para clasificar al liberalismo libertario, es aquella que los divide por «escuelas». De este modo, se distingue: la «Escuela Austriaca», constituida a fines del siglo XIX por Carl Menger, Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek; la «Escuela de Chicago» (también llamada «monetarista»), reunida por primera vez con la Mont Pelerin Society, integrada por M. Friedman y G. Becker; y la «Escuela de Virginia» o «Public Choice», integrada por J. Buchanan y G. Tullock. 10 Ver por ejemplo, POSNER, RICHARD: The problems of jurisprudence , Harvard University Press, 1990, pp. 287 y ss. 11 Esta distinción fue recogida por Arneson, quien nos propone diferenciar entre igualdad de «ciudadanía democrática» y de «expectativas de vida»; donde la primera hace referencia al catálogo mínimo de derechos que debe ser asegurado a todos los ciudadanos, mientras la

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tiva, la única manera de alcanzar la igualdad —parafraseando a González Amuchastegui— es tratar de manera desigual a los desiguales12 . Para el liberalismo libertario, defendido de modo paradigmático por Robert Nozick, aquellos azares de la naturaleza que se refieren a cuestiones como el talento, las capacidades físicas o el origen social, aunque eventualmente determinantes en el destino de nuestras vidas, no merecen ser objeto de atención por una sociedad que intenta definirse a si misma como «justa», sino sólo aquellos aspectos que pueden atentar contra la consagración de la libertad en un sentido negativo 13 . En cambio, para el liberalismo igualitario o «socialista»14 ese tipo de circunstancias resultan ser arbitrarias desde un punto de vista moral, puesto que los sujetos terminarían siendo beneficiados o perjudicados por las mismas, sin que se les pueda reprochar el hecho de que hayan merecido una mejor o peor suerte. De este

segunda —como muchas veces lo ha afirmado Tugendhat— presupone el establecimientos de condiciones sociales, políticas y culturales que garanticen que todos tengan un mínimo de bienestar [ARNESON, RICHARD J.: «Equality», en GOODIN, R. y PETTIT, P. (editores): A companion to contemporary polítical philosophy, Blackwell Publishers Ltd., Oxford, 1999, p. 489]. 12 Ver GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, JESÚS: Concepto y fundamento de los derechos humanos, Defensoría del Pueblo, Bogotá, 2001, pp. 24 y 25. 13 A esto creo se refería Laski cuando afirmó: «El individuo, a quien el liberalismo se ha esforzado por proteger, está siempre, por así decir, en libertad de adquirir su propia libertad en la sociedad liberal; pero el número de quienes tienen a su disposición los medios de adquisición nunca han formado más que una minoría dentro de la humanidad [...] Fuera de este reducido círculo, el individuo cuyos derechos defiende con tanto celo, ha sido siempre una abstracción, a la que es imposible beneficiar plenamente con sus ventajas» [LASKI, HAROLD: Liberalismo Europeo, traducción de V. Mígueles, segunda edición, colección Brevarios del Fondo de Cultura Económica, número 81, Fondo de Cultura Económica, México, 1953, p. 61]. 14 Esta denominación, como contraposición a un liberalismo «conservador», es utilizada por algunos autores. Con todo, creo la expresión «socialista» hace poca justicia a un debate que escapa a las fronteras europeas. En Estados Unidos y Canadá, por poner un ejemplo, pocos teóricos igualitarios aceptarían con facilidad la etiqueta de «socialistas» (no así los latinoamericanos) y preferirían quizás denominaciones como «liberales progresistas», «liberales» (a secas) o, incluso «liberales social demócratas». Con todo, no se trata —como algunos han insinuado— de que el suscribir una o otra interpretación trasunte tener que escoger entre igualdad y libertad, sino como otra forma de entender (en las teorías igualitarias) el binomio libertad-igualdad. Para ambas cuestiones ver GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, JESÚS: «La justificación del Estado de bienestar: ¿una nueva concepción de los derechos humanos?», en THEOTONIO, V. y PRIETO, F. (directores): Los derechos económico-sociales y la crisis del Estado de bienestar, ETEA, Córdoba, 1995.

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modo, el esfuerzo por corregir las consecuencias que se derivan de la «lotería natural» será un sello del liberalismo igualitario. La precedente descripción, aunque necesariamente incurre en muchas simplificaciones, demuestra que, con la actual variedad y versatilidad del pensamiento liberal, no es posible hablar hoy de un liberalismo en sentido singular. Sin embargo, un esfuerzo de sistematización teórica podría permitirnos afirmar, en general, ciertos rasgos comunes a esta corriente de pensamiento y, en particular, aventurar algunas de sus más relevantes características15 . En general, estamos en presencia de una(s) doctrina(s) que limita(n) las funciones y el poder del Estado en beneficio de la libertad individual, cuyos rasgos paradigmáticos descansan, primero, en su individualismo como explicación de la vida y como principio a defender y segundo, en la absoluta prioridad de la libertad sobre cualquier otro valor, así sea este otro la igualdad o la justicia. Más específicamente, el liberalismo (o, si se prefiere, la mayoría de los autores liberales) tienen en común ciertas características que podríamos resumir de la siguiente manera: (i) sostienen, mediante el recurso teórico del iusnaturalismo racionalista, una concepción contractualista del origen del Estado; (ii) sustentan la idea del Estado como antítesis del hombre natural (el Estado como mal menor); (iii) fundamentan una postura individualista del hombre; (iv) subrayan que el consentimiento es el fundamento del poder político; (vi) conciben de forma pesimista la naturaleza humana (egoísmo, interés propio, cálculo racional); (vi) defienden un énfasis universalista16 en sus concepciones del hombre y la sociedad; (vii) plantean que los derechos humanos son inherentes al indi15 Un intento de sistematización de los rasgos comunes del liberalismo contemporáneo, puede consultarse en: DEL ÁGUILA, RAFAEL: «El centauro transmoderno: liberalismo y democracia en la democracia liberal» en VALLESPÍN, F. (editor): Historia de la teoría política. Volumen 6: La reestructuración contemporánea del pensamiento político, colección Ciencia Política, editorial Alianza, Madrid, 2002, (pp. 549-643); MAIRET, GÉRARD: «El liberalismo. Presupuestos y significaciones» en CHATELET, FRANÇOIS (director): Historia de las ideologías, II, Saber y Poder, siglos XVIII al XX, traducción de R. Palacios, colección Por un Nuevo Saber, número 8, ediciones Zero, Madrid, 1998, (pp. 122-148); ECCLESHALL, ROBERT: «Liberalismo», en ECCLESHALL, R., GEOCHEGAN, V., JAY, R. y WILFORD, R.: Ideología política, traducción de J. Moreno San Martín, editorial Tecnos, Madrid, 1993, pp. 45 y ss; GRAY, JOHN: Liberalism, Open University Press, Londres, 1986; RIVERO, ÁNGEL: «Liberalismo radical (de Paine a Rawls)», en ANTÓN, J. (compilador): Ideología y movimientos políticos contemporáneos, editorial Tecnos, Madrid, 1998, pp. 73 y ss. 16 El tema del universalidad, tan discutido en la filosofía moral contemporánea, requiere de una precisión. Según el profesor Carlos Peña, la expresión «universalismo» tiene a lo menos

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viduo; (viii) suelen privilegiar la tesis de la racionalidad instrumental por sobre la de la racionalidad deliberativa; (ix) suelen creer en el progreso ininterrumpido de la historia humana; y (x) desconfían del Estado, la política y la mayoría ciudadana, como expresión de la voluntad popular. Ahora bien, y de cara a la pregunta fundamental que nos hacíamos al comienzo, ¿cómo enfrenta el liberalismo las distintas manifestaciones de diferencia y pluralismo tan propias de la sociedad moderna? No habiendo una sola respuesta, me parece posible plantear al menos tres alternativas distintas, donde cada una de ellas está ligada a una específica vertiente del liberalismo. Para Robert Dahl, por ejemplo, el poder sólo puede equilibrarse y atemperarse por medio del poder. En consecuencia, es necesario crear equilibrios, frenos y contrapesos, de suerte que, además de la propia división del poder en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, debe fomentarse el pluralismo asociativo mediante grupos de intereses que representen a los individuos y atemperen el poder del Estado17 . La estrategia de la vertiente tres significados diferentes: (i) el del prescriptivismo de Hare, (ii) el de la comunidad ideal de habla de Apel, y (iii) el de la Ilustración y la idea de una razón universal [PEÑA G., CARLOS: «La tesis del ‘consenso superpuesto’ y el debate liberal-comunitario», en Revista del Centro de Estudios Públicos, 84, 2001, p. 177, n. 18, (pp. 169-187)]. En el primer caso, Hare expone el principio de la universalidad de la siguiente manera: el prescriptivismo universal es una combinación de universalismo (la idea que todos los juicios morales son universalizables) y prescriptivismo (la idea que ellos son ...prescriptivos); por lo que si digo que x es rojo, me comprometo a mantener que cualquier cosa que sea, en cierto respecto, como x, es roja también. El principio de universalidad de Apel (y, en algún sentido de Habermas) se refiere a la comunidad ideal de investigadores, a saber, si pretendo que mis apreciaciones son racionales, entonces me comprometo a someterlas a la crítica de una comunidad potencialmente infinita de investigadores racionales en la que ninguna idea está proscrita ni ninguna pretensión excluida. «Si pretendo tener la razón de mi lado, entonces constituiría una contradicción performativa o pragmática mi pretensión de excluir mis ideas de la crítica y la imposición de ellas mediante un puro acto de autoridad». Por último, la idea de una razón universal ilustrada alude a la posibilidad de emitir proposiciones morales cuya validez no depende del contexto en que se emiten, válidas para todo tiempo y lugar. Como veremos más adelante, la disputa del liberalismo y el comunitarismo se refiere principalmente a este último significado de universalidad. 17 Dentro de la tradición liberal, quien mejor desarrolló esta idea de una sociedad civil fuerte como contrapeso al poder político, fue Alexis de Tocqueville. Para este autor, se requería una capa intermedia fuerte, entre el Estado y los individuos, que protegiera a estos últimos (sean éstos considerados en pequeños grupos o representados en el poder político). Los mayores logros de libertad e independencia, habían ahondado en la debilidad política de los individuos; por lo que el pluralismo asociativo era el soporte de lo político y la fragilidad del primero significaría el fin del segundo [TOQUEVILLE, ALEXIS: La democracia en América, traducción de E. Nolla, editorial Crítica, Madrid, 1998, volumen I, capítulo 4 y volumen II, capítulos V(a) y VI(a)].

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económica del liberalismo argumenta que el trato de las diferencias políticas debe considerarse como equivalente al mercado, es decir, las élites políticas deben «vender» sus ideas como mercancías a los ciudadanos «consumidores» y sujetarse a las reglas de la competencia18 . Por último, el neocontractualismo —del cual Rawls es uno de sus más importantes exponentes— defiende un principio neutral de unidad social basado en la racionalidad, es decir, la idea de que el poder político permanezca neutral frente a los diferentes intereses, las distintas concepciones del bien, las distintas formas de vida y el pluralismo de valores. Esta estrategia, plasmada exhaustivamente en A theory of justice, representa —en el debate que venimos anunciando— el más genuino trasfondo de la posición liberal. Quizás por lo mismo, ésta es la postura que más polémica ha generado en la filosofía política contemporánea y que llevó a muchos autores a sostener, incluso a resultas del revuelo suscitado, que la obra de Rawls era la gran responsable del auge de la filosofía normativa a fines del siglo pasado. Esta última afirmación es la que a continuación me propongo analizar con un poco más de detenimiento.

2. La filosofía política de la segunda mitad del siglo XX Durante los últimos años, se han multiplicado las monografías, manuales y artículos que, influidos quizás por cierta terminología de la cultura cristiana, describen la «muerte» y «resurrección» de la filosofía política en el siglo XX. En lo que todos parecen coincidir, es que la principal causa del oscurantismo, en la cual se sumió esta disciplina en la primera mitad del siglo pasado —amén de la inestabilidad política del período de entreguerras y la profunda crisis económica—, fue el dominio arrollador del positivismo y su influencia sobre todas la disciplinas académicas de la época19 . 18 Sunstein ha desarrollado una interesante propuesta a propósito de esta idea liberal del «marketplace of ideas», confrontándola (como veremos más adelante) con el «system of democratic deliberation» [SUNSTEIN, CASS: Democracy and the problem of free speech, The Free Press, Nueva York, 1993, pp. 17 y ss.]. 19 «La filosofía esta muerta —he oído decir— y la han matado los positivistas lógicos y sus sucesores al demostrar que muchos de los problemas de que se ocupan los grandes pensadores políticos del pasado eran espurios, basados en confusiones del pensamiento y en el mal uso del idioma» [PLATENATZ, JOHN: «La utilidad de la teoría política», en QUINTON,

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El positivismo lógico consistió en la congregación de una amplia tradición del empirismo como fuente del conocimiento20 , lo que desembocó en la creencia de que el único conocimiento verdadero era aquel que podía aplicar, para su validación, a la realidad, la experiencia o los hechos. La inicial admiración de los filósofos por los progresos de las ciencias, tanto materiales como humanas (piénsese, por ejemplo, en el «Círculo de Viena»), fue precedida por su intención de propiciar la realización de una filosofía en la cual sus principios fuesen consecuentes con la evolución científica, tanto natural como social; además de que quebrase con los fuertes esquemas de la metafísica idealista y el racionalismo clásico. De esta forma, todo enunciado o proposición que no se correspondiera al simple testimonio de un hecho no encerraba ningún sentido real e inteligible, negándose así la importancia de la metafísica y la filosofía misma. En definitiva, modernidad, ciencia y razón valían como sinónimos21 .

ANTHONY: Filosofía política, traducción de E. L. Suárez, colección Brevarios, número 239, Fondo de Cultura Económica, México, 1974, p. 35, (pp. 34-51)]. 20 La filosofía del sujeto —que inauguró Descartes— concibió a la razón como una entidad trascendental, situada allende del mundo y que, en total soledad, observaba las cosas y los hechos. Esta relación monológica (sujeto/objeto), pronto se emparentó con el modelo aristotélico de la acción teleológica y quedó convertida en una razón cognitiva instrumental, o sea, con arreglo a ciertos fines. La razón logocéntrica, tal y como es concebida en el modelo clásico de ciencia que representa la física, está internamente ligada al criterio de validez asertórico que constituye la verdad proposicional (éste es el canon que gobierna el proceso de aprehensión de la realidad por el intelecto). Tal concepto posee la connotación de una autoafirmación con éxito en el mundo objetivo, posibilitada por la capacidad de manipular informadamente y de adaptarse inteligentemente a las condiciones de un entorno contingente [HABERMAS, JÜRGEN: Teoría de la acción comunicativa, traducción de M. Jiménez Redondo, editorial Taurus, Madrid, 1992, pp. 125 y ss.]. 21 Esta visión «técnica» de la racionalidad, así como sus implicaciones sociales, fueron blanco de atención por parte de muchos filósofos políticos del siglo XX. Desde «la derecha» (por decirlo de algún modo), Heiddeger identificó en ella a la esencia totalitaria de su época; un principio que se trasunta en unas técnicas de dominación de la naturaleza, de conducción de la guerra y de cría de razas que todo lo avasallan. De igual modo, y desde «la izquierda», Habermas quiso poner en duda el concepto de racionalidad cognitiva instrumental que postula el positivismo: un reduccionismo que ha atenazado a la filosofía occidental durante gran parte del siglo XX y que ha reclamado, en forma contumaz, el ámbito de las cuestiones que se pueden decidir con fundamento [HABERMAS, JÜRGEN: Conciencia moral y acción comunicativa, traducción de R. García Cotarelo, sexta edición, colección Historia, Ciencia, Sociedad, número 249, editorial Península, Barcelona, España, 2000, p. 61]. En definitiva, como alguna vez se lamentó Foucault, «La filosofía al fin se ha salido con la suya —o la ciencia pura y las ciencias sociales se han salido con la suya— y nos vemos gobernados por expertos en estrategia militar, medicina, psiquiatría, pedagogía, criminología y demás» [FOUCAULT, MICHEL: Discipline and punish: The births of the prission, traducción de A. Sheridan, Vintage Books, Nueva York, 1979, p. 223].

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Después de varias décadas de mala prensa en la filosofía moderna, el razonamiento práctico22 —o sea, el uso de la razón como un instrumento idóneo para afrontar discusiones morales y políticas— experimentó un resurgimiento a partir de los últimos treinta años. Sin embargo, la fecha y causas de esa «resurrección», son todavía motivo de disputa. Algunos, quizás la mayoría, sostienen que no fue sino hasta 1971, con la publicación de A theory of justice de John Rawls, que la filosofía política volvió a gozar de buena salud. La publicación de esta obra, ciertamente la más importante en su género, sería la principal responsable del (re)nacimiento de la filosofía moral y política en occidente23 . Otros, en cambio, han sostenido que si bien la historia del pensamiento puede sufrir transformaciones aceleradas, es muy difícil que existan cortes tajantes que expliquen, por sí solos, dichos cambios. Lo que sucedería, es que se tiende a confundir el período de desarrollo de una idea con su fecha de nacimiento (es decir, el momento en que una idea se ha convertido en una tradición y ha adquirido ya una identidad propia)24 . ¿Qué se escribió y publicó inmediatamente concluida la Segunda Guerra Mundial? A finales de la década de los cuarenta, con motivo de una nueva publicación del Leviatán (1946), Michael Oakeshott presentaba una novedosa visión y aproximación a la política, al mismo tiempo que, dos

22 Para una conceptualización de «razón práctica», ver RAZ, JOSEPH: Razón práctica y normas, traducción de J. Ruiz Manero, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, pp. 12, 13 y 14. 23 Ver, por ejemplo, BARRY, BRIAN: «The strange death of political philosophy», en BARRY, B.: Democracy and power. Essays of political theory, volumen I, Clarendon Press, Oxford, 1991, (pp. 11-23); MILLER, DAVID: «El Resurgimiento de la política», traducción de A. Echegollen, en Metapolítica, 1: 4, 1997, (pp. 487-508); PEÑA G., CARLOS y TORO, MARCELO: «Para los que no han leído a Rawls», en Anuario de Filosofía Jurídica y Social, Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, 11, Editorial Edeval, Valparaíso-Chile, 1993, (pp. 105-127). 24 Para una explicación exhaustiva de esta posición, ver LESSNOFF, MICHAEL: La filosofía política del siglo XX, traducción de G. Cano, colección Nuestro Tiempo, editorial Akal, Madrid, 2001. Para una versión más resumida —uno de los mejores artículos que he leído al respecto y del cual me sirvo para el desarrollo de las próximas ideas— ver PAREKH, BHIKHU: «Algunas reflexiones sobre la política occidental contemporánea», traducción de S. Dates, en La Política, 1, editorial Paidós, Barcelona, 1996, (pp. 5-22). En una perspectiva similar, ver VALLESPÍN, FERNANDO: «Introducción» en VALLESPÍN, F.: Nuevas teorías del contrato social: J. Rawls, R. Nozick y J. Buchanan, colección Alianza Universidad, número 427, editorial Alianza, Madrid, 1985

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años más tarde, en una serie de ensayos para el Cambridge Journal, atacaba la concepción racionalista que había dominado el pensamiento político de la época y culminado con el estalinismo y el nazismo25 . Durante los años cincuenta y sesenta, se publicaron las obras más relevantes de Hannah Arendt. Además de The origins of totalitarianism (1951), donde insistió en que la única forma de evitar los horrores de los cuales ella fue testigo era revisar las tradicionales categorías de la teoría política, esta autora de origen judío teorizó sobre cuestiones tan profundas como la naturaleza de la modernidad y la filosofía política en obras como The human condition (1958) o Past and future (1958). En ese mismo período, adquirieron gran notoriedad filósofos como: Isaiah Berlin, con Two conceps of liberty (1958) y Does political theory still exist? (1962); Karl Popper, con The open society and its enemies (1945) y The poverty of historicism (1957); Leo Strauss, con Natural right and history (1953) y What is political philosophy and other studies (1958); H.L.A. Hart, con The concept of law (1961) y Law, liberty and morality (1963); Joseph Schumpeter, con Capitalism, socialism and democracy; Eric Voelegin, con The new science of politics (1942) y Order and history (1956); C.B. Macpherson, con The political theory of possessive individualism (1962); Von Hayek, con Constitution of liberty (1960); Brian Barry, con Political Argument (1965); Herbert Marcuse, con One dimensional man (1964) y toda su crítica al positivismo de la época26 ; o también, todos los trabajos que John Pocock y Quentin Skinner publicaron entre 1951 y 1963. Del mismo modo, Sartre y Habermas (sólo por nombrar a algunos) fueron responsables del pri-

25 Esta crítica sería después retomada por Habermas que —partiendo en los motivos de la tradición que arranca de Hegel— denunció que la modernidad albergaría un sobredimensionado concepto de racionalidad. «La época de la Ilustración, que culmina en Kant y Fitche no ha erigido en la razón sino en un ídolo; ha sustituido equivocadamente la razón por el entendimiento o la reflexión y con ello ha elevado en absoluto algo finito» [HABERMAS, JÜRGEN: El discurso filosófico de la modernidad, traducción de M. Jiménez Redondo, editorial Taurus, Madrid, 1991, p. 38]. 26 Pese a que Marcuse reconoció que el positivismo tuvo en sus orígenes una fuerza radical que supuso un ataque directo a las concepciones religiosas y metafísicas que eran el soporte ideológico del antiguo régimen. posteriormente lo acusaría de conservador y burgués; una «doctrina resignada», que ayuda a proteger a los «poderes interesados en la preservación de la forma de realidad» que, sin más remedio, sucumbe a un «relativismo indefenso» y promueve «precisamente los poderes cuyo pensamiento reaccionario pretendía el mismo combatir» [MARCUSE, HERBERT: Negations: essays in critical theory , traducción de J. Shapiro, Peguin, Londres, 1969, página 114].

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mer intento sistemático de construir la filosofía política marxista que el mismo Marx había desdeñado como una actividad parasitaria y fruto del onanismo intelectual. Si, como lo demuestra esta breve y no exhaustiva enumeración, la filosofía práctica parece haber gozado de mucha vitalidad durante estos años y, como lo sostuvo Victoria Camps: «La segunda mitad del siglo XX ha asistido a la evidente recuperación de la teoría ética, hasta el punto que no es insensato ni erróneo afirmar que, hoy por hoy, la ‘filosofía primera’ no es metafísica o teoría del conocimiento, como ocurrió en la modernidad, sino filosofía moral»27 , ¿qué motivó la común certificación de su muerte? Existen, según Parekh28 , tres tipos de razones. La primera, propia de cierta inercia intelectual, es que a partir de 1965 —fecha en que Peter Laslett anunciara los funerales de la praxis, en su introducción a una serie de ensayos titulados Philosophy, politics and society— muchos filósofos dieron por cierto tal anuncio (Robert Dahl, entre otros) sin mayor análisis

27 CAMPS, VICTORIA: «Presentación», en CAMPS, V., GUARIGLIA O. y SALMERÓN F. (editores): Enciclopedia iberoamericana de filosofía: Concepciones de la ética, volumen 2, editorial Trotta, Madrid, 1992, p. 19, (pp. 11-28). En la citada recuperación de la teoría ética han intervenido, sin duda, además de factores como una mayor amplitud de temas y una metodología más pluralista, también una nueva consideración sobre la racionalidad en cuestiones de índole moral, política y jurídica. Con todo, el tratamiento de este punto es el resultado de una clara diferenciación entre la tradición angloamericana y la tradición continental. Para el tema de la ética pueden consultarse, por ejemplo, tres sugerentes obras: LÓPEZ ARANGUREN, JOSÉ L.: Lo que sabemos de moral, editorial G. del Toro, Madrid, 1967; WARNOCK, MARY: Ética contemporánea, traducción de C. López-Noguera, presentación de J. Muguerza, editorial Labor, Barcelona, 1968; SANCHEZ-PESCADOR, JOSÉ: Problema del análisis del lenguaje moral, editorial Tecnos, Madrid, 1970; y MUGUERZA, JAVIER: La razón sin esperanza. Siete trabajos y un problema de ética, editorial Taurus, Madrid, 1977. También merece la pena exaltar nuevas interpretaciones y nuevos conocimientos de figuras filosóficas como la que se hace en JANIK, ALLAN y TOULMIN, STEPHEN: La Viena de Wittgenstein, traducción de I. Gómez de Liaño, editorial Taurus, Madrid, 1974. En el ámbito de la filosofía jurídica y política, se puede consultar FERNÁNDEZ G., EUSEBIO: Teoría de la justicia y los derechos humanos, editorial debate, Madrid, 1984; VALLESPÍN, FERNANDO: Nuevas teorías del contrato social, ob. cit.,; MUGUERZA, JAVIER: Desde la perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo, Fondo de Cultura Económica, 1990; y LAPORTA, FRANCISCO: «Ética y derecho en el pensamiento contemporáneo» en CAMPS, V.: Historia de la Ética. Tomo III. Ética contemporánea, editorial Crítica, Barcelona, 1989, (pp. 221-295). 28 PAREKH, BHIKHU: «Algunas reflexiones sobre la política occidental contemporánea», ob. cit., pp. 12 y 13.

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de sus fundamentos. La segunda, muy relacionada con la anterior, se debe a cierta ignorancia respecto de lo que se estaba publicando en esa época. Resulta muy ilustrativo, por ejemplo, que en la Enciclopedia of political philosophy, publicada en 1987, no existiera ninguna referencia a Voegelin o Strauss. Por último, parecía creerse que la filosofía política debía escribirse en grandes libros y no, como mucho se hizo en las décadas de los cincuenta y los sesenta, a través de ensayos y artículos más breves. Eso explicaría, entre otras cosas, por qué los escritos previos y preparatorios de A theory of justice no tuvieron ningún impacto (o, al menos, insignificante) comparado con el que se produjo después de la publicación de la obra completa. Con todo, existe una cuarta razón que, en algún sentido, subsume a las anteriores; y que refleja una característica propia de esas dos décadas: la completa ausencia de polémica y discusión literaria. Los años cincuenta y sesenta fueron testigos del nacimiento de muchos «gurúes» intelectuales, que no sólo no se enfrentaban entre sí, sino que ni siquiera comentaban o hacían referencia a los otros trabajos que se estaban produciendo. Así por ejemplo, toda la obra de Hannah Arendt contiene tan sólo un par de referencias a otros autores como Oakeshott, Popper, Berlin o Strauss. Lo mismo ocurría con sus discípulos y seguidores que, sólo con la excepción de ciertos autores marxistas que se mostraron más iconoclastas, mantenían sus críticas en silencio o las expresaban en círculos académicos de mucha confianza. Esto me parece relevante, ya que el estilo filosófico de la década de los cincuenta y sesenta fue totalmente distinto al de los años posteriores. Los años setenta y ochenta muestran una filosofía mucho más variada, tolerante y dispuesta a probar nuevas ideas. Del mismo modo, la misma resulta más rigurosa, analítica y argumentativa de lo que fueron las obras de la década del cincuenta y sesenta, lo que inevitablemente desencadenó —y esto me interesa resaltarlo— en la desaparición de los grandes maestros intocables. Todos, incluidos los más lúcidos, eran considerados como iguales y estuvieron —como veremos más adelante en el caso de Rawls— expuestos a una crítica muy severa. Este cambio de clima intelectual, provocó que las ideas fueran separadas de sus autores, transformadas en propiedades públicas, desmenuzadas y analizadas en sus propios términos. Dicho de otra forma, si la década de los cincuenta y sesenta fue la época de los pensadores, los años setenta y ochenta asistieron al momento de las ideas. Es justamente en ese contexto, donde creo debe volver a ponderarse la importancia e influencia de la obra de Rawls. Me animo a decir que A theory of justice sigue marcando un antes y un después en la filosofía polí-

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tica del siglo XX29 , no tanto por su rol revitalizador de esta disciplina (que, en justicia, también debe reconocérsele), sino por haber instaurado la idea de que la filosofía política era una rama de la filosofía moral y dado que ésta es esencialmente normativa, la tarea de la filosofía política no sólo consiste en desarrollar principios para evaluar la estructura social, sino también en diseñar instituciones, procedimientos y políticas apropiadas. A partir de ahí, una vasta gama de intelectuales, filósofos y políticos han iniciado un profundo debate, donde se plasman diferentes corrientes morales y políticas, que han influido en diversas disciplinas como son la Economía, el Derecho, la Sociología o la misma Filosofía Política, por nombrar algunas. La influencia de esta obra, tanto para sus seguidores, críticos y los correspondientes debates que originó hasta el día de hoy, ha concentrado la atención de intelectuales y filósofos tan heterogéneos como: Dworkin y Sen, Apel y Habermas, Taylor y Gadamer, Nozick y Hayek, o Sandel, MacIntyre y Walzer, sólo por nombrar a algunos.

29 Uno de los más fervientes detractores de la obra de Rawls —me refiero a Michael Sandel— no tuvo complejos para afirmar «que ningún norteamericano que tuviera intereses académicos relacionados con la filosofía, la economía, el derecho y la política, podría olvidar el lugar en el que se encontraba cuando se llevaron a cabo tres sucesos: la primera vez que hizo el amor, cuando asesinaron a Kennedy y la vez que leyó por primera vez la Teoría de la justicia» [Extracto de las palabras pronunciadas el 21 de octubre de 1995 en la Universidad Santa Clara, California, con motivo del homenaje por el vigésimo quinto aniversario de la publicación de A Theory of Justice. Documentado en DIETERLEN, PAULETTE: «Las etapas del pensamiento de John Rawls» en Metapolítica, 2: 6, 1998, p. 327, (pp. 327-337).

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Capítulo II

Rawls y el liberalismo contemporáneo

«Ahora que nadie nos oye te susurraré una blasfemia: ¿te acuerdas que te dije que los que mejor entienden la ética son los egoístas reflexivos? Pues bien, los miembros de la comunidad que menos contribuyen a estropearla son esos individualistas contra quienes tanto oirás predicar: los que viven para sí mismos y por tanto comprenden las razones que hacen indispensable la armonía con los demás». FERNANDO SAVATER, Política para Amador

En los Estados Unidos, los años sesenta fueron un período de intensa politización y conflictividad social. Los problemas raciales, que se manifestaban fuertemente en la cuestión de los derechos civiles, la guerra de Vietnam, las manifestaciones estudiantiles y en general un creciente clima de contracultura, contribuyeron al radicalismo político y al cuestionamiento de «la legitimidad del sistema [y] su capacidad para engendrar y mantener la creencia de que las instituciones políticas existentes [eran] las más apropiadas»1 . En ese contexto, donde las instituciones liberales y democráticas comienzan a perder prestigio y su legitimidad se pone en tela de juicio, surge la necesidad, tanto desde la filosofía analítica como de la realidad de la cual se era testigo, de una «nueva» teoría de la justicia. 1 MARTÍNEZ G., JESÚS: La teoría de la justicia en John Rawls, colección El Derecho y la Justicia, número 4, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985, p. 5.

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1. El contexto de su obra Para entender la obra más importante de Rawls2 , me parece indispensable echar mano de cinco claves o características que rodearon su creación y publicación: (i) su inspiración kantiana, (ii) su orientación liberal, (iii) la correspondiente defensa de una moral deontológica, (iv) la influencia de la teoría contractualista, y (v) la intención de superar —según el propio Rawls— el atolladero en que se encontraba la filosofía política y moral a mediados del siglo pasado, como resultado de la influencia del utilitarismo y el intuicionismo3 . (i) El proyecto ilustrado tuvo la pretensión de someter todas las esferas de la vida, incluida la esfera práctica, al imperio de la razón4 . Uno de los más fieles exponentes de la Ilustración, Emanuel Kant, creía 2 Pese a que la literatura sobre A Theory of Justice resulta inabarcable y desbordante, recomiendo seis textos (en castellano): WOLFF, ROBERT P.: Para comprender a Rawls. Una reconstrucción y una crítica a la Teoría de la Justicia, traducción de M. Suárez, colección Obras de Filosofía, Fondo de Cultura Económica, México, 1981; BARRY, BRIAN: La teoría Liberal de la justicia, ob. cit.; MARTÍNEZ G., JESÚS: La teoría de la justicia en John Rawls, ob. cit.; VALLESPÍN, FERNANDO: «El neocontractualismo: John Rawls» en CAMPS, V.: Historia de la Ética. Tomo III. Ética contemporánea, ob. cit., (pp. 577-600); PAREKH, BHIKHUN: Pensadores políticos contemporáneos, traducción de V. Bordoy, colección Alianza Universidad, editorial Alianza, Madrid, 1986, pp. 181-214; y BELTRÁN P., ELENA: «El neoliberalismo (2): La filosofía política de John Rawls», en VALLESPÍN, F. (editor): Historia de la teoría política. Volumen 6: ob. cit., (pp. 88-150). Otros textos recomendados, cuya traducción al castellano desconozco, son: GAUS, GERALD: «The convergence of rights and utility: The case of Rawls and Mill», en Ethics, 92, 1981, (pp. 5772); HAKSAR, VINIT: Liberty, equality and perfectionism, Oxford University Press, Oxford, 1979; HARE, RICHARD: «Rawls theory of justice», en Philosophycal Quarterly, 23: 144, 1973 (pp. 144-155 y 241-252); HARSANYI, JOHN: «Can the maximin principle serve as a basis for morality? A critique of John Rawls’ theory», en American Political Science Review, 69: 2, 1975, (pp. 594-606); HART, H.L.A.: «Rawls on liberty and its priority», en DANIELS, N. (editor): Reading Rawls, Stanford University Press, California, 1989, (pp. 230-252); y SEN, AMARTYA, «Rawls versus Bentham: An axiomatic examination of the pure distribution problem», en DANIELS, N. (editor): Reading Rawls, ob. cit., (pp. 283-291). 3 Una breve e interesante biografía de Rawls puede consultarse en POGGE, THOMAS: «John Ralws. Una biografía», en Claves de Razón Práctica, 131, 2003, (pp. 44-55).

4 Me refiero a esa razón ilustrada que coacciona a los individuos a dar sentido a su vida desde sí mismos, negándoles el recurso a echar mano a algo fuera de ellos, como la religión, la historia, la tradición, el amor o el deseo. En este sentido, son ilustrativas las palabras de Kant: «¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!. Tal es el lema de la Ilustración» [KANT, EMANUEL: «¿Qué es la Ilustración?», en Isegoría, 25, 2001, p. 287, (pp. 287-291)].

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decididamente que la praxis era racional, es decir, sostenía que el ámbito de la decisiones humanas podía (y debía) ser iluminado por el intelecto. Kant, al igual que todos sus seguidores, no son escépticos en cuestiones de metaética teórica (o ética normativa5 ), o sea, responden afirmativamente a la pregunta de si es posible un debate racional en punto a cuestiones de moralidad. Para Kant, una acción sólo posee valor moral cuando se realiza en consideración al deber; y es posible, para todo agente racional, concluir principios morales sustantivos, atendiendo sólo a la pura razón práctica6 . Como tantos liberales, puede afirmarse que la obra de Rawls es un intento por revalidar la ética kantiana y así superar el aparente fracaso de su «maestro» en deducir conclusiones sustantivas de premisas puramente formales. Es justamente aquí donde el profesor de Harvard retoma la teoría y, en una variante de los «juegos de regateo» —un modelo simplificado del comportamiento estratégico en torno a incentivos— espera derivar principios sustantivos de premisas que, sin ser del todo formales, tampoco son manifiestamente materiales7 . (ii) También resulta en extremo relevante para entender la obra de Rawls, la orientación liberal de A theory of justice8 . La primacía de los valores del pluralismo y la tolerancia se derivan de la autonomía que se predica respecto de cualquier sujeto para trazar su propio plan de vida y ajustar sus actos a ese itinerario. Si los hombres son dueños y artífices de su destino, el problema que ha de encararse, como expresa Rawls: «es el de cómo construir una sociedad estable constituida por ciudadanos libres e iguales que mantienen profundas diferencias en cuanto a la religión, filosofía y moral, sin que ello signifique desmedrar ni la libertad, ni la igual5 Sobre el concepto de metaética y sus clasificaciones, ver NINO, CARLOS: Introducción al análisis del derecho, colección Ariel Derecho, novena edición, editorial Ariel, Barcelona, 1999, p. 354. Ver también ÁLVAREZ, SILVINA: La racionalidad de la moral. Un análisis crítico de los presupuestos morales del comunitarismo, colección El Derecho y la Justicia, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 2002, pp. 27 y ss. 6 KANT, EMANUEL: Crítica a la razón práctica, traducción de J. Rovira, editorial Losada, Buenos Aires, 1990, pp. 48 y ss. 7 La empresa de Rawls, según Sandel, buscaría reemplazar las oscuridades germánicas por una metafísica más sobria y más adecuada a la idiosincrasia anglo-americana. 8 RAWLS, JOHN: Libertad, igualdad y derecho, traducción de G. Valverde, editorial Ariel, Barcelona, 1988, pp. 9 y ss.

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dad»9 . Los miembros de una sociedad bien ordenada10 son moralmente iguales, es decir, tienen la facultad de entender la concepción pública de la justicia y de colaborar con ella11 . Por consiguiente los hombres somos «razonables», colaboramos para la realización de nuestros respectivos planes de vida; y «racionales», proyectamos nuestros propios intereses al mismo tiempo que tenemos aversión al riesgo. (iii) De esta forma, se comprende el adjetivo de «deontológico» que se acompaña a la filosofía moral de Rawls. Denominamos sistema moral deontológico a aquel que establece la prioridad «del deber» por sobre «lo bueno»12 . Si una moral ha de estar abierta a todos los planes de vida y modelos de virtud, resulta lógico que se priorice el deber de respetar los principios de justicia que permiten que todos alcancen su propio y particular modo de ver y entender el mundo. En términos kantianos, se refiere a la officia juris –a saber— los deberes cuya moralidad no radica en la adhesión de la voluntad al deber, sino en la distribución correcta de la libertad humana. «La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como lo es la verdad para los sistema teóricos. Por atractiva y económica que sea una teoría, ha de rechazarse si no es verdadera; igualmente, no importa que las leyes y las instituciones estén bien organizadas y sean eficaces: sin son injustas, han de ser reformadas o abolidas»13 . En Rawls, esta moral deontológica se fundamenta en un modelo de «justicia puramente procedimental»14 , es decir, un modelo en el cual, sin 9 RAWLS, JOHN: Liberalismo político, traducción de Antoni Doménech, colección Crítica Filosofía, número 28, editorial Crítica, Barcelona, 1996, p. 4.

10 Rawls se refiere a una sociedad proyectada para incrementar el bien de sus miembros y eficazmente regida por tal noción. «Es, pues, una sociedad en la que todos aceptan los mismos principios de la justicia, y las instituciones sociales básicas satisfacen y se sabe que satisfacen estos principios» [RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, traducción de M. Dolores González, colección Obras de Filosofía, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pp. 501 y 502]. 11 RAWLS, JOHN: Sobre las libertades, traducción de J. Vigil Rubio, colección Pensamiento Contemporáneo, número 9, editorial Paidós, Barcelona, España, 1990, p. 15. 12 HUDSON, WILLIAM: Filosofía moral contemporánea, traducción de J. Hierro, colección Alianza Universidad, número 109, editorial Alianza, Madrid, 1987, p. 87. 13

RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., pp. 19 y 20.

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Ídem, pp. 107, 108 y 109.

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saber lo que es justo, contamos con un procedimiento que nos permitirá arribar a conclusiones que serán observadas por todos como justas. Esto es lo que permite rehuir el relativismo moral, respetando al mismo tiempo, los particulares ideales de excelencia humana. Con todo, debe insistirse que esta jerarquía de la justicia (el deber) por sobre la virtud (lo bueno) se predica respecto del diseño de instituciones sociales básicas y no, como usualmente se confunde, de la moral privada de las personas. (iv) Para Rawls, al igual que para la mayoría de los liberalismos contemporáneos, las teorías contractualistas ocupan un lugar central15 . Desde comienzos de la Ilustración, el contractualismo se mostró como la mejor solución para rellenar el vacío dejado por la retirada de las explicaciones religiosas o metafísicas, sobre el origen y legitimidad del poder16 . La autoridad es vista ahora, «como una creación de los propios individuos que no puede ser justificada apelando a abstracciones o entidades no humanas»17 . Al igual que la versión hobbesiana, el contractualismo kantiano ofrece una explicación de la idea que somos, por naturaleza, iguales. Pero para lo seguidores de Kant —Rawls como uno de ellos—, esta igualdad natural se refiere a una igualdad moral sustantiva, donde la desigualdad física se sustituye por igualdad moral. De esta forma, Rawls cree que echar mano al contractualismo político18 le permitirá fundar acuerdos dotados de validez universal sin menos-

15 «La idea de que la sociedad —y especialmente su organización política— puede ser entendida como el resultado de un contrato entre individuos constituye un tema fundamental en la historia del pensamiento liberal, y la teoría rawlsiana es una clara prolongación de esta tradición contractualista en muchos aspectos importantes» [MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad. El debate entre liberales y comunitaristas, traducción de E. López Castellón, colección Ensayos, edición Temas de Hoy, Madrid, 1996, pp. 43 y 44]. 16

Ver FERNÁNDEZ G., EUSEBIO: «La aportación de las teorías contractualistas», ob. cit.

17 GARGARELLA, ROBERTO: Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de filosofía política, colección Estado y Sociedad, editorial Paidós, Barcelona, 1999, p. 31. 18 Para una adecuada comprensión de lo que se ha venido a denominar el «neocontractualismo», ver VALLESPÍN, FERNANDO: Nuevas teorías del contrato social, ob. cit., pp. 189 y ss.; KYMLICKA, WILL: «La tradición del contrato social», en SINGER, P. (editor): Compendio de ética, traducción de J. Vigil R. y M. Vigil, editorial Alianza, Madrid, 1995, (pp. 267-280); GAUTHIER, DAVID: «¿Por qué contractualismo?», traducción de S. Mendlewiccz y A. Calsamiglia, en Doxa, 6, 1989, (pp. 19 a 38).

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cabar los ideales de autonomía de los individuos. Así, «...los principios de la justicia para la estructura básica de la sociedad, son el objeto del acuerdo original. Son los principios que las personas libres y racionales interesadas en sus propios intereses aceptarían en una posición inicial de igualdad como definitorios de los términos fundamentales de su asociación»19 . (v) Durante años después de la Segunda Guerra Mundial, el campo de la filosofía moral y política estuvo dominada por el liberalismo utilitarista y el intuicionismo. Ambas corrientes podían esgrimir fuertes razones en su favor pero, al mismo tiempo, eran blanco de severas objeciones en su contra20 . El utilitarismo —una teoría descriptivista y definicionista21 — tiene la ventaja de poder exhibir un procedimiento lógico, con cierta validez intersubjetiva, mediante el cual las personas podemos arribar a comunes respuestas y soluciones frente a los dilemas éticos. El atractivo de esta teoría, emparentada con un cierta concepción de racionalidad heredada de la Ilustración, es que postula la posibilidad de arribar a conclusiones compartidas, y por tanto universales, por cualquier agente racional bajo ciertas premisas comunes. Sin embargo, la rigurosidad metódica de la cual se hace gala, no impide que se deduzcan conclusiones que se alejan de lo que son las creencias comunes de los seres humanos. Un clásico ejemplo que evidencia lo anterior, es la imposibilidad del utilitarismo —como consecuencia de la posibilidad de sacrificar a una minoría por la felicidad de la mayoría— para objetar éticamente la esclavitud 22 . Por otra parte, el 19

RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., p. 22.

20 Se pensaba —erróneamente como lo sostiene Nino— que el utilitarismo era la concepción moral sustantiva menos incompatible con el escepticismo metaético que todavía se arrastraba del positivismo lógico. El atractivo que generaba una visión del bien como satisfacción de preferencias y deseos individuales (cualesquiera estos fueran), como la aparente racionalidad de la valoración de las acciones sobre preferencias (consideradas en forma agregada), hacía muy pertinente el utilitarismo para aquellos que defendían la necesidad de acompañar toda proposición de un correlato empírico verificable [NINO, CARLOS: El constructivismo ético, colección El Derecho y la Justicia, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, p. 137]. 21 Sobre las clasificaciones de la metaética, ver: NINO, CARLOS: Introducción al análisis del derecho, ob. cit., pp. 353 y ss. Ver también ÁLVAREZ, SILVINA: La racionalidad de la moral, ob. cit. pp. 27 y ss. 22 Del mismo modo, persiste para esta corriente de filosofía moral, una de las versiones de la falacia naturalista, que consiste en definir un concepto moral como «bueno» mediante propiedades naturales como el «dolor» o el «placer». La primera versión de la «falacia natura-

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intuicionismo23 –una teoría descriptivista no definicionista— es débil en los aspectos metodológicos pero muy contundente respecto del acuerdo con los juicios morales corrientes o espontáneos. No es casualidad que Moore, uno de los más importantes defensores del sentido común, sea también uno de los más connotados intuicionistas24 . Con todo, el desafío teórico del utilitarismo ha sido mucho más serio que el presentado por el intuicionismo. De hecho, implícita o explícitamente, muchos de nosotros tendemos a favorecer soluciones utilitaristas cuando tenemos dudas respecto de una decisión de carácter moral. En políticas públicas, por ejemplo, son reiteradas las justificaciones que tienden a promover el bienestar de la mayoría. Cuando apoyamos un argumento defendiendo un eventual logro de cierto estado de cosas que consideramos bueno, estamos actuando de un modo «consecuencialista»; y, dentro de ese género, el utilitarismo representa la especie más importante25 .

lista» —atribuida originalmente a Hume— establece que no es posible, a partir de premisas puramente fácticas, derivar proposiciones normativas [HUME, DAVID: Tratado de la naturaleza humana, traducción de F. Duque, colección Clásicos del Pensamiento, segunda edición, editorial Tecnos, Madrid, 1992, pp. 633 y 634]. Con posterioridad fue Moore quien reformuló esta tesis con el objeto de criticar las metaéticas descriptivistas naturalistas [MOORE, GEORGE: Principia ethica, traducción de A. García Díaz, Universidad Nacional Autónoma de México, 1959, p. 8]. 23 El intuicionismo sostiene la existencia de una variedad de principios de justicia que continuamente entran en conflicto entre sí, pero no existe un método racional con arreglo al cual poder escoger entre uno de ellos o establecer prioridades. Lo único posible es sopesar (los principios) con nuestras intuiciones básicas como seres humanos. Ver HUDSON, WILLIAM: Filosofía moral contemporánea, ob. cit., p. 73. Sobre la importancia del intuicionismo en A Theory of Justice, ver FEINBERG, JOEL: «Rawls and intuitionism», en DANIELS, N. (editor): Reading Rawls, ob. cit., (pp. 108-123). Sobre el intuicionismo, ver WARNOCK, MARY: Ética contemporánea, ob. cit., pp. 59-76. 24 MOORE, GEORGE: Defensa del sentido común y otros ensayos, traducción de C. Solís, editorial Orbis, Barcelona, 1983, p. 49. 25 Adicionalmente el utilitarismo presenta otras ventajas que lo hicieron (y lo hacen) muy popular: (i) Al obligarnos a hacer cálculos agregados, por ejemplo, respecto a la cantidad de personas que serían perjudicadas o beneficiadas, esta corriente tiende a situarnos en el punto de referencia del individuo «real» y concreto. A diferencia de otras concepciones de justicia, que apelan a fórmulas más abstractas o a autoridades suprahumanas, el utilitarismo parece conectarnos mejor con la cotidianeidad. (ii) Dicha popularidad se sustenta, además, por el «sello» de racionalidad que comúnmente se le asigna a esta teoría. A todos nos parece razonable, cuando pensamos en nuestras propias vidas, recurrir a la realización de balances que puedan terminar en la aceptación de ciertos sacrificios presentes en pos de mayores beneficios futuros. (iii) Del mismo modo, el utilitarismo no prejuzga sobre las preferencias individuales que se encuentran en juego. A la hora de elaborar propuestas, el utilitarismo (una

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Sin embargo, y como ya adelantábamos, es posible advertir serias objeciones a esta forma de razonamiento moral y político. La primera, muy destacada por sus detractores, apunta a la visión globalizante que, detrás de esta teoría, se perfila respecto de la sociedad. El utilitarismo tiende a ver a la sociedad como un cuerpo donde, por ejemplo, es admisible sacrificar una parte (digamos un brazo) con el objeto de preservar la vida social en su conjunto. Las implicancias de esta crítica redundan en lo que Tocqueville siempre temió de la democracia: «la tiranía social de la mayoría»26 . Por otra parte, se objeta la aparente asepsia moral con la cual el utilitarismo pondera los deseos o preferencias, teniendo igual valor –por ejemplo— tanto los deseos de discriminar racialmente a ciertas personas o a un grupo, como el reconocimiento al voto femenino. De esta forma, al considerar que cada individuo concurre con sus preferencias «dadas», el utilitarismo se desentiende del dudoso origen que éstas pudieran tener27 . Tanto el utilitarismo como el intuicionismo no dan con una teoría moral que permita, por una parte, contar con un método intersubjetivamente válido y, por la otra, que sus conclusiones resulten satisfactorias para las corrientes intuiciones de los individuos. El sueño del método único, que persiguieron las distintas corrientes filosóficas hasta casi la mitad del siglo pasado, se había definitivamente disipa-

parte de él al menos) toma en cuenta la opinión de los afectados con independencia del contenido material de la misma. Muy relacionado con lo anterior, otro rasgo que hace atractiva a esta corriente filosófica, es que –al menos inicialmente— tiene el carácter de igualitaria. Es decir, tiende a ponderar como iguales las distintas preferencias en cualquier conflicto de interés. 26 Este temor será recurrente en el posterior desarrollo del(os) liberalismo(s): «El Estado debe ser democrático, de eso no hay duda. Ahora bien, democrático en el sentido de amplia participación en el gobierno, nunca en el sentido político de gobierno de la mayoría» [FRIEDMAN, MILTON: Freedom to choose , Avon Books, Nueva York, 1980, p. 126]. 27 Con todo –como nos advierte Gargarella— «este problema nos abre las puertas al gravísimo tema de la ‘falsa conciencia’, con todas sus inimaginables derivaciones... [a saber] ...desconocer las preferencias de los individuos (frente a su posible pobreza informativa)» [GARGARELLA, ROBERTO: Las teorías de la justicia después de Rawls, ob. cit., p. 29]. En la misma línea de preocupación, aunque más irónico y no sin un dejo de sorna, alguna vez Hayek afirmó: «pienso que para todos los efectos prácticos aún se puede aprender más sobre el comportamiento de los hombres en La Riqueza de las naciones que en la mayoría de los más pretenciosos tratados modernos sobre sicología social» [HAYEK, FRIEDRICH: «Individualismo: el verdadero y el falso», en Revista del Centro de Estudios Públicos, 22, Santiago-Chile, 1986, p. 11].

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do 28 . En ese contexto –y quizás siendo ésta su principal motivación— es posible entender el propósito de Rawls: «Debemos intentar la construcción de otro tipo de interpretación que tenga las mismas virtudes de claridad y sistema, pero que facilite una visión más diferenciadora de nuestras sensibilidades morales»29 . En definitiva, como lo expresó Wolf: «El poder de la teoría consiste en la fuerza creadora y en la imaginación de ese recurso, mediante el cual Rawls esperaba esquivar la estéril disputa entre intuicionismo y utilitarismo»30 . El objetivo de A theory of justice es claro: dar con una teoría que sea metodológicamente sólida pero, al mismo tiempo, que sus conclusiones coincidan con las naturales intuiciones de las personas o —dicho en terminología kantiana— con los juicios moralmente ponderados.

2. «La Teoría de la Justicia» A theory of justice fue la culminación de un largo proceso, cuyos antecedentes fueron registrados en una serie de artículos31 que Rawls publicó en forma previa. En efecto, estos trabajos —que constituyeron una suerte de «anticipación imperfecta»32 de lo que definitivamente sería su 28 Pese a la vigencia de algunas corrientes utilitaristas, en la filosofía moral contemporánea se ha producido un cambio —como expresa Hart— desde aquella «antigua creencia, alguna vez ampliamente aceptada, según la cual alguna forma de utilitarismo, si pudiésemos descubrir la forma correcta, tendrá que recoger la esencia de la moral política» [HART, H.L.A.: «Between utility and rights», en RYAN, A. (editor): The idea of freedom. essays in honour of Isaiah Berlin. Oxford University Press, Oxford, 1979, p. 77, (pp. 77-98). Versión en castellano: «Entre el principio de utilidad y los derechos humanos», traducción de M. González Soler, en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, 58, 1983]. 29

RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., p. 648.

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WOLFF, ROBERT: Para comprender a Rawls, ob. cit., p. 187.

31 Los más importantes son: «Justice as fairness» en The Philosophycal Review, 67, 1958, (pp. 164-194); «The sense of justice», en The Philosophycal Review, 72, 1963, (pp. 281315); «Distributive justice», en LASLETT, P. y RUNCIMAN, W. (editores): Philosophy, politics and society, Blackwell, Oxford, 1967, (pp. 58-82); y «Distributive justice: some addenda», en Natural Law Forum, 13, 1968, (pp. 51-71). Los tres primeros artículos fueron traducidos al castellano como: «Justicia como equidad», «El sentido de la justicia» y «Justicia distributiva», en RAWLS, J.: Justicia como equidad. Materiales para una teoría de la justicia, traducción de M. Rodilla, colección Filosofía y Ensayo, segunda edición, editorial Tecnos, Madrid, 1999, capítulos 2, 3 y 4 respectivamente. 32

MARTÍNEZ G., JESÚS: La teoría de la justicia en John Rawls, ob. cit., p. 5.

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obra más importante— muestran una evolución lineal, sin grandes sobresaltos, marcada por un talante sistemático que, desde sus primeras publicaciones, anticipa los elementos básicos de su obra cumbre. Rawls construirá su teoría sobre dos conceptos fundamentales: la «posición originaria»33 y el «equilibrio reflexivo»34 . La «posición original» será aquella situación donde los hombres y las mujeres —en forma racional, imparcial y constreñidos por algunas condiciones— convendrán necesariamente ciertos principios de justicia. Las condiciones aludidas son: el «egoísmo esclarecido»35 , que permite a los sujetos actuar en procura de sus propios intereses; las «circunstancias de la justicia»36 , a saber, las condiciones normales bajo las cuales la cooperación es tanto posible como necesaria (Rawls las identifica como la escasez moderada y la existencia de una pluralidad de planes de vida); la «igualdad de ventajas»37 , es decir, todos tienen el mismo poder y habilidades, lo que impide que alguno se imponga sobre los demás; los participantes actúan sin envidia38 , esto es, la posibilidad de que otros obtengan mayores beneficios no es razón suficiente para restarse del juego; y el «velo de la ignorancia», que impide que las personas tengan información específica respecto a sus destrezas o posiciones sociales concretas. El único conocimiento que se les permite, se refiere a cuestiones generales como los hechos básicos de la sociedad, las cuestiones de economía política o de sicología humana39 . De esta forma, Rawls supone que si los sujetos son puestos en la situación descrita, se trenzarán en una negociación, en la cual arribarán a 33

RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., pp. 143 y ss.

34

Ídem, p. 38

35

Ídem, pp. 169 y ss.

36

Ídem, p. 152.

37

Ibídem.

38

Ídem, p. 70.

39

Ídem, pp. 163 y ss.

40 Tanto la confianza en la razón instrumental, como su supuesto en la elaboración de cualquier teoría política, no es nada nuevo para la filosofía y la sociología. Giddens —explicando la obra de Weber— afirma que para este último la conducta humana «es tan ‘predecible’

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principios específicos de justicia40 . Este razonamiento, como resulta obvio, está influenciado por dos grandes corrientes. Por una parte, el egoísmo esclarecido se vincula muy estrechamente con la «teoría de los juegos»41 y, por la otra, el velo de la ignorancia asume —al estilo anglosajón— que la argumentación moral requiere ciertas condiciones de imparcialidad que no se reproducen en nuestra vida cotidiana42 . De esta manera, «...la tesis explícita de Rawls es que, para concebir la justicia, hemos de considerar a las personas como algo distinto de su peculiaridad, de sus cualidades naturales concretas, de su posición social y de sus concepciones particulares del bien, y —lo que es más importante— en posesión de un interés de orden supremo por su capacidad de elaborar, revisar y perseguir racionalmente concepciones del bien»43 . Lo que esta última condición justamente trata de evitar, es que podamos, indistintamente, tener preferencias personales y preferencias externas44 .

como los acontecimientos o hechos del mundo natural: ‘la predecibilidad (Berechnenbarkeit) de los procesos de la naturaleza, por ejemplo en las predicciones meteorológicas, no es tan segura como el cálculo de las acciones de alguien a quien conocemos...’ [...] ‘todos los elementos irracionales y afectivamente determinados del comportamiento’ deben considerarse ‘como factores de desviación de un tipo de acción racional conceptualmente puro’...» [GIDDENS, ANTHONY: Política y sociología en Max Weber, traducción de A. Linares, segunda edición, colección Área de Conocimiento: Ciencias Sociales, editorial Alianza, Madrid, 2002, pp. 59 y 61 respectivamente]. 41 Esta es la tesis que se defiende en BINMORE, KEN: Playing fair. Game theory and the social contract, MIT Press, Massachussets, 1995. 42 RAWLS, JOHN: La Teoría de la Justicia, ob. cit., p. 135. Esto, que el mismo Rawls denomina «la simetría de las relaciones de cada uno con todos los demás», que consiste en lograr la igualdad entre el yo y el otro —no intentando conocer al otro como me conozco yo— sino ignorándonos de modo de hacernos tan irrelevantes como los demás, ya había sido explorado por Russel veinte años antes. En efecto, Russell sostenía que al leer el periódico cada día, deberíamos, como si de una rutina se tratase, sustituir alternativamente los nombres de los países con el fin de probar si nuestra respuesta ante un hecho determinado surgía de una valoración moral del acontecimiento en sí o de un conjunto de prejuicios acerca del país en cuestión [RUSSEL, BERTRAND: Unpopular essays, Simon and Schuster, Nueva York, 1950, p. 51]. 43 MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad, ob. cit., p. 40. 44 Las primeras son aquellas en que los individuos postulan una opción para que les sean asignados ciertos bienes y oportunidades. Las segundas, en cambio, son aquellas en que las personas enuncian una preferencia de que ciertos bienes y oportunidades le sean asignados a otros [DWORKIN, RONALD: Los derechos en serio, traducción de M. Guastavino, colección Ariel Derecho, editorial Ariel, Barcelona, 1994, p. 376]. Conforme a esto, si una comunidad —por ejemplo— desaprueba la homosexualidad o los anticonceptivos, y no sólo prefieren no dedicarse

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El «equilibrio reflexivo», quizás uno de los conceptos más polémicos para la literatura que se ha dedicado a analizar A theory of justice45 , alude a la compulsiva necesidad de Rawls de que los juicios que se deducen racionalmente coincidan con aquellos que sustentamos en la práctica. «[Es] equilibrio, porque finalmente nuestros principios y juicios coinciden; y es reflexivo puesto que sabemos a qué principios se ajustan nuestros juicios reflexivos y conocemos las premisas de su derivación»46 . En definitiva, lo que se pretende no es sólo una teoría que reconstruya racionalmente nuestros juicios morales cotidianos, sino también que nos permita resolver situaciones de conflicto. El equilibrio reflexivo «no consiste simplemente en encontrar principios que se acomoden a nuestros juicios más o menos establecidos»47 , estos principios —advierte Dworkin— deben servir de base a nuestros juicios, no sólo explicarlos, por lo que los principios deben apelar en forma independiente a nuestro sentido moral. Como se advierte, el status lógico de la teoría es hermenéutico, puesto que arranca de la preconcepción colectiva de los asuntos morales reobrando, al mismo tiempo, sobre su propio objeto48 . De esta forma, Rawls construye un escenario en el cual, y siguiendo cada una de sus premisas, los sujetos racionales se avocarán a elegir, de una vez y para siempre49 , los principios de justicia con los que han de ellos mismos a esas actividades, sino que quieren que nadie lo haga, en razón de algún ideal moral; tal sería una preferencia externa, la cual no puede ser considerada como fundamento para restringir la libertad. Distinto sería —se apresura a añadir Dworkin— si un grupo reclama por políticas racistas, ya que esta es una preferencia personal, que debe conducir a limitar la libertad de otros en razón, ahora sí, del respeto y consideración personal. Es por esto que Gargarella insiste en que «De acuerdo con Dworkin, el único modo en que el utilitarismo puede asegurar el mismo respeto a cada individuo es a través de la incorporación de un cuerpo de derechos, capaces de imponerse a reclamos mayoritarios basados en preferencias externas como las mencionadas» [GARGARELLA, ROBERTO: Las teorías de la justicia después de Rawls, ob. cit., p. 28]. 45

DWORKIN, RONALD: Los derechos en serio, ob. cit., pp. 246 y ss.

46

RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., p. 38

47

DWORKIN, RONALD: Los derechos en serio, ob. cit., pp. 241.

48 Ver HABERMAS, JÜRGEN: La lógica de las ciencias sociales, traducción de M. Jiménez, colección Filosofía y Ensayo, editorial Tecnos, Madrid, 1988, p. 277. 49 Esta exigencia —de que una vez adoptados los principios, deberán ser observados para siempre por quienes los adoptaron— no se deduce de la caracterización de la «posición original». En todo caso, Rawls lo sugiere cuando afirma «...los principios tienen que ser capaces de servir como base pública perpetua de una sociedad bien ordenada» [RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., p. 157].

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resolverse futuras disputas. Estos principios han de ser: generales, pues no deben hacer mención a personas concretas; universales, en la medida que son aplicables a todos los individuos no importando el tiempo o lugar donde habiten; y públicos, ya que deben ser la instancia a la que se remitan los conflictos individuales de intereses. Estos principios son: (1) «Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás»50 ; y (2) «Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que: [párrafo aparte] a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, y [párrafo aparte] b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos»51 . El primero de estos principios, no resulta polémico (ni muy novedoso tampoco), ya que enuncia la concepción de igualdad legal y política que se desarrolló a principios del siglo XIX, como plataforma de las operaciones del capitalismo industrial52 . El segundo, que presenta más complejidades y problemas, enuncia la máxima de la igual distribución económica y el «principio de la diferencia». Este último, que parece ser una versión de la «optimalidad» de Pareto, especifica las condiciones en que las desviaciones a un patrón de igualdad pueden considerarse igualmente justas. Si lo razonable es «preferir la desigualdad cuando ésta beneficia a todos» 53 , ello permitirá que, al final esa desigualdad, sea considerada justa por todas las personas que intervienen. «Para Rawls, dada esa ignorancia, es razonable que [los hombres] recurran a la estrategia de maximizar lo mínimo asegurando que la peor posición sea lo mejor posible, y ello les lleva a apoyar la igualdad a menos que la desigualdad favorezca realmente a la posición de los menos aventajados»54 . 50

Ídem, p. 82.

51 Ibídem. Es importante precisar que Rawls dio a los menos tres versiones diferentes del «principio de la diferencia» y aunque no varía mucho una de la otra, la última puede rastrearse en JOHN RAWLS: Sobre las libertades, ob. cit., p. 33 52 Ver FARREL, MARTÍN D.: La filosofía del liberalismo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992, pp. 181 y ss. Ver además WOLFF, ROBERT: Para comprender a Rawls, ob. cit., p. 41. 53

RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., p. 84.

54 MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad, ob. cit., p. 37.

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Al mismo tiempo, la elaboración de estos principios, trasunta una clasificación de los «bienes primarios»55 , que se dividen de la siguiente forma: primero, las libertades básicas; segundo, la libertad de movimiento y de elección de ocupación sobre un trasfondo de oportunidades diversas; tercero, los poderes y las prerrogativas de cargos y posiciones de responsabilidad, particularmente de las principales instituciones políticas y económicas; cuarto, renta y riqueza; y, por último, las bases sociales del respeto de sí mismo. Más todavía, Rawls establece un orden de prioridad, de suerte que el primer principio de justicia (la libertad) precede al segundo (la igualdad), lo que significa que las restricciones a las libertades básicas no pueden ser justificadas, ni compensadas, mediante mayores ventajas sociales y económicas56 . Esto impediría que A Theory of Justice fuera blanco de la famosa crítica que se le hace al utilitarismo y que es, justamente, lo que Rawls quiere evitar. Del mismo modo, Rawls —a través del principio de la diferencia— logra superar el utilitarismo en dos sentidos: primero, porque rechaza que el distribuendum (lo que haya que distribuir) pueda reducirse a utilidad y placer; y, segundo, porque neutraliza el tradicional criterio de distribución utilitarista (la suma de utilidades) que podía resultar muy perjudicial para los menos favorecidos. Con todo, Rawls admite que una sociedad en las primeras fases de su desarrollo social y económico, sacrifique un cierto grado de libertad por 55

RAWLS, JOHN: «Unidad social y bienes primarios» en RAWLS, J.: Justicia como Equidad, ob. cit., p. 270, (pp. 263-290).

56 Las libertades básicas «tienen un peso absoluto con respecto a las razones del bien público y los valores perfeccionistas [...] Las libertades básicas son un marco de vías y oportunidades legalmente protegidas. Por supuesto, la ignorancia y la pobreza, y la falta de medios materiales en general, impiden a las personas ejercer sus derechos y sacar partido de estas posibilidades. Pero en vez de considerar estos obstáculos y otros similares como restricciones a la libertad de la persona, consideremos que afectan a la valía de la libertad, es decir, la utilidad de la libertad para las personas» [RAWLS, JOHN: Sobre las libertades, ob. cit., pp. 37 y 71 respectivamente]. Aunque el primer principio tiene prioridad frente al segundo, existe una conexión normativa entre ambos: el segundo principio de igualdad de oportunidades y de justicia social es necesario para la realización de los derechos subjetivos del primero. Esto se relaciona directamente con una de las críticas que Hart hizo a la obra de Rawls. En efecto, según el profesor de Oxford, la prioridad de las libertades básicas sólo puede fundarse en forma coherente si se presupone un orden social con recursos materiales suficientes que garantice estándares mínimos de igualdad. Para Hart, la subordinación de las ventajas económicas frente a la libertad constituye la expresión de un ideal político que Rawls quiere ocultar tras su supuesta neutralidad e imparcialidad. Se trataría del ideal de ciudadano liberal, quien considera la actividad política como el más digno propósito de la vida humana y, por lo tanto, que resulta inaceptable intercambiar libertad por bienes materiales. Para más detalles, ver H.L.A. HART: «Rawls on liberty and its priority», ob. cit.

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una suficiente mejora en el bienestar material57 . Pero sólo —advierte el autor— hasta el momento en que pueda imponerse todo el rigor de la norma de la prioridad58 . Como dije anteriormente, es el segundo principio de Rawls el más polémico y el que ha generado mayor debate. La distribución de las riquezas no es injusta —para Rawls— si aquella beneficia a todos los sujetos, y si los puestos mejor remunerados resultan accesibles a todos. Ahora bien, esta frase final (digamos 2,b) puede interpretarse de dos modos diferentes: primero, puede creerse que «accesible a todos» significa igualdad como posibilidades abiertas a las capacidades; o, en segundo lugar, puede significar igualdad de oportunidades equitativas59 . Según Rawls, esta última es la interpretación correcta ya que, de lo contrario, estos cargos se limitarían a los mejor dotados, dando lugar a una «sociedad meritocrática»60 . Con todo, esto implica —y Rawls lo reconoce— que deben hacerse importantes intervenciones en el proceso de interacción social, situación que ha dado origen —para el liberalismo rawlsiano— a la denominación de «igualitarismo». La opción que hace Rawls por la segunda interpretación, a saber, igualdad de oportunidades equitativas, no es casual ni improvisada y explica lo importante que resulta el «velo de la ignorancia». Como es obvio, sólo en la medida en que los sujetos no conocen sus propias capacidades se inclinarán, siempre y bajo cualquier circunstancia, a escoger esta misma opción. Por el contrario, si tuvieran conocimiento de sus capacidades, y en el caso que resultaran talentosos, el «egoísmo

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RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., pp. 279 y ss.

58 Mucho antes, John Stuart Mill había formulado un argumento semejante. En efecto Mill sostuvo que el «Principio de la Libertad» entra en juego sólo cuando ha sido alcanzado un cierto nivel de desarrollo cultural y económico. De ese modo, «la libertad, como principio, no tiene ninguna aplicación» en un estado de cosas anterior al tiempo en que la humanidad ha llegado a ser capaz de mejorarse a través de la discusión libre e igual [MILL, JOHN S.: On liberty and other essays, en GRAY, J. (editor), Oxford University Press, Oxford, 1991, p. 15]. En otra parte de su obra, Mill profundiza este argumento al expresar que «la posibilidad del progreso requiere de toda la excelencia del gobierno» [ídem, p. 223], lo que inevitablemente vincula su liberalismo a una particular concepción de desarrollo en la historia. 59

RAWLS, JOHN: Teoría de la Justicia, ob. cit., p. 87.

60

Ídem, p. 106

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esclarecido» los llevaría a interpretar 2,b como posibilidades abiertas a las capacidades61 . Las repercusiones de la obra de Rawls fueron muchas y de la más variada índole. Durante estas tres décadas se han sucedido las polémicas y debates, lo que ha llevado a que en la práctica, pareciera —como alguna vez lo comentó Rawls— que A theory of justice ha sido escrita, más que por él, por sus propios críticos. Desde el propio liberalismo hasta el feminismo radical, se ha derramado mucha tinta, lo que suele evidenciarse, aunque resulta ya un lugar común recordarlo, en que ha sido la obra más citada por la literatura filosófica y política.

3. Las críticas a la obra de Rawls Según Michael Sandel, la obra de Rawls ha generado tres grandes debates62 . El primero, se relaciona con la fundamentación de una teoría de los derechos individuales, independiente de las corrientes utilitaristas; el segundo, transcurre dentro de las propias fronteras del liberalismo; y por último —el más relevante a mi juicio—, es el que ha promovido el comunitarismo, al objetar las dos máximas de la filosofía liberal: un ideal de sujeto autónomo constituido con anterioridad al vínculo social y la neutralidad moral del Estado. Adicionalmente, la publicación de A theory of justice suscitó en forma temprana un conjunto de objeciones más generales que, siendo igualmente meritorias, no es posible encasillar en una específica corriente filosófica; ya sea porque se refieren a aspectos más técnicos del razonamiento de Rawls o porque han sido suscritas por autores de diversa inspiración. Comenzaré dando breve noticia de estas últimas para, a continuación, mencionar las críticas que, desde el liberalismo (tanto libertario como igualitarista), se hicieron a la obra de Rawls. En este último caso, pondré menos atención a las críticas del libertarismo que a las formuladas por el liberalismo igualitario; ya que éstas, además de ser más interesantes, están 61 En la primera versión de la teoría de Rawls, a saber, el ensayo de 1958 Justice as fairness, los sujetos en la posición original no estaban cubiertos por el velo de la ignorancia. Esta fue una construcción posterior que tuvo por objeto evitar las graves consecuencias que estamos explicando. 62 SANDEL MICHAEL: «Review of political liberalism», en Harvard Law Review, 107, 1994, (pp. 1765-1794).

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—por decirlo de algún modo— a medio camino entre el liberalismo de Rawls y el comunitarismo más moderado. a) Críticas generales Además de la cuestionable afirmación que de todo procedimiento justo se deduce un resultado justo63 , del razonamiento de Rawls se derivan dos evidentes problemas. En primer lugar, pudiera pensarse que si las partes están equitativamente situadas y, por tanto, razonaran de forma similar, no existiría base alguna sobre la cual haya «algo» que negociar. ¿Cuál es la base de ese acuerdo justo, si no existen intereses, preferencias o algún conocimiento de los partícipes?64 . De no haber a lo menos un interés contrapuesto, no hay debate, si no hay debate no hay acuerdo, ni mucho menos un acuerdo unánime. El segundo problema, que se deriva del primero, es reconocer que cuando excluimos todas las características que constituyen la seña de identidad de una persona, éstas no se presentan frente a «los otros» de manera «semejante», sino de forma idéntica. ¿Cómo situar a personas de manera idéntica y seguir considerándolas diferentes? Lo anterior no es posible, e incluso contradice la teoría del sujeto del propio Rawls, que reivindica la defensa y promoción de la diversidad y el pluralismo65 . De esta forma, el velo de la ignorancia no sólo diluye la pluralidad e impide la posibilidad de negociar «con otros», sino que difumina la propia noción de sujeto. Si alguien «es auto-interesado pero no sabe quién es y qué quiere, la referencia al prefijo ‘auto’ desaparece»66 . Por otra parte, Rawls —en su intento de hacer coincidir los principios de justicia con las corrientes intuiciones morales de los sujetos— in-

63

HUME, DAVID: Tratado de la naturaleza humana, ob. cit., pp. 633 y 634.

64 Para Habermas lo excesivamente estricto del velo de la ignorancia de los individuos impide el acceso a información que resulta indispensable para garantizar una auténtica decisión autónoma, no parcial y así garantizar la adhesión al acuerdo. Los individuos deberían conocer su situación y la de los otros contratantes para asegurar los acuerdos. Para más detalles, ver HABERMAS, JÜRGEN: «Reconciliación mediante el uso público de la razón», traducción de G. Vilar, en HABERMAS, JÜRGEN y RAWLS, JOHN: Debate sobre el liberalismo político, colección Pensamiento Contemporáneo, número 45, editorial Paidós, Barcelona, 1998, (pp.41-74). 65 Para un desarrollo más completo de esta crítica, ver SANDEL, MICHAEL: Liberalism and the limits of justice, ob. cit., pp. 113 y ss. 66

NINO, CARLOS: Constructivismo ético, ob. cit., p. 96.

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vierte, bajo el concepto del «equilibrio reflexivo», la lógica forma de comprobar la validez de los principios. Me explico: se ha aceptado comúnmente que la veracidad de nuestras proposiciones fácticas se juzga por el acuerdo que esas proposiciones posean con respecto a la experiencia. La experiencia es, entonces, el test de corrección de nuestros enunciados fácticos. Sin embargo, la corrección de nuestras proposiciones morales se juzga —en la experiencia moral ordinaria— por el acuerdo de ciertos principios que hemos aceptado previamente. Rawls invierte las cosas, de modo que conforme al «equilibrio reflexivo», los juicios morales son el test para aceptar o rechazar ciertos principios67 . Otra de las significativas críticas que se le hace a Rawls, es que no lograría dar con una ética pública universal. A ratos pareciera que A Theory of Justice da cuenta sólo de la realidad norteamericana, siendo su primer principio de justicia casi una repetición de la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. El modelo liberal rawlsiano, con su supuesta neutralidad frente a las distintas concepciones de la vida buena, favorecería una forma especial de virtud, la liberal occidental68 . El libera67 Tomo esta crítica de PEÑA, CARLOS y TORO, MARCELO: «Para los que no han leído a Rawls», ob. cit., p. 118. 68 TAYLOR, CHARLES: «The politics of recognition», en TAYLOR, CH. y GUTMAN, A. (compiladora): Multiculturalism and the politics of recognition: an essay, Princeton University Press, Princeton, 1992, (pp. 27-73). Versión en castellano: Multiculturalismo y la política del reconocimiento, colección Popular, número 496, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, (pp. 43-107). En el mismo sentido, otros autores han sostenido, que lo que hay detrás de Rawls «es ideología [...] prescripción disfrazada de análisis de valor neutral» [WOLFF, ROBERT: Para comprender a Rawls, ob. cit., p. 175]. Así, por ejemplo, «el secreto de la posición original —y la clave de su fuerza justificativa— no consiste en lo que [las partes] hacen de ella, sino en lo que captan. Lo importante no es lo que eligen, sino lo que ven; no es lo que deciden, sino lo que descubren» [SANDEL, MICHAEL: Liberalism and the limits of justice, ob. cit., p. 132]; «Si consideramos que el concepto de persona y de los intereses de ésta que se halla en el centro de la teoría de Rawls corresponde al de una cultura específica y que la importancia que el autor concede a ese concepto se debe al prestigio del que goza en dicha cultura, podría concluirse que la teoría liberal de la justicia como equidad que resulta del mismo es también relativa a una determinada cultura» [MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad, ob. cit., p. 51]. «El liberalismo tiene, de hecho, una concepción del bien que trata de imponer política, jurídica, social y culturalmente siempre que puede, sino también que al hacerlo, reduce en grado sumo su tolerancia hacia las concepciones opuestas del bien en el ámbito público [...] la teoría liberal se entiende mejor no como un intento de descubrir una racionalidad independiente de la tradición, sino como la expresión misma de un conjunto de instituciones y de formas de actividad que se ha desarrollado y sigue desarrollándose a lo largo de la historia, es decir, como la voz de una tradición». [MACINTYRE, ALASDAIR: Whose justice? which rationality?, Notre Dame University Press, Notre Dame, 1998, pp. 366 y 345 respectivamente. Versión en castellano: Justicia y racionalidad. Conceptos y contextos, traducción de A. Sisón, segunda edición, colección Ética y Sociedad, ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona, 2001].

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lismo —en palabras de Taylor— es un particularismo que se disfraza de universalidad; o, como categóricamente lo expresa Gray: «sin el fuerte apoyo de una filosofía Deweyana de la historia en la que se presume que el individualismo de occidente, y especialmente de los Estados Unidos, constituye el destino de todas las especies, la descripción de la justicia de Rawls tendría sólo un interés local, como una articulación en términos sistemáticos de las intuiciones y la autoconcepción propia de cierto status dentro de la cultura liberal americana. No tiene autoridad ni interés para nadie más» 69 . Incluso más, muchos han destacado la pobreza de los fundamentos psicológicos de A theory of justice , pues —como un requisito indispensable para la «negociación»— la racionalidad de los individuos trasunta cierta aversión al riesgo. Pero ¿qué sucede con personas neutrales o, peor todavía, con los amantes del riesgo? La evidencia de estos casos, muestra que no es correcto creer que los individuos actuarán (siempre) conforme al criterio maximín 70 —como el representado en la posición original— para tomar decisiones en contextos de incertidumbre 71 . Una crítica que excede a la obra de Rawls, se refiere a las tesis

69 GRAY, JOHN: El liberalismo de Mill y la posteridad del liberalismo , traducción de P. Azulay, revisado por R. Gargarella, disertación inaugural de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella, 8 de abril de 1996. No debería extrañar que al liberalismo (en particular al de Rawls) se le haga una crítica semejante. Es ilustrativo recordar las palabras que Paine escribió en su célebre ensayo El sentido común : «La causa de América es en buena medida la causa de la humanidad. Muchas circunstancias han surgido y habrán de surgir que no son locales, sino universales, y por las cuales los principios de todos los amantes de la humanidad se verán influidos y en el curso de los cuales sus sufrimientos se verán afectados» [PAINE, THOMAS: El sentido común y otros escritos , traducción de R. Soriano y E. Bocardo, editorial Tecnos, Madrid, 1990, pp. 3 y 4]. 70 El criterio maximín, propio de la «Teoría de los Juegos», recomienda optar por el máximo de los mínimos, a saber, lo mejor de lo peor o lo menos malo. 71 En la misma línea argumentativa, el reciente Premio Nobel de Economía y precursor del Behavioral Economics —me refiero a Daniel Kahneman—, ha desarrollado una teoría por la cual el homo economicus estaría sometido —particularmente en contextos de incertidumbre— a un conjunto de factores sociales, institucionales y psicológicos que alterarían la neoclásica creencia de que la racionalidad consiste en calcular nuestras acciones con el objeto de maximizar nuestras ganancias. Estos factores, entre otros, serían el status, la decencia o la reciprocidad. Como veremos más adelante, algunos de los argumentos de Amartya Sen van en esta línea.

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metaéticas del liberalismo. Como creía William Sullivan72 , en los orígenes del liberalismo el ideal de tolerancia y libertad han estado históricamente asociados a un escepticismo con respecto a la posibilidad de verificar juicios de valor73 . Sólo de esta forma, sostienen los escépticos, sería posible justificar la absoluta neutralidad estatal; ya que si, por ejemplo, cualquiera de nosotros pudiera conocer el «verdadero» significado de lo bueno, ¿por qué habría de permitirse que tantos sujetos erraran en sus vidas?74 . Dicho de otra forma, «si lo que es bueno para los individuos fuera algo objetivamente determinable [...], ello parecería proveer razones para imponérselo a los individuos independientemente de sus decisiones o preferencias»75 . Galston, si bien reconoce el mérito de Rawls, y particularmente de A theory of justice, en la revitalización de la filosofía normativa, lo cierto es que cree que «sigue estando enraizada en el clima de escepticismo moral que ha suplantado»76 . Por último, una de las más comunes críticas al liberalismo igualitario, es la dificultad para traducir en políticas públicas las abstractas reflexiones que se hacen a nivel filosófico77 . Esta dificultad se presenta cuando constatamos que el liberalismo norteamericano, particularmen-

72 SULLIVAN, WILLIAM: Reconstructing public philosophy, University of California Press, Berkeley, 1982, p. 39. 73 «La explicación de por qué cabría relacionar el liberalismo con el subjetivismo o el escepticismo moral es razonablemente sencilla. Si ninguna forma de vida es mejor que otra, si las elecciones de las personas son meras expresiones de preferencias sin base racional alguna que justifique su valor [...] entonces sería absurdo que el Estado hiciese otra cosa que no sea permitir que la gente tome sus propias decisiones» [MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad, ob. cit., p. 52. 74 Una tesis similar es la que Ross, desde el escepticismo, hace en defensa de la democracia. Ver ROSS, ALF: Why democracy?, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1952. Versión en castellano: ¿Por qué democracia?, traducción de R. Vernengo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989. 75

NINO, CARLOS: El constructivismo ético, ob. cit., 36

76 GALSTON, WILLIAM: Liberal purposes: goods, virtues, and diversity in the liberal state, colección Cambridge Studies in Philosophy and Public Policy, University Press, Cambridge, 1992, p. 161. 77 «La teoría, que nace de una necesidad práctica, acaba olvidando la práctica. Se ha creado un abismo entre lo teórico y lo práctico que es problemático. Una vez que la teoría ha encontrado la razón, ¿cómo conseguir que se nos reconozca?» [MARTÍNEZ, JESÚS: La teoría de la justicia en John Rawls, ob. cit., p. 19].

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te el que defendió Rawls, se vincula más a ideales «social demócratas» y a sus consecuentes formas de organización gubernamental. De esta manera, ¿qué tipo de gobierno se requiere para materializar sus ideas?. Rawls rechazó expresamente la consecuencia natural de su teoría: el Estado Benefactor. En su opinión, esta alternativa sólo propone compensaciones ex post a la participación en los mercados; en cambio, el autor se inclina por distribuciones ex ante, es decir, dotar a los individuos de capital físico y humano en forma previa a que ingresen a la dinámica del intercambio 78 . Esto último, será el punto decisivo de la crítica del libertarismo79 . b) Robert Nozick y la crítica del liberalismo libertario El liberalismo «libertario»80 se ha definido como la doctrina filosófica que defiende la economía de mercado y rechaza cualquier tipo de intervención estatal. Toda acción positiva de la autoridad, por más pequeña que ésta sea, deriva en control político y social o —como lo expresara Hayek— «en el camino hacia la servidumbre». El liberalismo de Nozick, por paradójico que hoy nos parezca, tiene su punto de partida en la igualdad de los seres humanos. Dicho principio, en armonía con la ética kantiana, advierte que todo individuo cuenta con el derecho natural a la propiedad de sí mismo (self-ownership) y posee derechos de propiedad absolutos respecto de su persona. Al igual que Rawls, Nozick defiende una filosofía política y una moral deontológica, que afirma la existencia de ciertos derechos básicos de todos los seres humanos, los cuales no pueden ser vulnerados por nin-

78 A esta propuesta de Rawls —para la instrumentalización de la igualdad de los bienes sociales básicos y el principio de la diferencia— se refirió Meade como la property-owning democracy, es decir, como la democracia en que todos los individuos en alguna medida poseen propiedad [MEADE, JAMES: «Efficiency, equality and the ownership of property», en MEADE, J.: Liberty, equality and efficiency: Apologia pro agathotopia mea, The Macmillan Press Ltd., 1993, (pp. 21-81)]. 79 «Un caníbal en sentido físico es la persona que vive de la carne de otros seres humanos. Un caníbal moral es el que cree poseer un derecho moral sobre la capacidad productiva, el tiempo y los esfuerzos realizados por otros» [HOSPERS, JOHN: «The libertarian manifesto» en STERBA, J. P. (editor): Justice: Alternative political perspectives , tercera edición, Wadsworth Publishier, Belmont, 1999 p. 52]. 80 Ocuparé la expresión «libertaria» (o «liberalismo libertario») como sinónimo de liberalismo «conservador», «neoliberalismo» o «liberismo».

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gún mayor beneficio de otro(s)81 . Como sostienen muchos autores, la posición que se toma en relación con la existencia (o no) de los derechos positivos, constituye el principal eje de la distinción entre las posiciones igualitarias y libertarias. Para Nozick, el Estado no tiene la obligación de proveerle nada a nadie para llevar adelante distintos planes de vida: «el hecho de que usted sea forzado a contribuir al bienestar de otro, viola sus derechos, mientras el hecho de que otro no le provea a usted de cosas que usted necesita intensamente, incluyendo cosas que son esenciales para la protección de sus derechos, no constituye, en sí mismo una violación de sus derechos»82 . El liberalismo de Nozick, a diferencia del igualitarismo, defiende la «autopropiedad» de los talentos individuales. Lo que para Rawls y Dworkin resulta justo, a saber, un sistema en el cual los más talentosos sean obligados a poner sus cualidades al servicio de los menos capacitados, para Nozick constituye una moderna forma de esclavitud, donde sólo es posible consagrar «derechos de propiedad (parciales) sobre otras personas»83 . Para el libertarismo en general, el único criterio de justicia redistributiva que respeta a los seres humanos es aquel que emana del libre intercambio. Nozick, en particular, cree que el mercado reporta la mejor forma de distribución, siempre y cuando se cumplan los siguientes principios (a modo de requisitos): (i) principio de la adquisición justa, (ii) principio de la transferencia, (iii) principio de la rectificación de las injusticias. De los tres principios precedentes, se deriva el siguiente criterio de distribución: «de cada quien lo que escoja, a cada quien como es escogi-

81 Sin embargo, las posturas de Nozick se alejan del liberalismo igualitario en la medida que se caracterizan los rasgos fundamentales de los derechos básicos de toda persona. En efecto, (para Nozick) su condición de derechos negativos, su forma de actuar como restricciones laterales frente a las acciones de los demás y su calidad de exhaustivos, escinde definitivamente a esta teoría de todo el desarrollo posterior del igualitarismo. 82 NOZICK, ROBERT: Anarchy, state and utopia, Basic Books, Nueva York, 1974, p. 30. Versión en castellano: Anarquía, estado y utopía, traducción de R. Tamayo, colección Claves, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1991. 83

Ídem, p. 172

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do»84 . Los principios que están detrás de este criterio distributivo, se relacionan con dos argumentaciones diferentes: la teoría de las adquisiciones originales de Locke («de cada quien lo que escoja»)85 y la intuición de Nozick respecto a Wilt Chamberlain («a cada quien como es escogido»)86 . Para Nozick el único fin que puede perseguir el Estado (mínimo) es el de vigilar la integridad de la propiedad individual: «Cualquier Estado más amplio, violaría el derecho de las personas de no ser obligadas a hacer ciertas cosas y por tanto no se justifica»87 . No es este el lugar para analizar los planteamientos de la obra de Nozick88 . Más bien lo que he querido, al enumerar sus tesis centrales, es recalcar que para un liberal conservador la función del Estado de protección de lo privado de cada individuo va íntimamente ligada al principio de la igualdad de oportunidades, es decir, en la medida que el Estado solamente garantiza la no-interferencia y la no-coacción de una voluntad sobre otra, no favorece ningún plan de vida. Este planteamiento, junto con la negativa a que las diferencias naturales y sociales deban ser consideradas para la justicia de las instituciones básicas, será el foco de la crítica del liberalismo igualitario; la que podríamos resumir en la afirmación de que

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Ídem, p. 160

85 Locke, a propósito de la apropiación de terrenos para la ganadería (enclosures), argumenta que tal apropiación es legítima siempre y cuando no altere o empeore la situación de los otros (vgr. generando empleos). 86 Refiriéndose a uno de los mejores jugadores de basketball de los Estados Unidos, Nozick ejemplifica de la siguiente manera: supongamos que se parte de una distribución justa D1. Wilt Chamberlain firma un contrato con su equipo que le otorga 25 centavos del costo de cada entrada. Durante la temporada un sinnúmero de aficionados asisten al estadio atraídos por Chamberlain, y al final de la temporada, éste termina ganando 25 mil dólares. Es legítima esa desigualdad a favor del famoso deportista ya que, no altera ni empeora la situación de los demás. Cualquier impuesto que se le cargara —con excepción de aquellos destinados a mantener el Estado de Derechos— sería para Nozick violatorio para su derecho de propiedad y sus derechos naturales. Ver NOZICK, ROBERT: Anarchy, state and utopia, ob. cit., capítulo VII. 87

Ídem, p. ix.

88 Para un análisis mas acucioso, ver NAGEL, THOMAS: «Nozick: libertarianism without foundations» en NAGEL, T.: Other minds. Critical essays 1969-1994, Oxford University Press, Oxford, 1999, (pp. 137-149); y KYMLICKA, WILL: Filosofía política contemporánea. Una introducción, traducción de R. Gargarella, colección Ciencia Política, editorial Ariel, Barcelona, 1995, pp. 109-178; y VALLESPÍN, FERNANDO: Nuevas teorías del contrato social, ob. cit., pp. 135-172.

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la igualdad de oportunidades «es un arreglo perfectamente apropiado para transformar las desigualdades estructurales en experiencias de fracaso y culpabilidad individuales»89 . c) Dworkin y la crítica del liberalismo igualitario Los trabajos de Dworkin han contribuido de forma significativa a los debates de la filosofía moral y política. Este profesor de Oxford que — por ocupar una expresión de Vallespín— está «en la órbita de Rawls», se distanció de este último en lo que a mi juicio constituye el aspecto más problemático de A theory of justice: la caracterización de la «posición original» y las consecuencias que de ésta se derivan como metáfora para explicar la legitimidad social en base al compromiso de los ciudadanos. En efecto, el liberalismo de Dworkin, si bien comparte con Rawls el carácter deontológico de la teoría y su frontal crítica al utilitarismo, mantiene distancia respecto del uso de la ficción neocontractualista90 . Quizás debido a lo anterior, es que el propio Dworkin haya confesado militancia en cierto «republicanismo cívico-liberal», que lo termina por ubicar a medio camino entre los presupuestos individualistas de la teoría de Rawls y los principales enunciados de los comunitaristas91 . Pero a dife89

CHRISTIE, NILS: Los límites del dolor, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, p. 80.

90 La diferencia se refiere al uso del contrato —como ficción política y filosófica— para fundamentar la legitimidad de la organización social y el concepto de justicia. Para Dworkin, la única forma de defender al liberalismo es integrando las exigencias de la moralidad política en «la imagen de sí que la gente anhela, y en los modelos que admira, no meramente en lo que, de hecho desea», por lo que la búsqueda de fundamentos del liberalismo es un problema de motivación: «hallar razones que puedan tener personas comprometidas y partidarias en sus vidas privadas para adoptar una perspectiva política tan neutral y austera como la del liberalismo» [DWORKIN, RONALD: Ética privada e igualitarismo político, traducción de T. Domènech, colección Pensamiento Contemporáneo, número 29, editorial Paidós, Barcelona, 1993, pp. 102 y 65 respectivamente]. 91 Dworkin cree que recurrir al contrato —lo que él denomina la «estrategia de la discontinuidad»— resulta una forma muy artificiosa de explicar la sociedad y nos obliga a convertirnos en «personas incapaces de reconocernos como propias, en criaturas políticas especiales enteramente diferentes de las personas ordinarias que deciden por sí mismas, en sus vidas cotidianas, qué quieren ser, qué hay que alabar y a quién hay que querer» [ídem, p. 57]. En cambio, el autor propone —en lo que llama la «estrategia de la continuidad»— que el acuerdo moral se presente como el fundamento normativo y filosófico más potente para la construcción política, por lo que la ética liberal debe proveernos de una idea de bondad que refleje «la parte central de la manera en que la mayoría de nosotros se representa lo que es vivir bien, vivir mejor de lo que vivimos» [ídem, p. 64].

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rencia de estos últimos, Dworkin se ha mantenido firme en la defensa del principio de la neutralidad estatal, asentado sobre la convicción del igual valor moral de todos los sujetos y el irrestricto respeto para que éstos, en ejercicio de su autonomía, tracen sus propios planes de vida. El Estado Liberal, afirma el autor, «debe ser, tanto como sea posible, independiente respecto de cualquier concepción del bien particular o respecto de lo que dote de valor a la vida»92 . De esta forma, Dworkin defiende un liberalismo que descansa sobre cuatro ideas básicas. La primera se refiere a la necesidad de distinguir entre «la personalidad» y «las circunstancias» que rodean la existencia de cada ser humano. La segunda, dice relación con que la «igualdad» debe medirse con criterios más objetivos a los tradicionales «índices de satisfacción personal», proponiendo poner más atención a los «recursos» que se posean. Estos recursos, y como tercera idea, deben ser iguales para todos93 . Por último, como ya lo señalé, el liberalismo igualitario debe ser éticamente neutral frente a las preferencias de los individuos. Los planteamientos de Dworkin, de cara al tema de la igualdad, pueden dividirse en (i) aquellas críticas que plantea al «principio de la diferencia de Rawls» y (ii) su particular propuesta de una «igualdad de recursos». (i) Dworkin afirmó que las tesis implícitas en A theory of justice resultan insensibles a las dotaciones propias de cada persona y, al mismo tiempo, no son suficientemente sensibles a las ambiciones de cada uno94 . En primer lugar, cuando Dworkin afirma que los principios de la justicia —que se derivan de la teoría de Rawls— resultan demasiado insensibles a las dotaciones personales, lo que quiere evidenciar es que algunos sujetos resultarían perjudicados por circunstancias que no controlan. Dado que en la obra de Rawls se definen la posición de «los que están peor» según la posesión de bienes primarios de tipo social (derechos, oportunidades o riqueza) —y no en términos de la propiedad de bienes primarios de tipo natural (talentos y capacidades)— podría suceder que una per92 DWORKIN, RONALD: A matter of principle, Harvard University Press, Cambridge, 1985, p. 191. 93 DWORKIN, RONALD: «The ethical basis of liberal equality», en Ethics and Economics, 2, International School of Economic Research , Universidad de Siena, 1991. 94 En adelante, sigo el análisis de GARGARELLA, ROBERTO: Las teorías de la justicia después de Rawls, ob. cit, pp. 72 y ss.

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sona con ingresos económicos mayores que otra, pero con una grave afección física, se encontrara (según lo que Rawls sostiene) mejor situada que la última, aun cuando ésta deba incurrir en grandes gastos de dinero para solventar los tratamientos requeridos para superar o contrarrestar tales desventajas o dotaciones naturales95 . En segundo lugar, según Dworkin, la tesis de Rawls no sería suficientemente sensible a la ambición, ya que el principio de diferencia justificaría el que una persona —que incrementa su dotación inicial mediante una vida de trabajo duro— se vea en la obligación de «subsidiar el ocio» de aquel sujeto que decide usar todos sus ahorros en actividades de consumo. En otras palabras, si la segunda persona no se viera beneficiada por las desigualdades creadas a partir del mayor trabajo de la primera, se debería transferir parte de los mayores ingresos que generó esta última en beneficio de quien, incluso por el despilfarro de su dotación original, se encuentra en una situación de desventaja. En definitiva, Rawls terminaría por justificar el hecho de que aquel quien libremente decide entregarse a los placeres y al consumo, se beneficie del esfuerzo y sacrificio de otros. (ii) Como alternativa a la teoría de los bienes primarios de Rawls, Dworkin propone un sistema de subastas y seguros bajo lo que él denomina la «igualdad de recursos»96 . El autor —después de proponernos un escenario de subasta hipotética en la cual cada participante comienza con un idéntico número de fichas (poder adquisitivo)— afirma que la «igualdad liberal» se conseguiría sólo cuando los recursos que controlan las personas que participan en la subasta sean iguales en los «costes de oportunidad», es decir, al valor que tendrían si fueran poseídos por otras personas97 . De esta forma, el test de la envidia —«egoísmo esclarecido» según Rawls y presupuesto básico de la teoría económica— se vincula con la igualdad ideal; mientras que la igualdad perfecta, afirma Dworkin, se alcanza cuando nin-

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Ídem, p. 72

96 La igualdad de recursos se desarrolla en los siguientes trabajos: DWORKIN, RONALD: «What is equality?», Parte 1: «Equality of welfare» en Philosophy and Public Affairs, 10: 3, 1981, (pp. 185-246); DWORKIN, RONALD: «What is equality?», Parte 2: «Equality of resources», en Philosophy and Public Affairs 10: 4, 1981, (pp. 284-345); DWORKIN, RONALD: A matter of principle, ob. cit.; y DWORKIN, RONALD: Ética privada e igualitarismo político, ob. cit. y DWORKIN, RONALD: Sovereign virtue. The theory and practice of equality, Cambridge, Harvard University Press, Londres, 2000. 97

DWORKIN, RONALD: «What is equality?», Parte 1, ob. cit., pp. 286 y 287.

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gún miembro de la comunidad envidia el conjunto total de recursos que está bajo el control de cualquier otro miembro98 . Sin embargo, y como resulta obvio, la hipotética subasta sólo puede referirse a la adquisición de bienes de tipo impersonal 99, por lo que las características personales de cada individuo pronto desajustarían la igual dotación inicial. Más todavía, la suerte también cumpliría un rol relevante, de forma que, por causas ajenas al control de los individuos, algunos planes personales prosperarían (en forma injusta) más que otros. Es aquí donde resulta fundamental, como estrategia correctiva y compensatoria, la existencia de «contratos de seguros» que garanticen que los menos aventajados reciban una porción adicional e igual de medios con el objeto de desarrollar sus planes de vida y hacer frente a las eventuales desventajas futuras que puedan surgir 100 . Se trata de un seguro «contrafáctico» porque es evidente que un individuo no puede conocer todas sus desventajas (vgr. las consustanciales al nacimiento), por lo que se trata de determinar qué seguros contratarían individuos racionales en una situación hipotética101 . De esta forma, concluye Dworkin, aunque no podamos lograr una igualdad perfecta, podemos al menos garantizar mejoras sustanciales a través del diseño de esquemas redistributivos financiados mediante impuestos generales que tiendan a imitar la idea de los seguros. En definitiva, Dworkin —para evitar la desatención de las desigualdades de origen aleatorio y las transferencias a quien por su elección está peor— propone un esquema distributivo alternativo en el que la acción pública debe asegurar la dotación inicial ( endowment98 «Este test de la envidia puede ser pasado con éxito, evidentemente, de modo que nos permita decir que hay igualdad de recursos, aún si la felicidad o el bienestar conseguidos por la gente mediante la igualación de recursos por ellos controlados resultaran desiguales. Si sus metas, ambiciones o proyectos son más fáciles de satisfacer que los míos, o si su personalidad es distinta en algún aspecto pertinente, ustedes pueden ser mucho más felices o estar mas satisfechos con su vida de lo que yo lo estoy, a pesar de que yo no cambiaría mis recursos por los suyos. La igualdad liberal es igualdad de recursos, no de bienestar» [DWORKIN, RONALD: Ética e igualitarismo político, ob. cit, p. 88]. 99 Los «recursos personales» que son aquellos constituidos por cualidades intelectuales y físicas que influyen en el éxito de las personas a la hora de realizar sus planes y proyectos, mientras los «recursos impersonales» son aquellas cuestiones que podemos transferir [ibídem]. 100

DWORKIN, RONALD: «What is equality?», Parte 2, ob. cit., pp. 296 a 304.

101 Son evidentes las similitudes con el recurso de la «posición original» y el «velo de la ignorancia» de Rawls, es decir, una situación hipotética en la que los individuos no conocen sus propias capacidades y la posición que ocuparán en la sociedad.

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insensitive), pero debe ser cautelosa y rigurosa con la elección (ambitionsensitive). Con todo, y aunque detrás del concepto de igualdad de recursos subyace un notable esfuerzo por demostrar cómo los postulados de la justicia distributiva —en el sentido en que los presenta la igualdad liberal— vinculan las ideas de igualdad y libertad 102 , creo que Dworkin no es capaz de superar el problema y, a lo sumo (lo que no es poco), logra una interesante defensa filosófica del impuesto a la renta y la existencia de la seguridad social. d) El igualitarismo de Amartya Sen Confieso que tuve algunas dudas de haber incorporado a Sen en la categoría del liberalismo igualitario. La vacilación no tuvo su origen en el adjetivo «igualitario», sino más bien en otros rasgos del liberalismo que vengo describiendo. De esta manera, y aunque Sen comparte con Rawls y Dworkin la crítica al utilitarismo, pareciera alejarse de ese «sello» liberal que —en contraposición a cierto paternalismo y perfeccionismo— eleva a nivel sagrado la decisión de un sujeto, sin muchas veces poner atención a los factores externos y subjetivos que incidieron en ésta. En efecto, creo pueden distinguirse dos grandes etapas en la producción de Sen: por una parte, aquella que se relaciona con la teoría de la elección social y, por la otra, las dificultades que se derivan de la definición de los principios igualitaristas. Mientras en la primera cuestionó la convicción dominante de que eficiencia y libertad van irremediablemente unidas en las decisiones sociales103 ; en la segunda nos propone que el criterio evaluador de la justicia de las instituciones sociales debe centrarse en la «libertad real» o «las capacidades»

102 «Puesto que la igualdad liberal depende de mecanismos económicos y políticos que revelan los verdaderos costes de oportunidad de los recursos impersonales, una sociedad igualitaria debe ser una sociedad libre. Invasiones de la libertad -leyes penales que prohíban actividades o estilos de vida que algunas personas quieran emprender o desarrollar, por ejemploconstituyen también invasiones de la igualdad, a no ser que pueda justificarse su necesidad -para proteger una distribución igualitaria de recursos y oportunidades - porque proporcionan seguridad a la persona o a la propiedad, o por algún otro motivo. Ninguna ley que prohíba actividades basándose en cuestiones de moralidad personal podría pasar el test, de modo que la igualdad liberal implica uno de los mas sólidos principios instintivos del liberalismo que identificábamos al comienzo: su tolerancia en cuestiones de moralidad personal» [DWORKIN, RONALD: Ética privada e igualitarismo político, ob. cit, pp. 89 y 90]. 103 A esta etapa, que podríamos caracterizar como la primera, pertenecen textos como: SEN, AMARTYA: Collective choice and social welfare, Holden-Day, San Francisco, 1970 y SEN, AMARTYA: On economic inequality, Clarendon Press, Oxford, 1973.

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que las personas tienen —dentro de la estructura social que aquellas definen— para elegir su modo de vida104 . En lo que sigue, intentaré describir, en torno al problema de la igualdad y la libertad, los rasgos centrales de la teoría de Amartya Sen, y mostrar como el filósofo hindú pretende diferenciarse tanto de las conclusiones derivadas de la economía del bienestar105 como de la teoría de los bienes primarios (Rawls) y de la igualdad de recursos (Dworkin). En lo fundamental creo que puede resumirse la tesis de Sen de la siguiente manera: una propuesta igualitarista correcta debería concentrarse en algo que es «posterior» a la tenencia de los bienes, pero «anterior» a la obtención de la utilidad, y que denomina «capacidades de realización»106 . En primer lugar, al autor rechaza la estrategia —que subyace a la economía del bienestar de corte utilitarista— consistente en defender la utilidad como el parámetro métrico de la satisfacción humana. Cualquiera sea la forma de entender la utilidad —sea «felicidad»107 , «satis104 A este segunda etapa corresponden, entre otros: SEN, AMARTYA: «Equality of what?» en S. MCMURRIN, S. (editor.): The Tanner Lectures on Human Values, volumen 1, Salt Lake City, University of Utah Press, 1980, (pp. 197-220); SEN, AMARTYA: Commodities and capabilities, North-Holland, Amsterdam, 1985; SEN, AMARTYA: «Capacidad y bienestar» en SEN, A. y NUSSBAUM, M. (Compiladores): La calidad de vida, traducción de R. Reyes, colección Obras de Economía, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, (pp. 5483); SEN, AMARTYA: Bienestar, justicia y mercado, introducción de D. Salcedo, colección Pensamiento Contemporáneo, número 48, editorial Paidós, Barcelona, 1998.); y SEN, AMARTYA: Development as freedom, Alfred A. Knoph, New York, 1999. 105

En la economía del bienestar que Sen critica —la de raíz utilitarista— la justicia es el resultado de elegir aquella institución o política que maximice el bienestar social, por lo tanto: (i) las instituciones o políticas sociales han de ser evaluadas conforme a sus beneficios sociales; (ii) estos, a su turno, han de ser evaluados conforme a la utilidad o bienestar que provean a los individuos; y (iii) la forma de obtener un juicio social es sumando las utilidades individuales y ordenando los estados sociales según los resultados de tales sumas de más a menos preferido. En consecuencia, y conforme al utilitarismo, sería justo aquel estado social que produzca mayor utilidad global [SALCEDO, DAMIÁN: «La evaluación de las instituciones sociales según A. K. Sen» en SEN, A.: Bienestar, justicia y mercado, ob. cit., p. 17]. 106

SEN, AMARTYA: Commodities and capabilities, ob. cit., p. 11.

107 Bajo esta concepción la utilidad equivale a un estado mental de carácter subjetivo y que ignora otros aspectos del bienestar de una persona. La felicidad —según Sen—puede darnos una visión muy limitada de las otras actividades mentales (estar animado, el entusiasmo y otros más) que son directamente determinantes del bienestar de una persona. Además, tanto las valoraciones de la propia vida y el papel de la valoración en la identificación del bienes-

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facción del deseo»108 o «elección»109 — ésta resulta muy imprecisa para describir el bienestar real de un individuo. En el fondo, la convicción que subyace el planteamiento de Sen, es que en sociedades económica y socialmente desiguales, los individuos con menores recursos ajustan sus placeres a su situación presupuestal, es decir, aprenden a disfrutar de lo poco que poseen110 . En segundo lugar, Sen sostiene que la teoría de los bienes primarios y la igualdad de recursos (Rawls y Dworkin respectivamente) se concentran erróneamente en un particular rasgo de la posesión de ciertos bienes — cuánta riqueza tiene una persona, qué bienes y servicios se pueden comprar, qué puestos sociales y económicos se pueden alcanzar, qué derechos se pueden exigir— y no en lo que dichos bienes «hacen» a las personas. De modo que «...lo que las personas obtienen de los bienes depende de una variedad de factores, y juzgar la ventaja personal sólo por el tamaño de la propiedad perso-

tar de una persona, no se pueden considerar sólo en términos de la felicidad; por lo que resulta muy difícil evitar la conclusión de que aunque la felicidad es importante de un modo obvio y directo para el bienestar, es insuficiente como forma de representar al mismo [SEN, AMARTYA: «El bienestar, la condición de ser agente y la libertad», en SEN, A.: Bienestar, justicia y mercado, ob. cit. p. 66]. 108 Al igual que en el caso de la felicidad, la utilidad como «deseo» implica también considerar el bienestar como un estado mental aunque —debido a la necesidad de observar también los objetos del deseo— en términos menos puros. Una teoría del bienestar que sirva de base para el cálculo utilitarista, afirma Sen, ha de ser capaz de presentar una concepción cardinal de la utilidad intersubjetiva, por lo que el patrón métrico que se necesita para una concepción adecuada de la utilidad (en términos informativos) no se puede obtener de la observación de los objetos del deseo. Más todavía, en la faceta moral de un individuo —es decir, como agente racional que conforma su propio plan de vida— pueden existir deseos que vayan en una dirección diferente de la de su bienestar personal; y, así, es posible que la evidencia de la valoración que hace no se traduzca plenamente en evidencia de su bienestar. Con todo —reconoce el autor — hay aquí una conexión fuerte, que muestra la importancia de los deseos como reflejos del bienestar de una persona, aunque dicha evidencia no sea concluyente [ídem, pp. 67 y 68]. 109 Así concebida, la utilidad se considera como la representación de un valor real (numérico) de la conducta de elección de una persona o, dicho en otras palabras, lo que la persona elegiría en cada subconjunto del conjunto de alternativas. Para Sen, el principal problema de esta concepción se deriva del hecho que es posible que la elección de una persona este guiada por una gran cantidad de motivos entre los cuales la búsqueda del bienestar personal sea sólo uno de ellos. Es probable, según el autor, que la motivación de bienestar sea dominante en algunas elecciones, pero en otras no. De esta forma, las consideraciones morales — junto con otras cosas cuestiones— pueden influir en el «compromiso» de una persona [ídem, pp. 64 y 65]. 110 SEN, AMARTYA: Choice, welfare and measurement, MIT Press, Cambridge, 1982, p. 367.

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nal de bienes y servicios puede ser muy desorientador [...]. Parece razonable que nos alejemos de un enfoque que se concentra en los bienes como tales, a uno que se concentre en lo que los bienes hacen a los seres humanos»111 . De esta forma, Sen afirma que la pregunta ¿igualdad de qué? no puede ser respondida en referencia a la cantidad de medios que dispongan las personas, sino en función de lo que los individuos pueden obtener con esos medios. Dicho de otro modo, que la justicia no se vincula —como Sen le atribuye a Rawls y Dworkin— con los medios sino con las mayores libertades que la utilización de los mismos posibilita; o, si se prefiere, la igualdad radica en el hecho de poder convertir esos bienes primarios o recursos en libertad para seleccionar una vida particular y para poder alcanzarla112 . Sen identifica esta facultad para convertir medios en libertades, con lo que genéricamente denomina «capacidades», es decir, el poder que tiene una persona para conseguir las varias combinaciones alternativas de realizaciones o de «haceres y estares» (doings and beeings). Más todavía, según el autor debemos correctamente distinguir la capacidad (como libertad) de otras cuestiones como son los bienes primarios113 o las vidas real111

Ver SEN, AMARTYA: «Equality of what?», ob. cit., p. 218.

112 SEN, AMARTYA: «Justicia: Medios contra libertades» en AMARTYA, S.: Bienestar, justicia y mercado, ob. cit., p. 113. 113 «Considérese otro ejemplo, esta vez de los estudios sobre la pobreza, en el que una persona puede tener más renta y mejor alimentación que otra persona, pero menos libertad para vivir una existencia bien nutrida en razón de una tasa metabólica basal más alta, mayor vulnerabilidad a las enfermedades parasitarias, o por estar embarazada [...] En el contexto de la desigualdad entre mujeres y hombres, la diversidad en las tasas de conversión de bienes primarios en capacidades puede ser crucial. Es posible que tanto las características biológicas como los factores sociales (relativos al embarazo, los cuidados de los recién nacidos, la distribución convencional de los papeles en las familias, etc.) coloquen a las mujeres en desventaja, aunque tengan el mismo conjunto de bienes primarios que los hombres» [ídem, pp. 115 y 116] Rawls replicó en este punto y criticó a Sen por considerar que éste se comprometía con una concepción global particular y no con una simple concepción política razonable de la justicia (ideal que Rawls abrazó sólo al final de su obra y que no se corresponde con las tesis de la «Teoría de la Justicia» como veremos más adelante). Con todo, Sen contestó que Rawls no interpretaba adecuadamente la critica a los bienes primarios desde la óptica de las capacidades, de modo que la capacidad refleja la libertad de una persona para elegir entre vidas alternativas (combinaciones de realizaciones) y su valor no se tiene por qué derivar de una «doctrina global» particular que implique un modo determinado de vida. Por el contrario, como lo señala Sen en diversas partes de su trabajo, resulta importante distinguir entre libertad (de la que la capacidad es una representación) y consecución, de modo que la valoración de la capacidad no tiene por qué estar basada en una doctrina global exclusiva que ordene las consecuciones que incluyen los modos de vida y los grupos de las infinitas realizaciones [ídem, p. 118].

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mente elegidas114 . En definitiva y para entender correctamente el bienestar y la igualdad, el filósofo hindú nos presenta la siguiente fórmula intermedia: el concepto de capacidades como una métrica intermedia entre la consecución de proyectos de vida autónomos y la obtención de ciertos medios básicos destinados a ayudarnos en la obtención de tales proyectos. Dicha propuesta no sólo tendría la ventaja —como Sen lo manifestó explícitamente— de permitir una mejor argumentación en torno a la igualdad (ya que da una mejor respuesta a la pregunta ¿igualdad de qué?), sino que adicionalmente vincula la igualdad con el desarrollo (entendido éste como el proceso de expansión de las libertades reales de las personas); es decir, de la mayor capacidad de los individuos para los nuevos desafíos de las sociedades modernas. De esta forma, al entender el desarrollo como libertad, se dirige nuestra atención hacia aquellos fines que hacen que éste sea importante y no sólo a los medios que, si bien pueden jugar un rol de importancia en el proceso, no lo constituyen ni conceptual ni moralmente115 . A modo de epílogo de este apartado, o quizás como invitación para el próximo, creo subsisten, a las tres teorías descritas, varias incógnitas cuya respuestas han enfrentado a los más eximios representantes de la filosofía política, y que consiste en preguntarse: ¿qué tipo de políticas públicas requieren planteamientos como los descritos?, ¿qué cargas y de qué tipo deben soportar los individuos de una sociedad?, en fin ¿hasta donde la universalización de un único parámetro de justicia resulta acorde con las intuiciones y convicciones de los seres humanos y de sus formas de organización social?. La primera de estas interpelaciones, se vincula a una de las críticas más recurrentes que se hace al liberalismo igualitario y que consiste en su dificultad para traducir en políticas públicas las abstractas reflexiones que se hacen a nivel filosófico. El problema adquiere mayores dimensiones en el caso del liberalismo norteamericano que, a diferencia de lo que sucede en Europa, ha mantenido cierta distancia del concepto de Estado de Bienestar y de sus consecuentes formas de organización gubernamental. Por otra parte, la respuesta a la segunda interrogante motivó la gran división, al 114 «... piénsese en que una persona puede tener las mismas capacidades que otra, pero sin embargo elegir un conjunto diferente de realizaciones de acuerdo con sus objetivos particulares. Además, dos personas con las mismas capacidades reales e incluso los mismos objetivos pueden acabar con resultados diferentes debido a diferencias en las estrategias que siguen para ejercer sus libertades» [ídem, p. 116]. 115

SEN, AMARTYA: Development as freedom, ob. cit., p. 3.

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interior del liberalismo, entre igualitaristas y libertarios. Desde esta última trinchera, Nozick advirtió que todo individuo cuenta con el derecho natural a la propiedad de sí mismo (self-ownership) y posee derechos absolutos respecto de su persona, por lo que cualquier gravamen contra su voluntad importa una violación al principio de la autonomía y al valor de la dignidad humana. Por último, la tercera de las preguntas es sólo una de las tantas que subyace al debate entre liberales y comunitaristas, constituyéndose, este debate, en una de las polémicas más apasionadas e interesantes de la filosofía moral y política contemporánea.

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Capítulo III

El comunitarismo y la crítica antiliberal

«Este hombre raro, honor de su siglo y su especie, y tal vez el único, desde la existencia del género humano, que no tuvo otra pasión que la de la razón, no hizo, sin embargo, más que caminar de error en error en todos sus sistemas, por haber querido hacer a los hombres semejantes a él, en lugar de tomarlos tal y como son y como continuarán siendo» JEAN JACQUES ROUSSEAU, Las confesiones

Nacido a comienzos de los años ochenta en Norteamérica (Estados Unidos y Canadá principalmente), el comunitarismo constituye un movimiento intelectual difuso, no compacto, que ha servido de paraguas para un vasto número de intelectuales que —inspirados en el «paradigma de la comunidad»1 para afrontar los problemas de la filosofía política y moral contemporánea— cuestionaron las bases del proyecto liberal universalista2 .

1 Esta expresión fue originalmente utilizada en Otto Kallscheuer, según aparece documentado en GIUSTI, MIGUEL: «Paradojas recurrentes de la argumentación comunitarista», en CORTÉS R., F. y MONSALVE, A. (editores): Liberalismo y comunitarismo. Derechos humanos y democracia, colección Política y Sociedad, número 17, ediciones Alfons el Magnánim, Generalitat Valenciana, Valencia, p. 102, n. 5, (pp. 99-128). 2 Aunque menos que en el caso de liberalismo, la bibliografía sobre el comunitarismo también es abundante. En castellano, recomiendo los siguientes textos: ROSEMBLUM, NANCY (directora): El liberalismo y la vida moral, traducción de H. Pons, editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1993; THIEBAUT, CARLOS: Los límites de la comunidad. Las críticas comunitaristas y neoaristotélicas al programa moderno, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992; SUÁREZ, LEONOR: La «teoría comunitarista» y la filosofía política. Presupuestos y aspectos críticos, editorial Dykinson, Madrid, 2001; MOUFFE, CHANTAL:

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Quizás el único común denominador para intelectuales como Walzer, Taylor, Barber, Bellah, Sandel, Etzioni o MacIntyre (sólo por nombrar a algunos), sea la crítica al movimiento liberal de inspiración kantiana. De hecho, resulta ya un tópico sostener que más que una corriente de pensamiento autónoma, el comunitarismo es un movimiento antiliberal o, podríamos decir de forma más literaria, el enemigo de los hijos del siglo de las luces3 . «El liberalismo norteamericano y su crítica comunitaria», en MOUFFE CH.: El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, traducción de V. Viano, colección Estado y Sociedad, número 69, editorial Paidós, Barcelona, 1999, (pp. 43-64); CRISTI, RENATO: «La crítica comunitaria a la moral liberal», en Revista del Centro de Estudios Públicos, 69, 1998, (pp. 47-68); AVARO, DANTE: «Rawls, Sandel y Walzer: un debate más que imaginario, en Metapolítica, 2: 6, 1998, (pp. 241-262); RUIZ MIGUEL, ALFONSO: «Derechos humanos y comunitarismo. Aproximación a un debate, en Doxa, 12, 1992, (pp. 95-114). Además, la revista Doxa dedicó sus números 17-18 al debate liberal comunitarista, donde destacan: LAPORTA, FRANCISCO: «Comunitarismo y nacionalismo», (pp. 53-68) y GONZÁLEZ A., PILAR: «Liberalismo vs. comunitarismo. John Rawls: una concepción política del bien», (pp. 117-136). También, aunque en un sentido más amplio a la crítica del comunitarismo, pude consultarse THIEBAUT, CARLOS: «Neoaristotelismo contemporáneo» en CAMPS, V., GUARIGLIA O. y SALMERÓN F. (editores): Enciclopedia iberoamericana de filosofía: Concepciones de la ética, ob. cit., (pp. 29-52). Otros textos recomendados, cuya traducción al castellano desconozco, son: RASMUSSEN, DAVID (editor): Liberalism vs. communitariasm, MIT Press, Cambridge, 1990; y BOOTH, ROBERT: The dance with community: the contemporary debate in american thought, segunda parte, University Press of Kansas, Kansas, 1991. 3 El adjetivo de «conservador» que muchos filósofos utilizan para referirse a los teóricos comunitaristas (especialmente a la de MacIntyre, por ejemplo) radica en que se les atribuye a éstos un rechazo a la modernidad como consecuencia del rol que se le otorga al individuo —a su autonomía y suficiencia— por sobre la comunidad moral y política. «El conservadurismo surge sólo como necesaria respuesta a las teorías que, a partir del siglo XVIII, se desprendieron de la visión antropológica tradicional para reivindicar para el hombre la posibilidad no sólo de mejorar sus propios conocimientos y su propio dominio sobre la naturaleza, sino a través de los unos y lo otro, lograr una comprensión cada vez mayor y, por tanto, la felicidad» [BONAZZI, TIZIANO: «Conservadurismo», en BOBBIO, N., MATTEUCCI, N. y PASQUINO, N.: Diccionario de política, tomo I, traducción de R. Crisafio, A. García, M. Martí, y J. Tula, editores Siglo XXI, México, 1991, pp. 319 y 320]. Así por ejemplo, y refiriéndose al carácter conservador de Burke, Eusebio Fernández escribió: «Y, efectivamente, si pensamos en las creencias conservadoras en torno al papel de la historia, al de los prejuicios en su relación con la razón, al lugar de la autoridad y el poder, a la incompatibilidad entre libertad e igualdad [y si en cambio] la política revolucionaria significa hacer de la política una actividad seudo religiosa, con ideales redentores y convicciones fanáticas, una actitud racionalista que mantiene que solamente la razón puede crear, legitimar y aplicar instituciones tendientes a la felicidad y emancipación humanas y un exacerbado voluntarismo que confía en que el destino del hombre es solamente obra suya, entonces Burke se encuentra en las antípodas de todo esto» [FERNÁNDEZ, G., EUSEBIO: «La polémica BurkePaine» en PECES-BARBA, G., FERNÁNDEZ G., E. y DE ASÍS, R. (directores): Historia de los derechos fundamentales. Tomo II: Siglo XVIII, Volumen II. La filosofía de los derechos humanos, ob. cit., pp. 380 y 379 respectivamente, (pp. 369-416).

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Lo anterior, a mi juicio, es en parte cierto4 . Los comunitaristas, la mayoría de ellos herederos de la tradición aristotélico-hegeliana5 , han cuestionado el proyecto ilustrado que consistió en la obligación de iluminar nuestra experiencia moral a partir del sólo uso de la razón. En cambio afirmarán que el hombre real, a diferencia del sujeto trascendental —como diría Habermas siguiendo a Hegel— se constituye merced a una historia que lo sobrepasa y que no puede «supradeterminar»6 . Esta idea del hombre situado, se constituyó en el punto de partida para una de las más serias y profundas revisiones al liberalismo, en particular, al primer principio moral subyacente a la idea del mercado: la distinción entre lo público y lo 4

Ya en 1976, Daniel Bell se quejaba de la ausencia de un proyecto filosófico político alternativo al liberalismo y capitalismo de su época. «No tenemos ninguna teoría integrada de la economía y la política de las finanzas públicas, ninguna sociología de los conflictos entre las clases y los grupos sociales en lo que atañe al fundamental problema de los impuestos, ninguna filosofía política (con la reciente excepción de John Rawls, pero nada de los autores socialistas) que trate de elaborar una teoría de la justicia distributiva basada en el carácter central del hogar público en la sociedad» [BELL, DANIEL: Las contradicciones culturales del capitalismo, traducción de N. Mínguez, colección Alianza Universidad, número 195, editorial Alianza, Madrid, 1977, p. 210]. Con todo, como veremos más adelante algunos intelectuales comunitaristas han ido más allá de la sola crítica antiliberal, desplegando interesantes propuestas (Walzer por ejemplo) en materia de justicia redistributiva. El mismo Bell pretendió desplegar, sin mucho éxito a mi juicio, la idea comunitarista de forma teórica autónoma, proporcionando «un asentamiento más sistemático de la posición comunitarista» [BELL, DANIEL: Communitarianism and its critics, Oxford University Press, Oxford, 1993, p. 1]. En este caso en particular, se trata de un libro que relata la conversación de dos amigos en un café de Paris, donde a través de la discusión entre Philip (el liberal) y Anne (la comunitarista) se van dibujando las posiciones en disputa. Sin embargo, y pese al esfuerzo del autor, se terminan por «juntar» argumentaciones de diverso origen y orientación, dejando las cosas no muy distintas a como actualmente se encuentran. 5 Pese a que algunos asocian al comunitarismo con cierto socialismo utópico de principios del siglo XIX (Saint-Simon, Charles Owen o Fourier), lo cierto es que las modernas corrientes comunitaristas tienen su inspiración en autores como Aristóteles, Hegel, Wittgenstein, Rousseau o el «joven» Marx. 6 «Nuestra forma de vida esta conectada con aquella de nuestros padres o abuelos mediante una red de tradiciones familiares, locales, políticas e intelectuales que es difícil desenredar —esto es, a través de un entorno histórico que nos hizo quienes somos hoy. Ninguno de nosotros puede escapar de ese entorno, porque nuestras identidades [...] están indisolublemente entretejidas con él» [HABERMAS, JÜRGEN: «On the Public Use of History», en WEBER, SHIERRY (editor): New conservatism, MIT Press, Cambridge, 1989, p 233]. «...frente a Kant, no podemos partir del Faktum de nuestra conciencia moral, sino de la realidad de un sujeto que es indisociable de su historia» [THIEBAUT, CARLOS: Los límites de la comunidad, ob. cit, p. 86]. De mismo modo, «una teoría de la justicia, donde la razón tiene una función central, no puede ser nunca, y mucho menos hoy, un discurso abstracto, ahistórico y en (aparente) incomunicación con la realidad social, económica, política o cultural» [ELÍAS DÍAZ: Ética contra política, ob .cit., p. 18].

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privado. Los comunitaristas criticarán al liberalismo la imposibilidad de dar una justificación ética a su programa que, acompañado de la neutralidad ética, antepone la justicia a la virtud.

1. El individualismo y la prioridad de la justicia Como adelanté, la más importante y fecunda crítica del comunitarismo a las concepciones liberales se refiere al papel que, en estas últimas, juega el ser humano y la prioridad de la justicia por sobre algún modelo de virtud determinada. Los comunitaristas han denunciado la concepción ahistórica, asocial y desencarnada del sujeto, que implica la idea de un individuo dotado de derechos naturales anteriores a la sociedad7 . El origen de la crítica, creo yo, se refiere a una cuestión metodológica y se remonta a las diferencias en torno a cómo debe hacerse la filosofía moral y política. «Una manera de iniciar la empresa filosófica —la manera original, tal vez— consiste en salir de la caverna, abandonar la ciudad, subir a las montañas y formarse uno mismo (lo que no pueden formarse nunca los hombres y mujeres comunes y corrientes) un punto de vista objetivo y universal. Entonces se puede describir la esfera de la vida cotidia7 «El núcleo central de esta tradición —según Taylor— defiende la primacía de los derechos. Las teorías que aseveran la primacía de los derechos consideran que la adjudicación de ciertos derechos a los individuos es un principio básico. Niegan este mismo status a cualquier principio de pertenencia u obligación social, es decir, cualquier principio que afirme que nuestra principal obligación como seres humanos es pertenecer a la sociedad o sostenerla o bien obedecer a la autoridad» [TAYLOR, CHARLES: «El atomismo», en BETEGÓN, J. y DE PÁRAMO J. R.: Derecho y moral. Ensayos analíticos, traducción de C. Bayón, editorial Ariel, Barcelona, 1990, p. 108, (pp. 107-124)]. De mismo modo, el liberalismo considera que «nuestra obligación de pertenecer a una sociedad o de sostenerla, o bien de obedecer a las autoridades como algo derivativo, ya que esta obligación nos ha sido impuesta por modo condicional, a través de nuestro sentimiento, o debido a que era ventajosa. La obligación de cooperación social deriva en determinadas condiciones del principio fundamental que asigna derechos» [ídem, pp. 107 y 108]. De forma similar, Sandel ha relacionado la concepción de la prioridad de la justicia con el desarraigo, el atomismo y el individualismo liberal que sugiere que somos «personas individuales, separadas, cada uno con sus propios objetivos, intereses y concepciones del bien, y busca una armazón de derechos que nos permita realizar nuestra capacidad como libres agentes morales consistente con una libertad semejante a los demás [...] Para los kantianos liberales lo correcto es prioritario con respecto al bien en dos sentidos. Antes que todo, los derechos individuales no pueden ser sacrificados en aras del bien general; además, los principios de justicia que especifican estos derechos no pueden estar ligados con ninguna visión particular de buena vida» [SANDEL, MICHAEL: Liberalism and its critics, New York University Press, New York, 1984, p. 4]

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na desde lejos, de modo que ésta pierda sus contornos particulares y adquiera una forma general. Pero lo que yo me propongo es quedarme en la caverna, en la ciudad, en el suelo»8 . Dicho en forma menos irónica: «Lo que la Ilustración nos impide ver y tenemos que recuperar ahora, es una concepción de la investigación racional como encarnada en una tradición [...] no hay otra forma de empeñarse en la formulación, la elaboración, la justificación racional y crítica de las formas de racionalidad práctica y de justicia, que desde el interior de una tradición particular de conversación, cooperación y conflicto entre quienes pertenecen a la misma tradición. No hay otro suelo firme, ni otro lugar para la investigación, ni otro modo de proponer, evaluar, aceptar o rechazar los argumentos racionales, que a partir de lo que nos provee una y otra tradición particular»9 . Desde esta perspectiva, cualquier intento por conseguir un punto de vista universal, con pretensiones de neutralidad, termina inevitablemente en una abstracción artificial, carente de todo nexo con la praxis concreta que se intenta criticar10 . Para Charles Taylor, por ejemplo, la visión liberal 8 WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, traducción de H. Rubio, colección Política y Derecho, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 12. No he transcrito en forma textual la obra, ya que desafortunadamente se tradujo la palabra cave como «gruta», con lo que se pierde la ironía platónica de la crítica de Walzer. 9 MACINTYRE, ALASDAIR: Whose justice? which rationality?, ob. cit., pp. 7 y 350 respectivamente. De forma similar, y siguiendo la misma idea, «...el pastor Brand de Visen [...] impulsa a sus feligreses que suban la dura y solitaria montaña hacia una divinidad abstracta que éstos no pueden ver. Como hombres y mujeres corrientes que son, pronto abandonarán la búsqueda y volverán a la amorosa calidez de sus hogares, allá abajo en el valle» [BARBER, BENJAMIN: «Fe constitucional» en NUSSBAUM, MARTHA y COHEN, JOSHUA (compilador): Los límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y «ciudadanía mundial», traducción de C. Castells, colección Estado y Sociedad, número 67, editorial Paidós, Barcelona, 1999, p. 47, (pp. 43-59)]. 10 Aunque ya no desde el comunitarismo, sino desde un liberalismo «contextualista», Rorty insiste en que «no habría forma de elevarse por encima del lenguaje, de la cultura, de las instituciones y las prácticas que uno ha adoptado, y ver a éstas en plano de igualdad con las demás» [RORTY, RICHARD: Contingencia, ironía y solidaridad, traducción de J. Vigil, colección Paidós Básica, número 54, editorial Paidós, Barcelona, 1996, p. 69]. La argumentación de Rorty no es nada nueva y encuentra un desarrollo más exhaustivo en la obra de Wittgeinstein. Para un buen trabajo que relaciona el contextualismo y el problema de lenguaje en Wittgeinstein y el debate filosófico moral contemporáneo, ver MOUFFE, CHANTAL: «Derechos, teoría política y democracia», en PRUDIHOME, JEANFRANÇOIS (compilador): Demócratas, liberales y republicanos, Centro de Estudios Sociológicos, México, 2000, (pp. 117-128).

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del sujeto es «atomística»11 , ya que el carácter autosuficiente del individuo liberal constituye un empobrecimiento en comparación con la noción de un hombre que no puede realizar su naturaleza humana más que en el seno de una comunidad12 . Esta concepción del individuo sería el origen de la destrucción de la vida pública a través del excesivo desarrollo del individualismo13 . De la misma forma, MacIntyre reprocha al liberalismo (y en particular a Rawls) que su concepción de la justicia no deja ningún lugar al

11 «El atomismo representa una visión de la naturaleza y la condición humana que (entre otros aspectos) hace plausible una doctrina de la primacía de los derechos; o, para decirlo en términos negativos, es éste un punto de vista en ausencia del cual la teoría de la supremacía de los derechos pasa a ser sospechosa hasta el punto de ser prácticamente insostenible» [TAYLOR, CHARLES: «El atomismo», ob. cit., pp. 108 y 109]. Sobre este tema, también TAYLOR, CHARLES: Fuentes del yo. La reconstrucción de la identidad moderna, traducción de Ana Lizón, colección Paidós Básica, número 87, editorial Paidós, Barcelona, 1996; y TAYLOR, CHARLES: «Propósitos cruzados. El debate liberal-comunitario» en ROSEMBLUM, NANCY (directora): El liberalismo y la vida moral, ob. cit., (pp. 177198). El adjetivo que ocupa Taylor no es casual ni original. De hecho Giddens nos recuerda que Weber «insiste en que el individuo es el ‘átomo’ de la Sociología; cualquier proposición referente a la colectividad, como un partido o una nación, debe ser interpretable de acuerdo con conceptos referidos a las acciones de los seres humanos individuales [GIDDENS, ANTHONY: Política y sociología en Max Weber, ob. cit., p. 60]. Por otra parte, como contraposición a las ideas de Weber y constituyéndose en cierta inspiración de algunos comunitaristas, Tönnies afirmó: «La comunidad, por el contrario, que puede concebirse del modo más perfecto posible como unión metafísica de cuerpos y sangres, tiene por naturaleza su voluntad propia, y su energía vital propia, y por consiguiente, su derecho propio con respecto a las voluntades de sus miembros, de suerte que éstos, en tanto que tales miembros, sólo pueden aparecer como modificaciones y emanaciones de aquella sustancia orgánica total» [TÖNNIES, FERDINAND: Comunidad y sociedad, traducción de J. Rovira, editorial Losada, Buenos Aires, 1947, p. 10]. 12 Detrás de este tipo de argumentaciones —la del hombre como un ser social o un animal cívico— se vislumbra claramente la huella aristotélica. Para el filósofo griego, sólo existía una verdadera perfección, la que se verifica dentro de una marco público y cívico; por lo que el Estado no es una consecuencia posterior al hecho de la existencia de los individuos. Como es fácil de advertir, la cuestión es lógica y no histórica: si el todo es necesariamente anterior a sus partes y el individuo aislado es sólo una parte en relación con el todo, la comunidad política será una categoría anterior al individuo: el individuo aislado no es autosuficiente, «el salvaje puede llegar a ser más feroz que las fieras» [ARISTÓTELES: La Política, 1253ª] o, como lo expresó Homero, toda persona que estuviera alejada por completo de la vida política, sería un hombre «sin corazón, sin ley y sin pueblo». 13 La participación en una comunidad de lenguaje y de discursos mutuos que se refieren a lo justo y a lo injusto, es lo que posibilita el real desarrollo del hombre que puede convertirse en un sujeto moral capaz de perseguir el bien. A partir de esta constatación, es que parece absurda la prioridad de la justicia por sobre la virtud. Todo individuo moderno —afirma Taylor— es el resultado de un largo y complejo desarrollo histórico y sólo en un cierto tipo de sociedad es posible la existencia de un individuo libre, capaz de escoger sus propios objetivos.

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mérito y la virtud, noción que sólo tiene cabida en el contexto de una comunidad cuyo lazo originario es una comprensión compartida, tanto del bien para el hombre como del bien para la comunidad, y donde los individuos identifican sus intereses fundamentales con referencia a esos bienes. De un modo similar al de Taylor, MacIntyre ve en el rechazo de toda idea de un «bien común», la fuente del nihilismo que estaría destruyendo nuestras sociedades14 . Para los liberales la respuesta a las preguntas sobre ¿qué se distribuye? y ¿cómo se distribuye? puede ser muy distinta según si se contesta desde el igualitarismo o el libertarismo (en cualquiera de sus modalidades). Sin embargo, la respuesta a la pregunta ¿entre quiénes se distribuye? es siempre la misma. Dicho de otro modo, si para la tradición liberal el objeto de la justicia puede ser muy diverso, el sujeto de la justicia es siempre más o menos el mismo: un agente racional —un individualista cuantitativo diría Simmel— que elige en función de sus intereses y que es capaz de estar por encima de toda determinación social y personal. «Según la visión liberal del yo —en palabras de Kymlicka—, se considera que los individuos son libres de cuestionar su participación en las prácticas sociales existentes, y de hacer elecciones independientemente de éstas, en el caso de que tales prácticas ya no merezcan ser seguidas. Como resultado, los individuos ya no se definen en cuanto participantes de ninguna relación económica, religiosa, sexual o recreativa en particular, ya que son libres de cuestionar y rechazar cualquier relación. Rawls resume esta versión liberal afirmando que el yo es previo a sus fines»15 [he reemplazado las comillas internas por cursivas]. En cambio, para los comunitaristas, no es posible apelar a un «yo» desvinculado (unencumbered self) capaz de elegir neutral e imparcialmente principios ideales y universales de justicia. Dicha visión resulta vacía y atenta contra la percepción de los individuos que se hallan inmersos en las más diversas prácticas comunitarias. En definitiva, el «yo» no es previo a sus fines, sino que se constituye en función de determinadas condiciones de la comunidad a la que se pertenece y de la que no se puede desvincular.

14 Así por ejemplo, «si no hay valor que sea antecedente del deseo, entonces el deseo por x es un deseo por algo que carece de valor, y su satisfacción no puede tener valor. Los derechos liberales pueden dejar a la gente en libertad para perseguir lo que desean, pero todo el conjunto de deseos, derechos y persecución de proyectos se hace vacía. El agnosticismo hacia el valor impersonal defiende al liberalismo sólo al costo de hacer que la concepción de la actividad práctica que guía al liberalismo devenga vacua sin esperanza. La victoria es pírrica» [LOMASKY, LORENS: Persons rights and the moral community, Oxford University Press, Oxford, 1987, p. 231]. 15

KYMLICKA, WILL: Filosofía política contemporánea, ob. cit., p. 229.

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Pero quien mejor ha desarrollado esta tesis y que ha perseguido con particular pasión y ahínco la visión del ser humano de las doctrinas liberales, particularmente la de Rawls, es Michael Sandel. En Liberalism and the limits of justice16 , se realiza un minucioso y exhaustivo análisis, con el propósito de probar la inconsistencia de A theory of justice17 . Si Rawls afirma que la justicia es la virtud primordial de las instituciones sociales —nos recuerda Sandel— se debe a que su liberalismo deontológico exige una concepción de la justicia que no presupone ninguna concepción particular del bien, a fin de poder servir de marco para que en su interior sean posibles diferentes concepciones de la virtud. En efecto, en la concepción deontológica, la primacía de la justicia no describe solamente una prioridad moral sino también una forma privilegiada de justificación. El derecho es anterior al bien, no sólo porque sus exigencias tienen prioridad, sino porque sus principios se derivan de manera independiente18 . Pero para que el derecho sea anterior al bien, sería necesario que el sujeto existiera independientemente de sus intenciones y de sus fines. Semejante concepción requiere de un sujeto que pueda tener una identidad previa a los valores y a los objetivos que va a elegir19 . Es la capacidad de elegir (y no las elecciones que realiza) la que definiría a semejante sujeto, no pudiendo existir fines que sean constitutivos de la identidad del sujeto; ya que, si fuera de esta forma, se le negaría la posibilidad de participar en

16 SANDEL, MICHAEL: Liberalism and the limits of justice, Cambridge University Press, Cambridge, 1982, pp. 113 y ss. Versión en castellano: El liberalismo y los límites de la justicia, traducción M. Luz Melón, colección Cladema Filosofía del Derecho, editorial Gedisa, Barcelona, 2000. Un análisis similar, aunque en términos menos sistemáticos, puede consultarse en SANDEL, MICHAEL: «The procedural republic and the unencumbered self», en Political Theory, 12, 1984, (pp. 81-96). 17 Un análisis breve —aunque preciso y sistemático— de Liberalism and the limits of justice, puede consultarse en AVARO, DANTE: «Rawls, Sandel y Walzer: un debate más que imaginario», ob, cit., pp. 242 y ss. 18

SANDEL, MICHAEL: Liberalism and the limits of justice, ob. cit, p. 2.

19 «Una consecuencia de esta distancia es situar al yo fuera del alcance de la experiencia, hacerle invulnerable, fijar su identidad de una vez por todas. Ningún compromiso llegará a absorberme hasta el extremo de no poder conocerme a mi mismo prescindiendo de él. Ningún cambio de mis propósitos y proyectos de vida puede ser tan perturbador que difumine el perfil de mi identidad. Ningún proyecto puede ser tan esencial como para que su abandono cuestione la persona que soy. Dada mi independencia respecto a los valores que poseo, siempre puedo separarme de ellos; mi identidad pública como personal moral ‘no se ve afectada porque cambie a lo largo del tiempo’ mi concepción del bien» [ídem, p. 62].

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una comunidad donde la definición misma de lo que él es está en juego. Pero ese tipo de comunidad constitutiva, según Sandel, es imposible. Esta concepción «desencarnada» del sujeto, incapaz de compromisos constitutivos, es necesaria para que el derecho pueda tener prioridad sobre el bien y, a la vez, contradictoria con los principios de justicia que Rawls pretende sustentar. En efecto, como el principio de diferencia es un principio de distribución, presupone la existencia de un lazo moral entre aquellos que van a repartir los bienes sociales; por lo tanto, supone una comunidad constitutiva cuyas exigencias se reconocen. Esta forma de entender una comunidad no está disponible para quienes (como Rawls) defienden a un sujeto sin ataduras y definido con anterioridad a los fines que escoge. En definitiva, el proyecto de Rawls fracasa porque: «no podemos ser al mismo tiempo personas para quienes la justicia es primordial y personas para quienes el principio de diferencia es un principio de justicia»20 . Para los comunitaristas, la identidad de un individuo es indiscernible de los fines que éste estima valiosos de ser perseguidos. De la misma forma, esos fines no están a la discreción de la voluntad —no son, en rigor, un motivo de preferencia— sino que constituyen al «yo», haciéndolo partícipe de una comunidad de significado que lo excede. «La definición que hago de mi mismo —afirma Taylor— se comprende como respuesta a la pregunta de ¿quién soy yo?. Y esta pregunta encuentra su sentido original en el intercambio entre hablantes. Yo defino quien soy al definir el sitio desde donde hablo»21 . En resumen, los principios racionalistas neokantianos no son aplicables —por lo menos prima facie— a los problemas y situaciones morales específicos, sobre todo porque ignoran las particularidades contextuales y valorativas en que aparecen. Refiriéndose a la obra de Rawls, Perry ha sostenido que: «al elegir principios de justicia, la parte [la persona] no puede poner entre paréntesis su pertenencia a la comunidad moral, sus convicciones particulares, porque esa pertenencia y esas convicciones son constitutivas de su personalidad. Ponerlas entre paréntesis sería ponerse entre paréntesis —sin duda, aniquilarse— a sí mismo»22 . Procediendo así,

20

Ídem, p. 178.

21

TAYLOR, CHARLES: Fuentes del yo, ob. cit., p. 51.

22 PERRY, MICHAEL: Morality, politics and law: a bicentennial essay, Oxford University Press, Nueva York, 1988, p. 72.

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está excluyéndose a la persona de participar en el discurso moral con otros miembros de la sociedad, puesto que pertenecer a una comunidad moral concreta es constitutivo de la identidad. Las personas deben encontrar un medio de entrar en diálogo moral con personas de fuera de su comunidad moral, sin tener que hacer lo que no se puede: poner entre paréntesis su pertenencia23 . Detrás de esta crítica existe otra, de mayor profundidad y calado, que se refiere a la incapacidad del liberalismo (en plural) de pensar y concebir «lo político». El principio básico del liberalismo no puede dar nacimiento a una concepción específicamente política, ya que su negación a ésta es consecuencia inevitable de su individualismo24 . Lo que en definitiva existe no es una «política liberal», sino una crítica liberal (a la política) en nombre de la defensa de la libertad individual. Desde el individualismo, no puede concebirse el aspecto colectivo de la vida social como constitutivo porque existe una contradicción —como en general indica el comunitarismo— en el corazón del proyecto liberal. «[El individualismo] disuelve toda forma de sociabilidad y, por último, la posibilidad de producir libremente ‘otra forma de vida’ que represente la confirmación recípro-

23 De esta forma, lo que el liberalismo universalista oculta y niega «son los dones que la vida nos da: parientes, ancestros, familias, raza, religión, herencia, historia, cultura, tradición... y nacionalidad. Éstos no son atributos ‘accidentales’ del individuo. Son atributos esenciales. No llegamos al mundo como individuos autónomos que vagan libremente. Llegamos al mundo con todas las características específicas y definitorias que concurren en un ser humano plenamente constituido, en un ser con identidad. La identidad tampoco es un accidente o una cuestión de elección. Es algo dado, no voluntario» [HIMMELFARB, GERTRUDE: «Las ilusiones del cosmopolitismo», en NUSSBAUM, MARTHA y COHEN, JOSHUA (compilador): Los límites del patriotismo, ob. cit., p. 96, (pp. 91-96)]. 24 Aunque retomaré este tema más adelante, existen a lo menos cinco formas de concebir la política: (i) como un fenómeno de poder, como un ámbito en el que diversas fuerzas se entrelazan y se encuentran hasta alcanzar un equilibrio (vgr. Hobbes y su concepción de la libertad en sentido negativo); (ii) como un ámbito de racionalidad, donde existen un conjunto de entidades morales o hechos brutos que la política permitiría descubrir (vgr. en la moral al modo de la geometría que se defendió a partir del siglo XVII); (iii) como una generalización de la elección racional donde —al modo neoclásico— los fenómenos políticos formarían parte del conjunto de oportunidades o del entorno de incentivo de los individuos (Rawls en A Theory of Justice); (iv) como un procedimiento que produce instituciones a la luz de ciertas concepciones (Rawls en Political liberalism); y (v) como un ámbito en el que se forjan y se constituyen las identidades, en la que se elaboran racionalmente preferencias colectivas, y en la que los grupos y los individuos buscan su reconocimiento (vgr. «Los Discursos» de Maquiavelo o la «Carta a D`Alembert» de Rousseau). Este último es el que mayoritariamente suscriben los comunitaristas. He tomado esta clasificación de PEÑA, CARLOS: «La tesis del ‘consenso superpuesto’ y el debate liberal-comunitario», ob. cit., p. 183.

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ca de la individualidad y de la opción de asignarse fines comunes»25 . En definitiva, la política se transforma —contrariamente a lo que advirtió Berlin26 y denunció Schmitt27 — en un terreno en el cual los individuos, despojados de sus pasiones, de sus lealtades o sus creencias «poco razonables», buscan su propio bienestar a través de procedimientos «imparciales» que, paradójicamente, dejan fuera justo aquello que quieren reclamar28 .

25 BARCELLONA, PIETRO: Postmodernidad y comunidad. El regreso de la vinculación social, traducción de H. Silveira, J. Estévez y J. Ramón Capella, colección Estructuras y Procesos, tercera edición, editorial Trotta, Madrid, 1999, p. 113. Para este argumento, ver en especial el capítulo 4, «Hacia una nueva comunidad», pp. 103-137. 26 Son muy importantes «los impulsos irracionales del hombre, que yo si considero y que Rawls ignora. No creo se pueda fundar un gobierno político simplemente sobre la base de lo que es racional [...] yo creo, por el contrario, que hay tantos impulsos irracionales en el hombre que no pueden ser eliminados ni siquiera por el psicoanálisis universal, sino que son una parte fundamental de la naturaleza humana. Si las personas no tuvieran profundos elementos irracionales no habría ni religión, ni arte, ni amor» [BERLIN, ISAIAH: «La sociedad pluralista y sus enemigos. Entrevista con Isaiah Berlin», entrevista realizada por Steven Lukes, en Metapolítica, 2: 6, 1998, p. 321, (pp. 311-326)]. 27 «El liberalismo del último siglo ha arrastrado consigo una singular y sistemática transformación y desnaturalización de todas las ideas y representaciones de lo político [...] estos conceptos liberales se mueven siempre típicamente entre la ética (‘espiritualidad’) y la economía (los negocios), e intentan, desde estos dos polos, aniquilar lo político como esfera de la ‘violencia invasora’...» [SCHMITT, CARL: El concepto de lo político, traducción de R. Agapito, colección Ciencias Sociales Ensayo, editorial Alianza, Madrid, 2002, pp. 97 y 99 respectivamente]. 28 «El problema reside —según Chantal Mouffe— en que desde el comienzo Rawls ha usado un modo de razonamiento específico del discurso moral cuyo efecto, al aplicarlo al campo de la política, es reducir este último a un proceso racional de negociación entre intereses privados con las limitaciones impuestas por la moral» [MOUFFE CHANTAL: El retorno de lo político, ob. cit., p. 76]. En efecto, el propio Larmore, en una posición similar a la de Rawls, sostuvo que «los principios neutrales son principios que podemos justificar sin recurrir a las visiones controvertidas de la vida buena con la que estamos comprometidos [...] cuando aparece el desacuerdo, quienes pretenden proseguir la conversación deberían volver a un terreno neutral, ya sea para resolver el debate o, si eso no es posible racionalmente, para evitarlo» [Respectivamente LARMORE, CHARLES: «Political liberalism», en Political Theory, 18: 3, 1990, p. 341, (pp. 339-360) y LARMORE, CHARLES: Patterns of moral complexity, Cambridge University Press, Cambridge, 1997, p. 59]. Por lo mismo, En la misma dirección «el liberalismo, al menos como es formulado dentro de un marco racionalista e individualista, está destinado a desconocer la existencia de lo político y a engañarse con respecto a la naturaleza de lo política. En realidad, elimina desde el principio aquello que constituye su differentia especifica, no puede dar cuenta de la acción y trata de establecer la unidad en un campo atravesado por múltiples antagonismos; deja de lado el hecho de que la política supone la construcción de identidades colectivas y la creación de un ‘nosotros’ como opuesto a un ‘ellos’...» [MOUFFE CHANTAL: El retorno de lo político, ob. cit., p. 191].

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De esta forma, pareciera que el esfuerzo de Rawls por fundar racionalmente las exigencias de igualdad (presentes en el sentido común de las democracias occidentales) a partir de una concepción individualista del sujeto, no puede más que fracasar. La apelación de éste a la concepción kantiana de la persona moral y la introducción de lo razonable, junto a lo racional, le permiten establecer límites morales a la prosecución del egoísmo privado, pero sin poner verdaderamente en discusión la concepción individualista. Sólo en el contexto de una tradición que dé realmente un lugar a la dimensión política de la existencia humana y que permita pensar la ciudadanía de otra manera que como simple posesión de derechos, se pueden explicar los valores democráticos. En el fondo de esta crítica, como se advierte con facilidad, subyacen las mismas categorías que utilizó Hegel en su crítica a Kant y a la tradición contractualista29 .

2. Kant y Hegel: una vieja disputa La dinámica ilustrada coaccionó a los sujetos a dar sentido a sus vidas desde sí mismos, negándoles el recurso de acudir a recursos externos como la tradición, la religión, las costumbres o la historia. Se intentó demostrar que era posible para cualquier ser racional arribar a principios morales sustantivos, atendiendo sólo a la forma pura de la razón práctica. Kant postulaba la autonomía del hombre en tanto éste sólo debía obedecer su propia ley y no otra que provenga de la naturaleza (ya que esto implicaría su heteronomía). Pero a diferencia de la ley moral que pone la libertad en armonía dentro del foro interno, en el foro externo aparece la ley del derecho. Para el filósofo alemán, el derecho se restringe al ámbito externo y sólo tiene en cuenta las acciones que puedan perjudicar la libertad de los demás, siguiéndose de aquí que el mundo interior de los sujetos, esto es, sus convicciones, sentimientos, o «ideales de buena vida», no puedan ni deban ser controlados. Si es cierto que el derecho es indiferente al contenido de las acciones humanas y que sólo tiene en cuenta la compatibilidad de las diferentes liberta29 «No cabe duda que la posición del comunitarismo ha contribuido a renovar sustancialmente la discusión filosófica sobre las cuestiones centrales de la moral. Pero tampoco deberían caber dudas sobre el hecho de que su repertorio conceptual se nutre por lo general de viejos motivos de la tradición filosófica y sociológica, y conocer y tener en cuenta esa tradición no puede sino ser provechoso para los interlocutores —también, por supuesto, para los iniciadores— del debate contemporáneo» [GIUSTI, MIGUEL: «Paradojas recurrentes de la argumentación comunitarista», ob. cit., p. 103].

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des, la forma para saber cuándo un acto es compatible con la libertad de otra persona tiene que ver con si «puede admitirse» su universalización30 . Del mismo modo en que en el foro interno (moral), el mandato de la razón se presenta como imperativo categórico y la necesidad de universalización como criterio moral permite que se pueda distinguir entre un buen o mal obrar; en el foro externo, el derecho muestra que las formas políticas que no distribuyan equitativamente las libertades31 , o sea que generen una desigualdad que estaría en contra de los derechos del hombre, no se condicen con el derecho. Como consecuencia de deducir a priori de la razón el concepto de derecho —como aquél que regulará las acciones externas para preservar la libertad—, Kant fue acusado de ser parte de una ideología (la de la emergente burguesía) que se presentaba como natural y universal, dejando de lado los aspectos de la determinación histórica. Hegel fue uno más de los muchos que salieron al paso de las afirmaciones kantianas, dirigiendo su crítica sobre el concepto de razón y la metafísica descontextualizada de la filosofía ilustrada; denunciando —como «la penuria de la época»— a la excesiva confianza en una razón que coacciona al hombre a extraer toda normatividad desde si mismo y acusando a Kant de haber erigido, en torno a la razón, un ídolo absoluto32 . Frente a la 30 «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal» [KANT, EMANUEL: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, traducción de M. García Morente, sexta edición, editorial Espasa Calpe, Madrid, 1983, p. 72]. Al igual que Kant, aunque transitando desde la reflexión subjetiva individual a la comunicación colectiva, Habermas afirmó: «Tengo que presentarles a todos los demás mi máxima con el objeto de que se pueda comprobar discursivamente su pretensión de poder valer universalmente. El peso de la fundamentación se traslada de aquello que cada uno puede querer sin contradicción como ley general, a lo que todos de común acuerdo estarían dispuestos a reconocer como norma universal» [HABERMAS, JÜRGEN: Conciencia moral y acción comunicativa, ob. cit., p. 88]. 31 Sino por el contrario, cuando es posible que la conformación de la personalidad autónoma sea construida junto con la de los otros, es decir, cuando sea factible crear, mantener y reproducir las condiciones «que permitan a la libertad de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal» [KANT, EMANUEL: La Metafísica de las costumbres, traducción de A. Cortina y J. Conill, colección Clásicos del Pensamiento, número 59, editorial Tecnos, Madrid, p. 39]. 32 No sin algo de desazón, parecería que Hegel anticipó la pérdida de la batalla y lo que sería —hasta nuestros días— el predominio de la razón ilustrada: «Es ya demasiado tarde, y todo medio no hace más que empeorar la enfermedad, pues ha calado en la médula de la vida espiritual, a saber, la conciencia en su concepto o en su pura esencia misma» [HEGEL, FRIEDRICH: Fenomenología del espíritu, traducción de W. Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 321].

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racionalidad kantiana que —parafraseando a Burke— nos ha emborrachado de razón, Hegel apela a la concepción histórica; una racionalidad no abstracta, sino llena de contenidos concretos, realizada históricamente en las costumbres, instituciones y formas de vida. Esto es lo que llamará eticidad (Sittlichkeit)33 . Hegel es el primer intelectual moderno que despliega la idea de un horizonte de significación comunitaria como condición necesaria de la libertad individual. Esa es precisamente la función que le otorga a la noción de eticidad que opone a la moral liberal ilustrada de corte kantiano34 . Como toda universalidad del entendimiento, el gran problema de la filosofía kantiana es que sólo puede hacer abstracciones. Además, y ocupando las expresiones de Hegel, es una «mala infinitud», no sólo porque es incapaz de «encarnarse» en las instituciones históricas, sino también porque se infiere de lo particular. El particular (o sea «lo que es», el mundo empírico) le aparece a esta mala universalidad como algo externo, como una materia que se encuentra por fuera y que, por lo tanto, determina a este (falso) universal. A partir de esta materia que aparece como ontológicamente autónoma, es decir, no dependiente del universal, no se pueden hacer otras cosas que abstracciones. Esto que aparece —según Hegel— en el plano teórico, tiene su correlato en el plano práctico donde la abstracción del entendimiento se evidencia en que es el aspecto formal, es decir sólo la no-contradicción, la consistencia lógica, el único criterio de validez para determinar qué acción debe o no realizarse. En términos políticos, la prioridad que Hegel le da al universal se hace manifiesta en la crítica al contractualismo. Así, poner el eje en la idea de un individuo atomizado, aislado y sin embargo racional, y capaz de llevar adelante sus intereses como contratante que sólo bajo su consentimiento posibilita la formación de un Estado, es para Hegel inconsistente. Y esta crítica se puntualiza en algunas de las categorías utilizadas por los 33 Las expresiones ética y moral poseen una raíz distinta. La palabra ética se vincula a la palabra griega ethos, que alude a un cierto modo de estar en el mundo que se ha gestado históricamente; ya que, como nos recuerda Aristóteles en la «Ética de Nicómaco», la ética no se aprende por naturaleza sino por historia. La palabra moral, en cambio, es la traducción latina de ética y su raíz se remonta a la palabra mores que significa costumbre. Lo que interesa destacar, es que la palabra moral se reserva hoy para aludir a un plano normativo y no fáctico. Desde Kant en adelante, y la distinción entre lo que «es» y lo que «debe ser», la palabra eticidad se refiere a lo vigente en forma fáctica (al modo de comportarse) y no así la moral, que alude a lo que debe ser (aunque no lo sea de hecho). 34 TAYLOR, CHARLES: Hegel, Cambridge University Press, Cambridge, 1975, pp. 376 y ss. Versión en castellano: Hegel y la sociedad moderna, traducción de J. Utrilla, colección Filosofía Europea Moderna, Fondo de Cultura Económica, México, 1983.

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contractualistas: el estado natural como pre-político y el pacto como aquella instancia que posibilita el paso de un estado a otro. Al darle prioridad al universal, Hegel desacredita toda pretensión de establecer momentos prepolíticos. Así, el hecho de que las condiciones mismas del pacto presupongan el Estado, hacen al primero superfluo e irrelevante. No hay, entonces, estado natural ni individuo pre-político, racional, que —por conocer ya sus metas— decide asociarse. El todo es el que está presente por sobre este individuo y sólo a través de la última figura de la eticidad y habiendo dado todos los pasos, es que el sujeto puede realizarse. Así, en definitiva, es el Estado el que establece las condiciones mismas de la racionalidad del sujeto35 . De este modo, autores como Charles Taylor —haciendo eco de los motivos de la tradición hegeliana— no sólo retomarán la crítica a los presupuestos metafísicos kantianos sino, también, se presentarán como herederos de la corriente —inaugurada por Nietzsche y Heidegger— que en su crítica a la modernidad busca disolver el arche propio de ésta: el sujeto. La desaparición de este ser invariable y subyacente —con el consecuente surgimiento de la idea heideggeriana del da-sein, como este «nuevo ser» que se constituye «en su propio desenvolverse», un desenvolverse que ha eliminado la escisión entre la existencia y el significado— se manifiesta en los términos del debate político contemporáneo. En efecto, los comunitaristas afirmarán la idea de que la identidad de las personas se constituye a través de sus fines; fines que no son a priori sino el producto contingente de una comunidad histórica, determinada, que se constituye en «un horizonte ineludible»36 para la concepción del bien que tenemos los seres humanos.

35 «Es sólo en el Estado y por el Estado donde el individuo alcanza su auténtica realidad, pues sólo en él y por él llega a la universalidad. La moral que busca la universalidad sólo puede realizarse quedando encarnada en instituciones y costumbres [...] En el Estado, el individuo deja atrás el nivel de sus pensamientos y deseos privados y personales, su existencia misma a la que Hegel llama el espíritu subjetivo. Por medio del Estado ha aprendido a universalizar sus deseos, convertirlos en Leyes y a vivir de acuerdo con ellas; el Estado es una realidad, no un proyecto; se le puede vivir y pensar. Sólo por medio del Estado, el individuo ocupa su lugar en el mundo; sólo como ciudadanos aprenden lo que es razonable en sus deseos» [HASSNER, PIERRE: «G.W.F. Hegel» en STRAUSS, L. y CROPSEY, J. (compiladores): Historia de la filosofía política, traducción de L. García, D. Sánchez y J. Utrilla, colección Obras de Política y Derecho, Fondo de Cultura Económica, 1992, México, pp. 689-690, (pp. 689-715)]. 36 TAYLOR, CHARLES: La ética de la autenticidad, traducción de C. Carbajoza, introducción de Carlos Thiebaut, colección Pensamiento Contemporáneo, número 30, editorial Paidós, Barcelona, 1994, p. 67.

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3. Las alternativas que plantea el comunitarismo En contraposición a las afirmaciones de Rawls y el liberalismo kantiano, los comunitaristas sostienen que lo justo en cada comunidad no es un valor independiente de lo que ésta considera como bueno y, por tanto, las costumbres, la tradición y el momento concreto, juegan un papel preponderante en la conformación de la identidad personal de un individuo que «no se hace hasta que es». Por tanto, el punto de partida es el hombre situado, no el individuo, sino una instancia comunitaria que se constituye en el referente valórico para la socialización y la «autocomprensión» de los hombres y mujeres. La mayoría de los autores comunitaristas —aunque con estrategias distintas, como veremos a continuación— comparten este enfoque: mientras unos prefieren remitirse a la fenomenología de las «ideas del bien» o a presuponer la validez de una «correcta tradición», otros se referirán a los «acuerdos compartidos». Con todo, la cuestión no es tan simple y se requiere, aunque sea en términos sumarios, revisar lo central de estos planteamientos. Para ello, he escogido principalmente tres obras de quienes son quizás los autores comunitaristas más representativos: me refiero a Charles Taylor, Alasdair MacIntyre y Michael Walzer. Tres advertencias previas. La primera, es que la denominación «comunitarista» tendría que matizarse en el caso de estos tres autores. Pese a que este movimiento ha representado un hilo conductor sistemático, capaz de unificar los diferentes planteamientos que venimos enunciando, suele suceder que las clasificaciones filosóficas —a resultas de las etiquetas que conllevan— terminen por alejar a los filósofos de ciertos anclajes conceptuales37 . La segunda advertencia, se refiere a la generalidad de mi exposición; ya que no sólo 37 Este es el caso de Taylor, que en los últimos años —alejándose de la tradición comunitarista—parece sentirse más cómodo inserto en cierto «republicanismo» contemporáneo [por ejemplo, ver PEÑA, CARLOS: «La tesis del ‘consenso superpuesto’ y el debate liberal-comunitario», ob. cit.]. Lo mismo sucede con Michael Sandel, quien expresamente ha renegado de la etiqueta comunitarista «introducida para describir el debate que surgió de algunas de las críticas contra el liberalismo que otros y yo hicimos» [SANDEL MICHAEL: «On republicanism and liberalism» entrevista realizada por L. Wenar y C. Hong, en The Harvard Review of Philosophy, Spring, 1996, p. 67, (pp. 66-76)]. Walzer complica más las cosas al definirse como un liberal comunitarista o, si se prefiere, como un comunitarista liberal [WALZER, MICHAEL: «Entrevista con Michael Walzer», en WALZER, MICHAEL: Guerra, política y moral, traducción de T. Fernández Aúz y B. Eguibar, colección Pensamiento Contemporáneo, número 64, editorial Paidós, Barcelona, 2001, (pp. 130). Del mismo modo, la diversidad de temas tratados por los autores comunitaristas no se

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me remitiré en general a tres obras puntuales, sino también la descripción de éstas será superficial, y con el único propósito de diferenciar las estrategias adoptadas. La tercera, es que deliberadamente los autores (y la obras escogidas) hacen referencia a muy diferentes críticas que, aunque relacionadas, se hacen al liberalismo de raíz kantiana. Así por ejemplo, y pese a que las diferencias en la obra de Taylor y MacIntyre son enormes, ambas pretenden constituirse en una interpretación analítica de la cultura occidental desde los clásicos griegos hasta nuestros días, coincidiendo en rechazar la concepción filosófica del hombre que sustenta el liberalismo y la necesidad de vincular esta última con la noción de comunidad política. En el caso de Walzer, en cambio, su propósito es mucho más específico y apunta a cuestionar la existencia de modelos únicos (principios universales) para alcanzar la justicia social, retomando directamente lo central de la reflexión de Rawls y Dworkin, motivo por el cual —amén de mi mayor conocimiento de su obra— le dedicaré más atención. Aunque soy consciente de que estas diferencias pueden conspirar (de hecho lo hacen) con la unidad temática de la exposición, creo indispensable dibujar estas dos estrategias para entender mejor los tres conceptos que subyacen a la crítica de la «prioridad de la justicia por sobre la virtud»: el contextualismo, la idea de comunidad y la noción de tradición. a) Taylor y la identidad moderna Nacido en Canadá, Charles Taylor presenta un proyecto moral sustancialista que encuentra su origen en la necesidad de reivindicar una universalidad, aunque ésta se refiera a la concreta realidad del occidente moderno. Sus influencias son marcadamente hegelianas38 , ya que parte del refleja en la exposición de este trabajo. En el caso de Walzer, por ejemplo, además de los problemas de la justicia distributiva, su extensa obra hace referencia a problemas tan heterogéneos como la guerra, el terrorismo, la tradición judía, la labor de los críticos sociales, la tolerancia o el multiculturalismo. Adicionalmente, la multiplicidad de fuentes inspiradoras de estos autores, amén de sus giros filosóficos, hace mucho más difícil dar debida cuenta de toda su complejidad y recomienda, incluso, centrarse en una obra específica y en un momento preciso. Este es el caso de MacIntyre, cuyo desarrollo intelectual pone de manifiesto tantos cambios de posición —del catolicismo al marxismo, de éste al aristotelismo y de ahí al tomismo— que resulta imposible abordar la complejidad de su figura y ofrecer un planteamiento coherente de su obra. 38 De las muchas huellas hegelianas que uno pudiera rastrear en Taylor, hay dos que destacan en toda su obra: en primer lugar, y al igual que el filósofo alemán, Taylor cree que el motor primario de la historia es la lucha por el reconocimiento; en segundo lugar, se sigue la idea de Hegel en torno al «primer hombre» que —a diferencia de sujeto pre-social, el «hombre primitivo» del estado de naturaleza de Hobbes y Locke— se encuentra circunscrito a su historia y sus circunstancias.

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progreso de la historia occidental y de la humanidad, en el sentido de una síntesis de tradiciones que finalmente han dado como resultado una serie de continuidades históricas, que constituyen las fuentes morales de la modernidad y contemporaneidad. En su obra Sources of the self, Taylor intenta articular una historia de la identidad moderna de Occidente y, al mismo tiempo, demostrar cómo los ideales de ésta configuran nuestro pensamiento filosófico, nuestra epistemología y filosofía del lenguaje39 . Taylor cree que para comprender la riqueza y complejidad de la edad moderna, es necesario entender el desarrollo de la concepción del «yo» (no como una elaboración anterior a éste) para indagar cómo se ha desarrollado nuestra idea de bien40 . Sólo de esta forma es posible plantear y examinar la riqueza de los lenguajes que utilizamos, como telón de fondo, para sentar las bases de las obligaciones morales que reconocemos41 . Para lo anterior, y así vencer el sesgo que —por lo justo— tiene la filosofía moral contemporánea, se hace necesario ampliar y recuperar modos de pensamiento y descripción. De esta forma, cree que el pensamiento moral es como un triángulo con tres vértices (o dimensiones que lo componen): las cuestiones morales, las espirituales y la dignidad. Las cuestiones morales son nuestras intuiciones o reacciones a temas como la justicia, la vida, el bienestar o la seguridad. Nuestras reacciones morales, implican el reconocimiento de las pretensiones respecto a sus objetos, pretensiones que han de ser justificadas por argumentaciones ontológicas42 ; las cuestiones espirituales implican una valoración fuerte, suponen las distinciones entre lo correcto o lo errado, y no participan de

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TAYLOR, CHARLES: Fuentes del yo, ob. cit., p. 11.

40 Aunque a ratos parece un trabalenguas, Taylor lo explica de la siguiente manera: «Hemos de considerar al hombre como un animal que se autointerpreta. Y tiene que autointerpretarse porque no dispone de unos significados estructurados independientemente de la interpretación que hace de éstos: interpretación y significados se entretejen mutuamente. Por consiguiente, el texto de nuestra autointepretación no es algo ajeno a lo que se interpreta, porque lo que se interpreta es en sí una interpretación: una autointerpretación del significado de la experiencia que contribuye a la construcción de ese significado. O, dicho de otro modo, aquellos cuya coherencia tratamos de descubrir está en parte constituido por nuestra autointerpretación» [TAYLOR, CHARLES: «Interpretation and the sciences of a man», en The Review of Metaphysics I, 25: 1, 1971 (pp. 3-51)]. 41

TAYLOR, CHARLES: Fuentes del yo, ob. cit., p. 17.

42

Ídem, p. 19.

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nuestras inclinaciones u opiniones, sino que, por el contrario, se mantienen independientes de ellas y ofrecen los criterios para juzgarlas43 . Por último, la dignidad se refiere a las características por las que nos pensamos, a nosotros mismos, como seres merecedores del respeto de quienes nos rodean. Esta forma de respeto es entendida de forma «actitudinal» y no de manera positiva, como lo hace la moral moderna44 . Estas tres cuestiones se encuentran presentes (y referidas) en un marco general, es decir, aquello en virtud de lo cual encontramos el sentido a nuestras vidas. Es aquí donde la identidad se integra. Ya que ésta es nuestro marco, ella nos provee de aquello que percibimos como compromisos de validez universal e identificación particular, permitiendo definir lo que es importante para nosotros y lo que no lo es. La identidad y el bien se conectan porque la identidad siempre hace referencia a unos «yos», y la noción del «yo», conectada con la identidad, toma —como rasgo esencial de la acción humana— una cierta orientación al bien. La identidad incluye a la dignidad, las cuestiones morales y espirituales, y la referencia a la comunidad. Por tanto, la concepción del bien que tenga una comunidad puede ser compartida por los «yos» insertos en ella, y así nuestro sentido del bien y del «yo» están estrechamente entretejidos45 . Una vez concluido su análisis del bien —la constitución del «yo» y de la tendencia de éste al bien, por su relación con la identidad— Taylor se avoca a la tarea de desarrollar la conformación de la identidad moderna. Para esto, echa mano a tres importantes facetas de la concepción humana: (i) su interioridad, (ii) la afirmación de la vida corriente y (iii) la noción de naturaleza como fuente de moral interior. (i) Taylor analiza la interioridad humana desde dos vertientes: una, caracterizada como procedimental (inspirada en Platón, Descartes y Locke) y la otra, como sustancial (cuyos orígenes identifica en San Agustín, Rousseau y Montaigne). La noción moderna del «yo» es históricamente limitada y predominante en el Occidente moderno46 , por lo que es inseparable del espacio físico de cuestiones morales que tienen que ver con la 43

Ídem, p. 18.

44

Ídem, pp. 29 y ss.

45

Ídem, pp. 42 y ss.

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Ídem, p. 127.

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identidad y con cómo uno ha de ser47 . El sentido moderno del «yo» se despoja de la vieja ilusión —como sostenía Descartes— de estar anclado en su ser, un ser perenne e independiente de la interpretación48 . De esta forma, el «yo» moderno es multifacético: tiene una razón desvinculada, asociada a la dignidad, la libertad «autoresponsable» y al compromiso personal. (ii) La afirmación de la vida corriente se refiere —para Taylor— a la importancia que adquiere, durante los períodos mencionados, la afirmación de nuestra propia vida cotidiana necesaria para la producción y reproducción; como por ejemplo, ser padre de familia, compartir con los amigos o cultivar el intelecto. (iii) Para Taylor son la Ilustración y el Romanticismo, con su propia concepción del hombre, las que han conformado nuestras fuentes morales49 , y éstas son: la creencia de que cuando logramos la plenitud de la razón desvinculada y nos desprendemos de ataduras supersticiosas, deberíamos ser movidos a hacer el bien a la humanidad; el ser humano natural siente una empatía animal; le inquieta presenciar el sufrimiento y está movido a ayudar; la benevolencia; y la buena voluntad alejada por completo de los deseos naturales50 . Las ideas de interioridad humana, afirmación de la vida corriente y nuestra noción de naturaleza como fuente moral, han tenido desde comienzos del siglo XVII —según Taylor— una lenta difusión (tanto hacia fuera como hacia abajo) y su transferencia ha implicado una adaptación de las ideas en las que existe una sorprendente continuidad. Así, por ejemplo, actualmente pueden observarse como fuentes morales: el imperativo moral de reducir el sufrimiento (aquí se integran la significación de la vida corriente y la benevolencia universal), el de justicia universal, el sujeto libre y auto determinante, la democracia como forma legítima de norma política, la defensa de los derechos humanos o la movilización ciudadana51 . Aunque esto continúa en reserva y existen todavía muchas «materias pendientes» —para Taylor— el heredero legítimo de esta tradición sería el occidente moderno. 47

Ídem, pp. 107 y ss.

48

Ídem, pp. 202 y ss.

49

Ídem, pp. 415 y ss.

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Ídem, pp. 432 y ss.

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Ídem, pp. 416 y ss.

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b) MacIntyre y su búsqueda de la virtud De origen escocés, Alasdair MacIntyre se ha convertido en uno de los íconos del movimiento comunitarista52 . En 1981, en una de sus primeras obras, el profesor de Notre Dame desplegó una ambiciosa tesis histórica: el proyecto moderno de fundamentación de la moral para explicar el sentido de la vida (buena), había de entenderse como un infructuoso intento y un rotundo fracaso que, con el tiempo, ha terminado por instaurar una civilización individualista, caótica y con ausencia de todo sentido53 . La tesis central de After virtue es que, en el mundo actual, el lenguaje de la moral se encuentra en un grave estado de desorden54 . Como comúnmente se afirma, la historia nos permite entender el desarrollo y estado actual del lenguaje. A esto se refiere Miller cuando afirma: «que la historia conceptual puede ayudar a esclarecer el sentido de los vocablos políticos que, teniendo un significado contemporáneo dominante y usual, aún conservan residuos de significados anteriores, que sutilmente colorean su uso en la contienda política»55 . El lenguaje moral tiene su propia historia, que MacIntyre divide en tres grandes etapas: la primera, es aquella en la que floreció el lenguaje moral, época que encarna el pensamiento del teísmo clásico y en particular el pensamiento de Aristóteles y Santo Tomás; la Ilustración,

52 Para un estudio de las ideas de MacIntyre, ver una colección de trabajos recopilados en HORTOH, JOHN y MENDUS, SUSAN (editores): After MacIntyre. Critical perspectives on the work of A. MacIntyre, Polity Press, Cambridge, 1994. 53 Habermas sale al paso de esta afirmación de MacIntyre según la cual el proyecto de la Ilustración, consistente en fundamentar una moral secularizada, independiente de los supuestos de la metafísica y de la religión, habría fracasado [HABERMAS, JÜRGEN: Conciencia moral y acción comunicativa, ob. cit., p. 59]. Lo que MacIntyre percibe como fracaso —nos dice Habermas— se debe, tan sólo, al estrecho concepto de racionalidad con el que opera: la racionalidad congnitiva-instrumental del positivismo. 54 MACINTYRE, ALASDAIR: Tras la virtud, traducción de A. Varcárcel, editorial Crítica, Barcelona, 2001, pp. 13 y ss. 55 MILLER, DAVID: «El resurgimiento de la política», ob.cit., p. 493. Una idea similar es apoyada por Habermas cuando afirma: «Las expresiones valorativas y los estándares de valor tiene fuerza justificatoria cuando caracterizan una necesidad de forma tal que los destinatarios, en el marco de una tradición cultural común, puedan reconocer bajo tales interpretaciones sus propias necesidades» [HABERMAS, JÜRGEN: Teoría de la acción comunicativa, ob. cit., p. 134. Las cursivas son mías].

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época en que —según el filósofo escocés— el lenguaje moral sufrió la catástrofe 56 ; y la tercera y última etapa, correspondiente a la actualidad, en que el lenguaje moral ha sido restaurado, aunque de una forma dañada y desordenada. Este caos moral, ha dado paso a una mezcla de doctrinas, ideas y teorías que provienen de épocas y culturas distintas, de las que muchas veces se hacen tratamientos ahistóricos por parte de los filósofos contemporáneos. Como fruto de este desorden, el emotivismo ha terminado por inundar todas las esferas de nuestra vida57 . De este modo, el proyecto de continuar el desafío de la modernidad —que, por ejemplo, Rawls y Habermas asumen— no tiene sentido, ya que resulta inútil continuar en la búsqueda de principios que puedan fundar una moral autónoma y una racionalidad universal. No es completamente cierto, para MacIntyre, que los hombres seamos libres para construir nuestro propio destino, ya que estamos previamente inmersos en una forma de vida que le otorga sentido con otros y no individualmente58 . Los viejos ejemplos de personajes que jugaron papeles sociales preponderantes, que proveyeron de definiciones morales a la comunidad han sido, en la actualidad, reemplazados por modelos de vida que no presentan ningún bien moral a seguir; estos son «el rico esteta, el gerente y el terapeuta»59 .

56 «... los filósofos morales del siglo XVIII emprendieron un proyecto que estaba inevitablemente destinado al fracaso, pues trataron de basar racionalmente sus creencias morales en una determinada concepción de la naturaleza humana. Y es que, por una parte, eran herederos de una serie de mandamientos morales, y, por otra, habían recibido el legado de un concepto de naturaleza humana, pero ambas cosas había sido concebidas para que discreparan entre si [...] Heredaron fragmentos inconexos de lo que antes había sido un sistema coherente de pensamiento y acción, y como no repararon en la peculiaridad de su situación histórica y cultural, no pudieron reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea que se habían impuesto» [MACINTYRE, ALASDAIR: Tras la virtud, ob. cit., p. 79]. 57

Ídem, pp. 25 a 39.

58 Las relaciones que MacIntyre establece entre la libertad y la virtud, coinciden con aquellas que fueron expuestas por aquellos teóricos que denunciaron el olvido de la tradición durante las revoluciones liberales: «¿Pero qué es la libertad, sin la sabiduría y la virtud?. Es el mayor de los males posibles, porque es una locura, el vicio y la extravagancia. Sin protección y sin freno. Los que saben lo que es la libertad virtuosa no pueden soportar verla deshonrada por personas incapaces, cuyos actos responden a las sonoras palabras que pronuncian sus labios» [BURKE, EDMUND: Reflexiones sobre la Revolución Francesa, traducción de E. Tierno Galván, Centro de Estudios Constitucionales, 1998, p. 581]. 59

Ídem, pp. 43 y ss.

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La solución a este actual estado de cosas, para MacIntyre, es recuperar (la palabra más adecuada sería «restaurar») una tradición donde: «ser hombre es desempeñar una serie de papeles, cada uno de los cuales tiene una función y una entidad propios: miembro de una familia, ciudadano, soldado, filósofo, siervo de Dios. Sólo cuando el hombre se concibe a sí mismo como un individuo separado previamente de todo papel, la palabra ‘hombre’ deja de ser un concepto funcional»60 . De esta manera, por ejemplo, si pensamos en el dueño de una panadería, sabemos que desempeña determinadas funciones y que persigue específicos fines acordes con su papel, y las respuestas a la pregunta de ¿qué debe hacer? —con sus clientes, trabajadores, otros panaderos y los vendedores de harina— se deduce del conocimiento de la función que debe realizar. Por lo mismo, para MacIntyre, la recuperación de la racionalidad sólo puede hacerse mediante la noción de un telos que rechace al sujeto emotivista y abstracto61 . Son evidentes las huellas aristotélicas en la obra de MacIntyre. En particular, la recuperación de la moral perdida pasa por redescubrir la «Ética a Nicómaco», en la que se establece la triple concepción de naturaleza: ineducada (el hombre tal como es), ética racional, y naturaleza humana (tal como podría ser el hombre si realizara su telos)62 . Sólo de esta forma sería posible ofrecerle al hombre y a la humanidad un fin teniendo en cuenta que lo importante es el bien de la comunidad; y, adicionalmente, los hombres y mujeres nos encontraríamos unidos a una sociedad con una vida llena de sentido63 . De ese modo, no hay más alternativa —según MacIntyre— que re-

60

Ídem, pp. 83.

61 Para MacIntyre la filosofía moral emotivista considera que toda discusión moral se reduce al esfuerzo por modificar las preferencias y sentimientos del otro con el objeto que se acomoden a los propios. Para el logro de objetivo —que eliminó la distinción entre relaciones sociales manipuladoras y no manipuladoras— vale emplear cualquier medio y se termina por tratar a nuestros interlocutores como medios y no como fines. «No se distingue entre las razones que lograrán la influencia buscada y las razones que la otra persona considerará apropiadas y aceptables. No hay nada que se parezca a una apelación a criterios verdaderamente impersonales, cuya validez pueda ser juzgada por la persona a la cual se trata de convencer al margen de su relación con la persona que hace la citada apelación» [MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad, ob. cit., p. 115]. 62

Es, en este sentido, que MacIntyre es considerado un pensador «pre-moderno».

63

MACINTYRE, ALASDAIR: Tras la virtud, ob. cit., pp. 76 y ss.

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cuperar una moral de virtudes64 . Pero ¿cómo se hace eso frente al carácter complejo, histórico y múltiple del concepto de virtud? Este filósofo responderá a esta pregunta diciendo que debe proporcionarse un fondo sobre el cual pueda hacerse inteligible tal concepto, y para esto hay por lo menos tres fases en el desarrollo lógico del mismo que han de ser identificadas por orden: (i) la fase práctica, (ii) el orden narrativo de una vida humana única y (iii) la tradición moral. Cada fase involucra a la anterior, pero no a la inversa65 .Revisemos esto más detenidamente. (i) La fase práctica es cualquier forma compleja y coherente de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma66 . Por la práctica el sujeto adquiere bienes internos (para la comunidad) y externos (para él); y la virtud será entonces entendida como la búsqueda de los bienes internos, esto es, de los bienes que repercuten positivamente en toda la colectividad. MacIntyre —echando mano al recurso del ajedrez— afirma que un campeón de esta disciplina puede conseguir fama y dinero, pero que estos bienes son «externos» ya que también uno puede hacerse de ellos a través del ejercicio de otro tipo de actividades (vgr. el teatro, la política, etc). En cambio, son bienes internos —propios de la disciplina del ajedrez— la capacidad analítica para idear una estrategia y anticiparse a la del adversario. Una actividad que carezca de bienes internos —afirma el autor— no es una práctica en el sentido que él la describe y que se relaciona en forma directa con la virtud: «Una virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio nos disponen para alcanzar los bienes internos de las prácticas, y cuya carencia nos impide realmente lograr dichos bienes»67 . De este modo —y volviendo al ejemplo del ajedrez— todo jugador debe estar dispuesto a ser aconsejado y corregido por los más exper-

64 «Lo que constituye el bien del hombre es una vida humana vivida de la mejor manera, y la práctica de las virtudes forma parte de esa vida de manera necesaria y fundamental, no es un mero ejercicio preparatorio para el logro de dicha vida. Por consiguiente, no podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin habernos referido antes a las virtudes» [ídem, p. 188]. 65

Ídem, p. 233.

66

Ibídem.

67

Ídem, p. 237.

94

tos. En efecto, la clave del éxito en el juego consiste en estudiar los movimientos y estrategias de las grandes partidas de ajedrez, lo que en definitiva significa que debo ajustar mis preferencias y actitudes a los modelos comunitarios que definen la práctica en ese tiempo y lugar68 . (ii) El orden narrativo de una vida humana única, viene dada en el sentido de que el sujeto posee unidad narrativa. En el proceso de la vida — al modo de Kundera— el sujeto es coautor de su propia historia y su vida sólo tendrá sentido en la medida en que ésta resulte inteligible, lo que sólo es posible si él sabe con claridad cuál es su meta. Es obvio que no somos autores exclusivos de nuestras vidas. Somos también personajes secundarios en las vidas de otros, y la interacción con ellos —junto con lo impredecible de los escenarios que hemos construido— no asegura siempre el resultado que esperamos. Con todo, esta forma narrativa le da un carácter teleológico a nuestra existencia. «No hay presente que no se encuentre informado con cierta imagen del futuro, y por una imagen de futuro que se presenta siempre bajo la forma de telos —o de varios fines o metas— hacia el que avanzamos o no avanzamos en el presente. La imprevisión y la teleología coexisten, pues, como una parte de nuestras vidas; como los personajes de un relato de ficción, no sabemos lo que va a pasar a continuación, pero, pese a todo, nuestras vidas tiene un proyecto de futuro [...]. Si el relato de nuestras vidas individuales ha de seguir siendo inteligible — y todo tipo de relato puede hacerse inteligible—, el modo como continuará la historia estará siempre sometido a muchos condicionantes, pero dentro de ellos la historia puede continuar indefinidamente de múltiples maneras»69 . Pero esta meta, o sea el fin de la vida, no sólo se refiere a las prácticas, sino a la búsqueda de la «vida buena»70 . De este modo, las virtudes han de ser entendidas como las disposiciones que no sólo sostienen las prácticas y permiten que alcancemos sus bienes internos, sino que también nos mantienen en la búsqueda apropiada de lo bueno. (iii) Por último, la tradición moral —para MacIntyre—corresponde 68 Aunque a propósito del cosmopolitismo, Putman lo ha ejemplificado preguntándose «qué diríamos de alguien que afirmase que la buena música no presupone ningún conocimiento previo de una tradición musical, sino sólo de la razón universal» [PUTMAN, HILARY: «¿Debemos escoger entre el patriotismo y la razón universal?», en NUSSBAUM, MARTHA y COHEN, JOSHUA (compilador): Los límites del patriotismo, ob. cit., 117, (pp. 113120)]. 69

MACINTYRE, ALASDAIR: Tras la virtud, ob. cit., p. 266.

70

Ídem, p. 271.

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a la esfera comunitaria o social del hombre; la historia de nuestra vida está siempre empapada de aquellas comunidades de las que derivó nuestra identidad. De esta forma, la búsqueda de la vida buena —la esencia de ésta— variará según la épocas y los lugares. «Soy hijo o hija de una persona, primo o tío de este o de otra, ciudadano de ésta o aquella ciudad, miembro de éste o de aquel gremio o profesión; pertenezco a este clan, a esta tribu, a esta nación. De ahí que lo que es bueno para mí ha de ser también bueno para quien desempeñe esos papeles. Como tal, heredo del pasado de mi familia, de mi ciudad, de mi tribu o de mi nación una serie de deudas y de fondos, de expectativas y obligaciones legítimas»71 . De esta forma, los hombres nacemos en una determinada tradición, heredando ciertos deberes y expectativas, a partir de las cuales (y con la consiguiente apropiación de virtudes) podemos integrarnos a la comunidad y comprendernos a nosotros mismos. MacIntyre afirma que la moral que no es de una sociedad en particular, no se encuentra en parte alguna72 ; no existe, ni puede existir una moral en abstracto, sino que más bien existen morales concretas situadas en tiempos y espacios determinados, en culturas y entornos sociales específicos. Distinto es que las filosofías morales aspiren a más, pero siempre expresan la moralidad de algún punto de vista concreto social y cultural73 . Por lo mismo, y para MacIntyre, el futuro desafío de una moral que pueda proporcionar cierta confianza racional en sus recursos epistemológicos y morales, sólo puede ser asumido por la tradición aristotélica74 . En definitiva, este intelectual escocés afirma que nuestro vocabulario moral es una herencia de un período en que los diferentes tipos de prácticas sociales proveían criterios sólidos para la aplicación consensuada de los conceptos. En la medida en que la práctica se ha ido erosionando o desapareciendo, los términos usados en la valoración moral flotan libres de sus anclajes descriptivos y se convierten en objetos de disputas interminables.

71 Ibídem. En el mismo sentido, «si somos en parte definidos por las comunidades en las que vivimos, entonces debemos estar también implicados en los propósitos y fines característicos de estas comunidades [...] nos ubican en el mundo, y ofrecen a nuestras vidas su peculiaridad moral» [SANDEL, MICHAEL: Liberalism and its critics, ob. cit., p. 6]. 72

MACINTYRE, ALASDAIR: Tras la virtud, ob. cit., p. 234.

73

Ídem, p. 228.

74

Ídem, p. 338.

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c) El pluralismo y la igualdad compleja en Michael Walzer Michael Walzer es sin duda un personaje complejo. Quizás porque su prosa contiene recurrentes apelaciones a los «significados compartidos» fue tempranamente clasificado como un filósofo comunitarista. Sin embargo, tanto su reiterada apelación a la participación de los ciudadanos como su exaltación de la virtud cívica, le han también hecho merecedor de la etiqueta «republicana»; aunque para muchos sigue siendo demasiado liberal. En varias ocasiones, el propio autor se ha definido como un «comunitarista liberal» o un «liberal comunitarista»75 , lo que —por cierto— poco ayuda a quienes tienen por afición la tarea de clasificar a los filósofos morales contemporáneos76 . Pero si admitimos que Walzer es un comunitarista, deberemos agregar inmediatamente —como lo hace Rafael del Águila— que «lo es de un tipo muy especial»77 . Dicha especialidad estaría determinada en primer lugar, y a diferencia de la tradición comunitarista más ortodoxa, por la continua apelación al pluralismo de valores y a la diferenciación. De esta forma, el autor se aleja de cierto resabio parroquial, para adentrarnos en el estudio de tradiciones tan diversas como la judía ancestral, la china o la europea occidental; y así convertirse, paradójicamente, en un comunitarista cosmopolita. Del mismo modo, el comunitarismo de Walzer hace gala de un método multidisciplinario, que lo acerca con frecuencia a las mejores prácticas del clásico estilo liberal78 .

75 La categoría «liberal comunitarista» también ha sido utilizada para caracterizar a autores liberales como Richard Rorty, Ronald Dworkin o Joseph Raz. Por ejemplo, ver MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad, ob. cit., p. 16. 76 El propio Walzer ha insistido en que no se siente muy «cómodo con el ropaje comunitarista, ni con la idea, un poco asfixiante, de que pueda bastar con la sola comunidad para satisfacer nuestras necesidades [...] Lejos de mí la intención de instalarme confortablemente en la tradición y el contextualismo como un viejo en un sillón». WALZER, MICHAEL: «Eloge du pluralisme démocratique. Etretien avec Michael Walzer» en ROMÁN, J.: Pluralisme et démocratie, Esprit, Paris, 1997, p. 208. 77 DEL ÁGUILA, RAFAEL: «Estudio Introductorio», en WALZER, MICHAEL: Moralidad en el ámbito local e internacional, traducción de R. De Águila, colección Alianza Universidad, editorial Alianza, Madrid, 1996, p. 11. 78 John Gray afirmó que existían dos tradiciones liberales: la una, contemporánea, que centraba su interés en la especialización filosófica y en un mundo más bien cerrado de autores, problemas y libros; la otra, la clásica, para la que la reflexión filosófica estaba siempre ligada a otros enfoques y disciplinas (la historia, la política, etc) y a un diversidad temática refrescante y enriquecedora» [GRAY, JOHN: «After the New Liberalism», en Social Research, 61: 3, 1994].

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Por otra parte, también resulta muy ilustrativa su forma de razonar. Walzer gusta de identificar cuestiones que exigen miradas retrospectivas, apelaciones al pasado o —como el mismo las denomina— «ilustraciones históricas». En sus textos, abundan las comparaciones, estableciendo semejanzas y diferencias entre tradiciones; lo que es resultado, a mi juicio, tanto de su idea de que la única forma de entender una práctica social es escurriendo en su contexto, como del pluralismo de valores de la cual hace gala toda su obra. Walzer apela en forma frecuente a lo que piensan sus lectores (o a lo que éstos pensarían si prestaran más atención a lo que ya saben); con una pluma simple, directa, que nos pasea por la historia universal con una facilidad envidiable. Este estilo, lejos de ser casual, se relaciona —según Walzer— con el principal objetivo de escribir la teoría política y la crítica social: el aportar claridad adicional al lector. Lejos de lo que ha sido el tópico de las tradiciones filosóficas dominantes, Walzer escapa de las abstracciones generales e hipotéticas para adentrarnos en lo que Rafael Grasa ha denominado el «método impresionista»79 , consistente en una enorme capacidad para aprehender y transmitir el detalle de situaciones históricas. Con todo, este alejamiento de la tradición argumentativa angloamericana también tiene sus desventajas. En ocasiones su forma de presentar los argumentos puede parecer poco estructurada, inorgánica, donde con frecuencia desliza afirmaciones que no analiza con homogénea exhaustividad, repitiendo más de lo aconsejable y extrayendo ejemplos cuya pertinencia no siempre se advierte con facilidad. En lo personal, Walzer siempre se ha definido como un intelectual de izquierda. Pese a la ausencia de un partido socialdemócrata en su país, lo que le ha obligado a llevar una existencia bastante aislada, nunca ha renunciado a su pasión por la política y el debate público. «La única manera de sobrevivir para un especialista en ciencias políticas en los Estados Unidos —afirma Walzer— es tener una puerta de escape de la actividad académica gracias a la acción política»80 . De este modo —y a diferencia, por ejemplo, de lo que acontecía con Rawls— Walzer no rehuye la polémica y resulta habitual verlo en debates, seminarios, charlas o entrevistas. Su obra, cuyo ámbito se centra en la ciencia política y sus vínculos con la filosofía, es prolífica y muy variada. Con más de una veintena de

79 GRASA, RAFAEL: «Introducción» en WALZER, MICHAEL: Guerra, política y moral, ob. cit., p. xi. 80 WALZER, MICHAEL: «Hablando con Michael Walzer. Un filósofo a contra corriente», entrevista realizada por Amy Otchet, en El Correo de la UNESCO, Enero, 2000, p. 47.

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monografías y centenares de artículos para libros recopilatorios, revistas especializadas y periódicos, sus áreas de interés como investigador comprenden la religión y el judaísmo, las políticas migratorias, el multiculturalismo, los derechos humanos, la justicia distributiva y la ética. Con todo, son seis las obras que le han dado notable importancia a Michael Walzer en el escenario de la filosofía moral contemporánea: Just and unjust wars81 , Spheres of justice82 , Interpretation and social criticism 83 , The company of critics84 , Thick and thin85 y On toleration86 . La primera de éstas fue publicada en 1977 y constituye una reflexión inédita en torno a los fenómenos bélicos87 . En ella, el autor critica tanto al realismo como al pacifismo, reafirmando la necesidad de argumentar moralmente en torno a la guerra. La segunda, como se sabe, es la obra donde Walzer despliega sus tesis en materia de justicia distributiva, y su descripción constituirá lo medular de los próximos párrafos. Los siguientes tres libros, son una suerte de respuestas a las críticas que generó la publicación de Spheres of justice, donde Walzer aprovechó de clarificar algunos conceptos y redondear sus posiciones frente a la función de la filosofía política, su método, la labor del crítico social y la compatibilidad de un particularismo metodológico con una concepción de «mínimos morales». Por último, On toleration es una reflexión más general sobre los emergentes problemas de las sociedades modernas, como son el multiculturalismo y la ciudadanía.

81 WALZER, MICHAEL: Guerras justas e injustas. Un razonamiento moral con ejemplos históricos, traducción de T. Fernández y B. Eguibar, colección Estado y Sociedad, número 92, editorial Paidós, Barcelona, 2001. 82

WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia, ob. cit.

83 WALZER, MICHAEL: Interpretación y crítica social, traducción de H. Pons, colección Diagonal, editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1993. 84 WALZER, MICHAEL; La compañía de los críticos. Intelectuales y compromiso político en el siglo XX, traducción de H. Pons, colección Cultura y Sociedad, editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1993. 85

WALZER, MICHAEL: Moralidad en el ámbito local e internacional, ob. cit.

86 WALZER, MICHAEL: Tratado sobre la tolerancia, traducción de F. Álvarez, colección Estado y Sociedad, número 64, editorial Paidós, Barcelona, 1998. 87 Rawls comentó de esta obra: «Éste es un libro impresionante, del cual no me aparto en ningún aspecto esencial» [RAWLS, JOHN: El derecho de gentes y una revisión de la idea de razón pública, traducción de H. Valencia Villa, colección Estado y Sociedad, número 86, editorial Paidós, Barcelona, 2001, p. 113, n. 2].

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El mismo año que se publicaba A Theory of Justice, Michael Walzer y Robert Nozick dictaban en forma conjunta un curso en la Universidad de Harvard que se denominó «Capitalismo y Socialismo». Como resultado de dicha experiencia, Nozick publicó en 1974 su famosa obra Anarchy, state and utopia, un texto que —como ya señalé— constituye una apasionada defensa a la libertad económica, al capitalismo y el Estado «mínimo». De la misma forma, aunque casi diez años más tarde, se publicó Spheres of justice. A diferencia de su compañero de cátedra, Walzer pretendió sentar las bases de un proyecto socialista, cuyo objetivo es el igualitarismo político y una sociedad libre de dominación88 . Para entender la obra de Walzer debemos tener presente tres cuestiones diferentes aunque relacionadas entre sí: el radical particularismo de Walzer expresado en una convicción metodológica de cómo debe hacerse la filosofía moral y política; su constante apelación a los ejemplos históricos y contemporáneos para examinar las relaciones de distribución de sociedades muy diversas; y la constatación de que este libro, más que fundarse en una concepción universalista del hombre, pone énfasis en una «concepción pluralista de los bienes». Walzer no cree sea posible que individuos desconectados de toda vinculación comunitaria elijan principios sustantivos y significativos de justicia social, ya que las decisiones son condicionadas por el significado e interpretación que las comunidades otorgan a los bienes89 . Del mismo modo, aunque más implícitamente, supone una crítica a la noción rawlsiana de 88 «Mi propósito en este libro —afirma Walzer— es describir una sociedad donde ningún bien social sirva o pueda servir como medio de dominación» [WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia, ob. cit., p. 11]. 89 «El problema es el particularismo de la historia, de la cultura y de la pertenencia a un grupo. Aunque se comprometan a ser imparciales, la pregunta más probable que se harán los miembros de una comunidad política no es ¿qué elegirían individuos racionales en situaciones universales de tal o cual tipo?, sino ¿qué elegirían individuos como nosotros, que compartieran una cultura y se hallaran determinados a seguir compartiéndola?. Y esta pregunta desemboca fácilmente en otra: ¿qué elecciones hemos hecho ya a lo largo de nuestra vida en común?, ¿qué concepciones compartimos realmente? [...] una persona solitaria difícilmente podrían entender el significado de los bienes o descubrir por qué se les considera objeto de predilección o de rechazo» [ídem, pp. 19 y 21 respectivamente]. Dworkin pareciera secundar la crítica de Walzer cuando afirma: «a largo plazo los programas políticos fallan si no hallan el espacio en la imagen de sí que la gente anhela y en los modelo que admira» [DWORKIN, RONALD: Ética privada e igualitarismo político, ob. cit., p. 102]. Aunque siempre se destaca un argumento conceptual por el cual Walzer rechaza las abstracciones del liberalismo —en particular el de Rawls— pocas veces se ha reparado en que existe un se-

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los bienes primarios como bienes que desea cualquier individuo racional en toda sociedad. Dicho en forma sumaria, la hipótesis del libro es que entre los seres humanos no es posible la igualdad simple habida cuenta de las diferencias entre ellos, por tanto únicamente es posible hablar de igualdad compleja. Para Walzer la sociedad humana es ante todo una comunidad distributiva, por lo que la idea de justicia «guarda relación tanto con el ser y el hacer como con el tener, con la producción tanto como con el consumo, con la identidad y el status tanto como con el país, el capital o las posesiones personales»90 . El autor no se refiere sólo a los bienes materiales, sino también a los premios, los castigos, los valores espirituales, los honores, los cargos y otras distintas formas de poder. Todos éstos, aunque no se pongan a la venta, se vinculan con ideas y creencias para llevar a cabo la distribución. En consecuencia, no existe un criterio único de los bienes y servicios: «el mérito, la calificación, la cuna y la sangre, la amistad, la necesidad, el libre intercambio, la lealtad política, la decisión democrática; todo ello ha tenido lugar, junto con muchos otros factores, en difícil coexistencia, invocado por grupos en competencia, confundidos entre sí» 91 . De este modo, y dando por supuesto el primer principio de justicia de Rawls, Walzer se abocará al tratamiento de las desigualdades sociales y económicas (segundo principio) para describir y conceptualizar —sobre la gundo tipo de argumento no menos relevante: el democrático. «Los pueblos no sólo valoran el fruto común de su experiencia, sino la propia experiencia, el proceso mediante el cual obtuvieron esos resultados [...] Y les será difícil entender por qué la hipotética experiencia de hombres y mujeres abstractos ha de tener prioridad sobre su propia historia [...] Podrían preferir la política a la verdad, y si hicieran esa elección volverían al pluralismo. Toda comunidad histórica, cuyos miembros elaboren sus propias leyes, generará forzosamente una forma de vida particular, no universal. Esa particularidad sólo puede superarse desde el exterior y reprimiendo procesos y procedimientos políticos internos» [WALZER, MICHAEL: «Philosophy and Democracy», en Political Theory, 9: 3, 1981, p. 395, (pp. 379-399)]. Así, del mismo modo, «Hombres que desprecian los sentimientos antiguos y constantes de la humanidad y establecen el plan de la sociedad sobre principios enteramente nuevos deben, naturalmente, esperar que aquellos de entre nosotros que tienen más confianza en el juicio de la humanidad entera que en el suyo propio se atribuyan el derecho a poner en tela de juicio tales principios» [BURKE, EDMUND: Reflexiones sobre la Revolución Francesa, ob. cit., p. 392]. 90

WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia, ob. cit., p. 17.

91

Ídem, p. 18.

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base del pluralismo92 o, si se prefiere, de las múltiples y diferentes perspectivas que los hombres tienen sobre los bienes a repartir— lo que él denomina la «igualdad compleja». En este contexto, las reflexiones de Walzer deben ser relacionadas con cuatro conceptos básicos que subyacen a su concepción sobre la igualdad compleja: (i) la teoría de los bienes; (ii) el predominio o monopolio; (iii) los criterios de distribución; y (iv) las esferas o la relatividad de la justicia. (i) Para Michael Walzer la justicia parte de dos premisas: «La gente distribuye bienes a otras personas [y] la gente concibe y crea bienes, que después distribuye entre sí»93 . Esta distribución se expresa en actos tales como dar, asignar o intercambiar. A diferencia de las clásicas teorías sobre los bienes —que ponían el acento en los productores o consumidores— Walzer hará hincapié en el comportamiento de los agentes distributivos y en el significado que socialmente damos a los bienes que se distribuyen; afirmando que los bienes objeto de la justicia distributiva poseen significados histórico culturales con independencia de su valor real94 . De este modo, parece que lo relevante es preguntarse por cuáles son y cómo se distribuyen estos bienes, cuestión que Walzer intenta responder a través de la enunciación de seis ideas básicas. La primera, es que independiente de la existencia de ciertos bienes materiales comunes a todos los hombres (como algunos de los que provee la naturaleza) u otro espirituales (las creencias religiosas), «todos los bienes que la justicia distributiva considera son bienes sociales»95 . La segunda, consiste en afirmar que el proceso social determina la actitud de las personas frente a estos bienes; de forma que éstas, insiste Walzer, «asumen identidades concretas por la manera en que conciben y crean —y luego poseen y emplean— los bienes 92 «Los principios de la justicia son en sí mismos plurales en su forma; que bienes sociales distintos deberían ser distribuidos por razones distintas, en arreglo a diferentes procedimientos y por distintos agentes; y que todas estas diferencias derivan de la comprensión de los bienes sociales mismos, lo cual es producto inevitable del particularismo histórico y cultural» [Ibídem]. 93

Ídem, p. 20

94 «Los bienes con sus significados -merced a sus significados- son un medio crucial para las relaciones sociales, entran en la mente de las personas antes de llegar a sus manos, y las formas de distribución son configuradas con arreglo a concepciones compartidas acerca de qué y para qué son los bienes» [Ibídem]. 95

Ídem, p. 21.

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sociales»96 . En tercer lugar, la gama de necesidades humanas es amplia, variable y de jerarquización diversa; por lo que no existe un solo conjunto de bienes básicos o primarios concebibles para todos los mundos morales y materiales o bien, de existir, tendría que ser concebido en términos tan abstractos que sería de poca utilidad al reflexionar sobre las particulares formas de la distribución. «El pan —afirma Walzer— es el sostén de la vida, el cuerpo de Cristo, el símbolo del Sabat, el medio de hospitalidad, etc»97 . De esta forma, la significación de los bienes es lo que determina su movimiento, de forma que «los criterios y procedimientos distributivos son intrínsecos no con respecto al bien en sí mismo sino con respecto al bien social»98 . Del mismo modo, y en quinto lugar, «los significados sociales poseen carácter histórico, al igual que las distribuciones; éstas, justas e injustas, cambian a través del tiempo»99 . Por último, concluye Walzer, cuando los significados son distintos, las distribuciones deben ser autónomas, por lo que todo bien social o conjunto de bienes sociales constituye —siguiendo la terminología del autor— una esfera distributiva dentro de la cual sólo ciertos criterios y disposiciones son apropiados. «El dinero es inapropiado en la esfera de las investiduras eclesiásticas [...] y la piedad no debería constituir ventaja alguna en el mercado»100 . (ii) En estrecha vinculación con esta última idea, Walzer constata que los distintos bienes o «esferas de la justicia» tienden a utilizarse de manera predominante y monopólica101 , lo que explicaría su menoscabo y escasez, redundando en mayor desigualdad e injusticia. El bien dominante 96

Ibídem.

97

Ídem, p. 22.

98

Ibídem.

99

Ídem, p. 23

100

Ibídem.

101 «Se produce el predominio de un bien cuando los individuos que lo poseen pueden, por ello, conseguir un amplio conjunto de bienes diferentes. En cambio, un bien está monopolizado cuando un solo hombre o una sola mujer —una monarquía en el mundo de los valores— o un grupo de hombres y mujeres —una oligarquía— logran retenerlo frente a quienes se lo disputan. El predominio se refiere a una forma de usar los bienes que no se halla limitado por sus significados intrínsecos o que crea esos significados a su imagen y semejanza. El monopolio significa, por el contrario, una forma de poseer o de controlar esos bienes para explotar su predominio» [ídem, p. 24].

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es más o menos sistemáticamente convertido102 en toda clase de oportunidades, poderes y reputación; «de tal suerte, la riqueza es controlada por el más fuerte, el honor por los bien nacidos, los cargos por los bien educados»103 . Dicha situación, amén del natural resentimiento que genera, agudiza el conflicto y exacerba a quienes legítimamente tengan la pretensión de que el bien dominante sea redistribuido o se abran otras vías o alternativas para que otro grupo monopolice el nuevo bien dominante104 . A diferencia de antaño, ejemplifica Walzer, los derechos de nacimiento (vrg. nobleza) ya no son un bien dominante aunque —como sí lo demuestra la historia moderna— el poder, el dinero y la educación han ocupado ese vacío. La dificultad mayor en la justicia distributiva no deriva del predominio cuanto del monopolio y, sobre este último, se dirigen las críticas de filósofos y políticos. La tradicional estrategia para afrontar esta dificultad —que Walzer denomina la «igualdad simple»— se constituye en el punto de partida de su crítica. Si hipotéticamente todo se compra, todo se vende y todos los ciudadanos tienen la misma cantidad de dinero, «el régimen de la igualdad simple no prevalecerá mucho tiempo, pues el progreso posterior a la conversión, el libre intercambio en el mercado, indefectiblemente generará desigualdades en su curso»105 . No es posible mantener el modelo de la igualdad simple por cuanto —insiste el autor— los diversos intereses y capacidades de los individuos provocarán intercambios que de inmediato llevan a las desigualdades. Ni siquiera los Estados fuertemente centralistas han podido alcanzar ese fin y, para conseguirlo, tendrían que intervenir continuamente con lo que la disputa por el poder estatal se convertiría en el objetivo último de numerosos grupos de tendencias igualitarias. En definitiva, la igualdad simple no es una respuesta adecuada a este desafío, puesto que su concreción significaría establecer un poder estatal dominante constituido por agentes de la represión. En

102 «Un bien dominante se convierte en otro bien, y en otros muchos, de acuerdo con algo que a menudo parece ser un proceso natural y que, sin embargo, es de hecho mágico, una especie de alquimia social» [Ibídem]. 103

Ídem. p. 26

104 Me parece que uno de los más paradigmáticos ejemplos de este caso —que tuvo la pretensión de distribuir toda clase de bienes, aunque finalizó en el control social por parte de los partidos comunistas— fue el de los «socialismos reales» en Europa y América Latina. 105

WALZER, MICHAEL, Las esferas de la justicia, ob. cit., p. 27

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suma, sería reemplazar una forma de tiranía por otra106 . Para salir de este dilema Walzer nos propone echar mano a su concepto de «igualdad compleja» que, opuesto a la tiranía, establece tal conjunto de relaciones que la dominación es imposible: «En términos formales, la igualdad compleja significa que ningún ciudadano ubicado en una esfera o en relación con un bien social determinado puede ser coartado por ubicarse en otra esfera, con respecto a un bien distinto»107 , es decir, una forma de «no dominación». La expresión no es casual ni antojadiza108 , ya que para Walzer cuando el predominio109 se verifica sobre las personas, estamos en presencia de cierta forma de tiranía. Las esferas separadas de la justicia se conciben como pequeñas repúblicas en que gobiernan diferentes tipos de personas (así, por ejemplo, en la esfera del amor gobiernan los hermosos y en la política los persuasivos). Cuando un criterio distributivo invade otra esfera, es similar a si un gobernante extranjero tiranizase nuestro pueblo. Si las esferas son distintos ámbitos de la vida social en los cuales los hombres buscan una justicia distributiva, no resulta razonable —como 106 Pero lejos de renegar del Estado y su importancia, Walzer afirma que la política es el camino más directo para la distribución de los bienes sociales. La clave está, aunque subsistan muchas dificultades, en que el poder debe ser ampliamente distribuido —como en el caso de la democracia— ya que «el más grave peligro para un gobierno democrático consiste en que será demasiado débil para vérselas a la larga con los monopolios que hayan de reaparecer, y con la fuerza social de los plutócratas, los burócratas, los tecnócratas, los meritócratas y demás [...] movilizaremos poder a fin de controlar monopolios y luego buscaremos alguna manera de controlar el poder que hemos movilizado» [ídem, p. 29]. Walzer parece conciente de los peligros que implica el pretender moderar el monopolio mediante la fuerza y luego —ya que siempre habrá hombres y mujeres que utilizarán y explotarán los bienes sociales en su beneficio— tener que limitar la fuerza que originalmente se movilizó contra el monopolio. En definitiva, «sólo un Estado democrático puede crear una sociedad civil democrática; sólo una sociedad civil democrática puede mantener un Estado democrático. El espíritu cívico que hace posible una política democrática sólo se puede adquirir en las tramas asociativas; las aptitudes equivalentes en términos generales y ampliamente extendidas que sostienen a estas tramas deben ser fomentadas por el Estado democrático» [WALZER, MICHAEL: «La idea de sociedad civil» en Ciencia Política, 35, 1994, p. 64, (pp. 47-68)]. 107

WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia, ob. cit.,, pp. 32-33.

108 A mi modo de ver, resultan evidentes los vínculos con cierto republicanismo contemporáneo, al que haré referencia más adelante (capítulo 4: 3 de este trabajo). 109 «El predominio representa un camino para usar los bienes sociales, que no está limitado por los significados intrínsicos de éstos y que configura tales significados a su propia imagen» [WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia, ob. cit., pp. 10 y 11].

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expresa Walzer— que los que poseen parte del monopolio de una esfera pretendan invadir otras. «La crítica del predominio y la dominación tiene como base un principio distributivo abierto. Ningún bien social equis ha de ser distribuido entre hombres y mujeres que posean algún otro bien y simplemente porque lo poseen y sin tomar en cuenta el significado de equis»110 . Si bien pueden darse vínculos diversos, no se puede —en lo que este filósofo ha denominado «la conversión»— pasar de una esfera a otra, y así sucesivamente, con el mismo grado de éxito111 . La defensa de este principio es el principal objetivo de la reflexión de Walzer, pues de existir individuos que pudieran transitar de una esfera a otras —lo que, por cierto, muchas veces sucede112 — se demostraría la imposibilidad de la igualdad. (iii) Cuando Walzer insiste que la igualdad compleja se basa en un principio distributivo abierto, intenta destacar —como contraposición al modelo liberal— que no es correcto que exista un único criterio mediante el cual se realice la justicia113 . De todos los criterios de distribución que el autor identifica, al menos hay tres que parecen repetirse como una cons110

Ibídem.

111 Nótese que Walzer no se opone a las interrelaciones entre las distintas esferas de justicia; lo que critica es la pretensión de transitar indiscriminadamente de una a otra, sin tener en cuenta las capacidades del individuo, su especialización y la división del trabajo. 112 «Una característica central de la economía capitalista es que los poseedores imponen su disciplina a quienes no lo son» [ídem, p. 304], por lo que a Walzer parece interesarle más, no la posesión de las cosas, sino —mediado por dicha posesión— el control de las personas. «Lo exigido por la democracia es que la propiedad no tenga connotación política, que no sea convertida en cosas como soberanía, mando autorizado, control sostenido de hombres y mujeres» [ídem, p. 308]. La casa de cada uno —o siguiendo la máxima liberal «hogar de una persona es su castillo»— es el lugar de la intimidad y aislamiento, de la soledad y meditación de cada quien, pero es también el punto material y espiritual de donde arranca la vida en comunidad. Del mismo modo, la democracia es una manera de asignar el poder y legitimar su uso, dicho de otra forma, es la forma política de asignar el poder. Por lo mismo, lo que debe prevalecer no es el dinero ni la propiedad, sino «la argumentación entre los ciudadanos. La democracia otorga preeminencia al discurso, a la persuasión, a la habilidad retórica» [ídem, p. 313]. 113 Las convenciones sociales de nuestras comunidades atribuyen esferas distintas a los diversos bienes que hay que distribuir, y en cada esfera rige un criterio distinto. De esa forma, los bienes que se precisan para tener una buena salud se distribuyen según el principio «a cada cual según sus necesidades»; los premios y castigos se distribuyen según el mérito; la educación superior según el talento; la ciudadanía según las necesidades y tradiciones de la comunidad; y la riqueza según la habilidad y la suerte que se tenga en el mercado. Más importante todavía, las distintas comunidades valoran bienes distintos y desarrollan también principios distributivos diferentes.

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tante y que, lejos de justificarse por si mismos, se entrelazan de las formas más diversas: el intercambio libre, la necesidad y el merecimiento.114 . Aunque el intercambio libre no garantiza ningún resultado distributivo particular, afirma el autor, «al menos en teoría [éste] crea un mercado en que todos los bienes son convertibles en todos los otros bienes a través del medio neutral del dinero»115 . El problema, y pese a que suele pensarse que todos los bienes son reductibles o convertibles a dinero, es que existen bienes no equiparables (no equivalentes) a monedas de cambio y, adicionalmente, tampoco el dinero es un medio neutral por cuanto es acaparado o monopolizado por individuos con talento especial para la especulación, la transacción o el comercio.116 En relación a la necesidad, Walzer critica lo incompleta de la máxima de Marx —«a cada quien de acuerdo con sus necesidades»— ya que no «es de utilidad para la distribución de poder político, honor y fama, veleros, libros raros u objetos bellos de la clase que sea. Estas no son cosas que alguien, hablando estrictamente, necesite»117 . Existen bienes diversos que, en estricto sentido, no se corresponden con una exigencia o necesidad imperiosa de ser satisfecha, por eso la distribución de bienes conforme al

114 Ninguno de estos criterios es absoluto, puro, totalmente eficaz y garante pleno de la justicia, pues poseen numerosas excepciones, dificultades de aplicación y están sujetos no sólo a los conocimientos, habilidades y destrezas de los individuos sino a factores muy aleatorios. No obstante, la apuesta de Walzer es que su aplicación en una sociedad democrática permitirán una igualdad compleja. 115

WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia, ob.cit., p. 34.

116 Este es uno de los temas a los cuales Walzer dedicó especial atención e insistió en la necesidad de dar respuesta a dos preguntas fundamentales: ¿qué es lo que puede comprar? y ¿cómo se distribuye el dinero?. En frente a la primera, y apoyado en numerosos ejemplos e ilustraciones históricas —como el problema de las investiduras en la Edad Media, la guerra de secesión de 1863 o la posibilidad de eximirse, previo pago de trescientos dólares, del reclutamiento obligatorio— Walzer distinguió entre la esfera del dinero y la esfera llamada «dominio de los derechos». Estos últimos, aquellas cosas que el dinero no puede comprar (los «intercambios obstruidos»), impiden cualquier transacción en relación a los seres humanos; el poder político y su influencia, los votos de los ciudadanos, la decisiones de los funcionarios, la justicia o la libertad de expresión, entre otros. En relación a la segunda pregunta, Walzer plantea que los diversos factores que influyen en el mercado, además del carácter de las propias personas, no expresan (ni podría hacerlo) lo que ellas merecen. El mercado lo que hace es recompensar en mayor o menor medida los esfuerzos, pero la justicia distributiva —habida cuenta de la carencia de recursos monetarios— no siempre tiene que ver con la posesión de ciertos productos. 117

WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia, ob.cit., p. 38

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criterio de la necesidad parece insuficiente. En definitiva, pareciera que lo importante para la aplicación del criterio de necesidad no es el «poseer», sino el «carecer» de un específico bien. Por otra parte, afirma el autor, el merecimiento no posee las características de la necesidad y no implica un «tener» de la misma manera que el «poseer» y «consumir». Suponiendo que se tuviese la posibilidad de ordenar la distribución de amor, influencias, cargos, obras de arte y otros poderosos árbitros del merecimiento; no tenemos forma efectiva de lograrlo, en la medida que el merecimiento tiene vinculaciones con juicios sobre ámbitos muy diversos de la condición humana: «El merecimiento es una exigencia seria, aunque exige juicios difíciles, y sólo en condiciones muy especiales produce distribuciones específicas» 118 . (iv) Walzer, como suele ser su estilo, recuerda que en las sociedades más antiguas la distribución de los bienes quedaba sujeta en buena medida a jerarquías y estamentos (clases o castas) que tendían a reducir conflictos en torno a la justicia. En estas sociedades, más estáticas y cerradas, se pensaba que los gobernantes que actuaban con justicia daban a cada quien lo suyo conforme a sus necesidades. Pese a que en la época actual las sociedades son más dinámicas, abiertas y diferenciadas, Walzer cree que «la igualdad compleja exige la defensa de las fronteras; [...] mediante la diferenciación de bienes, tal como la jerarquía funciona mediante la diferenciación de personas»119 . En este caso, la expresión «fronteras», no alude a espacios político-geográficos, sino a ámbitos o esferas donde la justicia distributiva se manifiesta. Estos ámbitos no tienen un número determinado, por el contrario son abiertos al desarrollo de una sociedad plural y democrática. Por eso Walzer considera que tan pronto como distinguimos los significados de los bienes sociales o de la vida humana, se demarcan las esferas distributivas y comienza la empresa igualitaria como un proceso complejo por las múltiples diferencias. En una de las frases más sugerentes de Spheres of justice, y que se refiere a la relatividad (o no relatividad) de la justicia, Walzer afirma que «una sociedad determinada es justa si su vida esencial es vivida de cierta 118

Ídem, p. 37.

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Ídem, p. 40

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manera»120 , esto es, de una manera fiel a las nociones compartidas de sus miembros. El autor, al intentar responder a la pregunta de en virtud de qué características somos iguales unos con respecto a otros, sostuvo que los seres humanos somos criaturas que producimos cultura: haciendo y poblando mundos llenos de sentidos. Los individuos se oponen a la tiranía y reclaman justicia —afirma el autor— en cuanto exigen respeto para sus bienes culturales y en sus múltiples sentidos, por lo que «la justicia está enraizada en las distintas nociones de lugares, honores, tareas, cosas de todas clases, que constituyen un modo de vida compartido. Contravenir tales nociones es (siempre) obrar injustamente»121 . Si efectivamente el hombre es un ser de cultura que busca la libertad, entonces el respeto a los significados de los valores o bienes sociales en una comunidad humana —las «razones internas», como las denomina Walzer— es lo más relevante para entender (y garantizar) la igualdad compleja. Estas ideas del respeto por lo propio y lo particular, especialmente en una época de globalización y predominio del capital, debe hacerse extensiva a otras comunidades y sociedades. «Tendremos que aprender mucho acerca de otros procesos distributivos y acerca de su autonomía relativa o su integración en el mercado. El predominio del capital fuera del mercado hace injusto al capitalismo»122 . Sólo procediendo con mayor cautela y equilibrio, tomando nota de las diferencias en una sociedad, en cuanto deben existir otros bienes, principios de distribución, agentes de reparto y procedimientos para lograr los fines de la justicia, podrá asegurarse una mayor igualdad entre los hombres y mujeres. De lo contrario, afirma Walzer — por cuanto los bienes a distribuir no llegan naturalmente sino con imposiciones como el totalitarismo moderno lo mostró— la igualdad simple lleva tanto a la tiranía y a las extorsiones, como a las intrigas y a la violencia. Si no se reconoce la autonomía de cada esfera se corre el peligro de la imposición del dinero o del poder político como factores (juntos o separados) que pretendan realizar la justicia como un acto de dominación; cuyo único resultado es la violencia, el individualismo y el desamparo. En definitiva, por decirlo en una frase, la igualdad compleja será aquélla que se logra a través de separar las muchas desigualdades, para anularlas y compensarlas unas con otras, de forma tal que ninguna pueda erigirse como la dominan-

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Ídem, p. 322

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te123 . Cuanto más esferas haya, más posibilidades tiene cualquier persona de disfrutar de la experiencia de triunfar. En definitiva, Spheres of justice constituye un esfuerzo por demostrar como —en las once principales esferas que el autor identifica— es posible la igualdad compleja124 . Una de las novedades que Walzer puede exhibir, es que permite la crítica del individualismo liberal y de sus presupuestos epistemológicos, conservando al mismo tiempo (e incluso enriqueciendo) el aporte al pluralismo; echando por tierra, dicho sea de paso, la idea de que la justicia sólo puede pensarse desde un punto de vista universal y construyendo principios generales válidos para todas las sociedades. Siguiendo una vieja intuición hegeliana, Walzer sostendrá que sólo a partir de una comunidad política determinada, y en el interior de la tradición que la constituye y de las significaciones sociales comunes a sus miembros, puede ser planteada la cuestión de la justicia. Taylor, retomando algunas de las ideas de Walzer, señala que cualquier criterio tiene como telón de fondo una concepción particular del hombre —y su relación con la sociedad—, una definición del bien y una consideración sobre la estructura de la sociedad para la que se busca un principio de distribución. De este modo, «diferentes principios de justicia, están relacionados a concepciones diversas de lo que es el bien, y en particular a nociones distintas de la dependencia del hombre con la sociedad para la realización de este bien»125 .

123 Walzer opone «dos exigencias de la justicia que pertenecen a diferentes tipos: primera, la exigencia de que el bien predominante, cualquiera que sea, se distribuya de forma que pueda compartirse de forma equitativa o al menos de la manera más extensa posible (lo que equivale a decir que el monopolio es injusto), y, segunda, la exigencia de que dicha forma permita la distribución autónoma de todos los bienes sociales (lo que equivale a decir que el predominio es injusto). Walzer defiende lo segundo, pero no lo primero; es decir, aboga por la distribución autónoma de los bienes, por una distribución que respete los significados específicos de cada uno de los bienes, y no por una distribución más igualitaria de todo bien que acabe siendo predominante» [MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad, ob. cit., p. 203]. «Mi idea es que nos centremos en la reducción del predominio, y no (o no primariamente) en la desactivación o la limitación del monopolio. Consideremos lo que significaría la reducción del ámbito en el que pueden intercambiarse bienes y defendamos la autonomía de las esferas de distribución» [WALZER, MICHAEL: Las esferas de la justicia, ob. cit., p. 30]. 124 «El mando sin dominio no es ninguna afrenta a nuestra dignidad, no es ninguna negación de nuestra moral o nuestra capacidad política. El respeto mutuo y el autorrespeto compartido son las fuerzas más poderosas de la igualdad compleja, y son también —concluye Walzer— la fuente de su posible división» [ídem, p. 330]. 125 TAYLOR, CHARLES: Philosophy and the human sciences. Philosophycal Papers II, Cambridge University Press, Cambridge, 1985, p. 291.

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Un rasgo distintivo del comunitarismo es su definición del ser humano como un individuo social que, al modo de Aristóteles, es un animal social (político) «porque no es autosuficiente por si mismo, y en buena medida tampoco lo es fuera de la polis»126 . Según eso, la definición de cualquier principio de justicia redistributiva debe contemplar el contexto socioeconómico político y cultural que le antecede. De esas forma, la distribución comunitaria parte de la estructura social. Así por ejemplo, dentro de las fronteras de una concepción jerárquica de la sociedad, en la que el orden político refleja el orden universal, «no tiene mucho sentido objetar el estatus especial o el privilegio del rey o del sacerdote como una violación de la igualdad»127 . La justicia distributiva debe estar en armonía con los entendimientos constitutivos de la sociedad. A diferencia de las doctrinas liberales, en el comunitarismo el bien es un parámetro que dicta la comunidad y las preferencias individuales son valiosas en tanto contribuyen a conseguir este bien común. Según esto, el Estado abandona su papel neutral, y se convierte en un Estado que alienta cierto modelo de virtud128 . Taylor complementará esta idea con algunas consideraciones a la forma de distribución comunitaria, a saber: la elevación de los niveles de vida de los individuos que componen la comunidad, hasta conseguir niveles comparables, y la remuneración a partir de la contribución individual o el principio de contribución mitigada129 . De esta forma, el principio de

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Ídem, p. 289.

127

Ídem, p. 294.

128 Tanto Taylor como Walzer han coincidido en una distinción muy conocida para quienes se dedican a los problemas de la filosofía política: me refiero al «Liberalismo I» y al «Liberalismo II». El primero, que se asocia con la tradición del liberalismo clásico, es aquel que se ocupa principalmente de los derechos individuales, que propugna la neutralidad del Estado y que carece de todo proyecto ético —religioso, cultural o ideológico— que se extienda más allá de la seguridad y libertad de los ciudadanos. El segundo, que se asocia con la tradición republicana, privilegia el interés del Estado al servicio de la sociedad civil, promoviendo el desarrollo de las minorías y la pertenencia cultural y que, por lo tanto, trasunta un particular modelo de virtud sobre la base de la participación democrática y el reconocimiento de las peculiaridades del individuo. Para más detalles, ver los trabajos de Taylor y Walzer en TAYLOR, CHARLES y GUTMAN, AMY (compiladora): Multiculturalismo y la política del reconocimiento, ob. cit. 129 Alude a la relación comunitaria del hombre con su entorno y parte del supuesto endeudamiento que tienen todos los individuos entre ellos y con la comunidad misma. Según este principio, si la contribución de algún sujeto al bien común fuera mayor que la de los demás, esta persona sería acreedora a una mayor parte de los recursos de la comunidad, puesto que «le deberíamos más de lo que él nos debe» [ídem, p. 314].

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distribución (en el comunitarismo de Taylor) podría sintetizarse de la siguiente forma: de cada cual lo que beneficie a la comunidad, a cada cual según su contribución a la comunidad. Inspirados en Rousseau, Walzer y Taylor parecen llegar a una conclusión similar: el objetivo final es que los individuos sean capaces de prestarle menor importancia al valor de los recursos materiales y que paulatinamente vayan prefiriendo otro tipo de retribuciones como los honores públicos, el reconocimiento colectivo o el cultivar el intelecto.

4. Rasgos comunes del comunitarismo Todos los autores que hemos revisado sostienen, de una u otra forma, que el bien es siempre consustancial a una práctica; que nunca puede ser abstracto y que es percibido por la visión interna de los hombres que practican —en el marco de una comunidad que la comparte— una actividad que se define como virtuosa. Esta vinculación entre sujeto y comunidad es la que acentúa el elemento particularista del comunitarismo, por lo que únicamente podemos hacer inteligible nuestra identidad moral a través del relato de nuestra propia tradición130 . Lo que hay detrás de esta postura, y su consiguiente crítica a los programas modernos liberales, es la coincidencia en determinados presupuestos metodológicos: «...la prioridad de las nociones de bien sobre los acuerdos de justicia, la crítica al yo sin atributos del pensamiento atomista liberal y la inevitabilidad de los determinantes contextuales e históricos, en forma de valores comunitarios y tradiciones»131 . Con todo, existen importantes diferencias —tanto de estrategias como de acentos—en los autores que hemos revisado. De esa forma, MacIntyre, «el considerado por muchos como el representante más signifi130 Un ciudadano que se respeta a si mismo —afirma Walzer— es un «miembro que participa», por cuanto el autorespeto está en función de la pertenencia (membership), no de un rasgo idiosincrásico, y requiere siempre tanto conexión con el grupo de pertenencia, como cooperación concreta y efectiva [WALZER, MICHAEL: Spheres of justice, ob. cit., p. 277]. 131 THIEBAUT, CARLOS: Los límites de la comunidad, ob. cit., p. 141. Un análisis similar se hace en MULHALL, STEPHEN y SWIFT, ADAM: El individuo frente a la comunidad, ob. cit., pp. 218 y 219. En definitiva, como lo expresa Sandel: «Los críticos comunitaristas del liberalismo basados en derechos sostienen que no podemos concebirnos independientemente de esta forma, como portadores de sujetos del todo separados de sus objetivos o aficiones» [SANDEL, MICHAEL: Liberalism and its critics, ob. cit., p. 5].

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cativo de la filosofía política comunitarista»132 , presenta la versión más reaccionaria de este movimiento, cuestionando el proyecto ilustrado y muchos de los logros civilizatorios de la modernidad. En el caso de Sandel, y después de haber dedicado gran parte de su producción filosófica a cuestionar los presupuestos metodológicos y antropológicos de la obra de Rawls, sus últimas obras han intentado —al modo neoconservador— recuperar las viejas tradiciones de la democracia republicana estadounidense, como contraposición al liberalismo procedimental y a la democracia constitucional133 . El caso de Taylor y Walzer es diferente, ya que ambos han sido exponentes de un revisionismo más moderado, inserto en la cultura de los derechos y la democracia liberal. Incluso la obra de este último —para Chantal Mouffe, por ejemplo— constituye un intento por defender y radicalizar la tradición liberal democrática134 . Pese a las diferencias presentadas, el comunitarismo —como expresión más general del movimiento que venimos describiendo— ha impugnado cada uno de los supuestos teóricos del liberalismo; o, al menos, de la actual corriente neocontractualista de la cual Rawls y Nozick son sus más importantes exponentes135 . De esa forma: (i) ante la idea de que la moral esta compuesta por «reglas» (principios de justicia) que serían aceptadas por cualquier individuo racional en circunstancias ideales, se ha opuesto la afirmación de que tales reglas necesariamente suponen una determinada concepción del bien y de la vida buena. (ii) Frente al requisito de que

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LESSNOFF, MICHAEL: La filosofía política del siglo XX, ob. cit., p. 14.

133 Ver SANDEL, MICHAEL: Democracy’s discontent: americain search of a public philosophy, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1996. 134 Walzer propuso interpretar el proyecto histórico del liberalismo como un «arte de la separación», que consistió en dibujar un mapa político y social de la sociedad, levantando muros y así delimitando espacios institucionalmente separados. De esta forma, cada separación creó y protegió una libertad: la separación iglesia-Estado propició la libertad de conciencia, la separación del poder político y las universidades posibilitó la libertad académica y la separación del Estado y la sociedad civil permitió la libre competencia y la libertad de empresa. Pues bien, si el gran mérito del liberalismo fue poner límites al poder político y proteger a los individuos a través de las libertades, Walzer nos propone ir más allá y extender el proyecto liberal a muchos más espacios donde éste no advirtió peligros. Ver WALZER, MICHAEL: «El liberalismo y el arte de la separación: la justicia de las instituciones», en WALZER, M.: Guerra, política y moral, ob. cit., (pp. 93-114) 135 Para los rasgos comunes al comunitarismo, ver MACINTYRE, ALASDAIR: «Is Patriotism a Virtue?», en BEINER, RONALD (editor): Theorizing citizenship, State University of New York Press, Albany, 1995, (pp. 209-228).

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dichas reglas sean «neutrales» respecto a los intereses de los individuos y su concepción de la vida buena, el comunitarismo replica que la obligación del Estado es favorecer determinadas concepciones del bien que refuercen la democracia y la libertad. (iii) Ante la idea de que los agentes morales destinatarios de tales reglas son los individuos y no entes colectivos, se sustenta como contrapartida que la concepción del bien debe privilegiar el elemento social y las obligaciones del individuo (con su posición en la sociedad y los otros hombres). (iv) Del mismo modo, y de cara a la exigencia de que las reglas morales sean aplicadas del mismo modo a todos los individuos cualquiera que sea su contexto social, se erige la tesis de que los derechos y obligaciones del individuo se relativizan de acuerdo a las particularidades de sus relaciones con otros individuos, su posición en la sociedad y las prácticas morales de cada comunidad (sus valores compartidos). (v) Frente a la visión atomista del sujeto y la prioridad de la libertad sobre la virtud, los comunitaristas sostendrán que sólo a través de la comunidad el individuo se dota de una concepción del bien común que le oriente y le de sentido de pertenencia constitutiva, así como que las virtudes cívicas son garantía de la defensa de la libertad individual y la democracia136 . En definitiva, el comunitarismo trasunta una particular concepción del ser humano que, a diferencia de lo que sostiene el liberalismo, va más allá de individuos independientes que sólo acuerdan vivir mediante pactos económicos o políticos basados en el interés. La justicia (como deber) de la que Kant y sus ilustrados seguidores se ocupan, es una virtud «remedial» (o de segundo momento), que debería operar sólo después de que virtudes como la solidaridad, la lealtad o el respeto mutuo hayan fracasado; ya que, como decía Aristóteles, cuando los hombres son amigos, no requieren de la justicia. De esta forma, las personas somos seres unidos también por lazos de solidaridad, por una historia y una cultura, con la cual tenemos ciertos deberes. Reducir el objetivo del bien común simplemente a la defensa y protección de los derechos individuales, para que sólo realicemos nuestro plan de vida personal, resulta estrecho y peligroso. Éticamente inaceptable y empíricamente falso, es la idea de un hombre que sólo se preocupa por él

136 Detrás de la mayoría de las cosmovisiones comunitarias, se trasunta una especial forma de convivencia. La democracia es mucho más que un conjunto de reglas de procedimiento para articular la discusión pública. Dicha discusión no sólo se da a partir de la negociación particular de cada individuo; por el contrario, existen bienes comunitarios que no se persiguen en forma personal y que sólo pueden ser alcanzados por un colectivo, como son por ejemplo: la lengua, la cultura o el medio ambiente.

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y no valora ciertas nociones de la vida en comunidad137 . Por último, y a modo de epílogo para esta parte, el comunitarismo ha denunciado que mucha de la actual insatisfacción o malestar del hombre moderno, como lo llama Taylor, se debe a ciertas características del modelo liberal que no dejan de ser inquietantes: el individualismo, el atomismo, los procesos de desintegración social, la inseguridad, y el excesivo predominio de la racionalidad instrumental con desprecio a nuestros sentimientos o emociones138 . Pareciera que cada día más las formas de vida comunitaria comienzan a diluirse paulatinamente en una sociedad donde las únicas preocupaciones, en palabras de Nietzsche, son aspirar a un «lastimoso estado de bienestar».

5. La réplica de los liberales En los años ochenta, en la medida en que comenzaron a publicarse las obras que desplegaban los planeamientos particularistas, el debate intelectual, lejos de moderarse, inició —como pocas veces se había verificado— una escalada de acusaciones y réplicas, cuyos ecos repercuten hasta el día de hoy. Las responsables de esta agitación -a mi juicio las dos obras más relevantes del comunitarismo- fueron After virtue y Spheres of justice. Pero además de esta réplica que los liberales hicieron a los planteamientos comunitaristas, las críticas de estos últimos —particularmente sobre A theory of justice— obligaron a que Rawls tuviera que explicar y reformular muchas de sus originales argumentaciones. Sea por estas causas o por las «razones propias» del liberalismo139 , lo cierto es que muchos exponentes de esta corriente incorporaron cate137 El argumento liberal —al modo de Raz— según el cual la autonomía es un requisito funcional de la sociedad moderna y del progreso social, ha sido desmentido por una interesante demostración empírica. Como expresa Bhikhu Parekh, refiriéndose a los inmigrantes asiáticos en Gran Bretaña —que, según Raz, no valoran la autonomía— «Precisamente, han prosperado porque no se preocupan mucho por la autonomía sino por una vida de comunidad y de apoyo social. Respecto al bienestar personal, los asiáticos tienen su parte de sufrimiento y amargura, pero no más, e inclusive algunos dirían que menos, que los ciudadanos supuestamente autónomos» [PAREKH, BHIKHU: «Superior people: the narroweness of liberalism from Mill to Rawls», en Times Literary Suplement, 25 de Febrero, 1994, p.12, (pp. 11-13)]. 138 «El nuestro es un mundo desencantado —afirma Barber— en el que la Gemeinschatf y el vecindario han sido sustituidos, en su mayor parte, por la Gesellschatf y la burocracia. Lo que necesitamos son formas de comunidad local y patriotismo cívico saludables y democráticas, y no un universalismo abstracto ni un amasijo de relaciones contractuales» [BARBER, BENJAMIN: «Fe constitucional», ob. cit., p. 44]. 139 Esta es la postura alternativa que se defiende en THIEBAUT, CARLOS: «Sujeto liberal y comunidad: Rawls y la unión social», en Enrahonar, 27, 1997, p. 20, (pp. 19-33).

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gorías que, en principio, parecían incompatibles con el pensamiento liberal: me refiero a la comunidad, el bien común y el republicanismo140 . A grandes rasgos, dichas reformulaciones pueden constatarse en cinco de sus posteriores obras: Justice as fairness: political no metaphysical141 , The domain of the political and overlapping consensus142 , Kantian constructivism in moral theory143 , The law of peoples144 y Political liberalism. En esta última, particularmente, Rawls renunció a sus originales pretensiones universalistas y a ciertos rasgos metafísicos, transformado su teoría de la justicia en una mera doctrina política145 . Lo más sorprendente en su nueva defensa del «liberalismo político» es su abandono del constructivismo kantiano y de otras formas más cercanas a un liberalismo «comprehensivo», donde «político» se opone a «metafísico», es decir, a cualquier forma de liberalismo que haga pie en conceptos como el de verdad, naturaleza o identidad personal146 . Y aunque Rawls rechaza la crítica de haber cedido ante las críticas comunitaristas147 , su posterior 140 Aunque por el impacto de su obra el caso más connotado es el de Rawls, también es posible constatar, por ejemplo en las últimas obras de Dworkin, muchas modificaciones a lo que fueron sus originales planteamientos. Para más detalles ver DWORKIN, RONALD: «Liberal community», en California Law Review, 77: 3, 1989, pp. 499 y ss., (pp. 479-504); DWORKIN, RONALD: Ética privada e igualitarismo político, ob. cit.; y DWORKIN, RONALD: Sovereign virtue, ob. cit. 141 RAWLS, JOHN: «La Justicia como equidad: política, no metafísica», traducción de S. Mazzuca, en La Política, 1, editorial Paidós, Barcelona, 1996, (pp. 23-46). 142 RAWLS, JOHN: «La idea de consenso por superposición», en BETEGÓN, J. y DE PÁRAMO J. R.: Derecho y moral, ob. cit., (pp. 63-86). 143 RAWLS, JOHN: «El constructivismo kantiano en la teoría moral», traducción de M. A. Rodilla en RAWLS, J.: Justicia como equidad, ob. cit., (pp. 209-262). 144

RAWLS, JOHN: El derecho de gentes, ob. cit.

145 Un liberal como Ackerman ha afirmado que las innovaciones de Rawls, especialmente relacionado con la «cultura política», han convertido al liberalismo político en una concepción conservadora, degenerando en un provincianismo rampante. Para más detalles, ver ACKERMAN, BRUCE: «Liberalismos políticos», traducción de J. Malem, en Doxa, 1718, 1995, (pp. 25-51)]. 146 «La diferencia fundamental respecto de A Theory of Justice es el nuevo énfasis en el hecho de que las ideas básicas de justicia como equidad se consideran implícitas o latentes en la cultura pública de una sociedad democrática, y el consecuente abandono de la descripción de la teoría de justicia como parte de la elección racional. Rawls reconoce que esto fue un error...» [MOUFFE, CHANTAL: El retorno de lo político, ob. cit. p. 70]. 147 Sin embargo, la mayoría de los especialistas han analizado Political Liberalism como una obra que responde, en incluso dialoga, con la crítica comunitarista. Así por ejemplo, «sin

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mayor innovación —me refiero a su revisión de la idea de estabilidad— demuestra haber atendido a gran parte de las mismas y compromete aspectos centrales de la concepción liberal de sociedad. Con todo, y tal como lo adelanté en la introducción de este trabajo, las modificaciones que se hicieron a muchas de las posiciones liberales — quizás la de Rawls, la más significativa— corresponden a una tercera etapa en este debate; etapa que deliberadamente he optado por excluir de la presente explicación. De acuerdo con lo anterior, y en lo que sigue, daré cuenta en términos muy esquemáticos de una de las contundentes críticas que se hicieron al comunitarismo; para al final, y a modo de paréntesis, esbozar como al tenor de esta disputa se fue abriendo camino un esfuerzo por recuperar algunas categorías del pensamiento republicano clásico y las diferencias que éste guarda con lo que se ha venido a denominar el «republicanismo cívico» o contemporáneo. a) La crítica al comunitarismo En forma paralela a que muchos de los autores liberales matizaran algunos de sus originales argumentos, también las concepciones centrales del comunitarismo fueron blanco de no menos severas críticas. Y aunque éstas son varias y se presentaron por intelectuales de inspiración muy diversa, creo que la mayoría de ellas puede reconducirse a lo que Cohen — en forma sencilla, aunque no por eso menos aguda— denominó el «dilema comunitarista simple». En efecto, en una de las tantas reseñas que hizo de Spheres of justice, este autor expresó: «Si determinamos qué bienes son entendidos como necesidades por una comunidad, considerando qué bienes efectivamente distribuye esa comunidad de acuerdo con las necesidades, entonces nunca será posible reclamar que una comunidad distribuya un bien de acuerdo con las necesidades cuando no lo hace. Por otra parte, si identificamos a

ninguna duda, los liberales no dejaron de reajustar sus posiciones ante las críticas de Sandel, Taylor o Walzer. Fruto de este reajuste es la más clara definición de liberalismo político, sobre todo en el último Rawls, con su teoría del overlapping consensus » [VILLACAÑAS, JOSÉ: «Tönnies versus Weber. El debate comunitarista desde la teoría social», en CORTÉS R., F. y MONSALVE, A. (editores): Liberalismo y comunitarismo, ob. cit., p. 19, (pp. 19-54).

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los valores independientemente de las prácticas con los valores, ¿qué seguridad habrá de que identificamos correctamente los valores? Por tanto, si un bien no es distribuido de acuerdo con las necesidades, entonces ¿en qué sentido es verdad que la comunidad lo reconoce como un bien necesario?»148 . De esta forma, el dilema consiste en sostener, por una parte, que nuestros valores morales están institucionalizados, anclados en una tradición y, por la otra, querer adoptar una actitud crítica frente a las instituciones justamente en nombre de aquellos mismos valores. Dicho de otra forma, la inconsistencia consiste en «pretender hacer uso de una estrategia de fundamentación de las normas morales simultáneamente descriptiva y prescriptiva»149 . Detrás de esta afirmación subyacen tres de las más severas críticas que se han formulado contra el comunitarismo; las que, a su turno, se refieren a las principales categorías sobre las cuales descansa la crítica antiliberal: (i) la epistemología contextualizadora, (ii) la idea de comunidad y (iii) la noción de tradición. En cada una de ellas, como espero pueda advertirse, se presentan los problemas que Cohen —y su dilema comunitarista simple— nos ilustra. (i) Al defender una postura teleológica, asumiendo una oposición frontal a la concepción universalista de la moral, el comunitarismo pretende establecer —como nuevo punto de partida de la ética— el sistema de valores de una colectividad. Aunque es relativamente obvio que toda sociedad se articula sobre cierta concepción de bien común, el problema aparece «...cuando se trata de especificar cuál es ese bien en concreto, cuál es su grado de concreción o de sustantividad: si es un bien formal (como los derechos de autonomía de los individuos) o es un bien ligado a prácticas sustantivas de valoración moral (como las conductas que una comunidad considera virtuosas»150 . Pero adicionalmente, el esfuerzo comunitarista implica enfrentar un problema previo, a saber, definir con mayor precisión la instan148 COHEN, JOSHUA: «El comunitarismo y el punto de vista universalista», traducción de S. Abad, en La Política, 1, editorial Paidós, Barcelona, 1996, p. 88, (pp. 81-92). 149 GIUSTI, MIGUEL: «Paradojas recurrentes de la argumentación comunitarista», ob. cit., p. 99. Me serviré de la estrategia argumentativa de este autor, para explicar las críticas al comunitarismo. 150

THIEBAUT, CARLOS: Los límites de la comunidad, ob. cit., p. 154.

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cia comunitaria elemental y cómo establecer claros límites entre ella y las demás. Dicho de otra forma, ¿hasta dónde se debe «retroceder» para llegar a la comunidad que podremos considerar como auténtica y genuina?. «Asumiendo el rol de oposición ante la concepción universalista de la moral, el comunitarismo pretende establecer, como nuevo punto de partida de la ética, el marco teleológico de la praxis de una colectividad. Pero, al tratar de satisfacer esta pretensión, se enfrenta al problema de cómo definir con mayor precisión la instancia comunitaria elemental y de cómo establecer claros límites entre ella y las demás» 151 . Ante esta cuestión, la disyuntiva parece ser, o bien decretar, consecuentemente, la irrelevancia de la propia concepción para abordar las cuestiones del pluralismo; o bien, inconsecuentemente, adoptar un punto de vista «transcomunitario» que permita efectuar una reconstrucción histórica de la inconmensurabilidad imperante152 . (ii) Si la comunidad se define por medio de los criterios «eudemonistas», es decir, estableciendo la primacía de los valores colectivos (y su función identificatoria) por sobre las voluntades individuales153 , no hay razón alguna para privilegiar una forma de comunidad sobre las otras. En otras palabras, no hay manera de justificar, como pretenden algunos comunitaristas por ejemplo, que la comunidad de la que se habla deba

151 GIUSTI, MIGUEL: «Paradojas recurrentes de la argumentación comunitarista», ob. cit., p. 109. 152 Esto, lejos de ser una cuestión académica, parece ser uno de los temas cruciales del debate filosófico y moral contemporáneo. «...la cuestión de si existen (o no) valores universales o de si cada cultura es inconmensurable (o no) frente a otras, no es ni mucho menos baladí [...] Es una de las cuestiones prácticas cruciales de nuestro tiempo, en el que los procesos de mundialización política, económica y mediática la plantean de un modo perentorio y, por incontables personas, pueblos y colectividades, en su vida cotidiana» [GINER, SALVADOR y SCARTEZZINI, RICARDO: «Prefacio» en GINER, S. y SCARTEZZINI, R. (editores): Universalidad y diferencia , colección Alianza Universidad,, editorial Alianza, Madrid, 1996, p. 13 y 14, (pp. 13-16). 153 «La comunidad no se refiere simplemente a los que los ciudadanos poseen, sino también a lo que son, no se refiere a una relación que ellos eligen (como una asociación voluntaria) sino a una adhesión que descubren, no meramente a un atributo sino a un elemento constitutivo de su identidad» [SANDEL, MICHAEL: Liberalism and the limits of justice , ob. cit., p. 150].

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ser democrática154 . Pretender que la comunidad en cuestión sea democrática, es hacer uso de un criterio de demarcación entre formas de sociedad para el cual el comunitarismo no dispone de justificación. Sin la postulación de este criterio, comunidades de muy diversa índole podrían considerarse como casos del modelo contextualista, y no habría cómo someter a examen sus contenidos valorativos específicos. Un determinado grupo social, en la medida en que se vertebra con formas de vida absolutamente dispares, puede producir efectos perversos en otros grupos ¿Estos efectos de la acción sobre otros grupos caen fuera del objeto de la ética? Lo que en términos de una comunidad puede parecer correcto, puede ser inmoral en términos universales. El estudio de las costumbres nos impide justamente una perspectiva global. Llama la atención, para mucho críticos del comunitarismo, que esta escuela filosófica casi nunca se refiera a la relación entre las diferentes culturas dentro de la sociedad humana; se habla siempre del deseo de establecer una nueva sociedad o comunidad como extensión o universalización de lo mejor de la suya propia, pero no se atiende al hecho de que hoy formamos una comunidad moral mundial. El comunitarismo, según la crítica liberal, termina por sucumbir al relativismo que impide la valorización o crítica a una sociedad determinada155 ; ya que lo que en definitiva reclama equivale a una petición de principio, que presupone como válido justamente aquello que ha de constituir la identidad de los individuos. (iii) Muy relacionado con lo anterior, la noción de tradición —en contra de lo que podría parecer a primera vista— es muy problemática para el contextualista, porque para definir una tradición hay que estar, por así 154 Seyla Benhabib reclama que se debe mostrar dónde «trazar el límite de las formas de diferencia que fomentan la democracia y formas de diferencia que se nutren de tendencias antidemocráticas. En el contexto de los grandes cambios de la política mundial que hoy vivimos se ha vuelto más importante que nunca antes formular la crítica a la democracia de una manera tan cuidadosa, que esta crítica no puede ser explotada ahora con fines nacionalistas [o] tribales» [citado en GUTIÉRREZ, CARLOS: «Liberalismo y Multiculturalidad», en CORTÉS R., F. y MONSALVE, A. (editores): Liberalismo y comunitarismo, ob. cit., p. 86, (pp. 81-98)]. 155 Esta afirmación plantea la interesante cuestión de la vinculación entre el comunitarismo y cierto relativismo moral de corte sociológico, a saber, que los juicios morales y los valores que defendemos no son universales, porque están determinados por las circunstancias sociales y particulares en que estamos situados. Sobre las relaciones entre comunitarismo y relativismo, ver NINO, CARLOS: Ética y derechos humanos: un ensayo de fundamentación, segunda edición, colección Filosofía y Derecho, número 15, editorial Astrea, Buenos Aires, 1989, pp. 158 y ss.

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decirlo, dentro y fuera de ella. Si sólo estuviésemos dentro, no tendríamos perspectiva en sentido estricto, o, lo que es peor, tendríamos sólo una perspectiva etnocéntrica. Y para adoptar una perspectiva desde fuera, tenemos que abandonar los parámetros de la propia tradición, lo que nos está vedado por principio en el modelo contextualista. Esta crítica, la de mayor calado a mi juicio, es la que resume Cohen en su «dilema comunitarista simple», y que ha sido reiterada por autores como Dworkin y Waldron156 , en el sentido de que el holismo ontológico y normativo deja a una comunidad sin capacidad de crítica y, por tanto, sin una genuina dimensión moral157 . 156 Ver DWORKIN, RONALD: «Liberal community», ob. cit.; y WALDROM, JEREMY: «Particular values and critical morality», California Law Review, 77: 2, 1989, (pp. 561-589). 157 MacIntyre, sin mucho éxito a mi juicio, intentó responder a esta crítica sobre la base de examinar la solvencia de una tradición frente a las «crisis epistemológicas». En opinión del profesor de Notre Dame, todas las tradiciones poseen pautas internas para evaluar los nuevos desafíos en torno a los temas de la vida buena. La crisis epistemológica se produce cuando una tradición se ve afectada por conflictos estériles limitándose a repetir viejas fórmulas que no se condicen con los actuales problemas que se van planteando. Una tradición puede superar esta «crisis» sólo cuando es capaz de elaborar una nueva serie de conceptos, sintetizando las nuevas y viejas ideas, de forma que pueda: resolver sus problemas pendientes, que explique cómo se plantearon y por qué no habían sido resultas hasta ahora y que ambas cosas se hagan integrando los viejo y lo actual. Ver MACINTYRE, ALASDAIR: Whose justice? which rationality?, ob. cit. Algo más convincente resulta Walzer cuando aclara que la polémica frase de Spheres of justice —«la justicia distributiva es relativa a los significados sociales»— no es «simplemente relativa», dado que la justicia en la distribución es una moralidad máxima y toma forma junto con, y constreñida por, un reiterado minimalismo: «la idea de una ‘justicia’ que provee de una perspectiva crítica y de una doctrina negativa» [WALZER, MICHAEL: Moralidad en el ámbito local e Internacional, ob. cit., p. 58]. Walzer sostuvo que en la medida que los hombres somos productores de culturas concretas, compartimos comprensiones «densas» en torno a la justicia. Detrás de éstas sin embargo, existe un «mínimo» —que aunque más «tenue»— permite que efectivamente nos comuniquemos e identifiquemos con las pretensiones de igualdad de personas que atribuyen —conforme a la experiencia de sus propias comunidades— significados diversos a la justicia. Por lo que no es cierto, según Walzer, que el particularismo sea incompatible con el diálogo entre culturas. De una posición semejante —que suscribe que minimalismo moral sería una suerte de mínimo común denominador de las moralidades máxima— se derivan dos consecuencias: en primer lugar, este minimalismo reiterado sería más importante que el maximalismo [ídem, p. 38], es decir, que a diferencia de éste último no estaría sujeto a regateo por parte de los ciudadanos; sin embargo, y en segundo lugar, este minimalismo estaría conformado por aquellos rasgos que se repiten en la mayoría de las culturas que conocemos, es decir, no sería ni neutral ni verdadera. No es verdadera, en sentido moral fuerte, porque es un código moral mínimo compartido por la mayoría de los códigos morales máximos que existen en el mundo, los que —a su turno— son por definición culturalmente relativos. Del mismo modo, no es neutral, porque responde a cierto tipo de intereses de personas con características y rasgos específicos; el minimalismo es «reiteradamente particularista y localmente significativo, íntimamente ligado con las moralidades aquí y allá, en lugares y tiempos específicos» [ídem, p. 40].

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Por otra parte, es evidente que también en el interior de las tradiciones se replantea el problema del criterio de demarcación entre lo justo y lo injusto, pues, como lo señalan con frecuencia todos los críticos del comunitarismo, en las tradiciones hay un vasto muestrario de formas de represión de la libertad contra los negros, los indios, las mujeres o los homosexuales. Pero para implantar semejante criterio de demarcación es preciso, nuevamente, introducir criterios de valoración que no pueden restringirse a los sistemas de creencias morales previstos por la tradición misma. Es muy problemático recurrir a la noción de tradición en el contexto multicultural de la sociedad contemporánea, en el que resulta simplemente artificial imaginar a una colectividad cultural encapsulada, aislada de la red compleja de sistemas o subsistemas de relaciones internacionales de los más diversos tipos, o inmune a las influencias del resto de las tradiciones culturales. «El riesgo obvio al que se enfrenta cualquier definición contextual de las nociones de bien y de justicia, como son estas definiciones comunitaristas con base a una tradición moral, es que los límites de la comunidad asumida como criterios de definición pueden ser tan estrechos o tan cerrados que ninguna diferencia, por no decir ya ninguna disidencia, pueda ser tolerada, y ello es más acuciante cuando hablamos de comunidades multirraciales, multiétnicas o multiculturales»158 . En definitiva, el comunitarismo peca de ingenuo al concebir una colectividad con tan alto grado de cohesión moral que sólo podría estar habitada por ciudadanos virtuosos. b) Las dos formas de republicanismo (a modo de paréntesis) Compelidos por la ausencia de alternativas al modelo vigente —que tanto habían denunciado los liberales— el comunitarismo erigió la imagen del ciudadano que se encuentra en la tradición del «republicanismo cívico». A diferencia del liberalismo, esta tradición

158 Del mismo modo, «los valores de tolerancia, de respeto a la diferencia, de imparcialidad entre mundos o modos de vida distintos [...] pueden verse en peligro si una comunidad, por mecanismo de defensa o reafirmación fundamentalista, convierte sus criterios morales sustantivos en los únicos criterios de valoración de un mundo a la vez más plural y más cercano» [tanto la cita principal, como la de pie de página, son de THIEBAUT, CARLOS: Los límites de la comunidad, ob. cit., p. 58].

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proporciona un lenguaje que permite pensar la política de una manera no instrumental159 . Lo que en definitiva se ha intentado, es recuperar una tradición que ha desempeñado un papel importante en la cultura política norteamericana del siglo XVIII y que no ha desaparecido completamente; articulando las experiencias de los ciudadanos de manera de permitirles concebir su identidad en términos de su participación activa en una comunidad política160 . En último término, de lo que se trata, es de superar la crisis de legitimidad que afecta al sistema democrático en una revalorización de la esfera de la político y en una rehabilitación de la noción de «virtud política»161 . Sin embargo, la ambigüedad de esta noción de «republicanismo cívico» —en cuyo seno se albergan posturas que rastreamos en Aristóteles y Maquiavello— puede dar lugar a interpretaciones diferentes según si se acepte: la unidad del bien y la ausencia de distinción entre ética y política o, por el contrario, se distingan esos dos territorios y se insista sobre el papel central de los conflictos en la preservación de la libertad. Estas 159 Quien mejor ha ilustrado este punto, aunque desde una tradición distinta a la comunitarista, es Habermas: «...conforme a la concepción ‘liberal’, el proceso democrático cumple la tarea de programar el Estado en interés de la sociedad, entendiéndose por Estado el aparato de la administración pública y por sociedad el sistema del tráfico de las personas privadas y de su trabajo social, estructurado en términos de economía de mercado. La política (en el sentido de la voluntad política de los ciudadanos) tiene aquí la función de agavillar y hacer valer los intereses sociales privados frente a un aparato estatal que está especializado en el empleo administrativo de poder político para fines colectivos. Pero conforme a la concepción republicana, la política no se agota en tal función; antes es ingrediente esencial del proceso de ‘asociación’ considerado en conjunto. La ‘política’ se entiende como forma de reflexión de un contexto de vida ético, como el medio en que las comunidades solidarias más o menos cuasi naturales se percatan de su mutua dependencia y, como ciudadanos, desarrollan y configuran con voluntad y conciencia las relaciones de reconocimiento recíproco, con las que se encuentran, convirtiéndolas en la asociación de miembros iguales y libres en que consiste la comunidad» [HABERMAS, JÜRGEN: Factibilidad y validez. Sobre el derecho y el estado de derecho en términos de la teoría del discurso, traducción J. Jiménez, editorial Trotta, Madrid, 1998, p.342. 160 Para Sandel, por ejemplo, a diferencia de la filosofía pública contenida en la teoría política republicana —que tuvo un largo desarrollo desde la independencia hasta la década de los cuarenta del siglo pasado—, el liberalismo es apenas un recién llegado en la historia norteamericana. La idea central de esta concepción republicana, es que la libertad depende de la participación de los ciudadanos en el autogobierno. Ver SANDEL, MICHAEL: Democracy´s discontent. ob. cit., parte I, capítulo primero. 161 Para la explicación del republicanismo, sigo la presentanción de MOUFFE, CHANTAL: El retorno de lo político, ob. cit., pp. 59 y ss.

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disímiles interpretaciones, han sido recogidas por el propio Rawls, que ha preferido distinguir, respectivamente: el «humanismo cívico» del «republicanismo clásico». El primero, inspirado en Aristóteles: «[se] presenta como la doctrina según la cual el hombre es un animal social, incluso un animal político, cuya naturaleza esencial se realiza del modo más pleno en una sociedad democrática en cuya vida política se dé una amplia y vigorosa participación» 162 . En cambio, el republicanismo clásico —para Rawls— propone un fuerte acento en las «virtudes políticas» ya que: «la salud de las libertades democráticas exige la activa participación de ciudadanos políticamente virtuosos, sin cuyo concurso no podría mantenerse un régimen constitucional [...] el republicanismo clásico no parte de ninguna doctrina religiosa, filosófica o moral comprenhensiva. No hay nada en el republicanismo clásico, según esta caracterización que sea incompatible con el liberalismo político tal como yo lo he descrito»163 . La «conciencia cívica», entendida según esta segunda interpretación, no implica que necesariamente deba haber un consenso único, y el ideal republicano no requiere la supresión de la diversidad en favor de la unidad. Con todo, y a diferencia del liberalismo, una concepción republicana no puede entender la libertad sólo como la defensa de los derechos individuales en contra del Estado. Desde Benjamín Constant, se admite generalmente que la «libertad de los modernos» (goce de la independencia privada) estaría contrapuesta a la «libertad de los antiguos» (participación activa en el poder colectivo), ya que esta última conduciría a someter el individuo a la comunidad164 . Berlin, en uno de sus más célebres artículos165 , distingue: la concepción «negativa» de la libertad, entendida simplemente como ausencia de coerción, que exige —al modo de un «cerco protector»— que una porción de la existencia humana permanezca independiente de la esfera del control social; y la concepción «positiva» de la libertad, la cual proviene del deseo 162

RAWLS, JOHN: Liberalismo político, ob. cit., p. 240.

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Ibídem.

164 CONSTANT, BENJAMÍN: «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», en Escritos políticos, traducción de M. Sánchez, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, (pp. 257-285). 165 BERLIN, ISAIAH: Cuatro ensayos sobre la libertad, traducción de B. Urrutia (para «Las ideas políticas»), J. Bayón (para «La inevitabilidad histórica» y «Dos conceptos de libertad») y N. Rodríguez (para «John Stuart Mill y los fines de la vida»), colección Alianza Universidad, número 523, editorial Alianza, Madrid, 1993.

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del individuo de ser su propio amo e implica la idea de realización y logro de la verdadera naturaleza humana. Para Berlin, esta segunda concepción es potencialmente totalitaria, pues requiere la postulación de la existencia de una noción objetiva del bienestar para el hombre y, por lo tanto, la libertad no puede ser asegurada más que en una comunidad que se autogobierna; concepción que sería adversaria de la modernidad. Uno de los más importantes intelectuales contemporáneos que ha renegado de esta conclusión es Quentin Skinner166 ; quien, a diferencia de Berlin y la mayoría de los liberales, considera que en la tradición del republicanismo cívico se encuentra una concepción de la libertad que es a la vez negativa (puesto que no implica una objetiva noción de la moral) y, adicionalmente incluye los ideales de participación política y de virtud cívica. A la «libertad de los modernos» de Constant y la «libertad negativa» de Berlin, los republicanos defenderán la «libertad como no dominación». Este ideal, que supone la libertad frente a la dominación arbitraria, es posible encontrarla (por nombrar a algunos): en Locke, a propósito de la esclavitud167 ; en Montesquieu, cuando afirma que la libertad consiste en «poder

166 Ayudado por los estudios de Pocock —que indica cómo en los orígenes del pensamiento político moderno se encuentran dos estilos de lenguaje político— Skinner intentó demostrar cómo la lucha por la independencia de las repúblicas italianas había sido llevada a cabo simultáneamente en el lenguaje republicano y en el del derecho. Por una parte, existía el lenguaje de la virtud, que es el del republicanismo clásico, y por otra, el lenguaje del derecho que expresa el paradigma del derecho natural. El término libertad estaba presente en ambos, pero con un sentido diferente. En el lenguaje del derecho, libertad tiene el sentido de imperium, por lo que la libertad del ciudadano consiste en dedicarse a sus propios asuntos bajo la protección de la ley. Por el contrario, en el lenguaje republicano se insiste en la libertad como participación en el gobierno del Estado, ligada a una concepción del hombre como animal político que sólo realiza su naturaleza a través de sus actividades en el dominio público. Según Skinner, el lenguaje del derecho natural suplantaría al de la virtud, pero al lado de la historia del liberalismo, centradas sobre la ley y el derecho habrá, durante todo el comienzo del período moderno, una historia del humanismo republicano donde la personalidad será concebida en términos de virtud. Solamente con Hobbes se impone el modo de razonamiento político individualista para el cual la libertad se limita a la defensa de los derechos individuales [Sobre este tema, ver SKINNER, QUENTIN: Los fundamentos del pensamiento político moderno. El Renacimiento, traducción de J. Utrilla, colección Obras de Filosofía y Derecho, Fondo de Cultura económica, México, 1993]. Pettit suscribe una tesis similar, aunque asocia el triunfo del lenguaje del derecho a la importancia y difusión de las ideas de Bentham [PETTIT, PHILIP: Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, traducción de T. Doménech, colección Estado y Sociedad, editorial Paidós, Barcelona, 1997, p. 67. 167 LOCKE, JOHN: Segundo tratado sobre el gobierno civil, traducción de C. Mellizo, editorial Alianza, Madrid, 1990, p. 52.

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hacer lo que las leyes permiten»168 ; o en Madison, cuando se refiere a que el «principio esencial del gobierno libre»169 es el gobierno de las mayorías. De esta forma, el ideal republicano de libertad supone todo rechazo a cualquier clase de dominación arbitraria. El objetivo de Skinner, como lo muestra uno de sus muchos trabajos170 , es recuperar esta concepción republicana, ya que nos proporciona una concepción de la libertad que, a diferencia de la liberal, da cuenta del problema que plantea hoy la relación entre la libertad individual, la libertad política y la comunidad de ciudadanos171 . De este modo, podríamos decir, el republicanismo contemporáneo se sostiene en dos grandes afirmaciones o tesis. La primera, su rechazo a la dominación, reivindicando una idea de libertad que sólo puede ser sostenida por la virtud de los ciudadanos; virtud, a su turno, que requiere ciertas precondiciones de la vida política y económica. La segunda, que estas precondiciones consisten en que las instituciones políticas y económicas deben quedar bajo el pleno control de la ciudadanía y deben orientarse y favorecer los ideales que la propia comunidad (como colectivo) haya asumido172 .

168 MONTESQUIEU: Del espíritu de las leyes, traducción de M. Blázquez y P. De Vega, editorial Tecnos, cuarta edición, Madrid, 1998, p. 106. 169 HAMILTON, A., MADISON, J., y JAY, J.: El federalista, traducción de G. Velasco, Fondo de Cultura Económica, México, 1943, p. 250. 170 SKINNER, QUENTIN: «La idea de libertad negativa: perspectivas filosóficas e históricas», en RORTY, R., SCHEENWIND, J. y SKINNER, Q. (compiladores): La filosofía de la historia, traducción de E. Sinnot, colección Paidós Básica, número 49, editorial Paidós, Barcelona, 1990, (pp. 227-260). 171 Para un buen resumen respeto de lo que hoy puede entenderse por republicanismo, ver SKINNER, QUENTIN: «Acerca de la Justicia, el bien común y la prioridad de la libertad», traducción de S. Mazzuca, en La Política, 1, editorial Paidós, Barcelona, 1996, (pp. 81-92). Un interesante artículo sobre la libertad republicana puede consultarse en BARRANCO, MARÍA DEL CARMEN: «Notas sobre la libertad republicana y los derechos fundamentales como límites al poder» en Derechos y Libertades, Revista del Instituto Bartolomé de las Casas, 9, (pp. 65-91). 172 Sobre la cuestión central que he venido advirtiendo, a saber, que uno de los problemas más sustantivos de toda sociedad moderna consiste en responder a la pregunta de cómo debemos diseñar instituciones básicas donde se cobijan diferentes concepciones del bien y la virtud; la respuesta del republicanismo diferirá a la dada por el liberalismo y el comunitarismo. Mientras los liberales kantianos distinguen los ideales de excelencia humana del diseño de instituciones básicas, es decir, que la respuesta acerca de los bueno (excelencia humana) es distinta de la respuesta de lo que es justo (virtud de las instituciones) y que los comunitaristas sostienen que los seres humanos estamos destinados a fines que no

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Los republicanos, a diferencia de los liberales, intentarán atenuar la separación entre lo público y lo privado, ya que el bienestar común sólo puede lograrse con ciudadanos personalmente comprometidos con el bien común del colectivo173 . Esto resulta gravitante para examinar una segunda diferencia en torno a la forma de entender los derechos individuales en una sociedad. Para los republicanos, a diferencia de los liberales, no existe la posibilidad de que el interés de un individuo pueda prevalecer (siempre) a los intereses de la comunidad, o dicho de otra forma, ningún ciudadano puede invocar su interés particular para «bloquear» decisiones que vayan en interés de la mayoría. Lo anterior, también redunda en la necesidad, para los republicanos a diferencia de los liberales, de no sólo reivindicar los derechos sino también los deberes ciudadanos, el primero de ellos: la participación activa en la vida política de la comunidad. Pero también, y a contrario de lo que generalmente se sostiene, existen importantes diferencias entre republicanos y comunitaristas (al menos, en sus versiones más radicales). Una de las principales se refiere a la forma de valorar e interpretar la historia y la tradición. Mientras que para los comunitaristas el pasado constituye una fuente de refugio y conocimiento de los modelos de virtud, los republicanos intentarán romper con las ataduras del pasado, apelando a la «comunidad viviente y presente», a través del diálogo y la participación pública. De esto modo, el republicanismo a diferencia del comunitarismo, no adscribe a priori a una concepción moral robusta, sino a ciertas virtudes públicas que garanticen que, cualquiera sea la concepción moral propia de los ciudadanos, se preserve un compromiso con lo público y con el bien común de los demás.

necesariamente han sido dados por nosotros mismos y, por lo tanto, la relación entre lo justo y lo bueno debe ser trazada a favor de esta última; los republicanos darán una respuesta intermedia. En efecto, en primer lugar, el diseño de las instituciones básicas debe garantizar la independencia de los ciudadanos y su no dominación; pero al mismo tiempo, y en segundo lugar, las instituciones básicas deben alentar la discusión pública hacia el bien común (vgr. Thomas Jefferson, en su propuesta de una «república agraria» como método para obtener buenos ciudadanos y sus constantes críticas al desarrollo industrial como fuente de egoísmo y corrupción moral. 173 «La política republicana considera la formación del carácter moral como un asunto público y no meramente privado» [SANDEL, MICHAEL: Democracy´s discontent, ob. cit., 1996, p. 25].

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A modo de conclusiones

«La razón triunfadora, ¿no experimentó aquel destino que suele acompañar a las fuerzas vencedoras de las naciones bárbaras, frente a la debilidad subyugada de las naciones cultas: mantener la supremacía externa, pero verse sometida en espíritu a los vencidos?» G.W.F. HEGEL, Creer y saber

Como adelanté al principio de este trabajo, el punto central de la disputa liberal comunitarista gira en torno a si existe la posibilidad (o no) de diseñar instituciones básicas con prescindencia de algún ideal de excelencia humana. Dicho de otra forma, si es posible (o no) defender la compulsión racional y heterónoma en punto a cuestiones públicas y la autonomía en relación a la esfera privada. La respuesta a dicha pregunta, como espero haber demostrado, esta íntimamente ligada a una cuestión previa: la concepción de persona. A mi modo de ver, el comunitarismo dispone de fuertes argumentos teóricos y prácticos para sostener que el desarrollo de los seres humanos sólo puede verificarse al interior de una cultura, la que —a su turno— constituye una marco de referencia ineludible para el objetivo de alcanzar la vida buena. Sin embargo, es el liberalismo, frente a cierto silencio comunitarista, el que ha provisto de procedimientos y principios que sirvan para garantizar la autonomía y la libertad bajo las actuales condiciones del pluralismo de valores. Dicho de otra forma, la tesis de la prioridad de la justicia por sobre ciertos modelos de virtud, pone en evidencia los límites de la concepción liberal pero, al mismo tiempo, muestra la ambigüedad de la crítica comunitaria y sus peligros. En definitiva, es inevitable que frente a una afirmación como ésta,

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uno se sienta motivado a declarar un empate o, como más elegantemente lo expresa Thiebaut, a procurar que nuestro esfuerzo deba encaminarse a reconocer «una doble verdad, la del liberalismo y la del comunitarismo»1 . En lo que sigue, e inspirado por esta idea, intentaré resumir las principales cuestiones que he planteado en este trabajo, haciendo énfasis en aquellos puntos de encuentro que, según mi opinión, es posible advertir en ambas (y otras) posiciones. (i) Desde el punto de vista teórico, la principal objeción comunitarista se refiere a que no se puede definir ni dar prioridad al derecho antes que la virtud2 , pues sólo a través de nuestra participación en una comunidad —que define el bien— podemos tener un sentido del derecho y una concepción de la justicia. De este argumento, sin embargo, no se sigue necesariamente, como cree Sandel, la superioridad de una política del bien común sobre una política de defensa de los derechos3 ; ni mucho menos, como insinuó MacIntyre4 , un rechazo a la defensa de los derechos individuales y volver a una política basada en un orden moral común. Una conclusión semejante, descansa en una ambigüedad fundamental respecto de la noción de bien común. El responsable de esta ambigüedad, dicho sea de paso, es el propio Rawls quien, sólo casi quince años después de haber publicado A theory of justice, reconoció

1

THIEBAUT, CARLOS: Los límites de la comunidad, ob. cit., p. 15.

2 Para un liberal de corte kantiano —como Rawls por ejemplo— la prioridad del derecho sobre el bien significa no sólo que no se pueden sacrificar los derechos individuales en nombre del bienestar general, sino también que los principios de la justicia no pueden ser derivados de una concepción particular de lo que es bueno en la vida [SANDEL, MICHAEL: Liberalism and the limits of justice, ob. cit., p. 156]. 3 SANDEL, MICHAEL: «Morality and the liberal ideal», en The New Republic, 7 de mayo, 1984, p. 16, (pp. 15-17). 4 «No existe ninguna expresión en ninguna lengua antigua o medieval que pueda traducir correctamente nuestra expresión ‘derechos’ hasta cerca del final de la Edad Media: el concepto no encuentra expresión en el hebreo, el griego, el latín o el árabe, clásicos o medievales, antes del 1400 aproximadamente, como tampoco en inglés antiguo, ni en el japonés hasta mediados del siglo XIX por lo menos. Naturalmente de esto no se sigue que no haya derechos humanos o naturales; sólo que hubo una época en que nadie sabía que los hubiera. Y como poco, ello plantea algunas preguntas. Pero no necesitamos entretenernos en responder a ellas, porque la verdad es sencilla: no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicornios» [MACINTYRE, ALASDAIR: Tras la virtud, ob. cit. p. 95].

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que su concepción de la justicia era política y no moral5 . Hecha esta precisión, las incoherencias epistemológicas de Rawls (que Sandel advierte) ya no son tales, ya que este último no hace la evidente distinción —como ha insistido Chantall Mouffe— entre «bien común moral» y «bien común político». Del hecho de que la argumentación original de Rawls haya sido inadecuada, no implica que su objetivo deba ser rechazado. Uno de los logros de la modernidad, fue haber escindido el «bien del hombre» y el «bien de la ciudad». Sin embargo, la desaparición de la idea de una única concepción de la virtud, no significa necesariamente rechazar la existencia de un «bien político», es decir, lo que define a una asociación política en cuanto tal. Según esto, es perfectamente posible (digamos para el Estado, por ejemplo) mantener una actitud neutral en materias morales individuales y, al mismo tiempo, ser decididamente parcial en lo referido a los objetivos políticos de una sociedad, o dicho de otra forma, cobijar y respetar todos los modelos de vida buena siempre y cuando no atenten contra el bien común político. Sólo dentro de esta concepción es que se puede, coherentemente, defender cierta prioridad de la justicia por sobre la(s) virtud(es). En consecuencia, y a diferencia de lo que estimo plantea parte importante del comunitarismo más radical (MacIntyre y Sandel), es compatible un único «bien común político» (necesario para toda forma de organización social) con muchos «bienes comunes morales» (requisito indispensable de toda democracia liberal)6 . (ii) Desde el punto de vista práctico, por otra parte, el comunitarismo ha demostrado los efectos desintegradores que tienen los mecanismos y las leyes del mercado —en particular lo que se ha venido a denominar globalización económica7 — sobre la vida de los

5

RAWLS, JOHN: «La Justicia como equidad: política, no metafísica», ob. cit., pp. 23 y 24, nota 2.

6 De esta forma, para Rawls —al menos para el Rawls de Political liberalism— los miembros de una comunidad: «comparten un mismo objetivo político básico, un objetivo que goza de primacía suprema, a saber: el objetivo de prestar apoyo a instituciones justas y de ser consiguientemente justos unos con otros, por no mencionar muchos otros objetivos que deben igualmente compartir y realizar a través de sus estructuras políticas» [RAWLS, JOHN: Liberalismo político, ob. cit., p. 236. Las cursivas son mías]. 7 «La ‘nueva trinidad’ formada por el libre comercio, la desregulación y la eficiencia de los mercados financieros aspira a un dominio no menos universalista que la antigua razón ilustrada» [BENEYTO, JOSÉ M.: «Contra la globalización», en Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, 50, 1997, p. 69, (pp. 63-71)].

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ciudadanos y sus comunidades culturales8 . Este esfuerzo de demostración empírica, que identifica la destrucción de los lazos comunitarios, y ha sido reconocido por muchos intelectuales de incuestionable adhesión liberal9 , ha sido emprendido por autores como Bellah10 o Walzer. Este último, por ejemplo, ha denunciado los trastornos que se producen en la vida de las personas, por las nuevas formas de movilidad social, geográfica, política o matrimonial. Desde la perspectiva de Walzer, y con la ironía que usualmente acostumbra, la constatación de estos hechos mostraría que el «yo desarraigado» del liberalismo, desde un punto de vista empírico, no es tanto un yo «pre-social» cuanto un «yo post-social»11 . (iii) Sin embargo, puede concluirse con la misma convicción, según lo que también ha demostrado este trabajo, que el comunitarismo no está capacitado para ofrecer una alternativa conceptual en sentido constructivo. La debilidad del planteamiento antiliberal, amén de la simplificación del universo moral que se trata de dar cuenta, es que no pudiendo echar mano a categorías transcomunitarias para explicar sus condiciones constitutivas —cuestión vedada por el paradigma contextualista—, termina por juzgar la legitimidad social de una comunidad recurriendo a los propios cánones del objeto evaluado. La circularidad de este tipo de argumentaciones, que equivalen a una petición de principio, no resultan convincentes para la fi8 «La fuerza destructiva de los procesos sistémicos del capitalismo, que en otros tiempos (y aun en los actuales) se imponía contra la independencia de las demás culturas, desintegra formas comunitarias de organización, sin que ello pueda considerarse seriamente como resultado de la libre decisión de los individuos» [GIUSTI, MIGUEL: «Paradojas recurrentes de la argumentación comunitarista», ob. cit., p. 124]. 9 Del mismo modo, «en una situación en la que se desalienta todo moralismo [...] en aras de la tolerancia, en un clima intelectual que debilita la posibilidad de creer en una sola doctrina debido al compromiso supremo de abrirse a todas las creencias y ‘sistemas de valores del mundo’, no ha de sorprender que haya declinado en América la fuerza de vida comunitaria. Esta decadencia ha ocurrido no a pesar de los principios liberales, sino a causa de ellos» [FUKUYAMA, FRANCIS: El fin de la historia y en último hombre, ob. cit., p. 433]. «La pérdida de confianza y del capital social en Norteamérica a partir de mediados de este siglo puede medirse en varias formas. Los litigios civiles y el crimen violento han aumentado en forma constante en cada década en formas que tanto reflejan como contribuyen a la disminución de la confianza que los norteamericanos sentían entre sí» [FUKUYAMA, FRANCIS: «¿Es la asociación el corazón del progreso?» en El Tiempo, Lecturas Dominicales, 27 de Agosto de 1995]. 10 Ver, por ejemplo, los estudios empíricos y sociológicos en BELLAH, ROBERT: Hábitos del corazón, traducción de G. Gutiérrez, colección Alianza Universidad, número 608, editorial Alianza, Madrid, 1989. 11

WALZER, MICHAEL: «The communitarian critique of liberalism», ob. cit., p. 21.

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losofía moral y política; ya que sólo en los cuentos y relatos de ficción, uno puede —al modo del Barón Munchhauser— tomarse de los propios cabellos para salir del charco y así salvarse de morir ahogado. De esta forma, el comunitarismo, como lo afirma Walzer, sólo puede aspirar a constituirse en la corrección o denuncia de algunas de las deficiencias detectadas en el campo moral, social y político como consecuencia del predominio de la tradición universalista en su versión occidental: el llamado liberalismo procedimental. Lo que resulta evidente, es que la oportuna crítica al liberalismo debe enmarcarse en los logros de la modernidad y de las conquistas de la revolución democrática. Aun teniendo mucho que enseñarnos, la concepción clásica ya no es practicable: el emerger del individuo, la separación de la Iglesia y el Estado, el principio de tolerancia religiosa y el desarrollo de la sociedad civil, han llevado a distinguir el territorio de la moral del de la política12 . La corrección comunitarista no consiste, pues, en rechazar el protagonismo del sujeto en el uso constante de su «brújula moral» (si bien el margen de libertad no es el mismo en los diversos tipos de comunitarismo), sino en percatarnos de que el éxito en el uso de esa brújula depende inevitablemente de una «cartografía moral» previamente elaborada por una comunidad moral concreta y aprendida en esta comunidad. Nuestra vida —afirma Eusebio Fernández— transcurre dentro de tradiciones culturales que sirven para orientarla, «¡Poco atractivo aporta un marco existencial condenado a un anonimato parecido al de las salas y pasillos de un aeropuerto internacional!»13 .

12 Si bien el liberalismo político de la modernidad ilustrada ha fracasado en muchos aspectos y ha incurrido en numerosas contradicciones, «...esto no quiere decir que haya que volver a paradigmas sociales premodernos —porque la historia no tiene vuelta atrás— para superar dicho fracaso y resolver sus contradicciones, sino, en todo caso, buscar paradigmas renovados —‘postmodernos’—, que ayuden a paliar las deficiencias y las facetas negativas — salvaguardando las positivas— del liberalismo político...» [FARIÑAS, MARÍA JOSÉ: Los derechos humanos: desde la perspectiva sociológico-jurídica a la «actitud postmoderna», ob. cit., pp. 40 y 41]. 13 «Una Europa, y aún más la sociedad de naciones, formada por hombres y mujeres desarraigados es un peligro que puede y debe evitarse. La idea de pertenencia a una comunidad política, abarcable y diferenciada, con la que nos sentimos identificados y comprometidos, aunque sea de forma parcial y relativa, es un elemento muy importante de cohesión social y de estímulo individual» [Tanto la cita principal como la del pié de página, en FERNÁNDEZ G., EUSEBIO: Dignidad humana y ciudadanía cosmopolita, Cuadernos «Bartolomé de las Casas», número 21, Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, Universidad Carlos III de Madrid, editorial Dykinson, 2001, pp. 52].

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(iv) Frente a esta disputa, el republicanismo ha querido alejarse de los caminos de la moral teleológica y ontológica, ya que ambas separarían las cuestiones relativas a la vida buena y a los principios de justicia, concentrándose, exclusiva y respectivamente, en cada una de ellas. Al mismo tiempo, intentarían hacer la síntesis al insistir en la necesidad de revalorizar el debate público racional (al modo liberal) pero circunscrito a condiciones reales y particulares de sus partícipes, tradiciones y culturas (al modo comunitarista). Confieso que no tengo claro —como suele sucederle a muchos, con los nuevos desarrollos filosóficos o las (re)interpretaciones de ciertas concepciones del pasado— la vinculación que pueda existir entre el republicanismo clásico (que Rawls afirma compatible con el liberalismo de sus últimas obras) y el republicanismo cívico (que Skinner, y otros autores, han hecho popular en la última década). Tampoco me atrevería a afirmar que frente a las contemporáneas versiones de este último, estemos en presencia de una corriente filosófico moral que, como sí lo hacen el liberalismo y el comunitarismo, trasunte una especial y distintiva concepción del ser humano y de sus respectivas formas de organización social. Lo que sí resulta evidente es que las coincidencias, al menos las conceptuales, llaman a cierta perplejidad, habida cuenta de las pasiones que en sus inicios suscitó este debate. No sólo Dworkin ha defendido un republicanismo que le permite conjugar libertad, igualdad y comunidad — llegando a afirmar que «la comunidad política tiene esa primacía ética sobre nuestras vidas individuales14 —, sino que el mismo Rawls —siguiendo la metáfora de Humboldt, de una orquesta de expertos que han visto centrada su vocación musical en un único instrumento, pero que pueden, por medio de su trabajo en común, disfrutar de las potencialidades no realizadas por sí mismos, pero sí en otros— concluye con la idea de que «el individuo únicamente puede ser completo en las actividades de la unión social»15 .

14

DWORKIN, RONALD: Sovereign virtue, ob. cit., p. 236.

15 RAWLS, JOHN: Liberalismo político, ob. cit., p. 358. Y como si no hubiera quedado suficientemente claro, Rawls insiste en que: «no podremos entender la riqueza y la diversidad de la cultura pública de la sociedad como el resultado de los esfuerzos cooperativos de todos con vista al bien común; ni podemos apreciar esa cultura como algo en lo que podemos contribuir y en lo que podemos participar. Pues esa cultura pública es siempre obra de otros; y, por consiguiente, para apoyar esas actitudes de consideración y aprecio, los ciudadanos deben afirmar una noción de reciprocidad adecuada a su concepción de sí mismos y ser capaces de reconocer su propósito público compartido y su mutua felicidad» [ídem, pp. 359 y 360].

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Quizás a esto se refería Gargarella cuando caracterizó al republicanismo como el «lugar de reposo» entre las doctrinas liberales y comunitaristas16 . (v) La fenomenología nos enseña que el sujeto moral sólo se constituye en contextos determinados en el mundo de la vida. Esta constitución se verifica en la constante contradicción entre contexto y subjetividad, la misma que se expresa en la discusión —de comunitaristas y liberales— entre un ethos de la cultura, que por la fuerza hermenéutica de las tradiciones determinará la conducta de los seres humanos, y quienes en contra de dichas tradiciones se afirman en modelos universalistas de reflexión subjetiva y en propuestas contractualistas. Más que una contradicción, tiendo a pensar —como alguna vez lo expresó Simmel17 — que ambas son facetas o dimensiones inherentes a la condición humana. Lo que sucede, es que cuando una se destaca en desmedro de la otra, o se inclina la balanza haciéndonos perder esta doble pers16 GARGARELLA, ROBERTO: Las teorías de la justicia después de Rawls, ob. cit., p. 160. Algo menos alentador, aunque quizás más realista, se advierte en Walzer cuando confiesa que tanto los filósofos como los teóricos políticos compiten por la misma audiencia, por lo que el resultado de esta sensación de convergencia puede explicarse debido a la «presión para lograr que los razonamientos de uno obtengan un máximo de aceptación dentro del público democrático»; y por lo mismo, en la necesidad de que los participantes en el debate «reconocieran la solidez de sus respectivas posiciones y a que todos se desplazasen, por lo menos en cuanto a la imagen proyectada, hacia algún tipo de posición intermedia» [WALZER, MICHAEL: «Entrevista con Michael Walzer», ob. cit., pp. 4 y 5 respectivamente]. Muchas veces Dworkin reparó en el hecho de que, en punto a definición de políticas públicas, no había muchas diferencias entre los liberales progresistas y gran parte de los comunitaristas. En el mismo sentido, Sandel constató que «el movimiento para los derechos civiles de los años 60 puede ser justificado por parte de los liberales en nombre de la dignidad humana y del respeto debido a las personas, y por los comunitaristas a partir del reconocimiento de una plena participación de ciudadanos amigos, injustamente excluidos de la vida común de la nación. Y mientras los liberales pueden justificar la educación pública sobre la esperanza de que se transformen en individuos autónomos, capaces de elegir sus fines y de llevarlos a cabo de hecho, los comunitaristas pueden respaldar la educación pública a partir de la esperanza de que los estudiantes se transformen, gracias a la educación, en buenos ciudadanos, capaces de contribuir significativamente a las deliberaciones y ocupaciones públicas» [SANDEL, MICHAEL: Liberalism and its critics, ob. cit., p. 6]. 17 Toda relación recíproca de individuos permite tanto la auto comprensión de cada uno de ellos como parte de una comunidad, como su representación de alguien situado en cierta medida fuera de ella. Simmel arriba a la paradoja de que «la condición de posibilidad de la forma de vida social es que la vida humana no es completamente social [...] cada elemento de un grupo no es sólo una parte de la sociedad, sino además algo fuera de ella» [SIMMEL, GEORG: Sociología. Estudios sobre formas de socialización, traducción de J. Pérez Bances, editorial Alianza, Madrid, 1986, pp. 48 y 47 respectivamente].

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pectiva de la condición humana, nos enfrentamos a las consecuencias negativas que tanto liberales como comunitaristas han denunciado. A esto precisamente quise referirme en la introducción de este trabajo cuando hice mención a la Fábula de la abejas y a las dos alternativas que tradicionalmente ha provisto la filosofía política al problema que vengo analizando; por lo que los dos bordes del arco iris —para seguir con la metáfora inicial— representan la radicalización de estos dos puntos de vista. Es evidente, como espero haya quedado de manifiesto en el texto, que el liberalismo es la tradición política y filosófica que mejor encarna la idea de derechos18 . No sólo eso, representa también un proyecto de emancipación y liberación del hombre al que, aunque quisiéramos, no podríamos dar marcha atrás. Pero del mismo modo, no es menos cierto que también la reivindicación obsesiva de un espacio autónomo y blindado para el ejercicio de la libertad es el resultado de un síntoma de la modernidad: la soledad, el miedo y el desarraigo de quien se siente abandonado en un mundo hostil en el que no logra reconocerse. La excesiva insistencia por la justicia universal e imparcialidad de las instituciones, puede terminar destruyendo los valores y virtudes de una comunidad determinada, despojando a los seres humanos de sus rasgos identitarios y culturales. Así por ejemplo, el recurrente uso del lenguaje de los derechos al interior de una pareja ¿no es acaso síntoma evidente del deterioro del amor?. Del mismo modo, si después de disfrutar de una excelente comida en casa de un buen amigo insistiéramos en forma reiterada —conforme a lo que es justo— por pagar la parte de la comida que disfrutamos, ¿nos extrañaría que nuestro amigo se molestara y sintiera que la amistad se ha perdido?. Inevitablemente, cuando destacamos solamente un aspecto de la condición humana —como cuando concebimos al ser humano como una persona abstracta, como una mera persona jurídica o moral, desprovista de condicionamientos concretos, desconociendo sus potencialidades y necesidades— terminamos por olvidar el sentido y objetivo de los propios derechos. Como tantas veces lo ha dicho Putman, la tradición carente de razón es una

18 «El liberalismo es la concepción filosófica más adecuada como teoría de los derechos [...] Si todos los derechos humanos fundamentales son derechos que posibilitan, reconocen y garantizan el ejercicio de la libertad humana, entonces, por razones tanto históricas como lógicas, la fundamentación liberal de los derechos es la más apropiada» [FERNÁNDEZ G., EUSEBIO: Obediencia al derecho, editorial Civitas, Madrid, 1994, p. 188].

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tradición ciega, pero la razón sin tradición es una razón vacía19 . ¿Es posible reconciliar estas dos tradiciones?. ¿Existen alternativas para desarrollar la estrategia de la continuidad que Dworkin reclama o descubrir los paradigmas post-modernos a los que habitualmente la filosofía política hace referencia, en definitiva, apostar por una nueva utopía?. A mi modo de ver la respuesta es afirmativa y consiste (aunque no exclusivamente) en asumir decididamente el conjunto de libertades y derechos que heredamos de la modernidad, pero al mismo tiempo, y sin complejos20 , hacer una fuerte crítica al liberalismo en el sentido de que la única manera de tomarnos los derechos en serio es haciendo hincapié en más vida pública y participación democrática21 . No se trata, por tanto, de insistir en el fracaso del proyecto ilustrado como una forma de plantear viejos modelos clásicos de una sociedad histórica o ideal, sino por el contrario, de hacer una reflexión filosófica —desde la tradición liberal y democrática— que consista en descubrir un nuevo paradigma de la libertad y de una organización social que sea capaz, al mismo tiempo, de integrar la ineludible dimensión social del ser humano con su autonomía moral. Si yo conservo en mí un resto de utopía —por parafrasear a Habermas— es a la idea de que la democracia, y la discusión pública sobre

19 «Algo de lo que hemos aprendido de la propia cultura de la indagación moral es que las creencias morales heredadas pueden ser criticadas, y este descubrimiento es, verdaderamente el más valioso de los legados de la Ilustración. Pero sin estilos de vida heredados la crítica no puede ejercer su función, de la misma manera que sin la razón crítica no podemos distinguir entre lo que se debería conservar» [PUTMAN, HILARY: ¿Debemos escoger entre el patriotismo y la razón universal?», ob. cit., p. 118]. 20 «Asistimos recientemente a la reiteración del argumento que señala que cualquier crítica al modelo liberal suscribe modelos sociales totalitarios felizmente periclitados. El colapso definitivo del socialismo real ha hecho que en Europa sea especialmente actual el acento sobre el carácter totalitario de las críticas al liberalismo y se corre el riesgo de que los fracasos mencionados sean el único argumento para la preeminencia del modelo liberal de sociedades democráticas» [THIEBAUT, CARLOS: Los límites de la comunidad, ob. cit., p. 147]. 21 Contra una opinión generalizada, el hecho del pluralismo razonable –el hecho de que exista una pluralidad divergente de perspectivas de valor, todas ellas razonables– no desemboca en una concepción procedimental de la democracia. Por el contrario, como afirma Cohen, es posible pensar la diversidad, promoviendo una concepción sustantiva de democracia, que de cabida a los principios de inclusión deliberativa, del bien común y de participación. Ver COHEN, JOSHUA: «Procedimiento y sustancia en la democracia deliberativa, traducción de A. Echegollen, en Metapolítica, 4: 14, 2000, (pp. 24-47).

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sus mejores formas, puede romper el nudo gordiano de los en apariencia insolubles problemas. Yo no digo que lo logremos. Ni siquiera sabemos si es posible hacerlo. Pero puesto que no lo sabemos debemos por lo menos intentarlo. Una vez escuché decir que los críticos al actual modelo liberal, aunque sólo fuese para corregir las «aparentes» deficiencias del mismo, son como relojes que se han quedado parados en el tiempo. Puede ser, pero como todo reloj, incluso los que están detenidos, al menos dos veces al día dan la hora exacta: y esta es la hora. ¿Liberales?, ¿liberales comunitaristas?, ¿republicanos tal vez?. Sea como sea, me asiste la convicción de que, con estos u otros nombres, seguiremos siendo testigos de una discusión que, al igual que antaño, se sucederá periódicamente en el futuro. Ya que al parecer, como lo expresó Savater, la filosofía está siempre dispuesta a reincidir una y otra vez sobre las mismas preguntas pero tomadas una vuelta más allá. El modesto objetivo de este trabajo, fue describir las contemporáneas formas de este debate y contribuir a la claridad conceptual en torno a las principales cuestiones en disputa.

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