Jesus Jara El Mimo y El Clown

August 20, 2019 | Author: max_a | Category: Payaso, Risa, Comedia del arte, Teatro, Humor
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EL MIMO Y EL CLOWN - Jesús Jara Antes de nada aclararé que el término clown lo utilizaré como equivalente a payaso en su concepción global y no en su acepción de personaje de cara blanca que representa la autoridad y las normas frente a su pareja, el Augusto, que representa la transgresión, y que juntos se han convertido en una de las fórmulas más populares de representaciones de payasos. El Augusto sería, en mi opinión, el verdadero payaso o clown, como argumentaré a lo largo de este artículo, tanto por su compleja personalidad como por su actitud y comportamiento. Dicho esto, comenzaré realizando una visita orientativa al diccionario para situarnos en lo que es el objeto de este escrito: los límites y las similitudes del mimo y el clown. Payaso: titiritero que hace de gracioso, con traje y ademanes ridículos. Mimo: farsante del género cómico más bajo en la antigüedad clásica; bufón hábil en gesticular y en imitar a otras personas. Bufón: truhán que se ocupa en hacer reír. Y una de las acepciones de truhán es: persona sinvergüenza que vive de engaños y estafas. Por otro lado en un diccionario de sinónimos se encuentra payaso como equivalente a mamarracho, y mamarracho es, entre otras cosas, hombre informal, no merecedor

de respeto. Así pues, ya vemos que estamos hablando de gente no muy bien considerada: “ademanes ridículos”, “género más bajo”, “mamarracho”. Gente que ha sido censurada, rechazada, ensalzada o despreciada según épocas y gustos. Gente irreverente, espíritus libres que han hecho de su arte burla del poder, las normas, la religión (durante muchos siglos de cristianismo el mimo lo tuvo muy difícil). Mimos, clowns, bufones, magos, volatineros, titiriteros, etc., componen un abigarrado conjunto de gentes que son considerados como un especie de patitos feos de las artes y de la sociedad. En el Imperio Romano el mimo tenía su sitio en los descansos o al acabar la representación de una tragedia, y su actuación servía para “ayudar a secar las lágrimas de los espectadores”, como declaraba un escoliasta de Juvenal. Y cuando consigue más popularidad entre los romanos su lugar será los ludi florales, que estaban colocados bajo el signo de arte menor. Incluso hubo, en el siglo XIII, un famoso trovador de la corte de Alfonso X de Castilla, Guiraut de Riquier, que pidió a su señor que “fijara una nomenclatura exacta para distinguir a los representantes nobles de los vulgares dentro del estamento de los comediantes, pues era totalmente injusto que los recitadores, con cuyas canciones y versos bien compuestos se deleita un público cortesano,

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se igualaran con los bufones, payasos, volatineros, prestidigitadores y domadores, que desempeñan su oficio en los mercados públicos ante todo el pueblo”. Y es que, aunque mimos y clowns han conocido épocas de gloria y respeto para algunos de ellos, la mayoría ha encontrado en la calle su lugar natural de expresión y en las gentes sencillas sus mejores y más habituales espectadores. Y llegados a este punto hay que preguntarse ¿porqué? Evidentemente, en gran medida porque quienes se dedicaban a este oficio pertenecían al pueblo y sus chanzas golpeaban, frecuentemente, a los poderosos. Pero habría también otras causas más profundas. En mi opinión, el clown y el mimo entroncan con algunas de las actividades más cotidianas y gozosas del ser humano: la risa, la gesticulación, la ternura, la imitación... ¿Quién no ha escuchado, contado algún chiste, la más popular de las formas del humor? El hombre necesita reír, para comprender, para conocer, para crecer y asimilar su realidad. ¿Y quién no ha tenido la tentación o la necesidad de imitar a alguien, de comunicar con las manos, el gesto, superando la expresión verbal, o el idioma, o los ruidos? El ser humano recorrió un largo camino hasta llegar al lenguaje hablado y escrito, y sin duda ese camino forma parte de nuestro inconsciente

colectivo, de nuestra herencia genética. Un bebé expresa y siente, gesticula y ríe mucho antes de hablar. De modo que estas actividades artísticas tienen su análogo, su origen en otras actividades cotidianas primarias y ello hace que formen parte del patrimonio cultural más cercano a la mayoría de las personas. Pasaré ahora a reflexionar sobre otro de los espacios fronterizos del mimo y el clown: la expresión por la imagen, o una “imagen vale más que mil palabras”. Comenzaré hablando de la máscara, entendida ésta no tanto como objeto sino como un dispositivo para expulsar la personalidad del que la usa fuera de su cuerpo y permitir que un espíritu tome posesión de él. La máscara como expresión precisa de los sentimientos, como material transparente que abre las emociones, las intenciones, la voluntad, la dramaturgia de la acción hacia el exterior. ¿Qué otra cosa es, sino ésto, el maquillaje, la nariz roja, el vestuario, el aspecto de un mimo, un clown, que sólo con verlos, con recibir su imagen ya imaginamos cosas de su carácter, su interior, su forma de ser?. Uno de los más claros ejemplos de simbiosis de mimo y clown, Chaplin, dice en su autobiografía: “...No tenía ninguna idea acerca del personaje. Pero en cuanto estuve vestido, la ropa y el maquillaje me hicieron sentir el tipo de persona que él era. Empecé a conocerlo, y en el momento de aparecer en el

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escenario, ya había nacido por completo...”. Y también: “...Me di cuenta que tendría que pasar el resto de mi vida haciendo descubrimientos acerca de la criatura. Cuando me miré al espejo y lo vi por primera vez, lo consideré algo fijo, completo. Sin embargo, aún no sé todo lo que hay que saber sobre él...”. Así pues, creo que mimos y clowns son seres (no personajes) que viven, sienten y reaccionan de las mil y una maneras que una persona puede hacerlo en su vida. Un personaje está acotado por toda una serie de características dadas por el autor, la dramaturgia, los otros personajes. El mimo y el clown sólo tienen como referencia aproximada a cada uno de nosotros cuando nos deslizamos hacia esa especie de otro yo. En ellos se condensan y sintetizan todos nuestros rasgos más acusados, tanto los que mostramos más fácilmente como los que ocultamos y/o reprimimos por razones personales o culturales. Es decir, desde el clown y el mimo podemos asistir a un enriquecimiento de nuestro autoconocimiento y a una ampliación y amplificación de todos nuestros registros emocionales, conductuales y vitales. De esta manera, descubrir ese otro yo interior se convierte en una apasionante aventura, divertida y liberadora a la vez. Aunque bien es cierto también que no en todas las escuelas actuales se comparte esta filosofía. Son aquellas en las que el predominio del aprendizaje

técnico provoca en los alumnos más de un sufrimiento, en mi opinión innecesario. A continuación me detendré en otros de los aspectos fundamentales de la expresión por la imagen, patrimonio de mimos y clowns: la mirada. El clown mira de frente, ojos bien abiertos, cejas arqueadas. Inocencia. Mirada clara, receptiva, abierta a recibir, sentir, conocer. Mirada que anuncia, que informa, transparencia total hasta cuando intenta ocultar. Busca compartir, complicar, implicar al que le observa, el deseo de complicidad le arrebata. Es como el niño que necesita compartir con los padres constantemente su aprendizaje, su evolución permanente: “Mira, papá, mira lo que hago. Mira, mamá, mira lo que siento. Mirad, mirad y miradme. Este soy yo, ésto me emociona, ésto he descubierto. Quiero ir allí, ¿puedo ir hacia allí?” Su mirada acompaña sus pensamientos, sus convicciones, sus dudas y de nuevo sus convicciones, en ese proceso continuo de hacer, detenerse para observar y continuar haciendo. Mirada curiosa, mirada inocente del que descubre cosas cada segundo, se asombra y engulle experiencias que nunca, a diferencia del ser humano, le retraen y le aíslan, le individualizan y le hacen antisocial. En el clown la mirada es una puerta abierta para comunicar, para expresar, nunca para ocultar. Es esa puerta so-

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cial para el intercambio, el puente de comunicación de su mundo interior y la manera de confrontar éste con el mundo de los demás, con las normas sociales. Es un diario abierto, a través del cual recibimos permanente información sobre sus intenciones, ilusiones, experiencias, decepciones, miedos, deseos. Sus sentimientos escapan por sus ojos como el humo por la chimenea, de manera natural, irrefrenable, casi involuntaria. Si un clown no nos mira, no existe. Ahora bien, todo camino tiene sendas diversas, que a veces divergen, a veces confluyen, o marchan paralelas para encontrarse más tarde. Incluso, desvíos que no llevan a ninguna parte. Así, han existido o existen mimos con mucha limpieza expresiva, pero exentos de emoción o payasos burdamente cómicos que hablan sin parar. También el mimo ha aprendido a desenvolverse más frecuentemente en el silencio, o el clown se ha visto inclinado a provocar más habitualmente la risa del espectador. Se podría decir que el mimo ha desarrollado y perfeccionado más el gesto, la forma, el lenguaje exterior, y el clown ha cultivado más el sentimiento, el fondo, el lenguaje interior. Pero al mismo tiempo, han abundado y abundan mimos claramente cómicos (actualmente Vol-Ras, Tricicle, etc.) o payasos que no hablan como todos los grandes del cine mudo y muchos de los

que han habitado las pistas de circo (Chaplin, Keaton, Joe Jackson Jr., George Karl, etc.). Incluso ha habido otros estupendos cómicos que directamente se han llamado mimo-clown, como el ruso Leonid Enguibarov. Y es que durante muchos siglos, y en numerosas culturas, mimos y clowns han sido una sola cosa, como veremos a continuación. El teatro es casi tan antiguo como el hombre. Sus raíces se encuentran en las necesidades de éste, en sus anhelos, sus miedos, sus creencias: fertilidad, caza, fuerzas naturales, dioses, cosechas, derivan hacia la ceremonia, el rito, danzas y celebraciones culturales de todo tipo. Y al tener estas celebraciones como base lo cotidiano, aparece ineludiblemente la imitación, la pantomima. Y en cuanto se afloja la severidad cultural, se produce la burla y como consecuencia de ésta, la risa. De eso, precisamente, estoy hablando, de la conjunción de mímica y carcajada. Como lo que ocurre cuando el protagonista del drama del buscador de miel en Filipinas tropieza con todo tipo de problemas. O con la parodia de los nativos de Australia “Encuentro con el hombre blanco”, en la que se pintan la cara con ocre claro, se ponen un sombrero de paja y rodean las piernas con juncos antes de vestirlas con polainas, para arrancar la risa de los espectadores. Y ese es el mismo espíritu que animaba

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a los enmascarados que en las cortes reales del Antiguo Oriente estaban encargados de la diversión y que parodiaban a los generales enemigos e incluso, en los tiempos tardíos del crepúsculo de los dioses, a los seres sobrenaturales. También en culturas islámicas, como Turquía, encontramos un tipo de teatro, el Orta oyunu, que a semejanza de la Commedia dell’arte crea una galería de personajes de diversidad racial, entre los que destaca, como favorito del público la burlona figura del clown, Kavuklu. O su pariente próximo, Karagöz, que con la misma esencia, imitación y burla, se establece y desarrolla en el teatro de sombras turco. Incluso en culturas basadas fuertemente en una profunda espiritualidad, en el culto religioso, y en las cuales la danza, la estética, la estilización y la poesía tienen un gran protagonismo; incluso en ellas, como es el caso de la India, la risa, el personaje gracioso, se abren camino. Y así encontramos al Vidûshaka, un criado glotón que siempre se ocupa de sacar de apuros a su amo con todo tipo de artimañas. Primero, incluido como un personaje más del drama clásico y más tarde desarrollando su propio género independiente, el Bhâna, pieza humorística en un acto. Y en China y Japón, donde el arte del teatro, como en la India, es el arte de la expresión del cuerpo, del movimiento codificado, de la limpieza expresiva,

(conceptos todos ellos básicos en el trabajo del mimo) el payaso existe bajo la máscara del lunar blanco en la nariz o la mariposa pintada en la mejilla. En Japón se desarrollan estilos teatrales basados en el arte del bufón. El Sarugaku y el Dengaku, cuyo origen son danzas y cortejos desenfrenados que representan el mismo tipo de diversión popular que el carnaval europeo. El Kyôgen, especie de entremés de amos y criados. En todos ellos encontramos personajes que no podríamos definir sino con una palabra que aglutinara todos los conceptos que he venido barajando: bufón, mimo, clown, acróbata, juglar, titiritero... Ellos son el hilo conductor que desde las épocas antiguas hasta la actualidad llevan este arte tan arraigado, pasando por su esplendor romano, la edad Media (mascaradas, autos de carnaval) y la Commedia dell’arte. Y aquí me detendré de nuevo. La Commedia dell’arte representa, en mi opinión, la más clara expresión de simbiosis entre el mimo y el clown. Por un lado, los personajes son verdaderos estudios de pantomima. Su composición y estructura física, la partitura de movimientos de cada uno, sus formas de caminar, de expresar miedo o alegría, todo ello conforma una medida sinfonía de limpieza y precisión corporales. Por otro lado, los criados, columna vertebral de sus tramas, son el auténtico espíritu del clown. Malva-

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dos y bondadosos, atrevidos o timoratos. Tiernos, enamoradizos. Pragmáticos, como Sancho, y soñadores, como Don Quijote, reúnen en sí mismos toda la complejidad de la personalidad del Clown, del Augusto, que como dije al principio es el payaso total, auténtica síntesis de todo lo que habita en el ser humano: grandeza y simplicidad, aventura y cautela, sentimiento y razón. Y al mismo tiempo, ese ser enfrentado, en constante contradicción, con las normas sociales, con la lógica del mundo de los demás, de la comunidad y su inercia de comportamientos. La Commedia dell’arte, con su estructura de arquetipos humanos y su desarrollo inicial, basado en la improvisación, ha sido y es el puntal sobre el que afirma el arte del gesto y el sentimiento. Y al tiempo, desde una teatralidad innegable, en la convención, en el guiño y la complicidad con el público. Así hemos llegado a nuestros días. Quizá, uno de esos momentos históricos en los que las fronteras del mimo y el clown parecen ensanchadas. Variedad de escuelas diferenciadas de uno y otro tipo, esquematismo de los profanos sobre la imagen de uno y otro (rostro blanco y mudez en el mimo, ropas coloridas y maquillaje exagerado en el clown). Un desarrollo mayor de la pantomima en escuelas oficiales, por lo que aporta en cuanto a disciplina y control corporal. O la implantación del clown en terrenos cercanos al teatro, como la

educación o el autoconocimiento. También la popularidad de gente como Marcel Marceau o Charlie Rivel, con estilos diferenciados, en las últimas décadas, han hecho aparecer mimo y clown como lenguajes distintos. Pero, al mismo tiempo, esa popularidad nos habla bien a las claras de lo profundo de los lazos que existen con el público, a pesar del gran desarrollo del teatro de texto o de autor que se ha producido en el último siglo. Así pues, concluiré diciendo que, lejos de la visión incompleta de lo más cercano, mimos, payasos titiriteros, magos, teatreros de calle de todo tipo, seguirán caminando por la senda común de la permanente alternativa al teatro “culto”. Y en muchos casos, con mayor impacto, con mejor aceptación entre el público. Y es que el único teatro que existe desde siempre, que no entiende de géneros mayor o menor, de elitista o popular, es aquel que representa una persona e interesa a otra. Cualquier otro debate sobre jerarquías en el teatro deviene estéril e innecesario.

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