Jesús de Nazaret, el Cristo liberador (Julio Lois)

March 16, 2017 | Author: Fernando Salazar Fernandez | Category: N/A
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Julio Lois

JESÚS DE NAZARET, EL CRISTO LIBERADOR

JULIO LOIS

JESÚS DE NAZARET, EL CRISTO LIBERADOR

EDICIONES HOAC

ÍNDICE Páginas INTRODUCCIÓN

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CAPITULO I

Ilustración de portada: jesús y los Apóstoles. Autor: Nicolás Martínez Ortiz.

Condiciones de posibilidad para un encuentro con Jesús, el Cristo liberador de Dios 1. Liberación y Cristo liberador 2. Las distintas imágenes de Cristo 3. La imposible neutralidad de la Cristología 4. Condiciones de posibilidad para un encuentro con el Cristo liberador 5. A modo de conclusión

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CAPITULO II

1.a edición: Septiembre 1995.

Ediciones HOAC. Alfonso XI, 4, 3.° Teléf. 532 32 01. 28014 Madrid. ISBN: 84-85121-62-7. Depósito Legal: M. 21.642-1995. Imprime: Gráficas Arias Montano, S. A. 28935 MOSTOLES (Madrid).

La fe en Cristo, raíz de la identidad cristiana 1. En búsqueda de identidad 2. Consideraciones formales acerca de la esencia del cristianismo 3. Consideraciones metodológicas previas 4. ¿Quién es Cristo para mí?

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CAPITULO III

Jesucristo liberador 1. Alcance significativo que queremos conceder al término «liberación» cuando lo predicamos de Jesucristo 2. Perspectiva trinitaria de la tarea liberadora de Jesucristo 3. Con su profunda libertad ante las instituciones y poderes más significativos de su tiempo, Jesús nos libera de los falsos dioses o ídolos opresores, que

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Páginas

se afirman en la historia a costa de la dignidad, la libertad y aun la vida de los seres humanos 4. Con su mensaje y praxis liberadora al servicio del reinado de Dios, Jesús proclama la Buena Noticia de la liberación para los pobres de la tierra y subvierte los valores en que se apoyan las estructuras injustas de la sociedad, que se oponen a la fraternidad, igualdad y solidaridad de todos los seres humanos 5. La cruz y la resurrección de Jesús confirman y matizan la significación liberadora ya estudiada de su obra salvífica. Le confieren además una nueva dimensión: Jesucristo nos libera de la caducidad y la muerte y nos abre el camino para la comunión plenificadora con el Dios de vida 6. Conclusión

60 2. 3. 4. 68

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y la violencia Introducción Noción y clases de violencia Jesús y la violencia A modo de conclusiones: los cristianos y la violencia

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Resurrección y liberación 1. La resurrección de Jesús y la esperanza escatológica de liberación definitiva e integral 2. La resurrección de Jesús y la esperanza histórica de liberación

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VIII Seguimiento de Jesús y espiritualidad del seguimiento 1. Una primera consideración general y formal del seguimiento de Jesús 2. El seguimiento, dimensión constitutiva de la existencia cristiana 3. Seguimiento e imitación 4. El seguimiento, fuente de conocimiento 5. Características que pueden especificar hoy el seguimiento de Jesús 6. Hacia una espiritualidad del seguimiento de Jesús CAPITULO

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CAPITULO VI

Recuperación histórica de la cruz. Hacia una teología de la redención con significación liberadora 1. La recuperación histórica de la cruz se produce en el seno de un movimiento de reflexión cristológica

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CAPITULO V

Jesús 1. 2. 3. 4.

más amplio, caracterizado por la nueva búsqueda del Jesús histórico Recuperación histórica de la cruz y teología de la redención Algunas consecuencias de la recuperación histórica de la cruz para la espiritualidad cristiana Con la recuperación histórica postulada, la cruz puede incorporarse al proceso de reflexión teológica con significación liberadora

CAPITULO VII

CAPITULO IV

Jesús y la opción por los pobres y marginados 1. Los pobres, destinatarios preferentes del Reino anunciado por Jesús 2. ¿Quiénes son los pobres a los que se anuncia la Buena Noticia? 3. Jesús y la opción por los pobres y marginados 4. Opción por los pobres y marginados en la Iglesia de hoy

Páginas

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CAPITULO IX

El Dios de Jesús 1. Las dificultades que plantea todo hablar acerca de Dios 2. Jesús, revelación de Dios 3. El Dios que se nos revela en Jesús 4. Conclusión: el Dios vivo de estos pobres, ¿es el nuestro, oh Teófilo?

195 195 204 207 226

8 9

RECAPITULO X

Cristología en la teología latinoamericana de la liberación 1. Consideraciones metodológicas 2. Contenidos fundamentales de la Cristología de la liberación 3. Algunas objeciones fundamentales que se presentan a la Cristología de la liberación

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CAPITULO XI

La confesión de fe en la divinidad de Jesús 1. Introducción 2. Una «primera determinación» de la interpretación creyente: desde la confesión de fe postpascual a su expresión dogmática y conceptual 3. Dificultades actuales para la confesión de la divinidad de Jesús 4. El contenido nuclear de nuestra fe cristológica: ¿qué afirmamos y qué no afirmamos cuando confesamos la divinidad de Jesús? 5. El «salto» del Jesús histórico al Cristo confesado en la fe. Continuidad en la discontinuidad o discontinuidad en la continuidad 6. Los caminos que pueden conducirnos a la comprensión del significado último de Jesús: hacia una «mystagogia» de la confesión de fe en la divinidad de Jesús 7. Hacia una explicación más matizada del alcance significativo de la fe en la divinidad de Jesús, teniendo en cuenta las formulaciones dogmáticas conciliares —muy especialmente la formulación de Calcedonia— y tratando de recoger algunos intentos de explicación de la teología actual 8. A modo de conclusión final

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Introducción

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300

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El conocimiento de Jesús de Nazaret, el seguimiento de su persona y su causa y la confesión y anuncio de su divinidad constituyen el corazón de la experiencia cristiana y marcan la tarea de la evangelización. Hoy más que nunca es necesario que las gentes conozcan a Jesús, le sigan y puedan encontrarse con él como revelación de Dios. La identidad y la razón de las vidas de muchas cristianas y muchos cristianos reside precisamente en vivir como Jesucristo y en anunciarlo a los demás, explicitando públicamente el carácter liberador y divino de esta persona que ha dividido la historia en un antes y un después. Y, sin embargo, esta tarea evangel i z a d o s no es fácil, está llena de dificultades. Se necesitan medios que ayuden a conocer y dar a conocer mejor a Jesucristo en una sociedad como la nuestra, tan marcada por la injusticia y la indiferencia religiosa. Precisamente por ello EDICIONES HOAC encargó a Julio Lois que redactara un libro sobre Jesucristo, en el que recogiera algunos textos cristológicos suyos muy diseminados en revistas, actas de congresos y algunos libros colectivos de no fácil acceso y en el que escribiera otros textos para abordar cuestiones no contenidas en escritos suyos y que eran muy importantes, especialmente el tema de la fe en la divinidad de Jesús: el acceso a la misma y los modos de proclamarla y anunciarla hoy. La razón de encargarle este libro a Julio Lois reside en nuestra convicción de que es uno de los teólogos españoles que mejor sabe combinar un profundo conocimiento de la Cristología y de la situación existencial en la que se encuentran muchos cristianos y muchos no creyentes respecto al acceso y anuncio de Jesucristo. En él se aunan el rigor del profesor universitario que es y la práctica evangelizadora al frente de una parroquia en un barrio obrero y suburbial del Madrid más empobrecido y marginado. Un talante vital-intelectual muy afín al de los teólogos latinoamericanos de la liberación, que refleja su estancia en Bolivia y el trabajo con los movimientos apostólicos obreros de ese país. Su pensamiento y su práctica favorece un tipo de teología muy útil y necesaria para gentes comprometidas en luchas sociales e insertas en organizaciones políticas y sindicales y en ámbitos de pobreza y marginad ón. II

La gran acogida de otras dos publicaciones suyas en nuestra editorial, que ya se encuentran en la segunda edición, confirman lo anterior. Julio Lois ha cumplido con creces nuestro encargo editorial. Es EDICIONES HOAC la que le ha forzado a que retomara su producción cristológica. El no sólo ha recogido por indicación nuestra escritos cristológicos suyos que estaban muy desperdigados, sino que los ha revisado y los ha reelaborado y además ha escrito expresamente sobre otros temas que le habíamos sugerido para esta publicación. Llamamos especialmente la atención sobre el interesante y extenso capítulo dedicado a la confesión de fe en la divinidad de Jesús. El resultado final es el de un libro en el que se abordan de una manera integrada y armónica las grandes cuestiones relacionadas con la persona y la vida de Jesucristo, desde una perspectiva muy afín a la teología de la liberación. EDICIONES HOAC y el autor de este libro comparten una intención fundamental: ayudar al lector a conocer y seguir a Jesucristo con mayor autenticidad y fidelidad. Desde ahí, desde el seguimiento, estamos convencidos de que la confesión de la divinidad de Jesús de Nazaret será más fácil y más razonable, al experimentar de alguna manera su belleza y fecundidad. EDICIONES

HOAC

Capítulo I

Condiciones de posibilidad para un encuentro con Jesús, el Cristo liberador de Dios

1.

LIBERACIÓN Y CRISTO LIBERADOR

El anhelo profundo de liberación de un amplio sector de la Humanidad sigue siendo hoy uno de los signos de los tiempos más claramente perceptible para quien siga atentamente el curso de lo real. Este anhelo se genera desde la experiencia consciente de la opresión, que el ser humano, como individuo y miembro de la colectividad a la que pertenece, detecta en un doble nivel: — el nivel que solemos llamar estructural, objetivo, colectivo y global; — el nivel individual-personal, donde parece dominar lo íntimo, lo subjetivo, particular y privado. Mediante el análisis crítico de la realidad se descubre: — que la opresión en el nivel estructural se produce, transmite y manifiesta en el plano económico, ideológico y político, con todo lo que eso abarca; — que la opresión en el nivel individual-personal se da, reproduce y manifiesta en el plano psicológico, íntimo, interpersonal, con todo lo que eso abarca; — que se da una relación mutua de interdependencia entre ambos niveles, aunque en algunas ocasiones no sea fácilmente constatable; es decir, desde el análisis crítico se debe superar toda pretensión explicativa de carácter determinista-mecanicista, siempre simplista y simplificadora, que ignora la fuerza del flujo y reflujo permanentes entre ambos niveles de una misma realidad. Al percibir críticamente tal opresión, surge, más por convicción que por simple reacción, el deseo y la búsqueda de una liberación

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integral, que, para ser eficaz, debe encauzarse a través de mediaciones prácticas liberadoras adecuadas, referidas a los dos niveles mencionados. Pues bien, la afirmación de la que quisiera partir aquí es la siguiente: la única Cristología históricamente significativa para ese amplio sector de la Humanidad actual que tiene conciencia de la injusticia y opresión reinante es la que sea capaz de articularse coherentemente con prácticas históricamente verdaderamente liberadoras. Dicho de otro modo: la verdad de Cristo, para gozar hoy de significación salvífica ha de acreditarse ante la conciencia crítica por su capacidad de contribuir a la transformación de la realidad histórica en un sentido liberador, a través de la práctica de los creyentes seguidores de Jesús. Hablar entonces de un Cristo liberador supone necesariamente plantearse la problemática de su significación liberadora en conexión con el proceso de transformación también estructural de la sociedad, en su nivel socioeconómico y político. Es decir, en conexión con la liberación integral y real de los oprimidos de la tierra. Es más, por propia experiencia pastoral, pienso que está aquí en juego la misma credibilidad del Evangelio de Jesús. Una Buena Noticia carente de significación liberadora en el plano socioeconómico y político sería, sin más, irrelevante, no creíble, para aquellos que consideran tarea esencial e irrenunciable el compromiso en la transformación histórica a nivel estructural. Naturalmente que con esto no pretendo afirmar que sea esa la única tarea importante de la Cristología actual. Ni las «insondables riquezas» de Cristo pueden agotarse en lo que expresa el título «Cristo liberador», ni la salvación cristiana se puede identificar sin más con la liberación intrahistórica (1), ni el carácter liberador de Jesús puede reducirse a su significación liberadora con respecto a la praxis histórico-política de transformación social. Digo solamente que al hablar de «Cristo liberador» es necesario también explicitar su dimensión liberadora en el plano socioeconómico y político. Nada más. No pretendo, pues, absolutizar la historia ni reducir la realidad a su nivel o dimensión estructural. No es mi intención realizar ahora esa explicitación (2). Voy a situarme en un estadio anterior a tal tarea, tratando de presentar al(1) Para una consideración más amplia de las relaciones entre salvación cristiana y liberación histórica, cf., por ejemplo, J. Lois: «Salvación», en AA.VV., Diez palabras clave en religión, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1992,122-142. (2) Cf. más adelante, el capítulo III, en donde pretendo desarrollar el alcance significativo del título «liberador» aplicado a Jesús, el Cristo de Dios.

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gunas de las que podríamos llamar condiciones previas de posibilidad para un encuentro verdadero (= seguimiento) con un Cristo liberador con la significación referida.

2.

LAS DISTINTAS IMÁGENES DE CRISTO

Parto de una constatación fácilmente verificable: el Cristo de los tratados teológicos y el que informa la vida de los creyentes cristianos en general no es siempre un Cristo liberador. Uno puede leer muchos libros de Cristología —excelentes, por otra parte, en tantos aspectos— sin encontrarse siquiera con la expresión «Cristo liberador»; en otros sí aparece, y a veces profusamente, pero la liberación aportada por Cristo parece quedar reducida a un posibilitar el «vivir en libertad», desde un punto de vista personal-individual, cualquiera que sea la situación en que se viva. Uno puede igualmente, a poco que indague, descubrir en la vida de los creyentes distintas y hasta dispares imágenes de Cristo, algunas de las cuales no tienen ciertamente carácter liberador. J. I. González Faus, en ponencia presentada en la segunda semana de «Pensamiento cristiano y diálogo» (Bilbao, 1975) (3), habla de tres imágenes de Cristo (correlativas a otras tantas de Dios) que se dan en la actual situación eclesial: — la del Cristo «monofisita» (correlato de la del Dios «ídolo»), típica de los ambientes conservadores; — la del Cristo «idea» (correlato de la del Dios «muerto»), típica del ambiente generado por nuestra sociedad capitalista y consumista de occidente; — la del Cristo «fiel» (correlato de la del Dios «crucificado»), típica de los ambientes liberadores. Míguez Bonino (4) habla de los cristos burgueses y de los cristos revolucionarios y G. Casalis (5), refiriéndose concretamente a América Latina, presenta esta tipología:

(3) Cf. «Las imágenes de Jesús en la conciencia viva de la iglesia actual», en id., La teología de cada día, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1977,126-147. (4) Cf. «Quién es Jesucristo hoy en América Latina», en Cristianismo y sociedad, números 43-44 (1975) 5-11. (5) Cf. «Jesús: ni vencido ni monarca celestial», en Cristianismo y sociedad, núm. 46 (1975) 25-30.

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— el Cristo sufriente, el Jesús vencido, «en quien el pueblo encuentra su propio destino y lo adora o acepta con identificación masoquista»; — el Cristo glorificado, «representado como un celestial Fernando de Aragón» y legitimador del poder temporal de dominación; — el Cristo liberador, «servidor sufriente, porque combatiente». Las tipologías podrían multiplicarse (6). Pero para mi propósito basta lo ya aducido. Lo que me interesa es plantear una cuestión fundamental que subyace a esas u otras tipologías. ¿Por qué en la vida de los creyentes y en la elaboración teológica surgen imágenes de Jesús, el Cristo, tan diversas? Naturalmente que un intento de explicación adecuada o exhaustiva de la génesis de tales imágenes —aparte de ser tarea casi imposible por la multitud de «referenciales» a tener en cuenta— no puede realizarse aquí. Concretándome a la cuestión de por qué existen tan diversas Cristologías, quisiera centrarme en un punto que considero fundamental: el de la imposible neutralidad o asepsia de todo quehacer cristológico. 3.

LA IMPOSIBLE NEUTRALIDAD DE LA CRISTOLOGIA

nalidad social» de todo conocimiento). El conocimiento se sepa o no, se quiera o no, tiene una dimensión práxica y ética. La teología, en tanto que conocer humano, no puede reclamar para sí un estatuto de privilegio en virtud del cual pudiese conectar con los «datos» revelados de forma inmediata. «No existe una teología de puras verdades eternas. Toda teología es necesariamente histórica en el sentido de que posee un arraigo social y, por ende, un trasfondo ideológico detectable» (7). La reflexión teológica nunca es «pura», entre otras razones, porque: — está realizada por un sujeto, individual o colectivo, históricamente situado, es decir, un sujeto que participa de una forma concreta en la sociedad productiva, que pertenece a una determinada clase social, que vive en contacto con o inserto en realidades de uno u otro signo, que tiene, consciente o inconscientemente, unas solidaridades e intereses concretos, ha realizado sus opciones de vida, concretadas en prácticas de transformación o conservación, etc.; — necesita siempre de mediaciones teóricas, las cuales se asumen desde el horizonte de comprensión propio que tiene el sujeto teólogo, desde el campo problemático que posee.

El sueño del «purismo científico» parece superado. La epistemología moderna insiste en que no existen «datos», «experiencias» o «hechos» puros, ajenos a alguna forma de elaboración, construcción o interpretación por parte del sujeto que conoce. Conocer es interpretar. Partiendo, sobre todo, de los hallazgos de la sociología del conocimiento, somos conscientes de que toda actividad reflexiva humana es una actividad social e histórica, es decir, está condicionada por y producida en el contexto real, histórico-estructural, en que se realiza. Esta dimensión social del conocer humano puede detectarse no sólo en su origen («las condiciones sociales de producción» del conocer), sino también en sus finalidades (la «funcio-

En síntesis, podría decirse que hay un doble horizonte que condiciona toda actividad teológica: el horizonte que podríamos llamar histórico-práctico y el horizonte que podríamos llamar de precomprensión teórica. Ambos horizontes no se dan aisladamente, sino que están interrelacionados entre sí y de forma dialéctica, a través de un movimiento circular permanente o inacabado (así se excluye todo determinismo mecanicista). Sin embargo, parece que debe atribuirse prioridad al horizonte histórico-práctico, aunque es necesario admitir la autonomía, siempre relativa, del horizonte teórico. En todo proceso hermenéutico ese doble horizonte ingresa como momento interno del mismo quehacer teológico, estableciéndose así también una nueva y abierta circularidad dialéctica inevitable entre él y las mismas «fuentes» de la revelación (8).

(6) Cf., por ejemplo, L. BOFF: «Las imágenes de Jesús en el cristianismo liberal del Urasil», en Cristianismo\jsociedad, núm. 46 (1975) 31-50; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús de Nazarel. Aproximación a la Cristologia, Ed. BAC, Madrid, 1975, 78-95; W. KASPER: /í'.sfís, el Cristo, lid. Sigúeme, Salamanca, 1976,16-21; J. LOSADA: «LOS nuevos rostros de Jesús», en Sal Terne, 62 (1974) 417-426.

(7) Cf. H. ASSMANN: Teología desde la praxis de la liberación, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976,115. (8) Como indica E. SCHILLEBEECKX, en publicación reciente, «decir "sic et simpliciter" que la Biblia es la palabra de Dios no corresponde a la verdad, es sólo indirectamente la Palabra de Dios. Los escritos bíblicos son testimonios de hombres de Dios,

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Aplicando lo dicho a nuestro tema, parece evidente que es necesario excluir toda posibilidad de Cristología «pura». En toda elaboración cristológica hay que considerar críticamente el horizonte histórico-práctico y el horizonte de precomprensión teórica del sujeto que reflexiona teológicamente, en cuanto que condicionan, para bien o para mal, su modo de acercarse al acontecimiento de Cristo. No pretendo decir, insisto, que con tal análisis crítico se pueda explicar adecuadamente el hecho de que existan distintas Cristologías. No son, por una parte, las únicas referencias a tener en cuenta y, por otra, el encuentro con la realidad del acontecimiento Cristo, corrige críticamente, o debe corregir, todo horizonte previo de comprensión (la Cristología no puede ser simplemente proyectiva; tiene que ser fundamentalmente receptiva). Sin embargo, es indudable la importancia fundamental que tiene ese doble horizonte, concretamente cuando se consideran las condiciones de posibilidad para el encuentro con un Cristo liberador. Por tanto, si existen diversas Cristologías, distintas imágenes de Cristo elaboradas por la reflexión teológica, es, en buena medida, porque existen distintos horizontes histórico-prácticos y distintos horizontes de precomprensión teórica en los sujetos dedicados al quehacer teológico.

4.

CONDICIONES DE POSIBILIDAD PARA UN ENCUENTRO CON EL CRISTO LIBERADOR

Me limitaré a señalar algunas de las condiciones que considero fundamentales, teniendo sobre todo en cuenta el doble horizonte a que he hecho referencia. Dada la estrecha correlación entre todas que han vivido una historia y experimentado a Dios. Cuando la Biblia dice: "Dios lo ha dicho, Cristo lo ha dicho...", no es Dios quien lo ha dicho, no es Cristo quien lo ha dicho en sentido estricto, sino hombres que han relatado su experiencia en relación con Dios. Su experiencia viene del Espíritu y en este sentido se puede decir justamente que la Biblia está escrita bajo la inspiración divina. Pero, al mismo tiempo, es necesario tener presente la mediación humana, histórica, contingente. No existen nunca encuentros directos de Dios con el hombre, de tú a tú, sino siempre a través de mediaciones. Lo que hay es hombres que hablan de Dios. Para la búsqueda teológica y para comprender la evolución de los dogmas esto es muy importante. No se puede comprender la nueva teología sin este concepto de revelación mediata de la historia, de la experiencia interpretativa de los hombres. Cuando no se acepta la mediación, se cae necesariamente en el fundamentalismo» (cf. Sonó un teólogo felice. Colloqui con Francesco Strazzari, Ed. Dehoniano, Bolonia, 1993, 50).

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las condiciones, a pesar de los distintos horizontes en que se sitúan y a pesar de que unas podrían aplicarse también a cualquier otro tema teológico, mientras que otras dicen referencia estricta a la Cristología, no las concibo separadamente. En realidad, cada una remite por coherencia a las restantes, es decir, se reclaman mutuamente. Me contento simplemente con enumerarlas, unas tras las otras, como «momentos» distintos, pero vinculados entre sí, en los que se concreta el proceso existencial que abre al encuentro con un Cristo liberador. Pero antes de pasar a su enumeración conviene detenerse en una doble consideración previa importante: a) Nadie puede proclamar que Jesús es Mesías y Señor y que en él se nos da la salvación escatológica de Dios, si no es movido por el Espíritu (cf. 1 Jn 4, 2). Sin la moción del Espíritu de Jesús, sin la gracia de Dios, que es quien ama primero, no es posible encuentro alguno con Jesús, el Cristo liberador de Dios. Si no insistimos más en este punto es porque damos por supuesto como algo adquirido e indiscutible, que la acción de la gracia de Dios en la vida humana es condición raíz de posibilidad de todo encuentro real con Jesús. En realidad, cualquier otra condición de posibilidad que pueda añadirse no puede pretender otra cosa que concretar cómo debe concebirse la docilidad del ser humano con respecto a esa moción del Espíritu. Tarea que es necesario realizar ya que todos disponemos del terrible poder de ser indóciles. b) El acontecimiento Jesús es, sobre todo y antes que nada, llamada o Palabra de Dios que anuncia y hace presente, como oferta real, una nueva forma de vivir y que demanda conversión para tener acceso a ella. Precisamente por eso el encuentro auténtico con él se realiza cambiando de vida, o, más concretamente, y como precisaremos más adelante, siguiéndole. Jesús se ha hecho «uno de los nuestros» más que para comunicarnos un «catálogo de verdades» o satisfacer nuestra legítima curiosidad intelectual ante el misterio, para conmover o «trastornar» nuestra existencia, mostrándonos el camino verdadero que conduce a la plenitud de la vida. No demandó ni demanda aplausos o admiración desde la distancia sino seguimiento. El «saber» cristológico es por eso un saber eminentemente práctico (9). (9) Conviene recordar que para la Biblia el verdadero conocimiento nunca se puede reducir a un lúcido contemplar distanciado el «objeto», puesto que sólo se realiza propiamente cuando la significación y exigencia de lo conocido se capta y se ejerce con intención de eficacia, a través de la autenticidad de la existencia que se deja informar

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el Espíritu, que otorga a los que le acogen su condición propia de seres humanos libres y liberados. Hasta ahora hemos subrayado con preferencia la que podríamos llamar dimensión más individual de la liberación realizada por Jesús, vinculada al ejercicio de la libertad en el plano de lo personal y a la superación de esas esclavitudes que brotan de lo más profundo del corazón humano. Es la dimensión, como hemos dicho, a la que suelen ser más sensibles los teólogos europeos o del mundo occidental desarrollado. Pero la verdad es que esa liberación no se entiende en todo su alcance cuando se la aisla y no se la vincula dialécticamente a la liberación pública y social, que se extiende a la superación de todas las estructuras que engendran miseria y al ejercicio político de la libertad. A esta dimensión estructural, social o pública, de la liberación de Jesucristo, a la que son más sensibles los teólogos del Tercer Mundo, quisiera referirme ahora.

4.

CON SU MENSAJE Y PRAXIS LIBERADORA AL SERVICIO DEL REINADO DE DIOS JESÚS PROCLAMA LA BUENA NOTICIA DE LA LIBERACIÓN PARA LOS POBRES DE LA TIERRA Y SUBVIERTE LOS VALORES EN QUE SE APOYAN LAS ESTRUCTURAS INJUSTAS DE LA SOCIEDAD, QUE SE OPONEN A LA FRATERNIDAD, IGUALDAD Y SOLIDARIDAD DE TODOS LOS SERES HUMANOS

El Dios que constituye el último polo referencial de Jesús, fundamentación radical de su ser, su decir y actuar, es, como hemos visto, el Dios Padre-Madre, amor infinito y misericordioso, que, añadimos ahora, se acerca en su Reino de justicia y fraternidad. Por eso la entrega incondicional de Jesús como Hijo a la voluntad del Padre se tradujo en servicio fiel, con su palabra y su praxis, a la causa liberadora de ese reinado divino que quiere hacerse presente en la historia de los seres humanos. Es precisamente en relación directa con ese servicio de Jesús al reinado de Dios que vamos a desarrollar ahora los aspectos más sociales o públicos de su obra salvífico-liberadora. Pocas dudas pueden quedarnos hoy de que el centro mismo de la predicación de Jesús fue el anuncio de la cercanía del Reino de Dios con la invitación apremiante al arrepentimiento y conversión (46). Al servicio de la causa de ese Reino puede y debe en(46) Cf. Me 1, 14-15; Mt 4, 17.

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tenderse toda la vida de Jesús. Pero, ¿qué significa más en concreto esa proclamación y actitud de servicio de Jesús desde el punto de vista de su condición de liberador? Como bien indica Schillebeeckx (47), la proclamación del Reino de Dios está fundamentada en una «experiencia de contraste» que tuvo Jesús. Ante la realidad de su tiempo, llena de discordias e injusticias, de desigualdades hirientes entre los diversos sectores de la sociedad de entonces, de esclavitud opresora, donde los pobres abundaban escandalosamente y su pobreza contrastaba con la riqueza de los pocos, Jesús, desde su experiencia de Dios como «anti-mal» que sólo quiere el bien y la justicia, anuncia la llegada de su reinado como utopía de liberación absoluta. Es lo mismo que afirma L. Boff cuando señala que «el trasfondo de la idea del Reino de Dios es la comprensión escatológico-apocalíptica según la cual este mundo, en su estado actual, contradice el designio de Dios, pero que Dios, en esta última hora ha decidido intervenir e inaugurar definitivamente su reinado. Reino de Dios es, pues, el signo semántico que traduce esta expectativa (Le 3, 15) y se presenta como la realización de la utopía de una liberación global, estructural y escatológica... El proyecto fundamental de Jesús es... proclamar y ser instrumento de realización del sentido último del mundo: liberación de todo lo que lo estigmatiza: dolor, división, pecado, muerte y liberación para la vida, la comunicación plena del amor, la gracia y la plenitud de Dios» (48). Lo que caracteriza la proclamación de Jesús es que no se limita a anunciar que ese Reino vendrá, sino que subraya además su cercanía inminente, su actuación y presencia ya en medio de nosotros (49). El Reino de Dios no es sólo utopía futura de liberación plena, sino también anuncio de liberación para el presente. Hay que concebirlo relacionando dialécticamente su condición de futuro —«todavía no»— con su condición de presente —«ya sí»—, como un proceso que ha comenzado ya en esta historia nuestra y que culminará al fin de los tiempos. El Reino es futuro y por eso se espera su venida, pero es igualmente presente y por eso se acoge ya su llegada (50). (47) Cf. Jesús, la historia..., op. cit., 243-244. (48) Cf. Jesucristo liberador. Una visión..., art. cit., 188. El subrayado es suyo. (49) Cf. Me 1, 15; Le 17, 21. (50) «La liberación de Jesús asume un doble aspecto: por una parte proclama una liberación total de toda la historia y no solamente de una época de ella; por otra, anticipa la totalidad de un proceso que se concretiza en liberaciones parciales, siempre abiertas a la totalidad. Si Jesús anunciara la utopía de un fin bueno para el mundo, sin

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Pero no hemos mencionado todavía de forma suficientemente explícita un rasgo especial de la proclamación por parte de Jesús del reinado de Dios, a saber, que es Buena Noticia de salvación liberadora para los pobres. Cuando Jesús anuncia que el Reino de Dios se acerca, está proclamando la bienaventuranza para los pobres, la libertad para los cautivos, la vista para los ciegos, la liberación para los oprimidos... Podemos hacer nuestra, sin temor alguno a exagerar, la afirmación que encontramos repetidamente en los teólogos de la liberación: forma parte esencial de la vida y misión de Jesús su pertenencia liberadora al mundo de los pobres, hasta el punto de que si es «el que viene», el esperado como Mesías liberador, lo es precisamente porque anuncia y realiza esa liberación para los pobres. Una consideración global de la vida de Jesús permite verificar la existencia de la vinculación esencial señalada. Sin embargo, cabe hacer especial referencia a algunos pasajes concretos evangélicos que se presentan como textos auténticamente «programáticos», por cuanto señalan de forma solemne las características singulares que especifican el ser y la misión de Jesús. Son verdadera expresión de su programa. En primer término, parece obligado referirse a la solemne declaración que hizo Jesús en la sinagoga de Nazaret, comentando el texto de Isaías, al declararlo cumplido en él, según el relato de Lucas: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos, la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor» (51). Cualquiera que sea la lectura que se haga de esa declaración se impone la conclusión de que el anuncio de la Buena Nueva a los pobres es esencial al ser y a la misión de Jesús. su anticipación en la historia, alimentaría fantasmagorías humanas sin ninguna credibilidad; si introdujera liberaciones parciales sin perspectivas de totalidad y de futuro, frustaría las esperanzas suscitadas y decaería en un inmediatismo sin consistencia. En la actuación de Jesús se encuentran las dos dimensiones en tensión dialéctica» (cf. L. BOFF: Ibíd., 189-190). (51) Cf. Le 4,16-30 y también Is 61,1-2, incluido en el texto de Le.

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A idéntica conclusión se llega al considerar la respuesta que Jesús dio a los discípulos de Juan el Bautista, cuando en nombre de su dubitativo maestro le preguntaron si era él el que tenía que venir o era necesario seguir esperando a otro: «Id a contarle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia y ¡dichoso el que no se escandaliza de mí!» (52). De nuevo se refiere aquí Jesús —y con el mismo carácter programático— a los signos que especifican su ser y acreditan la autenticidad de su misión, los cuales habían sido ya proféticamente anunciados (53). Presenta su carnet de identidad. Y de nuevo insiste en que el anuncio de la Buena Noticia a los pobres es el «signo por antonomasia», pese al escándalo que esto pueda provocar. Conviene destacar, por otra parte, que, en ambos textos los pobres a quienes se anuncia la Buena Noticia son los pobres históricamente reales, es decir, los que carecen de los bienes necesarios para satisfacer las necesidades más elementales de la vida humana, y de ahí también el carácter «material» de los restantes signos evocados (54). Habría que invocar otros dos pasajes decisivamente importantes: el de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-12 y Le 6, 20-26) y el conocido capítulo 25 de Mateo sobre el juicio último. Los dos son de una gran complejidad, han sido minuciosamente estudiados y contamos con interpretaciones divergentes en mu(52) Cf Mt 11, 4-6 y Le 7, 22-23. (53) Cf. Is 26,19; 29,18-19; 35, 5-6; 61,1-2. (54) Comentando el segundo de los textos aducidos, señala I. ELLACURIA que «el signo probatorio de que Jesús es "el que viene", el que es esperado como mensajero y profeta definitivo, es que en él se realiza de forma plena el anuncio de la buena noticia a los pobres, el signo por antonomasia que había profetizado Isaías. A este anuncio real deben seguir efectos reales, que afectan a ciegos, cojos, leprosos, sordos, muertos... Jesús no habla de ciegos espirituales, por lo que tampoco habla de pobres espirituales. A los pobres materiales se les anuncia la buena noticia que les va a llenar de esperanza y les va a hacer felices en esa esperanza, porque saben que va a poder ser superada la opresión de su pobreza. No es sólo entonces que no haya mayor signo de credibilidad del ser y de la misión de Jesús... que el anuncio efectivo y eficaz de la Buena Noticia a los pobres..., sino que en ese signo se descubre el ser mismo y la misión de Jesús. El acceso a Jesús como Dios pasa por esta su dimensión esencial de ser el evangelizador de los pobres y el remediador de los males históricos de los hombres» (cf. Pobres, en C. Floristán y J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Ed. Cristiandad, Madrid, 1983, 793).

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chos puntos, incluso importantes, al querer descifrar su sentido (55). Sin embargo, parece difícil negar que también en ellos se vincula esencialmente a Jesús y a su Reino con los pobres y su causa. En los pobres y más humildes, en su bienaventuranza y liberación, se juega la presencia del Reino y el destino de Dios mismo encarnado, es decir, la causa de Jesús en la historia. Por otra parte, de nuevo se hace referencia aquí —al menos en la versión lucana de las bienaventuranzas y en el capítulo 25 de Mateo— a los pobres reales y materiales, a los que tienen hambre y sed, están desnudos, enfermos, abandonados o encarcelados. En principio es en ellos, en los crucificados de la historia, cualquiera que sea su situación subjetiva o su disposición espiritual, en donde están los destinatarios preferentes del Reino y el signo privilegiado que permite reconocer la inhabitación de Dios entre los seres humanos, la presencia continuada de Jesús viviente entre nosotros. Es preciso subrayar que Jesús está al servicio de la causa liberadora del Reino no sólo con su proclamación verbal, sino también con su vida entera, no sólo con su palabra anunciadora, sino con signos históricamente eficaces que liberan de las fuerzas demoníacas o de las potencias del mal que esclavizan y conceden la vista a los ciegos o el andar a los cojos. Dicho de otra manera: Jesús no se limitó a anunciar el escandaloso y parcial amor de Dios a los pobres, sino que trató además de liberarlos de su miseria real. Ejerció, en efecto, una actividad liberadora con sus milagros y exorcismos, cuyo sentido teológico último no reside en su carácter de obras prodigiosas, en su supuesta miraculosidad científica, sino en ser signos del Reino, sacramentos de la liberación real que está ya en proceso en la historia. Actividades liberadoras de Jesús también lo fueron su solidaridad inequívoca de vida con los pobres reales y marginados sociales, sus escandalosas comidas con ellos y su denuncia comprometida de toda acción, actitud y estructura que mantenga a los seres humanos divididos en lobos y corderos, en opresores y oprimidos (56). (55) Cf., por ejemplo, J. DUPONT: Les Beatitudes, T. I (Brujas-Lovaina, 1958), T. II (París, 1969) y T. III (París, 1973); X. PIKAZA: Hermanos de jesús y servidores de los más pequeños (Mt 25, 31-46)', Ed. Sigúeme, Salamanca, 1984. (56) Cf. Jesucristo liberador. Una visión..., art. cit., 190-193. Como advierte J. SOBRINO «lo importante aquí es observar la estructura de esa liberación que lleva a cabo Jesús, sin buscar anacrónicamente en Jesús los mecanismos concretos de liberación que hoy, con toda necesidad y derecho, buscan muchos cristianos. El problema de fondo, por lo tanto, no son las mediaciones concretas de la liberación de Jesús, sino si Jesús correspondió a la cercanía del Reino suscitando sólo una esperanza o también a través de una determinada praxis encaminada objetivamente a cambiar la situación de los po-

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En su concreta parcialidad hacia los pobres de la tierra y en su dimensión socio-histórica y terrenal radica la significación liberadora escandalosa y subversiva del reinado de Dios, realizado y proclamado por Jesús, que aquí queremos subrayar, sabiendo, por lo demás, que a ella no se reduce el alcance significativo de su obra salvífica: «Cuando Jesús dice, en su predicación, que llega el reinado de Dios, lo que en realidad quería decir es que, por fin, se va a implantar la situación anhelada por todos los descontentos de la tierra; la situación en la que va a realizarse efectivamente la justicia, es decir, la protección y la ayuda para todo el que por sí mismo no pueda valerse, para todos los desheredados de la tierra, para los pobres, los oprimidos, los débiles, los marginados y los indefensos... Está claro que aquí se describe lo que podríamos llamar el ideal de una nueva sociedad. Una sociedad digna del hombre en la que finalmente se implanta la fraternidad, la igualdad y la solidaridad entre todos... De ahí que el reinado de Dios tal como Jesús lo presenta, representa la transformación más radical de valores que jamás se haya podido anunciar. Porque es la negación y el cambio desde sus cimientos del sistema social establecido» (57). Liberación escandalosa, decimos, para subrayar el escándalo que supone su parcialidad en favor de los pobres (58). Liberación subversiva además, para destacar igualmente su exigencia de cambio radical de la sociedad, que incide en el nivel infraestructural, con claras implicaciones socioeconómicas y políticas. Jesús no puede considerarse propiamente un reformador social, ni menos un líder político revolucionario. Es un hombre enteramente de Dios, el Hijo encarnado cuyo único alimento es hacer la voluntad de su Padre, el profeta escatológico devorado por la causa del Reino. Precisamente su singular experiencia religiosa fue la que le llevó a subvertir todos los valores y a conmover los cimienbres» (cf. «Jesús y el Reino de Dios. Significado y objetivos últimos de su vida y misión», en id., Jesús en América Latina, UCA editores, San Salvador, 1982, 106. El subrayado es suyo). (57) Cf. J. M.a CASTILLO: El proyecto de Jesús, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1985, 36-37; Cf. también, J. DUPONT: op. cit, T. II, 53-90. (58) Esta parcialidad de Jesús en favor de los pobres y su causa es, paradójicamente, la expresión de la universalidad y trascendencia de su amor: «Que la vida se ofrezca a los pobres, que la salvación de Dios se dirija a ellos, más aún, únicamente a los pobres (Jeremías) es lo que produce escándalo en las minorías y lo que ocasionará la persecución de Jesús. Pero por otra parte sólo desde la parcialidad de Dios hacia los sin vida se garantiza que Dios sea un Dios de vida para todos» (cf. J. SOBRINO: «La aparición del Dios de vida en Jesús de Nazaret», en AA.VV., La lucha de los dioses, Ed. DEI, San José de Costa Rica, 1980, 91).

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tos no sólo del orden religioso, sino también del socioeconómico y político. Fue la fidelidad y entrega incondicional al Dios Padre del Reino que se acerca, la que le condujo —como ya vimos— a optar preferentemente por los pobres y pecadores; a comer con ellos, designándolos así como los invitados preferentes al banquete de ese Reino anuniado; a denunciar a los jefes y grandes de este mundo que oprimen y tiranizan con su poder dominante; a condenar a los ricos y su riqueza injusta, en tanto que dialécticamente relacionada con la explotación del pobre... De esta manera, el anuncio y la praxis de Jesús al servicio del reinado de Dios adquieren un carácter liberador inequívocamente público y social, que dice ciertamente relación con las estructuras religiosas, pero también con las socioeconómicas y políticas de su tiempo, tan estrechamente vinculadas entre sí en una ordenación de la sociedad de naturaleza teocrática como era la propia del mundo judío de entonces. ¿Quién puede negar la relevancia social y pública de las actitudes de vida de Jesús? ¿Cómo no ver en ellas una exigencia de conversión personal y de cambio también estructural, que alcanza todos los niveles de la sociedad? Desde luego ésa fue la lectura que hicieron los que detentaban en su tiempo el poder religioso, económico y político, que captaron la amenaza que para todos ellos y sus intereses, amparados por el status vigente, representaba el profeta de Galilea. Por eso decidieron crucificarlo. De nuevo podemos explicitar la perspectiva trinitaria en que nos hemos movido: — Toda la actividad liberadora de Jesús en favor de los pobres de la tierra es expresión sacramental de la voluntad del Padre y por eso nos revela que ese Dios Padre es el Dios liberador de los pobres (59). La vinculación esencial de Jesús con los pobres nos muestra la parcialidad constitutiva de Dios hacia ellos, que configura radicalmente su imagen, distinta al «dios de los señores». Si los pobres van a ser bienaventurados con la llegada del Reino es porque el Padre-Dios está con ellos y su causa (60). Jesucristo es, (59) Mientras que en el orden del conocer nosotros sabemos que Dios es el Dios de los pobres porque así se nos ha manifestado en la historia y de forma culminante y definitiva en Jesús de Nazaret, en el orden del ser hay que decir que si Dios se nos ha manifestado así es precisamente porque es un Dios de los pobres. (60) De esta manera los pobres se constituyen en la última mediación de Dios o en la mediación de su ultimidad, en sacramento privilegiado de su presencia, en lugar preferente para vivir y conocer la fe. Se puede hablar de una especie de «circularidad primigenia» o de un «círculo hermenéutico fundamental» entre Dios y los pobres. En efecto, Dios y los pobres están mutuamente implicados y entrañablemente relaciona-

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pues, liberador porque nos sitúa ante un Dios Padre-Madre que no nos cita en lugares de evasión, ni nos distrae de la lucha por la justicia y de la tarea de transformar la realidad, sino que nos cita allí donde se encuentran los crucificados de la historia y nos conduce claramente, si queremos ser hijos suyos, al compromiso liberador para conseguir una sociedad justa y de hermanos (61). — La fuerza para compartir ese compromiso liberador de Jesús, la capacidad para optar por los pobres y su causa, la energía que nos puede permitir participar en la lucha contra la miseria real e injusta de los pobres que les acerca a la muerte, nos la da el Espíritu de vida. Jesucristo es liberador porque no se limita a situarnos ante la voluntad liberadora del Dios Padre de los pobres y a mostrarnos, como Hijo, ejemplarmente el camino que debemos seguir para responder a esa voluntad. Nos envía además el Espíritu, que es el que nos hace libres para liberar. Jesús no nos indica sólo el deber, sino que donándonos el Espíritu nos concede también el poder: lo que es imposible para nosotros es posible para el Espíritu, que ha sido derramado ya en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5).

5.

LA CRUZ Y LA RESURRECCIÓN DE JESÚS CONFIRMAN Y MATIZAN LA SIGNIFICACIÓN LIBERADORA YA ESTUDIADA DE SU OBRA SALVIFICA. LE CONFIEREN ADEMAS UNA NUEVA DIMENSIÓN: JESUCRISTO NOS LIBERA DE LA CADUCIDAD Y LA MUERTE Y NOS ABRE EL CAMINO PARA LA COMUNIÓN PLENIFICADORA CON EL DLOS DE VIDA

La muerte en cruz parece conferir autenticidad contrastada a la libertad de Jesús, pues, parafraseando sus propias palabras, podríamos decir que nadie es más libre que aquél que es capaz de entregar su vida por los demás. Parece igualmente otorgar especial densidad y seriedad a su crítica profética de los ídolos o falsos diodos en el ámbito de la realidad histórica y del conocimiento hasta el punto de que «para conocer, amar a Dios, es necesario conocer las condiciones concretas de la vida de los pobres hoy y transformar radicalmente la sociedad que las fabrica» (G. GUTIHRREZ). (Para una consideración más detenida de la significación teológica de los pobres desde el punto de vista de la revelación cristiana, cf. J. Lois: Teología de la liberación: opción por los pobres, Ed. IEPALA- Fundamentos, Madrid, 1986,149-157.) (61) Para la revelación cristiana ese lugar de cita, el de los crucificados de la historia, es el que hace posible adquirir la condición de sujeto moral, ser realmente persona. En efecto, como nos manifiesta la parábola del «buen samaritano», nos hacemos sujetos cuando somos capaces de hacernos «prójimos» del que está tirado en la cuneta, solidarizándonos de forma real con su situación (cf. R. MATE: La razón de los vencidos, Ed. Anthropos, Barcelona, 1991,145-147).

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ses y a su praxis liberadora al servicio de la vida y causa justa de los pobres, pues en ellas —y no en el error o en el azar— es donde hay que encontrar las causas históricas del violento rechazo que se produjo por parte de los detentadores de los poderes y que culminó en la crucifixión. No obstante, y al mismo tiempo, la cruz parece cuestionar radicalmente la significación liberadora de la vida de Jesús. El sano realismo histórico ¿no obliga a hablar de fracaso y a abandonar toda significación ulterior? La primera impresión que se tiene al considerar la cruz es que los dioses de la ley y del templo —según los cuales se juzgó que Jesús debía morir— han triunfado sobre el Dios Padre, amor originario y misericordioso, que no interviene para impedir el fin ignominioso. El Reino de justicia por él anunciado no ha llegado y su praxis de liberación en favor de los pobres de la tierra ha terminado en el fracaso, ya que, al morir Jesús, esos pobres en su conjunto están muy lejos de ser bienaventurados. Todavía más: nosotros hoy, que podemos contemplar lo sucedido en los muchos siglos que nos separan del Gólgota, ¿no somos acaso testigos de ese mismo fracaso que se prolonga con la presencia de la injusticia y la miseria que siguen asolando a los pobres de la tierra? ¿No está este mundo nuestro lleno de nuevas cruces históricas que parecen hablar del triunfo definitivo de los verdugos sobre sus víctimas? ¿No se alzan todos esos hechos como acusación patética contra todo intento de seguir concediendo significación liberadora al mensaje y a la vida de Jesús de Nazaret? ¿Cómo después de lo ocurrido en el Gólgota, o en Auschwitz, en Hirosima o en tantos otros lugares podemos seguir hablando de Jesucristo liberador? Las preguntas parecen pertinentes. De hecho, la cruz de Jesús constituyó con toda probabilidad un acontecimiento traumático para sus discípulos más cercanos, que les llenó de duda y perplejidad, cuando no de la dolorosa convicción de que Jesús se había equivocado (cf. Le 24, 20-21). Y las cruces de la historia, las de ayer y las de hoy, los sufrimientos de tantos inocentes, los millones de muertos anuales de hambre, han sido y son como la «roca del ateísmo» (Büchner) y el obstáculo, para muchos prácticamente insuperable, que impide hablar de Jesucristo como liberador. Se le podrá incluso seguir reconociendo como un gran profeta —tal vez el más grande de todos—, pero al terminar su vida trágica e ignominiosamente en la cruz, ¿no será necesario considerar que en ella concluyó su noble pero ilusa aventura de querer conseguir la bienaventuranza de los pobres y liberar a los seres humanos? 76

Frente a interpretación semejante, los creyentes confesamos que Jesús fue resucitado por el poder amoroso de Dios, y a la luz que esta confesión proyecta sobre su vida y su muerte, seguimos proclamando a Jesucristo como liberador de los seres humanos. La resurrección es como el sello divino que autentifica la verdad de Jesús: «Dios resucitando a Jesús le dio la razón» (Moltmann). Puesto que ha resucitado, su significación liberadora permanece definitivamente y además adquiere una dimensión nueva transhistórica que nos proyecta hacia un futuro de plena liberación que supera la misma muerte. Pero como el resucitado es el crucificado y la resurrección no anula la cruz hay que añadir una matización importante: Jesús nos ha liberado, sí, pero asumiendo el destino de un crucificado. En Cristo resucitado confesamos los creyentes un porvenir de liberación integral para el hombre, su mundo y su historia (cf. 1 Cor 15,12-28; Rom 8,18-23; Col 1,15-20; Ef 1,10. 20-23; 3,11). Todas las promesas veterotestamentarias, con su carga liberadora, encuentran en la resurrección su ratificación definitiva (cf. 2 Cor 1, 20). Con la resurrección amanece en Jesús, como en profecía anticipada y como destino real al que todos somos convocados, la meta final, el Reino realizado, la utopía de la liberación integral plena y definitivamente cumplida. Con la resurrección nuestra caducidad y nuestra muerte retroceden ante la vida (cf. 1 Cor 15,12-13. 20-22) y el círculo infernal del tiempo cerrado sobre sí mismo ha sido roto, la pesadilla del eterno retorno o de una historia vana y sin sentido ha sido eliminada. La resurrección, y la esperanza universal que engendra, nos proyectan hacia un futuro aguardado en el que confiamos se realice para todos la liberación integral que en Jesús se ha realizado ya. Pero la esperanza en la liberación no puede quedar simplemente referida o diferida al «eschaton» final, a la Parusía esperada. Como dice el Concilio Vaticano II, «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo» (62). La dimensión de futuro último de la esperanza cristiana, que subraya la dimensión transhistórica de la liberación a que aspira la Humanidad, debe, pues, combinarse dialécticamente con la esperanza en una liberación que ha de irse realizando ya en esta historia nuestra, con las connotaciones personales, (62) Cf. Gaudium el spes, n. 37.

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sociales y públicas a que hemos hecho repetidamente referencia. Esto significa que la escatología cristiana —hecha presente en la historia por la vida, muerte y resurrección de Jesús— es a la vez de futuro y de presente, combinación dialéctica del «todavía no» con el «ya sí»; no es exclusivamente trascendente y transhistórica, sino, a la vez, inmanente y trascedente, histórica y transhistórica, anticipación del futuro en el presente y presente anticipador del futuro. Significa igualmente que la liberación del hombre, su mundo y su historia, no puede ser transferida, sin más, en virtud de una concepción adialéctica de la esperanza, al «más allá». Si Jesús ha resucitado, si como tal vive en nosotros por medio de su Espíritu (cf. Mt 28, 30), si el nuevo «eón» ha sido ya inaugurado, si el Reino está ya presente, entonces el «más acá», esta historia de nuestras virtudes y de nuestros pecados, es el escenario donde hemos de emprender sin demora la tarea de ir alumbrando personas nuevas en un mundo nuevo, realizando la justicia mediante la solidaridad efectiva con la causa de los pobres. No podemos realizar operaciones dicotómicas extrañas al Nuevo Testamento. No podemos confesar el «todavía no» y negar el «ya sí». No podemos adialectizar la esperanza, descalificando la lucha histórica necesaria para avanzar en los procesos de liberación. En suma, la resurrección de Jesús, remitiéndonos al definitivo cumplimiento de la promesa de liberación integral —que tendrá lugar «cuando él vuelva»— nos remite al mismo tiempo a la historia, en donde esa misma promesa tiene que irse realizando con la mediación de nuestro compromiso liberador (63). Para ser testigos de la resurrección de Jesús necesitamos historificar nuestra esperanza en praxis histórica de liberación, recurriendo a los instrumentos adecuados de análisis que nos permitan conocer la miseria de la realidad y sus causas y a las mediaciones también adecuadas que nos permitan erradicarla, acercándonos así a la realización de la bienaventuranza para los pobres. Y es aquí donde nos encontramos inevitablemente con la cruz. El mensaje y la praxis liberadora de Jesús al servicio del Reino generaron la conflictividad que desembocó en la cruz. Jesucristo, como ya hemos dicho, nos ha liberado, pero asumiendo el destino de un crucificado. Todo compromiso liberador, en tanto que supone la solidaridad amorosa efectiva con la causa de los crucificados de la tierra, hace entrar en conflicto inevitable «con los poderes que (63) Para un desarrollo más amplio de este punto, cf. el capítulo VII de este mismo libro.

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tienen cautiva a la historia» y conduce a la cruz, de una forma u otra. Jesucristo nos libera ya desde ahora y nos conduce a la liberación futura total, invitándonos a asumir su propio destino de crucificado. Su resurrección no anula la cruz, aunque, eso sí, la sitúa en un nuevo horizonte de esperanza, apuntando hacia la liberación final y plena. No podemos caminar por el falso atajo: sólo siguiendo a Jesús —que supone tomar la cruz que genera el pecado que se opone al Reino de justicia y fraternidad— podemos caminar por el sendero por él abierto y esperar con autenticidad la resurrección final. Esta, para nosotros, como para Jesús, no es promesa que pueda cumplirse al margen de la conflictividad real de la historia, es decir, al margen de la tarea liberadora realizada en el seno mismo de esa conflictividad. Desde ahí, y sólo desde ahí, con la esperanza crucificada pero activa, sin los riesgos de la evasión, experimentando ya nuestra vida liberada cuando somos capaces de perderla en la lucha por la liberación de los pobres de la tierra, podemos confesar que Jesucristo es verdaderamente liberador y que con su venida final el último enemigo, la muerte, será vencido definitivamente. Señalemos, por último, que es precisamente a partir de la resurrección —en donde, como dice Pablo, Jesús «por línea del Espíritu santificador fue constituido Hijo de Dios en plena fuerza» (Rom 1, 4)— cuando la confesión en el Dios trinitario surge y se desarrolla históricamente de una manera explícita. En la resurrección se ve con claridad no sólo que Jesús es la revelación plena y definitiva del Padre, sino que además, por serlo o siéndolo, es enteramente de Dios, pertenece a El, es el Hijo único. Conducido por el Espíritu, Jesús como Hijo encarnado que es, revela al Padre y nos abre el camino de la verdadera liberación: esta es la lectura trinitaria que hace de Jesús el Nuevo Testamento, a la luz de la fe en su resurrección. Es una lectura legítima porque toda la vida de Jesús puede y debe ser leída en esa clave trinitaria. Por un lado, Jesús vive a distancia creacional y se siente distinto del Padre, de quien habla con veneración y a quien se dirige con súplicas y alabanzas. Busca su voluntad y se entrega siempre confiadamente a ella. Pero, por otro lado, vive la experiencia de la cercanía cálida, de la intimidad total y tiene, en suma, conciencia, al menos ejercida, de que es el Hijo, una misma cosa con el Padre (cf. Jn 10, 30). Vive además como un carismático, conducido por la plenitud del Espíritu que desciende sobre él y le consagra para realizar su misión (cf. Me 1, 9-11; Jn 1, 79

32-33), le conduce al desierto y le fortalece en toda tentación (cf. Mt 4, 1-11 y par.), le mueve a realizar los signos liberadores del Reino (cf. Mt 12, 28)... Pero es precisamente la cruz el lugar de máxima densidad, el momento culminante o el espacio más elocuente de esa revelación trinitaria de Dios. En la cruz se manifiesta hasta el escándalo la distinción entre el Padre que entrega y «abandona» y el Hijo entregado y «abandonado» (64). Pero se expresa igualmente la identidad total, pues en el Espíritu de amor que unifica lo distinto, el Hijo asume el abandono del Padre y lo convierte en entrega generosa y confiada de sí mismo, haciéndose así uno con El y mostrando y abriendo el camino que conduce a la resurrección o plenitud liberadora. En la Pascua Jesús es liberador por excelencia. En la cruz y resurrección se revela, en efecto, como en ningún otro momento, que Dios es amor que se desborda hacia nosotros, que incorpora nuestra propia capacidad y muerte y la vence al introducirnos en su corriente de vida que supera toda esclavitud y limitación y conduce a la plenitud liberadora. En la cruz el Padre nos ama hasta el punto de entregar a su Hijo por nosotros (cf. Rom 8, 32; Jn 3,16) (65) y el Hijo nos ama con el amor más grande que consiste en entregar la vida por los amigos (cf. Jn 15,13). Y el Espíritu que brota de ese amor nos es enviado, a partir de la resurrección, para hacer realmente posible nuestra incorporación a la vida trinitaria de Dios. Cuando seguimos a Jesús, sirviendo al Reino y haciendo nuestra la causa de los pobres por amor solidario, participamos en la vida trinitaria de Dios, somos como sus sacramentos en la historia y entramos en el camino que conduce a la vida plena, a la liberación integral.

(64) El sentido de la entrega y «abandono» del Padre lo precisaremos más adelante: cf. capítulo VI, págs. 132-135. (65) Aunque ya hemos remitido en nota anterior al capítulo VI para un más amplio desarrollo digamos ya desde ahora que cuando el Nuevo Testamento habla de la entrega del Hijo por el Padre, no pretende hacer a Este el «causante» o «culpable» de la muerte de Jesús. La muerte de Jesús fue un hecho histórico y no debe situarse en relación de causalidad con la voluntad abstracta de Dios, sino con la voluntad histórica de los detentadores del poder religioso, económico y político que entraron en conflicto irreconciliable con Jesús y fueron los máximos responsables de su crucifixión. La voluntad del Padre debe relacionarse directamente no con la cruz sino con la fidelidad a la causa del Reino querida para el Hijo, fidelidad que, al ser mantenida, le conducirá finalmente a la cruz. Sólo teniendo en cuenta estas matizaciones puede ser bien entendido el lenguaje neotestamentario de la entrega del Hijo por el Padre.

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6.

CONCLUSIÓN

Concluyamos resumiendo: — Jesucristo es liberador porque nos sitúa ante un Dios PadreMadre, amor radical y originario, cuya voluntad consiste en que se haga presente el Reino de justicia y liberación para los pobres. — Jesucristo es liberador porque no sólo nos ha anunciado la voluntad liberadora del Padre, sino que además ha correspondido plenamente a ella, la ha cumplido de forma ejemplar como Hijo cuyo único alimento fue precisamente realizar esa voluntad. Todas sus actitudes de vida, su mensaje y su praxis, su muerte de cruz y su resurrección de entre los muertos, tienen para nosotros una significación plenamente liberadora. Es el liberador ejemplar, el que ejemplarmente ha recorrido el camino que libera, es decir, hace libres y conduce a la verdadera y plena liberación. Si queremos caminar hacia la libertad y la liberación de todas las esclavitudes, personales y sociales, ya sabemos lo que tenemos que hacer: hemos de seguirle. Estar vitalmente convencido de esto constituye el núcleo esencial de nuestra fe. —• Jesucristo es liberador porque, resucitado, nos envía su Espíritu liberador que procede últimamente del Padre. Y es el Espíritu derramado en nuestros corazones —como hemos dicho repetidamente— el que nos concede el querer y poder seguir a Jesús, el que, como dice Pablo, nos libera «del régimen del pecado y de la muerte» (cf. Rom 8, 2) y nos conduce «a la vida y a la paz» (cf. Rom 8, 7), a la liberación total, puesto que, según el mismo apóstol, «ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios, coherederos con el Mesías; y el compartir sus sufrimientos es señal de que compartimos también su gloria» (cf. Rom 8, 16-17). Jesucristo nos libera de forma enteramente gratuita y real. Puesto que se dirige a seres libres su liberación es don y al mismo tiempo exigencia de tarea a realizar. No se da en nosotros de forma «automática», al margen de nosotros mismos o de espaldas a nuestra propia voluntad, sustituyendo nuestra decisión personal.. Reclama siempre nuestra conversión, es decir, nuestra respuesta de seres humanos libres y responsables. Sin conversión no hay liberación. Como señala con precisión L. Boff, «la conversión no debe ser comprendida como condición para que el Reino venga, sino que significa ya su inauguración, presencia y actuación en la historia. Por la conversión aparece clara la estructura del Reino y la liberaHl

ción pretendida por Dios: por una parte constituye un don ofrecido, y por otra es la acogida que se hace real en la medida en que el hombre colabora en la instauración del Reino por mediaciones de r.ir.ícter personal, político, social y religioso... No es un poder de dominación de las libertades, sino de ofrecimiento y llamada a la libertad y a su obra, que es el amor. El Reino se presenta así como ofrecimiento y no como imposición. Por eso en las condiciones históricas el Reino de Dios no viene si el hombre no lo acepta y no entra en un proceso de conversión/liberación» (66). Jesucristo nos libera señalándonos los linderos del camino y mostrando con su vida qué opciones y actitudes son necesarias para recorrerlo. Nos da además la fuerza de su Espíritu y apunta hacia la meta de la utopía final, cuya realización se ha anticipado en él mismo por la resurrección. Sin embargo, no ofrece un modelo concreto de praxis liberadora, válido para todo tiempo y lugar, con estrategia y tácticas concretas de realización. Tampoco ofrece un modelo de sociedad diferente y liberada, un proyecto concreto social alternativo (67). Esos modelos tendrán que buscarlos y encontrarlos sus discípulos, utilizando e incorporando las mediaciones pertinentes que proporcionan otros saberes autónomos. Ellos son llamados a ser sus seguidores y no sus miméticos imitadores (68). Pero en todo caso las coordenadas sí están trazadas y son sumamente orientadoras. El camino que conduce a ser personas libres, liberadas y liberadoras es el mismo que nos invita Jesús a recorrer cuando nos llama a seguirle. Supone renunciar a la seducción esclavizante de los falsos dioses y optar decididamente por los pobres y su causa para luchar sin cansancio y con esperanza por erradicar la miseria real que acerca a la muerte o a la indignidad y construir un mundo justo en donde no sea un sarcasmo llamarnos hermanos y hermanas.

(66) Cf. Jesucristo liberador. Una visión..., art. cit., 193. (67) Cf., por ejemplo, J. A. PAGÓLA: «Recuerdo de Jesucristo y praxis histórica de liberación», en AA.VV., Jesucristo en la historia..., op. cit., 232-237. (68) Sobre la diferencia entre imitación y seguimiento cf. más adelante: Capítulo VIII, págs. 169-172.

82

Capítulo IV

Jesús y la opción por los pobres y marginados

1.

LOS POBRES, DESTINATARIOS PREFERENTES DEL REINO ANUNCIADO POR JESÚS

El contenido fundamental de la reflexión que sigue podría resumirse así: Jesús de Nazaret proclamó, acercó y ofertó realmente el reinado de Dios a los pobres y marginados de su tiempo, como Buena Noticia de salvación liberadora. Tal proclamación y oferta las realizó con una vida, palabra y actuación que situaron claramente a Jesús en solidaridad con los pobres y marginados y en conflicto con los valores, personas y estructuras injustas de aquella sociedad de su tiempo, generadoras de pobreza-marginación, opuestas a la fraternidad solidaria y radical igualdad de todos los seres humanos. Que el centro del mensaje de Jesús fue la proclamación de la cercanía del reinado de Dios, con la invitación apremiante a la conversión sin demora para participar en la vida nueva ofrecida (cf. Me 1, 14-15; Mt 4, 17), apenas ofrece duda a la reflexión teológica actual. Precisamente al servicio de la causa de ese Reino hay que entender toda la vida y actuación de Jesús. Para comprender el contenido significativo del Reino es conveniente tener en cuenta que Jesús lo anuncia desde la «experiencia de contraste» que tuvo entre la voluntad del Padre y la configuración histórica de la realidad de su tiempo (1). Ante la situación en que vivió, llena de esclavitud opresora, discordias, injusticias, discriminaciones y desigualdades hirientes entre los diversos sectores de la sociedad, Jesús, desde su experiencia de Dios como «Abba» que quiere que todos los seres humanos vivan como hermanos y hermanas, denuncia la abundancia escandalosa de pobres y margi-

(1) Cf. más arriba, pág. 69, con la referencia a la Cristología de Schillebeeckx nllf indicada.

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nados en contraste con la riqueza y el privilegio de los pocos y anuncia la llegada inminente de su reinado como utopía de liberación absoluta de toda forma de pobreza y marginación (2). Es, pues, rasgo esencial del reinado de Dios proclamado por Jesús, su condición de Buena Noticia de salvación liberadora dirigida en primer término a los pobres y marginados. Ellos son los destinatarios preferentes (3). En realidad cuando Jesús anuncia que el reinado de Dios se acerca, está proclamando la bienaventuranza para los pobres, la liberación para los cautivos, la vista para los ciegos, la voz para los mudos, el andar para los cojos, la libertad para los enfermos-oprimidos... Puede decirse que especifica el anuncio de Jesús el ser una invitación dirigida a los excluidos y marginados para que se sienten en los lugares preferentes del banquete de su Reino y que caracteriza y forma parte esencial de su vida y misión su pertenencia liberadora al mundo de los pobres.

2.

¿QUIENES SON LOS POBRES A LOS QUE SE ANUNCIA LA BUENA NOTICIA?

Sin ignorar la complejidad de la cuestión y los muchos matices que sería conveniente hacer para responder con precisión a esta pregunta (4) me atrevería a decir que es al colectivo de pobres reales y marginados sociales —y muy especialmente, entre estos últimos, a los que lo son por motivaciones religiosas: los llamados pecadores en los relatos evangélicos— al que se refieren preferentemente los evangelistas —y muy especialmente Lucas— cuando ha(2) Cf., por ejemplo, L. BOFF: Jesucristo liberador. Una visión..., art. cit, 188-190. Esta vinculación esencial de Jesús con los pobres, concretada en la condición que estos últimos tienen de destinatarios preferentes del Reino ya la hemos desarrollado con mayor atención más arriba, en el capítulo III, págs. 68-75. (3) Cf. J. JEREMÍAS: Teología del 'Nuevo Testamento, T. I, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1973,119-148. Repitamos una vez más que la parcialidad hacia los pobres es garantía de verdadera universalidad: sólo siendo Buena Noticia para los pobres puede ser salvación para todos, evangélicamente hablando. Dicho de otro modo: los ricos y obradores de marginación sólo pueden entender el reinado de Dios anunciado por Jesús como Buena Noticia de salvación liberadora si son capaces de asumirla como «Mala Noticia» para los intereses injustos de su status y su causa (cf. Le 6, 20-26 y 16, 19-31). (4) Cf. J. PIXLEY y Cl. BOFF: Opción por los pobres, Ed. Paulinas, Madrid, 1986; R. FABRIS: La opción por los pobres en la Biblia, Ed. Verbo Divino, Estella-Navarra, 1992; J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit.; id. La opción por los pobres, Ed. Nueva Utopía, Madrid, 1991.

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blan de los pobres como destinatarios primeros del Reino de Dios anunciado por Jesús como próximo. Con la expresión pobres reales nos referimos a las personas que carecen de los bienes que son necesarios para la satisfacción de las necesidades más elementales de la vida humana (comida, habitación, vestido, salud, instrucción o educación). Suelen se llamados así —pobres reales— porque lo son en sentido muy real y no metafórico. También se les designa a veces con la expresión pobres materiales porque se hace referencia a personas privadas de los bienes materiales que se necesitan para vivir con dignidad humana (5). Con la expresión marginados sociales nos referimos a las personas o grupos socialmente rechazados, minusvalorados o que de hecho —aunque sea por propia decisión: automarginación— no participan equitativamente en la vida social, por motivos diversos: por no encajar de forma rentable en el proceso económico de producción, por conducta desviada respecto a las normas o valores comunes y aceptados en un determiando orden social, por tener características culturales o étnicas minoritarias que no se identifican con la cultura o etnia dominante, por razones de sexo o religión... (6). Tampoco es fácil precisar con rigurosa exactitud la relación existente entre la pobreza real y la marginación social, entre los pobres (5) A mi entender la referencia fundamental a tener en cuenta si se quiere precisar qué es la pobreza y quiénes son los pobres es la de las necesidades más elementales de la vida humana, aquéllas que no pueden ser satisfechas por la carencia de bienes económicos o materiales. Me parece que, como ya queda dicho, es a estos pobres a quienes se refieren especialmente los evangelistas y muy especialmente Lucas. Sin este enraizamiento «materialista» se corre el riesgo de dar la espalda a la realidad histórica de los pobres. Pero sería un error pensar que la pobreza real o material se sitúa exclusivamente en el nivel socioeconómico. Se extiende también, como bien sabemos por dolorosa experiencia, a los niveles socio-político, cultural y espiritual, a cuyos valores difícilmente tiene acceso el materialmente pobre (el que padece hambre o está subalimentado, por ejemplo, tendrá grandes posibilidades de ser analfabeto, carecerá de conciencia crítica de su propia situación, tendrá un nivel nulo o mínimo de participación social, no leerá a Cervantes, ni escuchará a Bach...). (6) Según lo dicho la referencia fundamental a tener en cuenta cuando se quiere precisar qué es la marginación y quiénes son los marginados es la de exclusión social o la no integración en la sociedad, que se expresa especialmente en falta de participación, ya sea en el proceso de producción o en el consumo y bienestar social, ya sea en la red de decisiones que configuran la vida social. Estamos primum et per se ante una realidad sociocultural, aunque casi siempre vinculada a repercusiones económicas negativas. Interesa destacar que en una sociedad teocrática como la judía del tiempo de Jesús la motivación religiosa era causa decisiva de marginación social. Parece obvio que el colectivo de los pecadores, al que tan repetidamente se refieren los relatos evangélicos, estaban marginados por una motivación directamente religiosa.

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y los marginados. Al respecto, me parecen atinadas las consideraciones siguientes: «El fenómeno de la marginación aparece frecuentemente vinculado a condiciones de pobreza material y ambiental sin que necesariamente... constituyan siempre realidades superpuestas o ligadas por una inexorable relación de causalidad. Se producen marginaciones de carácter ideológico que no llevan aparejadas condiciones de pobreza o indigencia, así como situaciones de pobreza material que no sepultan a las personas o grupos que las padecen en el espacio de la marginación plena.» «Sin embargo, aun eludiendo determinismos simplistas, marginación y pobreza tienden a autoalimentarse o, en términos más apropiados, a autoempobrecerse. Los colectivos marginados y, a la vez, pobres, se sitúan en la base de la pirámide social o incluso en las afueras de la convivencia tolerada. Marginación y pobreza, términos que en su propia definición incorporan aspectos negativos, constituyen así las dos apariencias de una misma realidad caracterizada por la dependencia, la carencia y, en definitiva, la exclusión... hasta el punto de que en algunos casos sólo es posible establecer una diferencia metodológica, en el sentido de analizar, desde una doble vertiente, la misma realidad sin fisuras de marginación-pobreza» (7). Teniendo en cuenta esa dinámica diabólica circular de autoalimentación o autoempobrecimiento, y aun sabiendo que no constituyen siempre colectivos adecuadamente superpuestos, parece legítimo referirse a los pobres-marginados unitariamente, como a personas o colectivos que están tendencialmente abocados a identificarse, y a la pobreza-marginación como a una misma realidad, básicamente caracterizada por la desigualdad radical y la carencia dependiente, aunque expresada o manifestada con referencia preferentemente al nivel socioeconómico o al sociocultural. Hechas estas precisiones elementales vuelvo a la afirmación de más arriba: no parece desacertado mantener que es fundamentalmente a este colectivo de pobres reales-marginados sociales a los que se refieren los relatos evangélicos cuando hablan de los pobres como destinatarios del Reino y de la solidaridad especial de Jesús con ellos y su causa. (7) Cf. AA.VV.: «Pobreza y marginación», en Documentación Social, número 56-57 (julio-diciembre 1984) 23. 347-348. 397.

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Podría decirse que la Biblia, al referirse a los pobres y a lg pobreza emplea un lenguaje nada aséptico o meramente descriptivo (8). Con él se refiere directamente a los pobres materiales o reales y a su pobreza —aunque no exclusivamente: la Biblia se refiere también a los que son pobres religiosamente hablando (9)— subrayando, eso sí, más la dimensión de marginación social que la de mera carencia económica —aunque está claro que ambas dimensiones están estrechamente relacionadas— y haciendo ver en todo caso que tal pobreza es intolerable y que impide la realización de la justicia querida por Dios (10). La versión griega de los setenta del A. Testamento utiliza dos términos para referirse a los débiles y necesitados: «penes» (personas que no pueden vivir de su fortuna propia o de su patrimonio, sino que han de trabajar y penosamente para satisfacer sus necesidades) y «tojos» (personas menesterosas o necesitadas, incapaces, por carencia de bienes, de satisfacer sus necesidades más perento(8) Cf. las agudas consideraciones que nos ofrece G. GUTIÉRREZ al respecto en su conocida obra Teología de la liberación. Perspectivas, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1972, 369370. (Cf. también la abundante bibliografía allí aludida en las notas 12 a 19.) (9) Parece claro que en el Antiguo Testamento los términos con que los autores bíblicos designan primeramente a la pobreza como realidad fundamentalmente socioeconómica (pobreza real o material) van recibiendo un sentido cada vez más inequívocamente religioso. Esta evolución parece percibirse con mayor claridad en relación con el término anaw que, empleado en plural (anawim), vcéi designando en forma privilegiada al pobre espiritual. En efecto, a partir de Sofonías, aquellos que esperan la obra liberadora del Mesías serán llamados pobres (cf. Sof 3, 12-13). Esta misma línea de pensamiento será prolongada por Jeremías, Ezequiel y el Deutero-Isaías, en el ambiente del exilio babilónico. Para estos profetas se van haciendo equivalentes pueblo fiel y pobres. Uno de los puntos culminantes de esta evolución es el Trito-Isaías, que tal vez es el que mejor ha expresado en qué consiste la pobreza espiritual: apertura total a Dios, humildad absoluta, obediencia y sentimiento de comunión, es decir, la perfección misma de la fe (cf., por ejemplo, Is 66, 1-2). En los salmos postexílicos se expresará directamente la comunidad de los anawim. A través del salterio se desarrollará la espiritualidad de los pobres, núcleo piadoso y fiel que tiene a Job como modelo paradigmático. Ben-Sirá representa tal vez la culminación de este proceso de espiritualización, al independizar en buena medida la actitud religiosa de la anawah (pobreza-humildad de la que habla Sofonías) del sustrato de pobreza material en el que ha' bía germinado. Basándose en el proceso mencionado se ha pretendido con frecuencia contrapone1" • la pobreza espiritual a la real o material y desligar después la pobreza evangélica de I a posesión efectiva de los bienes. No es posible considerar aquí con atención esta cueS' tión importante, que obliga a una clarificación del contenido significativo de la llama' da «pobreza espiritual», para impedir que pueda desvirtuarse el sentido y alcance de la pobreza evangélica. Para una consideración detenida de este asunto, cf. J. Lois: TeO' logia de la liberación..., op. cit., 103-145; id. La opción por los pobres..., op. cit., 15-16. (10) Para un estudio lexicográfico más minucioso puede consultarse la amplia bi' bliografía presentada en J. LoiS: Teología de la liberación..., op. cit., 108, notas 35 y 36.

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rias, es decir, pobres absolutos o severos, socialmente dependientes). El Nuevo Testamento cuando habla de pobres se decanta claramente por «tojos». «Penes» sólo se encuentra en 2 Cor 9, 9 y en una cita de Sal 112, versículo 9. En Le 21, 2 se usa un derivado de «penes» («penichrós»), pero su paralelo en Me usa «tojos». Este término aparece 34 veces en el N. Testamento, 24 de ellas en los Evangelios, casi siempre —al menos 18 veces— con la significación propia ya indicada: los «tojos» son los necesitados en sentido fuerte, marginados e indefensos (aunque también se usa el mismo término para designar a los «pobres de espíritu» —tojoi to pneumati— como beneficiarios privilegiados del Reino). Lo que interesa subrayar —contra lo que frecuentemente se lee en ciertos tratados de vida espiritual— es que cuando los Evangelios hablan de pobres se refieren casi siempre a los pobres reales o materiales, que son además casi inevitablemente marginados o socialmente dependientes. Esta última característica —la inferioridad o dependencia social— es la que más contaba para la mentalidad judía del tiempo de Jesús. Como señala J. Dupont, el gran escriturista belga, «nosotros, actualmente vemos en la pobreza sobre todo la carencia de bienes, con todas las molestias y privaciones que esa situación entraña. El semita es más sensible a la inferioridad social que hace de las gentes de condición modesta el blanco de los poderosos y violentos... El pobre para nosotros es sobre todo el desprovisto; los judíos lo miran más bien como el indefenso».

3.

JESÚS Y LA OPCIÓN POR LOS POBRES Y MARGINADOS

Se suele entender hoy por opción por los pobres la decisión que, poniendo en juego de forma comprometida la existencia entera, conduce a la solidaridad efectiva con los pobres mediante la asunción con realismo histórico de su causa justa de liberación. Pues bien, no son pocos los estudiosos que consideran que esa solidaridad real con los pobres y marginados, que constituye el núcleo de la opción, es un rasgo históricamente cierto y distintivo de la vida de Jesús. Como señala J. I. González Faus «la cercanía de Jesús respecto de toda la clase social oprimida y desprivilegiada es otro de los puntos en los que la garantía de historicidad es máxima». Se podrá discutir con razón la autenticidad de este o aquel detalle, pero, como indica el mismo teólogo, «cuando tantos rasgos dispersos coinciden en señalar hacia un mismo sitio», «los errores 88

de detalle difícilmente alterarán la imagen global», que «dibuja su amistad o bienquerencia hacia publícanos, prostitutas, samaritanos, leprosos (expulsados de la sociedad por la ley), viudas, niños, ignorantes ("pequeños"), gentiles, enfermos en sábado, etc.» (11). Al margen de la cuestión más concreta y discutida de si Jesús fue o no un pobre-marginado y en qué sentido pudo serlo o no serlo (12), algo mucho más decisivo aparece como evidente: su «inédito interés por lo perdido» ( C H. Dodd), su «tendencia hacia abajo» (E. Bloch), el estar «de manera incondicionada y apasionada siempre contra los soberbios, siempre a favor de los humildes, siempre contra aquéllos que tienen derechos y privilegios, siempre en favor de aquellos a quienes se les niega y despoja esos derechos» (K. Barth), su «vivir en malas compañías» (A. Holl)... Como señala H. Küng de forma rotunda: «No caben más discusiones: Jesús estuvo de parte de los pobres, los que lloran, los que pasan hambre, los que no tienen éxito, los impotentes, los insignificantes» (13). Dos son los términos con los que las narraciones evangélicas designan preferentemente a los destinatarios de esta opción solidaria de Jesús: «pobres» y «pecadores». Pero como señala acertadamente J. L. Segundo «importa sobremanera comprender... que Jesús no ha añadido... el grupo de los pecadores al de los pobres, enfermos, afligidos, hambrientos. Los mismos pobres son pecadores. En efecto, si se les considera según la situación material y su marginacion en la sociedad de Israel, son pobres; pero si nos fijamos en la presente razón de su pobreza y marginacion, son pecadores... Declarándolos pecadores se da la razón ideológica de su pobreza: ésta se encubre y se justifica» (14). (11) Cf. La Humanidad nueva. Ensayo de Cristología, Ed. Sal Terrae, Santander, 1984, 83.95. (12) Cf., por ejemplo, M. FRAIJO: Jesús y los marginados, Ed. Cristiandad, Madrid, 1985, 56-60; J. I. GONZÁLEZ FAUS: la Humanidad nueva..., op. cit., 86-88; H. KüNG: Ser cristiano, Ed. Cristiandad, Madrid, 1977, 337. (13) Cf. Ser cristiano..., op. cit., 337. Es esta actitud la que distancia claramente a Jesús de los monjes de Qumrán —que excluían de su comunidad a los «necios, dementes, tontos, locos, ciegos, tullidos, cojos, sordos y menores» (cf. ibíd., 296)— o de los criterios de valoración de Nietzsche, que consideraba «que para la prosperidad de la especie es necesario que el mal nacido, el débil, el degenerado, perezcan». (14) Cf. El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, Ed. Cristiandad, Madrid, 1982, T. II/l, 175. Una similar precisión es la que realiza GONZÁLEZ FAUS cuando advierte que «en una sociedad montada teocráticamente... el vocablo "pecador" no es una simple designación espiritual, del interior de la persona, sino que es una designación sociológica. Los pecadores coinciden precisamente con los que están situados "fuera" de aquella sociedad. El refrendo divino hace que no sea posible la marginacion en aque-

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Puede decirse que con los vocablos mencionados, que al menos en buena medida se superponen en aquella sociedad teocrática, se designa a los pobres reales y a los minusvalorados socialmente, en especial por motivaciones religiosas. Ya hemos dicho que el semita es muy sensible a toda situación de marginación o inferioridad social vinculada a la pobreza material, que hace a las gentes de condición modesta el blanco de los poderosos y privilegiados. Estamos ante la pobreza-marginación a que nos referimos anteriormente. Pero habría que añadir algo más: Jesús hizo de esa opción por los pobres-marginados de su tiempo el «distintivo de su misión» y por eso la «inculcó a los suyos» y la constituyó en rasgo fundamental de su seguimiento (15). ¿Cómo se manifiesta y puede verificar esta opción de Jesús? En primer término, en su forma de vivir o en el talante de vida por él elegido, tal como se nos presenta en las narraciones evangélicas. Desde luego, parece cierto que el comienzo y el final, el nacimiento y la cruz, son expresión inequívoca de su vivir desinstalado y marginal. Posiblemente tiene razón Bloch-. «el pesebre es verdadero: un origen tan humilde para un fundador no se lo inventa uno». Y añade: «el pesebre, el hijo del carpintero, el visionario que se mueve entre gente baja y el patíbulo al final..., todo está hecho con material histórico...» Nace en los márgenes, en la cueva «porque no había sitio para ellos en la posada» (Le 2, 7) y muere «fuera de la ciudad» (Heb 13, 12), «arrojado fuera de la viña» (Me 12, 8), «sufriendo la muerte de un excluido» (Pannenberg), colgado del madero destinado a los malditos (cf. Gal 3, 13; Dt 21, 23). Muchos indicios que nos dan los evangelistas convergen en la misma dirección: la Buena Noticia de su nacimiento es anunciada en primer término a los pastores «que pasaban la noche al raso velando el rebaño por turno» (Le 2, 8-12) (16); forma parte de una familia humilde (en la purificación la ofrenda presentada es un par de tórtolas o pichones —cf. Le 2, 24— que, según Lev 12, 8, es propia de la gente pobre), de un pueblo insignificante (como sin

duda era Nazaret); se le llama el «hijo del carpintero» (Mt 13, 55) o el «carpintero» sin más (Me 6, 8); elige para sus últimos años un tipo de existencia marginal y errante sin lugar «donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20); los que están en el «centro» o en la «cúpula» le consideran nada menos que un «perturbado mental» (Me 3, 21), «amigo de publícanos y pecadores» (Mt 11,19), «seductor» (Mt 27, 63)...; elige como discípulos más íntimos a gente sencilla —sencillos son, por ejemplo, los componentes que conocemos del grupo de los Doce—, incluido un grupo significativo de mujeres (17), con quien comparte su itinerancia y amistad; se muestra siempre cercano de los leprosos y enfermos impuros, los niños, los más pequeños y humildes, los sencillos que no son sabios ni entendidos, las prostitutas y endemoniados... Sería necesario destacar además, al repasar la conducta de Jesús, dos actividades que tienen especial significación para verificar el alcance de su opción: los «signos» de su misión salvífico-liberadora y las comidas y banquetes con los pecadores y perdidos. Limitémonos a decir, en apretada síntesis, que el sentido último y más profundo de los «signos» (milagros) de Jesús no reside, teológicamente hablando, en su carácter de obras prodigiosas, supuestamente contrarias a leyes naturales existentes y por eso susceptibles de ser científicamente comprobadas en su excepcionalidad, sino en revelar, cuando son leídas en un contexto de experiencia creyente, la dimensión salvífico-liberadora del Reino —su relación con la historia y la totalidad del ser humano— y en determinar quienes son sus destinatarios: los pobres y marginados. Y esa misma significación es la que sin duda hay que atribuir a las comidas escandalosas de Jesús con los que estaban «fuera» (cf. Me 2, 15-17 y par.) (18). También el mensaje de Jesús está informado por la misma opción. Ya nos hemos referido en páginas anteriores (19) a ciertas declaraciones programáticas y solemnes de Jesús que revisten especial

Ha sociedad, más que por culpa propia» (cf. La Humanidad nueva..., op. cit., 84). Para una consideración más atenta de esta misma cuestión, cf. las obras mencionadas de SEGUNDO y G. FAUS, págs. 170-177 y 84-86, respectivamente. (15) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 89-90 y 92-95. (16) Tal vez lo menos importante en este detalle, como en el de la cueva o en tantos otros, sea si así sucedió o no históricamente. Lo decisivamente importante es la indudable verdad a la que apunta Lucas: Jesús, desde su mismo nacimiento, está cercano de los pobres. Ese es el sentido del relato, que tiene para nosotros, creyentes, carácter vinculante.

(17) Dada la situación de marginación que padecía la mujer en tiempos de Jesús este dato tiene particular significación: cf., por ejemplo, R. AGUIRRE: Jesús, el profeta de Galilea, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1980, 44-46; H. KÜNG: Ser cristiano..., op. cit., 335-336. (18) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Clamor del Reino. Estudio sobre los milagros de Jesús, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1982; X. LEON-DUFOUR (ed.), Los milagros de Jesús según el Nuevo Testamento, Ed. Cristiandad, Madrid, 1979; E. SCHILLEBEECKX: Jesús, la historia..., op. cit., 181-198; J. JEREMÍAS: Teología del Nuevo Testamento..., op. cit., 140-141. (19) Cf. más arriba, págs. 49-51.

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importancia, pues en ellas se especifica con claridad dónde radica lo específico de su misión y cuáles son las fundamentales exigencias que plantea el servicio a su Reino. Habría que añadir ahora la constante denuncia profética de Jesús, su inequívoca descalificación de todos los valores, estructuras, actitudes y comportamientos que justificaban, mantenían o agrandaban las desigualdades hirientes entre los seres humanos y que establecían discriminaciones que a él le resultaban intolerables — porque además eran sacralizadas en nombre de Dios—, entre ricos y pobres, justos y pecadores, primeros y últimos, puros e impuros, poderosos que mandan y subditos que obedecen... (20). Ha sido sobre todo la teología latinoamericana de la liberación la que ha insistido en un aspecto muy importante de la vida de Jesús que pone de manifiesto con claridad la verdad de su opción en favor de los pobres y marginados de su tiempo. Me refiero a la gran conflictividad que generó su mensaje y vida (21). Precisamente porque Jesús tomó claramente posición en favor de los «de abajo», en un mundo donde la pobreza y marginación de los muchos contrastaba con la riqueza y privilegios de los pocos, su vida al servicio del Reino fue inevitablemente conflictiva. Sin la opción de Jesús en favor de los pobres y marginados no se entiende bien toda la conflictividad por él provocada, tan claramente narrada por los evangelistas (22). Pero sin esa conflictividad —que en el fondo fue de naturaleza estrictamente teológica, pues lo que estaba en definitiva en cuestión era el perfil del verdadero Dios— la vida de Jesús, tal como nos es presentada en los Evangelios, queda falseada en su raíz. Sin ella sería ininteligible la singularidad abismal y trastornante de su vida, su significación inequívocamente subversiva y especialmente su muerte de cruz, de la que fueron principales responsables los poderosos que se sentían amenazados en su situación de privilegio por la opción tomada por Jesús. (20) Cf. también más arriba, págs. 65-67, en donde recogíamos, a título de ejemplo, el claro enfrentamiento profético de Jesús con dos de los grandes ídolos generadores de desigualdades y marginaciones injustas: el dinero y el poder. (21) Sobre la praxis de Jesús, procesual, situada, partidaria y conflictiva, cf. C. BRAVO GALLARDO: Jesús, hombre en conflicto, Ed. Sal Terrae, Santander, 1986. Cf. también, M. FRAIJO: Jesús de Nazaret y la fe en Dios, en AA.VV., Dios como problema en la cultura contemporánea, Ed. EGA, Bilbao, 1989,165-175. (22) Decimos toda la conflictividad por él generada. No queremos decir que no existiesen otras fuentes de conflictividad en la vida y mensaje de Jesús. Sin duda existieron, como ponen de manifiesto los autores citados en nota anterior. Sólo queremos decir que sin tener en cuenta la opción por los pobres de Jesús no se entiende bien toda esa conflictividad. No afirmamos más, pero tampoco menos.

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Tan históricamente cierta fue su opción por los pobres y marginados y la conflictividad por ella causada, que Jesús tuvo que justificarla, defendiéndose así de la incomprensión y ataques de tantos de sus contemporáneos. Muchas de sus parábolas no se entienden bien si no se sitúan en ese contexto. J. Jeremías, autor de uno de los mejores estudios de que disponemos sobre ellas, dice con precisión refiriéndose a las que «contienen la Buena Nueva propiamente dicha» o «el mensaje de salvación en sentido estricto»: «Esta es su situación vital ("Sitz in Leben"): primariamente no son una presentación del Evangelio, sino defensa, justificación, armas en la lucha contra los críticos y enemigos de la Buena Nueva, a los que subleva la predicación de Jesús, que Dios tenga que ver con los pecadores, y que se escandalizan especialmente de que Jesús se siente a la mesa con los despreciados» (23). En el mismo sentido se expresa J. L. Segundo: «Sin temor a equivocarnos... podemos afirmar que al menos veintiuna (de las treinta y ocho parábolas que según J. Jeremías podemos encontrar en los sinópticos), es decir, más de la mitad de ellas, versan sobre las causas que llevan a los adversarios de Jesús a "escandalizarse" con su predicación acerca de la proximidad o llegada del Reino. En la misma medida constituyen... ataques a la ideología religiosa opresora de la mayoría de la sociedad de Israel y consiguientemente —no a pesar de ello— una revelación y defensa del Dios que hace de los pobres y de los pecadores los destinatarios por excelencia de su Reino» (24). Fundamentar de forma más completa una reflexión teológica actual sobre los pobres-marginados de la tierra y su situación de pobreza-marginación, exigiría también verificar cómo esta opción conflictiva de Jesús es culminación y explicitación de la revelación veterotestamentaria sobre Dios. Habría, en efecto, que mostrar cómo una línea de pensamiento importante que perfora toda la Biblia —y que alcanza relieve especial en el Éxodo, en los libros proféticos en general, en los Salmos...— nos muestra el perfil de un (23) Cf. Las parábolas de Jesús, Ed. Verbo Divino, Estella-Navarra, 1971, 154. (24) Cf. El hombre de hoy..., op. cit, T. II/l, 181. Para un. estudio detenido de las mencionadas parábolas, cf. ibíd., 181-196; J. JEREMÍAS: Las parábolas..., op. cit, 153-179; J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad..., op. cit., 95-104. Este último teólogo considera que en estas parábolas se contienen estas tres fundamentales enseñanzas: el Reino es universal y no admite marginación alguna; puesto que la bondad de Dios, que se justifica por sí misma, consiste en su amor hacia los pobres-marginados, es preciso optar por ellos; en el rico y poderoso hay una tendencia o proclividad a cerrarse ante el Reino, mientras que en el pobre y marginado sucede lo contrario. Es, señala, «la inversión total de perspectivas».

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Dios que es solidario con la suerte de los pobres y marginados y que, en consecuencia, no tolera la pobreza-marginación de los huérfanos, las viudas y los extranjeros, porque se opone frontalmente a su proyecto de fraternidad para la Humanidad. Un Dios que sólo puede ser conocido por aquéllos que realizan esa misma opción solidaria, a partir de la ruptura existencial y epistemológica provocada por esa opción. Sería igualmente necesario recordar cómo esa opción solidaria de Jesús ha sido vivida por los creyentes a lo largo de la historia del hecho cristiano. A partir de ese recorrido histórico se estaría sin duda en mejores condiciones de saber cómo hay que vivir hoy la misma opción de Jesús. Al no poder realizar aquí esa doble marcha «hacia atrás» (Antiguo Testamento) y «hacia adelante» (historia de la respuesta de las Iglesias cristianas en los ya casi veinte siglos que nos distancian del «fundador»), me limito a proporcionar en nota, para quien esté especialmente interesado en hacer ese largo y difícil recorrido, una amplia y escogida referencia bibliográfica (25).

(25) Para la relación entre Dios y los pobres y marginados en el A. Testamento, cf. J. ALONSO DÍAZ: Términos bíblicos de «justicia social» y traducción de «equivalencia dinámica», Ed. PPC, Madrid, 1978; S. CROATTO: Liberación y libertad. Pautas hermenéuticas, Ed. Nuevo Mundo, Buenos Aires, 1973; P. JARAMILLO RIVAS: La injusticia y la opresión en el lenguaje figurado de los profetas, Ed. Verbo Divino, Estella-Navarra, 1992; J. P. MIRANDA: Marx y la Biblia, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1975; J. PIXLEY: Éxodo: una lectura evangélica y popular, México, 1983; J. L. SICRE: LOS dioses olvidados. Poder y riqueza en los profetas preexílicos, Ed. Cristiandad, Madrid, 1979; id., Con los pobres de la tierra. La injusticia social en los profetas de Israel, Ed. Cristiandad, Madrid, 1984; E. TAMEZ: La Biblia de los oprimidos. La opresión en la teología bíblica, Ed. DEI, San José de Costa Rica, 1979. Para la vivencia de la opción de los pobres a través de la historia del hecho cristiano, cf. R. AGUIRRE: La Iglesia del N. Testamento y preconstantiniana, Ed. Fundación Santa María, Madrid, 1983; Cl. BOFF: «A "opcao pelos pobres" durante mil años de historia da Igreja», en Puebla, núm. 7 (1980) 385-402; ]. M.a DIEZ ALEGRÍA: La respuesta de las primeras generaciones cristianas a la exigencia evangélica de justicia, Ed. SM, Madrid, 1988; M. GRAZIA MARÁ: Ricchezza e povertá nel cristianesimo primitivo, Roma, 1980; A. HAMMAN: Riches et pauvres dans l'Eglise ancienne, París, 1962; M. HENGEL: Propiedad y riqueza en el cristianismo primitivo, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1983; D. MENOZZI: Chiesa, poveri, societa, nell'eta moderna e contemporánea, Brescia, 1980; M. MOLLAT: Etudes sur l'histoire de la pauvreté. Moyen Age-XVI siécle, París, 1974; id., Les pauvres au Moyen Age. Etudes sociales, París, 1978; R. SERRA BRAVO: Doctrina social y económica de los Padres de la Iglesia, Madrid, 1967; F. URBINA: «La Iglesia española ente la pobreza», en AA.VV., Teología y pobreza, núm. 4/5 de «Misión Abierta», Madrid, 1981, 91-106; J. VIVES: «Pobres y ricos en la Iglesia primitiva», en AA.VV., Teología y pobreza..., op. cit., 73-90.

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4.

OPCIÓN POR LOS POBRES Y MARGINADOS EN LA IGLESIA DE HOY

Teniendo en cuenta lo dicho hasta ahora una elemental reflexión teológica cristiana está sólidamente autorizada a realizar las afirmaciones siguientes: 1.a La pobreza y la marginación son, en sí mismas consideradas, algo negativo e inhumano, un estado escandaloso e intolerable, un mal a combatir, en cuanto realidades que se oponen frontalmente al proyecto de Dios en la historia de fraternidad universal. Son, en suma, una «injusticia institucionalizada», un «pecado estructural» o «pecado social». Por eso la proclamación por Jesús del reinado de Dios es el anuncio gozoso de la superación de esa situación intolerable. Y por eso, igualmente, tiene carácter blasfemo la vinculación positiva de la voluntad de Dios a la existencia de los pobres y marginados históricamente existentes. 2.a Los pobres y marginados son «lugar teológico» al ser: — el lugar o espacio donde Dios se nos manifiesta o revela preferentemente y, en consecuencia, en donde mejor se escucha su voz y sus demandas. Los pobres son la presencia escandalosa, escondida o negada y siempre desconcertante de Dios «que tiene características muy semejantes a lo que fue la presencia escandalosa y desconcertante del Hijo de Dios en la carne histórica de Jesús de Nazaret» (Ellacuría); — el lugar más apto para, en solidaridad con ellos y su causa, vivir la fe en Jesús y seguirle con fidelidad (y esto frente a la riqueza y el poder, «lugares sumamente peligrosos», evangélicamente hablando); — el lugar más propio para reflexionar a la luz de la fe, para hacer teología cristiana (26). 3. a Jesús estuvo solidariamente vinculado a la suerte de los pobres y marginados de su tiempo, denunciando y combatiendo los valores, estructuras y comportamientos que causaban y mantenían su pobreza y marginación, reclamando participación, igualdad, justicia y fraternidad. Esta denuncia y reclamo forman parte nuclear del mensaje de Jesús y de su tarea al servicio del Reino. Esa vinculación solidaria llevó a Jesús a optar por un talante de (26) Para ampliar estas referencias y clarificar la distinción entre «lugar» (con la significación que aquí se le da) y «fuente», cf. J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit., 149-157.

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vnl.i |>ol>iv i|ite le permitió sufrir la pobreza y marginación «desde ilcnlro», para mejor conocerla, denunciarla e intentar superarla. I'ero lo cierto es que, como con realismo señala M. Fraijó, «a pesar del impulso de Jesús sigue existiendo la marginación a todos los niveles... Jesús curó y ayudó a algunos en su tiempo; pero ¿qué significa esto para la Humanidad?» Parece indispensable plantearse preguntas similares a las que el mencionado teólogo se hace: «El hecho de que algunos hombres experimentasen entonces que pasó haciendo el bien, que era poderoso en obras y palabras, ¿qué significa hoy para los marginados de turno, para los enfermos incurables, para los que sufren? ¿Es posible vivir del recuerdo de que Jesús trató con misericordia a unos pocos? ¿Y los paralíticos que nunca oyeron ni oirán "el levántate, toma tu camilla y anda"? (Me 2, 9)...» Y concluye: «Hablar de Jesús y los marginados puede ser hasta reconfortante y alentador. Pero la entrega de Jesús al mundo de la marginación culmina en una invitación a todos nosotros. Después de alabar al buen samaritano... Jesús termina diciendo: "vete y haz tú lo mismo" (Le 10, 37). O en Mt 25, 50: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis"» (27). La opción de Jesús por los pobres y marginados debe ser interpelación vigorosa para la Iglesia de hoy, a través de los rostros de los mismos pobres y marginados. Podríamos entonces añadir una cuarta afirmación a las tres anteriores. 4.a La Iglesia considerada institucional y globalmente, las distintas comunidades cristianas, los creyentes personalmente considerados, tienen que optar inequívocamente por los pobres y marginados, asumiendo con ellos su causa.

logo mártir salvadoreño I. Ellacuría, refiriéndose a la totalidad de la Iglesia, afirma con contundencia: «Yo mantengo que la opción preferencial por los pobres es una de las notas de la verdadera Iglesia, al nivel de aquellas que antiguamente definíamos como una, santa, católica y apostólica. Y por tanto, que una Iglesia que en su teoría o en su práctica mantuviera que dicha opción no es una parte constitutiva de su misión... sería herética, porque estaría falseando uno de los datos intrínsecos de su propia esencia...» (28). Pero, ¿cómo entender esa opción en el momento histórico presente? ¿Qué exigencias concretas plantea hoy a la Iglesia el ser pobre y de los pobres, el optar a favor de ellos? Ambas preguntas son pastoralmente ineludibles y de una importancia capital si es verdad, como parece, que el hoy, el aquí y ahora, ejercen una influencia decisiva en la respuesta. Ya hemos dicho que contamos en la actualidad con estudios importantes sobre la historia del hecho cristiano en relación con el mundo de los pobres (29). De su lectura parece que pueden deducirse las mismas conclusiones fundamentales a las que llega Cl. Boff en su comentario a los importantes estudios de Mollat sobre esta misma cuestión, aunque referidos solamente a la etapa medieval. El teólogo brasileño llega a dos conclusiones fundamentales: — Por una parte, se constata de forma evidente que «la preocupación por los pobres fue constante en la Iglesia». En su historia «abundan las figuras luminosas de cristianos de todo tipo que practicaron el amor al pobre de forma heroica». Por todo ello «es conmovedor verificar el enorme esfuerzo de la Iglesia por "resolver" los problemas de los pobres». — Por otra parte, la Iglesia no pareció consciente a lo largo de la historia de algo que sí percibimos hoy: «que toda esa generosidad, afectiva y efectiva, reservaba a los pobres apenas las migajas del producto social.» Dicho de otro modo: faltó conciencia de que la pobreza es un problema estructural y que es necesario entenderla en relación dialéctica con la riqueza.

La credibilidad y significatividad de los seguidores de Jesús, personal y comunitariamente considerados, depende hoy en buena medida, en una sociedad sometida a la idolatría del poder, el triunfo, el dinero y el consumo, de la autenticidad de esa opción. Y habría incluso que añadir: también la misma ortodoxia. Como indicaba Vissert'h Hooft, en discurso pronunciado en la Asamblea Mundial de las Iglesias celebrada en Upsala en 1968,-«es hora de comprender que todo miembro de la Iglesia que rehuya en la práctica tener una responsabilidad ante los pobres, es tan culpable de herejía como el que rechaza una de las verdades de la fe». Y el teó-

A partir de estas conclusiones —que, como queda dicho, Cl. Boff refiere a la Edad Media/pero que son en buena medida extrapolables a cualquier otra época— surgen inevitables las preguntas: ¿Y hoy? ¿Cómo entender hoy la opción por los pobres?

(27) Cf. jesús i/ los marginados. Utopía y esperanza cristiana, Ed. Cristiandad, Madrid, 1985, 69-70.

(28) Cf. «Las Iglesias latinoamericanas interpelan a la Iglesia en España», en Sal Terrae, 70 (1982) 221. (29) Cf. más arriba, nota 26 de este mismo capítulo.

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El mismo teólogo brasileño nos ofrece unas consideraciones interesantes que son respuesta a las preguntas anteriormente formuladas. En la conclusión de su estudio dice lo siguiente: «Como se puede ver por la historia, la Iglesia siempre estuvo o quiso estar dedicada a los pobres... ¿Por qué entonces la opción por los pobres aparece como un discurso nuevo? Porque ella se presenta hoy bajo una forma nueva: que tiene que ser una opción estratégica. Se trata de optar por las luchas de los pobres. Se trata de solidarizarse con ellos, de asociarse a ellos en cuanto sujetos de la historia. No se trata, entonces, de inclinarse sobre ellos llenos de misericordia... Estamos en presencia de una cuestión política: hay que entrar en el proceso de liberación de los oprimidos. En consecuencia, no se trata ya de crear o montar una nueva red de instituciones de caridad, adecuadas a la situación de hoy, continuando así la larga tradición de la Iglesia... Se trata, sobre todo, de cuestionar el sistema a partir de las luchas populares. Se trata, pues, de pasar de un trabajo realizado al nivel de las instituciones sociales de ayuda, a un trabajo realizado al nivel de la organización popular. Tal es la novedad formal de "la opción por los pobres" hoy» (30). No es cuestión de descalificar en el momento actual toda tarea de naturaleza asistencial, referida al mundo de los pobres y marginados. Pero sí parece necesario declarar su radical insuficiencia o urgir el combinarla con la tarea de la transformación social estructural de signo liberador (31). Es preciso tomar conciencia de que los pobres y marginados no son simplemente carentes a los que hay que ayudar, sino fuerza histórica liberadora que hay que potenciar, poniéndose al servicio de su causa. Hoy, en el mundo creyente, se acepta sin esfuerzo, al menos teóricamente, que la opción por los pobres es una exigencia inequívocamente evangélica. Se acepta con relativa facilidad su significación espiritual y teológica, aunque no todos le conceden igual importancia, como es obvio. Sin embargo, difícilmente se acepta su dimensión socioestructural y su significación política (32). Pero lo cierto es que ha sido precisamente esa aceptación la que ha provocado un cambio cualitativo, una real inflexión en la consideración creyente de la opción por los pobres y marginados y la que constipo) Cf. A opcao pelos pobres..., art. cit, 399-402. (31) Cf. J. GARCÍA ROCA: «Iglesia y marginación social. Apuntes críticos y perspectiva de futuro», en Pastoral Misionera, 15 (1979) 481-485. (32) Sobre las distintas significaciones de la pobreza, cf. J. LoiS: Teología de la liberación..., op. cit., 200-237.

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tuye punto fundamental de referencia si se quiere entender el pluralismo que hoy se da en el seno mismo de la Iglesia. ¿No será verdad que la aceptación de la opción por los pobresmarginados en el sentido indicado por el teólogo brasileño es el lugar donde la Iglesia puede encontrarse consigo misma, arrepentirse, convertirse y recuperar la radicalidad evangélica? ¿No es en esa aceptación donde la Iglesia puede descubrir con mayor claridad que la marginación producida o consentida en su propio seno es algo intolerable y que descalifica toda acción evangelizadora? (33) ¿No es así como la Iglesia puede acreditarse como institución crítica y liberadora, creíble y significativa, continuadora de la tarea de Jesús, movida por su Espíritu? En esa aceptación y sólo en ella, pensamos muchos. No parece incluso exagerado decir que la aportación más específica del cristianismo a nuestra sociedad laica está en unir la experiencia del Dios de Jesús al convencimiento profundo de que la bienaventuranza y el sentido de la vida —la condición de sujeto en su sentido más verdadero— cobran realidad en la vivencia de esa misma opción.

(33) Cf. J. LOE: «Reflexión teológica sobre la marginación en la Iglesia», en AA.VV., Los derechos humanos en la Iglesia, Ed. San Esteban, Salamanca, 1986,161-165.

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Capítulo V

Jesús y la violencia

1.

INTRODUCCIÓN

Sobre Jesús y la violencia se ha escrito mucho, especialmente en las últimas décadas, en las que la cuestión de la violencia ha sido objeto de frecuente consideración a la luz de la fe. El propósito fundamental de este capítulo es el de intentar resumir algunas de las que me parecen mejores aportaciones hechas con el fin de precisar la posición de Jesús ante distintas formas de violencia que probablemente se dieron en su tiempo. Seguiremos de cerca los relatos evangélicos, y, en ocasiones, siguiendo los pasos de la investigación histórico-crítica, procuraremos con cautela remontarnos al Jesús histórico. Pero una reflexión sobre Jesús y la violencia debe siempre iluminar al menos algunas de las delicadas cuestiones que se les plantean a los cristianos hoy en relación con la violencia. Desvincular ambas cuestiones, para centrarse exclusivamente en la primera, no parece conveniente. Sería incurrir, de algún modo, en aquella desgraciada ruptura entre Cristología y soteriología que se mantuvo durante siglos y que tantos males trajo para la reflexión cristiana. Intentaremos, pues, primeramente precisar cuál fue la actitud de Jesús ante distintas formas de violencia existentes en su tiempo, para preguntarnos seguidamente en qué medida y cómo el creyente actual está vinculado a las posiciones tomadas en su día por Jesús. O dicho de forma más matizada: ¿en qué medida y cómo las actitudes de Jesús pueden y deben orientar hoy las nuestras en esta delicada y compleja cuestión de la violencia? Pero antes de nada conviene aclarar qué entendemos por violencia y cuáles son sus distintas formas y las que aquí concretamente vamos a considerar (1). Sin esta aclaración previa parece im(1) Interesa dejar claro desde el primer momento que nuestra reflexión no pretende referirse a todas las formas de violencia que se dan en nuestra realidad. Enseguida intentaremos acotar con precisión el campo exclusivo de nuestra reflexión.

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posible abordar con rigor las dos cuestiones propuestas. En realidad, determinar si Jesús fue o no violento —o si los cristianos pueden hoy recurrir o no a la violencia— dependerá de la noción de violencia que se asuma o de la clase de violencia a que se haga referencia.

2.

NOCIÓN Y CLASES DE VIOLENCIA

Señala Marciano Vidal que «la realidad de la violencia es tan compleja que parece escaparse a todo intento de conceptualización y catalogación» (2). Los filósofos, los psicólogos, los sociólogos y los moralistas no logran ponerse de acuerdo al analizarla y valorarla. Teniendo en cuenta la dificultad, no podemos, sin embargo, renunciar a precisar su noción y a establecer alguna tipología que nos permita avanzar en la clarificación de las dos cuestiones ya referidas. En un sentido muy amplio, y refiriéndose a la actividad humana, se puede llamar acción violenta a toda la que va acompañada de ímpetu o intensidad, fuerza o ira, y que se opone, en principio y sin mayor precisión, a múltiples factores que ofrecen resistencia, producidos o no por los seres humanos (3). Así entendida, debe afirmarse que la violencia pertenece a los dinamismos esenciales que constituyen la personalidad humana. Forma parte inevitablemente del tejido mismo de la realidad histórica y de su proceso de desarrollo (4). Pero cuando se plantea la cuestión concreta de la actitud de Jesús ante la violencia, o cuando se intenta precisar si los cristianos (2) Cf. «Perspectivas éticas de la violencia político-social», en AA.VV., Cristianos en una sociedad violenta. Análisis y vías de acción, Santander, 1980,111. (3) El Diccionario de la Real Academia de la Lengua considera acción violenta a la que se realiza con ímpetu y fuerza. En el mismo sentido, MARÍA MOLINER considera en su Diccionario que violenta es «cualquier cosa que hace u ocurre con brusquedad o con extraordinaria fuerza o intensidad». (4) No se nace, ni se crece, ni se muere sin violencia. Desde este punto de vista amplio, el amor no puede oponerse a la violencia o presentarse frente a ella como realidad alternativa excluyente. Hay que decir, por el contrario, que el amor real —y esto se ve más claro cuando se sitúa, como es necesario hacerlo, en un contexto histórico inevitablemente conflictivo— es inconcebible sin asumir dosis mayores o menores de violencia. No se ama si no se vencen con ímpetu y fuerza las resistencias que anidan en la misma intimidad del «corazón» humano y tantas otras que proceden de los distintos contextos sociales en que toda vida se realiza. ¿Se puede amar, por ejemplo, al prójimo pobre sin sentir ira e indignación ante la injusticia causante de su situación de empobrecimiento y marginación?

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pueden recurrir a ella coherentemente, la violencia se entiende casi siempre en un sentido más restringido. Fundamentalmente se la reduce a la violencia de la lucha armada, es decir, la que utiliza instrumentos capaces de ocasionar la muerte o de atentar directamente contra la integridad física de las personas. Incluso es frecuente restringir más su significación en época reciente y hacer exclusivamente referencia a la violencia armada revolucionaria que pretende el cambio radical de la sociedad mediante la subversión protagonizada por la llamada base social. La verdad es que un planteamiento tan restringido se hace ideológicamente sospechoso. No cabe duda que interesa saber cuál fue la actitud de Jesús —y cuál debe ser hoy la de los cristianos— ante esa forma concreta de violencia revolucionaria. Pero, ¿podemos honestamente ignorar aquella violencia que generan las estructuras económicas, jurídico-políticas e ideológicas, que se traduce en salarios de hambre, desigualdades injustas e hirientes que acercan a unos a la abundancia y a otros a la muerte temprana, atentados contra el ejercicio de la libertad real de los ciudadanos o analfabetismo? Es más: ¿puede comprenderse y valorarse la violencia revolucionaria sin tener en cuenta la violencia de las estructuras, aún reconociendo que cada una de ellas tiene su propia dinámica interna? Conviene incluso preguntarse a quién favorece un planteamiento que parece exclusivamente preocupado en valorar ética y teológicamente la violencia armada revolucionaria y deja al margen aquella otra violencia que segregan las estructuras sociales —que también mata aunque no derrama sangre— o la que ejercen los aparatos del Estado contra los transgresores del orden, que sí derrama sangre y reprime, matando muchas veces. Para evitar planteamientos unilaterales que favorecen siempre los intereses ideológicos más estrechamente vinculados a los poderes dominantes y a la conservación de lo «dado», parece indispensable hacer referencia, al menos, a las tres clases de violencia que constituyen lo que se suele llamar el «círculo infernal» violento, tantas veces presente en nuestras sociedades actuales: — En primer término, la llamada violencia estructural, que es la ejercida por el conjunto de «estructuras económicas, sociales, jurídicas y culturales que causan la opresión del hombre e impiden que el hombre sea liberado de esa opresión» (5). (5) Cf. J. M." DIEZ ALEGRÍA: Proceso a la violencia, Ed. Mañana, Madrid, 1978,10-11. A esta misma violencia la llaman otros violencia institucional: cf., por ejemplo, H. CÁMARA: El cristianismo es liberación, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976,102.

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— En segundo lugar, la llamada violencia insurreccional, que es la ejercida contra el orden establecido, con la finalidad de oponerse a las situaciones que se juzgan injustas y opresoras. Si lo que persigue es la sustitución de las estructuras que configuran el orden existente por otras nuevas de signo contrario, mediante un proceso de ruptura y no de simple evolución, se llama violencia revolucionaría. Para conseguir sus fines puede elegir el camino de la «no-violencia activa» o recurrir al uso de las armas, incluso mortíferas (6). — Por último, la violencia represiva o coactiva, que es la ejercida por los cuerpos de seguridad o institutos armados del Estado —legítimamente constituidos o no— con el fin de mantener el orden establecido o de neutralizar la violencia insurreccional (7). En lugar de plantear exclusivamente la cuestión de si Jesús fue o no un revolucionario o de si propugnó o condenó la violencia revolucionaria —planteamiento sesgado, insistimos, con connotaciones ideológicas sospechosas, puesto que parece suponer que la revolucionaria es la única violencia existente o al menos la única que merece ser considerada (8)— hay que preguntarnos también cuál fue su actitud ante esas otras violencias que hoy llamamos estructurales y represivas y que sin duda —aunque de forma distinta, como es obvio— también se dieron en su tiempo. Con todo, y a pesar de esa mayor amplitud en el planteamiento, al limitarnos a las tres clases de violencia mencionadas, nos vamos a mover exclusivamente en el área de la llamada violencia social (9). Y aún vamos a dejar fuera de nuestra consideración una (6) Es verdad que la revolución, en el sentido indicado de cambio radical estructural, está históricamente vinculada a la violencia armada que ocasiona muerte. Pero no parece impensable un auténtico proceso revolucionario vinculado, por ejemplo, al procedimiento de la no violencia activa. Cuando la violencia armada insurreccional es usada indiscriminadamente y de forma desproporcionada, con el fin de lograr la desestabilización más radical se suele llamar violencia subversiva terrorista. (7) En algunas países también es de dolorosa actualidad la violencia represiva ejercida por bandas paraestatales armadas, que actúan con casi total impunidad y en sospechosa connivencia con los cuerpos de seguridad del Estado. (8) A mi entender se resiente de esta unilateralidad el estudio de M. HENGEL: Jesús y la violencia revolucionaria, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1973, y también, aunque en menor medida, el de O. CULLMANN: Jesús y los revolucionarios de su tiempo, Ed. Studium, Madrid, 1971. (9) Como advierte M. VIDAL, «aunque toda violencia brota del interior del hombre y tiene por objeto al hombre, sin embargo sus manifestaciones más importantes acontecen en el ámbito social humano». Por eso el poner el énfasis —como vamos a hacerlo aqui— en la dimensión social de la violencia «no pretende olvidar la existencia de las violencias interindividuales, sino de poner de relieve el horizonte más adecuado a toda forma de violencia humana» (cf. Perspectivas éticas..., art. cit., 112-113).

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forma concreta de violencia social sumamente importante: la llamada violencia bélica, concretada en las distintas clases de guerra propiamente dicha y en las que pueden considerarse sus formas previas fundamentales, es decir, el militarismo y la carrera de armamentos (10). Acotado así el campo pasemos a considerar ya la primera cuestión.

3.

JESÚS Y LA VIOLENCIA

3.1.

El «círculo» de la violencia en tiempos de Jesús

Parece que en tiempos de Jesús se daban las tres formas de violencia que constituyen el llamado «círculo infernal». Existía sin duda una violencia estructural o institucional, generada en primer término por las estructuras socioeconómicas entonces vigentes. J. Jeremías, al analizar la situación de Palestina en tiempos de Jesús, llega a la conclusión de que existía una clase adinerada poco numerosa, marcada por el lujo e incluso la ostentación, que contrastaba con la masa de pobres, constituida fundamentalmente por los esclavos —domésticos o públicos—, los desocupados, los mendigos —«Jerusalén era, nos dice Jeremías, ya en la época de Jesús, un centro de mendicidad»— y por los jornaleros, más numerosos que los esclavos, y cuyo número aumentaba, al parecer, considerablemente (11). Todo el pueblo estaba agobiado por los impuestos, los establecidos por el Estado, y «los muchos y pesados tributos para el culto y los sacerdotes» (12). Se daba también la violencia estructural de índole religiosa, derivada de la minuciosa nor(10) No es posible, en el espacio de este trabajo, referirse a las muchas y graves cuestiones que hoy se plantean en torno a la violencia bélica y sus formas previas fundamentales. En todo caso cuando las armas han alcanzado un poder tal de destrucción que nos sitúan a todos en el umbral del posible y temido holocausto universal, parece obligado un vigoroso replanteamiento de las posiciones clásicas sobre la llamada «guerra justa». Para una tipología más completa de la violencia, cf. J. M.a DIEZ ALEGRÍA: Proceso a la..., op. cit., 10-12; M. VIDAL: Perspectivas éticas..., art. cit., 111-114; T. OLIVAR: «La violencia revolucionaria en la doctrina social de la Iglesia», en AA.VV., Cristianos en una sociedad violenta..., op. cit., 141-148; J. SOBRINO: «La Iglesia ante la crisis. Recordando a monseñor Romero», en ECA, 36 (1981) 359. (11) Cf. Jerusalén en tiempos de Jesús, Ed. Cristiandad, Madrid, 1977, 105-138; H. ECHEGARAY: La práctica de Jesús, Ed. CEP, Lima, 1980, 98-112; 158-168. (12)

Cf. J. JEREMÍAS: Jerusalén..., op. cit, 124.

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mativa legal —no olvidemos el carácter teocrático de la sociedad de entonces— que pesaba como una carga insoportable, especialmente sobre los más pobres, pues al no ser por ellos conocida y cumplida les situaba en la marginación religiosa y social (cf. Mt 23, 2-4; Le 11, 46). Sobre todo el pueblo de Israel en tiempos de Jesús presionaba además como una pesada losa la violencia generada por las estructuras jurídico-políticas de la ocupación y dominación romanas. Existía también la violencia insurreccional, incluso armada, propugnada por el movimiento zelota y dirigida directamente contra la violencia estructural acusada por la dominación romana, pero que sin duda, como ha subrayado Theissen, se nutría de la crisis socioeconómica existente y del desconcierto que generaba (13). Existía, por fin, la violencia represiva o coactiva, ejercida por las fuerzas extranjeras de ocupación y también por las que estaban al servicio de las autoridades judías, a las que los romanos concedían una considerable autonomía. Su manifestación más significativa y clamorosa se encuentra en las crucifixiones, incluso masivas, que tuvieron lugar sobre todo en el siglo i de nuestra era. La cruz de Jesús es prueba fehaciente de esa violencia represiva, ejercida esta vez de forma combinada por las autoridades judías y el poder romano. 3.2. Jesús y la llamada violencia estructural Jesús considera que la violencia estructural que se traduce en riqueza para los pocos y pobreza para los muchos es contraria a la justicia propia del Reino de Dios «que desbarata los planes de los (13) Es opinión bastante extendida que el movimiento zelote tenía una presencia activa considerable en tiempos de Jesús, hasta el punto de que, sin situarlo en el trasfondo, muchos de sus gestos y dichos no pueden entenderse: cf., por ejemplo, O. CULLMANN: Jesús y los revolucionarios..., op. cit.; id., El Estado en el Nuevo Testamento, Ed. Studium, Madrid, 1966; M. HENGEL: Jesús y la violencia..., op. cit.; id. Die Zeloten, Leiden, 1961; S. G. F. BRANDON: The Fall ofjerusalem and the Christian Church, Londres, 1957; id., Jésus et les Zélotes. Recherche sur lefacteur politique dans le christianisme primitif, Ed. Flammarion, París, 1975; J. ALONSO DÍAZ: Actitud de Jesús y del Evangelio ante la violencia, Ed. PPC, Madrid, 1981. No obstante, algunos piensan que en tiempos de Jesús —de los años 6 al 44 de nuestra era— reinó gran tranquilidad en Palestina, «sólo alterada por esporádicas reacciones pacíficas ante algunas provocaciones romanas»: cf. R. AGUIRRE: Jesús, el profeta de Galilea..., op. cit.; G. THEISSEN: Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1985, 60-62; H. GUEVARA: Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, Ed. Cristiandad, Madrid, 1985. J. D. CROSSAN: Jesús: vida de un campesino judío, Ed. Crítica, Barcelona, 1994, 209-270.

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arrogantes, derriba del trono a los poderosos y levanta a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Le 1, 51-53). Con una radicalidad verbal que conlleva violencia, en el sentido más amplio del término, declara que la riqueza, en tanto que es acumulación lograda a costa de, o junto a la pobreza del prójimo, es siempre injusta (cf. Le 6, 9-12), rompe la comunión con Dios e impide la entrada en su Reino (cf. Le 16, 19-31). Señala que «es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el Reino de Dios» (Le 18, 25) y añade que es imposible servir a Dios y a las riquezas, ya que «nadie puede estar al servicio de dos amos, porque aborrecerá al uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro» (Mt 6, 24). Por eso, la Buena Noticia del Reino que él anuncia y a cuyo servicio está es bienaventuranza para los pobres y maldición para los ricos (cf. Le 6, 20. 24). Ante la violencia ejercida por las estructuras jurídicas e ideológico-religiosas que mantienen al pueblo sencillo oprimido y marginado social y religiosamente, Jesús reacciona con no menor radicalidad. Se enfrenta con: — los escribas y fariseos —a quienes llama «hipócritas», «sepulcros encalados», «culebras», «carnada de víboras»— «porque lían fardos pesados y los cargan en las espaldas de los demás mientras ellos no quieren empujarlos ni con un dedo» (cf. Mt 23, 4; Le 11, 46); — los legalistas, que están al acecho para invocar el sábado y descalificar en nombre de Dios las acciones liberadoras en virtud de las cuales se sacia el hambre, se cura el brazo atrofiado o se hace el bien al ser humano (cf., por ejemplo, Mt 2, 23-3, 6); — los que se consideran a sí mismos justos y en virtud de su pretendida justicia se creen autorizados a marginar y despreciar a los supuestamente pecadores (cf. Le 18, 9-14; Mt 21, 28-32); — los que desvinculan el culto de la justicia y la fraternidad y convierten el templo —institución sagrada por excelencia— en instrumento de segregación y en cueva de bandidos (cf. Mt 21, 12-17)... En ocasiones la denuncia de Jesús va acompañada de intemperancia verbal e ira (cf. Me 3, 5; Mt 23, 13-35; Le 11, 39-54) o incluso de violencia físicamente ejercida (cf. Mt 21, 12-17 y par.). Pero todo lo dicho hasta aquí de la actitud tomada por Jesús ante la violencia que calificamos de estructural parece de difícil conciliación con las exhortaciones que Mateo pone en labios de Je107

sus y que constituyen tal vez la proclamación más radical de la utopía de la no-violencia que conoce la historia. Recordémoslas: «Pues yo os digo: todo el que trate con ira a su hermano será condenado por el tribunal; el que lo insulte será condenado por el Consejo; el que lo llame renegado será condenado por el fuego del quemadero» (Mt 5, 22). «Pues yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, déjale también la capa; a quien te fuerza a caminar una milla, acompáñalo dos; al que te pide dale; y al que quiere que le prestes, no le vuelvas la espalda» (Mt 5,39-42). «Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5, 44-45) (14). Nos encontramos, pues, ante dos líneas de pensamiento aparentemente antitéticas, que generaron actitudes de Jesús de m u y distinto signo. De hecho él no hizo frente al agravio y no resistió al mal y a la injusticia que supuso su prendimiento, tortura y crucifixión. Pero también es verdad, como hemos visto, que denunció la injusticia que provocaba la marginación de los sencillos y pecadores, luchando así con ímpetu contra ella. Como señala González Faus, refiriéndose a esta misma cuestión, «esta actitud aparentemente contradictoria, tiene una clave de explicación muy simple: Jesús parece ser agresivo cuando la injusticia o la necesidad de defensa afectan a los demás, pero se vuelve no resistente cuando le afectan a El. Esta doble medida, según se trate de uno mismo o de los demás, atraviesa como un criterio todos los Evangelios» (15). Pero si se impone la lucha contra el mal que genera violencia injusta contra los demás, ¿se puede seguir manteniendo la exigencia evangélica del amor universal, que se extiende incluso a los enemigos? Parece que sí. De hecho Jesús fue capaz de amar y perdonar a sus enemigos, hacedores de la injusticia, y combatirlos con dureza al mismo tiempo. Habría incluso que decir que el amor auténtico, en un mundo de violencia estructural y de injusticia insti(14) Cf. también Le 23, 34; Mt 18, 21-22; Le 17, 4. (15) Cf. «La Buena Noticia de Jesús ante la mala noticia de un mundo violento», en AA.VV., Cristianos en una sociedad..., op. cit., 192.

tucionalizada como el de Jesús y el nuestro, es un esfuerzo inevitable de difícil síntesis entre mansedumbre y violencia, perdón y lucha (16). Como indica Diez Alegría, «el amor del prójimo a nivel evangélico impulsa al perdón, a la mansedumbre, al amor del mismo enemigo y opresor. Pero, a la vez, impulsa inexorablemente a oponerse a la injusticia, a luchar con todas sus fuerzas contra la opresión de los inocentes y los débiles: luchar hasta la muerte, sin retroceder ante la oposición, afrontando las laceraciones y los rompimientos que puedan ocasionarse» (17). Hay que tener en cuenta además que las actitudes de Jesús desencadenaron reacciones progresivamente violentas en su entorno. Jesús, al proclamar el Reino de Dios, partió de lo que Schillebeeckx ha llamado «una experiencia de contraste». Consciente de la situación de injusticia que le rodeaba y de la violencia estructural que generaba, Jesús anunció la llegada de una situación distinta, informada por los valores enteramente nuevos del Reino. Con su anuncio ofertaba una alternativa liberadora de naturaleza subversiva, incluso revolucionaria, que implicaba un cambio muy profundo, personal y estructural (18). La nueva situación que anuncia es como el «paño sin estrenar» o el «vino nuevo», que exigen «manto y odres nuevos» (cf. Me 2, 21-22). Una oferta hecha con tal radicalidad merece en sí misma el calificativo de violenta y conflictiva. Jesús es consciente de ello: «Fuego he venido a encender en la tierra y ¡qué más quiero si ya ha prendido!... ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Paz no, división; porque de ahora en adelante una familia de cinco estará dividida: se dividirán tres contra dos y dos contra tres; padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra» (cf. Le 12, 49-53; cf. también Mt 10, 34). ¿Puede extrañar la reacción violenta desencadenada por Jesús? Es históricamente cierto que su vida y anuncio generó tal dosis (16) Es más, las mismas limitaciones inevitables de la condición humana nos llevan a pensar que el amor humano sin violencia alguna es una pura abstracción: cf. J. L. SEGUNDO: Liberación de la teología, Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1975,177-193. (17) Cf. Proceso..., op. cit., 31. Por eso, añade el mismo autor, «el espíritu del cristianismo es opuesto, a la vez al "espíritu de violencia" (violencia fundada en el deseo de venganza, en el odio contra la persona del "enemigo", en el rencor, en el desprecio de la persona a la que se hace violencia) y al "espíritu de conformismo" con las injusticias sociales e históricas. Si hay una "violencia" antievangélica, hay también una "cobardía" antievangélica que no tiene nada que ver con la "mansedumbre" a que nos exhortan los escritos del Nuevo Testamento» (cf. ibíd., 33). (18) Cf. J. M.a CASTILLO: El proyecto de Jesús..., op. cit., 36-37; J. DUPONT: Les Beatitudes..., op. cit., T. II, 53-90.

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de oonllutividad y violencia que sus antagonistas pronto plantearon «el modo de acabar con él» (cf. Me 3, 6) y terminaron ordenando su captura, tortura y muerte ignominiosa en la cruz. Que Jesús, a medida que observaba la respuesta que iba obteniendo por parte de los distintos sectores del pueblo y especialmente a partir de la muerte de Juan Bautista, se situó ante la posibilidad y aún probabilidad de su muerte violenta, es hoy opinión generalizada. Pese a todo no cambió de actitud y siguió adelante con su proyecto. Por otra parte, advirtió a sus discípulos que también ellos, en la medida que le fuesen fieles, serían insultados, calumniados, odiados, perseguidos, torturados. Incluso sus vidas serían segadas, creyendo así sus verdugos que ofrecían culto agradable a Dios: «Mirad que yo os mando como ovejas entre lobos: por tanto sed cautos como serpientes e ingenuos como palomas. Pero tened cuidado con la gente, porque os llevarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os conducirán ante gobernadores y reyes por mi causa...» (Mt 10, 16-18). «Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por causa mía. Estad alegres y contentos, que Dios os va a dar una gran recompensa...» (Mt 5,11-12). «Os dejo dicho esto para que no os vengáis abajo: os expulsarán de la sinagoga; es más, llegará el día en que os maten pensando que así dan culto a Dios» 0n 16,* 1-2; cf. también, Le 12, 4; Mt 10, 22; Le 21, 16). En definitiva, Jesús, que luchó contra la violencia estructural, no pudo impedir la reacción violenta de los que se sintieron cuestionados o incluso atacados por él. Tampoco la han podido impedir los que a través de la historia han sabido serle fieles.

3.3.

Jesús y la violencia

revolucionaria

de los zelotes

Hemos intentado resumir la posición que Jesús tomó ante algunas formas importantes de.violencia estructural existentes en su tiempo. Pero, ¿se reduce a lo dicho la posición de Jesús? Interesa plantearse ahora una cuestión muy concreta: ¿ante la violencia estructural, y más en concreto, ante la violencia que suponía para el pueblo judío la ocupación y dominación romana propugnó Jesús la violencia insurreccional armada? ¿Fue Jesús un caudillo revolucionario zelote? 110

Es verdad que no conocemos con certeza la historia del movimiento zelote. Parece que tuvo su origen en Galilea (19) y que recibió su impulso definitivo con la insurrección de Judas en los años 6-7 d. C , con ocasión del censo ordenado por Quirino (20). Su aparción pública más importante hay que situarla sin duda en la guerra judía del año 70, que terminó con la destrucción de Jerusalén. M. Hengel lo califica de un movimiento de «lucha escatológica de liberación» frente a la dominación pagana y extranjera. Sus axiomas fundamentales eran una ardiente espera del Reino de Dios y un celo fanático por la ley. La llegada del Reino de Dios, que pondría fin a la ocupación romana, dependía de la propia «acción revolucionaria» y por eso no podía ser esperada de forma pasiva y quietista. Parece que consideraban incluso que el levantamiento general contra Roma era condición previa para la intervención definitiva de Dios (21). Un movimiento, pues, nacionalista, teocrático, antiromano y violento. Ya hemos dicho que se discute acerca de la importancia que el movimiento zelote tuvo en tiempos de Jesús (22). Es posible que tengan razón los que sostienen que no hay señales claras de que el movimiento estuviese organizado y activo en los años en que Jesús desempeñó su misión, pero parece difícil negar su actuación ocasional y esporádica (23) y, sobre todo, su influencia en los sectores sociales más desfavorecidos para crear un clima de efervescencia caracterizado por la esperanza ardiente del Reino, vinculada a la liberación del yugo romano. Como señala E. Schürer, desde los años 6 al 66 de nuestra era, «debido precisamente a sus actividades (se refiere a las de los zelotes) la antorcha de la rebelión se mantuvo encendida» (24). Parece entonces importante la relación de Jesús con el zelotismo. La tesis de que Jesús fue un líder revolucionario social y político, perteneciente al movimiento zelote —o al menos vinculado estrechamente a él y defensor de su causa— no es nueva. Ya Reimarus, el fundador de la investigación crítica sobre Jesús, en su obra publicada postumamente (1778) por su discípulo Lessing, sostuvo (19) Cf. J. JEREMÍAS: Jerusalén..., op. cit., 90. (20) Cf. E. SCHÜRER: Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús. I. Fuentes y marco histórico, Ed. Cristiandad, Madrid, 1985, 493-494. (21) Cf. M. HENGEL: Jesús y la violencia..., op. cit., 69-79. (22) Cf. supra, nota 14 de este mismo capítulo. (23) CULLMANN y HENGEL consideran que Barrabás era con certeza un zelote sedicioso: cf. Jesús y los revolucionarios..., op. cit., 44-45, y Jesús y la violencia..., op. cit., 14-15. (24) Cf. Historia del pueblo judío..., op. cit., T. I, 454.

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que el profeta galileo fue un Mesías político que propugnó y dirigió un levantamiento armado contra la dominación romana que fracasó y concluyó en la cruz. Desde entonces otros autores (Kautsky, Eisler, Carmichael, Buhr, Brandon...) han sostenido similar punto de vista, aunque con variantes, incluso notables, entre ellos (25). La investigación crítica actual descarta, con práctica unanimidad, tal hipótesis. Los estudios ya citados de Cullmann y Hengel deben considerarse fiables a este respecto. Aunque en los Evangelios Jesús no aparezca enfrentado directa y expresamente con los zelotes —y aunque puedan incluso percibirse signos de su cercanía o simpatía hacia ellos (26)— parece indudable que Jesús no sólo no fue un líder zelote, sino que se distanció muy conscientemente y de forma sustancial del movimiento y su proyecto. Los textos o gestos aislados que suelen invocarse en defensa de la hipótesis del zelotismo de Jesús no son convincentes (27). Tampoco resulta convincente intentar demostrar lo contrario, recurriendo al mismo procedimiento de invocar este o aquel texto aislado (28). Interesa más bien subrayar que Jesús se distanció clara(25) Cf. M. HENGEL: Jesús y la violencia..., op. cit., 11-13. (26) CULLMANN señala los siguientes: Su predicación: «el Reino de Dios está cerca»; los zelotes no anunciaban otra cosa. Su postura crítica frente a Herodes, al cual llamaba zorro (Le 13, 3). La ironía con que habla de los soberanos (Le 22, 25). Ciertas frases sobre llevar la espada (Le 22, 36-38. 49-51; Mt 10, 34). Su ascendiente sobre la multitud, que quiere hacerle rey (Jn 6,15). El atractivo que ejerce sobre los mismos zelotes, hasta el punto de que uno de sus discípulos más íntimos —Simón, el zelote— pertenecía ciertamente al movimiento y otros —Pedro, Judas— con cierta probabilidad (cf. Jesús y los revolucionarios..., op. cit., 19-22; id., El Estado en el Nuevo Testamento..., op. cit., 24-37; J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Buena Noticia de Jesús.... art. cit., 188-189; G. GUTIÉRREZ: Teología de la liberación..., op. cit., 299-300; J. ALONSO DÍAZ: Actitud de Jesús..., op. cit., 15-16. (27) Los más significativos y frecuentemente invocados son los referentes a la entrada de Jesús en Jerusalén, la purificación del templo, los textos de las espadas, y, sobre todo, el hecho histórico cierto de la condena en la cruz como rey de los judíos. Tanto CULLMANN como HENGEL rebaten con fuerza su interpretación zelótica: cf. Jesús y los revolucionarios..., op. cit., 29-32; 45-57; 60-63; El Estado..., op. cit., 39-64; Jesús y la violencia..., op. cit., 21-29. (28) Se suelen invocar a este respecto, entre otros, los textos que recogen la respuesta de Jesús a la cuestión de la licitud o ilicitud del pago del impuesto al César (cf. Me 12, 13-17 y par.), las exhortaciones del sermón del Monte a no hacer frente al agravio y a amar a los enemigos (cf. Mt 5, 38-45), el reproche de Jesús dirigido a la gente violenta que quiere arrebatar el Reino (cf. Mt 12, 12) o la denuncia como ladrones y bandidos a los que no entran por la puerta sino que saltan por otro lado (cf. Jn 10, 1-10)... No es claro que los textos mencionados se refieran a los zelotes, ni ninguno de ellos, aisladamente considerado, puede erigirse en prueba convincente del rechazo del movimiento zelote por parte de Jesús.

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mente del movimiento zelote en cuestiones globales de fondo, que afectan a la totalidad de su vida y mensaje y que, por tanto, van más allá de meras cuestiones de detalle. En este sentido conviene destacar que las virtualidades universalistas del mensaje de JesúS/ su libertad ante la ley para situarse ante las exigencias ilimitadas del amor del Padre, su oferta de un culto radicalmente nuevo en espíritu y en verdad, tienen poco que ver con el nacionalismo estrecho, un tanto chovinista, propio del movimiento zelote, con su legalismo estricto y con su proyecto meramente reformista del templo y del sacerdocio (29). Pero importa sobre todo poner de manifiesto que Jesús se opuso al ideal zelote de un Mesías lí' der político-religioso, que había de establecer el Reino de Dios con la mediación del poder terreno que se impone por la fuerza. Este ideal zelote, vinculado a una concepción teocrática que no respeta ni la profundidad de lo religioso ni la densidad propia de la acción política, fue rechazado por Jesús como tentación diabólica (cf. Mt 4, 8-10; Jn 6, 15; Mt 26, 52-54). Convencido de que el Reino de Dios sólo es mediado coherentemente por la fuerza única del amor que se dirige a la libertad adulta y responsable de los seres humanos, y ante ella se detiene, Jesús se separó claramente de la estrategia zelote. Parece, pues, históricamente indudable que Jesús rechazó la vía de la violencia insurreccional armada propugnada por los zelotes. Pero conviene añadir inmediatamente que este rechazo de Jesús se extiende a toda su concepción del Reino mesiánico. A mi entender, la determinación del significado y alcance del rechazo por parte de Jesús de la vía de la insurrección armada no puede captarse sin tener en cuenta el contexto global del proyecto zelote. Jesús, más que rechazar la violencia armada sin más o en sí misma considerada, rechazó tal violencia concebida como mediación al servicio de un proyecto global con el que no podía estar de acuerdo. Lo que realmente impugnó Jesús fue toda su concepción del Reino vinculada a una esperanza de contornos teocráticos, de naturaleza reformista y superficial (30). (29) Puede decirse que la liberación que ofrece Jesús es virtualmente universal —y por ser para todos hace saltar las fronteras nacionales— y también integral, que no se limita a superar la dominación y ocupación romanas, sino que pretende eliminar el fundamento o raíz de la injusticia y la explotación, con todas sus manifestaciones, naturalmente también las de índole sociopolítica. (30) Cuando Hengel, Cullmann y tantos otros parecen deducir de la actitud de Jesús ante los zelotes la condena de toda violencia armada, abstraen el no de Jesús a la violencia zelote de todo su contexto. También cuando de la actitud de Jesús extraen la

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3.4. Jesús y la violencia represiva al servicio del orden establecido Los Evangelios muestran una posición de Jesús de reserva y hasta de condena generalizada frente a los excesos represivos ejercidos desde el poder. Bastaría recordar aquí la crítica dura, incluso irónica, de Jesús dirigida contra el poder de los jefes que tiranizan y los grandes que oprimen, e ¡incluso se hacen llamar bienhechores! (cf. Mt 20, 25-26; Me 10, 42; Le 22, 25-26) (31). Pero conviene preguntarse por la actitud de Jesús ante una forma concreta de violencia represiva existente en su tiempo. Me refiero a la ejercida por el poder romano de ocupación ante todo intento de insurrección. Ya hemos visto que Jesús ante el hecho mismo de la ocupación y dominación romanas, rechazó expresamente la vía insurreccional armada propugnada por los zelotes. Pero, ¿cuál fue entonces la posición que mantuvo ante la violencia represiva de los ocupantes? Más concretamente aún: ¿qué posición mantuvo frente a la crucifixión, medio normal de represión usado por el poder romano en Palestina, concreción odiosa de su violencia represiva? (32). Alonso Díaz, que se plantea expresamente esta misma cuestión, responde: «Sabiendo, como sabemos, por Flavio Josefo y otra documentación histórica, cuál era la conducta de los romanos en los países que ocupaban, no podemos sustraernos a una extrañeza que nos causa la lectura de los Evangelios. Encontramos un silencio total respecto a la violenta ocupación romana mantenida mediante consecuencia de que lo que a él realmente le interesó de forma exclusiva fue la conversión individual de los corazones, por entender que el cambio estructural era accidental, consecuencial y meramente derivado, incurren en un error de interpretación semejante. Jesús se negó a vincular o identificar la liberación de la ocupación romana con la liberación que implica el advenimiento del reinado de Dios. Pero eso no equivale a negar importancia y valor opresor a la ocupación romana, ni mucho menos a situar la liberación del Reino en la mera conversión individual, al margen o con olvido del cambio estructural. (31) El poder, incluso el que puede considerarse legítimamente constituido, nunca fue absolutizado por Jesús. Mantuvo, por el contrario, frente a él una posición crítica, que relativiza su ejercicio, al no poder ser erigido en la instancia última ante la conciencia humana (cf. Jn 19, 11) y merecer en ocasiones los más duros reproches (cf. Le 13, 31-32). Esta posición crítica relativizadora la extendió expresamente al poder pretendidamente sagrado del César romano, al que Jesús niega carácter divino (cf. Mt 22, 21). (32) Aun en el supuesto de que entre los años 10 y 35 reinase la tranquilidad —«sub Tiberio, quies», dice Tácito— no podemos ignorar, por ejemplo, que en la infancia de Jesús fueron crucificados 2.000 rebeldes y que las revueltas ocasionales o los actos de bandolerismo, castigados con la cruz, probablemente no cesaron, como ya hemos dicho.

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una represión extrema de todo conato de insurrección... J e s ú s está pintado en los Evangelios como ignorante de la ocupación, no cuestionando el derecho de los romanos a tener dominada Palestina con sus tropas, a desangrar a la región con sus exorbitantes tributos, a masacrar y crucificar dondequiera que se opusiera resistencia a su poder» (33). Nos encontramos con un dato cierto: el Jesús de los Evangelios guarda silencio ante la ocupación romana y sus formas, incluso odiosas, de violencia represiva. ¿Cómo interpretar ese silencio evangélico, en cuyo nombre se han amparado, cuando no justificado, tantos otros silencios? ¿Responde a la actitud real del Jesús histórico o tenemos razones serias para pensar que otra tuvo que ser su actitud? En este último caso, ¿por qué los evangelistas guardan ese extraño e inquietante silencio? Parece razonable pensar, con gran parte de la investigación crítica, que Jesús, descartada la insurrección armada de los zelotes, tuvo, sin embargo, que tomar clara posición contra la ocupación romana y sus excesos represivos. Si recordamos todo lo dicho sobre la actitud de Jesús ante otras formas de violencia estructural, el silencio de Jesús en este punto resulta incomprensible e introduce una dosis de tal contradicción en su vida que rompe por completo la coherencia de su imagen. No podemos olvidar que el centro del mensaje de Jesús fue el anuncio de la llegada inminente del reinado de Dios, como Buena Noticia de bienaventuranza para los pobres y oprimidos, como oferta de nueva realidad informada por la justicia y la fraternidad. ¿Cómo conciliar la vida de Jesús, totalmente entregada al servicio del Reino de Dios y su justicia, con el silencio ante la ocupación romana y sus excesos? ¿Cómo entender la atracción ejercida por Jesús y su mensaje sobre el pueblo —al menos la que se produjo antes de la llamada por algunos «crisis galilea»— si Jesús hubiese mantenido esa posición incomprensible de «silencio cómpli(33) Cf. Actitud de Jesús..., op. cit., 12. Añade el mismo autor que «sólo en una ocasión, según los Evangelios, se dignó Jesús considerar el problema planteado por la ocupación. Fue cuando los fariseos y los herodianos (extraña combinación) le interrogan sobre el tributo y responde con la frase conocida». Pero lo cierto es que se trata de un pasaje de muy difícil interpretación —¡son tantas y tan dispares las que se han dado y se dan!— que difícilmente puede aducirse para mostrar una actitud clara de Jesús ante la ocupación. En todo caso, tiene razón el mismo Alonso cuando señala, refi- • riéndose al mismo texto, que «interprétese como se interprete, lo que sí parece claro es que este único incidente es una representación muy inadecuada del enorme hecho de la ocupación romana (cf. ibíd., 12-13).

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ce»? (34). ¿Cómo explicar entonces las acusaciones contra Jesús presentadas ante Pilato y su ejecución por motivos políticos, dato históricamente acreditado como cierto? Pero si otra fue la actitud del Jesús histórico, ¿cómo explicar el silencio evangélico? La investigación crítica suele invocar la llamada «despolitización» de los Evangelios: «Por no suscitar susceptibilidades en el mundo romano donde se escribían y para el que se escribían los Evangelios, los evangelistas hicieron lo posible por suprimir del movimiento cristiano y de su Fundador todo aspecto subversivo y de enfrentamiento con los romanos, cargando prácticamente sobre los judíos todas las responsabilidades de la eliminación violenta de Jesús. Los Evangelios son antijudíos y son proromanos» (35). Es muy probable que el silencio evangélico no refleje la actitud real e histórica de Jesús, sino que obedezca a la táctica llamada de «despolitización» que siguieron los evangelistas para evitar conflictos con el poder y mundo romanos. Sin embargo, lo que sí parece históricamente cierto es que Jesús ante la violencia represiva y extrema aplicada sobre sí mismo, ante su condena a muerte y ejecución en la cruz no sólo no ofreció resistencia alguna —y tampoco permitió que sus escasos discípulos más íntimos la ofreciesen (cf. Mt 26, 51-53)— sino que además respondió con el perdón dirigido incluso hacia sus propios verdugos (cf. Le 23, 34). Para valorar esta actitud y desentrañar su alcance parece necesario volver a recordar lo ya dicho: Jesús denuncia y actúa incluso agresivamente cuando la injusticia o la necesidad de defensa afectan a los demás, pero se vuelve no resistente cuando le afectan a él. Pero además es necesario tener en cuenta las circunstancias históricas concretas. Desde ellas cabe preguntarse: ¿qué posibilidades de éxito podría tener cualquier actitud de resistencia en (34) Tal vez pueda pensarse que precisamente el motivo principal que tuvo el pueblo para retirar su apoyo a Jesús fue el constatar su concepción espiritualizada del Reino, vinculada a su silencio cómplice ante la ocupación romana y sus excesos. No parece probable. ¿Cómo explicarse de ser así el entusiasmo que Jesús provocó, al menos durante un tiempo considerable, incluso renovado en momentos cercanos al final? Quizá sea más razonable pensar que una de las causas del abandono parcial del pueblo oprimido fue el rechazo por parte de Jesús del contenido político concreto que los zelotes asignaban al anuncio del Reino de Dios. Jesús purificó esa noción del Reino y la vinculó a una noción más profunda e integral de la liberación que la que suponía el simple sacudirse del yugo romano. Posiblemente parte del pueblo no pudo seguirle en esta operación de purificación. O tal vez le malentendió, creyendo que Jesús aceptaba así la dominación de los romanos. (35)

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Cf. J. ALONSO DÍAZ: Actitud de Jesús..., op. cit., 13.

una correlación de fuerzas tan claramente desfavorable? ¿Hubiese reaccionado Jesús de igual manera en el supuesto de que esa correlación de fuerzas tuviese signo diferente? Son preguntas éstas —u otras similares que podrían hacerse— de difícil respuesta, pero en todo caso el simple hecho de hacerlas puede contribuir a evitar que la actitud no resistente de Jesús se convierta en normativa vinculante de carácter universal para todo lugar y tiempo. De hecho, como se sabe, la reflexión moral cristiana a través de la historia ha reconocido la validez ética de la «legítima defensa», incluida, en algunos casos concretos y cuando se den determinados supuestos, como diremos más adelante, la posibilidad de resistencia violenta armada.

4.

A MODO DE CONCLUSIONES: LOS CRISTIANOS Y LA VIOLENCIA

De un lado, en la vida y doctrina de Jesús, no parece posible encontrar un recetario rígido o un conjunto de proposiciones estáticamente definidas que puedan ser aplicadas de forma casuística para resolver las cuestiones que hoy se nos plantean en torno a la violencia. Pero, por otra parte, en esa misma vida y doctrina sí parece posible encontrar principios orientadores decisivos, capaces de proporcionarnos lo que podríamos llamar el elemento formal configurativo y la estructura fundamental vinculante de nuestro proceder actual. Nada más, pero tampoco nada menos. A partir de su experiencia fontal y originaria de Dios como «Abba», Jesús vivió totalmente entregado a la causa del Reino, es decir, a un proyecto de liberación integral para los seres humanos, que sin duda implica finalmente la superación de toda forma de violencia. A la luz de esa misma experiencia, Jesús puede ser considerado como un carismático radicalmente no violento, que exige el amor al prójimo sin fronteras, incluido el amor y el perdón al enemigo, como un mensajero de la utopía de una sociedad enteramente nueva y plenamente reconciliada en la que la violencia no tendrá ya espacio alguno para fijar su morada. Y, sin embargo, ya hemos visto que en su lucha contra el mal, que incluía el proyecto de superar toda forma de violencia injusta e inhumana, Jesús, que vivió en una sociedad marcada por la violencia, no siempre pudo renunciar a la denuncia incluso agresiva, ni evitar el generar fuertes dosis de conflictividad violenta. La vida de Jesús parece mostrar que en una sociedad estructuralmente violenta, es falsa, por no ser realista, la alternativa «vio117

lencia versus no violencia». En efecto, tal alternativa parece suponer que en una situación de violencia establecida se puede actuar como si ésta no existiese. En realidad, la oposición excluyente entre amor y violencia no es histórica. La antítesis real no es propiamente violencia o no violencia, sino más bien el soportar pasivamente una violencia injusta que puede afectar a los derechos inalienables de muchos y muchas, especialmente de las personas más oprimidas e indefensas, o el responder a ella con alguna forma de contraviolencia a fin de liberar de la opresión y de ir caminando hacia una situación más justa, en donde se respeten los derechos conculcados y pueda superarse la violencia originante (36). En suma, el problema no se plantea entre violencia sí o violencia no —si así pudiese plantearse de forma realista está claro que habría que optar por el no a la violencia—, sino entre formas contrapuestas de violencia (37). Teniendo en cuenta estas consideraciones tan generales y todo lo ya dicho sobre la actitud de Jesús y el campo limitado de nuestra reflexión, podríamos concluir con las consideraciones siguientes: — No parece legítimo invocar la no resistencia de Jesús ante la violencia sobre él ejercida (detención, tortura y muerte de cruz) o sus exhortaciones a no resistir el mal y a amar y a perdonar a los enemigos, para reclamar de sus seguidores una actitud de pura pasividad resignada ante la violencia que supone la injusticia institucionalizada de nuestras sociedades, que tan gravemente lesiona los derechos inalienables de las personas, sobre todo de los más pobres y oprimidos. Tal actitud favorecería la continuidad de la violencia establecida. No parece éticamente responsable. — Una consideración global de la conducta de Jesús y un análisis realista de la violencia en nuestras sociedades lleva más bien a exigir de los cristianos una opción comprometida de lucha contra las formas actuales de violencia estructural o institucional, originantes del círculo infernal de la violencia. Esto hay que mantenerlo aún siendo conscientes de que tal lucha no puede realizarse sin recurrir a mediaciones de algún modo violentas y sin generar con(36) Téngase en cuenta que la vía difícil y arriesgada de la «no-violencia activa» está incluida entre las formas de respuesta que aquí llamo contraviolentas, aunque excluye en todo caso el recurso a la violencia armada. (37) Cf. M. VIDAL: Perspectivas éticas..., art. cit., 119-120; J. MOLTMANN: «Rassismus und das Recht auf Widerstand», en Evangelische Kommentare, 4 (1971) 254; H. ASSMANN: Teología desde la praxis de la liberación, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1973, 206.

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flictividad a veces vinculada a formas incluso extremas de violencia represiva. Como dice acertadamente H. Assmann, «la opción fundamental del cristiano no consiste en renunciar a la violencia, sino en comprender con realismo histórico la intención fundamental del amor como superación de la violencia» (38). — En principio, el camino de la «no violencia activa» —con sus distintos procedimientos de denuncia, rechazo y lucha, algunos sumamente enérgicos— es reconocido, prácticamente por todos, como vía legítima de actuación contra toda forma de violencia injusta. — La discusión está centrada en torno a la cuestión de la legitimidad o ilegitimidad de la vía insurreccional armada. ¿Es posible para un seguidor de Jesús tomar las armas —incluidas las que pueden causar la muerte— para luchar contra la violencia estructural e institucionalizada de nuestras sociedades? — No parece convincente la posición de los que invocan la actitud de rechazo por parte de Jesús del movimiento zelote o su silencio ante la ocupación y dominación romanas, para declarar ilegítima hoy para todo creyente la vía insurreccional armada, en cualquier lugar y circunstancia (39). Ya hemos dicho que el rechazo de Jesús de la estrategia zelote obedecía a razones más complejas que el simple rechazo de la violencia armada y el silencio evangélico ante la ocupación romana no es probable que pueda remontarse al Jesús histórico. Tampoco resulta convincente la posición de los que invocan la violencia de Jesús al expulsar a los mercaderes del templo de Jerusalén o la desplegada en otras ocasiones para justificar y legitimar hoy el levantamiento armado. Estas concepciones fundamentalistas han de ser rechazadas. — La cuestión planteada debe resolverse, en principio, en el nivel ético-político, teniendo en cuenta la diversidad de circunstancias y la complejidad de las distintas situaciones históricas. — Resulta inadmisible la hipocresía propia de la llamada moral de «los dos pesos y dos medidas», es decir, la que condena la violencia insurreccional armada protagonizada por la base social oprimida e ignora o legitima las violencias estructurales y represivas —que también causan muertes— o incluso la misma violencia insurreccional armada cuando es promovida y protagonizada por los sectores vinculados al poder económico. (38) Cf. Teología desde la praxis..., op. cit., 204. (39) También parece simplista la posición de los que fundamentan la negativa absoluta en el precepto bíblico «no matarás»: cf. al respecto, J. L. SEGUNDO: Liberación de la teología..., op. cit., 188-190.

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— Los que niegan la legitimidad de la vía insurreccional armada en cualquier lugar y circunstancia por el simple hecho de recurrir a la violencia mortífera tendrían, consecuentemente, que extender su no a todo tipo de intervención armada e incluso a la existencia misma de armas y cuerpos armados dotados de poder mortífero. — La «no violencia activa» —posición en sí misma no sólo aceptable sino además admirable— no parece ofrecer la solución única y umversalmente aceptable, excluyente de cualquier otra. Aunque, en principio, se aproxima más al ideal evangélico, no está clara su eficacia histórica en toda circunstancia y, por tanto, no parece razonable imponerla como única vía legítima para todo el que quiera seguir considerándose creyente cristiano de forma coherente. — Parece difícil negar la legitimidad de la vía de la insurrección armada ejercida por las personas oprimidas para realizar su proyecto histórico de liberación, siempre que se vean impelidas a ello por las circunstancias históricas y se den las condiciones clásicamente exigidas: que sea respuesta a una prolongada violencia estructural y represiva; que se hayan intentado y agotado las vías pacíficas de solución; que haya posibilidades razonables de éxito y proporcionalidad en los medios empleados, es decir, que se considere fundadamente que no se van a originar mayores males y violencias que las que se quieren superar (40). — El Evangelio de Jesús tiene como u n «plus de profetismo» que va más allá de la razón ética. Podríamos concretarlo en la exigencia utópica de la total superación de toda violencia, incluso en el supuesto de que haya sido asumido el camino de la contraviolencia como mal menor históricamente necesario. Es lo que podríamos llamar «la vigencia de la utopía pese a ser utopía» (G. Faus). Desde este punto de vista puede decirse que para el creyente cristiano el problema de la violencia no es sólo un problema histórico-político y ético. El análisis de la realidad y la reflexión éti(40) Cf., por ejemplo, las reflexiones de G. CASALIS, G. GIRARDI, J. MOLTMANN, K. RAHNER y E. SCHILLEBEECKX que se encuentran en la obra editada por T. CABESTRE-

RO: Conversaciones sobre la fe, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1977, 45-46. 100. 172-173. 184185. 214-216. Cf. también, J. B. METZ: Teología del mundo, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1970, 175; id., «Técnica-política-religión en pugna por el futuro de los hombres», en AA.VV., Nosotros... en nuestro mundo en desarrollo, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1972, 238-242; J. M." DIEZ ALEGRÍA: Proceso..., op. cit.; J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit., 287-292. Esta posición parece estar de acuerdo con la actitud predominante de la Iglesia a lo largo de la historia y con la enseñanza papal contenida en la encíclica Populorum progressio, núms. 30-31. Cf. el comentario que hace a éstos, J. M." DIEZ ALEGRÍA: op. cit., 87-90.

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co-política podrán decirnos si la violencia es inevitable y si puede o incluso debe ser asumida como mal menor. Pero incluso entonces, a la luz de la fe en Jesús y su Evangelio, el creyente sabrá que la violencia legítimamente asumida es, no obstante, prueba de la limitación de la condición humana, signo inequívoco de la naturaleza antievangélica de la situación que vive, señal de que vive en un mundo de pecado (41). Por eso, el creyente sentirá siempre la urgencia de situar la violencia, por hipótesis legítima, en lo que podríamos llamar una dialéctica de no violencia. La utopía evangélica de la no violencia absoluta, aunque no pueda ser literalmente vivida, sigue así ejerciendo su influencia humanizadora y mostrando el carácter pecador y penúltimo de nuestra realidad histórica conflictiva. En todo caso, «el espíritu de violencia» o «la mística de la violencia», con su carga de odio y de venganza o revanchismo, han de ser siempre descalificados (42).

(41)

Cf. M. HENGEL: Jesús y la violencia..., op. cit., 37 (nota 87); J. I. GONZÁLEZ FAUS:

La Buena Noticia de Jesús..., art. cit., 194-197; J. MOLTMANN: art. cit., 255; AA.VV.: Jesús, líder religioso y social, Ed. Biblia y Fe, Madrid, 1985,113-114. (42) J. SOBRINO señala que respecto a la insurrección revolucionaria hay que plantearse dos problemas fundamentales. El primero es el de su legitimidad ética. El segundo es el del «tipo de santidad que puede desarrollarse incluso a través de una insurrección». Sobre esto último reflexiona así el teólogo salvadoreño: «Por una parte es claro que una insurrección por su misma naturaleza puede tener valores deshumanizadores y pecaminosos, como son el odio, la venganza, la violencia desproporcionada o el puro terrorismo. Pero por otra parte, si se supera esa concupiscencia típica de la lucha, se pueden generar una serie de valores cristianos como la fortaleza, la generosidad y el perdón, la magnanimidad en la victoria. Todo ello hace muy posible que la misma lucha armada, cuando es inevitable y justa, pueda ser vehículo de santidad; y la vida que en ella se entrega pueda ser considerada también como testimonio del mayor amor...» (cf. Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, Ed. Sal Terrae, Santander, 1981,197-198).

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Capítulo VI

Recuperación histórica de la cruz. Hacia una teología de la redención con significación liberadora

Para la fe, la piedad y la reflexión del pueblo creyente la cruz de Jesús —situada en el centro del plan redentor de Dios— ha sido siempre un punto de referencia fundamental. El cristianismo, la vida y la teología cristianas, no pueden entenderse, en etapa alguna de su historia, sin esa referencia al símbolo omnipresente de la cruz. ¿No representa acaso tal constatación la expresión de una fidelidad profunda a] fundador crucificado? En todo caso, para el discípulo y seguidor de Jesús, hay algo que parece claro: la cruz ha de estar siempre en el centro de su existencia cristiana. La invitación de Jesús es inequívoca: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y me siga, porque si uno quiere salvar su vida la perderá; en cambio el que pierda su vida por mí la salvará» (1). Sin embargo, basta analizar el papel que de hecho ha jugado y juega la cruz en la vida de numerosos creyentes para que surja la sospecha de que se ha producido una profunda desviación en la interpretación de su significado. La ambigüedad y hasta la manipulación grosera están presentes en muchas de las consideraciones y prácticas que son moneda corriente en el pueblo cristiano. Es frecuente invocar la cruz de Cristo para exaltar, con resonancias incluso masoquistas, cualquier forma de dolor o negatividad, como vía de identificación con el crucificado o medio necesario de expiación para aplacar la ira de Dios, ofendido por nuestros pecados y necesitado de tal satisfacción para que se cumplan las exigencias que su justicia demanda. Se hacen piadosas consideraciones en torno a la cruz para vincular causal y directamente a la voluntad de Dios cualquier sufrimiento y así justificarlo sacralmente o para re(1) Cf. Le 9, 23 y 25 y par. Cf. también Mt 10,16-39 y par.; Jn 12, 24-26; 16,1-4.

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clamar sumisiones bochornosas y pasivas resignaciones ante situaciones de manifiesta injusticia. ¿Y qué decir de tantas prácticas penitenciales, incluso pintorescas y hasta crueles, que son asumidas con la pretensión de abrazar la cruz de Jesús? En la base de tan profundas ambigüedades y desviaciones parece estar una reflexión teológica centrada en la cruz entendida al margen de la historia de Jesús, como mero símbolo del carácter oneroso de nuestra reconciliación con Dios. Es una teología que ha intentado explicar la significación redentora y salvífica de la cruz de Cristo por medio de modelos —sacrificio expiatorio, satisfacción vicaria, sustitución penal, rescate mediante precio pagado al poder diabólico— que han de ser seriamente revisados, al estar vinculados a una imagen poco cristiana de Dios. El Padre de Jesucristo, amor originario y misericordia sin límites, parece trocarse en un Dios ávido de reparación por su honra ultrajada, que quiere directamente la muerte de Jesús o se complace en la cruz y en la sangre derramada, como satisfacción necesaria por la ofensa del pecado o como precio requerido para la concesión del perdón. La experiencia pastoral cotidiana nos dice que la cruz de Jesús está profundamente vinculada, en el alma del pueblo creyente, a todas estas ambigüedades y perversiones. Tengo incluso la impresión de que es en los sectores más populares y pobres donde con mayor profundidad se ha interiorizado esa visión de la cruz, tan estrechamente relacionada con la fijación dolorista, la sacralización indiscriminada del sufrimiento o el fatalismo inexorable y paralizante. No es difícil vislumbrar la funcionalidad social y política, verdaderamente reaccionaria, que tal visión ha jugado y juega. La ambigüedad está situada a un nivel tan profundo, se ha vinculado tan fuertemente a ciertas formas de espiritualidad cristiana, que, al menos en ocasiones, uno se siente pesimista sobre las posibilidades reales de recuperar el verdadero sentido liberador de la cruz. ¿No sería entonces pastoralmente más conveniente olvidarse de la cruz y centrarse de forma exclusiva en la resurrección, como fuente de vida y esperanza? ¿No fue esa la preocupación pastoral que subyacía en ciertas formas de la llamada teología kerigmática, que quisieron insistir en el aspecto victorioso de la redención, vinculado a la resurrección, y abandonar la anterior polarización en la cruz? Poro la pretensión de recuperar la importancia soteriológica que sin duda tiene la resurrección a costa de olvidarse de la cruz, no parece conducir al buen camino. El riesgo sería entonces el de sus124

tituir un símbolo —el de la cruz— por otro —el de la resurrección—, pero ambos desconectados de la historia real de la vida de Jesús de Nazaret. Se podría así sacralizar la ideología del éxito o del futuro ya logrado, con olvido del real sufrimiento del pueblo, de su presente de injusticia y opresión, y entonces rebrotaría de nuevo la ambigüedad —con una funcionalidad no menos peligrosa para los intereses legítimos de los pobres, que son los que más sufren— aunque esta vez de signo distinto. La gran tarea, en muy buena parte pendiente, difícil pero inaplazable, es la de recuperar el verdadero sentido salvífico-liberador de la cruz, siempre vinculado al acontecimiento central de la resurrección. Es, según creo, la tarea en que ya está empeñada la teología actual, especialmente a partir de la celebración del Concilio Vaticano II. Se le concede a la cruz la importancia que sin duda merece, pero deja de ser considerada como mero símbolo redentor para ser situada en el contexto real de la historia de Jesús, como el acontecimiento en que culminó su vida. Es precisamente así situada como la cruz remite más claramente, si se quiere explicitar toda su amplitud significativa, a la resurrección y, a partir de ella, al hecho mismo de la encarnación y a la voluntad amorosa del Padre que «entrega» al Hijo. Es ese empeño de la teología cristiana más reciente el que quisiera resumir brevemente aquí. 1.

LA RECUPERACIÓN HISTÓRICA DE LA CRUZ SE PRODUCE EN EL SENO DE UN MOVIMIENTO DE REFLEXIÓN CRISTOLOGICA MAS AMPLIO, CARACTERIZADO POR LA NUEVA BÚSQUEDA DEL JESÚS HISTÓRICO

«Frente a la ausencia total del Jesús histórico tanto en Bultmann que lo ignora... como en Tomás de Aquino que se limita a justificar con razones a priori los episodios de su vida, hoy asistimos a una vuelta al Jesús de la historia, es decir: a lo que la historia nos puede decir sobre la vida real y sobre la persona concreta de aquel hombre que se llamó Jesús de Nazaret» (2). Claro que no se trata ahora de repetir el fracasado intento de la teología liberal, con su ingenua pretensión de reconstruir la biografía auténtica de Jesús, para liberarle así de la esclavitud deformante de las cadenas del dogma. Es una nueva búsqueda que, más sobriamente y con la incorporación decidida y cuidadosa del mé(2) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: El acceso a Jesús..., op. cit., 20.

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todo histórico-crítico, pretende establecer cierta continuidad e identidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, entre lo que la historia aporta y la fe confiesa (3). El panorama cristológico actual está dominado por la convicción de que es posible y teológicamente necesaria esa vuelta al Jesús de la historia, frente a la posición de Bultmann, que la consideraba históricamente imposible y teológicamente irrelevante y hasta ilegítima. Lo poco que podemos conocer de Jesús, de su vida y mensaje, de la increíble y escandalosa «pretensión de autoridad» que informó todo su existir, de su muerte, constituye un mínimum histórico definitivamente importante. La reflexión creyente tiene que conectar con ese mínimum para evitar que la Cristología se convierta en una especulación abstracta, vaga e indiferenciada, ad usum omnium, fácilmente manipulable (4). Pues oien, la vuelta a una teología de la cruz, conectada con el acontecimiento histórico concreto de la muerte de Jesús de Nazaret, se inscribe en el seno de ese más amplio proceso de recuperación histórica de la Cristología actual. ¿Qué sucedió cuando en la reflexión cristológica la cruz se sustrajo a la historia y se desconectó de la vida entera de Jesús? Se convirtió en una especie de categoría abstracta explicativa de nuestra redención, símbolo del precio a pagar para aplacar la ira del Dios justo, ofendido en su «infinita majestad» por nuestros pecados. La deuda contraída por el pecado queda generosamente saldada por Jesús, en virtud de su sacrificio expiatorio, de su sangre derramada. (3) Decimos cierta continuidad e identidad. Se trata, finalmente, de «redescubrir la continuidad entre la proclamación de la Iglesia postpascual y Jesús: una continuidad en la discontinuidad» (cf. J. GNILKA: Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Ed. Herder, Barcelona, 1993, 9). No se busca, pues, en forma alguna que la investigación histórica proporcione el fundamento seguro o la prueba inequívoca de la confesión de fe. Se quiere simplemente mostrar que la confesión de fe es una interpretación posible y razonable del acontecimiento histórico Jesús de Nazaret. La fe, como indicaba Rahner, no se puede desinteresar de la historia de Jesús y de la comprensión que éste ha tenido de sí mismo. Sigue siendo verdad que la fe nos sitúa «más allá» de la historia, al considerar la vida, muerte y resurrección de Jesús como el acontecimiento escatológico, en donde Dios nos da la salvación. Y en este sentido entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe hay discontinuidad y radical novedad. Pero también es cierto que esa misma fe no nos sitúa al margen o contra la historia, pues, en definitiva, esa vida, muerte y resurrección son las de Jesús de Nazaret y no las de un personaje anónimo o desconocido o puramente mitológico. Por eso podemos y debemos hablar de continuidad e identidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. O volviendo a la recordada formulación de Gnilka: continuidad en la discontinuidad. (4) Los motivos que recomiendan esa vuelta al Jesús de la historia en la reflexión cristológica están recogidos en el capítulo I de esta misma obra, págs. 26-28.

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La cruz aparece como el resultado de una especie de conflicto metafíisico entre el bien y el mal, de contencioso entre el Dios Padre justo y ofendido que exige reparación expiatoria y Jesús, el Hijo encarnado, que, cargando con nuestros pecados, entrega su vida de valor infinito en nuestro nombre y por nuestra salvación. Incluso, en algunas ocasiones, se ha visto en la cruz el justo castigo sufrido por Jesús, que, al identificarse con nuestra condición y destino de pecadores, sufre el impacto del juicio de Dios contra él dirigido. Naturalmente que la cruz así considerada oculta o secuestra el hecho histórico de la crucifixión. Los motivos que conducen realmente a Jesús a la cruz son ignorados. El gobernador romano y los jueces judíos se convierten en meros comparsas o marionetas, puros instrumentos al servicio del designio trascendente y reconciliador de Dios. Todas las circunstancias que rodearon el fracaso histórico que supuso la cruz resultan teológicamente irrelevantes. Frente a esta consideración ahistórica «el nuevo camino consiste en lo siguiente: la cruz no está ya reducida a un símbolo de reparación o expiación del hombre pecador con Dios, sino que es un acontecimiento histórico, esto es, la consecuencia de unos conflictos provocados por la acción y la predicación de Jesús frente a los intereses religiosos, económicos, políticos o mesiánicos de los dirigentes del pueblo judío. La cruz no es una necesidad impuesta desde fuera por una divinidad ávida de compensación por su honor ofendido, sino el resultado del combate de Jesús contra los opresores» (5). De esta forma, de ser mero símbolo de nuestra redención, sustraído a la historia y vinculado causal y directamente a la voluntad arbitraria de Dios, la cruz se convierte en un acontecimiento de nuestra historia, que necesita ser explicado y teológicamente interpretado en conexión con la vida entera de Jesús y, por tanto, con la conflictividad por ella generada. Un acontecimiento vinculado causal y directamente con el actuar pecaminoso de los poderosos de su tiempo, que se sintieron amenazados en su seguridad por el mensaje y la praxis de Jesús (6). (5) Cf. Ch. DuQUOC: «Actualidad teológica de la cruz», en AA.VV., Teología de la cruz, Ed. Sigúeme, Salmanca, 1979, 26. (6) «La teología de la cruz debe ser histórica, es decir, ha de ver la cruz no como un arbitrario designio de Dios, sino como consecuencia de la opción primigenia de Dios: la encarnación. La cruz es consecuencia de una encamación situada en un mundo de pecado que se revela como poder contra el Dios de Jesús» (J. SOBRINO); «la muerte de Jesús está en íntima conexión con su vida, su anuncio y sus prácticas. Las exigencias de conversión, la nueva imagen de Dios, su libertad frente a las sagradas tra-

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La investigación histórico-crítica nos permite afirmar lo siguiente:

creo, opinión mayoritaria (9)— que Jesús dio sentido teológico al fracaso de su misión, integrando su muerte de cruz en su proyecto salvífico de servicio al Reino (10); — la muerte abyecta de Jesús aparece ante todos como refutación de su pretensión, como descalificación de su vida y mensaje, que quedan aparentemente desautorizados por el Dios que no interviene para impedirla. Es muy probable que ante la cruz sus mismos discípulos más próximos —que inmediatamente se dispersaron y huyeron— vieran su fe sumida en la perplejidad, cuando no simplemente refutada. Así se entiende mejor la significación cristológica del acontecimiento de la resurrección, como desautorización de esa muerte-crimen injusto y como confirmación del proyecto y de la pretensión salvífica del crucificado.

— Jesús murió crucificado, es decir, en virtud de un suplicio infamante, reservado especialmente para los esclavos y subvertores políticos o alteradores del orden establecido; — su muerte fue el resultado de su vida entera, de su decir y hacer, de la gran dosis de conflictividad que generó (7); más en concreto, la crucifixión se puede vincular causalmente de forma muy especial con actitudes de Jesús sumamente conflictivas: su libertad ante la Ley y el cuestionamiento radical de su pretendido valor absoluto o capacidad de agotar con su nonnatividad la voluntad de Dios; la denuncia del formalismo propio del culto realizado en el Templo de Jerusalén; la solidaridad con los pobres y pecadores; su elección antimesiánica...; — los principales responsables de la muerte de Jesús fueron los detentadores del poder religioso y político de su tiempo, que lo declararon blasfemo y subvertor, por considerar intolerable su forma de hablar y actuar; — Jesús vivió su muerte de cruz —que sin duda vio venir como final más probable en la medida en que la conflictividad por él generada iba en aumento— con el dolor que le supuso la asunción del fracaso histórico de su proyecto, pero insertándolo en una dialéctica que le llevó de la angustia a la confianza, del abandono a la entrega (8); parece necesario admitir —y esta es hoy, según

Toda lectura teológica que pretenda desentrañar la significación salvífico-redentora de la cruz de Jesús, debe arrancar de la recuperación histórica referida, que la vincula a la totalidad de su vida y mensaje, a unos responsables históricamente detectables y a su misma conciencia de servidor del Reino, como Buena Noticia de salvación, mantenida fielmente hasta el momento final.

diciones y su crítica profética a los que detentaban el poder político, económico y religioso provocaron un conflicto del que resultó su muerte violenta» (L. BOFF); «no murió Jesús rechazado por Dios, sino eliminado por aquellos cuyo mundo de valores desmontaba y a los que privaba de poder... La cruz es la consecuencia de la libertad de Jesús y de su antimesianismo... Hay que concentrar la atención en Jesús, no en la cruz. Parece necesario renunciar a la cruz para fijamos en el crucificado» (Ch. DUQUOC); «la muerte de Jesús fue una consecuencia de su obrar: de la pretensión que había caracterizado su vida y había provocado la oposición cada vez más violenta de las autoridades judías» (GONZÁLEZ FAUS). Los testimonios en el mismo sentido podrían multiplicarse. Pero me parecen suficientes los ya aducidos. (7) M. FRAIJO ha considerado ampliamente esta conflictividad de Jesús, que califica de dogmática, teológica, social y cristológica. Cf. «Jesús de Nazaret y la fe en Dios», en AA.VV., Dios cómo problema en la cultura contemporánea, Ed. EGA, Bilbao, 1989,165-175. (8) Cf. Me 15, 34, Mt 27, 46 y Le 23, 46. Comenta X. PIKAZA: «Porque es su Dios, porque confía en su presencia por encima de todas las violencias y negruras de la tierra, Jesús le ha suplicado: "Dios mío, Dios mío." Porque no puede entenderle, porque ignora sti camino y su respuesta, porque sufre su vacío, continúa: "¿Por qué me has abandonado?" En esta dialéctica de presencia y lejanía, de luz y oscuridad, dolor y gloria se realiza la muerte de Jesús» (cf. Evangelio de Jesús y praxis marxista, Ed. Marova, Madrid, 1977, 237). En la misma dirección GONZÁLEZ FAUS considera que «la di-

mensión más honda de la muerte de Jesús nos viene dada... por el movimiento desde el abandono de Dios hasta las manos del Padre, desde el fracaso de su pretensión hasta la radicalización máxima de la fe. El Dios que le ha abandonado sigue siendo llamado Abba y el aparente no de Dios deja intacta contra spem in spe (Rom 4, 18) la entrega confiada en sus manos» cf. La Humanidad nueva, Ed. EAPSA y otras, Madrid, 1974, Vol. 1,134-135). (9) Cf., por ejemplo, J. L. CHORDAT: Jésus devant sa mort, Ed. du Cerf, París, 1970, 59-79; J. JEREMÍAS: Teología del Nuevo Testamento, Vol. I, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1974, 334-340; J. ROLOFF, en Theologische Literatur Zeitung, 98 (1973) 569; H. SCHÜRMANN: ¿Cómo entendió y vivó Jesús su muerte? Reflexiones exegéticas y panorámica, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1982, 49-57; E. SCHILLEBEECKX: Jesús, la historia de un viviente..., op. cit., 603604. (10) Así lo expresa J. I. GONZÁLEZ FAUS: «Al integrar la muerte activamente, Jesús debió dar algún sentido teológico al fracaso de su misión. (En la línea del que dice, por ejemplo: Dios es más grande que la historia, y mi muerte no será obstáculo para su Voluntad, sino que se integrará en ella.)» Y añade todavía: «Es incluso más probable que le diera un sentido de servicio al Reino, como había sido toda su vida. [Por ejemplo en la línea siguiente: puesto que no se ha producido la conversión predicada (cf. Me 1, 15 ), sino el rechazo, entonces mi muerte sustituirá el pecado de Israel no convertido]» (cf. La Humanidad nueva, Ed. Sal terrae, Santander, 1984,125).

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2.

RECUPERACIÓN HISTÓRICA DE LA CRUZ Y TEOLOGÍA DE LA REDENCIÓN

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Es cierto que esa significación salvífica de la cruz de Jesús nos refiere más allá de la historia. En realidad solamente puede descubrirse con plenitud a la luz que proyecta sobre ella el acontecimiento escatológico de la resurrección y siempre en relación con el amor originario del Padre que decide desde siempre la encarnación del Hijo y, en consecuencia, decide igualmente su «entrega» en manos del «pecado del mundo». Pero sólo si la reflexión arranca de esa recuperación de la historia y se mantiene en relación permanente con ella se podrán evitar las ambigüedades y perversiones de aquellas teologías de la redención en las que la cruz «no representaba en primer lugar el acontecimiento histórico de la muerte trágica de Jesús, sino que era más bien el símbolo del carácter oneroso de nuestra reconciliación con Dios» (11). No es posible naturalmente desarrollar aquí una teología crítica de la redención y menos una soteriología completa. Basten algunas consideraciones que permitan vislumbrar cómo la recuperación histórica de la cruz puede contribuir decisivamente a ese desarrollo. La significación redentora del acontecimiento Jesucristo ha sido explicada al pueblo creyente durante muchos siglos fundamentalmente mediante las llamadas teorías expiatorias, es decir, aquellas que ponen en la pasión y muerte de Jesús la causa decisiva de la redención. Los modelos principales que se han utilizado en tales teorías —el del sacrificio expiatorio, el de la satisfacción sustitutiva, el del precio pagado como rescate— coinciden en una consideración «puntualista» o descontextualizada de la cruz, de la sangre derramada, del sufrimiento de Jesús, que nos han redimido de nuestros pecados (12). En esta teología, profundamente influida por la mentalidad ético-jurídica del mundo romano, todo el acontecimiento Jesucristo (11) Cf. Ch. DUQUOC: Actualidad teológica..., art. cit., 21. Cf. igualmente id., Christologie. Essai dogmatique, Ed. du Cerf, París, 1972, Vol. II, 19-69 y 171-226. (12) Es verdad que recorre también la tradición cristiana otra explicación teológica de la redención que ve en la encarnación el momento decisivo de la misma. Tiene de común con las teorías expiatorias su «puntualismo», puesto que centra igualmente la dimensión redentora del acontecimiento en un momento concreto y aislado de su existencia, aunque esta vez sea el comienzo (momento en el que se sitúa la encarnación) y no el fin (la cruz). Los inconvenientes que ofrece tal perspectiva encarnacionista son expresados así por L. BOFF: «La redención actual se efectúa al margen de la historicidad concreta del hombre. No se trata de plasmar la redención en una praxis humana más fraterna, justa y equitativa, sino de participar subjetivamente en un acontecimiento objetivo que sucedió en el pasado y se actualiza en la Iglesia, prolongación de la encarnación del Verbo, mediante los sacramentos y el culto, que, a su vez, divinizan al hombre» (cf. Jesucristo y la liberación del hombre, Ed. Cristiandad, Madrid, 1981, 389).

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está entendido en función de la superación del pecado. Si éste es fundamentalmente visto desde una perspectiva teológica, se convierte en ofensa de valor infinito, por la dignidad infinita del Dios ofendido, y exige una reparación y satisfacción condigna. Si es visto desde una perspectiva preferentemente antropológica, reclama un castigo por el desorden que introduce y exige un sacrificio de expiación. Si es considerado a partir de la relación existente entre Dios y el ser humano, significa la ruptura de tal relación y la caída del pecador bajo la esclavitud de Satán, por lo cual es necesaria una redención, mediante el pago del precio que corresponde a todo rescate. En tales teorías, Jesucristo, enviado del Padre, restablece el orden quebrantado por el pecado con su muerte de cruz, que tiene el valor requerido de satisfacción, expiación y redención. La encarnación es vista en función de la pasión y muerte reparadoras de Jesús. Su vida tiene valor redentor en cuanto que prepara su muerte. Esta es la satisfacción que el Padre necesita por la ofensa causada, el sacrifico que expía el castigo debido al pecado por exigencias de la justicia divina y el precio que obtiene el rescate de la esclavitud satánica. No vamos a analizar aquí con detalle estas explicaciones teológicas, centradas en la significación redentora de la cruz de Jesús. De sus intuiciones válidas, como de sus deficiencias y necesaria reconsideración, se ha hablado suficientemente en la reflexión cristológica actual (13). Sus insuficiencias manifiestas son numerosas. Predomina en ellas una concepción jurídica y formalista del pecado, de la justicia y de la relación del ser humano con Dios; generan una soteriología puramente estaurológica (staurós = cruz), con total ausencia de la significación salvífica de la resurrección... Pero quisiera centrarme, teniendo en cuenta la perspectiva concreta de este capítulo, en una de esas insuficiencias: en todas las explicaciones referidas se eva(13) Cf, por ejemplo, J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 481-520; Ch. DUQUOC: Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret el Mesías, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1974, 411-449; L. BOFF: Jesucristo y la liberación del hombre..., op. cit., 386-404. Más recientemente B. SESBOÜE ha estudiado con profundidad las grandes categorías que siempre ha utilizado la teología para explicar la salvación, entre otras, la redención, el sacrificio, la expiación, la propiciación, la satisfacción... Con un minucioso recorrido bíblico e histórico el conocido cristólogo francés analiza lo que él mismo llama «el curioso fenómeno de la desconversión y hasta de la perversión de los datos bíblicos y tradicionales» y esboza una «propuesta soteriológica», a la vez narrativa y sistemática del mayor interés (cf. Jesucristo el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca, 1990 y 1993, Tomos I y II).

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pora completamente el componente histórico de la vida de Jesús. Esta violenta eliminación del contexto real de la cruz tiene funestas consecuencias y hace prácticamente imposible otorgar significación verdaderamente liberadora a la vida y muerte de Jesús, el Cristo. Voy simplemente a considerar tres deformaciones teológicas derivadas de ese secuestro de la historia, importantes por las implicaciones que han tenido —y que dolorosamente siguen teniendo— en la espiritualidad de numerosos creyentes. 2.1.

El secuestro de la historia en la consideración teológica de la cruz conduce a una deformación de la imagen del Dios cristiano

Ya hemos dicho que la cruz, sustraída de la historia, corre el riesgo de ser vinculada causal y directamente a la voluntad del Padre, que reclama la sangre de Jesús para que el orden alterado por el pecado sea convenientemente restaurado. ¿Quién quiso la cruz de Jesús? Una reflexión teológica que sobrevuele la historia, contestará sin más que la quiso el Padre, para que así se cumpliesen las Escrituras y su voluntad eterna salvífica pudiera realizarse. La cruz queda convertida en una categoría explicativa que no guarda ya relación con el hecho histórico de la crucifixión de Jesús: es propiamente la expresión del juicio de Dios que recae sobre el hombre Jesús, en tanto que por solidaridad con todos nosotros se ha hecho pecado. Esto es lo que sostiene la llamada teoría de la sustitución penal, que tiene sus orígenes más puros en el pensamiento de Calvino y que, continuada por teólogos de la talla de Barth y Bultmann, está presente en la reflexión teológica actual, con matices diversos y a través de pensamientos tan vigorosos como los de Von Balthasar y W. Pannenberg. El secuestro de la historia alcanza su punto culminante (14). De la explicación resumida a la imagen de un Dios implacable o incluso cruel, que arroja sin piedad sobre Jesús —y derivadamente sobre los seres humanos, en cuanto pecadores— los rayos de su ira (14) «Cuando el Nuevo Testamento afirma que el Hijo de Dios fue un hombre afirma que también él se encuentra bajo la cólera y el juicio de Dios, que viene a chocar y romperse contra él. No podía ser de otro modo. La historia del Hijo de Dios hecho hombre tiene que ser una historia de sufrimiento. Porque Dios tiene razón en contra de él... El Hijo de Dios existe, en efecto, solidariamente con la Humanidad de Israel, sufriendo bajo la mano poderosa de su Dios» (cf. K. BARTH: Dogmatique, vol. IV/I, Ed. Labor et fides, Généve, 1966,183).

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y de su venganza, no hay más que un paso. Y ese paso se ha dado con frecuencia. La imagen de Dios grabada a fuego en la conciencia de numerosos creyentes —y aún en la de muchos que han dejado de serlo— ¿no es, en buena medida, deudora de tales concepciones? Bastaría recordar esas frases que tan frecuentemente escuchamos, que vinculan directamente a la voluntad de Dios toda clase de desgracias y sufrimientos, incluso los que son fruto de la injusticia más manifiesta, o fijarnos en las numerosas prácticas expiatorias, a veces sangrientas, que acompañan y expresan la piedad del pueblo, sobre todo sencillo, para inclinarnos a una respuesta afirmativa. La imagen del Dios revelada por Jesucristo, un Dios Padre que se acerca en su Reino a los pobres y pecadores como amor originario, personal y libre, como bondad infinita, perdón sin límites, misericordia escandalosa y gracia hasta irritante, que nos concede una amnistía sin exigir prerequisito alguno, parece alejarse irremisiblemente de la conciencia creyente. Una teología de la redención que arranque de la consideración histórica de la cruz y la incorpore consecuentemente en todo su proceso de reflexión puede ser correctivo crítico de tales deformaciones. De hecho, lo está siendo ya a mi parecer. ¿Quién quiso la cruz de Jesús? Desde la visión que sitúa la cruz en su contexto histórico real hay que responder que fue querida, en primer lugar y directamente, por los dirigentes del pueblo judío y por el prefecto romano. La cruz es un producto de nuestra historia, no un producto ideado y querido por Dios. Fue un crimen y no la necesidad de una supuesta voluntad reparadora y cruel del Padre. Y es precisamente sobre el crimen cometido, sobre el poder pervertido que lo causa y que pretende afirmarse a sí mismo por encima de la verdad y de la justicia (Jn 18, 38) —¿qué es eso de la verdad? responde Pilato con indiferencia distante— y que se corrompe por la prudencia bastarda, sobre el que recae el juicio de Dios. Pero ante esta última interpretación una objeción parece alzarse como insalvable. ¿No dice claramente el Nuevo Testamento que la muerte de Jesús en la cruz está causalmente vinculada a la voluntad del Padre? Por una parte, el Nuevo Testamento caracteriza a Dios como «aquél que entrega a su Hijo» de acuerdo con el plan por él previsto y sancionado (cf. Rom 8, 32; Jn 3,16; Act 2, 23); además se insiste en que era necesario (edei) que el Mesías padeciese la muerte de cruz para que se cumpliesen las Escrituras (cf. Le 24, 26; Act 3, 18; 1 Cor 15, 3-4), o que, en definitiva, la muerte de cruz 133

era «el trago ofrecido por el Padre» a Jesús y que, por tanto, tenía que beberlo para cumplir su voluntad (cf. Jn 18, 11; Me 14, 36; Mt 26, 39; Le 22, 42). Este lenguaje neotestamentario refleja el inmenso esfuerzo realizado por los primeros testigos para integrar el acontecimiento sin duda traumático y escandaloso de la cruz de Jesús en los designios de Dios, recurriendo para ello a determinados pasajes de las Escrituras, especialmente a la reflexión del Deutero-Isaías sobre el siervo sufriente de Yavé, en quien ven un modelo anticipado del Mesías crucificado (cf. Is 52, 13-53, 12). Una lectura primera, que aisle los textos de todo el contexto neotestamentario, pudiera conducir a ver la cruz como el acontecimiento directamente querido y hasta provocado por el Padre. Pero tal lectura se opone frontal y violentamente a toda la imagen que Jesús nos ha revelado del Padre Dios. Es entonces necesario descartar tal interpretación, que nos conduce a un callejón teológico sin salida, y sustituirla por otra vinculada al hecho de la encarnación kenótica (cf. Fil 2, 5-11) y al amor del Padre que tanto amó al mundo que nos «entregó» a su Hijo (cf. Jn 3,16), encarnación y entrega que se van realizando a lo largo de toda la vida histórica de Jesús, pero siempre en virtud de su fidelidad, libre y perseverante al servicio del Reino. Lo que el Padre directamente quiere no es la cruz sino la encarnación y el amor fiel del Hijo encarnado a su causa, mediante la entrega de su vida llevada a las últimas consecuencias. Es precisamente esa fidelidad amorosa la que llevó a Jesús libremente a la cruz, al enfrentarse con el poder del mal —vino (la luz) a su casa pero los suyos no la acogieron (cf. Jn 1, 11)— y, en ese sentido, sí puede integrarse la muerte de Jesús en la cruz en la voluntad del Padre y su designio salvífico (15). Si los textos anteriormente mencionados u (15) Me gustaría aclarar lo dicho aduciendo dos ejemplos tomados de la vida real, aún sabiendo, como decían los viejos maestros escolásticos, que los ejemplos nunca adecúan enteramente. En un Congreso de Cristología celebrado en Madrid en el año 1977, el profesor E. Kásemann, uno de los invitados a participar en él, recibió la dolorosa noticia de la desaparición y muerte de una de sus hijas, residente en Argentina. Solicitó entonces dirigirse a todos los participantes que le escuchamos en un clima de silencio emocionado. Kásemann nos dijo que estaba profundamente apenado por la muerte de su hija, pero que ese sentimiento de dolor se mezclaba con otro de satisfacción profunda puesto que su hija había muerto por ser fiel a una causa en la que creía: la defensa de la dignidad humana. Una muerte en sí misma indeseada, naturalmente, pero una fidelidad —causante finalmente de esa muerte— sí querida y hasta aplaudida. El otro ejemplo, tomado de la reflexión de J. Sobrino sobre la muerte de sus hermanos jesuítas. También aquí rechazo frontal e inequívoco del crimen y, al mismo tiempo, gozo profundo por la fidelidad que llevó a Ellacuría y demás compañeros a dar la vida por la causa del Remo. ¿Sería excesivo decir que Kásemann y Sobrino son

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otros semejantes son leídos desde esta perspectiva se logra una interpretación coherente con la totalidad de la revelación de Jesús sobre Dios. 2.2.

El secuestro de la historia en la consideración teológica de la cruz puede conducir a una valoración positiva del dolor humano, en sí mismo considerado

Cuando la cruz es sustraída a la historia, se convierte por sí misma, en tanto que momento puntual aislado de la vida de Jesús, en fuente de redención salvífica. La cruz, la pasión de Jesús, en sí misma considerada, adquiere valor redentor. El riesgo real de la fijación dolorista es evidente. ¿Puede acaso un crimen ser causa de salvación? (16). ¿Pueden tener el sufrimiento y el dolor injustamente causados, por sí mismos, valor redentor? La recuperación histórica que estamos reivindicando considera la muerte en la cruz como el destino final del existir completo de Jesús. La cruz tiene valor soteriológico por ser expresión culminante y verificación incontestable de toda su vida de amor solidario y entrega generosa al servicio de la causa del Reino. Jesús no nos salva sin más por su muerte, sino por su vida entera de entrega culminada en la muerte de cruz, esa vida «que no era posible que la muerte retuviera bajo su dominio» (Act 2, 24), recuperada, transformada y sancionada por la resurrección e iniciada en la historia por decisión amorosa del Padre, que envió a su Hijo al mundo para que se encarnase en carne de pecado. Como dice L. Boff «la redención no depende de un punto matemático de la vida de Jesús, de su muerte. Toda la vida de Jesús es redentora. Su muerte lo es en la medida en que forma parte de su vida... La muerte posee sin duda un sentido antropológico cualitativo eminente porque significa la culminación de la vida; por eso debemos decir que representó para Jesús el culmen de su proexistencia, de su ser para los otros. Con toda intensidad y libertad, Jesús vivió la muerte como entrega a Dios y a los hombres, a los que amó hasta el fin (cf. Jn 17,1). En este sentido preciso la muerte significa la culminaen este caso como «figuras» del Padre Dios que rechaza la cruz de Jesús, por ser el más repugnante de los crímenes, pero que se complace en la fidelidad amorosa del Hijo que entrega la vida por la causa del Reino? Así, pero sólo así, queda integrada la cruz en el plan amoroso del Padre Dios. (16) Cf. N. LEITES: Le meurtre de Jésus mayen de salut?, Ed. du Cerf, París, 1982.

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ción del servicio de Jesús, como lo fue toda su vida». Y añade: «la cruz no es amor ni fruto del amor. Es el lugar en que aparece lo que puede el amor. La cruz es odio destruido por el amor que asume la cruz-odio. Entonces libera» (17). 2.3.

El secuestro de la historia en la consideración teológica de la cruz puede conducir a la pérdida de su dimensión crítico-profética y su consiguiente significación político-liberadora

La cruz desconectada de la historia y vinculada directamente a la voluntad del Padre puede convertirse en legitimación sacral de todo sufrimiento injusto, como querido por Dios por su supuesto valor redentor (18). Desde luego, si Jesús fue juzgado, condenado y crucificado por designio directo de la voluntad del Padre, la cruz pierde su carácter de instancia crítica de denuncia y de condena del poder histórico corrompido y de sus detentadores. Más bien se constituye en invitación a la obediencia interior o al sometimiento sumiso a la que se considera inapelable voluntad de Dios. En efecto, si Dios quiso directamente la cruz de Jesús y sigue queriendo las cruces en que a lo largo de la historia son crucificados los seres humanos ¿quiénes somos nosotros para oponernos a esa voluntad divina? Entonces, toda lucha contra la injusticia —que es la que también hoy crucifica a los pobres de la tierra—, todo compromiso liberador, aparece como acto de desobediencia a Dios. Se desconoce así que la sumisión de Jesús fue a la voluntad de un Padre que le quería fiel y no a los poderes que crucifican al justo. Con un discurso de esa naturaleza, se hace, en definitiva, ejercer a la cruz de Jesús una funcionalidad claramente reaccionaria.

Recuperada la historia, al contemplar a Jesús juzgado, condenado y crucificado por los poderosos de su tiempo, quedan al descubierto los mecanismos perversos de los poderes civiles y religiosos y queda denunciada proféticamente la actitud de todos los que, en cualquier circunstancia, para defender los intereses de su propio status, o por taimada prudencia política, ocasionan la muerte de los inocentes: «Si el Cristo de Dios fue ejecutado en nombre de la autoridad político-religiosa de su tiempo, quiere decir que, para la fe, a éstas y semejantes autoridades se les ha quitado la justificación de arriba. O sea, que el dominio político únicamente se puede justificar ya "desde abajo"» (19). De esta forma la cruz recobra su fuerza crítica y liberadora, como juicio contra el pecado de los poderosos que crucifican al justo, y se convierte en invitación apremiante a la lucha contra la perversión de los poderes que dan muerte. En este sentido se entiende la expresión de J. P. Miranda: «Cristo murió para que se sepa que no todo está permitido.» Concluyamos este punto. La cruz es, sí, juicio de Dios, pero no sobre el crucificado, sino sobre el pecado del mundo, causante directo de la muerte de Jesús. Más concretamente, es juicio contra el pecado de los poderosos, responsables históricamente de la cruz de Jesús y de todas las cruces. Precisamente por eso se levanta como instancia crítica y liberadora frente al poder religioso que intenta absolutizar la ley o el rito e impide la atención al prójimo caído, o frente al poder político que, despreciando la verdad, actúa por razones de mera eficacia o de bastarda prudencia y condena a muerte al inocente.

3. (17) Cf. Jesucristo y la liberación..., op. cit, 361 y 422. Así considerada la cruz, en continuidad con toda su vida y como culminación de su proexistencia, lo que fue un crimen, sin dejar de serlo, queda transmutado y adquiere su valor: «La muerte de Jesús que es un crimen histórico, fruto de unas libertades muy concretas y de un pecado cuyos protagonistas tienen un nombre que los historiadores tendrán que analizar con toda precisión... esa muerte como resultado de la forma en que Jesús la asume e integra en su personal existencia filial, queda transmutada en oración, intercesión y superación de lo que la ha motivado, es decir, en perdón de nuestros pecados» (cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: «Jesucristo redentor del hombre. Esbozo de una soteriología crítica», en AA.VV., Cristo redentor del hombre, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca, 1986, 91). (18) Esta funcionalidad legitimadora es agudamente indicada por Ch. DUQUOC: «La consideración abstracta de la cruz como símbolo de expiación ha dejado indefensa a la clase obrera por el capitalismo naciente» (cf. Actualidad teológica de la cruz..., art. cit., 24).

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ALGUNAS CONSECUENCIAS DE LA RECUPERACIÓN HISTÓRICA DE LA CRUZ PARA LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA

La vida cristiana consiste, en síntesis apretada, en seguir por amor las huellas del crucificado, animados y orientados por la esperanza que engendra la fe en el resucitado. En cualquier momento histórico, también en la actualidad, el cristiano debe escuchar a Jesús y aceptar su invitación a seguirle cargando con la cruz, dispuesto a perder la vida por El y por la Buena Noticia (cf. Me 8, 34-35 y par.). Toda auténtica espiritualidad cristiana es en este sentido una espiritualidad de la cruz. (19) Cf. J. MOLTMANN: El Dios crucificado, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1975, 454.

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Pero, ¿cómo vivir la cruz de Jesucristo nosotros hoy? O, dicho de otra manera, ¿cómo vivir una espiritualidad informada por la cruz sin caer en el ascetismo individualista con resonancias doloristas o en el fatalismo sacralizado que exige pasividad resignada y sumisa ante todo sufrimiento, incluido aquél que tiene su causa en la injusticia y la opresión? (20). La respuesta podría resumirse así: una espiritualidad auténtica de la cruz se concreta en una espiritualidad del seguimiento de Jesús (21). Con esto queremos expresar que la espiritualidad liberadora de la cruz no puede entenderse ni realizarse al margen del seguimiento del crucificado, lo cual supone abrazar hoy la causa de los crucificados por el pecado del mundo. La cruz subjetiva y personal del creyente queda así vinculada esencialmente a la cruz objetiva de los que sufren por ser injustamente oprimidos. Y sólo desde esa vinculación la teología de la cruz se convierte legítimamente en teología de la esperanza. «La fe y la teología están hechas de la cruz. Pero hay que historizarla adecuadamente. Se trata de enfatizar la cruz objetiva de pueblos crucificados a cuyo servicio sobreviene invariablemente la cruz subjetiva. La teología de la cruz se torna entonces en teología de la encarnación y del seguimiento, de la defensa de los pobres, del ataque de los opresores, de la persecución y del martirio. Y, paradójicamente, se torna en teología de la esperanza y de la resurrección, porque en los pobres está el Señor, ellos son luz de las gentes, ellos mantienen la esperanza, ellos salvan» (22). (20) Para todo lo que sigue, cf. L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 437-441. (21) Volveremos a este punto, para desarrollarlo con mayor amplitud, en el capítulo VIII, centrado en el seguimiento. (22) Cf. J. SOBRINO: «El Sínodo de Roma. Su significado para América Latina», en Noticias Obreras, núm. 924-925 (marzo-abril 1986), Separata 3.a, 11. La esperanza cristiana, por el hecho de integrar la cruz en su horizonte, no está sin embargo necesariamente vinculada al pesimismo intrahistórico, sino, eso sí, a la «reserva escatológica», que impide ciertamente confundir la historia con la realización definitiva del Reino, pero que obliga, sobre todo, a jerarquizar las realidades históricas y sociales, impidiendo su valoración igualitaria. No se ama a los crucificados en un mundo donde está presente el pecado sin tener la cruz como destino, pero eso no impide que la historia pueda avanzar con el compromiso solidario y liberador. El proceso de la historia, aunque siempre marcado por el pecado y la cruz, permanece abierto a la posibilidad, tantas veces insospechada, de los avances y triunfos de la causa de los pobres. Aunque también es verdad que está igualmente abierto, pues no hay garantía alguna de triunfo intrahistórico a plazo fijo, a los fracasos y retrocesos de esa misma causa. Por eso no me parece correcta la posición de los que, desde vina perspectiva histórica poco esperanzada, establecen una vinculación esencial, a mi parecer innecesaria y hasta peligrosa, entre espiritualidad de la cruz y fracaso histórico de la causa de los pobres.

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La espiritualidad de la cruz que aquí propugnamos: — no es formalmente una espiritualidad del sufrimiento; — no es, sin más, aceptación del dolor y de la negatividad que conlleva la existencia; — no es pura pasividad resignada; — tampoco es una mera identificación intencional con el crucificado a través de no importa qué mediaciones dolorosas; — es más bien, para expresarlo positivamente, una espiritualidad del seguimiento, que supone asumir aquellas actitudes fundamentales de Jesús que nos llevan a identificarnos objetivamente con él y así seguirle con realismo: la cruz es la consecuencia del verdadero seguimiento (23). La cruz de Jesucristo la abrazamos hoy cuando, siguiendo las huellas de Jesús, hacemos nuestra su solidaridad con los pobres. En la participación en los procesos históricos de liberación de los pobres-crucificados de la tierra está presente la cruz de Jesucristo. Sin esa participación la espiritualidad de la cruz puede convertirse «en estoicismo, masoquismo, o, lo que es peor, en el alibi para no recorrer el camino a la cruz, creyendo estar ya en ella. La cruz es... el fin del proceso (el que supone seguir realmente y no de forma meramente intencional a Jesús). Sin recorrer ese proceso la cruz que se acepta no es necesariamente cristiana» (24). En una espiritualidad verdaderamente cristiana de la cruz, ésta no se asume por sí misma y en sí misma. No se asume in recto, sino in obliquo. Lo que propiamente se asume in recto, a impulsos del amor, única realidad que salva, es el seguimiento de Jesús, que se concreta en solidaridad activa con la causa de los crucificados. Anterior lógica y hasta cronológicamente a la cruz es el amor a los crucificados. En ese mismo sentido observa González Faus que «cristianamente hablando, hay que empezar proclamando que el dolor no tiene en sí mismo ningún valor redentor... De por sí, el dolor debe ser mirado como algo que el hombre está llamado a ha(23) Cf. J. SOBRINO: Cristología desde América Latina..., op. cit., 167-169. (24) Cf. J. SOBRINO: Ibíd., 169. «La tradición ascética ha individualizado con demasiada frecuencia —señala GONZÁLEZ FAUS— la categoría de la cruz y de la mortificación, refiriéndola exclusivamente a las relaciones del hombre consigo mismo. La cruz era una forma de ascetismo, más que una forma de vida y de ser ante el mundo y los hombres: una forma de ser no sólo del cristiano, sino de la Iglesia misma. Frente a aquella concepción es preciso insistir en que la cruz pertenece primariamente a las relaciones del hombre con la realidad, más que a las relaciones consigo mismo...» (cf. La Humanidad nueva..., op. cit., 598).

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cer desaparecer, precisamente porque es una huella del pecado». «No obstante —añade— existen dos momentos en que el dolor adquiere para el creyente el verdadero valor salvador. En primer lugar, cuando se trata de un destino contrario que se impone inevitablemente... porque tras luchar contra él, no se le ha podido evitar, o sólo se le hubiese podido evitar a costa de apartarse de la justicia o de la propia misión, como era el caso de Jesús (25). Y en segundo lugar, cuando se trata de un dolor que, aun pudiendo ser evitable, es asumible libremente por solidaridad con aquéllos que lo padecen» (26).

4.

CON LA RECUPERACIÓN HISTÓRICA POSTULADA LA CRUZ PUEDE INCORPORARSE AL PROCESO DE REFLEXIÓN TEOLÓGICA CON SIGNIFICACIÓN LIBERADORA

A mi entender, la incorporación de la cruz, históricamente recuperada, al proceso mismo del conocimiento teológico se ha realizado de forma vigorosa en la teología latinoamericana de la liberación, que se presenta a sí misma como una teología de la cruz, precisamente por ser una teología esencialmente vinculada a la opción por los crucificados de la tierra y su causa de liberación. Terminaré este capítulo intentando hacer ver que dicha teología, pese a tantas interpretaciones contrarias, es una auténtica «theologia crucis» —en el sentido fuerte de que introduce la cruz en el proceso de la reflexión teológica—, que puede y debe conducir a una interpretación de la redención cristiana con significación liberadora (27). Como ya Moltmann señala «la teología —en tanto que teología de la cruz— no solamente habla sobre los significados de la cruz de Cristo, haciendo una interpretación de la misma, sino que ella misma se convierte en "teología crucificada" —como decía K. Barth en estrecho parentesco con Lutero— y —podríamos añadir noso(25) Asumir de forma adulta ese dolor inevitable es un acto de fe y esperanza que lleva a confiar en la bondad del plan creador y salvífico de Dios cuando somos confrontados con el mal y la miseria de la realidad. Es la fe que vence al mundo [cf. J. Lois: «La fe que "vence al mundo": respuesta creyente al Dios que nos busca en y desde la historia», en Sal Terrae (mayo 1981) 347-358]. (26) Cf. La Humanidad nueva..., op. cit., 519. (27) Recojo y resumo aquí consideraciones que pueden encontrarse en J. Lois: «Opción por los pobres y teología de la cruz», en Misión Abierta, núm. 3 (junio 1986) 53-70.

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tros— en "teología crucificante". Esto hace de ella una teoría crítica de la liberación en consecuencia, su Sitz im Leben habrá que buscarlo en aquéllos que viven "bajo la cruz", que padecen "el sufrimiento de este mundo", los ateos y los dejados de las manos de Dios, los despreciados y abandonados de los hombres, los oprimidos y los que se hacen deudores de ellos» (28). Este texto del conocido teólogo alemán me parece que tiene perfecta aplicación a la teología latinoamericana de la liberación. En efecto, ella es una teología que no solamente habla sobre la cruz y su significación teológica, sino que habla desde la cruz y por ello puede llamarse con toda razón y derecho teología crucificada. Su Sitz im Leben, su lugar hermenéutico privilegiado son aquellos que viven bajo la cruz, los pobres y oprimidos de la tierra. Precisamente por ser una teología crucificada, en tanto que elaborada desde la solidaridad activa con los que viven bajo la cruz, es, al mismo tiempo, una teología crucificante, que juzga, desinstala y llama vigorosamente a la conversión personal y al compromiso liberador. Es, como dice Moltmann, una teoría crítica de la liberación elaborada desde la fe vivida como seguimiento del crucificado. Para los teólogos de la liberación la cruz es el horizonte hermenéutico de la teología cristiana. Pero no cualquier cruz, sino la cruz de Jesús históricamente recuperada y prolongada en los crucificados de la tierra. La teología de la liberación es una teología de la cruz por ser una teología elaborada desde los pobres y oprimidos, una teología desde «abajo», desde «el reverso de la historia», desde «los condenados de la tierra», desde «los cristos azotados de las Indias». Más concreta y precisamente, es una teología elaborada desde la opción por los pobres que incluye como momento esencial el compromiso solidario de lucha en favor de su causa. No hay posibilidad de teología de la liberación sin abrazar la cruz de Jesús que supone la conversión al pobre y su causa. En la raíz misma de la teología de la liberación está una profunda experiencia espiritual de conversión: la que se da cuando alguien se encuentra con el Dios cristiano en el rostro del pobre. La conversión que tiene lugar en el encuentro con Dios en el pobre conduce al seguimiento de Jesús, que implica abrazar su cruz en la forma histórica actual de solidaridad real con la causa de los crucificados de la tierra. No hay posibilidad de teología de la liberación si no hay previamente ese encuentro con Dios en el pobre, es decir, esa conversión-seguimiento del Jesús crucificado que se expresa hoy en (28) Cf. El futuro de la creación, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1979, 83.

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solidaridad beligerante con la causa de los injustamente crucificados (solidaridad que encuentra su fundamento y sentido último si es vivida en el horizonte de esperanza en que sitúa la fe en el resucitado). Estamos aquí en presencia de la profunda innovación metodológica que es, como indica J. Sobrino, «lo más profundo que ha aportado la teología de la liberación a la teología en general, pues ha desplazado el problema de los contenidos de la teología a la misma condición de posibilidad de hacer teología cristiana» (29). Esa innovación metodológica la expresan los teólogos latinoamericanos diciendo que en la teología de la liberación el «acto primero» es la opción por los pobres traducida en praxis histórica de liberación y que la elaboración propiamente teológica viene después, es «acto segundo» (30). Esto no significa que el teólogo deba hallarse solamente en el «acto segundo». En realidad lo que viene después es la reflexión teológica, no el teólogo. La novedad metodológica radica precisamente en esta exigencia: el teólogo, si quiere hacer teología cristiana («acto segundo»), tiene que optar por los pobres y participar activamente en su proceso histórico de cambio liberador («acto primero»). Lo que aquí está en juego no es una cuestión abstracta de metodología teológica, sino algo que afecta a la vida teologal o a la espiritualidad det sujeto que elabora la teología. O dicho más compendiosamente: en la teología de la liberación la metodología se identifica con la espiritualidad (31). La teología de la liberación es una teología espiritual, o sea, una teo(29) Cf. Cristología desde América..., op. cit., en la Introducción a la segunda edición, XVIII; cf. también, I. ELLACURIA: «Tesis sobre posibilidad, necesidad y sentido de una teología latinoamericana», en AA.VV., Teología y mundo contemporáneo, Ed. Cristiandad, Madrid, 1975, 349. (30) «La teología —señala G. GUTIÉRREZ— es reflexión, actitud crítica. Lo primero es el compromiso de caridad, el servicio. La teología viene después, es un acto segundo. Puede decirse de la teología lo que afirmaba Hegel de la filosofía: sólo se levanta al crepúsculo» (cf. Teología de la liberación. Perspectivas, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1972, 35). Esta misma idea se encuentra frecuentemente en los teólogos latinoamericanos: cf., por ejemplo, L. BOFF: Teología do Cativeiro e da LibertaCao, Ed. Multinova, Lisboa, 1976, 45; G. GUTIÉRREZ: La fuerza histórica de los pobres, Ed. CEP, Lima, 1980,176-177. (31) G. GUTIÉRREZ, refiriéndose a la necesaria presencia del teólogo en lo que hemos llamado «acto primero», afirma: «Por esta razón es posible decir que hablar de un primer y un segundo momento no es sólo cuestión de metodología teológica, es aún asunto de estilo de vida. Una manera de vivir la fe. Y en última instancia de espiritualidad en el sentido fuerte del término. O mejor, nuestra metodología es nuestra espiritualidad. Un proyecto de vida en proceso de realización (cf. La fuerza histórica..., op. cit., 176; cf. también, G. MUGICA: «El método teológico: una cuestión de espiritualidad», en AA.VV., Vida y reflexión. Aportes de la teología de la liberación al pensamiento teológico actual, Ed. CEP, Lima, 21-43).

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logia que tiene su raíz y condición misma de posibilidad en esa espiritualidad de la cruz o del seguimiento de Jesús que implica la opción por los pobres y su causa. Ella es su punto de partida y también su punto de llegada, pues la teología está a su servicio para profundizarla y potenciarla. Para los teólogos de la liberación todo arranca de la experiencia espiritual del encuentro con Dios y su Cristo en el pobre. Esa experiencia reclama conversión. La conversión se expresa y verifica en el seguimiento real de Jesús. El seguimiento de Jesús supone abrazar la cruz a través de la solidaridad con los pobres y su causa. Y esa solidaridad exige participación en los procesos históricos de liberación. Todo eso es el «acto primero», condición de posibilidad de la reflexión propiamente teológica o «acto segundo». La cruz vivida como solidaridad con los pobres queda así incorporada al proceso mismo de la elaboración teológica, como momento interno y necesario. La relación del teólogo con las «fuentes» de la revelación supone como mediación necesaria para su interpretación cristiana abrazar la cruz así entendida. La teología de la liberación es una teología hecha desde la cruz, es una «teología crucificada». A esta incorporación de la cruz como momento interno y necesario de la elaboración teológica la llaman los teólogos de la liberación «ruptura epistemológica» (32). Con el término «ruptura» se expresa que se produce una especie de «salto cualitativo», que supone rompimiento con viejas formas de epistemología teológica. Se quiere inaugurar una nueva forma de conocer desde el amor solidario con la causa de los pobres, que se considera más coherente con la epistemología bíblica, la cual vincula siempre el conocimiento del Dios verdadero al amor del prójimo que lleva a la lucha por la justicia. Un conocer desde la ruptura que supone situarse en el reverso de la historia con toda su conflictividad. Un conocer desde la cruz, es decir, desde el sufrimiento y el dolor de los pobres de esta tierra, siempre operativamente vinculado a la transformación de la realidad intolerable y, por consiguiente, también vinculado a la mediación del análisis de la realidad que proporcionan las cien(32) Cf., por ejemplo, L. BOFF: «De la liberación integral a las liberaciones parciales», en id. y Cl. Boff, Libertad y liberación, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1982, 77; G. GUTIÉRREZ: «Evangelio y praxis de liberación», en AA.VV., Fe cristiana y cambio social en América Latina, Ed. Sigúeme, Salamanca, 173, 242; J. SOBRINO: Cristología desde..., op. cit., 153; id., «El conocimiento teológico en la teología europea y latinoamericana», en id. Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, Sal Terrae, Santander, 1981, 40-50.

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cias sociales y que permite descubrir la conflictividad de esa realidad y sus causas. La «ruptura epistemológica», que implica la conversión del teólogo, se convierte «en la condición necesaria para que la teología no caiga en la trampa de su propia concupiscencia de intentar llegar a Dios desde la inercia del hombre natural y en favor de sus intereses» (33). Cuando el teólogo se convierte y realiza su reflexión desde el lugar de los pobres, desde la lucha por la justicia que la opción solidaria demanda, es decir, desde la cruz, se produce la ruptura necesaria para que el conocimiento pueda pasar de ser natural a cristiano. Se produce la «crisis» —en el sentido de metanoia bíblica— que necesariamente tiene que darse para superar la hybris propia del conocimiento abandonado a la lógica del discurso racional natural. Sólo así, como indica Sobrino, el conocimiento teológico deja de ser liberal, es decir, proyección o eco de nuestros propios deseos no purificados. Podríamos decir parafraseando a San Pablo: sin la «ruptura epistemológica» que se produce cuando se hace teología desde la cruz seguimos en nuestros pecados, en la incapacidad de conocer algo que no esté radicalmente viciado por la concupiscencia de nuestro conocimiento, algo que no sea de algún modo prolongación de nosotros mismos. Es la alteridad del pobre crucificado la que produce el no-saber necesario para empezar a saber algo de Dios (34).

historia real de la injusticia y el sufrimiento de los seres humanos, haciendo propia la causa de los pobres, y de reconsiderar desde ahí la significación salvífica de la totalidad del mensaje cristiano. En definitiva, la teología de la liberación es una teología de o sobre la cruz que reflexiona acerca de su dimensión histórico-política y su significación más estrictamente teológica. Y es igualmente una teología elaborada en su totalidad desde la cruz, es decir, desde el lugar privilegiado en que sitúa la solidaridad con los crucificados de nuestro mundo presente. Por ser teología de la cruz es teología desde la cruz y viceversa. Existe entre ambas dimensiones una circularidad dialéctica mutuamente fecundante.

Cuando se vive solidariamente con los crucificados de la tierra se ve la urgencia de recuperar la cruz de Jesús con su dimensión histórico-política y con su significación crítica y liberadora y también como principio clave hermenéutico para conocer al Dios verdadero. Pero también puede decirse que ambas recuperaciones ponen de manifiesto la necesidad de abrazar la cruz de Jesús en la (33) Cf. J. SOBRINO: «La teología en Latinoamérica», en AA.VV., Iniciación a la práctica de la teología. Introducción, Ed. Cristiandad, Madrid, 1984, 387. (34) Por todo lo dicho se puede considerar a la teología de la liberación como una «theologia crucis», dando fundamentalmente a esta expresión la significación que Lutero le concedió en las tesis 19-22 de la famosa controversia de Heidelberg, celebrada en 1518 (cf. Lutero. Obras, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1977, 82-83). El pobre puede, en esta perspectiva, ser considerado como lugar teológico en el sentido concreto de que es el lugar en que Dios se manifiesta de forma privilegiada, no precisamente por su santidad o bondad moral, sino por su condición de crucificado que juzga y llama a la conversión, ya que Dios, al revelarse, elige lo débil del mundo para confundir a lo fuerte (cf. 1 Cor 1,18-19). Al igual que la cruz, el pobre revela porque desinstala y, al mismo tiempo, positivamente descubre que la voluntad de Dios es el amor que nos solidariza con su causa [cf. al respecto, J. I. GONZÁLEZ FAUS: «Los pobres como lugar teológico», en Revista latinoamericana de teología, 1 (1984) 283-286].

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C a p í t u l o VII

Resurrección y liberación

Quisiera en este capítulo reflexionar teológicamente sobre la resurrección de Jesús, pero desde un ángulo de enfoque muy concreto y hasta muy limitado, teniendo en cuenta la riqueza significativa de este misterio nuclear de nuestra fe cristiana. No pretendo otra cosa que ver la relación que puede y debe establecerse entre la resurrección de Jesús y la tarea histórica de transformar la realidad con la finalidad de conseguir la dignificación y liberación de los seres humanos. La resurrección de Jesús, acontecimiento escatológico por excelencia, ¿desvía de esa tarea histórica o más bien la exige, motivándola e insertándola en un horizonte de amplitud insospechada? La esperanza escatológica, referida al «esjaton» final, en cuya perspectiva sin duda nos sitúa la fe en la resurrección de Jesús ¿puede ser vivida sin una esperanza histórica capaz de informar la tarea de transformar la realidad económica, social, política... en un sentido liberador? Las consideraciones que siguen no pretenden otra cosa que responder a esas preguntas.

1.

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y LA ESPERANZA ESCATOLÓGICA DE LIBERACIÓN DEFINITIVA E INTEGRAL

En la resurrección de Jesús los creyentes cristianos confesamos un porvenir de liberación definitiva e integral para el ser humano y la totalidad de la realidad creada. En ella adivinamos, prolépticamente anticipado, el final de la historia, el destino último al que nos ha destinado el amor creador de Dios. Todas las promesas bíblicas, que orientaron durante siglos el caminar esperanzado del pueblo de Israel, encuentran en Jesús resucitado su definitiva confirmación: «Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en El, y por eso decimos por El "Amén" a la gloria de Dios» (2 Cor 1, 20). En Jesús resucitado la fe confiesa la realización anticipada de los más profundos anhelos de liberación de la Humanidad a lo largo de la historia y por eso se atreve a anunciar «un cie147

lo nuevo y una tierra nueva..., en donde se enjugará toda lágrima di- los ojos de los hombres y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni >'.ritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha pasado» (Ap 21, 1.4). I .a resurrección de Jesús, que anuncia su venida gloriosa «al fin ile los tiempos», sitúa así a los creyentes en un horizonte escatológico de expectación que permite hablar con verdad del «fin de la utopía». Explicitemos su significación soteriológica de futuro para el ser humano y hasta para la creación entera. A) En primer lugar, puesto que Jesús ha resucitado, esperamos el surgimiento futuro de un ser humano «nuevo», enteramente realizado y liberado: — Liberado del pecado, es decir, de esa alienación fundamental que encierra al individuo en su propio egoísmo y que deviene hecho social, histórico, traduciéndose en estructuras de marginalidad, injusticia y esclavitud opresora. — Liberado de la ley, es decir, de toda falsa situación de dependencia heterónoma que impide vivir en la libertad del Espíritu. — Liberado, en fin, de la muerte. Situándonos la resurrección en un horizonte en el que la nada y la muerte retroceden ante la vida, tocamos el mismo núcleo de la esperanza escatológica cristiana. En la resurrección de Cristo todos tenemos vocación última de resucitados: «Ahora, si de Cristo se proclama que resucitó de la muerte, ¿cómo decís algunos que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado, y si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación no tiene contenido ni vuestra fe tampoco... Pero de hecho el Mesías ha resucitado de la muerte, como primer fruto de los que duermen, pues, si un hombre trajo la muerte, también un hombre trajo la resurrección de los muertos; es decir, lo mismo que por Adán todos mueren, así también por el Mesías todos recibirán la vida» (1 Cor 15, 12-13. 20-22 ). La resurrección de Jesús se nos presenta, pues, como anticipación de la nuestra; por eso Pablo nos dice que Cristo resucitó como «primer fruto» o como «primicias» (1). Al mismo tiempo, nuestra futura y esperada resurrección se nos presenta como participación en la ya realizada resurrección de Jesús, expresándose así el misterio de la solidaria inclusión de la humanidad en el triunfo glorioso de Cristo sobre la muerte.

(1) Cf. 1 Cor 15, 20.23.

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B) Pero no sólo la humanidad, sino también el mundo y la historia quedan orientados por la resurrección de Jesús hacia un término definitivamente triunfante (2). En su carta a los Romanos, Pablo nos dice que la creación entera aguarda entre dolorosos gemidos de parto el momento de la manifestación de la gloria de Dios, de la definitiva liberación de toda servidumbre y de la participación en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (3). La resurrección de Jesús genera, por consiguiente, a nivel de la humanidad, el mundo creado y la historia una tensión de esperanza escatológica universal, cuya meta final es la resurrección de los muertos y la recreación consumativa de todas las cosas, recapituladas en Cristo, bajo la soberanía absoluta de Dios. Precisamente por eso la resurrección puede considerarse como profecía anticipada del triunfo definitivo de la historia. En ella, el círculo infernal del tiempo cerrado sobre sí mismo queda roto y abierto a una meta final de plenitud y realización definitiva. La pesadilla del eterno retorno —que tanto ha preocupado al pensamiento moderno— o la espantosa posibilidad de una historia vana y sin sentido —un paréntesis entre dos nadas, en la expresión pesimista de Cioran—aparece eliminada. En la resurrección, dice J. Moltmann, la esperanza cristiana ve «anunciado el futuro de la justicia y la destrucción de las fuerzas del mal, el futuro de la vida y la destrucción de la muerte, el futuro de la libertad y la destrucción de la opresión, el futuro del verdadero ser humano y la destrucción de lo inhumano» (4). Esta dimensión de futuro último de la esperanza cristiana, proféticamente anticipado en la resurrección de Jesús, que subraya la dimensión transhistórica de la liberación final a que aspira la humanidad es elemento esencial de nuestra fe. Pero no totaliza toda la esperanza que la fe en la resurrección genera. Es más, si no se combina «dialécticamente» con la esperanza en una liberación que ha de irse realizando en la historia, esa esperanza referida a la liberación final puede «tragarse» esa misma historia y convertirse así en ilusión alienante al «extrañarnos» de la tarea humana. En efecto, si la esperanza en la liberación queda simplemente referida y diferida al «eschaton» final, a la Parusía, consumación y cumplimiento definitivo de la resurrección, ¿no estamos dejando el presente abandonado a la posibilidad del más radical de los pesi(2) Cf., por ejemplo, Col 1,15-20, y Ef 1, 10. 20-23. (3) Cf. Rom 8,18-23. (4) Cf. Esperanza y planificación del futuro, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1971, 443.

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mismos paralizantes? ¿No deshistorizamos la esperanza? Si todo pende del futuro último ¿qué oportunidad concedemos al presente? Una esperanza así concebida, ¿no es invitación a descalificar las posibilidades de liberación que nos ofrece la historia? Si nuestra esperanza está como «asegurada» en la referencia exclusiva a la Segunda Venida que aguardamos para el «fin de los tiempos», ¿qué valor podemos conceder aún a la tarea histórica de la liberación? Si el poder de Dios «garantiza» el triunfo final en todo supuesto, al margen y de espaldas a toda respuesta humana, ¿qué sentido podemos reservar para la historia? Una consideración «adialéctica» de la esperanza cristiana, que no asuma mediaciones históricas, puede engendrar, en definitiva, fáciles y cómodos optimismos. El «final asegurado» al margen de todo avatar histórico, ¿no puede ser coartada que nos dispense, por vano, de todo compromiso presente? ¿No puede fácilmente manipularse hasta convertirse en «opio del pueblo», «droga evasiva», llamada a la más pasiva de las resignaciones frente a las injusticias presentes, invitación a la «huelga de brazos caídos» ante la tarea histórica? La misma historia que ya conocemos se ha encargado de responder afirmativamente. Una presentación así de la esperanza cristiana, como «colgada» de una intervención transhistórica de Dios, ha llevado a muchos de nuestros contemporáneos a estimar que el creyente cristiano queda exonerado o liberado de la misión de transformar este mundo. Fue sin duda esta unilateral interpretación la que llevó a Bonhoeffer a insistir en la «mundanidad» o «terrenalidad» de la esperanza cristiana: «Ahora se dice que lo decisivo es que el cristianismo proclamó la esperanza en la resurrección y que así originó una auténtica religión de la redención. El centro de gravedad se halla, pues, más allá de la muerte. Ahí, precisamente, es donde yo veo el error y el peligro. Pues, entonces, redención quiere decir liberación de las preocupaciones, de los peligros, de las angustias y deseos, del pecado y la muerte en un más allá mejor. Pero, ¿realmente es éste el elemento esencial de la revelación de Cristo según los Evangelios y San Pablo? Yo lo niego. La esperanza cristiana en la resurrección se diferencia de la esperanza mitológica por el hecho de que remite al hombre, de un modo totalmente nuevo y aún más tajante que en el Antiguo Testamento, a su vida en la tierra» (5). (5) Cf. Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio, Ed. Ariel, Barcelona, 198.

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El teólogo mártir alemán no pretende negar, como es obvio, la fe en la resurrección ni siquiera su referencia a la superación de la muerte y al término final. Lo único que pretende es subrayar que la esperanza cristiana, fundamentada en la resurrección de Jesús, no desvaloriza este mundo (6). Con similar pretensión la Constitución Pastoral Gaudium el spes del Vaticano II afirma en su n. 39: «Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación por perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios.» La reflexión teológica debe justificar la verdad de afirmaciones semejantes. El intentarlo brevemente aquí, siempre en el marco de las relaciones entre resurrección y liberación, nos conduce ya a la segunda parte de esta reflexión.

2.

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y LA ESPERANZA HISTÓRICA DE LIBERACIÓN

En forma alguna pretendemos afirmar ahora la dimensión histórica de la fe en la resurrección cuestionando o restando importancia a su dimensión transhistórica, ya claramente explicitada. Tratamos simplemente de hacer ver que sólo una consideración «dialéctica» de ambas dimensiones puede ser satisfactoria. El creyente cristiano no puede vivir su esperanza activa en la liberación histórica sin apertura a la liberación escatológica final. Pero tampoco puede vivir su esperanza en la liberación escatológica final (6) Comentando el texto anteriormente citado de Bonhoeffer, el también teólogo alemán H. ZAHRNT dice: «La esperanza cristiana de la resurrección se distingue de todos los mitos extracristianos de la redención en que no ofrece al hombre un último refugio en lo eterno, sino que le remite, con más fuerza aún que el Antiguo Testamento, ¡i su vida en la tierra. Cierto que la esperanza cristiana de la resurrección resuelve también la cuestión de la muerte, pero sólo para liberar en orden a la vida en plenitud, que por otra parte no es limitada ni por la muerte. Así, pues, no desvaloriza este mundo, sino que a partir de su sentido "último" le da su auténtico sentido "penúltimo"» (cf. A vueltas con Dios. La teología protestante en el siglo xx, Ed. Hechos y Dichos, Zaragoza, 1972, 184-185).

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sin compromiso esperanzado —que no necesariamente optimista— en la liberación histórica. La resurrección de Jesús no puede agotarse en la aceptación de un acontecimiento pasado, en tanto que pasado, acontecimiento único e irrepetible que tuvo lugar al «tercer día» de la crucifixión. Tampoco puede conducirnos a vivir solitariamente en la pura esperanza escatológica, únicamente volcados hacia el futuro final, vaciando la historia presente de la presencia de Cristo. Confesando la resurrección de Jesús confesamos su presencia vivificante de resucitado en el hoy de nuestra historia; está presente por medio de su Espíritu, que ha sido derramado en nuestros corazones, que nos ha sido ya donado como «prenda» o como «arras» de lo que definitivamente esperamos. Esto significa que la historia está tensionada escatológicamente o informada por la escatología, la cual es a la vez de futuro y de presente, es decir, y como ya queda dicho en el capítulo III (7), combinación «dialéctica» del «todavía no» con el «ya sí». Y entonces la historia es el escenario en donde hemos de intentar ir alumbrando ya la Humanidad nueva en un mundo nuevo. Tiene razón J. Moltmann cuando insiste en que la resurrección de Jesús «funda la historia» y en que la esperanza cristiana no es simple espera, sino exigencia de transformación social. «La revolución social contra la injusticia es el reverso inmanente de la esperanza», llega a decir el teólogo alemán. Los creyentes, informados por la esperanza, deben anticipar ya «aquí abajo» las posibilidades de porvenir contenidas en la resurrección de Jesús mediante su praxis de transformación social, hecha de resistencia práctica y de «reconfiguración creadora», poniendo en tela de juicio lo existente y sirviendo a lo venidero en la perspectiva siempre de la finalidad salvífica del mundo. Esta dimensión que podríamos llamar histórico-política de la esperanza cristiana está muy subrayada en la reflexión teológica de Teilhard de Chardin. El sabio jesuíta francés vincula incluso esa transformación social reclamada por la vivencia activa de la esperanza cristiana con la segunda venida y la llegada definitiva del Reino, al considerarla su condición previa indispensable por libre decisión de Dios, Señor de la historia. Por eso llega a afirmar que así como Jesús necesitó de una mujer y su libre consentimiento para nacer y encarnarse en la historia, igualmente necesitará de un mundo socialmente transformado por la libertad de los seres hu-

(7) Cf. «supra», pág. 78.

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manos —en virtud de una progresiva socialización informada por el amor solidario— para su segunda y definitiva venida (8). Dejando ahora al margen la cuestión discutible del necesario carácter victorioso de la historia para que pueda afirmarse con coherencia la resurrección de Jesús y nuestra resurrección (9), lo que sí (8) DIEZ ALEGRÍA, comentando 1 Cor 15, plantea así esta misma cuestión: «San Pablo establece esta dialéctica. 1) Cristo resucita; 2) está en marcha la lucha (destinada a triunfar) contra las potencias del mal; 3) ligado con esta lucha y con su dinámica victoriosa está, como coronamiento, nuestra resurrección. Pablo dice taxativamente que no se puede creer con verdadera fe en la resurrección de Cristo, si no se espera (se cree en) nuestra resurrección. Pero, al explicarnos la relación dinámica entre la resurrección de Jesús y la nuestra, intercala, en función de Cristo, toda la trama de la historia, como lucha contra las potencias del mal. El último enemigo en ser destruido será la muerte. Por tanto, si la lucha contra los enemigos de la fraternidad, de la liberación, del amor verdadero y de la justicia, no es una lucha en marcha hacia la victoria, a lo largo de la historia, es quimérico creer que la muerte será destruida al final. Podemos, pues, explicitar así plenamente la visión de Pablo: si no hay lucha victoriosa en marcha, dentro de la historia, contra las potencias del mal, no hay resurrección nuestra. Y si no hay resurrección nuestra, no hay, no ha habido resurrección de Jesús, y el cristianismo es una quimera. No se puede tener fe genuina en la resurrección sin tener una esperanza escatológica que se relaciona con la historia y que, por eso, no puede servir como instrumento de evasión» (cf. Yo creo en la esperanza, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1972,115). (9) Personalmente no estoy seguro de que la esperanza teologal tenga que ser vinculada con la garantía del éxito intrahistórico o con la creencia cierta de que «el mundo tiene remedio» (J. P. MIRANDA). Me contento más bien con afirmar que remite a la historia, urgiendo a los creyentes la apertura utópica comprometida a un futuro nuevo siempre posible y deseable y confiriendo fundamentación, motivación y sentido a toda lucha por una sociedad más justa y fraternal, cualquiera que sea su resultado histórico, a pesar incluso de que pueda sobrevenir el fracaso. Como he escrito en otra ocasión «el proceso de la historia, aunque siempre marcado por el pecado y la cruz, permanece abierto a la posibilidad, tantas veces insospechada, de los avances y retrocesos, triunfos y fracasos de la causa de los pobres. Tarea nuestra es "forzar" los avances y los triunfos, aunque nunca tengan el carácter de lo último y lo definitivo. La "consagración" apriorística, por pretendidas exigencias teológicas, del optimismo iluso o del pesimismo radical, puede ser paralizante y jugar una finalidad francamente reaccionaria» [cf. «La fe que "vence al mundo": respuesta creyente al Dios que nos busca en y desde la historia», en Sal Terrae, 69, núm. 816 (mayo 1981) 355-356; cf. también sobre esta cuestión: R. AGUIRRE: «Recuperar y purificar la utopía», en Diálogo, núm. 8 (eneroabril 1987) 23-25; J. I. GONZÁLEZ FAUS: «Comentario a Marx y la Biblia de J. P. Miranda», en id., La teología de cada día, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976, 401-418; id., «Sabiduría de la cruz. Manifiesto para un pesimismo cariñoso», en id., Esfe es el hombre. Estudios sobre identidad cristiana y realización humana, Ed. Sal Terrae, Santander, 1980, 281-293].

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puede afirmarse con fuerza es que el Dios bíblico —que salva interviniendo en la historia, que libera al hombre en el mundo por El creado— no es el Dios de la pura futuricidad trascendente, que planea tangencialmente sobre la historia con sus promesas. Un Dios que nos espera exclusivamente en el futuro, siempre evasivo, siempre delante, nunca presente, jamás historia, no es el Dios de la revelación bíblica. Aceptar un Dios así sería incurrir en una nueva forma de docetismo en la que Dios sería sustraído de la historia, del tiempo presente. La Promesa futura de un ser humano enteramente liberado en unos «cielos nuevos y en una tierra nueva» —Promesa a la que nos remite la resurrección de Jesús— asume dialécticamente el proceso de liberación histórica, es decir, y dicho con ojos de creyente, asume la acción liberadora que Dios prosigue en la historia en y a través de la respuesta libre y comprometida de los seres humanos. Sólo si la Promesa de liberación definitiva asume la respuesta del ser humano como mediación por El libremente querida como necesaria puede, según creo, hacerse compatible la esperanza histórica con la esperanza escatológica referida al «fin de los tiempos». Confesar la resurrección de Jesús es confesar su presencia liberadora en la historia, en la fidelidad generosa y solidaria de los que trabajan por significar la presencia del Reino de salvación entre nosotros. Dios no nos ha abandonado en el interim histórico, para surgir de nuevo al final, sobre las cenizas de la historia, y cumplir con su poder creador, sin incorporar en forma alguna la tarea humana, la liberación prometida. Establecer tal discontinuidad entre el discurrir histórico y su término final, entre El Reino de Dios ya presente con su «fuerza» y sus «signos» y el aún esperado, sería caer, me parece, en una concepción apocalíptico-mitológica (10). «Ponerlo todo a cargo del futuro, cuando no se espera nada del presente, es crearse un puro "mito", sin contenido real, sin fuerza creadora» (11). Concepción, por otra parte, siempre sospechosa, en tanto que desde ella todo conservadurismo social puede ser perfectamente justificado. (10) De esto se ha acusado a J. MOLTMANN por algunos de sus críticos (D. SÓLLE, HINZ, BIOT, G. BAGET BOZZO, R. ALVES...). Parece, en efecto, que en esta dirección pue-

de ser entendida su conocida Teología de la esperanza, aunque no faltan en ella consideraciones —insinuadas en este mismo trabajo con anterioridad— que rompen con esa falsa discontinuidad, consideraciones que se han multiplicado en sus numerosas publicaciones posteriores. (11) Cf. J. M." DIEZ ALEGRÍA: Prólogo escrito para la obra de G. Girardi Amor cristiano y ludm de clases, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1971,11.

El Dios trascendente, «extra nos», hecho historia en Jesús de Nazaret, sigue dinámicamente presente en esa misma historia a través del Espíritu que nos ha sido donado por Jesús resucitado. «Extra nos» e «intra nos» al mismo tiempo. De esta forma «el crecimiento del Reino es un proceso que se da históricamente en la liberación..., pero no se agota en ella... No estamos ante una identificación. Sin acontecimientos históricos liberadores no hay crecimiento del Reino, pero el proceso de liberación no habrá vencido las raíces mismas de la opresión, de la explotación del hombre por el hombre, sino con el advenimiento del Reino, que es ante todo un don. Es más, puede decirse que el hecho histórico, político, liberador es crecimiento del Reino, es acontecer salvífico, pero no es la llegada del Reino, ni toda la salvación. Es realización histórica del Reino y porque lo es, es también anuncio de plenitud. Eso es lo que establece la diferencia. Distinción hecha en una perspectiva dinámica que no tiene nada que ver con aquella que sostiene la existencia de dos "órdenes" yuxtapuestos, íntimamente ligados o convergentes, pero en el fondo exteriores el uno al otro» (12). Así, rompiendo con la discontinuidad que descalifica la historia, no se cae, sin embargo, en una identificación simplista. La acción liberadora de Dios, realizándose en la historia por la mediación de la respuesta libre de los seres humanos, no se agota o cumple de forma definitiva en la sola historia: hay un «resto» escatológico por cumplir siempre. Por eso hablamos de «reserva escatológica», es decir, de reservar a Dios, en la «consumación de los tiempos», la realización plena y definitiva de su plan salvífico-liberador. ¿Con lo dicho hacemos de la historia —como temen muchos— el «reino de las obras de la ley» que condenó Pablo? ¿Retrocedemos a una etapa definitivamente superada por la Promesa? Me parece que no. Se trata simplemente de concebir la realización de la Promesa, del Reino prometido, de forma «dialéctica». La Promesa asume, aunque supera, en su despliegue dinámico de realización, todo lo que los seres humanos, impulsados en la historia por el Espíritu derramado en sus corazones, hayan realizado o intentado realizar en pro de la auténtica liberación humana. No es caer en una nueva forma enmascarada de pelagianismo, ni condicionar el advenimiento futuro del Reino al esfuerzo prometeico del ser humano en la historia, ya que todo lo que él puede hacer viene finalmente posibilitado por el don del Espíritu. (12) Cf. G. GUTIÉRREZ: Teología de la liberación..., op. cit, 239-240.

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Saliendo al paso de la objeción indicada, afirma J. Moltmann: «La sospecha de una "condicionalización del futuro" por parte de las obras sólo puede surgir cuando se mira desde el presente hacia el futuro. Si, procediendo a la inversa, se entiende el presente del Espíritu —en el que la palabra encuentra la fe, el hombre, a su prójimo, y la esperanza, sus posibilidades de correspondencia con lo esperado— como adviento de ese futuro, entonces tal sospecha cae por tierra. Pneumatológicamente, la "subjetividad" de Dios es la fuerza de la actividad humana y el "allende" es la fuerza del "aquende"... La dialéctica de mundo y Dios encuentra su mediación histórica en el actuar presente del Espíritu...» Y añade: «En consecuencia, la esperanza cristiana no se encuentra ante la alternativa de o bien confiar en las posibilidades de Dios o afanarse, si no, tras las posibilidades del mundo... Quien espera en Dios no se ve trasladado a lo ultraterreno de Dios, sino al Espíritu de Dios y del tiempo final y a las posibilidades suyas. Porque lo ultraterreno no puede definirse mediante doctrinas que distingan negativamente a Dios del mundo. Lo ultraterreno de Dios consiste en su indistanciable cercanía en el Espíritu: un concretissimum, no un abstractum» (13). La resurrección de Jesús, remitiéndonos al definitivo cumplimiento de la Promesa —que acaecerá «cuando El vuelva»— nos remite, al mismo tiempo, a la historia en donde la misma Promesa se va haciendo presente en la tarea liberadora: «Si la Promesa no está presente en la acción histórica no es nada. Por tanto exige, a pesar del carácter insospechable que tiene su contenido de felicidad, ciertas mediaciones que anticipen históricamente su sentido. Si el Señor resucitado se ausenta y rechaza el mesianismo de poder es para que la Promesa que nos aseguró en su resurrección no constituya un obstáculo para su anticipación en nuestra historia, sino que en su escatología sea la manifestación de nuestra propia libertad y responsabilidad. El contenido de la Promesa no es un modelo, la vida histórica de Jesús no puede reproducirse materialmente; por tanto, la Promesa exige ciertas mediaciones, de las que nosotros somos responsables... La dialéctica entre la Promesa y las mediaciones racionales y prácticas nos parece que es el camino más indicado para poder comprender la relación entre Cristo y la historia» (14). (13) Cf. «Respuesta a la crítica de "Teología de la esperanza"», en AA.VV., Discusión sobre teología de la esperanza, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1972, 218-219. (14) Cf. Ch. DUQUOC: Cristología II. El Mesías, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1972, 372-373. Remitiéndonos, pues, la resurrección de Jesús a la historia con la finalidad in-

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Vivir, pues, la resurrección hoy , al compás de nuestra esperanza cristiana, supone articular esa esperanza con mediaciones históricas concretas, reiniciando siempre la búsqueda de cauces reales que permitan incidir eficazmente en la construcción de un ser humano renovado en un mundo también renovado. Ser testigos aquí y ahora de la resurrección de Jesús es comprometerse en una amplia tarea liberadora, que asume como polos dialécticos indispensables el ámbito de lo subjetivo (personal, existencial) y el ámbito de lo estructural, superando así todo falso dualismo, siempre sospechosamente reduccionista. Si, como hemos visto, la resurrección de Jesús —ratificación de todas las promesas mesiánicas proféticas de liberación— proyecta no sólo al individuo humano, sino también a su mundo y a su historia, hacia un término de definitiva consumación, no podemos reducir la operatividad de nuestra esperanza, la testificación de la resurrección en nuestra historia, a la esfera de lo subjetivo, de lo meramente existencial. Una reducción de este signo —como la intentada por Bultmann y hoy por tantos otros que, quizá sin saberlo, son en este punto fieles intérpretes suyos— parece ya definitivamente superada, cuando todos tenemos suficientes datos para saber que la relación entre lo subjetivo-personal y lo estructural hay que concebirla en términos dialécticos. Hablar de salvación liberadora hoy, cuando la razón se nos ha convertido en razón política, es hablar de un ser humano que se va liberando en el esfuerzo creador que persigue convertir su corazón y ganar en libertad interior personal y que intenta, al mismo tiempo, forjar estructuras liberadoras en los ámbitos de lo económico, de lo social, de lo político, de lo cultural... (15) Esto equivale a decir: la tarea liberadora, en la

dicada, nos sitúa ante el mismo Jesús histórico, cuya vida, autentificada por la resurrección, estuvo precisamente al servicio de hacer presente en la historia de su tiempo la Promesa (cf., por ejemplo, Le 4, 17-22). Pero no se trata, como dice el mismo DuQuoc, de «reproducir materialmente» esa vida, sino de hacerla presente hoy a través de las mediaciones liberadoras exigidas por nuestra coyuntura histórica presente. (15) No parece necesario insistir sobre este punto. No se trata en ningún caso de caer en un «estructuralismo» de vía estrecha, de corte mágico y poco dialéctico, sino de evitar todo angelismo reduccionista, siempre sospechoso. «Concebir la historia como un proceso de liberación del hombre —dice G. Gutiérrez— es percibir la libertad como una conquista histórica, es comprender que el paso de una libertad real no se realiza sin una lucha... contra todo lo que oprime al hombre. Esto implica no sólo mejores condiciones de vida, un cambio radical de estructura, una revolución social, sino mucho más: la creación continua y siempre inacabada, de una nueva manera de ser hombre, una "revolución cultural permanente"» (cf. Teología de la liberación..., op. cit., 61-62).

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que se hace verdad nuestra fe en la resurrección, asume como mediación indispensable la mediación política. La fe en la resurrección de Jesús, situando al creyente en un horizonte de esperanza histórica liberadora, no le resuelve el «cómo», la configuración concreta, la traducción de esa esperanza en praxis eficaz. Para vivir realmente la resurrección de Jesús el creyente necesita historificar su esperanza, recurriendo al instrumental adecuado que le permita analizar la realidad en que vive , instrumental que no le proporciona su fe. Sin esa articulación histórica concreta, la esperanza que brota de la resurrección, deja al creyente a la vera del discurrir histórico, en calidad de espectador, tal vez inquieto e incluso preocupado, pero, al fin, mero espectador (16). Es, según creo, muy importante subrayar la necesidad de este descenso a la praxis liberadora. Sin hacerlo la fe en la resurrección puede convertirse en mera referencia al pasado y al futuro transhistórico, y la esperanza que genera en falso consuelo que nos aliena de la historia —el creyente, como acusaba Giono, caminando por los campos de la historia sembrados de cadáveres con una rosa en la mano—, en foco puramente formal de referencia. Sólo la esperanza traducida en praxis de liberación da contenido de realidad a la Promesa alumbrada en la resurrección. Sin ella la esperanza se degrada en simple espera. Pretende salvar la esperanza situándola de espaldas a los desafíos de la historia es vaciarla de contenido. Tal vez por eso, metodológicamente hablando, es desde la misma praxis —desde la tarea liberadora que se vive en el contexto de las posibilidades reales que ofrece la coyuntura histórica concreta— desde donde tendría que reflexionarse teológicamente para descubrir las relaciones existentes entre resurrección y liberación. No quiero con esto decir que tal reflexión pudiese agotar el discurrir teológico sobre la resurrección. Pero sería un punto importante, e incluso indispensable, de ese discurso. Desde su vivencia de la tarea liberadora, emprendida como posible en su circunstancia histórica propia, es decir, desde su propia esperanza históricamente activa, el creyente vive la resurrección de (16) ¿Puede la teología asumir el riesgo de llevar a cabo tal articulación? Desde luego el creyente, sí. Pienso que también incluso la reflexión teológica, a condición claro de asumir igualmente —pero sin sacralizarlo, es decir, con conciencia de su particularidad y provisionalidad— el instrumental socioanalítico que se considere más adecuado en cada momento para captar críticamente la realidad histórica. No podemos aquí introducirnos en esta difícil cuestión, que plantea acuciosamente el tema más amplio de la interdisciplinaridad. Digamos solamente que en esta cuestión las teologías de la liberación han realizado valiosas aportaciones.

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Jesús en conexión con la propia experiencia histórico-salvífica. La resurrección adquiere así un real significado en la vida presente, cuando se vive en la práctica la posibilidad real de ir engendrando novedad: seres humanos nuevos en contextos nuevos. Desde la tarea de ir haciendo efectiva la liberación en la historia puede igualmente el creyente —ya sin falsas evasivas y sin proyecciones irreales e ilusorias de deseos— descubrir prospectivamente el horizonte de liberación definitiva y total, que incluye la superación incluso de la misma muerte como paso a la nada (17). Así, la esperanza escatológica engendrada por la resurrección, lejos de desviar de los procesos históricos de liberación, motiva la inserción en esos mismos procesos y proporciona a esa tarea histórica una legitmación y coherencia insospechadas. Además, es una esperanza que fermenta dinámicamente el curso de la historia, que proyecta siempre hacia la superación de lo ya conseguido, que obliga a vivir en éxodo permanente, en desinstalación continuada, y que, en consecuencia, impide idolatrar los logros, siempre relativos, que puedan irse obteniendo. Finalmente, desde la experiencia de la práctica liberadora, la resurrección es vivida históricamente como superación de lo que en realidad fue, es decir, de la cruz. La resurrección no puede considerarse al margen de la cruz, destino al que fue sometido Jesús por los poderes esclavizadores de su tiempo. Y la cruz tampoco puede considerarse aislada de la vida de Jesús, ya que fue crucificado por vivir como vivió, es decir, como consecuencia de toda su vida entregada a la causa del reinado de Dios. Vida, muerte y (17) En su búsqueda de principios de la hermenéutica de las afirmaciones escatológicas, K. Rahner, en un ámbito de preocupaciones distintas, establece criterios que me parecen coincidentes con lo que estamos diciendo: «El saber sobre lo futuro será el saber sobre la futurición del presente, el saber escatológico es el saber sobre el presente escatológico. La afirmación escatológica no es una afirmación ulterior y aditiva añadida a la afirmación sobre el presente y el pasado del hombre, sino un elemento intrínseco de dicha autointelección del hombre. El hombre tiene que saber sobre su futuro, porque es en devenir hacia lo futuro. Pero justamente de forma que ese saber sobre el futuro pueda ser un elemento del saber sobre su presente. Y sólo así.» «...El hombre, de ese futuro verdaderamente por realizar, sólo sabe —incluso por revelación— lo que de él puede experimentarse prospectivamente en su presente desde y en su experiencia histórico-salvífica.» «...Puede decirse también de la revelación de los "esjata" que no vienen a nosotros en un puro hablar sobre lo futuro en tanto no realizado, sino en el obrar, en el que Dios ha hecho ya en verdad su comienzo cabe nosotros.» (Cf. «Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones teológicas», en Escritos de teología, T. IV, Ed. Taurus, Madrid, 1962, 422. 424-427.)

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resurrección de Jesús han de ser relacionadas entre sí si quieren ser bien entendidas. Pues bien, también hoy la tarea liberadora, que pretende continuar en la historia la causa de Jesús, entra en inevitable conflicto con los «poderes que tienen cautiva a la historia». Recoger la antorcha de Jesús es entrar en conflictividad con los poderes de este mundo, es, en última instancia, confrontarse con la cruz de muy diversas formas. Si la resurrección sigue a la cruz, el que asume la causa de Jesús desde el horizonte de esperanza que le proporciona su resurrección, es capaz de esperar desde la cruz. El amor que brota de la esperanza tiene capacidad de asumir el sufrimiento de la conflictividad presente y convertirse en fuerza activa de transformación. Es más: sólo asumiendo la cruz, la negatividad fruto del pecado, siempre presente en el «eón» en que vivimos, puede el creyente esperar de verdad en la resurrección (18). Y es que la resurrección para nosotros, como para Jesús, no es Promesa que pueda cumplirse al margen de la asunción de la conflictividad real de la historia, es decir, al margen de la tarea liberadora realizada en el seno de esa misma conflictividad. Desde ahí, y sólo desde ahí, sin buscar falsos atajos, sin los riesgos de la evasión, experimentando ya nuestra vida como ganada cuando somos capaces de perderla en la lucha por la justicia realizada en solidaridad con los crucificados de la tierra, podemos elevar nuestra mirada esperanzada y confesar que Jesús vendrá al fin de los tiempos y que, con su venida, el último enemigo, la muerte, será destruido y Dios será todo en todas las cosas.

Capítulo VIII

Seguimiento de Jesús y espiritualidad del seguimiento

1.

U N A PRIMERA CONSIDERACIÓN GENERAL Y FORMAL DEL SEGUIMIENTO DE JESÚS

Seguir a Jesús, dice L. Boff, «es proseguir su obra, perseguir su causa y conseguir su plenitud» (1). Von Balthasar, hablando del seguimiento de Jesús de forma más analítica y abarcadora (2), distingue estos tres momentos esenciales: — La llamada de Jesús, con exigencia radical de despojamiento. — La entrega incondicional primera, con abandono de todo y plena sumisión personal. — La unión con Jesús, traducida en comunión de ideal y causa (vida y destino), con lo que eso implica de conflictividad y cruz. — El momento anterior de la unión con Jesús implica además, como subraya Von Balthasar, lo que bien podría desdoblarse en otro momento esencial: el envío o misión y, más en concreto, envío al mundo, a la historia, escenario en donde ha de proseguir la causa de Jesús. Desarrollo brevemente el esquema presentado. 1.1. La llamada de Jesús

(18) Como bien señala MOLTMANN «la fuerza de ia resurrección se experimenta especialmente por la comunión en los padecimientos de Cristo» (cf. El camino de Jesucristo, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1993, 219). Y puede remitirse con razón a algo muy semejante que ya Pablo había escrito en una de sus cartas: «Quiero así tomar conciencia... de la potencia de su resurrección y de la solidaridad con sus sufrimientos, reproduciendo en mí su muerte para ver de alcanzar como sea la resurrección de entre los muertos» (Filp. 3,10-11).

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El primer momento de los señalados subraya que lo prioritario es la llamada de Jesús, no la respuesta o entrega del ser humano. O, (1) Cf. «Jesucristo liberador. Una visión cristológica desde Latinoamérica oprimida», en AA.VV., Jesucristo en la historia y en la fe, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1977,197. (2) Cf. «El seguimiento de Jesucristo en el Nuevo Testamento», en AA.VV., Seguir a Jesús en medio de este mundo, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1980,16-18.

IÍV1

si se prefiere, subraya que la entrega del ser humano está posibilitada por la intervención gratuita y amorosa de Dios, que es quien finalmente llama en Jesús, y que, como dice Juan, «nos ha amado primero» (cf. 1 Jn 4,19) y asume la iniciativa llamando. Ya en todos los relatos de vocación del Antiguo Testamento (Abraham, Samuel, Isaías, Jeremías, Amos...) se observa con claridad esta prioridad de la llamada de Dios que adviene al llamado como puro don (cf. Gen 12, 1-4; I Sam 3, 1-14; Is 6, 1-13; Jer 1, 4-10; Am 7,14-16). En los Evangelios encontramos ejemplos de llamadas al seguimiento formuladas expresamente por Jesús de forma imperiosa. El estado actual de la investigación histórico-crítica permite afirmar que tales llamadas pueden remontarse al Jesús histórico. En ocasiones la llamada de Jesús a seguirle se dirige a personas determinadas: a Simón y Andrés, su hermano (cf. Me 1,16-18), a Santiago y su hermano Juan (cf. Me 1, 19-20), a Leví (cf. Me 2, 14). Otras veces se dirige al círculo de sus discípulos/as en general (cf. Mt 16, 24), a las gentes que le rodean, junto con sus discípulos/as (cf. Me 8, 34) o incluso expresamente a todos los que quieran oírle (cf. Le 9, 23) (3).

con su conclusión inequívoca final: «todo aquel de vosotros que no renuncia a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío»). La fuente Q insiste más en la renuncia a la familia; Me y Le insisten de forma especial en la renuncia a los bienes materiales; Mt, y también Jn, en la renuncia al apego a la propia vida. Pero de lo que se trata, en definitiva, es de renunciar a todo lo que pueda impedir seguir a Jesús y ponerse enteramente al servicio de su Reino. Es decir, se pide una conversión que podríamos llamar fundamental o primera y que se concreta, como hemos insinuado, en: — renuncia al dinero y a todos los bienes de fortuna: «Nadie puede estar al servicio de dos amos, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6, 24). «...Vende todo lo que tienes... y, anda, vente conmigo» (Le 18, 22; cf. todo el contexto). (Cf. igualmente las instrucciones de Jesús al enviar a los Doce —en Le también a los setenta— a proclamar el Reino de Dios: Me 6, 7-13; Mt 10,1-15 y Le 9,1-6 y 10,1-7); — renuncia al a p e g o a nosotros m i s m o s , a la propia vida:

1.2.

La radicalidad del seguimiento expresada en exigencia de despojo y de entrega

La singular radicalidad de las llamadas de Jesús se concreta en una exigencia de fidelidad absoluta o entrega incondicional que demanda una serie de renuncias fundamentales. En realidad, es preciso renunciar a todo para construir bien los sólidos cimientos que requiere el seguimiento real (cf. Le 14, 28-33, (3) Es debatida la cuestión de si la llamada al seguimiento en sentido estricto fue dirigida por el Jesús histórico a todos o sólo a algunos, es decir, a los elegidos para colaborar más directamente con él en la proclamación del Reino, llamados estrictamente discípulos. Tal vez pueda decirse que Jesús, al comienzo de su vida pública, restringió la llamada al seguimiento al pequeño grupo de sus discípulos/as, para unlversalizarla después, al aproximarse el final. En todo caso, lo que sí parece cierto es que, como diremos después más ampliamente, a partir de la Pascua se produce ya la identificación entre creer en Jesús y seguirle, formar parte de la comunidad creyente y ser discípulo-seguidor de Jesús. Esto no significa ignorar la diversidad de carismas, vocaciones, tareas y ministerios en el seno de la única comunidad, toda ella llamada a la santidad, al seguimiento de Jesús. Como observa METZ, «el seguimiento es un imperativo que afecta, por supuesto, a todos los cristianos» y por ello «en su realización práctica pueden darse niveles y "divisiones del trabajo", pero lo que no hay, desde luego, es una dispensa general de esta misión» (cf. Las órdenes religiosas. Su misión en un futuro próximo como testimonio vivo del seguimiento de Cristo, Ed. Herder, Barcelona, 1978, 45).

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«El que conserve su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la conservará» (Mt 10, 39). «Sí, os lo aseguro, si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda infecundo; en cambio, si muere da fruto abundante» (Jn 12, 24). (Cf. igualmente Mt 16, 24 y par.);

— renuncia a la instalación cómoda: «Te seguiré donde vayas. Jesús le respondió: las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero este Hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Le 9, 57-58); — renuncia a las vinculaciones familiares que entorpecen el seguimiento: «Sigúeme. El respondió: permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. Jesús le replicó: deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar por ahí el reinado de Dios» (Le 9, 59-60). (Cf. igualmente Le 9, 61-62 , Mt 10, 35-37). 163

lin dolinitiva: no hay disculpa posible que pueda esgrimirse con legitimidad ante la llamada apremiante de Jesús al seguimiento (cf. Le 14, 15-24). Es preciso tener la disposición de venderlo todo para comprar el tesoro escondido o la perla preciosa (cf. Mt 26, 44-46). Sin esa actitud no hay conversión verdadera; sin esa mística de radicalidad no hay propiamente discípulos de Jesús. Ante el reinado de Dios y su justicia, que es para todo creyente lo últimamente definitivo, todo lo demás es penúltimo y añadidura. Y no se trata de considerar la añadidura como algo en sí despreciable y condenable. No. Pero sólo es cristianamente «recuperable» cuando se ha entrado en la dinámica del Reino y sus exigencias en virtud de las opciones fundamentales requeridas (cf. Le 12, 22-31 y par.). Es decir, es cristianamente «recuperable» cuando se puede disfrutar gozosamente de ella en conformidad con las exigencias de la fraternidad y de la justicia, de solidaridad con los más pobres de la tierra. Con razón ha podido decirse que este modo de llamar Jesús a su seguimiento «nos confronta con lo último» (Ernst) y por eso «no tiene paralelo y sólo es comparable con la llamada que el mismo Dios hace» (J. Sobrino) (4). M. Hengel observa que el seguimiento de Jesús exige una «rendición sin condiciones», al estar dotadas sus llamadas de una «cruda incondicionalidad» que conduce a la «inseguridad total», a la renuncia de guardar para sí la propia vida (5). La radicalidad de la llamada y la incondicionalidad de la entrega se explican desde la dimensión escatológica del Reino que irrumpe como don y que no consiente disculpa ni demora alguna (cf. Le 14, 15-24 y Le 9, 59-62). Se entiende que Jesús desde su «autoridad» única de heraldo del Reino de Dios que llega, desde su condición de profeta escatológico de ese Reino, exija con su llamada «quemar las naves para ponerse a su servicio» (Schillebeeckx). El Reino como Buena Noticia de salvación tiene una dimensión tal de ultimidad que todo lo demás, visto desde él, se convierte en penúltimo y pierde densidad (cf. Mt 6, 33; 1 Cor 7, 29-31).

(4) En esta radicalidad absoluta de la llamada de Jesús la reflexión cristológica encuentra uno de los puntos fundamentales de lo que se suele llamar «cristología implícita» o «cristología de ocultamiento». En efecto, unas llamadas dotadas de esa radicalidad sólo pueden justificarse si proceden finalmente del Hijo de Dios. En otro caso habría que considerarlas infundadas y hasta intolerables: ¿cómo permitir a un simple humano que llame así a su seguimiento? (5) Cf. Seguimiento y carisma. La radicalidad de la llamada de Jesús, Ed. Sal Terrae, Santander, 1981,16-81.

164

1.3.

La unión con Jesús

Jesús invita a sus seguidores a estar con él (cf. Me 3,14), a mantenerse a su lado (cf. Le 22, 28), a comulgar con su talante propio de vida, itinerante y desinstalado (cf. Me 6, 8 y par.; Le 9, 57-58), a seguir en todo momento su ejemplo (cf. Jn 13, 15; 14, 6). El seguimiento de Jesús implica «asemejarse a él», tener sus mismas actitudes y sentimientos (cf. Fil 2, 5), ser santos como él lo fue (cf. 1 Pe 1, 15-16), proceder como él procedió (cf. 1 Jn 2, 6), siguiendo en todo momento sus huellas (cf. 1 Pe 1, 21-22). Las llamadas radicales de Jesús, con sus exigencias de renuncia y entrega incondicional, están entonces en función de este tercer momento esencial: la unión con él, traducida en comunión con su vida y su causa, sus actitudes fundamentales y su destino. Antes de Pascua no se habla de convertirse a Jesús, sino más bien de convertirse al Reino por él anunciado (y así convertirse en colaboradores de Jesús en relación con su anuncio). Cuando la interpretación creyente del acontecimiento Jesús se traduce en confesión cristológica, la conversión al Reino se identifica con la conversión a Jesús: el predicador se convierte en predicado y Jesús pasa a ser considerado el Reino mismo realizado en la historia («autobasileia», que decía Orígenes). Ahora, con la luz que proyecta el resucitado, el seguimiento de Jesús empieza a entenderse como un «vivir en Cristo», como indica Pablo, que equivale a comulgar sin reservas con su vida, su causa, su destino. El seguimiento se convierte así en la forma privilegiada de confesar al resucitado. Jesús es el «camino» único, definitivo, insuperable, el modelo paradigmático al que todo creyente está esencialmente referido y vinculado. Seguir a Jesús, nos dirá el Nuevo Testamento, es identificarse con él: «...os he dado ejemplo para que hagáis vosotros lo mismo que yo he hecho» (Jn 13, 15). «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). «Entre vosotros tened la misma actitud de Cristo Jesús» (Fil 2, 5). «Igual que es santo el que os llamó, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta...» (1 Pe 1, 15-16 ). «De hecho, a eso os llamaron, porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2, 21-22). «Quien habla de estar con Dios tiene que proceder como procedió Jesús» (1 Jn 2, 6). 165

El creyente es, pues, invitado a ser como Jesús, a hacer propio su estilo de vida informado por las Bienaventuranzas, a caminar tras sus pasos. Es invitado a recrear hoy su praxis al servicio del Reino, realizada en solidaridad con los pobres y su causa. Todavía más: es invitado a participar de su destino, asumiendo la dosis consiguiente de conflictividad y de cruz (cf. Mt 10, 16-18. 21-25. 34-39; Me 8, 34-35; Jn 12, 24-26). 1.4.

El envío o misión

Para el seguidor de Jesús, ese estar con él y comulgar con su vida que hemos referido, es inseparable de su ser enviado a la misión de ser «pescadores de hombres» (cf. Me 1, 17 y par.), de proclamar con palabras y signos que ya llega el reinado de Dios como presencia salvífica y liberadora que cura a los enfermos, expulsa a los demonios, libera a los cautivos y es bienaventuranza para los pobres (cf. Le 9, 1-6; 10, 2-12; Mt 10, 1-16; Me 6, 7-13). Toda existencia cristiana que acepta la invitación de Jesús a estar con él se sabe, finalmente, enviada. Jesús elige, llama, designa a alguien con la finalidad de enviarle a proclamar el Reino. En realidad, no encontramos en la Biblia llamadas a la conversión que no lleven aparejada tarea, encargo, misión. También las llamadas de Jesús, que implican conversión y seguimiento, se traducen en tarea, encargo, misión, práctica salvífico-liberadora. En las comunidades postpascuales la misión de anunciar el Reino se identifica con la de ser testigos del resucitado, con proclamar lo «visto y oído», lo contemplado y palpado de la Palabra que es vida (cf. Jn 1, 1), pues en ella el reinado de Dios nos ha dado ya alcance (cf. Mt 12, 28). La consideración de estos momentos o características esenciales del seguimiento de Jesús nos lleva claramente a la conclusión de que éste no se agota en una especie de unión mística realizada en la intimidad del corazón, en la esfera de las relaciones puramente interpersonales (Jesús-creyente), al nivel de la mejor y más pura de las intenciones. Por eso hemos repetido con insistencia que la unión con Jesús que implica el seguimiento debe traducirse en asunción objetiva de su causa, de su proyecto y de su destino, lo cual es susceptible de ser verificado históricamente en su autenticidad, al menos en buena medida. Más adelante intentaré concretar cómo debe articularse hoy entre nosotros, de forma significativa e históricamente perceptible, esa asunción objetiva. Pero conve166

nía ya desde ahora dejar clara esa condición propia del seguimiento de Jesús (6).

2.

EL SEGUIMIENTO, DIMENSIÓN CONSTITUTIVA DE LA EXISTENCIA CRISTIANA

Decir que el seguimiento de Jesús es momento esencial y constitutivo de la existencia cristiana equivale a decir: la verdad de nuestra afirmación dogmática de que Jesús es el Mesías y Señor — es decir, la salvación escatológica de Dios para todos los seres humanos— se verifica últimamente, aunque no de forma exclusiva, en la praxis del seguimiento real de Jesús. Dicho de otra forma: la verdad de que somos creyentes cristianos, hijos del Padre Dios, se verifica en el recorrido real del camino concreto de la filiación, es decir, en el seguimiento de Jesús, por haberse revelado en El, que es el Hijo, el único camino auténtico para realizar el proceso de filiación, el modelo verdadero a tener en cuenta para corresponder con fidelidad a la voluntad del Padre. Bonhoeffer (7) subraya que el error del monaquisino «no consistió en recorrer el camino de la gracia en un seguimiento estricto; más bien, se alejó de lo cristiano al dejar que su camino se convirtiese en la proeza aislada y libre de unos pocos y al reivindicar para esta conducta un carácter meritorio particular». En realidad, añade, el seguimiento de Jesús es «un precepto divino dirigido a todos los cristianos». Su tesis es que cuando el seguimiento de Jesús se presenta como exigencia exclusiva para unos cuantos pri(6) Esta referencia del seguimiento de Jesús a la historia real de los seres humanos es una constante que informa toda la reflexión cristológica de J. Sobrino. Para el teólogo afincado en El Salvador tres son los elementos configuradores del seguimiento de Jesús: — La encarnación, es decir, «asumir lo que hay de débil y pequeño en la carne de la historia; se trata de una encarnación conscientemente parcial; — la práctica de la liberación, «entendida desde Jesús como anuncio del Reino de Dios a los pobres y como servicio para que ese anuncio se haga realidad», lo cual supone «la esperanza como motor» y «el amor como motivación formal»; — el talante de ¡esíts, manifestado programáticamente en las Bienaventuranzas y sabiendo que éstas «apuntan, sobre todo en la versión de Lucas, a condiciones materiales de pobreza, hambre y aflicción» y también «al espíritu con que deben ser vividas esas realidades materiales, que es el talante del seguidor de Jesús» [cf. «La fe en el Hijo de Dios desde un pueblo crucificado», en Conciliwn, núm. 173 (marzo 1982), 336-348; cf. también id., «Seguimiento», en C. FLORISTAN y J. J. TAMAYO (eds.), Conceptos fundamentales de Pastoral, Ed. Cristiandad, Madrid, 1983, 936-943]. (7) Cf. El precio de la gracia, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1968, 23.

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vilegiados heroicos, el cristianismo se prostituye por «abaratamiento». Un pensamiento similar es el expresado por el teólogo católico Von Balthasar cuando dice que «la historia de las ideas cristianas es el intento siempre nuevo de seguir el mandato y el ejemplo de Cristo, de comprender su intención y su encargo, y de interpretarlos y de hacerlos fecundos para cada presente concreto (8). Esta misma posición es la mantenida con fuerza por Juan Pablo II en su carta encíclica Veritatis splendor en su número 18. En él se dice que «la vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación, "anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres", junto con la promesa "tendrás un tesoro en los cielos", se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación "ven y sigúeme" es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: "Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial."» Puede decirse que a partir de Pascua, cuando, como ya decíamos, el predicador se convierte en predicado, se produce también la identificación entre creer en Jesús y seguirle, formar parte de la comunidad creyente y ser discípulo-seguidor de Jesús (cf. Act 6, 1; 9, 1. 10. 20) (9). Basándose en la referida identificación los teólogos señalan actualmente que «ser cristiano significa seguir a Jesucristo» (L. Boff) o «seguir al crucificado desde la fe en el resucitado» (J. Sobrino); que «los Evangelios presentan la fe como llamamiento a seguir a Jesús» (Moltmann); que «profesar la fe cristiana es precisamente seguir a Jesús; el seguimiento no constituye algo opcional o consecuente» (Alfonso Castillo); que «la práctica mesiánica del seguimiento, de la conversión, del amor y del sufrimiento no es un agre(8) Cf. Ensayos teológicos II. Sponsa Verbi, Ed. Guadarrama, Madrid, 1964, 155. El teólogo suizo subraya la importancia del seguimiento en la historia del cristianismo y particularmente en algunos de sus más insignes santos, como Francisco de Asís e Ignacio de Loyola (cf. ibid., págs. 155-166). (9) Cf. M. HENGEL: Seguimiento y carisma..., op. cii., 91-93, y G. BORNKAMM: Qui est Jésus de Nazareth?, Ed. Le Seuil, París, 1973, 173-174. Con lo dicho hasta aquí no pretendemos naturalmente ignorar o negar la diversidad de carismas, vocaciones, tareas y ministerios en el seno de la única comunidad, formada por personas creyentes, todas ellas llamadas a la santidad, al seguimiento de Jesús.

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gado ulterior a la fe cristiana, sino expresión real de esa fe» (Metz); o que el seguimiento es «la estructura fundamental del acto real de fe y un principio histórico de verificación de esa fe» (J. Sobrino). También la «Veritatis splendor» insiste en la misma identificación entre ser cristiano y ser discípulo-seguidor de Jesús, el Cristo, cuando afirma que «es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf. Act 6, 1)». Y añade a continuación: «Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44).» Y tratando de clarificar lo que es preciso entender por seguimiento, y en coincidencia sustancial con lo que ya hemos dicho anteriormente acerca de sus momentos esenciales, sigue diciendo que «no se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (10).

3.

SEGUIMIENTO E IMITACIÓN

Conviene destacar que el seguimiento, con todos los momentos esenciales indicados, no se debe identificar con la imitación anacrónica, que olvida la historia y al Espíritu presente en esa misma historia. El seguimiento de Jesús debe entenderse como el intento de participar de su experiencia o experiencias fontales, de hacer nuestras sus actitudes fundamentales (cf. Fil 2, 5), traduciéndolas siempre en las distintas situaciones o contextos mediante la incorporación de los respectivos presentes históricos (11). (10) Cf. el número 19 de la mencionada encíclica. (11) Esta contraposición entre seguimiento e imitación, tal como la hemos formulado, que lleva al rechazo de esta última, es frecuente en el pensamiento teológico actual. No me sitúo, pues, aquí en el nivel en que se ha planteado en otro momento histórico esta misma relación entre seguimiento e imitación, en confrontación con la teología protestante. Como indica VON BALTHASAR, «el protestantismo ha intentado desde Lutero, abrir una fosa entre el sencillo "seguimiento" —que se realiza en la obediencia de la fe— y la "imitación" —que representa el orgulloso intento humano de igualarse al Señor valiéndose de las propias fuerzas» (cf. El seguimiento de Jesucristo..., art- cit., 13) El mismo autor añade que «por muy peligroso y equivocado que esto último sea, hay que decir, sin embargo, que Jesús atrae a sus seguidores a su esfera de vida, les informa de su credo y de su destino y en este sentido exige de sus seguidores la imitación» (cf. ibíd., 13). En realidad, situada la discusión a este nivel hay que reivindicar la exi-

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Parece posible decir —desde la consideración de su vida entera más que desde el análisis de sus enseñanzas nocionales y puntuales— que la experiencia fontal y originaria de la existencia de Jesús es la que tiene de Dios como «Abba», su especial y hasta única relación de cálida intimidad con El. Por ser ese Dios «Abba» el Dios del Reino que se hace presente como oferta de salvación o vida nueva para los seres humanos, tal experiencia funda e informa la vivencia de Jesús traducida en servicio a ese Reino, con su dimensión característica de radicalidad escatológica. Esta es, como bien indica Pannenberg, «la única perspectiva decisiva» para Jesús (12). Esta experiencia-vivencia radical y originaria motiva e informa, pues, toda la existencia de Jesús, su decir y su hacer, su vivir y morir, y se articula históricamente en las actitudes fundamentales que configuraron su personalidad: fidelidad inquebrantable a la voluntad del Padre y disponibilidad incondicional al servicio del Reino, siendo enteramente para-los-demás. Estas actitudes fundamentales de fidelidad y disponibilidad —vividas por Jesús sin tensiones excluyentes, en armoniosa síntesis unitaria, al compás del espíritu de las bienaventuranzas— se expresan, por una parte en su libertad ante la ley y el ritualismo cultual, ante el poder y los poderosos de su tiempo, ante las vinculaciones familiares y cualquier atadura esclavizante... Y, por otra, en su praxis perseverante de amor universal a los seres humanos que, mediada por su solidaridad conflictiva con los más pequeños, le lleva finalmente a entregar la vida. En Jesús, a través de su vida entera configurada por esas actitudes fundamentales, se nos ha revelado lo que podríamos llamar la «estructura fundamental y vinculante» de la respuesta fiel al Dios Padre del Reino, es decir, del seguimiento. Insistiendo en las actigencia de la «imitación», sabiendo, eso sí, que viene siempre posibilitada por la gracia de Dios. En la Escribirá se nos pide que seamos imitadores de Dios (cf. Dt 18, 13; Mt 5, 48; Le 6, 36) y el Nuevo Testamento insiste en que lo seamos de Jesús (cf., por ejemplo, Jn 13,15; 1 Pe 2, 20-21), aunque bien sabemos que se trata de un ideal nunca del todo alcanzable, que nos remite claramente a la acción salvífica de Dios en nosotros. Postular entonces, desde este ángulo de consideración, la exigencia de «imitación» no equivale a reclamar un mimetismo servil. Se trata simplemente de mantener la radicalidad evangélica que impide, como diría Bonhoeffer, abaratar la vida cristiana. Hablar de «imitación» en este sentido concreto equivale a hablar de lo que nosotros llamamos habitualmente seguimiento. (12) A partir de su experiencia única del Dios-Abba del Reino se entiende que lo último para Jesús sea la voluntad de Dios a realizar en la historia. Por eso cualquier método hermenéutico que ignore la referencia a la historia real y se repliegue en un puro personalismo intimista es cristianamente inaceptable.

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tudes fundamentales rechazamos una fácil concepción del seguimiento centrada en la aceptación de unas pretendidas enseñanzas directas de Jesús, especificando lo que debemos hacer en cada caso y cómo debemos hacerlo. Como subraya J. Sobrino «obviamente en Jesús no podemos encontrar todas las formas concretas de responder a la Palabra del Padre, precisamente porque Dios es el Señor de toda la historia, Dios es un Dios de la historia». Y lo es precisamente «encarnándose en ella, asumiéndola, señoreándola desde dentro. La Palabra se hizo carne. Y desde entonces sólo se la va a encontrar en la carne» (13). Por todo lo dicho, hablar de seguimiento supone atención a la historia, mediación insoslayable del Dios cristiano, para discernir en su discurrir la presencia siempre nueva del Espíritu, que suscita, desplegando las virtualidades del acontecimiento Jesús, nuevas formas de seguimiento desde la más rigurosa fidelidad a El como camino, verdad y vida. El auténtico seguimiento exige recrear, a lo largo del proceso de nuestras existencias históricas, las actitudes fundamentales de Jesús en contextos siempre nuevos y distintos, superando así los rasgos de todo fundamentalismo y falso moralismo. El seguimiento dice referencia al Jesús histórico y al Espíritu derramado con su exaltación a la derecha del Padre. Por eso es preciso hablar de las dimensiones «cristológica» y «pneumatológica» del seguimiento. Sin el Espíritu que está presente en la historia y suscita siempre nuevas respuestas, el seguimiento puede degenerar en mimetismo servil anacrónico. Sin el Jesús histórico —al que, por lo demás, siempre remite el Espíritu, que dice lo nuevo sin desdecir lo ya dicho en Jesús— el seguimiento puede degenerar en pura arbitrariedad, incluso en proyección bastarda de nuestra propia mediocridad. Es necesario e inevitable mantener, pues, en el seguimiento esa tensión bipolar que dice referencia a la historia de Jesús de Nazaret y a la historia que desencadena su Espíritu. En el acontecimiento histórico de Jesús de Nazaret se nos da lo que podríamos llamar elemento formal configurador del seguimiento, lo que funda y motiva (es decir, esa experiencia fontal y originaria del Dios-Abba, que reclama ponerse al servicio del Reino, con toda la radicalidad escatológica que entraña). Se nos da (13) Cf. «Dios y los procesos revolucionarios», en Diakonía, núm. 17 (abril 1981) 48.

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también lo que hemos llamado «estructura fundamental y vinculante» del elemento material del seguimiento (es decir, sus actitudes fundamentales, el estilo de vida perfilado en las Bienaventuranzas). Pero no puede dársenos la determinación y concreción últimas del seguimiento. Estas no se realizan sin la incorporación de los distintos presentes históricos en los que está siempre vivo y actuante el Espíritu de Jesús (14). La historia de Jesús ofrece, pues, un cauce de seguimiento pero no una nueva formulación legal. La nueva ley de la Nueva Alianza es precisamente, como dice Santo Tomás, «la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo» (15).

4.

EL SEGUIMIENTO, FUENTE DE CONOCIMIENTO

Hemos considerado el seguimiento como la respuesta consecuente del ser humano a la llamada que Dios mismo le hace en Jesús. Pero también puede considerarse como fuente de conocimiento o como condición de posibilidad del mismo, en tanto que el seguimiento fiel proporciona una mirada más penetrante y un oído más atento para percibir la presencia de Dios y escuchar su voz. Se establece así un movimiento circular, porque si el seguimiento es condición de posibilidad de un conocimiento más profundo de lo que Dios quiere de nosotros, ese conocer más profundo reclama, a su vez, un seguimiento más auténtico. Se trata de un proceso inacabado que nos mantiene en permanente búsqueda, en éxodo nunca finalizado. Este «hallazgo epistemológico» tiene raíces bíblicas. Para los profetas de Israel el conocimiento de Dios viene posibilitado por la praxis de la justicia (cf. Jer 22, 16; Os 4, 1-2.6, 4-6). Para el autor de la Carta a los Efesios el estar arraigados y cimentados en el amor proporciona capacidad de comprender la «anchura y largura, altura y profundidad» del misterio de Cristo (cf. 3,14-19). Pablo, en su Carta a los Filipenses dice algo parecido: «Y esto pido en mi oración: que vuestro amor crezca todavía más y más en penetración y sensibilidad para todo; así podréis vosotros acertar con lo mejor...» (cf. Fil 1, 9-11; cf. también Rom 12, 1-2). Pero es sobre todo Juan el que más insiste en este punto: «Si vosotros sois fieles al mensaje mío, sois de verdad mis discípulos, conoceréis la verdad y la ver(14) Cf. J. SOBRINO: Cristología desde América Latina..., op. cit, 81-103. (15) Cf. Summa Theologica,l-ll, q. 106, art. 1, conclus. y ad 2um.

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dad os hará libres» (Jn 8, 31-32). En la primera de sus cartas insiste en que miente el que dice conocer a Dios sin praxis de amor (cf. 1 Jn 2, 3-6; 4, 7-8). Y añade: «Quien ama a su hermano habita en la luz, y en la luz no se tropieza. En cambio, quien odia a su hermano está en las tinieblas y camina en las tinieblas sin saber a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos» (1 Jn 2, 10-11; cf. también en una dirección muy similar: Jn 3, 19-21; 5, 44; 7, 17; 8, 43-45. 47; 10, 26-28; 14, 24; 18, 37). El seguimiento se convierte así en categoría noética, es decir, entra como momento interno en el proceso mismo del conocimiento (16). Si recordamos todo lo que conlleva el seguimiento (praxis de amor traducida en lucha por la justicia desde la solidaridad conflictiva con la causa de los más pobres), vislumbramos que se establece una nueva epistemología teológica: entre el sujeto que conoce y el «objeto» a conocer o «dato» a interpretar, media la «ruptura» que supone la asunción del seguimiento-praxis de la liberación (17). Al hablar de «nueva» epistemología teológica lo hacemos en referencia a etapas relativamente recientes de la historia de la teología. En realidad, con una epistemología así entendida —que postula el seguimiento de Jesús como condición de posibilidad para conocer en profundidad lo que él ha querido revelarnos— conectamos con una fuerte corriente siempre viva en la mejor tradición eclesial. La novedad está más bien en las características que hoy se (16) El teólogo alemán J. B. METZ en algunas de sus obras (cf., por ejemplo, La fe en la historia y en la sociedad, Ed. Cristiandad, Madrid, 1979, 66 y ss., y Las órdenes religiosas..., op. cit., 47-52) insiste en el seguimiento de Jesús como fuente de conocimiento para la cristología: «La praxis del seguimiento pertenece constitutivamente a la Cristologia... Principio válido para toda Cristología es que Cristo debe ser pensado de modo que nunca sea solamente "pensado". Toda Cristología se nutre, por mor de su propia verdad, de la praxis: de la praxis del seguimiento... En este sentido toda Cristología se encuentra bajo el primado de la praxis... Sólo siguiendo a Cristo saben los cristianos a quién se han confiado y quién los salva» (cf. La fe en la historia..., op. cit., 66). También los teólogos latinoamericanos de la liberación insisten en la misma dirección (cf., por ejemplo, J. SOBRINO: Cristología desde América Latina..., op. cit., 18-21; id., Resurrección de la verdadera Iglesia..., op. cit, 334; A. CASTILLO: «Confesar a Cristo, el Señor, y seguir a Jesús», en AA.VV., Fe en Jesús y seguir a jesús, Ed. CRT, México, 1978, 48. 50-52. 78). En realidad ya San Agustín decía que no conoce el que no ama y San Juan de la Cruz, en su Cántico Espiritual, consideraba que la sabiduría divina se adquiere desde el seguimiento de Jesús que nos adentra «en la espesura de la cruz». (17) La teología latinoamericana de la liberación ha profundizado en la significación de esta «ruptura epistemológica», que considera una de sus mejores y más fecundas aportaciones a la reflexión teológica en general [cf. J. Lois: «Liberación (Teología de la)», en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, Ed. Paulinas, Madrid, 1992, 1050-1051].

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subrayan como fundamentales y más significativas del seguimiento, en consonancia con los problemas prioritarios de nuestro tiempo y la conciencia que de los mismos va tomando el pueblo creyente. En este último sentido se puede decir con verdad que el seguimiento de Jesús, con las características que luego indicaremos como más significativas en el momento presente, proporciona como un nuevo punto de mira, un nuevo horizonte hermenéutico, que hace posible una también nueva reflexión teológica. Es más, creo que puede añadirse que ser cristiano hoy como seguidor de Jesús supone el compromiso de reformular constantemente, desde la luz que va proyectando su seguimiento —lugar hermenéutico central—, el significado y alcance de la fe. Recojo a continuación —a título de meros ejemplos y de forma casi telegráfica— algunas de las conclusiones a que está llegando cierta reflexión cristiana entre nosotros en los campos de la Cristologia y la eclesiología, cuando es elaborada desde el seguimiento de Jesús. 4.1.

Algunos puntos de reflexión cristológica

— Toda Cristología elaborada desde el seguimiento concede importancia decisiva al Jesús de la historia. — Se centrará en la lectura histórica y teológica de las actitudes fundamentales que han configurado la persona, el hacer y el decir de Jesús de Nazaret, a través de las cuales se nos muestra el camino de ser hijos del Padre en el Hijo. Fundamentalmente considerará la actitud de Jesús de radical descentrdmiento de sí mismo, puro ser-en-relación informado por la fidelidad filial hacia el PadreAbba, Dios del Reino. Y también la actitud consiguiente de servicio incondicional al Reino, siendo enteramente para-los-demás desde su libertad total y su amor que le llevó a entregar su vida por el bien de todos. — Desde el seguimiento la cruz aparece como el resultado histórico de la praxis de amor conflictiva y liberadora de Jesús que, al hacer suya la causa de los pobres y cuestionar instituciones y valores considerados intangibles en su tiempo, se convierte en intolerable para los detentadores del poder. Y esto sin dejar de estar en la dinámica de la voluntad del Padre que quiere no directamente la cruz sino la fidelidad de Jesús en su praxis de amor hasta las últimas consecuencias. 174

— La resurrección aparece desde el seguimiento como ratificación divina del camino recorrido por Jesús, convertido así en el único y definitivo camino para ser fieles al Padre. Y también como fuente de donde surge la fuerza y la esperanza capaces de engendrar fidelidad incluso ante el fracaso de la historia. — Desde el seguimiento, el creyente se ve confrontado con el Dios de Jesús, Dios del Reino, parcializado en favor de la justicia, solidario de la causa de los pobres. Desde la conflictividad y la cruz, que asume el seguidor de Jesús, se esfuma la imagen de un Dios falsamente poderoso, que interviene categorialmente en la historia para solucionar nuestros problemas, es decir, de un Dios «tapahuecos» (en la cruz, como dice Robinson, han muerto muchos dioses) y se abre paso la imagen de un Dios no manipulable, incomprensible o siempre mayor y al mismo tiempo cercano, que manifiesta su poder amando y sufriendo con nosotros en la historia (un Dios «compañero» que no nos libera de todo sufrimiento pero que está con nosotros cuando sufrimos, como dice Küng), presente siempre, incluso cuando parece que, como Jesús, experimentamos su abandono, que potencia nuestra libertad responsable al máximo (18). 4.2. Algunos puntos de reflexión eclesiológica — Desde el seguimiento es lógico hablar de la Iglesia como «comunidad de seguidores de Jesús en continuidad histórica con él» (Del Valle) (19), o de «eclesiología histórica del seguimiento de Jesús crucificado» (20). — La comunidad de los seguidores de Jesús se entiende a sí misma y se realiza como tal en el servicio al Reino. Hay que «des(18) Cí. ]. Lois: «La fe que vence al mundo: respuesta creyente al Dios que nos busca en y desde la historia», en Sal Terrne, núm. 816 (mayo 1981), 347-358. (19) Hablar de continuidad supone, por una parte reconocimiento del carácter vinculante del Jesús histórico para nosotros los creyentes y, por otra, que no se ha interrumpido históricamente dicha vinculación, al existir a partir de El una tradición siempre viva, un comunicarse vitalmente de unos a otros la presencia siempre interpelante de Jesús. Pero habría que destacar de nuevo aquí el factor de discontinuidad ya mencionado del seguimiento, que es resultado de la atención a la presencia siempre nueva del Espíritu de Jesús, que suscita en los nuevos contextos nuevos caminos en el interior del único camino abierto por Jesús, rompiendo así con la imitación servil y concediendo seriedad y densidad al fluir incesante de la historia. (20) Cf. V. CODINA: «Eclesiología latinoamericana de liberación», en Actualidad bibliográfica (julio-diciembre 1981), 196-198.

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centrar» a la Iglesia, liberándola de todo falso «narcisismo institucional»: la Iglesia no es el Reino; está a su servicio. — Desde el seguimiento se reivindicará una Iglesia pobre y de los pobres (que sea pobre siendo de los pobres y que sea de los pobres siendo pobre). Decir Iglesia pobre significa decir Iglesia en éxodo, peregrina, con conciencia de la gran flexibilidad de sus niveles organizativos, despojada de falsas seguridades y liderazgos, capaz de reconocer sus limitaciones y sus búsquedas sin sonrojo alguno, de utilizar lenguajes no contundentes, más ofertativos e interrogativos (sobre todo cuando habla de cuestiones que reclaman la incorporación de saberes autónomos con respecto a la fe o de información no teológica), desvinculada de toda manifestación de poder que se impone y oprime, que sabe renunciar a todo tipo de mediaciones institucionales vinculadas a situaciones de clase portadoras de intereses o privilegios injustos. Decir Iglesia de los pobres es referirse a una Iglesia que encuentra «sus raíces en los pobres, por ellos se deja inspirar en su organización y acción; con ellos, con sus esperanzas y sus luchas, se solidariza, y a causa de ellos es perseguida por quienes son la causa de su pobreza» (J. Sobrino). — Desde los pobres se buscará una Iglesia que potencie al máximo las cuotas de participación activa de los creyentes de «a pie», facilitando el ejercicio de la corresponsabilidad a todos los niveles. Se potenciará, en suma, un modelo de Iglesia más democrático, como se viene postulando hoy desde un sector muy importante de la reflexión teológica. — Desde los pobres se buscará igualmente una Iglesia que reconozca y potencie las comunidades que están surgiendo desde ellos, desde la «base» social, así como los distintos carismas y nuevos ministerios que van brotando en su seno. •— Finalmente, desde el seguimiento de Jesús se clamará por una Iglesia proféticamente libre de miedos y prudencias bastardas, capaz de ejercer con su vida entera una funcionalidad humanizadora y liberadora en la sociedad, evitando tanto la usurpación de tareas que no le corresponden y que la harían retroceder a posiciones de nueva cristiandad, como la privatización ilegítima de la fe (21). (21) Otras muchas notas podrían señalarse en orden a configurar el rostro de la Iglesia que surge consecuentemente del seguimiento de Jesús. Cf., por ejemplo, L. BOFF: Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Ed. Sal Terrae, Santander, 1979, 51-73; J. SOBRINO: La resurrección de la verdadera Iglesia..., op. cit., 99-142.

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5.

CARACTERÍSTICAS QUE PUEDEN ESPECIFICAR HOY EL SEGUIMIENTO DE JESÚS

Como ya hemos dicho el seguimiento de Jesús tiene siempre una estructura cuyo contenido material fundamental está dado por las actitudes de vida de Jesús. Además ha de estar formalmente configurado e informado por la experiencia radical de Dios como Abba (Padre-Madre), traducida en entrega total e incondicional. Vamos ahora a referirnos a la determinación concreta de esa entrega y esas actitudes, teniendo en cuenta nuestra actual circunstancia histórica. Sin pretensión alguna de exhaustividad, me limito a señalar algunas de las características del seguimiento de Jesús que me parecen hoy más importantes y especialmente significativas. a) Frente a un cristianismo en buena medida «convencional y heredado», de tonalidad claramente «burguesa» en amplios sectores —un cristianismo, en suma, «abaratado», que diría Bonhoeffer, o hecho por nosotros a medida de nuestra propia mediocridad—, que se vive en una sociedad asediada por la tentación de la falsa seguridad personal y la cómoda instalación, habría que destacar la RADICALIDAD del seguimiento de Jesús. b) En un mundo insolidario como el actual, marcado por esa terrible injusticia estructural que se concreta en ese abismo creciente e inicuo existente entre lo que solemos llamar Norte y Sur (22) —los países más ricos con un nivel de renta hasta casi 150 veces superior a la de los países más pobres y con una situación en estos últimos de pobreza tal que acerca a las mayorías de sus pueblos a la muerte temprana e injusta (23)—, el seguimiento de Jesús, más que nunca, reclama ENCARNACIÓN EN EL MUNDO DE LOS POBRES, es decir, una inserción en él real y verificable, no meramente intencional, que permita ser activamente solidarios con su causa y destino. c) En la sociedad en que vivimos, deslumbrada y fascinada por el ejercicio del poder en sus distintas formas y por el triunfo, (22) Cf. la encíclica Sollicitudo rei socialis, n. 14. Cf. también AA.VV.: Norte-Sur. Dosier para trabajar las relaciones Norte-Sur, editado por la Organización de Cooperación y Solidaridad Internacional (OCSI-AMS), Madrid, 1993. (23) La misma encíclica citada en nota anterior advierte que ese abismo de injusticia estructural se reproduce de algún modo en el seno de los mismos países ricos, con la presencia en ellos de un «Cuarto Mundo», es decir, de zonas de grande o extrema pobreza (cf. n. 14 con nota 31).

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dinamizada por un consumo insaciable que genera una dinámica de desarrollo que amenaza con la destrucción irreversible de nuestros ecosistemas, el seguimiento de Jesús tiene que estar informado por el ESPÍRITU DE LAS BIENAVENTURANZAS, talante o espíritu que fue sin duda el que animó la vida entera de Jesús. d) En una situación de apatía y absentismo político, de desánimo y cansancio, en la que se lanza insistentemente la sospecha de que la sociedad y el sistema que la configura son incambiables puesto que hemos llegado ya al fin de la historia o en la que se multiplican los profetas de la desgracia y se oyen los cantos de sirena que invitan a la reclusión intimista y a la evasión, por considerar que todos los grandes relatos se han mostrado como utopías despreciables por irrealizables, me parece necesario destacar la DIMENSIÓN POLÍTICA que tiene la praxis del amor cristiano en la que se expresa sustancialmente el seguimiento de Jesús. Dicho de otro modo: hoy es preciso insistir en la necesidad de la ESPERANZA activa como actitud de fondo capaz de informar y dinamizar con perseverancia el seguimiento y, por ello, de asumir la lucha por la justicia pendiente, cualesquiera que sean los obstáculos y dificultades que se presenten. Y esto con la convicción de que todo lo que se haga en esa dirección tiene sentido y vale la pena, incluso cuando surja la confrontación con el fracaso histórico. e) Me parece igualmente necesario subrayar, junto a la referida dimensión política del seguimiento, lo que podríamos llamar su DIMENSIÓN MÍSTICA O CONTEMPLATIVA, es decir, la participación en la experiencia fontal y originaria que tuvo Jesús de relación íntima con el Dios-Abba. Nos referimos así a la importancia que tiene hoy —es decir, en esta circunstancia histórica en la que parece que el cristiano o es un místico o sencillamente deja de serlo, como pronosticaba Rahner— en la realización del seguimiento el contemplar, desde el compromiso decidido por la justicia, la presencia del Dios amor, siempre mayor, que interviene en la historia y en nuestras vidas para concedernos «el poder y el querer» y que provoca el agradecimiento —que deriva de sabernos amados sin mérito previo alguno nuestro— y también la súplica humilde. Sobre la RADICALIDAD ya hemos hablado suficientemente en páginas anteriores (24). Intentaré desarrollar brevemente las restantes características apuntadas como especialmente significativas en la actual circunstancia histórica. (24) Cf. más arriba, págs. 162-164 de este mismo capítulo.

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5.1.

Solidaridad afectiva y efectiva con los pobres y su causa

Jesús anuncia y hace presente el Reino desde la experiencia del Dios de los pobres. Estos son, sin duda, los destinatarios preferentes de su anuncio (25). No es posible desarrollar con amplitud este punto aquí (26). Digamos solamente que esa experiencia de Jesús es la que le lleva a ser solidario con los pobres y su causa a través de una praxis conflictiva y liberadora (cf. Le 4, 16-24; 6, 20-26; Mt 11, 2-6. 25-26; 25, 31-46...). Lógicamente entonces el seguimiento de Jesús supone la solidaridad con los pobres de la tierra y su causa, como insiste la Cristología actual y especialmente la latinoamericana y en general la procedente de los países que forman el llamado «Tercer Mundo» (27). La solidaridad a que nos referimos no se puede reducir a un «estar con los pobres» en virtud de una mera inserción sociológica en su mundo (solidaridad solamente afectiva). Supone además asumir su causa, sus proyectos históricos de liberación, es decir, tiene que traducirse en lucha solidaria con los pobres contra las causas que generan la pobreza (lo que podríamos llamar inserción histórico-política en el mundo de los pobres, capaz de generar una solidaridad realmente efectiva). Como bien dice P. Ricoeur «no se está con los pobres si no se lucha contra la pobreza». En este sentido, el seguimiento de Jesús implica una solidaridad beligerante con la causa de los pobres. Así planteadas las cosas, la opción por los pobres que ha de caracterizar hoy el seguimiento de Jesús, si quiere concretarse con realismo histórico, necesita recurrir a mediaciones autónomas, tanto teóricas (análisis de la realidad concreta en donde ha de reali(25) Cf. J. BARRETO: El Dios de los pobres. Algunas reflexiones bíblicas sobre el Dios liberador, Publicaciones del Centro Teológico de las Palmas de Gran Canaria, 1981; 1. M." CASTILLO: «Teología y pobreza», en Misión Abierta, 74 (1981), 631-643; J. DUPONT: «Jésus annonce la bonne nouvelle aux pauvres», en AA.VV., Evangelizare pauperibus. Atti de la XXIV settimana bíblica, Ed. Paideia, Brescia, 1978,127-189; J. SOBRINO: Jesucristo liberador..., op. cit., 110-121. (26) Un amplio desarrollo puede encontrarse en J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit. En las págs. 477-500 se encuentra una amplia bibliografía, toda ella directa o indirectamente relacionada con nuestro asunto. (27) Para la Cristología latinoamericana cf., por ejemplo, J. RAMOS REGIDOR: Gesú e il risveglio degli oppressi, Ed. A. Mondadori, Milano, 1981, 268-353, en donde puede encontrarse una amplísima bibliografía sobre el tema. Cf. también, A. NOLAN: ¿Quién es este hombre? Jesús, antes del cristianismo, Ed. Sal Terrae, Santander, 1981; A. PIERIS: El rostro asiático de Cristo, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1991.

179

zarse la opción) como prácticas (formas concretas, organizativas y operativas, de realización) (28). El seguimiento de Jesús realizado con esa solidaridad beligerante en favor de los pobres tiene una dosis inevitable de conflictividad. En realidad esta conflictividad es inseparable del seguimiento de Jesús en cualquier circunstancia histórica. La presencia dolorosa e inevitable del pecado en la historia, expresada en dialéctica injusta de riqueza y pobreza, en opulencia de los unos a costa de la explotación y marginación de los otros, determina la conflictividad del seguimiento. Ya Jesús anunció con insistencia machacona dificultades y hasta persecución para sus discípulosseguidores (cf. Mt 10, 16-36 y par.; Jn 15, 18-22; 16, 11-4) y la conflictividad generada por su propia vida no fue fruto del azar (29). Con esta concepción del seguimiento se recupera algo rigurosamente evangélico: la cruz está en el centro de la existencia del que quiera ser discípulo-seguidor de Jesús (cf. Mt 10, 37-39; Me 8, 34-35 y par.; Jn 12, 24-26). Es lo que indicaba Bonhoeffer: «El seguimiento en cuanto vinculación a la persona de Cristo sitúa al seguidor bajo la ley de Cristo, es decir, bajo la cruz». Nos referimos, naturalmente a la cruz que nos relaciona no con nosotros mismos, sino con la historia del dolor de los injustamente empobrecidos que luchan por liberarse de la situación intolerable en que se encuentran. Ellos son los que prolongan de manera especial la presencia de la cruz de Cristo entre nosotros. Como señala R. Aguirre «la reivindicación de la cruz es la reivindicación de los pobres como sus portadores sociales» (30). (28) Para una consideración más detenida de la relación entre la opción por los pobres y operatividad histórica y, más en concreto, de la relación entre opción por los pobres y opción de clase —cuestión que exige en el momento actual muchas precisiones y matizaciones— cf. R. AGUIRRE: «Opción por los pobres y opción de clase», en Misión Abierta, 74 (1981), 657-672; J. I. GONZÁLEZ FAUS: «Opción por los pobres y opción de clase», en id., Este es el hombre. Estudios sobre identidad cristiana y realización humana, Ed. Sal Terrae, Santander, 1980, 255-260; J. Lois: «La opción preferencial por los pobres», en Documentación Social, núm. 83 (abril-junio 1991), 122-126. (29) Cf. también 1 Tes 3, 2-4. El seguidor de Jesús en un mundo de pecado como es el nuestro participa de su mismo destino (cf. Jn 15,18-20; Mt 10, 24-25), que es el de los verdaderos profetas (cf. Mt 5, 11-12). Sobre la conflictividad generada por Jesús que provocó el clima de persecución que acompañó a Jesús a lo largo de su vida, cf., por ejemplo, las hermosas páginas escritas por J. SOBRINO en Jesucristo liberador..., op. cit., 254 y ss. J. Moltmann señala con fuerza que la comunidad de los seguidores de Jesús tiene que ser, por fidelidad, una comunidad de «contraste», conflictivamente enfrentada con los sistemas imperantes en el mundo de violencia e injusticia (cf. El camino de Jesucristo, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1993, 175-176. 180). (30) La persecución y la cruz, como resultado del seguimiento fiel de Jesús, cobran hoy formas distintas en los también distintos contextos. En algunos países latino-

180

5.2.

Seguimiento informado por el espíritu de las Bienaventuranzas

También este elemento esencial del seguimiento de Jesús —el espíritu de las Bienaventuranzas, con su escala realmente «subversiva» de valores— adquiere en los tiempos que corren una especial significación de «contraste». Se trata de un espíritu o talante difícil, pero necesario, para el seguidor de Jesús. J. Sobrino lo expresa con precisión: «...Ese espíritu (se refiere al de las Bienaventuranzas) es utópico por la dificultad histórica de realizarlo plenamente y por la dificultad de simultanearlo con otras exigencias del seguimiento... Pero es un espíritu que debe ser siempre buscado por ser el talante de Jesús y porque además proporciona su propia eficacia a la práctica de la liberación histórica» (31). La especial significación de «contraste» del espíritu de las Bienaventuranzas se percibe con facilidad al comparar el contenido del mismo, los valores que lo configuran, con lo que podríamos llamar espíritu o talante de este mundo nuestro, informado en buena medida por la búsqueda, incluso crispada, de seguridad individual, la competitividad y el triunfo, medido sobre todo en poder económico, el ritmo insaciable del consumo... ¿En qué consiste ese espíritu o talante de las Bienaventuranzas, que nos permite verificar esa significación de contraste? Como volveremos a esta misma cuestión al referirnos más específicamente a la espiritualidad propia del seguimiento, nos limitamos ahora a decir que para vivir el espíritu de las Bienaventuranzas el seguidor de Jesús debe elegir la americanos y africanos la persecución concretada en martirio es actualmente una posibilidad dolorosamente cercana para muchos. Entre nosotros, la persecución se trueca más bien en desprecio cuando no en descalificación moral: «es posible que una sociedad democrática y laica no haga mártires. Pero hace locos, desprestigiados y marginados, a los que se niega hasta la gloria del martirio» (R. Aguirre). Las dos características del seguimiento hasta ahora consideradas —la RADICALIDAD y la SOLIDARIDAD CON LA CAUSA DE LOS POBRES— es necesario reivindicarlas, según creo, hoy entre nosotros por pertenecer a la esencia del seguimiento y porque nuestro cristianismo español necesita una «movida», una fuerte sacudida que lo ayude a salir del convencionalismo y la mediocridad. Pero la fidelidad a estos planteamientos radicales no debe conducirnos a una presentación de la Buena Nueva que haga inviable su aceptación y realización. La radicalidad del seguimiento tendrá que articularse con una estrategia de presentación pedagógicamente válida para nuestra situación concreta, capaz de respetar los ritmos de las personas y de asumir, para ello, la gradualidad más conveniente [cf. a este respecto, R. AGUIRRE: «¿Pueden los pobres ser el lugar social de una Iglesia "segundomundista"?», en Misión Abierta, 75 (1982), 107-117]. (31) Cf. Jesús en América Latina..., op. cit., 189-190.

181

pobreza que solidariza con los pobres, la limpieza de corazón o «castidad existencial» que le permita mantenerse siempre abierto a la búsqueda tantas veces perpleja de la verdad, la misericordia universal dirigida preferentemente hacia los más marginados, la capacidad de perdón expresada en diálogo honesto y paciente, la fidelidad y perseverancia en medio de las dificultades, incluso en la persecución... 5.3.

Dimensión política del seguimiento informada por la esperanza

Hoy vuelve a ser necesario y urgente insistir en la dimensión política del seguimiento, que significa vincularlo de forma irrenunciable a la praxis de amor concretada en lucha por la justicia, con todo lo que eso supone de «resistencia política» (32) y de atención a la transformación estructural de la realidad. Es verdad: el seguimiento de Jesús no se agota en esa praxis, pero sin ella ¿puede hablarse de verdadero seguimiento? Pero sobre todo es necesario recordar que esa dimensión política de lucha por la justicia, que verifica la autenticidad del seguimiento de Jesús, tiene que estar informada por la esperanza. Nuestra esperanza como seguidores del crucificado es una esperanza crucificada, que se mantiene participando activamente en el proyecto de liberación de los pobres de la tierra con una fidelidad perseverante. Así es como el seguidor de Jesús se apropia de forma adecuada de la cruz de Jesús en la historia. Siendo crucificada, la esperanza está, sin embargo, abierta siempre a la posibilidad de lo nuevo que libera y dignifica. Nace de la fe en el resucitado y en ella se funda, pero asume dialécticamente el proceso de lucha liberadora por la justicia en esta tierra, se verifica como auténtica en el compromiso por dar a ese proceso realidad histórica y se apoya en los signos de cambio y novedad con contenido liberador que se van dando a lo largo de los procesos y que hay que saber percibir, valorar, potenciar y celebrar. Decir que nuestra esperanza es crucificada equivale a vincularla a la historia, pero no necesariamente al pesimismo intrahistórico (¡como tampoco al optimismo!). El proceso de la historia, aunque siempre marcado por el pecado y la cruz, por la ambigüedad y el sufrimiento, permanece abierto a la responsabilidad y libertad de los seres humanos. Y no debemos olvidar que la vida de Jesús cul(32) Cf. J. B. METZ: Más allá de la religión burguesa..., op. di., 32-33.

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minó en la Resurrección y que eso significa que el Resucitado está presente en la historia a través de su Espíritu de vida. Al decir con razón que hay que mantener la esperanza incluso contra toda esperanza no estamos sacralizando el pesimismo (como si ya sólo fuese posible esperar de forma consecuente a partir del fracaso histórico), sino señalando que la esperanza teologal es indeducible de cualquier análisis histórico, tiene un «plus» de entidad que la sitúa «más allá» de toda posible esperanza meramente terrena. Y significa además que al no fundarse nunca, en última instancia, en esos análisis históricos (aunque pueda y deba asumirlos y apoyarse en ellos ), sino en la resurrección de Jesús, ha de permanecer incluso en los tiempos más adversos y oscuros. Precisamente por eso aparece tan urgente hoy entre nosotros, por vivir en tiempos de oscuridad y perplejidad en tantos campos y ante tantos desafíos, hablar del seguimiento de Jesús informado por la esperanza. 5.4.

Dimensión mística o contemplativa del seguimiento de Jesús

El Dios de Jesús que es el Dios-amor que reclama justicia en favor de los empobrecidos de la tierra, es también el Dios gratuito que irrumpe como don en nuestras vidas y al mismo tiempo permanece como realidad «siempre mayor», misterio último no manipulable, que reclama igualmente atención y escucha siempre nuevas, agradecimiento gozoso y súplica humilde. Esa dimensión de la vida del seguidor de Jesús que, desde la lucha por la justicia, escucha y contempla la presencia salvífica de Dios en la historia, la discierne y confiesa, agradece y suplica, es necesario también, según creo, subrayarla hoy entre nosotros, para lograr una articulación armónica entre las dimensiones política y mística de la existencia cristiana y superar así posibles «comprensiones meramente militantes», reducidas, falsamente prometeicas. Necesitamos, en suma, una comprensión del seguimiento de Jesús que sepa relacionar dialécticamente la dimensión activa con la contemplación en el sentido indicado. Se supera así de forma clara una concepción puramente ética del seguimiento que olvida lo que podríamos llamar dimensión mistérica, sobrenatural y gratuita, estrictamente teologal de la vida cristiana. En realidad para tal superación no era necesario hacer referencia explícita a la dimensión contemplativa del seguimiento. Bastaba con lo dicho hasta ahora. Como afirma Jiménez Limón 183

«quien centra toda su vida en el seguimiento de Jesús, en el trabajo por el Reino, quien lucha con toda el alma por la justicia, quien es capaz de afrontar la conflictividad que brota de ahí, quien se mantiene a pesar del peligro de la vida, quien sigue firme con confianza en Dios y obediencia a la misión, es porque considera que Jesús no es sólo un ejemplo inspirador, sino la donación de Dios al mundo, el único camino de ir hacia el Reino y el Padre. Es el Hijo» (33). Insistir en la universalidad definitiva, insuperable y única de Jesús y en la absoluta incondicionalidad de la entrega que reclama el seguimiento equivale ya a superar la concepción de Jesús como simple «modelo insuperable de ética». Y esa misma superación se encuentra en la insistencia ya referida de participar por parte del seguidor de Jesús en su experiencia fontal y originaria de relación con el Padre, que motivó e informó toda su praxis al servicio del Reino. El seguimiento, como señala L. Boff, «no se agota en comportamientos éticos». También se supera, en consecuencia, la reducción del seguimiento al momento práxico de la existencia cristiana. Y no obstante, creemos que cuando hoy se subraya que la existencia cristiana consiste esencialmente en seguir a Jesús, se quiere insistir en el carácter decisivo y como más abarcador del momento práxico de esa existencia. Así como es desde la praxis desde donde se debe teorizar, es igualmente desde la praxis desde donde se debe contemplar (34). Y es también desde la praxis, como ya se ha dicho, desde donde se verifica últimamente la verdad de nuestro seguimiento. Esto no supone, ciertamente, infravalorar la dimensión contemplativa de la existencia cristiana, sino articularla con la dimensión práxica de forma distinta a la habitual en muchas etapas de la vida de la Iglesia. Pero no deja de ser una articulación coherente con las enseñanzas evangélicas.

Toda espiritualidad cristiana está vinculada a una experiencia profunda de Dios como Padre, suscitada por el Espíritu (35), que tiene sus propios y específicos contornos, siempre relacionados con la circunstancia histórica que se vive, y que constituye como la raíz de su exigencia, su condición de posibilidad y, al mismo tiempo, la fuente de la que brota toda su riqueza y novedad. Se expresa en un determinado «espíritu» o «talante» configurado por valores y actitudes espirituales fundamentales, y se concreta en prácticas diversas: oración, meditación, ascesis, compromiso de cambio social, normas de comportamiento en general, etc. Pues bien, vamos a centrarnos en aquella espiritualidad o forma concreta de vivir el Evangelio que está vinculada al seguimiento de Jesús como «lugar» propio de la experiencia raíz de Dios como Padre. Una espiritualidad de sabor netamente trinitario: surge del seguir las huellas de Jesús, movidos por el Espíritu, caminando así como hijos del Padre y con la esperanza de un encuentro definitivo con El. Llamamos, pues, espiritualidad del seguimiento de Jesús a la que tiene precisamente en ese seguimiento su fuente histórica, su matriz o crisol, su seno fecundo o suelo nutricio, su punto de partida y su eje configurador. En realidad toda espiritualidad cristiana tendría que ser, de alguna manera, espiritualidad del seguimiento de Jesús, al ser éste, como ya dijimos, momento esencial o categoría constitutiva y central del existir cristiano, criterio último de verificación de la autenticidad de ese mismo existir y, por consiguiente «el principio estructurante y jerarquizador de toda vida cristiana, según el cual se pueden y deben organizar otras dimensiones de esa vida (pertenencia a la Iglesia, ortodoxia, liturgia, etc.), pero no a la inversa» (36). Sin seguimiento de Jesús no hay propiamente vida cristiana (37). (35) Cf. Rom 8, 15-17. (36)

6.

HACIA UNA ESPIRITUALIDAD DEL SEGUIMIENTO DE JESÚS

Por espiritualidad entendemos aquí la forma concreta, el «estilo» o «talante» que tienen los creyentes cristianos de vivir el Evangelio, siempre movidos por el Espíritu. (33) Cf. «Una cristología para la conversión en la lucha por la justicia», en Christus, número 511 (junio 1978), 53. (34) Cf. J. SOBRINO: «La oración de Jesús y del cristiano», en AA.VV., Oración cristiana y liberación, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1980,105-116.

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Cf. J. SOBRINO: «Seguimiento», en C. FLORISTAN y J. J. TAMAYO (eds.), Conceptos

fundamentales de pastoral, Ed. Cristiandad, Madrid, 1983, 940. (37) Históricamente hablando no siempre se ha concedido ese valor al seguimiento. A la hora de precisar la identidad cristiana, se le ha dado y se le da un valor autónomo a la aceptación intelectual del «depósito» revelado, a la confesión puramente verbal, al cumplimiento puntual de tal o cual normativa o al ejercicio de estas o aquellas prácticas religiosas..., al margen del seguimiento. Esto es tanto más verdadero cuanto más nos desplacemos del plano de la pura teoría teológica al de la vida real de los creyentes. Esta excepcional importancia concedida al seguimiento de Jesús en la vida cristiana, que quiere conjurar el gravísimo riesgo de intentar ser cristianos sin referirse a la memoria inquietante y subversiva de Jesús, está conectada con la recuperación del Jesús histórico, que es una de las características que especifican buena parte de la reflexión cristológica actual. En el Jesús histórico se encuentra con claridad la llamada a su seguimiento.

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Las páginas que siguen quisieran ser un manifiesto apasionado en favor de una espiritualidad del seguimiento de Jesús (38). Hace ya aproximadamente un par de décadas Metz señalaba proféticamente que la Iglesia debía convertirse con absoluta determinación en una Iglesia del seguimiento de Jesús. ¡Ha sonado la hora del seguimiento!, exclamaba (39). En el mismo sentido, unos años más tarde, J. Sobrino afirmaba que con la vuelta al seguimiento se proponía el principio clave «para la desmundanización y desalienación de la Iglesia, por una parte, y, por otra, de la adecuada encarnación y misión de la Iglesia, de su identidad cristiana y su relevancia histórica (40). Hoy ya somos muchos los que pensamos que sólo si los cristianos somos capaces de recuperar prácticamente una espiritualidad vinculada al seguimiento de Jesús, nuestras vidas cobrarán credibilidad y la Iglesia podrá cumplir su misión de anunciar significativamente la Buena Noticia de salvación liberadora para los pobres. Está en juego, pues, personal y eclesialmente, la identidad cristiana y su significación o relevancia en la historia. ¿Cómo caracterizar aquí con brevedad esa espiritualidad que tiene como experiencia fuente el encuentro con el Dios-Abba que se da, siempre en virtud de la fuerza del Espíritu, en el seguimiento de Jesús de que venimos hablando? Contentémonos con decir lo más fundamental: la espiritualidad del seguimiento tiene que referirse centralmente al Jesús histórico y a su Espíritu, derramado sobre nuestros corazones con su exaltación a la derecha del Padre. Ya decíamos en el apartado III de este (38) La reivindicación del seguimiento de Jesús como referencia central de la espiritualidad cristiana no supone incurrir en una reducción ética de dicha espiritualidad de sabor pelagiano, aunque, eso sí, vincula esencialmente la gracia, la fuerza del Espíritu de Dios, al compromiso éticamente responsable del creyente. J. B. METZ lo ha expresado con precisión: «Cuando se carga tanto el acento en el seguimiento como testimonio y rescate de la identidad cristiana... surge rápidamente... la acusación de que aquí se reduce en definitiva el cristianismo a un sistema moral abstracto, rigorista y sin aliento; que la religión se convierte en moral (no sin resonancias pelagianas), con rasgos de autojustificación y justicia por las obras; que infravalora o incluso echa en olvido la acción de la gracia de Dios y el poder de su Espíritu... Quiero, con Bonhoeffer, expresar aquí la sospecha de que... la gracia a la que solemos recurrir para descargarnos del seguimiento concreto no es sino la gracia que nos dispensamos a nosotros mismos... una «gracia barata», gracia sin pago de costos, una gracia que no nos dota de su Espíritu, sino que nos dispensa frente a él... El seguimiento es el precio de la gracia vivificante y de la verdadera posesión del Espíritu... es el precio de nuestra ortodoxia» (cf. Las órdenes religiosas..., op. cit., 46-47). (39) Cf. Mi., 38. (40) Cf. Seguimiento..., art. cit., 937-938; cf. también, id., Jesús en America Latina..., op. cit., 86.

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mismo capítulo que el seguimiento tiene una dimensión cristológica (el Jesús de los Evangelios, norma normans del seguimiento) y otra pneumatológica (el Espíritu, fuente de libertad y apertura al futuro, que actualiza a Jesús en el discurrir de la historia) (41). Como es lógico la espiritualidad del seguimiento tiene esa misma doble dimensión. A ella vamos a referirnos ahora brevemente, tratando de evitar repetir consideraciones ya hechas en páginas anteriores. 6.1.

Dimensión cristológica de la espiritualidad del seguimiento

Hablar de la dimensión cristológica de esta espiritualidad del seguimiento es referirse a su estructura fundamental y vinculante, o sea, a su elemento formal configurador o motivación raíz y a sus contenidos básicos fundamentales y permanentes. Desde la consideración de esta dimensión la espiritualidad del seguimiento tiene: a) Como experiencia fuente, suscitada por el Espíritu, el encuentro con el Dios de Jesús, mediado por su llamada a seguirle. Jesús experimentó a Dios como Abba y Dios del Reino. Se dejó encontrar por él y vivió entregado a él, en obediencia incondicional. No hay duda de que esta experiencia teologal de Jesús fue el motor de su vida, la motivación y fundamentación última de todo su obrar, la fuente de su misericordia, generosidad y entrega, de su espiritualidad, en suma. Parece también indudable que para todo seguidor de Jesús la experiencia fontal de ese mismo Dios ha de ser el elemento formal configurador o motivación raíz de su espiritualidad, la fuente en la que precisa continuamente beber. b) Como contenido básico nuclear —que se despliega en diversos contenidos fundamentales— la entrega incondicional al Reino o el amor que libera para ser-de-los-demás, vivido desde la solidaridad con los más pobres. Jesús vivió totalmente entregado a la causa del Reino, como Buena Noticia de salvación para los pobres. Todo lo demás era para él «añadidura». Y esa entrega al Reino se sacramentalizó en su trastornante y conflictiva libertad —libertad ante la ley, ante la superficial religiosidad oficial y sus formas cultuales, ante el poder (41) Cf. J. SOBRINO: «Espiritualidad y seguimiento de Jesús», en I. ELLACURIA y J. SOBRINO (eds.), Mysterium liberationis, Ed. Trotta, Madrid, 1990, T. II, 459.

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y los poderosos de su tiempo, ante la familia, el dinero, el triunfo y los demás ídolos...— que le hizo ser-para-los-demás, desde la solidaridad con los pobres, destinatarios primeros del Reino. La entrega incondicional a la causa del Reino, como causa de salvación liberadora a realizar ya en la historia, vivida con la libertad de Jesús para amar, desde la solidaridad afectiva y efectiva con los pobres de la tierra, es el contenido nuclear de toda espiritualidad del seguimiento. c) Como espíritu informante el de las Bienaventuranzas, es decir, la pobreza real de espíritu, la limpieza de corazón, entrañas de misericordia universal, capacidad de comprensión y perdón, búsqueda de la paz incluso en el seno mismo de la conflictividad real... Jesús realizó su proyecto o sirvió a su causa del Reino informado por ese espíritu. El fue por excelencia el limpio de corazón y pobre de espíritu —castamente abierto a la voluntad del Padre, dejándose en todo momento encontrar por él; abierto a la verdad, sin huir jamás de la luz—; el misericordioso —conducido por sus «entrañas de misericordia» a estar siempre con los «de abajo», con los perdidos y los pródigos, los pecadores y las prostitutas, los enfermos y los desesperados, los pobres y los marginados—; el capaz de comprender y perdonar, incluso a sus enemigos y hasta a los que fueron causantes de su crucifixión... Ese espíritu, el de las Bienaventuranzas así entendidas, es el que confiere su «talante» o «estilo» más propio a la espiritualidad del seguimiento (42). d) Como horizonte último la esperanza que genera la fe-confianza en el amor del Padre, que articulado en promesas de salvación y culminado de forma anticipada en la resurrección de Jesús, tiene la última palabra frente a cualquier penúltima palabra de fracaso o desesperación. Jesús, primogénito entre los creyentes, vivió en todas las circunstancias de su vida con confianza-esperanza. Una esperanza incluso contra toda esperanza, que le llevó a entregar confiadamente su vida en la cruz, desde la experiencia del abandono o no intervención de Dios. La esperanza, que fundamenta y motiva la fidelidad perseverante y permite mantenerse firme al servicio del Reino, en confrontación con el misterio del mal, es característica fundamental de toda espiritualidad del seguimiento. (42) Cf. J. SOBRINO: Liberación con espíritu. Apuntes para una nueva espiritualidad, Ed. Sal Terrae, Santander, 1985, 49-53; id. Espiritualidad y seguimiento..., art. cit., 465-466.

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e) Como consecuencia histórica la incomprensión o desprecio de todos los que viven orientados por la lógica del discurso «mundano», la conflictividad o el rechazo hacia los márgenes o incluso la persecución y la cruz. El rechazo, la persecución y muerte en cruz que experimentó Jesús fue el resultado de su vida. Todo seguidor de Jesús sabe, a partir de la vida y las palabras de su Señor, que «el discípulo no es más que su Maestro» (Mt 10, 24) y que, por tanto, el seguimiento genera conflictividad, incomprensión, rechazo, persecución y por eso ha de estar dispuesto a «cargar cada día con su cruz». La espiritualidad del seguimiento es, en este sentido, una espiritualidad de la cruz, ya que se sigue a un crucificado, aunque la cruz se asume en el horizonte último de esperanza en que sitúa la fe en la resurrección. Y nos tropezamos así, una vez más, con la radicalidad, esta vez referida a la dimensión cristológica de la espiritualidad del seguimiento. No puede causar extrañeza alguna teniendo en cuenta la radicalidad ya considerada de las llamadas de Jesús a seguirle. Pero, y como bien señala J. B. Metz, «en una sociedad cuyo interés público está tan exclusivamente marcado por el sentido de la propiedad y que, por consiguiente, propende a entregar a merced del principio de equivalencia social incluso lo que no tiene valor de intercambio, el cristianismo sólo puede ser radical o lamentable»; por eso el seguimiento de Jesús no puede interpretarse «de acuerdo con los esquemas habituales de conducta plausible» (43). 6.2.

Dimensión pneumatológica de la espiritualidad del seguimiento

Hablar de la dimensión pneumatológica de la espiritualidad del seguimiento es referirse a sus últimas determinaciones y concreciones históricas, a los énfasis que el Espíritu reclama para el talante de vida propio del seguidor de Jesús, si quiere responder a las demandas del momento histórico en que vive. En el apartado 5 de este mismo capítulo hemos intentado señalar algunas de las características que debe tener el seguimiento de Jesús en nuestra circunstancia histórica actual si quiere ser relevante y significativo. Bastaría tenerlas en cuenta para discernir cómo debe concretarse hoy esta dimensión pneumatológica. Recordémoslas brevemente, aplicándolas ahora a la espiritualidad. (43) Cf. Las órdenes religiosas..., op. cit., 62.40; el subrayado es mío.

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En la espiritualidad actual de los seguidores de Jesús es preciso destacar esa dimensión política del amor cristiano que vincula el servicio al Reino con la lucha por la justicia realizada desde la solidaridad real con la causa de liberación de los pobres de la tierra. Una vez más en este punto somos deudores de los teólogos de la liberación, que insisten con razón, desde la situación en que se encuentran sus pueblos, en esta característica de la espiritualidad del seguimiento. Pero también nosotros, que pretendemos seguir a Jesús en países del llamado Primer Mundo, hemos de considerar con atención esa misma característica con sólo tener en cuenta que el abismo Norte-Sur se reproduce también aquí (se habla ya en los países desarrollados económicamente de un tercio de la población de pobres —los de siempre y los nuevos— y marginados sociales) y que no somos inocentes con respecto a la situación de pobreza existente en el Sur (44). Son esos mismos teólogos los que nos han hecho ver con claridad que una espiritualidad así entendida tiene como presupuesto previo raíz la honradez y fidelidad con lo real, que supone disponibilidad para «hacerse cargo» de la realidad, «cargar con» ella y «encargarse de» su transformación (45). La verdad de lo real se hurta al que vive en la mentira-injusticia; al que se instala en la riqueza-seguridad y no está en condiciones de hacerse prójimo-hermano del que está caído en la cuneta; al que camina en tinieblas y huye de la luz. Y se muestra, por el contrario, al que opta por ser pobre y se encarna en el mundo de los pobres; al que va por la vida «ligero de equipaje» y está disponible para ser-para-los-demás; al que camina en la luz y por ella se deja iluminar. La espiritualidad del seguidor de Jesús debe hoy, ante la incapacidad que la razón ilustrada tiene para experimentar la injusticia del sistema o para hacerse cargo de la parcela de lo real constituida por los débiles y marginados, los vencidos e incluso los ya muertos, actualizar esa vertiente oscura e inquietante de la realidad social y conectar con su dolor y su fracaso, así como con sus justas aspiraciones pendientes de realización. La espiritualidad del seguimiento debe igualmente reivindicar con fuerza la dimensión verdaderamente utópica de la esperanza y generar así una mística de búsqueda, activa resistencia y fidelidad (44) Cf. J. LoiS: «La modernidad vista desde el Primer Mundo y desde el Tercer Mundo», en AA.VV., Cristianismo y modernidad, Ed. Nueva Utopía, Madrid, 1993, 88-91. (45) Cf., por ejemplo, J. SOBRINO: Liberación con espíritu..., op. cit., 23-33; id., Espiritualidad y seguimiento..., art. cit., 452-459.

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perseverante en toda circunstancia. El Espíritu no demanda una esperanza utópica ingenua, puesto que por ser el Espíritu de Jesús conduce a sus seguidores por los caminos que los sitúan ante la dureza de lo real. Demanda más bien una esperanza lúcida y crucificada, que ha de mantenerse desde la solidaridad activa con los crucificados, incluso contra toda esperanza. Crucificada y al mismo tiempo gozosa, abierta a la posibilidad de lo nuevo, ya que brota de la convicción de que se participa desde ahora, cuando se sigue a Jesús, en su resurrección, aunque se continúa esperando activamente la plenificación final. Finalmente, la espiritualidad del seguimiento debe hoy asumir como desafío prioritario, en consonancia con todo lo dicho, la conciliación o, mejor, la articulación feliz entre mística y política, contemplación y acción liberadora, vida y celebración, gratuidad y eficacia. Tal vez podría decirse sin exagerar que en el logro de esa articulación radica la credibilidad y más decisiva significación de la espiritualidad cristiana en el momento actual.

6.3.

La espiritualidad del seguimiento, una espiritualidad profundamente cristiana

Invocaría en favor de tal afirmación las razones que siguen: a) Es una espiritualidad que acentúa la exigencia de encarnación en el mundo, con una fuerte dimensión histórico-terrenal. Es, en efecto, una espiritualidad que no aliena de la realidad que nos rodea, sino que vincula estrechamente a ella, hasta el punto de que, como ya hemos dicho, tiene como presupuesto fundamental la honradez y la fidelidad hacia la verdad de lo real y la más radical de sus exigencias: su transformación liberadora (cf. Rom 8, 18-24). Como advierte repetidamente J. Sobrino, parafraseando a Pablo, la falta de honradez con lo real lleva a aprisionar su verdad en la injusticia (cf. Rom 1,18 ss.) y priva a lo creado de su «capacidad de ser sacramento de la transcendencia y de desencadenar historia correctamente». Es como una «fundamental o radical deshonestidad» que confiere pies de barro a todo lo que se edifique sobre ella, aunque tenga apariencia de sublime, es decir, que imposibilita el surgimiento de una verdadera espiritualidad cristiana. La espiritualidad del seguimiento de Jesús que aquí reivindicamos se edifica a partir de una relación honrada y honesta con la realidad, que permite, con «castidad intelectual», escuchar 191

sus demandas y clamores de justicia, captar su verdad y sus exigencias de plenitud liberadora y, además, corresponder a ellas con fidelidad, combatiendo todo cuanto de negatividad y maldición hay en la misma realidad y fomentando o potenciando lo que hay de positivo y de promesa. b) Es, al mismo tiempo, una espiritualidad que refiere a la transcendencia, que abre al sujeto a la realidad última y siempre misteriosa de Dios. En la apertura interrogativa a la provocación de la realidad y sus exigencias de cambio y, más concretamente, en la conversión a la provocación del pobre y su clamor, nos abrimos a la provocación del Dios trascendente. En la alteridad del pobre —que es el «otro» que rompe toda identidad burguesa y reclama superación del egoísmo y compromiso en favor del cambio que libera— nos sale al encuentro la alteridad del Dios trascendente, el radicalmente «Otro», con mayúscula, que urge de nosotros un proceso siempre inacabado de conversión. Pero conviene precisar más en la línea del seguimiento tal como lo hemos especificado. La solidaridad amorosa con el «otro» empobrecido tiene que traducirse, si quiere ser real y operativa, en participación en procesos históricos de cambio liberador. Es esa participación, expresión histórica del amor en una realidad marcada por las contradicciones y el conflicto, la que constituye el lugar privilegiado del acceso al misterio del Dios trascendente, por cuanto introduce en una dinámica histórica que se trasciende siempre a sí misma, en tanto que reclama la asunción de una tarea de transformación nunca terminada. Es ella la mediación más apta para encontrarse con la realidad última que lo trasciende todo, porque lleva en sí la exigencia de un «plus» inagotable de humanización, de búsqueda y desinstalación permanentes y de radical disponibilidad, de apertura al futuro y a su novedad inabarcable e insospechable, de inmersión en un proceso inacabado y permanente de conversión. Lleva en sí en definitiva, la exigencia de aquel cambio y ruptura que permite ir pasando del ser al deber ser, de nuestros caminos a los caminos de Dios. La práctica de la justicia es el lugar preferente que posibilita, sin engaños, acceder al misterio de Dios, es decir, a Dios precisamente en cuanto misterio último, que nos trasciende siempre y nos urge a la entrega incondicional, incluso a dar la vida por los demás (46). (46) Me parece sumamente significativo que uno de los teólogos que más ha insistido en esta cuestión de la historia —y, más concretamente, del pobre—, como lugar

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c) Es, por fin, y sobre todo, una espiritualidad profundamente cristiana, porque: — Centrada en el seguimiento recupera la memoria trastornante y subversiva de Jesús y cita al creyente en el lugar donde el mismo Jesús indudablemente se situó, aquél en el que, con autenticidad y radicalidad evangélicas, puede darse la conversión primera, punto de partida obligado de toda espiritualidad cristiana: el lugar en que sitúa la solidaridad activa con los pobres y marginados de la tierra. — Posibilita el encuentro con el auténtico Dios de Jesús —Dios Padre y del Reino, Buena Noticia de salvación liberadora para los pobres, Dios crucificado y silencioso y, al mismo tiempo, Dios de vida que se afirma contra los ídolos que dan muerte, Dios trinitario— al situar en el único lugar desde donde es posible ese encuentro: el seguimiento de Jesús. — Demanda con fuerza algo tan nuclear y específicamente evangélico como es el espíritu de las Bienaventuranzas, que fue el que informó el estilo o talante de vida de Jesús (47). — Permite superar los falsos dualismos de tantas espiritualidades dislocadas y lograr una articulación fecunda entre los dos polos necesarios de toda espiritualidad cristiana: el «místico» y el «político». El seguimiento de Jesús, ya lo hemos visto, es invitación a estar con él (contemplación) y exigencia de misión (que implica la acción o compromiso activo de transformar la realidad según el plan de Dios). Jesús llama a ser contemplativos en la acción por la justicia al servicio del Reino. En el seguimiento no se pueden separar o presentar en forma de alternativa excluyente la contemplación y la acción, la vida interior y la misión, la oración y el compromiso, la gratuidad y la eficacia liberadora (48). La iniciativa de encuentro con la trascendencia, I. ELLACURIA (cf., por ejemplo, «Historicidad de la salvación cristiana», en Mysterium liberationis..., op. cit., 323-372), haya dado literalmente la vida por los demás, muriendo como mártir. (47) J. Moltmann afirma «que tomar en serio el sermón de la montaña y seguir a Cristo son una misma cosa». Y añade más adelante: «De la vigencia y la práctica del sermón de la montaña depende que el cristianismo sea en las sociedades occidentales una religión burguesa que ya nada exige y a nadie consuela (J. B. Metz) o llegue a formar una comunidad que cree en Cristo y le sigue incondicionalmente» (cf. El camino de Jesucristo..., op. cit., 181. 188). (48) «Esto no niega —señala I. Ellacuria— que pueda separarse metódicamente el momento de recogimiento y discernimiento del momento de realización, el momento de soledad interior del momento de comunicación. Pero no por ello se privilegia el momento de apartamiento sobre el momento de compromiso. La contemplación misma debe ser activa, esto es, orientada hacia la conversión y a la transformación, y la ac-

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gratuita de Dios se afirma en conexión dialéctica con la tarea humana responsable, con la causa de la liberación. Dios no transforma la historia a golpes de su cólera o con sus intervenciones categoriales, sino con el don gratuito de su Espíritu concedido a personas libres y responsables. Como dice muy bien J. Sobrino «el "summum" de la gracia se experimenta en el don de las manos nuevas para hacer una nueva creación». — Tiene un carácter netamente pascual, al centrar la existencia cristiana en el seguimiento del Jesús crucificado desde la fe en el Cristo resucitado. Se recupera, como dijimos, la centralidad de la cruz, propia de toda espiritualidad cristiana, vivida por la mediación del amor solidario con los crucificados de la historia, siempre en el horizonte indeducible de esperanza en que sitúa la fe en el resucitado. Una fe que vence al mundo (cf. Jn 5, 4), una esperanza que se afirma incluso contra toda esperanza (cf. Rom 4, 18), un amor que se historifica en la solidaridad activa con los más pequeños (cf. Mt 25, 34-40). Una espiritualidad de sabor pascual centrada en la vivencia de las llamadas virtudes teologales que se afirman en —y hasta contra— la historia en su configuración presente. — Es, finalmente, una espiritualidad trinitaria: surge del seguir las huellas de Jesús, movidos por el Espíritu, caminando en relación filial como hijos del Padre y con la esperanza de un encuentro definitivo con él.

ción debe ser contemplativa, esto es, iluminada, discernida, reflexiva» (cf. «Espiritualidad», en C. FLORISTAN y J. J. TAMAYO (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral..., op. cit., 306).

Capítulo IX

El Dios de Jesús

1.

INTRODUCCIÓN: LAS DIFICULTADES QUE PLANTEA TODO HABLAR ACERCA DE DLOS

Parece conveniente, incluso necesario, hablar de Dios. Por una parte, si la fe no se expresa también a través del lenguaje, se agosta y acaba muñéndose. Y es indudable que la fe no puede expresarse sin referirse a Dios. Si no lo nombramos se nos esfuma su presencia. La muerte semántica conduce a la muerte total. Por otra parte, si no nos esforzamos por hablar pertinentemente de Dios, nuestro silencio puede favorecer la invocación grosera y contribuir a que las imágenes idolátricas de Dios acaparen su nombre y jueguen sus funcionalidades indeseables. Desde luego, y como veremos, el lenguaje acerca de Dios no es políticamente inocente. Pero tampoco lo es el silencio. De esta necesidad parecen haber tomado conciencia las comunidades cristianas y también la teología más reciente. Tal vez pudiera decirse que si la década de los 60 fue la de la preocupación por la Iglesia y la de los 70 tuvo un matiz cristológico, la de los 80 se especificó por haber situado en lugar preferente la cuestión de Dios (1). Pero esta necesidad tan vivamente sentida no puede hacernos ignorar las dificultades que plantea todo lenguaje sobre Dios. No (1) Bastaría recordar que dos de las más importantes obras teológicas aparecidas recientemente en castellano giran en torno a la cuestión de Dios: Cf. E. JÜNGEL: Dios como misterio del mundo, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1984, y W. KASPER: El Dios de Jesucristo, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1985. También la teología latinoamericana de la liberación —pese a las acusaciones en contrario, que muestran la ignorancia de sus fiscales— considera que es imprescindible centrarse en la cuestión de Dios, como puede verificarse consultando algunos trabajos recientes de sus más destacados representantes: cf., por ejemplo, V. ARA YA: El Dios de los pobres. El misterio de Dios en la teología de la liberación, Ed. DEI, Costa Rica, 1983; L. BOFF: La Trinidad, la sociedad y la liberación, Ed. Paulinas, Madrid, 1987; R. MUÑOZ: DIOS de los cristianos, Ed. Paulinas, Madrid, 1987; J. L. SEGUNDO: ¿Qué mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?, Ed. Sal Terrae, Santander, 1993.

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sólo permanecen vigentes las clásicas advertencias de la llamada «teología negativa», sino que además estamos hoy seriamente advertidos por la filosofía más reciente del lenguaje del rigor que es necesario para que nuestro discurso teológico pueda ser realmente significativo. Y la historia nos habla del uso polisémico y con frecuencia arbitrario del término Dios. Es necesario estar críticamente atentos para evitar que nuestro hablar de Dios sea pretencioso, sin sentido o pueda resultar groseramente idolátrico. No puedo pretender aquí ni siquiera mencionar muchas de las cuestiones que hoy plantea todo lenguaje sobre Dios. Incluso doy por supuesto que puede ser significativo (2). Pero sí creo conveniente referirme a algunas de las cautelas que parece indispensable asumir conscientemente para que sea posible referirse actualmente al Dios de Jesús y no a otros dioses. 1.1. La primera cautela: la toma de conciencia del carácter radicalmente inadecuado de todo lenguaje teológico Todo lenguaje teológico es, en efecto, analógico y simbólico, radicalmente inapropiado e insuficiente. Nunca podemos hablar de manera digna de Dios. Es más, todos nuestros intentos son, en buena medida, empresa vana e inútil, que rozan la imposibilidad y hasta tienen inevitablemente una cierta dosis de blasfemia e idolatría (3). La razón es clara: intentan nombrar a la Trascendencia absoluta, el Misterio inefable, el Absolutamente Otro y distinto, a Aquél cuya esencia es incomprensible e inapropiable. Conviene recordar aquí las advertencias antes mencionadas de la teología negativa, que van desde Justino —«nadie es capaz de poner nombre al Dios inefable; si alguien se atreve a decir que hay un nombre que expresa lo que es Dios, muestra estar absolutamente loco» (4)—, hasta K. Barth —«como teólogos debemos hablar de Dios; pero somos hombres, y como tales, no podemos hablar de El. Tenemos que saber ambas cosas: nuestro deber y nuestro no poder, y así dar gloria a Dios. Esa es nuestra tribulación: a su lado todo lo demás no es más que un juego de niños» (5)—, pa(2) Cf., por ejemplo, J. GÓMEZ CAFFARENA: Lenguaje sobre Dios, Ed. SM, Madrid, 1985. (3)

Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: E/ acceso a Jesús..., op. cít., 158.

(4) Cf. Apología 1.a, 61 (M.G., 6, 422). Sobre la innominabilidad de Dios, cf. W. PANNENBERG: Cuestiones fundamentales de teología sistemática, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976,121. (5) Citado por A. TORRES QUEIRUGA: La revelación de Dios en la historia, Ed. Cristiandad, Madrid, 1985, 33.

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sando por S. Agustín —«por muy altos que fuesen los vuelos del pensamiento, El está aún más allá. Si lo has comprendido no es Dios, sino una representación de Dios. Si crees haberlo así comprendido, te engañó entonces la reflexión» (6)—, Dionisio el Aeropagita —«En relación con Dios, las negaciones ("apopháseis") son verdaderas y las afirmaciones ("katapháseis") insuficientes» (7)— y por la fórmula aprobada por el Concilio IV de Letrán —«Del creador y la criatura no se puede expresar ninguna semejanza que no incluya siempre una mayor desemejanza» (8). Nos encontramos ya con una primera paradoja: hablar de Dios roza lo imposible y es, sin embargo, necesario. Lo dice con precisión J. Sobrino: «El misterio de Dios se hace presente en la misma necesidad de nombrarlo, aun sabiendo de antemano la dificultad, y, en último término, imposibilidad de nombrarlo. Toda palabra sobre ese misterio está condenada al fracaso, pero mayor aún sería el fracaso si no se intenta explicitarlo» (9). No podemos hablar propiamente de Dios. Pero es deber nuestro expresar, aunque sea de forma balbuciente y temblorosa, esa misma impotencia y rehuir el silencio, en el que también se sume el agnóstico o el ateo. Hay que atreverse a usar el lenguaje, aunque sea destrozándolo, es decir, afirmando y negando al mismo tiempo (10), sin intentar en ningún caso la no deseable síntesis, sino manteniendo la difícil tensión dialéctica que sostiene los contrarios («coincidentia oppositorum») o procediendo a una siempre relativa y precaria superación en el paso del saber al vivir, en la liberación de la pura ciencia del lenguaje por medio de la experiencia purificada del amor (11).

(6) Cf. Sermo 52 n. 6: P.L. 38, 360. (7) Cf. De coel. hier. II, 3 (Se. 58, 77-80). (8) Cf. DS806. (9) Cf. «Dios y los procesos revolucionarios», en AA.VV., Apuntes para una teología nicaragüense, Ed. DEI, San José de Costa Rica, 1981, 121. (10) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: El acceso a Jesús..., op. cit., 183. Aquí vale el lema de los maestros Zen: «Si encuentras a Buda, mátalo.» (11) En su De Trinitate, lib. 8, cap. 8, núm. 12, dice San Agustín en su latín compendioso: «Putas quid est Deus? Putas qualis est Deus. Quidquid finxeris, non est; quidquid cogitatione comprehenderis, non est. Sed ut quidquid gustu accipias, Deus caritas est. Caritas est qua diligimus.» Es el amor purificado en la cruz el que nos permite sostener la dialéctica y «saber» que Dios nos salva incluso cuando experimentamos su abandono, que está presente cuando experimentamos su ausencia, que nos da vida en la experiencia de la cruz...

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1.2.

in sr^miílii cautela: hay que hablar del Dios de Jesús ii i>nrl¡r de ]esús mismo

Uní' Jesús es manifestación de Dios es algo que se verá más adelankv Ahora interesa recordar que sólo escuchando a Jesús, atendiendo a su mensaje y a su entero vivir, podemos hablar del Dios que en él se manifiesta. Dicho negativamente: hay que evitar cuidadosamente, al hablar del Dios cristiano, partir de una idea o imagen de Dios ya previamente perfilada con anterioridad a la lectura o interpretación del acontecimiento Jesús. Pudiera parecer una cautela obvia y de formulación innecesaria, pero es frecuente comprobar cómo se encajona al Dios de Jesús en la imagen previa de Dios a que lleva la lógica del discurso racional siempre interesado o la fuerza de la convención social bastarda. Se impone, pues, una operación de limpieza metodológica que permita ver y oír lo que Jesús nos revela, despojados de imágenes previas de Dios. Pero no bastan aquí los buenos propósitos. Hay que admitir los presupuestos metodológicos que puedan favorecer el acceso al auténtico Dios de Jesús. Y no puede ser esto tarea fácil dada nuestra condición de pecadores, fabricadores de ídolos, y si es verdad lo que hoy es lugar común en teología cristiana: que el Dios de Jesús es un Dios diferente, cuyos caminos no son los establecidos por la lógica mundana. Y más si lo es hasta el punto de que sólo el que está preparado para acoger y cargar con el escándalo está preparado para encontrarse con El. 1.2.1. Un primer presupuesto hermenéutico: la lectura teológica de Jesús desde la opción solidaria por los pobres Es necesario precisar más esta segunda cautela establecida. En otro caso nos mantendríamos en un formalismo metodológico de escasa significación. En efecto, admitiendo que Jesús es la fuente central e ineludible de la revelación del Dios cristiano, la cuestión se traslada a la lectura o interpretación teológica de Jesús. Y todos conocemos las diversas interpretaciones que de él se dan y que conducen a esas también distintas imágenes de Dios, cuya vigencia nos recordaba González Faus en la primera ponencia de este mismo Congreso (12). (12) Cf. también, del mismo autor, «Las imágenes de Jesús en la conciencia viva de la Iglesia actual», en AA.VV., Hacia la verdadera imagen de Cristo, Ed. Mensajero, Bilbao, 1975,135-163.

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Conviene entonces establecer algún presupuesto hermenéutico fundamental que nos permita leer con «cordura» cristiana —aunque resulte locura para el mundo— la dimensión teológica del acontecimiento Jesús. Se podría, en primer término, recordar un principio elemental de epistemología teológica, aunque por desgracia frecuentemente olvidado. Me refiero a la «circularidad primigenia» que se da entre la revelación de Dios —su conocimiento por nuestra parte— y la fe realizada en la fidelidad. El conocimiento de Dios no es una operación meramente intelectual, sino que supone la apertura total de nuestro ser, la acogida generosa de su voluntad que compromete la vida entera. Para conocer a Dios no basta la honestidad intelectual. Se requiere sobre todo autenticidad existencial. Hay que «practicar a Dios» (G. Gutiérrez) para conocerle. Es un principio de profunda raigambre bíblica, que coincide con la insistencia profética de que para conocer a Dios hay que realizar la justicia (13) y con la no menor insistencia de Juan de que sólo conoce a Dios el que ama al hermano (14). Dicho de otra manera y haciendo la aplicación concreta a nuestra cuestión: sólo el que sigue a Jesús está en condiciones de conocer al Dios que en él se nos manifiesta (15). Para conocer al Dios revelado en Jesús hay que convertirse a él haciéndose su seguidor. Es tal vez en este punto donde la teología latinoamericana de la liberación ha realizado su más valiosa y universalizable aportación. Como afirma J. Sobrino, «...sólo dentro de una vida según el Espíritu de Jesús se le puede captar a éste como el Hijo y acceder al Padre. En la novedad de la vida, en la ruptura con el pasado, en la conversión, en la gracia cristiana, en la lucha por la justicia por el Reino de Dios se da el lugar de conocer a Jesús como al Cristo». De esta manera el seguimiento de Jesús se convierte en «condición de posibilidad de una epistemología cristológica». Y añade: «Este enfoque creemos que es lo más profundo que ha aportado la teología de la liberación a la teología en general, pues ha desplazado el problema de los contenidos de la teología a la misma condición de posibilidad de hacer teología cristiana» (16). (13) Cf., por ejemplo, J. P. MIRANDA: Marx y la Biblia, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1975, 67-77. (14) Cf. 1 Jn 4, 7-8; Jn 7, 17. 8, 32. También el autor de la Carta a los Efesios considera que es necesario estar «arraigados y cimentados en el amor» para conocer el misterio de Cristo. (15) El seguimiento de Jesús se convierte así en categoría noética, como hemos dicho ya en el capítulo VIII, págs. 172-176. (16) Cf. Cristología desde América Latina..., op. cit., 17-18.

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La conversión entendida como praxis de seguimiento ingresa así como momento interno del proceso mismo del conocimiento del Dios revelado por Jesús. Es el «desde dónde» o «lugar privilegiado» para la interpretación del acontecimiento Jesús como «fuente» por excelencia del conocimiento de Dios. De esta forma se clarifica más la circularidad que establecíamos anteriormente y se vislumbra la estrecha relación dialéctica que se da entre «fuente» (en nuestro caso, Jesús como revelación de Dios) y «lugar» (el «desde dónde» se interpreta a Jesús, en nuestro caso la praxis de seguimiento) (17). Pero es necesario concretar más cómo se entiende la praxis del seguimiento de Jesús. También aquí la teología de la liberación nos puede proporcionar una ayuda inestimable al insistir en que tal praxis supone siempre la solidaridad real con los pobres-crucificados de la tierra. No es posible extenderse ahora en precisar en qué consiste la opción por los pobres y cómo puede vivirse en el momento histórico en que estamos (18). Pero sí me parece importante destacar que esa opción, concretada de forma diversa según las exigencias propias de cada situación, es siempre y en todo lugar condición de posibilidad para hacer teología cristiana y, más en concreto, para poder realizar una lectura creyente del acontecimiento Jesús como manifestación de Dios. En realidad, nuestra pretensión es presentar al Dios de Jesús tal como es conocido y expresado por aquéllos que asumen el horizonte hermenéutico que proporciona la mencionada opción. Puesto que la opción por los pobres-crucificados pasa inevitablemente por la vivencia de la Cruz, hace posible la incorporación de esa vivencia al proceso de conocimiento, única forma de impedir que la lógica del discurso carnal ahogue la especificidad propia del logos de la fe cristiana. Cuando el sujeto que hace teología se convierte y realiza su reflexión desde el lugar en el que le sitúa la opción por los pobres, desde la lucha por la justicia que la opción solidaria demanda, se produce la «ruptura epistemológica» necesaria para que el conocimiento pueda pasar de ser natural a cristiano, se da la «crisis» (en el sentido de «metanoia» bíblica) que tiene que darse para que el conocimiento teológico deje de ser liberal, es decir, puro eco de nosotros mismos, proyección de nuestros fan(17) Cf. J. SOBRINO: «El conocimiento teológico en la teología europea y latinoamericana», en id., Resurrección de la verdadera Iglesia, Ed. Sal Terrae, Santander, 1981, 52. (18) Cf., por ejemplo, J. SOBRINO: «La esperanza de los pobres en América Latina», en Misión Abierta, 75 (1982), 604-607.

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tasmas y amparo y justificación de nuestros intereses bastardos. Podríamos decir, parafraseando a Pablo: sin la ruptura epistemológica seguimos en nuestros pecados, en la situación que nos incapacita para conocer algo que no sea de alguna forma mera prolongación de nosotros mismos, es decir, somos inevitablemente manipuladores de Dios y constructores de ídolos. Es la alteridad del pobre la que produce el no-saber necesario para saber de Dios (19). Sin duda que habría que considerar múltiples referencias —y en todas ellas descubriríamos siempre las huellas del pecado— para explicar adecuadamente las distintas lecturas idolátricas que se hacen de Dios. Pero una decisiva, y que está posiblemente a la base de todas, es la injusticia radical de toda vida humana realizada al margen de la solidaridad real con los pobres del mundo. Inevitablemente tal injusticia oscurece la verdad de Dios, nos hace ciegos. Tenemos ya, pues, un primer presupuesto hermenéutico fundamental que nos puede permitir realizar con «cordura» cristiana una lectura cristiana del acontecimiento Jesús como revelación de Dios: esa lectura debe hacerse desde el lugar en que sitúa la praxis del seguimiento de Jesús mediado por la opción solidaria por los pobres de la tierra y su causa. Es el lugar que puede garantizar la especificidad o identidad cristiana de la interpretación. 1.2.2.

Un segundo presupuesto hermenéutico: la necesaria asunción del desafío que supone la crisis de Dios en nuestro tiempo

Quisiera terminar esta ya larga introducción metodológica añadiendo un segundo presupuesto hermenéutico que parece importante para que cualquier discurso sobre Dios pueda ser significativo en nuestro presente histórico (20). Tal vez pudiera formularse así: hay que perfilar el rostro del Dios de Jesús desde nuestra situación cultural contemporánea, asumiendo el desafío que supone (19) Cf. J. SOBRINO: £/ conocimiento teológico..., art. cit., 40-50; id., «La teología de la liberación en Latinoamérica», en AA.VV., Iniciación a la práctica de la teología. Introducción, Ed. Cristiandad, Madrid, 1984, 387; id., Cristología desde América..., op. cit., 148-149. (20) Conviene recordar que este segundo presupuesto lo establecemos desde el contexto sociocultural propio del mundo occidental llamado desarrollado, y especialmente del europeo, que es en donde el proceso de secularización ha tenido especial densidad. No parece cierto que la crisis de Dios que experimentamos en este contexto, que es el nuestro, tenga carácter universal. En todo caso, las diferencias a este respecto son notables.

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la crisis de Dios en nuestro tiempo. O para ser más modestos y concretos: hay que poner de manifiesto, si nuestro discurso quiere ser significativo, que el Dios de Jesús no se afirma a costa del ser humano que quiere ejercer con madurez su libertad responsable y trabajar por un mundo más justo y fraterno. No debemos, en nuestro contexto sociocultural, hablar hoy de Dios si no es desde ese horizonte epocal que incorpora la problemática planteada por la mencionada crisis, cuyo origen hay que situarla al menos ya en el siglo xvm, con el movimiento de la Ilustración. Tendríamos incluso que decir: no sólo no debemos, sino que propiamente no podemos hablar de Dios de otra manera. Es decir, el momento histórico que se vive está siempre presente de alguna forma en el discurso teológico. Lo grave es que esa presencia no sea consciente y críticamente asumida. Tal vez podría decirse que para nosotros, que vivimos distanciados por siglos del acontecimiento originario, el Dios cristiano no puede ser sin más el Dios que experimentó Jesús como Padre (su determinación sería una cuestión meramente exegética, si pudiera realizarse con puridad), sino que ha de ser el que hoy experimentamos nosotros también como Padre, pero conducidos por el Espíritu en un horizonte temporal notablemente distinto (y esta determinación es una cuestión hermenéutica, que supone la incorporación de la realidad propia como momento interno de la interpretación). Es, ciertamente, el mismo Dios y el Espíritu que hoy nos conduce es el mismo Espíritu de Jesús que no puede desmentir lo ya dicho por él. Pero es también diferente en cuanto que hoy descubrimos virtualidades nuevas que se van presentando al compás de las nuevas preguntas y desafíos que la historia va planteando. Con muchos de nuestros contemporáneos sentimos un rechazo instintivo hacia toda imagen de Dios entendida como objetividad imperativa heterónoma, que, invadiéndolo y dirigiéndolo todo, organiza desde fuera la existencia de los seres humanos, e impide así la legítima autonomía de su saber, su actuar y su esperar. Desde esta perspectiva u horizonte de preocupación lo que preocupa al ser humano es si, por una parte, se puede conciliar la afirmación de Dios con la razón teórica y sus exigencias de autonomía, con la visión científica del mundo, con la adultez y libertad de las personas. ¿Se puede invocar a Dios y ser adulto y libre? ¿Se puede ser cristiano —pregunta el obispo inglés Robinson— y ser humano de nuestro tiempo? Por otra parte, preocupa igualmente si es posible conciliar la afirmación de Dios con la dimensión más negativa de la realidad, con las situaciones de injusticia y aliena202

ción que mantienen en la opresión y en la dependencia a los seres humanos y a los pueblos, con el sufrimiento incomprensible de tantos inocentes. ¿Se puede hablar de un Dios amor y constatar las injusticias existentes? ¿Se puede hablar de Dios después de —o incluso desde— Auschwitz, Hiroshima, Biafra, Ayacucho...? ¿Se puede invocar a Dios y luchar por la transformación liberadora de la realidad? En la medida en que puedan considerarse justificadas las consideraciones críticas fundamentales provenientes de la Ilustración en sus distintas manifestaciones, que generan preguntas como las anteriormente formuladas, la posibilidad de un lenguaje significativo sobre Dios pasa por el proceso al dios objetivado y reclama un Dios diferente, situado más allá de la alternativa fácil del teísmo tradicional y del ateísmo, en cuanto que el teísmo —en sus distintas formas: político, moral, filosófico...— termina siempre afirmando a Dios a costa de negar, alienar u oprimir al ser humano y el ateísmo afirma al ser humano a costa de negar a Dios con la pretensión de lograr así su liberación (21). Es un gran desafío que tiene ante sí la teología cristiana: mostrar que la afirmación del Dios de Jesús es compatible con las exigencias auténticas del ejercicio adulto y crítico de la razón y con la lógica misma de la libertad responsable, incluida la participación en los procesos históricos de cambio liberador. Aunque el desafío ha de ser respondido preferentemente en el terreno decisivo de la praxis de las comunidades que creen en ese Dios. Voy seguidamente a intentar resumir sencilla y brevemente el discurso teológico cristiano que hoy se realiza desde la asunción de los dos presupuestos hermenéuticos de que vengo hablando. Un discurso que quiere perfilar el rostro del Dios de Jesús desde la opción solidaria por los pobres, orientado e informado por la preocupación de mostrar que ese Dios no anula, sino reclama, la autonomía, libertad y responsabilidad adulta de los seres humanos y que además no impide o banaliza, sino que demanda la transformación liberadora de la realidad (22). (21) Cf. J. MOLTMANN: El Dios crucificado..., op. cit., 353-358; Ch. DUQUOC: «El Dios de Jesús y la crisis de Dios en nuestro tiempo», en AA.VV., Jesucristo en la historia..., op. cit., 39-50; C. GEFFRE: El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, Ed. Cristiandad, Madrid, 1984, 321-326; X. PIKAZA: Experiencia religiosa y cristianismo. Introducción al misterio de Dios, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1981, 467-469. (22) Esa asunción de presupuestos no conduce necesariamente a falsear los resultados de la interpretación. Es verdad que hay que iniciar la tarea hermenéutica con ausencia de presupuestos respecto de los resultados finales. Pero no es deseable, ni si-

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2.

JESÚS, REVELACIÓN DE DIOS

Si hablamos del Dios de Jesús es porque partimos de la convicción de que en Jesús se ha revelado Dios. Si la fe bíblica es el testimonio de la intervención de Dios en la historia, la fe más específicamente cristiana tiene su núcleo en el testimonio creyente de que la historia concreta de Jesús de Nazaret es la intervención definitiva y culminante de Dios. El reconocimiento de Jesús como uno de los «hombres decisivos» de la historia de la humanidad (Jaspers), la confesión admirada y hasta entusiasta de su calidad de hombre superior, aunque se traduzca en propósito de vivir al compás de sus enseñanzas, sin ser desdeñable, no equivale sin más a la fe que identifica al creyente cristiano, para quien el significado último, decisivo, determinante y universal de Jesús es que, como dice Pablo, «Dios estaba con él reconciliando al hombre consigo» (2 Cor 5, 19). Una interpretación de Jesús en clave puramente humana es para el creyente claramente reductiva e ignora su significación más profunda y su validez más universal: «hacer presente la realidad de Dios: es éste el misterio esencial de Jesús» (Bornkamm). La fe, pues, se atreve a confesar, con Ignacio de Antioquía, que Jesús es «la palabra con la cual Dios rompió su silencio», «el portador de la automanifestación definitiva de Dios» (Pannenberg), «el ápice y la perfección de su revelación histórica» (Kasper), «el lugar de la cogitabilidad de Dios», aquél en donde «ha llegado a ser reconocible, decible y visible como tal» (Jüngel) por la fuerza de su Espíritu, su «hierofanía personal, radical y total» (Pikaza). Es la imagen o el icono donde Dios se hace visible, la palabra donde se hace audible, «el reflejo de su gloria y la impronta de su ser» (Heb 1, 3). Es exégesis o parábola que revela su misterio, hasta el punto que podemos decir con Pascal que «no conocemos a Dios más que por Jesucristo» (23). quiera posible, realizarla desde el vacío temporal, desde el terreno de nadie, desde el silencio impuesto a la propia realidad. Ya Bultmann hacía ver, desde su propia concepción existencial de la tarea hermenéutica, que «la exigencia de que el intérprete reduzca al silencio su subjetividad, que haga desaparecer su individualidad para conseguir un conocimiento objetivo, es lo más absurdo que se puede concebir» (cf. «El problema de la hermenéutica», en Creer y comprender, T. II, Ed. Studium, Madrid, 1976, 190). Habría que ampliar la referencia y añadir que tampoco se pueden reducir al silencio las exigencias que plantea la circunstancia que nos toca vivir. Por otra parte, ¿quién puede negar que la lectura realizada desde la solidaridad con los pobres, por ejemplo, goza de mayores posibilidades de autenticidad evangélica? (23) No vamos aquí a entrar en lo que ha sido cuestión discutida y tradicionalinente resuelta de forma distinta por la teología protestante y la católica. Me refiero a

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Esto mismo es lo que nos dice el Nuevo Testamento. «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1, 18). Como dice el mismo Jesús «el que me ve a mí está viendo al Padre (Jn 14, 9) y «nadie se acerca al Padre» sino por él (Jn 14, 6); «al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiere revelar» (Mt 11, 27). Los cristianos no tenemos más que un Dios, que es el que en la etapa final y no ya de forma fragmentaria y provisional, sino plena y definitiva, nos ha hablado por su Hijo: «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final nos ha hablado por su Hijo al que nombró heredero de todo, lo mismo que por él había creado los mundos y las edades» (Heb 1, 1-2). Conviene insistir en que lo específico y también escandaloso de la confesión creyente consiste en afirmar que es Jesús mismo —su humanidad, su historia concreta— el que constituye la revelación de Dios. No «más allá», «por encima» o «con ocasión» de la historia de Jesús, sino en ella misma. Lo que la fe confiesa es la interpretación creyente de la historia de Jesús. En esa humilde historia de un hombre que vivió pocos años, casi siempre desarrollada en oscuros pueblos de Galilea y que terminó de forma violenta e infamante, bajo el gobierno de Poncio Pilato, se nos ha revelado Dios. Esto, que para nosotros, cristianos, tendría que ser irrenunciable, es lo que ya en los primeros siglos del cristianismo escandalizaba a

la famosa disputa en torno a la teología natural y a la consecuente legitimidad o ilegitimidad de la afirmación de Jesucristo como la fuente exclusiva para el conocimiento de Dios. Ha sido K. Barth —con su rotunda negación de la teología natural y con su famosa «concentración cristológica», que Von Balthasar calificó de «estrechamiento cristológico»— quien ha actualizado la cuestión en la teología cristiana de nuestro siglo (para una consideración de la misma en la teología protestante actual, cf., por ejemplo, J. A. MARTÍNEZ CAMINO: Recibir la libertad, Ed. UPCO, Madrid, 1992, en donde se expone el pensamiento al respecto de Pannenberg y Jüngel). En todo caso, prescindiendo de mayores precisiones, y sin negar la posibilidad de vislumbrar y aun de encontrar al Dios verdadero al margen de Jesús (aunque siempre por la fuerza de su Espíritu), parece claro que el perfil específico del Dios de la fe cristiana sólo puede dibujarse a partir del acontecimiento Jesús, en donde s.e concentra ciertamente su revelación. Como dice muy compendiosamente J. Sobrino, no se trata de «reducir la realidad de Dios a la cristología, aunque cristianamente debe concentrarse en ésta». Para ulteriores precisiones, cf. J. SOBRINO: «La promoción de la justicia como exigencia esencial del mensaje evangélico», en id., Resurrección de la verdadera..., op. cit., 56-58; R. BLAZQUEZ: /esús sí, la Iglesia también, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1983, 130-137; L. M. ARMENDARIZ: «LOS mínimos de la cristología católica actual», en Estudios Eclesiásticos, 60 (1985), 192-193; Ch. DuQUOC: El Dios diferente, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1978, 29-35.

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Celso y también a Arrio (24) y en el discurrir de la historia ha seguido escandalizando. Es un escándalo tan difícil de digerir que con excesiva frecuencia lo ignoramos o consideramos incluso un deber el suavizarlo. Precisamente porque es la humilde historia de un crucificado el lugar de la revelación de Dios hay que enfrentarse con la paradoja. El Dios por él revelado sigue siendo el Dios escondido y oculto. Y no porque la realidad de Dios en sí misma considerada siga siendo un misterio insondable, lo cual es obvio, sino porque el Dios para nosotros, su voluntad y sus caminos, sus designios y su presencia en la historia, permanecen ocultos. Jesús nos manifiesta a Dios, pero siendo en todo igual a nosotros y, sobre todo, nos lo manifiesta en la cruz: es una manifestación de carácter oculto. Como señala Schillebeeckx «en ninguna parte fue tan inverosímilmente grande la mediación ocultante: a este Jesús pudo incluso infligírsele la muerte en nombre de la religión ortodoxa» (25). Dios en Jesús, o más precisamente en su cruz, manifiesta su fuerza en la debilidad, su soberanía en el anonadamiento, es decir, se revela «sub contraria specie», como ya indicaba Lutero. En Jesucristo, Dios «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos», «obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz» (Flp 2, 6-8). El Dios revelado es, al mismo tiempo, el Dios escondido. Esa polaridad dialéctica persiste en la revelación de Jesucristo. Y el momento culminante de la misma se encuentra en la cruz. La teología de la ocultación de Dios es, en definitiva, una «theologia crucis» y por eso la presencia salvífica de Dios en Jesús es una visión de fe (26). La fe confiesa que Jesús es la revelación de Dios. Pero la cuestión importante que se plantea inmediatamente es la de determinar qué Dios es ese que Jesús nos ha revelado y, más concretamente, qué relación quiere tener con nosotros, qué papel quiere jugar o qué funcionalidades quiere ejercer en esta historia nuestra cargada de contradicciones, tan injustamente configurada, tan necesitada de salvación. Es una cuestión tanto más importante cuanto más vivamente se tenga la sospecha de que las imágenes de Dios que aparecen en los papeles, en la predicación y en las vidas de los que (24)

Cf. Ch. DUQUOC: El Dios diferente..., op. cit., 27-38; J. I. GONZÁLEZ FAUS: La hu-

manidad nueva..., op. cit., 394-397. 446-448. (25) Cf. «El Dios de Jesús y el Jesús de Dios», en Concilium, 10 (1974), 439. (26)

3.

EL DIOS QUE SE NOS REVELA EN JESÚS

Cuando nos acercamos a Jesús para determinar el rostro concreto del Dios verdadero, nos encontramos con una dificultad que a primera vista parece insalvable. Jesús, tal como lo conocemos a través de las narraciones evangélicas, no parece tan preocupado como nosotros por esa determinación. En efecto, como dice Duquoc, «cuando se leen atentamente los Evangelios, se impone en seguida la convicción de que Jesús no propone una doctrina sobre Dios». Tampoco hace teodicea explícita, «no se esfuerza por justificar a Dios» (Jeremías). Y sin embargo, la verdad es que esa misma lectura evangélica nos conduce a otra convicción: Jesús no se entiende, en su más profunda significación, si se prescinde de Dios como horizonte último y decisivo de su ser, como fuente radical de su mensaje y su vida. Sin ser un teólogo, sin dar lecciones teóricas sobre Dios, su historia entera, su mensaje y su vida nos sitúan inevitablemente ante la presencia de Dios. Habla de Dios indirectamente pero en todo momento, a través de su existencia entera. Por eso para perfilar bien el Dios de Jesús no es buen método atender a algunas expresiones aisladas de su mensaje o a momentos concretos y puntuales de su vida. Todo el acontecimiento Jesús, su decir, vivir, morir y resucitar es parábola o exégesis de Dios. Jesús vive intensamente la experiencia de Dios en las distintas circunstancias por las que atravesó su vida. La relación de Jesús con Dios tiene una historia, en la que tal vez las distintas tradiciones que había recibido de su pueblo se van unificando, aunque no parece descabellado afirmar que esas tradiciones heredadas presentan ciertas tensiones y que la imagen propia que Jesús tiene de Dios evoluciona en el discurrir de su vida. Como afirma J. Sobrino «cuando Jesús pronuncia el nombre de Dios al comienzo del Evangelio (cf. Me 1, 13) su concepción de Dios es distinta a cuando lo

Cf. W. KASPER: El Dios de Jesucristo..., op. cit., 151-158; J. M. G. GÓMEZ HERAS:

Sobre Dios, T. I («Ad usum privatum»), Salamanca, 1972, 278-281; H. U. VON BALTHASAR: Puntos centrales de la fe, Ed. BAC, Madrid, 1985, 379-385.

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se dicen o nos decimos discípulos de Jesús más bien corresponden al Dios en cuyo nombre Jesús fue crucificado (27). No creo que pueda caber duda de que una de las causas del ateísmo —como ya reconocía la «Gaudium et spes» en su n. 19— es tanta invocación de Dios en vano, tanto «contrabando» divino.

(27) Cf., por ejemplo, J. I. GONZÁLEZ FAUS: «Imágaies de Dios», en Misión Abierta, núms. 5-6 (noviembre 1985), 29-41. ?()7

pronuncia al final de la cruz (cf. Me 15, 34)» (28). Pero hay algo que es común a todas las tradiciones recibidas y que estuvo siempre presente en la experiencia de Jesús: su Dios es alguien siempre relacionado con la historia de los hombres y por eso Jesús no habla de Dios sin decirnos al mismo tiempo qué quiere de nosotros (29). 3.1.

El Dios de Jesús es el Dios de la historia

Con lo últimamente dicho apuntamos ya una de las «propiedades» que nos pueden permitir empezar a responder la cuestión antes planteada acerca de qué Dios nos habla Jesús. Podríamos comenzar diciendo que es un Dios que interviene en la historia para mezclarse en los asuntos humanos. El Dios del Antiguo Testamento no es un Dios lejano, autoclausurado en su alteridad inaccesible, impasible en la eterna contemplación gozosa de sí mismo, escondido en el silencio abismal de su trascendencia inexpresable. Es, por el contrario, el Dios que decide libremente salirse de sí mismo para acercarse a los seres humanos con propósito salvífico. La Biblia rompe para siempre con la imagen de un Dios indiferente o insensible a los avatares de la historia humana (30). (28) Cf. Cristología desde América..., op. cit., 120-120; id., Jesús en América Latina, UCA eds., San Salvador, 1982, 99. 122. 124. 155; id., «Dios», en C. FLORISTAN y J. J. TAMA YO (eds.), Conceptos fundamentales de Pastoral..., op. cit., 251; R. BLAZQUEZ: Jesús, el evangelio de Dios, Ed. Marova, Madrid, 1985, 59. (29) «Para él (Jesús) Dios no es un objeto de pensamiento, un objeto de especulación... No es ni un ser metafísico, ni una fuerza cósmica, ni una ley universal, sino voluntad personal santa y benevolente... Jesús no habla de Dios en términos generales y por afirmaciones doctrinales, sino que se limita a decir lo que Dios es para el hombre y cómo actúa en relación con él» (cf. R. BULTMANN: Jésus, Ed. Le Seuil, París, 1968, 134135. Cf. también, H. KÜNG: Ser cristiano, Ed. Cristiandad, Madrid, 1977, 385-386). (30) Precisamente porque interviene en la historia y sale al encuentro de los seres humanos como interpelación que reclama conversión —se le conoce, como señala J. P. Miranda, «en el implacable imperativo moral de la justicia»— es por lo que el Dios verdadero se distingue de los ídolos o dioses falsos. Como voz interpelante que es, omnipresente y permanente, no se le puede objetivar y de ahí la prohibición terminante de construir imágenes que figura de forma tan recurrente en la Biblia. Cuando se evapora en la pura trascendencia y deja de ser inmanente en la historia, o cuando su presencia no se percibe como interpelación que subvierte, ya no es el verdadero Dios y se convierte en ídolo al servicio del desorden establecido (cf. J. VIVES: «Si oyerais su voz...» Exploración cristiana del misterio de Dios, Ed, Sal Terrae, Santander, 1988; id. «El ídolo y la voz. Reflexiones sobre Dios y su justicia», en AA.VV., La justicia que brota de la fe (Rom 9, 30), Ed. Sal Terrae, Santander, 1982,123-127; J. P. MIRANDA: Marx y la Biblia..., op. cit., 59-67).

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En Jesús, Dios se nos muestra, en clara continuidad con todas las tradiciones veterotestamentarias, como Aquél que por libérrima decisión ha decidido crear de la nada los cielos y la tierra, poniendo así en marcha la historia, y además ha querido igualmente implicarse en esa misma historia y complicarse con ella con claro propósito salvífico liberador. Como bien señala J. Sobrino «Jesús hereda una serie de tradiciones según las cuales Dios no es nunca el Dios-en-sí-mismo, sino un Dios en relación con la historia. Bien sean las tradiciones del éxodo de un Dios que escucha el clamor de los oprimidos y hace una alianza con su pueblo, bien sean las tradiciones proféticas de un Dios que quiere implantar el derecho y la justicia, bien sean las tradiciones apocalípticas de un Dios que quiere renovar la realidad escatológicamente, bien sean las tradiciones sapienciales de un Dios providente hacia lo creado o bien sean las tradiciones sobre el silencio de Dios hacia la miseria y el pecado del mundo, algo tienen en común todas esas tradiciones. Dios no es un Dios en y para sí mismo, sino siempre con algún tipo de relación para la historia» (31). Es precisamente la naturaleza de esa relación lo que hemos de intentar precisar. En síntesis apretada y anticipando lo que hemos de ir desarrollando a continuación, podríamos ya decir que lo que caracteriza la revelación de Jesús y constituye el núcleo de su mensaje es que ese Dios que interviene en la historia y se hace próximo a los seres humanos es el Dios Padre, Amor misericordioso, que viene ya —sin más demora— a hacer presente su reinado de vida, como Buena Noticia de salvación para los pobres. El Nuevo Testamento nos dice además —y perfila así, más acabadamente, como veremos, el rostro del Dios cristiano— que ese Jesús heraldo del Reino de Dios es el Hijo encarnado, «entregado» por el Padre a la muerte y resucitado por la fuerza de su Espíritu. Pero vayamos por partes y empecemos por el principio.

3.2.

«Abba» y Reino, dos términos decisivos para conocer al Dios de Jesús

El Dios Padre, a quien Jesús llamaba «Abba», expresando así la intensa y singularísima relación que con El mantenía, es el mismo Dios que se nos acerca, cuya proximidad Jesús anunció al proclamar el Reino. Se puede establecer como una vinculación dialéctica (31) Cf. Jesús en América..., op. cit., 99.

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cutre los dos términos, «Abba» y Reino, en el sentido de que el contenido significativo del uno remite al otro para ser aclarado. «Para Jesús la paternidad de Dios sólo tiene sentido dentro de un contexto de Reino. Es más, la invocación "Padre nuestro" se encuentra unida al "venga tu Reino". Y ambas cosas, Padre y Reino, cobran sentido en la experiencia de la libertad y vida nueva que Jesús suscita en su mensaje. Por eso ha unido el "kerigma" escatológico del Reino con la hondura y la confianza de la confesión que dice "¡Padre!", de manera que los dos elementos se determinan mutuamente y condicionan (posibilitan) la respuesta de los creyentes... Un Reino que no surja de la presencia amorosa del Padre sería siempre esclavitud. Un Padre que no llevara consigo toda la exigencia y la promesa del Reino sería una simple expresión de la naturaleza o producto de un romanticismo afectivo» (32). En realidad, hablar de Dios Padre es hablar del Dios del Reino y a la inversa. Precisamente porque Dios es Padre misericordioso que ama a los seres humanos el Reino viene a la historia y por eso el acceso al Padre pasa por la aceptación de ese Reino, por el compromiso que nos sitúa a su servicio. Con la categoría de Reino se concreta la significación que tiene para los seres humanos invocar a Dios como Padre. Que Jesús invocó a Dios como Padre es un dato histórico innegable. Los Evangelios atestiguan que Jesús se dirigió a Dios como «Abba», término arameo que expresa una relación de filiación con especiales connotaciones de cercanía íntima y confiada, de cálida familiaridad (33). Pero además quiso introducir a todos sus discípulos en experiencia similar, invitándoles a invocar y a considerar también a Dios como Padre. Tampoco puede ponerse en duda que el centro mismo de su predicación fue el anuncio del Reino con la invitación apremiante a la conversión (cf. Me 1, 14-15; Mt 4, 17). Pero ¿qué significa más en concreto hablar de un Dios Padre cuyo Reino se acerca? (34). (32) Cf. X. PIKAZA: Los orígenes de Jesús, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976,110. (33) Cf. J. JEREMÍAS: Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1981, 19-89; id. Teología del Nuevo Testamento, T. I, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1974, 80-87. (34) El término «Padre» aplicado a Dios no deja de plantear problemas en el siglo del psicoanálisis, de la sospecha o el rechazo hacia toda forma de autoridad o de afianzamiento del movimiento de liberación de la mujer. Tellenbach ha llegado a hablar de la «debacle del padre». No obstante su uso parece irrenunciable para expresar que Dios es el origen de toda realidad y, sobre todo, Amor personal que nos sale al encuentro para ofrecernos la salvación (cf. J. M. POHIER: En nombre del Padre. Estudios teológicos y psicoanalíticos, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976; H. KÜNG: Ser cristiano..., op. cit., 392-397; id., ¿Existe Dios?, Ed. Cristiandad, Madrid, 1979, 915-917).

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La respuesta a esa pregunta puede obtenerse contemplando la totalidad del mensaje y vida de Jesús. En conflictividad permanente con aquéllos de sus contemporáneos que tienen una idea distinta de Dios, Jesús va perfilando y matizando la suya propia. De hecho, toda la historia de Jesús fue narración de Dios y toda la conflictividad que su vida generó puede ser vista como una confrontación teológica, como un conflicto entre su Dios y el de sus antagonistas. Un conflicto más práctico que teórico, centrado en la funcionalidad ejercida por Dios, en su forma de mezclarse en los asuntos de los seres humanos. Un conflicto de tan largo alcance que terminará ocasionándole la muerte. Frente al dios de la positividad legal o moral, clausurado en normas o preceptos positivos, Jesús nos habla de un Dios que libera para amar sin fronteras e invita a ser buenos del todo como el Padre lo es (cf. Mt 5, 21-48). Frente al dios que quiere afirmarse a costa del hambre y la salud del ser humano, al dios para quien el hombre está al servicio del sábado, Jesús nos habla de un Dios bueno del todo que quiere saciar el hambre y curar la enfermedad, un Dios «anti-mal» para quien el sábado está al servicio del hombre (cf. Me 2, 23-3; 6). Frente al dios con quien es posible relacionarse exclamando simplemente ¡Señor, Señor!, presentando la ofrenda ante el altar o realizando el sacrificio sin preocuparse del hermano, Jesús nos habla de un Dios que prefiere la misericordia al sacrificio y que exige la reconciliación y la fraternidad para que el culto sea verdadero y el templo no se convierta en cueva de bandidos (cf. Mt 5, 23-24; 7, 21-23; 12, 7; 21, 12-17). Frente al dios de los que no pueden comer sin lavarse previamente las manos, de los que se aferran a tradiciones humanas para no honrar a su padre y a su madre, de los que tragan el camello y filtran el mosquito, de los que pagan escrupulosamente el diezmo de la hierbabuena, el anís y el comino, pero se olvidan de lo realmente importante, de los que pasan de largo ante el caído en la cuneta para no incurrir en impureza legal, el Dios de Jesús es Claro que en todo caso, si se quiere expresar la realidad de nuestro Dios Amor sería necesario unir al término Padre el de Madre, como se viene haciendo por fortuna últimamente (cf., por ejemplo, A. TORRES QUEIRUGA: El Dios de Jesús. Aproximación en cuatro metáforas, Ed. Sal Terrae, Santander, 1991, 31-37). Tampoco el término «Reino» carece de ambigüedad. Aquí nos limitamos a decir que hay acuerdo unánime en señalar que no es un concepto espacial ni estático, sino dinámico, que expresa la actuación soberana y salvífica de Dios ejerciéndose «in actu».

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el

i )jos de la profundidad y la autenticidad, que nos invita a navegar por aguas profundas y nos remite siempre a lo fundamental, el Dios del buen samaritano, de la honradez y la justicia, de la sinceridad, compasión y misericordia (cf. Mt 15, 1-9; 23, 13-28; Le 10, 30-37). Frente al dios del perdón calculado —hasta siete veces— el del perdón sin límites: hasta setenta veces siete, esto es, siempre (cf. Mt 18, 21-22; Le 17, 4). Frente al dios que tolera el servicio a otros amos —dinero incluido— el Dios que reclama la entrega en exclusiva, el venderlo todo, el abandonar todos los ídolos (cf. Mt 6, 24; 13, 44-46; 19,16-24). Frente al dios del fariseo y del hermano mayor del pródigo, que se presentan con la lista de sus méritos y se creen autorizados a despreciar a los que consideran pecadores, el Dios que opta por estos últimos: por los publícanos y las prostitutas, por los perdidos y los que no cuentan (cf. Mt 21, 28-32; Le 15, 1-32; 18, 9-14). Frente al dios del poder que se impone u oprime, del triunfo que apabulla y deslumhra, del signo que legitima y arrastra, el Dios que respeta al ser humano y se detiene ante su libertad, que posibilita y reclama su respuesta de fe libre y adulta (cf. Mt 4,1-11; 12, 38-40; 16, 1-4). Frente al dios de los sabios y entendidos el Dios de los pequeños y sencillos (cf. Mt 11, 25; Le 10, 21), frente al dios de los arrogantes y de los poderosos el Dios de los humildes (cf. Le 15, 32). En suma y como leemos en las bienaventuranzas lucanas, frente al dios de los ricos, el Dios de los pobres; frente al de los saciados, el de los que pasan hambre; frente al de los que ríen, el de los que lloran; frente al aplaudido por todos, el de los perseguidos y expulsados (cf. Le 6, 20-26). Podríamos seguir con las contradicciones, pero parece innecesario. Jesús nos revela que el Dios Padre que se acerca en su Reino es el amor personal y libre, la bondad infinita, el perdón sin límites, la misericordia escandalosa, la gracia irritante que se concede sin prerrequisito alguno. Y es, al mismo tiempo, el que exige conversión inmediata y total, autenticidad y honestidad radicales, abandono de todos los ídolos, compromiso con el caído... Quiere ser Padre de todos pero proclama claramente sus preferencias en favor de los perdidos, de los sencillos, de los despreciados como pecadores, de los pobres, como si estuviese convencido que sólo con tales preferencias la universalidad de esa paternidad querida puede llegar a ser real. No es otro que el Dios de los Padres —de Abraham, Isaac y Jacob— pero es, al mismo tiempo, un Dios «distinto» 212

(Küng) o «diferente» (Duquoc) (35). Un Dios escandaloso, conflictivo y exigente, pero, al mismo tiempo, un Dios liberador que declara la vanidad de los ídolos esclavizantes y el valor del ser humano. Para este Dios de Jesús la persona humana tiene una significación única (cf. Mt 6, 26) y nada debe ser utilizado en contra suya, ni siquiera, como hemos visto, la ley, el culto, el sacrificio..., es decir, lo que se presenta como servicio a su causa (36). Pero desde el primer horizonte hermenéutico que hemos querido privilegiar, conviene insistir en la dimensión «subversiva» del Reino anunciado por Jesús. Como señala Schillebeeckx (37), la proclamación del reinado de Dios está fundamentada en una experiencia de contraste que tuvo Jesús. Ante una realidad como la suya, cargada de discordias e injusticias, de desigualdades hirientes, de esclavitud opresora, donde los pobres abundaban escandalosamente, desde su experiencia de Dios como «Abba», es decir, como «Anti-mal» que sólo quiere el bien y la justicia, Jesús anuncia la llegada de su reinado como Buena Noticia de salvación liberadora para los pobres. Las implicaciones de subversión social de un anuncio así son evidentes: «Cuando Jesús dice, en su predicación, que ya llega el reinado de Dios, lo que en realidad quería decir es que, por fin, se va a implantar la situación anhelada por todos los descontentos de la tierra; la situación en la que va a realizarse efectivamente la justicia, es decir, la protección y la ayuda para todo el que por sí mis(35) Al margen de lo que se piense más concretamente sobre la cuestión discutida de la relación del Dios de Jesús con el Dios del Antiguo Testamento, y cualquiera que sea la continuidad que deba establecerse entre ambos, no parece que deba resolverse negando originalidad al Dios de Jesús. ¿Cómo, en otro caso, explicar la conflictividad teológica que generó Jesús, que terminó en la cruz? (cf. Ch. DUQUOC: El Dios diferente..., op. cit., 52-66; H. KÜNG: Ser cristiano..., op. cit., 392-397; id., ¿Existe Dios?..., op. cit., 907920; J. R. GUERRERO: Experiencia de Dios y catequesis, Ed. PPC, Madrid, 1974,185 y ss.). (36) El Dios de Jesús no nos sustituye, ni nos oprime, aliena o infantiliza. Como señala H. KÜNG, «el Dios Padre de Jesús no es un Dios del más allá a expensas del más acá, a expensas del hombre (Feuerbach). Ni el Dios de los explotadores, de la consolación y de la conciencia deformada (Marx). Ni un Dios producto del resentimiento, vértice de una deplorable moral del bien y del mal, propia de mozos de cuerda (Nietzsche). Ni un tiránico super-yo, imagen ideal de las ilusorias necesidades de la primera infancia, un Dios ritualizado por imperativo de un complejo de culpa asociado a un complejo paterno (Freud)» (cf. Ser cristiano..., op. cit., 396). Nos sale al encuentro no como falso recurso al que invocar desde nuestra incapacidad o irresponsabilidad, sino como amor que potencia y reclama nuestra participación en los procesos históricos de humanización y liberación (cf. C. GEFFRE: El cristianismo ante el riesgo..., op. cit., 79-81; W. KASPER: El Dios de Jesucristo..., op. cit., 62-64. 346; K. RAHNER: «Theos en el Nuevo Testamento», en Escritos de Teología, T. I, Ed. Taurus, Madrid, 1967, 126-127). (37) Cf. Jesús, historia de un viviente, Ed. Cristiandad, Madrid, 1981, 243-244.

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mo no puede valerse, para todos los desheredados de la tierra, para los pobres, los oprimidos, los débiles, los marginados y los indefensos... Está claro que aquí se describe lo que podríamos llamar el ideal de una nueva sociedad. Una sociedad digna del hombre, en la que finalmente se implanta la fraternidad, la igualdad y la solidaridad entre todos... De ahí que el reinado de Dios, tal como Jesús lo presenta, represente la transmutación más radical de valores que haya podido anunciar. Porque es la negación y el cambio desde sus cimientos del sistema social establecido» (38). Por eso el anuncio va acompañado de exigencia de conversión, de cambio, de ruptura. Como esa venida del Reino es inminente, está viniendo ya, la conversión no admite demora alguna y su alcance no puede agotarse en el cambio interior de los individuos, aunque éste sea estrictamente necesario, sino que tiene que afectar a la sociedad hasta sus cimientos, haciendo justicia al derecho de los pobres (39). 3.3.

El Dios de Jesús es el Dios de los pobres

Con el anuncio del Reino con las connotaciones referidas, con su vida entera informada por la solidaridad con los más débiles, Jesús nos revela a Dios como Dios de los pobres. Si éstos van a ser bienaventurados con la llegada del Reino es porque Dios está con ellos y su causa. La justicia que va a instaurarse con el Reino que viene es la que se expresa en superación de la pobreza injusta. Como dice Ellacuría, comentando las bienaventuranzas, «Dios es, por lo pronto, el Dios del Reino y es Dios quien, al establecer el Reino, va a poner fin a los sufrimientos de los pobres y a la falsa satisfacción de los ricos. Dios se descubre como Dios en la promesa de establecer un Reino entre los hombres, en el que los pobres (38) Cf. J. M.a CASTILLO: El proyecto de Jesús, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1985, 36-37; cf. también J. DUPONT: Les Beatitudes, T. II, París, 1969, 53-90. (39) Al tratar de precisar la idea que Jesús tiene de Dios, R. Bultmann ha subrayado mucho cómo el anuncio del Reino equivale a hablar de un Dios próximo y presente —sin dejar de ser, dialécticamente, lejano y futuro— que sale al encuentro como perdón gratuito y exigencia de conversión, es decir, que sitúa al ser humano ante la urgencia ineludible y sin demora de tomar la decisión de pasar a la fe, que implica la autenticidad existencial. Cualquier otra idea de Dios —dice— es tin fantasma: cf. fésus... op. cit., 49-53.164-166; id. Teología del Nuevo Testamento, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1981 60-64. Estas consideraciones deben ser asumidas en una concepción más integradora para que no conduzcan a una indebida privatización de la fe, que es siempre, según creo, una forma camuflada de deísmo.

queden liberados, en el que ya no se dé la diferencia y la contraposición entre ricos y pobres. Tenemos así que el Dios de las bienaventuranzas es un Dios justo que da a los pobres lo que es suyo y a los ricos lo que se merecen; es un Dios que se compadece del pobre y que se compromete a ponerse de su parte y que va a actuar en su favor» (40). Se puede entonces hablar de una parcialidad constitutiva de Dios hacia los pobres que configura radicalmente su imagen —distinta a la del «dios de los señores»— y, en consecuencia, la vivencia de la fe. Esta parcialidad de Dios presenta las características siguientes: — «No es pura arbitrariedad de su voluntad, sino que es esencial a su misma realidad» de Padre amoroso (41). — Es, paradójicamente, la expresión de la universalidad y trascendencia de su amor: «Que la vida se ofrezca a los pobres, que la salvación de Dios se dirija a ellos, más aún, únicamente a los pobres (Jeremías) es lo que produce escándalo en las minorías y lo que ocasionará la persecución de Jesús. Pero por otra parte sólo desde la parcialidad de Dios hacia los sin vida se garantiza, también, que Dios sea un Dios de vida para todos» (42). — Es, igualmente, expresión de la gratuidad del amor de Dios, que se dirige con esa preferencia al pobre por el mero hecho de serlo, independientemente de sus disposiciones morales y personales. — Constituye a los pobres en mediación necesaria y privilegiada, aunque no única, para acceder y encontrarse con Dios: «El acceso a El no se efectúa principalmente a través del culto, la observancia religiosa o la oración. Estas son mediaciones verdaderas, pero ambiguas en sí mismas. El acceso privilegiado y sin ambigüedades a Dios se efectúa a través del servicio al pobre, en quien se oculta anónimamente el propio Dios. La praxis liberadora constituye el camino más seguro hacia el Dios de Jesucristo» (43). En este sentido, los pobres se constituyen en la última mediación de Dios o en la mediación de su ultimidad en sacramento privilegiado de su presencia, en lugar de privilegio para conocer y vivir la fe. Se puede hablar de una «circularidad también primigenia entre Dios y los pobres»: Dios y los pobres están mutuamente implicados y (40) Cf. Pobres, art. cit., 790-791. (41) Cf. J. SOBRINO: Dios y los procesos..., art. cit., 111. (42) Cf. id., «La aparición del Dios de vida en Jesús de Nazaret», en AA.VV., La luclm de los dioses, Ed. DEI, San José de Costa Rica, 1980, 91. (43) Cf. L. BOFF: La fe en la periferia del mundo..., op. cit., 36.

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entrañablemente relacionados en el ámbito de la realidad histórica y del conocimiento hasta el punto de que «para conocer, amar a Dios, es necesario conocer las condiciones concretas de la vida de los pobres hoy y transformar radicalmente la sociedad que las fabrica» (44). «Del pobre a Dios y de Dios al pobre: he ahí el círculo hermenéutico fundamental» (45). 3.4.

El Dios de Jesús es el Dios de vida que se afirma y confiesa contra los ídolos de la muerte

El Dios del Reino que tiene un proyecto salvífico-liberador para la historia, concretado en la defensa de la justicia y el derecho de los pobres, en un mundo como el nuestro, donde la pobreza impide ser sujeto y acerca a la muerte, cobra el perfil de un Dios de vida. La pobreza real, la que consiste en la carencia de bienes necesarios para satisfacer las necesidades más elementales de la vida humana, significa siempre muerte. «La pobreza es... la vida amenazada históricamente, la vida aniquilada lentamente por estructuras opresivas o rápida y violentamente por estructuras represivas» (46). Desde esta consideración de la pobreza —que resulta obvia en los países del tercer mundo, pero que tampoco a nosotros debería resultarnos ajena— adquiere nueva significación la vieja confesión de la fe en el Dios de vida. No se trata ya solamente de confesarle como tal a partir de nuestra condición común de seres mortales (pobreza metafísica), por ser el que ofrece la posibilidad trascendente de su superación. Se trata de subrayar además que el Dios de Jesús es el defensor de la vida histórica de los pobres-empobrecidos, aquéllos a quienes esta sociedad necrófila niega la posibilidad de vivir con dignidad o les ocasiona literalmente la muerte. El Dios de Israel es un Dios de vida. Bastaría citar aquí el famoso texto del Deutoronomio: «Mira: hoy te pongo delante la vida y el bien, la muerte y el mal... Hoy cito como testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante maldición y bendición. Elige la vida y viviréis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, pues él es tu vida y tus muchos años en la tierra que había prometido dar a tus padres, Abraham,

Isaac y Jacob» (Dt 30, 15. 19-20). El Dios de vida también es anunciado por Jesús, que se presenta como «camino, verdad y vida» (cf. Jn 14, 6) y para quien «no hay Dios de muertos, sino de vivos» (cf. Mt 22, 32; Me 12, 27; Le 20, 38). Por eso interpreta bien Juan cuando en su Evangelio afirma que Jesús ha venido para que los seres humanos «vivan y estén llenos de vida» (cf. Jn 10, 10) (47). La confesión de un Dios de vida desde la perspectiva apuntada del pobre es grávida en consecuencias. Podrían subrayarse las siguientes: — La teología cristiana, el discurso creyente sobre Dios, no debe elaborarse al margen de la alternativa radical vida-muerte. Desde los pobres que tienen su vida amenazada se puede decir, concretando con Mr. Romero la vieja fórmula de Ireneo, que «la gloria de Dios es el pobre que vive» («gloria Dei, vivens pauper»). Pero deberíamos ampliar la referencia y decir, ahora desde la humanidad amenazada por el deterioro irreversible de nuestros ecosistemas, que la gloria de Dios es que se quiebre la dinámica letal del desarrollo actual, con su lógica de productividad y consumo, y se logre dar cuerpo a una humanidad solidaria informada por la austeridad compartida. — Todo lo que injustamente amenaza la vida del ser humano y más concretamente del pobre (estructuras que engendran hambre y miseria, opresión y represión que engendran tortura y muerte) es un atentado contra el Dios de vida: la muerte del pobre es la negación de Dios («vanitas Dei, moriens pauper»). La vida es como la primera mediación de Dios, valor último innegable, y por eso el pecado verdaderamente mortal es el que ocasiona la muerte injusta del prójimo. — Lo que más radicalmente se opone a la confesión en el Dios de la vida no es paradójicamente el ateísmo, sino la idolatría o el culto a dioses falsos que dan muerte o exigen víctimas para subsistir. La idolatría no implica sólo un error noético; supone opción por la muerte y produce frutos de muerte. Ya hemos hecho referencia a que Jesús fue una víctima del culto a los dioses falsos. «El juicio religioso y político a Jesús —señala J. Sobrino— muestra claramente la alternativa de las divinidades. O el Reino de Dios por una parte, o la teocracia judía o la paz romana por otra parte. Las divinidades que no son el Padre de Jesús

(44) Cf. G. GUTIÉRREZ: La fuerza histórica de los pobres, Ed. CEP, Lima, 1980,164 (45) Ibíd., 28. (46)

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Cf. J. SOBRINO: DIOS en los procesos..., art. cit,

111.

(47) Cf. id., La aparición del dios de vida..., art. cit.

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no sólo son falsas, sino que dan muerte. El mediador del verdadero Dios es matado en nombre de las falsas divinidades» (48). Conviene recordar que también en nuestra sociedad actual los ídolos ocasionan la muerte y constituyen la versión hodierna del viejo rostro mitológico del dios Moloch. Por eso siempre y también hoy es preciso afirmar que la fe en el Dios de Jesús —por ser el Dios de vida— se autentifica en la lucha contra los ídolos asesinos, en cuyo nombre se sigue crucificando y marginando a los seres humanos. 3.5.

La cruz, siempre dialécticamente relacionada con la resurrección, lugar por excelencia de la revelación del Dios de Jesús

Falta algo decisivo por decir acerca del Dios revelado por Jesús. Hasta ahora hemos recordado que Jesús nos revela a un Dios Padre, amor misericordioso que viene a hacer presente su reinado de salvación para los pobres de la tierra, Dios de vida que se opone a los ídolos que se nutren de la muerte injusta de sus hijos e hijas. Pero lo cierto es que la vida de Jesús terminó en el fracaso e ignominia de la cruz y, todavía más, nosotros hoy, que podemos recordar y contemplar lo sucedido en los muchos siglos que nos separan del Gólgota, somos testigos de que el fracaso de entonces se prolongó y prolonga hoy en numerosas cruces, que parecen alzarse como acusación patética contra el Dios del que hemos hablado. La impresión que se tiene, a partir de la cruz de Jesús, prolongada en la presencia de tantas cruces históricas, es que el Reino por él anunciado no ha llegado y que el Dios de vida liberador de los pobres no existe, ya que éstos no son bienaventurados y el verdugo aparece como triunfador sobre sus víctimas. ¿Podemos, entonces, decir todo lo que dijimos del Dios de Jesús después de lo ocurrido en el Gólgota, Auschwitz, Hirosima o en tantos otros lugares? Todavía más: ¿podemos hablar del Dios de Jesús hoy desde Ayacucho, Somalia o Sarajevo? ¿La cruz no es acaso la prueba inequívoca de que el Dios anunciado por Jesús es una vana ilusión? ¿Cómo poder seguir hablando consecuentemente de su Dios de vida si le abandonó a la muerte de cruz y sigue abandonando a tantos pobres, crucificados ayer y hoy por la injusticia de la historia? (48) Cf. ibíd., 101.

Hay que concederle la razón a Moltmann: «El Jesús abandonado por Dios, o es el fin de toda teología, o marca el comienzo de una teología específicamente cristiana y, por tanto, crítica y liberadora» (49). La cruz, en efecto, plantea la siguiente alternativa: o es la muerte definitiva del Dios de Jesús —la imposibilidad de seguir hablando de la llegada de su Reino de salvación liberadora— o es el comienzo de un discurso teológico distinto, que incorpora como elemento esencial el fracaso de Dios en la historia como manifestación paradójica y escandalosa de su amor salvífico-liberador. La respuesta creyente ya la conocemos: es la que se inclina por la segunda parte de la alternativa propuesta. Podría formularse así: la fe confiesa que Jesús fue resucitado por el poder de Dios, y a la luz que esta confesión proyecta sobre el vivir y morir de Jesús, es posible seguir hablando de Dios y su reinado que se hace presente en la historia, del Dios de los pobres como Dios de vida que se afirma contra los ídolos de la muerte (50). Pero como el resucitado es el crucificado y la resurrección no anula la cruz es necesario añadir que ese hablar de Dios tiene que incorporar la cruz al discurso teológico y romper así enteramente nuestros esquemas religiosos: Dios es amor que salva y da vida, pero asumiendo el destino de un crucificado. La cruz se convierte así en lugar privilegiado del conocimiento del Dios revelado por Jesús. El consenso de los teólogos cristianos en este punto es prácticamente total. Como señala W. Kasper, «la teología de los siglos xix y xx es una magna tentativa de someter, partiendo... de la cruz de Jesucristo, el concepto de Dios y su inmutabilidad a una reinterpretación para dar un nuevo realce a la concepción bíblica del Dios de la historia» (51). Todos coinciden en reivindicar la «theologia crucis», tan vigorosamente postulada por Lutero. Al margen de lo que en su concepción pueda haber de unilateralidad reduccionista (y admitida la (49) Cf. El Dios crucificado..., op. cit., 13-14. (50) La fe reconoció muy pronto, precisamente en el crucificado-resucitado, la llegada del Reino por él anunciado. Desde entonces ese Reino sólo puede entenderse dialécticamente entre el «ya si» de su presencia y el «todavía no» de su ausencia. Las primeras expectativas de un triunfo inmediato y rotundo del Reino, con tonalidades apocalípticas, propias de las primeras comunidades —y tal vez compartidas por el mismo Jesús, al menos en alguna etapa de su existencia— fueron purificadas al constatar la densidad de la historia —la demora de la Parusía— y la consideración de la cruz prolongada en tantas cruces. «Ya sí» y «todavía no», presencia «kenótica», oculta y crucificada, liberación experimentada en la noche, trigo que germina en medio de la cizaña... (51) Cf. El Dios de Jesucristo..., op. cit., 225.

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necesidad de combinar la «theologia crucis» con la «theologia gloriae» —entre otras cosas para impedir que se sacralice sin más el sufrimiento, valorándolo en sí mismo de forma positiva— y de recuperar, una vez negados, los atributos propios del poder salvador de Dios que resucitó a Jesús), creo que se puede y debe decir que la «theologia crucis» es algo decisivo y fundamental para alcanzar el rostro del Dios cristiano. Sin ella, la «hybris» se introduce en el conocimiento teológico y Dios se nos convierte inevitablemente en un fantasma o en el eco de nuestros propios deseos no purificados. La cruz es la revelación de un Dios crucificado (52), permanente escándalo para judíos y locura para paganos (1 Cor 1, 23-25). La dimensión del escándalo se precisa cuando se explícita lo que supone la incorporación de la cruz al discurso teológico: — Supone la superación del Dios apático, impasible e inmutable y la necesidad consiguiente de incorporar al ser de Dios el sufrimiento, la caducidad y la muerte (53). — Supone igualmente la superación del Dios omnipotente y omnipresente y la necesidad consiguiente de incorporar al ser de Dios la impotencia, la debilidad y la ausencia (54). — Supone, siendo más precisos, el hacer saltar por los aires las alternativas entre presencia y ausencia —«¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona! (Me 15, 34). El Dios que nos deja vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el mismo Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en su cruz, permite que lo echen del mundo...» (55)—, potencia e impotencia —como ya señalaba Pablo «la debilidad de Dios es más potente que los hom(52) Moltmann recuerda que fue en la teología de la mística de la cruz de la tardía Edad Media cuando apareció por vez primera la expresión «Dios crucificado». Luego la asumió Lutero y, finalmente, está muy presente en la teología más reciente, especialmente a partir de la segunda guerra mundial. Cf. El Dios crucificado..., op. cit., 72. (53) Esta superación del Dios apático es tema de atención preferente en la teología actual. En ocasiones se incorporan categorías hegelianas, pero evitando introducir la necesidad en Dios y subrayando su realidad de Amor soberanamente libre: cf. E. JÜNGEL: Dios como misterio del mundo..., op. cit., 67-142; 244-294; H. KÜNG: La encamación de Dios, Ed. Herder, Barcelona, 1974; H. MÜHLEN: La mutabilitá di Dio, Ed. Queriniana, Brescia, 1974; F. RODRÍGUEZ GARRAPUCHO: La cruz de fesús y el ser de Dios, Publicaciones de la Universidad Pontificia, Salamanca, 1992. (54) El lenguaje cristiano de Dios supone una negación-superación del lenguaje de la metafísica clásica. Para una consideración de la relación entre el Dios de Jesús y el Dios de los filósofos, además de las obras ya citadas en la nota anterior, cf. H. KÜNG: Ser cristiano..., op. cit., 97. 385-391. (55) Cf. D. BONHOEFFER: Resistencia y sumisión, Ed. Ariel, Barcelona, 1969, 209-210.

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bres» (1 Cor 1, 25) (56)—, locura y sabiduría —también el mismo Pablo insistía en que «la locura de Dios es más sabia que los hombres» (1 Cor 1, 25)—. Y así volvemos a lo que queríamos decir al principio cuando hablábamos de la necesidad de «destrozar» nuestro lenguaje para hablar de Dios. — Supone, sobre todo, cuando es considerada dialécticamente relacionada con la resurrección, la revelación de un Dios que salva y libera como Amor crucificado que se detiene ante la libertad humana (y así respeta la autonomía de la historia, entregándola en manos de la responsabilidad de los seres humanos), que combate el mal con el único poder de ese amor, es decir, no «desde fuera», a fuerza de intervenciones categoriales, sino «desde dentro», asumiéndolo como suyo y consufriendo con el que sufre (y así el dolor de la historia se convierte en dolor de Dios), que muere como Dios solución y remedio, Dios «tapahuecos» que responde a nuestros deseos, pero renace como Dios compañero, es decir, «que no protege de todo sufrimiento, pero acompaña en todos los sufrimientos» (Küng). Y así se invierte radicalmente la religiosidad humana hasta el punto de que «no es Dios el que tiene que evitar que el hombre muera, sino que es el hombre el llamado a evitar el dolor y la muerte de Dios en la historia» (57). — Supone, en fin, la revelación de un Dios que en definitiva y en última instancia es Palabra de vida en la resurrección, pero Palabra creíble para el ser humano que sufre por haber sido pronunciada pasando por la cruz (y así, el sufrimiento, sin quedar abolido, se transforma desde dentro, transfigurado por la esperanza que se afirma incluso contra toda esperanza) (58). Ante el Dios crucificado se cumple de forma muy especial lo ya dicho al establecer nuestro primer presupuesto hermenéutico: un Dios así sólo puede confesarse desde los pobres. Lo expresa muy bien R. Aguirre: «sólo "los pequeños", "los pobres", "los cansados y fatigados", los que están en la cruz o la ven como una posibilidad real en su vida, pueden comprender y aceptar sin deformaciones —porque lo sienten como uno de los suyos— a ese Dios que cuando interviene en la historia para anunciar la gran esperanza asume precisamente el destino de un crucificado» (59). (56) «El amor —dice Jüngel— no conoce potencia e impotencia como alternativa-" (57) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las imágenes de Jesús..., art. cit., 161. Esta inversión re' ligiosa operada en la cruz aleja al Dios de Jesús de la crítica de Feuerbach y Freud. (58) Cf. J. SOBRINO: Jesús en América Latina—, op. cit., 178. (59) Cf. El Dios de jesús, Ed. SM, Madrid, 1985, 39-40.

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Los pobres son precisamente los que continúan entre nosotros la revelación y presencia de un Dios impotente y débil, ausente y sufriente, negado y crucificado. Ellos siguen siendo el signo escandaloso del fracaso de Dios en la historia. Es la indudable o ineludible existencia de los pobres la que obliga a hablar de una presencia misteriosa y escandalosa de Dios, presencia-ausencia o presencia impotente y débil que prolonga en los nuevos crucificados la presencia-ausencia del Padre en la cruz de Jesús. Presencia amorosa y solidaria, silenciosa y crucificada, en virtud de la cual Dios hace suyo su dolor y consufre con ellos. Presencia oscura, porque los pobres con su pobreza son el signo inequívoco del rechazo o negación de Dios. En ellos está como negado, aunque reclamando ser afirmado. Todo esto nos permite hablar de la dimensión estrictamente teológica de los pobres. No son sólo el gran problema de la humanidad, como admiten todas las personas socialmente sensibles. Para el creyente son además el problema de Dios. Ese problema que sólo puede resolverse cuando se escucha su grito silencioso o su clamor oprimido, es decir, cuando el fracaso de Dios en la historia es leído en clave de oferta apremiante del Amor crucificado a comprometerse sin reservas en la causa de los pobres. Cuando se escucha ese grito y se acepta esa oferta se afirma a Dios. Por eso es desde los pobres desde donde se ve más claro que hay que «practicar» a Dios para afirmarlo y no sólo hablar de El y discurrir sobre El. Pero los pobres no sólo sufren, sino que además luchan y esperan. Al menos muchos de ellos, y los que con ellos se identifican, denuncian su situación injusta y luchan con esperanza para superarla. Si su pobreza es signo de que el Reino de Dios «todavía no» es realidad entre nosotros, su lucha esperanzada es signo de que «ya sí» está presente. Y por eso, desde una perspectiva teológica, habría que afirmar que Dios está en los pobres no sólo sufriendo misteriosamente con ellos, sino también negando activamente su presente doloroso, anunciando, reclamando y suscitando un futuro nuevo que suponga la superación de este tiempo de opresión. Y así el Dios de Jesús es para los pobres Dios ánimo, Dios ilusión, Dios esperanza, Dios utopía, Dios liberador, que interviene de esa forma salvíficamente en la historia como «go'el» que quiere establecer la justicia y el derecho de los pobres. El con-sufrir de Dios con los pobres es un «momento» de su presencia, que tiene que ser dialécticamente vinculado a ese otro «momento» en el que Dios niega activamente la pobreza injusta y afirma operativamente —es decir, reclamando y suscitando com222

promiso liberador o pobreza vivida «con espíritu»— un futuro que se acerque más y más a las exigencias del reinado de Dios. Es la dialéctica muerte-vida, cruz-resurrección, que hay que mantener sin disolverla, porque la resurrección, como ya dijimos, no anula la cruz, aunque la sitúa en un horizonte nuevo de sentido. La verdad de la realidad no es sólo su dimensión de maldición y negatividad sino también lo que en ella hay de amor que genera esperanza. Ningún mal o sufrimiento puede desmentir o silenciar la oferta de sentido que nace de la cruz de aquél que fue resucitado a la vida sin término. La verdad de Dios se manifiesta en la cruz y en la resurrección y por eso su presencia en la historia no puede reducirse al momento del silencio crucificado; hay que saber percibir también su momento de presencia liberadora que comunica esperanza y nos abre hacia un futuro mejor (60). Para acceder al Dios que se nos manifiesta en la cruz y resurrección de Jesús, los pobres son nuestros maestros, pues, como bien señala J. Sobrino, «su fe en Dios no es ingenua, aunque las experiencias externas de esa fe pudieran parecerlo. Es una re profundamente dialéctica, pues creen en un Dios liberador y en un Dios crucificado. Mantener ambas cosas es lo que mantiene la tozudez de la esperanza» (61). 3.6.

El Dios revelado por Jesús es el Dios trinitario

No es posible concluir sin referirse al Dios trinitario, es decir, a lo que constituye la más abismal especificidad del Dios revelado por Jesús. La confesión del Dios trinitario surge en la historia a partir de la fe en la resurrección, en donde, como dice Pablo, Jesús «por línea del Espíritu santificador fue constituido Hijo de Dios en plena fuerza» (Rom 1, 4). Es en la resurrección donde se ve claro no sólo que Jesús es la revelación plena y definitiva del Padre, sino que (60) «Lo que revela a Dios —dice J. Sobrino—• no es ni sólo el abandono de Jesús en la cruz, ni sólo su acción en la resurrección, sino la fidelidad de Dios a Jesús en estos dos acontecimientos. Lo que revela a Dios es la resurrección del crucificado o la cruz del resucitado. Esta dualidad de aspectos es la que permite conocer a Dios como proceso abierto, cuya última síntesis acaece en el eschaton» (cf. Cristología desde América..., op. cit., 199). (61) Cf. «La esperanza de los pobres en América Latina», en Misión Abierta, 75 (1982), 602; cf. también, J. M." MARDONES: Raíces sociales del ateísmo moderno, Ed. SM, Madrid, 1985, 64-67.

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además, y por serlo, es enteramente de Dios, pertenece a El, es el Hijo. Conducido por el Espíritu, Jesús, como Hijo encarnado que es, revela al Padre: ésta es la lectura trinitaria que hace el Nuevo Testamento de Jesús a la luz de la fe en la resurrección. Es una lectura legítima porque toda la vida de Jesús debe ser leída en esa clave trinitaria. Por un lado, Jesús vive la distancia creacional y se siente distinto del Padre, de quien habla y a quien se dirige con súplicas y alabanzas. Busca su voluntad y se entrega siempre confiadamente a ella. Por otro, vive la experiencia de la cercanía cálida, de la intimidad total, y tiene, en suma, conciencia, al menos ejercida, de que es el Hijo, una misma cosa con el Padre (cf. Jn 10, 30). Vive como un carismático, conducido por la plenitud del Espíritu que desciende sobre él y le consagra para realizar su misión (Me 1, 9-11; Jn 1, 32-33), le conduce al desierto y le fortalece en toda tentación (cf. Mt 4, 1-11), le mueve a realizar los signos liberadores del Reino (cf. Mt 12, 28)... No obstante es la cruz el momento culminante, el lugar de máxima densidad o el espacio más elocuente de realización de esa revelación trinitaria de Dios. En la cruz se revela hasta el escándalo la distinción entre el Padre que abandona y el Hijo abandonado y entregado. Pero se expresa al mismo tiempo la identidad total, pues en el Espíritu de amor que unifica lo distinto, el Hijo asume el abandono del Padre y lo convierte en la entrega generosa y confiada de sí mismo, haciéndose uno con El. En la cruz se nos revela el Dios trinitario como misterio supremo de amor que abraza al Padre y al Hijo en la comunión del Espíritu y se extiende a todos los seres humanos, como oferta increíble de participación en ese mismo amor. La cruz nos conduce hasta el abismo mismo de Dios. «Al confesar bíblicamente que Dios ha ofrecido a su Hijo... no decimos simplemente que lo ha hecho por nosotros. El misterio es más excelso: Dios entrega al Hijo por el Hijo, le entrega a fin de que madure en el amor, en gesto de abandono total y de total confianza; le entrega porque quiere recibirle resucitado, por medio de la muerte» (62). Y el Hijo responde, como ya dijimos, haciendo suya esa entrega por la fuerza del Espíritu, como expresión de su amor confiado al Padre. En la cruz se revela así como en ningún otro momento de la vida de Jesús esa gran verdad comunicada por Juan: Dios es amor (cf. 1 Jn 4, 8).

(62) Cf. X. PIKAZA: Experiencia religiosa..., op. cit., 412.

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En la cruz se nos revela además, y al mismo tiempo, el misterio del amor que es Dios como amor comunicado a la humanidad. Dios aparece en la cruz como «proceso abierto» (63) a la historia, es decir, como amor que se desborda hacia lo que no es El, hacia nosotros, que incorpora nuestra propia caducidad y muerte y la vence para introducirnos en su corriente de vida eterna. En la cruz el Padre nos ama hasta el punto de entregar a su Hijo por nosotros (cf. Rom 8, 32; Jn 3, 16) y el Hijo nos ama con el amor más grande que darse puede, es decir, entregando la vida por sus amigos (cf, Jn 15, 13). Y el Espíritu que brota de ese amor nos es enviado, a partir de la resurrección, para hacer realmente posible nuestra incorporación a la vida de Dios. Es el Espíritu el que nos conduce para que podamos ser hijos del Padre siguiendo al único Hijo. Por eso cuando seguimos a Jesús, haciendo nuestra la causa de los pobres por amor solidario, participamos en la vida trinitaria de Dios y somos sacramentos de ella en la historia. Al Dios-en-sí, misterio de amor, le corresponde desde siempre, por libérrima decisión, ser-para-nosotros (64). Esa decisión se realiza en la encarnación, culminada en la cruz y en el envío del Espíritu que nos hace hijos, pueblo de Dios. Dios en nosotros y nosotros en Dios. Y nuestra historia el lugar en que se juega que Dios vaya siendo todo en todas las cosas (cf. 1 Cor 15, 28). Como decían osadamente nuestros padres en la fe: «Dios es Padre, Hijo y nosotros.» Pero convendría ahora volver a lo dicho anteriormente: no hay que olvidar que el Dios revelado por Jesús sigue siendo el Dios escondido y oculto. Su ser y sus caminos se nos revelan y ocultan al mismo tiempo. Por eso en la fe nos arrojamos en los brazos del Dios de «rostro humano» que es, al mismo tiempo, el Dios «siempre mayor», misterio que permanece misterio, origen último y futuro absoluto, alteridad radical o totalmente Otro, santidad plena, realidad inabarcable y no manipulable: el Trascendente. Sin embargo, hay algo que ha quedado claro en Jesús y que es suficiente (63) Para una determinación de lo que la teología actual entiende por la expresión «proceso abierto» aplicada a Dios, cf. J. SOBRINO: Cristología desde América..., op. cit., 169; id., Jesús en América Latina..., op. cit, 61-62; Ch. DuQUOC: Dios diferente..., op. cit., 101-117; A. TORRES QUEIRUGA: El Dios de Jesús..., op. cit., 17-18. (64) Sobre la famosa cuestión de la relación entre Trinidad inmanente y Trinidad económica, cf. K. RAHNER: «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos de Teología, T. IV, Ed. Taurus, Madrid, 1962, 105-135; id., «El Dios Trino como principio y fundamento de la historia de la salvación», en AA.VV., Mystcrium Salutis, T. II, I, Ed. Cristiandad, Madrid, 1969, 429-432; W. KASPER: El Dios de Jesucristo..., op. cit., 311-315.

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para nosotros: «el misterio de Dios ha dejado de ser misterio en un punto: el amor. Allá donde los hombres practican el verdadero amor y lo hacen como Jesús, amando a los históricamente privados de amor, han conocido y accedido a Dios (Mt 25, 31-46)» (65).

4.

CONCLUSIÓN: EL DIOS VIVO DE ESTOS POBRES, ¿ES EL NUESTRO, OH TEÓFILO?

En Nicea, hace más de dieciséis siglos, ya discutían los teólogos sobre la posibilidad de un Dios de «rostro humano». La cuestión de fondo que se agitaba entonces era ésta: ¿el Dios escandaloso de Jesús puede ser el Dios verdadero? Nosotros también deberíamos preguntarnos hoy lo mismo. De forma más concreta y comprometida podríamos hacer nuestra la pregunta del Obispo Casaldáliga: el Dios vivo de estos pobres, ¿es el nuestro, oh Teófilo? Una cosa parece evidente: el Dios cristiano no es cualquier Dios. Aceptar a Jesús como revelación de Dios supone asumir el escándalo de un Dios diferente, incluso disidente. ¡Hay que hacerse cargo de la disidencia de Dios en una sociedad como la nuestra! ¡Hay que recuperar la dimensión abismal y trastornante de Dios en un mundo que ha abaratado y aburguesado su imagen! Sólo hay una forma coherente de hacerse cargo de esa disidencia: «practicando» a Dios. Hay que pensar a Dios desde la fe en Jesús y hay que hablar de El. Pero hay que hacerlo desde el único lugar que puede conferir al discurso y a la invocación identidad y significación cristianas. Ese lugar es en el que sitúa el «practicar» a Dios desde el seguimiento de Jesús. No se puede confesar al Dios de los pobres sin optar por su causa, ni al Dios crucificado sin estar allí donde están los que son crucificados, ni al Dios de vida sin luchar contra la injusticia que ocasiona la muerte temprana para tantos... «Practicar» al Dios de Jesús es luchar contra los ídolos de muerte: «No se puede creer en el Dios por el que Jesús muere sin luchar contra el dios en nombre del cual le matan» (R. Aguirre). Los ídolos se rechazan realmente cuando se lucha en favor de la causa de sus víctimas. Por eso la lucha esperanzada por la justicia es afirmación de Dios y la práctica de la injusticia es su negación más radical. En realidad, la mejor lección de teodicea es la que se da cuando se lucha por la vida de los pobres. En esto radica, en últi-

ma instancia, la indudable significación política de la fe en el Dios de Jesús. Alguien ha dicho, con ocasión de recientes polémicas intraeclesiales, que la Iglesia a quien tiene miedo es a Dios. Después de todo lo dicho se comprende sin esfuerzo ese temor. Pero el día en que la Iglesia en su conjunto sea capaz de sacudírselo y se atreva a mirar de frente al verdadero Dios, esa palabra —Dios—, con tanta facilidad pronunciada —incluso para justificar el «apartheid» o las guerras que se siguen produciendo— se usará más cautamente, pero volverá a significar lo que para Jesús significaba: el Padre vivo de los pobres de la tierra.

(65) Cf. J. SOBRINO: Dios..., art. cit, 253.

227 226

Capítulo X

Cristología en la teología latinoamericana de la liberación

La pretensión de este capítulo es muy sencilla: resumir la reflexión cristológica de la teología latinoamericana de la liberación, prestando especial atención a sus énfasis específicos y a sus aportaciones más significativas. Como señala J. Sobrino, la nueva reflexión cristológica latinoamericana tiene su origen en Medellín (1968), que si bien «no elaboró un documento sobre Cristo ni esbozó una Cristología, hizo, sin embargo, varias afirmaciones... que han influido poderosamente a que se haya ido forjando pastoralmente una nueva imagen de Cristo y a que haya ido surgiendo lo que se ha dado en llamar Cristología latinoamericana o Cristología de la liberación» (1). Después de Medellín la Cristología de la liberación ha ido perfilando con mayor precisión esa nueva imagen de Cristo a que se refiere el teólogo salvadoreño. Los estudios cristológicos se suceden de forma ininterrumpida hasta nuestros días (2). Más que elaborar una (1) Cf. fesús en América..., op. cit., 17. (2) Recojo algunos de los trabajos que estimo más significativos, respetando su orden de aparición en el tiempo: L. BOFF: Jesús Cristo libertador. Ensaio de cristología crítica para o nosso tempo, Ed. Vozes, Petrópolis, 1971; G. GUTIÉRREZ: «Cristo y la liberación plena y Jesús y el mundo político», en id., Teología de la liberación..., op. cit., 226-241 y 297-309; J. P. MIRANDA: El ser y el Mesías, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1973; R. VIDALES: «¿Cómo hablar de Cristo hoy?», en Spes, 1 (1974), 7 y ss.; S. GALILEA y R. VIDALES: Cn'stología y pastoral popular, Ed. Indo-American Press Service, Bogotá, 1974; AA.VV. (M. BONINO, P. RICHARD, H. ASSMANN, G. CASALIS, S. CROATTO...): Cristianismo y Socie-

dad, 13/43-44 y 46 (1975), 5-65 (1.a y 2.a entregas) y 5-53 (4.a entrega); R. VIDALES: «La práctica histórica de Jesús», en Christus, 12 (1975), 43-54; J. SOBRINO: Cristología desde América..., op. cit.; J. COMBLIN: Jesús de Nazaret. Meditación sobre la vida y acción humana de Jesús, Ed. Sal Terrae, Santander, 1977; AA.VV.: «Cristología en discusión. Panel sobre la Cristología desde América Latina de J. Sobrino», en Christus, 511 (1978), 25-54; H. ECHEGARAY: La práctica de Jesús, Ed. CEP, Lima, 1980; L. BOFF: Jesucristo y la liberación del hombre, Ed. Cristiandad, Madrid, 1981; J. SOBRINO: Jesús en América..., op. cit.; J. L. SEGUNDO: El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, 3 vols., Ed. Cristiandad, Madrid, 1982; J. SOBRINO: «Jesús de Nazaret» y «Seguimiento», en C. FLORISTAN y J. J. TAMAYO (eds.),

Conceptos fundamentales de pastoral..., op. cit., 480-513 y 936-943; C. BRAVO GALLARDO: Je-

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Cristología propiamente sistemática se centran en algunos aspectos fundamentales del acontecimiento Jesús, con la preocupación prioritaria de subrayar su dimensión salvífico-liberadora para los pueblos latinoamericanos que viven hoy en la pobreza y en la opresión (3). Es precisamente la reflexión sobre esos aspectos fundamentales la que voy a intentar resumir en el presente capítulo. Pero antes quisiera detenerme en ciertas consideraciones metodológicas previas, por estimar que en ellas reside la mayor originalidad de la Cristología de la liberación y también su mejor, más profunda y universal aportación.

vo, globalmente considerado, y el objetivo del punto de partida existe una relación de circularidad dialéctica, en el sentido que precisaremos después. Vamos a desarrollar seguidamente estas cuestiones relacionadas con el punto de partida, con la intención de precisar cuáles son las condiciones de posibilidad que han de darse para que pueda surgir una verdadera Cristología de la liberación. 1.1. El lugar social en la Cristología de la liberación

1.

CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS

La Cristología de la liberación destaca la gran relevancia que para la reflexión teológica tiene el lugar social y eclesial, es decir, el lugar «desde donde» reflexiona el sujeto teólogo y también el tipo de hermenéutica por el que se opta. Es lo que podríamos llamar el aspecto subjetivo del punto de partida de la Cristología de la liberación o también su punto de partida «real» (4). Destaca igualmente la importancia que tiene determinar cuál debe ser «el aspecto de la realidad total y totalizante de Cristo que mejor permita el acceso al Cristo total». Es lo que podríamos llamar aspecto objetivo del punto de partida de la Cristología de la liberación o también su punto de partida «metodológico» (5). Subraya por fin la Cristología de la liberación que tanto entre el lugar social y eclesial, por una parte, como entre el aspecto subjetisús, hombre en conflicto, Ed. Sal Terrae, Santander, 1986; id. «Jesús de Nazaret, el Cristo liberador», en I. ELLACURIA y J. SOBRINO (eds.), Mytserium liberationis..., op. cit., T. 1,551573; J. SOBRINO: «Cristología sistemática. Jesucristo, el mediador absoluto del Reino de Dios», en I. ELLACURIA e id. (eds.), Mysterium..., op. cit., T. I, 575-599; id., Jesucristo liberador. Lectura histérico-teológica de Jesús de Nazaret, Ed. Trotta, Madrid, 1991; J. L. SEGUNDO: La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret. De los Sinópticos a Pablo, Ed. Sal Terrae, Santander, 1991. (3) Creo que esta preocupación prioritaria orienta, informa y confiere cierta identidad a todos los estudios mencionados en la nota anterior. Sin embargo, es preciso reconocer que las diferencias existentes entre ellos son notables. Basta comparar, por ejemplo, los trabajos citados de J. L. Segundo con los de L. Boff o J. Sobrino, por citar algunos de los más importantes, para verificar esas diferencias. Reconociendo la gran aportación de Segundo, su profundidad y originalidad, en nuestro trabajo seguiremos más de cerca las reflexiones de Boff y Sobrino, por estimarlas más representativas de la Cristología de la liberación. (4) Cf. J. SOBRINO: Cristología desde..., op. cit., 269; id., Jesús en América Latina..., op. cit., 75-76. 86. (5) Cf. id., Cristología desde..., op. cit., 269 y ss.

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La epistemología actual parece coincidir en que no existen «datos brutos», «hechos mostrencos» o «experiencias puras», al margen de los procesos de interpretación del sujeto que conoce. Más en concreto, la sociología del conocimiento hace ver que toda reflexión humana es una actividad situada, es decir, tiene un lugar social que puede y debe detectarse en su origen («condiciones sociales de producción» del conocer) y en sus finalidades («funcionalidad social» de todo conocimiento). En este sentido, todo conocimiento, se sea o no consciente de ello, tiene una dimensión práxica y ética, una cierta «operatividad histórica», cualquiera que sea su signo. Si se admiten estas consideraciones y se aplican a nuestro asunto, hay que renunciar al sueño de una Cristología pura o neutral, por ser imposible. Es lo que afirma L. Boff con toda claridad: «El teólogo no vive en el aire; es un actor social, se sitúa dentro de un determinado lugar en la sociedad, elabora conocimientos y significaciones utilizando los instrumentos que la situación le ofrece y le permite, tiene destinatarios definidos, se encuentra, pues, insertado dentro del conjunto social global. Los acentos y la temática cristológica se definen por lo que emerge como relevante a partir de su lugar social. En este sentido debemos afirmar que no hay una cristología neutra, ni puede haberla. Toda ella es "partisana" y "engagée". "Volens nolens", su discurso repercute en la situación con los intereses conflictivos que la atraviesan... Retengamos, pues, esta afirmación de base: la cristología.... se constituye en el interior de un momento definido de la historia, se elabora bajo determinados modos de producción material, ideal, cultural y eclesial, y se articula en función de determinados intereses concretos y no siempre conscientes» (6). (6) Cf. Jesucristo y la liberación..., op. cit., 13-14. Para la relación entre lugar social y reflexión teológica, cf. L. BOFF: Teología e pratica. Teología do político e suas mediacóes,

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El lugar social es una referencia importante para explicar la existencia de tantas y tan variadas imágenes de Cristo existentes, que juegan funcionalidades diversas y que se corresponden con las distintas Cristologías (7). Interesa preguntarse entonces cuál es el lugar social que permite y hasta facilita la elaboración de la Cristología de la liberación. ¿Desde dónde hay que reflexionar para que la interpretación del acontecimiento Jesús pueda tener una significación verdaderamente liberadora? Antes de responder a la pregunta planteada parece necesario aclarar que en la situación actual de dominación en que viven los pueblos de América Latina la significación liberadora de la Cristología depende sobre todo de su capacidad de mostrar la verdad de Cristo vinculada a la praxis de transformación de la realidad que incluye el cambio estructural de la sociedad, también en su nivel socioeconómico (8). Así las cosas, la pregunta antes formulada podría responderse de esta forma: el lugar social que permite y posibilita la elaboración de una Cristología de la liberación es aquél en que sitúa la opción por los pobres y su causa, es decir, el compromiso solidario con los oprimidos y su lucha de liberación integral. Ese es el nuevo lugar hermenéutico, el «desde donde» que hace posible perfilar una nueva imagen de Jesucristo liberador. Un lugar que supone la inserción en la realidad histórica de opresión para hacerse cargo de ella, cargar con esa misma realidad y, finalmente, encargarse de ella, es decir, comprometerse prácticamente en su transformación (9). Es lo que Ed. Vozes, Petrópolis, 1978, 281-303. Es precisamente la imposibilidad de una ciencia cristológica pura, con pretensiones de validez universal, lo que lleva a J. L. Segundo a renunciar a la Cristología y a postular su anti-cristología, entendida como una lectura situada de Jesús, hecha desde la perspectiva siempre relativa que proporcionan las coordenadas históricas concretas en que se vive (cf. El hombre de hoy..., op. cit., vol. II/I, 25-64). (7) Cf. lo ya dicho en el capítulo I sobre este punto, págs. 15-18; cf. también, H. KÜNG: Ser cristiano..., op. cit., 154-178. (8) Con lo dicho no queremos en forma alguna reducir el alcance significativo que el término liberación tiene para la teología latinoamericana (cf. J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit., 204-205), o negar la importancia que sin duda tienen otros aspectos liberadores de la verdad de Cristo. Sólo intentamos subrayar que «lo típico de la reflexión cristológica latinoamericana es tratar de responder al segundo momento de la Ilustración (representado especialmente por Marx), es decir, mostrar la verdad de Cristo desde su capacidad de transformar el mundo de pecado en Reino de Dios» (cf. J. SOBRINO: Cristología desde..., op. cit., 267; cf. también, ibíd., 24-28). (9) Cf. I. ELLACURIA: «Hacia una fundamentación filosófica del método teológico latinoamericano», en ECA, 322-323 (1975), 419.

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afirma L. Boff cuando señala que la Cristología de la liberación «presupone y depende de una determinada práctica social, que intenta la ruptura con el contexto vigente de dominación». E insiste a continuación: «La realidad social en que nace este tipo de cristología aparece bien definida: es la de aquellos grupos para los que el cambio cualitativo de la estructura social representa una oportunidad de liberarse del opresor dominio del sistema» (10). 1.2.

El lugar eclesial en la Cristología de la liberación

La teología surge de la fe que busca comprender. Sin fe vivida en la comunidad eclesial no hay posibilidad de teología alguna. Toda reflexión cristológica ha de realizarse entonces en el seno de la Iglesia, identificada por la fe en Cristo, que confiesa, vive y celebra. Pero han existido siempre y existen hoy modelos realizados diferentes de Iglesia, que dan lugar a comunidades eclesiales de distinto signo, porque las situaciones en que viven los creyentes son muy diversas y porque la totalidad de su fe en Cristo no es indiferenciada y de hecho se establece siempre una jerarquización que lleva a conceder mayor énfasis a elementos determinados de esa totalidad. Por eso también han existido siempre y existen hoy distintos lugares eclesiales que sin duda influyen en toda posible reflexión cristológica realizada desde ellos. ¿Cuál es el lugar eclesial que permite la elaboración de la Cristología de la liberación? ¿Desde dónde ha de reflexionar el teólogo para que puedan desplegarse las virtualidades liberadoras del acontecimiento Jesús? La respuesta de la teología de la liberación es que ese lugar es la Iglesia de los pobres. En ella, el encuentro con el Jesús vivo, presente hoy en la historia, se realiza de forma privilegiada en el encuentro con los pobres (cf. Mt 25, 31-46) y la fe en él tiene como momento esencial su seguimiento, concretado en opción por los pobres y compromiso liberador. La Iglesia de los pobres es, pues, el ámbito comunitario que facilita y reclama la vivencia de la fe en el Cristo liberador, presente y vivo hoy en la historia: «La ubica(10) Cf. Jesucristo y la liberación..., op. cit., 15. Hay que tener en cuenta, como es obvio, que tal lugar social simplemente «permite», «hace posible» o hasta «facilita» el surgimiento de una Cristología realmente liberadora. No garantiza sin más su realización. Cf. ibíd., 15-16. (Para una consideración de las categorías de «permisión» y «prohibición» en relación con el lugar social del teólogo, cf. L. BOFF: Teología práctica..., op. cit., 281-303.)

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ción eclesial de la cristología significa algo distinto en América Latina y en otras latitudes. La realización de la fe (en América Latina) tiene dos rasgos característicos: la práctica de la liberación y la presencia de Cristo en los pobres... El primero remite al seguimiento de Jesús, exigido por el mismo Jesús; el segundo remite a la encarnación de Jesús en la pobreza y el mundo de los pobres. Tomadas ambas cosas en su conjunto el lugar eclesial del teólogo no es otra cosa que la Iglesia de los pobres» (11). Interesa destacar que entre ambos lugares, social y eclesial, existe una relación de circularidad dialéctica o de implicación recíproca, de forma que se reclaman mutuamente entre sí. El creyente que vive su fe en Cristo desde el lugar que le proporciona la Iglesia de los pobres sentirá la urgencia de estar en el lugar social desde donde es posible la participación activa en los procesos de liberación que asumen con realismo la causa de los pobres de la tierra. Y, a su vez, ese lugar social en que sitúa el compromiso liberador urgirá al creyente a buscar su ubicación eclesial en la Iglesia de los pobres. No parece decisivo determinar si uno de los lugares tiene prioridad sobre el otro, y, en ese supuesto, precisar la naturaleza de esa prioridad. Es más importante verificar su mutua interrelación, su recíproca implicación y fructífera fecundación, y reconocer que, en todo caso, la presencia en ambos lugares es fruto del don gratuito de Dios que concede el querer y el poder.

1.3.

La «ruptura epistemológica» que exige la Cristología de la liberación

Ambos lugares, social y eclesial, relacionados entre sí de la forma indicada, constituyen el núcleo básico del «desde donde» la reflexión cristológica puede ser verdaderamente liberadora, es decir, el aspecto subjetivo fundamental del punto de partida de la Cris(11) Cf. J. SOBRINO: Jesús en América Latina..., op. cit., 77. Sobre la Iglesia de los pobres, cf. J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit., 170-174, con la bibliografía allí aducida. Esta presencia de Cristo en los pobres, fundamental en la Cristología de la liberación, es subrayada con especial vigor por los Obispos españoles de la Comisión Episcopal de Pastoral Social en su reciente Documento «La Iglesia y los pobres» (febrero de 1994): «Podríamos decir que Jesús nos dejó como dos sacramentos de su presencia: uno, sacramental, al interior de la comunidad: la Eucaristía; y el otro existencial, en el barrio y en el pueblo, en la chabola del suburbio, en los marginados, en los enfermos de Sida, en los ancianos abandonados, en los hambrientos, en los drogadictos...» (n. 22).

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tología de la liberación. Son, pues, condición necesaria, aunque no sea suficiente, para que la Cristología de la liberación pueda surgir. Con estas consideraciones estamos ya haciendo referencia a lo que constituye la innovación metodológica de más largo alcance y más específica de la teología latinoamericana de la liberación. La novedad metodológica radica precisamente en la exigencia de que el teólogo, si quiere hacer teología cristiana con significación liberadora, tiene que convertirse previamente a su Señor Jesús, presente hoy de forma privilegiada en los pobres. Para ello ha de seguirle, optando como él optó por los pobres y su causa y traduciendo esa opción, en las circunstancias actuales, en compromiso de transformación liberadora de la realidad. Ese «seguimiento-opción por los pobres-praxis de liberación» constituye lo que los teólogos de la liberación llaman «acto primero», que distinguen del momento de la reflexión realizada a la luz de la fe, en que consiste propiamente la elaboración teológica, a la que llaman «acto segundo». Lo que aquí está en juego no es una cuestión abstracta de metodología teológica, sino algo que afecta directamente a la vida teologal o a la espiritualidad del sujeto de la teología. Al exigir la conversión o «acto primero» como condición previa de posibilidad de la teología de la liberación o «acto segundo», la metodología se identifica con la espiritualidad (12). Ese «acto primero» implica, a nivel vital, la «ruptura-conversión» que reclama el seguimiento de Jesús concretado en opciónpraxis o ingreso solidario en el mundo del «otro» que es el pobre. A nivel del conocimiento, implica la «ruptura epistemológica» indispensable para que la teología deje de ser liberal o idolátrica, discurso complaciente legitimador de lo dado o sometido a la dictadura del orden establecido, y se convierta en discurso de signo crítico-profético y salvífico-liberador, buena noticia o anuncio real de bienaventuranza para los pobres de la tierra (13). Traducido en términos más específicamente cristológicos habría que decir que sólo desde el seguimiento de Jesús —con todas sus implicaciones— se entiende quién es él y cuál es su significación salvífico-liberadora. El seguimiento se convierte en una categoría noética o principio hermenéutico fundamental, que ingresa como momento interno en el proceso mismo de la reflexión cristológica, (12) Cf. G. MUGICA: «El método teológico: una cuestión de espiritualidad», en AA.VV., Vida y reflexión. Aportes de la teología de la liberación al pensamiento teológico actual, Ed. CEP, Lima, 1983, 21-43. (13) Sobre esta innovación metodológica, cf. J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit., 223-231, especialmente notas 167-169.

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condición estricta de posibilidad de la epistemología propia de la cristología de la liberación. Como indica J. Sobrino de forma compendiosa: «conocer a Jesús es seguir a Jesús» (14). 1.4.

Hacia una hermenéutica histórico-práxica, no meramente interpretativa

de su Cristología desde América Latina, cuando afirma que ésta «pretende en directo ayudar a la comprensión de Cristo y a mostrar su operatividad histórica en nuestro continente». Completamos de esta forma lo que hemos llamado aspecto subjetivo del punto de partida de la Cristología de la liberación o también su punto de partida real. Su núcleo básico está constituido por la fe vivida en los lugares social y eclesial referidos, que proporcionan la «ruptura epistemológica» indispensable para que pueda surgir la Cristología de la liberación. En conexión con esos lugares, brota además la exigencia de una hermenéutica históricamente operativa, capaz de poner de manifiesto las virtualidades prácticamente liberadoras del acontecimiento Jesús.

Desde los lugares social y eclesial indicados se percibe sin esfuerzo que la reflexión teológica ha de tener una dimensión práxica, una funcionalidad históricamente liberadora. Por eso, la teología de la liberación se entiende a sí misma al servicio de una fe históricamente fecunda por su capacidad de contribuir a la liberación de los pobres de la tierra. Se supera así la tentación de conceder al conocimiento teológico una significación liberadora si se limita a explicar la realidad sin contribuir a transformarla o si se contenta con esclarecer la coherencia de su verdad con las exigencias de la razón teórica. Desde la experiencia de la opresión se busca con afán llegar a la verdad a través de su capacidad de transformar la realidad intolerable. En consecuencia, no se eligen modelos meramente interpretativos que explican y, al menos indirectamente, justifican la realidad en su configuración actual, sino modelos hermenéuticos operativos, capaces de incidir en la transformación liberadora de la misma realidad (15). Desde luego, el encuentro con el Cristo liberador exige una hermenéutica cristológica histórico-práxica, operativamente conectada con la historia y su transformación liberadora. Una hermenéutica que permita descubrir la significatividad salvífica de Cristo por su capacidad de suscitar en los creyentes praxis de liberación. Tiene, pues, razón Jiménez Limón cuando dice que la Cristología de la liberación es «una Cristología para la conversión en la lucha por la justicia» y que por eso una de sus finalidades fundamentales o «lo que está en juego es que no se use el misterio de Jesús para sostener la injusticia» (16). Esta finalidad está clara y concisamente expresada por J. Sobrino en el prólogo a la segunda edición

Para la Cristología de la liberación el Jesús histórico es el aspecto de la realidad totalizante de Cristo que mejor permite el acceso al Cristo total. Como afirma L. Boff «la cristología de la liberación elaborada desde América Latina antepone el Jesús histórico al Cristo de la fe» (17). En la terminología que ya conocemos de Sobrino, el Jesús histórico es el aspecto objetivo del punto de partida de la Cristología de la liberación o también su punto de partida metodológico (18). El panorama cristológico actual, como bien se sabe, está dominado por la convicción de que es posible y teológicamente necesario volver al Jesús de la historia, aunque, naturalmente, con todas las cautelas que dos siglos largos de investigación nos obligan a tomar. Como señala González Faus, «frente a la ausencia total del Jesús histórico tanto en Bultmann que lo ignora... como en Tomás de Aquino que se limita a justificar con razones "a priori" los episodios de su vida, hoy asistimos a una vuelta al Jesús de la historia, es decir, a lo que la historia nos puede decir sobre la vida real y sobre la persona concreta de aquel hombre que se llamó Jesús de Nazaret» (19).

(14) Cf. Cristología desde..., op. cit., 45-46. 191-194; id., Jesús en América..., op. cit., 176-177; J. B. METZ: Las órdenes religiosas..., op. cit., 47-52; id., La fe, en la historia..., op. cit., 66-70. (15) Sobre al carácter cognoscitivo, ético y práxico del quehacer teológico, cf. J. SOBRINO: «Teología de la liberación y teología europea progresista», en Misión Abierta, 77 (1984) 403-406; id., Resurrección de la verdadera Iglesia..., op. cit., 24-35; J. B. METZ: La fe, en la historia..., op. cit., 70-74.

(16) Cf. «Una cristología para la conversión en la lucha por la justicia», en Christus, 511 (1978), 47. (17) Cf. Jesucristo y la liberación..., op. cit., 25. (18) Cf. Cristología desde..., op. cit., 1-12. Id., Jesucristo liberador..., op. cit., 59-92. Sobrino muestra que los teólogos de la liberación coinciden en conceder prioridad al Jesús histórico. (19) Cf. El acceso a Jesús..., op. cit., 20.

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1.5.

La Cristología de la liberación concede importancia decisiva a la figura histórica de Jesús de Nazaret

237

Pero esta vuelta al Jesús de la historia presenta en la Cristología de la liberación latinoamericana unas características específicas que le confieren identidad propia: «En Europa el Jesús histórico es objeto de investigación, mientras que en América Latina es criterio de seguimiento. En Europa el estudio de Jesús histórico pretende establecer las posibilidades y razonabilidad del hecho de creer o no creer. En América Latina la apelación al Jesús histórico pretende llevar ante el dilema de convertirse o no» (20). La cristología de la liberación no niega la conveniencia de la investigación histórico-crítica sobre Jesús. Sabe que es necesaria para superar una presentación mitologizada de Cristo y poder elaborar una Cristología fundamental que muestre el carácter de «obsequio razonable» que tiene la fe en Cristo, como salvación escatológica de Dios. Sin embargo, no es ésa la intencionalidad que guía su vuelta al Jesús de la historia. La Cristología de la liberación intenta recuperar la historia de Jesús con la finalidad prioritaria de proseguir esa misma historia en la situación actual de opresión de América Latina. No es tanto la razonabilidad de la fe en Cristo cuanto su operatividad histórica de signo liberador lo que es necesario poner de manifiesto en la situación de los pueblos latinoamericanos, con mayorías crecientes y oprimidas. Por eso, y concretando todavía más, lo que persigue la Cristología de la liberación es recuperar el modo concreto de hacer historia de Jesús mediante su práctica salvífico-liberadora al servicio del Reino de Dios y el modo de hacerse Jesús a través de esa misma práctica, con la finalidad de que puedan ser conocidos, recreados y continuados hoy por los creyentes en el contexto de América Latina e impedir así que la imagen de Cristo pueda ser presentada en connivencia con los ídolos de la opresión y de la muerte: «La Cristología latinoamericana entiende por Jesús histórico la totalidad de la historia de Jesús, y la finalidad de comenzar con el Jesús histórico es la de que prosiga su historia en la actualidad... Lo más histórico del Jesús histórico es su práctica, es decir, su actividad para operar activamente sobre su realidad circundante y transformarla... en la dirección del reino de Dios... Lo histórico del Jesús histórico es entonces para nosotros, en primer lugar, una invitación (y una exigencia) a proseguir su práctica; en el lenguaje del mismo Jesús, a su seguimiento para una misión... Lo que hay que asegu-

(20) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: «Hacer teología y hacerse teología», en AA.VV., Vida y reflexión..., op. cit., 79.

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rar cuando se habla del Jesús histórico es antes que nada el proseguimiento de su práctica (21). A partir de la importancia concedida al Jesús histórico, en el sentido indicado, volvemos otra vez a encontrarnos con el nuevo modelo hermenéutico que caracteriza a la Cristología de la liberación, reclamado por el lugar social y eclesial desde donde se elabora tal Cristología, es decir, aquél que da primacía al hacer sobre el mero explicar y que pretende fundamentalmente garantizar que el modo de hacer historia de Jesús y su modo de realizarse personalmente en la historia mediante la obediencia y la fidelidad al Padre sean proseguidos hoy por los que creen en él. Entre lo que hemos llamado núcleo básico o aspecto subjetivo fundamental del punto de partida de la Cristología de la liberación (el «desde donde» o los lugares social y eclesial) y este privilegio concedido al Jesús histórico o aspecto objetivo del mismo punto de partida, existe la misma relación de implicación recíproca o circularidad dialéctica y de mutuo y fecundo enriquecimiento que vimos existía entre ambos lugares social y eclesial. Tampoco en este caso es decisivo saber a qué aspecto es preciso otorgar prioridad cronológica o lógica, sino constatar que se implican y reclaman entre sí. En efecto, por una parte, «la cristología latinoamericana cree... que la ubicación privilegiada del teólogo es el mundo de los pobres y la Iglesia de los pobres y que... esa ubicación le remite más espontáneamente al Jesús histórico cuando aborda el tema de la cristología» (22). Por otra parte, en la figura del Jesús histórico y más en concreto en su práctica liberadora o forma de hacer historia, somos invitados a encontrarle de forma preferente en el rostro de los pobres de la tierra (cf. Mt 25, 31-46) y a seguirle dejándolo todo (cf. Mt 6, 24; 10, 37-38; 16, 24; Le 9, 57-62; 18, 22; Jn 12, 24), para anunciar y hacer presente el reinado de Dios como Buena Noticia de liberación para esos mismos pobres (cf. Mt 5, 3-12; 11, 4-6; Le 4,16-21; 6, 20-23; 7, 22-23). Es decir, somos invitados a situarnos en el lugar social y eclesial donde están los pobres y se juega su liberación. Dada esta relación de circularidad no es extraño comprobar que ambos aspectos —el subjetivo y el objetivo— converjan en la exi(21) Cf. J. SOBRINO: Jesús en América..., op. cit., 81-82. Cf. también, ibíd., 72-75. P.ste carácter prioritario otorgado a la relevancia salvífico-liberadora de la vuelta al Jesús histórico, siempre vinculada al proseguimiento de su práctica, es una constante de lg Cristología de la liberación: cf., por ejemplo, L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. til 25-26. (22) Cf. J. SOBRINO: Jesús en América..., op. cit., 80.

219

gencia de un mismo modelo hermenéutico, prioritariamente preocupado por la operatividad histórica del conocimiento teológico.

2.

CONTENIDOS FUNDAMENTALES DE LA CRISTOLOGIA DE LA LIBERACIÓN

Teniendo siempre en cuenta las premisas metodológicas establecidas vamos a centrar ahora la atención en las cuestiones que son objeto de consideración preferente por la cristologia de la liberación. Sin la menor pretensión de exhaustividad pretendemos simplemente presentar, en síntesis muy apretada, algunos de los contenidos fundamentales de la Cristologia de la liberación, aquéllos que pensamos que constituyen su aportación más específica y significativa. 2.1.

La vuelta al Jesús histórico, tal como se entiende en la Cristologia de la liberación, descubre en su vida una relacionalidad constitutiva con el Reino (de Dios) y con el Dios (del Reino)

La Cristologia actual coincide en señalar que la vida histórica de Jesús, tal como nos la presentan los relatos evangélicos, tiene su centro y su sentido último y decisivo en dos realidades claves: Dios —a quien Jesús llama «Abbá»— y el Reino. Pero ambas realidades están tan inseparablemente relacionadas que no se pueden entender separadas. Para Jesús Dios es siempre el Dios del Reino y el Reino es siempre el Reino de Dios, de tal forma que más que de dos realidades tal vez convendría hablar de una «totalidad dual» (Sobrino), es decir, del Reino de Dios que remite al Dios del Reino. Para la reflexión cristológica es fundamental determinar el contenido significativo del Reino de Dios para clarificar quién es Jesús, anunciador y servidor de ese Reino, y quién es el Dios de Jesús, en tanto que Dios del Reino. 2.1.1.

Jesús y el Reino de Dios

Como señala L. Boff, «el Jesús histórico no predicó sistemáticamente sobre sí mismo, ni sobre la Iglesia, ni sobre Dios, sino sobre el Reino de Dios» (23). Ni él mismo, ni siquiera Dios, sin más, fue(23) Cf. Jesucristo y la liberación..., op. cit., 26.

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ron para Jesús la realidad absoluta y decisivamente última; esa funcionalidad la jugó, tanto en su predicación como en su vida, el Reino o reinado de Dios. Por eso «su relacionalidad constitutiva hacia esa totalidad dual, "Reino de Dios", es lo que en principio proporciona la clave para acceder a Jesús y para organizar coherentemente su vida y misión» (24). ¿Qué es el Reino de Dios para Jesús? En la respuesta a esta pregunta o, más concretamente, en la metodología escogida para responderla, encontramos una de las aportaciones más específicas y significativas de la Cristologia de la liberación. Veámoslo (25). Según los relatos evangélicos Jesús no aclaró nunca de forma directa qué entendía por Reino de Dios. Lo anunció, proclamó su cercanía y aun su presencia (cf. Me 1,15; Le 17, 21), se refirió constantemente a él en muchas de sus parábolas —104 veces aparece el término Reino («Basileia») en los Evangelios— y reclamó conversión para entrar en él, pero jamás nos dijo expresamente en qué consistía. Por esta razón es necesario aclarar su contenido significativo utilizando una metodología de aproximación indirecta. Dos son, en concreto, los grandes caminos elegidos hoy por la reflexión cristológica para precisar bíblicamente qué es el Reino para Jesús. No son caminos excluyentes, sino complementarios, pero según se conceda prioridad a uno u otro se llega a nociones distintas del Reino de Dios. El primero es el nocional, que intenta, como indica J. Sobrino «averiguar lo que fue el Reino para Jesús a partir de la noción que el mismo Jesús pudo tener de él» y para ello analiza «las diversas nociones del Reino en el Antiguo Testamento y en los contemporáneos de Jesús e indaga lo que Jesús recogió de ellas y en lo que se diferenció» (26). La conclusión a que se llega por este camino (24)

Cf. J. SOBRINO: «Jesús de Nazaret», en C. FLORISTAN y J. J. TAMAYO (eds.), Con-

ceptos fundamentales de Pastoral..., op. cit., 485. Sobre la centralidad del Reino de Dios en la cristologia de la liberación, cf. J. SOBRINO: Jesucristo liberador..., op. cit., 95-177. Esta centralidad del Reino de Dios en la predicación y en la vida de Jesús es, en principio, reconocida por la Cristologia actual en general: cf., por ejemplo, H. KÜNG: Ser cristiano..., op. cit., 268; K. RAHNER: Estudio teológico y exegético, Ed. Cristiandad, Madrid, 1975,35. (25) Seguiré muy de cerca el trabajo de J. SOBRINO: «La centralidad del "Reino de Dios" en la teología de la liberación», en Revista Latinoamericana de Teología, 3 (1986), 247281. La relación entre Jesús y Reino de Dios es una cuestión ampliamente tratada en la Cristologia de la liberación.: cf., por ejemplo, L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 2628; 83-109; J. L. SEGUNDO: El hombre de hoy..., op. cit, T. II/I, 127-250; id., La historia perdida..., op. cit., 149-268; J. SOBRINO: Cristologia desde..., op. cit., 31-58; id., Jesús en América..., op. cit, 97-114; id., Jesiís de Nazaret..., art. cit., 484-491; id., Jesucristo liberador..., op. cit., 95-177. (26) Cf. Lo centralidad..., art. cit., 254-255.

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—utilizado con preferencia por algunas Cristologías importantes, como las de Kasper y Pannenberg, por ejemplo— es válida pero insuficiente: el Reino es presentado como una utopía, la salvación plena que se acerca para todos como don gratuito de Dios. Precisa de ulterior concreción para evitar el formalismo abstracto. El segundo camino es el de la praxis de Jesús. Intenta precisar el contenido significativo del Reino considerando con prioridad el hacer de Jesús, sus «signos» («érgon», «semeion») y toda su actividad liberadora de denuncia y desenmascaramiento, orientada a lograr una conversión personal y una transformación social que haga posible la bienaventuranza para los pobres de la tierra. La Cristología de la liberación elige este segundo camino. Sin embargo, no reside en esta elección, sin más, su originalidad y aportación específica (27), sino más concretamente, en el énfasis especial concedido a los destinatarios preferentes de esa praxis liberadora de Jesús, que son igualmente los destinatarios del Reino, es decir, los pobres de la tierra (28). Veamos en forma de breves puntos las conclusiones a que llega sobre esta cuestión la Cristología de la liberación, siguiendo el camino mencionado: a) Jesús no se limitó a anunciar el Reino y esperar pasivamente su venida, sino que puso a su servicio su actividad, su hacer transformador (cf. Me 1, 39; Mt 4, 23; 9, 35; 11, 5-6; Le 4, 16-21; Hech 10, 38...). b) Aunque con intensidad desigual, según las distintas etapas de su vida, Jesús realizó una serie de acciones para significar la presencia parcial del Reino entre nosotros: milagros, expulsión de demonios, acogida de pecadores con perdón de sus pecados... (27) E. SCHILLEBEECKX, por ejemplo, afirma igualmente que «el contenido concreto del Reino surge de su ministerio y actividad consideradas como un todo» (cf. Jesús, An experiment in Christhology, New York, 1979,143; cf. también Ch. DUQUOC El Dios de Jesús y la crisis..., art. cit., 47-50). (28) J. Sobrino lo dice claramente cuando observa que la consideración preferente de los destinatarios «parece ser el aporte metodológico más específico de la teología de la liberación» a partir del presupuesto fundamental de que «contenido y destinatarios del Reino se esclarecen mutuamente». Es tal la importancia que Sobrino concede a este punto que considera que junto a la primera vía nocional y a la segunda de la praxis conviene señalar una tercera o de los destinatarios, para «insistir en la limitación y peligrosidad de considerar sólo la primera vía y en recalcar la necesidad de la segunda y especialmente de la tercera» (cf. La centralidad..., art. cit., 252-254). A mi entender, las dos últimas vías pueden fundirse en una, la de la praxis, siempre que al considerarla se tenga en cuenta como algo decisivamente importante sus destinatarios. El mismo Sobrino afirma «que sólo por razones metodológicas separamos esta vía (la segunda, o de la praxis) de la tercera, la vía del destinatario (ibíd., 257).

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c) Los milagros de Jesús en tanto que «clamores del Reino» o «signos» de que el reinado de Dios se hace presente entre nosotros como poder que salva, realizados a impulsos de su compasión y misericordia hacia los débiles y oprimidos (cf. Me 1, 41; 6, 34; 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; 15, 21-28 par.; 15, 32; 17, 14-29 par.; 20, 29-34 par.; Le 7, 13-14; 17, 11-19...), nos manifiestan que el Reino de Dios es salvación entendida como superación de males concretos (hambre, enfermedades, desesperanza del pecador despreciado...) y liberación de opresiones históricas (causadas, según se creía, por el poder del maligno y por la marginación injusta). d) Los relatos evangélicos nos hablan de una actividad constante de Jesús con la que pretende desenmascarar, denunciar y destronar los falsos dioses o ídolos opresores que sustentan las estructuras (civiles y religiosas, socioeconómicas, jurídicas y culturales) que oprimen a los pobres y pecadores y se afirman a costa de su dignidad, libertad y aun su propia vida. Esta actividad más globalizante y como correlativa a la totalidad del Reino, en tanto que destinada a combatir las causas históricas del antirreino y a configurar la sociedad de forma radicalmente distinta, nos muestra que el Reino, sin dejar de ser una realidad escatológica y teologal, tiene una dimensión histórico-social y, por tanto, política (29). e) Toda esta praxis de Jesús realizada al servicio del Reino es una praxis procesual, situada, partidaria y conflictiva que tiene siempre una clara significación salvífico-liberadora y constituye para todo creyente una invitación apremiante a proseguirla en su propio presente histórico. f) Jesús, como hombre pleno, es un ser que hace historia al compás de su propio hacerse en el tiempo. La cristología de la liberación insiste en la dimensión procesual de la relación creyente de Jesús con el Padre Dios y en el cambio por él experimentado en su forma de entender el Reino y el cómo ponerse a su servicio (30). g) La cristología de la liberación insiste también en que la práctica de Jesús al servicio del Reino es una práctica situada, es decir, realizada en un contexto, geográfico e histórico, determinado. De ahí la importancia que concede al estudio del mundo socioeconómico, político y religioso del tiempo de Jesús, ya que sólo en (29) La dimensión indudablemente política que tiene el Reino de Dios está amplia y magníficamente desarrollada en J. L. SEGUNDO: El hombre de hoy..., op. cit., 11/1, 105-250. Cf., también, J. M.a CASTILLO: «Jesús y el proyecto de una nueva sociedad», en id. y J. A. Estrada, El proyecto de Jesús, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1985, 33-44. (30)

Cf. J. SOBRINO: Cristología desde..., op. cit., 59-108; C. BRAVO GALLARDO: Jesús,

hombre..., op. cit., 255.

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relación con él se comprende el alcance de su actividad en general (controversias, tomas de posición, denuncias...) y, en consecuencia, el contenido significativo del Reino y todas sus implicaciones (31). h) La práctica de Jesús es además partidaria, es decir, tiene como destinatarios a los pobres, por ser ellos precisamente los destinatarios del Reino de Dios. La Cristología de la liberación establece una vinculación esencial entre Jesús y los pobres: «pertenece esencialmente a la vida y a la misión de Jesús su referencia y pertenencia al mundo de los pobres. Y cuando decimos "esencialmente" queremos significar que, si no se da esa referencia o se da de forma indebida, queda desvirtuado el mismo Jesús como salvador de los hombres» (32). Esta vinculación esencial se expresa en que Jesús fue pobre y además, y esto es lo más importante, en que optó por los pobres y su causa, poniendo su vida a su servicio, anunciando a ellos y desde ellos el Reino y compartiendo su destino hasta sus últimas consecuencias. i) La teología latinoamericana de la liberación considera que la determinación de los pobres como destinatarios del Reino de Dios es algo adquirido por la exégesis, incluso con anterioridad a su propio surgimiento (33). En lo que ha profundizado dicha teología es en la noción misma de pobres, en cuanto sujeto colectivo y conflictivo, realidad socioeconómica e histórico-dialéctica con clara significación política (34). j) Si los pobres son los destinatarios del Reino, es decir, si el Reino llega para que los pobres puedan ser bienaventurados (cf. Mt 5, 3; Le 6, 20), entonces tiene que entenderse como utopía superadora de la pobreza injusta. Como afirma gráficamente J. Sobrino «quizá pueda decirse simplemente que el Reino de Dios es un mundo, una sociedad, que posibilita la vida a los pobres y su dignidad» (35). k) Por estar históricamente situada en un mundo de pobreza y opresión y por ser partidaria en el sentido ya indicado, la práctica de Jesús al servicio del Reino fue inevitablemente conflictiva. La dimensión de conflictividad partidaria es, sin duda, la característica más específica de la práctica de Jesús, según la Cristología de la (31) Cf., por ejemplo, H. ECHEGARAY: La práctica..., op. cit., 67-154; R. VIDALES: La práctica histórica..., art. cit.; C. BRAVO GALLARDO: Jesús, hombre..., op. cit., 255. (32)

Cf. I. ELLACURIA: «Pobres», en C. FLORISTAN y T. J. TAMAYO (eds.), Conceptos

fundamentales de Pastoral..., op. cit., 792. (33)

Cf. J. SOBRINO: La centralidad..., art. cit., 263.

(34) Cf. J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit., 95-192. (35) Cf. La centralidad..., art. cit., 264.

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liberación. A través de ella quiere recuperar toda la dimensión «abismal» y «subversiva» del acontecimiento Jesús y remitir así a la trascendencia trastornante e incómoda del Dios de Jesús y a su radical disidencia respecto de este mundo burgués que margina y oprime a los pobres. 1) Teniendo en cuenta todo lo dicho sí podemos afirmar algo del Reino de Dios y, en consecuencia, de Jesús, como anunciador y mediador con su praxis de ese Reino. En efecto, en los signos realizados por Jesús el Reino se nos presenta como una realidad salvífico-liberadora que salva de necesidades concretas (concediendo pan a los hambrientos, salud a los enfermos, esperanza a los desesperados...) y libera de opresiones históricas (esclavitudes y marginaciones de distinto signo). En la totalidad de la práctica procesual, situada, partidaria y conflictiva de Jesús, el Reino se nos presenta como alternativa ofrecida por Dios a la situación global existente, históricamente dominada por los valores del antirreino; como el ideal de una sociedad nueva que va a implantar en la historia la realización definitiva de la justicia, la utopía de los pobres, el término de su marginación injusta, la liberación de sus esclavitudes, la posibilidad de su vivir con dignidad (36). En esta perspectiva Jesús se nos presenta, con sus signos y toda su práctica, como el anunciador y servidor de ese Reino de Dios. Su causa, a cuyo servicio estuvo con fidelidad total y por la que entregó su vida, fue la causa del Reino. Es más: se nos presenta igualmente como el que invita a la conversión y a su seguimiento para que ese Reino pueda seguir siendo conocido, anunciado y servido (cf. Le 9, 1-6 par.; 10,1-12) y así su causa proseguida. Al elegir la vía de la praxis como camino más adecuado para determinar qué es el Reino de Dios y quién es Jesús, la Cristología de la liberación es coherente con aquel presupuesto epistemológico fundamental ya referido, según el cual para conocer y acceder al Cristo liberador hay que conceder importancia decisiva al Jesús histórico y, más en concreto, a su práctica, que es «lo más histórico (36) Nótese que en el ámbito propio de la Cristología de la liberación en que nos movemos, nos limitamos a clarificar la noción de Reino de Dios en función de precisar quién es Jesús como anunciador y mediador de ese Reino. No intentamos el desarrollo sistemático de la categoría Reino de Dios que nos obligaría a plantear explícitamente otras cuestiones importantes, como, por ejemplo, su dimensión escatológica de presente y de futuro, su dimensión histórica y transhistórica, su gratuidad y la posibilidad y necesidad de colaborar libremente en su realización...

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del Jesús de la historia». Añadíamos entonces que la práctica de Jesús no quiere ser considerada en la Cristología de la liberación con la finalidad fundamental de ser meramente conocida y explicada, sino que ha de primar el interés de proseguirla. Lo cierto es que a eso invitó Jesús a sus discípulos —a seguirle a él y a proseguir su causa, como vimos— y a eso mismo nos sigue invitando hoy cuando nos acercamos a él como servidor del Reino por la vía de la práctica. Y así volvemos a la circularidad hermenéutica que con tanto vigor subraya la Cristología de la liberación: es la práctica del servicio al Reino —una práctica también hoy situada, procesual, partidaria y conflictiva— la que permite conocerlo. O lo que es lo mismo: es el seguimiento de Jesús el que permite saber de él. Y ese conocimiento y saber se traducen a su vez en exigencia de práctica y seguimiento más fiel. Y el movimiento circular es inacabable.

2.1.2.

El Dios de Jesús como Dios del Reino

Decíamos ya que la determinación del contenido significativo del Reino de Dios nos lleva también a perfilar quién es el Dios de Jesús puesto que su práctica al servicio del Reino es la respuesta de Jesús a la voluntad de su Dios. De su relacionalidad constitutiva con el Reino brota la revelación de Dios como Dios del Reino. Es cierto que el Dios de Jesús es el Dios Padre-Madre, a quien Jesús llamaba «Abbá», término arameo que expresa una relación singularísima de filiación, vivida con especiales connotaciones de cercanía íntima y confiada, de cálida familiaridad (37). Pero ese Dios Padre-Madre es el mismo Dios del Reino de tal forma que se puede establecer una vinculación dialéctica entre los dos términos, Abbá y Reino, en el sentido de que el contenido significativo del uno remite al otro para ser aclarado. Por eso, en realidad, hablar del Dios Padre-Madre de Jesús es hablar del Dios del Reino y a la inversa. Precisamente porque Dios es Padre misericordioso, amor radical y originario, el Reino viene a la historia y por eso el acceso al Padre pasa por la aceptación de ese Reinó, por el compromiso que nos sitúa a su servicio. Con la categoría de Reino se concreta la

(37) Cf. J. JEREMÍAS: Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1981,19-89; id., Teología del Nuevo Testamento, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1974, 80-87.

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significación que tiene para los seres humanos invocar a Dios como Padre-Madre (38). Fiel a su metodología, la Cristología de la liberación recalca con énfasis especial la fuerza revelatoria estrictamente teológica que tiene el acontecimiento Jesús históricamente considerado y, más concretamente, su práctica (procesual, situada, partidaria y conflictiva) al servicio de la causa del Reino de Dios. Es claro, como veremos, que la fuerza revelatoria del Jesús histórico se plenifica en la cruz —destino final al que le condujo su praxis— y muy especialmente en la resurrección. Pero también se confirma ya que «la resurrección no nos dispensa de considerar la historia de Jesús, sino que nos hace profundizar en ella, como lo prueban los mismos evangelios» (39). ¿Qué perfil cobra el Dios de Jesús desde la consideración de su praxis al servicio del Reino? La Cristología de la liberación destaca los aspectos siguientes: a) Una primera característica general, que engloba a las restantes y que especifica al Dios del Reino según la Cristología de la liberación es su dimensión abismal y escandalosa. Para los teólogos latinoamericanos la práctica de Jesús nos pone de manifiesto que su Dios Padre del Reino que llega es un Dios distinto, «inverso» y «disidente». En un mundo que ha abaratado y aburguesado la imagen de Dios, haciendo de ella paráfrasis complaciente o legitimación sacral de lo dado, la Cristología de la liberación insiste en que aceptar a Jesús como revelación de Dios supone asumir el escándalo de un Dios diferente. b) Esa dimensión escandalosa de Dios se concreta en primer término en que el Dios del Reino es el Dios de los pobres, «distinto del dios de los señores» (G. Gutiérrez). Si el Reino de Dios, tal como se nos presenta a través de la práctica de Jesús, es, como vimos, buena noticia de salvación liberadora para los pobres, el Dios del Reino es el Dios-de-los-pobres, solidario con ellos y su causa. Y los pobres son lugar teológico, al ser la última mediación de Dios o la mediación de su ultimidad, el sacramento privilegiado de su presencia y el espacio preferente para acceder a y encontrarse con él. Sufriendo por su pobreza injusta, los pobres son los que continúan entre nosotros la revelación y presencia de un Dios impoten(38) Cf. X. PIKAZA: Los orígenes de Jesús, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976, 110; H. ECHEGARAY: La práctica..., op. cit., 173; J. I. GONZÁLEZ FAUS: El acceso a Jesús..., op. cit.,

46-49. (39) Cf. L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 26.

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te y débil, ausente y sufriente, negado y crucificado. Son el signo escandaloso del fracaso de Dios en la historia, por ser la señal inequívoca de que el Reino de Dios, como bienaventuranza para ellos, todavía no ha llegado. Pero los pobres no sólo sufren, sino que además gozan, festejan, luchan y esperan una situación mejor. Al menos muchos de ellos, y los que con ellos se identifican, denuncian su situación injusta actual y luchan con esperanza por superarla. Si su pobreza es signo de que el Reino de Dios todavía no es realidad entre nosotros, su lucha esperanzada es signo de que sí ya está presente. Dios está en los pobres no sólo sufriendo misteriosamente con ellos, sino también esperando con ellos, negando activamente su presente doloroso, anunciando, reclamando y suscitando un futuro nuevo que suponga la superación de este tiempo de opresión que pasa. Y así el Dios de Jesús es, para los pobres, Dios ánimo, Dios ilusión, Dios esperanza, Dios utopía, Dios liberador, que interviene salvíficamente en la historia como el que quiere establecer la justicia y el derecho de los pobres. c) El Dios liberador que busca establecer la justicia y el derecho de los pobres tiene que adquirir —en un mundo como el latinoamericano donde la pobreza acerca a la muerte «temprana e injusta»— el perfil de un Dios de vida. Esta característica del Dios del Reino como Dios de vida es también especialmente destacada por la Cristología de la liberación, que rescata así una categoría bíblica fundamental (cf. Dt 30, 15; 19-20; Mt 22, 32; Me 12, 27; Le 20, 38; Jn 10, 10; 14, 6). En la situación de opresión que se vive en América Latina, de esta característica se derivan las consecuencias siguientes: — La teología no debe elaborarse al margen de la alternativa radical muerte-vida. Puede decirse, concretando la vieja fórmula de Ireneo, que «la gloria de Dios es el pobre que vive» (Mr. Romero). — El Dios verdadero es el garante de la vida humana y le otorga carácter de valor último y no provisorio, capaz de relativizar los valores restantes si entra en conflicto con ellos. — Todo lo que injustamente amenaza la vida del ser humano y, sobre todo, del pobre es un atentado contra el Dios de Jesús. Por eso puede y debe decirse que el pecado por excelencia, el verdaderamente mortal, es el que ocasiona la muerte de tantos prójimos pertenecientes a las mayorías pobres y oprimidas. — Lo que más radicalmente se opone al Dios de Jesús en tanto que Dios de vida es la idolatría o el culto a los dioses-ídolos que 248

demandan vidas humanas para poder subsistir. Esta idolatría se opone más directamente a Dios que el mismo ateísmo. — La fe en el Dios de Jesús se expresa —no únicamente, pero sí ineludiblemente— en el compromiso en favor de los pobres y su causa (40). d) La Cristología de la liberación reformula la trascendencia de Dios —su condición de siempre «mayor», misterio inabarcable y no manipulable— a partir de su condición de Dios de los pobres. Lo expresa con precisión J. Sobrino: «La "novedad" e "impensabilidad" de que los pobres sean destinatarios del Reino se convierte en mediación histórica de la novedad e impensabilidad de Dios, de su misterio, de su trascendencia con respecto a imágenes humanas de Dios. Aceptar que el destinatario del Reino son los pobres es una forma eficaz de dejar a Dios ser Dios, de dejar que él se muestre como él es y como él quiere mostrarse. La realidad trascendente de Dios podrá ser analizada desde otras perspectivas. Pero... puede ser analizada también desde su mostrarse así y no de otra manera. En el fondo no otra cosa hizo Pablo al proponer la cruz como la sabiduría de Dios, obviamente locura y escándalo, pero a través de la cual Dios se manifestaba como Dios. Algo semejante ocurre al afirmar que el Reino de Dios es de los pobres por ser pobres y sólo por ser pobres. A través de ello Dios se muestra como Dios, como el misterio inmanipulable» (41). e) Pero a la Cristología de la liberación, fiel una vez más a su orientación hermenéutica fundamental, le interesa sobre todo que no se puede confesar al Dios de los pobres sin optar por su causa, ni al Dios de la vida sin luchar contra los ídolos que legitiman la injusticia que causa la muerte temprana de tantos... En definitiva al Dios disidente que nos revela la práctica de Jesús no se le puede confesar con verdad sin hacerse cargo prácticamente de tal disidencia en una sociedad como la nuestra. El acceso al Dios de Jesús a través del camino elegido por la Cristología de la liberación pone de manifiesto que confesar a Dios es «practicarle» (G. Gutiérrez). Por eso la lucha contra los ídolos de muerte, contra la injusticia que crucifica a los pobres, es afirmación de Dios, y la práctica de la injusticia o la pasividad resignada ante ella es su negación.

(40) Cf. G. GUTIÉRREZ: «El Dios de la vida», en Christus, 47 (1982), 28-57; J. SOBRINO: La aparición del Dios de vida..., art. cit., 70-121. (41) Cf. La centralidad..., art. cit., 265.

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2.2.

La Cristología de la liberación recupera la dimensión histórica de ¡a cruz y desde ella reformula su significado redentor 1/ salvífico-liberador y la imagen misma de Dios

La Cristología de la liberación concede a la cruz de Jesús o al Jesús crucificado una importancia central. En primer término, y como ya vimos, es una Cristología realizada desde la cruz o desde el seguimiento del crucificado hecho opción por los pobres, es decir, desde el lugar en que sitúa la solidaridad real con los crucificados de la tierra (42). Pero es que además, al considerar al Jesús crucificado como objeto explícito y central de su reflexión, la Cristología de la liberación ha renovado algunos aspectos de la consideración teológica clásica de la cruz. Veamos algunas de sus aportaciones más significativas: a) La recuperación histórica de la cruz, preocupación fundamental y logro importante de la Cristología de la liberación, ha contribuido decisivamente a liberarla de su condición de mero símbolo del carácter oneroso de nuestra reconciliación con Dios (43). b) Históricamente considerada, la cruz de Jesús, suplicio infamante especialmente reservado para los esclavos y subvertores políticos o alteradores del orden establecido, fue el resultado de su vida entera, de su anuncio y de su praxis situada, partidaria y conflictiva: «Jesús no buscó la muerte: le fue impuesta desde fuera, y él la aceptó, no resignadamente, sino como expresión de su libertad y fidelidad a la causa de Dios y de los hombres» (44). Los responsables directos y principales de ella fueron los detentadores del poder religioso y político, que le declararon blasfemo y subvertor. c) La Cristología de la liberación denuncia con vigor las insuficiencias de las llamadas teorías expiatorias y sus modelos principales —sacrificio expiatorio, satisfacción sustitutiva, precio pagado como rescate— por pretender explicar la significación redentora de Jesucristo con una consideración «puntualista» o descontextualizada de la cruz, centrada en la sangre derramada, en el sufrimiento y pasión de Jesús (45). La descontextualización de la cruz que realizan tales teorías ha conducido a la deformación de (42) Cf. J. Lois: «Opción por los pobres y teología de la cruz», en Misión Abierta, núm. 3 (junio 1986), 53-70. (43) Cf. Ch. DUQUOC: «Actualidad teológica de la cruz», en AA.VV., Teología de la cruz, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1979, 26. (44) Cf. L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 32. (45) Cf., por ejemplo, L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 386-404.

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la imagen del Dios cristiano, a una valoración positiva del dolor humano en sí mismo considerado y a la pérdida de la dimensión crítico-profética de la cruz y su consiguiente significación políticoliberadora (46). d) Toda lectura que pretenda desentrañar la significación salvífico-redentora de la cruz de Jesús, debe arrancar de su recuperación histórica, que la vincula a la totalidad de su vida y mensaje, a unos responsables históricamente conocidos y a su misma conciencia de servidor del Reino, mantenida con fidelidad hasta el momento final. e) Es indudable que la significación salvífica de la cruz sólo puede descubrirse con plenitud a la luz que proyecta sobre ella y la vida entera de Jesús el acontecimiento escatológico de la resurrección. En este sentido es preciso recordar que la reflexión creyente sobre la cruz tampoco puede separarse de la resurrección, destino final del crucificado y sentido último de su vida histórica culminada en la cruz. Pero la resurrección, aunque refiere al «más allá» de la historia y la abre al encuentro definitivo con Dios, remite igualmente a la historia, como ya dijimos, y es confirmación de la vida de Jesús culminada en la cruz. Como veremos, una de las insistencias mayores de la cristología de la liberación es destacar que el resucitado es el crucificado. f) La cruz desconectada de su contexto histórico y directamente vinculada a la voluntad del Padre puede fácilmente jugar funcionalidades perversas, legitimando situaciones generadoras de sufrimiento injusto. Con la recuperación de la historia se recupera igualmente su carga de denuncia crítico-profética. Los poderes que siguen crucificando injustamente a los pobres de la tierra quedan descalificados. g) La Cristología de la liberación, con la recuperación histórica realizada, genera una espiritualidad de la cruz que no puede entenderse ni realizarse al margen del seguimiento del crucificado, que hoy supone abrazar la causa de los crucificados por el pecado del mundo. La cruz subjetiva y personal del creyente queda así vinculada a la cruz objetiva de los que sufren por ser injustamente oprimidos (47). Y sólo desde esa vinculación la teología de la cruz, abierta a la resurrección, se convierte legítimamente en teología de la esperanza, como veremos. (46) Cf. más arriba, en el capítulo VI, págs. 129-137. (47) Cf. J. SOBRINO: Cristología desde..., op. cit., 169; L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 437-441.

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h) Buena parte de la Cristología actual ve en la cruz el escandaloso principio hermenéutico o la clave gnoseológica que conduce al conocimiento del Dios de Jesús. La profunda reconsideración de la verdad del Dios cristiano a partir de la cruz de Jesús —que supone incorporar al ser de Dios, por libre y amorosa decisión suya, el sufrimiento, la debilidad, la ausencia y el respeto a la libertad humana y a la autonomía de la historia— es también frecuente en la teología de la liberación (48). Pero en esta Cristología encontramos algunos énfasis que le otorgan cierta originalidad. Subrayo dos de ellos: — Pensar a Dios desde la cruz significa pensarlo hoy desde los pobres crucificados de la historia. Sólo el que elige ser pobre y opta por su causa puede asumir el escándalo que supone la revelación de un Dios que salva al mundo asumiendo el destino de un crucificado. — El Dios crucificado y sufriente, impotente y débil, que se nos muestra en la cruz reconciliando al ser humano consigo (cf. 2 Cor 5, 19-21) es el mismo Dios que salva y libera. Desde la perspectiva de la Cristología de la liberación es fundamental la consideración dialéctica de la cruz y la resurrección con sus respectivas significaciones: el Dios que padece con Jesús la muerte de cruz es el mismo Dios que le resucita, abriendo desde lo más negativo de la historia un futuro de esperanza. Esta última reflexión nos conduce a la consideración del acontecimiento central de la resurrección. 2.3.

La resurrección, irrupción anticipada de la liberación definitiva, es, al mismo tiempo, confirmación de la vida histórica de Jesús e invitación apremiante a su seguimiento

a) La Cristología de la liberación, con toda la reflexión cristológica, ve en el acontecimiento escatológico de la resurrección la acción de Dios que anticipa la liberación definitiva y rompe la continuidad con el mundo presente, al corregir la negatividad inherente a la muerte del justo sufriente y llevar la vida de Jesús a una p a n i ficación indefinible e indeducible desde la historia, no sometida ya a las limitaciones del espacio y del tiempo. Ve igualmente en la resurrección de Jesús el anuncio de su venida gloriosa y el amén a to(48) Cf., sobre todo, L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 169-180.

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das las promesas de Dios (cf. 2 Cor 1, 20), que genera a nivel de l a humanidad, el mundo y la historia, una tensión de esperanza escatológica universal, cuya meta final es la resurrección de los muertos y la recreación consumativa de todas las cosas, recapituladas en Cristo bajo la soberanía absoluta de Dios (cf. 1 Cor 15, 2-20; Rom 8, 18-23; Ef 1, 9-10; Col 1,15-20). b) Pero la Cristología de la liberación pone el énfasis en la resurrección como confirmación de la verdad de la vida, la causa y la persona de Jesús, es decir, insiste en su lectura de la resurrección, hecha desde la solidaridad con los crucificados del mundo, que el resucitado es el crucificado o que lo acaecido en la pascua encuentra su identidad cristiana en lo manifestado en la vida histórica de Jesús. Para la Cristología de la liberación, en suma, no es posible adherirse al Señor resucitado «dejando en la sombra o borrando de la memoria al predicador marginal e inquietante surgido en Galilea» (H. Echegaray). La importancia de esta identificación, como indica J. Sobrino, radica en que «a través de la narración e interpretación de la vida del crucificado, se entiende de qué se trata en la resurrección de Jesús. Quien así ha vivido y quien por ello fue crucificado ha sido resucitado por Dios. La resurrección de Jesús es presentada más bien como la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de los hombres. Por ello, por ser respuesta, la acción de Dios se comprende manteniendo la acción de los hombres que origina esa respuesta: asesinar al justo. Planteada de esta forma, la resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la injusticia..., se convierte así en la buena noticia, cuyo contenido central es que una vez y en plenitud la justicia ha triunfado sobre la injusticia, la víctima sobre el verdugo» (49). Entonces, y puesto que Dios resucitó a un crucificado, los crucificados de la historia pueden tener esperanza (50). c) Lo que caracteriza la visión pascual de la Cristología de la liberación es la relación íntima que establece entre cruz y resurrección o entre resurrección y cruz, que se expresa afirmando que el crucificado es el resucitado o que el resucitado es el crucificado. (49) Cf. Jesús en América..., op. cit., 174-175. «El sentido de la liberación total de la resurrección sólo aparece cuando se contrasta con la lucha de Jesús por la instauración del Reino en el mundo. De lo contrario, degenera en un cinismo piadoso frente a las injusticias de este mundo, aliado a un idealismo sin conexión con la historia. Por su resurrección Jesús continúa entre los hombres animando la lucha liberadora» (cf. L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 34). (50) Cf. J. SOBRINO: Jesús en América..., op. cit., 176-177.

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La consideración adialéctica de la cruz y la resurrección puede fácilmente jugar una funcionalidad reaccionaria. Considerar la cruz sin relacionarla dialécticamente con la resurrección puede conducir a presentar el sufrimiento como algo que pertenece esencialmente al ser de Dios y por tanto insuperable. El sufrimiento es sacralizado y no hay posibilidad de esperanza. La única actitud sensata para un creyente sería identificarse con él sin pretender su imposible superación. Considerar la resurrección sin la cruz puede sacralizar la ideología del éxito o del futuro reconciliado sin pasar por el presente de injusticia y opresión, generando así una concepción entusiástica y ahistórica que proyecta más allá de las estrellas y que aliena de la realidad y su actual conflictividad. Sin la resurrección la cruz puede ser instrumento al servicio de una teología legitimadora del sufrimiento de los pobres de esta tierra. Sin la cruz la esperanza generada por la resurrección no es creíble, al menos para los que sufren la injusticia (51). d) En coherencia con lo dicho y con su específica metodología, la Cristología de la liberación afirma que el horizonte hermenéutico de captación de la resurrección es la vivencia de la esperanza que brota de la cruz y que se afirma contra esperanza. En realidad, creer de verdad en la resurrección y esperar en ella sólo puede hacerse desde la cruz o el seguimiento del crucificado de Galilea, que implica la solidaridad con los crucificados de hoy que parecen carecer de futuro histórico. La resurrección para nosotros, como para Jesús, no es promesa que pueda cumplirse al margen de la asunción de la conflictividad real de la historia, es decir, al margen de la tarea liberadora realizada en esa misma conflictividad. Desde ahí y sólo desde ahí, evitando el atajo evasivo de la fuga del mundo, sin pasar, como acusaba el poeta, con una rosa en la mano por los campos de esta tierra sembrada de cadáveres, experimentando ya nuestra vida como ganada cuando somos capaces de perderla en la lucha por la justicia, podemos elevar nuestra mirada esperanzada y confesar con verdad que Jesús está viniendo y que vendrá finalmente al fin de los tiempos y que, con su venida, el último enemigo, la muerte, será destruido y los verdugos no saldrán triunfantes. Lo dice con fuerza F. J. Vitoria: «De esta forma estamos ante una nueva formulación del círculo hermenéutico de la resurrección: el Dios revelado en la resurrección del crucificado encuentra su mediación privilegiada en el oprimido; para encontrar (51) Cf. J. SOBRINO: Ibíd., 178-179; id., «La esperanza de los pobres en América Latina», en Misión Abierta, 75 (1982), 602; H. ECHEGARAY: La práctica..., op. cit., 49-51.

el rostro de ese Dios revelado es preciso optar por los oprimidos. Dicho en clave soteriológica: en el intento de liberación de los pobres de su opresión se hace comprensible el Dios liberador de los pobres, manifestado en el rostro crucificado del resucitado» (52). Con ello volvemos una vez más a la tesis tantas veces repetida: el seguimiento es el lugar que permite con mayor profundidad conocer la revelación acontecida en Jesús y confesar con mayor radicalidad la fe en él. En efecto, « el lugar decisivo de la experiencia del resucitado no es la teología, ni la confesión, ni la liturgia, sino el seguimiento» (53). e) La resurrección de Jesús tiene una clara significación pneumatológica, es decir, es el lugar del que brota el envío pleno del Espíritu. Puesto que la ruptura-conversión que supone el seguimiento de Jesús sólo es posible con el querer y el poder que concede su Espíritu, la Cristología de la liberación afirma que únicamente en la novedad de una vida realizada según el Espíritu se puede captar la verdad última de la vida y persona de Jesús como revelación del Padre y como camino hacia él. En este sentido puede decirse con J. Sobrino que la Cristología de la liberación pretende ser una Cristología trinitaria puesto que «el planteamiento del círculo hermenéutico en la teología de la liberación es trinitario», es decir, «que la reflexión sobre Jesús sólo se puede hacer trinitariamente» (54).

3.

ALGUNAS OBJECIONES FUNDAMENTALES QUE SE PRESENTAN A LA CRISTOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

No quisiéramos terminar este capítulo sobre la Cristología de la liberación sin hacer breve referencia a algunas de las objeciones fundamentales que se le han presentado y presentan. La objeción fundamental, que implica a todas o a la mayoría de las restantes, dice directa relación a su metodología. Podría formularse así: la preeminencia concedida desde el punto de vista metodológico al Jesús histórico conduce inevitablemente a negar, o al menos oscurecer, la divinidad de Jesús. Esta misma objeción podría formularse de otra manera: al no tener suficientemente en (52) Cf. ¿Todavía la salvación cristiana?, T. I, Ed. Eset, 1986, 352. Sobre la hermenéutica de la resurrección en la cristología de la liberación, cf. J. SOBRINO: Cristologín desde..., op. cit, 177-195. (53)

Cf. C. BRAVO GALLARDO: Jesús, hombre..., op. cit., 284.

(54) Cf. Cristología desde..., op. cit., XVII-XVIII.

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255

cuenta, al realizar su reflexión, la fe eclesial en el Cristo, expresada en las fórmulas dogmáticas conciliares que recogen la plenitud de las Cristologías del Nuevo Testamento, la Cristología de la liberación se reduce a una jesuología, evaporando así el misterio central de Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador universal. En términos técnicos la objeción se centra en que la Cristología de la liberación está realizada «desde abajo», con una metodología «ascendente», y por eso ignora la fe en Jesús como Hijo de Dios encarnado, cuya confesión reclama la utilización de la vía «descendente» o una Cristología realizada «desde arriba». Por otra parte, y centrando la atención en lo que hemos llamado el aspecto subjetivo de su punto de partida, se critica la «parcialidad» que suponen los lugares social y edesial elegidos, que vician toda la reflexión y conducen a negar prácticamente la significación escatológica y salvífico-universal del acontecimiento Jesús (55). Es preciso tener en cuenta que las objeciones señaladas están formuladas a la Cristología de la liberación considerada en su totalidad y no al breve y parcial resumen aquí presentado, que se ha centrado de forma casi exclusiva en destacar sus aspectos más específicos y significativos, sus énfasis e insistencias. Digo esto porque si la Cristología de la liberación se redujese a nuestro resumen y si se asumiese ese perverso principio interpretativo según el cual todo lo no expresamente afirmado es negado, tales objeciones podrían tener su valor. En efecto, no hemos recogido de forma explícita la cuestión de la divinidad de Jesús, ni hemos hecho referencia expresa y sistemática a los títulos neotestamentarios que confiesan la trascendencia de Jesús o a las fórmulas dogmáticas de los grandes Concilios cristológicos. Pero naturalmente esto no significa una negación de la divinidad de Jesús o que los títulos o las fórmulas dogmáticas carezcan de importancia. Incluso si se profundiza en la breve presentación que hemos hecho, la divinidad y la trascendencia de Jesús quedan perfectamente a salvo.

(55) Estas objeciones, sin ser las únicas, son las que subyacen a la crítica que la Instrucción «Libertatis Nuntius» de la Sagrada Congregación de la Fe ha hecho a la Cristología de la liberación (cf. X, 6-12), aunque en este caso la crítica se agiganta de una forma tan sorprendente que resulta muy difícil saber a qué Cristología hace referencia. Cf. también sobre este punto las interesantes observaciones de la Comisión Teológica Internacional (sesión de 1979, I A y B), de muy distinto talante que las de la Instrucción romana, en relación con los riesgos que puede presentar una Cristología entendida «desde abajo» y sobre la necesaria unidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe.

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Lo cierto es que la Cristología de la liberación, considerada en su totalidad, sí ha prestado explícita atención a los títulos neotestamentarios de Jesús y a las fórmulas dogmáticas conciliares, y, desde luego, ha afirmado sin vacilaciones la trascendencia de Jesús y su divinidad (56). Incluso ha intentado responder a las objeciones ya referidas. Resumo seguidamente sus respuestas: a) G. Gutiérrez, en su prólogo a la obra ya citada de H. Echegaray {La práctica de Jesús), recuerda como éste «alertaba contra la interpretación simplista que puede darse a la afirmación de que la teología latinoamericana se interesa ante todo por el Jesús histórico». Precisamente por eso, añade, consideraba «necesario subrayar desde un principio toda la complejidad que está en juego en la relación entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, entre el "Kyrios" glorificado y el hijo del carpintero de Nazaret». Esta preocupación del fallecido teólogo peruano, que G. Gutiérrez comparte, es también compartida por los restantes teólogos de la liberación. Por eso entienden que la vuelta al Jesús histórico que propugnan de ninguna forma ha de entenderse de manera reductiva, dejando atrapada la reflexión cristológica en mera jesuología. La Cristología de la liberación acepta las afirmaciones neotestamentarias y conciliares sobre la divinidad de Cristo con toda claridad. Pero no ha considerado tarea específica suya el profundizarlas en sí mismas ni ha hecho de ellas el punto de partida metodológico de su reflexión. Y la razón es conocida: «La confesión de la divinidad de Cristo sólo se hará cristianamente real y superará un mero saber sobre Cristo, aunque ese saber sobre su divinidad sea importante e irrenunciable, sólo se hará comprensible, aunque siga permaneciendo misterio, sólo se mostrará salvíficamente eficaz, histórica y trascendentalmente, en el humilde e incondicional seguimiento de Jesús, en donde se aprende desde dentro que Dios se ha acercado incondicionalmente en Jesús y que Dios se nos ha prometido incondicionalmente en Jesús, que Jesús es verdadero Dios y que en Jesús se ha manifestado el Dios verdadero» (57). Todavía más: la Cristología de la liberación ha incluso tematizado de forma explícita la divinidad de Cristo desde su óptica más específica, es decir, a partir de la presentación de la figura de Jesús (58). (56) Cf., por ejemplo, L. BOFF: Jesucristo y la liberación..., op. cit., 160-175. 193-216; |. L. SEGUNDO: El hombre de hoy..., op. cit., T. II/2, 625-670; J. SOBRINO: jesús en América op. cit., 15-69. 185-192; id., Cristología desde..., op. cit, 239-264. (57) Cf. J. SOBRINO: Jesús en América..., op. cit, 40. (58) Cf. ibíd., 35-40.

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b) La Cristología de la liberación, aunque se entiende a sí misma como una cristología «desde abajo», que privilegia la metodología «ascendente», sabe perfectamente que «el misterio de Cristo se ha formulado ortodoxamente de forma descendente, o bien en la afirmación evangélica de que «la palabra se hizo carne» (Jn 1, 14) o bien en la afirmación dogmática de la unión hipostática, según la cual la unión de naturalezas en Cristo se da en la persona del «Logos» y por eso no vacila en reconocer que «este aspecto descendente de la Cristología —sean cuáles fueren sus dificultades— es irrenunciable porque plantea el misterio de Cristo formalmente como misterio» y «para comprender a Cristo como misterio hay que comprenderlo desde Dios, aunque precisamente por ello sea incomprensible en último término» (59). No obstante, sigue siendo verdad «que el mismo de Dios no se capta, ni siquiera como don, en su pura formalidad abstracta, sino cuando se observa en su contenido concreto, Jesús». Por ello la Cristología de la liberación quiere abordar «desde un punto de vista sistemático y pastoral a Jesucristo desde Jesús» (60), de tal manera que sea la misma condición humana del Nazareno, y especialmente su práctica, la que llene de contenido concreto los títulos y las formulaciones que expresan la trascendencia y divinidad de Jesús (61). En este sentido, se podría hablar de una prioridad teológica del Cristo de la fe y de una prioridad lógica y metodológica del Jesús histórico (62). c) Para la Cristología de la liberación el lugar social y eclesial en que sitúa la opción por los pobres concede la «parcialidad» necesaria que permite entender evangélicamente la verdadera universalidad de Jesús. Precisamente, y de forma paradójica, Jesús es sacramento de la voluntad salvífica universal de Dios desde su parcialidad constitutiva y decidida hacia los pobres: «Encarnarse para Jesús no significó ubicarse en la totalidad de Dios; significó más bien elegir aquel lugar determinado de la historia que fuese capaz de encaminarle a la totalidad de Dios. Y ese lugar no es otra cosa que el pobre y el oprimido. Consciente de esa parcialidad, que se presenta como alternativa a otras parcialidades desde el poder o a un universalismo aséptico que siempre es colaboración con el po(59) Cf.ibíd.,51. (60) Cf. id., Jesús de Nazaret..., art. cit., 481. (61) Cf. sobre este punto, C. BRAVO GALLARDO: Jesús, hombre..., op. cit., 80-292; J. I. GONZÁLEZ FAUS: Hacer teología..., art. cit., 80-81; J. SOBRINO: Jesús en América..., op. cit., 50-54. (62) Cf. F. J. VITORIA: ¿Todavía la salvación..., op. cit., 394 ss.

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der, Jesús comprende su misión desde el principio como destinada a los pobres, desarrolla históricamente su encarnación en solidaridad con ellos y declara en la parábola del juicio final al pobre y al oprimido como el lugar desde el cual se discierne la praxis de amor» (63).

(63) Cf. J. SOBRINO: Jesús en América..., op. cit., 157; cf. también, L. BOFF: Teología do cativeiro e da libertaqao, Ed. Multinova, Lisboa, 1976, 216; G. GUTIÉRREZ: La fuerza histórica..., op. cit., 244-245. Para una consideración más amplia de la relación dialéctica que media entre universalidad y particularidad del amor cristiano según la teología de la liberación latinoamericana, cf. J. Lois: Teología de la liberación..., op. cit, 277-282.

259

Capítulo XI

La confesión de fe en la divinidad de Jesús

1.

INTRODUCCIÓN

Hay una razón especial que aconseja escribir este capítulo. Se observa que en grupos cristianos hay personas que tienen dificultades para explicitar la divinidad de Jesús en el entorno donde realizan su testimonio cristiano. No porque estas personas no crean en la divinidad de Jesús o se avergüencen de confesar en público su fe, sino porque no saben cómo hacerlo. Además, en las tareas de iniciación cristiana en ambientes descristianizados el tema de la divinidad de Jesús es uno de los que presentan más dificultades para la evangelización. Pensando, pues, especialmente en estas personas y asumiendo el encargo editorial que se me ha hecho, que insistía mucho en este tema, voy a tratar la llamada «cuestión cristológica» (1). Por la importancia y envergadura del tema, este capítulo es el más largo del libro. Conviene poner especial interés en mostrar cómo es posible llegar a dicha confesión, captar su significatividad, teniendo precisamente en cuenta las dificultades existentes. Por ello, EDICIONES HOAC me ha sugerido la conveniencia de hacer una presentación pedagógica del «camino» que pueda conducir a la confesión, la mystagogia que permita acceder al Cristo de la fe. Una tarea, la expresada, de especial envergadura teológica, que si la acepté como encargo editorial, fue, sobre todo, porque otros muchos han intentado ya realizarla y, a mi parecer, con hondura teológica y no pocas veces con profunda sensibilidad pastoral (2). (1) En los capítulos precedentes he hecho ya numerosas alusiones a la llamada «cuestión cristológica»: Cf., por ejemplo, págs. 38, 43-44, 79-80, 204-207... Ahora quiero desarrollar más sistemáticamente lo que afirmamos los creyentes cuando confesamos la divinidad de Jesús. (2) Entre las numerosas publicaciones existentes sobre esta cuestión me permito recomendar especialmente las que siguen: F. ARDUSO: La divinidad de Jesús. Vina ¡Ir m

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Si lograse resumir algunas de sus mejores aportaciones y presentarlas de forma sencilla, tal vez las páginas que siguen podrían contribuir modestamente a clarificar a los lectores la «cuestión cristológica» y a mostrar la razonabilidad y fecundidad salvífica de la confesión de fe en el Cristo.

Antes de introducirme en el desarrollo de la cuestión quisiera hacer unas observaciones previas que estimo conveniente tener muy en cuenta para leer con mayor interés y provecho todo lo que se dirá después.

ceso, Ed. Sal Terrae, Santander, 1981; R. E. BROWN: Jesús, Dios y hombre, Ed. Sal Terrae, Santander, 1973; R. BULTMANN: «Sobre el problema de la Cristología», «La Cristología del Nuevo Testamento» y «La confesión cristológica del Consejo Ecuménico», en id., Creer y comprender, Ed. Studium, Madrid, Vol. I (1974) 81-103 y 213-231 y Vol. II (1976) 203-215; J. R. BUSTO SAIZ: Cristología para empezar, Ed. Sal Terrae, Santander, 1991, 111-154; Ch. DuQUOC: Cristología. Ensayo dogmático, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1968, T. I, 369-436; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: «Jesús, Hijo de Dios», en Iglesia Viva, núm. 105106 (mayo-agosto 1983) 291-360; id., Jesús de Nazaret. Aproximación a la Cristología, Ed. BAC, Madrid, 1975, 450-521; J. I. GONZÁLEZ FAUS: «¿Qué significa creer en Jesús?», en Razón y Fe, núm. 896-897 (septiembre-octubre 1972) 159-170; id. «La opción por el pobre, elemento indispensable para interpretar la divinidad de Jesús», en Sal Terrae, núm. 802 (marzo 1980) 163-172; id., «Este es el hombre». Estudios sobre identidad cristiana y realización humana, Ed. Sal Terrae, Santander, 1980, 21-47; id. La teología de cada día, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976, 96-125; id. La Humanidad nueva, Ed. Sal Terrae, Santander, 1984, 106-114; 207-214; 333-345; 353-476; W. KASPER: Jesús, el Cristo, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1976, 199-240; H. KÜNG: Ser cristiano, Ed. Cristiandad, Madrid, 1977, 554-588; id. ¿Existe Dios?, Ed. Cristiandad, Madrid, 1979, 920-946; V. MESSORI: Hipótesis sobre Jesús, Ed. Mensajero, Bilbao, 1978, 107-156; J. MOLTMANN: Le Dieu crucifié, Ed. Cerf-Mame, París, 1974, 95-127; W. PANNENBERG: Fundamentos de Cristología, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1973, 49-232; 351-492; K. RAHNER: «Problemas actuales de Cristología», en Escritos de teología, T. I, Ed. Taurus, Madrid, 1967,167-221; id. Cristología. Estudio sistemático y exegético, Ed. Cristiandad, Madrid, 1975, 55-71; id., Curso fundamental sobre la fe, Ed. Herder, Barcelona, 1979, 334, 357; id., ¿Qué debemos creer todavía?, Ed. Sal Terrae, Santander, 1980, 97-115; J. A. T. ROBINSON: Sincero para con Dios, Ed. Ariel, Barcelona, 1971, 1109-136; id. // volto umano di Dio, Ed. Queriniana, Brescia, 187-231; J. M." ROVIRA BELLOSO: «Qué significa la afirmación de la fe "Jesús único y universal"», en Sal Terrae, núm. 802 (marzo 1980) 187-200; id., La Humanidad de Dios, Ed. Secretariado trinitario, Salamanca, 1986,168-253; E. SCHILLEBECKX: Jesús, la historia de un viviente, Ed. Cristiandad, Madrid, 1981, 511-627; id. Expérience humaine et fox en Jésus Christ, Ed. Cerf, París, 1981, 113-131. 137-138; id., Umanita. La storia di Dio, Ed. Queriniana, Brescia, 1992,141-246; P. SCHOONENBERG: Un Dios de los hombres, Ed. Herder, Barcelona, 1972; J. L. SEGUNDO: El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, T II/2, Ed. Cristiandad, Madrid, 1982, 625-670; id., La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret, Ed. Sal Terrae, Santander, 1991, 635-676; id., «Disquisición sobre el misterio absoluto», en Revista latinoamericana de teología, núm. 6 (septiembre-diciembre 1985) 211-227; J. SOBRINO: Cristología desde América Latina. Esbozo, Ed. CRT, México, 1976, 70-77. 102-107. 263-274. 290292; id., Jesús en América Latina, Ed. UCA, San Salvador, 1982,15-69; id., Jesucristo liberador, Ed. Trotta, Madrid, 1991, 59-92; id., «Cristología sistemática: Jesucristo, el mediador absoluto del reino de Dios», en Mysterium liberationis, T. I, 575-599; A. TORRES QUEIRUGA: «Jesús, hombre verdadero», en Iglesia Viva, núm. 105-106 (mayo-agosto 1983) 265-290; id., «La Cristología después del Vaticano II», en C. Floristán y J. J. Tamayo (eds.), El Vaticano II, veinte años después, Ed. Cristiandad, Madrid, 1985, 173-200; D. WIEDERKHER: «Esbozo de Cristología sistemática», en AA.VV., Mysterium salutis, Vol. III, T. I, Ed. Cristiandad, Madrid, 1971, 533-608; AA.VV., núm. 42 de Selecciones de Teología (abril-junio 1972).

1.1.

262

La divinidad de Jesús, un asunto de fundamental relevancia para el creyente cristiano

Para darse cuenta de la fundamental relevancia de la confesión de fe en la divinidad de Jesús bastaría recordar la afirmación clave de Atanasio en su discusión con Arrio: si Jesús no es verdadero Dios no hemos sido salvados. Puesto que el anuncio cristiano es nuclearmente «evangelio», Buena Noticia de salvación de Dios para los seres humanos, en el centro de la fe que identifica al cristianismo está la confesión de la divinidad de Jesús ya que sólo si Jesús es verdadero Dios podemos decir con fundamento que estamos salvados. Por eso tiene razón Kasper cuando afirma: «La profesión en Jesucristo como el Hijo de Dios es un resumen que expresa lo esencial y específico de la totalidad de la fe cristiana. Sin la profesión en Jesús como el Hijo de Dios no puede existir la fe cristiana» (3). Estamos ante lo distintivamente cristiano (4). Pero el alcance de esa fundamental relevancia de la confesión en la divinidad de Jesús se percibe con mayor claridad si se tiene en cuenta que con ella —además de identificar a Jesús en su mis(3) Cf. Jesús, el Cristo..., op. cit., 199. (4) «La confesión de Jesús como Hijo de Dios —dice O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL— es en el cristianismo causa de su surgimiento histórico y permanente raíz constitutiva de su entraña religiosa. Tal afirmación no sólo no es algo secundario en el cristianismo, sino que es el núcleo que le constituye en sí mismo y que, en cuanto nuevo grupo de creyentes, le diferencia tanto de la comunidad religiosa a partir de la que nace (el judaismo), como de aquellas otras en medio de las cuales ejerce su primera expansión misionera (religiones grecorromanas del imperio), de todas las religiones proféticas y de todas las sabidurías, que se presentan como respuesta a la pregunta por el destino y por la salvación del hombre. Esa afirmación cristiana es tan fundamental que justamente ella quiere expresar la esencia del cristianismo, como resultante de la identidad del hombre Jesús de Nazaret, reconocido en su Humanidad concreta y confesado a partir de la resurrección como Hijo de Dios» (cf. Jesús, Hijo de Dios..., art. cit., 295). Claro que podríamos añadir que en el mismo núcleo de la fe hay que situar la afirmación que confiesa que Jesús es un ser humano completo, puesto que si Jesús no es hombre la salvación no se nos ha dado a nosotros, seres humanos (cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las fórmulas de la dogmática..., art. cit., 101-102). Insistimos de forma preferente en la importancia salvífica de la divinidad de Jesús porque es el objeto central de nuestra consideración en el presente capítulo.

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terio último, como hemos de explicitar más adelante— estamos perfilando la realidad de Dios y también la realidad última del ser humano. En efecto si Jesús es el Hijo de Dios entonces para nosotros, los cristianos, el verdadero Dios es el que se nos revela en él. «Lo que es Dios (como bien indica Sobrino) lo sabemos desde Jesús... Al afirmar la realidad de Cristo como filiación divina se quiso poner de manifiesto la absoluta e irrepetible relación de Jesús con Dios, y a la inversa la absoluta e irrepetible manifestación de Dios en Jesús» (5). En el capítulo IX ya hemos intentado identificar el rostro del Dios de Jesús, haciendo ver como él, con su decir y obrar, con su morir y resucitar, nos ha mostrado un Dios diferente y hasta disidente, es decir, un nuevo y hasta escandaloso perfil de la divinidad. No vamos aquí, naturalmente a repetir lo ya dicho allí. Pero sí conviene especificar ahora, que si Jesús es el Hijo de Dios vivo, entonces creer en él supone aceptar, como afirma vigorosamente González Faus, «que los Dioses del hombre deben morir y que lo Divino sólo aparece como escándalo» (6). Más concretamente, confesando la divinidad de Jesús estamos igualmente confesando: — «La solidaridad de Dios con los hombres "hasta el extremo" (que El mismo ha vivido nuestra misma vida).» — «La asunción del dolor del mundo por Dios, en el sentido en que la propone Mt 25, 31 ss.» — Que la historia está asumida por Dios, es «historia de Dios», y no, como pensaba Hegel, por necesidad que se le impone, sino por decisión libre amorosa (7). Pero decíamos que no sólo la realidad de Dios sino también la realidad última del ser humano se descubre al creyente desde su confesión en la divinidad de Jesús. En efecto, creer en Jesús: — «Supone aceptar que en El lo humano se ha hecho Absoluto.» Esa contradicción intrínseca que es el ser humano —buscador de salvación y necesitado de ella pero incapaz de lograrla desde sí (5) Cf. Jesús en América..., op. cit., 21. 31. (6) Cf. ¿Qué significa creer en Jesús?..., art. cit., 162. (7) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La opción por el pobre..., art. cit., 169. Precisamente a partir de esas consideraciones el mismo teólogo habla de la importancia hermenéutica de la opción por el pobre para interpretar la divinidad de Jesús (cf. ibíd., 170). Volveremos a esto último cuando hablemos, en el apartado V, del «camino» que permite acceder a la confesión de fe.

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mismo— ha sido superada en Jesús, que se presenta como el «sí de Dios» o el «amén» de Dios al proyecto humano (8). — «Supone aceptar que en El la realidad se ha hecho futuro. Profesar que el hombre tiene un valor absoluto sería mera palabrería si no implicara que ese valor absoluto ha de realizarse un día. En la Resurrección de Jesús... uno de nosotros ha realizado ya la dimensión absoluta abriéndonos a nosotros el futuro de Dios» (9). Y volvemos a lo afirmado por Atanasio: si Jesús no es verdaderamente Dios no hemos sido salvados (10). No estamos, pues, en presencia de una cuestión dogmática de relevancia meramente teórica para la identificación de la fe desde un punto de vista nocional. En realidad en esa confesión de fe se juega su significación humanizadora, salvífica. 1.2.

No se trata de «demostrar» la divinidad de Jesús, sino de «mostrar», por una parte, la razonabilidad y legitimidad de la interpretación creyente que le confiesa Hijo de Dios y, por otra y sobre todo, el camino a recorrer para que tal razonabilidad y legitimidad podamos hacerla nuestra

Queremos ya anticipar, sin perjuicio de volver más matizadamente después a la relación entre fe e historia, que la presencia de Dios, única e irrepetible, definitiva y salvífica en el acontecimiento histórico Jesús de Nazaret no es un hecho que pueda ser demostrado por la ciencia histórica. Es antes que nada un «asunto» de la fe que confía y confiesa. La confesión creyente de la divinidad de Jesús no tiene posibilidad de «verificación científica»; la (8) Cf J. I. GONZÁLEZ FAUS: ¿Qué significa creer?..., op. cit., 162. (9) Cf. ibíd., 163. (10) Establecer esta relación no supone una reducción de la Cristología a la soteriología. Como indica Pannenberg, «la divinidad de Jesús no estriba en su significación salvífica para nosotros. Ambas determinaciones están relacionadas distintamente entre sí. La divinidad de Jesús es el presupuesto de su significado salvífico para nosotros y, al revés, la significación salvífica de la divinidad de Jesús fundamenta el interés que nosotros tenemos al plantear la pregunta acerca de su divinidad» (cf. Fundamentos de Cristología..., op. cit., 49). Más adelante, al precisar las relaciones entre la Cristología funcional-salvífica y la «metafísica», tendremos ocasión de ver como el pueblo creyente caminó desde lo que Pannenberg llama el interés al presupuesto. La preocupación pri mera o el interés de los creyentes era confesar la salvación realizada en Cristo. I VNIÍC ahí caminaron a lo que era primero en el orden del ser, es decir, hacia el presupuesto que fundamentaba la realidad de la salvación confesada.

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razonabilidad y legitimidad de la interpretación que le confiesa Hijo de Dios reclama la inmersión vital en su coherencia interna y se capta desde la luz que proyecta sobre la existencia humana tal inmersión comprometida. Una inmersión, por lo demás, que es fruto de la gracia, ya que como bien dice Pablo «nadie puede decir: "¡Jesús es el Señor!", si no es impulsado por el Espíritu Santo» (cf. 1 Cor 12, 3). Es por eso que Rahner insiste en «que los cristianos deberíamos ser mucho más conscientes de la tremenda demanda de valentía y energía de fe que nos plantea la doctrina eclesial acerca de Jesucristo» (11). Tenemos que asimilar lo dicho con profundidad para evitar falsas expectativas y también falsos intentos apologéticos que no respetan la identidad propia de la fe y tienden más bien a evacuarla. Esta es, me parece, la permanente verdad de la lucha de Bultmann contra la llamada teología liberal. Pero es necesario igualmente tener en cuenta, frente a la radicalización bultmaniana, que la fe no puede entenderse y realizarse de espaldas a la historia. La interpretación creyente del acontecimiento Jesús de Nazaret no es una especie de «salto en el vacío» realizado al margen de la historia del Nazareno. Con precisión y brillantez lo expresa Schillebeeckx: «Obviamente, la cuestión del significado universal de Jesús sólo admite una respuesta creyente, sea positiva o negativa. La respuesta positiva tiene evidentemente alcance teológico; no es meramente histórica. Por otra parte, las afirmaciones de fe deben tener una base en la historia de Jesús; de lo contrario no tendrían relación con la realidad y serían de tipo ideológico. Por consiguiente, la realidad histórica de Jesús irradió sin duda algo que se pudo e incluso se debió articular en tales afirmaciones de fe. Algo debió de aparecer históricamente que diera pie a afirmar que quien ve a Jesús ve al Padre. De haber sido muy grande el salto entre estos dos planos, nunca habría tenido el cristianismo posibilidad de éxito. Por otra parte, la afirmación de fe nunca es invulnerable a las conclusiones del historiador.» «En otros términos: la universalidad única de Jesús no se puede demostrar históricamente ni partiendo de Jesús de Nazaret como tal ni partiendo de una comparación científica entre las distintas religiones. Es una afirmación de la fe cristiana, pero que pretende afirmar una realidad aunque esta pretensión de realidad sea ya aun acto de fe» (12). (11) Cf. ¿Qué debemos creer?.,., op. cit., 102. (12) Cf. jesús, la historia..., op. cit., 569-570.

No podemos demostrar la fe que confesamos pero sí mostrar el camino que puede conducir razonablemente a ella, dando así razón de nuestra condición creyente. Un camino cuyo recorrido demanda, como veremos, apertura intelectual para comprender lo confesado y, sobre todo, capacidad de apostar vitalmente para situarse allí donde conviene y así poder hoy nosotros recrear la andadura que llevó en su día a los primeros testigos a confesar gozosamente que Jesús es el Hijo de Dios (13). 1.3.

La fe y su expresión conceptual

Para terminar con estas observaciones previas quisiera expresar lo que es profunda preocupación personal: si en la exposición que sigue aparece algo que no es consonante con la confesión de fe debe considerarse un defecto no deseado de conceptualización y nunca un intento de negar o cuestionar lo que la verdadera tradición creyente cristiana confiesa sobre Jesús. En todo caso, creo razonable pedir que el deseo de ser fiel en la confesión sea situado en un nivel más profundo que el posible acierto o desacierto en la conceptualización. Como señala acertadamente A. Torres Queiruga, «por su proximidad a la vivencia espontánea de la fe, lo confesante, lo doxológico, permite suplir la precariedad de lo conceptual. Parafraseando a Blondel, podemos decir que "lo que no se puede comprender, se puede, sin embargo, confesar"... La confesión une: donde la teología no puede acaso encontrar todavía expresiones comunes, podrá casi siempre profesar la misma fe. La amplitud vital y simbólica de lo doxológico permite esperar juntos, confesando como fieles lo que acaso no se puede pensar todavía unidos como teólogos. Un ejemplo concreto: seguro que muchos, incapaces de aceptar la teoría (teología) de Schoonenberg, podrán rezar con él el precioso credo que trae al final de su discutido libro» (14). (13) «No podemos demostrar lo que Jesús es, pero sí podemos mostrar y andar e| camino que anduvieron los primeros testigos y en la andadura descuhrir los valores que ellos descubrieron y comprender la conceptualización que de ellos dieron, y sobro todo hacer la misma experiencia de la realidad de Dios en Cristo desde la cual es .sij». nificativa su Cristología, y es posible hoy la nuestra. Hacernos el camino con ellos nN ponernos en situación de descubrir los mismos pasajes y hacer las mismas expcrlctv cias que ellos hicieron» (cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús de Nazaret..., op. cit., 47.1), (14) Cf. «Problemática actual en torno a la encarnación», en Communio (julio-nuo* to 1979) 65. Cf. también, id., Constitución y evolución del dogma, Ed. Marovn, Mmir|({ 1977, 399-404.

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Tal vez si se vieran las cosas así se moderarían los ímpetus inquisidores de los fervientes guardianes de la ortodoxia y se evitaría, por ejemplo, el frecuente y penoso espectáculo de algunos teólogos que pasan de la constatación de que otros colegas no comparten su conceptualización teológica a la afirmación de que niegan la fe o se desvían de ella (15).

2.

UNA «PRIMERA DETERMINACIÓN» DE LA INTERPRETACIÓN CREYENTE: DESDE LA CONFESIÓN DE FE POSTPASCUAL A SU EXPRESIÓN DOGMÁTICA Y CONCEPTUAL

Con la expresión «primera determinación» quiero decir que no voy en este apartado a precisar el alcance significativo del contenido de la confesión creyente y a intentar explicarlo. Eso se hará más adelante, en los apartados IV y VII. Ahora sólo pretendo mostrar muy brevemente como fue evolucionando la interpretación creyente, desde las primeras y sencillas confesiones de fe postpascuales hasta las elaboradas formulaciones dogmáticas de los grandes Concilios cristológicos. 2.1.

Algo más que un «hombre decisivo»

Pero antes de presentar esa evolución es conveniente insistir en algo que es claro: la interpretación creyente del acontecimiento Jesús dice desde el primer momento relación a su condición divina y va «más allá» de identificarlo como un ser humano de excepcional calidad. Como hemos dicho anteriormente la identidad cristiana no se puede considerar en ningún momento al margen de la pretensión que vincula el rostro humano de Jesús a la presencia salvífica de Dios en la historia. Sólo profundizando en la relación de Jesús con Dios —en torno a la cual gira desde el primer momento la llamada «cuestión cristológica»— intentan los primeros creyentes, es decir, los que confiesan que Jesús vive, responder a la gran pre(15) Cf., por ejemplo, las reflexiones de J. GALOT, en su obra Hacia una nueva Cristología, Ed. Mensajero, Bilbao, 1972, sobre las tentativas cristológicas entonces recientes de algunos teólogos holandeses (Hulsbosch, Schillebeeckx, Schoonenberg), así como los juicios de valor emitidos por el mismo teólogo en «La filiation divine du Christ. Foi et interprétation», en Gregorianum, 58 (1977) 239-275, descalificando los intentos de González Faus, Sobrino y X. Pikaza.

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gunta: ¿qué significa para nosotros este viviente que «rompe todos los esquemas»? (E. Schweitzer). Ni el brillante intento de A. Harnack de desvincular la memoria de Jesús, el gran Maestro, de su condición de Hijo de Dios —«el supremo intento llevado a cabo en la historia de la Iglesia para reducir el cristianismo a jesuanismo» (16)—, ni el admirado reconocimiento de K. Jaspers, que reconoce en Jesús a uno de los hombres «decisivos» o «normativos» de la Humanidad, son consonantes con la interpretación creyente (17). 2.2.

El núcleo de la fe confesada por los primeros discípulos a partir de la resurrección

La interpretación creyente de Jesús, que llega con Nicea (325), Efeso (431) y Calcedonia (451) a una decisiva clarificación con la inequívoca confesión de la divinidad y la humanidad de Jesús —al afirmar que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre o que «uno y el mismo es el Hijo eterno del Padre y el nacido de la Virgen María»— se va realizando, a partir de la resurrección, en un lento e intenso proceso histórico de siglos (18). No es posible resumir aquí ese proceso. Me contento con presentar muy brevemente algunas de las conclusiones más firmes —y también, según creo, más universalmente aceptadas, pese a las diferencias de matiz— a (16) Cf. O. GONZÁLEZ: Jesús, Hijo de Dios..., art. cit., 303. (17) Como indica GONZÁLEZ FAUS, «quien desee plantear la relación de Jesús a nivel de admiración debe ser consecuente hasta el fondo y aceptar que, al nivel de las admiraciones humanas, todos los hombres son perfectamente prescindibles» (cf. ¿Qué significa creer?..., art. cit., 161). (18) Un proceso que nunca se puede considerar concluido en el sentido de que toda formulación surge en una determinada situación histórica y apunta siempre más allá de sí misma —a la confesión de fe— y, por consiguiente, es siempre susceptible de ser reinterpretada y enriquecida, precisamente por ser verdadera. Como señala K. Rahner toda fórmula lograda es «un término, un resultado y una victoria que nos regala su precisión y claridad y que posibilita la enseñanza segura. Pero en tal victoria todo depende de que el término sea, a la vez, también un comienzo». Y es que «la formulación más clara .y más precisa, la expresión más sagrada, la condensación más clásica del trabajo secular de la Iglesia orante, pensante y militante, en torno a los misterios de Dios, tiene su razón de vida justamente en ser comienzo y no fin, medio y no término: una verdad que nos libera para llegar a la verdad siempre más alta» (cf. Problemas actuales..., art. cit., 167). No es, pues, que sea simplemente legítimo o posible mantener el proceso de reinterpretación abierto. Es que para salvar la intencionalidad última de cualquier formulación —es decir, mantener y explicar la fe— es preciso seguir reformulando, recurriendo a las categorías que puedan ser más idóneas y significativas en los distintos momentos históricos.

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que está llegando la investigación actual sobre ese proceso intenso de los primeros siglos: a)

La resurrección de Jesús es el punto de partida histórico de la confesión de fe

Lo dice claramente Schnackenburg, expresando lo que hoy comienza a ser consenso generalizado: «La resurrección de Jesús es comienzo histórico de la fe en Cristo... en el sentido concreto de que sólo desde entonces se puede hablar de una fe en Jesús, Cristo e Hijo de Dios» (19). El mismo conocido exégeta católico señala seguidamente que tal afirmación pudiera resultar sorprendente en aquellos ámbitos que sigan pensando que la fe en el Cristo, Hijo de Dios, se produjo ya en la etapa prepascual, en el círculo de los discípulos de Jesús durante su vida terrena (20). Se invoca en dichos ámbitos, como prueba concluyente de su posición, que ya Simón Pedro había hecho tal confesión de fe en Cesárea de Filipo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Conviene recoger aquí la respuesta de Schnackenburg, publicada ya en 1970: «La investigación reciente sobre los Evangelios nos ha enseñado a no tomar tales afirmaciones en sentido histórico estricto. Los evangelistas no intentaban hacer ninguna retrospectiva histórica, sino un relato que presenta hechos de la vida de Jesús a la luz de la fe pascual ...Mateo intentó incluir en este lugar la tradición especial de la promesa de Jesús de edificar su comunidad sobre Pedro, la piedra (16,18), y formuló la confesión de este eminente discípulo de un modo tal, que ya no corresponde a la situación histórica del relato, sino a su fe plena posterior» (21). (19) Cf. «Cristología del Nuevo Testamento», en AA.VV., Mysterium salutis, Vol. III, T. I, 248. La Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica del 21 de abril de 1964 da por supuesto que sólo después de la resurrección los discípulos se percataron de la divinidad de Jesús. (20) «En el caso de la divinidad de Jesús, una época de la apologética fundamentalista que no era históricamente consciente, retrotraía simplemente la formulación y la problemática de Nicea al período del Nuevo Testamento... Puesto que Nicea llamaba a Jesús Dios, algunos apologetas suponían que los discípulos habían llamado a Jesús Dios aun durante su ministerio (!)» (cf. R. E. BROWN: Jesús, Dios..., op. cit., 10-11). (21) Cf. Cristología..., op. cit, 249. En apoyo de su interpretación Schnackenburg invoca el lugar paralelo de Me 8,29, que no se refiere más que a la dignidad mesiánica de Jesús y que omite la bienaventuranza que figura en Mt. Esta misma argumentación la extiende al otro pasaje sinóptico en que parece afirmarse el carácter prepascual de la

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Claro que considerar la resurrección como el comienzo histórico de la confesión de fe en Jesús no equivale a afirmar que tal confesión se realice al margen de la vida entera del que murió crucificado. Como señala O. González de Cardedal, la «comprehensión diferida» de Jesús de Nazaret tiene como «factores catalizadores», entre otros, «el carácter extraordinario de su acción histórica», «su propia palabra», «los días y hechos de la pasión»... (22), es decir, lo que se suele llamar «Cristología implícita», o de «ocultamiento», presente ya en la historia de Jesús, a la que aludiremos más adelante. b)

La confesión inicial de fe tiene una fundamentación y una intencionalidad soteriológica

El núcleo de la fe inicialmente confesada por los primeros testigos a partir de la resurrección tal vez pudiera resumirse así: en Jesús, el crucificado-resucitado, hemos sido salvados por Dios; en él realiza Dios la redención, la salvación definitiva y plena. Estamos ante lo más específico de la fe cristiana: la confesión que afirma la intervención irrepetible y salvíficamente insuperable de Dios en el acontecimiento histórico de Jesús de Nazaret. A partir de esa convicción, fundamentada en la experiencia de sentirse salvados, surge la progresiva explicitación cristológica (23) y brotan los llamados «títulos», que, con la utilización de las categorías religiosas y culturales significativas de su tiempo —Cristo, Señor, Hijo de Dios...— quieren expresar esa funcionalidad salvífica de Jesús. Con esta primera etapa nos situamos en lo que Schillebeeckx llama «teología de Jesús de Nazaret», o sea, «en el ámbito de una confesión de fe, cuando los discípulos, tras la tempestad calmada, dicen: «De verdad eres Hijo de Dios» (Mt 14, 33) y también a los más numerosos del Evangelio de Jn en el mismo sentido (cf. ibíd., 249-251). (22) Cf. Jesús de Nazaret..., op. cit, 475-476. (23) «La interpretación cristológica de la vida de Jesús se hace sobre la base de una experiencia soteriológica: experiencia de salvación concedida en Jesús. Hay, pues, una prioridad de la soteriología (explicación doctrinal de tal experiencia de salvación) sobre la Cristología (reflexión sobre la personalidad, el ser profundo de Jesús). La Cristología es una explicitación de la soteriología y no a la inversa» (cf. E. SCHILLEBEECKX: Expérience humaine..., op. cit, 99). O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL precisa que se trata de una prioridad «desde el punto de vista noético», es decir, «la salvación que yo percibo en mí desde Cristo... es el camino y la pauta para llegar a conocer el significado profundo de la historia de Jesús y afirmar su dimensión divina». Por otra parte, y «desde el punto de vista óntico, la dimensión divina de Jesús es el fundamento necesario de su función soteriológica» (cf. Jesús de Nazaret.., op. cit., 468).

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reflexión sobre lo que Jesús dijo acerca del Reino de Dios como salvación, liberación y redención del hombre, en el plano de lo que Jesús dijo sobre Dios, lo cual se encarnó en su conducta, en su vida y en su muerte: "El reino de Dios no consiste en palabras, sino en la acción" (1 Cor 4, 20). El contacto vivo con este mensajero del Reino de Dios fue experimentado como salvación procedente de Dios. De ahí surge, como resultado de una primera reflexión teológica, la confesión de fe: en la historia de la salvación, Dios ha actuado de un modo definitivo en Jesús, para la salvación de los hombres» (24). Confesada la funcionalidad salvífica de Jesús, era sólo cuestión de tiempo que se planteara la pregunta sobre la identidad personal de ese Jesús, en el que Dios nos ha salvado. La respuesta a esa pregunta desencadena el desarrollo de la Cristología, es decir y frente a lo que hemos llamado «teología de Jesús», una reflexión de «segundo grado» que genera asertos de «segundo orden» (25). Pero no adelantemos ahora lo que veremos después. Volvamos a lo inicial. c) Jesús no hizo propiamente Cristología Jesús de Nazaret no aparece en las narraciones evangélicas preocupado de clarificar su propia identidad personal, tarea en la que la Cristología centrará su atención. Parece cierto que Jesús no se refirió jamás de forma directa y explícita a su propia condición divina. La práctica unanimidad de los estudiosos suscribirían hoy la afirmación de E. Schillebeeckx: «en ningún texto del Nuevo Testamento hemos podido constatar que Jesús se llame a sí mismo Hijo de Dios» (26). Si Jesús se hubiese atribuido claramente a sí mismo el título de Hijo de Dios, no se explicaría la necesidad de la resurrección para empezar a designarle así y tampoco todo el proceso histórico posterior hasta Nicea. Aquellos pasajes que parecen indicar lo contrario (v.g. Me 14, 61-62: «¿Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios bendito? Contestó Jesús: (24) Cf. E. SCHILLEBEECKX: Jesús, historia..., op. cit., 511. (25) Cf. ibíd., 513-514. (26) Es igualmente convicción generalizada que Jesús no usó, para identificarse a sí mismo, ninguno de los restantes y muy numerosos títulos que se le atribuyen en el Nuevo Testamento. Únicamente hay discusión en si utilizó, y con qué alcance, el título «Hijo del hombre» (cf., por ejemplo, J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad..., op. cit., 221-345; W. KASPER: Jesús, el Cristo..., op. cit., 128-137. 241-280; Ch. DUQUOC: Cristología..., op. cit., T. I, 173-447).

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Yo soy») han de ser interpretados con los criterios establecidos anteriormente en a) (27). d)

En el Nuevo Testamento se afirma la condición divina de Jesús

De lo dicho hasta aquí no se puede lógicamente concluir que en el Nuevo Testamento no se afirma la divinidad de Jesús, como algunos estudiosos se apresuraron a hacer. Sin llegar a tan radical conclusión, R. Bultmann afirma que sólo encuentra un pasaje en el que se afirme con claridad la divinidad referida a Jesús: «¿Se llama a Jesucristo Dios en el Nuevo Testamento? El único pasaje seguro es justamente la confesión de Jn 20, 28. Los restantes títulos que se atribuyen a Jesucristo hablan siempre de él de manera que no aparece como Dios, sino subordinado a Dios.» Y añade: «Sólo en los Padres apostólicos se comienza a hablar llana y claramente de Jesucristo como "nuestro Dios"» (28). Parece más cierto que la condición divina de Jesús se encuentra más ampliamente afirmada en el Nuevo Testamento. Dos son los caminos propuestos para encontrar la afirmación de la divinidad de Jesús en el Nuevo Testamento: — El primero sería considerar el alcance y significado de los llamados «títulos» de Jesús u otras denominaciones equivalentes. — El segundo se centra en la búsqueda de aquellas afirmaciones en las que se atribuye a Jesús la condición divina, especialmente en las que esto se hace de forma clara y explícita. Ambos caminos, naturalmente, no se excluyen. Posiblemente el primero sea el más aconsejable, en principio, pues debe conducir a un conocimiento más completo y más preciso de la cuestión de la divinidad de Jesús en el Nuevo Testamento. Pero sería muy largo si se hiciese con la seriedad requerida, al exigir muchas —y en ocasiones no sencillas— matizaciones. Por eso renunciamos a seguirlo aquí (29). (27) En el Evangelio de Juan, en el interrogatorio ante el sumo sacerdote (18, 1924), no se encuentra esa afirmación de Jesús. Téngase en cuenta que lo dicho no equivale a decir que Jesús no tenía conciencia de su divinidad. Nos limitamos a afirmar que Jesús no la expresó de forma clara y explícita durante su vida. Sobre la conciencia de Jesús volveremos más adelante. (28) Cf. La confesión cristológica..., art. cit., 205. (29) Se consideran muy importantes, entre otros, los estudios realizados .sobre los títulos por O. Cullmann, F. Hahn, R. F. Fuller y V. Taylor. Cf. la referencia bibliogiáhca indicada en la nota 26 de este mismo capítulo.

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El segundo es el seguido por R. E. Brown en la parte primera de su ya citado trabajo Jesús, Dios y hombre. Por ser más sencillo y breve es el que seguiré, resumiendo las conclusiones a que ha llegado el prestigioso exégeta católico. Las más significativas me parecen las siguientes: — Jesús nunca es llamado Dios, de forma clara y explícita, en los Evangelios sinópticos. — Los sermones que los Hechos sitúan en el comienzo de la misión cristiana no hablan de Jesús como Dios. — No hay razón para pensar que Jesús fuera llamado Dios en los estratos primitivos de la tradición del Nuevo Testamento. Esta conclusión negativa le parece a Brown confirmada por el hecho de que Pablo no llama a Jesús Dios en ninguna de sus cartas, antes del año 58 (30). — Además de otros pasajes del NT, que parecen implicar la consideración de Jesús como un ser divino —por ejemplo, Fil 2, 6-7; Col 1,19; Col 1,15; Jn 10, 30; Jn 14, 9 y los conocidos pasajes del uso absoluto del ego eimí (yo soy), es decir, Jn 8, 24. 28. 58; Jn 13, 19—, Brown cree que es muy probable que se llame Dios a Jesús en estos 5 textos: Jn 1, 18; Tit 2,13; 1 Jn 5, 20; Rom 9, 5 y 2 Pe 1, 1. — Parece seguro que se le llama Dios a Jesús en Heb 1, 8-9; Jn 1, 1 y Jn 20, 28. — El resultado de su estudio de los textos canónicos lleva a Brown a la siguiente conclusión: «Si datamos la época del Nuevo Testamento del 30 al 100, el uso del título "Dios" para Jesús pertenece a la segunda mitad del período y se hace frecuente sólo hacia el fin del período. Este juicio está confirmado por la prueba de las primitivas obras cristianas extrabíblicas... Toda teoría que mantenga que desde el comienzo Jesús fue llamado Dios, pero que por casualidad este uso no recurre hasta un tiempo tardío del Nuevo Testamento, es una teoría que no explica los hechos» (31). (30) Si se admite que en Rom 9, 5 —cuyo sentido se discute y varía según la puntuación— hay afirmación de la condición divina de Jesús habría que decir que ya hacia el año 50 se hizo tal atribución de la divinidad. Pero sería en todo caso una confesión aislada. (31) Cf. Jesús, Dios..., op. cit., 54. Es claro que muchas de las afirmaciones de detalle de Brown —desde la misma datación de la época neotestamentaria hasta el alcance y significación de algunos de los pasajes por él analizados— pueden discutirse y de hecho son discutidas por otros estudiosos. Sin embargo, y teniendo muy en cuenta esas diferencias de matiz, creo que puede decirse que las conclusiones reseñadas del estudio de Brown, en su globalidad, se acercan a lo que es criterio generalizado de los expertos y que, en consecuencia, merece amplio crédito.

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— A partir de la consideración de las primitivas obras cristianas extrabíblicas y otros documentos con que contamos puede decirse que a fines del siglo i y comienzos del n el uso del título «Dios» atribuido a Jesús está muy extendido desde el punto de vista geográfico. «No hay —afirma Brown— prueba para apoyar la tesis de que al final del siglo i la costumbre de llamar Dios a Jesús estaba confinada en una pequeña área o facción dentro del mundo cristiano» (32). Una conclusión parece imponerse: la confesión de fe en la divinidad de Jesús se ha realizado en el marco de un lento y nada fácil desarrollo histórico (33). Al dato ya indicado de que Jesús no es llamado Dios en los estratos primitivos del material neotestamentario, habría que añadir que no son pocos los textos en los que el término «Dios» parece reservado con exclusividad para el Padre y que en algunos de ellos se establece una distinción entre Dios (el Padre) y Jesús. Nos encontramos incluso con textos que parecen afirmar que Jesús es menor que Dios o el Padre (34). ¿Cómo explicar este lento desarrollo? Hay una primera razón en la que coinciden todos. Brown la expresa así: «La explicación más plausible es que, en el primer estadio del cristianismo, la herencia del Antiguo Testamento dominaba el uso del título "Dios". De aquí que "Dios" fuese un título muy restringido para ser aplicado a Jesús. Se refería estrictamente al Padre de Jesús, al Dios a quien él oraba. Gradualmente, "Dios" fue entendido como un término más amplio. Se vio que Dios había revelado tanto de sí mismo en Jesús que el término "Dios" era apto para incluir tanto al Padre como al Hijo» (35). (32) Cf. ibíd., 54-55. No podemos intentar aquí una más precisa determinación de las fases del proceso de la confesión de la divinidad de Jesús, ni tampoco entrar en la cuestión de quienes fueron las personas que lo protagonizaron o cuales fueron los «ámbitos» y «trasfondos o contextos culturales» en los que dicha confesión brotó (cf., por ejemplo, O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús de Nazaret..., op. cit., 479-490). Nos interesa, eso sí, subrayar lo que es convicción generalizada: «El uso de llamar a Jesús "Dios" fue un uso litúrgico y tuvo su origen en el culto y oraciones de la comunidad cristiana» (cf. R. E. BROWN: Jesús, Dios..., op. cit., 58-61; cf. también, W. KASPER: Jesús..., op. cit., 208; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús de Nazaret..., op. cit., 490.518). (33) «La confesión explícita de fe en la divinidad de Jesús tiene tras de sí unn larga historia» (cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús, Hijo..., art. cit., 324). (34) Recoge y comenta tales textos R. E. BROWN en Jesús, Dios..., op. cit., 21-26. (35) Cf. Jesús, Dios..., op. cit., 57 (cf. también, K. RAHNER: «Theos en el Nuevo Testamento», en Escritos de Teología, T. I, 93-166). «Un Evangelio que nos prcscntaüe A

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Pero hay también otra razón ya insinuada anteriormente. El Nuevo Testamento se muestra interesado por destacar el contenido significativo (salvífico) de la divinidad de Jesús y, sin embargo, poco preocupado por enunciar el hecho y trascendencia de esa misma divinidad (36). Podríamos terminar este punto con la conclusión que presenta en su estudio repetidamente citado R. E. Brown: «Aunque hayamos visto que existe un sólido precedente bíblico para llamar a Jesús Dios, tenemos que ser cautos al evaluar este uso en términos del ambiente del Nuevo Testamento.» Y añade: «Nuestra firme adhesión a los desarrollos tardíos teológicos y ontológicos en el significado de la fórmula "Jesús es Dios", no tiene que hacernos supravalorar o infravalorar la confesión del Nuevo Testamento» (37). Supravalorar, es decir, como si en el Nuevo Testamento estuviese ya afirmado lo que sólo será fruto de un desarrollo posterior. Infravalorar, es decir, como si en el Nuevo Testamento no estuviese sólidamente fundamentada la confesión en la condición divina de Jesús. e) Nuestra breve encuesta neotestamentaria hace conveniente insistir en lo ya insinuado en b), pero extendiéndolo ahora al Nuevo Testamento en su conjunto. Queremos decir que en éste la confesión de fe en la condición divina de Jesús está fundamentalmen-

Jesús haciendo proclamaciones de su propia condición divina, y a una Iglesia aceptando tales afirmaciones, serían el mejor documento contra el cristianismo. Ni Jesús pudo expresarse en tales términos, porque ello hubiera significado ignorar la historicidad del propio autodescubrimiento y la necesaria pedagogía para llevar a sus oyentes desde la comprehensión veterotestamentaria hacia lo que él ofrecía. Ni tampoco la Iglesia, porque ello supondría que o bien no había tomado en serio la trascendencia y el monoteísmo divinos, entraña del Antiguo Testamento y corazón de su propia fe judía, o bien no se había percatado de la ruptura innovadora que en el concepto de Dios, Jesús estaba llevando a cabo» (cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús, Hijo..., art. cit., 324). No olvidemos que es precisamente el intento de conciliar el estricto e irrenunciable monoteísmo bíblico —«Para nosotros no hay más que un solo Dios» (1 Cor 8,6)— con la confesión de la divinidad de Jesús el que puso en marcha toda la teología trinitaria. (36) «A los autores del Nuevo Testamento no les interesa tanto la mera confesión formal de la Trascendencia de Jesús cuanto el significado de esa Trascendencia. No el nombre de Dios, sino el contenido de ese nombre... No la proclamación de que "alguien" es Dios, sino quién es ese a quién se proclama Señor y qué significa que lo sea El precisamente, y no otro. Al Nuevo Testamento no le interesa la profesión de un Dios sin rostro, sino el rostro concreto y particular que tiene para nosotros» (cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 218).

(37) Cf. Jesús, Dios..., op. cit., 61-62.

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te vinculada a su significación salvífica. Lo que se confiesa es que la salvación de Dios ha actuado de forma plena y definitiva en Jesús de Nazaret. Hay en el NT una intencionalidad y preocupación prioritariamente soteriológicas. «Reflexionando sobre la experiencia pascual de los apóstoles —dice Schillebeeckx— se llega a ver toda la actividad de Jesús y, luego, su existencia humana como una existencia y una actividad que tienen su origen en Dios. Por tener su origen en Dios, Jesús existe para los hombres; es el don de Dios a todos los hombres: esta es la visión y, por así decirlo, la definición ontológica de Jesús de Nazaret a que llega el Nuevo Testamento. El hecho es que Dios salva en Jesíis» (38). f) Pero también es claro, como ya dijimos, que confesada la decisiva función salvífica de Jesús —la salvación de Dios en Jesús— era inevitable que con el paso del tiempo se plantearan preguntas como estas: ¿quién es este Jesús de Nazaret en el que Dios ha realizado tal don a la Humanidad? ¿Quién es este Jesús en quien Dios nos salva? En realidad —y aunque, como queda dicho, la intencionalidad y preocupación del NT son prioritariamente soteriológicas— tal exigencia de explicitación está ya implícitamente contenida en las mismas afirmaciones neotestamentarias. Como indica Brown «es verdadero decir que pasajes como Jn 1,1 estaban destinados a suscitar pronto e inevitablemente cuestiones de más alcance que de naturaleza funcional». Y aduce en favor de su afirmación el testimonio tan poco sospechoso en este punto de Kásemann, quien refiriéndose al cuarto Evangelio dice: «Las cuestiones de la naturaleza de Cristo están ahora temáticamente discutidas todavía en el esquema de la soteriología en curso, pero con una importancia y aislamiento que no puede contar por mucho tiempo en términos de interés exclusivamente soteriológico» (39).

(38) Cf. Jesús, historia..., op. cit., 522-523. Cf. también en el mismo sentido, R. E. BROWN: Jesús, Dios..., op. cit., 60-61; J. SOBRINO: Jesús de Nazaret..., art. cit., 502-503. (39) Cf. Jesús, Dios..., op. cit, pág. 61, nota 65. El subrayado de la cita de Kásemann es mío. W. Kasper considera que en el cuarto Evangelio «está fuera de duda que se habla de una filiación divina de Jesús entendida esencialmente», aunque entiende igualmente que «las proposiciones esencialistas no se interpretan en sí y por sí, sino que sirven al interés soteriológico», es decir, sirven «a la íntima fundamentación de las de tipo soteriológico» (cf. Jesús, el Cristo..., op. cit., 203).

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2.3.

El proceso de la interpretación creyente posterior a la etapa neotestamentaria: el paso de una consideración funcional, centrada en la salvación dada por Dios en Jesús, a una consideración ontológica, centrada en la identidad esencial del mismo Jesús

Por una parte, los creyentes cristianos grecojudíos de los primeros tiempos del cristianismo, así como los que se fueron sucesivamente incorporando procedentes del mundo helénico pagano, no tardaron en preguntarse, desde su propio mundo ideológico-cultural, por la entidad esencial o identificación personal ontológica de Jesús (la ousia). Dada su forma de pensar no podían contentarse con saber qué ha sucedido en una persona (en nuestro caso, la salvación de Dios en Jesús), sino que hubieron de indagar además en la identidad de tal persona, en qué y quién es realmente esa persona en la que se reconocían salvados. Por otra parte, los judeocristianos de lengua aramea y griega también accedieron, por otro camino y desde su propia ontología, a la misma cuestión cristológica. Tras una primera «teología de Jesús» —es decir, una reflexión sobre lo que Jesús hizo y dijo sobre Dios y su Reino—, tuvo que surgir una «teología sobre Jesús», para indagar en la significación e identidad propia de ese Jesús, a partir de la estrecha relación de pertenencia mostrada en toda su vida entre Dios y él. ¿Quién es este Jesús que así habla de Dios, su «Abbá», que de forma tan intensa y especial es de Dios? Como indica Schillebeeckx pasamos así de una «primera reflexión» o «teología de Jesús» a una «segunda reflexión» sobre Jesús o «teología de segundo grado», que va a generar «asertos de segundo orden»: «si afirmamos desde la fe que Dios salva a los hombres en Jesús (aserto de primer orden), ¿cómo debemos entender a Jesús mismo, en quien se ha hecho realidad la definitiva acción salvífica de Dios (aserto de segundo orden)?» (40). Pues bien, la lenta e intensa historia del dogma cristológico se sitúa en el nivel de esta teología sobre Jesús generadora de asertos de segundo orden (41). Una segunda reflexión, a la que podríamos

llamar propiamente Cristología, que, a través de un generoso esfuerzo de indagación, busca finalmente aclarar cómo y por qué es posible afirmar que en Jesús se ha hecho realidad para nosotros la actividad salvífica definitiva de Dios (42). Ese esfuerzo cristológico que se va expresando en formulaciones dogmáticas clarificadoras —y que supone una reflexión de «segundo grado» generadora de asertos de «segundo orden»— es menos importante que una «teología de Jesús» —que supone una reflexión de «primer grado» sobre el actuar y decir de Jesús y que genera «confesión de fe». Pero es, sin embargo, necesario ya que explícita y profundiza, desde la vivencia de la fe confesada, la «teología de Jesús», siempre además con la pretensión de salvaguardar la intencionalidad última salvífica de los «asertos de primer orden» en los que se canaliza la misma confesión de fe. Este esfuerzo cristológico, que supone el paso de una Cristología en clave funcional soteriológica a otra en clave metafísica se va a centrar en responder a dos cuestiones fundamentales. La primera, conciliar la confesión de la divinidad de Jesús con el estricto monoteísmo bíblico. La segunda, afirmar al mismo tiempo, y con la misma firmeza, la divinidad y la humanidad de Jesús (43). No es posible resumir aquí ese proceso de siglos. Sería preciso, de intentarlo, recordar las primeras reflexiones cristológicas de los Padres (Ignacio de Antioquía, Clemente Romano, Justino, Ireneo, Tertuliano...) y los datos de la dogmática cristológica (especialmente los aportados por los grandes Concilios, desde Nicea —325— a Constantinopla III —681—) (44). Nos limitamos a recoger, de los grandes Concilios cristológicos, algunas de sus formulaciones, que son la expresión de esa clarificación que se va logrando y también de ese paso de una Cristología funcional salvífica a otra más metafísica, al que hemos hecho repetida referencia. que es una posesión vivida, un tesoro salvífico de la Iglesia antes que un enunciado» (cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús, Hijo..., art. cit., 299).

(40) Cf. fesús, historia..., op. cit., 514. Téngase en cuenta que para Schillebeeckx los «asertos de segundo orden» no son proposiciones «de segundo rango». Cf. también,

(42) Cf. E. SCHILLEBEECKX: Jesús, la historia..., op. cit., 514-515. (43) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit.,.353-354. (44) Para una consideración detenida de ese largo proceso, cf., por ejemplo,

O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: jesús, Hijo..., art. cit., 344.

|. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 349-476; A. GRILLMEIER: Le Christ

(41) Lenta e intensa historia de siglos: «Para el Nuevo Testamento la confesión de fe fesús, Hijo de Dios, manifiesta y expresa la conciencia de quienes en Jesús perciben al mismo Dios siendo salvación... El tránsito de esa confesión directa, proferida en alabanza dentro del culto, a una afirmación dogmática de carácter doctrinal llevará siglos de reflexión, indagación, confrontación y sondeos, que quieren dar razón de lo

iltins la tradition chrétienne [T. I (De l'áge apostolique a Chalcédoine —451—), T. I I / l (I.e Concile de Chalcédoine (451): réception et opposition) y T. II/2, Ed. du Cerf, París, 1973. 1990. 1993]; B. SESBOÜE: Jésus-Christ dans la tradition de l'Eglise, Ed. Desclée, París, 1982, 57-180; P. SMULDERS: «Desarrollo de la Cristología en la historia de los dogmas y en el magisterio eclesiástico», en AA.VV., Mysterium salutis, Vol. III, T. I, Ed. Cristiandad, Madrid, 1971, 415-503.

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279

En el Concilio de Nicea (año 325) se aclara la relación de Jesús con Dios, con la afirmación de que la divinidad de Jesús es «consustancial» con la del Padre o de su misma naturaleza (el famoso término homoousios), y no meramente semejante o de naturaleza inferior (homoiousios), como sostenía Arrio, incapaz de atribuir a Jesús una divinidad de idéntica naturaleza que la del Padre. Se dice en el símbolo niceno: «Creemos en un solo Dios Padre omnipotente...; y en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre...» (45). En el primer Concilio de Constantinopla (381) se aclara la relación de Jesús con nosotros, con la afirmación de que Jesús es verdadera y perfectamente hombre y no carente del principio intelectual (nous), como sostenía Apolinar, incapaz de considerar a Jesús un hombre real como nosotros. No se conserva el texto conciliar sobre esta cuestión, pero sí conservamos tres cartas del Papa S. Dámaso con esa doctrina ratificada en el sínodo romano del año 382 (46). En el siglo iv la comunidad de los creyentes llega con claridad, pues, a la afirmación de que Jesús es consustancial al Padre y consustancial a nosotros (verdadero Dios y verdadero hombre) . Esto equivale a decir que Jesús no es Dios a costa del hombre, ni hombre a costa de Dios. Pero la cuestión ulterior a plantearse era inevitable: ¿Cómo es posible afirmar a la vez de Jesús la perfecta divinidad y la perfecta Humanidad, sin romper la unidad de su ser, sin decir que son «dos»? En Efeso (431) y Calcedonia (451) se aclara la cuestión de la unión [que se llamará «hipostática» (47)] de la humanidad y la divinidad en Cristo. Efeso, por su parte, subrayará la unidad frente a Nestorio —que sostenía que en Jesús Dios y el hombre constituían dos sujetos— sancionando con sus fórmulas la doctrina sustentada por San Cirilo: «Uno y el mismo es el que nació del Padre y el que nació de María» (48). (45) Cf. DS 125 (D 54). (46) Cf. DS 146,148,149 y 158-159 (D 64-65). (47) No es posible ni conveniente, dada la finalidad que persigue este trabajo, detenerse en mayores precisiones. Resulta inevitable referirse a términos técnicos, acuñados por la tradición, pero sin poder aclarar ahora su significación. De todos modos, más adelante, en el apartado VII de este mismo capítulo, al intentar explicar lo que nuestra fe confiesa, procuraremos aclarar la significación de los términos principales empleados. (48) Cf. DS 250-251 (D 111 a); cf. también DS 252-263 (D 113-124).

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Calcedonia (451) subrayará frente a Eutiques, que sostenía que la humanidad de Jesús queda como absorbida por su divinidad, la dualidad en la unidad personal. O dicho con mayor claridad: la unidad afirmada en Efeso es rigurosamente cierta pero no conduce a afirmar la unidad de naturalezas. Ambas naturalezas —la divina y la humana— forman una unidad pero permaneciendo tales, sin mezcla o confusión. Dice Calcedonia: «...se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito...» (49). A pesar de su brevedad, el resumen realizado puede habernos conducido a la convicción de que la Iglesia, con sus formulaciones dogmáticas, se alejó de forma abismal del ambiente neotestamentario, de sus fórmulas de confesión de fe y de la intencionalidad salvífica de las mismas. Es indudable que las fórmulas dogmáticas que tan brevemente hemos analizado —así como tantas otras que surgen en el mismo espacio de tiempo y a las que ni siquiera hemos hecho referencia— son expresión de cómo la fe cristiana se va inculturando en el mundo helénico, mediante la utilización de las categorías filosóficas que podían ser significativas en dicho mundo. Es por eso que se puede hablar del paso de una Cristología más funcional a otra más metafísica. Sin embargo, es criterio prácticamente unánime de los estudiosos que la intencionalidad última de las fórmulas dogmáticas no es metafísica, sino soteriológica, al servicio de la confesión de fe que proclama que en Jesús hemos sido definitivamente salvados por Dios. Como indica González Faus «lo que se ventiló en todas las definiciones dogmáticas no era el empeño por explicar con propiedad cómo es Dios o cómo es su encarnación, sino la salvaguarda de la experiencia de salud que la iglesia vivía». Y añade lo que ya hemos insinuado más arriba en (49) Cf. DS 302 (D 148). Todavía se necesitaron dos largos siglos más para clarificar las cuestiones derivadas de la doctrina sustentada por Calcedonia sobre la unidaddualidad, simultáneamente afirmadas. En el año 553 se celebró el segundo Concilio de Constantinopla y en los años 680-681, el tercero. Podríamos resumir con suma brevedad su aportación clarificadora diciendo que la humanidad de Jesús no queda en forma alguna suprimida por la unión, se mantiene íntegra y plenamente. El dilema excluyente —Dios «versus» el ser humano— que parece informar buena parte del pensamiento moderno, no encuentra apoyo alguno en nuestras formulaciones dogmáticas.

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1.1, pero que ahora estamos en mejores condiciones de entenderlo. Si tomamos, dice, las fórmulas como expresiones de fe «es fácil detectar las intuiciones que laten debajo de cada una de ellas.... A saber: 1. Que si Jesús no es Dios no nos ha sido dada en él ninguna salvación... 2. Que si Jesús no es hombre, no nos ha sido dada a nosotros la salvación. 3. Que si esa Humanidad no es "de-Dios"... entonces la divinización del hombre no está plenamente realizada y Jesús no es verdaderamente Dios. 4. Que si lo que es de-Dios no es una humanidad en cuanto humanidad y permaneciendo humanidad, no es el hombre lo que ha sido salvado en Jesús, sino otro ser» (50). Claro que lo dicho no significa que las formulaciones dogmáticas hayan utilizado las únicas categorías posibles con que contamos en la actualidad para expresar nuestra experiencia de fe (51), o que las categorías utilizadas, propias de una problemática filosófica que no es exactamente la nuestra, no nos planteen hoy dificultades. En todo caso, y como veremos, es necesaria, siempre desde la fidelidad a la confesión de fe, la tarea ininterrumpida de reinterpretación que pueda hacer creíble y significativo lo formulado.

2.4. Las Cristologías «funcional» y «metafísica» no se deben contraponer deforma excluyente R. Bultmann parece establecer esa contraposición excluyente, al sostener, por una parte, que en el Nuevo Testamento no hay más Cristología que la puramente funcional y, por otra, que cualquier intento de Cristología metafísica ha de ser interpretado críticamente (52). (50) Cf. Las fórmulas de la dogmática..., art. cit, 100-102. H. Küng, que considera que «desde la perspectiva actual —y sólo desde ella— es preciso decir que los conceptos helenísticos eran en parte inadecuados para expresar el mensaje originario», afirma al mismo tiempo que «pese a la insuficiencia de los recursos conceptuales y a las injerencias de la política imperial, los primeros Concilios ecuménicos... consiguieron preservar el núcleo del mensaje cristiano del descuido de cualquiera de sus dos elementos, el divino o el humano. No hay que engañarse: fue el celo pastoral, y no el afán de especulación teológica o de elaboración de dogmas, el que motivó sus definiciones» (cf. Ser cristiano..., op. cit., 567; cf. también, E. SCHILLEBEECKX: Jesús, historia..., op. cit., 514. 533). (51) Schillebeeckx considera que ni siquiera se puede afirmar que eran las únicas de que disponían entonces, cuando fueron elaboradas (cf. Jesús, historia..., op. cit., 515). (52) «Me parece que puede decirse que en el Nuevo Testamento... las afirmaciones sobre la divinidad o deidad de Jesús, de hecho son afirmaciones que no quieren expresar su naturaleza, sino su significado; afirmaciones que confiesan que lo que él dice y lo que él es no tienen por origen este mundo, ni son ideas humanas, ni acontecimientos humanos, sino que allí Dios nos habla a nosotros, obra en nosotros y por no-

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Creo que tiene razón W. Kasper cuando, a partir de su convicción de que en Jesús ser y misión son indisolubles, afirma: «El ser de Jesús como hijo es inseparable de su misión y servicio. El es la existencia de Dios para los otros. Ser y misión, Cristología esencial y funcional, no pueden ser contrapuestas mutuamente; no pueden ni siquiera separarse la una de la otra; se condicionan recíprocamente. Su función, su existencia para Dios y para los otros, constituye, al mismo tiempo, su esencia; y viceversa, la Cristología funcional implica una esencial» (53). En realidad, el paso a la clave esencial o metafísica en la reflexión cristológica se hizo necesario al querer justificar y fundamentar la universalidad de la función salvífica de Jesús. ¿Cómo podemos afirmar de forma fundamentada que en Jesús se nos ha dado la salvación de Dios si ese mismo Jesús no es de tal manera de Dios que podamos decir con verdad que es consustancial con El? En principio, la confesión de la divinidad de Jesús concreta la fundamentación de su significación salvífica, experimentada como don personal gozosamente vivido y como oferta universal dirigida a todos los seres humanos: «Jesús, el Cristo, es Dios porque es salvación para mí y es salvación ofrecida a todos.» Si, en una segunda reflexión, el pensamiento se desplaza de la significación al ser de Jesús es lógico que se subraye la anterioridad del ser sobre la función y se pueda decir: «Puesto que Jesús, el Cristo, es Dios puede ser salvación para mí y para todos.» Las afirmaciones sobre la función o significación salvífica de Jesús no deben contraponerse ni siquiera separarse de los enunciados hechos en clave esencial o metafísica (54). sotros. Cristo es virtud y sabiduría de Dios; él se hizo para nosotros sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención (1 Cor 1, 30). Luego —así opino yo—, en la medida en que tales asertos derivan hacia enunciados objetivos, se los ha de interpretar críticamente» (cf. La confesión cristológica..., art. cit., 208; un ejemplo de Cristología meramente funcional expuesta con claridad puede verse en J. A. T. ROBINSON: Sincero para con Dios, Ed. Ariel, Barcelona, 1971,111-136). (53) Cf. Jesús, el Cristo..., op. cit., 137. Cf. también, en el mismo sentido, K. RAHNER: Curso fundamental..., op. cit., 334-335; H. KÜNG: ¿Existe Dios?..., op. cit., 932-934. (54) GONZÁLEZ DE CARDEDAL se refiere a esta doble línea cristológica históricamente existente, reflejada en estas expresiones: «Cristo es Dios porque es salvación para mí» y «Cristo es salvación para mí porque es Dios con anterioridad a mí». Y, para hacer ver que no son una alternativa excluyente, comenta: «Desde el punto de vista noético, la salvación que yo percibo en mí desde Cristo... es el camino y la pauta para llegar a reconocer el significado profundo de la historia de Jesús y afirmar su dimensión divina. Pero la fórmula siguiente no es menos verdadera: desde el punto de vista óntico, la dimensión divina de Jesús es el fundamento necesario de su función soteriológica respecto del hombre; sin ella su relación con los humanos sería de solidaridad, de ejemplaridad, de precedencia o de causalidad, pero nunca de salvación» (cf. Jesús de Nazaret..., op. cit., 468; cf. también, ibíd., 470-471. 485. 490. 496 y 497 y ss.; id., Jesús, Hijo..., art. cit., 344).

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3.

DIFICULTADES ACTUALES PARA LA CONFESIÓN DE LA DIVINIDAD DE JESÚS

Que para muchos de nuestros contemporáneos se hace muy difícil, cuando no imposible, confesar la divinidad de Jesús es un dato innegable que verifican frecuentemente las encuestas. Esta dificultad se extiende a muchos de los que se confiesan, no obstante, cristianos, practicantes o no. Incluso se hace presente en los llamados «militantes» que están especialmente interesados en seguir a Jesús. Ya hemos dicho que este capítulo surge a partir de la verificación de este último dato. Tal vez, la síntesis aquí intentada pueda ayudar a situar mejor la cuestión y a facilitar la confesión. En ese caso se lograría la finalidad intentada. ¿Cuáles son esas dificultades? ¿Por qué para muchos y muchas es difícil o imposible confesar que Jesús de Nazaret, varón judío del siglo I, nacido de María, crucificado bajo Poncio Pilato es el Hijo de Dios? Sin pretender en forma alguna hacer una enumeración exhaustiva, resumiré algunas de las que me parecen más significativas. 3.1. Naturalmente en primer término sería necesario referirse a las personas, para quienes toda confesión de fe que afirme, de cualquier modo, la realidad de un Dios trascendente es irrelevante, incomprensible o simplemente ilegítima. No es infrecuente encontrarse, en el contexto cultural de nuestro tiempo, con personas «atrapadas» por el nivel empírico de la realidad, incapaces de captar, con su visión estrictamente neopositivista, la densidad sacramental de lo real, ya sea porque creen estar ciertas de que únicamente se puede afirmar con fundamento lo que es empírica e intersubjetivamente verificable, ya sea porque están cómoda o resignadamente instaladas en lo finito. Para no pocos de los que así están «incurvados» sobre lo empíricamente captable, sin posibilidad de abrirse a la trascendencia, la confesión de la divinidad de Jesús, al no poder ser «científicamente verificada», se «pierde» en un lenguaje carente de sentido, que por supuesto no merece ser considerado verdadero, pero ni siquiera falso, al no poder ni siquiera ser controlado en su falsedad. En todo caso, para todos ellos la confesión de fe en la divinidad de Jesús es incomprensible e irrelevante, carece de significación para su existencia. Pero sin desconocer la importancia de esta forma de ver las cosas en nuestro contexto cultural actual, que hace no sólo difícil, 284

sino imposible, la confesión de fe en la divinidad de Jesús, nos parece conveniente centrar la atención en otro género de dificultades, más directamente referidas a dicha confesión y que son las que pueden —implícita o explícitamente presentes— estar generando el malestar o la duda que incluso muchos creyentes experimentan ante la misma. 3.2. Se podrían agrupar aquí todas las dificultades relacionadas con el paso, genéricamente considerado, de la historia a la fe y, más concretamente, con el pasar de la consideración del ser histórico Jesús de Nazaret a confesarle desde la fe Hijo de Dios, consustancial al Padre, verdadero Dios. La dificultad de pasar de la historia a la fe está sustentada en presupuestos filosóficos que hablan de la imposibilidad de conferir a lo histórico, contingente y singular, valor definitivo y universal. Ya en 1777 Lessing hablaba de tal imposibilidad: «Verdades históricas, contingentes, no pueden convertirse nunca en prueba de verdades de razón, necesarias.» Estamos ante lo que se ha llamado «el horrible foso de la historia» o el «abismo abierto entre los hechos y el sentido», es decir, ante el positivismo crítico, que cuestiona la legitimidad del paso de la historia a la fe. ¿Cómo, desde esta concepción, atribuir a un ser histórico la condición de Hijo de Dios, salvador universal y definitivo? Pero la dificultad concreta que aquí nos interesa considerar es la que se refiere al paso de la realidad histórica de Jesús de Nazaret, considerada en su singularidad propia y real, a la confesión de fe en él. En realidad, el comienzo de la investigación histórico-crítica (Reimarus) está ya marcado por el abismo abierto entre la historia de Jesús de Nazaret y la confesión de fe eclesial (55). Su historia (55) No podemos resumir aquí la historia de esa investigación, en buena parte marcada por ese abismo. Sólo recordar que para Reimarus la distancia entre Jesús y la fe es insalvable. El auténtico Jesús de la historia fue un mesías político que pensó en establecer un Reino temporal, liberando a su pueblo de la opresión romana. El Jesús que nos presentan las narraciones evangélicas, el Cristo confesado por la fe eclesial, está en radical discontinuidad con la realidad histórica del galileo. La vuelta al Jesús de la historia para liberarle «de las cadenas del dogma eclesial», que lo había desfigurado, informa la búsqueda de la escuela liberal durante el siglo xix y remarca el foso entre la historia de Jesús y la fe eclesial (para una historia detenida de la cuestión, cf., por ejemplo, R. LATOURELLE: A Jesús el Cristo por los Evangelios, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1982). Para una consideración más precisa de cómo entiende Lessing el «foso» de la historia —más que como contraposición entre «verdades de hecho» y «verdades necesarias» como contraposición entre hechos del pasado y acontecimientos actuales personalmente vividos—, cf. E. SCHILLEBEECKX: Jesús, historia..., op. cit., 549-551.

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—se piensa— no autoriza tal confesión. Esta es la posición mantenida entre nosotros, con insistencia repetida y hasta con cierto furor proselitista, por Puente Ojea, para quien el Cristo de la fe presentado en las narraciones evangélicas —y no digamos el presentado en las formulaciones dogmáticas posteriores— es una pura «construcción fideísta» que «distorsionó radicalmente y adulteró tanto la figura como la andadura del Nazareno». En consecuencia, el «salto» del uno al otro —es decir, del Jesús de la historia al Cristo de la fe— «constituye una fractura incurable» y está desautorizado por la razón crítica (56). Concluyo este punto. No son pocos los que encuentran serias dificultades para confesar la divinidad de Jesús porque consideran que no es posible conceder el valor universal que implica tal confesión a un ser histórico o, más concretamente, porque piensan que la historia concreta de Jesús de Nazaret no autoriza tal confesión. Es más, entienden que con dicha confesión, no autorizada por la investigación histórico-crítica, se falsea la verdadera figura histórica del Nazareno. 3.3. Para muchos la dificultad mayor para afirmar la divinidad de Jesús radica en la sospecha de que la confesión creyente es perjudicial porque impide considerar a Jesús plenamente humano, le aleja de forma irremediable de todos nosotros, lo arranca propiamente de la realidad y lo aloja en el mito, y hasta puede dificultar o hacer imposible que los cristianos puedan ser sujetos responsables de las tareas urgentes de la historia (57). (56) Para el ex embajador español en la Santa Sede la fractura que entrañó la literatura neotestamentaria entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe se concreta en un doble «corte»: «Un corte epistemológico: el fundamento del saber ya no descansa sobre la experiencia de testigos presenciales de la acción del Nazareno durante su ministerio en la tierra..., sino sobre la fe subjetiva en presuntas experiencias milagrosas de un Cristo resucitado y elevado a los cielos. Un corte teológico: el Mesías judío que anunció la inminente instauración en Israel del Reino de Dios a fin de dar cumplimiento a las promesas de Yahvé a su pueblo, es sustituido por el Cristo celeste de la fe, quien se encarnó en hombre, según un plan divino decretado desde el origen de los tiempos, para expiar y redimir el pecado colectivo de la Humanidad; es decir, un Cristo consustancial y coeterno con el Padre» (cf. El Evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1992, VIII. 122). (57) Alienta en esta especie de miedo a confesar la divinidad de Jesús la alternativa letal excluyente entre Dios y el ser humano, es decir, «la tremenda sospecha que desde Feuerbach y Nietzsche envenena las relaciones entre modernidad y cristianismo» (Torres Queiruga). En efecto, la sospecha de que la divinidad es una amenaza para la condición humana —para su dignidad autónoma, su libertad, su adultez, su condición de sujeto responsable de la historia— puede dificultar seriamente la confesión de fe.

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¿No podemos percibir esa sospecha en los distintos intentos que conocemos de reducción del cristianismo a jesuanismo, que quieren recuperar la condición humana de Jesús y su verdadera funcionalidad salvífica, al servicio de la dignificación y liberación de los seres humanos? Tanto en el intento de la teología liberal del siglo xix por recuperar al verdadero Jesús de la historia para liberarlo de «las cadenas del dogma» —que tiene tal vez su punto culminante en el esfuerzo realizado por Adolfo Harnack para reducir el cristianismo a jesuanismo y concluir que es preciso creer como Jesús, pero no creer en él como ser divino— como en los más recientes de la llamada teología radical de la muerte de Dios o de pensadores no cristianos como E. Bloch, subyace la convicción, o al menos la sospecha, de que la confesión de fe en la divinidad de Jesús supone perderle en las nieblas de la especulación teológica y supone igualmente que sus confesantes seguidores se pierden con él en las mismas nieblas, incapaces de ser «fieles a la tierra». Y, en todo caso, incapaces de seguirle, puesto que su divinidad nos lo aleja irremediablemente. Su condición de servidor del Reino, con la radicalidad que nos refieren los relatos evangélicos, que le llevó a dar incluso la vida, fue posible para él en virtud de su divinidad, pero es imposible para nosotros. Su divinidad, pues, nos lo aleja a la hora de nuestra vivencia teologal. En este clima cultural, dominado por la convicción de que el ser humano tiene que liberarse de Dios para poder recuperarse a sí mismo y de que el cristianismo sólo podrá desplegar en la historia su vigor ético, su capacidad de fundamentar y motivar el compromiso de transformar la realidad, si no se oculta la verdadera humanidad de Jesús en la confesión de su divinidad, es claro que tal confesión presenta para muchos serias dificultades (58). (58) Estas dificultades están muy bien expresadas por O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: «La conciencia cultural y social inclina a los cristianos a integrarse en un ecumenismo de preocupaciones, convicciones y responsabilidades donde lo inmediato, lo humano, lo posible, lo sospechable son lo único verdadero, lo sólo real no encubridor, y donde todo lo que tiene otros orígenes es puesto bajo sospecha, es remitido a segundas preocupaciones, es soslayado finalmente, si no como ilegítimo teóricamente, al menos como históricamente peligroso. La lectura cristológica que se concentra o limita al Jesús histórico cumple las condiciones para estar presente ante esa conciencia nueva y ser tomada en consideración por ella... Los griegos que hoy se acercan a Jesús en Jerusalén no le preguntarían por el Padre, queriendo contemplar su rostro, sino que pedirían a Jesús más bien: "Muéstranos al hombre. Y esto nos basta." No hay negación de la divinidad de Jesús: sólo una puesta entre paréntesis, una suspensión del juicio, un reenvío para momentos ulteriores, para cuando se hayan resuelto las dudas teóricas y

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3.4. A las dificultades ya mencionadas habría que añadir, por último, todas las vinculadas al escándalo que supone confesar que este Jesús —crucificado por su decir y actuar, por su forma entera de vivir— es el Hijo de Dios, en quien el Padre se nos muestra. Dicho más claramente: si confesamos la divinidad de Jesús estamos confesando que nuestro Dios es el Dios vivo de los pobres de esta tierra, Dios crucificado y esperanza para los crucificados. Es decir, confesamos un Dios distinto, diferente y hasta disidente, lo cual supone, de ser consecuentes con esa confesión, hacerse cargo por nuestra parte y en nuestra historia de esa disidencia de Dios. Estas son las dificultades que más destacan y consideran los teólogos de la liberación, que muestran lo difícil que es confesar la divinidad de Jesús, teniendo en cuenta las implicaciones que tal confesión lleva consigo, si no hay conversión a la causa de los pobres de la tierra. Es tomando la cruz que implica el seguir a Jesús, solidarizándose con los pobres, como se puede «razonablemente» confesar al crucificado como Hijo de Dios. Sin esa conversión, la confesión se hace penosa, cuando no imposible (59). Estas dificultades pueden paralizar la confesión en la divinidad de Jesús o bien conducir a una confesión formalista, meramente verbal, sin vincularla al crucificado de Nazaret. Entonces la confesión de fe en el Cristo sofoca a Jesús —Jesús, el incendiario y Cristo el apagafuegos— y, como indica González Faus, estamos ante «la atrocidad de que la divinidad de Jesús pueda ser utilizada políticamente con fines conservadores» (60). se hayan solucionado las inmediatas necesidades prácticas» (cf. Jesús, Hijo..., art. cit., 315-316; cf. también para las dificultades hasta ahora consideradas, ibíd., 300-316). (59) Para esta cuestión, cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La opción por el pobre, elemento..., art. cit. (60) Cf. El acceso a Jesús..., op. cit., 27. Se trata, añade el mismo teólogo, de confesiones de la divinidad «interesadas» o incluso «desesperadas». En ellas sí se oculta el rostro de Jesús porque «mientras Jesús fue un hombre conflictivo para las autoridades religiosas... "el Cristo Hijo de Dios" se convierte en la excusa con que las autoridades religiosas intentan domesticar o desautorizar todas las conflictividades que se les enfrentan. Tenemos que, mientras Jesús fue un hombre descaradamente parcial en favor de los pobres, "el Cristo Hijo de Dios" es una excusa para que los cristianos no opten por los pobres en nombre de una universalidad de lo divino... Tenemos que, mientras Jesús ignoraba cosas y soportaba dudas y abandonos de Dios (Me 15, 34), "el Cristo Hijo de Dios" lo sabía todo y no necesitaba fiarse del Padre porque le había visto todas las cartas del juego...». «Así es como se ha podido llegar a que la divinidad de Jesús se convirtiera en una escapatoria hacia lo abstracto y lo falsamente espiritualista, lo cual, a la vez que tranquilizaba las conciencias, actuaba como poderoso freno conservador y sostenedor de los status quo de Occidente» (cf. ibíd., 27 y La Humanidad nueva..., op. cit., 218). En esta misma dirección advierte E. SCHILLEBEECKX que «la "cristolo-

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Tal vez se piense que a todas las dificultades reseñadas convendría añadir aquellas derivadas de pensar que la divinidad de Jesús es irrelevante, carece finalmente de mayor significación. Son las dificultades que subyacen a la pregunta: ¿para qué sirve confesar que Jesús es el Hijo de Dios? Posiblemente algunos se identificarán con este tipo de dificultades. Pero si tenemos en cuenta las últimas consideraciones hechas, y también las que hicimos cuando hablamos de la importancia pastoral de nuestra cuestión, concluiremos fácilmente que tal tipo de dificultades no merece mayor atención. Las dificultades recordadas, que son muy reales para muchos, hasta el punto de impedirles la confesión de fe, y que, de una forma u otra, son también nuestras dificultades, las que tenemos que superar los que nos consideramos creyentes, aconsejan centrar nuestra atención seguidamente en las tareas siguientes: — Precisar mejor qué afirmamos y qué no afirmamos cuando confesamos la divinidad de Jesús. — Clarificar la relación entre historia y fe y mostrar seguidamente la «continuidad» de la interpretación creyente expresada en la confesión de fe con la historia del Nazareno (continuidad en la discontinuidad, como veremos). — Indicar el camino que es preciso recorrer para que la confesión de fe en la divinidad de Jesús pueda resultar posible y hasta razonable. — Explicar más matizadamente el alcance significativo de la confesión de fe en la divinidad de Jesús, teniendo en cuenta las formulaciones dogmáticas conciliares y poniendo especial énfasis en mostrar que la confesión de la divinidad no anula ni escamotea la humanidad histórica completa de Jesús de Nazaret. Es lo que vamos a intentar hacer en los apartados que nos restan. gización" de Jesús de Nazaret puede en la práctica "congelar" o neutralizar su mensaje y su praxis si se olvida de ese Jesús y se queda con un simple misterio cultual celeste: el gran icono Cristo, tan elevado junto a Dios (al que previamente se ha alejado del mundo de los hombres) que también él, Jesucristo, pierde toda fuerza crítica en este mundo... De este modo "neutralizamos" la fuerza crítica del mismo Dios y corremos el peligro de añadir una ideología más a las muchas con que cuenta ya la humanidad: la Cristología. A veces temo que con las afiladas aristas de nuestra afirmación de fe sobre Jesús arruinemos la vertiente crítica de su profecía con todas sus consecuencias sociopolíticas. Divinizar unilateralmente a Jesús, ponerlo exclusivamente al lado de Dios, es eliminar de nuestra historia a un hombre incómodo y borrar el recuerdo peligroso de una profecía viva y desafiante, una forma de imponer silencio a Jesús como profeta» (cf. Jesús, historia..., op. cit., 629).

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4.

EL CONTENIDO NUCLEAR DE NUESTRA FE CRISTOLOGICA: ¿QUE AFIRMAMOS Y QUE NO AFIRMAMOS CUANDO CONFESAMOS LA DIVINIDAD DE JESÚS?

La conveniencia de formularse esta pregunta y de intentar responderla deriva de una sospecha o incluso de una convicción: buena parte de las dificultades que no pocos tienen para confesar la divinidad de Jesús brotan de una mala inteligencia de esa confesión. Se piensa, como hemos dicho más arriba, que atribuyéndole la divinidad se arroja al hombre Jesús de forma inevitable al espacio de lo mítico (61). ¿Y no es cierto que cuando el creyente, con la intención de expresar de forma ortodoxa su fe, afirma que «Jesús es Dios» o que el mismo Jesús es Dios y hombre, puede estar arrojando a Jesús en ese espacio de lo mítico? Desde luego así es cuando tales fórmulas se malentienden o no se interpretan de forma correcta. Hay que tener en cuenta que cuando en estas fórmulas utilizamos el verbo es como cópula (o unión entre Jesús, el sujeto de la fórmula, y Dios, el predicado) lo estamos haciendo en un sentido diverso al que le otorgamos en otras frases de nuestro lenguaje usual. K. Rahner lo expresa con claridad: «Si decimos: "Pedro es un hombre" esta proposición indica una identificación real del contenido del nombre que hace de sujeto y del que hace de predicado. En cambio, el sentido de "es" en las proposiciones... cristológicas no estriba en una identificación real de ese tipo, sino en una unidad irrepetible que no acaece en ningún otro caso y que constituye un profundo misterio: unidad de dos realidades realmente distintas entre las que se da una distancia infinita. Jesús en cuanto hombre y en virtud de su humanidad —a la que nos referimos al decir "Jesús"—, no "es" Dios; tampoco Dios, en cuanto Dios y en virtud de su divinidad, "es" hombre en el sentido de una identificación real» (62). (61) Damos aquí al término mito el contenido significativo que suele dársele en el lenguaje más usual y no el que suelen concederle los estudiosos de la historia de las religiones, cuando subrayan el valor del lenguaje mítico como vehículo necesario para expresar lo que la fe religiosa quiere afirmar. De acuerdo con ese uso más usual, lo mítico es sinónimo de irracional o irreal, lo que no se puede afirmar razonablemente. (62) Cf. Cristología. Estudio..., op. cit., 59 ; cf. id., ibíd., 56-61; ¿Qué debemos creer?..., op. cit., 110-112. Con la misma preocupación por aclarar el verdadero sentido de la fórmula «Jesús es Dios» y evitar que pueda ser mal interpretada, señala O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL que «pocas fórmulas hay tan equívocas y tan equivocables como ésta, ya que literalmente pronunciada puede ser una expresión perfectamente ortodoxa y, en

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La fórmula «Jesús es Dios» no puede pues expresar identificación real entre el sujeto Jesús y el predicado Dios, como si con ella quisiéramos afirmar que en la «encarnación» se ha realizado una transformación de Dios en un ser humano o una transformación de un ser humano en Dios. Como subraya Calcedonia, la unión de las dos «naturalezas» —divina y humana— en la persona de Cristo ha de ser concebida sin confusión y sin cambio, de tal manera que la unión no borra la diferencia, es decir, conserva la propia identidad o la especificidad de cada naturaleza. Una consecuencia de lo dicho es que el hombre Jesús conserva en la unión su identidad creatural, su condición humana plena. No debemos nunca olvidar que el Nazareno se nos presenta en las narraciones evangélicas como un hombre que «puede rezar, adorar, ser obediente, sentirse criatura hasta el abandono de Dios, llorar, acoger el milagro de "ser escuchado", sentirse llamado por la voluntad de Dios como por una voluntad todopoderosa y extraña...» (63). Jesús no es un Dios vestido de hombre ni tiene nada que ver con los mitos de los hombres-dioses de la antigüedad. La Cristología actual subraya con fuerza esta perspectiva «antimonofisita»: «La negación de toda mezcla entre las naturalezas y la afirmación de una integridad plena de la naturaleza humana salvarguardan o ayudan a recuperar la perspectiva... de que la naturaleza humana de Jesús es una realidad creada, consciente y libre, a la que... un momento histórico, obligada, por ser la única que supere una negación real de los aspectos reales del Evangelio; pero no menos puede ser perfectamente heterodoxa e implicar algo que no está afirmado en el Evangelio y que incluso ha sido explícitamente condenado en los concilios ecuménicos». Y añade que la fórmula «no implica la sustitución del Yahvé del Antiguo Testamento por el Jesús del Nuevo Testamento, ni menos la identificación material en el sentido de que Jesús sea corporalmente la realidad de Dios», por lo cual «hay que preservarla ante todo de una interpretación monofisita que opera una real identificación entre el sujeto Jesús y el predicado Dios, tal como puede darse en la fórmula: "Yo soy Pedro." En este sentido hay que decir con toda claridad que la cópula en este caso tiene un contenido completamente distinto. Jesús comporta unas realidades, unos condicionamientos, una historia, una vida y una muerte, ligadas todas ellas a su finitud e historicidad, que no pueden ser referidas sin más a Dios. En este sentido, Jesús no es Dios, es un hombre en toda la verdad que percibimos cada uno de nosotros en nuestra humanidad...» (cf. Jesús, Hijo—, art. cit., 349, y Jesús de Nazaret..., op. cit., 504. 505-506; cf. también, ibíd., 467. 507-510. 518-521). Con la misma finalidad de evitar falsas interpretaciones advierte González Faus que «decir que Jesús es Dios puede malentenderse como si dijéramos que su esencia es la divinidad, dando al verbo "es" el mismo significado que cuando decimos "Jesús es hombre". Así se entiende muchas veces y ello lleva necesariamente a un escamoteamiento de su humanidad, que queda concebida como una simple forma de presentarse o un "vestido" con que hacerse visible. De ahí el monofisismo siempre latente en las cabezas de muchos creyentes» (cf. La Humanidad nueva..., op. cit., 465). (63) Cf. K. RAHNER: Problemas actuales..., art. cit., 193.

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se atribuye una "subjetividad" creatural... situada libremente ante Dios (rn obediencia, adoración, no omnisciencia) con la distancia propia de una criatura» (64). Cuando confesamos la divinidad de Jesús no estamos afirmando, por tanto, que la divinidad se ha cambiado, mezclado o confundido con la humanidad o, a la inversa, que la humanidad se ha cambiado, mezclado o confundido con la divinidad. Pero ¿qué es lo que realmente afirmamos? Más adelante, intentaremos explicar con mayor detalle el alcance significativo de nuestra confesión de fe. De momento nos contentamos con perfilar algo así como el marco formal en el que ha de situarse dicha confesión si quiere ser bien interpretada. La confesión «Jesús es Dios» sólo puede ser correctamente entendida si, liberada de la interpretación de signo monofisita (65), la devolvemos al «lugar» o «contexto experiencial» en que nació y que ya conocemos: el constituido por la experiencia de salvación que los seguidores de Jesús tuvieron en el encuentro pascual y en el posterior caminar tras sus huellas. Una experiencia de salvación vinculada a —y fundamentada en— la causa o pretensión histórica de Jesús de ofrecer el camino que introduce en el Reino o la salvación definitiva de Dios a los seres humanos. A partir de la convicción experimentada de que el encuentro con Jesús, el Cristo, es encuentro con la salvación de Dios, en virtud de la relación única y singular con Dios que informa toda la vida y el mensaje de Jesús, se va desarrollando la reflexión cristológica. La soteriología es el principio hermenéutico de la Cristología. El descubrimiento experiencial realizado en el encuentro con el resucitado de que Jesús es ya el Reino ofrecido o la salvación de Dios para todos, culmina en la afirmación clara y rotunda de la divinidad de Jesús. ¿Cómo, si no, puede ser salvación definitiva y universal, insuperable ya y extendida a todos los seres humanos de todos los tiempos que quieran abrirse a ella? ¿Podría acaso ser todo eso para nosotros sin ser (64) Cf. K. RAHNER: Cristología. Estudio..., op. cit., 57. Y añade el mismo Rahner esta importante matización: «Supuesta la no confusión de las naturalezas, el influjo activo del Logos sobre la "naturaleza" humana de Jesús no puede considerarse físicamente en un plano distinto del que Dios ejerce sobre una criatura libre. Esto se olvida con demasiada frecuencia en una piedad y una teología de tinte monofisita, que concibe la humanidad de Jesús de manera demasiado material, como "instrumento" movido por la subjetividad del Logos» (cf. ibíd., 56). (65) «Monofisita» es una palabra derivada de «mono» y «physis». Quiere, pues, decir una «physis», una naturaleza. Rechazar la perspectiva monofisita es rechazar la confusión o fusión de naturalezas a que ya hemos hecho referencia, la absorción de la naturaleza humana en la divina.

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él enteramente de Dios, es decir, sin que la relación personal única y singular que mantuvo con el Padre no sea parte constitutiva de su mismo ser? En suma: ¿podría ser el salvador sin ser el Hijo de Dios? La sabiduría creyente, que experimenta en el encuentro con Jesús resucitado la salvación de Dios, lleva a la confesión de su divinidad, cuando busca la fundamentación de lo experimentado. Y la confesión, en su última y más decisiva significación, expresa que el hombre Jesús es la salvación definitiva, escatológica, de Dios para todos los seres humanos. Con la confesión de la divinidad de Jesús, mediante la fórmula clásica «Jesús es Dios», el creyente afirma la singularidad única de Jesús, derivada no de su supuesta superhumanidad sino de la unidad, también enteramente singular, existente entre él y Dios, que es la que fundamenta que sea para nosotros la salvación (66). Con la fórmula no se expresa, como dijimos, la identificación real o táctica entre el sujeto —Jesús— y el predicado —Dios— (67), sino la relación peculiar y exclusiva de Jesús para con Dios (68): «El "es" de la fórmula "Jesús es Dios", a diferencia de lo que implica en el uso corriente, no indica identidad, sino unidad, unidad relacional de procedencia, ordenación y retorno, en cuanto que Jesús subsiste, a su vez, en el Verbo y éste vive en unidad de naturaleza con el Padre» (69). Con lo últimamente apuntado se insinúa algo muy importante: la confesión de la divinidad de Jesús refiere, para ser entendida, a categorías trinitarias. (66) «La fórmula —se refiere a "Jesús es Dios"— ha sido vivida, en la Iglesia, como una afirmación límite, que sugiere, a la vez que sitúa y asegura, dónde radica el misterio y la singularidad de Jesús: en aquella unidad con Dios que hace posible que él sea para nosotros lo que Dios es, que Dios ya sea impensable sin él, y que él, a su vez, vive en una relación de reciprocidad personal plena con él» (cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús de Nazaret..., op. cit., 507; el autor termina preguntándose si sería suficiente definir a Cristo con la fórmula propuesta por GOLLWITZER: «El que no es sin Dios y sin el cual Dios no es»). (67) «De ahí que la fórmula "Jesús es Dios", aunque no sea falsa, sea menos preferible que la otra paulina "Cristo es de Dios". Pues Dios no es el predicado, sino el "sujeto" de Jesús» (cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 465, nota 33). (68) «Dado que la humanización de Dios no se puede concebir como una transformación de Dios en un ser humano, pues eso sería una aberración, sólo se la podrá entender como la asunción unitiva de la realidad humana en la propia realidad de Dios» (cf. K. RAHNER: Qué debemos creer..., op. cit., 110). La unidad que resulta de esa «asunción unitiva de la realidad humana de Jesús en la propia realidad de Dios» es la que en teología se suele expresar con la fórmula clásica «unión hipostática», cuyo alcance significativo intentaremos aclarar más adelante. (69) Cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús de Nazaret..., op. cit., 506, nota 446.

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No cabe la menor duda que Jesús se entendió a sí mismo en relación contrapuesta frente al Dios a quien llamó Padre y, según consta en las narraciones evangélicas y sobre todo en Juan, esa relación informó toda su andadura. Por eso, si la vida entera de Jesús es revelación de Dios, esa diferencia que Jesús estableció entre él y el Padre-Dios («Abbá») pertenece a la divinidad del Dios revelado por Jesús. Y entonces la divinidad de Jesús no se puede entender bien sin tener en cuenta esa diferenciación en Dios entre Padre e Hijo. «El ser de Dios —dice Pannenberg—, tal como se ha revelado en el acontecimiento de Cristo, tiene... en sí mismo la dualidad, la tensión y la relación de Padre e Hijo. Por esto la divinidad de Jesucristo no puede tener el sentido de una identidad indistinta del ser divino, como si en Jesús el mismo Dios Padre hubiera tomado una forma humana y hubiese padecido en la cruz... Hay que sostener en Dios mismo la diferenciación entre Padre e Hijo, ya que esta diferenciación que designa la relación del Jesús histórico con Dios debe ser característica con respecto a la esencia de Dios mismo, si por otra parte Jesús es como persona la revelación de Dios» (70). En consecuencia, a la divinidad de Jesús —a la unidad singular y única del hombre Jesús con el Hijo de Dios que constituye la «unión hipostática»— se llega en virtud de un «rodeo», pasando por la relación de Jesús con el Padre, como indica el mismo Pannenberg: «La unidad del hombre Jesús con el hijo de Dios se infiere solamente haciendo un rodeo. Sólo haciendo este rodeo se justificará también el uso del concepto "Hijo de Dios". Se trata de pasar por la relación de Jesús con el "Padre", es decir, con el Dios de Israel a quien él ha llamado Padre. Sólo la comunión personal de Jesús con el Padre prueba que él es una misma cosa con el Hijo de este Padre» (71). Habría que completar esta referencia trinitaria introduciendo la perspectiva de la Cristología pneumática. Es en la relación única de obediencia y confianza filial de Jesús al Padre, suscitada y mantenida por el Espíritu que le conduce, donde Jesús se nos muestra como Hijo y nos revela el rostro trinitario de Dios (72). Conducido por el Espíritu, Jesús vive como Hijo del Padre. Su divinidad ha de ser entendida en ese contexto trinitario.. (70) Cf. Fundamentos de..., op. cit., 198. (71) Cf. ibíd., 416. (72) Ya hemos dicho que la cruz es el momento culminante, el lugar de máxima densidad o el espacio más elocuente de realización de esa revelación trinitaria de Dios (cf. «supra», capítulo IX, págs. 224-225).

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Conviene concluir este punto recordando las consideraciones prácticas de Rahner en relación con las fórmulas cristológicas en las que interviene el verbo «es» —«Jesús es Dios» o «Dios es hombre», por ejemplo— y que son frecuentemente utilizadas por los creyentes. Ya hemos visto como tales fórmulas pueden ser mal interpretadas y conducir a una falsa comprensión «monofisita», mitológica, en el sentido ya indicado. Consciente de ese riesgo, el gran teólogo alemán, para evitar posiciones apresuradamente inquisitoriales, advierte que «es preciso admitir —y tenerlo en cuenta a nivel pastoral— que no todo el que se escandaliza de la fórmula "Jesús es Dios" tiene por ello que ser heterodoxo». Por eso «cuando alguien dice, por ejemplo: "Yo no puedo creer que u n hombre sea Dios o que Dios se haya hecho hombre, la reacción cristiana correcta ante tal declaración no es afirmar que con ello se rechaza u n dogma cristiano fundamental, sino suponer que la explicación dada a la proposición que se rechaza tampoco responde realmente al contenido cristiano de esta afirmación. La verdadera "encarnación" del Logos es un misterio que exige el hecho de la/e, pero no resiste una sobrecarga de equívocos mitológicos» (73). Y dirigiéndose más explícitamente a los que pueden tener dificultades en aceptar estas fórmulas cristológicas, añade: «Si alguien, al escuchar la proposición "Dios es hombre", experimenta una sensación de vértigo metafísico que paraliza su capacidad de creyente puede decir sencilla y llanamente: Dios se me ha prometido a sí mismo en Jesús total e irrevocablemente y esa promesa no puede ya ser superada ni revisada a pesar de las infinitas posibilidades de que Dios dispone; él ha puesto una meta al mundo y a su historia, una meta que es él mismo, y esa posición no es sólo algo presente eternamente en el pensamiento de Dios, es algo instaurado por Dios mismo ya dentro del mundo y de la historia, es Jesús, el crucificado y resucitado. Quien afirma esto cree ya exactamente lo mismo que intenta comunicarle la Cristología metafísica de la Iglesia... Cree justamente eso pero no "más", ya que ese más supondría perderse en mitologías» (74).

(73) Cf. Cristología. Estudio..., op. cit., 60. (74) Cf. ¿Qué debemos creer..., op. cit., 111-112.

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5.

EL «SALTO» DEL JESÚS HISTÓRICO AL CRISTO CONFESADO EN LA FE. CONTINUIDAD EN LA DISCONTINUIDAD O DISCONTINUIDAD EN LA CONTINUIDAD

Repitamos lo ya dicho (75): la presencia de Dios en la historia, en el mundo en general y en la vida de los seres humanos y de los pueblos, no puede ser demostrada por la ciencia, ni concretamente verificada de forma incontestable por la investigación histórica. Es una presencia que se afirma por la fe que confía y confiesa. Pero esa afirmación confiada de la fe es, para el que cree, la razonable interpretación creyente de lo realmente sucedido. Es ahí, en el tejido de lo real, en lo históricamente acontecido, donde los ojos de la fe descubren, en un contexto de experiencia creyente, la presencia de Dios que se confiesa. La confesión de la fe va «más allá» de lo que la ciencia prueba de forma evidente, empírica e intersubjetivamente, y de lo que la investigación histórica ofrece como críticamente acreditado. Por eso hablamos de que la afirmación de fe implica un «salto» audaz, postulado por la necesaria «discontinuidad» entre lo probado por las ciencias humanas y lo afirmado por la interpretación creyente (76). Pero la confesión de fe no se realiza al margen o en ruptura radical con la realidad histórica, en la que la interpretación creyente descubre y confiesa la presencia de Dios. Es más, desde el contexto experiencial religioso en el que tal descubrimiento se realiza, el creyente considera que su afirmación de fe es razonable interpretación del sentido profundo de lo realmente acontecido, y que, en consecuencia, su confesión no es un «salto en el vacío», un «nadar sobre un abismo de setenta mil pies» (Kierkegaard) o una afirmación mítica o puramente proyectiva e ideológica realizada al margen de lo real. Vista desde la perspectiva propia del creyente, la afirmación de fe, sin dejar de ser el «salto» audaz referido, puede considerarse igualmente como una «apuesta» fundamentada o una interpretación razonable realizada en cierta «continuidad» con lo real (77). (75) Cf. «supra», págs. 265-267 de este mismo capítulo. (76) Es preciso no olvidar que si lo afirmado por la fe fuese la conclusión lógica y necesaria de la demostración científica ya no sería propiamente fe, sino precisamente ciencia. (77) «El tránsito de la comprobación de una realidad histórica, por métodos histórico-críticos, a la confesión de fe no se hace directamente movidos por la evidencia de los datos, sino por un trascendimiento, que implica a la vez continuidad con lo que se sabe y ruptura o desbordamiento respecto de lo que los sentidos y la inteligencia nos

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Esta misma relación de continuidad en la discontinuidad (la fe está referida a la realidad histórica) o de discontinuidad en la continuidad (la fe trasciende lo que la ciencia ve en esa misma realidad) a la que nos estamos refiriendo es la que nos encontramos cuando la fe confiesa en concreto que la historia de Jesús de Nazaret es la salvación escatológica de Dios, la presencia definitiva e insuperable del Dios que salva entre nosotros. La investigación histórica puede y debe llegar a verificar de forma cierta la existencia real de Jesús de Nazaret. Pero la confesión que proclama a ese Jesús que existió realmente como el Hijo de Dios en quien hemos sido salvados, nos sitúa ya en otro nivel, que es el propio de la fe. El paso o tránsito de la existencia histórica de Jesús de Nazaret a la confesión de fe no es necesario en virtud de razones aportadas por la investigación histórica (discontinuidad de la fe respecto de la historia). Y, sin embargo, algo singular y enigmático tuvo que darse en el ser histórico Jesús de Nazaret que contribuyó a fundamentar la interpretación creyente realizada por sus discípulos a partir de la experiencia pascual, distinguiéndola así de cualquier forma de proyección mitológica o puramente ideológica (continuidad de la fe respecto de la historia) (78). ofrecen como evidente... La comprobación histórica de los hechos y experiencias fundantes es necesaria para que la fe no sea un mito o una idea forjada por el hombre... Pero reconocer el sentido detrás del acontecimiento, la presencia de Dios detrás del signo material o humano... eso no es una cuestión científica, sino religiosa. La ciencia no la puede ni acreditar definitivamente ni definitivamente desacreditar, porque ésa es una cuestión de libertad, como todas las que se refieren al sentido último de la existencia. La ciencia ilustra, pero no crea libertad personal. Las cuestiones científicas se resuelven con métodos y fines científicos... Y las cuestiones religiosas se resuelven con métodos y fines religiosos. Las diferencias de estos órdenes de la existencia y su integración de unos respecto de los otros es una tarea permanentemente abierta, pero lo que hay que evitar de entrada es la identificación o reducción de unos a otros, diciendo desde la ciencia lo que es religiosamente posible o imposible, o diciendo desde la confesión de fe lo que es científicamente posible o imposible» (cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús, Hijo..., art. cit, 301-302 ). (78) «Saber que existió Jesús de Nazaret es una cosa a la que hay que llegar desde la verificación propia que los métodos históricos y filológicos nos hacen posible. Confesar que ese Jesús que existió es el mesías prometido por Dios y esperado por su pueblo, y que el contenido último de su mesianidad es la especial filiación divina, que le diferencia de profetas, sabios o posibles mensajeros divinos, eso es otra cosa muy distinta. El tránsito de la verificación positiva a la confesión creyente no es necesario por razones científicas o lógico-generales» (cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús, Hijo..., art. cit., 301; el autor expresa con precisión la discontinuidad de la fe respecto de la historia). «Por ambivalente y contingente que fuera la Humanidad de Jesús, tuvo que haber en su Humanidad histórica (¿dónde si no?) un fundamento para interpretarlo, al menos después de su muerte en cuanto conclusión de su vida, tal como lo interpretó de hecho el Nuevo Testamento. Sin tal fundamento histórico, la interpretación de sus ín-

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Bultmann representa la radicalización unilateral de la discontinuidad o la «ruptura radical» entre fe e historia. Para él todo deseo de legitimar o fundamentar la fe en la investigación histórica es no sólo imposible —puesto que carecemos de fuentes propiamente históricas que nos permitan conocer al Jesús prepascual— sino además, y desde el punto de vista teológico, no deseable, ilegítimo y hasta reprobable, pues responde a una preocupación apologética ajena a la fe verdadera. Implica, en realidad, una falsa búsqueda de seguridad, que es expresión de falta de fe, la cual, si es auténtica, no necesita fundamentación alguna ajena a sí misma. Inspirado por la «sola fides» de los grandes padres reformadores, Bultmann considera que la fe se basta a sí misma o que no tiene más justificación que la que le proporciona su propia vivencia. El gran teólogo alemán sitúa así la fe al abrigo de los avatares de la investigación histórica, pero a costa de encerrarse en una postura fideísta mantenida con el máximo rigor (79). El polo opuesto a la posición bultmaniana está representado por la apologética simplista, de corto vuelo y de marcada índole objetivista, que busca ingenuamente demostrar de forma clara e históricamente acreditada —-aunque sin incorporar los resultados de la investigación histórico-crítica de los últimos siglos— la divinidad de Jesús a partir de los prodigios por él realizados: las profecías pronunciadas y cumplidas y los milagros que constan en los relatos evangélicos. La fe aparecería entonces como mera conclusión lógica de toda honesta investigación histórica (80). timos tras su muerte sería una ideologización y una mistificación. Buscar este fundamento histórico significa estar abierto no sólo a la ambivalencia real de lo que se manifestó en Jesús, sino también a la posibilidad de que un estudio histórico sobre el hombre Jesús de Nazaret muestre que este judío fue un personaje complejo y problemático, y que, por tanto, la interpretación de la fe cristiana, junto a otras interpretaciones posibles, constituye una posibilidad racional y coherente, aun cuando desde el punto de vista histórico no sea la única ni se imponga con una evidencia absoluta. Esto es más que suficiente para una opción vital y digna del hombre, racional y éticamente fundada; ninguna otra concepción u orientación de la vida puede tener mayores garantías de verificación. Bajo estas condiciones, la interpretación cristiana de la historia y la praxis de vida acorde con ella no son ideología o mistificación» (cf. E. SCHILLEBEECKX: Jesús, historia..., op. cit., 567-568; el autor expresa con gran vigor la continuidad de la fe con la historia). (79) Esta posición de Bultmann, así como la de los grandes estudiosos que le precedieron en postular la radical discontinuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe —Strauss, Káhler y Wrede, sobre todo—, puede verse, por ejemplo, con mayor detalle en R. LATOURELLE: A Jesús el Cristo por los Evangelios, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1982, 35-45. (80) Esta posición apologética ignora, entre otras cosas, «que al mismo milagro le pertenece intrínsecamente una dosis de ambigüedad. La misma ambigüedad que es

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La posición generalizada actual tiende a superar las posiciones unilaterales anteriores y postula una articulación de reciprocidad entre la historia y la fe (81). Subraya frente a Bultmann la continuidad pese a la discontinuidad y, al mismo tiempo, subraya igualmente, frente a cualquier posición apologética simplista, la discontinuidad pese a la continuidad. Se postula así una «solidaridad concreta entre la historia y la fe»: «El círculo hermenéutico moderno de la Cristología debe utilizar el dato primitivo: el anuncio de Jesús de Nazaret como Cristo y Señor es un testimonio de fe dado a un acontecimiento. Esto quiere decir que la fe nos reenvía a la historia: la fe tiene un contenido que la precede (hay un «extra nos» de la fe) y este contenido es un acontecimiento realizado en nuestra historia... Pero, recíprocamente, la historia nos reenvía a la fe: el acontecimiento de Jesús de Nazaret adquiere sentido en referencia a la fe: fe en Dios, fe de Jesús, fe de los testigos. Cuando interrogamos este acontecimiento nos confrontamos con un horizonte de fe y somos interrogados en nuestra propia fe existencial. Por eso se puede decir que la mejor precomprensión en esta cuestión es la que proporciona la fe» (82). ley de toda donación de Dios a esta historia, y que significa algo muy serio y muy decisivo: que sólo Dios y nadie más elimina esa ambigüedad, convirtiendo el acto creyente de «conclusión» en «reconocimiento». Esto es lo que parece olvidar la definición apologética de milagro: que a Dios no se le puede enjaular o aprisionar en sus signos, ni siquiera para asegurarlo más; que sólo por Dios se conoce a Dios y que sólo el Espíritu de Dios puede hacernos confesar como «Señor» a la Palabra de Dios» (cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Clamor del Reino. Estudio sobre los milagros de Jesús, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1982, 155). (81) La posición en este punto de W. Pannenberg parece romper este equilibrio generalmente existente, cargando el acento en la continuidad y buscando por ello en la historia el fundamento firme de la fe: «La tarea de la Cristología... consiste en fundamentar a partir de la historia de Jesús el verdadero conocimiento de su significación, que puede explicitarse en síntesis en la expresión de que Dios se ha revelado en este hombre» (cf. Fundamentos..., op. cit., 39). Es verdad que Pannenberg incorpora una noción muy elaborada de historia (que le aleja de la visión positivista de los «facta bruta» y, por tanto, del simplismo apologético de carácter objetivista), en la que incorpora la historia de las tradiciones, es decir, el universo de sentido en el cual la resurrección de Jesús ha podido ser aceptada y comprendida. En efecto, Pannenberg lee y comprende la historia en los aspectos concretos referentes a Jesús de Nazaret, pero también teniendo en cuenta la repercusión que sobre la historia universal ha tenido la resurrección (cf. ibíd., 67-142). Sin embargo, parece tener razón Sesboüé cuando afirma que «su marcha hermenéutica concede demasiado a la historia, arrojando sobre ella la carga de suministrar la prueba de la fe, lo cual supone que la conclusión de la investigación histórica debería, teóricamente al menos, poder imponerse de manera universal y necesaria a todo espíritu recto» [cf. «Histoire et foi en christologie», en Nouvelle Revue Théologique (janvier-février 1979) 16]. (82) Cf. B. SESBOUE: Histoire et foi..., art. cit., 22.

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1 lemos querido concluir este apartado con esta larga cita de Sesboüé porque nos introduce muy certeramente en el asunto que nos va a ocupar en el apartado siguiente: el camino a recorrer para que la confesión de fe en la divinidad de Jesús pueda resultarnos posible y hasta razonable. Puesto que la fe nos reenvía a la historia, y en nuestro caso al acontecimiento histórico Jesús de Nazaret, parece conveniente recorrer un primer camino, que puede en principio proponerse a todos: aquel que nos permita ponernos en contacto con Jesús de Nazaret, por vía de investigación histórica y además por vía de seguimiento, para adentrarnos así en su realidad personal y poder discernir en qué medida la interpretación creyente conecta razonablemente con el mensaje y actuación del Nazareno. Y puesto que, a su vez, la historia nos reenvía a la fe y ésta proporciona la mejor precomprensión para percibir el alcance y significación de lo que se confiesa, ya que la fe recibe del sentido que genera al ser vivida su más profunda fundamentación, habrá que insistir a los que se consideran creyentes en que la vía de la vivencia confiada de la fe en Jesús es el mejor acceso para encontrarse con su ultimidad divina. En el apartado que sigue vamos a desarrollar con mayor amplitud y detalle estos caminos de acceso. 6.

LOS CAMINOS QUE PUEDEN CONDUCIRNOS A LA COMPRENSIÓN DEL SIGNIFICADO ULTIMO DE JESÚS: HACIA UNA «MYSTAGOGIA» DE LA CONFESIÓN DE FE EN LA DIVINIDAD DE JESÚS

Conviene recordar ahora lo ya dicho al comienzo de este mismo capítulo sobre quiénes son los destinatarios preferentes a los que van dirigidas las páginas que siguen. Pensamos en personas que se consideran creyentes cristianas, pero que tienen dificultades para confesar la divinidad de Jesús, por algunas de las razones ya señaladas. Es más, pensamos especialmente en personas que pertenecen a movimientos apostólicos especializados o forman parte de comunidades cristianas de base. A todas ellas, espero, no les será difícil seguirnos en el intento, cualquiera que sea el resultado del mismo. Sin embargo, no queremos excluir a nadie. Ni al resto de los creyentes, cualquiera que sea el grado de dificultad con que se encuentren para confesar la divinidad de Jesús, ni tampoco a los que ya no se consideran creyentes o nunca lo han sido, pero que valo300

ran positivamente la figura de Jesús y su Evangelio o, al menos, no tienen posición tomada en contra. Teniendo en cuenta la naturaleza del intento —es decir, mostrar los caminos que pueden conducir a la confesión de fe en la divinidad de Jesús— y los destinatarios indicados, nos vamos a mover sobre todo en el terreno de la Cristología fundamental, que intenta dar razón de la confesión cristológica o fundamentarla razonablemente caminando desde la historia de Jesús —críticamente investigada o vivencialmente asumida en el seguimiento— a la fe (83). Pero concluiremos insistiendo en lo ya insinuado: la fe se acredita a sí misma por la significación positiva que genera cuando es intensamente vivida. 6.1.

La confesión de fe explícita o manifiesta lo que la investigación histórico-crítica descubre en el Jesús pre-pascual deforma implícita u oculta

Proponemos en primer término un camino más bien de corte teórico, al que es muy sensible la actual teología ilustrada que se elabora en los países del llamado Primer Mundo desarrollado. Busca mostrar la razonabilidad de la confesión de fe poniendo de manifiesto que la interpretación creyente puede remitirse de forma fundada a lo que la investigación histórico-crítica descubre acerca del Jesús prepascual. No olvidemos, sin embargo, lo tantas veces repetido: la historia no puede conducir a la fe por vía de conclusión lógica necesaria. La investigación histórico-crítica sobre Jesús no puede probar o de(83) Un trabajo de Cristología fundamental como el indicado no puede menos de seguir ese camino ascendente que va «desde abajo» (la historia) hacia «arriba» (la confesión de fe), es decir que busca encontrar en la historia las razones que pueden legitimar lo confesado por la fe. La llamada Cristología «desde arriba», es decir, la que parte de la confesión de fe eclesial recibida y, desde ella, desciende a la figura de Jesús para captar su más profunda significación, no queda, sin embargo, descalificada. En realidad, ambos movimientos, «desde abajo» y «desde arriba», deben ser articulados en virtud de una solidaridad circular que les permita corregirse y también esclarecerse mutuamente. No podemos detenernos más en esta importante cuestión de metodología cristológica, en torno a la cual se dan posiciones muy diversas. Para una consideración más detallada, cf., por ejemplo, O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús, Hijo..., art. cit., 325-329; id., Jesús de Nazaret..., op. cit., 468-470; H. KUNG: Ser cristiano..., op. cit., 162-163. 191-205; W. PANNENBERG: Fundamentos de..., op. cit., 43-48; E. SCHILLEBEECKX: En torno al problema de Jesús. Claves de ana Cristología, Ed. Cristiandad, Madrid, 1983, 46-57; B. SESBOUE: «Une problematique nouvelle en Cristologie», en Etudes (aóut-septembre 1975) 291-297.

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mostrar lo que la interpretación creyente confiesa ni a ella encamina de forma obligada a todo el que explore la historia con honradez y honestidad intelectual. Mantenemos, pues, la insuficiencia de la historia en cuanto que remite siempre, más allá de sí misma, a la decisión libre de la fe. Pero parece importante, para dar razón de la fe cristológica, mostrar cómo la interpretación creyente puede remitirse de forma fundada a la investigación histórico-crítica. O, expresado de forma negativa, cómo dicha investigación no puede demostrar la mistificación o deformación de la interpretación creyente en virtud de una supuesta ruptura total existente entre ambas. En la actual situación de secularización y descristianización de nuestras sociedades occidentales, en las que es claro que la divinidad de Jesús no puede darse por supuesta como una dimensión espontáneamente afirmada, es conveniente seguir el camino de una Cristología «genética» «que ayude a reproducir en el interlocutor el mismo proceso que siguieron los apóstoles, y que va desde el encuentro humano con la persona de Jesús, hasta la fe religiosa en su Trascendencia» (84). Es la intención que informa toda la reflexión cristológica de E. Schillebeeckx: «seguir, junto con los discípulos de Jesús, lo que llamaríamos el camino del Maestro, desde Nazaret hasta su muerte, y de este modo asistir, por así decirlo, al "nacimiento" de la interpretación de Jesús como el Cristo. Dicho de otro modo, buscamos en la vida de Jesús huellas que puedan ser para nosotros, como lo fueron para los discípulos, una invitación a descubrir, por la fe, en Jesús de Nazaret la gran obra salvífica de Dios. Con esto no se "legitima" nuestra fe, sino que asistimos críticamente al "nacimiento" legítimo de la fe cristiana (o a la perseverancia en la misma)» (85). Es claro que, en la medida que ese recorrido lo realiza hoy un creyente, su punto de partida real será la confesión de fe recibida de la comunidad eclesial, es decir, el proceso cristológico ya recorrido en los siglos de tradición creyente que nos han precedido. En este sentido, nuestra vía de acceso a Jesús pasa ya por los testigos que interpretaron desde la fe el acontecimiento (86). Pero como tal interpretación remite siempre al acontecimiento histórico fundante,

Jesús de Nazaret, éste puede, y en la situación actual debe, constituirse en el punto de partida metodológico (87). Cuando, como en nuestro caso, el intento es moverse en el nivel propio de la Cristología fundamental, con el deseo de dar razón de la propia fe a nosotros mismos y a quien pueda estar interesado en ello, esta precisión metodológica me parece muy importante. Pues bien, hay un punto fundamental en el que coinciden prácticamente los estudiosos cristianos, católicos o no, exégetas y dogmáticos: la investigación histórico-crítica está hoy en condiciones de descubrir en el mensaje y actuación de Jesús una profunda singularidad, concretada en su increíble «autoridad», «poder» o «potestad» («exousía»), es decir, en «una serie de conductas, palabras y actitudes que pertenecen indiscutiblemente al Jesús de la historia» y que «revelan una inaudita concepción de su misión y posibilidades» (88). La reacción ante la posición de Bultmann ha generado desde los años 50 una especie de «frente unido», conducido por los mejores discípulos del maestro —Kásemann (89), Althaus, Conzelmann, Fuchs, Ebeling, Bornkamm, Robinson...—, que coincide en afirmar que podemos remontarnos más allá del kerygma, hasta el Jesús histórico, y saber algo decisivo de él, algo capaz de configurar esa inaudita pretensión de autoridad que le confiere una singularidad muy especial. Los componentes del mencionado «frente unido» tienen talantes y posiciones distintas, han seguido en su intento criterios de historicidad no coincidentes, se revisan unos a otros, en ocasiones muy críticamente, pero parecen estar de acuerdo en este punto: la singular pretensión de autoridad de Jesús de Nazaret. Uno de los más firmemente convencidos de las posibilidades de la investigación histórico-crítica, J. Jeremías, lo expresa con espe(87) Es lo que quiere decir H. Küng cuando afirma que «la fe de la Iglesia, aunque es un presupuesto personal-existencial para mi trabajo teológico personal, no es, sin embargo, el presupuesto científico-metódico para la Cristología actual». La posición del famoso teólogo suizo sobre este punto puede encontrarse en Ser cristiano..., op. cit., 101-205. (88)

(84) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 15; cf. también, id., El acceso..., op. cit., 20-21. (85) Cf. Jesús, historia..., op. cit. 234-235. Para la justificación más detallada de esta metodología, cf. id., En tomo al problema de Jesús..., op. cit., 46-57. (86) Cf. W. KASPER: Jesús, el Cristo..., op. cit., 30; J. SOBRINO: Jesucristo liberador..., op. cit., 82.

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Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 27.

(89) Para muchos el punto de partida de la reacción antibultmaniana hay que situarlo en la famosa conferencia dada por E. Kásemann el 20 de octubre de 1953, en la sesión de antiguos alumnos de Marburgo. En ella reivindica la legitimidad del interés por el Jesús histórico y la modesta pero real posibilidad de mostrar la continuidad — en la discontinuidad: «unión y tensión»— entre el kerygma de la comunidad y la predicación de Jesús (cf. «El problema del Jesús histórico», en id., Ensayos exegéticos, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1978,159-189).

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cial vigor: «El resultado —se refiere a la investigación que permite recorrer el camino hacia el Jesús histórico— es que tropezamos con una singularísima pretensión de majestad, que rompía las barreras del Antiguo Testamento y del judaismo. En la predicación de Jesús hallamos por doquier esta suprema pretensión, es decir, hallamos la misma pretensión o invitación a creer que hallamos también en el kerygma: su misma exigencia de fe. Vamos a expresar aquí lo más sencillo de todo, lo más evidente... A saber: todas y cada una de las fuentes nos están atestiguando, todos y cada uno de los versículos de nuestros Evangelios nos están remachando: aquí ha sucedido algo, algo único, algo que no había acontecido jamás» (90). Es posible que Jeremías tenga una posición excesivamente optimista acerca de las posibilidades de la investigación histórica y hasta que conceda a sus resultados un valor excesivo. Una cosa, no obstante, parece cierta: el acceso al Jesús histórico, por muy moderado que sea, es cierto y nos permite descubrir en la singularidad de Jesús una fuerza interpelante que nos sitúa ante la fe (91). Pero, ¿en qué consiste propiamente esa singularidad que hemos concretado en su inaudita pretensión de autoridad? (92). Fundamentalmente en lo siguiente: a)

Al proponer su enseñanza Jesús se sitúa por encima de la ley

Para medir el alcance y significación de esta dimensión del mensaje de Jesús conviene recordar el valor que el judaismo de su tiempo concedía a la ley, especialmente a lo más nuclear de la mis-

(90) Cf. El mensaje central del Nuevo Testamento, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1972,157. (91) Y con ello, como afirma GONZÁLEZ FAUS, «la interpelación que Bultmann ponía como acaecida en la predicación del kerygma se traslada ahora radicalmente a la persona de Jesús» (cf. La Humanidad nueva..., op. cit., 27; cf. también J. JEREMÍAS: El mensaje central..., op. cit., 160-161). (92) La expresión singular o inaudita «pretensión llena de autoridad» de Jesús es frecuentemente usada en la Cristología actual y traduce el término alemán «vollmachtanspruch». El término «macht» —poder, autoridad—, debe ser interpretado evangélicamente para designar la potestad o autoridad de Jesús («exousía»), derivada de su poder de hacer presente con signos eficaces el Reino de Dios que salva y, en general, de la calidad admirable de su vida y predicación y de la coherencia entre ambas (cf. Le 4, 36; Me 3, 15 par; 6, 7 par; Le 10, 19; Me 2, 5-12 par; Mt 12, 10. 12; Me 3, 4; Le 14, 3; Jn 5,10; Me 1, 22.27). (Para una consideración más precisa de la «exousía» de Jesús, cf. L. COENEN: E. Beyreuther, H. Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Ed. Sigúeme, Salamanca, 1983, Vol. III, 392-393.)

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ma (93). Se identificaba con la Sabiduría divina y, en este sentido, se consideraba anterior a la realidad creada y mediación de Dios en la creación. Era, sobre todo a partir del exilio, elemento constitutivo de la comunidad israelítica, expresión inequívoca de la voluntad de Dios, luz irrenunciable y camino seguro de salvación. Poniéndose por encima de la ley, Jesús se presenta como la verdadera Sabiduría de Dios, la fuente de salvación (cf. 1 Cor 1, 30). No podemos considerar con detención la actitud de Jesús ante la ley (94). Podemos centrar nuestra rápida atención en las famosas antítesis mateanas (cf. Mt 5, 21 y ss) y en la utilización por parte de Jesús del «yo os digo» en contraposición al «habéis oído que se dijo (por Dios) a los antepasados». Con el uso de lo que J. Jeremías ha llamado el «yo enfático» Jesús parece expresar la inaudita pretensión de que habla en el lugar de Dios para anunciar de manera definitiva su voluntad: «Aquel que pronuncia el "yo os digo" de las antítesis, no sólo reclama para sí el derecho de ser el intérprete legítimo de la Tora... sino que posee la audacia sin precedentes, la audacia revolucionaria de ponerse frente a la Tora... Al "yo" que habla con autoridad, y que tampoco tiene paralelos en el ambiente en el que vivió Jesús y que, por tanto, suscitó mucha sorpresa entre los contemporáneos, lo hallamos en las palabras de mando de las historias de curación (Me 9, 25: "yo te lo mando"; Me 2,11 par: "a ti te digo"), además en las palabras de misión (como Mt 10, 16 "Mirad que yo os envío...") y en las palabras de aliento (como Le 22, 32: "pero yo he rogado por ti..."). Este "yo" se asocia con el «amen» y reclama con ello el derecho de hablar con autoridad divina; eleva la pretensión de poseer la doble exousía de Dios, a saber, la autoridad de la amnistía y de la legislación. Exige entrega, una entrega que sobrepase todos los vínculos, con total exclusividad, no exceptuados ni siquiera el padre y la madre (Mt 10, 37 par; Le 14, 26). Afirma que en la confesión de fe en él se está decidiendo la salvación (Mt 10, 32 ss y par). Ocupa precisamente el lugar de la Tora; en el judaismo contemporáneo se decía: el que escucha las palabras de la Tora y hace buenas obras, está edificado sobre un sólido fundamento; aquí se dice: el que oye mis palabras (Mt 7, 2427 par). El "yo" enfático tiene conciencia de ser el representante de (93) Sobre las distintas maneras de entender la ley por el judaismo arameo y griego, cf. E. SCHILLEBECKX: Jesús, la historia..., op. cit., 209-210. (94) Cf, al respecto, J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit, 57-71; J. GMLKA: Jesús de Nazaret, Ed. Herder, Barcelona, 1993, 260-275; J. JEREMÍAS: Teología del Nuevo Testamento..., op. cit., 240-248; E. SCHILLEBECKX: Jesús, la historia..., op. cit., 209-232.

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Dios» (95). Es la misma conclusión que saca Kasper: «Jesús sobrepasa la ley (al menos en las antítesis primera, segunda y tercera ...que se consideraban originarias), abandonando, en consecuencia, el suelo del judaismo. Es verdad que no pone su palabra contra, pero sí sobre la suprema autoridad del judaismo, sobre la palabra de Moisés. Con todo, detrás de la autoridad de Moisés está la de Dios. El pasivo «se dijo a los antiguos» es en realidad un velado circunloquio del nombre de Dios. Por consiguiente, con su «pero yo os digo» Jesús pretende decir la palabra definitiva de Dios, que cumple de modo insuperable la palabra de éste en el antiguo testamento» (96). b)

Con su enseñanza y actuación global, Jesús manifiesta que la suerte de los seres humanos, la entrada en el Reino de Dios que con él llega al mundo o el camino que conduce a la salvación, depende de forma decisiva de la posición que se tome ante él Recordemos los textos fundamentales: «Todo aquel, pues, que me reconozca delante de los hombres, lo reconoceré también yo delante de mi Padre que (está) en los cielos» (Mt 10, 32; cf. par en Le 12, 8). «Pues el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él delante de mi Padre que (está) en los cielos» (Me 8, 38; cf. par en Le 9, 26).

(95) Cf. Teología del Nuevo..., op. cit., 294-295. Téngase en cuenta, a propósito del debate entablado sobre todo con estudiosos judíos, que las expresiones «se dijo», «pero yo os digo», «se utilizaban, sí, en la enseñanza de las escuelas rabínicas, pero que un rabí se limitaba siempre a contraponer su concepción a la opinión de otro, y para ello fundamentaba su propia concepción en una palabra de la Escritura. Jamás, en cambio, enfrentaba su propia opinión con la Palabra de Dios» (cf. J. GNILKA: Jesús de Nazaret..., op. cit., 263). Todavía con más vigor subraya KÁSEMANN: «ES verdad que los rabinos marcaban entre sí sus divergencias con esa misma fórmula: "pero yo os digo"; pero éste no es más que un paralelismo formal, ya que aquí Jesús se opone, no a otro rabino, sino a la Escritura y al mismo Moisés. No se encuentra ningún otro paralelismo en el terreno judío, ni puede haberlo. Porque el judío que lo hiciera, se separaría de la comunidad del judaismo o bien traería la tora mesiánica y sería el Mesías... El carácter exorbitante de la frase demuestra su autenticidad» (cf. Ensayos exegéticos..., op. cit., 180). (96) Cf. Jesús el Cristo..., op. cit., 125. Y una significación similar debe concederse a la enseñanza y actitud de Jesús respecto a la otra gran institución salvífica de Israel, el culto realizado en el templo de Jerusalén. Situándose igualmente por encima de él, Je-

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Comencemos por decir que estas frases son, casi con toda seguridad, máximas auténticas de Jesús, conservadas por la primitiva tradición evangélica (97). Su alcance significativo es claro. J. Gnilka, en referencia a Le 12, 8, lo expresa así: «Lo que precede al juicio acontece en el encuentro con el Jesús terreno; tiene lugar en la actitud que uno adopte ante la palabra y la persona de Jesús. Confesar a Jesús o negarle es lo que decidirá el resultado del juicio al fin de los tiempos; es lo que anticipa ya, en cierto modo, ese juicio» (98). Estamos de nuevo ante lo inaudito de la pretensión de Jesús: la suerte de los seres humanos, su salvación, depende de forma decisiva de la posición que se tome ante él. Desde esta pretensión de Jesús de ser el «lugar» donde se decide el encuentro salvífico con Dios se explica la radicalidad de sus llamadas al seguimiento (99). sus se presenta con la pretensión de poder abolirlo (cf. Me 13, 2; 14, 58; 15, 29 y 38; Hchs 6, 14; Mt 12, 26; Jn 2, 19; 4, 21). Su cuerpo resucitado, edificado, no por manos humanas, sino por el poder de Dios, será el nuevo Templo, el espacio universal del encuentro salvífico con Dios (cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 72-82). (97) Cf., por ejemplo, en referencia a los textos de Le, J. A. FITZMYER: El Evangelio según Lucas, Ed. Cristiandad, Madrid, 1987, Vol. III, 108. 426. El autor rechaza la opinión contraria de otros investigadores (Vielhauer, Kásemann, Lührmann...) y sostienen que «no hay ninguna razón convincente para considerar la máxima (la contenida en Le 12, 8) como formulación de la comunidad primitiva» (cf. ibíd., 426; es el mismo criterio de Kasper, para quien la palabra de Me 8, 38 es «en el fondo originaria de Jesús»: cf. Jesús, el Cristo..., op. cit., 126). Esta convicción acerca de la autenticidad de estos textos —al igual que los ya analizados, en los que Jesús se sitúa por encima de la ley— es resultado de la aplicación del citerio de discontinuidad, reconocido como válido por la práctica unanimidad de los estudiosos. Podría formularse así: «Se puede considerar como auténtico un dato evangélico (sobre todo si se trata de las palabras y de las actitudes de Jesús) que no puede reducirse a las concepciones del judaismo o a las concepciones de la iglesia primitiva» (cf. R. LATOURELLE: A Jesús el Cristo..., op. cit., 210). En efecto, aquí se cumple lo exigido, pues la pretensión de autoridad que se refleja en estos textos rompe con todas las concepciones del judaismo. (98) Cf. Jesús de Nazaret..., op. cit., 320. En el mismo sentido, refiriéndose a Me 8, 38, se expresa Kasper. Lo que el evangelista quiere transmitirnos es «que a la vista de la conducta y la predicación de Jesús se toma la decisión escatológica; en él se decide uno respecto de Dios». Y añade: «tal llamada a la decisión implica toda una Cristología» (cf. Jesús, el Cristo..., op. cit., 126). (99) Baste recordar aquí al respecto todo lo ya dicho anteriormente en el capítulo VIII, especialmente en las págs. 162-164. Esta pretensión de Jesús de ser el «lugar» en que acontece la salvación de Dios está fundamentada en su convicción acerca de la victoria cierta de la voluntad salvífica de Dios. En efecto, lo decisivo a este respecto de Jesús es que él «sabe —desde dentro de la historia y en medio de su ambigüedad— cuál va a ser el desenlace del drama de la historia». Todavía más: «Jesús actúa de acuerdo a esta convicción hasta el final, sin que

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Se explica también su condición de obrador de milagros, cuyo significado fundamental es que el poder salvífico del reinado de Dios ha hecho su presencia en la historia a través precisamente de su actuar (cf. Le 11, 20). Y se explica, por fin, que Jesús se presente como el que tiene poder para sentar en la mesa de comunión con Dios a los publicanos y pecadores, es decir, como el que tiene poder para perdonar los pecados (cf. Me 2, 5 ss.). «Es Jesús el que recibe a los pecadores en la comunión con Dios, introduciéndolos en la comunión consigo mismo. Esto significa que perdona los pecados. Desde el principio se descubrió, sin duda, lo monstruoso de esta pretensión: "Blasfema contra Dios" (Me 2, 6). Porque el perdón de los pecados es posible sólo a Dios. Por tanto la conducta de Jesús con los pecadores implica una pretensión cristológica inaudita. Jesús se comporta como uno que está en lugar de Dios. En él y por él se realizan el amor y la misericordia de Dios. No hay mucho de esto a aquella palabra de Juan: "Quien me ve, ve al Padre" (Jn 14, 9)» (100).

c)

Resta considerar una dimensión de la vida de Jesús de especial importancia para captar su singularidad única y el carácter inaudito de su pretensión. Me refiero a la relación de intimidad especial mantenida con Dios —a quien llama Abbá»—, que implica una concepción muy particular de sí mismo por referencia a ese Dios y que le lleva a tomar posturas en ocasiones contrarias a las tomadas por las personas religiosas de su tiempo

En capítulos anteriores ya hemos dicho que el horizonte último de la existencia de Jesús hay que situarlo en la experiencia única que tiene de Dios como Padre-Madre —«Abbá»— y en la consiguiente relación singular de cercanía y familiaridad que con

ningún acontecimiento histórico sea obstáculo para que pronuncie también en hechos esa voluntad salvífica victoriosa» (cf. J. SOBRINO: jesús en América..., op. cit., 36; ha sido sobre todo K. Rahner quien ha subrayado con especial fuerza esta convicción de Jesús como la característica configuradora de la peculiaridad de su predicación: cf. ¿Qué debemos creer..., op. cit., 106 y ss.). (100) Cf. W. KASPER: jesús, el Cristo..., op. cit., 124-125. Podríamos añadir, en estrecha relación con esta pretensión inaudita, que Jesús —que invitó a sus discípulos a no juzgar al prójimo (cf. Mt 7, 1-5)— se reserva para sí mismo la capacidad o poder de juzgar a los seres humanos, poder que es igualmente exclusivo de Dios (cf. Mt 16, 27; H 5 25,31-46).

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El mantiene, en donde es preciso situar la raíz más profunda de su vida, su hondón fecundo, su fuente más vigorosa de motivación (101). J. Jeremías ha estudiado esta dimensión de la vida de Jesús con profundidad y rigor, de forma prácticamente exhaustiva (102). La conclusión que extrae de su minucioso estudio de los cinco estratos de tradición de nuestros evangelios (Marcos, el material de «logia», el material especial de Mateo, el material especial de Lucas, Juan) es que Jesús se dirigió a Dios llamándole «Padre mío», utilizando la fórmula aramea «Abbá», que expresa una relación singular y única con El (103). En suma, y concluyendo este ya largo apartado, toda la vida de Jesús, su mensaje y actuación, están informados por una pretensión singular e inaudita de autoridad («exousía»), que hace «saltar todos los esquemas preexistentes» (Kasper), hasta el punto de ser considerada insolente y hasta blasfema para la mentalidad religiosa judía de su tiempo. Se trata en realidad de la pretensión increíble de «representar singularísimamente a Dios en el mundo» (Gnilka) o de «obrar como representante y plenipotenciario de Dios» (Jeremías), es decir, de estar en el mismísimo lugar de Dios, puesto que en el encuentro con él se experimenta la presencia del Dios que salva: «en él nos las tenemos que ver con Dios y su señorío; en él uno se encuentra la gracia y el juicio de Dios; él es el reino de Dios, la palabra y el amor de Dios en persona» (104). Esta pretensión singular de autoridad, que la investigación histórico-crítica vincula al Jesús pre-pascual, es lo que los teólogos llaman cristología implícita o indirecta o de ocultamiento. En ella se (101) Cf. «supra», cap. III, pág. 62; cap. VIII, pág. 187; cap. IX, págs. 209-210; cap. X, págs. 246-247. (102) Cf. Abba y el mensaje central..., op. cit., 19-89; id., Teología del Nuevo..., op. cit., 80-87. (103) Jeremías considera que «la literatura rabínica no ofrece ningún equivalente de este "mi Padre", tan característico de Jesús», que es, por tanto, expresión de «una relación absolutamente única con Dios» (cf. Abbn..., op. cit., 62). Por otra parte, si bien es cierto que Jesús enseñó a sus discípulos a dirigirse a Dios llamándole «Padre», también lo es que distinguió su propia filiación de la de todos los demás [«mi Padre»-«vuestro Padre»: cf. Mt 6, 8 y 15; 10, 20 y 29; Mt 13, 43; Jn 20,17; Me 12,1-12; en Mt 11, 27 —cuya autenticidad y pertenencia al ámbito lingüístico semítico ha reivindicado Jeremías (cf. Abba..., op. cit., 53-60)— se muestra de forma muy significativa esa relación única e irrepetible de Jesús con el Padre]. (104) Cf. W. KASPER: Jesús, el Cristo..., op. cit., 127. Por eso —añade el mismo autor— «esta pretensión es mayor y más elevada que lo que pudieron expresar todos los títulos... Si Jesús se mostró sumamente reservado frente a ellos, se debió no a que pensara ser menos, sino a que pretendía ser más de lo que podían expresar» (ibíd., 127).

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encuentra en germen lo que la reflexión cristológica, a la luz de la fe pascual, irá explicitando y manifestando (105). No olvidemos, sin embargo, lo tantas veces apuntado: el «paso-salto» de lo implícito a lo explícito, de lo que estaba oculto a lo confesado, supone la fe. De hecho, como sabemos, sólo se dio después de la resurrección. Se puede incluso hablar que toda la pretensión de Jesús, por su propia singularidad, remite, para su «autentificación» o «confirmación», a la resurrección (106).

6.2.

El camino teórico de la investigación histórico-crítica, que permite conectar razonablemente la interpretación creyente con la figura histórica de Jesús, aparece hoy como necesario, pero es, sin duda, insuficiente. Hay un camino «mejor» para acceder a la divinidad de Jesús y su significación salvífica: el camino práctico del seguimiento, que supone asumir vivencialmente su historia para proseguirla en nuestra circunstancia actual, siempre bajo el impulso del Espíritu

En este camino «práctico» de acceso ha insistido e insiste de manera muy especial la Cristología propia de los teólogos de la liberación. J. Sobrino lo dice con claridad. Se refiere primero al camino ya desarrollado en 6.1: «La trascendencia divina (de Cristo) está implícita pero realmente presente en los contenidos de su figura y (105) Podríamos preguntarnos cómo esta pretensión de autoridad —que de hecho informó la vida y el mensaje de Jesús— se hizo presente en su conciencia, de qué forma. ¿Tuvo conciencia Jesús de Nazaret de ser todo lo que su pretensión realmente implica? Más concretamente aún: ¿tuvo esa conciencia de forma conceptual y refleja? Volveremos brevemente más adelante a esta misma cuestión. Contentémonos de momento con recordar las agudas consideraciones de un exégeta tan reconocido como Gnilka. Precisamente al iniciar la cuestión de la «autoridad» de Jesús indica que «normalmente se estudia el problema bajo el concepto de "la conciencia de Jesús acerca de sí mismo" o "la conciencia mesiánica que Jesús tenía acerca de sí mismo". Ahora bien, los Evangelios no contienen textos psicológicos. Están interesados por el ser, no por la conciencia, es decir, están interesados en todo caso por el ser de Jesús como Mesías, no por la conciencia mesiánica que él tenía de sí mismo» (cf. Jesús de Nazaret..., op. cit., 305). En realidad, lo que sí podemos afirmar es que Jesús estuvo de hecho informado por su pretensión de autoridad, es decir, tuvo conciencia ejercida de tal autoridad. Y esto, para la cuestión que nos ocupa —dar razón de la «legitimidad» de la interpretación creyente— es lo verdaderamente decisivo. (106) Cf., por ejemplo, K. RAHNER: ¿Qué debemos creer..., op. cit., 108. A esto mismo se refiere W. Pannenberg cuando habla del «carácter proléptico» de la pretensión de poder de Jesús prepascual, lo cual significa que tal pretensión «representa un anticipo de la justificación que sólo se espera en el futuro (resurrección )» (cf. Fundamentos de cristología..., op. cit., 67-142).

en el mismo enfoque de esa figura. Para afirmar su divinidad como hace el Nuevo Testamento y los concilios no hay más que explicitar sus virtualidades.» Pero dice seguidamente: «Lo que la cristología de la liberación añade, sin embargo, es que la confesión de la divinidad de Cristo sólo se hará cristianamente real y superará un mero saber sobre Cristo, aunque ese saber sobre su divinidad sea importante e irrenunciable, sólo se hará comprensible, aunque siga permaneciendo misterio, sólo se mostrará salvíficamente eficaz, histórica y trascendentemente, en el humilde e incondicional seguimiento de Jesús, en donde se aprende desde dentro que Dios se ha acercado incondicionalmente en Jesús y que Dios se nos ha prometido incondicionalmente en Jesús, que Jesús es verdadero Dios y que en Jesús se ha manifestado el Dios verdadero» (107). El teólogo salvadoreño señala así un nuevo camino de acceso que es el que quisiera desarrollar ahora: el camino práctico del seguimiento, que hace cristianamente real, vitalmente comprensible o salvíficamente significativa, la confesión de la divinidad de Jesús. Es el seguimiento el que permite —siempre por influjo del Espíritu— experimentar la habilidad de Jesús y captar el valor último, supremamente decisivo, de su vida y su mensaje. La decisión de seguir a Jesús, consecuentemente realizada, es la que permite «ver» el significado último y decisivo de su vida y mensaje (108). Más concretamente: es el caminar en el amor, que implica el seguimiento real de Jesús, lo que permite descubrir la identidad última de aquél a quien seguimos (109). Cuando el ser humano permite que el amor informe su vida descubre la fecundidad antropológica, salvífica, del amor y está en condiciones de descubrir en Jesús, que amó hasta el extremo de dar la vida, la presencia de Dios, el Amor que salva. Al proponer el seguimiento como insustituible para conocer la significación última de Jesús, J. Sobrino aduce dos razones fundamentales. La primera es que la realidad última de Jesús —su humanidad y divinidad verdaderas— es un misterio en sentido estricto. El misterio, que no es abarcable ni directamente intuible, sólo puede conceptualizarse y verbalizarse con sentido «tras un camino que (107) Cf. Jesús en América..., op. cit., 40. (108) Convendría volver a considerar lo ya dicho en el capítulo I sobre las condiciones que hacen posible un encuentro verdadero con Jesús, págs. 18 y ss. (109) Recuérdese lo dicho en el capítulo VIII, págs. 172-174, sobre el seguimiento de Jesús como fuente de conocimiento.

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lleva de lo que ya es en alguna manera experimentable y controlable a la afirmación límite». En concreto, y en nuestro caso, ese camino que es preciso transitar para que la formulación de ultimidad referida a Jesús tenga sentido es el camino práxico del seguimiento. Ese fue el camino que recorrieron los primeros testigos para llegar a sus afirmaciones de fe. Pero «esa necesidad permanece a lo largo de la historia y sería una ingenuidad de la cristología teórica pensar que se puede delegar sólo en los primeros cristianos la tarea de recorrer el camino del seguimiento real para poder llegar a hacer formulaciones límite con sentido, mientras que —después— bastaría con analizar esas formulaciones, en cuanto formulaciones, y contentarse con desarrollar teóricamente sus virtualidades a lo largo de la historia» (110). La segunda razón, más propiamente cristiana, es que lo que la fe afirma finalmente sobre el misterio de Cristo entra en contradicción con lo que la lógica propia del hombre natural tiende a afirmar sobre ese mismo misterio. Pues bien, esa lógica natural no se quiebra operando en el nivel cognoscitivo meramente teórico. Se requiere una «ruptura» más honda, práctica, que sólo se logra siguiendo a Jesús hasta la cruz (111). Esa «ruptura epistemológica» se concreta, como insiste la teología de la liberación, en la opción por los pobres de la tierra. Es en esa opción donde alcanzamos de forma suprema la afinidad existencial con Jesús de Nazaret que nos permite descubrir su más profundo misterio y acceder así a la confesión estricta de fe, como ya insinuábamos en la nota 7 de este mismo capítulo (112). Como ya decíamos en el capítulo VIII el seguimiento es una exigencia ética que Jesús planteó a los que se encontraron con él. Pero es también fuente de conocimiento, principio epistemológico, lugar de experiencia que permite «ver». En realidad, el conocimiento último de Jesús necesita de esa «previa afinidad experiencial subjetiva» que proporciona el seguimiento. Por eso puede decirse con Sobrino que «sólo en el seguimiento de Jesús nos hacemos afines a la realidad de Jesús, y desde esa afinidad realizada se hace posible el conocimiento interno de Cristo». Ciertamente el seguimiento no lleva forzosamente a la confesión de la significación última de Jesús. Una vez más entra en juego la «discontinuidad» que interviene en (110) Cf. Cristología sistemática. Jesucristo, el mediador..., art. cit., 587-588; cf. también, id., Jesús en América..., op. cit., 28. (111) Cf. Jesús en América..., op. cit., 28. Esta es la tesis repetidamente mantenida por J. MOLTMANN, especialmente en su obra El Dios crucificado. (112) Cf. J. Lois: Liberación (Teología de la), art. cit., 1047-1052.

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el salto de la fe. Pero «es sumamente importante determinar con la mayor precisión posible el lugar de ese salto... Ese lugar es el seguimiento, pues fuera de él no se sabría realmente de qué se está hablando al mencionar a Cristo... En esa praxis (del seguimiento) se adquiere afinidad... con Jesús, y esa praxis... esclarece el concepto previo que se tiene de Jesús, su misión y espíritu» (113). Concluyamos este punto concreto: desde la afinidad experiencial que genera seguir tras sus huellas o hacer nuestros sus sentimientos, es decir, desde la práctica del seguimiento, estamos en condiciones de posibilidad de acceder al misterio de Cristo. Dicho de otro modo: desde ese lugar en que sitúa el seguimiento de Jesús «puede tener sentido proclamarle como el Cristo, la revelación de lo verdaderamente divino y lo verdaderamente humano» (114). De hecho, para los primeros discípulos, fue ese seguimiento, concretado «en la compartición de destino, de mesa y camino, de amistad y viaje con él», «el hogar de nacimiento» de lo que llegaría a ser más adelante su confesión de la divinidad de Jesús (115). Este es el «camino» propuesto por un sector de la reflexión cristológica actual, y de manera especial por la teología de la liberación: presentar la «práctica con espíritu» de Jesús que invita a recrearla y proseguirla mediante el seguimiento, para, desde ahí, acceder al Jesús total, a la confesión realmente significativa. Tal vez podríamos, para mayor claridad, describir el «camino» mencionado, señalando los «momentos» siguientes: a) Al principio está la historia de Jesús, o, más concretamente su misión al servicio del Reino, es decir, su práctica, con la invitación a realizarla y proseguirla a través del seguimiento. (113) Cf. Cristología sistemática..., art. cit., 588. (114) Cf. Jesucristo liberador..., op. cit., 82. Al decir que puede tener sentido proclamarle como el Cristo estamos respetando la discontinuidad necesaria del salto de la fe. De hecho, la praxis, que puede ser camino de acceso al misterio, como estamos diciendo, puede igualmente ser lugar de tentación y hasta de disuasión. Si la praxis de seguimiento es el lugar adecuado que puede conducir a la confesión de fe, parece lógico concluir que praxis contrarias al seguimiento de Jesús alejan de la posibilidad de la verdadera confesión. Como dice Gómez Caffarena, el que siendo «por principio ególatra, insolidario y opresor diga que cree en Jesucristo y en su Dios, sólo es concebible si previamente se ha falsificado la imagen de Jesús... y la de Dios... La lógica de la actitud insolidaria lleva más bien a la aserción de la supremacía del Azar y la Necesidad impersonales y a la relegación de Jesús al catálogo de los infelices quijotes carentes de sentido de la realidad» (cf. Condiciones del encuentro auténtico del creyente actual con Jesucristo, Ed. SM, Madrid, 1982, 36). (115) Cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL: Jesús, Hijo..., art. cit., 321. La fe existencial, concretada en fiarse de Jesús y en seguirle, precede a las formulaciones de fe (cf., por ejemplo, J. SOBRINO: Cristología sistemática..., art. cit., 584-585).

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Con la invitación al seguimiento —es decir, a abrazar su causa, a informar la vida al compás del amor y los valores del Reino— Jesús nos ofrece el camino de la salvación, de la realización plena de nuestro ser. b) El segundo «momento» sería el de la aceptación de la invitación de Jesús: la decisión a seguirle. Esta decisión supone estar en condiciones de «ver» que vale la pena seguir a Jesús. Me parece que para ese «ver» se requiere, al menos, estar en búsqueda leal de salvación y haber intuido experiencialmente, de la manera que sea, la fecundidad salvífica del amor (116). En otro caso, la invitación de Jesús difícilmente podrá ser significativa. El que es capaz de vibrar ante los valores jesuánicos o está en condiciones de comprender la fecundidad salvífica de los valores implicados en su proyecto del Reino, puede razonablemente «fiarse» de Jesús y tomar la decisión de seguirle. En realidad, sólo es razonable fiarse u otorgar nuestra fe-confianza al testigo que nos impacte positivamente y nos ofrezca un camino que conduzca a la salvación (117).

(116) Como indica GÓMEZ CAFFARENA, «quien no atisbe el ideal del amor y de algún modo se lance a vivirlo, nunca podrá creer. Y si piensa que cree sin eso, su fe es una fe muerta que pronto caerá. No se puede decir que quienquiera que ama ya tiene todo en la fe. Pero ciertamente tiene lo más precioso e indispensable. Si ama de verdad, germinalmente ya tiene la fe (cf. La audacia de creer, Ed. Razón y fe, Madrid, 1971, 30). Convendría tener en cuenta, en relación con el «momento» que estamos considerando, las hondas reflexiones de K. Rahner en relación con su «Cristología trascendental o Cristología de búsqueda» (cf., por ejemplo, ¿Qué debemos creer...?, op. cit., 113 y ss.; id., Cristología. Estudio teológico..., op. cit., 26 y ss., 67) o las no menos interesantes consideraciones de E. Schillebeeckx sobre el «contexto experiencial» que se necesita para captar la significación salvífica de Jesús (cf., por ejemplo, jesús, la historia..., op. cit, 583-586; 598-600; 608-610). Convendría igualmente atender a la advertencia de los teólogos que quieren impedir que el interés humano de salvación se convierta en el punto intocable de partida de la reflexión cristológica, con el riesgo claro de hacer de la cristología una mera variable de la antropología (cf., por ejemplo, W. PANNENBERG: Fundamentos de Cristología-, op. cit., 49-63; J. SOBRINO: Cristología desde América..., op. cit., 16). Pero tal advertencia no ha de entenderse como una invitación a despojarse del interés soteriológico y de la comprensión previa, siempre susceptible de ser modificada, que de él se tenga (cf. J. L. SEGUNDO: El hombre de hoy..., op. cit. T. 11/1, 43-64). (117) Sin este «contexto experiencial» todo el proceso posterior de acceder a la divinidad de Jesús parece poco razonable. Como afirma E. Schillebeeckx «solamente si nosotros, los creyentes, podemos hacer experimentar a otros que Jesús nos aporta salvación, aparecerá como sensata ...la pregunta por la relación del hombre Jesús con el Dios viviente o cómo Jesús puede ser el Hijo de Dios que sobrevive a la muerte» (cf. Experience humaine..., op. cit., 127-128).

Para introducirnos nosotros en este «camino», o para colaborar con alguien para que se introduzca, es, pues, condición indispensable crear o fomentar ese «contexto experiencial» al que nos estamos refiriendo, ya que, en otro caso, el acceso a la fe no será posible o la fe verbalmente confesada no será una fe viva, capaz de informar la existencia entera. c) Desde el seguimiento emprendido surge inevitable la pregunta: ¿quién es, real y finalmente, este Jesús de quien nos hemos fiado y a quien estamos siguiendo? Y surge también la posibilidad de captar, desde la afinidad que genera el seguimiento, la identidad propia de Jesús, su ultimidad y significación salvífica. Siguiendo las «huellas» de Jesús experimentamos que la esperanza es más fecunda que la resignación pasiva, que el amor dignifica y humaniza más que el egoísmo y el odio, que la vida se «gana» cuando se «pierde» en el compartir y en la entrega, que las invitaciones utópicas de Jesús, lejos de provocar escapismo, hacen emerger lo mejor de nosotros mismos en un proceso de búsqueda siempre proyectado hacia el futuro, que el misterio del Dios por él revelado es lo último y lo que salva y nos libera del azar o del absurdo... En suma, siguiendo a Jesús el ser humano descubre su propia grandeza y se siente salvado. Se trata de un saber experimental logrado en el seguimiento de Jesús, siempre por referencia a él. El que sigue a Jesús descubre que él es de importancia absoluta para nuestras vidas, respuesta definitiva de Dios a la pregunta eterna de los seres humanos por la salvación. Descubre, en suma, que ya no necesita buscar más allá de él. Descubre la ultimidad de Jesús o que Jesús es lo últimamente decisivo. Un descubrimiento que es como la (118) El seguimiento así entendido, decimos, es como la puerta que puede conducirnos a la confesión explícita de fe. Pero conviene añadir que la entrega incondicional a Jesús en vida y muerte que implica ese seguimiento equivale prácticamente a la confesión de su divinidad. Según K. Rahner «en el caso de que la personalidad moral de Jesús, cifrada en su palabra y en su vida, opere de hecho sobre una persona concreta una impresión tan decisiva que ésta cobre el valor de entregarse incondicionalmente en vida y muerte a ese Jesús y se decida en consecuencia a creer en el Dios de Jesús, esa persona habrá superado con mucho un Jesuanismo meramente horizontal y humanista y estará viviendo (quizá no de modo plenamente consciente, pero real) una Cristología ortodoxa, por más que ésta deba luego, por principio, reflexionar acerca de sus propias implicaciones» (cf. ¿Qué debemos creer?..., op. cit., 106). Si ya en el seguimiento de Jesús en vida se afirma prácticamente la fe en él, con más claridad se da tal afirmación en el seguimiento de Jesús hasta la muerte, en el martirio, «pues la vida es algo que se entrega responsablemente sólo por aquello que se cree en verdad ser último».

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puerta que puede conducir razonablemente a la explícita confesión de fe (118). d) Hemos visto cómo el seguimiento de Jesús puede conducir a la confesión de fe de su divinidad. En tal confesión se explícita lo más profundo de la experiencia que el mismo seguimiento genera: el «saber» sobre Jesús como sentido último para la existencia o sobre la ultimidad de Jesús, el sentirse salvado. Se parte del seguimiento, y, a partir de la afinidad que con Jesús se obtiene en virtud de su práctica, se puede llegar a la confesión de fe. Este es el camino propuesto. Un camino ascendente —del seguimiento de Jesús a la fe en él— que creemos dotado de «potencial mystagógico» para introducir en la totalidad de Jesús al que esté en condiciones de posibilidad de ser introducido. En este camino, como indica J. Sobrino, «el punto de partida metodológico» es el Jesús histórico. «Esta es —añade—, objetivamente, la mejor mystagogia para el Cristo de la fe, y la afinidad que se obtiene en la práctica del seguimiento es, subjetivamente, la mejor mystagogia para acceder a Jesús y, así, al Cristo» (119).

6.3.

La fe vivida, ámbito de verificación de lo que la misma fe confiesa

Ahora bien, la fe ya confesada —en la que recogemos siglos de experiencia creyente de testigos que nos han precedido y nos entregan la antorcha—, la vivencia personal de lo confesado, nos permite de nuevo adentrarnos en la dimensión última de la existencia histórica de Jesús de Nazaret y verificar, a través de la riqueza de esa misma vivencia, y desde el sentido que ella misma crea, su más profunda legitimación. Ahora, desde la penetración de la fe ya poseída y vivida, y en virtud de un nuevo camino descendente, se asimilan y personalizan sus contenidos, se descubre el carácter «fascinante» de los mismos,

Esta «equivalencia práxica» entre seguimiento y confesión de la divinidad de Jesús está ampliamente desarrollada por J. SOBRINO (cf., por ejemplo, jesús en América..., op. cit., 38-40. 63-64; id. Cristología sistemática..., art. cit, 585. 587-589; Jesucristo liberador..., op. cit., 81). (119) Cf. Jesucristo liberador..., op. cit., 82. El punto de partida metodológico, decimos. Y es que, a nosotros, «veinte siglos después, se nos ha comunicado la totalidad del proceso acabado de la cristología, por así decirlo. Por ello, el punto de partida real es siempre, de alguna forma, la fe total en Cristo» (cf. ibíd., 82).

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su fecundidad antropológica, su significación salvífico-liberadora, humanizadora, dignificadora. En realidad, más que un camino alternativo frente al ascendente anteriormente sugerido, es un camino complementario o una «segunda fase», camino de «vuelta», que permite verificar la verdad y belleza de la fe confesada, ya descubierta y entrevista en el camino de «ida», que abre a la ultimidad de Jesús (120). ¿Acaso no es cierto que la razón más convincente que finalmente tenemos los creyentes para mantenernos firmes en la fe es la experiencia personal de su bondad, belleza y fecundidad salvífico-liberadora? Como indica la primera carta de Pedro, refiriéndose al Jesús Mesías, «vosotros no le visteis, pero lo amáis; ahora, creyendo en él sin verlo, sentís un gozo indecible, radiantes de alegría, porque obtenéis el resultado de vuestra fe, la salvación personal» (cf. 1 Pe 1, 8-9). ¿Y acaso no es igualmente cierto que la vivencia explícita de la fe en Jesús, traducida en seguimiento, nos permite fecundar lo mejor y más hondo de nosotros mismos, vivir en el amor y la esperanza, trabajar por la justicia, siendo solidarios con la causa de los más pobres y oprimidos y así «saber» que él, Jesús, es, ciertamente, el camino, la verdad y la vida? Desde la fe el creyente dice «amén», con el profundo convencimiento que genera la experiencia personal, a las palabras que también encontramos en la primera carta de Pedro: «quien crea en ella (es decir, la piedra angular, el Jesús Mesías) no quedará defraudado» (cf. 1 Pe 2, 6).

7.

HACIA UNA EXPLICACIÓN MAS MATIZADA DEL ALCANCE SIGNIFICATIVO DE LA FE EN LA DIVINIDAD DE JESÚS, TENIENDO EN CUENTA LAS FORMULACIONES DOGMÁTICAS CONCILIARES —MUY ESPECIALMENTE LA FORMULACIÓN DE CALCEDONIA— Y TRATANDO DE RECOGER ALGUNOS INTENTOS DE EXPLICACIÓN DE LA TEOLOGÍA ACTUAL

Queremos ahora desarrollar más amplia y matizadamente, aunque de forma sencilla y elemental, la llamada estrictamente «cues(120) Y volvemos así a lo ya indicado anteriormente, en la nota 83 de este mismo capítulo, es decir, a que ambos caminos o procedimientos metodológicos —el «desde abajo» o «ascendente» y el «desde arriba» o «descendente»—, lejos de excluirse, pueden y deben ser articulados convenientemente, en virtud de una especie de «solidaridad circular», de «ida» y «vuelta», que les permita corregirse y esclarecerse mutuamente.

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tión cristológica», que, como bien se sabe, gira en torno a la relación del hombre Jesús con Dios, o, más concretamente, en torno a la posibilidad de conciliar la condición humana de Jesús con su condición divina. ¿Cómo y por qué es posible afirmar que en Jesús se ha hecho realidad para nosotros la salvación definitiva de Dios? Puede decirse que la «cuestión cristológica» es el ingente esfuerzo desplegado —a partir de la afirmación creyente, en el ser único de Jesús, de su condición de Dios verdadero y de hombre verdadero— para pensar simultáneamente ambas realidades, la unión entre ellas existente, manteniendo, por una parte, la «unidad» (ambas realidades afirmadas, la verdadera divinidad y la verdadera humanidad, no son realidades contiguas y yuxtapuestas, no convierten el ser único en «dos» sujetos) y manteniendo igualmente, por otra parte, la «dualidad» (ambas realidades afirmadas, la verdadera divinidad y la verdadera humanidad, conservan su propia identidad, sin entrar en mezcla o confusión, o sin ser afirmada una a costa de la otra). No pretendemos aquí historiar ese esfuerzo ingente. Nos limitamos a recoger los resultados obtenidos en los primeros siglos, para resumir seguidamente los esfuerzos de reinterpretación de los mismos por parte de la teología actual. En páginas anteriores de este mismo capítulo resumíamos, en muy apretada síntesis, esos resultados, tal como fueron formulados en los principales concilios cristológicos de los primeros siglos (121). Recordemos los principales logros que va obteniendo la interpretación creyente: — Se aclara la relación de Jesús con Dios, afirmando que su divinidad es «consustancial» con la del Padre (Nicea, 325). — Se aclara igualmente la relación de Jesús con nosotros, afirmando que Jesús es verdadera y enteramente hombre (I Constantinopla, 381). — En Efeso (431) se precisa la unidad de Jesús: «Uno y el mismo es el que nació del Padre y el que nació de María.» Entre Dios y el hombre se da en Jesús una unidad tal que no puede hablarse de dos sujetos, yuxtapuestos o moralmente unidos. — En Calcedonia (451) se precisa la naturaleza de la unión: la unidad confesada en Efeso (una sola «hypóstasis») tiene que ser (121) Cf. «supra», págs. 279-282. En la nota 44 ofrecíamos bibliografía para quien estuviese interesado por una consideración más detenida de todo el proceso histórico.

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afirmada en la dualidad de las dos naturalezas, divina y humana, que conservan su propia identidad. Aunque, como hemos dicho (122), se necesitó mucho tiempo para ir clarificando algunas cuestiones derivadas de la doctrina sustentada en Calcedonia, lo cierto es que en la declaración de este Concilio están reasumidas todas las enseñanzas anteriores, como muy bien indica González Faus (123), y también germinalmente contenidas las que van a ser desarrolladas en Concilios posteriores. Es por eso que muchos de los mejores esfuerzos de la reinterpretación teológica actual se centran en la declaración del Calcedonense. ¿Cómo entender hoy lo afirmado en Calcedonia? ¿Se puede afirmar, si la unión es tan plena que su naturaleza de hombre «subsiste» en la única persona del Hijo de Dios, que Jesús es un ser humano real, «consustancial» con nosotros, libre y autónomo, que se fue realizando en la historia? ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que no hay en Jesús persona humana? ¿Cómo se puede decir que es entera y plenamente hombre si «carece» de persona humana, como se dice frecuentemente? ¿Cómo entender lo nuclear de Calcedonia: una persona con dos naturalezas irreductiblemente mantenidas en su propia identidad? En torno a estas preguntas u otras similares se centran los intentos de reinterpretación de la cristología actual. Quisiera resumir muy brevemente y de la forma más sencilla que sea capaz, algunos de ellos, que me parecen especialmente interesantes y sugerentes. Recordemos las dificultades de muchos de nuestros contemporáneos en relación con la confesión de fe en la divinidad de Jesús (124). Teniendo en cuenta las que me parecen más decisivas y extendidas en el momento presente, el resumen que voy a presentar seguidamente está todo él informado por una preocupación prioritaria: mostrar que la afirmación de la divinidad de Jesús — contenido irrenunciable de la confesión de fe cristiana— no compromete en nada la afirmación de la plenitud de su humanidad. Queda así vinculado a lo que Torres Queiruga llama «una de las grandes adquisiciones de la cristología actual: la comprensión clara y decidida de la no concurrencia entre la divinidad y la humanidad». «Es decir —añade—, que en Jesús —como, por lo demás, en la re(122) Cf. «supra», nota 49 de este mismo capítulo. (123) Cf. La humanidad nueva..., op. cit., 445. (124) Cf. «supra», apartado III de este mismo capítulo.

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lación Creador-criatura— la afirmación de la divinidad no se hace jamás a costa de la humanidad, y viceversa» (125). La preocupación referida demanda, según creo, centrarse en la humanidad de Jesús (126), en su irrenunciable historicidad, e intentar comprender su divinidad «no como una especie de "segundo piso" añadido a su humanidad..., sino en aquello que constituye lo particular y distintivo de su misma humanidad, que es la máxima potenciación y la máxima posibilidad de ésta» (127). Para el pensamiento actual aparece como evidente que la afirmación real de la plena humanidad de Jesús está esencialmente vinculada al reconocimiento inequívoco de su historicidad, también referida, naturalmente, a su condición de Hijo de Dios. Por eso me parece indispensable iniciar esta explicación considerando lo que podría llamarse «el carácter histórico de la divinidad de Jesús». A continuación entraré ya más directamente en la explicación de las fórmulas dogmáticas conciliares, y muy especialmente de la de Calcedonia, con la intención ya expresada de presentar una síntesis muy apretada de los esfuerzos significativos de reinterpretación que se están haciendo desde nuestra situación actual y siempre con el deseo de mostrar como en ellos la humanidad de Jesús queda no sólo respetada sino máximamente potenciada. 7.1.

Encarnación e historia

La cristología actual intenta explicar la divinidad de Jesús, su condición de Hijo de Dios, vinculándola a la andadura histórica del nazareno, a su caminar en el tiempo al servicio del Reino, a la

(125) Cf. La cristología después del Vaticano II, art. cit., 190. (126) E. SCHILLEBEECKX advierte sobre los riesgos de una «cristologización» apresurada, incapaz de detenerse en el hombre Jesús: «Mientras Dios quiere mostrarse en figura humana, nosotros nos empeñamos en pasar como sobre ascuas sobre esa humanidad para admirar un "icono divino" del que se han eliminado los rasgos de profeta crítico. De este modo "neutralizamos" la fuerza crítica del mismo Dios y corremos el peligro de añadir una ideología más a las muchas con que cuenta ya la humanidad: la Cristología. A veces temo que con las afiladas aristas de nuestra afirmación de fe sobre Jesús arruinemos la vertiente crítica de su profecía con todas sus consecuencias sociopolíticas. Divinizar unilateralmente a Jesús, ponerlo exclusivamente al lado de Dios, es eliminar de nuestra historia un hombre incómodo y borrar el recuerdo peligroso de una profecía viva y desafiante, una forma de imponer silencio a Jesús como profeta» (cf. Jesús, la historia..., op. cit., 629). (127) Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: «Caminos para una cristología futura», en Actualidad Bibliográfica, 14 (1970), 347, nota 43.

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realización de su vida, en suma, como ser humano que vivió en relación permanente de entrega filial a la voluntad del Padre (128). Se parte de una convicción: el caminar de Jesús en la historia fue con toda propiedad el caminar del Hijo de Dios. La historia de Jesús es la historia del mismo Verbo de Dios encarnado. Como dice W. Kasper, «la primitiva Iglesia no interpretó sólo la persona y destino de Jesús sirviéndose del título "hijo" o "hijo de Dios", sino que también interpretó de una forma nueva el sentido de estos predicados a la luz de la vida, muerte y resurrección de Jesús. La historia concreta y el destino de Jesús se convirtieron así en exégesis de la esencia y actuación de Dios. Historia y destino de Jesús fueron interpretados como historia del acontecimiento mismo de Dios. Juan formuló esta realidad sirviéndose de la palabra de Jesús: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9). En este sentido se puede hablar en el nuevo testamento de una cristología "desde abajo"» (129). (128) Los teólogos actuales subrayan la ausencia de esta dimensión histórica en las fórmulas dogmáticas conciliares y, más concretamente, en Calcedonia: cf., por ejemplo, J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las fórmulas de la dogmática..., art. cit., 110; B. SESBOÜE: «Le

procés contemporain de Chalcédoine. Bilan et perspectives», en Rechereches de science religieuse, 1977, 45-54; J. MoiNGT: L'homme qui venait de Dieu, Ed. du Cerf, París, 1994, 247 y ss. (129) Cf. Jesús, el Cristo, op. cit., 201. Al vincular así a la divinidad de Jesús la categoría de proceso evolutivo o de realización progresiva en el tiempo —Jesús se «hace» o se «realiza» como Hijo de Dios—, en el sentido y con el alcance que intentaremos precisar más adelante, la cristología actual atiende a la insistente petición de K. RAHNER de que la teodicea se subordine a la revelación que ha tenido lugar en el acontecimiento Cristo. Es, pues, necesario en nuestro caso que la idea filosófica de la inmutabilidad de Dios no prejuzgue ni reduzca la autenticidad de la historia humana de Dios en Jesucristo: «el enunciado de la inmutabilidad de Dios no debe impedirnos ver que lo que aquí, cabe —nosotros en Jesús, ha acaecido como devenir e historia es precisamente la historia del Verbo de Dios mismo—, su propio devenir» (cf. «Para la teología de la encarnación», en Escritos de Teología, T. IV, Ed. Taurus, Madrid, 1961, 149). D. WIEDERKHER expresa la misma idea con especial vigor: «Es preciso que la persona divina y eterna del Hijo no se disocie de su caminar histórico, ya que de lo contrario no se podría calificar propiamente de historia del Hijo de Dios la historia humana de Jesús. Es en esa realidad y en esa historia humana de Jesús donde se realiza en cuanto tal la revelación y la comunicación del mismo Dios al mundo. Esa historia no es la corteza externa de un núcleo divino ahistórico, un Hijo de Dios que no penetra en la historia humana. En tal caso habría que quitar la cascara para hacer patente el auténtico sujeto trascendente a la historia. El hilo conductor no puede ser un concepto aerifico de inmutabilidad de Dios tomado del mundo extraño de la filosofía, sino el enunciado constante del NT, según el cual el camino de Jesús fue propiamente el camino del Hijo de Dios. Con ello queda de antemano excluido todo concepto previo de filiación divina que atente contra lo que ese camino tiene de camino propiamente dicho» (cf. Esbozo de cristología..., op. cit., 577). Muy recientemente, J. MOINGT, en su importante y hasta monumental obra cristológica, ha creído necesario insistir en la misma exigencia:

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¿Podría, acaso, procederse teológicamente de otra manera? Si la divinidad de Jesús se entendiese como una realidad sustraída al tiempo, incapaz de conciliarse con el irrenunciable carácter histórico de su ser hombre, el misterio confesado por la fe quedaría en realidad negado. La condición divina de Jesús paralizaría o fagocitaría su condición humana y la confesión de fe quedaría desvirtuada. En el estado actual del pensamiento, que es incapaz de comprender al ser humano al margen de su historicidad —ser hombre equivale a hacerse hombre, es decir, consiste en una tarea histórica— la Cristología sólo puede ser creíble y significativa si intenta vincular la divinidad de Jesús a la andadura histórica del nazareno (130). Pero no son consideraciones derivadas de la concepción antropológica actual las únicas que orientan la reflexión cristológica por el camino indicado. Ni las únicas, ni siquiera las más decisivas. En realidad, las mismas fuentes de la revelación conciben la encarnación como una especie de proceso dinámico ascendente realizado en el tiempo histórico de la vida de Jesús y culminado en la resurrección. En efecto, nos encontramos con unos textos, pertenecientes a estratos m u y antiguos del Nuevo Testamento, en los que se insinúa que Jesús se fue haciendo Hijo de Dios, a través de su obediencia filial, concluida en la muerte, quedando el proceso consumado en la resurrección, en virtud de la cual fue ya definitivamente constituido Hijo de Dios según el Espíritu. Los ejemplos más clásicos son los siguientes: «Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús el Nazareno, hombre que Dios acreditó ante vosotros, realizando por su medio milagros, prodigios y señales, como vosotros mismos sabéis. A éste, entregado conforme al designio previsto y decretado por Dios, vosotros, por manos de hombres sin ley, lo matas«La Cristología ha caminado siempre a remolque de la teología, pues los cristianos se obstinaban en expresar la divinidad de Cristo en los términos de un Dios ya previamente bien conocido, es decir, de una verdad preconcebida, independiente de su revelación en la historia. El precio a pagar de esta divinización metafísica del Cristo es que no se podía reconocer ya el "verdadero hombre" en el Cristo "verdadero Dios". Ahora bien, la Cristología es la verdadera teología, siempre que se acepte reconocer la novedad y verdad del Dios que se revela en el Cristo y que su humanidad sea comprendida como la automanifestación de la humanidad de Dios, de aquél que se ha revelado desde siempre como el "Dios de un hombre"» (cf. L'homme qui venan..., op. cit., 678-679). (130) «No parece posible privar a Cristo de los límites de su historicidad sin negar al mismo tiempo su condición histórica común a todos los seres humanos» (cf. J. MOINGT: L'homme qui venait..., op. cit, 16). 322

teis en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte... Exaltado así por la diestra de Dios y recibiendo del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha derramado... Por tanto, entérese bien todo Israel de que Dios ha constituido Señor y Mesías a ese Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2, 22-24a. 33.36) (131). «(Esta buena noticia)... se refiere a su Hijo que, por línea carnal, nació de la estirpe de David y, por línea de Espíritu santificador, fue constituido Hijo de Dios en plena fuerza a partir de su resurrección de la muerte: Jesús, Mesías, Señor nuestro» (Rom 1, 3-4) (132). «El, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte; y Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia, Hijo y todo como era. Sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se convirtió en causa de salvación definitiva para todos los que le obedecen a él, pues Dios lo proclamó sumo sacerdote en la línea de Melquisedec» (Heb 5, 7-10) (133). En los Evangelios sinópticos nos encontramos ya con un nivel posterior de reflexión cristológica, cuando se nos indica que Jesús

(131) Como comenta GONZÁLEZ FAUS: «Hch 2, 22-23. 33 señala claramente dos fases en Jesús: un varón acreditado ante Dios, a quien Dios exaltó a su diestra y llenó del Espíritu. La constatación de este doble estadio es el resumen de toda la predicación. Según 2, 36, sólo después de la resurrección es Jesús Mesías y Señor» (cf. La Humanidad nueva..., op. cit., 207-208; cf. también el comentario hecho por J. MOINGT a Hch 2, 36 en L'homme qui venait..., op. cit., 526). (132) Recojamos de nuevo el comentario que hace del texto citado el mismo GONZÁLEZ FAUS: «Se habla del paso de una forma de ser Hijo (según la carne) a otra (en poder, según el Espíritu), y este tránsito acontece a partir de la resurrección de los muertos. No es preciso —añade— entrar ahora en la exégesis de este pasaje; basta con esta triple observación general: a) En ambos casos el sujeto Hijo es el mismo, por lo que no puede hablarse de un adopcionismo. b) En cambio, se afirma muy claramente el tránsito de una forma de ser Hijo a otra, hasta tal punto que la Vulgata ya se sintió incómoda ante este texto, y tradujo "fue predestinado", donde el griego dice sin rebozos "fue constituido"» (cf. La Humanidad nueva..., op. cit., 208). Nótese que en ambos textos —el de Hechos y el de Romanos— el «hacerse» Jesús Hijo de Dios se vincula al Espíritu. Una cristología sólo del Logos parece incapaz de incorporar la historia real a la filiación divina de Jesús (cf. J.. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva... op. cit., 208-209 y, sobre todo, la reciente obra de P. SCHOONENBERG: Der Geist, das Wort und der Sohn. Eine Geist-Christologie, Ed. Friedrich Pustet, Regensburg, 1992). (133) Una vez más recojo el comentario de GONZÁLEZ FAUS: «La carta a los Hebreos, aunque conoce y afirma la preexistencia y divinidad del Jesús terreno (1, 3), sin embargo tiene como concepto central y repetido el de la "divinización" o consumación de Jesús. Jesús es el hijo; pero, sin embargo, a través de su obediencia, se hace Hijo llegando a la consumación de su ser (5, 9)» (cf. La Humanidad nueva..., op. cit., 208). 323

es aceptado, acogido o proclamado en su bautismo en el Jordán como Hijo, es decir, al comienzo mismo de su misión (cf. Me 1, 9-11; Mt 3, 16-17; Le 3, 21-22). Todavía en un grado ulterior de desarrollo, Lucas ve proclamada la filiación divina de Jesús en el momento mismo de su nacimiento, cuando es engendrado por la fuerza del Espíritu Santo (cf. Le 1, 35). Estamos ante lo que W. Kasper llama «retrotracción progresiva» (acción de colocar en un tiempo sucesivamente anterior) del predicado Hijo de Dios referido al sujeto Jesús, que culminará en la «preexistencia», afirmada especialmente, aunque no únicamente, por Juan. Nos encontramos, pues, que el N. Testamento afirma, por una parte, que Jesús es el Hijo de Dios desde siempre, y, por otra, que Jesús es declarado o proclamado como tal Hijo en un momento de su existir, para ser finalmente así constituido de una manera plena en la resurrección, por la fuerza del Espíritu. Si nos atenemos sólo a la primera afirmación corremos el riesgo de incurrir en una Cristología atemporal, incapaz de tomarse en serio la historicidad en el vivir de Jesús, y así el «verdadero hombre» quedaría claramente amenazado. Si nos atenemos sólo a la segunda afirmación corremos el riesgo de convertirnos en «adopcionistas» —al sostener que Jesús llega a ser Hijo en un momento determinado de su existir, pasando de no serlo a serlo— y así el «verdadero Dios» queda también claramente amenazado. ¿Cómo asumir lo que hay de verdad en las dos afirmaciones anteriores, sin incurrir en una contradicción insalvable? La teología actual, incorporando la noción propiamente bíblica (escatológicohistórica) de la realidad —que entiende el ser no como esencia sino como realidad en devenir: lo que «es» una «cosa» se acredita y realiza en la historia— puede llegar a decir que Jesús es, ciertamente, el Hijo de Dios, y no adviene a serlo en un momento concreto de su existir, pero puesto que lo es «según la carne», sin dejar de ser un ser humano, lo es en forma de tarea, como vocación o punto de partida, como posibilidad abierta a su ser, es decir, en la forma de tener que llegar a serlo (134). ¿Cómo interpretar lo anteriormente dicho, sin comprometer la confesión de fe en la divinidad de Jesús? Me parece especial-

(134)

Cf. W. KASPER: Jesús, el Cristo..., op. cit, 202-203, y J. I. GONZÁLEZ FAUS: La hu-

manidad nueva..., op. cit., 209.

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mente sugerente el «ensayo de interpretación» de González Faus, que paso a resumir brevemente (135). Comienza con unas consideraciones antropológicas, hoy unánimemente admitidas: «El hombre es un existente cuyo ser es lo que hace de sí mismo: su ser hombre le es dado como exterior a él, como tarea, como proyecto de sí... Es cierto que el hombre no es pura libertad, porque tiene una naturaleza que condiciona y limita esa libertad. Pero aun esa misma naturaleza ha de asumirla en la propia historia de sí, integrándola en lo que hace de sí mismo, en su propio "proyecto", y en cierto modo superándola.» Estas consideraciones han de tenerse en cuenta al explicar el misterio de Cristo, pues «si es realmente un hombre, no puede dejar de vivir su existencia de esta manera». La conclusión cristológica que parece deducirse, la formula nuestro autor con la debida cautela: «Entonces cabe preguntar si todos sus títulos y su misma divinidad no deben ser vistos de esta forma, es decir, como un ámbito mayor de posibilidades de su ser, bien entendido que no se trata de posibilidad metafísica, sino existencial o histórica, y que ese ámbito es positivamente infinito (y no simplemente indefinido...) (136). La divinidad de Jesús no es "algo" que se le da en un momento concreto y que antes no tenía (eso sería adopcionismo), pero tampoco es algo totalmente inerte y que absorba o paralice el carácter histórico de su ser hombre (137); sino que, si el hombre es la posibilidad de sí mismo, Dios hecho hombre es Dios hecho la posibilidad de un hombre: de Jesús de Nazaret. Jesús posee su divinidad como la posibilidad de su ser que El debe realizar... Es Hijo de Dios, pero "según la carne", es decir, en la forma de tener-que-llegar-a-ser Hijo de Dios... Y esto cuadra maravillosamente con el lenguaje de la carta a los Hebreos...: siendo Dios "consuma" su ser, llega a ser Dios.» Y en coherencia con lo dicho, concluye su interpretación afirmando que ese proceso de llegar a ser se consuma y, por consi(135) Cf. La humanidad nueva..., op. cit., 210-213. Cf., también, W. KASPER: Jesús, el Cristo.., op. cit., 202-203; W. PANNENBERG: Fundamentos de..., op. cit., 168-169. (136) «Hablar en términos de devenir de la relación existente entre Dios y Jesús... no es postular "a priori" que esta relación ha comenzado en el tiempo, como si no existiese desde toda la eternidad, como si Jesús hubiera pasado del no ser al ser y del menos al más; es solamente comprenderla como una relación viviente que se desarrolla en el tiempo, que se realiza en la misma historia en la que se manifiesta, en mía historia donde el mismo Dios se compromete con Jesús y en él, es decir, en una historia donde la eternidad de Dios decide existir con Jesús en el tiempo, coexistir en el tiempo de Jesús» (cf. J. MOINGT: L'homme qui venait..., op. cit., 526-527). (137) Cf. J. SOBRINO: Jesús en América..., op. cit., 57-58.

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guíente, se manifiesta en la resurrección: «Precisamente este posesionamiento de su divinidad es el que puede explicar la impregnación de la carne por la calidad divina, que aparece a partir de la resurrección» (138). La interpretación esbozada plantea una objeción evidente, que el mismo G. Faus recoge: «Dios que es lo absoluto y lo necesario, ¿puede ser concebido como una "posibilidad"?» Al intentar contestar a la objeción nuestro autor aprovecha para reiterar y clarificar su posición: «No se trata de una posibilidad metafísica, sino histórica, igual que nuestro ser hombres es una posibilidad nuestra y, sin embargo, ¡somos hombres bien reales!» Ahora bien, «la objeción puede urgirse preguntando si es posible someter a Dios a esta (138) Esta última consideración —que bien puede entenderse como comentario a los textos de Hechos y Romanos anteriormente citados— es hoy umversalmente compartida (W. KASPER, por ejemplo, tras recordar que «en la historia se confirma y realiza lo que una "cosa" es», añade: «En este sentido la resurrección de Jesús es la confirmación, revelación, puesta en vigor, realización y consumación de lo que Jesús antes de pascua pretendía ser y era... Así se comprende que sólo al final y tras la consumación del camino de Jesús, o sea, tras la pascua, les resultara claro a los discípulos el pleno sentido de su pretensión y actuación prepascual de Jesús, su dignidad como hijo de Dios.» Cf. Jesús, el Cristo..., op. cit., 202-203). Ha sido, no obstante, W. PANNENBERG quien ha acentuado de forma especial la significación que la resurrección tiene en orden a la relación de Jesús con Dios. Considera inadmisible la tesis, defendida por Künneth, de que Jesús ha recibido la divinidad como «consecuencia exclusiva» de la resurrección o de que «Jesús ha venido a ser Dios únicamente en virtud de su resurrección» (y así se separa de las posiciones meramente adopcionistas). Pero defiende con especial vigor lo que él llama la «fuerza retroactiva» de la resurrección, según la cual es preciso afirmar que «gracias a su resurrección se ha decidido, no sólo desde el punto de vista de nuestro conocimiento, sino también desde el punto de vista de la realidad, que Jesús es una misma cosa con Dios y, concretamente en el sentido retroactivo, que él era ya antes una misma cosa con Dios». La resurrección de Jesús, dotada de ese sentido retroactivo, tiene carácter estricto de confirmación y legitimación, hasta el punto de que «si Jesús no hubiera resucitado, habría resultado que tampoco antes Jesús era una misma cosa con Dios». En efecto, «la unidad de Jesús con Dios —y por tanto la verdad de la encarnación— sólo puede concluirse retrospectivamente desde la resurrección de Jesús, tanto por lo que se refiere al conjunto de la existencia humana de Jesús, por un lado, ...cuanto por lo que atañe también a la eternidad de Dios, por otro. Sin la resurrección de Jesús no sería verdad que desde el principio de su vida terrena Dios ha sido una misma cosa con este hombre. Si esto es cierto desde toda la eternidad, lo es en virtud de la resurrección de Jesús». Por consiguiente, «a partir de su resurrección Jesús es reconocido como lo que ya era antes, como aquél que ciertamente no sólo no era reconocible antes de la pascua, sino que tampoco lo habría sido sin el acontecimiento pascual» (cf. Fundamentos de..., op. cit., 168-170. 398-399). (Cabe preguntarse si la brillante posición de Pannenberg, con su especial y unilateral insistencia en la fuerza retroactiva, legitimadora y confirmadora de la resurrección, no olvida la importancia que es preciso conceder, a la hora de explicar la relación de Jesús con Dios, a la vida entera de Jesús realizada en la obediencia filial y concluida en la muerte. Volveremos más adelante a este punto.)

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idea evolutiva, a la historia». Aquí, en esta cuestión verdaderamente clave para toda la reflexión cristológica, la respuesta es contundente: «Esta objeción ya no tiene más defensa que el ataque, el cual, a su vez pregunta al objetante hasta qué punto Dios no puede revelarse más que confirmando la idea filosófica que de El se ha hecho el hombre y hasta qué punto, con la idea filosófica de Dios, se puede decir en serio que Dios se ha hecho hombre.» Dos consecuencias importantes se derivan de esta interpretación que intenta incorporar la historia a la comprensión de la encarnación. La primera podría formularse así: la historia, nuestra historia, es algo importante para Dios. Como bien sabemos, y como el mismo González Faus recuerda, al intentar clarificar la teología el significado de la historia para Dios una comprensión unilateral y hasta no bíblica de la inmutabilidad ha conducido a considerar que el mundo y la historia son irrelevantes para El: «Algo en lo que ni consigue ni pierde ni se juega nada.» Y esto no se altera con la Encarnación: «Dios sigue tan tranquilo y tan inmutable como si no se hubiera dado.» En cambio, con la «explicación que hemos insinuado se comprende... que la Encarnación, al ser una magnitud histórica, es historia de Dios; y que toda la historia del mundo (en cuanto la Encarnación es recapitulación de ella) es también historia de Dios, en la cual sí que le va algo a El: su ser todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28), por el que se puso en marcha todo el movimiento creador» (139). Si, en el sentido que hemos intentado precisar, la divinidad de Jesús debe entenderse como una tarea que de hecho se realizó en la historia de su vida y recibió su confirmación en la resurrección, la segunda consecuencia que podríamos extraer de todo lo dicho hasta aquí es que, a la hora de explicar esa divinidad, parecen preferibles las categorías relaciónales —personales y práxicas, siempre históricas— a las meramente ónticas. ¿Qué queremos decir al postular esta preferencia por las categorías relaciónales? Pues simplemente que la condición de Hijo de Dios de Jesús debe vincularse, al ser explicada, a su relación de filiación con el Padre, vivida por Jesús a través de toda su vida. O lo que es lo mismo: que la divinidad de Jesús debe vincularse a la entrega total de su persona a la voluntad del Padre, expresada en fe (139) No es posible ampliar más esta referencia, cuya importancia teológica es fácil de adivinar y difícil de exagerar. Cf., por ejemplo, J. I. GONZÁLEZ FAUS: La Humanidad nueva..., op. cit., 579 ss. y 603 ss.; id., Este es el hombre..., op. cit., 45-47.

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y confianza inquebrantables, en obediencia a su misión de anunciar y hacer presente el Reino. El alcance significativo de tal preferencia, que permite y demanda reformular la divinidad de Jesús, lo expresa con mucha claridad J. Sobrino: «En la cristología clásica la "divinidad" de Cristo se ha presentado en base al concepto de naturaleza divina y en base a la unión personal de la naturaleza humana de Jesús con la persona divina del Logos. Esta formulación entiende en directo la identificación de Jesús con el Logos eterno, aun cuando en esa identificación lo humano y divino de Jesús aparezcan siempre indivisibles e inconfusamente unidos. Desde la historia de la fe de Jesús, sin embargo, lo primero que aparece es que el correlato de Jesús no es en directo el Logos eterno sino el Padre. Lo que constituye la esencia de su persona es la relacionalidad con el Padre (140). Para describir la realidad total de Cristo se hace entonces importante la categoría de relación. En qué consiste entonces la divinidad de Jesús se puede quizá comprender mejor desde su relacionalidad histórica. Lo que Calcedonia afirma en categorías ónticas pretendemos reformularlo en categorías de relación. La divinidad de Jesús consiste en su relación concreta con el Padre. En ese modo de relacionarse con el Padre, único, peculiar e irrepetible consiste su modo concreto de participar de la divinidad» (141). Toda la historicidad teologal (Sobrino) de la vida de Jesús que informó su relación con el Padre, culminada en la muerte de cruz, queda así incorporada a la comprensión de su divinidad. Este punto está fuertemente subrayado por Moingt: «Jesús construye su persona en el tiempo por la actividad de su libertad y de su conciencia, como lo hace todo individuo humano. La construye en persona de Hijo de Dios. Ya hemos mostrado hasta qué punto y con qué intensidad su vida es conducida por su fe: una fe que le (140) El mismo J. Sobrino recuerda que este punto lo ha desarrollado con vigor W. Pannenberg, al hablar de lo que llama «el carácter indirecto de la identificación de Jesús con el Hijo de Dios»: «La filiación de Jesús, pues, no puede entenderse adecuadamente sin partir de su relación con Dios Padre... En este sentido concreto, la cuestión referente a la unidad del hombre Jesús con el Hijo eterno de Dios no puede plantearse ni responderse directamente... La unidad del nombre Jesús con el hijo de Dios se infiere solamente haciendo un rodeo. Sólo haciendo este rodeo, se justificará también el uso del concepto de "Hijo de Dios". Se trata de pasar por la relación de Jesús con el "Padre", es decir, con el Dios de Israel a quien él ha llamado Padre. Sólo la comunión personal de Jesús con el Padre prueba que él es una misma cosa con el Hijo de este Padre» (cf. Fundamentos de..., op. cit., 415-416; cf. también, D. WIEDERKHER: Esbozo de..., op. cit., 578 ss.). (141) Cf. Cristología desde..., op. cit, 103-104.

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pone en comunicación íntima con Dios hasta hacerle hablar en nombre de Dios, que le hace tomar conciencia de sí y decir "Yo" llamando a Dios "mi" Padre, que le hace comprometer su libertad en una obediencia continua y radical a Dios hasta identificarse como puro representante de Dios, una fe que le hace obrar como responsable de la identidad de Dios hasta la pérdida de sí mismo. Todas estas actividades de una vida de fe son verdaderamente fundantes de la persona de Jesús... Nos permiten decir que la persona de Jesús, vista según su dimensión de alteridad, se ha construido en la dirección de Dios, en relación a aquél que él llamaba su Padre, en proyección filial hacia él... La divinidad de Jesús en tanto que Hijo es así fundada y revelada en el don de sí mismo al Padre. Es realizando ese don como Jesús es el Hijo» (142). En suma, y puesto que la relación de Jesús con el Padre, informada por la fe-obediencia filial, es la historia de esa relación, tal como fue vivida, puede decirse «que el hacerse-hombre del Hijo es también hacerse-Hijo de Jesús» (143). Insistir en la historicidad teologal de la vida de Jesús, es decir, en su realizarse como Hijo en la historia a través de la fe-obediencia filial, es pastoralmente conveniente, como destacan los teólogos latinoamericanos de la liberación. J. Sobrino, por ejemplo, subraya la importancia práctica que tiene para nuestra vida cristiana poner de manifiesto que Jesús fue el primogénito de los creyentes y que, por consiguiente, tam(142) Cf. L'homme qui venait..., op. cit., 570. 574, nota 13. En realidad esta idea recorre buena parte de la obra de Moingt (cf., por ejemplo, ibíd., 529.575-576. 579. 620...). De esta manera la divinidad de Jesús queda fundada, legitimada y revelada, por la totalidad de la vida de Jesús, culminada en la muerte de cruz, informada por la obediencia creyente al Padre, y, desde luego, definitivamente confirmada en la resurrección. El jesuíta francés, que coincide en su visión sustancialmente con Sobrino y tantos otros teólogos actuales, quiere así corregir la posición que ya conocemos de Pannenberg, al no poder éste, con su concepción de la fuerza retroactiva de la resurrección, fundante y legitimadora de la divinidad de Jesús, incorporar de forma suficiente, en la comprensión de esa divinidad, la vida y la muerte en cruz de Jesús: cf., por ejemplo, ibíd., 261-267. 574, nota 13. La atribución de la fe a Jesús —que pudo resultar en su momento polémica, por chocar con la concepción tradicional de la teología clásica: cf., por ejemplo, la Suma teológica de Santo Tomás, III, q. 7, art. 3."— es muy frecuente en la teología actual (U. von Balthasar, Fuchs, Ebeling, González Faus, Moltmann, Pannenberg, Schoonenberg, Duquoc, Thüsing, Sobrino, Schillebeeckx, Wiederkher...) y puede decirse que tiene raíces neotestamentarias, tanto a nivel de afirmación explícita (cf. Me 9, 23; Heb 12, 2), como, sobre todo, porque toda la vida de Jesús se nos presenta como informada por la confianza y la obediencia fiel al Padre, que es precisamente a lo que el Nuevo Testamento llama propiamente fe (cf. J. SOBRINO: Cristología desde..., op. cit., 79-136). (143) Cf. J. JIMÉNEZ LIMÓN: «Una Cristología para la conversión en la lucha por la justicia», en Christus, núm. 511 (junio 1978).

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bien en el nivel íntimo y profundo de su vivencia más estrictamente teologal, de relación con su Padre Dios, estuvo cercano a nosotros, pendiente también de la búsqueda de la voluntad del Padre en las diversas circunstancias de su vida y pronto a obedecerle. Por eso «presentar la historia de su relación con el Padre es importante para aprender a escuchar histórica y novedosamente la voluntad actual del Padre, para mantenerse obedientes en ponerla en práctica y fieles en su ejecución». «Es importante —añade— sentir a Jesús cercano también ante la novedad de la voluntad de Dios en nuestros días. No es pequeño consuelo para los cristianos que tienen que discernir en situaciones dolorosas y peligrosas la voluntad del Padre... encontrar en Jesús a alguien que también se puso delante del Padre en situaciones similares. En esa disponibilidad a oír la voluntad del Padre, al cambio y a la conversión, a la novedad y el escándalo, experimentan los cristianos que se van haciendo cada vez más hijos de Dios, aunque ya lo fueren por el bautismo» (144). Pero estas consideraciones últimas nos llevan ya de la mano a la cuestión que nos resta: el intento de explicar, reinterpretándolas, las fórmulas dogmáticas conciliares, y, muy especialmente, la de Calcedonia. Sin embargo, antes de pasar a este asunto, me gustaría decir algo sobre un punto muy estrechamente relacionado con la comprensión relaciona! insinuada de la divinidad de Jesús. Me refiero al asunto de su propia conciencia acerca de su divinidad. La cuestión acerca de la autoconciencia de Jesús o, más concretamente, de la conciencia que tenía de sí mismo sobre su unidad con Dios, ha sido objeto de atención frecuente por parte de la reflexión teológica. Una atención tan frecuente y matizada, renovada especialmente en la teología de este siglo, que haría imposible la pretensión de presentar aquí una síntesis de la misma (145). Me limito, pues, a trasladar al terreno de la conciencia algunas consecuencias que parecen lógicamente deducirse de la comprensión relacional presentada de la divinidad de Jesús. Recordemos ahora las preguntas ya formuladas con anterioridad (146): ¿Tuvo conciencia Jesús de Nazaret de ser todo lo que su pretensión implica, es decir, de ser uno con Dios, su Hijo? ¿Tuvo (144) Cf. Jesús en América..., op. cit., 59; cf. también, id., Cristología desde..., op. cit., 107-136. (145) Me limito a recomendar dos trabajos importantes, en los que se puede encontrar amplia bibliografía: K. RAHNER: «Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su conciencia de sí mismo, en Escritos de teología, T. V, 221-243; W. PANNENBERG: Fundamentos de..., op. cit., 405-415. (146) Cf. «supra», pág. 310 de este mismo capítulo, nota 105.

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esa conciencia de forma conceptual y refleja? Recordemos igualmente la aguda afirmación de Gnilka ya citada (147): «Los Evangelios no contienen textos psicológicos. Están interesados por el ser, no por la conciencia» (148). Con toda la cautela a que obligan las últimas palabras citadas (149) hacemos nuestra la hipótesis formulada por González Faus sobre la conciencia histórica de Jesús: «La conciencia humana de Jesús no puede saberse y llamarse Dios, como a veces se ha pretendido apologéticamente, creyendo garantizar más la divinidad de Jesús, pero oscureciendo, en definitiva, la manifestación de Dios en Jesús. La "experiencia de su Divinidad" no es en Jesús una autoconciencia como "posesión de su ser" en el sentido en que lo es la autoconciencia humana: una posesión del propio ser limitativa y contrapuesta. Es más bien una transformación de esa autoconciencia humana en la línea de lo que suele llamarse conciencia "referencial".» Esto equivale a decir, en profunda consonancia con toda la comprensión referencial de la divinidad que hemos sostenido, que su conciencia es relativa, referencial: «La conciencia de Jesús no parece terminar en sí mismo, sino en Dios y en los hombres: al verse a sí mismo termina en Dios como "Su Padre". Jesús se ve así como total procedencia de Dios (todo le es dado por el Padre) y como total apertura hacia Dios (quien le ve a él ve al Padre. Y en esa total referencia de Dios y hacia Dios se incorporan, para el hombre Jesús, los hombres a los que El llama...» (150). Esta relación de Jesús con el Padre y con los hombres, elemento decisivo de su autoconciencia, se fue de hecho realizando en el tiempo de tal manera que puede decirse «que la historia de Jesús (147) Cf. ibíd., en la misma nota 105. (148) J. MOINGT subraya que mientras «varios teólogos piensan encontrar, o creen incluso un deber encontrar, en las palabras de Jesús, allí donde él habla de su intimidad con el Padre, la expresión de su conciencia de ser propiamente el Hijo de Dios», «otros, de formación más histórica, desconfían de estas tentativas psicologizantes o especulativas y piensan que las palabras puestas en boca de Jesús no abren un acceso seguro y directo a su conciencia» (cf. L'homme qui..., op. cit., 563-564). (149) CH. PERROT insiste en que la conciencia de Jesús sólo puede ser supuesta, pero no demostrada, pues a ella no podemos acceder sino en virtud de testimonios indirectos que interpretan su persona (cf. Jésus et l'histoire, Ed. Desclée de Brouwer, 1979, pág. 72. 194. 226. 266. 274). (150) Cf. La humanidad..., op. cit., 111-112. Esta misma referencia al Padre Dios y a su Reino como elemento decisivo de la autoconciencia de Jesús es destacada por PANNENBERG: «La autoconciencia de Jesús ha estado determinada de una forma decisiva por su mensaje acerca de la proximidad de Dios y de su Reino... No se trata, ciertamente, de una referencia de la conciencia de Jesús al Logos, sino de una relación con aquél a quien llamaba Padre» (cf. Fundamentos de..., op. cit., 412-413).

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se caracterizó, no de otra manera que la historia de cualquier otro hombre, por un progresivo avanzar hacia la luz de una autoconciencia más clara y de un conocimiento más completo de los demás y de Dios» (151). Sin caer desde luego en la ingenuidad de dibujar una especie de biografía psicológica de Jesús, siguiendo la pauta de un progreso lineal ascendente, sí puede con razón decirse que con el discurrir del tiempo Jesús fue adquiriendo mayor claridad respecto a la dimensión última y misteriosa de su propio ser. Habría incluso que añadir que esta concepción evolutiva de la autoconciencia de Jesús —que incluye, como es obvio, el crecer en el saber, también acerca de sí mismo, y, por tanto el no saber o ignorar— permite comprender mejor la relación y unidad de Jesús con Dios: «Con la entrega de Jesús a su misión y a aquél que le ha enviado, el Padre, no va necesariamente unida una omnisciencia como tampoco una presciencia infalible. Más bien... la limitación del conocimiento de Jesús, incluso desde el punto de vista de su propia relación con Dios, pertenece a la perfección de la entrega de su persona al futuro del Padre... En este sentido hay que pensar que un desconocimiento de Jesús no estaba referido sólo evidentemente al día del juicio sino también a su propia persona y en que, precisamente por esto, la perfección de Jesús alcanza su plenitud en la entrega al Dios del futuro escatológico. Este desconocimiento constituye en concreto una condición de la unidad de Jesús con este Dios» (152). Podríamos, para concluir ya este punto, hablar en Jesús de una conciencia ejercida de su condición divina, pero no poseída (es decir, (151) Cf. B. FORTE: jesús de Nazaret, historia de Dios, Dios de la historia, Ed. Paulinas, Madrid, 1983, 199. Pannenberg también subraya el elemento temporal en la autoconciencia de Jesús, de tal manera que «hasta su resurrección la unidad de Jesús con Dios estuvo oculta no sólo con respecto a los demás hombres, sino también con respecto a Jesús mismo, según todo lo que se deduce de la consideración crítica de la tradición» (cf. Fundamentos de..., op. cit., 399. 413). (152) Cf. W. PANNENBERG: Fundamentos de..., op. cit., 414, con nota 24. También J. SOBRINO destaca «el papel positivo de la ignorancia y los errores de Jesús» de los que hablan los Evangelios: «Esta ignorancia de Jesús, que una filosofía griega juzgaría como imperfección, es sumamente positiva. Es la posibilidad real de que la entrega de Jesús al Padre no fuese idealista, sino real. Esa ignorancia pertenece, paradójicamente, a la perfección de la entrega de Jesús al Padre, pues permite dejar a Dios ser Dios. Precisamente en el no saber el día de Jahvé sabía Jesús de Dios, pues le dejaba ser el misterio inefable, el futuro absoluto» (cf. Cristología desde..., op. cit., 293; cf. también ibíd., 99-102). Para el problema de la ciencia de Cristo, cf., por ejemplo, J. I. GONZÁLEZ FAUS: La humanidad nueva..., op. cit., 549-555.

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no reflejamente consciente o explícitamente advertida desde el principio) (153). Tal vez, y para mayor claridad de todo lo dicho sobre la conciencia de Jesús, convendría distinguir cuatro niveles: — Lo que Jesús es. — Lo que Jesús sabe de sí mismo y cómo lo sabe. — Lo que, de hecho, Jesús manifestó de sí mismo deforma clara y expresa, con sus propias palabras. — Lo que Jesús manifestó de sí mismo con toda su vida. La Cristología tiene que aclarar los dos primeros niveles indicados, pero al hacerlo no puede limitarse a tener en cuenta el tercer nivel, pues su tarea es interpretar el significado y alcance de Jesús teniendo en cuenta también el nivel cuarto. De atenernos exclusivamente al nivel tercero, tendríamos que concluir, según lo dicho anteriormente (154), que Jesús no tuvo conciencia alguna de su divinidad. Sin embargo, y teniendo en cuenta el nivel cuarto, la totalidad de toda su vida y la singularidad de su pretensión fundamentada en la relación filial con el Padre, se puede afirmar esa conciencia ejercida, que la deja abierta a un progresivo desarrollo y enriquecimiento.

7.2.

Las fórmulas dogmáticas conciliares, término y comienzo. Hacia una reinterpretación de Calcedonia

Hace ya cuarenta años escribía K. Rahner: «El esfuerzo de la teología y del magisterio de la Iglesia en torno a una realidad y verdad revelada por Dios termina siempre en una formulación (153) K. RAHNER, para quien «la conciencia humana es un espacio infinitamente pluridimensional», considera que la unión hispostática lleva consigo necesariamente una visión inmediata de Dios, entendida ésta como una experiencia fundamental y primaria de sí mismo en virtud de la cual se sabe unido al Padre con una intimidad total y desconocida para nosotros. Pero, tal visión inmediata no es interpretada como «visión beatífica», propia de los bienaventurados, incompatible con el no saber y con el crecimiento y el desarrollo de la conciencia de Jesús, sino en términos de conciencia preconceptual irrefleja, no temática, que no excluye, por consiguiente, el desconocimiento en el plano del saber reflejo y que deja abierta la conciencia de Jesús a una progresiva tematización refleja en el curso de su historia «que se exterioriza en el encuentro con el propio ambiente espiritual y religioso, así como en el conocimiento experimental gradual de la propia existencia» [cf. Ponderaciones dogmáticas..., art. cit., y E. GUTWENGER: «La ciencia de Cristo», en Concilium, núm. 11 (enero 1966), 95-107]. (154) Cf. «supra», págs. 272-273, con nota 27.

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exacta. Esto es natural y necesario. Pues únicamente así es posible trazar, frente al error y la falsa intelección de la verdad divina, una línea de demarcación que sea respetada en la práctica religiosa diaria.» Y añadía: «La fórmula es, pues, un término, un resultado y una victoria que nos regala su precisión y claridad y que posibilita la enseñanza segura. Pero en tal victoria todo depende de que el término sea, a la vez, también un comienzo... La formulación más clara y más precisa, la expresión más sagrada, la condensación más clásica del trabajo secular de la Iglesia orante, pensante y militante, en torno a los misterios de Dios, tiene su razón de vida justamente en ser comienzo y no fin, medio y no término: una verdad que nos libera para llegar a la verdad siempre más alta» (155). Hoy no son pocos los teólogos cristianos que piensan, en radical consonancia con lo dicho anteriormente sobre la comprensión relacional de la divinidad de Jesús, que las fórmulas dogmáticas conciliares deberían ser, en general, drásticamente corregidas o incluso abandonadas, y no ciertamente porque sean falsas, sino porque, vistas desde el desarrollo actual de la fe eclesial, se consideran insuficientes (156), o bien porque las categorías por ellas utilizadas para expresar la verdad de fe que se quería afirmar (157) hace que sea difícil entender lo que esa fe confiesa acerca de la unidad de Jesús con Dios o incluso pueden inducir a confusión al tener hoy tales categorías una significación diversa a la de entonces (158). (155) Cf. Problemas actuales de cristología..., art. cit., 167. En este importante trabajo —y en otro, verdaderamente programático, publicado tres años antes con el título Calcedonia, ¿fin o comienzo?— RAHNER pone de manifiesto las limitaciones de una Cristología que se había «fijado» en las fórmulas dogmáticas y, de manera especial, en Calcedonia. Cf. igualmente las recientes consideraciones hechas por MOINGT en la misma dirección en L'homme qui venait..., op. cit., 78-79. 267. (156) Refiriéndose concretamente a la fórmula de Calcedonia, MOINGT recuerda sus insuficiencias, ya puestas de manifiesto anteriormente por SESBOÜE: «1. Emplea un lenguaje conceptual inadecuado. 2. Su esquema dualista vehicula una univocidad ficticia del término "naturaleza". 3. Cuestiona la unidad del Cristo. 4. Se limita a presentar una Cristología "desde arriba". 5. Propone un Cristo privado de persona humana. 6. Desconoce la dimensión histórica. 7. La posteridad de Calcedonia mostró que el Concilio no había resuelto el problema cristológico» (cf. L'homme qui venait..., op. cit., 248; cf., también, J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las fórmulas..., art. cit., 97-99. 109-114). (157) Categorías, por lo demás, que eran las que parecían necesarias o muy convenientes para que el mensaje cristiano pudiese encarnarse o inculturarse en el mundo helenístico de entonces. (158) Entre los teólogos que defienden esta posición podríamos citar a P. SCHOONENBERG: Un Dios de los hombres..., op. cit., especialmente 59-119; W. PANNENEBERG: Fundamentos de..., op. cit., 351-363; J. MOLTMANN: Le Dieu crucifié..., op. cit., 261-271, y J. MOINGT: L'homme qui..., op. cit., 141-281.

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Otros teólogos, en cambio, consideran más conveniente asumir las fórmulas y reinterpretarlas desde nuestra situación actual, de forma que resulten no sólo inteligibles hoy para nosotros, sino además verdaderamente significativas. No estoy seguro de que la teología en el futuro deba seguir el segundo camino insinuado de la reinterpretación significativa. Ni siquiera lo estoy de que, de hecho, vaya a hacerlo. Tampoco me resulta clara la frontera entre corrección drástica e interpretación significativa. Considero incluso que no son pocas las razones que parecen aconsejar el prescindir de algunas formulaciones, aunque no, como es obvio, de las verdades de fe por su mediación afirmadas. Y sin embargo —aunque sólo sea por razones prácticas y teniendo en cuenta la finalidad que aquí se persigue— prefiero asumir las formulaciones clásicas —especialmente aquéllas que conocemos de memoria los creyentes, al habérsenos transmitido vía Catecismo: «unión hispostática», «dos naturalezas y una sola persona»...— y resumir algunos de los intentos más significativos que se están hoy haciendo de reinterpretación. En páginas anteriores (159) hemos intentado presentar muy abreviadamente las afirmaciones más nucleares de las principales formulaciones dogmáticas de los Concilios cristológicos. ¿Qué significan esas formulaciones para los creyentes cristianos de hoy? ¿Qué queremos decir o qué confesamos cuando repetimos que Jesucristo es consustancial o de la misma naturaleza que el Padre o cuando hablamos de la «unión hipostática» o de que es una sola persona pero con dos naturalezas, la divina y la humana? También decíamos (160) que todas las enseñanzas conciliares están de algún modo compendiadas en Calcedonia, hasta el punto de que las fórmulas anteriores y posteriores giran en torno a lo afirmado en este último Concilio. Por eso vamos a centrar en él nuestro esfuerzo de reinterpretación. Como ya hemos indicado, Calcedonia, reasumiendo lo formulado anteriormente en Nicea y Efeso, intenta avanzar en la clarificación de la cuestión de la afirmación simultánea en el único Jesús de la divinidad y la humanidad —unidad y dualidad en Jesús— y para ello recurre fundamentalmente a dos categorías —persona («hypóstasis») y naturaleza («physis»)— y afirma la existencia de una sola persona (divina) y dos naturalezas (divina y humana), que permanecen tales tras la unión —«en modo alguno borrada la (159) Cf. «supra», apartado II.3) y págs. 318-319 de este mismo capítulo. (160) Cf. «supra», págs. 318-319 de este mismo capítulo.

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diferencia»—, es decir, «sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación». Recordemos ahora las preguntas ya inicialmente formuladas más arriba. Si, como afirma Calcedonia, la naturaleza humana de Jesús «subsiste» en la persona única del Verbo de Dios y, por consiguiente, no puede hablarse propiamente de «persona» humana en Jesús ¿puede afirmarse con verdad que Jesús es un ser libre y autónomo, es decir, un ser humano real, plena y verdaderamente hombre? ¿Qué contenido significativo hay que dar a esa «subsistencia» de la naturaleza humana de Jesús en la persona del Hijo de Dios? Además, y si, como también afirma Calcedonia, en Jesús hay «dos» naturalezas, que permanecen tras la unión con su propia identidad, sin confusión y sin división, ¿cómo hay que concebir la unión entre ellas para que pueda decirse razonablemente que Jesús es «uno»? ¿Puede, acaso, como parece insinuar la fórmula de Calcedonia, ponerse en el mismo plano a Dios y al hombre, a lo divino y lo humano? ¿No estamos aquí ante un error metafísico insalvable, como sostenía Schleiermacher? Voy a intentar responder a estas preguntas de forma muy breve y siguiendo de cerca las reflexiones de algunos teólogos actuales que me parecen especialmente significativas (161). Intentaré clarificar primero el alcance significativo de algunos términos claves usados por la dogmática cristológica, con el fin de aclarar lo que las formulaciones conciliares —y muy especialmente la de Calcedonia— han querido decir e igualmente lo que no han querido decir. Después, lograda esa clarificación, será posible presentar una reinterpretación que pueda ser comprensible y también relevante para nosotros hoy. Un primer término clave, sin duda, es persona («hypóstasis»). ¿Qué entiende Calcedonia por persona? La respuesta no es fácil, pero hay algo, en lo que insisten los teólogos actuales, que parece claro: persona, en Calcedonia, no tiene la misma significación que suele concederle la filosofía actual. Persona, en el pensamiento actual, designa al ser humano en cuanto éste es un ser inteligente, autoconsciente y libre, capaz de decidir por sí mismo o de disponer libremente de sí mismo. Como indica Rahner, persona en el sentido actual «implica autoposesión del sujeto en cuanto tal en referencia consciente y libre a la reali(161) Haré síntesis sobre todo de las reflexiones de González Faus, Schillebeeckx, Moingt, Pannenberg y Segundo, contenidas en la bibliografía que ya conocemos: cf. «supra», nota 2 de este mismo capítulo.

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dad como totalidad y a su fundamento infinito, Dios» (162). Es decisivo, para entender Calcedonia, tener en cuenta lo dicho, puesto que si concedemos al término persona el alcance significativo que le concede el pensamiento moderno es preciso afirmar claramente que en Jesús hay una persona humana: «La palabra persona no significa hoy lo mismo que significaba hace quince o dieciocho siglos, en el mundo griego... Hoy la persona nos designa una manera de ser que es precisamente la nuestra como hombres, y que consiste en ser libres, en tener inteligencia, tener autoconciencia, tener voluntad, etc. Si, repitiendo las frases ya acuñadas como dogmas, decimos que en Jesús hay una sola persona que es divina, estamos entendiendo que no hay en El ninguna persona humana en el sentido moderno: que no hay libertad ni "alma" humana; y ésta es precisamente la mayor de las herejías y contra la que más se luchó en los primeros concilios: el negar eso que hoy se llamaría la personalidad humana de Jesús... ¿Qué ha ocurrido? Pues que la palabra persona se ha desplazado. Antaño significaba una cosa y hoy significa otra... Y sin embargo nosotros, por una especie de ortodoxia verbal, la seguimos repitiendo, cambiando totalmente su significado...» (163). Pero, entonces, ¿qué contenido significativo hay que darle al término persona en las fórmulas dogmáticas conciliares y, más concretamente, en Calcedonia? Una vez más González Faus lo expresa con claridad: «Significa aquel principio que hace que el que nació de Dios y el que nació de María sean "uno y el mismo" y no dos... Se llama hypóstasis, por tanto, al principio de unidad del ser, a aquello que hace que algo sea uno... El principio de unidad de un ser no es de ninguna manera "un nuevo ser", algo susceptible de ser caracterizado cualitativamente; es más bien aquello que ontológicamente afirma al ser como existente concreto» (164). (162) Cf. «Persona», en Diccionario teológico, Ed. Herder, Barcelona, 1970, 553-554. (163)

Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Este es el hombre..., op. cit., 30.

(164) Cf. Las fórmulas de la dogmática..., art. cit., 103. Para mejor aclarar el significado que antaño tenía el término persona —que hoy no nos resulta fácil entender, pero que es clave para saber lo que las fórmulas dogmáticas quieren y no quieren d e c i r conviene tener en cuenta las consideraciones sencillas y hondas que el mismo teólogo nos ofrece en otro de sus trabajos: «Todos hablamos de mi inteligencia, de mi voluntad, mi libertad, mi afectividad, etc. Y cuando usamos espontáneamente todas esas expresiones estamos haciendo una distinción: pues estamos como sugiriendo que esa afectividad y esa inteligencia y esa libertad pertenecen "a mí", a "alguien" a quien llamo "yo". Por tanto, hay como un "yo" que es el dueño, hay un sustrato último que es el dueño de esa libertad, el dueño de esa inteligencia y de esa voluntad o esa afectividad, etc. Y no solamente es el dueño, sino que hace que inteligencia, libertad, afectividad,

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Teniendo en cuenta esta diferente significación que el término persona tiene en el pensamiento antiguo y en el actual, podríamos extraer las conclusiones siguientes: «— Si se nos define la persona como "individuo de la especie humana", hay que decir de acuerdo con el Calcedonense, que Jesús sí que es una persona humana.» «Si se nos define la personalidad como el "conjunto de cualidades que constituyen a la persona o supuesto inteligente" (es decir: libertad, afectividad, conciencia de sí, etc.), hay que decir, de acuerdo con el Calcedonense, que en Jesús hay una personalidad humana.» «— Pero si se define la personalidad como la "particularidad que distingue a una persona de todas las demás", entonces es cuando habría que decir que en Jesús la personalidad es divina y sólo divina, como consecuencia de su individuación en el Hijo de Dios» (165). ¿Qué significa entonces, y según lo dicho, la ausencia de persona o «hypóstasis» meramente humana en Jesús? Significa simple y positivamente que el hombre Jesús subsiste en el Hijo, es decir, que su humanidad está de tal modo unida al Hijo de Dios que puede afirmarse que el hombre Jesús tiene la raíz última constitutiva de su ser, que le identifica o distingue como individuo, o el centro ontológico o sustrato último del mismo, en el Hijo de Dios: es un ser «teo-sistente» o «teo-céntrico» (166). sean algo real y concreto; porque si no son mi inteligencia y mi libertad, o tu inteligencia y tu libertad, es decir, si no tienen sujeto, son palabras abstractas, que no existen. Esta experiencia que hacemos nosotros la captaron también los hombres griegos. Y a ese sustrato último que, por así decir, unifica todo lo que hay en mí de inteligencia, libertad, etc., y lo que hace real y concreto, a ese sustrato último es a lo que ellos llamaron persona (o subsistencia)» (cf. Este es el hombre..., op. cit., 30-31). (165)

Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: La humanidad nueva..., op. cit., 461.

(166) «La falta de hypóstasis humana en Jesús no implica de ninguna manera la falta de alguna cualidad o realidad humana, sino sólo la falta de un modo humano de existir todas las realidades humanas en él. No le falta a Jesús "una cosa", para ser perfectamente hombre; sino que la afirmación mitológica del hombre es en él más que humana» (cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las fórmulas..., art. cit., 104).

Pero lo cierto es que, como advierte el mismo autor, «una buena parte de la teología postescolástica ha concebido... que negar una hypóstasis humana a Jesús era negarle una "cosa" humana y, por tanto, recortaba su humanidad en vez de consagrarla hasta lo absoluto» (cf. ibíb., 104). Esta manera de ver las cosas, que pervierte la inteligencia del misterio de Jesús al deslizar la cristología casi inevitablemente hacia posiciones peligrosamente monofisitas, está incluso hoy muy generalizada entre amplios sectores del pueblo cristiano. ¿No es, acaso, la que observamos presente en el Docu-

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Ahora estamos ya en condiciones de aclarar qué queremos decir cuando, al referirnos al misterio de Cristo, usamos la difícil expresión «unión hipostática» (167). Hablar de «unión hipostática» equivale a decir que el Hijo de Dios —esencialmente, pura relación al Padre— es el fundamento y soporte del hombre Jesús. De esta forma la humanidad de Jesús, últimamente fundamentada en el Hijo de Dios, está de tal manera esencialmente referida al Padre que ya no tiene su centro en sí mismo sino en el Padre Dios (168). mentó, por lo demás tan positivo por muchos otros capítulos, La Iglesia y los pobres, de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, cuando, en el núm. 21, llega a afirmar que Jesús, en virtud de su «kénosis» o desposesión, se encuentra «tan despojado que ni siquiera tiene un yo propio del hombre, una persona humana —aunque tenga una extraordinaria personalidad?». Precisamente para evitar esta interpretación la Cristología actual no quiere hablar de «an-hypóstasis», término que subraya que Jesús no es una persona humana, sugiriendo así que algo le falta para ser plenamente hombre, y prefiere volver al término «en-hypóstasis», que subraya positivamente que la naturaleza humana es personalizada por la persona del Verbo (Cayetano, interpretando a Santo Tomás, decía que «el Verbo mismo es una persona humana y E. SCHILLEBEECKX afirma que «se podría decir sin duda que el mismo Verbo se hizo "persona humana" sin "contraposición" entre el hombre Jesús y el Hijo de Dios», por lo cual prefiere la expresión «identificación hipostática» a la de «unión hipostática»: cf. Jesús, la historia..., op. cit., 626). Esta inquietud de la Cristología más reciente la expresa así E. SCHILLEBEECKX: «Anhipóstasis (an es una partícula privativa) indica una situación de carencia de personalidad humana; con ello se pretende decir que Jesús tiene ciertamente una naturaleza humana y (en este sentido) es hombre, pero que su personalidad está constituida por la persona divina, de lo cual se seguiría que Cristo no es persona humana. Esto da la impresión, al menos, de que Cristo no es plenamente hombre. Enhipóstasis (el prefijo en indica interioridad), significa que la naturaleza humana, no personal, es personalizada por la persona divina. En este caso la anhipóstasis es la consecuencia de la enhipóstasis en el Verbo divino. En la Cristología actual se intenta (por distintos caminos) explicar la enhipóstasis sin anhipóstasis; es decir, Jesús no sufre ninguna pérdida de la personalidad humana, a pesar de identificarse con el Hijo de Dios» (cf. ibíd., 641). (167) Es en el Concilio de Efeso (431) donde se afirma la «unión hipostática», cuando al hacer suya la carta de Cirilo a Nestorio, enseña «que habiendo unido consigo el Verbo según hipóstasis o persona ("kath'hypóstasin"), la carne animada de alma racional, se hizo hombre...» (cf. Dz I l l a y también 114,148, 217, 226). A partir de entonces la «unión hipostática» se convirtió en la expresión técnica usada por la teología para referirse a la unidad entre Humanidad y divinidad que se da en el misterio de la encarnación. (168) Cf., en la misma dirección, las interesantes consideraciones de E. SCHILLEBEECKX (Jesús, la historia..., op. cit., 614 y ss., 625 y ss.) o de W. PANNENBERG (Fundamentos..., op. cit., 422). Si se admite —con Agustín, Pascal, Blondel y tantos otros— que el ser humano está de forma inevitable en profunda contradicción consigo mismo, en cuanto que está proyectado más allá de sí mismo, de forma permanente e ilimitada, en búsqueda de plenitud, habría que añadir que Jesús, en virtud de la «unión hipostática», llega a alcanzar esa plenitud siempre buscada por el ser humano y nunca lograda: «Ecce homo». Desde esta visión positiva se podría entonces definir la «unión hipostá-

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El segundo término clave es naturaleza («physis») (169). ¿Qué alcance significativo es preciso concederle? Ya hemos dicho que la significación de persona («hypóstasis») hay que situarla en aquel nivel de la realidad en virtud del cual algo es uno. Es, decíamos, el principio de unidad del ser, no susceptible de ser cualificado cualitativamente. No es la persona, en efecto, cualidad o propiedad del ser, sino el sujeto de atribución de las cualidades o propiedades, el sustrato o fundamento último de todas ellas. Pues bien, la significación de naturaleza («physis») —que equivale prácticamente a esencia— hay que situarla en el ámbito cualitativo o de las cualidades, es decir, en aquel nivel de la realidad en virtud del cual algo es tal ser. La naturaleza dice referencia a la taleidad de un ser, al conjunto de cualidades o propiedades esenciales que lo hacen tal ser y no tal otro. Si tenemos en cuenta la fórmula calcedonense, que habla de una sola persona con dos naturalezas, que, unidas o sin división, permanecen, no obstante, tales, sin cambio, mezcla ni confusión, las preguntas surgen inevitables: ¿es posible atribuir a un ser uno doble naturaleza, es decir, doble taleidad? ¿Cómo puede un ser seguir siendo uno si posee doble cualidad esencial? La respuesta a estas preguntas reenvía ya a la reinterpretación que vamos seguidamente a presentar. Me limito ahora a anticipar lo que espero quede más claro después. Es preciso tener en cuenta que al hablar en Jesús de naturaleza humana y divina el término naturaleza ha de tener una significación muy diversa, al referirse a la divinidad y a la Humanidad. La divinidad, como es obvio, no puede expresarse con un concepto de significación unívoca, común a ella y a la humanidad, ya que ello supondría nivelar lo que es esencialmente diverso, olvidar que no es reducible a concepto alguno aplicable a cualquier otra realidad. ¿Qué queremos decir, entonces, cuando atribuimos a Cristo una naturaleza divina? González Faus, una vez más, lo expresa con tica» «como la supresión de esa ruptura de todo hombre consigo mismo (que parece constituir al hombre y su tragedia) y, consiguientemente, como la afirmación infinita del hombre. En Jesús sí que sucede —con terminología muy querida a la tradición cristiana— que el "superior summo meo" se ha hecho "intimior intimo meo"» (cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las fórmulas..., art. cit.,

117).

(169) Hay otros términos (por ejemplo, «prosopon», «ousía»), que también aparecen en las fórmulas, cuyo contenido significativo —y, concretamente, su relación respectivamente con «hypóstasis» y «physis»— no es posible ni tampoco necesario aclarar aquí (cf. al respecto, J. I. GONZÁLEZ FAUS: La humanidad nueva..., op. cit., 420. 422. 455-456, id., Las fórmulas de la..., art. cit, 113-114).

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precisión: «Cuando decimos que Cristo es (a la vez que perfectus homo) perfectus Deus, y expresamos eso diciendo que tiene una "naturaleza divina", dicha frase sólo tiene sentido si no olvidamos que tal "naturaleza" divina no puede pertenecer al plano de lo que en Cristo hay de "quidditativo" (o cualitativo), es decir, al plano de lo que es expresable con nuestros conceptos universales abstractos (y, por tanto, al plano de lo que es cognoscible por el entendimiento humano). No podemos concebir a la divinidad como si estuviera asumida por el único sujeto además o junto con la humanidad (eso sería ponerlas a ambas en el mismo plano, sumarlas mediante un concepto unívoco y, por tanto, no dejar a la divinidad ser divinidad).» Y añade, anticipando lo que después desarrollaremos con mayor atención: «Hay que ver a la divinidad (aunque la expresemos con ese término abstracto y universal) más bien en la línea del sujeto asumente, lo cual significa: la divinidad pertenece al terreno de lo que en Jesús es singular e individual (en contraposición al terreno de lo que en Jesús es universal y abstraíble); pertenece al terreno de lo que hace irrepetible e incomparable a aquella humanidad. Lo que a cada uno de nosotros hace ser "fulano de tal" es lo que hace a Jesús ser Dios: lo individual de la humanidad de Jesús es su divinidad y, por tanto, no algo que pueda ser captado por el proceso abstractivo de nuestra mente, sino lo que "personaliza" o individualiza a aquella humanidad» (170). Pero si el término naturaleza aplicado a la divinidad exige quebrar su significación habitual, en el sentido expuesto, al no atribuir propiamente nada referente al plano de lo cualitativo, las preguntas surgen de nuevo de forma inevitable. ¿Por qué se habla, al intentar expresar el misterio de Cristo, de dos naturalezas, la divina y la humana, utilizando el mismo término para significar realidades tan diversas? ¿No supone, la utilización de tal terminología, la inevitable introducción de la ambigüedad o incluso de la confusión? Los teólogos que se muestran partidarios de seguir hablando de dos naturalezas aducen fundamentalmente dos razones: — En primer lugar, porque nuestro lenguaje no parece ofrecernos otra posibilidad: «No podemos hablar de otra manera. Afirmar el carácter divino de Jesús implica hablar de "divinidad" porque nuestro entendimiento sólo funciona abstractivamente.» — Porque la historia de la reflexión cristológica muestra que la negativa a hablar de «dualidad» —la insistencia en una naturaleza (170) Cf. Las fórmulas de la..., art. cit., 105-106.

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(«mía physis») o la resistencia a reconocer la existencia de dos voluntades («monotelismo»)— ha conducido siempre a la negación de la autonomía e integridad humana de Jesús: «Hablamos así porque la historia muestra que el intento por no hablar de "dos" lleva necesariamente a escamotear su auténtica humanidad (disolviéndola en lo divino como la gota de agua en el mar). O en intentos actuales... lleva a escamotear a Dios en Jesús». Estamos, pues, ante una «solución de emergencia lingüística» o de un «rodeo» para evitar recurrir a la fórmula «una naturaleza», desacreditada por la historia (171). Claro que, en todo caso, seguir con la expresión «dos naturalezas», exige explicitar el carácter radicalmente inadecuado de nuestro lenguaje y poner de manifiesto que nos estamos refiriendo, al hablar de naturaleza divina, a un nivel ontológico completamente diverso del nivel a que nos referimos cuando hablamos de naturaleza humana. Es la diversidad o heterogeneidad que supone pasar del nivel de lo infinito a lo finito. Con esta breve clarificación de algunos de los términos fundamentales empleados por la fórmula de Calcedonia —y también por otras fórmulas conciliares cristológicas— hemos ya adelantado algunas de las ideas decisivas para proceder a su reinterpretación y reformulación. Es, finalmente, lo que resta por hacer para concluir este capítulo, cuya extensión empieza a ser excesiva. Se trata ahora, pues, de reinterpretar y reformular la fórmula de Calcedonia. O de reformularla de tal manera que, al intentar explicar la reformulación, se proceda igualmente a su reinterpretación. Un buen intento de reformulación me parece el realizado por González Faus en su trabajo ya repetidamente citado (172). Me contento con resumirlo y comentarlo brevemente, sin perjuicio de recurrir a otros teólogos cuya reflexión me parece también especialmente significativa, poniendo así de manifiesto las profundas coincidencias que hoy se dan en este punto entre muchos de los más destacados cristólogos actuales. Sin la menor pretensión de presentar una fórmula completa o perfecta González Faus propone la siguiente: «Jesús es un hombre que en su misma humanidad (y categorialmente, por tanto) está sostenido por Dios. Y por eso es la plenitud insospechada de lo humano.» (171)

Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las fórmulas de la..., art. cit., 106.

(172) Cf. Las fórmulas de la..., art. cit., 114-125.

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Con esta reformulación se pretende recoger con fidelidad lo fundamentalmente afirmado en Calcedonia acerca de la unidad de persona y dualidad de naturalezas. Veámoslo. a) Unidad de persona o hypóstasis. Al decir que Jesús en su misma humanidad está sostenido por Dios se está queriendo afirmar la unidad de la hypóstasis. Esa sustentación significa que el centro ontológico de su ser —aquello que le otorga la subsistencia propia de un individuo concreto— está en Dios (173). Más concretamente, lo que se afirma es que el hombre Jesús subsiste en la persona del Hijo de Dios, de tal manera que la subjetividad humana de Jesús es idénticamente la persona del Hijo (174), y por eso Jesús está totalmente referido al Padre —puesto que el Hijo es pura relación al Padre— y vive enteramente en comunión personal con El. La unidad de hypóstasis así entendida significa, pues, que Jesús está «des-centrado» de sí mismo [es un ser alocéntrico, como subraya Schillebeeckx (175)] al estar centrado en el Padre y su voluntad (Reino). Siendo así enteramente hombre-de-Dios (teo-céntrico), Jesús vive-para-Dios, es decir, totalmente entregado a la voluntad (173) La reformulación que estamos comentando especifica que Jesús está sostenido categorialmente por Dios. Con ese término se quiere expresar que la humanidad de Jesús está sostenida por Dios de una forma única y singular, distinta de aquella sustentación que ejerce Dios sobre todo lo creado. La llamada en su momento «nueva cristología holandesa», para explicar la unidad de Jesús con Dios y evitar hablar de las dos naturalezas como de dos componentes sumables, situó el misterio de Cristo en el trasfondo de la visión creyente sobre la creación. Así se expresa, por ejemplo, SCHILLEBEECKX: «Toda creatura tiene, como tal, una cierta duplicidad. Posee un ser propio, pero en ello mismo es a la vez de Dios: creatura. Su ser-propio y su ser-creatura no son dos aspectos parciales o dos componentes, sino dos perspectivas globales: en su ser-sí-mismas son precisamente de Dios, es decir, de y para Dios... También el misterio de Cristo debe ser considerado en el trasfondo de esa "confesión" de la creación. El hombre Jesús es "de Dios" de un modo único (1 Cor 3, 23)» (cf. Cristo revelación..., art. cit., 174). Ese carácter único de la presencia sustentadora de Dios en Jesús —carácter único que debió aparecer en la manera también única de ser hombre Jesús y que fue lo que condujo a la confesión de la unidad de hypóstasis a que nos estamos refiriendo— es lo que G. Faus quiere expresar con el término categorialmente. (174) Schillebeeckx se plantea esta pregunta: «¿Existe en Cristo una subjetividad distinta de lo que el hombre Jesús es como sujeto?» Responde negativamente, invocando a Santo Tomás y a su discípulo Cayetano: «Para Tomás es impensable un hombre que no sea a la vez persona; una naturaleza impersonal no puede existir; tampoco en Cristo. En Jesús no hay una naturaleza humana sin la persona humana; así, pues, la persona humana es idénticamente la persona del Verbo divino... Interpretando simplemente a Tomás, puede afirmar Cayetano: "el Verbo mismo es una persona humana"» (cf. «Cristo revelación personal del Padre», en Selecciones de teología, núm. 42 (1972), 172; cf. también, id., Jesús, la historia..., op. cit., 535-536. 615). (175) Cf. Jesús, la historia..., op. cit., 617.

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del Padre y, precisamente por eso, es, en la magnífica expresión de Bonhoeffer, el hombre-para-los-demás (176). b) «Perfectus homo» (naturaleza humana). La reformulación propuesta mantiene que lo que está sostenido (categorialmente) por Dios es Jesús en su misma humanidad, simplemente un hombre completo que precisamente en cuanto sostenido o fundamentado por Dios llega a ser plenamente hombre, el «segundo Adán» o el «hombre nuevo». «Precisamente por estar ontológicamente entregada a Dios y unida a él con la máxima unión concebible, la realidad humana de Jesús no desaparece ni se ve mermada o recortada en cuanto tal realidad humana. Es más bien afirmada y consagrada en su carácter humano.» En efecto, «ocurre que Jesús recibe del centro ontológico, en el que existe y para el que existe, esa afirmación infinita de sí mismo que constituye la imposible posibilidad del ser humano. Ocurre que lo humano se encuentra, en él, hecho absoluto. Ocurre que en él sí que se verifica aquello de que al perder su vida la ha salvado». Estamos aquí ante unas consideraciones de muy hondo calado y que constituyen tal vez el hilo conductor de toda la Cristología de nuestro autor. Puesto que el Dios que se revela en Jesús es el amor, y el amor salva y plenifica al ser humano, la unión con El, lejos de ser una amenaza para su libertad y realización, afirma y renueva al hombre. ¿No es acaso una afirmación nuclear de nuestra fe que el ser humano se realiza en el amor, en la entrega de sí, es decir, que la vida «se gana» precisamente cuando «se pierde»? Jesús, visto desde la fe, es la prueba evidente de que Dios no es rival del ser humano: es la «Humanidad Nueva», la humanidad santificada y plenificada por su unión con Dios (177). En él sabemos quién es el hombre y cuál es la tarea humana. c) «Perfectus Deus» (naturaleza divina). Es claro que si, como hemos dicho al afirmar la unidad de hypóstasis, en Jesús hay un sujeto ontológico divino, es decir, si subsiste en el Hijo o está sustentado por El, hay que predicar de Jesús la divinidad o la naturaleza divina. En la reformulación que seguimos comentando, y a partir de lo ya afirmado, se intenta describir esa divinidad de Jesús como la plena realización de la «posibilidad imposible en que el ser hu-

mano consiste». Se trata, pues, de definirla «a partir de la misma humanidad de Jesús y no como un segundo piso que se le añade a esta humanidad», es decir, «como la potenciación de esa humanidad hasta extremos que son totalmente insospechados, aunque siguen siendo humanos». «De esta forma evitaremos convertir a Jesús en una especie de "hombre que lleva encima una teodicea"» (178). En consecuencia, «la divinidad de Jesús no es perceptible como su humanidad y además de ella o por encima de ella (y menos a costa de ella). Más aún: ¡en estos casos sería irrelevante para nosotros! Sólo es accesible en su misma humanidad, aunque no se identifique con ella; y no es perceptible en ella como tal divinidad, sino que es afirmada por la fe: "vieron al hombre y adoraron a Dios", como escribía San Agustín. Jesús no es Dios y hombre, sino Dios en su ser hombre. Lo divino sólo se nos da en lo no divino, pero no además o al margen o por encima de ello. Dios sólo se nos da El mismo, en lo otro de sí» (179). Esta idea de entender la divinidad o naturaleza divina de Jesús como potenciación máxima de su humanidad, y no por encima o al margen de ella, es recalcada con fuerza por buena parte de la reflexión cristológica actual. A partir de una fórmula de fe que le parece muy precisa —«Jesús, el Cristo, es el Hijo de Dios en humanidad»— É. Schillebeeckx comenta: «El ser-Dios se revela en la humanidad de Jesús. No se debe buscar sobre, tras o bajo ese hombre: "el que me ve a mí ve al Padre." Afirmaciones como "Jesús además de hombre es también Dios", quitan su más profundo sentido a la encarnación. Cristo no sería para nosotros revelación, si junto con él nos fuera necesaria además, una revelación de su "naturaleza" (divina)... Jesús no es un hombre en quien se da una presencia de Dios distinta de él; el hombre Jesús es la presencia de Dios.» En consecuencia, «sólo sabemos que Cristo es Dios por la manera misma de su ser-hombre; para que esto aparezca en su existencia humana tiene que ser hombre de un modo absolutamente único. Con ello queda dicho todo. Ya no debemos buscar si "además"... Este "además", está completamente fuera de lugar e incluso contradiría toda la tradición cristiana...» (180). (178)

(176) Cf. Resistencia y sumisión, Ed. Ariel, Barcelona, 1971, 224. (177)

Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las fórmulas de la..., art. cit., 119, 117; W. PANNEN-

BERG: Fundamentos..., op. cit., 428-433; W. KASPER: Jesús, el Cristo..., op. cit., 230-240.

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Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS: Las fórmulas de la..., art. cit., 120.

(179) Cf. id., La Humanidad Nueva..., op. cit., 465. (180) Cf. Cristo revelación personal..., art. cit., 171-172. Los testimonios, en la misma dirección, podrían multiplicarse. Recogemos algunos especialmente significativos. «Si en Jesús se da una universalidad única, deberá hallarse en su humanidad, no tras ella o sobre ella. La figura en que Dios se revela es el hombre Jesús. El ser divino

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Teniendo en cuenta lo dicho la «unión hipostática» no puede entenderse como la suma de dos componentes homogéneos o de dos elementos parciales, situados el uno al lado de o junto al otro (éste es el peligro que entraña el lenguaje de Calcedonia al hablar de «dos» naturalezas en la única persona, porque parece entonces que ambas naturalezas quedan situadas en el mismo nivel y que sumadas la una a la otra —naturaleza humana + naturaleza divina— expresan el misterio de Jesucristo). Schillebeeckx advierte que «resulta muy sospechoso hablar de dos componentes (dos naturalezas, en este caso) en Cristo, si uno de estos componentes es Dios. Dios y el hombre son distintos, pero no en el sentido de que uno más uno son dos. Incluso si se habla de una unión infinitamente íntima, como en la unión hipostática, entre el hombre y Dios resulta muy ambiguo hablar de dos componentes, sobre todo si se piensa el uno junto, tras o sobre el otro... Unión hipostática no implica dualismo ni fusión de dos componentes, de manera que Cristo además de ser hombre fuera también Dios. No podríamos entonces afirmar el misterio de la unidad personal de Jesús, núcleo de la confesión cristológica» (181). de Dios ha de revelarse, por tanto, en el ser humano de Jesús. El misterio de Jesús, el que la fe confiesa de él, debe darse en el mismo hombre Jesús. Lo humano es aquí la medida (no digo norma o criterio) en que aparece lo divino, pues no tenemos ningún acceso a Dios fuera de sus manifestaciones creadas. Si Jesucristo es Dios Hijo, lo sabemos solamente por la manera en que es hombre; esto debe reflejarse en su propia existencia humana, y él debe ser hombre de forma absolutamente única» (cf. E. SCHILLEBEECKX: Jesús, la historia..., op. cit., 562-563, en donde el autor cita la reflexiones convergentes de Hulsbosch y Schoonenberg; cf., también, ibíd., 563 y ss., 597. 625-626). «En la entrega al Padre, Jesús vive su personalidad como Hijo. Si esta frase es cierta, entonces la divinidad de Jesús no constituye una segunda "sustancia" en el hombre Jesús de Nazaret junto a su humanidad, sino que precisamente en cuanto es este hombre es el Hijo de Dios y por tanto Dios mismo. Su ser no hay que concebirlo como compuesto de un elemento humano y de un elemento divino... No es que de la mezcla de los dos elementos salga un tercer elemento nuevo ni que lo humano se sumerja en lo divino de forma que desaparezca, sino que precisamente en su humanidad específica Jesús es el Hijo de Dios» (cf. W. PANNENBERG: Fundamentos..., op. cit., 425; cf., también, ibíd., 400-401. 417. 419). Cf. igualmente las sugerentes explicaciones de J. MOINGT (L'homme qui venait..., op. cit., 701-706) o de J. L. SEGUNDO, quien insiste en que la naturaleza humana de Jesús, realizándose históricamente, es la imagen reveladora cabal de la naturaleza divina, ya que ésta, que persiste sin mezcla en Jesús, está como «vacía», a disposición total de la libertad divina empeñada, por la encarnación, en la aventura histórica humana del nazareno (cf., por ejemplo, El hombre de hoy..., op. cit., T. II/2, 663 y ss.; La historia perdida y recuperada..., op. cit., 664 y ss.; Disquisición sobre..., art. cit.). (181) Cf. Cristo revelación personal..., art. cit., 173-174. Por eso, GONZÁLEZ FAUS, que participa de la misma concepción, insiste en que ambas realidades —naturaleza humana, naturaleza divina— son irreductibles la una a la otra. Hay que mantener esa

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A partir de estas últimas consideraciones estamos en mejores condiciones de entender lo ya dicho anteriormente: que la subjetividad humana de Jesús es idénticamente la persona del Hijo: «Cuando Jesús dice "Yo", habla ese hombre y no una subjetividad que estuviera detrás de él y que fuera distinta de la subjetividad humana que está hablando. Y es que la naturaleza no es instrumento de la persona, sino su contenido, su modo de ser y actuar. Así Jesús es el modo humano de ser Dios, en un ser-hombre personal, totalmente singular. En cambio, no se puede decir que él es hombre de u n modo divino, pues el modo de ser señala a la naturaleza y ésta es en el hombre Jesús, por definición, humana» (182). Retengamos, para terminar con esta reformulación, la que podríamos calificar de enseñanza decisiva de Calcedonia: al explicar la divinidad de Jesús a partir de su humanidad, como la máxima perfección de esa humanidad o la imposible posibilidad de la misma, se está, por una parte —y frente a los nestorianos de todos los tiempos, que buscan la afirmación del hombre a costa de negar a Dios— afirmando al ser humano a partir de Dios. Y se está, por otra parte —y frente a los monofisitas de ayer y de hoy, que buscan la afirmación de Dios a costa de negar al hombre— afirmando a Dios en el hombre. En la visión cristiana Dios no concurre con el ser humano sino que lo funda y lo fecunda. Gracias a Dios y por la gracia de Dios, Este se afirma en el hombre y el hombre se afirma en Dios. Para la fe, el verdadero humanismo es gracia (183).

irreductibilidad y no olvidar que «la divinidad es siempre lo desconocido y lo nunca objetivable en Jesús; siempre es lo que funda y lo que sustenta, nunca lo fundado... Esto significa que la naturaleza divina pertenece al plano de lo que es incognoscible en Jesús para nuestro entendimiento abstractivo y universal, porque es el plano de lo individual e irrepetible de aquel hombre, no el de sus cualidades comunes. Por eso fallan todas las Cristologías que tratan de hacer "asequible" esa naturaleza divina, v. g., mediante las afirmaciones de una omnisciencia o una omnipotencia de Jesús» (cf. La Humanidad Nueva..., op. cit., 464-465). (182) Cf. E. SCHILLEBEECKX: Cristo revelación personal..., art. cit., 175. Cf., en relación con lo últimamente afirmado, las agudas consideraciones de J. L. SEGUNDO sobre lo que técnicamente suele llamarse «comunicación de idiomas o lenguajes»: La historia perdida..., op. cit., 658 y ss.; Disquisición sobre..., art. cit., 215 y ss. (183) Cf. las agudas reflexiones de GONZÁLEZ FAUS en esa dirección (Las fórmulas..., art. cit., 122-125, y La Humanidad Nueva..., op. cit., 466-467. Aquí se encuentra la fundamentación cristológica de la tesis que afirma que hay una sola historia, la de la liberación humana y de la salvación escatológica (cf. ibíd., 467; G. GUTIÉRREZ: Teología de la liberación..., op. cit., 199 y ss.; W. KASPER: Jesús, el Cristo..., op. cit., 234 y ss.).

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8.

A MODO DE CONCLUSIÓN FINAL

No renuncio, al final de este trabajo sobre la divinidad de Jesús, a recoger la matizada respuesta que E. Schillebeeckx da a la pregunta que no pocos creyentes inquietos le plantean con frecuencia: ¿Jesús es Dios, sí o no? Y es que tal vez —supongo que el lector coincidirá conmigo en esta apreciación— todas las páginas anteriores pudieran ser en buena medida resumidas en ella: «Jesús es definido en su ser humano por su relación al Padre; en otros términos: la existencia de Jesús, en su realidad profunda, está constituida por su vinculación personal con el Padre. Sin ninguna duda, nuestra relación de creatura con respecto a Dios es, también, esencial a nuestra condición de seres humanos; pero no define nuestra naturaleza en su humanidad como tal. En Jesús, es distinto. Por una parte, Dios no podría ya ser "definido", por así decirlo, más que a partir de lo que se nos ha revelado en Jesús de Nazaret; por otra parte, Jesús no puede ser "definido" como hombre, en la plenitud de su humanidad, más que teniendo en cuenta su relación única a Dios, el Padre.» «De esta forma, Dios es parte integrante de la definición del hombre Jesús, diciendo así quién es Jesús y lo que él es. Yo no sé —añade el teólogo flamenco— si es posible formular esto teóricamente de una manera todavía más precisa y hasta vacilaría en intentarlo. Lo que sí sé (con la sabiduría de la fe, como es obvio) es que, aparte de Jesús, no existe ningún ser humano, cuya misma humanidad esté determinada, interior y esencialmente, por su relación personal con Dios, el Padre.» «El mismo Dios trasciende, sin embargo, su propia revelación, supera incluso la más alta y decisiva revelación que El haya hecho jamás de sí mismo, a saber, el hombre Jesús. El ser-humano de Jesús refiere en consecuencia a Dios» (184). Pero interesa todavía más recordar, al final de esta cuestión, sus implicaciones prácticas. Es necesario no olvidar que la afirmación de nuestra fe en la divinidad de Jesús equivale a admitir, no sólo teórica sino también prácticamente, que los valores que informaron la vida de Jesús tienen para nosotros un valor absoluto, es decir, que Jesús, que tiene para nosotros esa importancia absoluta al ser confesado Hijo de (184) Cf. Expérience humaine..., op. cit., 137-138.

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Dios, merece nuestra entrega confiada e incondicional (185). ¿Negarse a esa entrega no será negar, de hecho, la divinidad de Jesús, aunque nuestra boca se llena de fórmulas dogmáticas ortodoxas? Más concretamente: al confesar que Jesús es el Hijo de Dios en humanidad estamos llamados por Dios, como indica Pablo, «a reproducir la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Jesús vivió como Hijo dando su vida al servicio del Reino del Padre. Así nos mostró el camino para ser nosotros hijos. Confesar a Jesús Hijo de Dios es, pues, saberse llamado a ser hijo en el Hijo, es decir, saberse invitado a aceptar y recorrer el camino de Jesús al servicio del Reino: «¿Qué significa entonces la afirmación neotestamentaria de fe en Jesús? Evidentemente no se trata de una ortodoxia nominalista que incluya ahora a Jesús entre las divinidades. La fe se dirige siempre a lo absoluto de Dios y su Reino. Fe en Jesús significa aceptar que en él se ha revelado el Hijo, es decir, el camino a Dios. Esto se puede hacer en confesiones ortodoxas y en aclamaciones cúlticas. Pero la máxima radicalidad de la fe en Jesús se alcanza al aceptar como normativo su camino y recorrerlo. El decir que la fe de Jesús es el modo correcto de acercarse a Dios y realizar su reino es la afirmación más radical y ortodoxa de la/e en Jesús» (186). Y concretando todavía más: ser hijos en el Hijo significa obviamente ser hermanos y, a partir de la vida y enseñanza de Jesús, como bien sabemos, hermanos sobre todo de los pobres de la tierra. La filiación divina de Jesús no puede ser auténticamente confesada —comprendida y vivida— sin la opción que nos sitúa en solidaridad real con esos pobres.

(185) «La fe depositada en Jesús interpreta el contenido de su vida como un absoluto. Todas las expresiones donde se afirma una ecuación o identidad entre Jesús y Dios dan testimonio de que la fe depositada en él se niega a buscar más allá de él. Entendámonos bien: ello no significa que no se busque nada después de encontrar a Jesús. El testimonio —humano— de Jesús es limitado. Los valores transmitidos a través de él están encarnados en una "ideología" que obligará, a cada instante, a repensarla y recrearla con la aparición de cada nuevo contexto. Pero, y esto es lo que queremos decir, hay una apuesta existencial colocada definitiva y totalmente (mientras dura esa fe) en el significado de Jesús para la existencia humana. Cada crisis, fracaso, duda, no serán motivo para buscar otros testigos, sino ocasión para volver a interrogar al testigo identificado con aquél en quien depositó una confianza absoluta» (cf. J. L. SEGUNDO: El hombre de hoy..., op. cit, T. II/2, 647-648). (186) Cf. J. SOBRINO: Cristología desde..., op. cit., 107.

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