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cromosoma Jennifer Thorndike
Z
BIZARRO
B
ediciones
© Cromosoma Z Primera edición, julio, 2007 © Jennifer Desire Thorndike Gonzales
[email protected] www.cromosomaz.blogspot.com © Bizarro Ediciones de Max Palacios Cuidado de edición: Max Palacios
[email protected] www.bizarroediciones.blogspot.com www.amoresbizarros.blogspot.com Ilustraciones interiores: Aida Nadiezhda Maguiña
[email protected] Fotografía y diseño: Jennifer Thorndike Diagramación: José Castro Lovera
[email protected] Nro. Partida Registral: 00432-2007 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2007-06241 ISBN: 978-603-45005-3-2
índice
Porcelana Laura era ella Labios ajenos Seis horas Minutos-años de algo parecido a ser feliz Maquillaje corrido Un mechón de su pelo La muñeca
Z chicos (otros cuentos) Traidor de trece, siete y más El espejo multicolor
A Maje por volar a mi lado, a la maja por sus veinte minutos de lucidez y a todas las princesas que han inspirado al bufón.
“If one could be friendly with women, what a pleasure -the relationship so secret and private compared with relations with men- , why not write about it truthfully?”. Virginia Woolf
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Me distraes. Estoy afeitándome las piernas y me he cortado las rodillas con la máquina. Me distraes, sí, me distraes. Solo puedo mirarte a través de la puerta del baño que he dejado entreabierta a propósito. Tú también me observas. Tus ojos parecen inertes, fijos en mi desnudez. Tu cuerpo completamente inmóvil. Pareces disfrutarlo. Estás sentada en el sillón de siempre. Tus piernas no llegan al suelo, me da risa. Es que siempre fuiste pequeña, mucho más que yo. Pero eso nunca importó. ¿Qué importaban nuestras diferencias si desde que nos conocimos, no pudimos dejar de observarnos? ¿Lo recuerdas? Yo tartamudeé un “eres hermosa”, tú sostuviste la mirada. Parecías haber caído bajo un encantamiento o sentiste el chispazo. Sí, ese chispazo que nos dejó solas, que hizo que ignoraras a todos los demás y te concentraras en mí. Me seguiste, me buscaste. Entonces no pude dejarte. Te di un beso en la mejilla y decidí que serías mía. ¡Ay, serías mía! ¡Ay! Me he vuelto a cortar. Una gota de sangre se desliza por mi pierna hasta manchar la toalla. ¿La viste? Claro, tú siempre atenta, observadora, no has cambiado nada desde que te traje. Recuerdo ese día también. Te tomé entre mis brazos, olí tu cabello, te llené de regalos. ¡Fui tan predecible! Tú abriste los ojos completamente y su vacío se llenó de esa ternura que solo yo puedo ver. Sí, pequeña, para los demás siempre fuiste demasiado fría, demasiado silenciosa. Para los demás estabas muerta. Pero para mí siempre fuiste distinta, sobre todo cuando metía mis manos dentro de las blondas de
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tu vestido porque las tenía frías, más frías que la piel de tu pecho o los pliegues de tu entrepierna que tanto me gustaban. Y tú sonriente, siempre sonriente, me dejabas explorarte. Nunca borraste esa sonrisa de tus labios, pequeña, por más extrañas que parecieran mis caricias o más estúpidas sonaran mis excusas para poder tocarte. Ahora me miras con esa misma sonrisa imborrable y esos ojos que parecen cristales en donde todo se refleja: nosotras, nuestra realidad, nuestros encuentros y también, nuestra despedida. Sonríes, parece que no eres consciente de lo que va a suceder cuando termine de vestirme y escuche su voz recordándome que debes partir. Argumenta, la muy ilusa, que soy demasiado grande para que continúes a mi lado. No la entiendo, tú siempre fuiste mucho más pequeña que yo, pero eso nunca fue un problema. Todo es cuestión de acomodarse, de sentirse, de quererse sin que nadie se dé cuenta, pensé y siempre fue así. Ahora me observas sin hablar y yo sigo cortándome las rodillas porque me distraes. Pequeña, pequeña. ¿Sabes? Me conquistaste cuando, sentada al filo de mi cama con las piernas ligeramente abiertas, dijiste en voz alta “quieres jugar conmigo” y yo, sin saber qué responder, te besé en esos labios tan rosados que tienes. Tú, aún mirándome, susurraste después de varios “mmms” que no pensabas cerrar los ojos como yo porque te hacía gracia ver la cara de idiota que ponía cuando jugaba a besarte. Ay, para ti besar siempre fue un juego, pequeña, como poner la mesa para tomar el té, como maquillarnos con los cosméticos de mi mamá, como desnudarte y dejarte acariciar mientras te cambiaba el vestido para salir a pasear o como cuando me decías casi gritando “eres linda, no dejes de jugar conmigo” cada vez que te apretaba la barriga para hacerte cosquillas. Y siempre sonreías, pequeña, porque nunca has podido borrar esa sonrisa que ahora mantienes como si no supieras lo que va a ocurrir. Espera, no te muevas. Me pongo la bata, me acercó a ti con las
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rodillas cortadas por la máquina de afeitar. Me siento a tu lado, te acomodo el cabello que se te ha despeinado un poco, te ajusto la cinta. Siempre te he cuidado, siempre me he preocupado por ti. Ella, la que dice que soy muy grande para ti, no comprende que nadie va a cuidarte como yo te cuido. Nadie sabe cómo cepillar esos rizos para que no se deshagan, nadie sabe que te gusta hasta que planchen tu calzón bombacho, nadie sabe que prefieres las cintas de terciopelo a las de seda. Seguro te tratarán mal, no consentirán tus caprichos. Tú guardas silencio, estás fría al tacto como siempre. Sonríes, me he acostumbrado a tu sonrisa, pero hoy me duele. Me abro un poco la bata, lo notas. Tu manito se cuela entre mis piernas. Te veo, tienes los ojos completamente abiertos para ver mi cara de idiota cuando llegue al orgasmo. Acaricias con delicadeza, suspiro. Acercas tus labios, gimo. Gracias por todos los orgasmos, pequeña hermosa, gracias y perdóname porque nunca fui tan buena como tú, porque a pesar de conocer cada milímetro de tu cuerpo, nunca fui capaz de hacerte decir más que ese “eres linda, no dejes de jugar conmigo” mientras lo acariciaba. Sonríes, me miras nuevamente. Me acerco a tu boca, te beso. Huele a mí, pequeña, huele a mí desde el día que nos descubrimos en la cama desnudas, solas y completamente libres. ¡Ay, cuando tu sonrisa no me dolía tanto como ahora! Continúas, aceleras y yo termino una vez más. Tú sonríes. Te abrazo, temo que ella venga y me separe de ti. No entiendo cómo esto de ser más grande que tú se ha convertido en un problema. Sigues sonriendo y comienzo a odiarte, no puedo borrar la sonrisa de tu cara a pesar de que te digo las cosas más tristes que se me ocurren. Te alejo, me miras con frialdad. Me levanto del sillón, escucho sus pasos, su voz… ¿Ya vas a bajar? Se nos hace tarde… ¡No quiero!, te digo. Espero verte llorar, pero no, tú conservas tu sonrisa intacta. Te acaricio la mejilla, tu piel se siente más fría que nunca, tus ojos vuelven a estar vacíos. Te odio, te reclamo. Tú guardas silencio. Te agarro de la cintura, te levanto. Ser más grande que tú tiene sus ventajas. Te empujo
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contra la pared y comienzo a darte golpes contra ella. No dices nada, no haces nada. Te quiebras, parece que tu cabeza se ha partido en dos. Tus ojos salen de su órbita, tu cabello se alborota, tu cinta se desata. Tus brazos se agitan, se rompen. Lo mismo pasa con tus piernas. Pequeños pedacitos de porcelana comienzan a caer al suelo. Pero conservas tu sonrisa, tu estúpida sonrisa que ahora detesto. Te dejo caer y terminas de romperte. Me arrodillo a tu lado y es tu sonrisa, que no se quebrado con los golpes, la que esta vez corta mi rodilla. Ella sube, te ve en el suelo, grita. Yo la miro, la odio. Todo ha sido su culpa… Tan bonita que era, ¿por qué has hecho esto? ¡Alguien más pequeña que tú pudo conservarla!... ¡Porque no quiero que sea de nadie más!… Siempre has sido una egoísta. Vámonos de una vez, ¡apúrate! No olvides bajar las bolsas con las otras cosas… Ella no entiende, pero tú sí. Recojo el pedazo de porcelana. Vuelves a sonreírme, aunque nunca dejaste de hacerlo.
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Ella era la locura, el juego preferido, la travesura y, por momentos, la “persona indicada”. También, el miedo más acosador y, todavía, el dolor más prolongado… Ella, ella, ella… Ella y yo nos encontramos cuando la cama me parecía anchísima, el trabajo absorbente y la abstinencia estresante. Ahí estaba ella con su cabello corto y pelirrojo, su sonrisa de lado y algo que percibí como un vacío mental que me pareció sumamente infantil. La odié. La mujer no podía dejar de hablar. Una pulga parlante, carajo… Sí, no sé qué tengo, quizá pueda ser algo malo, ¿no? Me preocupa, no soy hipocondríaca, pero me han contado que cuando salen estas cosas extrañas en la piel, pueden convertirse en un cáncer, no sé. ¡Me da miedo porque esto me ha salido de la nada! Yo me baño con jabón de bebé, enfermera, así que no creo que sea eso, pero uno nunca sabe con los productos químicos. ¡Ay, estoy tan preocupada!… La detesté, pero siempre me atraen las personas que odio a primera vista. Pequeño problema, sí, lo sabía y quise alejarme, sus ojos marrón verdoso eran demasiado para mí. Iba a darle el caso a otro médico, pero nadie estaba desocupado. Inevitable. Tomé aire y entré a la Sala de Exámenes 3. La conocí. Estaba sentada en la camilla, balanceaba los pies… Buenas tardes… Y comenzó a hablar, hablar y hablar solamente para decirme que tenía una alergia en la espalda con el mismo discurso que yo había escuchado minutos antes. Levanté la ceja derecha o le guiñé
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el ojo de nervios (no sé, creo que le guiñé el ojo) y ella sonrió. Detestable. Y soltó una carcajada mientras tomaba mi mano para agradecerme por la pomada que le había aplicado para calmarle la picazón… Oh sí, señorita, también tiene las nalgas enrojecidas por la alergia, aplicaré ahí… Le había mentido y ella continuó con el “gracias”, con la agarrada de mano, con la locuacidad opacándome. Ya se va, al fin se va. Firmé la receta con la mano temblorosa, ella lo notó. Volteé la cara. Me había derrotado y yo necesitaba abandonar el lugar rápidamente… Yo no quiero nada con nadie, ¡he dicho!, pensé… Entonces, tres veces al día, pero ¿no sería conveniente que me hagan más pruebas?... No, todo está bien, es solo una reacción alérgica como ya le he explicado… ¿Alergia a qué?... No lo sé, pero no es de mayor cuidado… Me despedí y caminé hasta que sentí que alguien me tocaba en el hombro. Era ella… Ya caíste en su juego, ¡perdiste!, me dije y fruncí el ceño… ¿Un café?... Bajé la cabeza. La derrota era evidente, pero no quería demostrarlo… Disculpe, ¿me hablaba?... ¿Un café, una cerveza?... Sus ojos estaban violando mi espacio, mi ética, mi juramento hipocrático… Una cerveza, ¿sí? Creo que tenemos mucho en común. Sé que no me equivoco, insistió. Levanté las cejas y suspiré… Una cerveza, salgo en una hora… OK, bajando las armas, abandonando las trincheras, aceptando la derrota. Se llamaba Laura. Tenía cinco años menos que yo, era chef especializada en repostería (melosas sus manos, melosas sus palabras, toda ella melosa), soltera, romántica (para dejar bien en claro lo de la miel), fan del cine clásico (¿en qué me he metido?) y luego descubrí que no era pelirroja natural. Esa noche me embriagó con cerveza, risas y sus preguntas tontas… ¿Hace cuánto no sales con alguien?... No lo sé, eso no importa… ¿Qué signo eres?... No creo que esas cosas… ¿Eres detallista?... No creo, me olvido hasta de mi cumpleaños… ¿Alguien puede olvidarse de su cumpleaños?... Yo sí… ¿Cómo duermen los peces?... ¿Qué?... Tomé otro sorbo de cerveza, me mareé. Fue en ese momento que ella acercó sus labios mojados a los míos y me dio
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un beso al que correspondí con cierto aletargamiento… De verdad hace mucho que no sales con nadie, ¿no?… ¡Caray, cuánto hablas!… La besé de nuevo y dejé de odiarla. Minutos antes, Laura me había dicho que creía en el amor a primera vista y esa noche, muy a mi pesar, yo también creí en él. Corrimos a mi departamento. En un momento la tuve acorralada contra la pared, en el otro estábamos ya sin ropa, ella metía sus dedos entre mi cabello y me besaba las orejas. OK, quizás era calentura a primera vista… Yo hago poesía con las manos, me susurró y yo no le creí hasta que comenzó a tocarme… Escríbeme, reescríbeme, haz lo que quieras, Lau… Grité, me estremecí, la abracé, la besé. Esa fue la primera noche de los seis meses que ella estuvo conmigo, seis meses en los cuales Laura se instaló fuertemente en mi cabeza, en alguna parte de mi corazón y, sobre todo, en mi cama. Todavía la siento cerca, todavía siento su cuerpo vibrando entre mis brazos o su voz preguntando estupideces. Todavía no he podido olvidarla… Ella pudo ser, pudo ser… Esa mañana desperté a su lado y sentí que quizá podría enamorarme después de acostarme una cuantas veces más con ella. Pequeña, delgada, acurrucada a mi lado, mi contraparte perfecta, una loca algo hueca, una loca en la cama. Abrió los ojos y me sonrió. Parecía quererme… De verdad creo en el amor a primera vista… Blanqueé los ojos, se estaba precipitando. Laura se levantó y me trajo el desayuno. Café, tostadas, mermelada y una rosa roja insertada en su pelo anaranjado… Eres tan predecible, tan melcocha… Rió echando su cabeza hacia atrás… Romántica, prefiero esa palabra… Quise odiarla como el día anterior, pero ella me besó intempestivamente y yo me olvidé de hacerlo… ¿Entonces estamos?, preguntó y yo, por alguna broma del destino, le dije que sí sin detenerme a pensar que no la quería lo suficiente, que para mí todo había sido un juego… ¡Weee!, gritó y yo la abracé solamente para sentirme mal… Pero nadie puede saberlo, tú
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sabes, mi carrera… Asintió. La besé en la frente. Laura se ocultaría, me querría, sería mía, pero yo no le ofrecía nada… Te has convertido en mi tormento oficial, Laura, bromeé, ¡maldita broma que se volvió contra mí!… Cállate, ahora eres tú quien habla demasiado… Me reí, recuperé la seriedad, sentí un hormigueo en el estómago… No sabes lo mala que es la gente, Laura, no sabes el daño que pueden hacernos. Además yo todavía no estoy enam… Me besó, nunca iba a dejar de besarme. Mi tormento duró seis meses, como ya he dicho. Ella iba al hospital quejándose de enfermedades que encontraba en mis libros de medicina solo para verme. Irrumpía en mi consultorio, cerraba la puerta y me besaba con ternura. Luego se transformaba y me empujaba encima del escritorio, me arrancaba la bata blanca y comenzaba a hacer poesía con las manos, la boca, el cuerpo entero. Yo apretaba los labios para no gritar, perdía la cordura, la mordía, la arañaba, la quería, sí, ¡en esos momentos la quería tanto! Terminábamos con el cuerpo empapado, el pelo alborotado. Ella se recostaba sobre mi pecho y yo quería pedirle perdón, pero no podía. Oh, sí, la culpa era grande, pero no podía dejarla. ¡La necesitaba tanto!… Cállate, carajo, estoy cansada de que me digas las mismas tonterías de siempre, ¡dime que me quieres!… Ay, Laura, no está permitido querernos… ¡Imbécil! ¡Lo mismo de siempre, imbécil!... Antes de irse, ella me vestía con la bata blanca y me besaba en los labios con los ojos humedecidos… Odio esta bata, cuando te la pones no eres quien yo conozco… Esas palabras eran demasiado ciertas como para tolerarlas… Laura, mi reputación no puede verse menguada por… ¡Imbécil!... ¡Ya vete entonces! ¡Nunca vas a entender, Laura!… ¡Imbécil!... Ella daba media vuelta, azotaba la puerta y se iba dejándome a mí contando las horas para volver a verla y correr a la cama. *** No puedo más, ya no puedo… Esa noche ella se quedó mirando al
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techo, los puños apretados, una pierna temblorosa. Yo evadí el comentario y le di la espalda, pero ella continuó quejándose… ¡Carajo, sabías que sería así!… Eres tan imbécil… Pero tú lo sabías, Laura… ¡Yo no sabía que me iba a enamorar de ti, carajo!... La escuché sollozar toda la madrugada hasta que no pude aguantar más su llanto de niña encaprichada… ¡Ya párala! No se puede… ¡No puedes porque no me quieres tanto como para…! ¡Te odio!... Salí del cuarto y le di de golpes a uno de los almohadones del sillón. Ya no era suficiente la adrenalina, el juego, el sexo. Laura necesitaba algo que yo jamás podría darle. Otro golpe, un gruñido, un “mierda”. Lo último que ella había dicho era cierto. Me desperté. Había dormido sobre la alfombra y tenía dolor de cabeza. Laura revoloteaba en la cocina. Yo me fui sin siquiera mirarla. Quizá eso le molestó más que nada, quizá estaba realmente harta, no tengo idea. Cerca del mediodía, me sentí peor que nunca… Aló, Laura, ven… Solamente le dije eso y recibí una tirada de teléfono por respuesta. Dos horas más tarde, alguien tocaba la puerta de mi consultorio. El pelo anaranjado, los ojos marrón verdoso hinchados, enrojecidos. La hice pasar, aseguré la puerta e hice con ella lo que me dio la gana, como siempre, y ella se sintió feliz a mi lado, como siempre... Quién te entiende… Se quedó acurrucada, enredaba un dedo en una hebra de mi cabello… Te quiero, pero no sé hasta cuándo pueda aguantar esto… Quise responder, pero ella ya no quería escucharme. Minutos después, abría la puerta de mi consultorio para que se fuera. Nunca sabré si lo hizo a propósito o si fue por inercia… Chau, amor, susurró y me besó en los labios cuando la puerta estaba abierta de par en par, cuando todas las enfermeras, pacientes, secretarias, barrenderos, niños, ancianos en sillas de ruedas, madres gestantes y demás detuvieron sus actividades para ver lo que estaba pasando. Mis labios respondieron por unos segundos, pero luego reaccioné… ¡Mira, mira!... ¡Qué asco, nunca lo imaginé!… Ah, yo sí, se le nota… ¡Qué inmoralidad!...
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Hay que entender que es una enfermedad… ¡Dios perdona el pecado, pero no el escándalo!... Los susurros, los ojos de los demás juzgando, mi carrera, mi reputación… ¿¡Qué mierda te pasa!?... La empujé y le di una cachetada. El corazón acelerado, mi mano sobre mi boca abierta, la sorpresa, el error, mi estupidez, sus ojos llenos de odio, la indignación, mis dedos marcados en su mejilla. Laura comenzó a caminar, yo intenté seguirla, pero una niña se me acercó, me detuvo. –Está bien, déjala. No volverás a escuchar sus preguntas tontas, sus conversaciones interminables y sin sentido ni sus palabras amelcochadas, pero está bien, eso no te importa. A ti siempre te han importando ellos, por eso la odiaste la primera vez que la viste, por eso las has odiado a todas, por eso su alergia, la tuya… Sus palabras me tomaron por sorpresa. Traté de apartarla del camino, pero me miró y sus ojos marrón verdoso fueron demasiado para mí. Caí de rodillas, ella se me acercó y me besó en los labios. Sentí comezón en mi boca, en mis manos. Miré, una alergia parecía estar extendiéndose por mis antebrazos. La niña comenzó a carcajearse… ¿No te importa, verdad?... Sí me importa, ¡yo la necesito, ella pudo ser!... Pero no será, nunca serás feliz, nunca podrás admitir que eres… ¡Lo soy! ¡Lo soy!... Las miradas aún sobre mí, los murmullos, mi cabeza agachada. La niña se acercó a mi oído, acarició mi cabello… ¡Lo soy!... Sí, lo eres. Y ahora la odias por haberte hecho enfrentar a esa alergia a admitirlo que has tenido toda la vida, la misma que enfrentaste cuando la conociste… ¡Lo soy, no entiendes, no te enteras! Lo soy… Vi mis manos. Dejaban de picar, dejaban de estar rojas… Pero la has perdido, la odias… No, ya cállate, no la odio… Levanté la cabeza, la niña había desaparecido… No la odio, no… En ese momento me di cuenta que nunca había odiado a nadie más que a mí misma.
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Tenía el calzón mojado cuando regresé a casa y fui al baño para quitarme el disfraz de aquella noche de aventura. Reí, toqué ahí abajo y sentí la humedad viscosa, evidente señal de la calentura ocasionada por su maldito lunar ubicado encima del labio superior a la derecha, el cual señalaba el camino a la perdición de su boca pequeña, roja y carnosa. Definitivamente, si yo había amado algo esa noche era aquel lunar que lamí, besé y quise morder antes de desear cualquier otro atributo de su cuerpo que le sobraban y que ella ofrecía con generosidad al mejor postor. Me sentí molesta, sequé el shot de tequila que tenía en la mano. ¡Qué carajo hace haciéndome ojitos mientras otro tarado le manosea la pierna! ¡Qué mierda hago yo en una discoteca straight vestida de hombre! Estaba completamente embelesada, como el gringo imbécil que la tocaba con desesperación… Otro tequila, por favor, que me ha guiñado el ojo… Sonreí, mi disfraz la había engañado. La mujer se desabrochó un botón más de la blusa y pasó la lengua por sus labios mientras cerraba los ojos y rozaba sus pestañas contra la nariz del incauto que tenía al lado y que ahora buscaba su cuello. Yo, concentrada en su lunar, me peiné el mostacho y le sonreí nuevamente. ¡He engañado a la más linda de la discoteca! Sequé otro shot. Limón, sal, el tequila quemando mi garganta, ella mordiéndose el labio, acomodándose los mechones oscuros de su cabello, mostrándome con picardía su lunar hollywoodense. Un guiño más y perdería la cordura.
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La aventura, operación dyke mood como tontamente la bauticé, había comenzado con la llegada de una caja a mi departamento. Me sorprendió, pues había olvidado por completo aquel pedido; sin embargo, ahí estaba y yo, muerta de la risa como cuando los había comprado, comencé a sacar los productos y juguetear con ellos. La web de la tienda era bastante llamativa, toda en inglés, san franciscana diría yo, con un header que exhibía a unas chicas guapísimas disfrazadas de chicos guapísimos y un titular animado que oscilaba entre “girls look pretty, hot and sexy as boys” y “you can be the hottest drag king ever!”. No podía contener la risa. Así navegué, buceé, exploré y terminé comprando bandas para pechos, bigotes falsos, accesorios varios y hasta un dispositivo fálico o pene de plástico ultra realistic que prometía hacerme sentir como todo un hombre, el cual nunca usé porque no sabía cómo mierda quitármelo después de haberlo pegado entre mis piernas. El paquete llegó una semana después. Pasaron dos días más y me hicieron un corte de pelo que podía usarse tanto para hombre como para mujer, el cual complementé con unas mechas rubias que se veían bien mariconas. Tres días más y fui a comprar ropa a la sección de hombres. Esa misma tarde, me vestí por primera vez como Valentín, versión masculina de mi nombre real… ¿Valentín? No way… Levanté una ceja. Valentín me sonaba espantoso, estaba segura de que no podría ligarme ni a la más despistada de las mujeres con semejante nombre. Es así que decidí bautizar a esa imagen masculina frente al espejo con el nombre de Fernando de las Casas, soltero, administrador de empresas egresado de la Católica, amante del tequila, casi base tres, ex alumno del Santa María, conductor de un volvo negro... Además, tengo departamento propio, flaquita, por si quieres tentar un poquito a la mismísima tentación… Comencé a carcajearme encima de la cama con las manos en el estómago y el pene artificial metido dentro del hilo dental morado que llevaba puesto. Reconocí que tenía una imagen muy realista de Fernando, pero en el fondo esta seguía siendo ajena a mi realidad.
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Entonces me quité todo y solo tres semanas después volví a encontrar el disfraz hecho una bola debajo de la cama con el pene de plástico envuelto entre la ropa. Sonreí. Esa noche estaba tan aburrida que decidí sacar a pasear a Fernando de las Casas. Recogí la enmarañada bola de ropa, me envolví bien en las vendas hasta ocultar mis pechos por completo, me vestí con una casaca de cuero negro, camisa gris, pantalón ancho oscuro, me peiné con gel, me pegué el bigote, cerré los ojos un momento y luego me miré al espejo… Fernando, eres un cuero… Reí. Casi saco cartera, pero recordé que ese no era el reflejo de Valentina… Carajo, tarjetas, dinero, llaves. Metí todo a un bolsillo, tomé aire y salí. Solo me di cuenta de lo que estaba haciendo cuando un niño de la calle se me acercó para pedirme limosna… Señor, diez centavitos… Volteé con los ojos completamente abiertos, sonreí y le di cinco soles. Señor, señor, señor. Definitivamente, Valentina se había quedado en casa esa noche. Fernando de las Casas, susurré… Bienvenido. Señor, ¿le cuadramos el carro? Señor, ¿quiere un trago? Señor, ¿le guardamos el saco?… Me mantuve callada la mayor parte del tiempo porque tenía miedo que mi voz me delatara. Por supuesto, mi plan de convertirme en Fernando de las Casas no podía ser tan perfecto, de algo tenía que olvidarme. Fruncí el ceño. Sentada en la barra, pedí un apple martini, pero lo cambié por un Margarita porque a Fer le gustaba el tequila. El barman me miró extrañado. ¡Qué marica soy!, pensé y cambié el margarita gay por un shot de tequila bien macho que se me subió un poco e hizo temblar mi mostacho. Fue en ese momento que vi el lunar, el lunar de la chica más linda de toda la discoteca, el lunar de la diva de largas piernas, pechos generosos y de mil hombres alrededor tomándola de la cintura y ofreciéndole alcohol. La boca pintada de rojo intenso, el lunar sensual que yo quería besar. Ella me guiñó el ojo, se acomodó el cerquillo y yo me tomé otro tequila a su salud mientras la mujer pasaba la lengua por sus labios y se desabrochaba un botón más de la blusa color magenta
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que contrastaba con su minifalda de fácil acceso. Y la maldita sin calzón y yo con el calzón mojado. Y ella sonriendo y yo levantando el shot de tequila y mojando mis labios con el líquido… Salud, salud y más salud… Me sentí atontada. Otro tequila más y la vi acercarse con la blusa desabrochada, la sonrisa de lado y el lunar riquísimo. Se sentó a mi lado y frotó su muslo contra mi pierna temblorosa… Me llamo Andrea, y tú… Le susurré que Fernando, pero creo que no me escuchó… ¿Y qué haces, guapo? ¿Me invitas una cerveza?… Asentí y ella siguió preguntando y yo sonriendo, no podía hablar. Me va descubrir la desgraciada, seductora, linda Andrea y su lunar, su lunar que quiero tocar y sus pechos y sus caderas y… Entonces, me decías, guapo… Shhh, no hables, flaquita… Me acerqué a ella y le besé el lunar, lo lamí, lo mordí y bajé a sus labios, los saboreé, metí mi lengua, profundicé. Ella quiso hablar, pero yo no la dejé, no podía hacerlo, seguí besándola, saboreándola… Dios, sí que eres rápido, guapo… Shhh… Le toqué el muslo, metí la mano dentro de su minifalda… Todos miran, guapo… Pero eso no importa, flaquita, le susurré y acaricié, estaba húmeda… So good, so nice… Suspiré, ella sollozó y de pronto, se apartó de mí violentamente mientras la música sonaba demasiado fuerte como para escuchar qué carajo me decía cuando yo seguía deseando el lunar, su abertura mojada y todo el resto de ella. Andrea me empujó y solo en ese momento me di cuenta que su mano estaba en mi entrepierna en donde debía estar el pene de plástico que había dejado tirado debajo de la cama porque no sabía cómo mierda ponérmelo y después quitármelo si el adhesivo prometía “fijarse completamente a la piel” y… Sorpresa, sorpresa, flaquita, creo que no vas a encontrar lo que buscas… Ella, con cara de indignación y con la mano apretando mi pubis, casi me cachetea, pero sonrió de lado y yo, Fernando de las Casas, cuerazo, ¿abogado?, ¡no!, administrador de empresas egresado de la Católica, ex alumno del Santa María con volvo negro y departamento propio, solamente sonreí mientras el lunar de mi locura se alejaba ¿o se volvía a acercar? y se perdía entre unos labios que no eran los míos.
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Julieta dice: Yo haría el amor contigo, solo contigo. Marisa dice: ¿Qué? Julieta dice: ¿Eso no fue lo que me preguntaste? Marisa dice: Eh… no, Ju. Julieta dice: Ups… Creo que te entendí mal (cara de vergüenza). Marisa dice: (cara de vergüenza) ¿Cómo te di a entender eso? Julieta dice: No sé, no hagas que me apene más (dos caras de vergüenza). Marisa dice: Lo siento, pero ¿sabes algo? Yo también lo haría contigo. Julieta se ha desconectado a las 22:37 horas. *** El día que llegué, bajé del avión con seis insoportables horas de vuelo encima, dos maletas que tuve a arrastrar a falta de carrito de aeropuerto y un frío de mierda que me obligó a envolverme en una chalina que mi mamá había metido en la mochila y que yo había aceptado a regañadientes… Carajo, ¡he llegado al Polo Norte!… Caminé a través de los pasillos con mis bultos y la sensación de querer correr hacia ella y besarla interminablemente… Ni idea de cómo es que comenzó a gustarme, pero ya hemos sido pareja… ¿Cómo?... Hemos jugado rol
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y hemos sido pareja en rol… ¿Y se supone que yo debería creer que te has enamorado de ella por jugar un juego de rol por chat?... No lo sé, cree lo que quieras. Yo me voy… ¿Marisa, has perdido la razón?... No jodas… ¿Ella no es hétero?... Sí, pero dijo que lo haría conmigo, así que no jodas… Traté de acelerar el paso. Seis horas había sido demasiado tiempo. Ella se llamaba Alessia, pero yo la había conocido como Julieta porque ese era su nick en el foro donde hablamos por primera vez… Me gustaba Julieta, narana, me gustaba Julieta narana narana… Me había pasado una buena parte de las seis horas de vuelo escuchando esa canción, la cual me hacía recordarla por eso de “los cabellos negros como noches y largos como invierno” que yo había visto en una foto borrosa que Julieta me mandó vía chat cuando se compró su cámara digital. Malísima la foto, pues no le hacía ningún favor, pero Alessia feliz, muy feliz con su nuevo juguete y qué importaba que la pobre se viera espantosa si yo no podía dejar de mirarla. Maldito aeropuerto gigante… Mis pasos más lentos, las maletas aún más pesadas, la desesperación porque no podía encontrarla hasta que la vi, o creí verla porque estaba sin lentes y sin ellos no veo “ni hostias”. Lo que sí vi con claridad fue ese emoticon de carcajada que ella ponía en el chat cada vez que decía esa frase… Julieta dice: (cara de carcajada) Pero ¿por qué no usas siempre tus lentes?... Marisa dice: Cuestión de vanidad... Me acerqué con timidez y la llamé por su nombre verdadero. Ella sonrió… ¡Pollito!... La foto borrosa se me acercó para hacerse un poco más nítida y abrazarme con fuerza… Sí, Alessia, soy tu pollito, pero a veces quisiera ser Alan Rickman para ver si así me haces caso… Julieta dice: ¿Te gusta Alan Rickman también? Qué gracioso… Marisa dice: Sí, sí. Venga, tú y yo nos parecemos bastante, aunque al Rickman lo prefiero con pelo oscuro, el rubio le sienta fatal… Julieta dice: (cara de enojo) No te atrevas a hablar mal de él… Divagué
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y, emocionada, le devolví el abrazo con la misma fuerza. Luego caminé con las dos maletas tratando de seguirle el paso para no atrasarme… Ju, quiero decirte que… Silencio… ¿Me hablabas, pollito?... Sí, qué frío de mierda, mentí. Definitivamente, escribir en un chat era mucho más fácil. Cuando llegamos al auto, ella me dio un beso en la mejilla… Me alegra que estés aquí, pollito… Me quedé completamente embelesada... ¡Por fin te conozco!... Cara de idiota… Julieta dice: Por fin te conozco, me han hablado mucho de ti. Dicen que roleas muy bien… Marisa dice: Nah, ¿de verdad?... Julieta dice: Sí, qué bueno que te encontré… Qué bueno que me encontraste, Marisa, hay muchísima gente en el aeropuerto, la verdad no sabía cómo hacer para que me reconocieras, iba a traer un letrero… Qué roche, carajo… ¿Qué?... Roche es vergüenza… Ella asintió y me agarró la mano, mis mejillas enrojecieron. Alessia besó la palma de la mano que sujetaba y arrugó la nariz. Continuó la conversación… ¿Entonces arrocharse es avergonzarse y arrecharse es estar excitada? ¿Así se dice en Perú?... Sí, Ju, estás aprendiendo… Bueno, no te arreches, entonces, Marisa… ¿Ah?... Digo, ¡no te arroches! ¡Es que te has puesto roja!… Reí… La arrochada eres tú, Ju, estás como un tomate… ¡Calla, pinche Marisa!... Más risas. En ese instante sentí que las millas recorridas habían valido la pena. *** Realmente la imaginaba más alta. En la foto borrosa se le veía de estatura normal, pero Julieta era chata, o chaparra como dicen en su país… ¿Cómo la voy a besar? ¿Y quién dice que me va a besar?... Miles de preguntas estúpidas como esa daban vueltas en mi cabeza. Las calles repletas de gente, de autos, de vendedores, de ella a mi lado, de mi impaciencia… Me gustaba Julieta narana narana… Suspiré, seis horas más quinientas más para llegar a la casa, más otras mil para… Julieta
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dice: ¿Te quedas a dormir conmigo para ver las películas de Alan Rickman? Mira que las tengo todas… Me metí una alucinada bien perversa y tecleé “OK” sin mostrar mayor emoción. Julieta todavía no me había dicho que podría hacerlo conmigo. Suspiré de nuevo. Mil horas, mil quinientas con seis horas más tendría que esperar. Alessia era algo mayor que yo y tenía complejo de mamá gallina, quizás porque era mucho mayor que la gente del foro que visitábamos y algunos la veían como su mamá putativa. Es por esa razón que Ju me llamaba “pollito” y yo detestaba que lo hiciera porque eso de ser su “pollo” significaba que era su hija y yo no quería ser su hija. Pero ella dale con el… Pollito por aquí, pollito por allá, pollito, ¿quieres algo?, qué lindo mi pollito… Carajo, deja al pollo de mierda y bésame, ¿OK?, pensaba y seguía escuchando mil veces ese estúpido sobrenombre, inclusive después de nuestra confusa conversación de chat donde nos confesamos nuestra disposición sexual. Pero pollito o no pollito, este pollito había decido dejar su Lima de cielo gris para buscar a la mamá gallina por esa cuidad grande, enorme… Porque quererla a seis horas de distancia me está volviendo loca, ¡mierda!… No jodas, Marisa, esas cosas no pasan… Si no pasan, entonces ¿por qué carajo me ha pasado a mí?… Y yo qué sé, siempre has estado medio loca. Ni te enamores, babosa, ni te enamores. Si quieres ir, anda, pero tómalo deportivamente… Ok, deportivamente… Y ahí estaba dentro de un taxi camino al lugar donde iba a quedarme, esperando mil quinientas seis horas para conquistarla como ella lo había hecho a través de una ventana de chat sin saber cómo ni por qué. Bajé la luna del auto y tomé una bocanada de aire… Pollito, ¡cierra la ventana! Hace mucho frío… Julieta siempre congelada, siempre muriéndose de frío al otro lado del hemisferio cuando yo moría de calor, de angustia, de miedo, de todo, carajo. Un mes, solo un mes, no pedía más porque había que tomar las cosas deportivamente, porque las locuras duran lo que uno tarde en regresar a la realidad. Subí la luna… Un mes, pollito… Suspiré de nuevo.
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*** Mil quinientas seis horas después (o sea, dos días), llegué con mochila al hombro a la puerta de su casa. Dos minutos de divagaciones para tocar el timbre, tres más para que abriera, treinta segundos para entender que tenía que pasar. Veríamos las películas del papacito rico, churro, cuero (¿cómo se dice en México?) que nos había unido: Alan Rickman… Porque si algo de heterosexual me queda, es solamente por él y por cómo vuela su túnica y su pelo cuando interpreta a… Ya empezaste… Bueno, bueno, la cosa es que así nos conocimos, le dijeron “hay una chica que rolea muy bien y además le gusta el Rickman”… ¿Quiénes? ¿Julieta y tú?... Ajá. Carajo, ¿de quién te estoy hablando?… Ya. ¿Y por eso te fijaste en ella?... ¡Que no! Fue al revés... Ya. ¿Entonces, por qué te fijaste en ella?... Ni puta idea… Ah, ¡genial!… Lo mismo digo…. ¡Pollito, no te perdiste! Y eso que es tu primera vez aquí.... La cara enrojecida de vergüenza, las manos temblorosas, los pensamientos dando mil vueltas en mi cabeza. Dejé mi mochila en su cuarto. Me sentí empalagada, sobre todo porque el olor de Alessia invadía mis fosas nasales con la misma fuerza con ella había invadido mis ventanas de chat… Ven, pollito… Una fuente de lasagna hecha por las manos de Julieta me esperaba en el comedor. Me senté. Servilleta en el regazo, tenedor en la mano, silencio… Pollito, qué callada estás… Yo te dije que iba a ser así, Ju, soy demasiado tímida cuando todavía no conozco a las personas… Julieta dice: ¿Tímida tú?... Marisa dice: Eh, sí, bastante, no sabes... Julieta dice: Entonces nunca me hubieras dicho que querías algo conmigo si no hubiera malinterpretado tus palabras… Marisa dice: No sé, tarde o temprano... Julieta sonrió y me sirvió un pedazo de la lasagna. Yo la comí saboreando un poco de ella en cada bocado. Una hora después, manifesté mi estupidez en toda su expresión. Estaba nerviosa, no podía sostenerle la mirada a Alessia y me reía sin
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motivo. Fuimos a su cuarto, nos echamos en la cama y yo recosté mi cabeza en su hombro… ¿De qué te ríes, pollito?... De nada, ¡de nada!... Julieta dice: Deja de poner el emoticon de carcajada, no te entiendo… Marisa dice: (cara de carcajada y vergüenza) Lo siento, es que lo que me dijiste el otro día me ha dejado pensando… Julieta dice: ¿Eso de hacer el amor?... Marisa dice: (cara de carcajada) Eso mismo, es que yo, tú, tú me gus… Julieta dice: Espera, ya vuelvo… Dos películas, cuatro horas y mil divagaciones después no pude resistir más. La tomé de la mano y me abracé a ella… Te quiero, Ju… Ella me acarició la cabeza… Yo también, pollit… Nos estábamos besando. Mis manos apretaban las suyas, nuestros cuerpos comenzaron a entrelazarse. Ella temblaba, yo le sonreía… ¿Quieres seguir?... Volvió a besarme y yo recordé que alguna vez le había preguntado lo mismo a su personaje de rol y que él me había dado la misma respuesta. Fue muy parecido a como lo imaginé o a como lo habíamos imaginado las dos juntas cuando no éramos nosotras, sino algún personaje con el que jugábamos a querernos. Porque era eso, jugar a querernos mientras la besaba, mientras la tocaba tímidamente por encima de la ropa, mientas ella hacía lo que podía para encontrar mi clítoris… Venga, ¿te doy un mapa?... Qué mala eres, Marisa, yo nunca… mientras yo blanqueaba los ojos, la desvestía o la exploraba, mientras la acariciaba con calma, luego con desesperación, mientras sentía que quería darle más, que quería darle todo, que la quería, mientras llegábamos al orgasmo, sí, llegábamos al orgasmo… Julieta dice: Tengo sueño, ¿ya acabamos la escena?... Marisa dice: Bueno, entonces hay que hacerlos llegar al orgasmo… Y en ese momento paré, justo en su último gemido, justo cuando comprendí que nuestra escena también había terminado. Ahí estaba jadeante, mojada, igualita a su foto borrosa, lejos y cerca como siempre. Cerré los ojos. Habían tenido que pasar mil quinientas seis horas para regresar a la realidad.
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*** Un día de febrero tomé las dos maletas pesadas y me subí a un avión. Pasaron seis horas interminables antes de que pudiera darme cuenta de que ya había dejado a Alessia atrás despidiéndose con la mano estirada y la mirada fija en mis pasos. Nuestra escena se había repetido tantas veces que podía sentirla en mis labios, en mi cuerpo, en el asiento de al lado, en todas parte. Suspiré. Cuando llegué a mi casa, prendí la computadora, entré al chat y ahí estaba. Le hablé del vuelo, le dije que la extrañaba y la abracé con un emoticon, Julieta se tardó un momento en contestar… Julieta dice: Espero que vuelves pronto, pollito… Esbocé media sonrisa… Marisa dice: Yo espero lo mismo o que vengas. Pero ¿no sientes como si todavía estuviera ahí?… Julieta dice: Sí, qué extraño, ¿no? (cara de confusión)… Marisa dice: Es que nada cambió, Ju, todo sigue siendo igual que siempre… Antes de cerrar la ventana de conversación, besé mi mano y la acerqué al monitor. Luego me eché en la cama, pensé en ella, di unas cuantas vueltas y me dormí sonriendo. Sabía que podía retomar el juego al día siguiente.
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La tomaba de la mano. Estaba regia, como siempre, solamente se notaba que habían pasado los años por ella debido a unas arrugas que se dibujaban alrededor de sus ojos marrones y por lo pálida que se le veía en esos días. La tomaba de la mano mientras que con la otra le acariciaba el cabello que comenzaba a exhibir unas cuantas canas debido a su “no tengo ganas de teñirme hoy” que venía repitiendo hacía unas semanas… Tengo algo para ti, abre el cajón, me dijo. Encontré un paquete de galletas Chaplin… ¿Te acuerdas? El día que me enseñaste el libro blanco ese que tenías, además de caerte al suelo, estabas comiendo esas galletas… Y lo seguí haciendo hasta terminar el colegio… Me besó la mano. Yo recordaba ese día con claridad, pues fue la primera vez que se me “tocó” para poder limpiarme las heridas de la caída… Ay rockerita, te veías tan tierna corriendo por los pasillos del colegio con la blusa afuera de la falda y los tirantes caídos… Sonrió y yo enrojecí… Diez años y todavía te sonrojas cuando te digo esas cosas, majísima… Enrojecí aún más. No podía creer que no estuviera bien como siempre, como cuando se levantaba con su pelo de loca para ir al gimnasio, como cuando corría enloquecida por la casa persiguiendo a su perra o como cuando se ponía el mantón de Manila y sacaba el abanico rojo para bailarme un pasodoble de esos que había aprendido cuando estaba paseándose por
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España… En donde quise quedarme, rockerita, pero no pude porque sabía que aquí te iba a encontrar. El tronío, la guapeza, la solera y el embrujo de la noche sevillana, no lo cambio por la gracia cortijera y el trapío de mi jaca jerezana… Olé, Ojona in the sky, pero eso de que sabías que me ibas a encontrar es imposible, ¡yo ni siquiera había nacido!... Cállate, maja, déjame seguir cantando… Solo yo puedo aguantar que me cantes, pobre Estrellita Castro y su jaca, si te oyera… Calla, calla. A su grupa voy lo mismo que una reina, con espuelas de diamantes a los pies… Mi reina, mi reina de ojos de caleidoscopio que no estaba bien como siempre, carajo, que ahora no me bailaba ni me cantaba ningún pasodoble. Le di un beso en los labios y le miré el escote. Sonreí… No me los he operado, ¡qué manía la tuya!, repitió como siempre, pues creía que yo estaba pensando una vez más en el misterio del crecimiento de sus pechos cuando, en verdad, los deseaba tanto como cuando la vi entre mi público y me quedé muda en el escenario. De eso, ya había pasado una década. Diez años, ¡increíble, ojona!, pensé mientras ella me decía que tenía frío. Le alcancé el mantón de Manila y la cubrí con él… Thank you very much, rockerita…. You´re welcome… Nunca entenderé cómo pudiste aprender a hablar inglés, ¡con lo que me costaba enseñarte, con todos los ceros que te puse!.. Comencé a reírme… Por ti aprendo hasta chino mandarín… Me jaló el cachete, jalón que terminó en una caricia y un puchero… Me vas a dejar ¿no, rockerita? Con lo fea que estoy… Nah, si ahora estás mejor que antes, mi ojona linda… Me abrí los ojos con los dedos para alcanzar el tamaño de los suyos y ella se rió… Además, eres tú quien me está dejando, mi ojona, mi Ana Maura in the sky… Calla, maja, no te pongas así. Ni se te ocurra llorar, mejor me cantas mi canción ¿sí?, mira que yo ya no puedo cantarte… Gracias al cielo, al sky… Calla y cántame, pero no llores ¿sí?… Trataré, pero está difícil. Picture yourself in a boat on a river with tangerine tress and marmalade skies… ¡Qué lindo, rockerita! Abrázame… Yo ya había empezado a
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lagrimear… Somebody calls you, you answer quite slowly, the girl with kaleidoscope eyes… Entonces suspiró y cerró los ojotes sonriendo. Se quedó inmóvil. Yo la sacudí un poco, pero nada. Insistí, pero solo me quedó maldecir… Me dejaste, mi niña de ojos de caleidoscopio, ¡mierda y más mierda!… Le besé los párpados y la comisura de sus labios. Luego tomé el paquete de galletas Chaplin del cajón y lo apreté hasta convertir su contenido en polvo que no pude sacudir de mi mano. *** Yo siempre quise ser la teacher´s pet, la preferida de una profesora. Nah, qué hablo, siempre quise ser SU preferida. Por eso me empezaron a gustar los Beatles, por eso esta canción va para ella, pues sigo guardando la esperanza que algún día me escuche, regrese y yo la pueda encontrar… Carajo, ¿siempre tiene que decir eso?... Déjala ser… Pero ahorita se pone a llorar, siempre llora cuando canta esta canción… Es la emoción… ¿Nunca te ha contado por qué dice eso y llora cuando la canta?… Nunca, solo cuenta algo raro sobre unas galletas… 3,2,1 Picture yourself in a boat on a river with tangerine trees and marmalade skyes… 3,2,1 y empezamos con la lloradera… Look for the girl with the sun in her eyes and she´s gone… Las primeras notas de la canción empaparon mis ojos. Ella, la dueña de aquella canción, me conocía con el nombre de Viviana, pero yo me había convertido en Uve para cantarle disfrazada de hippie, descalza y con el micrófono pegado a la boca cada jueves del mes. Bauticé a mi banda con el nombre de los “Lonely Hearts” porque más o menos así me sentía desde que terminé el colegio. Tocábamos covers de los Beatles porque más o menos tenía la idea de traerla de vuelta con esas canciones. A ver si la condenada escucha a sus Beatles y me encuentra. De los Beatles, sí, ese grupo que era mi favorito porque más o menos ella, la condenada, me lo había presentado cuando yo tenía doce años.
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Doce años, sentadita en la carpeta de atrás con mis lentes de ver y el pelo larguísimo cayendo encima de mi cuaderno. Ahora lo llevo muy corto porque me da menos calor cuando canto. Doce años en la clase de inglés, completamente embelesada por esa raya que se formaba entre sus pechos. Se acercaba más y yo le miraba el lunar que tenía al final de sus labios, continuaba por otro que resaltaba en su cuello y terminaba nuevamente en la raya de su escote. Me miraba los pechos de reojo y pensaba en lo lindo que sería que crecieran y formaran una línea tan linda como la de la Miss Ana Maura. Igualita, igualita, igualita… ¿Yes?… ¿Viviana, are you paying attention?... Eh ¿qué?... Viviana, si no prestas atención, nunca aprenderás ni entenderás este idioma… I´m sorry, Miss Ana Maura… Igualita, igualita, sí, igualita. La Miss Ana Maura era lindísima y seguro estaba en sus cuarenta, pero se le veía mucho menor. De hecho estaba en sus cuarenta pues yo había buscado la fecha de su nacimiento en todos los anuarios de la biblioteca porque me enteré de que ella había estudiado en ese colegio y… Seguro se sentó en la misma carpeta, seguro balanceaba los pies igual que yo, seguro andaba con la blusa afuera de la falda y los tirantes caídos, seguro… Y yo tenía que saber todo de ella porque la Miss Ana Maura me parecía linda, lindísima, y eso era lo único que me importaba. Ahora diría que era muy guapa. Delgada, de estatura entre el metro sesenta y algo que creí adivinar mucho después, sin mucha cintura, pero con un culo y pechos bien formados que guardaban perfecta proporción con el resto de su cuerpo. Pero a los doce años uno piensa solamente en lo linda que es y en lo mucho que quieres que la Miss Ana Maura se fije más en ti que en las otras niñas de la clase porque… Yo soy más linda, más vivaz y más… Viviana, ¿and how are you today?... Fine, thank you, Miss Ana Maura… y más inteligente, aunque ella sabía que no tenía don para las lenguas y que solo aprendía por repetición. Lucy in the sky with diamonds, ahhhhh…. Las lágrimas se me caían
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de los ojos. Qué horrible era eso, ¡que horrible!, pero no podía evitarlo porque desde siempre, esa había sido la canción de la Miss Ana Maura. Porque un día, la Miss Ana Maura de mi inocentísima obsesión había llevado un casete con una canción bastante tonta que decía que todos vivíamos en un submarino amarillo y luego había agregado que ella era beatlemaníaca y que esos eran los Beatles, the best group ever since I discover Ringo´s blue eyes… Y se rió y yo, que no había entendido más que Beatles y best, tuve la idea de convertirme en eso que la Miss Ana Maura había dicho que era… Porque en el submarino amarillo se vive mejor, ¿no papá? Papá, ¿quiénes son los…?... Y papá me enseñó todo lo que sabía de ellos mientras yo pensaba que los ojos de caleidoscopio de Lucy no eran otros que los ojos marrones inmensos de la Miss Ana Maura y que los Beatles comenzaban a ser tan míos como de ella, carajo… Vivi, no digas malas palabras… OK, papá… Y cuando le conté a la Miss Ana Maura, casi un año después, que los Beatles ya eran míos, excluyendo el “carajo”, le brillaron los ojos caleidoscópicos y al fin logré que se fijara más en mí durante los años que me quedaron en el colegio hasta que le perdí el rastro. Entonces convoqué a un grupo de vagos de la facultad para formar una banda y así poder cantarle mil veces a la Ana Maura in the sky with diamonds de mi locura… A ver si así regresa, la condenada… Pero esa noche, Uve no pudo terminar la canción… Picture yourself on a train in a station with plastiline porters with looking-glass ties. Suddenly someone is there at the turnstile, the girl with kaleidoscope eyes… Y el micrófono se me cayó al piso. Estaba petrificada, con la mirada fija en un punto que a los demás les pareció vacío. Y la gente comenzó a pifiar, pero yo no pude continuar. Entonces Lorenzo, Enzo en la primera guitarra, tuvo que terminar la canción y dio por finalizado el show. Yo continué paralizada, incluso cuando el local quedó vacío… Carajo, Uve, ¿qué carajo te pasa?… Elena, L en el bajo y teclados, me tiró una cachetada y por fin pude hablar… Es que he visto sus ojos, los
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ojos de caleidoscopio. Es imposible no verlos porque cuando ella los abre, iluminan todo el lugar por lo grandes que son, divagué… ¿De qué hablas? Te he dicho que no te metas porquerías antes de subir... No, la vi clarito, es la ojona… Raffo, ¿qué le has dado? Métela… ¿Que le meta qué?... Qué estúpido eres… Alfredo, Raffo en la batería, me jaló del brazo y me dejó sentada en el camerino… Me quito loca, deja de meterte porquerías que nos has cagado el show… Pero yo la vi… Sí, sí, yo también la vi… Me quedé sola repitiendo que la había... ¿Me viste?... Y la volví a ver apoyada en la puerta con los ojos de caleidoscopio, la inconfundible raya entre sus pechos que se veían ¿más grandes?, la sonrisa ante aquel comentario, los cincuenta años que parecían menos y el metro sesenta y algo de estatura que adiviné porque más o menos parecía alcanzarla, porque sí la alcanzaba y lo comprobé cuando la abracé y mi cachete rozó su cachete, mis pechos sus pechos y mis labios, ¡ay mis labios!, estaban a la misma altura de los suyos… Ay, Miss Ana Maura… Ay, rockerita… Enrojecí y en ese momento entendí por qué lloraba cada que le cantaba a la “Lucy in the sky” de mi tormento. *** Ese día, Viviana llamó mi atención por algo más que sus abundantes ceros en mi registro y su melena despeinada que caía encima de su cuaderno y la hacía sudar durante el primer mes de clases. Venía corriendo con un libro blanco en una mano y unas galletas Chaplin a medio comer en la otra. Era un libro de los Beatles, regalo de su décimo tercer cumpleaños, y venía corriendo para enseñármelo hasta que se cayó al suelo… ¡Ay, Viviana!... Pero ella se levantó y siguió corriendo con las rodillas raspadas hasta que se detuvo delante de mí… Me encantan los Beatles. Miss Ana Maura, mire… Y yo miraba a Ringo y ella se desvivía por John y así, mientras le desinfectaba las rodillas y le traducía algunos párrafos del libro que ella me leía con un inglés espantoso, nuestra amistad comenzó. Durante los años siguientes la saqué de
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cuanta clase pude para conversar y escuchar música, le regalé todos los recortes que había coleccionado durante mi adolescencia, la vi crecer hasta que se graduó y le perdí el rastro hasta que la volví a encontrar en un pub en donde cantaba el “Lucy in the sky with diamonds” mientras yo me secaba las lágrimas del divorcio, de la nostalgia, de lo maja que estaba, de lo mucho que me costaba creer que habían pasado tantos años, de la angustia que me agobiaba en ese momento porque mi mundo parecía estar upside down y de la felicidad tonta que me producía escucharla. La escucharía toda la vida. Entonces supe que no podría dejarla porque dejarla no era una opción... ¡Estás loca! Primero porque podría ser tu hija, segundo porque ¿de cuándo acá te gustan las mujeres? y tercero, ¡ha sido tu alumna!... Pero Viviana ahora es Uve y ya no es mi alumna ¡ni siquiera tengo alumnas ya! Hijos no tengo y además, ¿qué te importa si me gustan las mujeres? Es solo por ella, ella, quien me cantó mil veces el “Ana Maura in the sky” mientras yo me seguía secando los ojos... Miss Ana Maura, ¿en verdad es usted?... En verdad, Viviana… En verdad dejarla nunca fue una opción. Así fue como la encontré justo cuando debía encontrarla, así fue como me llevó a aquel departamento en donde vivía con la gente de la banda que había desaparecido, así fue como me tomó por la cintura y se aferró a mí solamente para comprobar si me había hecho cirugía en los pechos, así fue como me besó el lunar que tengo en la boca y luego el del cuello para terminar en mi escote y yo la dejé como la dejé acariciarme detrás de las orejas y erizar los vellos de mi nuca, así fue como sacó un vodka malísimo… Que es lo único que tengo y no tengo con qué mezclarlo… Pero qué importa, maja, puro no más que ya dejaste de usar el uniforme de colegio hace tiempo y yo ya no soy Miss de nadie…así fue como bailamos “La Bamba” porque seguro que yo la había bailado cuando tenía su edad junto con el rock and roll de nuestros Beatles y así fue como me cantó al oído lo de Ana Maura y los kaleidoscope eyes y yo me sorprendí otra vez porque no tenía idea de
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cómo había aprendido el inglés que tanto me costó enseñarle y ella, con la cara enrojecida, respondió: Por ti cualquier cosa, Ana Maura in the sky, francés, alemán, japonés, hasta sánscrito o chino mandarín. Y así, entre sus canciones, me reí de mi divorcio, de mi mundo upside down, del pub, de ese departamento universitario, de la banda desaparecida, de lo bien que me sentía y de que me ofreció, muy polite ella, su cama para dormir mientras ella se acomodaba en el sillón para no molestarme ni a mí ni a mis ojos marrones caleidoscópicos que… No puedo dejar de mirar, Miss Ana Maura… Pero en cuanto puse la cabeza en su almohada, la cual tenía el mismo olor que había percibido en su cuello, no pude pegar ojo. Entonces me levanté y caminé de puntitas hasta la sala para no despertarla. La espalda desnuda en el sillón, la línea de su columna por donde pasé mi dedo, su mirada clavada en la mía… Tengo cosquillas… ¡Ay, rockerita!… No, no se preocupe. Yo tampoco puedo dormir, Miss Ana Maura, pero acá no entramos las dos a menos que se eche encima… Sonreí mientras ella se acomodaba boca arriba y quedaba completamente expuesta. Me sonrojé un poco… Uy, lo siento. Es una manía mía, eso de dormir con pijama es una vaina, me dijo y yo volví a sonreír porque era planísima y ella sonrió también porque… Yo no me puesto siliconas como otras… Le saqué la lengua… ¿Y entonces? ¿Se va a dormir a mi cama o nos acomodamos en el sillón, Miss Ana Maura?… Me sonrojé aún más… Con dos condiciones. Una, que no te burles de mi pelo de loca cuando despierte porque para esa hora ya se me ha ido el laceado y, dos, que dejes de llamarme Miss Ana Maura… Y me eché encima y nos sorprendimos besándonos mientras ella me quitaba la ropa porque… Eso de dormir con pijama, o ropa en tu caso, es una vaina… Y no dormimos, pero despertamos y la pequeña Viviana se rió de mi pelo de loca y me dijo Miss Ana Maura, como lo hizo durante los diez años siguientes en los que dejarla nunca fue una opción. ***
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Tres minutos… Uve abrió los ojos… ¡Miss Ana Maura! Dónde… ¿Qué hablas, chica, qué te metiste?... ¿Dónde está? ¿Dónde estoy?... En una clínica, babosa, te dio el patatús en el escenario. Has estado muerta durante tres minutos, dicen, ¿pero qué te metiste?... Si estoy enferma, ella debería estar aquí. Aunque no, no pues, ella ya no está aquí, yo la abracé mientras… ¿Están seguros de que no tiene daño cerebral? He visto en esas series de doctores de la tele que cuando tu cerebro no tiene oxígeno durante un buen rato, te quedas idiota… Que imbécil eres, Raffo. Uve, tranquila. Te desmayaste en el escenario seguro por algo que te metiste, luego no despertabas, luego te trajimos aquí, luego te moriste durante tres minutos, dicen, luego nos dejaron verte, luego te despiertas y hablas tonterías… ¿Tres minutos? Si fueron diez años, diez años en los que fui feliz con ella, pero ella se fue y me dejó... Puta madre, Uve, ¡eso de morirse te hace alucinar más que cualquier droga!... Pero y el abanico y el mantón de Manila y su pelo de loca y su perra y sus ojos de caleidoscopio… Eso de los ojos lo repetiste varias veces antes de desmayarte entre que soltaste el micrófono y te tiré una cachetada solo para que te desvanecieras encima de mí. Chica, cómo pesas y eso que estás recontra flaca… No, pero si han pasado diez años desde ese día… Raffo, creo que comienzas a tener razón… Sí, sí. Además, tiene la mano en puño, Elena, eso es signo de que se ha quedado idiota… Que baboso eres, eso no es signo de nada. Igual, Uve, abre la mano ya... No puedo, ¡no puedo! ¡Mierda, ojona in the sky!… Uve se levantó de la camilla, Uve se sacó el suero como pudo y corrió enseñando el trasero, corrió hasta salir a la calle, corrió con el libro blanco de los Beatles en la mano para encontrarla de nuevo sentada en cualquier escritorio del colegio, en cualquier sillón de su departamento universitario, en cualquier cama de la casa a la que se mudaron en donde le había besado la comisura de los labios por última vez. Corrió con el puño cerrado, con los ojos enrojecidos, con los pies descalzos y con la certeza de que diez años se le habían pasado en tres minutos y que debía recuperarlos como fuera. Y su abanico, su mantón de Manila, su tronío, su guapeza, su sole-
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ra, la perra de sus amores ladrando, su dedo sobre la línea de su espalda, sus pechos que parecían más grandes, las rodillas raspadas, el “me gustan los Beatles, Miss Ana Maura”, sus dos lunares que guiaban hacia la raya de su escote, su costumbre adquirida de dormir desnuda como Uve porque “dormir con pijama es una vaina”, el puño cerrado no sé por qué, el “Lucy in the sky” con lágrimas en los ojos, el “Ana Maura in the sky” con multiorgasmos y gemidos incluidos, su “ay, rockerita”, sus ojos de caleidoscopio en medio del cielo, del sky, la convicción de que… yo te abracé mientras morías, mi ojona… y el ruido de ese bus gigantesco de Enatru que la hizo volar por los aires mientras sonreía y sentía que su cuerpo ingrávido se perdía entre los tres minutos-años que había vivido y… que tienen que ser reales porque si no me muero, como me muero ahorita, como me muero con una muerte que nunca vi, mi ojona, porque sin ti ya me había muerto cada que cantaba eso de la Lucy de los ojos de caleidoscopio y por eso te vi entre la multitud y me buscaste en el camerino y me dejaste acariciarte detrás de la orejas y te me fuiste en esa cama en donde habías prometido mil veces no dejarme porque dejarme nunca fue una opción, pero al final de estos diez añosminutos lo hiciste, carajo, Miss Ana Maura de mi ahora muerte… y su cuerpo chocó contra el pavimento y al fin pudo abrir el puño sonriendo con los ojos muy abiertos y los de la banda de los “Lonely Hearts”, esos vagos, encontraron migajas en su mano que parecían ser de esas galletas Chaplin que alguna vez les comentó que no comía desde que se graduó del colegio porque le traían el vago recuerdo, algo doloroso, eso sí, de unos ojos caleidoscópicos que todavía no había podido olvidar.
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Cuatro paredes blancas me rodean hace bastante tiempo. No sé cuántos días, meses o años llevo aquí, pero calculo que no han sido muchos porque todavía conservo el color de mi cabello y la tersura de mi rostro. Sé que algún día las canas y las arrugas aparecerán y solamente me quedará seguir esperándola. Nunca pensé que sería así, pero cuando una está loca por voluntad propia no queda más que ver pasar los minutos sin siquiera intentar detenerlos… Si tan solo, si tan solo, si tan solo vinieras, pienso de vez en cuando y ese pensamiento siempre hace que mis ojos se humedezcan. Muchos celebran ese hecho porque solo así parece que estoy realmente viva… ¡Pero si estoy viva, carajo!... Estúpidos. La cama es bastante cómoda, aunque he de confesar que cuando uno lleva mucho tiempo echada encima de ella hasta el colchón más blando parece de piedra. Una vez al día entra una de esas mujeres de atuendo blanco, quien me aplica una de esas inyecciones que me hacen olvidar por un momento lo consciente que estoy, aunque muchos no lo crean así. Entonces me sientan frente a la ventana y observo. Me aburre hacerlo, odio hacerlo. Odio sentirme estúpidamente perdida entre el ensueño y mi realidad. Si pudiera, les diría que dejen de aplicarme esa medicina o que me la apliquen cuando el dolor de su estúpido recuerdo es tan intenso que me perturba. Miro alrededor. Veo la mesita redonda y encima está mi laptop. Me la han traído para ver si así decido comu-
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nicarme o hacer algo, pero sinceramente eso ya no me interesa. Me he sentado infinidad de veces frente a ella y he acariciado el teclado, pero no siento nada. Encenderla no tiene sentido. Todo perdió sentido mucho antes de que me trajeran a este lugar. Él viene seguido y odio que lo haga. ¡Carajo! Debería decirle que se largue, pero debo guardar silencio. Se sienta frente a mí, me toma de la mano y me besa en los labios resecos. Siento asco, siempre sentí asco. Los he repudiado durante toda mi vida, sobre todo a él… ¿Cuándo se va a cortar esa cola? Puaj, qué horrible… Me acomoda el cabello con sus manos toscas, me lo jala sin darse cuenta y yo lo odio porque él está demasiado lejos de lo que yo siempre he deseado. No se cansa, nunca se va a cansar. Cada vez que viene me ruega que le hable, que le diga algo. Hace mucho dejé de hablarle, hace mucho que ni siquiera lo miro a los ojos porque no encuentro nada en ellos. Quisiera que desaparezca ¡Por favor, la inyección! Pero está ahí contándome sobre su vida… No me importa, ¿entiendes? ¡Lárgate!… sobre los planes que tiene conmigo para cuando yo me recupere, sobre la casa que está arreglando para vivir juntos… ¡Ya cállate! ¡Me aburres!, pienso, pero guardo silencio. Él se desespera, aprieta el puño, frunce el ceño, se muerde los labios… Volverás conmigo, sí, y tengo grandes planes solo para nosotros… Se calma… Eres mía, sí, siempre lo serás… Ahora quien se desespera soy yo... No, no, no, de nadie, de nadie soy. Cállate, idiota ¿Por qué no la traen a ella? Médicos idiotas… Él nunca logrará que yo articule palabra alguna, pero ella sí. Ella podría saludarme y yo la saludaría de vuelta. Entonces nadie me retendría, no, yo no me retendría en este cuarto donde me encerré para huir e intentar olvidar que allá afuera nunca podré tenerla… Pero, sí, aquí la tengo, aquí la abrazo, aquí está a mi lado y siento su olor, percibo la textura de su piel. Aquí estás, linda, pero allá afuera, ¡allá afuera desapareces!… Esa debe ser la razón por la cual decidí hacerlo. En ese momento solo supe que debía escapar de presencia que estaba en todas partes, pero que no estaba en realidad. En cambio
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aquí, aquí… Aquí sí estoy junto a ella, cerca, muy cerca, ¿aquí, linda? Donde quieras… La quiero tanto… Solamente a ti podría hablarte, solo por ti regresaría… Pero ella jamás vendrá y dicen que yo ya perdí la razón. Me aislé de mi Lima, de mi casa, de mis amigos, de mi familia, de él y de mí misma. Este cuarto blanco es tan hermoso. Cierro los ojos. Así la veo, así la puedo tocar una vez más. Eso es todo lo que importa. Yo se lo había dicho un día ya hace mucho tiempo. En realidad, no quería admitirlo, me rehusaba a hacerlo. Me había enamorado de ella… Pero ya me pasará, es solo un gusto, ¿no?... Ya nos habíamos besado, ya había recorrido su cuerpo un día que estábamos ebrias. Me había metido entre sus pechos y los había besado aferrándome a cada pedazo de su piel para terminar en el costado de su cuello succionando su esencia y pidiéndole más, más y más. Ella solo emitía gemidos cortos, imperceptibles. Mi rodilla había ido a parar en su entrepierna y mis manos en sus nalgas. Luego mis dedos enredándose en su cabello, mis labios aferrados a sus besos, mis dientes mordiendo, rechinando, explorando. El placer, el bendito placer mezclado con amor y con alcohol. Había terminado dormitando abrazada a su cintura. Abrí los ojos y… Por la reconcha su… Ella no recordaba absolutamente nada y yo me había maldecido por haber comprado ese vino tinto que a mí tanto me excitaba y a ella tanto la aletargaba… ¡Vino borgoña Queirolo de mierda!... Entonces, se lo había contado todo mirándola a los ojos verdes y añadiendo que yo estaba enamorada. Ella me miró con el ceño fruncido y me dijo: Chérie, jamás te podría ver como pareja porque tú eres como mi hermana. Además, tú sabes que me gustan más los chicos. ¡Carajo! ¿Tenía que mandarme a la mierda en francés? Con lo que me gusta ese idioma. Levanté una ceja… ¿De cuando acá haces el amor con tu hermana?, me pregunté, pero guardé silencio. A pesar de que ella era bisexual, con ese argumento me había negado la posibilidad de que yo siquiera intentara enamorarla. Entonces, me levanté, tomé mi ropa y me fui antes de que la cosa se pusiera peor o le hiciera una escena dramáti-
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ca… Me había rechazado, chérie, y yo enamorada, muy enamorada… ¡Puta madre! Nos habíamos encontrado en muchas reuniones después de la noche del vino y todas aquellas veces me había mordido los labios para contener las ganas de estar con ella otra vez y aspirar su aliento, morderle la boca, perderme en su entrepierna. Ni siquiera podía mirarla a los ojos… ¡Ahorita se da cuenta!... Tenía miedo de que cualquier gesto me delatara ¿cómo ahora? Mierda, ya estoy lagrimeando otra vez, ahora estos tarados se alegran. En fin, todavía pensaba en ella… ¡La odio!... Quería algo con ella… ¡Mierda!... No lo soporté y en la última reunión decidí irme temprano porque las ganas de llorar iban a estallar en cualquier momento. Camino a casa, decidí decirle al taxista que tome otra dirección y me bajé en una calle miraflorina para comprar un café y desatar aquel estúpido llanto contenido que había aguantado estoicamente en su presencia. Caminé con el café en la mano y sentí la humedad calando por mis fosas nasales mientras pensaba en sus ojos verdes casi amarillos y en sus caderas en las que alguna vez había hundido las uñas. Así comprobé que a falta de Madrid, Paris o San Francisco siempre me quedaba mi Miraflores limeño y mojado en donde un café era suficiente para comenzar a pensar en lo patética que es tu vida. Así que pensé mucho sin entender esa estúpida connotación filial que algunas amigas deciden darte como halago para joderte la vida. Rabié, tiré mi café a la pista y un carro chancó el vaso mientras yo me rascaba los ojos que me escocían horriblemente. Caminé esquivando cucarachas y volteando a cada rato la cabeza para ver si alguien me seguía… Quizás se haya arrepentido y… no, esas cosas no pasan… Entonces agarré mi celular y encontré el número de él. Él me había dicho infinidad de veces que yo era la mujer de su vida y yo, infinidad de veces, lo había mandado a la mierda. Lo odiaba. Pero esa noche, ¡esa noche qué más daba! Lo llamé y lo vi. Llegó con su aspecto des-
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garbado, su ropa oliendo a nafta, su palabrería cursi. Tomamos otro café, escuché las mismas tonterías de siempre y lo seguí a un hotel en donde le arañé la espalda pensado en ella, en donde me perdí en su erección alucinado que en verdad me sumergía en las profundidades de la mujer que de seguro andaba mirando películas. Películas estúpidas con galanes estúpidos rebosantes de estúpida sensualidad masculina a quienes ella, por supuesto, no consideraba sus hermanos. ¡Imbéciles! ¡Cuántas veces me habían hecho maldecir el hecho de haber nacido sin algo entre las piernas! Terminamos, él jadeaba, yo no quería escucharlo… Al fin, al fin, no más… Quise alejarlo de mi lado, me sentía bastante perturbada. Ella había estado en cada lugar, en cada grito, en cada orgasmo. Pasaron varias citas con él mientras ella seguía indiferente conmigo, aunque he de confesar que tampoco insistí en el asunto. He olvidado exactamente cuánto tiempo pasó, pero pasó mucho. Yo la seguía observando y ella no se daba cuenta, yo la seguía deseando y ella me quería como su hermanita, yo necesitaba besarla y ella ni siquiera intentaba acercarse a mí, yo recibía la propuesta de matrimonio de él acompañada de un anillo que jamás usé y ella me felicitaba airosa abrazándome como abrazas a cualquiera. Acepté y así fue como tomé el camino que finalmente terminó en este cuarto blanco con mujeres vestidas de blanco y la mente divagando y poniéndose en blanco, sobre todo cuando me inyectan ese líquido mágico que borra todas las imágenes de su presencia que siempre me rodea. Odio la inyección, pero la necesito. Llegó el día. Todo era perfecto. El vestido color perla con mariposas bordadas, el cabello cayendo sobre mis hombros y adornado con flores, los zapatos altos, el maquillaje natural, resaltando lo indispensable. Me miré al espejo y me sentí preciosa, pero incompleta. Sabía que estaba cometiendo un error, que yo no sentía absolutamente nada por él. Me pregunté por qué lo hacía y no encontré respuesta alguna. Quizás era una forma de calmar mi dolor, de evadirla a ella completa-
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mente, de intentar sacarla de mi mente, de probar si podía amar a otra persona. Salí de la habitación, me subí al auto y entré a la iglesia. Los pasos lentos, la alfombra roja, la hilera de caras conocidas. Entonces la vi y ¡carajo!, estaba ataviada con un vestido azul oscuro que dejaba al descubierto aquellos pechos que alguna vez había mordido con enajenación. Me detuve un momento… Linda, Dios, tan linda como siempre, susurré. Ella sonrió orgullosa, me dio un empujoncito hacia el altar y yo sentí ganas de llorar una vez más. Pero no, no iba a permitir que se me corriera el maquillaje por un llanto que ya no tenía sentido. Allá adelante me esperaba un hombre que yo detestaba para darme una vida que probablemente me iba a hacer completamente infeliz. La ceremonia fue tediosa, quería que se apurara, que terminara. Cuando llegó el momento de la pregunta de rigor, sentí que ese infierno estaba llegando a su fin. Entonces levanté la mirada… Acepta usted a… Vi el crucifijo, Cristo sangrando por sus heridas, su rostro endurecido formando un rictus de dolor. Los vitrales dejando colar la luz, la Virgen María estirando su mano protectora. Sentí la mirada de él sobre mí. Quería que respondiera. El sacerdote había formulado la pregunta y ya había pasado el tiempo prudencial para recibir la respuesta, pero yo no podía articular palabra… Amor, responde, por favor… ¡Cállate!, ¡cállate para siempre!, pensé. Sus ojos verdes fijos en mi espalda, el empujoncito, los ángeles pintados con sus sonrisas burlonas, el crucifijo con el Cristo adolorido, la Virgen ofreciendo el camino a la libertad. Sentí que mis ojos, al fin, se mojaban. Entendí que el infierno no acababa ahí, sino que recién empezaba en ese momento y que el yo-sin-ella era parte de ese infierno en el que yo no deseaba vivir... ¡Amor, responde!... Deja de gritar, rogué sin mover los labios. Entonces decidí callar, callar para siempre mientras un surco grisáceo marcaba mis mejillas. Se me corrió el maquillaje. Entonces me sentí viva, escapé. Desde ese día no he vuelto a hablar, ni volveré a hacerlo hasta que ella me lo pida. Sí, desde ese día comenzó lo que ellos llaman “mi locura”.
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Ricardo es argentino, un argentino de esos que sabe lo que tiene y no duda en hacérselo notar a los demás. Creció con la filosofía del Che sin aplicarla, uno que otro troncho de marihuana y la música de Charly García. La sonrisa de lado, los ojos claros, las pecas en la espalda, la afición desmesurada por el sexo opuesto y este mechón de su pelo, este que tengo guardado en mi bolsillo solo porque es tan anaranjado como el de ella. Me confundo, lo juro, es que parece que la he descrito hace un momento. Ricardo se enamoró de ella desde que la vio, evidentemente porque era el reflejo de su vanidad… ¡Es idéntica a mí! Traé los puros que sha soy papá... Su hija Daniellita, la maldita y anaranjada Daniellita, la única persona por quien Ricardo podía traer a una mujer embarazada de Argentina al Perú, con veintisiete y veintidós años respectivamente y un tercer habitante de seis meses y cinco días porque le fashó el condón, carajo. Ni casarse, ni tener una hija, ni mudarse a otro país cuando le ofrecieron la Gerencia General de la sucursal peruana le fue suficiente para dejar en tierras gauchas esa fama de che playboy que había adquirido desde que descubrió que había algo mucho más interesante que masturbarse viendo la foto de Moria Casán sin ropa.
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Y bueno, por mi confusión, yo le corté a Ricardo este mechón de pelo mientras dormía con un pie sobresaliendo de la cama, tal como lo hace ella, ella con sus mechones anaranjados desparramados sobre la almohada. *** Daniellita nació peruana y creció para convertirse en una princesa consentida y pecosa. ¡Era tan gracioso jugar a unir las pecas de sus hombros con un marcador para formar figuras! Ella matándose de la risa porque tenía cosquillas y yo rozando con la nariz los mechones anaranjados de su cabello, oliéndolo un poco… ¡Hice una nubecita!... Es lo único que sabes dibujar, ¿no?... Nunca podré olvidar el día que la conocí. Tenía cinco años y caminaba como una reina primaveral de ojos claros y sonrisa de lado. Su manito chiquita se perdía entre la mano grande de un señor también pecoso, anaranjado… Que linda, pensé. Su gancho de mariposa en el pelo, las blondas de su vestido asomándose por debajo del mandil, su manita apretando la manazo del señor y yo admirándolos con los ojos completamente abiertos… Andá, Daniellita, vos sos valiente como papito, ¿no?... ¡Pero todas están con sus mamás y yo ya no tengo mamá!... Pero tenés a papito y papito nunca se irá, ¿sí? Andá, sé niña buena y entrá, vos sos la mejor, la más linda… Y ella se soltó, sonrió, corrió. Claro que sabía que era la más linda. Ignoró a todas las niñas con su mirada altanera hasta que se detuvo delante de mí… ¡Qué rara eres! Nunca vi a alguien como vos, digo, tú… Yo no entendí… Además estás sola, ¿tampoco tienes mamita? ¿Ni papito?... Yo bajé la cabeza, ella me tomó de la mano. Un mechón de su pelo se enredó entre nuestros dedos… Ay, me lo estás jalando… Lo sabía, pero no quise soltarlo, no quería que se fuera. Yo tampoco había visto nunca a alguien como ella. Años después, Daniellita me explicó por qué llamé su atención…
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No había ninguna nena especial, ninguna que fuera digna de parar conmigo… Rió… Solamente tú, tú eras tan diferente, ¡una morocha con ojos claros! ¡A esa edad yo pensaba que las morochas no podían tener ojos claros!… Se echó a reír como una loca y yo la seguí… ¡Qué hueca sonaste, carajo!... Fue así como Daniellita y yo nos convertimos en el tipo de amigas que comparten dulces, juguetes, salidas, ropa, secretos y hasta hombres. *** Ya teníamos dieciocho años. Comparábamos nuestros pechos antes de irnos a dormir. Daniellita se burlaba porque los míos no eran tan grandes como los de ella… Cállate, seguro tú no puedes dormir boca abajo con tremendas… Me fui al cuarto de invitados porque me estaba quedando dormida en el suelo debido al efecto de los daiquiris de fresa que habíamos tomado. Esa noche habíamos ido a una discoteca a celebrar mi cumpleaños y como siempre, yo me había quedado a dormir en su casa… Morocha, morocha… Los susurros invadiendo mi habitación, el aliento, el cabello encendido, la manazo destapándome… Shhhh, no digas nada… La misma manazo en mi boca, la otra colándose debajo de mi pijama, yo sintiendo miedo, temblando, recordando la primera vez que lo vi con ella, su manito agarrada de la manazo que ahora me tocaba… Tranquila, ¿sí? Somos adultos, al fin sos un adulto… Y yo fui olvidando el miedo, gimiendo de placer, sujetándome a las pecas de sus hombros porque siempre me había parecido guapo, porque siempre se había parecido a ella y ella podía hacer conmigo lo que quisiera con tal de no perderla. Dios, Dios, ¡¡¡Dios!!! Así me convirtió, orgasmo tras orgasmo en una más de sus mujeres. Ricky terminó aferrándose a mis caderas, susurrando que su hija no se había equivocado al escogerme, que él hubiera hecho lo mismo… Nunca vi a una morocha con ojos claros tan linda como vos, vos sos diferente… Sus palabras, las palabras de Daniellita, su pelo anaranjado contrastando con la funda de la almohada.
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Él se fue, me dejó. La sábana estaba manchada de rojo, mis ojos mojados. Me asusté y corrí al cuarto de Daniellita para meterme en su cama, para dormir con ella como cuando éramos pequeñas y yo agarraba un mechón de su pelo para saber que ella estaba ahí, que no se había ido. La vi, un pie afuera de la cama colgando, las mismas pecas a las que me había aferrado minutos antes, su pelo anaranjado desparramándose encima de la almohada. Entendí, había estado con ella. El miedo desapareció completamente y a partir de ese momento, todo cambió o, la verdad, se aclaró. *** ¡Aléjate, Satanás!… Esa tarde nos estábamos arreglando para salir en la noche, ella se estiraba el pelo con la secadora mientras mencionaba otra vez que se tiraría a Sergio. Yo sentí rabia porque recordé que hacía un año, cuando su papá había decidido que yo sería una más de sus mujeres, Daniellita se me había escapado de la amistad y se había asentado en la atracción. Un año de acostarme con él solamente para sentirla a ella o estar más cerca de ella. Esa tarde se veía riquísima. Aléjate, Satanás, por favor. Metí mi mano al bolsillo. Dentro un mechón de pelo anaranjado se sentía suave, al igual que la cinta de seda con que lo había atado luego de cortarlo de la cabeza de Ricardo. Me sentí levemente excitada. Ella se peinaba, yo acariciaba el cabello de Ricardo dentro de mi bolsillo y pasaba mis brazos alrededor de su cintura, le besaba las pecas de los hombros, le jalaba un poco el cabello, lamía sus párpados. Ella afirmaba que seguro Sergio lo tenía enorme… Ya deja de hablar de él, carajo… Me gustan los hombres pues, y cuántos más pueda tener, mejor. Además, si quieres podemos estar juntas con él… Se carcajeó. Yo quise tirar el mechón de pelo a la basura. Eres linda, le dije cuando terminé de amarrarle las tiras de la blusa por la espalda. Uno de sus besos mágicos sobre mi mejilla me había quitado el mal humor de su último comentario y había hecho regresar
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el mechón de pelo a mi bolsillo aunque nunca me atreví a echarlo al basurero. Enrojecí, ella se miró al espejo y sonrió… Ya sé que soy linda. Además, esta noche tengo que estar más linda que las demás. Sergio debe tirar bien rico, ¿no? ¿Y tú Ceci, a quién quieres conquistar?... ¿A ti?, pensé. El corazón me daba tumbos en el pecho, no sé si por excitación o rabia. La tomé por la cintura y le di una palmada en el trasero… ¿Por qué siempre me pegas, morocha?... Me gusta tu poto, Ricky. Me gusta tu poto, Daniellita, divagué y bajé las manos hacia sus nalgas… Eres una perra, Dani… Tú también, Ceci, pero yo más… Ella volteó y nos miramos a los ojos. La tensión, las malditas ganas de besarla… Hasta tú me deseas, ¿verdad?... Yo me separé asustada, me encerré en el baño… ¡Cecilia, sal de ahí, fue solo una broma!... Con una mano dentro de mi bolsillo y la otra entre las piernas, yo no podía pensar en bromas. *** ¿Te vas, Ceci?… Me voy, Dani… Me iba, lo había llamado y él, como siempre, había aceptado. Tenía que irme de esa reunión o mataría a Sergio por estar manoseando a Daniellita y empujándola cada vez más al segundo piso de la casa… Ricky, necesito verte... Y ya estaba en su carro, yo rogándole por ir a su casa porque esa noche no quería ir al hotel, él metiéndome la mano dentro de la blusa, pellizcando… Ella vendrá más tarde, por favor, está con un chico… Sho a su edad hacía lo mismo… Ricky sonrió, yo abrí las piernas un poco, miré su pelo anaranjado, pensé que debería tenerlo más largo… ¡Qué mojada estás, morocha!... Vamos a tu casa… Sentí que aceleró. Escaleras, más escaleras… Vamos a su cuarto, por favor… ¡Por qué ahí, morocha!... Se negó mil veces hasta que yo le bajé la bragueta en el pasillo, me arrodillé… Por favor… Él blanqueó los ojos y accedió, yo me limpié la boca. Comenzamos a frotarnos contra las sábanas
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de la cama de Daniellita y vi su cabello desparramado en la almohada, sentí sus manos en mi cuerpo, toqué sus caderas, sus pechos, su cintura. Ricardo olía a ella, se veía como ella, se llamaba como ella, llegaba al orgasmo como ella. Caí a su lado, me sujeté de un mechón de su pelo, era demasiado corto… ¿Morocha, pasa algo?... Su voz había cambiado. Los ojos húmedos, la realidad aplastándome, abriéndome las piernas de nuevo… Venga, una vez más, ¿sí, morocha?… Y me penetró mientras yo mojaba la almohada de Daniellita con mis lágrimas. Te necesito, te uso como tú a mí, ¡no podría estar más cerca de ella!, suspiré y me sentí una puta. Luego comencé a unir mentalmente las pecas de sus hombros para formar figuras mientras mojaba también las sábanas. *** –¡Me vas a negar que has estado con él, perra! –se me vino encima y yo la detuve agarrándola de los brazos. –¿De dónde sacas eso, Daniella? ¡Tranquilízate! –¡Los vi! Estaban saliendo de un hotel. ¡Ahora me vas a decir que fueron ahí a ver televisión! ¡Eres una puta, las putas como tú van a los hoteles a tirar! –ella tenía las mejillas enrojecidas, gotitas de saliva salpicaban de su boca cuando gritaba–. ¡Nunca creí que fueras tan puta como para acostarte con mi papá! –iba a tirarme una cachetada, pero volví a detenerla. –¡Tú no entiendes nada! – Qué carajo no entiendo, ¡que eres una puta de mierda! –¿Puta de mierda? Sí, carajo, ¡soy una puta de mierda! Yo ardía en furia. Ella no sabía nada y no quería escuchar nada. Entonces la empujé, ella se cayó al suelo, yo la sujeté por las muñecas y nada me importó, nada, carajo, porque la había deseado tanto tiempo y ahora la perdería para siempre. La besé (o la mordí, no sé) porque qué más daba, porque nunca entendería que yo estuve con Ricardo para
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estar con ella… ¡Qué te pasa, puta de mierda!... Hablaría, le diría todo, pero la besé de nuevo, ella trató de zafarse, pero no pudo, hasta yo desconocí mi fuerza. La toqué por todo el cuerpo, ella me arañó la cara… Es a ti a quien quiero, estuve con él porque solo así podía estar contigo, ¡yo he querido estar contigo desde esa noche!... ¿De qué mierda hablas?... Me pegó, gritó, pero no había nadie cerca… ¡Déjame, Cecilia!... ¡Tú no puedes irte! ¡No puedes dejarme!… Sujetándola, la acaricié con delicadeza y ella comenzó a gemir. Cedía, sí, cedía como yo cedí con Ricardo, como cuando él (o ella) me tocó por primera vez. Le quité la ropa, el sostén, el calzón, todo y admiré el cuerpo, las pecas de sus hombros, el pelo anaranjado desparramado por el piso, el pelo al cual yo me había sujetado para que nunca me dejara sola… ¡Morocha!... Y era él de nuevo cuando abrí sus piernas, pero era ella cuando metí mis dedos y ella intentó tirarme un rodillazo, cuando le mordí debajo de los pechos y ella respondió con una cachetada… Carajo, yo soy mejor que él, ¡quién te has creído tú para compararme, puta de mierda!… Me tiró otra cachetada y me abrió las piernas para obligarme a llegar a un orgasmo que compartimos mientras forcejeábamos, tocábamos, nos sacábamos en cara lo putas que éramos, nos vengábamos, nos insultábamos, nos odiábamos… ¡Te cagaste conmigo para siempre, Cecilia!… Y metió sus dedos hasta el fondo y yo lloré, no de dolor, sino de rabia, ¡no quería perderla! Fue en ese momento que sujeté con fuerza un mechón de su pelo. Se iba a alejar de mí, me iba a dejar sola otra vez como antes de conocerla. Ella forcejeó para que la soltara, yo comencé a jalárselo con más fuerza… ¡Puta de mierda, suéltame, me duele!... Pero nunca iba a soltarla, seguí jalando y más y más y ella no dejaba de jalar para su lado arañándome la cara, tirándome puñetazos en el vientre. Entonces la tensión cedió. Por un momento todo se quedó en silencio. Le había arrancado un mechón de su pelo anaranjado. La sangre, el grito de dolor, ella odiándome más que nunca… ¡Puta de mierda, qué carajo me
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has hecho! Mi pelo, mi lindo pelo… Saqué el mechón de Ricardo del bolsillo de mi pantalón, desaté la cinta de seda… ¡Me has dejado calva, imbécil! ¡Imbécil, puta!... Ella insultándome con los ojos empapados, hermosa como nunca, sangrando de la cabeza, sangrando todo lo que yo sangré la noche que él se metió a mi cuarto y me convirtió en una más de sus mujeres…Yo también lloré la noche que me cagaste la vida… Sonreí. Los cabellos de Ricardo regados por el piso, flotando en el aire. El mechón del pelo de Daniellita atado con mi cinta. Lo toqué, se sentía suave y era todo mío. Ella seguía gritando, manchándose los dedos con la sangre que se derramaba por su cara, pero a mí ya nada me importó. Ella nunca me dejaría.
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Los flashes de las cámaras parecen no cegarla. El meeting ha culminado con éxito aquella tarde en que Isabella la vio en vivo por primera vez. La lideresa sonríe, posa para los medios. ¡Flash! Ahora otro flash las ciega. La puerta completamente abierta… ¡Mierda!... Xami tocó, pero nadie lo escuchó. Sin embargo, encontró la tarjeta extra que guardó en el bolsillo de su saco en caso de que la doctora Molina perdiera la suya… Estoy seguro de que la doctora lo recibirá con gusto, ustedes son un importante medio. Déjeme consultarle, le dijo al periodista cuando abrió la puerta intempestivamente. El flash no se hizo esperar. Los cuerpos desnudos, sudorosos, vulnerables, expuestos en el negativo de aquella cámara. El periodista huye, Xami lo persigue mientras Sofía busca una bata para cubrirse e Isabella siente ganas de llorar. *** Sus embelesados ojos cafés recorrían la pronunciada curvatura de sus nalgas de gimnasio. Ni un kilo de grasa, ni una marca de celulitis, ni una cicatriz. Solo el dorado de su piel siempre bronceada, tal como le gustaba. Estaba ataviada con un calzón celeste estampado con unos gatos risueños… Lo compré para ti… Maulló y los ojos cafés que la observaban brillaron lujuriosamente. La mujer se le acercó y metió sus dedos entre el calzón y su trasero, ella sintió un cosquilleo. Jaló el elástico y lo soltó… ¡Ouch!... Sintió placer. Hace mucho que el dolor
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le producía placer. Luego notó que la mujer la tomaba de la cintura y acariciaba sus caderas con esas manos que eran demasiado grandes para pertenecer a alguien como ella. La vio morderse el labio inferior, luego la mujer sonrió y la besó subiendo por su espalda, delineando las curvas, erizando los vellos de su cuerpo. Olía rico, su chica siempre olía rico. La mujer se lo dijo y ella maulló de nuevo… Fruta, vainilla, lo que sea, pero tienes el olor impregnado en la piel. Se siente bien... La atrajo para sí aún más y ella se le sentó encima invitándola a continuar de la manera que ella quisiera. Entonces la mujer acarició sus pechos, sintió sus pezones endurecidos. Le gustó, le fascinó haber violado la ética, los principios morales. Su chica le sonrió, se quitó el sostén. Volvió al calzón de gatos blancos, lo hizo a un lado. La humedad facilitó el camino a su perdición. Prestó atención a su respiración, la cual le pedía que no se detuviera… Hasta eso en ti es perfecto… La mujer separó las piernas también… Ven, por favor ven…Cerró los ojos café. Sintió que alguien la movía suavemente para despertarla. Abrió un poco los ojos. El pijama revuelto, las sábanas empapadas de sudor, ella a su lado. Ella, la mujer de su sueño, quien exigió que se mudara a su casa cuando la contrató como su asesora… Yo feliz, doctora Molina… ¡No se diga más, entonces!... La acomodó en una habitación que parecía una casita de muñecas. Cama de techo y tules, tocador lleno de perfumes y cosméticos finos, cortinas que se sujetaban con moños y alfombras color pastel… Deja de llamarme doctora, Isabella, acá no hay nadie más que mis dos gatos… Ese día, apenas la doctora abandonó la habitación, Isabella se puso a saltar encima de la cama como una niña. No podía creer que estuviera tan cerca de ella. Qué manía tienes de de venir a despertarme todas las mañanas, Sofía… Me encanta hacerlo y déjame ya, tengo derecho… El mismo
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derecho que tenía de observarla mientras se alistaba, mientras frotaba su cuerpo con la esponja o cuando corría en la malla para ejercitarse. E Isabella feliz, jamás iba a negarle que lo hiciera. Una hora de gimnasio, dos cafés, un baño y ella mirando, ella opinando y exigiendo que se viera tan linda como siempre, ajustándole el vestido, subiéndole la falda. La joven obedecía y luego comenzaba a pensar en el siguiente paso de aquella campaña electoral que su lideresa estaba convencida que ganaría. Estiró el cuerpo y abrió sus ojos violáceos completamente. La vio. Le gustaba cuando vestía de rojo, sobre todo con aquel sastre escotado. Ella sonrió y la lideresa corrió las cortinas. La luz se reflejó en sus caderas generosamente dotadas de unos kilos de más… Es hora de despertar, Isabella. Tendrás solo cuarenta y cinco minutos para entrenar. Hoy tenemos que salir temprano, hay dos entrevistas… Isabella lo sabía, pero a Sofía le gustaba repasar la agenda a primera hora. La asesora se levantó exhibiendo su cuerpo a través del pijama que ella le había regalado. La lideresa levantó las cejas, como tratando de mirar mejor… No tardo en bajar… Te espero, usaré mi derecho de observación, contestó Sofía guiñando un ojo y se sentó al filo de la cama. Eran la seis de la mañana y la lideresa lucía el cabello castaño y corto como si recién hubiera salido de la peluquería… Tú estás perfecta como siempre, no sé cómo haces para arreglarte tan rápido, dijo Isabella y Sofía sonrió. Unas arrugas se marcaron en las comisuras de sus labios y ojos, como la primera vez que la vio sonreír en televisión… Me encanta, ¡ama lo que hace! ¡Ese brillo en sus ojos cuando habla de política, del partido o del país! ¡Me he enamorado! Juro que me he enamorado… Ese día, Isabella besó la pantalla del televisor por largo rato. Esa mañana, Isabella ató su cabello negro y ondulado con una liga. La lideresa no abandonaba la habitación. La acompañaría al baño, la vería entrenar… ¿Acaso desea lo mismo que yo?... La asesora divagó y
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se desnudó mientras ella observaba… ¡A veces creo que me has traído a tu mansión de muñecas solamente para mirarme!… Se lo había dicho en broma varias veces y ella enrojecía sutilmente y sonreía. Se vistió con la ropa deportiva, la cual le quedaba bastante ceñida. La lideresa sonrió frotándose la barbilla con la mano, expresión que siempre usaba cuando estaba concentrada en algún pensamiento... ¿Vas a venir?… Sofía asintió cargando al gato blanco que acababa de entrar a la habitación. Luego siguió a su asesora, sus rulos se meneaban al mismo tiempo que sus caderas… Esa manera de caminar un día va a matarme, susurró e Isabella la escuchó y enrojeció. Llegaron al minigimnasio. Isabella comenzó su rutina bajo la atenta mirada de Sofía… cuarenta y cinco minutos, dijo la mujer sonriendo… Sí, cuarenta y cinco… La asesora le devolvió la sonrisa y sintió el estómago revuelto. Quizás después de las entrevistas iría por el calzón de los gatos con el que había soñado, por si acaso.
*** Las banderas de color rojo y azul ondeaban en el aire. Ese día, Isabella, de veintitrés años, había llegado hasta el local principal del partido con el fin de enrolarse como militante. Estaba fascinada con la lideresa, sobre todo después de babear la pantalla del televisor cuando besó su imagen… Isabella, ¿no es algo mayor para ti?... ¿Qué?... Te vi… ¡Mierda! Estoy enamorada, entiende… Sí, pero limpia la tele… Molina tenía treinta y siete años, pero se le veía mayor por sus trajes de señora, su maquillaje muy natural y su ceño permanentemente fruncido… Atracción, vergonzante atracción, repetía mientras limpiaba la pantalla. Ese mismo día tomó la decisión enrolarse en su partido. Llegó cuando se celebraba un meeting en el jardín exterior del local. La lideresa daba un ferviente discurso a la turba. Isabella trató de
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abrirse un lugar entre la multitud para verla más de cerca, pero no llegó muy lejos. Afortunadamente, su metro setenta y cinco de estatura le permitió tener una amplia visión del estrado. Los globos, los gritos, las arengas, la mujer de ojos brillantes. El ambiente y la visión de la lideresa dejaron estúpida a la joven de veintetrés años, quien esperó a que ella bajara del estrado para alcanzarla y poder saludarla. Sin embargo, Sofía pasó rápidamente rodeada de su seguridad. Isabella comenzó a correr detrás de ella hasta que algo la sostuvo por el hombro. –Señorita, ¿adónde va? –Un agente de seguridad la detuvo. Tenía un chaleco anaranjado y su rostro se veía endurecido. Isabella levantó una ceja. –Voy a inscribirme. No entiendo por qué me detiene. Me hubiera gustado saludar a la lideresa, pero veo que no me va a dejar. –Nadie se le acerca a la lideresa, señorita, a menos que ella lo solicite. Las inscripciones son en la Oficina de Registro. Vaya para allá. –El hombre de seguridad la soltó y señaló hacia el edificio principal. Isabella perdió toda esperanza de poder hablarle a Sofía y se dirigió al lugar que el hombre le había indicado. “Isabella Salazar Ribeiros” escribió en la ficha, cuando notó que algo le hacía sombra por detrás… Isabella Salazar Ribeiros… Isabella escuchó su nombre y volteó intempestivamente. Era imposible no reconocer ese timbre de voz tan especial. Sonreía, sus labios delgados, sus mejillas sonrosadas, su sastre rojo oscuro, su cabello peinado hacia un lado y un gato blanco de ojos grises que retozaba en sus brazos. Isabella se quedó petrificada, sin poder hablar. Estiró la mano algo temblorosa. El lapicero cayó al suelo. –Lamento mucho la intervención de Alfredo. No le gusta que las personas se me acerquen. ¡Qué jovencita eres! –Se frotó la barbilla–. Te vi en el meeting, es imposible ignorarte.
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–Doctora, yo soy… –Isabella Salazar Ribeiros, lo dice tu ficha. –La lideresa tomó la mano que la joven aún tenía extendida–. Sofía Molina, un gusto que estés aquí, Isabella. Espero verte seguido. Ahora debo irme, pero cuando quieras hablarme solo tienes que decirle a Alfredo la contraseña –se acercó a su oído–: gato blanco. –Le guiñó el ojo, le entregó el lapicero que había caído al suelo y dio media vuelta para partir. El corazón de Isabella parecía dar tumbos dentro de su pecho. Sofía había dejado al gato en el suelo y ahora caminaba a su lado elegantemente, tal y como su ama. Molina volteó para despedirse. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Isabella correspondió con un saludo bastante nervioso y siguió llenando su ficha. Sofía continuó observándola sin que ella lo notara. Se mordió el labio inferior. Sabía que a partir de ese día nunca más podría dejar de mirarla. *** Le pasó la esponja. Sofía se encontraba en el cuarto de baño haciendo lo que siempre solía hacer. Me mira nuevamente. Me mira, la lideresa me mira. Isabella estaba embelesada. Molina nunca la había tocado, nunca se había atrevido a estirar la mano y rozar su piel de la manera como la asesora tantas veces había imaginado. Pero hazlo. Pasó la esponja por su nuca, por entre sus pechos. La lideresa solamente observaba… Venga, tenemos la agenda apretada… Le alcanzó la toalla y se levantó del filo de la tina… Ponte bonita, Isabella, bonita como siempre, le dijo antes de abandonar el baño. Isabella salió unos minutos después. Sofía ya había escogido para ella uno conjunto de minifalda con saco. La encontró hurgando en su cajón de ropa interior. La lideresa sacó un hilo dental y un sostén. Se lo alcanzó mientras la asesora se quitaba la toalla para quedar expuesta una vez más. Isabella notó que las mejillas de Sofía enrojecieron, pero recuperaron su color natural rápi-
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damente… Debo dejarte, le dijo con la voz temblorosa… No, quédate, por favor… Isabella, nos vemos en el auto. Te estaré esperando… Sofía dejó la habitación visiblemente perturbada. La vio salir de la mansión con los labios brillantes y las largas piernas descubiertas. Sensual, linda y sensual. ¿Algo más? Subió a la camioneta y Molina se arrimó hasta quedar muy cerca de ella. Suspiró. Vainilla, fruta, lo que sea. El perfume invadió el ambiente. Sofía se sintió mareada e instintivamente la tomó de la mano, pero la soltó. Nada quedaba de aquella jovencita sin maquillaje, tímida, vacilante y nerviosa que llegó un día al partido para ser militante. Isabella ahora era toda una mujer de veintinueve años con su larga cabellera oscura, sus trajes de diseñador, sus tacones altos. Imposible que pasara desapercibida, imposible dejar de mirarla. El carro arrancó. Estaban tan cerca la una de la otra que la asesora sintió un calambre en el estómago. Isabella había entrado al partido por ella y ella la había ascendido rápidamente porque la quería cerca, muy cerca… Quiero una asesora de confianza, ¡la quiero a ella! Es tan difícil entender eso, carajo. Xami de mierda, acá se hace lo que yo digo… Entonces le pidió que tomara el cargo e Isabella le respondió con la boca abierta. Sofía soltó una carcajada… Tomaré ese gesto como un sí entonces… Definitivamente, hubiera sido imposible negarse. Era casi de noche. Isabella se había quedado trabajando. Molina la observaba en la oscuridad, luego ingresó a la oficina y la joven se asustó. Sofía la calmó y la saludó con un beso que le dejó marcada la mejilla. Se sentó a su lado y le susurró al oído. La joven pudo sentir el aliento mentolado de Sofía sobre su cuello. Nunca la había tenido tan cerca, su cuerpo se tensó… Te tengo una sorpresa, dijo Sofía y la tomó de la mejilla… Imposible, ella nunca me ha tocado… Pero ahí estaba su mano que parecía soltar descargas eléctricas sobre su cara… Serás mi asesora personal, Isabella. Mañana te mudas conmigo, tendrás todo lo que desees… La soltó para acari-
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ciarle el cuello con sus dedos y luego quedarse observándola una vez más. Rió… No tienes que decir nada, querida, tomaré tu silencio y ese gesto como un sí… Sí, sí, soy toda tuya, todo lo que quieras… Isabella no pudo articular palabra. Sofía sonrió… ¿Te molesta que te observe mientras trabajas?… ¿Huh?... Se quedó a su lado. La pierna de Isabella comenzó a temblar a medida que los ojos cafés de la lideresa recorrían todo su cuerpo. Cuello, escote, cintura, caderas, piernas. La deseaba… No puedo, ¡deje de jugar conmigo, doctora! No es la primera vez que hace esto, susurró, pero la doctora Molina solo se rió… ¿Hago qué?... Mirarme, ¡mirarme!... ¿No tengo derecho a mirarte?... Más risas. El auto surcaba las calles a gran velocidad. El chofer no podía dejar de mirar por el espejo retrovisor la entrepierna de Isabella. Sofía lo notó y levantó una ceja… Señor, concéntrese en su trabajo. Si sigue así, va a causar un accidente, le dijo. Luego colocó una de sus manos en el muslo de Isabella e intentó bajarle la falda. La joven abrió lo ojos completamente… Otra vez, me está tocando otra vez. ¡Sigue!, divagó. Deseaba con todas sus fuerzas que dejara de acariciarla con la mirada y procediera a usar cualquier parte del cuerpo para hacerlo si así lo quería. La mano continuaba en su muslo… Deja de jugar conmigo, Sofía, murmuró mientras sus mejillas enrojecían. La doctora se rió… Ay, Isabella… Se pegó más a ella. Su mano quería seguir subiendo por la pierna de la joven, pero se detuvo… Mejor, mejor. Tienes razón... Sus dedos desaparecieron intempestivamente. Isabella se acomodó el cabello y la miró… Deja de jugar, por favor, un día esto va a acabar en… Pero la lideresa le hizo el gesto de silencio con uno de sus dedos… Esto va a terminar en lo inevitable, dijo y se alejó de ella. La asesora suspiró… Deja de jug… Shhh, Isabella, casi llegamos... *** No podía soportar los tacos después de haber estado parada durante
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toda la mañana. Solo ella podía ser tan tonta como para hacerle caso a la lideresa sin siquiera refutarle… Con tacos eres otra, Isabella, así es como quiero verte… Santa palabra, maldita y santa palabra. La asesora levantó una ceja y ella le entregó unas sandalias de taco nueve que le había comprado para aquella ocasión… ¿No son bonitos?... Ehh, ¡son demasiado altos!... No, son bonitos… Se los colocó y miró a la lideresa con una sonrisa fingida. Después se miró al espejo. Sofía se le acercó y le acomodó el cuello de su blusa… Eres la asesora más bonita e inteligente, nadie se compara contigo… Bajó sus manos y casi tocó sus pechos. Isabella sintió un escalofrío. Otro roce más de la lideresa y no respondería por sus actos. Ahora se arrepentía por haberse puesto aquellas sandalias que le estaban sacando ampollas en los pies. El evento duraría todo el día. La doctora Sofía Molina había sido invitada para dar varias conferencias. Isabella, su asesora, era la encargada de velar por que todo saliera a la perfección, además de tratar de impulsar la candidatura de su lideresa. El hotel en donde se realizaba el evento estaba abarrotado de prensa, estudiosos y curiosos, quienes no dejaban de hacerle preguntas. Los pies la estaban matando y ella debía sonreír, saludar, contestar, agradecer y continuar… ¡El siguiente, por favor. Mis pies, carajo… Sonrió nuevamente. Eran casi las tres de la tarde cuando Sofía tomó de la mano a Isabella y se le acercó al oído… Vamos al cuarto, quiero almorzar ahí contigo, le dijo mientras la asesora se sacaba el audífono y micrófono inalámbrico para dejarlo en el centro de comando. Caminó a su lado, subieron unos pisos, se detuvieron. Sofía introdujo la tarjeta de la puerta y ambas mujeres se echaron en la cama distendida en donde la lideresa había pasado la noche repasando sus exposiciones. Muy temprano había ido dejarle a Isabella las dichosas sandalias que terminaron tiradas en el suelo de la habitación. Sofía prendió el televisor.
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–Estoy tan cansada. –dijo y hundió su cabeza en la almohada. –Yo también, estas sandalias me están matando –respondió la asesora, quien observaba la habitación. Flores, lámparas prendidas a media luz, el minibar abierto, dentro muchas barras del chocolate favorito de la lideresa. Isabella sonrió… Y después te quejas de que tus caderas son enormes… Suspiró sintiéndose abrumada y perdida. Todo a su alrededor la invitaba a cometer una locura. –Vamos a descansar un rato. Le encargué a Xami que nadie nos interrumpiera, que deseaba dormir un poco antes de mi conferencia de la tarde. Tenemos unas horas libres. –Si deseas descansar, entonces mejor te dejo. –Isabella iba a levantarse cuando Sofía la detuvo. –Si te he pedido que me acompañes es por algo. – Le dijo la lideresa, quien comenzó a acariciarle la palma de la mano hasta llegar a sus dedos y sus uñas. Isabella se sintió excesivamente nerviosa, no se sentía así desde el día de su primer encuentro con la lideresa. Seis años después estaban en una habitación de hotel iluminada a media luz con los ojos fijos una en la otra. Volteó la cara, miró al techó y cerró los ojos. Sofía comenzó a observarla sonriendo y se atrevió a hacer lo que muy pocas veces había hecho. Una de sus manos fue a posarse en la mejilla de Isabella y bajó por el cuello haciéndole cosquillas. La asesora comenzó a sentir el calor de su mano y un escalofrío en el estómago. –Deja de jugar conmigo, Sofía. Te lo he dicho muchas veces. Si continúas, ahora sí que no respondo. –Sofía rió. –Es posible que esta vez quiera que no respondas. –Sofía la besó en los labios. Su lengua se abrió paso profundizando dentro de la boca de Isabella. De pronto, la asesora reaccionó y la apartó. –¡Esto es una mierda! –le dijo levantándose de la cama–. Siempre lo haces, Sofía, siempre me miras, siempre me seduces, siempre me tientas. Si quieres sigue haciéndolo, pero no juegues conmigo. No pretendas que te dé lo que deseo darte. No me pidas que te bese, que te abrace o que me convierta en tu amante si lo que quieres es convertirme
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en tu muñeca, en quien siempre va a estar ahí para satisfacer tus caprichos. No soy de piedra, yo te quiero, ¡yo siempre te he querido y tú solamente quieres usarme! No podré soportar hacerte mía para que luego desaparezcas porque no puedes permitirte amar a alguien como yo. Si ahora continúas, esto será un desastre –Isabella se levantó y tomó sus sandalias, estaba dispuesta a abandonar el cuarto de hotel cuando la lideresa la acorraló contra la pared. La asesora la sintió cerca, tanto como cuando la besó a través de la pantalla de su televisor, pero esto real, tan real como su aliento sobre su cuello, como sus caderas aferradas a su cuerpo. La doctora la tomó por la cintura presionándola con fuerza. –Es cierto que nada puedo ofrecerte, pero he querido estar contigo desde que llegaste al partido. Eres una droga, una adicción, Isabella. ¡Yo tengo derecho a tenerte y eso es lo que tú siempre has querido! Dime lo contrario y te dejo… –¡Sofía de mierda! Un beso más. Un beso fue lo que marcó el inicio de aquella campaña en la que ninguna resultaría vencedora y que no podría continuar por mucho tiempo. Isabella la empujó hacia la cama y comenzó a desvestirla hasta encontrarse con esos pechos inmensos que solamente había visto detrás de sus escotes. Lo vio, un sostén rojo le impedía continuar, hacer contacto, sentir la suavidad de su piel… ¡Planeaste esto! El rojo te queda bien, le dijo en un murmullo que produjo un gemido de placer en su lideresa. Le abrió el broche del sostén con la boca y comenzó a besarla deteniéndose en su cuello, en sus pezones, en su barriga, en sus muslos. Y la miró otra vez. Isabella se rindió ante ella como cuando la vio en la televisión. Sofía se colocó encima y le quitó la ropa. Sonrió al verla ataviada con un calzón celeste estampado con unos gatos blancos… Imposible, con lo que me gustan los gatos… También se lo quitó y se perdió en la humedad de su entrepierna. Las banderas rojas y azules flamean. La enajenada multitud la
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aprisiona mientras ella observa a su lideresa pronunciando un discurso. Ahora es esa misma persona quien la apretuja entre las sábanas impregnadas con su olor. La lideresa levanta el brazo y la gente grita. Ella, con veintitrés años y los ojos violeta completamente abiertos, está excitada, entusiasmada. Su inteligencia, belleza, sensualidad, sus caderas, que araña, que raspa. Sus labios comienzan a pronunciar aquellas palabras que enardecen a la masa que vitorea su apellido. Mientras ahora, esos mismos labios perdidos en su entrepierna la hacen gritar su nombre, jalarle el cabello, aferrarse con los dedos al colchón. La locura. La gente con vinchas y globos, con pancartas, con polos, con su foto. El ambiente llega al clímax cuando la doctora Molina, la lideresa, grita arengas por el partido, por el país. Y la cama parece estallar cuando ambas, frotando sus cuerpos y mordiéndose los labios, llegan al éxtasis que culmina en un beso prolongado. Isabella ve a la doctora en el estrado mientras siente que el tumulto va a aplastarla, pero no le importa, la está viendo con esos ojos cafés brillantes, con ese cabello corto, con esa seguridad y confianza que le inspira a ¿adorarla? Isabella la toma de la cintura y la aprieta contra su cuerpo. Le hace recostar la cabeza en su hombro, le acaricia el cabello y siente que los sentimientos la aplastan, pero no importa con tal de tenerla como lo había deseado desde la primera vez que la vio en televisión y besó la pantalla por largo rato imaginando que la besaba a ella. Esa tarde en el meeting ambas sonríen, se sienten felices. Seis años después experimentan el mismo sentimiento encima de la cama en donde se han entregado aquella pasión escondida entre miradas, insinuaciones y juegos. Isabella cierra los ojos y solo los abre para ver un flash, un flash que ciega sus ojos violeta y le provoca unas intensas ganas de llorar mientras la lideresa se cubre con una bata.
*** Faltan pocos días para los comicios electorales. Isabella se peina
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frente al espejo de su habitación en la mansión Molina. La lideresa del partido la observa mientras revisa la agenda del día. El peine parece formar las ondas del cabello oscuro de la asesora. Está vestida con una bata blanca de seda que marca sus pechos. Comienza a untarse una crema de vainilla en el cuerpo. Sofía se acerca a la cómoda y saca de ella la ropa interior que su asesora usará. Un sostén azul, un calzón celeste estampado con gatos blancos… Ese no, Sofía… Póntelo… Se lo alcanza sin atreverse a tocarla, cualquier roce podía convertirse en una desgracia. Isabella no le dice nada, pero detesta ese calzón. Encontraron al periodista que tomó la foto comprometedora. Xami logró incautar el rollo de la cámara y luego soltó una buena suma de dinero para cerrarle la boca al individuo. Las encuestas señalan que la doctora Molina tiene todas las de ganar. Está contenta; sin embargo, ha vuelto a su actitud pasiva con Isabella. La mira mientras se baña, se acerca muy poco a ella, la observa mientras entrena, pero nada más… Póntelo… El calzón de gatos parece burlarse. Los ojos de la lideresa se empañan. Isabella toma la trusa y se la pone… ¿Contenta?, piensa… Así me gusta, ahora este traje que te compré y las sandalias blancas… Isabella toma la ropa sin mayor entusiasmo. Desde el incidente trata de olvidar el intenso encuentro con la lideresa. Ha aceptado todo lo que ella le ha exigido porque no quiere alejarse aún más de ella… Aún más lejos que el día que la vi en el estrado por primera vez, divagó… Esto no puede ser, Isabella, ya ves lo que ha pasado. Un político no puede tener este tipo de, tú sabes, le había dicho el día del incidente del hotel mientras trataba de sacar el rollo de la cámara… No conoce las cámaras digitales este imberbe… Isabella se quedó callada y aceptó la decisión de la lideresa como si fuera suya. En ese momento, sentada en el banquito del tocador, comienza a pintarse la cara. Sofía la admira por largo rato como lo hizo antes, como lo ha hecho siempre. Isabella está lista, radiante, preciosa. La doctora Molina se muerde el labio inferior… Te ves perfecta, te espero en el auto, le dice recuperando su habitual serie-
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dad y abandona la habitación. Las banderas rojas y azules del meeting flamean a su costado, la gente la aplasta y ella, una jovencita de veintitres años, solo está ahí para verla y admirarla, para escucharla y entusiasmarse con cada una de sus palabras… Estoy enamorada… Seis años más, seis años menos. Isabella camina unos pasos con los zapatos blancos de taco regalados por la lideresa. Son muy bonitos, al igual que el calzón celeste de gatos blancos que compró para ella. Se dirige a la camioneta… Siempre he sido tu muñeca y qué más da… Suspira y esboza la mejor de sus sonrisas.
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Lleva un sombrero de ala corta adornado con una cinta color verde limón. El saco ajustado, la camiseta, el cinturón que cae a un lado porque es demasiado largo para alguien tan delgado como él. Su cabello rubio platinado proveniente de un frasco de tinte enmarca sus facciones de anime japonés… Eres un chico bonito… Él, su casi hermano menor, siempre se lo dice. Su corazón acelerado todavía no baja el ritmo de la última canción que ha bailado, saltado y vivido como si fuera la última de la fiesta, como si el alcohol hubiera hecho estragos en sus sentidos o como si se sintiera eufóricamente feliz. Pero nada de eso es cierto. Sus ojos rasgados y de un celeste tan claro que parece gris, lo miran, lo siguen, casi lo acosan sin que él lo note. Frunce el ceño y siente esos celos abrumadores, dolorosos. ¡Qué mierda hace bailando con esa chica! Se golpea la frente con la mano. ¿Qué más podría estar haciendo un chico en una fiesta? Quería correr, agarrarlo del brazo, alejarlo de esa estúpida y… ¡Nada! La cerveza ya no me hace nada… Quería estar completamente ebrio. Quizás así tendría un poco más de valor o locura, pero la cerveza parece agua... ¡Ni siquiera estoy picado!... Fabricio suspira y se quita el sombrero porque tiene la frente mojada. Se limpia con un pañuelo y trata de mirar hacia otro lugar. Él se llamaba Salvador y tenía once años cuando llegó al colegio
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de Fabricio. El rubio, quien en la época estudiantil llevaba el cabello castaño claro y engominado, tenía diecisiete años, estaba en quinto de media y había quedado prendado del par de ojazos negros del niño que miraba con curiosidad y cierta admiración a aquellos estudiantes altísimos, impecables y perfectos que recibían a los recién llegados con una amplia sonrisa. Pero ese chiquito tan curioso era solo un niño y Fabricio no podía llevarlo al baño del cuarto piso… Que está desierto, que nadie entra, que te bajas el pantalón rapidito, te agarras del lavatorio y al toque no más, eso sí bien callado porque si los curas te escuchan, la cagada y siempre ponte condón, está bien ser maricón, pero no huevón. Toma, toma, para la próxima cómprate tus jebes, tarado… No, llevarlo al baño del cuarto piso era demasiado, era solo un niño de ojos y pelo muy negro con rizos rebeldes, de piel bronceada, delgado, bonito, otro anime más, otro gusto más, otro tormento más de solo once años, once malditos años, maldito uniforme talla 14 ó 12, maldita mochilita, maldita loncherita, maldito… ¡qué cochino soy, carajo! Pero se le acercó sonriente, altivo, altanero… Soy Fabricio – pelo engominado – Benavides III, II o, qué sé yo y estoy aquí para ayudarte en lo que quieras… Salvador Pinedo… Le contestó el niño de quinto grado tratando de disimular la risa… Lo siento, tu pelo se ve gracioso… El señor Benavides levantó una ceja, y nada, así fue como todo empezó. Fabricio se convirtió en su hermano mayor, su mejor amigo, su profesor, su pata de juergas, etcétera; es decir, todo lo que no quería ser. Lo vio crecer y transformarse en un galanazo de rulos largos y alborotados por el que muchas suspiraban, tanto como suspiraban por el ahora rubio platinado que parecía un elfo o una niña con el pelo largo por debajo de los hombros y las facciones de anime japonés… Si mi papá me ve, me agarra a correazos una vez más… Lindo el rubio elfo-anime, lindo el moreno anime no más, lindos los dos que parecen estar juntos todo el tiempo... Sí juntos, pero no revueltos, carajo…
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Ahora Salvador baila con una chica, bien fea la estúpida, mientras esos ojos rasgados y grises todavía lo observan deseándolo tanto como la primera vez que lo vio en esa fila de niños uniformados de azul. Otro sorbo de cerveza, otra canción para saltar como loco, otra mirada que se pierde entre esas luces de mil colores, otro dolor que se suma a aquellos dolores que llevan siete largos años doliendo como mierda. Otro, otro, otro. Ahora el niño tiene dieciocho años y quizás ya es momento de enfrentarlo. Pero no, quién pudiera, quién fuera, quién quisiera, quién estuviera completamente ebrio. Y la estúpida mujer fea que se regala con esos contoneos y frotaditas, bien bitch la bitch. Fabricio prende un cigarro y aspira el humo… Mátame, llévame de una vez… Los ojos húmedos, los dientes apretados. Salvador lo mira y le sonríe. Él responde con frialdad. La canción acaba y el chico de rulos alborotados se aleja de la fea para acercase al rubio, quien ha terminado el cigarro y enciende otro por puro nerviosismo… Vámonos, no soporto a tanta hueca… Nos salió profundo el chico… Fabricio bromea, Salvador le saca la lengua y se dirige a la salida, el rubio lo sigue sin refutarle. Lo acompañará a su casa, le dará la mano como todo un hombre y volverá a su departamento… Maldita sea la hora en que creciste y dejaste de ser ese niño prohibido, así todo era más fácil… Fabricio camina con los ojos cerrados y siente que ya está cansado de sentir. *** –¡Me has traicionado! –No, Salvador, solo hablé con la profesora porque tus notas han bajado demasiado, ¡nunca le dije que hablara con tus padres! Solo quería ayudarte... –¡Cállate, traidor! –¡Salvador! –Fabricio corre detrás del niño de trece años… Cada día estás más grande, más rápido, más pintón... Se acerca a él, quien se encuentra parado al borde de la azotea de la casa del rubio. Seis años
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de edad los separan en madurez, en entendimiento. Los rulos alborotados del niño ondean con el viento, su mirada se nota enfurecida. –Vete, Fabricio. ¡Te odio! ¡Nunca tendré el Play Station que quería, todo por tu culpa! La profesora les dijo que soy malcriado, rebelde y distraído. ¡Han creído todas esas mentiras! ¡La vieja esa me detesta, lo inventó todo! –¡Salvador, aléjate de ahí! Hablemos. –No tengo nada que hablar contigo, ¡eres un madito traidor! –comienza a llorar. –¡Salvador! –Ellos dijeron que soy una vergüenza, siempre me lo dicen. ¡Ahora tú también me traicionas! ¡Solamente te he tenido a ti en todo este tiempo y ahora me haces esto! ¡Te odio! Te enseñé mi libreta para que me ayudaras con los cursos que he jalado, no para que fueras a hablar con la profesora. Palabras vienen, palabras van hasta que Fabricio aprovecha un descuido del niño para acercarse, tomarlo por la cintura y atraerlo hacia él. Salvador pelea en vano y luego lo mira extrañado… Eres fuerte, chico bonito… El rubio frunce el ceño ante el comentario y luego sonríe de lado. –Te quiero, Salvador. Lo siento, yo no quise… Solo quería encontrar la manera adecuada para ayudarte… –el niño se aferra al rubio y llora con más intensidad. Fabricio aprieta su cuerpo pequeño contra su pecho… Te quiero tanto…Piensa y una vez más, calla. *** Está sin camisa, con el pantalón abierto. Tirita de frío. La cabeza gacha, el dolor intenso por la violencia ejercida contra él, los mechones platinados mojados. Dándole la espalda, él fuma y tiene el puño
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apretado. Lo mira de reojo. También tiene el pecho descubierto, también siente el dolor muscular del encuentro. Sus pupilas negras reflejan rabia. Cuarto piso, el famoso baño, él al filo de la ventana, confundido, decepcionado. Voltea y lo mira… ¿Hace cuánto tiempo?... El rubio permanece callado… ¡Hace cuánto, carajo!... Silencio. Aprieta más el puño… Me has traicionado, ya no confío más en ti. Pensar que yo te veía como un hermano y ahora mira lo que me has obligado a hacer… De pronto tiene trece años otra vez, está en la azotea, le grita. Esa vez se alejó de él durante dos semanas después de darle un empujón y zafarse de su abrazo y de su sentimentalismo estúpido. Ahora quizás se alejará para siempre… ¡Habla, Fabricio!... Yo te quie… ¡Imbécil! ¡No digas eso! ¡Me has querido todo este tiempo de una manera equivocada y yo confiaba en ti! ¡Traidor, traidor de mierda!... El rubio calla. Sí, es mejor permanecer callado. Nada era más aburrido que aquellos almuerzos de ex alumnos. Habían ido por compromiso, a pesar de que Fabricio odiaba hacer cosas solamente por cumplir. Dos o tres vinos, un poco de ensalada, algo del enrollado, un postre de chocolate… Hijo, ¡córtate esas greñas! Pareces mujer… El padre Montero se acercó a Fabricio y lo jaló de la cola que llevaba en el cabello. Salvador se rió… ¡Y tú tampoco te salvas con esos rizos alborotados! No tienen salvación, ¡que Dios se apiade de sus peinados y sobre todo de...! Amén, interrumpió Salvador y soltó una carcajada. Después se acercó a Fabricio, quien estaba visiblemente incómodo, y le susurró al oído… Nos tiene envidia porque está calvo… El rubio sintió su aliento tan cerca que un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Reaccionó y rió con tanta fuerza que su carcajada se mezcló con el olor a licor, la incomodidad y las hormonas revueltas. Al poco rato y aburridos, decidieron pasear salón por salón, piso por piso, patio, auditorio, canchita de fútbol, baño del cuarto piso… Donde todos los maricones se metían a tener encontrones. No lo cono-
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cía… Sí, todos, todititos menos tú y yo… ¿Ah?... Y Fabricio lo miró a los negros, lo tomó por la cintura, lo empujó un poco contra la pared y lo besó. Vino, chocolate, qué más da a qué le supo ese beso cuando Salvador lo empujó y el rubio cayó al suelo con los ojos completamente abiertos sin saber qué impulso sin sentido lo había obligado a hacer lo que hizo. –¡Imposible! ¡Imposible! –Salvador no dejaba de repetir esa palabra–. ¡Imposible! ¡Tú eres mi hermano! ¡Cuántas veces he dormido en tu cama, cuántas veces me he desnudado delante de ti! ¡Cuántas veces he permitido que me hagas cariño porque pensé que tú me veías de la misma manera! Y tú, ¡eres un traidor de mierda! –el niño tenía trece años nuevamente–. ¡Le dijiste a la profesora y mi Play Station! Eres un traidor de mierda, yo confié en ti, yo te di mis notas, yo, yo… Yo te di mi confianza y ahora me haces esto, ¡qué mierda significa ese beso! –silencio, la mirada negra llena de odio, el ceño fruncido–. ¡Maricón de mierda! –Fabricio sintió miedo–… Rece los misterios dolorosos, señor Benavides, rece mientras le aplicó el castigo por sus mariconadas… Él le baja el pantalón, luego saca una regla de metal. Fabricio sabe lo que va a pasar, no es la primera vez que está en su despacho… Empiece, señor Benavides… Dios te salve María awww… Más fuerte, no puedo escucharlo y deje de quejarse que parece mujer… Llena eres de gracia, ¡ahhh!.. Cerró los ojos y esperó el castigo. Salvador se abalanzó contra Fabricio, quien todavía estaba en el piso, y le arrancó la camisa. Comenzó a morderle los labios hasta sacarle sangre, bajó por su cuello, succionó hasta dejarle moretones en el pecho, le abrió el pantalón, le apretó el miembro endurecido con fuerza… ¡Habla, carajo! ¡Es esto lo que querías!... Sollozos, gemidos, excitación, dolor de cuerpo, dolor de alma. Salvador se quitó la camisa, el pantalón, se quedó en el boxer… ¡Así querías verme!... Su pene estaba tenso, no sabía por qué, o quizás sí. Lo besó de nuevo, lo volteó y le
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mordió la espalda mil veces maldiciéndolo, mil veces clavando las uñas en su trasero, mil veces preguntando sin obtener respuesta alguna más que los sollozos de dolor de su casi hermano rubio, anime, chico bonito, traidor… ¡Esto es lo que querías, verdad maricón!... Le separó las nalgas y lo penetró… ¡Déjame, no me toques, Fabricio!... Trece años y se había librado del abrazo de rubio con tanta fuerza que lo había hecho caer al suelo. Corrió aún por el filo de la azotea y se alejó… ¡Salvador! Yo no quise… Pero calló de nuevo y Fabricio sintió un dolor similar al que experimentaría años después postrado en el baño del cuarto piso del colegio católico, apostólico y romano del cual egresó con el cabello castaño y engominado… ¡Esto querías, verdad! Yo confié en ti y resulta que tú… Salvador lo penetraba cada vez con más fuerza, luego lo agarró de los pelos y le hizo levantar la cabeza… Mírame, traidor de mierda, mírame bien porque… Y las lágrimas comenzaron a salir de los ojos de Fabricio, quien ya no pensaba, ya no escuchaba, ya no sentía. Se había resignado a que Salvador le hiciera pagar un pecado que nunca se había atrevido a confesar… Un rosario entero de penitencia, señor Benavides, a ver si así limpia su alma sucia, cochina, maldita, traidora y no se va derechito al infierno. Venga, ahora se baja el pantalón que merece unas buenas nalgadas con la regla a ver si así se le quita lo maricón… Cerró los ojos hasta que sintió el calor de Salvador derramándose por entre sus nalgas. El chico de pelo negro lo soltó y él cayó de nuevo al suelo. La mejilla pegada a las mayólicas, el cuerpo tiritando de frío, adolorido, lloroso, sin sentir ya nada, pero sintiéndolo todo. ¿Por qué lo hiciste?… Salvador, de trece años, le había preguntado nuevamente dos semanas después cuando se encontró con el rubio a la salida del colegio. Él siempre lo esperaba para acompañarlo a su casa, pero esas dos semanas el niño había pasado de largo ignorándolo completamente… Porque te quiero y siempre me preocupo por ti, solo quería encontrar la manera de ayudarte… Fabricio tenía una caja en las manos envuelta en un papel de regalo de muñequitos. Salvador
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abrió el paquete y encontró un Play Station nuevo con doce juegos pirata incluidos. Sonrió y abrazó al rubio, quien pensó que esa sonrisa valía el hecho de haberse gastado todo su sueldo de practicante en el regalo de reconciliación. Ahora está hecho un ovillo en el suelo del baño del cuarto piso del colegio. El niño de dieciocho años le da la espalda, aprieta el puño y parece odiarlo una vez más… ¿Por qué lo hiciste, por qué me has obligado a hacer esto! ¡Te odio!... Voltea a mirarlo varias veces mientras se abotona la camisa. El rubio tirita de frío. Salvador se le acerca y lo abraza como una vez hace ya muchos años él lo abrazó para pedirle perdón sin palabras. Solo en ese momento Fabricio lo mira con frialdad… ¿Por qué?... Pregunta el niño, pero él calla porque amarlo desde hace siete años ha sido el peor error de su maldita vida de maricón… Lo siento, me lo merezco… Murmura el rubio. Esa disculpa es para él mismo… Siento haberte amado, siento haberte querido, siento estar en sus brazos, siento que me hayas violado, siento, siento, siento, pero si ya no siento nada… Silencio. Trece años, la azotea de nuevo, el dolor. El niño ha salido corriendo porque no soporta la traición de su casi hermano. Fabricio se ha quedado ahí parado sin poder hacer nada. Dieciocho años y Salvador reacciona liberándose de ese abrazo. Lo odia. Lo deja en el suelo aún temblando y camina hacia la puerta sin voltear a mirarlo para evitar caer nuevamente en la debilidad estúpida…Te odio, nunca te voy a perdonar, maricón traidor… Salvador desaparece. Fabricio sabe que no hay Play Station que remedie su error. *** –¡Salvador! ¡Bájate, por favor! Chico de mierda. –No quiero, a ver a quién le importa que me pase algo… –¡A mí me importa! ¿Acaso no entiendes que hay cosas que se
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hacen simplemente porque uno quiere a alguien? –¡No! ¡Uno nunca traiciona por amor! –A ver qué haces tú cuando quieras a alguien de verdad. ¡Solo tienes trece años, que mierda sabes tú de querer! El niño lo mira enojado y se aleja del filo de la azotea. En ese momento, Fabricio aprovecha su descuido para atraerlo hacia él… Eres un terco de mierda, piensa y calla. Fabricio se mira al espejo y levanta ambas cejas en señal de asombro. Se ha cortado la larga melena platinada y le es difícil reconocerse bajo ese nuevo aspecto. Han pasado unos días desde el incidente del baño del cuarto piso del colegio… No sé nada de él, ¡pero qué va a llamar! Salvador no hace esas cosas… Todavía le duele el cuerpo, todavía tiene algunos raspones y moretones. Se viste. Debe volver al trabajo, el descanso médico ya se le ha terminado. En ese instante, suena su celular, mensaje de texto, remitente: Salvador… Nunca he sabido qué mierda es querer y menos que me quieran. Nos vemos más tarde en tu departamento ¿sí?… Fabricio sonríe… Yo tampoco lo sé, Salvador… Toma su maletín, el sombrero de aquella fiesta, su saco, lanza el celular por la ventana… Perdóname… Sale y cierra la puerta tras siete años de tenerla abierta.
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He tenido dos nombres a lo largo de toda mi vida. Mi D.N.I. dice que me llamo Armando, pero también me dicen Pablo, que es el nombre de mi hermano gemelo. Sí, me gustaría comenzar hablando de él. ¿Me explayo? ¿Le dijeron que tenemos problemas? Uno que otro, no sé. No hablarnos por casi doce años puede ser un pequeño problema, ¿verdad? Entonces, comienzo. Pablo y yo somos gemelos idénticos, la única diferencia es que yo soy gay… ¡Perdóname!... ¡Cállate! Tengo que aguantar que me digan marica por tu culpa, pervertido conchatumadre... Sí, él es un poco grosero. Soberana golpiza la que me dio ese día. Teníamos catorce años. Me defendí, pero él logró romperme la nariz. Todavía la tengo torcida, carajo, ¿se nota? No importa, comentaba que teníamos catorce años y él se enojó tanto conmigo que se cambió el corte de pelo y el estilo de vestir, luego se mudó al cuarto de la empleada y dejó de hablarme. ¿Le dije que han pasado doce años? Ok, entonces sigo. A pesar de los cambios de mi hermano, todavía nos confunden. ¡Y no va a ser! Si somos flacos, blancones, la misma mirada, el pelo castaño, los lentes de montura de plástico negra. Yo sigo peinándome de lado como cuando éramos chicos, él se hace raya al medio. Es la única diferencia que nos queda, si hasta volvimos a usar ropa parecida porque trabajamos en rubros similares. ¡Siempre hemos sido idénticos! Le confieso que aún me duele cuando me llaman por su nombre o cuando me veo frente al espejo y encuentro sus ojos caramelo reflejados en mí. ¿Que por eso estoy aquí? La verdad, no sé, supongo. ¿Le dije que hace doce años no nos hablamos? Parece muchísimo tiempo, ¿verdad?
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Antes del incidente, hacíamos todo juntos. Nos gustaba escondernos debajo de la mesa de la cocina para meterle los dedos a las tortas que mamá preparaba o encerrarnos en el baño para jugar con la crema de afeitar de papá. En el colegio cambiábamos de clase. Él daba mis exámenes de ciencias y yo le resolvía los de matemática. Mi hermano nunca daba una con los números. Sí, es ingeniero, ¿le dije que también di su examen de admisión? ¡Y eso que no me hablaba! Todavía me da risa. Todo bien, todo genial hasta que conocí a Alonso y Pablo pasó a un segundo plano. Alonso fue mi primer amor. Teníamos catorce años, sinceramente no sabíamos lo que estábamos haciendo con exactitud. Ni siquiera puedo recordar muy bien lo que pasó. Estábamos escondidos debajo de las escaleras que daban al segundo piso del colegio, nos miramos a los ojos, quizás sonreímos y sentimos una leve erección. Alonso me besó y yo correspondí. Sus manos juguetearon en mi espalda, bajaron por mis caderas. ¿No quiere saber detalles? Caramba, ¡no se enoje así! Tampoco pensaba dárselos, igual nada más pasó porque Pablo apareció. Obviamente nos iba a encontrar, ese había sido nuestro escondite de toda la vida cuando no queríamos entrar a clase. ¡Qué estúpido fui! Nosotros en pleno arrumaco, mis mejillas enrojecidas, Alonso soltándome intempestivamente, Pablo con la boca abierta… ¡Qué carajo! ¡Eres maricón!... Corrió y yo corrí detrás de él… ¡Pablo, Pablo!... ¡Eres maricón, Armando!... A nadie pareció sorprenderle, creo que todos ya lo sabían menos él y mi papá, quien me dejó el trasero enrojecido con la hebilla de su correa. ¡Ah! ¡Y Pablo me rompió la nariz! La tengo torcida ¿se nota? A partir de ese día, mi hermano y yo dejamos de ser gemelos idénticos para convertirnos en dos completos extraños. Han pasado doce años. Sigo extrañando a Pablo, pero él todavía tiene ganas de romperme la nariz. Una vez nos sentaron juntos en una
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reunión familiar y traté de hablarle, explicarle que en realidad seguíamos siendo tan parecidos como antes… ¡La única diferencia que tenemos es que tú odias las aceitunas! ¿No me ves? ¡Soy tu espejo!... Cállate, Armando. No digas que somos iguales. Yo soy normal, tú eres un maricón. Hace mucho que dejaste de ser mi hermano... ¿Sigo sacando diferencias entre él y yo? No, nada que ver, somos completamente iguales. ¿No entiende que somos gemelos idénticos? La cuestión es que él se levantó del sillón y se marchó. Yo hice lo mismo. Me dolió, pero parecía que ya me había acostumbrado a ese sentimiento. No puedo decir más, doctor, me parece que he hablado mucho. ¡Ah! Me olvidaba, tengo muy mala memoria. Pablo también, solíamos perder las llaves todo el tiempo. Una vez tuvimos que romper una ventana para poder entrar a la casa ¡Ay! ¡Papá nos pegó con palo mojado para no dejarnos marca! En fin, ¿qué iba a decirle? Ah, sí, sí, tengo algo más que quizá pueda interesarle. Me gustaría que lea este correo que le escribí. Mi mamá, linda ella, la única que ha dejado de pedirle a Santa Ana que me convierta en hombre, me dio su correo y yo le escribí a Pablo. Mire, mire, le desdoblo el papel. Algunas veces creo que algo de escritor tengo. No se ría, doctor. Dicen que todos tenemos algo de loco, de gay y de escritor. ¡Lo siento, no se sulfure! ¡No me frunza el ceño otra vez! Esas dos hermosas niñas de las fotos de su escritorio demuestran que usted es todo un hombre, sí, de esos en los que mi viejita quería que me convirtiera, linda ella que ya ha dejado de rezarle a Santa Ana para que me convierta en hombre. Volvamos al correo. Confieso que titubeé al momento de mandarlo, pero señalé el botón de enviar, cerré los ojos y send o sent, mejor dicho. Lo que sea, ya no había vuelta atrás. ¿Va a leer? Sí, para eso se lo doy. Espero entonces. Hace doce años que no nos hablamos, Pablo. Sorry, así no se comienzan los correos. ¿Hola, cómo estás? Te habla aquél con el que compartiste la panza de mamá por nueve meses. ¿En qué estaba? Sí,
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doce años que no nos hablamos, ¿no te parece una eternidad? Permíteme entonces que te hable de algunas cosas que quizá puedan convencerte de que somos los mismos de hace doce años. Te extraño, te extraño, te extraño. Disculpa mi arrebato de esa sensibilidad que tanto odias, pero de verdad te extraño. ¿Ya mencioné que son doce años que no nos hablamos? En fin. Ahí va entonces. Es aquí donde me salió el escritor, doctor, a partir de esa línea. No sé por qué le escribí una suerte de prosa que defiende una igualdad en la que él jamás creerá. Pero vale intentar, ¿no? Ok, doctor, no lo interrumpo. Siga, por favor. Voy a hablarte de heridas porque nadie es inmune a ellas. Hay algunas que dejan una marca tan profunda que, a pesar del paso del tiempo, todavía se pueden ver, tocar, sentir. Tu voz gritándome que me despierte para ir al colegio, las tardes en que jugábamos con los carritos de metal en la alfombra de la sala, las lágrimas acumuladas en mis ojos cuando me rompiste la nariz, yo huyendo de tus insultos delante de todos nuestros amigos, corriendo, pidiendo perdón, huyendo, sí, huyendo, huyendo siempre. ¡Deja de decirme maricón, por favor! Las heridas son compañeras traidoras. Se van, vuelven, se asientan, desaparecen. ¿Entonces son compañeras fieles? Continúo con la traición porque su preciosa y malévola presencia me ha rondado, me ha susurrado al oído. Me ha regalado la mejor de sus sonrisas, como tú cuando decías que me querías por sobre todas las cosas. Me ha seducido con sus palabras, como tú cuando afirmabas que siempre estaríamos juntos aunque nos casáramos o tuviéramos hijos, ¡hasta podríamos intercambiar esposas! ¡Ja! Pero me ha engañado igual que tú, tú que me rompiste la nariz a puñetazos, tú que me acusaste con papá de ser un marica asqueroso. ¡Ay Pablo, si entendieras que la traición es la madre cariñosa de todas las venganzas! He aceptado ese cariño y ella me ha devuelto el favor con creces manchando mis manos de sangre. Me he
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arrepentido, he vuelto a caer. ¿Caeré cuando me vuelva a sugerir que me vengué de ti? Sería bueno torcerte la nariz también. ¡Ay! Ahora menciono a la sangre porque siempre sangramos o hacemos sangrar… Qué estúpido suena eso, ¿verdad?... Es cierto, toda herida sangra ¿lo has sentido? ¿Lo has hecho sentir? Odio esa sensación porque sé que no hay lazo más fuerte que el de la sangre que se derrama por otro. Por eso estamos unidos, por eso y mil razones más. ¡Somos tan débiles! También puedo mencionar las debilidades. ¿Cuáles son las tuyas? No hay nada mejor que enfrentar a una persona con su peor pesadilla para conocer su carácter y estudiar todos aquellos temores que se empeña en ocultar. Me descubriste hace doce años, ¡Carajo! Mi mayor debilidad, mi mayor diferencia contigo. Ahora te agradezco por haberme regalado un pasaje de huida. Yo siempre huyendo, Pablo, huyendo por doce años, huyendo porque esa siempre ha sido la mejor solución. Te comento acerca de las fugas porque a veces solo queda escapar hacia un lugar en donde nos sintamos mejor aunque tengamos que sacrificar lo que más amamos en el camino. Yo te sacrifiqué a ti. ¡Cómo duele! ¡Cómo dueles! ¡Me he hecho más daño del que he querido! ¡Pero si la intención era evitar un daño aún mayor! Sigo con las culpas porque suelen pesar bastante. Me acuerdo que la primera noche que te mudaste al cuarto de la empleada te observé sin que lo notaras. ¡Dabas tantas vueltas en la cama! ¿Qué pasó? Parece que no eras tan malo como creías. No me reiré ni pediré una razón porque nunca se sabe si las acciones, buenas o malas, llevan justicia o crueldad. Mi nariz rota, mi orgullo, la vergüenza, los doce años. ¡Ay, Pablo!
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Finalmente, te hablaré de la maldad, porque no logro entender cuál es la diferencia entre nosotros y ustedes, esa estúpida diferencia que ves y que yo desconozco completamente. ¿No te has sentido identificado con alguna de mis palabras? Yo creo que sí. Nosotros también sentimos y a veces, nos cansamos de hacerlo. Amamos, odiamos, traicionamos, sangramos, escapamos, ¡puta madre! Cuánto nos parecemos ¿verdad? Te quiero. Doce años es demasiado. Mi nariz y yo te perdonamos. Qué rápido ha leído. Ni siquiera firmé el correo, tal vez hubiera firmado con su nombre. La costumbre, doctor. ¿Me decía? Ah, sí, sí respondió. Espere, tengo el correo también. Aquí, lea... Nosotros ya no nos parecemos en nada, Armando. ¿Cuándo vas a entenderlo? Aparte de marica, loco de mierda… No, si yo me siento bien. ¿No recuerda que le dije que ya me he acostumbrado? No importa. Quizá estoy loco como él dice, quizá por eso he venido. He venido ¿no? Sigo pensando que somos idénticos, doctor. ¿Qué? ¿Ya se acabó la hora? Qué rápido pasa el tiempo, ¡como los doce años! Sí, sí, recéteme las pastillas para dormir, también los antidepresivos. Gracias. ¿Ah? Sí, a lo mejor vuelva a escribirle, soy muy terco. En eso también nos parecemos.
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Agradecimientos:
María Jesús Alfaro, Max Palacios, Carmen Cienfuegos del Twin Life Perú, Mario Cedrón, Nadiezhda Maguiña, Wiley Ludeña, Juan Carlos Bondy, Sue Ellen Gora, Miguel Ángel Pisani, Almendra Mtayoshi, Francisco Miyagi, Roxana Nuñez y Juan Dejo.
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Cromosoma Z se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2007 en los tallerres gráficos de Arsam SRL. por encargo de Bizarro Ediciones con un tiraje de 500 ejemplares.
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