Jennifer Fulton - El Jardin Oscuro

February 26, 2017 | Author: joviveg3 | Category: N/A
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EL JARDÍN OSCURO Jennifer Fulton Título original: Dark Garden Traducción De Laura G. Santiago Barriendos

© Jennifer Fulton, 2009 © Editorial EGALES, S.L. 2011 Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61 Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99 vwvw.editoriaiegales.com ISBN: 978-84-92813-44-5 Depósito legal: M-23127-2011 © Traductora: Laura G. Santiago Barriendos © Fotografía de portada: Colin Hawkins / age fotostock Maquetación: Cristihan González Diseño de cubierta: Nieves Guerra Imprime: Top Printer Plus. Pol. Industrial Las Nieves CV Puerto Guadarrama, 48. 28935 Móstoles (Madrid)

Dos enemigas juradas que no pueden resistirse la una a la otra. Los Blake y los Cavender llevan enfrentados desde 1870 y Vienna Blake, fiel a la tradición familiar, tiene a los Cavender en su punto de mira a la menor oportunidad. Aun así, no sale de su asombro cuando Mason Cavender la acusa de asesinato. Vienna hace que seguridad eche a la despampanante y sensual Mason Cavender del edificio pero no puede librarse tan fácilmente de la poderosa e instantánea atracción que le despierta la mujer a la que ha jurado destruir desde su más tierna infancia. La última en una larga línea de «Cavenders malditos», como los describen los medios de comunicación, Mason acaba de salir con vida del accidente de avión en el que ha muerto su hermano. Ahora al frente del tambaleante imperio comercial de la familia, sospecha que ha sido un sabotaje y cree que la hermosa y despiadada Vienna Blake está detrás de todo. Mason

contrata a un detective privado para demostrarlo, pero desvelar los secretos de la familia siempre tiene un precio.

Para JD

Agradecimientos. Esta historia, como mi híbrido gótico Dark Dreamer, tiene su origen en mi infancia. Entre las novelas y la poesía que más me gustaban de joven, las historias góticas tenían una proporción abrumadora y siempre he querido usar algunos de esos temas en mis romances. También tuvo mucho que ver el hecho de vivir algunos años en un enorme caserón aislado, sin televisión y con una instalación eléctrica bastante pobre. Eso me llevó a pasar muchas noches sola en mi habitación, contemplando un jardín oscuro y un manzanar aterrador, mientras leía a la luz de las velas y escuchaba relatos de Edgar Alian Poe en una radio decrépita. Las páginas que leeréis a continuación son un homenaje reconocible a varias autoras de la literatura gótica: Charlotte y Emily Bronté, Ann Radcliffe, Elizabeth Gaskell y, por supuesto, Daphne du Maurier,

cuya novela Rebeca hizo que no sólo quisiera leer, sino también escribir algo gótico y terrorífico. Mi referencia a la autora en El jardín oscuro está tanto en el título como en la última escena del capítulo 10. Mi familia y mis amigos, como siempre, me han brindado todo su amor y su apoyo. Connie Ward me ha animado mucho y sus inteligentes comentarios durante los primeros capítulos han sido de mucha ayuda. Gracias también a mi paciente editora, Len Barot, que fue lo bastante amable como para dejar que me retrasara en los plazos cuando no me quedaba más tiempo para escribir. Publicar un libro es una garantía cuando todas las personas involucradas en el proceso ponen tanto cariño en el producto final como en Bold Strokes. En cuanto este libro llegó a sus manos, le pusieron una portada preciosa (gracias a Sheri), y Stacia Seaman sufrió lo suyo para limpiar el texto de faltas y otros errores bajo presión y sin tiempo, lo cual le agradezco.

Por último, me gustaría darles las gracias a las muchas lectoras que me han escrito durante los veinte años que llevo publicando novela romántica lésbica. Ha sido un honor y un placer escribir historias para vosotras. Espero que esta también os resulte placentera.

Capítulo 1 —Está cargado —afirmó la mujer, mientras la apuntaba con el rifle apoyado en la cadera. Era alta y lucía un aspecto desaliñado; la lisa melena azabache le caía sobre la cara. Cerró la puerta a su espalda. —Cómo te muevas, te juro que te vuelo la puta cabeza. Vienna Blake pulsó el botón de la alarma de seguridad que tenía debajo del escritorio. No es que creyera que aquella loca hubiera pasado desapercibida al colarse en el edificio. Seguramente un equipo de los SWAT estaba ya de camino. —¿Qué es lo que quieres? —Ya sabes por qué estoy aquí.

La intrusa era hosca y desconfiada, como un animal salvaje la observase desde detrás de unos barrotes de hierro. Su ropa parecía sacada del vestuario de una película de época y no pegaba para nada en un despacho del centro de Boston. ¿Quién si no iba a llevar una chaqueta tres cuartos de terciopelo y una blusa blanca con un pañuelo al cuello? Sólo Mason Cavender. Vienna supuso que se había escondido el rifle debajo de la chaqueta, pero ¿nadie había reparado en las botas y los pantalones de montar negros? —¿Puedes bajar el arma? —Pidió Vienna— Me está poniendo nerviosa. —Mira por dónde, una Blake con sentido del humor —se burló Mason, mientras paseaba por la oficina. Se detuvo a unos pasos del imponente escritorio de cerezo y observó a Vienna con ojos oscuros y amenazadores—. ¿Te parece gracioso?

Vienna no dejó que se le notara el miedo. No estaba dispuesta a ponerse a lloriquear sólo porque la apuntaran al estómago con un rifle. —Te vas a meter en un lío. —¿Un lío? Tu familia ha destruido a la mía. Y ahora tú has matado a mi hermano. ¿Ha sido tu momento culminante? ¿O te pareció mejor ver a mi padre mearse encima el día que tuvo el ataque? Vienna consideró qué posibilidades tenía de sacar el Smith & Wesson que guardaba en el primer cajón antes de que Mason disparara. Se obligó a mantener la calma y a pensar con claridad. —Siento mucho lo de tu hermano —le dijo. El largo cañón de rifle avanzó un centímetro más hacia su pecho.

—¿Lo sientes? ¿Mi hermano aún está caliente en su tumba y tienes la desfachatez de enviarme una oferta para quedarte con lo que me pertenece? Se diría que Mason no había pegado ojo desde el funeral. Vienna era consciente de que la situación era peligrosa, pero no se permitió el lujo de dejar que le entrara el pánico. La gente que se dejaba dominar por el pánico cometía errores. Ella estaba hecha de otra pasta: era una persona que cometía errores, sobrevivía a ellos y nunca volvía a renunciar al control. Se obligó a respirar acompasadamente mientras sopesaba sus opciones. Si lograba sacar el revólver del cajón, le bastaría con un disparo. Defensa propia. Cualquier abogado competente se aseguraría de que no se presentaran cargos en su contra. Sin embargo, si disparaba a Mason tenía que ser como último recurso. Aparte de por lo obvio, porque un final así no sería satisfactorio para Vienna, que quería que Mason presenciara la

destrucción final del legado de los Cavender. Quería que aceptara su oferta porque no le quedara otra elección. —Ahora que Lynden ya no está, sólo queda uno de nosotros —dijo Mason con voz ronca—. Y sólo queda uno de vosotros. La última Cavender acaba con la última Blake. Justicia poética, ¿no te parece? Vienna suspiró. —No tuve nada que ver con el accidente, y si te hubieras molestado en comprobar los hechos, tú también lo sabrías. Mason dio un puñetazo sobre la mesa. Una pila de documentos cayó al suelo. —Mentirosa —la acusó en tono monocorde, como si hablara en sueños—. Asesina. —La policía llegará de un momento a otro. — Vienna abrió el cajón otro par de centímetros—.

Por amor de Dios, vas a acabar herida o algo peor. Te dispararán. ¿Es que quieres morir por nada? —¿Crees que me importa? —rugió Mason, con la respiración entrecortada—. Sostuve a mi hermano entre mis brazos mientras exhalaba su último aliento. Le prometí que lo vengaría. —Entonces, por lo menos elige a la persona adecuada para tu venganza —espetó Vienna, desdeñosa—. Te sugiero que empieces por el mecánico del avión. —¿Por qué? ¿Le pagaste a él? ¿Para qué pareciera un accidente? Vienna estaba a punto de meter la mano en el cajón y mantuvo los hombros quietos para disimular sus intenciones. Suavizando la voz, dijo: —Mason, no tuve nada que ver con el accidente. Lo juro por la vida de mi madre.

Mason la observó detenidamente durante mucho rato y a continuación bajó el rifle. El agotamiento le pesaba en los párpados, pero los ojos negros y salvajes le relucían bajo las largas y espesas pestañas con el brillo de la venganza. —¿Por qué será que cuando una mujer hermosa miente es muy fácil creer cada palabra envenenada que sale de su boca? —Guau, con piropos así seguro que las tumbas de espaldas. Mason levantó las pesadas pestañas y su mirada cambió de repente. A Vienna se le cayó el estómago a los pies y el pulso se le aceleró de golpe. Un escalofrío le hizo cosquillear la piel, como si la lamieran con delicadeza. Sus pezones respondieron y se le endurecieron contra el fino encaje del sujetador. Vienna se mordió el labio para no respingar, pero Mason pareció darse cuenta de su reacción y una oleada de insolencia

ardiente le oscureció la mirada. La sonrisa cínica y sensual que le dedicó a Vienna la intranquilizó aún más que el arma. Había algo descarnado e indomable en Mason que siempre había perturbado a Vienna, y eso no había cambiado desde la última vez que se habían cruzado sus caminos. Lo más exasperante era que Mason se había vuelto todavía más atractiva físicamente con el paso de los años. La muchacha desmañada y retozona que había sido se había convertido en una mujer esbelta y atlética, de curvas sutiles. Los ecos de la niñez se habían desvanecido de su rostro, sus rasgos eran firmes y su mandíbula, bien definida. Vienna contempló la rara y nervuda belleza de la mano que agarraba el rifle, una extraña combinación de elegancia y practicidad artesana. Sabía cómo era ser tocada por aquellas manos. A veces, era como si hubiera pasado toda la vida intentando sofocar aquel recuerdo. Todavía no alcanzaba a comprender el efecto que Mason tenía sobre ella.

Le vino a la cabeza el primer encuentro turbador entre las dos. Los Blake celebraban una boda en Penwraithe, su casa de los Berkshires, Después de la ceremonia, los invitados disfrutaban de un picnic y un baile de media tarde, con la esperanza de que la tormenta de verano que amenazaba en el horizonte se quedara en nada. Todos retrocedieron, presa de la confusión, cuando un enorme caballo negro irrumpió en la celebración y se plantó delante de la manta de picnic donde una Vienna de siete años jugaba con sus muñecas. A juzgar por los rostros helados de sus tías y primos, Vienna comprendió que estaba en peligro y se apartó de las pezuñas inquietas del animal arrastrándose hacia atrás poco a poco. En cuanto estuvo a una distancia prudencial, se puso en pie como pudo y se sacudió el polvo del bonito vestido floreado. Las primeras gotas de lluvia le humedecieron el labio superior al levantar la cabeza y mirar a los ojos más negros que había

visto nunca. Se pasó la lengua por los labios para lamer el agua y preguntó: —¿Puedo montar? La jinete pareció sorprendida. —¿Sabes quién soy? Cuando Vienna negó con la cabeza, la chica de los ojos oscuros se inclinó hacia ella y le tendió la mano. Vienna ignoró las protestas de todos los presentes y se dejó izar a la parte delantera de la silla de montar. La extraña, que era algo mayor que ella, le pasó el brazo por la cintura, agarró las riendas con la mano libre y se echó al galope. Mientras Vienna reía a carcajadas con el rostro azotado por el viento, la chica le susurró al oído: —Me llamo Mason Cavender. Tu familia nos quiere muertos a mi hermano y a mí.

Vienna reconoció el nombre enseguida y le dio un vuelco al corazón. Incluso a la tierna edad de siete años, sabía exactamente lo que se esperaba de ella. Una Blake nunca se achantaba ante una Cavender. Se inclinó hacia atrás para que Mason la oyera. —¿Y qué? —replicó, como si nada. La risa cálida de Mason le acarició la mejilla. —Agárrate fuerte —la advirtió. Y de repente saltaron por los aires, volaron sobre un riachuelo y bajaron a toda velocidad por la ladera, hacia unas puertas altísimas de hierro forjado. Durante unos segundos aterradores, Vienna creyó que iban a intentar saltar por encima de aquel obstáculo imposible, pero Mason aminoró la marcha y puso al caballo al trote justo cuando un hombre salía de la garita. Cuando este abrió las puertas, Vienna estudió su diseño. Tenían

un león, dos lunas crecientes gemelas y una serpiente. Mason hizo una floritura con el brazo. —Aquí es donde vivo. Se llama Laudes Absalom. Unos imponentes robles arrojaban su sombra sobre la amplia avenida que se abría ante ellas. A la derecha había una oscura franja de bosque descuidado, del que emanaba un intenso olor a hongos y podredumbre. A la izquierda, más allá de los frondosos robles, había un pequeño templo de mármol blanco sobre la parte de tierra de la falda de hierba que desembocaba en un lago rodeado de pinos. Más adelante se alzaba una casa que no se parecía a nada de lo que Vienna había visto hasta entonces. Era una fortaleza ceñuda que despuntaba en el cielo plomizo, con torreones de piedra que se alzaban amenazadores, figuras de ángeles forrando las arcadas y demonios que acechaban desde debajo de los aleros. Una de las alas de la monstruosa residencia se había desmoronado: el tejado estaba hecho polvo y la

mampostería se venía abajo por momentos. Junto a la base de un muro que sobresalía del deteriorado edificio había apilados montones de losas de piedra y esculturas rotas. Las rosas trepadoras se habían adueñado de aquella barrera, como si escaparan del lado opuesto, y se derramaban sobre los escombros en una riada de pétalos rosas y carmesíes. Mason se detuvo a medio camino, en la subida de un puente, y condujo al caballo en semicírculo para contemplar el lago y el templo. Un soplo de viento le arrancó la corona de capullos de rosa de la frente a Vienna y se la enredó en el pelo. Mason le apartó un largo mechón cobrizo de la cara y se lo colocó detrás de la oreja. Luego le dejó la mano en la mejilla unos segundos. —No deberías estar aquí —le dijo. Vienna esbozó una sonrisa endiablada, porque precisamente aquel era el motivo de que estuviera

tan emocionada. Nunca tenía oportunidad de divertirse, porque siempre había alguna niñera o alguna pariente mandona que no se despegaba de su lado y le recordaba incansablemente sus deberes como hija única. —No me importa. De todas maneras, tú no deberías haber cruzado la frontera. —¿La tierra donde estabais haciendo el picnic? -—inquirió Mason con una nota de satisfacción—. Es tierra de los Cavender. Tu familia nos la tiene que devolver el año que viene. —¿Por qué? —Porque lo ha dicho el juez. Vienna no supo qué contestar, porque aquello no tenía ni pies ni cabeza. Se hallaba a lomos de un rapidísimo corcel negro, con la niña con la que le habían ordenado no hablar jamás y más allá de las puertas con torreones que nunca debía atravesar.

Su padre siempre aminoraba la marcha cuando pasaba en coche cerca de Laudes Absalom, para dedicarle una serie de expletivos de su letanía de condena habitual hacia sus vecinos. Malditos sean sus viles corazones y sus almas codiciosas. Un día veremos esa casa reducida a cenizas. No confíes nunca en un Cavender. Mason desmontó y le dijo a Vienna que se agarrara del arzón. Tomó las riendas y llevó al caballo al paso durante el trecho que quedaba hasta la casa. —¡Sr. Pettibone! —llamó Mason a voz en grito nada más llegar. Enseguida apareció un hombre, que agachó la cabeza para pasar bajo uno de los múltiples arcos que jalonaban la fachada delantera de la casa. Cogió en brazos a Vienna para ayudarla a bajar y, tras dejarla en el suelo, se alejó con su montura. —No digas ni una palabra hasta que lleguemos a mi habitación —la instruyó Mason mientras subían

las escaleras hacia la puerta principal—. Eso si no eres demasiado cobardíca como para entrar. Vienna se detuvo para mirar una de las estatuas: un ángel de mármol con forma de mujer afligida, con un perro muy extraño a su lado. Una bocanada fantasmal de viento la azotaba en la piedra y le marcaba unos muslos afilados y unos pechos firmes bajo las finas ropas. Tenía una mano sobre el pescuezo del perro y la otra hacia atrás, rozando apenas el pilar de la puerta. No parecía guardar la entrada, sino más bien querer escabullirse de la casa, ya que tenía la mirada puesta a su espalda como si temiera que la siguiera alguien. Mason pasó las yemas de los dedos sobre la mano de la escultura. —Esta es mi tatarabuela, Estelle. —¿Era un ángel? —No, le pusieron alas porque está en el cielo. Se ahogó en el lago.

—¿El perro también se ahogó? Mason la miró con extrañeza. —Haces preguntas de niña pequeña. Vamos. Cogió a Vienna de la mano y la llevó adentro. Llegaron a un enorme vestíbulo con paredes forradas de madera, rastrillado por los retales de luz que se colaban por las altas ventanas de vidrio emplomado que había a lado y lado de la sala. Los muros estaban atestados de espadas, hachas, cabezas de ciervo, cuadros y largos cortinajes polvorientos de color rojo atados con cordeles dorados deshilachados. En el centro había una gigantesca escalinata que llevaba a una galería en el piso superior. El suelo crujía bajo sus pies y Mason no dejaba de tirarle a Vienna de la mano para que se diera prisa. Antes de que alcanzaran la puerta que había al fondo, una voz masculina les ordenó que se detuvieran. Vienna oyó a Mason soltar una

palabrota y las dos se volvieron. El hombre era corpulento y parecía que su rostro estuviera esculpido en piedra, igual que la casa. Fulminó a Vienna con la mirada. —¿Cómo te llamas, niña? —preguntó. —Vienna Blake. —Llévala de vuelta —le mandó a Mason. —Pero no tengo a nadie con quien jugar. ¿Por qué no puedo ir de acampada con Lynden? El hombre se les acercó. Olía a alcohol. Cerró la mano hasta formar un puño. —He dicho que te la lleves de aquí. Mason se puso delante de Vienna. —No.

Él le arreó un bofetón tan fuerte que la niña trastabilló y cayó al suelo. El hombre se plantó delante de ella y le dijo: —Devuelve a ese engendro a donde pertenece y no vuelvas a traerla aquí nunca más. Vienna se estremecía aún al recordar su ira. Se preguntaba si Laudes Absalom seguía siendo tan morboso e intimidatorio como le había parecido aquel día. Puede que, al morir el padre de Mason, se hubiera convertido en un simple caserón antiguo que necesitaba una renovación. Si lograba salir sana y salva de la tesitura en la que se encontraba, pronto estaría en posición de decidir el destino de la propiedad: Laudes Absalom sería por fin de los Blake. Suspiró. Sus familias llevaban ciento cuarenta años enfrentadas y sería Vienna la que por fin lograría que los Cavender saldaran su deuda de una vez por todas. Desde que tenía uso de razón, su familia

había estado obsesionada con que llegara aquel momento. Recordaba estar sentada en las rodillas de su padre y recitar la promesa que aprendían todos los Blake en cuanto empezaban a hablar: «Mientras quede un Cavender que respire y prospere, los Blake no descansarán tranquilos en sus tumbas». La última Cavender estaba ahora ante ella, quebrantando la ley y amenazándola de muerte. Pronto saldría por la puerta esposada o bien la abatiría la policía. Vienna intentó sentir algún tipo de placer ante la perspectiva de ver a su enemiga derrotada y humillada, pero lo único que halló en su interior fue una consternada sensación de lástima y vacío. —Vete a casa, Mason —se sorprendió a sí misma diciendo. —Sal de aquí. Te prometo que nadie te causará problemas.

—¿Te parezco una cobarde? ¿Crees que me deshonraría escapando? Vienna se vio a sí misma ante las puertas de Laudes Absalom dos días después de su cabalgada, cara a cara con Mason aunque separadas por los pesados barrotes de la verja. Mason, con toda la dignidad de sus diez años, la informó de que nunca podrían ser amigas. Mantenía la cabeza gacha, como si así fuera a ocultar el rostro magullado o el labio ensangrentado. A Vienna también la habían castigado por su hazaña. No tuvo postre durante una semana y le fueron confiscadas todas las muñecas hasta que redactó laboriosamente una detallada carta en donde explicaba por qué los Blake no jugaban con los Cavender. En cuanto cumplió su castigo y pidió perdón a todos los que parecía haber ofendido, se escapó de su niñera y volvió a la escena de su caída en desgracia, porque estaba preocupada por Mason. Aunque el hombre de la entrada le había

hecho prometer que no volvería por allí y no causaría más problemas, había accedido a ir a llamar a Mason. En pie, a lado y lado de la verja, las dos se estrecharon la mano con solemnidad, abjurando de la posibilidad de una amistad entre ambas y reconociendo su estatus como enemigas. Vienna recordaba aún el ojo morado de Mason y su mueca de dolor cuando intentó sonreír al despedirse de ella. Se había detenido una vez al alejarse y se había quedado mirando hacia atrás un buen rato. Vienna le dijo adiós con la mano, pero Mason no respondió. Pasaron ocho años antes de que volvieran a cruzar palabra. —Creo que has sufrido una pérdida terrible —le dijo Vienna con serenidad—. Ahora mismo no sabes lo que haces. —Ya veo. ¿Y crees que como estoy enajenada temporalmente aceptaré la lástima de una Blake?

—No confundas cuidar de mis propios intereses con tenerte lástima. —Vienna por fin abrió el cajón lo suficiente para meter la mano—. ¿De verdad crees que derrotarte en estas condiciones me produciría algún tipo de satisfacción? A duras penas puede decirse que sea una pelea justa. Mason soltó una carcajada seca. —¿Y eso cuándo ha sido un impedimento para ti o para nadie de tu familia? —A mí no me midas con el mismo rasero que a los demás Blake —advirtió Vienna en tono altanero, al tiempo que cerraba los dedos en torno a su revólver— Hay cosas a las que nunca me rebajaré, incluido el asesinato a sangre fría y aprovecharme de una persona enloquecida por el duelo. —Esta es nueva, ¿desde cuándo tienes escrúpulos? Obviamente no te vienen de familia.

Vienna reflexionó sobre la mejor manera de neutralizar la presente amenaza de su vieja rival. Extrajo el 38 del cajón y lo sacó a la vista de ambas. En cuanto la mirada de Mason se posó en el revólver, Vienna habló con suavidad. —Sí, las dos estamos armadas. Y podría haberte disparado hace un segundo, pero he preferido no hacerlo. —¿Para demostrar el qué? ¿Qué tienes una puntería horrible y que habrías fallado? ¿O que no quieres manchar la moqueta? —Para que conste, podría dispararte a cien metros de distancia, pero no necesito matarte para destruirte —le contestó Vienna en tono meloso—. Deja que te explique lo que tengo planeado. Voy a comprar lo que queda de la Corporación Cavender y luego os voy a hundir en la bancarrota. Compraré hasta la última piedra de ese castillo destartalado tuyo y también las tierras que pertenecen a los

Blake por derecho. Luego reduciré los edificios de tu familia a escombros, talaré vuestros árboles y venderé a todos los animales de la finca al matadero. No llevó la peligrosa provocación más allá, ya que Mason levantó el rifle en ese instante. Lo agarraba con tanta fuerza que se le habían quedado los nudillos blancos. Por un segundo, pareció estar a punto de apretar el gatillo, pero al cabo de un momento dejó caer el arma. Abrió los brazos y se dirigió a Vienna en tono de invitación. —¿Para qué perder el tiempo imaginando y planeando? Dispárame y ya está. Cuando Vienna no acusó reacción alguna, Mason se abrió la camisa y dejó al descubierto su pecho desnudo y acelerado. —Acabemos con esto de una vez. Venga, destruye otro corazón Cavender.

Vienna no estaba segura de haber visto un busto más hermoso en la vida. Los senos de Mason eran como el resto de su cuerpo: musculosos bajo la suave piel olivácea. Sus pequeños pezones endurecidos eran del imposible color del Merlot y su tonalidad era ligeramente más oscura que sus labios. El torso firme temblaba visiblemente bajo la mirada de Vienna a merced de su respiración desbocada. Vienna se fijó en el cinturón que llevaba flojo, sobre la curva de las caderas. La hebilla era de plata labrada, con la imagen de un león y dos lunas crecientes enmarcadas por la cola de una serpiente enrollada. Era el emblema de los Cavender, el mismo que decoraba las puertas de hierro forjado de Laudes Absalom. Se suponía que provenía del escudo de una antigua familia. Se decía que una de las novias Cavender tenía ascendencia gitana, a juzgar por el cabello oscuro y los ojos negros de toda la familia, así como su rebeldía, sus pasiones temerarias y sus legendarias supersticiones. La afición al juego, la bebida, las

peleas y las mujeres habían acabado con la vida de una ristra de hombres Cavender en los últimos dos siglos. Y las mujeres tampoco eran ajenas a los vicios. Vienna había oído todas las historias, ya que los Blake se hacían eco de cualquier detalle sórdido que demostrara que eran superiores genéticamente. Las mujeres Cavender que no morían en el parto se quitaban la vida o desaparecían en circunstancias peculiares, plagando el árbol familiar de niños sin madre. Los hombres eran atractivos y encantadores y se los conocía por sus violentos arranques de ira. Los Blake eran diametralmente opuestos. Rubios o pelirrojos, de piel pálida, naturaleza tranquila y una autodisciplina férrea. Eran conservadores, lógicos e imparciales, salvo en lo tocante a su deseo de eliminar de la faz de la tierra a la familia que los había agraviado. Ahora bien, incluso su búsqueda de venganza era fría y despiadada, templada por la determinación por ganar según las reglas de la sociedad civilizada. Vienna no podía imaginarse

cómo las dos familias habían empezado un negocio juntas. Es más, se habían llevado tan bien que habían construido sus casas en haciendas colindantes. En aquel tiempo habían tenido una granja y un manzanar conjuntamente que cubría las necesidades de las dos familias. Sus hijos iban juntos a la escuela. Incluso había tenido lugar un matrimonio Blake-Cavender que cimentó la alianza. Mientras observaba a la mujer que jadeaba ante ella, Vienna sintió una punzada de profundo pesar por la distancia que las separaba. Ninguna de las dos podía salvar aquel traicionero abismo sin tenderle la mano a la otra, pero la desconfianza mutua que se profesaban estaba tan arraigada que les impedía dar el primer paso. Por un loco segundo fugaz, Vienna sintió el deseo de rodear el escritorio y estrechar a Mason entre sus brazos. Si alguien necesitaba un abrazo, ese alguien era su enemiga jurada. Vienna inspiró bruscamente y percibió un aroma especiado a jabón, mezclado

con otro olor: el de Mason. Se odiaba por reconocerlo y porque hubiera quedado grabado en su cerebro de un modo tan imborrable. Al igual que el recuerdo de sus manos al tocarla. —¿Qué pasa? ¿No puedes soportar la idea de mancharte tus blancas manitas? —Mason dejó caer los brazos a los lados y, con el movimiento, la camisa le cayó suelta sobre los pechos—. No, claro que no. Eres una Blake. Tenéis abogados y esbirros que os hacen el trabajo sucio. Vienna bajó la mirada y trató de distanciarse del torbellino de sensaciones físicas que la dominaba. Bajó el arma y la dejó junto a la de Mason. Casi se rió al darse cuenta de que Mason había traído un Winchester antiguo. Probablemente, incluso si Mason hubiera apretado el gatillo, aquella antigualla no se habría disparado. Vienna observó la placa de plata grabada que había en la culata de nogal del rifle. Debajo del escudo de los Cavender

había una inscripción que decía: «Obsequio a Thomas Blake Cavender, 1870». Vienna frunció el ceño. El hombre que había desatado la contienda entre sus familias era el padre de Thomas, Hugo Cavender, al disparar al patriarca de la familia Blake, Benedict Blake, en 1870. ¿Sería aquella el arma del crimen? Puede que hubiera sido la misma lógica retorcida de los Cavender la que había hecho que Mason escogiera aquel rifle para su fantasía de venganza. ¿Se suponía que aquel tipo de simbolismo barato tenía que afectarla? El teléfono del escritorio empezó a sonar antes de que se le ocurriera algo que replicar. —Debe de ser la policía —le dijo a Mason—. A estas alturas seguro que ya están en el edificio.

—Entonces es hora de que interpretes tu papel de pobre víctima indefensa que teme por su vida. Se lo tragarán. Vienna descolgó el teléfono. Una voz masculina sonó en el auricular. —Sargento Joe Pelli, departamento de policía de Boston. ¿Con quién hablo? —Vienna Blake al aparato. ¿Qué puedo hacer por usted, sargento? —Sólo conteste a mis preguntas con un sí o un no, señora. ¿Está siendo usted retenida en contra de su voluntad? —No. —¿Hay alguien más con usted en la habitación? —Sí, la señora Cavender y yo tenemos una reunión.

—¿Se encuentra usted en algún tipo de peligro inmediato? Vienna titubeó. —No. —¿Ella va armada? —Hay dos armas sobre la mesa delante de mí, sargento. Una es mi revólver y la otra es un arma de fuego de colección que seguramente no funciona. La señora Cavender se marchará en breve. —No es tan sencillo —le dijo el sargento—. Ha quebrantado la ley. Vienna tapó el auricular del teléfono con la mano. —Quiere detenerte. Mason paseó hasta una butaca de piel y se dejó caer en ella, con los brazos colgados sobre los

apoyabrazos acolchados y las piernas estiradas hacia delante. —Que suba. —¿Estás borracha o es que eres cabezona hasta el absurdo? —No bebo —afirmó Mason, al tiempo que sacaba un estuche de plata de un bolsillo interior y de allí un Corona y un par de tijeritas—. Hay vicios mucho más placenteros. —Está prohibido fumar en el edificio —le dijo Vienna, que detestaba darse cuenta de que sonaba igual que su madre. Mason cortó la punta del puro y lo encendió con gesto indolente. —Que te den. La pulla arrancó una chispa de autoconciencia que le recorrió la espalda a Vienna. Hasta los pezones

se le endurecieron de nuevo. Le dijo al sargento que retirara a sus hombres. Luego estudió a la mujer que le llenaba el despacho de fragante humo y le preguntó: —¿Por qué has venido? —¿Recuerdas los vicios que comentaba? Pues uno de ellos es cabrear a los Blake. Mason sostuvo el puro entre los labios mientras se abrochaba los pocos botones de la blusa que no habían saltado. Tras dar otra calada, apoyó el Corona en el borde del reposabrazos de la butaca, con expresión melancólica e introspectiva. —Acabo de pasar las peores dos semanas de mi vida y ahora voy a tener que irme sin acabar contigo. Supongo que estoy matando el tiempo. —He oído que eso es algo que se le da muy bien a los Cavender —comentó Vienna. Se puso en pie—.

Oye, tengo una cita para comer. Seguridad te acompañará fuera del edificio, A continuación vació la recámara del Winchester y el tambor del revólver, se guardó las balas y los cartuchos en el bolso y cogió las dos armas, para que su invitada indeseada no se fuera armada. No pudo resistirse a lanzar una última mirada al rostro de Mason, cuyos ojos oscuros y tormentosos relampaguearon. Su sonrisa era dura, pero tan sensual como siempre. En otra vida, a Vienna le habría resultado imposible resistirse a ella. Pero Mason era la última de los Cavender. Los Blake no se conformarían con nada que no fuera su aniquilación total.

Capítulo 2 —Las manos, señora Cavender. Mason aflojó los puños. No podía dejar de pensar en Vienna Blake y en sus arrogantes amenazas.

“Reduciré los edificios de tu familia a escombros, talaré vuestros árboles y venderé a todos los animales de la finca al matadero.” Puta despiadada. Mason no dudaba de la crueldad de Vienna, pero había dejado que la llevara a su terreno al colarse en Industrias Blake presa de un arrebato. Su abuelo había pasado sus últimos días en un manicomio, antes de suicidarse. ¿Acaso ella también estaba perdiendo el juicio? ¿Cómo se le ocurría plantarse en campo enemigo con el Winchester cargado? Debería sentirse agradecida por que Vienna la hubiera dejado marchar, pero el indulto le quemaba como si fuera ácido. Vienna se la había quitado de encima como si fuera un insecto molesto. Como siempre, su actitud condescendiente ponía a Mason de los nervios. —Observa los músculos faciales —instruyó Stanley Ashworth a su protegido, Havel Kadlec, un delicado

joven con una deformidad en la columna que le dificultaba el andar. —Sí, maestro, muy tensos. —El joven estudiaba el rostro de Mason con la fascinación avergonzada de los niños que ven algo que no deben. En el marcado acento británico que había aprendido de Ashworth después de que este lo recogiera de una calle de Praga, continuó—: La mandíbula, la boca, los ojos. Su apariencia es... ¿enfadada? —Un cambio de música, quizá —sugirió el artista. Havel tapó el tubo de pintura y cojeó hasta el reproductor de CDs. —¿Mozart? ¿Tchaikovsky? ¿Dixie Chicks? —le preguntó a Mason. —¿Tengo pinta de que me importe un carajo? Mason se arrepintió de haber contestado con tanto malhumor. No había ninguna necesidad de

pagar su frustración con alguien incapaz de defenderse de la misma manera. Suavizó el tono y se dirigió a Havel de nuevo. —Clásica ya me sirve. Mason miró a través de los altos ventanales. La luz de la tarde cambiaría pronto y podría escapar. Habría querido anular aquella cita y también la reunión que tenía después con el director financiero de la Corporación Cavender. No obstante, Ashworth iba a marcharse de la ciudad en breve para pintar a un senador de los Estados Unidos y había insistido en completar su última figura sentada antes de irse. Mason le debía cierta deferencia, ya que el artista había declinado la oferta de un prestigioso encargo y había cambiado sus planes de viaje en varias ocasiones para acomodarse a los Cavender. Pincel en ristre, Ashworth la contempló con ojo clínico.

—Relájate. No frunzas el ceño. Mantén la posición. —¿Cuándo podré verlo? —quiso saber Mason. —Cuando sea descubierto. Havel cerró la tapa del reproductor de CDs y la conmovedora apertura del Nimrod de Elgar inundó el estudio con su desesperación heroica. Mason notó que se le encogía el corazón. La famosa pieza de música clásica era una de las que se había tocado en el funeral de su hermano nueve días atrás. Obviamente, Ashworth también recordaba ese detalle y fulminó a su protegido con la mirada, mientras se pasaba un dedo por la garganta. —Oh, mis disculpas —balbuceó Havel—. Por favor, lo siento mucho. —No te preocupes —zanjó Mason con sequedad—Al menos no es Agnus Dei

Havel compuso una mueca de dolor mientras cambiaba de canción. La pintura continuó, acompañada por la serenidad de la Pavana de Fauré. Mason se esforzó por mantener el rostro tranquilo. Dejó volar sus pensamientos sobre la hechizadora melodía. No hacía ni un mes que había estado en aquel mismo lugar con su hermano posando para su retrato: él, repantigado en una butaca y ella en pie, con la mano sobre su hombro. Las fotos que se habían tomado mientras posaban eran las últimas que tenía de él. Menos mal que Lynden había insistido en que posaran juntos, en lugar de hacerse retratos por separado para la galería de Laudes Absalom. El tema del cuadro también había sido idea suya: captar una instantánea de un momento típico de domingo, con Lynden sentado cómodamente en su butaca favorita, recuperándose de la resaca, y Mason de vuelta de un largo paseo a caballo, con el Winchester bajo el brazo como símbolo, según Ashworth, de su naturaleza protectora.

Su hermano y ella eran opuestos en temperamento. Mason era un animal solitario y carecía del encanto que hacía de Lynden parte integrante de la flor y nata de la sociedad. Soltero de oro, portada de GO, el último de una larga saga de atractivos chicos rebeldes. El hombre que estaba llamado a rescatar la fortuna familiar de los Cavender mediante un flamante matrimonio e inteligentes inversiones. A decir de todos, iba camino de conseguir ambas cosas cuando tuvo lugar el accidente de avión. Según el Boston Globe, el llamado «trágico accidente» acaecido dos semanas antes había señalado «los últimos estertores de la pintoresca pero maldita familia Cavender». Una vez más, Mason pensó en las indignadas afirmaciones de inocencia de Vienna Blake. Que lo negara le daba risa. Puede que no saboteara el avión en persona, pero los Blake llevaban más de un siglo conspirando para destruir a los Cavender. Cuando empezó a hablarse de que Lynden se había

prometido con la hija de un multimillonario, Vienna debió de ver que las posibilidades de victoria se le escapaban de las manos. Aquel matrimonio habría salvado a la Corporación Cavender y eso era algo que los Blake no podían permitir. Así que de alguna manera se las había arreglado para sabotear el avión de Lynden. Vienna era demasiado lista como para dejar que la relacionaran con una conspiración de asesinato. Seguramente había contratado a alguien que sabría mantener la boca cerrada. Mason notó que el miedo le atenazaba la boca del estómago y trató de reprimir las ganas de vomitar que la dominaban desde el accidente. Tenía la oscura certeza de que Vienna no se detendría hasta acabar el trabajo y aquel pensamiento le estaba destrozando los nervios. Sabía cuidar de sí misma y lo cierto es que no acababa de importarle excesivamente vivir o morir, pero ¿qué sería de la gente y los animales que dependían de ella? Estaba impaciente por

regresar a Laudes Absalom para asegurarse de que su perro y sus caballos estaban bien. Mason se obligó a tranquilizarse y observó una tórtola colilarga contonearse sobre el alféizar de la ventana. El pájaro escudriñó el interior de la sala y dio un golpecito en el cristal con el pico. A juzgar por la expresión culpable de Havel, Mason adivinó que el muchacho le dejaba miguitas de pan regularmente, pero ese día no lo había hecho. Estudió a la tórtola más de cerca y se dio cuenta de que le faltaba una pata. —Disculpad. —Mason se levantó y se acercó a la ventana. Mientras abría el cierre, preguntó—. ¿Tienes comida para ella? Havel corrió hacia ella con una bolsa de semillas de girasol y Mason cogió un puñado y se lo ofreció a la tórtola con la palma abierta. El animal examinó la comida unos segundos y finalmente empezó a picotear de su mano. Havel parecía sorprendido.

—Normalmente no me viene a mí. Dejo las semillas y se las come. —A los pájaros les gusto —repuso Mason. —Y supongo que hoy tiene más hambre que de costumbre. Ashworth tamborileó con un bote de pinceles sobre la mesa del estudio, como si fuera un mazo de juez. —En cuanto estéis listos... nos quedan treinta minutos de luz y me gustaría aprovecharlos. Havel volvió a la realidad de golpe y se apresuró a retomar su puesto. Mason dejó caer el resto de las semillas sobre el alféizar y cerró la ventana. La tórtola continuó picoteando. Pese a estar lisiada, se las arreglaba para sobrevivir al día a día, por mucho que la vida le lanzara patada tras patada. —Eso es un ultraje —exclamó Marjorie Blake, mientras desconstruía cuidadosamente su ensalada de berros, dejando a un lado las rodajas

de pepino— ¿Por qué no hiciste que la metieran en la cárcel? —Mamá, acaba de perder a su hermano. —Y cree que tú lo mataste. Como si tú fueras a arriesgarte a acabar entre rejas por ese playboy de pacotilla. Tendrías que haberla puesto en su sitio. —Me pareció demasiado fácil —rebatió Vienna—. Habría sido como rematar a un animal herido. —Bueno, tarde o temprano tendrás que acabar con su sufrimiento. Los Cavender están acabados y ella lo sabe. —Yo no tengo tan claro que lo sepa. Tendrías que haberla visto. —Son todos iguales. —Su madre arrugó la nariz con desdén—. Impulsivos, impredecibles, peligrosos. Su padre era un monstruo. —Lo sé. Lo vi un día. Antes de que pasara todo.

Marjorie frunció el ceño. —¿Cuándo lo viste? Nunca lo habías mencionado. —¿Qué más da? Está muerto. —Y ya era hora. Menuda cara, irrumpir así en casa con sus acusaciones paranoicas. Vienna se contuvo para no señalar que, de hecho, las acusaciones habían estado fundadas. Los Blake habían usado sus contactos políticos para sabotear un contrato público que podría haber salvado a la Corporación Cavender. —Cómo iba diciendo, no puede llevar la compañía sin su hermano —prosiguió Marjorie—. Me enteré de que iba a prometerse con aquella chica... ¿Cómo se llamaba? —No me acuerdo. Vienna echó un vistazo circular por el restaurante, con la esperanza de encontrarse con algún

conocido de negocios a quien saludar, pero sólo vio al habitual puñado de idiotas neuróticos que atacaban sus platos con la misma desesperación que ella; seguramente sus despiadadas esposas los habían llevado de compras al Louis Boston con la correa al cuello. El restaurante de los grandes almacenes era el destino natural de las damas a la hora del almuerzo —Estuviste en el Winsor con ella, ¿verdad? — insistió su madre. —Estábamos en cursos diferentes. Vienna no quería recordar sus días en el instituto privado, pero ya era tarde. La palma de la mano derecha le cosquilleó. Aunque llevaba años tratando de olvidar la razón de aquel dolor fantasma, el incidente era uno de sus recuerdos más vividos. Pasó cuando tenía casi quince años y Mason estaba en el último curso. Eran rivales encarnizadas de Lacrosse, si bien su contienda

deportiva era insustancial comparada con la guerra entre sus familias. Vienna jugaba de central con el Winsor en el primer partido de la temporada y había esperado un emparejamiento competitivo cuando el equipo de Dana Hall tomó posiciones. Se quedó de piedra al encontrarse cara a cara con nada menos que Mason Cavender en el saque neutral. Vienna perdió el saque, lo cual sería presagio de lo que ven dría a continuación. Dana Hall se mostró superior a Winsor en una primera parte desastrosa. Las del Winsor no acertaban un solo pase, la defensa no daba una y fallaban tres goles seguros de cada cuatro. El ataque del Dana Hall giraba en torno a Mason, que era su jugadora más agresiva. Y Mason iba a por Vienna, uno a uno, le desmontaba el juego y la hacía quedar como una idiota. En la segunda parte el Winsor volvió a meterse en el partido con uñas y dientes, arañando la ventaja de sus contrincantes punto a punto con un juego de suelo más agresivo y un

hat-trick. Vienna intentaba anotar un contraataque cuando Mason le hizo un quiebro que le impidió igualar el marcador. El resto era historia: la escuela de Vienna perdió, y ella y sus amigas quedaron como poco más que una academia para víctimas de la moda descerebradas en busca de marido. Se suponía que las estudiantes tenían que socializar tras el partido en un picnic comunitario, pero Vienna decidió ir a dar una vuelta para templar su enfado. Vagabundeó por el desconocido campus del Dana Hall y acabó en los establos. Rodeó la pista de equitación exterior y se dirigió al edificio principal de hípica. Tenía que haber un mapa en alguna parte donde saliera la zona de aparcamientos; pronto ten-dría que encontrar el camino a los autocares del equipo. —¿Te has perdido? La voz provenía de una alta silueta, a la sombra de una de las vallas de salto de obstáculos.

—No, sólo estoy dando un paseo. Mason Cavender se le acercó con paso decidido. Ya en aquella época transmitía la seguridad descarada de una mujer adulta, en lugar de una estudiante de instituto. Era tan diferente a las alumnas típicas del Dana Hall que Vienna no pudo menos que preguntarse cómo había soportado estudiar allí. No se imaginaba a Mason metida en clubs esnobs ni de fiesta con los musculitos del Belmont Hill. Seguro que no era una chica popular, pero aun así los cinco años infernales de instituto privado no parecían haberla afectado lo más mínimo. Probablemente las demás chicas le tenían miedo, pensó Vienna. Incluso las más brujas. —Ha pasado mucho tiempo —comentó Mason. —¿Me has echado de menos?

La mofa parecía fuera de lugar, pero ¿qué se suponía que tenía que contestar? Tampoco es que de niñas hubieran sido amigas. Mason la observó. Había cierta calidez en su mirada que Vienna no alcanzaba a comprender. -—Si, te he echado de menos. Desconcertada, Vienna cambió de tema. —Buen partido. Y mentalmente añadió: «Te odio, zorra». Mason sonrió con complicidad y Vienna temió haber hablado en voz alta sin querer. —Tienes que trabajar más en el manejo del stick. Deberías jugar con la zurda en los partidos de entrenamiento para trabajar tu mano débil. Yo podría ayudarte. Menuda cara tenía. Vienna sintió ganas de darle una patada.

—Ya tenemos entrenador, muchas gracias. —Sí, y ya he visto de qué os sirve —replicó Mason irónicamente. —La temporada acaba de empezar. —Qué idea más deprimente. Para ti, quiero decir. —Mason la miró de arriba abajo con tranquila insolencia. Al parecer, la tentación de hurgar en la llaga era demasiado grande para ella—. Te echarán del equipo si no sabes jugar duro en el campo. —Ah, venga ya. No tienes ni idea de lo que estás hablando —desafió Vienna, que detestaba el modo en que la oscura mirada de Mason hacía que la piel le hormigueara. Además, sabía que se había puesto colorada. Era el problema de tener la piel lechosa, que se le notaba todo. —Lo entiendo. Crees que gracias al dinero de tu papaíto tienes carta blanca. —La lenta sonrisa de

Mason la ponía furiosa—. Pues espera a jugar contra Brooks. Te comerán viva. Dolida, Vienna perdió los nervios. —¿Por qué no te vuelves a la cueva de donde hayas salido y me dejas en paz? —Será tu funeral. Y otra cosa... Tu palo es demasiado corto. —Los ojos de Mason brillaron con malicia™. Yo lo tengo más largo. Eso ayuda. Vienna notó que se ruborizaba todavía más. —Tú eres más alta que yo. Los labios de Mason se curvaron y se le marcó un hoyuelo junto a la boca. Sólo lo tenía a un lado, lo que atrajo la atención de Vienna a la tenue cicatriz que rompía la simetría de su sonrisa. En ese momento le vino a la cabeza el labio partido, amoratado e hinchado de Mason la última vez que la había visto.

Mason la repasó con la mirada. —¿Cuántos años tienes? Vienna supuso que Mason intentaba concluir que era demasiado joven para practicar un deporte de contacto, así que mintió. —Dieciséis. —Eres demasiado menuda para ser central. —Vete a freír espárragos, Mason. Vienna ya había tenido suficiente. Malhumorada, se alejó hacia uno de los caminos de herradura que había cerca del edificio. Mason no era la primera persona que insinuaba que le debía su puesto en el equipo a las jugosas donaciones de su padre, pero Vienna se negaba a creerlo. Todos los padres donaban dinero a la institución. Aun así, aquel tipo de comentarios le hacían daño y su mayor deseo había sido acallar los rumores con una actuación

estelar. Gracias a Mason, precisamente lo contrario.

había

hecho

—Es mejor que no vayas por ahí —advirtió Mason, que tuvo los arrestos de interponerse en su camino —. Esta pista está muy embarrada. Vienna resistió el impulso de patear el suelo. —Quita de en medio —gruñó, dando un paso a un lado. Mason también dio un paso y se mantuvo delante de la otra niña. —Tengo una yegua allí dentro —dijo, en un claro intento de llevar la conversación a terreno neutral —. ¿Quieres verla? —Dios, ¿qué pasa contigo? —Explotó Vienna—. ¿Por qué iba a querer ver tu yegua? No somos amigas. ¿Has olvidado quién soy?

Mason la miró fijamente durante mucho rato y dijo en un susurro: —Como si pudiera. Dio un paso hacia Vienna, con expresión ausente. Para horror de esta, Mason extendió la mano y le acarició el pelo. Con los dedos, le rozó la mejilla. Enseguida pareció avergonzada, como si acabara de darse cuenta de que había hecho algo extraño, pero en lugar de separarse de Vienna se quedó dónde estaba. El pecho se le movía a toda velocidad y se le escapó un sonido ahogado, como si acabara de tragarse algo que había estado a punto de decir. El reflejo soñador que velaba su mirada se aclaró y observó a Vienna con tanta intensidad que el pulso de la menor se disparó. Vienna sabía que debía retroceder, pero sus piernas se negaron a moverse. Las notaba calientes y flojas, como el resto de su cuerpo. La sangre le rugía en los oídos, bombeada por los erráticos

latidos de su frenético corazón. El aliento de Mason le acarició el labio superior. Sus rostros estaban tan cerca que Vienna llegó a distinguir el verdadero color de los ojos de Mason. No eran completamente negros, sino del color de la obsidiana, veteados de azul medianoche. Le recordaron a los lirios que florecían tras la ventana de su cuarto en Penwraithe. Su madre había plantado un híbrido nuevo el año anterior y el nombre le vino a la cabeza: Hola, oscuridad. Turbada, Vienna balbuceó: —¿Qué quieres? Mason sonrió y le acarició el tembloroso labio inferior con la yema del dedo. —Lo que no puedo tener. Vienna quiso desviar la mirada, pero en lugar de eso cayó presa de la promesa aterciopelada de los ojos de Mason. Había algo en su rostro que la hacía estremecer y notó que se tambaleaba

ligeramente, como atraída hacia la fuerza y la protección que recordaba de hacía mucho tiempo: del día en que Mason se la llevó de la boda. Vienna se echó a temblar cuando Mason le acarició la nuca y el cabello. Intentó moverse, pero el sentido común no tenía ninguna posibilidad contra el poderoso ensalmo que la esclavizaba. Le estaba ocurriendo algo que no le había pasado nunca: estaba atrapada en una burbuja hechizadora y la vida cotidiana se le antojaba remota. Cuando por fin los labios de Mason rozaron los suyos, ninguna de las dos se movió. Los labios de Mason eran calientes y secos. Más adelante, Vienna se convencería a sí misma de que lo atrevido del hecho de besar a otra chica era la razón de que hubiera dejado que ocurriera. Era obvio que Mason había experimentado antes. Le puso una mano a Vienna en la espalda, a la altura de la cintura, y con la otra le acunó el rostro. La besó, como si supiera exactamente cómo hacerlo. Aún peor, Vienna le devolvió el beso y compensó la

falta de experiencia con determinación, hambrienta de nuevas sensaciones por mucho que lo que debería haber hecho fuera huir de allí. El roce caliente y húmedo de la lengua de Mason le arrancó un escalofrío, al igual que la sensación de su cuerpo al cubrir la distancia que las separaba y apretarse contra el suyo. Su calor, su fuerza y la urgencia en su abrazo le robaron a Vienna el sentido. No fue capaz de resistirse. Ni siquiera lo intentó. La invadió una poderosa sensación de que aquel era el lugar donde debía estar, de que estaba viviendo el instante perfecto al que la había conducido cada paso de su corta vida, guiada por un destino que obraba fuera de su control. No estaba segura de cuánto duró el fatídico beso hasta que oyó un gemido tembloroso y se dio cuenta de que le estaba tocado un pecho a Mason. Jadeante, se apartó tambaleándose. Le ardía la cara y se sentía desorientada, como si le hubieran vendado los ojos y la hubieran dejado abandonada

en una calle que no reconocía. Ya nada era igual que antes. La brisa agitó las ramas de los abedules pelados que tenían detrás. Todavía no tenían hojas, pero estaban cargados de prometedores brotes. Sobre sus cabezas, el sol se colaba entre la fina capa de nubes aborregadas. Se esperaban tormentas primaverales. A aquellas alturas, sería la última en llegar a los autocares. Seguro que el entrenador se enfadaba con ella. —Tengo que irme —dijo con voz ronca. —No. —Mason le agarró la muñeca—. Por favor, dime algo. —No puedo. —Vienna trató de liberarse de un tirón, pero Mason alzó la mano prisionera y le besó la cara interior de la muñeca. —Ven conmigo —insistió, como si le arrancaran las palabras del fondo de su alma—. Volvamos a

Laudes Absalom. Allí no hay nadie, tendremos toda la casa para nosotras. —¿Qué quieres decir? —balbuceó Vienna. —¿No lo ves? —Mason hablaba en un tenue hilo de voz—. Podemos cambiar las cosas. Depende de nosotras, siempre lo he sabido. —No. —Vienna negó firmemente con la cabeza, en un intento de despejar la confusión que le nublaba los pensamientos—. No digas ni una palabra más. —Tú también lo sientes —insistió Mason—. Lo noto. Vienna oía la cadencia continua de las palabras de sus padres en lo más profundo de su mente. También la voz de su abuela, exigiéndole que espabilara y recordara quién era.

—Estás loca —ladró—. Mis padres me habían dicho que toda tu familia tiene problemas mentales, pero no me lo había creído hasta ahora. —¿Problemas mentales? —Mason apartó la mano de Vienna a un lado, como si tuviera la peste. —¿Le has contado a tu familia que eres lesbiana? —exigió saber Vienna. Mason le devolvió una mirada interrogativa. —¿Y tú a la tuya? —Claro que no —respondió Vienna, mordaz—. Porque no lo soy. —¿Ah, no? Eso vamos a verlo. Mason la agarró de los hombros y le dio un tirón hacia delante, con tanta fuerza que Vienna perdió el equilibrio. Antes de que pudiera recuperarlo, Mason silenció sus protestas plantándole un beso en la boca. Vienna intentó que le soltara los brazos,

pero Mason se los tenía inmovilizados a los lados con toda la fuerza de alguien que había pasado media vida controlando caballos y la otra media blandiendo un palo de Lacrosse. —No —respingó Vienna, girando la cara para cortar el beso—. Te odio. —Odias que yo te guste —le susurró Mason al oído —. Odias que te guste besarme. Odias querer más. —No es verdad. —Vienna maldijo su menuda constitución mientras forcejeaba para liberarse. Ella todavía no había dado el estirón que convertía a las niñas de su edad en jovencitas. Mason le sacaba al menos doce centímetros—. Si no me sueltas ahora mismo, lo contaré. Mason se echó a reír. —Adelante. Cuéntale a todo el mundo que te ha besado una lesbiana del Dana Hall. Y luego a ver cuántas amigas te quedan.

—Bruja. —En realidad, la palabra que buscas es bollera. —Se lo diré a mi padre —arguyó Vienna débilmente. Cada vez que se movía, la ropa le rozaba los pechos y era horriblemente consciente de lo duros que tenía los pezones. —No, no lo harás —negó Mason con convicción—. Fingirás que esto nunca ha pasado. No tienes el coraje de decirle a tu familia que tu primer beso ha sido con una Cavender. —Este no ha sido mi primer beso —mintió Vienna —. El verano pasado besé a un chico. —Seguro —dijo Mason sarcásticamente. Vienna le dio una patada a Mason en la espinilla, pero entonces se percató de que Mason llevaba botas de montar altas y seguramente ni lo había notado. Al parecer ya no había peligro de más

besos y las dos jóvenes se miraron de hito en hito durante varios segundos. Las dos jadeaban. Entonces, de repente, Mason la soltó. Sus palabras atravesaron a Vienna como el filo de una navaja: —Ven a verme cuando hayas crecido. Vienna dio un vacilante paso atrás. Las lágrimas se le agolparon en los ojos y parpadeó para contenerlas, avergonzada de sentirse tan dolida porque Mason la hubiera desechado como a una estúpida niña pequeña que no fuera suficiente para ella. Quería decir algo que hiriera a Mason y demostrara cuál de las dos era más dura, pero no podía dejar de pensar en el profundo y asombroso beso que habían compartido. Aquel momento perfecto en el que, con los ojos cerrados, sus labios habían saboreado los de Mason. Nunca había experimentado una dicha semejante, pero con la felicidad había llegado la terrorífica certeza que había intentado ignorar desde hacía más de un año. Mason había borrado todas sus dudas y había

confirmado lo que era: una lesbiana. Aún peor, una Blake que había besado a una Cavender. Desolada, Vienna siseó: —Tú espera. Algún día haré que lamentes haberme tocado. Mason la contempló con calma. —Lo único que lamento es que seas virgen. Si no, podríamos habernos divertido de verdad. —Eso es asqueroso. —¿Es demasiado para ti? —A Mason le tembló un músculo del cuello—. Vete a casa a jugar con tus muñecas. —Anda y que te folien. —No, creo que iré a follarme a una chica que sepa cómo se hace.

A Vienna le ardió la palma de la mano incluso antes de darse cuenta de lo fuerte que había abofeteado a Mason. Se quedó mirando fijamente la marca que le había dejado en la cara. Mason se lamió un hilillo de sangre del labio. Debía de habérselo mordido. —No vuelvas a dirigirme la palabra —le dijo Vienna, temblando. Y pasaron seis años antes de que Mason lo hiciera.

Capítulo 3 Vienna se miró la palma de la mano, como si esperara ver la marca fantasma de la carne de Mason. Cerró el puño con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos. A veces creía que aquel primer beso la había envenenado, como si

fuera una manzana encantada, y la había sumido en un sueño del que nadie podía despertarla. Ninguna de sus amantes había sido capaz de romper el hechizo. Todas las relaciones fallidas que había tenido no eran más que trabas, se dijo Vienna. Excusas para evitar salir con alguien. Puede que si fuera más activa aumentara sus posibilidades de encontrar a alguien que la... despertara. —No me estás escuchando —se quejó su madre—. Lo noto. Estás muy lejos de aquí. —No, te escucho. —No era necesario ser adivina para imaginar de qué había estado hablando Marjorie en los últimos minutos—. Sencillamente no es nada que no haya oído antes. —Y seguirás oyéndolo, hasta que hagas lo que tiene que hacerse. —Está prácticamente hecho, mamá.

—¿Cómo? He hablado con Wendell y dice que tienes que actuar ya. Tenía una póliza y quién sabe lo que esa mujer podría hacer con el dinero del seguro. —Un millón o dos no la salvará —dijo Vienna en tono cansado—. Aceros Cavender apenas existe y la Corporación Cavender le debe veinte millones de dólares a los bancos. Sin su hermano, los bancos reclamarán que devuelva los préstamos. Lo único que tiene son un puñado de fábricas abandonadas y el negocio de recambios para coches. La mayoría de las filiales que daban más beneficios se vendieron. No se me ocurre mejor momento para cerrar el trato. Por eso he hecho una nueva oferta. —¿La aceptarán esta vez? —Por supuesto, no les queda otro remedio. —¿Y qué hay de la casa? Le prometí a tu padre...

—Lo sé, y te dije que me encargaría de ello. Marjorie aún no parecía conforme. —Tu abuela plantó ese manzanar con sus propias manos. A tu padre le mató que los Cavender se comieran sus manzanas. Vienna sabía que no valía la pena argüir que lo que había matado a su padre era el cáncer y que, para empezar, las tierras en cuestión nunca habían pertenecido a los Blake. Su abuelo había intentado incorporar el manzanar a su hacienda construyendo una valla nueva en el lugar equivocado, con la esperanza de que los inútiles de sus vecinos borrachos no se dieran cuenta. Y así fue, durante veinte años. Hasta que un día el padre de Vienna había pillado a Mason robando fruta. Disparó por encima de su cabeza unas cuantas veces, sólo para asustarla, pero, para su sorpresa, ella le devolvió los disparos.

El padre de Vienna llamó a la policía y la hizo arrestar, pero como sólo tenía nueve años y acababa de perder a su madre, los agentes la dejaron marchar con una amonestación. Sin embargo, cometieron el error de decirle a los Cavender que la controlaran mejor. Una semana después, el padre de Mason hizo venir a los topógrafos e inició una nueva batalla legal entre las familias. En aquella ocasión, los Blake perdieron y tuvieron que devolver las tierras. El juez ordenó que no se tocaran los manzanos. El abuelo de Vienna nunca dejó de hablar de ello. Si hubiera podido levantarse de su lecho de muerte y agarrar un hacha, los habría talado todos. Cambiando de tema, Vienna preguntó: —¿Irás a Bonnieux en primavera? —No lo sé. La idea de pasarme el día sola en ese viejo caserón no me llama.

Marjorie sonaba irritada. No se había tomado la viudedad como muchas otras mujeres, que se quitaban el luto a los pocos meses y se dedicaban a perseguir las metas que sus difuntos maridos habían desdeñado en vida. Ella se negaba a asistir a los eventos sociales sin ir acompañada y había acabado dependiendo de su hermano Wendell Farrington, el supuesto tío soltero de la familia, como acompañante. En realidad, Wendell vivía con su pareja gay en un elegante apartamento de Back Bay. Era un hombre con mucho estilo, con sus credenciales Ivy League1 de rigor, y encandilaba a las mujeres maduras. Hacía que Marjorie se sintiera especial. Ella lo veía como una autoridad en todos los campos y repetía sus opiniones constantemente, sobre todo en lo tocante a los negocios. Vienna había sido educada desde la cuna para suceder a su padre, pero ¿cómo iba a compararse su máster en gestión de empresas y los largos años que llevaba trabajando en la

empresa con un pene? Para Marjorie, no había color. Cubrió las manos de su hija con las suyas. —Wendell cree que tendríamos que hacer un crucero madre e hija. Dice que tengo que animarme. Tengo un folleto de Regent con todos los destinos. Habrá astronautas del Apolo 14- a bordo y darán charlas. A Vienna no se le ocurría nada más horroroso, salvo quizá llevar a su madre a ver Cats por sexta vez. —Suena maravilloso. ¿Por qué no vas con Wendell? —Está muy ocupado con sus compromisos con la opera. A diferencia de ti, él no puede cogerse vacaciones cuando le da la gana.

Vienna prefirió no perder el tiempo tratando de explicarle a su madre que era la presidenta de una compañía de quinientos millones de dólares, mientras que Wendell estaba metido en la fundación de la ópera para pasar el rato e impresionar a su jovencísimo novio, un tenor de segundo grado. —Mamá, ya sabes que me mareo en barco —le dijo con amabilidad—. ¿Y pasar el invierno en Palm Beach? Siempre dices que lo echas mucho de menos. —No creo que pudiera soportarlo —replicó Marjorie—. Todo está muy cambiado. Ahora parece «Mañosos sin Fronteras», todo lleno de oligarcas rusos y horteras maleducados. —No tienes por qué mezclarte con ellos, mamá. Si los recuerdos de infancia no la engañaban, Marjorie y sus amigas del club de B&T se pasaban la mayor parte del día cotilleando en casa de una u

otra. Nunca se relacionaban con nadie que no perteneciera a sus propios círculos enrarecidos. Marjorie y Wendell habían heredado conjuntamente la casa en Palm Beach de su infancia, después de que la abuela Farrington muriera de un ataque al corazón durante un tratamiento con sales minerales del Mar Muerto en el Spa Ritz-Carlton. Marjorie no había puesto el pie allí en los últimos tres años y a Vienna la sorprendía que Wendell no hubiera vendido la casa. No compartía el vínculo emocional de Marjorie por el hogar en donde habían crecido. —Todo el mundo está vendiendo y trasladándose a Júpiter Island —anunció Marjorie en tono sombrío —. ¡Y no se les puede culpar! En estos tiempos ya no se puede ir en bicicleta por Worth Avenue sin que alguna ex -stripper te arrolle con su Bentley. —Estoy pensando en pasar las próximas vacaciones en Bonnieux —le dijo Vienna,

armándose de paciencia—. Espero reconsideres y vengas conmigo.

que

lo

Marjorie dejó escapar un suspiro. —No sé, Francia ya no es lo que era. Los moros lo han invadido todo. Dentro de poco, ya no se verá gente paseando por el pueblo con baguettes. Estarán todos en medio de la calle arrodillándose hacia La Meca. Vienna no sabía si reír o suspirar. —Mamá, creo que los cristianos estarán seguros en Francia unos cuantos años más. —¿Te parece que exagero? Yo no soy racista, ya lo sabes. A lo mejor tendríamos que vender la villa. Con lo que cuesta mantenerla... El camarero se acercó a retirar las ensaladas. Vienna había olvidado comerse la suya. Volvió a encauzar la conversación.

—No vamos a vender Villa des Reves. —Wendell se ofrece a quitárnosla de las manos. Naturalmente, le dije que se la vendería a un precio razonable. Nos haría un favor; necesita modernizarse. —No es verdad. Papá se gastó una fortuna en restaurarla. Vienna intentaba no sonar impaciente, pero le dolía que su madre fuera capaz de sugerir quitarse de encima la granja del valle Luberon regalándosela a Wendell. Su padre y ella habían hecho de la Villa des Reves su proyecto especial, supervisando las obras de restauración en viajes relámpago y también durante las vacaciones familiares. No podía ni imaginarse renunciando a la propiedad. —Todavía podríamos ir de vacaciones —replicó su madre con un resoplido de desaprobación—, A Wendell no le importaría.

—De ninguna de las maneras. Llegaron los entrantes y Marjorie inspeccionó el pescado como si sospechara que el mero al horno que había pedido fuera en realidad un horrible besugo. Vienna se armó de valor y aguardó las quejas habituales, pero al parecer Marjorie tenía cosas más importantes en la cabeza. —Bueno, pues si no quieres ser práctica, a lo mejor tendríamos que considerar alquilarla cuando no la usamos. Las villas en la Provenza dan mucho dinero, ya lo sabes. Y luego está el apartamento. Los impuestos son una locura y no es que ninguna de las dos pasemos en Nueva York más de unas pocas semanas al año. Wendell dice que tendríamos que alquilarlo de mes en mes. Vienna hincó el cuchillo en el pollo con tanta fuerza que saltó girando hasta el otro extremo del plato.

—No voy a llenar nuestras casas de extraños. Si necesitáramos los ingresos sería diferente. Pero no es el caso. Marjorie estaba a punto de ponerse a hacer pucheros, que era su reacción habitual cuando las cosas no salían como ella quería. —La riqueza no es excusa para la extravagancia. Los Blake no tiran el dinero con frivolidades. Leyendo entre líneas, Vienna preguntó: —¿Necesitas un ajuste de ingresos, mamá? «Ajuste de ingresos» era como los Blake se referían a ingresar más dinero en las cuentas bancarias privadas de las esposas y los parientes dependientes que gastaban demasiado. —Ha sido un mes complicado —confesó Marjorie —, con la recaudación de fondos de McCain y el cumpleaños de Wendell. Y luego, claro, tuve que

renovar mi vestuario de luto para el funeral del chico Cavender. —Malhumorada, añadió—: No puedo creer que me obligaras a ir a esa horrible ceremonia sola. Imagínatelo, rodeada de Cavenders. Habría podido pasar cualquier cosa. —Yo no te obligué a tal cosa. Tú insististe. —Alguien tenía que ir en representación de la familia. Vienna efectuó la transferencia de fondos desde su BlackBerry. —Cincuenta mil, ¿de acuerdo? Marjorie tamborileó sobre la mesa con sus uñas color beis. —Redondea hacia arriba, cielo. Pronto iremos a Nueva York, ¿recuerdas? —Cincuenta es una cifra bastante redonda. — Vienna se sentía mal discutiendo con su madre por

dinero pero, si Marjorie se creía con derecho a darle lecciones sobre extravagancia» ella también podía jugar al mismo juego. —Todavía tengo que comprar un vestido para la Gala Whitney —refunfuñó Marjorie. —Te queda mucho tiempo para torturar a las vendedoras de Barney’s —observó Vienna, ya que la gala en cuestión era en octubre, para lo que faltaba más de un mes—. Si necesitas más dinero, para eso tienes la American Express. Ya sabes que pagaré la cuenta. Marjorie dio un sorbo de Riesling sin dejar de protestar por lo bajo. —Suenas igual que tu padre. —Pues a lo mejor deberías recordar ese parecido cuando me digas lo incompetente que soy y lo bien que me iría si hiciera caso de los consejos de negocios de tu hermano.

—Ojalá no le tuvieses tanta manía a Wendell. Él podría ser un aliado muy importante. Sobre todo ahora que tus primos están empeñados en sacar tajada. —Mamá, no me dan miedo mis primos. Son empleados, como el resto, y si me tocan las narices siempre los puedo despedir. —No digas tonterías: tus tías están en el consejo. —Pero no indefinidamente —apuntó Vienna—. De todas maneras, lo que quiero decir es que no necesito un hombre que me haga de muleta. —No empieces con ese tema, no quiero hablar de eso. —¿Qué tema? —Ya sabes de lo que hablo. No me importa tu estilo de vida, no soy una intolerante. Pero para

reafirmarte a ti misma no tienes por qué castrar a los hombres que te rodean. —No voy a molestarme en responder a semejante afirmación. Es ridícula. -—La culpa es de tu padre —dijo Marjorie, intentando voltear su collar de perlas negras. Dado que las perlas tahitianas eran demasiado grandes, cambió de idea y se entretuvo limpiándose las gafas—. Norris no te crio como a una hija, sino como a un hijo postizo. —¿Podemos dejarlo, por favor? —pidió Vienna. Había renunciado ya a la comida. Cuanto antes les trajeran la cuenta, antes terminaría el sermón—. Debo irme ya. Tengo muchas cosas que hacer antes de ir a Penwraithe el fin de semana. Conducir hasta los Berkshires era lo último que le apetecía, pero iba al menos una vez al mes para asegurarse de que todo estaba en orden. A veces pensaba en quedarse más tiempo, pero siempre

que pasaba por delante de la verja de Laudes Absalom se sentía turbada. El recuerdo de su padre estaba muy vivo en su memoria y no le hacían falta más recordatorios del legado que había dejado sobre sus hombros: el deber de acabar lo que sus antepasados habían comenzado. —¿Por qué te lo tomas todo tan a pecho? —se quejó su madre. —Oh, Dios... Y para poder dar por terminada la comida, Vienna hizo la pregunta que siempre lograba que Marjorie saliera pies para qué os quiero. —Mamá, ¿has pensado en volver a salir con alguien? —¿Salir? —el rostro menudo y expertamente maquillado de su madre se tensó en una mueca de disgusto. Se abanicó con la mano en la que llevaba el último anillo que se había comprado, con un

enorme diamante Canario. Hacía cinco años que se le habían pasado los sofocos, pero continuaba con el gesto de abanicarse como un modo de lucir la joya—. Tu padre fue irremplazable y no tengo el menor deseo de intentar encontrarle un recambio. Como si alguien pudiera llegarle a la suela de los zapatos... —Solo tienes cincuenta y siete años y podrías pasar por cuarenta y tantos. No tiene nada de indigno buscar a un compañero. —Norris fue el amor de mi vida —replicó Marjorie con una nota de dignidad herida—. No pretendo que lo entiendas, dada la procesión de «novias» con las que pierdes el tiempo. Vienna se atragantó con un sorbo de agua. —Te refieres a las cero citas que he tenido el año pasado. Esa es una de las ventajas de llevar la compañía: que no tengo vida.

—Tú espera. Un día conocerás a una persona sin la que no podrás vivir. Entonces entenderás lo que tengo que soportar cada día desde que perdí a tu padre. —Yo también le echo de menos, mamá —dijo Vienna, poniéndose rígida. Marjorie aceptó el duelo que compartían frunciendo los labios y asintiendo con la cabeza. A continuación se levantó y se alisó el vestido. Era un vestido gris marengo que insinuaba el luto en el cuello alto y las modestas mangas de tres cuartos. Como le decía a todo el mundo en cuanto tenía oportunidad, el negro era sólo para los entierros y una mujer elegante no lo llevaba a diario, aunque acabara de quedarse viuda. La sobriedad de su indumentaria quedaba realzada con un pañuelo Hermes con el diseño de Axis Mundi. El pañuelo de seda en dorado y azur había sido un regalo de Norris Blake poco antes de su muerte.

Marjorie cogió su bolso de mano de la silla libre que tenía al lado y dijo: —Tengo que irme, cielo. No van a parar la subasta para esperarme a mí. Vienna se puso de pie. —Buena suerte. Espero que recaudes mucho dinero. ¿Para qué causa subastáis hoy? —El lupus. Una causa muy infravalorada. Intercambiaron el habitual abrazo a distancia y besos al aire. —Recuérdalo —Marjorie nunca podía marcharse sin tener la última palabra—, tu padre te observa desde el cielo. No le defraudes.

Capítulo 4 —La sala de pinturas de Kirchner nos ha dado un poco de margen —indicaba Josh Soifer, señalando la entrada de siete cifras del complejo informe financiero que había desplegado sobre la mesa de su despacho. Definitivamente, era hijo de su padre, pensó Mason mientras lo observaba: un hombre loco por los números. Los Soifer habían llevado la contabilidad de los Cavender durante tres generaciones, pero Josh había desechado el conservadurismo de sus predecesores tanto en vestimenta como en actitud. Aquel día vestía un pulcro traje de tres piezas que acentuaba su atractivo de modelo de pasarela. Llevaba el ondulado cabello castaño con un corte desenfadado, que no parecía encajar con la seriedad de su expresión, pero Josh era un hombre que destacaba tanto en la cancha de tenis como en el consejo de administración con idéntica naturalidad.

Mason había accedido a acudir a la reunión, casi esperando que Josh le dijera que tenía que aceptar la insultante oferta de Vienna Blake. No obstante, Josh hablaba de un plan de recuperación a tres años como si fuera factible. —Si la economía no estuviera en recesión, probablemente podríamos reducir la deuda y salir de los números rojos en los próximos dos años — resumió, tras hacer desfilar ante los ojos de Mason varias tablas y gráficos—. Estamos muy bien posicionados, porque estamos muy diversificados. Con las compañías de Internet que creó Lynden, por fin hemos logrado una integración vertical para las marcas de equipos electrónicos y los recambios para coches. Los ingresos casi llegaron a triplicarse el trimestre pasado.

—Pero no basta para salvarnos —negó Mason—. Entiendo que nuestras opciones de liquidación se expanden, pero es demasiado tarde. —Tienes razón. Incluso si seguimos con las ventas, lo único que conseguiremos es reducir la deuda. Y por ese motivo... —pasó unas cuantas páginas, hasta llegar a la hoja de balance de una compañía de la que Mason nunca había oído hablar—... tu hermano se la jugó con esto. Mason apoyó la barbilla en la mano e intentó comprender lo que tenía delante. —¿Poseemos una Tecnología Azaria?

empresa

que

se

llama

Josh compuso una leve expresión de disculpa. —Yo quería que Lynden te lo dijera, pero su fantasía era presentártelo todo como un fait acompli. Cuando la fortuna de la familia se hubiera recuperado. Azaria es la clave.

—¿El nombre es por nuestra madre? —Le pareció apropiado. Mason leyó la última línea y las expectativas de crecimiento. —¿Estas cifras son reales? —Lo cierto es que son bastante conservadoras — respondió Josh, cuya voz sonaba algo más aguda que de costumbre por la emoción. —¿Qué produce Azaria? Por favor, dime que no nos hemos metido en el negocio de las armas de destrucción masiva o algo por el estilo. —No te creas que no lo pensamos —ironizó Josh vagamente—. Pero ya conoces a Lynden. No habría podido con el vacío ético ni con la mala prensa. No somos Blakes. Mason rió y ambos compartieron unos segundos de duelo silencioso. Luego Josh se sacó un

pequeño recipiente de plástico del bolsillo y vertió su contenido sobre una carpeta de piel que había ante ellos. Mason cogió una de las refulgentes piedras. —¿Diamantes? Le vino a la mente la imagen terrible de Lynden dejando a un lado sus escrúpulos y negociando con criminales y terroristas para comprar diamantes de zonas en conflicto, con el fin de hacer dinero rápido. —Sí y no. —Josh le pasó una lupa—. Son diamantes cultivados. —¿Falsos? —No, son tan auténticos como los diamantes que se extraen de las minas. Tienen una estructura tetraédrica de carbón cristalizado idéntica y las mismas características ópticas. La misma dureza y el mismo brillo. Sencillamente los cristales en

bruto se crean en un laboratorio, en lugar de bajo tierra de manera natural. Mason no estaba segura de cómo reaccionar. No sabía mucho de diamantes, salvo que las gemas más grandes y sin imperfecciones eran muy difíciles de encontrar y los negocios mineros eran tan vergonzosos que una se lo pensaría dos veces antes de comprar un diamante para impresionar a una mujer. Nunca se había arrepentido de la venta de la mayor parte de la joyería heredada de la familia que habría debido pertenecerle. Su padre había necesitado el dinero. Examinó las piedras con la lupa, sin saber muy bien qué estaba buscando. -—Creo que veo un defecto. —Exacto —asintió Josh—. Esa piedra tiene una diminuta inclusión que prueba que es natural, no un compuesto artificial que parece un diamante.

—¿Y nosotros hemos hecho estas piedras? -—-Sí. Podría decirse que somos granjeros de diamantes. Enviamos la mayor parte de los diamantes en bruto a Bombay, pero las piedras Premium van directamente a Amberes. —Josh cogió una de las piedras preciosas más cuadradas y la puso a la luz—. Esta es una talla Radiant de dos quilates. Un diamante de mina como este estaría sobre los dieciocho mil dólares. Nosotros lo tenemos por menos de cinco mil. —¿Y por qué iba a querer alguien los nuestros en lugar de los de verdad? —Los Azaria son de verdad —repitió Josh—. Y aunque los diamantes de colores estén de moda, la mayoría de las mujeres los siguen queriendo blancos. Con un Azaria, consiguen más esplendor por menos dinero y cero culpabilidad por el origen del diamante. Es el futuro.

Mason dejó la gema sobre la carpeta y observó las demás. —Esto podría ser muy grande. —De Beers está nervioso. Hasta ahora sólo tenían que competir contra las circonitas cúbicas, las moissanitas y tal. Hasta ahora nadie ha sido capaz de producir diamantes blancos cultivados en cantidades que tuvieran viabilidad comercial. Mason no daba crédito a la idea de que su hermano hubiera montado un negocio secreto, y mucho menos el proceso en sí mismo. —¿Y cómo los cultivamos? '—preguntó. —La chiflada de tu prima Pansy lo consiguió. —¿Hemos contratado a Pansy? A Mason le daba vueltas la cabeza. ¿Qué más no sabía sobre los tejemanejes de su hermano? Tras la muerte de su padre, Lynden se había puesto al

frente de los negocios de la familia como hijo mayor, siguiendo la tradición de los Cavender. Mason había creído que la responsabilidad le iría bien y habían hecho un trato. Ella se encargaría de sanear el pasado y él trabajaría en construirles un futuro. Así pues, mientras él desarrollaba nuevas oportunidades de negocio y cortejaba a su futura y adinerada esposa, ella cuidaba de Laudes Absalom y se ocupaba de la pesadilla de reorganizar y reducir las diversas empresas y valores de la Corporación Cavender. Se había mantenido a distancia a propósito, para no interferir con los negocios de Lynden, pero lo que no había esperado era que la mantuviera completamente en la sombra. La decisión de contratar a su prima ex convicta tendría que haber sido tomada en común. Pansy no era pariente cercana; los Cavender aplicaban el término «primo» en el sentido amplio de la palabra para todo descendiente de Thomas Blake Cavender. Pansy había nacido estrellada. Hija única de una

Cavender ilegítima, su madre cayó en una profunda depresión tras el parto y acabó por ahorcarse. Pansy se quedó huérfana y sus parientes se hicieron cargo de ella. Era una chica brillante y estudió en el MIT2, donde se enamoró de otro cerebrito de las ciencias que le rompió el corazón. Cuando el chico apareció muerto en extrañas circunstancias, Pansy fue detenida por su asesinato. La fiscalía sólo contaba con pruebas circunstanciales e hizo un trato cuando la familia tiró de algunos hilos por ella. Pansy cumplió seis años por homicidio involuntario. —Lynden se compadeció de ella cuando salió de la cárcel —explicó Josh—. No tenía adonde ir, así que la metió en la fábrica. Dormía en la parte trasera y limpiaba las instalaciones, pero cuando empezó a interesarse por el proceso, la dejó trabajar de ingeniera. En aquella época sólo producíamos piedras para uso industrial. El resto es historia.

—Habría tenido una carrera increíble si hubiera seguido en el MIT —opinó Mason. —Le va bien en Azaria. La hemos nombrado ingeniera jefa. Le gusta el cargo. Mason se tomó un segundo para tragarse la extraña sensación de tristeza de que Josh supiera todo aquello porque Lynden y él habían trabajado codo con codo. Deseaba haber podido ser la persona con la que Lynden compartiera las emociones de la nueva empresa. También se sentía culpable de no haber hecho más por Pansy cuando la soltaron. Lynden la había llevado a Laudes Absalom unos días durante la temporada de cría y había dicho que estaba cuidando de ella. Mason estaba tan ocupada con los caballos que apenas había intercambiado un par de palabras con ninguno de los dos. A lo mejor Lynden había querido hablarle de Azaria en aquella ocasión.

—La llamaré la semana que viene —anunció Mason con desánimo—. No tuvimos oportunidad de hablar en el funeral. —Le gustará hablar contigo —contestó Josh, que guardó los diamantes y sacó un pesado documento de la carpeta—. Por si te interesa, ha preparado este informe técnico. —La ciencia no es mi punto fuerte. —Ni el mío. Le pedí que escribiera algo para los legos como nosotros. —De ahí el título —notó Mason, indicando la tabla de contenidos—. Diamantes para torpes. Muy accesible para directivos. —Pansy cree que tú y yo deberíamos volver al colegio y recibir una educación de verdad si no podemos entender algo tan rudimentario como esto.

—Dice la mujer con un coeficiente de 170 —sonrió Mason mientras leía el resumen. Según su prima, la tecnología que se usaba en Azaria replicaba el espacio exterior, en donde las estrellas se consumían y en sus núcleos se producía carbón cristalizado, como era el caso de las enanas blancas que unos científicos habían identificado en la constelación de Centauro. Bombardeando átomos de carbono a baja presión y muy altas temperaturas sobre una semilla de cristal en una cámara especial, los depósitos formaban diamantes en bruto. El proceso sonaba tan sencillo que Mason se preguntaba por qué no lo hacía todo el mundo. —¿Tenemos patentada esta tecnología? —quiso saber. —Estamos en ello —respondió Josh—. Algunos de nuestros competidores usan métodos similares. Chatham y Gemesis llevan unos cuantos años

fabricando diamantes coloreados. Son más fáciles de fabricar y se sacan muchos beneficios. —¿Pero las gemas blancas nos convienen más? —Por supuesto, sí logramos producirlas en una cantidad viable. Ninguno de los competidores ha encontrado el modo de fabricar diamantes blancos de gran tamaño, así que estamos preparados para dominar buena parte del mercado. —¿Qué plan de negocio tenemos? —inquirió Mason. —Básicamente, necesitamos una fábrica en donde quepan quinientas máquinas de cultivo de diamantes construidas de acuerdo a las especificaciones de Pansy Mason fue al apartado en donde Pansy detallaba su invención. Había esperado algo digno de la NASA, pero las cámaras se veían notablemente

sencillas. Examinó las especificaciones técnicas con detenimiento y concluyó: —Podemos diseñar sus prototipos por ordenador y construir las máquinas nosotros mismos. —¿Cómo? La planta de recambios para coches está a plena capacidad. —Todavía tenemos la fábrica Johnstown. —Es un armazón abandonado en un pueblo dejado de la mano de Dios. Mason vaciló. —No exactamente. —¿Me estás diciendo que Aceros Cavender no está tan muerto como creo? —Digamos que Lynden y tú no habéis sido los únicos que trabajabais por vuestra cuenta — explicó Mason con una leve sonrisa—. Tuve que

despedir a nuestros últimos sesenta empleados el año pasado y no encontraban trabajo en la ciudad. No pude renunciar a la fábrica ni a la maquinaria. Ese sitio no ha tenido ninguna clase de mantenimiento en los últimos treinta años y el equipo es viejo... —Y en teoría lo vendimos al desguace —apuntó Josh, tamborileando sobre la carpeta con el bolígrafo—. ¿Qué está pasando aquí? —Dejé que los trabajadores usaran la fábrica y la maquinaria para montar sus propios negocios si querían. Algunos están fabricando fregaderos con formas modernas. Y un equipo está fabricando barbacoas para exteriores. —¿No les cobras alquiler? Mason se encogió de hombros. —El sitio no iba a servir para nada que no fuera hundirse en la miseria.

—Y entonces, ¿el guardia de seguridad que pagamos para que evite el vandalismo en realidad está vigilando a un puñado de exempleados que construyen barbacoas? El guardia en cuestión era otro de los trabajadores de Aceros Cavender que había sido despedido. —Las cosas van bastante bien —afirmó Mason—. Así que estaba pensando en dividir el espacio y construir diferentes unidades de negocio adicionales más pequeñas. —Suponiendo que no lo vendamos. —Nadie quiere una acería fuera de servicio. Ni siquiera los Blake. El Cinturón de Oxido estaba plagado de fábricas abandonadas, lúgubres cifras de un pasado próspero. Algunas habían sido convertidas en atracciones para los visitantes, pero la mayoría presidía el decadente paisaje industrial como si

fueran fantasmas. El padre de Mason no había permitido que la fábrica Johnstown acabara en ruinas. Nunca había aceptado que, sólo porque China pagara a sus trabajadores con cacahuetes y no le importara que sus ciudadanos vivieran bajo un sudario de emisiones tóxicas, los Estados Unidos no fueran a ser capaces de competir en industrias clave como el acero. Hasta el final, había creído que la Corporación Cavender sobreviviría y que sus factorías en el sector del acero volverían a cobrar importancia. Casi logró demostrarlo al ganar un contrato público en relación con la guerra de Irak. Por culpa de los Blake, al final el contrato no llegó a formalizarse y Mason sabía que su padre se había dado cuenta de que había perdido su última oportunidad. Si hubiera des-pedido a la plantilla diez años antes y hubiera trasladado las fábricas a otro país, la corporación estaría en alza en lugar de al borde de la quiebra. Habría podido rebajar precios y no verse superado por la competencia.

No obstante, Henry Cavender había sido demasiado tozudo para aprovecharse de los incentivos que ofrecía el Gobierno a las grandes compañías que trasladaban sus bases al extranjero. Mason comprendía su dilema. Su familia podía tener muchos defectos, pero su padre siempre había sido leal con la gente que trabajaba para él. Muchos tenían padres y abuelos que habían trabajado para los Cavender y Henry se sentía responsable de ellos. Al final, defraudarlos le había costado la vida, literalmente. Mason tenía el mismo sentido de obligación moral, y leer el plan de negocio de Azaria la llenó de embriagadora esperanza. El mercado global de los diamantes en bruto estaba valorado en unos veinte mil millones de dólares y De Beers controlaba el setenta por ciento de la oferta. En los últimos tiempos su dominio había flaqueado un poco y no eran los únicos que se repartían el pastel. Había sitio para más jugadores en el

partido. Si Azaria podía garantizar el suministro y una calidad consistente, podían lograr exactamente lo que Lynden había imaginado y recuperar la fortuna familiar. Mason podría volver a contratar a muchos de los trabajadores que había tenido que echar. El potencial de aquella empresa la había dejado a cuadros. A lo mejor la Maldición de los Cavender se convertiría en un mero cuento para viejas; aparentemente su hermano había estado a punto de demostrar que podían dejar el pasado atrás. —El mercado de los anillos de compromiso es de las piedras blancas de talla brillante —continuó Josh, explicándole sus ventajas de mercado—. El ciudadano medio quiere ponerle la piedra más grande posible en el dedo a su chica. Lo difícil será responder a la demanda. —¿Tendremos ayuda del banco? Josh negó con la cabeza.

—El concepto les haría estallar la cabeza y, aparte, estando como está la economía, lo único que les interesa es recuperar su dinero. Lynden estaba trabajando en una inversión de capital de riesgo cuando... tuvo el accidente. A finales de mes había una fiesta en Nueva York e iba a cerrar el trato allí. —¿Con quién estaba negociando? —Un multimillonario ruso, Sergei Ivanov. Un gánster que intenta lavar su dinero. —¿Así que crees que debería ir a esa fiesta y ver si va en serio? Josh titubeó. —Ya sé que no es tu ambiente, pero eres la única con el apellido adecuado. —Como si ser una Cavender tuviera importancia ya. Los tiempos han cambiado.

—No infravalores el poder de la mística de los Cavender —dijo Josh en tono pensativo—. Lynden sabía cómo utilizarlo para conseguir capital. —Y crees que yo tengo que hacer lo mismo — gimió Mason. El plan le resultaba desalentador. Detestaba socializar, y la sola idea de asistir a las fiestas más rancias de la alta sociedad de Manhattan la ponía enferma. Lynden asistía a todas las importantes y se aseguraba de llevar a una acompañante prestigiosa; normalmente alguna joven rica pagada de sí misma. Ahora que Lynden ya no estaba y necesitaban buscar el apoyo de algún inversor potencial, Mason iba a tener que tragarse el horror de la temporada de actos benéficos de Nueva York. —Parece ser que los Ivanov no son bienvenidos en ciertos acontecimientos y eso les supone una gran decepción —apuntó Josh.

—En otras palabras, dos millones de pavos proporcionaría las invitaciones que buscan y Azaria sería un plus. Josh sonrió, confirmando sus peores temores. —¿Crees que podrás ser lo bastante persuasiva? El tono de duda era evidente en su voz y Mason entendía el por qué. Normalmente ella sólo asistía a los acontecimientos sociales más importantes cada tantos años, para acallar los rumores de que estaba loca o encerrada. La gala Whitney del mes siguiente era la mayor de las fiestas que adoraba evitar, pero también era la reunión ideal para codearse con un abanico de ambiciosos inversores que normalmente eran excluidos de las listas de invitados. Los Cavender habían donado dinero desde hacía décadas y les correspondía automáticamente un lugar en las mesas más buscadas. Sería un reto conseguir una invitación para un nuevo rico ruso y su mujer, que

seguramente sería una exprostituta embutida en un abrigo de marta, pero Mason sabía que la promesa de contar con su cara presencia le daría puntos. —Lo conseguiré —aseguró con una mueca de disgusto. —La alternativa es meterte en la cama con De Beers —opinó Josh con poco entusiasmo. —¿En lugar de esperar a que nos aplasten? No era difícil imaginar que el gigante de los diamantes querría su parte del pastel si los diamantes cultivados se hacían un hueco importante en el mercado. —El precio de los diamantes depende de la oferta y la demanda —afirmó Josh—. Cuantas menos piedras de alta graduación haya en el mercado, más subirán los precios. De Beers controla unas reservas y una maquinaria de distribución

enormes. Acabarían con nosotros en una guerra de precios. —Entonces lo que necesitamos es un socio rico y nuestras propias reservas —dijo Mason—. No aliarnos con nuestro peor enemigo. Ellos también podían jugar al mismo juego que De Beers. Si Azaria tuviera el monopolio virtual del mercado y liberara únicamente un número limitado de gemas cultivadas, podrían mantener los precios altos. —Toda la producción de los próximos seis meses está ya encargada —informó Josh—. Tenemos más pedidos, pero no podemos incrementar la producción sin más maquinaria. —¿Cuánto capital necesitamos? —Podríamos movernos con dos millones de entrada. Calderilla, vamos.

—Pero le debemos veinte al banco y no ganamos lo suficiente para devolver esos préstamos, mucho menos para fundar Azaria. —Dicho en plata, así es. —Josh vaciló—. Y además tenemos que pasar otros diez millones para el plan de pensiones. Mason levantó la mirada de golpe. —¿Qué quieres decir? Josh rebuscó entre sus papeles y extrajo una hoja llena de cifras. —Los números que has visto... son mentira. Mason leyó la hoja, atónita. —¿Me estás diciendo que Lynden sacó dinero del fondo de pensiones? —No hubo otra opción. Creía que, si lograba que funcionase, tú nunca tendrías que enterarte.

—¿Lynden y tú me habéis estado ocultando algo así durante estos últimos dos años? Josh tuvo la decencia de parecer avergonzado. —Se lo ocultamos a todo el mundo. Hemos presentado declaraciones de renta y hemos enviado extractos falsos a los trabajadores. —Oh, Dios santo. ¿Lynden ha robado el dinero de nuestros empleados? —No, las cosas no son tan simples. Creamos una sociedad de inversión que permitiría que el fondo entrara temporalmente en las acciones de Azaria, con cláusulas de readquisición a favor tuyo y de Lynden. Mason apoyó la cabeza en las manos. Si Azaria fracasaba, no habría modo humano de que pudiera volver a comprar y recuperar la inversión.

—¿Cuántas personas dependen de nosotros para su jubilación? —Cientos. Mason se secó el sudor de la frente. El pelo húmedo se le pegó a la mano y se dio cuenta de que estaba temblando. —¿Qué vamos a hacer? —Tenemos una oferta sobre la mesa —le recordó Josh con cautela—. Podríamos librarnos de la Corporación Cavender vendiéndosela a Vienna Blake, pagar a los bancos lo máximo que podamos, quedarnos Azaria e ir comprando las acciones poco a poco. Mason alzó la cabeza y miró a Josh a los ojos. —Sobre mi cadáver. Esa zorra cometió un terrible error matando a mi hermano. Quiero que pague por ello.

—Lo entiendo —titubeó Josh—. Pero por favor, piénsatelo. Simplificaría mucho las cosas. Tendríamos una compañía fuerte y saneada. —No. —Mason recogió los papeles y la bolsita de diamantes—. Sé que estuvo involucrada en el accidente. Sólo necesito tiempo para demostrarlo. ¿Ha averiguado algo el detective? —Sólo lo que te dijo la policía. Vienna estaba fuera de la ciudad cuando ocurrió todo y no hay indicios de juego sucio. El informe de la Administración Federal de Aviación dice que fue un fallo en el motor. Mason dejó escapar una carcajada de disgusto. Había leído el informe y no era concluyente. Algo tenía que haber provocado la pérdida de energía. Durante unos minutos, en el despacho de Vienna, casi había llegado a creerse sus alegatos de inocencia, pero la mentira formaba parte del ADN de los Blake.

—Esa familia no se detendría ante nada y, con el matrimonio de Lynden a la vuelta de la esquina, tenían móvil. Dile al detective que se esfuerce más. Josh jugueteó con el bolígrafo, mientras su expresión se tornaba pensativa. —Podrías ponerle punto y final a esto, Mason. Si las dos decidís terminar con el tema, podrías aceptar la oferta y dejarlo estar. Ella tendría que arreglar todo el desaguisado. Piénsalo. —Lo haré, pero necesito que me consigas un poco más de tiempo. A juzgar por la mirada que le lanzó Josh, este creía que Mason sólo estaba retrasando lo inevitable, pero ella tenía que darle una oportunidad a su investigador para que sacara algún trapo sucio. Los Blake tenían enemigos; si pudiera encontrar algo contra Vienna, ni que fuera alguna práctica contable dudosa que le interesara a Hacienda,

tendría algo con lo que negociar. Entretanto, necesitaba obtener financiación para Azaria. —-Le lanzaré las señales adecuadas —dijo Josh—. Seguramente estará dispuesta a adaptarse a nuestros plazos siempre que crea que nos tiene contra las cuerdas y que al final claudicarás. Mason sonrió con amargura y se puso en pie. —No creo que eso vaya a ser un problema después de nuestro encuentro de hoy. Ahora sí que está convencida de que he perdido la chaveta. —Tienes suerte de que no te hayan detenido — observó Josh. —Es interesante que no haya querido meter a la policía, ¿no te parece? Oculta algo; está claro. —Creo que le estás buscando tres pies al gato. — Josh se alisó los puños de la camisa con gesto ausente—. Vienna Blake no es idiota. Con una

oferta sobre la mesa no le interesa tenerte cabreada y entre rejas. Mason entendía la lógica de Josh, pero no se lo tragaba. —No, planea algo. Lo presiento. Si me pasa algo, la policía no tendrá que buscar muy lejos. Josh la miró a los ojos. —¿Me estás diciendo que temes por tu seguridad? Mason vaciló, porque no quería sonar como si estuviera asustada. —Estoy en guardia. —Relájate —le dijo Josh, adoptando un tono despreocupado y confiando, con la clara intención de tranquilizarla—. Cree que tiene la partida ganada. ¿Para qué iba a necesitar jugar sucio ahora?

Mason se había hecho la misma pregunta. —No lo sé. Quizá porque es lo que hemos hecho toda la vida. Puede que necesite algo más que una firma al final de un contrato para sentir que ha ganado. Josh no se veía muy convencido. —¿Nunca se te ha ocurrido pensar que ella también puede querer acabar con esto de una vez por todas? Puede que por eso te haya hecho otra oferta... para que las dos podáis seguir adelante con vuestras vidas. Seguramente visto desde fuera parecía así de fácil, se dijo Mason. Después de todo, tanto Vienna como ella eran mujeres adultas. ¿Por qué no, sencillamente, decidían dejarlo estar? ¿Acaso sabía alguna de las dos por qué sus familias estaban enfrentadas a aquellas alturas? ¿Importaba ya? Se recordó que había visto a su hermano exhalar su último suspiro. Dios sabe que ella habría muerto

con él. En parte, deseaba que hubiera sido así, pero en lugar de eso Mason había salido indemne, con poco más que con una conmoción y unos cuantos cortes y cardenales. Ahogó un sollozo al recordar los ojos de Lynden cuando se nublaron para siempre. —Los Blake nos han arruinado, Josh. Prácticamente mataron a mi padre y ahora también a mi hermano. No puedo dejar que se salga con la suya. —Lo siento —murmuró él. —Lo único que me queda es mi honor —dijo Mason, frotándose los ojos con los nudillos—. Si cedo ante Vienna Blake, lo perderé también.

Capítulo 5 Vienna dejó el teléfono móvil en el asiento de acompañante y aminoró para poder contemplar el tranquilo paisaje. Le encantaba la escarpada ladera

sur de los montes Berkshires. Cuando era niña, su padre solía parar en los grandes almacenes de Monterey en los trayectos de ida y vuelta. También hacían excursionismo en el meandro del estanque Benedict y Beartown. Su madre detestaba pasar tiempo al aire libre. Lo único que tenían que hacer Vienna y su padre era sacar las botas de montaña y las mochilas y Marjorie enseguida se buscaba alguna excusa y alegaba estar muy ocupada para perder todo el día explorando un árido bosque de pinos. La mujer suspiró; añoraba a su padre a todas horas, aún más desde que la responsabilidad de llevar Industrias Blake había caído sobre sus hombros. De pequeña nunca había entendido por qué su padre pasaba todo el día en la oficina y cuando volvía a casa seguía trabajando en el estudio. Ahora se preguntaba cómo había logrado compaginar su vida tan bien. Para ella era una lucha poder ir a comer con su madre y, en lo que respectaba a su vida personal, para cuando

acababa de trabajar al final de la semana estaba tan agotada que lo único que quería era apoltronarse en el sofá con un buen libro. Intentó recordar la última vez que había tenido una cita apasionada. ¿Hacía dieciocho meses? No tenía relaciones de verdad, sólo aventuras y citas en serie con mujeres a las que nunca llegaba a conocer. No estaba segura de dónde se conocían las felices parejas de lesbianas en la treintena. Ya le había parecido bastante complicado en la veintena. Había tenido una relación seria en su último año de máster en Harvard, pero la presión de los estudios había condenado su romance. Su intento siguiente de mantener una relación amorosa a distancia había durado menos de un año. Después de aquel fracaso, Vienna se había conformado con las citas sin compromiso, esperando que el día menos pensado, la Señorita Perfecta aparecería en su vida. Lista, atractiva e

independiente. Sin embargo, de repente todos sus conocidos empezaron a conocer a sus medias naranjas y a quedar con otras parejas. Los escasos amigos cercanos que sabían que era lesbiana intentaban arreglarle citas con hermosas mujeres solteras, pero lo que había sido un desfile continuo de compañeras potenciales se había reducido a un chorrillo patético poco después de cumplir los treinta. Parecía que todas las buenas ya estaban cogidas. Seguramente tampoco ayudaba mucho que siguiera con un pie dentro del armario y fuera muy cauta. Vienna sabía que era un buen partido para cualquiera que estuviera más interesada en la parte material que en la emocional, así que intentaba evitar hablar de su pasado. No era fácil acercarse a alguien cuando era reacia a invitar a su casa a las mujeres con las que salía. Enseguida empezaban a preguntarse si escondía algo y, al cabo de unas cuantas citas, si eran agradables de

verdad, Vienna no quería insultarlas admitiendo que no había confiado en ellas. Deseaba que alguien llegara a importarle lo suficiente para hacer el esfuerzo de abrirse, pero las mujeres que más le gustaban eran mujeres que preferiría tener como amigas. Con sólo treinta y dos años, no quería creer que fuera desgraciada en el amor, pero eso era precisamente lo que empezaba a parecer. Lo peor era que, siempre que intentaba imaginarse un futuro romántico, el rostro que le devolvía la mirada entre las brumas de la fantasía era el de Mason Cavender. Aquel maldito primer beso la atormentaba como una mala tonadilla: cuanto más trataba de borrarlo de su memoria, con más ahínco se grababa en su cerebro. Enfadada consigo misma por haber dejado que sus pensamientos volaran en esa dirección, Vienna pisó el acelerador y adelantó a un idiota en un enorme SUV que iba a cincuenta kilómetros por

hora. En cualquier otro momento habría parado en Monterey, por los viejos tiempos, pero no estaba de humor, así que tomó el desvío a Tyringham. La serenidad azul del lago Garfield siempre la sosegaba, porque significaba que sólo estaba a veinte minutos de casa. Los árboles estaban cambiando de color muy rápidamente y se vestían con el esplendor del otoño. Los arces estaban pintados de rojo y dorado y los amarillos sauces bordeaban praderas de pálido verde aceituna. A lado y lado de la carretera había matas de vara de oro, áster y las hortensias japonesas habían florecido en los jardines por los que pasaba. Pasado septiembre, el suelo quedaría cubierto de una avalancha de hojas que enterrarían los caminos de vacas de los alrededores de Penwraithe e inspirarían con su rústico manto a los artistas aficionados locales para pintar sus horteras homenajes al otoño de Nueva Inglaterra. Vienna les permitía el acceso a los terrenos de Penwraithe en aquella época del año y a menudo tropezaba

con alguien con un caballete. Para su irritación, el paisaje que más deseaban pintar incluía las ridículas torres góticas de Laudes Absalom al fondo. Ella misma se había cambiado de dormitorio hacía años para no tener que ver aquel lugar cada vez que abría las cortinas. Aun así, con frecuencia gravitaba de vuelta a su antigua habitación, en busca de una figura oscura paseando un perro. Con un suspiro de rabia, se puso a la cola de la caravana de vehículos que recorría lentamente Main Street, un trecho de calle de la América rural que había hecho famosa Norman Rockwell. Gracias a él, Stockbridge siempre estaba plagado de turistas posando para la foto de rigor frente al Red Lion Inn, antes de seguir hacia Williamstown. Vienna superó el pequeño atasco y esquivó a un grupo de turistas alelados que había en medio de la carretera. La famosa taberna parecía crecer más y más desde la esquina con el paso de los años y la

fachada blanca de cuento de hadas era punto de referencia y adorno de tazas de suvenir. Vienna giró y pasó Naumkeag, la mansión con vistas al pueblo. Estaba agradecida por que los Blake hubieran construido su propia casa de campo de verano más alejada, en lo profundo de las colinas que rodeaban el pueblo. Penwraithe no atraía el mismo tipo de atención que se reservaba a los castillos de pega de la época. Normalmente los turistas se acercaban a la acogedora entrada de la hacienda Blake desde las imponentes puertas de hierro forjado de Laudes Absalom, pero la casa no era motivo de fotografías dramáticas. Era modesta para los estándares de la Edad de Oro y tenía solo dieciocho habitaciones. Originalmente se suponía que iba a ser una mansión de estilo italiano, pero cuando empezó la construcción, el antepasado de Vienna, Benedict Blake, decidió que quería algo con aire americano y cambió a un estilo georgiano, con postigos blancos y balaustradas en las terrazas. Sin embargo, no era un hombre al que le gustara

tirar el dinero y conservó la imponente entrada y el vestíbulo de mármol blanco que ya habían sido construidos. Con su suelo de mosaico blanco y negro, los altos techos en forma de bóveda de cañón, las enormes urnas de mármol y la escalinata con adornos de hierro forjado, prometía un hogar de opulencia descarada. En consecuencia, los invitados quedaban desconcertados al entrar en habitaciones que sólo podían ser descritas como meramente ordinarias tanto en dimensiones como en decoración. Vienna aminoró la marcha al pasar por delante de las puertas de Laudes Absalom y acercarse a Penwraithe. Frente a ella, dos jinetes se habían detenido junto a la entrada. Uno de ellos, el encargado de las caballerizas Rick O’Grady, la saludó con la mano, desmontó y guió a su caballo al interior de la finca. El otro jinete iba a lomos de un caballo blanco espectacular y siguió por el camino sin mirar atrás. A Vienna se le aceleró el pulso. Por el porte noble y las proporciones

barrocas, sabía que lo que tenía delante era un lipizano y de esos sólo había uno en los alrededores. Intentando no mostrar su enfado, puso el coche a la altura del hombre que cuidaba de sus cuatro caballos y condujo a su paso. El alazán que había sacado a pasear era su yegua dominante y tenía una distensión del ligamento suspensor. Tras meses de reposo en el establo, la habían sometido a casi un año de rehabilitación. Rick acababa de empezar a montarla otra vez. Vienna bajó la ventanilla y lo saludó con una sonrisa. —¿Cómo está? —Cada día mejor. Llevará un tiempo hasta que podamos hacerla galopar, pero la flexión es normal, así que creo que está fuera de peligro. —¿Con quién cabalgabas? —Preguntó Vienna, fingiendo desinterés—. Ese blanco es fabuloso.

—Es impecable, sin duda. —Entiendo que es de los establos Cavender, ¿no es así? La expresión de Rick se tocó de vergüenza. —Sí, es Dulcifal. —Claro. Todo el condado conocía al semental, pues había salido en un documental de Animal Planet sobre los supuestos susurradores de caballos, junto con uno de los afamados caballos andaluces de Mason. —¿Es tan listo como dicen? —No sé si en rigor debería llamarse inteligencia — reflexionó Rick—. Está totalmente adiestrado y sus modales son sorprendentes. Eso en parte es genético, pero también es verdad que ellos usan unos métodos de adiestramiento especiales. Su

cuidador me ha dado algunos consejos, a decir verdad. Mientras lo oía hablar tan entusiasmado, Vienna se recordó que su personal tenía todo el derecho a relacionarse con los demás mozos de cuadra del vecindario, pensara lo que pensara ella de sus jefes. —Bueno, me alegro de que hayas encontrado a alguien cerca con quien trabajar con los caballos — le dijo en tono amable—. Puede que algún día llegue a conocer a Dulcifal. Sintió una nueva punzada de arrepentimiento por su malicioso comentario sobre enviar a los animales de Mason al matadero. Ojalá pudiera retirar aquellas palabras tan crueles, y no tanto por Mason sino por sí misma. La idea de hacer tal cosa era inconcebible y había caído muy bajo diciendo algo tan horrible. Aquella mujer tenía la habilidad de sacar lo peor de Vienna.

Rick no pareció captar la indirecta sobre conocer al bello lipizano. Mientras le apretaba la venda al alazán en la pata trasera, le preguntó a Vienna: —¿Saldrás a montar mañana por la mañana? —Sí, pero no tengo ninguna preferencia. Cualquier caballo que necesite hacer ejercicio me vale. Vienna siempre evitaba perturbar el desarrollo de los entrenamientos en sus visitas esporádicas. Cuando iba a Penwraithe quería ayudar, no hacer que el personal tuviera que dejarlo todo para consentirle los caprichos. Sólo montaba a sus caballos por placer, y todas sus monturas eran animales adoptados. Lo cierto era que no tenía tiempo para ser la mejor ama del mundo, pero podía permitirse darles los mejores cuidados. Hasta hacía poco tenía seis yeguas, pero dos de ellas rondaban la treintena y las había sacrificado antes de que el invierno agravara su artritis hasta extremos insoportables. Pronto

rescataría dos más. No soportaba pensar en los centenares de caballos no deseados, abandonados a su suerte, y como solo podía dar establo a unos pocos en persona, también hacía donaciones regulares a una larga lista de organizaciones de rescate equino. —¿A las ocho en punto? —inquirió Rick. Normalmente, Vienna se levantaba a las seis, pero los días que pasaba en Penwraithe aprovechaba para recuperar horas de sueño y le gustaba tomarse su tiempo por la mañana. —Suena bien. Hasta mañana. Echó un vistazo por el retrovisor lateral mientras conducía hacia la casa y sonrió al ver a Rick acariciar a la yegua y darle una zanahoria. Era muy tranquilo con los caballos y era un experto en leer sus temperamentos y el humor de que estaban. Su padre lo había contratado por recomendación de sus amigos en el negocio de las carreras, después

de que Rick sufriera una grave caída y necesitara encontrar un trabajo más ligero. Llevaba tres años con los Blake y no daba muestra alguna de querer volver a las pistas. Vienna se sentía afortunada por contar con él. Estaba demasiado cualificado para aquel tipo de trabajo, habiendo sido jefe de cuadra con responsabilidades como entrenador, pero Vienna le daba carta blanca para contratar la ayuda que necesitara para el establo y se le veía realmente feliz en Penwraithe. Vienna aparcó en el garaje que había detrás de la casa y entró por la puerta trasera. De inmediato, un tropel de gatos saltaron sobre ella, la rodearon y se le frotaron contra las piernas, guiándola hacia la cocina. —Llegas temprano —comentó Bridget Hardy, mientras dejaba un mendrugo de masa sobre la enorme mesa de cocina de madera maciza que había en el centro de la sala y se limpiaba las manos de harina. Era el ama de llaves de los Blake

desde hacía quince años y siempre horneaba pan cuando sabía que venía Vienna. —Salí antes para no pillar caravana —repuso Vienna, mientras inspeccionaba los botes de conservas que había en los estantes—. Has estado ocupada. —Como vuelva a ver otro cubo de calabacines... — refunfuñó Bridget, partiendo la masa en dos focaccias. Luego las colocó en la bandeja del horno de piedra y las pintó de aceite de oliva—. Ponle ajo y una ramita de romero a una, ¿quieres? Yo voy a preparar un poco de té. Vienna se lavó las manos y obedeció. Trabajar en la cocina con Bridget era uno de sus mayores placeres cuando estaba en casa. La única razón de que supiera cocinar era que Bridget se había tomado el tiempo de enseñarla. Inspiró hondo y aspiró el dulce aroma especiado de las hierbas y el olor a levadura de la masa.

—Dios, qué alegría estar en casa. —Tendrías que venir más a menudo —le dijo Bridget—. Sé que es difícil, pero tienes que descansar más. Tu padre aprendió la lección por la vía difícil. —Lo sé. —Vienna dejó el romero a un lado y espolvoreó diente de ajo picado por encima de la masa—. ¿Parmesano o sal gorda? —¿Te parece bien uno de cada? —Bridget sacó la sibilante tetera del fuego y preparó el té. En casa de los Blake, sólo se bebía café con el desayuno y la cena. —¿Cómo funcionó la chica nueva del pueblo? —le preguntó Vienna, mientras metía las focaccias en el horno. —Se las arregló para venir a trabajar una semana, pero se pasaba el tiempo enviándose mensajes con

las amigas y colgada de esa página web, tui, tuinosécuántos. —¿Twitter? —aventuró Vienna disimulando la sonrisa. —Me suena —asintió Bridget. Escogió un bote de té Darjeeling—. Así que al final le sugerí que persiguiera las cosas importantes de la vida desde su casa, donde el trabajo pagado no la molestaría. Vienna se echó a reír. Se lavó las manos y se sentó en la mesa que había junto a las puertas acristaladas. La cocina daba a una terraza de piedra azul donde Bridget cultivaba sus plantas en enormes macetas decorativas. La terraza tenía unos escalones que llevaban a la piscina climatizada y a un extenso patio exterior. —Los muebles del jardín son nuevos —observó, al tiempo que se sacaba de encima los dos gatos

negros con manchas beis que siempre competían por su regazo. —Tu madre estaba harta de las sombrillas verdes. Marjorie había redecorado la casa por completo cuando Vienna era niña, aportando un toque de sensibilidad de Palm Beach a la decoración. Quitaron la madera oscura, pintaron las paredes de una cálida tonalidad vainilla y calabaza y los sobrios muebles de antaño fueron sustituidos por un mobiliario más moderno y cómodo. Marjorie todavía se dedicaba a modernizar las habitaciones y Vienna estaba encantada de dejarle aquella responsabilidad. La última renovación había dado más luz a la zona de la piscina al reemplazar los muebles de jardín que tenían, prácticos pero sosos, por sombrillas a rayas amarillas y butacas de mimbre con cojines blancos. Como nota extra de color, había almohadones amarillos y turquesa distribuidos estratégicamente.

—Se ve muy... caribeño. Vienna se preguntaba dónde iban a meter las enormes butacas y las tumbonas en un mes o dos, cuando empezaran las nevadas. Los muebles anteriores, las mesas de café y las sillas eran plegables y fáciles de guardar en el cobertizo. Vienna examinó algunas de las macetas amarillas nuevas. —¿Eso son plataneros? —Ajá. Y también hibiscos. Tu madre quiere que los llevemos al invernadero a finales de mes. —Ya me imagino. Plataneros y arbustos tropicales en Nueva Inglaterra. Sólo Marjorie era capaz de creer que algo así funcionaría. Bridget depositó las tazas de porcelana china y las jarritas en la mesa, junto con unas rodajas de

limón. Vertió el té con ayuda de un colador mientras decía: —Ha venido un caballero y ha dejado un número de teléfono para ti. No te lo has encontrado por los pelos. —¿Otro decorador? —Lo dudo. Llevaba el traje arrugado y olía a perrito caliente. —Bridget le pasó a Vienna un trozo de papel—. Personalmente yo no me acercaría a él ni con pinzas, pero él parecía creer que te alegrarías de recibirlo. Vienna leyó el nombre de la nota y se la guardó en el bolsillo de los téjanos. —El señor Pantano es uno de mis empleados. —Vaya, vaya. —Bridget puso una rodaja de limón en el té de Vienna antes de pasarle la taza.

—Me sorprende que haya venido hoy Tendría que haberte avisado. —¿Sobre la pistola o su olor corporal? Vienna dio un sorbo de té. A Bridget no se le escapaba casi nada. Tazio Pantano era un gorila de Nueva Jersey que contrataba ocasionalmente. Tras la inopinada visita de Mason a su despacho días atrás, Vienna había decidido importar algo de protección durante los días que pasara en el campo. Y ya que estaba, pensaba aprovechar bien los servicios de Pantano. —Se quedará en las cocheras mientras estoy aquí —informó. Bridget enarcó las finas cejas por encima de sus chispeantes ojos azules. Pese a sus cincuenta y tantos años, todavía se la veía joven. Sus rasgos eran redondeados y tenía las mejillas sonrosadas. De joven debía de haber sido robusta, rolliza y llena de energía. El paso del tiempo había

ablandado su musculatura, pero sus andares seguían llenos de vitalidad. Era la antítesis del ama de llaves de sus vecinos, la estirada señora Danville. Las dos se conocían y mantenían una misteriosa relación cordial que conllevaba intercambio de conservas, carne ahumada, charlas al salir de la iglesia, llamadas telefónicas después de una tormenta especialmente mala y modestos regalos en Navidad. Una vez al año salían a cenar juntas. Era una tradición entre amas de llaves establecida hacía mucho tiempo, cuando las dos familias no estaban enemistadas. Cuando la relación entre los Blake y los Cavender se rompió, la tradición pervivió. Una vez Marjorie había cuestionado la costumbre, pero Bridget le había contestado que su colega de al lado y ella estaban obligadas a confiar la una en la otra para ciertas cuestiones que no tenían nada que ver con sus jefes, pero que eran esenciales para que las haciendas marcharan como es debido. Y si Marjorie le veía algún problema, Bridget

estaría encantada de dejarla a ella al cargo de reponer la despensa y organizar las reparaciones de la casa. —¿Hay algo que deba saber sobre la visita del señor Pantano? —Preguntó Bridget—. Aparte de sus preferencias culinarias. Vienna no tenía motivo para preocuparla, ya que Bridget estaba al margen de las rabietas de los Cavender. Puede que Mason estuviera furiosa con Vienna, pero jamás amenazaría a una de sus empleadas de la finca. Era impensable que tuviera un comportamiento así de vergonzoso. —Está aquí por un negocio con un amigo de la familia —contestó con afable naturalidad. Recordaba perfectamente a su padre pronunciar aquellas mismas palabras, en el mismo tono, cuando no quería discutir más sobre algo. Al notar un brillo extraño en la mirada de Bridget, supuso que el ama de llaves también había reconocido la

táctica evasiva. Las dos continuaron bebiendo té, hasta que Bridget se levantó para ir a ver la focaccia. —¿Sabes si nuestra vecina está en casa? —se interesó Vienna. Aunque sabía que no debía pedirle a Bridget que le hiciera de espía, no podía evitar preguntar sobre Mason de vez en cuando. —La vi ayer —contestó Bridget, sin moverse de su posición inclinada sobre el horno. Trasteó en el cajón calienta-platos, levantó la tapa de una enorme olla e inspeccionó su contenido. Un delicioso aroma de ternera a la bourguignon se sumó al apetitoso olor del pan. —¿El señor Pantano cenará en la casa esta noche o he de prepararle una bandeja? —Podemos cenar todos en la cocina —dijo Vienna, para ahorrarles a todos la formalidad de cenar en

el comedor principal con un hombre al que sus colegas apodaban «el Tanque». —No quiero armas en mi cocina —declaró Bridget —. Y la camisa que lleva está manchada de kétchup y de sudor y feromonas. Hay que llevarla a lavar. Yo se la pondré en remojo. —Gracias —musitó Vienna, sumisa—. Se lo diré. Cuando subió al piso de arriba llamó a Pantano, pero no contestó, así que le dejó un mensaje en el buzón de voz para decirle que lo esperaban a cenar. Mientras se duchaba, pensó en los planes que la habían llevado hasta allí. Si todo iba bien, Laudes Absalom sería suyo antes de que regresara a la ciudad. —¿Se ha perdido? —le preguntó Mason al armario que merodeaba cerca de sus establos. Tenía el pelo negro y engominado, esculpido al estilo de Elvis Presley y llevaba anillos de oro en la

mayoría de los dedos. No tenía pinta de periodista ni de turista que se hubiera perdido de camino al museo de Norman Rockwell. Dos ojos castaños redondos y brillantes pestañearon en su dirección. El extraño le contestó con brusquedad y un acento de Nueva Jersey que era puro cliché. —¿Esto es tuyo? Mason notó que el caballo se removía bajo sus piernas y se le aceleraba el pulso. Shamal, su semental andaluz de color negro, miraba a todos los hombres como miembros de una tribu cruel de d evo r ador es de caballos. Giró la testuz y dio un paso atrás, listo para salir huyendo a la menor provocación. Mason desmontó, porque prefería no estar atada a él cuando se echara al trote de vuelta al camino, pero mantuvo las riendas en la mano para demostrarle confianza. Colocándose entre el caballo y el extraño, Mason se echó ligeramente

hacia atrás para que Shamal percibiera su olor por encima de los demás. Siempre se frotaba la ropa con una mezcla de incienso y aceite de lavanda cuando lo montaba, ya que la combinación lo tranquilizaba. —¿Qué está haciendo en mi propiedad? —exigió saber Mason, mientras abría la puerta del corral de Shamal. La señora Danville nunca habría dejado entrar a alguien sin más, pero el hombre no le explicó cómo había entrado. A lo mejor la había seguido antes, cuando había vuelto de su paseo con Dulcifal. Esperó a que Mason le quitara el bocado y el ronzal y metiera en el corral a Shamal. Entonces le entregó una tarjeta de visita, escrita con letra con volutas. Leyó el nombre incrédula: Tazio «el Tanque» Pantano. ¿Quién incluía su apodo, especialmente uno sacado de una película de mañosos, en una tarjeta de visita?

El hombre fue directo al grano. —Mi jefe está buscando una parcela de campo como esta. ¿Te interesa vender? Shamal fulminó a Pantano con la mirada desde la relativa seguridad del corral y resopló sonoramente. Mason lo apaciguó. —Laudes Absalom no está en venta. «El Tanque» cabeceó lentamente. La papada le rebosaba por el estrecho cuello de la camisa. —Claro, le tienes cariño al sitio. Eso es comprensible. ¿Qué tal un millón? —¿ Un millón? Ochenta acres y una casa de campo de la Edad de Oro. Por muy destartalada que estuviera, en aquella zona podría sacar al menos tres millones, puede que cinco si el comprador se dejaba llevar por el aspecto histórico. A Mason le costaba

imaginarse al jefe de Pantano con tantas contradicciones, medio mañoso de Jersey, medio hacendado, pero si lo que buscaba era algún tipo de legitimidad, seguramente ser el propietario de una casa famosa serviría de algo. La oferta era un chiste. Pantano sonrió. En algún momento le habían arrancado todos los dientes y tenía la boca llena de coronas blancas Day-Glo que casi no le cabían en los finos labios, de modo que la sonrisa bordeaba lo macabro. —He enviado fotos desde el iPhone —anunció alegre-mente—. No te pongas chula, añádele unos cuantos caballos y puede que subamos hasta dos. Mason oyó un relincho curioso procedente del establo de Dulcifal. El lipizano asomaba la cabeza por la puerta. —Tienes ahí un bonito animal. Como el de la película.

—¿Operación Cowboy? —preguntó Mason, refiriéndose a la película de Disney sobre el rescate de los caballos españoles de la escuela de hípica por parte del general Patton durante la Segunda Guerra Mundial. Pantano dejó escapar una carcajada que casi sonó a risilla. —No, El Padrino. —Se acercó a Dulcifal y le dio una palmada en el cuello—. Ya nos hemos hecho amigos —informó a Mason, como si quisiera insinuar que le sería sumamente fácil repetir la escena de la cabeza de caballo de la película. Horrorizada, Mason respondió: —Le acompañaré fuera, señor Pantano. Le ruego que le agradezca la oferta a su jefe de mi parte. Obviamente necesitaré algo de tiempo para considerarla. Pantano agitó la gruesa manaza hacia la casa.

—Este sitio es un vertedero, ¿no es así? Nadie va a pagarte más dinero. Mason se echó a andar, a sabiendas de que, si permanecía delante de aquel repugnante individuo un minuto más, le daría un puñetazo y las consecuencias no serían precisamente recomendables. —¿En qué sector trabaja su jefe? —preguntó, bajando la voz para que no le temblara. —La construcción —respondió Pantano, subiéndose los pantalones mientras le seguía el ritmo al andar. —¿Y se llama? —No estoy autorizado para dar esa información. Si estás interesada, ya tienes mi número. Había dejado el coche, un Chevy Suburban de color negro, al lado de la verja. Al subir al asiento

del conductor se le enganchó la chaqueta en la puerta y descubrió la pistola semiautomática que llevaba en el cinturón. Mason se estremeció. La oferta por la casa era tan ridícula que sólo se le ocurría que Pantano la hubiera puesto como excusa sin pensarlo, cuando lo había pillado rondando la propiedad. Los hombres como Pantano no pasaban por los Berkshires y tropezaban con Laudes Absalom por casualidad. Estaba allí por alguna razón. Mason sintió nauseas al pensar en las posibilidades. Su hermano le había ocultado muchas cosas, así que se preguntaba qué más no sabía. ¿Y si Lynden había pedido dinero prestado a aquellos tiburones o tenía alguna deuda de juego? ¿Le debería dinero a algún capo de Nueva Jersey que creía que la podía asustar? Notó un sabor metálico en la boca y se percató de que se había mordido la mejilla por dentro hasta hacerse sangre. No esperó a ver cómo Pantano se alejaba, sino que cerró las puertas y regresó a las caballerizas. En cuanto sacó a Shamal del corral y

lo llevó a su establo, llamó al detective que había contratado Josh. —Quiero que investigues a mi hermano —le ordenó tras los saludos de rigor—. Puede que Vienna Blake no fuera la única persona que lo quería muerto.

Capítulo 6 El viento golpeaba las ventanas del dormitorio de Mason. El aullido agudo en un perro que pasaba la tormenta a la intemperie se impuso sobre el crujido de los cristales. Ralph alzó la cabeza del muslo de Mason y gimoteó, inquieto. Ella le acarició el pelaje cálido entre las orejas y le susurró. —Tranquilo, no pasa nada.

Para ser un perro guardián, descendiente de una larga línea de raza dóberman, era bastante gallina. El aullido sonó más cerca y Mason empezó a considerar que el perro misterioso se hubiera colado en la finca y anduviera perdido, en busca de cobijo. Había hecho un tiempo de mil demonios para conducir en los Berkshires durante los últimos días, por lo que puede que lo hubiera atropellado un coche. Se imaginó al animal herido, tambaleándose hacia la casa o, Dios no lo quiera, hacia los establos, en donde los canes no eran muy bien recibidos. La mayoría de sus caballos toleraban a los perros cuando salían a cabalgar, pero Shamal los detestaba. Mason intentó volver a coger el sueño, pero se había desvelado. Tras pasar varios minutos echada con los ojos cerrados sin poder dormir, se levantó de la cama y se acercó a las ventanas. Las cortinas estaban abiertas y la noche extendía su brillante manto de plata sobre el jardín. Contempló el paisaje bañado de luna. Nada se movía. La negra

superficie reluciente del lago titilaba con el cristalino legado de las estrellas lejanas. Junto al borde del agua, el pequeño templo arrojaba su reflejo pálido, a modo de sereno testigo del paso del tiempo. Bajo la cúpula, en un sepulcro negro, yacía el hombre que había construido Laudes Absalom. Nathaniel Cavender estaba enterrado junto a su esposa: el patriarca de cinco generaciones de Cavenders sepultados en Laudes Absalom. Tenía más antepasados enterrados en el cementerio familiar, en el extremo más alejado del jardín amurallado que discurría a lo largo del ala sur del edificio, que en el presente estaba abandonada. Entre ellos estaban los padres de Mason y su hermano. Conseguir permiso para enterrar a Lynden había sido otra pesadilla en la serie de acontecimientos desmoralizadores que se habían sucedido. Mason apoyó la frente contra el frío marco de la ventana, dominada por la ira y la impotencia. Todo se estaba viniendo abajo a su

alrededor. Había perdido todo lo que le importaba, salvo la casa y los caballos, y Vienna Blake estaba empeñada en robárselos también para darle el golpe de gracia. Como necesitaba despejarse, atravesó a tientas la habitación y sacó un abrigo del armario. Ralph trotó tras ella escaleras abajo, hasta el vestíbulo principal. La luz de la luna se derramaba desde las ventanas de vidrio emplomado y se reflejaba en los ojos de mármol de múltiples animales disecados. Había varias cabezas de ciervos adornando las paredes, junto a los retratos de sus cazadores. Mason se estremeció al pasar bajo la sombra de un hacha. Había una imagen que la rondaba incesantemente, como una hiena en busca de un bocado jugoso: la de Vienna en pie ante las caballerizas de Laudes Absalom mientras unos hombres se llevaban a sus caballos sin miramientos, pues no les importaba nada su nobleza ni sus almas sensibles.

Una capa de sudor frío le humedeció la piel. El pánico casi la hizo caer de rodillas y Mason se arrastró descalza sobre el suelo de madera pulida. Cada paso que daba adornaba con un crujido su andar discordante a través del vestíbulo. Tras ella, las patas de Ralph repiqueteaban rítmicamente con un tono metálico que la distrajo un poco de la sensación de ahogo que le atenazaba el corazón. Mason aminoró el paso cuando le pareció oler algo: era un aroma floral que no encajaba en la mohosa penumbra. Echó un vistazo circular a la sala, pero no vio que nada se moviera. Sin embargo, el olor era cada vez más fuerte. Se trataba de Amaryllis. —¿Hay alguien ahí? —le preguntó a la oscuridad, sintiéndose ridícula por ello. Ralph levantó las orejas y se le erizó el pelaje del lomo. Con un gruñido, agachó la cabeza y adoptó una posición defensiva a los pies de Mason. Ella escuchó un ruido, un susurro demasiado débil

como para ser descifrado, y notó un suspiro de calor húmedo en la mejilla, como si alguien hubiera respirado junto a ella. Se dio la vuelta al sentir una presencia a su espalda. No era la primera vez que le sucedía; desde siempre había percibido una tensión sofocante bajo la inercia del caserón, una sensación de melancolía que invadía ciertas habitaciones hasta tal punto que era insoportable permanecer en ellas mucho tiempo. Mason no podía saber si las penas de los anteriores moradores de la casa habían imbuido las paredes y los objetos de tristeza o si aquella sensación de desolación permanente era cosa suya. La casa formaba parte de ella y sus rarezas y cambios de humor la afectaban tanto como la lúgubre decoración. No obstante, aquella noche se agitaba algo más palpable en lo profundo de los corredores: la presencia vigilante que Mason había vislumbrado entre las sombras y los destellos desde su más tierna infancia.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, dando bandazos en el aire. Sus manos no impactaron con nada. No vio ninguna luz ni oyó más susurros. Cuando era más joven, se había con-vencido a sí misma de que su invisible observador era su ángel guardián. La única candidata era su madre; antes de perder la batalla con la muerte, Azaria le había prometido que siempre estaría junto a Mason y la protegería. Era un pensamiento alentador, aunque en el fondo de su corazón Mason sabía que el «ángel» estaba en la casa desde mucho antes de la muerte de su madre. Siempre había notado el gélido eco silencioso de la atmósfera en Laudes Absalom. Y no había sido la única. No era frecuente tener visitas en Laudes Absalom, pero los invitados que lograban dejar a un lado la inquietud que les producía la vieja casa preguntaban discretamente sobre los fantasmas.

Para seguirles la corriente, la señora Danville había bautizado a su fantasma residente «la Novia Desgraciada». El evo cativo sobrenombre se le había ocurrido después de que un invitado de la finca borracho de whisky declarara que había visto a una mujer con un vestido de novia de la época victoriana mirando por la ven-tana de la biblioteca. Cuando el muy bobo intentó atraparla, la dama atravesó una pared y desapareció. En otra ocasión, un visitante había afirmado ver a la novia en pie en el cementerio familiar. Mason no estaba segura de sí la señora Danville creía de verdad en el fantasma o si sólo quería honrar las fantasías de los invitados por ser amable. Tranquilizó a Ralph con una palmada en la cabeza y siguió andando con el fiel perro guardián a su lado. El animal estaba temblando. Caminaron junto a la puerta cerrada con candado del que había sido el despacho de su padre y pasaron bajo el arco que conducía a la parte trasera de la casa. Se detuvieron en el oscuro descansillo y Mason

volvió a escudriñar la negrura a su espalda en busca de alguna silueta fuera de lugar, atenta por si oía el menor arañazo o pisada. En ese momento volvió a escuchar el aullido quejumbroso y, tan silenciosamente como pudo, Mason se calzó las botas Blundstone que tenía junto a la puerta trasera. Tanteó el picaporte en la penumbra, giró la pesada llave y empujó la puerta con el hombro. La puerta arañó el escalón de piedra de la entrada hasta que ya no pudo abrirse más. Mason la dejó abierta, balanceándose sobre las bisagras, y salió al jardín amurallado. Ralph sabía lo que tenía que hacer y se le adelantó, juguetón, entre el denso follaje mojado. Al cabo de unos minutos se reuniría con ella en el camino de ladrillos y los dos atravesarían las exuberantes matas de azaleas hasta alcanzar el reloj de sol. Allá, el camino se dividía en tres senderos diferentes; el herbario y el cenador estaban en diagonal, hacia la derecha. Mason sabría ir con los ojos cerrados si

tuviera que hacerlo, así que no se había molestado en coger una linterna. La cerúlea luna de agosto bañaba el jardín con su tenue resplandor y la destrozada ala sur de la casa se alzaba imponente a su espalda. Los muros carbonizados y semiderrumbados se recortaban afilados contra el firmamento nocturno. Desde que era pequeña, los rosales crecían libres en aquel lado del jardín, se enroscaban sobre los muros y colgaban desde las ventanas rotas de la casa. Sus tallos llenos de espinas recorrían las estancias arrasadas y las forraban de olorosas flores año tras año. Los cuervos anidaban en la antigua sala de baile y a veces los cisnes subían desde el lago para investigar las majestuosas ruinas y Ies graznaban a los pavos reales que vagabundeaban por los alrededores. Mason no sabía exactamente cuándo había tenido lugar la última gran fiesta de los Cavender. En su época los únicos invitados que habían tenido eran

parientes que peregrinaban a Laudes Absalom en Acción de Gracias para presentar sus respetos al cabeza de familia. Su padre, Henry, era hijo único, así que los únicos primos que tenía eran por parte de madre y no eran bienvenidos tras la muerte de ésta. Eso sí, abundaban los primos segundos y primos lejanos como Pansy. Por tradición, aquellos parientes encontraban trabajo en el emporio Cavender si así lo deseaban. Si no, podían contar con que su apellido les abriera las puertas que quisieran en su búsqueda del poder. El árbol familiar estaba plagado de políticos, magnates de Wall Street, productores de televisión y hasta un gobernador. El abuelo de Mason, Alexander, había sido criado desde la cuna para llegar a presidente, pero su campaña se hundió por culpa de los Blake, que orquestaron una contracampaña basada en mentiras sobre un supuesto matrimonio bígamo con una exprostituta. Una exprostituta negra. La historia había sido un escándalo en la época y el padre de Mason nunca

había olvidado la humillación o el precio que su madre, la abuela de Mason, había pagado por su papel en la sórdida debacle. Cuando bebía, siempre insistía en que su padre no se había casado con aquella mujer, por amor del Cielo. Ahora Mason controlaba el fondo de fideicomiso que la mantenía en la vejez y, a juzgar por las dos o tres conversaciones que había tenido con ella, estaba claro que había amado a Alexander de verdad, a diferencia de su legítima esposa. La abuela de Mason, Nancy, parecía odiarle. Tampoco mostraba mucho interés en su único hijo y, en cuanto Henry empezó la primaria, ella regresó a su apartamento de Park Avenue. Solía pasarse por Laudes Absalom unas cuantas veces al año con sus amigos de la ciudad para correrse una juerga y destrozar el campo. En una de sus locas excursiones se mató, al quedarse encallada con el coche sobre la vía del tren que discurría cerca de Glendale y ser arrollada por el primer tren de la mañana del domingo. Su muerte había sido tema

de un morboso artículo de Vanity Fair que llevó por título «Otra novia maldita: la Maldición de los Cavender ataca de nuevo». El retrato de Nancy estaba colgado en la librería, al lado del de la madre de Mason. Las dos llevaban los Diamantes Cavender: un famoso collar que Henry había vendido cuando intentaba salvar Aceros Cavender transformando las acerías en fábricas de recambios para coches. Por desgracia, sólo había cambiado una industria agonizante por otra y dado que había invertido casi toda su riqueza personal en la nueva estrategia, tuvo muchos problemas cuando la competencia extranjera empezó a perjudicar sus balances. Aun así Henry se negaba a creer que los estadounidenses prefirieran comprar piezas baratas importadas a productos made in USA de mejor calidad, así que no quiso externalizar la producción.

Mientras la Corporación Cavender se hundía a su alrededor, sus enemigos de Industrias Blake ya habían dejado el negocio del acero y se estaban moviendo en el sector de la fabricación de armas y alta tecnología aeronáutica, compraban patentes e invertían los beneficios en Silicon Valley. Sus acciones en empresas como Intel, IBM y Apple estaban valoradas en cien millones de dólares y Blake Aeroespacial acababa de rechazar una oferta de adquisición de Boeing por valor de quinientos millones de dólares. Mason se preguntaba por qué Vienna se tomaba la molestia de presentar una oferta por una reliquia como Cavender. Pero claro, aquella no era una decisión meramente comercial, sino personal. Entre los Blake y los Cavender todo era personal. En pie en medio del jardín, Mason miró en derredor con desesperación, dolorosamente indecisa. Si aceptaba la oferta de Vienna por la compañía, no sabía cómo iba a mantener Laudes Absalom y mucho menos embarcarse en el

proyecto de restauración con el que siempre había soñado. La oferta de Vienna no le dejaría líquido suficiente para devolver el dinero que debía a los bancos y al fondo de pensiones. Para cubrir la diferencia tendría que subastar Laudes Absalom y entonces no le quedaría nada con lo que financiar la operación de cultivo de diamantes Azaria, a no ser que encontrara algún inversor. Y mientras tanto, cada mes estaban más endeudados. Los bancos cerrarían el grifo en cualquier momento. Solo tenía dos opciones. Podía aceptar la oferta de Vienna, que era superior al valor nominal de sus bienes de acuerdo con los libros, o declarar la compañía en bancarrota. La mayoría de los empleados de Cavender perderían gran parte de sus planes de pensiones, pero Mason podría conservar Laudes Absalom. La idea le revolvió el estómago. Era una opción completamente legal, pero no imaginaba nada más vergonzoso.

Puede que los buitres empresariales como Enron o Countrywide se rebajaran a robar dinero de sus empleados para financiar sus multimillonarios trenes de vida, pero una Cavender no caería tan bajo. Por muchos defectos que tuviera su familia, siempre se habían portado bien con la gente que le era leal. —¿Qué voy a hacer? —le preguntó al jardín. A menudo hallaba sus respuestas paseando sobre las losetas cubiertas de moho que rodeaban el reloj de sol, pero aquella noche lo único que oía era el susurro de la brisa entre el tupido muro de pinos y los suspiros melódicos del bosque de bambú que conducía al laberinto. Lynden y ella solían esconderse allí cuando eran niños para esperar a que a su padre se le pasara el enfado cuando tenía un ataque de furia. Mason traía bolsas de hielo y el botiquín, y los dos se curaban las heridas el uno al otro. Cuando todo estaba tranquilo, se volvían a deslizar al interior de la casa

y la señora Danville les preparaba bocadillos en la cocina. Mason masajeó a Ralph detrás de las orejas y escuchó con atención un nuevo aullido que hendió el aire nocturno. —Mierda —farfulló. Si había un perro herido en su propiedad, no iba a ser capaz de volverse a la cama hasta encontrarlo. Caminó por el sendero hasta llegar al cementerio familiar. Lynden estaba enterrado debajo del sicomoro al que solía subirse cuando era pequeño. Mason se detuvo junto a la sencilla cripta de granito negro. El aire olía a bosque y estaba impregnado de la inconfundible dulzura de la fragancia cítrica de las dafnes, la flor favorita de Lynden. Había llenado los jarrones antiguos que flanqueaban la cripta con flores frescas nada más volver de Boston.

Ralph se sentó a su lado mientras Mason ofrecía sus respetos. No rezó, pues había dejado de hacerlo tras la muerte de su madre. Se sentía vacía al contemplar el nombre grabado sobre la pulida superficie. Bajo la luz de la luna, distinguía las letras que deberían haber sido su nombre. Enterró el rostro entre las manos y se echó a llorar en silencio. No tenía ni idea de cómo había sobrevivido al accidente aéreo. Un motorista que pasaba por allí la había sacado del amasijo de restos del avión; Lynden ya estaba muerto. Y todo lo que tenía ella eran magulladuras y una conmoción. Si hubiera pilotado ella, habrían aterrizado sanos y salvos; era mejor piloto que su hermano, pero le dejaba lucirse para darle el gusto. Lynden era el soltero rebelde que conducía coches caros y tenía un avión privado y ella siempre había puesto su granito de arena en subirle la autoestima, ya que sabía lo importante que era que el heredero de los Cavender se convirtiera en el líder que necesitaba

la familia. Después de tres generaciones de mala administración, la corporación necesitaba mano firme y Mason nunca tendría la clase de encanto y don de la palabra que ese papel precisaba. Hasta ahora, que iba a tocarle pasar los dos meses siguientes en Nueva York tanteando a la élite en busca de inversores para Azaria. Y luego estaba lo del mañoso de Nueva Jersey A Mason le aterrorizaba pensar en lo que podía haber detrás de todo aquello. Que ella supiera, Lynden no tenía problemas de juego y, si le hubiera debido dinero a los capos, seguro que se habrían presentado para exigirlo antes de que tuviera tiempo de enterrarlo. Obviamente había algo más que su hermano no se había atrevido a decirle. —Joder, Lynden —musitó con voz ahogada—. ¿Cómo has podido hacerme esto? Se alejó de la cripta, temblando de rabia contenida. Era la emoción que más la asfixiaba: el

enfado. Tenía ganas de romper algo, de echar la cabeza hacia atrás y aullar. Sabía lo que tenía que hacer, pero la idea le resultaba insoportable. Casi habría preferido que Vienna le hubiese disparado, aunque un final tan rápido habría sido demasiado compasivo. Vienna quería verla retorcerse. Ralph le hocicó la mano y Mason dejó a un lado aquellos pensamientos tan cobardes y siguió andando por el camino, con la cabeza gacha y los hombros caídos. La puerta que había al final daba a los pastos. La dejó abierta y bajó corriendo por la colina, hasta el lago. Ralph iba delante de ella dando saltos, porque se sabía la excursión que solían hacer por el camino que se ensanchaba entre los pinos. Mason lo llamó de vuelta, pero calló cuando vislumbró un pálido eco de movimiento entre los árboles. Era un perro de pelaje claro, alto y elegante, con la cola curvada. Iba directo hacia ella, así que Mason se quedó completamente

inmóvil, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia atrás, para no asustar al nervioso animal. Cuando este atravesó el prado en dirección al templo, ella echó a correr. El olor de la hierba mojada le llegó con intensidad al pisar con fuerza sobre el terreno. Silbó, pero el perro no miró atrás hasta llegar a las escaleras del templo. Mason caminó más despacio y mantuvo a Ralph a su espalda mientras el otro perro la observaba. Intentó distinguir la raza del animal, pero este desapareció entre las sombras del pórtico antes de que pudiera estar segura. Tenía la cara, las orejas y la cola de saluki. A Mason se le daban bien los animales, pero los saluki eran una raza muy fría y distante, así que aquel podía ser un ejemplar tímido. Le indicó a Ralph que se quedara dónde estaba, recorrió los últimos metros que la separaban del templo y subió las escaleras iluminadas por la luz de la luna. Deslizándose entre los pilares, aguzó el oído para ver si oía los jadeos del perro, pero lo único que oía era el tenue susurro lejano de los

bosques al norte de la entrada a la finca. Recorrió el templo y comprobó la cámara interior, pero no halló ni rastro del perro. Confusa, contempló el resplandor vidrioso del lago y la masa oscura de la casa. El elegante Saluki no estaba por ninguna parte. Ralph se levantó y meneó el rabo cortado cuando vio a Mason bajar de nuevo las escaleras. Ya en presencia de su ama, dejó de estar en guardia y de vigilar sus alrededores y, cuando Mason le hizo un gesto, Ralph trotó hacia la parte delantera de la casa. Mason echó un último vistazo a su alrededor antes de seguirlo, estremecida con el frío aire de septiembre. Se sentía aliviada, porque si el animal había podido darle esquinazo tan fácilmente quería decir que no estaba herido. Sencillamente debía de pertenecer a alguna hacienda cercana y se había perdido. A aquellas alturas ya debía de haber salido de Laudes Absalom y debía de estar de regreso a casa. Si sus dueños se parecían a ella,

estarían armados de linternas buscando a su mascota perdida por todas partes. Mason se sonrió al pensar en ello y regresó al interior de la casa. Mientras subía las escaleras, varios relojes dieron la hora. Eran las tres de la mañana y estaba a punto de afrontar un nuevo día sin tener al lado a la única persona que la había amado de verdad.

Capítulo 7 —¿Qué quieres? —preguntó Mason. Escudriñó el rostro de Vienna con los ojos oscuros llenos de suspicacia y no abrió más la puerta principal. De hecho, más bien parecía que estuviera a punto de cerrársela en las narices. Vienna puso el pie en el hueco. —¿Puedo entrar?

Su vecina titubeó, pero al final abrió la puerta a regaña-dientes y fingió que le hacía una reverencia. —Como mi señora desee. —Bueno, esto promete. Vienna ya se estaba arrepintiendo de querer devolverle el Winchester en persona a Mason, en lugar de enviarlo por FedEx. Tendría que haber sabido que en el momento en que pusiera un pie en la guarida de su enemiga, la asaltarían las mismas sensaciones de siempre. Se le secaría la garganta, la lujuria la dominaría y deshonraría el apellido de su familia. Mason no hacía nada para provocar que a Vienna se le acelerara el pulso a propósito. Se limitaba a estar allí plantada, con los brazos en jarras, con la mirada ardiente relampagueando llena de rencor. Llevaba una camisa holgada metida por dentro de los téjanos negros. No llevaba sujetador debajo y

se podía distinguir la sombra inconfundible de sus pezones bajo la tela. Vienna no podía dejar de pensar en aquellos senos y en el torso musculoso de Mason. Desde que Mason se había quedado medio desnuda en su despacho, Vienna se moría de ganas de arrancarle la camisa y tocar la suave piel que sabía que había debajo, nada más verla. La intensa necesidad la cogió por sorpresa y notó que la cara le ardía. —Eh... ¿mi rifle? —apuntó Mason. Vienna le ofreció el arma con las dos manos. No era capaz de mirar a Mason a los ojos, pero sí notaba la mirada de ella fulminándola. Sí, había sido una mala idea. Ni siquiera le había dicho a Tazio Pantano que iba a ir a Laudes Absalom. Vienna se preguntaba cuándo dejaría de comportarse de manera tan irracional en lo que concernía a su adversaria.

—Sé que has pasado un par de semanas bastante duras —dijo Vienna en tono tirante-—. Espero que estés mejor. —Mentirosa. Dolida, Vienna levantó la cabeza de golpe. —¿Se te ha ocurrido alguna vez que para mí todo esto tampoco es que sea un paseo por el parque? Mason soltó una carcajada seca y cogió el rifle. —¿Qué parte? ¿La de destruir todo lo que me importa o la del supuesto accidente? ¿O intentar arrebatarme mi empresa cuando ambas sabemos que tú no ganarías nada con ella? Dime, ¿todo esto es porque te rechacé aquel día? -—No te lo creas tanto. —Ah, es verdad. Qué tonta por olvidarlo. Se supone que debería estarte agradecida, ¿no? Un

polvo por pena de la irresistible princesita Vienna Blake. La mujer que podría tener a cualquiera. Vienna se estremeció internamente. Tendría que haberse esperado que algún día Mason le echara en cara aquella embarazosa noche. —De eso hace mucho tiempo y sabes tan bien como yo que estaba borracha. —Que es precisamente cuando la gente dice lo que piensa de verdad. Si no recuerdo mal, dijiste que me estabas haciendo un favor. —Esas no fueron mis palabras y, de todas maneras... no quería decir eso. —Como si te acordaras de algo de lo que pasó aquella noche. El desprecio de Mason levantó ampollas en la consciencia de Vienna al recordarle unos acontecimientos que habría preferido olvidar. Se

quedó mirando el hueco de la puerta, a sabiendas de que lo mejor que podía hacer era marcharse por donde había venido, en lugar de quedarse allí y dejar que Mason la sacara de quicio. Ojalá no recordara aquella noche, pero era como si la fiesta hubiera tenido lugar hacía semanas en lugar de años. La humillación del rechazo aún le quemaba en las entrañas. Mason era la última persona a la que había esperado ver aquella noche. Esta llevaba a su cita del brazo, una mujer de mundo brillante que hacía que Vienna fuera especialmente consciente de lo banal y arrogante que era en su segundo año de universidad. Empeñada en no pasar desapercibida, Vienna bebió copa tras copa demasiado deprisa y coqueteó demasiado abiertamente, sin quitarle ojo de encima a Mason y a su pareja. Mason se inclinaba hacia su acompañante, le llevaba cócteles y marcaba el territorio con ella con la posesiva naturalidad de una amante: una caricia en la mejilla, la cabeza gacha, contacto visual

constante... Mason compartía con su novia un lenguaje codificado que excluía a Vienna por completo. Los signos de intimidad fueron para Vienna como una puñalada en el estómago y se descubrió a sí misma echando humo de puro resentimiento. En lo único en lo que podía pensar era en meterse entre ellas y robar la atención de Mason para sí. Cuando recordaba aquella noche, no daba crédito a lo inmadura y celosa que había sido. Aún se acordaba claramente de la mirada de incredulidad de Mason cuando Vienna la había acorralado a solas en un rincón aislado del jardín donde Mason había salido a fumar. Vienna no recordaba exactamente lo que había dicho durante aquel torpe intento de seducción, pero las palabras le habían salido al revés. Había intentado mostrarse sofisticada y aparentar más experiencia de la que tenía en realidad. Todavía resonaba en su cabeza el insolente comentario de Mason sobre su virginidad seis años atrás.

Ve a jugar con tus muñecas. Vienna hizo mención a una retahíla de amantes que no tenía y alardeó de un vocabulario sexual que había aprendido de sus compañeras de hermandad. Se puso completamente en ridículo mientras Mason se la comía con una mirada que le hacía temblar todo el cuerpo. Cuando por fin se quedó sin fuelle, Mason le preguntó: —¿Qué intentas decirme? —Te estoy proponiendo que salgamos de aquí y lo pasemos bien un rato. Mason apagó su cigarro con parsimonia. —¿Por qué iba a querer acostarme con una mujer así de fácil? Vienna ocultó la vergüenza tras una risotada falsa y un puchero coqueto.

—Eh, cualquier lesbiana mataría por estar en tu lugar, Cavender. Todas me desean, pero te he elegido a ti. —Ya me puedo morir tranquila —repuso Mason con aburrimiento. Su tono alcanzó a Vienna como una flecha pese al velo alcohólico—. Pero, verás, resulta que estoy con alguien esta noche. Ella no viene de familia rica, pero tiene clase de verdad... No voy a intentar explicarte la diferencia; tú no lo entenderías. —Eres una zorra. Mason no había terminado. —Puede que, si fuera una cabrona... y también imbécil, la dejara tirada para poder follarte. Pero las narcisistas superficiales no me van, lo siento. Perpleja ante el insulto, Vienna fue a darle una bofetada a Mason, pero falló.

—Me ocuparé de que lo sientas, ya te digo... Sentirás haberme dicho eso. Mason la agarró del brazo antes de que volviera a intentar abofetearla. —Estás borracha —le dijo, arrastrándola hacia las puertas principales a la fuerza—. Y eres un peligro para los demás y para ti misma. Te voy a llevar a tu habitación para que duermas la mona, ¿de acuerdo? —¿Estás de coña? —exclamó Vienna, que trató de zafarse de ella—. ¿Quién te crees que eres? Mason le contestó, pero no oyó lo que le decía. Además, su novia se había presentado en aquel momento. Ayudó a Vienna a sentarse en el asiento trasero del coche de Mason y, cuando llegaron a la residencia, la ayudó a subir a su habitación. Mason y ella se quedaron una hora con Vienna, mientras esta se ponía todavía más en evidencia vomitando y sollozando desconsoladamente sobre no ser

capaz de cumplir las expectativas de su padre. La novia hizo café y ayudó a Vienna a desnudarse y a meterse en la cama. Parecía real-mente agradable, lo que empeoraba las cosas todavía más. Vienna no se acordaba de su nombre y, como quería pedirle disculpas, no le quedó más remedio que llamar a Mason al cabo de unos días. Sin embargo, Mason no le cogió el teléfono. No había vuelto a saber nada de la mujer hasta que la vio en un programa sobre cooperantes en Ruanda. Estaba haciendo algo importante por el mundo, ayudando a los supervivientes del genocidio a montar pequeños negocios. Vienna les envió una donación. Vienna se frotó los ojos con la mano para que no afloraran las lágrimas y se obligó a concentrarse en el presente. Mason había dicho algo, pero no la había oído. —Perdona —murmuró—. ¿Puedes repetírmelo?

—He dicho que nunca te he hecho daño. —Puede que no directamente —admitió Vienna—. Pero tu padre se pasó toda la vida atacando a mi familia y tu hermano le estaba haciendo chantaje a uno de mis primos, que resulta que es mi vicepresidente. —¿Así que por eso preparaste el accidente? Al gusano al que llamas primo le gustan las niñas menores de edad, pero oye, ¿qué más da? ¡Estás indignada porque mi hermano se lo echó en cara! Yo alucino. Vienna se llevó la mano a la mejilla, como para limpiarse algo imaginario, mientras procesaba lo que acababa de oír. Le habían entrado náuseas. La versión de su primo era completamente diferente: Andy se había presentado en su despacho un mes antes para suplicarle que le ayudara a salvar su matrimonio. Decía que había cometido un terrible error y que

Lynden se había hecho de algún modo con unas fotos suyas con una mujer que había conocido en una fiesta. Obviamente se trataba de una trampa, porque Lynden quería que dejara de acosar a un proveedor chino al que había estado presionando para que no hiciera tratos con la Corporación Cavender. Amenazaba con enviarle las fotos a la esposa de Andy. —Mi primo fue un imbécil, pero el asunto de los chinos eran negocios y tu hermano lo llevó al terreno personal. Había niños de por medio. —Sí, niñas obligadas a ser esclavas sexuales para que hombres como tu primo las puedan violar. —Eso es totalmente falso. —Por supuesto. Adelante, cree lo que quieras si así puedes dormir por las noches. —Mason hizo una pausa y de repente pareció ensimismada. En un curioso tono ausente, musitó: —Qué ironía.

—¿A qué te refieres? Vienna hubiera deseado poder descartar la acusación de Mason con certeza absoluta, pero no podía sacarse de la cabeza la expresión de Andy cuando ella descolgó el teléfono para llamar a la policía. Le había suplicado que aplacara a Lynden, porque según él si metían a la policía su mujer acabaría descubriéndolo todo. Vienna había entendido su lógica. Se la llevaban los demonios sólo de pensar en ir a mendigarles algo a los Cavender, pero Lynden fue un perfecto caballero cuando le telefoneó. Ni alardeó de su triunfo ni fue desagradable. Conversaron civilizadamente y acordaron que, si ella se mantenía alejada de sus proveedores, él destruiría las fotografías. Confío en que él cumpliría su palabra, ya que aquel era otro de los puntos débiles de los Cavender: su absurda fidelidad a unos principios que estaban pasados de moda. Pese a sus hábitos de playboy, Lynden se habría hundido con el Titanio antes de ocupar el

lugar de una mujer en un bote. Su hermana era igual que él: anacrónica. —¿Nunca te preguntas cómo habrían sido las cosas? —Quiso saber Mason, como si hubiera estado dándole vueltas al tema mientras Vienna tenía la mente en otra parte—. Lo que podríamos haber sido la una para la otra si no fuera por todo... esto. —Esto es la realidad —contestó Vienna—. No sirve de nada imaginarse otra cosa. Mason la observó durante largos y dolorosos segundos y finalmente habló en tono bajo y ronco. —Imagina que te dijera que quiero besarte. ¿Eso cambiaría tu realidad? Vienna dejó escapar el aire retenido en los pulmones de repente. Desorientada, se repitió mentalmente las palabras de Mason y decidió que

debía de haberla entendido mal. O aún peor, estar fantaseando inconscientemente. —¿Qué? —No me mires como si no supieras de lo que hablo —le exigió Mason con amargura—. Llevamos toda la vida deshojando la margarita. —Habla por ti. —¿Quieres decir que tú no piensas en ello? —¿Y ahora quién se lo tiene creído? —Lo tomaré como un no. —No. O sea, sí —¿Por qué, porque tienes ofertas mucho mejores? —Cuando Vienna no contestó, Mason continuó con voz suave—: Imagina que te digo que te he deseado desde la primera vez que te vi. Que

quiero poseerte, para que nunca jamás puedas olvidarte de mí. A Vienna casi se le doblaron las rodillas. —Entonces sabría que me estás mintiendo — contestó. Y tan pronto como las palabras abandonaros sus labios, se dio cuenta de que sonaba decepcionada. Mason bajó la mirada y las comisuras de los labios se le curvaron hacia arriba en un atisbo de satisfacción. —Eso pensaba. A sabiendas de que se lo había puesto en bandeja como una estúpida, Vienna retrocedió hacia la puerta, pero no pudo escapar lo bastante rápido. Mason le agarró la mano y el contacto sacudió los sentidos de Vienna como un mazazo que reverberó

como un eco tembloroso en cada centímetro de su cuerpo. No tenía palabras para definir la extraña alegría de sentir los dedos de Mason aferrados a los suyos; su cuerpo, alineado con el suyo. Permanecieron en pie como bailarinas a la espera de que empezara la música. Incapaz de contenerse, Vienna se volvió y miró a Mason a los ojos. Había algo en la profundidad de su mirada que le arrancó un insoportable hormigueo en la boca del estómago. Conocía aquella mirada. Había visto la misma ansia herida el día en que Mason y ella se vieron en lados diferentes de la enorme verja de hierro de Laudes Absalom de niñas. Sintió la misma vergüenza desolada que había experimentado en aquella ocasión, al ver los moratones de Mason. Ahora ya no mostraba heridas visibles, pero percibía en ella un dolor tan profundo que le partía el corazón. Ocultando una emoción que amenazaba con desbordarse, Vienna apartó la mirada, porque no

había nada que ella pudiera hacer. Mason había perdido a su hermano y Vienna sólo estaba empeorando las cosas inmiscuyéndose su duelo. Retrocedió de nuevo, pero Mason se movió con ella. —Vienna, no estoy mintiendo. No te vayas. Estaba tan cerca que sus palabras acariciaban la piel de Vienna como la promesa de un beso. La idea le encogió el estómago y Vienna cayó en la tentación de observar la boca de Mason y luego la elegante línea de los tendones de su cuello bajo la aterciopelada piel. Notaba cómo le latía el pulso al mismo ritmo implacable que le ardía entre las piernas. Era como si Mason y ella compartieran el mismo fluir y refluir; como si sus energías vitales hubieran hallado el modo de converger. Una oleada de calor recorrió a Vienna desde el vientre hasta el pecho, anunciando algo muy profundo: una bestia primaria que había despertado y había sido convocada para salir a la superficie.

Vienna soltó la puerta. Al dejar caer el brazo, la mano de Mason siguió el movimiento y rodeó la cintura de Vienna con delicadeza. Acercó su rostro al suyo y se inclinó hasta apoyar la frente en la de la otra mujer. Permanecieron así, en pie, en tácito acuerdo de silencio. Habían cambiado un lenguaje por otro; habían renunciado al traicionero embrollo de las palabras a favor de la sutileza sedosa del tacto. Mason le acarició los párpados con la yema de los dedos y luego le rozó las mejillas y los labios. Su propia boca siguió el mismo sendero con suavidad, probando la piel de Vienna, acariciando y besando hasta que Vienna le devolvió el beso con temblorosa timidez. Mason reaccionó envarándose y le hundió los dedos a Vienna en las caderas, como si la misma bestia indómita acabara de despertar en su interior. Le rodeó la nuca con una mano y le echó a Vienna la cabeza hacia atrás para cubrirle la garganta de besos hambrientos e irrefrenables. Pero los besos no bastaban para satisfacer una

necesidad tan acuciante. Vienna sentía el calor que emanaba del cuerpo de Mason y se frotaba a ciegas contra ella, tratando de envolverla por completo y de refugiarse en su interior al mismo tiempo. Quería entregarse a ella sin reservas, sin tener que reprimirse. El sabor de Mason prendió fuego en la boca de Vienna y esta la urgió a meterle la lengua ansiosa más hondo mientras le sacaba la camisa de los téjanos. Cuando la acarició por debajo de la ropa, la carne de Mason se estremeció y Vienna deslizó las manos hacia arriba, le tomó los pechos y los pezones y reclamó tanta carne como fue capaz de agarrar. Un gemido le llenó la garganta, pero no fue capaz de distinguir si el sonido había nacido de sus labios o de los de Mason. El pezón que apretaba entre los dedos estaba duro en respuesta a su dulce tortura. Pero Vienna quería más. Dio un paso atrás y le quitó la camisa del todo a Mason. Por fin la tuvo

con el torso desnudo ante sus ojos. El pecho le subía y le bajaba cada vez que respiraba y su deseo era tangible en el silencio de su expresión y en el ardiente brillo de sus ojos. Mason se llevó la mano a la hebilla del cinturón, la desabrochó y se bajó la pesada cremallera. —Tócame —susurró. Vienna le metió la mano entre la cremallera de inmediato y, cuando sus dedos hallaron la piel húmeda de Mason, los ojos de esta se oscurecieron aún más. Tenía las pupilas tan dilatadas que lo único que se distinguía era un sutil surco color pizarra en los bordes. Vienna le acarició cariñosamente la lisa mejilla con la otra mano y le rozó el labio inferior con el pulgar. Antes de darse cuenta ya estaban besándose otra vez, mientras retrocedían a trompicones por el cavernoso vestíbulo. El sonido de sus respiraciones sonaba amplificado al rebotar contra las paredes de madera y la luz del sol arrojaba arcoíris

fragmentados sobre sus cabezas al atravesar las ventanas de vidrio emplomado. Siguieron trastabillando a ciegas, hasta que chocaron contra algo duro: la barandilla de la gran escalinata central. Vienna metió la mano más allá de la entrepierna de Mason y respingó al hallar su humedad. Durante una décima de segundo, se quedó inmóvil. La sangre le martilleaba en las sienes. Colgadas en los muros sobre sus cabezas, las espadas relucían y decenas de ojos vítreos las observaban. Los rostros pintados de los Cavender las contemplaban desde la galería del piso superior, como testigos de lo inimaginable. Entonces Mason le abrió la boca a Vienna con un beso ardiente y rudo que apartó de sus mentes todo lo que no fuera la urgencia líquida de su deseo. Le abrió la blusa de seda a Vienna de un tirón, se la quitó y la dejó caer al suelo. El delicado sujetador de encaje corrió la misma suerte. Vienna

acariciaba a Mason sin parar, siguiendo la costura de sus pantalones. La siguiente vez ya no dudó. —Estás muy dura —le dijo, al encontrar el apéndice rígido de su clítoris. Lo rodeó con los dedos y empezó a apretarlo lentamente. —Oh, Dios —jadeó Mason, que detuvo la mano de Vienna—. No. Es muy pronto. Todavía no quiero correrme Vienna aflojó su caricia. —¿Tan fácil eres? —Contigo sí —suspiró Mason—. No tienes ni idea de lo mucho que te deseo. —Demuéstramelo —desafió Vienna, enredando sus dedos en el cabello de Mason y echándole la cabeza hacia abajo.

Todas las sensaciones eran exquisitas. Mason le describió una línea de besos y mordiscos hasta la base de la garganta y luego bajó hasta apoyar la mejilla sobre su corazón. Vienna la observó mientras poseía uno de sus pezones, primero recorriendo en círculo la aureola con un dedo húmedo y luego metiéndose la tierna carne endurecida en la boca. Al mismo tiempo, Mason le cogió los pechos enardecidos y se los estrujó y acarició hasta que se hincharon de excitación. Vienna se fundió contra la madera pulida y tiró torpemente de sus pantalones y las braguitas. Mason hizo una pausa para bajárselos y la ayudó a mantener el equilibrio mientras Vienna los echaba a un lado de una patada. Jadeando, Vienna notó la presión de la mano de Mason entre sus piernas. Mason la tocaba casi con demasiada delicadeza y, cuando dejó escapar un gruñido quedo, Vienna respondió con un gemido gutural que surgió desde lo más profundo de su ser.

Desde un lugar que ni siquiera sabía que existía. Hechizada, atrajo a Mason hacia sí y, con sus rostros a sólo centímetros de distancia, el aire se hizo denso, como si el tiempo se ralentizara. Vienna reconoció algo eterno e irresistible entre las dos: una fuerza que siempre había sabido que existía. Desde la primera vez que se habían mirado, desde el momento en que Mason la había montado a lomos de aquel caballo y se la había llevado como si fuera el botín de una batalla. Era como si un hechizo la hubiera condenado desde entonces: Vienna le pertenecía a Mason y no podía imaginarse ser de nadie más. La revelación la aturdió y luchó contra ella instintivamente, aunque al mismo tiempo la disfrutara. El miedo se abrió paso a través del trance erótico y subió el volumen a la voz frenética que, en algún rincón de su mente, le suplicaba que parase. Miró a su alrededor, trastornada. No podía permitir que aquello pasara. Forcejeó con Mason, pero esta la empujó con fuerza contra la barandilla y la

inmovilizó con todo su peso. Un nuevo beso sofocó el inicio de su protesta, y Vienna sintió que la habitación desaparecía. —No luches contra ello —murmuró Mason entre besos—. Rodéame con las piernas. Y de repente, Mason la penetró y Vienna cerró los ojos y bloqueó todo pensamiento más allá del latido frenético de su corazón y la deliciosa emoción de la rendición. La parte racional de su cerebro se había desconectado. Vienna le clavó las uñas a Mason en los hombros, tiró de ella con fuerza y se abandonó al rítmico movimiento de sus dedos. Un estremecimiento le agarrotó todos los músculos y encogió todo su ser. Al notar que los dedos de Mason se quedaban atrapados en su centro, las dos gimieron a la vez.

Mason ralentizó el ritmo de sus caricias y Vienna no pudo evitar gemir de placer con cada

penetración. Cuando notó los primeros temblores en la ingle se mordió el labio con tanta fuerza que el sabor de la sangre inundó su lengua. Aturdida, levantó la cabeza e intentó mover los labios hinchados. Más. ¿Había llegado a decirlo en voz alta? La pasión demudó la expresión de Mason, que se lamió los labios machados de sangre y preguntó con voz ronca. —¿Qué? Dime lo que necesitas. Lo que sea. A pocos segundos de dejarse llevar por el torrente, Vienna era incapaz de hablar. Sus ojos se aferraron a los de Mason y la respuesta quedó atrapada entre sus labios ensangrentados. A ti. —Córrete para mí —jadeó Mason—. Quiero ver cómo te corres.

La presión aumentó hasta que Vienna no pudo contenerla. Se derramó sobre los dedos hundidos en su interior entre jadeos y temblores. Durante mucho rato, las dos permanecieron abrazadas contra el lateral de la escalinata, empapadas en sudor. Luego Mason retiró los dedos con cuidado y sostuvo a Vienna mientras esta recuperaba el equilibrio. Le acarició el pelo, la besó en la mejilla y susurró su nombre con una necesidad descarnada que hizo que a la última Blake se le pusiera el corazón en la garganta y los ojos se le llenaran de lágrimas. No sabía dónde mirar, así que bajó los ojos hacia las prendas de ropa desperdigadas por el suelo. —¿Estás bien? —le preguntó Mason en un susurro. —No, la verdad es que no —croó Vienna. No estaba segura de lo que sentía. Shock. Deseo. Desesperación. Y, por encima de todo, un pánico súbito y terrible. Se apartó de Mason de golpe y

empezó a recoger su ropa conteniendo a duras penas el llanto. —Vienna... para. —Mason le tocó el hombro con cautela—. Ven arriba conmigo. Creo que deberíamos hablar. —No hay nada de qué hablar. —Vienna se alejó de Mason para que no volviera a tocarla. Notaba el cuerpo tan sensible que a punto estuvo de gritar al ponerse las braguitas y los pantalones. La blusa era inservible, ya que tenía los botones arrancados. Mason cogió su propia camisa blanca del suelo y se la tendió. —Vienna, yo... —No digas nada. Un reloj tocó la hora sonoramente y Vienna dio un salto. Tenía los nervios destrozados y notó que la invadía el sudor frío mientras se abrochaba la

camisa y se subía las mangas. Mason también se puso los pantalones. Las manos le temblaban. —Te acompaño a casa. Vienna tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no chillarle. No podía creer que hubiera dejado que aquello pasara. —No, estoy bien. —A mí no me lo parece. De algún modo, Vienna logró recuperar la calma que la hacía una buena mujer de negocios. —Mason, esto ha sido un error. —No -—negó Mason con crudeza—. Esto es lo que tenía que pasar. —No niego que tengamos una química rara — repuso Vienna para evitar una lucha dialéctica—.

Pero lo que ha pasado... sea lo que sea, no cambia nada. —Lo cambia todo —dijo Mason, sin hacer el menor intento por cubrirse los pechos desnudos™. Hemos hecho el amor. —Hemos follado en el vestíbulo como un par de adolescentes hormonadas —la corrigió Vienna con frialdad—. Casi que no enviemos invitaciones de boda todavía, ¿no te parece? Mason se quedó de piedra, como si acabara de abofetearla. Se puso pálida y la voz le salió ronca por la emoción. —Había hecho muchas suposiciones sobre ti durante estos años, pero nunca había creído que fueras una cobarde. —Bueno, pues ahora ya lo sabes.

Vienna percibía el olor mezclado de sus esencias en la camisa prestada. El aroma acre le atravesó el corazón y los sentidos, deshaciéndola por dentro. Temerosa de que Mason notara el torbellino de emociones que la invadía, Vienna se dirigió a la puerta. —Tengo que irme. Abrió la puerta y echó a correr escaleras abajo con el pecho a punto de estallar. Oyó que Mason la llamaba, pero no aminoró el paso. Notaba un peso enorme sobre el corazón, como si se lo aplastasen, y se sentía como una niña otra vez. Igual que el día que se enfrentó a la ira de su padre tras el incidente del caballo. Sus palabras resonaban aún en sus oídos. Has defraudado a tu familia. Me has defraudado a mí. Pero lo peor de todo es que te has defraudado a ti misma.

Su lado rebelde se moría por gritar: «Que te jodan a ti y a la familia». Estuvo a punto de darse media vuelta y correr de nuevo hacia Mason, pero sabía que estaría corriendo hacia el desastre. Todo lo que tocaban los Cavender se hacía añicos. Mason la destruiría. Con las mejillas empapadas en lágrimas, Vienna se rodeó con los brazos e intentó sofocar unos sollozos que no podía controlar. El día estaba nublado y la brisa fría arrastraba remolinos de hojas rojas y doradas en su estela. Los robles crujían; los pinos susurraban. Vienna caminaba a ciegas y no se dio cuenta de que había atravesado el prado hacia el templo, hasta que se vio bajo la sombra de este. Igual que si entrara en un sueño, sus pies se movieron sobre los peldaños de mármol blanco como si tuvieran voluntad propia y llegó ante el ancho pórtico. Miró atrás desde las columnas para asegurarse de que no la habían seguido y entró en la cámara.

Bajo la bóveda central había una tumba reluciente, con dos sarcófagos de mármol separados, el uno al lado del otro. Vienna leyó las inscripciones en rectas letras romanas que había cinceladas: NATHANIEL CAVENDER Y FANNY BLAKE CAVENDER.

Se habían casado en la época en que las dos familias eran aliadas, así que su hijo Hugo era medio Blake. Eso no le había impedido matar a tu propio tío, Benedict Blake. Entonces había intentado adueñarse de la compañía que las familias poseían conjuntamente, iniciando una guerra por el control con Truman, el hijo de Benedict. Hugo y Truman habían crecido juntos, como amigos inseparables. Eran los dos hombres sobre los que estaba depositado el destino de sus familias. Sin embargo, el brutal acto de Hugo los

convirtió en enemigos acérrimos y los Blake y los Cavender habían estado enfrentados desde entonces. Nadie estaba demasiado seguro de por qué Hugo había matado al padre de Truman, pero el consenso general apuntaba a la ambición como motivo más plausible. Al ser dos años mayor que Truman y tener sangre Blake, evidentemente Hugo se veía a sí mismo como el presidente de la compañía por derecho. Fanny, su madre, era la primogénita Blake de su generación, pero por culpa del sexismo de la época su hermano pequeño Benedict estaba llamado a ser el cabeza de familia. En cualquier caso, su posición y su matrimonio con el heredero Cavender significaba que su hijo había sido criado como un príncipe: el símbolo definitivo de la unión de sus casas. No obstante, el hombre que debería haber encarnado lo mejor de ambos mundos traicionó todo lo que habían construido. Nunca fue acusado del asesinato, ya que en aquel tiempo el poder y la riqueza de los Cavender los hacía virtualmente

intocables. Según la leyenda de los Blake, la Maldición de los Cavender comenzó aquel año. Sólo unos días antes, la esposa de Hugo, Estelle, se había ahogado en el lago de Laudes Absalom, poco después de que naciera su hijo. En su momento se pensó que podía haber algo turbio en todo aquel asunto. Después de todo, Hugo tenía un temperamento violento y había quien pensaba que se arrepentía de haberse casado con la hija de unos sirvientes. Estelle siempre había sido un problema. Su madre, Sally Gibson, había sido institutriz de las dos hermanas menores de las «Cuatro Famosas», que era el sobrenombre que se les daba a las hermanas de Benedict Blake, cuya belleza había sido legendaria en la sociedad de la época. Era una mujer de familia respetable, pero se había casado a toda prisa con un hombre de condición inferior, el jardinero jefe de los Blake, cuando descubrieron que estaba encinta. Los Blake habían accedido generosamente a conservarles el empleo pese a su

inapropiado comportamiento. Incluso habían construido una casita de campo en sus tierras para la pareja. Cuando nació Estelle, la trataron como si fuera de la familia y la dejaron jugar con Truman, que sólo le sacaba un año. Los dos niños iban a clase con Hugo Cavender en el aula compartida por las dos familias. La madre de Estelle Ies dio clase hasta que se consideró que los dos varones eran demasiado mayores para tener a una mujer como profesora. Contrataron a un intelectual que les hizo de tutor hasta que fueron enviados a un instituto privado. Unos años después, la noticia de que tanto Hugo como Truman querían la mano de Estelle en matrimonio cayó como una bomba. La chica, que había sido como una hermana pequeña para ambos, de repente se convirtió en motivo de tensión al tener a los dos hombres compitiendo por ella.

Los Blake intentaron arreglar un matrimonio más adecuado para Estelle, pero esta había sido educada como una dama. Escribía poesía y tocaba el pianoforte. ¿Cómo podía esperarse que se adaptara a tener a un obrero como esposo? Por fortuna, como Blake que era, Truman recuperó el juicio y se casó con una debutante más apropiada. En cambio, Hugo Cavender siempre obtenía lo que buscaba. A las pocas semanas de la muerte de su padre, llevó a Estelle al altar, libre ya de la desaprobación paterna. Un año más tarde nacía su hijo Thomas Blake Cavender. Por supuesto, nunca llegó a conocer a su madre, y fue su abuela Fanny la que lo crio. Era la mujer cuyo sarcófago de mármol brillante estaba ante Vienna. Era de suponer que muy poca gente conocía la historia de su familia casi doscientos años atrás, pero los Blake creían en las lecciones que podían aprenderse del pasado y las transmitían como legado de generación en generación. Vienna tenía sólo doce años cuando le dejaron leer los diarios

de Patience Blake por primera vez. Patience era una de sus antepasadas, que había seguido el escándalo con la emoción de sus catorce años. Para Patience, todo el episodio había sido profundamente romántico e incluso había desempeñado el papel de mediadora, pasando notas entre su primo Truman y la bella Estelle. Vienna no recordaba todos los coloridos y adornados detalles de la historia, pero estaba claro que las insinuaciones de Truman no eran del todo rechazadas por Estelle. Naturalmente, Patience había leído todas las cartas que pasaban por sus manos y había recogido su contenido fielmente en el diario. Las breves misivas de Estelle eran modelos de recato y sólo ofrecían ánimos prudentes al hombre empeñado en cortejarla. Las respuestas de Truman sólo podían ser descritas como desvaríos de un joven enamorado. La comunicación había cesado de repente en 1869 y el diario de Patience contaba el compromiso de

Estelle y Hugo Cavender, escandalosamente cercano al funeral del padre de este. Al final, Patience se había ido a vivir a París, en donde tuvo una larga lista de amantes y dio a luz a una hija, Colette. Nunca se supo quién había sido el padre. Los diarios europeos de Patience encontraron el camino de vuelta a la biblioteca de los Blake tras la Primera Guerra Mundial, de manos de una amiga de Patience que les contó que la mujer había muerto de dolor, después de que su hija fuera asesinada. AI parecer, Colette era enfermera de guerra y estaba en una estación cerca de Saint Omer, que habían convertido en hospital de campaña, cuando los aviones alemanes bombardearon sus tiendas. Varias de sus cartas estaban guardadas en uno de los diarios de Patience, junto con una foto desvaída de color sepia de un soldado que había cortejado a Colette. Aquellas cartas siempre habían intrigado a Vienna, porque Colette evitaba cuidadosamente el

uso de los pronombres a la hora de describir a su pretendiente y escribía unas descripciones extrañamente femeninas del mismo. En aquellas cartas, Vienna había encontrado algo que la había hecho cuestionarse su propia sexualidad por primera vez. Siempre se había preguntado qué había sido del oficial de la fotografía. Seguramente había acabado muerto en alguna trinchera fangosa infestada de ratas en el Frente Occidental y lo habrían enterrado en una fosa común. Vienna suspiró y contempló el lago que había más allá del arco de la entrada. Dos cisnes blancos se deslizaban juntos sobre su superficie en calma y Vienna recordó que aquellos animales se emparejaban de por vida. Los había que incluso formaban parejas del mismo sexo, igual que la famosa pareja de cisnes Romeo y Julieta, cuyo retorno al Public Garden de Boston era celebrado cada año con un desfile. Cuando en un momento dado se descubrió que se trataba de dos Julietas, la ciudad estuvo conmocionada durante meses.

Salió de la capilla y se sentó en un banco labrado, con vistas al lago. Las piernas ya no le temblaban y tenía la cabeza más despejada, de manera que recuperó parte de la calma que le había faltado antes. El cielo plomizo sumía los majestuosos pinos del borde oriental del lago en las sombras, pero su intenso aroma dulzón espesaba el aire. Bajo las nubes negras que empezaban a formarse, la fortaleza moribunda de Laudes Absalom languidecía en su inexorable decadencia. Sólo el grito de un pájaro en algún punto sobre su cabeza rompía de cuando en cuando el profundo silencio del lugar. Cuando Vienna alzó la mirada, un cuervo sobrevoló el templo unas cuantas veces para inspeccionarla y aterrizó en el escalón del pórtico, a pocos metros de distancia. Llevaba algo en el pico y se le acercó sin miedo y sin apartar la mirada audaz del rostro de la mujer. Vienna se quedó muy quieta, incluso cuando el pájaro subió al banco de un salto. Antes

de que pudiera acariciarle las brillantes plumas negras, el cuervo soltó en su regazo un pequeño trozo de papel enrollado y echó a volar de inmediato hacia la casa. Desconcertada, Vienna desenrolló la nota y leyó las dos líneas que había escritas en una hermosa caligrafía: Cuando los Dioses desean castigarnos, responden a nuestras plegarias.

Capítulo 8 —Señorita Mason, ¿se quedará a comer? Mason se volvió, reparando en la presencia de la señora Danville en el umbral de la biblioteca demasiado tarde. No estaba segura de cuánto tiempo llevaba allí su ama de llaves. Había estado tan preocupada que no había notado la discreta llamada a la puerta ni la llegada de Ralph. Después de que Ulises entregara la cita de Oscar Wilde,

Mason había pensado en bajar, pero se lo había pensado durante demasiado tiempo. Su irritante vecina había salido corriendo del templo y estaba ya cerca de la verja de salida. Su rojo cabello ondeaba suelto a su espalda agitado por el viento. —Comeré algo en mi habitación —contestó Mason, comprobando el botón del cuello de la camisa. Olía a Vienna en sus manos y el detonante sensorial reverberaba dolorosamente por todo su cuerpo, le retorcía los pezones y le calentaba la entrepierna. Le pasó por la cabeza una idea desoladora. ¿Y si la señora Danville había vuelto de su visita semanal a la parroquia de Saint Paul en Stockbridge más pronto que de costumbre y las había visto? Aunque a lo largo de los años la temible ama de llaves debía de haberlo visto todo y sabía ser discreta, Mason prefería ahorrarle el bochorno,

—¿Cenará esta noche a la hora de siempre? —le preguntó la señora Danville, sin dar muestra alguna de haber notado el rubor en las mejillas de Mason. —Sí, sólo nosotros. Mason le acarició la cabeza a Ralph para no parecer inquieta. Su ama de llaves siempre le daba de comer antes de ir a la iglesia y el animal solía dormitar cerca del hogar de la cocina si dejaba algo en el fuego. En esas ocasiones, Ralph se pegaba a las faldas de la señora Danville durante todo el día, hasta que la mujer le daba uno o dos bocados. Mason fingía no saber nada de aquellos caprichitos, porque oficialmente la señora Danville estaba en contra de consentir tanto a las mascotas como a los niños. —¿Entonces la sirvo en la mesa de la cocina? — quiso saber esta.

No era necesario que le contestara, pero Mason accedió a respetar el guión draconiano que gobernaba sus interacciones. Era la cabeza de familia y la señora Danville esperaba de ella que se comportara acorde a ese rango. —Sí, así estará bien. Gracias. —El señor Pettibone ha traído medio venado — anunció la señora Danville. Ulises ladeó la cabeza como si un canto de sirena lo hubiera cautivado. Profesaba una adoración por el ama de llaves no correspondida. Graznó con suavidad, saltó del hombro de Mason a su percha y allí se balanceó y se atusó las brillantes plumas negro azuladas. Cuando sus gestos atrajeron la atención perruna de Ralph, agachó la cabeza, extendió las alas e hizo una reverencia galante. Inmune ante la exhibición, la señora Danville prosiguió. —Estoy asando los muslos en filetes.

—Excelente —dijo Mason, aunque le entraron náuseas al pensar en ello. Normalmente sólo se comía las verduras, pero a la señora Danville no le gustaba cocinar si no podía servir un buen plato de carne regado con vino, así que Mason le dio la respuesta que se esperaba de ella—. Que el señor Pettibone abra un Pommard. El ama de llaves consultó la libretita que llevaba colgada a la cintura con un cordel. —¿Dómame de la Vougeraie? —Por supuesto. —Mason tenía una bodega enorme a su disposición y, cuando abrían una botella, podría ofrecérsela a su personal, ya que ella evitaba beber alcohol. No quería ser como su padre. La señora Danville frunció los labios ligeramente.

—Ese pájaro vuelve a ser una molestia. No deja de tirar cosas desde la ventana de la cocina. El pobre Ulises había escogido a la mujer menos indicada para intentar impresionarla llevándole objetos brillantes. La señora Danville desdeñaba el sentimentalismo. Mason se ofreció a tratar de disuadir al cuervo con el mismo método inefectivo de siempre. —Lo encerraré unos días. —Gracias. —La señora Danville pasó una página y movió el índice sobre los contenidos, mientras Ulises contemplaba con deseo el sencillo anillo grabado de oro que llevaba—. La señorita Blake desea conocer a Dulcifal. Mason se quedó helada. ¿Se habrían visto cuando Vienna se había marchado? Si era así, la señora Danville se habría dado cuenta de que Vienna llevaba puesta la camisa de Mason, porque no se le escapaba nada.

—¿Se lo ha pedido ella misma? —El señor O’Grady me ha informado. Le sorprendía que su jefe de cuadras no le hubiera mencionado una petición tan inusual. —Puede visitar los establos mañana por la mañana. No sacaré a Dulcifal hasta después de las nueve —repuso. —Muy bien. La señora Danville soltó la libreta y se alisó la falda de tela de gabardina de color gris oscuro. Era una mujer de apariencia y temperamento austeros y normalmente llevaba la falda con una blusa blanca de algodón almidonada y una chaqueta de punto con cuello de pico de cachemir, de color gris claro, abrochada hasta arriba. Como era domingo, había cambiado la blusa de algodón por una de crepé de seda con ribetes a ganchillo de delicado encaje color marfil. Llevaba la discreta trenza con la que

se peinaba cuando salía con sombrero, pero para la cena se habría vuelto a recoger el cabello en el moño plateado de siempre, cuyo único adorno era la peineta art decó que le había dejado su madre, también ama de llaves de los Cavender. —Por cierto, ayer había un hombre merodeando por los establos —comentó Mason—. No tengo ni idea de cómo entró en la finca, pero no quiero que vuelva a pasar. —Oh, ¿el rufián con los Creepers de burdel? —No me fijé en los zapatos. Se llama Pantano. Con un bufido desdeñoso, la señora Danville anotó la información en su libreta. —No creo que ese individuo haya tenido un trabajo honesto en la vida —observó en tono monocorde—. Pero parece que trabaja para nuestra vecina.

—¿Para Vienna? —se extrañó Mason, boquiabierta —. ¿Está segura? —Según la señora Hardy, se comió medio buey Wellington anoche, prácticamente él solo. Y sin probar las verduras. Mason sofocó el temblor de sus entrelazándolas detrás de la espalda.

manos

—¿Y sabe qué cargo desempeña el señor Pantano para la señorita Blake? —Sólo son especulaciones. Tiene ciertos negocios en la zona en nombre de un amigo de la familia de Nueva Jersey. O al menos esa es la historia que cuentan. La señora Danville siempre le escatimaba la información que obtenía de sus contactos en el pueblo o directamente de boca de Bridget Hardy. Las dos amas de llaves siempre cotilleaban después de la iglesia y Mason sabía exactamente lo

que habría pasado de mano a mano aquella mañana, aparte de las quejas sobre la glotonería de Pantano. Si los Cavender tenían venado, esa semana también se serviría en la mesa de los Blake, junto con alguna vaga explicación sobre de dónde había salido. Todo el mundo sabía que el señor Pettibone estaba enamorado de la señora Danville y le traía ofrendas de faisán y venado siempre que salía a cazar con su hijo. La señora Danville siempre lo compartía, pero los Blake actuaban como si la pieza de caza les hubiera caído del cielo. Dios no permita que reconocieran que el personal de ambas casas compartía recursos. Mason le dio las gracias a su ama de llaves y volvió a su posición junto a la ventana. No se tragaba la chorrada del «amigo de la familia» ni por un momento. Esa zorra. Había contratado a un matón mañoso para hacer su oferta. Ahora la amenaza velada a Dulcifal tenía sentido y también la pobre oferta. Pues muy bien, si Vienna

creía que podía engañar a Mason y hacerla vender Laudes Absalom por calderilla, estaba muy equivocada. ¿Había sido eso lo que la había llevado a su puerta un rato antes? ¿Plan B: debilitar las defensas del enemigo seduciéndola? Exasperada, Mason dejó a Ulises en la pajarera, tapó su frasquito de tinta y salió de la librería. En cuanto llegó a su cuarto se desnudó y abrió el grifo de la ducha. No tenía ni idea de cómo había podido dejarse engañar por la típica treta de la ruborizada damisela en apuros. Las miradas nerviosas, los labios temblorosos... Se daba asco a sí misma y, bajo el chorro caliente de la ducha, se frotó entera para arrancar todo rastro de Vienna de su cuerpo, pero lo que no podía borrar era su recuerdo. Sus suaves gemidos de placer, la humedad irresistible y sus súplicas trémulas para que no parase... Aquellos ojos, seductores como el océano e igual de traicioneros... Mason debería haber sabido que no podía fiarse de lo que veía en

la mirada de Vienna, aunque se tratara del mismo deseo que la acuciaba en su interior. ¿Hasta cuándo iba a durar aquel hechizo? Se apoyó pesadamente contra la pared de azulejos; le temblaba cada célula del cuerpo. Nunca había sentido nada parecido, nunca languidecía ni le suspiraba a la luna por ninguna mujer. Sólo por Vienna. Era enfermizo lo mucho que la deseaba. A veces pensaba que se había curado. Pasaban meses, años... La vida la llevaba por sus propios caminos y los síntomas se desvanecían. Pero entonces se despertaba de uno de esos sueños, completamente excitada y desesperada por hallar alivio, y sólo podía verla a ella. Su cara, su garganta, su modo de andar. Y entonces tenía que aliviar el ardor pulsante entre sus piernas justo como ahora. Para retrasar el momento, Mason dejó volar los pensamientos a su fantasía favorita. Luz suave, en

un campo florido. Vienna con un vestido ceñido, como una virgen medieval, con el cabello pelirrojo cayéndole en ondas por debajo de la cintura. Mason se arrodillaba ante ella y le juraba lealtad. Vienna le daba una prenda, su faja, y Mason la llevaba puesta al marchar a la guerra y se imaginaba a su amada sentada frente a la ventana, esperando castamente su retorno. Al final se casaban y, en su noche de bodas, Mason temía tocar a la novia por miedo a que la rechazara. Por miedo a que, al quitarse la armadura y la espada, Vienna se diera cuenta de quién era en realidad y ya no la quisiera. En sus fantasías, Vienna siempre tomaba el control en ese momento y Mason se notaba a punto de explotar, asustada de moverse ni que fuera un centímetro. Vienna apenas la tocaba. Sus labios se unían y Mason lo sabía todo, lo veía todo con total claridad. Estaban destinadas a estar juntas. No conocía ningún otro modo de sentirse completa.

Jadeando, Mason cerró los ojos bajo el chorro caliente de la ducha y se hundió los dedos con fuerza mientras evocaba la imagen que siempre la arrojaba al clímax. Vienna abierta de piernas, con las manos en los hombros de Mason, atrayéndola más y más dentro de su cuerpo, mientras le exigía «Córrete. Córrete ahora». Y Mason lo hizo. Tenía un rostro hermoso, con el cabello y los ojos oscuros, por lo que Vienna podía distinguir en la desgastada fotografía de color sepia. Volvió a guardar la fotografía con la carta de Colette, porque la perturbaba ver a Mason Cavender en todas partes. Había pasado las últimas dos horas intentando librarse del fantasma de las caricias de Mason, pero su cuerpo se negaba a dejarse aplacar por la negación. Tenía cardenales en el muslo, donde se le había clavado el cinturón de Mason. En la garganta tenía marcas moradas de mordiscos y

notaba la carne que había poseído Mason muy tierna y sensible. Vienna no estaba acostumbrada a la dureza. Sus amantes, que no se contaban por docenas precisamente, siempre habían sido demasiado consideradas como para dejarla dolorida. Nunca había sentido la huella de su paso en su interior después. Se le encogió el estómago al pensar en ella y al momento se sintió odiosamente húmeda de nuevo. Le dolían los pezones y tenía dificultades para tragar. Su mente era un caos. Incluso se le pasó por la cabeza la idea de volver a Laudes Absalom y arrastrar a Mason al dormitorio. Puede que, si pasaban la noche colmándose la una de la otra, se les pasaría el ansia física y podrían seguir con sus vidas. Era una idea tentadora, pero no porque creyera de verdad que una noche de sexo desenfrenado fuera a terminar con su encaprichamiento. La verdadera razón era, con diferencia, mucho menos agradable.

Se sentía engañada. El frenético acoplamiento en el vestíbulo principal le había sabido a poco y quería más. Ansiaba explorar cada centímetro sedoso, cada curva firme del cuerpo de Mason y sentirla temblar de excitación. Mason era muy receptiva y apasionada. Por un lado, a Vienna la ponía nerviosa pensar en el ser durmiente que Mason había despertado en ella: un animal sexual libre de las cadenas del sentido común o el deber. Por otro lado, le fascinaba. A ese ser lo movía sólo el deseo, e incluso en aquellos momentos se agitaba sin tregua en su interior, como una bestia salvaje que anhelara volver con su pareja. Había visto la misma pulsión ardiente en las oscuras profundidades de los ojos de Mason y la sensación había sido emocionante. Reconocía la necesidad, porque la había vislumbrado en los breves encuentros velados que habían compartido a lo largo de los años, pero aquella vez había sido distinto, porque Mason no había querido o no había podido ocultarla. A Vienna le encantaba

saber que tenía el poder de hacerle perder el control, traicionar su juicio e ignorar sus reparos. Porque de esos tenía muchos; después de todo, toda-vía culpaba a Vienna de la muerte de su hermano. En parte, su sospecha era para Vienna algo insoportable y deseaba con todas sus fuerzas poder demostrarle a Mason que se equivocaba. Pero la Blake de sangre fría que llevaba dentro ya estaba sopesando el nuevo giro en los acontecimientos. Ahora tenía un arma extra en su arsenal y la cuestión era si debía usaría o no. No era difícil imaginar hasta qué punto podría derrotar a los Cavender si le asestaba a la última miembro de su linaje una estocada mortal en el corazón. Vienna hundió el rostro entre las manos, asqueada de pensar así. Fue entonces cuando se dio cuenta y la certeza fue absoluta e ineludible: si hacía tal cosa, si seducía a Mason y luego la dejaba tirada, sería su corazón el que se partiría en más pedazos. Vienna dejó de respirar y durante varios segundos creyó que iba a desmayarse. Se resistía a creer su

propio razonamiento, porque era imposible. Podía aceptar que se sintiera atraída físicamente por Mason. Siempre había habido algo eléctrico entre ellas, pero se negaba a admitir que aquella atracción tuviera algo que ver con los sentimientos. Decidió que seguramente estaba experimentando algún tipo de euforia postorgásmica. La química cerebral era muy susceptible a las hormonas y las suyas habían enloquecido, de manera que no podía fiarse de sus impulsos y mucho menos de las epifanías sobre sus sentimientos hacia su adversaria. Lo siguiente sería ver el rostro de Jesús en una lata de judías. Además, Vienna no necesitaba caer tan bajo como para llevar su batalla al dormitorio. Todo por lo que había trabajado estaba dando sus frutos. Podía vencer a Mason limpiamente y era así como quería terminar con aquella pesadilla. La guerra entre los Blake y los Cavender había sido algo personal

desde hacía décadas, pero Vienna nunca había deseado su destrucción de aquella manera. Para ella, acabar con Mason era una operación de negocios. Vienna presidía una corporación enorme y extremadamente compleja y no podía permitirse perder el tiempo con la obsesión de su familia. El asunto de los Cavender era una distracción que algunos miembros de su familia no dudaban en utilizar para presionarla. Estaba harta de oír hablar de los Cavender; al final hasta su padre había acabado harto del tema. En sus últimos días, le había ofrecido el siguiente consejo: Acábalo y sigue adelante. No dejes que te coma viva. Aquellas palabras pesaban sobre su ánimo, porque decían mucho de las elecciones que su padre había hecho y de todo lo que lamentaba. Desde su infancia, había estado obsesionado con cumplir las expectativas de su padre y Vienna sabía lo mucho que le había dolido «fracasar». No dejaba de hablar de los últimos deseos del abuelo Blake, que no había dejado de tener a los Cavender en su

punto de mira ni siquiera mientras se moría de neumonía a los ochenta años. Los culpaba a ellos de su enfermedad. Los perros de los Cavender se colaban a menudo en Penwraithe persiguiendo a los gatos de los Blake. Un día que perseguía a algunos de los intrusos rifle en mano, se cayó y se rompió la cadera. Cogió la neumonía en el hospital. Vienna sólo tenía recuerdos muy vagos de aquella época tan estresante. Tenía seis años y recordaba sentarse a veces junto a la cama de su abuelo y sostenerle la mano. Se acordaba del funeral porque era la única vez que había visto llorar a su padre. Al pensar en ello ahora, Vienna se daba cuenta de que el incidente de la boda, cuando Mason interrumpió la celebración con su caballo, debió de reabrir las heridas de su padre demasiado pronto. No había pasado ni un año desde que había muerto el abuelo de Vienna y Norris todavía estaba de duelo. Toda la responsabilidad del negocio familiar recaía sobre sus hombros y Vienna podía imaginar lo solo que se sentía.

Sus dos hermanas, siguiendo la tradición de los Blake, habían recibido pagos en efectivo del fondo familiar y un paquete de acciones que volverían a la compañía cuando murieran. A cambio, la empresa pagaba a sus beneficiarios. Durante seis generaciones, los Blake habían utilizado aquel sistema para evitar batallas en el consejo y para que la pro-piedad no se diluyera entre los numerosos descendientes. En lugar de eso, los hijos mayores se lo quedaban todo y los demás tenían que contentarse con una riqueza apropiada y muy poca influencia. Aquel había sido el otro fracaso de su padre, se dijo Vienna. No haber tenido un hijo. Nunca había mencionado la decepción delante de Marjorie o de la propia Vienna, pero no hacía falta. Henry Ovender nunca dejaba escapar la oportunidad de restregárselo por la cara y por aquella razón, tanto como por los desagravios del pasado, el odio por su vecino consumía a Norris. Tan desesperado estaba por no dejar nada en

herencia al hijo de su rival que prácticamente había borrado a los Cavender del mapa. A Vienna no le quedaba mucho por hacer para completar el trabajo de toda su vida, salvo dar la estocada final. Se lo debía y estaba impaciente por que llegara el momento de cerrar el trato. Estaba dispuesta a pagar un extra si lograba librarse de los Cavender de una vez por todas. En circunstancias normales, no habría ido a por la compañía de Mason, ya que no valía nada. Y la casa era un negocio aún peor, considerando las reparaciones que necesitaba si no la demolía del todo. Sin embargo, Laudes Absalom simbolizaba la victoria, por encima de la Corporación Cavender. En cuanto los Blake poseyeran la finca, sus antepasados descansarían en paz en sus tumbas, porque la justicia por fin habría sido servida. Vienna no tenía intención de dejar a Mason sin nada. Le daba igual tener que pagar el doble del valor de la propiedad, mientras pudiera

presentarlo como hecho en la próxima reunión familiar. Sus dos tías, cuyas acciones de por vida les daban votos en el consejo de dirección de Blake, la despellejarían viva si no les daba lo que querían, y su primo Andy veía su puesto en la vicepresidencia como un mero trámite antes de hacerse con la empresa. No dejaba de extralimitarse en sus funciones y se había rodeado de personal que le era leal y que hacía todo lo posible por que Vienna se sintiera irrelevante en su propia compañía. Vienna no había esperado luchar en dos frentes cuando se puso al mando de Industrias Blake, pero sus tías estaban convencidas de que Norris había cometido un gran error pasándole el control enteramente a ella. No querían que la empresa recomprara sus acciones y planeaban hallar el modo de pasarlas a sus hijos. Vienna sabía que no podría evitar una lucha de poder y para ganar necesitaba haberse quitado el problema de los Cavender de encima. La única persona que se interponía en su camino era Mason.

De ahí la necesidad de usar a Pantano. Era un movimiento bastante torpe por su parte, pero no era más que el medio para conseguir un fin. Mason necesitaba dinero, y cinco millones por la propiedad era una buena oferta. Vienna había querido ponérselo fácil haciéndole una oferta alta desde el principio, pero por desgracia Pantano había querido obtener un trato mejor. Aquel era el problema de trabajar con esbirros de su calaña: nunca se les ocurría que había gente que no se movía sólo por dinero. Un triste millón... Lo raro era que Mason no le hubiera lanzado a los perros. Sólo esperaba que Pantano hubiera sido lo bastante convincente sobre lo de que su jefe en Nueva Jersey quería comprar la finca para esconderse una temporada. Si Mason sospechaba que Vienna estaba detrás de la compra, no vendería nunca. Se levantó y se hizo otro espresso. Al tener una máquina de café en el estudio, podía trabajar sin

interrupciones si lo necesitaba. Mientras sorbía la taza sopesó cuidadosamente sus opciones. Le había dado instrucciones a Pantano de que volviera a Laudes Absalom por la mañana y pusiera una oferta real sobre la mesa. Estaba dispuesta a llegar a los ocho millones si Mason se resistía. ¿Pero y si Mason volvía a rechazar la oferta de Pantano? Vienna sería tonta si no estuviera dispuesta a utilizar todos los medios a su alcance para conseguir sus propósitos. No le cabía duda de que Mason la deseaba. Con suerte, no habría estropeado las posibilidades de cerrar el trato al haber salido huyendo de su casa después de su encuentro. Apartó de su mente las palabras de Mason. ¿Nunca te preguntas cómo habría sido ? Su expresión desencajada y su mirada dolida le aguijoneaban el corazón. Mason ni siquiera había intentado esconder sus emociones, sino que se

había abierto a Vienna por completo, igual que el día que había acudido a su despacho. La única diferencia había sido que, en esta ocasión, Vienna le había disparado de verdad. Sabía que le había hecho daño a Mason con su sarcástico comentario sobre las invitaciones de boda. Esa había sido su intención. Había querido trivializar la intimidad que acababan de compartir y había esperado que Mason hiciera lo mismo, pero no que la mirara con el dolor y la traición escrita en los ojos. Ni que la acusara de ser una cobarde. Y mucho menos que un cuervo le entregara un mensaje. Cuando los Dioses desean castigarnos, responden a nuestras plegarias. Desde que tenía uso de razón, sus plegarias habían versado sobre la destrucción de Mason Cavender. Siempre había sabido que habría un precio que

pagar, pero nunca había creído que el dinero no tendría nada que ver con él.

Capítulo 9 —¿Te gustaría montarlo? La voz ronca a su espalda sobresaltó a Vienna y le subió el color a las mejillas. Intentando no sonar turbada, repuso: —Me encantaría, si no le molesta que lo monte un extraño. —Dulcifal tiene unos modales excelentes. Si lo tratas con respeto se contendrá y no te tirará. Vienna reunió el valor de volverse, pero el don de la palabra la abandonó en cuanto vio a Mason vestida con su chaqueta y pantalones de montar de color negro. Parecía tan oscura y atlética como el semental del establo y llevaba una silla de montar. Su expresión era inescrutable y a Vienna le

costó reconciliar su rostro con el de la ardiente amante sudorosa que la había dejado marcada. El recuerdo pronto inundó sus sentidos y sintió que se le encogían los pulmones y se le escapaba el aire contenido. Respingó, como si le hubieran dado un puñetazo. “¿Silla inglesa te vale? —le preguntó Mason, tendiendo la silla multiuso. —Sí, vale —respondió Vienna, y siete kilos de cuero aterrizaron en sus brazos. —Si necesitas pantalones de montar, hay de sobra en el cobertizo de los aperos. Sírvete. Vienna se miró los téjanos. Para un paseo corto a caballo bastarían. Además, ya le daba bastante vergüenza sin ponerse unos pantalones ajustados. —Da igual, así estoy bien. Gracias.

Mason le pasó el ronzal por la cabeza al lipizano y lo arrulló cariñosamente. —Hola, guapo. ¿Quieres ganarte unas zanahorias? El semental de color blanco levantó las orejas y arqueó la cerviz. Miró a Mason a los ojos fijamente y luego apoyó la mejilla contra la de la mujer, como si estuvieran susurrándose secretos al oído. Al cabo de un momento, Mason levantó la cabeza, como si acabara de recordar que Vienna seguía ahí, se comprobó el cuello de la camisa en un gesto nervioso y se deslizó la mano hasta el corazón, como si necesitara presionarse el pecho para calmar el rápido latido. Por un breve instante, Vienna entrevió a la Mason apasionada contemplándola en silencio a través de la bruma de todo lo que no podían decirse. Cuando se miraron a los ojos, Vienna tuvo que hacer un esfuerzo para recordar el plan que la había llevado hasta allí y cómo se había prometido a sí misma que haría lo que hiciera falta. Le había fallado la

concentración. Su intención era ir a ver al lipizano, llamar a la puerta de Mason, disculparse y ablandarla para el siguiente ataque de Pantano. Sin embargo, nada más ver a Mason, su resolución se tambaleaba. Embargada por un torbellino de emociones contradictorias tan intensas que la habían cogido por sorpresa, Vienna no era capaz de ordenar sus pensamientos y concentrarse en su objetivo. Al contrario, su mente volaba entre una mezcolanza de impresiones fragmentadas, en un intento de ensamblar un todo con sentido que explicara su confusión. Tal momento. Tal sensación. Recuerdos nítidos y brillantes. Remembranzas confusas. Y en el centro, indefinible, el sueño que había tenido una vez. En aquella ocasión, nada más despertar, había corrido a por papel y bolígrafo, porque el sueño parecía importante y quería recordar los detalles. No obstante, en cuanto empezó a escribir, se

quedó en blanco. La única frase que llegó a apuntar fue: «Estoy en la habitación de Mason». Vienna no pudo añadir nada más, puede que porque nunca había estado en aquella habitación y por lo tanto no podía tirar de su experiencia para embellecer un producto de su imaginación que se desvanecía cada segundo que pasaba. —Adelante. —Mason le indicó dónde ensillaban a los caballos, abrió la puerta del establo y dejó salir a Dulcifal sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras y de acariciarle las mejillas. Al verse excluida del mundo privado de Mason y su caballo, Vienna se retorció de envidia, igual que le había pasado en aquella fiesta hacía tanto tiempo. Mason amaba a aquel caballo. El modo en que se comunicaban sin esfuerzo era fascinante, pero a Vienna le resultaba casi insoportable de ver. Caminó unos metros hacia la entrada de las cuadras y se concentró en el interior. En cada establo había una cabeza vuelta en su dirección,

como adolescentes enamoriscados. Los caballos de Mason observaban cada uno de sus movimientos con arrobo y Vienna sintió el deseo irracional de poder mirarla del mismo modo insaciable sin que la pillaran. Ya no estaba en el instituto, pero sólo con mirar a Mason se sentía como una cría enamorada locamente. —Tiene sus manías, pero sólo intenta quedarse contigo —explicó Mason mientras ensillaba al lipizano—. Los paseos tranquilos no son su estilo. —¿Le gustan los desafíos? —Exacto. —Mason levantó la mirada, como si la viera de verdad por primera vez—. Es un caballo de doma clásica, lo lleva en la sangre. Vienna echó un vistazo a la arena que había detrás de los establos. Se imaginaba a Mason haciéndole marcar el paso al caballo, enjaezado con todos los elementos de la doma clásica, mientras aquella energía mágica que los unía fluía entre sus

cuerpos. Obviamente compartían la intuición perfecta que permite a caballo y jinete moverse como si fueran uno solo. —Parece que se te dan bien los animales —farfulló Vienna estúpidamente. —En general me parecen una compañía mejor que los humanos. La respuesta desconcertó a Vienna, que trató de acercarse a Mason ya no porque estuviera en sus planes, sino porque ansiaba reducir la distancia tensa que las separaba. —Mason, tengo que decirte algo. —Si es sobre lo de ayer, ya está todo dicho — replicó Mason en tono calmo, si bien Vienna percibió una nota de advertencia vibrando a baja frecuencia tras sus palabras.

Dulcifal reaccionó de inmediato y volvió la cabeza para estudiar a Mason, moviendo las orejas adelante y atrás en muestra de preocupación. Ella le acarició el cuello y con cada caricia, el animal se volvía más y más hermoso a medida que su mirada se dulcificaba y se llenaba de amor. La ternura era mutua y a Vienna no le llegaba ni una sola migaja. El roce de Mason al ayudarla a montar a lomos de Dulcifal fue impersonal y meramente cortés, aunque la energía sexual entre ambas era difícil de ignorar. En presencia de Mason, Vienna no podía fiarse de su cuerpo, porque todas y cada una de sus células reaccionaban ante la otra mujer. Cuando Mason comprobó la cincha y los estribos, Vienna sintió que su ser estaba a punto de explotar. —Relájate —le dijo Mason, que pasó a explicarle información útil sobre su montura, como que al lipizano le gustaba saltar si veía que se le acercaba un cisne—. Ve hacia el lago y yo iré enseguida — instruyó, abriendo la puerta.

Mason siguió el fluido movimiento de los cuartos traseros de Dulcifal cuando se alejó con su jinete. Era un caballo musculoso, de cruz larga y más alto que la mayoría de su raza, con unos dieciséis palmos. Tenía el porte de un caballo de batalla, postura poderosa, orgullosa y galante, con la cerviz ancha y levemente arqueada. Sus ojos eran negros y tan expresivos que sólo alguien sin alma se resistiría a perderse en sus profundidades sin preguntarse en qué estaba pensando. Tenía un carácter muy parecido al de Mason: los dos tenían mucha fuerza de voluntad y eran leales, pero mientras que Mason a veces se dejaba llevar por las emociones demasiado rápido, su semental era más tranquilo y le costaba enfadarse. También como ella, sentía las cosas muy hondo. Mason no había planeado comprar un lipizano. Los Cavender criaban caballos andaluces desde la Primera Guerra Mundial, cuando un pariente había traído el primero de sus sementales negros de España como regalo del rey Alfonso. Le

acompañaba una yegua gris y, con el tiempo, habían incorporado más yeguas y habían logrado que nacieran potros de color azabache, que no era muy común en la raza andaluza. Los caballos se registraban en España, ya que hasta los años setenta no hubo un registro de caballos de raza en los Estados Unidos, porque la cría no era una actividad demasiado extendida. Incluso en la actualidad, los andaluces eran poco comunes y el color negro era tan raro que Mason había conseguido a Dulcifal y a dos yeguas lipizanas a cambio de uno de los potros de Shamal. A Mason, le gustaría poder expandir sus actividades de cría y trabajar con sus caballos, a tiempo completo, pero no tenía capital y ocuparse de la debilitada Corporación Cavender había consumido casi toda su energía en los últimos dos años. Sería un verdadero alivio cuando lograra librarse de la carga de la empresa y pudiera por fin pensar qué quería hacer con su vida. Sólo por eso, la oferta de Vienna era tentadora. Si podía pagar

las deudas y devolver el dinero que debía al fondo de pensiones, a Mason no le importaba quedarse sin nada. Mientras le quedara Laudes Absalom y sus caballos, podía ganarse la vida como criadora y entrenadora. Animal Planet le había ofrecido hacer una serie de televisión sobre sus supuestos «secretos» para domar caballos. A Lynden le había encantado la idea. Habían decidido que, cuando se recuperaran económicamente, Mason aprovecharía la oportunidad que le brindaban. Mason fantaseó con la idea mientras ensillaba a Shamal y salía en pos de Vienna. A lo mejor podría hacer un DVD y venderlo a los propietarios de caballos. No se haría rica, pero estaría haciendo algo en lo que creía: enseñar métodos de entrenamiento no violentos para la doma y los concursos hípicos. —Bonita serpentina —comentó, cuando alcanzó a Dulcifal.

Vienna la miró de reojo. —Ha sido completamente verdadera obra de arte.

deliberada.

Una

Su sentido del humor hizo reír a Mason. Al parecer era consciente de que tenía la rienda interior demasiado tensa y, como consecuencia, Dulcifal iba haciendo eses, atendiendo a los gestos de su jinete con la paciente resignación de los caballos que fingen obediencia para quedar bien. —Sólo lo estás haciendo calentar—le dijo Mason generosamente. —Oh, por favor. Es un caballo que me viene grande y él lo sabe. —Puedes volver a salir con él cuando quieras — ofreció Mason—. Si yo no estoy, habla con el señor Pettibone y hará que uno de los mozos se ocupe de ti.

—Gracias —respondió Vienna con tirantez—. No sabía que tenías tantos caballos. —Catorce —contestó Mason. Había aumentado el número tras la muerte de su padre, tratando de evitar el declive del negocio de cría, porque Henry había preferido a los perros. —En tiempos de mi abuelo eran casi treinta en época de cría, pero entonces estábamos metidos en el negocio de las carreras. —¿Ya no criais para las carreras? —se interesó Vienna, en tono de satisfacción. —No. A veces me piden que entrene a algún que otro purasangre, pero sólo lo hago si los dueños me caen bien —contestó Mason. Y como quería mantener la charla informal, cambió a otro tema neutral—. Supongo que últimamente no pasas mucho tiempo de Penwraithe.

—Vengo una vez al mes -—replicó Vienna, un poco a la defensiva. A lo mejor le molestaba que controlaran sus idas y venidas y creía que Mason la espiaba. —Normalmente paso por delante de tu casa cuando salgo a cabalgar por las mañanas —explicó Mason, para contextualizar su comentario anterior —. Por eso sé si estás en casa o no. Es una lástima que... las cosas sean como son, o podía pasar e invitarte a montar conmigo. A tus caballos les iría bien el ejercicio. Como era de esperar, Vienna pareció dolida. —Para eso pago a un mozo de cuadras. Mason asintió y no dijo nada más. A menudo se dejaba caer por los establos de Penwraithe, hablaba de caballos con Rick y le ayudaba cuando tenía algún problema.

—¿Quieres decir que Rick no hace bien su trabajo? —En absoluto. Adora a esas yeguas con toda su alma. Pero admitámoslo: ellas son cuatro y él solo es uno. —¿Cómo sabes tanto sobre mis caballos? —A veces le echo una mano si lo necesita. El año pasado ayudé en el parto de uno de tus potrillos. —Nadie me cuenta nada —murmuró Vienna. —Hablando de eso, supongo que no sabrás si alguno de tus empleados tiene un saluki... — Mason se daba cuenta de que la pregunta debía de sonar bastante extraña. Por si acaso Vienna no tenía ni idea de lo que estaba hablando, Mason aclaró—: Es un perro. Vienna asintió en gesto ausente. —Sí, como el de la estatua.

A Mason le costó unos segundos caer en que Vienna se refería a la estatua de Estelle en la escalinata principal de Laudes Absalom. Se sintió estúpida por no haberlo recordado antes y también intrigada por que Vienna se acordara de algo así. No sabía qué había sido del saluki de su tatarabuela después de que se ahogara. Estelle se dedicaba en cuerpo y alma a la cría de perros y siempre aparecía algún saluki en todos los cuadros que había de ella. Puede que hubieran regalado los perros tras su muerte, porque les recordaban demasiado a ella. El hijo de Estelle, Thomas Blake Cavender, había iniciado la tradición de criar dóbermans al importar a una pareja de pura raza premiada de Alemania a principios del siglo veinte. Ralph descendía de aquellos perros y Mason tenía pensado quedarse con un cachorro de la próxima camada que tuviera. En cualquier caso, que un ejemplar de una raza tan extraña se hubiera colado en su finca era una coincidencia de lo más sorprendente.

—Es que vi un saluki en mis tierras hace un par de noches. Me preguntaba si se habría perdido. La mente se le fue a los acontecimientos de la víspera. ¿Habría dejado en Vienna una huella tan indeleble como ella había hecho con Mason? La posibilidad hizo que se le acelerara el pulso y Shamal reaccionó cambiando ligeramente el paso. Vienna negó con la cabeza. —No es nuestro. Mi madre tiene yorkshires y no viene muy a menudo. El jardinero adoptó a una especie de cruce de bulldog después de que su perro ovejero muriera el año pasado. Pero es un animal simbólico, la verdad. Lo que tenemos son nueve gatos. —Sí, claro. Los preciosos felinos que supuestamente perseguían los perros de los Cavender. Mason recordaba al abuelo de Vienna y su padre

discutiendo sobre ello. Había llegado a las manos cuando el viejo Blake había herido a uno de los dóbermans y hubo que sacrificarlo. A menudo le daba por subirse a la valla que separaba las fincas con una escalera y disparaba al azar. El perro estaba correteando por el manzanar entre Laudes Absalom y Penwraithe, cuya parte central era motivo de disputas legales entre las familias. A Henry no le importaba darles una paliza a sus hijos, sobre todo a Mason, pero adoraba a sus perros y el incidente lo volvió loco. Para vengarse, se hizo con cubas de despojos de una carnicería y tiró los restos en la entrada principal de los Blake. A continuación voló de sendos disparos todas las cristaleras de la fachada frontal de la casa, mientras la señora Blake y el ama de llaves asistían al espectáculo horrorizadas. Aquel mismo día la policía se presentó en Laudes Absalom algo más tarde e informó a Henry que tendría que pagar por los daños. Cuando llegó la factura, hizo que el banco le proporcionara la suma en miles de

monedas de un penique, que transportó a Penwraithe en el coche y tiró por la ventanilla mientras derrapaba sobre los cuidados jardines de los Blake. Todo el mes siguiente hubo una cuadrilla de trabajadores armados con imanes, tratando de recuperar todas las monedas. Según el cotilleo local, los Blake aún encontraban monedas de vez en cuando incluso un año después. Al poco del acto vandálico de los peniques, el abuelo Blake volvió a su campaña antidóberman. Al parecer, un día que estaba pegando tiros desde la escalera se cayó y se rompió algo. Cogió una neumonía y murió. Según el padre de Mason, se lo tenía merecido. De hecho, esas fueron sus palabras en la tarjeta de condolencia que envió a los Blake junto con la factura del veterinario por practicarle la eutanasia a su mascota. —No conozco a nadie de por aquí que tenga un saluki, pero se lo comentaré a Bridget —dijo Vienna, que lanzó una mirada nerviosa a Shamal,

ya que se le había acercado lo suficiente para morderla. Mason dio un ligero tirón a las riendas para hacer saber a su caballo que estaba atenta a lo que pasaba. El animal se desvió hacia la izquierda, no sin antes dedicarle una inclinación de cabeza y enseñarle los dientes a su supuesto rival. Dulcifal ignoró la poco sutil bravuconada de macho alfa. Mason había entrenado a sus dos sementales para convivir pacíficamente y hasta podían comer juntos sin que pasara nada. Cuando trajo al lipizano a casa no había esperado que se llevaran tan bien, pero Dulcifal toleraba los arranques intimidatorios de Shamal y su naturaleza optimista parecía animar al andaluz cuando se ponía de mal humor. —Parece muy... obediente —comentó Vienna, observando a Shamal. —Lo soborno —sonrió Mason.

—¿Así que este sería su mejor comportamiento? —Por supuesto, pero para ser un semental, no es malo. Sencillamente hay que estarle encima. —Confías en él. —Nunca lo hemos tratado mal y no lo aíslo de los demás. Tiene intimidad, pero no lo tratamos como a un paria. Cuando no es época de cría lo dejo compartir establo con su madre y sus yeguas favoritas —añadió Mason—. Una vez montaste a su padre. Cuando éramos pequeñas. Había esperado que Vienna le devolviera una mirada inexpresiva o que se encogiera de hombros sin más, pero esta esbozó una sonrisa dulce. —Sí, lo recuerdo. De movimientos rápidos... muy fuerte... te dejaba sin respiración. —Y en tono inocente, Vienna apuntó—: El caballo también.

A Mason se le enredaron las riendas como si fuera una principiante. —Muy graciosa. Vienna no sólo bromeaba, sino que estaba coqueteando. Tenía las mejillas sonrosadas y sus labios entreabiertos pedían a gritos ser besados. Se la veía despreocupada con sus téjanos y su jersey, la melena pelirroja en una cola de caballo floja y los ojos brillantes y retadores. ¿Se daba cuenta de lo atractiva que era? Mason lo dudaba. Vienna era sofisticada por naturaleza, pero de algún modo parecía que no hubiera florecido del todo. Seguramente sólo había hecho el amor entre sábanas blancas y limpias, con una amante a la que pudiera controlar. Lo más probable era que en su mente hubiera reinventado su encuentro del día anterior como una aberración por parte de una mujer que pervertía almas inocentes y la había forzado a mantener relaciones sexuales con ella.

—Se está bien aquí —comentó Vienna. Sonrió y le sostuvo la mirada a Mason. No era la sonrisa calculadora y afilada a la que ésta estaba acostumbrada, sino un gesto espontáneo y sincero que penetró sus defensas e hizo que le diera vueltas la cabeza. Incapaz de apartar los ojos, le devolvió la sonrisa, sin acertar a hacer ningún comentario inteligente. Vienna frunció ligeramente el ceño y pestañeó como si acabara de despertar de un largo sueño. Sus ojos se llenaron de emoción por un instante antes de poder esconderla. —Entiendo que te guste esto. Mason intentó prever adonde quería ir a parar con aquellas palabras quedas, pero lo único que veía era a la preciosa niña de su pasado que había crecido y cabalgaba a su lado. Sintió el loco impulso de extender el brazo y cogerle la mano a Vienna, parar, desmontar, llevarla al templo y contemplar el lago y la casa desde el arco de la

entrada. Y entonces, poner Laudes Absalom a sus pies como ofrenda. Conmocionada, echó la vista al frente y se obligó a recordar que Vienna había jurado matar a todos los animales de la finca. Probablemente había sido una amenaza sin fundamento, ya que Vienna no estaba hecha de la misma pasta que el loco de su abuelo asesino de perros. Pero aun así, si pasara lo peor, Mason no estaba dispuesta a correr riesgos. Se llevaría consigo a cada alma de la finca antes de que Vienna pusiera un pie en la verja. ¿Regalarle Laudes Absalom? Cuando las vacas volasen. Miró a Vienna por el rabillo del ojo y vio que por fin se había relajado sobre la silla. Dulcifal había notado el cambio y levantó la cola unos centímetros. Mason aflojó las riendas y picó con los talones para lanzar a Shamal al trote. Vienna la siguió enseguida, para alegría de Dulcifal, que debía de llevar rato esperando la orden. Pronto pasaría al passage y luego al piajfe y finalmente a

las piruetas, que siempre le granjeaban sentidas alabanzas. Aunque no estaban en la arena de entrenamiento donde solía ejecutar su coreografía y siempre había la posibilidad de que apareciera algún detestable cisne, Dulcifal tenía la cabeza gacha, las orejas levantadas y todo su cuerpo estaba en expectante tensión. —Si quieres hacer algo, es tu oportunidad —la invitó Mason con sequedad—. Se muere de ganas de lucirse. Vienna rió y repuso: —Créeme, las únicas piruetas que verías serían las mías al salir volando sobre su cabeza, y no iba a ser precisamente agradable. Mason tomó la delantera al llegar al pinar que bordeaba el lago. El crujido de las ramitas rompió el silencio, y el sonido de los cascos sobre las hojas secas vibró en el aire. Siguieron un serpenteante sendero colina arriba hacia la bifurcación que

había en el extremo opuesto. Allí el camino se dividía y rodeaba las tierras de Penwraithe por un lado y las de Laudes Absalom por el otro. Mason desmontó en el claro, ató las riendas de Shamal en un arbusto y contempló el lago desde arriba. Había una capa fina de bruma en la superficie que se enroscaba entre los pinos y las columnas del templo. La cúpula emitía una especie de resplandor blanquecino y los bordes brillaban bajo el sol de la mañana, como si la construcción fuera un espejismo sobre el agua. —Es precioso —afirmó Vienna, mientras ataba a Dulcifal a una rama a unos cuantos metros. —Mi hermano y yo construimos una casa en un árbol aquí —explicó Mason, señalando unos tablones podridos sobre un enorme pino—. Se veía todo. Vienna escrutó el paisaje y contempló Penwraithe desde las alturas.

—¿A nosotros también nos mirabais? —Te miraba a ti. —Es extraño. A veces lo sentía. —Vienna hizo una pausa y bajó la mirada—. Durante un tiempo intenté enviarte señales. —¿Las muñecas? —preguntó Mason. —¿Lo sabías? Vienna levantó la vista, encantada por la sorpresa. Sus ojos no eran del color esmeralda líquida que solía tener la gente con su tono de piel y de pelo, sino de un profundo tono jade oscuro, como el mar en invierno, en los que una quería ahogarse. Bajo la superficie de su mirada había una sombra, como de tormenta. Su mirada soñadora siempre había intrigado a Mason, incluso de niña. La primera vez que había mirado a Vienna a los ojos a lomos de su caballo, había deseado no tener que

apartar la mirada nunca. Veinticinco años después, se sentía igual de impotente. —¿Viste que colgaba banderas en estos árboles? —Quiso saber Mason—. Te decía que volvieras. —No me di cuenta. Creía que era un juego tuyo y de Lynden. Solía imaginarme que me colaba a jugar con vosotros. —-Deberías haberlo hecho. —No era tan valiente como tú. Mason cabeceó. —Eras valiente. Sé que viniste cuando te habían dicho que no podías. Me lo dijo la señora Danville. -—¿Por qué no quisiste salir a verme? Sabía que estabas en casa. —Vienna le tocó la mano a Mason —. ¿Fue por tu padre? —Nuestros padres eran los dos...

—Irracionales —completó Vienna con suavidad. Su mano no se apartó de la de Mason y ésta la tomó y se la apoyó en la mejilla. Vienna tenía los dedos fríos y suaves. No retiró la mano cuando Mason le acarició la palma con los labios. —Temía por ti. ¿Ves?... No soy tan valiente. —Mi padre nunca me habría puesto la mano encima —dijo Vienna. —Lo sé. La mirada de Vienna se aguzó al comprender lo que Mason quería decir. —Te refieres a tu padre. —Vienna le pasó los dedos por la mejilla en una tierna caricia—. Yo también tenía miedo por ti. Se inclinó hacia Mason y esta la rodeó con los brazos como si fuera lo más natural del mundo. Fue como si el tiempo se detuviera y ante ellas sólo

tuvieran un lienzo en blanco en el que el futuro aún no estaba escrito. Mason casi podía creer que podían dejar el pasado atrás si así lo deseaban. Podían crear un mañana diferente allí mismo, en la frontera que dividía sus tierras, sus vidas y sus destinos. Vienna era cálida y parecía satisfecha entre sus brazos y Mason no podía dejar escapar aquel momento sin al menos intentarlo. La abrazó con todas sus fuerzas, incapaz de disimular la desesperación, y le susurró: —¿Podemos dejar de pelearnos? Durante unos momentos eternos, Vienna no dijo nada. Su aliento le hacía cosquillas a Mason en la mejilla y esta percibía su lucha interna. Empezó a sudar y la camisa se le pegó a la piel. Mason también notaba la blusa húmeda pegada a la espalda. Vienna le acarició el nacimiento del pelo con la yema de los dedos y le rozó las mejillas con los labios. Luego le hizo cosquillas en la comisura de los labios hasta que Mason abrió la boca, y

Vienna la invadió con su fuego de seda. Fue un beso lento, caliente y húmedo. Mason notaba el dolor y el latido de su cuerpo, entregado al roce de los senos de Vienna contra los suyos, el pulso desbocado contra su propia carne y los huesos que apresaban su descontrolado corazón. —¿Qué me estás pidiendo, Mason? —murmuró Vienna. La besó de nuevo, con más urgencia todavía. La sensación cálida y húmeda del aliento que compartían le bañó el rostro a Mason y, cuando balancearon las caderas al mismo tiempo, la presión se hizo casi insoportable. Mason notaba el clítoris ardiendo y miró más allá del cabello cobrizo de Vienna. El suelo era un lecho de agujas de pino y no era lo que tenía en mente de ninguna de las maneras. —Ven a casa conmigo. —La voz le surgió de la garganta, ronca de pasión.

—No puedo. —Sí que puedes. —Mason le lamió el sabor a café de los labios y siguió besándola cada vez con más intensidad mientras le decía—: Sé qué quieres que esté dentro de ti otra vez. Vienna dejó escapar un gemido quedo. Sus rostros estaban a pocos centímetros y Mason distinguió pétalos azul oscuro, en los etéreos iris de Vienna, como si hubiera florecido una diminuta lobelia en cada uno. —Sí. —Dilo otra vez —pidió Mason. —Te quiero dentro de mí. Mason gimió. Vienna le lamió el cuello y le rozó el tendón con los dientes hasta la base de la garganta, mordiendo lo suficiente para confundir sus sentidos. ¿Dolor o placer? Mason no lo sabía y

tampoco le importaba. El deseo le hacía flaquear las piernas y le mojaba la entrepierna. Notaba cómo los músculos de Vienna se movían bajo sus manos al acariciarle la espalda y las caderas. Vienna le desabrochó un par de botones de la blusa y le metió la mano dentro. Mason tenía los pezones como piedras y dio un salto en cuanto se los rozó con la punta de los dedos. —¿Cuándo? —jadeó. —Aún no —susurró Vienna. Le abrió la blusa a Mason y la cubrió de besos breves y ardientes. Luego levantó la cabeza, le acarició los labios con la punta de la lengua y se los chupó y se los mordió con fruición. —Cenemos juntas. Mason ya había jugado bastante. —¿Te quedarás a dormir?

Vienna asintió. —¿En mi cama? —Sí. La respuesta queda le quemó a Mason en la piel como hierro candente. La recorrió un escalofrío y dejó escapar un respingo ahogado. —No puedo esperar tanto. Necesito tenerte. —Quédate con esa sensación —le dijo Vienna. Mason percibió la promesa jugosa de su aroma, cerró los ojos y dejó que la fragancia almizcleña la recorriera por entero. Su intensidad la empapó y apartó de su mente todo lo que no fuera el olor, la sensación y el sabor de la mujer a la que pertenecía. Sólo entonces se apartó de ella.

Capítulo 10 —¿Qué quiere decir que se ha ido? La señora Danville fulminó a Vienna con una mirada glacial. —Se marchó hace unas horas. —¿Así sin más? —La conmoción hizo que la voz de Vienna sonara trémula—. ¿No me ha dejado ningún mensaje? —Se sentía estúpida por preguntar, pero no se arredró porque no iba a permitir que la intimidaran—. Lo digo porque hace un rato habíamos quedado en que cenaríamos juntas. La señora Danville le dedicó una de sus sonrisas de superioridad, que no era más que una breve torcedura de labios. —No mencionó que fuéramos a tener invitados esta noche, señorita Blake. Pero si lo desea puede

esperar en la sala mientras la llamó por teléfono. Puede que la entendiera mal. —No será necesario. Descorazonada, Vienna observó el vestíbulo principal tras el ama de llaves. Al ver la escalinata recordó la sensación del cuerpo de Mason contra el suyo. ¿Cómo podía haberse marchado después de todo lo que se habían dicho? Vienna había tenido la impresión de que por fin habían tendido un puente lo bastante fuerte como para resistir la embestida de las riadas del pasado. Por una vez se había permitido escuchar a su corazón en lugar de a su cerebro. Sin embargo, todo estaba pasando muy deprisa y había necesitado parar. Mason le resultaba irresistible y habría sido demasiado fácil irse a casa con ella y hacer el amor, pero Vienna había querido tomar aquella decisión cuando no tuviera el juicio nublado por el deseo físico. Tenía que saber si con la cabeza fría aún escogería estar con Mason, porque si era así lo cambiaría todo.

La señora Danville tuvo a bien dejar de torturarla. —Surgió algo urgente en la ciudad. Dijo que si alguien venía a buscarla, le transmitiera sus disculpas. —Ya veo. —Vienna reconoció que la estaba echando, pero no era capaz de marcharse después de haber llegado tan lejos—. ¿Tiene planeado volver más tarde? Si Mason había tenido que atender a un asunto urgente, a lo mejor volvía a Laudes Absalom cuando lo hubiera solucionado y Vienna podía esperarla para cumplir la promesa de pasar la noche con ella cuando llegara a casa. —Me dio la impresión de que estaría fuera varios días —respondió la señora Danville. Vienna no daba crédito a sus oídos. No tenía ningún sentido después de lo que había leído en el rostro de Mason unas pocas horas antes.

—¿Por qué? —murmuró. La señora Danville le lanzó una mirada de extrañeza. —Sugeriría que se lo pregunte usted misma, señorita Blake. Vienna contempló la estatua que había al lado de la puerta con los ojos anegados en lágrimas, mientras trataba de recuperar la compostura. Se estremeció cuando un soplo de viento levantó un remolino de hojas secas sobre los escalones de la entrada. —Sí, por supuesto. «Márchate», pensó. Y aun así, no era capaz de emprender el camino de vuelta sabiendo lo que dejaba atrás. Tenía la sensación irracional de que no iba a volver a ver a Mason nunca más, y aquella noción la golpeó como un puñetazo.

—¿Se encuentra bien, señorita Blake? Vienna no podía hablar; temblaba de pies a cabeza. Dejó escapar un sonido que la sorprendió hasta a ella: un gritito ahogado, que no sofocó del todo antes de que aflorara de su garganta. El quejido también pareció sobresaltar al ama de llaves. —Creo que debería usted sentarse —le dijo—. Se ha puesto blanca. Condujo a Vienna al interior de la casa y la llevó a una pequeña sala de estar cercana. Allí, una avergonzada Vienna se sentó en un diván. —Estaré bien enseguida. Hoy me he olvidado de comer, así que el paseo debe de haberme mareado un poco. La señora Danville esperó graciosamente a que acabara de farfullar sus pretextos antes de decir:

—Si me disculpa, señorita Blake, le prepararé una taza de té. Vienna no perdió el tiempo discutiéndoselo, puesto que el ama de llaves estaba ya en la puerta. —Es usted muy amable. La señora Danville asintió sin sonreír y desapareció tras la puerta. Vienna lanzó una mirada sombría a su alrededor; la sala no tenía ventanas, pero los que disfrutaban ocupándola habían compensado su falta contemplando paisajes pintados en varias de las paredes. El mayor de todos llamó la atención de Vienna, dado que la bucólica escena campestre que representaba le era extrañamente familiar. Había un caballo Clydesdale tirando de un carro, un puñado de casitas de campo de piedra que solo podían ser inglesas y varias ovejas. Crispada, Vienna apartó la vista. La pintura no era lo único que le resultaba familiar en la habitación. También había un jarrón chino en una oscura vitrina

victoriana y, al observarlo con detenimiento, Vienna se vio a sí misma tumbada en aquel mismo diván, contemplando maravillada las detalladas pinceladas que definían las flores y las diminutas figuras. Vienna había estado allí antes. ¿Pero cuándo? —¿Limón? —La voz de la señora Danville la hizo dar un salto. —Sí, gracias —respondió Vienna automáticamente. A continuación se oyó hacer la pregunta que sabía que no debería hacer—. Señora Danville, ¿recuerda usted la noche del baile? El ama de llaves se sobresaltó como si de repente le hubieran agarrado los hombros unas manos invisibles. Dejó la tetera en la mesa con un repiqueteo de loza y sus finos dedos se cerraron en torno al llavero que llevaba atado al costado. —Hace mucho tiempo.

—Sí, diez años. —Vienna vaciló—. Supongo que los árboles me lo han recordado. Los colores, cuando venía hacia aquí. Cuando salí del hospital solía dar largos paseos y era otoño. Lo cierto es que aquel tema tan incómodo era lo último que había tenido en mente de camino a casa de Mason, pero la mujer que tenía delante sabía más de lo que admitía. De eso a Vienna no le cabía la menor duda. El ama de llaves le pasó una taza. —Aquella tarde yo libraba. —Pero sabe a lo que me refiero, ¿verdad? —Al darse cuenta de que se estaba echando hacia delante, Vienna se obligó a relajarse y dar un sorbo de té—. ¿La policía estuvo aquí mucho rato, no es así? —Dadas las circunstancias, es normal. —¿Qué encontraron?

—Eso debería preguntárselo a su madre. O al inspector que llevó el caso. —Como sabrá, está jubilado. Y mi madre siempre me contesta lo mismo. Creo que después de tantos años, es muy extraño. Nunca cambia nada, ni una sola coma. —Vienna se rodeó con los brazos—. No parece que sea lo que recuerda. Más bien es como si recitara un papel en una obra. —La elección de palabras de la señora Blake no es de mi incumbencia. El ama de llaves zanjó el tema con tan fría cortesía que Vienna se sintió como si fuera una niña otra vez. La misma niña que había llamado a la puerta varias veces después de que Mason y ella quedaran en que no podían ser amigas. Aquella misma mujer la había echado innumerables veces, pero aquella vez no pensaba dejar que la disuadiera tan fácilmente. —¿Por qué nadie habla de ello?

—¿Qué hay que decir? —Saltó la señora Danville, como si de repente se hubiera abierto una grieta en su incondicional compostura—. Siga usted mi consejo y no remueva el pasado. La curiosidad mató al gato. —La curiosidad mató al gato... —Aquella no era una frase que se usara para asuntos sin importancia. Vienna se sintió todavía más dispuesta a descubrir la verdad—. Por amor de Dios, han pasado diez años. Henry Cavender está muerto y Lynden también. El ama de llaves pareció desconcertada, pero enseguida recuperó el control de sí misma. —Ya hice mi declaración a la policía en su momento. No tengo nada que añadir. Vienna perdió los estribos. —¡Hiciera lo que hiciera, ya no lo pueden detener! ¿Es que no lo ve?

—¿De quién está usted hablando? —De su jefe, por supuesto. ¿De quién, si no? ¿Fue cosa de su imaginación o le pareció detectar una sutil muestra de alivio en el rostro del ama de llaves? Vienna dejó la taza a un lado y se obligó a hablar con más calma. —Mire, yo sólo quiero saber lo que pasó. —¿No se acuerda usted de nada? —Dicen que seguramente ya no recordaré más después de todo este tiempo —confesó Vienna—. Lo único que recuerdo es caminar por el jardín. Rehízo el camino mentalmente, primero el hueco en la valla, luego bajando al pinar y atravesando el lago hacia la casa. Había encontrado una puerta en el muro de piedra junto a las ruinas y entró en un oscuro jardín. El aroma de las azucenas y la fragancia dulzona de los narcisos bajo sus pies

espesaba el aire. Era la hora violeta y las sombras se cerraban sobre el yunque en que la noche se forjaba a partir de los vestigios del día. A su alrededor, las rosas trepadoras y los enormes rododendros colgaban de los muros. Cogió un puñado de pétalos y hundió el rostro en ellos para perderse en el embriagador perfume de aquel mundo de aromas donde reinaba la belleza y el tiempo se detenía. Permaneció en aquel umbral mágico demasiado rato, cautiva de sus sentidos y sin hacer caso a la oscuridad que se cernía sobre ella. Cuando por fin se percató de que habían salido las estrellas, salió del jardín a trompicones. De repente, la invadió una sensación de inquietud, como si alguien la vigilara o la estuviera siguiendo. Miró por encima del hombro y, al no ver a nadie, dejó a un lado sus temores creyendo que no eran más que ataques de mala conciencia. Ansiosa por escapar de las tétricas sombras y la maleza amenazadora, corrió por el sendero hasta llegar al cementerio. El chico

no le había mencionado que hubiera un cementerio, sino que había hablado de una pequeña casa de verano. Se suponía que tenía que llegar hasta ella, aunque había olvidado el por qué. Sus padres se enfadarían con ella por haber cometido la afrenta de escabullirse del baile para cumplir una misión más que dudosa en Laudes Absalom. No se creyeron lo del chico, ya que no había ningún niño en el baile que coincidiera con la descripción y la policía no pudo encontrarlo durante la investigación. —¿Qué pasó? -—le preguntó a la señora Danville —. Por favor, dígame la verdad. El ama de llaves permaneció callada. Fue como si de repente aparentase al fin la edad que tenía; como si se hubiera despojado del manto de cera que solía suavizar sus contornos y ocultar el paso del tiempo. Incluso se diría que tenía las manos más arrugadas que de costumbre.

—¡Usted lo sabe! —La acusó Vienna, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Lo sabe y no me lo dice! ¿A quién está protegiendo, a los muertos? Es un poco tarde para eso, ¿no le parece? —Señorita... —Un anciano surgió de la oscuridad del pasillo y se quedó en la entrada de la sala. Tras dudar un momento, entró, se colocó tras la señora Danville y le puso la mano en el codo—. Será mejor que se marche. No podemos hablar de esas cosas y usted no hace bien en preguntarnos. La serena dignidad de la petición le llegó al corazón a Vienna, que se sintió avergonzada de inmediato. Había cruzado una línea que figuraba entre los principios más sagrados de su familia: el personal no debía ser coaccionado por ellos desde una posición de poder. Tras enjugarse las lágrimas con la mano, Vienna se levantó y dijo: —Perdóneme, señora Danville. No volverá a pasar. Gracias por el té.

Sin esperar respuesta, salió de la sala y atravesó el vestíbulo. —¿Señorita Blake? La inesperada nota de emoción en la llamada hizo que Vienna contuviera la respiración. Vienna se volvió y miró a la señora Danville a los ojos. —¿Sí? —Su padre estuvo aquí aquella noche. —¿Cuándo? —Mucho más tarde. El señor Cavender y él tomaron un whisky en el estudio. —¿Bebieron juntos? —se extrañó Vienna, que no alcanzaba a imaginar por qué su padre se habría sentado con el hombre al que culpaba del ataque. Nunca le habían mencionado aquel encuentro—. No lo entiendo. ¿De qué hablaron?

—Puede que su madre lo sepa —sugirió el ama de llaves mientras le abría la puerta. Su tono se había normalizado de nuevo y quedó claro que Vienna ya había abusado bastante de su hospitalidad. Le ofreció una despedida cortés y tras lanzar una mirada triste a la estatua, descendió los peldaños de la entrada. Al igual que la mujer de mármol que escapaba con su perro, no pudo evitar mirar hacia atrás, aunque no estaba segura de sí era porque añoraba a Mason o porque temía que alguien le clavara un cuchillo por la espalda. Mason cerró la puerta de su despacho de un portazo y apoyó el hombro en ella. Tenía ganas de darle un puñetazo a la chapa de madera, porque algo tenía que romperse y no podía ser ella. Se deslizó hasta el suelo apoyada en la puerta, encogió las piernas contra el pecho e inclinó la cabeza sobre las rodillas. Puede que aquella fuera su versión de la Maldición Cavender y tenía que

sufrirla. Había sobrevivido a las palizas de su padre, había escapado de un accidente de avión y había llegado sana y salva tras conducir por la autopista como alma que lleva el diablo. ¿Tendría algo que ver con el trato faustiano que había hecho hacía diez años? ¿Estaba condenada a pagar por sus actos de aquella noche hasta que sintiera verdadero remordimiento? Porque, sí era así, estaba maldita. Incluso sabiendo todo lo que sabía ahora, no cambiaría nada de lo que había hecho. Aun así, era como si le hubieran asestado una puñalada mortal y la esperanza se le escapaba lentamente entre los dedos. Había perdido a su familia. Estaba a punto de perder el único hogar verdadero que tenía. Y en cuanto vendiera la corporación, le habrían amputado el pasado que la definía como persona. Aun así, había estado dispuesta a perderlo todo a cambio de tener a Vienna. Como una boba, había creído que sería posible. El elixir amargo de la

verdad le revolvió el estómago. Había creído lo que quería creer. Que Vienna también se sentía incompleta sin ella. Que lograrían que lo suyo funcionara, porque las dos querían lo mismo: la una a la otra. Que Vienna le hubiera prometido, que pasarían la noche juntas lo demostraba. No le importaba que Vienna quisiera hacerla esperar para consumar, pero en cuanto acabó su paseo a caballo, la dominó el miedo y la expectación. Los minutos pasaban demasiado despacio y empezaron a surgirle dudas. Había esperado mucho para estar con Vienna y no soportaba que-darse en Laudes Absalom haciendo tiempo. Mason quería confiar en el significado de los maravillosos besos que habían compartido, pero necesitaba saber que Vienna hablaba en serio. La alternativa era algo que no podía ni contemplar. Con el corazón partido entre el temor y la esperanza y guiada por la necesidad de volver a

abrazar a Vienna, se fue caminando hasta Penwraithe. La voz de Vienna fue la primera que oyó Mason nada más acercarse a la parte trasera de la casa al atravesar la línea de árboles. Vienna estaba hablando por el móvil, sentada en una mesa junto a la piscina. Mason se acercó poco a poco, porque quería mirarla un rato sin que la viera. Aquel cuerpo tan hermoso pronto sería suyo y podría tocarlo a placer La sangre le latía en los oídos con mucha fuerza, pero aun así algunos fragmentos de la conversación de Vienna se filtraron en su conciencia. —Mamá, ya te he dicho que haré lo que haga falta —decía Vienna, con la cabeza apoyada en una mano. Parecía frustrada—. Me niego a que me dejen de lado por esto. ¿Los hombres Blake llevan ciento cuarenta años intentando hundir a los Cavender y si yo no lo consigo en unos cuantos meses se me considera demasiado débil para llevar la compañía? Pues que les den por el culo.

Cada palabra que oía era como recibir una puñalada. Mason no podía dejar de temblar. Hubo unos segundos de silencio mientras Vienna escuchaba a su madre y, como le daba la espalda, Mason no podía verle la cara, pero estaba claramente en tensión. Cuando habló de nuevo lo hizo en tono duro y desprovisto de emoción. —Cuando termine aquí les puedes decir a mis tías que voy a presentar una reconvención para obligarlas a revender sus acciones ahora mismo. Luego voy a echar a la calle a sus preciosos hijitos y los denunciaré a Hacienda. ¿Quieren jugar duro? Aún no han visto nada. Mason se cubrió la boca con la mano para contener la bilis que le subía a la garganta. Vienna nunca sería suya; todo lo que había pasado entre ellas era una farsa. Sus besos, su ternura... todo era mentira. La excitación de Vienna era real, pero únicamente sexual. La única pasión que la dominaba era el deseo de conquistar. El profundo

vínculo emocional que había vivido en el interior de Mason todos aquellos años no existía dentro de Vienna. Mason no había querido ver las señales: los rechazos de Vienna, sus evasivas... Las señales contradictorias que le enviaba no reflejaban ningún tipo de lucha interior entre la pasión y el deber. Vienna era sencillamente una depredadora que manipulaba a su presa. Era oportunista y siempre andaba en busca de alguna debilidad que pudiera explotar. Mason le había entregado su propia cabeza en bandeja. Debería haber supuesto que las cosas no eran tan fáciles como parecían. Los Blake serían capaces de devorar a su prole y al parecer Vienna estaba inmersa en una lucha por el control de su compañía y Mason era lo único que se interponía en su camino. Ni más ni menos. Las lágrimas le cortaron la respiración en una mezcla de ira, frustración y puro desamparo. Incapaz de moverse, hundió el rostro en el tronco de un árbol.

—Tengo a Mason justo donde la quiero —oyó—. Deja ya de preocuparte; sé lo que hago. Mason se armó de valor y dio media vuelta para volverse por donde había venido. Había oído todo lo que tenía que oír y no iba a ganar nada enfrentándose a Vienna. La magnitud de su pérdida a punto estuvo de hacerla caer de rodillas; ya no sabía si llegaría alguna vez a alcanzar algo parecido a la felicidad. Había pasado toda su vida adulta intentando sofocar el deseo imposible de tener a Vienna como amante. Se había refugiado en brazos de otras mujeres que le daban placer y mitigaban su soledad. Había hecho todo lo posible por conectar con las que admiraba y le gustaban más, pero ninguna había penetrado la carcasa que mantenía su corazón cautivo. Estaba irremediablemente atada de pies y manos por un cordón de seda invisible que la apretaba más cuanto más luchara contra él. No tenía escapatoria, no podía romper sus ligaduras y ninguna amante era capaz de rescatarla.

Mason sabía lo que tenía que hacer. Si quería acabar de una vez por todas con aquel hechizo, tenía que lanzar un encantamiento propio que fuera más poderoso. Tenía que encontrar el modo de contraatacar con las únicas armas de las que disponía. Vienna se despertó de golpe y se apoyó sobre los codos. La había despertado un sonido que no llegaba a identificar y aguzó el oído en la oscuridad pese a tener la cabeza nublada de sueño. Acababa de tener un sueño muy extraño y asfixiante. Se encontraba antes las puertas de Laudes Absalom y llamaba para que le abrieran. Al otro lado, la naturaleza se había adueñado del lugar y había reclamado los antiguos jardines hasta prácticamente ocultar la casa de la vista. Los bosques eran sombríos y tupidos y sus enormes ramas se enroscaban sobre la verja, mientras que las raíces salían de la tierra y bloqueaban la entrada. Toda grieta estaba cubierta de musgo y

malas hierbas. Algún día, todos aquellos riachuelos verdes confluirían en una única corriente que anegaría la casa. Los arbolillos más jóvenes y pálidos trataban de crecer entre la madeja de confusión, pero sus tiernas ramas eran grotescas y deformes. En su lucha por alcanzar la luz del sol, se habían emparedado entre troncos monstruosos y arbustos informes. Todas las plantas luchaban con sus vecinas por los escasos centímetros de espacio libres. Las parras se enroscaban a su alrededor en la batalla, surgían de las profundidades de la espesura para estrangular a sus despistadas anfitrionas. Nadie se ocupaba de los jardines desde hacía años y a juzgar por lo que Vienna distinguía de la casa, ésta estaba igual de abandonada. Impotente, sacudió la verja y pidió ayuda. En las ventanas de la garita que había en la entrada crecía la hierba.

Nadie venía a abrir y la puerta estaba cerrada a cal y canto. Entonces oyó algo, como un gemido quedo: apareció un perro entre la espesa maleza y se detuvo a unos metros de ella. Era alto y elegante y el pelaje color paja le brillaba bajo la luz del sol. Junto a él se materializó una mujer vestida de novia, cuyo rostro le era extrañamente familiar. Fue como si se mirara en un espejo que transformó por arte de magia sus rasgos irregulares en delicadas formas perfectas. Sus ojos eran de un indescriptible azul marino, como de terciopelo, cuya dulzura y suavidad sólo habría sido comparable a la de los pétalos de rosa si los hubiera habido de aquel color. La expresión de la mujer era la de una ninfa perdida que se hallara en un mundo nuevo y extraño. Llevaba el pelo en una trenza floja y su color era difícil de describir. Entre dorado y caoba.

Se acercó a Vienna y la miró suplicante mientras le tendía la mano. Llevaba algo y Vienna estiró el cuello para verlo mejor, pero el perro estaba en medio. —Abre las puertas —le dijo, pero la adorable desconocida no parecía oírla. El perro tiró del vestido de novia de su ama y la arrastró de vuelta a la horrible maraña de ramas y sarmientos. Ella se detuvo ante un sauce y empezó a echar raíces, hasta que se unió con la silueta torcida del árbol. El perro seguía tirándole del vestido, pero este se había convertido en el tronco blanquecino de un árbol. Finalmente, sus pliegues de madera se abrieron y acogieron la esbelta forma del animal en su interior. Entonces el perro aulló desde el corazón del árbol. Vienna abrió los ojos y salió de la cama tambaleándose. Era el saluki, el perro que había mencionado Mason. Al parecer se le había

quedado en la cabeza, junto con los remordimientos acerca de sus planes de arrebatarle su hogar ancestral a la última de los Cavender. No había que ser ingeniera para interpretar el sueño; tampoco podía decirse que sus sentimientos encontrados estuvieran enterrados demasiado hondo en su subconsciente. Encendió la luz y fue al lavabo. Mientras se refrescaba la cara, sintió que la embargaba una sospecha oscura surgida de las tinieblas de su sueño, como si fuera una certeza latente que no lograba alcanzar cuando estaba despierta. Su destino estaba inextricablemente ligado a Mason Cavender.

Capítulo 11 —Ahora —dijo Vienna, metiendo barriga.

Su artista maquillador, Pimento, le subió la cremallera y dio un salto atrás, como si esperase que Vienna explotara. —Muy bien, princesa, respira. Muy despacio. —¿He engordado o este vestido ya no me entraba cuando lo compré? Pimento volteó distraídamente uno de los pesados aros de oro que llevaba de pendiente. —Las dos cosas. -—Capullo —gruñó Vienna, mientras se daba la vuelta lentamente para verse en los espejos del vestidor. El traje de noche John Galiano se ajustaba lánguidamente a sus contornos en un corte sirena al estilo de Hollywood. Nadie se hacía a la idea de lo difícil que era entrar y salir del delicado satén color perla. El tono ensalzaba sus bucles pelirrojos

y hacía que la piel se le viera ridículamente blanquecina. Pimento la observó con atención. —El brillo de labios es demasiado oscuro. —Cogió un pintalabios de color beis-rosa pálido y leyó la etiqueta en tono sarcástico—: «Virgen voluptuosa». ¿Qué podría haber más apropiado? —No lo sé, ya no tengo dieciocho años. El look ingenuo parece más bien... desesperado. —En ti lo último que parece es ingenuo —le aseguró Pimento—. Queda natural, confiado. Fluido. —La condujo a un taburete alto y le ató una capa de nailon al cuello. —Lo que tú digas, mientras no me conviertas en uno de esos clones de Tinsley Mortimer de dibujos animados. —Como si eso fuera posible.

El maquillador le quitó el tono borgoña de los labios con cuidado y, cuando acabó de aplicarle el tono inocente más suave, dio un paso atrás para examinar el resultado. —Divina. Vienna contempló también el resultado y se descubrió gratamente sorprendida, ya que no había esperado que un maquillaje tan sutil quedara tan bien. —Muy bonito. Una pena que tengamos que arruinar el efecto. —Oh, sí —asintió Pimento, que le quitó la capa y depositó un joyero alargado sobre la mesita del vestidor—. ¿Qué hemos sacado de la cámara acorazada esta noche? —Algo que no habías visto nunca —repuso Vienna. Marcó la combinación y abrió la tapa.

—Oh, Dios santo... —Pimento se llevó las manos a la garganta—. ¿Son de verdad? —¿A ti qué te parece? Algo incómoda, Vienna sacó el collar de diamantes de su estuche de terciopelo. Su padre se lo había regalado por su vigésimo primer cumpleaños y desde entonces sólo se lo había puesto un puñado de veces. Le daba vergüenza salir en público con joyas tan opulentas, porque normalmente prefería ser discreta con respecto a su riqueza. Además, el collar le traía malos recuerdos, pero Vienna estaba harta de huir de un pasado que no estaba en sus manos cambiar. La fiesta de Buffy Morgan de Rochester era uno de los acontecimientos más importantes de la temporada, y aquel año De Beers premiaría el collar de diamantes más hermoso donando cien mil dólares a la organización no gubernamental que eligiera el ganador. Lo mínimo que podía hacer Vienna era tratar de ganar aquel dinero para una buena causa.

Se abrochó las refulgentes gemas al cuello y colocó la piedra central en forma de pera sobre su modesto escote. Brillaba como una enorme lágrima de hielo blanco. —¿Tiene nombre? —quiso saber Pimento, que no había dejado de babear desde que Vienna había sacado la piedra— ¿Cómo el diamante Esperanza? —No, que yo sepa. Su madre había propuesto varios nombres tontos para la piedra, pero Vienna los había rechazado con firmeza. Una cosa era comprar un diamante famoso con una historia detrás y otra muy diferente dignificar una piedra de origen incierto con un sobrenombre pretencioso. Su padre se había mostrado muy reservado respecto a cómo había conseguido el diamante y sólo había comentado que había sido una «compra privada de hacía años». Le había asegurado que había verificado el origen de la piedra, pero Vienna no

había intentado indagar más allá de lo que Norris Blake entendía por un pasado aceptable. —Voilá. El brillo de labios conjunta perfectamente —anunció Pimento, muy satisfecho consigo mismo, señalando los tres diamantes redondos de color rosa-melocotón en el engarce de platino encima de la pera colgante—. Estás horrorosamente distinguida, querida mía. No te olvides de mencionarle mi nombre a la mujer de ese gánster ruso tuyo. —No me creo que la quieras de dienta —replicó Vienna, mientras se ponía un anillo a juego con el collar: un solitario de cinco quilates con la misma talla en forma de pera—. Es muy... —¿Descarada? ¿Horriblemente envuelta en pieles? ¿Con Botox hasta en las pestañas? ¿Con un peinado ridículo y muy generosa con las propinas?

—Digamos que se le dan bien las entradas teatrales —Vienna gimió—. Dios, sueno como una esnob. —Menuda novedad. Pimento se limpió un poco de pelusilla de la chaqueta, un diseño de Vivienne Westwood de terciopelo y seda púrpura. Unos pantalones de cachemir, camisa amarilla y un pañuelo carmesí al cuello completaban su atuendo. —Fuera de aquí —le ordenó Vienna—. Eres una mala influencia. —Y tú, ángel mío, eres una visión. A esas víboras de Park Avenue les rechinarán los dientes de envidia. —Sonó el timbre y el maquillador descolgó el telefonillo—. Tu coche ha llegado. ¿Seguro que no quieres que sea tu exquisito acompañante? Vienna negó con la cabeza.

—Creo que Buffy me ha emparejado con uno de sus invitados súper bronceados. —Está bien si te lo puedes permitir. Vienna cogió el bolso de noche y el abrigo. —Vamos, todavía es temprano. Te acerco al centro antes de ir a la fiesta. Mientras bajaban en el ascensor, olisqueó el perfume nuevo que Pimento le había puesto en las muñecas, Sarrasins, de Serge Lutens. El aroma inicial a jazmín y cuero se había difuminado y ahora se distinguía la nota de almendras y miel. —¿Te gusta? —se interesó Pimento. —Delicioso. No tan dulce como La Nuit. —No se puede importar —la informó con orgullo —. Sólo disponible en Europa. —¿Me has dejado el frasco?

—Cielos, no. No te quiero tanto. —Tenía entendido que la idea era adular a tus dientas. —Sólo a las que lo necesitan de verdad. Le aguantó la puerta abierta a Vienna para que saliera primero y se dirigieron a la limusina. Tras acomodarse en el asiento trasero, Pimento habló de nuevo. —Prométeme que besarás a alguien arrebatador por mí. Vienna se echó a reír. —Yo no contaría con ello. Racimos de velas arrojaban su resplandor azafrán sobre el reluciente suelo granate oscuro. Las paredes estaban repletas de sensuales obras de arte y el vasto salón estaba dividido en diferentes espacios mediante macetas de cristal glaseado con

columnas de bambú negro. Las áreas separadas eran acogedoras y estaban amuebladas con mullidos sofás y butacas tapizadas en color marfil. Había varios candelabros modernos muy chics colgados de los altos techos, como si fueran cascadas de cristal hipnóticas; los suntuosos arreglos florales creaban focos de exuberancia color crema y verde claro. Un equipo de guapos camareros se paseaba por las camarillas con aperitivos de estilo campestre. En un extremo del salón había un estrado en donde un conocido músico tocaba un gran piano Steinway. —Querida —la recibió Buffy Morgan de Rochester, besando el aire relativamente cerca de la mejilla de Vienna—. Ven a conocer a Stefan. El pobre hombre sólo lleva un mes en la ciudad y no conoce a un alma. He pensado que os caeríais bien. Su hermana se ha casado con un Winthrop. Buffy la llevó junto a un atractivo caballero de sienes salpicadas de plata y soltó una ristra de

nombres que lo identificaban como miembro de la baja aristocracia europea. Stefan le estrechó la mano breve y gentilmente. Tenía un acento vagamente italiano y olía a colonia cara y a puros de categoría. Cuando Buffy los dejó para que se conocieran, Stefan dio un sorbo de Dom Perignon, comentó las hermosas vistas que se apreciaban desde las cristaleras que iban del suelo al techo y juntos contemplaron distraídamente las idas y venidas de los habituales en las fiestas de la alta sociedad. Como era previsible, en cuanto llegó Oxana Ivanova localizó a Vienna de inmediato. O, al menos, vio la gargantilla de diamantes que llevaba al cuello. Dejó a su marido en el bar y atravesó la sala como un rinoceronte vestido de Versace. —Exquisito. —Apartó a Stefan de un codazo y agitó los dedos rechonchos sobre el collar—. Magnífico.

Vienna reprimió el impulso de retroceder y ponerse fuera de su alcance, pero en lugar de eso llamó a un camarero y cogió un cremoso canapé de langosta espolvoreada con trufa rallada. No tenía hambre, pero mientras estuviera comiéndose el sofisticado bocado podría mantenerse a una distancia educada. -—Me alegro de verte de nuevo, Oxana —le dijo entre mordisco y mordisco—. Es una fiesta muy agradable, ¿no te parece? —Sí, tiene mucha clase. Por suerte Buffy sabe invitar a la gente adecuada. Qué vestidos más bonitos. Y los diamantes... —De nuevo en el tema que le interesaba, Oxana agarró la piedra en forma de pera de entre los pechos de Vienna y lo volteó para ver cómo se reflejaba la luz en sus múltiples facetas-—. ¿Treinta quilates?

—Tienes buen ojo. —Fingiéndose encantada de comparar baratijas con ella, Vienna añadió—: ¿Tú llevas algo especial esta noche? Oxana extendió la mano en gesto triunfal. Llevaba un enorme anillo con un diamante rosa octogonal en el dedo anular. —¿Quieres cambiar? ¿Mi anillo por tu collar? La mujer se rió de su propio chiste, pero a Vienna no le pasó por alto la insinuación poco sutil en sus palabras, Oxana y su esposo Sergei eran ávidos coleccionistas de joyas y obras de arte. A diferencia de muchos en la nueva hornada de multimillonarios rusos, Sergei nunca había formado parte de la oligarquía en el poder. Era de origen humilde y compensaba su infancia de pobreza comprando a lo grande. Oxana le ayudaba en su causa despilfarrando grandes sumas de dinero en cada subasta de antigüedades a la que asistía. Entre acontecimientos, se dedicaban a

mimar a sus diversas mascotas y viajaban entre las glamurosas residencias que tenían por todo el mundo. Seis años antes habían comprado un dúplex en el Upper East Side, y habían tardado en darse cuenta de que el código postal 10021 no les confería el éxito social inmediato que habían esperado. Ser ricos y ostentosos no bastaba para que los invitaran a las reuniones de máxima categoría como la de Buffy. No había ningún lacayo al que pudieran sobornar o amenazar y no tenían ningún «amigo» que les debiera ningún favor y pudiera mover algunos hilos en su nombre. Lo máximo que podían esperar de su publicista era una foto de vez en cuando en la revista New York. Los trepas sociales eran moneda común en la ciudad, a la que acudían desde todo el mundo. Los Ivanov se habían dado cuenta de que, si querían entrar en los círculos más exclusivos de la sociedad de Manhattan, tenían que cambiar su falta de moderación por la promoción.

Con ese propósito, habían contratado a un equipo de consejeros sociales que les hicieron un cambio de imagen completo. Un decorador famoso les renovó el dúplex y colgaron los cuadros adecuados en las paredes. Gorronearon entradas a las inauguraciones de las tiendas de alto standing y recorrieron el circuito de los actos benéficos para conversar con la gente apropiada. Oxana se inscribió en Neoyorquinos por la Infancia, que era una asociación benéfica conocida por aceptar a cualquiera que tuviera suficiente dinero. Sin embargo, pese a todos sus años de perseverancia y diligentes esfuerzos, habían acabado en el mismo barco que el resto de pavos reales afectados que intentaban dar la campanada. Aún peor, los Ivanov no tenían ni juventud ni belleza. Estaban cerca de los cincuenta y Oxana no era ningún cisne. Incluso después de matarse de hambre para perder veinte kilos, no podía seguirle el ritmo a las joven- citas que llevaban los vestidos adecuados y se casaban con la nobleza de Park

Avenue. Oxana ya tenía marido, importante quería jugar al golf con él.

y

nadie

Así pues, no. Los Ivanov nunca lograrían entrar en la exclusiva lista de invitados a las fiestas que determinaba cuáles de entre las ingentes hordas de arribistas lo habían logrado. Y es que mientras que cualquiera podía asistir a la gala benéfica del Instituto del Traje del Metropolitan, recibir una invitación personal de la matrona del Hospital Memorial Sloan-Kettering era un lujo raro y muy codiciado, y hasta el momento los guardianes de la puerta habían considerado que los Ivanov no lo merecían. Si querían tener éxito necesitarían que Oxana fuera aceptada en los almuerzos de las damas, pero nada devaluaba más un brunch exclusivo o una soirée que la presencia de una intrusa que corrompiera la viciada atmósfera con las vibraciones incorrectas y asustara a la élite verdadera.

De modo que Sergei y Oxana se quedaban fuera, languideciendo en los tediosos circuitos de los actos benéficos en los que los publicistas plantaban a sus clientes frente a las cámaras de televisión y los organizadores pagaban a famosos como París Hilton para que hicieran acto de presencia. Obtuvieron un puesto deprimentemente bajo en la extravagancia anual del desfile Dressed to Kill, donde el mismísimo Donald Trump, a quien a duras penas toleraba la vieja guardia, les hizo un desaire. En Socialité Rank, la difunta página web de los "don nadie" hermanastros Rei, se burlaron del incidente. Cualquiera habría perdido la paciencia y habría migrado a los círculos sociales del centro de Manhattan, mucho más democráticos, que no extendían cheques tan abultados al Smithsonian. Pero si algo tenían los Ivanov era determinación. Subieron el importe de sus donaciones, con la esperanza de que al final alguien se fijara en ellos. Y para su sorpresa, empezaron a cogerle el gusto a

repartir su fortuna. Cada vez les preocupaba menos conseguir una buena mesa en la Gala Whitney y más toda la gente a la que podían ayudar. No obstante, la filantropía era un arte y, en cuanto sus donaciones dejaron de ser por conveniencia, como benefactores necesitaron el consejo de los expertos. Como no sabía a quién consultar sobre dos importantes donaciones, Oxana buscó la ayuda de la jefa de una de las asociaciones benéficas que prácticamente había adoptado. Un día después, tras una serie de llamadas telefónicas, una de las amiguitas de Buffy Morgan de Rochester la había llamado para presentarle el caso de Oxana, alegando que los Ivanov parecían «genuinamente buenos en el fondo». Buffy era una mujer a la que le gustaba tomar sus propias decisiones y había decidido estudiar a la pareja con sus propios ojos. Su fiesta era la oportunidad perfecta, le había confesado a Vienna, porque era

formal pero al mismo tiempo reducida y privada y la gente podía ser ella misma, Vienna se había cruzado con Oxana en unos cuantos eventos en los últimos años y le parecía una mujer demasiado exultante, pero tanto ella como su marido eran personas muy refrescantes en un ambiente de sociedad que a menudo resultaba sofocante. Vienna suponía que para ella era fácil refunfuñar sobre lo agobiantes que eran aquellos círculos, ya que, como Blake, formaba parte de la tribu automáticamente. Varios de los descendientes de la familia habían hecho de Manhattan su casa principal o su segunda residencia de generación en generación, al contraer matrimonios con las familias que figuraban entre las cuatrocientas de la señora Astor, y los Blake eran invitados indispensables en todos los acontecimientos relevantes. Cuando la familia de Vienna no estaba en el apartamento del Upper East Side, iban a Beacon

Hill y se quedaban en la casita unifamiliar que el padre de Benedict Blake había construido en 1820. Benedict y sus famosas cuatro hermanas se habían criado allí y fue en aquella casa donde Hugo Cavender lo asesinó. En los años siguientes, la casa se convirtió en la base en Boston desde la que los sucesivos patriarcas Blake gobernaban el imperio en expansión de la familia. Marjorie vivía en ella en la actualidad y Vienna tenía un apartamento en el último piso del edificio de Industrias Blake. —Sí algún día lo quieres vender —le susurró Oxana roncamente. Vienna se sobresaltó, porque había estado sumida en sus pensamientos—... piensa en mí. —Por supuesto. Solo se lo vendería a una verdadera experta. Oxana se ruborizó de placer. —Eres tan dulce... ¿Me permites una pregunta personal?

—Claro que sí. —Vienna adoptó un tono cálido y juguetón-—. Aunque no te prometo que conteste. Oxana dejó escapar una carcajada, se le acercó y le preguntó en un susurro más que audible: —¿Por qué no estás casada todavía? ¿Es que todos estos hombres son estúpidos? —Deja que te cuente un secreto. —Vienna hizo una pausa tímida que puso a Oxana comiéndole de la mano—: Estoy prometida a mi amor de infancia. Oxana soltó un respingo de deleite ante la mentira. —¿Estáis comprometidos? —Oh, existen obstáculos en nuestro compromiso. —¿Obstáculos? ¿No estará... casado? —No, nada de eso.

El generoso escote de Oxana se bamboleó cuando suspiró. —Qué alivio. Pero si no hay otra mujer, ¿qué problema hay? Con un resoplido trágico, Vienna confesó: —Nos divide el pasado. Claramente Oxana adoraba las historias románticas, porque dejó escapar un «No» lleno de consternación. Le cogió la mano a Vienna y le apretó tanto los dedos que parecía que quisiera ordeñárselos. —No puedes dejar que nada se interponga en tu camino. Si tu lugar está junto a esa persona, no dejes que el amor verdadero se te escape entre los dedos. Vienna liberó su mano con delicadeza y se las arregló para no reírse. Sus amigos más cercanos

sabían que era lesbiana, pero como heredera de los Blake había aprendido hacía mucho tiempo que era carne de cañón de los medios de comunicación, así que siempre intentaba mantenerse alejada de los titulares. Llevaba años evitando las preguntas sobre su soltería con la tapadera del amor de infancia. No había caído en lo irónica que era aquella historia hasta el momento. —Por cierto, tengo un nombre que darte, Oxana — dijo, cambiando de tema—. Mi estilista... es un genio. Seguramente no te interesa, porque siempre estás fabulosa, pero... —No, no. Me encantan las nuevas ideas. Vienna sacó la tarjeta de visita de Pimento del bolso. —Tiene un ojo maravilloso para el alma de la mujer que se esconde debajo de un rostro. Si algún

día quieres probar a alguien diferente, puede que te guste. Mientras Oxana se guardaba la tarjeta en el bolso, Vienna miró a su alrededor en busca de una vía de escape. Stefan estaba charlando en francés con una pareja a unos metros de distancia y estaba a punto de excusarse para unirse a ellos cuando Buffy la cogió del brazo. —¿Me permites que te la robe un momento? Tras felicitar a Oxana por su vestido, se llevó a Vienna a un rincón más tranquilo. —Querida, no te lo vas a creer. Mira hacia el piano. —¿Qué es lo que tengo que ver? Nada más hablar, Vienna supo la respuesta. Cerca de la pared, junto a uno de los maceteros, estaba la última persona a la que habría esperado ver allí. Vienna era consciente de que se había ruborizado,

pero no pudo evitarlo, porque el pulso se le había desbocado de repente. De alguna manera, Mason había conseguido que llevar una pajarita pareciera licencioso. Llevaba una chaqueta de traje más larga que la norma y la camisa blanca metida en unos pantalones negros con una faja de esmoquin plisada algo descuidada, como si se la hubiera puesto con prisas en un cuarto trasero. La pajarita no estaba centrada en el cuello de la camisa y se había desabrochado el primer botón. Tenía un pulgar metido en la faja y en la otra sostenía una bebida con hielo. Como siempre, llevaba el pelo como si alguien le hubiera enredado los dedos. No miraba al pianista sino a las ventanas más allá y claramente habría preferido estar en cualquier otra parte antes que en Manhattan. —¿Qué hace ella aquí? —preguntó Vienna, consternada. —Tenía que venir su hermano con Tory Delacorte y sus padres —dijo Buffy—. Qué terrible desgracia,

pero siempre he dicho que los aviones privados son un peligro. Vienna recordaba a Tory de su época en el Winsor, con su melena rubia alisada, su ropa de niña rica y su obsesión por las apariencias. No sabía qué podía haber visto Lynden Cavender en ella. Dinero, obviamente. Todo el mundo sabía que iba detrás de una esposa con los bolsillos llenos. Vienna se obligó a mirar a otra parte. Notaba que se le habían endurecido los pezones bajo la fina tela del vestido y le entraron ganas de aplastárselos para que volvieran a su sitio. —¿Qué iba a decirle? —Se lamentó Buffy—. Cuando me llamó no pude negarme. Y ahora me falta un invitado, porque ha venido sola. Vienna pensó en marcharse a casa temprano para no tener que enfrentarse con Mason acerca de la cita que había roto dos semanas atrás, sin una triste llamada telefónica siquiera. Vaya con lo de

«no puedo esperar... necesito tenerte». Sin embargo, los Morgan de Rochester eran viejos amigos de la familia y no quería ofender a Buffy. —Si te preocupa que monte una escena, tranquila. Me limitaré a evitarla. —Eso no será muy difícil —apuntó Buffy, haciendo gala de su seco sentido del humor—. No es que esté siendo muy sociable. Un golpecito en el micrófono las silenció. El pinchadiscos dio la bienvenida a los invitados y presentó a Kahlil Pederson, un comprador de diamantes de De Beers que haría de juez en el concurso de joyas. Pidió que los participantes subieran al estrado, y el pianista interpretó un popurrí de piezas como «Diamonds Are a Girl’s Best Friend». Vienna sintió la mirada de Mason sobre sí cuando se puso en fila detrás de Oxana. Le hormigueaba la piel y el calor se le derramaba entre las piernas.

Sintió que se abría como un capullo húmedo y el recuerdo la hizo prisionera una vez más. No podía negar los hechos que la atormentaban: no sólo había consentido tener relaciones sexuales con Mason aquella mañana en su vestíbulo principal, sino que ella había dado el primer paso. Igual que el beso en la colina. En las últimas dos semanas no había podido pensar en otra cosa y, cuanto más tiempo pasaba sin saber de Mason, más confusa se sentía. Al principio se había inventado muchas excusas para explicar que Mason la hubiera plantado. Al final había llegado a la conclusión de que Mason se había alejado porque necesitaba un poco de espacio para reflexionar sobre el cambio tan drástico que se había producido entre las dos. Vienna también había sentido algo parecido, así que, en lugar de telefonearla, esperó a que Mason diera el siguiente paso. Sin embargo, puede que le hubiera enviado la señal equivocada. ¿Y si era una prueba? ¿Y si Mason había esperado que ella

rompiera el hielo? Puede que hubiera decidido esperar a que la situación entre sus empresas se solucionara para aclarar la relación entre ellas. Si era así, debería haberla llamado. Vienna no tenía ni idea de en qué punto se encontraban, pero como no quería arruinar la frágil tregua entre ambas, le ordenó a su abogado, Darryl Kent, que congelara las negociaciones por el momento. No obstante, no habían tenido noticias de los Cavender y Vienna no podía esperar para siempre, porque su familia le exigía resultados. El problema era que ya no podía tratar a Mason como a su enemiga. Habían pasado demasiadas cosas entre ellas y, para complicarlo todo todavía más, seguía deseando desesperadamente a la mujer cuya cabeza tenía que entregar a sus parientes. Forzó una sonrisa cuando llegó su turno de hacerse las fotografías de rigor. Todas las mujeres que llevaban diamantes posaban igual, con la mano

apoyada en la cadera, mientras esperaban que el jurado emitiera su veredicto. El fotógrafo le sacó a Vienna más fotos de las que tocaban, lo cual todavía la puso más nerviosa. Durante todo el rato, mientras inclinaba la cabeza o cambiaba las manos de sitio, no dejó de sentir la ardiente mirada de Mason sobre su cuerpo. Se anunciaron el tercer y el segundo premio y entonces se anunció el nombre de Vienna y Stefan se materializó a su lado como de la nada para acompañarla a recoger su premio. Vienna se dijo que lo mejor era comportarse como una mema entusiasmada para contribuir mejor a una causa digna, así que cuando le pidieron que dijera algo, parloteó alguna idiotez sobre el horror de la explotación infantil. El joyero de De Beers apareció entonces para felicitarla.

—¿Le importaría hablarnos de su precioso collar? —le pidió. —Fue un regalo de cumpleaños de mi difunto padre, Norris Blake. Le echo mucho de menos y lo llevo esta noche en su honor. Una oleada de aplausos entusiastas coreó sus palabras. El hombre de De Beers subrayó la reputación de Norris como león de la industria y añorado patrocinador de las artes y afirmó en tono reverente: —Reconozco el collar. —¿Ah sí? —¿Me permite? —Kahlil Pederson sacó la lupa y Vienna levantó la piedra central para que la examinara. AI cabo de unos segundos, el comprador consultó su Black- Berry y confirmo—.

Así es, parece ser que los Diamantes Cavender han reaparecido.

Capítulo 12 Una serie de exclamaciones quedas se extendió como una ola entre los presentes que comprendían las ramificaciones de aquella afirmación, y varias de las miradas saltaron a Mason. Una fina capa de sudor afloró a la piel de Vienna e hizo que se le pegara el vestido. Tenía ganas de vomitar. Al parecer, Pederson confundió los horrorizados respingos de la audiencia con entusiasmo por el descubrimiento, así que empezó a relatar la historia de la gema. -—Como muchos sabrán, el collar de diamantes que tenemos aquí esta noche se hizo famoso cuando pertenecía a Nancy Cavender, que lo encargó a Cartier. En su tiempo era una figura resplandeciente, todo un icono. Por supuesto, el collar era su accesorio principal en todos los

grandes acontecimientos y también lo llevaba la noche en la que murió trágicamente. Una anciana que había a pocos pasos musitó: —Decapitada, ¿sabéis? Encontraron el collar colgado de un árbol. Vienna estaba a punto de desmayarse. Dio un paso atrás y se apoyó en una de las columnas que decoraban el estrado. Era de cartón piedra y se tambaleaba todavía más que ella. En la peor de sus pesadillas, el diamante pertenecía al expolio nazi. Ni se le había pasado por la cabeza que su familia hubiera tenido algo que ver en su nefasto pasado. —El collar se fabricó con un diamante enorme descubierto en Sudáfrica en 1867 —siguió narrando Pederson, encantado de monopolizar la atención de todos—. El señor Isaac Asscher de Ámsterdam talló la piedra en bruto en dos piezas. Una fue El Afrodita, un diamante redondo en poder del jeque Ahmed Fitaihi; la otra fue la

magnífica pera perfecta que tienen ante sus ojos, que el señor Hugo Cavender compró para su esposa. Cuenta la historia que el señor Cavender quería la piedra redonda más grande, pero tuvo que conformarse con estos treinta y seis quilates, más, claro está, los varios cientos de quilates extra de las piedras más pequeñas que finalmente se utilizaron para crear el collar. El último comentario fue recibido con un tintineo de risas. —¿Está usted diciendo que este diamante es Le Fantóme de l'Amour? —La pregunta de Mason rebotó por la sala como una bala perdida. La mujer clavó en Vienna una mirada acusadora. —Sí, ese fue el nombre que se le dio originalmente a la pera. El Fantasma del Amor —tradujo del francés el comprador de De Beers—, Pero era demasiado difícil de deletrear para nuestros estimados amigos de la prensa, así que cuando

Nancy Cavender empezó a lucirlo en público, el collar empezó a ser conocido como los Diamantes de los Cavender. —¿Cómo se hicieron los Blake con él? —preguntó Mason sin andarse por las ramas. El hombre de De Beers pareció desconcertado. —Por desgracia no puedo revelar detalles de las transacciones de nuestros clientes, así que no puedo ayudarla, señorita... —Cavender. Todas las cabezas de la sala se volvieron hacia ella. Buffy, anticipando problemas, se adelantó a toda prisa. —Una historia fascinante. ¿No es maravilloso: un diamante con pasado, especialmente uno que conecta a dos de las familias más prominentes entre nosotros?

Los invitados aplaudieron y alargaron la cabeza para ver cómo reaccionaba Vienna, pero Buffy indicó al pianista que empezara a tocar una pieza suave, le dio las gracias a Pederson, recordó a todo el mundo que la gala benéfica de los Whitney era en dos semanas y luego se llevó a Mason. Vienna decidió disculparse y marcharse de la fiesta pronto, pero, antes de poder excusarse, el representante de De Beers la llevó a un rincón. —Señorita Blake, acabo de hablar con el presidente de nuestra delegación de América de Norte. Se preguntaba si su familia nos daría permiso para exhibir el collar. Nerviosa, Vienna volvió a mirar hacia la puerta. Su padre nunca había dicho nada de que el collar hubiera pertenecido a sus vecinos. Y eso le extrañaba, porque habría esperado que se regodeara de ello.

—No creo que haya ningún problema —le contestó a Pederson enseguida, con la esperanza de poder escapar antes de que Mason la cogiera por banda y le hiciera preguntas incómodas—, mientras podamos arreglar las medidas de seguridad. —Y con Le Fantóme auténtico, claro, no con la réplica. —¿La réplica? —Vienna mantuvo el tono uniforme, para disimular su confusión. —No se preocupe. —Pederson adoptó un aire cómplice—. Naturalmente no quería mencionarlo. Siempre animamos a nuestros clientes a guardar los diamantes importantes en un lugar seguro y llevar las réplicas. —Estudió su Black- Berry de nuevo y anunció con una sonrisa triunfante—. Eso pensaba. El CZ es una de nuestras piedras a medida. Lo encargó su padre, de hecho. —¿Mi padre? —Vienna se sentía como una boba, repitiendo cada palabra que oía.

Nunca se le había ocurrido que la piedra central de su ostentoso collar no fuera verdadera. Y como Marjorie no dejaba de insistirle para que la vendiera, ofendida porque nunca se pusiera el costoso regalo, no parecía que ella lo supiera tampoco. —Sí. Por lo que veo, la copia anterior se estropeó en un accidente de coche. —Pederson se pasó el dedo por el cuello—. Heridas horribles en la garganta. Vienna se sentía avergonzada por estar haciendo preguntas cuyas repuestas debería saber. —¿Había otra copia? —preguntó. —Sí, la que proporcionamos la primera vez que subas-tamos Le Fantóme en el siglo diecinueve. —Bueno, pues me temo que tengo malas noticias —informó Vienna, con rostro inexpresivo—. Que yo sepa, no tenemos Le Fantóme.

—¿Quiere decir que lo vendieron? —Preguntó Pederson, desolado. —No que yo sepa. —Oh, Dios mío. ¿Se ha perdido? —No tengo ni idea. ¿No tienen ustedes registros de esta clase de piedras? —Si pasan por nuestras manos o se venden por los canales habituales, podemos rastrear el origen. — Se llevó la BlackBerry a la oreja—. Deje que haga una llamada, señorita Blake. Vienna aceptó una copa de champán de un camarero que pasaba y se la bebió a sorbitos mientras intentaba poner la oreja en la conversación del comprador de diamantes. Los Blake registraban todas sus operaciones metódicamente. Podía saber cuánto había gastado la familia en mantequilla el siglo anterior o qué modista había confeccionado los vestidos de fiesta

de las Cuatro Famosas. Si tenían un diamante de valor incalculable en una caja de seguridad en Boston, su padre lo habría mencionado en el testamento y habría un recibo por alguna parte. Pederson se volvió hacia ella con el ceño fruncido. —Nuestros registros datan de la subasta de 1869, cuando el señor Truman Blake vendió Le Fantóme. Sería su... —Tatarabuelo —completó Vienna con asombro—. No lo entiendo, creía que había dicho que los Cavender compraron la piedra. —Sí, Hugo Cavender la adquirió en la subasta. —¿De Truman? Aquella historia no tenía ni pies ni cabeza. El comprador consultó la BlackBerry —Según la procedencia, el señor Blake fue el primer propietario tanto del Afrodita como de Le

Fantóme. De hecho, él fue quien les puso nombre a los diamantes. Un romántico Victoriano según parece. El Fantasma del Amor. Costaba imaginarse a un hombre Blake tan loco de pasión como para tirar una fortuna en dos pedruscos y mucho menos para darles un nombre que lo haría quedar como un cursi sentimental para toda la historia. Pero Vienna había leído las cartas ente Truman y Estelle. Claramente estaba colado por ella y parecía esperar que Estelle y él acabaran casándose. Seguramente había comprado los diamantes para eso y, cuando Estelle se prometió a Hugo, los sacó a subasta. —Le Fantóme estuvo en poder de la familia Cavender hasta que fue vendido a su padre en una transacción privada en 1985. Nuestros registros recogen la tasación que se hizo entonces para el seguro.

Vienna se esforzó por comprender lo que oía. Su padre había comprado el collar cuando ella era sólo una niña y lo conservó durante años. ¿Tenía la intención de dárselo cuando fuera mayor? Y lo más sorprendente era que Henry Cavender se lo había vendido: le había vendido importante parte de su herencia a los Blake. Era increíble. —Bien, señor Pederson. Siento decirle que lo único que se me ocurre es que mi padre decidiera no ligar tanto capital a Le Fantóme. Debe de haber revendido la piedra, pero conservó el collar para mí. La teoría no era del todo mala. Vienna podía imaginarse a su padre impresionando a todo el mundo con un regalo extravagante y luego vendiendo el diamante en forma de pera para recuperar el coste del collar entero. Recordaba la envidia sorprendida de sus tías y lo mucho que especularon sobre lo que las piedras le habrían costado. Millones. Eso era lo mucho que quería a

su única hija. Vienna rió para sí. Seguro que Norris se había sentido muy satisfecho de sí mismo por haber levantado tanto revuelo con un regalo que al final le había salido casi gratis. La expresión de Pederson era educada, pero escéptica. —¿Puedo pedirle un gran favor? —Pidió el comprador—. Si conserva los documentos de su familia, ¿le importaría revisarlos por si hay algún registro de la venta de su padre de Le Fantóme? Sería maravilloso si pudiéramos encontrar al nuevo propietario y arreglarlo para que nos preste la piedra verdadera. —Haré lo que esté en mi mano —prometió Vienna, que aceptó la tarjeta de visita que le tendía. Se estrecharon las manos y Vienna paseó hasta la ventana, reflexionando sobre los hechos y los recuerdos del pasado. Truman Blake era el antepasado que les había declarado la guerra a los

Cavender. De haber estado en su lugar, Vienna habría hecho lo mismo. Benedict, su padre, había sido asesinado a sangre fría y, como sabía que los tribunales nunca harían justicia, Truman había jurado vengarse. Se había dedicado a cortar todos los lazos comerciales que unían a las dos familias y desde ese momento el objetivo de su vida había sido hundir a los Cavender. En aquella época, el apellido Cavender era más poderoso que el apellido Blake. Incluso en la actualidad, pese al declive de su fortuna, la mística alrededor de la familia pervivía. Riqueza, glamour y tragedia era una combinación muy seductora y los Cavender siempre estaban rodeados de las tres en dosis considerables. Sus mujeres eran preciosas y sus hombres peligrosos. Hasta había una película basada en la tragedia más conocida que habría sobrevenido a la dinastía: el sórdido relato de la carrera presidencial fallida de Alexander Cavender y el horrible accidente de su esposa. Era una historia que bien podría haber nacido de la pluma

de F. Scott Fitzgerald. Como Daisy Buchanan, la bella joven superficial de El gran Gastby, Nancy Cavender era una princesita de la escena social a la que no le interesaba lo más mínimo hacer de madre o ser una buena esposa. Era un misterio cómo había acabado con el coche sobre las vías del tren, inconsciente al volante, hasta que un convoy la había arrollado. La mayoría de los hombres no querían que sus infidelidades ni las de sus mujeres se dieran a conocer, y los que aspiraban a presidente tenían aún más razones para huir del ojo público. Pero a Nancy no le preocupaban las ambiciones políticas de su marido. Era la heredera de una gran fortuna, era hermosa y atrevida y vivía bajo el influjo de su propio hechizo, segura de ser invencible. Si había alguna línea que no debía cruzar, se daba cuenta de su existencia después de cruzarla y sólo si había consecuencias. Para Nancy casi nunca las había, hasta aquella noche.

Se había especulado mucho sobre el accidente cuando sucedió, pero los Cavender eran tan influyentes que controlaron tanto la investigación policial como la cobertura de los medios. Se silenció toda la historia, hasta que Alexander Cavender se voló la cabeza cuatro años más tarde. En circunstancias normales, un suicidio como aquel habría sido una noticia bomba, pero se diría que había querido ser discreto al elegir el momento, ya que en el mismo año asesinaron a Martin Luther King Jr. y a Robert F. Kennedy, de modo que la muerte de un Cavender sólo obtuvo una reseña en las páginas de sociedad. Para los Blake, la muerte de Alexander representó un golpe de efecto espectacular, y enseguida se unieron al rumor que había circulado desde entonces sobre que la policía por no había encontrado pruebas suficientes para arrestarlo por el asesinato de Nancy. Antes que arrastrar su apellido por el fango, Alexander había zanjado el asunto como un caballero. La historia podría

haberse quedado ahí, pero los productores de Hollywood, siempre atentos a la fruta madura, decidieron sacar beneficios de la fascinación popular por los Cavender. Sin embargo, en lugar de hacer una película facilona para lucir a alguna artista en ciernes, produjeron una reflexión oscura sobre el sueño americano en la que planteaban preguntas muy perturbadoras sobre la ambición y la codicia e invitaban a los espectadores a sopesar las ambigüedades morales. Para disgusto de los Blake, el film fue un éxito de taquilla y obtuvo un Oscar. Su familia no aparecía representada bajo una luz demasiado favorecedora, precisamente. Uno de los personajes principales era el abuelo de Vienna, Clarence Blake, y según el argumento había tenido una aventura con Nancy al poco de casarse. Nancy acababa de descubrir que su marido había tenido un hijo con una amante, y liarse con el archienemigo de su esposo era su manera de vengarse, según admitía en una charla de

almohada. Le contaba a Clarence que siempre había sospechado que Alexander tenía un matrimonio bígamo. Aún peor, que su amante era mulata. Cuando la carrera por las elecciones primarias empezó a calentarse, Clarence filtró la información a la prensa y así puso fin a las aspiraciones de Alexander por el Despacho Oval. En la película se insinuaba que había matado a Nancy para vengarse, ya que era a la única persona a la que su esposo había confesado su indiscreción. Aunque su matrimonio había sido bastante accidentado en los últimos años, Alexander había creído que la ambición de Nancy y el deseo de convertirse en Primera Dama garantizarían su silencio. No sabía nada del rollo de una noche con Clarence y había llegado a la conclusión de que era ella la que había hablado con la prensa. Se trataba de una traición imperdonable. Y el resto era historia: un nuevo episodio sórdido en el mito de los Cavender.

Vienna paseó los dedos sobre el collar de Nancy. El peso del pasado la estrangulaba tanto como el engarce de platino. Cazó al vuelo un Martini de una bandeja que pasaba y se abrió camino entre la multitud hacia la puerta. Quería escapar antes de que se anunciara la cena, porque la idea de aguantar un banquete de cinco platos le revolvía el estómago. En lo único en lo que podía pensar era en regresar a Penwraithe, registrar la biblioteca y averiguar cómo su padre había obtenido los Diamantes Cavender y qué había hecho con Le Fantóme de l'Amour. No era fácil llegar a la puerta con discreción, ya que sus conocidos la interrumpían constantemente para ver más de cerca el famoso collar. Enfadada, se dijo que lo primero que iba a hacer era desmantelarlo y venderlo por piezas. Especialmente después de que otra invitada se lamentara sobre el giro irónico de los acontecimientos que habían llevado los diamantes de Nancy Cavender al cuello de la nieta de

Clarence Blake, que era el hombre cuyos actos a buen seguro habían desencadenado su muerte. Entonces le vino algo a la cabeza: si la historia de la réplica que le había contado Pederson era correcta, Nancy no llevaba Le Fantóme la noche de su muerte. La revelación se le antojó extraña. ¿Por qué iba una mujer tan descuidada en todas las facetas de su vida y tan pagada de sí misma llevar una piedra falsa en lugar de alardear de la de verdad? Nancy no parecía de la clase de personas que se preocuparan porque les robaran. ¿Y por qué iba a tomarse la molestia de salvaguardar parte de la herencia de un marido al que detestaba? Había alguien que podía arrojar algo de luz en todo el asunto, pero Vienna no se sentía lo bastante segura como para abordarla. La actitud de Mason hacia ella se había endurecido y Vienna no sabía por qué. La vio enfrascada en una intensa conversación con Sergei Ivanov y no pudo evitar contemplarla fascinada. La mirada reluciente del ruso también era muy intensa y, cuando Mason le

puso algo en la mano, su reacción fue secarse la cara con un pañuelo. Sin duda, era un gesto de nerviosismo del que se avergonzaba, porque enseguida volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo. Vienna avanzó un paso hacia ellos, pero se detuvo de golpe como si hubiera topado contra una pared invisible. Mason le lanzó una mirada incendiaria mientras se apartaba un negro mechón rebelde de la frente. A Vienna se le hizo la boca agua al recordar el último beso que habían compartido y el resto de su cuerpo se puso a tono para recordarle lo desesperada que estaba por unirse a Mason. Nadie la había poseído nunca con tanta decisión, sin dejarle sitio para esconderse ni permitirse retraerse en una pasividad segura y tranquila. Sus pezones se negaban a relajarse y el latido sordo y húmedo entre sus piernas se hizo más intenso. El corazón le latía con tanta fuerza en los oídos que apenas oía las conversaciones a su alrededor.

Desequilibrada, apartó la mirada y se incorporó al corrillo que tenía más cerca. Por desgracia, el tema de conversación era la trágica pérdida del difunto Lynden Cavender. —Era tan agradable... —alababa una matrona de mediana edad con un vestido Chanel de corte clásico—-. Ya no hay hombres como él en estos tiempos. —Humilde caballero.

—apuntó

otra—.

Un

verdadero

—Oh, sí. El caballero ideal. Un aristócrata. Lynden nunca había necesitado hacerles la pelota a las mujeres maduras para abrirse camino, pero se había tomado la molestia de lisonjearlas de todos modos. Como resultado, tenía un grupo se seguidoras devotas entre las reinas de las sociedad en Nueva York y Boston. Nadie preparaba una lista de invitados en la que no figurara su nombre.

Hasta Buffy, aliada incondicional de los Blake, estaba tan encandilada con él que en más de una ocasión les había sugerido en privado que enterraran el pasado de una vez por todas. Vienna suponía que era un consuelo saber que Mason nunca ocuparía el lugar de su hermano. Mientras que Lynden se había servido al máximo de la leyenda de los Cavender, ella nunca lo haría y su presencia incomodaba a la gente. La devota del vestido de Chanel le tocó el brazo a Vienna. —Querida, tú debiste de conocerle muy bien. —La verdad es que no. —A pesar del... ambiente entre vuestras familias, ¿vuestras fincas en el campo no son colindantes? Vienna esbozó una sonrisa vaga.

—Pasamos muy poco tiempo allí cuando éramos pequeños, así que nunca llegué a conocerlo muy bien. —Eso no es lo que me han contado —observó coquetona una mujer con un imponente collar de perlas—. Y la verdad es que mataríamos por oír tu versión de la historia, ¿no es así, chicas? El corrillo murmuró su entusiasmo. Claramente, nadie se creía que Vienna hubiera sido inmune al encanto metro- sexual de Lynden y todavía circulaban habladurías sobre que había habido algo entre ellos. —Creía que ese rumor había muerto ya hacía tiempo —declaró Vienna. La mujer de las perlas dejó escapar un suspiro socarrón. —Tu discreción es admirable, querida, pero aquí estás entre amigas.

La mujer de Chanel se hizo eco del sentimiento y le ofreció unas palabras de consuelo. —No debió de resultarte fácil, tal como estaban las cosas. Nadie se extrañó cuando cancelaste el compromiso. —Nunca hubo tal compromiso —aseguró Vienna, como hacía siempre-—. Ni siquiera salíamos juntos. Sabía bien cómo había empezado el absurdo rumor. Los invitados del baile de aniversario de sus padres se habían inventado una explicación para su desaparición a mitad de la celebración y el drama que vino a continuación cuando la encontraron inconsciente en los terrenos de Laudes Absalom. Como Vienna no pudo explicar qué hacía ahí, muchos habían atado cabos y se les metió entre ceja y ceja que estaba ocultando algo: que Lynden y ella eran amantes malditos por el

destino que intentaban ocultar su romance de sus familias enfrentadas por el odio. Incluso la policía otorgó credibilidad a la historia. Dio igual que tanto Lynden como ella negaran tener algo que ver, porque los acontecimientos de aquella noche ya se habían convertido en una nueva entrega en el interminable culebrón de los Cavender. No sólo eso: los padres de Vienna también sacaron las conclusiones equivocadas, pasando por alto el detalle de que fuera lesbiana, ya que para ellos aquello no era más que una fase desafortunada. Casi parecían contentos de autoconvencerse de que su hija se había escapado para enrollarse con el atractivo hijo de los vecinos. A sus ojos, Lynden no era el verdadero villano de la historia, sino que su teoría era que Vienna había sido interceptada por Henry Cavender, que la obligó a confesar la aventura y luego descargó su furia en ella y la dejó inconsciente de una paliza.

Los Blake querían que la policía lo arrestara, pero tenía coartada y los inspectores no lograron desmontaría. La testigo que se interponía entre él y la cárcel no era otra que su leal ama de llaves, la señora Danville. Su versión se mantuvo invariable con el paso de los años. Aquella noche había salido a jugar al bridge y cuando regresaba a casa se le averió el coche. Había vuelto al pueblo a pie para telefonear a su jefe y este fue a recogerla y se pasó una hora intentando arreglar el vehículo. Al final, Henry había remolcado su coche a Laudes Absalom. Curiosamente, el motor funcionaba perfectamente al día siguiente, cuando la policía lo comprobó. Verificaron la historia de la señora Danville interrogando a las amigas con las que había jugado al bridge y también a alguien que decía haberla visto en la cabina telefónica. Ahora bien, aunque esa parte de la historia fuera cierta, la única que podía jurar que el hombre que acudió en su ayuda era Henry Cavender era la propia señora Danville.

Los Blake estaban convencidos de que había sido el señor Pettibone y de que Henry nunca había salido de Laudes Absalom. Una vez más, un Cavender se salía de rositas de un asesinato, o de un intento de asesinato. La familia Blake estaba indignadísima. Aparte de la señora Danville, sólo otra persona sabía la verdad. Mason no estaba en casa aquella noche, pero Vienna dudaba que no supiera nada de lo sucedido como había defendido siempre. Sencillamente, los Cavender habían cerrado filas. El caso quedó abierto y el ataque a Vienna fue descrito como «perpetrado por un atacante sin identificar que podría haberse visto interrumpido mientras cometía un crimen diferente». Como si algún ladrón que se precie fuera a entrar en la vieja mansión en ruinas de los Cavender. ¿Qué demonios iba a robar? Tras hablar con la señora Danville, Vienna le había preguntado a su madre sobre aquella noche una vez más. En aquella ocasión, había mencionado la

reunión entre su padre y Henry. Tras largos minutos de silencio sepulcral y una dosis de lágrimas de cocodrilo, la conversación había llegado al mismo punto muerto de siempre. Vienna se sentía tan frustrada que había ido a la policía para que le dejaran revisar los informes del caso en persona. Allí también le dieron largas, remitiéndola a una búsqueda inútil en la oficina del fiscal del distrito, en donde una cría con pinta de tener doce años le dijo que los casos antiguos se almacenaban en otra parte y que tendría que esperar hasta que un inspector revisara el tema. Irritada, Vienna paseó la mirada por la sala. A lo mejor había llegado el momento de preguntarle a Mason sobre aquella noche directamente. Le debían la verdad y a aquellas alturas ya no podía hacerle daño a nadie. Buffy atrapó su mirada desde el otro extremo de la sala y le hizo un gesto indefinido, seguramente para indicarle que volviera con Stefan a tiempo de pasar al comedor para la cena. Los organizadores de la fiesta estaban

plegando los biombos que separaban el área del cóctel de las mesas. Mason no se veía por ninguna parte. Vienna se movió entre la multitud, buscándola. Sólo había un centenar de invitados, así que un hombre rechoncho de cabello platino y una mujer con frac negro no podían ser tan difíciles de localizar. Echó un nuevo vistazo en derredor, pero ni siquiera vio a Oxana. Era imposible que los Ivanov se hubieran marchado antes de la cena, lo que significaba que debían de estar metidos en algún lavabo, arreglándose el pelo y retocándose el perfume. Pero ¿y Mason? ¿Se habría marchado? La idea hizo que se le cayera el alma a los pies. Era una sensación desoladora y Vienna se enfadó consigo misma, se terminó el Martini, se volvió de golpe y a punto estuvo de chocar de frente con una camisa blanca. —Oh, discúlpeme, yo...

Mason no se disculpó ni retrocedió educadamente. Sus ojos del color de la medianoche repasaron a Vienna de arriba abajo lentamente, hasta detenerse en sus labios. —¿Me buscabas? —le preguntó.

Capítulo 13 «Dios, qué guapa es», pensaba Mason. Estaba enganchada a Vienna, como si fuera una droga. Había algo delicioso en verla sonrojarse. Su piel de alabastro era tan transparente que se le notaba todo. Un rubor rosado se extendía ahora sobre sus mejillas como reflejo de una emoción que Mason no acertaba a identificar. ¿Era enfado? ¿Culpabilidad? ¿Excitación? Su expresión era impenetrable, una máscara de serenidad fría tras la cual se escondían las mujeres de su clase. Aparte de haberse puesto algo rígida tras haber estado a punto de chocar con ella, su cuerpo tampoco enviaba señal alguna. Era una sirena de la peor

clase: completamente distante y cegadoramente irresistible. —¿Y bien? —inquirió Vienna con tirantez. Mason arqueó las cejas. Vienna le exigía una explicación. Probablemente no estaba acostumbrada a que la dejaran plantada y mucho menos alguien que debería estarle agradecida por las migajas de atención que le prestaba. —Supongo que debería haberte llamado por teléfono —aventuró Mason, con arrepentimiento fingido—. Culpa mía. —¿Eso es todo lo que vas a decirme? —Esto... estás espléndida esta noche. —Mason bajó la mirada a los diamantes y añadió—. Pero deberías hacer que un experto te limpiara el collar. Aún veo salpicaduras de sangre de mi abuela.

Vienna apretó los dientes en un claro intento de no perder el control. —Si intentas sacarme de quicio, te advierto que no soy tan susceptible como lo era antes. —Qué pena. Eras encantadora cuando no...Tenías tanta escuela. Incluso llegué a encapricharme contigo. —Ya veo que lo has superado —espetó Vienna—. ¿Qué estás haciendo aquí? —He decidido que tengo que salir más —replicó Mason con ligereza. Se preguntaba por qué Vienna aún se tomaba la molestia de aparentar ser hetero en las reuniones como aquella. Su «acompañante» era obviamente uno de esos extranjeros solteros que las anfitrionas como Buffy guardaban en la nevera para las mujeres que no venían acompañadas. A Mason le había ofrecido otro del mismo pedigrí: un

poeta inglés que Buffy podía convocar sin aviso previo. Ella, sin embargo, le había propuesto algo mejor. —Por cierto —anunció en tono zalamero—, le he dicho a Buffy que no te hará falta ese como-sellame... el conde italiano. Que puede sentarnos juntas en la cena. —¿Que has hecho qué? —exclamó Vienna en tono ligeramente chillón. —Sólo es una cena y hemos tenido momentos mucho más íntimos. —-Mason vio cómo el rubor se le extendía a Vienna a la garganta y al pecho—. Le he dicho que ya era hora de que los Blake y los Cavender se reconciliaran y ella ha estado de acuerdo. Creo que quiere tener un papel decisivo en la reconciliación. Mason saboreó en silencio el delicado respingo de Vienna ante su revelación.

—¿Y esperas que yo tome parte en esa farsa? —se escandalizó Vienna, retorciéndose el pelo con nerviosismo. —No te será muy difícil. Tu familia domina el arte de la hipocresía. —Si crees que voy a presionar a la gente para que se ponga de un lado o del otro, te equivocas. No pienso permitir que me hagas quedar como la mala de la película delante de mis amigos. —No, seguro que no quieres quedar como una persona mezquina —dijo Mason con gentileza—. Rehuir a una mujer tras la trágica muerte de su hermano... y luego dejarla en la ruina. Muy poco digno. —Si de verdad me importara lo que la gente pensase de mí, me pasaría las noches en vela. —Bueno, no me gustaría que no pegaras ojo por mi culpa —le sonrió Mason.

Oh, sí. Estaba logrando sacar de quicio a Vienna. Se fijó en la mano que tenía apoyada sobre la falda de satén gris y se dio cuenta de que le temblaban un poco los dedos. Vienna echó un ojo al comedor en donde la gente empezaba a tomar asiento y se tironeó del sedoso vestido con manifiesta inquietud. —Sé a qué juegas —siseó en voz baja y tensa—. No voy a dejar que me pongas entre la espada y la pared. No pienso cenar contigo como acompañante. —¿Por qué no? Tienes que admitir que hacemos buena pareja y somos las únicas lesbianas que hay aquí. Cuando Vienna no la rechazó enseguida, a Mason se le aceleró el pulso. Quizás había otro modo de cercar a aquella Blake en concreto. Si lidiaban una batalla exclusivamente financiera y legal, Vienna ganaría, porque disponía de más armas. La única

posibilidad de Mason era llevar la batalla a otro terreno. En cuestiones de sexo, Vienna era definitivamente vulnerable. Hasta el momento, Mason no había explotado aquella debilidad, sino que había sido demasiado obvia y había revelado demasiado de sí misma. Mason paseó la mirada sobre el hermoso rostro arrogante que la desafiaba con la barbilla levantada y supo que le había tocado el gordo. Vienna tenía las pupilas dilatadas y evitaba sostenerle la mirada a Mason, pero el revelador cosquilleo de excitación que la embargó le dijo a Mason todo lo que necesitaba saber. No había cambiado nada. Es más, Vienna parecía mucho más sensible a sus encantos si cabe. Hasta aquel momento, Mason había adolecido de una noción equivocada de caballerosidad y no había querido presionar a Vienna. Había dejado que esta se le escapara entre los dedos sin ponerle las cosas difíciles, pero no pensaba cometer el

mismo error dos veces. Esta vez haría lo que tuviera que hacer para darle una lección. Las palabras llenas de soberbia de Vienna resonaban aún en su cabeza. Tengo a Mason justo donde la quiero. Pues le esperaba una sorpresa muy desagradable. Mason tenía ya un acuerdo verbal con Sergei Ivanov; que prácticamente había salivado al examinar los diamantes que había traído a la fiesta. Como hombre cuya esposa adoraba las joyas tanto como él, había sido muy receptivo al mercado de los diamantes Azaria. Quería un trozo del pastel y Mason lo había arreglado para que pasara a visitar la factoría al día siguiente. En cuanto viera cómo crecía un diamante auténtico dentro de una máquina, estaría ofreciéndole dinero a espuertas. Casi le había extendido un cheque allí mismo; en lugar de eso, Mason le había

hecho firmar el acuerdo de confidencialidad que había preparado Josh. En cuanto tuviera la inversión asegurada, enviaría a Josh a los bancos para rogar que les extendieran el plazo de los préstamos que vencían pronto. Entre tanto, tenía que mantener a Vienna bajo control y no cortar las negociaciones, ya que mientras los bancos creyeran que la adquisición de los Blake era una posibilidad real, confiarían en que, al final, recuperarían su dinero. Un proceso de adquisición solía conllevar largas discusiones y tejemanejes legales antes de cerrar el trato definitivamente y Mason pensaba alargar el proceso todo lo posible. Sin embargo, Vienna no era tonta. Si sospechaba que estaba jugando con ella para ganar tiempo, se le tiraría a la yugular. Mason sabía que había llegado el momento de usar el as que guardaba en la manga. La lujuria era un impulso de lo más poderoso y, cuando se abandonaba a ella, Vienna había demostrado que

perdía el buen juicio. Había estado dispuesta a quedar con ella otra vez. Mason se sonrió. Sería un infierno descubrir hasta dónde estaría dispuesta a llegar Vienna, y en aquella ocasión no habría vuelta atrás. —Yo ya me iba —interpuso Vienna, con los labios fruncidos al borde del puchero. —Eso es muy desconsiderado por tu parte. Después de iodo eres la atracción principal. —-Lo superarán. —A Vienna se le agitó el pecho al aspirar de manera brusca—. Y Buffy te encontrará a otro acompañante. Por el rabillo del ojo, Mason vio que Buffy presentaba a Stefan a una señora mayor con el cabello de color bronce rosado y a una jovencita insípida. Las dos parecían encantadas. —¿Por qué no has traído a un acompañante de verdad? —preguntó Mason a modo de reto.

-¿Y tú? —Porque siempre quieren que me las folie y esta noche no estaba de humor —declaró Mason, que a continuación añadió en tono galante—: Por ti haría una excepción, naturalmente. Su zafio halago obtuvo un efecto innegable. A Vienna se le rebelaron los pezones y se le marcaron visiblemente contra la tela brillante. Cuando le respondió, sonaba corta de aliento. —No me hagas favores. —Oh, sería un placer para mí. —Mason le dio un buen repaso—. Y debo decir que pareces necesitar algo de... alivio. Estás muy tensa. —Si esa es la frase que usas para ligar, realmente tienes que salir más. Vienna le hizo un gesto a alguien para que viniera a res-catarla y Mason siguió su mirada. Oxana no se

había dado cuenta de que Vienna le levantaba una ceja en un intento desesperado de que acudiera y se limitó a sonreírles con benevolencia. Mason esperaba que su marido no le hubiera hablado de su acuerdo, porque lo último que quería era que se filtraran los detalles a Vienna. La organizadora de fiestas de Buffy lanzó a sus esbirros para que guiaran a los invitados restantes a sus mesas. Stefan llevaba a la mujer del pelo rosa del brazo y los seguía un joven imberbe del brazo de la tímida chica. Vienna estaba que echaba humo por haber sido abandonada a las tiernas atenciones de Mason. Esta casi podía oler su turbación. Entonces se les acercó Buffy, con los pendientes de araña de diamantes balanceándose con cada paso. —Vosotras dos estáis en mi mesa —les comunicó alegremente—. Debo decir que soy muy feliz de que por fin vayáis a terminar con esta tonta

rivalidad. Esto es lo que pasa cuando las mujeres se ponen al mando. Mason le ofreció el brazo a Vienna, que aceptó el gesto de cortesía tras murmurar un «Jesús». Las dos siguieron a Buffy hacia el comedor, donde la concurrencia prorrumpió en aplausos. Mason no estaba segura si el homenaje era hacia Buffy o si los invitados habían reaccionado al ver una muestra de la tregua entre los Blake y los Cavender. Reconoció varios rostros de camino a la parte delantera de la sala. Buffy había congregado a lo que quedaba de la vieja sociedad de Nueva York, y varios de los presentes tenían lazos muy antiguos con los Cavender. Había viudas entradas en años que habían pasado largos fines de semana en Laudes Absalom y hombres más jóvenes que jugaban a polo con Lynden. Eran los mismos rostros que Mason había visto en el funeral de su hermano.

La tensión de Vienna era palpable, aunque nadie más podría haberla notado a juzgar por sus elegantes inclinaciones de cabeza y sus gentiles sonrisas. A Mason siempre le había parecido gracioso que, mientras que se suponía que los Blake eran contenidos y mantenían la sangre fría, aquellas cualidades no parecían salirle a Vienna de manera natural. En las contadas ocasiones en las que se habían cruzado en el pasado, Mason había sido la que había mantenido el control. Normalmente a Vienna parecía costarle mantener a raya su temperamento. En aquellos momentos, por ejemplo, Mason era muy consciente de que Vienna se moría de ganas de tirar algo contra la pared. Le sacó la silla a Vienna, levantando unas cuantas miradas de curiosidad, pero a ninguno de los presentes sentados a la mesa se le pasó por la cabeza mostrar un ápice de desaprobación. Mason tenía carta blanca, porque nunca había fingido ser más que la lesbiana que era y cualquiera que la

invitara a una fiesta sabía lo que cabía esperar. No se había puesto un vestido en la vida y la mayoría de los asistentes a la celebración debían de haber oído alguno de los rumores que corrían sobre su vida sentimental. Como el de su aventura con una senadora de los Estados Unidos que había acabado en un sonado divorcio, algo que Mason nunca había pretendido. Había evitado hacer declaraciones a la prensa, pero aquello no había detenido el morbo de las especulaciones. Al poco de que el revuelo levantado por el escándalo se apaciguara, la revista People había publicado unas fotos de Mason con la actriz Kinsey Wade. Kinsey y ella se habían conocido en la universidad y vivieron un corto romance antes de que consiguiera su primer papel con diálogo. Desde entonces había fingido ser hetero. Tras perder un Oscar hacía varios años y obtener un papel protagonista en una película que se estrelló en taquilla, pasó por una mala época y se puso en contacto con Mason, en busca de apoyo. Les

sacaron unas fotografías en una fiesta en donde Kinsey iba claramente colocada, y el apasionado abrazo que se habían dado en público enseguida saltó a los titulares en una semana en la que la actualidad no ofrecía muchas más noticias. A Mason se la describía como «La hermana lesbiana del finalista a hombre del año GQ, Lynden Cavender», y el artículo afirmaba que fuentes cercanas a la actriz confirmaban el tórrido idilio. Kinsey contrató a otro agente de imagen para sacar el máximo partido a la publicidad y se reinventó a sí misma como veterana de moda del circuito independiente. Es decir: mayor de treinta años pero que sabe actuar. Hasta apareció en el programa Larry King Live hablando de Mason como si fuera una especie de Howard Hughes lesbiana. En las semanas siguientes, Mason prácticamente se convirtió en prisionera de Laudes Absalom, porque los periodistas y los paparazzi habían cercado el lugar con la esperanza de ver a Kinsey o a alguna otra famosa visitando «el infame

nidito de amor de los Cavender en los Berkshires». Hasta la habían importunado con preguntas fuera de lugar en el funeral de Lynden. Mason esperaba que alguien le sacara alguna fotografía rodeando a Vienna con el brazo. Imaginaba cómo subiría la temperatura en Industrias Blake si eso pasaba. El trepa de Andy Rossiter estaba empezando a dejar a Vienna de lado vilmente; unos días antes había llamado a Josh para pedirle que le informara del estado de las negociaciones. —¿Dónde te quedas a dormir? —le preguntó Vienna tras indicar sus preferencias de vino al camarero. —En el apartamento de Lynden, en Bond Street. —¿Ruidoso? Mason se encogió de hombros.

—Podría ser peor. —Alégrate de no estar en Tribeca. Bajé ayer y todavía me zumban los oídos. Tengo amigos en el Edificio Dietz Lantern. Los martinetes no callan nunca. Mason asintió educadamente. La contaminación sonora siempre era un tema de conversación seguro en Nueva York. Bajó la mirada a los Diamantes Cavender y reflexionó sobre el giro del destino que había llevado el collar al mordisqueare cuello de su enemiga. Le constaba que los diamantes se habían vendido por necesidad financiera, pero Mason no se imaginaba a su padre humillándose hasta el punto de venderle la pieza de herencia familiar más importante a su peor enemigo. Incluso en los momentos de su vida en que había estado más borracho o había sido más cruel, Henry siempre había conservado su orgullo. Pensar que hubiera dejado que el collar de su esposa fuera a parar a la garganta de una Blake era

inimaginable. Mason supuso que el collar había pasado por manos de un tercero. Vienna no parecía saber nada de la historia y se sentía claramente avergonzada al respecto, pero puede que supiera cómo había comprado su padre el diamante. —El collar —empezó Mason—. ¿Tu padre lo compró de un coleccionista privado? Vienna se removió, incómoda. —De hecho se lo compró directamente a tu padre. Mason guardó silencio unos instantes, mientras escrutaba el rostro de Vienna para ver si le mentía. Finalmente, recuperó la palabra. —Qué gratificante para Norris. —Mason, no tenía ni idea —aseguró Vienna, alisándose el pelo innecesariamente—. A lo mejor

mi padre pensó que si me lo decía no me lo pondría. —¿Porque está contaminado por generaciones de Cavenders? —No quería decir eso. Las largas pestañas de Vienna cayeron y velaron su mirada. A la luz del candelabro que había sobre la mesa, emitían un brillo cobrizo. No llevaba rímel, sólo una fina línea de lápiz de ojos marrón y un toque de sombra de ojos. De cerca tenía una piel espectacular, suave, clara y radiante como si por ella no pasaran los años. Mason trató de que no se le fuera la cabeza a aquella noche, pero era la única vez que había podido contemplarla todo el rato que había querido. Había habido mucha sangre y Mason estaba aterrorizada, al creer que Vienna se moría. Mason la había acunado, le había acariciado la cara y le había hablado hasta que llegó la ambulancia.

Los ATS se hicieron cargo de ella enseguida y Mason se mantuvo a cierta distancia, a sabiendas de que no podía quedarse en la escena. Hacía mucho tiempo que no hablaba de aquella noche, pero recientemente la señora Danville había sacado el tema. Al parecer, Vienna había estado en Laudes Absalom haciendo preguntas extrañas. Seguía sin recordar práctica-mente nada de aquella noche, pero el ama de llaves estaba preocupada. Mason tenía la esperanza de que Vienna lo dejara estar cuando chocara contra el muro de silencio. Todavía se ofrecía una recompensa por cualquier información que condujera al «tipo con aspecto hippy» que un ATS había dicho ver en el lugar, pero hacía mucho que el caso se había enfriado. Con el paso de los años, Mason había considerado la posibilidad de entregarse, pero las consecuencias habrían sido intolerables. No estaba dispuesta a ir a prisión por haber cometido una

imprudencia en el calentón del momento. Los Blake habían inventado una explicación para el asalto, una aventura ente Vienna y Lynden que había provocado la ira alcoholizada de Henry, y los Cavender no se esforzaron demasiado en demostrar lo contrario. La historia fue una pantalla de humo de lo más útil. Mason echó un vistazo circular en la mesa, para regresar al presente. Habían pasado diez años desde aquella noche y a veces había pensado en contarle a Vienna la verdad, pero nunca acababa de encontrar el momento adecuado. Además, se resistía a poner otra arma en manos del enemigo. Ciertas personas podían guardar silencio sobre la revelación por una cuestión de honor, ¿pero una Blake? —Pensaba en la Maldición de los Cavender — admitió Vienna con voz estrangulada—. ¿No se supone que está relacionada con el collar?

—A los medios les gusta pensarlo —repuso Mason. El apellido de los Cavender vendía periódicos desde hacía un siglo y los reporteros habían tropezado con la fórmula del éxito con la Maldición: fuerzas sobrenaturales que destruyen las vidas de los ricos de una poderosa dinastía. Lo único que faltaba en su saga era un presidente asesinado, y habían intentado compensar la falta con el revuelo que había levantado la muerte de Lynden. Había incluso un artículo que afirmaba que se lo veía como futuro candidato. Su falta de formación no era impedimento para sus comentaristas afines, y puede que tuvieran razón. La carrera presidencial se había convertido en una especie de Operación Triunfo — Edición Presidente, así que a lo mejor Lynden podría haber saltado a la palestra política. Una cosa era cierta: su futuro suegro lo había creído así. —Mi abuela no murió por culpa de un collar — declaró Mason—. La explicación es mucho más

banal. Tu abuelo era un capullo y el mío un asesino. Ignorando la tos nerviosa de Vienna, Mason se levantó y alzó su copa de agua con gas para brindar por Buffy. No bebía champán aquella noche, porque quería tener la cabeza despejada. En cuanto todos se sentaron de nuevo, los camareros empezaron a sacar la comida y las sonoras conversaciones se convirtieron en un murmullo educado. Mason habría esperado que Vienna aprovechara la ocasión para cambiar de tema, pero parecía reticente. —¿Crees que tu padre conservó algún registro de la venta? Mason frunció el ceño. —¿Qué más da? —Solo era... curiosidad. —Vienna adoptó un tono pensativo—. Mi tía abuela Rachel sabía algo del

collar. Recuerdo su cara en mi fiesta de cumpleaños, cuando lo vio. —¿Te refieres a Rachel Blake, la aviadora? —Sí, ya tiene más de noventa años, pero sigue pensando que deberían dejarla volar. —Vienna probó un bocado de carfiaccio de ternera de Kobe y comentó lo exquisitamente tierno que estaba antes de continuar—. Estaba enfadada con mi padre. Cuando pasó me imaginé que le había entrado uno de sus ataques de malhumor. Acababan de ponerle una cadera nueva y se compadecía de sí misma. —Una vez la conocí —comentó Mason—. En el aeropuerto Great Barrington. Iba a clases de vuelo y me enseñó cómo salir rápido de mi avión si me estrellaba. Era un consejo que le había salvado la vida. Con un toque de ironía, añadió:

—Seguro que no sabía con quién estaba hablando. —Sí que lo sabía —aseguró Vienna—. A Rachel no le habría importado. Creía que nuestra contienda era ridícula. —Ah, ¿una Blake con espíritu independiente? Qué sor-presa. —Era amiga de tu abuela... Nancy. Intrigada pese a sí misma, Mason preguntó: —¿Qué dijo del diamante? —Yo no me di cuenta de que hablaban sobre el collar. Le preguntó a mi padre si sabía con lo que estaba jugando. Él le respondió que estaba comportándose como una boba supersticiosa. Me acuerdo de que ella dijo: «¿A cuántos ha condenado ya?». Entonces vieron que yo estaba en la puerta y dejaron de hablar.

—¿Nunca le preguntaste qué había querido decir? —se interesó Mason, mientras vertía vinagreta sobre una rodaja de mozzarella de búfala. Había renunciado a las ostras de Coromandel, porque sus hábitos vegetarianos no se limitaban a los animales de cuatro patas. —No, supuse que era un capítulo más del drama Cavender y estaba harta del tema. Mason empalizaba con el sentimiento. En Laudes Absalom no pasaba una semana sin que se vilipendiara a los Blake. Había aprendido a ignorar el tema antes de acabar la primaria. ¿Para qué iba a liarla más preguntando sobre la Maldición? —Supongo que se te hace raro vérmelo puesto. — El rubor le subió todavía más a la garganta, contrastando intensamente con el brillo glacial de los diamantes—. La verdad es que deberías haberlo heredado tú.

Mason la miró a los ojos. Vienna parecía perturbada y la muestra de sensibilidad la sorprendió. —¿Realmente te parezco la clase de mujer que llevaría un collar de lujo? Seguro que mi padre sabía que se quedaría en un cajón llenándose de polvo si me lo dejaba a mí. Había heredado casi todas las joyas de su madre, al menos las que Henry no había creído que valiera la pena vender. Lo único que se ponía siempre era un anillo de estilo anticuado, con una piedra de cuarzo rosa, grabado con las iniciales de su madre. El anillo con el escudo de la familia de Lynden estaba en un joyero de la biblioteca. Vienna la observó con curiosidad. —No pareces enfadada. —¿Para qué iba a enfadarme? Lo hecho, hecho está. Además, te queda bien.

Mason estudió los pesados bucles anaranjados color Tiziano que Vienna llevaba peinados de modo que le quedaran apartados de la cara. Sus rasgos eran fuertes; incluso bajo la suave luz dorada de la sala, se le notaban los altos pómulos y tenía la nariz ligeramente larga para considerarse femenina. Hacía juego con su barbilla Blake, obstinada y firme. Sus labios podrían haber realzado su feminidad con un carmín rojo intenso, pero había preferido una tonalidad más discreta. Su elegante vestido de satén gris era igual de sobrio: ajustado, sin ser descocado, seductor sin ser abiertamente sexy. Era la definición de la mujer en la que Vienna se había convertido: elegantemente intocable. Mason se la imaginó desnuda, entregada bajo su cuerpo, suplicándole y gimiendo. La tentadora imagen se desvaneció en cuanto se descubrió preguntándose si podría volver a convencer a Vienna de que se dejara llevar o si los besos que habían compartido en el tórrido encuentro del

vestíbulo eran algo más que una concesión a la curiosidad después de pasar años preguntándose cómo sería besarla. A lo mejor había perdido la oportunidad al dejar a Vienna plantada sin ninguna explicación durante dos semanas. Y a lo mejor la niña que se había revelado contra su familia y había cogido a Mason de la mano hacía tanto tiempo se había perdido para siempre. La idea fue como una puñalada en el pecho. Vienna la había conquistado con una sola mirada. La salvaje providencia... durante todos aquellos años la creencia de que Vienna estaba destinada a estar a su lado la había devorado por dentro. Creía que, de algún modo, la alegre inocente que había robado a los Blake sería suya algún día. Nunca había sido capaz de abandonar su convicción del todo. Con el tiempo había sofocado su adoración irracional por la vecinita, pero había tenido que enfrentarse a un enemigo todavía más oscuro. Su deseo por Vienna se había hecho fuerte en su solitaria prisión, succionando la fuerza de sus

relaciones con otras mujeres y afligiéndola con una horrible sensación de impotencia. Mason miró la comida de su plato. Si había una maldición, ella la estaba sufriendo. Una Cavender que deseaba a una Blake, Odiaba su situación amargamente y odiaba a la mujer que vivía en el fondo de su corazón. Incluso ahora, bajo el disfraz de los buenos modales, era muy consciente de la criatura que la desgarraba por dentro; su yo depredador que se retorcía entre las cadenas que lo apresaban. Si tuviera pelaje como el de un perro, se le erizaría en presencia de Vienna sólo de pensar en que la tocara. Se preguntaba si Vienna también sentía aquella presencia hambrienta. ¿Por esa razón se empeñaba en desviar la mirada? ¿Acaso temía sucumbir a Mason y dejar que la besara y la abriera una vez más? A Mason le temblaron los labios e inspiró de golpe, aspirando la mezcla de aromas a su alrededor. Jazmín, uva, tanino, miel, enebro. También detectaba su propio

olor a almizcle y sándalo, porque estaba sudando. Le hormigueaba todo el cuerpo, como siempre que Vienna se adueñaba de sus pensamientos. Nunca se libraba de aquel anhelo feroz y de los fuertes latidos de pesar al pensar en lo que podría haber sido. Tendría que haberlo arriesgado todo y haberle contado la verdad a Vienna hacía mucho tiempo, cuando todavía podían escribir unas reglas diferentes para su relación. Cuando aún eran jóvenes y no habían endurecido su corazón. Tendrían que haberse despojado de la carga de sus respectivos nacimientos y haber sacado fuerzas la una de la otra. Pero habían pasado demasiadas cosas desde sus días de despreocupada juventud. Aunque lo intentaran, Mason dudaba que pudieran ser algo más que enemigas. Ya no confiaba en que el destino intercedería en su favor y les traería la felicidad sólo porque les correspondía. Lo que había intervenido era la realidad.

La única cuestión ahora era cómo lograr que su plan de juego funcionara. Necesitaba que Vienna creyera que iba a aceptar el trato, pero no quería mentirle a la cara. La tensión sexual entre las dos era una grieta en la armadura de Vienna, pero no bastaría para cegarla. Era de naturaleza suspicaz y estaba en guardia, ya que se había permitido explorar lo prohibido dos semanas antes. Su ambivalencia había sido evidente en aquella ocasión, pero aun así Mason se preguntaba si habrían llegado a acostarse, incluso si hubieran cenado juntas. Sospechaba que no. Para entonces, Vienna ya habría cambiado de opinión y habría reprimido sus impulsos. Si Mason quería manipularla, tendría de desmantelar su formidable coraza de autocontrol. Por suerte, no necesitaría un doctorado para lograrlo. Decenas de imbéciles habían caído a lo largo de los siglos ante el mismo método de seducción a prueba de errores.

Borrachera.

Capítulo 14 Mason echó un vistazo a la copa de Vienna y supo que se enfrentaba a un gran desafío. Vienna habría tomado unos tres sorbos de Krug y el Montefalco Rosso estaba sin tocar. Bebía agua con hielo mientras charlaba con el hombre que tenía a su derecha sobre cierto artista. Los camareros retiraron los platos y sirvieron los entrantes. El menú tenía un toque a comida campestre, para no desentonar con el tema establecido en los aperitivos del inicio de la velada. Vienna probó el vino tinto y partió un generoso trozo de hojaldre. Había pedido pastel de pato. Mason empezó a dar cuenta de sus raviolis de setas silvestres y deseó ser mejor cocinera. En casa la mayor parte del tiempo se hacía comida china y había un límite de variedad en las verduras salteadas aliñadas.

Mientras comían, la conversación a su alrededor giró en torno a las especulaciones sobre el comprador de la casa en la ciudad de los Wildenstein. Seguramente había sido Len Blavatnik, y con eso no hacía falta decir más. También debatieron si valdría la pena asistir aquel año al Art Basel de Miami, dado que se había convertido en un espectáculo. Había algo sucio en los nuevos millonarios arribistas que no sabían de qué hablaban, con sus gafas de mosca, sus latas de Red Bull y sus iPhones, acosando a los coleccionistas famosos para que les dieran pistas sobre qué comprar. —¿Has ido alguna vez? —le preguntó Vienna a Mason. —No es la idea que yo tengo de diversión. —Yo delego —explicó Vienna—, Uno de mis empleados más antiguos es un yonqui del arte, así

que le envío a él como representante. Sabe cómo ceñirse a un presupuesto. —¿No quieres ver antes las piezas que compra? —Me envía fotografías con la BlackBerry —sonrió Vienna—. Sólo las veré cuando entre en el edificio. La colección de los Blake es estrictamente comercial. —¿Y qué haces para divertirte tú? Vienna le miró los labios a Mason un instante antes de apartar la vista. En lugar de un sorbo, esta vez dio un buen trago de vino. —No tengo mucho tiempo para aficiones. —Adoptas caballos —apuntó Mason—. Eso es algo muy noble. Si necesitas ayuda alguna vez, llámame. —Gracias —musitó Vienna, moviendo un trozo de comida de un lado para otro del plato. Entonces

dejó el tenedor, como si acabara de encontrarse una cucaracha en su Vol-au-vent —Me he enterado de que estoy en deuda contigo. Si tú supieras. Mason se encogió de hombros. —No es nada. Rick también me ayuda. —No sabía que cuidabas de mis animales cuando necesitaba descansar. Realmente deberías enviarme una factura por esos días. —¿Cobrarte por mis servicios? —Mason no pudo evitar curvar los labios en una sonrisa—. Ni se me pasaría por la imaginación. Vienna alargó la mano hacia la copa de vino y bebió sin reparos, claramente traspuesta por el doble sentido de las palabras de Mason. En un intento de devolver la jugada, dijo: —Odiaría aprovecharme de ti.

—¿De verdad? No es esa la impresión que tengo — replicó Mason, abriendo el corazón de la alcachofa que acompañaba sus raviolis y empezando a separar la piel cuidadosamente—. Lo cierto es que demostraste lo bien que lo pasabas muy ruidosamente la última vez que... te aprovechaste de mí, si no lo recuerdo mal. El suave respingo que se le escapó a Vienna fue innegable. Mason suponía que Vienna intentaba aparentar calma y serenidad, pero la sombra sutil en la curvatura de la clavícula delataba la tensión de sus hombros. El pulso le latía con fuerza en la base del cuello. No dejaba de mover los dedos, tamborileaba en la mesa o recolocaba los cubiertos sin parar. Con una carcajada seca, trató de encubrir su incomodidad. —No juegas limpio.

—Si lo que quieres decir es que no juego según tus reglas, entonces no. —Mason cabeceó—. Dios, ¿no te ahogas dentro de esa camisa de fuerza? —¿De qué hablas? —Antes no eras tan conformista. —Todos acabamos por madurar tarde o temprano, Mason. Incluso tú. —Ay. —Mason se llevó una mano al pecho—. Un golpe bajo, mi señora. Vienna agarró su copa. —Muy bien, basta de jueguecitos. Vamos al grano. Cuánto quieres por Cavender. Mason disimuló el asombro. ¿Estaba invitándola a poner un precio? Vienna tenía que estar desesperada por sofocar el motín de sus parientes.

—Para empezar, quiero que dejes de enviar al italiano ese a mi casa con ofertas extra. —Intentaba ponértelo fácil para vender. —¿Crees que un listillo con un pretexto idiota me lo iba a poner más fácil? Asusta a mis caballos y las dos sabemos que cinco millones es un precio descabellado. —La oferta es de verdad. —Y en un susurro urgente, Vienna suplicó—: Por favor, tú acéptala. Sé que necesitas el dinero. Mason miró a Vienna a los ojos. Los tenía demasiado brillantes. —Se te enfría el pastel de pato. Vienna troceó el hojaldre. —¿Por qué tienes que ser tan cabezona?

—Si no quieres que seamos vecinas, ¿por qué no vendes Penwraithe? —Sugirió Mason con desgana —. Total, la mayor parte del tiempo no estás allí. —Ah, eso te encantaría, ¿verdad? —Vienna atacó el vino de nuevo y, tras unos cuantos tragos teñidos de enfado, levantó la servilleta y ahogó un hipido. La voz empezaba a sonarle deshilachada—. Tú sueñas, si crees que me voy a echar para atrás sólo porque tuvimos relaciones. La experiencia le decía a Mason que, si seguía presionándola, Vienna serenaría los nervios con alcohol. A aquel paso, estaría borracha antes de los postres. Como si nada, agitó el cebo ante su presa. —En realidad, si las condiciones fueran diferentes, probablemente aceptaría. Notó un destello de triunfo en la expresión de Vienna antes de que bajara la mirada y entrecerrara las pestañas para ocultar su reacción.

—Todo puede negociarse. Soy flexible en los plazos de la trasferencia de bienes, si ese es el problema. Mason dejó escapar el suspiro derrotado que se esperaría de una mujer cansada de pelear. —La letra pequeña se la dejo a los abogados. Si te soy sincera, esta locura ya ha me consumido demasiado la vida, y ¿para qué? Vienna asintió. —Sé lo que quieres decir. —Lo único que quiero es acabar con todo esto y seguir adelante —suspiró Mason, en parte porque su afirmación contenía algo de verdad—. Detesto decirlo, pero seguramente me harás un favor. A Vienna le brillaban los ojos de pura concentración. Tenía a su presa acorralada y vislumbraba el final de la persecución. Mason

contaba con que le pudiera el deseo de asestar el golpe de gracia en persona. —Sabes, a veces las directoras pueden arreglar las cosas más rápido entre ellas —le dijo con tóxica dulzura. —Puede —concedió Mason, permitiéndose parecer algo reticente. Luego puso cara de disgusto, como si supiera que había hablado demasiado—. Pero nuestras familias no tienen un historial de urbanidad y cooperación. Como había esperado, Vienna se abalanzó sobre la oportunidad. —Tú y yo somos personas adultas y realistas. Seguro que podemos dejar nuestras diferencias a un lado para llegar a un acuerdo. Míranos. Aquí estamos, sentadas juntas en público. Mason sonrió.

—Supongo que deberíamos dejar de encontrarnos así. La gente empezará a hablar. Vienna soltó una carcajada suave que sonó forzada y pareció recuperar algo de compostura, se sentó derecha y dejó los cubiertos pulcramente junto al plato. —Mason, sé que esto ha sido duro para ti y no voy a presionarte, pero este proceso nos ha amargado la vida a las dos y, aunque no te lo creas, yo también estoy más que dispuesta a dejarlo estar. Cuando es basta, es basta. —Colocó su menuda mano sobre la de Mason, arrancándole un hormigueo sensual que le recorrió el brazo entero —. Por eso te he hecho una buena oferta. ¿Estás dispuesta a aceptarla? Mason habló en voz baja para que Vienna tuviera que acercarse para escucharla. —Supongo que es inevitable.

Vienna escrutó su rostro, con una nota de sospecha al principio, y luego con el entusiasmo mal disimulado de una jugadora de póquer amateur convencida de llevar la mano ganadora. Al parecer consideraba que había llegado el momento de mostrarse generosa. —Lo que dije sobre tus animales... —Su aliento agitó el cabello que le caía a Mason por la mejilla —. No hablaba en serio. Lo dije estando enfadada, lo siento. Mason ladeó la cabeza para acercarse un poco más a Vienna y le rozó la mejilla «accidentalmente» con los labios. —Yo soy la que debería disculparse. No tenía derecho a presentarme hecha un basilisco en tu despacho. La mano que Vienna mantenía sobre la de Mason se puso rígida y le clavó los dedos. Mason la retiró,

pero sólo un poco. Las dos se miraron a los ojos mientras un camarero se llevaba sus platos. —¿No creerás de veras que tuve algo que ver con el accidente de avión, verdad? Claramente, Vienna estaba repasando la lista de posibles razones por las que Mason podría romper el trato, como quién organiza la colada. Mason titubeó el tiempo suficiente para parecer poco convencida. —Socios como Pantano no inspiran confianza. —Pantano es inofensivo —aseguró Vienna—. Mi padre lo rescató de una mala situación, así que cree que está en deuda con mi familia. A veces se deja llevar, pero no tuvo nada que ver con el accidente. Eso te lo prometo. Mason la observó mientras sopesaba sus alternativas: ¿dejar la discusión antes de que se avinagrara y dejarle el resto a sus abogados o llegar

a un acuerdo ahora y dejar que sus empleados redactaran los detalles? Como era predecible, ganaron sus instintos. Vienna quería más que una victoria sobre el papel: quería obligarla a rendirse para demostrarle a los que habían dudado de ella que tenía agallas para presidir el imperio Blake. Había visto una oportunidad y cercaba a Mason con la calma de un depredador. —Mason, has sido sincera conmigo, así que te diré una cosa. Sólo hago esto porque mi familia no me dejará seguir adelante con mi vida hasta que no lo consiga. No quiero tu empresa ni tu casa, pero estarás en mejor situación si me la vendes a mí antes de que los bancos te obliguen a hacer liquidación. —Probablemente tengas razón —admitió Mason. Vienna cogió la copa y la volvió a dejar sobre la mesa sin tocarla. Su voz se tiñó ligeramente de impaciencia.

—Entonces hablemos sin rodeos. ¿Qué quieres que haga? —¿De verdad tienes que preguntarlo después de nuestra última conversación? Vienna se ocultó tras una risa falsa y un levantamiento de cejas. —Ya veo que ese día lancé las señales equivocadas. Es muy poco caballeroso por tu parte jugar conmigo. —Entrelazó las manos sobre el regazo con fuerza—. AI menos me alegro de que una de las dos tuviera el sentido común de marcharse de los Berkshires antes de que hiciéramos algo que lamentáramos. Mason sabía que se suponía que debía fingir que aquella era una simple broma, pero no pensaba dejar que Vienna se librara tan fácilmente. —No, no te alegras. Estás enfadada conmigo.

—Vale, estaba algo disgustada. Habría sido un detalle que te hubieras puesto en contacto conmigo. —Vienna se encogió de hombros—. Pero seguro que tenías asuntos más urgentes que atender. —Y tú también. —Mason hizo una pausa—. ¿Cómo va tu guerra, por cierto? Cuando Andy llamó el otro día pensé que habría tomado el control. Estudió a Vienna mientras esta procesaba la información y controlaba su reacción, con los ojos fijos en el centro floral de la mesa, pero sin fijarse en este. La única muestra de su enfado fue la atención nerviosa que de repente le prestó a su servilleta, de la que tiró bruscamente antes de recolocársela en el regazo. —Sé lo que dicen de mantener cerca a tus enemigos —continuó Mason—. ¿Pero tu vicepresidente? —Lo que pase en mi familia no te incumbe.

—-Si supieran hasta dónde has llegado ya para tenerme... justo donde me querías. Creo que esas fueron tus palabras. Y qué harías todo lo necesario. Vienna permaneció sentada muy quieta. —Perdona —prosiguió Mason— Te oí por casualidad cuando hablabas con tu madre por el móvil, en Penwraithe. No parecía un buen momento para interrumpiros, así que volví a casa. —Y te marchaste antes de nuestra... cita — completó Vienna en tono inexpresivo. Era evidente que había abierto una grieta en su sangre fría. Vienna se humedeció los labios y miró a todas partes menos a Mason, intentando hallar el modo de recuperar su ventaja. Mason le ahorró la preocupación. —Así que, sobre lo de hacer lo que sea necesario... he tenido un tiempo para pensar qué condiciones me parecerían aceptables.

—¿Y? —preguntó Vienna con desconfianza. —Tú. Una semana. Posesión completa. Todo lo que quiera. —¿Disculpa? —¿Quieres que te haga un plano? —No —replicó Vienna. Parecía convencida de que Mason le estaba tomando el pelo—. Muy graciosa. —Adoptó un tono aterciopelado y tranquilo—. Dame una simple cifra, Mason. Sin más. Y acabaremos con esto. —No me interesan las cifras. Me interesa follarte. Vienna se puso blanca como el papel. —No —susurró—. Aquí no. —Tienes razón. Este no es el lugar más adecuado —estuvo de acuerdo Mason, que soltó la servilleta en la mesa.

Normalmente no le hablaría con tanta crudeza a una mujer fuera de la cama, pero había logrado su objetivo. Vienna estaba fuera de su elemento y, a juzgar por sus pezones, rematadamente cachonda. Los camareros todavía estaban quitando los platos. Esperarían un tiempo cortés antes de empezar a servir los postres y el café. Una fiesta como aquella no se acababa de verdad hasta que servían los quesos y la gente empezaba a escabullirse para fumar, pero a nadie le sorprendería que Mason se marchara. En cambio a Vienna le tocaba aguantar allí como un clavo durante una hora más. Enfurruñada. Disgustada. Caliente. Mason arrastró su silla para levantarse. —Creo que ya hemos acabado. Voy a saltarme el postre y a volver a Laudes Absalom. ¿Vienes?

—¿Ahora? —se sorprendió Vienna, lanzando un vistazo angustiado alrededor de la mesa. —¿Necesitas tiempo para pensártelo? Tienes veinticuatro horas —le dijo Mason en tono frío e indiferente—. Estaré un rato en mi apartamento antes de salir. Ahora, si me disculpas. Mason dejó a Vienna pestañeando incrédula y rodeó la mesa para ofrecer sus disculpas a la anfitriona. Le explicó que se había emocionado pensando en Lynden y que habría sobrevalorado su capacidad para estar con tanta gente. Se aseguró de agradecerle especialmente a Buffy el haber tendido un puente hacia la reparación de los problemas entre sus familias. Buffy parecía encantada y hasta le dio un beso a Mason en la mejilla. De reojo, Mason vio que Vienna seguía atentamente todos sus movimientos con expresión demudada. Aún tenía las manos sobre el regazo y no dejaba de bajar los ojos.

Mason concluyó que estaba enviando un mensaje de texto. Seguramente les decía a sus abogados que esperaran a que les diera nuevas instrucciones y que ignoraran cualquier cosa que Ies dijera Andy Rossiter. Con una educada inclinación de cabeza hacia Vienna, Mason se marchó de la fiesta. Mientras esperaba a que el portero le llamara a un taxi, reflexionó sobre sus posibilidades y llegó a la conclusión de que Vienna se presentaría en su puerta del SoHo en unos noventa minutos. Si Mason ya se había marchado para entonces, podía esperar a una visitante muy petulante en Laudes Absalom al día siguiente. Vienna aporreó la puerta del apartamento equivocado y el urbanita fashion que abrió llevaba un chucho perfumado debajo del brazo y un Bluetooth pegado a la cabeza. Cuando le describió a quien buscaba, el chico la dirigió al loft que hacía esquina en el último piso. —No vende, se lo pregunté —añadió.

Seguramente, algún decorador había convertido el hermoso apartamento de Lynden en una luminosa obra de arte, a juzgar por el edificio, pero Vienna no llegó a comprobarlo. O Mason ya se había marchado o no le abría la puerta. Vienna se sentía mareada y se apoyó contra la pared mientras decidía si la ausencia la aliviaba o la decepcionaba. Lo último que había esperado aquella noche es que Mason le ganara la partida. Estaba dispuesta a vender, pero había encontrado el modo de acorralar a Vienna. Esta había esperado pelear hasta el amargo final, pero nada como aquello. ¿De verdad Mason esperaba que Vienna ofreciera sexo a cambio de su firma? Vienna pensó en el accidente de avión. Según todos los testimonios, Lynden era un piloto principiante. Había intentado un aterrizaje de emergencia cuando aún no estaba listo para la primera división. Nadie tenía la culpa de que otro rico blanco y mimado se creyera Dios y pensara que podía vivir saltándose las normas. El motor del

avión falló por culpa del mal tiempo. Un piloto experto podría haber aterrizado. ¿Por qué estaba pilotando Lynden en lugar de Mason? ¿Era ese el tema? ¿Qué Mason había convertido su lucha en algo personal porque se sentía culpable y necesitaba trasladar la culpa a otra persona? Vienna se esforzó por pensar en ello racionalmente. Mason tenía que saber que ella nunca aceptaría una condición tan absurda y humillante para cerrar el trato. ¿Convertirse en un juguete sexual durante una semana? Era vergonzoso. Mason soñaba si creía que Vienna canjearía su cuerpo como si fuera una virgen medieval que tenía que sacrificarse por el bien de su familia. Se respetaba demasiado a sí misma para eso. Furiosa, dejó de llamar al timbre y bajó a la calle en el ascensor. Tenía la cabeza embotada por culpa de las tres copas de vino que había bebido, pero ya se iba despejando y el café la ayudaría. Estaba

enfadada consigo misma por haber consumido mucho más que su copita habitual. Normalmente iba con más cuidado, pero aquella no había sido una noche normal. Subió a un taxi, sumida en sus pensamientos, y gracias a Dios el taxista la reconoció como neoyorquina y no intentó darle la tabarra como hacía con los turistas. Últimamente, los taxistas de Nueva York asistían a escuelas de cortesía y el suyo no se había dormido en la lección de «cómo conseguir más propina». Apagó el rap que estaba escuchando y le dijo: —Tengo un CD de Brahms, señora. ¿Le apetece a usted escucharlo? Ella le siguió la corriente. —Claro, buena idea. Cuando llegaron a su edificio, el conductor se comportó con la galantería acorde a la propina de

veinte dólares que recibió y se entretuvo un rato charlando con el portero. Vienna esperaba que Marjorie ya estuviera durmiendo. Había alegado tener otro compromiso para no asistir a la fiesta de Buffy y, como las dos mujeres eran viejas amigas, Buffy había respondido al toma y daca necesario en aquel tipo de ocasiones. Además, la asistencia de Vienna era una compensación muy digna, sobre todo porque desde que presidía Industrias Blake apenas tenía tiempo de asistir a unos cuantos eventos de la temporada de actos benéficos. Vienna entró en el apartamento, dejó el abrigo de cachemir de noche en una silla del foyer y se asomó a la habitación de su madre. Marjorie dormía a pierna suelta, con la máscara elástica que se ponía por las noches para aumentar los efectos de sus costosos productos de belleza. Vienna no sabía si seguir aquel ritual religiosamente funcionaba de verdad, pero Marjorie no quería jugársela. También pasaba varias semanas al año en Los Angeles, embadurnándose la cara con

tratamientos extraños que describía como «europeos». A pesar de las inyecciones regulares de Botox, todavía podía mover las cejas. Algo es algo. Varias de sus amigas habían tenido que ponerse firmes cuando sus madres empezaron a abusar de la aguja, y las cosas siempre se ponían feas. Hizo una cafetera de café cargado y se metió en su habitación, Abrió las puertas de cristal que daban a la terraza que envolvía a toda la casa y contempló la línea de árboles familiar de Central Park al otro lado de la Quinta Avenida. Los Blake se enorgullecían de su hermosa residencia exterior, un tranquilo oasis ajardinado que Ies permitía escapar del ruido y el horror del mundo de cemento que los rodeaba. Vienna recordaba fiestas de cumpleaños en aquella casa, con sus primos y varios hijos de los amigos de sus padres. Cuando lo pensaba ahora, se daba cuenta de que las fiestas no eran para ella, sino acontecimientos

donde los adultos socializaban y competían entre sí. Siempre había deseado tener una hermana o hermano con quien evadirse, pero sus tres primos más cercanos eran todos chicos y mayores que ella. Habían hecho piña alrededor de Andy, que era su cabecilla. Vienna era consciente de que Andy siempre le había guardado rencor y que no sabía lo que era la lealtad. Su padre lo había recompensado muy generosamente por el trabajo mediocre que realizaba en la empresa. Hubo incluso un tiempo en el que Norris había considerado la posibilidad de revisar su testamento para dejarle a Andy un paquete de acciones propio. Vienna no sabía por qué había cambiado de opinión, pero tras haber estado cerca de la muerte la noche del baile, Norris no volvió a mencionar el tema. Lo más seguro era que no quisiera que Vienna pensara que había dejado de creer en ella.

Cuando Vienna se recuperó, la vida volvió a la normalidad y su padre siguió moldeándola como al hijo que nunca había tenido. La crio para sucederle en solitario. Quizá lo más importante que le enseñó fue que el poder y la responsabilidad han de ir de la mano. La mayoría de la gente que conocía sólo respetaba esa máxima de boquilla, pero para los Blake era un deber que ellos se tomaban muy en serio. El apellido de Vienna era también su destino, eso lo sabía. Era inconcebible abandonar el barco o rendirse en medio de una lucha. Vienna se sentó en una mesita bajo una pérgola forrada de parras para servirse el café. Se preguntaba qué le habría aconsejado Norris sobre Andy en aquellos momentos. Últimamente se había vuelto aún más intratable, impelido por su madre. Desde que la tía Cynthia se había divorciado tenía demasiado tiempo libre y lo dedicaba a malmeter. Declaraba abiertamente que su hijo pronto llegaría a ser presidente de la

compañía y había logrado reunir a una facción de partidarios en el seno de Industrias Blake que respondían directamente ante Andy. Vienna no podía echarlos a todos. El problema era el liderazgo. Cuando su padre estaba al mando, nadie se habría atrevido a actuar a sus espaldas. Vienna siempre había imaginado que asumiría su puesto gradualmente y que lo tendría a su lado para darle consejos y mantener su presencia hasta retirarse definitivamente. Sin embargo, se encontró al frente de la empresa de la noche a la mañana y se vio obligada a tomar las riendas cuando estaba destrozada por el duelo. A menudo se sentía aislada, fuera de su elemento, pero no podía arriesgarse a demostrar inseguridad ante sus tías y sus primos, sentados a su alrededor como buitres a la espera de que cometiera algún error. El trato Cavender era su primera gran prueba y Vienna sabía que Mason estaba contra las cuerdas,

aparte de la condición sin sentido que hubiera querido interponer. ¿Debía dar su rendición por sentada o atacar ahora y subir las apuestas? Si retiraba su oferta, el castillo de naipes podía venirse abajo. El banco reclamaría la devolución de los préstamos y la Corporación Cavender se iría a la bancarrota. De un modo u otro, Vienna no podía perder. Mason sólo la estaba vacilando. Como todos los Cavender, era impredecible. Los dominaban las emociones y siempre eran propensos a comportarse impulsivamente. Aquella noche era un ejemplo perfecto. Mason sabía que el fin era inminente; había admitido con sus propias palabras que quería acabar con el tema. Pero en lugar de retirarse con elegancia, se le había metido en la cabeza que también tenía que hacerla sufrir un poco. Vienna dio un sorbo de café caliente y giró la cara para que le diera la brisa y la despejara. Necesitaba tener los sentidos alerta para pensar con lucidez, pero notaba la cabeza espesa y lenta.

Por el contrario, su cuerpo estaba tenso y respiraba aceleradamente. Nada en Mason alentaba a suspirar por ella como una niña tonta o albergar ilusiones románticas. Era la enemiga declarada de Vienna, una ligona descarada. Aun así, sólo pensar en pasar una semana siendo su amante hacía que a Vienna se le desbocara el pulso. Necesitaba una ducha bien fría. —Contrólate —murmuró para sí. Se quitó los zapatos de salón Jimmy Choo y apoyó los pies en los frescos adoquines del suelo. Seguramente, a aquellas alturas Mason ya estaría a medio camino de los Berkshires. Debería seguirla y cubrir las tres horas que las separaban durante la noche para recuperar su ventaja. Su padre se presentaría en Laudes Absalom y aporrearía la puerta en mitad de la noche para cerrar el trato. El

siempre hacía lo que tuviera que hacer. Así eran los Blake. Vienna apuró el café y se puso en pie. Había decidido que iría al día siguiente. Se bajó la cremallera del vestido con un gemido de alivio. No pensaba caer en la treta de Mason de hacerle creer que había una cuenta atrás. Dejó el vestido en la pila para la lavandería, se quitó los Diamantes Cavender y soltó el collar con desagrado sobre la mesita de noche antes de ir al baño. Su madre esperaba que fuera con ella a un brunch terrorífico con el comité benéfico en L'Absinthe a la mañana siguiente; luego se suponía que tenía que ayudarla a escoger entre varios modelos de Oscar de la Renta para la Gala Whitney. Para cuando hubiera encontrado unos zapatos a juego, sería media tarde, que era cuando tenía una reunión con Darryl Kent para discutir las últimas maquinaciones legales de sus tías. No llegaría a Penwraithe hasta el atardecer. Veinticuatro horas.

¿Y entonces qué? ¿Mason tenía intención de romper el acuerdo y autodestruirse? No, si siquiera una Caven- der podía estar tan loca. Vienna había subido la oferta la semana anterior y Mason no podía rechazarla, porque era un precio exorbitado por su empresa y aún más demencial por Laudes Absalom. Si el trato le salía por más dinero todavía, sus tías le aullarían horrorizadas en cuanto vieran los números, así que tenía que conseguir que Mason firmara. Inquieta ante tal pensamiento, Vienna se cogió el pelo y se desmaquilló. ¿Qué más daba un día? La hora límite no era más que un juego. Vienna ajustó la temperatura de la ducha y se metió bajo los relajantes chorros de agua, tratando de bloquear la voz de su tía Cynthia acusándola de estar mirándose el ombligo. Se enjabonó y contempló distraídamente los jirones algodonosos de espuma blanca que le resbalaban por las piernas y se acumulaban entre los dedos de sus pies. ¿Y si

estaba retrasando el golpe de gracia? Si era así, ¿por qué? Se le apareció el rostro de Mason, con los ojos oscuros como tizones y la boca incómodamente cerca. En los últimos minutos que había estado con ella en casa de Buffy, notando su aliento en la mejilla, Vienna había deseado girar la cara y reclamar el beso que siempre espesaba el aire cuando estaban cerca. Sentía la llamada del cuerpo de Mason, como un fantasma en un sueño que alargaba sus brazos hacia ella. Vienna no tenía más elección que alargar los brazos hacia Mason a su vez. ¿Era esa la verdadera razón de que estuviera allí de pie inventándose excusas para justificarse? ¿Temía su propia debilidad? Vienna se frotó la espalda y los hombros, airada. Tampoco iba a acabarse el mundo si aceptaba las condiciones de Mason. Tendría que tragarse su orgullo, ¿y qué? Pasaría una semana de disfrute sexual y conseguiría lo que

quería. ¿Por qué dudaba? ¿No se fiaba de ser capaz de mantener la debida distancia emocional? Le temblaban las manos al cerrar el grifo y secarse. Cerró los ojos en un intento de bloquear la imagen que tenía grabada a fuego en el interior de los párpados: la de Mason al arrancarse la blusa blanca y enseñarle los pechos para retarla a disparar. Aquella desdichada mujer siempre había sido capaz de destruir su paz espiritual. Si estuviera en su sano juicio, le pasaría la obligación de cerrar el trato a sus primos y Ies diría que borraran a los Cavender del mapa. Pero en lugar de eso iba a coger el coche e ir a Penwraithe al día siguiente, a sabiendas de que podía pasar cualquier cosa. Aún peor, ya que una parte traidora de sí misma esperaba precisamente que ocurriera.

Capítulo 15 Había determinado rincón en el jardín amurallado en donde a Mason le gustaba sentarse a leer, como solía hacer su madre, frente al pequeño cenador donde tenía sus plantas exóticas premiadas. Azaria había colocado un banco bajo un arco enrejado y Mason se acordaba de verla allí, con un libro en el regazo y un sombrero de paja claro para protegerse del sol. En aquella época, el arco estaba forrado de jazmín y rosas color crema que añadían su aroma al aire endulzado por las lilas y las boronías. Las abejas zumbaban perezosamente de flor en flor, ahítas de néctar, mientras los cuervos que anidaban en el ala sur se congregaban al borde de la hierba a la espera de que les tirara miguitas de pan. Los cuervos todavía frecuentaban el jardín. De hecho, Ulises era un polluelo que Mason había encontrado seis años atrás con una pata rota. El cenador estaba cubierto de vegetación, hiedra y clemátides, y los cristales se caían a trozos en sus

descuidados marcos. El liquen escalaba las paredes sucias y las pocas plantas que habían sobrevivido eran blanquecinas y endebles por la falta de luz. Mason no se atrevía a abrir la puerta para rescatarlas, por miedo a que la frágil estructura se viniera abajo. Debería aceptar su pérdida de una vez por todas: sencillamente no había sobrevivido al paso del tiempo. Sin embargo, no quería construir uno nuevo y limpio mientras aún percibiera la presencia de su madre en aquel oasis aislado. Por la misma razón, su padre había insistido en que el jardín se quedara exactamente como ella lo había dejado. Mason solía observarle desde la ventana del piso de arriba cuando paseaba por el sendero hacia el cenador deteniéndose ante los objetos que Azaria había puesto en un sitio o en otro. Estatuillas, maceteros... los regalos que él le había hecho para el cenador. Tras su muerte, las malas hierbas se habían adueñado del lugar y la naturaleza salvaje que

Azaria había tratado de contener lo cubría todo. Aun así, su sello permanecía en los diseños del mosaico que rodeaban la zona de césped y las llores que había plantado. Ahora presentaban un aspecto espigado y monstruoso por culpa de la dejadez. Una brisa suave arrastró su perfume a hojas muertas y podredumbre hasta Mason. Había terminado el verano y con la estación se habían ido las flores. Mason tenía pensado empezar a trabajar en el jardín cuando llegara la primavera. No mucho antes del accidente, Mason y Lynden habían estado allí sentados hablando sobre un futuro libre de los edictos de su padre. Era un nuevo comienzo. Podían derribar los muros, limpiar los escombros del ala sur y construir algo útil. Quizá una piscina cubierta. Lynden se imaginaba a niños jugado allí: una nueva generación de Cavenders que nunca conocerían el Laudes Absalom donde Mason y él habían crecido. La Maldición por fin se rompería.

—Ha llegado la visita que esperaba —anunció la señora Danville, cuyos zapatos impecables aparecieron justo delante de las botas de Mason —. He servido café en el salón amarillo. Mason aplastó la colilla del puro y le hizo un gesto a Ulises. Abandonó su aventajada posición en el tejado del cenador, voló hacia ella y se posó en la percha de cuero que Mason se ajustaba al hombro siempre que lo sacaba a pasear. -----Ese pájaro suyo ha robado un almendrado de coco —la informó el ama de llaves. —Tiene buen gusto —comentó Mason, emprendiendo el camino hacia la casa—. Sus pastelillos son soberbios. La señora Danville aspiró por la nariz y lanzó una mirada incendiaria al irredento cuervo. —Tengo noticias sobre nuestra vecina.

Debía de haber hablado con Bridget Hardy, supuso Mason. Se preguntaba si Vienna ya habría llegado a Penwraithe. Se había contenido para no llamar y averiguarlo, porque sería un movimiento que delataría su debilidad. Mason tenía la sospecha de que Vienna intentaría tardar todo lo posible para que Mason volviera a ella arrastrándose y tuviera que disculparse por haberle hecho una propuesta tan zafia. Sonriendo al recordar su cara de estupefacción, Mason le aguantó la puerta trasera abierta al ama de llaves. Si Vienna no accedía a acudir a Laudes Absalom para intentar conseguir unas condiciones mejores, que volviera al seno de su familia con las manos vacías. Ya volvería. La señora Danville ajustó las llaves de su cadena con colgantes. —Se trata de los Diamantes Cavender. —Sí, sé que los tiene ella —asintió Mason.

Una pequeña sonrisa de suficiencia rompió la impenetrable cara de póquer de su ama de llaves. —No todos. Mason le dio una chuchería a Ulises, que no dejaba de balancearse al notar la excitación de su diosa. —La pera es falsa —le confió la señora Danville, con la dignidad suficiente para ocultar un atisbo de regocijo-—. La señorita Blake ha puesto a la señora Hardy a registrar la casa de cabo a rabo, en busca del diamante verdadero. —¿Le Fantóme se ha perdido? ¿Cómo se pierde un diamante de tres millones de dólares? —Cierto. —El ama de llaves se sacudió una mota de polvo del suéter de cachemir—. Pero esa no es la pregunta que pesa sobre el ánimo de nuestra vecina. Al parecer la pobre señorita Blake no tiene ni idea de si llegaron a poseer la piedra de verdad en algún momento.

Mason masticó la información durante unos segundos. —¿Cuándo ha salido a la luz todo esto? —Lo averiguó anoche, cuando un hombre de De Beers estudió el caso. Por lo que he oído, se quedó de piedra. Mason recordó su discusión con Vienna acerca del collar. No había dicho ni mu sobre que llevara una copia, pero su incomodidad era palpable. Mason había creído que la tensión se debía a ella, pero la nueva información arrojaba una luz diferente sobre el comportamiento de Vienna. Mason debería haber sabido que Vienna no se plantaría en Laudes Absalom a toda prisa sólo por ella. Los Blake siempre habían estado más interesados en las posesiones materiales que en la gente o los principios. Después de toda la atención que había recibido durante el concurso de diamantes en la fiesta, seguro que Vienna se sintió humillada al

enterarse de que su adorno multimillonario no era más que un trozo de cristal. Probablemente se había quedado en la ciudad para buscar el original en el apartamento de la familia. Si hubiera sabido que la noche anterior había rechinado los dientes por una copia... Mason tenía cincuenta quilates en piedras preciosas en el bolsillo y había ofrecido un trato a Sergei Ivanov. El ruso había puesto un dividendo inesperado sobre la mesa. A primera hora de la mañana había ido a la factoría Azaria y, cuando telefoneó a Mason para confirmar la inversión, había mencionado a un banquero amigo suyo que le debía un favor. Por recomendación de Ivanov, Mason tenía cita con el banquero la semana siguiente. Si lograba refinanciar la deuda de su familia y añadir un extra de capital útil, estaba convencida de que evitaría la bancarrota. Cada minuto que pasaba, la oferta de Vienna era menos tentadora.

Mason se preguntaba dónde estaría el diamante. Seguía sin creerse que su padre hubiera vendido el diamante a sus enemigos por propia voluntad. —Señora Danville, ¿usted sabía que los Blake tenían el collar? —No, sabía que su padre lo había vendido hacía mucho tiempo. A su madre le gustaban más las joyas sencillas. —Me acuerdo de que llevaba el collar puesto cuando le hicieron el retrato. Azaria la había dejado probarse los diamantes con un vestido de princesita y la experiencia no había hecho sino confirmarles a ambas que lo mejor era que siguiera vistiendo como un chico. —Era tan hermosa... Que Dios la tenga en su gloria. —La señora Danville se permitió un suspiro de anhelo y luego se alisó la falda y se ajustó el

cuello de la blusa—. Supongo que deberíamos estar agradecidas. —Sí, la tenemos en el recuerdo. —Cada día. Y también pensaba en el collar. Ahora que lo lleva una Blake al cuello, a lo mejor la Maldición se irá con ella. Mason la miró detenidamente. —¿De verdad cree usted en eso? —Lo sé, el collar está maldito. —¿Por qué? ¿Porque Nancy Cavender lo llevaba cuando la atropelló el tren? —Cielos, no. Estaba maldito mucho antes que eso —aseguró el ama de llaves, echando un vistazo aprensivo alrededor del vestíbulo principal. A continuación abrió la puerta principal y señaló la estatua de Estelle y su saluki. Ella lo hizo. Era una bruja.

—Una bruja. Mason contuvo una carcajada. Nunca había tomado a la señora Danville por supersticiosa, aunque el ama de llaves era un archivo andante de la leyenda de la familia Cavender. Siempre había habido rumores oscuros sobre Estelle y la decisión cobarde de suicidarse en el lago, dejando a su pobre marido solo con un hijo al que criar, pero Mason nunca había oído que la describieran como una bruja. —La Novia Desgraciada —afirmó la señora Danville con convicción—. Es ella. Mason estaba completamente dispuesta a aceptar que Laudes Absalom estaba embrujado, porque ella misma había sentido una presencia extraña entre sus muros demasiadas veces como para fingir lo contrario. Sin embargo, creía que lo de la Novia Desgraciada era un invento del ama de

llaves: un chivo expiatorio para los jarrones que se rompían inexplicablemente o las ventanas que daban golpes en las habitaciones vacías. Se detuvo antes de entrar en el salón amarillo y mandó a Ulises al techo abovedado. Como no quería hacer esperar más a Josh, zanjó el tema. —Hablaremos de esto luego, señora Danville. Tenía papeles que firmar. Sergei Ivanov había mantenido su palabra y tenía tantas ganas de invertir que había insistido en firmar un acuerdo preliminar a ese efecto, por si ella cambiaba de opinión o encontraba a otro inversor cuyo dinero oliera mejor. Josh había decidido coger el coche y plantarse en Laudes Absalom de inmediato para arreglar el papeleo y tenerlo todo listo para la cita con el banquero de Sergei. La semana siguiente tendrían dos millones en efectivo de Sergei y gastarían la mayor parte en maquinaria fabricada por los Cavender. El arreglo era un exitazo.

El ama de llaves entró en el salón delante de Mason y anunció en tono imperioso: —La señora Cavender lo recibirá ahora. Josh no estaba en la habitación. Un extraño recién afeitado se puso de pie de un salto y le extendió la mano. —Inspector Trent Sherman. Soy de la oficina del fiscal. —¿Han reabierto el caso? Mason esperaba no sonar tan absolutamente estupefacta como se sentía. —La señora Blake vino a vernos hace una par de semanas y esperaba poder hablar otra vez con su padre y su hermano, pero su ama de llaves ya me ha explicado que ambos han fallecido —se aclaró la garganta—. La acompaño en el sentimiento.

—Gracias —repuso Mason. No se le había pasado por la cabeza que Vienna acudiera a la policía después de interrogar a la señora Danville. Para ganar tiempo y ordenar sus pensamientos, cogió una galleta que no quería comerse y le dio un mordisco ausente. —He pensado que quizá usted podría ayudarme con algunos detalles —prosiguió el inspector Sherman, sacando su bloc de notas. Mason masticó mecánicamente. —No sé qué podré decirle. Ha pasado mucho tiempo. —La señora Blake niega haber mantenido una historia sentimental con su hermano. Cuando usted declaró en el momento de los hechos, dijo que no sabía nada de esa relación. ¿Es correcto? —No tenían ninguna relación.

—Parece muy segura. —Mi hermano y yo estábamos muy unidos. Me lo habría dicho. —Sin embargo, su padre pensaba lo mismo que el señor y la señora Blake: que mantenían su relación en secreto para evitar la desaprobación de sus familias. —Inspector Sherman, si mi hermano hubiera estado con Vienna Blake aquella noche, no la habrían atacado. Nunca habría permitido que caminara por allí sola. —¿Dónde estaba su hermano? —¿No está en su informe? —Mason se obligó a respirar con normalidad—. Fue él quien frustró el ataque. Lo dejaron inconsciente. —¿Y usted dónde estaba mientras eso sucedía?

—En los establos. Una de nuestras yeguas estaba pariendo y yo estaba ayudando al veterinario. Eso, al menos, era cierto. —Oh, sí —murmuró Sherman, dando un golpecito pen-sativo con el lápiz sobre la libreta—. El veterinario se marchó a las diez de la noche y usted se quedó en el establo con uno de sus empleados. —Sí, el señor Pettibone. —¿El señor Pettibone todavía trabaja para usted? —Cuando Mason asintió, el inspector preguntó—: ¿Dónde podría encontrarle? —En esta época del año, estará barriendo las hojas si no está en su apartamento de la parte trasera de la casa. Puedo darle su número de móvil. —Se lo agradezco —aceptó él. Echó un vistazo a las amplias vistas del jardín que se apreciaban desde

la ventana—. Ahí es donde la encontraron, ¿verdad? —Sí, a la izquierda, cerca del cementerio. —Se halló una nota en la escena. —El inspector revolvió en su maletín y sacó un conjunto de fotografías. Le pasó una a Mason e inquirió—. ¿La había visto antes? —Sí —contestó esta. Las palabras danzaron ante sus ojos. Es hora de que hablemos. ¿Me harías el honor de cenar conmigo el sábado que viene? Por favor, contesta abajo. —¿Es la letra de su hermano? —No. —Su padre afirmó que sí.

Mason notó que el sudor le humedecía el nacimiento del cabello. —Inspector, yo misma escribí esa nota. Sherman la observó con atención. —¿Por qué no lo dijo entonces? —Nadie me lo preguntó. Mason tenía las manos frías pese al fuego que acababa de encender para la llegada de Josh. Contempló el jardín y notó que el peso del pasado la abrumaba. Si no hubiera escrito aquella nota, Vienna no habría estado merodeando por sus tierras en mitad de la noche. Considerando que para Mason esperar que le respondiera ya era demasiado optimista, jamás habría imaginado que Vienna quisiera contestarle en persona. Si no, habría ido con el nieto del señor Pettibone y habría esperado fuera. Había sacado una conclusión equivocada cuando el muchacho aún no había

regresado al establo al cabo de una hora, ya que no era la primera vez que le tendía una rama de olivo a Vienna y su acercamiento era ignorado. No obstante, aquella vez Vienna había enviado al joven Pettibone a la cocina para que comiera algo tras decirle que ella se encargaría de responder a Mason. Aquel cambio de actitud siempre había atormentado a Mason, al no saber si Vienna se habría mostrado irritada o dispuesta a aceptar la cita. De un modo u otro, el resultado habría sido el mismo; cualquier cosa que hubiera podido pasar se desvaneció por completo. —¿Por qué invitó a cenar a la señora Blake? — quiso saber Sherman. —Como ya sabrá, nuestras familias no tenían una relación demasiado cordial —dijo Mason—. Creí que las cosas podían ser diferentes entre nosotras. Hacía tiempo que no iba a Penwraithe, pero sabía

que estaría en el baile, así que le envié una nota mediante el nieto del señor Pettibone. —¿Y la señora Blake vino aquí en plena noche para verla a usted? —Preguntó Sherman, lanzándole una mirada llena de suspicacia—. ¿Cómo de bien se conocen ustedes, señora Cavender? —¿Me está preguntando si manteníamos una relación lésbica? —¿Era así? Mason estiró las piernas y adoptó una postura informa! y relajada en su butaca. —Por desgracia, no. El inspector ojeó sus notas, con las mejillas encendidas, y le pasó otra fotografía. —También se encontró este collar y los Blake confirmaron que su hija lo llevaba puesto aquella

noche. Se especuló con que el ataque fuera un intento de robo. —Es un collar valioso —confirmó Mason. -—-La señora Blake ha llamado esta mañana y me ha informado de que se trata del collar al que llaman Diamantes Cavender —apuntó él, que por fin parecía estar llegando adonde quería ir a parar —. ¿Es posible que su padre viera a la señora Blake llevando una parte tan importante de su herencia y perdiera los nervios? ¿Podría haber aprovechado la oportunidad para recuperar el collar? —Mi padre fue quien se lo vendió a los Blake — respondió Mason pacientemente—. Además, él no se encontraba en Laudes Absalom cuando atacaron a Vienna. —Pero su hermano y usted sí. ¿Qué sintieron al ver a su vecina con este collar? Después de todo, debería haber sido suyo.

—Inspector Sherman, la primera vez que vi a Vienna llevar ese collar fue anoche. Sin inmutarse, Sherman prosiguió: —¿Se negaría a dejar que le tomara una muestra de ADN? —¿Sugiere usted que tuve algo que ver con el ataque? —Las pruebas de ADN no estaban tan extendidas hace diez años —arguyó Sherman—. Pero ahora tenemos la oportunidad de reexaminar las pruebas y, si tenemos una muestra, la podremos descartar. -—Entonces no tengo nada que perder. Sherman sacó un palito con un algodón de su maletín y se lo pasó a Mason por el interior de la mejilla. —Agradezco mucho su colaboración, señora Cavender.

—Cuando quiera. Mason se puso de pie y acompañó al inspector a la puerta. —Tengo una pregunta más —dijo este, antes de marcharse. Mason había estado esperando lo inevitable. —¿Sí? —¿Sabe usted quién lo hizo? —No soy policía —replicó Mason—. Lo único que puedo decirle es que dará igual lo que descubran. Los Blake nunca han querido saber la verdad.

Capítulo 16 —-No tengo la menor idea de lo que me estás hablando —dijo Marjorie, en tono quejumbroso. Llegaba tarde a un desfile de moda y las preguntas

de Vienna la estaban entreteniendo—. Oh, maldita sea. Me he puesto el perfume que no era. Bal á Versailles en plena tarde. Nadie se esperaría eso. —Piensa en ello como una declaración de estilo — propuso Vienna con indiferencia. Repasó otro grupo de cartas de los 1840. Era correspondencia entre las Cuatro Famosas y la mayor parte pertenecía a Sally Gibson, la institutriz de las hermanas menores. Tenía montones de papeles apilados sobre el escritorio, en diferentes pliegos que correspondían a la década en la que se habían escrito. Vienna había acometido la colosal tarea de inspeccionar absolutamente todo lo que había en los despachos de todas sus casas, por si su padre había clasificado mal algún documento crucial que la pudiera conducir hasta el diamante. —Seguro que papá te dijo que era el collar de los Cavender —aventuró, mientras sacaba las cartas de sus sobres protectores de plástico y abría las

que estaban atadas con lazos—. Te lo contaba todo. —En este caso no —insistió Marjorie—. Estoy tan sorprendida como tú. La primera vez que vi ese collar fue cuando cumpliste veintiún años. —La tía abuela Rachel lo sabía. ¿No te dijo nada? —Ni una palabra. —Oí cómo le decía a papá que estaba maldito. —Eso es ridículo —replicó Marjorie, aunque la voz le tembló de incertidumbre. —¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de lo que me pasó la última vez que lo llevé? Vienna no había tenido la intención de sacar el tema del baile, pero lo cierto es que se había sentido muy frustrada desde que había hablado con la señora Danville. La reconcomía pensar que había algún tipo de conspiración en marcha para

impedirle llenar sus vacíos de memoria. Incluso la policía se había mostrado muy poco cooperativa y se la habían quitado de encima con una excusa tonta sobre los archivos. Al final un joven inspector le había dicho que iría a buscar su expediente al edificio donde almacenaban los casos antiguos. De eso hacía dos semanas y no había vuelto a saber nada de él hasta aquella mañana. Como siempre, su madre se cerró en banda sobre el tema. —Creo que ni tú ni yo vamos a ganar nada removiendo el pasado. En serio, Vienna, no sabía que eras supersticiosa. —Sólo quiero saber dónde está el diamante — declaró. Era el botón que había que pulsar para que su madre se sentara y le hiciera caso—. Lo cierto es que estaba pensando que sería un colgante sensacional con tus perlas negras. Cartier podría convertirlo en una pieza de impresión.

Marjorie se quedó callada unos segundos, indudablemente soñando despierta con las posibilidades. —Tu padre encargó la réplica cuando estabas en el hospital. Pensó que sería más seguro que no llevaras el de verdad. —Hizo una pausa™. La policía nunca descartó que el móvil fuera el robo, ¿sabes? —¿Así que papá reemplazó Le Fantóme y no me lo dijo? Marjorie le dio su respuesta acostumbrada para todas las preguntas sobre aquella noche. —No queríamos preocuparte. —No estoy preocupada, mamá —aseguró Vienna, que había dado con la explicación perfecta para su búsqueda—. Es que tengo que actualizar el seguro. Así que, ¿dónde está el diamante?

Marjorie tamborileó con las uñas sobre la silla. Finalmente dijo: —No lo sé. —¿Tenemos alguna caja fuerte que no conozca? —No. —Marjorie sonó perpleja y dolida a un tiempo—. Lo busqué, te lo aseguro. Hasta los abogados que gestionaron la herencia lo buscaron y no averiguaron nada sobre el diamante. —Entonces seguro que papá lo vendió —dijo Vienna—. Y todo este tiempo hemos estado pagado una fortuna para asegurar una piedra que ya no tenemos. Hasta su madre se daba cuenta de que aquello era muy poco probable. Norris era del tipo de personas que calculaban las propinas y no dejaban ni un céntimo de más. Marjorie siempre se había sentido muy abochornada por que fuera tan

agarrado y, cuando la familia salía a cenar fuera, le dejaba efectivo a los camareros a escondidas. —Tiene que estar en alguna parte. Hablaré con Wendell. —No, por favor —pidió Vienna con firmeza—. De momento tenemos que guardar el secreto, por si nos pone en un compromiso. Tendré que explorar todas las posibilidades, porque si no lo encuentro... Robo, fraude... —Hizo una pausa teatral—. Evasión fiscal. —¿Qué quieres decir? —respingó Marjorie. —Empiezo a pensar que papá les compró el collar a los Cavender por calderilla, quitó Le Fantóme y lo vendió sacando unos beneficios enormes. Si es así, a lo mejor le debía dinero a Hacienda. Eso explicaría por qué seguimos pagando el seguro Premium.

—¿Insinúas que Norris estaba tapando un fraude fiscal? —preguntó Marjorie con voz estridente. —¿Se te ocurre una explicación mejor? Mientras esperaba a que su madre dejara de hiperventilar, Vienna desenvolvió un grueso fajo de cartas y distribuyó varias páginas sobre el escritorio. Casi podía leer las risitas infantiles entre líneas. La menor de las Cuatro Famosas había sido testigo de algo inusual entre la institutriz y su hermano Benedict y compartía sus especulaciones febriles con una de sus hermanas mayores. Esta le había contestado pidiendo más información. Siguieron varias misivas en las que se relataban con la respiración contenida incidentes que sólo habrían resultado notables en el ambiente de tedio de su formal vida cotidiana. Benedict llamando a la puerta del aula para anunciarle a la señorita Gibson que el carruaje estaba listo si quería dar una vuelta. La llegada de un atlas nuevo. Alabanzas de su hermano.

Una carta de agradecimiento para él de la señorita Gibson que incluía la descarada frase: «Eres el paradigma de la amabilidad». Material que a duras penas podía considerarse tórrido. —A lo mejor está en Bonnieux —aventuró Marjorie, poco convencida™. Allí no miré. —Pues a lo mejor sí tendrías que viajar para allá el año que viene después de todo. —¿Vendrás si yo estoy allí? —preguntó Marjorie, adoptando el tono de niña pequeña que usaba para hacer chantaje emocional. —Por supuesto. A Vienna le encantaba pasar la primavera en Bonnieux. Su familia lo hacía a menudo cuando era niña y regresaba a los Berkshires en julio, justo antes de que floreciera la vara de oro. Siempre que podía, Vienna seguía la costumbre familiar, porque la confortaban los recuerdos felices que evocaba.

—Para entonces ya habrás acabado con el asunto de los Cavender, gracias a Dios —dijo Marjorie—. Y tu tía Cynthia dejará de darme la tabarra. Vienna había estado esperando a que su madre sacara el tema de los Cavender. A veces se preguntaba qué haría Marjorie cuando la situación fuera solucionada. Su obsesión con los Cavender había sido una válvula de escape para el duelo y la frustración, un vínculo con su difunto marido que la había ayudado a superar su pérdida. Cuando Norris vivía, Marjorie nunca había mostrado tanto celo hacia la destrucción de sus vecinos. —Sí, de un modo u otro, para entonces todo habrá ter-minado. —Vienna pasó unas cuantas cartas, hasta hallar una escrita con letra diferente. El destinatario era Benedict y la firmaba Sally Gibson. —Bueno, tengo que irme —anunció Marjorie—. Mantenme informada, ¿eh, cariño?

—Si me entero de algo, serás la primera en saberlo. —¿Cuándo volverás a la ciudad? —En cuanto consiga algunas respuestas. —Sabes—arguyo Marjorie, como si quisiera convencerse a sí misma— Tu padre debió de tener sus razones para no contarnos lo del diamante. —Seguro que sí. Pásatelo bien en el desfile, mamá. Cuando su madre desapareció en una nube de perfume dulzón y cerró la puerta, Vienna leyó la larga carta de Sally Gibson con fascinación creciente. Forma parte del carácter de un caballero, someter primero la debilidad de una mujer induciéndola a creer en su afecto y, como consecuencia de esa creencia, obtener su consentimiento; solicitar pruebas convincentes de la pasión de la dama, ¡y después negar las

promesas solemnes que le había hecho! Así que ¿cómo debo interpretar tu conducta? ¿La única razón de que buscaras mi sumisión era mera vanidad? Admito que fue mía la mayor parte de la culpa, pues por causa de mi amor por ti dejé a un lado lo que me decía la conciencia y accedí a mi propia degradación. Por desgracia, conozco demasiado bien cómo funcionan las cosas y tengo pruebas demasiado convincentes de tu personalidad afable como para saber que pronto me condenarán todos los que se enteren de mi trance, pues supondrán que yo soy quien ha perdido la virtud. Me he esforzado constantemente para merecer la alta estima en que me tienen tus amables padres desde que estoy a tu servicio, ya que el aprecio de los amos es una necesidad indispensable para todas las que se encuentren en mi situación. Aprecio demasiado a tu madre como para sacrificar su tranquilidad de espíritu

desvelándole el juramento que te has tomado tan a la ligera. Entiendo que un caballero que solo promete algo para obtener una gratificación brutal y luego rompe su promesa a su conveniencia será indiferente a la obligación moral que, para un hombre de carácter más noble, bastaría para obligarle a considerar sus deberes. Sin embargo, obra en mi conocimiento que pronto te prometerás, así que espero que tengas en cuenta todo lo que podría arruinar tu felicidad. A pesar de lo que puedas creer, no busco que los espíritus del resentimiento dañen tu compromiso atrayendo la atención de las mentes vulgares a lo inapropiado de las acciones pasadas. Aun así, por odioso que resulte, puede que sea inevitable cierta medida de impugnación a tu carácter. Pues si bien no ocupamos la misma posición en la vida, tampoco nos separa tanto la cuna o las bendiciones de la fortuna como para que tus méritos como caballero estén por encima del daño infligido a mi reputación de hija de

caballero y a mis esperanzas de felicidad conyugal. ¿Acaso todo eso debe tener menos peso que tus propias aspiraciones? Así pues, señor, suplico en nombre del bebé que pronto tendré a mi cargo que actúes con juicio y humanidad. Respetuosamente aguardo tu respuesta. Sally Gibson Vienna se puso en pie y paseó hasta la cocina, claramente desconcertada. A no ser que Sally Gibson fuera una timadora mentirosa y muy convincente, cuando escribió aquella carta tan enfadada debía de estar embarazada de Benedict Blake. Obviamente él le había hecho creer que sus intenciones eran honorables y luego había roto las promesas que le había hecho para seducirla. Vienna reflexionó sobre las diferentes versiones de la historia que había oído. La amabilidad de los

primeros Blake con su institutriz «caída» era parte de la historia familiar oficial. Nadie había insinuado nunca que hubiera algo más profundo. Lo más natural sería que la familia hubiera enterrado un escándalo como aquel y después del asesinato de Benedict no hubiesen querido manchar su memoria. Las medias verdades que habían corrido sobre Sally Gibson tenían sentido y la verdad no habría importado sí Sally se hubiera casado con el jardinero jefe, hubiera llevado una vida tranquila y feliz y sus hijos se hubieran perdido en las brumas del tiempo. Pero Sally había tenido a Estelle, y la paternidad de Estelle importaba y mucho. De hecho, potencialmente podía cambiarlo todo. Mientras le daba vueltas a las ramificaciones de la historia, Vienna salió a la terraza y se sentó en una silla de ratán. Estelle se había casado con Hugo Cavender y Hugo había matado a Benedict Blake. Fue el detonante de la batalla que Vienna seguía librando al cabo de ciento cuarenta años. Los Blake siempre

habían alegado que el asesinato fue una simple cuestión de poder y ambición. Puede que así fuera. Pero ¿y si había otra explicación? ¿Algo que no fuera o blanco o negro? A Vienna se le cayó el estómago a los pies al pensar en la célebre rivalidad por la mano de Estelle entre Hugo Cavender y Truman Blake. Si la carta era cierta, Truman era el medio hermano de Estelle. Le vino a la cabeza el nombre que había elegido para el diamante. El Fantasma del Amor. De repente Truman se le antojaba menos un Victoriano romántico y más un pretendiente con el corazón roto. Vienna elaboró una teoría. Truman había comprado los diamantes para Estelle y luego su padre le contó la terrible verdad. La familia debía de habérsela revelado al darse cuenta de que sus intenciones de desposarla iban en serio. Por eso había subastado los diamantes. Y Hugo Cavender

estaba entre bambalinas esperando la ocasión de cortejar a Estelle en cuanto su mejor amigo se retiró. ¿Pero amaba Estelle a su marido o a quien había amado era a Truman? De sus gentiles cartas era imposible de deducir. Pensó en el fantasma de Laudes Absalom: ¡a Novia Desgraciada. Intrigada, volvió adentro y llamó a Penwraithe. —El fantasma —preguntó a Bridget después de inter-cambiar los saludos habituales—. La Novia Desgraciada. ¿Quién es? A Bridget le pareció divertida la pregunta repentina. —La señora Danville cree que es Estelle Cavender. —¿Por qué? —Bueno, porque fue la primera víctima de la Maldición. Si lo piensas, fue una historia trágica... caerse al lago y ahogarse nada más tener a su bebé.

—¿Pero se cayó o la empujaron? —¿Importa eso? De un modo u otro, acabó muerta. Vienna pensó en la estatua de mármol del ángel: Estelle escapando de la casa junto a su saluki. —Creo que sí que importa —dijo muy despacio—. Creo que es el quid de la cuestión. —¿Te esperamos hoy? —quiso saber Bridget. —Sí, pero llegaré tarde. —Pareces estresada. ¿Va todo bien? —No, lo cierto es que no —confesó Vienna, permitiéndose decir lo que pensaba—. He crecido dentro de un mito y ya no sé lo que puedo creer y lo que no. Bridget dejó escapar un profundo suspiro.

—Todo el mundo se siente así sobre la iglesia de vez en cuando. Necesitas pasar unos días en casa. Sacaré venado del congelador y haré pastel para mañana. ¿Qué te parece? Deprimente. Su padre adoraba la caza y Bridget se enorgullecía enormemente de cocinar platos glamurosos con faisán, liebre y demás criaturas de la naturaleza salvaje. Vienna no se atrevía a admitir que le entraban nauseas sólo de pensar en comerse a Bambi, por mucho que quedara disimulado bajo elaboradas salsas y hojaldre. —Mejor algo más ligero —sugirió indecisa. —Tengo un hermoso capón marinándose — anunció Bridget—. Sólo con paté de hígado y tostaditas. —Maravilloso —accedió Vienna, tapándose la boca.

—Oh, por cierto, he oído que la policía ha ido a hablar con tu vecina. —¿Qué? Bridget dejó escapar una sonora carcajada. —¿Te lo puedes creer? Le han pedido a Mason Cavender una muestra de ADN. —Oh, Dios mío. Vienna se quedó blanca. El inspector Sherman no había dicho nada sobre ADN cuando habían hablado por la mañana. Ahora Mason jamás cerraría el trato. —No te preocupes —la tranquilizó Bridget—. La señora Danville dice que no está enfadada. Sólo está echando las paredes abajo a mazazos porque le da la gana.

Capítulo 17 —¿Nos ha rechazado? Genial. A Vienna casi se le cayó el teléfono y tuvo que hacer malabares para no soltar el volante mientras tomaba su salida y se incorporaba a la Taconic State en sentido norte. —Ha dicho algo sobre un plazo —explicó Darryl Kent. Parecía confuso. —Obviamente ha habido un malentendido —dijo Vienna. ¿Qué más podía ir mal? —¿Así que siguen negociando? —Sí, solo es una táctica para ganar tiempo. Lo arreglaré. —Si va en serio, van a vender por una miseria — apuntó Darryl secamente—. La única razón de que

no hayan tenido que declararse en bancarrota es porque Lynden tenía a los banqueros bajo control. —Estaba a punto de casarse con la hija de un multimillonario. Ahora que ya no es posible, tienen que sacar el dinero de otro lado —murmuró Vienna, que empezaba a impacientase porque los coches avanzaban a paso de tortuga, y se cambió de carril. Había salido de Nueva York más tarde de lo que tenía previsto. Para cuando llegara a Penwraithe sería la una de la mañana. —Mason puede vacilarnos todo lo que quiera, pero los bancos están de nuestro lado —aseguró Darryl. —¿Has llegado a alguna parte con Josh Soifer? — quiso saber Vienna, mientras leía las pegatinas que había en la parte de atrás de la camioneta que llevaba delante. Soy pro-vida, junto a Dispára primero y Dios hará el resto.

—Al final se rendirán —afirmó Darryl, con la certeza de su modo lógico de encarar el mundo—. Soifer cree que Mason está retrasando lo inevitable, porque aún tiene que hacerse a la idea de la muerte de Lynden. Vienna soltó un bufido. Ya se había hartado de ser tan considerada con los sentimientos de Mason. Aquella mujer la había amenazado con un arma, por amor de Dios, y encima creía que podía hacerle chantaje para someterla a un humillante canje sexual. Ahora estaba enfadada porque la había ido a ver la policía. Vienna no sabía por qué le importaba tanto. Al fin y al cabo su padre ya no estaba vivo y no tendría que afrontar ningún cargo aunque al final se probara que había sido él. Declinar formalmente la oferta de los Blake era jugársela mucho. Todo o nada. ¿De verdad creía Mason que subirían las apuestas? Debía de saber que Vienna tenía todos los ases en la mano. ¿A qué diantres jugaba?

—Llámale, ofrécele un millón más y que sepa que es nuestra última oferta —le instruyó Vienna—. Saben lo que tienen que perder. Si nos retiramos e intervienen los bancos, se quedarán sin nada. —Lo llamaré a casa. —Recuérdale que tengo un bonito despacho con su nombre en la puerta. —No encargues la placa todavía —recomendó Darryl con sequedad—. Está colgado de esa familia. —Jesús, ¿qué les dan? —Será masoquismo —sugirió Darryl. —De verdad que no lo entiendo. Vienna había intentado tentar a Josh Soifer con un puesto en Industrias Blake desde que Lynden se había puesto al frente de su empresa. Soifer tenía demasiado talento y cualificación para perder el

tiempo trabajando para los Cavender y Vienna no quería molestarse liquidando los bienes de Corporación Cavender por sí misma. Soifer lo sabía todo del negocio, así que Vienna quería dejar en sus manos su eliminación. Le había presentado una oferta que ningún ejecutivo con dos dedos de frente rechazaría. —No te voy a repetir dónde me dijo que me metiera la prima por firmar —replicó Darryl—. Y eso fue después de que la dobláramos. —¿Qué coño quiere? Todo el mundo tenía un precio, pero siempre sorprendía a Vienna cómo algunas personas no se conformaban con dinero en metálico y había que ganárselas «en especie». Soifer no parecía del tipo que caería en la trampa de un coche de gama alta o un crucero de lujo. Pero si eso era lo que hacía falta, Vienna estaba dispuesta a ponerlo encima de la mesa.

—No vamos a comprarle un jet de empresa sólo para él —le dijo a Darryl—. Pero puedes ofrecerle un Mercury.

—Lo tanteé la última vez que hablamos, pero dice que le gusta poder mirarse al espejo. —Ay, Dios. Tiene complejo de mesías. Como si Mason Cavender fuera a dejar que nadie la res-catase. Era una mujer imposible. Le vino una imagen a la cabeza: Mason y ella abrazadas, Mason hundida en su interior con crudeza y pasión. Le subió el color a las mejillas y notó que le sudaban las manos. Bajó la ventanilla y aspiró una bocanada de aire de montaña. —Ese tipo no es tonto —le dijo Darryl—. Tiene que haber algo que lo retenga ahí.

—Bueno, no le necesitamos. La oferta era por cortesía. Vienna era consciente de que sonaba molesta. Lo cierto era que había estado segura de que Soifer abandonaría el barco en cuanto Lynden estuviera enterrado y sin su apoyo Mason estaría jodida. Ella era como su padre: tenía la sangre demasiado caliente para llevar un negocio. Si Soifer se iba, puede que Mason por fin entendiera que todo había terminado. Era hora de tirar la toalla. —No te venderá la casa a ti —le dijo Darryl—. Creo que eso es el escollo principal. ¿Por qué no dejamos enfriar esa parte y nos concentramos en cerrar el trato por la corporación? —Si arrastramos el tema por más tiempo, Andy intentará adueñarse de Blake Aeroespacial. Su primo llevaba exigiendo la presidencia de la empresa desde que Vienna se había puesto al frente y ya casi tenía el apoyo necesario de los

empleados de rango superior para forzar su nombramiento. Vienna sabía lo que pasaría entonces: Andy gobernaría su propio imperio. Sobre el papel, tendría que responder ante ella, pero en realidad la dejaría al margen y al poco tiempo Vienna sería irrelevante, un mero cargo honorífico, y él tendría el verdadero poder, porque Blake Aeroespacial era la rama que estaba creciendo más deprisa de la corporación. —Creo que deberíamos ir a los bancos —le dijo Darryl—. Decirles que cierren el grifo y que en adelante discutan las cosas con nosotros. —Ese es nuestro último recurso. Todavía podemos seguir jugando unos cuantos días. —¿Por qué me da la impresión de que tienes un plan que no me has contado? Vienna sonrió.

—Plantéatelo así: la negación plausible siempre es buena. —No rompas ninguna ley —la advirtió Darryl, como de costumbre—. Y si lo haces, no dejes ningún cadáver. —Lo tendré en cuenta. Mantenme al tanto. Vienna soltó el móvil sobre el asiento del acompañante y se acomodó al volante mientras recorría el conocido trayecto empinado hacia las Hudson Highlands. El terreno era más escarpado, pero la serpenteante carretera le era tan familiar que no tenía ni que mirar las indicaciones o las señales de tráfico. Conducir a Penwraithe siempre la ayudaba a pensar sobre los retos del trabajo y se le ocurrían ideas nuevas. Últimamente solo había sido capaz de pensar en el problema de los Cavender. Nunca debería haber dejado que las cosas llegaran hasta aquellos extremos.

Mientras el coche engullía kilómetros y el tráfico disminuía, Vienna sopesó su siguiente paso. ¿Y si iba a ver a Mason y accedía a su aventura de una semana? Si Mason cumplía su parte del sórdido trato y le vendía tanto la corporación como Laudes Absalom, ¿importaba de veras cómo lo hubiera logrado? Vienna sobreviviría a su orgullo herido y, al fin y al cabo, no sería la única vez que practicaba el sexo por el sexo. Había tenido algunas aventuras así desde la universidad. Relaciones cortas y satisfactorias para ambas, en las que nadie resultaba herido. Pensó en sus primos, aquellas ratas de cloaca con las que su padre ya había tenido que lidiar cuando se puso al frente de la compañía. Muchas veces sus primos formaban facciones y daban ultimátum. Vienna se preguntaba cómo los había neutralizado su padre. Entonces se le ocurrió que su padre había tenido un motivo muy poderoso para combatir las amenazas y salvaguardar su legado. La tenía a ella. Puede que ella fuera igual de

despiadada si tuviera que pensar en el futuro de su hijo o hija. Se imaginó con un bebé en brazos que la mirara con los ojos oscuros de Mason. Desconcertada, Vienna estuvo a punto de saltarse la salida a la Ruta 7. Aminoró y puso en marcha los limpiaparabrisas, porque los goterones de lluvia empezaban a rebotar erráticamente sobre la luna delantera. Había cambiado el tiempo, como solía pasar en cuanto cruzaba la frontera del estado. Las nubes oscurecieron la luna creciente de repente y el viento rugió por las ventanillas abiertas. Enseguida notó el rostro rígido y húmedo. La nieve no llegaría a los Berkshires hasta Acción de Gracias, pero notaba su promesa cargada en el aire nocturno. Pronto la belleza silvana de aquellos parajes quedaría cubierta por una densa capa blanca y escarchada y los árboles vestirían enaguas de hielo. La tierra quedaría silenciada, los pájaros dejarían de cantar. El aroma verde y dulce a hierba

y a sol sucumbiría al olor metálico de las agujas de pino mojadas y los animalillos dejarían regueros de huellas en la prístina extensión blanca. A Vienna le gustaba mucho el brillo de la nieve fresca y cómo crujía bajo sus pies. Le encantaba levantarse temprano en las mañanas de invierno para ver cómo el sol limpiaba con su luz la uniformidad plomiza de la noche. Una polilla enorme se estampó en el cristal justo delante de Vienna y esta se sobresaltó. Puso el limpiaparabrisas a máxima potencia unos segundos y aminoró hasta que los restos que manchaban el cristal ya no le entorpecieron la visión. Le pesaban los párpados y notaba que sus pensamientos flotaban. Había sido una locura salir tan tarde, pero ya había llegado a Stockbridge y pronto estaría en casa. Las calles estaban desiertas y no había luz en ninguna de las ventanas de las tiendas ni los edificios que tan bien conocía. Tomó Pine Street, pasó Naumkeag y siguió el camino de rayas blancas ligeramente luminosas que partían la

calzada en dos. Dejó atrás los troncos nudosos de los árboles al tomar la curva hacia casa. Pronto llegaría, tras pasar por delante de las puertas negras de hierro forjado de Laudes Absalom y la larga tira de árboles que la separaba de Penwraithe, la casa iluminada de la colina. Vienna dejó escapar un suspiro de alivio cuando la carretera se estrechó y culebreó en el valle. Fue rectificando la trayectoria poco a poco para evitar obstáculos y sombras imaginarias, pero era como si los árboles negros a lado y lado se cernieran sobre ella y tenía la sensación de conducir a ciegas y demasiado deprisa en el interior de un túnel. El paisaje no era más que una mancha borrosa tras los cristales; la lluvia cada vez era más intensa. Volvió a aumentar la potencia de los limpiaparabrisas, cuya lenta pulsación regular resultaba hipnótico. —Concéntrate —se ordenó con severidad.

Fue lo último que dijo antes de que un par de ojos relucientes aparecieran de repente delante del coche. Vienna pisó el freno y dio un volantazo brusco para evitar a una silueta pálida, pero le sería imposible parar el coche antes de chocar contra ella. Se preparó para el impacto, pero este nunca llegó. Los neumáticos patinaron sobre la grava, Vienna se fue a un lado, se dio contra el cristal con la mejilla y las luces del coche rebotaron contra los árboles. Un entramado de ramas cubrió el parabrisas y, cuando Vienna giró el volante, notó que la parte trasera del coche giraba fuera de control. Aguantó el volante con firmeza, aceleró y derrapó en paralelo a los troncos de los árboles, hasta que por fin pudo colear de vuelta a la carretera. Vienna avanzó unos metros más, con el corazón latiéndole con tanta fuerza que apenas oía nada más, antes de frenar y quitar la llave del contacto. Durante unos segundos se quedó mirando a la

nada, hasta que dejó caer la cabeza y rompió a llorar, entre conmocionada y aliviada. —¿Vienna? Vienna levantó la cabeza del volante de golpe. Tenía el cuello agarrotado y le dolía la cabeza. Había un rostro en la ventanilla, pálido y con los ojos muy abiertos. —Abre la puerta —exigió Mason. Aturdida, Vienna agarró la manecilla. Apenas le dio tiempo a girarla antes de que Mason abriera la puerta de un tirón y se inclinara hacia ella para agarrarla de los hombros. —¿Estás bien? —Me debo de haber quedado dormida. —¿Qué haces aquí parada? —Mason iluminó el coche con una linterna—. ¿Te has hecho daño? ¿Qué ha pasado?

Vienna se llevó la mano a la mejilla e hizo una mueca. —Vi algo. Di un golpe de volante para esquivarlo y... —¿Viste a una persona? —A lo mejor era un ciervo. O un perro, no sé. Estaba cansada. Llevaba tres horas conduciendo. Mason la observó con expresión interrogativa. —Creía que no vendrías. Vienna no pudo contestar y desvió la mirada para tratar de poner en orden el embrollo de emociones que le encogía el estómago. Respiraba muy deprisa y eso aún dificultaba más las cosas, porque empezaba a marearse un poco. —Te equivocabas. Mason la ayudó a salir del coche.

—Vamos, ya conduzco yo. —Soy perfectamente capaz de conducir. —Ya veo. Irritada, Vienna saltó: —Podría haberle pasado a cualquiera. —Y podría haber sido mucho peor. —Mason la condujo al lado del acompañante con firmeza. Sonaba enfadada—. Tendrías que haber esperado a mañana. Podrías haberte hecho mucho daño. ¿Y entonces qué? ¿Qué habría pasado si no te hubiera encontrado? Vienna se sintió desfallecer. Estaba al borde del llanto. —Mason, no quiero pelearme contigo. Márchate y ya está, yo puedo llegar a casa sola.

—¿Qué te hace pensar que voy a permitirlo? — Mason abrió la puerta trasera y le ordenó a su dóberman que subiera. Luego empujó a Vienna al asiento del acompañante y le abrochó el cinturón de seguridad—. Cuando te mire la cara decidiremos si tenemos que ir al hospital. —Solo es un cardenal —protestó Vienna, llevándose la mano a la zona dolorida. Se estremeció. Tenía la cara hinchadísima. Seguro que al día siguiente se le habría puesto el ojo morado. Qué sexy. Se lamió una gota de sangre de los dedos—. Estoy perfectamente. Mason se sentó al volante y arrancó el coche. Mientras se incorporaba a la carretera murmuró: —Ojalá me hubieras llamado antes de subir en mitad de la noche. Te habría ahorrado el viaje. —No te preocupes, recibí tu mensaje. Darryl me llamó cuando estaba a punto de salir.

—¿Y aun así has venido? —se extrañó Mason. Su rostro estaba bañado en sombras y su tono de voz era inexpresivo. Como no pudo interpretar su expresión, Vienna sólo respondió: —Quería verte. —¿Por qué? —quiso saber Mason. Las puertas negras de Laudes Absalom se abrieron con un crujido cuando se acercaron y Mason se guardó el mando en el bolsillo del abrigo—. ¿Esperabas que la policía encontrase alguna razón para arrestarme? Vienna contempló los bosques inmóviles, a sabiendas de que estaba demasiado cansada para ganar una pelea. —No discutamos. ¿Tregua? —Claro. Puede esperar.

—De todos modos —comentó Vienna, en tono más distendido—, hablando de excursiones nocturnas, ¿qué estabas haciendo tú dando vueltas a las tres de la mañana? —Me despertó Ralph —respondió Mason, alargando el brazo hacia atrás para acariciar al atento dóberman—. Habrá oído el coche. Vienna lo dudaba. Laudes Absalom estaba bastante lejos de la carretera. Contempló el edificio, que cobraba un aire melancólico a la luz de los faros. Salvo por las lámparas a ambos lados de la entrada principal, la casa estaba completamente sumida en la oscuridad. El ala derrumbada era una excrecencia adusta y las ventanas estaban tan vacías como las cuencas de los ojos de un cadáver. Era una visión tan gris y deprimente que a Vienna no la habría sorprendido oír aullar a un lobo. Puede que uno de los que tenían disecados en el vestíbulo principal. Tuvo la lóbrega fantasía de que se erguía de repente en su peana de

madera y bajaba de un salto, sediento de venganza hacia los que lo habían asesinado. Mason aparcó en un parking alargado tras el ala norte y ambas siguieron al dóberman por una serie de pasadizos y subieron una escalerilla estrecha que seguramente había sido construida originalmente para los sirvientes. Al llegar arriba, la puerta daba a la amplia galería que rodeaba el vestíbulo principal. La tenue luz de la luna se filtraba trabajosamente entre los altos ventanales de vidrio emplomado de la parte delantera, pero no lograba penetrar la oscuridad. Lo único que insuflaba algo de vida en el inflexible silencio de la casa era el pesado tic-tac de un reloj y el sonido de sus pasos. Mason pulsó un interruptor en la pared y la lámpara de araña cobró vida, arrojando un resplandor amarillento sobre todo lo que tenía debajo. A Vienna se le fueron los ojos a uno de los cuadros: el de una esbelta rubia despampanante,

con un marco dorado muy elaborado. Llevaba un vestido de baile y un ramillete de lirios colgantes. Tenía una expresión de franqueza caprichosa y su postura era desafiante. A juzgar por el aspecto irregular del lienzo, había incitado al atrevido artista que había osado pintarla a utilizar trazos desordenados. Vienna reconoció el collar de diamantes que llevaba puesto. Bajo la pintura, una placa de latón rezaba: NANCY CAVENDER. Unos pasos más adelante, Mason abrió una puerta que debía de pesar más que ella y la invitó a pasar. —Adelante. La majestuosa estancia a la que entraron había sido probablemente un estudio de dibujo en el pasado, pero en la actualidad su propósito no estaba tan claro. Los suelos de roble protestaron quedamente con cada paso que daban sobre las anchas tablas de madera oscura. Los muebles no parecían muy cómodos y había muchos cubiertos

con sábanas para protegerlos del polvo. Entre los cortinajes de color verde desvaído y las paredes de madera negruzca había más cuadros en las paredes. Muchos eran de caballos. Había diagramas enormes que Vienna reconoció como árboles genealógicos equinos. Las estanterías estaban llenas de altos tomos con encuadernación de piel, con fechas grabadas en oro en el lomo. Uno de ellos estaba abierto sobre una mesa cercana, junto a un tintero, secante de escritorio y varias plumas. Vienna echó un vistazo a la página al pasar. Reconoció la hermosa caligrafía de inmediato y recordó la nota que el cuervo le había dejado en el regazo dos semanas antes. Seguro que el mismo pájaro azabache frecuentaba a menudo aquella habitación, a juzgar por las perchas colocadas junto a las ventanas. Vienna miró hacia arriba, casi esperando ver una sombra negra merodeando en un rincón remoto del techo de yeso esculpido. Tenía la sensación de que alguien la observaba.

—Siéntate —le indicó Mason, haciéndole un gesto hacia el hogar central que había a pocos metros. Frente al hogar había dos butacas y un mullido sofá. Como el resto de los muebles de la sala, estaban raídos y se caían de viejos. Sin embargo, cuando Vienna colocó un cojín para tomar asiento en el sofá, no se levantó ninguna nube de polvo. Por muchos defectos que pudiera tener la señora Danville, y por desagradecido que fuera su trabajo, mantenía Laudes Absalom como los chorros del oro. No debía de ser algo fácil, con una cantidad de habitaciones viejas y mohosas y una acumulación de muebles y ornamentos feudales que espantarían al personal de cualquier castillo. Mason dejó una bebida con hielo en la mesita labrada que Vienna tenía al lado. —Bebe. —De verdad... no es necesario. Es un corte superficial, nada más.

Mason la ignoró, se quitó la chaqueta de marinero, removió el papel y las ramitas de la chimenea y encendió el fuego. Cuando prendieron las llamas, Ralph se acomodó frente al hogar y se estiró cuan largo era, con la cabeza apoyada sobre las patas. —Enseguida entrarás en calor —le dijo Mason mientras añadía un par de troncos pequeños—. Ahora vuelvo. Se marchó sin mirar a Vienna. En cuanto cerró la puerta, Vienna dio un sorbo de brandy y extendió las manos hacia el fuego. Tras tostarse un rato al calor de la lumbre, notó que la invadía el sopor y supo que si se recostaba se quedaría dormida. La idea era tentadora, pero se resistió. Decidida a mantenerse despierta, se levantó y se dedicó a deambular por la habitación mientras permanecía atenta al sonido de los pasos de Mason cuando regresara. Si la casa no fuera un mausoleo, podría ir en busca de Mason ella misma, disculparse con ella y marcharse. Lo único que quería en aquellos

momentos era darse un baño caliente y meterse en la cama. Cualquier cosa que hubiera que discutir podía esperar al día siguiente. Debía tener la mente despejada para tomar las decisiones adecuadas. Se acercó a un caballete de exposición y levantó la sábana que cubría la pintura. El olor a aceite de linaza le dio la bienvenida. Era un trabajo reciente y la pintura todavía estaba húmeda. El pintor había captado a Mason y a su hermano a la perfección, mostrando tanto la armonía entre dos hermanos unidos y el contraste entre dos adultos muy diferentes. Los dos eran físicamente arrolladores y muy conscientes de su sensualidad. Pero mientras que el lenguaje corporal de Lynden era abierto y agradable, la reserva suspicaz de Mason era visible. Tenía una expresión fría y no había suavidad en los contornos de su barbilla y la mandíbula. Sus ojos oscuros fulminaban al espectador con una mezcla de incomodidad y desafío, pero en sus profundidades había mucha

elocuencia. El artista había visto lo que la propia Vienna veía en Mason: aquella vulnerabilidad tan inquietante. La revelaba en la curva suave de la muñeca y la línea expresiva de sus labios. Vienna se sintió como una voyeur, volvió a cubrir el cuadro y retrocedió. A su espalda, Mason preguntó: —¿Qué te parece? Atravesó la estancia con un contoneo indolente que le cerró la garganta a Vienna. —Guarda un buen parecido. Mason le dio una palmadita a su perro y a continuación dejó un botiquín de nylon sobre la mesa y abrió la cremallera de un par de bolsillos en la entretela. Se había quitado la ropa mojada y llevaba una camisa a cuadros escoceses metida en unos téjanos anchos y descoloridos. Se arremangó y comentó:

—Todavía es pronto para colgarlo. Vienna no sabía qué decir. A juzgar por el aspecto del material de primeros auxilios, Vienna supuso que normal-mente lo usaban para los caballos. Mason le acercó una silla. —Siéntate. No te dolerá. —Puedo curarme sola —replicó Vienna, alargando la mano hacia el alcohol. —Dame el capricho. —Mason le apartó el pelo de la cara con delicadeza y le limpió la mejilla—. Siempre he querido jugar a los médicos contigo. —No tienes remedio. Vienna intentó respirar regularmente y concentrarse en la habitación. Señaló un cuadro de dos soldados casi idénticos, con el uniforme caqui y el abrigo de los soldados de infantería de la Primera Guerra Mundial.

—¿Quiénes son? —Harland y Hope. Eran gemelos —contestó Mason, mientras le ponía una tirita—. Sólo es un corte de nada, pero tendrías que ponerte hielo en la mejilla para el cardenal. —Sacó una compresa fría—. Te la dejo. —Gracias —musitó Vienna, sujetándose la compresa sobre la cara. Aunque debería alegrarse de poder marcharse por fin, retrasó el momento de la partida—. ¿Hope? Es un nombre poco habitual para un hombre. —Fingió ser un hombre para poder ir a la guerra con Harland. —¿Y tu familia lo permitió? —se asombró Vienna. Ningún Blake habría permitido que uno de sus vástagos sirviera de carne de cañón de políticos belicistas. Un par de descendientes habían tenido una carrera militar brillante y se habían retirado

como generales; la familia los ensalzaba como ejemplo del patriotismo de los Blake si la necesidad se presentaba. Y por supuesto estaba la hija de Patience Blake, Colette, que había hecho el sacrificio supremo. Pero el padre de Vienna estaba en Harvard durante la guerra de Vietnam y la familia se aseguró de que le concedían las prórrogas necesarias para que no lo llamaran a filas. —La familia se enteró después. Cuenta la historia que Harland estaba en Londres con amigos y Hope estaba en una escuela de arte de París. Cuando llegaron las primeras tropas estadounidenses para unirse a los Aliados, se alistaron. Era una decisión típicamente Cavender: dos jóvenes que tiraban la cautela por la ventana y se lanzaban a la aventura. —¿Qué les pasó? —quiso saber Vienna.

—Harland murió en acto de servicio en el frente occidental. Hope resultó herida al mismo tiempo. Fue cuando descubrieron que era una mujer. —No creo que fuera la única. Una antecesora mía también murió en Europa en la Primera Guerra Mundial. Tengo algunas cartas suyas. Era enfermera y habla de un soldado que creo que era una mujer. Estaban enamoradas. Mason tiró los algodones y la bolsa de las tiritas y cerró la bolsa-botiquín. —¿Era lesbiana? —Sólo son suposiciones, pero creo que sí. — Vienna se permitió una sonrisa irónica—. Según las estadísticas, no somos las únicas homosexuales en nuestro árbol genealógico. —¿Qué pasó con la soldado? —le preguntó Mason.

—No lo sé. Sólo tengo una fotografía. Ningún nombre. —A lo mejor fue Hope. —Sería toda una coincidencia. —A lo mejor no. No somos las únicas Blake y Cavender entre las que ha habido algo —le recordó Mason con suavidad—. Fanny se casó con Nathaniel y tu abuelo tuvo una aventura con mi abuela. Supongo que las historias de amor/odio han estado siempre presentes. Vienna no quería continuar con aquel tema. Necesitaba recabar más información antes de hablar sobre Estelle y Benedict. Dejó la bolsa de hielo en la mesa y se puso de pie. —Estarás cansada. Ignorando la indirecta y su reciente tregua, Mason dijo:

—Deberías haberte quedado en Nueva York. —Tú no lo hiciste —arguyó Vienna. Trataba de sonar des-preocupada, pero la voz la traicionaba. El dóberman tumbado ante el fuego le lanzó una mirada y una mueca de simpatía—. Al parecer no te pareció que valiera la pena esperarme. —Y tú no creíste que valiera la pena dejar la fiesta con-migo —replicó Mason—. ¿Empatadas? —¿Así que es una cuestión de ego? No me digas que has rechazado la oferta porque he herido tus sentimientos. —Creía que no íbamos a discutir eso ahora. —Has empezado tú. Genial. Ahora se peleaban como niñas de seis años. Vienna se obligó a tranquilizarse pensando en su baño y en las mullidas almohadas que la aguardaban.

—Me voy a casa —anunció Vienna. —Buena idea. —Para que conste, fui a tu apartamento después de la fiesta y ya te habías ido. Dicho lo cual, Vienna se dirigió a la puerta. —¿No te olvidas de algo? —Mason agitó las llaves del coche de Vienna entre los dedos, pero en lugar de moverse permaneció apoyada contra el respaldo de la silla. —Iré andando —le soltó Vienna—. Luego mandaré a alguien a recoger el coche. A Mason le brillaron los ojos. —No vas a volver andando a tu casa sola. —Eso lo veremos. Vienna salió de la habitación dando un portazo.

Tras echar un vistazo rápido al retrato de Nancy, se apresuró a recorrer la galería hasta la amplia escalinata central. A sus pies, el vestíbulo principal tenía un aire siniestro y las sombras se hacían más densas bajo el débil charco de luz que arrojaba la lámpara de araña en el nivel superior. Reprimiendo el nerviosismo, Vienna bajó las escaleras. La casa podría ser muy hermosa, pensó Vienna, mientras descendía apoyándose en la balaustrada. Si fuera suya, lo primero que haría sería mejorar la iluminación. Luego traería a un equipo de demolición para deshacerse de la monstruosa ala sur. ¿Qué clase de persona dejaba que su casa se cayera a pedazos después de un incendio sin reconstruirla o al menos retirar los escombros? Giró el picaporte, pero la puerta no se movió. Maldiciendo entre dientes, Vienna inspeccionó los diversos candados y cadenas. No estaban pasados, así que tiró del picaporte otra vez. —Está cerrada con llave —la informó Mason.

Vienna se volvió. Su némesis estaba al pie de la escalinata, con los brazos a los costados. La envolvía un aura de quietud y atenta expectación. Era la manera de imponer su voluntad: hacer que Vienna se acercara a ella. —¿Qué ha sido de tus modales? —exigió Vienna, indignada. —Si te empeñas en volver caminando, te he dicho que te acompañaría —contestó Mason con una nota de sarcasmo—. ¿Qué ha sido de la gentileza de aceptar las invitaciones? Vienna miró de reojo a un lado. Estaba tensa, lista para salir huyendo, y aparentemente no lo disimuló demasiado bien. Mason la observó con diversión. —No hay modo de escapar. La casa está cerrada. —Pues abre la puerta —espetó Vienna.

—Dime una cosa —la ignoró Mason—. ¿Ibas a aceptar mi propuesta? Vienna se tragó la primera respuesta que le vino a la mente y consideró la pregunta detenidamente. —¿Y qué si así fuera? Mason alargó la mano, pasó el brazo junto a Vienna y metió la llave en la cerradura. —¿Sí o no? —Sea cual sea la respuesta, ya no es relevante. —No sabes la respuesta—la retó Mason con delicadeza. Su cercanía desarmaba a Vienna, que estaba perdiendo terreno a marchas forzadas. Su determinación flaqueaba tanto como sus piernas, así que Vienna se refugió en el contraataque.

—Oh, por favor. Como si fuera tan complicado de adivinar. Claro que iba a decir que sí. Hizo una pausa para que su elocuente declaración hiciera mella. Era evidente que Mason estaba afectada; incluso en la fantasmagórica penumbra se le notaba el pulso junto al nacimiento del pelo sobre la sien. Su latido le desencajó el rostro a Vienna, que sofocó la necesidad desesperada de acariciarle la piel traslúcida a Mason. —Y una mierda —musitó Mason. —Cree lo que quieras, ahora ya da igual. Has perdido el tren. —Y aun así, estás aquí. —Ya no. —Vienna dio un paso atrás, esperando a todas luces que le abriera la puerta, y tendió la mano para que le devolviera las llaves—. Gracias por tu hospitalidad. Le diré a Darryl que tu decisión es definitiva y que ha llegado el momento de que

nos retiremos y aceptemos con gentileza que te autodestruyas. —Le dedicó una sonrisa dulce—. Buena suerte con la liquidación, Mason. La necesitarás. Estaba a medio camino de la escalera de entrada cuando oyó a Mason. —¡Vienna! Vienna se volvió y se le cortó la respiración al ver a Mason, alta y oscura tras la pálida forma de Estelle. De repente, la estatua parecía viva y la desconcertada Vienna tuvo una visión de la hermosa mujer con la que había soñado, cuyos azules e hipnóticos ojos le suplicaban mientras estiraba la mano abierta hacia ella. Vienna vio un destello de luz por el rabillo del ojo y se percató de que habían encendido la luz en una de las ventanas del piso de arriba. —Vuelve dentro —le pidió Mason.

—¿Por qué? ¿Para que puedas seguir jugando conmigo? —No. —La voz de Mason ocultaba una nota desgarrada bajo sus palabras—. Vienna, tengo que hablar contigo. —Estoy demasiado cansada para esto —dijo Vienna, con desánimo—. Tú ganas, ¿de acuerdo? Mañana me volveré a Boston y seguiré con mi vida. —¿Y qué pasa con Le Fantóme? —¿Qué pasa con él? —Para eso has venido, ¿no? —La desafió Mason, que descendió unos peldaños hasta quedar justo por encima de Vienna—. Sé qué no encuentras la piedra verdadera. —¿Crees que esa es la razón de que haya venido aquí de madrugada? ¿Por un maldito pedazo de carbón gafado hinchado de precio? ¿Crees que eso

es lo que me importa? —Exclamó Vienna con los ojos llenos de lágrimas—. Anda y que te jodan. Mientras las palabras brotaban caóticamente de sus labios se dio cuenta de lo poco que le importaba el collar. Habría venido aunque hubiera encontrado el diamante. Daba igual si Mason aceptaba la oferta o se la tiraba a la cara. Aquella certeza la entristeció profundamente. Mason creía que era lo bastante superficial como para vender su cuerpo por un acuerdo empresarial y emprender el peligroso trayecto a los Berkshires en mitad de la noche por una piedra valiosa. Daba igual lo que dijera: Mason nunca confiaría en ella y toda la culpa era de Vienna. —¿Qué otra cosa quieres que piense? —Inquirió Mason—. Enviaste a la policía a mi casa. Vienna maldijo a voz en grito y bajó los escalones restantes de malas maneras. Al llegar abajo se detuvo y se volvió hacia Mason, rabiosa.

—Fui a la policía porque nadie me cuenta lo que pasó aquella noche. No es culpa mía si se dieron cuenta de que el caso olía a chamusquina. Yo no soy la que ha estado ocultando la verdad durante diez años. —No, eso fue idea de tus padres. —Querían protegerme. —Se protegían a sí mismos. Dios no permita que el apellido de los Blake se arrastre por el fango. — Mason se interrumpió. El pecho se le movía a toda velocidad—. ¿Nunca se te ha ocurrido que yo no soy el enemigo? El brillo salvaje de su mirada hizo retroceder a Vienna, que se rodeó con los brazos. —¿De qué estás hablando? —le preguntó. —Dile a tu madre que te cuente lo del trato. El que hizo tu padre con el mío aquella noche.

—¿Qué trato? Al principio Mason guardó silencio. Luego soltó una carcajada irónica. —¿Quieres saber algo gracioso? La primera vez que te vi con toda aquella gente quise rescatarte. Sabía que no pertenecías a aquel lugar, eras tan...perfecta. —Apartó la firme mirada de Vienna y pareció ensimismarse en sus propios pensamientos. En tono distraído, añadió—: Yo tengo tanta culpa como los demás. Te entregué a los lobos. Vienna no era capaz de bajar los brazos, porque temía que si lo hacía se humillaría aún más cayendo de bruces. —¿De qué estás hablando? Mason giró la cabeza de golpe cuando una luz brillante bañó la escalera. Una delgada y severa figura apareció en la entrada.

—He oído voces —dijo la señora Danville. Llevaba el cabello recogido debajo de un pañuelo blanco, salvo por una ristra de ricitos en forma de espiral sobre la frente, inmovilizados con sendas horquillas—. ¿Pasa algo? Vienna quiso contestar, pero Mason se le adelantó. —No pasa nada. Sólo acompañaba a la señorita Blake a su coche. Vienna se mantuvo firme, porque no pensaba irse sin respuestas. —Puedo ir sola al coche —murmuró, mientras trataba de hallar la manera de preguntarle a la señora Danville sin parecer que la estaba acusando de algo. Mason le puso la mano en el hombro, indicándole con delicadeza que no lo hiciera. —Esto es entre tú y yo.

Furiosa, Vienna se encaró con Mason. —Entonces dime qué está pasando. ¿No lo entiendes? Todo este secretismo no me está protegiendo, me está volviendo loca. —Vete a casa y duerme un poco —zanjó Mason, que la guió hacia el arco que daba a la parte trasera de la casa con un educado ademán—. Hablaremos mañana. —Querré saber la verdad —la advirtió Vienna mientras abría la portezuela del coche. —Y yo también —le contestó Mason en voz queda.

Capítulo 18 —Estaba aquí cuando he bajado —susurró la señora Danville cuando Mason cerró la puerta con llave—. La he visto. —¿A quién, a la Novia Desgraciada?

El ama de llaves asintió. —Estaba de pie en la puerta del estudio de su padre. Mason echó un vistazo al pasillo. No le gustaba pasar por delante de aquella habitación y Ralph siempre gruñía cuando se acercaban a la puerta del estudio. Desde hacía una semana, la señora Danville había visto a su fantasmal inquilina más de una vez, aunque nunca antes había tenido aquel tipo de encuentros. Mason no estaba segura de sí las visiones eran cosa del estrés o de lo sobrenatural. La señora Danville decía que la presencia era una señal. —¿Le ha dicho algo? —quiso saber Mason. La señora Danville le lanzó una mirada reservada, como si sospechase que quería burlarse de ella. —Los fantasmas no suelen departir, según dicen.

—¿Qué cree usted que quiere? —No descansa en paz en su tumba —opinó el ama de llaves en tono fúnebre—. Y eso sólo puede ser por una cosa. Por un pecado mortal. —¿Asesinato? —O suicidio, que Dios se apiade de su alma. Las dos permanecieron allí de pie, en silencio, mirando a su alrededor a la espera de que el fantasma apareciera de nuevo, pero cuando no lo hizo, Mason se encogió de hombros. —A lo mejor tendríamos que probar con una Ouija algún día. Lynden siempre insistía en sacar aquel truco de salón cuando los visitaba algún invitado impresionable y, en ocasiones, arrastraba a Mason a jugar si le faltaba alguien. La Novia Desgraciada nunca había hecho acto de presencia en aquellas

sesiones, aunque se habían producido episodios de luces parpadeantes y, como era de esperar, se había deletreado el nombre de Estelle en un puñado de ocasiones. —Y luego está el perro —apuntó la señora Danville. Mason miró en derredor automáticamente a ver adonde había ido Ralph. Al seguir a Vienna escaleras abajo había dejado la puerta abierta; normalmente el perro iba tras ella. Dio un silbido bajo y una cabezota oscura asomó entre los barrotes de la barandilla justo sobre su cabeza. Mason le hizo un gesto para que bajara, pero Ralph gimoteó y retrocedió hacia la galería. La señora Danville miró hacia arriba. —Me refería al perro blanco. Usted lo ha visto y el señor Pettibone también. Es el perro de esa mujer.

—¿Cree que ese saluki perdido también es un fantasma? —Mason reprimió una sonrisa—. El perro de Laudes Absalom... tiene gancho. La señora Danville no pareció apreciar el sentido del humor de Mason. —Su madre los ha visto a los dos, ¿sabe? Una vez hizo venir a un médium. —¿En serio? —Se asombró Mason, que encendió la luz y empezó a subir las escaleras—. ¿Para que hiciera un exorcismo? —No creo. Era un individuo muy peculiar. Le gustaba mucho mi ganso asado al Armañac. Estuvo dando vueltas por el estudio de su padre un rato, tocando cosas y comunicándose con... el otro lado. —¿Descubrió algo? —Sólo el vino de la bodega.

Ralph les dio la bienvenida en el descansillo, jadeando de alivio. Mason le acarició la barbilla. —Supongo que podríamos intentar traer a un vidente, ya que parece que la Novia ronda por aquí últimamente. A lo mejor una médium como la de la televisión. —Esa es una actriz —replicó la señora Danville, mientras se ajustaba el pañuelo de gasa blanco con firmeza sobre el cabello—. Espero que no le importe, pero me he tomado la libertad de buscar a la persona adecuada. Según creo llegará por la mañana. —¿Ha contratado a un cazafantasmas para que venga hoy a casa? —No le causará ninguna molestia. Le daré instrucciones muy precisas —aseguró el ama de llaves en tono de martirio y disgusto, como si hablaran de un exterminador de cucarachas al que

fuera a tener que servir un refrigerio—, Viene muy recomendada. Mason se preguntaba cómo se evaluaba el rendimiento profesional en el campo de los médiums. —¿Dónde la ha encontrado? —Su detective privado ha sido de mucha ayuda — respondió la señora Danville—. Cuando vino a revisar los documentos de Lynden le pregunté si sabía de alguien. Antes era policía en New Hampshire y me dijo que una vez una médium los ayudó en el caso de un asesino en serie. —Creía que la policía no usaba videntes. —Parece que esta es una excepción. Su detective se puso en contacto con sus compañeros y el viernes ella lo llamó por teléfono. Lo raro es que le dijo que esperaba noticias nuestras.

Mason puso los ojos en blanco. —Seguro que eso lo dicen siempre. —Puede. Pero la señorita Temple preguntó si el nombre de Benedict me decía algo. —Probablemente habrá hecho los deberes en Internet Se ha escrito mucho sobre la Maldición Cavender y el asesinato. —Quizás —coincidió la señora Danville con diplomacia—. Aunque no sé qué le haría pensar que Benedict fuera el padre de Estelle. Naturalmente, se lo pregunté. —¿Qué? —se extrañó Mason. Tenía la cabeza embotada—. Ha dicho que Benedict era... —Sí, se lo dijo Estelle. Mason se sintió como si de repente pisara arenas movedizas. Tenía que haber alguna explicación

lógica. El ama proporcionársela.

de

llaves

intervino

para

—La señorita Temple ve a los muertos. El cristal de la ventana que había bajo sus pies vibró y las dos mujeres se quedaron muy quietas, escudriñando el rincón tenebroso junto al estudio de Henry. Más allá de los altos ventanales, ya no era noche cerrada. Pronto amanecería. —Bien, gracias por encargarse del tema —le dijo Mason, que se dirigió a las escaleras del ala norte —. ¿Cree usted que es posible, señora Danville? El ama de llaves se tomó su tiempo para contestar. —Mi madre sí lo creía. —Hizo una pausa—. Pero pensará que son cotilleos de criados. —Por esa razón son más fiables. Mason no preguntó por qué ella nunca había oído aquella historia. Ninguno de los empleados de

Laudes Absalom o Penwraithe contradiría abiertamente la historia oficial de las dos familias. Tenían que pensar en sus trabajos. Mason subió a su habitación, se desnudó y se metió en la cama. El sueño se la llevó casi de inmediato y lo último que recordaría sería la idea formada a medias de que la verdad podría llegar a arreglarlo todo si Vienna y ella pudieran desvelarla. Mason sabía que Vienna estaba allí incluso antes de que abriera la boca. Su presencia cargaba el aire vespertino de un modo particular, le erizaba a Mason el vello de la nuca y agitaba el jardín oscuro de sus deseos. Se volvió despacio, disimulando el estremecimiento doloroso que la recorrió. —¿Qué puedo hacer por ti, Vienna? Mason no estaba acostumbrada a que su adversaria dudara, pero Vienna parecía estar librando una batalla de emociones que trataba de disimular. La sonrisa incierta con la que había

llegado se desvaneció y Vienna entrelazó las manos ante ella. Un rayo de sol le confería a los finos cabellos sueltos que le flotaban alrededor de la cabeza un aspecto bruñido. Se la veía frágil, fácil de herir, acorralada entre los árboles torturados y los arbustos, cuyos largos dedos depredadores le tiraban de la fina falda. —La señora Danville me ha dejado entrar —la informó, acercándose a Mason. Caminaba con cautela, evitando los adoquines rotos, las plantas traicioneras y un delicado nido de pájaros que conservaba todavía los restos de un huevo azulado —. ¿Podemos hablar? Si se acercaba un paso más, Mason ya podría tocarla. Sólo de pensarlo le cosquillearon las manos. —Adelante, por favor.

Como si supiera que su pregunta iba a sonar extraña, Vienna se tapó la boca un momento antes de hablar atropelladamente. —¿Sabes por qué Hugo le disparó a Benedict? Mason levantó las cejas. Había esperado una línea de ataque diferente, como una conversación sobre muestras de ADN de la noche del baile y qué podrían aportar. —¿Quieres que comparemos apuntes ciento cuarenta años después del incidente? Los soñadores ojos turquesa de Vienna se posaron en los suyos. —Deberíamos haberlo hecho mucho antes. —Vale, pues... ¿por qué le disparó? —No lo sé seguro, pero Benedict era el padre de Estelle y tengo correspondencia que lo demuestra.

Se diría que Vienna esperaba una reacción explosiva de Mason, a juzgar por cómo se balanceaba sobre los talones. Pero Mason le limitó a comentar con calma: —Es raro cómo eso cambia las cosas, ¿eh? Vienna le sostuvo la mirada. —¿Lo sabías? —He investigado un poco por mi cuenta y he tenido a una experta en casa toda la mañana. Hemos repasado los papeles de mi padre. —¿Qué crees que sucedió? —se preguntó Vienna. —Creo que Estelle no sabía de quién era el bebé que esperaba. Vienna respingó. —¿El bebé... estás segura?

Mason optó por no entrar en el tema de la médium inmediatamente, ya que todavía estaba intentando procesar todo lo que Phoebe Temple le había dicho y todo lo que había averiguado en el estudio de su padre. —Estelle se tiró al lago cuando nació su hijo, porque no podía vivir con el sentimiento de culpa —afirmó Mason—. He encontrado su nota de suicidio. Vienna se llevó las manos a la cara, horrorizada. —¿Tuvo una aventura con Truman? ¿Aun después de saber que eran medio hermanos? —No, Truman fue su primer amor, pero Hugo era su marido y parece que eran felices. Vienna frunció el ceño. —¿Entonces qué falló? ¿Qué decía la nota?

—Era una carta para Hugo. Le contaba que Benedict la había violado después de que se casaran. Estaba furioso por los diamantes, porque Truman los había comprado sin su permiso y luego los había malvendido cuando se rompió su compromiso con ella. El viejo creyó que tenía derecho a cobrárselo en especie y se desquitó con Estelle. —¿Con su propia hija? asqueada—. Oh, Dios mío.

—exclamó

Vienna,

Era una historia muy dura de contar y Mason necesitó parar y respirar hondo varias veces a lo largo del relato para mantener la compostura. —Cuando Estelle se enteró de que estaba embarazada, le aterrorizaba que el hijo que esperaba pudiera ser de Benedict. Cuando nació se sumió en una fuerte depresión. —Y se quitó la vida —susurró Vienna.

—Se culpaba a sí misma por la violación —explicó Mason—. En la carta le dijo a Hugo lo que había hecho Benedict. Unos días después, Hugo fue a Beacon Hill y le pegó un tiro. —¿Qué otra cosa iba a hacer? —musitó Vienna. Estaba blanca como el papel—. ¿Hugo le dijo a Truman por qué lo había hecho? —Supongo que sí, pero Truman no le creería. Vienna observó a Mason como si le estuviera tomando las medidas. Era raro que, con lo maquinadora que era, fuera capaz de mirarla con tanta firmeza y de atraería del mismo modo que Mason atraía a un caballo nervioso. Le abría la puerta, pero no le exigía nada. —Ojalá supiera qué pasó de verdad en el baile — dijo Vienna en tono de queda resignación. Se rodeó con los brazos y se balanceó ligeramente sobre los talones—. No soy idiota. Creen que me protegen al no contármelo.

—Tú también les has estado protegiendo a ellos — replicó Mason, con un toque de cinismo. Vienna bajó los brazos, volvió la cabeza y desvió la mirada. Su voz se endureció. —No soy la única. La señora Danville lleva años min-tiendo para proteger el apellido Cavender. ¿O puedes mirarme a la cara y negarlo? Cuando Mason no contestó, Vienna dio los últimos pasos que las separaban y le cogió el rostro a Mason con la precipitación de la ira. Esta se echó a temblar y los músculos se le agarrotaron, como para defenderse. Le latía todo el cuerpo y Mason oyó cómo tragaba saliva, aunque descubrió que el sonido provenía de Vienna al ver que entreabría los labios. —¿Y bien? De algún modo, pese a tener la garganta y el cuerpo paralizados, el corazón de Mason seguía

latiendo y sus pulmones se inflaban y desinflaban rítmicamente. —No. No puedo negarlo. Se quedaron muy quietas; Vienna dejó caer las manos del rostro de Mason, se las puso sobre los hombros y se apoyó en ella para mantener el equilibrio. Le temblaban los hermosos y carnosos labios, se le movían los senos atribuladamente con cada respiración seca y no se apartó cuando Mason le rodeó la cintura con el brazo. —Dímelo, Mason —le suplicó con voz descarnada. No había vuelta atrás. Mason tuvo la impresión de estar haciendo equilibrios al borde de un precipicio entre dos mundos. Era imposible saltar del pasado al futuro y le aterrorizaba correr el riesgo de intentarlo, pero permanecer exiliada en su soledad era agotador. Podría haber soportado su destierro indefinidamente si así le ahorraba algo de

sufrimiento a Vienna, pero se daba cuenta de que su silencio había obtenido el resultado contrario. —No es a mi padre a quien ha estado protegiendo —confesó al fin—, sino a mí. —ti? Oyó el suspiro dolido un instante antes de que el aliento se le escapara a Vienna. Su melena cobriza cayó hacia delante, como si se desplomara contra Mason, y esta la agarró justo cuando le fallaban las piernas y la abrazó con fuerza pese a sus débiles forcejeos. Vienna echó la cabeza hacia atrás y fue como si el verde intenso del jardín de Mason se le contagiara en la mirada. Los ojos de Vienna se agrandaron y su intensidad herida le humedeció las pestañas y le rodó mejillas abajo. Logró liberar una mano y le dio un puñetazo a Mason en la barbilla. Mason atrapó la muñeca de Vienna y la inmovilizó a la espalda de esta, reteniéndola. Estaban tan

apretadas que sentía el latido desbocado de Vienna contra su pecho. —Deja de pelear y escúchame —le dijo al oído—. No es lo que piensas. Vienna apartó la cara y se retorció, impotente. —Suéltame. —Ni de broma. Hace mucho que deberíamos haber tenido esta conversación. Vienna siguió forcejeando unos segundos más, antes de dejarse caer contra Mason. —No me lo creo. —Era como si hablara consigo misma—. Tú nunca harías algo así. Mason se permitió rozar con los labios la piel delicada del pómulo de Vienna. —No, tienes razón. Yo nunca te haría daño.

—Me violaron. —Vienna sollozó con la voz rota™. Todos creen que me lo pueden ocultar, pero lo sé. Mason negó con la cabeza. —¿De verdad crees que yo permitiría que pasara algo así? Vienna entornó los ojos. —¿Qué quieres decir? —No llegué a tiempo de impedir que te dejara inconsciente, pero le detuve antes de que hiciera nada más. —¿Estabas allí? ™A Vienna le temblaban los labios —. Le viste. —Lo aparté de ti y nos liamos a puñetazos. —¿Pero por qué no dijiste nada? —Vienna se interrumpió y se llevó la mano a la garganta—. Oh, no...no. Protegías a tu padre.

—No —negó Mason crudamente. Estaba a punto de romper la promesa que había hecho de respetar el silencio acordado entre Blakes y Cavenders—. Tu familia protegía a Andy Rossiter. —Calló un segundo, tratando de combatir el asco que sentía por sí misma—. Debería haber denunciado a la policía a ese depravado asqueroso aquella noche. —¿Andy? —murmuró Vienna, con los ojos abiertos como platos y oscurecidos por la incredulidad. Mason la abrazó con más fuerza. —Le di una buena paliza. Tu familia podría haberme acusado de intento de asesinato. A Vienna le cambió la cara. Acaba de entender adonde quería ir a parar Mason. —La reunión...

—Sí, tu padre y el mío hicieron un trato. Mi silencio a cambio del suyo. Vienna tenía las mejillas empapadas en lágrimas. —Mis padres dejaron que se librara después de haberme atacado... te chantajearon para que no dijeras nada. Culparon a tu padre... —Había algo más. Mason se sacó un saquito del bolsillo y vertió el contenido en la mano de Vienna. —¿Le Fantóme? —preguntó Vienna, estupefacta. —Debió de salirse del collar cuando peleaste con Andy. Tu padre se lo dio al mío. Fue el precio por permitir que lo culparan. Lo he encontrado en su escritorio, junto con el contrato que firmaron. —Y mi padre se inventó lo de que había tenido que cambiarlo por una copia. Dios, qué... crédula he sido.

Mason agachó la cabeza. —Vienna, perdóname, por favor. Dejar que tu tía se llevara a Andy fue el peor error de mi vida. —No —repuso Vienna, encogiéndose de hombros con impotencia—. Tú no eres la criminal aquí, sino él. No puedo creerme que quisieran enterrar esto. El jardín pareció retroceder y dejarlas solas y perdidas en una isla. El aire era tan pesado que casi podían nadar en él. Mason aflojó el abrazo y las dos flotaron libres, ancladas únicamente la una a la otra. —Te quiero —le dijo—. Siempre te he querido, Vienna. Oyó que Vienna susurraba su nombre y luego lo repetía, más lentamente, como si las sílabas destilaran un sabor misterioso sobre su lengua. Le temblaron los dedos entre los de Mason. Las dos

se acercaron la una a la otra hasta que sus rostros estuvieron a punto de tocarse. —Bésame —suplicó Vienna. El cuerpo de Mason reaccionó de golpe. La sangre le zumbaba como decenas de mariposas en los oídos y le dolían tanto los pezones que tuvo que sofocar un respingo cuando la blusa se los arañó. Apoyó la mejilla contra la de Vienna mientras recuperaba el control de la parte de sí misma que estaba hambrienta y ansiaba devorar a su presa, y luego la besó con delicadeza. Un fuego abrasador la consumía por dentro y anhelaba más. Vienna le acarició la nuca y la besó más profundamente. Hundida en el milagro húmedo de su boca, Mason cerró los ojos y se lanzó al abismo. Fue la voz de Vienna la que la hizo volver a la realidad. —Te quiero. Como no estaba segura de haber oído las palabras de verdad o de si sólo se las había imaginado,

Mason contempló el rostro que la observaba con adoración. ¿Estaba pasando de verdad? ¿Y si aquello era sólo una de sus fantasías? Había conservado su corazón intacto para aquel día, para aquellas dos palabras, y quería volver a escucharlas. Como si Vienna lo supiera, se llevó los dedos de Mason a los labios y le besó las yemas con ternura antes de apoyarle la mano en su mejilla. —Te quiero, Mason. Por favor, deja que me quede.

Capítulo 19 La puerta se cerró de un portazo tras Vienna y las dos se hallaron en un espacioso dormitorio con altas ventanas y un dóberman que las inspeccionó con aire divertido mientras hacía guardia a los pies de una cama enorme.

—No te preocupes por él —le dijo Mason, quitándose las botas y dejándolas junto un armario antiguo— Nunca había traído a nadie aquí. A Vienna se le encogió el estómago de expectación. No estaba segura del momento exacto en que su encapricha- miento juvenil se había convertido en amor, pero ahora sabía que, aunque no hubiera leído la carta, Sally Gibson habría venido igualmente. En algún punto de los días pasados, había dejado de luchar contra lo que sentía por Mason. Por fin ante ella, ya no quería contenerse. —Tengo que decirte algo —musitó con timidez. —No pasa nada —la tranquilizó Mason, mientras le desabrochaba el cinturón y le bajaba la cremallera de los pantalones. Los ojos le chispearon con resolución. Se le marcaban los pezones bajo la camiseta ajustada color caqui—. Ya sé que no me has esperado.

—De hecho, en cierta manera sí lo he hecho. — Vienna se desabrochó el vestido y dejó que cayera al suelo. Se sentía mareada—. Nunca he estado enamorada de nadie más con quien me haya acostado. Eres mi primera vez. La sonrisa voraz de Mason se suavizó por la ternura, pero sólo duró un instante. —Y seré la última. Se quitó los téjanos y las braguitas y se acercó a Vienna, haciéndola retroceder hacia la cama. Se apoderó de ella por completo, le acarició los pechos y le deslizó la lengua sensualmente en un beso profundo que le arrancó jadeos entrecortados. Le apretó los pezones con las manos, masajeándolos con las palmas en una presión exquisita. Al mismo tiempo le trazó un reguero de besos desde los labios a la garganta y, al llegar al hombro, le hundió los dientes en el músculo. A Vienna la recorrió un chispazo de

anticipación desde el cuello hasta el final de la espalda. Le pesaban los brazos y las piernas por la excitación y le temblaban las manos al explorar los contornos duros y desconocidos del cuerpo de Mason. La carne bajo las yemas de sus dedos se estremecía y se le ponía la piel de gallina con cada caricia. Mason dejó escapar un grito quedo cuando Vienna dio con sus pezones y se los estrujó con suavidad. —Tócame-—murmuró ansiosa. Como quería ver entera a la mujer a la que daba placer, Vienna le sacó a Mason la camiseta por la cabeza y la tiró al suelo. No llevaba sujetador. Con una sonrisa, le pasó a Mason un dedo por los labios y luego la recorrió hasta el huesudo canal entre los pechos. Sentía el ansia ardiente de Mason, su fuego profundo y peligroso. Esta le metió la rodilla entre los muslos con rudeza y apretó hasta que Vienna la correspondió y se frotó

contra ella con fuerza. La humedad bañó el muslo de Mason allá donde se apretaba contra el centro palpitante de Vienna y esta apenas podía ya mantenerse erguida. Notaba que se abría y que el clítoris le latía con aprobación. Las dos mujeres se miraron a los ojos. Los de Mason estaban negros de pasión, con las pupilas enormes y un fino anillo gris pizarra alrededor. Su expresión se demudó sutilmente, como si se apagara. Dejó escapar un gruñido, le metió el pulgar en las finas braguitas de seda a Vienna y se las bajó antes de tumbarla de espaldas sobre la cama. Le acarició el interior de los muslos para instarla a abrirse de piernas y revelar el remolino de vello cobrizo entre ellas. La contempló desde arriba, sentada sobre los talones. —Oh, Dios. Eres perfecta. Vienna cerró las rodillas instintivamente, pero cuando Mason deslizó las manos entre ellas y se

las levantó para abrirla de nuevo, la sensación de arrobo le robó el aliento. —Quiero mirarte. Hizo que Vienna se pusiera un poco más arriba de la cama, apoyada contra la almohada, y así pudiera ver cómo Mason la abría delicadamente con los dedos. La penetró una y otra vez con ávida concentración, saboreando la esencia de Vienna, que le empapaba los nudillos. Vienna necesitaba más y levantó las caderas hacia la mano que resbalaba sobre su carne húmeda y anhelante. Mason le masajeó el clítoris con el pulgar, provocándola con caprichosos círculos. —Por favor —murmuró Vienna. El eco que Mason había grabado en su cuerpo se había desvanecido después de la primera vez que habían hecho el amor, y desde entonces Vienna se había sentido insoportablemente vacía.

Justo cuando creía que ya no iba a poder resistir una sola caricia más, Mason se le puso encima y se la comió con los ojos. De repente la penetró, deprisa y profundamente; Vienna gritó, sorprendida y dominada por el placer. Mason le levantó una rodilla y se la tiró hacia atrás, para penetrarla aún más hondo sin que se lo pidiera. Sin pausa. —Eres mía —dijo con voz estrangulada. Vienna apenas reconocía el rostro que flotaba a pocos centímetros del suyo. Mason tenía la expresión tomada y la mandíbula rígida. —Dilo —le ordenó. —Soy tuya. Vienna agarró a Mason de los hombros, porque necesitaba algo a lo que aferrarse. Tenía la piel caliente y húmeda y notaba los músculos hincharse bajo los dedos. Una espiral de tensión hizo que

Vienna se contrajera desde el fondo de las entrañas, y la mujer se retrajo y casi expulsó los dedos que tenía dentro. La reacción de Mason fue visceral e inmediata. Cambió el peso y le abrió las piernas a Vienna con más fuerza para llenarla y besarla y hundirse en ella una y otra vez. —¿Te gusta? —le susurró a Vienna al oído con voz ronca—. ¿Es lo que necesitabas? —Sí. —Sin apartar los ojos de los de Mason, Vienna correspondió a cada caricia con un gemido de placer—. Te quiero —respingó. Estaba a pocos segundos de dejarse ir. —Entonces ríndete a mí —le dijo Mason. Vienna tuvo la extrañísima sensación de que su carne cedía y se desbordaba, como si se vaciara. De lo único de lo que era consciente era de qué se deshacía dentro y de que su cuerpo clamaba que lo llenaran de nuevo.

—Mason —sollozó, tambaleándose en el límite. Ansiosa, abrió los ojos y vio que Mason la observaba con tanta emoción que no pudo apartar la mirada. La cegaron las lágrimas, le apoyó la mano en la mejilla a Mason y tiró de ella para darle un beso tan profundo que hizo que le temblara todo el cuerpo. Mason le acarició el pelo y le besó la frente con mucha ternura, descendió sobre su cuerpo y todo pareció convergir en su centro. La dulce tensión se incrementó progresivamente en oleadas crecientes a medida que Mason le acariciaba el clítoris en círculos cada vez más cerrados con mucha delicadeza. Cada diminuto movimiento sobre su carne, cada caricia ligera como una pluma le arrancaba a Vienna gemidos acuciantes. Arqueó las caderas al notar la caricia caliente y húmeda de la lengua de Mason, que la lamía y la chupaba con demasiada suavidad. Vienna notaba todas las terminaciones nerviosas al borde del colapso, cada vez más cerca del orgasmo

pero incapaz de alcanzar la cima de una vez por todas. Vienna gimió, frustrada. Entonces Mason se apartó, rompiendo el contacto por completo, antes de regresar a la entrada resbaladiza del placer y penetrarla con varios dedos a la vez. Le metió y le sacó los dedos unas cuantas veces, hasta que Vienna se abrió lo suficiente y la invitó a entrar más hondo. Poco a poco, gradualmente, giró la mano hasta que Vienna se entregó a ella por completo. Como respuesta, Mason se quedó totalmente quieta, para dejarla marcar la profundidad y el ritmo. El tiempo se ralentizó y ambas mujeres se contemplaron mientras el cuerpo de Vienna reaccionaba cada vez con más intensidad. Tenía la cara mojada de sudor y lágrimas. Notaba el latido profundo de su centro, pero no podía distinguirlo totalmente del suyo propio; lo único que sabía era que el latido era cada vez más poderoso y la abría

y la consumía entre espasmos, como si fuera algo vivo. De repente se abrió como una flor y recorrió todo su cuerpo. Lo único que Vienna pudo hacer fue abandonarse a sus sentidos. Se estremeció y se sacudió, dejándose llevar por completo. Cuando los ecos remitieron, se sintió llena de paz y se permitió flotar en su nube de placer. No tenía fuerzas para moverse y apenas protestó cuando notó que Mason le sacaba los dedos con cuidado. Se tumbaron juntas, desmadejadas, disfrutando en silencio de la agradable sensación de lasitud tras el clímax. Vienna estaba de espaldas; Mason, de lado, con el brazo sobre la cintura de Vienna. Permanecieron calladas un buen rato, hasta que Mason la besó en la boca con tanto cariño y dulzura que Vienna sintió que se le encogía el corazón. —Te quiero, Mason —susurró-—. Y te deseo... pronto.

Mason se rió. —Tenemos toda la noche. Vienna se volvió para mirarla a la cara. —Mason, siento lo de... —No—Mason la estrechó entre sus brazos— Todo lo que tengo es tuyo. Vienna se acurrucó pegada a ella. —Tengo todo lo que quiero. A ti, amor mío. Se besaron otra vez, hasta que Mason habló. —Podemos tirar las vallas. Que los Blake y los Cavender vuelvan a compartir sus tierras. Los caballos tendrán más espacio. —¿Estaría bien que viniera a vivir aquí, a Laudes Absalom?

—Me encantaría. Y me da la impresión de que a nuestro fantasma también. —¿Y qué dirá la señora Danville? —Esto... mejor se lo decimos con tacto. —Hablando de tacto —bromeó Vienna—. ¿Qué quieres que te chupe primero? Mason esbozó una amplia sonrisa. —Sexy. Vienna echó la cabeza hacia atrás y miró a Mason a los ojos. —Me perteneces. —Sí —dijo Mason—. Siempre. FIN

1.- ‘Liga de la Hiedra’, asociación y conferencia deportiva de ocho universidades privadas del noreste de los Estados Unidos. El término tiene unas connotaciones académicas de excelencia y de elitismo. 2.- Instituto Tecnológico de Massachusetts.

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