Jean Vaysse

October 28, 2017 | Author: David Cestari | Category: Knowledge, Life, Truth, Homo Sapiens, Time
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JEAN VAYSSE

Hacia el despertar a sí mismo Un acercamiento al legado de GURDJIEFF

© 1992 A. C. Editorial Ganesha Título de la obra en francés: Vers l 'éveil á soi-méme Approche de l'enseignement laissé par GURDJIEFF Publicada en 1973 por Tchou, édileur París Colección Paracotos Traducción: Consejo Editorial Ganesha Fotografía de la portada: Ignacio Pérez Diseño de portada: Miguel Manrique Paginación electrónica: Arhan Pérez Impresión: Corpográfica S. A., Caracas Hecho el depósito de ley Depósito legal: lf46920041003441 Única versión autorizada en español Segunda edición: octubre de 2005 Todos los derechos reservados de acuerdo a las Convenciones Internacionales y Panamericanas sobre los Derechos de Autor. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida en forma alguna o por ningún medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, grabaciones, o cualquier sistema de registro y recuperación de información sin permiso por escrito del editor. I.S.B.N. 980-6404-10-6 Impreso en Venezuela - Printed in Venezuela A. C. Editorial Ganesha Carretera Panamericana, Km 21 Calle La Campana, Qta. La Landera Sector Corralito, Carrizal, Miranda, Venezuela Telefax:+2123837113 email: [email protected] www.editorialganesha.com

Índice

Introducción……………………………………………………………………………...

6

Preguntas…………………………………………………………………………………

8

Vida interior y vida exterior……………………………………………………………..

9

El sentido de un estudio de sí……………………………………………………………

14

Para una justa observación de sí………………………………………............................

16

Breve visión de conjunto sobre la estructura del hombre………………………………………………………………….

19

Condiciones, medios y sentido de una real observación de sí…………………………………………………………….

24

Los estados de presencia…………………………………………………………………

34

Centros y funciones……………………………………………………………………...

45

Esencia y personalidad…………………………………………………………………..

68

El despertar a sí mismo y los obstáculos para el despertar……………………………………………………….

79

La Preparación para una Real Búsqueda de Sí: La Tranquilización, El Relajamiento, La Sensación de Sí, Y El Tratar de Recordarse de Sí Mismo…………………………………………………

93

La Fe de la conciencia es libertad. La Fe del sentimiento es debilidad. La Fe del cuerpo es estupidez.

El Amor de la conciencia llama a lo mismo en respuesta. El Amor del sentimiento llama a lo contrario. El Amor del cuerpo sólo depende del tipo y de la polaridad.

La Esperanza de la conciencia es fortaleza. La Esperanza del sentimiento es esclavitud. La Esperanza del cuerpo es enfermedad.

G. I. Gurdjieff. Relatos de Belcebú a su nieto (Vol. I, pág. 374)

INTRODUCCIÓN Las ideas que vamos a abordar aquí no representan más que un aspecto de la enseñanza dada en su tiempo por G.I. Gurdjieff. Adquieren su verdadero sentido sólo en tanto que elementos pertenecientes a un conjunto más vasto sobre el cual reposa-para todo hombre que reconozca su necesidad- el trabajo de transformación interior. Estas ideas han sido expuestas en primer lugar, con palabras veladas, es cierto, pero con qué magistral envergadura, por el mismo Gurdjieff en sus escritos. Por otra parte, han encontrado en Fragmentos de una enseñanza desconocida, de P.D. Ouspensky, un eco de notable fidelidad. A decir verdad, la significación y alcance real de estas ideas surgían, ante todo, en la experiencia viva de ellas que Gurdjieff reservaba a sus alumnos. Ello, no sólo en exposiciones y respuestas directas a sus preguntas o a través de los ejercicios correspondientes a las etapas de su desarrollo, sino también y sobre todo, mediante las pruebas de vida en las que los hacía participar. Fue Jeanne de Salzmann quien logró preservar y transmitir en toda su autenticidad, no sólo esta parte escrita, sino sobre todo la parte oral y práctica de la enseñanza dada por Gurdjieff, la cual ciertamente habría perecido sin ella. Todo lo que ha llegado hasta nosotros se lo debemos a ella. Entregadas en esa época al mundo occidental, las ideas de Gurdjieff contienen probablemente la respuesta profunda a las preguntas que despierta el formidable poderío material puesto a disposición del hombre moderno, quien se interroga ante las “opciones” a las que lo obliga su utilización. Perfectamente conformes, en cuanto al fondo, con los legados tradicionales del Gran Conocimiento, hacen aparecer de manera abrupta la honda brecha que se ha desarrollado entre éstos y nuestra manera actual de vivir o de pensar. Quien se acerca a ellas si prejuicios por primera vez, se siente al mismo tiempo tocado en 1o más hondo de su ser con una fuerza de verdad que no puede negar y convidado a poner en tela de juicio los valores sobre los cuales había apoyado su vida hasta el presente. Es a este primer contacto, a menudo difícil, al que hemos desead contribuir a fin de que estas ideas sean mejor conocidas. Este intento es el fruto de la redacción de un solo individuo, con todas las restricciones que este hecho conlleva. Se trata de un esfuerzo por presentar, en una forma accesible, los puntos principales de esta nueva “doctrina del despertar”, los mismos que hemos intentado destacar en una serie de exposiciones preliminares destinadas a personas de formación diversa que manifestaron s deseo de emprender tal estudio. Es por ello que se encontrará aquí numerosos elementos de los libros que hemos citado. Hemos preferido que cada una de estas exposiciones sea un todo en sí misma. Esta forma puede traer consigo repeticiones, por la que pedimos excusas. Por otra parte, por ser el lenguaje cosa relativa, la significación de las palabras debió ser ponderada. El vocabulario empleado por Gurdjieff es muy simple. De manera que el sentido de ciertas palabras no coincide siempre con aquel que ha terminado por imponerse desde otros sistemas de lenguaje contemporáneo. Pero, además, el sentido de algunas palabras depende del nivel de comprensión en el cual se encuentra situado el lector, y el sentido "real" de esas palabras puede

diferir de su sentido corriente. Las comillas indican aquellas palabras que, de una manera u otra, nos ha parecido que puedan prestarse a confusión. Somos conscientes de que la forma general de estas páginas, tal como son, no se presta a una lectura fácil, pero, razones válidas a nuestro modo de ver nos hicieron preferir que así fuera. Por poco que se sepa cómo pueden aparecer y desarrollarse semejantes ideas, resulta evidente que un compendio de ese tipo es el reflejo de un largo trabajo de conjunto ante el cual toda personalidad no puede sino apartarse y esforzarse por ceder el sitio al sentido profundo del pensamiento. ¡Ojalá pueda también el lector encontrar en sí mismo el gusto por una actitud semejante y hallar así en estas páginas una ayuda efectiva en su búsqueda actual de una verdad inmutable!

PREGUNTAS I En el universo en que vivimos, nos damos cuenta de que nada se pierde. Todo proviene de alguna parte y, más o menos cambiado o transformado, regresa a alguna parte. Nada de lo que ha tomado forma o vida permanece inmutable, y cada uno de esos cambios sirve a la vida de alguna manera. El ser humano no podría ser una excepción a esta regla universal. Dotado de pensamiento, ¿podría un hombre pasar su vida sin interrogarse a sí mismo?; y, dotado de sentimiento, ¿podría quedarse indiferente ante tal interrogante?

II Mineral, vegetal, animal, humano, cada reino o género de vida sobre nuestro planeta es el soporte de una cualidad específica que lo caracteriza y que, con variantes más o menos numerosas, tiene la "misión" de desarrollar. ¿Puede el hombre, dotado de pensamiento, dejar de interrogarse sobre lo que es la cualidad específica de la vida humana, y sobre lo que sólo ella puede desarrollar? Si llega un día a una respuesta que le parece válida, ¿puede de ahí en adelante un hombre digno de tal nombre consagrarse a otra cosa distinta del intento de hacer crecer por todos los medios esta cualidad propia que los caracteriza a él y a sus hermanos?

III A partir del momento en el que un hombre ha sentido que tenía que ir hasta el fondo de las cosas, que ya no podía limitarse a vivir solamente como se lo pide el mundo ordinario, y que se plantea una pregunta sobre lo que él mismo es y sobre el sentido de su propia vida, su manera de buscar y su manera de plantearse esta pregunta pueden tomar al comienzo formas muy diversas. Pero finalmente, ¿no se trata acaso en este campo, más allá de los aspectos parciales —los únicos que aparecen al principio— de una búsqueda única: la de saber, tras las apariencias, lo que es la verdad?; y quien se plantea una pregunta de esta índole, ¿no es en definitiva, esencialmente, un buscador de la verdad?

VIDA INTERIOR Y VIDA EXTERIOR (Perspectivas generales) Numerosos indicios que una observación imparcial puede pronto transformar en certeza nos hacen sentir que hay en nosotros dos naturalezas: una personal o individual, relativamente accesible a nuestros modos habituales de percepción; a la vez orgánica y psíquica (o animal y anímica); la otra, mucho más difícil de percibir, es experimentada como nuestra participación en algo más vasto que el individuo, de manera que la denominamos espiritual, y aun universal; de hecho no sabemos bien cómo hablar de ella. La atención que los hombres le prestan es muy variable según cada quien y según los momentos de la vida; casi todos, sin embargo, deben reconocer que al menos en ciertos momentos han sentido dentro de sí mismos, al lado de su tendencia egocéntrica y personal, esa necesidad de infinito o "absoluto". A partir del momento en el que un hombre se vuelve de este modo hacia sí mismo, se interroga y se esfuerza por comprender tanto lo que él es como lo que podría ser, va descubriendo que puede orientarse de dos maneras y tener, por así decir, dos tipos de "actividades", dos tipos de vida de sentido diferente. Una, enteramente orientada hacia lo externo, centrada, ante todo, en la eficiencia, la utilidad, el rendimiento del "individuo", en el marco de la sociedad a la que pertenece. Esta manera de vivir es la que va desarrollando ante todo la civilización occidental, cada uno de cuyos miembros, para lograrlo, se ha sometido a largos años de educación, de formación, de aprendizaje, de estudios, de especialización, de actualización, etc. y el criterio principal según el cual se clasifica a los "individuos" es su eficacia final en la vida exterior. La otra manera de orientarse, el otro tipo de "actividad", concierne a la vida interior: centrada, ante todo, en la "realización" de las posibilidades contenidas potencialmente en el individuo, el desarrollo de las facultades y cualidades propias que caracterizan su naturaleza humana y, como consecuencia, el acceso (o el "retorno") a "niveles de vida" o "mundos" que la vida y la actividad exterior no permiten siquiera sospechar. Esta manera de vivir, escasamente conocida por la civilización occidental, es la que han desarrollado ante todo algunos de los estratos de las civilizaciones orientales y su desarrollo, para quienes se consagran a ella, exige aún más tiempo y más cuidados, mayor formación, investigación, y estudios metódicos que los requeridos por la vida exterior. Estas dos formas de vida pueden parecer a primera vista contradictorias, y lo son, en efecto, de cierto modo. Es muy evidente, sin embargo, que cada una corresponde a una de las naturalezas del hombre y que un hombre completo debe vivir a la vez una y otra: son inherentes a la naturaleza humana que de esta manera lleva en sí misma una permanente contradicción. Entre las grandes doctrinas y vías tradicionales, aquellas que han permanecido completas y no han olvidado ninguno de los dos aspectos del hombre, dicen, cada cual a su manera, que estas dos naturalezas señalan la pertenencia del hombre a dos grandes corrientes de igual importancia que atraviesan el universo existente y aseguran su equilibrio. Una es la corriente de creación que, originada en el nivel primario, fluye hacia las diversas formas de la manifestación y, desde este punto de vista, es una corriente involutiva; la otra

es la que puede llamarse corriente de "espiritualización", pues, originada en las formas manifestadas, retorna al nivel primario (retorna a "Dios"), y es así una corriente de evolución. Por su doble naturaleza, y las dos caras de su vida, el hombre pertenece a una y a otra (tiene "los pies sobre la tierra y la cabeza en los cielos"), y es uno de los puentes, uno de los niveles de intercambio, un mediador entre estas dos corrientes. Quizá sea esta mediación —necesaria para que el hombre no esté perdido en una corriente o la otra- la que marque su realización efectiva al mismo tiempo que le da su tercer aspecto. En lo que a nosotros concierne de inmediato, en el punto en el que estamos, situados únicamente, o casi, en la vida exterior, conocemos —o creemos conocer— una de estas dos naturalezas, por la cual vivimos cotidianamente: nuestra naturaleza ordinaria. La vida la solicita sin cesar y sin cesar ella responde a la vida. La otra naturaleza queda cada vez más olvidada tras ella, primero en forma de vida latente y adormecida, luego sumergida, ahogada en el inconsciente, y finalmente perdida. Mientras no está muy enterrada todavía, surge abruptamente, de tiempo en tiempo, en momentos de lucidez, en los que de repente se nos impone (generalmente en momentos difíciles) sin que sepamos de dónde nos viene. Al lado de lo que somos de ordinario, esos momentos tienen un sabor tal que ya no nos dejan del todo tranquilos; por ellos guardamos el regusto de nuestra insuficiencia y la más o menos mala conciencia de haber sentido que no éramos lo que deberíamos ser. Pero no necesitamos en absoluto de tales momentos para vivir y si deseamos estar de nuevo tranquilos, no tenemos más que olvidarlos: lo que nos permitimos con la mayor facilidad, puesto que a nuestro alrededor, en la vida corriente, todo está hecho para ayudarnos a este olvido. Sin embargo, si un día un hombre quiere ser él mismo plenamente, el restablecimiento del equilibrio perdido entre sus dos naturalezas y sus dos formas de vida es en verdad el primer trabajo necesario. Por ello es que todo lo que consideraremos a continuación va dirigido sólo a quienes están atentos a estos momentos particulares y deseando poner en claro lo que representan, aceptan por eso, no estar ya tan tranquilos. Una evolución interior y el trabajo que requiere sólo pueden ser llevados a cabo si están auténticamente motivados por la toma de conciencia de nuestras insuficiencias y nuestras fallas —Gurdjieff decía: de nuestra nulidad— con el malestar que de ella se deriva, inherente al resurgimiento en uno mismo de esta segunda naturaleza abandonada u olvidada en el curso de nuestra formación, con las contradicciones interiores y los conflictos que este resurgimiento engendra. Nunca nada es gratuito: la aceptación de este malestar inevitable es el primer tributo que el hombre debe pagar para emprender la búsqueda de sí mismo. Quizás, en semejante búsqueda, uno corre el riesgo de oscilar entre la beatitud imbécil (que sería la ignorancia deliberada de dicho malestar) y un cierto masoquismo (que sería el darle un lugar excesivo a este malestar; ¿no lo han llamado algunos angustia metafísica?). La única actitud justa –ciertamente difícil- la justa medida: el reconocimiento exacto, con la esperanza de resolverlos, de nuestro malestar y nuestro conflicto interior tales como son. Evidentemente, tal esperanza, tal empresa, son concebibles sólo si conocemos los datos que se enfrentan y es por eso que la pregunta acerca de lo que somos, en realidad, en una y otra de nuestras naturalezas, como también en todo lo que de ellas depende, aparece de entrada como la más fundamental de todas. Para un hombre que quiere un día ser él mismo plenamente, la búsqueda de la verdad sobre lo que él es, es la más imperiosa de todas las necesidades: ella es la que lleva a este conocimiento de sí al cual se

consagran todas las escuelas tradicionales. Este conocimiento no podría además, limitarse a uno mismo. ¿Cómo adquiriría el individuo un sentido completo si no fuese reubicado en su contexto general? El hombre forma parte del conjunto de la vida sobre la tierra; es uno de sus elementos, tal vez el principal; y el estudio del significado de esta vida es inseparable del estudio de sí mismo. Pero hay más, porque la vida sobre la tierra de la cual el hombre participa no es sino un nivel, un escalón que tiene su puesto y su papel en los intercambios de fuerzas en el interior del sistema solar al cual la tierra pertenece. Este mismo sistema solar es sólo un elemento entre otros y en definitiva, el estudio del hombre —el estudio de sí—, para ser completo, resulta inseparable de una perspectiva cósmica general. El hombre es un ser tan complejo que puede ser considerado de maneras muy diferentes, que dan cuenta más o menos adecuadamente de su estructura y de las relaciones entre sus distintos componentes. La más completa y la más útil para la búsqueda que nos proponemos considera que su cuerpo orgánico, el único directamente accesible de inmediato, agrupa diferentes funciones orgánicas y "psicológicas", a su vez dirigidas por unos centros que dan a la energía vital fundamental la forma específica propia de cada una de ellas. Está hecho de un conjunto de cualidades individuales; unas son dadas desde el nacimiento: constituyen el aspecto fundamental, inicial de cada hombre y pueden, por este hecho, ser llamadas su esencia. Las otras son un conjunto de cualidades adquiridas, superpuestas en el curso del desarrollo y de la vida por el medio ambiente: debido a este carácter sobreañadido (este carácter de máscara de comedia: persona), pueden ser llamadas su personalidad. De hecho, esta personalidad, la manera según la cual se agrupan sus diversos factores, se estructura en cada hombre, alrededor de un número muy reducido (dos o tres) o hasta de un único rasgo fundamental, que es la característica de su esencia y da a todo lo que se fija en la persona un aspecto particular; pero también en cada hombre la personalidad se estructura de manera diferente, más o menos estereotipada, según cada una de las situaciones—tipo a las que este hombre debe hacer frente en razón de las demandas habituales del medio ambiente. De manera que un mismo hombre adquiere, a lo largo de su vida, múltiples aspectos personales, múltiples personajes, múltiples "yoes" (pues cada uno, por su cuenta, independientemente de los demás, dice "yo" cuando aparece). Al lado de esta vida orgánica, el hombre participa de otros niveles de vida menos accesibles inmediatamente: una vida psíquica, o más bien anímica, una vida espiritual sin duda, tal vez hasta otras, cada una de las cuales encuentra en él su soporte, sus facultades y sus funciones. El hombre pasa también por diversos estados: el dormir, el soñar, la vigilia y algunas veces "momentos de apertura" más amplia a la vida: momentos de despertar a la belleza, a la armonía, a la necesidad de infinito, que son de hecho, aunque lo ignore, sus momentos de despertar a su ser interior. El hombre ve estos diversos estados sucederse en él de una manera más o menos caprichosa y que frecuentemente se le escapan. En todo este conjunto, se elaboran construcciones: tenemos sobre nosotros y sobre el mundo en que vivimos ideas e imaginaciones que son nuestras. Tenemos una sensibilidad, deseos, una emotividad, que colorean nuestra vida con un estilo que les es propio. Tenemos nuestras particulares formas de comportarnos, tanto en la vida exterior como en nuestra vida interior. Pero la característica más fundamental sin duda aunque al mismo tiempo la que menos aparece —¿acaso no hace falta buscarla para descubrirla?— es la fantástica mecanicidad de todo este conjunto. Por

un sinnúmero de hábitos, de reacciones automáticas y de condicionamientos establecidos por repetición en el curso de la vida, todo este conjunto que somos se mantiene por sí mismo y pronto se encierra en limitaciones de las cuales no saldrá más. Sin embargo, tenemos, en nosotros mismos, en ciertos momentos, esta intuición de que algo distinto nos es posible: una imprescriptible libertad interior, una unidad armoniosa y la participación en la vida de un "mundo mejor". Influencias que nos parecen algunas veces "venidas de otra parte" nos tocan hasta en nuestra vida ordinaria y reavivan esta intuición: entre ellas están ciertos mitos, ciertas formas de arte, las tradiciones y las religiones. De hecho, estas influencias nos aportan un momento de apertura interior, la oportunidad de un momento de despertar y, si estamos atentos a ellas, podemos reconocer que algo en nosotros mismos responde: un sentimiento religioso o un sentido "espiritual" interior que sentimos nos eleva. Así pueden desarrollarse en algunos una sensibilidad y una atracción particulares casi magnéticas, para todo lo que pueda orientar en esa dirección. Cada vez más claramente se plantea en ellos la pregunta: ¿no sería posible darle a nuestras vidas una calidad distinta a la que vemos en ella de ordinario: aquella que entrevemos sólo en los momentos de "despertar"? Escritos y libros nos lo dicen. Hablan de una vida interior posible para el hombre y de una transformación que conduce a una "realización", cuya denominación varía de acuerdo con los caminos seguidos; hablan de cuerpos superiores que tienen su vida, sus facultades propias y su devenir, hablan del yo, real o irreal, de su evolución, de su superación: todo estaría en los libros si fuéramos capaces de comprenderlo. Pero todo este saber acumulado, estas experiencias y las conclusiones que sacamos son ajenos: todo eso sigue siendo teórico para nosotros. Lo creemos tal vez en la medida en que no contradiga nuestra experiencia ni las ideas ya recibidas; pero de hecho, las conclusiones de los demás no pueden convencernos realmente en tanto no las hayamos encontrado por nosotros mismos. Los libros pueden ayudarnos a dirigir nuestras experiencias; pero no estamos seguros jamás sino de lo que hemos verificado y vivido: ante la pregunta sobre una evolución posible, sólo podemos tener fe en una respuesta que provenga de una experiencia personalmente vivida. Es cierto, al principio casi nada nos impulsa hacia tal intento; la vida exterior nos absorbe enteramente, así que es a expensas de ella que debe ser tomado todo lo que exige esta experiencia. Sin embargo, si queremos saber, el único medio es tratar, a pesar de todo, con lo que tenemos. ¿De dónde partimos? Simplemente de una pregunta fundamental sobre nosotros mismos, de la necesidad de una respuesta, de la intuición de que esta respuesta existe y de la evidencia, si queremos ir en esta dirección, de que tendremos que quitarle a nuestra vida diaria la fuerza y el tiempo necesarios para tal búsqueda.

Tarea inmensa, de la que todo ignoramos y ante la cual vemos que al aventurarnos solos, tendríamos todas las posibilidades de perdernos, de cansarnos y de fracasar. Pero tal vez en este esfuerzo de conocimiento y lucidez acerca de lo que somos, podemos, como en toda gran empresa humana, encontrar otros hombres listos para la misma búsqueda: y al orientarnos, a solas o con ellos, hacia otro nivel de vida, quizás podamos esperar que al tener también necesidad de nosotros, las fuerzas actuantes sobre este otro nivel, nos envíen entonces la ayuda necesaria. De allí surgió tal vez la razón de ser de las escuelas y caminos. Entre las escuelas pueden distinguirse varios tipos según se vinculen a un camino de imitación, a un camino de revelación o a un camino de comprensión y cada uno de estos caminos se apoya preferente y hasta exclusivamente, sobre ciertas posibilidades del hombre. Así que hay tres tipos principales: los caminos del dominio físico (el del faquir); los caminos del dominio afectivo (el del monje) y los caminos del dominio intelectual (el del yogui). Todos estos caminos, desde un principio, exigen al hombre que se aparte de la vida cotidiana y se consagre a aquel que ha escogido. Pero, en el estado actual del mundo, ¿es aún posible excluirse así de la vida cotidiana? ¿Permite aún la época actual que un hombre se limite al desarrollo de un aspecto de sí mismo y renuncie a la posibilidad, que es inherente al hombre en su totalidad, de un desarrollo armonioso y completo? O tal vez, sabiendo que en definitiva el trabajo, el esfuerzo y los sacrificios serán tan grandes, y quizá mayores que en cualquier otro camino, ¿no será posible actualmente lograr un trabajo real sobre sí y un desarrollo global del hombre en la vida misma? ¿No lo ha sido en todas las épocas, según ciertos caminos ocultos? Y para el mundo en que vivimos, ¿no ha llegado a ser una necesidad imperiosa? Tal es la pregunta que queda abierta y para ella ninguna respuesta teórica podría ser satisfactoria.

EL SENTIDO DE UN ESTUDIO DE SÍ A partir del momento en el cual, bajo la influencia de los choques de la vida o como consecuencia de instantes privilegiados, nos interrogamos sobre nosotros mismos y sobre lo que somos, se plantea a un mismo tiempo como pregunta si en lugar de abandonarnos en mayor o menor grado a los acontecimientos y a una evolución que se nos escapa entonces por entero, no habría en esta evolución algo que dependiera de nosotros y pudiera ser influenciado por nosotros. Llega así a ser evidente para un hombre que quiera ser plenamente él mismo, que tal pregunta no puede dejarlo del todo tranquilo y que la primera necesidad -tan indispensable como asegurar su subsistencia orgánica- debería ser el saber si algo en este sentido le es efectivamente posible y de qué manera. Podemos buscar la respuesta fuera de nosotros, en los libros, en los sistemas filosóficos y en las doctrinas, en lo que dicen las religiones; y estas respuestas pueden satisfacernos por algún tiempo: ellas pueden bastarnos mientras la vida no las haya impugnado seriamente. Puesta a prueba en la vida, las más sólidas creencias religiosas en una verdad revelada terminan por resquebrajarse, si no encuentran apoyo y confirmación en las experiencias vividas. Y finalmente, estamos hechos de tal modo, que no creemos de manera indeleble y durable sino en lo que hemos vivido nosotros mismos y verificado acerca de nosotros mismos, en nosotros mismos, por nosotros mismos. Si nos interrogamos a fondo sobre nosotros mismos y sobre nuestra evolución posible, es en nosotros mismos y por nosotros mismos que tendremos en definitiva que encontrar la respuesta. Y si nos interrogamos sobre la significación de este mundo que nos rodea, una vez más es sólo para nosotros mismos y a través de nosotros mismos que puede venir una respuesta que reconozcamos nuestra y en la cual tengamos fe. Así es como el conocimiento de sí ha estado en todo tiempo en la base de muchas doctrinas y escuelas. No es un conocimiento exterior, analítico, como lo ha querido la ciencia moderna occidental por mucho tiempo, eludiendo todas las preguntas interiores o intentando reducirlas a explicaciones puramente materialistas, sino un conocimiento interior de sí, donde, para no ser desnaturalizados, cada elemento, cada estructura, cada función, sus relaciones y las leyes que los rigen, no pueden ser sólo considerados desde el exterior, sino que deben ser vividos en el conjunto al cual pertenecen, y sólo pueden ser realmente conocidos "en acción" en la globalidad de tal conjunto. Es una actitud completamente distinta de aquella a la que la ciencia moderna nos ha acostumbrado, y la una no excluye a la otra. Pero hay allí para nuestra posibilidad de evolución interior, una noción que debe quedar clara: no se trata de un "conocimiento intelectual", pues eso no sería propiamente más que un saber. Si bien este saber es necesario, no puede de ninguna manera ser suficiente para nuestra búsqueda, para la cual el conocimiento de sí del que necesitamos es ante todo una experiencia interior, conscientemente vivida, de lo que somos, con todo el conjunto de las impresiones de sí que ella conlleva. Un hombre no puede alcanzar un conocimiento de esta índole sino al precio de un largo trabajo y pacientes esfuerzos. El conocimiento de sí es una realización inseparable del Gran Conocimiento, el Conocimiento objetivo. Consta de varias etapas, las primeras de las cuales pueden al principio parecer

simples; sin embargo, hasta para el hombre que reconoce su necesidad, aparece pronto como una empresa inmensa y una meta casi fuera de alcance: una complejidad que no sospechaba se le iba revelando poco a poco. Pronto se hace claro que el estudio del hombre no tiene sentido sino reubicado en el conjunto de la vida y en el conjunto del mundo en el que vive: el estudio del hombre es inseparable de un estudio viviente del cosmos. De modo que incesantes obstáculos se levantan ante este intento, quizás claro en apariencia, pero que desemboca finalmente en horizontes que el hombre no concebía siquiera al emprender el camino. Para tener alguna oportunidad de llegar a la meta sin desviarse ni perderse, el estudio de sí requiere de un guía: en éste, como en cualquier otro caso, es necesario aprender de aquellos que saben y aceptar ser conducido por los que ya han recorrido el camino. El conocimiento de sí requiere de una escuela, no puede ser encontrado cu los libros, donde sólo pueden aportarse los datos teóricos, el saber, sobre el cual todo trabajo real queda por hacer: transformar este saber en comprensión, luego esta comprensión en conocimiento. A quien emprende una búsqueda de este tipo, lo único que puede iludírsele al principio es que comprenda la necesidad de progresar incansablemente en esta vía, pase lo que pase: comprender que sólo el estudio de sí, bien conducido, puede llevarlo al conocimiento de sí y al Gran Conocimiento.

PARA UNA JUSTA OBSERVACIÓN DE SÍ La primera etapa de un estudio que quiere conducir al conocimiento de sí es la observación de sí, con tal de que se practique de una manera adaptada a esta meta. En este sentido, la observación de sí ordinaria, tal como la gente la practica toda su vida, es casi totalmente inútil y, pese a las apariencias, no aporta nada válido para el conocimiento de sí que necesitamos: un conocimiento de sí probado y vivido. Hay, en efecto, dos métodos de observación de sí: el análisis y la constatación. El método de análisis de sí, o introspección, es el método habitual; es éste el que han aplicado generalmente los estudios modernos y del cual ellos intentan actualmente liberarse. En este método, cada hecho observado es tomado en sí mismo y sirve de base a un análisis intelectual, bajo la forma de preguntas sobre las causas, las relaciones y las consecuencias de ese hecho observado: ¿de qué depende tal cosa, por qué ocurre? ¿Por qué ocurre así y no de otra manera? El centro de gravedad de la búsqueda es el hecho observado, y los otros elementos son agrupados, en relación con él y no en relación con el conjunto del hombre. Este pasa a un segundo plano si no es que se le ha perdido de vista. Ahora bien, desprendido del conjunto y las leyes generales, el análisis de un fenómeno aislado, no tiene ningún sentido y no representa sino una pérdida de tiempo. Es más, el hombre que se observa así comienza a buscar respuestas a lo que constata, luego se interesa en las respuestas y en sus consecuencias, pronto pierde de vista que él estaba ahí, en principio, para la observación de sí, y no para interpretaciones, para las cuales no dispone todavía de la cantidad suficiente de material necesario. De modo que todo un funcionamiento intelectual se desarrolla a propósito de una observación relegada a segundo plano, y hasta olvidada; por lo tanto, un hombre que se analiza de esta manera, no solamente no progresa más en el conocimiento de sí, sino que incluso hace progresar en él ideas o imaginaciones sobre sí, algunas de las cuales llegarán a ser el peor obstáculo para este conocimiento: y entonces va en contra de lo que buscaba. Otro efecto nefasto de este método de análisis es que divide entre sí las funciones del hombre que se observa de esta manera: la que predomina entre sus funciones (el intelecto casi siempre), se separa del conjunto de las demás para mirar a su manera, seguir a su manera, y frecuentemente apreciar o juzgar el conjunto como ella lo entiende. Semejante actitud sólo acentúa el predominio de una función sobre otra y no las reequilibra entre sí: la disociación interior y el conflicto inherente a todo hombre quedan así inmediatamente reforzados. El método de análisis puede ser útil mucho más tarde para profundizar tal vez en un punto particular, cuando un conocimiento suficiente del conjunto al cual se incorpora ha sido adquirido, y esto sin perder de vista todo el conjunto. Pero para llevar al conocimiento de sí y para permitir una evolución armónica, la observación de sí no debe ser, al comienzo, bajo ningún pretexto, un análisis o un intento de análisis. Al principio, sólo el método de las constataciones puede llevar a la meta que nos proponemos. Ninguna observación, en efecto, tiene valor real para el conocimiento de sí, si no ha sido considerada en sus

relaciones con toda la estructura de quien se observa y si no se la ha vinculado al conjunto de los elementos y leyes que forman esta estructura, no solamente tal como es en el momento presente, sino también en lo que está llamada a llegar a ser: es decir en el movimiento y la vida del todo. En el curso de esas "constataciones", el conjunto no debe, en ningún momento, perderse de vista: sólo él cuenta y sobre él debe permanecer el centro de gravedad. De manera que deben dejarse de lado todos los resultados o experiencias anteriores de observación de sí. No es que deban ser sistemáticamente rechazados, pues no podemos continuar viviendo ni ellos; y por otra parte, puede que haya en ellos elementos de rían valor. Pero todo este material ha sido reunido en función de nicas sobre sí y de divisiones diferentes, o incompletas, o erróneas, por lo tanto, no puede servir tal cual es para el trabajo que nos proponemos; lo que pueda contener de válido será retomado a su debido tiempo y ubicado en su justo lugar. Una observación real con vistas al conocimiento de sí no es posible si no se han reunido primero las condiciones precisas. Para que ésta pueda comenzar sin ser destructora, deben darse primero cierto número de informaciones, bajo la forma de un bagaje inevitablemente intelectual en esta etapa. El primer trabajo de quien quiera realmente observarse, será el verificarlas lo más pronto posible por su propia experiencia, y no admitir como real nada cuya realidad no haya comprobado por sí mismo. Estas informaciones necesarias conciernen a la estructura misma del ser humano, su modo de funcionamiento y sus transformaciones posibles más inmediatas. Deben ser suministradas bajo una forma suficientemente completa como para servir de marco y armazón a lo que será, más tarde, un real conocimiento de sí. Al mismo tiempo que se realiza este trabajo preliminar de verificación de las informaciones, se puede comenzar el estudio de sí por el principio, es decir, observándose a sí mismo, por simple constatación, sin juzgar nada ni cambiar nada, como si uno no se conociera en absoluto y como si uno nunca se hubiera observado, tratando solamente de determinar a qué centro o a qué grupo de centros pertenecen los fenómenos que se observan, con qué funciones están relacionados y con qué nivel de estas funciones. Es evidente, desde los primeros pasos, que los obstáculos son considerables y que no hay ninguna esperanza de superarlos algún día si no son primero reconocidos y vistos tal como son. Es evidente también que para un trabajo de esta clase son indispensables una energía, un tiempo, y unas condiciones particulares: ¿cómo las encontraríamos sin buscar primero las fuerzas con las cuales podremos contar en nosotros mismos, o a nuestro alrededor y la manera como podremos encontrar el tiempo y las condiciones necesarias? No hay prácticamente ninguna posibilidad de que un hombre aislado, cualesquiera que sean inicialmente sus buenas intenciones, venza solo tantas dificultades diversas. Él necesita, cuanto antes, dos tipos de ayuda. Necesita, por una parte, una ayuda interior que la misma observación de sí le puede aportar: además de las constataciones que ella permite acerca de aquello de lo que estamos hechos, ella pronto muestra que en este conjunto, toda una parte funciona abusivamente y toma para sí sola todo el sitio. En un hombre que busca ser plenamente él mismo, esta visión de su situación

hace surgir el deseo de ciertos cambios y de una transformación. Esta visión y el deseo que hace surgir son la fuerza básica sobre la cual puede apoyarse todo el trabajo ulterior. Pero esta ayuda interior, este aliado en él, no puede ser suficiente: a diferencia de lo que él cree generalmente, un hombre solo no puede saber lo que hay que cambiar ni cómo cambiarlo. Necesita cuanto antes de una ayuda exterior y hace falta que encuentre cuanto antes una escuela donde las condiciones —que no conoce— estén dadas para que la transformación que él desea pueda proseguir. Para un hombre que ha tomado conciencia de su situación, encontrar una escuela se vuelve la necesidad más imperiosa.

BREVE VISIÓN DE CONJUNTO SOBRE LA ESTRUCTURA DEL HOMBRE Para que una real observación de sí pueda comenzar y antes de que ella permita constataciones válidas, es necesaria una etapa previa. Una observación válida no es posible, en efecto, sino cuando ciertas informaciones, sobre lo que somos y sobre las perspectivas inherentes ii la vida humana, nos han sido previamente dadas. Tales informaciones no adquieren un valor real para nosotros, si no podemos verificarlas luego, paso a paso, por nosotros mismos, y lograr a la vez una visión de conjunto suficientemente clara y una experiencia práctica suficientemente probada, como para reubicar nuestras observaciones ulteriores en un conjunto sólidamente asentado, sin rechazar por ello las diversas sugerencias que la vida nos propone, pero sin, ingenuamente, dejarnos tampoco tomar ni desviar inútilmente por ellas. Así, en lo sucesivo, tendremos que cuestionar estas informaciones una a una; pero, siendo la vida breve para el camino que hay que recorrer, necesitamos, si es posible, que las perspectivas generales abiertas desde el principio, nos sigan siendo útiles a lo largo de toda nuestra empresa. Estas informaciones conciernen al hombre en su conjunto: su constitución, las diversas funciones que le son posibles (es decir, los diferentes aspectos que puede tomar la energía vital de que dispone), las relaciones entre estas funciones, los estados o niveles sobre los cuales se ejercen estas funciones, la existencia de facultades fundamentales, atributos de toda vida individual, ciertos aspectos de esas facultades, características, para el hombre, de los niveles sobre los cuales él vive o puede vivir, y las perspectivas más inmediatas sobre las diferentes posibilidades de su devenir o de su transformación. Muchas maneras de considerar al hombre han sido propuestas por diversos sistemas o filosofías. La mayoría de ellos tiene lagunas, puntos de vista particulares e interpretaciones que les restan toda objetividad; al mismo tiempo, los hacen inutilizables para la búsqueda que queremos emprender. Un conocimiento muy antiguo al cual Gurdjieff se refiere, considera que nuestra vida cotidiana está asegurada por cinco funciones, cada una de las cuales tiene su "centro" o "cerebro", en el cual la energía vital toma la forma propia de cada uno de ellos y que gobierna la utilización, en esta vida, de la energía así particularizada. Cuatro de estas funciones son relativamente independientes y sirven para garantizar nuestra vida cotidiana: —la intelectualidad, con la que se relaciona todo lo que es funcionamiento mental: la ideación, el pensar y una cierta forma de memoria, la que mejor conocemos. Es ella en general la que nos permite comparar, juzgar, coordinar, clasificar y prever; —la afectividad, con la que se relaciona todo lo que es emoción y sentimiento. Es ella en general la que nos permite apreciar y evaluar cualquier cosa en relación con nosotros; es decir, en relación con lo que percibimos y conocemos de nosotros; —la motricidad, con la que se relaciona todo lo que es forma o sostén del organismo y movimiento. Es ella en general la que nos permite tener la sensación de nuestro cuerpo y le permite a él cumplir las tareas que le son pedidas;

—la instintividad, con la que se relaciona todo lo que regula y mantiene automáticamente nuestra vida orgánica. Es ella en general la que nos permite tener el instinto de sus necesidades. La distinción entre la función instintiva y la motriz no es, por lo demás, indispensable al principio y uno puede tener una noción suficiente de lo que es su propia estructura habitual al considerar que ella está conformada por tres partes o tres pisos: intelectual, afectivo e instintivo-motor. La quinta función es la función sexual, diferente de las otras en el sentido de que se apoya sobre ellas, participa de las cuatro, emana de ellas y, sin embargo, las sobrepasa para ser el soporte del aspecto creador del ser humano en todos sus niveles, con la polaridad que le os propia, toda la educación que hemos recibido nos conduce generalmente a no considerar más que su aspecto orgánico. Incluso bajo este aspecto, nos damos cuenta muy pronto de que no puede ser estudiada aisladamente: ya que se apoya sobre las otras funciones, c hace necesario emprender de antemano el estudio de ellas; es así como el nivel de la vida orgánica, en su totalidad, se encuentra concernido. Pero la polaridad sexual y su función atañen al conjunto del ser humano, y si existen en él otros niveles de vida, además del nivel orgánico, estos también participan de ellas, de modo que un estudio de la función sexual solamente sobre el nivel de la vida orgánica no aporta sino una visión parcial e insuficiente; un estudio armonioso no es posible sino cuando los niveles superiores del ser humano son suficientemente conocidos. En efecto, bajo formas diversas (a veces disfrazadas), todas las doctrinas están de acuerdo en reconocer al ser humano la posibilidad de otros dos niveles de vida. El conocimiento antiguo precisa además que existen en el hombre otros dos centros, dos centros superiores, cuyo funcionamiento caracterizaría esos niveles. Pero esos centros por lo general permanecen latentes y, salvo por un trabajo especial, el hombre no tiene ninguna relación con ellos, a no ser por destellos, listos son: el centro emocional superior, al cual pertenecerían sólo los verdaderos sentimientos, y el centro intelectual superior, con el que se relacionaría una forma objetiva de pensar de la que el hombre ordinario no tiene siquiera idea. El mismo antiguo conocimiento al cual Gurdjieff nos convida aporta muchos otros datos. Muestra que la vida del hombre se desarrolla enteramente dentro de tres grados de presencia o tres niveles de funcionamiento, tres niveles de vida: los estados del dormir, del soñar y de la vigilia. Además de esos tres estados, el hombre conoce, a veces, por un instante, un cuarto estado: el de conciencia de sí. Pero a esos momentos de despertar a un nivel de presencia mayor que la que conoce de ordinario, no les presta atención casi nunca, pues cree que su presencia de vigilia es la presencia más completa de la que es capaz: le satisface y le basta; puede ser que busque su perfeccionamiento, pero ni siquiera se le ocurre la idea de que una presencia más elevada le sea posible y pueda ser buscada. Incluso si sospecha su calidad, es incapaz de interpretar correctamente los vislumbres de conciencia de sí que ciertos choques de la vida le aportan, mientras su atención no haya sido atraída hacia lo que aquellos representan en realidad. Cada uno de esos estados de presencia posibles al hombre, se caracteriza, en efecto, por la aparición en esta presencia de una "dimensión" nueva que no existía en los niveles subyacentes. Estos no resultan, sin embargo, destruidos ni perdidos, y pueden ser en todo momento recobrados; pero son de alguna manera "sobrepasados" e integrados a un conjunto más vasto, donde se establecen relaciones diferentes y nuevas. Debido a la aparición de esta "dimensión" nueva, el paso de un estado de presencia a otro, para el hombre

que lo vive, es marcado por una discontinuidad, un umbral, un cambio brusco o más exactamente, una transformación. Permanecen las funciones, pero se ejercen con un ritmo, una amplitud y unas posibilidades distintas, inherentes a las nuevas relaciones y a la incorporación de centros de actividad diferentes. Y las facultades fundamentales propias de toda presencia al participar igualmente de esta nueva dimensión, son, por ende, transformadas. En efecto, tres facultades fundamentales se encuentran, bajo diversos aspectos en toda forma de vida individual, donde su conjunto permite la individualidad relativamente autónoma, y donde su calidad da testimonio del nivel de vida, el estado de presencia, el grado de ser; esta calidad, diferente según esos niveles, caracteriza cada estado de presencia, permite así reconocerlo y situarlo. Estas tres facultades son, para el hombre, la "atención", la "conciencia" y la "voluntad". Aunque el hombre se las atribuye de ordinario bajo una forma muy evolucionada, no existen en él espontáneamente más que en su aspecto degradado, aquel que corresponde a su modo de vida ordinario. Sólo accidentalmente, por destellos, o cuando, después de un prolongado trabajo sobre sí, ha llegado él a ser capaz de realizar el estado de presencia de sí mismo, conoce su aspecto evolucionado. Kn el hombre para quien los estados de presencia cambian sin cesar y carecen de la permanencia que él se atribuye, las fluctuaciones de la calidad de una u otra de estas tres facultades fundamentales es importante, porque ella le permite reconocer, a cada instante, sobre qué nivel transcurre su vida. Estos diversos datos no son los únicos que un hombre puede distinguir en sí mismo. En otro orden distinto, se puede reconocer que el hombre está compuesto de dos partes: una puede ser llamada su "esencia" y la otra, su "personalidad". La "esencia" es el patrimonio dado al hombre al nacer: sus formas, sus tendencias, sus características fundamentales. Es su haber, su legado, portador de sus rasgos particulares, aquello que le ha sido dado para que lo haga fructificar. Y el único crecimiento real de un "hombre" es el crecimiento de su esencia. La personalidad, por el contrario, es todo aquello que el hombre ha aprendido: lo que ha aprendido desde su nacimiento, a consecuencia de los acontecimientos, la educación, la moral, el medio social y la religión. Nada de eso viene de él y todos esos elementos le son aportados o impuestos desde el exterior. Lo único que es suyo y que depende de los rasgos específicos de su propia esencia, es la manera como los ha recibido. Los primeros elementos de esta personalidad, grabados sobre un terreno aún virgen en la más temprana infancia, están anclados tan profundamente en él que resulta muy difícil distinguirlos de su esencia, y forman como una segunda naturaleza. El desarrollo futuro del individuo depende en gran medida de lo que han sido esos datos iniciales en relación con su esencia: si una discordancia fundamental ha sido introducida en este nivel por las primeras impresiones y la primera educación recibida, ella queda profundamente enterrada y si el individuo ha de ser rearmonizado un día, será muy difícil alcanzarla y corregirla. De allí en adelante, los elementos exteriores se graban con una profundidad cada vez menor. Pero a medida que surgen las respuestas aprendidas a las exigencias de la vida, aparece otro fenómeno: la instalación de los hábitos. La repetición de los mismos comportamientos en circunstancias análogas crea, en el individuo, una asociación siempre igual de sus diversas funciones. Esto da lugar en él a la instalación de una red particular de relaciones, a un aspecto de su personalidad, a una "manera de aparecer" que se reproduce automáticamente cada vez que se reproducen en él circunstancias exteriores análogas. Cada

uno de estos aspectos o maneras de aparecer constituye pronto un personaje en sí, un pequeño "yo" particular. Un "yo" de este tipo se constituye para cada una de las circunstancias habituales de la vida, y como esos yoes se constituyen independientemente unos de otros, no tienen relación entre sí: pueden concordar, tanto como entrar en contradicción y cada uno es sólo un aspecto parcial correspondiente a una situación determinada. En definitiva, el hombre, en la vida, en lugar de aparecer con una "individualidad" cuyas funciones expresan armónicamente en toda circunstancia lo que él es profundamente en su esencia, aparece diferente según las circunstancias, bajo las máscaras de diversos personajes, de pequeños "yoes" múltiples, que le dan una apariencia aprendida, ajena al verdadero sí mismo. El conjunto forma su "personalidad". Pero sin el trabajo de una observación de sí bien llevada, el hombre no tiene evidentemente ninguna conciencia de esta situación: cree en la realidad de cada uno de sus personajes; en el momento, cree muy "sinceramente" que cada uno de ellos lo expresa íntegramente a él. No ve ni sus cambios ni su paso de un personaje al otro y, en conjunto, cree en su propia unidad. Estas constataciones ponen en evidencia la importancia de las relaciones que se establecen en el interior de nosotros mismos y la necesidad de conocerlas bien. Una observación atenta muestra que las cinco funciones que aseguran nuestra vida ordinaria están siempre en actividad, pero en grados diferentes. Vemos generalmente que una de ellas, más activa, predomina y arrastra a las otras, pero este predominio cambia con frecuencia bajo el efecto de los acontecimientos exteriores o interiores. Sin embargo, de manera habitual, predomina una de ellas, siempre la misma, según el tipo del individuo. Pese a la idea contraria que tenemos y a la creencia en una cierta libertad en nosotros mismos, la misma observación muestra que nuestros funcionamientos están vinculados unos con otros. Esta dependencia —en realidad esta asociación— demuestra ser muy diferente según los casos. Unas veces, aparece tan estrecha que es difícilmente separable: así ocurre con nuestros condicionamientos, nuestros hábitos inveterados y, como hemos visto, nuestros personajes. Otras veces, la relación entre diversos funcionamientos es tan lejana que ellos parecen independientes y forman parte del inconsciente aparentemente inaccesible a nuestra observación directa En general, una mecanicidad muy grande rige, sin que nos demos siquiera cuenta de ella, la totalidad de nuestra vida ordinaria. El hombre ordinario es, de hecho, una máquina totalmente condicionada; pero él no lo ve y si se le dice, no quiere creerlo. El juego de las asociaciones se produce en él sin cesar, casi siempre sin él saberlo, bajo la forma de reacciones automáticas a situaciones ante las cuales lo pone la vida: la red que de ello resulta, tejida de hábitos y similar a sí misma cada vez que se reproducen circunstancias similares, forma estas "maneras de ser" bien constituidas, estos personajes que nos caracterizan y que quienes nos rodean conocen mejor que nosotros. Incluso se sirven con frecuencia de dichos personajes; más exactamente, se sirven de nosotros gracias a la inconciencia que hace de nosotros sus prisioneros. Es muy evidente que ninguna esperanza de cambio ni de transformación se abre para el hombre mientras continúe prisionero de sus personajes y de sus hábitos; y si él se da cuenta, se enfrenta al problema de cómo escaparse de su prisión. Al contrario de lo que cree casi siempre, no puede hacerlo solo. Tampoco

puede destruir sus hábitos y asociaciones automáticas, porque son necesarios paral la vida cotidiana pero con una ayuda apropiada (desarrollando otro nivel en sí mismo, el del observador, el del testigo) puede aprender a descubrirlos, a conocerlos, y a servirse de ellos; es decir que, al desarrollar él en sí mismo, mediante un trabajo apropiado, un nivel diferente de presencia, puede establecerse ese orden diferente de relaciones internas sin el cual no le sería posible liberación alguna. Hay todavía otro aspecto del hombre que debemos consideraren en la medida en que nos es actualmente posible: se trata de la existencia y el desarrollo de los cuerpos superiores. Diferentes religiones o doctrinas nos dicen que tenemos o que podemos tener un alma, un cuerpo astral, un cuerpo causal, un espíritu, un doble, etc. De hecho, si nos volvemos hacia nosotros mismos, no podemos decir que tengamos experiencias objetivas válidas en ese sentido; todo lo que tenemos son anhelos, un deseo de sobrevivir, hasta de inmortalidad y premoniciones, más o menos vagas, quizás, que nos hacen pensar que una evolución nos es en efecto posible en ese sentido (¿no se habla, acaso, de "salvar" su alma?) y que esta evolución no deja de tener relación con nuestro eventual destino después de la muerte física, ni con el cambio interior cuya necesidad hemos sentido (¿no se habla también de ir al cielo, al purgatorio o al infierno o, en otras doctrinas, de reencarnar en condiciones mejores o peores?). Así como en el dominio orgánico tenemos cierto instinto que nos puede guiar si nuestras condiciones artificiales de vida no lo tienen demasiado embotado, de manera semejante, en el dominio espiritual, podemos reencontrar en nosotros mismos cierta "intuición" capaz de guiarnos, si sabemos aún escucharla y darle un lugar. En los I evangelios, el "hombre" es una "semilla". Ahora bien, ninguna forma de vida, ningún nivel de existencia, es posible sin un soporte substancial apropiado. Esto es evidente para nosotros en el plano de la vida orgánica, que reposa sobre nuestro cuerpo físico y sobre las funciones, tanto psíquicas como instintivo—motrices. Si es posible al hombre, a través de una transformación interior, alcanzar otros niveles de vida—niveles "superiores" o niveles más "sutiles"-, también sobre esos niveles su existencia necesita de un soporte substancial correspondiente, de "sutileza" semejante, que también tiene su crecimiento, su nutrición, sus facultades y sus funciones propias: es esto lo que nos es sugerido y lo que tal vez podamos comprender de inmediato acerca de la existencia de los cuerpos superiores. Por simplificado y esquemático que sea, e incluso si a primera vista parece, desde cierto ángulo, arbitrario, este primer conjunto de informaciones sobre sí es necesario como bosquejo provisional sobre cual podrá apoyarse la observación de sí. Cada nueva constatación, al mismo tiempo que es colocada en su justo lugar sobre el bosquejo, refuerza sus líneas; pero el resultado no puede ser analizado y comprendido hasta tanto no se haya reunido un conjunto suficiente y mientras sigan existiendo lagunas demasiado importantes. Y podría ganarse un tiempo considerable si desde el comienzo se dirige la observación de manera que podamos verificar las líneas principales, inmediatamente accesibles, de este bosquejo. Desde este punto de vista, la observación de sí debe ser preparada por el estudio de las cuatro funciones que aseguran nuestra vida cotidiana, luego el estudio de los diversos estados en los cuales esta vida transcurre y finalmente el estudio de las relaciones entre la calidad de estas funciones y la de esos diversos estados. La toma de conciencia de este conjunto es el primer paso, y una real observación de sí sólo puede venir a continuación.

CONDICIONES, MEDIOS Y SENTIDO DE UNA REAL OBSERVACIÓN DE SÍ Quizás podamos ahora tratar de comprender mejor lo que es la observación de sí llevada de esta manera, es decir, encaminada hacia el conocimiento de sí y la participación en el Gran Conocimiento. Un la mayoría de las tradiciones, se dice (de diversas maneras) que la verdad está más allá del mundo de las apariencias u oculta dentro de él y que la visión de esta verdad libera de las incertidumbres, las dudas, los conflictos. Pero sentimos claramente que antes de Alcanzar una visión de la verdad interior del mundo en el que participamos, son necesarias la visión de la verdad sobre uno mismo, la resolución de las dudas y conflictos en uno mismo: debemos aprender primero a volvernos hacia nosotros mismos y a mirar en nosotros. Es cierto que ni tal visión de sí, ni siquiera el movimiento interior que la permite, nos son dados de manera espontánea. Continuamente nos sentimos tomados en el desorden de la agitación exterior y sentimos que somos presa de las dudas, los conflictos y las imaginaciones que impiden una visión imparcial de lo que somos. Pero no siempre nos damos cuenta ni experimentamos una necesidad real de que este desorden cese; pues el hombre encuentra en estos conflictos, en la agitación que ellos producen, una impresión de vida n la que no renuncia fácilmente; y no quiere ver que esta agitación no lo lleva a nada constructivo. Mientras un hombre prefiera seguir siendo tal cual es (y esto aun si no se siente bien, puesto que uno acepta fácilmente su incomodidad) y no experimente la necesidad de cambiar, ninguna evolución será posible para él. Esta necesidad de que algo cambie en nosotros es en verdad la primera observación de sí que los accidentes de la vida nos proponen, sea de manera brusca o brutal, sea de manera más progresiva, bajo el efecto de una necesidad, un requerimiento, una exigencia interior. De la calidad, de la intensidad y de la fuerza de esta visión dependerán muchas veces para un hombre todo su deseo de evolución ulterior y toda su fuerza para emprenderla. A partir del momento en que un hombre reconoce que hay algo falso o insuficiente en él y que, en consecuencia, algo debe sea cambiado, puede emprender él un trabajo sobre sí mismo con miras a una evolución. Y a este hombre se le plantea una primera pregunta: ¿cómo emprender un trabajo que le dé una visión real de lo que él es? El hombre sólo ve el mundo entero en función de sí y al mismo tiempo sólo tiene sentido en función del mundo. Sentimos que somos el ombligo de un mundo que vemos desde nuestro punto de vista y al mismo tiempo, para el mundo no somos nada: apenas un "granito de arena". El estudio podría comenzar por uno o por el otro y nuestra primera tendencia es comenzar por el estudio del mundo que nos rodea; pero en ese mundo donde no somos nada, tampoco podemos nada; no tenemos cómo ver su eternidad, ni su infinitud; estamos perdidos en una inmensidad fuera de nuestro alcance y en un análisis que ni nuestra vida entera bastaría para llevarlo a cabo, abarcándolo todo, a fin de permitirnos alcanzar la síntesis. Una vez hecha esta síntesis, todavía tendríamos que integrarnos en ella y comprender qué lugar ocupamos en ella. Sin embargo, la ciencia moderna ha emprendido con certera eficacia práctica este camino y este análisis sin fin, al mismo tiempo que es llevada a dispersarse y a especializarse, es

decir, a limitarse, sin ninguna preocupación directa por el hombre mismo que lo emprende. Ahora bien, somos nosotros quienes estamos en cuestión en esta búsqueda: somos nosotros quienes la necesitamos primero; se trata de nosotros, nuestro ser interior, nuestro lugar, nuestros conflictos, Una real observación de sí nuestra evolución y, a partir de hoy, toda nuestra vida. Además, en lo que nos concierne, no podemos ver nada sino a través de nosotros. Si el estudio empieza por nosotros mismos, es otra cosa: nosotros estamos siempre ahí, al alcance de nosotros mismos y en el lugar que nos corresponde. Creemos quizás que nos conocemos y que conocemos este lugar: toda nuestra educación nos lleva a creerlo; sin embargo, nuestras dudas, nuestros conflictos, nuestras ignorancias están también ahí: si nos conociéramos, como lo creemos, no estarían allí y no habría preguntas sobre nosotros mismos. Tenemos que admitir que en realidad no nos conocemos. Más aún, esta creencia errónea de que nos conocemos es justamente el obstáculo que nos impide emprender (por creerlo inútil) el trabajo del que en realidad tenemos mayor necesidad. Si comprendemos esta situación, comenzamos a interrogarnos sobre nosotros mismos y comprendemos que necesitamos aprender a volvernos hacia nosotros mismos, hacia nuestra vida interior. Necesitamos vernos tal cual somos, en lugar de la imagen que tenemos de nosotros. Para vernos mejor, tenemos en primer lugar que observarnos imparcialmente con toda honestidad, sin cambiar nada: simplemente porque tenemos esta necesidad de vernos tal cual somos. Es por eso que todo trabajo en esté sentido se inicia por la observación de sí: una observación sintética, global, imparcial. Tan pronto como tratamos de observarnos así y de permanecer, a la vez, atentos a nosotros mismos y, en nosotros, a uno de nuestros aspectos precisos, nos damos cuenta de que esta observación es fugaz y, salvo circunstancias excepcionales, dura, cuando más, algunos instantes. Muy pronto, esta incapacidad de hacer que dure la observación nos parece el más importante de todos los obstáculos para conocernos, y llegamos a preguntarnos a qué se debe que sea así de ordinario, si hay condiciones especiales que escapan a la regla y cuáles son, eventualmente, estas condiciones. Una dificultad de otro orden surge, al poco tiempo, para quien emprende este camino: la observación de sí es, a la larga, fastidiosa después de cierto entusiasmo inicial, tal vez, el interés decae, y pronto echamos mano a cualquier escapatoria posible. Olvidamos que este trabajo se emprendió para responder a nuestras aspiraciones más profundas y que es una etapa inevitable en esta dirección. Lo sabemos con nuestra cabeza, pero nuestro interés, tomado por los atractivos de la vida, siempre cambiantes y renovados, se deja desviar sin cesar. Si ya no sentimos que somos para nosotros mismos una pregunta que no nos deja tranquilos, si ya no se despierta hacia nosotros un interés verdadero, sino sentimos que nos traicionamos a nosotros mismos —o más exactamente, que sacrificamos nuestro desarrollo más noble- al dejarnos tomar completamente por el curso de la vida exterior, ¿por qué emprenderíamos tal búsqueda? Ningún esfuerzo de trabajo interior, ningún intento de observación de sí tienen sentido si no están conectados primero y en cada oportunidad con nuestra búsqueda y con nuestro deseo de ser más plenamente nosotros mismos. Pero aun si este interés por nosotros mismos ha podido ser despertado, el hecho permanece: nuestro intento de observación, por sí mismo, no puede durar más que algunos instantes. Al mismo tiempo vemos que nuestro interés personal por nuestro intento se agota y que la atención, necesaria para ver, se gasta; lo que

observamos se desvanece muy rápido y, tal como somos, debemos pues confesar que nos olvidamos de nosotros mismos sin cesar y que nos olvidamos todo el tiempo. Para quien busca ser sí mismo, el olvido —y especialmente el olvido de sí— aparece inmediatamente como uno de los obstáculos más difíciles de superar. En esas condiciones, ninguna observación de sí puede ser realmente útil: tenemos que estudiar de dónde viene esta fugacidad, y de qué medios podríamos valemos para hacer nuestra observación suficientemente duradera como que nos sea posible llegar a tener constataciones válidas. Así que todo un trabajo previo nos parece ahora necesario. Una justa observación de sí que conduzca a constataciones válidas requiere, en efecto, de la participación de tres factores —de tres fuerzas, podría decirse— de los cuales depende; y la calidad de su resultado —es decir, la calidad de la observación— depende de la calidad de cada uno de estos tres factores. Ellos son dos elementos, frente a frente: yo que observo y lo que observo en mí; pero nada sucede si, además, no hay entre ellos el tercer factor: una atención que los vincule. Esta atención de la que tenemos necesidad aquí es sin duda lo que más falta nos hace. Ella es de una índole particular que no leñemos habitualmente y que hasta ahora no conocíamos. La atención que tenemos de ordinario es una atención en un solo sentido, dirigida hacia lo que observamos y que toma en cuenta lo que observamos. Con una atención de esta clase y la actitud que ella trae consigo, la observación, aplicada a uno mismo, permite un análisis elemental (el de la psicología corriente) pero no las constataciones integradas al conjunto que somos, tal como las buscamos. La atención que necesitamos es de otro nivel; aquella que, mientras la observación prosigue, toma en cuenta todo lo que somos: es una atención de doble sentido, una atención desdoblada: y el la trae consigo una actitud muy diferente de nuestra actitud habitual. No tenemos naturalmente una atención de este tipo, salvo por accidente en ciertos momentos de sorpresa o de peligro donde ella acompaña un vislumbre de conciencia; pero es posible tenerla "artificialmente" por un esfuerzo especial, y puede ser desarrollada en nosotros mediante ejercicios apropiados. Es uno de los efectos de los intentos de observación de si. Al principio, nuestra atención sigue siendo de un solo sentido: va en un sentido o en el otro: hacia mí o hacia lo que observo en mí, alternando con una mayor o menor rapidez. Y ocurre así con más razón, porque ni en una dirección ni en la otra hay, al principio, ningún apoyo estable, ningún imán sobre el cual nuestra atención pueda asentarse: una real observación de sí, si la intentamos, pronto demuestra depender tanto de este apoyo como de la atención misma v comprendemos sin demora que los tres factores, las tres fuerzas en presencia, son estrechamente solidarias. Así que para comprender mejor lo que es una observación verdadera de sí, nos vemos llevados a considerar los otros dos factores, los que están frente a frente en este intento: yo que observo, y lo que yo observo en mí. Una real observación de sí, como la entendemos, sólo es posible si el que observa —"Yo"— está presente durante esta observación; la integración de ésta será tanto más válida y completa cuanto más completamente presente esté el que observa, es decir, cuanto más capaz sea de tomar en cuenta, en el campo de atención dirigido hacia sí, un número tanto mayor de elementos. Esto supone que conoce ya estos elementos y que es capaz de mantenerlos ahí, estables, juntos: lo que se puede llamar mantenerse en un estado de presencia de sí mismo. Este estado no nos es natural, pero también él puede ser desarrollado por un

trabajo de estudio de sí y cada vez que se produce en nosotros, somos advertidos de su presencia por una conciencia interior particular, una sensación interior de sí particular que, cuando ha sido experimentada una vez, se hace inconfundible. Nada de esto nos es posible al principio: esos momentos de presencia, aun si aparecen en nosotros bajo ciertas influencias, son breves y separados por largos intervalos, a menudo días enteros, durante los cuales vivimos como de ordinario, en la dispersión: sin una conciencia de conjunto de lo que somos. Debemos pues reconocer que nos olvidamos de nosotros mismos casi continuamente; en nosotros las cosas se hacen: hablar, reír, sentir, actuar; pero se hacen automáticamente sin que nosotros mismos estemos aquí: una parte ríe, una parte habla, la otra actúa; no sentimos: yo-hablo, yo-actúo, yo-río, yo-observo. Nada de lo que se hace así puede ser integrado al conjunto; vivimos en el olvido de nosotros mismos, y todo pasa sin dejar ninguna huella; la vida se vive, pero se vive sin ningún "fruto" para el sujeto. La observación de sí no tiene ninguna utilidad para nosotros, si un observador cualquiera toma nuestro lugar y si "yo", el sujeto, no está aquí para comprender mientras nos observamos: una observación de sí completa y verdadera requeriría de la presencia global de un yo estable y real. Tal presencia no le es posible al hombre antes de un largo trabajo de conocimiento de sí; pero una presencia relativa, una cierta cohesión de todo lo que él puede encontrar en sí mismo le es posible desde ahora en todo momento, mediante un esfuerzo de "recuerdo de sí". Una real observación de sí sólo puede comenzar cuando tratamos al mismo tiempo de hacer este esfuerzo. Al intentarlo, descubrimos además que, sin saberlo, cambiamos continuamente y que al menor llamado imprevisto, todo lo que hemos reunido se dispersa; con la práctica, vemos que nada nos es más difícil que estar allí, de manera estable para una observación. El factor restante que forma parte de la observación de sí es lo que observamos en nosotros mismos. Este es el objeto y el apoyo 'le nuestra observación y ella no es tampoco posible cuando este apoyo se muestra siempre evanescente. Así que al buscar en nosotros un apoyo estable, podemos darnos cuenta muy pronto de que aquello que es más fácil de ver—lo exterior de nosotros, la forma de nuestras respuestas a las demandas de la vida— depende en primer lugar de dichas demandas, y, aun pudiendo ser repetido, no depende de nosotros sino indirectamente: cambia sin cesar y se nos escapa en facilidad por entero. En cambio, las estructuras funcionales, que nos hacen responder, están siempre ahí, siempre las mismas, en toda circunstancia, hechas de lo que somos y de lo que la vida las ha hecho; pero tal como son, estas estructuras (nuestras funciones, nuestros personajes) no son utilizables. La manera como las cosas se hacen en nosotros (el juego de nuestras funciones, el modo como se asocian, para determinar nuestros personajes y nuestras respuestas) tiene lugar en la oscuridad, sin que nosotros lo sepamos. Y lo que somos de ordinario no ofrece ningún asidero a nuestras constataciones, a menos que lo hagamos aparecer "especialmente". En definitiva, una observación realmente válida para nuestra búsqueda sólo se nos hace posible cuando los tres factores activos que la permiten aparecen simultáneamente en un momento que loa reúne: un "yo" que observa, el campo de observación de un momento completo de vida y la atención doble que establece la relación. Las condiciones especiales más fáciles y más seguras que permiten un trabajo así son las diferentes

formas de lucha contra esos aspectos automáticos de uno: nuestros personajes están siempre ahí. Todas las disciplinas del desarrollo del hombre, cualesquiera sean ellas y cualquiera sea la forma más o menos evidente que ellas le den, comienzan por una lucha de este orden que es una necesidad conforme a las leyes generales de evolución de la vida. La observación dirigida al conocimiento de sí no puede ser en esto una excepción. Comienza en el nivel más simple, por la lucha contra los encadenamientos usuales (es decir, los hábitos) que nos hacen aparecer tal como parecemos ser. Esta lucha, debido a suj inutilidad inmediata, a la incapacidad de cambiar lo que sea (a pesar de nuestra ilusión vana), debido también a la constancia y la energía que requiere, es fastidiosa, difícil y descorazonadora. Esta lucha resulta inconcebible para un hombre, a menos que haya comprendido hacia qué lo conduce y recuerde siempre por qué la emprendió. Pero si este hombre ha logrado tal comprensión, o si solamente, en un comienzo, ha comprendido que le era necesario someterse a esta disciplina, la lucha contra los hábitos llega a ser a la vez el medio evidente de verse tal cual es y, sin que pueda dar cuenta de ello, el primer instrumento de su transformación interior. Ella suscita esta atención doble que le es necesaria y obliga al hombre a aparecer frente a sus hábitos, por los cuales se adormece, se automatiza y se hunde sin cesar en el olvido de sí. Nuestros hábitos y, cuando están más profundamente anclados, nuestros condicionamientos inconscientes, son innumerables. Se enredan tan estrechamente que son inextricables y, desde este punto de vista, puede decirse que el hombre ordinario es, más que un tejido bien ordenado (salvo tal vez en su parte instintiva), una mezcolanza de hábitos y de condicionamientos grandes y pequeños. Para que al comienzo la lucha contra los hábitos sea posible y provechosa para la observación de sí, debemos escoger hábitos simples, directamente relacionados con funciones ya claramente reconocidas. El estudio de la motricidad es, tal vez, el más fácil. Puesto que su observación directa no es posible para un hombre, de la manera habitual, sino durante algunos instantes, ella puede emprenderse eficazmente contrariando uno tras otro los diversos hábitos motores que forman el sustrato de toda nuestra actividad: el caminar, el escribir, las maneras de urbanidad en la mesa, los gestos profesionales, las actitudes, etc. Cada hábito está constituido por otros múltiples hábitos pequeños en los cuales el cambio provocado puede servir de soporte para la observación de sí. La longitud de los pasos, el ritmo del caminar, la manera de sostener la pluma, el cambiar, en los gestos, de una mano a otra, son ejemplos que pueden multiplicarse. Al mismo tiempo, el hombre que observa de esta manera, pronto se da cuenta de que está encerrado sin saberlo en un número bastante limitado de hábitos motores: y esta constatación es de suma importancia. El estudio de los funcionamientos intelectuales es ya más difícil. El hombre que busca ver este funcionamiento se da cuenta de que tiene, de hecho, algún poder para dirigir su pensamiento en un principio; de vez en cuando, hasta le es posible mantenerlo por un cierto tiempo en la dirección escogida por él; luego, tarde o temprano, a menudo muy pronto, se le escapa: está distraído. Además, en su vida habitual, el hombre no ejerce su poder de dirigir su pensamiento sino en raros momentos; aparte de estos, su mente trabaja sin cesar y hay siempre ideas allí; pero ellas surgen automáticamente, en función de estímulos exteriores e interiores, sin que el hombre pueda evitarlo. Son reacciones automáticas del intelecto en toda circunstancia que se encadenan unas con otras asociativamente. Y así como tenemos hábitos físicos, igualmente poseemos

hábitos del pensamiento: maneras de pensar, las cuales también, sin que lo sepamos, existen en cantidad bastante limitada. Una primera línea de estudio del funcionamiento intelectual es la lucha contra esos hábitos de pensar. El hombre puede darse cuenta de que cada una de sus maneras de pensar no es la única; puede cuestionarlas y esforzarse por probar otras maneras, profundizar en ellas, comprenderlas y comprender en qué le son ajenas; así hará descubrimientos valiosos sobre sí mismo y sobre su modo de pensar. Otra línea de estudio del funcionamiento intelectual es la observación de nuestra distracción. Ella es un signo evidente de las insuficiencias de nuestro centro intelectual. Comenzamos a leer, a; hablar, a escuchar, luego, de repente, estamos distraídos. Si no queremos ser desviados sin cesar de las metas que decidimos perseguir, necesitamos saber lo que sucede en nosotros y cómo semejante distracción se hace posible. Una observación atenta y difícil (ya que el proceso es sutil) nos muestra que tiene dos causas principales: la imaginación y el ensueño. Ambos son ejemplos del funcionamiento equivocado del centro intelectual y de su pereza. Debido a ella trata de ahorrarse todos los esfuerzos que le exigiría un trabajo efectivo, que se dirigiera en un sentido definido hacia una meta bien determinada. La imaginación existe bajo la forma que le es propia en cada uno de nuestros centros. Aparece allí a continuación de un momento de trabajo real que tiene un sentido preciso después del cual el esfuerzo se relaja, la atención se desvía, la meta se pierde de vista, y el funcionamiento prosigue en el interior del centro mismo, sin ninguna relación con el trabajo emprendido y sin otra relación con los demás centros que la de aportar impresiones de vida inútiles y sin dirección, por lo tanto imaginarias, hechas para la satisfacción funcional pura y no para una realización efectiva en el campo de la realidad. Uno o varios centros pueden concurrir en elaboraciones de este tipo, que desvían al hombre de las tareas que la vida le demanda y más o menos las sustituyen. En cuanto al ensueño, ese impulso se encuentra siempre en el centro emocional o en el centro motor, pero el proceso en sí es asumido luego por el centro intelectual siempre dispuesto a ponerse al servicio de ambos para la elaboración de sueños que corresponden a sus propias inclinaciones. El ensueño tiene así dos fuentes: por una parte la pereza del centro intelectual que encuentra, gracias a él, su satisfacción funcional, evitándose todo esfuerzo de trabajo definido; y por otra parte la satisfacción que él aporta a los centros emocional y motor, al ofrecerles la imagen aparentemente viviente de experiencias ya vividas o imaginadas, cuyas impresiones encuentran o repiten para reproducir la sensación de vida—agradable o desagradable— que conocieron. La imaginación y el ensueño son lo contrario de una actividad mental útil, es decir, ligada a una meta bien determinada; y para observarlos y conocerlos, el hombre debe emprender una lucha contra ambos, imponiéndose tareas precisas concretas y definidas. Una vez que ha emprendido esta lucha, el hombre no tarda en darse cuenta de que el ensueño no es al fin y al cabo más que un sueño inútil, acaso comprensible cuando aporta sensaciones agradables, pero morboso y autodestructor cuando se nutre de las asociaciones negativas y deprimentes de las cuales la autocompasión es la más habitual. Se da cuenta también de que el valor que se da habitualmente a la imaginación no está justificado en modo alguno: es una facultad destructora, que él nunca puede controlar,

que lo arrastra en direcciones imprevisibles, sin relación con sus metas conscientes. El hombre comienza a imaginar algo para complacerse; luego, muy pronto, empieza a creer, al menos en parte, en lo que imagina y se deja arrastrar. Esta imaginación no es de ningún modo la facultad creadora a la cual se quisiera dar un valor inestimable; es, de hecho, perniciosa, puesto que sólo es la caricatura degenerada de una facultad más elevada, la de la imaginación creadora real: la prefiguración consciente, conforme a un conocimiento objetivo de los datos y las leyes, que el hombre, en su estado ordinario, está lejos de poseer. Pero con la imaginación y el ensueño, el hombre se hace la ilusión de que la posee. Si se observa imparcialmente, se da cuenta de esta ilusión o este mentirse así mismo, y comprende que, j de hecho, el ensueño y la imaginación están entre los obstáculos principales para observarse y verse tal cual es. Nada es más doloroso para un hombre; es, propiamente hablando, la caída de Ícaro. Una tercera línea de nuestro funcionamiento intelectual que, esta vez, se refiere a un funcionamiento conjunto del intelecto con otros centros, es la observación de nuestro hábito de hablar por hablar. El lenguaje hablado es un material intelectual aportado por la sociedad, y registrado en el centro motor: un instrumento puesto por este centro al servicio de todos los demás para expresarse y comunicarse por su intermedio. Es necesario hablar y expresarse: la vida es un intercambio; pero al lado de esta necesidad, hablar se convierte pronto en un hábito: aparece desde la más temprana infancia, durante la cual se enseña a los niños a hablar por hablar y no para expresarse: e incluso se nos enseña, más adelante, a hablar brillantemente de todo y de nada. Y así somos sin darnos cuenta: hay pocas cosas que sería necesario decir, pero hablamos mucho. El hablar puede inclusive llegar a ser un vicio: algunos hablan de todo, en todas partes, todo el tiempo, incluso durmiendo; y si no hay nadie, se hablan entonces a sí mismos. Luchar contra este hábito de hablar que en diversos grados todos tenemos es también un medio excelente de observación de sí del que disponemos siempre: la regla del silencio existe en algunas disciplinas monásticas. Luchar contra el hábito de hablar y contra toda palabra inútil nos obliga a ver lo que se levanta en nosotros para utilizar el lenguaje y, por este medio, podemos reunir numerosas observaciones importantes sobre aquello de lo que estamos hechos. El estudio de la emotividad, aun por la vía indirecta de nuestros hábitos emocionales, es tal vez más difícil todavía que el del centro intelectual, ya que apenas intentamos observarla, debemos reconocer que no tenemos ningún control sobre ella. No podemos cambiar nada en nuestras emociones; a pesar de que están siempre ahí, no las vemos sino cuando ellas rebasan la medida habitual: entonces las llamamos "sentimiento". Pero un sentimiento real sería enteramente otra cosa: no tenemos más que reacciones afectivas automáticas, emociones que se suceden en cada instante de nuestra vida y producen, en cada circunstancia, agrado o desagrado, atracción o repulsión. Esto no lo vemos, ni tampoco sabemos en nombre de qué se producen nuestras atracciones y nuestras repulsiones, nuestras aceptaciones y nuestros rechazos: se producen automáticamente en nosotros. Un hombre que busca observarse no ve esto sino por destellos, y en los momentos en que lo ve, se sorprende en general con desagrado: no tiene, espontáneamente, ningún deseo de prolongar esta experiencia y si se obliga él mismo a prolongarla, ella provoca en él repercusiones profundas, algunas de las cuales pueden ser peligrosas, ya que nosotros damos un "valor" muy grande a estas reacciones afectivas automáticas. Una justa observación de nuestra afectividad habitual pone en tela de juicio todo lo

que somos, nos obliga a ver lo que representan los valores a los cuales nos aferramos y en nombre de los cuales vivimos. Ella tiene que ver con las posibilidades mismas de evolución del hombre: para ser emprendida sin alterar o destruir para siempre estas posibilidades, requiere que previamente se haya despertado un "sentimiento" de un orden muy distinto. En cambio, hay un campo en el cual el hombre que quiere observarse no corre ningún riesgo y puede entablar la lucha contra hábitos emocionales que le hará ver un aspecto importante de su afectividad habitual: es la no expresión de las emociones desagradables. El hombre que se observa percibe muy pronto que no puede observar nada imparcialmente; esto es verdad sobre todo para lo que ve en sí mismo, pero también para lo que observa fuera de sí. Sobre cualquier cosa, tiene un "sentimiento" personal: esto me da lo mismo, o me gusta o me disgusta. Pero aun cuando puede fácilmente no mostrar su aprobación o su indiferencia, le es casi imposible no mostrar de alguna manera su desaprobación; adquiere sin dificultad este hábito, y eso es muchas veces considerado hasta como un signo de sinceridad. La impresión negativa así recibida se expresa bajo forma de violencia, de oposición o de depresión: ira, celos, crítica, desconfianza, aburrimiento, miedo, compasión de sí mismo, etc. Todos estos modos de expresión substituyen la expresión simple que deriva de la pura constatación de los hechos tal como son por la expresión de la negatividad personal; ellos evidencian la imposibilidad del hombre de guardar para sí los motivos de sus quejas personales, y su tendencia a proyectarlos sobre quienes lo rodean, a compartirlos para no "sentirse solo", y de ese modo intentar deshacerse de ellos. Es éste, a la vez, un signo de su propia debilidad, la marca de su incapacidad para aceptar las cosas y a sí mismo tal como son, y un enorme e inútil despilfarro de energía que él impone a su alrededor, impulsando así una reacción en cadena que multiplica esta negatividad. Ahora bien, éste es uno de los pocos procesos afectivos que puede ser interrumpido sin riesgo de compensaciones nocivas; como se limita a la expresión de las emociones negativas —ya que se trata de suprimir su expresión exterior, y no las emociones mismas—, esta lucha no acarrea modificación alguna del equilibrio interior; sólo representa la economía de una cantidad importante de energía que habría sido gastada inútilmente en lo externo, y que al ser ahorrada de esta manera, se hace utilizable para otros fines. Al mismo tiempo, esta lucha permite a quien se observa descubrir un aspecto importante del proceso emocional con el que convive. De modo que la lucha contra los hábitos automáticamente establecidos en cada uno de nuestros centros puede servir de soporte a la observación de sí en su etapa inicial, exactamente como más adelante otra lucha, la de uno con uno mismo —la de los dos aspectos del hombre— será necesaria para servir de base a la aparición de una "presencia", y, más adelante aún, la lucha del sí y del no —la de las dos naturalezas del hombre— será necesaria para la espiritualización. La historia de la liberación del hombre es la de una lucha incesante contra su mecanicidad cada vez más sutil, y comienza en el nivel de los hábitos con la lucha por una real observación de sí. Al practicar de este modo la observación de sí, el hombre se da cuenta de que ésta trae consigo un cambio en su manera de ser interior, y en los procesos que de ella se derivan. La observación de sí tal como la intentamos es, en efecto, inseparable de una división interior para que la observación sea posible, es necesario que se establezca una cierta distancia entre dos partes de sí. En seguida se me presenta una nueva pregunta sobre mí mismo: ¿quién observa?, ¿quién es observado? Y, al

mismo tiempo, esta separación aporta un inicio de conciencia, una mirada bajo la cual "yo" comienzo a interrogarme acerca de lo que yo realmente soy, lo que es "sincero" y lo que no lo es. Con esta mirada interior y la luz que ella proyecta, los procesos que hasta ahora se habían efectuado en medio de una absoluta obscuridad, aparecen tal como son; se encuentran puestos en Tela de juicio con respecto a lo que descubro que soy. Y este cuestionamiento sincero, incesante, a la luz de una conciencia de sí que se ensancha, es el fermento mismo que permitirá todos los cambios posteriores. La observación de sí es en sí misma un instrumento de despertar a otro nivel de vida, y, consecuentemente, es un medio de transformación. De hecho, sin que él lo sepa, ella suscita en quien se observa la aparición de las tres fuerzas solidarias e interdependientes que son el primer esbozo de una realización estable, es decir, del desarrollo de una individualidad dotada de presencia autónoma. Lo que serán estos "cambios" no es quizás lo que el hombre que se observa pudo pensar en un principio. A medida que se observa y que crece su conocimiento de sí, se da cuenta poco a poco de la mecanicidad total de su vida ordinaria y de su total impotencia ante esta mecanicidad, de manera que ningún cambio directo le es posible. Sus procesos son como son y ni la observación ni el análisis de ellos pueden aportar nada más. Poco a poco comprende que un cambio en estos procesos nunca tendrá más que un alcance limitado y que un cambio real o, más bien, una transformación, no puede venirle sino de una superación de esos Procesos ordinarios: el desarrollo, más allá de ellos, de un ser interior que sea verdaderamente él mismo. A partir de este momento, se plantea otra pregunta y el trabajo adquiere un sentido nuevo: nutrir este crecimiento de otro ser en él. Ya no es suficiente el verse como él lo intentó al comienzo. Con el esbozo de un conocimiento de sí, que substituye poco a poco la simple observación de sí, el esbozo de una presencia de sí mismo sucede al simple despertar del recuerdo de sí. La visión distante se convierte en una observación de sí por sí mismo. Quien se observa de esta manera, pronto se da cuenta de que en su forma ordinaria de vivir, él —su personalidad- es para él mismo -su esencialidad, su ser— el peor enemigo. Es allí precisamente donde radica lo falseado en lo que somos y el mayor obstáculo para ser nosotros mismos: la personalidad construida por el medio en que vivimos se interpone constantemente, impidiendo la expresión de nuestro ser. Las funciones a las que nuestro cuerpo sirve de soporte están al servicio de nuestros personajes aprendidos y no al de nuestro ser interior, que es lo que realmente somos, pero que ya no logra hacerse escuchar. Pero hace falta que estemos seguros de esto y que una observación imparcial así como innumerables constataciones no nos permitan ya ponerlo en duda: nada más tenaz que la imagen engañosa que tenemos de nosotros, y un hombre necesita de un largo tiempo, de muchas decepciones acerca de sí mismo, de muchas observaciones honestas para comenzar a comprenderlo y a verse tal cual es. Cuando esta visión emerge, él comprende que todo en él debe ser invertido. En lugar de una personalidad todopoderosa, que dispone de todas las funciones sin preocuparse por un ser demasiado débil, si este hombre quiere realmente ser sí mismo, su propio ser debe Una real observación de si ser reanimado, desarrollado hasta reconquistar un lugar que es el primero, tomar la dirección de las funciones liberadas del

yugo de la persona y servirse, según su voluntad, de los personajes que hasta entonces habían usurpado su lugar. Cuando esta visión emerge, el hombre comprende el primer sentido de un real trabajo sobre sí y entrevé lo que es la primera etapa de su evolución posible.

LOS ESTADOS DE PRESENCIA Los estados en los cuales vive el hombre —más exactamente: los estados de presencia— son de algún modo, "dimensiones" de su vida: diferentes niveles de actividad sobre cada uno de los cuales la vida de un individuo ofrece posibilidades diversas. En los distintos estados que le son posibles, el individuo está allí con sus diversas partes constitutivas. Pero el desarrollo respectivo de esas diversas partes, sus relaciones recíprocas y la calidad de su funcionamiento cambian. A través de los diferentes estados, la estructura permanece igual, pero la calidad de la vida ya no es la misma. En lo que concierne al hombre, él puede vivir en cuatro estados que se distinguen habitualmente por su grado de conciencia, ya que ésta es la facultad cuyas modificaciones son allí más evidentes. En cada uno de estos estados el hombre conserva una estructura análoga, pero ésta toma un aspecto característico de cada uno de ellos. Cierto grado de "presencia", resultado del todo, es inherente a cada uno de esos estados. Esta presencia tiene un soporte sustancial: un cuerpo, o tal vez varios, soporte de su forma y su modo de manifestación. Esta presencia tiene también un soporte espiritual bajo el aspecto, propio de su nivel particular, de las tres facultades eserales fundamentales de conciencia, atención y voluntad, las cuales son, igualmente, reflejo de tres grandes fuerzas creadoras fundamentales: la activa, la conciliadora y la receptora. Esta presencia del hombre tiene también siete centros, cada uno de los cuales tiene como soporte principal un cerebro. Cada uno de estos centros está dotado de cualidades particulares cuyo conjunto constituye para cada hombre los datos de su esencia propia. De cada uno de estos centros y cerebros depende la función correspondiente y el conjunto de estas funciones, con sus niveles de funcionamiento, sus modos de comunicación o relación, expresa la individualidad de cada hombre o constituye la forma de su personalidad. Nada puede ser comprendido en el hombre, ni conocimiento alguno de sí es posible, si no se toma en cuenta los diferentes estados. Para un hombre completamente evolucionado, son posibles cuatro estados de presencia. Pero el hombre ordinario vive solamente en dos de ellos, los más bajos, con vislumbres del tercero. Puede tener informaciones teóricas sobre el cuarto, pero, de hecho, ambos estados superiores le son inaccesibles: es incapaz de comprenderlos y juzga lo que conoce de ellos desde el punto de vista de los estados inferiores que son los suyos, lo que no le permite tener más que apreciaciones aberrantes. El primer estado es el dormir: estado pasivo en el cual el hombre nada puede hacer, pero durante el cual sus fuerzas se regeneran. En él pasa un tercio y hasta la mitad de su vida. Este estado de conciencia pasiva está solamente poblado de sueños que el hombre considera como irreales. El segundo estado es el estado de vigilia: estado que el hombre considera como activo y en el cual pasa la otra mitad de su vida. En este estado, él se traslada de un lugar a otro, actúa, hace negocios, habla de política, atropella o mata a su prójimo, discute temas sublimes y se reproduce. Él llama a este estado, estado de vigilia de la conciencia, o estado de conciencia lúcida, no es, sin embargo, sino una caricatura y el menor

estudio imparcial muestra en seguida que este estado de vigilia es pasivo y que en él el hombre no dispone de ninguna "lucidez". El está, a lo sumo, en un estado de conciencia "relativa". El tercer estado de presencia es el estado de conciencia de sí, o conciencia de su propio ser. En dicho estado, el hombre se ve tal cual es y se vuelve objetivo hacia sí mismo: es, propiamente hablando, el estado de conciencia "subjetiva". Se admite habitualmente que el hombre posee este estado de conciencia y, en efecto, dada su naturaleza tricéntrica, tendría naturalmente derecho a él. Pero como consecuencia de las condiciones anormales de su existencia (en la cual el hombre toma continuamente sus sueños por realidades) no solamente el hombre no posee este estado de conciencia sino que no se da cuenta de que le falta. De él, el hombre ordinario no tiene sino vislumbres cuya significación no comprende siquiera. El cuarto estado de presencia es el estado de conciencia "objetiva". En este estado, el hombre podría entrar en contacto con el mundo real, objetivo (del cual está "separado", por los sentidos, los sueños, los estados subjetivos de conciencia) y así podría percibir las cosas como son. Pero este estado no le es dado naturalmente y sólo puede ser el fruto de una transformación interior y de un largo trabajo sobre sí. Como en el caso del estado de conciencia de sí, el hombre ordinario sólo tiene vislumbres de este estado de conciencia "objetiva", que ni siquiera nota, cuando está en el estado de conciencia de sí. Pero el hombre ordinario tiene, sobre el cuarto estado, muchas informaciones teóricas a partir de las cuales se imagina poder alcanzarlo directamente. Apartando los fraudes y simulacros, todas las religiones contienen descripciones y testimonios de él, a los que dan el nombre de éxtasis, iluminación, y otros. Y muchas veces el hombre va en su búsqueda sin comprender que la única vía correcta hacia la conciencia objetiva pasa por el desarrollo de la conciencia de sí. Es por cierto una de las particularidades del estado de conciencia ordinaria (el segundo estado), el que los conocimientos auténticos que puede contener, están allí continuamente entremezclados con sueños e imaginaciones y resultan finalmente sumergidos por éstos. Un hombre plenamente desarrollado, el hombre en el sentido completo de la palabra, debería poseer estos cuatro estados de conciencia, pero los hombres ordinarios sólo viven en dos estados de conciencia. Tal como dentro del estado del dormir no pueden tener sino atisbos de conciencia relativa, en el estado de conciencia relativa no pueden tener sino atisbos de conciencia de sí. Si un hombre quiere tener períodos más largos de conciencia de sí y no breves atisbos, debe comprender que no pueden venir solos. Debe primero darse cuenta de que él es prisionero de un mundo subjetivo, tejido de sueños e imaginaciones, que le enmascara la realidad; debe seguidamente emprender un largo trabajo por liberarse de los sueños y por despertar a esta realidad, en sí mismo primero y en la vida después. En primer lugar, el hombre debe comprender que, aun en su estado de vigilia, él duerme (su yo real duerme) y que la primera necesidad para él es despertar, es decir, emprender el trabajo necesario para este despertar del yo real. Sin dejar de lado una verificación progresiva en nosotros mismos por la experiencia, podemos tal vez tratar de considerar mejor teóricamente lo que son los cuatro estados posibles y qué informaciones podemos reunir sobre ellos. El primero de los estados de conciencia, el más bajo, es para nosotros el dormir. Es un estado pasivo y puramente subjetivo en el cual el hombre, casi enteramente cortado del mundo exterior, está sumergido en un mundo interior del cual no tiene conciencia. Está rodeado de sueños; sus funciones psíquicas trabajan sin

dirección, independientemente unas de otras. Imágenes puramente subjetivas —ecos de experiencias pasadas o ecos de vagas percepciones del momento (ruidos, sensaciones, olores) o ecos lejanos de la vida profunda— atraviesan su mente, sin dejar en la memoria más que una ínfima huella y la mayoría de las veces absolutamente ninguna. El dormir es, no obstante, un estado de primera importancia; además del hecho de que el hombre pasa en él la tercera parte de su tiempo, es el estado en el cual su naturaleza orgánica —como Los estados de presencia todo lo que participa de su vida orgánica— reconstituye las fuerzas necesarias para asegurar su existencia de vigilia. Se puede decir que recarga el sistema acumulador de energía asociado a los centros (más adelante estudiaremos esto en detalle). La presencia del hombre cuando duerme es puramente pasiva, y lo es aún más mientras más profundo sea su sueño (ya que el hombre tiene diversos niveles de sueño). El cuerpo está más o menos limitado a sus funcionamientos instintivos y esta limitación es total en e! sueño más profundo. Los centros, con sus rasgos particulares —el ser interior del hombre— están allí, pero ni reciben las percepciones ni responden a lo que pueda llegarles a pesar de todo, y aun cuando respondan a veces, esta respuesta no provoca ninguna respuesta asociada en las otras funciones. Sólo el centro instintivo funciona plenamente, liberado (al menos en el sueño más profundo) de toda influencia ajena o conectado solamente a las partes correspondientes, instintivo-motrices, de los demás centros. A excepción de las funciones instintivas que se realizan plena y libremente, las otras funciones están en reposo y las asociaciones se interrumpen de una manera más completa entre ellas mientras más profundo sea el sueño. Como consecuencia de esto, sólo llega un requerimiento de energía instintiva a los dos "acumuladores de energía" yuxtapuestos a cada uno de los centros (los estudiaremos más adelante) y éstos quedan libres para conectarse directamente con la fuente central de la energía del ser, por intermedio de la cual se comunican además unos con otros. Se establece una libre circulación de energía; y mientras nada venga a perturbarla (como es el caso del sueño profundo), las reservas de los centros en su energía específica y el equilibrio de estas energías entre sí se reestablecen sin trabas. De hecho, entre el estado de vigilia y el estado de sueño profundo, el verdadero sueño, hay muchos estados intermedios. Lo que caracteriza al sueño es la desconexión de los centros entre sí, al mismo tiempo que se suspende su posibilidad de manifestación; pero en el hombre ordinario, estas desconexiones son a menudo incompletas. Dado que el hombre ordinario vive con cinco centros, cada uno de los cinco es susceptible de estar desconectado o no; y lo que se da ordinariamente es un estado intermedio en el cual se interrumpen una o varias conexiones, pero no todas. El sueño comienza en general por la desconexión del intelecto, o más bien, de la parte mental con la cual vivimos de ordinario, y eso es lo que se llama habitualmente dormirse. No siempre ocurre así; otras partes, más o menos numerosas, pueden desconectarse sin que la parte mental haya interrumpido su actividad. Pero en general no se reconocen tales estados intermedios como un verdadero dormir y en las concepciones corrientes, es la desconexión de la parte mental la que marca la división entre los estados de vigilia y los del dormir. El centro que se desconecta a continuación, o al mismo tiempo que el mental, es el centro motor. El hombre (y la mayoría de los animales) se acuesta para dormir. Luego se desconectan los demás centros, pero

no siempre es así: otros múltiples modos de desconexión son posibles; las interrupciones y el orden en que se producen dependen de los individuos y de las circunstancias; se puede dormir de pie, caminar durmiendo, amar durmiendo, dormir hablando, etc. En cambio el centro instintivo es el último en desconectarse; no se desconecta jamás, por cierto, sin un trabajo especial —peligroso- y solamente (mientras dure la vida) en algunos de sus niveles; puesto que su desconexión completa y definitiva acarrea la muerte orgánica. Si bien intervienen a menudo predisposiciones constitucionales, todo esto es continuamente susceptible al cambio: un sonámbulo no lo es todas las noches ni durante toda la noche. El estado de sueño profundo tiene un sentido y una importancia que el hombre ordinario generalmente no sospecha. En las tradiciones antiguas, en particular las hindúes, se le da un gran sitio, y este estado en el cual el sujeto no tiene ningún deseo ni sueña nada, es considerado como el retorno a la serenidad del principio. El ser (la esencia) se retira al reino, sin forma, del origen, fuente de las manifestaciones eventuales en los otros estados, en el que, al estar ausente todo conflicto de forma, disfruta con "beatitud" (Ananda) de la plenitud de sí mismo y reencuentra en sí mismo el reino del ser puro (Ishwara). En este estado, los diferentes modos de la manifestación, incluso los de la individualidad que le es propia, no están anulados, sino que permanecen presentes en potencia dentro del conjunto integral de todos los posibles con cuya Esencia universal el ser individual ha vuelto a encontrarse. Al conservar él una conciencia suficiente de los posibles que les son propios, un lazo persiste con la forma del ser y el retorno a la manifestación formal que es la suya sigue siendo posible. Este lazo puede, sin embargo, perderse en el transcurso de ciertos ejercicios acerca del sueño profundo practicados en algunas escuelas: he allí uno de los riesgos que conllevan. En cuanto a los seres plenamente realizados, ellos pueden elegir con plena conciencia el momento de romper este lazo: se dice que saben o que escogen la hora de su muerte física. De modo que el sueño profundo puede ser comprendido como el retorno al estado "esencial" puro: un estado análogo al estado embrionario (el del comienzo de la vida individual) al que se agrega el desarrollo adquirido hasta allí por la esencia a través de las experiencias de la vida. Y en tal estado, el hombre individual, de vuelta a los confínes del ser universal y no individual, sin forma, entra en armonía con las fuerzas esenciales de la vida que, de esta manera, lo reequilibran y regeneran. Pero este retorno a las fuerzas fundamentales de la Vida, en la pura Esencia, el Goce pleno y la Armonía perfecta, es, para el individuo, enteramente pasivo; se cumple en el abandono de toda manifestación propia y —excepto por la persistencia del soporte orgánico instintivo, la de la vida automática del cuerpo— fuera de toda expresión de su individualidad. En el sueño profundo, las tres facultades mayores que dan a la individualidad su calidad de presencia y su poder de manifestación (a saber, la atención, la conciencia, la voluntad, reflejos de las tres fuerzas creadoras fundamentales) está totalmente suspendidas; el hombre que así duerme no ejerce y ninguna y ellas permanecen solamente "en potencia". Si bien el estado de sueño profundo es análogo al de la plena Realización (el cuarto estado o estado de conciencia objetiva) con la plenitud del ser (esencia y también manifestación), el pleno Conocimiento (y no solamente Goce) y la perfecta Serenidad (y no simplemente Armonía) que esta Realización implica, sin embargo, estos dos estados se encuentran de hecho en los polos opuestos de la Vida: el estado de sueño profundo alcanza los confines de los estados de ser infraindividuales (los confines de la Sustancia pura) y el

estado de plena Realización alcanza los confines de los estados de ser supraindividuales (los confines del Espíritu puro). Entre los dos, los estados posibles para el hombre van de las tinieblas sustanciales a la luz de la pura conciencia: ninguna otra forma de ser, en nuestro mundo conocido, está dotada (ni es responsable) de semejante posibilidad. En los estados intermedios del dormir se producen los "fenómenos" de los sueños. El sueño profundo acarrea, con la suspensión de todas las funciones de los centros, la suspensión de las conexiones de la memoria y de la imaginación ligadas a cada uno de ellos. Pero si la desconexión no se produce, o queda incompleta, estas funciones pueden persistir para los centros correspondientes. De esta manera, la máquina no está en completo reposo y ciertas huellas de su trabajo pueden permanecer en nosotros en el estado de vigilia. El estudio de estas huellas, es decir, el estudio de los sueños, puede entonces informarnos a la vez sobre las perturbaciones que han afectado suficientemente a la máquina para impedir su puesta en reposo (cuáles son las desconexiones que se hacen mal y cuáles son los centros concernidos) y también, sobre la clase de perturbación de la que se trata (sus causas y su significación). Un estudio clásico permite distinguir esquemáticamente tres clases principales de sueños: los sueños asociativos (o reactivos), los sueños compensatorios y los sueños simbólicos (o arquetípicos), sin embargo existen muchos otros aspectos tales como el sueño premonitorio o el sueño telepático cuya significación sería interesante considerar a la luz de las desconexiones hechas o no. En cuanto a las tres clases principales de sueños, uno no puede dejar de relacionarlas con los tres niveles de la vida humana ordinaria: los sueños asociativos que corresponden a la vida mecánica, los sueños compensatorios que corresponden a un aspecto personal dotado de emotividad y los sueños simbólicos que corresponden a fugaces destellos sobre la vida del yo verdadero, cuando el centro emocional superior (que trabaja en otro nivel) logra ser percibido gracias a una desconexión suficiente de los centros inferiores que, de ordinario, lo ocultan. De todas maneras, en el dormir, el sueño sigue siendo un fenómeno subjetivo. Aun cuando haya sido inducido por ciertas impresiones exteriores, se produce en el hombre mismo, se construye a partir de elementos contenidos en él mismo. Vistas desde el estado de vigilia, si se las recuerda, el hombre puede no reconocer como suyas las figuraciones de las cuales se sirvió y las puede sentir como ajenas. Sin embargo, no es más que una ilusión óptica: aun sin que lo sepa, ellas están en él, son suyas bajo todas las formas, por ajenas que aparezcan; ellas no son sino aspectos diversos provenientes de él, y significativos eventualmente de contenidos que ignoraba. En el hombre incompletamente realizado, y hasta desequilibrado, dada la desarmonía de los centros, las desconexiones se hacen mal o no se hacen. Además de los sueños puramente asociativos o reactivos (los sueños de la máquina, inducidos por las percepciones), pueden producirse sueños significativos de un sufrimiento más esencial, de una carencia o de un desequilibrio en la vida de la esencia a la cual tienden, bajo formas diversas, a devolver, en sueños, su integridad. Al contrario, en el hombre cuya actividad diurna es completa, armonizada, plenamente “satisfactoria”, la desconexión de los diversos centros, cuando accede al dormir, se hace armoniosa, progresiva y completamente, en apariencia sin soñar, es decir, que se hace sin tropiezo, sin impresiones

suficientemente diferentes de las del estado de vigilia ni suficientemente fuertes como para que se las pueda recordar. Para el hombre que hubiera alcanzado el tercer estado de conciencia, el estado de presencia a sí mismo y conciencia de sí, la entrada en el dormir comienza por la desactivación de los lazos que él ha restablecido entre el centro emocional superior y los centros ordinarios: esta desactivación, en él, es consciente y conlleva un acto voluntario: un hombre así se duerme voluntariamente cuando estima que ha llegado el momento. Tal como para el hombre cuya actividad ordinaria está armonizada, la desconexión de los centros inferiores, en el dormir, es completa, sin tropiezo, y sin sueños que pueda recordar. Pero al mismo tiempo el Yo Superior no se pierde; conserva un lazo con su soporte: por un tiempo, ya no se expresa a través de él, pero su vigilancia persiste y, por estar él, la alternancia del sueño y de la vigilia es análoga a lo que es la alternancia de la inspiración y la espiración para el hombre ordinario; son, para aquél, la respiración del Yo (cuyo sueño y vigilia son —o deberían ser— la vida y la muerte "orgánica"). El segundo estado de conciencia posible para el hombre es el estado de vigilia. Aparece por sí mismo cuando el hombre sale del dormir y es el estado en el cual transcurre la parte activa de su vida; es el estado en el cual trabaja, habla, actúa, piensa e imagina. Este estado es ya menos pasivo y mas "subjetivo" que el dormir: en este estado el hombre discrimina entre lo que es él y lo que no es él, entre su cuerpo y los objetos que no son su cuerpo, cuya posición, y cualidades puede conocer y de los cuales puede hacer uso. Se vuelve consciente de una dualidad —y de una oposición latente— entre él y el mundo. Dice que dispone, en este estado, de una "conciencia despierta" o de una "conciencia lúcida" y se atribuye numerosas cualidades nuevas. De hecho, la única diferencia entre el dormir (con sus diferentes grados) y el estado de vigilia ordinario es la reconexión de la parte mental, es decir, de la parte mecánica, que reacciona automáticamente, y asocia automáticamente, de la función intelectual: el aparato formatorio, cuyo papel es el de conectar y coordinar las impresiones recibidas por los diferentes centros. Todas las características del dormir persisten, y la presencia del hombre en estado de vigilia no es más que un nivel superior del dormir en el cual cada uno de los centros se conecta a la parte mental, de nuevo activa. Pero los centros superiores siguen estando desconectados, y el sueño del Yo se mantiene; los centros inferiores se quedan aislados unos de otros, y ninguna confrontación directa se establece entre ellos y por tanto cada uno persigue sus imaginaciones propias. En el nivel de la parte mental convergen los sueños que los centros mantienen y las impresiones que ellos reciben de la vida: percepciones sensoriales, emociones, deseos. Allí, sueño y realidad se mezclan estrechamente sin que la actividad automática de la parte mental los discrimine: los confronta solamente, asocia, registra, equilibra todo lo que le llega y no tiene ninguna otra base que su actividad propia para clasificarlos y para apreciarlos. La aparición en la parte mental de las impresiones de aprobación o desaprobación, de acuerdo o de contradicción, de posibilidad o imposibilidad, hace nacer en ella una impresión de vida donde los datos interiores, provenientes de los sueños, de la imaginación, del funcionamiento mental automático (perceptivo y asociativo), tienen el mismo puesto y el mismo valor (si no más) que las percepciones interiores y exteriores reales del momento. Bajo el efecto de estas nuevas impresiones, la parte mental, de nuevo activa, envía hacia cada uno de los centros el impulso de las

respuestas que resultan de sus asociaciones; son las respuestas de la parte mental a las exigencias del momento y estas respuestas mentales, en la elaboración de las cuales no intervienen los centros directamente, substituyen sin cesar a las del Yo real, que duerme. De manera que la parte mental toma por sí sola una apariencia de realidad y de continuidad; toma una personalidad ilusoria que sustituye la individualidad real, la del Yo. Pero esto, el hombre, en estado de vigilia, no lo comprende, como tampoco, durante el dormir, comprende lo que es el estado de vigilia. Mientras duerma su Yo real, un hombre no puede comprender que la autoridad y las decisiones de la parte mental son las de un usurpador. Sin embargo, si un hombre acepta verse a sí mismo sin piedad alguna, tal como es (en el supuesto de que se le hayan dado los medios para hacerlo), los hechos lo obligan a constatar que semejante estado no puede ser considerado como efectivamente lúcido. Su presencia en el estado de vigilia es aparentemente activa; es, en todo caso, actuante. Pero esta actividad, de hecho, no es más que reacción: reacciones automáticas de la parte mental en función de las informaciones recibidas y del saber grabado; reacciones automáticas de las funciones según los reflejos adquiridos bajo la influencia del mundo circundante: la educación recibida, los hábitos formados. Esta "vida" es enteramente reactiva y asociativa; puede permanecer puramente funcional o desarrollarse bajo el efecto dominante de uno de los centros (que por cierto puede cambiar); pero no necesita en absoluto que ellos participen en conjunto ni la participación de la esencia y del Yo verdadero, que no recibe nada, no participa de nada, permanece en el sueño, no vive, no crece. Y el Yo verdadero sigue desconectado de ellos. Desde el punto de vista del Yo y de la individualidad reales, este estado de vigilia es un estado pasivo. Las funciones tienen una actividad incesante, que permite la vida, pero esta actividad se realiza en el sueño y en la pasividad del Yo. De modo que en su estado de vigilia, los hombres viven, de hecho, en el sueño del Yo. No tienen todavía ningún conocimiento de este Yo. No saben que ellos duermen y no ven que actúan, sin saberlo, de manera totalmente reactiva bajo la influencia de los sueños y de las fuerzas exteriores que han construido su parte mental, que la dirigen y por cuyo intermedio llegan a servirse de ellos, sin que lo sepan, sin que tengan conciencia de ello. Viven durmiendo, sin saberlo, y no comprenden que deberían ante todo despertar: obtener a toda costa el despertar de su Yo. Numerosas doctrinas antiguas, y en particular los Evangelios, advierten al hombre que debe despertar. Pero estas ideas son raramente comprendidas en su sentido real: ya que para el hombre actual, una visión exacta de su situación se enfrenta a obstáculos muy grandes. La calidad de la vida corriente, de las acciones, de la manifestación, sigue siendo así enteramente reactiva y las tres grandes facultades fundamentales que podrían darle un sentido no existen allí todavía más que en estado de reflejo: una conciencia fragmentaria (la de un centro, o dominada por un solo centro) que varía según el momento; una atención dispersa, en movimiento o al contrario, fijada sobre algún aspecto "apasionante"; una "voluntad" siempre desfalleciente o veleidades sin continuidad. Finalmente personajes diversos, hechos de un agrupamiento acostumbrado de las cualidades y funciones, en número y proporción particulares de cada uno de ellos, ocupan el escenario, ya cambiando sin cesar, ya cautivos de alguna idea, de alguna emoción fija, y faltos siempre de relación directa con lo que podría ser un Yo estable y permanente. Pero el hombre no ve espontáneamente este estado, y aun si se le dice, es lo ultimo que acepta creer.

Cuando los hechos de la vida lo demuestran, él encuentra rápidamente alguna explicación (una buena excusa, o mejor dicho, lo que se puede llamar un "amortiguador") que le permita proseguir sus sueños y continuar tomándose por lo que no es. Ahora bien, semejante estado es peor que el dormir: el hombre, en el dormir, es enteramente pasivo, no actúa: en el estado de vigilia, por el contrario, el hombre puede actuar y el resultado de sus acciones, supuestamente conscientes, repercute sobre él y sobre su entorno. Lo más grave son los obstáculos que imposibilitan una visión de esta situación. El obstáculo más importante, y del cual derivan todos los demás, es, sin ninguna duda, que en su estado de vigilia el hombre no ve su sueño ni su olvido del verdadero sí mismo. El no lo ve, aun cuando se le señale, porque no sabe nada de lo que podría ser "sí mismo": él no se conoce, y más o menos se conforma con su estado actual. Tiene muy poca información válida sobre sí mismo y ésta es reemplazada por sueños e imaginaciones. Sueños e imaginaciones acerca de lo que es sí mismo y acerca de lo que es la vida son otros dos obstáculos mayores: el poder de la imaginación, en particular, mantiene continuamente al hombre en un estado de verdadera hipnosis en el cual las ideas falaces que se forja sobre sí mismo y el amor propio que invierte para defenderlas le quitan toda oportunidad de verse jamás tal cual es. Muchas otras características inherentes a la vida actual del hombre concurren para mantenerlo en esta situación. Y, si por un azar feliz (que también podría producirse nunca), el choque de los acontecimientos le obliga a poner en tela de juicio, aunque fuese por un instante, la construcción aberrante que son él mismo y su vida, el mecanismo automático de las excusas y los amortiguadores le provee de inmediato, bajo forma de compensaciones y de explicaciones, el medio de no cuestionar nada de sí mismo, sino solamente a los demás o a las circunstancias que no dependen de él. Así que, en este estado, el hombre no tiene ninguna de esas propiedades que se atribuye tan a la ligera: la unidad en sí mismo, y en su vida, la conciencia lúcida, la voluntad, la libertad, la capacidad de actos verdaderos. De hecho, en este estado de olvido permanente de sí mismo, el hombre no sabe lo que él es. Se deja llevar por el juego de las circunstancias: bien sea que le convengan, que se halle en ellas, se identifique con ellas y que lo arrastren, bien sea que le disgusten, que se oponga a ellas y sea atrapado en esta oposición. Olvido de sí, identificación, oposición a la gente y a las circunstancias, imaginaciones sobre sí falaces y fantásticas defendidas por un amor propio quisquilloso: tales son las características de este estado de vigilia en el cual transcurre habitualmente la vida del hombre, sin que se encuentre nada, en ninguna parte, que pertenezca a su Yo verdadero. El hombre entregado a sí mismo no tiene, de esta situación, más que visiones fugaces, vislumbres de verdad que pasan, que olvida o que disfraza y a los cuales no sabe dar su verdadero significado. El no ve que, contrariamente a lo que cree en su estado de vigilia, su ser interior no está desarrollado. Sólo su soporte orgánico y la personalidad adquirida con el desarrollo de éste han alcanzado su pleno crecimiento. Son el resultado de un desarrollo natural, mucho más exterior que interior, más allá del cual la naturaleza ya no necesita que el hombre progrese y no ha previsto nada más para él. Para que este desarrollo prosiga, es necesario que él despierte a sus posibilidades de otro orden: las

del desarrollo de su verdadero Yo, es decir de su ser interior. Pero un despertar de este tipo y el desarrollo de semejantes posibilidades no se logran por sí solos y requieren de grandes esfuerzos voluntariamente orientados en esa dirección. La individualidad de un hombre, su verdadero "Yo", sólo pueden crecer a partir de su esencia: puede decirse que la individualidad de un hombre es su esencia cuando ha llegado a ser adulta. Y no es sólo que ese despertar no se hace por sí mismo, sino que el crecimiento también se topa con nuevos obstáculos, y los obstáculos para el crecimiento de la esencia están contenidos en la personalidad. Para proseguir, este crecimiento necesita condiciones bien definidas: esfuerzos de una índole precisa por parte del hombre mismo, y una ayuda apropiada por parte de quienes lo han precedido en la vía de este desarrollo: todo esto significa que tal crecimiento no tiene oportunidad de producirse sino en una escuela donde el hombre pueda trabajar en el despertar y en el desarrollo de su verdadero yo. Si estas condiciones no se cumplen, si el hombre queda abandonado a sí mismo y a su propia iniciativa, poco a poco los destellos de verdad se apagan, los vislumbres de conciencia verdadera se borran; su personalidad ocupa todo el lugar, y toda esperanza de evolución individual se pierde finalmente para él: a pesar de las posibilidades de otro orden, él no es y no habrá sido más que una variedad de animalidad superior; y después de servir a los designios de la Gran Naturaleza, sólo le queda "morir como un perro". El hombre ordinario, el hombre máquina, no es más que polvo y al polvo volverá. El tercer estado de conciencia es el estado de conciencia de sí, o conciencia de su propio ser, desarrollado, precisamente, gracias al despertar a sí mismo. Se admite por lo general que tenemos este estado de conciencia, o que podemos tenerlo a voluntad con todas las cualidades que le corresponden: la unidad interior, un Yo permanente, la voluntad, la libertad, etc. De hecho, la observación nos muestra que no poseemos este estado, y nuestro deseo, por fuerte que sea, es incapaz de crearlo en nosotros mismos. De él sólo tenemos vislumbres fugaces, que nada nos permite interpretar correctamente y no disponemos, acerca de él, de ninguna (o casi ninguna) información teórica precisamente porque, imaginando que lo poseen, los hombres generalmente han encontrado inútil su estudio. Este tercer estado de conciencia es efectivamente un derecho natural del hombre tal como es, y si el hombre no lo posee, es únicamente porque sus condiciones de vida son anormales. Este estado es el resultado de un "crecimiento"—se podría decir también de una revelación progresiva-, y es imposible volverlo más o menos permanente sin un largo trabajo y un entrenamiento especial, ligado al funcionamiento, en el hombre, del centro emocional superior, así como al establecimiento de relaciones justas entre dicho centro, los centros ordinarios y las funciones que los manifiestan. Un estado como éste está ligado al desarrollo de un soporte, lo que se llama un segundo cuerpo (las diferentes enseñanzas tradicionales le dan nombres diversos). Este soporte es capaz de servir a las percepciones y a las manifestaciones particulares de este nivel de vida, así como a las funciones que lo caracterizan, donde lo esencial es un auténtico "sentimiento de sí". Tres cualidades también le son propias: la conciencia permanente de sí, la libre atención y la voluntad independiente. De su conjunto resulta una presencia permanente de sí mismo que confiere, a un

hombre tal, una individualidad que no poseía hasta entonces y una responsabilidad propia que no podía tener mientras su individualidad no se había realizado. Pero para nosotros, todo lo que podríamos decir de ese estado permanece, en cierta forma, como hipótesis. En nuestro estado de vigilia, sólo nos aproximamos a él de dos maneras, sólo contamos con dos clases de momentos privilegiados que a veces la vida nos da y cuyo valor generalmente presentimos sin comprender bien de dónde provienen. Los primeros son esos vislumbres de conciencia acerca de lo que somos, que nos son dados en los momentos impactantes —un peligro de muerte o la pérdida de un ser querido, por ejemplo—, y que nos impresionan entonces profundamente. Los otros son momentos de conciencia interior, una conciencia "moral" que nos es propia, que encontramos intuitivamente cuando, puestos en tela de juicio por la vida, ésta nos obliga a descender dentro de nosotros mismos para responder "desde el fondo de nuestra alma" y no ya en nombre de una moral aprendida y de unas ideas recibidas. Tales momentos son el acercamiento a un estado de "conciencia moral objetiva", idéntica para todo hombre que haya alcanzado el estado de conciencia de sí, en el cual siente de una manera inmediata y total todo lo que le es posible sentir. Esta conciencia moral, que es serenidad para el hombre que ha alcanzado la unidad interior y la ausencia de contradicción en sí mismo, es sufrimiento para el hombre en el que persisten contradicciones que ella hace aparecer a plena luz y torna generadoras de "remordimientos objetivos de conciencia". Sería intolerable si fuera dada repentinamente a un hombre ordinario que no es más que un tejido de contradicciones. Pero le es ocultada por mecanismos psicológicos amortiguadores que forman "topes" y él no tiene nunca más que escasos acercamientos intuitivos a ella, en ciertos momentos especiales, bajo la forma de este llamado a una conciencia interior propia, independiente de las ideas recibidas. La única oportunidad del hombre que ha presentido la posibilidad de ser él mismo consiste en que busque y descubra una escuela donde pueda trabajar para volver a encontrar este Yo verdadero, cuya realidad ciertos momentos privilegiados le han permitido entrever. Paradójicamente, tenemos mucha más información teórica sobre el cuarto estado del hombre, el de conciencia objetiva, y esto a pesar de que carecemos de toda experiencia de él, a pesar de que el hombre tal como es no puede en ningún caso alcanzarlo, y a pesar de que este estado no puede ser encontrado sino después de un largo trabajo, a través del tercer estado, el de conciencia de sí. Es en efecto el estado al cual muchos hombres aspiran, sabiendo que carecen de él. La búsqueda de las "grandes virtudes", el amor universal, la necesidad de justicia, de libertad, de objetividad, y muchas otras cosas —el "ideal" también- tienen como motivación profunda el presentimiento, la intuición, anclada en el hombre, de un estado como éste. De él no conocemos nada y la única vía que tenemos para aproximarnos a él es tal vez lo que puede llamarse esa "intuición intelectual" que nos es dada en ciertos momentos; ella es, de algún modo, "instintiva", así como el impulso de "conciencia moral" era para nosotros la vía instintiva de aproximarnos al tercer estado. Para el hombre ordinario, ella es el estado en el cual presiente en sí mismo, de una manera inmediata y total, cuan poco sabe, cuántas contradicciones hay en lo que él sabe y en qué dirección se realiza el acercamiento a la "Verdad". En el hombre completamente realizado, ella se une al Gran Conocimiento

objetivo que caracteriza ese cuarto estado. De lo que tal estado es en realidad, no podemos tener ninguna idea. Podemos saber que está ligado al funcionamiento del centro intelectual superior y al crecimiento de un tercer cuerpo, el cuerpo espiritual. Podemos saber que trae consigo un estado de presencia universal, el Conocimiento objetivo, un sentimiento de ser universal y facultades de manifestación —un nivel de conciencia, de atención y de voluntad creadora— que el hombre no puede concebir de manera directa. Sólo el hombre que ha alcanzado el estado de conciencia de sí puede tener, del estado de conciencia objetiva, vislumbres que pueda recordar. El hombre ordinario, artificialmente conducido a ese estado, y vuelto luego a su estado habitual, no recuerda nada y piensa solamente "haber perdido conciencia" por un cierto tiempo. Este estado es, sin embargo, el que muchos hombres quisieran alcanzar directamente, sin pasar por el estado de conciencia de sí (que creen poseer o que creen tan ilusorio como el estado ordinario); y ciertas ascesis han sido elaboradas en esta dirección. Admitiendo incluso que algunos lo alcancen, lo que se puede hacer "artificialmente", una realización semejante representa, no obstante, un callejón sin salida que hace imposible, por la falta de uno de los niveles en el ser, el logro último de la superación de toda individualidad y sobre todo el regreso a la vida ordinaria con la plena realidad que la realización de sí le aporta. En efecto, existe aún un "estado" supremo, por encima de los que acabamos de considerar y que ya ni siquiera puede ser llamado estado. Los cuatro estados de presencia posibles al hombre en su vida son estados individuales, por vastos y carentes de forma que ellos sean. Ese último estado es la realización suprema (el paranirvana búdico, la mente cósmica del Zen, el Yahvé de la Cabala, el Absoluto incondicionado de la metafísica —más allá de toda forma y de toda individualidad). Es "Aquello" que no se puede nombrar, de lo que nada puede decirse, de lo que nada puede conocerse, de lo que no se puede hablar sino diciendo lo que no es, y que se designa también con los términos de "nadidad", "extinción" "Vacío lleno", "sin forma", aunque no haya tal cosa como la nada, ni la sombra, ni la luz, ni vacío, ni lleno, puesto que toda distinción o diferencia queda allí abolida. Él es la culminación última y, para el hombre, el desvanecimiento en la suprema Realización.

CENTROS Y FUNCIONES Si debemos estudiarnos y conocernos a nosotros mismos, debemos hacerlo como se estudia cualquier máquina compleja: hay que conocer sus piezas, la manera como engranan, la energía que las anima, y cómo esta energía pone en movimiento la maquina: hay que conocer también las condiciones de su trabajo correcto y las causas de su trabajo incorrecto. Entre las piezas de nuestra máquina, se destacan los centros eserales o cerebros y las funciones que los expresan en la vida. Según la manera de enfocar la estructura del hombre que hemos considerado como la más real y la más útil para nuestra investigación, la máquina humana completa está compuesta de siete formaciones de este orden. Cuatro de ellas aseguran el funcionamiento corriente, nuestra participación elemental en la vida; las otras tres, además de esta participación, constituyen más especialmente el soporte de la individualidad propiamente dicha. Las cuatro formaciones ordinarias, aquellas que aseguran nuestra vida corriente, comprenden: 1. La intelectualidad, que tiene como función la ideación y el pensamiento. 2. La afectividad, que tiene como función las emociones y los sentimientos. 3. La motricidad, que tiene como función el movimiento en el espacio, todo el trabajo externo del organismo. 4. La instintividad, que tiene como función el mantenimiento automático de la vida orgánica: todo el trabajo interno del organismo. Una quinta formación participa, por una parte, en nuestra vida ordinaria (es éste el único de sus aspectos habitualmente reconocido), y por la otra, en la elaboración de la individualidad verdadera. Se trata de la sexualidad, función del principio masculino o femenino, en todas sus manifestaciones cuya finalidad es la participación en la "creación": creación relativa al nivel sobre el cual funciona el sexo. Otras dos formaciones existen además en el hombre, pero no tenemos casi ningún contacto con ellas; el hombre ordinario no las conoce; aparecen únicamente en los estados superiores de presencia, y el lenguaje ordinario no tiene palabras paradlas. Sólo son conocidas en las "escuelas": —una es el centro (y la función) emocional superior que está ligado al estado de presencia de sí. Con esta presencia de un yo superior permanente, formando una individualidad estable dotada de las facultades correspondientes de conciencia de sí, de atención y de voluntad, aparecen los sentimientos reales: un sentimiento de sí verdadero y los sentimientos de orden superior que están asociados con él; —la otra es el centro (y la función) intelectual superior: se manifiesta a través del pensar objetivo. Está ligado al estado de presencia eseral, universal, dotada de conciencia objetiva y de sentimientos eserales, de los cuales el hombre ordinario no tiene la menor idea. El hombre ordinario, en efecto, no "posee" estos estados de conciencia superior y no podemos estudiarlos verdaderamente ni experimentarlos. Sabemos de su existencia de una manera indirecta, por quienes los han alcanzado. En nuestro estado ordinario, sólo tenemos, en ciertas circunstancias, vislumbres

de conciencia de sí: ellos son un contacto relámpago con nuestro centro emocional superior; pero sin un trabajo especial, no comprendemos su sentido. Existe también, enterrado en el fondo de nosotros mismos y generalmente asfixiado por el desarrollo de la personalidad, un acercamiento intuitivo a lo que podrían ser estos dos estados, bajo la Centros y funciones forma de los impulsos de "conciencia moral" para el primero de estos estados, y lo que se puede llamar "intuición intelectual" para el segundo. En las doctrinas y escritos religiosos o filosóficos, se encuentra múltiples estudios o alusiones concernientes a estos estados de conciencia superior y a las funciones superiores que están ligadas con ellos. Estas alusiones resultan para nosotros tanto más difíciles de comprender, puesto que no sabemos distinguir entre los dos estados. Lo que se suele llamar éxtasis, samadhi, conciencia cósmica, iluminación, etc. puede referirse ya al uno, ya al otro: unas veces a experiencias de conciencia de sí, otras a experiencias de conciencia objetiva. Paradójicamente, es sobre el estado de conciencia objetiva, el estado más elevado, del cual está totalmente desligado, que el hombre recibe generalmente mayor información. Esto se debe en parte al hecho de que el hombre se imagina conocer ya y poseer el estado intermedio, el de conciencia de sí; y pese a que el estado de conciencia objetiva no puede ser alcanzado sino a través de y con posterioridad al de conciencia de sí, el hombre se desinteresa casi siempre de este último. De esta manera, ninguna evolución le es posible: la cultura intelectual y racional, por amplia que sea, no puede por sí sola conducir al estado de conciencia objetiva ni al gran conocimiento; la evolución normal del hombre sólo es posible si pasa por el estado de conciencia de sí. Las cuatro primeras funciones bastan para asegurar nuestra vida ordinaria, la cual se divide en tres estados: tres estados de presencia, cada uno con su nivel de conciencia por el cual se los distingue habitualmente; son los tres niveles de vida que nos son dados naturalmente: el sueño, el estado de vigilia y los vislumbres de conciencia de sí (que por cierto no constituyen todavía un estado propiamente dicho). Cada una de nuestras cuatro funciones puede manifestarse en cada uno de nuestros tres estados, pero de manera completamente diferente. Cuando dormimos, sus manifestaciones son incoherentes, sin fundamento aparente; se manifiestan automáticamente y se nos escapan casi por completo. A lo sumo, podemos sacar de ellas informaciones fragmentarias acerca de nosotros mismos; en todo caso, nos es imposible hacerlas servir a fines útiles. En nuestro estado de conciencia de vigilia, que es un estado de conciencia relativa, donde se establece un vínculo más o menos coherente entre el intelecto y cada una de las otras funciones, tenemos ya cierto poder sobre ellas: su funcionamiento puede ser supervisado, sus resultados pueden ser comparados, verificados, rectificados con cierta aproximación y aunque ellas pueden crear todavía en nosotros numerosas ilusiones, pueden, en cierta medida, servir para nuestra orientación. Sólo contamos con ellas y por fuerza tenemos que hacer con ellas lo que podamos. Si supiéramos la cantidad de observaciones incompletas y falsas, de falsas teorías, de falsas deducciones y conclusiones que nos aportan, dejaríamos de creer por completo en lo que ellas representan y en lo que somos por causa de ellas. Pero los hombres tal como son, no pueden ver cuan engañosas son sus observaciones, sus creencias y sus teorías. Siguen creyendo en ellas y creyendo en "sí mismos".

Es esto, precisamente, lo que les impide dar todo su sentido a los escasos momentos en los que su tercer estado de conciencia, el estado de conciencia de sí, toma, por destellos, el mando de sus funciones, lo que les deja en general una impresión de vida inolvidable. Todo esto significa que conciencia y funciones están en relación estrecha con los estados de presencia; sin embargo, son piezas diferentes de nuestra máquina. Nuestras diversas funciones pueden manifestarse en todo momento, y la calidad de sus manifestaciones, al igual que la de sus relaciones recíprocas, cambia según los estados o niveles de presencia en los que ellas se manifiestan. En último término, las funciones pueden existir sin la presencia, y la presencia puede existir sin las funciones: ejemplos de esta primera situación pueden ser descubiertos en nosotros mismos, desde ahora, mediante una observación honesta. En cuanto a la segunda situación, un hombre no puede conocer nada mientras no se haya desarrollado previamente en él un estado suficientemente fuerte de presencia de sí mismo. En efecto, las funciones son la expresión de los centros en la vida, su manifestación; su conjunto da su carácter propio a cada naturaleza humana. Las funciones resultan para nosotros más fácilmente accesibles que los centros, y el estudio de sí no puede comenzar sino por ellas: son nuestra manera de aparecer en la vida y por este mismo hecho podemos observarlas. Los centros, por el contrario, son mucho más "secretos", situados al fondo mismo del ser, pertenecen a nuestra esencia, y sus rasgos particulares caracterizan nuestra individualidad propiamente dicha; pero nada es más difícil de ver: de hecho, pertenecen al dominio del inconsciente. Cada centro en realidad impregna todo el cuerpo: penetra, por así decir, nuestro organismo entero. Y al mismo tiempo, cada centro posee su centro de gravedad. Estos centros de gravedad o cerebros, conforman en nosotros otras tantas localizaciones "eserales" distintas e independientes. Son estas localizaciones las que administran el potencial de fuerza vital, inicialmente indiferenciada, puesto a disposición de cada ser en el momento de su nacimiento, o asimilado por él en el curso de su crecimiento y su vida. Los centros son tantos como las funciones que los manifiestan: es decir, en el hombre son siete. Pero, para un primer estudio, nos son mucho menos accesibles que nuestras funciones. No sólo permanecemos desconectados de nuestros dos centros superiores, de los cuales no podemos conocer nada de manera inmediata, sino que no conocemos casi nada del centro sexual, aparte del nivel orgánico de su funcionamiento. Finalmente, en el hombre ordinario, los centros instintivo y motor (aquellos del trabajo interno y del trabajo externo de la máquina) están estrechamente unidos y, además, unidos al nivel orgánico del centro sexual con el cual forman un todo funcionalmente equilibrado. Así que una aproximación suficiente permite, sin desnaturalizar nada en el hombre, considerarlo como un ser que vive según tres modos: orgánico, afectivo e intelectual, y dotado de tres cerebros que en él funcionan en tres niveles diferentes. Es esta estructura tricerebral la que, contrariamente a aquella de los seres bicerebrales o unicerebrales, abre para cada hombre la posibilidad de una relación con las tres fuerzas creadoras fundamentales del universo y, como consecuencia, la posibilidad de una evolución autónoma. Podemos preguntarnos lo que son esas "localizaciones eserales independientes", o cerebros. Esas formaciones no son, por cierto, funcionalmente independientes, pues estando conectadas entre sí, nada de lo

que concierne a una de ellas es indiferente para las otras dos. El cerebro que sirve de soporte principal para las transformaciones (recepción, concentración y realización) de la primera fuerza fundamental (fuerza afirmativa o positiva o activa) es el del nivel intelectual y se encuentra situado en la cabeza. El cerebro que sirve de soporte principal para las transformaciones de la segunda fuerza fundamental (fuerza negativa o receptiva o pasiva) es el del nivel orgánico y se encuentra situado en la columna vertebral o más exactamente en el sistema nervioso central. En cuanto al cerebro que sirve de soporte principal para las transformaciones de la tercera fuerza fundamental (fuerza conciliadora o neutralizante o fuerza de relación) está dividido en cierto número de partes cuya localización difiere según sus funcionamientos específicos, pero estrechamente conectadas entre ellas, de manera que funcionan como un todo; las más importantes forman el plexo solar y su conjunto se aproxima a lo que conocemos con el nombre de sistema neuro-vegetativo o sistema neuro-hormonal, del cual depende el estado afectivo o emocional del hombre. La energía vital primordial, que penetra en el hombre a través de sus alimentos, se separa en él para ser asimilada en sus componentes fundamentales: activo, negativo y conciliador. Si las condiciones de vida del hombre fueran normales, estos constituyentes se repartirían entre los tres niveles correspondientes: orgánico, emocional superior e intelectual superior para constituir en él las tres fuentes de una entidad plenamente desarrollada. Pero a consecuencia de sus condiciones de vida anormales y, en particular, debido a la ausencia de conexión directa de los centros entre sí y a la ausencia de conexión del nivel orgánico con los centros superiores, el hombre ordinario actual sólo vive, por así decir, en su nivel orgánico, con un vago reflejo de lo que podría ser su vida afectiva e intelectual verdaderas. A consecuencia de la falta de una presencia global real, sólo la parte orgánica del hombre, el cuerpo planetario (con sus niveles físico, emocional y mental) es capaz de recibir para sí y a fin de participar en la elaboración de una individualidad, la parte que le corresponde: ésta es asimilada por el centro orgánico, el centro instintivo y el nivel inferior del centro sexual. El resto, que corresponde principalmente a la fuerza afirmativa y a la fuerza conciliadora, queda perdido para el hombre mientras no efectúe un esfuerzo especial de presencia que le permita en cierta medida recibirlo y asimilarlo a fin de que entre en la elaboración de los dos cuerpos superiores, sin los cuales su individualidad no podría alcanzar el pleno desarrollo. (Esto se emparenta con la "alquimia" del primero y del segundo choque conscientes que Gurdjieff detalla en su libro y en el de Ouspensky). La vida del hombre ordinario actual, mantenida por sus cuatro centros y funciones inferiores, continúa siendo puramente de orden planetario y no ofrece esperanza alguna de llevarlo más allá. El hombre sigue siendo de hecho un animal superior mientras sus posibilidades de otro orden permanezcan sin desarrollar: el único punto que lo hace diferente es la existencia en él de esas posibilidades y esto solamente en la medida en que el retardo de su desarrollo todavía no las haya atrofiado en cierta medida. Los centros utilizan una energía que proviene, más o menos indirectamente, de la fuerza vital universal, y que está en relación con la calidad de "sustancia" de la cual están hechos, o también, se podría decir, de acuerdo con su frecuencia de vibración.

Pero los centros no están conectados directamente con esta fuente de energía: ella les es aportada a partir de las diferentes clases de "alimento" o de elementos que penetran en el organismo. Esas penetraciones, de sustancialidad y calidad diferentes, no son directamente utilizables, pero pueden ser absorbidas gracias a un trabajo de asimilación especial de cada una de ellas, y de este modo ' participan, en el individuo, en el mantenimiento y la construcción de las "sustancias" correspondientes; el resto atraviesa el organismo sin ser retenido por él y es así rechazado. Según las ideas aportadas por Gurdjieff, esos "alimentos" son de tres clases: los alimentos propiamente dichos, la atmósfera que respiramos (de la cual el aire no es más que el elemento más concreto) y las impresiones que recibimos. En cuanto a la parte que corresponde al nivel natural del desarrollo del hombre, la asimilación de estos elementos se hace por sí sola, según los mecanismos constitutivos del organismo; pero otra parte considerable de esos mismos elementos también se vuelve asimilable cuando los soportes sustanciales correspondientes y los modos de "nutrición" que les conciernen han sido desarrollados por el trabajo sobre sí. Tales consideraciones pueden parecemos a primera vista sorprendentes. Sin embargo, si estamos atentos, podemos reconocer que tenemos en nosotros premoniciones que bastarían para incitarnos a un estudio más profundo sobre las fuentes de nuestra energía vital y las condiciones de refinamiento de las cualidades de nuestra vida. Por ejemplo, bien sabemos que una alimentación pesada y grosera no favorece la calidad de nuestro trabajo ni la sutileza de nuestras percepciones psíquicas; también sabemos que el ambiente en el que vivimos y la delicadeza, hasta el refinamiento del medio, son un factor importante del desarrollo, en nosotros, de las cualidades de comprensión correspondientes; finalmente, las relaciones humanas que establecemos y las influencias que aceptamos o rechazamos juegan un papel importante en las posibilidades de nuestra evolución interior. Así que el estudio de las condiciones en las cuales los diferentes alimentos pueden ser recibidos y asimilados se vuelve, para todo hombre que desee trabajar en su propia transformación, una necesidad "vital"; es una de las condiciones de su evolución. Pero la energía específica de la cual cada uno de los centros dispone en un momento dado, por ejemplo para un trabajo que le es requerido, no es inagotable: es solamente la reserva que él ha logrado acumular. De esta reserva de energía y de la manera como ella es utilizada, Gurdjieff, según el relato de Ouspensky, nos da una imagen vivida. Según esta descripción, todo ocurre como si existieran, en la máquina humana, al lado de cada centro, dos pequeños acumuladores de la energía funcional específica que él usa. Esos pequeños acumuladores están ligados entre sí y con el centro correspondiente. Existe además en el organismo un gran acumulador de energía vital, vinculada con el ser, al cual está ligado cada uno de los pequeños acumuladores; ese gran acumulador es, por así decir, la reserva central de energía no específica, que él diferencia según las necesidades (a condición de que él mismo sea correctamente alimentado) en energías propias de cada centro. Cuando un centro está trabajando —centro intelectual, afectivo, motor o instintivo— extrae la energía necesaria de uno de los dos pequeños acumuladores. Si ese trabajo debe prolongarse, la energía de ese acumulador termina por agotarse: el trabajo se hace más lento hasta volverse imposible. En ese momento una interrupción, un breve reposo, a veces un choque exterior, o un esfuerzo diferente permite la conexión con el segundo de los pequeños acumuladores: el trabajo recomienza con una energía y posibilidades nuevas,

y durante ese tiempo, el primer acumulador se recarga. Si el trabajo se prolonga todavía, el segundo acumulador, a su vez, se agota: una nueva pausa, o un nuevo choque exterior y se restablece la conexión con el primer acumulador. Así que todo depende de la intensidad del trabajo y del ritmo del consumo de energía. Si éste está bien medido y adaptado al ritmo de la recarga desde el acumulador central, el trabajo recomienza con las mismas posibilidades. Si por razones diversas, la importancia y el ritmo del consumo exceden al de la recarga, la nueva conexión se hace antes de que ésta haya sido completada y la reserva de energía se agota más rápidamente. De exceso en exceso, uno y otro acumulador terminan por no suministrar más nada, y el trabajo ya no puede continuar. El hombre se siente realmente cansado y normalmente el trabajo debe detenerse. Sin embargo, si existe una necesidad imperiosa y si el hombre se siente profundamente comprometido con tal trabajo, él puede todavía superar ese cansancio y encontrar una energía nueva: esto significa que el centro está ahora en conexión directa con el gran acumulador. La energía contenida en éste es enorme, y conectado con él un hombre es capaz de realizar esfuerzos en apariencia sobrehumanos. Sin embargo, si la demanda de energía es muy grande, más rápida y mayor que la recarga suministrada por los alimentos, el aire y las impresiones, también el gran acumulador se agota y el organismo muere. Pero esto es excepcional: para que un organismo muera de agotamiento, hacen falta condiciones especiales. Mucho antes del peligro real, el organismo reacciona y por diversos medios deja de funcionar: el hombre se desmaya o cae dormido o desarrolla una enfermedad cualquiera que lo obliga a detenerse. Los pequeños acumuladores no tienen una reserva de energía muy grande. Son suficientes para la demanda cotidiana y el trabajo ordinario de la vida. Pero para toda empresa importante, y especialmente para el trabajo sobre sí, para el crecimiento interior y para los esfuerzos exigidos a todo hombre que emprende una vía de evolución, la energía de esos pequeños acumuladores no basta. El hombre que emprende una búsqueda de este orden debe pues aprender a tomar la energía directamente del gran acumulador y a establecer, cada vez que sea necesario, la conexión directa entre cualquiera de sus centros y este acumulador; mientras no sea capaz de ello, fracasa en estos intentos y "se duerme" antes de que sus esfuerzos hayan podido dar el menor resultado. Ello sólo es posible con la ayuda del centro emocional. El centro emocional es mucho más sutil que los otros tres —sobre todo si se considera que el centro intelectual no trabaja de ordinario más que con su nivel inferior, el aparato formatorio— y mucho más apto por su misma naturaleza, para esa conexión directa. En las situaciones en que el centro afectivo es violentamente tocado es cuando se produce con mayor frecuencia esta conexión, y es posible aprender a producirla voluntariamente. Es a través del centro emocional como el hombre puede lograr movilizar la energía necesaria para su evolución ulterior y hacerse capaz de asumir los superesfuerzos necesarios, incluso los que permiten el desarrollo de las partes superiores de su centro intelectual, que no puede, por sí solo, lograrlo. Así pues, los centros y sus funciones constituyen un conjunto complejo cuyo conocimiento es muy importante. Son a la vez receptores de energía, grabadores, transformadores (o mejor dicho selectores) y emisores.

Cada centro es un aparato receptor de energía ocupado en captar los diversos elementos que son, para la máquina, las tres clases de alimentos. Pero, para ir a sumarse al potencial energético del organismo, esos alimentos deben convertirse en algo asimilable para el gran acumulador, de donde cada centro extrae luego la calidad de energía que le es propia. Los centros mismos no pueden alimentarse directamente. Esta recepción de energía por la máquina humana y la manera como esas energías pueden hacerse asimilables dejan entrever una alquimia interior compleja que, para ser comprendida, requiere de un estudio especial y difícil. Por ejemplo, ciertas impresiones o influencias, recibidas por los centros, tales como las influencias planetarias, son de proveniencia inaparente o lejana. Por otra parte, en el organismo, cada tipo de alimento sufre transformaciones particulares que llevan a la asimilación de una parte de sus constituyentes y a la eliminación de otras; además cada transformación de energía tiene sus circuitos particulares. Cada centro es también un aparato selector y, en cierta medida, transformador. Extrae de la reserva central de energía (donde la energía se acumula bajo formas que dependen del grado de evolución del ser) la que corresponde a su naturaleza "esencial" y a su nivel de funcionamiento, y en cada individuo, da a esa energía las características inherentes a su propia estructura, es decir, conforme a las características de su esencia. Cada centro es también un aparato emisor debido a las funciones que le incumben y que son la actividad que le corresponde ejercer en la vida interior o exterior del individuo. Por último, cada centro tiene su memoria propia: a su parte emisora-receptora, están ligados aparatos grabadores hechos de materia sensible, que uno compararía, en la actualidad, con memorias de computadora, pero que Gurdjieff comparaba con cilindros de cera virgen. Todo lo que nos sucede, todo lo que vemos, oímos, hacemos, aprendemos, se graba en esos rollos. Todos los acontecimientos interiores o exteriores dejan impresiones en esos rollos. Se trata, en efecto, de una impresión, de una huella, que puede ser profunda o superficial, que puede también ser fugaz y desaparecer muy pronto sin dejar trazo. Además esas inscripciones o impresiones grabadas en los rollos de los diferentes centros son relacionadas entre sí, en el nivel de la mente, por las asociaciones. Esas asociaciones son de suma importancia para comprender el funcionamiento de la máquina: ella está constituida de tal manera que ciertas condiciones de inscripción sobre los rollos crean una tendencia automática a conectar algunas de ellas entre sí, de modo que la evocación de una acarrea automáticamente la evocación de todas aquellas que están así ligadas con ella. Tales asociaciones se producen en dos circunstancias principales: por una parte, cuando unas impresiones recibidas simultáneamente en uno o varios centros se inscriben al mismo tiempo sobre los rollos correspondientes; por la otra, cuando las impresiones grabadas sobre este mismo rollo o sobre los rollos de diferentes centros tienen entre sí cierta similitud (que hace que ellas se despierten mutuamente por un fenómeno análogo a un fenómeno de resonancia). Un hombre que quiere que su máquina sirva a su evolución propia debe conocer ambos procesos automáticos de asociación; el primero sobre todo puede llegar a ser muy pronto utilizable. En efecto, impresiones diferentes recibidas simultáneamente sobre uno o varios rollos se encuentran por ese mismo hecho conectadas; no sólo permanecen en la memoria más tiempo que las impresiones aisladas, sino que también el recuerdo de una hace surgir inevitablemente, al mismo tiempo, las otras. Si un hombre logra

alcanzar, al menos por un momento, una cierta unidad en sí mismo, todas las impresiones recibidas simultáneamente, en tal momento, por los diferentes centros se hallan ligadas entre sí y permanecen conectadas en la memoria, contribuyendo así a establecer esta unidad. Pero el segundo proceso ocupa un lugar de igual importancia: las impresiones que presentan cierta similitud interior se evocan también mutuamente y dejan una huella más profunda; esta relación se establece automáticamente cuando impresiones similares se repiten en un mismo centro. He allí la base de los condicionamientos y hábitos que mantienen la mecanicidad de la vida ordinaria. Pero si el hombre, mediante un trabajo especial, se hace más consciente, relaciones de similitud más sutiles y más completas se establecen entre sus diferentes rollos y ponen a su disposición un conjunto en el que se asocia la totalidad de las impresiones similares sobre sus diferentes niveles. Por el contrario, en un estado de identificación en el que el hombre es absorbido por funcionamientos exteriores, él ni siquiera nota los acontecimientos que podrían impresionar sus centros, o si los nota, sus huellas fijadas sin que se dé cuenta, desaparecen antes de haber sido apreciadas o asociadas: no dejan entonces ninguna huella en su memoria. Cada centro en particular, así como el individuo entero con el conjunto de sus centros, tiene pues un lado pasivo, receptor, abierto en mayor o menor grado, a unas energías que llegan hasta él; tiene también un lado activo, realizador más o menos eficiente de una intervención en las formas de la vida y tiene, entre estos dos, una acción selectiva responsable de la calidad propia que él impone a esta utilización de su energía. A través de todas estas nociones que pueden parecer, a primera vista, más o menos arbitrarias, lo más claro para nosotros es que cada centro tiene características específicas propias cuyo conocimiento es importante para la búsqueda de un conocimiento de sí: es uno de los primeros objetivos de la observación de sí. Actualmente no podemos saber nada, o muy poco, de las partes de nosotros mismos de las que habitualmente estamos desvinculados (las dos funciones superiores y los niveles superiores de la función sexual). Pero podemos observar las cuatro funciones con las cuales vivimos de ordinario. Gracias a la observación repetida de esas funciones, se nos hace posible, eventualmente, tomar poco a poco conciencia de los rasgos que caracterizan a cada una de ellas en su origen, en el momento en que nace del centro con su impulso inicial, y tal vez, llegar así al conocimiento de esos centros, es decir, al conocimiento de nuestra propia esencia, sin el cual no hay conocimiento de sí. Pero esto no nos es posible de una sola vez y la observación de nosotros mismos no puede comenzar, sin riesgo de un grave error, sino por la observación de nuestras primeras cuatro funciones: intelectual, emocional, motriz e instintiva. Esta observación consta de dos etapas, dos niveles: estas funciones deben primeramente ser observadas y reconocidas en todas sus manifestaciones exteriores; luego pueden ser observadas en uno, esforzándose en reconocer y comprender sus tendencias interiores fundamentales que les dan la forma exterior bajo la cual nos manifestamos. Esta observación aparece difícil desde el comienzo: en efecto, no sólo nuestras funciones son múltiples y están siempre implicadas en conjunto, en cada situación, sin más que predominios más o menos marcados de una u otra, sino que también, debido a nuestra ignorancia, siempre las confundimos unas con otras; esta confusión aumenta por el hecho de que funciones diferentes pueden tomar un aspecto similar y de que las mismas manifestaciones pueden tener en nosotros orígenes diversos. Nuestras observaciones resultan

además complicadas por el hecho de que nuestras funciones tienen un aspecto muy diferente según el estado, continuamente variable, en el que nos encontremos. Es necesario entonces comenzar por la observación de situaciones simples en las cuales una función, fácil de reconocer y claramente dominante, permita sentir directamente su origen en nosotros mismos. Más adelante, con la experiencia, se hace más fácil reconocer en uno cuáles funciones están en juego y hasta tener, en un atisbo de presencia en un momento dado, verdaderos "flashes" de sí mismo. El pensar es la función del centro intelectual. Todos los procesos mentales están incluidos en él: recepción de datos intelectuales, análisis, comparación, elaboración de ideas, razonamientos, imaginaciones y grabación en la memoria intelectual. Pero el pensar es de clases (y de calidades) diversas según el nivel en el cual dicho centro trabaje. Como veremos, la observación de sí lleva a pensar que las ideas que son nuestra manifestación intelectual ordinaria, son de orden puramente mecánico. Por su surgimiento automático ante toda impresión que alcance al intelecto, por su curso incesante, sus asociaciones continuas, sus comparaciones y respuestas reactivas sistemáticas, constituyen en nosotros lo que puede llamarse el "aparato formatorio" o "mental" (llamado a veces erróneamente "centro" formatorio, pues no se trata de un centro, es solamente un puesto de clasificación) con el que estamos acostumbrados a responder a casi todas las situaciones de la vida. Aun lo que llamamos la "reflexión" le pertenece la mayoría de las veces. Tal manera de ver "el pensar" con el que vivimos de ordinario y hemos hecho casi todo lo que el hombre ha realizado es evidentemente difícil de admitir a primera vista y llega a ser aceptable sólo cuando se haya experimentado otra forma de pensar. Para que el centro intelectual llegue a ser capaz de un pensar distinto al de la idea puramente reactiva y automática, es necesario en efecto que funcione en otro nivel: el de una presencia y de un yo estable, global, realmente constituido. Entonces se hacen posibles los pensamientos autónomos, con una elaboración, una reflexión verdadera y una prefiguración conforme a nuestra individualidad de conjunto que caracteriza el real pensar "subjetivo". En cuanto a un tercer nivel del pensar que se presiente como posible y que sería el real pensar "objetivo", el hombre no lo conoce. Se sitúa en un nivel más elevado aún y pertenece al centro intelectual superior. En todos los niveles, la función del intelecto es la afirmación y la negación: sí o no. El intelecto recibe los datos, compara con lo que conoce, coordina, constata y prevé. En el nivel más bajo, es el juicio crítico automático y la imaginación; en un nivel más alto, es la confrontación lógica y la previsión; en cuanto al pensar objetivo, no podemos saber nada sino suponer su conformidad con el Gran Conocimiento, y su poder de prefiguración conforme con el conjunto de las leyes que rigen el mundo y todas las cosas, así como con la causa de esas leyes. Esto nos lleva tal vez a evocar una analogía con el Logos o el Verbo del Génesis, pero hay que reconocer que nuestro pensar ordinario no puede aprehender realmente nociones como éstas. El sentimiento es la función del centro afectivo. Todos los procesos emocionales están incluidos allí: alegría, tristeza, pena, temor, sorpresa, etc. Pronto, sin embargo, la observación nos muestra que muchas veces no sabemos distinguirlos y que continuamente se establecen confusiones con algunos funcionamientos

de los demás centros; una dificultad importante se debe en particular al hecho de que los choques instintivos, que sólo conciernen a la vida del cuerpo orgánico (por ejemplo, algunos miedos) son experimentados por nosotros de manera muy parecida a los choques emocionales y por consiguiente son tomados con mucha frecuencia por emociones. El centro emocional "siente": cada vez que le llega una impresión, le gusta o no le gusta y por ello siente una aprobación o desaprobación personal que se manifiesta bajo la forma de una emoción. Por este hecho, cada vez que algo alcanza a la persona y su funcionamiento afectivo, éste la acerca o la aleja automáticamente de aquello, al mismo tiempo que se expresa una emoción positiva o negativa: lo siente como deseable o indeseable. Pero este trabajo del centro afectivo depende enteramente del nivel de presencia; en el estado ordinario del hombre, no hay más que uno de sus personajes: así que sólo se trata de emociones (afecto parcial inherente a un sólo aspecto de sí) y no de sentimiento real (afecto global inherente a la presencia global de un yo interior realmente constituido). El hombre en su estado ordinario no tiene verdadero sentimiento; no tiene más que emociones automáticas "reactivas" que dependen enteramente del personaje presente. Este cambia según las circunstancias y sus "sentimientos" cambian con él; pero el hombre no ve estos cambios y en su emotividad, más que en ninguna otra parte, se cree dotado de una permanencia y de una continuidad que no tiene. El centro afectivo sólo se vuelve capaz de un sentimiento real cuando una presencia estable, relativamente independiente de las circunstancias del ambiente, se haya elaborado, una presencia construida alrededor de un sentimiento de sí que la anima y da en todo instante a su vida, un sentido conforme a lo que ella es. Puede decirse, esquemáticamente, que las emociones pertenecen a la personalidad, y los sentimientos al verdadero yo eseral: el sentimiento de sí que acompaña el despertar de sí mismo es el primer sentimiento real del que un hombre sea capaz; tal evolución del centro afectivo, que va a la par de la realización de un Yo, alcanza, por una afinación progresiva, el nivel del centro emocional superior hasta establecer la conexión y luego la fusión con él. Sólo en este nivel se hacen posibles para el hombre los grandes sentimientos "objetivos" de Fe, de Esperanza y de Amor. En todos los niveles, la función del sentimiento es la apreciación y la relación personal; en todos los niveles, el centro afectivo siente, aprecia y consiente más o menos. Los verdaderos sentimientos no son negativos; no tienen negatividad. Un verdadero sentimiento puede ser más o menos intenso; más o menos grande; si no, no existe, sólo hay indiferencia: el centro emocional superior no tiene negatividad. En el plano ordinario, al contrario, en el nivel de las emociones, el centro afectivo, consiente o rechaza; y las emociones con las que vivimos pueden ser positivas, indiferentes o negativas, según su impacto sobre la emocionalidad —es decir, el amor propio específico— que anima a cada uno de nuestros personajes. El movimiento es la función del centro motor; comprende todos los movimientos exteriores tales como caminar, escribir, hablar, comer, etc. La función del centro motor es el movimiento o el reposo, la acción o la inacción, y el relajamiento más o menos profundo. Tenemos una percepción de nuestra forma y del grado de su actividad por la sensación: la sensación física de sí nos permite en todo momento saber lo que son nuestra actitud y nuestra actividad y eventualmente, ejercer control sobre ellas; de allí su importancia fundamental en la búsqueda del conocimiento de sí.

La característica del centro motor es su pasividad: no tiene iniciativa por sí mismo y permanece naturalmente inerte; pero obedece de inmediato a lo que está ahí para pedirle que lo sirva, listo explica que resulte difícil muchas veces, sobre todo en los niveles inferiores de actividad de la máquina, distinguir lo que pertenece al centro motor y lo que proviene de lo que se sirve de él. Sin embargo, el centro motor tiene su existencia propia, independiente, no depende de ningún centro en particular. Como los demás centros (lo veremos más adelante) posee su propio pensar (su inteligencia del movimiento), su propio instinto, su propia emotividad, y sería capaz de una actividad propia; pero debido a su muy grande pasividad, no la ejerce sino excepcionalmente. También a causa de esta pasividad, una de las principales características del centro motor es su capacidad de imitación. El centro motor imita lo que ve sin razonar: es capaz de adaptarse absolutamente a un modelo y de reproducir su comportamiento exacto sin cambio alguno. Hasta ahí, aun tratándose de comportamientos complejos en apariencia, tal imitación no compromete más que al centro motor; ahora bien, cuando la complejidad sobrepasa cierto grado, los demás centros a su vez están implicados, al menos en su nivel motor correspondiente. Otra característica del centro motor es que todos sus comportamientos deben ser aprendidos. Las funciones motrices del hombre al igual que las de los animales deben ser aprendidas y el centro motor está generalmente dotado de una memoria notable. Esto permite distinguir los funcionamientos motores de los funcionamientos instintivos, los cuales sí son innatos. El hombre tiene muy pocos movimientos exteriores innatos; los animales tienen más, en grados variables según las especies. Pero lo que se llama corrientemente el "instinto" en ellos, concierne de hecho, la mayoría de las veces, a un conjunto de comportamientos motores complejos, que los jóvenes animales aprenden de los viejos por imitación. La observación en uno mismo del modo de funcionamiento del centro motor hace resaltar muy pronto una noción importante. El funcionamiento normal del centro motor (al igual, por cierto, que el del centro instintivo y contrariamente al de los centros emocional e intelectual cuyo nivel depende del nivel de presencia) es un funcionamiento relativamente independiente. El centro motor es capaz de asegurar por sí mismo, en la medida de sus posibilidades, el trabajo que le es pedido simplemente con su educación inicial, sin otra intervención directa de la parte que lo pide, y sin otro control que una "supervisión" (vigilancia y adaptación) del trabajo cumplido y del resultado obtenido. Y el centro motor trabaja normalmente así, tanto en la vida habitual como en los niveles superiores de vida. Sin embargo, en la vida habitual, debido a lo que descubriremos como trabajo equivocado de los centros, las anomalías son frecuentes: relaciones anormales, sustitución en los controles, intervenciones abusivas, sin mencionar la pereza natural del centro motor, vienen a desorganizar continuamente su trabajo, a sustituirlo y falsearlo. Mientras no haya sido alcanzada una presencia estable y muy coherente que pueda dirigirlo, el trabajo del centro motor no puede efectuarse en condiciones regulares, ni participar en un "hacer" verdadero, una realización auténtica. En el hombre ordinario, el centro motor, aunque dotado de una sólida educación que permite la vida cotidiana, sirve ocasionalmente a intereses diversos, es objeto de cambios incesantes, rivalidades, intrusiones y rupturas: por este hecho, sobre un fondo de hábitos ciegos, sus actos, a largo plazo, quedan sin continuidad y en lo inmediato, son a menudo actos "fallidos". Lo peor es que el hombre que actúa de esta manera debe, más tarde, sufrir las consecuencias de sus errores. Una acción inconscientemente nefasta puede ser muchas veces

(pero no siempre) compensada más adelante al precio de un nuevo trabajo, consciente esta vez (y emprendido por quien actuó, o por otro), mucho más duro de lo que hubiera sido el de la acción justa; pero para toda acción cumplida las consecuencias permanecen, y en ningún caso el resultado de una acción puede ser borrado. La ley de encadenamiento de causa y efecto, especialmente manifiesta sobre el plano motor, es ineluctable y un hombre carga ineluctablemente el peso de sus acciones, conscientes o no. La función del centro instintivo es el control de la vida interior del organismo, cuyas percepciones se expresan por la satisfacción o la necesidad. Es el centro de las atracciones y las repulsiones "instintivas", el centro de las impresiones orgánicas de "bueno" o "malo" que rige la vida de la máquina y cuya suma global lleva al bienestar o malestar orgánicos, incluso al dolor. Por el hecho de que esta función se efectúa a oscuras en nosotros mismos y no emerge a nuestra conciencia ordinaria sino en sus momentos de excesos, se producen numerosas confusiones respecto de ella, y la costumbre llama instintivos a cantidad de hechos que no lo son. Este término no se puede aplicar más que a las funciones internas del organismo: respiración, circulación, digestión, percepción neuro-sensorial, función de movimiento y todas las funciones internas tales como la producción de calor, la asimilación, la estimulación hormonal, el crecimiento y el mantenimiento de las formas, con todas sus regulaciones internas, inclusive ciertos reflejos. Nuestras funciones instintivas conforman un verdadero mundo interior. Su característica, la que permite reconocerlas, es la de ser innatas. Muchas otras acciones se efectúan también a oscuras en nosotros mismos, sin que tengamos conciencia de ellas, y no son innatas sino adquiridas: son todos nuestros automatismos. Pueden pertenecer a todos los centros: es así como hay pensamientos automáticos (nuestra ideación), sentimientos automáticos (nuestras emociones) y más generalmente una parte automática -es decir, totalmente inconsciente— en cada centro: hay en nosotros toda una vida automática que interfiere tal vez en ciertos puntos con nuestra vida instintiva, pero es completamente diferente. El conocimiento así como el control de esta vida instintiva es posible; acompaña siempre, en cierta medida, al conocimiento de sí. Es posible profundizar en él y dominarlo, al precio de ejercicios especiales, difíciles y peligrosos, que siguen ciertas disciplinas y que pueden formar parte de una vía de evolución. Pero más allá de cierto nivel —indispensable para el armónico funcionamiento del organismo— este dominio deja de ser necesario para el desarrollo de las partes superiores del ser humano. La función sexual, debido a la estructura del centro sexual, es la que utiliza la energía más fina y la que cumple la función más elevada: la participación en la obra de creación en el nivel que le corresponde. Podría decirse que el centro sexual es el del don de sí. Tiñe con una polaridad propia, masculina o femenina (reflejo en el plano humano de dos fuerzas fundamentales, fuerza activa o fuerza receptora), el conjunto de la vida de cada uno de nosotros. Según esta polaridad, la fuerza vital se da, o es dada. Sin embargo, esa polaridad es sólo relativa; depende del nivel en relación con el cual se la considera, y toda fuerza situada en un cierto nivel (ésta es una ley general) es receptora en relación con el nivel suprayacente y activa en relación con el nivel subyacente. Ciertas escuelas de psicología moderna y más especialmente las corrientes iniciales del psicoanálisis, discutibles en muchos puntos, han querido explicar la totalidad del desarrollo y el comportamiento del ser humano en relación con la función sexual considerada como el primum movens, el

eje de la evolución y la principal motivación de la vida de todo ser humano. Afortunadamente, esta manera de ver bastante estrecha fue ampliada luego y la noción de "libido" extendida al "deseo de ser" en general. Es evidente que cuando entra en juego, gracias a la calidad fina de la energía que utiliza, el centro sexual dota a las percepciones sensoriales, a las impresiones y a las funciones de la mayor sutileza, agudeza y rapidez. También es cierto que la culminación sexual tendiente a la reproducción de la vida es la coronación de toda la actividad orgánica del ser humano y sin esa culminación, toda esa actividad, desde un punto de vista orgánico y natural, se encuentra, por así decir, decapitada. Pero esto no excluye la posibilidad, desde el punto de vista del desarrollo superior del ser humano, de que la misma energía sexual, la más fina, y la más activa de las energías de las que dispone el hombre, sirva no a la reproducción de la vida orgánica, sino a la realización le un orden de vida superior (un nuevo nacimiento, la eclosión de otro nivel de vida) que no puede hacerse más que a partir de una energía de esta calidad: a partir de lo que hay de energía "creadora" en el hombre. En ese sentido, ciertas escuelas tradicionales y ciertos caminos imponen a sus adeptos la no utilización de la energía sexual en el plano orgánico. Quienes examinan sin prejuicio este difícil problema sienten, sin lugar a dudas, que no se le puede encontrar solución con una actitud tan absoluta, pues, en este caso también, lodo es relativo, y depende de cada ser, así como del momento de su evolución. Solamente cierta cantidad de energía sexual puede ser transformada en un momento dado, para servir a la elaboración de un nivel de ser superior; si queda un excedente (mayor o menor, de acuerdo al funcionamiento particular de cada individuo), es necesario que este excedente sea utilizado de la manera natural pues su acumulación conduce a utilizaciones anormales e intervenciones aberrantes de esta fuerza en las demás funciones de la máquina (bajo la forma del trabajo equivocado de los centros, llegando hasta las perversiones). Por el establecimiento de hábitos y de un mecanismo automático, tales utilizaciones aberrantes de la energía sexual pueden llegar a ser predominantes, y acaparar tal proporción de ésta, que toda esperanza de evolución superior se haga imposible para un hombre caído en estas desviaciones. De hecho, en el hombre ordinario, el centro sexual no trabaja casi nunca con su energía propia y de manera autónoma: está casi siempre bajo la dependencia de uno u otro de los demás centros, intelectual, emocional, motor o instintivo, que utiliza en su provecho la energía sexual específica con las cualidades superiores que ella le permite. Tal vez sea esto lo que ha influenciado tanto ciertos aspectos de las teorías psicoanalíticas, las cuales, por cierto, han sido elaboradas inicialmente a partir de constataciones provenientes del estudio de estados hipnóticos o pitiáticos y a partir de la observado de individuos patológicos. Esta dependencia habitual de la función sexual se explica en su mayor parte por el hecho de que la función sexual e el hombre, aunque presente desde el nacimiento, no se desarrolla sin hasta mucho más tarde en la vida, después de que las otras cuatro funciones ya se hayan manifestado ampliamente (no ocurre así en los animales). Si bien el centro sexual existe desde el nacimiento en manifestaciones automáticas intermitentes e inconscientes, su desarrollo real y su función sólo aparecen después de la evolución casi completa de las otras, de manera que este desarrollo está condicionado en gran parte por ellas. De allí que su estudio no puede ser emprendido válidamente sino cuando las otras funciones son conocidas por completo en todas sus manifestaciones. El centro sexual se distingue también de los demás centros inferiores porque en realidad no está

limitado solamente al nivel de ellos, sino que da un tinte a la totalidad de la individualidad humana, cualquiera sea el grado de evolución de ésta, en tanto que permanezca en ella algo de individual. Pero el hombre ordinario no vive más que con el nivel inferior, orgánico, de su centro sexual. En este nivel, los centros instintivo, motor y sexual forman un conjunto equilibrado, que trabaja en el mismo plano, susceptible de recibir por sí mismo los impulsos correspondientes de las tres fuerzas fundamentales: así, la vida de la máquina orgánica puede continuar y perpetuarse por sí misma. El centro sexual desempeña, en este conjunto, el papel de centro neutralizante con relación a los centros motor e instintivo; unas veces uno de éstos, otras veces otro, es el centro activo o el centro pasivo, según los estados y las circunstancias. La estructura misma de los centros merece ser examinada en detalle; como no utilizamos sino fragmentos dispersos de ellos, nos resulta difícil, reconocer esa estructura y tener de ella una visión de conjunto. Una primera característica de los cuatro centros inferiores de la máquina humana es que pueden ser receptivos al lado positivo o al lado negativo de cualquier impresión que les llegue. El buen funcionamiento de los centros, en relación con uno y otro aspecto que les pueda traer cualquier impresión que reciban, es de suma importancia, porque estos dos aspectos, positivo y negativo, de toda cosa, son necesarios para una justa orientación en la vida. La mayoría de las veces (y esto depende de las características de la esencia individual) los centros son naturalmente más receptivos a uno de los aspectos que ai otro y sólo después de prolongados esfuerzos de trabajo sobre sí pueden llegar a ser receptivos de manera equilibrada a ambos aspectos simultáneamente. Desde este punto de vista, los centros pueden ser considerados como divididos en dos partes, positiva y negativa, pero esta división toma una apariencia algo diferente según el centro considerado. A primera vista, tal distinción parece bastante clara: y lo es de hecho, en lo que al centro motor y al centro instintivo se refiere; lo es mucho menos en cuanto al centro emocional y al centro intelectual. En el nivel del centro intelectual que constata, analiza, compara, asocia y coordina, en función de los datos grabados en los rollos, la actividad de lamente lleva a un juicio afirmativo o negativo: sí o no. La mayoría de las veces, predomina uno de los dos y esta comprobación sirve de base para nuestros actos. Así, creemos escoger y decidir: no obstante, allí no hay masque una constatación mecánica en función de los datos exteriores actuales o grabados; no hay ninguna libre elección ni decisión alguna que nos pertenezca como propia ni sea tomada en función de una instancia individual superior: la de un Yo autónomo y permanente que tenga una comprensión y metas propias a lo largo de la vida. A lo sumo, se hallan pequeñas metas transitorias en función del personaje del momento y de las asociaciones grabadas en los rollos de las cuales dispone la mente. Y cuando, en el trabajo de la mente, se equilibran exactamente lo positivo y lo negativo, permanecemos en la indecisión. Pero debido a que, en el hombre ordinario, no existe nada por encima de la mente que pueda encargarse de sus constataciones automáticas para utilizarlas, dichas constataciones adquieren, de por sí, fuerza de elección y decisión. Es así como lo mental usurpa un poder al que no tiene derecho y que sólo puede eventualmente ser contrarrestado por los deseos opuestos del centro emocional o la pereza del centro motor. Lo que llamamos de ordinario un hombre dotado de voluntad, es aquel cuya mente fuerte, activa,

claramente estructurada, ha aprendido a hacerse sostener por los deseos y servir por el centro motor. Sin embargo, no existe ninguna voluntad propia, ninguna libre "escogencia" en función de una individualidad real dotada de conocimiento y que persiga a lo largo de la vida unas metas que sean objetivamente propias: allí no hay más que el efecto de las circunstancias sobre el funcionamiento automático de una mente y de una máquina humana bien estructurada; tal hombre, contrariamente a lo que él suele pensar, no es más que el resultado y el juguete de influencias independientes de él. En el nivel del centro instintivo, la división es muy clara, o al menos así sería si estuviéramos más atentos a la vida interior de nuestro organismo. Las percepciones de este centro, positivas o negativas, buenas o malas, son todas necesarias para mantener, guiar y preservar nuestra vida. Mientras no hayan sido alteradas, las percepciones positivas, buenas o agradables (percepciones sensoriales y percepciones corporales de gusto, olor, tacto, aire puro, calidades de alimentos, temperatura) son todas testimonio de condiciones saludables para la existencia. Las percepciones inversas son todas testimonio de condiciones nocivas. A ellas se agregan las percepciones instintivas relacionadas con otras partes de la máquina, afectivas generalmente, también intelectuales a veces, ya pertenezcan a niveles superiores de nuestro centro instintivo, de cuya existencia sospechamos sin que los conozcamos bien, ya provengan de una parte instintiva de los centros emocional e intelectual (tendremos que volver sobre el asunto). Pero las condiciones anormales de vida y la educación del hombre actual hacen que estas percepciones estén siempre más o menos gravemente perturbadas; en todo caso, el hombre actual ya no sabe lomar en cuenta sus diversas percepciones de una manera justa. Por suerte, su centro instintivo, que trabaja en el nivel inferior, oscuro, de la máquina, ha conservado estrechos vínculos con las fuerzas elementales de la vida que lo anima y si las perturbaciones provenientes del exterior se muestran demasiado amenazantes, la función instintiva restablece por sí misma el equilibrio: el hombre se enferma, o queda inerte. Pero si hace caso omiso, el desequilibrio puede llegar hasta la muerte. En el nivel del centro motor, la división en dos partes, positiva y negativa, es muy simple: este centro puede estar activo o inactivo; puede haber movimiento o relajación. También puede estar indiferente: hay reposo. El centro motor es un centro de tendencia pasiva; actúa poco de por sí y se limita a obedecer a aquello que le pida actuar, cualquiera que sea el origen del requerimiento. Esta disposición naturalmente pasiva hace que, más aún que los demás centros, éste sea propenso a la pereza: el hombre para actuar, debe muchas veces "obligarse". En el hombre ordinario, cuyos centros y personajes funcionan desligados, los requerimientos pueden llegarle desde diversas fuentes, a veces concordantes, a veces contradictorias, y sus acciones se vuelven entonces desordenadas, a no ser que, simplemente, si el desorden se vuelve excesivo, el centro motor se refugie en su pereza natural. Un buen ejemplo para apreciar el desorden de esa actividad motriz es el que nos ofrece el lenguaje articulado que pertenece al centro motor, y está puesto por él al servicio de los demás centros, el centro intelectual sobre todo, y se ha ido perfeccionando progresivamente en asociación con ellos. Si fuera dejado en reposo, el centro motor estaría, de hecho, disponible: no en estado de inactividad, sino en un estado de

disponibilidad en el que la parte superior del centro, la que está atenta para servir, permanece por el contrario altamente receptiva y lista para responder. Pero en su estado ordinario, el hombre no tiene tal estado de disponibilidad. Aun fuera de toda actuación verdadera, su centro motor es requerido continuamente, por el personaje del momento, y toma siempre la actitud correspondiente con él. Cada uno de nosotros tiene así un repertorio completo de actitudes, siempre las mismas, indicativas del personaje que está presente, y cuya observación permite descubrir ese personaje si es necesario. Y debido a las asociaciones automáticas recíprocas, la reproducción artificial de cierta actitud tiende a hacer que aparezca el personaje correspondiente: tal "señalización" automática de doble sentido entre estados interiores y aspectos exteriores, es utilizada todo el tiempo en todo el comportamiento social, sin que siquiera tengamos una verdadera conciencia de ello: forma parte del hombre máquina y de sus condicionamientos. El lado negativo del centro motor, su verdadera inactividad es el relajamiento o la relajación. Esta no se consigue naturalmente y requiere, por parte de los otros centros, de una renuncia activa y voluntaria a hacer cualquier petición al centro motor. Hay diversos grados en esta relajación según sea más o menos profunda la desconexión y allí pueden distinguirse, con una utilidad inmediata, tres planos principales, aunque de hecho son más de tres. Son ellos las "actitudes" básicas sobre las cuales puede establecerse la tranquilidad física necesaria para la búsqueda interior de una relación con las partes superiores de uno mismo. Como tales, son la etapa preliminar de los ejercicios de contemplación y de meditación. El primero de esos planos es la simple y completa tranquilización del cuerpo, en una actitud naturalmente estable y sin molestia alguna. Sobre todos estos estados de nuestro centro motor, somos informados por la sensación. De todas las impresiones interiores que tenemos de nosotros mismos, la sensación física es sin duda la que nos resulta más inmediatamente accesible, la más "concreta", y la que menos se presta a imaginaciones engañosas. Su control es fácil: la sensación que recibimos de nosotros mismos está ahí o no está, según estemos vueltos hacia nosotros mismos o dirigidos hacia lo exterior; por eso es que ella puede ser considerada como una de las mejores pruebas de la realidad de los ejercicios de toma de conciencia de sí. Vivimos nuestra vida ordinaria, sin que lo sepamos, con una sensación constante que nos informa continuamente sobre nuestras posturas, nuestros movimientos, nuestros desplazamientos, pero sólo aflora a la conciencia cuando un imprevisto sobreviene y la perturba al mismo tiempo que nos olvidamos continuamente de nosotros mismos, perdemos también la sensación de sí y su reactualización forma parte de todo intento de despertar a sí mismo. En el nivel del centro afectivo, la división en dos partes, positiva o negativa, parece simple tal vez en un comienzo; pero de hecho es mucho más compleja. Puede parecer, a primera vista, que tenemos todo un conjunto de "sentimientos positivos": alegría, simpatía, afecto, y de "sentimientos negativos": miedo, celos, aburrimiento, irritación. En realidad, como lo hemos visto, el hombre ordinario, a pesar de lo que crea, no tiene nada que pueda ser llamado sentimiento y como tal lo llame a una calidad permanente de su vida individual. Sólo existen emociones ligadas a la expresión y conservación de cada uno de sus personajes, que cambian continuamente, y sin relación con su individualidad verdadera. En el estado de vigilia ordinario, todo

sentimiento real está desconectado de la vida que transcurre, y al igual que el Yo superior, permanece en estado de sueño. Según sea apreciada la impresión de los acontecimientos interiores o exteriores como favorable o desfavorable, deseable o indeseable en relación con el personaje presente, se levanta una emoción agradable o desagradable. Pero si, en el siguiente instante, cambia el personaje, la misma impresión tiene mucha posibilidad de ser apreciada de manera diferente. Así es cómo en el hombre ordinario, el "estado de ánimo" está cambiando continuamente, y según el personaje del momento, los mismos impulsos emocionales, de positivos pasan a ser negativos, o viceversa. Todas nuestras emociones agradables, tales como alegría, simpatía, confianza, pueden a cada instante degenerar en tristeza, repulsión, celos, duda, etc., y la expresión de estas emociones desagradables, que habitualmente el hombre no puede refrenar, no hace más que reforzarlas sin necesidad alguna y hacer contagiosa su negatividad a su alrededor. Es una de las razones por las cuales la lucha contra la expresión exterior de las emociones negativas constituye uno de los primeros puntos por los cuales el trabajo sobre sí puede útilmente comenzar. Tan pronto como un trabajo semejante ha podido comenzar, la situación misma empieza a cambiar. El hombre que haya emprendido un real trabajo sobre sí comienza, durante sus momentos de presencia, a apreciarse a sí mismo "objetivamente" y a apreciar los acontecimientos en relación consigo mismo y ya no en relación con el uso que de ellos hacen sus personajes. Por una parte, el carácter ilusorio de sus emociones ordinarias positivas o negativas se le revela poco a poco, al mismo tiempo que le aparece el carácter contingente de sus personajes. Por otra parte, una apreciación diferente de sus impresiones se le hace posible en relación con el Yo que se está despertando. Al lado de sus emociones, puede distinguir reales sufrimientos morales que pertenecen al centro emocional, y están ligados a su vida tanto como los sufrimientos físicos: la enfermedad, el dolor y la muerte. Sufre gran número de penas, temores, aprehensiones que no pueden evitarse y sobretodo, en relación con la visión de sí mismo que alcanza a tener, las insuficiencias y carencias que constata hacen levantarse en él no ya lamentaciones y resoluciones o veleidades de "corregirse" sino el real sentimiento "subjetivo" de remordimiento de conciencia. Por todas estas razones, el despertar y la evolución del hombre, si bien conllevan —debido al despertar de un verdadero sentimiento de sí y de la conciencia moral interior— impresiones de alegría y satisfacción reales, también van acompañados continuamente, mientras no esté terminada su evolución, de penas y remordimientos igualmente reales. La esperanza de un cambio auténtico sólo puede ser alcanzada con la realización de un Yo verdadero, de una Presencia estable, unificada, en la que esté situado con una permanencia indiscutible el centro de gravedad de la vida. No por eso son suprimidos los choques y los sentimientos reales, positivos o negativos, de la vida ordinaria, pero para un hombre que haya alcanzado tal permanencia, ellos ya no afectan la presencia en el mismo nivel. Ésta, en efecto, se ha realizado en torno al centro emocional superior y va acompañada de los verdaderos sentimientos inherentes a ese centro, que no tiene negatividad, y reubican en su marco objetivo los afectos -de otro modo emocionales— que la vida aporta continuamente. No hay sentimiento negativo en el nivel del centro emocional superior, ni tampoco, como ya vimos, negatividad alguna en ese centro, como tampoco la hay en el centro intelectual superior. Normalmente, tampoco hay negatividad en el centro sexual. Y eso lo asemeja a los dos centros

superiores con los cuales trabajan sus partes superiores. Las impresiones sexuales propiamente dichas, al igual que los sentimientos verdaderos, son positivas (más o menos positivas) o son indiferentes. Esto es verdad para el hombre que haya desarrollado sus niveles superiores y posea un Yo verdadero. En el centro sexual, o bien hay atracción con impresión agradable, o bien no hay nada, hay indiferencia. En el nivel ordinario, tal vez parezca ser de otra manera; pero la observación muestra que esto se debe a las interferencias de los demás centros con el nivel inferior del centro sexual —interferencias que son incesantes (en ninguna otra parte el trabajo equivocado de los centros es tan habitual como en el nivel del centro sexual). La negatividad que se atribuye a las impresiones sexuales proviene enteramente, en realidad, de las impresiones negativas que pertenecen a los demás centros, pero transferidas al centro sexual. Estas interferencias se producen principalmente con la parte negativa del centro emocional y del centro instintivo: ciertos estímulos sexuales (¡deas, evocaciones, actos) pueden entonces provocar emociones o sensaciones desagradables y, por cierto, los retraimientos o rechazos que acarrean son considerados muchas veces (y la "buena" educación ayuda a ello) como demostraciones de "valor" o de "virtud": sólo son aberraciones. La estructura de los centros ordinarios tiene aún otra característica: se componen de tres partes o aspectos, y esto tanto en su lado positivo como en su lado negativo. Estas tres partes son el reflejo, en el nivel de los centros, de la estructura fundamentalmente triple de toda unidad viviente, ella misma reflejo lejano de las tres fuerzas iniciales. De modo que cada centro comprende un aspecto selectivo (o inteligente), un aspecto afectivo (o motivante) y un aspecto mecánico (o ejecutante). Generalmente, sólo conocemos uno de los aspectos de cada uno de nuestros centros, y de manera muy desigual según los centros con los cuales estemos o no acostumbrados a vivir preferentemente. Los otros aspectos quedan más o menos inertes, inactivos o perdidos en lo oscuro. Pero la observación de sí nos permite ver poco a poco lo que se había quedado en esa oscuridad y pronto nos hace descubrir posibilidades de las que no sospechábamos. Por cierto, las cosas son aún más complejas, pues cada una de estas partes de los centros es a su vez divisible en tres aspectos, y así sucesivamente; pero tal análisis no es ya de utilidad alguna para lo que hemos emprendido. Cada una de esas partes o aspectos de los centros tiene sus caracteres propios, su papel propio, y funciona con una clase de atención que le es particular. El aspecto mecánico de cada uno de los centros es automático y reflejo: reacciona por oposición o aceptación con una atención reactiva, automatizada, que cambia en cada instante de objeto según las circunstancias. El aspecto afectivo de los centros es personal y matizado; funciona por atracción o repulsión ante la actividad del centro en un momento dado (actuar, amar, saber) con una atención cautivada, hasta bloqueada, que se mantiene de por sí, sea bajo el efecto de una identificación, de un interés, sea bajo el efecto de una repulsión que parece entonces ser invencible. El aspecto selectivo de los centros es "inteligente"; interviene por comparación y por elección, en función de un saber que le permite cierta previsión lógica; así es como elimina, coordina, eventualmente innova; y este trabajo requiere de una atención activa que no se mantiene sin cierto esfuerzo. Todo esto conforma un conjunto complejo en el cual unas partes que se asemejan en apariencia, son, en el fondo, completamente diferentes; y actos idénticos pueden tener su origen en centros diferentes. Quien intenta observarse a sí mismo puede quedar desconcertado por ello. ¿Cómo distinguir, por ejemplo, lo que proviene de la parte emocional del centro intelectual (tal como la satisfacción de aprender) de lo que proviene

de la parte intelectual del centro emocional (tal como el aprecio de un saber)? Una clara visión de sí es necesaria allí, donde el primer paso es descubrir en sí cuál es, en el momento, la función directriz: estoy... aprendiendo o pensando, queriendo o apreciando, haciendo o actuando: ella es indicativa del centro en el cual estoy ubicado. Luego, tratar de ver lo que caracteriza a este funcionamiento: un modo intelectual, o emocional, o instintivo-motor; aquí, entre los diversos criterios posibles, el más accesible es probablemente el colocarse en el punto de vista de la atención. Sin atención, o con una atención dispersa, errante, estamos en la parte mecánica del centro; con una atención cautivada, atrapada por lo que estamos haciendo (el acto, la emoción o la reflexión), estamos en la parte emocional; con una atención controlada y mantenida por una elección persistente, estamos en la parte intelectual. Al comienzo, no hay que considerar sino las situaciones bien características, las que no pueden dejar lugar a duda: para empezar, todas las situaciones dudosas deben ser eliminadas. Luego, muy pronto, con la experiencia, llegará a ser posible ver en uno mismo con mayor claridad y engañarse menos sobre lo que está operando en uno mismo. Otra diferencia fundamental entre los centros es la gran diferencia que existe entre sus velocidades, es decir la velocidad respectiva de sus funciones. Estamos tan acostumbrados a este fenómeno que ni lo notamos mientras nuestra atención no haya sido llamada. Pero, desde el momento en que estamos enterados y empezamos a observarnos a nosotros mismos, el hecho se torna evidente. La observación más fácil es la que intenta comparar la velocidad de las funciones motriz e intelectual. Nuestro centro motor tiene que ser informado por el centro intelectual, pero una vez que él ha aprendido lo que tiene que hacer y cómo hacerlo, la inteligencia y la rapidez de su trabajo escapan a todo control intelectual. Cuando se trata de un trabajo un tanto complejo, conducir un vehículo, servirse de máquinas, correr sobre un camino irregular, resulta imposible la observación continua por parte del intelecto: el intelecto no puede seguir semejante ritmo. Para que aquella pueda continuar o tenemos que aceptar que buena parte se nos escapa (si no, corremos el peligro de un accidente), o tenemos que reducir enormemente la velocidad del centro motor, o incluso detenerlo. Observaciones comparativas análogas pueden llevarse a cabo en el campo de otras funciones; es bien sabido en particular que el funcionamiento del centro instintivo se realiza a una velocidad prodigiosa y que la rapidez de las impresiones que nos trae o del trabajo que cumple (a propósito del hambre o la sed o la asimilación, por ejemplo) tiene algo casi milagroso por poco que uno intente analizarlo. De hecho, el centro más lento es el intelectual. Luego viene el centro motor, que es ya mucho más rápido; el centro instintivo pese a que trabaja en estrecha relación con el centro motor, es aún más rápido. El más rápido de todos es el centro emocional, cuyas impresiones, cuando trabaja normalmente, nos parecen instantáneas; pero, en el estado ordinario del hombre, la mayoría de las veces sólo trabaja a velocidades inferiores: la de los centros instintivo y motor. Las estimaciones basadas sobre el tiempo respectivo de un período análogo (similar a la respiración, o al ciclo día-noche) en los diferentes niveles de vida demuestran que la relación aparente del tiempo entre dos niveles es aproximadamente del orden de 1 a 30.000. Aplicada a las velocidades de funcionamiento de los centros, esta relación demostraría que el centro motor, por ejemplo, funciona 30.000 veces más rápido que el centro intelectual. Estamos acostumbrados a tomar como absoluto de tiempo, el tiempo intelectual, el más lento, y a

someterlo todo a este patrón, lo que, por cierto, es bastante significativo, pues la percepción del tiempo es un fenómeno "idealmente subjetivo" que depende por entero de cada forma propia de vida. Si se dice que el tiempo del centro motor es 30.000 veces más rápido que el del centro intelectual, se puede con igual propiedad decir que en el mismo lapso de tiempo intelectual, el centro motor puede llevar a cabo 30.000 veces más operaciones, o también se puede decir que el tiempo del centro motor es 30.000 veces más largo que el del centro intelectual. El tiempo del centro instintivo lo será 30.000 veces al cuadrado y el del centro afectivo (al menos en su funcionamiento normal) lo será 30.000 veces al cubo. Es difícil creer que existan, en un mismo organismo, semejantes diferencias de velocidad entre las diversas funciones; sin embargo, numerosos fenómenos encuentran allí su explicación. Así es como la cantidad de informaciones, transformaciones y reacciones que suministra en un segundo el centro instintivo se hace comprensible si, sabiendo que funciona 30.000 veces al cuadrado más rápido, uno calcula que esto representa más de veinte años del tiempo intelectual. Parece ser, incluso, que estos centros rápidos, lejos de ser plenamente utilizados, descansan (o duermen) gran parte del tiempo, de modo que, desde este ángulo también, el hombre posee mayores recursos de lo que cree en general. Esto nos conduce a un último punto importante que la observación permite descubrir en uno mismo: el espacio considerable que ocupa el trabajo equivocado de los centros y el obstáculo que levanta ante toda evolución. Este trabajo equivocado muestra tres aspectos que, por cierto, interfieren y repercuten unos sobre otros. Por una parte, existe, en el hombre ordinario, una disminución de velocidad de los centros inferiores, sobre todo del centro emocional, que trabajan muy por debajo de su velocidad normal. Por otra parte, para cada trabajo determinado que tengan que cumplir nuestras funciones siempre gastan en exceso, lo que acarrea un desperdicio importante de energía. Por último (aunque esto sea algo más difícil de descubrir en nosotros), se producen continuas sustituciones: sustitución de unos centros por otros, con el resultado de que algunos no hacen el trabajo que les corresponde, y entonces éste es efectuado por otros; también sustituciones a nivel de las funciones: ciertos centros (debido a la disminución de su velocidad en particular) comienzan a utilizar la energía de otros centros, inapropiada para ellos, con la cual cumplen mal la función que les correspondía, o se ponen a efectuar un trabajo inútil, incluso nocivo. Mediante la observación en nosotros mismos de nuestras funciones, y por ende del trabajo de los centros, podemos llegar a discernir poco a poco su trabajo correcto de su trabajo incorrecto. En un hombre normal, normalmente desarrollado y sano, cada centro cumple con su propio trabajo: aquel al cual está normalmente destinado y para el cual es el más apto. Cualquier intrusión de otro centro en dicho trabajo y cualquier uso de otra función acarrea una pérdida de eficiencia y de calidad. Incluso hay en la vida situaciones de las cuales el hombre no puede salir sino con la ayuda del centro apropiado; si en este momento, otro centro toma su lugar, se obtiene como resultado interferencias, inadaptación y en numerosas ocasiones las más lamentables consecuencias: embrollo, error, confusión, acto fallido, accidente, destrucción, el final es imprevisible. Estas sustituciones se producen, sin embargo, en casi todos los hombres debido a su

desarrollo casi siempre desequilibrado; son hasta indispensables a veces, para suplir las carencias, enfrentar ciertas situaciones y salvaguardar la continuidad de la vida. Pero si se tornan habituales (y esto es así, muchas veces), se tornan al mismo tiempo nocivas: al interferir con el trabajo correcto, permiten no sólo ocultar sus carencias —impidiendo por consiguiente verlas y emprender su corrección— sino que permiten también a cada centro sustraerse a sus propios deberes inmediatos y hacer no lo que tiene que hacer, sino lo que le guste más en el momento. Ahora bien, todos los centros son más o menos perezosos, soñadores y con tendencias oportunistas o caprichosas que les privan de toda tendencia a someterse espontáneamente a las tareas que les incumben. De modo que todo hombre considerado como normal puede ya observar en sí los intentos de sentimiento (o, más exactamente, las pretensiones al sentimiento) del centro intelectual, los intentos de pensamiento y de sentimiento del centro motor. En el hombre no equilibrado, la sustitución de uno o varios centros por otros es casi continua y provoca precisamente lo que se llama "desequilibrio" o "neurosis": cada centro trata, por así decir, de transferir su trabajo a otro y simultáneamente trata de hacer él el trabajo de uno de ellos, para el cual no está capacitado. Es importante aprender a reconocer en uno mismo los signos característicos de esas sustituciones de los centros unos por otros. Es una observación difícil y a largo plazo, porque, en nosotros, no hay nada mejor disimulado. Sin embargo, cuando cada uno de los centros sustituye a otro de esta manera, trae consigo, a un campo que normalmente no es el suyo, las características funcionales que le son propias y que permiten reconocerlo. El centro emocional, cuando trabaja por otro centro, trae consigo su sensibilidad, su rapidez, su intensidad y sobre todo un particularismo egocentrista que lo revela mejor que cualquier otro signo. Cuando trabaja en lugar del centro intelectual, trae un nerviosismo, una fiebre, una prisa inútil, cuando, por el contrario, harían falta un juicio y una deliberación tranquila. En el lugar del centro motor, trae la impulsividad y el arrebato en vez del movimiento justo. En el lugar del centro instintivo, trae la desmesura y el exceso en uno u otro sentido. El centro intelectual, cuando trabaja en lugar de otro centro, trae consigo la discusión, la tergiversación y la disminución de velocidad. Trae también su gusto por el ensueño y la imaginación. Trae asimismo, cierta rigidez: por una parte, es el más lento de todos los centros, por la otra, no es lo bastante sutil para discernir las particularidades y los puntos delicados de una situación, y menos aún las de sus modificaciones progresivas; de tal modo que su intervención lleva a unas reacciones inadaptadas o falsas, a unas actitudes rígidas, demasiado generales y muchas veces fijadas de una vez por todas. Es incapaz, en efecto, de comprender los matices y las sutilezas de la mayoría de los acontecimientos: situaciones que parecen completamente diferentes para el centro motor o emocional, son para él idénticas, y sus decisiones no son las que estos centros habrían tomado. El pensamiento no puede comprender los matices del sentimiento, y con él un frío cálculo reemplaza la emoción vivida. Así que, cuando un hombre se limita a razonar acerca de las emociones de otro, aun cuando trate de representárselas, él mismo no siente nada y lo que siente el otro permanece para él como letra muerta. Ocurre lo mismo en el campo instintivo: el hombre saciado no comprende al hombre hambriento;

pero para éste, el hambre es bien real y los argumentos o las decisiones del otro, es decir del pensamiento, parecen generalmente incomprensibles. Tampoco puede el centro intelectual reemplazar al centro motor ni controlar los movimientos; la sensación no existe para él: es cosa muerta que él reemplaza por representaciones. Es fácil encontrar ejemplos de ello: si un hombre trata de hacer sus gestos deliberadamente, pensándolos, ordenando con el pensamiento cada movimiento, ve inmediatamente cambiar el ritmo y la calidad de su trabajo. Si está escribiendo a máquina, o conduciendo su automóvil, se pone (como cuando estaba aprendiendo) a actuar lentamente y a acumular errores: el pensar no puede seguir el ritmo normal del centro motor. En otro campo, el espectáculo de un deporte en lugar de su práctica es también un ejemplo de la sustitución del ejercicio de los centros instintivo y motor por el centro intelectual (y además por su tendencia al ensueño). El centro motor, cuando trata de encargarse del trabajo de otro centro, trae su regularidad, su potencia, su sumisión, su facultad de imitación, pero también trae su pereza, su inercia, y su tendencia al hábito y a la automaticidad. Ocurre muchas veces que él hace el trabajo del centro intelectual, o, aun con mayor frecuencia, continúa (por inercia) el trabajo que éste había comenzado; en efecto, en el curso del trabajo que ha emprendido, el centro intelectual se deja distraer a menudo por algo que capta su atención: a veces por otro trabajo útil, más a menudo, por el ensueño o la imaginación; el centro motor emprende el trabajo en su lugar, o continúa solo el trabajo que había emprendido con él. Esto da como resultado, por ejemplo, la lectura o la audición mecánicas, cuando se puede leer las palabras (a veces en voz alta) u oír frases sin comprender su sentido: él permanece inconsciente de ello y ni siquiera lo recuerda. Los intentos de afectividad por parte del centro motor son tal vez menos evidentes, sin embargo juegan un papel igualmente importante. Son ellos, por ejemplo, los que introducen la mecanicidad y el hábito en las relaciones humanas, con todas sus consecuencias. Pero en ninguna parte el trabajo equivocado de los centros es tan habitual y representa un obstáculo tan grave como en el nivel del centro sexual. Este funciona con la energía más fina elaborada por el organismo humano. Es el más fino, el que tiene la mayor intensidad y rapidez. En condiciones normales, él establece relaciones armoniosas con todos los demás centros y hace que concurran a la realización de su actividad creadora, que es la más alta actividad asignada normalmente a toda individualidad constituida en el nivel o los niveles donde vive ella. El refleja entonces, por este mismo hecho, todas sus cualidades y todas sus fallas. Pero, en las condiciones habituales de la vida del hombre, lo que ocurre es muy diferente, debido al trabajo equivocado de los centros, y sobre todo al hecho de que la mayoría de ellos -especialmente el centro afectivo- sólo trabaja en su parte mecánica, con una velocidad y una calidad muy inferiores a su trabajo normal, la relación del centro sexual con el resto de los centros no se establece o se establece mal. Salvo en momentos excepcionales cuando él logra a veces restablecer, temporalmente, un ritmo y una relación más o menos normales, el centro sexual deja de funcionar de manera autónoma, y a lo sumo, consigue establecer la relación con uno u otro de los centros, expresándose entonces a través de la función de éste. La mayoría de las veces, permanece completamente pasivo, y son los otros centros los que se sirven de su energía para su propio provecho. Da entonces al funcionamiento de estos centros una intensidad y una exuberancia del todo inhabituales, teñidas de la polaridad propia del individuo, y la impresión de vida intensa

que resulta de esto, es buscada con frecuencia bajo la forma de "desviaciones sexuales" tales como el erotismo, el romanticismo, el sadomasoquismo y todos sus derivados menores. Por regla general, el centro sexual funciona sólo con su nivel inferior, mecánico, en estrecha relación con los tres niveles de los centros instintivo y motor, y su conjunto conforma un todo (donde él es el elemento neutralizante) suficientemente equilibrado como para asegurar la vida corriente; a veces también viene a agregarse el nivel inferior— emotivo— del centro afectivo. Pero queda de todos modos descartado que tal conjunto permita asegurar— excepto en el nivel orgánico— el ejercicio pleno de las funciones creadoras asignadas a este centro en los distintos niveles de vida posibles para el hombre. Cuando un hombre emprende un trabajo sobre sí mismo que tiende al desarrollo de sus partes superiores, es casi siempre necesario restituir a la función sexual el puesto que le corresponde: su energía —que es la más fina- y un justo funcionamiento de este centro son indispensables para este trabajo; y en caso de que esta restitución se revele imposible, habrá allí un obstáculo insuperable para todo avance. En resumen, el funcionamiento equivocado y las interferencias de los centros, que son habituales, representan un despilfarro de energía, y una pérdida de calidad tales, en la mayoría de los hombres, que un gran trabajo previo de reordenamiento es necesario en general antes de que un real trabajo sobre sí pueda comenzar: ahorrar la energía de nuestro organismo, equilibrar y regular el trabajo de los centros cuyas funciones constituyen nuestra vida es la primera etapa hacia el restablecimiento de un ritmo de trabajo correcto y de un contacto con los centros superiores, base de toda evolución para el hombre. En la raíz del funcionamiento equivocado de la máquina humana, y de la ruptura entre los centros de su vida corriente y los dos centros superiores, se encuentra la insuficiencia del desarrollo de los centros inferiores. Es precisamente esta falta de desarrollo de los centros inferiores o su funcionamiento imperfecto lo que impide al hombre hacer uso del trabajo de sus centros superiores al no permitir que se establezcan vínculos con ellos. Pero si por su trabajo personal y los esfuerzos apropiados (sólo posibles en una escuela), un hombre llega a desarrollar sus centros inferiores y a equilibrarlos, el centro emotivo puede encontrar su nivel normal de funcionamiento y a medida que se purifica y desarrolla, se establece un contacto con el centro emocional superior. Más adelante, a través de éste, un nuevo contacto podrá establecerse con el centro intelectual superior. Contrariamente a lo que intentan ciertas disciplinas modernas, ningún contacto directo es posible entre el centro intelectual inferior y el centro intelectual superior. El eje del desarrollo del ser humano está constituido por un desarrollo de orden afectivo, una evolución del sentimiento de sí: su despertar, su desarrollo y su superación.

ESENCIA Y PERSONALIDAD Uno de los puntos más importantes en el estudio de sí es, respecto a nuestras motivaciones y funcionamientos, la distinción entre aquello que nos pertenece propiamente, proviene de nosotros mismos, forma parte de nuestra propia naturaleza, y aquello que nos es ajeno, proviene del medio ambiente y no representa en nosotros más que un préstamo. Desde este punto de vista, estamos divididos en dos partes. Una es aquella con lo que hemos nacido, contiene el germen de nuestras cualidades propias: nuestras capacidades, nuestras incapacidades y, más generalmente, todo lo que nos ha sido dado como propio. La llamaremos nuestra "esencia", término que no puede dejar de ser discutido en las circunstancias actuales, pero que reencuentra aquí su primer sentido, y que es aquel que utilizaba Gurdjieff. La esencia, casi enteramente potencial en el momento de nuestro nacimiento, se desarrolla luego en mayor o menor grado y constituye lo que llamaremos también el "ser" del hombre: su ser interior, núcleo de su "individualidad". Ese desarrollo, en la medida en que se produce, es el de nuestro ser real; corresponde al grado de realidad que es el nuestro en el mundo donde vivimos y, por este hecho, es casi enteramente real (casi, porque, entre otras cosas, él contiene todavía un potencial no realizado). La otra parte es lo que hemos adquirido: todo nuestro saber y la mayor parte de nuestras inclinaciones y comportamientos. Estos son inexistentes en el momento de nuestro nacimiento y se instalan poco a poco debido a todo lo que el medio ambiente nos añade. Por esta razón, Gurdjieff emplea para esta parte el término de "personalidad" (del latín persona: una máscara). Su desarrollo —nuestra persona— no tiene sino una relación más o menos lejana (según lo que nos sea aportado) con la realidad del mundo circundante y puede incluso, en ciertos casos, estar constituido casi enteramente por formaciones imaginarias. En el hombre ordinario, estas dos partes están casi siempre tan estrechamente entrelazadas que son indiscernibles. Sin embargo, una y la otra están allí con su vida propia y su "significación" diferente. Tanto una como la otra son necesarias para la vida; y si el hombre quiere conocerse, conocer "su vida", debe en primer lugar hacerse capaz de distinguirlas en sí mismo. La personalidad, en el hombre, es "lo que no es de él", es decir, lo que le ha venido desde fuera, lo que ha aprendido o lo que refleja: los movimientos, las palabras, el lenguaje que le han sido enseñados, todas las huellas de impresiones exteriores registradas en la memoria de sus diferentes centros, las sensaciones, los sentimientos aprendidos, las ideas que ha adquirido por imitación o por sugestión; todo esto es la personalidad. Puede decirse también que la personalidad está constituida por el contenido de los centros, esto es, por los rollos anexos a cada uno de ellos y las grabaciones que allí son registradas, así como por los mecanismos que los unen: mecanismos asociativos entre las diversas grabaciones de un mismo rollo, o entre las grabaciones de rollos diferentes y mecanismos topes destinados a evitar que se produzcan y reaparezcan simultáneamente grabaciones contradictorias. La personalidad se desarrolla bajo el efecto de las circunstancias exteriores (el lugar, la época, el medio) de las cuales depende casi enteramente. Aun cuando los condicionamientos que la constituyen son

muy sólidos, ella puede ser modificada más o menos profundamente por el cambio de esas circunstancias; puede ser cambiada casi totalmente y a veces rápidamente; puede perderse, deteriorarse, corregirse o reforzarse. La esencia es aquello que es innato, es decir, los dones y las marcas particulares de cada quien. Es su patrimonio inicial en la vida y es lo que él está encargado de hacer "prosperar". Uno tiene el don musical, el otro no; uno tiene el don de lenguas, el otro no; uno es atraído por los viajes y la evasión, el otro es sedentario y cerrado; uno es franco y sincero, el otro retorcido y suspicaz; uno simplifica todo, el otro lo complica todo. El conjunto de esos rasgos particulares es la esencia. Su desarrollo a lo largo de la vida puede o no hacerse, y si se hace, puede acentuarlos o corregirlos. Ese desarrollo de la esencia, su crecimiento, representad "ser" del hombre. La esencia y el ser son, en el hombre, "lo que es suyo de verdad", lo que le pertenece propiamente y lo acompaña, vaya donde vaya. Contrariamente a la personalidad, la esencia no puede perderse y no puede modificarse sin un consentimiento al menos tácito del sujeto. En un ser débil que "se deja llevar" por el ambiente en el que está preso, la esencia puede ser ahogada y hasta extinguida casi sin que él se dé cuenta o, al contrario, puede ser liberada y reequilibrada. Pero no puede ser desarrollada y cambiada sin una participación consciente y perseverante del sujeto. Los cambios en la esencia son lentos y necesitan de un trabajo, un tiempo, una profundidad mucho mayores que los cambios en la personalidad. Esencia y personalidad tienen como soporte un tercer elemento constitutivo del hombre: su cuerpo orgánico. Este es el instrumento a través del cual se efectúan todos los intercambios que permiten la vida de ambas. Esos tres elementos son los elementos iniciales dados al hombre al nacer. Cada uno de ellos tiene un centro de gravedad que es uno de los principales centros constitutivos del hombre. El centro de gravedad del cuerpo es el centro motor; el de la esencia es el centro afectivo; el de la personalidad es el centro intelectual. En el orden natural de la vida del hombre, esas tres partes tienen un desarrollo independiente; no tienen contacto sino accidentalmente y sólo tienen lazos ocasionales; ningún nexo real se establece entre ellas. El establecimiento de nexos reales no puede ser sino el resultado de un trabajo, especialmente dirigido, del hombre sobre sí mismo y el cumplimiento de tal trabajo es la etapa previa a la realización de una unidad en el hombre, de una individualidad. Su triple constitución hace posible para el hombre esta individualidad y la calidad de presencia que ella conlleva, pues le permite participar plenamente, en su nivel, en las interacciones fundamentales de las fuerzas creadoras de vida; pero debido a la independencia natural de sus tres partes, la individualidad no le es dada al hombre al nacer: ella sólo puede ser el resultado de un largo trabajo sobre sí. El conocimiento del cuerpo, de la esencia y de la personalidad es necesario para ese trabajo. Al comienzo de su vida, el ser humano es cuerpo y esencia; la personalidad es aún virtual y no está constituida: un niño pequeño se comporta tal como es realmente; sus deseos, sus preferencias, lo que le gusta, lo que no le gusta, expresan su ser tal cual es. Pero a medida que surge la necesidad de hacer frente a la vida, la personalidad comienza a crecer. Se forma en parte bajo el efecto de influencias exteriores intencionales (lo que se llama educación), en parte por el hecho de la imitación involuntaria de los adultos por el mismo niño, en parte también bajo el efecto de la "resistencia" del niño a los que le rodean y debido a sus esfuerzos por proteger (y si es necesario,

disimular) lo que siente que él es y es de él: lo que es "real" en él, su esencia. De una manera o de otra, "conscientemente" o "inconscientemente", de buen o mal grado, el ser humano adquiere poco a poco numerosos gustos, sentimientos, ideas y juicios artificiales para él, es decir, sin relación con aquellos que le serían naturales y pudieran expresar su esencia propia. Todos esos rasgos adquiridos por educación, por imitación, por oposición y por imaginación ocupan un lugar cada vez mayor, y a medida que crece esta personalidad artificial, la esencia se manifiesta cada vez con menor frecuencia, cada vez de manera más indirecta y débil. Al comienzo, la esencia ocupa aún un sitio importante; los aportes externos interactúan directamente con ella; transigen con ella o se oponen de algún modo "en igualdad de derecho" para su aceptación o su rechazo. Y finalmente se yuxtaponen sin fusionarse realmente, realizando un complejo todavía impregnado de la naturaleza esencial. Es así como los rasgos adquiridos en la primera infancia marcan al niño (y al hombre) de una manera indeleble y forman lo que podemos llamar, en efecto, su segunda naturaleza. Por las mismas razones, si un hombre busca conocerse, es de gran valor para él regresar hasta sus más remotos recuerdos de infancia y volver a encontrar en ellos, si puede, gustos y sentimientos a través de los cuales se transparenten fácilmente las características de su esencia. Más adelante, las construcciones que se establecen incluyen cada vez menos elementos de la esencia, se edifican a partir de rasgos adquiridos en los que la esencia entra en proporción cada vez menor, y pronto, en la mayoría de los hombres, ella no da más que un tinte general (un estilo de vida o una tendencia general) que hace que toda la personalidad esté construida con ese tinte particular y que la manera de vivir se halle impregnada de ella; a menos que, en el adulto, hasta ese tinte propio haya desaparecido: ya no queda entonces nada de la esencia y semejante hombre ya no es más que personalidad de fachada y mentira. Porque en relación consigo mismo la esencia es la verdad en el hombre y la personalidad es la mentira. El hombre —cuando adulto al igual que cuando niño— carece naturalmente de la conciencia de su ser y de su esencia: la conciencia de sí. Pero el niño pequeño, no habiendo aprendido aún otras maneras de sentir y de expresarse, responde a la vida conforme a su propia naturaleza; es decir, conforme a su esencia. Un niño es aún simple. El adulto, por el contrario, dispone de toda una construcción adquirida, una personalidad exterior que recubre por todas partes su ser propio y no tiene sino relaciones lejanas con él; se ha vuelto doble. Y é responde habitúa I mente a la vida conforme a esta personalidad exterior sin que su esencia tenga que intervenir en esas respuestas Aun deseando él que su esencia intervenga, ya no puede hacerlo sin un esfuerzo especial renovado cada vez. La personalidad ha tomad todo el espacio y, en la vida corriente, responde por sí sola a todas las exigencias: ha terminado por sustituir a la esencia. Esta sustitución es la causa principal del estado mecánico del hombre y la razón que le impide liberarse; es también la evolución natural según la ley del menor esfuerzo, ley que gobierna todo lo que vive en la corriente involutiva. Esta sustitución se opera inconscientemente en el curso del crecimiento debido a la inercia natural del hombre y a una ausencia de sinceridad frente a sí mismo, una complacencia que la educación habitual viene continuamente a reforzar. Las funciones deben responder sin cesar a la vida, pero es más fácil responder como el mundo exterior lo requiera, que vivir su propia experiencia y responder "según su alma y

conciencia"; más adelante es más fácil volver a responder, como uno ya lo ha aprendido, que cuestionar cada vez y readaptar cada vez su respuesta a lo que uno sienta interiormente que sea justo, cada vez como la primera vez. El establecimiento de los hábitos aporta esta solución de facilidad. Así, "por la fuerza de las circunstancias", se construyen en nosotros diversos personajes acostumbrados a enfrentar cada una de las situaciones corrientes en las que nos encontramos. Porque es más fácil imaginar que actuar y más fácil creer que verificar, esos personajes se llenan poco a poco de ilusiones que los contactos con lo real, cada vez más remotos, limitan con dificultad; y porque los contactos de esos personajes entre sí y sus contactos con lo real son tan contradictorios que podrían engendrar choques destructores, un sistema de "topes" protege toda esta construcción. Esta construcción lleva nuestro nombre: "fulano", Pedro, Pablo, Juan o Santiago, con el que nos presentamos ante los demás y bajo el cual quienes nos rodean nos conocen, sin preocuparse de que esto no corresponde a nada que seamos realmente nosotros. Es ésta la forma bajo la cual aparecemos ante ellos y somos, para ellos, utilizables; ellos generalmente, no piden nada más. Esta forma, nuestra personalidad, es por otra parte, celosamente defendida por un "sentimiento" que ellos refuerzan tanto como nosotros mismos lo reforzamos: un amor propio puntilloso, garante de esta forma y sus funcionamientos, se manifiesta a través de cada uno de nuestros personajes en función de ideas y de imágenes bien fijadas. Así que en la inmensa mayoría de los casos, nada de lo que nosotros vemos de un hombre es de él en realidad. Sin saberlo, él es una mentira viviente, su personalidad pretende saberlo todo sobre él mismo, sobre la vida, sobre Dios, sobre el universo, sobre todo, mientras que en sí mismo, en su esencia, en su ser, él no sabe nada de todo eso y no ha verificado nada. No es cierto que posea realmente ninguno de los conocimientos que se atribuye: él solamente los ha tomado del medio ambiente; ni que posea ninguna de las cualidades que cree tener: solamente las ha imaginado sin tomarse el trabajo de verificarlas. Debido a este desarrollo de la personalidad y su sustitución progresiva de la esencia, ésta recibe cada vez menos los elementos necesarios para su crecimiento y generalmente cesa de crecer desde r una edad muy temprana. El ser de un adulto, hasta el intelectual y muy cultivado, queda detenido a una edad de seis a doce años. Este hombre puede escribir libros, hacer fortuna, gobernar un estado, pero no es mucho más que personalidad; su esencia ya no se manifiesta sino en su vida instintiva y, alguna que otra vez, en sus emociones más simples. Es posible por cierto tener una confirmación experimental de esa relación entre la personalidad y la esencia. Ciertos medios, como la hipnosis, o ciertas drogas, permiten adormecer una de las dos, o separarlas durante cierto tiempo: hacen que una permanezca (generalmente la esencia) mientras la otra duerme, o bien hacen aparecer y coexistir dos "seres" diferentes que tienen intereses, gustos y propósitos, así como un desarrollo, que no coinciden. Esas técnicas eran empleadas en ciertas escuelas de Oriente y similares efectos son posibles con la neuroquímica moderna. Es excepcional que el ser y la personalidad se desarrollen armoniosamente. En la práctica, su desarrollo es casi siempre desigual. En los hombres cultos, es la personalidad la que se desarrolla: todo lo que es civilización, ciencia, arte, filosofía, política, no es más que manifestación de la personalidad y en tales hombres el ser permanece infantil o estúpido. En aquellos que viven en contacto con la naturaleza, en condiciones difíciles, el ser tiene más oportunidades de crecer; pero la personalidad permanece por lo general

poco desarrollada: no tienen educación ni instrucción ni cultura ni saber. El hecho es que para el trabajo sobre sí, para el desarrollo correcto de una individualidad real, de un Yo permanente y, más adelante, para la superación de ese Yo, un desarrollo armonioso de la esencia y de la personalidad es indispensable. Cierto grado de desarrollo de la personalidad es tan necesario como cierto crecimiento de la esencia. Sin una cantidad suficiente de informaciones y conocimientos adquiridos y "no de él", un hombre no puede emprender un real trabajo sobre sí en una vía de comprensión. Otras vías permanecen ' abiertas para él: tales como la del "faquir", o la del monje, que no exigen ningún desarrollo intelectual. Asimismo, sin un desarrollo suficiente de la esencia, un real trabajo sobre sí no es posible: si la \ esencia ha evolucionado muy poco, un trabajo preliminar más o menos largo es indispensable para llevarla al nivel requerido; y ese trabajo queda estéril si la esencia está interiormente podrida, o si ha contraído algún defecto irremediable. Esos casos son muy frecuentes; un desarrollo anormal de la personalidad detiene frecuentemente el desarrollo de la esencia a un nivel tan bajo que ella se vuelve una pequeña cosa sin forma de la cual no se puede esperar nada. Sucede incluso con frecuencia que la esencia de un hombre muere, mientras que su cuerpo y su personalidad siguen vivos. Las personas que vemos en la calle de una gran ciudad están así casi todas vacías interiormente; en realidad están ya muertas. Es una suerte que los hombres no puedan verlo y no sepan nada de esto pues semejante espectáculo, con sus consecuencias, les sería insoportable. Quienes se hacen capaces de verlo han adquirido en general una preparación suficiente para afrontar también esta visión. Así, el drama ordinario del hombre, en nuestra civilización, es que en él, la personalidad ha tomado el lugar del ser. Forma un caparazón que aísla la esencia e impide que le llegue nada ya. Es la personalidad la que recibe todas las exigencias, todas la impresiones, todos los choques de la vida; a todo esto, ella responde a su manera y dirige todo, según sus propias reglas, para su provecho. Responde en función de su estructura, de una manera refleja, superficial, inmediata: la personalidad reacciona. Vive y se nutre de esas reacciones, cada una de las cuales refuerza su estructura, conforma sus condicionamientos y cuyo conjunto es mantenido por su aparataje emocional de alta sensibilidad: su amor propio. El ser no puede reaccionar: cuando una impresión lo alcanza, el ser la confronta inmediatamente con la experiencia ya vivida, la "comprende" y, según esta comprensión, responde. El ser vive y se nutre de ese proceso de comprensión y de respuesta en el curso del cual asimila el contenido de la experiencia nueva: así la esencia crece. Pero el proceso de esta respuesta es mucho más lento que la reacción de la personalidad. En el estado habitual del hombre, apenas una impresión es recibida, la personalidad se apodera de ella; reacciona inmediatamente. Nada tiene tiempo de llegar hasta la esencia; y la impresión es, de algún modo, robada, interceptada: cada vez, por poco que sea, la personalidad crece y la esencia decae. Finalmente la personalidad forma una ganga mineral que ocupa todo el espacio, en el centro de la cual la esencia duerme y se atrofia. En lo profundo del hombre, cuando no es demasiado tarde, un sentimiento puede aún aparecer de tiempo en tiempo y alertarlo de esta situación: si él se vuelve hacia sí mismo, siente que las respuestas interiores, aquellas de su esencia, son de verdad suyas y son sinceras, mientras que sus reacciones habituales, las de su persona, le aparecen como las de un mundo exterior, ajeno, que obedece a las reglas o leyes de ese

mundo exterior que no son las suyas. Esas reacciones no tienen relación con lo que él siente ser él mismo, y pueden tanto mostrarse aceptables como parecer una traición. Ellas son lo que son pero no tienen, en todo caso, ninguna sinceridad en relación con él mismo. Dar paso a su conciencia moral interior, tener esa necesidad de sinceridad consigo mismo, es la primera de las cualidades necesarias para quien quiera emprender un trabajo de conocimiento de sí. Es lo que la educación debería enseñar ante todo a un niño; y para un hombre que quiere encontrarse a sí mismo, es al comienzo el mejor guía: al menos si el hombre es capaz de escucharlo todavía y de volverse hacia sí mismo con un amor rea!, un amor por su esencia: si él es capaz de amor de sí. El amor de sí, el "buen" egoísmo, es para la esencia y el ser, lo que es el amor propio para la personalidad. El hombre no tiene de ordinario ninguna conciencia de esta situación y si su vida transcurre sin tropiezos muy importantes, puede no tomar jamás conciencia de ello. Para que algo cambie, hace falta que su vida lo haya decepcionado tan profundamente como para poner en tela de juicio su personalidad y toda la construcción que ella representa. A decir verdad, le bastaría verse tal cual es: verse, sin escapatoria posible, reaccionando como él lo hace a las diversas circunstancias mediante personajes contradictorios, cada uno de los cuales vive para sí, egoístamente, según lo que le convenga, sin preocuparse de los otros, y menos aún de la realidad. Tal observación lo obligaría a ver que algo es falso en su manera de vivir y que en ella los valores están invertidos. Pero todo un sistema amortiguador, excusas y topes bien establecidos en su persona, le impiden darse cuenta de ello. Las excusas son diferentes de los topes en el sentido de que ellas son un proceso artificial, siempre cambiante, cada vez distinto y que depende de la oportunidad del momento. Ellas pueden servir para expresar los topes, pero por sí mismas no tienen raíces profundas aparte de la necesidad inmediata de cada personaje, colocado ante sus insuficiencias y contradicciones, de tener la razón siempre, a pesar de todo. Hay que reconocer que se requiere de cierta inteligencia para encontrarse siempre "buenas" excusas. Los topes, por el contrario, corresponden a unos dispositivos interiores profundos, unos acondicionamientos bien establecidos en la estructura de la personalidad y que han crecido con ella, para amortiguar, camuflar o impedir las contradicciones que conlleva la vida corriente del hombre: no solamente las contradicciones entre sus diferentes personajes, sino sobre todo las contradicciones entre éstos y la esencia debido al predominio anormal que ellos han usurpado. Esos topes son un proceso permanente, automático, incluido en la estructura de la persona durante cuyo desarrollo se han establecido. Son ellos quienes han permitido su desarrollo y, luego, mantienen su predominio. Ocurre, sin embargo, a veces, que la vida accidentalmente impide que funcione tal dispositivo: en ocasión de violentos choques (un accidente, la muerte de un ser querido) o a partir de decepciones importantes o de situaciones nuevas y no previstas. Si el hombre es aún capaz de una cierta sinceridad, es entonces llevado a cuestionar su modo habitual de existencia y, por un momento, experimenta la necesidad de "comprender". Un interés especial se despierta en él para comprender las causas de su situación, y por un instante encuentra de nuevo en sí todo lo que se interesa en la comprensión de su ser y la comprensión de la vida. Hay, en efecto, en todo hombre, un lado suyo más o menos enterrado, más o menos adormecido, que se interesa en la comprensión de él mismo, de su vida y, de manera más amplia, de la vida en general. Por

causa de esta orientación especial hacia un polo de interés fundamental como lo es la comprensión de la vida, puede llamárselo "centro magnético". No es un "centro" en el sentido estricto de la palabra, sino solamente un centro de interés y, con "el aparato magnético" que le corresponde, pertenece a la personalidad, no al ser. Es un interés por uno mismo, orientado hacia la comprensión de sí, mientras que todos los intereses del hombre están de ordinario orientados hacia lo exterior. Es un interés de la personalidad por esta demanda latente del ser que ella recubre: un interés orientado hacia uno mismo, pero que sigue siendo un interés como los demás; y el hombre, en su personalidad, tiene generalmente varios intereses de esta especie. Tal interés por uno mismo, que pertenece a la persona, es enteramente diferente de la conciencia de sí, que se desarrolla en un hombre despierto y pertenece al ser. Sin embargo, el interés por uno mismo, adecuadamente conducido, puede llevara la conciencia de sí. Ese aparato magnético se desarrolla durante el crecimiento cuando la educación no es demasiado aberrante. Se construye, en la personalidad, con partes de ella -emocionales o intelectuales-sensibles a la necesidad de la esencia y sensibles, también, a ciertas influencias exteriores que llaman al hombre a "comprender". Al igual que todo lo que pertenece a la personalidad, este aparato no es activo por sí mismo, reacciona solamente a las influencias que le alcanzan. Pero mientras que el resto de la personalidad reacciona a las influencias de una primera clase creadas en la vida misma y por la vida misma, el aparato magnético reacciona a influencias de una clase distinta creadas fuera de esta vida por hombres conscientes, con fines determinados. Las influencias provienen del círculo interior, esotérico, de la humanidad, y habitualmente toman cuerpo bajo forma de doctrinas, enseñanzas religiosas, sistemas filosóficos, obras de arte y así sucesivamente. Esas influencias son lanzadas conscientemente en la vida para un fin definido y se mezclan con las influencias de la primera clase, las de la vida. Pero esas influencias son conscientes sólo en su origen. Cuando penetran en el gran torbellino de la vida, caen bajo la ley común del accidente y comienzan a actuar mecánicamente; en otras palabras, dejan de ser adaptables; pueden actuar o no sobre tal o cual hombre, pueden alcanzarlo o no: ya esto no depende más que de él. Además, sufriendo en la vida, debido a la transmisión y la interpretación, todo tipo de cambios y alteraciones, esas influencias de la segunda clase se reducen poco a poco a influencias de la primera clase, es decir, que se confunden prácticamente con ellas. Así que, para un hombre en particular, todo depende de su posibilidad de recibir esas dos clases de influencias y de distinguirlas. Su repartición, en su nivel, es desigual. Además, según cada quien, la sensibilidad es diferente: tal hombre está en mejor sintonía con las influencias cuya fuente está fuera de la vida, y recibe más de ellas. Tal otro recibe menos; un tercero es casi insensible. Esto es inevitable; depende de la estructura de la esencia y pertenece ya al destino. Pero si se considera el conjunto, la regla general, el hombre normal que vive en condiciones normales, las condiciones son poco más o menos las mismas para todo el mundo y puede decirse que la dificultad es prácticamente la misma para todos. Ella consiste en separar los dos tipos de influencia. Si un hombre, cuando las recibe, no las separa, no ve o no siente su diferencia, su acción sobre él tampoco será separada, es decir, que ellas actuarán sobre él de la misma manera, en el mismo nivel, producirán los mismos resultados y no podrán conducirlo a ningún cambio. Por el contrario, si un hombre, en el momento de recibir esas influencias, sabe efectuar las discriminaciones

necesarias y poner aparte las influencias que no han sido creadas en la vida misma, se le hace gradualmente más fácil separarlas; después de cierto tiempo, no puede confundirlas con las influencias ordinarias y ellas empiezan a producir en él resultados diferentes. A través de los aspectos más diversos que esas influencias pueden tomar, es muy importante pues, saber reconocer lo que permite distinguir las influencias creadas en la vida misma de las influencias cuya fuente se encuentra fuera de la vida. El carácter particular de estas últimas es que ellas nos llaman a volvernos hacia nosotros mismos y a "comprender". Así que todo depende, para cada uno de nosotros, de nuestro deseo de comprensión y de nuestra capacidad de distinguir, entre las influencias diversas que nos alcanzan, aquellas que pueden hacer crecer nuestra comprensión. Es el aparato magnético el que desempeña en nosotros ese papel. Muchos hombres, después de sospechar quizá la importancia de tal distinción en el comienzo de su existencia, ya en adelante no perciben ni siquiera la diferencia. Pero si un hombre aún es capaz de una sinceridad suficiente o si un choque imprevisto despierta esta sinceridad, las influencias de la segunda clase, cuando lo tocan, cobran para él un interés nuevo: lo orientan por un momento hacia todo cuanto concierne a la esencia, al ser y a la comprensión de lo que él es: su aparato magnético se pone, por un momento, a funcionar en él. El hombre que es sensible a esas influencias acumula los resultados que ellas inducen en las diversas partes de su personalidad; los graba, los asocia, los recuerda y, a cada nuevo choque, los siente todos juntos. Él no se da cuenta claramente por sí solo de qué se trata: no percibe ni el por qué ni el cómo; o, si trata de explicárselo, lo hace mal. El llama a aquello al comienzo, "interés especial", "ideal", "ideas", etc., pero, de hecho, lo importante es que allí reside el primer movimiento de interés por un desarrollo de sí. Los resultados de esas influencias así acumuladas en él, amplían y refuerzan progresivamente el centro magnético. Al mismo tiempo, éste atrae todas las influencias emparentadas; es así como crece, y poco a poco toma un lugar aparte. El centro magnético no puede tomar este lugar en el hombre sino a expensas de otros elementos de la personalidad, porque, vuelto hacia el interior mientras que todo el resto está vuelto hacia el exterior, él es incompatible con ellos: tiene que ser o uno o el otro. Se entabla una lucha entre los dos aspectos de la persona, éste es siempre un momento difícil y esta lucha puede permanecer por siempre sin solución. Sin embargo, si el centro magnético de un hombre recibe las impresiones suficientes, si los otros lados de su personalidad, resultado de las influencias creadas en la vida, no ofrecen resistencias excesivas, y si el deseo de ser —en lugar de parecer— llega a manifestarse, el aparato magnético comienza entonces a influir sobre su orientación; puede llegar a ser, en este hombre, el interés principal, obligarlo a un viraje e incluso llevarlo a ponerse en marcha en una dirección correspondiente. La esencia y el ser, en todo esto, no entran todavía sino en la medida en que están mezclados con la personalidad: el hombre no dispone todavía, por sí mismo, de ningún medio para distinguirlos y para trabajar sobre ellos. Pero cuando su centro magnético ha adquirido una fuerza y un desarrollo suficientes, este hombre comienza a comprender la idea de un camino para el desarrollo de su ser y se dedica a buscarlo. La búsqueda del camino puede tomar mucho tiempo y no conducir a nada. Esto depende de las condiciones, de las circunstancias, del poder del centro magnético, del poder y de la dirección de las otras

tendencias a las que esta búsqueda no interesa para nada y que pueden desviar a un hombre de su meta en el momento preciso cuando la posibilidad de alcanzarla, es decir, de encontrar el camino, aparece. Si el centro magnético trabaja como es debido y si el hombre busca realmente, o incluso si, fuera de toda búsqueda activa, siente de una manera justa, puede encontrar a otro hombre que conozca el camino y esté vinculado, directamente o a través de personas interpuestas, con un centro cuya existencia no está sometida a la ley del accidente y de donde provienen las ideas que han formado el centro magnético. En este caso existen aún múltiples posibilidades que pueden ponerlo todo en tela de juicio. No obstante, en este momento, el hombre ha encontrado —si el encuentro es auténtico— una tercera clase de influencias que es directa, que es consciente y que sólo actúa de hombre a hombre, por experiencia vivida y transmisión oral. A partir de este momento puede empezar para el hombre lo que buscaba: un trabajo adaptado al desarrollo de sí y la realización de su ser verdadero. Pero en el curso de su constitución, el centro magnético puede haberse formado mal. Puede incluir contradicciones en sí mismo, y estar dividido. Influencias provenientes de la vida han podido penetrar en él bajo el aspecto de influencias provenientes de otra fuente, o las influencias superiores han podido desnaturalizarse hasta el punto de volverse exactamente lo contrario de lo que eran. Un hombre cuyo centro magnético se ha formado de esta manera puede sin embargo estar en busca de una vía de desarrollo para sí. Si encuentra un guía auténtico, será necesario todo un trabajo preparatorio antes de que pueda seguirlo, para neutralizar las malformaciones del centro magnético, y es muy probable que este hombre no lo acepte. Pero hay más: un hombre así, más que cualquier otro, está expuesto a emprender caminos y a vincularse con guías quienes, por error o por imaginación, lo lleven en una dirección muy diferente de la que buscaba; puede ser conducido así, sin darse cuenta, muy lejos del buen camino y llevado a resultados inversos de los que habría podido obtener. Afortunadamente, esto sólo ocurre raras veces; pues los caminos equivocados son numerosos, pero en la gran mayoría de los casos, no llevan a ninguna parte. El hombre simplemente da vueltas en círculo, siempre creyendo avanzar por el camino. Reconocer si una vía es justa o falsa resulta siempre muy difícil. No se puede reconocer lo falso sino se conoce lo verdadero. Aquellos que buscan quisieran tener la seguridad de que el guía a quien encontraron no se engaña; sin embargo, nadie puede ver por encima de su propio nivel y un alumno jamás puede ver el nivel real de su maestro: esto es una ley. Pero la mayoría de la gente lo ignora: cada uno quisiera ser enseñado por el más alto maestro. La única esperanza, al comienzo, de no ser arrastrado en una dirección falsa no está en una evaluación (siempre ilusoria) de un maestro, sino en el recurrir, en uno mismo, a una conciencia moral interior que ha permanecido inalterada, y en el recurrir a la sincera confrontación con ella de lo que nos ha sido propuesto. Si un hombre, desde el comienzo, no es capaz de tal sinceridad, tiene todas las oportunidades de extraviarse, pues la vía justa no es común y los caminos equivocados son numerosos. En este caso también, para hacer oro, hace falta oro. Al mismo tiempo que una vía justa tiende a liberar al hombre de la prisión de su personalidad, también lo lleva a la liberación de las leyes que imperan en la vida corriente; en efecto, todo cuanto pertenece a la personalidad está regido por las mismas leyes de la vida ordinaria, las de la cantidad, del azar y del accidente. No hay verdadero "destino" en este campo, sólo hay circunstancias fortuitas y encuentros casuales.

Para el hombre mismo, la ley del accidente domina la vida corriente y la vuelve en gran parte imprevisible. La única esperanza de quien quiere alcanzar una meta o seguir una dirección determinada, es escapando de esta ley, sustrayéndose a ella. Esto supone, en primer lugar, que haya tomado conciencia de dicha ley. Supone luego que haya comprendido cómo puede sustraerse a ella. El hombre está sometido no sólo al accidente individual sino también al accidente colectivo, gobernado por leyes generales. No todas las leyes generales son obligatorias para el hombre; él puede liberarse de una buena parte de ellas, si logra liberarse de la imaginación y de los topes. Y para todo esto, la condición fundamental es liberarse de la personalidad. La personalidad se nutre de la imaginación y la mentira. Cuando la mentira en la cual vive el hombre haya disminuido y la imaginación se haya debilitado, la personalidad misma no tardará en declinar y dejará de ejercer su dominio. El ser se encuentra liberado y el hombre puede entonces pasar bajo el control, ya de su "destino", ya de una línea de trabajo dirigida a su vez por la voluntad de otro hombre; de este modo podrá el hombre ser llevado hasta ese punto donde una voluntad haya podido constituirse en él, una voluntad capaz de enfrentar a la vez el accidente y, de ser necesario, el "destino". El "destino" es una palabra cuyo sentido real se ha perdido. Di hecho, el destino está vinculado con la esencia y su desarrollo. La esencia de cada hombre tiene caracteres propios vinculados con influencias iniciales (se las considera muchas veces planetarias o astrales) que constituyen su "tipo" y regulan sus tendencias fundamentales. Es así como diferentes combinaciones conforman esencias diferentes. Ellas regulan también la sensibilidad a las influencias actuales del medio; éstas son cambiantes según leyes precisas que uno puede sentir y conocer. Las tendencias también cambian: algunas se desarrollan por sí solas, mecánicamente. Otras, por el contrario, una vez aparecidas, se debilitan y se atrofian si no son estimuladas regularmente. En cada hombre, la parte relativa de las diversas tendencias posibles, la sensibilidad particular a cada una de las clases de influencias y el modo evolutivo propio de cada tendencia que de ello resulta constituyen su "destino": a la vez su destino individual y su destino colectivo, ligado con aquel del conjunto al cual pertenece. El "destino" del hombre no se cumple en general porque su ser no se desarrolla; la personal ¡dad ha tomado su puesto y somete al hombre a la ley del accidente. Las influencias planetarias no llegan al ser sino cuando él se libera de la personalidad; esta liberación puede ocurrir mecánicamente; es lo que sucede en las colectividades, las muchedumbres y las masas sobre las cuales las influencias del entorno, planetarias en particular, siguen siendo predominantes y en las cuales cada uno de los individuos tiene una tendencia natural a perder todo carácter particular. Pero para que estas influencias tengan un efecto individual sobre un hombre determinado, hace falta que este hombre se haya liberado del dominio de su personalidad, lo que generalmente sólo es posible a través del trabajo en una escuela. Excepto en su nacimiento y muchas veces -pero no siempre— en su muerte, el papel que asume la ley del accidente o la ley del destino para un hombre depende en efecto de las relaciones entre su personalidad y su esencia. Aquellos en quienes la personalidad es muy fuerte están enteramente o casi enteramente bajo la ley del accidente; las influencias planetarias no los alcanzan sino en momentos excepcionales, o no los alcanzan más que indirectamente, por el hecho de pertenecer a la masa. Pero algunos, debido únicamente a su modo de vida (y sin que intervenga la influencia de una escuela) viven mucho más en su esencia y no tienen más que una frágil personalidad: éstos reciben mucho más directamente las influencias

planetarias y viven mucho más bajo la ley de su destino. Que sea preferible vivir bajo la ley del destino que bajo la ley del accidente es otro asunto. Depende en primer lugar del punto de vista desde donde uno formula tal apreciación. Desde el punto de vista de la vida corriente, puede que sea mejor en algunos casos, peor en otros, dependiendo de las cualidades prácticas respectivas de la esencia que haya sido dada y de la personalidad que haya sido formada. En la mayoría de los casos, es mejor. Desde el punto de vista del ser y su desarrollo, existe la misma alternativa, pero por razones completamente diferentes. Escapar de la ley del accidente para regresar a la ley del destino es inevitable para un hombre que busca la realización de sí; pero hay "destinos" que más vale no cumplir; cuando el ser logra tomar conciencia de ello, aparece a la vez la necesidad imperiosa de cambiar su "destino" y de escapar de él; lo que no es imposible, pero requiere de un trabajo consciente muy duro, en condiciones que no siempre se dan, o se dan por un tiempo demasiado breve para llegar a la meta: para estos seres que, finalmente, fracasan y lo saben, mejor hubiera sido permanecer bajo la ley del accidente. Ahí está el verdadero "Infierno". Afortunadamente, tales situaciones son poco frecuentes, ya que para aquellos seres los obstáculos interiores y exteriores son tan poderosos que muy raras veces pueden ellos llevar muy lejos un real trabajo sobre sí. El desarrollo de la individualidad y la aparición de un Yo permanente, que es la primera etapa del desarrollo normal de un hombre, resulta del crecimiento de la esencia y del desarrollo armónico del ser y de la personalidad. Esta debería ser la meta de una educación bien llevada para unos educadores conscientes del papel que les corresponde; pero prácticamente nunca es así en la sociedad actual. El hombre llega a la edad llamada adulta con tal desequilibrio en el desarrollo de sus partes constitutivas que, antes de todo trabajo real de evolución, necesita previamente ser "rearmonizado". Este trabajo sólo es posible con un guía, en una escuela de trabajo sobre sí, donde, cualquiera que sea el orden y la manera, el hombre debe llegar a una visión de su situación, un conocimiento de lo que él es, y un trabajo interior de desarrollo de sí. El hombre debe ser llevado a comprender que él es doble (esencia y personalidad); debe ver que su personalidad, sostenida por su amor propio, usurpa una omnipotencia abusiva y dispone, para su servicio, de un total dominio sobre las funciones; debe reconocer que su esencia, la parte auténtica de sí, ha quedado no desarrollada; y él debe emprender el restablecimiento en él del equilibrio justo. Esto exige el debilitamiento de la personalidad hasta reducirla a su justa medida, así como el superar el amor propio estrictamente personal, mediante el desarrollo de un sentimiento de sí armónicamente ligado con el conjunto de la vida. Y esto requiere, al mismo tiempo, del desarrollo del ser, a la vez bajo el efecto de choques que lo despiertan y por un trabajo solamente posible bajo la dirección de una conciencia más elevada, un trabajo de ampliación de la comprensión, que implica experiencias vividas conscientemente. En la vida, tal como es de ordinario, el centro de gravedad está en la personalidad y el ser duerme. Durante un momento de conciencia, el equilibrio interior se invierte: la personalidad se aparta, el centro de gravedad está en el ser que se está despertando y encuentra, a su servicio, para expresarse en la vida, una funcionalidad tanto más completa cuanto más completamente la personalidad haya soltado su dominio. En un momento de conciencia, durante un tiempo por breve que sea, se restablece la armonía entre el ser y las funciones, entre los centros y su contenido, entre la individualidad profunda y su apariencia en la vida.

EL DESPERTAR A SÍ MISMO Y LOS OBSTÁCULOS PARA EL DESPERTAR Así que la vida ordinaria del hombre transcurre en el sueño de su Yo verdadero y el primer obstáculo para el despertar de ese Yo, que sería el inicio de su posible evolución, es que el hombre no ve ese sueño. De la misma manera que un hombre dormido no puede apreciar lo que es el estado de vigilia, el hombre en estado de vigilia no tiene nada en él, por naturaleza, que le permita apreciar lo que sería el estado de vigilia del Yo: el estado de presencia de sí mismo y de conciencia de sí. El hombre, mientras duerme, no puede llevar su vida corriente, tiene que salir del sueño. Para eso, cuenta a la vez con un instinto suficiente que lo lleva -después de que el sueño ha cumplido su papel reparador— a salir de él por su propia necesidad de vivir; y a la vez la vida, que tiene necesidad de él, se encarga de sacarlo de ese sueño. Para el segundo despertar, todo es diferente. Si bien el hombre en su estado de vigilia tiene a veces una intuición de lo que él debería ser, rara vez este presentimiento se vuelve lo bastante fuerte como para que él sienta el deseo de ser "verdaderamente" él mismo, y más raramente aún este "deseo de ser" se hace lo suficientemente agudo como para que el hombre, aunque sólo sea por un instante, despierte a ese segundo nivel. Además, para la vida cotidiana (su propia vida y la vida a su alrededor que lo llama a participar) el hombre no tiene ninguna necesidad de este segundo despertar y nada, en la vida ordinaria, está encargado de provocarlo. Orgánicamente, cuantitativamente, si se puede decir, este segundo despertar no le es necesario, y se puede realizar toda la actividad corriente sin él. Sólo cualitativamente, para sí mismo, necesita el hombre de este segundo despertar y sólo influencias particulares, exteriores a él, pueden hacérselo reconocer. Este segundo despertar, en efecto (textos antiguos lo llaman "segundo nacimiento") no concierne más que a su vida propia, la vida de su "ser" interior, y su participación en un mundo diferente del mundo cotidiano. Si no hay, en el hombre mismo, la "exigencia interior" de otra calidad de vida, ni un "deseo de ser" cuya intensidad sea suficiente —y esta carencia puede ser debida a su esencia, o a las circunstancias de su venida al mundo, o a la educación recibida— no hay ninguna posibilidad de que él sea sensible a las influencias que podrían ayudarlo a salir del sueño del yo, ni de que emprenda jamás los esfuerzos necesarios. Pero si no hay estas influencias particulares, no hay tampoco ninguna posibilidad de que salga de su sueño. Hasta para los hombres que han mantenido este "deseo de ser", esta "exigencia interior" (son muy numerosos, al menos durante la primera parte de su existencia) y que encuentran estas influencias particulares (son ya mucho menos numerosos), los obstáculos para ese segundo despertar, el despertar verdadero, son tan considerables que la inmensa mayoría no lo alcanza. El hecho primordial, del que derivan directa e indirectamente todas las dificultades, es que el hombre, tal como es de ordinario, está prácticamente imposibilitado de ver su estado real. Aun si tiene en cierta medida este "deseo de ser" y esta "exigencia interior" de una vida de otra calidad distinta a la de su vida cotidiana, tiene muy pocos medios para reconocer los momentos privilegiados, los choques cuando, en un vislumbre de verdad, accede por un instante a un estado de mejor presencia; y tiene igualmente muy pocos medios para distinguir, entre las diversas influencias que lo rodean y absorben su actividad, aquellas que

responden realmente a esta exigencia interior. Reconocer lo que podría ayudarlo en este sentido requeriría de una actitud interior especial de sinceridad, libre de convenciones y reglas aprendidas, que le permitiera ver, con toda "objetividad", según su propia conciencia, lo que él es y lo que es el mundo que lo rodea. Una visión sincera de las cosas tal como son sería realmente la mejor oportunidad. Pero el hombre no es capaz. Todas las ideas que se ha hecho, toda la educación que ha recibido, todos los condicionamientos se oponen a ello. Arrastrado, además, por la vida y las demandas incesantes a las que ésta le obliga a responder, se niega a ver que él es mecánico y está dormido; no le queda tiempo para hacer un sitio a su demanda interior ni a su deseo de ser. Lo que sigue siendo accesible para él de la "conciencia moral objetiva" propia de todo ser humano, es decir, su propia conciencia interior, la conciencia eseral que le permitiría una orientación conforme a sí mismo, está enterrado bajo todas las nociones ajenas aprendidas; y en el mundo que lo rodea, él no discierne ya lo que podría realmente ayudarlo. Un obstáculo de consideración encierra al hombre en esta situación: la convicción, sólidamente anclada en él, de que posee efectivamente, tal como él es, una individualidad auténtica con las cualidades fundamentales (tales como la presencia permanente y la libertad o la libre "escogencia") que están ligadas a ella y las facultades que de ella se derivan: un estado de conciencia, la capacidad de atención y la posibilidad de querer o de hacer. El hombre, en conjunto, se encuentra bien tal como es; piensa que sus insuficiencias y su eventual malestar provienen solamente de imperfecciones exteriores, y los cambios a efectuar, según él, se refieren solamente a modificaciones de equilibrio, la eliminación de ciertos defectos o el refuerzo de ciertas cualidades. Aun si se le dice que él no posee nada de todo eso, ¿por qué lo creería? Y si es así, ¿por qué emprendería el duro trabajo sobre sí señalado como necesario para alcanzar un estado que ya está seguro de poseer? ¿Qué razones tendría para creer en los escritos o en las voces que le dicen que no es así; y qué razones para verificar su situación, a riesgo de comprometerla, mientras las cosas van bien así? A menos que tenga una conciencia interior especialmente viva, una exigencia interior que no transija y un deseo de ser él mismo que no se deje ahogar por nada, un hombre, mientras no haya sido golpeado y decepcionado por la vida hasta el punto de poner en tela de juicio su valor y su sentido, no tiene ninguna razón para emprender un estudio de esta índole. Debido a esta creencia inveterada en una personalidad engañosa y a las condiciones anormales que esta creencia establece, el hombre es llevado a vivir en un olvido cada vez más profundo de su ser, de su verdadero yo. Los indicios que revelan su impotencia para el recuerdo de sí, la impotencia de acordarse de lo que hay de más valioso en él, se manifiestan, sin embargo, de mil maneras; pero el hombre no las "ve" y no las "oye". Su vida está, sin embargo, llena de incidentes y contradicciones significativos: él no recuerda sus decisiones, no recuerda la palabra que se dio a sí mismo ni, muchas veces, laque dio a otros; no recuerda lo que ha dicho o experimentado algunas horas o algunos días antes; inicia un trabajo y pronto ese trabajo lo aburre: ya no sabe porqué lo había emprendido. Su interés cambia y se desplaza sin cesar; olvida cómo había pensado, cómo había hablado. Y estos fenómenos se producen con una frecuencia particular en todo cuanto concierne a él mismo y más especialmente, lo que tiene que ver con todo intento de trabajo sobre sí. Este

"olvido de sí", esta impotencia para recordar lo que es verdaderamente él mismo, es en realidad su rasgo más característico, y probablemente la causa verdadera de todo su comportamiento. Al no tener ninguna base fija en sí mismo, sus teorías, opiniones, comportamientos cambian sin cesar y están desprovistos de toda estabilidad, de toda precisión. No es más que una estabilidad artificial la que él adquiere con la ayuda de asociaciones educadas en él, de hábitos establecidos y de condicionamientos en función de concepciones mentales, a su vez artificialmente creadas por el medio ambiente, tales como el "honor", la "honestidad", el "deber", la "ley", pero que no tienen ninguna relación, salvo por accidente, con lo que sería su verdadera honestidad, su verdadero honor, si él estuviera consciente de sí. Este olvido continuo de sí mismo y, como consecuencia de ello, la ausencia de algún punto fijo auténtico en sí, explica el comportamiento general del hombre hacia sí mismo y hacia los que le rodean: explica que esté tomado, sabiéndolo o no, por todo cuanto está a su alrededor, es decir, su constante "identificación" con lo que le atrae y la incesante imaginación a la que se entrega por cualquier motivo. De modo que el olvido de sí acarrea directamente la identificación y la imaginación que son otros dos rasgos característicos del hombre tal como es. Con la identificación el hombre se olvida de sí mismo y se pierde en todos los problemas, pequeños o grandes, que encuentra en su camino. Su interés, su atención son tomados sucesivamente porcada uno de ellos, y él olvida completamente, detrás de eso, las metas verdaderas que se proponía. Apenas algo pasa y capta su interés, él se "identifica" con este algo y, por un momento —aunque sólo fuera por un breve instante- pone todo en acción para ello, hasta que pase otra cosa que capte su atención y cambie su interés: se ocupa de esta otra cosa, y lo anterior es descartado o cae en el olvido. En definitiva, el hombre está constantemente en estado de identificación con una cosa u otra: sólo cambian los objetos sucesivos de esta identificación. El grado de esta identificación, es decir, su movilidad o, al contrario, la intensidad de su fijación, depende directamente del tipo de atención —se podría decir también del grado de interés— que susciten los acontecimientos. A veces es una atención dispersa, móvil, cuyos objetos de identificación cambian sin cesar (y eso se llama, corrientemente, "tener espontaneidad"); otras veces es una atención cautiva, que se fija, concentra todo el interés y todas las fuerzas del hombre hasta el extremo de que él ya no ve más que ese punto particular, pierde de vista todo el resto y se vuelve insensible a ello (esto se llama corrientemente tener una capacidad de "concentración"). De todas maneras, el resultado es el mismo: el hombre está completamente tomado por acontecimientos exteriores, pierde de vista el conjunto y, en particular en este conjunto, se pierde de vista a sí mismo. Su atención es una atención de un solo sentido, completamente volcada hacia el exterior, en tanto que para no olvidarse de sí al mismo tiempo que vive, necesitaría una atención de doble sentido, a la vez volteada hacia sí mismo y hacia el exterior, una atención de una clase diferente que él no conoce, que no ha desarrollado y que habitualmente no es capaz de tener. Incluso si comienza a descubrirla, su atención es pronto retomada, en su totalidad, por las solicitaciones exteriores, y él recae en su identificación. Por eso, la identificación está en nosotros siempre y en todo, bajo las formas más sutiles y perniciosas. Y la dificultad para liberarse de ella se acrecienta aún más por el hecho de que, en la vida corriente, ella es considerada como una cualidad excelente: la espontaneidad, el celo, el entusiasmo, el ideal,

la inspiración, la concentración, aun la pasión, son valores sociales reconocidos y se considera en cualquier campo que no puede hacerse un buen trabajo sin tales "cualidades". En efecto, el hombre, en tal caso, puede a menudo hacer un buen trabajo automático, "con buen rendimiento"; pero no puede hacer nada que esté realmente conforme a sí mismo y a "su" vida. Tal vez sea un buen robot social, pero no es un hombre, no es una "individualidad" humana. Para el hombre que emprende la tarea de ser él mismo, la ií identificación es, de hecho, uno de los más temibles enemigos. En el || momento mismo en que cree luchar contra ella, es todavía su víctima.

M

Mientras mayor interés sienta por las cosas y en particular por el trabajo sobre sí, mientras mayor tiempo, interés y atención le dedique, mayor es el riesgo de identificarse con ellas, de manera que el hombre que quiere liberarse de ellas debe estar alerta constantemente. El hombre que quiere trabajar para ser él mismo debe, en primer lugar, recordarse de sí mismo y dejar de identificarse. Mientras un hombre se identifique o sea capaz de identificarse, es esclavo de lo que le rodea y cualquier cosa, o casi cualquier cosa, puede sucederle. La identificación más poderosa, la más inmediata, la menos visible también, es la identificación del hombre con la imagen que él se ha hecho de sí mismo, de sus personajes y de sus diferentes yoes. En efecto, en el hombre incomunicado consigo mismo, como lo está de ordinario, toda una construcción imaginaria que se ha hecho durante el curso de su "formación", reemplaza la conciencia de sí, y la sustituye. Esta construcción imaginaria de sí conforma, con la identificación y el olvido de sí, el trípode de las aberraciones en medio de las cuales él vive, y el trípode de los obstáculos mayores que encuentra aquel que quiere liberarse. Para que una acción eficaz pueda llevar al hombre a despertar, hace falta conocer la naturaleza de las fuerzas que lo mantienen en el sueño. Ante todo, hay que comprender que el sueño donde vive el hombre no es un sueño normal, sino un sueño hipnótico. El hombre está como hipnotizado, y a lo largo de su vida, este estado hipnótico es continuamente mantenido y reforzado en él. Es como si hubiera un conjunto de "fuerzas" para las cuales sería útil y provechoso mantener al hombre en un estado hipnótico, a fin de impedirle ver la verdad y darse cuenta de su situación. Estas fuerzas son las de la "vida sobre la tierra" que necesita que el hombre la "nutra", la haga vivir, y no se separe de ella, lo que él haría si tomara conciencia de lo que es en realidad. "Cierto cuento oriental", nos dice Gurdjieff, "habla de un mago muy rico que tenía numerosos rebaños de ovejas. Este mago era muy avaro. No quería contratar pastores, y no quería cercar los prados donde pacían sus ovejas. Las ovejas se extraviaban en el bosque, se caían por los barrancos, se extraviaban, y sobre todo huían cuando se aproximaba el mago, porque sabían que a éste lo que le interesaba era su carne y sus pieles. Y a las ovejas esto no les agradaba". "Por fin, el mago encontró el remedio. Hipnotizó a sus ovejas y les sugirió primeramente que eran inmortales, y que no les haría ningún daño el ser despellejadas, que al contrario, este tratamiento era excelente para ellas, y aun agradable; luego el mago les sugirió que él era un buen pastor que amaba mucho a su rebaño, que estaba dispuesto a hacer toda clase de sacrificios por él; en fin, les sugirió que si les llegase a suceder la menor cosa, eso no ocurriría en ningún caso ahora, ese mismo día, y que por consiguiente a partir

de hoy no tenían que preocuparse. Después, el mago les metió en la cabeza que de ninguna manera eran ovejas; sugirió a algunas que eran leones; a otras, que eran águilas; y a otras que eran hombres o que eran magos". "Hecho esto, sus ovejas no le causaron más molestias ni preocupación. No se escapaban más, esperando por el contrario, con serenidad, el instante en que el mago las esquilara o las degollara". "Este cuento ilustra perfectamente la situación del hombre". La fuerza vital que lo anima a través de la vida, en lugar de nutrir un poder de comprensión bajo el efecto de una visión justa, alimenta un poder de imaginación bajo el efecto de una visión hipnótica que falsifica el aspecto de las cosas. En lugar de una visión de la realidad en la que él es el elemento de un conjunto, en un puesto que es el suyo propio, el hombre se ve como un ser autónomo que reina sobre este conjunto según el curso de su propia fantasía y ésta usurpa el lugar de su verdadera conciencia. Este poder de la imaginación y de la fantasía ha sido quizás indispensable y sigue siendo en parte necesario en la humanidad, por el hecho de que la "Naturaleza" precisa del "trabajo" del hombre (su capacidad transformadora de energía) bajo su forma actual. Ese poder no deja de tener relación con la energía del sexo y el "magnetismo" que de ella se desprende; en todo caso, consigue mantener la vida del hombre tal como ella es. Cada vez que los sueños toman el lugar de la realidad, cada vez que un hombre se toma por un león, un águila o un mago, es el poder de la imaginación el que está en acción. Se le llama, en ciertas doctrinas, Kundalini. Kundalini, en su sentido primitivo, es la fuerza vital cósmica original, el equivalente quizás, de la "libido" de algunas escuelas psicoanalíticas; pero ese sentido primitivo casi siempre se ha perdido y en muchas escuelas, en lugar de designar la fuerza de conciencia, Kundalini, aun si se lo presenta de otra manera, ya no es más que el poder de la imaginación. Esta temible fuerza puede actuar en todos los centros: en cada uno tiene su forma y, con su ayuda, todos los centros pueden encontrar su satisfacción ya no en lo real, sino en lo imaginario. Bajo su imperio, los hombres ya no tienen el sentido de lo que son y pronto —como de una "droga"- no pueden ya liberarse de ella: la creen útil, incluso necesaria, para su desarrollo, mientras que en realidad ella lo impide. Si los hombres pudieran ver realmente su situación y tomar conciencia de lo que ella es, esta visión les sería totalmente insoportable; pronto buscarían una salida, y la encontrarían, pues esta salida existe. Pero la fuerza y el atractivo de la imaginación, que los mantiene en ese estado de hipnosis, les impide ver lo que Gurdjieff llama el "horror de su situación". Ella les impide al mismo tiempo ver la salida e impide que ellos se "escapen" en masa, con el riesgo de perturbar los equilibrios de la vida. De modo que despertar, para un hombre, significa primero ser deshipnotizado: escapar al poder de la imaginación, y ver nuevamente las cosas —y a sí mismo— tales como son. Allí está la dificultad principal; pero también está la certidumbre de que tal despertar es posible, porque este estado de hipnosis resulta de una desviación artificial, superpuesta: no hay legitimación orgánica de tal sueño hipnótico y sin eludir las necesidades que impone el sostén de la vida orgánica planetaria, a la cual él pertenece, por una de sus partes, un hombre puede despertar. Teóricamente puede hacerlo, pero en la práctica esto es casi imposible, porque apenas un hombre abre los ojos, despierta por un momento, todas las fuerzas que lo retienen en el sueño actúan nuevamente

sobre él con una energía diez veces mayor: inmediatamente vuelve a caer dormido, soñando muchas veces que está despierto o que está despertando. En relación con el sueño ordinario, el hombre que tiene dificultades para despertar —ocurre a veces— cuenta con pruebas definidas de su despertar: entra en un estado diferente y puede pellizcarse para estar seguro de que no sigue durmiendo. Con el sueño hipnótico, es distinto: no hay señal objetiva, al menos cuando un hombre comienza a despertar (ya que más adelante estas señales existen, pero aquel que las conociera al comienzo las transformaría inmediatamente en imaginación y en sueño). Es necesario que otra persona, un hombre ya despierto, lo saque de este sueño hasta tanto él, por sí mismo, no se haya vuelto efectivamente capaz de hacerlo. Este poder imaginativo que impide al hombre ver las cosas como son, interviene —la observación lo muestra— en todo momento, por todas partes, y de manera compleja: impregna la vida del hombre y más especialmente la del hombre "moderno". Para tratar de comprenderlo, se puede considerar que se ejerce de hecho en dos niveles y elabora simultáneamente dos películas diferentes. La primera película es interpretativa; se elabora mientras el hombre está atento al mundo exterior y trata de adaptarse a sus demandas y a sus variaciones: a partir de las percepciones forzosamente relativas que tiene de aquél, y a partir de las respuestas más o menos adecuadas que él aporta, construye una película interpretativa más o menos calcada del mundo real; sería mejor decir: más o menos alejada de ese mundo real. La segunda película es imaginativa; se elabora cuando el hombre está atento a su mundo psíquico interior: está hecha totalmente de materiales de este mundo psíquico, recibidos o grabados también a partir de elementos de la realidad, pero bajo formas más o menos alejadas de ella: de esta manera, queda sin relación directa con la realidad exterior, así que ninguna confrontación con ésta ejerce control sobre la película espontáneamente; ella puede estar completamente separada de la realidad y errar a su antojo. Estas dos películas, una interpretativa, la otra imaginativa, son superpuestas sin cesar a las percepciones reales por la actividad psíquica del hombre: se elaboran continuamente juntas, por la interferencia de estas percepciones con los datos viejos y se graban juntas sobre los diversos rollos. De hecho, en el hombre, sin que él lo sepa, percepción simple, interpretación e imaginación están siempre allí simultáneamente; él vive con las tres clases de visión a la vez y nada se produce en una de las tres que no tenga resonancia en las otras dos. Pero lo más importante es el sentido y la razón de ser de estas películas. Si el hombre fuera un ser realizado, que se conoce tal cual es, capaz de ver la realidad de frente y de responder plenamente a ella, armónicamente en relación consigo mismo, su vida fluiría sin tropiezo con la satisfacción de la tarea plenamente asumida. Tendría una visión constante de las cosas como son, una noción constante de la relatividad de cada cosa; y estas películas no tendrían ninguna razón de ser. Pero porque el hombre es un ser incompletamente desarrollado, incapaz de hacer frente a las realidades de la vida, a las que no responde sino de manera parcial o caótica, viviría en el conflicto, la inquietud y el remordimiento de no ser lo que él debe ser, si su poder imaginativo no interpusiera sin cesar esta doble película. Gracias a estas películas, el hombre se justifica a sí mismo por ser como es, deja de percibir todas sus insuficiencias o, al menos, las encuentra

"normales" y deja de sufrir por ellas. Al mismo tiempo, una vez que el hombre ha entrado en este juego de la imaginación, no tiene ya posibilidad alguna de salir de él por sí mismo. La atención de la que dispone naturalmente es débil: no le permite generalmente mantener más que una sola cosa a la vez en su campo de visión: es atraída unas veces por las percepciones de lo real, otras por el desarrollo interpretativo, y otras más por la construcción imaginativa; la atención pasa continuamente del uno al otro, de manera que uno de los tres ocupa todo el espacio en el hombre, generalmente sin que él se haya dado cuenta del cambio. No sabe jamás con claridad en cuál de los tres terrenos se encuentra: esto termina de quitarle toda posibilidad de ver con claridad en sí mismo y de comprender su situación. En el hombre tal como es de ordinario, la confusión entre los tres campos —la percepción real, lo interpretativo y lo imaginativo— es tal que él ni siquiera tiene el sentido de su relación. En particular, confunde, sustituye o identifica todo el tiempo lo real y lo interpretativo y se sirve indiferentemente de uno u otro según lo que le parece más oportuno. Por otra parte, él casi siempre separa lo imaginativo y hasta lo opone, a los otros dos, sin darse cuenta de que está construido exactamente (como el soñar) con los elementos suministrados por aquellos dos, en grados más o menos distantes, más o menos inconscientes. Lo imaginativo, por cierto, es incluso una de las vías por las cuales puede revelarse el contenido registrado y a menudo olvidado de los otros dos campos. Además, "por esencia", la estructura interior de los hombres no es la misma para cada uno y la tendencia a favorecer en ellos sólo la percepción real o a favorecer —a partir de la percepción real, y más adelante independientemente de ella— el desenvolvimiento de una u otra película, no es la misma. Esto atañe al conjunto psicosomático y a la relación especial en cada hombre entre sus dos aspectos: puede por naturaleza favorecer siempre a uno u otro y responder a cada impresión, cualquiera sea su proveniencia, a cada demanda o agresión de la vida exterior, tanto como de la interior, preferentemente por una u otra vía; pero habiéndose elaborado juntas, a partir de la percepción real, nada entre estas películas podría ser absolutamente independiente. Esto concierne también a los cuatro comportamientos fundamentales del hombre (podría decirse los cuatro modos de funcionamiento automático de su máquina) que están en relación estrecha con su tipo fundamental y con el predominio en él del nivel orgánico, afectivo, intelectual o de un equilibrio que los une y, quizás, los supera: según un hombre tienda a favorecer en él la percepción real, la película interpretativa o la película imaginativa, su vida se equilibra de manera diferente; y si favorece uno u otro en extremo, entra en el "mundo" del positivismo, de la neurosis o de la psicosis. Esta última, llevada a su límite —la película imaginativa fijada sobre un tema más o menos estrecho y desprovista de todo lazo con lo real— se convierte en obsesión, delirio o locura. De todas maneras, bajo uno cualquiera de estos tres modos y en la medida misma en la que éste se vuelva exclusivo, el hombre es presa de su imaginación. El único modo donde la imaginación no es todopoderosa y se encuentra relativamente mantenida a raya es el cuarto modo, el modo equilibrado: constituye la mejor base para un "trabajo sobre sí", pero no es común y las condiciones de la educación actual sólo excepcionalmente permiten su constitución. Por naturaleza y por el hecho mismo de vivir, el hombre no puede dejar de tener percepciones reales, interpretaciones y construcciones "imaginativas"; las posibilidades que tal conjunto ofrece son quizás

una de sus razones de ser más profundas. Pero a consecuencia de su educación anormal y de sus condiciones de vida anormales, la manera como se establecen en él estos diversos elementos es totalmente falseada y desequilibrada: reposan casi totalmente sobre datos "subjetivos" y han perdido toda objetividad real. El lugar preferencia! que toda la educación y toda la sociedad moderna enseñan a dar a la película interpretativa o a la película imaginativa y el modo de reacción preferencial que cada hombre está habituado a otorgar a su aspecto psíquico o a su aspecto somático dominan sus comportamientos habituales y forman parte del funcionamiento natural, automático, de la casi totalidad de las máquinas humanas. Todos estos modos de funcionamiento son, sin embargo, inútiles y generalmente perjudiciales. No son más que una sobreimpresión artificial desarrollada bajo el imperio de la imaginación. La única cosa útil al hombre es la percepción exacta de las impresiones y la "visión" justa de las cosas tal corno son. La afirmación de sí normal que estos dos datos desarrollan no podría ser la reacción imaginativa, más o menos alejada de lo real, de un yo imaginado y cambiante; sería más bien la "respuesta" verdadera aportada por una presencia auténtica, exactamente conforme con los datos de lo real y con las leyes que rigen la evolución. Esta "respuesta" requiere ya no de "imaginación", la imaginación engañosa en la que los hombres se pierden de ordinario, sino de un proceso "imagina!" objetivo mediante una interpretación exacta de la percepción y una prefiguración conforme al conocimiento verdadero. En el mundo actual, se escucha por todas partes alabar la riqueza y los méritos del mundo imaginario o de la "imaginación creadora"; y la facultad de imaginación es considerada como uno de los grandes valores de estos tiempos. Por una parte, estas alabanzas provienen del hecho de que con la imaginación el hombre se da a sí mismo —y los hombres se dan mutuamente- las satisfacciones que necesitan, mientras que la vida —la vida anormal- poco se las brinda: es más fácil imaginar que transformar su vida. Por otra parte, provienen de la intuición de que un hombre digno de ese nombre, dotado de un conocimiento, debe en efecto prever y organizar su vida; y el hombre ordinario, que no tiene los medios para hacerlo, se atribuye en seguida esta cualidad, como muchas otras, en una forma imaginaría. De hecho, la imaginación en todas sus formas es uno de los peores enemigos del hombre, uno de los principales obstáculos para su despertar y su evolución. Un hombre no puede emprender nada mientras no comience a ver las cosas simplemente como son: puede entonces adquirir un conocimiento y sólo después se hará posible para él una auténtica "imaginación", es decir, esa "prefiguración" conforme a las leyes que es, de hecho, una de las mayores facultades de un hombre digno de ese nombre. Estos tres datos fundamentales: el olvido de su yo real por parte del hombre, la elaboración automática, en su lugar, de construcciones imaginarias, y la constante identificación del hombre con todo lo que te acontece explican en gran parte su modo ordinario de vida. En lugar del Yo real, que está ausente (duerme), se desarrolla un personaje de la superficie, con facetas múltiples, más o menos ligadas unas con otras, a menudo contradictorias u orientadas en sentidos divergentes: los diferentes pequeños "yoes", cada uno de los cuales permite al hombre enfrentar, según reglas aprendidas, una de las situaciones tipo de su vida, y en cada uno de los cuales, en ese momento, él cree firmemente. Este conjunto, artificialmente construido debido al juego de la vida, a la educación, la imitación, la

adquisición de los hábitos y de los "topes" (de los que hablaremos más adelante), se atribuye un conjunto de cualidades qué son sólo aparentes y no corresponden a nada real: una unidad, una continuidad, y diversos poderes como el de saber, prever, escoger, decidir, organizar y hacer. De hecho, para un hombre así, todos estos poderes son sólo ilusorios. Lo que le da al hombre la ilusión de su unidad o de su integridad es, por una parte, la sensación que tiene de su cuerpo físico, una forma aparentemente constante; por otra parte su nombre, bajo el cual se le "conoce" y que, en general, no cambia a pesar de la sucesión de personajes diferentes; además, cierto número de mecanismos y de hábitos, implantados en él por educación o adquiridos por imitación y, finalmente, el sistema de los "topes" que neutralizan en él toda contradicción. Al tener siempre las mismas sensaciones físicas, al oírse siempre llamado por el mismo nombre, al encontrar en sí los hábitos e inclinaciones que siempre ha conocido, sin sentir nada de las contradicciones que lleva en sí, y sin poner jamás nada en tela de juicio, el hombre se imagina que sigue siendo el mismo. En realidad, fuera de esta apariencia exterior no hay nada permanente en él, todo cambia sin cesar: no hay un centro único de comando, ni un Yo permanente, y el personaje que representa al hombre en la vida no es más que una construcción artificial. Pero hay más: la suma de las interpretaciones personales y de las ilusiones que constituyen el o los personajes bajo cuya apariencia un hombre se muestra en la vida, es celosamente defendida, tanto en sus manifestaciones exteriores como en sus manifestaciones interiores, por el sentimiento de una integridad necesaria de la imagen que se construyó, y contra la cual la menor ofensa es sentida como una puesta en jaque o una amputación. Este sentimiento que termina de cimentar artificialmente el conjunto, es el amor propio. El hombre es débil; débil como un niño y en su propio ser, en su esencia, no es de hecho más que un niño; en sus momentos de sinceridad, él lo sabe; y los acontecimientos de la vida se encargan de hacérselo sentir. Pero en lugar de reconocerlo, de emprender los esfuerzos necesarios (pero él no sabe cuáles, y es perezoso), de pedir la ayuda que necesita (pero no sabe dónde ni cómo pedirla, y no tiene ya la simplicidad necesaria), el hombre prefiere defender a toda costa esta imagen que tiene de sí y su "ideal" de "lo que él debería ser". Cada vez que esta imagen, en la que él cree, es amenazada, él se siente amenazado como si él mismo lo fuera: reacciona inmediatamente para defenderla, exactamente como una niña defiende a su muñeca. Este apego insensato a una imagen —aunque engañosa en gran parte y en cuyo nombre se levantan todas sus reacciones—es el fundamento mismo de su amor propio y uno de los mayores obstáculos para la visión de lo que él es en realidad, así como para el despertar de su Yo superior (es decir, para el crecimiento de su esencia). Este amor propio y la defensa de la imagen de sí son también la base de las relaciones habituales del hombre con sus semejantes. Ellas se rigen generalmente por lo que puede llamarse la "consideración interior". En esta condición el hombre se preocupa ante todo de lo que se piensa de él y de lo que él debe hacer para ser reconocido, apreciado, según la imagen que quiere dar de sí. Como ésta es generalmente "ideal" y algo sobreestimada, él juzga siempre que no se le aprecia lo suficiente, que no se le da el lugar que le corresponde, que no se es suficientemente educado con él, que no es apreciado en su justo valor. Cómo se

le ha mirado, qué es lo que se ha pensado de él, esto toma ante sus ojos una enorme importancia. Todo esto le molesta, le preocupa; él desperdicia su tiempo y su energía en conjeturas y en suposiciones; por poco que se sienta ignorado, se vuelve suspicaz, desconfiado, incluso hostil con los otros y desarrolla así una actitud negativa que no hace más que agravar su situación. Pero las cosas pueden ir aún más lejos: el hombre puede sentirse puesto en jaque por el medio en que vive, la sociedad, las circunstancias y hasta por las condiciones atmosféricas: todo lo que le desagrada le parece una agresión personal, y le parece injusta, ilegítima o errónea: todo el mundo está equivocado, el clima está equivocado, sólo él tiene razón. No es que el hombre no tenga nada que defender en el curso de su vida. Pero lo que él tendría en verdad que defender —la manifestación de su propia naturaleza, de su propio ser bajo una forma que no pertenezca más que a él, y de la cual se encargue un real "amor de sí"— no aparece sino con el despertar y el desarrollo de su Yo superior y no tiene nada que ver con sus yoes múltiples ni con su imagen de sí. En toda esta construcción que conforma lo que un hombre cree ser, un punto merece aún particular atención. Incluso si los acontecimientos, de hecho, ponen al hombre ante la evidencia innegable de las ilusiones que tiene sobre sí, todo un conjunto de dispositivos artificiales, los "topes", le permiten aún justificarse y le quitan nuevamente toda posibilidad de ver por fin las cosas como son. "Tope” es un término que requiere una explicación especial. Todos saben lo que son los topes de los vagones de ferrocarril: aparatos amortiguadores de choques. En la ausencia de estos topes, los menores choques de un vagón contra otro podrían ser muy desagradables y peligrosos. Los topes atenúan los efectos de estos choques y los hacen imperceptibles. "En el hombre existen dispositivos exactamente análogos. No son creados por la naturaleza, sino por el hombre mismo, aunque involuntariamente. En su origen se encuentran las múltiples contradicciones de sus opiniones, de sus sentimientos, de sus simpatías, de lo que dice, de lo que hace. Si un hombre tuviese que sentir durante su vida entera todas las contradicciones que están en él, no podría vivir ni actuar tan tranquilamente como ahora. Sin cesar se producirían en él fricciones; sus inquietudes no le dejarían descanso alguno. No podemos ver cuan contradictorios y hostiles entre sí son los diferentes 'yoes' que forman nuestra personalidad. Si un hombre pudiera sentir todas estas contradicciones, sentiría lo que él realmente es. Sentiría que está loco. Para nadie es agradable sentirse loco. Además, tal pensamiento priva al hombre de su confianza en sí mismo, debilita su energía, lo despoja de su 'respeto por sí mismo'. De una manera u otra, tiene entonces que dominar este pensamiento o desterrarlo. O bien tiene que destruir sus contradicciones o dejar de verlas y de sufrirlas. Un hombre no puede destruir sus contradicciones, pero deja de sentirlas cuando los topes aparecen en él. A partir de entonces, ya no siente los impactos que resultan del choque entre perspectivas, emociones y palabras contradictorias. "Los 'topes' se forman lenta y gradualmente. Muchísimos son creados artificialmente por la 'educación'. Otros deben su existencia a la influencia hipnótica de toda la vida circundante. El hombre está rodeado de gente que habla, piensa, siente, vive por medio de sus 'topes'. Al imitarlos en sus opiniones, acciones y palabras, crea involuntariamente en sí mismo 'topes' análogos que le hacen la vida más fácil, ya que es muy duro vivir sin 'topes'. Pero éstos impiden toda posibilidad de desarrollo interior porque están hechos para amortiguar los choques; ahora bien, los choques, y sólo ellos, pueden sacar al hombre del estado

en que vive, es decir, despertarlo. Los 'topes' arrullan el sueño del hombre y le dan la agradable y apacible sensación de que todo irá bien, de que no existen las contradicciones y de que puede dormir en paz. Los 'topes' son dispositivos que permiten al hombre tener siempre la razón: le impiden sentir su conciencia". Cuando un hombre se da cuenta de su situación real, en un vislumbre de verdad o bajo el efecto de un choque imprevisto que anula sus mecanismos protectores, tal como un duro fracaso o un grave peligro, le es dada la oportunidad, por un instante, de comprender dos cosas: la primera es que no tiene en absoluto las cualidades de las que se vanagloria y la segunda que él es doble, que tiene dos naturalezas, y que tras el hombre ordinario duerme un Yo real que tiene la posibilidad de estas cualidades y que el choque, por un instante, acaba de despertar: por un instante, él ve que un personaje de la superficie, una "personalidad" artificial, ocupa el espacio y, revestido de poderes ilusorios, responde por él a todo en la vida. En estos vislumbres, puede comprender que necesita llegar a ser realmente él mismo y que si "quiere" realmente llegar a serlo, de allí en adelante una sola cosa cuenta: despertar, alcanzar el despertar a sí mismo, el despertar y el crecimiento del ser; y él puede ver que esta personalidad, este personaje en el que cree tan fuertemente, que ocupa todo el espacio y bajo cuya apariencia vive, es el obstáculo mayor para este despertar del Yo. En cada uno de estos momentos en que ve que está dormido y que para llegar a ser él mismo le es necesario a cualquier precio despertar, el hombre, si es honesto, encuentra en sí la necesidad de desalojar esta personalidad que se lo impide, y emprende una lucha contra ella. A partir de ese momento, y en relación consigo mismo, aparece una nueva escala de valores: para él, todo cuanto pueda ayudarle a despertar se convierte en el bien, todo cuanto se lo impida es el mal. El único "pecado" real para este hombre llega a ser lo que le impide a su ser interior despertar. Pero el hombre no tiene ningún poder sobre sus momentos de conciencia de sí. Aparecen y desaparecen bajo la acción de condiciones exteriores, de asociaciones accidentales, de choques, de recuerdos o emociones que no dependen de él. Sin embargo, mediante métodos justos y esfuerzos bien dirigidos, el hombre podría adquirir control sobre dichos momentos y llegar a estar consciente de sí mismo. Le sería posible adquirir el dominio de esos momentos fugitivos de conciencia, evocarlos más a menudo, conservarlos durante más tiempo, y hasta volverlos permanentes. Pero él no puede hacerlo por sí mismo: tal desarrollo implica un conocimiento y la utilización de medios de los cuales el hombre tal como es no dispone, que él no puede poner en marcha por sí solo. Una vez perdida la ilusión de estar dotado ya de las cualidades y los poderes que sin duda le corresponderían pero que no tiene, el hombre debe perder una segunda ilusión: la de poder obtener algo en este campo por sí mismo. A partir del momento en que trata de despertar, el hombre se da cuenta de que para esto no basta con tener el deseo: librado a sí mismo, él se vuelve a dormir y no se despierta más. Mientras el hombre no ha vivido esto, no ha sufrido por ello y no ha experimentado plenamente la dificultad del despertar, no puede comprender la necesidad para su meta de un trabajo duro, largo, e imposible de llevar a cabo solo. Por regla general, ¿qué hace falta para despertar a un hombre dormido? Hace falta un buen choque. Pero cuando un hombre está profundamente dormido, un solo choque no basta. Se necesita un largo período de choques incesantes y estos choques no pueden venir sino de afuera; es necesario que este hombre se

coloque en unas condiciones tales que algún otro, o ciertas condiciones exteriores, estén ahí para administrarle estos choques y repetirlos tantas veces como sea necesario para despertarlo. Dirigirse para ello a otra persona no ayuda mucho: muy rápidamente, como todo el mundo, el que debía ayudarlo se queda dormido, es tomado por otra cosa y deja de despertarlo. Haría falta un hombre realmente capaz de mantenerse despierto; pero éste tiene su propio trabajo, sus propias tareas que cumplir y, generalmente, tiene otras cosas que hacer que el perder su tiempo en despertar a otros: no tiene ninguna razón, en general, para encargarse de ello. Hay también la posibilidad de dirigirse a las circunstancias exteriores y tratar de despertar por medios mecánicos. Es necesario, entonces hacer uso de un despertador. La desgracia es que uno se habitúa rápidamente. Sencillamente deja de oírlo. Muchos despertadores, con campanas variadas, son pues necesarios. El hombre debe literalmente rodearse de despertadores que le impidan dormir. Y aquí todavía surgen dificultades. A los despertadores hay que darles cuerda; para darles cuerda es indispensable acordarse; para acordarse hay que despertarse a menudo. Pero hay algo peor: un hombre se habitúa rápidamente a cualquier tipo de despertador y después de cierto tiempo no lo hace sino dormir mejor. En consecuencia, los despertadores deben ser cambiados continuamente, es necesario siempre inventar nuevos. Con el tiempo, este medio puede ayudar a un hombre a despertar; pero hay pocas posibilidades de que él haga este trabajo de inventar, dar cuerda y cambiar todos estos despertadores por sí mismo, sin ayuda exterior; es bastante más probable que habiendo comenzado este trabajo, no tarde en dormirse y que, en su sueño, sueñe que inventa despertadores, que les da cuerda, que los cambia; y finalmente dormirá mejor con ellos. Así pues, para despertar, hace falta conjugar toda una serie de esfuerzos. Es indispensable que haya alguien para despertar al dormido, es indispensable que haya alguien para vigilar al que lo despierta, hace falta tener despertadores, es necesario también inventar nuevos constantemente. Y finalmente para llevar a cabo tal empresa, para obtener resultados, el único medio es que cierto número de personas conjugue sus esfuerzos. Un hombre solo no puede hacer nada. Un hombre solo puede muy bien engañarse en cuanto a su despertar y tomar por un despertar lo que no es más que un nuevo sueño. Si cierto número de personas deciden trabajar juntas contra el sueño, se despertarán mutuamente e incluso, si la mayoría se vuelve a dormir, puede bastar que una se despierte para que ésta se ponga a despertar a los otros. Igualmente pondrán en común sus diversos medios de despertar. Todos juntos, pueden ser de gran ayuda unos a otros, mientras que sin esta ayuda mutua, cada uno, aisladamente, no llegaría a nada. Un hombre que quiere despertar debe buscar otras personas que quieran también despertar, a fin de trabajar con ellas. Pero esto no basta todavía, ya que semejante trabajo requiere de un conocimiento que el hombre ordinario no posee. Este trabajo debe ser organizado y dirigido en función de este conocimiento. Sin estas condiciones, lo más probable es que los esfuerzos emprendidos resulten vanos o se desvíen: la gente puede inventar toda clase de medios y maneras, puede incluso llegar a prácticas "ascéticas" y a torturarse; pero todos estos esfuerzos resultarán vanos si no son emprendidos "de cierta manera", la única precisamente que

pueda traer una transformación. Para muchos, esto ya es algo difícil de comprender: no cualquier esfuerzo lleva al despertar; esfuerzos de un tipo especial son necesarios, y estos esfuerzos son diferentes según las circunstancias y el momento. Pero hay algo más difícil aún, sobre todo para los intelectuales: por sí misma, por su propia iniciativa y según lo que piensa o cree bueno para sí, la gente puede ser capaz de grandes esfuerzos y grandes sacrificios. Pero los hombres no pueden comprender que todos estos sacrificios elegidos por ellos y conformes con sus ideas personales no tienen probablemente nada que ver con lo que es necesario para el despertar que ellos buscan, justamente porque acerca de este despertar lo ignoran todo. No pueden admitir que todos sus sacrificios, en este caso, puedan ser inútiles. Y no pueden comprender que su primer esfuerzo, su primer sacrificio debe ser el renunciar a sus ideas y a sus creencias personales, para obedecer a otro. Semejante trabajo debe ser organizado. No puede serlo sino por un hombre que conozca los problemas y las metas, que conozca las reglas y los medios de este trabajo, y que de él tenga él mismo la experiencia, al haber pasado, en su oportunidad, por un trabajo así organizado. Quienes son capaces de organizar tal trabajo y de ayudar en él tienen también sus tareas y sus metas propias, conocen el valor del tiempo; saben que está medido y precian el suyo muy alto. Y ésta es otra razón por la que un hombre aislado tiene pocas posibilidades de recibir ayuda: además del hecho de que este aislamiento es una condición desfavorable, el hombre que se encarga de un trabajo de despertar preferirá ayudar al mismo tiempo a, digamos, veinte o treinta personas deseosas de despertar que a una sola. Y el hombre que quiere permanecer aislado, muy probablemente termine excluyéndose a sí mismo. La primera meta de un hombre que busca despertar y comienza el estudio de sí debe ser unirse a un grupo: el estudio de sí no puede ser llevado a cabo sino en grupos correctamente organizados. En cuanto al trabajo en sí, permanecerá mucho tiempo como un trabajo solamente preparatorio: tantas cosas están torcidas u oxidadas en la máquina humana que es necesario previamente repararlas. Un trabajo efectivo, con miras a un despertar no puede ser emprendido sino después, cuando pueda apoyarse sobre bases sólidas, equilibradas. Excepto casos de carencia grave que puedan necesitar un trabajo personal independiente, es sólo en un grupo, también, que puede hacerse este trabajo preparatorio. Un hombre solo no puede verse a sí mismo. Pero cierto número de personas reunidas con esta meta, aun sin quererlo, se ayudarán mutuamente. Uno de los rasgos característicos de la naturaleza humana es que el hombre ve siempre más fácilmente los defectos de los demás que los suyos propios: esto ocurre muy "espontáneamente". Ahora bien, en el camino del estudio de sí, el hombre aprende pronto que él mismo posee todos los rasgos y todos los defectos que ve en el prójimo: sólo la dosis, por así decir, difiere. Hay muchas cosas que él no ve en sí mismo mientras que, en los demás, le son evidentes. Si ha comprendido bien que estos rasgos, en grados diversos, también están en él, comienza a estar atento a ellos, puede verlos, encontrarlos en él, y puede tener él también la experiencia de ellos: los otros miembros del grupo le sirven en cierto modo de espejo en el que puede verse. Pero para verse a sí mismo en los rasgos, los defectos y las faltas de sus compañeros y no ver solamente los rasgos y los defectos de ellos, es necesario ser capaz de una actitud interior especial, de una vigilancia y de una atención de particular dirección y calidad, para las cuales se requiere de suma honestidad y sobre todo suma sinceridad

consigo mismo. No se puede hablar honestamente sino de lo que uno mismo ha vivido. Si la sinceridad más exacta y si la aceptación de ponerse a sí mismo cada vez en tela de juicio no son respetadas por cada uno de los miembros del grupo, este trabajo no es posible y el defecto de uno solo basta para que "apeste la atmósfera". De modo que, en el trabajo de estudio de sí, cada uno comienza a acumular todo un material que resulta de sus observaciones sobre sí mismo. Aquí, una vez más, un trabajo de grupo es irremplazable: veinte personas tendrán veinte veces más material, utilizable en su mayor parte por cada uno: el intercambio de las observaciones y luego el intercambio de la comprensiones es una de las metas de la existencia de los grupos de trabajo. Cada uno sin embargo debe ante todo recordar que él no es uno: una parte de él es el hombre que quiere despertar, pero la otra, su personalidad, no tiene el menor deseo de un despertar y deberá ser llevada allí a pesar de ella, a la vez por la fuerza y por la astucia. Un grupo es, de ordinario, un pacto sellado entre los yoes reales de cierto número de personas para entablar juntos la lucha contra sus falsas personalidades. El Yo real de cada uno de ellos carece de fuerza frente a su personalidad, o bien duerme; y la personalidad es dueña de la situación. Pero si veinte yoes se unen para luchar contra cada una de las personalidades, pueden llegar a ser más fuertes que ella; en todo caso, pueden perturbar su dominio e impedir a los otros yoes dormir tan tranquilamente. Pero la sola observación de sí no basta para el despertar. No es más que una etapa previa que requiere de cierto grado de despertar, pero este despertar se queda de algún modo pasivo: el hombre allí apenas emerge del sueño y recae en él inmediatamente. Es sólo al comenzar a "recordarse de sí mismo" que el hombre comienza realmente a despertar; al tratar de reencontrar, unir y vivir, más allá de sus personajes, aquello que ha sentido que era más verdaderamente él mismo. Tal intento aporta una "impresión de sí" que tiene un "sabor" específico y se reconoce sin error: en ese momento el hombre que la ha conocido comienza a no dejar que su personaje lo siga engañando. En verdad, lo que implica este intento no puede ser descrito con palabras: aquella es una experiencia individual que, como toda experiencia de conciencia, sólo tiene sentido cuando es vivida, en el momento mismo en que lo es, y solamente para el individuo que la está viviendo. Mientras un hombre no pueda recordarse de sí mismo, las cosas se hacen en él, o por medio de él, pero no se hacen en presencia de él ni de acuerdo con él. Sólo funciona la máquina; él mismo no está allí; incluso la simple observación de sí no es posible sin cierto grado de recuerdo de sí. Pero, incluso con el recuerdo de sí, y el conocimiento relativo de sí que allí encuentra, mientras un hombre no llegue de forma suficientemente global a una real "presencia de sí mismo''', las cosas no son hechas por él, ni con él. Es sólo al empezar a "recordarse de sí mismo" que el hombre puede despertar realmente. Es sólo con un despertar real y suficientemente duradero que un hombre llega a estar presente a sí mismo. Y es sólo con la "presencia de sí mismo" que un hombre comienza a vivir como tal.

LA PREPARACIÓN PARA UNA REAL BÚSQUEDA DE SÍ: LA TRANQUILIZACIÓN, EL RELAJAMIENTO, LA SENSACIÓN DE SÍ Y EL TRATAR DE RECORDARSE DE SÍ MISMO Puede que las ideas consideradas hasta el momento nos hayan mostrado cuan superficiales eran aún los "conocimientos" que teníamos sobre nosotros mismos y sobre la vida; y, si realmente queremos vivir nuestra vida, tal vez sintamos ahora la necesidad de profundizar en su comprensión. Esto nos coloca ante una necesidad nueva para nosotros, algo que nunca habíamos considerado de esta manera hasta ahora. Las razones precisas por las cuales nos sentimos impulsados a un estudio como éste son sin duda algo diferentes para cada uno, la meta que más especialmente tenemos en la mira puede no ser aparentemente la misma para todos y tenemos formulaciones diferentes para ella. Sin embargo, cada uno de estos aspectos particulares tiene finalmente relación con la misma demanda interior: dar a nuestra vida un sentido y un significado que con toda honestidad no le hemos encontrado aún o, en todo caso, sólo de manera muy incompleta. Casi todo lo que hemos hecho hasta ahora ha estado volcado hacia el exterior: la vida exterior ha absorbido la casi totalidad de nuestra vida. El tiempo consagrado a volvernos realmente hacia nosotros mismos y nuestra vida interior es ínfimo en comparación. En el transcurso de nuestra instrucción, nuestros estudios, nuestras actividades en la vida, casi todo ha estado volcado hacia el exterior. Nos hemos volcado hacia un saber exterior a nosotros, hemos aprendido a mirar u observar nuestro alrededor y a actuar sobre la gente, las cosas, las circunstancias exteriores. Aun nuestras "oraciones", la mayoría de las veces, han estado volcadas hacia el exterior, hacia un Dios exterior. Muy poco hemos aprendido a volvernos hacia dentro de nosotros mismos: sólo en ciertos momentos y de modo episódico. Si, no obstante, queremos alcanzar en nuestra vida unas metas que sean nuestras, si deseamos una vida cuyas obras y cualidades sean aquellas que nos sentimos llamados a hacer vivir y cuyas obras lleven el sello de las verdades que reconocemos, cierto es que ello no será posible mientras la vida exterior nos arrastre en todo momento. Necesitamos desarrollar en nosotros mismos una presencia fuerte, lúcida, estable, capaz, para alcanzar sus metas, de servirse de las fuerzas que le ayudan y de resistir a las atracciones contrarias de la vida: necesitamos primero ser plenamente nosotros mismos frente a la vida y a través de ella. Todos, más o menos, hemos hecho intentos en este sentido, pero vemos que, casi siempre, han quedado dispersos, sin coordinación ni continuidad y enteramente insuficientes; en el mejor de los casos, cierto dominio de sí y cierta "voluntad" se han desarrollado a costa de una lucha y de una división interior que llevan a la sumisión o el rechazo de las partes opuestas en nosotros. Aun este dominio es precario y continuamente cuestionado. No podemos decir que nos haya conducido a ser plenamente nosotros mismos ni a realizar la síntesis y armonía dentro de nosotros mismos, como tampoco entre nosotros y la vida: lo que se podría llamar la primera etapa de una realización de sí, o mejor todavía, la realización de esta presencia lúcida y estable que hemos comprendido que necesitábamos. Si queremos llegar, en este sentido, a algo realmente válido, sentimos ahora que nos hace falta emprender un trabajo de otro orden, un trabajo mucho más estructurado.

La preparación para una real búsqueda de si Una sola cosa es hoy cierta: no podemos ir más allá en la búsqueda de una presencia mejor a través de la vida sin antes volvernos hacia nosotros mismos, sin adquirir en primer lugar una experiencia y comprensión mejores de lo que somos y desarrollar en nosotros cualidades que todavía nos faltan: es, en efecto, en nosotros y a través de nosotros que todo cuanto puede dar un sentido a nuestra vida se percibe y se hace. Pero no hemos aprendido a volvernos hacia nosotros mismos; lo ignoramos todo acerca de lo que puede ser un trabajo interior para el despertar a sí mismo y el desarrollo de sí. Así como hemos aprendido a actuar para nuestro trabajo exterior, asimismo nos damos cuenta de que tendremos que aprender lo que es un trabajo interior y qué clase de acto o de actividad implica. Colocados ante esta necesidad de profundizar primero en el conocimiento de nosotros mismos, nos damos cuenta en seguida de que la empresa es inmensa; tan grande y tal vez mayor que el aprendizaje de nuestra vida exterior. Este es también un camino largo, fastidioso y a menudo ingrato; y desde el comienzo aparecen las dificultades: ¿por dónde empezar? Vemos que en verdad nos hace falta un trabajo mucho más intenso y de mayor duración que lo que han sido jamás nuestros intentos en esta dirección; y si queremos llegar a algo en esta dirección, haría falta también medios que no conocemos: nos hace falta un trabajo mucho más organizado. Una estructura así no puede venir de nosotros: no tenemos los conocimientos suficientes, hace falta alguien que los posea. Y tal plan de trabajo no puede ser llevado a buen término por nosotros solos. Solos, no tendremos jamás la cantidad de tiempo, la cantidad de cualidades diversas ni sin duda la suma de valor para ello. La primera condición imperiosamente necesaria es que hayamos encontrado un grupo de buscadores, interesados en este trabajo, al cual las bases indispensables sean aportadas. Esto por sí solo es poco frecuente y muy difícil. Suponiendo incluso que por un milagro esas condiciones se encuentren realizadas y que podamos unirnos a un grupo que emprende un trabajo de esta clase, jamás tendremos el interés que hace falta para emprenderlo si no tenemos una visión suficientemente clara de la dirección seguida y si no comprendemos el sentido de los primeros esfuerzos emprendidos. Hemos reconocido que podíamos distinguir en nosotros tres niveles, tres modos de actividad muy diferentes: un nivel instintivo-motor, un nivel afectivo y un nivel intelectual. No carecemos de algunas experiencias en cada uno de estos campos y podríamos comenzar por estudiar cualquiera de ellos. Así que podríamos comenzar por el nivel afectivo, es decir, todo lo que es, en nosotros, emoción o sentimiento. Pero aquellos entre nosotros que lo han intentado —y los demás pueden darse cuenta de ello muy rápidamente— saben que nuestras emociones y sentimientos son el campo donde probablemente somos más impotentes. Surgen, desaparecen, nos ciegan o nos arrastran sin que podamos hacer nada. Y no son ciertamente un terreno bien sólido ni muy favorable para comenzar un estudio de sí. Podríamos también comenzar por el nivel intelectual. Pero todos sabemos hasta qué punto nuestros pensamientos se encadenan, se asocian, fluyen a pesar nuestro y se nos escapan; también sabemos lo difícil que nos resulta "fijarlos": fijar nuestra atención sobre un trabajo intelectual. Y no parece tampoco que sea,

para el comienzo del estudio de sí, un trabajo fácil. Queda el nivel orgánico: nuestro cuerpo. El es sólido y concreto, con una forma aparentemente estable con la cual, en todo caso, podemos en cierta medida contar; es el instrumento a través del cual percibimos, y por medio del cual actuamos: permanece de buena gana en reposo y podemos observarlo mejor que a los otros niveles. Es relativamente obediente y en cierta medida (en todo caso mucho más que para el resto de nuestras partes) tenemos algún poder sobre él. Además, es en nosotros la base material más sólida, y es una regla general que toda empresa terrestre, humana o no, debe apoyarse primero sobre una base sólida y concreta. En fin, es a través del cuerpo que se efectúan todos los intercambios de la vida y que nos llegan todas las energías que necesitamos. Por todas estas razones, puede ser prudente comenzar nuestro trabajo con él: y necesitamos ser prudentes, pues nuestra empresa es difícil: si no la conducimos inteligentemente, con astucia, sentimos sin lugar a duda que la estupidez puede conducirnos a amargas decepciones. Si queremos estudiar nuestro cuerpo o por lo menos, al comienzo, su parte motriz, el movimiento, nos hace falta, antes que nada, estar relacionados con él. Lo que nos relaciona con él es la "sensación" que tenemos de él: la percepción interior de nuestro yo físico, la sensación física de sí. Pero la sensación tiene una importancia mayor aún, puesto que si nuestra meta es desarrollar algún día en nosotros una presencia estable, la sensación de nuestro yo físico es parte inherente a ella: es la parte más concreta y la más fácilmente controlable de ella. Tenemos siempre una sensación de nuestro cuerpo; de no ser así, nuestras posiciones no se mantendrían, nuestros movimientos se harían de cualquier manera, o no se harían. Pero no tenemos conciencia de ello, no lo sabemos, salvo en las situaciones extremas, cuando un esfuerzo no habitual es necesario o cuando algo anda mal, no funciona. El resto del tiempo lo olvidamos. Para conocernos y observarnos, para estudiar nuestro cuerpo, y más tarde, para apoyar nuestro trabajo, necesitamos disponer de esa sensación. Esto requiere que en nosotros se establezca una nueva relación: yo —consciente de— mi sensación. De hecho hay allí mucho más que una simple relación nueva; en realidad es una situación nueva que surge en nosotros en este intento. Allí está sin duda el hecho más importante, pero no tenemos todavía suficiente material de experiencia para hablar de ello. Por el momento, necesitamos una sensación estable, es decir, necesitamos volvernos capaces de una conciencia más estable, más duradera, de nuestro cuerpo y de su situación. La primera idea que se nos ocurre es, naturalmente, tratar de seguir esta percepción de nuestro cuerpo a través de los movimientos y las actividades de nuestra vida. Podemos tratar de hacerlo; pero pronto nos damos cuenta de que, por una parte, no nos encontramos nunca dos veces en igual condición, de modo que es muy difícil orientarse; y, también, de que nuestra actividad misma nos toma y nos hace perder toda posibilidad de seguir nuestra situación. De hecho, si queremos conocer nuestra sensación de nosotros mismos y desarrollar en nosotros la posibilidad de guardar conciencia de ella, nos hace falta trabajar en condiciones mucho menos difíciles. Nos hace falta colocarnos en condiciones privilegiadas, que estén a la medida de lo que nos es posible; y al comienzo, en un campo que no conocemos todavía, donde nada está desarrollado como debería estarlo, casi nada nos es posible. Además, en nuestro trabajo sobre nosotros mismos, será siempre así. Este trabajo sólo tiene sentido

si nos permite un día ir a la vida para manifestar allí plenamente lo que hayamos reconocido ser y para realizar allí, lo que dependa de nosotros. Habrá siempre dos líneas en nuestro trabajo sobre nosotros mismos: por una parte el trabajo interior en calma y en condiciones apropiadas para el desarrollo de ciertas posibilidades, y por otra, la prueba de la vida, en una medida acorde con el desarrollo interior realizado. Pero la vida es una tempestad en la cual hay que ser interiormente muy fuerte para no ser presa de los elementos contrarios. Y antes de exponernos a la prueba o de aventurarnos, debemos haber desarrollado pacientemente, resguardados en condiciones privilegiadas, las fuerzas y facultades (los poderes) que nos permitirán no zozobrar. En lo que se refiere a la sensación de sí, necesitamos, antes de poder seguirla en sus variaciones en el transcurso de nuestros movimientos y de nuestra vida, conocerla en un estado básico en el que siempre podemos encontrarla inmediatamente, igual a sí misma, cada vez que, para nuestro trabajo interior, ella nos sea necesaria. Por lo mismo que hace falta un cero o una norma para toda medida, igualmente necesitamos, para la apreciación de nosotros mismos, una base de referencia, la medida de una situación siempre igual. Y para la sensación de sí, sólo podemos encontrar esta base en un relajamiento completo. Debemos por tanto, colocarnos en unas condiciones donde este relajamiento sea posible. Ya que hemos reconocido esta necesidad, debemos comprometernos con nosotros mismos a intentarlo todos los días, en la justa medida de nuestras posibilidades, al menos una vez, si no dos, o tal vez más. Nos colocaremos en condiciones en las cuales estemos seguros de no ser molestados, de no tener que responder a un llamado de la vida exterior. Y, en primer lugar, hay que tomar una postura favorable para un trabajo de esta clase. Tal postura debe ser estable por sí misma, confortable y sin incomodidad de ningún tipo. La que, para nosotros, es tal vez la mejor, es sencillamente sentado sobre una silla, o si es necesario en un sillón, la parte baja de la espalda apoyada o no, pero la pelvis bien equilibrada, el cuerpo erguido, la cabeza recta: ni baja (lo que es signo de inercia y hasta de dormir) ni muy levantada (lo cual es signo de una huida hacia el intelecto, las ideas y hasta la imaginación). Los ojos pueden estar cerrados o abiertos: abiertos, la visión puede alimentaren nosotros la asociación de ideas que captarán nuestra atención y nos desviarán de nuestro tratar; por lo tanto es deseable fijar entonces la mirada a algunos metros delante de nosotros, sobre un punto fijo, sin desviarla. Cerrados, la ausencia de visión aporta una calma mayor, pero también facilita la inercia y el abandono al sueño. Las rodillas deben estar en ángulo recto y los pies juntos o ligeramente separados, bien asentados. Los brazos y hombros deben caer libremente, los antebrazos doblados para que las manos reposen horizontalmente sobre las rodillas respectivas; en estas condiciones, el circuito de energía que pasa por ellas permanece abierto. Las manos pueden estar también colocadas delante de sí, la mano derecha en la mano izquierda; de esta manera el circuito de energía está cerrado sobre sí mismo en su sentido natural (inverso en los zurdos). Hay, en efecto, en nuestro organismo, diferentes circuitos de energía, algunos de los cuales conocemos bien, como el circuito de la circulación sanguínea, o el de los impulsos nerviosos, aunque hay otros, como el del sistema nervioso autónomo, que nos son menos conocidos, o como aquellos de energía más sutil, que nos son prácticamente desconocidos; o a lo sumo, hemos oído decir que puede ser que existan. Una de las razones que nos hace adoptar esta postura para todo trabajo interior profundo es la de dejar libre curso, por todas partes en nosotros, a todos estos circuitos de energía; otra razón es para que permita una

tranquilidad completa, es decir, por un lado, que no implique en ninguna parte una molestia mecánica, que no haya en ninguna parte una presión molesta sobre nuestros órganos y, por otro lado, que permita soltar todas las tensiones, comenzando con las de nuestro cuerpo orgánico. Todo está interrelacionado en un ser humano; las presiones mecánicas y, sobre todo, las tensiones musculares, ambas obstáculo para la libre circulación de nuestras energías, tienen su correspondencia en las otras partes de nosotros mismos; e impiden o desvían el trabajo sobre sí. Si por una razón cualquiera (una deformación del esqueleto, por ejemplo) no pueden ser resueltas, necesitamos estar conscientes de ello para aportar tanto como sea posible las compensaciones necesarias sobre los diversos niveles en nosotros. Una postura favorable para el trabajo profundo sobre sí debe pues estar perfectamente equilibrada y mantenerse naturalmente por sí misma, manteniéndose rectas la columna vertebral y la cabeza por sí mismas sobre la base de la pelvis perfectamente estable, sin tensión de ningún tipo fuera de la muy ligera tensión de los músculos de la nuca que impiden la caída de la cabeza hacia adelante. Ella representa el mínimo de tensión necesaria para servir de apoyo al mantenimiento de una vigilancia. La postura considerada como la más favorable desde los tiempos más antiguos y sobre todo en los países orientales, donde los hombres tienen mucha práctica en estos ejercicios, es la "posición de loto". Con una ligera elevación de la pelvis, cuyo grado depende de cada persona, asegura una base más estable, un mayor contacto con el suelo, una estática vertebral más equilibrada. Pero para los occidentales, debido a la falta de entrenamiento desde la infancia y a la conformación esquelética un poco diferente de la de los orientales, esta posición es generalmente imposible. Sin embargo, podemos tomar una posición de semiloto o, más simplemente, la posición sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. Pero aun esas posturas intermedias nos son a menudo difíciles al principio y nos piden cierto "entrenamiento". No son indispensables y, en los primeros tiempos, la posición sentada simple que examinamos en primer lugar permite perfectamente el trabajo sobre sí; pero son la mejor posición para un trabajo interior profundo: aportan la mayor libertad con el mínimo de tensión, con el mínimo de gasto para el conjunto del organismo. Hay además modalidades particulares a cada uno de nosotros que hacen que él deba encontrar por sí mismo cuál posición es, para él, la más equilibrada. Hay otra posición que parecería natural considerar primero para resolver todas las tensiones: es la posición acostada. Pero además de que esta posición suprime toda vigilancia muscular y facilita la caída en la pasividad interior y luego en el sueño, favorece también la circulación y el desarrollo de las fuerzas instintivas, de manera que el equilibrio general se encuentra desviado, pesado, así que no es deseable. Sin embargo, en ciertos casos particulares, o en ciertos momentos, puede ser la única posición que aporta la relajación suficiente de las tensiones; con la condición de conocer y corregir efectivamente su desequilibrio, puede permitir también el trabajo profundo sobre sí. Así que, habiéndonos colocado en condiciones en que estamos seguros de no ser molestados por la vida exterior, escogeremos esta posición sentada que es ciertamente suficiente para el trabajo que tenemos la intención de emprender y que es, para nosotros, al principio la más sencilla. En primer lugar, nos hace falta restablecer la calma en nosotros y desapegarnos poco a poco de todas las preocupaciones exteriores de nuestra vida corriente: sus tensiones, sus apegos y s" repercusión interior, la agitación que determinan en

nosotros. Esto requiere de más o menos tiempo según nuestro estado personal, según aprendamos a hacerlo bien y también según la presión que las circunstancias exteriores ejerzan sobre nosotros. Pero, a continuación, hay un primer tiempo siempre necesario, cualquiera sea el ejercicio de trabajo sobre sí que se intente, el de siempre recordar por qué se emprende este intento, reencontrar en nosotros lo que necesita que se emprenda, así como la línea de interés a la que pertenece. Un ejercicio de este tipo sólo tiene sentido si está ligado, relacionado, en nosotros, con la necesidad que tenemos de llegar a ser cada vez un poco más nosotros mismos. Cuando sentimos esto, vemos que estamos siempre divididos: una parte de nosotros necesita de este intento y acepta con agrado este esfuerzo; otra parte más o menos grande (y esto cambia según el tiempo o los momentos) no tiene ninguna necesidad de él y no quiere nada con él: esta otra parte no está interesada en absoluto y preferiría otra cosa: escuchar música, ir al teatro o al cine, estudiar, bailar, etc. Esta otra parte de nosotros debe, por un momento, ser convencida de ayudarnos, o al menos, de dejarnos hacer, a cambio de darle después las satisfacciones que necesita. Y es muy importante obtener este acuerdo para reducir al mínimo las discordancias que hay en nosotros: un trabajo de esta índole necesita de un "ambiente" armónico. Sería mejor nunca forzar nada. Algunas veces, sin embargo, a riesgo de dejar por completo de hacer esfuerzos y de ver debilitarse esta parte de nosotros que tiene, no obstante, más que cualquier otra, derecho a la vida, debemos obligar a la parte que la ahoga y rehusa dejarle el sitio, a permitir lo que queremos tratar. Hay que saber hacerlo cuando parezca necesario y exigir de sí una disciplina sin conflictos inútiles, hábil pero firmemente, y tomando en cuenta que cada vez que se fuerza algo en uno, se hace crecer al mismo tiempo una oposición equivalente. Aun si una oposición creada por un constreñimiento no se manifiesta de inmediato, permanece en reserva, crece y aumenta por aportes sucesivos hasta el día en que explota con sus efectos destructores. Es necesario saberlo, observarlo en uno mismo y comportarse en consecuencia. Esta oposición, si uno la provoca o si ella encuentra en uno fuerzas aliadas, puede volver imposible, durante un tiempo, todo trabajo real: hay que saber reconocerlo, pues nada es peor que emprender un ejercicio de este tipo, sin motivación verdadera, simplemente porque uno lo ha dicho y para deshacerse de él. Tal vez convenga más esperar un mejor momento; al mismo tiempo, dejar para más tarde lo que no ha podido hacerse de inmediato es una trampa evidente: una forma atenuada de abandono para volver ese ejercicio más aceptable a quien no quiere hacerlo. Pero esperar un tiempo predeterminado hasta un término fijado exactamente y entonces, en ese momento, cualesquiera sean las condiciones, retomar implacablemente su intento, es un expediente —no exento de riesgos diversos— algunas veces justificado. ¿No lo utilizamos nosotros acaso en la vida corriente para fines mucho menos importantes? Solamente si estamos decididos a reunir estas primeras condiciones, y si lo logramos, pueden ser considerados luego nuestros primeros esfuerzos de trabajo sobre nosotros mismos. Pues tales intentos no aportan nada por sí mismos: no son sino la preparación para un largo trayecto de trabajo interior, difícil, a veces fastidioso, lleno de obstáculos y callejones sin salida, donde el riesgo de extraviarse es tan grande como en la vida exterior, y la cantidad de trabajo a efectuar es mucho mayor y mucho más sutil que en cualquier otro tipo de realización. AI principio, ese trabajo se apoyará con mayor frecuencia sobre el

relajamiento y la sensación y, más adelante, sobre el recuerdo de sí, según modalidades precisas y bajo la vigilancia de lo que ocurre. Perderse, en este inicio, puede comprometer toda posibilidad de evolución futura y a partir de este punto tenemos que abandonar todas las concepciones abstractas: sólo la relación directa de hombre a hombre, de mayor a joven, de maestro a discípulo, puede, de allí en adelante, hacernos avanzar. Un sentido interior muy vivo y una determinación que nada desaliente son indispensables para continuar en el camino que es de uno. De todas maneras, todo es siempre relativo, pues los seres humanos no tienen en sí las mismas posibilidades de evolución; pero todos tienen un camino que pueden (y deberían) recorrer y que es para ellos lo esencial. Al mismo tiempo, este camino pasa por etapas precisas, pero cuyo orden y los medios utilizados para recorrerlas dependen, no obstante, de cada camino y hasta de cada escuela; el nivel final de la realización tampoco es el mismo en los diferentes caminos. Pero bajo esos aspectos diferentes, lo que es posible al hombre en general, así como las modalidades de su evolución eventual, obedecen en todas partes a las mismas leyes y a las mismas reglas. Todo esto forma parte de las razones por las cuales los ejercicios de una escuela, concernientes al trabajo sobre sí, no son consignados por escrito; o, si lo son, esos escritos no son asequibles sino a aquellos que ya tienen una experiencia suficiente con el los y los han practicado suficientemente bajo la dirección de sus mayores como para comprender lo que esos ejercicios representan en la línea misma de esa escuela en particular. No hay allí, por lo demás, ningún secreto. Se trata, solamente, de que nadie puede comprender sino viviendo él mismo las experiencias de esta clase y que una mala comprensión, insuficiente o parcial, o errónea es el peor de los perjuicios posibles tanto para el individuo como para la escuela: de modo que se hace todo lo posible para evitarlo.

La CONCIENCIA MORAL interior llama a ser uno mismo. Ser uno mismo empieza con el conocimiento de sí. El conocimiento de sí empieza con el trabajo sobre sí. El trabajo sobre sí se apoya sobre la sensación de sí.

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