Jean Laplace SJ - El Camino Espiritual a La Luz de Los Ejercicios Ignacianos (1)
April 14, 2017 | Author: Chema Segura SJ | Category: N/A
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Colección PASTORAL
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J E A N L A P L A C E , S. J .
EL CAMINO ESPIRITUAL A LA LUZ DE LOS EJERCICIOS IGNACIANOS
47337 2
9 FEB. 1Q88
Editorial SAL TERRAE Santander
Título del original francés: Approche spirituelle du mystère de Dieu dans le Christ à travers la prière et l'expérience des Exercices © 1984 by Centre de Spiritualité Ignatienne Sainte-Foy, Québec (Canada) Traducción de Felipe Pardo, S. J. (g 1988 by Editorial San Terrae Guevara, 20 39001 Santander Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in S pain ISBN: 84-293-0793-1 Depósito Legal: SA. 19 - 1988 Impreso por: Artes Gráficas Resma Prol. M. de la Hermida, s/n. 39011 Santander 1988
INDICE Págs.
PRESENTACIÓN, por Jean-Guy Saint-Arnaud, S.J. ...
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I. PONENCIAS
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1. La gracia del acompañante
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2. El camino espiritual
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1. Camino bíblico
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2. Camino ignaciano
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3. Interacción de los itinerarios bíblico e ignaciano
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Conclusión
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3. La pedagogía espiritual
II.
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1. Pedagogía de la oración
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2. Pedagogía de la libertad
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3. Pedagogía de la durabilidad
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Conclusión
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«MESA REDONDA»
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Presentación Los días 15 y 16 de octubre de 1983 se celebraba en la sala Gesü de Montréal el VII Congreso anual de los Cahiers de Spiritualité Ignatienne (Cuadernos de Espiritualidad Ignaciana). Un tema realmente fecundo y una persona de excepcionales recursos atrajeron a más de trescientos cincuenta asistentes, llegados de todos los puntos de la Provincia y de todo el Canadá. Desde el I Congreso, celebrado en 1977, nunca habíamos visto una concurrencia tan numerosa. Indudablemente, el renombre y la competencia del P. ]ean Laplace tuvieron mucho que ver con el éxito de este Congreso. El P. Laplace, efectivamente, es muy conocido en el mundo de los Ejercicios Espirituales, en el que lleva trabajando desde hace treinta años. Natural de Rouen (Normandía), el P. Laplace ingresó en 1927 en la Compañía de Jesús, donde cursó los habituales y largos años de estudio junto a los PP. Jean Daniélou y Jacques Guillet. Los comienzos de su vida apostólica tuvieron lugar en una casa de formación de la Compañía de Jesús, como prefecto de estudios y profesor de griego. ¿Hay que ver en estas sus primeras actividades una de esas misteriosas preparaciones capaces de explicar la singular competencia pedagógica del P. Laplace? Su contacto con los Padres Griegos le llevó a colaborar en la colección Sources chrétiennes, en la que publicó en 1943 la edición crítica de los escritos de
PRESENTACIÓN
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san Gregorio de Nisa. Por fin, en 1952 deja el terreno de la enseñanza y se dedica al ministerio de los Ejercicios Espirituales y a la promoción de la espiritualidad ignaciana. Cuando se presentó en el Gesù para pronunciar las conferencias que se recogen en estas páginas, el P. Laplace acababa de concluir en Trois-Rivières su tanda número sesenta de Ejercicios de treinta días. Pero son incontables sus restantes tandas de Ejercicios de todo tipo, sus retiros, sus conferencias... Este trabajo apostólico le lleva a las cuatro partes del mundo y le pone en contacto con todo tipo de grupos de laicos, religiosos y religiosas. Y en medio de todas estas actividades, todavía encuentra el P. Laplace tiempo para escribir. Sus numerosas publicaciones vienen a completar de manera admirable su labor de conferenciante y de acompañante espiritual, proporcionándole una permanencia y un radio de acción incalculables. Aparte de sus numerosos artículos, señalemos los títulos de sus principales libros: Culture at Apostolat, 1960; La femme et la vie consacrée, 1963 (trad. cast.: La mujer y la vida consagrada, 1966 ); La direction de conscience et la vie spirituelle, 1965; Le prêtre à la recherche de lui-même, 1969 (trad. cast.: El sacerdote, 1970); Une expérience de la vie dans l'Esprit, 1972 (trad. cast.: Diez días de Ejercicios. Una experiencia de la vida en el Espíritu, 1987); Discernement pour un temps de crise, 1978; La prière, désir et rencontre, 1974 (trad. cast..- La oración: búsqueda y encuentro, 197 8 ). Actualmente, el P. Laplace ha publicado sus «Ejercicios con san Juan», con el título de De la lumière à l'amour. En su concepción inicial, el Congreso de 1983 pretendía centrarse en el tema de la oración y los Ejercicios Espirituales. Se trataba de un tema eminentemente fe2
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cundo y que había que preparar debidamente. Con este fin se contactó con numerosísimos «ejercitadores» a los que se invitó a reflexionar acerca de todo cuanto concierne a la oración en su labor de acompañantes de Ejercicios. Los frutos de todas estas reflexiones se pusieron en común y fueron examinados durante la sesión de análisis de Loretteville, en junio de 1983 (cf. el n.° 29 de Cahiers de Spiritualité Ignatienne). Por supuesto que muchos de los asistentes traían al Congreso preguntas concretas acerca de la oración, sus modos, sus ritmos, su evolución, su contenido, su relación con la vida... Hemos de agradecer al P. Laplace el habernos dado, a través de sus ponencias y de sus reflexiones en los plenos, no sólo respuestas precisas a cada una de las preguntas, sino también, y sobre todo, lo que él mismo denomina un «sentido espiritual», los elementos de una sabiduría que nos permite realizar por nosotros mismos los necesarios discernimientos en relación con la experiencia de oración de las personas encomendadas a nuestro «acompañamiento». A este fin, el P. Laplace optó por introducir ampliamente el tema inicial y situarlo en su obligado contexto del misterio cristiano, de la Escritura y de la Iglesia. De ahí la formulación actual del tema del Congreso: «Aproximación espiritual al misterio de Dios en Cristo a través de la oración y la experiencia de los Ejercicios». De sabios es saber captar, dentro de la multiplicidad y complejidad de los elementos de una realidad, las líneas de fuerza que los agrupan y hacen de ellos un conjunto coherente. La flexibilidad y el rigor con que el P. Laplace combina y armoniza los diferentes elementos de la vida espiritual revelan, sin ningún género de dudas, una asombrosa sabiduría espiritual por su parte. Para convencerse de ello, basta con leer sus ponencias. Tras la ponencia introductoria, vienen dos enjun-
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PRESENTACIÓN
diosas disertaciones, seguidas de las reacciones de los asistentes en las sesiones plenarias. En su primera y breve ponencia, el P. Laplace introduce el tema presentando, en sus coordenadas esenciales, en qué consiste la «gracia del acompañante»: hacer que emerjan los «sentidos espirituales» y tratar de «poner al Criador con la criatura». La segunda ponencia se refiere al camino espiritual, el de la Biblia y el de los Ejercicios, así como a las relaciones y la interacción entre ambos. Esta segunda ponencia sirve de telón de fondo a la tercera, que trata de la pedagogía espiritual y aborda más específicamente los problemas concretos de oración, libertad y durabilidad. Las dos sesiones plenarias que siguieron a las dos últimas ponencias se presentan como una especie de «repeticiones», en el sentido ignaciano del término: permiten a los oyentes profundizar y entender mejor la abundante materia propuesta por el ponente. La cantidad y calidad de las preguntas dirigidas al P. Laplace permitirán adivinar al lector de estas páginas el gran nivel de interés y de participación a que el ponente supo llevar a su auditorio. Al leer los textos, seguramente sorprenderá la sensación de flexibilidad, a la vez que de rigor, que de ellos se desprende. Esta impresión corresponde y remite, indudablemente, a la sabiduría y vivacidad que emanan de la propia personalidad del P. Laplace y que revelan su singular juventud de espíritu. Nos vienen ganas de decir de él lo que se decía de Monsieur Pouget: «Este hombre no envejece, sino que rejuvenece». JEAN-GUY SAINT-ARNAUD, S . J .
I PONENCIAS
1 La gracia del acompañante «¿Puede usted conseguir que en nuestro Congreso de 1983 nos beneficiemos de algún modo de sus treinta años de experiencia?». Esta pregunta del P. Gilíes Cusson era una invitación a dar públicamente cuenta de conciencia acerca de mi ministerio. Tanto más cuanto que la pregunta precisaba: «nuestros oyentes están ávidos de oír hablar de oración y de experiencia de Dios». Así pues, les ofrezco el resultado de algunas reflexiones que he hecho en torno al siguiente punto: cómo experimento yo, a través de la oración y la experiencia de los Ejercicios, la aproximación al misterio de Dios en Jesucristo. Presentaré estas reflexiones siguiendo una división muy sencilla. La materia o el objeto de esa experiencia de oración —el camino espiritual según los Ejercicios— será nuestro primer tema. Y el segundo versará sobre la manera en que los Ejercicios disponen a esta experiencia o, dicho de otro modo, la pedagogía espiritual de este acercamiento a Dios. Una constante referencia a la Biblia subyacerá a toda nuestra reflexión. Y es que yo no veo cómo podría dar los Ejercicios sin referirme constantemente a ella. Creo que fue hacia 1958 cuando un sacerdote ejercitante me dijo: «Debería usted releer toda la Biblia con
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ojos de animador de Ejercicios de treinta días». Así lo hice por entonces, y redacté un centenar de páginas para mi uso personal, en respuesta a una necesidad profundamente sentida. Y aún sigo viviendo de aquellas páginas. Pero se me ha impuesto una reflexión previa que voy a presentaros en esta mi primera charla: entre tanta diversidad de ministerios eclesiales, y concretamente dentro del ministerio de la Palabra, ¿cómo definir el que yo ejerzo por medio de los Ejercicios: la gracia del «acompañante» ? A la luz de dos textos que voy a mencionar (uno de la 2. Anotación de los Ejercicios y otro, referido a la unción, del capítulo 2.° de la Primera Carta de Juan), yo definiría la «gracia del acompañante» diciendo que se trata de una gracia que ha recibido del Espíritu Santo para hacer pasar de la cabeza al corazón la Palabra escuchada con fe y producir en quien la recibe frutos de vida y de acción. Esto es lo^que pretende hacer ver la 2. Anotación de los Ejercicios. Hay una enseñanza que dar: la materia de la meditación o contemplación; pero quien la transmite debe contentarse con dar una «breve o sumaria declaración». Todo lo que se le pide es que se mantenga objetivamente fiel a la Palabra. Y es que su finalidad ha de ser que esa Palabra recibida con fe se convierta en un manantial que brote a través de la reflexión personal o la iluminación de la gracia. El fin no es «el mucho saber», sino el «sentir y gustar de las cosas internamente», pues esto es lo que «harta y satisface al ánima» y la lleva a cumplir gozosamente la voluntad de Dios. Y tenemos el otro texto, el de 1 ]n 2, 20.27: «Estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo sabéis». Y más adelante: «La unción que de El habéis recibido a
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permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe... Su unción os enseña acerca de todas las cosas». Esta unción no es una enseñanza distinta de la de Cristo, sino que es esa misma Palabra interiorizada mediante la acción del Espíritu. El cristiano que se alimenta de la Palabra no tiene necesidad de ninguna otra enseñanza exterior. El Espíritu, cuya obra se asemeja a la unción con un aceite que produjera una mancha indeleble en un vestido, impregna el corazón del creyente de tal manera que éste, por grandes que sean el escándalo o las divisiones de las que pueda ser testigo, conserva la paz y vive sin ningún temor en este mundo, cumpliendo la voluntad de Dios, de la que no se aparta un ápice. De lo que aquí se trata, pues, es de ese «sentido espiritual» comunicado en el bautismo y que pone al creyente en sintonía con la Palabra de Dios. A ese sentido recurre el verdadero «acompañante» de los Ejercicios pata asegurarse de que las palabras que pronuncia soncomprendidas. Es conocido el comentario de san Agustín: «Repito la Palabra. La explico. Todos vosotros entendéis las palabras que utilizo. No obstante, si el maestro interior no os da el sentido de lo que oís con el oído, ¡cuántos de vosotros vais a salir de aquí sin haber comprendido nada...! Tndocti'». Repetirán palabras o ideas, pero no habrán penetrado en la realidad evocada por las mismas. No habrán desarrollado ese sentido interior que les permitiría comprenderlas y vivir de ellas. Y, sin embargo, es preciso asimilarlas con la gracia del Espíritu, la cual construye ese «sensus fidelium» del que habla la tradición teológica y del que bebe el magisterio de la Iglesia para declarar su fe. Con ese «sentir» y con esa «unción» relaciono yo la gracia del acompañante cuando éste pone al ejercitante frente al objeto de su fe. Es poco frecuente aludir a
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este sentido en el ejercicio del ministerio. Más bien se recela de él, por temor a dar pábulo a la ilusión, tan fácil en este terreno. Este peligro real no debe, sin embargo, enmascarar el peligro opuesto, igualmente real, de la desecación del corazón ante la verdad revelada. En un informe destinado a defender los Ejercicios, que eran atacados por algunos teólogos, Nadal tuvo en cuenta este peligro, sin duda, cuando dijo que los Ejercicios, en aquellos tiempos en que la Escolástica se había hecho «nocional», habían devuelto a la Iglesia los «sentidos espirituales». La gracia del acompañante consiste, pues, en ayudar a que en el corazón de cada cual se desarrollen estos sentidos espirituales que permiten sentir y gustar la realidad divina en lo profundo del corazón. Lo que fundamenta el valor de este sentido y preserva de posibles excesos es precisamente la conformidad con el objeto de la fe, conservada por las Escrituras y por la Iglesia. Este despertar de los sentidos espirituales está muy próximo al designio más profundo de Ignacio al dar los Ejercicios: «dejar inmediatamente obrar al Creador con la criatura» (14. Anotación). Es indudable que hay que transmitir una enseñanza. En los «ejercicios leves» (n. 18), como el propio Ignacio los denomina, que pueden darse a quienes no sean capaces de más, esta enseñanza ha de ser la que predomine. Nunca quiso Ignacio que sus hijos desatendieran la enseñanza de la doctrina y del catecismo, sino que hizo de ella una de las más importantes preocupaciones de la Compañía de Jesús. Pero, tratándose de ejercitantes que desean entregarse en cuerpo y alma a la divina voluntad, «en los tales Ejercicios Espirituales más conveniente y mucho mejor es... que el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota abrazándola en su amor y alabanza, y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle a
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adelante» (n. 15). Aquí está el ideal secreto de Ignacio, que él experimentó en sí mismo y que desearía comunicar a quienes dan Ejercicios: dejar al Criador «entrar (en el alma), salir, hacer moción en ella, trayéndola toda en amor de la su divina Majestad» (n. 330). Esta manera de concebir la acción de Dios en el corazón del hombre puede plantear múltiples problemas, de orden teológico en tiempos pasados y de orden psicológico en nuestros días. Pero ello no obsta para que el horizonte último de los Ejercicios siga constituyéndolo este modo ignaciano de concebir la acción: Dios es libre para actuar a sus anchas en un corazón que se dispone a su acción. Y no hay duda de que lo mejor de cuanto se realiza en la Iglesia, empezando por la obra del propio Ignacio, procede de esas manifestaciones súbitas de Dios «sin ningún previo sentimiento o conocimiento» (n. 330). En todo caso, esta forma de concebir los sentidos espirituales y la acción de Dios determina, ya desde su inicio, la manera de dar y de recibir los Ejercicios. Supone, de una parte y de otra, una común fe en la gracia del Espíritu Santo, que actúa en el corazón del hombre para hacerle vivir de la vida y la luz de Cristo. Desde el comienzo, acompañante y acompañado comparten esta preocupación: disponerse de tal modo que esa gracia personal del Espíritu pueda ejercerse en ambos sin ningún tipo de obstáculos. Habrá que hacer discernimiento, pero éste deberá ser espiritual, es decir, tendrá que aplicarse a la búsqueda de ese «conocimiento perfecto con el que —como dice Pablo a los Filipenses (1, 9-11)— poder aquilatar lo mejor» y estar «llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios». Esta común fe en el Espíritu que habita en ellos es la fuente de la confianza mutua que se establece entre
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ejercitante y acompañante. Ambos colaboran en una obra que les rebasa. Además, como escribe Ignacio, «para que así el que da los Ejercicios Espirituales como el que los recibe, más se ayuden y se aprovechen, se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla» (n. 22). Mutuo esfuerzo de comprensión y de fe para captar lo que de mejor hay en el otro y le permite dar entrada en él al Espíritu. El encuentro entre ambas partes (ejercitante y acompañante) de los Ejercicios no debe llevarles a la discusión ni al recelo mutuo, sino a escuchar al verdadero «socio» de ambos: el Espíritu Santo. Esta gracia de comunicación en el Espíritu no puede desarrollarse si no se da por parte de ambos, en especial por parte del acompañante, un gran esfuerzo de «indiferencia», incluso por lo que se refiere al éxito de la empresa. Su propósito y su gozo consisten en lograr que quien se ha confiado a él se abra a la libertad del ser y, una vez logrado, retirarse y dejar, como el amigo al esposo, «al Criador con la criatura» (15. Anotación). El acompañante revela a Cristo en la medida en que Cristo está en él, y pone al ejercitante en el camino en el que pueda encontrarlo y sentirlo según su propia gracia. Las orientaciones particulares ya no son competencia del acompañante, desde el momento en que ha reconocido en ellas el sello del Espíritu. El provecho personal que el acompañante obtiene de esa indiferencia a la que nos hemos referido consiste en que, en su acción, se hace contemplativo y cooperador de la acción de la Trinidad en el corazón de los hombres: una especie de «contemplación para alcanzar el amor de Dios». Se halla presente a la acción de las tres Personas que realizan la salvación del hombre. El Padre se manifiesta al hombre mediante el don de su a
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Hijo, que es para nosotros, como decían los antiguos, la imagen manifestada de Dios. Pero el hombre sólo puede descubrir esta imagen en el Espíritu, que nos la revela interiormente y que —como decían también los antiguos— es imagen manifestante. Abrir paso al Espíritu que conduce todas las cosas a su realización: he ahí la gracia peculiar del acompañante. Una gracia que supone saber retirarse y grandes dosis de indiferencia, porque así es la gracia propia del Espíritu (silenciosa, invisible y penetrante), que no pretende darse a conocer a sí mismo, sino que tiene su gozo en hacer conocer a las otras dos Personas, de las que él es vínculo de unión y consumación perfecta. No se trata ya del ministerio de la Palabra, que es propio del Hijo y de la Iglesia que es su prolongación, sino que se trata del ministerio del Espíritu, que busca personalizar esa Palabra de manera que, desde el corazón del hombre, se extienda hasta los confines del mundo. Vamos a hablar de la aproximación al misterio de Dios mediante los Ejercicios; pero convendría considerar cómo se realiza esa aproximación en quien los da: sólo en la fidelidad a su propia y peculiar gracia se hace apto para ayudar a otros en el doble aspecto del «itinerario» y de la «pedagogía». Respetando la diversidad de ministerios en la Iglesia, y sin «copiar» ni envidiar a nadie, el que da los Ejercicios acepta ser él mismo con el don que Dios le ha hecho. Por eso, y para concluir con un ejemplo, si bien es cierto que tiene que transmitir la Palabra — l a enseñanza es siempre necesaria—, debe hacerlo de tal modo —sea cual sea la modalidad de los Ejercicios (personalizados o en grupo, en la vida ordinaria o en retiro)— que quien la recibe se sienta llevado por dicha enseñanza al silencio y a la oración. Personalmente, creo haber logrado mi objetivo cuando oigo que un ejercí-
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tante me dice: «Con sus palabras me ha puesto usted en estado de oración». No es bueno que la enseñanza impartida a lo largo de los Ejercicios produzca acaloramiento de ánimo o ganas de discutir. Si quisiéramos prolongar dicha enseñanza a base de discusiones o puestas en común, estaríamos en otro registro: el de la inteligencia, no el del corazón.
2 El camino espiritual Todas las «personas espirituales» del mundo hablan del camino. Las «personas espirituales», es decir, quie nes de una u otra manera buscan el sentido de la vida aproximándose a ese mundo que ellos barruntan más allá de éste. Platónicos, orientales y cristianos, todos ha blan de itinerario, de estadios, de recorrido,* de as censión... Cuando san Ignacio habla de «Semanas», durante las que se desarrollan los Ejercicios, no escapa a esta norma. Tampoco cuando multiplica los consejos de concentración, de alejamiento de las cosas, de des prendimiento o indiferencia, con el fin de tener el cora zón libre para buscar lo que se desea. Nosotros mismos lo experimentamos: nuestro progreso espiritual requie re tiempo y exige una ascesis. En esto coincidimos con todas las «personas espirituales» del mundo. En espi ritualidad, la noción de «camino» es una noción uni versal.
1.
Camino bíblico
Sin embargo, hay una diferencia esencial entre el ca mino cristiano y los demás caminos: éstos consisten en v
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Vías purgativa, iluminativa y unitiva.
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una ascensión hacia un Dios o un «más allá» que no miran o no descienden al hombre. Es éste quien, con sus propias fuerzas naturales, y con su esfuerzo intelectual y moral a la vez, asciende hacia lo inaccesible. Para ello sólo cuenta consigo mismo o con la ayuda de sus compañeros. No viene Dios a él; es él quien tiende hacia Dios. Camino de dirección única. El camino bíblico es un camino hacia un Dios que llama al hombre y sale a su encuentro. A la ascensión corresponde el descenso. Y, aun cuando parezca que el hombre va en busca de un mundo que desconoce, pero por el que se siente atraído, pronto reconoce que esa atracción es causada en él por un Dios que le ha creado para comunicársele. Este hecho cambia todo el sentido del esfuerzo espiritual: no se trata ya de subir y tomar; en esta ascensión se trata de recibir. La aventura espiritual del hombre se convierte en una historia y un encuentro. No vamos ahora a describir esta aventura, sino a decir de ella justamente lo preciso para entender cómo se inserta en ella la que Ignacio nos propone y de la que hablaremos más detenidamente. Digamos, en pocas palabras, que esa aventura incluye tres aspectos: la iniciativa de Dios, el encuentro con Dios en Jerusalén y la respuesta del hombre en la fe. a)
Iniciativa
de Dios
, ,
En primer lugar, nos hallamos ante un Dios que se revela y que llama. Iniciativa de la creación. Iniciativa de la reactivación de esa creación cuando el hombre ha puesto en peligro todo el plan. Llamamientos que se suceden en los momentos importantes de esa historia, a través de tantas alianzas hechas, deshechas y renovadas, hasta llegar a la alianza definitiva que todas las demás iban preparando y a las que ésta hace práctica-
CAMINO
BIBLICO
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mente inútiles. La alianza por la que Dios se une al hombre en Jesús, el Verbo encarnado. b)
Encuentro
con Dios en
Jesucristo
En el Verbo encarnado — y sólo en él— tiene su consumación este acercamiento de Dios al hombre. « A Dios nadie le ha visto jamás» (Jn 1, 18). Todos los «espirituales» coinciden en esto: «Dios es el inmutable, el que está más allá de todo». Y así es; pero «el Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo ha desvelado». Y a raíz de ese desvelamiento, sólo en Jesucristo descubre el hombre a Dios y se une a él. La humanidad del Verbo encarnado se ha convertido en el lugar del encuentro perfecto. Algunos «espirituales» cristianos han pretendido minusvalorar este momento como si se tratara de un grado inferior dentro de la ascensión mística. La propia Teresa de Jesús llegó a verse tentada en este sentido, pero en seguida cayó en la cuenta de que, tanto para el principiante como para el más consumado místico, no hay más que un camino: la gloriosa humanidad del Señor, que vino y se entregó para que tuviéramos la vida, esa «vida que es la luz de los hombres». c)
Respuesta
del hombre
por la fe
A esta invitación de Dios en Jesús, su Hijo amado, responde el hombre por medio de la fe: tercer aspecto de este camino bíblico. El amor no se impone; el amor se propone y espera la respuesta. El hombre, convertido en compañero de Dios por la alianza en Jesucristo, entabla con su Creador un diálogo que se extiende desde Abraham hasta el final de los tiempos. La vida espiritual resulta ser un crecimiento incesante en
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la fe y una respuesta de amor a Aquel que nos invita a seguirle. Diálogo, asedio amoroso, búsqueda, encuentro fu gaz que da pie a nuevas búsquedas con acrecentado de seo... he ahí lo que es la vida espiritual para el dis cípulo de la Biblia. El arquetipo de todo ello es el Can tar de los Cantares, símbolo para Israel y para la Igle sia de ese mutuo acoso de amor entre Dios y su pueblo, entre Jesucristo y cada uno de nosotros, entre el Crea dor y su creatura. La perfección de esta fe, que abre al hombre a la unión que Dios le propone, la tenemos en María, cuya fe en la Palabra y en lo imposible fue tal que en su seno se encarnó el Verbo y se consumaron los esponsales entre Dios y la humanidad. En ella se con densa la perfección, tanto de Israel como de la Iglesia. Para el cristiano, este proceso de acercamiento espi ritual, lejos de ser una ascensión mística hacia unos ho rizontes que sustraen al hombre de su condición terre na y le hacen difuminarse en la inmensidad de un todo que le absorbe, es un itinerario objetivo, con unas di mensiones perfectamente definidas y actuales, como las del propio Verbo encarnado; pero es en ese itinerario donde descubrimos «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» en «el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3, 18-19). En esta andadura, que el hombre emprende con Jesucristo, lo que hace di cho hombre no es construirse a sí mismo, «autorrealizarse», sino entregarse incesantemente, en la fe, a un Otro que le llama para hacerle ser él mismo en el amor.
2.
Camino ignaciano
Es en esta perspectiva bíblica en la que hay que resituar el itinerario que Ignacio propone en los Ejer-
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ciclos. «Si no hubiese Escritura que nos enseñase estas cosas de la fe, él se determinaría a morir por ellas solamente por lo que ha visto» {Autobiografía, n. 29). La fuerza de la ilustración que recibió a orillas del Cardoner acerca de una serie de verdades humanas y divinas fue tal que la totalidad del misterio de Dios en Jesús, tal como la Iglesia nos lo enseña y nos lo hace vivir, llegó a ser para él una realidad íntima de la que no podía dudar. Sólo que esta experiencia tan profunda que le hizo revivir las grandes intuiciones de la Biblia la vivió Ignacio de una manera personalísima. Y es esta impronta lo que hay que descubrir. ¿Cuáles son, en relación al itinerario bíblico, los rasgos peculiares que constituyen la originalidad del itinerario ignaciano? a) La «reverencia» ante Dios «criador y Señor»
nuestro
Un día recibí una carta de un sacerdote que me felicitaba por haber hablado de la trayectoria teocéntrica de los Ejercicios. El sacerdote no firmaba la carta, lo cual me dispensó de responderle. Pero he de confesar que no me gustan nada estos distingos: ¿teocéntrica?, ¿cristocéntrica? Ante lo que nos pone san Ignacio, y con infinito respeto, es ante el misterio grande y único de Dios, del que él mismo había tenido experiencia. Por supuesto que ahí está el «Principio y fundamento», sobre el que se ha discutido mucho acerca de si es un documento filosófico, o es teología natural, o se trata de un texto cristiano. De hecho, nos hallamos ante el punto de partida de todo ese proceso de acercamiento a Dios que son los Ejercicios. Es un «prólogo» que, al igual que el del evangelio de Juan, contiene en germen todo cuanto va a venir a continuación. Lo im-
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portante es hallarse desde el principio en la actitud que ha de hacer posible todo el resto: esa suma reverencia ante nuestro Criador y Señor, el cual está infinitamente más allá de todo cuanto podamos pensar sobre él y que, sin embargo, nos ha creado, en su designio de amor, «para salvarnos». Lo demás vendrá a continuación. Pero lo importante es empezar debidamente. Al final, el corazón que haya aceptado centrar sus deseos en esa voluntad única comprenderá lo que ha emprendido al principio: la libertad de hallar a Dios en todas las cosas. La «Contemplación para alcanzar amor» responderá al «Principio y fundamento». Mientras tanto, hay que caminar en presencia del Dios que nos llama. Minuciosamente, casi con precisión matemática, Ignacio establece al detalle esa trayectoria, con el fin de conservar en el corazón esa «reverencia» que nos pone en nuestro verdadero lugar delante de Dios. Es una especie de liturgia o ceremonial de la oración. Tan importantes son para Ignacio estos detalles que, si el que da los ejercicios constata que «al que se ejercita no le vienen algunas mociones espirituales en su alma... mucho le debe interrogar acerca de los ejercicios; asimismo de las adiciones, si con diligencia las hace, pidiendo particularmente [cuenta] de cada una de éstas» (n. 6). Concretamente, al comienzo de cada •ejercicio debe el ejercitante hacer la oración preparatoria, pidiendo que en él «todas su intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina Majestad» (n. 46). Es ésta una práctica que jamás debe abandonar, sobre todo en el momento cumbre de la «elección», y ni siquiera al final del «trayecto», cuando se supone que se ha hecho capaz de «reconocer» y de «en todo amar y servir a su divina Majestad» (n. 233).
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En realidad, de lo que se trata es de sentir siempre presente el misterio inefable, ante el cual hasta el espíritu más amante de la precisión no puede hacer otra cosa que perderse en el respeto y la adoración. El corazón trata de adoptar la actitud exacta que la creatura debe adoptar ante su Creador: la de la «mayor reverencia» (n. 3), la «humildad amorosa» (Diario Espiritual, xx. 178), «considerando cómo Dios nuestro Señor me mira, etcétera, hacer una reverencia o humillación» (n. 75). Ya sea que contemple la creación, el misterio de la Trinidad o los «misterios de la vida de Jesús», el hombre no puede por menos de sentirse «un pobrecito» (n. 114) que se asombra del hecho de que se le admita a tan esplendorosas realidades. Si en este sentimiento va implícito un temor, tal temor no tiene nada que ver con el miedo a lo desconocido. Se trata de un «temor filial», el cual es «cosa pía y santísima, ( . . . ) todo acepto y agradable a Dios nuestro Señor, por estar en uno con el amor divino» (n. 370). Se trata de un temor, por lo tanto, que permite vislumbrar el final: «el amor perfecto (que) expulsa el temor» (1 Jn 4, 18) y el «servir a Dios nuestro Señor por puro amor», que es lo que «sobre todo se ha de estimar» (n. 370). Lo que, por encima de todo, hay en esa «reverencia amorosa» es la búsqueda de la voluntad de Dios, que es para lo que se hacen los Ejercicios (n. 1), pues es gracias a ello como el hombre accede al misterio de Dios, a imitación de Jesús, el cual no tuvo más preocupación en esta tierra que la de hacer la voluntad del Padre. En la trayectoria de los Ejercicios, todo está supeditado a este fin: proporcionar al «ojo de nuestra intención» tal limpidez que pueda percibir el fin de todas las cosas, sin confundir el fin con los medios (n. 169).
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Todo ello es sumamente preciso, como ese «mucho examinar» los pensamientos (n. 319) y esas notas que aconseja Ignacio tomar después de la oración para que la inteligencia no divague y pueda más tarde volver sobre aquellos puntos en los que experimentó «mayor sentimiento espiritual» (nn. 62 y 64). Quien se irrite ante este tipo de minuciosidad no debe olvidar que Ignacio, en el momento mismo en que anota las gracias de Dios, está dispuesto a quemar los propios papeles en los que escribe. Con la vigorosa fe de su corazón, busca a Dios utilizando los medios a su alcance. Pero esa misma fe le mueve a abandonar todos esos medios ante Aquel que está por encima de todo y que se deja ya sentir en su corazón. Es a El a quien busca siempre, y para ello se deja arrastrar al abismo de Dios, ternura y misericordia infinitas, de donde regresa bañado en lágrimas de amor, de luz y de paz. La adoración en la más alta intimidad. ¿Será preciso evocar las encendidas conversaciones de Ignacio con la Trinidad? Ignacio es consciente de hallarse ante el Dios de Abraham y el Dios de nuestro Señor Jesucristo. Ante el Dios-por-encima-de-todas-las-cosas en quien reside la iniciativa de todo llamamiento a la vida. Esta actitud subyace a toda la trayectoria de Ignacio, el cual jamás la abandonará, porque se sabe vinculado al amor con que es amado. Sus prácticas no son sino las de un niño que se deja educar —Dios le trató, según él, «de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole» (Autobiografía, n. 2 7 ) — y que en los momentos de más intenso desaliento no se recata de proclamar a gritos su miseria, aunque para ello, a imitación de la mujer cananea, «sea menester ir en pos de un perrillo» (Autobiografía, n. 23). Las prácticas de Ignacio brotan de la experiencia de un hombre a quien Dios se le ha revelado en todo su esplendor «sin inter-
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mediario» alguno. Su actitud es la de un respeto infini to por el amor. b)
La unidad
del
recorrido
Al sacerdote que me felicitaba por haber hablado del teocentrismo de Ignacio habría podido responderle que Ignacio es igualmente antropocéntrico. Para él, lo primero es el hombre, ese hombre que «es criado» por Dios como el fin de la creación. Pero, de hecho, tal desglose es artificial. Lo importante es comprender que a ese misterio de Dios, ante el que el hombre se abisma en la adoración, estamos llamados a acceder a través de la humanidad y el misterio del Verbo encarnado, en quien únicamente se produce el encuentro. Lo que más me llama la atención de este acerca miento de Dios en Cristo es la unidad de su recorrido. No se trata de la unidad de una síntesis hábilmente ela borada por una mente poderosa, sino de la unidad del misterio de Dios vivido en Jesucristo. Del mismo modo que, en Dios, ninguna de las Personas distintas puede ser separada de las otras dos, y sólo podemos recono cerla en la unión que mantiene con ellas, lo mismo ocu rre con la unidad entre los misterios contemplados y la presencia viva y activa del Espíritu, que realiza la uni dad de la persona de Cristo y le conduce de un acon tecimiento a otro, hasta el pleno cumplimiento de la vo luntad del Padre. Es a la luz de la fe como puedo vivir en Jesús la unidad del misterio de Dios que se hace presente al hombre en Jesucristo. Indudablemente, cuando yo hago los Ejercicios, la naturaleza de mi mente me obliga a no considerar a la vez más que un solo misterio y a no anticipar, por cu riosidad, nada de los misterios que más tarde habrán de ser sometidos a mi contemplación. Cada «Semana»
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tiene su objetivo concreto. En cada ejercicio hay que pedir una determinada gracia, y conviene persistir en dicha petición mientras no se haya obtenido lo que se busca (n. 4 ) . Sucede en los Ejercicios lo mismo que en la liturgia: que hay unas «estaciones» o «tiempos» que es preciso respetar. No se puede vivir al mismo tiempo la Cuaresma y el tiempo pascual. Lo cual no impide que en esta andadura todo esté íntimamente trabado. Es como el despliegue progresivo de un mismo y único misterio. Según el tiempo de que disponga o el provecho que haya sacado, puedo «alargar o abreviar» (n. 162). Lo importante es ser introducido al misterio, «para después mejor y más cumplidamente contemplar» (ibid.). Misterio uno y siempre presente, en el que yo jamás he acabado de penetrar. No puedo detenerme en un punto concreto sin que resuenen en él todos los demás a los que va unido por la fe. Tan es así que, a la postre, tras haber recorrido todo el miste rio de la obra de Dios para con el hombre en Jesús, me veo incapacitado para privilegiar cualquier estadio o para detenerme en alguna devoción particular, viéndo me constantemente arrastrado por la dinámica que me conduce de la Encarnación a la Resurrección, pasando por la Cruz. Veamos algunos ejemplos de esta unidad. El primero sería la manera en que los Ejercicios ha cen meditar en el pecado: poniéndonos, tanto estructu ral como dinámicamente, ante la inmensa historia de la salvación, en la que Cristo, reconocido como el Salva dor, nos alcanza en las profundidades mismas del mal para conducirnos al Padre. No se intenta que hagamos un análisis detallado de nuestros pecados, una especie de introspección que nos deje abatidos y debilitados. Si hay que ponderar la gravedad del pecado, es con inde-
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pendencia de toda perspectiva moral: «dado que [aunque] no fuese vedado» (n. 57). En realidad, y a la luz de Jesucristo, el pecado es negarse a amar, es soledad, es esclerosis. Encerrado en sí mismo, el hombre pierde el sentido de la vida, que sólo puede recobrar en la cruz de Jesús, la cual no es sólo instrumento de salvación, sino también iniciación al misterio de amor de Dios, que me ha amado al extremo de ir a buscarme a las puertas mismas del infierno. Porque la propia «Meditación del Infierno», donde se considera el término absoluto de la dinámica de la libertad que dice «no» al amor, es en sí misma una iniciación al amor universal. Al concluir dicha meditación, Ignacio nos hace considerar a Cristo nuestro Señor en el centro mismo de la historia humana, llamando a la salvación a todos cuantos le han precedido en este mundo y a todos cuantos habrán de venir después de él. En el fondo, toda esta meditación —desde el pecado hasta la visión del infierno— carecería de todo interés si no se encuadrara en la perspectiva del amor creador que nos regenera en Jesucristo. Aislada del resto de los Ejercicios, esta meditación tendría el peligro de no conducir más que a la desesperación, al desequilibrio mental y a la rebelión. A Teresa de Jesús no se le reveló el lugar que le estaba reservado en el infierno sino después de haber recibido las grandes gracias del desposorio místico y la transverberación; y en esa revelación descubrió la santa una insistente llamada al amor y al servicio de los hombres. El segundo ejemplo de la mencionada unidad podría ser la manera en que Ignacio nos invita a contemplar los misterios de la vida de Cristo. Lo que pretende es que logremos dar a dichos misterios toda su dimensión humana y divina. Por supuesto que Ignacio centra la atención en el acontecimiento concreto de la Anuncia-
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ción, la Natividad o lo que sea; pero introduce ese acontecimiento en el misterio de la Trinidad y extiende su alcance al universo entero. Son las tres Personas divinas las que «determinan en su eternidad» la Encarnación del Verbo y «miran todas las gentes en tanta ceguedad» (nn. 102 y 106). Y cuando nos hallamos contemplando el nacimiento del Señor, se nos invita a insertar este acontecimiento en esa dinámica general que conduce a Cristo del nacimiento a la muerte y que realiza la unidad de su vida: «Mirar y considerar lo que hacen, así como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza y, a cabo de tantos trabajos... para morir en cruz» (n. 116). Habría que rehacer todo el camino recorrido desde la Anunciación hasta la Ascensión para advertir cómo, en el misterio de Cristo, todo está íntimamente unido y constituye un único sacrificio: el que el propio Cristo ofrece en la Ultima Cena para reconciliar al mundo. A través de este encadenamiento de hechos llegamos a conocer la gloria y la alegría de la Resurrección, con las que Ignacio nos hace sentir «los verdaderos y santísimos efectos» de la divinidad (n. 223) que al fin se manifiesta en el cuerpo del Señor. De este modo nos acercamos a la profundidad del misterio de Dios en Jesús. Y cuando, a punto ya de concluir los Ejercicios, se nos invita a contemplar cómo Cristo desaparece de delante de nuestros ojos en la Ascensión, todavía Ignacio nos anima a seguir penetrando en El. No hay que detenerse jamás. Desaparecido Cristo, hemos de descubrirlo en la Iglesia, que será donde, en adelante, podamos encontrarlo en la tierra. El círculo se ha completado, y de nuevo me encuentro con el «Principio y fundamento». Gracias a Cristo, aquel germen ha revelado lo que llevaba dentro. Al concluir el recorrido de los Ejercicios, no me
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queda sino ampliar mis perspectivas a la medida de las que presentíamos al comienzo: la del hombre creado para alabar y servir a su Creador. Merced al Espíritu que nos deja Cristo al subir al Padre, podemos descubrir a Dios en todo el universo. El «Principio y fundamento» se dilata en Amor. El término es Dios-todo-entodos. La Trinidad, en cuyo secreto me ha introducido Jesús, le es comunicada al universo entero. El Creador se ha unido a su creatura. En adelante — y tal como nos invita a contemplar el cuarto punto de la «Contemplación para alcanzar amor»—, «todos los bienes y dones descienden de arriba» (n. 237), y arriba han de regresar. La Trinidad «aspira» el universo. c)
La libertad
en la gracia
A este acercamiento de Dios al hombre en Jesús, tal como Ignacio lo ha vivido en su propia experiencia y nos los hace vivir a nosotros en los Ejercicios, corresponde, como a una invitación, la respuesta del hombre. Se trata de la respuesta de la fe. ¿Cómo la vive Ignacio y cómo nos la hace vivir a nosotros? Ignacio la vive desde el profundísimo sentido de la libertad humana que su contacto con Dios le ha hecho adquirir. Casi al final de las «Reglas para sentir con la Iglesia», hace Ignacio la siguiente observación: «No debemos hablar tan largo, instando tanto en la gracia, que se engendre veneno para quitar la libertad» (n. 369). La libertad es el más hermoso don que hace Dios al hombre para que éste pueda responderle. Un don que debe infundirnos tanto menos temor cuanto que se ejercita en la gracia, y cuyo ejercicio y desarrollo conllevan la impronta del Espíritu: la fuerza y la suavidad a un tiempo. «Hacernos indiferentes» (n. 23), «qué debo hacer
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por Cristo» (n. 5 3 ) . . . : son expresiones típicas de la preocupación espiritual de Ignacio. El hombre tiene algo que hacer; algo le ha sido confiado a su libertad. Aun estando herido por el pecado, no le conviene abandonarse y ceder a una aflicción que le reduzca a la inactividad. Está lo bastante seguro de Dios, que le ha creado y regenerado en Jesucristo, como para emprender con él una vida nueva. Es, sobre todo, cuando ha reconocido a Cristo como el único camino hacia el Padre cuando su decidida libertad le permite a Ignacio pedir ser «presto y diligente» (n. 91). Esta respuesta es tanto más firme cuanto que no deja al hombre abandonado a sí mismo, sino que adquiere la forma de un diálogo en el que, sabiendo lo que quiere, no se fía más que de la gracia para hacer realidad el deseo que se insinúa en él: «pedir lo que quiero...» (n. 48, etc.). Esta petición constituye el ejemplo típico de ese equilibrio que vive Ignacio entre gracia y libertad, y en ella se refleja el rigor y la nitidez de su temperamento. La oblación del Reino, el coloquio de las Banderas y el de los Binarios coinciden en un mismo ideal: seguir e imitar a Cristo pobre y humillado, luchar contra las tendencias de una naturaleza que querría encerrarse en sí misma, y superar las repugnancias experimentadas en la búsqueda de este ideal. La rigurosa segunda Semana es la más difícil de «dar» de las cuatro que componen los Ejercicios, porque hace al hombre escudriñar los más recónditos repliegues de su libertad para descubrir en ellos las más secretas y complejas intenciones. Esta segunda Semana invita al ejercitante, sin ambages, a «afectarse a la vera doctrina de Cristo nuestro Señor» (n. 164) mediante la consideración de las «tres maneras de humildad» (nn. 165-168). Las «reglas de discernimiento», vividas en este tiempo de «elección», constituyen una ayuda
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que le es ofrecida a la libertad que desee ser absolutamente pura a la hora de cumplir la voluntad de Dios. Todo va encaminado a que el ejercitante se acerque lo más posible a esa pureza de intención que permite a la libertad ejercitarse sin ningún tipo de sombras. El hombre se quedaría sin aliento en la prosecución de ese ideal si no se viera incesantemente reconfortado y sostenido por la contemplación de los misterios de Cristo, cuya constante presencia le invita a unirse a él, La conjunción de fuerza y de suavidad constituye la prueba de que el Espíritu actúa en aquella libertad que se abre a él. La respuesta que Ignacio da a Cristo no es consecuencia de un voluntarismo engreído, sino que es su manera de confiar en ese Dios que le ha dado libertad para responder o no a su invitación. Hay en esa confianza un perpetuo contrapunto sin el que resultaría insoportable el proceso emprendido: es en la gracia donde la libertad se desarrolla. Es preciso, pues, que el ejercitante vuelva de continuo sobre aquello que Dios ha puesto en su «voluntad» (n. 155), a fin de no ir más allá de sus propias fuerzas y al objeto de tender a dicho ideal sin que se siga ofensa de su divina majestad ni escándalo por parte del prójimo. Si la repugnancia ha de ser superada y puede aspirarse a lo más perfecto, habrá de ser en la paz, señal definitiva de la presencia y la voluntad de Dios. Se correría el peligro de «tirar demasiado de la cuerda» en semejante elección si a continuación no se sumiera el ejercitante en la consideración de los grandes misterios de la Muerte y la Resurrección. Las Semanas tercera y cuarta son una «confirmación» que le es proporcionada a la libertad por la gracia de Cristo. El hombre débil y limitado que somos cada uno de nosotros, aun en sus decisiones aparentemente más firmes, encuentra su fuerza y su certeza en el gran misterio del
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amor. Es en el misterio de Jesús, que me hace sentir los «verdaderos y santísimos efectos» de su Resurrección (n. 223) y que desempeña para conmigo «el oficio de consolador» (n. 224), donde mi libertad puede ejercerse hasta las últimas consecuencias. En adelante, y gracias a la Resurrección de Jesús, estoy lo bastante seguro de Dios como para confiar en la libertad que él me da. Llegado el momento, podré abandonarme a su poder, como si todo dependiera de él y nada de mí. Este acercamiento a Dios por parte del hombre es a la vez extenuante y apaciguador. Es el misterio de Dios vivido «en el instante» por una libertad que se abre a la gracia, esforzándose tan sólo por crear las mejores condiciones para dicha apertura. Tal acercamiento supone una continua superación del «yo»; pero una superación tal que me permite conocer la presencia activa de Jesús en mí. Es un acercamiento que toma al hombre tal como es, pero con la suficiente confianza en Dios como para no exigir más de lo que cada cual puede dar. Un acercamiento que estrecha, pero sin encerrar, y que conserva su total independencia respecto de los medios que propone. La penitencia es buena; pero Ignacio, que la aconseja para «buscar y hallar alguna gracia o don que la persona quiere y desea» (n. 87), no ve en ella más que un recurso que permite a Dios «dar a sentir a cada uno lo que le conviene» (n. 89), porque siente un soberano respeto por una libertad capaz de aceptar sus propias limitaciones y no ceder a la tentación de una perfección abstracta. No hay más que una meta: la del «Tomad, Señor, y recibid...», donde la libertad purificada se da a Dios, con todo cuanto tiene, para que se manifieste en ella el amor.
INTERACCIÓN DE L O S I T I N E R A R I O S
3.
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Interacción de los itinerarios bíblico e ignaciano
El acercamiento al misterio de Dios mediante los Ejercicios es, en el fondo, el mismo que puede vivirse a través de la Biblia: sentido de Dios, sentido de Jesucristo y sentido del hombre. Sin embargo, el misterio de Dios tiene su propio sello: se verifica bajo el signo del amoroso rigor típico de Ignacio. ¿Puede todo el mundo soportar dicho rigor tal cual? De antemano, Ignacio responde que no, y aconseja que a algunos les sean únicamente propuestos «algunos de estos ejercicios leves» (n. 18). Ahora bien, si ese rigor no se entiende debidamente, ¿no corre el peligro de conducir a un cierto «elitismo»? ¿No parecerá que los Ejercicios están exclusivamente hechos para personas privilegiadas en el plano de la naturaleza o de la gracia? Y de ahí la subsiguiente pregunta: ¿cómo proponer el itinerario ignaciano de tal suerte que, sin ser infiel al mismo ni obviarlo en absoluto, pueda cada cual sentirse a gusto en él? A este respecto, recuerdo la invitación que me hacía el sacerdote al que me refería al principio: releer toda la Escritura con los ojos de un ejercitador de los Ejercicios de treinta días. Esta ha sido mi constante preocupación y me ha supuesto grandes ventajas. Ante todo, la facilidad para poner en práctica los múltiples consejos de Ignacio acerca de la oración. En la Biblia encuentro los textos que me permiten orquestar de un modo humano, vivo y adaptado a cada cual lo que a primera vista puede no parecer más que un esquema abstracto. Sigo paso a paso los Ejercicios y no dejo nunca de proponer su transposición escriturística. Este procedimiento se aplica, sobre todo, a las grandes meditaciones típicas de los Ejercicios. ¿Qué ejercitador no se ha hecho infinidad de preguntas acerca de
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la manera de presentar el «Principio y fundamento», el «Reino», las «Banderas» o las «maneras de humildad»? Sobre estos temas, cada cual puede formarse, mediante el estudio y la exégesis, una opinión personal. Ahora bien, hay trabajos y estudios exegéticos de inestimable valor, pero que no siempre resultan accesibles en la práctica. Sin embargo, hay textos bíblicos como, por ejemplo, los Cantos del Siervo, de Isaías, el Prólogo del evangelio de Juan, o las Bienaventuranzas —cumbre de toda la Escritura y de la enseñanza de Cristo— que son extraordinariamente útiles para dar carne y vida a tal o cual texto de los Ejercicios que a primera vista puede parecer a algunos excesivamente frío o abstracto. Y por encima de todo, naturalmente, tenemos la oración de los Salmos, reflejo de la lucha del hombre contra los embates del mal, el sufrimiento y el pecado, y que resultan inestimables para mantener al ejercitante en la actitud fundamental de la fe, que le mueve a desear ser pobre con Jesús pobre, y humillado con Jesús humillado. Pero hay aún otro aspecto en el que el empleo de la Escritura me parece sumamente útil para darle toda su dimensión a la enseñanza de Ignacio; me refiero al discernimiento. Antes de pasar a las aplicaciones personales, he de decir que la Biblia, desde la tentación del Génesis hasta la primera carta de Juan, es para mí el gran libro del discernimiento objetivo y universal. En su propio desarrollo, la Biblia me enseña a discernir las verdaderas y las falsas salvaciones, y es el contexto en el que puedo insertar la grandiosa meditación de las dos Banderas y el esfuerzo que he de realizar para descubrir en mí las maquinaciones satánicas y la tentación que se presenta bajo apariencia de bien. Y ahora, con mucho gusto, diré unas palabras sobre la manera en que yo trato de realizar esa unión entre
INTERACCIÓN DE L O S I T I N E R A R I O S
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la Escritura y los Ejercicios. Voy a señalar únicamente dos puntos. Cada día le entrego al ejercitante una hoja en la que puede encontrar los textos que han de servirle de materia de oración y de lectura, de acuerdo con las meditaciones que le corresponde hacer. De ese modo aprende a hacer de la Biblia un libro espiritual. Además, doy mucha importancia a la homilía de la Eucaristía, que preferentemente se celebra a última hora de la tarde. Y para ello no escojo unas lecturas adaptadas a la materia contemplada durante el día, sino que utilizo las que correspondan según el Leccionario, porque me permiten ampliar las perspectivas abiertas en ese día, gustar la dulzura, la variedad y la unidad de la Palabra, y hacer que el objeto de la meditación resuene en el misterio total de Cristo, vivido en la Eucaristía. Con estos y otros muchos procedimientos que no es posible detallar aquí, espero que cada cual encuentre el alimento que necesita. Y tengo constatado que con este modo de proceder se familiarizan perfectamente o se preparan para más adelante incluso aquellos para quienes los Ejercicios resultan, a primera vista, un manjar demasiado fuerte. En suma, a mí no me sorprende oír a ejercitantes de todo tipo decirme que los Ejercicios hechos de este modo les han hecho sentir el gusto por la Escritura. Y a la inversa — y ésta es la contrapartida de lo que acabamos de decir—, los Ejercicios, con tal de que los mantengamos en todo su vigor, constituyen un perfecto hilo conductor que evita perderse en la inmensa selva de la Escritura y atenerse a lo esencial. Tienen la particularidad de que hacen revivir de manera compendiada el misterio total, en la perspectiva concreta de la elección que hacemos de Cristo y de su Reino. Con
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Ignacio no hay manera de perderse en sentimentalismos, en consideraciones piadosas o en «divertimentos* espirituales. Cada palabra tiene su sentido, y cada contemplación conduce a alguna parte. Los Ejercicios, en contra de lo que piensan quienes no los conocen, no son exactamente un mes de oración o de espiritualidad. Como me decía un ejercitante sacerdote, «son algo que estaría más acá de toda espiritualidad, como si nos hiciesen recuperar los fundamentos esenciales de toda vida cristiana». Y añadía aquel sacerdote (y debo decir que, cuando me lo decía, estábamos atravesando un difícil período en la vida de la Iglesia): «Yo he adquirido en los Ejercicios una cierta actitud de benignidad con respecto a determinadas medidas de la Iglesia que me resultaban intragables». No podría expresarse mejor: la austeridad del lenguaje y del ideal de Ignacio es sumamente útil para prevenir las falsas ilusiones, pero no para detener el ímpetu del amor.
Conclusión
Gracias a la experiencia de los Ejercicios y a la precisión de sus consejos, el camino para mi acercamiento a Dios queda claro y expedito. Sin embargo, hay algo que se nos escapa; y es que con Ignacio ocurre lo mismo que con todos los santos: que son inclasificables. Después de haberle seguido, todavía queda algo que nos resulta imposible de captar. Tal vez sea ahí donde mejor advertimos el paso de Dios a un hombre. Lo mejor que un hombre concreto puede aportarnos a través de lo que vive y comparte con nosotros es lo que nos arrastra más allá de las palabras que emplea, de los modos de proceder que insinúa y de las imágenes de que se sirve. Es en su mismo
CONCLUSION
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ser y en su modo de expresar su propio acercamiento a Dios donde verdaderamente sirve de cauce para éste, que está más allá de todo y no permite ser manipulado. Así es como su experiencia personal adquiere valor universal, en la medida en que —sin dejar de ser lo que es: una experiencia vivida por una determinada persona y no por otra— no hace de sí misma ni de sus fórmulas un absoluto, sino que invita a una incesante superación, enseñándonos a acceder a Dios y a recibir al hombre, sin rechazarlo, de Dios. Los Ejercicios constituyen un auténtico acercamiento a Dios cuando, tras haber seguido su trayectoria, nos encontramos con Dios, y únicamente con Dios por encima de todo.
La pedagogía espiritual En toda experiencia espiritual, cualquiera que sea, siempre hace falta un maestro. Jamás se accede en solitario a los caminos que conducen a Dios, y es absolutamente preciso dejarse ayudar. Los Ejercicios no son una excepción a esta norma. Sin embargo, es menester ponerse de acuerdo acerca de la naturaleza de esta «pedagogía» cristiana, y en concreto la pedagogía de los Ejercicios. No se trata de una pedagogía puramente natural, como las que se utilizan para tratar de formar a una persona. En la pedagogía de los Ejercicios hay siempre un encuentro, un diálogo: nunca estamos solos, sino que siempre se nos propone a Alguien, Alguien que es invisible y que está más allá de todo. Y en este encuentro tenemos el peligro de llamar «Dios» a lo que no lo es. Cada cual se crea su pequeño Dios, por no decir «su pequeño Jesús»; vivimos inmersos en una atmósfera más o menos intelectual y más o menos sentimental, y siempre tenemos a Dios en los labios; pero ¿es realmente de Dios de quien vivimos? ¡Cuánta necesidad tenemos de que haya ante nosotros alguien que, de vez en cuando, destruya nuestras certezas y nos haga dudar de lo que somos, no para hacernos vivir en la duda, sino, por el contrario, para hacernos superar esa especie de equilibrio, siempre un tanto artificial, en el
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que nos hemos instalado...! Ir siempre más allá, trascendiendo cuanto hayamos podido realizar, para mejor ofrecernos a Aquel que viene: éste es el objeto de la verdadera pedagogía cristiana, y no el de formar un hombre perfecto, dueño de sí mismo y del universo, que tenga siempre y en cualquier circunstancia respuesta para todo, que ha hecho su propio discernimiento y está orgulloso de él, que ya está perfectamente formado y no tiene que recibir lecciones de nadie... Eso es justamente lo contrario del objetivo que nosotros nos proponemos. Porque lo que nosotros nos proponemos en la verdadera pedagogía cristiana (y con mayor razón en los Ejercicios) consiste en perderlo todo, en carecer de todo tipo de defensas, de suerte que podamos acceder a la verdadera libertad. ¡A la verdadera libertad, que no es la de hacer lo que a uno le dé la gana, sino la de reaccionar en todo con paz, confianza y fe! En todo ese orden pedagógico al que nos hemos referido anteriormente, siempre hay una dualidad que es preciso tener en consideración: la de un hombre que desea darse por entero y que, al mismo tiempo, está llamado a desarrollarse en libertad; que quiere ser alguien, pero alguien para entregarse al Otro, que está ante nosotros y tiene sobre nosotros un maravilloso designio que sólo podremos realizar en la medida en que seamos lo bastante flexibles para entregarnos a su acción. Esta es la paradoja de la verdadera formación: que no se trata de imponer un camino a seguir, sino de poner sobre un camino. El ejercitante que tenemos ante nosotros va a encontrar progresivamente su libertad y va a ser él mismo, pero lo va a ser para entregarse enteramente a Otro que le supera por completo. No se trata, pues, de una libertad para hacer cualquier cosa, ni siquiera para hacer realidad sus ideas más piadosas,
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sino que se trata de una libertad que va haciéndose cada vez más dócil al Espíritu Santo. He ahí la paradoja de la pedagogía a la que vamos a referirnos. Rasgos
esenciales
Si quisiéramos individualizar los rasgos esenciales de esta pedagogía, podríamos reducirlos a tres. Con frecuencia, al cabo de varios años de haberles dado Ejercicios, he tenido ocasión de preguntar a algunos sacerdotes: «¿Qué recuerdo conserva usted de sus Ejercicios de mes? ¿Qué es lo que le queda de los Ejercicios, que seguramente habrá renovado usted a lo largo de estos años?» Y creo que las respuestas pueden clasificarse en tres «acápites»: en primer lugar, una educación en la oración, y muy especialmente en la oración a base de la Escritura; he ahí, pues, el primer efecto de esta pedagogía: formación en la oración: «La verdad es que desde entonces sé lo que es orar». El segundo efecto es algo más profundo: « ¡Ahora soy libre! Sigo siendo el de antes. Y tengo las mismas dificultades de antes..., pero soy libre». Formación en la libertad: he ahí el segundo aspecto, que es tal vez más profundo que el primero, como enseguida veremos. Y, por último, el tercer aspecto de esta pedagogía es la continuidad, la durabilidad y la aceptación del tiempo. He ahí tres aspectos de la pedagogía en la que nos introducen los Ejercicios y que ahora vamos a considerar: oración, libertad y durabilidad. A medida que vaya desarrollando todos estos aspectos, voy a seguir las inspiraciones que me vengan sobre la marcha para ofrecer los oportunos ejemplos. Porque cuanto aquí digamos sólo valdrá, efectivamente, en la medida en que sea aún más personalizado que lo anterior; el lector deberá caer en la cuenta de que todo
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esto no se basa en especulaciones ni en teorías, sino en los hechos, en la existencia. Una pedagogía hay que verificarla, y lo que voy a decir a continuación lo he experimentado. 1.
Pedagogía de la oración
¿En qué sentido son los Ejercicios una escuela de oración? Se habla de ellos como de un método y, como es fácil suponer, a mí no me gusta demasiado la palabra «método», como tampoco me gusta la palabra «escuela». Y es que, cuando se emplean estas palabras («método» o «escuela»), tiene uno la impresión de que se trata de algo definitivo: « ¡Al fin he asistido a una escuela de oración, he seguido un método, y ahora estoy seguro de lograrlo! » Tal vez pueda decirse esto en el terreno de la industria; pero no se construye un ser humano del mismo modo que se construye una casa de piedra. Un ser humano es un ser vivo, y sólo consigue ser él mismo cuando ha logrado responder a otro ser con el que se encuentra en la vida. No está formado por el hecho de ser capaz de ocupar en la sociedad un puesto que le permita ganarse la vida; si no fuera más que eso, no pasaría de ser un robot, por muy inteligente que sea y por muy grande que pueda ser el éxito alcanzado. Sólo habrá llevado a buen puerto su vida el día en que tenga ante sí a alguien a quien pueda amar con todo su ser. Recuerdo a una madre de cuatro hijos que se sentía un poco decepcionada porque su marido, un hombre de valía, no había alcanzado la situación a la que ella pensaba que podía aspirar. Me contaba su decepción durante unos Ejercicios: «Es indudable que mi marido no ha alcanzado el éxito humano al que podía aspirar, pero en lo que no hemos fracasado es en nuestro amor y en nuestros hijos».
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Una vida no resulta fallida cuando se ha descubierto el amor, aun cuando el éxito, humanamente hablando, no haya sido nada del otro mundo. Lo importante no es formar un ser a la perfección. ¿Cuántos errores se han cometido en la vida religiosa por haber pretendido formar seres perfectos, auténticas «reglas» vivientes...! ¡Justamente esas reglas son las que no son vivas, porque están perfectamente acabadas! Esos seres habrán de ser fieles a lo establecido hasta el fin de sus días; pero ¡hay que ver cómo puede ocultarse en esa fidelidad el profundo egoísmo de un ser que jamás ha salido de sí mismo...! Ha sido formado en unas prácticas, pero no ha sido formado en la verdadera oración, que consiste en la desposesión de sí mismo para encontrar a otro. Así pues, en lugar de hablar de «método», hablemos de «evolución». a)
Evolución
de la oración
en su
objeto
De lo que se trata, por tanto, es de formar en una evolución, porque la oración evoluciona incesantemente. Evoluciona, ante todo, en su objeto (que es el primer aspecto que vamos a desarrollar). Y evoluciona también en el sujeto que se somete a dicho objeto. Por lo demás, en la educación siempre se encuentra este doble aspecto. «Cuando se trata de orar, yo me pongo delante de Dios... y espero». No tengo nada en contra, porque Dios es perfectamente libre. Pero ¡cuánto más humilde y auténtico es someterse primeramente a un dato, el dato de la fe, del misterio de Jesús...! Poner objetivamente a alguien frente a este dato de la Palabra de Dios es precisamente lo que hacen los Ejercicios al proponernos gradualmente las grandes verdades cristianas, para que se hagan vivas en nosotros. ¿Qué significa la división de los Ejercicios en Se-
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manas sino ese deseo de hacer desfilar ante el ejercitante los diferentes aspectos del misterio de Jesús, a fin de que profundice en ellos y reciba sus particulares gracias? La Primera Semana, por ejemplo, nos pone ante el misterio de Jesús-Salvador, haciéndonos descender a las profundidades más recónditas de nuestro ser. Este es el primer estadio de la evolución: un descenso. Pero un descenso en el que, justamente para llegar a esas profundidades, tengo que pedir la gracia pertinente. Y una vez más aparece la dualidad: me encuentro ante un misterio un tanto áspero (meditar acerca de los pecados, acerca de lo que en mí constituye un obstáculo y me mantiene en mi egoísmo) y, sin embargo, en ese descenso pido la paz y la consolación. El primer momento de esa salida de mí mismo que es la evolución espiritual consiste en que, encontrándome conmigo mismo, descubra en el «yo» pecador que soy a mi liberador. Desciendo al infierno para encontrar en él a Jesucristo: he ahí la gracia de la primera Semana. Es muy frecuente que quien comienza la meditación sobre el pecado encuentre en ella ocasión para replegarse sobre sí mismo, con lo cual, a poco masoquista que sea, se desespera y no avanza lo más mínimo. ¿Quién no recuerda aquellas meditaciones que solían proponer en la primera Semana ciertos predicadores? Por desgracia, a pesar de su buena intención, lo que hacían era deteriorar a sus oyentes —causando a veces verdaderos estragos—, sobre todo si se trataba de personas todavía un poco infantiles que lo único que pedían era que las destrozaran. En realidad, de lo que se trataba era justamente de descender con ellos al infierno para encontrar en él al Señor. Lo cual requiere tiempo. Unos irán más deprisa que otros; pero lo de menos es el tiempo que transcurra. Lo importante es pasar en ello el tiempo suficiente para saber que lo esencial es eso, y no el a n a -
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lisis psicológico de sus respectivos estados interiores. Bien sabe Dios que la psicología es algo francamente bueno y útil; pero, en nuestro caso, puede ser perjudicial si desemboca exclusivamente en una introversión, en un detallado análisis de los propios pecados, sin reconocer cómo Jesús nos libra de ellos. Pero ¿cómo hacer la confesión? Precisamente se trata de empezar la primera Semana evitando todo tipo de preocupaciones relativas a la confesión: «¿Qué es lo que tengo que decir...?». Es como el ejercitante que se dice a sí mismo: «Voy a ir a ver al director..., pero ¿qué voy a decirle?». Y se pasa el día preocupado acerca de lo que habrá de decirle... y ¡adiós oración! No pienses en tu confesión; ya se te dará el modo de hacerla si de verdad se trata de una obra espiritual, si es el Espíritu quien trabaja tu interior. Puede ocurrir perfectamente que no llegues más que a una simple formulación de ti mismo sumamente escueta, sencilla y sin detalles, pero que será tan verdadera o más que todos esos análisis que se hacen a veces con ayuda de cuestionarios «ad hoc». Por lo demás, es éste el camino en el que nos introduce Ignacio cuando nos sitúa frente a la realidad objetiva del pecado tal como nos lo revela la Escritura; es decir, cuando nos sitúa no frente a lo que nos hace culpables, sino frente a lo que nos hace pecadores, que es algo muy distinto. En efecto: lo que me hace pecador es precisamente lo que constituye mi esperanza, porque en ello descubro a Jesucristo, que, desde el momento mismo en que me reconozco pecador, está ahí para salvarme. «Mira los pecados que te son perdonados». Supongo que todo el mundo conoce el maravilloso pensamiento de Pascal en El misterio de Jesús: «Si conocieras tus pecados, te descorazonarías. Me descorazonaré, pues, Señor, porque creo en su malicia por vuestra palabra. Eres tú quien me revela mi pecado; por eso
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tengo en ti toda mi esperanza». Aprender a pasar, del conocimiento de mí mismo, al conocimiento de Jesús, que me restituye en lo que realmente soy, unido a él en el pecado y liberado por él para pasar a un estadio superior: eso es en realidad la primera Semana. Superada esta etapa, puedo entonces acceder a la segunda Semana, la más difícil de dar, en mi opinión. Al salir de la primera Semana experimentamos una especie de alivio, de descanso. Hay algunos predicadores que, después de la primera Semana, proponen meditar la acogida y el banquete que dispensa el padre al hijo pródigo. Y bien está, si les parece que deben hacerlo. Pero, a mi modo de ver, ello supone creer con excesiva precipitación que todo está solucionado. Se ha hecho una buena confesión, se ha conocido uno un poco más a sí mismo y se han tomado algunas decisiones. Pero es preciso pasar a otro estadio. Tenemos que descubrir a la persona de Jesús, no ya en cuanto Salvador, sino en cuanto luz de nuestra vida, como la luz de un faro que rastrea el océano para descubrir a los navios perdidos en medio del temporal. Será menester aceptar que la luz del Señor proyecta su resplandor sobre toda nuestra existencia y que, poco a poco, llegamos a conocerlo en lo esencial, del mismo modo que hemos tenido que conocer lo esencial del pecado, que no era la falta de la que nos acusamos, sino tal vez ese yo profundo que no conseguimos identificar para entregárselo al Señor. Ahora hemos de descender a ese yo profundo que desea hacerse a sí mismo. Lo que tenemos que aprender en la segunda Semana es a desprendernos de nosotros mismos. El obstáculo que nos impide responder a la llamada del Señor es, evidentemente, el pecado; pero el pecado que se reintroduce en nuestro deseo de perfección, de suerte que corremos el peligro de sucumbir a la tentación que se
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presenta bajo apariencia de bien. Lo primero que hay que meditar son los misterios de la infancia de Jesús, a fin de aprender lo que es el Verbo encarnado, el cual no hizo «como si» fuera hombre, sino que lo fue de verdad; y también para aprender la paciencia. Y luego, de pronto, como un relámpago en medio de un cielo sereno, surge la Meditación de las Banderas. Singular meditación esta de las Banderas, que nos sumerge de nuevo en el misterio de Cristo, pero iluminándolo inexorablemente. Si pretendemos seguir a Jesús, hemos de estar con él en la pobreza y en la humildad. Una vez más, aprendemos que, para hacer realidad semejante cosa, no hemos de fiarnos de nuestras propias fuerzas, sino que, por el contrario, debemos pedir humildemente «ser recibidos» (n. 98). ¡Cuántos ejercitantes olvidan esto! Como me decía un sacerdote: «La primera vez que hice los Ejercicios no me quedé más que con el id quod voló, 'lo que quiero'; la segunda vez me quedé con todo: petere id quod voló, 'demandar lo que quiero'». Por supuesto que debemos querer algo, aspirar efectivamente, con todo nuestro ser, a esa pobreza y humildad con Jesucristo. Pero, ¡ojo! : no seremos nosotros quienes lo consigamos a fuerza de puños. «Un coloquio (pidiendo)... para que yo sea recibido», dice san Ignacio (n. 147). Se trata de una fórmula realmente admirable, sobre todo si se pone en relación con determinadas visiones que tuvo san Ignacio, concretamente en La Storta, donde se le aparece el Padre mostrándole al Hijo y diciendo a éste: «Yo quiero que tomes a éste como servidor tuyo» (Fontes Narrativae II, n. 133). Ser tomado como servidor suyo, ser recibido por él, es una gracia que hay que pedir. Y se trata de una petición tan importante que habrá que repetirla una y otra vez. Por eso nos dice Ignacio: «Hacer los mis-
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mos tres coloquios que se hicieron en la contemplación precedente de las dos banderas» (n. 156). Lo importante es pedir la pobreza y la humildad con Jesús. Ser pobre y humilde con él: he ahí el camino, y no hay otro. Cuando, tras habernos adentrado por dicho camino, nos hayamos liberado un poco más (gracias a nuestra determinación de seguir a Jesús, de la manera que sea, en su espíritu de humildad y de pobreza), entonces nos encontraremos frente a los grandes misterios que habrán de ser la fuerza de nuestra vida dentro mismo de nuestra debilidad. Sigue a continuación la tercera Semana (la muerte del Señor, con el efecto que muchas veces produce de «muro infranqueable»), y nos sentimos desbordados. ¡Feliz desbordamiento! Es precisamente a esto adonde nos conduce el objeto de nuestra fe. Nos hallamos más allá de lo que podemos imaginar o razonar; por eso pedimos acceder al misterio de la Pasión del Señor para llegar a padecer con él sus mismos sufrimientos, para ser como el niño que se encuentra ante un dolor que le desborda: el pobre pequeño no sabe ya qué hacer, pero lo cierto es que está allí, viendo padecer a aquellos a quienes ama. Jesús, que ha llegado a serlo todo para nosotros, se encuentra en un mundo que nos resulta extraño: el mundo del sufrimiento. Y nosotros permanecemos ahí y pedimos, con más insistencia que nunca, ser introducidos en ese misterio. Viene luego la cuarta Semana, en la que aún quedan gracias por pedir: la gracia de la alegría y el gozo. Es más fácil que la tercera Semana, la cual es un tanto ardua y no debe prolongarse demasiado, porque, a fin de cuentas, siempre existe el peligro de venirse abajo. Con la cuarta Semana viene la tranquilidad, y el sol entra a raudales. Pero hay que tener cuidado, porque, si la segunda Semana es la más difícil de dar, creo que
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la cuarta es la más delicada de proponer. Y es que no se trata de cualquier tipo de alegría o de gozo. Desde luego, no se trata del gozo que proporciona la satisfacción de haber realizado una hermosa obra al servicio del Señor, sino del gozo de ver a Jesús experimentando el gozo. Ahí está verdaderamente la cumbre de la gratuidad en el amor. Esta cuarta Semana supone un elevadísimo grado de purificación y de evolución en el ser, porque se trata de alegrarse con el gozo y la alegría que siente Cristo resucitado. Esa es la gracia de la cuarta Semana. No se trata del alivio y el relajamiento de la tensión subsiguientes al duelo y al dolor, ni tampoco de una especie de alegría desencarnada indiferente a las preocupaciones del mundo. Se trata del acceso a esa vida nueva en la que Jesús pasa a estar con su Padre, liberándose de nuestros conflictos y dejándonos su Espíritu para vivir en la Iglesia. Por eso, si nos quedamos como los Apóstoles, mirando al cielo con la boca abierta mientras el Señor asciende a lo alto, él nos dice: « ¡No os quedéis ahí parados! ¡Ea, en marcha! » . b)
Evolución
de la oración
en el
sujeto
Hasta ahora hemos hablado de la evolución con respecto al objeto que nos es presentado en la oración de los Ejercicios. Y naturalmente, tras la consideración del objeto, podemos volver a considerar al sujeto: el sujeto que pide, que se ofrece a ser tomado y que contempla los diferentes aspectos del misterio. Y es que no se obtiene la gracia por encargo ni puede echarse mano de ella a voluntad. De lo que se trata, consiguientemente, es de que dispongamos nuestro corazón y nos adaptemos en lo más profundo de nuestro ser al objeto que se nos propone en nuestras meditaciones.
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A veces se oye hablar de un método de meditación propio de los Ejercicios. Es éste un modo de hablar que realmente no me satisface. Y siempre que lo oigo, no puedo resistirme a decir que cada sujeto crea su propio método, que no hay un método concreto en los Ejercicios, que hay tantos métodos como objetos de meditación, incluso en la primera Semana. Basta fijarse en el esquema de la primera Semana y en la oración que nos propone Ignacio. Consideremos, en primer lugar, la importante meditación de los tres pecados (el pecado de los ángeles, el pecado del hombre y el pecado de la humanidad). Es comprensible que, por lo que se refiere a esta historia del pecado, se hable de la «meditación de las tres potencias» (memoria, inteligencia y voluntad). « ¡Acuérdate, Israel! » ¡Cuántas veces recurren los Salmos a la memoria para hacer recordar. El pecador es el que no tiene memoria: una especie de tonel agujereado incapaz de retener una gota de líquido. Por el contrario, el creyente, el cristiano, es el que tiene memoria y recoge en su corazón la Palabra de Dios. ¿Qué dices tú del pecado, Señor? Ante todo, debo instruirme, meter en mi memoria las palabras que tú pronuncias al respecto. Y una vez introducidas en mi memoria, repetírmelas a mí mismo, volver una y otra vez sobre ellas, «rumiarlas», como María, que conservaba todas aquellas cosas en su corazón y las meditaba de continuo. Y viene luego la inteligencia; pero no una inteligencia especulativa y raciocinadora, sino una inteligencia que «considera». Y de este modo, progresivamente, mi corazón, que es el centro de la oración, que ha recibido la Palabra en su memoria y en su inteligencia, prorrumpe en cánticos, por su deseo de darse por entero a Jesucristo. Tal es la manera natural de que dispone el creyente para acceder al objeto de su fe, en la medida en que reciba dicho objeto para interiorizarlo
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y, posteriormente, vivir de él. Y tal es también la dinámica de la meditación. Pero la consideración del pecado, tal como me la presenta Ignacio y tal como me la ofrece la Escritura, va a adoptar otras formas. En efecto, a partir del segundo ejercicio ya no se trata de las tres potencias, sino, por el contrario, de una especie de gran diálogo amoroso entre Dios y yo. Primeramente me encuentro sólo en medio del horror, la fealdad y la gravedad del pecado; poco a poco, y gracias a una serie de «olas» que van a ir arrastrándome cada vez más, acabo encontrándome, tras los cinco puntos de la meditación, sumido en el océano de la misericordia. Entonces se apodera de mí la admiración y me invade el agradecimiento al considerar «cómo todas las criaturas... me han dejado en vida y conservado en ella» (n. 60) a pesar de ser pecador, y al tomar conciencia de lo mucho que Dios me ha amado. Así pues, la meditación de este segundo ejercicio, al contrario de lo que ocurre con el primero, se amolda al sujeto. Al hacerse el objeto más personal, el corazón se ve progresivamente requerido a introducirse, a su modo, en la realidad que le es propuesta, la cual se le convierte en algo tan personal que en los ejercicios tercero y cuarto se le invita a hacer sendas repeticiones. A tal efecto se anotan «los puntos en que he sentido mayor consolación o desolación o mayor sentimiento espiritual» (n. 62), con el fin de volver sobre ellos, dado que la gracia me ha llevado en esa dirección. Y sobre ellos habré de volver precisamente en los ejercicios tercero y cuarto; y, sobre todo, intensificaré los «coloquios» para pedir la interiorización de todo ello. Haré un coloquio con nuestra Señora, otro con Cristo y otro con el Padre, pidiendo «interno conocimiento de mis pecados, ( . . . ) el desorden de mis operaciones ( . . . ) conocí-
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miento del mundo» (n. 63) en esta multiforme organización en la que me encuentro inserto. Pero no se hable aquí de un método perfectamente acabado; digamos, mejor, que hay una incesante evolución. Y si tiene alguna utilidad el acompañar al ejercitante, es precisamente la de ayudarle a que no se encierre en un método concreto, sino que trate de evolucionar con el Espíritu Santo, que le empuja cada vez más a conocer tal o cual aspecto de este itinerario a través del pecado. Al final quedo tan invadido por El que me sale por todos los poros del espíritu, si vale la expresión. Es entonces el momento de la «aplicación de sentidos», que sólo podré hacer en la medida en que me haya dejado agarrar por la dinámica interior de la gracia que me revela el objeto de mi fe. Esta es la profunda realidad de la oración en los ejercicios de la primera Semana. También en la segunda Semana es fácil constatar que la oración se ve llevada a evolucionar enormemente. Por supuesto que de la contemplación de los misterios del Señor puede hacerse una especie de pasatiempo. Se va uno a Tierra Santa y vuelve de allí cargado de diapositivas que se proyectan en una pantalla y se dice: «Hagamos una contemplación. Ved cómo era el niño Jesús en Nazaret; fijaos en esa mujer, cómo se parece a la Santísima Virgen...». Es cuestión de echarle imaginación. Pero en la contemplación no se trata de recurrir a la imaginación para reconstruir un misterio acaecido hace dos mil años. Cristo vive hoy en nuestros corazones, y el interés del acontecimiento relatado por el evangelio no consiste en su exactitud histórica en el sentido actual de la expresión, sino en disponer de la suficiente materia sensible, por así decirlo, para que, a partir de ese fijar mi atención en el objeto concreto que relata el evangelio, pase inmediatamente de lo visible a
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lo invisible, a través de la santísima humanidad del Señor, que se halla ahora en la gloria del Padre y de quien evoco ahora los recuerdos de cuando se encontraba en esta tierra. Paso a la realidad profunda del Verbo encarnado para conocerlo íntimamente, pero no como se conoce a alguien que vivió en otro tiempo, sino a alguien que vive hoy en la Iglesia, de suerte que su amor me invade y me impulsa a servirlo, y en esta sucesión de contemplaciones diversas voy descubriendo progresivamente hacia dónde me lleva el Espíritu. Es a través de esa purificación profunda del corazón, de ese desprenderme de todo cuanto de falso y artificial hay en mí, como accedo a la Elección. Todo este movimiento de la contemplación profunda me conduce a adherirme a la persona de Jesucristo en el acto de libertad por el que decidió subir a Jerusalén y llegar a las últimas consecuencias del amor. La Elección, propiamente, consiste en asociarse a aquel acto de libertad. ¡Cuan necesario es a nuestros constructos espirituales liberarse de la herrumbre acumulada, para que lleguen a ser el lugar del verdadero descubrimiento de Jesucristo, que vive en nuestros corazones, prosigue en nosotros su vida y hace eficaz en medio del mundo la luz que vino a traer! Para ello es preciso que el ser interior se haya purificado y se haya decidido a seguir a Jesús de tal modo que nada en él escape al influjo del Espíritu Santo. Del mismo modo que el Espíritu Santo fue libre para obrar en Jesús, así también se hace libre para obrar en quienes se entregan a su acción. He ahí la transformación que experimenta la oración en la segunda Semana, mientras contemplamos los misterios del Señor. Dentro de esta evolución tiene su verdadero lugar la Elección, que es algo muy distinto de una simple decisión. Yo querría saber lo que debo hacer; entonces
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imagino que los Ejercicios, como si de una apisonadora se tratara, me van a poner inexorablemente ante la necesidad de optar. Y no es así en modo alguno. Yo prefiero la definición que me ofrecieron unos ejercitantes en una obra humorística que compusieron a propósito de mí y en la que remedaban mi vocabulario. Ellos definieron la Elección como «recogida de la fruta madura». ¡Excelente definición! Efectivamente, se trata de madurar el tiempo suficiente en la contemplación de los misterios de Jesús, para que de ella brote la decisión, pero no como un asunto de simple voluntad, de discernimiento intelectual o racional, de razones «en pro» y «en contra», sino como un asunto de maduración interior, de evolución de todo el ser en la gracia del Espíritu que forma a Jesús en nosotros. Llegados a este punto, hemos de insistir en la importancia de las «repeticiones». Los que están acostumbrados a los Ejercicios saben perfectamente lo que son las repeticiones. Recuerdo que un sacerdote —que llegaría a obispo, por cierto— me decía durante unos Ejercicios de mes: «Las primeras veces que hice Ejercicios, lo que me exasperaba eran las repeticiones. ¡Siempre repitiendo! ¡Lo importante era repetir! Cuando meditaba en la Anunciación por primera vez, todo iba perfectamente, porque las ideas fluían. Luego había que meditar la Visitación, y todavía me quedaban algunas ideas. Pero por la tarde, cuando había que volver sobre ambos misterios en otras tantas repeticiones, entonces mis ideas se habían agotado. Sin embargo, ahora he caído en la cuenta de que era precisamente entonces cuando accedía al terreno de la oración». Así es. Precisamente en el momento en que ya no tenemos ideas, en que hemos desintelectualizado el objeto y en que ya no nos encontramos a nosotros mismos, precisamente entonces
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es cuando somos introducidos ante la persona de Jesús y podemos reconocerlo personalmente. Ya no tenemos nada que decir; sólo tenemos que gustarlo y saborearlo a él. Este es el objeto de la repetición: la desintelectualización, a fin de que nuestra oración se haga «cordial». Así pues, no se trata tanto de profundizar en las cosas. Recuerdo a otro sacerdote a quien le impresionaron ciertas reflexiones que hice sobre la Eucaristía en la tercera Semana. «¡Lástima, me dijo, que no nos detuviéramos más en el tema! Habríamos podido disfrutar en las ideas que usted nos expuso...» Y fue otro quien le respondió: « ¡Hombre, qué bien! Nosotros lo tomamos y hacemos una síntesis, cuando de lo que se trata, por el contrario, es de dejarse arrebatar por el misterio de Cristo...». En efecto, la repetición no es para profundizar intelectualmente en un tema, sino para llegar a lo más hondo del corazón, a sentir y gustar la realidad, porque al principio se corre el peligro de quedarse en la mera superficie. Es en el contexto de una repetición de esta naturaleza donde surge la posibilidad del misterioso ejercicio que evocábamos hace un momento a propósito de la meditación del infierno: la aplicación de sentidos. Tal ejercicio no es producto de una determinación voluntarista, sino, más bien, la conclusión espontánea de esa dinámica que, a través de los gestos y las palabras de Cristo, permite acceder a la intimidad de la persona, hasta llegar, como dice Ignacio en la aplicación de sentidos de la primera y la segunda Semanas, a «oler y gustar... la infinita suavidad y dulzura de la virtud del ánima y de sus virtudes y de todo» (n. 124). He ahí la cumbre adonde conduce la contemplación de los misterios de Cristo en la segunda Semana. Tal vez haya quien diga que es demasiado. Y efectivamente, es algo que produce vértigo, como también produce vértigo la persona
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de Cristo que se revela en todo su esplendor. La condición para llegar a esta aplicación de sentidos no reside en las explicaciones que nosotros podamos dar de ella, sino en la apertura y la sencillez del corazón, que, llegado el momento, permiten realizar este ejercicio sin caer en la cuenta siquiera de que se está haciendo. Y me asalta en este momento otro recuerdo. Con ocasión de una reunión de jesuitas llegados a Loyola desde todos los rincones del mundo para dedicarse durante diez días al estudio de los Ejercicios, a mí me tocó, lógicamente, integrarme en el grupo de lengua francesa, donde estaban, entre otros, los PP. Stanislas Lyonnet, Donatien Mollat y Gustave Martelet. Este último había tenido una breve ponencia sobre la aplicación de sentidos y la tradición de los sentidos espirituales en la Iglesia. Luego se entabló un debate, y el P. Mollat, que estaba junto a mí, me dijo: « Y usted, que está siempre dando Ejercicios, ¿no dice nada? ¿Qué piensa usted de lo que estamos hablando?» «La verdad, le respondí, es que mi propio silencio me estaba preocupando a mí mismo, y me estaba preguntando por qué —aun admitiendo profundamente todo lo que están diciendo, que me resulta verdaderamente interesante— no tenía nada que decir. Pues bien, les diré lo que se me ocurre en este momento. Admito todo cuanto ustedes dicen, pero en la práctica, cuando me encuentro ante un ejercitante, no siento la necesidad de explicarle todo eso. Para mí, lo importante es cerciorarme de su disposición de ánimo, para que él mismo, a base de purificar su oración y evolucionar en ella, vaya llegando, poco a poco, a adquirir unas disposiciones que, de un modo natural y sin apercibirse de ello, le permitan practicar lo que llamamos 'aplicación de sentidos'. La oración sólo es auténtica cuando hace que la persona salga de sí de tal manera que ya no se pertenezca a sí misma».
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Después he seguido asistiendo a muchos congresos, que me parecen excelentes. Pero, ¡ojo!, no nos dejemos engañar por nuestros estudios y nuestras pedagogías, porque correríamos el peligro de ser como esos pedagogos que han elaborado unos planes tan perfectos que no sirven para formar a nadie. Nuestros sistemas y nuestras pedagogías no tienen tanta importancia, porque estoy convencido de que las personas que nos han precedido, y a las que solemos criticar por su rigidez y su estilo anticuado, podían, igual que nosotros, encontrar al Señor en la profundidad de su corazón con sus «detestables» métodos, porque la gracia del Señor no depende de los métodos que empleemos. Este es el peligro constante de los métodos consumados: son tan perfectos que no los podemos aplicar; o bien, tenemos tal conciencia de su perfección que nos complacemos en ella, mientras se desvanece la realidad profunda del Señor hacia la que tales métodos pretenden conducirnos. Nos creamos y nos representamos nuestro propio Cristo, pero resulta que no es Cristo. Ahora bien, la ventaja de la oración de los Ejercicios es que, al mismo tiempo que nos lleva a ser más conscientes de lo que ocurre en nosotros (y esto es importante), nos mueve incesantemente a desposeernos de nosotros mismos. Ambas cosas son igualmente necesarias, porque se trata de lograr el equilibrio entre, por una parte, la conciencia de lo que hacemos y, por otra, el salir constantemente de nosotros mismos, la abnegación y la renuncia a nosotros mismos, dentro de esa conciencia, cada vez mayor, de lo que ocurre en nosotros. Si ambas cosas no van unidas, se produce un desequilibrio: o incurrimos en el psicologismo, por un exceso de autoanálisis, o, por el contrario, incurrimos en el voluntarismo, por nuestros esfuerzos tendentes a alcanzar determinada perfección. ¿Dónde tiene cabida ahí Jesucristo? Es con la totalidad de no-
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sotros mismos como vamos a él, hasta el olvido radical de nosotros mismos. He ahí la evolución de la oración en los Ejercicios. c)
Acción y
contemplación
Me queda por abordar un último punto acerca del tema que nos ocupa. Este modo de hacernos evolucio nar en la oración — a la vez en el objeto que contem plamos y en el sujeto que contempla dicho objeto— nos lleva a superar la oposición que solemos establecer con toda naturalidad entre acción y contemplación. So bre este importantísimo asunto hay que decir que, evi dentemente, no conviene quemar etapas. Como suelo decir con frecuencia, para llegar a orar con los ojos abiertos hay que mantenerlos durante mucho tiempo cerrados. Entonces, de la interioridad misma de nuestra oración brota el descubrir a Dios en todas las cosas y el poder contemplar a las crituras, seguir los aconteci mientos y recobrar todo lo vivido: en todas partes, tanto en las alegrías como en las penas, encontraré a Jesucristo. Ya no habrá para mí, por una parte, los mo mentos de oración (que deberé observar cuidadosamen te para no dejarme arrastrar por la acción) y, por otra, la acción propiamente dicha, las obras con las que poder probar a Dios que le amo. No. Se trata de salir y desa propiarse de sí mismo de tal manera que ya no exista sino la obra del Espíritu, bien sea en la oración, bien en la acción. Sólo así se comprende la maravillosa fór mula que nos ofrece Nadal al tratar de definir la ora ción de san Ignacio: era contemplativo en la acción. Y esto se dejaba sentir, según el propio Nadal, en una cierta irradiación de su rostro. Se hallaba tan lleno de Dios que en todas partes se sentía a gusto.
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La Contemplación para alcanzar el amor de Dios representa perfectamente la meta adonde nos conduce la dinámica de los Ejercicios. Sea cual sea nuestra manera de hacer oración, y aunque ya no podamos prolongarla indefinidamente, como podíamos hacerlo durante los Ejercicios, podemos, sin embargo, encontrar a Dios en todas las cosas, porque nuestro corazón ha quedado liberado. ¿Qué otra cosa es la Contemplación para alcanzar amor sino una manera múltiple de orar, con el corazón libre? Una vez liberado el corazón por esta dinámica de la oración, puedes hallar a Dios en todas las cosas, que es adonde verdaderamente conducen los Ejercicios. Sea cual fuere la etapa de tu vida en la que te encuentres, la ancianidad o la juventud, en la soledad o en la vida superactiva, da lo mismo: llevas tu tesoro en tu propio interior. Y no es que tengas que defenderte, sino que sabes que en todas las partes y en todas las cosas está Dios en actividad. Lo has descubierto en todas partes, como Jesús, que se sintió a gusto en su infancia, en su vida pública y hasta en la cruz, y que se puso en todas las cosas en manos del Padre. Un corazón libre para orar y para hallar a Dios en todas las cosas: he ahí la pedagogía de la oración. Sé que me he extendido más de la cuenta, pero creo que era importante para poder abordar ahora el segundo punto: «Pedagogía de la libertad».
2.
Pedagogía de la libertad
No me gusta que se hable de los Ejercicios como de una «escuela de oración», porque con ello parece como que se reducen los Ejercicios a un ideal de «yo» espiritual dedicado por entero a sus prácticas de piedad. En realidad, de lo que se trata, a través de esta educa-
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ción en la oración, es de ir aún más lejos y liberar al ser. ¿En qué sentido? ¿Libre para qué? Todos estamos en favor de la libertad, ¿no es así? También lo estaba aquella joven que me dijo lo libre que se sentía. Me contó cómo había dejado a sus padres y a su familia y cómo se sentía liberada de su infancia, de su educación, de los prejuicios familiares y de todo lo demás. Tras haberla escuchado atentamente, me limité a hacerle la siguiente pregunta: «Ya eres libre; y ahora, ¿qué vas a hacer con tu libertad?» Ella me miró aviesamente y me dijo: « ¡Vaya hombre, justamente la pregunta que no deseaba oír! » Y es que, efectivamente, no somos libres para cualquier cosa, para seguir cuantas inspiraciones puedan venirnos. Somos libres para alguien; somos libres para amar. Por eso los Ejercicios, más que una escuela de oración, son una educación en la libertad. Eso sí, hemos de ponernos de acuerdo acerca de la palabra «libertad» y del modo de disponernos a ella. a)
Aceptación
de sí
Yo diría que los Ejercicios estructuran nuestro ser. Una carmelita que había hecho los Ejercicios me decía que le daban «la impresión de una arquitectura interior». Como expresión, no está mal. Todos, de una u otra manera, hemos experimentado esa estructura, que no consiste en un determinado número de principios un tanto artificialmente establecidos que hay que seguir y que habrán de proporcionar a la persona una cierta densidad y una cierta seguridad en sí misma. Tal vez lo importante es que estas estructuras ayuden a la persona a recuperar la manera profunda de comportarse, tanto en la naturaleza como en la gracia, de suerte que no tenga la sensación de que se le impone algo exterior a ella misma, sino de que, gracias a la dinámica de la
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vida, ha recobrado los más profundos principios de su ser. Algo parecido a la manera en que se reeduca a un minusválido, al que se entrena en un determinado nú mero de movimientos hasta que, poco a poco, se siente a gusto, porque ha recuperado el miembro lisiado. Es toy por decir que las estructuras de los Ejercicios son idénticas a los ejercicios de recuperación a que se so mete a alguien para que recobre la ligereza de sus miem bros. Una vez recuperada, ya no piensa en ello, sino que se limita a vivir; ya no piensa en observar unas re glas, sino que, sencillamente, vive. He ahí la verdadera educación en la libertad Evidentemente, esta educación en la libertad, más aún que la educación en la oración, requerirá mucha calma y, sobre todo al principio, la humilde aceptación de sí. No se construye nada sólido — y menos aún en el orden de la gracia que en el orden de la naturaleza— sobre la negación, el rechazo o el miedo. Primero tiene uno que aceptarse, conocerse a sí mismo tal como es. No se puede pedir a cualquiera cualquier cosa. En esto es en lo que piensa Ignacio cuando insiste con tanta frecuencia en la necesidad de adaptarse a la constitución del sujeto, «a la disposición de las personas», según sus propias palabras (n. 18). Esta adaptación a la «dis posición» natural dista mucho de ser una concesión o una infidelidad a Dios. «Yo no puedo hacer tanto como otros; ellos pueden hacer mucho, porque son muy generosos, pero yo no puedo...». Pero, precisamente, no te encontrarás con el Dios real (no tu propio Dios, sino el Dios real, el Dios vivo) sino en la medida en que aceptes vivir en tu propia piel, tomarte tal como eres y no pasarte la vida defendiéndote de ti mismo y agobiándote con tus complejos. Libérate; pero no man dando a paseo a la naturaleza, sino aceptándola tal como es (una naturaleza herida), pero aceptándola. La acep-
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tación de sí es el fundamento y el principio de esta educación, que yo definiría así: Primero, ofrecerse, pero ofrecerse con paz, para después poner en práctica esa paz en la que Dios nos instala. Ofrecerse, pero ofrecerse con paz: he ahí una de las paradojas de toda educación en la gracia. Por una parte, Ignacio nos dice: en estos Ejercicios me ofreceré a Dios «con gran ánimo y liberalidad... para que su di vina Majestad, así de mi persona como de todo lo que tengo, se sirva» (n. 5 ) . Pide Ignacio una generosidad absoluta, a la vez que insiste una y otra vez en aconse jar la pacificación interior. A mí me encanta la reflexión que hace al exponer los tres modos de orar: «Antes de entrar en la oración repose un poco el espíritu..., con siderando a dónde voy y a qué» (n. 239). En suma, sé generoso, entrégate por entero y sin reservas, pero no pierdas la paz. Deberá ser una preocupación constante del ejercitador el que aquel a quien ayuda a encontrar el camino de Cristo, sin rechazar nada de antemano, se mantenga en la paz y en las limitaciones que le son propias y de las que es cada vez más consciente. La lucha por la libertad no se realiza bajo el signo del voluntarismo, sino bajo el signo del Espíritu, que se caracteriza por aunar en sí la fuerza y la suavidad. Es éste un punto difícil de admitir, sobre todo por parte del principiante e incluso por parte de quienes podría mos considerarnos «proficientes». Aceptación y supe ración han de ir a la par. Pero el ser concreto que es cada uno no es un absoluto. Desde el momento en que uno ha tomado conciencia de que se acepta y se posee a sí mismo, desde ese mismo momento ha salido de sí. Lo que este ideal de los Ejercicios nos propone no es un simple equilibrio natural. A la vez que se acepta la su peración y la ley de una libertad que se abre al amor —pero a un amor, eso sí, que pretende superarse a sí
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mismo—, la persona debe permanecer incesantemente en la paz y en el asentimiento a una gracia que le impide caer en la dureza y la rigidez. Se trata de liberarse y de darse, pero en la gracia. Podríamos describir aquí, volviendo a los Ejercicios, el admirable juego entre la gracia y la libertad. Una libertad que crece a la par de la gracia que la solicita. Y una primera regla para el buen funcionamiento de esa interacción entre gracia y libertad consiste en aceptar la necesidad de situarse debidamente. ¡Qué importantes son, para todos, esos consejos de los Ejercicios, los «preámbulos», que ofrece Ignacio al comienzo de cada contemplación! Ya sé que puede parecer algo artificial: «Pongámonos en presencia de Dios y adorémoslo». Ahora bien, resulta que antaño, cuando orábamos, todo estaba previsto, pero el espíritu divagaba. No había una auténtica «puesta en presencia». Y en esto precisamente consiste el «preámbulo»: en mirarse uno a otro. Conozco una anécdota que ilustrará perfectamente este punto. Sucedió en África. Una superiora que tenía muchas cosas que hacer llamó una mañana a su «chauffeur» africano y comenzó a entregarle paquetes y a darle apresuradamente toda clase de instrucciones. El africano la escuchaba impasible y, cuando ella acabó de hablar, le dijo: «Buenos días, madre». Ella sólo había olvidado lo esencial: antes de decir cualquier cosa, primero hay que mirarse, situarse uno con relación al otro, tomarse tiempo para darse los buenos días, que tampoco hace falta que sea demasiado largo. Pero ¡qué bueno es situarse con confianza y aceptarse recíprocamente! Este, y no otro, es el sentido de los «preámbulos», que, lejos de ser algo artificial, consisten en situarse en la profunda dependencia que nos corresponde con respecto a Dios. Lo que san Ignacio llama «coloquio», al final de
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cada uno de los ejercicios, también constituye una puesta en práctica de la libertad. La palabra «coloquio» pretende expresar una conversación, o bien un profundo y sosegado silencio, como una recapitulación de todo mi ser delante de Dios, al objeto de refugiarme en él y encomendarme a él con todo cuanto haya podido pensar o sentir durante la hora de oración, creyendo firmemente que lo mejor que hay en mí lo ha hecho el Señor, a quien entrego mi corazón y todo lo que mi corazón ha descubierto gracias al Señor. Tal es la actitud que hay que alcanzar mediante los preámbulos y el coloquio. Ignacio prevé un tercer ejercicio en este mismo sentido, tanto para los Ejercicios propiamente dichos como para la vida ordinaria. Se trata del examen de conciencia, que nosotros hemos convertido en una especie de examen moral y jurídico. Evidentemente, todos nosotros tenemos un trabajo excesivo, y hace ya muchísimo tiempo que lo hemos abandonado, porque no lo hemos entendido correctamente. Pero, si lo entendiéramos como es debido, veríamos que el examen de conciencia consiste en que, tras haber estado atareada todo el día, la persona, por así decirlo, vuelve en sí y se pone la mano en el corazón. Haya obrado el bien o el mal, considera ambas cosas exclusivamente en relación a Dios: «Te ofrezco el mal que haya hecho, Señor, a fin de que sea para ti ocasión de manifestar tu amor y tu poder. Y te ofrezco también el bien que haya podido hacer, porque reconozco en él tu obra». En esto consiste el examen: en ponerse en el lugar debido. Y lo mismo podríamos decir de los consejos de todo tipo que se nos dan acerca de la oración. No se trata de hacerse esclavo de dichos consejos, que lo único que pretenden es liberar, sino de comprender su fi-
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nalidad, que no es otra que la de provocar ese necesario posicionamiento. b)
Salir de uno
mismo
Junto a la aceptación de sí, hay una segunda línea de fuerza que recorre todos los Ejercicios y que, a mi modo de ver, consiste en salir incesantemente de uno mismo, sin lo cual se corre el peligro de que la libertad se desarrolle exclusivamente para gozar de sí misma. Este salir de uno mismo se ve favorecido por la actitud a que induce siempre la «oración preparatoria», en la que, antes que cualquier otra cosa, pido a Dios «que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean pu ramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad» (n. 46). Es una especie de recuperación cons tante del «Principio y fundamento», en el que me ofrezco a Dios y expreso mi deseo de ser perfectamente libre respecto de todo lo demás. San Ignacio vuelve a invitar a este «salir de uno mis mo» cuando, en los coloquios de la segunda Semana, nos pide que nos ofrezcamos a un mayor desprendimiento de nosotros mismos en la pobreza. La «suma pobreza» (n. 147) y el «desear más de ser estimado por vano y loco» (n. 167) son expresiones, cada vez más intensas, de una libertad que se ha decidido no recobrar, ni siquiera en las obras aparentemente más simples. La libertad se torna intransigente consigo misma, decidida a poner completamente en claro sus intenciones e in cluso sus repugnancias, sus «afecciones desordenadas» y todo cuanto podamos experimentar que obstaculiza en nosotros los caminos de la libertad y del amor. Con respecto a este salir de uno mismo, podría mos, evidentemente, repetir lo que decíamos acerca del examen de conciencia concebido como un constante fil-
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trado de los pensamientos mediante el recuerdo frecuente del Señor Jestis, de suerte que todo lo que pienso y deseo, todas mis intenciones, pasen no por el filtro psicológico, sino por el filtro de la presencia del Señor que vive en mí. Consiguientemente, todo cuanto descubro en mí de odio, de amargura, de pereza, de sensualidad... lo reconozco y lo asumo, pero no para desanimarme (porque sé perfectamente que no conseguiré liberarme de ello por mí mismo), sino para exponerlo a la acción de la gracia de Dios. El salir de uno mismo se traduce entonces en una actitud de presentar constantemente la propia vida al Señor, cuya fuerza experimento en medio de mi propia debilidad. De este modo, el examen diario de conciencia se convierte para nosotros en una especie de posicionamiento perpetuo en nuestra fe en Jesucristo; un posicionamiento, prácticamente sacramental, por el que, desde el fondo de nuestro corazón, damos al Señor todo cuanto somos, para que él nos dé lo que él es. Nosotros le damos nuestro cuerpo, y él nos da el suyo. Nos ponemos en nuestro lugar de creaturas, dependientes de nuestro Creador, y le damos lo que somos en nuestra vida diaria, a fin de que todo ello sea para él ocasión de manifestar el poder y la gratuidad de su amor. He ahí el intercambio, el posicionamiento y el constante volver en sí que se producen en lo que hemos llamado «salir de uno mismo». Porque, como dice san Ignacio, «piense cada uno que tanto se aprovechará en todas cosas espirituales, cuanto saliere de su propio amor, querer e interés» (n. 189). Todo lo demás es literatura piadosa, carente de todo valor. Tal es el rigor de Ignacio. Y, evidentemente, a la larga, todo ello supone una profunda purificación del ser. Por supuesto que existe el peligro del voluntarismo; pero hay que saber conservar la flexibilidad y com-
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prender que, en lugar de replegarse constantemente sobre sí mismo, sin que ocurra nada digno de reseñar, lo importante es aceptarse a sí mismo para darse a otro y olvidarse de sí cada vez más. Equilibrio entre la libertad y la gracia: he ahí la formación en la verdadera libertad. c)
Apertura
del
corazón
Queda todavía por examinar un último punto de esta formación en la libertad: la apertura del corazón, de tal capital importancia en los Ejercicios, sea cual sea el modo de darlos. Por supuesto que el abrir el propio corazón a un ejercitador o a un «director espiritual» supone un acto de humildad, lo mismo que el no fiarse del propio juicio y pedir ayuda a otra persona. Este tipo de 'comportamiento revela una excelente disposición, pero, en definitiva, apenas llega al fondo de las cosas. Yo creo que la apertura profunda de conciencia ha de afectar a la realidad misma de nuestro ser de criaturas. Hablando san Ignacio de la materia de la elección, dice algo que a mí me gusta particularmente: «Es necesario que todas cosas de las cuales queremos hacer elección... militen dentro de la santa madre Iglesia jerárquica» (n. 170). Es mi libertad la que debe comprometerse; pero se trata de una libertad que se sabe esencialmente creada y limitada. La libertad sólo es auténtica cuando ha asumido sus limitaciones de criatura delante de Dios. Y una manera de asumir dichas limitaciones consiste en saberse miembro del grupo en el que uno vive, de la humanidad de la que es solidario, y de esta Iglesia a la que pertenece y con la que se identifica. Por eso no es posible hacer elección sobre cualquier cosa; primero habré de ser plenamente yo mis-
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mo, plenamente libre, situarme en la comunidad de la Iglesia y aceptar someterme previamente a su manera de ser. No existe verdadera elección cuando uno pre tende ser independiente de toda inspiración, de todo influjo y de toda norma. Es de capital importancia que la libertad que se embarca en la elección sea una li bertad que previamente se ha «situado». Y yo creo que la apertura de conciencia es un medio excelente de vi vir este misterio de la Iglesia de la que somos solida rios. Si tuviera que analizar en toda su profundidad el intercambio que se produce entre ejercitador y ejercitan te, yo diría que en él nos hallamos en el centro mismo del misterio de la Iglesia, dado que nadie vive solo, sino en una constante relación — y relación privilegia da— que le permite manifestar que no se pertenece a sí mismo. Esta libertad que se abre y aprende a some terse a la gracia, a fin de entregarse por entero al amor, se convierte entonces en libertad espiritual. Y es oportuno recuperar aquí, cuando dicha libertad ha alcanzado su madurez, la célebre expresión de san Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Naturalmente, no debe olvidarse el contexto en el que Agustín emplea esta expresión. El amor, unas veces será duro, y otras tierno. Podrá ocurrir que el amor impulse a realizar una acción dolorosa, pero lo importante es que dicha acción provenga de lo más profundo del amor. En toda mi vida, yo sólo he dado dos bofetadas, pero puedo asegu rar que ambas estuvieron bien dadas. Y nunca he la mentado haberlas dado, porque las di en frío, aparte de que la persona que las recibió me dijo más tarde que yo había obrado bien y que, además, le había ser vido para desbloquearse. «Ama y haz lo que quieras». Lo cual significa: sé lo bastante libre en lo más pro fundo de ti mismo (es decir, desinteresado de tu bus-
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queda personal), habitúate a salir constantemente de ti mismo, tanto en tu oración como en tu acción, de tal modo que puedas entregarte a la libertad de tu inspi ración. Entonces poseerás esa capacidad de discerni miento interior y espontáneo que te permita, sin nece sidad de excesivas reflexiones, ser justo. Gracias a la práctica fiel del examen de conciencia, tal como lo he mos propuesto, tu corazón se acostumbrará a salir de sí mismo, y de ese modo podrás vivir a gusto y con li bertad en cualquier tiempo y circunstancia y podrás ha llar a Dios en todas las cosas. Por lo que se refiere al modo de ser aplicada al objeto de la elección, esta libertad es una libertad trans parente, firme y flexible a un tiempo, abierta a todo tipo de repercusiones, sea lo que sea lo que se aborde. Has decidido hacer tal cosa y has querido hacerlo jus tamente a la manera de Dios, con absoluto desinterés de ti mismo; por lo tanto, al día siguiente eres capaz de hacer exactamente lo contrario de lo que hacías la víspera, porque, respecto de tus decisiones, conservas la profunda flexibilidad del Espíritu. Es a este estado de libertad al que apuntan los Ejercicios. Y si la línea de éstos es tan rigurosa, y la renuncia que exigen tan profunda, sólo es para hacer posible dicha libertad, cuyo fruto maduro es la Elección. Esto es lo que tenía yo que decir acerca de la pedagogía de la libertad en relación a la pedagogía de la oración.
3.
Pedagogía de la durabilidad
Queda por ver un tercer aspecto de la pedagogía es piritual de los Ejercicios que se desprende obviamente de cuanto acabamos de decir. Tanto al hablar de la pe dagogía de la libertad como al hablar de la pedagogía de
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la oración, nos hemos referido a lo que hemos denominado una «evolución», es decir, al aspecto temporal o de «durabilidad». Al Espíritu Santo no se le fijan plazos. Viene cuando él quiere y nos lleva adonde le place. Y para seguirle hay que aprender la paciencia frente a los días, que pasan sin cesar, y las limitaciones que erizan de obstáculos nuestro camino. Cuando disponen de esta paciencia, tanto el ejercitante como el ejercitador experimentan, cada cual por su lado, una gracia que sólo se concede a una libertad siempre dispuesta y jamás imperativa. He ahí el tercer aspecto de esta pedagogía de los Ejercicios: el respeto profundo a la durabilidad, al condicionamiento temporal. Es preciso introducirse en una dinámica espiritual en la que es menester dejarse conducir. Este es, realmente, el importante papel que desempeñan, cada cual en su lugar, ejercitador y ejercitante: dejarse conducir. Recuerdo ahora a la señora Daniélou, una excelente educadora que fundó en Francia el Colegio de Santa María. En cierta ocasión quiso que las chicas mayores de su colegio hicieran unos Ejercicios, y su hijo le sugirió mi nombre. Después de darlos durante un par de años, le dije a la señora Daniélou: «Quisiera pedirle que encargara usted a otro; ¿por qué ha de darlos siempre el mismo?» Y ella me dijo algo que no he podido olvidar: «Porque usted conduce al ejercitante. Otros suelen soltar su rollo y, cuando todo ha terminado, se marchan... ¡y allá se apañen las ejercitantes! Pero usted las toma desde el principio, les da materia para avanzar durante el tiempo, media entre charla y charla, vuelve a tomarlas tal como son y, de este modo, las va usted conduciendo poco a poco». La preocupación profunda del ejercitador debe ser, verdaderamente, la de «conducir al ejercitante», no sólo la de saber lo que sucede durante la oración, sino saber también lo que el ejercitante
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vivencia entre sus diferentes oraciones, especialmente cuando se hacen los «Ejercicios en la vida corriente». En suma, se trata de saber lo que el ejercitante vive habitualmente a la luz de lo que ha vivido en la oración. Es importante que el ejercitante capte la coherencia y la continuidad profundas que existen entre las diversas meditaciones. Una de las principales preocupaciones del ejercitador debe ser la de hacer sentir al individuo o al grupo que no hay ningún tipo de discontinuidad cuando se cambia de tema; cuando, por ejemplo, se pasa del Principio y fundamento a la primera Semana. Desde el punto de vista conceptual, se trata, evidentemente, de dos temas distintos; pero sucede lo mismo que con el «Credo»: no se puede suprimir ningún artículo del mismo sin que se resienta el conjunto, o sin hacer del «Credo» una serie de afirmaciones intelectuales. Es igualmente importante que el ejercitador se adelante y prevenga al ejercitante, haciéndole tomar conciencia de la mencionada continuidad. ¡Cuántas veces he escuchado la siguiente reflexión: «Pensaba ir a verle a usted a las once de la mañana, pero en los puntos que ha dado a las diez ha respondido usted a las preguntas que pensaba hacerle»! Indudablemente, todo ello es producto de la experiencia, que, mediante un lenguaje sencillo y directo, permite obviar, antes de que afloren a la superficie, las dificultades que normalmente se presentan. a) Experiencia
de las consolaciones
y las
desolaciones
Ese perdurar en la gracia —pues de eso se trata, en realidad— es algo que se aprende, según dice el propio Ignacio, gracias a la experiencia de las consolaciones y las desolaciones. Ahí es donde se aprende a perdurar,
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y en ese perdurar se aprende la gracia. Permítaseme aducir un insignificante ejemplo. Me encontraba yo dando mis primeros Ejercicios de diez días a seminaristas, entre 1957 y 1958. Y siempre recordaré a un joven de 23 ó 24 años, alto y bien parecido, a quien le asustaba un tanto la idea de pasarse diez días en absoluto silencio y con cuatro meditaciones diarias. La noche del primer día vino a verme y me dijo: « ¡Tengo que decirle que es fantástico! Jamás habría creído que fuera tan fácil. Me he pasado el día entero haciendo oración». Estaba radiante, pero yo pensaba para mí: «Espera y verás, amigo, cuando las cosas te vengan mal dadas...» De hecho, al día siguiente se encontraba absolutamente desanimado y dispuesto a marcharse: «Lo que hacemos aquí no sirve para nada; haríamos mejor dedicándonos a otra cosa». Y es que, evidentemente, hay que aceptar pasar por la experiencia de las consolaciones y las desolaciones, y esa experiencia no puede hacerla nadie en lugar de otro. Tanto en el caso de las desolaciones como en el de las consolaciones es preciso aprender a rebasar el estado afectivo en que uno se encuentra. Si te encuestras en desolación, sigue avanzando como puedas y trata de mantenerte en la fe. Cuando menos lo pienses, percibirás que Dios está contigo. — S í , eso se dice fácilmente, pero ¡ya querría yo verle a usted en mi pellejo! —Por supuesto que yo no estoy en tu pellejo y no puedo experimentarlo en tu lugar; pero ya verás cómo, de repente, como dice el Deuteronomio, caes en la cuenta de que Dios te ha hecho caminar por el desierto durante cuarenta años dando vueltas en redondo, a fin de que durante ese tiempo aprendieras que tus pies no se han hinchado ni tus vestidos se han hecho jirones. Dicho de otro modo: habrás aprendido la presencia de Dios en la gracia, suceda lo que suceda. Por otra par-
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te, en los momentos en que las cosas parecen ir sobre ruedas, aprenderás que es preciso que, como dice san Ignacio, «en cosa ajena no pongamos nido» (n. 322). No deberás creer apresuradamente que las cosas suceden sin más. Aprenderás a dar gracias a Dios tanto en un caso como en el otro. De este modo, a partir de la situación sentimental o intelectual en que te encuentres concretamente, te verás llevado incesantemente a trascender el momento en que te encuentras y a superar la tristeza o la satisfacción que sientes. Y así experimentarás cómo la gracia actúa en el tiempo, y poco a poco, superando las oscilaciones de tu sensibilidad interior, aprenderás a vivir en paz, pero no la paz de quien huye de la realidad o la ignora, sino una paz constructiva: la firme y sólida paz de quienes se han asentado en la fe. Y de ese modo, cuando lleguen los momentos difíciles, podrás al menos sostenerte en pie. Una religiosa que habría tenido todos los motivos del mundo para abandonar su Congregación me decía: «¿Sabe usted? Cada vez que me entran ganas de marcharme, entonces, en esos momentos de tristeza, pongo en práctica sus excelentes principios. Trato de resistir y me digo a mí misma: en medio de la niebla no se puede decidir. Entonces me mantengo hasta que recupero la paz y, una vez recuperada la paz, caigo en la cuenta de que tengo suficiente gracia de Dios para proseguir». He ahí cómo se aprende a no apoyarse en uno mismo, sino en Dios. Pero esto sólo puede hacerse en la prueba, en esa gran prueba de la gracia que actúa en el tiempo. Y es en este aprendizaje en el que nos forman los Ejercicios, sobre todo en el tiempo de Elección.
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b)
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Experiencia
de la
Elección
La Elección, efectivamente, es un momento privilegiado para aprender a perdurar. ¡Cuántas elecciones se hacen apresuradamente! Recuerdo a un joven religioso que, al cabo de unos cuantos años de vida religiosa, decidió abandonar. Yo le había conocido tiempo atrás, y por eso le ayudé a tomar su decisión. «¿Quiere usted, me dijo, que le enseñe la elección que hice durante los Ejercicios que hice al acabar mis estudios en el colegio?» Me mostró sus papeles y luego me preguntó: «¿Qué piensa usted de todo ello?» «No sé —le respondí— lo que te habría dicho hace unos años, cuando decidiste hacerte religioso, pero sí sé perfectamente lo que te diría ahora: que todas las razones 'a favor' y todas las razones 'en contra' que ahí aduces no tienen ningún valor. En esos papeles hablas como si fueras un libro; eres el reflejo —expresivo y caluroso, por lo demás— de las palabras que escuchaste al ejercitador. Basta con someter a alguien durante unos días a una atmósfera suficientemente caldeada para que, con tal de que el ejercitador tenga un poco de 'gancho' y de dinamismo y quiera imponerse mínimamente, haga de los ejercitantes lo que quiere. Entonces las vocaciones nacen como hongos, pero no se mantienen más de diez años, porque se han fundado en una especie de generosidad ardiente y precipitada que ha sido racionalizada a base de razones 'a favor' y razones 'en contra', pero que no han surgido de la libertad profunda de esos adolescentes. Evidentemente, el Espíritu Santo, a pesar de todo, acaba desembrollando el lío». La Elección no es asunto de racionalización ni de voluntad. La Elección, como decía más arriba, es verdaderamente la «recogida de un fruto maduro». Una elección apresurada tiene el peligro de ser un fruto seco o
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de no ser el fruto que Dios quiere darnos. Pensemos, por ejemplo, en una religiosa de 45 años, sumamente activa y seducida por un deseo de vida contemplativa,, que pretende hacer realidad inmediatamente su deseo. En el fondo, lo de menos es que pertenezca a una Orden de vida activa o de vida contemplativa. Ese estado de sobreexcitación, de voluntad imperativa de llegar a todo y de hacer realidad inmediatamente sus proyectos, le impide pertenecer sosegadamente a Dios dondequiera que se encuentre. Esto es lo que ella necesita descubrir; pero esto no se descubre haciendo una lista de razones «a favor» y razones «en contra», sino descendiendo a lo más profundo del propio ser mediante todo un proceso interior. ¿Bastarán unos Ejercicios para permitirla descubrirlo? Una vez más, digamos que al Espíritu Santo no se le imponen leyes. No se hace una Elección apresuradamente. Tal vez esa religiosa necesite recorrer un largo camino interior para descubrir dónde está el verdadero obstáculo que bloquea su paz. ¡Qué admirable resulta aquel hombre de 62 años que disfrutaba de una excelente situación en Francia y se convirtió en el ocaso de su vida! Había perdido a su esposa, y de pronto pensó en consagrar su vida a Dios en un monasterio. Pero necesitó el largo proceso de purificación de los Ejercicios pata caer en la cuenta de que el asunto no era tan simple. Se trataba de que descubriera, por el modo en que lo deseaba, que tal vez lo mejor en sí no era lo mejor para él. Y acabó comprendiendo que tenía que afrontar de otra manera su situación en el mundo. ¿Una vocación malograda? ¡Al contrario! La verdadera vocación de Dios se manifiesta en la aceptación radical del ideal absoluto, pero a condición de que se consiga desear ese ideal en la más absoluta calma, con una profunda paz y desde una actitud de entrega incondicional.
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«No tengo duda alguna de que quiero ser trapense. Pero comprenderá usted que, mientras no esté seguro, pienso seguir como si tal cosa». Recuerdo muchas veces a aquel apuesto muchacho que me decía esto, hace ya más de veinte años, en unos ejercicios. Y recuerdo que pensé: «te veo en la Trapa antes de lo que crees...» Lo de menos es que se trate de la Trapa o de cualquier otra cosa; lo importante es estar allí donde Dios quiere que estemos. Dicho de otro modo: no convirtamos en asunto nuestro el objeto de nuestros deseos. La Elección la recibimos, y descubrimos la acción de Dios en nosotros. Lo cual requiere tiempo, porque la gracia de Dios actúa en el tiempo para purificar todas nuestras secretas motivaciones, descubrirnos poco a poco a nosotros mismos en nuestra profunda libertad y llevarnos aún más lejos. De una parte y de otra —de parte del maestro, si se me permite la expresión, y de parte del discípulo—, de parte del acompañante y de parte del acompañado, ello exige una enorme dosis de humildad. c)
Experiencia
en el
acompañante
También el maestro o «acompañante» debe aprender cómo actúa la gracia en el tiempo, en la «durabilidad». Y esto lo aprende a costa suya, en la manera de proponer los Ejercicios, que deberá ser más sugerente que explicativa, por lo que deberá aceptar detenerse a tiempo. «¿Por qué no habla usted durante más tiempo? ¿Por qué no da usted más explicaciones?» El acompañante ha de adoptar un método de exposición más progresivo que inmediato, consciente de que lo que se dice al principio sólo será comprendido al final. Es el estilo mismo de la Escritura, el estilo de Dios, que consiste en avanzar progresivamente, sin necesidad de decirlo todo. Por supuesto que, al final, la gente
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dirá: «¿Por qué no lo dijo antes?» Y la respuesta es: « ¡Para que lo descubrierais por vosotros mismos! » A este propósito, hemos de decir algo acerca de las entrevistas entre ejercitante y ejercitador. El director de unos Ejercicios no necesita saberlo todo, como dice san Ignacio, sino tan sólo lo imprescindible para poder decir al ejercitante la palabra clara y positiva que le permita avanzar. Por eso ha de estar «informado fielmente de las varias agitaciones y pensamientos que los varios espíritus le traen» (al ejercitante), pero no necesita saber sus pecados (n. 17). Lo importante es identificar lo que Dios hace, y tener la libertad de decirle al ejercitante en determinados momentos: «¿Estás seguro de que eso es obra del Espíritu Santo?» De este modo, y gracias a la acción recíproca del mutuo intercambio, el ejercitante llega a discernir, por deducción, lo que el Espíritu desea hacer; y aun cuando haya días en los que resulte evidente que el ejercitante no ha de llegar mucho más lejos, el ejercitador no debe intentar forzar su postura, sino que deberá callarse: ya volverá mansamente... Nunca son buenas las prisas por palpar los resultados, como si éstos dependieran del ejercitador. La profunda paz anímica que debe poseer el ejercitador no es fruto de la mera resignación ni de la pura pasividad de un amigo al que se le puede decir todo. Consciente, por supuesto, de que tiene un papel que desempeñar, y sin incurrir en falsas modestias ni en falsas humildades, el ejercitador encuentra su gozo en colaborar en la obra del Espíritu, que actúa en el tiempo. Conclusión
A modo de conclusión, es preciso reconocer que la pedagogía que acabamos de describir (con sus tres aspectos de oración, libertad y durabilidad) nos introduce
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en algo que nos rebasa: en la obra del Espíritu Santo. Por eso, nuestra presencia en dicha obra será tanto ma yor cuanto mejor y más alegremente aceptemos vernos rebasados. Hay maneras de dar los Ejercicios que obsta culizan la acción del Espíritu Santo. La perfección pre tendida por el hombre debe dejar paso a la perfección, todavía desconocida por nosotros, a la que el Espíritu nos guía. Y es aquí donde los Ejercicios, al igual que la oración litúrgica, adquieren todo su significado, ayu dándonos a situarnos en ese plano de la gracia; una gracia que le es constantemente ofrecida a la libertad; y una libertad que se ofrece a la gracia.
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G C 2
Desde el I Congreso de los Cahiers de Spiritualité Ignatienne, en 1977, ha sido costumbre invitar a los participantes a manifestar su reacción ante las ponencias presentadas. Por lo general, suele hacerse en forma de grupos de trabajo, más o menos numerosos, bajo la guía de un animador. Este método permite expresarse a todo el mundo y garantiza una mejor comprensión del tema sometido a estudio. Al final de sus sesiones, cada grupo presenta a la asamblea plenaria una o dos preguntas a las que el ponente habrá de intentar responder. Pero el crecido número de participantes en este Con greso hizo prácticamente imposible recurrir a dicho mé todo. Por eso tuvimos que idear otro modo de hacerlo. Inspirándonos, pues, en el método de las «buzz-sessions», pedimos a los congresistas que se dividieran en multitud de grupos de dos o tres personas, según las afinidades, para dialogar, reaccionar, discutir y, por último, llevar a la asamblea plenaria las preguntas que quisieran hacer al P. Laplace. Este método se reveló sumamente provechoso, en opinión de algunos, porque permitió una participación más numerosa e intensa. El único inconveniente fue el número de preguntas (más de ciento veinticinco) llevadas al pleno, lo cual supuso una verdadera pesadilla para la comisión encargada de hacer la selección. Y aunque el P. Laplace, lógicamente, no pudo responder a todas las preguntas, resultará inte resante, sin duda, ofrecer aquí un resumen. Será una
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especie de fotografía de lo que los participantes tenían en mente al concluir la primera jornada del Congreso. Una primera serie de preguntas de carácter general, que desbordaban el tema del Congreso, se referían a Ignacio, a la espiritualidad ignaciana y a los Ejercicios. ¿Hasta qué punto es preciso conocer a Ignacio y referirse a su vida y a su experiencia espiritual para hacer debidamente los Ejercicios? ¿No basta con referirse a Jesucristo? El hecho de considerar los Ejercicios independientemente de toda espiritualidad, ¿no significa, en realidad, asimilar espiritualidad cristiana y espiritualidad ignaciana? ¿En qué consisten los «ejercicios leves» (n. 18)? ¿Debe darse todo el proceso completo de las cuatro Semanas en unos Ejercicios de ocho o diez días? ¿A qué se debe la importancia que se concede hoy a los «Ejercicios en la vida corriente»? ¿En qué consiste la «indiferencia», el «magis», los «binarios», la «voluntad de Dios», el «discernimiento»...? ¿Favorecen los Ejercicios el compromiso en favor de la justicia junto a los pobres y los oprimidos? Otras preguntas se referían más concretamente a las ponencias del P. Laplace y retomaban sus principales puntos: Biblia y Ejercicios (¿qué hacer si el ejercitante no está versado en la Biblia?; pasividad y actividad en el «acompañamiento» (rigor y flexibilidad; gracia y libertad; no tomar, sino recibir...); sentido espiritual (¿en qué consiste exactamente?; ¿qué lugar ocupa entre racionalismo y sentimentalismo?; ¿cómo desarrollarlo?; ¿cuáles son las relaciones entre, por una parte, el sentido espiritual y el «sentir» ignaciano y, por otra, el discernimiento?). Algunas preguntas sobre la oración (¿cómo debe entenderse lo de «pasar de la cabeza al corazón»: «discurrir con el entendimiento y acabar con la voluntad» [n. 5 2 ] ? ) hacían desear la ponencia del día siguiente, que trataría de ello más en concreto.
«MESA REDONDA»
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Pero fueron los problemas relativos al «acompañamiento» los que merecieron más atención por parte de los congresistas. Se hicieron preguntas acerca de la necesidad del «acompañamiento» en los Ejercicios, de la frecuencia de las entrevistas con el «acompañante» y del papel de éste con respecto a la acción del Espíritu (¿hasta qué punto debe el «acompañante» mantenerse al margen y en silencio?; ¿cómo puede favorecer ese «paso de la cabeza al corazón»?), de la selección que hay que realizar (¿cuándo está la persona preparada para comenzar los Ejercicios?; ¿quiénes son los desafortunados a quienes se les niega la posibilidad de hacer los Ejercicios completos?; ¿pueden darse los Ejercicios a gente joven?; ¿están reservados a una «élite» de personas «cultivadas»?), de la formación que hay que dar al ejercitador (cualidades requeridas, formación psicológica y espiritual, etc.) y de determinados puntos concretos de los Ejercicios (¿cómo presentar la meditación del infierno?; ¿cómo introducir en la difícil segunda Semana?; ¿cómo concluir debidamente los Ejercicios sin escamotear la cuarta Semana?). La tarea de animar la sesión plenaria le fue encomendada al P. Bernard Bélair, que cumplió su cometido con gran acierto y supo escoger las preguntas apropiadas y hacérselas al P. Laplace en el grato clima familiar de una conversación. ¿Qué quiere decir exactamente Ignacio cuando bla de desarrollar los sentidos espirituales?
ha-
No creo que Ignacio hable de «desarrollar los sentidos espirituales, sino de la «aplicación de sentidos». Lo que ocurre es que, como antaño yo estudié detenidamente la enseñanza de los Padres, en especial los de la Iglesia griega, descubrí un punto de vista más amplio
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que el de Ignacio cuando habla de la aplicación de sentidos: el de los sentidos espirituales. Existe toda una tradición de la Iglesia acerca de la formación de los sentidos espirituales a partir del bautismo. Por citar a un autor de dicha tradición, me referiré al libro que se aconsejaba a los maestros de novicios en los primeros tiempos de la Compañía de Jesús y que había sido escrito por un tal Diadoco, obispo de Fotike, un monje del siglo V del que no sabemos sino que escribió un pequeño libro titulado Cien capítulos sobre la perfección espiritual. He de confesarles que este librito me ha resultado muy útil para tomar conciencia de que, al igual que tenemos un organismo físico, tenemos también un organismo espiritual que nos hace connaturales con la realidad espiritual, de suerte que el bautizado que desarrolla esos sentidos consigue percibir la realidad espiritual, del mismo modo que quien posee el sentido de la vista percibe la realidad de las cosas visibles, o quien posee el sentido del gusto puede decir a la primera: «este vino es un Burdeos de tal año», mientras que el que no tiene esta capacidad se limitará a beber sin decir nada al respecto. Pues bien, el sentido espiritual es una especie de organismo recibido en el bautismo que hace que, por emplear la expresión de san Pablo, el bautizado posea ese tacto afinado que le permite discernir lo mejor sin necesidad de hacer intervenir a su inteligencia... Eso es, en el fondo, el sentido espiritual. Como digo, Ignacio no habla directamente de estos sentidos espirituales, pero yo creo que toda la dinámica de los ejercicios supone la activación de este sentido interior, que nos hace cada vez más sensibles a la realidad espiritual. Por eso es por lo que el discernimiento de espíritus no es, en el fondo, más que la aplicación de dicho sentido interior. El discernimiento de espíritus nos enseña a desarrollar en nosotros mis-
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mos ese sentido que poseemos y que hace que, al cabo de cierto tiempo, «sintamos» las cosas mediante la experiencia. Esto es lo que se me ocurre decir a propósito de la aplicación de sentidos, que es la expresión propia de Ignacio, y a propósito de los sentidos espirituales, de los que no habla directamente Ignacio, aunque pueden darse por supuestos en toda su doctrina y, de manera muy especial, en la práctica del discernimiento de espíritus. He aquí otra pregunta que va en el mismo sentido: ¿Cómo desarrollar ese sentido espiritual? Según creo, ha mencionado usted que la pedagogía de los Ejercicios ayuda a ajinar y desarrollar ese sentido espiritual. ¿Me equivoco? La pedagogía de los Ejercicios se funda precisamente en esa capacidad que posee el ser cristiano de «sentir» a Dios y es la que da al cristiano que hace los Ejercicios el medio de desarrollar ese sentido espiritual. Es ahí donde —incluso casi con independencia del sujeto que haga los Ejercicios— la materia en la que éste se halla inmerso (y en particular la materia de la segunda Semana) le enseña a realizar ese discernimiento objetivo al que yo me refería cuando hablaba de la meditación de las dos Banderas; es decir, le enseña a reconocer la realidad que subyace a las apariencias. Tómense, por ejemplo, los cuatro primeros capítulos de la 1. Carta a los Corintios, donde —con una palabra que, evidentemente, sólo resulta «bárbara» a quienes ignoran el griego— compara Pablo a los «psíquicos» con los «pneumáticos». Los «psíquicos» son personas que juzgan las cosas únicamente con la razón, mientras que los «pneumáticos» son quienes juzgan las cosas con el «pneuma»,. es decir, con el Espíritu Santo que les ha sido dado. a
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Los «psíquicos» no pueden comprender la realidad de la cruz del Señor, porque es algo que les rebasa. Ante la cruz del Señor y la manera en que Dios viene a nosotros, el «psíquico», aunque haga uso de toda la razón y toda la reflexión del mundo, se verá rebasado y dirá: « ¡No es posible! » De la misma manera que un Platón, por ejemplo, ante la eventualidad de una Encarnación, de un Dios que se hace carne, dirá: « ¡Es imposible! » Mientras razone con la razón natural, el «psíquico» sólo podrá decir: «Es 'alogos', es irracional». Como decimos nosotros: no tiene sentido. Así es el hombre «psíquico»: irreconciliable con la realidad de Dios tal como se da en Jesucristo. El «pneumático», por el contrario, el que es instruido por el Espíritu de Dios, ante el misterio, por ejemplo, del nacimiento virginal, accederá inmediatamente —al igual que la Virgen— a esa realidad de Dios, porque •—gracias a todo un proceso de «afinamiento» interior y gracias, concretamente, a su disposición orante, creyente, de entrega confiada a Dios, de educación progresiva en la fe— será sensible a la realidad espiritual que le sea presentada por la fe. De manera análoga —por poner otro ejemplo—, Pascal, en sus Pensamientos, habla del envilecimiento que nosotros decimos detectar en la Encarnación y en la Cruz de Cristo, y formula esta sorprendente frase, que sólo puede ser dicha por alguien que posea ese sentido espiritual de la realidad cristiana: «No hay razón para escandalizarse por un envilecimiento inexistente». Para el cristiano, la cruz no constituye una vergüenza; ante el misterio de Cristo crucificado, aquel a quien el Espíritu Santo ha formado interiormente y posee su unción no puede decir: « ¡Dios mío, qué horror, qué espanto! » Su afinado sentido espiritual, formado poco a poco en la oración y la contemplación, le permite decir, por el contra-
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rio: «Por supuesto que es algo duro y difícil de soportar, pero ahí está Dios». En los momentos difíciles de su vida, ¿no han experimentado ustedes que vivían en dos planos distintos? Está, por una parte, ese plano superficial de tumulto interior, de la angustia de vivir, del trato imposible, de las personas insoportables y de todo lo demás, de todo cuanto nos molesta en la existencia; y, sin embargo, cuántas veces se oye decir: «He pasado por momentos de enorme tristeza y hastío; pero, a pesar de todo, he tenido la profunda experiencia de que la paz no me abandonaba». He ahí el sentido espiritual que, en medio de las tergiversaciones y los enojos de la existencia, permite vivir profundamente en paz. Es este sentido espiritual el que transmite el Señor a sus Apóstoles durante el discurso de después de la Ultima Cena. Tendréis dificultades en el mundo —les dice—, y el mundo creerá haberos destrozado, y seréis encarcelados, y asesinados, y pensarán que el cristianismo ha desaparecido; pero, dado que viviréis del Espíritu que yo os voy a dar, asistiréis, en medio de todo el sufrimiento que habrá de rodearos, a un alumbramiento. Cuando da a luz, la mujer no cabe en sí de gozo por haber traído al mundo a un ser humano, y ello no se debe a ninguna reflexión natural, sino al desarrollo del sentido espiritual. Ustedes se preguntan: «¿Cómo se desarrolla ese sentido?» Pues gracias a la práctica de la oración, y en especial la oración sobre la Escritura; y gracias también al esfuerzo constante por vivir interiormente esa realidad de la Palabra de Dios que nos ha sido dada. Dada la dificultad que entraña para una persona «psíquica» entrar en los Ejercicios, es inevitable preguntarse: ¿Quiénes son las personas aptas para hacer
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los Ejercicios completos? «élite»?
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¿Están acaso reservados
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Es una interesante pregunta, porque se trata de una dificultad con la que suelen topar personas que no conocen los Ejercicios o que tienen de éstos la idea de que son algo bastante misterioso. Y entonces dicen: «Sí, claro, pero yo no tengo la formación intelectual que se requiere para hacerlos, yo no he estudiado... Y jamás podré resistir tanto tiempo...». Le responderé basándome en mi propia experiencia: no son necesariamente los más intelectuales ni los más cultos los que entran con mayor facilidad en los Ejercicios. ¿Cómo esbozar la silueta de la persona que a mí me parece apta para hacer los Ejercicios? Creo que, ante todo, se requiere una cierta cualidad natural; y al hablar de «cualidad natural», no me refiero a ningún tipo de capacidad intelectual o física. Se trata de una cierta aceptación profunda del propio ser humano. Se trata de aceptarse a sí mismo, de vivir una cierta lucidez respecto de uno mismo, como esas personas que tienen los pies en la tierra, están a gusto consigo mismas y poseen ya, en lo más profundo de sí mismas, un cierto sentido de la libertad. Y al decir «sentido de la libertad» no quiero decir que no padezcan en su interior ningún tipo de determinismos ni condicionamientos, fruto de una psicología que puede ser más o menos sana. En absoluto. Hay personas que experimentan la angustia o el miedo y que jamás se verán libres de este tipo de sentimientos. Pero si, frente a lo que experimentan, tienen la capacidad de distanciarse lo bastante como para decir: «Hay que sobrellevarlo sin perder la paz», entonces yo no tendría inconveniente alguno en admitirlas a los Ejercicios. Se trata de almas extremadamente sencillas que no se bastan a sí mismas, que no
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viven de ideas prefabricadas, ni están a merced de lo que dicta la moda, ni se preocupan de su propia reputación, sino que están reconciliadas con la verdad. Y existe una especie de verdad natural que se encuentra a veces en personas sumamente sencillas y que permite acceder directamente a la experiencia de los Ejercicios. ¿Puede haber alguien que comprenda mejor que estas personas la proposición que podamos nosotros hacerles de las verdades evangélicas? Lo cierto es que el sujeto más apto para los Ejercicios no es necesariamente el que ha hecho grandes estudios, sino el que, gracias a un cierto hábito de silencio, de oración y de sencillez de vida, recibe las cosas globalmente y siente la verdad de lo que le dices, aunque no siempre sea capaz de explicarlo. Y es ahí, evidentemente (no pueden hacerse los Ejercicios en solitario), donde se necesita el acompañamiento de alguien. Sin embargo, conviene que el acompañante i no se llame a engaño por la dificultad para expresarse que experimentan ciertas personas, porque a veces se trata de personas sumamente sencillas y carentes de medios expresivos, pero dotadas de auténtico frescor, transparencia y honradez: basta con oírlas para darse cuenta de que lo que dicen suena a auténtico. Por el contrario, hay otras personas que serán capaces de repetirte todo lo que les has dicho y de discutir sobre ello y que —no me resisto a decirlo— ¡creerán haberlo comprendido! ; pero, por desgracia, muchas veces no buscan más que agradarse a sí mismos, al ambiente y al acompañante. Y he de confesar que en tales casos yo me siento bastante incómodo. Si hay algún elitismo en los Ejercicios, es el elitismo de unas personas que, ante la realidad humana y la realidad espiritual, son abiertas, limpias, conscientes de sí mismas y que, al mismo tiempo, se expresan tal como son.
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Se han hecho muchas preguntas referidas al acompañante. Usted acaba de decirnos que no cree en la experiencia de los Ejercicios sin acompañamiento individual. Entonces, ¿qué ocurre con los Ejercicios en grupo o en la vida corriente? ¿No puede el propio grupo, al permitir que las personas compartan su experiencia en cada reunión, realizar la función del acompañante? ¿No basta con el acompañamiento del grupo? Le voy a responder lo que yo siento, aunque, naturalmente, no estoy seguro de que se trate de una respuesta globalmente verdadera, pero sí espero que concontenga una parte de verdad. Yo no creo posible hacer los Ejercicios sin que, de una u otra manera, se dé un acompañamiento personal. Y al hablar de «acompañamiento personal» no quiero decir que haya que estar con el acompañante a todas horas. Pero sí creo que el acompañamiento del grupo no puede suplir ese contacto personal, de persona a persona, si es que se pretende que la experiencia espiritual que proponen los Ejercicios llegue realmente al fondo. Aquí estamos tocando un axioma espiritual de todos los tiempos y de todas las confesiones: siempre ha habido maestros espirituales y comunidades espirituales. Así pues, será preciso hallar la forma de armonizar ambas cosas. Es evidente que en un grupo se camina de manera colectiva, lo cual no impide, sin embargo, que haya que buscar en el grupo a alguien a quien hacer saber de manera especial lo que se vive, para poder «ponerse a punto». Espero que mi respuesta no haya sido la típica del normando —que lo soy— que no dice ni que sí ni que no; pero es que me parece que este problema no puede zanjarse tajantemente. Hay 36.000 maneras de hacer los Ejercicios, y éstos pueden hacerse a muy diferentes
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niveles. En la relación entre acompañante y acompañado hay que tener en cuenta cada caso particular. Hay quienes desean que explicite usted aún más el papel del acompañante, sobre todo con respecto a lo que usted ha dicho de que debe pasar a un segundo plano, y también en su dimensión de personas que ayuda a discernir. Habremos de volver a hablar acerca del papel del acompañante, porque de ello dependerá el modo de dar los Ejercicios. Pero creo que podemos ya avanzar una respuesta. En primer lugar, acerca de ese «pasar a segundo plano». ¿Cómo definir esta realidad? Estoy por decir que ese «eclipsamiento» del acompañante tiene que ver con la intensidad de su presencia ante la persona que tiene delante; una intensidad de presencia que le permite recibir a dicha persona en un silencio que no es en sí violento, aun cuando le violente al otro. Y ahí es donde se encuentra el desinterés: en la independencia que el acompañante debe manifestar y que es deseable que conserve frente a las reacciones inmediatas del acompañado, el cual reaccionará a veces agresivamente y se quejará de no ser comprendido: «No me haga usted preguntas; dígame lo que debo hacer». Sin perder la tranquilidad, el acompañante ha de aceptar escuchar todo eso, pero sin inquietarse, para que, llegado el momento, pueda hacer al acompañado la pregunta que éste tal vez no quiera oír, pero que servirá para desbloquearlo y, mediante el acto de profunda humildad que es necesario, dar el paso preciso. En esto consiste esa especie de «desinterés». Se trata del desinterés respecto de las reacciones inmediatas del acompañado para, a través de los contactos cotidianos, seguir la línea de fondo y alcanzar la meta hacia la que uno y otro
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se dirigen. Lo cual, efectivamente y sin lugar a dudas, supone una enorme independencia de corazón, y resulta bastante difícil en determinados momentos, sobre todo al principio, cuando no se tiene suficiente seguridad en uno mismo. Y hay que estar muy seguro de sí mismo y confiar mucho en la gracia de Dios para ser capaz de callarse, de no urgir, de no atosigar con preguntas. Lo cual no es impotencia, sino, por el contrario, una enorme certeza de que el «maestro» es el Espíritu Santo. Y ésta no es, en modo alguno, la actitud de quien dice: «Ah, sí, estupendo: dejemos que el Espíritu Santo se las arregle; de ese modo no hay que hacer nada». Pero veamos el segundo punto: el papel del acompañante de ayudar a las personas a discernir. Para ayudar a alguien a discernir, hay que tener en cuenta, una vez más, la experiencia espiritual de dicha persona y esa purificación profunda que debe operarse en ella para que pueda ver las cosas con claridad, que es algo que de momento no puede hacer. Así pues, creo que la cuestión consiste en aclararla de tal forma que pueda encauzar su oración hacia unas meditaciones que le permitan ir purificando poco a poco su manera de ver. Porque, cuando alguien no puede discernir, ocurre con el discernimiento de espíritus lo mismo que con el discernimiento de los colores: probablemente, el órgano de la visión necesita ser purificado. En este sentido, el progresivo encadenamiento de las meditaciones de los Ejercicios conduce, poco a poco, a una purificación que permite ver por uno mismo lo que al principio no se veía. Este ayudar a discernir estaría, para mí, en profundizar la purificación del corazón mediante la oración, la meditación de la Escritura, la aceptación de los acontecimientos y la reacción ante los mismos. Hay quien reacciona de tal o cual manera y, a la hora de explicitar sus reacciones ante los acontecimientos, se da cuenta
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de que hay algo que disuena. Pues bien, ni siquiera habrá necesidad de decírselo, sino que él mismo lo notará con sólo atreverse a formularlo y confrontarse con la oración de la Escritura. ¿Cómo ayudar a un ejercitante que tiene tendencia a intelectualizar excesivamente? En definitiva, ¿cómo hacerle pasar de la cabeza al corazón? Y viceversa, ¿qué hacer con el que es en exceso voluntarista? Permítanme que les cuente primero una historia que quienes han hecho Ejercicios conmigo seguramente ya conocerán, porque suelo recordarla con frecuencia. En una de mis primeras tandas de Ejercicios de treinta días había un sacerdote de unos treinta años que solía ponerse en la primera fila, en un estado de tensión que se reflejaba en una serie de extrañísimos gestos. Un día vino a verme y yo le invité a que me hablara sobre lo que él vivía y, concretamente, por qué estaba tan tenso. Y él, medio en broma medio en serio, me dijo: «Me aburre usted con sus preguntas y con su dichosa fidelidad a las cuatro o cinco horas de oración previstas». Era verano y había gran cantidad de troncos de madera en el parque de la casa de ejercicios en la que estábamos. Entonces le dije: «En el parque hay mucha madera que cortar; quizás haría usted mejor en cortar leña que en hacer oración». Yo también se lo dije medio en broma medio en serio, pero él lo tomó en serio. De manera que le pareció bien y se dedicó a cortar leña. Pero al cabo de dos días vino a verme de nuevo y me dijo: «¿Sabe usted que mientras cortaba leña he aprendido un montón de cosas? He aprendido, por ejemplo, que yo solía poner la oración o demasiado arriba o demasiado abajo; o la ponía en la cabeza o en las visceras, cuando se trataba de ponerla en el corazón». Había
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aprendido que se trataba también de distenderse, de no creer que a fuerza de voluntad y de tensión se consigue que brote la gracia, el don de lágrimas, etc. Pues bien, creo que este ejemplo responde suficientemente a la pregunta que se me ha hecho. Es verdad que todo cuanto sea sentimentalismo, o intelectualismo, o voluntarismo, constituye un obstáculo. Pero lo importante es que cada cual sepa identificar qué obstáculo es el suyo. Hay quienes, en la oración, ceden excesivamente al sentimiento, mientras que otros, por el contrario, racionalizan en demasía, e incluso otros pretenden conseguirlo todo a base de puños. Unos y otros deben pasar por lo que los místicos denominan «noche oscura», que no es algo tan excepcional como algunos creen. Por esa noche oscura debe necesariamente pasar todo aquel que pretenda llevar una vida de oración continuada y auténtica en la fe. Nadie se libra de ello. Podemos comprenderlo acudiendo a un ejemplo que aparece en mi libro Diez días de Ejercicios: «La experiencia del muro» (pp. 147-148). Una experiencia por la que pasan muchos ejercitantes al llegar a la tercera Semana, a la meditación de la Pasión del Señor. He aquí un diálogo, entre director y dirigido, que he mantenido muchas veces y que siempre me ha llamado la atención: —Qué, ¿cómo va eso? —En fin, no del todo bien..., ya sabe... —¿Qué es lo que le ocurre? ¿Se encuentra cansado? — ¡No, no, no! ¡En absoluto! En ese sentido no hay pegas: duermo estupendamente, la comida está bien y la casa es perfecta... Pero me ocurre algo extraño: cada vez que me pongo a hacer oración, sobre todo ahora que tenemos que meditar la Pasión, me asaltan malos pensamientos, tentaciones como jamás las
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he tenido... ¡y eso que yo soy un hombre más bien cerebral! Pero no dejo de pensar en el problema del mal y del sufrimiento. Es algo obsesivo. Doy vueltas y vueltas, y no hay manera de orar. —Está bien; escuche: tal vez necesite calmarse un poco, ir un poco más despacio. — ¡Ah, no, de ninguna manera! Tengo la seguridad de que, si hiciera esas meditaciones, sacaría un enorme provecho. Pero es curioso que, cuando salgo a pasear después de la hora de oración, entonces todo marcha perfecta y maravillosamente. Pero luego, cuando me pongo a hacer oración de nuevo, vuelve a empezar la misma película... —En resumidas cuentas, que se encuentra usted delante de un muro... — ¡Exacto! ¡Esa es la palabra! —Pues bien, le diré un acosa: agradézcaselo a Dios, porque es justamente eso lo que necesita. Usted se había apresurado a creer que ya había llegado. Sin embargo, era preciso que aprendiera usted en propia carne que todos (y ésta es la profunda verdad de la «noche oscura» o del muro) nos encontramos ante el muro de lo invisible, del más allá de Dios, que casi podemos tocar con la mano. Pues bien, es preciso que nuestra mente y nuestro corazón, tal vez un tanto sentimentales, permanezcan así ante ese muro, en el deseo, un deseo muy oscuro y que no produce grandes punzadas. ¡Permanecer en esa pobreza del ser que se encuentra ahí, mendigando ante Dios, y que ya no sabe qué decir! Ahí comienza la oración, la verdadera oración. Ya le concederá Dios sus gracias el día que él lo quiera. Y ese día no sentirá usted la tentación de decirse a sí mismo: « ¡Ya está, ya he llegado! » Habrá aprendido usted en la práctica lo que es la verdadera pobreza que da acceso al reino.
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Para proseguir con un tema que ya fue esbozado esta mañana, ¿podría usted precisar y explicitar las relaciones que existen entre el camino bíblico y el camino ignaciano? En mi opinión, el camino ignaciano sigue el camino bíblico; son lo mismo. Es el camino de un ser que se pone ante Dios, ante Aquel que está más allá de todo. San Ignacio es un creyente. Pues bien, no falta quien pregunte si pueden darse los Ejercicios a increyentes. Y yo diría que quizá se les puedan dar unos Ejercicios «preliminares». El hombre tiende naturalmente hacia Dios, hacia un Dios al que desconoce. Entregado a sus fuerzas naturales, prueba toda clase de métodos, todos los métodos de moda (meditación trascendental, yoga, zen...) para ascender hasta un Dios a quien desconoce y entrever algo del más allá. Evidentemente, el que es rico y se encuentra atascado en una vida puramente natural no podrá percibir nada, porque tiene un lastre excesivo del que deberá desprenderse para tener un espíritu más sutil y ligero. Y todo ello constituye un proceso natural que no está reservado en exclusiva a los cristianos. La diferencia que yo establecía entre este itinerario natural y el itinerario cristiano radica en que, para el cristiano, existe de parte de Dios una respuesta al deseo natural del hombre; un deseo que el propio Dios ha inscrito en su corazón y en la naturaleza misma de su ser, de suerte que el propio Dios viene a su encuentro por medio de la revelación cristiana, y especialmente por medio de Jesucristo y de la Iglesia. Cada cristiano, según su temperamento y su manera propia de ser, ha de aceptar la visita que Jesucristo le hace, a fin de vivir con El y en El. Por eso es por lo que la reacción de Teresa de Jesús o la de Francisco de Borja no es la
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misma que la de Ignacio. «Aquella parte es mucho mejor para cualquier individuo», escribía Ignacio a Francisco de Borja, «donde Dios nuestro Señor más se comunica» (Epist. 2, 233-237). Hay, pues, un ascenso y un descenso simultáneo; la aparición de un diálogo entre el Dios que llama y el hombre que responde. Ese es, en mi opinión, el itinerario cristiano. El sello peculiar de Ignacio, dada su experiencia, consiste en que la respuesta que él da a Dios posee un determinado rigor, el rigor propio del temperamento de aquel «caballero» que fue seducido por Dios y se dejó moldear progresivamente por la gracia divina. Toda vida espiritual conlleva un verdadero esfuerzo para llegar a aceptarse a sí mismo y el propio temperamento. No se va a Dios metido en el pellejo de otro. Cuanto más personal se hace la experiencia espiritual, más se ve uno llevado a aceptarse a sí mismo tal como es y a reconocer el don de Dios en la propia psicología y en el propio temperamento, de tal manera que no hemos de copiar a otros ni compararnos con ellos. Cada cual ha de vivir personalmente la gracia de Dios que le ha sido dada. Lo que a mí me parece admirable en san Ignacio es que su experiencia, que es rigurosamente personal, fuera tan desinteresada y pura que ha podido servir de modelo a otras personas distintas de él y conducirlas a Dios al estilo de cada cual. Siempre aparecen estos dos aspectos en la forma de apropiarse la experiencia de Ignacio: asumirla de una manera personal e íntima, bajo la gracia del Espíritu Santo, y aprender a ser cada vez más libre y más dichoso en ella, según la gracia peculiar de cada cual. Fijémonos en los compañeros de Ignacio: Nadal, Fabro, Javier, Laínez... Todos ellos, si se me permite la expresión, tenían un genio endiablado. Quiero decir que tenían personalidad, que no estaban «hechos en serie», milimétrica-
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mente uniformados y programados para hacer lo mismo. Pues bien, cuanto más se daban a Dios, más desarrollaban, en el contacto personal con Dios, su personalidad profunda. Ha hablado usted de «rigor», refiriéndose a san Ignacio. ¿Puede usted explicar esta paradoja del amoroso rigor de san Ignacio, particularmente en lo referente a la preparación de la oración, así como en la fidelidad en cuanto a anotar las gracias recibidas? ¿Cómo mantener ese rigor y , al mismo tiempo, respetar el ritmo personal de cada cual en la oración? Es una excelente pregunta. La experiencia demuestra que las personas tienen necesidad de estructuras. Por otra parte, tienen que adiestrarse en proceder con calma, a fin de desarrollar en ellas verdaderas estructuras, no actitudes artificiales. El acompañante ha de mantener un cierto rigor con respecto al acompañado, rigor que frecuentemente habrá de exceder las expectativas de éste, el cual, por lo demás, espera que se le pidan cosas difíciles. El acompañante, por el contrario, le dirá: «Todo eso es secundario y relativo; no es eso lo esencial», para, de este modo, llevarle poco a poco a descubrir por sí mismo las verdaderas exigencias de Dios. Y la prueba de que algo es exigencia de Dios consiste en que el acompañado, aun sintiendo su dificultad, encuentra que ese «algo» es liberador. De este modo, el camino de lo imposible aparece como camino de paz y de amor. He ahí el sello del Espíritu Santo, que dispone todas las cosas con fuerza y suavidad a un tiempo, «fortiter suaviterque disponens omnia» (Sab 8, 1). Hay personas de fuerte temperamento. Fijémonos, por ejemplo, en san Ignacio al comienzo de su conversión, cuando imaginaba que servir a Dios significaba realizar co-
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sas difíciles: dejarse crecer las uñas y el cabello, hacer duras penitencias... Lo cual hizo que el pobre Ignacio pusiera en peligro su salud. Pero al cabo de algún tiempo cayó en la cuenta de que estaba desviándose del verdadero problema. Existe, efectivamente, un cierto rigor de vida que no conduce necesariamente a Dios, sino que sirve tan sólo para satisfacer un cierto tipo de amor propio espiritual. Poco a poco, Ignacio llegó a descubrir en todo lo que hacía lo esencial: la dulzura, la humildad y la discreción, que todo lo regulan. A partir de aquel momento abandonó sus erróneas prácticas ascéticas: se cortó las uñas y los cabellos y comenzó a comer con normalidad, incluso carne, contra el parecer de su confesor, que le decía que tal vez se trataba de una tentación. Y es que Ignacio vio que lo esencial era otra cosa. Igualmente, cada uno de nosotros ha de descubrir que la verdadera pobreza y la verdadera renuncia no son una pobreza y una renuncia aparentes que satisfagan a nuestra imaginación religiosa o a nuestro entorno. Por el contrario, se trata de llegar al interior, a lo más hondo del corazón, en ese desasimiento absoluto de nosotros mismos que nos proporciona auténtica ligereza y nos impide volvernos de nuevo sobre nosotros mismos y tener perpetuamente ante nuestros ojos ese pequeño espejo en el que podemos observarnos para decirnos: « ¡Verdaderamente, qué cosa tan buena es la humildad! » Se ha acabado ese esfuerzo de desasimiento y desapropiación de la persona volcada sobre sí misma. En su interior, la persona busca, a la vez, ser cada vez más libre e ignorarse a sí misma, porque la verdadera virtud no se conoce, y la verdadera oración es la que no tiene conciencia de serlo. Como dice Casiano, «el que ora, y además se da cuenta de que ora, ignora lo que es la oración».
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Al parecer, no todos pueden soportar el rigor de Ignacio. ¿Cómo puede el acompañante presentar el itinerario de Ignacio para que a nadie le resulte incómodo o excesivamente duro? Efectivamente, si se le entrega al ejercitante el manual de los Ejercicios tal como salió de las manos de Ignacio, lo más frecuente es que al principio no comprenda absolutamente nada y que el manual le parezca plagado de contrasentidos enormes y propiamente impracticables. Y aunque se contente uno con leer al ejercitante el texto de Ignacio y decirle: «He aquí lo que hay que hacer», aun así le resultará duro y difícil. En mi opinión, el verdadero modo de acceder a la Escritura (y con mayor razón a los Ejercicios) no consiste en presentar el texto, la letra —ni siquiera so pretexto de fidelidad—, sino en proponer los Ejercicios según las capacidades de cada uno, de forma que pueda asimilarlos progresivamente mediante las oportunas meditaciones. Ya sé que alguien podrá decirme: « ¡Pero usted no dio el 'Principio y fundamento' cuando sometió a consideración el salmo 139! » La verdad es que siempre comienzo por este salmo, porque, si le permitimos que resuene en nuestro interior, nos pone en la actitud fundamental, en esa indiferencia profunda, en ese desasimiento absoluto de nosotros mismos y en ese deseo único de aferramos a Dios que nos hace absolutamente libres frente a todo. El que pueda entender, que entienda... Habrá quienes la comprendan a fondo, mientras que otros lo comprenderán a medias, pero de algún modo percibirán que aún les queda por percibir algo, de suerte que la verdad capaz de liberarlos queda para ellos como tamizada, adaptada a sus posibilidades. En cierto modo, la luz que puede proporcionarnos Ignacio es una luz «brutal», reflejada en un vocabulario
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nítido, claro y preciso. Pero yo diría que esa luz no está hecha para el ejercitante, sino para quien, habiendo hecho ya los Ejercicios y conocido la profundidad de los mismos, puede adaptar correctamente a las características de cada ejercitante la luz que él, acompañante, ha recibido precisamente de los Ejercicios. De ese modo, tamiza la luz conforme a las posibilidades receptoras de luminosidad de los ojos de cada uno. Lo que el ejercitante no haya obtenido durante los Ejercicios lo obtendrá más tarde. Pero es absolutamente indispensable no pretender obtener inmediatamente el resultado último, que en sí mismo es deseable. Es preciso tener paciencia y no exigir a nadie más de lo que puede dar. Personalmente, creo que no significa traicionar a san Ignacio el decirle al ejercitante: «Hoy por hoy, no estás en condiciones de dar todo eso, pero procura dar lo que buenamente puedas. Has rendido con gozo lo poco que hoy se te pedía: mañana ya podrás rendir más». Lo importante es haber suscitado en el corazón el deseo de aceptar el hoy, dentro de las propias limitaciones y posibilidades, y el deseo, al mismo tiempo, de una constante superación. El mañana me aportará su propia gracia a partir de lo que hoy haya aceptado humildemente como posible. De este modo se darán simultáneamente la aceptación y la superación. Los Ejercicios son peligrosos si se toman de una manera rígida y absoluta. Por eso el acompañante debe no sólo conocerlos intelectualmente, sino, sobre todo, poseer esa especie de dulzura profunda, de paciencia divina y de longanimidad que Pedro atribuye a nuestro Señor en su carta. La falta de brusquedad y la capacidad de espera no es debilidad, sino la verdadera fuerza de Dios. Dios sabe esperar y nunca tiene prisa, mientras que nosotros querríamos palpar los resultados inmediatamente. Los Ejercicios tomados como un método riguroso que produce
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necesariamente el resultado deseado ya no son los Ejercicios Espirituales; serán un método voluntarista para formar la libertad, para obtener una cierta perspicacia natural o incluso para aprender a orar, pero no serán esos Ejercicios Espirituales en los que, a través de una progresiva purificación en la gracia de Dios, la persona aprende a discernir, día a día, lo que Dios le pide, a fin de alcanzar mayores cotas de libertad y de gozo. Usted ha hablado profusamente de la Biblia y de los Ejercicios. ¿Es imprescindible tener unos determinados conocimientos bíblicos antes de entrar en los Ejercicios? Todo depende de lo que se entienda por «conocimientos bíblicos». Personalmente, considero que muchos cristianos que jamás han leído la Biblia la viven, aunque parezca paradójico, con mayor profundidad que algunos grandes teólogos que la han estudiado a fondo. El conocimiento de la Biblia no consiste en conocer el libro. El que, de acuerdo con nuestras capacidades intelectuales y, sobre todo, con las posibilidades que ofrece actualmente el auge de las ciencias bíblicas, nos preocupemos de leer diariamente la Biblia, ponernos al corriente de lo que se escribe, estudiarla e incluso hacer de ella nuestro libro de lectura espiritual, es algo verdaderamente digno de encomio. Pero, por otra parte, ¡cuántas personas que jamás han abierto la Biblia viven con toda sencillez y profundidad su fe cristiana...! Oyen todos los domingos en Misa, e incluso durante la semana, tales o cuales textos de la Escritura y, en lugar de entenderlos «desde fuera», dejan que la Palabra resuene en su interior y transforme sus comportamientos. El «sensus fidelium» actúa entonces haciendo que su vida se haga conforme con la Palabra escuchada. Antaño se tenía miedo a la Biblia. Era un libro que
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ni siquiera se abría, por temor a todas las falsas interpretaciones que de él podían hacerse. Consiguientemente, ¡mejor ni tocarlo! Por supuesto que se trataba de un monstruoso error; pero no habría sido menor error animar a la gente, indiscriminadamente, a leer la Biblia. Hace falta una cierta preparación. Ahora bien, la preparación necesaria para hacer de la Biblia el libro de la Palabra que nos instruya interiormente no consiste en la mera explicación de los textos. Se trata de una cierta disposición anímica que nos permita no reducir la verdad a lo que seamos capaces de descubrir por nosotros mismos y que, ante esa Palabra ofrecida, nos ponga en actitud de receptividad. Si recibo así la Palabra, si la rumio profundamente en mi interior y, sobre todo, si la vivo y la pongo en práctica día a día, entonces aprenderé, acerca de Dios y de Jesucristo, más que otra persona que se haya limitado a hacer exhaustivos estudios. Ya sé que estoy poniendo casos extremos y que es preciso, por supuesto, que cada cual desarrolle su inteligencia lo más posible; pero estamos tratando de otro orden de cosas: el del descubrimiento del Verbo encarnado. Nuestros antepasados de la Edad Media apenas sabían leer y, sin embargo, supieron construir catedrales que respiran Biblia por sus cuatro costados. ¿Seríamos nosotros capaces de hacer lo mismo? La verdad es que lo ignoro; pero creo que es menester poseer internamente enormes dosis de flexibilidad y de agudeza para darse perfecta cuenta de que no por recomendar a alguien que lea la Biblia va a tener necesariamente una experiencia espiritual de la misma. Para que en una persona se produzca la experiencia espiritual es preciso que posea en lo más profundo de su corazón el deseo dé recibir la Palabra de Dios por encima de las palabras mismas con que se expresa dicha Palabra; algo pare-
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cido a lo que ocurre con los sacramentos. Porque, en definitiva, ¿qué es la Palabra de Dios, sino un sacramento, un signo sensible a través del cual descubrimos a Dios? Hay en la Iglesia ciertas personas que han recibido la gracia de poder explicar la Palabra de Dios. Recuerdo a una persona sumamente sencilla que estaba haciendo los Ejercicios de treinta días y de la que yo no estaba muy seguro de que fuera capaz de comprender perfectamente. Un día expuse una serie de ideas un tanto «sofisticadas», desde el punto de vista espiritual, acerca del lugar de María en nuestra vida. Aquella persona vino a verme al día siguiente y comprendí que lo había entendido a la perfección. Ella no sabía explicármelo, pero, al comprobar su dicha y su apertura de corazón, detecté, sin necesidad de mayores averiguaciones, la intervención del Espíritu. Yo me había limitado a hacer mi trabajo, ¿y en quién había encontrado eco?: precisamente en la persona más sencilla, pero que mantenía una actitud de apertura. Esta es mi respuesta personal acerca de la necesidad de unos ciertos conocimientos bíblicos para poder sacar fruto de los Ejercicios y de cualquier experiencia espiritual. Tan necesaria es la Biblia como el no ser esclavo de la letra y del libro en cuanto tal libro. La Biblia es una Palabra viva. En realidad no es un libro, sino que es Jesucristo en persona. Ha dicho usted que la segunda Semana es la más difícil. ¿En qué sentido lo dice usted y cuáles son los criterios por los que se puede saber si una persona está en condiciones de hacerla? Hablando esquemáticamente, diré que la primera Semana está llena de sorpresas. Espera uno encontrarse con unas terribles meditaciones acerca del pecado y del infierno... y no es así. Tampoco quiero decir que sean
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unas meditaciones que le hagan a uno dar saltos de alegría; sin embargo, si se hacen como es debido, esas meditaciones nos hacen sentir lo que san Ignacio llama «consolación», a pesar de tratarse de una materia que, por lo general, no invita a semejante sentimiento, porque la meditación sobre el pecado debería impresionar. «Padre, me da la sensación de que no he debido de hacer bien la primera Semana, porque me siento en paz y tranquilidad. Seguramente, no he sabido hacerlo...» «Nada de eso. Precisamente está usted recogiendo los frutos. Pero no se preocupe: ¿desea usted dificultades? Pues bien, ahora viene la segunda Semana. ¡Ya verá usted lo que es dificultad! » Y a propósito de la segunda Semana, me confesaba un seminarista: «Esto no son unos Ejercicios; esto es una labor de demolición». Y es que la segunda Semana es una auténtica tarea de desescombro cuyo objetivo no consiste tanto en entregarse confiadamente a Dios en el interior mismo del propio pecado (« ¡Qué alegría y qué felicidad, saber que Dios está siempre con nosotros aun en lo más profundo de nuestro pecado! » ) , sino en descubrir en nosotros todo cuanto hay de artificial, de engañoso y de falsa virtud.. Al cabo de un cierto tiempo, y a fuerza de sentirnos deprimidos, corremos el riesgo de comprobar que no poseemos absolutamente nada; hasta tal punto hay en nosotros «virtudes» que creemos excelentes y que en realidad son falsas. La segunda Semana conduce a esta lucidez del discernimiento; lucidez que no es únicamente la que se encuentra en germen en la «oblación del Reino» (seguir al Señor en la pena y en la gloria [n. 9 5 ] ) , sino esa otra lucidez más rigurosa del discernimiento tal como es propuesto en las «dos Banderas» (n. 147). El discernimiento arroja luz sobre la tentación que se nos presenta bajo apariencia de bien, porque el dia-
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blo siempre nos hace ver lo que tenemos de más excelente, a fin de falsearlo todo y vaciarlo de contenido sin que lo advirtamos. En último término, viene a encerrarnos en nuestro yo: nuestro «yo» todo lo piadoso, religioso y apostólico que se quiera, ¡pero nuestro yo, a fin de cuentas! Justamente entonces sobreviene la luz de Jesús en medio de todo ello para echar por tierra ese falso yo, ese revestimiento externo de virtud, a fin de que quede únicamente él, en su desnudez, en su pobreza y en su humildad, y consigamos, con la gracia divina y «sin pecado de ninguna persona», aceptar seguirle a él y «ser recibidos debajo de su Bandera» (n. 147). Seguirle imperturbablemente, «en suma pobreza espiritual y, si su divina majestad fuere servido..., no menos en la pobreza actual (y) en pasar oprobios e injurias» (ibid.). « ¿ Y eso le parece a usted fácil? ¡Pero si es horroroso...! ¡Jamás podré llegar yo a ello! » Para llegar a descubrir el gozo en lo que aparentemente es contrario a él, se requiere mucho tiempo y mucha dedicación. Siempre recordaré a un viejo cura bretón cuya casa estaba materialmente incrustada en la roca, en un promontorio de la costa de Bretaña. Me invitó a comer en su casa y, al acabar la comida, salimos afuera. Había un fuerte temporal, y ante nosotros se extendía el inmenso océano. Parece que todavía le estoy oyendo: «¿Qué quiere usted? Cuando uno ha tenido todo eso delante desde la infancia, un día u otro no tiene más remedio que acabar embarcando». Pues bien, yo diría algo parecido: es evidente que hay que haber pensado durante muchísimo tiempo en ese ideal evangélico de la pobreza, en ese seguimiento de Jesús en la humildad, y hay que haber contemplado al Señor durante mucho, mucho tiempo, para poder decir un buen día: «sí, en esto estaría la alegría perfecta», por emplear las palabras del her-
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mano Francisco. Pero todo ello no se produce por las buenas, sino que requiere tiempo; y en esto radica el rigor de la segunda Semana, que no consiste en darse un paseo sentimental por los jardines del Evangelio o de la Escritura con una flor en el ojal, ni en pasarse largos ratos haciendo oración delante del santísimo sacramento y experimentando su dulzura, sino en decir: «Señor, hazme comprender lo que no comprendo. Hazme comprender que ahí está la alegría perfecta, y que sólo seré profundamente tuyo el día en que sea lo bastante libre como para poder decir cuando se presente la dificultad: no debo hacer de esto un obstáculo insalvable, porque eres tú quien me llamas a ello y me permites superarlo. Y con tu gracia he de llegar adonde creía que sólo podría llegar con un enorme esfuerzo de voluntad. Experimentaré tu gracia cuando llegue a comprender que es ahí donde se encuentra la alegría perfecta de las Bienaventuranzas». He ahí el rigor de la segunda Semana. ¿Cómo concilla usted en la práctica, por un lado, la necesaria libertad que hay que dejar al Espíritu para que garantice la autenticidad de la experiencia y , por ¿tro, el hecho de programar unos Ejercicios de treinta días con un número fijo de días y en el marco de las Semanas ignacianas? Es ésta una excelente pregunta, porque, personalmente, yo siempre he experimentado esa dificultad. Cuando comienzo unos Ejercicios de treinta días con un grupo, suelo decir: «Hasta cierto punto, es un contrasentido reunirles aquí a todos ustedes para hacer esta experiencia ignaciana, siendo así que habría que acompañarle a cada uno conforme a la gracia particular que reciba del Espíritu Santo. Por otra parte, también veo
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ventajas en el hecho de tenerles a ustedes en grupo, porque en unos Ejercicios es menester impartir, de una manera muy clara y precisa, toda una enseñanza espiritual que quizá no pudiera darles uno a uno». Se dice que lo ideal son unos Ejercicios hechos individualmente, en los que el «director» pueda seguir perfectamente la dinámica espiritual que ve esbozarse en el ejercitante. Hay que ser honrados y decirlo claramente: la experiencia de los Ejercicios en grupo es, de algún modo, un «sucedáneo» de los Ejercicios hechos individualmente. Pero, por otra parte, si hubiera que dedicar exhaustivamente el tiempo a un solo ejercitante, quizá se quedaran muchos sin poder hacerlos. Consiguientemente, hay que llegar a un compromiso: dejar plena libertad al Espíritu, pero «programándole» un poco. En la práctica, creo que la modalidad de los Ejercicios en grupo puede servir de gran ayuda para entender esa dinámica espiritual personal. Pero es evidente que, si las cosas están excesivamente programadas y sujetas a un itinerario y un horario demasiado rígidos, el Espíritu Santo no podrá actuar como es debido. Pero hay formas de «airear» la jornada para permitir un respiro al ejercitante. Para ser prácticos, les diré el horario que yo suelo seguir en los Ejercicios en grupo: dos reuniones diarias. Una por la mañana, que puede durar fácilmente una hora, en la que doy diferentes consejos que creo necesarios para la oración. Se trata de una reunión de discernimiento de espíritus, o de formación en la oración, y he de precisar que no se trata de dar materia de oración, sino simplemente consejos. Explico las Anotaciones y las Adiciones de los Ejercicios, que ayudan a entender la dinámica espiritual. Y por la tarde, generalmente antes de la Eucaristía, reservo una media hora para presentar una serie de textos de la Escritura que sirvan de materia para la oración
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del día siguiente. El resto del tiempo es de libre dispo sición por parte del ejercitante, el cual, poco a poco, vive de este modo la experiencia de la soledad consigo mis mo y con el Espíritu. El «director» está allí únicamente para proporcionar impulso, dar diferentes consejos, pre venir errores y permitir que cada cual, mediante los di ferentes textos de la Escritura propuestos para la jor nada, descubra cuál es lo que mejor le va. Hay sufi cientes textos para que cada cual pueda descubrir los que más le ayudan o los que más le atraen. Y la lectura de los restantes pasajes de la Escritura que no medite directamente le ayuda a mantener el clima de la jor nada. Y así, poco a poco —independientemente de la entrevista, sobre la que ahora diré unas palabras—, se va creando en él una atmósfera de gran libertad espiri tual por la que, mediatne la educación en la oración, llega a comprender que orar no significa ser fiel a un programa, sino seguir una dinámica interior de la que podrá dar cuenta, a su manera, al que da los Ejercicios. En los Ejercicios en grupo, la entrevista del director con el ejercitante me parece primordial para que con serven su carácter personal. Es preferible que dicha en trevista sea frecuente, sin que ello signifique que tenga que ser diaria ni que deba durar demasiado tiempo. Cada cual ha de ver lo que más le conviene. Pero, por lo general, en un grupo de treinta e incluso más perso nas, alrededor de una tercera parte de los ejercitantes vienen a verme todos los días, y creo que con bastante provecho. Otros, por el contrario, si vinieran a verme a diario, experimentarían una especie de encogimiento o de inquietud. Y es que, ciertamente, ha de haber una educación en la libertad. La dificultad surge cuando se trata de pasar de una Semana a otra. Las Semanas están necesariamente pro gramadas, y están previstos determinados días de des-
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canso. A algunos ejercitantes les gustaría prolongar la experiencia y permanecer un día más en determinada etapa. Yo trato de corregir esta tendencia inculcándole progresivamente al ejercitante el sentido de los Ejercicios, que no son una experiencia que haya que hacer a plazo fijo, sino que introducen en un espíritu. Por supuesto que se pueden hacer apresuradamente; sin embargo, en la medida en que uno haya logrado captar su espíritu, una vez acabados, siempre podrá retomarlos y profundizar en ellos. Resumiendo: lo ideal son los Ejercicios hechos de manera individual y con la ayuda de un «guía». Sin embargo, hay un modo de «socializar» los Ejercicios que no supone necesariamente falta de fidelidad al espíritu de los mismos, a condición de que se preste mucha atención a la manera de presentar las cosas y no se proceda como antaño. Confieso que cuando comencé a dar Ejercicios, allá por 1952, reaccioné muy vivamente contra la inveterada costumbre de «dar puntos» cuatro veces al día, sin apenas dejar tiempo a la oración. No podía admitir que se supliera la acción del Espíritu. Y entonces decidí que yo no habría de hablar más de un cuarto de hora, o media hora a lo sumo; que a continuación invitaría al ejercitante a que diera un paseo para distenderse, y luego hiciera cuatro horas de oración a lo largo del día. Pero, en realidad, hay tantas maneras de dar los Ejercicios como ejercitadores. Lo importante es que el ejercitante se encuentre a gusto en los Ejercicios, y que el ejercitador se sienta igualmente a gusto en su manera de proceder. Ha citado usted muchos ejemplos de «elecciones» por el método de los «pros» y «contras» que no eran elecciones maduras, pero no ha hablado usted de los diferentes tipos de elección. ¿Qué tiene usted que decir, por
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ejemplo, de la elección de «tiempo tranquilo», o de la consolación «sin causa precedente», o del juego de «varios espíritus»? ¿Es cierto que, para san Ignacio, los «pros» y los «contras» tenían la función de favorecer los movimientos de espíritus? Tal como se ha formulado la pregunta, parece dar a entender que yo no creo en la elección a base de razones en favor y razones en contra. Por eso voy a referirles algo que me ocurrió hacia 1969, cuando escribí mi libro Le prêtre à la recherche de lui-même. El censor del libro •—un sacerdote al que yo conocía perfectamente— reaccionó a propósito de las páginas en las que yo hablaba del amor y la afectividad en la vida del sacerdote. Allí decía yo que, para ejercer su ministerio, el sacerdote necesita haber conocido la experiencia del amor humano, porque, de lo contrario, ¿cómo podría consagrarse en el celibato? Y de ahí pasé a hablar del matrimonio. Aquel sacerdote me dijo: «En el fondo, usted cree muy poco en el matrimonio contraído por motivaciones racionales, ¿no es cierto? Y, sin embargo, hay casos en los que funciona...» Pues bien, algo parecido diría yo de la elección por el método de los «pros» y los «contras»: que no es lo ideal, porque tiene el peligro de quedarse en el plano puramente racional, pero que puede ser muy útil, a pesar de todo, para tratar de hacer un balance del estado en que nos encontramos, a condición de que se haga, como dice san Ignacio, empleando las «potencias naturales» y con verdadera indiferencia de parte del corazón. Ese balance de las razones a favor y las razones en contra representa, en el fondo, la historia de nuestra propia vida y nos permite ver dónde nos hallamos en el terreno de nuestras inclinaciones y nuestros deseos, las razones para ir en una dirección o en otra... Al ha-
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cer ese balance, que ha de ser lo más desinteresado posible, poco a poco logramos presentarnos a Dios con lo mejor de nosotros mismos y a experimentar con el ánimo tranquilizado el efecto de los diversos espíritus. Entonces pasamos al «segundo tiempo de hacer elección». En realidad, no deseamos nada, sino que, de una manera lógica y fría, nos limitamos a decir: «A pesar de todo, yo tendría tales razones para hacer tal cosa y tales otras para no hacerla». Pero, como esto lo vivimos en la oración y con un intenso deseo de hallar a Dios y no de obrar a nuestro antojo y según nuestras inclinaciones, esa misma oración purifica el corazón. Y en esta purificación, Dios hace, si así lo quiere, que nos inclinemos hacia un punto o hacia el otro. Es entonces cuando llegamos a ese «segundo tiempo», que no es ya la elección a base de sopesar razones a favor y razones en contra, sino la elección mediante el discernimiento de nuestras mociones internas. Y así, una vez que hemos aceptado darnos enteramente a Dios, nos decidimos por la solución que nos proporciona una mayor paz. Sin embargo, no podemos negar que hay momentos en los que no tiene por qué justificarse la elección: es el denominado «primer tiempo de elección», en el que Dios entra en el alma libremente y sin obstáculos. En mi opinión, es el mejor de todos. Si me preguntaran por qué entré en la Compañía de Jesús cuando no era más que un crío (¡tenía yo dieciséis años!), no sabría qué responder, ni siquiera después de llevar cincuenta y cinco años siendo jesuíta. Es lo mismo que si se le pregunta a un hombre casado por qué escogió a la que es su mujer y no a otra: no podría dar razones, a pesar de estar seguro de que es a esa mujer a la que ama. En el fondo, nos movemos aquí en un orden superior al de la razón: el orden del amor. Por supuesto que habrá que hacer verificaciones, dado que,
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sobre todo en los jóvenes, puede tratarse de una simple inclinación absolutamente normal en la persona joven en el momento de su maduración humana. Lo cual no significa, en absoluto, que esa persona que le atrae vaya a ser la mujer (o el hombre) de su vida. Será preciso verificarlo. Y es aquí donde interviene el discernimiento de las consolaciones y las desolaciones, dejando que el tiempo transcurra a su ritmo. El mismo fenómeno se produce cuando se trata de una vocación. Yo no tengo razones que expliquen la entrega que hice de mí mismo y todas las dificultades que necesariamente tuve que experimentar; es lo que ha venido después lo que me ha demostrado que era precisamente aquí donde Dios me quería. Las dificultades se han convertido para mí en fuente de una mayor paz y de un mayor amor. Es exactamente lo que ocurre en el matrimonio o en la confrontación de dos personas que desean unirse: las dificultades que experimentan, en lugar de bloquearlas, se hacen para ellas, por el contrario, ocasión de una mayor transparencia, de un mayor amor y de una mayor comprensión. La evolución de una vocación, por tanto, guarda un extraño parecido con la evolución de un enamoramiento. Todo ello no puede encerrarse en un esquema o en un cuadro sinóptico. Por ello comprenderán que, a pesar de todo, yo sienta siempre una cierta desconfianza ante un papel que habla de razones a favor y razones en contra. Es algo que, naturalmente, tengo en cuenta; pero siempre me pregunto si quien me presenta ese papel está psicológica, cristiana y espiritualmente maduro, porque el procedimiento, cuando menos, resulta un tanto «adolescente». En el caso de aquel joven al que me refería, que hablaba como un libro abierto, he de reconocer que sus razones eran intelectualmente válidas, pero, desde el punto de vista humano, psicológico y es-
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piritual, apenas tenían valor, porque no eran razones brotadas de lo más profundo de sí mismo. /
Una pregunta relacionada con el problema del factor-tiempo: suele decirse que los Ejercicios culminan en la elección; ¿cree usted que treinta días de Ejercicios son un tiempo realmente suficiente para llegar a ese culmen? Le haré yo otra pregunta: ¿conoce usted a muchas personas que en el tiempo estricto de sus primeros Ejercicios, aunque hayan sido de treinta días, hayan hecho una elección realmente válida? Este sigue siendo para mí un verdadero problema. Lo que vengo observando es que, si se repite al cabo de uno o dos años el proceso seguido en unos Ejercicios de diez o de treinta días, se crea progresivamente una cierta manera de considerar las decisiones que hay que adoptar. Gracias a este adiestramiento, el ejercitante, llegado el momento, podrá tomar una determinación, probablemente fuera del marco estricto de los Ejercicios. Y esa determinación, aunque no se haya tomado durante los diez o treinta días de Ejercicios, será perfectamente válida, porque la persona se ha adiestrado precisamente para tomar decisiones humanas y espiritualmente válidas. No hay que establecer unos límites excesivamente rígidos. ¿Quiere usted decir que la elección es susceptible de modificaciones en determinadas etapas de la vida? Si verdaderamente se ha hecho una elección en el Espíritu Santo, dentro de unos Ejercicios o fuera de ellos, pero siempre en el espíritu de los mismos, tal elección expresará la voluntad de absoluta fidelidad a Dios. Pero, precisamente por tratarse de una voluntad
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de fidelidad a Dios, podrá admitir modificaciones si se modifican las circunstancias. Con respecto al objeto concreto de la elección, hay que conservar la suficiente flexibilidad para que, si la situación cambia, ello no suponga una dificultad insalvable. Como dice el propio san Ignacio, hay elecciones irrevocables, y cita como ejemplos el matrimonio, el sacerdocio y la vida religiosa; pero, junto a ellas, hay también elecciones revocables. Y precisamente, lo que permite en este último tipo de elecciones poseer la necesaria flexibilidad es el haber mantenido una cierta distancia con respecto al objeto concreto de la elección; una elección que ciertamente ha sido querida por Dios y que, precisamente, se ha hecho porque ha sido querida por Dios. Por poner un ejemplo: a quien yo he escogido es a Jesucristo, no a la Compañía de Jesús. Si yo hubiera escogido únicamente a la Compañía de Jesús, correría el peligro de haber escogido una obra, no a la persona de Jesucristo. Lo cual no impide que no haya para mí más que un medio de ir a Jesucristo, y que es justamente vivir en la Compañía de Jesús, del mismo modo que hay otros para quienes el único medio de ir a Jesucristo es la vida matrimonial, o la vida de laico consagrado, o la Trapa... Pero, a mi modo de ver, siempre habrá que distinguir entre la persona a la que uno se consagra y la forma concreta de realizar esa consagración. ¿Podríamos resumir lo anterior diciendo que nuestro compromiso fundamental con Jesucristo no cambia, pero sí pueden cambiar los medios de realizarlo, según sea la evolución de la persona o de las situaciones que la persona vive? Perfectamente. Cuando hablo de la libertad en la elección o, más exactamente, del provecho de la Medita-
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ción de dos Banderas, suelo citar un ejemplo con el fin de que el ejercitante adquiera la libertad suficiente para elegir y para obrar. Es un ejemplo que me parece paradigmático. Siempre es preciso distinguir entre la materia de la elección y la manera de hacer la elección, porque la materia de la elección puede ser excelente y, sin embargo, no ser de Dios la manera en que se quiere el objeto de la elección. Y pongo el ejemplo de san Ignacio cuando, en sus últimos años, accedió al papado un cardenal que no era precisamente amigo suyo: el cardenal Carafa. Aquel cardenal no sentía especial predilección por san Ignacio, que se había permitido hacerle ciertas observaciones acerca de la fundación de la Orden de los Teatinos, a la que pertenecía el tal cardenal. Pues bien, cuando la campana del Vaticano repicó para anunciar la elección del nuevo Papa, san Ignacio preguntó quién había sido elegido. «Carafa», le respondieron. El propio Ignacio confesó que en aquel momento «se le estremecieron todos los huesos del cuerpo». « ¿ Y si llegara el papa a suprimir la Compañía?», le preguntó un Padre, «¿qué diría usted?». Tras un momento de reflexión, el rostro de Ignacio se iluminó y dijo: «Pienso que, si un cuarto de hora me recogiese en oración, quedaría tan alegre y más que antes» (P. Concalves de Cámara, Memorial). Esto es lo que quería dar a entender cuando decía que hay que distinguir entre la persona a la que uno se ha entregado y la obra en la que Dios ha querido que se consagrara. Ignacio estaba seguro de que la Compañía era obra de Dios. Sin embargo, tenía también la seguridad de que dicha obra, en la que él había dado lo mejor de sí mismo y había palpado la gracia de Dios, no dejaba de ser secundaria con relación a lo esencial. Sabía que Dios es absolutamente libre e independiente de todas las cosas, y que puede conducirnos adonde él
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quiera a través de las más distintas y hasta contrapuestas circunstancias. Creo que este ejemplo expresa perfectamente la dualidad a la que me refería entre la persona de Jesucristo y la obra que hay que realizar. El pensamiento de san Ignacio revela ser teocéntrico: el motivo verdaderamente profundo es tan sólo Dios. ¿Dónde me quiere Dios? ¿Me quiere en tal o cual determinado lugar? Pues bien, sólo aceptando ese medio encontraré a Dios. En lo más profundo de uno mismo, siempre habrá que dar este paso de una a otra cosa. La libertad, tal como es propuesta en los Ejercicios, ¿puede vivirse en una Iglesia estructurada como lo está en el siglo veinte? Habría mucho que decir al respecto. La libertad en el Espíritu Santo y con Jesucristo sólo puede ser vivida concretamente en la Iglesia, pero a condición de comprender a la Iglesia con la inmensa visión de san Ignacio. Para Ignacio, la Iglesia es, ante todo, la Iglesia nuestra Madre, la Iglesia Esposa de Cristo; y entre el Esposo y la Esposa hay un mismo Espíritu. He ahí el verdadero fondo del asunto. En segundo lugar, es también la Iglesia militante, en la que hemos de librar nuestro combate: el combate de las Bienaventuranzas o, si lo prefieren, el combate de las «dos Banderas». Y, por último, es la Iglesia jerárquica, que no es otra cosa sino la estructuración interna de la Iglesia Esposa de Cristo y de la Iglesia militante. De este modo, no hemos de ceder a una especie de disociación que consiste en decir: «yo contemplo a la Iglesia, y ella me juzga». Nada de eso. La Iglesia eres tú. Y allá donde tú estés, allá se encuentra la Iglesia católica. Creo que es verdaderamente notable la respuesta de un joven cristiano africano a la reflexión que se le
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hacía acerca de la Iglesia. Le decía un adventista: «La Iglesia católica disminuye progresivamente; como podrás ver, no tiene futuro». Y el africano, un joven que no había hecho grandes estudios, sino que únicamente poseía su fe nativa de bautizado, le respondió: «En cualquier lugar donde yo esté hay Iglesia católica». No tenemos derecho alguno a disociarnos de la Iglesia, aun cuando en un determinado momento nos enfrentemos con tal o cual representante de su jerarquía. En los primeros años del pontificado de Pío XII, años difíciles en los que apareció la célebre encíclica «Humani generis», que produjo auténtica dentera a más de uno y contra la que se pronunciaron algunos jesuítas, Henri-Irénée Maroux publicó un espléndido artículo en la revista Esprit. Maroux era profesor de historia de las religiones en la Sorbona y un excelente cristiano. Y en su artículo, «Del buen uso de una encíclica», escribía: « ¡Cómo me gustaría poder explicárselo a mis amigos protestantes! Cada vez que oigo esta voz, es la voz de mi propio bautismo la que oigo». Es preciso observar una profunda seriedad respecto de todo cuanto la Iglesia nos da, a fin de conservar la necesaria independnecia frente a la práctica. No es sólo que este modo de acceder a las profundidades del misterio de la Iglesia no aliena nuestra libertad, sino que, por el contrario, la verdadera obediencia a la Iglesia es una fuente de profunda libertad, porque en esos momentos cae uno en la cuenta de no ser el centro del mundo y de tener que situarse en relación a los demás. Conviene constatar que, mucho más allá de mis reivindicaciones y reacciones personales, está esa voz profunda de mi bautismo que es independiente de toda civilización y de toda cultura. Esa voz, cuando se expresa en labios de alguien que no pertenece a mi cultura, habrá necesariamente de producirme dentera en determi-
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nados momentos. Pero precisamente es esa apariencia exterior del otro la que hay que trascender para poder descubrir en lo más profundo de él la verdad de lo que es la Iglesia, es decir, esa palabra de unión y ese amor fraternal que se simbolizan en la Iglesia jerárquica. Por eso, aun cuando ésta pueda ocasionalmente contrariar mi parecer, he de tener sumo cuidado (y aquí habría que releer las reglas de san Ignacio «para sentir con la Iglesia») en aceptar en lo posible todo cuanto venga de ella. Y si tengo que hacer alguna crítica, trataré por todos los medios de hacerla exclusivamente delante de quienes son capaces de entenderla, no delante de personas en las que tales críticas, como dice san Ignacio, «engendrarían más murmuraciones y escándalo que provecho» (n. 362). Es frecuente la tendencia a confundir «espiritualidad ignaciana» con Ejercicios. Vara ser un buen acompañante, ¿habría que conocer los Ejercicios Espirituales, la Biblia y , además, toda la espiritualidad ignaciana, que incluiría las Constituciones y las Cartas de san Ignacio? ¿Hay que tener una cierta competencia en todo ello para poder dar unos Ejercicios? Yo diría que, desde luego, hay que conocer perfectamente los Ejercicios y haberlos experimentado personalmente; y, si es posible, conviene ser un verdadero amante de la Palabra de Dios. Ello hará posible disfrutar de ambas cosas: de los Ejercicios y de la Biblia. Pero en modo alguno es necesario haber profundizado en la totalidad de la obra de san Ignacio, y concretamente en las Constituciones. Por supuesto que es muy útil conocerlo. Si uno se siente atraído por la Orden benedictina, tendrá especial empeño en concer la obra de san Benito; y lo mismo se diga acerca de cualquier
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otra Orden religiosa. Si uno se siente atraído por el espíritu de san Ignacio, le gustará conocer lo que ha salido de esa pequeña obra maestra que son los Ejercicios: la Compañía de Jesús; y el conocer su obra le ayudará a conocer mejor los Ejercicios, evidentemente. Pero, de por sí, creo que es importante disociar ambas cosas, porque de lo contrario los Ejercicios estarían reservados exclusivamente a los que están destinados a entrar en la Compañía de Jesús. Y podemos estar seguros de una cosa: los Ejercicios no tienen la finalidad de «jesuitizar» a quienes los hacen. Hay otro punto clave: los Ejercicios Espirituales y la oración de la Iglesia. ¿Podemos orar a partir de la oración de la Iglesia sin dejar de ser fieles a la dinámica descubierta en los Ejercicios? A partir de los textos litúrgicos del día, ¿podemos asegurarnos una continuidad en el camino iniciado en los Ejercicios? Responderé con mi experiencia personal. Jamás me he creído obligado a seguir los Ejercicios durante el año, ni siquiera durante mis días de retiro anual. Evidentemente, los Ejercicios me han formado, pero ¿en qué? ¡En la libertad! Tras haberme enseñado a degustar y saborear la Palabra de Dios, los Ejercicios me permiten ser libre para tomar de la Escritura lo que me ayude a orar en un momento determinado. Suelo preparar mi oración diaria la noche anterior, leyendo los textos de la misa del día siguiente. Y creo hallarme de lleno en el espíritu de los Ejercicios. Para mis días anuales de retiro suelo tomar un libro de la Escritura, según lo que me apetezca en ese momento de mi vida. Y así, un año tomaré el evangelio de san Juan, otro una carta de san Pablo, o el Apocalipsis,
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o el Cantar de los Cantares, o una serie de Salmos... Y creo hallar en ellos, sin necesidad de excesivas reflexiones, el ritmo profundo de los Ejercicios. No la materialidad del texto, naturalmente, sino su espíritu. Si trato de llegar al corazón mismo de la vida litúrgica y de la forma en que la Iglesia me presenta la Escritura en la liturgia, estoy seguro de que habré de hallar la dinámica profunda de los Ejercicios, porque esta dinámica no es sino la dinámica natural del alma cristiana que medita el misterio de Jesús. Un día vino a verme un profesor de un seminario mayor que más tarde llegó a ser Vicario general y que, tras haber servido largo tiempo a su Iglesia diocesana, acabó ingresando en el Carmelo. «Mi vocación al Carmelo», me dijo, «se la debo a los Ejercicios de treinta días que hice con usted cuando yo era un sacerdote joven». Recuerdo perfectamente que él me gastaba bromas porque yo hablaba constantemente de «itinerario», de «Semanas», de «estadios» sucesivos... Y recuerdo también que un día asistí yo a una charla suya en la que habló de la liturgia e insistió en el itinerario espiritual de la Cuaresma. Y a la salida le dije: « ¡Vaya, hombre; así que un itinerario...! » En el fondo, la mejor manera de ser fieles a los Ejercicios Espirituales en tales casos, una vez que hemos sido formados por ellos, por su estructuración y por la libertad que nos proporcionan para encontrar a Dios en todas partes, consiste en seguir simplemente el año litúrgico y todos sus «Tiempos». Es una verdadera fuente de renovación perpetua. Y pienso que la mejor for' ma que tengo de agradecer la formación que he recibido es descubrir esa libertad de vivir a mi aire la oración de la Iglesia.
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¿Cómo puede uno saber si es lo bastante libre interiormente para hacer un discernimiento individual o comunitario? En un discernimiento o en una elección, ¿cómo puedo comprobar que, en último término, no es a mí a quien encuentro, sino la voluntad de Dios? Creo que, de hecho, semejante seguridad sólo puede alcanzarse poco a poco, en un contacto personal y regular con alguien en quien se confíe y que le conozca a uno lo suficiente para saber lo que se esconde bajo sus palabras. Así, en los momentos de incertidumbre que pueda uno experimentar, podrá él garantizar que dispone uno de esa madurez humana que es necesaria y de la que es natural dudar en determinados momentos. ¿Quién puede decir: «Yo soy lo bastante maduro, o me siento lo bastante libre, para hacer una elección»? Ya se trate de un discernimiento individual o de un discernimiento comunitario, esa seguridad sólo puede darse en la medida en que hay alguien de quien fiarse. En esto consiste la utilidad de lo que venimos llamando «acompañante» (y que antiguamente se llamaba «Padre espiritual») que le conozca a uno perfectamente y al que poder recurrir en caso de dificultad. Aunque se encuentre uno muy lejos de él, como le ha conocido a uno perfectamente durante bastante tiempo, hay que saber recurrir a él en tales ocasiones, porque es en él donde se va a encontrar una profunda seguridad, aparte de que así no se siente uno solo. Y es que, efectivamente, si uno se encuentra solo, ¿cómo va a poder hallar seguridad? Hoy es muy frecuente oír decir: «Dios me ha hablado en tal o cual acontecimiento», o «el Espíritu Santo me ha hablado», etc. ¿Cómo reconocer, en definitiva, si nos habla Dios en un determinado acontecimiento?
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En primer lugar, hay que contar, por supuesto, con lo que acabamos de decir: la confrontación con alguien que le conozca a uno; aunque uno esté profundamente convencido de que es Dios quien le habla, esta verificación es siempre necesaria. Como dice san Ignacio, hay que distinguir siempre entre, por una parte, el momento en que Dios le toca directamente al alma y, por otra, la transposición que cada uno de nosotros siente la tentación de hacer de dicha palabra auténtica de Dios. La Iglesia jamás se comprometerá con respecto a las revelaciones de los santos, aun de los más grandes, tal como han sido formuladas por ellos. La Iglesia se ha comprometido con una revelación en toda su integridad una sola vez, concretamente con la Sagrada Escritura (lo cual le ha ocasionado más de una dificultad, por cierto). De la Escritura lo ha asumido todo: la letra y el espíritu; y ello acarrea a veces ciertos problemas. Pero la Iglesia jamás se ha comprometido con ninguna revelación personal, ni de santa Brígida ni de santa Teresa ni de ningún otro santo (o santa), y mucho menos, lógicamente, si se trata de una persona cualquiera con la que puede uno encontrarse en el despacho y que le diga, papel en mano: «El Espíritu Santo me ha hablado y me ha dicho esto...» Yo creo que Dios, efectivamente, puede hablar. Pero de lo que no se dan cuenta muchas y muy santas personas es de que han transpuesto la acción inmediata de Dios a sí mismas, con su temperamento, su imaginación y su propia manera de representarse las cosas. Fijémonos en la admirable santa Catalina de Siena, que hace hablar a Dios en lenguaje escolástico... Lo cual no es extraño, porque ella había tenido una formación dominicana. Pero es evidente que nos apresuramos a transponer las gracias de Dios a nuestra personal manera de
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hablar y de ver las cosas. Y si topamos con una persona suficientemente equilibrada, ¡menos mal...! Pero resulta que Dios también puede hablar a personas cuyo equilibrio es más que dudoso. Pues bien, ese desequilibrio habrá de reflejarse en las palabras que dichas personas atribuyan a Dios. De ahí el malestar que experimentamos ante determinados escritos. Por una parte decimos: «esta persona es una santa»; pero, por otra, sabemos que ha hecho una transposición a su propio lenguaje de las gracias que ha recibido de Dios. Formulemos la pregunta de otra manera: en los Ejercicios en la vida corriente pedimos al ejercitante que anote lo que observe que ocurre en ella a partir del momento en que se detiene a orar, pero también que esté muy atenta a los acontecimientos de su vida. ¿En qué sentido es posible ver en los acontecimientos que se viven que algo viene de Dios y es capaz de iluminarme y ayudarme a avanzar? Personalmente, yo no vería la fidelidad a Dios en los propios acontecimientos, como si todo estuviera cronometrado de antemano en el cielo para que se produzca tal encuentro, sobrevenga tal enfermedad, etc. Solemos decir que una cosa es «providencial». Pase. Al igual que todos los seres humanos, también nosotros padecemos la fatalidad del acontecimiento; pero precisamente porque vivimos del Espíritu Santo, hemos aprendido con Cristo —que también se sometió a la fatalidad humana— a recibir con amor, en la medida de lo posible, cuanto nos sucede, ¡no a canonizar nuestras adversidades! « ¡Qué bien! Dios me ha hecho un favor enviándome sufrimientos...» ¡Qué lenguaje tan lamentable! Sin embargo, es en el acontecimiento, y sólo en el acontecimiento, donde podremos vivir el amor de
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Dios. Esto es evidente. Por eso hemos de ser fieles a lo que se nos ha dado vivir. Pero ¿en qué consiste esa fidelidad? Consiste en la confianza, en la dulzura y en la paz que seamos capaces de mantener aun en los acontecimientos más adversos. En el momento de su Pasión, Jesús se puso en manos de su Padre, pero no porque viera en el sufrimiento la voluntad de Dios, sino porque es capaz de hallar la voluntad del Padre incluso en el sufrimiento y, consiguientemente, sabe hallar la manera de aceptarlo. No profiere una sola palabra contra los enemigos que vienen a arrestarlo, y conserva hasta el final, frente a sus perseguidores, esa visión de verdad: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y así es como encuentra a Dios en el acontecimiento. Se ha hablado del contexto de libertad que es propio de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. ¿Cree usted que los divorciados y vueltos a casar pueden vivir la experiencia de los Ejercicios? La responderé abiertamente: sí. Y no quiero decir que puedan hacerlo mejor que otros. Pero precisamente estas personas tal vez tengan especial necesidad de aprender —en ese atolladero en que se encuentran por propia voluntad o por culpa de las circunstancias— cómo llevar una vida espiritual profunda en el marco y en la vida misma de la Iglesia. Puede que su fidelidad a la Iglesia deba expresarse en su no acceso a los sacramentos. Lo cual no significa que no pertenezcan a la Iglesia y que no tengan, al igual que los demás, que vivir una vida espiritual.
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¿Puede la gente joven, entre los veinte y los años, hacer -provechosamente los Ejercicios de días o los Ejercicios en la vida corriente?
treinta treinta
Supongo que sí, puesto que yo los hice cuando tenía poco más de dieciséis años, y creo que algún provecho saqué de ellos. Todo depende de la madurez humana de quien los hace. Conocí a una joven que deseaba abrazar la vida religiosa y que al mismo tiempo, sin embargo, sentía que Dios la quería en otra parte. Comenzó a estudiar teología con los seminaristas en el Instituto Católico de París. Y al fin me dijo: «Quisiera hacer los Ejercicios de treinta días». Por aquel entonces, a los Ejercicios de treinta días que iban a comenzar en Clamart iba a acudir gente mayor, en su mayoría sacerdotes. Se lo dije y le pregunté: «¿No te resultará incómodo estar entre esas personas, siendo una mujer tan joven?» Pero ella hizo los Ejercicios y quedó encantada, e indudablemente adquirió la estructuración espiritual que necesitaba para acometer sus estudios. Al cabo de diez años volvió a hacer los Ejercicios de treinta días, los mismos que ya había hecho y, sin embargo, diferentes, porque había madurado. Lo cual no quiere decir que, a pesar de poseer la suficiente madurez humana y el mínimo imprescindible de vida espiritual, pudiera abordar los Ejercicios de treinta días sin dificultad alguna. Siempre es posible profundizar más, porque nunca acabamos de profundizar en lo que hemos recibido una vez. Los Ejercicios actúan como una semilla. Al concluir una tanda de treinta días que di a las Hijas de San Francisco Javier, me decía Mme. Daniélou: « ¡ A h , los Ejercicios...! ¡Son dinamita!». Así es. Los Ejercicios pueden hacerte saltar hasta el techo... y hacer saltar contigo la casa. Es un germen que se halla en tu interior y que exige desarrollarse para dinamizar todas las cosas.
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Una última pregunta: ¿cómo ayudar a una persona a asumir sus limitaciones personales en orden a la obtención de una vida más libre? Supongo que se refiere usted a la asunción de las limitaciones personales que son como una negación de la libertad. Pues bien, yo creo que todo depende de la persona en cuestión y de la manera que tenga de vivir su vida, tanto su vida humana como su vida espiritual. En la medida en que el proceso de la vida espiritual permita a esa persona ir progresivamente simplificándose y dejar de buscar la unión con Dios en cualquier lugar que no sea el acontecer de su vida, en esa misma medida conseguirá asumir sus limitaciones personales. Todo depende de la calidad profunda de la persona. Y esto me hace recordar a un viejo amigo, un anciano hermano Trapense al que conocí en la Trapa de Bellefontaine, en Francia. Era un anciano delicioso, como todos esos viejos Hermanos que le hacen preguntarse a uno si será la naturaleza o la gracia lo que les ha hecho así. La última vez que le vi, estaba el pobre invadido por un cáncer. Como era enfermero de oficio, conocía perfectamente su mal, y sufría mucho. Me parece estar oyendo ahora cómo me dijo con su hermosa voz de campesino: «Estoy sufriendo por todos los poros de mi cuerpo: ya no queda en él lugar para la oración...» ¡Fantástico! Se había hecho todo él oración en su propio cuerpo. No necesitaba decirse: «Debo conservar la unión con Dios a pesar del sufrimiento». Era incapaz de ello. Ya no podía hacer absolutamente nada, porque era todo él oración en el sufrimiento. Y lo había comprendido instintivamente. ¡He ahí la libertad!
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Editorial SAL TERRAE Guevara, 20 39001 Santander
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