Jean-Claude Larchet - Terapeutica de Las Enfermedades Espirituales

April 25, 2017 | Author: Centro Pieper | Category: N/A
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Descripción: El autor de este relevante libro, Jean-Claude Larchet, es doctor en Filosofía y en Teolog&iac...

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JEAN–CLAUDE LARCHET

Terapéutica de las Enfermedades Espirituales

VOLUMEN I

Tercera edición revisada y corregida

– Teología – EDICIONES DU CERF París 1997

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ODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

La finalidad del cristianismo es la deificación del hombre: “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera volverse dios”. Tal es la fórmula por la cual los Padres, a lo largo de los siglos, han resumido muchas veces el sentido de la Encarnación del Verbo. Uniendo en Su Persona divina, sin confusión ni separación, la naturaleza divina a la naturaleza humana, Cristo ha devuelto a ésta su estado primitivo, apareciendo así como el Nuevo Adán, y además la ha llevado a la perfección a la cual estaba destinada: la perfecta semejanza con Dios, la participación con la naturaleza divina (2 Pe 1,4). Ha dado también a cada persona humana, que estuviera unida a Él por el Espíritu, — en la Iglesia, que es su Cuerpo— llegar a ser dios por la gracia. En la Economía de la Santa Trinidad, que tiene en vista la deificación del hombre y en él la unión con Dios de todos los seres de la Creación, la obra propiamente redentora de Cristo, que consiste particularmente en su Pasión, su Muerte y su Resurrección, constituye un momento esencial, el de nuestra salud: por ella el Dios–hombre ha liberado la naturaleza humana de la tiranía del diablo y los demonios, ha destruido el poder del pecado, y ha vencido la muerte, aboliendo así todas las barreras que, a partir del pecado original, separaban al hombre de Dios y le impedían la unión plena con Él. Como lo ha señalado Vladimir Lossky, el pensamiento teológico occidental ha interpretado esta obra redentora y salvadora de Cristo en términos esencialmente jurídicos. La comprensión de la Redención en términos de rescate tiene, ciertamente, su base en la Sagrada Escritura y de manera particular en las Epístolas de s. Pablo. Pero esto no debe hacernos olvidar que –como lo subraya Vladimir Lossky–, «en general encontramos en los Padres y en la Escritura muchas imágenes para expresar el misterio de nuestra salud realizado por Cristo. Así, en el Evangelio, el buen Pastor es una imagen “bucólica” de la obra de Cristo; el hombre fuerte, vencido por otro más fuerte que le quita sus armas y destruye su dominio, es una imagen guerrera que aparece frecuentemente en los Padres y en la Liturgia: el Cristo victorioso sobre Satán, rompiendo las puertas del infierno, haciendo de la Cruz su estandarte. Una imagen médica, la de la naturaleza enferma curada por el antídoto de la salud; una imagen que podríamos llamar “diplomática”, la de la astucia divina que frustra la astucia del demonio, etc.» Ciertamente, «la imagen más frecuentemente empleada por s. Pablo del Antiguo Testamento está tomada del campo de las relaciones jurídicas» porque, «vista en este sentido particular, la redención es una imagen jurídica de la obra sanante de Cristo, al lado de muchas otras imágenes posibles» y «empleando la palabra redención (...) en el sentido de un término genérico que designa la obra en toda su amplitud; no debemos olvidar que esta expresión jurídica tiene un carácter figurado: Cristo es redentor como es guerrero victorioso de la muerte, un sacrificador perfecto, etc.» La utilización exclusiva de la imagen del rescate y su comprensión en un sentido demasiado estrecho manifiesta pronto sus insuficiencias y conduce tal vez a inconsecuencias teológicas, como lo ha señalado especialmente s. Gregorio Nacianceno. Uno de nuestros fines, en esta obra, es mostrar toda la importancia que reviste en la tradición ortodoxa, lo que Vladimir Lossky llama «la imagen médica». Si los Padres – como lo veremos luego– hicieron un uso tan frecuente en sus enseñanzas, si la encontramos en la casi totalidad de los textos litúrgicos usados en la Iglesia Ortodoxa como también en el texto del ritual de la mayoría de sus sacramentos, si muchos concilios la han aprobado en sus cánones, en fin, si ha sido recibida por toda la Tradición, es porque constituye –ya lo mostraremos– una forma particularmente adecuada de representar el modo de nuestra salud, de un valor al menos equivalente al de nuestro rescate. Esta imagen posee además un fundamento escriturístico particularmente sólido. El Redentor es también el Salvador; si hemos sido rescatados, también hemos sido salvados: se olvida a menudo que el verbo “sodso” (salvar), frecuentemente utilizado en el Nuevo Testamento, significa

no solamente «librar o salvar de un peligro», sino también «curar» y que la palabra “sotería”(salud) 1 señala no sólo la liberación, sino también la curación . El nombre mismo de Jesús significa “Yahweh salva” (Mt 1,21; Hch 4,12), dicho de otro modo: «cura», y Cristo se presenta a Sí mismo, muy directamente, como un médico, por otra parte como tal lo anuncian a menudo los profetas (cf. Is 53,5; Sal 102,3) y los evangelistas lo caracterizan así (cf. Mt 8,16-17) y la parábola evangélica del buen samaritano puede muy bien ser considerada como una representación del Cristo médico. Finalmente, buen número de sus contemporáneos, en su vida terrestre, fueron atraídos hacia Él, como hacia un médico. Los Padres, casi unánimemente y a partir del primer siglo, le aplicaron en forma corriente el nombre de Médico, agregando a menudo los calificativos de “grande”, “celestial”, “supremo”, precisando, además, según el contexto “de los cuerpos”, “de las almas”, más frecuentemente “de las almas y los cuerpos”, subrayando que Él vino a sanar al hombre todo entero. Este nombre figura en el centro mismo de la liturgia de s. Juan Crisóstomo y en la mayoría de las formas sacramentales. Se la halla constantemente en casi todos los servicios litúrgicos de la Iglesia Ortodoxa y en buen número de las fórmulas de oración.

Si Cristo aparece como un médico y la salvación que Él trae como una curación, es porque la humanidad está enferma. Viendo en el estado adámico primordial el de la salud de la humanidad, los Padres y toda la Tradición ven en el estado de pecado que caracteriza la humanidad caída luego del pecado original un estado de enfermedad multiforme que afecta al hombre en todo su ser. Esta concepción de la humanidad enferma de pecado encuentra su base escrituraria (Mi 7,2; Is, 1,6; Jn 8,22; 28,9; Sal 13,7; 143,5) que han explotado los Padres quienes, siguiendo a los Profetas, evocan 1) la impotencia de los hombres en la Antigua Alianza para encontrar un remedio a sus males, tan graves son, 2) su invocación a Dios a lo largo de las generaciones, 3) la respuesta favorable de Dios que constituyó la Encarnación del Verbo quien — solamente Él por ser Dios— podía cumplir la sanación que ellos esperaban. Así, en diferentes momentos, la obra salvífica del Dios–hombre aparece como el proceso de la curación, en Su persona, de la humanidad entera que Él asumió, y de la restitución de ésta al estado de salud espiritual que primitivamente conoció, además, la naturaleza humana así restaurada, fue llevada por Cristo a la perfección de la deificación.

Esta salvación-curación de toda la humanidad y su deificación cumplidas en la persona del Verbo de Dios encarnado, son otorgadas por el Espíritu Santo a cada bautizado que, en la Iglesia, se une a Cristo. Pero no son, entonces, más que potenciales: el bautizado debe asimilar este don en todo su ser. Es el papel de la vida espiritual, de la ascesis. La ascesis, en la Iglesia Ortodoxa, no reviste el sentido estrecho que frecuentemente le dio la Iglesia occidental, sino que designa todo lo que el cristiano debe cumplir para beneficiarse efectivamente de la salud traída por Cristo. Ante los ojos de la gran Tradición de la Iglesia Ortodoxa, la obra salfívica aparece como una sinergía de la gracia divina traída por el Espíritu Santo y del esfuerzo que cada bautizado debe aportar personalmente para abrirse a esa gracia y apropiársela, esfuerzo que se cumple a lo largo de toda la vida, en cada momento y en todos los actos de la existencia. La palabra griega áskesis significa, entonces, «ejercicio», «entrenamiento», «práctica», «género de vida». Más todavía que esto, las palabras que les corresponden en el ruso: podvig, podvijnitchestvo, derivadas del eslavo podvizatsia, que significa «moverse hacia delante», «ir hacia adelante», traducen una concepción eminentemente dinámica de la vida espiritual y revelan que ésta se concibe como un proceso de crecimiento, el de la actualización progresiva de la gracia recibida en los sacramentos, y en particular del bautismo, o también el de la asimilación progresiva de la gracia del Espíritu que incorpora efectivamente al bautizado a Cristo muerto y

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Podemos hacer notar que este doble sentido se encuentra en el copto y, actualmente, en el italiano, donde “la salute” designa al mismo tiempo “la salud” y “la salvación”.

resucitado, permitiéndole apropiarse personalmente de la naturaleza humana restaurada y deificada en la persona del Dios–hombre. Es por la ascesis teantrópica que el cristiano, por la gracia del Espíritu, muere, resucita y es glorificado con Cristo, deja de ser un hombre caído y se convierte en un «hombre nuevo»; despojado del «hombre viejo» se reviste de Cristo, actualiza el cambio que el bautismo ha realizado potencialmente en él de la naturaleza caída por la naturaleza restaurada y deificada en Cristo. La salvación operada por Cristo, al ser concebida por la Tradición, como una curación de la naturaleza humana enferma y como la restauración de su salud primordial, es lógico que la ascesis, por la cual el hombre se apropia de esta gracia, sea considerada también por ella (por la Tradición) como un proceso de curación del hombre y de su vuelta a la salud. Nos ha impresionado en la lectura de los Padres constatar que ellos, sin excepción y muy frecuentemente, recurren a estas categorías médicas para describir las diversas modalidades de la ascesis, a tal punto que ésta nos parece estar presentada sistemáticamente como una terapéutica perfectamente elaborada, definiéndose la ascesis, igual que la medicina, como un arte en el antiguo sentido de «técnica» (es éste otro sentido que puede atribuirse a la palabra griega áskesis) y hasta, según la expresión tradicional, como «el arte de las artes y la ciencia de las ciencias». Las enseñanzas patrísticas presentan de igual modo la ascesis utilizando las categorías de lucha, combate, (áthlesis y agón tienen este significado además de esfuerzo, entrenamiento, apareciendo a menudo como equivalentes de áskesis), pero también podemos subrayar, sin pretender llevar esas categorías a las precedentes, que son complementarias, ya que la medicina tiene por fin atacar las causas de las enfermedades, luchar contra éstas y vencerlas poniendo en práctica una estrategia y utilizando un arsenal terapéutico etc.

La expresión de las modalidades curativas del hombre, como terapéutica y curación es considerada frecuentemente por los comentaristas contemporáneos como una simple imagen. Esto es verdadero en algunos casos, pero en muchos otros es justamente un símbolo al que debemos referirnos, fundado sobre la analogía natural que existe entre las enfermedades corporales o psíquicas, y las enfermedades espirituales. Nos proponemos mostrar que las categorías médicas utilizadas se aplican directamente a su objeto y se revelan perfectamente adecuadas a su naturaleza misma: la naturaleza humana caída está en verdad enferma espiritualmente y es una verdadera curación la que se realiza en ella, en Cristo por el Espíritu, por medio de la vía sacramental y de la ascesis. Ciertamente hay algunas dificultades en admitir que el hombre caído está espontáneamente inconsciente de su estado espiritual; ya que sus enfermedades espirituales no aparecen tan claramente como las corporales o las mentales. Y en este nivel el símbolo juego un papel indispensable. Pero en este estudio nos proponemos demostrar que la ascética ortodoxa presenta una descripción muy detallada del hombre enfermo, descripción que constituye, en el plano espiritual donde se sitúa, una verdadera semiología, y también en razón de su carácter sistemático y coherente, una auténtica nosología médica. Esto aparece particularmente en la clasificación y la descripción de las pasiones (de su naturaleza, causas y efectos) que los Padres denominan constante y explícitamente como «enfermedades espirituales». La palabra pathos, cercana a pathe, que significa «enfermedad», lleva en sí misma esta connotación. Esta nosología es necesaria para encarar de manera eficaz la terapéutica y obtener la curación, que constituyen el fin de la ascesis. Nos proponemos mostrar la manera sistemática y metódica con que la ascética ortodoxa presenta esta terapéutica, lo que la hace aparecer como una verdadera medicina espiritual del hombre total. Veremos, además, cómo aquellos que se entregan a la ascesis son corrientemente designados en los textos patrísticos como terapeutas: terapeutas de sí mismos en primera instancia; luego — cuando han avanzado en la vía de la ascesis y son suficientemente

experimentados— terapeutas de aquellos que vienen a pedirle ayuda para curar sus propias enfermedades: así en los textos patrísticos, los Padres espirituales son frecuentemente llamados «médicos». Sin embargo, si la definición de la terapéutica espiritual presupone un conocimiento preciso de las enfermedades y de sus causas, este conocimiento mismo exige una noción precisa de lo que es la salud del hombre, ya que la noción de enfermedad no alcanza su sentido sino por comparación con aquella. La terapéutica, en tanto que busca el restablecimiento de la salud, supone que ésta se halle claramente definida. Es por esta razón que comenzaremos por presentar la concepción patrística de la salud humana, concepción que nos guiará a lo largo de todo este estudio. La noción que la antropología ortodoxa tiene de la salud humana es indisociable de la de una naturaleza humana ideal poseída por el Adán original y que debía ser llevada por él, en la sinergía de su libre voluntad y de la gracia divina, a su perfección: la de la deificación. Es decir que la naturaleza humana tiene un sentido que se encuentra en sus diferentes componentes: está naturalmente orientada hacia Dios y tiene como destino encontrar en Él su perfección. Mostraremos cómo, según la antropología ascética ortodoxa, el hombre se encuentra en estado de salud en la medida que realiza su destino, y que sus facultades se ejercen en conformidad a ese fin natural; y cómo el pecado, concebido como una separación de Dios, desviando al hombre de ese fin para él esencial, instala en sí mismo un estado multiforme de enfermedad, que se caracteriza, ante todo, por el uso perverso, contra naturaleza, de todas sus facultades. Veremos entonces cómo la ascesis teantrópica por la cual el hombre se convierte ontológicamente, constituye una verdadera terapéutica de modo tal que le permite volverse de ese estado patológico contra su naturaleza, y de recobrar la salud de su naturaleza original retornando a Dios.

PRIMERA PARTE

Premisas antropológicas La salud original y el origen de las enfermedades.

1. LA SALUD PRIMORDIAL DEL HOMBRE

Los Padres asimilan la salud del hombre al estado de perfección al cual está destinado por naturaleza y — como la perfección para el ser humano es ser deificado— está en su naturaleza misma llegar a ser dios por la gracia. Dios, en efecto, creó al hombre a su imagen y semejanza (Gen 1,26) y le dio, desde su origen — inscribiéndolo en su mismo ser— la posibilidad de conformarse enteramente a Él. «Yo he dicho: todos ustedes son dioses» (Sal 81,6) nos hace saber la voz del salmista. El hombre es una criatura que ha recibido el mandamiento de llegar a ser dios, afirma s. Basilio el Grande y s. Gregorio Nacianceno escribe del mismo modo: «Cuando el Hijo inmortal (...) creó al hombre, le dio como finalidad ser dios él mismo». Desde su creación, el hombre poseía ya una cierta perfección: 1) la perfección de sus facultades espirituales y particularmente su inteligencia — imitación de la de Dios— capaz de permitirle conocer al Creador; 2) la de su voluntad libre creada a imagen de la de Dios, que lo hacía capaz de orientar todo su ser hacia Él; 3) la de todas sus potencias de deseo y amor, rasgos que reproducen en él la caridad divina, permitiéndole unirse a Dios. La perfección de estas facultades provienen, por una parte, de que son creadas por Dios a imagen de las suyas propias, de que son, en el hombre, un icono de las facultades divinas; y por otra parte, que contienen la capacidad de asimilarlo enteramente a Dios, a condición, sin embargo, de que no se aparten de Él: como puede hacerlo por la libertad, sino que se abran permanente y totalmente a su Gracia. La perfección relativa que poseía el hombre cuando fue creado, no consistía solamente en la simple capacidad que le conferían sus facultades de unirse a Dios: Adán fue creado realizando ya en cierta medida la semejanza con Dios que tenía por misión realizar. Desde sus orígenes, se encontraba vuelto hacia Dios y poseía, en su naturaleza misma creada a imagen de Dios, todas las virtudes. S. Gregorio de Nisa escribe: «El hombre ha sido hecho a imagen de Dios que, equivale a decir: [Dios] hizo a la naturaleza humana partícipe de todo bien (...) Por ello, en nosotros están todas las formas del bien, toda virtud, toda sabiduría, y todo lo mejor que podemos pensar». S. Doroteo de Gaza enseña del mismo modo: «Dios ha hecho al hombre a su imagen, es decir (...) adornado de toda virtud» Y s. Juan Damasceno: «Dios ha hecho al hombre (...) adornado de toda virtud y rico en todo bien». S. Máximo apunta igualmente: «Las virtudes son inherentes al alma desde la creación». Así, el hombre es virtuoso por naturaleza. «Por naturaleza poseemos las virtudes, que nos han sido dadas por Dios. Cuando creó al hombre, Dios las puso en él»; «Dios nos ha dado de este modo las virtudes con la naturaleza», precisa s. Doroteo de Gaza. «La virtud está en el alma naturalmente», señala s. Isaac el Sirio. «Las virtudes son naturales al hombre», escribe del mismo modo s. Juan Damasceno. Los Padres, al subrayar particularmente el hecho de que las virtudes son inherentes a la naturaleza misma del hombre, y no cualidades que le estuvieran –de una forma u otra– agregadas, poseen sobre este tema una concepción dinámica: las virtudes no son dadas al hombre de una manera plenamente acabada: pertenecen a su naturaleza solamente en tanto que, en la finalidad

de ésta está el realizarlas, en tanto que ellas constituyen el cumplimiento y la perfección de esta naturaleza. Pero su realización supone la participación activa del hombre en el designio de Dios, la colaboración de todas sus facultades con la voluntad divina, la libre apertura de todo su ser a la gracia de Dios. El hombre ha sido creado con la posibilidad de realizar esas virtudes y comenzando a realizarlas. Las poseía en germen. Pero era necesario hacerlas crecer para llevarlas a su cumplimiento. En este sentido los Padres comprenden el mandato divino dado a Adán y Eva: «Crezcan y multiplíquense» (Gn 1,28) y por ello afirman que en el Paraíso «el hombre era muy pequeño, como un niño y debía desarrollarse para alcanzar la edad adulta». Para manifestar este carácter dinámico de la adquisición de las virtudes y la deificación, la mayoría de los Padres, a diferencia de s. Gregorio de Nisa, distinguen la imagen de la semejanza. Según esta distinción, la imagen de Dios en el hombre define el conjunto de las posibilidades de realizar la semejanza, [es decir] la potencialidad de la semejanza con Dios; mientras que la semejanza está constituida por la realización de la imagen y consiste en el pleno desarrollo de ésta conforme a su naturaleza integral, en la realización de su perfección. Mientras que la imagen es actual, la semejanza es virtual; ella se tiene que realizar por la libre participación del hombre con la gracia deificante de Dios. Así, s. Basilio el Grande explica «Creemos al hombre a nuestra imagen y semejanza»: La una la poseemos por la creación, y la otra la adquirimos por la voluntad. En la primera estructura, nos ha sido dado nacer a imagen de Dios. Por la voluntad se forma en nosotros el ser a semejanza de Dios. Nuestra naturaleza posee en potencia lo que depende de la voluntad, pero es por la acción que la adquirimos. Si al crearnos, el Señor no hubiera tomado la precaución de decir por adelantado «creemos» y «a semejanza», si no nos hubiera gratificado con el poder de alcanzar la semejanza, no hubiera estado en nuestro poder adquirir la semejanza con Dios. Pero he aquí que Él nos creó capaces en potencia de ser semejantes a Dios. Dándonos el poder de asemejarnos a Él, ha permitido que nosotros mismos fuéramos los artesanos de nuestra semejanza con Dios, a fin de que adquiramos la recompensa de nuestro trabajo, a fin de que no seamos como esos objetos salidos de la mano del pintor, objetos inertes, a fin de que el resultado de nuestra semejanza no se convierta en alabanza para otro. En efecto, cuando ves el retrato exactamente conforme al modelo, no alabas el retrato sino que admiras al pintor. De este modo, Él me ha dejado el cuidado de llegar a la semejanza de Dios a fin de que sea yo el objeto de admiración y no otro. En efecto, por la imagen yo poseo el ser razonable, llego a su semejanza al hacerme cristiano». S. Gregorio Nacianceno explica en forma parecida la necesaria participación del hombre en la adquisición del don que Dios le hace: así, escribe: «el alma poseerá el objeto de su esperanza como premio a su virtud y no solamente como don de Dios. Él ha llevado al colmo su bondad, permitiéndonos que el bien fuera también nuestra propiedad. Un bien que no es solamente una semilla confiada a la naturaleza, sino que es también objeto de un cultivo que depende de nuestra voluntad». Los Padres que distinguen la imagen y la semejanza vinculan las virtudes a la semejanza y desean mostrar por eso que ellas deben revelarse y desarrollarse dinámicamente por la participación activa y la colaboración constante del hombre con la gracia deificante de la Ssma. Trinidad. Sin embargo no se podría hacer corresponder la distinción imagen – semejanza a una distinción naturaleza – sobrenaturaleza, donde la semejanza sería una sobrenaturaleza que se agregaría por la gracia de Dios, en una naturaleza que podría concebirse independientemente de ella y que constituiría la imagen. Según los Padres, es natural en el hombre, no solamente la imagen sino también la semejanza: está en la naturaleza misma del hombre el asemejarse a Dios; está en la naturaleza misma de la imagen alcanzar su perfección en la realización de la semejanza. Y el hombre ha sido creado, repitámoslo: realizando ya naturalmente esa semejanza por la virtud de la imagen. La semejanza no es algo agregado a una naturaleza que podría existir normalmente de modo independiente a ella, sino un desarrollo de la naturaleza dada en la imagen. El hombre, por la imagen de Dios que está en él, es natural aunque virtualmente perfecto y está naturalmente dotado con la capacidad de realizar esta virtualidad, de asimilarse a Dios, ya que ésta es la finalidad normal de su existencia, el destino normal de su naturaleza misma. Es este el sentido de los mandamientos divinos: «Sean fecundos, multiplíquense» (Gn 1,28), «Sean santos como yo soy santo» (Lev 20,26); «Sean perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48). Puede decirse entonces, en un sentido dinámico, que el hombre es naturalmente deiforme.

La semejanza con Dios, si había sido dada en potencia y se encontraba espontáneamente esbozada en la imagen, suponía, para ser cumplida a la perfección, que Adán quisiera realizarlo integralmente. Fruto de la colaboración humana con la gracia de Dios, no podía ser más que obra teantrópica, realización común de Dios y del hombre vuelto hacia Él. Pues el hombre, precisamente por la perfección que Dios había querido para él y porque había inscripto Su imagen en él, poseía una libertad total que le permitía unirse a Dios, pero también podía rehusarse a colaborar con Él para realizar su designio. Dios, sin embargo, le había dado un mandamiento (Gn 2,16-17) para ayudarlo a usar bien de su libertad. Ésta se manifestaba en toda la perfección de su naturaleza original, en su verdadera finalidad, en tanto se realizaba en la elección permanente y única de Dios. Por esta elección constantemente mantenida por su libre albedrío, Adán se mantenía en el bien en el que había sido creado y se apropiaba más y más de él. En ese estado primordial donde se realizaba el verdadero fin de su naturaleza, Adán rogaba continuamente a Dios, alabando y glorificando sin cesar a su Creador, conforme a su voluntad. Cultivando en su alma los pensamientos divinos y nutriéndose de ellos, vivía permanentemente en la contemplación de Dios. Reconociendo la presencia de las energías divinas en las criaturas, se elevaba por medio de ellas hacia el Creador y las elevaba hacia Dios en él, que había sido instituido su rey [de las criaturas], realizando así su función de «intermediario entre Dios y la materia» cumpliendo la misión que le había sido conferida por Dios de unir el mundo sensible al mundo inteligible, «reuniendo por el amor la naturaleza creada con la naturaleza increada, haciéndolas aparecer en la unidad y la identidad». Viendo a Dios continuamente en todo ser él lo veía también en sí mismo, ya que la pureza de su alma le permitía contemplarlo allí como en un espejo. Podía hasta gozar de la visión divina cara a cara. «No habiendo en él nada que le impidiera conocer lo divino — escribe s. Atanasio de Alejandría— su pureza le permitía contemplar sin cesar la imagen del Padre: el Verbo de Dios». Adán en ese estado «vivía en Dios y Dios vivía en él». Adán, en este estado «permanecía en Dios que permanecía en él». Del mismo modo, todos los Padres nos presentan al primer hombre manteniendo con Dios relaciones de familiaridad (parresía), y el libro del Génesis nos lo muestra además conversando diariamente con Él, con toda libertad, en el Paraíso. Rodeado de la gracia divina vivía en un estado permanente de intenso gozo espiritual: los Padres evocan siempre la dulzura, las delicias, la alegría, la felicidad, el bienestar que conllevaba esta contemplación y que esta relación estrecha con Dios le permitía participar en la beatitud misma de la vida divina. El hombre, dice s. Atanasio de Alejandría, vivía entonces «su verdadera vida», es decir, aquella para la cual había sido creado, que constituye la finalidad normal de su naturaleza auténtica. Adán se unifica a sí mismo y unifica a todos los otros seres en él por la perpetua contemplación de todas las cosas del Dios Uno, no había entonces división, ni en el hombre mismo, ni entre el hombre y sus semejantes2, ni entre el hombre y los otros seres, ni entre los otros seres entre sí. La paz reinaba en todos y en todo. El hombre llevaba en el Paraíso una vida «sin tristeza ni dolor, sin preocupaciones», «poseyendo los dones de Dios y el poder propio proveniente del Verbo del Padre (...) vivía una vida sin inquietud, no tenía ninguna enfermedad interior, con su carne en perfecta salud, en su alma perfecta serenidad». «Fiebre, movimiento [desordenado], locura irracional y avidez en sus entrañas, nada de esto existía todavía, sino que la vida para él transcurría sin rebeldía y la existencia sin tristeza». El hombre en el Paraíso poseía sus «facultades sanas y estables, en su estado natural», y en tanto se mantuviera en el estado natural en el cual había sido creado, de unión permanente con Dios, poseía la integridad de sus facultades. «Entonces –dice s. Gregorio de Nisa– el género humano tal como se lo puede concebir, gozaba de salud, ya que sus elementos –me refiero a los movimientos del alma– estaban equilibrados en nosotros según las leyes de la virtud». El estado paradisíaco en el cual el hombre vivía según su naturaleza primordial, aparecía así como un estado de salud, donde el hombre ignoraba toda especie de enfermedad, tanto en su alma como en su cuerpo, y donde llevaba una vida enteramente normal, conforme a su naturaleza y a la finalidad verdadera de ésta. 2

Eva representaba al mismo tiempo su esposa y su prójimo.

Por el pecado original, Adán se desvió del camino donde Dios lo había ubicado en su creación. El hombre erró el fin que su misma naturaleza le asignaba. Habiendo dejado de tender con todo su ser hacia Dios y de abrir todas sus facultades a la gracia increada de Dios, el espejo de su alma se oscureció y dejó de reflejar a su Creador. Porque Adán dejó de participar de la Fuente de toda perfección, sus virtudes se opacaron y perdió la semejanza con Dios que había comenzado a realizar desde el momento de su creación. La imagen de Dios — que no puede perderse del todo— subsiste en el hombre caído pero al no haberse desarrollado por la unión activa del hombre con Dios, no encontrando ya su cumplimiento en la realización de la semejanza que constituía su finalidad verdadera, se encuentra alterada y velada. Mientras que el camino del hombre hacia su perfección en la luz del Espíritu la volvía radiante, de pronto el pecado la oscureció. El hombre olvida entonces cuál es su naturaleza auténtica, ignora su verdadero destino, ya no sabe cuál es su verdadera vida y pierde casi toda noción de su salud original. Aunque la humanidad haya podido luego, por las voces inspiradas de los profetas, reencontrar en cierta medida el sentido de Dios, no alcanzó «más que la sombra de los bienes venideros, no la substancia misma de las realidades» (Hch 10,1). Sólo por la Encarnación de Cristo la humanidad es restaurada plenamente en su naturaleza original, y el hombre reencuentra la posibilidad de realizar la perfección a la cual el Creador lo ha destinado. Cristo, haciéndose perfectamente hombre sin dejar de ser Dios, vuelve a dar a la naturaleza humana — uniendo a ella su naturaleza divina en Su Persona— la plenitud e integridad de su perfección original llevada a su cumplimiento. De este modo, es por Dios mismo, en la Persona de su Hijo como llega a realizarse inmediatamente y a revelarse a todos el destino último de la humanidad, la perfección de la naturaleza humana unida íntima y totalmente a Dios. Adán no era sino «la figura del que había de venir» (Rom 5,12) ya que ha faltado a su destino último, es Cristo quien manifiesta el cumplimiento de la promesa, la conduce al punto de su perfección. «Sólo el Salvador es el primero en realizar al hombre auténtico y perfecto», escribe s. Nicolás Cabasilas. Imagen del Dios invisible (Col 1,15), «esplendor de su gloria y efigie de su substancia» (Heb 1,3) en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Él revela el sentido profundo de la creación del hombre a su imagen y semejanza; en su naturaleza humana se manifiesta la naturaleza divina unida a ella sin separación ni confusión. Él es el modelo visible y realizado del Hombre Nuevo (Ef 2,5) en quien la humanidad caída es llamada a renovarse, en quien todo hombre es invitado a reproducir su imagen (Rom 8,29) y a adquirir su semejanza. Él viene para afirmar por Su doble naturaleza de Dios–hombre que el hombre está destinado a ser hombre–dios: «Dios se hace hombre para que el hombre pueda volverse dios», proclaman los Padres. En Cristo, Dios mismo se presenta al hombre como norma de su perfección y de su destino; le muestra con evidencia que su naturaleza es teantrópica; le revela que no es hombre perfecto sino unido a Dios — ya que en la persona de Cristo por la unión con la naturaleza divina la naturaleza humana se vuelve perfecta— que solamente por asimilación a Cristo el hombre puede realizar en sí mismo esta perfección teantrópica. El hombre no es verdaderamente hombre (mas) que siendo dios en Cristo. Cristo es llamado segundo Adán no porque haya traído al hombre otra naturaleza y otro destino que los asignados al primer Adán, sino porque viene a cumplir Él mismo aquello que Adán, por su falta, no pudo realizar. Los Padres afirman que es Adán ha sido creado a imagen misma del logos, del Verbo de Dios, y que el misterio mismo de la creación del hombre a imagen del logos se relaciona con el misterio de la adopción filial del hombre por Dios en su Hijo. Para el hombre, desde su creación, no existe más que una sola finalidad normal: la semejanza con Cristo, norma del cumplimiento de su naturaleza, plena y claramente revelada en la encarnación de Cristo. El hombre fue creado como «ser lógico» (logicós) es decir razonable, pero más fundamentalmente como ser cristológico, logicós en los Padres significa conforme al Logos, al Verbo de Dios. Y los Padres llegan incluso a afirmar que no solamente el hombre fue creado a imagen del Logos en tanto que Dios, sino también a imagen del Logos encarnado, del Cristo, Dios y hombre, y que tiene por destino desde su creación, por su misma naturaleza, el tender con todo su ser a asimilarse activamente a Cristo. S. Nicolás Cabasilas escribe también: «La naturaleza humana ha sido creada desde su origen en vistas al Hombre Nuevo, la inteligencia y el deseo del hombre son creados para

Cristo: hemos recibido la inteligencia para conocer a Cristo, el deseo para ser atraídos hacia Él y la memoria para llevarlo en nosotros. Porque sirvió de modelo a nuestra creación. En efecto, no fue el viejo Adán quien sirvió de modelo al Nuevo, sino el Nuevo al viejo (cf. Rom 5,14). Para nosotros, que lo reconocemos como nuestro antepasado, el primer Adán pasa por ser el arquetipo de la naturaleza humana; mas para Aquel que tiene ante sus ojos a todos los seres, aún antes que existieran, el antepasado no es sino la imitación del nuevo Adán. Ha sido creado a imagen y semejanza de este último». S. Nicolás Cabasilas podrá entonces escribir de este modo: «El hombre tiende hacia Cristo no solamente a causa de la divinidad de Nuestro Señor, sino también a causa de esta otra naturaleza (la humana) que Él posee». S. Gregorio de Palamás enseña del mismo modo: «Ya la formación misma del hombre desde su origen, creado a imagen de Dios, ha sido para Cristo, a fin de que el hombre pueda, en el tiempo oportuno, comprender en Él al Arquetipo; del mismo modo el mandamiento ha sido dado en el Paraíso para esto». De este modo Cristo viene a ser, desde siempre, el principio y el fin (1Co 8,6; Ap 22,13) de la naturaleza humana, y en ella de toda criatura, como lo afirma expresamente s. Máximo el Confesor, quien escribe a propósito de la unión de la naturaleza divina con la humana en la Persona de Cristo: «He aquí la bienaventurada finalidad en vista de la cual toda criatura ha sido constituida. He aquí el proyecto que Dios concibió incluso antes de la creación de los seres (...). Con este fin Dios creó las esencias de los seres. Así, la recapitulación en Dios de toda criatura se manifiesta como el término tanto de la acción providencial de Dios como de los seres que se benefician de ella. El Verbo, Dios por esencia, se hizo hombre y se convirtió en el anunciante [vocero] de esta voluntad divina. Hizo aparecer el fondo más íntimo del amor del Padre e hizo ver en Él el fin para el cual todas las criaturas fueron creadas. Por otra parte, para Cristo — es decir para el misterio crístico— el tiempo y lo que él contiene recibieron en Cristo su comienzo y su fin». Estas afirmaciones, en lo que conciernen al hombre mismo, se dirigen en el mismo sentido que las enseñanzas de s. Pablo: el Padre «nos ha elegido en él desde antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor determinando de antemano que seríamos para Él hijos adoptivos por Jesucristo» (Ef 1,4-5) y «aquellos que de antemano Él eligió, también los predestinó para reproducir la imagen de su Hijo, a fin de que se convierta en el primogénito de una multitud de hermanos» (Rom 8,29); así Cristo podrá devenir «todo en todos» (Col 3,11). De este modo, en la persona de Cristo se expresan totalmente el principio y el fin de la naturaleza del hombre, apareciendo claramente su ser auténtico y su verdadero destino. La imagen de Dios, oscurecida en la humanidad por el pecado de Adán, se ha vuelto a manifestar en Aquel que no tiene pecado, y con mayor esplendor que el que había en Adán antes de la caída: porque en Cristo la imagen de Dios se revela en su cabal perfección, totalmente actualizada por la realización total de la semejanza del hombre con Dios que se opera en su Persona por la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana. La imagen y la semejanza de Dios en el hombre se manifiestan por su Creador mismo, el Logos de Dios hecho carne, Él mismo imagen perfecta del Padre, tal como Él las quiso desde el origen, en su cumplimiento total y definitivo. En Adán aparecía sólo la imagen del modelo: en Cristo se muestra el Modelo en sí mismo; en la Persona de Cristo, el Modelo se une a la imagen –sin confundirse ni estar tampoco separada de ella– la restaura y la lleva a su perfección por esta misma unión. S. Ireneo escribe a propósito de esta manifestación esplendorosa de la imagen y semejanza, de esta revelación del hombre–dios en el Dios- hombre: «La verdad de todo esto apareció cuando el Verbo de Dios se hizo hombre, haciéndose semejante al hombre y haciendo al hombre semejante a Él, para que, por la semejanza con el Hijo, el hombre llegara a ser precioso a los ojos del Padre. En tiempos anteriores, en efecto, se decía que el hombre había sido hecho a imagen de Dios, pero esto no aparecía, porque el Verbo era todavía invisible, Aquel a imagen del cual el hombre había sido hecho: por otra parte, es por ese motivo que la semejanza se había perdido fácilmente. Pero, cuando el Verbo de Dios se hizo carne, confirmó la una y la otra; hizo aparecer la imagen en toda su verdad, llegando a ser Él mismo lo que era su imagen, y restableció la semejanza de manera estable, haciendo al hombre totalmente semejante al Padre invisible por medio del Verbo desde entonces visible».

Así en Cristo se revela claramente al hombre el arquetipo de su naturaleza verdadera, el modelo que desde su creación y por su misma naturaleza está destinado a 3 realizar , «siendo Cristo –hace hincapié s. Nicolás Cabasilas– el único y primero en haber realizado el hombre auténtico y perfecto en cuanto al comportamiento, en cuanto a la vida y bajo todos los aspectos. Desarrollar su ser, realizarse, vivir en conformidad con su naturaleza, pero también vivir de un modo perfecto, consiste desde entonces, manifiestamente, para el hombre en asemejarse a Cristo, asimilarse a Él y llegar a ser dios en Él 4. Solamente uniéndose a Cristo el hombre encuentra la plenitud de su ser, la integridad y la integralidad de su naturaleza, el sentido verdadero, primero y último de su destino, la perfección de su actividad y de toda su vida. Solamente en Cristo el hombre puede ser él mismo, puede ser plenamente hombre y desplegar su naturaleza verdadera en todas sus dimensiones: «El Hijo –dice s. Máximo– restituye la naturaleza a sí misma» y s. Gregorio Nacianceno: «Por Cristo, la integridad de nuestra naturaleza es restaurada». Porque el hombre es por naturaleza, en su origen, en la estructura de su ser y su destino, un ser cristológico y teocéntrico solamente volviéndose hacia Dios se hace verdaderamente hombre; solamente uniéndose totalmente a Cristo puede ser hombre real (ontos ántropos según la expresión de s. Gregorio de Nisa) diríamos nosotros hombre normal porque normalmente hombre, y hallarse en un estado de salud total: «la asimilación a Cristo, es decir la salud y la perfección del alma» –escribe s. Gregorio de Palamás. Fuera de Cristo, el hombre no es verdadera ni plenamente hombre; está por debajo de su naturaleza, vive amputado de una parte de sí mismo, mora en un estado de alienación, como lo mostraremos más adelante. Solamente convirtiéndose en Dios por adopción filial en Cristo, el hombre deviene hombre integral, hombre perfecto, se manifiesta adecuado a su naturaleza auténtica: porque no hay naturaleza humana perfecta sino por la unión con la naturaleza divina, lo que se encuentra cumplido en la Persona de Cristo y que todo hombre puede realizar por asimilación con ella. El hombre –repitámoslo– es teantrópico por naturaleza: si no es hombre–Dios a semejanza del Dios–hombre, ni siquiera es hombre; el hombre definido por sí mismo, independientemente de su relación con Dios inscripta en su propia naturaleza, es un ser no–humano; no hay naturaleza humana pura: el hombre es hombre–Dios o no es. También las Santas Escrituras y la Tradición comparan frecuentemente el estado del hombre que no se ha conformado con Cristo, que no ha actualizado todavía plenamente las potencialidades de su naturaleza por la realización de la semejanza con Dios, a un estado infantil. La unión progresiva con Cristo es definida como un estado de crecimiento y el cumplimiento de esta unión en su perfección se compara al estado adulto, llamado también estado del hombre hecho o de hombre perfecto –s. Pablo evoca así «la construcción del Cuerpo de Cristo, al término de la cual debemos llegar, todos juntos, a no ser más que uno en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, y a constituir ese Hombre perfecto, en la fuerza de la edad, que realiza la plenitud de Cristo. De este modo –agrega– ya no seremos niños (...) sino que, viviendo según la verdad y en la caridad creceremos en todas las formas hacia aquel que es nuestra cabeza, Cristo» (Ef 4,12-15). Y aconseja: «Sean hombres» (1Cor 16,13). S. Simeón el Nuevo Teólogo escribe en el mismo sentido, utilizando la misma imagen, que aquel que progresa en el camino de la unión con Cristo, «cada día persigue su crecimiento espiritual, evacuando 3

“Él es el arquetipo de lo que nosotros somos”, escribe s. Gregorio Nacianceno.

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S. Simeón el Nuevo Teólogo escribe: “Aquellos que han sido ju zgados dignos de unirse a él (...) se vuelven dioses por adopción, semejantes al Hijo de Dios. ¡Qué maravilla! El Padre los reviste con su primer vestido, con ese manto del cual fue revestido el Señor antes de la creación del mundo, pues se ha dicho: ‘Ustedes todos los que han sido bautizados en Cristo, están revestidos de Cristo’”. (Tratados éticos, IV, 586-592).

todo rasgo de infantilismo y progresando hacia la completa perfección del hombre. Por eso, según la medida de su edad (espiritual) ve que cambian las facultades y 5 operaciones de su alma y gana en virilidad (adulta) y en vigor ». De este modo, el hombre es llamado a volverse perfecto, a imagen y semejanza de Cristo (Col 1,28; Heb 10,14; 12,2; 12,23; Jc 1,4) en Él y por Él («Sean perfectos», Mt 5,48) y a participar así de la vida divina (2Pe 1,4). «Aquellos que Dios ha elegido, también los ha predestinado a reproducir la imagen de su Hijo, a fin que sea el primogénito de una multitud de hermanos» (Rom 8,28). «Para nosotros, escribe s. Clemente de Alejandría, [Cristo] es la imagen sin mancha; con todas nuestras fuerzas, debemos tratar de volver nuestra imagen semejante a Él», y s. Ireneo: «Volviéndonos imitadores de sus acciones y ejecutores de sus palabras comulgamos con Él y por esto mismo, nosotros, que somos nuevamente creados, recibimos de Aquel que es perfecto desde antes de la creación, el crecimiento; de Aquel que es el único bueno y excelente, la semejanza con Él mismo». S. Isaac el Sir io por su parte ha subrayado que «nuestros padres (...) para llegar a la perfección y a la semejanza de Dios, no cesaban de acoger en sí mismos, toda entera, la vida del Señor Jesucristo»

Por la práctica de las virtudes el hombre adquiere la semejanza con Cristo. Hemos visto que el hombre posee, desde su creación, en su misma naturaleza, todas las virtudes que constituyen la imagen de Dios en él; pero no le han sido dadas sino en germen, y a él corresponde hacerlas crecer hasta que alcancen su total desarrollo, y en esto consiste la realización de la semejanza. En Cristo se revelan el arquetipo, el principio y el fin mismos de toda virtud. Las virtudes otorgadas a la naturaleza del hombre cuando fue creado, y desarrolladas con su libre participación con la gracia deificante de Dios, aparecen en consecuencia como existentes sólo por participación en las de Cristo, como lo enseña s. Máximo el Confesor: «Si la esencia de la virtud en cada hombre no se contradice con el Verbo de Dios (porque la esencia –o la realidad– de todas las virtudes es nuestro Señor Jesucristo mismo, como ha sido escrito: “Ha sido hecho para nosotros sabiduría y justicia y santificación y redención” (1Cor 1,30) estas cosas han sido dichas evidentemente de Él de manera absoluta porque Él es la Sabiduría misma, la Justicia y la Santidad), todo hombre al participar de la virtud según un comportamiento establecido, participa sin ninguna duda de Dios, Esencia de las virtudes, en la medida que haya cultivado, con una voluntad sincera, la semilla natural del bien y llegado a un fin idéntico al comienzo y el comienzo al fin, o más bien, haya mostrado la identidad real del comienzo y del fin, en perfecta conformidad con Dios; porque el comienzo y el fin de todas cosas, es lo que Dios ha dispuesto sobre ella: es el comienzo en tanto que agrega al ser el bien natural, por participación; es el fin en tanto que, — según esa participación, por una decisión de su libre arbitrio— concluye la carrera laudable que conduce a ella, carrera gracias a la cual se llega a ser dios, recibiendo de Dios el ser dios, porque al bien natural según la imagen, ha agregado por su libre voluntad, la semejanza constituida por las virtudes, operando, según el deseo de la naturaleza, el retorno a su principio y la intimidad con Él». El Hijo de Dios juega en la creación y en la deificación del hombre un papel particular y central. El designio de Dios sobre el hombre se revela y se cumple en el mundo como «Misterio de Cristo» (Ef 3,4; Col 1,27; 2,2; 4,3; 1Tim 3,16). Pero en el Miste rio de Cristo se revela y se realiza el Misterio de la Economía Trinitaria. La creación del hombre y su deificación aparecen como obra común de la Santa y vivificante Trinidad, obra de la voluntad benevolente del Padre (Ef 1,59; Mt 11,26; Ap 4,11) que realiza hipostáticamente y por su propio trabajo (autoúrgicos) el Hijo (Heb 10,7; Jn 5

Catequesis, XIV, 111 -116. También encontramos esta comparación en s. Barsanufio, (Cartas, 457). Clemente de Alejandría escribe a propósito de los filósofos paganos: “Son como bebés hasta que no se vuelvan mayores por Cristo” (Stromatis, 1-53-2).

1,3.4.34; 5,30) y en la cual coopera el Espíritu Santo que vivifica, santifica y lleva a la perfección (Gn 1,2; Lc 1,35; Hch 2,4-38; 2Cor 13,13; Ef 1,3-14; Tit 3,4-6; 1Cor 6,11; 12,313; 2Cor 3,6). Así, cada Persona divina de la Santa Trinidad aporta a la realización de la Economía divina su contribución particular, participa y coopera según su hipóstasis específica, pero la obra de cada una de ellas está constantemente ligada a la de las otras dos en el cumplimiento de la voluntad común. Para los Padres la creación del hombre (como la del mundo) tienen su fuente en el Gran Consejo preeterno de la Santa y consubstancial Trinidad. Los Padres y toda la Tradición eclesiástica ven en el plural de la fórmula «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1,26) una expresión del carácter trinitario de la creación del hombre. Igualmente es el Gran Consejo Trinitario el que ha querido que el hombre llegue a ser partícipe de la vida eterna y bienaventurada de la divina Trinidad. Afirman también los Padres que el hombre ha sido creado a imagen del Hijo de Dios pero que en Él, ha sido creado a imagen de la Ssma. Trinidad. Porque dice s. Cirilo de Alejandría: «como debíamos ser llamados a ser hijos de Dios, nos es tanto más necesario llegar a ser imagen del Hijo para que la marca de la filiación nos convenga». «Si el hombre ha sido creado a imagen del Hijo –escribe además– también lo será a imagen de Dios, porque en Él brillan las características de toda la Trinidad consubstancial, porque la Divinidad es una por naturaleza en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo». Cristo «es imagen del Dios invisible» (Col 1,15), el resplandor de la gloria y la efigie de la substancia del Padre (Heb 1,3). El Hijo, por su Encarnación, da a conocer al Padre (Mt 11,27; Jn 8,9; 14,6-7.9). Y en Cristo, el hombre es invitado a configurarse con la imagen perfecta del Padre: «Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). «Muéstrense misericordi osos como su Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Todo don que el hombre recibe, toda perfección, toda virtud en la cual participa en Cristo, tiene su fuente en el Padre: «Todo don excelente, todo don perfecto viene de lo alto y desciende del Padre de las luces» (Santiago 1,17). Así Cristo nos une al Padre en Él. Pero también nos une al Espíritu Santo, porque Cristo quiere introducirnos en el seno mismo de la vida Trinitaria, llamándonos a ser «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). Y las virtudes (también llamadas perfecciones, gracias, energías) por las cuales se efectúa esta participación son la gloria, la luz, la gracia, las energías, las perfecciones, las virtudes comunes a todas las Personas de la Santa Trinidad (cf. 2Cor 13,13). Así, los Padres pueden referirlas, ya al Padre como a su fuente, ya sea al Hijo, que las manifiesta hipostáticamente y las hace participar a todos los hombres que tienen fe en Él, o bien al Espíritu Santo como Portador y Dador. Y los Padres los llaman a veces luz o gloria del Padre, a veces gracia, luz o gloria del Hijo, a veces gracia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo como Portador y Dador de esas gracias, virtudes, o energías increadas, recibe a veces el nombre, y así es llamado: Espíritu de Gracia, Espíritu de Sabiduría, Espíritu de Fuerza, Espíritu de Gloria, Espíritu de Conocimiento, Espíritu de Temor de Dios, Espíritu de Verdad (Is 42,1-4; 61,1; Mt 12,18; Jn 14,17; 15,26; Ef 1,17; Heb 2,4; Gal 5,22; 2Tm 1,7; 1Pe 4,14, etc.). El profeta Isaías y el Apocalipsis hablan incluso del Espíritu en plural: «Los siete espíritus divinos» (Is 11,1-3; Ap 1,4; 3,1; 4,5; 5,6). Según los Padres, esto significa las energías o gracias del Espíritu Santo. Por esto se puede decir igualmente — como s. Macario el Egipcio— que el hombre ha sido creado «a imagen del Espíritu», afirmación que se une a la enseñanza de s. Ireneo y de los primeros Padres, que ven al Espíritu Santo en el soplo de vida insuflado al hombre en el momento de su creación (Gn 2,7). La atribución de las mismas virtudes (que están) en el hombre tanto a Cristo como al Espíritu Santo, revela que son energías comunes a las Tres Personas de la Divina Trinidad, más aún que en la creación y deificación del hombre, el Hijo y el Espíritu cooperan estrechamente en la realización de la voluntad del Padre, que es al mismo tiempo su voluntad. S. Ireneo dice que el Hijo y el Espíritu son las «manos del Padre». De este modo, el hombre y todas las cosas han sido creadas por el Hijo (Jn 1,3) pero en el Espíritu, «el Padre ha creado todo por el Verbo en el Espíritu — escribe s. Atanasio de Alejandría— ya que allí donde está el Verbo, allí también está el Espíritu y lo que produce el Padre recibe su existencia por el Verbo en el Espíritu Santo». Según la voluntad del Padre, el acto del Hijo es el de dar el ser a las criaturas y el acto del Espíritu es el de perfeccionarlas. Así, toda virtud en el hombre recibe su ser del Hijo, pero es vivificada, santificada,

perfeccionada por el Espíritu Santo en el Nombre del Padre. Así, la imagen y semejanza de Dios en el hombre es querida por el Padre, realizada por el Hijo, cumplida por el Espíritu Santo y llevada a la perfección por Él. La obra realizada por Cristo en su Encarnación es llevada a cabo con la colaboración del Espíritu Santo. Cristo permite recibir el Espíritu Santo al hombre que se vuelve a Él, y el Espíritu une al hombre con Cristo, y por él al Padre. El Espíritu comunica a cada miembro del Cuerpo de Cristo la plenitud de la divinidad. Gracias a Él el hombre realiza en Cristo la semejanza con Dios, porque por Él se comunica y se realiza todo don (1Cor 12,11) y toda virtud. Él es — dice s. Basilio— «la fuente de santificación». Es Él quien muestra al creyente «la imagen del 6 Invisible» y «en la bienaventurada contemplación de la imagen la indecible belleza del Arquetipo” . Por Él, «los que progresan llegan a ser perfectos». Es Él quien deifica al hombre haciéndolo conforme (configurándolo con) a Cristo, y en Él al Padre. «Él es nuestra perfección», dice s. Gregorio Nacianceno. Solamente a través del Espíritu Santo el hombre puede realizar el Arquetipo de su naturaleza, es decir, asimilarse a Cristo. Para que Cristo viva [en el hombre], es necesario que el Espíritu viva en él, que llegue a ser pneumatóforo. La adquisición de la semejanza con Cristo y la adquisición del Espíritu Santo van juntas y se condicionan mutuamente. Viviendo en Cristo el cristiano recibe el Espíritu enviado por el Padre en nombre del Hijo (Jn 14,26) y viviendo en el Espíritu se une a Cristo por la participación en las virtudes de Cristo, dones del Espíritu. Para que el hombre alcance la perfección de su ser en Cristo, para que realice integralmente su naturaleza — de la cual Cristo mismo es la norma, el principio y el fin— y así encuentre su salvación, su verdadera vida y su salud total, debe vivir según el Espíritu, llevar una existencia espiritual. El hombre ha sido creado espíritu, alma y cuerpo, para que allí reciba el Espíritu y de ese modo sea espiritualizado totalmente, viviendo con todo su ser en el Espíritu. Únicamente realizando esta tarea el hombre cumple su destino y vive conforme a su verdadera naturaleza. «El hombre verdadero que está en nosotros es el hombre espiritual», escribe Clemente de Alejandría. El hombre no es plenamente hombre ni vive realmente si no vive en el Espíritu; de otro modo es un hombre incompleto, imperfecto, y todo su ser está como muerto. S. Ireneo lo afirma con una particular claridad: «El Apóstol dice: "Nosotros hablamos de sabiduría entre los perfectos" (1Cor 2,6). Bajo ese título de "perfectos" él designa a los que han recibido el Espíritu de Dios (… ). A esos hombres, el Apóstol los llama igualmente "espirituales"; y lo son por una participación del Espíritu (… ). Cuando el Espíritu, mezclándose con el alma, se une a la obra modelada, gracias a esta efusión del Espíritu, se halla realizado el hombre espiritual y perfecto, y es justamente este hombre el que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Cuando, por el contrario, el Espíritu falta al alma, un hombre así, al permanecer verdaderamente psíquico y carnal, será imperfecto y, aunque posee en sí la imagen de Dios en la obra modelada, no ha recibido la semejanza por medio del Espíritu (… ) por que la carne modelada por sí sola no es el hombre perfecto: no es más que el cuerpo del hombre, es decir, sólo una parte del hombre. El alma sola tampoco es el hombre: por que no es sino el alma del hombre, o sea una parte del hombre. El espíritu tampoco es el hombre: se le da el nombre de Espíritu, no el de hombre. Es la mezcla y la unión de todas esas cosas las que constituyen el hombre perfecto. Y por eso el Apóstol, explicándose a sí mismo, define claramente el hombre perfecto y espiritual, beneficiario de la salvación, cuando dice en su primera epístola a los Tesalonicenses: «Que el Dios de la paz los santifique de modo tal que sean plenamente completados, que su ser integral –es decir, espíritu, alma y cuerpo– se conserve sin reproche para el advenimiento del Señor Jesús» (… ) Entonces, son perfectos los que a la vez poseen el Espíritu de Dios habitando siempre en ellos, y se mantienen sin falta en sus almas y sus cuerpos, es decir, conservan la fe para con Dios y guardan la justicia hacia su prójimo». «Aquellos que poseen las arras del Espíritu y que, lejos de someterse a las concupiscencias de la carne, se someten al Espíritu y viven en todo según la razón, el Apóstol los llama, con todo derecho "espirituales" porque "el Espíritu de Dios habita en ellos"» y «es nuestra hipóstasis — es decir el compuesto del alma y del cuerpo— la que al recibir el Espíritu de Dios, constituye el hombre espiritual». «Tres cosas 6

S. Basilio agrega: “Nuestro espíritu, iluminado por el Espíritu, fija su mirada sobre el Hijo, y en Él, como en una imagen, contempla al Padre” (Cartas, CCXXVI).

constituyen el hombre perfecto: la carne, el alma y el Espíritu». «Los que temen a Dios, y creen en la venida de su Hijo, por la fe, establecen en sus corazones una morada al Espíritu de Dios, ellos serán justamente llamados hombres "puros", "espirituales" y "vivientes para Dios" porque tienen el Espíritu del Padre que purifica al hombre y lo eleva a la vida de Dios». «De dos cosas está hecho el hombre viviente: viviente gracias a la participación del Espíritu, hombre por la substancia de la carne». «Pero sin el Espíritu de Dios, la carne está muerta, privada de vida, incapaz de heredar el Reino de Dios (… ) Pero allí donde está el Espíritu del Padre, allí está el hombre viviente; la carne, poseída en herencia por el Espíritu, olvida lo que es para adquirir la cualidad del Espíritu y volverse conforme al Verbo de Dios». Del mismo modo que s. Gregorio de Palamás afirmaba que la salud es la perfección del alma y la asimilación a Cristo, s. Simeón el Nuevo Teólogo puede decir desde otro punto de vista parecido, que la salud para el alma es la venida y la presencia en ella del Espíritu Santo: «Cuando Él viene, puesto que él expulsa (echa) toda enfermedad y toda debilidad en el alma, es llamado salud, porque nos otorga la salud del alma»

Según los Padres, la salud del hombre consiste, de una manera general, en encontrarse, en todo sentido, en el estado que corresponde al florecimiento de su ser integral o, dicho de otro modo, adecuado a su naturaleza verdadera. Ahora bien, su naturaleza auténtica y su verdadera vida, lo hemos dicho, es realizar esta perfección de su ser, querida por Dios, conformándose con Cristo en el Espíritu. La vida natural y normal del hombre es la vida en Cristo; y por eso Tertuliano habla del «alma naturalmente cristiana». El hombre naturalmente tiende hacia Dios. El alma, escribe s. Nicetas Stéthatos, «tiene su propia inclinación hacia los bienes divinos»; «su tendencia propia son las cosas inmortales». S. Antonio escribe en este mismo sentido: «Buscar a Dios y servirlo es siempre para el hombre una búsqueda natural» «El alma es llevada naturalmente a conocer y reconocer a Dios: es éste su estado normal, el signo de su salud, como lo afirma Tertuliano: «El alma (… ) cuando vuelve a sí misma, como al salir del estado de ebriedad o de sueño, o de alguna enfermedad, y encontrándose en su estado normal de salud, nombra a Dios con este único nombre, porque es el nombre propio del verdadero Dios». La participación en la vida bienaventurada de la Santa Trinidad es la finalidad normal de la naturaleza y de la vida humana, y s. Antonio escribe a propósito de esto: «El amor que tengo por ustedes me hace suplicar a Dios que los lleve a considerar lo invisible como su herencia. Con seguridad, hijos míos, esto no va más allá de nuestra naturaleza, sino que la corona normalmente”. El estado normal del hombre es estar totalmente unido a Dios: Adán fue creado realizando esto, y Cristo viene a recordar al hombre extraviado que el mandamiento mayor es para él — si desea reencontrar su verdadera naturaleza— : «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con toda tu fuerza» (Mc 12,30; Mt 22,37; cf. Dt 6,5). De este modo se ve con claridad, volviendo hacia Dios todas sus facultades para unirse a Él por medio de ellas, el hombre las usa de un modo normal, conforme a su naturaleza. Esto mismo es lo que constituye en el hombre las virtudes. Así, escribe s. Basilio: «Hemos recibido de Dios la tendencia natural a hacer lo que Él nos manda (… ). Usando convenientemente de esas fuerzas vivimos santamente en la virtud. (… ) Tal es, en consecuencia, la definición de la virtud que Dios exige de nosotros: el uso consciente de esas facultades, según la orden del Señor». Dicho de otro modo, llevar una vida virtuosa no consiste para el hombre sino en vivir en conformidad con su propia naturaleza, es decir, usar todas sus facultades para lo que han sido creadas: orientarse hacia Dios y lograr su semejanza. La identidad entre el estado de naturaleza — el estado del Adán primordial y el estado del hombre restaurado en Cristo— y el estado de virtud es constantemente afirmado por los Padres: «por numerosas que sean las virtudes que ponemos en acción, las ponemos en acción en conformidad con la naturaleza», escribe Evagrio. «En la medida en que permanecemos en la naturaleza, estamos en la virtud», señala s. Juan Damasceno y s. Isaac el Sirio dice explícitamente que la virtud es el estado natural del alma. S. Doroteo de Gaza muestra, igualmente, que las virtudes «permiten recuperarse y volver al estado natural por la práctica de los mandamientos de Cristo» y Juan el Solitario expresa que cuando el hombre se vuelve hacia su alma por las virtudes «se afirma en el orden de su naturaleza integral».

Del mismo modo, los Padres afirman que a este estado de virtud corresponde para el 7 hombre la salud verdadera: «la virtud es la salud natural del alma», escribe s. Doroteo de Gaza , 8 del mismo modo que s. Basilio el Grande , Evagrio y s. Máximo el Confesor, que escribe: «Lo que la salud es al cuerpo vivo, la virtud lo es con respecto al alma». S. Isaac el Sirio afirma asimismo: «la virtud es naturalmente la salud del alma». Puede decirse también que la virtud es más para el alma que la salud para el cuerpo porque, afirma Basilio el Grande: «las virtudes tienen mayores afinidades con el alma que la salud con el cuerpo».

Solamente por la práctica de las virtudes, en particular por la que las corona, es decir la caridad, el hombre se vuelve capaz del conocimiento/contemplación espiritual, en la cual su espíritu, y también todas sus otras facultades se ejercen conforme a la finalidad de su naturaleza porque el hombre — recuerda s. Simeón el Nuevo Teólogo— «ha sido creado para contemplar la naturaleza visible y para ser iniciado en el mundo inteligible» y Clemente de Alejandría, que califica al hombre de «verdadera planta celestial» dice también que el hombre «ha nacido para la contemplación del cielo». Únicamente en esta actividad que se le adecua plenamente, el espíritu del hombre, y por éste el alma toda entera, encuentran la plenitud de su salud. «Lo que la salud es al cuerpo viviente (… ) el conocimiento lo es respecto del espíritu», hace notar s. Máximo. «Cuando la naturaleza razonable reciba la contemplación que le corresponde, entonces también toda la potencia del espíritu estará sana», escribe en el mismo sentido Evagrio, que considera el conocimiento espiritual como «la salud del alma». S. Talassio, del mismo modo: «La salud del alma, es el conocimiento». Esta contemplación en su primer grado es la de las razones (lógoi) espirituales de las criaturas, que los Padres llaman «contemplación natural» (fisiké theoría). Aunque ella otorga al hombre un conocimiento verdadero de los seres y sobre todo lo eleva hasta su Autor, no obstante no es más que un conocimiento indirecto de Dios. En el conocimiento/contemplación de Dios mismo, lo cual es un don de Dios y se cumple por medio de Espíritu, el hombre alcanza su más alto grado de perfección al que es llamado por naturaleza, porque él es plenamente deificado por este conocimiento, o más bien por esta «visión» de Dios que se realiza en la luz de la gracia increada.

2. E L

ORIGEN PRIMERO DE LAS ENFERMEDADES

EL

PECADO ANCESTRAL .

La realización de la semejanza con Dios, aunque esbozada en la imagen, fue propuesta a la voluntad libre de Adán, teniendo como guía el mandato divino. Pero a causa de su libertad, Adán tenía la posibilidad de seguir otro camino, «de abandonar el bien, ir hacia el mal separándose de Dios por una elección deliberada». La serpiente revelaba y proponía esta otra posibilidad que constituía para el primer hombre una tentación permanente. Esta tentación tenía por función poner constantemente a prueba su voluntad, dando así fuerza y valor a su elección de Dios. Sin esa posibilidad de realizar el mal, en efecto, Adán no hubiera sido totalmente libre, ya que el camino de la deificación se hubiera presentado como el único posible y, en consecuencia, necesario e impuesto por su naturaleza. Dios, deseando que el hombre sea perfecto, lo había dotado, al crearlo a su imagen, de una libertad absoluta que le permitiera participar por sí mismo en su deificación y apropiarse por sí mismo, en Dios, de la semejanza adquirida. Si la realización de la semejanza hubiera sido otorgada al hombre sin otra elección posible, no hubiera podido ser realmente virtuoso

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8

Instrucciones espirituales, XI, 122. “El mal es la enfermedad del alma privada de su salud natural, es decir, de la virtud”. Homilías sobre El Hexamerón, IX, 4. “La virtud es como la salud del alma”.

porque, como hace notar s. Juan Damasceno, «allí donde hay necesidad no podría haber virtud»9. La tentación se encontraba pues implícita por el hecho mismo de la existencia de una libertad absoluta para el hombre y por la voluntad de Dios, que quiso «que recibamos la recompensa de nuestro trabajo» y «que el resultado de nuestra semejanza no sea para alabanza de otro». «Era entonces necesario que el hombre –escribe s. Juan Damasceno– primero fuera tentado: ni probado, ni tentado no es digno bajo ningún aspecto». «Una vez probado» –nota s. Gregorio Nacianceno– «el alma poseerá el objeto de su esperanza como el premio de su virtud y no solamente como don de Dios». Todos los Padres insisten sobre el hecho de que Adán fue creado por Dios completamente bueno. En el Paraíso, en su condición natural, el hombre vivía integralmente en el Bien, no solamente no cometía el mal, sino que hasta lo ignoraba; la tentación le daba el conocimiento no del mal en sí mismo, sino sólo de su posibilidad; ya que el conocimiento del mal apareció como consecuencia del pecado (Gn 3,22) no como su principio. En el Paraíso, el mal no existía sino en la serpiente, encarnación de Satán, y éste no podía herir la creación en tanto Adán fuera su rey (Cf. Gn 1,28-30); tampoco poseía ningún poder sobre el primer hombre, no pudiendo hacer otra cosa más que tentarlo, y esta tentación no traía ninguna consecuencia en tanto que él rehusara consentir en ella. El diablo decía a Adán y Eva: «Serán como dioses» (Cf. Gn 3,5) y en esto consistía la tentación. Adán estaba destinado por Dios a transformarse en dios, pero por la participación con el mismo Dios, en Él y por Él. Lo que proponía la Serpiente a Adán y Eva era volverse como dioses (Gn 3,5) (os theoi), es decir, otros dioses, independientes de Dios; ser dioses sin Dios. Adán, cediendo a la sugestión del Maligno, quiso hacerse Dios por sí mismo, autodeificarse: en esto consistió su pecado. Esta afirmación de autonomía absoluta, esta voluntad de prescindir de Dios y de tomar su lugar o de erigirse como otro Dios frente a Él, constituía una negación, un rechazo de Dios. La participación de Adán en la vida divina suponía, ya lo hemos dicho, la colaboración de su libre voluntad: apartándose de Dios, él se priva de la gracia que constituía la verdadera vida de su naturaleza. Dios había dicho a Adán y a Eva: «Del fruto del árbol que está en medio del jardín, no comerán, ni lo tocarán, si no habrán de morir» (Gn 3,3). La Serpiente les prometió lo contrario: «¡de ninguna manera morirán!» (Gn 3,4). En las consecuencias del pecado se revela el carácter mentiroso de la promesa diabólica: al separarse de la Fuente de toda vida, el hombre cae en la muerte: muerte futura de su cuerpo (mientras que éste había sido creado potencialmente incorruptible) y muerte inmediata de su alma. «Con el pecado, escribe s. Juan Damasceno, la muerte entró en el mundo como una bestia feroz y salvaje, destruyendo la vida humana». Y s. Gregorio Palamás: «Después de la transgresión de nuestros antepasados en el paraíso (… ) el pecado llegó a la vida; en cuanto a nosotros, estamos muertos y, antes de la muerte corporal, sufrimos la muerte del alma, es decir, la separación del alma respecto de Dios». Al apartarse del Principio de su ser como de todo ser, el hombre cae en el no–ser: «privados del pensamiento de Dios y volviéndose hacia la nada (ya que el mal es el no–ser y el bien, el ser) los hombres están para siempre privados del ser» escribe s. Atanasio de Alejandría. Por ese desvío viene para el hombre todo mal: porque es privado de todos los bienes divinos de los cuales ya participaba y por naturaleza estaba llamado a poseer en plenitud. En efecto,«todo lo bueno saca de Dios su bondad, y a medida que nos alejamos de Él vamos hacia el mal», escribe s. Juan Damasceno. Apartándose de Dios, negándolo e ignorándolo, el hombre se desvía de su naturaleza auténtica y de su fin verdadero, que es asimilarse a Él por el Espíritu, y pervierte así todas sus facultades naturalmente orientadas hacia Dios, hace desviar las tendencias impresas en su naturaleza. Como consecuencia, todo su ser deja de estar orientado hacia su fin normal, y se siguen los peores desórdenes para su alma y para su cuerpo, que ya no realizan su condición natural de unión con Dios. S. Máximo resume así en qué consiste la caída del hombre: «Aquel que 9

S. Gregorio de Nisa escribe en el mismo sentido: “Lo que ha sido creado desde todo punto de vista a imagen de la divinidad debía poseer en su naturaleza una voluntad libre e independiente, con el fin de que la participación en las ventajas divinas fuera la recompensa de su virtud” (Discurso catequético, V).

se aleja de su propio principio, mientras se siente una partícula de Dios por razón de la virtud, que está en él según la causa que le ha sido dada, es llevado por la sinrazón (paralogos) hacia el no– ser; y a justo título decae (entra en decadencia?), porque no se mueve según su principio y su causa, según la cual, en la cual y por la cual llegó a la existencia; se encuentra en un balanceo inestable y un desorden espantoso del alma y del cuerpo; por una desviación consentida se convierte en el autor de su propia decadencia: deslizándose de la causa inherente y siempre idéntica a sí misma, hacia lo peor. Por tanto se dice que cae de lo alto, ya que teniendo el poder de dirigir los movimientos de su alma irresistiblemente hacia Dios, ha cambiado voluntariamente lo mejor de su ser por lo peor y el no–ser». Los Padres definen el mal y el pecado refiriéndose a la naturaleza esencial del hombre, a su deber ser teantrópico. Es un mal, y constituye un pecado, todo acto que aparta al hombre de Dios y de su devenir divino (la deificación a la cual es llamado por naturaleza), dicho de otro modo, todo acto por el cual el hombre desvía sus facultades de su fin natural. «Obrar el mal, escribe Dionisio el Areopagita, es salir del buen camino, contradecir su verdadera intención, su naturaleza, su causa, su principio, su fin, su definición, su voluntad, finalmente su esencia misma». «No es en la esencia de las criaturas donde se encuentra el mal, sino en sus movimientos falsos e irrazonables», escribe por su parte s. Máximo. «Podría decirse –nota además– que el mal no es otra cosa que la falta de dirección de las facultades colocadas en su naturaleza hacia su fin. O también, el mal es un movimiento irracional de las facultades naturales que las conduce, según un juicio erróneo, hacia otra cosa que no es su verdadero fin. Entiendo por "fin" al Autor de toda criatura hacia la cual tienden, en virtud de su misma naturaleza, todos los seres». Desviando al hombre de Dios, el pecado establece sus facultades en un estado contra su naturaleza, y priva a todo su ser del Ser y del Bien: en esto consiste el mal para el hombre. «El mal no es otra cosa que la privación del bien y el camino que desvía del "según la naturaleza" hacia la "contra–naturaleza”», escribe s. Juan Damasceno. «Todo lo que Dios ha hecho es muy bueno, todo lo que persiste en el estado en que ha sido creado es muy bueno. Lo que se separa voluntariamente de lo natural y va contra lo natural se vuelve malo. Todo lo que sirve y obedece al Creador está según la naturaleza. Cuando una criatura, voluntariamente, se rebela y desobedece al Creador, ella establece el mal en sí misma, porque el vicio (… ) es la desviación voluntaria del según [la naturaleza] a contra la naturaleza; eso es el pecado».

Afirmar que por el pecado el hombre se establece en un estado contra la naturaleza es afirmar que, apartándose de Dios, él se aparta de sí mismo, vive al margen de lo que él es fundamentalmente, no lleva la vida para la cual fue hecho, y piensa y obra al contrario, de una manera extraña a su verdadera condición. Dicho de otra manera, el hombre vive entonces en un estado de alienación. «Nosotros pertenecemos a Dios por nuestra naturaleza», escribe s. Ireneo, mientras que la apostasía «nos ha alienado contra nuestra naturaleza» (alienavit nos contra naturam). S. Macario el Grande constata el mismo estado de alienación, aunque expresándose de otro modo: «Desde que Adán transgredió el mandamiento (… ) él se encuentra como una segunda alma al lado del alma». Y s. Atanasio constata que: «el alma, en su pecado, al olvidar que es imagen de Dios, y no viendo ya el Verbo a cuya semejanza fue hecha, sale de sí misma». Al apartarse de Dios, el hombre se priva a sí mismo de la condición divina que se le había prometido, y como lo dice de manera muy fuerte Clemente de Alejandría, se deja precipitar en la condición (meramente) humana. Cae incluso en un estado infrahumano ya que, como hemos visto, la humanidad verdadera no existe más que en la divino–humanidad: el hombre no puede ser verdaderamente hombre sino en Dios, siendo hombre–dios en el Espíritu, a semejanza de Cristo. Los Padres también comparan a menudo la condición del hombre caído a la de los animales. S. Gregorio de Nisa dice, por ejemplo: «Al deponer la forma divina, el hombre se ha vuelto una bestia salvaje a imagen de la naturaleza animal». Y s. Máximo observa que «el hombre se ha asimilado a las bestias sin razón (Salmo 18,13) buscando, queriendo y obrando como ellas, sobrepasándolas incluso en irracionalidad, al cambiar su razón natural del según la naturaleza a la contra– naturaleza».

Al apartar su espíritu de Dios, el hombre se encuentra privado de la vida divina. Se retrae, entra en un estado de torpeza (Is 29,10; Rom 11,8) y de oscuridad, y se vuelve como muerto. El hombre llega así a perder toda noción de su función espiritual. Amputado de ésta, que constituía la dimensión esencial de su ser, por la cual daba luz, vida, sentido y cohesión a todas sus facultades, y que además le permitían crecer en Dios, el hombre se encuentra bruscamente reducido a una ínfima parte de sí mismo, no dispone más que de una muy débil parte de sus posibilidades. De hombre total que era –espiritual, psíquico, corporal– no queda más que lo psíquico (1Cor 2,14; Judas 19) y corporal. Deja de ser hombre integral en la estructura misma de su ser y en el orden de sus facultades, para no ser más que una centésima o milésima parte de hombre (comparación que da una idea, pero que no tiene de hecho ningún sentido, porque en verdad el hombre cambia el infinito para revestir la condición muy limitada del hombre caído). Se vuelve en todo caso hombre incompleto. S. Ireneo subraya: «Cuando el Espíritu falta al alma, en verdad, este hombre será imperfecto, porque queda reducido a lo psíquico y carnal». En adelante, el hombre vive en un mundo reducido, estrecho y hasta aparentemente cerrado, llevando una existencia reducida a la dimensión de su ser caído. Su alma y su cuerpo mueren espiritualmente, al dejar de recibir su verdadera vida (la vida divina, que el Espíritu Santo le comunicaba). S. Ireneo escribe aún más sobre este tema: «Tres cosas constituyen el hombre perfecto: la carne, el alma y el Espíritu. Una de ellas salva y forma: el Espíritu (… ) Los que no tienen el elemento que salva y forma en vista a la vida, esos con razón se verán llamados "carne y sangre" ya que no tienen el Espíritu de Dios en ellos. Por otra parte, es por esto que son considerados "muertos" por el Señor: "Dejen que los muertos entierren a sus muertos" (Lc 9,60), porque no tienen el Espíritu que vivifica al hombre». Partiendo de otro punto de vista, s. Gregorio Palamás llega a la misma conclusión en cuanto a esa consecuencia del pecado: «Cuando el alma deja el cuerpo y se separa de él, el cuerpo muere: del mismo modo, cuando Dios deja el alma y se separa de ella, el alma muere». Así, el hombre caído, aunque crea vivir, e incluso piense que vive intensamente, vive en verdad como un muerto, es un muerto viviente. S. Simeón el Nuevo Teólogo, describe de esta manera esta condición de hombres caídos, tal como lo ven los que están dotados de discernimiento espiritual, pero de lo cual los que lo padecen son inconscientes: «los muertos, entre ellos, no pueden ni verse, ni quejarse el uno del otro. Son los vivos quienes, viéndolos, gimen. Porque ellos ven un extraño prodigio, hombres golpeados por la muerte que viven, incluso que caminan, ciegos que creen ver y verdaderos sordos que se imaginan oír: y es que viven, ven y oyen como los animales; piensan como insensatos en su conciencia inconsciente, en su vida de cadáveres, porque es posible vivir sin vivir, ver sin ver y oír sin oír». Por su pecado, el hombre se entrega a toda clase de males, de miserias y desgracias que no pertenecen esencialmente a su naturaleza y no lo afectaban mientras vivía en conformidad con ella, y no aparecen sino como consecuencia de su falta y constituyen su castigo. En la pérdida del centro espiritual de su ser, está la dislocación de su alma, la pérdida de sus fuerzas iniciales, el trastorno, la perversión, el deterioro de todas sus facultades, y ese castigo consiste principalmente en el estado de enfermedad y sufrimiento que eso establece. El castigo, de ninguna manera le es 10 infligido por Dios, sino que se deriva natural y necesariamente de la caída , y cuando Dios anuncia a Adán y Eva los males que resultarán de su transgresión (Gn 3,16-19), Él no los produce, no hace más que predecirlos y describirlos. El hombre –constata el Salmista– «abre una fosa, la cava y cae en la fosa que él ha hecho. Su iniquidad recae sobre su cabeza y su violencia vuelve a descender sobre su frente (Salmo 7, 16-17)». «La naturaleza — escribe s. Máximo— castiga a los que tratan de violentarla; en la medida en que se entregan a una manera de vivir contra la naturaleza ellos ya no tienen a su disposición todas las fuerzas que la naturaleza misma les había dado; helos aquí disminuidos en su integridad y así castigados». Por el pecado, verifica además s. Máximo, la 10

S. Ireneo precisa: “A todos los que se separan de Él [Dios] les inflige la separación que ellos mismos eligieron. La separación de Dios es la muerte, la separación de la luz son las tinieblas, la separación del Señor es la pérdida de todo s los bienes que vienen de Él. Aquellos que por su apostasía han perdido todo lo que acabamos de decir, se sumergen en todos los castigos: no se trata de que Dios se adelante a castigar, sino que el castigo lo sigue precisamente porque están privados de todos los bienes”. (Contra las herejías, V, 27,2).

naturaleza humana «se hace la guerra a sí misma» y puede decirse bajo muchos puntos de vista que equivale para el hombre a un verdadero suicidio. Que el hombre perjudique de este modo su naturaleza, y obre así contra sus intereses más fundamentales hasta amputarse de sí mismo y sumergir todo su ser en el dolor, el no–ser y la muerte, apartándose de la plenitud de vida y de la felicidad perfecta que le ofrecía su condición primera es, evidentemente, locura, constatan los Padres. S. Doroteo de Gaza escribe así: «¿Por qué hemos caído en esta miseria? ¿No es a causa de nuestra locura (aponoia)? (… ) ¿Por qué esto? ¿El hombre no fue creado en la plenitud del bienestar, de la alegría, del reposo y de la gloria? ¿No estaba acaso en el Paraíso? Se le ordenó “no hagas eso” y él lo hizo (… ) El hombre está loco (móros), dice Dios, no sabe ser feliz». Si los Padres consideran así el pecado en sí mismo como un acto de locura, consideran 11 igualmente como un estado de locura el estado de pecado en el cual vive la humanidad caída . En este punto siguen a menudo las Sagradas Escrituras (Cf. Prov 5,23; 9,4.6-13-18; 12,23; Qo 10,1-3) y especialmente s. Pablo, que escribe respecto de los que permanecen alejados de Dios: «Se han extraviado en sus pensamientos, y su corazón sin inteligencia ha sido sumergido en las tinieblas. Se jactan de ser sabios, se han vuelto locos (emoranthessan)» (Rom 1,21-22). Los Padres utilizan más frecuentemente todavía, categorías médicas para designar el pecado ancestral y sus consecuencias: éste –afirman– constituye una enfermedad muy grave que afecta todo el ser del hombre y lo priva de su salud original. S. Gregorio de Nisa, después de recordar que «antiguamente el género humano (… ) gozaba de salud», evoca el momento de la caída y constata: «a partir de allí, esta enfermedad mortal que es el pecado se instaló en la naturaleza humana». S. Nicolás Cabasilas escribe en el mismo sentido: «El día en que Adán se entregó al espíritu maligno, se apartó de su buen Maestro, su alma perdió la salud y el bienestar; desde entonces el cuerpo también se unió al alma para padecer la misma suerte; ha degenerado con ella». S. Cirilo de Alejandría se expresa de una manera parecida: «La naturaleza cayó enferma de pecado por la desobediencia de uno solo»; «en Adán la naturaleza del hombre cayó enferma de corrupción». Esta enfermedad y esta degeneración, lo vemos actualmente; consisten esencialmente en que todas las facultades del hombre, que fueron hechas para volverse hacia Dios y unirse a Él, por el pecado se apartaron de ese fin que les era natural y, en adelante, funcionan contra la naturaleza; se mueven y se extravían en direcciones opuestas a su verdadero fin, actuando así de una forma desordenada, irracional, absurda, insensata, loca: «Cuando Dios se retira — observa s. Juan Crisóstomo— todo se vuelve completo trastorno y desorden, y s. Gregorio de Nisa afirma explícitamente que, utilizando contra su naturaleza las facultades de su alma, el hombre es "atopos", es decir, extravagante, absurdo, insensato y "allókotos", es decir, de otra naturaleza, extraño y extranjero (se puede llegar a traducir esta palabra por “alienado”) a tal punto, escribe, «que nadie podría expresar como merecería su (comportamiento) absurdo»; «es en efecto, igual a un soldado que, equipándose al revés, llevara su casco puesto en sentido contrario al punto de ocultar el rostro y dejar que su penacho se incline hacia atrás, pusiera los pies en la coraza, adaptara las rodilleras al pecho, pusiera lo que debe ir a la izquiera sobre el costado derecho y tomara el armamento de la derecha sobre la izquierda». «Los males que sufrirá en la guerra este infante», –concluye – «son también los que padecerá seguramente durante su vida aquel que ha introducido la confusión en su juicio e invertido el uso de las facultades de su alma».

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“Somos un pueblo loco e insensato”, no vacila en decir Orígenes cuando explica las razones de la Encarnación de Cristo (Homilías sobre el Cantar de los Cantares, II, 3). Evoca asimismo en otra parte “el género humano atacado de locura (memenos)” y particularmente “aquellos que”, cuando vino Cristo “a causa de la enfermedad de su alma y del desorden (ékstasis) de su razón natural eran todavía enemigos (… ) de Dios (Contra Celso, IV, 19). Clemente de Alejandría evoca “la sinrazón (aponoia)” y la “locura (anoia) de los hombres” que rechazan a Dios (Protréptico, IX, 83,1 y 84,1) y s. Basarnufio “la locura engendró la desobediencia, y la desobediencia la herida, y después de la herida, la misma locura engendró la negligencia” (Cartas, 64).

3. PATOLOGÍA DEL HOMBRE CA ÍDO

1) Patología del conocimiento

a) La perversión y la decadencia del conocimiento y de sus órganos

Los Padres constatan que, en el hombre caído, el conocimiento y sus órganos están enfermos. «¿Cómo podría haber salud en el alma razonable, si ésta se encuentra enferma en su facultad de conocimiento?» pregunta s. Gregorio Palamás. Esta enfermedad consiste fundamentalmente en la ignorancia de Dios. «Adán – 12 dice s. Máximo– enfermó de ignorancia por su propia culpa» . En efecto, hay que hacer resaltar: «lo que la salud y la enfermedad son al cuerpo viviente [...] el conocimiento y la ignorancia lo son respecto del espíritu». Evagrio considera igualmente «la ignorancia» de Dios como «la enfermedad del alma», la más fundamental, mientras que al contrario «el conocimiento es la salud del alma». En efecto, la inteligencia del hombre está hecha por naturaleza para buscar las cosas divinas y para tender al conocimiento de Dios; cuando ejerce esta actividad que conviene a su naturaleza, está «sana». Apartándose de Dios, se vuelve enferma, ya que deja de tener una actividad conforme a su finalidad natural para ejercerla contra su naturaleza. Por esto s. Máximo precisa: el mal uso de la facultad racional es la ignorancia y la demencia (afrosýne)». Ya que el alma humana «ha sido hecha para ver a Dios y para ser iluminada por Él», por el pecado, en efecto, se ha pervertido se ha apartado de Dios y de las realidades espirituales para volverse hacia las realidades sensibles y no considerarlas más que a ellas. El pecado no consiste sin embargo en que el hombre considere las realidades sensibles. Dios le ha dado inteligencia no solamente para que tienda a conocerlo, sino también para que conozca las criatu ras sensibles e inteligibles. Adán, antes de su caída, las conocía, pero sólo desde un punto de vista espiritual. Contemplaba naturalmente lo que los Padres llaman sus «razones» espirituales (lógoi), dicho de otro modo, las captaba en relación con su Cread or, las conocía como teniendo en Él su principio y su fin. Las veía enteramente en Dios, como poseyendo de Él su ser y sus cualidades, y veía en ellas a Dios, presente por Sus energías. Porque como lo señala s. Máximo: «el mundo entero aparecía impreso mis teriosamente en lo sensible en formas simbólicas, para los que saben ver, y todo el mundo sensible está contenido de manera cognoscible en lo inteligible y simplificado por la inteligencia en los logoi. Está en él por sus logoi, y éste está en aquel por sus huellas. Y su realidad sería como una rueda dentro de una rueda según la expresión empleada por el admirable y gran vidente Ezequiel (1,16) hablando, según creo, de los dos mundos. Sus perfecciones visibles se ven a partir de la creación, gracias a las obras que las hacen visibles a la inteligencia. Así habla el divino Apóstol (Rom 1,20) si las cosas invisibles se contemplan a través de las visibles, como está escrito, con mucho mayor razón por medio de las invisibles los que se aplican a la contemplación espiritual tendrán la inteligencia de lo que aparece, ya que la visión simbólica de las inteligibles por medio de las visibles es ciencia espiritual e intelección de las visibles por medio de las invisibles». Adán –advierte s. Máximo– estaba incluso destinado, al término de su crecimiento espiritual, a considerar las criaturas desde el punto de vista de Dios mismo, a adquirir de ellas «un conocimiento y una información similares a la de Dios porque, gracias a la 12

Preguntas a Talasios, Prólogo. Cf. Ibid. 5: “nosotros estábamos enfermos de ignorancia como no debíamos estarlo”.

deificación de su inteligencia y a la transmutación de sus sentidos, el hombre habría sido entonces no un simple hombre, sino un dios». El hombre hubiera podido decir como el Sabio Salomón: «¡Es Él quien me ha dado la ciencia verdadera de lo que es, quien me ha hecho conocer la ciencia verdadera de lo que es, quien me ha hecho conocer la estructura del mundo y las propiedades de los elementos, el principio, el fin y el medio de los tiempos [… ] la naturaleza de los animales [… ] el poder de los espíritus y los pensamientos de los hombres, la variedad de las plantas y la virtud de sus raíces. Todo lo que está escondido, todo lo que se ve, lo he aprendido; porque me ha instruido el Hacedor de todas las cosas, la sabiduría! (Sab 6, 17-21)». El pecado y el mal, en ese nivel, han consistido para Adán y sus imitadores, en ignorar a Dios y considerar los seres independientemente de Él, captarlos ya no espiritualmente en la realidad inteligible que se expresa según las energías divinas que se revelan en ellas, sino carnalmente, en su sola apariencia sensible. El árbol del conocimiento del bien y del mal, del cual habla el libro del Génesis (2, 9) y que Dios prohibió a Adán que tocara, bajo pena de muerte (3, 3) representa, dice s. Máximo, la creación visible, «contemplada espiritualmente, es el árbol del conocimiento del bien; considerada bajo su aspecto material, es el del conocimiento del mal. Se vuelve en efecto un maestro que enseña las pasiones y conduce al olvido de Dios a los que no tienen con ella más que relaciones corporales». Dios, al prohibir al hombre comer del fruto de ese árbol, le había señalado el peligro que había en ello, de entrar en esta segunda forma de conocimiento que hasta entonces ignoraba: él debía ante todo crecer en el conocimiento de su Creador, luego de lo cual recién podría gozar sin daño de la creación visible. Pero Adán anticipó el proceso, y, en razón de su estado de infancia, se mostró incapaz de asumirlo espiritualmente, y cayó en el pecado. Por el pecado, los ojos espirituales de Adán se cierran, y en su lugar se abren los ojos de la carne. En efecto, afirma Orígenes, «hay dos especies de ojos: unos se abrieron para el pecado, los otros servían a Adán y Eva para ver antes que aquellos se abrieran». Evocando esos ojos carnales, es decir, esa forma carnal de ver la realidad, la Esc ritura dice: «los ojos de ambos se abrieron» (Gen 3, 7). Adán y Eva se vieron entonces desnudos, precisa enseguida, y s. Atanasio hace este comentario: «Conocieron que estaban desnudos porque habían sido despojados de la contemplación de Dios y habían vuelto su pensamiento hacia una dirección opuesta». S. Simeón igualmente nota este apartamiento del conocimiento primordial del hombre y su caída: «En lugar del conocimiento divino y espiritual [el hombre] recibió el conocimiento carnal. En efecto, los ojos de su alma cegados, caídos de la vida imperecedera, se limitaron a mirar con los ojos del cuerpo». Notemos que no es la apertura de los ojos de la carne la que provoca la cerrazón de los ojos espirituales, sino a la inversa: es por la ignorancia de Dios que, al dejar de existir el conocimiento de Dios, el conocimiento según la carne toma su lugar: «el mal – precisa s. Máximo – es la ignorancia del Autor bienhechor de las criaturas. Esta ignorancia, por una parte, estrecha el espíritu, por otra abre ampliamente el camino a los sentidos, alejando completamente al hombre del conocimiento divino para llenar su existencia solamente con el conocimiento pasional de las cosas sensibles». S. Simeón el Nuevo Teólogo afirma lo mismo: «Si antes no hubiera caído del conocimiento y la contemplación de Dios, no hubiera descendido a ese conocimiento». Esto puede explicarse por el hecho de que la inteligencia, dejando de conocer a Dios y, de manera general, las realidades espirituales o inteligibles permanece, no obstante, inclinada a conocer alguna cosa, porque ella continúa en movimiento según las exigencias de su naturaleza: toma entonces por objeto las realidades sensibles (más precisamente los seres considerados exclusivamente en su apariencia sensible), en adelante las únicas que pueden ser percibidas por ella, puesto que ha negado, rehusado u olvidado las otras, como lo muestra s. Máximo: «Toda inteligencia humana extraviada y que se aparta de su movimiento natural, no tiene más movimiento que para las pasiones, para los sentidos y

para lo sensible, puesto que ya no tiene a donde volverse, una vez que erró el movimiento que lo encamina naturalmente hacia Dios». Cuando en su estado original las facultades cognoscitivas del hombre recibían del Espíritu su luz, y conocían así s egún su naturaleza y según la naturaleza misma de los seres, al desviarse de Dios, en adelante van a subordinarse a los sentidos, y de ellos van a recibir toda información: «transformado en transgresor e ignorante de Dios, el hombre ha unido todo su poder intelectual a la sensación», escribe s. Simeón el Nuevo Teólogo. En consecuencia, la inteligencia del hombre se encuentra desde entonces encadenada a este mundo. La inteligencia no sólo se deja conducir por la sensación, sino también por todos los deseos pasionales que aparecen en el alma como un efecto de la ignorancia la cual es — dice s. Marcos el Monje — «la causa de todos los vicios», junto con el olvido de Dios y la negligencia respecto de Él. Estas tres actitudes negativas, que son indisociables y se apoyan mutuamente son consideradas por s. Marcos el Monje (seguido luego por s. Juan Damasceno) como «los tres poderosos gigantes del diablo», las «pasiones más profundas y más interiores del alma», gracias a las cuales «el resto de las pasiones de malicia obran insinuándose, viven y encuentran su fuerza en las almas». El conocimiento humano se encuentra así, en estado de pecado, entregado a las pasiones, determinado por ellas en su principio y en su fin. En efecto, estas pasiones, «cautivan la inteligencia» . Por la ignorancia, la negligencia y el olvido de Dios y también por su sumisión a todas las otras pasiones, la inteligencia se oscurece, se vuelve ciega, se extravía, sumerge el alma en la oscuridad, y mueve al hombre entero en un mundo de tinieblas. 13 Acaparada por la sensación, además se vuelve pesada y espesa. De todas formas se hace incapaz de un discernimiento justo y de verdadero conocimiento. S. Juan Crisóstomo hace notar: «Del mismo modo que aquellos que están en las tinieblas ignoran la naturaleza de las cosas, así los que viven en el pecado no distinguen las cosas, corren tras las sombras como si fueran realidad». Por su parte s. Isaac subraya que las pasiones destruyen la salud natural de la inteligencia hasta volverla incapaz de todo conocimiento espiritual. «Lo mismo que el sentido corporal, cuando se daña por una razón u otra, es privado de la visión, así también si la inteligencia que está en la naturaleza no está sana, el conocimiento no obra en ella». Así, s. Simeón en Nuevo Teólogo exclama: «Yo no puedo decir lo que son las cosas visibles, oh mi Dios [… ] hemos caído en la vanidad, incapaces de un juicio veraz sobre los seres». Dejándose «llevar por el conocimiento mundano», el hombre no puede «escapar a las trampas del error», y produce «pensamientos enfermos», nota s. Isaac. El hombre entonces adquiere un conocimiento más próximo al de los animales que al del hombre verdadero. «Porque cometió una falta contra el Logos, el hombre está naturalmente considerado como privado del logos (es decir, de razón) y comparado a las bestias», escribe s. Clemente de Alejandría. Y s. Nicetas Stéthatos afirma lo mismo del hombre caído: «Está movido contra la naturaleza y no racionalmente (ou logicós); vive de manera contraria a la razón, esclavizado a las sensaciones de manera contraria a su dignidad [… ] y por haber perdido la actividad natural de la inteligencia, por esta conducta, se asemeja a los seres sin razón, porque la razón ha muerto en él, y la parte menos razonable del alma lo ha dominado por esta conducta». Al dejar de ver a Dios en los seres y los seres en Dios, el hombre pierde la noción de su principio y de su fin comunes, deja de considerarlos en su unidad fundamental. Adquiere entonces un conocimiento fragmentado, dividido, complejo. Y si tiende a reunificar su conocimiento, no puede hacerlo más que por artificios producidos por su razón: y ésta, en efecto, al no estar ya informada espiritualmente, no tiene otro recurso 13

La afirmación que, por el pecado el hombre entró en las tinieblas es constante en las Sagradas Escrituras: Js 9, 1; Mt 4, 16; Lc 1, 79; 11, 34-36; Jn 1, 5; 3, 19; 8, 12; 12, 35; 12, 46; Hch 26, 18; Rom 1, 21; 2, 19; 13, 12; Ef 4, 18; 5, 8; 5, 11; Col 1, 13; 1Tes 5, 4; 1Ped 2, 9.

que el de fundar su ejercicio sobre principios arbitrarios que define por sí misma, o sobre intuiciones sensibles que ya no presentan ningún carácter de objetividad en la medida en que son relativas a la percepción falseada del hombre caído. La alienación de la inteligencia en la sensación corresponde al grado más bajo de la caída del espíritu fuera del conocimiento de Dios y de la contemplación natural. 14 Su despliegue en la actividad racional que se ha vuelto autónomo es una etapa intermedia, pero que constituye igualmente para el hombre una forma de alienación de su inteligencia. A menudo, el hombre caído ya no conoce más que el uso racional de su inteligencia, y hasta puede llegar a considerar que es el único modo de conocimiento auténtico, incluso el único posible. Abandonándose a él, el hombre conoce entonces lo que los Padres llaman «la cautividad de los pensamientos» que puede ir desde las formas de pensamiento más empíricas y más desorganizadas a las construcciones más elaboradas del pensamiento abstracto. Ocupándose (encerrándose) en la sensación, pero también en la actividad de la razón que despliega una reflexión autónoma de carácter abstracto, la inteligencia se vuelve hacia el «exterior». Entonces el hombre no solamente se separa de Dios, sino también de sí mismo. Es lo que los Padres designan como la separación del espíritu y del corazón. La inteligencia, en su estado natural, está unida al corazón, el cual designa en la terminología escrituraria y patrística «al hombre interior», el centro ontológico del hombre y la raíz de todas sus facultades. Cuando ejerce la activida d contemplativa que corresponde a su naturaleza, el espíritu tiene un movimiento circular; permanece en el interior del corazón y no se dispersa fuera, sino que «entra en sí mismo y por sí mismo se eleva hacia Dios». Al abandonar su actividad contemplativa, la inteligencia, moviéndose ya no circularmente sino en línea recta, sale del corazón y, por lo tanto, del centro espiritual del hombre, y se derrama al exterior en una actividad discursiva en la cual ella se dispersa y se divide y vuelve al hombre, al mismo tiempo, exterior a sí mismo y a Dios. En este estado la inteligencia está en un estado de constante distracción, no cesa de flotar, errar y divagar aquí y allá y conoce un estado de agitación permanente, lo opuesto al estado de calma profunda (esykía) que caracterizaba su actividad contemplativa. Sus pensamientos, otrora concentrados y unificados, se despliegan y escapan, múltiples y diversos, en un flujo incesante, se vuelven confusos e inestables, se dividen y se dispersan, escapando por todos lados y arrastran y dividen todo el ser del hombre con ellos. S. Máximo puede así evocar: «la dispersión del alma en las formas exteriores según la apariencia de las cosas sensibles», porque el alma se vuelve múltiple a imagen de una multiplicidad sensible que, paradójicamente, ella misma ha creado, y de hecho no es más que una ilusión que proviene de que el alma se ha vuelto incapaz de percibir la unidad objetiva de los seres por su ignorancia de la presencia en ellos de las Energías de Dios Uno. De la separació n del espíritu y del corazón — verdadera esquizofrenia espiritual en el sentido etimológico de la palabra— porque divide (skizei) el corazón (fren) del hombre, resulta la división de toda el alma. Siguiendo a la inteligencia que se dispersa y se divide en la multiplicidad de los pensamientos que produce y de las sensaciones que sigue, todas las facultades, tironeadas y distraídas por la multiplicidad de pasiones, se ejercen en sentidos múltiples a menudo divergentes que hacen del hombre un ser dividido en to dos los niveles.

La ignorancia de Dios, ya lo vemos, muestra tener para el hombre una multitud de efectos patológicos que están en relación con la importancia fundamental que revestía 14

Cf. Elías el Ecdicos, Capítulos Gnósticos, 1-2. “La inteligencia está a veces en la región de los pensamientos, a veces en la región de los razonamientos, a veces en el de los sentidos”.

para él el conocimiento de Dios, de tal modo que s. Marcos el Monje la consideraba como «la madre y nutricia de todos los males». Y s. Nicetas Stéthatos resume así algunos de sus efectos: «La ignorancia es una calamidad y más que una calamidad. Ella es verdaderamente las tinieblas palpables (cf. Ex 10, 21). Oscurece las almas en las cuales se encuentra. Divide profundamente el pensamiento e impide al alma unirse a Dios. Todo lo que se une a ella es desorden y sin razón. Porque ella vuelve al hombre entero irracional e insensible [… ] Cuando se extiende y se espesa, convierte al alma que se le somete en un abismo infernal donde se encuentran todos los tormentos, todos los dolores, todas las tristezas y todos los gemidos.»

b) El mal como invención. Nacimiento de un conocimiento (fantasmagórico). La percepción delirante de la realidad en el hombre caído.

«El mal no viene de Dios, no está en Dios, no ha existido al comienzo». (S. Atanasio de Alejandría, s. Basilio, S. Dionisio Areopagita) Dios no creó el mal. Todos los seres eran en su origen enteramente buenos, y vivían totalmente en el bien. Adán, como lo hemos visto, al comienzo estaba exento de todo mal. El mal existía ciertamente en el Paraíso en la persona de la Serpiente, del diablo, pero ese mal no afectaba ni al hombre ni a la creación, y el mismo diablo había sido creado bueno por Dios, y por su propia voluntad libre cayó de su condición primera de arcángel y se volvió malo. El mal, dicen los Padres, es una invención, «invención del diablo, de su libertad» primeramente; en segundo lugar invención del hombre que fue seducido por Satán para seguir el mismo camino que él, es decir, apartarse igualmente de Dios. «Esta desgracia que domina ahora la humanidad — escribe s. Gregorio de Nisa— fue atraída voluntariamente por el hombre que, extraviado por un engaño, se volvió él mismo inventor de la malicia y no, de ninguna manera, "descubridor" de una malicia creada por Dios [… ]; es el hombre quien, en cierto modo, se volvió creador y artesano del mal». Por lo tanto, el mal no es creación de Dios, sino del diablo y del hombre colaborando con éste; es un producto de la voluntad diabólica y de la voluntad humana, que hubiera podido no podido existir en absoluto si el diablo no se hubiera apartado de Dios, y se hubiera limitado solamente a su persona y a la de los ángeles caídos, si el hombre no hubiera aceptado seguirlo. El mal, desde el origen, existía como posibilidad de la libertad humana: esto era indispensable para que ella fuera verdaderamente perfecta; si el hombre no hubiera podido hacer el mal, no hubiera sido totalmente libre. La libertad, sin embargo, tenía como condición la simple posibilidad del mal, no la actualización de esta posibilidad, no el cumplimiento efectivo del mal; éste no podía, por el contrario, como lo mostraremos seguidamente, más que hacerle caer de su perfección primera. El mal no solamente es una invención; es una invención fantasmal. «El mal – escribe s. Atanasio– no es más que una ficción de la inteligencia humana». El mal, en efecto, afirman los Padres con insistencia, no tiene substancia, es un puro no–ser. Esto no significa que no exista de ninguna manera, sino que no posee sino una existencia negativa: el mal es no–ser, en tanto que él, lo hemos visto, es la ignorancia, la negación, el rechazo, el olvido de Dios que es el Ser mismo, la fuente de todo ser, y el ser verdadero de toda cosa. También s. Atanasio escribe: «Privados del pensamiento de Dios, los hombres también se han privado para siempre del ser». Apartándose de Dios,

el hombre inevitablemente «prepara el mal, concibe la iniquidad, da a luz la nada» (Salmo 7,15). Porque el hombre, ignorando a Dios, adquiere de las cosas un conocimiento que, al no corresponder a su ser verdadero, puede ser considerado como una ficción, un producto de su imaginación, un fantasma. «Los hombres –escribe también s. Atanasio– al rehusar pensar el bien, se pusieron a concebir e imaginar cosas que no existen». Siendo Dios el único ser que es, verdadera y absolutamente, como Él lo revela a Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14) el hombre que vive fuera de Él no puede conocer más que la nada. «Apartado del bien –escribe en otra parte s. Atanasio– y olvidando que es imagen de un Dios bueno, la potencia que está [en el alma] ya no ve al Dios Verbo, a semejanza del cual ha sido hecha; saliendo de sí misma, no piensa ni imagina sino la nada». En efecto, al no percibir ya la imagen de Dios que está en él y que lo constituye fundamentalmente, ni las “razones” espirituales de las criaturas, lo que el hombre percibe es una realidad vacía. Conociéndose y conociendo los seres fuera de Dios, conoce en la nada. Viendo la creación como si Dios estuviera ausente, cuando Él está «presente en todo y llena todo», delira y manifiesta su locura: el que ha dicho en su corazón «Dios está ausente» es insensato, dice el Salmista (Sal 13, 1). A unque «las perfecciones invisibles de Dios, su poder eterno y su divinidad se ven desde la creación del mundo cuando se las considera en Sus obras» (Rom 1, 2) el hombre, habiendo cerrado los ojos de su espíritu, ignora todo, incluso cuando cree conocer, tomando como realidad la nada que se ofrece en adelante al conocimiento de su inteligencia oscurecida: «Cuando el sol brilla e ilumina toda la tierra con su luz — escribe s. Atanasio— si un hombre se tapa los ojos y se imagina que está en la oscuridad, aunque la oscuridad no existe, y luego marcha al azar como si errara en la oscuridad, cayendo sin cesar y dirigiéndose hacia los precipicios, pensaría que no hay claridad, sino que está en la oscuridad, creería mirar pero no vería absolutamente nada. Del mismo modo el alma humana, tapándose los ojos que le permiten ver a Dios, ha concebido el mal y, moviéndose, cree hacer algo, cuando no hace nada porque sólo imagina la nada. No permanece tal como fue hecha, sino que se muestra tal como se amasó a sí misma. Porque fue hecha para ver a Dios y para ser esclarecida por Él, pero en lugar de Dios, ha buscado las cosas corruptibles y las tinieblas.» También hay otra manera por la cual el conocimiento humano, por el pecado, se vuelve, delirante. Al apartarse de Dios, el hombre viene a considerar las criaturas en sí mismas, independientemente de su Creador, ya que cree que el universo existe por sí mismo. Ahora bien, esta forma de conocer no es más que imaginación, ilusión 15, delirio: porque todo lo que es, es por Dios y para Dios, todo ser saca su sentido, su valor y su realidad misma de Dios, principio y fin, alfa y omega de toda criatura. Todo ser es por esencia, relativo a Dios, y captarlo fuera de esta relación es no conocerlo tal como es realmente, sino conocerlo como no es. Así el mundo que el hombre percibe fuera de Dios no es más que un fantasma, una ficción, el producto de un cierto tipo de delirio. Por eso s. Atanasio escribe a propósito de aquellos que consideran las obras sin considerar a quien las ha hecho: “¡locos y ciegos! ¿Cómo podrían conocer un edificio, un navío, una lira, si no hubiera un carpintero para construir el navío, un arquitecto para construir el edificio, un artista para fabricar la lira? El que pensara así sería loco más allá de toda locura: tampoco me parece que tengan el espíritu sano aquellos que no reconocen a Dios, que no adoran al Verbo, al Salvador de todos, nuestro Señor Jesucristo, quien por el Padre ordena todo, contiene todo y provee a todo”16. Habiendo perdido el sentido de la relación de los seres con Dios, y por lo tanto su carácter relativo, el hombre inevitablemente los hace absolutos, y entonces ocupan en su espíritu el lugar que ha negado a Dios. El culto de las criaturas reemplaza así, en el 15

S. Macario de Egipto señala que “después de la transgresión de Adán, la inteligencia es retenida e ilusionada en este mundo”.

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Cf. Antonio el Gr ande: “Ellos no conocían a Dios, no le agradecían como su Creador, por causa de sus locuras”. (Cartas V, 3)

hombre caído, la adoración del Creador. La idolatría no consiste solamente en las formas religiosas organizadas que frecuentemente ha tomado, donde las criaturas son explícitamente definidas como dioses, sino en toda actitud del hombre respecto de un ser que es tomado como fin, y al que se confiere un sentido y un valor en sí mismo, en lugar de que ellos le sean reconocidos en Dios; y también en toda actividad, todo esfuerzo consagrados a un ser tomado en sí mismo, en lugar de que ellos sean consagrados a Dios a través de él. Hay actitud idólatra respecto de un ser cada vez que éste ser deja de transparentar a Dios, de revelarlo; dicho de otro modo, cada vez que el hombre deja de percibir sus «razones» espirituales, de «leer» en ellas las energías divinas presentes en él y que definen su naturaleza verdadera. Este ser, entonces, oculta a Dios en vez de manifestarlo y se cierra en cierta manera sobre sí mismo en vez de servir de pedestal al hombre para elevarse a su Creador. El hombre atribuye así al objeto en sí mismo, reducido a la nada por su ignorancia, los honores que, por su intermedio, debía dar a Dios. San Pablo considera como una manifestación de locura la actitud de los hombres que así obran: «Se han extraviado en sus pensamientos, y su corazón sin inteligencia ha sido sumergido en las tinieblas. Se enorgullecen de ser sabios, pero se han vuelto locos, y cambiaron la gloria de Dios incorruptible por imágenes que representan al hombre corruptible, pájaros, cuadrúpedos, reptiles» (Rom 1, 21-23). Siguiendo al Apóstol, los Padres, en forma unánime, ven en la idolatría una forma de locura espiritual. Así s. Atanasio, quien escribe: «Los hombres en su locura despreciaron el don que les había sido dado, se desviaron de Dios y mancharon de tal modo su alma, que no solamente olvidaron la idea de Dio s, sino que se forjaron otros dioses en su lugar. Se hicieron ídolos en lugar de la verdad, y prefirieron la nada al verdadero Dios, adorando la criatura en vez del Creador». «Los hombres –escribe también en otra parte– habiendo aprendido a imaginar el mal que no existe, se han formado también dioses que no existen [… ] En su locura [… ] olvidando el pensamiento y el conocimiento de Dios, no teniendo más que una razón enceguecida o más bien una sinrazón, se han representado como dioses las cosas aparentes, glorificando la criatura en lugar del Creador (cf. Rom 1, 25) y divinizando las obras más bien que a Él, que es la causa y el demiurgo y el Señor, Dios». Y más adelante escribe: «A pesar de que nada subsiste fuera del Verbo, sino que el cielo y la tierra y todos los seres que ellos contienen están suspendidos de él; sin embargo los hombres, en su locura, han rechazado el conocimiento y la piedad respecto de Él, y honrando lo que no es en lugar de lo que es, y en vez de Dios, que es realmente, han divinizado la nada adorando la criatura en vez de al Creador, y esto es la locura”17. «Adorando las criaturas en lugar del Creador, los hombres han cambiado la verdad de Dios por la mentira» (Rom 1, 25). Ignorando a Dios que es la Verdad misma, la verdad de todo ser y la fuente de toda verdad (Jn 1, 9.17; 8, 32; 14, 17; 15, 26; 16, 13; Ef 4, 21; 1Jn 5, 6) el hombre se priva de toda posibilidad de un conocimiento verdadero. Al no captar ya la realidad por su espíritu en el Espíritu, ve todas las cosas a través del filtro deformante del pecado y de las pasiones; él adquiere –lo hemos dicho– una falsa inteligencia; «los pecadores» –dice Orígenes– no tienen buenos ojos sino los que son llamados «inteligencia de la carne» (Col 2, 8) y por eso el hombre, creyendo ver, está en realidad ciego (Is 6, 9-10; Jn 9, 39. 2; Col 4, 4). El hombre caído vive de esta manera en un mundo falso, irreal, creado por él, donde ignora la verdadera significación de los seres y ya no percibe las verdaderas relaciones que existen entre ellos. Esta confusión, por otra parte, es acrecentada por el diablo, padre de toda mentira (Jn 8, 44) quien, según s. Juan Crisóstomo, «perturba tan desgraciadamente nuestro espíritu y hace errar nuestro juicio acerca de la verdadera apreciación de las cosas». S. Juan Crisóstomo ve allí una forma de locura, afirmando a propósito de los hombres pecadores: «Son realmente 17

Clemente de Alejandría escribe en el mismo sentido: “Solamente la locura (manía), me parece, que llena una vida consagrada con tal ardor al culto de la materia”. S. Juan Crisóstomo: “Dejando de lado al Creador, han adorado el mismo cielo, como consecuencia de su imbecilidad y su demencia”. Es la manera común en que las formas idolátricas del paganismo son consideradas por los Padres como formas de locura.

insensatos [… ] puesto que no han aprendido jamás a conocer la verdadera naturaleza de las cosas». El hombre caído, lo hemos dicho, por su conocimiento que se ha vuelto carnal, juzga las cosas según su sola apariencia sensible, ignorando lo que ellas son en sí mismas, en su esencia inteligible. Tiene ante su inteligencia como un velo que le impide captar lo que está más allá de los fenómenos, es decir, las cosas tales como aparecen a los sentidos y que lo sumerge constantemente en la ilusión. «El velo –señala s. Máximo– es la ilusión producida por el sentido que fija la atención del alma sobre las apariencias superficiales de los objetos sensibles, y que bloquea el paso a las inteligibles». El hombre, tomando por el ser verdadero las apariencias, introduce la confusión más total en su percepción de la realidad; toma lo falso por verdadero y lo verdadero por falso, el mal por bien y el bien por mal. Aquello que es menos real (la apariencia) él lo considera como lo más real, y lo que es más real (la realidad espiritual, inteligible y divina) como lo menos o incluso como si no fuera absolutamente nada. El hombre caído tiene así una visión completamente invertida de lo real, él conoce un mundo a la inversa, manifestación evidente de su delirio. «Son más estúpidos que los asnos — escribe s. Juan Crisóstomo— puesto que llaman inciertas las cosas que son más claras que lo que vemos con nuestros ojos». «Si ustedes no quieren creer sino en aquello que es más claro» — agrega queriendo poner de nuevo a los pecadores en el camino del conocimiento verdadero— «ustedes deberían creer más bien en las cosas invisibles que en las que ven con sus ojos. Esto parece una paradoja, sin embargo es una verdad» S. Macario por su parte subraya el papel de la acción demoníaca en esta confusión y en esta ilusión: «A causa de la transgresión del mandamiento [el alma] se vuelve juguete de todos los poderes adversos. En efecto, ellos la hicieron salir de su buen sentido, entorpecieron su inteligencia de las cosas celestiales al punto [… ] que cree que ha sido así desde el comienzo». Habiendo perdido el conocimiento verdadero de la realidad que poseía en el Espíritu, y teniendo sin embargo necesidad de conocer, el hombre caído lo va a reemplazar no por otro conocimiento único, sino por una multitud de conocimientos de toda especie correspondientes a la multitud de apariencias en las cuales desde ahora se mueve. S. Marcos el Monje, nota así que la ignorancia y el olvido de Dios «entenebrecen el alma con una terrible e inestable curiosidad». Pero los conocimientos resultantes son parciales, movedizos, diferentes, hasta opuestos, así como las realidades de los fenómenos a los cuales se aplican. El hombre en sus conocimientos de sustitución está limitado a clasificar las apariencias de las cosas, no teniendo ellas mismas ninguna objetividad, puesto que son definidas por la inteligencia caída y deformada de su observador. El conocimiento racional que busca unificar el conocimiento sobrepasando las incertidumbres de la percepción sensible no puede hacerlo, lo hemos dicho, sino artificialmente, en virtud de convenciones que se da a sí mismo como bases y que le son enteramente relativas 18. Los diversos conocimie ntos del hombre caído son así 19 proyecciones ilusorias de su conciencia caída e incluso allí donde una objetividad o una verdad parece ser alcanzada (como en el conocimiento científico) esta objetividad y esta verdad se reducen de hecho al acuerdo provisorio de las conciencias que operan el mismo tipo de proyección y se ponen de acuerdo en cierto modo en su caducidad común. Esta proyección puede, por otra parte, variar según los valores a los cuales se refieren esas conciencias y los fines que ellas persiguen. Los conocimientos científicos en sí mismos no son neutros sino, como lo subraya s. Gregorio Palamás (que coinciden así con las reflexiones epistemológicas más modernas) son relativas «a la intención de

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La epistemología contemporánea reconoce que la ciencia no conoce la realidad tal como es.

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Filosóficamente, es la concepción “idealista” del conocimiento la que tienen razón en cuanto que describe, aunque sin ser consciente, las condiciones del hombre caído. Sólo en Dios el hombre puede adquirir un conocimiento perfectamente adecuado a su objeto.

aquellos que las usan», «muestran luego el pensamiento de los que las usan y toman fácilmente la forma que les da el punto de vista de los que las poseen». Esto es tanto más verdadero, cuanto que los conocimientos del hombre caído se constituyen no solamente para llenar el vacío intelectual dejado por la pérdida del conocimiento espiritual, sino también con el fin de satisfacer las necesidades a menudo más materiales y que en su mayor parte son definidas por las pasiones en sí mismas. «Cuando el conocimiento sigue el deseo de la carne –escribe s. Isaac– toma sobre sí la riqueza, la gloria vana, el adorno, el confort del cuerpo; se apega a la sabiduría racional, que se adapta al gobierno del mundo y no cesa de inventar, de renovar las técnicas y las ciencias, lleva todo lo que corona el cuerpo en este mundo v isible». Si estas diferentes formas de conocimiento pueden dar al hombre la ilusión de que él conoce verdaderamente y pueden colmar el vacío que siente, sin embargo no le son de ninguna utilidad fundamental, porque no le sirven de nada para realizar su verdadero destino, no contribuyen de ninguna manera a su deificación. El conocimiento carnal, dicen s. Isaac, «es llamado conocimiento desnudo, porque está despojado de toda preocupación sobre Dios y agota la inteligencia privándola de la razón, porque está dominada por el cuerpo. No se ocupa más que de este mundo». Al no decir nada sobre Dios, tampoco dice nada esencial sobre el hombre ni sobre los seres de la creación de los que él está encargado espiritualmente. «Esta forma de conocer» –dice s. Simeón el Nuevo Teólogo– «es, en realidad, ignorancia de todo lo que es bueno».

2. Patología del deseo y del goce

a) La desviación del deseo y la perversión del goce

El hombre ha sido creado para unirse a Dios. La facultad de deseo (concupiscible) (epithymía, epithýmetikon, epithymetiké, dýnamis) ha sido puesta en su naturaleza para que pueda 20 desear a Dios, tender y elevarse hacia Él y unirse a Él . Éste es para él el uso normal de esta facultad, conforme a su naturaleza, y que contribuye a constituir su salud. «El ojo ha sido creado para la luz, el oído para el sonido, toda cosa para su fin, y el deseo del alma para lanzarse hacia Cristo», afirma s. Nicolás Cabasilas. «Cristo, nuestro Dios, es la meta de todo deseo», dice s. Simeón el Nuevo Teólogo. Unirse a Él es para el hombre, conforme a la finalidad de su naturaleza misma, lo que hay de más deseable: «El colmo de lo deseable, escribe s. Basilio, es llegar a ser Dios». A todo deseo está ligado un placer; de la orientación natural de su deseo hacia Dios, el hombre recibe una intensa felicidad espiritual. «Organizando la naturaleza humana –enseña s. Máximo– Dios dotó su espíritu de una potencia de placer que lo volvía capaz de gozar inefablemente de Él». Este «placer (edoné) divino y bienaventurado» constituye para el hombre la alegría más alta, porque de su participación en la vida de Dios infinito, el hombre saca una alegría infinita. Es lo que Cristo llama «la alegría perfecta» (Jn 15, 11) que no podría alcanzar de ninguna otra manera, porque aparte de Dios, que es infinito, todo lo demás no aportaría más que un goce parcial y limitado. También s. Máximo nota: «No hay más que una sola felicidad, la vida común del alma con el Verbo»; «el único placer es el acceso a las cosas divinas». Adán, en su estado original que, — recordémoslo, constituye para toda la humanidad su estado normal— no deseaba nada más que a Dios, «orientaba hacia él toda su potencia de amar» y no recibía sino de Él todo placer, toda alegría, toda felicidad. Dios era para el hombre la fuente única de alegría. «No encontraba sus delicias sino en el Señor» dicen s. Gregorio de Nisa. No gozaba, en el paraíso, de bienes mezclados, precisa en otra parte, sino que «el beneficio único de la felicidad concedida [al hombre era], el verdadero Bien en sí mismo». Dicho de otro modo, el hombre en su estado primordial no conocía ningún placer sensible. «Dios el Verbo, que ha creado la naturaleza de los hombres, no ha fundado con ella el placer sensible», hace notar s. Máximo. El diablo, envidioso de la alegría espiritual a la cual el hombre estaba destinado, le sugirió entonces apartar de Dios su deseo y orientarlo en una dirección contra la cual Dios, por el mandato que le había dado, lo había puesto en guardia. «El diablo –explica s. Máximo– por un engaño, persuadió al hombre para que transfiriera el deseo de su alma de lo que le estaba permitido a lo que le estaba prohibido y se volviera hacia la transgresión del mandamiento divino». El hombre fue tentado por la serpiente a gozar de otros placeres para él todavía desconocidos, pero más inmediata y fácilmente accesibles que los goces espirituales hacia los cuales su naturaleza lo hacía tender, pero a los cuales no accedía aún sino parcialmente, su posesión perfecta debía ser obtenida al término de su crecimiento espiritual. Estos placeres que el Maligno proponía al hombre estaban ligados al deseo de las realidades sensibles que el hombre, en su estado primero, ignoraba como tales. Adán estaba destinado a gozar de las realidades sensibles en sí mismas (cf. Gn 2, 16) pero a gozarlas espiritualmente, es decir en Dios, por medio de sus "razones" espirituales, de sus logoi. S. Máximo enseña que Dios, al crear a Adán como «la criatura última, especie de laboratorio 20

Es interesante hacer notar, en el marco de nuestra demostración, que la mayoría de los Padres griegos no reservan el término epitymía a los deseos sensibles y no vacilan en utilizarlo para designar el deseo del hombre por Dios (entre ellos Máximo el Confesor y entre otros Theodoreto de Ciro). Del mismo modo no dudan en aplicar la palabra eros al amor del hombre por Dios. Utilizan de igual modo la palabra edoné para designar tanto la alegría espiritual como el placer sensible, es en particular el caso para Máximo el Confesor.

donde todo se concentra» lo ha introducido «providencialmente entre los seres como lazo natural entre los extremos» de la creación, otorgándole poseer, «naturalmente, en su situación mediadora, toda facultad de unificación por la relación entre sus partes a todos los extremos». Por lo tanto, Dios le había dado por tarea «poner de manifiesto el gran misterio del plan divino, llevando armoniosamente a buen fin la unificación recíproca de los extremos entre los seres, de los más cercanos a los más alejados, y de los menores a los más excelentes, por una tensión cuyo perfeccionamiento culminaría en Dios». Por el conocimiento y la contemplación de los logoi de las criaturas y por el amor, el hombre tenía como tarea, especialmente, unificar la creación sensible y unir los sensibles y los inteligibles. Pero Adán, por un mal uso de su libertad, se apartó de esta tarea que debía finalmente unirlo a Dios y toda la creación en Él; pervirtió así su propia naturaleza; él –dice s. Máximo– «se puso en movimiento contrariamente a su naturaleza, por su propia iniciativa y locamente (anoetos), haciendo mal uso de la facultad natural que le había sido confiada en su constitución en vistas a la unificación de lo separado, para obrar más bien la separación de los unidos». Adán se puso especialmente a considerar y a desear las criaturas y a querer gozarlas en sí mismas y para sí mismo, egoístamente, es decir, fuera de Dios, dicho de otro modo a querer, como lo dice s. Máximo, «apoderarse de las cosas de Dios, sin Dios, y antes que Dios y no según Dios». Es así como al deseo y al placer espirituales conformes a su naturaleza ha sustituido un deseo y un placer carnales contra la naturaleza. «Un placer introducido por engaño fue el comienzo de la decadencia», escribe s. Gregorio de Nisa. Y s. Cirilo de Scitópolis «a la belleza inteligible, Adán prefirió lo que aparecía como deleitable a sus ojos carnales». Explicando este proceso, s. Máximo constata: «El deseo, por la dulzura del placer de los sentidos, aparta el espíritu de la percepción divina de los inteligibles que le es connatural». Al dejar de desear y de amar a Dios, el hombre se tiene entonces un amor carnal a sí mismo (que los Padres y especialmente s. Máximo llaman filautía) así como por la realidad sensible, sacando en delante de sí mismo y de ésta, principalmente por intermedio de los sentidos y de su cuerpo, todo goce y todo placer. «Los hombres –escribe s. Atanasio– descuidan las realidades superiores y, lentos para percibirlas, buscarán más bien aquellas que están más próximas de ellos. Ahora bien, lo que está más próximo es el cuerpo y los sentidos: así apartaron su espíritu de los inteligibles y se pusieron a considerarse a sí mismos. Se consideran a sí mismos, se apegan a sus cuerpos y a las otras cosas sensibles, engañándose, por así decir, en su propia causa, llegarán a desearse a sí mismos, prefiriendo su bien propio a la contemplación de las realidades divinas».

Esta desviación del deseo innato de Dios, esta conversión de la «potencia concupiscible» del hombre que la aparta de Dios, hacia quien estaba naturalmente orientada, para volverla contra la naturaleza o «contra razón» hacia la realidad sensible considerada en sí misma, constituye una perversión, algo desnaturalizado o una enfermedad de esta facultad que afecta, ya lo veremos, toda la naturaleza del hombre. En efecto, recuerda s. Máximo, el mal consiste en no dirigir hacia el fin el acto de las facultades innatas. Y absolutamente nada más que eso. O también: el mal es el movimiento irracional de las facultades naturales hacia una cosa distinta del fin, según un juicio erróneo. Llamo fin a la Causa de los seres, hacia la cual todas las cosas se dirigen por un deseo natural». Correlativamente, el placer sensible aparece como «la energía del alma contra la naturaleza», lo cual, dice s. Máximo «no puede tener otro origen para formarse que la dimisión del alma, cuando ella se descarga de todas las cosas según la naturaleza». Es por esto que los Padres hablan frecuentemente de la «enfermedad del placer» y consideran el amor del placer (filedonía) como una de las primeras y más importantes enfermedades espirituales del hombre caído.

Podemos preguntarnos aquí cuál es la causa primera de la caída del hombre: si es porque el hombre orientó su deseo hacia la realidad sensible que ha ignorado a Dios, o si después de haber ignorado a Dios se volvió hacia ella. Los Padres se inclinan por la primera solución, subrayando la inmadurez y el estado de infancia del hombre en el Paraíso, que cedió a la

sugestión del Maligno para apropiarse de los «bienes» más fácil e inmediatamente accesibles para él. Acabamos de ver a s. Atanasio subrayarlo. S. Máximo adopta una posición parecida: «El Maligno, cubriendo su envidia con una máscara benevolente y persuadiendo fraudulentamente al hombre para que dirigiera su deseo hacia otra cosa que la Causa de los seres, logró fabricar la ignorancia de la Causa». Pero es igualmente posible insistir sobre el otro punto de vista. Hay una interacción de las dos causas, una dialéctica que s. Máximo evoca en ese otro pasaje que describe el proceso de la caída, donde se ve que el deseo de lo sensible y de su goce por una parte, y la ignorancia de Dios por otra parte, pero igualmente ese mismo deseo y la filautía, se acrecientan correlativamente, se condicionan recíprocamente y se refuerzan mutuamente: «Cuanto más el hombre se inclinaba hacia las cosas sensibles solamente a través de sus sentidos, más le abrumaba la ignorancia de Dios; más estaba encadenado por la ignorancia de Dios, más se entregaba al goce de las cosas materiales conocidas empíricamente; más se impregnaba de este goce, más excitaba la filautía que es su consecuencia; más cultivaba la filautía, más inventaba múltiples medios para obtener placer, fruto y meta del amor propio».

Las múltiples formas de deseo por las cuales el hombre caído busca de diversas maneras obtener el placer sensible, al cual en adelante dedica su existencia, pero también los medios que utiliza psicológica y físicamente para alejar el dolor, tanto físico como psíquico que, como lo veremos más adelante, están vinculados a aquel (al placer sensible), constituyen las pasiones, las cuales aparecen como invenciones del hombre para responder a sus nuevas necesidades. «Buscando obtener el placer y evitar el sufrimiento, impulsado por la filautía, el hombre inventa formas múltiples e innumerables de pasiones corruptoras», escribe s. Máximo, quien dice más adelante: «Los vicios se presentan bajo formas múltiples y variadas según el lazo de cada uno con la naturaleza humana [… ]. Obligan al hombre, sujeto al deseo del goce y al miedo al sufrimiento, a servirlo y a inventar numerosas formas de pasiones siguiendo las posibilidades ofrecidas por las circunstancias y los medios».

b) Economía del deseo

Los deseos espirituales, convergiendo en el deseo de Dios y los deseos sensibles, «carnales», no constituyen como se podría creer a primera vista, dos formas de deseos diferentes por su fuente: el hombre dispone en su ser de una potencia única de deseo (epithymía, epithymetikon, epithymetike, dýnamis). En el hombre que hemos definido como normal (Adán antes de su pecado, el santo, hombre restaurado en Cristo), esta facultad de desear (concupiscible), conforme a su naturaleza, se encuentra totalmente vuelta hacia Dios, «objeto» natural y normal del deseo humano. Los deseos sensibles que aparecen en el hombre caído y pecador, no son otra cosa, en su naturaleza profunda, que ese mismo deseo que, desviado de su fin divino normal, se orientó contra la naturaleza y se re-ocupó (encontró una nueva ocupación) en la realidad sensible, dividiéndose en su multiplicidad. Todos los deseos del hombre caído aparecen así constituidos por la decadencia y la aplicación patológica del deseo natural y originario de Dios, por su desvío contra la naturaleza, por su perversión; son sucedáneos, lo mismo que el placer sensible que el hombre obtiene por ellos no es sino un simulacro y una falsificación del gozo espiritual y del verdadero bien. Una multiplicidad de enseñanzas patrísticas apoyan esta concepción. La relación con la carne, escribe s. Máximo, «divide el amor que debemos solamente a Dios». Orígenes, indicando las dos direcciones divergentes que puede tomar la única facultad erótica que está en el hombre, escribe con más precisión: «Uno de los movimientos del alma es el amor. Lo usamos bien, cuando amamos la

sabiduría y la verdad; pero cuando nuestro amor desciende a cosas menos buenas, lo que amamos es la carne y la sangre». Abba Isaías afirma de manera más precisa: «Existe en el espíritu el deseo conforme a la naturaleza, fuente de caridad y a causa de la cual Daniel es llamado "hombre de deseos" (Dn 9, 23). El enemigo ha transformado este deseo en deseo vergonzoso, que nos lleva a codiciar todo lo que es impuro». S. Gregorio de Nisa se muestra explícito cuando evoca aquellos que «después de haber vuelto toda su potencia de deseo y derivado el impulso de su pensamiento de las realidades divinas hacia los objetos bajos y materiales, abrieron totalmente a las pasiones el campo de su interior, al punto de detener todo movimiento hacia las realidades superiores, ver secarse completamente el deseo [de Dios, de las realidades espirituales] cuyo curso invertido se ha vuelto hacia las pasiones». S. Gregorio de Nisa habla igualmente en otro lugar del hombre que «sustrayendo el amor debido sólo Dios, lo desperdicia en pasiones humanas». Y escribe, además: «sobrepasando como bajos y efímeros todos los objetos que atraen los deseos de los hombres, que son considerados bellos y juzgados dignos de celo y de favor, no debemos desperdiciar en ninguno de ellos nuestra potencia de deseo (concupiscible)». Una característica esencial de la facultad de deseo, que testimonia que el deseo del hombre es fundamentalmente único, es que ella no podría dividirse entre Dios y la realidad sensible. «Un mismo corazón –dice s. Juan Crisóstomo– no puede abarcar muchas pasiones. Una pasión descarta la otra, y estando dividido, se vuelve más débil: la pasión dominante atrae todo hacia sí». Y s. Isaac el Sirio afirma: «Nadie puede poseer juntos el amor de Dios y el deseo del mundo». «Nuestra potencia de deseo, afirma con más precisión s. Gregorio de Nisa, no es de naturaleza tal que pueda servir al mismo tiempo a las voluptuosidades corporales y al matrimonio espiritual». «El ojo, en efecto –explica– no tiene la capacidad de ver simultáneamente dos cosas, a menos que se aplique sucesiva y separadamente a cada uno de los objetos visibles; la lengua no puede estar al servicio de idiomas diferentes, pronunciando al mismo tiempo palabras hebreas y griegas; el oído no podrá escuchar simultáneamente una serie de acontecimientos y una enseñanza didáctica». Conviene recordar aquí la enseñanza del mismo s. Pablo: «La carne tiene deseos contrarios a los del Espíritu, y el Espíritu contrarios a los de la carne; son opuestos, de modo que ustedes no hacen lo que quieren» (Gal 5, 17). Puede aplicarse también a este contexto la palabra de Cristo: «Nadie puede servir a dos señores, porque odiará a uno y amará al otro; o se unirá a uno y despreciará al otro» (Mt 6, 24; Lc 16, 13). Aplicando así su deseo en un terreno, el hombre por ese mismo hecho se aleja automáticamente del otro. «El cuidado de uno provoca necesariamente la separación del otro», constata s. Gregorio de Nisa. Así, cuando el hombre más desea y ama los objetos sensibles, menos desea y ama a Dios. «¿De dónde viene que nuestro amor por Jesucristo sea tan débil – pregunta s. Juan Crisóstomo– sino porque agotamos toda la fuerza de nuestra alma en vanas pasiones?» Quien no desea a Dios, necesariamente desea los seres sensibles y ama el mundo: «Quien no sabe caminar en el camino espiritual (...), concentra todos sus esfuerzos en la carne», afirma s. Máximo. Y s. Gregorio Palamás constata que el hombre que no ama a Dios con toda su alma y todo su corazón «revolotea a través del mundo y agota en favor de éste todo o casi todo el amor del cual su alma es capaz». Inversamente, quien desea y ama a Dios verdaderamente, no podría desear ningún objeto sensible ni experimentar deseos pasionales, porque coloca en Él y en las realidades espirituales toda la potencia de su deseo. «Caminen según el Espíritu y no cumplirán los deseos de la carne» enseña el apóstol s. Pablo (Gal 5, 16) y s. Diadoco de Foticé pregunta: «En aquel que se alimenta del amor divino, ¿qué deseo de los bienes de este mundo quedará?» En aquellos que han elevado sus espíritus hacia Dios y exaltado su alma por la pasión de Dios, [la carne] ya no posee deseos contrarios al espíritu», dice del mismo modo s. Gregorio Palamás. San Simeón el Nuevo Teólogo, escribe por su parte: «El alma unida a Dios por el amor no podrá ser arrastrada por los placeres y los apetitos del cuerpo, ni siquiera hacia ningún otro deseo por algo visible o invisible, sea objeto, sea pasión, porque el dulce amor de Dios tiene ligado el impulso de su corazón, o para decirlo mejor, toda inclinación de su voluntad. ¿Cómo podría ésta, una vez unida a su propio Creador, arder de fiebre por las cosas corporales, o realizar aunque fuera en algo sus propios deseos? De ninguna manera».

El hecho de que el deseo, desviado de uno de los dos dominios (espiritual o sensible/carnal) donde él se ocupaba se encuentra necesariamente re-ocupado en el dominio opuesto, se explica por el carácter móvil del alma humana, por el hecho que el hombre no puede dejar de desear y que por lo tanto, si retira su deseo del objeto al cual era atraído hasta entonces, experimenta de inmediato la necesidad de dárselo a otro. S. Nicetas Stéthatos explica: «Como el alma es móvil por naturaleza, está sujeta al cambio; si descuida la asiduidad de las cosas divinas, cae entonces en las preocupaciones terrestres». Es el mismo argumento que utiliza s. Atanasio describiendo la caída original: «El alma –escribe– es móvil por naturaleza, y aunque se aparte del bien, no deja de estar en movimiento. Se mueve pues, pero ya no hacia la virtud ni para ver a Dios: al llevar su pensamiento a lo que no es, transforma la potencia que está en ella y se sirve de ella para volverse hacia los deseos que ha imaginado, puesto que ha sido hecha independiente. Puede inclinarse hacia el bien, pero también apartarse de él, y apartándose del bien, piensa en cosas completamente opuestas, porque no puede absolutamente dejar de estar en movimiento, siendo por naturaleza, como acabo de decirlo, muy móvil».

Cuando estudiemos, en los capítulos siguientes, las diferentes pasiones, veremos que hay una economía del deseo no solamente en ese plano vertical que acabamos de evocar y que hace que se emplee en las realidades espirituales o en las realidades sensibles, debiendo alejarse de unas cuando toma las otras por objeto, sino igualmente en el plano horizontal, entre los diversos objetos de las pasiones: empleándose en una o muchas de entre ellas, se desentenderá otro tanto de las otras.

c) Patología del deseo y del placer en el hombre caído

Al hablar del deseo pervertido del hombre caído, S. Basilio el Grande escribe: «El deseo es la enfermedad del alma (epithymía nosos esti psykés)» Enfermedad del alma, el deseo lo es de muchas maneras. Al apartar su deseo de Dios, que es su fin propio, natural, normal, para orientarlo a sí mismo y los seres sensibles y gozar de ellos fuera de Dios, el hombre cambia indebidamente su uso, ya no lo dirige conforme a su naturaleza, obra contra la naturaleza. Entregando a la sensibilidad su potencia natural de deseo, el hombre «se encontró orientado contrariamente a su naturaleza, hacia lo sensible, por el placer que obra en él» — explica s. Máximo. Y s. Nicetas Stéthatos escribe: «Si desea los dones estables de Dios, que permanecen para siempre [...] entonces el hombre es movido según la naturaleza»; «si alimenta deseos dirigidos hacia la materia, vueltos hacia lo fugitivo, sin duración [...], entonces está movido contra la naturaleza y no razonablemente». No razonablemente, es decir, contrariamente a la razón (logos), que es en último análisis, según la perspectiva patrística, en conformidad al Logos, al Verbo. Dicho de otro modo, al desviar su deseo de Cristo, el hombre va contra la razón, se conduce de manera insensata, loca. Por eso s. Máximo habla a propósito del deseo del hombre desviado de su fin divino, de «el impulso contra la naturaleza que arroja a lo sensible al espíritu enloquecido». El deseo desviado del hombre le hace vivir en un mundo al revés, donde los valores están trastornados, donde las cosas han perdido su orden auténtico y sus verdaderas proporciones: «en efecto, él vuelve a los seres que existen según la Causa y Naturaleza única, única deseable [...], más deseables que esta»; y «por eso vuelven la carne más apreciable que el espíritu, y el placer de lo que es visible más agradable que la gloria y el esplendor de la inteligencia»; el hombre teme y rechaza las cosas deseables, y consagra todos sus cuidados a las cosas indeseables — constata s. Máximo— . El hombre caído comienza a vivir en pleno delirio. En la medida en que pierde el sentido del verdadero Dios — en la nueva orientación de su deseo y el descubrimiento de nuevos goces— (el hombre) llega a absolutizar los deseos y los placeres sensibles, y a través de ellos sus objetos, que coloca en el lugar de Dios, como lo explica s. Máximo: «Entregado a las únicas emociones de los sentidos, a ejemplo de las bestias

desprovistas de inteligencia, el hombre alejado de la belleza espiritual y divina encuentra a través de la experiencia de la parte exterior y corporal de su naturaleza, una creación que eleva al lugar de Dios, porque responde mejor a las necesidades de su cuerpo». El hombre se hace entonces de las realidades sensibles, una multitud de falsos dioses, ídolos, que son de la naturaleza de sus deseos pervertidos y a su medida». En sus relaciones con las criaturas, el hombre ya no tiene a Dios en vistas, sino su propio placer, y ya no tiene por norma sino sus propios deseos sensibles. Ya no considera ni trata los seres en relación a sus “logoi”, «sus razones espirituales», sino en relación al grado de su deseo respecto de ellos, y define su importancia y mide su valor según la intensidad de placer que puede extraer de ellos. De ese modo, para el hombre, el mundo se vuelve una proyección fantasmagórica de sus deseos, las criaturas, medios de satisfacer sus pasiones, instrumentos de su goce sensible. Las relaciones del hombre con todos los seres de la creación, y con sus mismos semejantes, se encuentran así totalmente pervertidas, puesto que estas, al perder -a sus ojos- su valor espiritual se encuentran reducidas a objetos de placer dadas en pasto para sus múltiples pasiones. Las relaciones entre los humanos en el fondo se vuelven relaciones de objetos a objetos entregados a los caprichos de los deseos y placeres sensibles. Movido por su deseo pervertido, el hombre se engaña constantemente en la definición y búsqueda de su bien y del bien en general. Al desear a Dios, el hombre deseaba el Bien verdadero y juzgaba todo en función de Él exclusivamente. Al no conocer ni desear sino a Dios, rechazaba el mal. Por el pecado él prueba el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal: por su deseo del goce sensible, abandona el Bien absoluto y único para hacer la experiencia del mal e inaugurar un modo de existencia donde el bien y el mal vienen a confundirse para él. «Acumula en él — dice s. Máximo— producida por la experiencia exclusiva de los sentidos, un conocimiento confuso del bien y del mal». El mal, en la conciencia del hombre caído, ya no es considerado como tal, sino que, frecuentemente, es tomado por bien. En el estado de caída, el placer se vuelve criterio del bien: el conocimiento del bien y del mal que los hombres adquieren por su pecado ya no designa el verdadero conocimiento, ni el discernimiento que eran suyos cuando conocían el Bien verdadero y rechazaban el mal, sino más bien — como lo destaca s. Gregorio de Nisa— «una disposición interior frente a lo que [le] es agradable». El hombre puede así designar y buscar como un bien lo que le resulta agradable, por la única razón de que le es agradable, aunque esto le sea objetivamente nocivo, y huir como de un mal de lo que es objetivamente un bien para él, por la única razón de que esto le causa, en el plano de la sensibilidad, un desagrado. El Bien y el mal son así definidos subjetivamente a partir del deseo sensible y en función del placer buscado, y en el hombre se opera permanentemente una confusión entre lo que le parece, en relación a su deseo caído, ser el bien y el bien real y verdadero. Es así que s. Gregorio Palamás escribe: «El hombre tomado y llevado por los malos deseos tiende hacia lo que le parece bello, y manifiesta por sus acciones que él ignora lo que es verdaderamente Bello; el hombre poseído por una cólera mal ubicada lucha por lo que le parece ser el Bien; todo hombre, sin excepción, si está apegado a la mala vida, se consagra a lo que le parece lo Mejor, y no a lo que realmente lo es». La expresión utilizada por la Escritura como «conocimiento del Bien y del mal» para designar la nueva aptitud que el hombre adquiere por su pecado, no significa otra cosa — según s. Gregorio de Nisa— que esta confusión del falso bien hacia el cual se inclina el deseo sensible con el bien verdadero; «ya que la mayoría — escribe— pone el bien en lo que encanta a los sentidos y que una misma palabra designa el bien real y el bien aparente, el deseo que lleva hacia el mal como si fuera un bien es llamado por la Escritura “conocimiento del bien y del mal” esta palabra "conocimiento" quiere expresar esta disposición interior y esta mezcla». Este estado donde el hombre confunde el mal y el bien y toma el uno por el otro, puede ser considerado como un verdadero estado de delirio, lo que señala a su manera s. Atanasio: «Al ver que el placer era un bien para ella, el alma en su error, abusó del nombre del bien, y pensó que el placer era el bien absoluto y verdadero: igual que un hombre que, alcanzado por la demencia, reclamara una espada para golpear a los que encuentre y creyera que eso fuera la sabiduría». S. Gregorio de Nisa repite muchas veces que el hombre es aquí víctima de una ilusión. Las cosas que son para nosotros ocasión de mal, «desde el principio parecen deseables y son buscadas como un bien como consecuencia de un engaño», escribe. El «mal en sus profundidades tiene la muerte

como una trampa escondida, pero por una apariencia engañosa, la hace aparecer como una imagen del bien» — dice también— . El diablo — explica — es el inspirador de esta ilusión: «Sucedió que la inteligencia, inducida al error en su deseo del bien verdadero, fue apartada hacia lo que no es; engañada por el promotor y consejero del vicio, se dejó persuadir de que el bien era lo opuesto del bien». Y presenta al Maligno como un encantador que envuelve literalmente al hombre que consiente «haciendo brillar la gracia exterior de las apariencias y, como un charlatán, encanta nuestro gusto por algún placer de los sentidos». El hombre bajo el imperio de esta ilusión, se mueve en un mundo de apariencias, al no ver ni considerar más que la realidad sensible, única que le muestra su deseo caído, cree que no existe bien fuera de esto: «El alma — escribe s. Atanasio— pone su placer en las pasiones del cuerpo y únicamente en los bienes presentes, al mirar sus apariencias, cree que no existe sino lo que se ve, y que sólo las cosas pasajeras y corporales son el bien». Esta reducción de la realidad a una parte de sí misma y la visión falseada que resulta, aparece igualmente como un estado delirante instituido por la decadencia del deseo, tanto más cuanto que el hombre, al desear los seres según su apariencia sensible y fuera de Dios, y pretendiendo disfrutar de ellos mismos, desea y disfruta de un fantasma, se apega a cualquier cosa que no tiene existencia real, como ya lo hemos mostrado.

La perversión de la facultad de deseo (concupiscible) tiene para los hombres otras consecuencias particularmente graves. «Su vida — dice s. Máximo— se vuelve deplorable». En efecto, comienzan a divinizar y a adorar las pasiones que Dios incluso les había prohibido concebir «honran así — escribe también— la causa misma de la destrucción de su existencia y persiguen, sin saberlo, la causa de su corrupción». El hombre caído, por sus deseos contra la naturaleza, se autodestruye. «Los hombres, como fieras devoran su propia naturaleza» constata s. Máximo. Por el placer sensible el hombre se envenena a sí mismo — señala en otra parte. «El alma es asesinada por el fuego de los placeres del cuerpo» dice por su parte s. Marcos, el Monje. S. Gregorio de Nisa afirma por su parte que «el impulso que arrastra al mal a los seres vivientes es una enfermedad de nuestra naturaleza». En efecto, al apartar su deseo de Dios y entregarse a los deseos sensibles, el hombre no pervierte ni vuelve enferma solamente su potencia de deseo en sí misma, sino que introduce la perturbación en todo su ser, especialmente al hacer funcionar todas sus facultades al revés, de manera desordenada, desarreglada. Al consagrar todos sus cuidados a las cosas indeseables, el hombre — afirma s. Máximo— «altera las facultades de su alma, que sigue las cosas perecederas sin discernimiento y sin tener consciencia de su perdición, como consecuencia de su total ceguera respecto de la verdad». Una de las perturbaciones más notables que el hombre debe soportar es la confusión de sus facultades. S. Máximo piensa también que el becerro de oro, que simboliza la realidad sensible erigida en ídolo, representa al mismo tiempo «la mezcla y la confusión de las facultades naturales, entre ellas»; o más bien — dice— «es una conjunción pasional y estúpida que determina la estúpida puesta en marcha de las pasiones contra la naturaleza». Los efectos de la inversión del deseo se hacen sentir en primer lugar sobre la inteligencia. Hemos examinado su patología en el capítulo precedente. Notemos solamente aquí que, cegada por el placer y engañada por él, ya no ejerce su función natural de conocimiento, de contemplación y de discernimiento; ni tampoco — lo que le es igualmente natural— de dirección de la potencia concupiscible; al contrario se deja cautivar por ésta y se pone a su servicio, dedicándose en adelante como una de sus principales actividades, a la búsqueda y puesta en obra de los medios que le permitan obtener los placeres sensibles que codicia. Otro efecto patológico fundamental de la perversión de la potencia concupiscible, es la división de las facultades del hombre y en primer lugar del deseo. En la condición primera de Adán, el deseo del hombre, al tener a Dios por único objeto y tender sin cesar y enteramente hacia Él, se encontraba perfectamente unificado; el hombre no deseaba nada más que a Dios, no tenía sino un sólo deseo: el de Dios. Al apartarse de Dios, el deseo pierde su unidad, y al volverse hacia el mundo sensible considerado independientemente de Dios, se derrama en adelante, en la

multiplicidad que, la inteligencia caída ve en él. Se vuelve multiforme, se divide en una multitud de deseos particulares heterogéneos y a veces incluso contradictorios. «Al apartarse de la consideración del deseo del Uno y del Ser, quiero decir de Dios, los hombres se empeñaron en la diversidad y la multiplicidad de los deseos corporales», escribe s. Atanasio. El hombre correlativamente deja de tener un goce estable y único, para conocer la multiplicidad de los placeres sensibles: «Enamorada del placer, el alma empezó a procurárselo de muchas maneras», escribe s. Atanasio. Arrastrada por todos lados por sus múltiples deseos sensibles, el alma entera se dispersa por todos lados y se divide. La inteligencia se derrama en numerosas direcciones, corriendo y dispersándose a cada instante hacia lo que agrada a los sentidos. «La inteligencia — nota Evagrio— vagabundea cuando se apasiona, y es incoercible cuando realiza las materias constitutivas de sus deseos». Arrastrada por el torbellino sin cesar renovado de los deseos, pierde la estabilidad y la paz que poseía cuando ejercía su actividad normal de contemplación de lo divino y se encuentra arrastrada en un flujo incesante y agitada sin reposo. El alma se encuentra dividida, no solamente por la multiplicidad de los deseos que la habitan, sino también por la dualidad con que la marca el conocimiento del bien y del mal que adquirió por su pecado. «A medida que el hombre se empeña en concebir el bien, — nota s. Diadoco de Foticé— recuerda inmediatamente el mal, porque como consecuencia de la desobediencia de Adán, su recuerdo se encuentra escindido como en un doble pensamiento». De una manera general, el hombre, presa de los deseos y los placeres sensibles se aliena completamente. «Aquellos que se entregan a los placeres sensibles y corruptibles, agotan todo el deseo de su alma en la carne y se vuelven así, enteramente carne» — escribe s. Gregorio Palamás. Desde entonces ellos sufren los límites y las vicisitudes. «El poder del pecado [...] por el placer, arrastra realmente al alma hacia la miseria de la carne tan próxima», nota s. Máximo. Del encadenamiento del hombre a la carne por el placer, viene para él la corrupción y la muerte. «Engañados al principio por la ilusión del placer, hemos preferido la muerte a la vida»; «el placer es la madre de la muerte», dice s. Máximo. De espiritual que era en su naturaleza original, el hombre, por la perversión de su deseo, ha hecho de sí mismo un ser psíquico, carnal y al perder la característica de su naturaleza esencial, se vuelve semejante a los animales; «el instinto brutal e irracional, que les empuja a la impureza, les hace olvidar la naturaleza humana»; «el alma se inclina hacia los placeres del cuerpo como las bestias sobre su forraje».

Al desviar de Dios su potencia de deseo para volverla hacia las realidades sensibles, a fin de encontrar un placer más accesible e inmediato, el hombre ve su esperanza de goce profundamente defraudada. Desde que ha hecho la experiencia del placer sensible, el dolor, en efecto, hace para él su aparición. El hombre en su estado primero ignoraba el dolor: la alegría espiritual que experimentaba en su unión con la Santa Trinidad estaba totalmente exenta de él. Pero al dejar de ser espiritual por el pecado para volverse sensible, en adelante el placer va acompañado inevitablemente por el dolor. «El hombre aprendió por experiencia que todo placer, absolutamente, tiene por sucesor el dolor» señala s. Máximo. El hombre no sólo hace la experiencia del dolor físico, sino también y sobre todo de un sufrimiento psíquico y moral que toma la forma de tristeza. «La tristeza (lýpe) del alma es la consecuencia del placer de los sentidos. Porque la tristeza del alma está suscitada por ese placer» afirma s. Máximo. Al desviar al mismo tiempo su facultad de deseo y su inteligencia hacia lo sensible y aplicándose a ello, el hombre les da a aquellas un objeto que ya no corresponde a su finalidad, ni está ya proporcionado a su naturaleza. «La inteligencia — escribe s. Máximo— obra contrariamente a su naturaleza cuando se apega a lo superficial, es decir, a lo sensible y a lo corporal, y de ese modo se vuelve generadora de tristeza del alma, fustigada constantemente por el látigo de la conciencia».

Pero esta tristeza viene igualmente del hecho que el objeto del deseo y el placer obtenido son desproporcionados a la naturaleza de la facultad que desea, y a la felicidad a la que ella está destinada. Vimos que el deseo del hombre ha sido creado en vistas a Dios. «Nuestra capacidad de deseo ha sido adaptada y proporcionada a la inmensidad de ese objeto de nuestros deseos» precisa s. Nicolás Cabasilas. Dios — dice igualmente— «ha adecuado a Él mismo nuestra alma y nuestra capacidad de deseo, y todo nuestro ser»; «en función de Cristo ha sido creado el corazón humano, como un inmenso alhajero, bastante vasto para contener a Dios mismo». Igualmente, hemos visto, que el hombre tenía por naturaleza una capacidad de gozar proporcionada a los bienes divinos que le fueron prometidos. Al apartar de Dios su potencia concupiscible para orientarla hacia los objetos sensibles, ya no ofrece ésta sino a objetos finitos, parciales, limitados, relativos. Al continuar sin embargo deseando el infinito y el absoluto puesto que por la caída de su facultad de desear no ha cambiado de naturaleza sino solamente de orientación y permanece proporcionada a su objeto divino original y normal, el hombre inevitablemente está condenado a la insatisfacción. Ninguna realidad de este mundo, necesariamente finito, está en condiciones de responder al deseo infinito de infinito que está en él. «Constatamos que en la naturaleza, nada colma, nada llena nuestra capacidad de deseo [...] sino que todo se encuentra en deficiencia con referencia a ella», constata s. Nicolás Cabasilas. Al deseo de goce infinito que subsiste en el hombre como perteneciendo a su misma naturaleza, ya no responden sino placeres limitados y fugitivos que apenas consumidos dejan en él un vacío doloroso. «Nada de aquí abajo nos satisface, nada sacia nuestros deseos, estamos siempre sedientos, como si no alcanzáramos jamás al objeto de nuestras aspiraciones. Porque el alma humana tiene sed de infinito, y el mundo que pasa, ¿cómo podría bastarle? Es lo que el Salvador dijo a la Samaritana: “quien bebe de esta agua tendrá todavía sed”(Jn. 4, 13) Desengañado después de la satisfacción de cada uno de los deseos sensibles, continúa sufriendo en lo más profundo de sí mismo una carencia, una inadecuación entre la realidad alcanzada y sus aspiraciones fundamentales (que experimenta sin embargo, sin conocer su sentido verdadero) corre de objeto en objeto, agota una tras otras las diferentes esferas de este mundo, sin encontrar nunca un término definitivo a su búsqueda. «Cualesquiera fueran los bienes que nos han favorecido — constata Nicolás Cabasilas— aunque poseyéramos la universalidad de los bienes, llevamos nuestras miradas más lejos, y más allá de los bienes presentes, perseguimos los bienes ausentes; en resumen, nada sacia nuestro deseo, nada apaga nuestra sed de alegría, nada colma plenamente nuestra capacidad de gozar». El hombre caído vive así en un estado de frustración permanente, de insatisfacción ontológica perpetua. Incluso si la satisfacción de algún deseo le da, de tiempo en tiempo, un instante de ilusión de haber encontrado lo que buscaba, el objeto de deseo que había tomado un momento por un absoluto termina por revelarse a él en sus límites y en su carácter relativo; y se descubre todo el vacío que lo separa del absoluto verdadero. La tristeza se hace entonces más intensa en su corazón, expresión de su inquietud ante ese vacío que siente, manifestación de la frustración profunda que experimenta. El hombre cree poder encontrar un remedio a esa frustración en lo que es en realidad su causa: en lugar de reconocer que el vacío que siente es el de la ausencia de Dios en él y que, en consecuencia, sólo Dios es capaz de colmarlo (cf. Jn. 4, 14), él quiere ver allí un llamado a la posesión y al goce de nuevos objetos sensibles que, siempre cree, podrían satisfacerlo. Para evitar el dolor que sigue a cada placer y para poner fin a la frustración profunda de su deseo de felicidad infinita, el hombre caído persevera en la carrera desenfrenada de los deseos buscando sin cesar nuevos placeres, colecciona y multiplica los placeres para intentar reconstituir la totalidad, la continuidad y lo absoluto de los que él conserva la nostalgia, creyendo, en su ilusión, encontrar el infinito en lo indefinido. Al evocar la relación del dolor con el placer en la sensibilidad del hombre caído, s. Máximo escribe: «Como el placer desaparece con los medios que lo producen y que a la experiencia del placer sucede siempre el sufrimiento, el hombre se vuelca tanto más violentamente hacia el placer cuanto más intenta evitar el sufrimiento. Por esta táctica pensaba poder separar el uno del otro y guardar para sí solamente el placer, junto a su amor propio (filautía) totalmente liberado del dolor. Pero, bajo el efecto de la pasión, ignoraba que es naturalmente imposible que el placer vaya nunca sin el dolor. Porque la pena que engendra el dolor ha sido mezclada al placer, incluso si aquellos que lo experimentan parecían olvidarlo, mientras que bajo el efecto de la pasión, prevalecía el placer.» Esforzándose por evitar el dolor por la renovación y la multiplicación de los placeres, el hombre no logra, por el contrario — dice s. Máximo— sino acrecentar su sufrimiento:

«en efecto, en cierto modo nosotros aumentamos la pena que según la naturaleza nos sumerge en el dolor, tratando de aliviar este dolor por el placer. Al querer escapar de la sensación del dolor, huimos hacia el placer, cuando tratamos de aliviar la naturaleza oprimida por la violencia del dolor. Pero, al esforzarnos por embotar con el placer los movimientos del dolor, confirmamos más la hipoteca que esos movimientos han dado al placer, incapaces como somos de tener en nosotros, el placer liberado del dolor y las penas.» Dicho de otro modo y paradójicamente, el hombre que parte a la búsqueda del placer sólo encuentra finalmente el dolor en todas sus formas. S. Máximo señala muchas veces que el hombre, en su búsqueda de placer, pierde inevitablemente su meta, y esto incluso hasta el punto de no poder gozar, como él hubiera querido, de la sensación misma. La tentativa del hombre de encontrar la felicidad fuera de Dios, estaba desde un principio condenada al fracaso, necesariamente, porque ella corresponde de hecho a una imposibilidad, como lo subraya s. Máximo: «Esta empresa de poseer los dones de Dios independientemente de Dios, de preferirlos antes que a Dios, no según la voluntad de Dios, es una imposibilidad.» Podemos entonces preguntarnos cómo Adán y los que lo han imitado pudieron cambiar la beatitud divina a la cual su misma naturaleza los destinaba, por los placeres inconmensurablemente inferiores que podrían obtener de la realidad sensible, con todas las consecuencias negativas que esto implicaba. Después de haber comparado los bienes sensibles y los bienes espirituales, s. Juan Crisóstomo no puede sino ver una manifestación de locura en la actitud que consiste en preferir los primeros a los segundos. «El placer» — escribe— «no es más que un goce fugitivo. Sí, el placer se vuela rápidamente, y no podríamos fijarlo ni siquiera unos instantes. Porque tal es el destino de las cosas humanas y sensibles. Apenas las poseemos, se nos escapan [...] Ellas no nos ofrecen nada sólido ni seguro, nada fijo ni permanente. Se escurren más rápidamente que el agua de los ríos y dejan vacíos e indigentes a todos los que los buscan con tan vivo empeño. Por el contrario, los bienes espirituales presentan un carácter totalmente diferente. Son firmes, seguros, constantes y eternos. ¿[No es] pues una extraña locura cambiar por un placer pasajero bienes inmutables, por placeres momentáneos una felicidad inmortal, y por voluptuosidades frívolas y rápidas una felicidad verdadera y eterna?

3. Patología de la agresividad

Junto a la potencia concupiscible toma lugar en el alma humana la potencia agresiva o irascible (thymós). Esta facultad pertenece a la misma naturaleza del hombre, es uno de los componentes del alma humana desde su creación.

a) La primera función de la agresividad en el hombre en su estado de salud (Adán original, hombre restaurado en Cristo) es la de oponerse a todo lo que puede apartarlo de Dios y del camino de deificación al cual Dios lo destinó por naturaleza. Esta facultad, dicen los Padres, fue puesta por Dios en el alma del hombre para permitirle luchar contra el mal, más precisamente para rechazar los ataques de los demonios, para combatir las tentaciones, para rechazar los malos pensamientos que le sugieren sus enemigos espirituales. Adán y Eva, en el Paraíso, eran tentados por el diablo. Ellos se servían de esta facultad para guardar el mandamiento que Dios les había dado, dicho de otro modo para mantenerse en el camino en que Dios los había colocado al crearlos, para permanecer unidos a Dios y crecer en Él espiritualmente. Por esta facultad que Dios había puesto en su alma, ellos podían oponerse a la tentación, rechazar las sugerencias del Maligno y evitar así caer en el mal. «La cólera templada es como un arma — dice s. Diadoco de Foticé— que nuestro Creador ha dado a nuestra naturaleza». Si Eva se hubiera servido de ella contra la Serpiente, no hubiera sido dominada por el placer pasional. S. Hesiquio de Batos señala también: esta facultad «nos ha sido dada por Dios como una armadura y como un arco» y habla de la puesta en obra «de una manera justa, según la naturaleza, del elemento irascible contra [...] Satán, la Serpiente». S. Gregorio de Nisa escribe con más precisión «En cuanto a la agresividad (thymós), la cólera (orgé), el odio (mísos) es necesario que estas potencias velen a la puerta como perros guardianes con el solo fin de resistir al pecado, que usen de su fuerza natural contra el ladrón, contra el enemigo que se desliza hacia adentro para hacer perder el tesoro divino, y viene a fin de "robar, matar destruir"». S. Nicetas de Stéthatos señala en el mismo sentido: «Si el deseo y la razón tienden según la naturaleza hacia lo divino, la cólera es para ellos un arma de justicia contra la serpiente que murmura sólo en la conciencia y le sugiere tomar parte de los placeres de la carne». «La naturaleza de la potencia irascible (thymós) del alma — precisa igualmente Evagrio— «es la de combatir los demonios»; «es el uso que debemos hacer de la parte irascible: combatir a la Serpiente con odio». «La agresividad (thymós) buena es una facultad del alma apropiada para destruir los malos pensamientos» señala en otra parte. Por esta facultad utilizada en conformidad a su naturaleza original, el hombre espiritual, apartando todos los obstáculos, puede mantenerse sin desviarse en el camino de su unión con Dios. El alma — dice s. Máximo— «se sirve de su potencia irascible para defender amorosamente el objeto de sus búsquedas», es por eso que aconseja: «que nuestra razón se ponga en movimiento para buscar a Dios, y que [...] la potencia de la agresividad luche para guardarlo». Gracias a la acción de la potencia irascible el hombre puede especialmente, mantener su deseo siempre tendido hacia Dios, impidiéndole desviarse hacia las realidades sensibles a las cuales la tentación busca arrastrarle. Así s. Macario escribe: «Cuando las pasiones se levantan, las gentes sensatas no las escuchan; sino que se irritan contra los deseos malos y les declaran la guerra». Esta actitud es una disposición necesaria y habitual en el hombre espiritual, constata s. Diadoco de Foticé, que afirma por esta razón que la cólera, en este uso normal que corresponde a su naturaleza, presta los más grandes servicios al alma. S. Juan Casiano desarrolla la misma enseñanza. Gracias al combate que el hombre espiritual lleva a cabo, con la ayuda de su potencia agresiva, puede guardarse espiritualmente puro. «Existe en el espíritu la cólera conforme a la naturaleza — escribe Abba Isaías— , y sin cólera, no habría ninguna pureza en el hombre, si no se irritara contra todo lo que el enemigo siembra en él». La potencia agresiva se muestra particularmente útil en la oración, ya que, para llegar a una contemplación pura, el hombre debe rechazar todos los pensamientos que procuran alejarlo de Dios. Evagrio escribe sobre esto: «cuando estás tentado, no reces antes de haber dirigido con

cólera algunas palabras al que te oprime. Si dices algo con cólera a los pensamientos, confundes y haces desaparecer las representaciones sugeridas por los adversarios». Por su agresividad bien utilizada el hombre, resistiendo por todas partes la prueba de la tentación revela la medida y el verdadero valor de su unión con Dios. «Existe en el espíritu el odio conforme a la naturaleza y sin odio por la enemistad, el honor no se revela al alma» escribe también Abba Isaías.

b) El segundo uso natural y normal de la potencia agresiva es el de permitir al hombre luchar para obtener los bienes espirituales hacia los cuales tiende por naturaleza, para alcanzar el Reino de los cielos al que está destinado, porque, según las palabras de Cristo: «El Reino de los Cielos es conquistado con violencia, y son los violentos los que se apoderan de él» (Mt. 11, 12). «El Reino de los cielos es anunciado, y cada uno usa violencia para entrar en él» (Lc. 16, 16). Es también permitirle hacer todos los esfuerzos requeridos para cumplir su tarea, es decir, para crecer espiritualmente y adquirir la semejanza con Dios. Dice Evagrio de este modo: «El alma razonable obra según la naturaleza cuando su parte irascible lucha por la virtud». Esta facultad permite al hombre orientar y elevar todas sus facultades hacia Dios. Su espíritu en primer lugar. S. Máximo aconseja: «Que el espíritu (nous) entero se ordene en vistas a Dios, unido por la agresividad como por una cuerda». Ella le permite, igualmente, movilizar hacia Dios todas las fuerzas de su potencia concupiscible; «confortar el deseo»; «concentrar» — como dice s. Máximo— «el movimiento del deseo hacia el amor divino». Le permite también luchar por la alegría espiritual hacia la cual tiende. Así Evagrio afirma que «la naturaleza de la potencia irascible es luchar con vistas al placer», entendiendo por esto «el placer espiritual y la bienaventuranza que le sigue». «Luchar por el placer», es luchar por adquirirlo, pero también para preservarlo. La segunda función de la agresividad aparece aquí estrechamente ligada a la primera. Por lo que Evagrio escribe también «los ángeles nos sugieren el placer espiritual y la bienaventuranza que lo sigue, para exhortarnos a volver nuestra irascibilidad contra los demonios».

Cuando la potencia agresiva se ejerce de todas las maneras posibles, toma la forma de una cólera virtuosa, sabia y santa, la que el Salmista nos recomienda usar cuando dice: «Monten en cólera pero no pequen» (Salmo 4, 5). Cuando el hombre usa así de esta facultad en conformidad a la naturaleza y a su finalidad normal, es sensato y marcha sanamente. Por el pecado, sin embargo, el hombre pervierte esta facultad, desviándola de este uso normal y bueno para hacer de ella un uso contra la naturaleza e irracional. Así esta facultad se vuelve enferma «la facultad agresiva (thymós) impura es una potencia del alma enferma», escribe Evagrio. En lugar de combatir para obtener y guardar los bienes espirituales, ella en efecto, en adelante lucha, para adquirir y conservar los pseudo-bienes sensibles hacia los cuales el hombre ha desviado su inteligencia y a los cuales ha apegado su deseo. Se pone enteramente al servicio de los deseos sensibles que animan al hombre caído, y se consagra a la búsqueda y conservación del placer que obtiene de ellos. A menudo los Padres hacen alusión a la relación fundamental que existe entre la agresividad y el placer. S. Doroteo de Gaza, por ejemplo, afirma que la cólera tiene por causa «especialmente el amor por el placer (filedonía)». En el hombre caído, la agresividad guarda su función de lucha por el placer puesto que, como dice Evagrio, su naturaleza es «luchar con vistas al placer cualquiera sea». Pero el hombre, al apartarse de los bienes divinos y al estar así privado de la alegría espiritual, trata de encontrar y salvaguardar entonces el placer sensible, carnal. Hemos visto que la experiencia del placer sensible va seguida inevitablemente por la del dolor, físico pero también y sobre todo del psicológico y moral. Así en el hombre caído, la potencia irascible es utilizada no solamente para luchar por obtener y preservar el placer, sino también para huir de este dolor, para evitar de una manera general todo displacer y todo sufrimiento.

La realización de esta finalidad contra la naturaleza implica una segunda forma de perversión de la potencia irascible. Al dejar de utilizarla para combatir los demonios y sus tentaciones, puesto que en adelante él consiente a sus sugerencias y cumple su voluntad, el hombre la vuelve contra sus semejantes en la medida en que ve en ellos ya sea obstáculos para la realización de sus deseos sensibles y la obtención de los placeres a los que tienden (los deseos), ya sea causa de sufrimiento relativas al amor egoísta que se tiene a sí mismo. «Hemos preferido las cosas materiales y profanas al mandamiento del amor, y porque estamos apegados a ellas, luchamos contra los hombres, cuando deberíamos preferir el amor por todos los hombres antes que todas las cosas visibles» explica s. Máximo que incrimina principalmente la filautía, la que «para obtener un poco de placer nos excita a los unos contra los otros como fieras». Evagrio por su parte insiste sobre el papel de incitadores que juegan los demonios quienes — escribe— «nos arrastran hacia los deseos del mundo y apremian la parte irascible, llevándola contra su naturaleza a combatir a los hombres». Aquí también los Padres unánimemente subrayan el carácter contra natura e irracional de este uso de la potencia irascible que corresponde a una verdadera perversión de esta facultad, desviada de su finalidad natural y normal y dirigida hacia un fin que le es contrario. En estos mismos términos se expresa Evagrio cuando aconseja: «No desvíes el uso que haces de la potencia irascible hasta hacer de él un uso contra la naturaleza irritándote contra tu hermano». «La naturaleza ha impreso en nosotros los movimientos de la cólera para que nos sirvamos contra la serpiente infernal, nuestra enemiga, y nosotros la usamos contra nuestros hermanos» constata con amargura s. Juan Clímaco. Y Abba Isaías señala: «La cólera conforme a la naturaleza [...] para nosotros se ha cambiado en cólera contra nuestro prójimo por todos los asuntos irracionales y vanos»; «el odio conforme a la naturaleza [...] para nosotros se ha vuelto contra la naturaleza y nos hace odiar y despreciar al prójimo». S. Hesiquio de Batos habla del mismo modo de «la cólera dirigida contra la naturaleza hacia los hombres». S. Nicetas Stéthatos, después de haber señalado que «si el hombre arma su cólera solamente contra la antigua serpiente, entonces sí está movido según su naturaleza» afirma igualmente el carácter anti-natural de la nueva orientación que el pecado imprime en ese movimiento del alma, y proclama igualmente su carácter irracional: «Si [el hombre] arma su cólera contra sus semejantes [...], entonces está movido no racionalmente (ou logicós) sino que vive contrariamente a la razón (alógos)» es decir, de manera insensata, loca. Más loco todavía es el uso de su potencia irascible que el hombre puede hacer contra Dios. Mientras que fue puesta en su naturaleza para que pueda luchar contra todo lo que intenta alejarlo de Dios, por el pecado incluso va a hacer de ella uso inverso, sirviéndose contra todo lo que puede acercarlo a Dios, llegando a veces a volverlo contra Dios mismo. Así s. Barsanufio hace notar: «¿Acaso [el diablo] en lugar del odio según Dios, -el que odia el mal- no ha arrojado en nosotros el odio perverso que odia el bien y a Dios mismo?»

Podemos entonces señalar que el mismo principio de economía que pusimos en evidencia a propósito de la potencia concupiscible vale para la potencia agresiva: hay en el hombre una sola facultad irascible, susceptible de dos usos, más precisamente, dos orientaciones contradictorias e incompatibles. S. Gregorio de Nisa afirma a su vez: «La naturaleza humana, de todas maneras opta entre dos direcciones contrarias». Evagrio constata en el mismo sentido que «la naturaleza del elemento irascible [...] es luchar por lograr el placer, cualquiera sea». Pero, ya lo hemos mostrado, una de las orientaciones corresponde a su finalidad natural, es normal, y constituye su salud, la otra la aparta de su finalidad normal, la hace obrar contra su naturaleza y constituye la enfermedad.

La potencia agresiva está de hecho ligada, en cuanto a la orientación que recibe, a la orientación que el hombre da a las otras dos principales potencias de su alma: la inteligencia y el deseo, con las cuales contribuye para lograr los fines. Esto es lo que muestra bien s. Nicetas Stéthatos. «La potencia agresiva — escribe— es el intermediario entre el deseo y la razón del alma. Es como un arma en cada uno en su movimiento contra la naturaleza o según la naturaleza. Cuando el deseo y la razón se mueven según la naturaleza hacia lo divino, la potencia agresiva es

en cada uno un arma de justicia contra la única serpiente que les sugiere y les propone tomar parte en los placeres de la carne y gozar de la gloria de los hombres. Pero cuando se apartan de su movimiento natural, cuando desnaturalizan su potencia, cuando de la consideración de las cosas divinas van hacia las cosas humanas, la potencia agresiva es un arma de injusticia que sirve al pecado. Por ella, entonces el deseo y la razón combaten y atacan a aquellos que tratan de derribar sus impulsos y sus codicias.»

Veremos que el hombre caído aplica principalmente la potencia agresiva enferma en la pasión de la cólera (en el sentido amplio que los Padres dan a esta palabra). Entonces examinaremos sus numerosos efectos patológicos.

4. Patología de la libertad

El hombre ha sido creado libre, es decir, disponiendo de una voluntad independiente, que tiene el poder de determinarse por sí misma sin estar sometida a ninguna necesidad. La libertad (eleuthería) es una de las propiedades de la naturaleza divina y, al crear al hombre a su imagen, Dios puso esta propiedad en él. S. Gregorio de Nisa afirma: «Si hubiera alguna necesidad que dirigiera la vida humana, la imagen, en ese punto sería falsa, puesto que estaría alterada por una diferencia con su modelo. ¿Cómo podría llamarse imagen de la naturaleza soberana a quien estuviera bajo el yugo, la esclavitud de las necesidades? Lo que ha sido creado en todo a imagen de la divinidad, debía poseer en su naturaleza una voluntad libre e independiente». Cuando confirió la libertad a la naturaleza humana, Dios quiso hacerla participar de su propia perfección. «Por su libertad — dice s. Gregorio de Nisa— el hombre es deiforme, porque independencia y autonomía son lo propio de la beatitud divina». «Por la libertad el hombre es igual a Dios (isótheos)» llega incluso a escribir. Estas últimas afirmaciones indican que es esencialmente por su libertad que el hombre es imagen de Dios; ellas no están en contradicción con la concepción tradicional según la cual por su espíritu el hombre fue creado a imagen de Dios: la libertad es, en efecto, una facultad del mismo espíritu. La voluntad (thélesis) — señala s. Máximo— «es voluntad del alma espiritual»; el movimiento libre caracteriza la naturaleza de la vida de la naturaleza espiritual. Y s. Gregorio de Nisa destaca en el mismo sentido que «la libertad de elegir (proáiresis), facultad exenta de esclavitud y libre [está] fundada sobre la independencia de nuestra inteligencia». Al crear libre al hombre, Dios quiso que el bien adquirido por el hombre, que se uniría a él por la realización de la semejanza, fuera verdaderamente suyo. Dios — enseña s. Gregorio de Nacianzo— «ha honrado al hombre al conferirle la libertad, a fin de que el bien pertenezca propiamente al que lo eligiera, no menos que a aquel que puso las primicias del bien en la naturaleza. A la objeción común de que Dios no hubiera debido crear libres a los hombres a fin de que no pudieran caer en el mal, s. Ireneo responde: «En tal hipótesis [...], la comunión con Dios sería sin valor, y no habría nada deseable en el bien que sería adquirido por él sin movimiento, ni cuidado, ni aplicación de su parte y hubiera surgido automáticamente y sin esfuerzo»; poseyendo «el bien automáticamente y no por libre elección [...] incluso no comprenderían la excelencia del bien y no podrían gozar de él». San Macario por su parte subraya: «Si no le atribuyes una naturaleza dotada de libertad, vuelves al hombre muy indigno de alabanza. En efecto, el que es por naturaleza bueno y excelente no es digno de alabanza [...] En efecto, no es digno de alabanza el bien que no procede de una elección libre». Y s. Gregorio de Nisa escribe: «Lo que ha sido creado totalmente a imagen de la divinidad debía poseer en su naturaleza una voluntad libre e independiente, a fin de que la participación en las ventajas divinas fuera la recompensa de su virtud». El hombre no hubiera podido verdaderamente volverse Dios si le hubiera faltado una de las características esenciales de la naturaleza divina: la libertad, y por otra parte no hubiera sido realmente virtuoso si las virtudes le hubieran sido en cierto modo impuestas, si no las hubiera adquirido por la libre apertura de su voluntad de su querer a la gracia santificante de Dios. «Allí donde hay necesidad — señala s. Juan Damasceno— no podría haber virtud». En el estado normal de su creación, la libertad (eleuthería) consiste para el hombre en no estar determinado sino por sí mismo, es decir, obrar según su naturaleza. «La libertad es identidad y conformidad con la naturaleza» escribe s. Gregorio de Nisa. S. Máximo afirma en el mismo sentido que ella consiste para el hombre, en hacer concordar su disposición de querer personal, o voluntad “gnômica”(thelema gnomikón) con su voluntad natural (thelema physikón), la cual tiende hacia el Bien y al cumplimiento de la naturaleza en Dios que es su principio y su fin. Dicho de otro modo, la libertad consiste para cada uno, en elegir constantemente el Bien y optar siempre por Dios. Hemos mostrado que la naturaleza del hombre es tender hacia Dios a fin de volverse dios. Así pues, manteniendo todas sus facultades conforme a su naturaleza orientadas hacia Dios, y realizando la semejanza con el Logos, el hombre puede ser verdaderamente él mismo, obrar en conformidad con su naturaleza, no estar determinado por nada exterior o extraño a sí mismo. En

las virtudes, hemos mostrado igualmente, reposa la naturaleza verdadera del hombre, por ellas él cumple en sí la imagen de Dios, realizando la semejanza. Viviendo según las virtudes el hombre no solamente lleva una vida en la cual es él mismo, obra según lo que es, es movido por su propia naturaleza sin ser llevado por nada exterior o extraño que se imponga a él o actúe como parásito en su querer, sino que también obra en conformidad con Dios mismo, participa de su Voluntad soberana y de Su absoluta libertad. Deificado de este modo, el hombre unido a Dios por la virtud, es libre con la libertad de Dios: es «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» de la que habla s. Pablo (Rom. 8, 21). S. Gregorio de Nisa enseña también que estos tres principios se implican recíprocamente y significan en el fondo la misma cosa: semejanza con Dios, vida en la virtud y conformidad con la naturaleza, donde reside para el hombre la libertad verdadera. «La libertad — escribe— es la semejanza con el que no tiene dueño, con el soberano, semejanza que nos ha sido dada por Dios en el origen. Ahora bien, como por una parte, la libertad es la identidad con su propia naturaleza y la conformidad con ella, como consecuencia, todo el que es libre se une con su semejante. Pero, como por otra parte, la virtud no tiene dueño, se desprende igualmente que en ella reside la libertad, porque la libertad tampoco lo tiene. Pero como la naturaleza divina es la fuente de toda virtud, en Dios se unen los que se han purificado del mal, a fin de que Dios sea todo en todos». Entonces, al conformarse con los mandamientos divinos que le indican cómo crecer en virtud y unirse más estrechamente a Dios, el hombre puede realizar su libertad en toda su perfección. Por eso s. Marcos el Monje llama a los mandamientos «mandamientos de libertad», «obra de libertad» o siguiendo a Santiago (Sgo. 2, 12) «ley de libertad» y s. Agustín puede escribir: «No hay más que una libertad: la de los bienaventurados y la de los que adhieren a la ley divina». Esto se corresponde con la enseñanza de Jesucristo «Si permanecen en mi palabra [...] conocerán la verdad, y la verdad los hará libres”(Jn. 8, 31)». «La libertad es la voluntad de un alma razonable dispuesta a moverse hacia su objeto» dice s. Diadoco de Foticé. Esta libertad era la de Adán en el Paraíso. Su voluntad realizaba su fin natural que es tender hacia lo mejor; y se inclinaba espontáneamente al bien en un movimiento sin turbación. Al conocer el verdadero bien, y no querer conocer más que eso, el hombre se inclinaba a él sin vacilación; no pesaba el bien y el mal, el pro y el contra, lo mejor y lo menos bueno. Sabiendo dónde estaba el bien verdadero y rechazando absolutamente el mal, no lo elegía; en el sentido habitual de la palabra, no examinaba muchas posibilidades, no deliberaba: se inclinaba espontáneamente al bien, realizando de este modo, en el uso de su libertad la semejanza con el arquetipo divino porque, como dice s. Juan Damasceno «debemos saber que en Dios se puede hablar de intención pero no propiamente de elección. Dios no delibera: la deliberación viene de la ignorancia y no se delibera cuando se sabe». A Adán en estado de inocencia se le podía aplicar lo que dijo el profeta Isaías: «Antes de conocerlo, el niño rechazará el mal y elegirá el bien, porque antes que el niño sepa lo que está bien y lo que está mal, rechazará el mal para elegir el bien» (Is. 7, 15-16). Adán fue creado por Dios para lograr su deificación y tendiendo así espontáneamente hacia el bien. Se mantenía libremente en este camino porque tenía además de ésta, la posibilidad «de permanecer en el bien y progresar en él, sostenido por la gracia divina», la «de dejar el bien, ir hacia el mal, separándose de Dios, por elección deliberada»; «era capaz de ceder al asalto de Satán o de no hacerlo porque tenía la facultad para ello». Sin embargo, Dios le había dado, al mismo tiempo que esta libertad, el conocimiento de su buen uso y de su función normal. Le había indicado el medio de ejercerla en toda su perfección por el mandamiento de no comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn. 2, 17) . «Sabiendo — dice s. Atanasio— que la voluntad del hombre podía inclinarse en ambos sentidos, Él se adelantó imponiéndole una ley, fortificó la gracia que le había dado». El hombre, sin embargo, estaba constantemente tentado por el diablo para que usara de su libertad de una manera distinta a la que Dios le había indicado — queriendo que fuese realmente libre y que conociera el verdadero bien en el cumplimiento integral de sí mismo y el desarrollo perfecto de su naturaleza— . La tentación, mientras Adán no cediera a ella, tenía un papel positivo: permitía que la deificación fuera realmente querida por el hombre, y manifestara así su valor

verdadero. «Era necesario que el hombre fuera ante todo probado» — escribe s. Juan Damasceno. «Ni probado, ni tentado, el hombre no es digno en ningún aspecto. Llevado a la perfección por la tentación, guardando el mandamiento, hubiera conocido la incorruptibilidad como precio de su virtud». En la tentación la libertad se revela verdaderamente como tal, porque, por una parte se revelan sus otras posibilidades, y por otra, la voluntad es probada y muestra cuál es la medida de su adhesión a Dios por la fuerza del rechazo que ella opone a todo lo que busca alejarla de Él.

El hombre, a pesar de todos los bienes que Dios le ofrecía, cedió a la tentación diabólica. Utilizó su libre albedrío para apartarse de Él, para tomar parte del mal que le sugería el Maligno, y para introducirlo en él y en la creación. Todos los Padres insisten sobre el hecho de que el mal en el hombre, pero también en el mundo, es producto del mal uso de la libertad del hombre, que ha sido concebido, imaginado, inventado, creado y después realizado por una mala elección de su libre albedrío, de su voluntad personal o, según la terminología de s. Máximo «gnômico». «No existe mal fuera de una elección» afirma s. Gregorio de Nisa, «la libre elección le da su consistencia [al mal]»; el uso equivocado de nuestro libre arbitrio «ha engendrado los impulsos hacia el mal» — afirma además— ; «la responsabilidad de los males recae pues sobre nuestra imprudencia que ha elegido lo peor en vez de lo mejor». S. Antonio constata lo mismo a propósito de los males que afectan al hombre caído: «Todo lo que estaba fuera de nuestra naturaleza venía de nuestro libre arbitrio». Al apartarse de Dios, Adán deja de poseer una libertad semejante a la de su arquetipo divino. Ya no es libre con la libertad de Dios. La promesa de la Serpiente se realiza: es como Dios; en efecto, adquiere una forma de libertad que le permite autodeterminarse sin tener otra referencia que a sí mismo y le da la impresión de ser absolutamente autónomo, se basta a sí mismo y puede definirse según una medida propia. Por esta libertad, él hace de sí mismo un dios que se siente totalmente independiente del verdadero Dios. Pero así el hombre se ilusiona profundamente. La libertad que deja subsistir la caída es, de hecho, una libertad que lo pierde, mientras que cree encontrar por ella su desarrollo. Por esta libertad caída es como Dios, pero no dios, mientras que su libertad original orientada hacia Dios le permitía por el contrario, volverse verdaderamente dios por gracia. El hombre, en su pecado, hace un uso patológico de la libertad que se le había dado para orientarse voluntariamente hacia Dios: su alma — dice s. Atanasio— «no sabía que no ha sido creada simplemente para moverse, sino para moverse hacia el término necesario; y así nos advierte la palabra del Apóstol: "Todo me está permitido, pero no todo me conviene" (1 Co. 6, 12).» S. Máximo muestra que el hombre, por el pecado, disocia y desacuerda su libre arbitrio, su «voluntad gnômica» de su voluntad natural que, por lo mismo se aparta de su naturaleza, con todas las facultades de su ser se desvía de una vida conforme a su naturaleza para llevar una vida contra la naturaleza, se aparta del Bien para entrar en todas las formas del mal y se destruye a sí misma. «Cuando al comienzo el diablo seductor [...] engañó al hombre por la seducción del placer, separó nuestra voluntad de Dios y de los demás. Al destruir la rectitud de nuestra voluntad dividió en cierto modo la naturaleza, y la destrozó en una multitud de opiniones y de imaginaciones; con el curso del tiempo, constituyó en ley la búsqueda y el descubrimiento de toda clase de mal, asistido para esto por nuestras potencias; y para que el mal permaneciera en todos los hombres, lo apoyó en ellos sobre esta oposición irreconciliable de la voluntad que le había permitido persuadir insidiosamente al hombre para que se apartara una vez del movimiento de su naturaleza.» Comprometido por su libre arbitrio contra su naturaleza en el camino del mal, el hombre, desde entonces, es arrastrado por él — como señala s. Gregorio de Nisa— : «Si la criatura obra según la naturaleza el cambio [en ella] se produce sin cesar en el sentido de lo mejor, pero si se aparta del camino recto, es arrastrada hacia el estado opuesto por un movimiento ininterrumpido». Cuando en su estado primitivo Adán no quería conocer nada más que a Dios y no vivir sino para asemejársele, su libre albedrío, lo hemos visto, concordaba con su voluntad natural y no se desviaba de la norma o logos de su naturaleza, se orientaba espontáneamente hacia el Bien. Al adquirir por su pecado el conocimiento del bien y del mal, el ejercicio de su libre arbitrio deja de ser simple, se despliega en deliberaciones inciertas y se pierde en la dualidad confusa del bien y del mal. Obnubilado por las pasiones, engañado por su imaginación, el hombre ya no conoce el bien

inmediatamente, confundiendo el bien y el mal, tomando a menudo el mal por bien y el bien por mal, está sometido en sus elecciones al riesgo constante de equivocarse. Esta libertad deliberativa es una forma alterada de la libertad que el hombre poseía en el origen de su unión con Dios. Es incluso la negación (de ella), puesto que el hombre caído, al disociarla de la voluntad natural que tendía hacia el bien, la utiliza para realizar el mal y la hace así, servir, paradójicamente, a su propia esclavitud. Habiéndose apartado de su propia naturaleza, el hombre ya no está movido por sí mismo sino por lo que le es extraño; está alienado a la contra naturaleza, es decir al mal. Por el uso perverso de su libertad, el hombre se vuelve esclavo del pecado (cf. Jn. 8, 34; 2 Pe. 2, 19; Ro. 6, 20; Is. 61, 1; Ro. 6, 17; 8, 21; Ga. 5, 1), cautivo de los deseos y los placeres sensibles hacia los cuales se volvió. (Tt. 3,3; Rom 6, 19), sujeto a las falsas divinidades que él se hizo de las criaturas (Ga. 4, 3. 8-9). Los Padres no dejan de mostrar cómo el hombre caído, incluso cuando cree ser libre o liberarse, se hace esclavo. «El fin de esta libertad intempestiva es una dura esclavitud» señala s. Isaac el Sirio. El hombre caído vive, de hecho, atado a la carne y dominado por su ley, sujeto a los sentidos, sufre la tiranía de los deseos, está sujeto a la búsqueda del placer y al miedo al sufrimiento, es servidor de sus vicios, en resumen, es esclavo de sus pasiones. Éstas ejercen sobre él una verdadera tiranía que cautivan su alma. En este estado, el hombre ya no es él mismo. Está totalmente tomado por las pasiones que, como parásitos, su pecado introdujo en él. Movido por estas tendencias extrañas a su naturaleza original y esencial, el hombre está alienado. Hablando con propiedad, ya no es él quien obra, sino la ley del pecado que habita en él (Rm. 7, 17. 20. 23). Esclavo de sus pasiones, el hombre también lo es del diablo y de los demonios. No solamente está influenciado, sino incluso dominado y aplastado por la tiranía del Maligno. S. Isaac destaca que «aquel que no somete a Dios su propia voluntad, se somete a su adversario». S. Macario describe así esta doble esclavitud que sufre el hombre de parte de las pasiones y de los poderes del mal: «Después de la caída y la expulsión del paraíso terrestre, el hombre está encadenado por una doble serie de lazos. Unos vienen de la vida misma, de los asuntos que están implícitos en ella, del amor por todas las cosas visibles. En su interior, el alma está envuelta, circundada, encarcelada por los espíritus maléficos que la mantienen en las tinieblas». Hay evidentemente una relación directa entre estas dos series de lazos: porque el hombre vive en el mal los poderes demoníacos tienen sobre él tal poder; por sus pasiones él se abre a ellos y los hace vivir en él. En este estado, no queda gran cosa de la libertad primitiva del hombre. Mientras que en Dios y en la virtud el hombre se movía él mismo según su naturaleza y participaba de la soberana voluntad de Dios, al apartarse de él y vivir contra la naturaleza, ya no es verdaderamente él mismo quien obra, sino una naturaleza extraña que ha tomado posesión de él. Ésta está constituida por las pasiones que, por el pecado, han recubierto su naturaleza verdadera, tiranizándola y "parasitándola".

5. Patología de la memoria

La memoria ha sido dada al hombre en el momento de su creación, para que por ella pueda recordar continuamente a Dios y estar así unida a Él permanentemente, por su espíritu y su corazón. «Hemos recibido la memoria para llevar a Cristo en nosotros» escribe s. Nicolás Cabasilas. El recuerdo de Dios aparece así como una norma para el hombre. Así s. Macario escribe: «Es necesario que el cristiano tenga siempre el recuerdo de Dios». Y s. Gregorio de Nacianzo: «Debemos recordar a Dios con más frecuencia que respiramos; y, por así decirlo, no debemos hacer nada que no sea esto». El recuerdo de Dios implica, en un primer nivel el recuerdo de los mandamientos por los cuales el hombre se une a Él cumpliendo su voluntad: recuerdo del mandamiento dado por Dios en el Paraíso para Adán y Eva, recuerdo de los mandamientos de Cristo para el hombre restaurado por el Verbo encarnado. Implica entonces «la memoria de las virtudes», la cual no deja ningún lugar a las pasiones. Como lo indica este último punto, el «recuerdo de Dios (mnéme Theou)» es también el recuerdo de los beneficios de Dios, por los cuales Le damos gracias. S. Marcos el Monje insiste particularmente sobre esto: «He aquí — escribe— lo que debe ser el punto de partida en una conducta provechosa según Dios. Debes repasar siempre en tu memoria y conservar en una meditación incesante el recuerdo de la bondad de Dios que ha organizado el curso de tu vida según su designio, de sus beneficios con miras a la salud de tu alma; no dejes oscurecer tu memoria por el vicio, fuente de indiferencia, ni pierdas el recuerdo de la multitud y de la importancia de sus gracias y pases, en consecuencia, el resto del tiempo sin provecho, en la ingratitud. Porque, ese recuerdo incesante, excita el corazón a manera de un aguijón, lo empuja en todo tiempo a la confesión, a la humildad, a la acción de gracias con un alma contrita, con gran celo por el bien, para ofrecer en cambio un modo de vida, costumbres provechosas y toda virtud según Dios»; aquel que «no se deja caer en el olvido de tales beneficios [...], se orienta hacia toda la buena ascesis de la virtud y hacia toda obra de justicia con un ardor siempre sostenido y siempre dispuesto a ejecutar la voluntad de Dios». Esta forma de «recuerdo de Dios» desemboca naturalmente sobre su forma principal, la de la oración continua que los Padres designan corrientemente por esta expresión. Esta — subraya s. Diadoco de Foticé— es para el espíritu que «exige de nosotros una obra que debe satisfacer su necesidad de actividad», «la única ocupación que responde enteramente a su fin». Constituye al mismo tiempo «su actividad propia», la única actividad que corresponde a su naturaleza. «La oración hace ejercer a la inteligencia la actividad que le es propia», señala Evagrio, que dice también: «La oración es la actividad propia de la inteligencia, dicho de otro modo el mejor y más adecuado empleo de ésta». Adán en el Paraíso, que «vivía en oración» practicaba esta memoria ininterrumpida de Dios. Igualmente los santos, que reintegran en Cristo la condición primera de Adán y «se aproximan a la perfección, tienen continuamente en el corazón el recuerdo del Señor Jesús». En efecto, por esta memoria continua de Dios el hombre puede, conforme a la finalidad de su naturaleza, unirse a Él. «La unión espiritual es la memoria en estado puro», escribe s. Isaac el Sirio. Por el recuerdo de Dios, el hombre es fortificado en su guarda y su practica de los mandamientos; él puede, diciéndolo de otro modo, preservarse de las pasiones y acrecentar en él las virtudes. El recuerdo de Dios es, especialmente, la condición del amor de Dios, que tiene como propiedad suscitarla y hacer crecer, yendo siempre junto con él. Esto es verdad en primer lugar, en su forma más acabada, la oración continua, pero también del recuerdo de los beneficios de Dios. Así, s. Marcos el Monje aconseja: «Guarda ante los ojos los beneficios recibidos desde tu nacimiento hasta ahora, sean corporales o espirituales, medita sobre ellos y repásalos ya que está escrito: “No olvides ninguno de sus beneficios” (Salmo 102, 2) a fin de que te lleven a amar a Dios

pronta y fácilmente [...] a fin de que espontáneamente, al recordar estos beneficios y más aún, bajo un impulso venido de lo alto, tu corazón sea herido de amor y de deseo». El recuerdo continuo de Dios en la oración constituye también para el hombre el modo de acceso a la contemplación que — dice s. Isaac— «encuentra en él la materia sobre la cual puede fundarse (asentarse)». S. Calixto II, el Patriarca dice en el mismo sentido que «habría que reflejar en el espíritu purificado los rayos divinos». Hasta en los más altos grados de la vida espiritual, la memoria acompaña la actividad del espíritu y «es en su memoria» dice s. Isaac, que el hombre «es arrebatado más alto que la naturaleza» en el conocimiento/visión de Dios que el Espíritu le comunica. Por la memoria de Dios, el hombre mantiene a Dios en el interior de su espíritu, y Lo hace morar en su corazón. «Esto es hacer habitar a Dios — escribe s. Basilio— : tener, por el recuerdo, a su Dios instalado en sí mismo. Así nos convertimos en templo de Dios cuando las preocupaciones terrestres no interrumpen la continuidad de ese recuerdo». Por eso mismo, el recuerdo de Dios es para el hombre que lo posee la fuente de una alegría intensa «hace nacer en el alma una felicidad indecible» como dice el salmista: «He recordado a Dios y he estado en la alegría» (Salmo 76, 4). Por el recuerdo permanente de Dios, el hombre no hace sino pensar en «la única cosa necesaria», y lleva una existencia totalmente centrada en Dios, conforme a la finalidad de su naturaleza. Dicho de otro modo, la memoria de Dios implica el olvido del mundo, la ausencia de todo recuerdo sensible y mundano. Implica igualmente para el hombre el olvido de sí. El hombre espiritual — dice s. Isaac— «se olvida de sí mismo. Olvida su naturaleza. Ya no recuerda para nada este siglo. Pero no deja de meditar y concebir todo lo que revela la grandeza de Dios». Tiene una «memoria ligada al género de vida que lleva [...], no piensa en las cosas de este mundo, ni las recuerda». «Cuando la memoria de Dios ha hecho del alma su campo de pastoreo, borra todo otro recuerdo» dice resumiendo. Cuando la memoria del hombre, está totalmente ocupada en el recuerdo de Dios, esta facultad está en el estado primitivo y normal de la naturaleza humana íntegramente unificada, simple y homogénea. Todos los pensamientos del hombre se concentran hacia lo que constituye para su espíritu el único objeto de atención. En el recuerdo de Dios, señala s. Juan Casiano, el hombre «fija toda su atención hacia una meta única en la cual hace converger activamente todos los pensamientos que se levantan en su espíritu». De este modo, la memoria aparece estable e inmóvil, y conoce la calma. «El corazón es puro» cuando la memoria está totalmente ocupada en el recuerdo de Dios y por lo tanto «despojada de toda forma y de toda figura». Gracias a la memoria de Dios, el hombre se preserva de los pensamientos extraños que le sugiere el Maligno. Excluye todo pensamiento malo, y no permite que se manifieste ninguna disposición al mal. Constituye un arma contra los demonios, al permitir al hombre no solamente no ser alcanzado por sus ataques, sino también dominarlos y alejarlos.

Mientras la memoria así utilizada según su naturaleza está en buena salud, por el pecado obra contra su naturaleza y se vuelve enferma. Su enfermedad, como en las facultades precedentes, consiste en una perversión, más precisamente en una inversión de su actividad; mientras en el estado normal de la naturaleza humana ella sirve exclusivamente, conforme a la finalidad de su naturaleza, al recuerdo de Dios y del Bien, olvidando por esto mismo toda realidad sensible y todo mal; por el contrario, por el pecado ella se vuelve contra su naturaleza, olvido de Dios y del Bien y recuerdo del mal y de las realidades sensibles. Esta enfermedad de la memoria, naturalmente, afecta al espíritu que es su órgano: en la medida que se olvida de Dios, se encuentra alienada en una actividad que le es extraña y conoce la asfixia y la muerte espirituales. Por eso s. Isaac escribe: «Lo que le sucede al pez cuando sale del agua, le sucede también al espíritu cuando se aparta de la memoria de Dios y se dispersa en la memoria del mundo». Todas las facultades que dependen directamente de ella, sufren

paralelamente los efectos patológicos de la enfermedad de la memoria. S. Máximo considera que el olvido de Dios y del bien es con la ignorancia, la principal pasión/enfermedad de la parte racional del alma. Junto con la ignorancia de Dios, con la cual corre parejo, el olvido de Dios juega en la caída del hombre un papel central. Por eso s. Gregorio Palamás ve en el abandono «de la memoria y de la contemplación de Dios» la esencia del pecado ancestral. Y s. Marcos el Monje señala: «La Escritura dice: "el infierno y la perdición están al descubierto delante del Señor" (Salmo 15, 11). Se refiere a la ignorancia del corazón y el olvido. La ignorancia es el infierno y el olvido la perdición» y ambas matan al hombre espiritualmente. S. Marcos el Monje y, después de él, s. Juan Damasceno, consideran, como lo hemos señalado, que el olvido (léthe) es, con la ignorancia (ágnoia) y la negligencia espiritual (rathymía), uno de los tres «gigantes del diablo» de los cuales proceden todas las pasiones y todos los males que afectan al hombre caído. S. Marcos el Monje describe así esas tres enfermedades espirituales fundamentales e indisociables, sus relaciones y sus efectos: «Son tres gigantes extranjeros, poderosos y fuertes, que tú debes considerar: sobre ellos se apoya todo el poder de nuestro temible enemigo espiritual [...] Los que se consideran como los poderosos gigantes del Maligno son: la ignorancia, la madre de todos los males; el olvido, su hermana, su asociada y su auxiliar; la negligencia, que teje en el alma un vestido y un velo tenebroso de nubes negras; ella afirma y fortifica a los otros dos; labra su consistencia introduciendo el mal al estado endémico y enraizando en el alma particularmente descuidada. El resto de las pasiones crece y se fortifica gracias a la negligencia, el olvido y la ignorancia. Ellas se apoyan mutuamente y no pueden mantenerse las unas sin las otras. Por ellas se manifiesta el poder de las fuerzas enemigas, así como el vigor de los príncipes del mal; por ellas todo el ejército de los espíritus de malicia se insinúa, se afirma y puede realizar sus designios». Hemos visto qué difícil es determinar en el proceso de la caída qué es primero: si la seducción del placer sensible que arrastra al hombre a ignorar y olvidar a Dios, o si, por el contrario, es la ignorancia y el olvido de Dios los que lo llevan a volverse hacia la realidad sensible. Existe — lo hemos señalado— una dialéctica entre esas dos actitudes, que justifica que antepongamos tanto una como la otra. Así s. Diadoco de Foticé privilegia la primera solución: seducidos por el placer sensible, Adán y Eva comienzan a olvidar a Dios. «Cuando usamos sin mesura la vista, el gusto y los otros sentidos, disipan la memoria del corazón, nos lo muestra la primera Eva: en efecto, mientras ella no miró con placer el árbol prohibido recordaba concienzudamente el precepto divino. Por lo que permanecía como abrigada bajo las alas del amor divino [...]. Pero cuando vio con placer el árbol y se sintió atraída con deseo ardiente y, enseguida gustó de su fruto con intenso placer [...] ella entregó todo su deseo al placer del presente, enredando a Adán en su propia falta por la dulce apariencia del fruto. Desde entonces el espíritu humano no puede ya, sino con esfuerzo, recordar a Dios y sus mandamientos». Otros Padres ponen de relieve el proceso inverso. Un apotegma relata: «Los ancianos decían “Los poderes de Satán que preceden todas las faltas son tres: el olvido, la negligencia, el deseo. En efecto, cada vez que llega el olvido, engendra la negligencia, de la negligencia procede el deseo y el deseo hace caer al hombre». San Hesiquio de Batos dice en el mismo sentido: «Del olvido caemos en la negligencia y de la negligencia [...] en los deseos desviados». Y s. Macario: «El espíritu que rechaza el recuerdo de Dios sucumbe, ya a la cólera, ya a la concupiscencia». S. Marcos el Monje abunda en este sentido escribiendo especialmente: «Todos los que olvidan a Dios se vuelven voluptuosos». Al olvidar a Dios, la memoria se divide y se dispersa, y se encuentra invadida y ocupada por múltiples pensamientos relativos a las cosas del mundo sensible hacia las cuales se ha vuelto el hombre. «El principio y la causa de los pensamientos — escribe s. Gregorio el Sinaíta— es, como consecuencia de la transgresión, la atomización de la memoria simple y homogénea. Al volverse compuesta y diversa, de simple y homogénea que era, perdió el recuerdo de Dios y corrompió sus potencias.» Esta enfermedad de la memoria tiene, evidentemente, repercusiones sobre todas las facultades del alma. El espíritu, anteriormente ocupado únicamente por el pensamiento de Dios se encuentra ahora incesantemente atravesado por el flujo de los recuerdos mundanos cuyo número se acrecienta más y más.

En efecto, la memoria — con la imaginación— se vuelve para el hombre el principal camino por el cual los pensamientos extraños penetran en el corazón y ocupan su espíritu, una de las principales fuentes «de los pensamientos que [lo] alienan». De ella recibe el hombre la mayor parte de las representaciones que constituyen para él otras tantas sugerencias/tentaciones. Es ella, sobre todo, la que provee a su espíritu «los pensamientos simples» que requieren su adhesión pasional. S. Máximo enseña: «Por tres caminos tienen acceso al espíritu los pensamientos pasionales: la sensación, la complexión física, la memoria. [...] Cuando la memoria trae el recuerdo de los objetos que nos apasionan, inspira igualmente al espíritu pensamientos pasionales» Pero a menudo la memoria provee directamente pensamientos pasionales — como lo subraya s. Talasios— que ve en esta facultad la principal fuente de aquellos y de los más temibles entre ellos: «Existen tres cosas por las cuales recibes los pensamientos pasionales: los sentidos, la memoria y la constitución del cuerpo. Los pensamientos más impertinentes son los que vienen de la memoria». La memoria produce especialmente tales pensamientos porque conserva los recuerdos de las faltas anteriores y las marcas de las pasiones establecidas anteriormente, y sobre todo las del placer que le estaban ligadas, lo que da a sus representaciones un fuerte poder de seducción. Por lo tanto, la memoria está activada y excitada por los demonios que buscan en particular retrotraerla a esos recuerdos». Por todas estas razones, la memoria se vuelve, en el hombre caído, una de las principales causas por las cuales se suscitan y mantienen las pasiones. Por eso s. Isaac ve en ella la sede de las pasiones, el lugar donde podemos encontrarlas a todas. De este modo, «el recuerdo del mal (mnéme tou kakoú)» se vuelve en el hombre caído una disposición habitual (exsis). El recuerdo del mal sustituye en grados diversos el recuerdo del bien, el único que en el origen ocupaba la memoria; al no poder sustituirlo completamente, le deja un lugar más o menos reducido. Esto tiene en todo caso por efecto introducir en la memoria otra división que ella ignoraba en su origen, escindirla en dos partes, como dice s. Diadoco de Foticé: «Después que un desliz de nuestro espíritu la puso en estado de doble ciencia, le es forzoso, aunque no lo quiera, llevar en el mismo instante pensamientos buenos y malos [...]. En efecto, a medida que se esfuerza por concebir el bien, recuerda en seguida el mal porque, como consecuencia de la desobediencia de Adán, el recuerdo del hombre se encuentra escindido en un doble pensamiento». Recuerdo del bien y recuerdo del mal no solamente van juntos, sino que se entremezclan, contribuyendo a acrecentar la confusión que la memoria y la inteligencia reciben ya de la multiplicidad y de la diversidad de los pensamientos que las ocupan. Incluso si el hombre caído está — como dice s. Hesiquio de Batos— cubierto de un abismo de olvido», el recuerdo de Dios y del bien, después de la falta de Adán, no se hace imposible, sino que se vuelve más difícil. «Por eso — dice s. Diadoco de Foticé— el espíritu humano ya no puede, sino con dificultad, recordar a Dios y sus mandamientos». «La desobediencia — escribe en el mismo sentido s. Gregorio el Sinaíta— ha falseado las relaciones de la memoria simple con el bien, ha corrompido sus potencias y debilitado su atracción natural por la virtud». En efecto, como lo hemos visto, el espíritu del hombre se encuentra aplicado y ocupado por una multiplicidad de recuerdos de objetos de este mundo y de pensamientos, pasionales o no, pero en todo caso extraños a Dios. Estos recuerdos vienen al espíritu del hombre en razón de su apego a este mundo, pero también por acción de los demonios que buscan particularmente por este medio, mantenerlo alejado de Dios. En efecto, en todos los casos, esos recuerdos mundanos excluyen el recuerdo de Dios. El principio de economía puesto en evidencia a propósito de las facultades estudiadas precedentemente valen igualmente para la memoria: cuanto más recuerda a Dios, menos recuerda este mundo; y a la inversa, cuanto más recuerda este mundo, menos recuerda a Dios.

6. Patología de la imaginación

La imaginación (phantasía) es una de las facultades de conocimiento del hombre, una de las más elementales. Su función natural es la de permitir al hombre representarse las cosas sensibles como tales. Está pues, directamente ligada a la sensación y a lo sensible. Transforma en imágenes las sensaciones y permite al hombre tener bajo forma de imagen una representación de lo que percibe. Ligada a la memoria también le permite representarse los recuerdos que subsisten de lo que él ha percibido. La imaginación está facultada para transformar las percepciones en imágenes correspondientes y reproducirlas cuando la memoria las recuerda; asimismo está capacitada para producir imágenes nuevas, combinando muchas imágenes tomadas en su totalidad o en parte. La imaginación es así susceptible de tomar la triple forma de una imaginación productora, reproductora y creadora, basándose cada una sobre la precedente. Bajo sus dos últimas formas, en las condiciones particulares del hombre que duerme, produce los sueños.

En la condición primordial del hombre, su imaginación estaba ligada exclusivamente a su representación de las criaturas sensibles existentes. Facultad indispensable en el marco de sus necesarias relaciones con ellas, no constituía, sin embargo, un obstáculo en su relación con Dios y no lo apartaba de Él. Porque el hombre en el estado en que había sido creado era impasible ignoraba la «imaginación mala» que «se opone [...] a la obra simple y recta del espíritu» (Calixto e Ignacio Xanthopouloi) las imágenes producidas por él permanecían «simples», es decir, no estaban ligadas a ninguna pasión, ni para suscitarla, ni para ser suscitadas por ella. Podían así tener lugar en el marco de la contemplación natural (physiké theoría), permaneciendo transparentes a los logoi (o razones espirituales) de los seres y las energías divinas inmediatamente percibidas y contempladas por el espíritu de Adán en su representación de las criaturas y que le servían para alabar a Dios en Su creación y para unirla a Él según Su designio. Así, el hombre en su estado original disponía de una «imaginación buena» «que orientaba al bien» los movimientos de esta en la medida en que utilizaba las imágenes de las criaturas para elevarse y elevar estas últimas hacia su Creador. De esta «imaginación buena» procedían, cuando dormía, los «buenos sueños». Al ser impasible el hombre, estos sueños se caracterizaban por su pureza, que estaban constituidos por imágenes o combinaciones de imágenes «simples», que testimoniaban la salud de su alma, como lo señala s. Máximo: «Cuando el alma comienza a sentirse en buena salud, entonces las imágenes durante el sueño, comienzan a aparecérsele en forma simple y sin perturbaciones». En el marco de la contemplación natural, estos ensueños tomaban además la forma de sueños, conjuntos estables y netamente estructurados, y ordenados de imágenes inspiradas por Dios y dotados de una significación espiritual definida que, por su carácter simbólico, hasta en sus sueños, elevaban al hombre a Dios. Al igual que s. Máximo para los sueños «simples», s. Diadoco de Foticé hace notar que tales sueños dan testimonio de la salud del alma: «Los sueños que, en el amor de Dios, aparecen al alma son seguros indicios de una alma sana». Al encontrar su lugar en el marco de la contemplación natural, la imaginación, sin embargo, debía ser excluida más allá de esta, en el marco del conocimiento directo de Dios. Dios, al ser trascendente a todo ser y por ello a toda intelección, a todo pensamiento, necesariamente (lo es) a toda representación bajo forma de imagen o figura. «Se ha dicho que ninguna imaginación tiene razón de ser ante Dios. Porque Dios es simplemente, una vez por todas, más alto que todo, y más allá de todo pensamiento» escribe Dionisio Areopagita. El crecimiento espiritual del hombre implicaba pues la superación de esta imaginación buena, al mismo tiempo que la superación del mundo sensible. La actitud del primer hombre frente a la imaginación correspondía a la que describen ss. Calixto e Ignacio Xanthopouli, evocando a aquellos que, renovados por Cristo, han recobrado la condición primordial de la humanidad y se encaminan, en el mismo camino que el primer Adán, hacia la perfección a la cual Dios ha destinado al hombre al crearlo. «Los que han progresado con el tiempo rechazan toda imaginación, tanto la buena como la mala. Las apartan. Como la cera derretida al fuego, las reducen a cenizas y las consumen por la oración pura, por el

desprendimiento, el despojamiento del espíritu, más allá de toda figura y, mientras tienden simplemente hacia Dios [...], reciben y se unen a Él en la unidad más allá de las formas». En efecto, como lo veremos con mayor precisión más adelante, la unión a Dios en la contemplación no es posible sino en la oración pura, es decir, que presupone por una parte la impasibilidad, y por otra parte la ausencia de toda representación cualquiera que sea, de todo pensamiento y en primer lugar de toda imaginación relacionadas no sólo con cosas sensibles y/o humanas, sino incluso de Dios mismo. A este nivel de la contemplación, la imaginación deja de ejercerse igualmente en el sueño. El hombre se encuentra estrechamente unido a Dios en forma permanente, e incluso en su sueño, su espíritu está despierto. Los sueños son sustituidos por las visiones divinas. «Aquel que está iluminado por el Espíritu Santo [...], tanto si vela como si duerme, ve en realidad y en espíritu, estos bienes que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni han entrado en el corazón del hombre, y que los ángeles mismos desearían entrever» escribe s. Simeón el Nuevo Teólogo. Sin embargo, estas visiones ya no son imágenes ni ponen en juego la imaginación, sino que son producidas en el espíritu (nous), del hombre perfecto por el Espíritu Santo mismo, por lo cual «no debemos llamarlos sueños sino visiones y contemplaciones».

Por el pecado ancestral, la imaginación se vuelve en el hombre un instrumento de separación de Dios. Por estas producciones, en adelante el hombre va a llenar su espíritu vacío de Dios. Esto es así respecto de la imaginación creadora. No podemos sino recordar aquí la explicación de s. Atanasio según la cual el alma, al no poder permanecer inmóvil y sin objeto, después de haberse apartado de Dios al cual su naturaleza primera la destinaba, comenzó a imaginar objetos a los cuales poder dirigirse: «se mueve sí, pero ya no hacia la virtud ni para ver a Dios: al llevar su pensamiento hacia lo que no es, transforma el poder que está en ella, (sirviéndose de ellos) para volverse hacia los deseos que ha imaginado [...]»; «el mal no viene de Dios, no está en Dios, no existió al comienzo, no tiene sustancia. Sino que son los hombres quienes, al rehusar pensar el bien, comenzaron a concebir y a imaginar a su antojo lo que no existe [...]; el alma humana, tapándose los ojos que le permiten ver a Dios, concibió el mal, y al moverse, cree hacer alguna cosa mientras no hace nada, porque imagina la nada. No ha permanecido como fue hecha, sino que se muestra tal como se amasó a sí misma. Porque fue hecha para ver a Dios y para ser iluminada por Él; pero en lugar de Dios ha buscado las tinieblas y las cosas corruptibles». De este modo el hombre, al volverse ignorante del mundo espiritual, por (medio de) su inteligencia y su imaginación se construye un mundo fantasmagórico al cual adhiere en la medida en que corresponde a los deseos sensibles y a las pasiones que se han desarrollado en él. Así el hombre caído se encuentra alienado en un mundo irreal, «que nada de lo que aparece en la vida no aparece tal cual es, sino que, en nuestra imaginación engañosa, la vida nos muestra unas cosas por otras, burlándose de las esperanzas de sus satisfechos admiradores, camuflándose a sí misma bajo el engaño de las apariencias». Asimismo, su imaginación ligada a su memoria le presenta imágenes del mundo sensible con las que el hombre caído estorba su espíritu del cual ha excluido a Dios. Apegado pasionalmente al mundo sensible — pero a un mundo sensible cerrado en sí mismo y que a sus ojos ya no revela nada de su Creador— el hombre caído se deja acaparar enteramente por él. Las imágenes que tiene del mundo sensible en su percepción o sus recuerdos ya no son como lo eran en el Adán primordial, transparentes a las energías divinas, ya no le recuerdan a Dios, ya no lo elevan hacia Él, sino que son totalmente opacas. Alienado a los objetos reducidos a su dimensión sensible, el hombre tiene el espíritu sin cesar habitado o atravesado por la multitud de sus pensamientos y de sus imágenes. Esto se produce no solamente en estado de vigilia, sino también mientras duerme cuando se encuentra invadido por la imaginación de los sueños. La imaginación ligada con la memoria — también pervertida— en lugar de permanecer, según su naturaleza, como facultad de conocimiento anexa, domina al espíritu que arrastra detrás de ella y lo aliena. De este

modo «el espíritu vagabundea de fantasmas en fantasmas, disolviéndose los unos en los otros». La imaginación toma posesión del alma, ocupándola de múltiples maneras. «Por esto — escriben s. Ignacio y s. Calixto Xanthopouli— los Padres... hablan de muchas formas de ella y contra ella. Como el Dédalo del mito, esta imaginación tiene numerosas formas, y como la hidra, tiene muchas cabezas [...] Por ella pasan y atraviesan los asesinos infames que vienen a unirse y a mezclarse con el alma, que hacen de ella una colmena de zánganos, una morada de pensamientos estériles y pasionales». De este modo, no solamente «se opone con toda su fuerza a la oración pura» sino que tampoco deja ningún lugar en el alma al pensamiento y al recuerdo de Dios que deberían ocuparla normalmente. S. Barsanufio compara el alma, en su estado normal — es decir cuando ella está totalmente ocupada con el recuerdo de Dios— a un cuadro ya pintado donde ninguna forma ni ninguna figura, ninguna imagen, puede encontrar ya lugar. En el estado de caída del hombre sucede a la inversa: el cuadro está totalmente lleno de figuras y de formas impuestas por la imaginación y no deja subsistir ningún espacio libre para el pensamiento de Dios. En la vida interior del hombre caído, la imaginación ocupa un lugar y juega un papel tanto más nefasto cuanto más se ejerce en relación estrecha con las pasiones. «Hoy — señala s. Máximo— el hombre en su movimiento está poseído por la imaginación irracional de las pasiones». Por una parte, la imaginación suscita las pasiones, al ofrecerles los soportes sobre los cuales pueden ejercerse y desarrollarse. Por otra parte, y sobre todo, las pasiones suscitan la actividad y las producciones de la imaginación: al nutrirse ante todo de la imaginación, la llevan a dar a luz imágenes, (antiguas y nuevas) que les corresponden y les aportan el placer que buscan. S. Máximo observa: «Al igual que el espíritu de un hombre hambriento imagina el pan y el de un hombre que tiene sed imagina el agua, del mismo modo, el espíritu del que es goloso imagina toda clase de alimentos, el espíritu del que ama el placer imagina formas de mujeres, el espíritu del vanidoso imagina los honores que vienen de los hombres, el espíritu del rencoroso imagina cómo vengarse del que lo ha ofendido, el espíritu del envidioso imagina cómo hacer el mal al que él envidia, y así con todas las otras pasiones.» Esto se produce en estado de vigilia, pero también durante el sueño. «Sucede lo mismo» con los sueños malsanos «que con las enfermedades del cuerpo, que no se contraen en el momento en que ellas parecen nacer, sino mucho antes», hace notar s. Juan Casiano: «son signos de un mal que ya se incubaba interiormente [...] que el reposo del sueño hace aparecer a la superficie, revelando la fiebre escondida de las pasiones que hemos contraído al saciarnos de pensamientos malsanos a lo largo de la jornada». Los ascetas saben desde siempre que los sueños son formados por la imaginación en función de las disposiciones del cuerpo y del alma, y en este último caso, ya sea como ensamblaje de los residuos de la memoria, ligados a las ocupaciones y preocupaciones más frecuentes del estado de vigilia precedente, ya sea como medios de satisfacer los deseos de la potencia concupiscible, ya sea, en relación con la potencia irascible, en respuesta a su cólera o a su temor, si se trata de pesadillas. Así. s. Simeón el Nuevo Teólogo señala que «aquello que ocupa el alma y entra en ella en estado de vigilia, retiene también su imaginación y su pensamiento durante el sueño». S. Nicetas Stéthatos hace notar que en los sueños «las imaginaciones del espíritu corresponden a la disposición del hombre interior y a sus preocupaciones». Y s. Máximo precisa: «Cuando la concupiscencia (epithymía) está excitada, el espíritu ve en sueños lo que es materia del placer. Cuando es la irascibilidad (thymós), ve lo que provoca el temor». S. Simeón el Nuevo Teólogo, escribe en este mismo sentido: «Cuando la parte concupiscible del alma (epithymetikón) es impulsada hacia las pasiones, los abrazos, las voluptuosidades y los goces de la vida, el alma percibe las mismas cosas en sus sueños. Si su parte irascible (thymikón) lo hace montar en cólera contra sus semejantes, no sueña más que con irrupciones de fieras, batallas y luchas de serpientes, y discute con sus adversarios como delante de un tribunal. Si la parte racional (logistikón) está exaltada por la vanagloria o por el orgullo, el alma se figura tener alas y volar en el aire, entronizada sobre una sede elevada o marchar a la cabeza de un pueblo delante de un cortejo de carruajes». S. Nicetas Stéthatos precisa aún más esta descripción de la relación de los sueños con las diferentes pasiones: «Si el alma está apegada al amor a la materia y del placer, se busca con la imaginación, la posesión de las cosas, el confort y el dinero, las formas de la mujer, los abrazos apasionados, se mancha la túnica y se ensucia la carne. Si se tiene el alma ávida y avara, se ve oro por todas partes, se lo exige, se abusa de los intereses, se lo recoge en tesoros, pero no se tiene compasión y se es condenado. Si se tiene el

alma colérica y celosa, se es perseguido por fieras y serpientes venenosas y se experimenta miedos o temores. Si uno tiene el alma inflada por la vanagloria, se ve aclamado, rodeado de gente, se imagina tronos del poder y de autoridad. Se considera que uno tiene lo que no tiene todavía o por lo menos que se lo tendrá y uno está siempre sobre aviso. Si se tiene el alma orgullosa y llena de presunción, se ve llevado en los más brillantes carruajes. También puede imaginarse tener alas y volar en el aire. Y todos tiemblan ante la altura de ese poder». Los sueños revelan así por su presencia y su forma la naturaleza y la fuerza de las pasiones de las cuales proceden, y por tanto manifiestan que el alma está enferma, e incluso de qué enfermedades y en cual de sus partes está especialmente atacada, como lo señala Evagrio: «Cuando en las imaginaciones del sueño, los demonios, al acometer la parte concupiscible, nos hacen ver reuniones de amigos, banquetes de parientes, coros de mujeres, y otros espectáculos del mismo género que producen placer y nosotros acogemos esas imágenes con diligencia, es que en esta parte estamos enfermos y la pasión es fuerte. Cuando perturban la parte irascible, obligándonos a seguir caminos escarpados, haciendo surgir hombres armados, bestias venenosas o carnívoras, y nos sentimos aterrorizados ante esos caminos, y perseguidos por esas bestias y por esos hombres huimos, entonces tengamos cuidado de la parte irascible.

En esta doble relación de la imaginación con las pasiones, los demonios — subrayan los Padres— juegan un papel muy importante, ya sea que empujen al hombre a imaginar en respuesta a sus pasiones y por su intermedio, como acabamos de explicar, ya sea que susciten directamente en él imágenes y fantasmas, con el fin de activar sus pasiones. En este último caso, sucede que ponen en el espíritu del hombre, en el sueño como en estado de vigilia, imágenes que son para él completamente nuevas, que no están relacionadas a ninguna de sus experiencias perceptivas presentes o pasadas, que él no las ha creado y que en cierto modo se imponen al espíritu. Su objetivo es hacerle cometer nuevas faltas o arrastrarlo por caminos malos que todavía no ha recorrido. En todos los casos se trata, para los demonios, de perder al hombre y mantenerlo alejado de Dios. Las imaginaciones aparecen como la principal forma que toman las sugerencias demoníacas que empujan al hombre al pecado: si los pensamientos (logismoi) están frecuentemente asociados a las imaginaciones en los textos ascéticos, aquellos a menudo se reducen a estas, o tienen en ellas su origen. Por lo tanto, la imaginación aparece como la principal puerta de entrada de esas sugerencias en el alma. «Es como un puente por donde pasan los demonios, los santos lo han dicho» señalan s. Calixto y s. Ignacio Xanthopouli. Y s. Hesiquio de Batos escribe: «por la imaginación engañosa los demonios nos empujan siempre a pecar»; «Sin la imaginación Satán no puede suscitar pensamientos y exponerlos al espíritu para engañarlo». En todo caso, la imaginación aparece como el principal instrumento de la acción demoníaca sobre el alma humana, en estado de vigilia o en el sueño: por ella los demonios acechan al hombre, buscando no solamente, como lo hemos visto, impulsarlo a pecar y a despertar o excitar sus pasiones, sino también turbarlo de múltiples maneras, especialmente suscitar en él tristeza y ansiedad, engañarlo y extraviarlo en ilusiones diversas e incluso avasallarlo. S. Hesiquio de Batos llega a hacerle jugar un papel de primer plano en la caída del hombre: «así Satán separó a Adán de Dios, haciéndole imaginar que poseía la dignidad divina. De este modo el enemigo astuto y engañoso continúa engañando a los pecadores». Desde su creación Adán fue tentado por el Maligno, por lo tanto conocía esas sugerencias demoníacas que se ejercían por medio de la imaginación. Sin embargo, antes de su pecado rehusaba prestarle atención y entrar en diálogo con ellas y, a fortiori, darles crédito. Al estar inactiva su imaginación respecto del mal, ignoraba toda «imaginación mala». El hombre caído, por el contrario, se abre a esas sugerencias, las hace suyas y alimenta su imaginación con ellas, haciendo nacer y desarrollar así la imaginación mala que hemos descripto precedentemente, haciéndose plenamente accesible a la actividad demoníaca y sus efectos. Los Padres subrayan también la responsabilidad del hombre en la perversión de su imaginación que constituye la enfermedad: El hombre por no permanecer fiel al mandato divino, por no permanecer atento únicamente a Dios, por no haber guardado su corazón de todo

pensamiento extraño, en resumen por no haber permanecido sobrio y vigilante (neptikós), hizo de su imaginación (que le había sido dada como un puente hacia Dios) «un puente por donde pasan los demonios». Mientras el hombre caído no haya recuperado esta vigilancia que caracteriza su naturaleza en su estado de perfección y de salud, su corazón permanece abierto a las malas sugerencias que le hace el enemigo por el canal de su imaginación, se deja invadir, tanto de día como de noche, por imágenes que arrastran su espíritu a la deriva y lo alienan, al volverlo y mantenerlo apartado de Dios. Mientras el hombre imagine lo que lo aleja de Dios, manifiesta por ello que no solamente su imaginación, sino aun toda su alma está completamente enferma.

7. Patología de los sentidos y de las funciones corporales

El pecado ancestral introduce cambios, produce desviaciones, engendra enfermedades, no solamente al nivel de las facultades del alma: las funciones corporales y los sentidos, la manera como el hombre se sirve de los diferentes órganos de su cuerpo y los modos de su percepción sensible se encuentran también pervertidos y por eso se enferman.

Todo el hombre ha sido creado a imagen de Dios, en consecuencia tanto su cuerpo como su alma tenían por misión realizar la semejanza, tenía por finalidad ser íntegramente deificado. La vida virtuosa, subrayan los Padres, es una vida de la cual el cuerpo participa. No solamente hay «virtudes corporales» sino que el cuerpo participa en la mayor parte de las virtudes del alma. Algunos carismas del Espíritu — observa s. Gregorio Palamás— «obran por intermedio del cuerpo». El cuerpo, de manera general, por sus facultades y sus energías «participa también en la santificación». Al obrar en colaboración con el alma y bajo su dirección, recibe de ella la gracia del Espíritu. El cuerpo está llamado a ser deificado con el alma. «Del mismo modo — escribe s. Macario— que Dios ha creado el cielo y la tierra para que el hombre lo habite, así ha creado el cuerpo y el alma del hombre, para que sean su propia morada, para que él habite y repose en el cuerpo como en su propia casa, teniendo por esposa llena de belleza el alma bienamada». Al subrayar la unidad fundamental del compuesto humano, la unidad del alma y del cuerpo en la persona humana y su destino común, s. Gregorio de Palamás escribe: «¿Cuál es la alegría, cuál es el movimiento del cuerpo que no sea una actividad común al alma y al cuerpo? [...] Existen, en efecto, pasiones bienaventuradas, actividades comunes que no sujetan el Espíritu a la carne, sino que atraen la carne a una dignidad próxima a la del Espíritu y la obligan también a ella, a volverse hacia lo alto. ¿Cuáles son? Son las actividades espirituales que no vienen del cuerpo a la inteligencia [...] sino que descienden de la inteligencia al cuerpo para transformarlo en mejor y deificarlo por esas acciones y esas pasiones. [...] En los hombres espirituales, la gracia del Espíritu transmitida al cuerpo por intermedio del alma, le da a él también la experiencia de las cosas divinas y le permite experimentar la misma pasión del alma que posee la experiencia divina; esta alma puesto que experimenta la pasión de las cosas divinas, posee sin duda una parte apasionada, digna de alabanza y divina [...]. Cuando ella persigue esta bienaventurada actividad, deifica también el cuerpo; el cuerpo entonces no se mueve empujado por las pasiones corporales y materiales, [...] sino que se vuelve sobre sí mismo, rechaza toda relación con las cosas malas e inspira él mismo su propia deificación y una deificación inalienable».

Una de las funciones elementales del cuerpo, es servir de instrumento al alma en su relación con la creación material: por medio de los sentidos corporales conoce los seres sensibles y por los órganos del cuerpo puede entrar concretamente en relación con ellos y obrar sobre ellos. La percepción sensible puerta de conocimiento de los seres materiales, es un proceso a la vez somático y psíquico. En su base se encuentra la sensación, modificación física de un sentido al contacto con el objeto que le corresponde. De este modo, es comunicada al alma una información objetiva en cuanto a las apariencias del objeto. Interviene entonces una segunda operación en la que el dato sensorial es interpretado por todas las facultades que, en el alma, contribuyen a su conocimiento. En un proceso complejo donde intervienen la inteligencia pero también la memoria, la imaginación y el deseo, el objeto tal como es presentado por los sentidos es situado en el espacio y en relación con los otros objetos, pero también nombrado, definido en cuanto a su naturaleza, su sentido, su función, su valor. Esta interpretación que constituye lo esencial de la percepción sensible, al tomar como base un dato objetivo, el de la sensación, no se acantona en sí y no consiste en aportar alguna forma de descripción, sino que la elabora en función de los valores del sujeto que conoce. En definitiva, la percepción procede más de este último que del objeto mismo. Así s. Juan Crisóstomo puede escribir: «Nuestros juicios no se forman según la naturaleza de las cosas que nos impresionan, sino según el sentimiento del alma que las ve por los ojos». La forma de la percepción sensible aparece, en consecuencia, inevitablemente relativa al estado

espiritual del sujeto que percibe, en dependencia del estado de todas las facultades que intervienen en el proceso de interpretación que hemos evocado; ella es función especialmente de lo que, de manera general, conoce, comprende, desea, imagina, recuerda... En el estado primero del hombre, todas sus facultades estaban ordenadas hacia Dios: por ellas Adán percibía en Dios todos los seres de la Creación, reconocía por su espíritu, en la percepción de cada uno de ellos, sus logoi o razones espirituales. Su percepción sensible estaba así subordinada a la contemplación natural (theoría phisiké). De esta manera, él hacía de todas sus facultades que intervenían en la percepción sensible — y en primer lugar, de todos sus sentidos— un uso normal, sano, conforme a su finalidad natural, y de ese modo, guardaba pura su alma, como indica s. Máximo, asignando la misma tarea al hombre renovado en Cristo. «Guardamos el alma sin mancha para el amor según Dios [...], si enseñamos a los sentidos a percibir en toda piedad el mundo visible y todas las cosas que contiene, para que transmitan al alma la grandeza de las razones (logoi) que están en el corazón de las cosas». S. Nicetas de Stéthatos escribe en la misma perspectiva: «Cuando el espíritu llega a las cosas sobrenaturales, los sentidos permanecen según la naturaleza. Se abren a las causas fuera de toda pasión. No buscan sino sus razones (logoi) y sus naturalezas. Disciernen sin error sus energías y sus cualidades. No son afectadas, ni son llevadas hacia ellas contra la naturaleza». En otra parte s. Nicetas Stéthatos enseña que «todas las acciones ramificadas en los sentidos, la vista, el oído, el gusto, el olfato, el tacto, están movidas según la naturaleza si buscan lo mejor» Y los Padres a propósito recuerdan cuál es este uso normal de los sentidos, conforme a su naturaleza. S. Atanasio precisa así que «el cuerpo tiene ojos para ver la creación y conocer al Creador por el orden armonioso de esta». S. Juan Crisóstomo dice asimismo: «Los ojos les han sido dados para que, ante el aspecto de la creación, den gloria al Señor», y también «el ojo está hecho para celebrar al Creador viendo las criaturas de Dios». Y s. Serapión de Thmuis recuerda en la misma perspectiva, las palabras que el Salmista dirige a Dios: «Hacia Ti he elevado mis ojos, hacia Ti que habitas en el cielo. Como los ojos de los servidores están fijos en las manos de sus dueños [...], así nuestros ojos están vueltos hacia el Señor nuestro Dios» (Salmo 122, 1-2). Del mismo modo, los oídos han sido creados para que el hombre pueda «escuchar las divinas palabras y las leyes de Dios» y para que pueda oír a Dios en todos los sonidos del mundo. Y el olfato ha sido concebido para que sienta en todo ser «el buen olor de Dios» (2 Co. 2, 15); el gusto para que guste en todo alimento «qué bueno es el Señor» (Salmo 33, 9) y el tacto para que toque en toda cosa al Verbo de Dios (Jn. 1, 1). En resumen, la finalidad de los sentidos es contribuir a unir con Dios las criaturas sensibles, en conformidad a la tarea que Dios asignó al hombre cuando lo creó. Así s. Nicetas de Stéthatos escribe: «Dotados de sentidos, debemos percibir bien las cosas sensibles, por su belleza elevarnos hacia el Creador, devolverle el conocimiento irreprochable de esas cosas». Al utilizar sus sentidos en subordinación a su espíritu, contemplando las razones espirituales de los seres, Adán tenía de ellos una percepción objetiva, los conocía en su naturaleza verdadera, discernía sin error sus energías y sus cualidades — como lo dice s. Nicetas de Stéthatos— . Adán y Eva, antes de su pecado, percibían la realidad de manera idéntica, puesto que todas sus facultades y todos sus sentidos estaban enteramente acordes al Dios Uno, y percibían según Él todas las cosas. Al igual que los sentidos, todos los órganos del cuerpo del hombre en su estado paradisíaco se ejercían según su naturaleza y su finalidad verdaderas que es obrar según Dios y con miras a la deificación. Así deben ellos ejercerse en el hombre renovado en Cristo, lo que hace decir al Apóstol: «Yo los exhorto por la compasión de Dios, a ofrecer sus cuerpos como un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom. 12, 1). En el ser humano, tal como ha sido querido por Dios, las manos tienen por función realizar en Dios las acciones necesarias, servir a la voluntad divina, obrar por la justicia y, en particular, tenderse hacia Él en la oración. Del mismo modo, los pies tienen por función normal, permitir al hombre ir a servir a Dios y realizar el bien. La lengua, en lo que a ella se refiere, tiene por finalidad proferir palabras de verdad y cantar constantemente la gloria del Creador. Cada órgano corporal

obra de manera normal y sana cuando se ejerce en Dios, se mueve para Dios: el corazón sirviendo de centro a la plegaria y latiendo para Dios en la oración; los pulmones siguiendo el ritmo de esta... En resumen, el cuerpo está espiritualmente sano cuando tiende hacia Dios por todas sus actividades y se vuelve así templo del Espíritu Santo (1 Co. 6, 19), cuando sus sentidos están en «buen orden», cuando todos sus órganos son medios para llevar una vida virtuosa, caminos de contemplación e instrumentos de unión con Dios.

Por el pecado, ese orden se encuentra trastocado. El hombre, al apartarse íntegramente de Dios, desvió de su finalidad natural y normal sus sentidos y todos sus órganos corporales, para desviarlos contra la naturaleza hacia el mundo sensible. Así pervertidos y extraviados se vuelven enfermos. Tanto en el plano de su cuerpo como de su alma el hombre se encuentra alienado en una naturaleza caída contraria a su naturaleza fundamental y verdadera. Cuando el Apóstol habla del «hombre viejo», dice s. Macario, «él entiende por esto el hombre total, que tiene otros ojos además de nuestros ojos, otra cabeza además de nuestra cabeza, otros oídos además de nuestros oídos, otras manos además de nuestras manos, otros pies además de nuestros pies. Porque el Maligno ha manchado y trastornado a todo el hombre, alma y cuerpo; y lo ha revestido de un «hombre viejo» [...] que ya no se somete a la voluntad de Dios [...], de tal modo que el hombre ya no ve como quiere, sino que ve y oye de manera perversa, sus pies son diligentes para hacer el mal, sus manos cometen iniquidad y su corazón tiene malos designios». Los sentidos — en lugar de suministrar al espíritu una materia para su contemplación natural de las criaturas visibles— lo proveen de pretextos para una multitud de «pensamientos materiales y vanos». En lugar de estar subordinados a la inteligencia y de contribuir a su elevación hacia Dios, lo atraen y lo rebajan hacia el mundo sensible considerado en sí mismo, lo alienan y lo someten a éste, y le cierran así el acceso a las realidades espirituales. Es en este sentido que, s. Isaac el Sirio habla de «la enfermedad de las sensaciones». En lugar de servir a Dios y de realizar Su voluntad, los sentidos y los órganos corporales del hombre caído entran al servicio de sus deseos carnales, le sirven para cometer el pecado y mantener sus pasiones. En primer lugar los utiliza para obtener la voluptuosidad sensible que busca. Así, se sirve de sus ojos «de manera perversa» para suministrar a su codicia objetos sensibles y gozar de ellos por la mirada. Utiliza los oídos «de manera perversa» igualmente, al escuchar palabras malas y gozarse al prestar atención a palabras vanas que divierten su espíritu. El gusto entra al servicio de la pasión de la gastrimargia (gula). El olfato es «desviado hacia la variedad de los perfumes eróticos». El tacto sirve de órgano a múltiples pasiones. Apartadas de Dios, las facultades cognoscitivas dejan de interpretar según el Espíritu el dato sensible. Ya no perciben en los seres las energías divinas que definen su naturaleza auténtica, el hombre caído ya no tiene una percepción justa, objetiva, es decir, conforme a su realidad misma, adecuada a lo que ellas son verdaderamente. «Casi todo lo que vemos, no lo vemos tal cual es», constata s. Ambrosio. El hombre percibe los seres en función de sus deseos sensibles, los sitúa y los ordena, les da sentido y valor en función de sus pasiones. De esa manera, la percepción se vuelve subjetiva y variable, en la medida en que ya no concuerda con la realidad misma de los objetos sobre los cuales recae, sino que constituye una proyección de la conciencia caída de cada uno, y cambia según la forma, la repartición y el grado de sus deseos pasionales. El hecho de que, a pesar de esas diferencias, todos los hombres — considerados a groso modo— perciban por sus sentidos la realidad más o menos de la misma manera no significa, en absoluto, que su percepción sea objetiva, sino que manifiesta simplemente el acuerdo de las subjetividades que comparten una decadencia común, la unicidad fundamental de las deformaciones sufridas por la facultad perceptiva de los herederos de Adán. Asimismo, los órganos del cuerpo, por el pecado, se encuentran desviados de su finalidad original, de su función normal, y comienzan a obrar patológicamente. Al exponer las consecuencias del pecado ancestral, s. Atanasio explica cómo el alma hace obrar al revés todas las funciones corporales. «Así pone en movimiento las manos hacia una finalidad opuesta, haciéndoles cometer asesinato»; desvía los órganos sexuales «hacia el adulterio en lugar de la procreación legítima; en cuanto a la lengua, le hace pronunciar maldiciones, injurias, falsos juramentos en vez de palabras

de bendición»; el alma hace que las manos — insistimos— golpeen y roben a los hombres, nuestros semejantes; que los pies se desvíen «hacia la agilidad para derramar la sangre» (Salmo 13, 3), el estómago hacia la ebriedad y saciedad insatisfecha». S. Juan Crisóstomo escribe en el mismo sentido: «Miremos nuestros miembros: encontraremos que ellos también son causa de nuestra ruina si no estamos vigilantes; no por nuestra naturaleza, sino por nuestra negligencia». Al ejercer los sentidos y los órganos corporales contra la naturaleza, obran de manera insensata, loca. S. Nicetas de Stéthatos habla del «desatino» de los sentidos. Y s. Atanasio escribe, subrayando la implicancia del alma en este extravío: «Si un corredor montado a caballo en el estadio se distrajera de la meta a la que debe llegar, y se desviara para impulsar simplemente su caballo tanto como puede — y él puede tanto como quiere— y si ora se lanzara sobre los espectadores, ora se arrojara a los precipicios, dejándose llevar por la rapidez de sus caballos, pensando que al correr así no errará la meta, así (le sucede) al alma al apartarse de la ruta que conduce a Dios, y al impulsar los miembros del cuerpo fuera del camino que conviene o más bien dejándose arrastrar ella misma con ellos».

SEGUNDA PA RTE Nosografía, semiología y patogenia de las enfermedades espirituales Las pasiones 1.Las pasiones, enfermedades espirituales Desviando de Dios las diferentes facultades de su alma y de su cuerpo y orientándolas hacia la realidad sensible para buscar el placer, el hombre hace nacer en sí las pasiones (pathe), también llamadas vicios (kakíai). Los Padres afirman unánimemente que las pasiones no forman parte de la naturaleza del hombre. «Ellas no han sido incluidas en la imagen de Dios», recuerda s. Basilio. «Las pasiones no han sido creadas al comienzo con la naturaleza, ni forman parte de su definición» escribe s. Máximo. Son — dice s. Nicetas Stéthatos— «absolutamente extrañas, totalmente impropias a la naturaleza del alma». S. Isaac el Sirio hace notar en el mismo sentido: «Las pasiones vienen a agregarse (...) porque el alma es naturalmente impasible. (...) Nosotros creemos que Dios ha hecho al hombre a su imagen: impasible. Pues, cuando (el alma) se deja llevar por movimientos apasionados, ella está, al decir de todos, fuera de su naturaleza. Esto es lo que han afirmado los primeros Padres de la Iglesia. Enseguida las pasiones han entrado en el alma y no es justo decir que son lo propio del alma aunque incluso esta sería llevada por las pasiones. Pues está claro que el alma es llevada por lo que le es exterior y no por lo que le es propio». «El estado contra natura (del alma) es el movimiento pasional» es lo que dice el gran Basilio. Cuando el alma está en su estado natural, ella conduce su vida hacia lo alto. Cuando está fuera de su naturaleza, se encuentra abajo, sobre la tierra. Cuando está en lo alto se descubre impasible. Pero cuando la naturaleza está fuera de su orden propio, entonces las pasiones están en ella». Él mismo escribe en otra parte, usando un vocabulario médico: «es claro que la salud existe en la naturaleza antes de la irrupción de la enfermedad. Si esto es así — y es la pura verdad— la virtud está naturalmente en el alma. Lo que viene después está fuera de su naturaleza. De aquí que todos reconocen que la pureza es natural al alma y debemos afirmar que (las pasiones) no existen naturalmente. Porque la enfermedad es segunda, ella viene después de la salud». Este último pasaje sigue de muy cerca una nota de Evagrio: «Si la enfermedad es segunda con respecto a la salud, es evidente que la malicia también es segunda respecto de la virtud». S. Juan Clímaco afirma por su parte: «No hay, en cuanto a la naturaleza misma, ni vicio ni pasión en la naturaleza (del hombre); Dios, en efecto, no es el creador de las pasiones»; «Dios no es el autor, ni el creador del mal; se equivocan quienes afirman que las pasiones son naturales al alma». Las pasiones aparecen, por lo tanto, como el producto de una invención del hombre mismo, consecuencia del pecado ancestral. S. Macario enseña: «por la desobediencia del primer hombre hemos recibido en nosotros un elemento extraño a nuestra naturaleza, la malicia de las pasiones, constituidas en hábito y en predisposición inveterada, han devenido casi naturales». S. Máximo escribe igualmente: «Yo afirmo, habiéndolo aprendido del gran Gregorio de Nisa, que ellas han sido introducidas y como injertadas en la parte irracional del alma, a causa de la caída fuera de la perfección. Es por ello que en lugar de llevar la imagen bienaventurada y divina, desde el momento de la transgresión el hombre ha empezado a asemejarse clara y visiblemente a los animales sin razón». Las pasiones son, dicho de otra forma, el efecto de un mal uso del libre albedrío del hombre, fruto de su voluntad personal disociada de su voluntad natural en consonancia con Dios. Así s. Isaac escribe: «las pasiones vienen pues a agregarse, y la causa de este agregado está en el alma misma». S. Juan Damasceno precisa: «todo lo que ha hecho Dios es muy bueno, todo lo que persiste tal como ha sido creado es muy bueno. Lo que se separa voluntariamente de lo natural y va contra natura deviene malo. Todo lo que sirve y obedece al Creador es según la naturaleza. Cuando una criatura, voluntariamente, se rebela y desobedece a su Creador, establece el mal en sí misma». Solamente las virtudes — como lo hemos demostrado— pertenecen a la naturaleza del hombre, y desviándose de las virtudes él introduce en sí las pasiones, si bien estas últimas deben ser definidas en primer lugar en forma negativa, como la ausencia, la falta de virtud que les corresponde y que constituyen la semejanza del hombre con Dios. San Doroteo de Gaza explica así: «Nosotros hemos desterrado las virtudes e introducido en su lugar las pasiones (...) Poseemos naturalmente las virtudes que nos han sido dadas por Dios. Creando al hombre, Dios las ha puesto

en él según la palabra: "hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza" es decir, según la virtud. Dios nos ha dado, por lo tanto, las virtudes con la naturaleza. Pero las pasiones no son naturales: ellas no tienen ni ser ni sustancia, se parecen a las tinieblas que no subsisten por sí mismas, sino que existen por la privación de luz. Alejándose de las virtudes por amor al placer el alma provoca el nacimiento de las pasiones y después las afirma en ella» S. Juan Damasceno enseña de la misma manera: «El mal no es sino el alejamiento del bien lo mismo que las tinieblas son ausencia de luz. Esto significa que si nosotros, hombres, permanecemos en nuestro estado natural, estamos entonces en la virtud, pero si nos apartamos del estado natural, llegamos a un estado contra natura (para fisin), es decir, a los vicios». En el funcionamiento según su naturaleza, o dicho de otro modo, según la finalidad que Dios les ha asignado al crear la naturaleza humana, las virtudes constituyen, lo hemos visto, facultades, potencias o tendencias del hombre. Ellas corresponden al uso y al sentido normal y razonable (logicós) de esas facultades que son, lo hemos visto, orientar y elevar al hombre hacia Dios, logicós significa por otra parte para los Padres, conforme al Logos, a cuya imagen y semejanza ha sido creado el hombre. Las pasiones, al contrario, están constituidas por el funcionamiento contra natura — es decir, desviado de su finalidad natural y normal, dicho de otra manera, desviado de Dios— de las facultades del alma y de los órganos del cuerpo, por su desviación, su perversión, su mal uso (parakresis). S. Juan Damasceno define así las pasiones como una «desviación voluntaria del "según-la-naturaleza" al "contra-la-naturaleza"». S. Nicetas Stéthatos considera incluso que «las pasiones del alma son suscitadas por las potencias que van contra su naturaleza». S. Juan Clímaco escribe en el mismo sentido: «Nosotros mismos hemos cambiado en pasiones las cualidades constitutivas de nuestra naturaleza» S. Thalassios habla incluso de la transformación de las virtudes en vicios. Y s. Basilio Magno explica: «Hemos recibido de Dios la tendencia natural a hacer lo que él manda (...). Usando conveniente y lealmente de esas fuerzas vivimos santamente en la virtud; desviándolas de su fin nos embarcamos hacia el mal. Tal es, en efecto, la definición del vicio: el uso malo y contrario a los mandamientos del Señor, de las facultades que Dios nos ha dado para el bien, y tal por consecuencia la definición de la virtud que Dios exige de nosotros: el uso concienzudo de esas facultades según la orden del Señor» S. Gregorio de Palamás enseña igualmente que «el mal uso de las potencias del alma engendra las abominables pasiones». Y s. Máximo, que afirma a menudo el carácter contra natura de las pasiones, precisa en el mismo sentido: «Nada de lo que existe es malo, sino solamente el mal uso, seguido de la negligencia de nuestro espíritu para cultivarse según la naturaleza»; «el pecado en todas las cosas es el mal uso»; «los vicios se instalan en ella en la medida en que usamos mal de las potencias de nuestra alma: concupiscible, irascible y razonable». Esta es también una enseñanza de Evagrio, quien constata que los vicios destruyen «las actividades naturales del alma» y explica más largamente: «si toda la malicia es engendrada por la inteligencia, por la potencia irascible y por la potencia concupiscible, y nos es posible usar bien o mal de estas potencias, es evidente pues que por el uso contra natura de esas partes (del alma) nos llegan los males. Y si es así no hay nada que haya sido creado por Dios que sea malo». Orígenes constata igualmente: «Dios, el Autor de todas las cosas ha creado para el bien todos los movimientos del alma. Pero en la práctica se constata que los buenos objetos nos conducen al pecado, porque nosotros los usamos mal». Así s. Máximo puede hacer notar que le es suficiente al diablo «— que ha concentrado el combate contra la virtud y el conocimiento— desviar al alma por las potencias que están en ella», incitando al hombre a pervertir su uso, a invertir el sentido de su ejercicio. Las pasiones, en tanto que están constituidas por el desvío de las facultades de su meta divina normal y el uso contra natura de aquellas en vista de la obtención del placer sensible, son movimientos desordenados e irracionales del alma: «la pasión — dice s. Máximo— es un movimiento contra natura del alma consecuencia de un amor irracional o de una aversión irreflexiva por un objeto sensible cualquiera». Por esta razón, pero también a causa de todos los otros trastornos que les son inherentes y de los numerosos desórdenes que ellas producen en el alma, las pasiones pueden ser consideradas, a justo título, como formas de locura. S. Atanasio de Alejandría habla así de «hombres caídos en la locura de las pasiones». S. Juan Crisóstomo afirma: «los vicios no son sino locura» y explica por otra parte: «cada una de las funestas pasiones engendradas en nuestra alma produce en nosotros una suerte de embriaguez (...) y oscurece nuestra razón. Porque la embriaguez no es otra cosa que el alejamiento del espíritu fuera de sus caminos naturales, la

desviación de los razonamientos y la pérdida de la conciencia». El Eclesiastés escribía ya: «Yo me he aplicado a reconocer el mal por una locura» (Qo 7, 25). Y frecuentemente los Padres presentan la vida en el pecado y las pasiones como un estado de locura. Más a menudo todavía ellos utilizan el término enfermedad que para designar las pasiones y los pecados habituales que proceden de ellas. El término griego "pathos" que designa la pasión invita a ello por su común raíz con las palabras "pathe" y "pathema" que significan enfermedad, la proximidad entre esas nociones está prácticamente siempre implícita, pero muchísimas veces los Padres la establecen explícitamente. «Por la práctica del mal — escribe por ejemplo s. Doroteo de Gaza— tomamos un hábito extraño y contra natura y contraemos una suerte de enfermedad crónica». Las pasiones son «las enfermedades del alma» (psiché nosoi) afirma más netamente Clemente de Alejandría. S. Ammonas las califica del mismo modo. S. Nicetas Stéthatos habla de «la enfermedad de las pasiones». Lo mismo s. Macario. «El alma, escribe, ha caído desde la transgresión del mandamiento, en la enfermedad de las pasiones; Dios «sabe a qué males está sometida, cómo está impedida de cumplir las obras de la vida y cómo es presa de la abrumadora enfermedad de las pasiones degradantes». Evagrio califica «la malicia», — opuesta a la virtud y considerada en consecuencia como el conjunto de las pasiones— de «enfermedad del alma». S. Máximo enseña «lo que la salud y la enfermedad son al cuerpo vivo (...) la virtud y el vicio (lo son) en relación al alma». Y s. Isaac el Sirio escribe de la misma manera: «sucede en las cosas del alma como con las cosas del cuerpo. Si la virtud es naturalmente la salud del alma, las pasiones son su enfermedad». «Si no se purifica de las pasiones, el alma no sana de las enfermedades del pecado», hace notar además. «Hay muchas enfermedades en el alma» escribe Orígenes antes de enumerar a título de ejemplo diferentes pasiones. Estos no son más que algunos ejemplos entre todos los que veremos examinando cada pasión. Los Padres se han dedicado a clasificar esas pasiones-enfermedades. Constituyendo así una verdadera nosografía espiritual. S. Juan Casiano explica cómo es posible distinguir y clasificarlas con referencia a las diferentes "partes" del alma o facultades que ellas afectan, recurriendo para su demostración a una comparación precisa con las enfermedades corporales: «Todos los vicios — escribe él— no tienen más que una misma fuente y un idéntico origen. Pero, según la "parte", y por decir así, el miembro que está viciado en el alma, ella recibe nombres diversos de pasiones y enfermedades espirituales. La analogía de las afecciones corporales sirve a veces de prueba. Porque, aunque la causa en sí sea única, ella no deja de diversificarse en una suerte de enfermedades, según el miembro que es alcanzado. Si el humor maligno se asienta en la cabeza — que es como la ciudadela del cuerpo— da lugar a la cefalalgia; si invade los oídos o los ojos se contrae la otalgia o la oftalmia; si recae en las articulaciones o en las extremidades de las manos, es la enfermedad articular o la gota en las manos, si desciende hasta el extremo de los pies, la afección cambia de nombre para llamarse podagra o gota en los pies. Para una misma fuente de humor maligno hay tantos vocablos diversos como partes o miembros alcanzan. Asimismo, de las cosas visibles pasando a las invisibles podemos creer que la energía de los vicios se encuentra, de manera semejante, localizada en las diferentes partes y — si se puede decir así— miembros del alma. Ahora bien, los sabios distinguen en ella tres facultades: la razonable, la irascible y la concupiscible. Una u otra será alterada, necesariamente, cada vez que el mal nos ataque. Entonces, cuando la pasión mala toca alguna de esas potencias, según la alteración que ella determina el vicio particular recibe su denominación». En este texto que podríamos considerarlo como representativo de la manera de ver de los Padres, la pasión aparece concebida y definida, claramente, como enfermedad, no de una manera alegórica o simplemente como imagen, no como una simple comparación sino — como lo precisa Juan Casiano mismo— en razón de la analogía verdadera, ontológica, que existe entre las afecciones del cuerpo y las del alma, y que autoriza a que se hable de unas y otras en términos médicos idénticos. En la mayoría de los casos en que veamos que los Padres usan, para describir las pasiones, el vocabulario aplicado habitualmente a la patología corporal, debemos saber que no se trata de figuras de estilo sino más bien de una manera de expresarse perfectamente adecuada a la realidad que quieren describir de una manera precisa y directa; decir las cosas tal como son. La analogía existente entre los dos órdenes de realidades permitirá en principio describir las afecciones somáticas en términos reservados a las enfermedades del alma, y si los males del alma son presentados generalmente con el vocabulario de la patología corporal, es porque es más cómodo llegar de lo visible a lo

invisible que a la inversa, particularmente cuando se trata de instruir a aquellos que están poco familiarizados con las realidades espirituales. Un gran número de pasiones-enfermedades pueden afectar el alma del hombre caído, tantas cuantos son los movimientos patológicos de los que son susceptibles sus diferentes facultades, además, algunos de esos movimientos se combinan. S. Juan Casiano, ilustrando sus afirmaciones citadas más arriba, da esta clasificación : «Si la peste viciosa infecta la parte razonable, ella engendra la cenodoxia (vanagloria), el engreimiento, el orgullo, la presunción, la rigidez, la herejía. Si lastima la parte irascible hace nacer el furor, la impaciencia, la tristeza, la acedia, la pusilanimidad, la crueldad. Si corrompe la potencia concupiscible, produce la gula, la impureza, el amor al dinero, la avaricia, los deseos perniciosos y terrestres». S. Juan Damasceno, quien utiliza en su "Discurso útil al alma" el mismo principio de clasificación, elabora una lista más detallada. En otro lugar del mismo "Discurso", presenta un catálogo más largo todavía sobre la base de la distinción de las pasiones del alma y de las pasiones del cuerpo: «Las pasiones del alma son el olvido, la negligencia y la ignorancia, esos tres vicios por los cuales el ojo del alma — la inteligencia— enceguecida es sometida a todas las pasiones, que son la impiedad, la opinión falsa, es decir toda herejía, la blasfemia, el ardor, la cólera, la amargura, el arrebato, el odio a los hombres, el rencor, la calumnia, la condenación, la tristeza irracional, el miedo, la cobardía, la disputa, la rivalidad, los celos, la vanidad, el orgullo, la hipocresía, la mentira, la infidelidad, la avidez, el amor a la materia, las inclinaciones pasionales, la posesión de las cosas de la tierra, la acedia, la bajeza de alma, la ingratitud, la murmuración, la alienación, la presunción, la arrogancia, la venganza, el amor al poder, el deseo de complacer a los hombres, la astucia, la impudicia, la insensibilidad, la adulación, el disimulo, la hipocresía, la duplicidad, los consentimientos que la parte pasional del alma da a los pecados, la práctica continua de esos pecados, el extravío de los pensamientos, la filautía (...), el amor al dinero (...), la malignidad y la maldad. Las pasiones del cuerpo son la gula, la glotonería, la ebriedad (...), la lujuria, el adulterio, la falta de pudor, la impureza, el goce egoísta, el amor de los placeres de toda clase, la corrupción de niños (...) los malos deseos y todas las pasiones infames contra natura, el robo, el sacrilegio, el bandidaje, el asesinato y toda licencia y goce de las voluntades de la carne para confortar siempre más al cuerpo; los oráculos, los sortilegios, los presagios, los augurios, el amor a los adornos, la frivolidad, la indolencia (...), la ociosidad condenable, las distracciones, los juegos de azar, el mal uso apasionado de los placeres del mundo, la vida que ama el cuerpo». S. Máximo el Confesor, adoptando la clasificación establecida sobre la base de las tres funciones principales del alma, elabora una clasificación de las pasiones en otras tres categorías: las que derivan de la búsqueda del placer, las que provienen del evitar los sufrimientos, y las nacidas de la conjunción de esas dos tendencias. «Buscando obtener el placer y evitar el sufrimiento — escribe— el hombre inventa formas múltiples e innumerables de pasiones corruptoras, por ejemplo si por placer se cultiva el amor de sí mismo (filautía) se suscita en sí la gula, el orgullo, la vanidad, la presunción, la avaricia, la avidez, la tiranía, la arrogancia, la ostentación, la crueldad, el furor, el sentimiento de superioridad, la obstinación, el desprecio de los otros, la injuria, la impiedad, el libertinaje en las costumbres, la prodigalidad, la vida disoluta, la frivolidad, la venganza, la molicie, el insulto, el ultraje, la puntillosidad, la charlatanería, la obscenidad y todo otro vicio de ese género. Pero si el amor de sí mismo es mortificado por el sufrimiento, esto hace nacer la cólera, la envidia, el odio, la hostilidad, el rencor, el ultraje, la murmuración, la calumnia, la tristeza, la desesperación, la angustia, la falsa acusación a la Providencia divina, la insaciabilidad, la negligencia, el desaliento, el abatimiento, la pusilanimidad, la lamentación, la melancolía, la amargura, los celos y todos los otros vicios debidos a la privación del placer. La mezcla sufrimiento-placer, que engendra la malevolencia y la maldad, hace nacer en nosotros la hipocresía, la ironía, la astucia, la disimulación, la adulación, la complacencia, y todos los otros vicios nacidos de esa mezcla. Es imposible — agrega s. Máximo— enumerar todos esos vicios y examinar las formas bajo las cuales aparecen»: esta lista pues, a pesar de su extensión no es sino parcial, como la de s. Juan Damasceno precedentemente citada, y constituye un simple resumen de la innumerable multitud de pasiones que son susceptibles de afectar al hombre caído. Entre esas múltiples enfermedades espirituales, hay, sin embargo algunas que son más fundamentales que otras, más generales y genéricas (genicótatoi), significando este último término que ellas contienen el poder de engendrar a todas las demás.

Esas pasiones principales son ocho. Evagrio da la clasificación siguiente: «Ocho son en total los pensamientos genéricos que comprenden todos los pensamientos: el primero es la gula (gastrimargía), después viene la lujuria (porneia), el tercero es la avaricia (filargyría) , la cuarta es la tristeza (lupe), la quinta la cólera (orgé), la sexta la acedia (akedía), la séptima la vanagloria (kenodoxía), el octavo el orgullo ('yperefanía)». Este catálogo fijado por Evagrio ha llegado a ser tradicional en la ascética ortodoxa. Las ocho pasiones genéricas corresponden a las siete naciones a vencer, más Egipto ya vencido de las cuales habla el libro del Deuteronomio. A veces, los Padres juntan el orgullo y la cenodoxia en un solo vicio, y no admiten, de este modo, más que siete pasiones que corresponden entonces a los siete demonios de los que habla el Evangelio. (Mt. 12,45; Mc. 16, 9; Lc. 8, 2; 11, 26). Como fuente de esas ocho pasiones principales y de todos los otros vicios que se derivan de ellas, se encuentra la filautía (philautía) o amor egoísta de sí. Todas las pasiones derivan de aquella, pero ella es la causa primera de tres pasiones fundamentales que preceden y engendran las otras cinco dentro de las ocho principales, después todas las demás: estas son la gastrimargia, la philargyria y la cenodoxia. «La filautía, lo he dicho a menudo — escribe s. Máximo— es la fuente de todos los pensamientos pasionales. De ella nacen, en efecto los tres vicios genéricos de la concupiscencia: gula (gastrimargía), avaricia (filargyría) y vanagloria (kenodoxía)». Esto corresponde a la enseñanza de Evagrio: «Los demonios que se oponen a la "praxis", los primeros en hacernos la guerra son aquellos que tienen a su cargo los apetitos de gastrimargia, los que sugieren la philargyria, y los que invitan a la gloria humana. Todos los demás vienen después». «Por esto — hace notar— el diablo insinúa esos tres pensamientos al Salvador, invitándole primeramente a cambiar las piedras en pan, prometiéndole luego el mundo si se postra para adorarlo, y en tercer lugar diciéndole que sería glorificado si lo escuchaba». Esas tres pasiones primordiales son, en cierto modo, las más inmediatas, las que aparecen en primer lugar y son las más difundidas en la vida del hombre. Y son ellas las que abren las puertas a todas las demás: «nadie cae en poder de un demonio, si antes no fue herido por esos jefes de fila» hace notar Evagrio. Veremos, por otra parte que en tanto el hombre no los haya vencido, no puede ser liberado de los demás; cuando, al contrario, los supera, puede fácilmente eliminar los que queden. Esas tres pasiones principales tienen tres descendientes inmediatos, enseña s. Máximo: «de la gastrimargia (gula) nace la lujuria, de la philargyria (avaricia) la pleonexia (codicia), de la cenodoxia (vanagloria) el orgullo». Todas las demás vienen de todas ellas indiferentemente. Señalemos sin embargo que este orden de producción no tiene un valor absoluto, sino que es solamente indicativo de lo que sucede generalmente, y tal pasión conduciendo a tal otra más que causarla, hablando con propiedad, la favorece. Si es verdad, por otra parte que una pasión abre la puerta a otra (por ejemplo la gula a la lujuria), no es el único factor que la favorece. De una manera general, la clasificación de las pasiones que acabamos de presentar no es limitativa y exclusiva, como ya lo hemos hecho notar, y no debe en ningún caso ser comprendida de manera rígida y escolástica. Los Padres dan, por otra parte, a veces en forma paralela, catálogos de pasiones diferentes según las circunstancias de su enseñanza. Tales clasificaciones no tienen un valor absoluto, sino que constituyen instrumentos cómodos para la enseñanza espiritual y la práctica ascética, en tanto que permiten una comprensión más fácil de las cosas y una aproximación más simple de una realidad compleja y multiforme y nosotros mismos tendremos de recurrir a ellos. Es evidente, por otra parte, que los tipos de filiación entre las pasiones que hemos mostrado no indican sino tendencias generales y no excluyen otros modos de generación ni otros géneros de relaciones. Los Padres enseñan, incluso habitualmente, que las pasiones están todas relacionadas unas con otras, se implican y se refuerzan mutuamente, afirmando que cada pasión engendra a todas las demás. S. Marcos el Monje escribe: «No nos debe parecer extraño el ser atraídos con violencia no solamente por los pensamientos que amamos, sino también por los que odiamos; en la medida en que hay una afinidad mala entre ellos, las sugestiones cooperan a nuestros deseos y recíprocamente; cuando cada pensamiento está bien arraigado en aquel que lo acaricia, este lo pasa al siguiente, de modo que es conducido, de la misma manera por el segundo, sin que se dé cuenta de ello, arrastrado forzosamente por su relación con el primero». s. Gregorio de Nisa insiste más extensamente todavía sobre esta interdependencia de las pasiones que hace que se llamen una a otra: «Estos males se sostienen, por así decirlo, uno a otro, de modo que si a

alguien le sobreviene uno de ellos, arrastrado por una cierta necesidad natural, entra también inevitablemente con él, como se produce en una cadena, cuando uno ha tirado del extremo: no es posible que el resto de la cadena permanezca inmóvil, sino que el eslabón que se encuentra al final de la misma se mueve con el primero, puesto que el movimiento se propaga de uno al siguiente y de manera continua, a partir del comienzo, por los eslabones intermedios.. Así las pasiones humanas se encuentran enlazadas y unidas unas a otras, y si una toma la delantera, arrastra a los otros males que a su vez entran en el alma». Debemos hacer notar, por otra parte, que el orden en el que las pasiones se presentan y se engendran es variable según las personas. Así lo hace notar s. Juan Casiano, «las ocho pasiones principales hacen juntas la guerra al género humano, pero sus ataques no se presentan de la misma manera en todos indistintamente». «Aquí es el espíritu de lujuria el que tiene el primer rango, allá domina la cólera. La cenodoxia reivindica el cetro en éste, en aquel el orgullo detenta la soberanía. Y si bien cada uno de nosotros ha de sufrir los asaltos de todas, no lo será de la misma manera ni en el mismo orden como seremos atormentados». Como lo indica aquí s. Juan Casiano, sería ilusorio para el hombre caído creerse exento de pasión, o solamente afectado por tal o cual pasión. Si alguna pasión parece no encontrarse en nosotros es porque ella no ha aparecido o no se manifiesta en este momento; existe sin embargo en algún grado en el alma y es susceptible de manifestarse en cualquier instante por poco que las circunstancias se presten a ello. Hay, en todo caso, en el alma una economía de las pasiones tal que cuando una pasión existe con poca intensidad e incluso parece ausente, su falta relativa está compensada por el mayor desarrollo de otra u otras. Se puede así constatar, por el contrario, que personas en las cuales tal o cual pasión está particularmente desarrollada se encuentran casi exentas de otras pasiones o al menos aparecen en un grado muy débil. A veces la simple actividad intensa de los que están muy ocupados por asuntos y ocupaciones mundanas en general es suficiente para hacer desaparecer en ellos ciertas pasiones: esto sin embargo no es verdadero sino provisionalmente porque uno puede verlas reaparecer cuando esa actividad decrece su intensidad. S. Juan Clímaco nos cita un ejemplo de esos procesos que él mismo ha podido observar: «Yo he visto mucha gente viviendo en el mundo escapar de la tiranía de los deseos carnales por el simple hecho de las inquietudes, las preocupaciones, las conversaciones y las vigilias consagradas a los asuntos terrestres; pero una vez en la vida monástica y libres de toda preocupación, ellos se han dejado corromper lamentablemente por el ardor del cuerpo». Entre las diferentes pasiones, son la vanagloria y el orgullo los que poseen en más alto grado la capacidad de hacer desaparecer otras pasiones, tomando su lugar. Así la cenodoxia (vanagloria) en algunos casos, aparece como el enemigo de la gula, ella expulsa a menudo los pensamientos de la acedia y de la tristeza y también la cólera y la lujuria. El orgullo igualmente tiene el poder de expulsar del alma todas las otras pasiones y ocupar todo su lugar, esto es porque es el principio de todas y las contiene de alguna manera sintéticamente a todas. El hombre orgulloso puede así aparecer como exento de todas las otras pasiones, fuera del orgullo. El orgullo, sin embargo, no puede ser reemplazado por ninguna otra pasión y subsiste en todo hombre que no haya sido liberado por Dios. «Sucede a veces — escribe s. Juan Clímaco— que las pasiones se retiran de algunos fieles, e incluso de ciertos infieles, salvo una sola (que es el orgullo); la cual queda como el más grande de todos los males que, por sí mismo, ocupa el lugar de todas las demás». A menudo los Padres llaman «pensamientos» a las pasiones o «pensamientos pasionales» o «pensamientos carnales», o «pensamientos malignos», porque ellas (las pasiones) se manifiestan al hombre ante todo como pensamientos, que luego se traducen o no en actos. «Uno no pecaría jamás en acto si primero no hubiera pecado en el pensamiento» — hace notar s. Máximo— es el «mal uso de los pensamientos lo que tiene como consecuencia el mal uso de las cosas» insiste. Incluso las pasiones que parecen proceder del cuerpo, en verdad tienen su origen en los pensamientos del alma. Todo «lo que uno imagina generalmente que el cuerpo busca — escribe s. Simeón el Nuevo Teólogo— no es el cuerpo sino el alma la que, por su intermedio busca todo esto». Esos pensamientos por los cuales se expresan en primer lugar las pasiones pueden ser sin embargo, como lo veremos, inconscientes en primera instancia y no revelarse sino en ciertas condiciones.

Las pasiones son también, con frecuencia, llamadas por los Padres «espíritus malignos», o «espíritus malos», o «espíritus malvados», porque ellas son inspiradas y sostenidas por los demonios, y manifiestan otros tantos dominios de ellos sobre el alma del hombre. Cada tipo de pensamiento o de pasión tiene por otra parte, según los Padres un demonio que le corresponde. Por medio de cada pasión, los demonios poseen en cierta manera el alma y el cuerpo del hombre y ejercen sobre ellos un poder tiránico. Las pasiones son también designadas como «carne» o «mundo». S. Isaac el Sirio escribe así: «El mundo constituye el nombre global que designa todas las pasiones singulares. Cuando queremos nombrar globalmente las pasiones las llamamos "mundo". Pero cuando queremos designarlas una por una por sus nombres propios las llamamos pasiones». Igualmente la palabra «carne» en el vocabulario paulino y patrístico no designa, generalmente, el cuerpo sino las pasiones que conciernen al alma y al cuerpo, así como los pensamientos pasionales del alma, la palabra «mundo» utilizada en este contexto no designa la creación, sino «la conducta carnal y la preocupación de la carne». Este es el sentido último de la palabra «mundo» que encontramos en este pasaje de s. Juan «No amen el mundo ni nada de lo que está en el mundo. Porque todo lo que hay en el mundo: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida, vienen no del Padre sino del mundo» (1 Jn. 2, 15-16). Las pasiones engendran en el alma toda suerte de desórdenes, de trastornos, de dislocaciones. «Desde que una sola llega a perturbar el orden — escribe s. Gregorio Magno— se encuentra seguramente otra preparándose para causar estragos. Y esto es tan pertinente que la Escritura (Job 35, 25) dice que los jefes exhortan y que el ejército profiere gritos: Cuando en efecto, los principales vicios, bajo cualquier pretexto se han incrustado en el alma engañada, la innumerable multitud de aquellos que le siguen arrastran a esta alma a toda clase de locuras y la perturban con un clamor que uno podría tachar de bestial»; «la desgraciada alma que se ha dejado hechizar aunque fuera una sola vez por estos vicios principales bajo el golpe de los pecados que se multiplican, se vuelve loca y se encuentra asolada por una jauría salvaje del todo bestial», dice. Las pasiones producen entonces en el alma un estado de sufrimiento análogo al que puede producir en el cuerpo las enfermedades físicas. S. Doroteo de Gaza escribe así: «Si alguno descubre tener un cuerpo melancólico, mal equilibrado, ¿no es ese desequilibrio lo que le quema, lo que le perturba sin cesar y atormenta su vida? Del mismo modo, el alma invadida por las pasiones no cesa de ser torturada, la desgraciada, por su propio hábito vicioso». S. Juan Crisóstomo afirma incluso que «el alma sufre más por los pecados que el cuerpo por las enfermedades». Para sanar al hombre de las enfermedades que constituyen las pasiones, para librarlo de la locura que engendran y aliviar los sufrimientos que provocan, así como por otra parte para preservarlo, es indispensable primeramente, conocerlas bien. «Si no se ha expuesto las formas variadas de una enfermedad, si no se ha inventariado su origen y sus causas, no se podrá aplicar al enfermo el tratamiento adecuado ni permite a los sanos conservar la salud» dice s. Juan Casiano. Y s. Juan Crisóstomo hace notar que «es costumbre de la Escritura no limitarse a dar a conocer la falta de alguien sino que nos instruye al mismo tiempo acerca del motivo que le conduce a pecar: si ella se comporta así, es a fin de garantizar la salud a aquellos que están sanos contra los riesgos de semejantes caídas . Así hacen los médicos que visitan a los enfermos: antes incluso de examinar el mal, buscan la fuente, a fin de reprimir el mal en su principio». «Los enfermos nunca podrán sanar, ni encontrarse los remedios para los problemas de su salud si no se busca primero en una investigación minuciosa, sus orígenes y sus causas», escribe s. Juan Casiano. S. Juan Clímaco dice igualmente: «Yo aconsejo a cada uno de los enfermos que busquen con cuidado muy exacto el método que deben seguir para tratarse. Ahora bien, el primer punto del tratamiento es reconocer la causa de su enfermedad; cuando haya sido encontrada, en efecto, los enfermos recibirán de la Providencia de Dios y de sus médicos espirituales el remedio eficaz». S. Simeón el Nuevo Teólogo enseña en el mismo sentido: «El monje no solamente debe conocer y comprender las modificaciones y transformaciones que se producen en su alma, sino también sus causas: cuál puede ser su naturaleza, de dónde vienen». Este estudio minucioso de las causas y orígenes de las pasiones tiene por otra parte, por sí mismo un valor terapéutico. S. Juan Casiano relata que algunos han sido curados de sus enfermedades espirituales por el simple hecho de haber escuchado a los Padres espirituales

explicar las diferentes causas, formas y manifestaciones de las pasiones-enfermedades y presentar los remedios capaces de ponerles fin. «Los Ancianos — escribe— tienen costumbre de exponer esto en sus conferencias, y más aún, para la instrucción de los jóvenes. Reconocíamos a menudo, algunos elementos en nosotros mientras los Ancianos hacían la exposición completa, y éramos curados aprendiendo, sin decir nada, los remedios al mismo tiempo que las causas de los vicios que nos minan». La descripción minuciosa y metódica de las pasiones por los Padres se presenta como una verdadera nosología y una auténtica semiología médica, destinada ante todo a la elaboración metódica, rigurosa y eficaz de la terapéutica de esas enfermedades espirituales. Esta terapéutica se inicia, como acabamos de ver, desde la descripción, en tanto que esta permite al hombre situarse, conocer y comprender los movimientos de su alma, descubrir su significación profunda, y tomar ya sus distancias frente al mal que lo afecta o corre el riesgo de alcanzarlo, y ya no ser determinado ciegamente por mecanismos que ignora que lo perturban y le hacen sufrir. Por otra parte los Padres describen no sólo las enfermedades aparentes y fácilmente reconocibles, sino igualmente las que, aunque presentes en el corazón, permanecen escondidas para aquellos cuyo discernimiento espiritual no está afinado, así como aquellas que no existen sino en germen pero amenazan desarrollarse si no se tiene cuidado. Esta nosología y esta semiología tienen ya una función terapéutica, pero igualmente, y más generalmente, profiláctica. S. Juan Casiano explica a este respecto: «Así como los más experimentados médicos no se contentan generalmente con curar las enfermedades presentes, sino en su sabia experiencia se adelantan a las enfermedades futuras y las previenen por prescripciones y remedios saludables, así también los auténticos médicos de almas, de antemano, en las conferencias espirituales, como por un celeste antídoto, van destruyendo las enfermedades del corazón antes que aparezcan y no admitiendo que se desarrollen en el espíritu de los jóvenes, les descubren la causa de las pasiones que les amenazan y los remedios que les dan la salud».

+ 2. LA FILAUTÍA La filautía es considerada por muchos Padres como la fuente de todos los males del alma, la madre de todas las pasiones, y en primer lugar de las tres pasiones genéricas de la cual todas las demás derivan: gastrimargia (gula), filargyria (avaricia) y cenodoxia (vanagloria). «Incontestablemente — escribe s. Máximo— es la que engendra la locura de los tres pensamientos primeros y fundamentales». Existe una forma de filautía virtuosa, que pertenece a la naturaleza del hombre, que recomienda Cristo en el marco del primer mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 19, 19; 22, 39. Lc. 10, 27) y que consiste en amarse a sí mismo como criatura a imagen de Dios y por lo tanto en amarse en Dios y amar a Dios en sí. La filautía-pasión es una perversión de esta filautía virtuosa y consiste por el contrario en el amor propio en el sentido primero y no edulcorado de ese término, es decir, en el amor egoísta de sí, en el amor del yo caído, desviado de Dios e inclinado hacia el mundo sensible, llevando desde entonces una vida carnal y ya no espiritual. Por esta última razón, la filautía es generalmente definida como un amor o una pasión por el cuerpo y «por sus inclinaciones pasionales». Aquí debemos entender por cuerpo no tanto el componente somático mismo, tal como ha sido creado por Dios en el origen, sometido al alma y espiritualizado, cuyos órganos estaban todos orientados hacia Dios, sino más bien el cuerpo caído al que el alma se subordina y que se vuelve, por sus sentidos y por sus miembros, el órgano primordial de conocimiento y goce del mundo, considerado desde un punto de vista exclusivamente sensible, es decir, independiente de Dios. El cuerpo, dicho de otra manera, designa aquí lo que el Apóstol y la tradición llaman generalmente la carne (sards). S. Teodoro de Edesa también definía la filautía como «disposición pasional» y como «la satisfacción de acuerdo con las voluntades carnales». S. Nicetas de Stéthatos escribe en el mismo sentido: los psíquicos «dominados por la filautía (...) ponen todas sus preocupaciones en la salud y el goce de la carne». Y por otra parte él subraya el alcance general de esta pasión: «la filautía es el amor insensato del cuerpo. Lleva (...) a amarse a sí mismo, a amar su alma, a amar su cuerpo». S. Máximo explica así ese proceso que conduce al hombre de la ignorancia de Dios a la filautía y de la filautía a las pasiones: «Esta ignorancia (...) aleja completamente al hombre del conocimiento divino para emplear su existencia únicamente en el conocimiento pasional de las cosas sensibles. Entregado así libre y únicamente, a las emociones de los sentidos, como las bestias desprovistas de inteligencia, el hombre alejado de la belleza espiritual y divina, encuentra, a través de la experiencia de la parte exterior y corporal de su naturaleza, una creación que es elevada al lugar de Dios, porque ella responde mejor a las necesidades de su cuerpo. Como el cuerpo es de la misma naturaleza que la creación elevada al lugar del Creador, el hombre cubre su propio cuerpo de amor y de múltiples cuidados. En efecto, no se puede adorar la creación sino cuidando su propio cuerpo (...). Consagrado a la servidumbre corruptora de su propio cuerpo y cautivado por la filautía, el hombre deja desarrollar en sí, sin cesar, las pasiones del goce y del sufrimiento. En efecto, la filautía aparece fundamentalmente ligada al placer: es búsqueda de goce sensible, carnal, búsqueda que — lo hemos visto— es determinante en el proceso de la caída del hombre, en relación con la ignorancia de Dios que la refuerza y que ella refuerza a su vez. S. Máximo explica : «Cuanto más el hombre se inclinaba hacia las cosas sensibles, sólo a través de sus sentidos, más lo abrumaba la ignorancia de Dios; más era encadenado por la ignorancia de Dios, más se entregaba al goce de las cosas materiales conocidas por experiencia, más se impregnaba de este goce, más excitaba su filautía que es su consecuencia; más cultivaba la filautía, más inventaba múltiples medios para obtener el placer, fruto y meta de la filautía». Al mismo tiempo que a la búsqueda incesante y multiforme del goce, la filautía impulsa al hombre a evitar el dolor que sigue inevitablemente al placer. Como respuesta a esta doble tendencia, según s. Máximo, nacen todas las pasiones . Este último punto lo hemos tratado precedentemente, por lo tanto examinaremos a continuación sólo los otros efectos patológicos de la filautía, que s. Nicetas Stéthatos considera tanto en razón de sus consecuencias como de su naturaleza, como «un mal inmenso».

El hombre no tiene realidad verdadera si no es en Dios, por lo tanto, amándose independientemente de Dios no puede amarse verdaderamente a sí mismo, y se ilusiona creyendo amarse. S. Teofilacto de Bulgaria escribe: «Filáutico es aquel que no ama nada más que a sí mismo, en consecuencia no tiene ni siquiera amor por sí mismo». El filáutico no sólo no se ama, sino que, sin saberlo, se odia. Es — dice s. Máximo— «amante de sí contra sí mismo. En efecto, al negar a Dios por el amor exclusivo a sí mismo, se niega a sí mismo en su ser esencial, renuncia a su destino divino y se separa de la fuente de su vida verdadera, efectuando — como ya lo hemos hecho notar— un suicidio espiritual. «Es verdaderamente terrible», escribe s. Máximo evocando la filautía, «hacer morir voluntariamente, por el amor de las cosas corruptibles, la vida que hemos recibido de Dios por el don del Espíritu Santo». Así el hombre deja de practicar las virtudes (que son correlativas de su orientación hacia Dios) y abre la puerta a las pasiones, haciéndose el mayor daño, puesto que ellas introducen en él tantas enfermedades, perturbaciones, desgarramientos, sufrimientos de toda clase. Viviendo en la filautía y su cortejo de pasiones; «los hombres — dice s. Máximo— honran la causa misma del aniquilamiento de su existencia y persiguen ellos mismos, sin saberlo, la causa de su corrupción. (...) Los hombres, como fieras destruyen su propia naturaleza». «Oh, la filautía, origen del odio universal!» escriben Evagrio, s. Teodoro de Edesa y s. Juan Damasceno, por ella el hombre odia a Dios, a sí mismo, pero también al prójimo. El amor de Dios y de sí mismo en Dios, implica para el hombre el amor a su prójimo (cf. 1 Jn. 5, 1) portador como él de la imagen de Dios, llamado como él a ser hijo de Dios por adopción y dios por gracia; cada hombre es para él un semejante y un hermano en quien encuentra a Dios y se encuentra, o al menos encuentra otro miembro del mismo cuerpo, otra parte de la única naturaleza humana. Ignorando a Dios por la filautía, el hombre ya no puede amar verdaderamente a su prójimo, porque ya no le es evidente lo que fundamenta este amor y ya no percibe el lazo trascendente que une a los hombres entre sí y a él mismo. El filáutico, por su sinrazón (alogía, es decir por su no percepción del Logos, principio de unidad de lo que está distante al mismo tiempo que por su separación de Él) provoca la división de lo que está unido. Así la filautía está en el origen de «esta división que reina actualmente en la naturaleza» A causa de ella «la naturaleza humana se desmorona en mil pedazos» dice s. Máximo el Confesor que escribe además: «La filautía nos aleja traidoramente (...) de Dios y de los otros; (...) hace la disección de la única naturaleza en numerosas secciones» Separándose de los otros por la filautía, el hombre desgarra sus propios miembros. Ahora bien, hace notar s. Juan Crisóstomo, «desgarrar sus propios miembros, es la acción de un furibundo y un loco». El filáutico, al no percibir ya en su prójimo lo que constituye su realidad profunda y al dejar de estar unido espiritualmente a él, se priva de toda relación auténtica . Por eso se instauran entre los hombres relaciones superficiales donde reina la desconfianza recíproca, incluso la ignorancia mutua, la insensibilidad de unos frente a otros, y la ausencia de comunicación verdadera, hasta en las situaciones de proximidad objetiva, como las de la célula familiar. Para el filáutico, los otros hombres dejan de ser prójimos, hermanos como hijos todos de un mismo Padre y que comparten en Dios la misma naturaleza, para devenir extraños (Col. 1, 21) y todavía peor: rivales y enemigos (Cf. ibid.). Pero esto es también porque el filáutico busca ante todo su propio placer por el cauce de las múltiples pasiones que engendra la filautía, que se opone al amor al prójimo y lleva al odio. En lugar de poner la mira en el provecho y el bien del otro, el filáutico busca la afirmación de sí mismo y su propio interés. Para él, su prójimo a menudo no es más que un simple medio de obtener los placeres que quiere alcanzar y se encuentra así reducido al rango de objeto. Puede ser igualmente, para él un competidor, un rival en la afirmación de sí mismo y la búsqueda del placer, entonces dirige hacia él toda su agresividad. Dice s. Máximo que es la filautía la que «por amor del placer nos hace volver unos contra otros, con ferocidad, nuestra potencia de cólera». «La filautía — señala además s. Máximo— bestializa la más dócil de las naturalezas y hace la disección de la humanidad, esencialmente una, en partes numerosas y antagónicas o — la expresión no puede ser más negativa— mutuamente destructivas». En esto reside, igualmente, la división de la naturaleza humana evocada más arriba; como lo hace notar el mismo santo: «La filautía de los hombres (...) los ha dirigido unos contra otros (...) de allí la división de la única naturaleza en muchas partes»

Allí donde está el amor de Dios, «Cristo es todo en todos» (Col. 3, 11) y «no hay griego ni judío, ni circunciso ni incircunciso, ni bárbaro ni escita, ni esclavo, ni hombre libre» (ibid), «ni hombre ni mujer» (Gal, 3, 28). Donde reina la filautía, al contrario, no vemos sino oposiciones, divisiones, rivalidades, envidias, celos, disensiones, enemistades, querellas, agresividad, manifestaciones todas que son frutos de esta pasión, así como la insociabilidad, la injusticia, la explotación de unos por otros e incluso los asesinatos y las guerras. La filautía aparece así profundamente patógena en muchos planos y es considerada por los Padres, tanto en su naturaleza como en sus efectos, como el signo de un hombre que se volvió insensato, siendo ella misma insensata y profundamente irracional. Esos efectos patógenos se deben a que ella misma es una enfermedad que consiste en la inversión contra natura de una tendencia natural del hombre: el amor de sí virtuoso, indisolublemente ligado al amor de Dios y al amor al prójimo. Escribe s. Máximo: «Por la filautía, (...) el diablo nos ha separado decididamente de Dios y los unos de los otros: ha torcido lo que era recto, de esta manera, ha dividido la naturaleza». En las páginas que siguen vamos a examinar las principales enfermedades engendradas por esta enfermedad primera y fundamental.

+ 3. La gastrimargia (gula) La gastrimargia (gula) se puede definir como una búsqueda del placer de comer, o dicho de otra manera como el deseo de comer en vistas del placer, o también negativamente, en relación con la virtud cuya negación constituye, como la intemperancia de la boca y del vientre. Esta pasión toma dos formas principales: 1. Puede recaer esencialmente sobre la calidad de los alimentos, entonces busca comidas sabrosas, finas, delicadas, desea que los alimentos estén aderezados con cuidado; 2. puede también recaer principalmente sobre su 21 cantidad, es entonces el deseo de comer mucho . En el primer caso, se busca ante todo el placer de la boca, del gusto; en el segundo caso es el placer del vientre o de los órganos digestivos en general. En los dos casos hay una búsqueda de un cierto tipo de placer corporal, por eso la gastrimargia puede ser clasificada entre las «pasiones del cuerpo». Pero aunque el cuerpo esté directamente implicado, la gastrimargia no procede directamente de sus necesidades: una prueba es que el deseo sobrepasa a menudo la necesidad, a veces incluso por lejos, como es notable en el caso de la bulimia. Esto permite considerarla también como una pasión del alma. Evagrio la llama, por otra parte, pensamiento pasional, y también s. Máximo. En efecto, el cuerpo interviene sólo como instrumento para la ejecución del deseo del alma. Evagrio puede escribir entonces: «Aquellos que tienen el mal de nutrir demasiado bien su carne (...) que se culpen a sí mismo y no a ella». No es la idea de que la comida sea en sí impura y mala o que la función de nutrición comportara algo malo lo que hace considerar la gastrimargia como una pasión, como dice Cristo, «no es lo que entra en la boca lo que hace impuro al hombre» (Mt. 15, 11), y como enseña el Apóstol, «todo lo que Dios ha creado es bueno, y ningún alimento está proscripto si uno lo toma con acción de gracias» (1 Tim. 4, 4). Detestar los alimentos por sí mismos como cosas malas, sería «una abominación y una pura sugestión del diablo» precisa s. Diadoco de Foticé, que agrega: «comer y beber dando gracias a Dios por todo lo que uno se sirve o prepara no se opone de ningún modo a la regla de la ciencia, porque "todo es bueno" (Gn. 1, 31)». Esta pasión no consiste pues en la comida en sí misma, en su calidad, sino en una cierta manera de usar de ella, como lo indica s. Gregorio el Grande: «El vicio no está en la comida, sino en la manera de absorberla. Porque es del todo posible tomar alimentos finos sin ninguna falta mientras que ingerir otros mucho más groseros puede tacharse de falta». Sin embargo no es en el acto mismo de comer donde se encuentra la pasión, sino en la intención que lo preside, y en la meta que el hombre le asigna. «En el uso de la comida, una misma es la acción de comer por necesidad y de comer por placer, pero el pecado está en la intención», precisa s. Doroteo de Gaza. La pasión reside, pues, en una cierta actitud del hombre frente a la comida y a la alimentación, más precisamente en una desviación de la finalidad natural de aquellas. En efecto, los alimentos han sido dados por Dios a los hombres con un fin preciso, y hacerlos servir para otros fines es pervertir su uso, es hacer una mala utilización. «Las cosas que comemos — escribe s. Máximo— han sido creadas para un doble fin: alimentarnos y servir de remedio. Comer por otros motivos es hacer un mal uso de lo que Dios nos ha dado para nuestra utilidad. Por lo tanto, el hombre respeta la finalidad natural de los alimentos y de la nutrición cuando se alimenta por necesidad, para mantener o preservar la vida de su cuerpo, para guardar o recobrar la salud, pero hace de la comida y de la función nutritiva que hay en ella un uso contra natura cuando la convierte en un medio de placer.

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Esta distinción la hace Doroteo de Gaza que llama laimargia a la primera forma y gastrimargia propiamente dicha a la segunda (Conferencias XV). S. Juan Casiano agrega otra forma que él coloca en primer lugar (Conferencias V, 11; Instituciones cenobíticas V, 23) el deseo de adelantar el momento de la comida. Gregorio el Grande distingue cinco modos de manifestación de la gastrimargia (Morales sobre Job XXX, 18), el primero corresponde a la primera forma citada por Casiano, y los otros cuatro pueden ser repartidos entre las dos grandes categorías distinguidas por Doroteo.

La gastrimargia no consiste entonces en el deseo de la comida misma, sino en el deseo del placer que se puede alcanzar al consumirla. Por eso, el abuso que constituye la pasión no consiste solamente en alimentarse más allá de lo estrictamente necesario a las necesidades del cuerpo, sino también en buscar el placer incluso en lo necesario. Por la pasión de la gastrimargia (gula) el hombre comete el mal porque, buscando la voluptuosidad en la comida, hace pasar antes del deseo de Dios, el deseo de la comida y del placer que encuentra al consumirla, y abandonándose a ese placer carnal se desvía y se priva del gozo de los bienes espirituales que son superiores. La actitud gastrimárgica en el fondo es idolátrica: los hombres que se entregan a ella «tienen su vientre por dios», dice s. Pablo (Fil. 3, 19). «El vientre es un dios sensible para aquellos que son esclavos de su estómago» hace notar s. Gregorio de Palamás. En efecto, por ella el hombre sacrifica a su vientre y a su boca en lugar de sacrificar a Dios. Hace de su sentido del gusto y de sus funciones nutritivas el centro de su ser, lo esencial de sí mismo, y en cierto modo, se reduce a ellos. Hace de la comida un objeto de preocupación importante, incluso en ciertos casos, casi exclusiva, y descuida entonces lo que debería interesarle y ocuparle en primer lugar e incluso exclusivamente. A ella (la comida) le rinde el culto debido sólo a Dios y sobre ella desplaza y refiere los deseos cuyo objeto exclusivo debería ser Dios. Por la pasión de gastrimargia, la comida adquiere, por otra parte, un valor por sí misma y sirve al placer sensible en lugar de ser considerada como un don de Dios y de servir para la glorificación de Aquel que la ha creado. En esto consiste igualmente el desvío de su finalidad natural que es también dar gracias a Dios. Cristo mismo revela esta finalidad y nos da el ejemplo de la actitud normal cuando él da gracias al Padre antes de distribuir la comida a los que lo rodean (Mt. 15, 36; Mc. 8, 6; Jn., 6, 11; 6, 23). Y s. Pablo afirma claramente que Dios ha creado los alimentos para que sean tomados con acción de gracias (1 Tim. 4, 3), aconsejando en consecuencia: «sea que coman, sea que beban, háganlo todo para la gloria de Dios» (1 Co. 10, 31). La gastrimargia constituye una verdadera perversión de esta finalidad esencial de la comida, que es ser consumida eucarísticamente, puesto que en esta pasión el hombre, en lugar de gozar de sus alimentos en Dios y de gozar de Dios a través de ellos, quiere gozar de los alimentos en sí mismos, fuera de Dios. Por ellos pone una barrera entre sí mismo y Dios en lugar de utilizarlos como un apoyo para elevarse hasta Él. Dando gracias a Dios por la comida que Él concede, el hombre se santifica a sí mismo, y santifica principalmente las funciones de nutrición que están en él; así se nutre de Dios al mismo tiempo que de pan, y su comida se transforma para él en doble fuente de vida. Santifica en sí mismo los alimentos que ingiere (1 Tim. 4, 5), y a través de ellos al cosmos al que une de ese modo a Dios, según la voluntad manifestada por Él al primer hombre. La gastrimargia, al contrario separa al hombre de Dios y en él a las criaturas. Los alimentos en lugar de revelar a Dios (s. Isaac habla de «aquel que ha visto al Señor en su propia comida»), en lugar de transparentar Sus energías, de servir a la glorificación de Dios y a la deificación del hombre, se transforma — por la falta del hombre— en un obstáculo para el encuentro con Dios, para él mismo y para el mundo. Dejando de ser fuente de vida — puesto que dejan de estar unidos a la fuente de la Vida— por la pérdida de su finalidad espiritual en el uso perverso que hace de ellos el hombre, se convierten para él en principio de muerte, incluso cuando él cree que por medio de ellos, se asegura la vida. A la luz de estas incidencias teológicas y antropológicas, la pasión de la gastrimargia aparece menos banal de lo que habría podido parecer a primera vista. Algunos Padres, por otra parte, llegan a ver en ella la fuente misma del pecado original. En efecto, comiendo del árbol que Dios le había prohibido tocar, Adán quiso gozar fuera de Dios de este alimento que, de hecho, simboliza y representa todo el mundo sensible. La gastrimargia, en ese fundamento original, manifiesta claramente que opera una ruptura, una separación del hombre con Dios, y significa la pérdida de la comunión divina para el hombre y en él para el todo el cosmos. La gravedad de esta pasión se revela también en el hecho de que es una de las tres tentaciones que Satanás presenta a Cristo en el desierto (Mt. 4, 3). Resistiéndole Cristo, Nuevo Adán, restablece entre la humanidad y Dios — y por lo tanto entre el cosmos y la divinidad— la comunión que el primer Adán había roto. Respondiendo al diablo que «el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», Cristo restituye al hombre su centro verdadero. No dice que el hombre no se nutra de pan, sino que muestra la relación necesaria que debe mantener con el Verbo. Él denuncia las disociaciones y la idolatría que el pecado había instaurado y cura la naturaleza humana que es su

víctima. Libera, finalmente, a la humanidad de la tiranía que el diablo, por intermedio de esta pasión, le hacía sufrir desde la falta oríginal. La gastrimargia es calificada de enfermedad por los Padres por todos los aspectos que acabamos de evocar, y en particular porque constituye una perversión del uso natural y normal de la comida. S. Juan Casiano por ejemplo dice a propósito de las tres formas de esta pasión que ha descripto: «Hay allí tres focos de enfermedades del alma tan temibles como numerosas». Comprende igualmente que pueda ser considerada por ellos (por los Padres) como una forma de locura. S. Doroteo de Gaza, por otra parte, toma como argumento suplementario, el origen mismo de los nombres «laimargia» y «gastrimargia»: «Margaínein significa para los autores paganos «fuera de sí», y el insensato es llamado márgos. Cuando alguno contrae esta enfermedad (nósos) y esta locura (manía) de querer llenar el vientre se la llama gastrimargia (gastrimargía), es decir, "locura del vientre" cuando se trata solamente del placer de la boca se la llama laimargia (laimargía), es decir, "locura de la boca"» La gastrimargia: enfermedad y locura, no lo es solamente por las actitudes que revela en cuanto a sus fundamentos, lo es también en razón de sus numerosas consecuencias patológicas, y esto a distintos niveles. La gastrimargia además de tiranizar al hombre, lo aliena por el deseo y el placer de comer, lo hace indisponible para Dios y lo aleja de su centro, y además tiene numerosos efectos indeseables para la vida de su alma, al mismo tiempo que pone en peligro la salud de su cuerpo. Los santos ascetas observan primeramente que el exceso de alimentos o bebidas (cualesquiera que sean) priva al espíritu de energía y de vivacidad, lo hace pesado, lo sumerge en un estado de oscuridad, de torpeza y de somnolencia, consecuencias que repercuten sobre toda su alma. «Pesado por la multitud de alimentos, el cuerpo hace al espíritu (nous), débil (deilós) (palabra que significa también tímido, laxo) y perezoso (duskínetos) (palabra que significa también: difícil de mover, lento)» señala s. Diadoco de Foticé. Tal estado hace difícil su vuelo hacia las realidades espirituales, impide llevar como es necesario el combate ascético, hace difícil la oración, engendra la negligencia, y debilita considerablemente al hombre. S. Isaac escribe que así «el hombre ha perdido la mitad de su potencia, tanto que se puede decir (...) que antes de ir al combate ya se encuentra sometido sin haber luchado. Está vencido por la voluntad relajada de la carne, sin que sus enemigos hayan tenido que hacer ningún esfuerzo». Tal disposición tiene además el efecto de arrastrar hacia lo bajo todas sus facultades, orientando en primer lugar sus deseos hacia preocupaciones carnales. S. Máximo hace notar que todas las pasiones, pero ésta en particular, «encadenan el espíritu a los objetos materiales, lo deprimen hacia la tierra como lo haría una pesada piedra que pesara sobre él, ¡él, que es por naturaleza más liviano y más vivo que el fuego!». S. Gregorio de Nisa, por su parte, evoca que «el hombre de pensamiento espeso mira hacia abajo» y constata respecto de él, «no viviendo más que para el vientre y lo que sigue al vientre, se encuentra alejado de la vida de Dios». En esta situación, la inteligencia, pesada y ahogada, pierde su capacidad de discernimiento o al menos se encuentra alterada y disminuida. La necesidad de comer y el consecuente adormecimiento, impiden notablemente al hombre, considerar las cosas simples de la fe, hace notar Abba Poemén; sus juicios pierden su fineza, se hace incapaz de un pensamiento perspicaz, su espíritu, nota s. Juan Casiano, «se encuentra como embriagado, (y) se hace vacilante e inestable». El abuso de comida y bebida provoca además, observan los Padres, «la turbación de los pensamientos» lo cual contamina el alma. Una multitud de pensamientos pasionales (logismoí) hacen su aparición en el alma y vienen a manchar y entenebrecer el espíritu. S. Isaac dice que el efecto del abuso de la comida, «es la inteligencia desordenada que divaga por toda la tierra (...), las imaginaciones impuras (...) en la contaminación de los fantasmas y la extravagancia de las imágenes plenas de codicia que atraviesa el alma y hace allí lo que quiere en toda impureza». El «vientre demasiado lleno, dice también, hace del corazón una cuádruple puerta de fantasmas delirantes». También aconseja: «No hagas pesado tu vientre para no sumergir tu inteligencia en la confusión, no ser atormentado por la distracción (...) no entenebrecer tu alma, no perturbar tus pensamientos». Y s. Gregorio de Nisa explica que «los placeres de la comida y la bebida, que se hartan de alimentos, producen necesariamente en el cuerpo, por esa falta de mesura, males independientes de nuestra voluntad, porque la saciedad engendra muy a menudo en el hombre tales pasiones. A fin de que nuestro cuerpo permanezca soberanamente calmo y no sea

perturbado por ningún movimiento pasional que nacen del hartazgo, es necesario velar para que no sea el placer, sino la utilidad lo que defina en cada caso la medida de la conducta temperante (moderada)». La gastrimargia, inevitablemente, abre la puerta a una multitud de pasiones y las desarrolla, por eso los Padres llegan a considerarla la madre de todas las pasiones y fuente de todos los males. Así, s. Juan Clímaco elabora una larga lista de retoños de esta pasión a la que hace decir en una prosopopeya: «Mi primogénito es el servidor de la lujuria; luego viene en seguida el endurecimiento del corazón, y el tercero es el sueño. De mí proceden un mar de pensamientos, olas de basuras, un abismo de impurezas insospechadas e innumerables. Mis hijas son la pereza, la charlatanería, el descaro, la chanza, la bufonería, el espíritu de contradicción, la rigidez, la porfía, la insensibilidad, el cautiverio, la suficiencia, la temeridad, la venganza, que arrastran en su seguimiento la impureza de la oración, el torbellino de los pensamientos, y a menudo desgracias repentinas e inesperadas, a las cuales está estrechamente ligada la desesperación, el más nefasto de todos mis retoños». El mismo santo observa por otra parte que esta pasión también tiene por efecto secar las lágrimas santas de la penitencia de las que veremos ulteriormente toda su importancia. Pero la pasión de la gastrimargia introduce principal y más inmediatamente en la lujuria, como ya se ha podido entrever a partir de los textos anteriormente citados.

+ 4. La lujuria La pasión de la lujuria (pornéia) consiste en el uso patológico que el hombre hace de su sexualidad22. Antes de toda otra consideración, conviene precisar que el uso de la sexualidad no es, en modo alguno, original en la naturaleza humana, y no ha aparecido en la humanidad sino como consecuencia del pecado de nuestros primeros padres. Cuando Adán y Eva se desviaron de Dios, se desearon y se unieron sexualmente, enseñan los Padres refiriéndose a las indicaciones de la Escritura (Cf. Gn. 3, 16; 4, 1). S. Juan Damasceno precisa: «La virginidad era original e innata en la naturaleza de los hombres. En el paraíso, la virginidad era el estado normal. Cuando por la transgresión, la muerte entró en el mundo, recién entonces Adán conoció a su mujer y ella engendró». S. Juan Crisóstomo enseña lo mismo: «Adán y Eva tuvieron trato juntos después de su desobediencia y su exilio. Antes vivían como ángeles (...). Así en el orden temporal, la virginidad posee la palma de la prioridad». En el estado de la humanidad consecutiva a la caída original, la virginidad sigue siendo la norma de la perfección. Sin embargo, el uso de la sexualidad en el marco del matrimonio es bendecido por Dios y no es de ningún modo condenable (Cf. Gn. 9, 7) porque permite la perpetuación de la humanidad en el nuevo estado en que se encuentra, y los Padres, siguiendo el ejemplo de Cristo que por su presencia bendijo las bodas de Caná, así como las enseñanzas del Apóstol (He 13, 4; 1 Co 7, 28) reconocen su total legitimidad y proclaman incluso su valor, consideran que la sexualidad está llamada a la misma santificación que todas las otras funciones de la naturaleza humana. Dentro del matrimonio, la pasión de la lujuria no consiste pues en el uso de la función sexual, sino en su uso perverso, abusivo. La noción de abuso que se encuentra a menudo en las enseñanzas de los Padres, no tiene una significación cuantitativa sino cualitativa: significa, como en otra parte, un mal uso de la función considerada, una perversión, un uso contrario a su finalidad natural y por esto contra natura y anormal, dicho de otro modo, patológico. S. Máximo se expresa de modo más preciso diciendo a propósito de esta pasión y de otras: «Nada de lo que existe es malo, sino solamente el mal uso (parájresis), consecuencia de la negligencia de nuestro espíritu para cultivarse según la naturaleza». S. Isaac el Sirio, cuando evoca la pasión de la lujuria, desarrolla una perspectiva semejante, y subraya en consecuencia la responsabilidad del hombre en el control de sus movimientos naturales: «Cuando un hombre está movido por la codicia (...), no es la potencia natural la que lo fuerza a salir de los límites de la naturaleza y a alejarse de su deber. Lo que le hace salir es lo que nosotros agregamos a la naturaleza para satisfacer nuestra propia voluntad. Porque todo lo que ha hecho Dios, lo ha hecho en la belleza y en la mesura. Si guardamos correctamente la medida que nos es impartida en las cosas que llevamos en la naturaleza, los movimientos naturales no pueden forzarnos a salir del camino. El cuerpo no obra verdaderamente sino en el buen orden». Hay abuso, o más exactamente mal uso, cuando el hombre usa de su sexualidad teniendo en vista el placer que se relaciona con ella, cuando él hace del placer la finalidad de su actividad en este terreno. Una visión tal es perversa y patológica por varias razones. En primer lugar porque niega una de las finalidades principales de la función sexual, la más aparente y que está inscrita en su naturaleza misma: la procreación. S. Máximo observa de una manera general que «el vicio (kakía) está en el juicio falso emitido sobre las representaciones y seguido del mal uso de las cosas», y que, por ejemplo, «para las relaciones con las mujeres, la regla del juicio, es que estén ordenadas a la procreación. Por lo tanto si se tiene en vista el placer, se juzga mal, erigiendo en bien lo que no es, y como consecuencia necesaria, se abusa de la mujer uniéndose a ella». Esta finalidad, sin embargo, por esencial que sea no es la única ni la más importante. En la especie humana, la procreación puede aparecer más como un resultado natural de la unión 22

La palabra pornéia significa literalmente prostitución. Pero los Padres engloban bajo este vocablo todas las formas de pasiones sexuales. La palabra lujuria significa búsqueda de los placeres sexuales.

sexual que como su mismo fin. La unión sexual es en primer lugar uno de los modos de la unión del hombre y la mujer, una de las manifestaciones de su amor mutuo, ella traduce este amor a un cierto plano de su ser, el de sus cuerpos. El amor constituye la finalidad primera de la unión sexual, así como los múltiples beneficios espirituales que el hombre puede sacar de ella en el seno del matrimonio y en relación con los otros modos de la unión conyugal. Sin embargo, es necesario precisar que el amor conyugal está visto en la perspectiva cristiana como la unión de dos personas — es decir de dos seres concebidos en su integralidad por una parte y en su naturaleza espiritual, por otra— en Cristo y en vistas al Reino, unión sellada en cuanto a su naturaleza y a su fin, por la gracia del Espíritu conferida por el sacramento del matrimonio. Esta concepción subordina la unión sexual como todos los otros modos de unión de los esposos a la dimensión espiritual de su ser y de su amor. La unión sexual debe ser precedida ontológicamente por la unión espiritual que le confiere su sentido y su valor, solamente a este título puede ser respetada su finalidad así como la de la naturaleza de los seres que ella pone en relación. Cuando la unión sexual es vivida independientemente de su contexto espiritual y no se ejerce sino en vistas al placer sensible que procura, inevitablemente mutila al hombre, pervirtiendo profundamente el orden normal de su relación con Dios, consigo mismo y con su prójimo. 1) El deseo exclusivo de placer sexual que caracteriza la lujuria, moviliza la potencia concupiscible del hombre y la desvía de Dios que debería constituir su meta esencial. Obnubilado por el goce sensible que su pasión le procura, el hombre se priva del gozo espiritual de los bienes superiores del Reino. La lujuria, — como todas las otras pasiones— opera, como lo vemos, una inversión de valores en el plano más elevado: hace pasar a Dios a un segundo plano, lo olvida y lo niega poniendo en su lugar el placer sensible. De una manera general, hace pasar la carne antes que el espíritu en la existencia del hombre pasional: «La concupiscencia — escribe s. Máximo— hace de seres secundarios, la Causa y Naturaleza única — única deseable— más deseables que aquella. Hace de este modo, la carne más apreciable que el espíritu y el goce de lo visible más agradable que la gloria y el resplandor del espíritu». En su uso normal, santificado por el sacramento del matrimonio, integrado y transfigurado espiritualmente por el amor de los esposos, vivida en Dios, la sexualidad, como todos los otros modos de la unión, es transparencia de Dios y realiza, a su nivel y analógicamente la unión de Cristo y de la Iglesia (Cf. Ef. 5, 20-32), accediendo así a un sentido místico (Cf. Ef. 5, 32). En la lujuria, al contrario, ésta se transforma para el hombre en un obstáculo para el encuentro con Dios. Deja de ser la expresión en un cierto plano del amor anclado en el Espíritu y por lo tanto, de alguna manera, deja de ser un acto espiritual — porque espiritualizado— para transformarse en un acto puramente carnal, replegado sobre sí mismo, opaco a toda trascendencia. El placer tomado como un fin en sí, se transforma para el hombre en un absoluto que excluye a Dios y toma su lugar. Por la lujuria, el hombre hace un ídolo de la voluptuosidad. 2) En consecuencia, el hombre ya no ve el centro de su ser en la imagen de Dios, de la cual es portador, sino en sus funciones sexuales. Se reduce en cierto modo a ellas, como el que está dominado por la pasión de la gastrimargia se reduce él mismo — lo hemos visto— a sus funciones gustativas y digestivas. El hombre se encuentra así descentrado y vive fuera de sí mismo, está alienado. La función sexual, no estando, como debería, subordinada al amor espiritual, viene a ocupar en el hombre un lugar desmesurado, o aun exclusivo, y sustituye al amor el deseo bruto e instintivo. El hombre pone así — como lo hace notar s. Basilio de Ancyra— su alma a la rastra de su cuerpo: «Los cuerpos en busca del placer — toda su preocupación— unen las almas que están en ellos para ponerlas al servicio de la pasión que los agita, (y) las almas (van) así, a remolque de los vicios de la carne». El orden de las facultades humanas se encuentra así trastornado y un profundo desequilibrio se instaura en el ser en la medida en que la inteligencia, la voluntad y la afectividad dejan de estar al servicio del espíritu, de ser informadas y ordenadas por él, para ponerse al servicio del deseo sexual en su búsqueda de placer. El hombre gobernado por el instinto se asimila al animal. Por la lujuria, muchas funciones corporales se encuentran desviadas de su finalidad normal para transformarse en instrumentos del placer sexual. El sentido de la vista, que juega en el

ejercicio de esta pasión un papel fundamental, ofrece a este respecto un ejemplo particularmente instructivo. S. Juan Casiano muestra bien cómo el carácter patológico es consecuencia, en ese caso, de un uso contra natura, de una perversión del ejercicio de la facultad perceptiva: «El corazón que mira con concupiscencia está enfermo y dañado por la característica (atracción) del deseo sexual, falseando el don de la mirada concedido por su Creador haciéndole servir a sus malas acciones». Se puede decir que, bajo el efecto de la lujuria, el cuerpo en su totalidad se encuentra desviado de su finalidad natural. El cuerpo del hombre, recordémoslo, como el alma y con ella, está llamado a unirse a Dios por la virtud y a ser santificado, deificado, glorificado, y a manifestar, desde este mundo, la gloria de Dios y las primicias del Reino por la presencia transfigurante del Espíritu en él. «¿No saben — dice s. Pablo— que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo que habita en ustedes y que lo han recibido de Dios? Glorifiquen, pues, a Dios en su cuerpo» (1 Co 6, 19-20). Según la enseñanza del Apóstol, es claro que el cuerpo tiene por finalidad natural, normal, el estar consagrado a Dios, glorificar a Dios, ser pneumatóforo, así como el alma a la que está unido. Afirmando por otra parte que «el cuerpo no está hecho para la lujuria» (1 Co. 6, 13), s. Pablo manifiesta claramente que el hombre hace un uso contra natura y anormal cuando se entrega a esta pasión. Reduciendo su cuerpo a ser un instrumento de placer sexual, el hombre reniega de su dimensión espiritual y de su destino trascendente, despreciando la imagen de Dios según la cual fue hecho, y se hace así «olvidadizo de la naturaleza humana». Profana lo que es por naturaleza sagrado y deiforme, viola «el templo de Dios», hace del templo del Espíritu Santo y de un lugar de oración, una cueva de bandidos, transforma en prostituido (cf. 1 Co 6, 15) aquel que con el alma está llamado a estar desposado con Cristo en la Iglesia y en el matrimonio que es un icono de ésta. El hombre en la lujuria, ignora la voluntad de Dios en cuanto al uso de su cuerpo (Cf. 1 Tes. 4, 3-7): así, «él peca contra su propio cuerpo» (1 Co 6, 18) y «rechaza a Dios» mismo (1 Tes. 4, 8). La lujuria, en tanto que conduce al hombre a renegar de su propia naturaleza y a rechazar a Aquel que le dio ser, sentido y vida, puede ser considerada como una fuente de muerte para todo su ser. Sin embargo, las consideraciones precedentes acerca del cuerpo no deben hacernos olvidar que éste no siempre interviene en la pasión de la lujuria o, con frecuencia no interviene sino en segundo lugar. La sexualidad humana es psíquica antes que física. «La concupiscencia que se lleva a cabo por medio del cuerpo, no viene del cuerpo» hace notar Clemente de Alejandría. A menudo el cuerpo es llevado a pecar a partir de un deseo que ha nacido en el corazón (Mc. 7, 21) y se ha desarrollado hasta que implica el paso al acto físico. La «concupiscencia del corazón» aparece como conteniendo ya en germen toda la pasión e incluso como expresándola plenamente (cf. Mt. 5, 28). Es verdad que el deseo, en ciertos casos, puede ser suscitado en el alma por impulsos corporales, no obstante se puede considerar que el alma aún conserva la iniciativa, en la medida que ella dispone del poder de aceptar que esos impulsos se desarrollen o por el contrario, rehusar que continúen. En todo caso, es necesario subrayar que la pasión de la lujuria puede ejercerse en pensamiento por el goce de representaciones, más precisamente de imágenes. Escribe s. Máximo: «Lo mismo que el cuerpo tiene por mundo las cosas, el espíritu tiene por mundo los pensamientos. Y así como el cuerpo comete el pecado de fornicación con el cuerpo de una mujer, el espíritu peca con la representación que se hace de la mujer y de su propio cuerpo. Porque en imaginación ve la imagen de su cuerpo unido a la imagen del cuerpo de la mujer (...). A la acción que el cuerpo ejerce concretamente sobre el mundo de las cosas, responde la acción del espíritu sobre el mundo de las representaciones». Cuando esas representaciones no son suministradas por los sentidos o la memoria, pueden ser forjadas por la imaginación bajo el impulso del deseo. Esto puede dar lugar, incluso, a verdaderas alucinaciones ya sea por la fuerza de un deseo particularmente poderoso, pero también por una inspiración directa de los demonios. El demonio de la lujuria, hace notar Evagrio, «hace decir al alma ciertas palabras y oír respuestas, como si el objeto estuviera visible y presente». Al que es habitado por la lujuria, ésta le hace vivir en un mundo de quimeras y fantasmas, lo sumerge en un universo irreal, lo entrega al delirio y a las fuerzas demoníacas. El amor es apertura al otro y libre don de sí. Cada una de las dos personas unidas por el amor se da al otro y lo recibe en cambio. En esta comunión, cada uno se enriquece y se despliega en toda la extensión de su ser hasta la infinitud divina en la medida en que, como se debe, el amor sea alimentado por la gracia y encuentre su finalidad en el Reino. Al contrario, la lujuria es una

actitud filáutica, revela un amor egoísta de sí. Ella repliega sobre sí mismo a aquel a quien posee, y lo cierra totalmente al otro. Le impide todo intercambio ya que, bajo su influencia, el hombre pasional no tiene en vista sino su propio interés, no da nada al otro y sólo quiere recibir de él, pero solamente aquello que responde a su deseo pasional. Lo que obtiene lo considera más como el resultado de su propio deseo que como don del otro: el hombre poseído por la pasión se da el otro a sí mismo, pero el otro no es para él sino un simple intermediario entre él y él mismo. Así, la lujuria aprisiona al hombre en su yo, más precisa y restrictivamente, en el mundo confinado y cerrado de su sexualidad carnal, de sus instintos y fantasmas, y lo cierra totalmente a los mundos infinitos del amor y del espíritu. 3) Cuando la lujuria es goce de una representación imaginaria del otro, éste no existe como persona o como prójimo, sino como objeto fantasmagórico, concebido por proyección de los deseos del hombre poseído por la pasión. Tal visión del otro no puede dejar de tener incidencia sobre la manera en que el hombre pasional podrá considerar en la realidad, a los seres concretos que corresponden a su pasión. Habrá, inevitablemente, una superposición de la imaginación sobre la realidad, operando una visión de ésta (la realidad), modificada por aquella (la imaginación). Pero la visión del otro en la realidad no solamente es falseada por el rodeo de lo imaginario que la habría precedido. Cuando la pasión se ejerce en una relación directa a una persona concreta y presente, opera una reducción de esta última. En la lujuria el otro ya no es encontrado como una persona, no es captado en su dimensión espiritual, en su realidad fundamental de criatura, imagen de Dios: se encuentra reducido a lo que, en su apariencia exterior es susceptible de responder al deseo de goce del hombre pasional, se transforma para éste en un simple instrumento de placer, un objeto. En ciertos casos hasta su interioridad es negada, así como toda la dimensión de su ser que trasciende el plano sexual, particularmente el de la conciencia, de la afectividad superior y de la voluntad. Por otra parte, el hombre poaseído por la pasión, ignora la libertad del otro en la medida en que no tiene en vista sino la satisfacción de su propio deseo, el cual se le presenta a menudo como necesidad absoluta que ignora el deseo del otro. Como consecuencia de todo esto, el otro ya no es reconocido ni respetado en su alteridad ni en el carácter único de su realidad personal, los cuales no pueden revelarse sino en la expresión de su libertad y la manifestación de las esferas superiores de su ser, porque los seres humanos reducidos por la lujuria a la dimensión genérica y animal de una sexualidad carnal, se tornan prácticamente intercambiables como los objetos. Resulta así que, bajo el efecto de la lujuria el hombre ve al prójimo como no es, y no como él es en realidad. Dicho de otro modo, adquiere una visión delirante de aquellos que su pasión le hace encontrar. En consecuencia, todas sus relaciones con ellos se encuentran completamente pervertidas. El carácter patológico y patógeno de la lujuria nos es suficientemente evidente a diferentes niveles, para que comprendamos bien por qué los Padres la califican frecuentemente de enfermedad y vean en ella una forma de locura. «La concupiscencia es una enfermedad del alma (epithymía nósos esti psijés» escribe s. Basilio evocando especialmente a la (al alma) que obra en esta pasión. Dice s. Juan Casiano: «Está enfermo (aegrum) y herido (saucium) por la pasión, el corazón que mira con concupiscencia (concupiscentia)» y él mismo califica en otra parte la misma pasión de «perniciosa enfermedad (languor)» o simplemente de «enfermedad (morbus)» y habla del espíritu que ha caído enfermo (mens aegra) por sus ataques. S. Gregorio de Nisa, para designar esta pasión habla de «la enfermedad del placer (nósos tes hedonés)». S. Juan Crisóstomo que, como s. Juan Casiano la califica de «enfermedad perniciosa» dice por otra parte: «la lujuria es una oftalmia muy mala, afección no de los ojos del cuerpo, sino de los del alma». Más a menudo aún, la lujuria es considerada como una forma de locura. S. Basilio ve en las manifestaciones de esta pasión «las obras de un alma frenética y extraviada» y s. Juan Clímaco escribe: «El que es alcanzado por ella (...) parece haber perdido la razón y parece fuera de sí mismo, perpetuamente ebrio de deseo por las criaturas». Él mismo dice además: «A menudo, el demonio de la lujuria oscurece de tal manera nuestra razón — que debe reinar sobre nuestras acciones— que nos persuade de hacer incluso en público, lo que no pueden hacer sino los locos e insensatos». S. Juan Crisóstomo se aplica a mostrar cómo esta pasión extravía la razón del

hombre, oscurece, agita, devasta y obsesiona su alma: «Así como las nubes y la niebla envuelven los ojos del cuerpo, cuando la pasión impura se apodera del alma, le quita la facultad de prever, no le permite ver nada más allá del objeto presente (...), sino que, tiranizada por esas tentaciones, el alma es fácilmente subyugada por el pecado; (...) no tiene más que un objeto ante sus ojos, en el espíritu, en el pensamiento (...). Y así como los ciegos, de pie, al aire libre y a mediodía, no perciben nada de la luz del sol, ya que sus ojos están cerrados, así los desgraciados presos de esta enfermedad, cierran sus oídos a las numerosas y saludables enseñanzas que resuenan en torno a ellos». El mismo santo, en otro lugar, califica la voluptuosidad que es objetivo de la lujuria de «madre de la locura». Como ya se ha podido observar en los extractos presentados más arriba, las enseñanzas patrísticas acerca de la lujuria hacen resaltar tres efectos patológicos principales de esta pasión: 1) Una perturbación y una agitación del alma que acompañan su ejercicio desde el nacimiento del deseo hasta la saciedad del mismo. 2) Una inquietud que acompaña la pasión desde el comienzo, en la búsqueda de su objeto y en la elaboración de los medios que permiten alcanzarlo (con todo lo que esto implica especialmente de incertidumbre, de espera ansiosa de aquel o del temor de perderlo). Una inquietud que, igualmente, sigue a la satisfacción del deseo. El placer desaparece casi tan pronto como ha aparecido y deja en el alma un gusto tanto más amargo cuanto más el hombre había hecho de él un absoluto y esperaba una satisfacción plena y total. El hombre poseído por la pasión experimenta entonces un sentimiento de frustración acompañado de ansiedad y a veces incluso de angustia. En la renovación del placer, bajo el efecto de su pasión, cree poder remediar este estado de sufrimiento. Así el deseo, apenas satisfecho, renace de nuevo con su lote de inquietudes. Esta inquietud es tanto mayor cuanto que el ejercicio de la pasión mantiene y refuerza la potencia del deseo que la expresa y, al mismo tiempo, acrecienta la importancia concedida al placer, lo que no hace sino más dolorosas por una parte, las inevitables dificultades que se encuentran para renovar la satisfacción del deseo tantas veces como la pasión lo exige, y por otra parte, la decepción que resulta de la diferencia entre lo que el hombre pasional espera del placer y lo que le reporta en realidad. 3) Un oscurecimiento del espíritu, de la inteligencia, de la conciencia y una pérdida del juicio. Además de estos tres efectos principales, esta pasión tiene como consecuencia: embotar el espíritu, entorpecer el alma. La lujuria ejerce una verdadera tiranía — más que todas las demás pasiones— sobre aquel que es poseído por ella, en razón de su extraordinario poder. «Entre las numerosas pasiones que asedian el corazón humano, no hay ninguna que tenga contra nosotros una fuerza comparable a la del frenesí de la voluptuosidad» escribe s. Gregorio de Nisa. Por esta razón es «un enemigo difícil de combatir y de rechazar», pero también a causa de la sorprendente rapidez de acción del demonio que la inspira. Como todas las demás pasiones, es destructora de virtudes. Correlativamente, engendra en el alma toda clase de actitudes viciosas y especialmente la ausencia del temor de Dios, el horror por la oración, el amor (egoísta) de sí, la insensibilidad, el apego a este mundo, la desesperación. Para terminar observemos que la pasión de la lujuria es favorecida en su nacimiento, su subsistencia o su desarrollo, principalmente por tres tipos de comportamientos pasionales: el orgullo y la vanagloria; el juicio del prójimo; la abundancia de comida y de sueño.

+ 5. La filargyria (avaricia) y la pleonexia (codicia) La filargyria (philargyría) designa, de manera general, un apego al dinero y a las diversas formas de riqueza material. Este apego se manifiesta en el goce experimentado al poseerlas, en la preocupación por conservarlas, en la dificultad que se experimenta en separase de ellas, en la pena que se siente al darlos. La pleonexia (pleonexía) consiste esencialmente en la voluntad de adquirir nuevos bienes, en el deseo de poseer más. Cuando se traduce habitualmente la palabra philargyría por «avaricia» (se debe entender, sin embargo en un sentido más amplio que el que le confiere el uso corriente) se traduce generalmente pleonexía por «avidez», «ambición», «concupiscencia», «codicia». Aunque representan dos actitudes pasionales diferentes, la filargyria y la pleonexia pueden ser estudiadas juntas en la medida en que, por una parte, proceden ambas del mismo apego pasional a los bienes materiales y por otra parte, a menudo van juntas en la realidad, una implica generalmente a la otra. Se impone aquí una observación análoga a la que hemos hecho en los capítulos precedentes: lo que está en causa en estas pasiones no es el dinero ni los bienes materiales en sí mismos, sino la actitud perversa del hombre respecto de ellos. La finalidad del dinero y de los bienes materiales es que sean utilizados por el hombre para satisfacer sus necesidades relativas a la subsistencia. El codicioso y el avaro no respetan esta finalidad y adoptan, respecto de ellos, una actitud patológica confiriéndoles un valor en sí mismos en lugar de un valor utilitario, y gozando no de su uso sino de su posesión. Igualmente S. Máximo subraya a ese respecto que «nada es malo entre las criaturas de Dios», que la pasión es debida al mal uso que hacemos de las potencias de nuestra alma, en este caso de la potencia concupiscible. Así, dice s. Máximo lo malo «no son las riquezas, sino la avaricia (...) Nada de lo que existe es malo, sino solamente el mal uso (parájresis), seguido de la negligencia de nuestro espíritu para cultivarse según la naturaleza». El carácter patológico de la filargyria y de la pleonexia lo constituyen fundamentalmente el mal uso de la facultad concupiscible, pero también de todas las demás facultades que implican. Pero ese mal uso no se define solamente en relación con los bienes materiales. Se define más fundamentalmente en relación con Dios y así implica también las relaciones del hombre consigo mismo y con su prójimo. Mientras en su estado primitivo el hombre empleaba totalmente su deseo en Dios y se aplicaba a conservar las riquezas espirituales recibidas de él y en adquirir otras nuevas, conformándose en todo esto a la finalidad natural de su facultad concupiscible, en estas pasiones desvía su deseo de esta finalidad normal para volverlo sólo hacia los bienes materiales, y usa de ellos contra natura para adquirirlos y conservarlos. El amor de Dios y el apego a los bienes espirituales por una parte, el amor al dinero y el apego a los bienes materiales por otra, se fundan sobre la misma facultad concupiscible del hombre, por lo que son incompatibles y se excluyen mutuamente, como lo enseña Cristo mismo: «Nadie puede servir a dos señores, porque odiará a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y al dinero» (Lc. 15, 13; Mt. 6, 24). Tanto más el hombre se aleja de Dios, cuanto se apega al dinero y se muestra ávido de riquezas materiales, «este amor vence a todo otro amor, expulsando del alma todo otro deseo», como observa s. Juan Crisóstomo. S. Nicetas Sthétatos escribe a ese respecto: la filargyria «incita a los hombres a preferir el amor al dinero al amor de Cristo, pone al Creador de la materia por debajo de la materia misma, persuade a adorar a ésta más bien que a Dios» «Si quieres ser amigo de Cristo, despreciarás pues el oro y su concupiscencia. Por que ésta vuelve hacia ella el pensamiento del que ama, y arrebata el muy dulce amor de Jesús». Así, en la vida del avaro y del codicioso, el dinero y las diversas formas de riqueza ocupan el lugar debido a Dios y se transforman en ídolos para él. «La codicia es una idolatría», «el codicioso es un idólatra» afirma s. Pablo (Col. 3, 5; Ef. 5, 5) y después de él, los Padres. El que es víctima de estas pasiones, ciertamente no se da cuenta de su actitud idolátrica. y es verdad que, desde un punto de vista exterior, él no adora las riquezas como los idólatras adoran sus ídolos en el marco de un culto establecido, pero en el fondo tienen la misma actitud que ellos: de hecho les concede la misma importancia, incluso la misma sacralidad, respecto de ellos da pruebas de la

misma atención, les otorga el mismo respeto, les manifiesta la misma veneración y, si no les ofrece sacrificios materiales, les consagra mucho más gastando para ellos toda su energía, todas su fuerzas y todo su tiempo; les inmola su alma. La filargyria y la pleonexia, incluso si no están suficientemente desarrolladas para excluir totalmente a Dios, revelan una falta de fe y de esperanza en Él. Por una parte, en esas actitudes el hombre manifiesta que «él espera más en su dinero que en Dios» y se preocupa por adquirir bienes fiándose solamente de él, mientras que Dios provee a aquellos que le piden con fe (Cf. Mt. 6, 31-34). Por otra parte el hombre pretende de ese modo prever y asegurar, y por lo tanto de alguna manera dominar un porvenir que, de hecho, no le pertenece y elabora vanos proyectos en lugar de someterse en todo a la voluntad divina (cf. Lc. 12, 16-21). Entonces, él deja de ver en Dios su único socorro y, en consecuencia, de invocar su ayuda, y se da por otra parte una ilusoria impresión de independencia y de dominio absoluto de su existencia. Así se separa de Dios. El carácter patológico de la filargyria y de la pleonexia se manifiesta igualmente y como consecuencia en las relaciones del hombre consigo mismo. Sometido a esas dos pasiones, falta a la más elemental caridad respecto de sí mismo. En efecto, prefiere el dinero y las riquezas materiales a su alma. Preocupado por conservar los bienes que están en su posesión o en adquirir nuevos, no cuida de ella y no se preocupa por su salud. Descuida, dice s. Juan Casiano, «la figura y la imagen de Dios que debería conservar inmaculada en sí mismo dando culto a Dios»: «en efecto, no se puede amar al mismo tiempo su alma y el dinero». Ocupado por acrecentar y guardar una riqueza material no puede desarrollar sus potencialidades espirituales y realizar el florecimiento de su naturaleza, y se mantiene así, él mismo, encerrado en los límites del mundo caído. Incluso cuando cree enriquecerse verdaderamente, adquirir su libertad y asegurarse la vida amasando tesoros sobre la tierra (Mt. 6, 19) remacha y aliena a este mundo y a «la carne» todo su ser y su existencia, porque donde se encuentra el tesoro del hombre, allí está su corazón (Mt. 6, 21). Vuelve así la espalda a las verdaderas riquezas (Mt. 6, 20) que vienen de Dios, se priva de los tesoros y de la vida del Reino, consagrándose, de hecho, a la miseria espiritual y perdiendo su vida en lugar de ganarla (Mt. 16, 25). Cuando piensa encontrar la dicha en el placer que experimenta al adquirir y poseer, se condena a la insatisfacción y finalmente a la desdicha, porque ese placer es inestable, imperfecto, pasajero y conoce un fin tarde o temprano (cf. Mt. 6, 19; Lc. 12, 16-20) y sobre todo ocupa el lugar de los gozos espirituales, incomparablemente superiores y los únicos capaces de satisfacer plenamente al hombre, se priva en última instancia de la bienaventuranza eterna. Resulta claro pues, que por la filargyria y la pleonexia el hombre se vuelve, de muchas maneras, como dice s. Juan Crisóstomo, «enemigo de sí mismo». Pero, igualmente las relaciones del hombre con su prójimo se encuentran gravemente perturbadas por esas dos pasiones. Según los Padres, la adquisición de riquezas se hace siempre en detrimento de otro. El que posee riquezas «se apropia de bienes que no le pertenecen en nada». y priva a su prójimo de tanto dinero o cosas como él posee de más. S. Juan Crisóstomo proclama así: «los ricos y los avaros son ladrones de un cierto género» y s. Basilio los considera sin ambages como expoliadores y usurpadores. En efecto, todos los hombres son iguales: todos tienen la misma naturaleza, han sido hechos todos a imagen de Dios, todos han sido salvados por Cristo. El Creador ha dado los bienes de este mundo para compartir entre todos los hombres, sin ninguna excepción, a fin de que ellos gocen todos de igual manera. El hecho de que algunos adquieran y posean más que otros contradice la igualdad querida por Dios en la repartición de los bienes, e instaure un estado anti natural y anormal. Tal estado no existía en el origen; ha aparecido como consecuencia del pecado ancestral, se ha mantenido y desarrollado gracias a las pasiones y en particular las de filargyria y de la pleonexia. En verdad, las cosas, en cuanto a su uso y a su goce son de todos, pero «no son de nadie en cuanto a la propiedad». (S. Simeón el Nuevo Teólogo). «Debemos usar de la riqueza como administradores y no como "gozadores" (los que poseen para gozar)» escribe s. Basilio. Subrayan los Padres que las riquezas están destinadas a ser compartidas, repartidas equitativamente. El avaro y el codicioso no respetan esta finalidad, buscando y acumulando los bienes en vista de su goce personal únicamente, conservando egoístamente el dinero. Haciendo

eso, ambos «transgreden el límite normal» porque piensan más en sí mismos que en el prójimo y contradicen el precepto fundamental de la caridad: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» «Es imposible — dice Evagrio— que la caridad coexista en alguien con las riquezas» «El avaro y el codicioso apuntan permanentemente a un goce egoísta y ya no ven al prójimo, dejan de considerarlo como un igual y un hermano. Rechazan al que comparte su naturaleza, observa s. Ambrosio. Excluyen y frustran a su prójimo de la dignidad que Dios les ha conferido y le niegan el rango de asociado, observa s. Juan Crisóstomo. La filargyria y la pleonexia destruyen la caridad y pervierten las relaciones con los otros, llevando a los que son habitados por ellas, a ver en su prójimo un obstáculo para la conservación de las riquezas poseídas o un medio para adquirir nuevas. S. Juan Crisóstomo observa también que «la filargyria nos atrae el odio universal» y «nos hace detestables para todos, víctimas de la injusticia y aun aquellos que nuestras injusticias no han pisado». El avaro suscita el odio, pero él mismo, bajo el efecto de su pasión, está lleno de odio respecto de los otros. La filargyria y la pleonexia cuando no engendran la insensibilidad frente al prójimo, engendran la aversión hacia los otros hombres, volviendo a quien es poseído por ellas, implacable y cruel. Provocan constantemente conflictos y disputas. Observa s. Juan Crisóstomo: «no hay en las riquezas sino causas de aflicción, divisiones, querellas, trampas, odios, temores». Y s. Juan Clímaco escribe: «la filargyria produce odios, envidias, divorcios, enemistades, perturbaciones, resentimientos, injurias, actitudes inhumanas y muertes». Esta pasión es incluso fuente de guerras. En cuanto a la pleonexia, s. Gregorio de Nisa hace notar que ella desencadena «o la cólera contra los pares, o el desdén de los inferiores, o la envidia de los que nos sobrepasan; ahora bien, la envidia va acompañada de la hipocresía, ésta de la acritud, y ésta de la misantropía». Filargyria y pleonexia pueden llegar a hacer al hombre totalmente inhumano y hacerlo parecer a un animal salvaje y feroz. En aquellos que son alcanzados profundamente por estas pasiones «sucede como si cambiaran de naturaleza, perdiendo todos los rasgos de su especie para transformarse en monstruos», escribe s. Gregorio de Nisa. Por todas estas razones, los Padres afirman que la filargyria y la pleonexia constituyen verdaderas enfermedades del alma. Ellos insisten sobre el hecho de que cada una, ya grave en sí misma desde el origen, se hace particularmente temible, casi incurable si se la deja desarrollarse y anclarse en sí: «Si no detenemos desde el principio esta pasión, una vez que ha entrado, nos producirá una enfermedad de la que ya no podremos sanar» advierte s. Juan Crisóstomo. S. Juan Casiano afirma en el mismo sentido: «Si se la tiene, por negligencia, una vez entrada en el corazón, se hace más peligrosa que las demás enfermedades y más difícil de rechazar». S. Nil Sorsky enseña incluso: «Si esta enfermedad se enraíza en nosotros, es entonces peor que todas las demás». Igualmente, los Padres no dudan en ver en estas dos pasiones formas de locura. La característica fundamental de la filargyria y la pleonexia es que son insaciables; esto nos permite comprender una parte importante de su patogenia. Los Padres muestran frecuentemente que estas pasiones comportan una tendencia a desarrollarse cada vez más y que no conocen nunca una meta definitiva, nunca son saciadas por los objetos a los que se apegan. El deseo que las sostiene, no solamente se ejerce indefinidamente, sino que crece cada vez más a medida de su manifestación y realización. Para s. Juan Crisóstomo, filargyria y pleonexia son una bulimia del alma: «No hay — escribe— enfermedad más cruel que esta hambre incesante que los médicos llaman bulimia; por más que se coma, nada llega a calmarla. Transporten al alma tal enfermedad del cuerpo ¿qué más horroroso?. Ahora bien, la bulimia del alma es la avaricia, más se atasca de alimentos, más desea. Extiende siempre sus deseos más allá de lo que posee». Esta insaciabilidad alcanza tanto a pobres como a ricos. Sometidos a esta pasión, los pobres envidian a los ricos, pero los ricos envidian a los que son aún más ricos que ellos, porque, como observa s. Ambrosio, «todo el que posee en abundancia se estima todavía demasiado pobre» En esta insaciabilidad se revela el carácter tiránico de la filargyria y la pleonexia que hacen del hombre un esclavo de los bienes que tiene, lo atan a las riquezas que poseen o que codician, arrastrándolo en la búsqueda de nuevas adquisiciones en una carrera sin fin, subordinan todas sus facultades a sus metas y objetivos y los sujetan al demonio más que todas las demás pasiones. Filargyria y pleonexia privan al hombre de su libertad y, literalmente, lo alienan.

Por todas las razones evocadas más arriba, los deseos siempre insatisfechos de poseer más y de conservar lo que ya se tiene, provocan en el alma, un torbellino continuo, turbaciones y trastornos permanentes. Para los que están afectados por la filargyria y la pleonexia «nunca hay tranquilidad, nunca hay seguridad para su alma (...), ni la noche ni el día les trae el apaciguamiento (...), sino que están atormentados por todas partes» dice s. Juan Crisóstomo. La filargyria y la pleonexia engendran, en primer lugar, en el alma un estado de temor, de ansiedad o incluso de angustia. S. Gregorio el Grande describe así el estado interior del avaro y el codicioso: «Cuando acapara un montón de cosas en su avaricia, su "repleción" misma le oprime. Como su única ansiedad es buscar cómo va a guardar lo adquirido, esta saciedad lo angustia. El primer dolor que siente es la inquietud causada por todas las preguntas que le plantea su deseo inmoderado: ¿cómo obtener lo que desea? (...) Luego, una vez satisfechos esos deseos, otro dolor surge: la inquietud de preservar todo lo que con tanta pena ha adquirido. Está exactamente abrumado por toda clase de dolores que son aquí abajo el castigo de su codicia y la preocupación de conservar lo que posee». S. Juan Crisóstomo hace una descripción semejante de hombres sometidos a estas pasiones: «Están siempre en la agitación y su alma no tiene punto de reposo. El afán de adquirir lo que todavía no tienen hace que estimen como nada lo que ya tienen. Por un lado, tiemblan por la aprehensión de perder lo que ya han amasado, y por otro lado, trabajan para hacer nuevas adquisiciones, es decir nuevos motivos de temor». La ansiedad puede también dominar al avaro por su voluntad constante de adquirir o vender al mejor precio, por el sentimiento de haber hecho malos negocios, por el temor de que no se estime lo que posee en el precio que él le atribuye... Puede también, evidentemente, ser consecuencia de la pérdida involuntaria de los bienes a los que está apegado. A la ansiedad se agrega otro efecto patológico fundamental: la tristeza, el estado depresivo del alma. A menudo este estado resulta de la frustración del deseo de poseer más, del sentimiento correlativo de no tener bastante, ya sea de la idea de que se corre el riesgo de perder lo que se posee, ya de la pérdida efectiva. Puesto que — como lo hemos visto— el deseo de adquirir no conoce nunca satisfacción definitiva, la tristeza ligada a su insaciabilidad es continua, igual que la que siente el avaro cuando teme ser despojado, en la medida en que el riesgo de perder lo que se posee es permanente. Escribe s. Juan Clímaco, «como el mar nunca está sin mareas y olas, el avaro nunca está sin tristeza». Así, de manera general, el rico está lejos de alcanzar de sus posesiones todo el placer que podría creerse. «¿Dónde está el placer y el reposo del espíritu que se encuentra en las riquezas?» pregunta s. Juan Crisóstomo. «En cuanto a mí — responde— lo confieso, no he visto más que motivos de aflicción y de miseria (...) y una pena que no tiene punto de reposo». El avaro, constata en otra parte, «se encuentra todos los días abrumado por nuevas inquietudes y protesta de que la vida le resulta una carga». Es «incapaz de gozar de lo que ama». «Los avaros no sólo están privados del goce de lo que tienen por que no se atreven a usar de ello a su voluntad, sino también por que no están nunca satisfechos y tienen siempre sed: ¿qué puede haber más penoso?» «El apego que (los avaros) tienen a sus riquezas — afirma— no es una prueba de la satisfacción que encuentran en ellas, sino de la enfermedad y el desorden de su espíritu». Evidentemente, la ansiedad y tristeza del avaro pueden traducirse en una patología somática, al mismo tiempo que en una patología psíquica. La filargyria y la pleonexia además engendran y revelan otras perturbaciones algunas de las cuales afectan en particular la visión que el hombre tiene de la realidad y de las relaciones que mantiene con ella. Como todas las demás pasiones, la filargyria entenebrece el alma y oscurece la inteligencia. «El avaro vive en las tinieblas y difunde una noche espesa sobre el mundo (que él ve)»; para él «la visión del alma está apagada» constata s. Juan Crisóstomo, que dice también: «la avaricia es un terrible azote: cierra los ojos, tapa los oídos de los que están poseídos por ella». En consecuencia, el avaro tiene una visión radicalmente falseada de la realidad: «La avaricia es una especie de noche que oscurece todas las cosas, o más bien les hace ver distintas de lo que son en sí mismas» hace notar además s. Juan Crisóstomo, que afirma en otra parte que la filargyria engendra «el delirio». Esta visión delirante de la realidad se manifiesta en primer lugar en la manera de considerar al prójimo. En efecto, éste deja de ser percibido en su realidad verdadera de persona a imagen de Dios, para ser considerado exclusivamente a través del prisma del interés, para

encontrarse reducido a un medio de enriquecimiento, a un valor financiero, en síntesis, en todos los casos, a un objeto. Al hombre poseído la avaricia no le permite tener ninguna atención, ninguna consideración con nadie, observa s. Juan Crisóstomo. «Para el avaro, los hombres no son hombres» constata. El carácter delirante de la percepción que el avaro tiene de la realidad se revela igualmente en la manera de considerar los mismos objetos de riquezas. En efecto, quien se apega a los diversos bienes materiales que constituyen las riquezas, les otorga una importancia y un valor que exceden al que tienen en realidad y, en consecuencia, les presta una atención que no se merecen en verdad. Por ejemplo el oro o las piedras preciosas, recuerdan a menudo los Padres, no son sino simples guijarros de la tierra, y por una suerte de ilusión y de delirio, los hombres pueden concederles otro valor y considerarlos de otra manera. Lo mismo sucede con todas las demás riquezas. Al contrario, nos muestra s. Simeón el Nuevo Teólogo, «aquel que, o bien ha sido preservado desde el principio, o se ha convertido y ha recobrado la imagen y semejanza (de Dios), ha recibido también la facultad de ver según la naturaleza. Ve todas las cosas tal como son por naturaleza (...) Ve el oro y lejos de apegarse a su encanto, piensa que esta materia viene de la tierra y no es más que polvo o piedra, y nunca podrá transformarse en otra cosa. Ve la plata, la perla, todas las piedras preciosas, y lejos de tener los sentidos atrapados por su brillo tornasolado, no ve en todo esto más que piedras como las demás, y todo, de la misma manera, le parece de barro. Ve vestidos lujosos y lejos de admirar los bordados, considera que son excrementos de gusanos y tiene piedad de los que encuentran placer en esas cosas y las buscan como cosas preciosas». Igualmente, el hombre apegado a las riquezas delira al concederles de hecho un valor absoluto, considerarlas como si fueran durables, incluso eternas, cuando son todas perecederas, destructibles (cf. Mt. 6, 19'20; St.. 5, 3). El avaro y el codicioso, dejándose engañar, obnubilados por el placer sensible que los sujeta a su pasión, viven entonces en la ignorancia de los verdaderos bienes, de las riquezas auténticamente absolutas y eternas. «A pesar de toda su precariedad, nos aferramos a la prosperidad de aquí abajo con tal frenesí y nos dejamos engañar por alegrías mentirosas al punto de no poder ya imaginar nada más fuete ni más grande que los bienes temporales» hace notar s. Gregorio de Nacianzo. «Nuestros bienes aquí — recuerda— son fugaces y pasajeros, y como en un juego de dados pasan de mano en mano y no hay nada que poseamos realmente». Y llamando al hombre a una visión sana, exclama: «¿Quién huirá de esos bienes fútiles? ¿Quién mirará los bienes presentes como bienes caducos? ¿Quién distinguirá la realidad de la apariencia? ¿Quién sabrá distinguir el fingimiento de la verdad?» El avaro aparece así como trocando lo presente por lo eterno, lo perecedero por lo inmortal, lo visible por lo invisible, los bienes verdaderos del Reino, el tesoro celestial (Mt. 6, 10; Lc. 12, 33-34), por bienes ilusorios, las falsas riquezas de este mundo. «Son muy miserables» dice de los avaros s. Juan Crisóstomo, cambiar el cielo por un poco de tierra y de lodo: son semejantes a un rey que, habiendo cambiado su reino por estiércol, se gloriara de este cambio, como si el estiércol valiera más que su corona». Observa en otra parte, a propósito de los que son atacados por la misma pasión: «Los que viven en las tinieblas de la sinrazón ya no reconocen la verdadera naturaleza de las cosas, se enredan en la basura, y el estiércol deja de parecerles estiércol; poseídos por la avaricia son insensibles al mal olor que exhala». Observa además que el avaro es víctima de una ilusión del mismo modo que aquel que en la oscuridad, toma una cuerda por una serpiente o sus amigos por enemigos. Es claro que para él, la filaryria engendra un verdadero delirio. Por otra parte, el delirio se encuentra en el temor que experimenta el avaro con la idea de perder lo que posee, así como en la tristeza que la acompaña. En efecto, estas no tienen motivaciones objetivas, sino que proceden de creencias falsas que tienen su fuente únicamente en el alma desordenada del hombre pasional, como lo muestra s. Juan Crisóstomo: «Muchos hombres juzgan mal las cosas de aquí abajo, y así caen en el desánimo. Así, los locos se espantan de lo que no tiene nada de temible, temen cosas que a menudo no existen y emprenden la huida ante las sombras. Es parecerse a ellos temer una pérdida de dinero. En efecto, este temor no es imputable a la naturaleza sino a la voluntad. Si hubiera en esto un verdadero motivo de aflicción, todos los que tienen pérdidas deberían sentirse desdichados: pero la misma desventura no produce entre nosotros la misma aflicción, de donde se deduce que el principio de la aflicción no está en la naturaleza de las cosas, sino en la tosquedad de nuestros pensamientos».

Igualmente, el delirio se encuentra en otro rasgo patológico de la filargyria: el carácter obsesivo y casi alucinante que, en el espíritu de aquel a quien ella habita, confiere al dinero y a las riquezas materiales. En efecto, perseguido por el pensamiento de los bienes que posee o los que busca adquirir, ve todo a través de ellos y así deforma la realidad que percibe. «Por todas partes — dice s. Basilio al avaro— tú no ves más que tu oro, por todas partes te lo imaginas. El oro obsesiona tus sueños durante la noche y te persigue durante el día. Los locos no ven el mundo real, sino alucinaciones de su cerebro embarullado. Lo mismo que tu alma, presa de su idea fija ve todo de oro, todo de plata». S. Juan Crisóstomo observa en un sentido análogo que el hombre atacado de filargyria o pleonexia, bajo el efecto de su deseo insaciable, llega incluso a desear cosas que no existen y entonces se transporta a un mundo fantasmagórico y alucinante. El carácter patológico de la filargyria y la pleonexia se revela además en las múltiples pasiones-enfermedades que engendran. Siguiendo a s. Pablo (1 Tm.. 6, 10), los Padres afirman que la filargyria es la raíz y la madre de todos los males. Así. S. Nicetas de Sthétatos pregunta: « Si esta enfermedad es tan mala que ha recibido el nombre de segunda idolatría, ¿de qué vicios no desbordará el alma del que está enfermo de ella?». Filargyria y pleonexia, lo hemos demostrado, destruyen la caridad: engendran por esto mismo todas las pasiones que le son contrarias: insensibilidad, aversión, odio, enemistad, resentimientos, espíritu de contestación (conflicto) y de querellas, crímenes, etc. Hemos visto, igualmente, que producen el temor y la tristeza. Debemos señalar que pueden también engendrar en el alma, la cólera y diversas formas de violencia, pero también la pereza, el orgullo, la vanidad, y las concomitantes de estas dos últimas: la suficiencia, el espíritu de superioridad, el desprecio del prójimo, la falta de respeto, la insolencia, la arrogancia. Señalemos para terminar lo que favorece el desarrollo de la filargyria y la pleonexia. S. Máximo enseña: « La filargyria tiene tres causas: el placer, la vanagloria, y la falta de fe. La falta de fe es más grave que las otras dos». S. Juan Crisóstomo, da las razones siguientes: «Querer aventajar sobre los demás en la posesión de los bienes carnales, no tiene otro principio que el enfriamiento de la caridad; la codicia no tiene otra fuente que el orgullo, el odio a los hombres y el desprecio».

+ 6. La tristeza El hombre, en su condición paradisíaca, no conocía la tristeza (lype). Esta aparece como consecuencia de la falta de Adán. Es relativa al estado de decadencia en el que se encuentra el hombre. No constituye, pues, una actitud que pertenezca a la naturaleza primera y fundamental del hombre. Sin embrago, aunque consecutiva a la falta adámica, la tristeza no es ipso facto una pasión mala y ya no es exterior a la naturaleza del hombre. En efecto, es necesario distinguir dos formas de tristeza. La primera forma parte de lo que los Padres llaman «las pasiones naturales e irreprochables», es decir aquellas que están integradas a la naturaleza del hombre después del pecado original y, no son malas, aunque testimonian su decadencia en relación con su estado primero de perfección. La forma de tristeza que forma parte de esas pasiones naturales, no solamente es irreprochable, sino que puede y debe servir de base a una virtud: la «tristeza según Dios» (2 Co 7, 10) que permite al hombre afligirse por su estado de decadencia, llorar sus pecados, entristecerse por la pérdida de la perfección primera, sufrir por estar alejado de Dios, y que constituye el estado de penitencia, de duelo espiritual (penthos), de compunción (katánysis) y encuentra su perfección en el carisma de las lágrimas. Esta virtud es indispensable al hombre caído para reencontrar el camino del Reino y reintegrar en Cristo el estado edénico. Escribe s. Máximo: «en los hombres fervientes, incluso las pasiones devienen buenas cuando (...) las aceptamos para adquirir las cosas del cielo. Así sucede cuando hacemos de la tristeza el arrepentimiento que nos corrige del mal presente». La segunda forma de tristeza, y que será el objeto de este estudio, es, por el contrario, una pasión, una enfermedad del alma, constituida por el mal uso de la tristeza precedentemente evocada. En lugar de utilizar la tristeza para llorar sus pecados y afligirse de su alejamiento de Dios y de la pérdida de los bienes espirituales, el hombre la utiliza, al contrario, para llorar la pérdida de bienes sensibles, se aflige de no haber podido satisfacer tal deseo ni obtener tal placer esperado, o aun de haber sufrido tal disgusto en sus relaciones con sus semejantes. Hace así de la tristeza un uso contra natura, anormal. S. Juan Crisóstomo constata: «No es la adversidad sino sólo el pecado el que debe provocar la tristeza. Pero el hombre pervierte ese orden y confunde los tiempos: multiplica pues, sus pecados y no concibe ningún dolor por ellos, y apenas recibe cualquier disgusto, se desanima». Así la tristeza deviene «una pasión no menos grave y molesta que la cólera y la voluptuosidad y lleva a los mismos resultados desde que no la usamos según las reglas de la razón y de la prudencia». El hombre manifiesta en esta pasión un comportamiento doblemente patológico: por una parte no se aflige como debería hacerlo permanentemente acerca de lo que constituye en verdad una situación afligente — su estado de caducidad, de enfermedad— y por otra parte se entristece a propósito de objetos, de estados, de situaciones, etc. que no lo merecen realmente. La facultad de aflicción de que dispone el hombre, no sólo no le sirve, como Dios lo había querido al hacerle ese don, para distanciarse de su estado de pecado, sino que se encuentra al contrario, utilizada a contra tiempo, de manera absurda e insensata en relación con su finalidad natural, para manifestar su apego a este mundo y, paradójicamente, entra al servicio del pecado. De hecho, la tristeza (lýpe) aparece como un estado del alma distinto de lo que esa palabra en sí misma puede indicar, como desánimo, astenia, pesadumbre y dolor psíquico, abatimiento, desamparo, opresión, depresión acompañado a menudo de ansiedad o incluso de angustia. Este estado puede tener causas múltiples, pero siempre está constituido por una reacción patológica de la facultad irascible y/o concupiscible del alma, y se encuentra pues esencialmente ligado a la concupiscencia y/o a la cólera. «La tristeza — explica Evagrio— sobreviene a veces por frustración de deseos (stéresis ton epithemión), a veces también es consecuencia de la cólera». Puede, igualmente, ser producida en el alma por una acción directa de los demonios, o aún nacer sin motivo aparente. Vamos a examinar en detalle estas diferentes etiologías. 1) La causa más frecuente de la tristeza es la frustración de uno o varios deseos. «La tristeza está constituida por la insatisfacción de un deseo carnal», observa Evagrio. S. Juan Casiano nota igualmente que la tristeza «proviene a veces de que nos vemos decepcionados en

una esperanza que teníamos», que una de sus principales especies es «consecuencia de un deseo contrariado». En tanto que «cada pasión está ligada a un deseo», cada pasión es constantemente susceptible de producir tristeza; «el que ama el mundo será muchas veces entristecido» dice además Evagrio. Estando ligado el placer al deseo, podemos decir, con el mismo autor que «la tristeza es la frustración de un placer (stéresis hedonés) presente o esperado». S. Máximo y s. Thalassios dan la misma definición. Hemos visto que s. Máximo subraya que el placer sensible es inevitablemente seguido del dolor, siendo más a menudo psíquico que físico, dicho de otra manera, tomando la forma de la tristeza». Por eso s. Máximo dice que la tristeza «es el fin del placer sensible». En tanto que es el resultado de la frustración de un deseo carnal (en el sentido amplio del término) y del placer que va unido a él, la tristeza revela un apego a los bienes sensibles, a los valores de este mundo. Por eso Evagrio subraya que está ligada a todas las pasiones en la medida en que estas implican la concupiscencia y dice: «Es imposible rechazar este enemigo si tenemos un apego pasional por tal o cual bien terrestre». S. Doroteo de Gaza dice en el mismo sentido: «Quien no desprecia toda cosa material (...) no puede liberarse de la tristeza». Y s. Juan Clímaco observa: «El hombre que ha llegado a detestar el mundo ha escapado de la tristeza. Pero el que está apegado a cualquier cosa visible aún no se ha liberado de la tristeza. Porque ¿cómo no entristecerse si se es privado de lo que uno ama?» Hace notar además: «Si alguien cree no tener apego a cosa alguna y no obstante siente tristeza en su corazón cuando se ve privado de ello, no hay signo más perfecto ni más certero de que lo suyo es una ilusión». También se ve a menudo la tristeza provocada por la pérdida de un bien sensible, por cualquier daño que se ha sufrido en ese mismo plano. El apego pasional del hombre a su vida terrestre y lo que ella implica de satisfacción para sus pasiones puede, igualmente, hacer nacer la tristeza en la prueba o ante el pensamiento de todo lo que puede ponerla en peligro: enfermedad, todos los males a los que se encuentra expuesta, la muerte. Además la tristeza puede ser suscitada por la envidia de algún bien material o moral poseído por otros. También puede tener por causa una decepción en la búsqueda de honores, y aparece pues, necesariamente ligada a la cenodoxia (vanagloria). Notemos además que la tristeza puede no ser provocada por la frustración de un deseo particular, que recaiga sobre un objeto bien determinado: puede estar ligada a una insatisfacción general, a un sentimiento de frustración global que recae sobre la existencia entera y que revela que no son colmados los deseos profundos y fundamentales de la persona (de cuya significación verdadera no tiene necesariamente una conciencia clara) . 2) La segunda causa de la tristeza es la cólera. «La tristeza — enseña Evagrio— proviene de pensamientos de cólera»; «en efecto — explica— la cólera es un deseo de venganza y la venganza no satisfecha produce tristeza». S. Máximo dice en el mismo sentido: «Tristeza y rencor van parejas. Por lo tanto, si el espíritu experimenta la tristeza al representársele el rostro de un hermano, es prueba de que tiene rencor contra él». S. Juan Casiano afirma igualmente, sin aportar precisiones: «La tristeza proviene a veces de que nos hemos encolerizado»; una especie de tristeza «sigue a la cólera que se extingue» observa también. La tristeza puede estar en relación con otros sentimientos que no sea el rencor: resulta a menudo notable cuando el sentimiento de cólera ha sido excesivo o desproporcionado a lo que lo ha motivado, o al contrario, cuando no ha sido suficiente para manifestar con bastante estrépito lo que se ha experimentado, o no ha provocado la reacción que se descontaba en aquel o aquellos a quienes estaba dirigida. La tristeza puede ser también producida por una ofensa o lo que el sujeto cree ser tal: «Cuando nos hieren o estimamos que nos han herido, nos entristecemos» constata s. Juan Damasceno. Casi siempre esta pasión revela un apego a sí mismo y se encuentra ligada a la vanidad y el orgullo, como también la cólera a la que ella sigue. Manifiesta una reacción del yo frustrado en su deseo de afirmación de sí mismo (en esto, esta segunda etiología se encuentra con la primera) y reducido a menos de lo que él se estima. El rencor, al cual a menudo se une la tristeza, es por otra parte el resentimiento del orgullo herido, y la cólera, fuente de la misma pasión, expresa frecuentemente una voluntad de reafirmación, de realce, de reasegurarse del yo frente a sí mismo

y a los otros. La tristeza llega a ser la expresión del sentimiento de fracaso o de impotencia que experimenta el yo en esta tentativa de rehabilitación de sí. 3) A veces, sin embargo, la tristeza parece inmotivada. «Sucede — observa s. Juan Casiano— que nos sentimos llenos de una angustia súbita y sin causa; nos sentimos abrumados por una tristeza para la cual no se encuentra ningún motivo». El mismo santo dice en otra parte que no hay sino dos especies de tristezas: la primera implica todas las formas que hemos estudiado precedentemente, «la otra proviene de una ansiedad o una desesperación sin razón». En este caso el límite entre esta especie de tristeza y la pasión de la acedia (que examinaremos en el próximo capítulo) se hace poco preciso. 4) Debemos saber que los demonios juegan un papel importante en el nacimiento, el desarrollo y la permanencia de todas las formas de tristeza, y en particular de la que hemos visto en último lugar. Si la tristeza se dice inmotivada lo es en tanto que no tiene relación directa con una acción precisa de la persona a la que afecta, que no es, como las precedentes, el fruto de la insatisfacción de un deseo o de un movimiento de cólera, pero no en cuanto que no tendría ninguna causa, absolutamente. En efecto, los Padres reconocen que, a menudo en estos casos hay una intervención diabólica. S. Juan Casiano observa también que «a veces, sin ninguna causa aparente que nos provoque esta caída, la malicia del enemigo nos abruma súbitamente». S. Juan Crisóstomo, analizando el estado de su amigo Stagiro que sufría de una profunda tristeza, subraya igualmente, en varias ocasiones, el papel de la influencia demoníaca. Le escribe entre otras cosas: «El demonio envuelve tu espíritu con esas negras penas como con una profunda oscuridad, y se esfuerza por arrebatar los pensamientos que podrían tranquilizarte (contra ti mismo). Pero encontrando entonces tu alma sola, él la abruma de golpes y llagas». La irrupción de un sentimiento de tristeza en el alma es, por otra parte, uno de los efectos más inmediatos de la acción diabólica. «Los pensamientos que vienen de los demonios se encuentran en primer lugar turbados y mezclados de tristeza», observa s. Barsanufio. E inversamente puede decirse que todo estado de tristeza en el alma es, en toda circunstancia, el signo de una acción demoníaca. «Todo lo que se hace con turbación y tristeza viene de los demonios», dice aún el Gran Anciano. Aunque los acontecimientos exteriores pueden suscitar y motivar la tristeza debemos destacar que en verdad no está en ellos su fuente: son la ocasión, no la causa, que está únicamente en el alma misma del hombre, más precisamente en la actitud que adopta frente a los acontecimientos exteriores como frente a sí mismo. Es pues responsable de la tristeza que lo afecta, y ni las circunstancias exteriores, ni los males mismos que pudo haber sufrido podrían, fundamentalmente, servirle de excusas. «Nuestras alegrías y nuestras tristezas — escribe s. Juan Crisóstomo— no provienen tanto de la naturaleza misma de las cosas como de nuestras propias disposiciones. Si estas son sabiamente (prudentemente) ordenadas, tendremos siempre en nuestro corazón un gran fondo de contento. Las enfermedades del cuerpo tienen como causa más bien algún desorden interior que la intemperie del aire o toda otra influencia exterior; pero con mayor razón esto es así en las enfermedades del alma. Porque si las del cuerpo son consecuencia de nuestra naturaleza, las otras no dependen sino de nuestra voluntad. Incluso cuando los demonios suscitan o mantienen los estados de tristeza, lo pueden hacer porque encuentran en el alma un terreno favorable y se benefician de una cierta participación (más o menos consciente) de la voluntad del hombre. Así s. Juan Crisóstomo puede decir a Stagiro: «El demonio no es el autor de esa sombría pena, sino que esa pena misma viene a ayudar al demonio y él te sugiere esos malos pensamientos». A menudo la tristeza es preexistente a la intervención directa del diablo, y él lo que hace es aprovechar la situación para desarrollar la pasión. La pasión de tristeza puede tomar la forma extrema de la desesperación (ápognosis) que es una de sus manifestaciones particularmente graves. «Una tristeza demasiado grande es peligrosa, hace notar s. Juan Crisóstomo, tan peligrosa que puede incluso causar la muerte; por eso s. Pablo decía: "temo que él sea abrumado por una tristeza excesiva (2 Co. 2, 7)».

El diablo juega un papel particularmente importante en el nacimiento de la desesperación, y puede provocar en el alma, por medio de ese estado, consecuencias catastróficas. «El demonio, dice s. Juan Crisóstomo, no tiene entre las manos arma más temible que la desesperación, tanto que le causamos menos placer pecando que desesperando». En efecto, en ese estado, el hombre desespera fundamentalmente de Dios y por lo tanto se separa de Él. De ese modo deja el campo libre a la acción del diablo, se entrega a su poder atado de pies y manos, y se consagra a la muerte espiritual. «La tristeza del mundo produce la muerte» enseña s. Pablo (2 Co 7, 10). Bajo el efecto de la desesperación (y a veces incluso de la simple tristeza), el hombre a menudo es llevado a darse a pasiones disolutas, pensando que así podrá remediar su estado, aunque sea quitándole la conciencia de este. Así, el Apóstol constata: «Habiendo perdido toda esperanza, se entregaron al libertinaje, cometiendo desenfrenadamente toda clase de errores, sumergidos en la impureza» (Ef. 4, 19). S. Gregorio el Grande observa luego que de la tristeza «deriva el extravío del espíritu hacia las cosas prohibidas». La desesperación, fuente de muerte espiritual, puede también arrastrar al hombre a la muerte de su cuerpo: impulsándolo a no esperar más nada de la vida, imprime en su alma ideas de suicidio y lo lleva a realizarlo. S. Juan Crisóstomo, para explicar este hecho, no descuenta la posibilidad de una intervención diabólica, pero afirma que en todo caso no es la única causa, queriendo también aquí insistir sobre la responsabilidad del hombre mismo. «Esos funestos pensamientos, escribe a Stagiro, no vienen sólo del demonio, y tu melancolía contribuye mucho a ello. Sí, esa sombría tristeza los provoca más que el espíritu maligno, y quizás sea la única causa. En efecto, es cierto que algunos, fuera de esta obsesión diabólica, experimentan esta manía suicida como consecuencia de violentos sufrimientos». Una profunda tristeza, dice también, incluso sin concurso del demonio, engendra los más grandes males. (...) Bajo la presión de un sombrío abatimiento los desdichados trenzan un lazo, se traspasan con un puñal, se precipitan al agua, o recurren a otro género de muerte violenta. Aquellos mismos en quienes se revela la acción del espíritu maligno deben acusarlo menos de su pérdida que a la tiranía y el exceso de sus penas». Por todas estas razones, la tristeza es considerada por los Padres como una enfermedad del alma, cuya importancia es grande y los efectos poderosos. A fortiori sucede lo mismo con la desesperación. «Grande es el imperio de la tristeza, dice s. Juan Crisóstomo: es una enfermedad del espíritu que demanda mucha fuerza para resistirla animosamente y para rechazar lo que ella tiene de malo». A menudo, los Padres presentan esta pasión como una forma de locura, estado que se manifiesta particularmente claro en la desesperación. Sta. Sinclética, evocando «la tristeza que viene del enemigo» dice que está «llena de locura» Y s. Juan Casiano hace notar que «si se la deja apoderarse poco a poco de nuestra alma, a merced de diversas circunstancias, conmociona y deprime (labefactat et deprimit) nuestro espíritu» «una vez que aquel (al que ella afecta) se ha vuelto incapaz de tomar una decisión saludable y está privado de la paz del corazón, lo vuelve como un loco (...) a quien abate y sumerge bajo una desesperación penosa». Los efectos patológicos de la tristeza son importantes y temibles. «La tristeza ha perdido a muchos» constata el Eclesiastés (Qo. 30, 21). S. Juan Crisóstomo no duda en decir: «una profunda tristeza nos es más perniciosa que todos los ataques del espíritu maligno». La tristeza no solamente es un obstáculo a todos los bienes» sino que introduce en el alma una multitud de males. s. Nil Sorsky la considera incluso como «la raíz de todo mal». Además de engendrar casi inevitablemente la desesperación y sus graves consecuencias, si se la deja desarrollarse, esta pasión produce desde sus primeras manifestaciones actitudes pasionales tales como la acritud, la maldad, el resentimiento, la amargura, el rencor (que, lo hemos visto, la engendra pero a su vez ella lo hace crecer), la impaciencia. Por ese motivo perturba gravemente las relaciones del hombre con su prójimo. Observemos aún que, como todas las demás pasiones, la tristeza llena el alma de oscuridad, en primer lugar recubriendo el espíritu de tinieblas , encegueciendo la inteligencia, y reduciendo considerablemente su facultad de discernimiento. Uno de esos efectos específicos es hacer pesada el alma. Por otra parte, produce en todo el hombre un estado de astenia y tedio, lo hace pusilánime y paraliza su actividad. Este último efecto se manifiesta particularmente grave en

el plano espiritual cuando priva al hombre de todo su dinamismo, contrarresta sus esfuerzos ascéticos, «saquea la oración», particularmente cuando sobreviene a continuación de una falta.

+ 7. La acedia La acedia (akedía) es próxima de la tristeza, a tal punto que la tradición ascética de la cual s. Gregorio el Grande es el inspirador en Occidente, reunió esas dos pasiones en una sola. Sin embargo, la tradición ascética oriental las distingue. El término griego akedía pasó al latín bajo la forma de acedia: en efecto, es difícil dar una traducción a la vez simple y completa; las palabras pereza o tedio que a veces la reemplazan, no expresan sino una parte de la realidad compleja que designa. Es verdad que la acedia corresponde a un cierto estado de pereza y a un estado de tedio, pero también de disgusto, de aversión, de lasitud e igualmente de abatimiento, desánimo, languidez, entorpecimiento, dejadez, embotamiento, somnolencia, de pesadez del cuerpo tanto como del alma, pudiendo la acedia empujar al hombre al sueño (a dormir) sin que esté realmente fatigado. En la acedia hay una insatisfacción vaga y general. Cuando se encuentra bajo el imperio de esta pasión el hombre ya no siente gusto por nada, todas las cosas las encuentra sosas e insípidas, no esperando más nada de nada. La acedia hace al hombre inestable en su alma y en su cuerpo. Sus facultades se hacen inconstantes; su espíritu incapaz de fijarse, va de un objeto a otro. Sobre todo cuando está solo no soporta permanecer en el lugar donde se encuentra: la pasión lo impulsa a salir, desplazarse, ir en una o diversas direcciones. A veces se pone a errar y vagabundear. De manera general, busca a todo precio contactos con otros. Esos contactos no son objetivamente indispensables, pero llevado por la pasión siente la necesidad y se encuentra «buenos» pretextos para justificarlos. Así, establece y mantiene relaciones a veces fútiles que alimenta por vanos discursos en los que manifiesta generalmente una vana curiosidad. Puede suceder que la acedia inspire en el sujeto una aversión intensa y permanente por el lugar donde reside, le da motivos para estar descontento, lo lleva a creer que estaría mejor en otra parte. «Entonces, es llevado a desear otros lugares donde podría encontrar más fácilmente lo que necesita». La acedia puede también llevarlo a huir de sus actividades, particularmente su trabajo con el cual se siente insatisfecho, y lo lleva a buscar otros, haciéndole creer que serán más interesantes y le harán más dichoso... Todos esos estados que se relacionan con la acedia van acompañados de inquietud o ansiedad, siendo el disgusto el carácter fundamental de esta pasión. El demonio de la acedia ataca particularmente a los que se entregan a la vida espiritual: busca desviarlos de los caminos del Espíritu, impedir de alguna manera las actividades que tal vida implica, y particularmente perjudicar la regularidad y la constancia de la disciplina ascética que necesita, romper el silencio y la inmovilidad que la favorecen. Así, s. Juan Clímaco la presenta como «un relajamiento del alma, un dejar correr el espíritu, la negligencia de la ascesis». Del hombre espiritual ella hace un «flojo y sin coraje para todos los trabajos que tiene que hacer (en el lugar donde está), le impide permanecer y se aplicarse». Bajo la influencia de esta pasión, su espíritu «se vuelve ocioso e incapaz de toda actividad espiritual»; se vuelve indiferente a toda la obra de Dios, deja de desear los bienes futuros, incluso llega a despreciar los bienes espirituales. Todos los Padres ven en la acedia uno de los principales obstáculos para la oración. S. Juan Clímaco la define como «una languidez en la salmodia, una debilidad en la oración». «El demonio de la acedia habitualmente ataca a los que están avanzados o son asiduos a la oración», observa Simeón el Nuevo Teólogo. Y muchos hacen notar que, sobre todo a la hora de la oración, engendra el entorpecimiento en el alma y en el cuerpo y empuja al hombre al sueño: «Cuando no es la hora de la salmodia, la acedia no aparece. Y cuando el oficio ha terminado, nuestros ojos se vuelven a abrir», señala s. Juan Clímaco. Pero «cuando el tiempo del oficio y de la oración ha llegado (este demonio) comienza de nuevo a hacer pesado el cuerpo. Y cuando oramos, nos sumerge en el sueño, y por bostezos que nos excitan (azuzan) a contratiempo nos impide pronunciar versículos enteros», constata también. Aunque es verdad que la acedia afecta muy especialmente a los que se esfuerzan por someterse a una disciplina espiritual regular, por esta razón reducen a lo estrictamente necesario sus actividades exteriores y sus desplazamientos, y buscan al máximo silencio y soledad, aunque es verdad que cuanto más el hombre se ordena espiritualmente y se aísla para consagrarse en el

silencio a la oración que lo une a Dios, más es atacado por esta pasión particularmente temible para los eremitas, sin embargo, no deja en paz a los que viven fuera de toda disciplina o incluso de toda actividad espiritual. Los toma bajo otras formas, como lo hace notar s. Isaac el Sirio: «a los que transcurren su vida en las obras del cuerpo», «les alcanza otra acedia que es visible a los ojos de todos». Esta acedia toma la forma de un sentimiento, a menudo, oscuro y confuso de insatisfacción, de disgusto, de fastidio, de lasitud, frente a ellos mismos, a la existencia, a su entorno, al lugar donde residen, al trabajo o a cualquier actividad. También son afectados por una inquietud sin razón , una ansiedad generalizada, o una angustia episódica o continua. Generalmente se encuentran tomados, correlativamente, por un estado de entorpecimiento y embotamiento psíquico y físico, una fatiga general y constante experimentada sin razón particular, una somnolencia periódica o permanente del alma y del cuerpo. Al mismo tiempo, a menudo y para conjurar de alguna manera esos estados penosos, la acedia los impulsa a múltiples actividades y desplazamientos no indispensables, a relaciones sin utilidad y a todo aquello que le parece le podrá hacer escapar de la angustia y el tedio, huir de la soledad y a colmar la insatisfacción que sienten. A menudo, mientras que quieren y creen satisfacerse y encontrarse de esta manera, en realidad no hacen sino evadirse de sí mismos y de su deber-ser espiritual, de su naturaleza y de sus destinos verdaderos, y por eso mismo, de toda satisfacción plena y completamente. Los ataques de este demonio, las manifestaciones de esta pasión, en los que llevan una vida ascética, alcanzan su máximo de intensidad alrededor del mediodía. «Sobre todo alrededor de la hora sexta, escribe s. Juan Casiano, (este adversario) perturba (a los solitarios), excitando a horas fijas, como una fiebre que vuelve periódicamente, su alma enferma por los ardores que ella enciende. Algunos ancianos declaran que este es el "demonio del mediodía" del que habla el Salmo 90». Entre esos ancianos debemos citar a Evagrio, que afirma: «El demonio de la acedia que es llamada también "demonio del mediodía", ataca al monje hacia la hora cuarta y asedia su alma hasta la hora octava». Lo que distingue esencialmente la acedia de la tristeza es que no hay nada preciso que la motive, que «el espíritu es turbado sin razón», como lo dice s. Juan Casiano. Pero que no tenga motivo no significa que no tenga causa. La etiología demoníaca, como lo indican las afirmaciones precedentes, es preponderante. Sin embargo, para poder obrar supone un terreno favorable. El hecho de estar apegado al placer y de estar bajo el imperio de la tristeza constituye una forma cuya importancia señala s. Thalassios. «La acedia es la negligencia del alma. Es negligente el alma que está enferma por el amor al placer», afirma además. S. Macario le incrimina falta de fe. Y s. Isaac observa que en el espiritual «la acedia viene de la distracción de la inteligencia». La precedente descripción de las perturbaciones que caracterizan la acedia, nos permite comprender que los Padres la consideran como una enfermedad del alma. Sus numerosos efectos patológicos confirman esta manera de considerarla. El principal efecto es un oscurecimiento generalizado del alma: la acedia hace el espíritu (nous) oscuro y ciego, y cubre de tinieblas el alma entera. El alma deviene entonces incapaz de aprehender las verdades esenciales. «El alma que ha sido herida por esta perturbación está verdaderamente adormecida respecto de toda contemplación de las virtudes y de toda visión de los sentidos espirituales». constata s. Juan Casiano. La consecuencia más grave es que, por esta pasión, el hombre es desviado y se mantiene alejado del conocimiento de Dios. Los Padres constatan además que la acedia, que constituye un relajamiento del alma y un dejar correr el espíritu, engendra el vacío en el alma, lleva al hombre a una negligencia generalizada, lo hace laxo. Unida a la tristeza, esta la acrecienta y puede, fácilmente, conducir a la desesperación. De allí pueden proceder los pensamientos blasfemos e ideas locas contra el Creador. Otras de sus consecuencias notorias son destruir la compunción y volver irritable. Dice además s. Isaac: de allí «viene el espíritu de extravío que es la fuente de mil tentaciones». A diferencia de las otras pasiones principales, la acedia no engendra ninguna pasión particular, en razón de que produce a casi todas. «Este demonio no es seguido inmediatamente por ningún otro» afirma Evagrio que explica en otra parte: «El pensamiento de la acedia no es seguido de ningún otro pensamiento, primero por que dura, luego porque tiene en sí todos los pensamientos». S. Máximo el Confesor dice también que la acedia «pone en movimiento casi todas las pasiones». S. Barsanufio enseña de manera más general que «el espíritu de la acedia engendra todo mal». S. Juan Clímaco observa en consecuencia que «la acedia, para el monje, es

una muerte que lo aprieta por todas partes». y s. Simeón el Nuevo Teólogo concluye de la misma manera, que «es la muerte del alma y del espíritu». Y agrega: «Si Dios dejara a (ese demonio) emplear toda su fuerza contra nosotros, sin duda ningún asceta estaría a salvo». Ante la amplitud de estos efectos, los Padres afirman que la acedia es la más grave y pesada, la más abrumadora de todas las pasiones, «la más grave de las ocho»; que «no hay pasión peor que ella». S. Isaac dice que «hace gustar el infierno» al alma. La patología de la acedia no puede ser considerada, como la de las otras pasiones precedentemente estudiadas, como constituida por la perversión del uso de una facultad particular. S. Máximo hace notar que las implica a todas: «Todas las demás pasiones afectan en el alma sea la parte irascible, sea la concupiscible, sea la parte racional (...) La acedia toma todas las facultades del alma». Pero por otra parte no está constituida por su uso contra natura, no teniendo en la naturaleza ningún fundamento positivo: Evagrio observa que es conforme a la naturaleza (katá fýsin) no tenerlo en absoluto. De alguna manera es, por una parte, el entorpecimiento y la inactivación y por otra, la distracción de todas las facultades, que contribuyen a la vida espiritual del hombre. S. Thalassios expresa bien este aspecto en su dualidad cuando la define como la «negligencia del alma». En cierta medida podría ser considerada como constituida por la ausencia de "celo" espiritual, don del Espíritu tanto al primer hombre como al hombre renovado en Cristo, para que cumplan con fervor su tarea espiritual.

+ 8. La cólera La pasión de cólera (orgé) procede de la potencia irascible del alma (thimós), y comprende todas las manifestaciones patológicas de la agresividad. La potencia irascible — lo hemos visto— ha sido dada por Dios al hombre en el momento de la creación, y forma parte de su naturaleza misma. Debía tener por función, según el designio del Creador, permitir al hombre luchar contra las tentaciones y el tentador, evitar el pecado, el mal: estando así, desde los orígenes, definida su finalidad natural y su uso normal. Pero — lo hemos mostrado— el hombre, por el pecado, la ha desviado de esa finalidad, y en lugar de utilizar esta facultad para combatir al Maligno, la vuelve contra su prójimo, haciendo un uso contra natura. Este uso contra natura de la potencia irascible constituye la pasión de cólera bajo todas sus formas y la hace una enfermedad del alma. Esto ha sido suficientemente desarrollado en la primera parte... La cólera aparece así como una pasión toda vez que toma al prójimo por objeto. En consecuencia, ningún motivo, de ninguna clase, podría legitimarla. Conviene encolerizarse contra el Maligno, no contra su víctima, porque dice el Apóstol, «nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en los espacios» (Ef. 6, 12). Debemos combatir contra el pecado, no contra el que lo comete: «Odie la enfermedad, no al enfermo» recomienda sta. Sinclética. Lo que la tradición ascética coloca bajo el nombre de «cólera» no consiste solamente en esas manifestaciones violentas, exteriorizadas que, ordinariamente ponemos bajo ese nombre y que son generalmente episódicas y afectan particularmente a ciertos individuos de temperamento llamado colérico: los Padres la conciben como una pasión tan desarrollada como las demás y colocan igualmente bajo este término todas las formas de agresividad, exteriorizadas o interiores, abiertas u ocultas, groseras o sutiles, de las cuales el hombre es capaz y que, de manera general, tienen al prójimo como objeto. Así, junto a lo que habitualmente llamamos cólera y que constituye la manifestación más exterior, visible y violenta de aquella, la forma aguda de la pasión donde «el thimós estalla y se despliega», los Padres distinguen principalmente: el resentimiento (menis) — que es una cólera retenida que dura bajo una forma más interiorizada y escondida y que tiene por fundamento el recuerdo de una ofensa, de una humillación, de injusticias sufridas— , el rencor (mnesikakía), el odio (misos, kótos), y también todas las formas de resentimiento, de hostilidad, de animosidad, de enemistad, en resumen, de maldad. El mal humor, la acritud, las formas más o menos desarrolladas de irritación (oxycholía) y las manifestaciones de impaciencia ya forman parte de esta pasión. Igualmente se vinculan a ella la indignación y las burlas, el sarcasmo y la ironía respecto de las personas. Además se pueden relacionar los sentimientos más o menos desarrollados de malevolencia, desde los más groseros — que se traducen en la maldad y la abierta voluntad de perjudicar— , a los más sutiles que pueden consistir por una parte en regocijarse (aunque sea por un breve instante) de una desgracia o de un desengaño que afecta al prójimo, y por otra parte en no afligirse de las penas que le sobrevienen, o no alegrarse de su felicidad. Lo opuesto a estos sentimientos a menudo muy finos, muy interiores e inadvertidos por aquel a quien afectan, están las formas extremas de violencia, tales como las diversas rivalidades, luchas, agresiones, combates e incluso crímenes o guerras, ambas igualmente pueden derivar de la pasión de cólera en el sentido amplio en que la entiende la tradición ascética. Se ve, pues, que ella incluye una muy vasta gama de estados y de reacciones humanas, y se comprende que puede afectar al hombre caído casi permanentemente igual que las demás pasiones. Los Padres advierten que en toda forma de cólera, el hombre experimenta un cierto placer que le hace apegarse a ella. «Poco le importa el mal que el alma se hace a sí misma» hace notar s. Juan Crisóstomo: «se reduce a ella, la convierte en una especie de placer que hay que satisfacer a todo .precio. Sí, este incendio del corazón no se da sin un cierto placer, incluso ejerce sobre el alma una tiranía más imperiosa que todo otro placer». S. Juan Clímaco observa además, a propósito del recuerdo de las injurias y del rencor: «Es un dolor sensible y acusiante (agudo) que no se deja de amar a causa de la dulzura que se encuentra en la amargura misma de la cólera». Pero es una relación secundaria del placer, que permite comprender cómo éste puede mantener la cólera (y singularmente el rencor), no cómo condiciona su aparición. El origen de las diversas

manifestaciones de esta pasión se encuentra en un lazo previo y más fundamental del placer a la cólera. Evagrio, retomando por su cuenta el tema de otro Padre, afirma: «Yo sé que se debate siempre sobre ella cuando se trata de los placeres». Lo mismo s. Máximo y s. Doroteo ven en el amor al placer (filedonía) una causa fundamental de la cólera. La cólera nace en el hombre cuando es afligido por no poder alcanzar un placer que busca, pero igual y principalmente cuando se encuentra, se siente, o teme ser privado de un placer del que gozaba, y «cuando el amor egoísta de sí mismo (filautía) se encuentra mortificado por el sufrimiento» se vuelve entonces contra aquel que es o parece ser la causa de la frustración, o al menos amenaza o parece amenazar. Por eso Evagrio define así la cólera: «Un movimiento contra el que ha hecho un mal o parece haberlo hecho». El placer sensible es correlativo al deseo sensible. El deseo de bienes sensibles y el apego a ellos son también causas fundamentales de la cólera. Esto permite comprender esta otra afirmación del monje que cita Evagrio: «Si suprimo los deseos, es para erradicar los pretextos de cólera» así como lo que el mismo Evagrio dice en otra parte: «no admitirás jamás la concupiscencia pues es ella la que provee de materia a la cólera». S. Isaac el Sirio escribe en el mismo sentido: «Si nos apegamos a las cosas sensibles (esas cosas que suscitan la agresividad contra natura) (...) cambiamos (...) la dulzura natural en salvajismo». Se puede allí ver un eco de la enseñanza de Santiago: «¿De dónde vienen las guerras y las querellas entre ustedes? ¿No es de esto? sus codicias batallan en sus miembros» (St. 4, 1) El hombre cae en la pasión de la cólera por amor a los bienes materiales y los placeres que ellos les procuran y porque los prefiere a los bienes y los gozos espirituales; así lo dice claramente s. Máximo: «Hemos preferido las cosas materiales y profanas al mandamiento del amor, y porque estamos apegados luchamos contra los hombres cuando deberíamos preferir el amor a todos los hombres a todas las cosas visibles, incluso nuestros propios cuerpos». Y explica además: «Porque estamos tomados por el amor de las cosas materiales y el atractivo del placer y preferimos eso al mandamiento, no somos capaces de amar a los que nos odian, y más bien nos sucede que nos oponemos a los que nos aman, a causa de esas mismas cosas». El amor de las cosas sensibles y de los placeres correlativos se manifiesta de maneras diversas, ya lo hemos visto en las pasiones. Según una concepción ascética clásica hay tres grandes categorías de pasiones o tres géneros principales de apegos a la realidad sensible que pueden constituir para el hombre pretextos de cólera, si se encuentran privados del placer que les procuran, o amenazados de perderlo, o impedido de alcanzarlo: el apego a la comida (pasión de gastrimargia); el apego al dinero, a las riquezas y más generalmente a los objetos materiales (pasiones de filargyria y pleonexia); el apego a sí mismo (pasiones de cenodoxia y orgullo). Sin embargo, estas no son sino las fuentes más importantes y las más frecuentes y difundidas: la cólera puede tener causas muy numerosas que es difícil de determinar de manera simple, tal como lo señala s. Juan Clímaco, expresándose una vez más en lenguaje de médico espiritual: «La fiebre corporal es siempre de la misma clase, pero su ardor lejos de tener siempre el mismo origen, puede proceder de múltiples causas. Lo mismo la ebullición de la cólera y sus movimientos, como sin duda aquellos de nuestras demás pasiones, pueden tener causas y orígenes diversos. Por eso es imposible prescribir una regla única respecto de ellas. Yo aconsejaría más bien a cada uno de los enfermos, buscar con gran cuidado el método a seguir para tratarse. El primer punto del tratamiento es conocer la causa de la enfermedad; en efecto, cuando ha sido encontrada, los enfermos recibirán de la Providencia y de sus médicos espirituales el remedio eficaz». Además de las pasiones precedentemente citadas, es necesario presentar la pasión de la lujuria entre las causas principales, así como el exceso de reposo concedido al cuerpo. Esta última etiología puede comprenderse de la misma manera que la de la intemperancia: tanto reposando como nutriendo demasiado el cuerpo, se le suministra un capital de energía que podrá fácilmente ser utilizado para fortificar la potencia agresiva del alma, al mismo tiempo que se relaja la atención del espíritu y la tensión de la voluntad que la controlen y dominen. Sin embargo, esta no es sino una razón entre otras. Entre todas las fuentes de la cólera que hemos puesto en evidencia, es cierto que la cenodoxia y el orgullo constituyen la más fundamental. S. Marcos, el Monje escribe con respecto al odio: «Esta enfermedad afecta a los que persiguen la preeminencia en los honores» Y de una manera más general, respecto de la cólera: «El orgullo principalmente la consolida y la fortifica».

Cuando el hombre se siente herido en su amor propio, cuando se siente humillado, ofendido, desconsiderado (especialmente con respecto a la imagen presumida — vanidosa— que tiene de sí mismo y que espera que los demás la reconozcan), sufre las diferentes formas de cólera. De modo que, lo que parece ser la causa exterior de la cólera y motivarla verdaderamente, de hecho, no es sino el revelador, el catalizador de una cólera que procede directamente del sujeto mismo, de su orgullo. «No son las palabras las que nos hieren, observa por ejemplo s. Basilio, es nuestro orgullo que nos rebela y la buena opinión que tenemos de nosotros mismos». Una prueba a contrario es que le humilde permanece apacible y manso en el momento mismo en que es agredido con violencia. Por la cólera, el rencor, el deseo de venganza, el hombre busca restablecer ante el que lo ha ofendido y humillado, y al mismo tiempo ante sí mismo, la imagen de sí mismo a la cual está apegado y que siente despreciada. Estas últimas consideraciones no están de ninguna manera en desacuerdo con lo que hemos dicho precedentemente acerca de la importancia del papel que juega el placer en la cólera: el hombre — como lo veremos luego— obtiene de la cenodoxia y del orgullo un cierto goce que se encuentra amenazado, disminuido e incluso suprimido por ofensas y humillaciones de toda clase. De nuevo aparece claramente la cólera como una reacción de rebeldía ante la pérdida de un placer, pero más a menudo aún, como una reacción de defensa para conservar el placer amenazado o reencontrar el placer perdido. Los Padres consideran la cólera, bajo todas sus formas — como todas las demás pasiones— una enfermedad del alma. «Es una enfermedad que repugna tanto a nuestra naturaleza como una enfermedad del cuerpo» dice s. Juan Crisóstomo. En razón de los desórdenes que ella provoca es considerada sobre todo como una forma de locura. «Entre la cólera y la locura no hay ninguna diferencia» afirma s. Juan Crisóstomo. «El hombre encolerizado parece absolutamente un loco» dice también. «La cólera es una locura momentánea» observa por su parte s. Basilio. Evidentemente, es en sus manifestaciones agudas y violentas, y particularmente, cuando toma la forma de furor, cuando la cólera merece especialmente ser considerada como una suerte de locura. S. Juan Clímaco no duda en calificarla de epilepsia espiritual. S. Gregorio el Grande presentando un cuadro más preciso de esta pasión en sus manifestaciones paroxísticas, hace aparecer claramente que éstas permiten asimilarla a una forma de locura: « Picado por el aguijón de la cólera, el corazón palpita, el cuerpo tiembla, la lengua tartamudea, el fuego sube al rostro, los ojos centellean: el hombre se vuelve irreconocible aún para aquellos que lo conocen. La boca profiere sonidos, pero la inteligencia ya no sabe lo que dice. Un hombre que ya no es consciente de lo que dice ¿en qué difiere de un loco en transe? También sucede a menudo que la cólera desciende hasta los puños y surge con una violencia que es la medida misma de la sinrazón (de lo irracional). El espíritu ya no es capaz de ningún control, porque se hizo juguete de una potencia que le es extraña, y si su rabia obra sobre sus miembros en el exterior haciéndole dar golpes, es que interiormente (la cólera) mantiene cautiva el alma que debería ser la señora» En el mismo sentido, los Padres muestran a menudo en qué se parece a un poseso el que está tomado por estas formas violentas de cólera, y puede además recordar, con este motivo, el lazo directo que ven por otra parte, entre ciertas formas agitadas de locura y la posesión demoníaca. Si la cólera se parece e incluso se identifica con ciertas formas de locura y de posesión, es que se encuentra en ellas un gran número de síntomas muy semejantes. Examinemos en detalle esta patología que se revela de manera particularmente clara en las formas más violentas de cólera, pero que se encuentra también, en diversos grados, en sus otras manifestaciones. En el plano del cuerpo, la cólera en sus manifestaciones agudas provoca una agitación característica, fácilmente perceptible desde el exterior. S. Juan Crisóstomo y s. Basilio sobre todo nos dan una descripción típica, análoga a la presentada por s. Gregorio Magno. En el interior del cuerpo, la cólera se traduce por diversas perturbaciones fisiológicas. Sus formas contenidas y crónicas implican igualmente tales desórdenes. Todos esos desórdenes que trastornan el funcionamiento habitual del cuerpo, atacan la salud. S. Juan Crisóstomo lo hace notar: «La cólera corrompe el cuerpo»; «he conocido a algunos a quienes la cólera ha enfermado». S. Juan Clímaco constata las incidencias que eta pasión puede tener sobre las conductas de la nutrición, engendrando ya sea una anorexia, ya sea una bulimia».

Pero es sobre todo en el alma que la cólera produce perturbaciones que permiten considerarla como una grave enfermedad del alma y como una forma de locura «la cólera, más que las demás pasiones, habitualmente turba y trastorna el alma» hace notar s. Diadoco de Fotice y después de él s. Juan Clímaco. La cólera, escribe por su parte, s. Gregorio Magno «perturba el alma y, por decirlo así, la desgarra y la cizalla» «arroja en ella la confusión» «Devasta el alma entera, la sumerge en la confusión» observa s. Marcos el Monje. «Arruina el alma»; «trastorna de arriba a abajo (completamente) su estado normal» dice también s. Juan Crisóstomo quien afirma que hace deforme al alma, «atacando lo que tiene de más sano, corrompiendo lo que tiene de más puro». Las perturbaciones engendradas en el alma por la pasión de la cólera son múltiples. Perturba primeramente el uso de la razón al punto que pareciera excluirla. «La agresividad destruye tiránicamente el ejercicio de la razón y hace salir el pensamiento de su ley natural» escribe s. Máximo. «Esta pasión destierra la razón, prohibe (impide) al hombre el uso del razonamiento» advierte por su parte s. Basilio. Su «razón está entonces sepultada en la ebriedad y las tinieblas», el hombre se vuelve incapaz de juzgar correctamente las cosas». S. Juan Casiano escribe: «En tanto que la cólera ocupa nuestro corazón y entenebrece nuestro ojo interior, no podemos juzgar con discernimiento (...). Ya no podemos, hacernos capaces de obtener la verdadera luz espiritual, puesto que dice la Escritura, "mi ojo ha sido turbado por la cólera" (Sal. 30, 10); incluso ya no seremos capaces de obtener la madurez del juicio (...) "porque el hombre colérico obra sin reflexión" (Pr. 14, 17)». «Nada, como la cólera, perturba tanto la claridad de la inteligencia, nada ofusca tanto la penetración del espíritu» constata en el mismo sentido s. Juan Crisóstomo. Desde ese momento, el hombre ve las cosas en función de lo que su cólera le indica; su razón está totalmente al servicio de su pasión. De este modo, todo el conocimiento que tiene de la realidad se encuentra perturbado, aunque desde un punto de vista exterior sus facultades cognoscitivas parezcan ejercerse de manera correcta y parezca capaz de razonamiento formalmente válido. El hombre, presa de la agresividad, deja entonces de percibir lo real como es para verlo como no es: su pasión produce en él un conocimiento delirante y modifica correlativamente su manera de comportarse frente a la realidad. «En verdad, la cólera no es menos loca que el delirio — dice s. Juan Crisóstomo— vean cómo ese demonio arroja a sus víctimas en el delirio, las priva absolutamente de la razón, les persuade de todo lo contrario de lo que les aconsejan sus ojos. No ven nada, no hacen nada de manera razonable, se diría que ya no tienen ni sentido ni juicio (...); la cólera los subyuga». El mismo santo escribe también comparando la cólera con la ebriedad de la cual ha dicho que no es otra cosa que «el extravío del espíritu fuera de sus caminos naturales, la desviación del razonamiento, la pérdida de la conciencia»: «Los que montan en cólera y están ebrios de furor ¿en qué es menos grave su situación respecto de los que están ebrios de vino? En efecto, ellos dan pruebas de tal falta de mesura que se enfadan igualmente contra todos, sin controlar sus palabras, sin saber ya distinguir las personas. Como los locos y los frenéticos se arrojan a los precipicios sin darse cuenta de ello, así los que están encolerizados o asaltados por el furor». S. Basilio observa como s. Juan Crisóstomo que, bajo el efecto de la cólera, el hombre deja de respetar los valores más fundamentales, tanto en sí mismo como en los demás, llegando hasta a ignorar a sus prójimos y descuidar sus intereses más elementales. El delirio engendrado por la cólera tiene además otro efecto: modificar la proporción de las cosas que el hombre percibe: los acontecimientos ya no son percibidos ni vividos según sus verdaderas dimensiones, sino que se encuentran para algunos, desmesurada e injustamente agrandados, mientras que otros, correlativamente, son ocultados o ven disminuida su importancia . Otro rasgo patológico esencial que permite asimilar la cólera a una forma de locura o a un estado de posesión es la alienación que de ella se deriva: el que es víctima de esta pasión ya no se controla a sí mismo, parece no obrar ya bajo la dirección de su espíritu y bajo el impulso de su propia voluntad, sino que se encuentra como determinado a pensar y obrar bajo la presión de una fuerza exterior a sí mismo cuyo dominio parece escapársele enteramente, que tiraniza tanto su alma como su cuerpo. El hombre se vuelve, literalmente juguete de su pasión. Sin embargo, tal alienación no está sólo ligada a las formas violentas de cólera: se la puede constatar igualmente en las manifestaciones del rencor o de un odio sordo, donde todas las facultades del hombre se encuentran focalizadas sobre el objeto sobre el cual se ejercen esos modos de la pasión, y donde el sujeto está como determinado a recordar permanentemente la

ofensa recibida y a definir o redefinir constantemente los medios de venganza (para vengarse de ella). Incluso en los casos en que su cólera no es sino una simple irritación, el hombre parece determinado en su comportamiento por una fuerza que le es exterior y que en parte se le escapa, lo que reconoce por ejemplo diciendo estar «de mal humor». Finalmente, un último síntoma patológico esencial en la cólera es la agitación psicomotriz que la caracteriza en diversos grados y la aproxima — también en esto— a muchas manifestaciones de locura y de estados de posesión demoníaca. El comportamiento del hombre que es víctima (de la cólera) se vuelve confuso, desordenado; se entrega a las acciones más extrañas, acciones que desaprobaría en su estado normal. «Los que se dejan sorprender por la cólera son capaces de toda suerte de desórdenes y de arrebatos», constata s. Basilio; «es imposible relatar todas las extravagancias que hace un hombre en este estado; corre sin orden y sin propósito», «se precipita y corre con impetuosidad», «ataca a todos los que encuentra». La cólera — dicen los Padres— es para el alma como un veneno por el cual el diablo roe cruelmente el interior. El recuerdo de las injurias, el resentimiento, el rencor particularmente, son como un veneno que se insinúa fácilmente en todas las partes del alma y que emponzoña el corazón. Los Padres también la comparan con un «gusano que roe el espíritu» o a un fuego que devora todo. Manteniendo en sí mismo la cólera, el resentimiento, el rencor y el odio, el hombre se mina y autodestruye. «Ustedes creen vengarse de su enemigo y más bien son ustedes los que se atormentan» constata s. Juan Crisóstomo; «su resentimiento es un verdugo que llevan a todas partes dentro de ustedes, es un buitre que desgarra sus entrañas». El hombre, bajo el imperio de esas actitudes pasionales, ya no conoce la paz, sino que se encuentra sumergido en un estado penoso de inquietud permanente. «Un furibundo no puede gozar de la paz; el que tiene un enemigo y conserva odio contra él, ya no gozará más de ella», afirma s. Juan Crisóstomo. El hombre agitado — dice también— «se hace digno de mil suplicios: perpetuamente agitado por pensamientos tumultuosos, día y noche en la turbación y las angustias del alma sufre aquí abajo los tormentos de las antesalas del infierno». En el plano más fundamental de la relación del hombre con Dios, la pasión de la cólera revela tener efectos particularmente nefastos. En primer lugar, aparta al hombre de Dios. No sólo se opone a la «cólera honorable» cuyo lugar viene a ocupar; viene a golpear y destruir otra virtud importante, natural del alma: la mansedumbre, forma de la caridad por la cual, en particular, el hombre se asemeja a Dios. También — escribe s. Gregorio el Grande— «el pecado de cólera, al aniquilar la mansedumbre de nuestra alma, corrompe así su semejanza a la imagen divina». Esto significa en otros términos que el Espíritu Santo deja de morar en el hombre y, llamado por la actitud de éste, ocupa su lugar el espíritu demoníaco. Privada del Espíritu que le confería especialmente orden y unidad, el alma se encuentra desorganizada y dividida: «Inmediatamente que el alma es privada del Espíritu Santo — señala s. Gregorio el Grande— se la ve arrastrada a una evidente locura, y dispersada desde el trasfondo de sus pensamientos hasta las expresiones más superficiales». El mismo santo observaba también precedentemente que «cuando la cólera viene a golpear la mansedumbre del alma, la perturba y, por así decirlo, la desgarra y la cizallea, de manera que la divide contra sí misma». Al retirarse el Espíritu Santo que la iluminaba, el alma se encuentra repentinamente sumergida en las tinieblas. Ante todo son los ojos del corazón los que se hallan oscurecidos: desde ese momento el hombre decae de la verdadera ciencia. «Dios priva del resplandor de su conocimiento al espíritu que la cólera entenebrece con su confusión». observa s. Gregorio el Grande. El espíritu se vuelve incapaz de contemplación. «Cualquiera sea su causa, el movimiento de cólera, en su ebullición, enceguece los ojos del corazón e introduce allí el viga mortal de una enfermedad más grave que le impide contemplar el sol de justicia» escribe s. Juan Casiano. Y Evagrio: «Así como aquellos que tienen la vista enferma al mirar el sol son molestados por sus lágrimas, y ven alucinaciones en el aire, así la inteligencia (nous) cuando está turbada por la cólera es incapaz de escrutar por la contemplación espiritual, ve como una nube posada sobre los objetos que intenta mirar». El hombre se vuelve, particularmente incapaz de percibir la presencia de Cristo en sí mismo. Según todo este contexto, va de suyo que la cólera constituye un obstáculo a la oración que es precisamente — dice Evagrio— un retoño de la mansedumbre y de la ausencia de cólera». «Al saquear el estado de oración» la cólera destruye la salud del alma ligada a él, e impide al hombre llevar la vida para la que fue hecho.

Al mismo tiempo que la cólera desarrolla y refuerza la mala agresividad, se debilita la agresividad virtuosa dada al hombre para luchar contra el mal. La fuerza del alma pierde el conocimiento del combate espiritual y se encuentra entonces paralizada . El alma se vuelve impotente y todo esfuerzo de rectificación se le hace difícil. Todas estas consecuencias, agregadas a las descritas precedentemente, son catastróficas para el hombre: la cólera en definitiva trae consigo su muerte espiritual. Ya que arroja de él todas las virtudes y destruye, en primer lugar, la caridad dejando de destruir — conforme a su finalidad normal— los pensamientos demoníacos, «destruye de la misma manera los pensamientos buenos que están en nosotros». Correlativamente, engendra una multitud de pasiones. Entre las principales citamos la tristeza, la acedia, la pusilanimidad y el orgullo.

+ 9. El temor Los Padres clasifican entre las pasiones el temor (phobos) y todos los estados relacionados con él y que constituyen formas o grados, como el miedo, el espanto, el terror, pero igualmente la ansiedad, la angustia, el desamparo. De una manera general, el temor es provocado por el riesgo de una privación o de un sufrimiento, por la idea o el sentimiento de que se lo va a perder o que se podría perder lo que se desea o aquello a lo que se está apegado. Sin embargo, el temor definido de esta manera puede ser tanto una virtud como una pasión. «Si el temor es también una pasión, todo temor no es pasión» observa Clemente de Alejandría. Debemos entonces distinguir dos clases de temor. 1. La primera clase de temor, que Dios ha puesto en el hombre al crearlo, que pertenece por lo tanto a su naturaleza, tiene una doble forma. a) Su primera forma es una fuerza que liga al hombre a su ser y le hace temer perderse a sí mismo, alma y cuerpo. Por este temor en sus manifestaciones más elementales, se apega a la vida, al ser y teme todo lo que podría corromperlos y arruinarlos, experimenta una repulsión respecto del no ser, como lo explica s. Máximo quien subraya que esta tendencia pertenece a la naturaleza misma del hombre: éste tiene «la potencia de adherirse al ser y no al no ser y (...) es propiedad según la naturaleza de esta potencia la tendencia hacia lo que es apto para conservar el ser y la repulsión hacia lo que es apto para destruirlo»; forma parte de los logoi que Dios ha insertado (en la naturaleza humana) por creación». «El temor según la naturaleza — escribe además— es el poder de adherirse al ser en proporción a la repulsa (de lo que tiende a destruirlo)». Este temor dice también s. Juan Damasceno, «es repulsa por todo lo que puede destruirlo»; corresponde, podría decirse, al instinto de conservación, al instinto a la vida, a la tendencia innata que tenemos de perseverar en el ser y perpetuar nuestra existencia. Se manifiesta en particular como temor a la muerte, tendencia natural porque el Creador nos ha dado la vida para que la conservemos y que la corrupción y la muerte constituyen fenómenos antinaturales. b) Su segunda forma es el «temor de Dios», que es en su grado elemental el temor del castigo divino y en su grado más elevado el temor de ser separado de Dios. Esta segunda forma de temor se encuentra naturalmente ligada a la precedente: el hombre adherido a su ser y a su vida y temiendo perderlas, si conoce su verdadera naturaleza, no puede sino temer el ser separado de Dios que es el principio y el fin, la fuente y el sentido. Más aún que la vida biológica, es la vida en Dios que el hombre teme perder consciente de su realidad fundamental. De este modo en el hombre espiritual el temor de la muerte se encuentra eclipsado por el temor de Dios, por el temor de todo lo que puede separarlo de Dios, es decir, del pecado y del Maligno que dan la muerte al alma (cf. Mt. 10, 28; Lc. 12, 5) la única muerte que verdaderamente se debe temer, porque quita definitivamente toda vida, mientras que la muerte biológica no separa sino temporalmente el alma del cuerpo y no destruye sino la forma terrestre y corrompida de la existencia. La primera clase de temor, que acabamos de presentar bajo sus dos formas, constituye una virtud que Adán poseía en su estado primero. En efecto, Adán estaba destinado a volverse inmortal por gracia, pero era susceptible de morir por el hecho de su libre elección si se oponía a la voluntad de Dios. Es así que Dios dice a Adán y a Eva: «Del árbol que hace conocer el bien y el mal no comerán. El día en que ustedes coman de él, morirán de muerte» (Gn. 2, 17). El temor (a la vez de morir y de ser separados de Dios) era uno de los medios dados por Dios al hombre para ayudarlo a guardar Su mandamiento y a preservarse de los efectos de su transgresión. 2) La segunda clase de temor, que los Padres consideran como una pasión, es una consecuencia del pecado ancestral. Se manifiesta siempre como una repulsa que experimenta el hombre ante lo que puede corromper y destruir su ser, pero ya no se trata de su ser según Dios, sino su ser caído al cual está apegado por la filautía. Es siempre, ante todo, el temor de la muerte, pero ya no por la misma razón que precedentemente. Toma entonces las formas más variadas, y sería enojoso enumerarlas aquí. Digamos con s. Máximo, para caracterizarlo, que forma parte de las pasiones debidas a la privación del placer, y se produce como en ellas, cuando la filautía se

halla mortificada por un sufrimiento del alma o del cuerpo: el hombre teme perder — y teme lo que puede hacerle perder— un objeto sensible cuya posesión (real o imaginariamente anticipada) le procura un cierto goce sensible. La idea o el sentimiento de esta posible pérdida engendra en su alma un estado de malestar y de turbación cuyos efectos siente igualmente en el plano de su cuerpo: «tanto el alma como el cuerpo reciben la primera impresión de este temor» y de todas maneras «ellos se lo comunican el uno al otro», observa s. Juan Clímaco. El temor-pasión revela en todos los casos un apego a este mundo: a los bienes de este mundo y a su goce sensible, y también a esta vida en cuanto se piensa que debe servir para alcanzar esta clase de goce. Se puede entonces unir a esta forma de temor todo miedo a la muerte que no sería, como en el marco del temor natural, el temor de perder la vida reconocida como un bien conferido por Dios y que debe servir para unirse a Él, sino como la pérdida de los placeres sensibles de los cuales la vida permite gozar en este mundo. Esta relación esencial de la pasión del temor con la vida según este mundo, con la vida carnalmente concebida y vivida es frecuentemente resaltada en la enseñanza de los Padres. S. Isaac escribe: «Cuando (el hombre) permanece en el conocimiento y la vida del cuerpo, teme la muerte». Un apotegma relata : «Se preguntó a un Anciano: "¿Por qué yo tengo miedo marchando por el desierto?" Y él respondió: "¡Porque tú vives todavía!"». Y otro: «Un hermano preguntó a un Anciano: "¿Por qué el temor se apodera de mí cuando me sucede que debo salir solo en la noche?". El Anciano dijo: "Porque la vida de este mundo todavía tiene valor para ti"». Mientras que la primera clase de temor es «según la naturaleza», esta segunda clase es una pasión mala, es «contra natura (pará physin)» e «irracional (parálogos)». Proviene de que el hombre ha desviado la doble finalidad natural y normal del temor que lo adhería a su ser verdadero y a Dios, para transformarlo en temor de perder su ser caído, y ser separado del mundo sensible, perder la vida pasional y el placer que está unido a ella. En lugar de temer lo que amenaza su ser y sobre todo su ser espiritual, el hombre empieza a temer lo que pone en peligro su existencia sensible y los goces que le proporciona. Resulta entonces que el temor según Dios y el temor «mundano» no constituyen dos actitudes diferentes por su naturaleza, sino la misma actitud fundamental orientada hacia dos fines diferentes. Esto surge claramente de las enseñanzas de los Padres en las que son presentados como excluyentes el uno del otro: si se teme algo de este mundo, es porque no se teme a Dios; a la inversa, el que teme a Dios no tiene nada que temer: «el servidor de Dios le teme sólo a Él (...) pero quien no le teme, teme aún su propia sombra» escribe por ejemplo s. Juan Clímaco. Es por esta misma razón que los Padres dicen que el temor-pasión es favorecido por la esterilidad del alma, por la pérdida de la presencia divina en ella: « tuve miedo porque estoy desnudo» confiesa Adán después de su pecado. Como las otras pasiones, el temor resulta ser, para los Padres, una enfermedad, por la razón fundamental que acabamos de presentar (a saber, la perversión de una disposición natural virtuosa en una pasión contra natura), pero además a causa de todas las perturbaciones que la constituyen y que él engendra. En primer lugar, el temor revela una relación patológica del hombre con Dios. Al temer perder algún bien de este mundo y algún placer sensible en lugar de temer perder a Dios y así perderse a sí mismo, el hombre se desvía de Dios, la fuente de su vida, principio y fin de su ser, sentido de su existencia, y coloca el centro de sus preocupaciones en la realidad sensible que se transforma para él en Absoluto. Todo el proceso del pecado ancestral, lo vemos, se halla en esta actitud, con todas sus consecuencias, evidentemente. Pero en el temor, no solamente Dios es olvidado como principio y fin del ser y de la vida, como sentido y centro de la existencia: es igualmente negado, ignorado, rechazado en la acción providencial y la protección benévola que ejerce respecto de cada ser. El temor revela la ilusión que tiene el hombre de estar entregado a sí mismo, de no poder o de no tener que contar más que con sus propias fuerzas, de estar desprotegido de la ayuda de Dios. «Se preguntó a un Anciano: "¿Por qué yo tengo miedo yendo por el desierto?" Él dijo: "Porque te crees solo, y no ves a Dios contigo"». La enseñanza de Cristo mismo viene a denunciar esta ilusión recordando al hombre que Dios cuida de él permanentemente (Mt. 10, 29-31; Lc. 12, 6-7) El temor entonces es el signo de

una falta de fe en la Providencia divina: «¿Cómo es que tienen miedo? ¿Cómo es que no tienen fe?» dice Cristo a sus discípulos atemorizados por una tempestad (Mc. 4, 36-40). El temor manifiesta, además, una falta de fe en los bienes espirituales. Porque si el hombre estuviera adherido a ellos, solo temería perderlos a ellos: «el único dolor — dice s. Máximo— es la pérdida de las cosas divinas». En efecto, esos bienes son los únicos que tienen un valor absoluto e importancia vital para el hombre. El hombre que se confía en Dios, al hacerse partícipe de la Resurrección de Cristo y de la vida divina, ya no tiene que temer por su alma ni ningún ataque contra su cuerpo, ni la misma muerte que mata provisoriamente el cuerpo, pero no puede hacer nada más (Mt. 10, 28; Lc. 12, 4). El que se une a Dios encuentra en Él la totalidad de los bienes y no tiene temor de ser despojado de ningún bien sensible. Temer no sólo es no tener fe en los bienes espirituales, únicos reales: es al mismo tiempo conceder una fe vana a los bienes sensibles, cuya realidad es ilusoria, que pasan como la flor de la hierba, que son tesoros que la polilla y la tiña destruyen y que los ladrones roban (Mt. 6, 19; Lc. 12, 33). Tarde o temprano, en razón de su carácter pasajero o por el hecho de su misma muerte, el hombre los pierde, así como el placer que se deriva de su posesión, placer que, por otra parte — lo hemos visto— es en sí mismo poca cosa en comparación con los gozos de los bienes del Reino. El hombre caído se engaña acerca de la verdadera realidad de los objetos y los placeres sensibles a los cuales se apega, por eso puede estar habitado por el temor: si conociera la naturaleza de ellos, su pérdida le sería indiferente. Otra razón por la cual el temor aparece como una actitud insensata es su total inutilidad. Por él (temor) el hombre no puede impedir que algo suceda, no puede evitar el peligro o la privación que teme, suponiendo que eso deba sobrevenir realmente: «¿Quién de entre ustedes, dice Cristo, puede por sus inquietudes, agregar un solo codo al tiempo de su vida?» (Mt. 6, 27). Al temor y las preocupaciones ineficaces que Cristo condena por estas palabras, s. Juan Damasceno opone la eficaz despreocupación de quien se remite para todas las cosas a la Providencia divina. El carácter patológico del temor aparece igualmente en la parte más o menos importante de imaginación que generalmente implica. Por su imaginación, el hombre deforma la realidad, le atribuye dimensiones que no tiene, por ejemplo al agrandar los peligros, o al creer inminente la pérdida de algún objeto. Pero la imaginación se representa también realidades que no existen: construye, anticipa y hace admitir como ciertos, en el presente o en un futuro próximo, acontecimientos que no existen y cuya realización no está asegurada por ninguna razón objetiva. Así, s. Juan Clímaco puede dar esta definición del temor: «El temor es una falsa previsión y una vana aprehensión de peligros imaginarios». Y agrega, señalando cómo el temor hacer dudar de las cosas más ciertas en nombre de lo que se teme y el papel que allí desempeña la imaginación: «El temor es una privación de toda seguridad en las cosas, aún las más seguras». Deformación de la realidad, no percepción de lo que es, percepción de una realidad inexistente: son los rasgos que definen el delirio. Por la manera en que lo real es percibido y vivido, el temor revela siempre que la imaginación se ha adelantado (le ha ganado de mano) a las otras facultades y les impone sus representaciones. «El espanto viene de una imaginación demasiado poderosa», observa s. Juan Damasceno. El miedo y el espanto — si bien implican a menudo una gran parte de imaginación— se hallan parcialmente motivadas objetivamente; mientras que la mayor parte de las formas de temor, particularmente la ansiedad y la angustia, se caracterizan por una ausencia de razones objetivas que puedan fundarlas, por el imperio de lo irracional sobre el sujeto. Las facultades que permitirían al hombre considerar las cosas y los acontecimientos según sus justas proporciones están, en el temor, como ahogadas. «El miedo — señala el autor del libro de la Sabiduría— no es otra cosa que el abandono del auxilio de la reflexión, de la razón» (Sab. 17, 11). El temor puede ser suscitado o favorecido por diversas pasiones en su nacimiento y su desarrollo. En primer lugar, se encuentra muy ligado al orgullo. S. Isaac el Sirio señala: «El que carece de humildad está desnudo de perfección. Y el que está desnudo de perfección siempre tiene miedo». Y s. Juan Clímaco: «El alma esclava del orgullo es esclava de la pusilanimidad; llena de vana confianza en sí misma se asusta del menor ruido y de la sombra misma de las criaturas». Asimismo, el temor se encuentra ligado, evidentemente, a la pasión de la cobardía, como lo recuerda s. Simeón el Nuevo Teólogo. De una manera general, el temor puede nacer de un estado de pecado, según lo enseña el Apóstol: «Tribulación y angustia sobre toda alma que hace el mal» (Rm. 2, 9). S. Juan

Crisóstomo hace notar: «El que vive en el pecado está en un temor perpetuo; y al igual que los que van de camino, en una noche oscura donde la luna no brilla, tiemblan siempre aunque no haya nadie para causarles alarma, así los pecadores están en una desconfianza perpetua aunque no se les haga reproches. Pero los remordimientos de su conciencia hace que todo les asuste, todo les sea sospechoso, para ellos todo está lleno de temor y terror, aunque no vean nada que les inquiete». Estas consideraciones no parece que se deban aplicar solamente a aquellos que, pretendiendo vivir según los mandamientos o al menos conociéndolos, los han transgredido y sufren en consecuencia los reproches de su conciencia, sino también a aquellos que, viviendo fuera de la fe y en la ignorancia de sus preceptos, tienen sin embargo algún vago sentimiento de su estado de pecado. Parecería incluso que el poder que tiene el estado de pecado de suscitar el temor bajo las formas de ansiedad y angustia es tanto más fuerte cuando el sujeto no toma una conciencia clara de su falta. Evocando «este temor que el alma experimenta de su propia malicia» s. Diadoco de Foticé aconseja al cristiano que cuide de confesar incluso sus faltas involuntarias, aquellas de las cuales no tiene conciencia a simple vista, porque — escribe— «si no confesamos como es debido esas faltas (que se nos escapan), descubriremos en nosotros un temor sordo». El temor, como las otras pasiones, está ligada directamente a la acción de los demonios: ellos contribuyen a su aparición, aprovechan ampliamente de su existencia porque constituye un terreno particularmente favorable a su actividad: ellos tienen (en el temor) un aliado, señala s. Diadoco, evocando particularmente el temor ligado al pecado. La pusilanimidad La pusilanimidad (oligopsyjía, deilía) es considerado a menudo como una forma de la pasión del temor y comparte con él un cierto número de características descritas más arriba. Posee sin embargo un cierto número de rasgos específicos y se ve frecuentemente que esa parte admite un lugar importante, lo que obliga a consagrarle como propias algunas notas suplementarias. La pasión de la pusilanimidad es definida por s. Juan Damasceno como «el temor ante una acción a ejecutar». Es la actitud de debilidad, de falta de coraje frente a un deber por cumplir. Se distingue sin embargo de la cobardía. Es más bien timidez. Los Padres la consideran como una enfermedad: Orígenes la hace figurar en su lista de las pasiones que llama «enfermedades del alma», y un apotegma relata: «Un hermano vino al encuentro de Abba Víctor, el hesicasta, a la laura de Elusa y le dijo: "Qué debo hacer , Padre, porque estoy preso de la pasión de la pusilanimidad?" El Anciano respondió: "Es una enfermedad del alma"». Es una enfermedad de la potencia irascible del alma (thymós): «Si la peste viciosa infecta la parte irascible, engendra (entre otras) la pusilanimidad», enseña s. Juan Casiano. Asimismo, esta pasión es asimilada por los Padres a una forma de locura: es el caso, por ejemplo de s. Juan Crisóstomo que se refiere a esta afirmación del libro de los Proverbios (14, 29): «El pusilánime carece completamente de sentido». Como todas las demás pasiones, la pusilanimidad revela particularmente su carácter patológico en el hecho de que es una actitud antinatural, que no corresponde al estado normativo en que el hombre ha sido creado por Dios. Así, s. Pablo enseña: «Dios no nos ha dado un espíritu de pusilanimidad, sino un espíritu de fortaleza, de amor, de sabiduría» (2 Tim 1, 7) siendo particularmente la fortaleza la virtud cuya falta constituye la pusilanimidad. Si la fortaleza está entre los dones esenciales del Espíritu, constitutivos de la imagen de Dios, llamados a conocer su pleno cumplimiento en la adquisición de la semejanza con Cristo, la pusilanimidad es su negación. Aparece en el hombre como consecuencia del pecado y es extraña a su naturaleza verdadera, por eso s. Barsanufio aconseja a uno de sus hijos espirituales: «Di a la pusilanimidad: "Yo te soy extraño"». En todo caso, la pusilanimidad, como el temor es el signo de una falta de fe. Mostrarse pusilánime es no tener confianza en la ayuda divina, en la fuerza del Espíritu que constantemente sostiene al que invoca a Dios. Unido a Dios y recibiendo Su gracia, participando de Su fuerza, el hombre no puede temer nada que tenga que realizar. Con una fe absoluta en Dios, es capaz, según la enseñanza de Cristo, de desplazar montañas. A menudo, dominado por su imaginación el hombre teme obrar. La relación entre la pusilanimidad y la imaginación — como en el caso de toda forma de temor— es subrayada a

menudo por los Padres. La imaginación, aquí también, deforma la realidad, presenta como difícil, temible o imposible la acción a realizar cuando, objetivamente, no es nada. El sujeto de la pusilanimidad es víctima de una ilusión, e incluso se podría decir, de un delirio. «La pusilanimidad, observa s. Juan Clímaco, nos hace temer y esperar males que no deben ser temidos ni esperados». Y Abba Víctor, siguiendo las afirmaciones citadas más arriba, donde él califica la pusilanimidad como una enfermedad, dice: «En efecto, lo mismo que aquellos que tienen los ojos enfermos creen ver más luz cuando sufren más, mientras que los que tienen los ojos sanos creen ver poco, así los pusilánimes se sienten rápidamente trastornados por una pequeña prueba y se imaginan que es grande». La pusilanimidad puede aparecer como una actitud infantil que se ha fijado y subsiste anormalmente en un adulto: «La pusilanimidad — escribe s. Juan Clímaco— es una disposición pueril, en un alma que ya no es joven». Está esencialmente ligada a la pasión de la cenodoxia (vanagloria) a tal punto que se puede afirmar que «todos los que son pusilánimes son vanidosos». La pusilanimidad aliena al hombre, ejerciendo sobre él una dominación poderosa. Es particularmente temible porque bloquea su dinamismo, frena sus impulsos en lo que ellos pueden tener de mejor, hacen lenta o incluso paralizan su actividad, inhibe en muchas circunstancias el ejercicio de sus facultades. Esto se manifiesta particularmente grave cuando se trata de la actividad espiritual. Es claro que el diablo tienen un particular interés por suscitar y mantener esta pasión que perturba el alma y le impide cumplir aquello para lo que fue hecha.

+ 10. La cenodoxia La cenodoxia (kenodocsía) corrientemente denominada vanagloria o vanidad, es una pasión particularmente importante y fuente de otras numerosas enfermedades del alma. S. Juan Casiano observa que «varía mucho en sus formas y se divide en diferentes especies» pero «se reduce, sin embargo a dos géneros» que son como dos grados. 1. La primera especie de vanidad «concebida como engreimiento por ventajas carnales y aparentes». Es la forma más grosera de cenodoxia, la que afecta al hombre caído de manera más inmediata, más fácilmente y más corrientemente. Consiste en mostrarse soberbio y gloriarse de bienes que se posee o cree poseer, y desear ser visto, considerado, admirado, estimado, honrado, alabado, incluso halagado por los demás hombres. Los bienes de los cuales el vanidoso se muestra orgulloso a ese nivel tiene como característica común, que son carnales, terrestres y con su posesión espera alcanzar una consideración y una gloria humana exclusivamente. El vanidoso puede así gloriarse y desear la admiración de los otros, por los dones que la naturaleza le ha concedido, como la belleza (real o supuesta) de su cuerpo o de su voz, por ejemplo, pero también por su aspecto, su prestancia, y todo lo que contribuye a darle una bella apariencia (vestidos, perfumes, alhajas, etc.). También puede gloriarse y esperar la consideración por su habilidad manual o su destreza en tal o cual ámbito. Asimismo, la cenodoxia lleva al hombre a engreírse y hacerse admirar por las riquezas y los bienes materiales que ha podido adquirir. La cenodoxia, de este modo, puede constituir un motor de la pasión de la filargyria (avaricia), pudiendo ésta, en revancha, llevar al hombre a la cenodoxia. S. Máximo escribe: «Cenodoxia y filargyria se engendran la una a la otra [mutuamente]. El vanidoso amasa dinero; el rico es vanidoso». El gusto por el lujo y el fasto aparece como ligado a las dos pasiones: suscitado por la cenodoxia y suponiendo la filargyria, las acrecienta cuando se encuentra satisfecho. Igualmente, a menudo impulsado por la cenodoxia, el hombre quiere alcanzar una situación y un rango social elevado. Entonces, esta pasión lo apega al poder bajo todas sus formas, y frecuentemente se encuentra que es la causa de su búsqueda; es entonces la aliada y el motor de las dos pasiones que los Padres llaman «amor del poder» (philarjía) y «espíritu de dominación». Es claro que el que tiene el poder y está habitado por la cenodoxia busca ser admirado y alabado pero se esfuerza constantemente por complacer para mantener y hacer crecer esta admiración, tanto como para conservar su poder, las prerrogativas que a él están ligadas y las ventajas que saca. En un plano más sutil, porque se sitúa menos en el terreno de la apariencia y de la materialidad que los precedentes, aunque esté casi tan difundida, la cenodoxia consiste, para quien le está sujeto, en mostrarse orgulloso de sus cualidades intelectuales, (de su inteligencia, de su imaginación, de su memoria, etc. pero también de su conocimiento o de su saber, de su dominio del lenguaje, de su capacidad para discurrir o escribir bien, etc.) y a buscar por esto la atención, la admiración y las alabanzas de otro. Así, la ambición en los ámbitos intelectuales y culturales, tanto como en los políticos o financieros, muy a menudo son un producto de la cenodoxia. 2) La segunda especie de cenodoxia distinguida por s. Juan Casiano «se infla del deseo de un vano renombre por bienes espirituales y ocultos (escondidos)» En el hombre espiritual todavía sometido a las pasiones coexiste con la primera especie u ocupa su lugar cuando el hombre ha dejado atrás todo apego a los bienes mundanos. Consiste para él en gloriarse en sí mismo o ante los otros hombres, de sus virtudes o de su ascesis y en buscar por medio de ellas la admiración y las alabanzas de otro. Así, cuando el hombre se esfuerza por combatir las otras diversas pasiones y practica las virtudes — de las que ellas son su negación— es cuando se encuentra particularmente sitiado por este segundo grado de cenodoxia. También s. Juan Clímaco señala que «el demonio de la vanagloria siente una particular alegría cuando ve multiplicarse las virtudes» y que, lo mismo «que la hormiga espera que llegue la cosecha y que los granos estén maduros, también la vanagloria espera que amasemos todas nuestras riquezas espirituales».

Evagrio constata en el mismo sentido que «entre los pensamientos, sólo el de la cenodoxia y del orgullo sobrevienen después de haber derrotado los otros pensamientos» y que «la derrota de los otros demonios hace crecer este pensamiento». S. Máximo hace notar lo mismo: «Si das cuenta de las pasiones más vergonzosas (...), enseguida los pensamientos de la vanagloria se precipitan sobre ti». Entonces, la cenodoxia es capaz de tomar ella sola, en el hombre, el lugar de todas las otras pasiones juntas. La cenodoxia tiene un extraordinario poder. Su carácter sutil, su capacidad de revestir numerosas formas y de deslizarse por todas partes y de atacar al hombres por diversos flancos, la hacen particularmente difícil de percibir y de combatir. En efecto, todo en el hombre puede constituir un motivo de vanidad, y Evagrio se muestra sorprendido de la habilidad de los demonios para aprovechar esta situación, de la cual da ejemplos característicos, lo mismo que s. Juan Casiano y s. Juan Clímaco. «Los ancianos, escribe s. Juan Casiano, han descrito perfectamente la naturaleza de esta enfermedad comparándola a una cebolla: cuando le quitas un pellejo, enseguida se encuentra otro, y tantos se retiran, tantos se encuentran». Y s. Juan Clímaco explica: «El sol brilla igualmente para todos, y la vanagloria encuentra en qué regocijarse en todas nuestras actividades. Por ejemplo, yo me envanezco de mi ayuno, después cuando lo suspendo para no ser notado, me glorío de mi prudencia. Cuando llevo bellos vestidos soy vencido por la vanagloria y cuando uso vestidos pobres, también me envanezco de ellos. Cuando hablo soy vencido por ella, cuando guardo silencio, me domina también. Es como esas trampas de tres puntas: de cualquier manera que la arrojes, siempre queda levantada una de sus puntas». Por tal motivo, constata Evagrio, «es difícil escapar a la vanidad, porque eso mismo que haces para desembarazarte de ella se transforma para ti en una nueva fuente de vanidad». La sutileza de la cenodoxia es tal que puede llevar al hombre, paradójicamente, a mostrarse celoso en la ascesis, a combatir algunas pasiones y a practicar algunas virtudes, como también a obtener ciertos carismas. Sin embargo, es necesario decir que toda la ascesis hecha bajo el impulso de la cenodoxia, en definitiva se muestra vana, lo mismo que las virtudes así practicadas son ilusorias, y sólo aparentes los carismas obtenidos: Vemos así a algunos hombres que alcanzan resultados espirituales asombrosos durante el tiempo en que se entregan a la ascesis por la fuerza de la cenodoxia, pero penan miserablemente y se disecan cuando se encuentran colocados en condiciones en que esta pasión que les inspiraba ya no encuentra la posibilidad de ejercerse. Además, los bienes así adquiridos no sólo no son de ningún valor ante Dios, sino que aun son «semejantes a las injusticias» como lo subraya s. Macario que recuerda esta palabra del salmista: «Él dispersa los huesos de los que quieren complacer a los hombres» (Salmo 52, 6). Como de todas las pasiones, el hombre obtiene de la cenodoxia un cierto placer que lo apega fuertemente a ella y para cuya obtención se presta a hacer de todo y, paradójicamente, a sufrirlo todo. A causa de este placer a menudo poderoso que mantiene su filautía, el hombre se entrega a la vanagloria. La cenodoxia es considerada por los Padres como una enfermedad y como una forma de locura. S. Juan Crisóstomo, por ejemplo, escribe francamente: «La cenodoxia es una suerte de manía (manía tis hestin he kenodocsía)». Hace resaltar lo que s. Pablo mismo enseña: que es una locura gloriarse a sí mismo (cf. 2 Co 12, 11) y observa también que el demonio de la cenodoxia pone al hombre fuera de sí, extravía su espíritu y, después de haberse apoderado de su alma, «perturba su razón hasta el delirio». El carácter patológico de la cenodoxia, como el de todas las demás pasiones, se basa esencialmente en que está constituida por la perversión de una actitud natural y normal, por la desviación de su ejercicio «según la naturaleza», es decir, conforme a su finalidad esencial, a un ejercicio contra natura. A la naturaleza del hombre le fue dado por Dios el tender hacia la gloria: pero era la gloria divina la que estaba destinado a obtener por su unión con Dios, no la gloria humana que busca la pasión, y que la tradición llama «gloria según la carne» (cf. 2 Co 11, 18). «La gloria no es un mal, sino la vanagloria», dice s. Máximo diciendo aquí lo mismo que para las demás pasiones, a saber, que lo malo «es el mal uso, seguido de la negligencia de nuestro espíritu para cultivarse según la naturaleza», después de haber afirmado que «en la medida que usamos mal de las potencias de nuestra alma, los vicios se instalan en ella». S. Juan Clímaco enseña en el mismo sentido: «nuestra alma naturalmente tiene amor por la gloria, pero debe ser por la del cielo y no por

la de la tierra». Esta distinción entre las dos clases de gloria, la que viene de Dios y la que viene de los hombres, se encuentra en muchos textos cuyo tema es la cenodoxia. Se la encuentra explicitada en el Evangelio según s. Juan (Jn. 12, 43); s. Pablo se refiere implícitamente a ella cuando dice que se gloría en Jesucristo, poniendo en guardia contra el peligro que habría en gloriarse fuera de Dios (Fil. 3, 3; Gál. 6, 14). S. Juan Clímaco precisa claramente: «Existe una gloria que viene de Dios, según esta palabra de la Escritura: "Yo glorificaré a aquellos que me glorifiquen" dice el Señor» (1 Re 2, 30). «Y hay una gloria que no procede sino de la malicia artificiosa del demonio» «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor», enseña por dos veces el apóstol s. Pablo (1 Co 1, 31; 2 Co 10, 17). La gloria que el hombre recibe de Dios por participación en su gloria en la unión con Cristo, es la única, dice Orígenes, «que merece verdaderamente ese nombre» La única que es real, verdadera, absoluta, eterna. Por otra parte, es la única que corresponde a la finalidad de la naturaleza humana y que es la medida de la grandeza que Dios ha querido conferir al hombre. Ella es, dice s. Juan Crisóstomo, «la gloria propia de la dignidad del hombre». Habiéndose apartado de Dios por su pecado, el hombre ha dejado al mismo tiempo de tender hacia esta gloria a la cual su naturaleza lo destina. Al continuar, por su naturaleza, deseando de la gloria, se inclina, entonces, hacia el mundo sensible y allí busca satisfacer esta tendencia que está en él. Y en la gloria mundana «según la carne» encuentra sucedáneos de la gloria celestial y espiritual que ha perdido de vista. «Después de haber perdido la gloria propia de la dignidad del hombre, busca por todas partes una gloria despreciable y digna del último desprecio» escribe s. Juan Crisóstomo. Resulta así que, la búsqueda de la gloria mundana es la manera en que el hombre compensa miserablemente en sí la ausencia de la gloria celestial y de lo que, al unirse a Dios, lo hace partícipe de esta gloria divina, a saber, las virtudes. S. Doroteo de Gaza escribe: «Los que desean la gloria se parecen a un hombre desnudo que no deja de buscar jirones de tela o cualquier otra cosa, para cubrir su indecencia. Así, el que está desnudo de virtudes busca la gloria de los hombres». Es evidente, pues, que la cenodoxia está constituida en su totalidad por una perversión, por un desvío patológico de la tendencia natural del hombre a la glorificación, y por un comportamiento patológico de la sustitución que sigue a una frustración ontológica. El hecho de que se trate, aquí también, de una misma tendencia orientada en dos sentidos opuestos y no de dos tendencias de esencias diferentes y que puedan coexistir independientemente la una de la otra, surge claramente de las múltiples afirmaciones de los Padres en cuanto al hecho de que la búsqueda de la gloria celestial y la de la vanagloria son antagónicas y excluyentes una de otra, el desarrollo de una se traduce por un debilitamiento de la otra. En otro sentido, se puede agregar que la cenodoxia constituye una perversión de la naturaleza — entendiéndose esta palabra en un sentido más general y designando todos los bienes que el hombre ha recibido de Dios, ya se trate de sus cualidades naturales o adquiridas, o de sus virtudes, o también de los bienes materiales que posee— . Usando de ellos para su propia gloria, en lugar de hacerlos servir exclusivamente a la gloria de Dios, el hombre dice s. Máximo, «falsifica la naturaleza y la virtud misma». Él explica claramente que la ostentación, compuesta de cenodoxia y orgullo, «tiene para la naturaleza la aversión alienante con la cual maneja contra natura, para el mal uso, todas las cosas de la naturaleza». La cenodoxia sumerge al hombre en la ilusión y el delirio: este es uno de sus efectos patológicos fundamentales, que justifica que también sea a menudo calificada de «locura» por los Padres. La cenodoxia revela que el hombre deja de tener fe en Dios, constatan los Padres, siguiendo en esto la enseñanza de Cristo mismo que pregunta: «¿Cómo pueden creer ustedes, que sacan gloria los unos de los otros y no buscan la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn. 5, 44). Traduce, por el contrario, un apego al mundo: aquel al que ella afecta empieza a tener fe en los hombres de los cuales espera atención, estima, admiración, alabanzas, y en todo lo que es susceptible de suscitar en ellos esas actitudes respecto de él. Por esto s. Juan Clímaco califica al vanidoso de idólatra, lo mismo que s. Macario que observa: «Los hombres que hacen su propio elogio, son sus propios dioses». En el origen de la cenodoxia, dice Juan el Solitario, se encuentra «la ignorancia de esta vida» que es la que funda la ilusión de la cual es víctima el vanidoso. Éste, en efecto, ignora el

valor verdadero de las cosas (de las cuales saca gloria) y de esa misma gloria. Les concede una realidad y una importancia de las cuales están verdaderamente desprovistas. Hace como si tuvieran un valor absoluto y verdadero, cuando que ellas son eminentemente frágiles, provisorias. Ignora que sólo la gloria divina es perfecta y eterna, y que los motivos espirituales de glorificación en Dios son los únicos auténticamente reales. Juan el Solitario escribe: «Dado que los hombres no comprenden la fragilidad de los bienes (de esta vida) ni la vanidad de la gloria que proviene de ellos, y porque no perciben la excelencia de las obras de Dios, ni la sabiduría de su Providencia, ni la pequeñez de la naturaleza de los hombres, que antes de florecer se marchitan, antes de llegar a la consistencia se disuelven y antes de elevarse son humillados, cuya condición natural está sujeta a toda mutación, y todo lo que hace consagrado a la disolución; y porque no se ponen a meditar estas cosas, son sorprendidos por el amor de la alabanza recíproca, sobre todo, dado que el hombre no reflexiona bastante para decirse: ¿qué valor tiene esta vanidad que me cautiva? al punto de que la visión de los hombres me sea preferible a la visión de Dios, y que yo me encuentre aficionado a sus elogios y no a los elogios de Dios, como si la gloria que viene de ellos fuera superior para mí a la gloria que viene del Amo universal, como si yo tuviera el honor de los hombres por equivalente al honor de los ángeles». El nombre mismo de cenodoxia indica su carácter vano, fútil, frágil, fugaz, superficial, como el del mundo cuya figura pasa (1 Co 7, 31) de donde ella saca su alimento y que los Padres, siguiendo al profeta Isaías, comparan a la flor de la hierba (Is. 40, 6-7) o también a un sueño y a toda suerte de otras realidades sin duración ni consistencia. «¿Por qué — pregunta s. Juan Crisóstomo— corres detrás de una sombra en lugar de apoderarte de la verdad? ¿Por qué buscas lo que es perecedero, y no lo que permanece? (...) Abandona el humo, la pura sombra, la hierba vil, las telas de araña. Imposible encontrar una palabra que exprese como es debido esta miserable inconsistencia». «Las cosas humanas — dice también— no son sino polvo y ceniza; es un polvo que el viento disipa, es una sombra, un humo; es una hoja, juguete del viento, es una flor, un sueño, un ruido que pasa, un aire ligero que se desvanece al azar; es una pluma sin consistencia que vuela, es el agua que se escurre, es menos que todo esto». Y subraya, en relación con estas constataciones, el carácter patológico del apego a vanas realidades carnales. «La gloria es un título, y nada más que un título (...) ¿Quién es el hombre insensato que se apega a títulos sin realidad, a quimeras de las que debería huir? (...) También el Profeta gime al ver tanta sinrazón en nuestra vida. Lo mismo que a un hombre que, viendo a alguien huir de la luz y buscar las tinieblas, le dijera ¿Por qué haces esta locura?», así el Profeta nos pregunta «por qué aman la vanidad y buscan la mentira?» La cenodoxia parece incluir una visión delirante de la realidad puesto que, bajo su imperio, el hombre deja de conceder realidad, valor e importancia a lo que lo tiene para conferírselo a lo que está desprovisto de él; su visión del mundo está trastornada, invertida; su espíritu yerra en la apreciación que hace de las cosas, de manera que parece alcanzado por la locura: «El que está poseído por esta pasión pierde, por decirlo así, la lucidez de las percepciones y no está menos atacado que los locos», constata s. Juan Crisóstomo. Esta percepción delirante de la realidad bajo el efecto de la cenodoxia, aparece frecuentemente en la realidad, más cotidiana y a menudo bajo formas groseras. S. Máximo observa por ejemplo que «niños deformes hasta el completo ridículo son — a los ojos de padres cegados por la pasión— entre todos los más bellos y bien formados. Lo mismo que para una inteligencia simple sus hallazgos, incluso cuando baten todos los récords de la majadería, parecen los más finos del mundo » Esto no sólo es verdadero para la primera especie de cenodoxia. En la segunda, igualmente, el hombre manifiesta un conocimiento delirante, sobre todo de sí mismo. «La vanagloria — escribe s. Juan Clímaco— es una pasión mentirosa que nos representa completamente distintos de lo que en realidad somos» En efecto, por ella el hombre se atribuye cualidades y virtudes que no posee y no ve los defectos y las pasiones que en realidad lo habitan. Pero se ilusiona igualmente cuando se glorifica de las virtudes que posee verdaderamente. En efecto, por una parte se considera como fuente y propietario de esas virtudes, cuando de hecho son don de Dios, y fundamentalmente no le pertenecen más que a Él. Por otra parte, como lo subraya s. Juan Clímaco, en el momento en que el hombre se gloría de sus virtudes deja, por este mismo hecho, de ser virtuoso, y así se envanece de lo que ya no posee. Al que está habitado por la cenodoxia ésta lo consagra a toda clase de males. Los que obran a fin de ser glorificados por los hombres ya han recibido su recompensa, dice Cristo (Mt. 6,

2) quien dirige también esta otra advertencia: «Desdichados de ustedes cuando todo el mundo hable bien de ustedes» (Lc. 6, 26). «Dios ha disipado los huesos de los que complacen a los hombres» constata el salmista (Salmo 52, 6). «Sea en esta vida, sea en la otra, penas y sufrimientos siguen a la cenodoxia» escribe s. Máximo. S. Juan Crisóstomo señala que «los deseos de honores son la fuente de los más grandes males» y observa a propósito de la búsqueda de los primeros lugares bajo el impulso de la cenodoxia: «Esta pasión es extrañamente peligrosa». S. Diadoco de Foticé, por su parte, hace notar que los demonios toman, sobre todo, el amor por la gloria, como una ocasión para ejercitar su malicia y que por él «saltan en el alma como por una ventana oscura y la saquean». Esta pasión destruye la paz interior agitando el alma de muchas maneras. «Mantiene — observa s. Isaac— la turbación continua y la confusión de los pensamientos». Y s. Marcos el Monje señala: «Desde que percibes un pensamiento que te muestra el resplandor de la gloria humana, debes saber que te prepara la confusión». En primer lugar, hace que el hombre se preocupe por obtener la admiración y las alabanzas que desea. Llena así su alma de una constante preocupación y lo lleva a una agitación a menudo febril y ansiosa. Esta preocupación se multiplica cuando no consigue satisfacerse. Así, frecuentemente sucede que el vanidoso no sólo no recibe de los otros la atención y la admiración que daba por descontado, sino que, además, encuentra el resultado contrario. La cenodoxia, observa s. Juan Clímaco, «a menudo proporciona la humillación en lugar del honor». Y s. Marcos el Monje hace resaltar «Cuando veas a alguien abrumado bajo el desprecio, debes saber que está lleno de pensamientos de vanagloria» En lugar de las alabanzas esperadas, en el mejor de los casos no suscita sino indiferencia, y en el peor, se atrae el odio, provoca la envidia y los celos, hace nacer críticas y sarcasmos, particularmente cuando su vanidad se manifiesta en sus palabras o se transparenta en sus actitudes. S. Juan Crisóstomo dirige también esta advertencia a sus oyentes: «Vigilemos mis hermanos, de no hablar presuntuosamente de nosotros, porque esta vanidad nos hace odiosos a los hombres y abominables ante Dios». Tal situación no puede dejar de engendrar tristeza y angustia en el hombre, porque, por una parte, se encuentra frustrado del placer esperado por la pasión, y por otra debe hacer frente a la agresividad de su entorno, sufre la pérdida de relaciones armoniosas con él, y debe preocuparse de la búsqueda más difícil de otros medios de revalorizarse para reemplazar los que han fracasado. Bajo la influencia de la cenodoxia, el hombre pierde su autonomía y se aliena, no sólo a la pasión misma, sino a todos aquellos de los cuales tiene necesidad para nutrirse. S. Juan Crisóstomo subraya el carácter particularmente tiránico de esta pasión que considera como «la última y más miserable de las servidumbres» y que llega a dominar a las más grandes almas. Como toda otra pasión somete al hombre a sus deseos carnales específicos y al placer que le está ligado, pero también hace al hombre dependiente de la mirada y la consideración de los otros y esclavo de aquellos que él busca complacer porque espera sus alabanzas. «Desdichado de mí — escribe Juan el Solitario— Dios me ha creado libre, y sobre mí pesa la dominación de mucha gente, ya que soy esclavo de todo el mundo por el deseo de complacer a todo el mundo». La cenodoxia tiene otro efecto peligroso y temible: sumergir al hombre en un mundo de fantasmas. S. Isaac el Sirio observa que, los que son «llevados por la vanidad (...) pierden la razón». En efecto, bajo su inspiración, el hombre se imagina tener toda clase de cualidades, de virtudes, de méritos, de bienes, etc. se representa a sí mismo en situaciones o estados que le valen consideraciones y alabanzas. «La cenodoxia — observa s. Isaac— inventa e imagina personajes y lleva a desear y proyectarse». Esto tiene como primera consecuencia patológica: desligar al hombre de la realidad que vive, desviar su atención de lo que le rodea, hacer más lenta su actividad en sus tareas más esenciales y paralizar su dinamismo vital hasta colocar su alma en un estado de entorpecimiento. Esos rasgos patológicos son así evocados por s. Juan Casiano: «La desgraciada alma, se vuelve juguete de una profunda torpeza, es de tal manera empujada por la cenodoxia que, seducida por la dulzura de sus pensamientos y acaparada por sus imágenes, generalmente ya no puede estar atenta ni a lo que se hace en su presencia, ni a sus hermanos, mientras que ella encuentra su placer en apegarse, como si fueran verdaderas, a las cosas que ha soñado en su divagación de espíritu, permaneciendo despierta». Ese proceso de fabulación puede ser el origen, si es mantenido y desarrollado, de arrebatos delirantes agudos o de alucinaciones. Evagrio constata: «El origen de las ilusiones del espíritu, es la cenodoxia». Este final es particularmente de temer en el espiritual que da curso a esta pasión y ofrece así un terreno

favorable al demonio de la vanagloria que, habitualmente ataca con fuerza en el momento de la oración: «Una vez — escribe Evagrio— que la inteligencia ha llegado a la oración pura y verdadera, los demonios ya no vienen a ella por la izquierda, sino por la derecha. Le representan una visión ilusoria de Dios en alguna figura agradable a los sentidos, de manera de hacerle creer que ha obtenido perfectamente la meta de la oración. Ahora bien, esto, decía un admirable gnóstico, es obra de la pasión de cenodoxia». Esta pasión, explica él en otra parte, «impulsa la inteligencia a intentar circunscribir la divinidad en figuras y formas»: los demonios salen al paso de esta tendencia y allí responden para extraviar al que ha tenido la desgracia de dejar que se desarrolle en él. Paladio en su Historia lausíaca, cita el ejemplo de un monje que se volvió loco bajo la inspiración de la vanagloria: «Su juicio — escribe— estaba alterado por el desorden de la cenodoxia». Los efectos patológicos de la cenodoxia en el plano espiritual son también muy amplios. Entraña la muerte espiritual del hombre. Enceguece su espíritu, lo perturba y reduce considerablemente su conocimiento. Destruye todas las virtudes que el hombre ha adquirido y hace totalmente inútiles todos sus esfuerzos ascéticos. A causa de ella — hace notar s. Máximo— muchas cosas buenas en sí mismas, dejan de serlo. En efecto, la ascesis y las virtudes que ésta tiene en vista desarrollar, tienen por función unir al hombre a Dios y hacerlo finalmente partícipe de la gloria divina. Por la cenodoxia, el hombre las desvía de esta finalidad normal para ponerlas al servicio de su propia gloria, para suscitar una glorificación que viene de los hombres o de sí mismo y no de Dios como corresponde. Esta pérdida de los frutos de la ascesis y de las virtudes, además de constituir en sí una catástrofe espiritual tiene por consecuencia inevitable, engendrar en el alma un estado de sufrimiento: ésta, privada de sus bienes más preciosos y del gozo espiritual que se obtendría de ellos , se halla vacía, desamparada, se llena de turbación y malestar y se ve condenada a una insatisfacción permanente. Porque si el placer que se une a la cenodoxia puede colmar el alma por algún tiempo, no podría conservar por largo tiempo ese poder en razón de — lo hemos dicho— su carácter parcial, fugaz, irreal, a imagen de los objetos carnales de los que se nutre, y sumerge finalmente al alma en la decepción y la amargura. «La cenodoxia» escribe s. Juan Casiano, «es un alimento que halaga al alma por un tiempo, pero en seguida la torna vacía, sin virtud y desnuda, dejándola estéril y privada de todos los frutos espirituales, de suerte que no sólo destruye el mérito de esfuerzos considerables, sino que además le proporciona suplicios más grandes. Destruyendo las virtudes adquiridas, la cenodoxia, en primer lugar, hace reaparecer en el alma las pasiones correspondientes y en seguida abre la puerta a todas las demás pasiones. Los Padres — lo hemos visto— la colocan entre las tres pasiones genéricas, que son fuente de todas las demás. S. Marcos el Monje la califica de «raíz de los malos deseos», «causa de todos los vicios», «madre de los males» y enseña que «lleva, naturalmente, a la esclavitud del pecado». Ante todo introduce el orgullo: ella es su precursora, el comienzo, la madre, así como de todas las pasiones que le están ligadas: la blasfemia, el juicio y el desprecio de los otros, el espíritu de dominación y el amor del poder, el endurecimiento del corazón, la desobediencia. Da a luz, igualmente la cólera y todos sus satélites: el odio, el rencor, los celos, las discordias, las disputas. También proceden de ella: la mentira, la hipocresía, las palabras vanas, la pusilanimidad, la lujuria, la filargyria (avaricia) y la pleonexia (codicia), y como ya lo hemos subrayado, la tristeza. Para terminar, observemos que los demonios juegan un papel muy activo en el nacimiento y desarrollo de la cenodoxia. Todo lo que está acompañado de vanagloria viene del demonio, enseña s. Juan de Gaza. Y s. Barsanufio afirma que los demonios favorecen esta pasión con el fin de hacer perecer al alma. Si no la introducen, en todo caso aprovechan de su nacimiento o de su presencia en el alma para entregarse por ella a su actividad destructora. «Sobre todo, los demonios aprovechan el amor de la gloria como ocasión de su propia malicia; ellos saltan por (la vanagloria) al alma como por una ventana oscura y la saquean» escribe s. Diadoco de Foticé. Quien acepta en sí esta pasión cumple la voluntad del diablo para volverse finalmente su esclavo y juguete. «Quien ama el ser glorificado por los hombres (...) entrega su alma a sus enemigos, y estos la entregan a muchos males que se apoderan de ella» observa Abba Isaías.

11. El orgullo 1. El orgullo y la vanagloria El orgullo (hyperefanía) está muy próximo a la cenodoxia, a tal punto que muchos Padres no juzgan útil estudiar por separado estas dos pasiones; así estudian sólo siete pasiones genéricas en lugar de ocho. En efecto, si se considera el orden de las pasiones desde el punto de vista del combate y del progreso ascético, estas van de las pasiones más groseras a las más sutiles y más difíciles de vencer y, entonces, el orgullo aparece después de la vanagloria. Encarado bajo este ángulo, se presenta como la cumbre o el producto de ésta en su más alto grado de desarrollo. S. Juan Clímaco también escribe que «no hay ninguna diferencia entre estas dos pasiones, sino la que se encuentra entre un niño y un hombre, entre el grano y el pan. Porque la cenodoxia es el comienzo del orgullo y el orgullo es el fin y la consumación de la cenodoxia». De un cierto grado de cenodoxia, nace inevitablemente el orgullo: «El crecimiento de la primera se transforma en el origen de la segunda», subraya s. Juan Casiano. Y s. Juan de Gaza observa lo mismo: «si la cenodoxia aumenta, sobreviene el orgullo». S. Juan Clímaco hace notar por otra parte que, nadie después de haber vencido la vanagloria conserva todavía el orgullo. Sin embargo, desde otro punto de vista, menos definido por la práctica ascética, y que considera las pasiones según su grado de gravedad, yendo desde las más originarias y fundamentales a las que derivan de éstas, el orgullo aparece como la primera de todas las pasiones, engendrando en primer lugar la cenodoxia y manteniendo por esta razón con ella, lazos privilegiados y estrechos. Si a un cierto nivel el límite entre cenodoxia y orgullo parece borroso, es esencialmente allí donde se efectúa — cualquiera sea el sentido en el que se considere— el pasaje de una de estas pasiones a la otra; por lo demás, cada una posee rasgos específicos que ahora vamos a definir para el orgullo como lo hemos hecho con la cenodoxia. 2. Formas diversas de orgullo. Como la cenodoxia, el orgullo supone dos formas o componentes. Una se manifiesta particularmente en las relaciones del hombre con sus semejantes; la otra concierne más a la relación del hombre con Dios. 1) La primera forma de orgullo consiste para el hombre en creerse superior a los otros hombres o al menos a tal o cual de entre ellos, pero también en buscar esta superioridad, si piensa que aún no la posee. En todo caso el orgullo consiste en exaltarse, sea sin motivo particular, sea — es el caso más común— , por las mismas razones que pueden servir de pretexto a la cenodoxia, que hemos presentado precedentemente (cualidades físicas, intelectuales, espirituales, rango social, riquezas, etc.) En esta exaltación, el orgulloso se estima y se admira a sí mismo, se felicita y se alaba interiormente. Encontramos esas actitudes en la cenodoxia, pero en esta última pasión el hombre espera más bien las alabanzas de los otros, mientras que en el orgullo más bien se las atribuye él mismo, si bien esos dos procesos se manifiesten tanto en una como en otra pasión. En consecuencia, elevándose, el orgulloso rebaja a su prójimo. Lo mira de arriba, lo desprecia, y llega hasta «no hacer ningún caso de él, como si no fuera nada», actitudes que constituyen otro rasgo fundamental de esta primera forma de orgullo. El orgullo empuja al hombre a medirse a sí mismo con su prójimo y antes de afirmar su superioridad en relación con él, afirmar lo que lo distingue, a creerse fundamentalmente diferente. El arquetipo de esta actitud nos es presentado en el Evangelio por el ejemplo del fariseo que dice: «Yo no soy como los demás hombres (...) ni como ese publicano» (Lc. 18, 11). Por el orgullo el hombre experimenta la necesidad de compararse, de establecer jerarquías, antes de concluir en su superioridad, absoluta o relativa en tal o cual ámbito, incluso en todos los que él se represente. Por esto, es especialmente llevado a juzgar desfavorablemente a su prójimo y a criticar casi sistemáticamente su manera de pensar y de vivir. Esta forma de orgullo se traduce en un cierto número de actitudes que también contribuyen a definirla. El orgulloso — observa s. Basilio— «hace alarde de lo que tiene y se esfuerza por parecer más de lo que es en realidad». En esta ocasión como en otras se muestra arrogante, engreído y contento de sí, lleno de seguridad y de confianza en sí mismo. A esto se

agrega a menudo la pretensión de saberlo todo y la certeza casi constante de tener razón, de donde procede la manía de justificarse, así como el espíritu de contradicción (igualmente característico de esta pasión), pero también la voluntad de enseñar y de mandar. A quien afecta, el orgullo hace ciego a sus propios defectos, le hace rechazar a priori toda crítica y odiar todo reproche y toda reprimenda, le hace intolerable ser mandado y someterse a quien quiera que sea. Esta pasión se revela también en una cierta agresividad: a veces su expresión es la ironía, pero también la acritud en las respuestas a las preguntas de los demás, el silencio guardado en ciertas circunstancias, una animosidad general, el deseo de ultrajar al prójimo y la facilidad para hacerlo. Esta agresividad se manifiesta regularmente en responder (no quedarse nunca callado) a la menor crítica dirigida por otros. 2) Mientras que la primera forma de orgullo exalta al hombre frente a sus semejantes, la segunda lo eleva frente a Dios, lo alza contra Él. El orgullo aparece entonces como una pasión de una gravedad extrema: Todos los Padres afirman continuamente que es la peor de todas y recuerdan que es la que ha provocado la caída de Satanás y de los ángeles que se han vuelto demonios y luego la del hombre mismo. En el análisis de las causas de esta caída original es, precisamente, donde se puede ver claramente lo que constituye el fundamento y la esencia del orgullo. Ya hemos tenido la ocasión de mostrar que el pecado ancestral ha consistido, tanto para el hombre como para el diablo, en autodeificarse, en reivindicar para sí una autonomía absoluta queriendo prescindir de Dios, en pretender que toda cualidad tiene origen en sí mismo, en buscar una gloria propia, en hacer de sí el centro absoluto y en afirmar en todo su superioridad. S. Juan Casiano explica así el pecado y la caída de Satanás: «Este creyó recibir de la potencia de su propia naturaleza y no de la munificencia divina el esplendor de la sabiduría y la belleza de las virtudes con las cuales la gracia del creador lo había adornado. Infatuado por esta razón, como si no tuviera necesidad del auxilio divino para perseverar en esta pureza, se juzgó semejante a Dios, pretendiendo que, como Dios, no tenía necesidad de nadie; puso su confianza en la capacidad de su libre albedrío, creyendo poder procurarse así en abundancia todo lo que exige la perfección en la virtud y la bienaventuranza eterna. Este único pensamiento fue su primera caída». El mismo santo cita esta palabra del salmista: «He aquí el hombre que no ha reconocido a Dios como su ayuda, sino que espera en la abundancia de sus riquezas, y se ha creído fuerte en sus vanos recursos» (Sal. 51, 9). Recuerda además que el pecado ha consistido para el hombre en ceder a la tentación diabólica que prometía: «Serán como dioses». «Imaginándose que se transformaría en Dios, perdió el estado que poseía» observa s. Juan Crisóstomo, que hacía notar que ese mismo pecado se perpetuó por la influencia del diablo en todos los hombres que adoptan una actitud orgullosa: «Este ángel orgulloso les hizo caer luego en la misma impiedad engañándolos con la ilusión de que serían semejantes a Dios». El orgullo se presenta entonces, como una negación o un rechazo de Dios, que puede a veces, como en el caso de Satanás, tomar para el hombre la forma de una abierta rebeldía, pero manifestándose más a menudo de manera menos estrepitosa como un «rechazo del auxilio divino y la presuntuosa confianza en sus propias fuerzas». El orgulloso se niega a considerar que Dios es el autor de su naturaleza, el principio y el fin de su ser, y también la fuente de todas las cualidades y todos los bienes que posee, para atribuírselos a sí mismo. Esta última forma de orgullo es la que, generalmente, toma al espiritual, al que, particularmente, tiene tendencia a atacar, y a quien hace creer que él mismo es la fuente de sus virtudes y la causa de sus buenas obras, llevándolo, en consecuencia, a no reconocer la ayuda de Dios. La segunda forma de orgullo, dice s. Doroteo, consiste en «atribuirse a sí mismo sus buenas obras y no a Dios». La misma enseñanza se encuentra en Evagrio y s. Máximo. Según este último el orgulloso es el «que se infla con los bienes dados por Dios, como si vinieran de sus propias acciones rectas». Damos prueba de orgullo, dice también, si pensamos «que la posesión de la virtud y del conocimiento es nuestra propia obra, según la naturaleza, y no que nos es sobreagregado por la gracia». Dicho en otras palabras, el espiritual se muestra orgulloso si él se representa sus virtudes como si fueran la expresión de su valor propio y que emanan de su propio mérito, cuando que ellas no son sino por participación de las perfecciones divinas y son un don del Espíritu; lo mismo si se imagina, bajo el efecto de esta pasión, que ha obtenido por sus propias fuerzas la victoria sobre las pasiones que lo habitaban, mientras que la victoria viene de Dios.

Se comprende así que los Padres observen que esta segunda forma de orgullo «se apodere más especialmente de aquellos que han progresado en alguna virtud» y aparezca con más vehemencia cuando los otros vicios son extirpados, s. Juan Crisóstomo llega incluso a decir: «Los otros males provienen en nosotros de nuestra negligencia, mientras que contraemos éste haciendo el bien». El orgullo viene entonces a ocupar, él solo, en el alma el lugar de todas las pasiones vencidas. Sin embargo, no es solamente en esta situación, en que las pasiones han sido combatidas y aniquiladas, que el orgullo es susceptible de reemplazarlas, sino también cuando por tal o cual razón estas duermen o se esconden sin dejar, por tanto, de existir o dicho de otra manera, disminuyen sólo en apariencia. S. Máximo observa así que «cuando las pasiones duermen, el orgullo surge, tanto por causas inconscientes, como por un ataque sinuoso de los demonios», y s. Juan Clímaco precisa, evocando la misma pasión: «Sucede que todas las pasiones se retiran de ciertos fieles, e incluso de algunos infieles, salvo una sola [el orgullo]; y ésta les es dejada como el más grande de los males que, ella sola, llena el lugar de todas las demás [pasiones]». Vemos ya que, si la segunda forma de orgullo amenaza particularmente a los espirituales, haríamos mal en creer que los demás hombres están dispensados. Si, a menudo se hace menos notable en estos, es porque se encuentra esparcido en todo su ser, y consiste en concreto en el mantenimiento de su estado de separación de Dios. Vivir fuera de Dios, llevar una existencia totalmente autónoma, independiente de Él y afirmarse como único principio y fin de su existencia, es una manifestación de este orgullo fundamental que perpetúa el pecado ancestral. Todo hombre, en tanto que viva fuera de Dios, lo ignore o lo olvide, aunque sea por poco tiempo, Lo niega implícitamente y ocupa Su lugar dando así prueba del orgullo que lo habita. El hombre, podríamos decir, se revela orgulloso en algún grado, en tanto que permanece en un estado de separación relativa para con Dios; sólo el santo que ha realizado la unión total con Dios y le es totalmente transparente, escapa a esta pasión, mientras que todos los demás hombres siguen siendo víctimas de ella, incluso si lo ignoran o lo niegan: «Creer que uno no es orgulloso es una de las más claras manifestaciones de que lo es», hace notar s. Juan Clímaco. Las dos formas de orgullo que hemos presentado, siendo tan diferentes, no están, sin embargo separadas e independientes, son como las dos caras del orgullo y siempre se presentan juntas en el hombre caído, aunque en ciertos casos, una pareciera tomar más lugar que la otra. Si es verdad que la primera forma dirige al hombre contra sus semejantes, mientras que la segunda lo alza contra Dios, de hecho, cada una — observa s. Juan Casiano— dirige al hombre, a la vez, contra Dios y contra su prójimo, porque es evidente que la actitud del hombre respecto de los demás hombres en el fondo es relativa de su actitud frente a Dios, e inversamente. Es claro, por otra parte, que la primera forma del orgullo tiene su origen y su fundamento en la segunda. En efecto, si el hombre se exalta y se estima o se admira a sí mismo, es porque no reconoce que las cualidades, las virtudes y todos los bienes que puede poseer y cree tener por sí mismo, le vienen, de hecho, de Dios. Si rebaja a los otros es, en parte por la misma razón: despreciar a los demás como si no obraran bien como él, por ejemplo, se debe — constata s. Máximo— a que atribuye las buenas acciones a sus propias fuerzas en lugar de referirlas a Dios. Creerse superior a otro, buscar sobrepasarlo, colocarse en la cumbre o ser el centro en toda circunstancia, atribuirse todas las cualidades y virtudes o al menos algunas en un grado eminente, significa por otra parte, para el orgulloso, autodeificarse, hacer de sí un pequeño dios, y ocupar así el lugar del único verdadero Dios que es el absoluto verdadero, cumbre y centro, principio y fin, sentido y valor de toda cosa, fuente y fundamento de todo bien, de toda cualidad o virtud, principio de toda perfección. Al hacer de sí mismo un absoluto, el orgulloso no admite rival, no sufre comparación que le sea desventajosa, teme todo lo que pueda contradecir la estima que él se tiene. Por esta razón también y para afirmar bien ante sí mismo y ante los demás la superioridad que él se atribuye, critica implacable y sistemáticamente a su prójimo, lo desprecia, lo rebaja. Se muestra agrio y agresivo, frente a todo lo que, a sus ojos, es susceptible de cuestionar esta superioridad, queriendo a todo precio proteger la imagen presuntuosa que quiere dar de sí mismo. Si desprecia a su prójimo y lo rebaja, es también porque niega a Dios poniéndose en su lugar y, en consecuencia, niega la imagen de Dios en sus semejantes que hace de cada uno de ellos un hijo de Dios en potencia y le confiere por participación la dignidad y la superioridad de Dios mismo. Porque deja de venerar a su

prójimo como ser a imagen de Dios, y por lo tanto de venerar a Dios en él, es llevado, según la palabra de s. Doroteo, «a no hacer ningún caso de él, como si no fuera nada». Porque el orgulloso tiene fe en sus propias fuerzas en lugar de poner su confianza en la gracia divina y de reconocer que sin ella no puede nada, y que, por otra parte, afirma su absoluta autonomía, rehuyendo ver en Dios su principio y su fin, se muestra lleno de arrogancia y suficiencia. Al sustituir y oponer su voluntad propia a la de Dios y al hacer de ella un absoluto, se comprende que pretenda mandar y negarse a obedecer o a someterse a quien sea. Más aún, como no reconoce en Cristo el arquetipo de su naturaleza, sino que se pone a sí mismo como norma y referencia en todo, mide todo en función de sí mismo, pretende juzgar todo y saberlo todo, se cree sabio, quiere tener razón, tiene la pretensión de enseñar y no soporta que se lo contradiga. De una manera general, el orgulloso está lleno de sí mismo porque está vacío de Dios. 3. La enfermedad del orgullo. El orgullo es para los Padres una enfermedad «terrible», «muy grande y muy cruel», una «enfermedad mortal». El orgullo, escribe s. Gregorio el Grande, «corrompe el alma a la manera de una enfermedad contagiosa y generalizada que corrompe todo el cuerpo». S. Juan Crisóstomo dice lo mismo: que «lo que es la inflamación para el cuerpo, el orgullo lo es para las almas». Igualmente, los Padres consideran a menudo esta pasión como una forma de locura. Evocando el pecado ancestral y sus consecuencias catastróficas, s. Doroteo de Gaza escribe «¿Por qué hemos caído en esta miseria? ¿No es a causa de nuestro orgullo? ¿A causa de nuestra locura (aponoia)? (...) "El hombre está loco (morós)" dice Dios viendo esta insolencia». S. Juan Crisóstomo afirma decididamente: «El orgullo no es otra cosa que un derrumbamiento del espíritu, una muy grande y muy cruel enfermedad que viene únicamente de la demencia: porque no hay nada más insensato que el hombre orgulloso». El mismo santo observa también que, el que está tomado por esta pasión no está menos atacado que los locos (mainoménoi)». ¿A qué tiende el carácter patológico del orgullo? Se puede ver también en él el resultado de una perversión de una tendencia fundamental de la naturaleza humana. El hombre — lo hemos visto— ha sido creado para elevarse hacia Dios y unirse finalmente a él en la plenitud del amor y del conocimiento. El hombre estaba destinado a realizar esta elevación de sí mismo hacia Dios, en Dios, por la realización de la semejanza a Dios sobre la base de las virtudes que habían sido puestas en germen en su naturaleza, y por la apropiación progresiva de la gracia dada por el Espíritu. En la sinergía de sus propios esfuerzos y de la gracia divina, dicho de otro modo en colaboración o en cooperación con Dios, el hombre estaba destinado a elevarse. Esta exaltación de sí mismo debía realizarse en unión con su semejante, e integrar todo el cosmos, de manera de unirlo a Dios en él. Ahora bien, el hombre ha pervertido esta tendencia natural autoexaltándose, autodeificándose, queriendo llegar a ser, según la promesa de la Serpiente «como un dios», por sí mismo y sin Dios, por sus solas fuerzas y sin la gracia. Afirmándose y elevándose él mismo sin Dios, se ha afirmado y exaltado contra Dios. Por otra parte, en lugar de afirmarse y elevarse hacia Dios en comunión con su semejante, el hombre se ha afirmado y elevado contra él, dividiendo así la única naturaleza humana. También se puede resaltar, como fundamento del orgullo, otra perversión relativa a la que acabamos de ver. La actitud normal del hombre, haciendo o constatando en sí algún bien, es referirlo a Dios, de allí ver en él un don y dar gracias al Dador, al principio y fin de ese bien, como de todo bien. Cristo mismo nos da ejemplo de esta actitud normal diciendo a un hombre que lo llama «Maestro bueno»: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sólo Dios» (Mc. 10, 1718). El orgulloso pervierte esta actitud: refiere el bien a sí mismo, haciéndose su principio y fin, y dándose gracias a sí mismo. Dice s. Máximo: «utilizamos el bien para que venga el mal». El carácter patológico del orgullo tiene también otros caracteres . Hay, en la base de todas las formas de esta pasión — señalan los Padres— una ignorancia. «No es el conocimiento el que conduce al vértigo del orgullo, sino la ignorancia», afirma s. Juan Crisóstomo. Esta ignorancia, evidentemente, es en primer lugar ignorancia de Dios. «El principio del orgullo es desconocer al Señor», se lee en el Eclesiastés (Qo. 10, 12), enseñanza que s. Juan Crisóstomo cita repetidas veces. Esta ignorancia primera engendra en el orgulloso una percepción delirante de

la realidad. El primer daño que sufre el que está sometido al orgullo «es estar ciego y perder la rectitud de su juicio», constata s. Gregorio el Grande. Y s. Juan Crisóstomo dice en el mismo sentido que «el que está atrapado por esta pasión pierde, por así decirlo, la lucidez de las percepciones». En primer lugar, esta pasión da al hombre un conocimiento delirante de sí mismo. En efecto, el orgulloso se exalta, se afirma superior, cree que por sí mismo es algo o alguien y que tiene tal o cual cualidad, cuando que, fuera de Dios, el hombre «no es más que tierra» y no tiene sino «bienes» eminentemente frágiles, provisorios, llamados a desaparecer, fundamentalmente irreales. «¿Por qué tanto orgullo en la tierra y ceniza, en un ser que, viviendo, ya tiene los intestinos llenos de gusanos?» se pregunta, asombrado el Sirácida (Sir. 10, 9). Y s. Juan Crisóstomo dice en sentido análogo: «el que se exalta por cosas que no tienen nada de real, que infla su corazón por una sombra, por la flor de la hierba (cf. 1 Pe 1, 24) (...) ¿no es el más ridículo de los hombres? Se parece a un pobre que, sufriendo hambre continuamente, se glorificara de haber tenido una vez, durante la noche, un sueño agradable». Ese delirio del orgulloso en el conocimiento de sí mismo se pone en evidencia cuando se atribuye cualidades que no posee y cuando se revela a los ojos de todos un patente desfasaje entre lo que él piensa de sí mismo y la realidad. S. Juan Clímaco observa este desfazaje en una definición que da de esta pasión: «El orgullo es una extrema pobreza del alma que se imagina ser rica, y confunde las tinieblas con la luz». Pero incluso cuando el hombre se exalta por las cualidades que posee realmente, delira atribuyéndoselas a sí mismo cuando le vienen de Dios y no las posee sino por participación en Sus perfecciones. «¿Qué tienes que no hayas recibido? — pregunta s. Pablo— Y si lo has recibido ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1 Co 4, 7). Cuando algo hace bien, el hombre es sólo un intermediario y, de hecho, no tiene por qué concebir la exaltación. Esto no es verdadero sólo de las buenas acciones que pueda realizar, sino igualmente de toda buena disposición, de toda buena cualidad o virtud que pueda tener, porque — como lo hemos mostrado— le han sido conferidas por su Creador y solamente por la gracia divina pueden desarrollarse. Atribuyéndoselas a sí mismo, el orgulloso agrava su delirio puesto que, implícitamente, se toma, de hecho, por Dios. «Ayudas a tu propia condenación osando atribuirte aquello por lo que deberías más bien dar gracias a Dios», escribe s. Barsanufio. Y s. Juan Clímaco subraya la locura de tal actitud: «Ya es una vergüenza glorificarse de un ornamento que no nos pertenece, pero es la suprema locura hacer alarde de los dones de Dios». El conocimiento verdadero de sí consiste, para el hombre, en saber que no es nada por sí mismo, independientemente de Dios. En este sentido dice s. Juan Crisóstomo que «nadie se conoce más perfectamente que el que cree que no es nada, absolutamente». El orgulloso que, de todas las maneras que acabamos de presentar, piensa ser algo por sí mismo y concibe la exaltación, da pruebas de la más total ignorancia de sí, lo que hace decir a s. Juan Crisóstomo que «el orgulloso es desconocido para sí mismo». [...] Hasta podríamos llegar a decir a ese respecto que, verdaderamente, el orgulloso delira, o en todo caso, como lo dice s. Pablo mismo, se ilusiona. «El que se cree ser algo cuando no es nada, se engaña a sí mismo» (Gál. 6, 3). Al ignorar lo que es y percibiendo de manera delirante su propia realidad, el orgulloso no podrá tener sino un conocimiento falseado de los demás seres. El orgulloso, en primer lugar, desconoce al prójimo. Hemos tenido ocasión de decirlo más arriba, que si rebaja a éste y lo desprecia, es porque ignora su grandeza y su dignidad de criatura a imagen de Dios, y no lo reconoce como su hermano en Cristo por este único hecho. Sus relaciones con él se encuentran perturbadas de múltiples maneras. Particularmente, en lugar de elevar a su hermano en Dios, se eleva a sí mismo, lo reduce a ser solamente un medio de su propia glorificación o un espejo que le refleja no la imagen de Dios, sino su propia imagen, al menos la que él se hace de sí mismo y espera que se la reconozca. Por otra parte, en lugar de vivir al otro como un prójimo en Dios, de considerarlo en Él como un semejante y un hermano, el orgulloso busca distinguirse de él, afirmar su propia singularidad y su superioridad en un modo de relación que toma la forma de la oposición. Es verdad que cada hombre es único, es una persona distinta de las demás, es decir, tiene una manera propia de realizar la naturaleza humana y de manifestar la imagen divina, y está llamado a desarrollar carismas propios; así, entre los hombres hay diferencias, algunos manifiestan más cualidades y dones que otros. Sin embargo, esas diferencias encuentran en Dios su unidad fundamental (1 Co 12, 4-6. 11). En el marco de

relaciones sanas, la unicidad de cada persona se afirma en relación con la de las demás, no bajo la forma de una oposición sino de una complementariedad en vistas a la utilidad común (1 Co 12, 7) en la unidad de la comunidad humana, cuyo arquetipo es la Iglesia, cuerpo de Cristo. Cada miembro tiene su función, su utilidad, su importancia y no se puede pretender prescindir de los otros (1 Co 12, 21). Nadie es despreciable y de menor valor o dignidad, y aquellos mismos que tienen menos cualidades o dones son los más honorables (1 Co 12, 22-25). El orgulloso, en lugar de utilizar sus carismas propios para ayudar a los miembros del cuerpo que están menos provistos, y de entrar así con ellos en una relación unitiva de complementariedad vivida en Dios en un sentimiento de humildad y de fraternidad, desvía sus dones de esta finalidad normal para utilizarlos egoístamente, para afirmar su singularidad en oposición a su prójimo y de colocarse en la cumbre de una jerarquía en la cual él reduce a los otros a ser grados inferiores, desvalorizados. Las diferencias e incluso las desigualdades, en lugar de ser abolidas en Dios en la unidad del cuerpo, son al contrario subrayadas. El prójimo se vuelve un rival. El orgullo se revela aquí separador y divisor, profundamente perturbador de las relaciones entre los hombres, y en consecuencia fuente de innumerables males. El hombre se repliega sobre sí mismo, se encierra en el universo restringido de su yo que él exalta, porque el orgullo lo hizo incapaz de volverse hacia Dios y de abrirse verdaderamente al prójimo. En todas sus reacciones, permanece prisionero de sí mismo. Resulta así que el orgullo constituye la negación de la caridad, y también instituye la destrucción de todas las relaciones armoniosas que ésta permite tanto con Dios, como — en Él— consigo mismo y el prójimo. La capacidad de amor que Dios ha dado al hombre para unirse a Él, el orgulloso la pervierte desviándose de su finalidad normal para volverse hacia sí mismo. El orgulloso ama su yo y nada más. Como vemos, el orgullo se asimila aquí a la filautía. Todos los Padres — lo hemos dicho— consideran el orgullo como una pasión extremadamente grave. Esta gravedad se manifiesta particularmente en sus efectos patológicos que se muestran especialmente temibles. «El demonio del orgullo — escribe Evagrio— es el que conduce al alma a la caída más grave». Al constituir una forma de locura, puede conducir al que es su víctima, a estados agudos y típicos de locura en el sentido corriente de ese término. Evagrio, particularmente, ha valorado este aspecto, y ve en la locura, un resultado de esta pasión: «en seguida vienen el extravío del espíritu (ekstasis frenón), la locura (manía), la visión de una multitud de demonios en el aire». Y observa en otra parte: «Inmediatamente (después de los pensamientos de cenodoxia) surge el demonio del orgullo, que envía relámpagos incesantes en el aire de la celda y dragones alados, y causa lo que es el último de los males, la privación del espíritu (stéresis frenón)». En un capítulo de la larga recensión del tratado de donde fue extraída esta última cita, Evagrio dice que el orgullo conduce a un estado de extravío (ékstasis) en que el monje «ve en el aire de la celda el fuego de relámpagos brillantes, la noche, el largo de los muros, y toda su habitación llena de etíopes» (en el lenguaje ascético de la época designaban simbólicamente a los demonios). Describiendo lo que sigue a esta situación, escribe también: «Cae entonces en el extravío (ékstasis), se exalta y olvida, bajo el efecto del temor, el estado humano». Un apotegma relata el caso de monjes que, después de una larga ascesis, han caído en el ékstasis frenón como consecuencia de su orgullo. Otro apotegma cita también el caso de un monje que «bajo el efecto de la hinchazón del orgullo, fue tomado por un espíritu de Python». La Historia lausíaca presenta también dos casos semejantes: el de los monjes Valens y Herón que, estando al borde de caer en el orgullo, bajo el efecto de esta pasión se han puesto a delirar. Sabemos por otra parte que la pasión del orgullo constituye un terreno particularmente favorable a las acciones que el diablo emprende para extraviar a los espirituales por medio de falsas apariciones, que tienen el aspecto de verdaderas alucinaciones. S. Juan Clímaco, en el capítulo de "La Escala" donde trata del orgullo, evoca tal situación: «Cuando el demonio ha establecido su morada en el alma de aquellos que se han hecho sus esclavos, se les aparece en sueños, o incluso cuando están despiertos, bajo la figura de un ángel de luz, o bajo la de un mártir; entonces les descubre algunos secretos, y les da, en apariencia, algunas gracias extraordinarias a fin de que esos pobres miserables sean engañados y pierdan completamente la razón». El orgullo tiene otros numerosos efectos patológicos. Es — dicen los Padres— la primera fuente de todos los males que le sobrevienen al hombre. «Todas las cosas malas nos suceden a causa de nuestro orgullo» enseña un Anciano. «El orgullo es la causa de las

enfermedades más graves», enseña por su parte s. Juan Casiano. «El diluvio de los males que inunda la tierra no tiene absolutamente otro origen que el orgullo» afirma s. Juan Crisóstomo, que dice en otra parte que, a causa de esta pasión la vida del hombre «está acompañada de tantos dolores y miserias». Al hacer al hombre extraño a Dios, el orgullo le priva del auxilio y de los bienes divinos. Le hace perder el conocimiento espiritual, y luego todas las virtudes que poseía. «El orgullo, escribe s. Gregorio el Grande, no se contenta jamás con destruir una sola virtud; se dirige contra todas las partes del alma y la corrompe a la manera de una enfermedad contagiosa y generalizada que corrompe el cuerpo entero». «Es una enfermedad infecciosa y generalizada que no se limita a contaminar un solo miembro, sino que provoca la destrucción de todo el cuerpo», escribe también s. Juan Casiano que observa además que el orgullo «destruye no solamente la virtud que le es contraria (la humildad), como hacen los demás vicios, sino que destruye todas al mismo tiempo». S. Juan Crisóstomo hace notar en el mismo sentido que «ese vicio es suficiente para echar a perder todo lo que hay de bueno en un alma». Y s. Juan Clímaco dice que así «como las tinieblas son incompatibles con la luz, el orgullo no puede conciliarse con las virtudes». Es evidente que, haciendo eso, el orgullo abre la puerta a todas las pasiones. La enseñanza según la cual el orgullo es el «principio», «la raíz, la fuente y el padre de todo pecado», la encontramos constantemente presente en toda la tradición. «El orgullo es el mal culminante del hombre: raíz y origen de todos los males del mundo», afirma s. Juan Crisóstomo. «Los siete vicios principales son retoños directamente brotados de esta raíz corrupta» escribe s. Gregorio el Grande. Y s. Juan Casiano observa: «Aunque esta enfermedad sea la última y es la que viene al final de la lista de los vicios, por su origen en el tiempo, ocupa el primer lugar». Si podemos decir que el orgullo es causa de todas las pasiones, debemos, sin embargo, resaltar que hay algunas que le son más próximas y que él engendra más particularmente, especialmente la cólera, el odio, toda forma de agresividad, la dureza de corazón, el juicio del prójimo, la maledicencia y la calumnia, la hipocresía, la tristeza, la envidia, los celos, la codicia, la lujuria y, como ya lo hemos visto, la cenodoxia. Esta pasión es para el alma una fuente permanente de sufrimiento. Muchas razones pueden explicar esto. El orgulloso puede sufrir por el desfasaje entre lo que cree o quiere ser y lo que siente que es realmente. Puede sufrir también al ver amenazada o desmentida la imagen presuntuosa que tiene o quiere dar de sí mismo, o la superioridad que afirma en relación con los demás. Igualmente, se encuentra perpetuamente insatisfecho en la elevación que busca, porque nunca puede alcanzar la cima y su pretensión no conoce fin. Así, el orgullo destruye la paz interior, y sumerge al hombre en un estado de turbación permanente. Tanto más cuanto que el hombre, frente a sus semejantes, alcanza casi siempre un efecto contrario del que esperaba: en lugar de consideración, a menudo recoge desprecio y sarcasmos. «Sucede al que está poseído por esta pasión, todo lo contrario de lo que desea», observa s. Juan Crisóstomo. «Él tiene elevados sentimientos de sí mismo. Quiere ser honrado por todos; al contrario es despreciado por todos, (...) Tiene a todos los hombres por enemigos, no tiene nadie que lo aguante». El temor de ver contestada y mal parada la imagen agraciada que tiene de sí mismo, puede además hacerlo desconfiado, susceptible, sensible y hacer nacer y desarrollar en él el sentimiento de que es perseguido, y perturbar también de esta manera las relaciones con su prójimo. Esta susceptibilidad lo impulsa cada vez más a mostrarse agresivo en revancha frente a los que lo critican o que supone que lo hacen. El orgullo no sólo es origen frecuente de conflictos con los demás, sino además, la causa que los mantiene e impide que se vuelvan a armonizar las relaciones perturbadas. Cuando no impide al hombre que reconozca sus males en sí mismo, el orgullo lo retiene para que no los confiese públicamente y pida perdón al que ha sido lastimado. Esta actitud se manifiesta por otra parte tanto frente a Dios como frente al prójimo: el orgullo — subrayan los Padres— lleva al hombre a no ver sus pecados, a olvidarlos y, por lo tanto a guardarlos, perpetuando así el estado de separación con Dios. El orgulloso, en revancha, no olvida las ofensas recibidas, y nutre en su corazón un rencor que infunde en su alma una turbación dolorosa y malsana. Para terminar, recordemos que en el nacimiento y el desarrollo de la enfermedad del orgullo, el diablo juega un papel de primer plano. Esta pasión ofrece un terreno particularmente favorable a todas las formas de su acción: es — dice s. Juan Clímaco, «el apoyo de los demonios».

En el orgullo, el hombre se muestra poseído por el diablo mucho más que en las otras pasiones, a tal punto que esta última — al dominar enteramente su alma— puede permitirse dejarlo en paz en otras cosas. El orgulloso — escribe s. Juan Clímaco, «no tiene necesidad del demonio, porque se ha vuelto por sí mismo un demonio y un enemigo», y s. Juan Crisóstomo llega incluso a decir que el orgullo «hace del hombre un demonio». Lo hemos observado precedentemente: es por el orgullo que Satanás y algunos ángeles se han convertido respectivamente en diablo y demonios.

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