Jaque Mate Al Amor - Ali Hazelwood

March 27, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Para Sarah A. y Helen, que siempre serán mis preferidas

Prólogo

—Sé de muy buena tinta que se te considera un sex symbol de la generación Z. Casi se me cae el móvil. Vale, sí, se me cae, pero lo cojo antes de que acabe sumergido en un vaso de precipitado lleno de amoníaco. A continuación, echo un vistazo en torno al aula de química y me pregunto si alguien más lo ha oído. Los demás alumnos están enviando mensajes o trasteando con el material de clase. La señora Agarwal finge corregir trabajos en su escritorio, aunque lo más probable es que esté leyendo fanfiction guarros de Bill Nye. Me llega un olor a ácido acético de mi mesa que espero que no sea letal, pero sigo con los AirPods puestos. Nadie me presta atención; ni a mí ni al vídeo que tengo abierto en el móvil, así que le doy al botón de play para reanudarlo. —Hace dos semanas saliste en la revista Time. Una foto de tu cara en la portada, y al lado ponía: «Un sex symbol de la generación Z». ¿Qué te parece? Esperaba ver a Zendaya. A Harry Styles. A Billie Eilish. A todos los BTS apretujados en el sofá del late night de turno que el algoritmo de reproducción automática de YouTube ha decidido enseñarme tras el experimento del pH. Pero es un tío cualquiera. Un chaval, diría yo. No pega para nada en ese sillón de terciopelo rojo, con la camisa oscura, los pantalones oscuros, el pelo oscuro y la expresión a juego. Una expresión que resulta del todo indescifrable cuando dice con voz grave y seria: —Que no creo que sea cierto.

—¿En serio? —le pregunta el presentador, Jim o James o Jimmy. —Lo de la generación Z es verdad —dice el invitado—. Lo de que soy un sex symbol, no tanto. Al público le encanta su respuesta; aplauden y gritan, así que decido echarle un vistazo al rótulo: Nolan Sawyer. Le acompaña una descripción que explica quién es, pero a mí no me hace ninguna falta. Tal vez no reconozca su rostro, pero soy incapaz de recordar algún momento de mi vida en el que no supiera su nombre. Conversamos con el Matarreyes: el mejor ajedrecista del mundo. —Hazme caso, Nolan: ahora mismo no hay nada más sexy que la inteligencia. —Sigo sin tener claro que cumpla los requisitos. Habla con un tono tan seco que me pregunto si su publicista tuvo que convencerlo para que hiciera la entrevista, pero el público se ríe y el presentador también. Este se inclina, obviamente encantado con el chaval, que tiene la complexión de un atleta, el cerebro de un físico teórico y la pasta de un emprendedor de Silicon Valley. Un prodigio buenorro y atípico que se niega a admitir que es especial. Me pregunto si Jim-Jimmy-James está al tanto de las cosas que yo he oído. Los cotilleos. Las historias que se cuentan entre susurros. Los oscuros rumores que corren sobre el chico estrella del ajedrez. —Pero coincidimos, en todo caso, en que actualmente no hay nada más sexy que el ajedrez. Y tú eres el responsable de que sea así: el ajedrez ha experimentado un nuevo auge desde que empezaste a jugar. Alguien se puso a comentar tus partidas y los vídeos se hicieron virales en TikTok (ChessTok, según han puntualizado mis guionistas), y ahora hay más gente que nunca aprendiendo a jugar. Pero vayamos a lo importante: ostentas el título de Gran Maestro, el mayor galardón al que puede aspirar un ajedrecista, y acabas de ganar tu segundo Campeonato del Mundo contra… —El presentador tiene que echarle un vistazo a su tarjeta porque los Grandes Maestros normales no son tan famosos como Sawyer—. Andreas Antonov. Felicidades. Sawyer asiente una vez. —Y acabas de cumplir dieciocho. ¿Cuándo fue tu cumpleaños? —Hace tres días. Hace tres días, yo cumplí dieciséis.

Hace diez años y tres días me regalaron mi primer ajedrez —con piezas de plástico rosas y púrpuras— y lloré de alegría. Me pasaba el día jugando y me lo llevaba a todas partes, y por la noche me acurrucaba en la cama con él. Ahora ya ni siquiera me acuerdo de lo que se siente al tocar un peón. —Empezaste a jugar de muy pequeño. ¿Te enseñaron tus padres? —Mi abuelo —responde Sawyer. El presentador parece sorprendido, como si no se esperara que Sawyer fuera a mencionarlo, pero recupera la compostura enseguida. —¿Cuándo te diste cuenta de que eras lo bastante bueno como para jugar de forma profesional? —¿Soy lo bastante bueno? El público vuelve a reírse y yo pongo los ojos en blanco. —¿Siempre has querido dedicarte al ajedrez de forma profesional? —Sí. Siempre he tenido claro que no hay nada que me guste tanto como ganar una partida de ajedrez. El presentador enarca una ceja. —¿Nada? Sawyer no vacila. —Nada. —Y… —¿Mallory? —Noto una mano en el hombro. Doy un brinco y me quito un auricular—. ¿Necesitas ayuda? —¡Qué va! —Sonrío a la señora Agarwal y me meto el móvil en el bolsillo trasero del pantalón—. Acabo de terminar el vídeo con las instrucciones. —Ah, fantástico. Acuérdate de ponerte los guantes antes de añadir la solución ácida. —Sí. El resto de la clase casi ha terminado el experimento. Frunzo el ceño y me apresuro a ponerme a la par, y al cabo de unos minutos, cuando no encuentro el embudo por ningún lado y el bicarbonato de sodio se me derrama, dejo de pensar en Sawyer, o en el tono de su voz al decir que nada le gusta tanto como el ajedrez. Y no vuelvo a pensar en él durante los siguientes dos años. Es decir, hasta el día en que jugamos por primera vez. Y le doy una paliza.

PARTE UNO Aperturas

Capítulo uno

Dos años después Easton es muy lista, ya que me convence para quedar con la promesa de invitarme a un bubble tea. Pero también es lerda porque no espera a que esté tomándome el té espumoso con sabor a crema de queso chocolateada antes de decirme: —Necesito que me hagas favor. —Nop. —Le sonrío. Cojo dos pajitas del recipiente. Le ofrezco una, pero la ignora. —Mal, ni siquiera te he dicho lo que… —No. —Tiene que ver con ajedrez. —Bueno, en ese caso… Le doy las gracias con una sonrisa a la chica que me tiende el pedido. Salimos dos o tres veces el verano pasado y conservo algunos recuerdos vagos y agradables de ella. Labios embadurnados de cacao de frambuesa; Bon Iver sonando de fondo en su Hyundai Elantra; una mano fría y suave por debajo de mi camiseta. Por desgracia, ninguno de esos recuerdos incluye su nombre, pero ha escrito «Melanie» en mi bebida, así que tampoco pasa nada. Intercambiamos una sonrisita cómplice y me vuelvo hacia Easton. —En ese caso, ni de coña. —Me falta un jugador para un torneo por equipos. —Ya no juego. —Miro el móvil. Son las 12:09, tengo que volver al taller dentro de veintiún minutos. Bob, mi jefe, no es precisamente un ser humano amable ni indulgente. A veces dudo incluso de que sea humano—. Vamos fuera a tomarnos esto, que luego me tengo que pasar la tarde debajo de un Chevy Silverado.

—Venga, Mal. —Me fulmina con la mirada—. Es ajedrez. Todavía juegas. Cuando la profesora de sexto de mi hermana Darcy anunció que iba a mandar a la cobaya de clase a una «granja de las afueras», Darcy, incapaz de averiguar si la granja existía de verdad, decidió secuestrarla. A la cobaya, no a la profesora. He estado conviviendo con Goliat el Secuestrado durante el último año; un año en el que me he dedicado a negarle las sobras de la cena desde que el veterinario que no podemos permitirnos nos suplicó de rodillas que lo pusiéramos a dieta. Por desgracia, Goliat posee la asombrosa habilidad de perforarme con la mirada hasta conseguir que me dé por vencida, de manera que siempre acabo cediendo. Igual que Easton. Las expresiones de ambos exudan la misma terquedad inquebrantable. —No, no. —Le doy un sorbo al té. Divino—. Se me han olvidado las reglas. ¿Para que servía el caballito ese? —Me parto. —No, en serio, ¿qué juego era el ajedrez? ¿Ese en el que la dama conquista Catán sin pasar por la casilla de salida?… —No te pido que hagas lo de hace años. —¿Qué es lo de hace años? —Pues cuando a los trece les diste un repaso a todos los críos, adolescentes y adultos del Club de Ajedrez de Paterson y tuvieron que traer a gente de Nueva York para que los humillaras. No hace falta que llegues a esos extremos. En realidad tenía doce años cuando eso ocurrió. Me acuerdo porque papá, que estaba plantado a mi lado, con la mano apoyada en mi hombro huesudo, proclamó con orgullo: «Llevo sin ganarle a Mallory una partida desde que cumplió los once el año pasado. Es extraordinaria, ¿verdad?». Pero no corrijo a Easton, sino que me dejo caer en la hierba junto a un parterre lleno de zinnias con pinta mustia. Nueva Jersey en agosto es un infierno para todos. —¿Te acuerdas de lo que pasó mientras jugaba las partidas de demostración? Estuve a punto de desmayarme y tú les dijiste a todos que se apartaran… —… Y te di mi zumo.

Se sienta a mi lado. Me fijo en que lleva la raya del ojo delineada a la perfección; luego contemplo mi mono de trabajo manchado de aceite y pienso en lo estupendo que es que algunas cosas no cambien. La perfeccionista Easton Peña, que siempre tiene un plan, y su compañera de fatigas, Mallory Greenleaf, un desastre con patas. Llevábamos en la misma clase desde primero, pero no interactuamos hasta que ella se unió al Club de Ajedrez de Paterson a los diez años. En cierto sentido, ya estaba totalmente formada. Ya era la persona increíble y cabezota que es hoy en día. —¿De verdad te gusta jugar a esta birria? —me preguntó cuando nos emparejaron para jugar una partida. —¿Es que a ti no? —le pregunté horrorizada. —Pues claro que no. Pero tengo que cursar actividades extraescolares de todo tipo. Las becas universitarias no caen del cielo. Le di jaque mate en cuatro movimientos y la he adorado desde entonces. Es curioso que a Easton jamás le gustara el ajedrez tanto como a mí, pero siguiese jugando mucho más tiempo. Qué triángulo amoroso tan extraño formamos los tres. —Me debes una por el zumo, así que ven al torneo —me ordena—. Me hace falta un equipo de cuatro. Todo el mundo está de vacaciones y los que quedan no saben distinguir entre el ajedrez y las damas. Ni siquiera tienes que ganar… Además, es para una organización benéfica. —¿Para cuál? —¿Acaso importa? —Pues claro. ¿Es para alguna institución de derechas? ¿O para la nueva peli de Woody Allen? ¿O para alguna enfermedad inventada, como la histeria o la intolerancia al gluten? —La intolerancia al gluten existe. —¿En serio? —Sí. Y el torneo es para… —Aporrea las teclas del móvil de forma frenética—. No lo encuentro, pero ¿podemos saltarnos todo esto? Las dos sabemos que vas a decir que sí. Frunzo el ceño. —No lo sabemos. —A lo mejor tú no. —No me dejo avasallar, Easton. —Lo que tú digas.

Mastica las perlas de tapioca del té de forma agresiva, como retándome, y de pronto su expresión se parece más a la de un oso pardo que a la de una cobaya. Está acordándose de que el primer año de instituto me convenció para que fuera su subdelegada cuando ella se presentó para delegada de clase. (Perdimos. De forma estrepitosa). Y de cuando en el siguiente curso me lio para que le hackeara la cuenta de Twitter a Missy Collins, que no hacía más que difundir rumores. Y también de cuando al año siguiente interpreté a la señora Bennett en el musical de Orgullo y prejuicio que ella escribió y dirigió, pese a que el sentido común me decía lo contrario y a que mi rango vocal es de media octava. Lo más probable es que también hubiera accedido a alguna otra mamarrachada durante nuestro último año de instituto si las cosas en casa no hubieran sido…, en fin, desde un punto de vista económico, un absoluto desastre. Y si no me hubiera pasado cada segundo libre que tenía en el taller. —Todos sabemos que eres incapaz de decir que no —señala Easton—. Así que di que sí y ya está. Compruebo el móvil: todavía me quedan doce minutos de descanso. Hoy hace un calor de morirse y me he ventilado ya el bubble tea. Miro su recipiente con interés: melón, mi segundo sabor preferido. —Estoy ocupada. —¿Con qué? —He quedado. —¿Con quién? ¿Con el pavo de las plantas carnívoras? ¿O con esa que parece un clon de Paris Hilton? —Con ninguno de los dos. Pero ya encontraré a alguien. —Venga, así pasaremos tiempo juntas antes de la universidad. Me enderezo y le doy un golpecito con el codo. —¿Cuándo te vas? —En menos de dos semanas. —¿Qué? Si nos graduamos hace nada, solo han pasado… —¿Tres meses? Tengo que estar en Colorado a mediados de agosto para la orientación. —Ah. —Me siento como cuando te despiertas de la siesta y descubres que ya es de noche—. Ah —repito, algo sorprendida. Sabía que aquello iba a pasar, pero entre el episodio de mononucleosis de mi hermana, la semana

que mi madre estuvo ingresada en el hospital, el episodio de mononucleosis de mi otra hermana y todos los turnos extra que he cogido, he debido de perder la noción del tiempo. Estoy cagada de miedo: siempre he vivido en la misma ciudad que Easton. Siempre quedo con ella una vez a la semana para jugar al Dragon Age o para hablar del Dragon Age o para ver partidas del Dragon Age. Igual nos hacen falta más hobbies. Intento sonreír. —Supongo que el tiempo vuela cuando te lo pasas bien. —¿Eso haces, Mal? ¿Pasártelo bien? —Me mira con los ojos entornados y yo me echo a reír—. No te rías. Siempre estás trabajando y, cuando no, tienes que llevar a tus hermanas a algún sitio o a tu madre al médico y… — Se pasa la mano por los rizos oscuros y acaba despeinándose; un buen indicador de su nivel de exasperación: en una escala del uno al diez, yo diría que un siete—. Eras la mejor alumna de la clase. Las mates se te dan de miedo y eres capaz de aprenderte de memoria cualquier cosa. Te ofrecieron tres becas y una de ellas era para estudiar en Boulder, donde habrías estado conmigo. Pero decidiste no aceptar ninguna y ahora pareces haberte quedado aquí estancada, y no tiene pinta de que la cosa vaya a cambiar, y… ¿Sabes qué? Es decisión tuya y la respeto, pero al menos podrías permitirte hacer una cosa divertida. Algo que disfrutes. Contemplo sus mejillas sonrojadas durante uno, dos, tres segundos, y estoy a punto de abrir la boca para decirle que las becas te pagan la universidad, pero no la hipoteca ni el curso de roller derby de tu hermana ni el pienso con vitamina C de la mascota secuestrada de tu otra hermana ni nada que consiga eliminar la sensación de culpa que se te adhiere al fondo del estómago. A punto. En el último momento desvío la mirada y resulta que esta aterriza en el móvil. Son las 12:24. Mierda. —Me tengo que ir. —¿Qué? Mal, ¿te has cabreado? No pretendía… —No. —Le dedico una sonrisa—. Pero se me ha acabado el descanso. —Si acabas de llegar. —Ya. Bob no es demasiado partidario de los horarios en los que no se explota al trabajador ni de la conciliación entre la vida personal y la laboral. ¿Hay alguna posibilidad de que no vayas a terminarte el té?

Pone los ojos en blanco de forma tan exagerada que me preocupa que le dé un tirón, pero me tiende el vaso. Hago un gesto de victoria con el puño mientras me alejo. —Dime si al final vendrás al torneo —grita Easton a mi espalda. —Ya te lo he dicho. Oigo un gruñido. Y luego un «Mallory» con un tono serio y enfático que me hace darme la vuelta, pese a que me arriesgo a que Bob acabe gritándome y echándome su apestoso aliento en la cara por llegar tarde. —Oye, no pretendo obligarte a nada. Pero el ajedrez lo era todo para ti. Y ahora ni siquiera quieres jugar por una buena causa. —¿Como la intolerancia al gluten? Ella vuelve a poner los ojos en blanco y yo echo a trotar rumbo al trabajo entre risas. Llego a tiempo, aunque por los pelos. Estoy cogiendo las herramientas para meterme debajo del Silverado cuando me vibra el móvil. Es una captura de pantalla de un folleto. Pone: Torneo por equipos Clubs Olympic. Área de Nueva York. En colaboración con Médicos sin Fronteras. Sonrío. MALLORY: vale, esa organización benéfica está bien BRET EASTON ELLIS: Te lo he dicho. Y mira:

Me envía un enlace a la página de una web de consulta médica sobre la intolerancia al gluten, que al parecer sí que existe. MALLORY: o sea, que SÍ existe BRET EASTON ELLIS: Te lo he dicho. MALLORY: sabes que esa es tu muletilla, no? BRET EASTON ELLIS: Más bien es «Tenía razón». ¿Entonces vendrás al torneo?

Resoplo y estoy a punto de decirle que no. A un tris de recordarle el motivo exacto por el que ya no juego al ajedrez.

Pero entonces pienso en que se va a marchar a la universidad y no va a volver hasta dentro de varios meses… y me imagino a mí misma aquí sola, intentando mantener una conversación sobre la última partida de Dragon Age que haya visto con algún ligue que solo quiere meterme la lengua hasta la campanilla. Pienso en cuando vuelva a casa para Acción de Gracias: tal vez para entonces se haya rapado media cabeza, se haya hecho vegana o fan del estampado de vaca. Puede que sea otra persona. Quedaremos donde siempre, veremos los programas que vemos siempre y rajaremos sobre la gente de siempre, pero no será lo mismo, porque habrá hecho amigos nuevos, visto cosas nuevas y creado recuerdos nuevos. El miedo me perfora el pecho. Me asusta que Easton cambie y florezca y nunca vuelva a ser la misma. Al contrario que yo, que voy a quedarme en Paterson, anquilosada. Y no hablaremos de ello, pero lo sabremos. De manera que le contesto: MALLORY: ok. como despedida. BRET EASTON ELLIS: ¿Ves? Tenía razón. MALLORY: MALLORY: a cambio tendrás que llevar a mis hermanas al campamento urbano la semana que viene para que yo pueda pillar más turnos BRET EASTON ELLIS: Mal, no. BRET EASTON ELLIS: Mal, porfa. Pídeme otra cosa. BRET EASTON ELLIS: Mal, dan PUTOMIEDO. MALLORY:

—¡Oye, Greenleaf! No te pago para que estés metida en Instagram o te compres sándwiches de aguacate. Ponte a currar.

Pongo cara de hastío. Por dentro. —Te has equivocado de generación, Bob. —Me la sopla. Ponte. A. Currar. Me meto el móvil en el mono, suspiro y me pongo a ello.

—¡Mal, Sabrina me ha dado un pellizco y me ha llamado Alientopolla! —¡Mal, Darcy me ha bostezado en la jeta y me ha echado su asqueroso alientopolla! Suspiro y sigo preparándole el desayuno a mis hermanas. Avena con canela, leche desnatada y sin azúcar o «Te apuñalaré, Mal. ¿Has oído hablar de algo llamado “salud”?» (Sabrina); avena con mantequilla de cacahuete, Nutella de marca blanca, plátano y «¿Puedes ponerle más Nutella, porfa? Quiero crecer dos palmos más antes de llegar a octavo» (Darcy). —¡Mallory, Darcy acaba de tirarse un cuesco en mi cara! —No: ¡Sabrina es tontalculo y se me ha puesto al lado! Lamo de forma distraída los restos de la Nutella falsa de la cuchara mientras fantaseo con echar un poco de quitaesmalte en la avena. Solo un chorrito. O dos. Tendría sus inconvenientes, como por ejemplo el fallecimiento prematuro de las dos personas a las que más quiero en el mundo. Pero ¿y las ventajas? Serían incomparables. Ya no tendría que aguantar que Goliat me mordisquease los dedos de los pies en plena noche (ni arriesgarme a que me contagie la rabia o algo así). Se acabaría lo de soportar una retahíla de insultos por lavar el sujetador rosa de Sabrina, por guardar en el sitio que no es el sujetador rosa de Sabrina, por el supuesto robo del sujetador rosa de Sabrina, por no estar al tanto del paradero del sujetador rosa de Sabrina. Adiós a los pósteres de Timothée Chalamet mirándome en plan turbio desde las paredes. Me limitaría a afilar una navaja, envuelta en el sosegado silencio de una celda de Nueva Jersey. —Mallory, Darcy es una puerca que no veas…

Dejo caer la cuchara y me dirijo al baño. Tardo unos tres pasos en llegar; la morada de las Greenleaf es pequeña y no demasiado solvente. —Como no os calléis —les digo con mi voz de sargento a las ocho de la mañana—, os llevaré al mercadillo y os cambiaré por una cesta de frutas. El año pasado ocurrió algo rarísimo: casi de la noche a la mañana, mis dos bomboncitos, que hasta entonces habían sido uña y carne, se convirtieron en dos arpías que andan siempre a la gresca. Sabrina cumplió los catorce y empezó a comportarse como si fuera demasiado guay para estar genéticamente emparentada con nosotras; Darcy cumplió los doce y… en fin. Darcy siguió igual. Siguió leyendo a todas horas; siguió siendo una personita precoz y demasiado observadora para su propio bien. Lo cual, me parece, es la razón por la que Sabrina se gastó la paga en un cerrojo y la echó del cuarto que ambas compartían. (Me tocó a mí acoger a Darcy, de ahí lo del efecto Mona Lisa de la mirada de Timothée Chalamet y el inminente contagio de rabia). —Por Dios. —Darcy pone los ojos en blanco—. Tranqui, Mallory. —Eso, Mallory. Relaja un poquito. Ah, sí. ¿Los únicos momentos en los que estas dos ingratas consiguen llevarse bien? Cuando unen fuerzas en mi contra. Mamá dice que es cosa de la pubertad. Yo me inclino más por la posesión demoniaca, pero a saber. Lo que sí sé es que las suplicas, los lloros o incluso los intentos de razonar con ellas no sirven de nada. Si se me ocurre mostrar la más mínima debilidad, ellas se aprovechan y acaban chantajeándome para que les compre alguna ridiculez, como una almohada de cuerpo entero de Ed Sheeran o un birrete para cobayas. Mi filosofía es la mano dura. Evitar negociar a toda costa con estas pirañas anárquicas, sedientas de sangre y con las hormonas revueltas. Jo, las quiero tanto que podría echarme a llorar. —Mamá está durmiendo —siseo—. Os juro que como no os calléis os escribiré «Alientopolla» y «Tontalculo» con rotulador permanente en la frente y os mandaré así a la calle. —Yo de ti me lo pensaría bien —señala Darcy, agitando el cepillo de dientes en mi dirección— o te echaremos encima a los de Servicios Sociales. Sabrina asiente. —O a la poli. —¿Puede permitirse las costas procesales?

—Ni de coña. Buena suerte con el abogado de oficio estresado y explotado que te encasqueten, Mal. Me apoyo en el marco de la puerta. —Ahora sí que os ponéis de acuerdo —Siempre hemos estado de acuerdo en que a Darcy le huele el aliento a polla. —Es mentira, tía guarra. —Como despertéis a mamá —amenazo— os tiro a las dos por el retrete. —¡Estoy despierta! No hace falta que atasques las cañerías, tesoro. — Me doy la vuelta. Mamá recorre el pasillo con las piernas temblorosas y a mí se me revuelve el estómago. Las mañanas han sido duras de pelar durante este último mes. En realidad, durante todo el verano. Miro a Darcy y Sabrina, quienes al menos tienen la decencia de parecer arrepentidas—. Ya que he madrugado como una campeona, me merezco que mis matrioskas me den un abrazo, ¿no? A mamá le gusta bromear con que mis hermanas y yo, que tenemos el pelo rubio platino, los ojos azul oscuro y el rostro ovalado y sonrosado, somos versiones ligeramente más pequeñas unas de otras. Tal vez Darcy haya heredado todas las pecas, Sabrina haya adoptado una estética VSCO y yo… Si no hubiera tantos conjuntos a cinco pavos de estilo boho chic en la tienda de segunda mano donde solemos comprar, no parecería que voy haciendo cosplay de Alexis Rose. Pero no cabe duda de que a las tres hermanas Greenleaf nos hicieron con el mismo molde…, uno diferente al de mamá, con su pelo oscuro (pese a que ahora lo tiene lleno de canas) y su tez morena. Si le molesta que nos parezcamos tanto a papá, nunca ha dicho ni mu. —¿Qué hacéis levantadas? —pregunta pegada a la frente de Darcy antes de pasar a Sabrina—. ¿Tienes entrenamiento? Sabrina se queda rígida. —No empiezo hasta la semana que viene. Aunque en realidad no empezaré nunca si alguien no me apunta en la asociación junior de roller derby, cuya inscripción acaba el viernes que viene… —Pagaré la cuota antes del viernes —le aseguro. Me lanza una mirada escéptica y desconfiada. Como si le hubiera roto el corazón demasiadas veces por culpa de mi irrisorio sueldo como mecánica. —¿Por qué no la pagas ya?

—Porque me encanta jugar contigo y hacerte sufrir, como una araña con su presa. Y porque tendré que hacer más turnos en el taller para poder permitírmelo. Entorna los ojos. —No tienes la pasta, ¿verdad? El corazón me da un vuelco. —Pues claro que sí. —Porque soy prácticamente adulta. Y McKenzie ha estado trabajando en el local ese de yogur helado, así que podría pedirle… —No eres adulta. —El hecho de que Sabrina se preocupe por el dinero me provoca un dolor físico—. Es más, las malas lenguas dicen que eres tontalculo. —Ya que hoy estás en plan generosa —interviene Darcy con la boca llena de pasta de dientes—, Goliat sigue solo y depre, y necesita echarse novia. —Mmm. —Reflexiono durante un instante acerca del número de zurullos que podrían generar dos Goliats. Puaj—. En fin, Easton se ha ofrecido amablemente a llevaros al campamento urbano la semana que viene. Y no os voy a pedir que seáis buenas con ella ni que os portéis como personas normales, ni siquiera decentes, porque también disfruto haciéndola sufrir un poco. De nada. Salgo del cuarto de baño y cierro la puerta tras de mí, pero no sin antes advertir la mirada que intercambian mis hermanas, con los ojos abiertos como platos. El tremendo amor que le tienen a Easton viene de largo. —Hoy estás muy mona —me dice mamá en la cocina. —Gracias. —Le enseño los dientes—. Me he pasado el hilo dental. —Qué nivel. ¿También te has duchado? —Oye, no nos vengamos arriba. Ni que fuera influencer. Lanza una risita. —No llevas el peto. —En realidad es un mono de trabajo, pero gracias por adornarlo. —Bajo la mirada hacia la camiseta blanca que llevo metida por dentro de la falda bordada de un amarillo intenso—. No voy al taller. —¿Tienes una cita? Hacía tiempo desde la última. —No es una cita. Le prometí a Easton que… —Me interrumpo.

Mamá es fantástica. La persona más amable y paciente que conozco. Si le dijera que me voy a un torneo de ajedrez, no creo que le importara. Pero esta mañana lleva el bastón. Parece que tiene las articulaciones hinchadas e inflamadas. Y llevo sin pronunciar la palabra que empieza por «a» desde hace tres años. ¿Para qué fastidiarlo? —Se marcha a Boulder dentro de un par de semanas, así que vamos a dar una vuelta por Nueva York. Se le oscurece la expresión. —Me gustaría que reconsideraras lo de continuar con tus estudios… —Mamá —protesto, adoptando un tono de voz lo más pesaroso posible. Tras un largo proceso de ensayo y error, por fin he averiguado el modo de que mamá deje de darme la tabarra: darle a entender que la idea de ir a la universidad me atrae tan poco que, cada vez que saca el tema, su falta de respeto hacia mis decisiones vitales me duele en el alma. Puede que no sea la verdad, y mentirle no me hace ninguna gracia, pero es por su propio bien. No quiero que nadie de mi familia piense que me debe nada ni que se sientan culpables por las decisiones que he tomado. No tienen que sentirse culpables, porque nada de esto es culpa suya. La culpa es exclusivamente mía. —Vale, sí, lo siento. Oye, me hace mucha ilusión que salgas por ahí con Easton. —Ah, ¿sí? —Pues claro. Tienes que disfrutar de tu juventud y hacer las cosas que hacen los chavales de dieciocho años. —Me lanza una mirada melancólica —. Me alegro de que te tomes un día libre. Ya sabes: carpa diem y todo eso. —Es carpe diem, mamá. —¿Segura? Me río mientras recojo el bolso y le doy un beso en la mejilla. —Volveré por la noche. ¿Te las apañarás sola con esas dos desagradecidas? He dejado en la nevera tres opciones para el almuerzo. Por cierto, Sabrina lleva toda la semana siendo una cafre, así que si McKenzie o alguna otra amiga la invita a su casa, no la dejes ir. Mamá suspira. —Sabes que tú también eres hija mía, ¿no? ¿Y que no tendrías que verte obligada a criarlas conmigo?

—Oye. —Finjo consternación—. ¿Es que no lo estoy haciendo bien? ¿Quieres que les cuele a esas dos arpías más sedantes en el desayuno? Quiero que mamá vuelva a reírse, pero se limita a menear la cabeza. —No me gusta ni un pelo el hecho de que me sorprenda que te tomes el día libre. Ni que Sabrina recurra a ti cuando necesita dinero. No es… —Mamá. Mamá. —Sonrío con tanta sinceridad como puedo—. Te prometo que no pasa nada. Probablemente sí. Sí que pasa, quiero decir. No es de recibo, en absoluto, que mi familia se sepa de memoria el artículo sobre la artritis reumatoide que aparece en la Wikipedia. Que podamos saber si mi madre va a tener un mal día por las arrugas que se le forman alrededor de la boca. El año pasado tuve que explicarle a Darcy que «crónico» significa para siempre. Incurable. Algo que nos acompañará toda la vida. Mamá tiene un máster en biología y es redactora de textos médicos. Es tremendamente buena, todo hay que decirlo; ha escrito material didáctico en materia de salud, documentos para la Administración de Alimentos y Medicamentos y fantásticas solicitudes de beca que les han hecho ganar a sus clientes millones de dólares. Pero es autónoma. Cuando papá todavía seguía con nosotras y ella era capaz de trabajar con regularidad, el asunto no era tan grave. Por desgracia, las cosas han cambiado. Algunos días los dolores son tan intensos que apenas puede levantarse de la cama y menos aún aceptar encargos; además, la Seguridad Social, cuyos trámites son increíblemente enrevesados, le ha denegado ya cuatro veces el reconocimiento de la discapacidad. Pero al menos yo estoy aquí. Al menos puedo facilitarle las cosas. Así que tal vez, solo tal vez, puede que no. Que no pase nada, quiero decir. —Tú descansa, ¿vale? —Le acaricio la cara. Tiene al menos siete capas de ojeras—. Vuelve a la cama. Las monstruitas se entretendrán ellas solas. Al salir, oigo que Sabrina y Darcy se quejan de la avena en la cocina. Tomo nota mental para comprar un cargamento de quitaesmalte y, cuando veo el coche de Easton doblando la esquina, la saludo con la mano y me acerco trotando. Y ese, supongo, es el principio del resto de mi vida.

Capítulo dos

—Es un torneo suizo. Más o menos. En realidad no. Easton congrega al equipo a su alrededor como si fuera Tony Stark en una de las reuniones de los Vengadores, pero en lugar de ocurrencias sarcásticas, se pone a repartir identificaciones del Club de Ajedrez de Paterson. Debe de haber trescientas personas en la segunda planta del edificio Fulton Stall Market y yo soy la única empanada que no se ha enterado de que debía llevar ropa de vestir medio formal. Vaya por Dios. —Cada uno jugaremos cuatro partidas —prosigue—. Como es un torneo benéfico y puede participar también gente amateur, en lugar de usar las puntuaciones de la FIDE, nos emparejarán según las habilidades que cada uno notifique. La FIDE, la Federación Internacional de Ajedrez (no sé por qué no se usa un acrónimo del nombre en inglés, pero sospecho que los franceses tienen algo que ver), cuenta con un sistema muy complicado que determina el nivel de habilidad de los jugadores y los clasifica en consecuencia. Conocía todos los entresijos de dicho sistema a los siete años, cuando estaba obsesionada con el ajedrez y soñaba con ser una sirena Gran Maestra de mayor. No obstante, a estas alturas, se me ha olvidado casi toda la parte burocrática, seguramente para dejar hueco a información que pueda serme de más utilidad, como, por ejemplo, el método más eficaz de acoplar terminales eléctricos o el argumento de las tres primeras temporadas de Cómo defender a un asesino. Lo único que recuerdo es que, para conseguir una puntuación, hay que inscribirse en torneos patrocinados por la FIDE.

Lo cual, por supuesto, llevo años sin hacer… porque hace años que no juego. Cuatro años, cinco meses y dos semanas, y no, no pienso rebajarme a contar los días. —¿Así que tenemos que autoevaluarnos? —pregunta Zach. Es un chaval de primero de la universidad de Montclair que se unió al Club de Ajedrez de Paterson después de que yo me marchara y que aspira a convertirse en profesional. Me topé con él una vez en casa de Oscar y no es que me caiga demasiado bien; los motivos son, entre otros, su manía de sacar a colación en todas las conversaciones su puntuación FIDE (2546), su capacidad para soltar chapas de una hora centradas en su puntuación FIDE (2546) y su incapacidad para comprender que no me interesa salir con él, al margen de cuál sea su puntuación FIDE (2546). Aun así, no es tan capullo como el cuarto miembro del equipo, Josh, que destaca únicamente por haber insinuado ya varias veces que Easton sería un poco menos lesbiana si se enrollara con él al menos una vez. —Como soy la líder del equipo, me he adelantado y he notificado ya el nivel de cada uno —nos explica Easton—. He puesto… —¿Por qué tienes que ser tú la líder? —pregunta Zach—. Que yo sepa no hemos votado. —Pues entonces soy la dictadora del equipo —sisea. Me coloco la identificación en la camiseta para disimular mi sonrisa—. He puesto a Mallory en la categoría más alta. Dejo caer los brazos. —Easton. Llevo sin jugar… —Zach también está en la más alta. Yo, en la tercera más alta — prosigue, haciendo caso omiso de lo que digo. A continuación, mira a Josh y guarda silencio un momento para añadirle dramatismo al asunto—. A ti te he puesto en la más baja. Josh suelta una carcajada campechana. —Bromas aparte, ¿en qué categoría…? —Easton sigue mirándolo, tan seria como una inspectora de Hacienda, y él baja la vista. —¿Acaso el club tiene tu historial de navegación o algo así? —le pregunto a Easton en cuanto nos quedamos las dos solas y nos dirigimos al pasillo. —¿Por qué lo dices?

—No me trago que hayas venido voluntariamente con esos dos. Así que o han descubierto que te va el porno de tentáculos o… —No me va el porno de tentáculos. —Me lanza una mirada mordaz—. El presidente del club me pidió que organizase un equipo. No pude decirle que no porque me escribió una carta de recomendación para la uni. Se aprovechó de que le debía un favor. —Se abre camino entre dos hombres mayores trajeados para acceder a la zona donde va a celebrarse el torneo—. Igual que tú cuando me endilgaste a tus hermanas. —Te lo mereces por traer a Zach y la torre que siempre lleva metida en el culo. —Ah, Zach. Ojalá supiéramos cuál es su puntuación FIDE. Me rio. —Podríamos preguntárselo y… Atravesamos las puertas y me quedo sin habla. El bullicio de la estancia se atenúa y luego se desvanece. La gente camina a mi alrededor, pasan junto a mí, se topan conmigo, pero yo permanezco inmóvil, paralizada, incapaz de apartarme. Hay mesas. Un montón de mesas juntas que forman largas hileras en paralelo; una infinidad de hileras cubiertas con telas blancas y azules y sillas plegables de plástico a cada lado, y entre cada par de sillas… Tableros de ajedrez. Decenas. Cientos. No son de los buenos: incluso desde la entrada me doy cuenta de que tienen la tira de años y son de los baratos, de que las piezas están mal hechas y se han descascarillado, de que las casillas se encuentran sucias y descoloridas. Hay tableros feos y desparejados por todas partes. El olor de la sala es como un recuerdo de la infancia conformado de matices sencillos y conocidos: madera, fieltro, sudor y café rancio, el toque de bergamota del aftershave de papá, mi casa, un sentimiento de pertenencia, de traición, de felicidad y… —¿Mal? ¿Estás bien? —Easton me tira del brazo con el ceño fruncido. Creo que me lo ha preguntado ya más veces. —Sí, sí. Es que… —Tragar saliva me ayuda. El momento se desvanece, el corazón se me apacigua, y vuelvo a ser una chica cualquiera, puede que una a la que le fallan las rodillas de vez en cuando. Estoy en una estancia cualquiera. Las piezas de ajedrez… no son más que eso. Objetos. Algunas son blancas y otras, negras. Algunas pueden desplazarse a lo largo de tantas

casillas desocupadas como se quiera y otras no. ¿Qué más da?—. Quiero beber algo. —Tengo Tang de fresa. —Me pasa su cantimplora—. Está asqueroso. —Chicas. —Zach se nos acerca por detrás—. No flipéis, pero he visto a unos cuantos pesos pesados pululando por ahí. Y me refiero a pesos pesados de nivel internacional. Easton finge emocionarse. —¿A Harry Styles? —¿Qué? No. —¿A Malala? —No. —Ay, mi madre, ¿a Michelle Obama? ¿Crees que me firmará la Constitución de bolsillo que llevo encima? —No: a Rudra Lal. A Maxim Alexeyev. A Andreas Antonov. A Yang Zhang. Famosos del mundo del ajedrez. —Ah. —Asiente—. ¿Así que peña normal y corriente y para nada famosa? Me encanta cuando Easton se mete con Zach, pero yo sí que conozco esos nombres. No sería capaz de identificarlos en una rueda de reconocimiento, pero durante la época en la que más obsesionada estuve con el ajedrez, estudié sus partidas en libros, programas de simulación y tutoriales de YouTube. En mi cabeza afloran de inmediato las impresiones que me causaron cada uno, como un conjunto de sinapsis que se ponen en marcha de nuevo tras mucho tiempo inactivas. Lal: aperturas versátiles, jugador estratégico. Antonov: astuto pero técnico. Zhang: cauto, lento. Alexeyev: bastante joven, inconsistente. Aparto los recuerdos de mi mente y pregunto: —¿Qué hacen en un torneo amateur? —La directora tiene muchos contactos en el mundo del ajedrez; es la propietaria de un importante club de ajedrez de Nueva York. Además, el equipo ganador recibirá veinte mil dólares que irán destinados a la organización benéfica que prefieran. —Se frota las manos como si fuera un villano de dibujos animados—. Espero poder enfrentarme a los peces gordos.

—¿Crees que puedes ganarlos? —Easton enarca una ceja, escéptica—. Son profesionales, ¿no? —Bueno, he estado entrenando. —Zach se sacude unas migas imaginarias de la americana—. Mi puntuación es de 2546 —todos ponemos los ojos en blanco—, y Lal no es que esté precisamente en forma. ¿Visteis cómo perdió frente a Sawyer en el Internacional de Ubud de hace dos semanas? Menudo ridículo. —Todo el mundo hace el ridículo al enfrentarse a Sawyer —señala Josh. —Ya, y mucha gente hace el ridículo al enfrentarse a mí. A Easton le da un tic en el ojo. —¿Te estás comparando con Sawyer? —Mucha gente dice que nuestro estilo de juego es similar… Toso para disimular un resoplido. —¿Sabemos ya con quién nos ha tocado? —Más o menos. —Easton desbloquea el móvil y nos manda a todos una captura de pantalla con el correo de los organizadores—. No sabemos a quién nos enfrentamos porque es un torneo por equipos, pero, Mal, tú eres la jugadora número uno del CAP y te toca jugar contra el jugador número uno del Club de Ajedrez Marshall. Fila cinco, tablero treinta y cuatro. La buena noticia es que vas con blancas. La primera ronda empieza dentro de cinco minutos. El límite de tiempo es de noventa minutos, y después dará comienzo la segunda ronda. Deberíamos ir ya a sentarnos. —Easton me da un tironcito en la manga—. Venga, que Lal estará esperando a que vayas a darle el palizón del siglo, ¿eh, Zach? No estoy segura de que Zach capte la pulla. Hincha el pecho y se acerca pavoneándose hasta el tablero, y yo me pregunto cuánto tardará el agujero negro de antimateria que es su ego en tragarse el sistema solar. —Oye —me susurra Easton antes de que nos separemos—. Me he puesto en una categoría que me viene grande. Seguramente me hagan polvo en cinco movimientos, pero no pasa nada. Lo único que quería el club era que acudiéramos al torneo, y yo ya he cumplido. O sea, que si dejas que tu contrincante te quite de en medio rapidito, podemos pasarnos por la tienda de dulces y estar de vuelta antes de que empiece la segunda ronda. —¿Invitas tú? —Vale. —¿Puedo pedirme una de esas galletas que tienen dentro un macaron?

—Claro. —Trato hecho. No va a ser complicado que me barran del tablero como a una paquete; estoy demasiado oxidada. Me siento frente a las piezas blancas del tablero treinta y cuatro, y contemplo cómo los participantes van tomando asiento a mi alrededor, cómo se estrechan la mano, se presentan y se ponen a charlar mientras esperamos a que nos den el aviso de que podemos empezar. Nadie me presta atención y… lo hago sin pensar. Alargo el brazo hacia el rey. Lo cojo. Lo sopeso en la mano, ligero y perfecto, y esbozo una leve sonrisa mientras recorro los contornos de la corona. El ridículo, inútil e insignificante rey. Apenas puede desplazarse una casilla, se esconde siempre tras la torre y se lo acorrala con una facilidad pasmosa. Solo posee una fracción del poder de la dama. Sin su reino no vale nada, absolutamente nada. Se me encoge el corazón. Al menos es fácil identificarse con él. Vuelvo a dejar al rey en su casilla y contemplo el horizonte que conforman las piezas: el trivial y, a la vez, monumental escenario del ajedrez. Me resulta más familiar que las vistas desde la ventana de mi habitación (nada del otro mundo: una cama elástica rota, un montón de ardillas gruñonas y un albaricoquero que nunca ha dado fruto). Me resulta más familiar que mi propio rostro cuando me miro en el espejo, y no puedo apartar la mirada, ni siquiera cuando la silla que tengo en frente se desliza por el suelo, ni siquiera cuando uno de los directores del torneo anuncia el comienzo de la primera ronda. La mesa se mueve cuando mi contrincante toma asiento. Una mano enorme se extiende hasta invadir mi campo visual. Y justo cuando me dispongo a abandonar mi ensoñación para estrechársela, oigo una voz profunda que dice: —Jugador número uno del Club de Ajedrez Marshall. Nolan Sawyer.

Capítulo tres

No me mira. Me tiende la mano, pero tiene la vista clavada en el tablero y, durante una fracción de segundo, no sé qué está pasando ni dónde estoy ni qué he venido a hacer. No sé ni cómo me llamo. No. Un momento. Eso sí que lo sé. —Mallory Greenleaf —balbuceo, aceptando la mano que me ofrece. Envuelve la mía por completo. Su apretón es breve, cálido y muy muy firme—. Del CAP. Es decir, del Club de… Paterson. Eh, del Club de Ajedrez. —Carraspeo. Vaya tela. Qué desparpajo. Menuda elocuencia—. Encantada —miento. Me devuelve la mentira con un «igualmente» y sigue sin levantar la vista. Se limita a apoyar los codos en la mesa con la mirada fija en las piezas, como si mi persona, mi cara, mi identidad fueran del todo irrelevantes. Como si yo no fuera más que una extensión de mi lado del tablero. No puede ser. Este tío no puede ser Nolan Sawyer. O, al menos, ese Nolan Sawyer. El famoso. El sex symbol, al margen de lo que eso signifique. El chaval que hace un par de años era el número uno del mundo y que ahora… No tengo ni idea de lo que Nolan Sawyer estará haciendo ahora, pero no puede estar sentado frente a mí. La gente que tenemos a los lados parece estar lanzándole miradas muy poco sutiles y a mí me dan ganas de soltarles entre berridos que no es más que un doble. Es algo de lo más normal. Hoy en día hay un montón de personas que parecen un clon de otras.

Por eso está ahí sentado sin hacer nada. Está claro que el doble de Nolan Sawyer no sabe jugar al ajedrez y creía que esto iba a ser un torneo de mahjong, así que ahora se está preguntando dónde están las fichas y… Alguien carraspea. Se trata del jugador que está sentado a mi lado: un hombre de mediana edad que se ha olvidado de su propia partida por estar mirando la mía y que alterna la vista de forma significativa entre mis piezas y yo. Que juego con blancas. Mierda. Yo soy la que mueve primero. ¿Qué hago? ¿Por dónde empiezo? ¿Qué pieza muevo? Peón a e4. Hala. Ya está. La apertura más común y… —El reloj —murmura Sawyer de forma distraída. Tiene la vista clavada en mi peón. —¿Qué? —Tienes que poner en marcha mi reloj o no podré mover. Parece aburrido y un tanto molesto. Me pongo como un tomate, muerta de vergüenza, y miro a mi alrededor. Soy incapaz de dar con el dichoso reloj hasta que alguien —Sawyer— lo empuja un par de centímetros hacia mí. Estaba junto a mi mano izquierda. Estupendo. Maravilloso. Ahora sería el momento ideal para que el suelo se transformara en arenas movedizas. Y de paso que se me tragara. —Lo siento. Em…, sí que sabía lo del reloj. Pero es que se me había olvidado y… —Me han entrado ganas de atravesarme el ojo con ese lápiz de ahí. ¿Es tuyo? ¿Me lo prestas? —No pasa nada. Mueve su pieza: peón a e5. Pone en marcha mi reloj. Me toca otra vez y… Mierda, voy a tener que seguir jugando. Contra Nolan Sawyer. No es justo. Es un despropósito. ¿Peón a d4, tal vez? Y, entonces, después de que él capture mi peón, muevo otro peón a c3. Un momento, ¿qué estoy haciendo? ¿No estaré…? No estaré intentando poner en práctica un gambito danés con Nolan Sawyer, ¿no? «El gambito danés es una de las aperturas más agresivas que existen en ajedrez. —La voz de papá resuena en mis oídos—. Sacrificas dos piezas al principio y luego pasas rápidamente a la ofensiva. La mayoría de los

jugadores buenos saben defenderse. Si no te queda más remedio que ponerlo en práctica, asegúrate de que cuentas con un plan para después». Considero durante un instante mi muy evidente falta de planes. En fin. Ahora mismo no me vendría mal tener un cubo donde echar la pota, pero, en cambio, suspiro y muevo el alfil hasta el centro, porque cuantos más, mejor. Menudo desastre. Que alguien me ayude. Tras aquello, muevo cinco veces más. Y luego, otras dos. Llegados a ese punto, Sawyer empieza a presionarme, acosándome de forma insistente con su dama y su caballo, y yo me siento como uno de esos bichos que a veces se cuelan en la jaula de Goliat. Inmovilizada. Aplastada. Acabada. Noto un nudo en el estómago, gélido y viscoso, y me quedo mirando el tablero de forma inútil mientras transcurren los minutos, buscando el modo de salir del atolladero, a pesar de que no hay escapatoria posible. Hasta que se me ocurre. Me lleva tres turnos y pierdo mi pobre y maltrecho alfil, pero logro evitar la clavada. El temor que me ha producido la apertura se va diluyendo poco a poco hasta convertirse en una sensación que conozco muy bien: Estoy jugando al ajedrez y sé lo que me hago. Cada vez que muevo una pieza, aporreo el reloj de Sawyer y lo miro, curiosa, aunque él jamás me devuelve el gesto. Su expresión es siempre inescrutable. Opaca. No me cabe duda de que se toma la partida en serio, pero se muestra distante, como si estuviera jugando desde muy lejos, encerrado en una celda en lo alto de una de sus torres. Está aquí, pero no se encuentra del todo presente. Sus gestos al mover las piezas son precisos, moderados y firmes. Me odio por haberme fijado. Es más alto que los hombres que tiene sentados a ambos lados y también me odio por haberme fijado en eso. La camisa le marca los hombros y los bíceps a la perfección y, cuando se remanga, me fijo en sus antebrazos y, de pronto, agradezco que estemos jugando al ajedrez y no echando un pulso. Por eso es por lo que más me odio. El movimiento anti-Mallory se encuentra, a todas luces, en pleno apogeo, y entonces Sawyer mueve el caballo. Tras aquello, estoy demasiado ocupada intentando recordar cómo se respira para reprocharme nada. No es que sea un paso en falso. En absoluto. Lo cierto es que se trata de una jugada impecable. Sé lo que intenta hacer: volver a mover el caballo,

abrirse paso y obligarme a enrocar. Jaque en cuatro o cinco movimientos. Acercarme el cuchillo al cuello y se acabó lo que se daba. No obstante… No obstante, creo que es posible que en otra parte del tablero… Si lo obligase a… Y él no retirase el… El corazón me palpita de emoción. Y no me defiendo. En su lugar, avanzo el caballo, un poco mareada, y por primera vez en… Joder, ¿llevamos jugando ya cincuenta y cinco minutos? ¿Cómo es posible? ¿Cómo es que el ajedrez me provoca siempre esta sensación? Por primera vez desde que hemos empezado, cuando miro a Sawyer, advierto un indicio de algo más. Por la postura que adoptan sus hombros y la forma que tiene de apoyarse los dedos en los labios carnosos, me da la sensación de que, tal vez, después de todo, sí que esté aquí. Jugando al ajedrez. Conmigo. Bueno, contra mí. Dicho vestigio desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Mueve la dama. Captura mi alfil. Detiene el reloj. Muevo el caballo. Capturo su peón. Detengo el reloj. Dama. Reloj. Caballo de nuevo. Tengo la boca seca. Reloj. Torre. Reloj. Peón. Trago saliva dos veces. Reloj. La torre captura al peón. Reloj. Rey. Sawyer tarda un par de segundos en darse cuenta de lo que ha pasado. En apenas unos instantes traza en su cabeza todos los escenarios posibles, todos los caminos que podría tomar la partida. Lo sé porque lo veo levantar la mano para mover la dama, como si así pudiera cambiar algo, como si así pudiera zafarse de mi ataque. Y lo sé porque tengo que aclararme la garganta antes de decir: —Eh… Jaque mate. Entonces levanta la vista hacia mí por primera vez. Tiene los ojos oscuros, límpidos y serios. Y yo recuerdo algo importante que se me había olvidado hace ya mucho. A los doce años, Nolan Sawyer quedó tercero en un torneo por culpa de una decisión injusta del árbitro relativa a un enroque corto, y como

respuesta, barrió las piezas del tablero con el brazo. A los trece, quedó segundo en ese mismo torneo, aunque aquella vez le dio por volcar la mesa. A los catorce, se enzarzó en una discusión a grito pelado con Antonov por una chica o por su negativa a acabar la partida en tablas (los rumores difieren), y no recuerdo qué edad tenía cuando llamó «puto indigente mental» a un excampeón del mundo por intentar poner en práctica una jugada ilegal durante una partida de calentamiento. No obstante, sí que recuerdo haber oído la historia y no tener ni idea de lo que era un «indigente mental». Multaron a Sawyer todas y cada una de las veces. Le echaron la bronca. Fue objeto de mordaces artículos de opinión en los medios del mundillo. Y todas y cada una de las veces, la comunidad ajedrecística lo recibió de nuevo con los brazos abiertos por una razón muy sencilla: Nolan Sawyer lleva más de una década reescribiendo la historia del ajedrez, redefiniendo los estándares, dándolo a conocer. ¿Qué gracia tiene jugar si se deja fuera al mejor? Y si el mejor se comporta de vez en cuando como un capullo… En fin. Todo queda perdonado. Aunque no olvidado. Toda la comunidad sabe que Nolan Sawyer es un horrible y avinagrado revoltijo de masculinidad tóxica con la mecha muy corta. Que es la persona que peor se toma las derrotas de la historia del ajedrez. De la historia de cualquier deporte. De la historia del mundo mundial. Y, como acaba de perder contra mí, tengo todas las papeletas para acabar metida en una movida de las gordas. Por primera vez desde que ha empezado la partida, me fijo en que hay una decena de personas a nuestro alrededor intercambiando cuchicheos. Quiero preguntarles qué es lo que están mirando, si es que tengo una hemorragia nasal o si se me ha salido una teta o si hay una tarántula paseándose por mi oreja, pero estoy demasiado ocupada mirando a Sawyer. Siguiendo cada uno de sus movimientos. Asegurándome de que no me lance el reloj. No soy de las que se amedrentan con facilidad, pero preferiría evitar el traumatismo craneoencefálico con el que puedo acabar si le da por arrearme un sillazo en la cabeza por culpa de un jaque mate. Sin embargo, sorprendentemente, parece conformarse con estudiarme. Tiene los labios ligeramente entreabiertos y la mirada brillante, como si yo

le pareciera, al mismo tiempo, algo extraño y familiar y desconcertante y excepcional y… Me mira. Tras ignorarme durante veinticinco movimientos, se limita a mirarme. Con una expresión calmada. Inquisitiva. Para nada enfadada, por perturbador que resulte. Un pensamiento curioso me asalta: la prensa siempre les pone apodos de lo más cursis a los mejores jugadores. El Artista. El Picasso del ajedrez. El Mozart del gambito. ¿El apodo de Nolan? El Matarreyes. El Matarreyes se inclina ligeramente hacia delante, y su expresión intensa y atónita me resulta mucho más amenazadora que la idea de que me estampen una silla plegable en la cabeza. —¿Quién…? —empieza, y no soy capaz de soportarlo. —Gracias por la partida —le suelto, y pese a que debería estrecharle la mano, firmar la hoja de puntuación y jugar tres partidas más, me pongo en pie de un salto. «No hay que avergonzarse por retirar las piezas si te están acorralando y puedes escapar —solía decir papá—. Conocer tus limitaciones no tiene nada de malo». Mi silla se cae al suelo cuando echo a correr. Oigo el estrépito, pero no me detengo para recogerla.

Capítulo cuatro

—¿Mal? —Mal. —¡Maaaaaaal! Me despierto y abro los ojos. Darcy tiene la nariz pegada a la mía; a la luz matutina, su mirada adquiere el tono azul océano Pacífico. Bostezo. —¿Qué pasa? —Puaj, Mal. —Retrocede—. ¿Por qué te huele el aliento a mofeta en celo? —Eh… ¿Pasa algo? —No. Hoy me he hecho el desayuno yo. Se nos ha acabado la Nutella. Me enderezo, o lo intento. Me restriego los ojos para acabar de espabilarme. —Ayer nos quedaba más de medio tarro… —Y hoy ya no queda nada. Es el ciclo de la vida, Mal. —¿Sabrina y mamá están bien? —Sip. McKenzie ha venido con su padre a recoger a Sabrina. Mamá está bien. Se ha levantado, aunque ha vuelto a la cama porque se encontraba un poco pachucha. Pero hay alguien en la puerta que pregunta por ti. —¿Alguien en la…? Los recuerdos de ayer empiezan a aflorar lentamente. El rey de Sawyer sometido por mi dama. El momento en que me tropecé en la acera mientras corría hacia el tren. Cuando le envié un mensaje a Easton diciéndole que me había surgido una emergencia antes de apagar el

móvil. El aburrido paisaje urbano al otro lado de las ventanillas del tren transformándose en un tablero de ajedrez. Y luego el resto de la noche: el maratón de Veronica Mars con mi hermana mientras apartaba de mi mente todo lo demás. No es por presumir, pero compartimentar se me da fenomenal. Es mi mayor talento junto con el de elegir siempre el mejor plato del menú. Así es como me obligué a superar el ajedrez hace años. Y así es como me las arreglo para sobrellevar el día a día sin ponerme a hiperventilar a la mínima. O compartimento o me arruino comprando un cargamento inhaladores. —Dile a Easton que… —No es Easton. —Darcy se pone roja—. Aunque podrías invitarla a casa. Esta tarde, por ejemplo… ¿No es Easton? —¿Y quién es? —Una tipa. Gruño. —Darcy, ya te lo he dicho: si llama a la puerta alguien de alguna denominación cristiana milenarista y restauracionista… —… Tenemos que decirle con educación que la salvación no está a nuestro alcance, ya lo sé, pero es otra persona. Ha preguntado por ti, no por el cabeza de familia. —Vale. —Me rasco la frente—. Vale, dile que ahora voy. —Guay. Ah, y esto llegó ayer. Va dirigido a mamá, pero… —Me tiende un sobre. Todavía tengo la mirada borrosa y tengo que parpadear para leer lo que pone, pero cuando lo consigo, se me revuelve el estómago. —Gracias. —Es una notificación de retraso, ¿no? —No. —Por el pago de la hipoteca, ¿verdad? —No. Darcy… —¿Tienes el dinero? Me obligo a sonreír. —No te preocupes. Ella asiente, pero antes de salir me dice:

—Me lo guardé en cuanto lo trajo el cartero. Mamá y Sabrina no lo han visto. Las pecas de su nariz forman un espeso corazón y, con la única neurona que tengo en marcha en este momento, pienso en lo injusto que me parece que tenga que preocuparse por estas cosas. Tiene doce años. A los doce años, mi vida giraba en torno al bubble tea y refrescar la web de chess.com. Me pongo unos pantalones cortos sucios y la camiseta de ayer. Dados los simpáticos comentarios de Darcy, decido hacer unas cuantas gárgaras con enjuague bucal mientras enciendo el móvil. Descubro que son las 9:13 y que tengo un millón de notificaciones. Deslizo a un lado los matches de mis aplicaciones de citas, las alertas de Instagram, de TikTok y las noticias. Reviso los mensajes de Easton (una retahíla histérica, seguida de Pregunta de examen: ¿A qué huele Nolan Sawyer? Desarrolla la respuesta en dos párrafos o más y una foto suya dándole un mordisco a una galleta-macaron

como venganza) y me dirijo a la entrada de casa. No sé muy bien a quién esperaba encontrarme. Desde luego no a la mujer alta que tengo delante con el pelo cortado a lo pixie, el brazo lleno de tatuajes y un montón de piercings. Se da la vuelta con una sonrisa y veo que lleva los labios pintados de un rojo perfecto e intenso. Debe de estar acercándose a la treintena, si es que no es más mayor. —Perdona —dice señalando el cigarrillo que se está fumando. Habla con un tono de voz bajo y divertido—. Tu hermana me ha dicho que estabas durmiendo y creí que tardarías más en salir. No empezarás a fumar por haberme visto a mí, ¿verdad? Sonrío sin pretenderlo. —Lo dudo. —Genial. Con lo impresionable que es la chavalada, nunca se sabe. Apaga la colilla, la envuelve en una servilleta y se la mete en el bolsillo, aunque no sé si para no contaminar o para no ir dejando su ADN por ahí. Vale, tengo que dejar de ver Veronica Mars. —Eres Mallory, ¿verdad? Ladeo la cabeza. —¿Nos conocemos? —Nop. Soy Defne. Defne Bubikoğlu…, aunque a menos que hables turco, yo no intentaría pronunciarlo. Me alegro de conocerte. Soy fan tuya.

Suelto una carcajada. Y luego me doy cuenta de que lo dice en serio. —¿Perdona? —Cualquiera que machaque a Nolan Sawyer como hiciste tú cuenta con mi admiración infinita. —Se señala con un gesto teatral—. En vivo y en directo. Me pongo tensa. Ay, no. No, por Dios. ¿Qué cojones pasa? —Lo siento. Te has equivocado de persona. Frunce el ceño. —¿No eres Mallory Greenleaf? Retrocedo un paso. —Sí, pero hay mucha gente que se llama así… —¿No eres la Mallory Virginia Greenleaf que jugó ayer? —Saca el teléfono, pulsa unas cuantas veces y me lo tiende con una sonrisa—. Si no eres tú, es que andas metida hasta el cuello en algún rollo raro de suplantación de identidad. Ha abierto un vídeo. Un TikTok de una chavala dándole jaque mate a Nolan Sawyer con su dama. Unos cuantos mechones de pelo rubio platino le caen por la cara y lleva la raya del ojo corrida. Es increíble que Easton no me dijera que tenía la raya del ojo hecha mierda. Y también que alguien grabara ese vídeo ridículo y que ya tenga más de veinte mil «me gusta». ¿Acaso existen veinte mil personas que jueguen al ajedrez? —Por cierto, ¿a qué vino eso de marcharte en plan dramático? — pregunta—. ¿Tenías el coche aparcado en doble fila? —No. Es… Vale, sí que soy yo. —Me paso una mano por la cara. Necesito un café. Y una máquina del tiempo para retroceder hasta el momento en que acepté ayudar a Easton. Tal vez pudiera retroceder aún más y echar por el retrete nuestra amistad—. Lo de la partida… fue un golpe de suerte. Defne frunce el ceño. —¿Un golpe de suerte? —Sí. Sé que parece que soy una especie de… prodigio del ajedrez, pero no juego. Sawyer debe de estar pasando una mala racha o algo así y… — Me interrumpo. Defne está partiéndose de risa. Al parecer, soy graciosísima.

—¿Te refieres al actual campeón mundial de ajedrez? ¿El mismo que también ostenta el título de la modalidad rápida y de la relámpago? ¿Pasando una mala racha? Aprieto los labios. —Puede ser el campeón actual y estar teniendo un mal mes. —Me da a mí que no, sobre todo porque la semana pasada ganó el torneo sueco de ajedrez. —Bueno —digo yo a la desesperada—. Tantas victorias lo habrán dejado hecho polvo y… —Tía, para. —Da un paso hacia mí y yo noto un agradable aroma a cítrico mezclado con el del tabaco—. Has derrotado al mejor jugador del mundo. Jugaste una partida de la leche y lo pillaste totalmente desprevenido… ¿Esa doble finta que te sacaste de la manga? ¿O cómo te quitaste de encima esa clavada? ¿Lo que hiciste con la dama? Deja de echarte por tierra y apúntate el tanto. ¿Crees que Nolan tendría tantos reparos? ¿Crees que los tendría cualquier otro tío? Defne se ha puesto a gritar. Veo por el rabillo del ojo que la señora Abebe, mi vecina, nos contempla fijamente desde su jardín con una expresión que, a todas luces, significa: «¿Quieres que llame a la poli?». Niego con la cabeza de forma sutil. Lo único que ocurre es que Defne es como una de esas animadoras enfervorecidas y gritonas. Creo que incluso me cae bien. A pesar de que se ha presentado en mi casa para hablar de ajedrez. —Es imposible que yo sea la primera persona que haya derrotado a Sawyer —le digo. De hecho, sé que no lo soy. Estudié sus partidas en la época en la que todavía… estudiaba partidas. Antonov-Sawyer, 2013, Roma. Sawyer-Shankar, 2016, Seattle. Antoni-Sawyer, 2012… —No, pero hace tiempo que nadie lo gana. Y cuando eso pasa, es porque comete fallos tontos…, cosa que no hizo ayer, según me pareció a mí. Lo que ocurre, sencillamente, es que tú eres… mejor. —No soy… —Y no es que sea la primera vez que das que hablar en el mundillo del ajedrez. Meneo la cabeza, confundida. —¿A qué te refieres?

—Pues a que te he buscado y… —Mira el móvil. Tiene una funda con un dibujito de una gamba antropomórfica con vestido en la que pone: «Gambita de dama»—. Hay artículos de cuando ganaste los torneos de la zona y fotos tuyas en partidas simultáneas de ajedrez a la ciega; eras una cría la mar de adorable, por cierto. Me sorprende que no jugaras en torneos de clasificación, porque habrías arrasado. Puede que me haya puesto roja. —Mi madre no quería —repongo, sin saber muy bien por qué. Defne abre mucho los ojos. —¿Tu madre no quiere que juegues al ajedrez? —No, no es nada de eso. Es que… A mamá le encantaba que yo jugara. Incluso se aprendió las reglas para poder entender mis turras interminables de ajedrez. Aun así, tampoco tuvo nunca ningún problema a la hora de discrepar con papá. Durante casi toda mi infancia, en mi casa hubo una escena que se repitió en bucle: por un lado, papá insistía en que alguien como yo, a quien se le daba tremendamente bien manejar los números y reconocer patrones, debía convertirse en profesional; mamá le respondía siempre que no quería que yo tuviera que lidiar desde tan pequeña con el ambiente hipercompetitivo e hiperindividualista del ajedrez clasificatorio; y Sabrina, por su parte, asomaba la cabeza desde su cuarto y preguntaba secamente: «¿Qué os parece si cenamos cuando hayáis acabado de discutir acerca de vuestra hija favorita?». Al final, acordaron que empezaría a competir en las divisiones clasificatorias de los torneos al cumplir los catorce. Y entonces cumplí los catorce y todo cambió. —No me interesaba. —Ya veo. Eres la hija de Archie Greenleaf, ¿no? Creo que lo conocí… —Lo siento —la interrumpo de forma más brusca de lo que pretendía por culpa del sabor agrio que noto en la garganta. Oír sus palabras es como desenterrar un cadáver—. Lo siento —repito, con más amabilidad—. ¿Habías…? ¿Has venido por algo en particular? —Ah, es verdad. —Si mi brusquedad le ofende, no da muestras de ello. En cambio, me quedo de piedra cuando dice—: He venido a ofrecerte trabajo. Parpadeo. —¿Trabajo?

—Eso mismo. Un momento, ¿eres menor? Porque en ese caso, lo mejor sería que uno de tus padres… —Tengo dieciocho. —¡Dieciocho! ¿Vas a ir a la uni? —No. —Trago saliva—. He dejado de estudiar. —Pues fenomenal. —Me sonríe como si me fuera a hacer un regalo. Como si yo estuviera a punto de llevarme una alegría. Como si la idea de hacerme feliz la hiciera feliz a ella—. Mira, dirijo un club de ajedrez. El Zugzwang, en Brooklyn; está cerca de… —Lo conozco. Puede que el Marshall sea el club de ajedrez más antiguo y famoso de Nueva York, pero en los últimos años, el Zugzwang se ha dado a conocer porque atrae a un público menos tradicional. Tienen una cuenta de TikTok en la que a veces se les viralizan vídeos, un buen nivel de engagement por parte de sus seguidores y, además, organizan torneos de strip ajedrez. Me suena haber oído hablar de una rivalidad un tanto áspera entre el Marshall y el Zugzwang…, lo que explicaría que Defne se alegrase tanto de que hubiera derrotado a Sawyer, que es miembro del Marshall. —Pues este es el tema: algunos de nuestros miembros usan su cerebrazo de ajedrecistas para otras cosas aparte del ajedrez y…, en fin, que salen del cascarón, se meten a trabajar en algo relacionado con las finanzas o en algún otro ámbito lucrativo e inmoral y ganan un montón de pasta. Y, por si fuera poco, les flipa desgravarse impuestos. En resumen, que tenemos un huevo de benefactores y este año hemos creado una beca. —¿Una beca? ¿Pretende contratarme para llevar un registro de los benefactores del club? ¿Piensa que soy contable? —Está destinada a alguien con el potencial necesario para convertirse en jugador profesional y al que se le brinda el sueldo de un año. Participarías en un programa de mentoría y te enviaríamos a diferentes torneos con los gastos pagados. El objetivo principal es allanarles el camino a jóvenes promesas del ajedrez. El objetivo secundario es ponerme hasta el culo de palomitas mientras tú vuelves a apalizar a Nolan. Aunque eso último no es que sea obligatorio ni nada. Me rasco la nariz. —No lo entiendo.

—Mallory, me encantaría que aceptaras la beca de este año. Tardo un poco en captar el significado de sus palabras. Y cuando lo asimilo, tengo que desmenuzarlas en mi cabeza porque no estoy segura de haberlas escuchado correctamente. ¿Acaba de ofrecerse a pagarme por jugar al ajedrez? Qué locurón. Es increíble. Esta beca… es un sueño hecho realidad. Una de esas cosas que te cambian la vida. Todo lo que hubiera deseado la Mallory Greenleaf de catorce años. Qué pena que la Mallory Greenleaf de catorce años esté desaparecida en combate. —Lo siento —le digo a Defne. Sigue mirándome con una expresión radiante y alegre—. Como te he dicho, ya no juego. La expresión radiante y alegre se ensombrece un poco. —¿Por qué? Me cae bien. Parece una tía majísima y, durante un instante, casi me planteo la posibilidad de explicarle las cosas. La situación. La vida. El asunto de mis hermanas y de mi madre y de la cuota del roller derby. Hablarle de Bob, de lo de tener que cambiar limpiaparabrisas y del hecho de que lo que me hace falta no es una beca de un año, sino un trabajo que siga dándome de comer el año que viene y el siguiente y el siguiente después de ese. De papá, de los recuerdos y de la noche en que me juré que no volvería a jugar al ajedrez. Nunca más. Me parece algo excesivo para un primer encuentro, así que condenso la verdad. —Es que no me interesa. Adopta de inmediato una expresión abatida. Frunce el ceño ligeramente y me estudia durante un buen rato, como si se diera cuenta de que tal vez haya algo que desconozca sobre mí. Ja. —Hagamos una cosa —me dice por fin—. Yo voy tirando ya; los domingos tenemos mucho follón en Zugzwang. Hay mucho que preparar. Pero piénsatelo durante unos días… —No voy a cambiar de opinión… —… Y entretanto, te enviaré el contrato por correo electrónico. —Me da una palmadita en el hombro y vuelvo a advertir su aroma a limón. Me fijo en que uno de sus tatuajes es un tablero de ajedrez con las piezas desarrolladas. Tal vez se trate de una partida famosa, pero no me suena.

—Te… No tienes mi correo —le digo. Pero ella ya ha llegado al coche: un Volkswagen Beetle de 2019. —Ah, sí que lo tengo. Lo encontré en la base de datos del torneo. —¿Qué torneo? —El de ayer. —Se despide con la mano mientras se acomoda en el asiento del conductor—. Lo organicé yo. No espero a que se ponga en marcha. Me doy la vuelta, entro en casa y finjo no darme cuenta de que mamá me mira desde la ventana.

Capítulo cinco

Estoy rodeada. Bajo asedio. Tengo todos los frentes abiertos. ¿El Honda Civic con una fuga de anticongelante? Justo encima. ¿La carta correspondiente a la hipoteca que me ha enviado la cooperativa de crédito? En la mochila. ¿El mensaje de Sabrina recordándome que debo pagar la cuota de la asociación de roller derby y que, si no lo hago, le hundiré la vida? En el móvil. ¿La presencia supervillanesca de Bob, que se ha cogido un cabreo de pelotas porque me he negado a convencer a un chaval de instituto para que cambiara los frenos antes de tiempo? Invadiendo todo el taller. ¿Easton dándome la brasa como si esto fuera una asamblea ciudadana? Al lado del Civic. He sido capaz de esquivarla durante tres días. Pero ha llegado el miércoles, se ha presentado en el taller y no tengo ningún lugar donde refugiarme. Salvo debajo de un chorro constante de anticongelante. —Te estás portando como una tarada —dice por enésima vez—. ¿Derrotas a Sawyer y sales por patas? ¿Te niegas a que te den pasta por jugar al ajedrez? —Mira —le digo y me interrumpo. En parte porque la fuga ha empeorado y en parte también porque las explicaciones se me han agotado hace diez minutos. Me hace falta un trabajo fijo y estable que me permita hacer turnos extra cuando andemos justas de dinero. Necesito quedarme en Patterson por si le pasa algo a mi madre y tengo que cuidar de mis hermanas. No tengo ningún interés en volver a meterme de lleno en el

ajedrez. Ya no puedo explicarle esos tres sencillos conceptos de más maneras—. Te marchas el miércoles que viene, ¿no? Me ignora. —La gente está comentando tu partida. La están analizando en ChessWorld.com. Están utilizando expresiones como «obra maestra», Mal. ¡Zach no deja de enviarme enlaces! Arreglo el radiador y salgo de debajo del Civic; me fijo en el crop top de la Universidad de Colorado que lleva Easton y arrugo la nariz. Me parece algo precipitado. —¿Al final Zach llegó a jugar contra Lal? —Anda, ¿ahora sí que te interesa el torneo? —Pone los ojos en blanco —. No. Pero seguramente fue para bien, porque perdió todas las partidas. —Esbozo una sonrisa malévola, pero ella mueve un dedo en mi dirección —. Oye, al menos Zach no se cagó encima cuando Nolan Sawyer le guiñó un ojo y me dejó con un jugador menos. Resoplo. —Primero, dudo mucho que Nolan Sawyer haya guiñado el ojo alguna vez, que vaya a guiñarlo en el futuro o que conozca siquiera la expresión «guiñar el ojo». —Me pongo en pie y me limpio las manos en la parte trasera del mono. El gesto serio e intenso de Sawyer no es algo en lo que me haya permitido pensar. Vale, a lo mejor soñé con que me miraba desde el otro extremo de un tablero de ajedrez que empezaba a arder de forma espontánea. O con que me acercaba el reloj de ajedrez con una ligera sonrisa y me decía con su profunda voz: «¿Sabías que la gente me considera un sex symbol de la generación Z?». O con que me derribaba y me hacía caer de lado como hace la gente normalmente con el rey cuando abandonan y luego me tendía una mano de forma obstinada, impaciente por ayudarme a levantarme. Vale, puede que esta última semana haya tenido tres sueños distintos con Nolan Sawyer. ¿Y qué? Denúnciame. Avisa a la policía del sueño—. Y segundo: tuve una urgencia. —Se te olvidó apagar el gas, ¿no? —Algo así. Oye, quiero acompañarte al aeropuerto. ¿Cuándo…? —Oigo que Bob levanta la voz en la parte principal del taller y frunzo el ceño—. Espera un momento —digo, y echo a correr para comprobar qué ocurre; a estas alturas, ya tengo su vocerío grabado a fuego en el cerebro.

Mi tío era copropietario del taller con Bob y yo empecé a trabajar aquí en verano desde mucho antes de lo que él debería haberme permitido. Tengo mucha intuición a la hora de arreglar cosas: se me da bien averiguar cómo van conectadas las piezas en un sistema de mayor magnitud, visualizar su funcionamiento en conjunto, evaluar el efecto que puede tener el cambio de una pieza en las demás. «Igualito que el ajedrez», decía papá, y no sé si tenía razón, pero al tío Jack le gustaba tenerme por el local. Hasta que él dejó de estarlo: una semana después de que yo me graduara y empezara a trabajar a jornada completa, tomó la inoportuna decisión de venderle a Bob su parte y mudarse al noroeste del Pacífico «por el cangrejo de Dungeness». Como consecuencia, ahora tengo el placer de responder solo ante Bob. Menuda suerte la mía. Me lo encuentro frente a una mujer que no reconozco, flanqueado por sus otros dos mecánicos y con las manos apoyadas en las caderas. Todos parecen enfadados. Cabreados, diría yo. —… para un cambio de aceite y me dijeron que me costaría unos cincuenta dólares, no doscientos… —Eso es porque hemos tenido que hacerle un lavado al motor. —¿Eso qué es? —Algo que se le debe hacer al coche, señora. Lo mismo se nos olvidó comentárselo cuando nos lo dejó. ¿Con quién habló? —Con una chica rubia. Un poco más alta que yo… —La atendí yo. —Sonrío a la clienta y me acerco, haciendo caso omiso de la mirada asesina de Bob—. ¿Hay algún problema? Ella frunce el ceño. —No me dijiste que al motor le hiciera falta… eso que ha dicho él. NNo puedo permitírmelo. Echo un vistazo a los coches del taller mientras intento acordarme de ella. —El suyo es el Jetta de 2019, ¿verdad? —Sí. —No hará falta hacerle ningún lavado. —Le sonrío de forma tranquilizadora. Parece agobiada y preocupada por el dinero, algo que me resulta muy familiar—. El coche no tiene ni cincuenta mil kilómetros.

—Así que no hacía falta. —Para nada. Seguro que es un malentendido y… —Me interrumpo cuando caigo en la cuenta de que ha usado el verbo en pasado—. Disculpe, ¿me está diciendo que ya se ha lavado? Se vuelve hacia Bob con actitud gélida. —No pienso pagar por algo que hasta su propia mecánica dice que no hacía falta. Y tampoco pienso volver. Casi cuela. No tarda ni un minuto en pagar la factura de cincuenta dólares. La tensión del ambiente puede cortarse con un cuchillo y yo permanezco incómoda de cojones junto al mostrador hasta que se marcha. Entonces, me vuelvo hacia Bob. Para sorpresa de nadie, tiene un cabreo de aúpa. —Lo siento —digo con una mezcla de arrepentimiento, actitud defensiva y regocijo. Está claro que trabajar para Bob despierta en mi interior emociones complejas y de lo más variadas—. No sabía que ya le habías hecho el lavado al motor; de lo contrario no le habría dicho que no hacía falta. Parecía que no podía pagar el… —A la calle —dice sin mirarme, con la atención aún centrada en el datáfono. No sé si le he entendido bien. —¿Qué? —Que estás despedida. Te pagaré lo que te debo, pero no quiero volver a verte por aquí. Pestañeo. —¿Qué estás…? —Estoy hasta las narices de ti —grita antes de volverse y acercarse a mí. Retrocedo dos pasos. Bob no es alto ni grande, pero es agresivo—. Siempre haces lo mismo. Meneo la cabeza y miro a los otros mecánicos, a la espera de que intervengan, pero se limitan a observarnos impertérritos y yo… No puedo perder el trabajo. No puedo. Tengo una carta en el bolso y un mensaje en el móvil y, por lo que me han contado, las dichosas cobayas se deprimen si no viven en pareja. —Oye, lo siento, pero llevo más de un año trabajando aquí y mi tío no… —Tú tío aquí ya no pinta nada y yo me he cansado de ti. No solo te niegas a engatusar a los clientes, sino que además impides que lo haga yo.

Recoge tus cosas. —¡Pero es que ese no es mi trabajo! Mi trabajo consiste en arreglar coches, no en venderles a los clientes cosas que no les hacen falta. —Ya no. —Tiene razón, no puedes echarla así como así. —Me doy la vuelta. Easton está detrás de mí con la misma expresión que suele adoptar cuando va a ponerle a alguien los puntos sobre las íes—. Existen normativas que protegen a los trabajadores de que se los despida de forma injusta… —Por suerte, la rubita no está dada de alta en la Seguridad Social. Eso deja a Easton sin palabras. Y al darme cuenta de que Bob puede hacer lo que le venga en gana… yo también me quedo muda. —Recoge tus cosas y lárgate —repite una última vez, tan borde, odioso y cruel como siempre. No puedo hacer nada al respecto. Impotente, me veo obligada a cerrar los puños para evitar arrancarle la piel a tiras. No me queda más remedio que alejarme porque, si no, acabaré haciéndolo pedazos. —Por cierto, Mallory… Me detengo, pero no me doy la vuelta. —Te descontaré del finiquito el precio del lavado del motor.

A decir verdad, nunca he acabado sepultada bajo una avalancha de barro ni me he visto arrastrada, posteriormente, montaña abajo hasta llegar al pie, para luego ser devorada por jabalíes. No obstante, sospecho que, si por casualidad, me encontrara alguna vez en dicha tesitura, la cosa no sería tan horrible como la semana consecutiva a mi despido. Las razones son varias. Por un lado, no quiero que ni mi madre ni mis hermanas se preocupen, lo que significa que no les cuento que Bob me ha echado, lo que a su vez significa que debo encontrar algún lugar donde esconderme durante el día mientras busco otro curro. Algo que no resulta sencillo, dado que en Nueva Jersey sigue siendo agosto y lo de que los locales donde puedes entrar gratis tengan aire acondicionado y wifi todavía no está lo bastante normalizado en el 2023 de nuestro señor. Al final, acabo redescubriendo la biblioteca pública de Paterson: apenas ha cambiado desde

que tenía siete años y nos acoge a mi maltrecho portátil y a mí bajo su infradotado seno. Menos mal que existen las bibliotecas. —Tras investigar a fondo —le digo a Easton por teléfono el jueves por la noche, después de un día de búsqueda muy poco fructífero—, he descubierto que no se pueden pagar las facturas con lingotes de oro del Candy Crush. Ya ves tú qué despropósito. Además, para que otra persona que no sea tu tío, el entusiasta de los cangrejos, te contrate como mecánica, hacen falta unas cosas de lo más selectas llamadas titulaciones y referencias. —¿Y tú no tienes? —No, aunque Darcy me dibujó a los ocho años un cómic titulado Mallory la Mecanitriz. ¿Crees que servirá? Suspira. —Sabes que tienes otra opción, ¿verdad? La ignoro y me paso el día siguiente buscando otra cosa, lo que sea. Paterson es la tercera ciudad más grande de Nueva Jersey, joder. Debería haber curro para mí de lo que fuera, joder. Aunque también es la tercera ciudad con mayor índice de población de Estados Unidos, lo que significa que hay mucha competencia. Joder. Pero lo chungo no acaba ahí: por la noche, al meterme en la cuenta bancaria a la que mamá me dio acceso cuando dejamos de poder contar con papá, veo los números rojos, que me deslumbran como un faro. Se me hace un nudo en el estómago. —Oye —le digo a Sabrina cuando me la encuentro sola en el salón—. Quería comentarte una cosa sobre la cuota del roller derby. Levanta la vista del teléfono con los ojos muy abiertos y suelta: —Vas a pagarla, ¿no? Tengo los ojos irritados de estar todo el día frente a una pantalla y, durante un momento, un momento horrible, aterrador y desconcertante, me enfado con ella. Con mi preciosa e inteligente hermana de catorce años, una chica llena de talento que no sabe, que no entiende lo mucho que me esfuerzo. Cuando yo cumplí los catorce —precisamente el día de mi dichoso cumpleaños— todo cambió y perdí a papá, perdí el ajedrez, perdí a la persona que había sido hasta ese momento, y desde entonces lo único que he hecho es intentar…

—Mal, por favor, ¿puedes no fastidiarme esto? El «como haces con todo lo demás» se lo guarda para sí y el sentimiento de enfado se evapora y da lugar a uno de culpa. Me sabe fatal que Sabrina tenga que pedirme que le pague la cuota. Si no fuera por mis estúpidas decisiones, no tendríamos ningún problema para pagarla. Carraspeo. —Ha habido un malentendido con la cooperativa de crédito. Iré a comprobarlo mañana, pero ¿podrías pedir una ampliación del plazo? Solo un par de días. Se me queda mirando impasible. —Mal. —Lo siento, lo pagaré en cuanto pueda. —No pasa nada. —Pone los ojos en blanco—. El plazo es hasta el miércoles que viene. —¿Qué? —Te dije que acababa unos días antes porque te conozco. —Serás… Lanzo un suspiro de alivio y me dejo caer en el sofá para hacerle cosquillas. En solo treinta segundos, me las apaño para darle un abrazo mientras ella se ríe y dice «puaj» y «qué asco» y «En serio, Mal, qué palo». —¿Por qué hueles a libro viejo y zumo de manzana? —pregunta—. ¿Tenemos zumo de manzana? Asiento en silencio y voy a la cocina a servirle un vaso. Se me forma un nudo en la garganta al pensar en lo mucho que quiero a mis hermanas y lo poco que puedo darles. Esa noche, Gmail me avisa de que tengo un correo sin responder de [email protected]. Recibido hace cinco días. ¿Contestar? Contemplo el mensaje durante un buen rato, pero no abro la aplicación. El sábado y el domingo la suerte me sonríe: consigo un par de trabajitos —pasear unos perros; arreglarle el jardín a un vecino para el que hago de canguro a veces— y me saco algo de dinero; no está mal, pero no es algo que sea sostenible a largo plazo, y menos con una hipoteca a cuestas. —Tienes que abonar el importe —me dice la empleada de la cooperativa de crédito el lunes cuando le enseño la carta de aviso, urgente, te has retrasado con el pago y no estás ocupándote de tu familia, eres un fracaso como miembro de la sociedad—. A ser posible, el de los tres meses que

llevas atrasados. —Me analiza con la mirada—. ¿Cuántos años tienes? — Creo que no aparento menos edad, pero tampoco importa, porque a los dieciocho años una sigue siendo muy joven, por mucho que no lo sienta así. Tal vez no sea más que una cría que juega a ser mayor. Si ese es el caso, voy perdiendo—. Creo que deberías dejar que tu madre se encargue de esto —me dice la empleada en tono amable. Pero mamá está teniendo una semana horrible, una de las peores desde que comenzó la pesadilla que es su enfermedad, y seguramente tengamos que volver a cambiarle la medicación, aunque no es un proceso barato precisamente. Le dije que descansara, que lo tenía todo controlado y que iba a hacer unos cuantos turnos extra. Mentí como una bellaca. —Pareces cansada —me dice Gianna cuando me presento en su casa por la noche, puesto que necesito distraerme con urgencia y dejar de pensar durante un rato en el dinero. Las dos íbamos juntas a Cálculo. Quedábamos para estudiar en este casoplón y dedicábamos un minuto más o menos a resolver funciones y dos horas a pasárnoslo de lujo en su cuarto. Sus padres están de viaje en barco y ella se marcha a estudiar Humanidades a una universidad no muy grande en menos de una semana. Hasan, mi otro colega íntimo, se va una semana después. —Es mi estado natural —le digo con una sonrisa forzada. Al llegar a casa, menos relajada de lo que me gustaría, descubro un mensaje de Easton (Acepta la beca, Mal) y me obligo a echarle un vistazo al contrato. La pasta no está nada mal. Ni el horario. Lo de tener que desplazarme hasta allí todos los días ya me gusta menos, pero en cuanto mis hermanas empezasen las clases, no habría tanto problema. Puede que Defne me permitiese llevar un horario flexible. Aun así, debo considerar muchas cosas. Para empezar, los sentimientos que me provoca el ajedrez y que soy incapaz de separar de mis sentimientos por papá. Están revueltos y entremezclados los unos con los otros. El dolor. Los remordimientos. La nostalgia. La culpa. Y, sobre todo, la rabia. Guardo muchísima rabia en mi interior. Montañas enteras, parajes abrasadores en los que no hay ni un solo rincón que no se encuentre invadido por la rabia.

Estoy enfadada con papá, enfadada con el ajedrez, y, por lo tanto, no puedo jugar. Ni más ni menos. Y dejando eso a un lado, ¿acaso soy lo bastante buena? Sé que tengo talento: me lo han dicho demasiadas personas y demasiadas veces como para no tenerlo. Pero llevo años sin entrenar y creo, sinceramente, que lo de derrotar a Nolan Sawyer (quien en mi último sueño partió su dama en dos y me ofreció uno de los trozos como si fuera un KitKat) no fue más que potra. En la cama de al lado, Darcy ronca como un cincuentón con apnea del sueño. Goliat está en su jaula, correteando de aquí para allá. Lo cierto es que el ajedrez de competición es un deporte y, como en cualquier otro deporte, en la cima no hay mucho espacio. Usain Bolt es conocido en todas partes y, sin embargo, a nadie le interesa un carajo la decimoquinta persona más rápida del mundo, pese a que es bastante rápida también. El restaurante donde solía trabajar de camarera tiene la plantilla completa y aunque es posible que el supermercado de la zona necesite personal, al principio solo cobraría el salario mínimo. No sería suficiente. El martes, contemplo el panorama y me pongo a despotricar por teléfono. —No me seas cabezota: acepta la beca y pon el piloto automático, capulla —dice Easton, con un tono exasperado pero cariñoso y, de pronto, el miedo vuelve a invadirme. Me asusta que se olvide de mí, que yo nunca llegue a estar a la altura de Colorado y de la gente que va a conocer allí. Sé que estoy a punto de perderla. Me parece un desenlace tan inevitable y forzoso que ni siquiera me molesto en verbalizar mis temores. En cambio le pregunto: —¿A qué te refieres? —Pues a que pilles la pasta y juegues lo mejor que sepas, pero sin involucrarte. No pienses en el ajedrez a deshoras. No tienes por qué obsesionarte ni dejar que te consuma como hacías antes de que tu padre… Tú limítate a fichar a la entrada y a la salida. Y, entretanto, te sacas el título de mecánica. —Anda —digo, impresionada con su moderadamente retorcido plan—. Anda. —De nada. ¿Crees que serás capaz? —¿De qué? —De no comportarte como una friki obsesionada. Sonrío.

—No sé yo. Se marcha el miércoles después de pasar por mi casa para despedirse. No era lo que yo tenía en mente. Había creído que me despediría de ella en el aeropuerto y que vería su avión despegar y alejarse, pero no tiene mucho sentido: tenemos dieciocho años. Easton tiene padres: unos padres que no están postrados en cama, que siguen juntos y que cuidan de ella, la llevan al aeropuerto y le pagan una habitación de lo más apañada en un campus universitario con los ahorros para la universidad que no tuvieron que gastarse cuando la vieja caldera de agua dejó de funcionar (algo desgarrador, aunque no por ello menos inesperado). —Tienes que venir de visita —dice Easton. —Sí —respondo, consciente de que no iré. —Cuando vuelva, iremos a Nueva York a por ese macaron que no te mereces. —Me muero de ganas —digo, consciente de que no iremos. Ella suspira, como si supiera exactamente lo que estoy pensando, me da un abrazo y me ordena que le escriba todos los días y que lleve cuidado con las venéreas. Darcy, que ha estado pululando a nuestro alrededor con corazoncitos en la mirada, le pregunta qué significa eso. Sigo observando la calle mucho después de que el coche haya desaparecido. Cojo aire y vacío la mente de todo pensamiento, permitiéndome un inusual, valioso y suntuoso momento de paz. Pienso en un tablero de ajedrez vacío con un solo rey blanco plantado en su casilla. Sin ninguna otra pieza, independiente, a salvo de cualquier peligro. Libre, al fin, para desplazarse a dónde se le antoje. Y entonces vuelvo a entrar en casa, abro el portátil y escribo el correo que sabía que escribiría desde que empezó esta calamitosa semana. Hola, Defne: ¿Sigue en pie lo de la beca?

PARTE DOS Medio juego

Capítulo seis

8:55: ¡Bienvenida a Zugzwang! Hay café y bagels en la zona lounge: coge lo que quieras (no te comas el bagel arcoíris: es de Delroy, uno de nuestros GM residentes. Se pone de mala leche si su comida tiene menos de cinco colores). 9:00-10:00: Apréndete la lista de variantes de apertura que te he dejado asignada. 10:00-11:00: Apréndete la lista de posiciones nales. 11:00-12:00: Repasa la lista de partidas/tácticas antiguas. 12:00-13:00: Descanso. Te he dejado una lista de locales que están por la zona que igual te gustan (Gambito, el gato del club, te maullará como si llevara sin comer desde la última Era Glacial. No es más que una triquiñuela bien ensayada, no te sientas obligada a compartir el almuerzo con él). 13:00-14:00: Analiza las partidas de oponentes que te he dejado asignadas. 14:00-15:00: Repaso de pensamiento lógico y ajedrez posicional. 15:00-16:00: Entrenamiento con software/bases de datos. 16:00-17:00: M-V: Sesión de entrenamiento con GM senior para repasar puntos débiles. Tómate un descanso de vez en cuando para mantener la concentración. Rutina de entrenamiento: 4 o 5 días/semana, 30 min aprox. Acuérdate de hidratarte y ponerte protector solar con factor treinta por lo menos (incluso si

está nublado, los rayos del sol te alcanzan de todas formas). Echo un vistazo al horario que Defne me acaba de dar para asegurarme de que de verdad he leído lo que acabo de leer. A continuación, levanto la vista y digo: —Em. Ella me dedica una sonrisa enorme. Hoy se ha pintado los labios de rosa y lleva una camiseta de las Spice Girls; su corte de pelo a lo pixie me gusta tanto que me entran ganas de pillar un cúter y cortármelo yo también. Tiene una pinta de lo más guay, a su manera vintage y desenfadada. —¿Em? —Es que es un horario petado de… —Me aclaro la garganta. Me muerdo el labio. Me rasco la nariz—. ¿Ajedrez? —Ya te digo. —Sonríe con más ganas—. Es genial, ¿eh? Noto un nudo en el estómago. «¿Por qué no pones el piloto automático?», me dijo Easton, y esta mañana, durante mi flamante trayecto de hora y media en transporte público, me he repetido como si fuera un mantra que solo es un curro. Nada más que un curro. Y en cuanto lleguen las cinco de la tarde, se acabó lo de pensar en el ajedrez. El ajedrez y yo rompimos hace años, y yo no soy una de esas arrastradas que vuelven con su ex después de que el susodicho le haya puesto los cuernos y la haya dejado tirada durante el baile de fin de curso. Pienso limitarme a hacer lo mínimo. Lo que ocurre es que no me esperaba que «lo mínimo» fueran un montonazo de cosas. —Sí. —Me obligo a sonreír. Puede que estar aquí no me haga demasiada gracia, pero Defne nos ha salvado a mí y a mi familia de acabar debajo de un puente, y no soy ninguna capulla desagradecida… o eso espero—. ¿Hay una… rutina de entrenamiento? —¿Tú no haces ejercicio? No he sudado de forma voluntaria desde mi último examen de Educación Física, y me parece que fue en secundaria. Pero mi vaguería parece sorprenderla, así que maquillo un poco la verdad: —No tan a menudo.

—Pues más vale que te pongas las pilas. La mayoría de los ajedrecistas hacen ejercicio todos los días para ganar resistencia. Créeme, te hará falta cuando estés en mitad de una partida de siete horas. —¿Una partida de siete horas? Jamás he hecho nada durante siete horas seguidas. Ni siquiera dormir. —Los jugadores queman unas seis mil calorías al día durante los torneos. Es una locura. —Me hace un gesto para que la siga—. Te enseñaré tu despacho. No te importa compartirlo, ¿verdad? —No. —Esta mañana mi compañera de cuarto se ha pedorreado en mi almohada varias veces tras haberle pedido que no se pusiera a practicar con el xilófono a las 5:30 de la mañana—. Estoy acostumbrada. El Club de Ajedrez de Paterson se reduce a una sala del centro deportivo con fluorescentes que te dejan ciega, planchas de vinilo que sobresalen del suelo y la cantidad de amianto suficiente para freírle el cerebro a tres generaciones. Creía que Zugzwang iba a ser más de lo mismo, pero el sol entra a raudales y cada rincón está cubierto de parqué, muebles caros y elegantes monitores de última generación. Tradición y tecnología; la confluencia de lo antiguo y lo nuevo. O he subestimado el pastizal que puede ganarse con el ajedrez o este lugar no es más que una tapadera de la mafia. Tengo que reprimir un gritito cuando Defne me enseña la biblioteca, que parece sacada de Oxford, aunque a menor escala. Hay incontables hileras de estanterías que llegan hasta el techo; escalerillas de lo más pijas; algo que, si he de fiarme de los dos capítulos de Sunset: la villa de oro que he visto con mi madre, se llama mezzanine, y… Libros. Un. Montón. De. Libros. Muchos de los cuales recuerdo haber visto en las estanterías del salón de casa; libros que papá colocó y que luego acabaron guardados de forma apresurada en cajas viejas de Amazon en cuanto se tomó la silenciosa decisión de hacer desaparecer su presencia. —Puedes usar la biblioteca cuando quieras —dice Defne—. Algunos de los libros forman parte de tu lista de lectura. Y, además, la tienes al lado del despacho. Así es: mi despacho está al otro lado del pasillo, y, esta vez, sí que lanzo un gritito sin cortarme. Cuenta con tres ventanas, el escritorio más grande

que jamás he visto, varios juegos de ajedrez que seguramente cuestan más que una vesícula en el mercado negro y… —Haced el favor de callaros. Me doy la vuelta. En la mesa que está frente a la mía hay un tío con el ceño fruncido. Es rubio y debe de rondar los veintitantos, aunque tiene ya unas entradas de campeonato. Tiene delante un tablero con las piezas ya desarrolladas y tres libros abiertos. —Hola, Oz. —O Defne no se ha fijado en su ceño o es que le da igual —. Esta es Mallory. Se instalará en el escritorio libre. Oz se me queda mirando durante unos segundos como si estuviera fantaseando con la idea de destriparme y usar mi intestino grueso para tejerse una bufanda. A continuación, suspira, pone cara de hastío y dice: —Pon el móvil en silencio y sin vibración. El ordenador también. Usa un ratón que no haga ruido. Si ves que estoy pensando y me interrumpes, te meteré las piezas de ajedrez por la nariz. Sí, todas. Nada de pasearse mientras le das al coco. Nada de perfumes ni comida caliente ni envoltorios. Nada de sorber por la nariz ni estornudar ni resollar ni tararear ni eructar ni tirarse pedos ni menearse. No te dirijas a mí a menos que estés sufriendo un derrame cerebral y necesites que llame a urgencias. —Reflexiona durante un instante—. Aunque si eres capaz de avisarme, lo más probable es que puedas llamar tú misma. ¿Estamos? Abro la boca para decir que sí, pero recuerdo que no debo hacer ruido y me limito a asentir lentamente. —Excelente. —Me dirige una mueca. Vaya tela, ¿así es como sonríe?—. Bienvenida a Zugzwang. Seguro que nos llevaremos de maravilla. —Oz es uno de nuestros Grandes Maestros —me susurra Defne al oído, como si aquello explicase su comportamiento—. ¡Que vaya bien el primer día! Se despide con un gesto demasiado alegre, sobre todo teniendo en cuenta que va a dejarme a solas con alguien que no dudará en sacar el látigo si me da hipo, pero cuando desvío la vista hacia Oz, veo que ha vuelto a concentrarse en su partida. ¿Menos mal? Cojo las numerosas listas que Defne me ha dejado, saco unos libros de la biblioteca, enciendo el ordenador, tomo asiento en la fantástica y ergonómica silla de la forma más silenciosa que puedo (el polipiel cruje, lo que se traduce en que Oz esté a un tris de hacerme abandonar el plano

mortal), encuentro el capítulo que debo aprenderme de la decimoquinta edición de Aperturas modernas de ajedrez y entonces… Pues eso. Leo. Conozco el libro. Papá recitaba con su tranquilizadora voz de barítono fragmentos sobre gambitos de apertura y el juego posicional mientras ignoraba los gritos de fondo de Darcy y Sabrina y las advertencias de mamá desde la cocina de que la cena iba a enfriarse. Pero de eso hace siglos. Aquella Mallory no sabía nada de la vida y no tenía nada en común con la Mallory de ahora. Y, de todas formas, ¿en serio tengo que estudiarme todo esto? ¿No se supone que debo usar la lógica en las partidas? Me parece una cantidad de trabajo desmesurada y, aunque pasen las horas, la cosa no mejora demasiado. A las 10:00 me pongo a leer el Manual de finales, de Dvoretsky. A las 11:00, La vida y las partidas de Mikhail Tal. Es de lo más interesante, pero limitarse a leer sobre ello es como estudiarse un manual de costura y no tocar jamás una aguja. Un sinsentido. De vez en cuando, me acuerdo de que Oz existe y, al levantar la vista, lo encuentro inmóvil, leyendo lo mismo que yo…, aunque él no parece preguntarse qué sentido tiene todo esto. Tiene las manos apoyadas en la frente a modo de visera y parece tan concentrado que casi me dan ganas de decirle: «Las torres tienen telita, ¿eh?». Pero está claro que él no ha venido a hacer amigos. Cuando salgo a almorzar (un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada; sí, la lista de cafeterías de Defne tiene una pinta cojonuda; no, no tengo pasta para comer fuera), él sigue en su escritorio. Al volver, me lo encuentro exactamente en la misma posición. ¿Debería darle un golpecito con el dedo? ¿Comprobar si el rigor mortis ha empezado ya a manifestarse? Me paso la tarde haciendo lo mismo. Leyendo. Configurando los motores de ajedrez del ordenador. Tomándome algún que otro descanso para pasar el rastrillo por el jardín zen que se dejó el anterior ocupante de mi escritorio. En el tren de vuelta a casa, pienso en lo que me dijo Easton sobre poner el piloto automático. No me resultará difícil. No voy a volverme a enamorar del ajedrez si no juego y únicamente me limito a leer acerca de situaciones abstractas y remotas. —¿Qué tal te ha ido en el nuevo trabajo, cariño? —me pregunta mamá cuando entro en casa. Son más de las seis y están cenando.

—Genial. Le robo a Sabrina un guisante del plato y ella intenta clavarme el tenedor. —No entiendo por qué has tenido que cambiar de trabajo —dice Darcy de mal humor—. ¿Quién prefiere organizar campeonatos de petanca para gente mayor a trastear con coches? Existe una razón en particular por la que he mentido a mi familia acerca de mi nuevo trabajo y esa razón es: No lo sé. Obviamente, el ajedrez está ligado a recuerdos dolorosos que tienen que ver con papá. Pero no creo que eso sea motivo para inventarme un lugar de trabajo totalmente diferente: un centro de mayores de Nueva York del que me han puesto al frente gracias a un antiguo ligue que me ha recomendado para el puesto. No obstante, cuando le dije a mamá que había dejado el taller, la mentira abandonó mis labios con toda facilidad. Supongo que da igual. No es más que un curro. Uno temporal que no me tengo que traer a casa. —Las personas mayores son muy majas —le digo a Darcy. A diferencia de Sabrina, que está ignorándome y aporreando el móvil con la fuerza suficiente como para dislocarse los dedos, ella no tiene ningún problema con que le robe los guisantes. —Las personas mayores huelen raro. —¿Qué entiendes tú por «personas mayores»? —Yo que sé, ¿los de veintitrés? Mamá y yo intercambiamos una mirada. —Pues no tardarás en serlo, Darcy. —Sí, pero yo me iré a vivir con los monos, como Jane Goodall. Y no pienso contratar a ningún chaval para que venga al parque y me ayude a dar de comer a las palomas. —Se anima—. ¿Has visto alguna ardilla mona? Me escabullo en silencio alrededor de las nueve, cuando todas están durmiendo. Hasan ha aparcado al final del camino de entrada y la luz del interior del coche ilumina suavemente sus atractivas facciones. Llevamos todo el verano haciendo lo mismo, y cuando él se inclina para darme un pico de forma despreocupada, como si aquello formara parte de una rutina, como si estuviésemos de cita, me da por pensar que tal vez sea bueno que se marche dentro de poco.

Lo cierto es que no puedo permitirme una relación de ese tipo. No con todo lo que tengo encima. —¿Qué tal vas? —Bien, ¿y tú? —De lujo. Este semestre estoy dando unas cuantas asignaturas superchulas. Estoy pensando en especializarme en antropología médica. Escucho y asiento y me río cuando toca mientras él me habla de un profesor que en una de sus clases dijo mamada en vez de manada, pero en cuanto aparca el coche, le paso un condón y luego todo son susurros y movimientos apresurados y músculos que se tensan y se relajan. Easton, que es una persona sorprendentemente romántica y dolorosamente monógama, me preguntó una vez: —¿Te sientes unida a ellos? —¿A quiénes? —A la gente con la que te lías. —No especialmente. —Me encogí de hombros—. Me caen bien y nos llevamos genial. Les deseo lo mejor. —¿Y entonces por qué te lías con ellos? ¿No preferirías tener una relación? La verdad es que me parece más seguro no tenerla. Según mi experiencia, el compromiso genera unas expectativas, y las expectativas acaban desembocando en mentiras y provocando sentimientos de dolor y decepción: cosas que preferiría no experimentar ni obligar a otros a hacerlo. No obstante, el sexo me parece una actividad lúdica estupenda y me alegro mucho de que me criara una familia de mente muy abierta. Las Greenleaf jamás hemos tenido que aguantar chorradas tipo tu-cuerpo-es-un-templo ni es-hora-de-que-hablemos-de-cómo-se-hacen-los-bebés. Mamá y papá hablaban de sexo de una manera descaradamente franca, como si nos explicasen cómo se da de alta una tarjeta de crédito: lo más seguro es que queráis probarlo, sopesad los pros y los contras, y hacedlo con cabeza. Tomad unos cuantos condones. Si os surge alguna duda, venid a hablar con nosotros. ¿Queréis un croquis? ¿Seguro que no? Papá llevaba casi dos años desaparecido del mapa cuando Alesha Conner me sonrió con timidez desde la otra punta de clase, me rozó la mano durante un partido de lacrosse y luego soltó una risita mientras tiraba de mí y me metía en el segundo cubículo de la izquierda del baño junto al

laboratorio de química. Fue un momento torpe y novedoso y fantástico. Porque me hizo sentir bien y porque durante un rato fui simplemente… yo misma. No Mallory la hija ni la hermana ni la metepatas, sino Mallory la de la respiración entrecortada, que se subió las bragas y le hizo a Alesha un último chupetón. No puedo permitirme preocuparme por nada que no sea mi familia. No puedo permitirme preocuparme por mí misma, aunque tampoco es que me lo merezca. Pero no está mal disfrutar de algún que otro momento de magreo; de algún rato breve, inofensivo y contenido. No está mal despedirme de Hasan menos de treinta minutos después de que haya venido a buscarme y meterme en la cama relajada, con la intención de no volver a pensar en él hasta dentro de unos meses. Tras el susto de la semana pasada, todo va bien. He pagado la hipoteca (bueno, vale, el mes más atrasado) y la cuota del roller derby, y todo va bien. Por la noche sueño con Mikhail Tal, que me dice con un marcado acento ruso que debo salir al pasillo para llamar a urgencias, y todo va bien.

El segundo día de trabajo transcurre de forma idéntica al primero. Hago un trayecto larguísimo hasta el club, leo y memorizo. Elucubro acerca de los motivos de Defne para haberme puesto un horario tan raro. Me planteo la posibilidad de mandarle un mensaje a Easton y pedirle su opinión, pero no hemos hablado desde la semana pasada, cuando se marchó, y no quiero molestarla mientras está…, yo qué sé, jugando al beer pong o descubriendo la ideología marxista-leninista o haciendo una orgía con la consejera de su residencia estudiantil, que, mira tú por dónde, resulta que es una furra sapiosexual. Es plenamente consciente de lo que ha dejado atrás, pero yo no tengo ni idea de lo que está haciendo ni contra qué estoy compitiendo ni si ya se ha olvidado de mí. ¿Tendré FOMO? Puaj. En cualquier caso, prefiero no decirle nada y ahorrarme la depre de cuando no me conteste. Además, si Oz me oye enviando mensajes, podría acabar sufriendo una embolia. Reproduzco partidas de Bobby Fischer, leo a duras penas un ensayo sobre los pros y los contras de la defensa Alekhine, estudio la posición de

Lucena del final de torre y peón contra torre. Me da la sensación de que es una versión diluida del ajedrez, desprovista de todo lo que lo hace emocionante. Es como si al bubble tea le quitaras la tapioca: lo que queda no está mal, pero solo es té. Aunque me da igual, porque no es más que un curro. Y sigue siéndolo el miércoles por la mañana, cuando entro al despacho y veo que Oz ya está allí, en la misma posición que ayer. Quiero preguntarle si se marchó a dormir a casa, pero no lo haré, porque también quiero conservar los ojos dentro de las cuencas, así que me paso cuatro horas leyendo técnicas para proteger al rey. A la hora de comer me voy al parque y me pongo a leer el libro que me llevo para el trayecto de ida (El amor en los tiempos del cólera; es bastante triste). En teoría, al volver debo ponerme a estudiar estructuras de peones, pero en lugar de eso, le echo una mirada disimulada a Oz —sigue en la misma posición, ¿hará falta regarlo todos los días?— y me escondo el libro dentro de otro más grande para seguir leyendo acerca de las cuestionables decisiones amorosas de Fermina. A las cuatro estoy a un pelo de coger la mochila y dirigirme a Penn Station, pero entonces me acuerdo: M-V: Sesión de entrenamiento con GM senior para repasar puntos débiles. El horario no indica dónde. —¿Oz? Si tuvieras una reunión con un Gran Maestro, ¿a dónde irías? Levanta la vista por primera vez en tres días, con los ojos echando chispas y las fosas nasales dilatadas. Va a desencajar la mandíbula, comerme de un bocado y luego disolverme en sus ácidos gástricos. —A la biblioteca —ladra. Me dirijo al otro lado del pasillo a toda prisa antes de acabar convertida en una cifra estadística más. Espero encontrarme con Delroy, el superfan de los arcoíris, pero solo veo a Defne, que está sentada frente a una enorme mesa de madera. —Hola. Igual me he equivocado. Oz me ha dicho… —¿Oz te ha hablado? —No le ha quedado otra. Asiente con conocimiento de causa. —Se supone que tengo que reunirme con uno de los GM y… —Conmigo.

—Ah. —Me sonrojo—. Lo… lo siento. No pensé que fueras… —Gran Maestra. Me sonrojo todavía más. ¿Por qué no? ¿Porque tiene pinta de tía guay? Hay mucha gente guay que juega al ajedrez, ni que fuera yo el típico quarterback de una comedia adolescente de los noventa. Para dirigir un club de ajedrez hace falta ser ajedrecista. ¿Porque nunca había oído hablar de ella? Tampoco es que tengamos en el baño de casa una copia de Ajedrez al día. ¿Porque es una mujer? Hay un montón de mujeres con el título de Gran Maestra. Hostia, ¿esto es a lo que se refiere Easton cuando habla de misoginia interiorizada? —¿Estás bien? —pregunta Defne. —Ah, sí. —Me da que estás en plena perorata interna y es bastante intensa. No quiero interrumpirte. —Pues… —Me rasco la frente y me siento frente a ella—. Siempre tengo de fondo una perorata superintensa. He aprendido a ignorarme a mí misma. —Fantástico. ¿Qué tal tus primeros días? —Genial. Me estudia durante unos instantes. Hoy lleva los ojos delineados con efecto ojo rasgado y un brazalete con forma de escorpión en la parte superior del brazo. —Venga, vamos a intentarlo otra vez. ¿Qué tal tus primeros días? —¡Genial! —Sigue mirándome—. No, en serio, te juro que todo genial. —Se te da de pena poner cara de póquer. Vas a tener que practicar antes de los torneos. Frunzo el ceño. —¿Por qué crees que…? —Si hay algo que no te cuadra de tu programa de entrenamiento, me lo tienes que decir. —Me parece todo bien. He estado leyendo un montón, repasando la lista que me diste, trasteando con los motores de ajedrez. Es divertido. —¿Pero? Suelto una carcajada. —No hay ningún pero. —¿Pero?

Meneo la cabeza. —Nada, te lo prometo. —Pero Defne sigue perforándome con la mirada, como si intentara ocultarle, sin conseguirlo, un pasado turbio como asesina en serie, y me oigo añadir—: Es solo que… —¿Solo que…? —Es… —Algo en mi interior me insta entre berridos a que no se lo cuente. Si se lo cuentas, será que te importa. Cosa que no es verdad. Tú limítate a hacer lo mínimo, Mal. Tú puedes—. Es solo que… si el objetivo de leer todo esto es mejorar con el ajedrez, no estoy segura de que esté funcionando. —La expresión de Defne no es tan abierta como de costumbre, y no sé si es que busco su aprobación o si solo me interesa la pasta, pero me apresuro a recoger cable—. ¡Sé que tú eres la experta! Lo de estudiar es importante: leer partidas antiguas, repasar las aperturas, pero si no juego nunca al ajedrez… Me retuerzo las manos por debajo de la mesa. Defne me lanza una mirada impasible antes de sonreír y encogerse de hombros. —Vale —dice. —¿Vale? —¡Vamos a jugar! Sitúa un tablero entre ambas (me cede las blancas) y coloca las piezas. Acto seguido, me hace un gesto para que empiece. —Hoy jugamos sin reloj, ¿vale? —Ah… Vale. Al principio, estoy casi emocionada. Leer sobre ajedrez y no poder jugarlo ha sido un poco frustrante, casi como si alguien agitase una zanahoria frente a mí. Ahora voy a poder hincarle el diente y va a ser una pasada. ¿Verdad? Pues no, porque me doy cuenta enseguida de que esta partida no va a ser como la que jugué contra Sawyer. Al principio no noto la diferencia, pero al cabo de unos treinta minutos, con la partida en marcha y las piezas desplegadas por el tablero, soy consciente de que falta algo. Con Sawyer me invadía cierta sensación de tensión. Ambos estábamos sumidos en una danza íntima y vertiginosa repleta de ataques agresivos, hábiles emboscadas e intentos obsesivos de adelantarnos al otro. Esta partida… no tiene nada que ver con aquella. Intento añadirle emoción al asunto demostrando iniciativa, amenazando a Defne de tal manera que no

pueda ignorarme, pero…, en fin, la verdad es que me ignora. Se dedica a defender sus piezas, a proteger al rey, a ejecutar alguna que otra jugada intrascendente… y ya. Llevamos jugando cuarenta y cinco minutos cuando intento llevar a cabo una ruptura. Tengo tantas ganas de atravesar sus defensas que me vuelvo algo imprudente y pierdo el alfil. Noto una mezcla de aburrimiento y espanto en el estómago y, durante un rato, opto por no correr riesgos, pero… no. Hay que darle vidilla al asunto. Su caballo, por ejemplo. Está sobrecargado. Tiene que defender demasiadas piezas. Si lo capturo con la torre… Mierda. Defne captura uno de mis peones. Ahora tengo dos piezas menos y… —¿Tablas? Levanto la mirada. ¿Está ofreciéndome acabar en tablas? Ni de coña. Frunzo el ceño sin molestarme en responder e intento poner en práctica otro ataque. Se está haciendo tarde. Si no pillo el próximo tren, llegaré a casa más tarde de lo normal y Darcy y mamá se llevarán un chasco. A Sabrina le traerá sin cuidado, pero… —Jaque. La dama de Defne tiene a mi rey en el punto de mira. Mierda. Estaba tan ocupada trazando un ataque que no me he dado cuenta. Pero todavía puedo… —Creo que podemos dejarlo ya —me dice, sonriéndome como suele hacer siempre: con amabilidad genuina y diversión, sin rastro de chulería, a pesar de que ambas sabemos que es ella la que tiene la sartén por el mango —. Ya has captado la idea. Parpadeo, confundida. —¿La idea? —¿Qué acaba de pasar, Mallory? —No… No lo sé. Estábamos jugando, pero tú… A ver, no te ofendas, pero no te estabas esforzando demasiado. Estabas jugando… —De forma conservadora. —¿Qué? —He ido a lo seguro. Sin correr riesgos. Incluso cuando he podido presionarte para sacar ventaja, no lo he hecho. He estado jugando a la defensiva. Lo que en un primer momento te ha confundido, luego te ha

acabado frustrando y al final te ha hecho cometer errores porque estabas aburrida. —Señala las posiciones de las piezas—. Esto para mí es pan comido porque he recibido educación ajedrecística de carácter formal desde pequeña. Ahora bien, tú eres mucho mejor jugadora que yo… Resoplo. —Está claro que no… —Pues lo diré de otra forma: tú tienes más talento. He visto vídeos de tus partidas; tienes muy buen instinto a la hora de atacar. Me recuerda mucho a… En fin. —Menea la cabeza con una sonrisa melancólica—. A un viejo amigo. Pero hay cosas básicas que todos los jugadores de élite conocen. Y si tú no las sabes, cualquier oponente que cuente con unas bases técnicas sólidas las aprovechará y las utilizará contra ti. Y tú ni siquiera tendrás la oportunidad de desplegar tu talento. Asimilo sus palabras y luego asiento con la cabeza lentamente. De pronto, siento que me he quedado atrás, como si hubiera desperdiciado los últimos cuatro años, cosa que… No. Esa fue la decisión que tomé. La mejor decisión. Total, ¿en qué se supone que me he quedado atrás? —Y el hecho de que seas una momia tampoco ayuda —añade. Frunzo el ceño. —Tengo dieciocho años y seis meses. —La mayoría de los jugadores profesionales empiezan mucho más jóvenes. —Llevo jugando desde los ocho. —Ya, ¿pero el descanso que te tomaste? Te ha jodido a base bien. Lo que digo es que esto… —señala el tablero— me ha resultado bochornosamente fácil. Las mejillas me arden. Noto una sensación amarga y herrumbrosa y, de pronto, recuerdo lo mucho que detesto perder. Con. Todas. Mis. Fuerzas. —¿Y ahora qué hago? —Creía que no me lo ibas a preguntar nunca. Ahora… —sonríe, se saca un trozo de papel del bolsillo trasero y me lo tiende— haces esto. —Es el horario que me diste el lunes. —Sí. Imprimí dos sin querer. Al final me ha venido bien, mira tú por dónde; no me gusta desperdiciar papel. Tranquila, volverás a estar en forma

en un periquete. Es decir, si haces todas las cosas de la lista. Y durante nuestras reuniones repasaremos todo lo que aprendas para asegurarnos de que vas por buen camino. Genial. Me va a poner a prueba. Le echo otro vistazo a la lista: contemplo todo lo que se supone que debo hacer durante un año. Pienso en mi plan de poner el piloto automático. En las cuestionables decisiones amorosas de Fermina. En la sonrisa expectante y alentadora de Defne. Quiero darme de cabeza contra la mesa, pero me limito a suspirar y a asentir.

Capítulo siete

Oz no me dirige la palabra durante dos semanas; luego le da por romper su silencio y a mí me entran ganas de matarlo. Es jueves por la mañana. Estoy sentada frente a mi mesa, contemplando el jardín zen y reproduciendo en mi cabeza una partida de 1972 entre Fischer y Spassky, cuando me dice: —Así que te vienes al Abierto de Filadelfia. Me sobresalto. Acto seguido, siseo: —¿Qué? Me toca muchísimo los ovarios, de un modo irracional y virulento, que me haya interrumpido cuando estoy a punto de lograr una ruptura. Esta misma mañana, mientras le preparaba a Darcy la avena («Llámala por su nombre: Nutella con unos cuantos copos de avena espolvoreados por encima», ha murmurado Sabrina mientras le daba un mordisco a una manzana), me di cuenta de que Fischer había cometido un error y que Spassky podría haberlo aprovechado. No he dejado de darle vueltas al asunto desde entonces, convencida de que si las negras hubieran usado el caballo para… —Yo conduzco —dice Oz—. Saldremos a las seis. ¿Por qué está hablando? Me está tocando muchísimo la moral. —¿Tú conduces a dónde? —A Filadelfia. ¿Me quieres decir qué te pasa? Lo ignoro y vuelvo a concentrarme en la reproducción que pretendo llevar a cabo en mi cabeza hasta la hora de mi sesión con Defne. Mis reuniones con ella cada vez me gustan más; en parte porque es el único ser

humano adulto con el que interactúo además de mi madre, pero también porque me hace muchísima falta desgranar con ella todas estas movidas ajedrecísticas. Cuanto más me esfuerzo en aprenderme la parte técnica, más consciente soy de lo poco que sé y de lo mucho que necesito consultar esas cosas. Supongo que por eso los GM tienen entrenadores, instructores y toda esa vaina. —¿Podemos repasar una partida? —le digo en cuanto entro en la biblioteca, y deslizo mi cuaderno en su dirección—. Me he atascado con… —Hablemos primero del Abierto de Filadelfia. Guardo silencio un momento. —¿Del abierto de qué? —Del Abierto de Filadelfia. El torneo. Tu primer torneo; es este fin de semana. Parpadeo. —Pues… Ladea la cabeza. —¿Pues qué? Ah. ¿Cómo? —Dudo mucho… Es imposible… —Trago saliva—. ¿Crees que estoy lista? Sonríe alegremente. —Ni por asomo, la verdad. Maravilloso. —Pero es una oportunidad buenísima. Filadelfia está aquí al lado y se trata de un torneo abierto con muy buena reputación. —Apenas me hago una idea de lo que eso significa, y esa debe de ser la razón por la que Defne prosigue—: Atrae a jugadores de élite, los diez mejores del mundo, pero también permite la participación de jugadores sin puntuación como tú en la sección de clasificación. Además, es un torneo eliminatorio: el perdedor de cada partida queda eliminado y el ganador avanza a la siguiente fase. De manera que no tendrás que seguir enfrentándote a jugadores mediocres solo porque no dispongas aún de puntuación. Eso siempre que sigas ganando las partidas. —Se encoge de hombros. El solitario pendiente de plumas que lleva tintinea alegremente—. Yo iré también. En el peor de los casos, solo harás el ridículo. Fantabuloso.

Y así es como acabo en el asiento del copiloto del Mini Hatch rojo de Oz el sábado por la mañana. En el asiento de atrás, Defne enumera las reglas del torneo a medida que se le ocurren, aunque su voz resulta demasiado estridente a las siete de la mañana. —Pieza tocada, pieza jugada; esa es importante: si tocas una pieza durante tu turno, tienes que moverla. Debes anotar todos tus movimientos en la hoja de puntuación con notaciones algebraicas. Nada de hablar con tu oponente a menos que sea tu turno y le ofrezcas tablas. Al enrocar, usa solo una mano y toca primero el rey. Si surge algún conflicto o no estás de acuerdo con algo, avisa a alguno de los directores del torneo para que resuelva el asunto, no se te ocurra ponerte a discutir con… —¿Pero qué narices haces? —ladra Oz. Sigo la dirección de su mirada hasta el sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada envuelto en papel de aluminio que me acabo de sacar de la mochila. —Eh… ¿Quieres un trozo? —Como se te ocurra comerte eso o cualquier otra cosa en mi coche, te cortaré las manos y las herviré en mi orina. —Pero es que tengo hambre. —Pues ajo y agua. Me muerdo el interior de la mejilla. La verdad es que creo que cada vez le caigo mejor. —Es que me ayuda a gestionar mis emociones. —Por mí como si sufres una crisis nerviosa. Pone el intermitente y se desvía a la derecha de forma tan brusca que estoy a un tris de golpearme la cabeza contra la ventanilla. El Abierto de Filadelfia no se parece en nada al torneo benéfico de Nueva York, y el primer indicio de ello es que ha acudido la prensa. No en cantidades ingentes, como los paparazis que seguían a Taylor Swift por todas partes allá por 2016. Pero hay un grupo nada desdeñable de periodistas, cámaras y fotógrafos agolpado en el vestíbulo de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Estatal de Pensilvania, donde se va a celebrar el torneo. Es un poco surrealista. —¿Es que han matado a alguien? —pregunto. Oz me dedica su mirada habitual de tienes-las-neuronas-justas-parapasar-el-día. —Están cubriendo el torneo —dice.

—¿Acaso se creen que esto es la NBA? —Mallory, al menos finge tener algo de respeto por el deporte que te da de comer. Tiene razón. —Aunque el torneo no empieza hasta dentro de una hora. —Seguro que están esperando por si ven a… Alguien entra en el vestíbulo y Oz se da la vuelta para mirar; él y todos los demás. Se produce cierta agitación al tiempo que los periodistas se ponen en marcha. Apenas veo nada: una mata de pelo oscuro que sobresale entre la multitud y luego otra mata de pelo oscuro; ambas se abren paso a través de las cámaras y los micrófonos y se dirigen directamente al ascensor. No distingo las preguntas de la prensa, solo soy capaz de captar un puñado de palabras sueltas e inconexas: en forma, premio, Baudelaire, victoria, ruptura, candidatos, campeonato del mundo. Para cuando me pongo de puntillas, las puertas del ascensor ya se han cerrado. Los periodistas dejan escapar murmullos de decepción y se dispersan lentamente. Una parte de mí se pregunta quiénes eran. Otra parte, la que ha estado teniendo unos sueños rarísimos e invasivos en los que aparecían unos ojos oscuros y unas manos enormes envueltas alrededor de mi dama, está casi segura de que… —Ya os he registrado, chicos. —Defne aparece y nos entrega unos cordones con nuestras tarjetas de identificación—. Vamos al hotel a dejar las cosas y luego volvemos para la ceremonia de apertura. Asiento, con la esperanza de tener la oportunidad de echarme una minisiesta, cuando un hombre mayor con un micro se acerca a nosotros. —¿Es usted el Gran Maestro Oz Nothomb? —pregunta—. Soy Joe Alinsky, de ChessWorld.com. ¿Tiene tiempo para una entrevista cortita? —Oz es actualmente el número veinte —me susurra Defne al oído mientras él responde afablemente a las preguntas sobre su estado de forma, sus sesiones de entrenamiento, sus esperanzas para el torneo y sus aperitivos favoritos para antes de las partidas (sorprendentemente: los ositos de goma). —¿El número veinte? —Del mundo. —¿Del mundo de…?

—Ajedrez. —Ah, ya. Defne me dedica una sonrisa alentadora. Teniendo en cuenta lo obsesionada que estuve con el ajedrez durante casi una década y lo mucho que todavía recuerdo del juego en sí, me sorprende lo poco que sé de los entresijos del ajedrez profesional, aunque lo más probable es que el hecho de que mamá me prohibiera participar en partidas clasificatorias tenga algo que ver. Sin embargo, Defne nunca me hace sentir como si fuera imbécil, ni siquiera cuando pregunto memeces de campeonato. —Estar entre los veinte mejores jugadores del mundo no es moco de pavo. Son los que consiguen dar el salto del ajedrez de competición al profesional. —¿No es lo mismo? —Qué va. Cualquiera puede jugar a nivel de competición, pero los jugadores profesionales viven del ajedrez. Se mantienen gracias al dinero de los premios, los patrocinios y el apoyo de las empresas. Me imagino un anuncio de Mountain Dew para la Super Bowl protagonizado por un jugador de ajedrez. Mountain Dew: la bebida de los Grandes Maestros. —¿Oz también tiene beca? —Al contrario. Paga a unos cuantos GM de Zugzwang para que lo entrenen. —Ah. —Medito sobre lo que acaba de decirme—. ¿Trabaja en algún otro sitio? ¿Igual es repartidor para tiendas de alimentación y hace entregas a horas intempestivas? Eso explicaría que esté siempre de mala leche. —No, pero su padre tiene un puesto directivo en Goldman Sachs. —Ah. Me fijo en que el periodista de ChessWorld.com le está sacando una foto a Oz y me aparto a toda prisa para no salir en el encuadre. Es una bobada. Sabrina y Darcy estarán con sus amigas hasta mañana; mamá se encuentra mejor desde hace un tiempo y ha podido aceptar unos cuantos encargos, cosa que debería traducirse en algo de dinero, que buena falta nos hace. Yo les dije que me iba a Coney Island a pasar el día y que me quedaría en casa de Gianna a dormir. Vale, les he contado una trola, pero es

imposible que el fondo de una foto que le han sacado a Oz para ChessWorld.com acabe por descubrir el pastel. Estoy paranoica. Porque estoy cansada y me muero de hambre. Porque Oz no me ha dejado comerme mi sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada. El muy desalmado. —Eh —dice Joe Alinsky, que ignora de pronto a Oz y me mira con los ojos entornados—. ¿No eres tú la chica que…? —Perdona, Joe, tenemos que ir a prepararnos para el torneo. Defne me agarra de la manga y me saca del edificio. A pesar de lo temprano que es, hace ya demasiado calor. —¿Hablaba conmigo? —Me apetece pasarme por el Starbucks —dice ella, alejándose—. ¿Quieres tomar algo? Yo invito. Quiero preguntarle a Defne qué es lo que ocurre, pero las ganas de tomarme una limonada de kiwi y carambola con hielo ganan por goleada, así que troto tras ella y dejo el tema.

Cuando me siento a jugar mi primera partida, frente a un hombre que podría ser mi abuelo, el corazón me late con fuerza, las palmas de las manos me sudan y soy incapaz de dejar de mordisquearme el interior del labio. Ignoro cuándo ha ocurrido. Hasta hace diez minutos me encontraba bien: estaba recorriendo con la mirada la estancia atestada de gente, echándole un vistazo a mi vestido lila y preguntándome si era un atuendo adecuado y si en realidad me importaba o no. Entonces los directores del torneo han anunciado el comienzo y así me he quedado yo. Preocupada por si decepciono a Defne. Preocupada por el sabor amargo que me recorre la garganta cada vez que pierdo. No recuerdo la última vez que me puse tan nerviosa, pero no pasa nada, porque aun así gano en doce movimientos. El hombre suspira, me estrecha la mano y yo acabo con cuarenta y cinco minutos libres por delante. Me doy un paseo y observo las estructuras de las partidas que más me llaman la atención. Entonces le saco una foto a la estancia y se la mando a Easton.

MALLORY: esto es culpa tuya BOULDER EASTON ELLIS: ¿Dónde estás? MALLORY: en un torneo de filadelfia BOULDER EASTON ELLIS: Tía, ¿¿¿estás en el Abierto de Filadelfia??? MALLORY: puede. qué tal van las cosas la uni BOULDER EASTON ELLIS: He estado durmiendo tres horas al día y me he unido a un grupo de impro. Mátame ya. MALLORY: jajajaja, cuéntame lo de la impro

Los puntitos de la respuesta de Easton ondulan en la parte inferior de la pantalla, pero luego desaparecen y ya no vuelven. Ni al cabo de cinco minutos ni al cabo de diez. Me imagino que se ha encontrado con una de sus nuevas amigas y se ha olvidado de mí. Ha publicado ya en Instagram unas cuantas selfis con sus compañeras de cuarto. Me meto el móvil en el bolsillo y paso a la siguiente ronda, que gano también sin despeinarme, igual que la tercera y la cuarta. —¡Genial! —me dice Defne mientras compartimos una bolsa de regaliz del Costco en el patio del campus. Al encender el cigarro que se está fumando disimuladamente me ha dicho: «Que no me entere yo de que sigues mi ejemplo»—. Aunque es un torneo eliminatorio. Cuantas más partidas ganes, mejores serán tus contrincantes y más chunga se pondrá la cosa. —Advierte mi ceño fruncido y me da un golpecito con el hombro—. Es ajedrez, Mallory. Está cuidadosamente diseñado para amargarnos la vida. Tiene razón, y lo compruebo durante mi última partida de la jornada, en la que acabo perdiendo primero una torre y más tarde un alfil contra una mujer que guarda un inquietante parecido con la bibliotecaria de mi instituto. La señora-Larsen-de-pega es una jugadora inquieta y nerviosa que tarda la tira en mover y lanza un gemido cada vez que avanzo mis piezas.

Alterno entre garabatear la hoja de puntuación y tener la sensación de que estoy en el zoo, contemplando la jaula del perezoso mientras espero a que se mueva. La partida se alarga hasta el final de la ronda, cuando nos quedamos sin tiempo. —Tablas —dice el director del torneo de forma flemática mientras examina el tablero—. Las negras pasan a la siguiente fase. O sea, yo. Paso a la siguiente ronda porque he empezado en una posición de desventaja. Sé que acabar en tablas es algo muy común en ajedrez, pero estoy consternada. Frustrada. No: estoy cabreada como una mona. Conmigo misma. —He cometido un montón de errores. —Mastico con rabia los albaricoques secos que me ha dado Defne. Tengo ganas de liarme a patadas con la pared—. Debería haber jugado torre c6. Podría haberme ganado tres veces: ¿has visto lo mucho que se ha acercado a mi rey con el alfil? Ha sido un puto circo. No tendrían ni que dejar que me acercara a menos de tres metros de un tablero de ajedrez. —Has ganado, Mallory. —Ha sido un desastre de proporciones épicas. Fijo que el Ejército ha estado a un pelo de intervenir… No me merezco la victoria. —Por suerte, en ajedrez todas las victorias cuentan lo mismo, al margen de si son merecidas o no. —No lo entiendes. He metido la pata tantas… Defne me apoya una mano en el hombro. Guardo silencio. —Esto mismo. ¿Este sentimiento que te invade ahora? Recuérdalo. Guárdalo a buen recaudo. Aliméntalo. —¿Qué? —Por eso estudiamos los ajedrecistas. Por eso nos obsesiona tanto lo de reproducir las partidas y memorizar aperturas. —¿Porque odiamos acabar en tablas? —Porque odiamos la sensación de no haber dado lo mejor de nosotros. El hotel está a cinco minutos a pie del campus. Mi habitación no es que sea nada del otro mundo, salvo que sí que lo es porque tengo privacidad. No me acuerdo de la última vez que pude tumbarme en la cama sin tener pululando alrededor a una monstruita de doce años ni al demonio de tres mil años que habita el cuerpo de su cobaya. Debería aprovecharlo. Me planteo ponerme una peli. Y después me planteo sacar el móvil, abrir mis

aplicaciones de ligoteo y quedar con alguien de la zona. Es la oportunidad perfecta para echar un polvo de una noche. Además, los orgasmos me suben la moral a base de bien. En cambio, me pongo a mirar por la ventana y reproduzco mentalmente mi última partida mientras el sol se pone lentamente. Es como aquella vez que le envié sin querer un mensaje guarro a mamá. Como el día en que el equipo de animadoras al completo me pilló mientras fingía abrir las puertas automáticas con la Fuerza. Como cuando en secundaria entré al baño de profesores para lavarme las manos y me encontré al señor Carter en el váter haciendo un sudoku. Cada vez que hago el ridículo de forma espantosa, los días posteriores al incidente me encuentro sumida en un estado constante de mortificación absoluta. Por la noche cierro los ojos y mi cerebro me arrastra de vuelta al pozo de la vergüenza y proyecta contra mis párpados escenas en 4K de lo más incómodas. (¿Dramática yo? Tal vez. Pero le mandé un mensaje guarro a mi madre, así que puedo ponerme como me salga del pie). Mis neuronas se aferran a cada pizca de vergüenza y se niegan a sepultar los errores que he cometido durante las partidas. Vale, he ganado, pero durante mi segunda partida dejé mi caballo totalmente desprotegido. Lamentable. Vomitivo. Nauseab… Alguien llama a la puerta. —Defne me ha pedido que te acompañe a la fiesta y te presente a los demás —dice Oz cuando abro la puerta. —¿A la fiesta? —Hay una recepción abajo para los jugadores que han superado el primer día. Solo pueden entrar los participantes del torneo, así que Defne no puede ir. Hay barra libre y comida gratis. —Me evalúa con la mirada—. ¿Cuántos años tienes? —Dieciocho. Murmura no sé qué sobre hacer de niñera y no ser la puta Mary Poppins. —Seguro que también tienen refrescos. Venga, vamos. No sé qué esperaba encontrarme en una fiesta de ajedrez. Con la excepción de Easton, nunca he salido por ahí con los demás miembros del CAP, pero siempre me han parecido tranquilos y unos entusiastas de la evasión. Sin embargo, los jugadores de la recepción, que llevan trajes a

medida y se carcajean mientras pimplan champán, parecen más bien hombres de negocios. No veo ningún chaleco y nadie se lamenta del intempestivo final de Battlestar Galactica. Todos parecen enérgicos y seguros de sí mismos. Jóvenes. Adinerados. Convencidos del lugar que ocupan en el mundo. Uno de ellos ve a Oz y se aleja de su grupo para acercarse a nosotros. —Enhorabuena por entrar en el top veinte. —Se vuelve hacia mí: apenas me dedica un vistazo distraído al principio, pero luego me evalúa con más detenimiento y, finalmente, me echa una mirada de arriba abajo. Un escalofrío desagradable me recorre la espalda—. No sabía que podíamos traer acompañante. Ah, se me olvidaba. ¿La peña de este salón? El noventa y ocho por ciento son tíos. —¿Es tu hermana? Debe de tener mi edad y, en teoría, debería parecerme guapo, con esos rasgos clásicos y propios de tío majo, pero tiene un aire chungo, y sus ojos azules reflejan cierta expresión inquietante que me pone los pelos de punta. —¿Por qué leches piensas que es mi hermana? —pregunta Oz. —Yo que sé, colega. —Se encoge de hombros—. Los dos sois rubios. Y está demasiado buena para ser tu novia. Me tenso. Debo de haberlo entendido mal. —Mallory es jugadora de ajedrez, colega. El tono de Oz destila desdén. Sea cual sea el nivel de antipatía que albergue hacia mí, la Intrusa del Despacho, no es nada en comparación con lo que este tío le despierta. No me odia, después de todo. Incluso puede que sea su mejor amiga. Conmovedor. —Si tú lo dices. —Habla nuestro idioma a la perfección, aunque con un levísimo acento. Del norte de Europa, diría yo—. Oye, guapetona, esta fiesta es solo para los que han ganado todas las partidas, así que… Un momento. —Se echa hacia atrás y me examina de forma teatral—. ¿Eres la chavala que le dio una paliza a Sawyer en el torneo benéfico? —Pues… —Sí que eres tú. ¡Tíos, esta es la pava que dejó a Sawyer por los suelos! No estoy segura de lo que ocurre ni por qué, pero el grupo de personas (hombres todos ellos) con el que estaba charlando don Norte de Europa nos

lanzan miradas cargadas de interés y se aproximan a nosotros. —¿Qué hiciste antes de la partida? —me pregunta un hombre alto de treinta y tantos. Tiene un acento tan marcado que me cuesta distinguir las palabras—. No me vendría mal un golpe de suerte como el tuyo. —¿Estaba Sawyer enfermo ese día? —¿Llevabas puesto un escotazo? ¿Es eso? —¿Sabe Sawyer que está aquí? —Bueno, sigue viva, así que está claro que no. Todos se echan a reír y yo me quedo… paralizada. Avergonzada. Me miran como si fuera un trozo de carne con la inteligencia justa, y yo me siento como una idiota, expuesta, fuera de lugar con ese vestido veraniego que llevo. No soy ninguna florecilla delicada, durante los años que he trabajado con Bob me ha tocado bregar con muchos machirulos, pero estos tíos son tan… manifiesta y descaradamente maleducados, que ni siquiera sé cómo responder a… —Disculpad. —Oz me agarra del codo y me aparta—. Nos vamos a picar algo y, de paso, a hablar con gente que no sea gilipollas profunda. —¡Venga ya, Nothomb! —Tienes la piel muy fina. —Déjala que se quede, ¡fijo que quiere conocernos mejor! Sigo a Oz a trompicones, con la boca seca y las manos temblando. Me arrastra hasta una mesa repleta de aperitivos, al otro extremo de la sala. Creo que estoy traumatizada. —¿Quiénes eran esos tíos? —Malte Koch y sus secuaces. Meneo la cabeza. Me devano los sesos. Su nombre me suena, pero no consigo ubicarlo del… —Lleva siendo número dos del mundo un par de años. Y un gilipollas desde que nació, según parece. El otro tío un poco más mayor que ha preguntado si Sawyer sabe que estás aquí es Cormenzana, el número siete; el serbio alto es Dordevic, el número treinta o así, pero los demás son tan relevantes como un bloque de cemento con patas. Unos mierdecillas cuyo único mérito es lamerle el ojete a Koch a base de bien. —Pone los ojos en blanco y coge un champiñón relleno de beicon sin mirar siquiera lo que es. Oz Nothomb: por increíble que parezca, un tío que gestiona sus emociones poniéndose a zampar—. No pensaba presentártelos. Nadie debería hablar

con ellos. Si por mí fuera, los enviaría a Marte a picar piedra. Por desgracia, nadie me consulta nunca esas cosas. —Mastica el champiñón durante un momento y luego masculla de forma ortopédica—: Lo siento. Me pregunto si es la primera vez en su vida que se disculpa. Desde luego, es la sensación que da. —No es culpa tuya, pero ha sido… ¿Creo que los odio? —Ya, bienvenida al club; te mandaré la chapita por correo. —Me examina—. ¿Te vas a poner a llorar? —No. —¿Vas a echar agua por los ojos? —No. Estoy bien. —Me apoyo en la pared que tengo detrás—. ¿Son así con todas las mujeres? Oz resopla. —Echa un vistazo. ¿Cuántas mujeres ves? —No me hace falta echar ningún vistazo. En lugar de eso, alargo la mano para coger un trozo de pan con brie derretido por encima—. La mayoría de las mujeres que juegan al ajedrez prefieren saltarse estos eventos y competir solamente en torneos femeninos. Seguro que te preguntas por qué. —Es un misterio. —Dejo el queso sobre una servilleta. No tengo apetito —. ¿Qué han querido decir con eso de que sigo viva? Oz suspira. —A Koch y su grupito les encanta que hayas dejado a Sawyer en ridículo porque lo odian. Aunque, por otra parte, no les ha hecho ni puñetera gracia que le hayas ganado a la primera, porque Koch se cree que es el eterno rival de Sawyer. —¿Y no lo es? —No está a su nivel. En realidad, nadie está al nivel de Sawyer. Lleva dominando el mundo del ajedrez durante casi una década. —Se mete medio huevo relleno en la boca—. Koch es un jugador excelente aunque irregular. Tiene momentos brillantes. Ha obligado a Sawyer algunas veces a terminar en tablas y en una ocasión estuvo a punto de ganarle. Pero, en última instancia, no hay ni punto de comparación. Debe de ser deprimente perder todas las partidas. —¿Y Koch no es consciente de eso? —Estoy seguro de que lo sabe perfectamente, pero ya has visto con quienes se codea. Según ellos, Sawyer es una especie de supervillano que

ha convertido el ajedrez en algo predecible porque nadie puede derrotarlo, como si no fuera el responsable de que el ajedrez se haya vuelto tan popular en los últimos años entre la gente joven. Hacen que parezca que Sawyer es Thanos, y Koch, Tony Stark. —Pone los ojos en blanco—. Obviamente, los dos son Thanos. Oz Nothomb: por increíble que parezca, un tío al que le mola Marvel. —¿Hemos… vuelto al cole? Oz se encoge de hombros. —Casi. Koch no es más que un criajo que está de morros porque nadie quiere tocarlo ni con un palo. En cambio, Sawyer acapara la atención de todos, gana un pastizal que te cagas, sale en la lista de personas más influyentes de la revista Time y se acuesta con las Baudelaire o con peña del mismo palo… —¿Las Baudelaire? —Sí. Es una banda de rock experimental que… —Sé quiénes son las hermanas Baudelaire. —Sabrina está obsesionada con ellas. A mí también me gusta su música—. ¿Sawyer se acuesta con ellas? —Sí. Y a Koch le gustaría hacer lo mismo. Ya puede soñar, ya. Flipo en colores. —¿Se ha…? ¿Con qué Baudelaire se ha…? —Yo qué sé, Mallory. No me van los realities. —Ya. —Aparto la mirada, escarmentada. Voy a tener que buscarlo en Google. Me muero de ganas de sacar el móvil en este mismo momento—. Pues vaya, parece que el top diez está llenito de gilipollas. —En realidad, solo Koch y Cormenzana son gilipollas. Y Sawyer, aunque él no es tan malo. No es que vaya a regalarle una pulsera de la amistad ni nada de eso, pero prefiero de lejos a uno de esos gilipollas que te hacen cagarte de miedo, como Sawyer, a un gilipollas repelente como Koch, que solo suelta mierda por la boca. Cada uno parece horrible a su manera, pienso mientras un señor pilla unos cuantos buñuelos rellenos de crema de la mesa y se escabulle a toda prisa; está claro que el piquito de oro de Oz lo ha espantado. —Pero bueno —concluye Oz—, el resto de los tíos del top diez son menos hostiables.

Sonrío levemente. ¿«Menos hostiables» significa «majos» en el idioma de Oz? Enarca una ceja. —¿Y esa cara a qué viene? —A ver, no es que tú seas el tío más majo del mundo. —Soy un puto encanto, Greenleaf. Y para que quede claro, tú y yo estamos igual de buenos. Me quedo en la fiesta alrededor de unos treinta minutos. Oz tiene razón; no todos los que forman parte del mundillo del ajedrez son unos capullos: me presenta a varias personas que no me insultan ni me acosan sexualmente ni se comportan con un complejo de superioridad de categoría mesiánica. Pero sus amigos son unos cuantos años mayores que yo y acabo desconectando de la conversación cuando empiezan a hablar de sus posgrados y sus mujeres. Advierto las miradas de reojo que me lanza de vez en cuando el grupito de Koch y soy incapaz de relajarme, así que me despido y vuelvo a mi habitación, dispuesta a pasar el resto de la velada fustigándome por mis errores. Hasta que veo el cartel del ascensor. Tres palabrejas junto a la quinta planta: PISCINA CUBIERTA y GIMNASIO. Me dirijo allí sin pensármelo. Abro la puerta de la piscina con la llave de la habitación y, al asomarme, el calor, el cloro y el silencio me envuelven de inmediato. Me encanta nadar. O eso que yo llamo nadar: flotar durante horas y desplazarme de vez en cuando como un perrito a punto de ahogarse. Y frente a mí tengo una piscina superchula que está desierta. Lo malo es que no he traído bañador. El bikini andrajoso que apenas me cabía hace una talla de sujetador se encuentra sepultado en algún lugar de la cómoda de casa y lo más probable es que Goliat esté usándolo ahora mismo para limpiarse el culo. No obstante, lo que sí he traído es ropa interior, la cual es básicamente un bikini. Y unas ganas locas de bañarme. De manera que no le doy muchas vueltas: me saco el vestido por la cabeza, me quito las sandalias y las lanzo al banco que tengo más cerca. Acto seguido, me tiro a la piscina y el agua salpica por todas partes. Tengo que reducir al mínimo mis meteduras de pata, me digo quince minutos después, flotando en el agua con la mirada clavada en el techo. El

reflejo de las ondas en el techo me recuerda a un tablero de ajedrez deformado. Debería diversificar a la hora de estudiar, ya que no es probable que pueda profundizar demasiado en un año. Debería jugar con estrategias menos convencionales. Para cuando salgo del agua, estoy de mejor humor. Hoy la he cagado, pero me centraré en mejorar. Si conozco mis puntos débiles, podré adaptar mi entrenamiento. De todas formas, ya entreno una cantidad desmesurada de horas. Se supone que todo este año ibas a ir con el piloto automático puesto, me recuerda una vocecilla en mi cabeza. No sé si es la mía o la de Easton. A ver, sí, respondo a la defensiva, cogiendo el vestido y las sandalias y frotándome los ojos para quitarme el cloro. Pero ya que he firmado un contrato de un año, también podría… Me detengo en seco. Ya no estoy sola. Hay alguien justo delante de mí. Alguien que va descalzo y lleva bañador. Miro hacia arriba, y hacia arriba, y un poco más hacia arriba y… Noto una sacudida en el estómago. Nolan Sawyer está observándome con el ceño levemente fruncido. Me quedo pasmada al comprobar que está… cachas. Qué pectoral. Qué hombros. Qué bíceps. Nadie que se pase el día moviendo piezas de treinta gramos sobre un tablero de ajedrez debería tener la pinta que tiene él. —Ho… hola —tartamudeo, porque está ahí plantado y no sé qué más decir. Pero no me responde. Se limita a mirarme desde arriba; examina mi sujetador, que ahora es transparente, y mis bragas con arcoíris chiquitines estampados. De pronto hace más calor. Y la gravedad se multiplica también. Me preocupa que las piernas vayan a fallarme. Y entonces me acuerdo de lo que dijeron los amigos de Koch: «¿Sabe Sawyer que está aquí?». «A ver, sigue viva, así que está claro que no». El miedo me invade. Nolan Sawyer me detesta. Nolan Sawyer quiere asesinarme. Nolan Sawyer está mirándome con la desgarradora intensidad que uno reserva para aquellos a los que odia con el ímpetu de un millón de osos sedientos de sangre.

¿No le rompió una vez el tabique nasal a otro jugador? Recuerdo haber oído algunas de las historias. Pasó algo después de un torneo y… ¿Va a cortarme en cachitos? ¿Y si en la morgue no saben cómo volver a recomponer mis pedazos? ¿Tendrán que llamar a algún maquillador profesional? A uno de esos influencers de belleza de YouTube que siempre andan rajando en sus vídeos de los demás influencers… —¡¡¡¡Pasoooooooooo!!!! Alguien pasa corriendo por al lado, un torbellino borroso de piel oscura y bañador rojo, y se tira en bomba a la piscina; el agua salpica como un tsunami. Sawyer murmura algo así como: «Joder, Emil», y esa es la oportunidad de escapar que estaba esperando. Echo a correr y mis pisadas resuenan en el suelo mojado. Al llegar a la puerta cometo el error de volver la vista atrás. Sawyer está mirándome fijamente, con los labios entreabiertos y la mirada más oscura que el carbón. De manera que hago lo único sensato: le cierro la puerta en las narices y sigo corriendo hasta llegar a mi habitación, donde salpico de agua la cama. Es la segunda vez que me encuentro con Sawyer. Y la segunda vez que reculo como un caballo amenazado.

Capítulo ocho

Duermo fatal: sueño que meto la pata durante las partidas mientras unos ojos oscuros y críticos me evalúan, y me despierto demasiado temprano por culpa de un calambre en la pierna izquierda. —Puta vida —murmuro mientras cojeo hacia el baño y sopeso la idea de cortarme el pie con un machete. Entonces descubro que me ha bajado la regla. Le lanzo una mirada furibunda a mi inoportuno, traicionero y poco colaborador cuerpo y juro no volver a comer verdura como venganza. Así aprenderás, mierdecilla. Hoy pensaba llevar otro vestido veraniego: uno azul, con el dobladillo de encaje y las mangas sueltas, pero en cuanto me lo pongo, recuerdo las miradas babosas de Malte Koch. «¿Llevabas puesto un escotazo?» Durante mi penúltimo año de instituto, Caden Sanfilippo, un chaval que iba un curso por encima al que conocía desde el colegio y cuya misión en la vida era ser un cretino, empezó a burlarse de mí por mi forma de vestir. Mi teoría es que estaba colado por Easton e intentaba llamar su atención jorobando a su mejor amiga, porque las mofas cesaron el mismo día en que ella salió del armario. En cualquier caso, cada vez que entraba en clase de física, Caden me soltaba perlas de lo más creativas tipo: «Ha llegado doña muesli» o «¿Qué pasa, hippie de saldo?» o «El tofu está en el pasillo tres». Lo hizo durante meses. Y, aun así, jamás consideré cambiar de estilo a la hora de vestir.

Hoy, sin embargo, me echo un vistazo en el espejo y me quitó el vestido de inmediato. Porque tendrán el aire acondicionado a tope, me digo, poniéndome unos vaqueros y una camisa de franela, pero rehúyo mi propia mirada antes de bajar a la planta de abajo. Gano la primera partida sin problemas, a pesar de tener la sensación de ser un cadáver abotargado. Tras la bochornosa actuación de anoche, me pienso muy mucho cada movimiento. Me consume algo de tiempo, pero mi cautela se ve recompensada. —Merde —murmura mi contrincante antes de tenderme la mano para, según deduzco, reconocer su derrota. Se la estrecho mientras me encojo de hombros. Mi segundo contrincante llega tarde. Un minuto. Dos. Cinco. Juego con blancas, así que el director del torneo me anima a llevar a cabo el primer movimiento y poner en marcha el reloj, pero me parecería un gesto digno de una cretina. A medida que se suceden las eliminaciones, el número de partidas por ronda disminuye. Las pocas que se juegan tienen lugar en mesas alejadas, y me doy cuenta de que la mayoría de los participantes que quedan parecen ser de mi edad o un pelín más mayores. Recuerdo algo que me dijo Defne hace unos días, cuando me preguntó si había empezado a hacer más ejercicio físico (la respuesta es que no): el ajedrez es un juego para gente joven, tan física, mental y cognitivamente agotador que la mayoría de los Grandes Maestros de élite comienzan a resentirse a los treinta y pocos años. Cuanto más entreno, más convencida estoy de que es verdad. Para entretenerme, me pongo a garabatear flores en la hoja de puntuación mientras pienso en el correo electrónico que nos mandó el colegio de Darcy: en su clase hay dos niñas con alergia a los frutos secos, así que nadie podrá llevarse sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada para almorzar. Nos sugirieron sustituir la mantequilla por crema de semillas de girasol, pero albergo un número indeterminado de razones para creer que Darcy se pondrá en contacto con los Servicios Sociales y les dirá que la estoy envenenando si al final resulta que no le gusta… —Lo siento muchísimo —oigo que dice alguien con acento británico. Un tío alto toma asiento en la silla de enfrente—. Había cola para entrar en el baño y hoy me he tomado tres cafés. Los Juegos del Hambre son una

chorrada en comparación con el percal que te encuentras en el baño de los tíos durante un torneo de ajedrez. Soy Emil Kareem, encantado. Me enderezo. —Mallory Greenleaf. —Lo sé. —Tiene una sonrisa sincera y cálida y sus dientes, tan blancos como el marfil, contrastan con su piel oscura y perfectamente afeitada. Es tan guapo como un actor de cine… y lo sabe. —¿Nos conocemos? —pregunto. —No. —Vuelve a sonreír y el hoyuelo de la mejilla izquierda se le acentúa. Me suena de algo, pero no caigo en la cuenta de quién es hasta que hemos movido ya tres veces. Es el chaval de la piscina. El que pasó corriendo con un bañador rojo. El que nos salpicó de arriba abajo a Nolan Sawyer y a mí y me dio la oportunidad de salir escopetada. Probablemente debería sopesar las ramificaciones de dicha información, pero Emil es un jugador demasiado bueno como para ponerme a divagar. Su estilo es cauto y posicional, con algún que otro avance agresivo de tanto en tanto. Tardo unas cuantas jugadas en acostumbrarme a él, y aún más en trazar un contrataque sensato. —Greenleaf —me dice con una sonrisa entre irónica y humilde cuando capturo su dama—, ten un poco de piedad, ¿no? —Es el primer jugador que me habla durante una partida y no tengo ni idea de qué responderle. Es obvio que el ajedrez está dinamitando mis habilidades sociales. —Vaya, vaya. —Lo tengo acorralado y casi parece satisfecho—. Ya entiendo por qué no deja de hablar de ti —murmura. O a lo mejor no, porque no distingo del todo lo que dice. Me dedica otra sonrisa, agradable y cálida. Quiero ser su amiga. —¿Eres jugador profesional? —pregunto. —Nah. Tengo vida. Me echo a reír. —¿A qué te dedicas? —Voy a la uni de Nueva York. Estoy en el último curso de Economía. — Ladeo la cabeza y lo observo. Creía que tendría mi edad más o menos—. Tengo diecinueve, pero me salté unos cuantos cursos —me dice, leyéndome la mente. —¿Eres Gran Maestro?

—A estas alturas del torneo, todos los jugadores lo son. Excepto tú — dice sin malicia y con la voz cargada de entusiasmo—. Seguro que unos cuantos acaban llorando en el baño por tu culpa. —Yo creo que es más probable que vayan a rayarme el coche. —Solo los que son unos capullos. A ver si lo adivino: ¿has conocido a Koch? Asiento. —Pasa de él. Es un pelele de tres al cuarto; está amargado porque una vez se empalmó en la tele. —No jodas. —Te lo juro. Durante la ceremonia de entrega de los premios del campeonato de Montreal. La pubertad es de lo más jodida y en internet hay mucho cabrón suelto. Hicieron la tira de memes. Como cuando jugó una partida entera contra Kasparov con un mocarro gigantesco colgando. Toda esa mierda te deja traumatizado. Me tapo la boca. —De ahí que ahora sea un supervillano. —No es fácil ser un prodigio y crecer frente a las cámaras; los periodistas van a degüello. Cuando Koch decidió dejarse perilla a los dieciséis, todo el mundo le sacó fotos. Nadie se molestó en decirle que entre la pelambrera y el cuerpoescombro que se gastaba parecía su gemelo malvado con falta de hierro. Suelto una carcajada: una de verdad, la primera desde que empezó el torneo, tal vez incluso desde que Easton se marchó. Emil me mira con una expresión amable y curiosa. —Está perdido —dice de forma críptica. Carraspeo. —¿Llevas mucho jugando? —Toda la vida. Mi familia se trasladó a Estados Unidos cuando yo era pequeño para que tuviera el mejor entrenamiento posible. Pero a diferencia de toda esta gente —abarca con un gesto toda la estancia—, a mí el ajedrez solo me gusta a un nivel razonable. Prefiero ponerme a trabajar en algo de finanzas y jugar de vez en cuando algún torneo para divertirme. Que tu mejor amigo sea el mejor jugador que haya habido en los últimos dos siglos o así tampoco es que ayude demasiado. Acabas perdiendo todas tus figuritas de Spiderman contra él. Te hace replantearte tus prioridades.

Frunzo el ceño. —¿A qué te…? —Las blancas pasan a la siguiente ronda —dice el director del torneo, poniendo fin a la conversación—. Empieza dentro de diez minutos. Me joroba tener que interrumpir la conversación con Emil y más cuando al salir me encuentro a Defne sentada junto a un huraño y cabreadísimo Oz. —¿Qué ha pasado? —pregunto. —La organizadora de mi boda se ha quedado sin peonias. ¿Tú qué crees? He perdido. —Me fulmina con la mirada—. Lo llego a saber y no vengo. Me rasco la cabeza. Quiero preguntarle a Defne si le queda regaliz, pero no me parece que sea el momento oportuno. —Seguro que fue una partida dificilísima. —Ahórrate la actitud condescendiente, ¿vale? Cierro la boca de golpe y retrocedo un paso. —He visto que te han emparejado con Kareem —dice Defne—. Es un jugador excelente. —La verdad es que sí. —¿Qué tal ha ido? Miro nerviosa a mi alrededor, considerando las posibilidades que hay de que Oz se abalance sobre mí. Lo más seguro es que pueda con él, pero ¿y si se saca una guadaña del bolsillo? Tiene pinta de ser de esos que llevan guadañas portátiles. —Tuve un montón de suerte. El chaval no estaba en muy buena forma, así que… —Ay, la leche. —Defne se pone de pie de un salto—. ¿Has ganado? —Seguro que ha sido solo… Me pasa los brazos alrededor del cuello. —¡Es fantástico, Mal! ¿Qué haces pululando por aquí? —Solo ha sido una partida. No… —¡Has pasado a cuartos de final! Un momento. —Un momento. ¿Qué? —¿Qué? ¡Pero cómo vamos a estar ya en cuartos de final!

—¿Has mirado siquiera la tabla de clasificación del torneo? —pregunta Oz de forma incisiva. —No… No tengo claro dónde está. He ido capeando las partidas sobre la marcha… —Es como echarles margaritas a los cerdos —farfulla Oz. Frunzo el ceño. —¿Acabas de compararme con un cerdo?… Defne me acompaña al interior del edificio, parloteando de forma entusiasmada sobre mi puntuación FIDE. Pensaba que iba a llevarme de vuelta a la enorme sala donde se celebra el torneo, pero tuerce de forma brusca hacia la izquierda. —¿A dónde…? —Los cuartos de final se celebran aquí. —Me mira largo y tendido, como evaluándome—. ¿Quieres maquillarte? —¿Por qué iba a querer maquillarme? —Ah, si no quieres no. No pretendía insinuar que te hace falta. —Me lanza una mirada de disculpa—. Tienes una pinta estupenda. Como siempre. Además, nuestro cuerpo no es más que el caparazón de carne que ocupamos mientras estamos en el plano mortal. No hace falta emperifollarse para las cámaras… —¿Las cámaras? —Sí. Y van a sacarte un montón de primeros planos. Venga, que ya vamos tarde. El nuevo emplazamiento es más pequeño y elegante y se encuentra más concurrido. Las numerosas sillas no tardan en quedar ocupadas y la gente intercambia susurros emocionados, como si estuvieran a punto de proyectar la nueva peli de Fast & Furious. Las sillas están orientadas a una tarima con una hilera de cuatro tableros. Me fijo en lo pijos que son los juegos de ajedrez. Los relojes son también pijos. Incluso las botellas de agua son pijas: ¿De marca Fiji? ¿A tres pavos la botella? ¿En serio? —Las cámaras graban a cada pareja de jugadores y su tablero, y las partidas se retransmiten en directo en esas pantallas enormes que hay detrás del estrado. Y —señala a un lado— los comentaristas se ponen ahí. —¿Comentaristas? —Tranquila. Trabajan para varios plataformas de streaming y canales de televisión. No tendrás que oírlos comentar cada una de tus meteduras de

pata. —Madre mía—. El director del torneo te llamará para que subas al estrado, pero… —Todo listo —empieza uno de los presentadores—. En el primer tablero se colocarán Malte Koch e Ilya Miroslav. En el segundo, Mallory Greenleaf y Benul Jackson. En el tercero, Li Wei y Nolan Sawyer. Y en el cuarto… La ansiedad se apodera de mí. Me vuelvo hacia Defne. —¿Y si gano? Defne me lanza una mirada de confusión. —Pasas a semifinales. —¿Contra quién? —Contra quien haya ganado su partida. ¿Por? ¿Qué problema hay? ¿Qué problema hay? ¡¿Que qué problema hay?! —Defne, no quiero jugar contra… —Que los jugadores se acerquen al escenario y se coloquen juntos para unas fotos, por favor. Las rodillas me tiemblan. Defne me dirige un gesto alentador con la cabeza. Después, una sonrisa alentadora. Y, por último, cuando resulta evidente que mis piernas están hechas de cemento y no tienen ninguna intención de moverse, me da un empujoncito alentador. Subo al estrado cagada de miedo, convencida de que voy a acabar comiéndome los escalones. Soy Jennifer Lawrence en los Oscar. La sacerdotisa de los percances públicos. Igual me poto encima y todo, para darle vidilla al asunto. Me sitúo al final de la hilera de los finalistas, al lado de Koch (que me lanza una mirada de hoy-en-día-dejan-entrar-a-cualquiera) y dos cabezas más allá del otro jugador, el más alto, el del ceño fruncido y la mala leche. Me niego a pensar en su nombre. —Greenleaf, ¿verdad? —me pregunta el director del torneo. Me dan ganas de decir que no, pero asiento. Está bastante claro: soy la única jugadora que no conoce, ya que soy doña mindundi, de Mindundilandia. Y, además, la única chica. Me cuido muy mucho de no mirar al público. El ruido de los flashes y los susurros ya me ponen bastante nerviosa—. Segundo tablero. A la derecha. Me dirijo hacia allí con la cabeza gacha. No quiero correr el riesgo de cruzarme con cierta mirada oscura y taciturna.

Benul Jackson es al menos tres años más joven que yo y me obliga a desplegar mis mejores habilidades ajedrecísticas. La elegancia de sus jugadas, la belleza de sus ataques, el estilo de sus movimientos defensivos casi me hacen olvidar que estoy viviendo el momento más público de mi vida. Papá me dijo una vez: «Hay dos clases de jugadores: los guerreros y los artistas». Jackson es de los últimos. Y también es lento con ganas. Durante mis otras partidas, cuando mi oponente tardaba demasiado en mover, yo me ponía de pie y me daba un paseo, estiraba un poco las piernas e incluso echaba alguna ojeada a las partidas de alrededor que me llamaban la atención. Sin embargo, en el estrado no me atrevo a hacerlo. ¿Y si me resbalo? ¿Y si me pongo en pie demasiado rápido y me desmayo? ¿Y si me rebosa el tampón y me mancha los vaqueros? El inoportuno momento palote de Koch debería servirnos de advertencia a todos. De manera que me limito a echar un vistazo alrededor: a la mesa de los comentaristas, a la arruga que surca de manera vertical la frente de Jackson, a mi hoja de anotaciones. Anoto mis jugadas y garabateo en los márgenes. Unas flores. Unos corazones. Unos ojos oscuros, profundos e intensos. Me detengo, roja como un tomate. Por suerte, Jackson elige ese preciso instante para capturar mi torre y caer en mi trampa. Demasiado artista y no lo bastante guerrero. Tardo cuatro movimientos en ganar y él me estrecha la mano con una sonrisa confusa y perpleja. —Ha sido impresionante —dice—. Extraordinario. Tu estilo me recuerda al de… —Desvía la vista a algún punto situado por encima de mi hombro. Cuando me pongo a buscar a Defne con la mirada, me fijo en que unos cuantos periodistas me observan con curiosidad. Cierro los ojos y le dirijo una silenciosa plegaria al panteón de los semidioses del ajedrez: Que mi próxima partida no sea contra Sawyer, por favor. Sacrificaré en vuestro honor a una cobaya secuestrada con depresión. Hasta que las mesas quedan distribuidas para las semifinales no me doy cuenta del error que he cometido. Alguien anuncia que la próxima partida de Sawyer será contra Etienne Poisy. Rebusco en mi cerebro para asegurarme de que no han dicho mi nombre —uf, menos mal— y me encamino con paso ligero hacia mi tablero, confiando en que Darcy no se cabree demasiado cuando me cargue a su mascota.

Y entonces veo a Malte Koch sentado en el lado de las blancas. Me detengo de golpe. No. Nop. Ni de coña. No pienso jugar contra un gilipollas cuyas ideas sobre el género se remontan a los años treinta. No voy a… —¿Todo bien? —me pregunta el director del torneo al advertir mi vacilación. Preferiría beberme un bote de desodorante Axe mientras una caterva de mapaches se ponen las botas con mi médula ósea que sentarme frente a este desgraciado. —Sí. —Trago saliva. La sonrisita de suficiencia de Koch es probablemente la cosa más abofeteable que he visto en mi vida, aunque su forma de mover las piezas por el tablero tampoco se queda atrás. Cada vez que las desplaza a una nueva casilla, añade una floritura, como si estuviera apagando una colilla. Me dan ganas de despellejarlo y tapizar el sillón de mamá con su piel. Y entonces abre la boca. —Veo que has llegado a semifinales. —Obviamente. —¿Te ha traído la fundación Pide un Deseo? ¿Acaso se nos avisó de que debíamos dejarte ganar y yo no me he enterado o qué? Muevo mi peón en respuesta a la variante de la Ruy López con la que ha abierto; una variante sobre la que llevo las últimas dos semanas leyendo, fíjate tú qué casualidad. Estoy casi segura de que va contra las reglas que se dirija a mí cuando me toca mover. Casi segura, aunque, por desgracia, no del todo. —¿Sabías que a los torneos de eliminación directa se los llama también «de muerte súbita»? Porque, cuando pierdes, palmas. Aprieto la mandíbula. —¿Toda esta cháchara es necesaria? —¿Qué, te molesta? —Sip. Vuelve a esbozar una sonrisita de suficiencia. —Entonces sí. Quiero cortarle los latiguillos de freno. Solo un cachito. —¿Sabes? —prosigue como quien no quiere la cosa—. Prefiero que las tías se ciñan a los torneos femeninos. Creo que existe un orden natural para

todo. Levanto la mirada y sonrío con dulzura. —Y yo prefiero que los tíos cierren el pico y se metan las torres por el culo, pero está claro que uno no siempre consigue lo que quiere. Koch sonríe con más ganas. Alza la mano para llamar al director del torneo. —Disculpe, ¿podría pedirle a la señorita Greenleaf que se abstenga de usar expresiones malsonantes? El director me fulmina con la mirada. —Señorita Greenleaf, aunque sea nueva, debe adherirse a las reglas. Igual que el resto. —Pero… —Cierro la boca de golpe, con las mejillas encendidas. Lo mato. Voy a cargarme a Malte Koch. O haré lo más parecido a eso: aniquilar a su puñetero rey. Probablemente. Tal vez. Si puedo. Lo peor es que no me sorprende que sea el número dos del mundo. Es un jugador excelente. Intento clavar su dama, pero se escabulle. Trato de hacerme con el control del centro, pero me obliga a retroceder. Me esfuerzo por echar abajo sus defensas, pero no solo bloquea mis intentos, sino que también lanza un ataque propio que a punto está de dejar a mi rey en jaque. Es un jugador muy peligroso, me digo. Y el saco de mierda más infecta con el que te has cruzado en la vida, añade una vocecilla en mi interior. Dejo escapar una risita silenciosa y me pongo a jugar de forma aún más agresiva. Nuestra partida dura mucho más que la otra. Setenta minutos después seguimos a la brega. He capturado su dama, pero él ha capturado mi torre y mi caballo, y una sensación de temor, tan densa como el hormigón, comienza a agitárseme en el fondo del estómago. Me pongo a sudar. Me arde la nuca y el pelo se me pega a la piel. —¿Qué haces aquí? ¿Has venido a ver cómo se juega? —El tono de Koch es lo bastante bajo como para que los micros no capten su voz. No se dirige a mí. —Te derrotará en menos de cinco movimientos —dice una voz profunda y confiada detrás de mí. Reconozco la voz, pero no me doy la vuelta, ni

siquiera cuando oigo unas pisadas que se alejan. Sawyer alucina. No estoy, ni mucho menos, a las puertas de conseguir la victoria. Apenas puedo maniobrar desde mi posición. Por otra parte, Koch está más o menos en la misma… Ah. Ah. De pronto, sus palabras cobran sentido. En menos de cinco movimientos. Sí. Sí, solo tengo que… Muevo el peón. Una jugada prudente y nada llamativa, pero Koch entorna los ojos. No tiene ni idea de lo que estoy haciendo y lo he acostumbrado a esperar ataques encubiertos. Estudia el tablero como si fuera un mensaje cifrado de la Segunda Guerra Mundial, y yo me acomodo en el asiento y me relajo. Cojo el boli, anoto la jugada e intento dibujar un retrato de Goliat en la hoja de registros para matar el tiempo. Esa criaturilla ridícula ha conseguido que le coja cariño… Koch mueve el caballo. Yo respondo de inmediato con el alfil y lo confundo aún más. Repito la jugada, con pequeñas variaciones, una y otra vez hasta que… —Se acabó el tiempo —anuncia el director. Koch levanta la mirada con los ojos muy abiertos y los labios apretados. Por fin cae en la cuenta—. Tablas. Las negras pasan a la siguiente fase. Koch aprieta la mandíbula. Las fosas nasales se le dilatan. Me mira como si le hubiera robado el dinero del almuerzo y me hubiera comprado con él una boa de plumas. Más o menos lo que acabo de hacer, las cosas como son. «Muerte súbita», le digo moviendo los labios sin articular ningún sonido. —Me has engañado —suelta, enfadado. —¿Qué, te molesta? —¡Sí! Sonrío. —Entonces sí. Te he engañado. Hay un descanso de cuarenta y cinco minutos antes de la final; me lo paso sentada con Defne y Oz en una zona de césped, a la sombra de unos hibiscos. El subidón de haberle hecho a Koch la trece catorce no tarda en desvanecerse y una sensación de angustia diferente me invade.

Mi siguiente partida es contra Sawyer. Y como tengo el cerebro lleno de serrín, no puedo dejar de pensar en su expresión severa. En el ambiente cargado de cloro de la piscina, rizándole el pelo del cuello. En sus labios carnosos a punto de moverse, como si se dispusiera a decir algo… —Has llegado a la final en tu primer torneo —murmura Oz de mala uva mientras hace trizas una ramita—. Me cago en los niños prodigio. —Tengo dieciocho —señalo. —En lo que respecta a tu trayectoria en el ajedrez, eres una cría. Una recién nacida. Podría meterte el pezón en la boca y no serías capaz ni de engancharte. Defne enarca una ceja. —No sabía que lactaras, Oz. —Lo único que digo es que es injustamente brillante. Lo de ser un genio ya no se lleva… ¿Sabéis qué se estila ahora? Partirse el lomo. Pasarlas putas. La gente como tú y como Sawyer, con un cerebro superdotado y un talento infinito, sí que es morralla de la buena. Intercambio una mirada divertida con Defne. Puede que siga sin caerle bien a Oz, pero lo que está claro es que él a mí me cae cada vez mejor. —¿Alguna vez has jugado contra Sawyer? —Pues claro. Desde que era un mocoso. —¿Y alguna vez le has ganado? Desvía la mirada de forma cautelosa y alzando el mentón. —Técnicamente no. Pero una vez le ofrecí tablas y él consideró la posibilidad de aceptarlas. —¿Y tú? —le pregunto a Defne. Estoy casi convencida de que su «Sí» suena algo tenso. —¿Algún consejo para no hacer el ridículo? —Abre con la Ruy López o la Caro-Kann. No tardes en enrocar. — Parece estar menos habladora que de costumbre. Reticente—. Lo harás bien. Sabes apañártelas con Nolan. Me pregunto por qué llama a Sawyer por su nombre, cuando lo habitual en el mundillo del ajedrez es que la gente utilice el apellido. —Suponiendo que quieras ganar —señala Oz—, porque da un miedo que te cagas; no hay que olvidar que es un tío que se ha pirado de ruedas de prensa a la primera de cambio, que se ha liado a leches con las paredes y

que una vez llamo «mierdaseca» a un árbitro. Además, ya sabemos los genes que ha heredado esa familia, así que… —Oz —Jamás había oído a Defne emplear un tono tan cortante. —¿Qué? No es ninguna mentira. Ni lo del abuelo de Sawyer ni lo de que Sawyer es un gilipollas que se calienta rapidísimo. —Era un crío. La única vez que se ha puesto violento ha sido con Koch, cosa que apenas se le puede echar en cara, y lleva años sin perder los estribos —replica Defne—. Cuando perdió contra Mallory, se limitó a quedarse sentado y a seguirla con la mirada mientras se marchaba y… — Defne se encoge de hombros y me mira a los ojos—. No hace falta que te contengas, Mal. Ya es mayorcito. Aguantará lo que le eches. —Esboza una leve sonrisa—. Probablemente lo esté deseando. Dudo que a don Habilidad nula para gestionar las emociones Sawyer le interese nada que tenga que ver conmigo. Fijo que estoy preocupándome sin motivo, que no sabe ni que existo y que ni siquiera recuerda que hayamos jugado. Anoche seguramente se me quedó mirando porque estaba bañándome medio en bolas en la piscina, como la típica zumbada que habla con las farolas. La partida irá bien. No habrá ningún incidente. Será una chorrada. Una chorradita. Una microchorrada. Una nanochorrada. Lo más probable es que pierda, porque se trata de Nolan Sawyer y, aunque a la parte competitiva de mi cerebro (es decir, todo) le repatea, no pasa nada. Estoy jugando al ajedrez con el piloto automático… —Mallory, ¿tienes un momento? Alguien me pone un micro en la cara en cuanto vuelvo a la sala del torneo. La prensa parece haberse triplicado, o tal vez me dé esa sensación porque los periodistas de antes se han apiñado en torno a mí y me están acribillando a preguntas: que cuál es mi historia, que si es verdad que estoy entrenando en Zugzwang, que qué estrategia voy a llevar a cabo en la final y, mi favorita de todas: «¿Qué se siente al ser una mujer en el mundo del ajedrez?». —Disculpen —dice Defne sonriendo con amabilidad y, acto seguido, se sitúa entre las cámaras y yo y nos abre paso entre la multitud. Me sacan fotos, me piden declaraciones y solo hay una vía de escape. El escenario.

Sawyer se encuentra ya allí. Esperando. Sentado en el lado de las negras, sin quitarme la vista de encima. Su forma de mirarme me resulta inquietante. Sus ojos reflejan una expresión demasiado intensa, demasiado voraz, casi codiciosa. Como si la partida fuera algo secundario y en realidad hubiera venido a buscarme a mí. La única explicación posible es que me odia. Le entusiasma la idea de que haya llegado a la final porque así puede hacerme papilla con toda facilidad y tomarse la revancha por haberlo derrotado. Me cortará a cachitos, me echará vinagre balsámico por encima y disfrutará de cada bocado. No flipes. Tu imaginación hiperactiva te está jugando una mala pasada. Como cuando ves pájaros en el cielo y no puedes evitar preguntarte si son una familia de buitres volando en círculos sobre tu cabeza. Noto en mi interior una tensión cálida y espesa. Sawyer es un intensito. Seguramente me tiene cruzada, pero solo un poco. En plan tranqui. Como un pasatiempo más. Me obligo a acercarme a él paso a paso. Oigo los flashes de las cámaras y los murmullos del público y, por fin, llego al lado de la mesa donde están las blancas. Sawyer se pone en pie. Le tiendo la mano. Él me la estrecha de inmediato, casi con ansia. Me la sostiene unos instantes de más. Tiene las palmas cálidas y sorprendentemente callosas. —Mallory —murmura. Su voz, profunda y sobria, contrasta con el chasquido del obturador de las cámaras, y yo me estremezco. Una sensación ardiente y eléctrica me recorre la columna. —Hola —digo. No puedo dejar de mirarlo. ¿Me he quedado sin aliento? —Hola. ¿Se ha quedado él sin aliento? —Hola —repito como una imbécil redomada. Debería sentarme y ya está, en serio, debería… —Disculpen. —Una voz desconocida. Tengo la vista clavada en Sawyer y tardo un instante en reaccionar—. Señorita Greenleaf, lo siento, tenemos que hablar. Me doy la vuelta. El director del torneo observa nuestro apretón de manos con una expresión angustiada y compungida.

—Ha habido un error, señorita Greenleaf. —Carraspea—. No será usted quien juegue la partida.

Capítulo nueve

Teniendo en cuenta que mi vida parece una recreación del Fyre Festival, nada de aquello debería sorprenderme. Pero, por mucho que me esfuerce, ni siquiera a mí me cabe en la cabeza que lleve jugando al ajedrez tres semanas y ya ande metida en una movida. En serio: ¿qué cojones? «La gente se ha puesto a tuitear sobre ti —me susurró Defne hace unos minutos—. Es un despropósito. Todos están de tu parte». Yo asentí, aturdida, dando gracias por que ni mamá (demasiado sensata) ni Darcy (demasiado joven) ni Sabrina (demasiado TikTokera) tengan Twitter. Debería haberme puesto un seudónimo para jugar al ajedrez. Jackie Mate. La Dama de Blanco. Peonia Torres. —Ha ganado. —Defne, que se ha presentado ante el director del torneo como mi entrenadora, lleva diez minutos defendiéndome. Yo permanezco a su lado, siguiendo a duras penas la conversación. —Así es, sí —responde el director con una expresión afligida nivel Que alguien me traiga un chute de fentanilo. Ha preferido no mantener la conversación en el estrado, en teoría para no tener las cámaras delante de las narices, pero los periodistas se arremolinan a nuestro alrededor como pirañas. ¿La movida ajedrecística en la que ando metida? Al parecer va a salir por la tele. —Pero tenemos ciertas reglas —prosigue el director—. Y una de ellas es que en la hoja de anotación solo pueden anotarse los movimientos. Y la

señorita Greenleaf ha escrito y, eh, dibujado unas cuantas cosas en la suya y… —Venga ya, Russel. —Está claro que Defne y él se conocen desde hace mucho—. Es su primer torneo, no tenía ni idea. —Aun así, su oponente se ha quejado. Y está en su derecho. Diez pares de ojos se vuelven hacia Koch, que nos observa plácidamente desde la cima de su Trastorno de Personalidad Insoportable. Tiene la sartén por el mango, y yo tengo ganas de sazonarlo un poco y dárselo de comer a las ranas arborícolas de Nueva Jersey. —¿Qué sentido tiene, de todos modos, lo de prohibir garabatear en la hoja de anotaciones? —le pregunto a Defne en voz baja. —Es para evitar que los jugadores metan chuletas de extranjis que puedan servirles de ayuda durante la partida. Pero —alza la voz— es una norma que lleva la tira sin aplicarse. ¡Como las leyes esas que prohíben comer pollo frito con tenedor! —¿Qué estaba dibujando? —pregunta Sawyer, y su profunda voz suena casi apática. Porque para acabar de rematar la situación, Nolan Sawyer y su representante —una elegante pelirroja de treinta y tantos— participan en la conversación. Él está totalmente erguido y de brazos cruzados; lleva una americana negra sobre una camisa blanca con los botones del cuello abiertos. Es ridículamente atractivo, dice una molesta e inoportuna vocecilla en mi interior. La silencio de golpe. Al menos, ver a Sawyer interactuar con Koch constituye una prueba palpable de que lo aborrece totalmente. Sigo sin saber muy bien lo que opina de mí, pero incluso si me detesta, ocupo una remota segunda posición en su lista de personas a las que tiene tirria. —Ten. —Defne le tiende mi hoja de anotación y yo me sonrojo. —No alcanzo a comprender cómo el hecho de garabatear un… — contempla los márgenes de la hoja y arquea una ceja— gato le ha ayudado a ganar la partida. —Es una cobaya —murmuro, y unas doce personas me lanzan miradas asesinas. —Por desgracia, se trata de una norma redactada de forma bastante imprecisa —explica Russel—. Si de mí dependiera, lo pasaría por alto, pero

el oponente de la señorita Greenleaf, el señor Koch, nos ha pedido que garanticemos su cumplimiento… —Menuda gilipollez. —Sawyer nos devuelve la hoja, en absoluto convencido. —¿Qué, Sawyer? —dice Koch. La sonrisita de suficiencia se acentúa—. ¿Te preocupa que vaya a darte una paliza? ¿Es por eso por lo que Sawyer se ha puesto de mi parte? ¿Porque me considera una rival menos peligrosa? Noto una oleada de decepción en el vientre, pero me recuerdo a mí misma que me la suda; me importan un rábano el ajedrez y los tíos inmaduros que lo juegan. Piloto automático. Llevo puesto el piloto automático. —Calla la puta boca, Koch —dice Sawyer arrastrando las palabras, más molesto que cabreado, como si Koch fuera un mosquito y él estuviera espantándolo—. Si elimináis a Mallory —dice, como si tuviera la suficiente confianza conmigo como para usar mi nombre, como si fuera capaz de pronunciar una palabra y hacerme sonrojar—, yo no juego. Russel se queda blanco. Si al mejor jugador del mundo le da por mandar a paseo tu torneo, lo más seguro es que quedes fatal. —Si abandona, al señor Koch se le otorgará el primer premio de forma automática. —Por mí bien —dice Koch. Sawyer guarda silencio durante un momento. Acto seguido, menea la cabeza con amargura. Aprieta la mandíbula y espero que haga aquello por lo que se lo conoce: gritar. Liarla parda. Ponerse a romper cosas. Sin embargo, no hace nada de eso. Se vuelve hacia mí y me lanza una mirada larga e inescrutable. Entonces murmura: «Qué puta mierda», sube al estrado y vuelve a sentarse en su sitio. Russel suspira de alivio. Y yo estoy a un tris de hacerle la zancadilla a Koch cuando sube detrás de Sawyer. —Qué asco —me dice Defne. Vuelve la vista a las pantallas de retransmisión en directo en cuanto la partida da comienzo—. Es un capullo. —Ya. Oye, deberíamos marcharnos. No quiero ver a Koch jugar… Un momento, ¿qué hace Sawyer? Mueve el caballo de la dama de forma extraña. Lo hace avanzar y retroceder, y vuelta a empezar. Son movimientos inútiles e inofensivos,

mientras que Koch, por su parte, arma un ataque como Dios manda. Y juega con blancas. —Está… —Defne despliega lentamente una sonrisa—. Nolan, serás cabroncete. —¿Qué hace? —Juega con un hándicap de dos movimientos. —¿Cómo? Se tapa la boca con la mano para disimular la risa. Los murmullos se extienden por la estancia. —Está dejándole claro a Koch que puede ganarle incluso dándole ventaja. —Es… —Una vacilada que no veas. —Y una temeridad. Es decir…, ¿y si pierde? No lo hace. Perder, digo. Gana con un número de jugadas que solo puede describirse como «bochornoso»; principalmente para Koch, que sigue con un cabreo mayúsculo durante la entrega de premios, cuando Russel, con pinta de estar a punto de darse a la bebida, le entrega a Sawyer un cheque de cincuenta mil dólares. Abro lo ojos de tal manera que lo más probable es que acabe necesitando cirugía. —¿Cincuenta mil dólares? —Bueno, no es más que un torneo abierto —explica Defne—. Sé que no es nada del otro mundo, pero… —¡Es una pasta! —Casi me atraganto con mi saliva. No creía que los premios fueran a ser tan altos. ¿Qué es esto, OnlyFans? No puedo evitar seguir a Sawyer con la mirada mientras baja del estrado. La prensa se le echa encima de inmediato y empieza a acribillarlo a preguntas, pero él levanta la mano y hace retroceder a los periodistas al instante, como si aquel chaval de veinte años con fama de voluble e impredecible les diera un poco de canguelo. Y entonces… Entonces, una chica guapísima con el pelo largo y negro se acerca corriendo a Sawyer y este la abraza. Veo que ella se ríe y él le dirige una sonrisa torcida; le pasa un brazo por encima del hombro y ambos se dirigen a la salida. Y yo aparto la vista porque… prefiero no cruzar la mirada con él por si acaso me devora el alma. Estoy pensando en lo mal que debe de

pasarlo su novia entre la mala hostia que tiene y los rumores que circulan sobre su relación con las Baudelaire, cuando una chica de pelo oscuro y una tarjeta de identificación de la BBC se me acerca. Abro la boca para decirle: «Por lo que más quieras, no me hagas esto, no me obligues a concederte una entrevista», pero ella se me adelanta. —¿Mallory? Soy Eleni Gataki. Me alegro de conocerte. —En realidad no… Sigue la dirección de mi mirada hasta su tarjeta de identificación. —No vengo a… Solo soy la becaria. —Ah. Me tranquilizo. —Bueno, de momento. Espero poder cubrir algún día el ajedrez para la BBC. En fin, solo quería decirte que has estado genial en el torneo. ¡Ya soy fan tuya! Que quede entre tú y yo: el corresponsal de ajedrez actual de la BBC es un carcamal chapado a la antigua que siempre escribe sobre los mismos tres tíos, pero voy a intentar que me publiquen mi primer artículo sobre ti. A ver, en realidad no voy a hablar de ti, sino de tu estilo de juego. ¡Es de lo más emocionante y entretenido! Su entusiasmo me desconcierta. Como no tengo ni idea de qué responderle, casi me alegro cuando Russel nos interrumpe y me lleva a un lado para hablar conmigo a solas. —Siento mucho lo de antes. —Me tiende un sobre—. Este es el premio de los semifinalistas. Lo abro, esperando… no sé muy bien el qué. Un folleto sobre cómo llevar a cabo de forma eficaz la defensa siciliana. Un cupón equivalente a dos horas de terapia con un psicólogo deportivo. Pegatinas de Lilo & Stitch. Pero no un cheque de diez mil dólares. Está claro que se trata de un error. Y, aun así, lo primero que se me pasa por la cabeza, de forma horrible y codiciosa, es metérmelo en el bolsillo. Escondérmelo. Y luego echar a correr. Quiero quedarme el dinero. La de cosas que podría hacer. Podría reducir a cero los meses que debo de la hipoteca. Abrir una cuenta de ahorros. Sacarme el título de mecánica. Decirles que sí a Darcy y Sabrina la próxima vez que me pidan cualquier chorrada. Patines. Blandiblú. Clases de piano. Un tití cabeciblanco de peluche.

Madre mía, tengo unas ganas locas de quedarme la pasta. Tengo tantas ganas que necesito deshacerme de ella. De inmediato. —Tengo que contarte una cosa —le digo a Defne. Se está lavando las manos en el lavabo previsiblemente vacío de mujeres—. Esto… Me han dado un cheque. Creo que por error. De diez mil. —Es el premio de los semifinalistas. —Se pelea durante un instante con el dispensador de jabón—. ¿No has leído la información en la web del torneo? ¿El torneo tiene página web? —Pues… —Parpadeo. Diez. Mil. Dólares. Ay, mi madre. Pero… no puedo aceptarlo. Debería quedárselo ella—. Toma. —Le tiendo el cheque —. Me has patrocinado tú. Quédatelo. —Ni hablar. Te lo has ganado. Aunque igual te toca pagar impuestos. Consúltalo con tu gestor. Mi gestor. Ya. Ese que está ahora mismo de vacaciones en las Seychelles con mi administrador de fondos de inversión. —Voy a por el coche para que podamos marcharnos a casa, pero, Mal — me lanza una mirada cargada de énfasis—, el premio del Campeonato del Mundo es de dos millones. Y el del Torneo de Candidatos, de cien mil pavos. Como parece que las webs de los torneos te dan alergia, quiero asegurarme de que lo tienes claro. Se marcha tras guiñarme el ojo y yo me quedo contemplando el cheque durante un buen rato. Voy a tener que darle una vuelta a eso de jugar al ajedrez con el piloto automático.

Capítulo diez

Defne me ordena que el lunes me quede en casa para recuperarme de la «resaca ajedrecística» y quitarme de encima la «mugre del torneo». Va a ser un día libre bastante inusual, ya que mis hermanas estarán en clase, así que el domingo por la noche me meto en la cama con la firme intención de babear la almohada hasta el mediodía, a continuación acercarme en pijama a la ventanilla de autoservicio del Dunkin’ para comprar mi peso en dónuts y luego ventilarme con mamá el noventa por ciento de la caja mientras vemos Acumuladores compulsivos en YouTube. Fracaso de forma estrepitosa. Por motivos que tal vez estén relacionados con el cheque que tengo escondido en el bolsillo interno del bolso, me levanto a las seis y media de la mañana, me meto en ChessWorld.com y me pongo a ojear todas las partidas que ha jugado Malte Koch. Hay un montón, y él es un jugador buenísimo. Aunque también tiene sus puntos débiles. Estoy medio en coma y con los ojos llenos de legañas, pero, aun así, advierto sus meteduras de pata durante las partidas. Y no solo eso: tengo un nuevo archienemigo. «Prefiero que las tías se ciñan a los torneos femeninos». Mi misión en la vida es hacer que se trague sus palabras mientras doy jaque mate al gordo inútil de su rey. —Porfaaaaa, llévanos a clase —me pide Darcy después de darme la espalda para tirarse un pedo en mi cara: su ritual matutino favorito de los últimos tiempos. En el coche, se pone a hablar por los codos: me cuenta que los caballitos de mar macho son los que dan a luz las crías, que las medusas

son inmortales y que los orgasmos de los cerdos duran treinta minutos (nota mental: instalar un programa de control parental en el ordenador). Sabrina está sentada en silencio, con los auriculares puestos y la nariz metida en el teléfono. Intento recordar si ha abierto la boca esta mañana. Y luego intento recordar cuándo fue la última vez que mantuve una conversación con ella. Mmm. —Oye —le digo cuando llegamos—, tú sales una hora antes que Darcy, ¿no? —Sí. Parece a la defensiva. —Pues vendré a recogerte antes. —¿Por qué? Ahora parece a la defensiva y recelosa. —Podemos hacer algo juntas. —¿Cómo qué? —La actitud defensiva sigue presente, aunque mezclada con algo más: esperanza y, tal vez, una pizca de entusiasmo—. Podríamos ir a tomarnos un café al local ese de la esquina. —Vale, pero descafeinado —añado. Frunce el ceño. —¿Por qué? —Porque eres demasiado joven para tomar cafeína. —El ceño fruncido se acentúa. La pierdo—. Si quieres te ayudo con los deberes —le ofrezco, intentando reavivar su entusiasmo. —Bebo café cada dos por tres. Y llevo años haciendo los deberes sola. Por si no te habías fijado, ya no tengo nueve años, Mal. —Pone los ojos en blanco y me doy cuenta de que la he perdido del todo—. Me quedaré frente al instituto con las chicas del roller derby para que no tengas que hacer dos viajes. —Sale del coche sin despedirse y yo me cago en la chavalada hasta que llego a la cooperativa de crédito. Me encantaría ingresar el cheque en la cuenta familiar, pero no se me ocurre ninguna excusa creíble que no tenga que ver con el ajedrez. Mamá, me ha tocado la lotería. He dejado la avena de Darcy demasiado tiempo en el micro y se ha convertido en un diamante. Soy escritora en secreto de novelas eróticas con protagonistas furros. Pues eso. No. Pago las facturas pendientes, ingreso el resto en mi cuenta y hago recados que de normal le corresponderían a mamá. Y si en la cola del súper,

o en el centro de reciclado, o en el mostrador de devoluciones de la biblioteca, o en casa mientras espero a que mamá acabe de trabajar para comer con ella…, si cada vez que tengo diez minutos libres, me pongo a analizar las partidas de Koch en el móvil, bueno… No debería hacerlo. Porque me he puesto límites y todo eso. El ajedrez no es más que un curro y hoy tengo el día libre. Me lo prometí a mí misma. Pero no pasa nada, me rebate una vocecilla. Estás pensando en la pasta de los premios. No estás volviéndote a enamorar del ajedrez. No le guardas ni una pizquita de cariño. Sí. Justo. Exacto. Eso mismo. Recojo a mis hermanas a media tarde y acabo metida de lleno en el Universo Cinematográfico de la Secundaria, que es más entretenido que una telenovela brasileña. —… Y Jimmy se puso en plan: «El rosa chicle me da ganas de potar», y entonces Tina le dijo: «Mi camiseta es rosa chicle», y entonces Jimmy respondió: «No, el rosa de tu camiseta es guay», y entonces Tina buscó en Google el rosa chicle y vimos que era el mismo color que el de su camiseta, así que Jimmy le dijo: «¿Qué quieres que te diga?», y entonces Tina contestó: «Dime que odias mi camiseta y ya está». —¿Y qué dijo Jimmy? —pregunto con genuina curiosidad mientras aparco en la entrada de casa. —Pues… —Hay un tío en el porche —nos interrumpe Sabrina. —Será el cartero —digo, distraída—. ¿Qué hizo Jimmy? —Ya te digo yo que ese no es el cartero —dice Sabrina—. Ojalá. Miro hacia donde señala, y acto seguido me aplasto todo lo que puedo contra el asiento del conductor. —Mierda. —¿Te parece adecuado decir «mierda» delante de nosotras? —pregunta Darcy. —Sí, ¿qué ha pasado con esa pedagogía tuya de predicar con el ejemplo? Imposible. No está aquí. No puede ser él. Estoy alucinando. Estoy sufriendo delirios paranoides. Sí. Por culpa de los químicos del regaliz. Por todo ese colorante que le echan. —… Mal. ¿Mal?

—¿Qué le pasa? —Igual le ha dado un ictus. Ya empieza a tener cierta edad. —¡Llama a una ambulancia! —Voy. —No. Sabrina, no llames. Estoy bien, es que me ha parecido ver… — Vuelvo a mirar al porche. Sigue ahí. Nolan. Sawyer. Está. En. Mi. Porche. Bueno, si no es Sawyer es un extraterrestre que se ha puesto su piel. Yo prefiero la segunda opción. —¿Lo conoces? —pregunta Sabrina. —Tiene toda la pinta de que sí —dice Darcy—. ¿Es otro de tus rolletes? —Igual es un acosador —propone Sabrina. —Mal, ¿tienes un acosador? Sabrina resopla. —No me dejaste ver You porque tengo catorce, ¿y ahora me entero de que hay un tío acosándote a ti? —¿Lo atropellamos? ¿La sangre se quita de la madera? —¡No! —Levanto las manos—. No es ningún acosador, solo es, eh…, un amigo. —Que tal vez me odie. Si aparezco estrangulada, investigad los movimientos de su tarjeta de crédito. Seguro que ha comprado cuerdas. O mucho hilo dental—. Más bien, un compañero de trabajo. Darcy y Sabrina intercambian una mirada prolongada y cargada de peligro. Acto seguido, saltan del coche con un entusiasta: «¡Vamos a conocerlo!». Me apresuro a ir tras ellas, con la esperanza de que todo sea un sueño lúcido. Bueno, más bien una pesadilla. Sawyer está apoyado en el porche de brazos cruzados; alterna la mirada entre las tres, como asimilando el parecido que siempre deja a cuadros a los demás, y yo tengo que contenerme para no soltarle: Son mis hermanas, no mis hijas —sí, a la gente le da por pensar eso—. Lleva vaqueros y una camisa oscura, y puede que sea porque no hay tableros de ajedrez ni

árbitros ni prensa a la vista, pero casi parece otra persona. Podría ser un atleta. Un universitario al que le han concedido una beca de fútbol americano. Un chaval serio y guapo que no ha salido (se supone) con ninguna de las hermanas Baudelaire, que jamás ha llamado (esto sin suposiciones) «cachomierda» a un periodista por insinuar que su forma de jugar se había vuelto repetitiva. —¿Eres amigo de Mal? —le pregunta Darcy. Él ladea la cabeza. La observa. No sonríe. —¿Y tú eres amiga de Mal? Si el mundo fuera un lugar justo, Darcy y Sabrina lo pondrían de vuelta y media y lo echarían a patadas. Sin embargo, lanzan unas risitas, igual que hacen normalmente en presencia de Easton. ¿Pero qué…? —¿Cómo te llamas? —Nolan. —Yo soy Darcy, como el señor Darcy. Y esta es Sabrina, como Sabrina Fair. A Mal no le pusieron un nombre literario porque… no estamos seguras, pero yo creo que nuestros padres le echaron un vistazo y decidieron no venirse muy arriba con las expectativas. Nos ha contado que trabajáis juntos. Él asiente. —Así es. —¿En el centro de mayores? Nolan vacila un instante, perplejo. Vuelve la mirada hacia mí por primera vez. Ve que estoy a punto de sufrir un ataque de pánico y entonces dice: —¿Dónde si no? —¿Alguna vez das de comer a las ardillas? —Chicas —interrumpo—, id a decirle a mamá que hemos vuelto, ¿vale? —Pero Mal… —Ya. Se marchan arrastrando los pies y cierran de un portazo la mosquitera, como si las hubiera privado de pasar una tarde estupenda contemplando a Sawyer. Solo cuando estoy segura de que ya no pueden oírnos me permito centrar la atención en él de nuevo. Hay un instante de tensión, creo yo, en el que yo lo miro, él me mira, y ambos permanecemos inmóviles. Evaluando la situación. Tanteándonos el

uno al otro. En mi caso, sopesando vías de escape. Y entonces me pregunta: —¿Vas a salir corriendo? Frunzo el ceño. —¿Qué? —De normal huyes de mí. ¿Vas a hacerlo otra vez? Tiene razón, pero también es un borde. —De normal pierdes el rey al jugar contra mí. ¿Vas a hacerlo otra vez? Pretendía soltarle una pulla que lo dejara calladito un mes, pero Sawyer hace algo que no me esperaba: sonríe. ¿Por qué sonríe? —¿De dónde has sacado mi dirección? —No ha sido difícil conseguirla. —Vale, pero no has contestado a mi pregunta. —No, no lo he hecho. Se da la vuelta y observa mi jardín: la cama elástica oxidada que todavía no me he molestado en tirar; el albaricoquero, demasiado torpe como para dar frutos; el monovolumen que me toca arreglar una vez al mes. Me avergüenzo ligeramente y me odio por ello. —¿Y piensas contestarme? —Los ordenadores se me dan bien —me responde de forma enigmática. —¿Has hackeado el Departamento de Seguridad Nacional? Arquea una ceja. —¿Crees que en el Departamento de Seguridad Nacional tienen una lista con la dirección de todo el mundo? A saber. —¿Has venido por alguna razón? —¿De verdad trabajas en un centro de mayores? —Se vuelve hacia mí otra vez—. ¿Además de jugar al ajedrez? Suspiro. —No es que sea asunto tuyo, pero no. —Así que mientes a tus hermanas, ¿eh? —Mencionar el ajedrez delante de mi familia no es buena idea. —¿Y yo por qué le cuento eso? —Ya veo. —Apoya el antebrazo en la barandilla y se pone a tamborilear con los dedos tranquilamente—. Una vez jugué contra tu padre, ¿sabes? Me quedo paralizada. Me obligo a relajarme.

—Espero que ganases. —Espero que lo humillaras. Espero que se pusiera a llorar. Espero que se quedara hecho polvo. Lo echo de menos. —Sí que gané. —Vacila un instante—. Siento que él… —¿Mallory? —Mamá se asoma desde el marco de la puerta. Mientras estamos hablando de papá. Me cago en todo—. ¿Quién es tu amigo? —Es… —Cierro los ojos. Lo más seguro es que no nos haya escuchado. No pasa nada—. Es Nolan, mi compi de trabajo. Habíamos… hecho planes para salir a picar algo, pero se me ha olvidado, así que… se marcha ya. Nolan le sonríe como si no fuera el niñato con mala uva que sé que es. —Encantado de conocerla, señora Greenleaf. —Ay, qué lástima. Nolan, ¿te apetece quedarte a cenar? Hay comida de sobra. Sé lo que ve Nolan: mamá tiene cuarenta y muchos, pero parece más mayor. Se la ve cansada. Frágil. Y sé lo que ve mamá: a un chaval guapo y alto de narices. Y educado. Ha venido a ver a la hija que sale con mucha gente, pero que nunca lleva a nadie a casa. Es la situación propicia para que se dé un malentendido. Y debo atajarla lo antes posible. Estoy pensando en eso cuando me dispongo a decirle a mamá que Nolan no puede quedarse, pero él se me adelanta una fracción de segundo y dice: —Gracias, señora Greenleaf. Me encantaría.

Se sienta donde solía sentarse papá. Lo que no significa gran cosa, ya que nuestra mesa es redonda. Y tiene toda la lógica: es zurdo, igual que yo. Hay que hacer piña para evitar darles codazos a los diestros. Aun así, me resulta superraro ver a Nolan Sawyer ponerse morado con el pastel de carne de mi madre, zamparse primero una ración y luego otra, servirse más judías verdes y asentir con seriedad cuando Darcy, maravillada por su buen saque, le pregunta: «¿No tendrás la tenia por casualidad?». Es evidente que le gusta la comida de mamá. Tras dar el primer bocado profirió un sonido grave y gutural que me recordó a… Me puse como un tomate. Nadie más prestó atención.

—¿Llevas mucho trabajando en el centro de mayores, Nolan? — pregunta mamá. Me tenso y atravieso con el tenedor una única judía verde. Le doy a Nolan un golpecito con la rodilla por debajo de la mesa para que se quede callado. —No hace falta que hablemos de… —Un tiempo —dice él como si nada. —¿Y te gusta? —Tiene sus más y sus menos. Antes me encantaba, pero empezó a parecerme algo… monótono y pensé seriamente en dejarlo. Y entonces apareció Mallory. —Me devuelve de repente el golpecito con la rodilla—. Y ahora vuelve a encantarme. Mamá ladea la cabeza. —Debéis de pasar mucho tiempo juntos en el trabajo. —No tanto como a mí me gustaría. Ay, mi madre. Ay. Mi. Madre. —¿Cómo es Mallory en el trabajo? —pregunta Darcy—. ¿Le cae bien a la gente mayor? —Tiene fama de agenciarse las natillas. —Todas se me quedan mirando como si fuera el tío ese de la industria farmacéutica que subió los precios de los medicamentos básicos—. Y de andar por ahí ligera de ropa. Mamá abre mucho los ojos. —Mallory, eso es muy serio. —Está de broma. —Le arreo un golpazo en la pantorrilla. No parece importarle, pero me atrapa el pie con los suyos—. Él tiene fama de contar chistes malísimos. —Ahora tengo la pierna entrelazada con la suya. Estupendo. —Vale. —Sabrina deja el vaso en la mesa—. Voy a preguntároslo y ya está, porque todas nos morimos de curiosidad: ¿os acostáis? —Ay, la virgen. —Me tapo los ojos—. Ay, la virgen. —Sabrina —la reprende mamá—. Eso está fuera de lugar. —Se vuelve hacia mí—. Pero sí, ¿os acostáis? —Ay, la virgen —gimo yo. —No nos acostamos —responde Nolan entre bocado y bocado de pastel de carne. Es la segunda vez que repite. Ay.

La. Virgen. —¿Lo vais a hacer hoy? —pregunta Darcy—. ¿Por eso has venido? Mi hermana de doce años, que duerme abrazada a un zorro de peluche, acaba de preguntarle al número uno del mundo de ajedrez si ha venido a darme lo mío. Y él se limita a responder con naturalidad: —Me parece bastante improbable. Y no, no he venido por eso. —¿Sabías que Mal se acuesta con chicos y con chicas? —añade Darcy —. No estoy sacándola del armario; me dijo que se lo podía contar a quien quisiera. Nolan me lanza una mirada rapidísima. —No lo sabía. —Le da igual, Darcy. Y, para que lo sepas, eso no significaba: «Anda, ve y cuéntaselo a todo quisqui, te lo suplico». —¿Te apetece más pastel de carne, Nolan? —interviene mamá, y se encamina hacia la cocina cuando Nolan asiente, agradecido. —¿Qué, Nolan? —prosigue Sabrina—. ¿Tú también te acuestas con chicos y con chicas? —Cielo santo. —Me asalta una imagen de toda la familia Baudelaire—. Vale, voy a poner fin a esta conversación y a recordarte que no puedes preguntarle a alguien a quien apenas conoces por su orientación sexual durante la cena. Ni en ningún otro momento. —A lo mejor a él le da igual —dice Sabrina—. ¿Te molesta, Nolan? —No —dice él sin inmutarse lo más mínimo. Sabrina me lanza una sonrisa de triunfo. Hermanicidio. La única opción es el hermanicidio. Obligaré a Darcy a que me ayude a esconder el cadáver. O a mamá. O a Goliat. —Entonces, ¿qué? ¿Lo haces con chicos y con chicas? Nolan menea la cabeza. —No. —¿Con chicas, entonces? —No. —¿Con chicos? —No. La expresión de Sabrina refleja confusión durante un momento y, luego, entusiasmo.

—¡Ah, vale, no quieres excluir a las personas no binarias! —Bueno, a ver —interviene Darcy—, ¿cuándo lo vais a hacer? El «no sabría decirte» de Nolan se solapa con mi «¡nunca!», que queda sepultado del todo. Me doy una palmada en la frente. —Me juego lo que quieras a que a Mal se le da de lujo. Practica que da gusto. Nolan me lanza una mirada larga y analítica, que por suerte se ve interrumpida por mamá, que llega con más pastel de carne. —¿Tienes hermanos, Nolan? —pregunta. Nunca me había alegrado tanto de que alguien cambiase de tema. —Dos hermanastros. Por parte de padre. —¿Cuántos años tienen? Nolan entorna los ojos, como si intentara recordar un dato recóndito. —Son adolescentes. O quizá más pequeños. —¿No lo sabes? Él se encoge de hombros. —Nunca los veo. Mamá frunce el ceño. —Supongo que pasas la mayoría de las fiestas con tu madre. Él profiere una carcajada muda. O tal vez se trate de un resoplido. —Llevo años sin ver a ninguno de mis padres. Normalmente las paso en casa de un amigo. —¿Por qué no ves a tus padres? —pregunta Darcy. —Tenemos… opiniones distintas acerca de mi profesión. —¿No les gusta que trabajes en el centro de mayores? Nolan reprime una sonrisa y asiente de forma solemne. —Qué triste —dice Darcy—. Yo veo a mi familia todos los días del año. —Eso también es triste —murmura Sabrina—. Yo no diría que no a un poco de espacio. Darcy se encoge de hombros. —A mí me gusta que siempre estemos juntas. Y que nos lo contemos todo. La mirada cargada de énfasis que Nolan me dedica me provoca ganas de darle una patada en las pelotas, pero sigue inmovilizándome la pierna, de

manera que considero la idea de ahogarme en la salsa. Sería una muerte lenta, nutritiva y sabrosa. No sé muy bien cómo sucede ni que atrocidades he cometido en mis vidas pasadas para merecer esta humillación, pero después de cenar mis hermanas convencen a Nolan para que se quede «¡solo un poquito más! Porfaaaaa» y vea la tele con ellas. —¿Te gusta Riverdale? —le pregunta Sabrina con entusiasmo. Nolan está sentado en el sofá con mis hermanas, cada una a un lado y Goliat en el regazo («Qué raro, este bicho me suena», dijo Nolan cuando Sabrina se lo puso en las manos. «Me pregunto si habré visto algún retrato suyo hace poco». Casi le clavo el tenedor en el ojo). Mamá se apoya en el marco de la puerta y contempla la escena con una expresión de disfrute que me repatea enormemente. Me mandan a buscar sándwiches de helado y luego me obligan a hacer otro viaje cuando traigo los de chocolate y no los de fresa. —Nunca he visto Riverdale. —No jorobes. Vale, a ver, ese es el prota, Archie, pero todo el mundo prefiere a Jughead porque Cole Sprouse está buenísimo, y hay un asesinato y… —Es mono —susurra mamá mientras cargo el lavavajillas. —¿Cole Sprouse? —Nolan. Resoplo. No me sale de manera tan indignada como me gustaría. —Qué va, para nada. —Y parece que tiene muy buen gusto. —¿Porque se ha puesto hasta el culo con tu pastel de carne? —Sobre todo por eso. Pero un poco también porque no parece capaz de quitarle el ojo de encima a la empanada de mi hija. Estoy convencida en un noventa y tres por ciento de que está a punto de colocarnos una bomba de napalm en el sótano, me guardo para mí. O igual quiere robarnos. Saldrá por patas con la hucha familiar en cuanto nos distraigamos. Y con lo que haya sobrado del pastel de carne. Sigo sin saber por qué ha venido. Les está preguntando a mis hermanas: «¿Quién de todos es Riverdale?» con su voz de locutor de radio mientras ellas se ríen y le dan palmaditas en los brazos, y yo quiero que se largue de casa. A la de ya.

Y aun así pasa más de una hora antes de que mamá le recuerde a Darcy que tiene que terminar los deberes de Lengua y de que Sabrina se encierre en su cuarto para comentar por FaceTime con sus amigas del roller derby que Emmalee debería ser una de las jammers y elucubrar sobre qué mosca le habrá picado últimamente a la entrenadora. —Me voy a la cama —dice mamá, con una pizca de énfasis de más. Miro por la ventana: el sol no se ha puesto todavía del todo. —Nolan se marcha ya también. —No hace falta. Le dedica una sonrisa radiante y se aleja, apoyándose en el bastón. —Sí que hace —exclamo a sus espaldas. No me sorprendería nada que mi madre y mis hermanas quisieran poner la oreja, así que cuando Nolan me sigue hasta el exterior, lo llevo hasta el albaricoquero. En esta época del año, es poco más que un puñadito de hojas y ramas escuálidas…, bueno, igual que en cualquier otra época. Me vuelvo hacia él con las manos en las caderas. A la luz del atardecer impone aún más que de costumbre; los ángulos y las curvas de su rostro contrastan radicalmente. La verdad, no tiene ninguna lógica. No debería parecerme tan guapo, sencillamente porque no lo es. Tiene la nariz demasiado grande, la mandíbula demasiado definida, los labios demasiado carnosos, los ojos demasiado hundidos y los pómulos demasiado… demasiado qué sé yo. Ni siquiera debería pensar en ello. —Ahora que te has metido entre pecho y espalda unos doce cerdos gracias al pastel de carne de mi madre, ¿te importaría decirme a qué has venido? —Estoy bastante seguro de que era ternera. —Alarga la mano hasta una de las ramas más altas, con toda facilidad—. ¿Tu familia se cree que estamos saliendo? —No parece molesto, sino más bien orgulloso. —A saber. —Probablemente—. ¿Te supone un problema? Quiero que me responda que sí para poder echarle en cara que es culpa suya por aparecer sin avisar, pero me fastidia la jugada. —¿A quién no le mola una buena trama con relación falsa de por medio? Enarco una ceja. —Me sorprende que conozcas el concepto.

—Tengo una amiga muy fan de Lara Jean. Me he tragado como seis pelis suyas. Se refiere a su novia. —Solo hay tres. —Pues me parecieron más. Exuda seguridad en sí mismo. Está totalmente cómodo. Lo más normal sería que las habilidades sociales de alguien como Nolan, que es famoso por sus arrebatos de mala hostia cuando pierde y que se pasa el noventa por ciento del tiempo estudiando finales de alfiles de distinto color, no fueran para tirar cohetes. Pero ya ves tú. Pienso en las toneladas de autoconfianza que debe de guardar en su interior. Independientemente de donde salgan. ¿Pero tú lo has visto?, me dice una vocecilla interior. Ya sabes de dónde salen. Cállate de una vez. —¿Por qué has venido, Nolan? Suelta la rama. La observa rebotar unas cuantas veces hasta que se queda inmóvil, recortada contra el cielo cada vez más oscuro. Estira la mano hacia mí y yo me preparo para darle una patada giratoria en la barbilla, pero él me aparta un mechón de pelo de la cara. Aún sigo recuperándome del breve contacto cuando dice: —Quiero jugar al ajedrez. —¿No has encontrado a nadie que juegue contigo en Nueva York? ¿Has tenido que venirte en coche hasta Nueva Jersey? Supongo que el Lucid Air aparcado frente a la casa de los Abebe es suyo, porque, como no podría ser de otro modo, tiene el coche de mis sueños. —Creo que no lo entiendes. —Me sostiene la mirada. Me parece verlo tragar saliva—. Quiero jugar al ajedrez contigo, Mallory. Ah. ¿Eh? —¿Por qué? —Ayer tendrías que haber jugado tú. Fue… Te tenía justo ahí. Delante de mí, al otro lado del tablero. —Aprieta los labios—. Tendrías que haber jugado tú. —Ya, bueno. —Habría sido divertido. Me invade una sensación de arrepentimiento y me parece que no tiene nada que ver con el dinero del

premio, sino con el hecho de que jamás había disfrutado tanto del ajedrez como cuando jugué contra este tío raro, huraño y atractivo—. Malte Koch tenía otros planes. —Koch es un mindundi. —Es el segundo mejor jugador del mundo. —Tiene la segunda mejor puntuación del mundo —me corrige. Recuerdo cómo lo humilló Nolan ayer y digo: —¿Has pensado que igual Koch dejaría de ser tan gilipollas con todo el mundo si dedicases un par de minutitos a la semana a fingir que te tomas en serio sus delirios y que sí que lo consideras tu archirrival? —No. —Vale. —Empiezo a darme la vuelta—. En fin, ha estado bien, pero… Cierra la mano alrededor de mi antebrazo. —Quiero jugar. —Pues yo no juego. Enarca una ceja. —Nadie lo diría. Me sonrojo. —No juego a menos que esté trabajando. —¿No juegas si no estás en Zugzwang? Rezuma escepticismo. Y sigue agarrándome la muñeca. —O en algún torneo. Nunca juego en mi tiempo libre. La verdad es que en mi tiempo libre intento no pensar para nada en el ajedrez, pero me lo estás poniendo un poco difícil, así que… Resopla. —Piensas en el ajedrez a todas horas, Mallory, y los dos lo sabemos. Me encantaría reírme en su cara, pero llevo todo el día repasando mentalmente las partidas de Koch y el comentario se acerca peligrosamente a la verdad. Me zafo de él, ignorando la persistente calidez de su piel, y cuadro los hombros. —A lo mejor tú sí. A lo mejor tú eres un yonqui del ajedrez. A lo mejor te da por meter juegos de ajedrez en bolsas de plástico y esconderlos en la cisterna del wáter porque eres incapaz de pensar en otra cosa. —Me viene a la cabeza el rumor de las Baudelaire y me doy cuenta de que, a todas luces, la única que no tiene vida de los dos soy yo. Aun así, he cogido carrerilla y ya no puedo parar—. Pero para algunos, el ajedrez no es más que un juego;

los hay que disfrutamos de una conciliación entre la vida laboral y la personal. Se inclina hacia mí. Su cara está a meros centímetros de la mía. —Quiero jugar al ajedrez contigo —repite. Su voz suena más grave. Más cercana. Más profunda—. Por favor, Mallory. Refleja cierta desnudez. Cierta vulnerabilidad. De pronto parece más joven de lo que es; un niño que le pide a alguien que haga algo muy muy importante por él. Es muy difícil decir que no. Pero no imposible. —Lo siento, Nolan. No jugaré contigo a menos que estemos en un torneo. —No. —Niega con la cabeza—. No puedo esperar tanto. —¿Perdona? —Tu puntuación es bajísima. Pasarán años antes de que te inviten a torneos o competiciones importantes, y el próximo abierto no se celebra hasta finales de primavera… —No es verdad —protesto, aunque no tengo ni idea. Por su expresión terca, disgustada y casi preocupada diría que sí. Algo se me revuelve en el estómago. —¿Por qué? —pregunta—. ¿A qué viene esta chorrada de no jugar fuera del trabajo? —No te debo ninguna explicación. —¿Entonces por qué se la das?—. Pero… no me gusta el ajedrez. No de la misma manera que a ti. Para mí no es más que un trabajo, algo en lo que he acabado metida de casualidad y… —Me encojo de hombros. Me da la sensación de que el gesto destila tensión y poca naturalidad—. Así me va bien. Me estudia en silencio. Y entonces dice: —¿Es porque tu padre…? —No. —Cierro los ojos. Un bramido me invade los oídos y noto que las sienes me palpitan. Cojo aire lentamente y consigo mitigarlo. Un poco—. No. —Le sostengo la mirada—. Y hazme el favor de no volver a mencionar a mi padre. Durante un instante, parece que no va a dejarlo pasar. Luego asiente. —Te daré el dinero. —¿Qué?

—Te pagaré el premio del torneo. El dinero por el que tendrías que haber competido. —¿Hablas en serio? —Sí. —Si te gano, me darás cincuenta mil dólares. —Te los daré aunque gane yo. Me echo a reír. —Y una mierda. —Lo digo en serio. Cincuenta mil dólares es calderilla para mí. —Ya, bueno. —Que diga eso delante de mi casa-de-clase-media-bajacon-albaricoquero-incluido me toca la moral—. Que te den. Vuelvo a alejarme, pero esta vez no me agarra de la muñeca. No le hace falta: se planta delante de mí con dos zancadas, interponiéndose entre mi casa y yo. El sol se ha puesto y el jardín se encuentra completamente a oscuras. —Me refiero a que puedo pagártelos. Te pagaré para que juegues conmigo. —¿Por qué? ¿Porque no soportas que alguien te haya ganado? ¿Eres como Koch, incapaz de aceptar que has perdido contra una mujer? —¿Qué? —Parece horrorizado de verdad—. No. No me parezco en nada a él. —¿Y entonces por qué? —Porque sí —me lo dice prácticamente con un gruñido—. Porque me… Porque tú… —Se interrumpe de golpe y se aleja unos pasos. Hace un gesto de frustración con el brazo, algo que le he visto hacer las pocas veces que ha perdido al ajedrez. Supongo que eso significa que he ganado. —Mira, Nolan, lo siento. No… no voy a jugar contigo. —Espero ver una expresión de decepción en su rostro. Lo que me pilla desprevenida es la sensación idéntica que noto yo en el pecho—. No es nada personal, pero me prometí a mí misma que le pondría límites al ajedrez. Me doy la vuelta sin despedirme y vuelvo a entrar en casa, fustigándome de camino a mi cuarto por el extraño sentimiento de pérdida que noto en la boca del estómago. Soy idiota. Lo que le repatea a Nolan es que jugásemos una vez y perdiera. No tiene nada que ver conmigo, sino con él. Con su estatus. Sus

inseguridades. Su necesidad de ser el mejor. Entro en mi habitación. La cabeza me palpita y me muero de ganas de meterme en la cama, me muero de ganas de que se acabe el día. —¿Nolan se ha marchado? La voz de Darcy me sobresalta. Había olvidado que estaría haciendo los deberes. —Sí. Tenía que irse a casa. —Bueno, es normal. —Yo asiento mientras busco mi pijama—. Debe de estar muy ocupado. Después de todo, es el mejor jugador de ajedrez del mundo.

Capítulo once

Pestañeo. Vuelvo a pestañear. Pestañeo una vez más y tomo una decisión en menos de un segundo: contar una trola. —Lo has confundido con otra persona, cielo. —Toso—. ¿Necesitas ayuda con los deberes? —Se llama Nolan Sawyer, ¿no? —Solo son dos personas que comparten el nombre. —Agito la mano de forma despreocupada—. Como cuando ibas a la guardería, que había cuatro Madison Smith en… Le da la vuelta a la tablet. Tiene abierta la página de la Wikipedia de Nolan, donde aparece una foto de él en alta resolución contemplando un tablero de ajedrez con el ceño fruncido. Aunque me encantaría negarlo, es sin lugar a dudas el mismo chaval que ha arrasado con el pastel de carne. Pestañeo. Vuelvo a pestañear. Pestañeo una vez más y vuelvo a tomar una decisión en menos de un segundo: contarle otra trola. Darcy tiene doce años, puedo salir airosa de la situación. Profiero un grito ahogado. —¡No jorobes! ¿Va en serio? —Soy una actriz penosa. Estoy al nivel de lo que suele verse en las obras de teatro de primaria—. No me lo había comentado. Tendré que preguntárselo la próxima vez que…

Me quedo callada porque Darcy ha abierto otra página. En ella aparece una foto con dos personas: Nolan, que se yergue de forma siniestra desde un extremo del tablero, le estrecha la mano a una chica rubia que lleva una camisa de franela idéntica a la mía. Ninguno de los dos sonríe ni dice nada, pero se miran a los ojos de un modo que casi parece íntimo y… Poso la mirada en el título de la página: «¿Quién es Mallory Greenleaf, la nueva jugadora revelación del ajedrez?». —Joder. —Hay un artículo sobre ti. —Joder. —Y fotos. —Joder. —Y también un vídeo, aunque no se me reproduce. Creo que las ventanas emergentes están bloqueadas. —Joder, joder, joder. —Pues claro que esa mierda está en internet. Había periodistas por todas partes; ¿qué pensaba yo que iban a hacer con todo el material, un álbum de recortes?—. Joder. —No deberías decir palabrotas delante de niñas de doce años. La señorita Vitelli dice que mi cerebro sigue siendo una esponja. Seguro que si dices otra palabrota acabo en el reformatorio. —Joder. —Otra jovencita prometedora que se va a pique. Le arranco la tablet de las manos a Darcy. El artículo está en ChessWorld.com. El encabezado se jacta de ser «La web de ajedrez más importante del mundo, más de cien millones de visitas de usuarios únicos al mes». Profiero un gemido.

… se inscribió en el torneo como jugadora sin cali cación, pero sorprendió a todo el mundo al no perder ni una partida. Greenleaf, que actualmente entrena en Zugzwang con la GM Defne Bubikoğlu, es hija del difunto GM Archie Greenleaf (puesto más alto del ranking FIDE: 97), que falleció hace un año. El mes pasado, durante el Torneo Bené co de Nueva York, derrotó al número uno del

mundo, Nolan Sawyer. Sawyer tenía la oportunidad de tomarse la revancha durante el Abierto de Filadel a, pero… Tiro la tablet en la cama. Me tiemblan las manos. —¿Cómo lo has encontrado? Darcy se encoge de hombros. —Haciendo los deberes. —¿Los deberes? —Esta semana estamos haciendo nuestro árbol genealógico. Tengo que escribir sobre mis bisabuelos paternos y como no puedo preguntaros ni a ti ni a mamá, porque las dos os ponéis en plan operación secreta cada vez que menciono a papá, puse en Google «Archie Greenleaf», y siento si… —La voz le sale aguda y parece estar a punto de echarse a llorar. Se me encoge el corazón. —Está bien, ¡no pasa nada! No has hecho nada malo, corazón. Te juro que no me he enfadado. Y… Tiene razón: nunca hablamos de papá ni de lo que le pasó. ¿A lo mejor deberíamos hacerlo? ¿A lo mejor debería ser yo la que hablase de papá con ella? A mamá le resultaría doloroso. Es responsabilidad mía. Es lo justo, teniendo en cuenta que la culpa de que ya no esté con nosotras es mía. Me arrodillo frente a ella y le cojo la mano. —¿Quieres que hablemos de papá? —Ahora no. —La sensación de alivio que me invade resulta bochornosa —. Pero me gustaría saber qué es una beca Zugzwang. He mordido el anzuelo. —Es un… trabajo. Me pagan por estudiar ajedrez. Durante un año. —¿Y qué pasa con el centro de mayores? —Abre mucho los ojos—. ¿Y con las palomas? —No hay ninguna… A ver, palomas sí que hay, un montón, más de las que debería. Pero no trabajo en ningún centro para mayores. —¿Lo saben mamá y Sabrina? ¿Me has mentido solo a mí? —No. —Meneo la cabeza enérgicamente. Parece aliviada. Durante una fracción de segundo. —¿Así que juegas al ajedrez por dinero?

—Sí. —¿No es lo mismo que apostar? —¿Qué? —Y apostar es ilegal, ¿no? —Pues… —¿Por eso nos mentías? ¿Porque trabajas en el garito de alguna mafia? —No estoy metida en rollos de apuestas, Darcy. Es un deporte. —Me fijo en que levanta una ceja—. Más o menos. —¿Y entonces por qué nos lo has ocultado? —Hay algunas… cosas que tal vez no recuerdes porque pasaron cuando eras muy pequeña, pero… —Porque papá jugaba al ajedrez. Suspiro. —Sí, en parte. Simplemente quiero protegeros de algo que podría haceros daño. —No soy ninguna blanda ni… —Pero yo sí. Y Sabrina también, aunque ahora está en la edad del pavo y lo negará. Y mamá… Pasaron muchas cosas que nos hicieron sufrir, Darcy. Pero ahora somos felices. —Sabrina está siempre amargada. Me río entre dientes. —Es verdad. Solo quiero cuidar de todas vosotras. —Y aun así has metido al Matarreyes en casa. —¿Cómo sabes…? —Sale todo en la Wikipedia. ¿Sabías que una vez jugó contra Jeff Bezos en un evento benéfico? Lo derrotó en veinte segundos y luego le preguntó si la botella de agua que había junto al tablero era para mear. —Un auténtico héroe de la lucha obrera. Darcy… —Y hay un montón de fanfics de él en AO3; en la mayoría se enrolla con un tal Emil Kareem, pero… —¿Qué? ¿Cómo sabes lo que son los fanfics? —Leo muchos. —¿Perdona? —Tranqui. Solo los que pueden leerse con supervisión paterna. —Sabes que eso significa que uno de tus progenitores, o sea yo, tiene que estar presente, ¿no?

Ladea la cabeza. —Sabes que no eres mi progenitora, ¿verdad? Cojo aire. —Mira, Darcy, la razón por la que lo he mantenido en secreto… —Madre mía, Mal, ¡ahora las dos compartimos el secreto! De pronto, parece emocionadísima. —No. No quiero que le ocultes cosas a mamá… —No me importa —responde de inmediato—. ¡Me parece bien! —Darcy, mientras cenábamos te jactabas de que nosotras nos lo contábamos todo. Le explicaré a mamá… —Has sido tú la que ha dicho que a mamá le resultaría doloroso. Y quiero que compartamos un secreto. ¡Algo que sea solo nuestro! Contemplo su mirada esperanzada y brillante y me pregunto si se siente sola. Después de todo, yo paso mucho tiempo en Nueva York. Sabrina se pasa el día pegada al móvil y mamá no tiene fuerzas para dedicarle demasiado tiempo. Además, contar la verdad sería como abrir una gigantesca caja de Pandora. Y estoy convencida de que ni mamá ni Sabrina me buscarán en internet. —Vale —le digo. Es una idea terrible, pero Darcy lanza un puño al aire. A continuación, adopta una expresión calculadora. —Pero no te va a salir gratis. Entorno la mirada. —¿En serio? ¿Piensas chantajearme? —Me parece a mí que a la avena del desayuno no le vendría mal una cucharada más de Nutella. ¿Media? ¿Una cucharadita? ¿Porfi? Meneo la cabeza y me acerco para darle un abrazo

No vuelvo a ver a Nolan. A ver, no es que no vuelva a encontrármelo nunca más en la vida, pero pasan semanas sin que me lo cruce de nuevo y tampoco oigo hablar de él, a excepción de un martes por la tarde, cuando es tendencia entre la comunidad ajedrecística de Twitter tras olvidarse de que tenía un torneo

online y aparecer frente a la cámara cinco minutos tarde con una camiseta de botones en el pecho aún a medio poner (#MatarreyesBuenorro). El hecho de que su ausencia no me pase inadvertida me tiene un poco mosca. Puede que incluso me tenga bastante mosca, pero jamás había estado tan ocupada. Después del Abierto de Filadelfia, Defne me cambia el horario. Me pide que pase más tiempo con los Grandes Maestros del club (incluyendo a Oz, a quien la idea le chifla) para trabajar mis puntos débiles. También me hace jugar al ajedrez online para incrementar mi puntuación y enfrentarme a diario a los mecenas de Zugzwang. —A ti lo que mejor te va es un aprendizaje práctico —me dice. Tiene razón. Mis habilidades ajedrecísticas mejoran rápidamente, y me resulta más fácil emplear las diferentes posiciones y estrategias. —¿Quién iba a decir que fomentar expresamente un talento natural daría como resultado el perfeccionamiento de dicho talento? —dice Oz con acritud. Como venganza, me zampo una bolsa entera de patatas fritas en mi mesa. Paso una gran parte del tiempo reproduciendo partidas antiguas. —Gracias por no comprar la leche en polvo que te pedí —resopla Sabrina después de que me haya pasado una hora recorriendo distraída los pasillos del supermercado mientras me preguntaba si Salov podría haber desclavado a su caballo en el 95. Estoy entrenando tanto que parece que no soy capaz de desconectar, ni siquiera mientras duermo. El ajedrez invade mis pensamientos y, después de pasar varias noches dándole vueltas a los finales de partida de Karpov, casi agradezco los sueños fugaces en los que aparecen unos ojos oscuros y profundos que me observan con frustración. Al llegar la última semana de septiembre, empieza a refrescar por las mañanas y saco del armario mi bufanda azul favorita, la que Easton me hizo durante la efímera temporada en la que le dio por tejer («Me he saltado algunas puntadas. Licencia poética y tal»). Me hago un selfi y se lo mando, y frunzo el ceño cuando me responde únicamente con un desganado emoji de corazón. Caigo en la cuenta de que llevamos más de una semana sin hablar y frunzo el ceño todavía más cuando le envío un: ¿Qué tal va todo?, y no me contesta. Cuando oigo una notificación de mensaje proveniente del móvil una hora más tarde, me invade una oleada de esperanza, pero solo es Hasan preguntándome si quiero quedar el fin de semana.

No sé por qué, pero lo dejo en visto. Por primera vez, cuando entro en el despacho, Oz no está en su mesa. —Se ha ido a un torneo —me explica. Casi me pongo a hacer pucheros. —¿Y por qué yo no he ido? —Porque tu puntuación no es que sea baja, sino que está sepultada bajo tierra. La mayoría de los torneos cuentan con criterios de acceso muy estrictos o son eventos en los que solo se puede entrar con invitación. Ahora sí hago pucheros. —La tuya es una situación sin precedentes, Mal. La mayoría de los jugadores mejoran sus habilidades con el tiempo, por lo que su puntuación evoluciona a medida que lo hacen ellos. Pero incluso si lo único que hicieras fuera ganar partidas y alimentarte a base de latas de atún, tardarías un par de años en conseguir que tu puntuación reflejase tus habilidades reales. —Me da unas palmaditas en los hombros—. Te he inscrito en el Abierto de Nashville, que se celebra a mediados de octubre. El premio es de cinco mil dólares, pero ganarás, ya que los jugadores más importantes no se presentan. —Se muerde el labio inferior, vacilante—. Me han ofrecido que participes en otro evento, pero… —¿Qué evento? Se muerde el labio con más fuerza. —¿Conoces las Olimpiadas de ajedrez? Parpadeo. —Eso no existe, ¿no? —Pues claro que existe. —Digamos que te creo. ¿En qué consiste? —Es un torneo por equipos. No son olimpiadas de verdad, pero el formato es similar: un equipo por país y cuatro jugadores por equipo. Cinco días. Este año se celebran en Toronto durante la primera semana de noviembre… ¿Tienes pasaporte? —Asiento—. Emil me llamó y me preguntó… —¿Emil? ¿Kareem? —Sip. El problema es que el torneo por invitación Pasternak se celebra justo después en Moscú y es mucho más prestigioso. —Más prestigioso que… las Olimpiadas. No me lo trago.

—Bueno, ya sabes cómo son las cosas en el ajedrez profesional. — Defne debe de darse cuenta de que, en realidad, no lo sé, porque prosigue hablando—: Al final, todo es cuestión de pasta. Los premios del Pasternak son una locura, a diferencia de los de las Olimpiadas, y la mayoría de los profesionales y de los GM de élite prefieren no cansarse en balde. A ver, no en balde. Dan un trofeo. Es bastante apañado, una especie de copa. Supongo que podrías servirte cereales dentro. O sopa. E incluso ensalada, si no te molesta que el tenedor choque contra el metal… —Aparte de Emil, ¿quién más está en el equipo de Estados Unidos? —No lo tengo claro. —Parece haber adoptado una actitud prudente—. ¿Tal vez Tanu Goel? —¿Quieres que vaya? —Pues… —Al rascarse la nuca, la manga se le desliza hacia atrás y el tatuaje del tablero de ajedrez queda al descubierto. Examino las posiciones de las piezas mientras ella parece tomar una decisión: las blancas atacan con la torre y las negras tienen dos peones menos—. Sería una gran oportunidad para que mejoraras tu puntuación, ganaras experiencia e hicieras contactos. —Sonríe por primera vez durante esta conversación—. Si puedes cuadrarlo con tus otras obligaciones, me parecería fenomenal que fueras. Unas horas más tarde, mientras estoy sentada a la mesa con mi familia, dándole un mordisco a la cola de un nugget con forma de tiranosaurio, comento como quien no quiere la cosa: —En el centro de mayores me han pedido que acompañe a los residentes de viaje. —Ah. —Mamá levanta la vista del plato—. ¿A dónde? —A Toronto. Cinco días, en noviembre. —Noto que Darcy me perfora con la mirada. Compartir un secreto importantísimo con una cría de doce años que habla por los codos es más peliagudo de lo que parece—. Me pagarían un extra. Y no estaría mal visitar Canadá. Tengo que darles una respuesta mañana… —Alto ahí. —Sabrina deja el móvil en la mesa con fuerza—. ¿Te vas a Toronto de fiesta y nos dejas solas? ¿En serio? Parpadeo, sorprendida por la mezcla de pánico y rabia que desprende su voz. —Solo estaba…

—¿Y si le pasa algo a Goliat y hay que acercarlo al veterinario? ¿Y si Darcy se mete una ficha del Monopoly por la nariz y hay que llevarla a urgencias? ¿Y si tengo que asistir a alguna reunión del club de roller derby? ¿Quieres que haga autoestop o qué? —Lo dejaré todo arreglado antes de irme —empiezo a decir justo al tiempo que Darcy exclama: «¡Llevo sin meterme nada en la nariz desde los cinco años!», y mamá señala: «Yo seguiré estando en casa, Sabrina». —Darcy es boba y los bobos son impredecibles, Mal. Y el caso es que las emergencias no se pueden prever, por eso son emergencias. ¿Y si mamá sufre una recaída? ¿Quién cuidará de ella? ¿Cómo eres tan egoísta?… —Sabrina. —La voz de mamá, de normal serena y agradable, restalla como un latigazo—. Pídeles perdón a tus hermanas. —No he dicho ninguna mentira… —Sabrina. Ella se marcha hecha una furia, haciendo chirriar la silla y golpeando el suelo con fuerza. El silencio se apodera del comedor y unos segundos después se oye un portazo al final del pasillo. Mamá cierra los ojos durante tres exhalaciones exactas. Y a continuación dice: —Pues claro que debes ir, Mallory. Estaremos bien. Meneo la cabeza. En el fondo, sé que Sabrina tiene razón. Después de todo, soy yo quien no hace más que recordarle lo delicada de salud que está mamá. No es de extrañar que haya perdido los papeles al enterarse de que quiero marcharme unos días. —No. La verdad… —Mallory —mamá posa la mano encima de la mía. Aún sigo teniendo agarrado el tenedor con el nugget a medio comer—, hazme el favor de decirle a tu jefa que vas a ir, ¿vale? Asiento con la cabeza. Y luego paso la noche en vela dándole vueltas al asunto, amargada y con las palabras de Sabrina resonándome de forma horrible en los oídos. Estoy enfadada. Furiosa. Triste. Me siento culpable. Egoísta. ¿No entiende todo lo que he tenido que sacrificar por ellas? ¿Se piensa que quería dejar de estudiar? ¿Se cree que me hace gracia que dentro de cuatro años Easton vaya a tener un título universitario mientras yo sigo estancada en algún trabajo basura donde solo paguen el mínimo? A la mierda con Sabrina, la verdad.

Pero es culpa tuya que tu familia esté en esta situación, me recuerda esa odiosa vocecilla. Tiene todo el derecho a estar cabreada contigo. ¿No decías que solo ibas a competir en torneos donde hubiese premios en metálico? ¿Por qué quieres ir a Toronto? ¡Para mejorar mi puntuación! ¡Para poder participar en torneos mejores! Ah, ¿no tiene nada que ver con que disfrutaras como una enana del ajedrez de competición y lleves muriéndote de ganas de volver a intentarlo desde Filadelfia? Vale, guay. Solo quería asegurarme. Cierra el puto pico. Acabas de mandarte callar a ti misma, pero tú a lo tuyo. Me levanto por la mañana con ganas de disculparme con Sabrina por…, yo qué sé, ¿destrozarle la vida hace cuatro años, quizá? Sin embargo, su habitación está vacía. —Va a acercarla a clase la madre de McKenzie —me explica Darcy—. Para ser alguien cuyo mayor miedo es no tener a nadie que la lleve a urgencias, a Sabrina la zorra adolescente se le da genial lo de acoplarse en el coche de otra persona en tiempo récord. —En primer lugar, esa palabra está prohibida en casa. —Sonrío, me acerco a ella y le aparto el flequillo de la frente. Es como contemplarme a través de un filtro de Snapchat que te pone pecas y te hace parecer más joven—. Y en segundo lugar, sabes que Sabrina te quiere mucho, ¿no? En realidad no piensa que seas boba. —Sé que me quiere y que, además, cree que soy boba. Porque es boba. —Me mira detenidamente—. Por cierto, no creo que seas egoísta, Mal. A ver, nunca le muestras a Timothée Chalamet la admiración que se merece, eres un poco rácana con la Nutella y, hablando de forma objetiva, también una trolera. Pero no creo que seas egoísta. —Noto un nudo en la garganta. Hasta que Darcy frunce el ceño—. Aunque no estoy segura al cien por cien de la definición de «egoísta». Un par de horas más tarde me encuentro en el despacho de Defne; la estancia se parece un poco a su dueña: es colorida y alegre y está llena de trastos que no deberían quedar bien juntos, pero que, no sé cómo, lo hacen. —¡Buenas! —Me sonríe desde su mesa—. ¿Le has birlado a Delroy el bagel arcoíris? Está que se sube por las paredes. —No, acabo de llegar.

—Ah, vale. ¿Te ayudo con algo? Carraspeo. Bueno, allá va. —¿Podrías decirle a Emil que me encantaría ir a las Olimpiadas?

Capítulo doce

Noto la presencia de Nolan antes de verlo. Estoy intentando subir mi bolsa de lona a la cinta transportadora del aeropuerto de LaGuardia como puedo, preguntándome por qué las Greenleaf nunca nos hemos dejado el dinero en algo que tenga ruedas (o en un juego de mancuernas para fortalecer la parte superior del cuerpo), cuando, de pronto, alguien me la quita de las manos, la levanta sin esfuerzo y la deja sobre la cinta. Me doy la vuelta, pero mi cuerpo ya sabe de quién se trata, como si mis átomos vibraran de forma diferente cuando él está cerca. Lo que seguramente significa que su presencia tiene el mismo efecto nocivo sobre mi cuerpo que la radiación. —Hola, Mallory —me saluda. Lleva gafas de sol y una camisa oscura, pero su voz es la misma de siempre. Su aspecto es el de siempre. Alto. Serio. Bueno. Le hacen falta unos cuantos granos. O una verruga que se cargue la perfecta imperfección que es su cara. —Hola —consigo decir. Han pasado más de dos meses desde que lo vi por última vez. Dos meses en los que no he hecho más que jugar, jugar y jugar al ajedrez. Discutir con mis hermanas, llevar a mamá al médico y, después, jugar un poco más al ajedrez. Ser la receptora de las miradas fulminantes de Oz, posponer lo de meterme en Tinder y jugar al ajedrez. Gané el abierto de Nashville y otro torneo online. Aún no he perdido ninguna partida, pero ni siquiera tengo

todavía 1900 puntos. Hay un rincón de mi cerebro que no hace más que rumiar sobre posiciones, estructura de peones y teoría de los cuadrantes. —¿Vas a… coger un avión? —le pregunto cuando se queda callado más de la cuenta. La voz me sale ronca. Espero no haber pillado un resfriado justo antes de las Olimpiadas. Se le curvan las comisuras de los labios. —A eso viene uno al aeropuerto. La ronquera se me pasa de golpe. —Igual acabas de aterrizar. O has venido para recoger a alguien. O estás viviendo en la terminal por culpa de algún jaleo con los trámites de inmigración, como Tom Hanks en aquella película. —Carraspeo—. ¿A dónde vas? Ladea la cabeza. —¿En serio? En serio, ¿qué? —¿Vas al torneo ese de Rusia? —¿Aún no has sumado dos y dos? —¿Qué se supone que…? —Greenleaf. Emil Kareem aparece de pronto y me abraza como si fuera su hermana y llevase años desaparecida. Lo acompaña una chica, una supermodelo que acaba de aterrizar en LaGuardia para asistir a la semana de la moda. Un momento, su cara me suena. Creo que la vi en el Abierto de Filadelfia… ¿No es la novia de Nolan? Aquella chica a la que le dio un abrazo… Ni idea, pero ahora es ella la que me abraza a mí como si fuera su hermana y llevase años desaparecida. —Mallory, me alegro tanto de que estés en el equipo. Es increíble que vaya a tener conversaciones serias que no giren en torno a los deportes fantasy. Un momento, ¿te van los deportes fantasy? Huele fenomenal. A lavanda, creo. —No… no sé qué es eso —Menos mal. —Greenleaf, esta es Tanu Goel. Ella tampoco tiene ni idea de lo que son los deportes fantasy —dice Emil—. Y ya conoces a Nolan, claro. De haberlo apalizado en verano.

Miro a Nolan. No parece importarle que se lo recuerden; todo lo contrario, en realidad. Cosa que me toca las narices. Quiero que me considere un grano en el culo, igual que lo considero yo a él. Quiero que mis dichosos ojos se le aparezcan en sueños. —¿Vosotros os conocéis? —pregunto, alternando la mirada entre Nolan y Emil. —Por desgracia —dicen al mismo tiempo, antes de intercambiar una mirada fraternal, y entonces es cuando caigo en la cuenta. Nolan está en el equipo. Nolan se viene a Toronto. Con nosotros. A jugar al ajedrez. En las Olimpiadas. Emil no me lo comentó. Porque no se lo pregunté. Hemos estado en contacto para organizar el vuelo y el alojamiento, pero creía que, fuera quien fuese el cuarto miembro del equipo, no lo conocería. Porque Defne me dijo que todos los Grandes Maestros de élite se iban a saltar las Olimpiadas e irían al Pasternak. Porque soy idiota. Una idiota histérica que tiene que lidiar con su histerismo mientras pasa el control de seguridad y se pone en la cola de embarque. No es que sea una tía acomplejada, pero con estos tres me siento como un bicho raro. Son majísimos conmigo (salvo Nolan, que muestra su actitud inescrutable de siempre) e intentan hacerme partícipe de sus conversaciones (salvo Nolan, que muestra su actitud silenciosa de siempre), pero es evidente que se conocen desde hace años. Sus bromas me resultan indescifrables, ocultas tras una maraña de referencias incomprensibles. La dinámica entre ellos parece seguir, además, un compás de lo más trillado; varios compases, en realidad, constituidos por alianzas que cambian cada dos por tres y una buena dosis de vaciles. —¿En serio se va a comprar eso? —pregunta Emil cuando Tanu coge un paquete de caramelos Werther’s—. ¿Cuántos años tienes? —Déjala —murmura Nolan, y paga los Werther’s y una bolsa de M&M’s con una tarjeta de crédito negra—. No ves que se les ha acabado la gelatina de colores.

No pasan ni cinco minutos antes de que dos grupos distintos reconozcan a Nolan como «el tío ese del ajedrez que sale en TikTok». A partir de ahí, todo son selfis y autógrafos, y dos mujeres guapísimas le apuntan a toda prisa sus números de teléfono en las servilletas de una pizzería, como si fuera Justin Bieber o algo. Tanu y Emil fingen hacer cola también y dicen en voz alta: «Señor, somos superfans suyos. Nos encanta eso que hace siempre de enrocar tras cuatro movimientos. ¿Nos firma la ropa interior?». (Nolan se toma todo el asunto sorprendentemente bien, aunque se deshace de inmediato de las servilletas). Luego, mientras esperamos para el despegue, Emil se pone a jugar al Candy Crush en el móvil. «No me fastidies», dice Tanu. Está medio apoyada contra el pecho de Nolan, que le rodea la cintura con total tranquilidad. He hecho todo lo posible por no mirarlos, intentando convencerme de que me da igual lo que hayan estado cuchicheando entre ellos. —Somos expertos del juego más sofisticado del mundo ¿y tú te pones a jugar al Candy Crush? Nolan, dile algo. Él se encoge de hombros. —Me sabe mal hacer leña del árbol caído. —La inteligencia es fundamental para jugar al Candy Crush —insiste Emil—. Hay estrategia de por medio. Tanu deja escapar un gemido. —Madre mía. Porfa, Mallory, ¿podemos cambiar de asiento? Debo decirle a Emil lo mucho que se equivoca. Necesito decírselo ya mismo. Y así es cómo acabo en el asiento de la ventanilla, al lado de Nolan, mientras Tanu y Emil discuten a voces sobre los colores de los caramelos al otro lado del pasillo. Estudio su perfil y de pronto me acobardo. Pero entonces me acuerdo de cuando vino a mi casa y se metió en vena el pastel de carne de mi madre y luego preguntó si Jughead era «el nombre de pila o el apellido». —Bueno, ¿qué rollo os traéis entre vosotros? Se vuelve hacia mí, perplejo. —¿Tenéis una relación poliamorosa o qué? —¿Me acabas de preguntar si me acuesto con nuestros dos compañeros de equipo? —Arquea una ceja—. Voy a chivarme al departamento de Recursos Humanos de la FIDE.

—¿Qué? No, no se lo digas a recursos humanos. —Te estás pasando de la raya, Mal. —Tú te presentaste en mi casa y arrasaste con los sándwiches de helado. —Cierto. —Chasquea la lengua—. Es imperdonable. Corre a denunciarme. Pongo los ojos en blanco. —Vete a pastar. Venga, ¿quién sale con quién? —Nadie sale con nadie. Al menos, ya no. Miro a Tanu y a Emil. Ella le ha birlado el móvil; frunce el ceño y asoma la lengua entre los dientes mientras combina caramelos con forma de pez. Emil la observa con una expresión sorprendentemente sombría. —¿Eran ellos los que salían? Nolan asiente en silencio. —Luego cada uno se marchó a una universidad distinta. Tanu se ha cogido la semana libre, pero va a Stanford. Emil estudia en la Universidad de Nueva York. —Ya veo. ¿Los conoces desde hace mucho? —De toda la vida. Entrenábamos juntos con… —Se interrumpe—. Hasta que un día decidieron que el ajedrez profesional no era lo suyo. —¿Cuándo? —Emil, hace tres años. Tanu, antes incluso. Me pregunto si Emil y Tanu significan para él lo que Easton significa para mí. Y como Easton y yo hablamos cada vez menos y, cuando lo hacemos, las conversaciones son cada vez más triviales, la pregunta se me escapa: —¿Se te hace raro? ¿Que ellos vayan a la uni y tú no? Se queda pensativo un momento. —A veces. A veces me da la sensación de que se están preparando para una vida que yo nunca podré entender. Otras, me alegro de no tener que leerme Grandes esperanzas ni estudiar para un examen de Trigonometría. Sonrío. —Estoy bastante segura de que en el insti se da Trigonometría. —Ah, ¿sí? —Sí. ¿No la cogiste? Abre la bolsa de M&M’s y me ofrece: —Estudiaba en casa.

—¿Por el ajedrez? —Por muchas razones. Y no tengo ni idea de lo que es un coseno. Se mete un M&M amarillo en la boca. Al tragárselo, la garganta le sube y le baja, y yo advierto dicho movimiento, firme e hipnótico, porque… ¿me he vuelto tarumba? —Sobrevivirás. En resumen: Emil y Tanu cortaron por culpa de la distancia, ¿pero siguen colados el uno por el otro? —Y se niegan a hacer nada al respecto. —Supongo que se pasarán el día lanzando suspiritos mustios. —No hago más que recibir llamadas angustiadas a horas intempestivas con preguntas como por qué Tanu le ha dado me gusta a la foto de Instagram de algún miembro del equipo de natación de Stanford o quién es la lagarta que no para de subir dúos con Emil en TikTok. —Fijo que se te da de lujo tranquilizar al personal. —Se me daría mejor si supiera qué narices es un dúo de TikTok. Me echo a reír. Emil y Tanu vuelven la vista hacia mí y acto seguido intercambian una mirada que soy incapaz de descifrar. —¿Te pusiste celoso cuando empezaron a salir? —¿Celoso? La pregunta parece sorprenderle. —Sí. Me refiero a que parecéis bastante íntimos. Y los dos son personas muy atractivas… Las mejillas me arden. Creo que él se da cuenta, porque se le curvan las comisuras de los labios. —No estaba celoso. No entendía cómo a alguien podía cautivarle tanto la idea de estar a solas en una habitación con otra persona sin un tablero de ajedrez de por medio. —¿Y ahora sí lo entiendes? Me lanza una larga mirada desde detrás de las gafas de sol. —Ahora sí. —Vuelve la cabeza—. Pero si a ti te mola alguno de los dos… —No lo he preguntado por eso —le suelto—. Además, no me enrollo con gente del trabajo. Complica las cosas. La verdad es que últimamente no me enrollo con nadie. Es curioso, pero llevo un par de meses de sequía. ¿Será que el ajedrez se ha cargado mi libido?

—¿Complica las cosas? —Sí. —¿Cómo? —Ves a la otra persona hasta en la sopa. La gente acaba pensando lo que no es. Se creen que me interesa dedicarles mi tiempo. Invertir en ellos mi energía mental. Me estudia un momento. —Y tú estás demasiado ocupada haciéndote cargo de tu familia como para eso. —¿Cómo lo sabes? No me contesta, sino que se limita a mirarme a través de las lentes oscuras durante varios segundos, hasta que ya no soy capaz de soportar más el silencio y le pregunto: —De todas formas, ¿por qué has venido? ¿No piensas ir la semana que viene al torneo ese que es por invitación? —¿Sientes curiosidad por mis planes? La respuesta obvia es que sí. —No te han invitado, ¿verdad? Saben que le lanzarás al árbitro el tablero a la cabeza y no han encontrado ninguna compañía de seguros que quiera asumir los riesgos. —Iré a Moscú desde Toronto. Saldré el viernes. —¿Vas a participar en los dos torneos? Se encoge de hombros como diciendo: «Pero si está chupado». —Defne me comentó que participar en dos torneos importantes seguidos dejaría a cualquiera con el cerebro hecho papilla. Y que a la mayoría de los jugadores potentes les parece absurdo acudir a las Olimpiadas… —Me asalta una idea—. ¿No habrás venido por…? No habrás venido porque he venido yo, ¿verdad? Espabila, Mal. No ha venido porque siga emperrado en jugar contra ti. Ni de coña. Quiere pasar el rato con sus amigos. Igual te ha contado una bola y le gusta Tanu. O Emil. O ambos. No es asunto mío. ¿Qué más me da?… —Sí —dice. Mi diatriba interna se ve interrumpida. —¿Qué?

—La razón que estás pensando. —Qué voz tan profunda y ridícula. Arg —. Por eso he venido. —No sabes lo que estoy pensando. Sonríe. —Cierto. —No, en serio. No lo sabes. —Vale. —Para ya. Deja de fingir que puedes leerme la mente y… Aparece una azafata con un carrito y nos pregunta si queremos beber algo. Después de eso, nos quedamos en silencio: Nolan, con la vista clavada al frente, y yo picada, dándole traguitos a mi refresco y pensando que no. Que es imposible que lo sepa.

Capítulo trece

Las Olimpiadas y los torneos normales se diferencian, principalmente, en dos cosas: nos sometemos a controles antidopaje (sí, tenemos que mear en un bote) y competimos por equipos. Aunque jugamos todas las partidas de forma individual, los puntos que obtenemos cada uno se suman. Nolan es el jugador más sólido de nuestro equipo, así que se le nombra primer tablero. Pero yo, que soy la jugadora con menos experiencia, acabo siendo elegida segundo tablero. (Le pregunto a Emil varias veces si le parece buena idea. Él me mira con los ojos muy abiertos y resopla: «No me fastidies, Greenleaf»). Me invade una sensación totalmente nueva al saber que las victorias que consiga embolsarme nos beneficiarán a los cuatro, por muy efímero y abstracto que me parezca ese plural. Me gusta que Emil me choque los cinco después de derrotar a mi contrincante de Estonia o que Tanu me dé un beso en la frente por haber evitado por los pelos unas tablas con Singapur. Ni siquiera me molestan las miradas prolongadas y atentas de Nolan. Siempre derrota a todos sus rivales enseguida, y luego nos deja al resto del equipo una bebida calentita al lado del tablero y se sitúa en algún punto por detrás de mi oponente. Alterna la mirada entre mis jugadas y yo, y sus ojos oscuros reflejan una expresión concentrada y codiciosa que no acabo de entender. No golpea el aire con el puño cuando gano. Ni siquiera me felicita. Se limita a asentir una vez, como si esperase cada una de mis victorias y tuviera una fe inquebrantable en mí. Como si el hecho de que yo juegue bien fuera para él algo tan natural como una puesta de sol.

La presión que su actitud conlleva debería molestarme, pero encuentro halagador que un jugador de su calibre tenga una confianza tan férrea en mí, lo que me irrita todavía más. De manera que hago lo que mejor se me da: evitar pensar en ello. Y no me resulta difícil. Toronto es una ciudad preciosa y el ambiente del torneo es fantástico: hay mochilas por todas partes, los jugadores se sientan en el suelo para comerse los bocatas que se han traído de casa y, entre una ronda y otra, la gente que lleva años sin verse se saluda y se abraza. La atmósfera es juvenil e informal, como en una excursión con el colegio, salvo que en vez de ir de visita al museo, uno juega partidas de ajedrez de mucho nivel. Llevo puestos unos vaqueros y un jersey de talla grande sin que me dé la sensación de que voy hecha una zarrapastrosa. —No te vengas demasiado arriba. Por ahora hemos tenido potra —me dice Emil mientras volvemos al hotel al finalizar la primera jornada. Nolan lleva a caballito a Tanu porque «venga, me apetece un montón, Nolan»—. Aún no nos hemos enfrentado a ninguno de los equipos más fuertes. —¿Cuáles son? —China, India, Rusia. Y unos doce más. —Por cierto, ¿quién es el actual campeón? —Alemania. Aunque este año no andarán muy finos: Koch se ha marchado ya a Moscú. —Con que por eso se está mucho más a gustito que de costumbre en esta parte del mundo —murmura Nolan. —¿Tu repre sigue mosqueada por haberte venido a las Olimpiadas? —Ni idea, he dejado de cogerle el teléfono. —Se encoge de hombros. Tanu, encaramada a él, suelta una risita y le pregunta: —¿Te acuerdas de cuando hace años le diste un par de meneos a Koch y él se puso a llamar a su madre? —Hay pocas cosas que recuerde con más cariño. —Las lágrimas. La expresión de pánico. La multa que te cascó la FIDE salió muy a cuenta. —¿Por qué le pegaste? —le pregunto, aunque se me ocurren un millón de razones. —La verdad es que no me acuerdo —murmura Nolan, con un tono excesivamente despreocupado. —Estaba hablando de tu abuelo —dice Tanu—. Como siempre.

—Ah, sí. —Aprieta la mandíbula—. Le encanta hablar de temas de los que no tiene ni puta idea. Nos alojamos en un hostal; cada uno tiene su habitación, aunque compartimos la sala de estar y el baño. Anoche me pregunté qué opinaría al respecto don Cincuenta-mil-dólares-son-calderilla-para-mí, aunque si el alojamiento le parece mediocre, no da muestras de ello. Me fui a la cama temprano y me pasé las horas siguientes oyendo charlar a los demás en voz baja e íntima; sentí una punzada de celos. Le envié un mensaje a Easton (¿Qué es de tu vida? ¿Estás potando abrazada a la taza del váter?) y eché un vistazo a su cuenta de TikTok, a la espera de una respuesta que nunca llegó. Está ocupada. No pasa nada. Tras el primer día, me quedo frita en el sofá antes de cenar, antes, incluso, de llamar a casa. Me sumerjo en un sopor plácido, fruto del cansancio, y no sueño con nada, tan solo me parece percibir levemente el sonido de los alfiles y las torres al deslizarse con suavidad sobre un gran tablero. Me despierto en mi cama, todavía con la ropa de ayer puesta. Alguien me quitó los zapatos, enchufó mi móvil al cargador y me dejó un vaso de agua en la mesita. Alguien cuidó de mí. No pregunto quién fue. La segunda jornada transcurre de forma similar. Por la mañana, ganamos todas nuestras partidas, salvo Emil, que pierde contra Sierra Leona. —Vaya forma de jodernos la racha, capullo —le dice Nolan con suavidad mientras compartimos una ración de poutine a la hora del almuerzo, y se agacha para esquivar la patata frita que Emil le lanza. Tanu asiente. —Te dije que deberíamos habernos traído a alguien que supiera enrocar. Por desgracia, ella no se agacha con suficiente rapidez. Nolan me hace un gesto con la barbilla. —Te toca, Mallory. —¿Me toca? —Poner verde a Emil. Es la tradición. —Vale. —Engullo un trozo de requesón. Me rasco la nariz—. Emil, has jugado, em…, ¿bastante mal? Nolan menea la cabeza. —Lamentable.

—¿En serio, Mal? —me reprende Tanu—. ¿No se te ocurre nada mejor? —Está claro que lo de rajar se le da tan mal como a mí jugar contra Sierra Leona. —Se le dan bien otras cosas —dice Nolan mirándome a los ojos—. Dibujar cobayas, por ejemplo. Disimulo la sonrisa con la mano, pero empiezo a sentirme más cómoda con estos tres. Nolan resulta más accesible cuando tratas con él a través del filtro que constituyen sus amigos, incluso si su presencia, a menudo silenciosa e imposible de ignorar, tiene algo de intimidante. Algo que me mantiene en vilo. A medida que nos enfrentamos a oponentes más fuertes, vamos acumulando más derrotas y tablas, casi todas de Tanu y Emil. A mí me gusta ganar —me encanta ganar—, pero las derrotas de mis compañeros no me molestan demasiado, y lo mismo parece ocurrirle a Nolan. Durante la segunda partida de la tercera jornada, Jakub Szymański comete un error al cabo de diez jugadas y yo me hago con la victoria en tiempo récord. Parpadeo para deshacerme de la sensación de embotamiento que me embarga al acabar una partida, me estiro un poco y me coloco detrás de Nolan. Es la primera vez que acabo antes que él; la primera vez que tengo la ocasión de verlo jugar. Le toca mover y se acomoda en la silla, con los brazos cruzados y el cuello ligeramente doblado. A continuación desplaza su torre y activa el reloj; la elegancia con la que mueve las manos no casa con su tamaño. Todavía no he estudiado sus partidas. Defne es la que elige las jugadas que debo analizar, pero no me he encontrado ninguna de las de Nolan en la lista. No obstante, cualquiera que sepa mínimamente de ajedrez cuenta con ciertas nociones teóricas sobre qué tipo de jugador es: se lo conoce por su astucia, agresividad y versatilidad. Por su actitud proactiva. Siempre pone en práctica alguna jugada arriesgada para aumentar la tensión. Sus estrategias pueden parecer impulsivas y espontáneas, pero son enrevesadas y perspicaces, casi imposibles de desbaratar. Aprovecha, de forma implacable, cada oportunidad, posición o distracción. Recuerdo haber leído sobre cierta clase de ajedrecistas a los que llaman truqueros: estos jugadores poseen la habilidad no solo de jugar bien, sino también de

engañar e incordiar a su rival para que su desempeño se resienta. Nadie puede negar que Nolan es un truquero de primera. Y cuando su adversario llega al medio juego tras haber cometido un error tras otro, saca las garras y lo destroza. El Matarreyes, sin lugar a dudas. Lo veo desplegar sus habilidades a medida que avanza, rodea el centro, mueve su caballo y su alfil de forma conjunta, captura todo lo que se le pone por delante y… Estoy sin aliento. Mareada. Confundida. Así de bonitas son sus jugadas. Crueles e imparables. Lo derroté una vez, pero soy consciente de que tal vez no vuelva a ganarle: así de bueno es. Y ahí no acaba la cosa: yo soy una jugadora práctica, mi prioridad es siempre acabar con mi oponente lo antes posible en lugar de centrarme en el arte y la elegancia de la partida. Pero la forma de jugar de Nolan resulta impresionante. Dentro de cinco mil años, su estilo hará derramar lágrimas a los arqueólogos. Aunque si no acabamos con las emisiones de carbono, el mundo terminará reducido a cenizas, así que tal vez deberíamos guardar un registro de sus partidas en una pequeña cápsula del tiempo. Mandarla al espacio con una sonda. Compartirla con el resto del universo… —¿Estás bien? —me pregunta Tanu. —Eh… Sí. No me había percatado de su presencia. A pesar de que está justo a mi lado. —Parecías… embelesada. —No. Solo estaba… —Sí, la forma de jugar de Nolan provoca esa reacción. Y Nolan, en general. —Se ríe con suavidad—. Yo estaba coladísima y soñaba con casarme con él algún día y tener cuatro críos regordetes con nombres de gambitos de apertura que ya nadie utiliza. —Abro mucho los ojos—. Ah, tranqui. Tenía doce años o así. Y a él todo eso le traía sin cuidado. Lo creía incapaz de tener sentimientos por nadie antes de… En fin. En teoría debería ser un ligón de cuidado, pero la realidad es bien distinta. Me sonríe de forma tranquilizadora. Quiero preguntarle por qué debería preocuparme el asunto o qué ha querido decir con ese «antes de», pero Nolan le clava las garras al rey polaco y Tanu se pone a vitorear.

Estoy de buen humor hasta que me toca jugar la última partida de la jornada contra Serbia. Como es evidente que alguna deidad me odia, su segundo tablero resulta ser uno de los del grupito de Koch en el Abierto de Filadelfia: Dordevic, según pone en su tarjeta de identificación, y de pronto recuerdo lo que me preguntó aquella noche. «¿Qué hiciste antes de la partida? No me vendría mal un golpe de suerte como el tuyo». —Greenleaf —me dice con una sonrisa burlona, lo que denota claramente que pasa demasiado tiempo con Koch. Me prometo a mí misma hacerle picadillo. Y cumplo mi palabra durante los primeros cuarenta minutos más o menos; bloqueo sus ataques sin despeinarme y me hago con el control del centro, hasta que le da por poner en práctica una de las jugarretas del Manual para ser un cafre de Koch y me acusa de llevar a cabo una jugada ilegal. —No lo es —le digo. —Si ya has movido la torre… —Pero no lo he hecho. —¡Árbitro! Pongo los ojos en blanco, pero dejo que llame a la árbitro que tenemos más cerca: una mujer rubia que asiente y se aproxima a nosotros. La reconozco de inmediato. Noto una sacudida en el estómago tan fuerte que me extraña no haberme caído al suelo. En cambio, me asalta un fragmento de una conversación ocurrida hace cuatro años. «¿Quién era esa mujer?». «Nadie». «Pero estabais…». «Nadie, Mal». —¿Sí? —le pregunta a Dordevic y un bramido atronador me invade los oídos. Sé muchas cosas sobre ella: su nombre, su edad e incluso su dirección. O al menos, la de hace unos años. Es posible que se haya mudado. Que ya no trabaje en el banco, que ya no vaya a entrenar al mismo gimnasio, que… —No es ilegal —le dice a Dordevic, que empieza a gesticular para mostrar su desacuerdo. Me tiembla todo el cuerpo y me cuesta prestar atención.

—¿Estás bien? —me dice una voz al oído. Nolan. Acaba de terminar su partida—. ¿Mal? Le tiendo una mano a Dordevis. —¿Tablas? —le pregunto. Es la primera vez. Su expresión pasa de la confusión al recelo y, finalmente, al alivio antes de aceptar y estrecharme la mano. Los dos sabemos que, si hubiéramos seguido jugando, habría ganado yo, pero… no puedo. Ahora no. —Pues parece que tampoco eres tan buena, ¿no? —dice con sorna. Yo estoy ya corriendo hacia el baño cuando oigo a Nolan llamarlo gilipollas. Me lavo la cara entre estremecimientos. Me recuerdo a mí misma que todo va bien, porque no ha pasado nada. Fue hace años. No ha pasado nada. No ha pasado nada. No… —¿Qué ocurre? —me pregunta Nolan en cuanto salgo del baño. Estaba esperándome y yo estoy a punto de darme de bruces contra su pecho. —Pues… Siento lo de las tablas. —Eso me da igual. ¿Quién era la árbitro? Mierda. Se ha dado cuenta. —Nadie. Es que… Lo rodeo para pasar, pero me coge el brazo. —Mallory, no estás bien. ¿Qué ha pasado? —Habla con tono firme. Pero yo también. —Déjame un momento, Nolan. ¿Puedes…? —¿Señor Sawyer? —Un grupo de jugadores se acerca a nosotros—. Somos fans suyos. ¿Le importaría firmarnos un autógrafo?… Aprovecho la situación para escabullirme y poner tierra de por medio con Nolan, con Heather Turcotte y con el ajedrez. De vuelta en el hostal, me encierro en mi habitación, me tumbo en la cama y tomo profundas bocanadas de aire para intentar vaciar la mente. Igual si no hubieras metido las narices donde no debías, nada de esto habría… No. Vuelvo a dejar la mente en blanco, esta vez de verdad, y me sumo lentamente en un sueño en el que, por suerte, no me asalta ninguna pesadilla. Me despierto en plena noche, más recuperada. Cuando salgo a hurtadillas para ir al baño, me encuentro una bolsa marrón frente a mi

puerta. Dentro hay un bocata, una Fanta y una bolsa de regaliz.

Capítulo cat

ce

La última jornada constituye la combinación perfecta de ajedrez de alto nivel, partidas decisivas y trabajo en equipo. Somos conscientes de que no tenemos bastantes puntos para llevarnos el oro, pero si jugamos bien nuestras cartas, aún podemos llegar al podio. Y eso hacemos. Opto por sacarme de la cabeza los acontecimientos del día anterior y centrarme en la partida. Mi oponente intenta poner en práctica el gambito de Muzio. Me quedo descolocada durante un instante, pero, entonces, me acuerdo de haber repasado la jugada con Defne y sé exactamente qué hacer a continuación. No conseguimos apalizar a Rusia, pero le damos un par de meneos. Durante la ceremonia de entrega de medallas, nos apiñamos en el escalón más bajo del podio mientras suena el himno nacional, que se entremezcla con los chasquidos de las cámaras. Tanu me acerca a ella, Emil grita: «¡Lo petamos!», y Nolan nos lanza una mirada a medio camino entre la satisfacción y el reproche. Siento que formo parte de algo, de un modo que hacía mucho que no sentía. Es un puñetero torneo de ajedrez. Me juré que no me implicaría emocionalmente y, aun así, estoy pletórica. Localizo a Eleni Gataki, de la BBC, entre el público; levanta los pulgares en mi dirección y yo le devuelvo el saludo, perpleja. Supongo que empiezo a conocer gente del mundillo del ajedrez. —Venga, Mal, la prensa quiere entrevistarnos —me dice Tanu después. —Ah… En realidad, prefiero no conceder ninguna entrevista.

—¿Por qué? ¡Si es para la CNN! Ya verás como Anderson Cooper y yo nos hacemos supercoleguis. —Creo que el puesto de supercolegui lo tiene ya Andy Cohen… —Venga, vente —insiste—. Hemos ganado gracias a ti. ¡Oye, no subas tanto la ceja, Emil, que sabes que es verdad! —Prefiero quedarme, en serio. —Pero… —Déjala, que no quiere —dice Nolan con un tono calmado, pero terminante. Le dirijo una mirada de agradecimiento. Él me mira como si no se hubiera dado cuenta de lo que acabo de hacer o como si mi gratitud se la sudara. Estoy dándole vueltas a mi absoluta y frustrante incapacidad para saber lo que piensa cuando alguien me da un golpecito en el hombro. —Señorita Greenleaf —es un hombre mayor ataviado con un traje gris. Tiene la barba tan larga como un gnomo de jardín y me cuesta ubicar su acento—, ¿me permite felicitarla por su victoria? —Ah… Desde luego. —Me devano los sesos en busca de una forma de preguntarle quién es sin resultar maleducada, pero no se me ocurre ninguna —. Ha sido un trabajo en equipo. Asiente. —Pero usted ha sido, con diferencia, la jugadora más sorprendente. —No más que Nolan. El hombre se echa a reír. —Últimamente es difícil que Sawyer nos sorprenda. Nos ha acostumbrado a esperar cierto grado de desempeño. Hay quienes dicen, incluso, que ha echado a perder el ajedrez. Frunzo el ceño y pienso en la cantidad de personas que, durante los últimos días, lo han reconocido y le han comentado que se aficionaron al ajedrez después de verle jugar. —No creo que sea cierto. —¿Me acabo de tomar una crítica hacia Nolan Sawyer de forma personal? Dentro de nada los cerdos se pondrán a volar—. Ha visibilizado y hecho popular el ajedrez. —Sin duda. Pero siempre gana. Lleva años sin que nadie le haga sombra, y la gente no suele interesarse por los deportes cuyo resultado está cantado. Sé de lo que hablo, soy el encargado de organizar el Torneo de Candidatos.

—Ah. —Me suena, aunque no sé de qué y me da igual. Este hombre, con su mirada de halcón y las cosas rarísimas que está diciendo de Nolan, me incomoda. —Disculpe. —Señalo a mi espalda con el pulgar—. Tengo que volver con mis compañeros de equipo. —He oído hablar mucho de usted, señorita Greenleaf. Pensé que los rumores eran exagerados, pero… —Me examina durante un largo instante. Me dan ganas de rodearme con los brazos—. Adelante, márchese. Sus amigos estarán esperándola. Quienesquiera que sean. Puaj. Me alejo mientras saco el móvil para disimular. Me encuentro un mensaje de Defne (Bien hecho, enana) y un millón de Darcy; al parecer, las dos se han pasado los últimos cuatro días actualizando ChessWorld.com. CERDARCY: BRONCE!!!!!!!! CERDARCY: Nolan y tú sois los que más puntos habéis conseguido en las Olimpiadas. Deberíais casaros y tener un bebé. A la cría se le daría superbien el ajedrez. CERDARCY: O se le daría de pena. Acabaría siendo una amargada de la vida por culpa de la frustración y os la tendría guardada hasta el fin de los tiempos. Os quitaría las llaves del coche y os metería en un asilo en cuanto os descuidarais. Vale, olvida el plan. CERDARCY: Volverás a casa mañana, verdad? Te echo de menos. Sabrina solo me dirige la palabra para decir: puaj. MALLORY: claro. pero que sepas que cuando dice puaj, en realidad está diciendo te quiero. o algo así. MALLORY: qué quieres que te traiga de canadá? CERDARCY: Una novia para Goliat.

Suspiro. Y entonces me quedo sin aire porque Tanu vuelve a abrazarme y me sume en una nube de lavanda. —¡Es nuestra última noche en Toronto! Sabes lo que eso significa, ¿no? —Pensaba que igual podíamos irnos a dar una vuelta por el centro… —Ah, no. Ni hablar. —Me suelta y me agarra la cara entre las manos. Su mirada, tan brillante como las estrellas del cielo nocturno, rebosa emoción —. Esta noche, Mallory, ¡vamos a jugar pachangas!

Las pachangas son como el ajedrez. En realidad, es ajedrez tal cual, solo que se juega sin reloj y sin hoja de anotación, con un montón de latas de cerveza medio vacías alrededor, canciones de Salt-N-Pepa de fondo que tienen más años que la tos, y el acompañamiento de las luces de un proyector de estrellas LED que nos ha traído una chica de Bélgica como «regalo de bienvenida al hostal». Es como una fiesta universitaria multicultural, pero en vez del juego de la botella, hay ajedrez de por medio. Por razones que debo atribuir a las habilidades para organizar eventos de Tanu y Emil y a la reputación de Nolan, dicha fiesta está teniendo lugar en nuestra sala común. La gente lleva horas entrando y saliendo, trayéndose sus tableros y jugando partidas de ajedrez rápido, relámpago y aleatorio de Fischer. De strip ajedrez. —Aquí puede beberse a partir de los diecinueve, Mal —dice Tanu cuando rechazo una bebida afrutada por segunda vez. Perdió un alfil y los calcetines hará como diez minutos—. ¡Es legal! Como la captura al paso o la coronación o el enroque co… ¡Mierda, lo siento mucho! Le derrama la bebida al italiano al que Nolan derrotó ayer y, a continuación, se pone a pintarle bigotes a un tío japonés muy mono y se olvida de mí, que tengo dieciocho. Redirijo la atención a la partida de ajedrez rápido que estoy jugando con una chica de Sri Lanka con la que hice buenas migas tras fijarme en que llevaba un pin de Solas del Dragon Age. Es muy guapa y juega fenomenal, y la Mallory de hace un par de meses le habría tirado la caña. Me juré por

todo lo jurable que no jugaría por diversión. Sí, es exactamente lo que estoy haciendo. No, preferiría no hablar del tema. —¿… aquella vez que Nolan birló un caballo negro del tablero de Kaporani y todas las partidas acabaron retrasándose veinte minutos porque nadie lo encontraba? —Eso fue después de Gibraltar, cuando Kaporani me cambió el vaso de agua por vinagre destilado. —Ya se la habíamos devuelto con la bomba de purpurina que le tiramos encima. Se pasó meses brillando. La gente se echa a reír. Emil y Nolan están en el sofá jugando una partida en grupo, rodeados tanto de viejos amigos como de admiradores. Por ejemplo, hay una chica, casi tan rubia como yo, acurrucada en el sofá junto a Nolan. Es difícil saber qué opina él al respecto, ya que está concentrado en la partida. Debe de haberse pasado una mano por el pelo, porque lo lleva un poco despeinado, lo que resulta insoportablemente atractivo. Otra cosa sobre la que prefiero no hablar. —Jugar con él debe de molar —me dice la chica de Sri Lanka siguiendo la dirección de mi mirada. Desvío la vista. —Puede ser un poco capullo —digo, aunque en realidad conmigo no lo ha sido. Suelta una risita, grave y ronca. La verdad es que esta chica es mi tipo. —Como todos los genios. Me han dicho que tiene un cociente intelectual de 190. Tal vez más alto, pero las pruebas de inteligencia son incapaces de medirlo. —Por su forma de engullir pastel de carne, nadie diría que su cociente es de 190 —farfullo, invadida por el rencor. —¿Perdona? —No, nada. Em… Jaque mate, por cierto. —Me pongo en pie, limpiándome las palmas de las manos en las mallas y abandonando mis desganados planes de ligármela. La verdad es que la idea tampoco me entusiasmaba tanto o, tal vez, estoy demasiado cansada para echar un polvo —. Encantada de conocerte. Mañana tengo que madrugar y… —¿A dónde vas, Mal? —Tanu aparece de la nada—. ¡Si no es ni medianoche!

—Tranquila, no hace falta que bajéis la voz por mí. Es que mañana por la mañana tengo que ir a comprarles unos regalos a mis hermanas, así que… —¡Pero no te vayas ahora! ¿Es que no quieres pizza? —¿Pizza? —¡Sí, vámonos a comer pizza! —Estoy un poco cansada y… —Pues la compramos y nos la traemos. —Se da la vuelta y grita, totalmente pedo—: ¿Quién se viene a por pizza? Tal vez sea porque Tanu es el alma de la fiesta o porque la pizza es, sin lugar a dudas, la mejor comida del mundo, pero al cabo de medio minuto la música ha cesado y yo me quedo sola en la sala común. Puede que por dentro tenga ochenta años, pero bendito silencio. —¿No vienes? —pregunta la chica rubia que estaba con Nolan desde la puerta. Tiene un acento muy bonito. Pero no hemos intercambiado ni media palabra, así que no sé muy bien por qué me… —No. Me sobresalto y me doy la vuelta. Nolan: estaba hablando con Nolan. Que sigue en el sofá. —¿Seguro? Apenas le dirige la mirada. —Segurísimo. Fijo que odia la pizza. Y que solo come calzone siciliano auténtico preparado con tomates cultivados en las laderas del Monte Etna. Pues vale. Me voy a la cama. —Nolan, cuando vuelva Tanu, ¿puedes decirle que me he ido a dormir? —Me abro paso a través de las sillas, los tableros de ajedrez y el sofá—. Buenas… Me agarra la muñeca. Me quedo demasiado descolocada como para zafarme. —Juega un rato conmigo, Mallory. Me quedo paralizada. Me pongo rígida. Y esta vez sí que me zafo. —Ya te lo he dicho. No juego a no ser que… —… A no ser que estés entrenado o en un torneo, sí. Pero has estado jugando toda la noche y no por trabajo precisamente. Con cinco personas distintas.

Resoplo. —¿Las has contado? —Sí. —Me mira. Las estrellas danzan de vez en cuando a lo largo de su mandíbula y sus pómulos—. Creía que acabarías en la habitación de Bandara. —¿Bandara? —Ruhi Bandara. Estabas jugando con ella hace un momento. Retrocedo un paso y me niego a admitir que la idea se me había pasado por la cabeza. En cambio, le digo: —No quiero jugar contigo. —Pues vaya problemón, porque a mí me apetece mucho jugar contigo. Me estremezco, porque parece que está diciendo otra cosa. Como… No sé. —Ya has jugado. —Solo una vez. —Y con una basta. —Ni por asomo. Quiero jugar más. —Seguro que hay un montón de gente a la que le encantaría jugar contigo. Que seguramente pagaría solo por estar sentada frente a ti. —Pero te quiero a ti, Mallory. Trago saliva con fuerza y aparto la mirada. Tiene razón: ya he incumplido la norma de no-jugar-al-ajedrez-fuera-del-trabajo. Entonces, ¿por qué me resisto tanto? Puede que porque lo he visto jugar. He visto lo brillante que es, su modo de asimilar las posiciones de un vistazo, de hacer cosas que ni siquiera entiendo. Si jugásemos, perdería. Y sí, me repatea perder, pero tampoco es como si estuviéramos en igualdad de condiciones. Resulta que el número uno del mundo juega mejor que la chica que aceptó a regañadientes la beca Zugzwang de este año. Ya ves tú. Tan sorprendente como acabar por detrás de Michael Phelps en los doscientos metros mariposa. Tal vez sea otra cosa lo que me molesta. No perder contra él, sino el hecho de que él sabrá que he perdido. Sí. Todo este… interés, esta obsesión y fascinación que parece tener conmigo comenzó después de que lo derrotase. Una vez. Tengo un talento natural para el ajedrez, pero no soy mejor que alguien que posee el mismo talento natural y que, además, lleva décadas entrenando de forma

profesional. Si jugásemos, él ganaría y, entonces, yo acabaría siendo como el resto: alguien a quien Nolan ha derrotado. Su fascinación por mí se desvanecería de inmediato y… Sería algo bueno, ¿no? No me hace ninguna gracia que Nolan se presente en mi casa y se ponga a hablar de Riverdale con mis hermanas, ¿verdad? Debería jugar con él y poner punto y final a lo que quiera que sea esto. Y, sin embargo… —No —me oigo decir. Aprieta la mandíbula. —Muy bien. —Se relaja, extiende la mano por encima de las botellas de cristal, las piezas de ajedrez, las bolsas de patatas fritas medio vacías y coge un lápiz y un folleto de la Federación Alemana de Ajedrez—. Siéntate. —Te lo acabo de decir, no… —Por favor —dice, y algo en el tono de su voz hace que me interrumpa. Intento acordarme de la última vez que le oí decir aquello. «Por favor» es una palabra de lo más sencilla, ¿no? —Vale. —Me siento frente a él, lo más alejada que puedo. Esto me pasa por decir que no a la pizza—. Pero no pienso jugar, conque… —Al ajedrez. —¿Qué? —Has dicho que no ibas a jugar al ajedrez, pero no has comentado nada de ningún otro juego, así que… Gira el folleto hacia mí. Ha dibujado una cuadrícula de tres por tres, ha escrito una «x» en una de las casillas y… Me río. —¿El tres en raya? ¿En serio? —A menos que tengas a mano el Uno. O las damas. ¿O el Operación? —Esto es peor que el Candy Crush. Me dedica una media sonrisa. —No se lo digas a Tanu o me meterá otra chincheta debajo de la almohada. —¿Otra? —Meneo la cabeza, divertida—. No me trago que quieras jugar al tres en raya. Se encoge de hombros y le da un trago a su cerveza IPA.

—Podemos añadirle un poco de emoción al asunto. Hacerlo más entretenido. —No pienso apostar dinero. —No quiero tu dinero. ¿Qué tal si añadimos preguntas? —¿Preguntas? —Si gano, te hago una pregunta, la que yo quiera, y tú respondes. Y viceversa. —¿Qué narices quieres preguntarme que…? —¿Trato hecho? Me parece una idea horrible, aunque no sabría decir exactamente por qué, de manera que asiento. —Trato hecho. Cinco minutos. Y luego me voy a la cama. Le quito el lápiz de los dedos y dibujo una «o» en una de las casillas. Las tres primeras partidas acaban en empate. La cuarta la gano yo, y le lanzo una sonrisa feroz. Me flipa ganar. —¿Entonces puedo hacerte una pregunta? —Si quieres. No sé qué preguntarle, pero tampoco quiero renunciar al premio. Me devano los sesos durante un momento y luego opto por: —¿Qué es el Torneo de Candidatos? Arquea una ceja. —¿Me preguntas algo que podrías buscar en Google en un momento? — Me quedo algo cortada, pero él prosigue—: Es un torneo donde se decide qué jugador se enfrentará al actual campeón del mundo de ajedrez. —Que vienes a ser tú. —Ahora mismo, sí. Resoplo con suavidad —Y desde hace seis años. —Y desde hace seis años. —Su voz no desprende ni una pizca de chulería. Ni tampoco de orgullo. Y, de pronto, caigo en la cuenta de que, cuando se convirtió en campeón del mundo, tenía la misma edad que yo cuando dejé el ajedrez. Y que si hubiera seguido jugando aunque solo fueran un par de años más, nos habríamos conocido mucho antes. En circunstancias completamente distintas—. En el Torneo de Candidatos participan diez jugadores que se clasifican tras ganar otros supertorneos o son seleccionados por sus altas puntuaciones FIDE. Se enfrentan entre

ellos. Y, luego, un par de meses después, el ganador compite en el Campeonato del Mundo. —¿El que cuenta con un premio de dos millones de dólares? —Este año son tres. El corazón me da un vuelco. No puedo ni imaginarme lo que ese dinero supondría para mi familia. Aunque no es que fuera a ganarle a Nolan una partida de ajedrez de varios días. Ni que vaya a participar en el Torneo de Candidatos, ya que no me han invitado a ningún supertorneo y mi puntuación se encuentra en estos momentos haciéndole compañía al chicle que llevo pegado a la suela del zapato. Agarro el boli con fuerza y dibujo otra cuadrícula. Debo de estar dándole vueltas aún a lo del dinero, porque Nolan gana la siguiente partida. Pongo los ojos en blanco. —Estaba distraída. No es justo que… —¿Por qué dejaste de jugar al ajedrez? Me tenso. —¿Perdona? —En septiembre, después del Abierto de Filadelfia, dijiste que la muerte de tu padre no fue la razón por la que dejaste el ajedrez. Entonces, ¿cuál fue? —No hemos dicho que las preguntas pudieran ser sobre… —Hemos quedado en que podíamos hacer cualquier pregunta que quisiéramos. —Me sostiene la mirada; su voz desprende cierto tono de desafío—. Siempre puedes abandonar, claro. Eso es exactamente lo que debería hacer. Salir por patas y dejar a Nolan a solas con su pregunta ridícula e indiscreta. Pero soy incapaz de levantarme y, después de morderme el labio durante unos segundos y de que me invada el ardiente deseo de grabarle en la piel mi siguiente «o», digo: —Mi padre y yo nos distanciamos tiempo antes —tres años, una semana y dos días— de que muriese. Ahí fue cuando dejé de jugar. —¿Por qué os distanciasteis? —Eso son dos preguntas. Y si vuelves a ganar, tu siguiente pregunta no puede ser sobre el mismo tema. Frunce el ceño. —¿Por qué no?

—Porque lo digo yo y punto —le suelto de mala leche. Se queda callado un momento, pero capta a la perfección el tono de mi voz, porque asiente. Después de eso, empatamos unas cuantas veces. Y con «unas cuantas veces» me refiero a veintitrés. Resulta evidente que ninguno de los dos quiere encontrarse en la tesitura de tener que responder la siguiente pregunta, porque cuando gano la vigesimocuarta partida, Nolan saca a relucir su faceta más conocida al golpear la mesa con la palma de la mano. Francamente, sienta de maravilla. He desperdiciado mi pregunta anterior al interrogarle sobre el Torneo de Candidatos, de manera que pienso detenidamente en lo que me gustaría saber de él. ¿Algo acerca de su relación con Koch? ¿Del rollo que se trae con las Baudelaire? ¿De su abuelo? Llevo semanas dándole vueltas a cierto asunto, pero creo que preguntárselo sería pasarse. Por otro lado, él me ha preguntado por papá y yo tengo ganas de vengarme. Tal vez, incluso, de ser un poquito despiadada. —En mi casa, cuando Sabrina te preguntó con quién te acuestas, dijiste… algo un tanto confuso y… —No termino la frase. —¿Qué quieres preguntarme? ¿Con quién me acuesto? Asiento con rapidez. Las mejillas me arden. Ya estoy arrepintiéndome. —Con nadie. ¿Eh? —¿Cómo? —No practico sexo. O, al menos, nunca lo he hecho. Tardo un momento en asimilar las palabras. En digerirlas de verdad: Nolan Sawyer, el Matarreyes, acaba de confesar como si nada que sigue siendo virgen a los veinte años. No es que haya nada de malo en ello. Pero… eso. No. Lo he entendido mal. ¿Y qué hay de los rumores con las Baudelaire? —Nunca lo has hecho con nadie —repito. —Nop —dice, tranquilo y seguro de sí mismo, como si no tuviera que demostrarle nada a nadie, como si no quisiera ser nadie más que él mismo, al cien por cien. Por lo menos aquí y ahora, conmigo. —Ah. —Me da a mí que debo proceder con cautela—. ¿Así que no…? Es decir, ¿y te va bien así o preferirías…? Me sonrojo todavía más. Él se apiada de mí. —¿Hacerlo?

Vuelvo a asentir. Por Dios, soy capaz de hablar. Sé relacionarme. —No. —Ni siquiera se lo piensa—. Hasta hace poco no quería. —¿Y… y qué ha cambiado? Se me queda mirando un buen rato. —Alguien ha dicho antes que nada de seguir haciendo preguntas sobre el mismo tema. —Levanta la comisura del labio y esboza una sonrisa—. Además, según he oído, tú ya lo haces bastante por los dos. Profiero un gruñido. —Casi no he… No deberías creerte nada de lo que diga Darcy… —No es nada malo. —Dibuja otra cuadrícula. Yo sigo aturullada y él gana de inmediato—. ¿Qué piensas hacer después de la beca? —¿Qué sabes tú de mi beca? —Nada de responder con otra pregunta. Pongo los ojos en blanco. —Voy a buscarme curro de mecánica. ¿Conoces a alguien que necesite gente? —¿Y qué hay del ajedrez? ¿Vas a dejar de jugar? —Sí. —Le cojo el boli de la mano—. No tengo futuro en el ajedrez. Resopla. —No puedes… —Pregunta contestada. Siguiente ronda. —Me lanza una mirada agria y terca y vuelve a ganar enseguida. ¿Cómo es posible? Es él el que está bebiendo y no yo, pero no doy pie con bola—. Me la pela. —Pongo cara de hastío—. Nada de seguir con el mismo tema. Se inclina hacia mí por encima de la mesa; sus ojos oscuros reflejan sinceridad, las estrellas danzan sobre su piel. —¿Sabes lo increíble que eres? Me quedo sin respiración por un momento, así que me obligo a reírme. —¿De verdad? ¿Vas a desperdiciar así tu pregunta? —Lo digo en serio. ¿Eres consciente de lo extraordinaria que eres, Mallory? —¿De qué estás…? —Nunca había visto a nadie jugar al ajedrez como tú. Jamás. —Me… Tú eres diez veces mejor que yo. Te he ganado una vez; yo jugaba con blancas y tú seguramente creías que la partida iba a estar chupada.

—No has contestado a mi pregunta. —Se inclina aún más. Huele a jabón y a cerveza, a algo oscuro y bueno—. ¿Sabes lo buena que eres, joder? Le sostengo la mirada. —Sí, lo sé. —Casi me duele admitirlo. Que tengo un talento desbordante en algo que me juré que dejaría atrás: una promesa que pienso cumplir—. ¿Te molesta que sea tan buena? —No. —No miente. ¿Miente alguna vez?—. Igual debería, pero… Deja que el «pero» quede flotando de forma misteriosa. —¿Por qué? Chasquea la lengua. —No te has ganado la pregunta. Otra cuadrícula. Otra partida. Otra victoria para Nolan. Ahora me toca a mí arrearle un puñetazo a la mesa. La botella de Nolan, que ya está vacía, choca contra el plástico barato y la irritación me atenaza la garganta. A la mierda el juego. —¿Estás haciendo trampas? —pregunto, mordaz. Cabreada. —No, pero resulta fascinante lo mucho que se ve afectado tu rendimiento cuando pierdes la compostura. Igual te interesa trabajar ese aspecto. —No he perdido la compostura y mi rendimiento con el tres en raya no es ni por asomo… —Pregunta —me interrumpe con un tono de voz más contundente—: ¿por qué finges que esto no te interesa? —¿Esto? Señala a su alrededor. Pero entonces dice: —El ajedrez. ¿Por qué finges que no quieres jugar? —No me conoces de nada —digo, cabreada—. El ajedrez no me entusiasma, sencillamente. Menea la cabeza, esbozando una leve sonrisa, y dibuja otra cuadrícula; y entonces la cago otra vez y él vuelve a ganar. Me tiemblan las manos y estoy hasta el gorro de… —Tú lo sientes también, ¿no, Mallory? —Habla con apremio. En voz baja—. Cuando juegas, sientes lo mismo que yo. Aprieto los dientes. —No tengo ni pajolera idea de lo que sientes tú. El ajedrez no es más que un puñetero juego de mesa y…

—Cierto, no es más que un puñetero juego de mesa, pero te pertenece. He visto cómo miras las piezas. Lo consideras tu mundo, ¿no es así? El mundo en el que eliges estar, donde tú marcas los límites. Puedes ser la dama. El rey. El caballo. Lo que tú prefieras. Existen unas reglas y, si te las aprendes bien, eres capaz de controlarlo. Eres capaz de rescatar las piezas que más te interesan. No como en la vida real, ¿verdad? Cómo se atreve a comportarse como si me conociera, como si… Lo odio. No recuerdo la última vez que estuve tan cabreada. La bilis se me revuelve en el estómago. Le arranco el folleto de las manos y dibujo otra cuadrícula, y a punto estoy de rasgar el papel. Tardo siete partidas, pero, por fin, consigo ganarle. —¿Qué coño quieres de mí? —le suelto, acercándome y fulminándolo con la mirada. Él enarca una ceja. —Porque no lo entiendo. —Estoy prácticamente gritando—. ¿Por qué has venido a las Olimpiadas si tienes un torneo la semana que viene? ¿Por qué crees que sabes algo de mí? ¿Por qué te interesa siquiera lo que opino yo del ajedrez?… —acabo la frase profiriendo una especie de gruñido. Si a Nolan le molesta, no da muestras de ello. —Creía que ya empezabas a imaginártelo. —Pues no. Dime qué narices quieres y… Un fuerte golpe. Me vuelvo hacia la puerta. Tanu y los demás han vuelto con un montón de pizzas y están gritando no sé qué sobre unos descuentos para el peperoni y las anchoas. Me fijo en lo cerca que estoy de Nolan y me aparto. Él sigue mirándome, con el amago de una sonrisa triste en los labios. —Supongo que el juego se ha acabado —dice, poniéndose en pie para ayudar a Tanu—. Buenas noches, Mallory. Y buena suerte.

Capítulo quince

A Darcy le encanta la sudadera con la imagen de una cobaya que le compré («aunque no veas cómo te has escaqueado; Goliat no va a querer copular con una cobaya en 2D») e incluso Sabrina se queda muda al ver los patines con una hoja de arce por los que estuve a punto de perder el avión y que me costó la vida embutir en la maleta. Aunque su amor por mí viene y va. «¡Eres la mejor!», me dice el miércoles, después de que la acerque a casa de McKenzie. Pero el jueves, cuando me la encuentro llorando en la sala de estar por algo que McKenzie ha publicado en las redes sociales, me suelta: «¿Pero por qué eres tan cotilla? Métete en tus asuntos por una vez en la vida». —Si encuentran mi cuerpo tirado en una zanja —le digo a mi madre—, procura que la poli no la investigue. Lo más probable es que me haya quitado ella de en medio, pero no quiero que se pase la vida en el trullo. —No es solo contigo. Está enfadada con el mundo. —¿Yo era así de intensita a su edad? Vaya pregunta más ridícula. Todavía tengo dieciocho, pero me siento tan vieja como la abuela del Titanic. Excepto cuando me comparo con Easton y me da la sensación de estar atrapada en alguna etapa de la pubertad. —Una vez te pedí que no siguieses dejándote abierto el tarro de mantequilla de cacahuete y me llamaste dictadora. Suelto un quejido. —¿Darcy será también así? —Sí. —Me da una palmadita en el hombro—. Aunque ella lo que se dejará abierta será la Nutella.

En resumidas cuentas, vuelvo de mi viaje para toparme con la desconcertante revelación de que no se ha producido ninguna emergencia de vida o muerte y de que, en mi ausencia, mi familia… ha estado bien. Estoy entre sorprendida y aliviada. Oz y Defne están en el Pasternak, lo que significa que puedo ir a mi aire la mayor parte del tiempo. Debería aprovechar para ponerme al día con el maratón de lectura de García Márquez al que me apunté en Goodreads, aprenderme las capitales del mundo o teñirme el pelo de color verde moco. Para hacer cualquier cosa, en realidad. En cambio, me pongo a estudiar las partidas de Nolan. La furia que me invadió durante nuestra última noche en Toronto se ha transformado en frío resentimiento. Nolan dijo muchas cosas sobre mí y con algunas acertó… de chiripa. Hasta un reloj averiado acierta dos veces al día. Aun así, no tenía derecho a decir aquello. Su juego de las preguntas era una memez. Espero no volver a verle el pelo nunca más. Probablemente no vuelva a encontrármelo. No obstante, sí que quiero analizar las exasperantes obras maestras que son sus partidas y noto que las manos me arden de ganas de abrirlas en el motor de ajedrez. Disfruto con su maravillosa habilidad para desgastar a sus oponentes, para obligarlos a defenderse sin descanso y, finalmente, para abalanzarse sobre ellos como un tigre. La obsesión se me va un poco de las manos y es por eso, seguramente, por lo que estoy pensando en él el domingo por la noche, cuando hago match en una aplicación de citas con un tío que se llama Alex. ALEX: ¡Hola! MAL: me flipa el perro de tu foto de perfil, es un pitbull?

Me encuentro tumbada en el sofá; el móvil me avisa de inmediato de que el chaval me ha contestado, pero durante varios minutos estoy demasiado distraída analizando la variante Sawyer de la defensa berlinesa como para leer el mensaje. ALEX: ¡Sí! ¿Qué tal te va la vida?

¿Que qué tal me va la vida? Vaya pregunta más rara. Vuelvo a su foto de perfil y me doy cuenta de que su cara me suena. Es mono. Tiene el pelo y los ojos oscuros. Aunque no tanto… No tan oscuros como… MAL: nos conocemos ya? ALEX: ¿Es coña?

No, no es coña. Por suerte, me refresca la memoria antes de que tenga que confesárselo. ALEX: Fuimos juntos al insti. Yo iba un curso por delante de ti. Te invité al baile de tercero.

Ah. Ese Alex; aunque ahora tiene barba. Pero sí que me acuerdo de él. Era tan soseras. Por eso seguramente no había pensado en él desde entonces. MAL: perdona, no te había reconocido en la foto. cómo va todo? ALEX: ¡Genial! Estudio en Rutgers. ¿Y tú qué? MAL: no voy a la uni ALEX: ¿Te has tomado un año sabático? Pues por lo que veo en tu foto de perfil, te está sentando de vicio. Siempre has estado buenísima, pero ahora…

Su siguiente mensaje son tres emojis con una llama de fuego. Teniendo en cuenta la razón por la que me he metido en esta aplicación, debería sentirme halagada en lugar de… muerta de aburrimiento. En cambio, me pregunto cómo se le daría esto a Nolan. Lo de conocer gente en internet. Los rolletes de una noche. Probablemente de pena. Es virgen, ¿no? Un inútil en la cama. Pero me cuesta mucho imaginármelo siendo un inútil en algo. Con su mirada oscura y atenta; el modo preciso y decidido con el que cierra las

enormes manos alrededor de las piezas; su voz, siempre tan cautelosa; sus preciosas y brillantes estrategias. Durante las Olimpiadas, murmuraba de forma ininteligible cuando cometía algún error o se arrepentía de la jugada que había llevado a cabo. A veces se me erizaba el vello de la nuca, y no debería haberme parecido agradable, pero… El móvil vuelve a sonar y yo lo miro, sobresaltada. Había olvidado que lo tenía en la mano. ALEX: ¿Te apetece que quedemos un día de estos y nos pongamos al día?

Que nos enrollemos, quiere decir. Aunque está siendo apropiadamente sutil. Fijo que Nolan no se andaría tanto por las ramas. Me juego un brazo a que la expresión que utilizaría él sería algo del palo «para mantener relaciones sexuales» y… Ay, mi madre. Ay, mi madre. MAL: no creo que sea buena idea, la verdad. estoy hasta arriba de curro y no tendría ni que estar conectada. perdona por haberte hecho perder el tiempo.

Silencio el móvil y, cuando vibra con la respuesta de Álex, no me molesto en leerla. ¿Por qué leches estoy pensando en Nolan mientras me escribo con otra persona? ¿Por qué no me lo quito de la cabeza? Vale. Ya basta. Esto me toca las narices. Es confuso. Una estupidez. Inaudito. Se acabó lo de analizar las partidas de Nolan. Se acabó el tema de Nolan. Tengo que… No puedo seguir pensando en él. A partir de mañana se acabó, me digo mientras espero a que el agua de la ducha se caliente. Ya no estudiaré sus partidas. Me lo sacaré del todo de la cabeza. A partir de mañana. Me lo creo de verdad. Hasta que llega el día siguiente.

El articulo sale en la Vanity Fair. Lo cual es en sí mismo un problema, porque este mes se me ha acabado ya el cupo de artículos gratis. Lo que significa que cuando Easton me lo pasa (¿Te lo estás tirando? Soy tu mejor amiga, ¡ya te vale que tenga que enterarme de tu vida a través de la Vanity Fair!), puedo ver el título («Sawyer queda segundo en el torneo de Pasternak, empata con Koch en una volátil final»), pero nada más. Acabo de despertarme tras pasarme la noche dando vueltas en la cama. Aún no ha amanecido, el resplandor del móvil me deja ciega y Goliat está lamiéndose el culo sin la más mínima pizca de vergüenza en algún punto junto a mi oreja izquierda. Me cago en mi vida. MALLORY: no puedo leer el artículo. me lo resumes? MALLORY: qué tal estás, por cierto? te ha secuestrado bigfoot y ahora eres su novia? BOULDER EASTON ELLIS: HAZME CASO, esto lo tienes que leer MALLORY: soy pobre y odio a jeff bezos. BOULDER EASTON ELLIS: Te confundes con el Washington Post y USA EL MODO DE INCÓGNITO, que para eso está. Serás boomer.

El modo de incógnito funciona, ¿cómo es que no estaba al tanto? Estoy rumiando sobre cómo aprovechar este nuevo descubrimiento cuando el primer párrafo del artículo me llama la atención.

… que Sawyer parecía inusualmente en baja forma. No obstante, para el número uno del mundo, estar en baja forma signi ca seguir rindiendo mejor que la mayoría de los Grandes Maestros de élite, pero muchos se sorprendieron cuando quedó en segunda posición en uno de los torneos más importantes del año… y no asistió a la ceremonia de entrega de premios.

«Parecía cansado», dijo Andreas Antonov, el Gran Maestro de Georgia, en una entrevista. «Lo cual no me sorprende, teniendo en cuenta que llegó de empalmada desde Toronto y jugó su primera partida una hora después de aterrizar». La decisión de Sawyer de participar en las Olimpiadas fue un tema muy comentado entre la comunidad ajedrecística. Fue el único jugador del top 20 que decidió asistir. «Es lo que ocurre cuando le das prioridad a tu novia y el ajedrez pasa a un segundo plano», dijo el ganador del Pasternak, Malte Koch, en unas declaraciones para ChessWorld.com. «El reinado ajedrecístico de Sawyer ha llegado a su n. El mes que viene ganaré el Torneo de Candidatos y, luego, me haré con el Campeonato del Mundo». Aunque Sawyer no se ha pronunciado públicamente sobre su vida privada, es probable que Koch estuviera re riéndose a Mallory Greenleaf, una jugadora con mucho talento que viene llamando la atención desde el Abierto de Filadel a. Greenleaf cuenta, actualmente, con 1892 puntos, aunque está escalando posiciones a una velocidad de vértigo. Durante las Olimpiadas, Greenleaf y Sawyer formaron parte del equipo estadounidense junto con Tanu Goel (puesto n.º 295) y Emil Kareem (puesto n.º 84), y se llevaron el bronce. También se los vio juntos fuera del torneo, tal y como se muestra en la siguiente fotografía… Pincho en el enlace y este me lleva a una puta web de cotilleos. Es una foto mía y de Nolan jugando al tres en raya en una habitación en penumbra durante nuestra última noche en Toronto. Yo estoy con la cabeza agachada, lápiz en mano. Él está mirándome fijamente y una extraña expresión de ternura le cruza el rostro, de normal inexpresivo. ¿Quién sacó esa foto? ¿Cuándo? ¿Y por qué?

… Se rumorea que Sawyer, una auténtica estrella del rock en el mundo del ajedrez, está saliendo con la también ajedrecista Mallory

Greenleaf. Los dos fueron sorprendidos compartiendo un momento íntimo a altas horas… Hostia puta. No, no, no. Me cago en todo lo cagable. Salgo de la cama de un salto. Esto es una movida. Una movida de cojones. La peor movida del mundo mundial. ¿Qué hago ahora? ¿Cómo le pido a Vanity Fair que publique una rectificación? ¿Tienen algún responsable con quien pueda ponerme en plan Karen? Nolan. Nolan sabrá qué hacer. También querrá arreglar este desaguisado. Debo hablar con él, pero ¿cómo? No tengo su número. ¿Lo invoco con un pentagrama hecho de torres o…? ¡Emil! Le mando un mensaje, pero entonces recuerdo su horario de Toronto: lo de madrugar no es lo suyo. A saber cuándo se despierta; no puedo pasarme toda la mañana esperando cuando alguien ha publicado un montón de sandeces sobre mí en internet. De manera que me paso una mano por el pelo y hago lo que haría cualquiera en mi lugar: buscar a Nolan en Google. Tengo que cribar más resultados de los que deberían aparecer de una persona de apenas veinte años y entre los que se incluyen una cuenta de Tumblr de Nolan en versión gato y un fanfiction guarro en el que Percy Jackson y él hacen el sesenta y nueve sobre un hipocampo. Por fin, encuentro algo de utilidad: un artículo en el que cuentan que Nolan se marchó de casa de sus padres y se fue a vivir solo a un ático de Tribeca. Y como internet es un lugar aterrador en el que todo vale y los límites se traspasan cada dos por tres, encuentro también una dirección. Según parece, yo no tengo ningún problema tampoco en traspasar límites: pienso plantarme allí para hablar con Nolan. Tardaré más de una hora en llegar. Para entonces, Emil me habrá contestado ya y yo le enviaré un mensaje a Nolan diciéndole que estoy por la zona. ¿Qué te parece si pillamos un café, charlamos sobre ajedrez y, de paso, consideramos la idea de meterle una demanda por difamación a un medio de comunicación tocho? ¡Yo invito!

Un plan sin fisuras. Que acaba haciendo aguas por todas partes cuando llego al vestíbulo de Nolan y Emil sigue sin contestarme el mensaje ni cogerme las llamadas. Porque sigue durmiendo. El portero le echa un vistazo al jersey de talla

grande que me he puesto sobre el vestido más bohemio que tengo y se dispone a darme puerta. Le dirijo una sonrisa temblorosa. —Vengo a ver al señor Sawyer. Por su expresión, es evidente que está pensando: Sé perfectamente cómo os las gastáis las grupis del ajedrez y no tengo ningún problema en avisar a la policía. Me entran ganas de lanzarme a un pozo. —¿Por favor? —Tengo órdenes de no dejar pasar a ningún visitante inesperado. —Pero he… —Se me ocurre una idea y me entran todavía más ganas de lanzarme al pozo—. Acaba de volver de Rusia y quería darle una sorpresa porque soy su… —contén las arcadas. Enséñale al señor portero el artículo de la web de cotilleos— novia. ¿Lo ve? —¿Ve esta foto que, sin duda, debe de ser cierta porque está colgada en internet? Dos minutos después estoy en el cuarto piso, pensando en que a Nolan le hace falta personal de seguridad más eficaz, cuando abre la puerta. Esperaba vomitarle un montón de palabras nada más llegar y exigirle que le pidiese a su… ¿publicista?, ¿equipo de prensa?, ¿masajista?, a alguien que arreglase este puto circo que hay montado. Pero al verlo plantado frente a mí, con el pelo alborotado, más blanco que el papel, y vestido con una camiseta blanca y un pantalón de pijama a cuadros lleno de arrugas por haber estado en la cama, no puedo evitar decirle: —Tienes una pinta horrible. —¿Mallory? —Se frota el ojo con el canto de la palma. Su voz suena ronca, aunque no solo por estar recién levantado—. Ya estoy soñando otra vez, ¿eh? —Nolan…, ¿estás bien? —Vente a la cama. Este escenario es de lo más ridículo. Prefiero cuando estamos ya… —Nolan, ¿estás enfermo? Me mira perplejo. Se espabila un poco. —¿Estás aquí de verdad? —Sí. ¿Qué te pasa? Se rasca la nuca y se deja caer contra el marco de la puerta, como si todavía no le hubiera pillado el tranquillo del todo a lo de mantener el equilibrio.

—No lo sé —murmura—. De todo. O nada de nada. El apartamento de Nolan es un dúplex tres veces más grande que mi casa; una extensión gigantesca de estancias amplias y despejadas, con ventanas enormes, suelos de madera y estanterías. Hay una maleta abierta en mitad del pasillo; en una de las mesas, veo un montón de libros apilados entre los que se incluyen títulos de Emily Dickinson, Donna Tartt y una monografía sobre la falange macedonia. El aroma profundo y complejo que he llegado a asociar con Nolan impregna cada rincón…, pero es aún mejor. Más intenso. Desgranado en diferentes capas. Lo sigo, aunque no sé muy bien a dónde porque se le ha olvidado decírmelo y, entretanto, intento no ponerme en plan cotilla, intento no quedarme mirando fijamente el algodón que se adhiere a sus hombros anchos. Estar aquí me resulta raro. Es como si la peculiar atmósfera que se apodera de cada habitación en cuanto Nolan entra se hubiese destilado, condensado y vertido sobre las paredes y el suelo. Tal vez lo de embarcarme en este viaje improvisado no haya sido lo más inteligente. —¿Tienes fiebre? —le pregunto en la cocina. —Es imposible saberlo. Arqueo una ceja. —Deja que te hable de un aparato llamado «termómetro». —Ah, sí. Se me había olvidado. El tema es que ni siquiera creo que esté intentando hacerse el listillo. Coge dos tazas de tamaño normal que en sus manos parecen absurdamente diminutas (en una pone La mayor fangirl de Emil), una caja de cereales Froot Loops y una botella de leche a medio beber que se nota que está cortada. Me ofrece la taza en la que no aparece el nombre de Emil como si se tratara de un chupito de whisky. —Nolan, estás… Me pongo de puntillas para alcanzarle la frente. Está ardiendo. De cerca, huele a recién levantado y a sudor fresco. No resulta desagradable. —Tienes la mano muy fría —dice, cerrando los ojos aliviado. Hago ademán de apartarla, pero la atrapa bajo la suya. —No te vayas. —Se inclina hacia mí y noto su aliento cálido y sus labios agrietados en la sien—. Siempre te vas. —Nolan, estás enfermo. Tenemos que hacer algo.

—Vale. Sí. —Se endereza y se aparta de mí—. Voy a desayunar. Después estaré como nuevo. —¿Después de comerte esto? Te hacen falta nutrientes, no colorante en forma de dónuts chiquitines. —Es lo único que tengo. —¿En serio? Se encoge de hombros. —He estado de viaje… ¿en Canadá? —Estabas en Rusia. Por cierto, tienes un montón de cuencos en ese aparador… ¿A quién se le ocurre servirse los cereales en una taza? —Ah. —Asiente. Y, a continuación, se desploma lentamente hasta apoyar la frente en la isla de la cocina—. ¿Quién es aparejador? Me pellizco el puente de la nariz. Soy buena persona. Le recojo el cubo de basura a la señora Abebe cuando el viento lo vuelca, les sonrío a los perros del parque, nunca me burlo de la gente que dice «crocreta». No me merezco esto. Y, sin embargo, en estas estamos. —Oye, quédate aquí. Y no te comas eso, ahora vuelvo. Lo llevo medio a cuestas hasta el sofá; noto el peso de su sólidos músculos y el ardor de su piel. Tardo menos de diez minutos en bajar a toda prisa hasta la calle, dejarme el PIB de un país europeo no muy grande en la tienda de la esquina y volver a su casa, donde me lo encuentro durmiendo. Soy la Madre Teresa reencarnada. Solo me falta un halo en la cabeza. —Tómate esto. El sofá modular de Nolan es enorme y aun así se le queda corto. Es absurdo. —¿Es veneno? —Es ibuprofeno de efecto rápido. —¿Qué es ese olor? —Tus sobacos. —No, lo que huele bien. —Estoy cocinando. Abre los ojos de golpe. —Estás haciendo sopa de pollo. —Cosa que no te mereces. —¿Desde cero?

—Es superfácil y la comida de lata sabe a intoxicación por plomo y a desolación. Por cierto, me debes cuarenta y tres pavos. Sí, te voy a cobrar la barrita de Snickers que me he comprado para paliar la ansiedad; puedes hacerme un bízum, pero haz el favor de no poner «Gracias por las drogas» en el concepto. Tú… ve a echarte una siesta. Iré enseguida. Aunque no lo hace. Lo de echarse la siesta. Se sienta frente a la isla de la cocina y me observa con la mirada vidriosa y una expresión de satisfacción en el rostro mientras me muevo en silencio. En realidad, no me molesta. De normal, su mirada fija me resulta extraña e incómoda, pero hoy… Igual lo que pasa es que me encanta esta cocina. Es grande, acogedora y moderna, y quiero usarla todos los días. Quiero casarme con ella y que adoptemos un tropel de cachorros de shar peis con incontinencia urinaria. —¿Por qué has venido? —me pregunta veinte minutos después. El ibuprofeno ya ha hecho efecto y parece menos ido. —Ha salido un artículo en la Vanity Fair —explico de forma distraída mientras corto las zanahorias. Ahora que estoy cuidando de Nolan en un apartamento acogedor que huele a él y a comida casera, me cuesta acumular el nivel de indignación que sentía hace una hora—. Donde comentan que perdiste contra Koch. —Quedamos en tablas. Aunque sí que perdí contra Liu, que a su vez derrotó a Oblonsky, y yo empaté con Antonov, así que acabé segundo en el torneo… —Sí, estoy segura de que la tienes más grande que Koch, pero centrémonos en el asunto en cuestión: Koch les contó a los de Vanity Fair que tú y yo estamos saliendo, una web de cotilleos publicó fotos nuestras en Toronto y ahora los pocos frikis del mundo a los que les interesa el ajedrez se creen que hay algo entre nosotros. —¿Y no lo hay? Me vuelvo y lo fulmino con la mirada. —Tú nunca tienes nada con nadie. Me lo dijiste tú. —También dije «hasta hace poco». El corazón me da un vuelco. —Esto debería molestarte más. Como estás agonizando, no te lo tendré en cuenta, pero tenemos que dejar las cosas claras. —Sin problema, haz lo que veas oportuno.

—¿Eso que significa? Me refiero a los dos juntos. Lo haremos juntos. Podemos publicar un comunicado de prensa. Contratar publicidad aérea. Lo que sea. —Yo no. Pero tú sí que puedes, si quieres. Frunzo el ceño. —¿Cómo que tú no? Mi hermana y mis amigos leerán el artículo y pensarán que es verdad. —No tengo ningún problema en enviarles un mensaje a tus amigos o hablar con ellos por videollamada o mandarles un avión con una pancarta para explicarles la situación. Pero no pienso comentar mi vida privada con la prensa. —¿Por qué no? —Mal, entiendo que te haya molestado, pero no es la primera vez que me pasa algo así. A la prensa no hay manera de pararle los pies cuando se equivoca. La única alternativa es ignorarla. La primera regla del Club del Ajedrez es: nunca te busques en Google. Tapo la sopa y me apoyo en la encimera de brazos cruzados. —Me da a mí que la primera regla del Club del Ajedrez es que las blancas mueven primero. Y entiendo que el rumor de las Baudelaire te jorobase, pero… —Me refería a la mierda que publicaron sobre mi abuelo. —Me lanza una mirada inexpresiva—. ¿Qué es eso del rumor de las Baudelaire? Aparto la mirada. Qué bochorno que yo esté al tanto y él no. Así parece que me preocupo más por su vida amorosa que él. —Pues… la gente dice que saliste con una de las Baudelaire. —Ah, sí. Las hermanas, ¿no? Me lo contó Emil. —¿Es verdad? Enarca una ceja. —Sabes que no. Cierto. —¿Y cómo empezó el rumor? —Mi representante me obligó a acudir a una fiesta allá por la época en la que todavía le hacía caso y una de ellas estaba allí. Supongo que no hizo falta más. Apoyo los codos en la isla; me repatea lo mucho que me interesa el asunto.

—¿Cuál de todas las Baudelaire? —Creo que su nombre empezaba por «J». Suspiro. Los nombres de todas empiezan por «J». —¿Y qué pasó? Hablasteis y no quisiste… ya sabes. —¿Tú hubieras querido? —¿Yo? Joder, pues claro. —¿Y qué habrías sacado? Me encojo de hombros. —Me gusta el sexo. Es divertido. Y te hace sentir bien…, a veces, incluso, genial. Sobre todo cuando tienes ganas y lo haces con gente atractiva o interesante. No me avergüenzo de ello. —No deberías —dice, pero me doy cuenta de que no lo pilla del todo. El sexo y el deseo son dos cosas que aún está intentando asimilar— ¿Y qué hay de lo de conectar con la otra persona? ¿Lo de intimar? —La posibilidad está ahí. Estoy segura de que el sexo significa cosas distintas para cada uno, y todas son válidas. —Aparto de la mente el recuerdo de anoche y de Alex como si estuviera espantando una mosca—. Pero lo de conectar con la otra persona… no es la razón por la que lo hago yo. Es demasiado arriesgado. —¿Cómo que arriesgado? Me encojo de hombros, no voy a ponerme a explicárselo. —No me va ese rollo. Ya estoy bastante ocupada. Asiente como si ya lo supiera. —Porque tienes que cuidar de tu familia, ¿verdad? Enarco una ceja. —¿No estábamos hablando de tus aventuras con las Baudelaire? —La verdad es que no me acuerdo de lo que pasó. Estábamos… Un momento. —¿Qué? Me acerco, con los ojos muy abiertos. —Kasparov estaba allí. —¿El excampeón del mundo? —Sí. Quería jugar conmigo. —¿Y? —¿Cómo que «y»? Pues jugué con él.

—A ver si lo he entendido bien. ¿Preferiste echar una partida de ajedrez con un vejestorio a un polvo? Me mira como si él fuera una monja de clausura y yo le estuviera explicando lo que es el Bitcoin. —¿Entiendes que era Kasparov? Me echo a reír. Y sigo riéndome. Y luego me rio un poco más mientras apoyo la frente en las palmas de las manos y pienso en que cuando no está siendo gilipollas de remate, Nolan es bastante mono. Al levantar la vista, me fijo en que me ha cogido un mechón de pelo y lo está frotando entre las yemas de los dedos como si fuera seda natural. Todavía tiene la mirada algo vidriosa, así que se lo permito. —Dime que al menos fue la mejor partida de tu vida —le pido. Me mira fijamente a los ojos. —No, no lo fue. —¿Y cuál fue, entonces? Sigue mirándome. Un escalofrío me recorre la espalda, a saber por qué. Y entonces el temporizador de la cocina suena y los dos apartamos la vista. Le sirvo la sopa en la taza de La mayor fangirl de Emil porque me merezco disfrutar de esa imagen mental. —Qué buena está —dice, después de tomarse la primera cucharada con una expresión de sorpresa que resulta algo ofensiva—. No tanto como el pastel de carne de tu madre, pero… Le pellizco el bíceps, aunque apenas puedo pillar carne de lo mazado que está, y la sonrisa torcida hace acto de presencia. Repite tres veces y engulle la sopa con ganas mientras yo me como la barrita de Snickers y finjo no sentirme halagada. El subidón de adrenalina está desvaneciéndose y mi cuerpo empieza a recordar que he dormido menos de cinco horas y no me he metido cafeína. —¿Tú no cocinas? —Muy de vez en cuando. Y de forma bastante regulera. —Y, aun así, tienes la mejor cocina que he visto en la vida. —Meneo la cabeza—. La pasta que puedes sacar de los torneos es un poco locura. —Cierto, aunque ya desde crío contaba con un fideicomiso. Dejaré que decidas si, en términos morales, es algo más o menos abominable. —Qué majos, tus padres. —Mi abuelo —me corrige—. Este apartamento era de él.

—Ah. —Me muerdo el labio, sin saber muy bien si quiero preguntárselo —. ¿El abuelo que…? —Sí. El que jugaba al ajedrez y se volvió tarumba y casi acaba conmigo a los trece años. Esboza una levísima sonrisa, no tan amarga como hubiera esperado. Pero, aun así, me estremezco. —Igual hay mejores formas de referirse a los problemas de salud mental —digo de forma neutral. —Es verdad. Mi abuelo, al que le diagnosticaron una demencia frontotemporal con variante conductual de avance rápido. ¿Suena mejor así? —No respondo. A continuación, añade—: ¿Sabes que existe una variante de la demencia frontotemporal que se hereda? Abro la boca y luego la vuelvo a cerrar. Desprende un aire de lejanía que parece tener poco que ver con la fiebre. Debería ir con pies de plomo. Nolan Sawyer necesita que lo traten con delicadeza. Parece casi de chiste, pero bueno. —¿Te preocupa que te pase a ti también? Profiere una carcajada carente de alegría. —¿Sabes lo más gracioso? Antes la posibilidad me aterrorizaba, pero sé que a mí no me va a pasar. Porque me hice las pruebas genéticas en cuanto me marché de casa. Pero, que yo sepa, mi padre no se las ha hecho, y hasta que dejé de cogerle el teléfono, me decía todos los días, todos los santos días, que si seguía jugando al ajedrez, acabaría como mi abuelo. Como si el origen de todo hubiera sido ese: que jugaba demasiado al ajedrez. —Eso me parece… una idiotez. —Ya, bueno, los idiotas suelen decir idioteces. Me rehúye la mirada. Contempla su taza vacía, con los codos apoyados en la encimera de mármol, y yo me acerco a él. Nolan parece tener los sentimientos a flor de piel y no quiero tocarlo, por si acaso, pero me gustaría estar ahí para él. Acompañarlo. Es lo mismo que hago con Easton cuando está de bajón. Con Darcy. Con Sabrina, cuando me deja. Me acerco más de lo que se considera educado. Respiro el mismo aire que ellas. Dejo que nuestros aromas se mezclen. Es lo que hago con mis hermanas y con mi amiga y, ahora, también con el imbécil del campeón de ajedrez, al que estoy cuidando a base de sopitas, según parece.

Somos un par de bichos raros. —Este apartamento que te dejó… es muy grande para una sola persona —murmuro. —¿Quieres venirte a vivir aquí? —Su tono es idéntico al mío, íntimo. —Pues claro. Venderé el páncreas. Fijo que así podré pagar los tres primeros meses de alquiler. —No hace falta que pagues alquiler. Elige la habitación que quieras y ya está. —¿Y qué, te lo compenso haciéndote compañía? ¿Te ahorro lo de tener que cenar a solas a la luz de los candelabros, en tu mesa de madera de cerezo de quince metros, a lo Bruce Wayne? —De normal ceno de pie frente a ese tablero de ajedrez de allí. —Lo que me extraña es que cenes. Y que no te nutras simplemente de las lágrimas de tus contrincantes. Vuelve a sonreír, y joder. Es ofensiva, excepcional y devastadoramente guapo. Retrocedo un paso, cojo el bolso y tiro el envoltorio de Snickers. —Te he dejado la sopa que ha sobrado en la nevera. Tómate otro ibuprofeno dentro de cinco horas. Y avisa a alguien para que venga; así, si te desmayas, se darán cuenta antes de que las ratas se coman tus intestinos. —Estás tú. —Estaba. Me voy ya. Nolan se queda visiblemente desanimado y a mí me invade algo parecido a la compasión. —¿Y Emil? —pregunto. —No voy a llamar a Emil por un resfriado. Entre los parciales y lo de languidecer tres horas al día por Tanu anda bastante ocupado. —Pues llama a otra persona. Niega con la cabeza. —No hace falta. —Sí que hace. Estabas en las últimas cuando he llegado. —Pues quédate. —Ya llego tarde a Zugzwang. No… Me mira con esos ojos oscuros y límpidos y soy incapaz de marcharme. No puedo dejarlo. ¿Y si se deshidrata y se muere? ¿Sería culpa mía? No voy a darle a su fantasma la satisfacción de atormentar a varias

generaciones de mujeres Greenleaf. Pienso mantener con vida a este mamón. —Ya que los dos nos dedicamos al ajedrez, deberíamos jugar una partida —dice mientras le envío un mensaje a Defne para avisarla de que me ha surgido una emergencia—. Por eso de seguir siendo miembros productivos de esta sociedad capitalista. —Casi cuela. —¿En serio? —No. Nolan, sigues teniendo una pinta horrible. Ve a echarte una siesta mientras te gorroneo el wifi y me paso el día viendo partidas de Dragon Age. —¿Dragon qué? Y así es como acabo en el sofá de cuero de Nolan, hablándole de elfos y calvorotas y el fin del mundo mientras el vídeo y su presencia me dejan amodorrada. —Esto me gusta más que la serie del Jughead ese —me dice diez minutos después. Bostezo, bastante satisfecha. Y luego, al cabo de otros diez minutos, me quedo dormida.

El resplandor del mediodía me da de lleno, pero me trae sin cuidado. No le presto ni la más mínima atención porque estoy envuelta en una manta fantástica. Perfecta, sobresaliente, 12/10, cinco estrellas en Amazon. Me deja clavada al respaldo del sofá, es firme, pesada y cálida, y posee la mezcla perfecta de dureza y suavidad. Sobre todo de dureza, aunque en el buen sentido. Incluso ha encajado una pierna entre las mías y me ha rodeado la caja torácica con los brazos. Apenas puedo moverme, pero no pasa nada, porque siento que estoy protegida desde todos los flancos. Como ocurre con el rey cuando uno sabe jugar bien al ajedrez. No pienso marcharme nunca. Ahora vivo aquí, en el paraíso. Abro los ojos para contemplar mis nuevos dominios y… Nolan está a mi lado. Observándome. Y algo me dice que debería ser presa del pánico, pero lo único que me sale es decir:

—Hola. —Hola —me saluda él a su vez, y casi noto la aspereza de su voz contra los labios. Huele a algo indescriptiblemente intenso y agradable. —Hola —vuelvo a decir, como una imbécil, y los dos sonreímos y el aire que nos separa rezuma dulzura, y sus ojos, su nariz y sus labios están, de pronto, más cerca y… Oigo un zumbido y vuelvo a la realidad. Me retuerzo entre los brazos de Nolan y me incorporo de golpe. —No hagas caso —me ordena, pero a quien no hago caso es a él. ¿Qué acaba de pasar? Ay, la hostia. Nunca había dormido con nadie. Jamás. No de este modo. No… ¿Qué ocurre? Y el zumbido sigue sonando. —Creo que… mi móvil… —Lo tengo. ¿Cómo se descuelga? ¿Dándole al botón rojo? No, al verde—. ¿Diga? —¿Mal? ¿Estás bien? —Es Defne. —Sí, perdona que no haya ido hoy, es que… —¿Has visto el periódico? Ay, mierda. El artículo. —Es… No te preocupes. Es mentira, no estoy acostándome con Nolan. —Nolan arquea una ceja. Todavía tiene los brazos enroscados alrededor de mi cintura, y a mí me da un patatús—. Es decir, que no… —¿Qué pinta Nolan en esto? —Ah. —Uf, menos mal—. Entonces, ¿a qué te refieres? —Al Torneo de Candidatos, Mal. Te han elegido para participar este año.

Capítulo dieciséis

—… líos del mundo del ajedrez suelen ser un rollo, pero esta vez parece que la cosa está que arde. ¿Te importa explicarle al público lo que está ocurriendo con el Campeonato del Mundo? —El tema es el siguiente, Mark: de las diez personas que consiguen clasificarse para el Torneo de Candidatos, nueve son seleccionadas por sus puntuaciones o por haber ganado torneos clasificatorios. Al décimo, el comodín, lo elige la FIDE. Normalmente es una manera de incluir a algún jugador del top diez que, por algún motivo, no ha conseguido clasificarse. Este año, todo el mundo pensaba que el comodín sería Antonov. O Zemaitis. O Panya, aunque está previsto que su hijo nazca en febrero, cuando se disputa el campeonato, así que lo más probable es que hubiera rechazado la invitación. En cambio, la semana pasada el comité seleccionó a una jugadora inexperta con una puntuación bastante baja. Ahora bien, Greenleaf tiene mucho talento y es una jugadora de lo más prometedora, las cosas como son. No obstante, solo lleva un par de meses jugando de forma profesional, por lo que todavía no ha demostrado su valía. Su desempeño en las Olimpiadas fue notable, pero elegirla para que participe en el Torneo de Candidatos es como pedirle a un niño de primaria que juegue un partido de la NFL. El torneo se celebrará en Las Vegas la semana posterior a Acción de Gracias, y muchos dudan de que sea capaz de medirse con jugadores de talla estratosférica. —Se comenta que se la ha elegido por ser mujer, ¿no es así? —Se ha hablado mucho de la falta de representación femenina en el ajedrez, de manera que la invitación de Greenleaf podría responder a

dichos comentarios. Pero hay muchas mujeres que cuentan con más experiencia y una puntuación superior que se han ganado el puesto. Lo que se ha traducido en que algunas personas consideren que no se la ha elegido por ser mujer, sino por ser la novia de un ajedrecista en particular. —¡Vaya salseo! —Y tanto. Nolan Sawyer… Has oído hablar de Nolan Sawyer, ¿verdad? —Desde luego. —Es la crème de la crème del mundo del ajedrez, un auténtico fenómeno. Su nivel de influencia en el mundillo es tal que podría haber presionado a la FIDE para que escogiera a cierta jugadora para el Torneo de Candidatos. Se lo ha fotografiado junto a Greenleaf en situaciones… —Ya veo por dónde vas. —¡Seguro que sí! De manera que la gente se pregunta si… —Deja ya de torturarte con eso, Mal. Levanto la vista del portátil y veo a Defne apoyada en el marco de la puerta, lanzándome una mirada preocupada mientras el aro de plata que lleva en el septum resplandece. —Pero si te empeñas en seguir haciéndolo, ¿podrías ponerte los cascos? —Oz me fulmina desde su mesa—. Los hay que no somos prodigios ignorantes a los que han tomado por error por la nueva amiguita de Nolan Sawyer. Los hay que practicamos de verdad el ajedrez. —Es que… —Me masajeo la sien—. ¿Por qué están hablando de ajedrez en el Today Show? ¿No deberían hablar de temas importantes? ¿De la fracturación hidráulica o de la terraformación sostenible de Marte o del club de lectura de Malala? Oz me mira perplejo. —Ahora en serio, ¿has visto alguna vez la tele por cable? Profiero un gruñido y golpeo la mesa con la cabeza. Sé que mi avinagramiento está llegando al mismo nivel que el de Sabrina, pero yo diría que me lo he ganado, porque noviembre está siendo una puta mierda: todos piensan que soy una fan loca de Nolan que se ha abierto camino por el mundillo del ajedrez a base de polvos. A Easton le gusta demasiado Colorado como para volver a casa por Acción de Gracias, lo que equivale a unos aterradores puntos suspensivos al final de la frase sin terminar que es nuestra amistad. Y uno de mis compañeros de secundaria me envió un mensaje hace poco para preguntarme si de verdad era jugadora

de softball profesional y me había quedado preñada de trillizos de un modelo holandés de ropa interior. El juego del teléfono escacharrado y, aun así, una señal evidente de que, cualquier día de estos, mamá o Sabrina podrían acabar descubriendo mi curro secreto. Conque sí: ser una vinagres es ahora mi personalidad. Soy más mala uva que mujer y aprovecho la menor oportunidad para desplegar mi enfurruñamiento. —Debería haber rechazado la invitación —mascullo pegada a la madera pulida. —El premio son cien mil dólares —me recuerda Oz con acidez—. Ya hablamos de las retenciones fiscales, los beneficios netos y la cantidad de letras hipotecarias que podrás pagar cuando te pusiste a llorar por las esquinas la semana pasada. No abrí la aplicación de la calculadora para que ahora vuelvas con estas. —Es que… es de lo más bochornoso. Hay gente en la tele diciendo que soy demasiado floja para sobrevivir al invierno. —Y por la tele también han dicho que los láseres espaciales fueron los responsables de los incendios forestales de California. —Oz pone cara de hastío—. Oye, no es que quiera que sigas hundida en la mierda, pero tal y como he mencionado alguna vez, prefiero que me empalen con un arpón mientras riego unas remolachas que tener que lidiar con la amalgama mohosa que son las emociones humanas… —Oz —interrumpe Defne—, ¿podrías dejarnos a solas un momento? —¿Qué? —Mallory y yo necesitamos algo de intimidad. Para hablar de moho y procesos fúngicos varios. —Pero tengo todas mis cosas aquí. ¿Qué quieres que haga? —Yo qué sé, ¿ir a regar remolachas? ¿Buscarte un arpón? Vuelve dentro de media hora. Anda, tira. Defne es mi jefa, pero nunca me lo había parecido tanto como en este momento, cuando rodea mi mesa con una expresión seria en el rostro y se sienta encima de un saltito; oigo cómo sus pendientes tintinean alegremente y me llega un aroma a cítricos y tabaco. Se me queda mirando como si estuviésemos a punto de tener una charla seria y se me ocurre que la hecatombe de los últimos días podría ser mil veces más diarreica si, además, acaban despidiéndome.

Mierda. —Sé que no he hecho más que renegar, pero te prometo… —Tienen razón, Mal. —¿Quién tiene razón? —La FIDE sí que te ha escogido por ser mujer. —Guarda silencio un momento y deja que asimile las palabras—. El comentario sobre Nolan es una meada fuera del tiesto, desde luego. No tiene, ni por asomo, tanta influencia en la FIDE, y debieron de tomar la decisión antes de que las fotos salieran a la luz. No sé qué rollo os traéis los dos… —¡Ninguno! Es verdad. No he vuelto a ver a Nolan desde hace tres semanas, cuando me largué histérica de su casa por culpa del follón que se montó en internet, aunque ha conseguido mi número (supongo que se lo dio Emil), porque ha estado enviándome mensajes. Al principio cosas tipo: Ya has vuelto a salir pitando, ¿eh? y Mallory, ¿estás bien? y Solo quiero que hablemos. Y, unos días después, mientras regaba la maceta con forma de erizo de Darcy: Cormenzana siempre abre con la Ruy Lopez. Le siguieron muchos mensajes similares con algún que otro consejillo (Kotov contra Pachman, 1950) y recomendaciones buenísimas que debería seguir siempre al pie de la letra (Acuérdate de hidratarte). No le contesté. Nunca contesto porque… Porque no me da la gana. Porque no somos amigos. Porque me desperté en su sofá y mi primer impulso fue acurrucarme contra él. Una historia de terror en catorce palabras. No le contesto, pero sí leo los mensajes. Y entre un arrebato enfurruñado y otro, hago lo que me dice, porque, por mucho que me repatee, son consejos cojonudos. Me digo a mí misma que únicamente me ayuda porque odia a Koch, pero no me molesto en intentar creérmelo. Total, tampoco es que vaya a ganar el Torneo de Candidatos. Al fin y al cabo, solo me han elegido por… —¿Acabas de decir que la FIDE sí que me ha elegido por ser mujer? Defne asiente. Y luego recoge cable: —No solo por eso, pero ha tenido bastante que ver. —¿Y eso? Un montón de mujeres juegan al ajedrez.

—¿Qué sabes del tema? —No mucho. —Recuerdo la sonrisita despectiva de Koch en Filadelfia. «Prefiero que las tías se ciñan a los torneos femeninos»—. Solo que hay torneos exclusivos para mujeres. —Es más que eso: hay ligas aparte y las clasificaciones también van por separado. Se trata de un tema bastante polémico: algunos dicen que dichas ligas no deberían existir porque frenan a las mujeres y dan a entender que no somos capaces de competir contra los jugadores masculinos. Otros no están de acuerdo y prefieren que dispongamos de un espacio en el que no se nos acose o se nos ningunee. —¿Y tú que piensas? —Creo que en ambos casos estamos jodidas. Ninguna opción es mejor que la otra, y esa es en parte la razón de que abandonase el ajedrez de competición y eligiera centrarme en… el ajedrez igualmente, sí, pero dejando de lado la parte que me provoca ganas de rajar almohadas con un cuchillo de cocina. Acabas gastándote un dineral. He experimentado en mis propias carnes tanto el machismo explícito como el de tapadillo —antes trabajaba en un taller y mi jefe era Bob— y a lo largo de mi vida me he topado con una sucesión interminable de tíos con opiniones de mierda, así que… Salvo que no es así. No me he topado con tantos tíos de esos. —No recuerdo que la cosa fuera así cuando jugaba de pequeña —le digo a Defne—. Igual era porque no participaba en partidas clasificatorias o porque mi padre me protegió, pero no siempre he tenido la sensación de que el ajedrez fuera un deporte mayoritariamente masculino. Asiente. —Cuando eras pequeña, a todo el mundo le flipaba el ajedrez y nadie comentaba nada del género de los jugadores, ¿verdad? —Sí. —Me parece que te perdiste la parte más interesante, aunque por poco. La parte en la que los críos crecen y empiezan a endiosar a los grandes y descubren que Kasparov, su ídolo, dijo una vez que ninguna mujer podría mantener el tipo mucho rato durante una partida. Me quedo de piedra. —¿En serio?

—Una vez, después de un torneo, me fui a cenar con algunos de los jugadores. Alguien abrió un vídeo de YouTube, una entrevista de hace mil años a Fischer donde decía que las mujeres son imbéciles y que el ajedrez se les da de pena. A todos les pareció graciosísimo. —Defne se mira los zapatos, inusitadamente apagada—. Yo tenía diecisiete años y era Gran Maestra. Y la única mujer de la mesa. —No me… Que les den a todos, Defne. —Me pongo de pie, lívida. Era más joven de lo que yo soy ahora. Y tuvo que aguantar ella sola a una panda de gilipollas—. Fischer era también un antisemita de cojones. Nada de lo… —Lo que más me dolió no fueron los comentarios de Fischer, sino que a unos chavales de mi edad les pareciera la monda llevar una camiseta con el lema: «La expresión “ajedrecista femenina” es un oxímoron». Lo que más me dolió fue que la FIDE no hiciera nada al respecto. Y allí estaba yo, yendo de torneo en torneo y acumulando cada vez más derrotas; a menudo perdía contra los típicos cuñaos que hacen chistes sobre que el cerebro de las mujeres tiene demasiadas carencias como para evaluar adecuadamente la seguridad del rey, así que empecé a preguntarme si tendrían razón. Las mujeres que son Grandes Maestras constituyen ¿qué, el uno por ciento del total? Es una birria. Me dije: «Puede que sí que seamos peores. Puede que sí que nos haga falta una liga aparte». —¿En serio…? —Parpadeo, sintiéndome traicionada—. ¿En serio piensas eso? —Antes sí. Durante un tiempo. Y cuanto más convencida estaba, más partidas perdía. Lo cierto es que me tomé un descanso del ajedrez. Me fui a la universidad y me saqué un MBA; ¿sabías que tengo un MBA? Bueno, pues ahora ya lo sabes; no se lo cuentes a nadie, porfa, me da una vergüenza que no veas. Total, que creí haberle dado carpetazo al ajedrez. Y, entonces, un día leí un estudio. »Unos científicos europeos reunieron a un grupo de mujeres y las hicieron jugar al ajedrez por internet contra contrincantes masculinos de su mismo nivel. Cuando las jugadoras desconocían el género de su oponente, ganaban el cincuenta por ciento de las partidas. Cuando se les hacía creer que su oponente era mujer, ganaban el cincuenta por ciento de las partidas. Cuando se les decía que jugaban contra hombres, su rendimiento disminuía. Pero, en realidad, sus oponentes eran siempre los mismos. —Se encoge de

hombros. Sus pendientes vuelven a sonar, con un tintineo descorazonador —. El sistema resulta desmoralizante para las mujeres. Consigue que dudes de ti misma y que abandones el club de ajedrez para que otros, los que en teoría tienen talento de verdad, ocupen tu lugar. Ni Oz, ni Emil, ni Nolan…, ni siquiera los chicos más majos saben lo que se siente. No tienen ni idea de lo que es que te digan que eres intrínsecamente peor y que siempre serás la segundona. —De pronto, Defne esboza una sonrisa pícara—. Pero no es cierto. Y en cuanto nos demos cuenta, ya no podrán volver a engañarnos. El día después de leer el estudio, me hice esto. Se saca el brazo de la manga de la chaqueta de punto. El tatuaje del tablero de ajedrez se curva sobre su bíceps. —¿Qué es? —Moscú, 2002. La posición final de la partida que Judit Polgár ganó contra Garry Kasparov. Pese a contar con lo que él describió una vez como las «imperfecciones de su psique femenina». Me rio. Y sigo riéndome al menos durante un minuto. —Es… es la hostia. —Ya te digo. —Defne también se ríe, pero acto seguido se pone seria y me coge la mano—. Mallory, yo crecí en este mundillo y sé cómo piensan esos cafres. Y hay una cuenta que saldar. Los carcamales de la FIDE son conscientes de que no pueden seguir dejando a las mujeres al margen, así que contigo han aprovechado la oportunidad. Una desconocida que lo ha petado en torneos de alto nivel. Al contrario de lo que ocurre con otras mujeres que llevan años en el mundillo, pueden justificar su decisión diciendo que el único motivo por el que no tienes apenas puntos es porque acabas de empezar a competir, pero que eres lo bastante prometedora para que se te invite. Pueden utilizarte para el postureo. Pero los conozco como si los hubiera parido y sé que también creen que es imposible que seas tan buena. Que, seguramente, lo tuyo hasta ahora ha sido potra y que no vas a ganar el Torneo de Candidatos. Noto cómo se me encogen las entrañas. ¿No es lo mismo que llevo semanas diciéndome yo? Que no puedo competir. Que no estoy preparada. «No voy a ganar» ha sido mi frase de cabecera. Porque… carezco de experiencia. Porque ni quiero ganar ni me lo merezco. ¿Porque soy mujer? «¿Sabes lo increíble que eres?», me preguntó Nolan en Toronto. Y yo le dije que sí, aunque en el fondo seguía creyendo que no era nada del otro

mundo. Entonces, ¿qué es lo que pienso en realidad? Miro a Defne a los ojos. Ella siempre me ha animado. Siempre ha sido sincera conmigo. Nunca ha sido de las que rezuman una positividad tóxica y constante. —¿Crees que puedo ganar el Torneo de Candidatos? —le pregunto, algo nerviosa por lo que pueda contestarme. Me coge la otra mano y me siento apoyada. Me siento reconfortada. Me siento más fuerte. —Mallory, creo que puedes ganar el Campeonato del Mundo.

Capítulo diecisiete

Un sedán nos recoge en el aeropuerto de Las Vegas y nos lleva al Westgate. En el ascensor, un empleado de la FIDE con pinta seria me explica dónde van a celebrarse las ruedas de prensa y dónde están las zonas VIP, y me comunica las dietas de manutención que me corresponden, una cantidad de dinero que deja en bragas el presupuesto mensual para la compra de las Greenleaf. Sobre mi almohada, me encuentro un sobre negro con las letras en relieve: una invitación para la ceremonia de apertura a la que asistirá no solo el gobernador de Nevada, sino también el embajador de Estados Unidos en Azerbaiyán, ya que está previsto que lleve a cabo el primer movimiento inaugural. Así de importante es el Torneo de Candidatos. Tan importante que me pregunto si el actual campeón del mundo estará presente. Y, acto seguido, me fustigo por preguntármelo. Porque pensar en Nolan no me ha traído más que quebraderos de cabeza. —¿Seguro que no hay código de vestimenta? —le pregunto a Defne desde mi balcón, que está al lado del suyo. Ojalá Darcy y Sabrina estuvieran aquí conmigo. Mamá se lo pasaría también en grande y se mofaría de todo el pijerío. Pero las tres están en casa, comiéndose con patatas la trola que les conté («Me voy a Boulder a hacerle una visita a Easton»). A mamá le tranquiliza que vuelva a quedar con ella. Sabrina me odia por ser «más egocéntrica que una diana». Y Darcy me busca en Google lo bastante a menudo como para que las acciones de Silicon Valley suban doscientos puntos. Y yo estoy aquí sola. Bueno, casi.

—Segurísimo —responde Defne—. Aunque la mayoría llevará probablemente camisa de botones y americana. Y abundará el gris. —¿Debería comprarme una falda de tubo negra? —Si quieres… Pero preferiría verte subir al escenario con tu crop top de colorinchis. Sonrío, sintiendo una repentina oleada de afecto. —Pues estás de suerte, porque me lo he traído. Para la gala, me pongo un vestido de tubo que Easton me compró en una tienda de segunda mano por siete pavos. Como mi vida es un mojón y he asumido que voy a acabar siempre salpicada de mierda, no me sorprende cruzarme con Koch antes que con cualquier otra persona. —Vaya, vaya —dice como si fuera un villano de tercera salido de una peli de Austin Powers—, hay que ver lo lejos que llegan algunas entre las limpiezas de bajos a Sawyer y la compasión de la FIDE para con los menos afortunados. —¿Es muy caro, Malte? —digo cogiendo una fresa cubierta de chocolate de una bandeja. —¿El qué? —El machismo rancio que llevas puesto. Entorna los ojos y se acerca a mí. —Aquí sobras, Greenleaf. Eres la única jugadora que no se ha ganado el puesto en el Torneo de Candidatos. Eres un cero a la izquierda. Quiero darle un empujón. Un puñetazo. Quiero meterle la fresa por la nariz. Pero la sala está llena de periodistas. Veo cámaras de la tele pública y micros de la tele por cable. ChessWorld.com va a exprimir el evento a base de bien, seguro que hasta nos graban depilándonos las cejas. No puedo dar ni un paso en falso. De manera que sonrío con dulzura. —Y, aun así, la última vez que jugaste con este cero a la izquierda, el cero a la izquierda ganó. Da que pensar, ¿no? Me doy la vuelta y me pongo a buscar una bebida sin alcohol, deleitándome con la imagen mental de la vena del cuello de Koch a punto de estallar. No veo a Defne ni a ningún conocido, pero no tardaré en cruzarme con los demás jugadores: es un torneo de todos contra todos y se juega una partida al día. De fondo se oye una animada canción al piano y yo

me dirijo a la mesa, con ganas de llenarme los carrillos; al llegar, alguien me abraza por detrás. —¡Holaaaa! —¡Tanu! —Uy, qué vestido —me dice apreciando el bordado, de un intenso color verde—. Como te descuides, te lo robo. —Tanu, ya hemos hablado de esto. —Detrás de ella, Emil menea la cabeza y se inclina para abrazarme—. No la puedo sacar de casa, Greenleaf. No sé por qué me empeño. —¿Qué hacéis aquí? ¿No deberíais estar en la uni? —Abajo el trabajo. —Tanu agita la mano—. Somos almas libres, las obligaciones de la vida cotidiana no van a retenernos. —Estamos de vacaciones de invierno. —Hemos venido a estudiar las partidas. Para ayudar a Nolan cuando se prepare el Campeonato Mundial. —Ah. ¿Nolan está aquí? —Mal, nos encantaría ayudarte a ti también —dice Tanu, pasando de mi pregunta. —¿Ayudarme? —La mayoría de los jugadores han acudido con un equipo de segundos. Tú solo tienes a Defne, ¿no? Los segundos se encargan de asistir a los jugadores; los ayudan a entrenar, a analizar partidas antiguas y a trazar estrategias de ataque y defensa. —Sí, a Defne. Y… —Y a Nolan. Los mensajes de Nolan, que parece responder a mis preguntas antes de que las formule. Aunque no pienso reconocerlo—. Oz Nothomb me dijo que podía comentar con él la parte estratégica. —Pues deja que te ayudemos. Podríamos quedar por las mañanas y repasar las debilidades y fortalezas de tu oponente. Y alguna que otra apertura. Mal, tienes muchísimo talento y estas cosas podrían serte de mucha utilidad. —¿Esto ha sido idea de Nolan? Intercambian una breve mirada. —Oye —dice Emil—. Puede que Nolan quiera que ganes, pero nosotros también. —Hace pucheros como un crío—. ¿Acaso el poutine que

compartimos en Toronto no significó nada para ti? Y así es como acabo entrando al día siguiente con Defne en un local especializado en desayunos a las siete de la mañana. Tanu y Emil ya están allí, compartiendo una tostada francesa rellena de crema, y yo me doy cuenta de inmediato de que sobran las presentaciones. Defne los abraza con fuerza y le pregunta a Tanu cómo le va por Stanford, cuándo se ha dejado flequillo y qué tal su gato. Estoy considerando la idea de pedirle que me explique con pelos y señales por qué se conocen todos cuando Emil saca un tablero y dice, con el brillo en la mirada de un entrenador de la NFL: —Thagard-Vork. Danés. Treinta y seis años. Es un excelente jugador posicional, aunque hace ya tiempo que dejó atrás su época dorada. Le encanta abrir con d4 y c4. —Aunque a veces hace cosas raras con la dama: e4, c5, dama h5. Fíjate en esto, Mal. Es un locurón. Sí que lo es. Y tres horas después, cuando hace una cosa rara con la dama y yo sé exactamente cómo responderle, lo es aún más. Mi nombre, y la bandera de Estados Unidos que lo acompaña, están por todas partes. No en trozos de papel pegados con cinta adhesiva, sino grabados en relieve en un lado de la mesa, en los paneles y en la silla, como si alguien se hubiera dejado un pastizal en un centro de reprografía. El escenario cuenta con cinco mesas y el público está compuesto por quinientas personas totalmente mudas. Hay pantallas por todas partes retransmitiendo las imágenes en directo, y unos gráficos siniestros aparecen durante los descansos. 10 JUGADORES 9 DÍAS 45 PARTIDAS 1 GANADOR

Chan chaaaan. La prensa se aglomera en cada esquina, aunque de un modo respetuoso y distante, como para no molestar a los jugadores. Le echo un vistazo al monitor mientras Thagard-Vork contempla mi caballo. Todos los jugadores tienen la misma pinta: son como soldaditos ataviados con colores neutros que observan con el ceño fruncido unos tableros de colores igualmente neutros. Excepto la chica de la cuarta mesa, que no pego ni con cola con mi pelo rubio platino y mi jersey verde azulado.

Sonrío, cierro los ojos y gano sin haber corrido peligro en ningún momento. Tardo dieciocho movimientos. —Iba mil pasos por delante de mí —comenta Thagard-Vork en la rueda de prensa posterior a la partida. Mi primera entrevista. He intentado saltármela, pero uno de los directores ha sacado su fantástica identificación y me ha dicho: «Es obligatoria»—. Cuando ha sacrificado al caballo… — Menea la cabeza mientras ve la repetición en pantalla. Me fijo en que tengo un remolino raro en el pelo de la frente—. Iba mil pasos por delante — repite. —Ha sido una partida complicada —miento al presentador. No me relajo del todo hasta que estoy a solas en el ascensor, lejos de las cámaras. Los motores de ajedrez son tan potentes hoy en día y tardan tan poco en dar con la jugada perfecta que, para evitar las trampas, en el torneo está prohibida la utilización de dispositivos electrónicos, entre los que se incluyen los relojes —qué narices, no puedes llevarte ni una barra de cacao de labios—. Lo que significa que tengo el móvil en la mesilla de noche, enchufado al cargador y petado de notificaciones. Al llegar a mi habitación, abro el primer mensaje de Darcy. CERDARCY: ¿Cómo es posible que tengas el pelo liso como unos fideos excepto por ese triste remolino que te sale en la frente?

Me echo a reír. Me quedan ocho partidas.

Gano la siguiente partida (Kawamura; EE. UU.; puesto n.º 8) gracias a una columna semiabierta, y la que le sigue (Davies; R. U.; puesto n.º 13), pese a que tardo cinco horas. Para cuando termina la tercera jornada, estoy empatada con Koch y Sabir en primera posición. Los demás jugadores han sufrido alguna derrota o han acabado en tablas. Y ahí es cuando la prensa decide ponerse las pilas,

dejar la distancia respetuosa a un lado y empezar a pulular por las zonas de descanso, donde estoy con Defne comiéndome unas Oreo de pistacho. Parecen hambrientos. Sedientos de sangre. —Igual deberías concederles una entrevista. Antes de que te pillen por banda en la cafetería cuando estés con Tanil —comenta, pensativa. —¿Tanil? —Tanu y Emil. Es su nombre de pareja. Pero eso, que los demás jugadores han estado dando entrevistas. Tú deberías hacer lo mismo. —Ya acudo a las ruedas de prensa y analizo las partidas. —No lo pillas. Tus partidas se la sudan. Lo que quieren es conocerte a ti. Y así es como acabo con un micro de la CNN a dos centímetros de los morros. Huele a plástico quemado y a colonia. O tal vez sea cosa del periodista. —¿Qué se siente al ser la tapada del torneo? ¿Qué significaba eso de «tapada»? —Es… fantástico. —¿Te resulta raro ser la única mujer? —Me resulta raro que haya tan pocas mujeres en el mundo del ajedrez, pero yo no me siento rara. —Eres hija de un Gran Maestro. ¿Qué diría él si estuviera aquí? Noticia de última hora: odio con todas mis fuerzas dar entrevistas. —Pues ni idea, porque no está aquí. —¿Y qué hay de Nolan Sawyer? ¿Qué pensará él si te proclamas vencedora del Torneo de Candidatos, teniendo en cuenta vuestra relación? No tenemos ninguna relación. —Buena pregunta. Debería hacérsela a él. —Mucha gente cree que Koch y tú acabareis disputándoos la final. ¿Qué tienes que decir al respecto? No sé por qué elijo ese preciso momento para mirar a cámara. Y no sé tampoco por qué me inclino un poco hacia el micro, que en realidad sí que huele mal. —Koch no me da ningún miedo —digo—. Al fin y al cabo, ya lo he derrotado antes. —Igual hay que pulir un poco tus interacciones con la prensa —me dice Defne a la mañana siguiente mientras desayunamos con Tanil (el nombre me gusta cada vez más). Han cogido la costumbre de traerme una lista con

las aperturas y posiciones que quieren enseñarme. La lista está escrita con tres letras diferentes, pero finjo no darme cuenta. Sus análisis resultan perspicaces, precisos y brillantes, mucho más brillantes de lo que una esperaría de dos jugadores que, pese a contar con talento, nunca han llegado a lo más alto. Finjo que tampoco me doy cuenta. Acabo en tablas por primera vez durante la cuarta jornada, cuando me enfrento a Petek (Hungría; puesto n.º 4). La partida es un batiburrillo compuesto por la siciliana Najdorf, la cual sabía que emplearía, ratos larguísimos en los que me aburro como una ostra y un intento por mi parte de pillarlo por sorpresa y obligarlo a replegarse, una jugada que me enseñó Defne mientras estudiábamos las partidas de Paco Vallejo. Estoy a punto (a puntito) de derrotarlo, pero cuando me tiende la mano al cabo de seis horas y me ofrece tablas, se las acepto. —Hiciste bien —me dice Defne al día siguiente—. Si no, mañana habrías estado hecha polvo. Pero mi quinta partida acaba también en tablas, así como la sexta y la séptima, y yo estoy hecha polvo igualmente; los miedos y las dudas que me asaltan sobre mí misma me han dejado para el arrastre, y odio que estén escapándoseme oportunidades. No soy buena, después de todo. Soy una jugadora mediocre. Defne se equivocaba. Nolan se equivocaba. Papá se equivocaba. De pronto, a la CNN ya no le interesa tanto entrevistarme. Salgo de la rueda de prensa posterior a la partida cabizbaja y apenas soy capaz de darle las gracias a Eleni, de la BBC, cuando me sonríe y me desea suerte. Igual si me marco un Lindsay Lohan y destrozo mi habitación me animo un poco, ¿no? CERDARCY: Koch ha ganado una partida más que tú, pero también perdió contra Sabir. Aún tienes posibilidades. En serio. CERDARCY: Aunque no estaría de más que mañana derrotases a Sabir. MALLORY: desde cuándo sabes jugar al ajedrez, peque? CERDARCY: No me hace falta saber cómo se mueve el pony ese para entender el sistema de puntuación.

Llevo una hora vegetando en la cama y regodeándome en la autocompasión cuando alguien me envía un cuenco de sopa de fideos y tres Snickers a la habitación. Me niego a pensar en su procedencia y me lo zampo todo; al cabo de un rato, calentita, con el estómago lleno y la dulzura del chocolate todavía en la lengua, me sumo en un sueño profundo y reparador. Al día siguiente, me despierto descansada y derroto a Sabir con el ataque Trompowsky.

Resulta que sí que vamos a ser Koch y yo los que nos disputemos la final. Sabir se encuentra a un punto de distancia, pero a falta de una sola partida, podría estar perfectamente de vacaciones en Júpiter. Algún becario explotado del departamento de informática se ha sacado de la manga un montaje nuevo: en los monitores aparecen ahora imágenes mías y de Koch de partidas anteriores. En una me muerdo el labio, Koch mira al techo en otra. En la siguiente aparece con los ojos cerrados, yo me mordisqueo la uña del pulgar. Ni siquiera era consciente de que hago eso, pero me he visto en cámara más veces durante la última semana que en toda una década. Cada vez que me veo juguetear con las puntas del pelo, me entran ganas de abrirme en canal y lanzar la mesa por los aires. En cambio, me limito a sonreír con amabilidad y a decirle al entrevistador durante el análisis posterior: «Ahí estaba considerando la idea de jugar caballo e5, pero, al final, opté por d4. Supuse que así presionaría más a mi oponente». Defne me comentó que en Good Morning America emitieron un breve reportaje sobre mí. Terry Gross quiso hacerme una entrevista para la radio. Me han pedido por lo menos veinte autógrafos; alrededor del séptimo, me di cuenta de que estaba usando la misma firma que uso para el banco y que corría el riesgo de que acabasen suplantándome la identidad. Una tienda de Etsy vende sudaderas, pijamas de cuerpo entero y camisetas con mi cara. Eleni, de la BBC, lleva una.

A la gente se le ha ido la olla. La verdad es que no me entra en la cabeza. Igual estoy disociando, pero centrarme en analizar las partidas antiguas de Koch me ayuda a sobrellevarlo. Mamá me llama por la noche para preguntarme qué tal va mi viaje y yo me muero por confesárselo todo, me apetece tanto contarle la verdad que las tripas se me retuercen y me entran ganas de llorar y destrozar el hotel, y la gente tiene que dejar de mirarme ya de una puta vez y de preguntarme si estoy en forma y ojalá ella estuviera aquí, ojalá papá estuviera aquí, ojalá no me encontrara tan sola. En cambio, hablamos del cumpleaños de Sabrina, que es la semana que viene, de que la mochila que le pedí debe de estar al caer, por lo que mamá tendrá que interceptar el paquete. —Sé que siempre se me olvida decírtelo —me dice mamá antes de terminar la llamada—, pero te quiero. Y no podría estar más orgullosa de ti. Quiero decirle lo mismo, que la quiero y que la echo de menos; que no solo extraño tenerla cerca, sino también… ser hija, que me cuiden y me protejan. Tener a alguien que se interponga entre el mundo y yo. Aunque no me parece bien aderezar todas las mentiras que he estado contándole con ese cachito de verdad, de manera que cuelgo el teléfono y me siento en el borde del colchón con la cabeza apoyada entre las manos, como si fuera el héroe torturado de alguna peli de acción de los noventa, y pienso en que me va a tocar contárselo. Lo del ajedrez. Lo haré en cuanto vuelva a casa. Eso si no me ve antes en el puto Good Morning America. Me seco los ojos y bajo hasta la zona de descanso para birlar un bocata. Algunos de los otros candidatos están allí sentados, comiendo, bebiendo y echándose unas risas. Todos disputan partidas mañana, pero ya no se juegan nada. Para ellos el torneo ha acabado ya. Davies, el chaval británico al que derroté el segundo día, me ve y me hace un gesto para que me acerque. Mis interacciones anteriores con otros jugadores de ajedrez me han enseñado a… no interactuar con ellos, pero no puedo fingir que no lo he visto sin que resulte evidente que paso de su cara. Me acerco a él, aferrándome a mi panini caprese, convencida de que va a soltarme algo tipo: «¿Quién ha dejado entrar a esta mamarracha?». El grupo guarda silencio. —Greenleaf, tenemos que pedirte una cosa. Me preparo para lo peor. —¿Sí?

—Es un favor bastante gordo. Me preparo todavía más. —¿Podrías darle un palizón a Koch mañana? Todo el mundo se echa a reír. ¿Se ríen de mí o conmigo? —¿Cómo dices? —Nos gustaría que lo dejases en la mierda más absoluta —añade otra persona. —Cada vez que pierde una partida, un dragón caga un lingote de oro. —Follar no está mal, pero el quejido que suelta cuando le dan jaque mate es otro rollo. —Básicamente —dice Davies por encima de los demás—, nos parece un ser humano despreciable, así que si le haces sufrir, disfrutaremos como enanos. —Greenleaf, ni se te ocurra volver a dibujar en la hoja de anotación. Esta vez, cuando los demás se ríen, yo me río con ellos. —Caray. Y yo que creía que era la única que no lo tragaba. —Ni de coña. Se ha portado como un gilipollas con todos nosotros. —Y siempre tiene alguna jugarreta preparada. Como cuando se pone a echar pestes durante las partidas para hacerte perder la concentración. —O cuando empieza a dar vueltas alrededor del tablero. ¡Intento pensar en mi siguiente jugada y él no para de dar por saco! —Tú llevas aguantándolo solo unos meses; nosotros tuvimos que soportar la época en la que le dio por echarse colonia a saco. —Sauvage, de Christian Dior. No veas. —El tío se echaba litros. —Yo creo que se la bebía. Meneo la cabeza, riéndome. —Me encantaría derrotarlo, pero no sé si podré. —Eres un portento —me dice Thagard-Vork con amabilidad—. Puedes hacer lo que te propongas, Greenleaf. Noto cómo me sonrojo. —Oye, Greenleaf. —Kawamura—. ¿Tienes cuenta de Discord? —¿Discord? —Es una aplicación de mensajería. Tenemos un servidor donde estamos casi todos los que formamos parte del top veinte. Hablamos de ajedrez y

cotilleamos sobre lo que se cuece en la FIDE, lo normal. Si quieres te envío una invitación. —Ah. —Me rasco la nuca mientras miro alrededor. La edad de estos tíos oscila entre los dieciocho y los treinta y largos. No sé si encajaría—. Pero yo no formo parte del top veinte. Se echan a reír. Uno de ellos dice: «Aún», y se ríen todavía más. —Koch no está metido en el servidor, por cierto. Cosa que mola un huevo, porque tenemos un canal dedicado solo a él. —Y preferiríamos cagar vidrio dos veces al día que interactuar de forma voluntaria con ese payaso. —Nuestra forma de expresarnos amor es mandarnos memes poniendo a parir a Koch. Más risas. —Nolan tampoco está. —Aunque lo invitamos. Prefirió no unirse. —Eso, a Sawyer no lo odiamos. Aunque antes era un poco capullo — dice Petek. —Solo era el típico adolescente —comenta Kawamura. Más risas. La mezcla de acentos y cadencias resulta casi musical y me hace sentir algo ignorante. Yo apenas hablo un idioma. Me cuesta diferenciar entre «a ver» y «haber» y siempre se me olvida cuándo se usa el punto y coma. —Pero Sawyer nos da igual —me explica Davies—. No podemos derrotarlo. Nadie puede, excepto tú. Así que preferimos fingir que no existe. Petek carraspea, se vuelve hacia mí disimuladamente y me susurra: —Por favor, no le digas a Sawyer que he dicho que antes era un capullo. Está muy cachas y mi mujer y las dos preciosidades de mis hijas me echarán mucho de menos si no vuelvo a casa. Les estoy enseñando a jugar al ajedrez y el otro día, cuando tú y yo jugamos, te animaban a ti. Seguro que les hace ilusión tener un autógrafo tuyo. —¿Por qué iba a decirle…? Ah. Ah. No, Nolan y yo… no estamos saliendo. Casi ni somos amigos. No hagas caso a la prensa. —Por lo general paso de ellos, pero se lo ha visto por el torneo, así que pensaba que a lo mejor era verdad. De normal no acude. Perdona. ¿Quieres ver una foto de mi familia? Como viene siendo habitual últimamente, me inclino hacia delante para ver la foto y hago como si no hubiera oído el resto.

Capítulo dieciocho

La partida contra Koch se retrasa porque las peticiones para ver la retransmisión en directo alcanzan una cifra sin precedentes y toca ajustar la capacidad del servidor de la web de la FIDE. Tardan en arreglarlo unos veinte minutos, los cuales me paso en la zona de descanso con los ojos cerrados. Intento no pensar en nada, pero me asaltan imágenes de jugadas clave y fragmentos de temazos que soy incapaz de quitarme de la cabeza. Koch y yo estamos solos en el escenario. Llevo puesto el vestido maxi blanco de manga larga (al que Darcy y Sabrina bautizaron como mi «atuendo a lo novia cadáver») porque es el favorito de mamá. Creo que no me vendría mal un abrazo. Aunque también creo que puedo ganar la partida si me las arreglo para no ponerme en plan Bob Ross con la hoja de anotación. Hago lo que Tanil (jolín, sí que tiene gancho) me recomendaron que hiciera y abro con la Ruy López. Es la apertura con la que más batacazos suele darse Koch, y me alegro de estar jugando con blancas. Responde con la variante berlinesa y yo sigo con la antiberlinesa. Al cabo de un par de jugadas, Koch enroca en corto. Y entonces empiezan los problemas. —Pieza tocada. Alfil —dice cuando me dispongo a mover el caballo. Levanto la vista. Caigo en la cuenta de que es la primera vez que lo miro desde que ha empezado la partida. El desprecio que siento por él es casi físico. —¿Perdona?

—Pieza tocada. Si tocas una pieza, tienes que moverla. Sé que no estás muy puesta con las reglas del ajedrez, pero… —Apenas he rozado el alfil con el dorso del dedo. —Eso cuenta como tocar, ¿no? El público no nos oye, pero puede vernos hablar, y unos murmullos de curiosidad se extienden hasta el escenario. Koch es consciente de que quejarse ahora por eso es una chorrada, pero sé muy bien cuál es su objetivo: quiere que llame al director del torneo y la líe parda. Como seré yo la que tenga que defenderse, confía en que lo que pase a continuación me altere lo suficiente como para desestabilizarme durante el resto de la partida. No digo que sea el peor ser humano que haya pisado la faz de la tierra. Fijo que hay gente peor que pulula por 8chan o que forma parte de la junta directiva de alguna compañía de la industria petrolera, pero Malte Koch es, francamente, el tío más cabronazo con el que me he cruzado. Exhalo y contemplo mi alfil. No pensaba moverlo, pero… Un momento. A Defne le encanta lo de atacar al rey con la pareja de alfiles. Le gusta tanto que me ha obligado a estudiar un montón de partidas con ese mismo desarrollo. Conque… Aprieto los labios y avanzo el alfil. —Ya está. Sonrío con dulzura y activo su reloj. Abre los ojos sorprendido y yo me pongo a bailar claqué por dentro. No tardo en sacarle ventaja. Todavía queda mucha partida por delante, pero pasan los minutos y después las horas, y soy yo la que muestra más iniciativa; domino el centro y armo ataques en los flancos. Por mucho que me joda admitirlo, Koch es un jugador posicional excelente, capaz de defenderse de las emboscadas que le tiendo, de las amenazas que trazo, de las combinaciones que orquesto. Sin embargo, no piensa tan a largo plazo como yo y solo es cuestión de tiempo que acabe con él. Puede que él también sea consciente. Está empezando a ponerse nervioso, a juzgar por las veces que se levanta para darse un paseo. Es un jugador bastante inquieto, pero lo de hoy resulta exagerado hasta para él. En mi interior aflora un optimista y voraz sentimiento de esperanza. Voy a conseguirlo. Puedo conseguirlo. Voy a llegar al Campeonato del Mundo.

Me enfrentaré a… Nolan. La mezcla de alegría y emoción que se apodera de mí es incandescente. Una sensación totalmente nueva y osada atraviesa por fin las compuertas; por imposible que parezca, no me había permitido fantasear ni pensar en ello. Hasta ahora, no he querido reconocer lo mucho que deseo sentarme frente a Nolan, con un tablero de ajedrez entre ambos. Lo mucho que deseo mirarlo a los ojos mientras despliega sus asombrosas y mágicas habilidades y hace lo que solo él es capaz de hacer. Quiero ser su contrincante. Quiero echar por tierra sus estrategias, quiero eludir sus ataques y aterrorizarlo con los míos, quiero socavar cada una de sus decisiones tácticas hasta que me mire a los ojos y vuelva a decirme: «¿Sabes lo increíble que eres?». Olerá igual que en su sofá, a jabón y a cuero, a recién levantado y a ese aroma suyo tan singular. Sonreirá levemente, curvando solo un lado de los labios, y yo le devolveré la sonrisa y ninguno de los dos se contendrá y será la partida perfecta para… Koch vuelve a sentarse, mueve la dama y activa mi reloj. Y yo vuelvo a la realidad y dejo atrás lo que quiera que haya sido eso. Frunzo el ceño. Creía que iría a por mi torre o que llevaría a cabo una ruptura. Pero ha movido la dama a una posición que no esperaba, así que estudio el tablero. Podría… No. Me daría jaque en dos movimientos. Pero debo apoyar a mi caballo. Si no… será un desastre. Una calamidad. No. Podría contraatacar con mi otro alfil…, aunque él bloquearía sin problema la diagonal. Por no mencionar que coronará en tres movimientos. Antes no había problema, pero ahora, con la dama en esa casilla, la cosa cambia. No puedo contraatacar por ahí. Pero sí por otro lado, estoy segura. Escudriño de nuevo el tablero, desgranando cada posición, cada movimiento, cada combinación; enumerando las amenazas a largo plazo, analizando las posibilidades, buscando una opción que acabe salvándole el pellejo al inútil de mi rey, convencida de que se me ocurrirá en cualquier momento. Dentro de un instante. Cuando me tomo un respiro, veo en el reloj que han pasado ya cincuenta y siete minutos y no he encontrado la forma de salir del atolladero. Porque no hay forma de salir.

Tengo la boca seca. Me pica la garganta. Si moviera una pieza, la mano me temblaría. Porque si moviera una pieza, acabaría condenándome. Levanto la vista hacia Koch y lo veo en sus ojos y en su sonrisa astuta y cruel: estaba esperando a que me diera cuenta de que ya no tengo nada que hacer. He estado dando palos de ciego mientras él me observaba desde el banquillo, como quien dice. Exultante. Entretenido. Me vuelvo hacia el público, que abarrota la sala. Veo un océano de rostros desconocidos y mi mirada tropieza con el pelo de Defne, con el que tan familiarizada estoy. Se ha hecho mechas rosas, qué bien le quedan. Me pregunto qué me dirá cuando todo esto acabe. Seguro que emplea las palabras adecuadas. Aunque me sabe mal que tenga que pronunciarlas. Cojo aire. Y, a continuación, me obligo a mirar de nuevo a Koch, me obligo a decir en voz alta la palabra que debo pronunciar. —Abandono.

Capítulo diecinueve

Me pregunto si a la camarera de la cafetería le parecerá raro que lleguemos doce horas más tarde que de costumbre. Nos deja las tazas de café en la mesa con una expresión impertérrita, pese a lo traumatizados que estamos todos y lo absurdamente apretujada que me encuentro entre Defne y Tanu, que han hecho un sándwich conmigo en el asiento. Acto seguido, desaparece en las entrañas de la cocina y no vuelve a asomar el morro. Deberíamos dejarle una propina astronómica. —Es imposible. Frente a mí, Emil menea la cabeza. Ha sacado el tablero y ha dispuesto las piezas según la posición final de mi partida. «Qué tacto tienes, Emil. Desbordas empatía por los cuatro costados. Deberías considerar la posibilidad de hacerte psicólogo», le dijo Tanu cuando empezó a colocarlo todo, pero yo negué con la cabeza y ella no dijo nada más. De todas formas, tengo la imagen grabada a fuego en el cerebro. —Ha sido una jugada perfecta. —La voz de Emil desprende una pizca de reverencia y una tonelada de horror—. Te ha inmovilizado del todo. No te ha dejado margen de maniobra. No solo ha clavado las piezas que tenías activas sino también las inactivas. Ha sido… Jamás había visto a nadie hacer algo parecido. Y menos a Koch. Detesto oír su nombre. Detesto que al oírlo me venga a la cabeza la sonrisa despiadada que me lanzó cuando abandoné, su forma de regodearse durante la interminable rueda de prensa, la expresión de decepción que reflejaban los rostros de los demás candidatos, de las mujeres del público e

incluso de algunos periodistas. «Sabía que morderías el polvo —me susurró al oído—. Dile a Sawyer que es el siguiente». —No has hecho nada mal —me dice Defne—. No has cometido ningún error. No hasta que… Has jugado de forma maravillosa, Mal. —¿Pero acaso importa? —pregunto. No me mueve la amargura, es simple curiosidad. Ella suspira. La respuesta evidente es: en realidad no. —El segundo premio sigue siendo de cincuenta mil dólares. Y es tuyo. Asiento con la cabeza. Mi intención fue siempre la de ganar dinero para mi familia. Disponer de seguridad económica era el objetivo, y el ajedrez, el medio para conseguirlo, como un coche destartalado del que no quería saber nada y que, aun así, me veía obligada a conducir para llevar a cabo mi misión. En la última media hora he ganado lo suficiente como para resolver todos nuestros problemas financieros. Debería estar de celebración, no sentada en una cafetería mientras intento no echarme a llorar por mi absurdo montón de chatarra. Y aun así… Siento como si estuviera cayendo en picado. Como si nunca más fuera a tocar el suelo. —Por si te sirve de consuelo, toda la sala lanzó un grito ahogado cuando abandonaste. —Tanu parece preocupada. Debería tranquilizarla y decirle que estoy bien, pero soy incapaz de apartar la mirada de la dama negra—. Nadie esperaba que Koch hiciera algo así. Te lo juro, todos… —Se interrumpe. Una sombra alta se desliza sobre el tablero y alguien se sienta al lado de Emil. Levanto la vista y profiero una risa temblorosa. Nolan lleva su atuendo habitual de vaqueros y camiseta. El pelo le ha crecido bastante y, como ocurre cada vez que me topo con él tras haber estado un tiempo sin verlo, me sorprende todo el espacio que ocupa, tanto en la mesa como en mi cabeza. —Capullo —le digo sin alterarme. Él enarca una ceja. —Cómo te pasas. —Por fin asomas la patita. —Ya sabías que estaba por aquí.

Hasta hace diez minutos lo habría negado, pero sí. Y la idea no me desagradaba, aunque no pienso reconocerlo. Ya he hecho bastante introspección por un día. Es hora de cerrar el chiringuito. —No se lo hemos contado nosotros —se apresura a decir Tanu. —Mallory lo sabía, de todas formas. Nolan responde sin mirarla. No mira a nadie que no sea yo, y noto cómo la sangre se me agolpa en las mejillas. —Sí, porque siempre olía un poco raro. Él suelta una carcajada, grave y profunda, y un momento después yo estoy riéndome también y los demás nos miran como si estuviéramos zumbados. Y puede que lo estemos. —¿Algo que decir sobre Koch? —le pregunta Defne cuando acabamos de reírnos. A ella tampoco parece sorprenderle su presencia. —Que espero que se pille las pelotas con un cajón —dice él—. Aparte de eso, nada. —¿En serio? ¿No tienes nada que decir del tío al que has venido a acosar desde la otra punta del país? —No he venido a Las Vegas por eso. —Se encoge de hombros—. Conozco a Koch desde hace diez años y siempre ha sido el equivalente humano a una escobilla de váter llena de mierda. ¿Quieres que siga? Una parte de mí se sorprende al oír a Nolan y Defne picarse como si se conocieran de toda la vida. Pero dicha parte no tiene ocasión de interrogarlos acerca del tema porque la otra está demasiado ocupada revolcándose en la miseria. —¿Pero qué te ha parecido la partida? —insiste Defne, y una expresión nueva le cruza a Nolan la mirada, una expresión que podría ser decepción, desagrado o desencanto. La sensación de caída se transforma en otra cosa, en algo más horrible y frío. —Ese tema me gustaría comentarlo a solas con Mallory. ¿Nos dejáis un poco de intimidad? Defne resopla. —No pienso dejarte a solas con ella. —¿Por qué? —Porque no. —Eso no responde a mi pregunta. —Mal es responsabilidad mía.

—Ya es mayorcita. Y eres consciente de que hemos estado a solas otras veces, ¿verdad? En varias ocasiones. —Pero no en ese plan —me apresuro a decir—. No hemos estado a solas en ese plan. Todos se me quedan mirando con curiosidad y no sé por qué, pero me pongo roja. Tendría que ser Nolan el que se ruborizase. Eso es cosa suya. Defne me mira. —¿Quieres hablar con Nolan, Mal? ¿Los dos solos? No. Sí. No. —Sí. —Yo la acompañaré al hotel —dice él—. No hace falta que os quedéis por aquí. Tenemos que movernos un poco para que todos puedan levantarse, pero al final nos quedamos a solas en la mesa: nosotros dos, el tablero de Emil y seis tipos distintos de sirope para gofres. Vuelvo a contemplar la dama negra y espero a que Nolan empiece a hablar. A lo mejor me dice que se equivocó conmigo, que, al final, resulta que no era increíble, que ya no va a mandarme más mensajes con consejos. Me entran ganas de justificarme, de disculparme, de decir que lo he hecho lo mejor que he podido, y si no he estado a la altura, pues bueno. Puede que esta no sea la primera vez que no estoy a la altura, pero duele tanto como las demás. Sin embargo, él se queda callado. Desliza la mano por la mesa y me da la sensación de que va a cubrirme el dorso. En cambio, entrelaza los dedos con los míos. Un gesto sencillo y ligero. Apenas una caricia, pero me colma de calidez y me hace sentir segura, lo bastante como para mirarlo cuando me dice: —Quiero que seas mi segunda. —Me… ¿Qué? —Quiero que seas mi segunda. —Nolan. —Niego con la cabeza, confundida—. Tienes un millón de segundos, ¿cómo vas a querer que…? —Tengo cinco. Y te quiero a ti. Las sienes me laten. —¿Por qué?

—El Campeonato del Mundo es en febrero. Tengo que entrenar para derrotar a Koch. Te necesito. —No. —Koch no es el rival de Nolan, sino su enemigo. Nos he decepcionado a ambos al perder contra él—. No me necesitas. Seguramente no te hace falta ni preparación. Yo acabo de perder contra él, así que soy la última persona a la que deberías… —A mí también me ha pillado por sorpresa. Me quedo sin aliento. —La dama. He visto la partida y me ha dejado tan fuera de juego como a ti, Mallory. No… —Traga saliva—. No lo he visto venir y después tampoco se me ha ocurrido cómo salir del paso. Yo también habría abandonado. Exhalo. —¿Cómo es posible? Lo derrotaste hace unos meses. —No tengo ni idea. Se han dado casos de jugadores que mejoran notablemente tras pasarse años entrenando. Pero esto… ha sido una jugada comparable a la de un motor de ajedrez. Diseñada al milímetro para desbaratar cada uno de tus movimientos, cada iniciativa que tenías en marcha… y eso que estabas jugando la hostia de bien. Ha sido algo que habría concebido un ordenador. —Nolan parece angustiado. Siempre lo había tomado por alguien que salta a la mínima, pero es la primera vez desde que lo conozco que lo veo afectado de verdad por algo. Invadido por las dudas—. Mallory, si Koch juega a ese nivel, va a llevarse el Campeonato del Mundo. Noto la firmeza y la calidez de sus dedos, aún aferrados a los míos. —Pero a mí tampoco se me ha ocurrido cómo derrotarlo. —Ya lo sé. Pero averigüémoslo juntos. —Se inclina hacia mí y me perfora con la mirada—. Sé mi segunda. Ayúdame a derrotar a ese cabrón. —Si… si me convierto en tu segunda, entrenaremos a todas horas, ¿verdad? Lo sabré todo. Estaré tan familiarizada con tu estilo, que te costará mucho volver a pillarme desprevenida. Si me convierto en tu segunda, te conoceré a ti. Una preciosa e indescifrable media sonrisa asoma a sus labios. —¿Crees que no quiero que me conozcas? —Nolan… Les doy la vuelta a nuestras manos y le miro la palma. Es mucho más grande que la mía. Las líneas y los surcos que la recorren son muy

profundos. Resulta sencillo trazarlos con los dedos, seguirlos hasta el nacimiento. Es que… yo qué sé. No sé si es una idea horrible. Si soy lo bastante buena. No sé qué es esta sensación luminosa y cautivadora que siempre parece empujarme hacia Nolan. No sé si soporto estar cerca de él, y no sé si soporto no estarlo. No tengo ni idea de nada, pero tengo que preguntarle una cosa. —¿Nolan? —¿Hmm? —¿Por qué has venido a Las Vegas? Me agarra los dedos con más fuerza. El corazón me da dos o tres vuelcos. —Mallory, he venido por ti.

Capítulo veinte

—… Si juegas torre g5… —… entonces el alfil… —… pero ese peón… —… si mueves a g7… —… no, si quieres mantener a salvo al rey… —… hay una cosa que se llama enrocar que… —Em… ¿chicos? Nolan y yo nos volvemos hacia Tanu y le soltamos a la vez un agresivo y contrariado: «¿Qué?». Se inclina, con las manos apoyadas en el marco de la puerta y una expresión más escéptica que intimidada. Se ha hecho un moño en el pelo y un pijama de koala de una pieza envuelve su considerable estatura. Lleva puestas las gafas, lo que significa que se ha quitado las lentillas por hoy, lo que a su vez significa… —Son las doce menos veinte. Lleváis en la misma posición desde las dos, y bastante a gusto, por lo que parece, pero si por algún casual decidís que las proezas de cierto Gran Maestro ucraniano de mediados del siglo pasado no son alimento suficiente, hay empanada de pollo en la nevera. Nolan frunce el ceño. —¿Por qué no nos habéis llamado para la cena? —Sí que os hemos llamado. Tres veces. Y las tres os habéis limitado a gruñir. Lo he grabado, le he metido de fondo el Dragostea din tei y lo he subido a TikTok. ¿Queréis verlo?

—Buenas noches, Tanu —dice él. Ella lo conoce lo suficiente como para escabullirse en cuanto él se levanta—. Vamos a cenar algo. —Espera. —Lo agarro de la camisa para detenerlo—. Tenemos que terminar esta… —Tienes que cenar. Venga. Cuando le conté a Darcy que iba a pasar parte de diciembre y todo enero en la casa que Nolan tiene en las afueras de Nueva York (sí, la casa es suya; sí, murmuré «hay que comerse a los ricos» cuando me lo dijo), me miró, muy poco convencida, y me preguntó: «¿Crees que es buena idea irse a una cabaña en medio del bosque con un tío al que llaman Matarreyes?». Han pasado unas semanas y sigo sin tener clara la respuesta. Me siento en la encimera de la cocina y observo a Nolan mientras come de pie, con aire práctico y enérgico, como si estuviera echando carbón a palazos en un horno, sin dejar de darle vueltas a la partida que estábamos analizando. Su disciplina resulta sobrecogedora. Es el primero en levantarse y el último en acostarse, se esfuerza más que nadie que haya conocido. Lo lleva todo a cabo con absoluto rigor, contempla los motores de ajedrez con infatigable cabezonería y voluntad, diseccionando cada jugada, volviendo sobre sus pasos, combinando, proyectando… Es incansable, inquebrantable. Posee una determinación indómita y casi obsesiva. Esa férrea tenacidad suya es una cualidad extrañamente atractiva. Aunque no es que le hagan falta más. Tiene cinco segundos más: Tanu y Emil, que se alojan en la casa, y otros tres Grandes Maestros de treinta y tantos, que son especialistas en aperturas y estructura de peones y se pasan por aquí unas cuantas veces a la semana. Nolan entrena con todos —resuelve problemas, analiza las partidas de Koch y ejecuta sus partidas antiguas en el motor de ajedrez en busca de debilidades—, aunque los ratos que pasa con los demás casi parecen un añadido sin importancia. Un breve interludio en el océano que conforma su día a día, el cual pasa conmigo. La razón es que hay cosas que no ven. Combinaciones y tácticas que se les escapan y que solo Nolan y yo parecemos captar. —Vamos a ver Doom Patrol mientras los mayores le dan al coco —dijo Emil una noche, cuando se hizo evidente que nadie podía seguirnos el ritmo.

Pero no es solo eso. Por las mañanas, a primera hora, recorro descalza el suelo de madera, dispuesta a contarle la revelación que haya tenido esa noche, consciente de que lo encontraré en la mesa del desayuno; él escudriña con la mirada cada habitación en la que entra, pero sus ojos solo se apaciguan cuando se posan en mí y, a veces, siento el impulso de alargar la mano y alisarle los rizos de la nuca. Seguimos sin enfrentarnos el uno al otro. Estudiamos, analizamos, desgranamos y recreamos las partidas de otros, pero él y yo nunca jugamos una partida que sea de los dos. Y, aun así, algo sucede, aunque no sé qué es. Lo que hay entre ambos es complicado, está compuesto de muchas capas y fragmentos, es diferente a cualquier cosa que haya experimentado hasta ahora. Carece de la comodidad de una amistad, de la facilidad de un rollete, de la distancia de todo lo demás. Quizá debería considerar a Nolan un tío más: no un rival ni un amigo ni algo más que un amigo, sino simplemente un tío que juega fenomenal al ajedrez. Un tío cualquiera que no me puedo quitar de la cabeza y que se comporta como si yo me hubiera instalado en la suya. —¿Puedo cogerte el coche mañana? —le pregunto. Estamos, más o menos, a una hora de distancia de Paterson. Me acerco a casa alrededor de una vez a la semana. En Navidad, Año Nuevo. Siempre que mamá me necesita; cosa que, con la nueva medicación que ahora podemos permitirnos, no sucede muy a menudo. Se cree que hago los turnos de noche en el centro de mayores para ahorrarme el trayecto de ida y vuelta todos los días y, de paso, sacarme un buen pico y… En fin. Al menos, lo de sacarme un buen pico es cierto. Nolan paga muy bien a sus segundos. —Claro. ¿A dónde vas? —A pasar el día en casa. Es el cumpleaños de Darcy. Coge un panecillo. —¿Puedo acompañarte? —¿No te toca estudiar las manualidades con macarrones que hacía Capablanca en primero de primaria o algo así? Se encoge de hombros. —Tengo el día libre. —¿Y quieres pasarlo en la celebración de cumpleaños de una cría de trece años?

—¿Habrá pastel de carne? —Fijo que mamá tiene un poco guardado en el congelador. —Examino su rostro. Su atractivo y tremendamente familiar rostro—. ¿No prefieres pasar el día con Tanil? Pone una mueca de dolor. —No me digas que tú también los llamas así. Además, mi habitación está junto a la suya. No me echarán de menos ni un poquito. Emil y Tanu han vuelto a salir juntos, cosa que, sin duda, ya sabrán todas las personas de la Costa Este que no padezcan problemas auditivos. —No veas lo que gritan. —Eso, o lo hacen con cantos de ballena de fondo. Me echo a reír. —Aun así. Podrías… ¿irte a esquiar? ¿Ponerte gemelos? ¿Montar un cirio en algún lado? Lo que sea que hagáis los ricachones con más de una casa en propiedad. Me lanza una mirada asesina, pero me acompaña a casa y, al verlo, mis hermanas se alegran tanto como si hubiera aparecido con el mismísimo Jungkook. Pienso en aquella entrevista suya que vi hace unos años, en lo serio y reservado que parecía, y apenas reconozco al chico de la sonrisa franca que le da a Darcy una tarjeta regalo de una tienda de mascotas, que deja que Sabrina esté dos horas enseñándole vídeos de roller derby, que arquea una ceja al ver el bote de Mayochup en la mesa. —¿Qué tal le va a Easton? —pregunta mamá mientras limpio la cocina. —Genial —miento. El corazón se me encoge un poquito. Lo cierto es que no tengo ni idea. Pasó las vacaciones en Delaware con sus abuelos y llevo sin verla ni oír su voz más de cuatro meses. Según lo que he podido averiguar tras cotillearle el Instagram, creo que está saliendo con alguien que se llama Kim-ly. Podría preguntárselo, pero sería como reconocer lo distanciadas que estamos ahora, y más teniendo en cuenta que antes acostumbraba a enviarme fotos de todas sus comidas. —Se porta fenomenal con ellas —dice mientras observa a Nolan arreglarle a Sabrina la Polaroid estropeada—. Se nota que trabaja en un centro para mayores. Con esa voz, seguro que a los abueletes les encanta que les lea novelas románticas.

Naturalmente, al final me rajé y no le conté la verdad. No voy a ir al Campeonato del Mundo, por lo que el interés de la prensa en mí se ha evaporado como la escarcha bajo el sol. Soy una mindundi. Y las mindundis no tienen ninguna necesidad de herir a los demás con verdades incómodas. —Pues sí, no veas lo morcillona que se les pone a algunos. Mamá se ríe con suavidad. —Bueno, ¿y salís juntos ya o qué? —Nop. —¿Seguro? Me vuelvo para mirarla. —Pues claro. Nunca he tenido ninguna relación seria, pero sé que no se trata de un espectro. O estás en una relación o no lo estás. Y si lo estás, lo sabes. ¿Cómo iba alguien…? —Disculpad. —Unas manos cálidas me rodean la cintura y me apartan un par de centímetros para dejar hueco en la puerta de la cocina—. Darcy me va a enseñar a hacer un bizcocho al tazón. —Un bizcocho a la taza —le corrige Darcy, suspirando con paciencia—. Mamá, ¿nos queda azúcar? Mamá clava la vista en la mano que Nolan sigue teniendo apoyada en la parte baja de mi espalda y, acto seguido, me mira a los ojos. Le dice a Darcy: —Está en el armarito de al lado de la nevera. Su sonrisa cómplice me repatea muchísimo. Sabrina no me dirige la palabra ni una sola vez, pero me las arreglo para acorralarla en su cuarto justo antes de que nos marchemos. —¿Todo bien? —pregunto. Hace apenas unas semanas, tenía colgada encima de la mesita de noche una foto de las dos en la que salía llevándola a caballito en un huerto de calabazas. Ahora hay un collage con su equipo de roller derby, algunas amigas del instituto e, incluso, una Polaroid de mamá y Darcy haciendo el tonto. Me ha eliminado. —Siento que no me veáis el pelo últimamente. Pero estoy sacándome un buen pico con el turno de noche.

—Me alegro —dice de forma distraída mientras rebusca en un cajón una camiseta de roller derby que ha prometido darle a Nolan, ya que «a mí me está grande, de todas formas». —¿Qué tal ha estado mamá? —Bien. —Vale. ¿Y Darcy? —También bien. La verdad es que es mucho menos insoportable cuando no estás en casa. Debes de ser una mala influencia para ella. Intento con todas mis fuerzas no poner los ojos en blanco. —¿Y tú? —Bien. Suspiro. —Sabrina, ¿puedes prestarme atención un minutito? Por fin levanta la vista, molesta. —Mamá está bien. Darcy está bien. Yo estoy bien. Todo el puñetero mundo está bien. —Hablo en serio. Confío en ti para que defiendas el fuerte y me avises si pasa algo, así que… —Ah, ¿ahora sí que te preocupas? Las lágrimas empañan sus ojos azules. Durante un instante, en ellos asoma una expresión genuina de dolor y a mí se me encoge el corazón. Pero esta desaparece en un abrir y cerrar de ojos y su semblante refleja, de pronto, un gesto a medio camino entre la indiferencia y la severidad. Puede que me haya imaginado el resto. —¿Cómo dices? —pregunto. Se acerca a mí. Aún le saco unos cuantos centímetros. ¿Va a crecer más? Por Dios, que tiene quince años. —Estamos bien, Mal. Podemos sacarnos las castañas del fuego sin ti. —Bueno, la última vez que me fui, te vi un poco alterada y… —Estamos bien. Ahórrate el discursito de jefa del cotarro. Nadie tiene que «defender el fuerte». Mamá, Darcy y yo somos personas y podemos apañárnoslas solas. No somos mascotas a las que tengas que dar de comer y sacar a pasear. Pasa junto a mí y se aleja, camiseta en mano. Una oleada de irritación me atraviesa —¿En serio? ¿En serio? ¿Acaso me merezco eso?— y le doy

un golpazo al marco de la puerta. Lo único que consigo es clavarme una astilla en la palma de la mano. Al marcharnos, nos dicen adiós con la mano desde el porche. —Vuelve pronto, Nolan —grita Darcy. —No hace falta que te traigas a Mallory —añade Sabrina con malicia. —¿A qué ha venido eso? —pregunta Nolan en cuanto nos ponemos en marcha. —¿Con «eso» te refieres a las ganas que tiene mi hermana de ahogarme en un barril de hidromiel? Tuerce el gesto. —Sí que me ha parecido que había mal rollo. —No lo sé, la verdad. —Suspiro—. Hago todo lo que puedo por ella. Me aseguro de que no le falte de nada y no tenga que preocuparse. —Tal vez sea ese el problema. —¿A qué te refieres? —Cuando estás con tus hermanas, te comportas como si fueran responsabilidad tuya. Casi como si fueras su madre. Con Darcy funciona, pero puede que a Sabrina no le haga gracia que la trates como a una cría. — Se encoge de hombros—. Tal vez solo quiera que seas su hermana. —¿Y qué sabrás tú de lo que es tener hermanas? —No tengo ni idea. ¿Y tú qué sabes sobre lo de ponerse a la defensiva? No puedo evitar reírme y luego nos quedamos en silencio un rato. Nolan conduce de la misma manera que juega al ajedrez, con tranquilidad y totalmente concentrado, y por una vez el hecho de no estar al volante no me provoca ansiedad. Dejo vagar la mirada por el halo de luz que emiten las farolas, por la nieve que cae sobre los pinos, por los movimientos firmes de su mano al cambiar de marcha, igual que si moviera un alfil por el tablero. Está pensando en ajedrez. Está pensando en la partida de Koch que hemos repasado esta mañana, la del gambito de dama que perdió contra Davies hace tres años. Estoy segura. No tengo ni idea de cómo sé lo que se le pasa a Nolan por la cabeza ni cuándo he empezado a saberlo, pero aquí estoy, teniéndolo claro. —Lo de jugar caballo e5 fue una chorrada —digo. No vacila ni un segundo. —A Koch los ataques suelen salirle mal. Bueno —se encoge de hombros —, solían salirle mal. Antes de que se zampara una lata de espinacas y su

cerebro subiera de nivel. —Igual lo de provocarlo para que juegue de forma agresiva es buena estrategia. —Sí. Pienso con cierta tristeza en las tácticas que emplearía contra Nolan si fuera yo quien se enfrentara a él. Es un jugador de lo más impredecible y siempre piensa a largo plazo, siempre tiene en mente jugadas aparentemente inocuas a las que sacar partido más adelante de forma inesperada. He oído decir a algunos comentaristas que nuestros estilos de juego son similares, pero a mí me parecen sumamente distintos. A mí me gusta atosigar al rival, desgastarlo poco a poco, impedir que pueda tomar la iniciativa y dilapidar sus posibilidades una a una, hasta que solo quedamos nosotros: su rey y yo. Sin embargo, Nolan sabría cómo lidiar conmigo. Se conoce mis truquillos. Para derrotarlo, tendría que dejar de depender de las ventajas posicionales momentáneas y asumir riesgos más evidentes desde el principio. Contemplo cómo estira el cuello y se le tensan los músculos bajo la piel, y pienso que a lo mejor lo de intentar engañarlo para que cometiese un error sí que funcionaría. O a lo mejor no, pero así conseguiría mantenerlo en vilo. Él me dedicaría una de esas miradas cómplices. Puede que, incluso, esbozara una sonrisa. Me sonreiría y yo podría devolverle la sonrisa cuando capturase a su rey. Me parece un sueño. Una fantasía. —Darcy me llevó a vuestra habitación —dice—, y me comentó entre susurros que está «en el ajo». —A diferencia de mamá y Sabrina, ella usa Google. Fijo que se mete en foros chungos. Y también le habrá abierto una cuenta de RataTinder a Goliat. —Me pidió que le enseñara a jugar al ajedrez. —¿Darcy? —Me animo—. ¿En serio? —Me dijo que era… ¿la típica tía de movida guay? Me echo a reír. —La típica movida de tía guay. Deberías meterte en internet de vez en cuando. —La mayoría de los jugadores del top diez tienen canales de Twitch y de YouTube. Nolan solo tiene Twitter e Instagram, y en el apartado de la biografía de ambas cuentas pone bien clarito y en letras mayúsculas: «Cuenta gestionada por el equipo de Nolan Sawyer». Estoy

convencida de que la persona que le llevaba las redes acabó hasta la coronilla de que la gente le enviara privados con fotos en bolas—. Dime, ¿por qué no te metes en internet? —Ya estoy bastante metido. —¿A qué te refieres? —Hay fotos mías, con siete años, en las que salgo hurgándome la nariz mientras juego contra Nakamura. Y otras, con catorce, montando la de Dios después de perder una partida. —Ah. —Todos hemos pasado la edad del pavo y tenido momentos en los que damos vergüenza ajena, pero mis momentos bochornosos han quedado inmortalizados. Quienquiera que me busque en internet, ya tiene bastante material del que echar mano. Recuerdo las palabras de Emil: «No es fácil ser un prodigio y crecer frente a las cámaras». —¿Te molesta? Tu… fama de problemático. —¿De tío mierdas, quieres decir? —Se ríe con suavidad—. Me lo merezco. Era lo peor. Lo único que puedo hacer es intentar actuar de manera diferente en el futuro. De momento, la cosa va bien. Trato de recordar algún incidente reciente, pero no me viene nada a la cabeza. —Aun así, te sigues enfadando con los que te derrotan. —¿Eso crees? —Niega con la cabeza—. Me cabreo conmigo mismo. Por cometer errores. Por no sacar lo mejor de mí. Y cada vez que tú metes la pata, sientes lo mismo. —No es verdad. No… Me lanza una mirada de reojo y yo me quedo callada. Me la pela. —Le enseñé a Darcy cómo se mueven las piezas —dice en voz baja. —¿Cómo? —Tenía un juego de ajedrez debajo de la cama. Rosa y morado. Cierro los ojos. Noto un nudo en las entrañas. —Creía que me había deshecho de él. —Deberías enseñarle tú. —¿Por qué tiene que aprender a jugar? —Porque quiere. Eres su ídola. Resoplo.

—Me llama «Mallopis» y me hace montajes con Photoshop cada dos por tres en los que pone «La Greenleaf más penosa»; con el Photoshop pirata que le descargué yo, por cierto. Será desagradecida, la tía. —Quiere ser como tú. —Nunca le voy a enseñar a jugar. —¿Por qué? Vuelvo la cabeza. La carretera está desierta y los pinos son cada vez más espesos. —No es buena idea que juegue al ajedrez. —¿Por qué? —Mira cómo he acabado yo. —Has acabado aquí. Conmigo. La sangre se me agolpa en las mejillas, pero su tono es pragmático, no sugerente. No lo dice en ese plan, sino en plan… yo qué sé ya. —Fuiste tú quien lo vio, ¿no? —pregunta Nolan. Me vuelvo hacia él, desconcertada. —¿Qué? —A tu padre. Pasó algo entre él y la árbitra aquella de las Olimpiadas. Los pillaste. Tu madre lo echó de casa. Y supongo que estuvisteis distanciados unos cuantos años. Y luego pasó lo de su accidente. Me enderezo. El cinturón de seguridad se me ciñe más al jersey. —¿Cómo… cómo lo sabes? ¿Cuándo te…? —No lo sabía, pero me acordé de los rumores que corrían en aquella época por el circuito de torneos. Sobre Archie Greenleaf. Y el resto… me lo imaginé. —¿Te lo imaginaste? ¿Cómo? —Por ciertos detalles. La reacción que tuviste en las Olimpiadas. Es evidente que te encanta el ajedrez, pero intentas autoconvencerte de que es algo aborrecible. Te sientes responsable de tu familia, no solo de tus hermanas, sino también de tu madre. —Su tono es uniforme, insustancial, como si estuviera leyéndole al resto de la clase una parrafada infumable—. Te comportas como si tuvieras la culpa de que pasase algo horrible. Como si no merecieras nada más que migajas. Yo. La parrafada infumable soy yo. —Porque tengo la culpa —suelto, pillándome desprevenida a mí misma. No es algo que haya verbalizado en voz alta antes. Pero si no le hubiera

contado a mamá lo de Heather Turcotte, si papá no se hubiera marchado de casa, si no hubiera tenido una razón para conducir borracho a las tres de la mañana… Si. Si. Si. —¿Sabías —comenta como si nada— que yo fui la razón por la que internaron a mi abuelo? —¿Qué tiene…? No. No lo sabía. —Llevaba un tiempo actuando de forma extraña. Decía y hacía cosas de lo más inapropiadas, a veces en público. Mis padres se enteraron, pero creo que lo atribuyeron a que mi abuelo estaba ya mayor. Y yo me quedaba con él bastante a menudo en aquella época, así que le tapaba muchas cosas. Creía, sinceramente, que solo le hacía falta dormir más o algo parecido. Pero entonces… llegó su cumpleaños. Fui a su casa, el apartamento donde estuviste. Subí arriba (estaba el mismo portero que ahora; se la pela todo) y entré en casa. Le llevaba un regalo, un juego de ajedrez de madera que hice yo mismo. Tardé nueve meses. Pone el intermitente derecho y toma la salida. Debemos de estar casi en casa. —Nos habíamos visto el día anterior. Nos veíamos todos los días, aunque esa vez no me reconoció. O igual sí, pero pensó que iba a hacerle algo malo. Supongo que nunca lo sabré. No era un hombre violento, pero tenía un cuchillo. Lo vi sacarlo del taco y pensé que quería… ¿ponerse a cortar apio? Yo que sé, joder, no me acuerdo. Pero en vez de eso, me miró a los ojos, echó a correr hacia mí y me hizo un corte bastante profundo. Tenían que darme puntos, por lo que hubo que llevarme al hospital y, después, presentar una declaración. Y así acabó la cosa. Aquello le sirvió de excusa a mi padre para encerrarlo. Dijo que era lo mejor, y tal vez lo fuera, pero él no lo hizo por su bien. Siempre había odiado a su padre por prestarle más atención al ajedrez que a él. Habla con voz neutra. Como si le hubiera dado muchas vueltas a aquella historia y se la hubiera contado a sí mismo tantas veces que ya se la supiera de memoria. Piensa en ello todos los días. A todas horas. Lo sé porque lo tengo ya calado. —Soy el que le proporcionó a mi padre el poder de encerrarlo. Y mi abuelo murió en aquel hospital psiquiátrico, drogado hasta las cejas. Es lo

último que hubiera querido él, y tengo que vivir con ello cada segundo del día. Así que cuando hablas de lo de tener la culpa… —¿Qué…? No. No. —Me giro hacia él. El cinturón de seguridad se me clava en el pecho—. No es culpa tuya. Hiciste lo que pudiste, teniendo en cuenta que tenías… ¿Cuántos años tenías? —Catorce. ¿Cuántos años tenías tú cuando viste a tu padre? Cierro los ojos, porque no es lo mismo. Para nada. Pero hace que lo parezca y yo no merezco irme de rositas ni… De pronto estoy furiosa. Siento una furia explosiva e incandescente. Me… me ha manipulado. Ha fingido abrirse y en cambio me ha convertido en… lo que quiera que sea esto. Ha sacrificado a su dama para darme jaque mate. ¿De qué coño va? ¿Cómo se atreve a venir a mi casa y analizarnos a mi familia y a mí como si fuéramos una partida de Morphy? —Que te den, Nolan. Su expresión es indescifrable y no refleja sorpresa alguna. —¿He dicho alguna mentira? —Que te jodan. ¿Qué sabrás tú de familias? —¿Es ese el problema? ¿Que he dicho la verdad? —Deja de intentar… tenderme una trampa. De intentar darme jaque mate. Puede que lo que más te apetezca en el mundo sea jugar al ajedrez conmigo, pero eso no te da derecho… —No es eso lo que más me apetece —murmura, lanzándome una mirada penetrante. Lo ignoro, hecha una furia. —¿Es eso lo que pasa? ¿Tienes tantas ganas de ganarme que piensas rascar puntos de la manera que sea? ¿Jugando al tres en raya? ¿Dándole caña a mi familia? —Eso no es… —En mi familia nadie fue apuñalado. Si me hubiera callado la boca no habría pasado nada. Podría haber cargado yo sola con el secreto y nadie se habría enterado ni habría sufrido. Mi madre habría tenido seguro médico, mis hermanas habrían tenido la familia que se merecían y mi padre seguiría vivo… —Me interrumpo. Tomo una profunda y temblorosa bocanada de aire—. No sabes nada de mí ni de mis hermanas ni de mi madre y, desde luego, tampoco sabes cómo era mi padre. Con que no intentes fingir que tú y yo nos parecemos lo más mínimo o que lo que yo hice es comparable a lo que te pasó a ti.

—No estás siendo justa con ninguno de los dos —dice con calma. Puede que tenga razón, pero a mí ya me trae sin cuidado. —¿Sabes qué? —El cinturón de seguridad se me clava en la garganta. Tengo un cabreo de narices, estoy cabreada con… con Nolan. Digamos que con Nolan—. A la mierda. Vamos a jugar. Esta noche. Jugaremos la dichosa partida de ajedrez y así dejarás tus sesiones de psicología barata. —No… —Se interrumpe y asimila lo que he dicho—. No lo dices en serio. —Si no quieres… —Sí que quiero. —Su voz suena anhelante, como si fuera de alguien más joven—. Sí quiero. Y entonces se queda callado, como si le preocupara espantarme, que cambie de opinión. Apenas me dirige la mirada hasta después de que hayamos aparcado el coche, yo haya cerrado el lado del copiloto de un portazo y nuestros abrigos se encuentren tirados en un rincón del salón. De normal trabajamos frente a frente, pero esta vez coloca el tablero en la mesita de café y nos sentamos uno al lado del otro en el sofá. Porque ahora no vamos a analizar la partida de otra persona y eso tiene que quedar claro. Es medianoche. La calefacción lleva horas apagada, pero no tengo frío. —¿Segura? —pregunta con seriedad, asegurándose de que la partida es consentida. ¿Sabes lo que no ha sido consentido? Las cosas que has dicho de mi padre. —Juega tú con blancas —le digo cortante, esperando, queriendo, que se ofenda. —Gracias —contesta sin un ápice de ironía—. Me hará falta. Su respuesta me hace detestarlo aún más, así como su ridícula apertura: peón a e4. Respondo con la siciliana. Pongo los ojos en blanco y sitúo mi caballo en c6 para desconcertarlo, una línea especializada que recuerdo haber estudiado vagamente con Defne: la variante Rossolimo. Es una jugada que aumenta la presión muy rápido, pero él ni se inmuta, no vacila, ni siquiera parpadea en la penumbra de la estancia. Ni una sola arruga le surca la frente. Mueve las manos con firmeza. Me roza con la rodilla, no en cada jugada, pero sí a veces. No parece darse cuenta y lo odio. A su lado me siento torpe, una mole desmañada, pesada y malherida. Me siento al desnudo, diáfana, abierta de par en par, como si Nolan pudiera

hurgar en mi cerebro, arrancarme afilados y dolorosos fragmentos de mi pasado y hacerme sangrar con ellos. Entonces pierdo un peón y también me siento idiota. —Joder —farfullo. —Solo es un peón —murmura él sin levantar la vista. —Que te calles. Avanzo el caballo con los dedos temblorosos y ya no es solo un peón. Dejo mi alfil al descubierto y echo por tierra la oportunidad de enrocar. Veo que Nolan captura mi pieza con toda tranquilidad y lo ataco de inmediato por el flanco con la torre; voy a hacérselas pasar canutas. Salvo que capturo dos piezas y paso por alto completamente que su dama se aproxima a mi rey y joder, joder, joder… —Mallory. —Me cubre la mano con la suya y la inmoviliza sobre mi rodilla. Levanto la vista y contemplo su atractivo y odioso rostro—. Siento lo que he dicho. Ha estado fuera de lugar. No quiero oír ni una palabra. —Vamos a terminar la partida. —No sé qué pasó con tu padre… —Vamos. A. Terminar. Niega con la cabeza. Profiero una amarga carcajada. —Se supone que llevas meses obsesionado con jugar esta partida… —No es eso lo que me tiene obsesionado, con que ya puedes dejar de mentirte a ti misma. Así no quiero jugar. —Ah, ¿así que si las condiciones no son perfectas no juegas? ¿Quieres que cambie los muebles de sitio? ¿Prefieres que purifique el cuarto con salvia? Hazme una lista con todos los requisitos, dime qué quieres y… —¿Sabes qué quiero, Mallory? —se inclina hacia mí, furioso de pronto —. Que no estés aquí, joder. Ahogo un grito de indignación. —¡Vete a la mierda! Fuiste tú quien me pidió que fuera tu segunda… —Quiero que estés en otra parte. Entrenando con tus segundos y preparándote para enfrentarte a mí. Para que podamos jugar una partida de verdad en Italia. Una partida en serio. —Su mirada resplandece. Todavía tiene la mano apoyada en la mía. Firme. Cálida—. Puede que tu presencia en esta casa sea lo que me impulsa a levantarme por las mañanas, pero tú y

yo sabemos que esta situación no se asemeja, ni remotamente, a lo que ninguno de los dos desea o necesita, así que ya va siendo hora de que dejemos de fingir. Cierro los ojos. Tiene razón. Esto… no cuaja. En absoluto. —Era nuestra única oportunidad —susurro—. Y la jodí. Igual que lo jodo todo. Las amistades. La familia. —Habrá más torneos. —Nolan coge aire para tranquilizarse—. Dentro de dos años se celebrará otro Campeonato del Mundo… —Dejaré el ajedrez en cuanto acabe el verano. Traga saliva. —Vale. Bueno…, pues es lo que hay. —Aparta la mirada. A continuación, se vuelve hacia mí con una expresión más relajada—. De verdad que lo siento. Tienes razón: no sé nada de temas familiares. Por favor, acepta mis disculpas para que puedas dejar de jugar la peor partida de tu vida. Vamos a… vámonos a dormir. Estamos cansados. Contemplo el tablero. La posición de las piezas negras es un desastre absoluto, propio de un principiante. —Dios, ¿qué me pasa? —Yo diría que has sufrido un episodio de amnesia global transitoria. Me echo a reír y mi enfado se derrite como la nieve con el sol. Él se ríe también y yo noto la calidez de su aliento en la mejilla. Así de cerca estamos. —Lo siento. Por la partida. Unas manchitas doradas le salpican los ojos. Me fijo en que tiene pecas, apenas un puñado, claras y dispersas, y son… bonitas. Apetecibles. —Y tanto que deberías sentirlo. Suelto una risita. Carraspeo. —Igual prefieres apartarte un poco, ya que hay más personas en casa. Parece confundido. —¿Y? —Que podrían entrar. Y pensar que hemos estado enrollándonos o algo. Esboza una sonrisa. —Es más probable que piensen que hemos estado tirándonos los trastos a la cabeza por culpa de una captura al paso… Se me va la pinza. Tal vez sea por lo avanzado de la noche o porque acabo de hacer un ridículo espantoso al perder el caballo cuando no

llevábamos ni diez movimientos. A lo mejor es por el olor a limpio de Nolan que tan familiar me resulta. Lo único que sé es que estoy mirándolo y de pronto ya no lo miro… porque me he inclinado hacia delante, he posado la boca sobre la suya y le he dado un… Beso. No hay duda. Eso es lo que este pico torpe e infantil es. Estoy besando a Nolan Sawyer y… Me aparto, horrorizada. —Lo siento. Lo siento muchísimo, es que… —Me pongo en pie de golpe. Golpeo el tablero con la rodilla y las piezas salen volando. Me llevo los dedos a los labios y… noto una sensación extraña. Distinta. Atípica. —Mallory. —No sé por qué lo he hecho. Es que… De verdad que lo siento. — Nolan me mira como si yo fuera el centro de gravedad de la estancia, como si en todo el universo no existiera, como si jamás hubiera existido nada más que yo. Hace que se me desboque el corazón, que me entren ganas de volver a besarlo, que me entren ganas de salir escopetada—. Perdona, no… —Pieza tocada —murmura. Él también se levanta. Cada paso que retrocedo es un paso que él da hacia delante —Eh… ¿Qué? —Me has tocado. Ahora tienes que seguir. Pieza tocada, pieza jugada. —No… no estamos jugando al ajedrez. —Mi espalda choca contra un obstáculo—. Puedo parar cuando quiera. —Pues no pares. —Me coge la cara con las manos. Se cierne sobre mí, me arrincona contra la pared y a mí… no me molesta. Lo cual me asusta—. Por favor, Mallory. —Esto es… Deberíamos acabar la partida. Has dicho que querías jugar. —He dicho que había cosas que me apetecían más. Cierro los ojos, pero Nolan está por todas partes; lo huelo, lo siento en cada poro de mi ser. —¿No fuiste tú el que prefirió jugar con Kasparov antes que echar un polvo? —digo como una quejica. Cuando abro los ojos, veo que esboza una leve sonrisa. —¿Y crees que es porque tengo menos ganas de jugar contigo que con Kasparov?

—Pues claro, ¿por qué si no…? Ah. —Vuelvo a cerrar los ojos—. Ah. —¿Puedo besarte? —Pero la partida… —Abandono. Tú ganas. ¿Puedo besarte? —¡No! Es decir… ¿por qué? —Porque me apetece. —Está siendo paciente. ¿Por qué soy yo la que está perdiendo los papeles mientras él es paciente?—. ¿A ti no? —Pues… Creo que sí. No es para tanto. Nolan es, de lejos, el tío más atractivo que he conocido en mi vida y yo no soy una de esas chaladas de Tinder que se ponen en plan «besar es demasiado íntimo, mejor métemela por el culo». He hecho un montón de cosas y no me arrepiento de ninguna. Así que, ¿qué es lo que me detiene? Igual es que me apetece demasiado, pienso. Y entonces me oigo decirlo en voz alta mientras me pongo de puntillas y vuelvo a hacer esa cosa rara: le doy un piquito en los labios que me hace sentir como si tuviera trece años y me hubiera escabullido detrás del gimnasio para darme el lote. Pero esta vez no tengo que fustigarme por parecer una rarita porque Nolan me devuelve el beso. No se le da bien. Al principio no. No es que lo haga fatal, pero hay un instante de vacilación, de falta de compenetración, en el que el beso no funciona. No acaba de cuajar. Dos barcos cuyos caminos se acercan sin llegar nunca a cruzarse. Pero entonces hace otra cosa. Inclina la cabeza, tal vez. Me agarra de otra forma. Se aprieta más contra mí y todo cambia. Su barco y el mío chocan, yo acabo con la espalda pegada a la pared y vaya si me tiene ganas. Me tiene muchas muchas ganas. Tantas como las que le tengo yo a él. Lo sé porque mete la pierna entre las mías y me empotra contra la pared, por la manera en la que desplaza la mano hasta mi cadera, tan decidido como cuando se mueve por el tablero de ajedrez. Por el sonido gutural que le brota de la garganta. Se le da muy bien. Es cálido, contundente y meticuloso, y sabe de maravilla y… Oigo que una puerta se abre en algún lugar de la casa. Risas. Pasos. Alguien enciende la luz del pasillo. Empujo a Nolan y nos separamos justo a tiempo.

—Anda, ya habéis vuelto. —Emil está plantado en la entrada, atándose la bata con rapidez—. ¿Qué hacéis? Miro a Nolan y pienso que Emil es amigo suyo. Tendría que ser él el que se coma el marrón de inventarse una excusa creíble. Lo malo es que Nolan está mirándome fijamente, con las pupilas dilatadas y los labios hinchados y… ¿recién besados? —Em, solo estábamos… —carraspeo. Sonrío a Emil con vacilación— hablando de esa partida de Koch en la que… —Alto ahí, Greenleaf. —Se acerca a la nevera—. Como me entretenga, Tanu me mata. Me ha enviado a por provisiones. —Arrambla con unos restos de pizza y tres magdalenas y desaparece rápidamente con un despreocupado—: Buenas noches. Nolan y yo volvemos a estar a solas. Nolan, que no ha dejado de mirarme fijamente. —Es tarde —le digo sin mirarle a los ojos. Estoy nerviosa. Por un beso. Sí que es como si hubiera vuelto a los trece—. Estoy cansada y… Asiente y hace algo raro: me tiende la mano. Tranquilamente. En silencio. Como si esperara que se la cogiera. Y es exactamente lo que hago: deslizo los dedos entre los suyos y, cuando me conduce por el pasillo, tras detenerse para apagar la luz, lo sigo sin rechistar. Pasamos de largo la habitación de Tanu, ignorando las risas sofocadas que se oyen dentro, la de Emil, que está vacía, todas las demás habitaciones, incluida la mía, hasta llegar a la suya, que huele a limpio, a ajedrez asombrosamente bueno y al sofá de su otra casa. Se quita los vaqueros como si nada, todo músculos y extremidades largas. —¿Qué haces? —suelto. No me mira, sino que se olfatea la camisa y opta por dejarla en el cesto de la ropa sucia. —Meterme en la cama. —Eh… —¿Qué ocurre? ¿Por qué te he seguido? ¿Qué. Leches. Ocurre? —. ¿Por qué no estás nervioso? —¿Nervioso por qué? —Por… —nos señalo a ambos de forma vacilante— todo esto. Me mira. —No sé, se me hace natural. Además, no suelo ponerme nervioso.

Darcy me habló una vez de un estudio en el que se monitorizó las pulsaciones de los mejores jugadores de ajedrez durante partidas importantes. Nolan era siempre el que más bajas las tenía. Y más estables. ¿Por eso está plantado frente a mí en calzoncillos y una camiseta del torneo de Coímbra de 2019 y yo estoy temblando como un flan? —¿No quieres? —pregunta. —No. Es decir, sí. A ver, no es que no quiera. Pero… acabamos de besarnos así de sopetón y pareces la mar de tranquilo y… Se encoge de hombros. —Para mí no ha sido de sopetón. —Ah, ¿no? —Yo asimilé todo esto hace ya meses, Mallory. Puede que la primera vez que jugamos. Trago saliva. —No lo entiendo. Se acerca. Con dos zancadas se planta frente a mí y, por alguna razón indescifrable, estoy temblando. En mi interior está produciéndose un terremoto, hay veinte reyes volcados y Nolan vuelve a cogerme la cara. —Confía en mí, Mallory. No va a pasar nada malo. Puedes permitirte desear esto porque ya es tuyo. Soy tuyo. Madre mía. Madre mía. Madre mía. Estoy temblando aún más. —Es… ¿Vamos…? ¿Vamos a follar? Estoy intentando ponerlo nervioso a propósito. Y no está funcionando. —No. Vamos a dormir. Nos acostamos y, no sé cómo, pero no resulta raro. No llevo ningún accesorio ni joya, solo unas mallas y una camiseta, y por eso estoy tan cómoda. No porque me haya acurrucado contra su pecho ni porque él haya enredado las piernas entre las mías ni porque note el ritmo lento y firme de su corazón, igual que un reloj cálido, bajo la oreja. —Ni siquiera me he lavado la cara —le digo. Sigo temblando, aunque no tanto como antes. Soy un desastre. —No pasa nada. Antonov ganó el Torneo de Coímbra de 2019. Dejo escapar una risa temblorosa. —No creo… que pueda dormirme. —¿Quieres que te cuente un cuento? —Me pasa la mano con suavidad por el pelo de la nuca—. Se llama «Polgar contra Anand, 1999». Empieza

con e4. C5. Suelto un gruñido, pero sonrío al preguntar: —¿Y luego? —Caballo f3. D6. D3. —Mmm. —Sí. —¿Y luego? —Caballo d4. Caballo f6. Caballo c3… Me quedo dormida a mitad de la partida; por segunda vez en mi vida, abrazada a alguien, por segunda vez en mi vida, abrazada a Nolan Sawyer.

Capítulo veintiuno

Para cuando dan las tres de la tarde del día siguiente, Nolan apenas me ha dirigido quince palabras. «¿Por qué caballo a5?». «Podría sacrificar la dama». Y mis favoritas: «Voy a por una magdalena. ¿Quieres una?». Igual me imaginé la noche anterior. A lo mejor nuestro beso fue un sueño. Puede que lo de despertarme sola en su cuarto, con una taza de café caliente en la mesilla de noche… Quizá me haga falta un chequeo para… —¿Tú que opinas, Mal? —pregunta Tanu. Por su tono de voz, no es la primera vez. —¿Sobre qué? —Sobre esta posición. ¿Tú que harías? Miro el tablero. Estamos analizando una partida de Koch del año pasado. Bueno, la están analizando ellos. Yo estoy dándole al coco. —Es una posición bastante débil. Puede aprovecharse el flanco izquierdo para atacar. —Sí, es lo mismo que ha dicho Nolan. Levanto la mirada hacia él y me sonrojo de inmediato. Porque al parecer eso es lo que hago ahora: estresarme por si un tío con el que ni siquiera he llegado a acostarme ya no está interesado en mí porque piensa que soy un desastre con patas, porque doy muchas vueltas en la cama o porque mi aliento mañanero huele como el contenedor de una marisquería. Esto es terreno desconocido. Como estar en otra galaxia. Estoy acostumbrada a preocuparme por lo que mamá, Darcy, Sabrina e Easton

piensan de mí. En mi vida no cabe nadie más y… —¿Estás de acuerdo, Greenleaf? —pregunta Emil. Mierda. —Perdona, ¿con qué? —Con lo que ha dicho Nolan. La mirada de Nolan es inescrutable. —Enrocó demasiado tarde —repite. Echo un vistazo al tablero. —O no debería haber enrocado —digo, fingiendo que no estoy nerviosa. —Koch es un jugador muy irregular. —Emil se frota las sienes—. ¿Cómo puede alguien meter la pata hasta el fondo algunas veces y otras, como cuando jugó contra Greenleaf, rozar la genialidad? Es como si fuera dos jugadores distintos. —¿Cuál de los dos acudirá a Italia? —pregunta Tanu. Nadie responde. Nolan se queda mirando al vacío y yo me lo quedo mirando a él como una imbécil. Repasamos las partidas de Koch hasta tarde. Para cuando Nolan y Emil se ponen a hacer la cena, hace horas que ha oscurecido. —Vas a quedarte hasta finales de enero, ¿verdad? —me pregunta Tanu en voz baja. Los otros dos discuten sobre si hay que echar la pasta al agua antes de que hierva (Nolan: «¿Qué más da? Así se hace antes». Emil: «Eres, y nunca me cansaré de repetirlo, un paleto de cuidado»). —Esa es la idea. ¿Es que tú no? —Solo hasta que empiece el semestre. —Ah. —Pienso en que Nolan y yo nos quedaremos solos en casa—. Ah. —Defne se pasará para ayudar, tranquila —prosigue. Frunzo el ceño. Defne me dio permiso para que fuera la segunda de Nolan porque dijo que me vendría genial como entrenamiento, pero… —No creía que tuvieran una relación tan estrecha. —Ah, están superunidos. Los dos entrenaron con el abuelo de Nolan antes de que… eso. Pero a Nolan sigues haciéndole falta tú. Lo disimula bien, pero la imprevisibilidad de Koch le pone nervioso. Tiene que estar con alguien que le importe y que también sienta lo mismo por él. Como tú, ¿entiendes? Ay, madre.

—Tanu, Nolan y yo… —Niego con la cabeza y me deslizo hasta el borde de la silla—. Supongo que en cierto sentido sí que estamos unidos, pero no estamos… juntos. —Ah, ya sé que las relaciones son raras. —Me dedica una sonrisa tranquilizadora—. A ver, técnicamente Emil y yo tampoco estamos juntos porque… bueno. No es que me merezca, pero el problema, sobre todo, es que la distancia es una mierda. Pero a Nolan le gustas un montón. —Es… —Meneo la cabeza—. Es complicado. Ella se echa a reír, entre confundida y divertida. —Mira, no sé qué rollo os traéis, pero nunca lo he visto tan tranquilo y feliz como cuando estás con nosotros, así que… —Eh, chicas, ¿queréis jugar un dos contra dos? —Emil interrumpe la conversación—. Como somos cuatro, podemos hacer dos equipos. Considero rápidamente las diferentes combinaciones. Jugaría contra Nolan o… —Yo voy con Mallory —exclama él desde la cocina. Tanu enarca una ceja y yo cierro los ojos. Sigo teniéndolos cerrados unos segundos después, cuando Nolan vuelve de la cocina y, en lugar de sentarse en un asiento que no esté ocupado, levanta una pierna y se mete entre el respaldo de mi silla y yo. Casi lanzo un grito ahogado. Él ocupa mucho espacio, como siempre, y esto no va a salir bien. Me voy a caer. O puede que no; puede que me quede ahí sentada, en su regazo. La mano que no está ajustando las piezas y colocándolas en el centro de las casillas descansa tranquilamente en mi abdomen y lo abarca por completo. Es la misma mano que me acarició anoche: desenvuelta, relajante. Resulta de lo más agradable. Y el olor que me llega es aún mejor. Tanu levanta la ceja un milímetro y Emil mueve su peón a d4, sin que el hecho de que yo me encuentre sentada entre los muslos de su mejor amigo lo perturbe lo más mínimo. —¿Quieres mover primero? —murmura Nolan con los labios pegados al contorno de mi oreja. Me estremezco. Acto seguido, asiento y le rozo la barbilla con el pelo. La piel me arde y estoy demasiado nerviosa para pensar, así que hago lo primero que se me ocurre. Caballo a f6.

Solo me acuerdo de lo mucho que Nolan detesta la defensa Grünfeld después de que lance un gruñido y me muerda el lóbulo de la oreja.

Jugamos cinco partidas. Nolan y yo las ganamos todas menos una. Y ha sido error mío, he dejado a la dama desprotegida. —Menuda… jugada —dice Tanu, haciendo avanzar su caballo; Nolan profiere un ruidito ahogado y entierra la cara en la curva de mi cuello, como si fuera incapaz de presenciar lo mucho que la he liado. Quiero bufarle y decirle que, si no estuviera estrechándome contra él ni apoyándome la mano en el vientre, no se me habría cuajado el cerebro. Pero su aliento me hace cosquillas en la nuca y, mientras los demás se devanan los sesos en busca de su próximo movimiento y la estancia permanece en silencio, yo noto la calidez de sus latidos en la espalda. Es lo más cerca que he estado de alguien sin sexo de por medio. Lo más cerca que he estado de alguien incluso con sexo de por medio. Y lo más distraída que he estado durante una partida de ajedrez, o durante cualquier otro momento de mi vida, y lo peor es que no creo que Nolan esté haciéndome la puñeta. A veces me apoya la barbilla en el hombro con toda la inocencia del mundo y sé que lo hace porque es lo que le nace. Lo que pasa es que da la casualidad de que a mí me distrae. Es el primero en decir: «Me voy a la cama» cuando Tanu sugiere que nos pongamos una peli. Mete los platos sucios en el lavavajillas y se encamina a su cuarto tras despedirse con un gesto ensimismado, mientras yo me quedo ahí, plantada entre su ausencia y las críticas mordaces de Emil a la filmografía de Aronofsky. Soy un globo cada vez más grande y más lleno, a punto de explotar. Así que salgo escopetada. Dejo atrás la conversación sobre Aronofsky y recorro el pasillo. No me molesto en llamar a la puerta, me limito a abrirla y entro en la habitación de Nolan. Igual no ha sido lo más acertado, porque acaba de quitarse la camiseta y solo lleva puestos los vaqueros. Me apoyo en la puerta. Joder, ¿qué estoy haciendo?

—Anda que lo de dejar la dama colgada… —me dice con una ligera sonrisa, como si el hecho de que yo irrumpiera en su cuarto fuera lo más natural del mundo. Está mazado. Me pregunto de dónde saca el tiempo para hacer ejercicio, para tener esa pinta—. Aunque seguro que Emil y Tanu te agradecen la victoria… —¿Me lo puedes explicar? —¿El qué? —Lo de anoche. —Gesticulo de forma confusa—. Y luego lo de esta mañana, y hoy, y esta noche, y ahora mismo. Inclina la cabeza. —Sí. Así es cómo transcurre el tiempo normalmente. —No, me… —Cierro los ojos con fuerza—. Esto me repatea. —¿El qué te repatea? —Que estoy preguntándote… Que no dejo de pensar en ti y que… —Me paso una mano por la cara—. No. Mira…, a mí me da igual. Se supone que tendría que darme igual si tú… No tendría que estar pensando en ti, tengo una familia de la que ocuparme. Cosas que hacer. Pero entonces me besas y luego pasas de mí como si no hubiera ocurrido nada… —Ya. —Se cruza de brazos—. Eso es más bien lo tuyo, ¿no? —¿Qué? —Tú eres la que suele pasar de los demás. La que los deja tirados antes de que ellos te dejen a ti, ¿verdad? Así te ahorras el jaleo de que lleguen a conocerte. —Eso no es justo. —Me aparto de la puerta. Me paseo de aquí para allá —. No es lo mismo. Yo no suelo… Tengo responsabilidades. No tengo tiempo para andar pillándome por nadie, Nolan. No puedo distraerme con gente a la que no le hago falta, pero tú… tú… Me fijo en algo que hay en su escritorio, enterrado bajo una montaña de libros de ajedrez que no difiere mucho de las montañas que papá solía apartar para dejarme sitio en el sofá. Es el folleto de la Federación Alemana de Ajedrez. El de Toronto. El de la noche en la que… —La hoja donde jugamos al tres en raya. —¿Qué? —Se coloca detrás de mí—. Ah, sí. Lo tiene en la mesita de noche, como si fuera un trofeo. Se lo llevó de Toronto a Moscú, luego a su apartamento de Nueva York, y ahora se lo ha

traído aquí. Una oleada de calor me inunda el estómago. Me contengo. Me muerdo el interior de la mejilla. Y entonces me rindo y le pregunto: —¿Por qué te la quedaste? —Porque me recordaba a ti. Me envuelve el torso con los brazos, justo por debajo de los pechos, y yo cierro los ojos. —¿Por qué te quedaste algo que te recordaba a mí? Noto como se encoge de hombros. —Porque pienso en ti de todas formas, Mallory. Me doy la vuelta y me aparto. Es insoportable. Lo de que estemos tan cerca. Las ganas de querer acercarme a él, que afloran desde lo más hondo de mi ser. Es lo que llevo evitando desde el principio, algo que solo puede acabar con engaños y traiciones. Lo sé porque he sido testigo de ello. —Dime qué quieres de mí, Nolan, y… haz el favor de dejar de sonreír. —No sonrío. Sonríe con más ganas. —En serio, si no dejas de sonreír. —Menuda amenaza. Ni siquiera es una frase gramaticalmente correcta. —¿Qué quieres de mí? ¿Qué estamos…? —Entierro la cara entre las manos. Esto es demasiado íntimo. Demasiado desconocido. Demasiado arriesgado y confuso—. No entiendo por qué no puedo dejar de pensar en ti. —Yo tampoco puedo dejar de pensar en ti. Pero sé por qué. Suelto un gruñido y me obligo a mirarlo. Ya no está sonriendo. —Dime… ¿qué quieres de mí? —Lo quiero todo. —Su tono desprende calma. Pragmatismo. Desnudez, aunque de un modo que no tiene nada que ver con la ropa—. Estoy dentro al cien por cien. —Baja la frente lentamente hasta la mía. Sus ojos se funden en uno solo, justo a la altura de su nariz. Lo único que oigo es el sonido de nuestra respiración, y algo en mi interior encaja de repente—. ¿Y qué hay de ti, Mallory? No respondo. En lugar de eso, hago lo que más familiar me resulta: levanto la barbilla para besarlo, y sirve igualmente. Es aún mejor que ayer. Me encajona con los brazos contra la cómoda y yo le rodeo el cuello con los míos. Llevo una camiseta y mis manos entran en contacto con la inmensidad de su espalda, suave y cálida. Abro la boca y

me lame el labio inferior antes de deslizar la lengua contra la mía, torpe, ardiente, insistente y deliciosa. Puede que los sonidos guturales y ansiosos que ambos proferimos resulten algo embarazosos, pero no pasa nada. Incluso aunque no vuelva a recuperar el aliento. —Más despacio —le digo—. Vamos a… —Pienso en esto cada segundo del día. —Me sube los dedos por la espalda y mi cuerpo pasa a ser un peón en sus manos. Nos da la vuelta y, de pronto, estamos sobre la cama deshecha y las sábanas revueltas se me clavan en la columna—. Mientras tú juegas al ajedrez de la forma más bonita que he visto jamás, yo te imagino tumbada debajo de mí. Es de lo más desconcertante, joder. Los dos llevamos puesta demasiada ropa y, de pronto, ya no aguanto más. Quiero que nos desnudemos. Quiero piel, más piel. Quiero tenerlo más cerca, fundirme con él, quedarnos pegados. Noto su erección en el estómago, y la sensación de estar así con él me resulta familiar e increíblemente íntima al mismo tiempo, diferente a todo lo que he sentido antes. —¿Quieres…? —Le recorro los abdominales con la mano hasta toparme con la cinturilla de sus pantalones y por fin lo veo, un atisbo de duda, de esa incertidumbre que esperaba hallar en él—. ¿No? —pregunto. Traga saliva y me fijo en cómo se le mueve la garganta. Los labios le tiemblan apenas un instante. —¿Eres de verdad? —El aire que nos separa se colma de anticipación—. A veces tengo miedo de que seas producto de mi imaginación. A veces creo que solo existes en mi mente. —Estoy aquí —exhalo. Me inunda una sensación líquida y cálida. —No tengo ni idea de lo que hago —me dice mientras me muerde con suavidad el hueco de debajo de la oreja. Me estremezco. —Yo puedo echarte una mano —le digo, pese a que tengo las neuronas hechas papilla. —¿Sí? —Es como el ajedrez. Yo muevo primero… —Le desabrocho el primer botón de los vaqueros lentamente. Noto, más que oigo, cómo se queda sin aliento—. Y luego mueves tú.

Se apoya sobre los brazos y me mira como si estuviera sopesando por dónde empezar. Mete el dedo índice por el dobladillo de mi camisa y la desliza hacia arriba; se detiene justo debajo de mi sujetador. Se me queda mirando el ombligo durante lo que parecen minutos y luego dice: —Quiero ventaja, ya que es mi primera vez. —¿Cómo que ventaja? —Quiero mover dos veces. Me echo a reír. Y luego me pongo seria cuando me sujeta las manos por encima de la cabeza de un modo que me lleva a pensar que, aunque no sepa lo que hace, dispone de una imaginación desbordante y piensa poner en práctica todos sus planes y fantasías. —Espero —le digo totalmente en serio— que esto te guste tanto como el ajedrez. —Creo —me dice con una ligera sonrisa— que ya me gusta más.

Capítulo veintidós

Nos despertamos temprano. Medio adormilados y sin prisa, hacemos un montón de cosas con las manos que nos hacen sentir de maravilla y para las que no hace falta condón. Solo tenía uno y lo llevaba en mi mochila desde ni se sabe; Nolan no tenía ninguno. Al parecer, todo este tiempo hemos sido unos pardillos por pensar que esto no iba a ocurrir. Me quedo dormida sobre su pecho, él me rodea con los brazos y yo noto cómo su respiración acelerada se apacigua hasta que se queda frito y el sueño me invade a mí también. La vibración del móvil de Nolan en la mesita de noche nos despierta cuando el sol está ya muy alto. Él contesta con un bostezo enorme: —¿Sí? —Habla muy alto. O igual no. Igual lo que pasa es que estamos pegados como lapas, con las piernas entrelazadas mientras él enreda la mano que tiene libre en mi pelo y me estrecha contra la curva de su hombro —. Pues porque estaba durmiendo. Sip. Sí. Vale. —No parece convencido. Parece la versión cálida y deliciosa de Nolan que me repitió hasta la saciedad a las tres de la mañana que dejara de menearme. Esto no puede ser la vida real—. Ajá. Me aparto un poco y contemplo sus ojos entornados y enrojecidos y la hinchazón de sus labios. Huele de maravilla. Quiero sumergirme en su piel. Quiero desplazarme entre sus piernas y anidar en la amplitud de su pecho. Quiero… —Claro. Está aquí, deja que le pregunte. Nolan se apoya el móvil en el hombro. Yo abro los ojos de par en par. —¿Qué? —susurro—. ¡No le digas que estoy aquí! Pensará que…

Me lanza una mirada de confusión. —¿Que estás aquí? Gruño y vuelvo a enterrar la cara en su cuello. —Va a celebrarse un acto benéfico. Quieren que juguemos juntos contra… —Vuelve a ponerse el teléfono en la oreja—. ¿Contra quién jugaríamos? —Oigo una enérgica voz femenina al otro lado—. Alguien del sector tecnológico —me dice, y luego se dirige de nuevo a la persona con la que está hablando—. ¿No será Bill Gates otra vez? Elle, es un paquete jugando al ajedrez. Me es imposible alargar la partida más de un minuto… Sí. Luego te llamo. Tira por ahí el teléfono y me acerca a él; nos echa las mantas por encima de la cabeza. El mundo exterior se desvanece. —¿Quién es Elle? —pregunto. —Mi repre. —Me pone el pelo detrás de la oreja—. ¿Qué le digo? —¿Cuándo se celebra? —En primavera. —¿Y por qué contra alguien del sector tecnológico? —Al parecer está lleno de gente a la que el ajedrez se la pone dura. Tiene todo el sentido del mundo. —¿Cómo es que tienes representante? —Todos los jugadores profesionales tienen. A ti te hará falta también. No voy a ser jugadora profesional, Nolan. Ya lo sabes. —¿Me recomiendas a Elle? —Ni de coña. Huye tú que puedes. Me echo a reír. —¿Puedo… pensármelo? Lo del evento benéfico. —Claro. Nos quedamos callados, arropados por la suavidad de las sábanas de algodón, increíblemente cerca el uno del otro. ¿Lo de anoche pasó de verdad?, me pregunto. Me da la sensación de que estoy soñando. ¿Viviste lo mismo que yo? Y entonces él murmura: «Buenos días» mientras me da un beso en la frente, y todo empieza a parecerme cálido y peligrosamente bueno y auténtico.

Nolan no sabe poner cara de póker. Es incapaz de mentir o engañar o disimular, aunque tampoco tiene intención de hacerlo. Me sigue con la mirada, esbozando una ligera sonrisa, cada vez que me alejo del tablero para ir a por un vaso de agua. Me besa, apretándome contra la nevera mientras tres Grandes Maestros comentan la defensa francesa a metro y medio de nosotros. Me coge de la mano y me lleva a dar un paseo por la nieve cuando está a punto de anochecer, como si de repente le preocupara llevar hábitos de vida saludables. Ojalá pudiera decir que me molesta, pero disfruto cada segundo. Nolan desprende una seguridad en sí mismo curiosa y dolorosamente sincera. Lo de anoche estuvo bien, superbién, pero también fue su primera vez, nuestra primera vez: caótica e imperfecta, repleta de tanteos y preguntas en voz baja. Su forma de acariciarme era atrevida, aunque también inexperta y vacilante. Otros chicos se encontrarían hoy sepultados bajo el peso de su frágil masculinidad, pero Nolan parece derrochar alegría por los cuatro costados. Aunque, claro, teniendo en cuenta los ruiditos que hice, los jadeos… Supongo que mi entusiasmo habló por sí solo. —Me parece increíble que ejecutara un gambito Evans hace tres años — comenta sobre la partida de Koch que acabamos de analizar. Las huellas que deja en la nieve son casi el doble de grandes que las mías. —Ya, bueno. No estuvo muy fino, porque Tahgard-Vork lo crujió. —Aun así. Llevo sin ver el Evans desde que aprendí a jugar. Sonrío. —¿Cuándo fue, por cierto? —¿El qué? Me mira con curiosidad. —¿Cuándo aprendiste a jugar al ajedrez? —No me acuerdo. Seguro que en la Wikipedia lo pone. —Ya, pero a diferencia de mi hermana, yo me niego a leerla. Por eso de los límites y esas cosas. —Le tiro del abrigo para detenerlo. Llevo puestos sus guantes porque hace muchísimo frío y a mí se me olvidó traerme los

míos. Me quedan enormes y Nolan sonríe al verlo—. Pero sigo queriendo saberlo. —Tenía… ¿cinco años? Aunque no lo entendía de verdad. No lo entendí hasta casi los siete. —¿Te enseñó tu abuelo? —Más o menos. En aquella época entrenaba a mucha gente y yo… no quería quedarme al margen. Era la persona más guay que conocía y quería que me prestase atención. —¿Y tus padres no querían que jugaras? Se encoge de hombros. —Mi padre es gilipollas. Y, aunque no lo fuera, el ajedrez no le interesa lo más mínimo. De pequeño, me pasaba el día pensando en puzles, LEGO u otros juguetes, estudiándolos y analizándolos, y él no entendía por qué. Creía que me pasaba algo. Me apuntó a todo tipo de deportes. Y a mí no se me daban mal porque era alto y bastante rápido, pero no era lo mismo que… —¿No era lo mismo que el ajedrez? Asiente. Pienso en papá. En que él era justo al contrario y siempre me animaba a jugar al ajedrez. En que, si todavía siguiera vivo, seguramente estaríamos tan distanciados como lo están Nolan y su padre. Historias radicalmente distintas, mismo resultado. —¿Odias a tus padres? Deja escapar una leve risa. —Creo que no. No suelo pensar en ellos. Hace tiempo que no lo hago. —Traga saliva—. Por alguna razón pensar en ellos duele aún más. Alargo la mano y la meto en el bolsillo de su abrigo. Exhala y una nube de vaho se mezcla con el aire vespertino. —Cuando mi abuelo seguía vivo, no me afectaba, ya que él me entendía. De pequeño era como yo o bastante similar. Cuando mis padres se divorciaron, llegaron a la conclusión de que ya no tenían que preocuparse por mí. Mi madre volvió a casarse. Y luego mi padre. Después, la nueva mujer de mi padre se quedó embarazada y casi me sentí aliviado. No me hacían ni caso, así que a veces pasaba semanas con mi abuelo. Solos él y yo. Jugando a todas horas. Sin parar. —¿Alguna vez lo ganabas?

—Qué va. No conseguí derrotarlo hasta que cumplí los nueve o los diez. Y entonces lo gané y me dio un poco de yuyu. Perder le jorobaba tanto como a mí. Pensé que se enfadaría, pero… —Niega con la cabeza—, creo que nunca lo vi más feliz que aquella vez. —Eso es que a lo mejor no le fastidiaba tanto perder como a ti. —Creo que… —Se detiene, y yo también. Me mira a los ojos—. En una ocasión me dijo que a veces lo importante no es ganar o perder. Que, con algunas personas, lo que importa es jugar. Aunque pasé mucho tiempo sin creérmelo. —¿Sí? —Aparto la mirada y contemplo el sol poniente—. Yo todavía pienso en mi derrota ante Koch. Todos los días. A todas horas. —Ya lo sé. —Deja de leerme la mente. —Le hundo un dedo en el estómago. Él me coge la mano y me acerca a él—. ¿Cómo asumes tú las derrotas? —No lo hago. —¿Entonces te quedas hundido en la mierda? ¿Siempre? —Para ser jugador de élite básicamente te tiene que repatear perder. Fijo que los genes están en el mismo cromosoma. —¿Por eso eres tan mal perdedor? —Sip. Igual que tú. Sonrío. —Pues ya me quedo más tranquila, si te digo la verdad. De pequeña, no entendía por qué Easton se tomaba tan bien las derrotas. Y a mí, en cambio, me entraba el bajón aunque la partida quedase en tablas. —¿Easton? —Ah, es mi mejor amiga. —Trago saliva—. Bueno, ¿exmejor amiga? Ladea la cabeza. —¿Acaso se merendó a tu dama? —No. Se… marchó. A la uni. En Colorado. —Ah. —Sí. No hemos hablado mucho desde entonces. —Suspiro—. Tú sigues en contacto con Tanu y Emil, a ver si me cuentas cuál es el secreto. —No es lo mismo. Emil sigue en Nueva York y odia la residencia, así que se pasa el día en mi casa. Y ya conoces a Tanu, no podría quitármela de encima ni aunque quisiera.

—Ya. —Intento que no se me note demasiado la envidia—. Easton cree que soy un muermo ahora que no…, qué sé yo, ¿que no me pongo fina a chupitos con ella? —¿Te ha dicho eso? —No, pero lo sé. —A lo mejor son cábalas tuyas. —No. Asiente, y le agradezco que no intente mentirme, convencerme de que me lo estoy imaginando todo. —¿Has pensado en hablar con ella del tema? —No. No… quiero que me tenga lástima. Quiero que esté conmigo porque le apetece. —Ah, sí. —Asiente con conocimiento de causa. Hunde la barbilla en el cuello del abrigo—. Te encanta lo de estar al mando. —¿A qué te refieres? —Te gusta tener la sartén por el mango. Sentir que ayudas a los demás, que eres tú la que tiene el control. —No. —Frunzo el ceño—. Para nada. —Creo que te resulta más fácil estar con los demás cuando crees que te necesitan que cuando tú los necesitas a ellos. Es menos arriesgado. Así te ahorras jaleos, ¿no? —Pero no es verdad. Mira, según Sabrina, para lo único que me necesita mi familia ahora es para que afloje la pasta. Y ha sido Easton la que se ha dado el piro. Y tú… a ver, tú precisamente no me necesitas… —Claro que sí. Resoplo. —Venga ya. Tienes un montón de segundos y una legión de fans que te adora; tienes a Tanu y a Emil, a Elle, la repre terrorífica, a la prensa y a todo el dichoso mundo… —Mallory —me interrumpe. Adopta una expresión solemne—. El ajedrez es muy solitario. Aunque dispongas de un equipo, a la hora de la verdad, tienes que apañártelas sin nadie más. Juegas tú solo. Pierdes y ganas solo. Te vas a casa solo. —Observa la menguante claridad del día, los ojos se le ven más oscuros que nunca. Y entonces vuelve a posar la mirada en mí, me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja y me pregunta algo que me pilla desprevenida—: ¿Te vienes conmigo a Italia?

—¿A Italia? Asiente. —Al Campeonato del Mundo. —Yo… ¿Por qué? Traga saliva. —Mi abuelo me acompañó al primero que disputé, hace seis años, pero después siempre he ido solo. —Pero Tanu y Emil estarán allí y… —Sí, es verdad. Aunque… —Veo cómo le da vueltas a las palabras, intentando articular un sentimiento difuso e inaprensible—. Sobre todo, estarán el uno con el otro. De alguna manera, sé exactamente a lo que se refiere. Yo siento lo mismo, quiero decirle. Es como si todos formaran parte del mismo tejido conectivo y tú estuvieras flotando por ahí sin nadie más. Desligado de todo. El corazón se me acelera, porque parece que esté a punto de cruzar un umbral. De tomar una decisión de la que no podré dar marcha atrás. Si digo que sí, lo que Nolan y yo tenemos se transformará en algo distinto. Nos convertiremos en un «nosotros». Seremos más que la suma de nuestras partes. Entonces, tendré que decir que no. «No» debería ser la única respuesta posible. No puedo asegurarle que vaya a poder contar conmigo. Tengo prioridades. Responsabilidades. Aunque… —¿Quieres que vaya? —pregunto. Asiente de inmediato. Le cojo la fría palma, me la llevo a la boca con las dos manos y le doy un beso en el centro, donde la línea del destino se cruza con las de la sabiduría y el amor. —Pues entonces allí estaré. —Le dirijo una sonrisa justo cuando los últimos rayos de sol se desvanecen en la nieve—. Cuenta conmigo.

Por la noche, después de que hayamos cotejado con los motores de ajedrez las últimas partidas de Koch durante el Torneo de Candidatos, caigo en la

cuenta de que tal vez no sea el mejor momento para lo nuestro. Deberíamos estar entrenando como posesos. Deberíamos centrarnos en desarrollar diferentes estrategias y tácticas, en preparar la partida. Lo que no deberíamos hacer es quedarnos mirándonos fijamente desde extremos opuestos de la mesa. Ni dedicarnos a intercambiar sonrisitas que no vienen a cuento mientras Tanu nos suelta una perorata y nos cuenta las razones por las que los tranchetes no pueden considerarse queso auténtico desde un punto de vista legal. Ni rozarnos las manos sin necesidad cuando él me pasa su plato para que lo meta en el lavavajillas. Y, desde luego, no deberíamos abalanzarnos sobre el otro nada más entrar en su habitación. Me apoyo en la suave madera de la puerta y él se aprieta contra mí mientras nos besamos con ganas. La actividad que nos traemos entre manos me es familiar, pero la impaciencia que bulle en mi interior no la había sentido antes. La sensación de no poder pasar ni un minuto más separada de la otra persona. Y ver la misma impaciencia reflejada en Nolan. —Seguimos sin tener condón —le digo y él lanza un gruñido pegado a mi garganta. A continuación, retrocede un par de centímetros. —Voy a pedirle uno a Emil… —No. No. —¿Por qué? —Prefiero que no lo sepan. —Mallory. —Me da un beso en el pómulo. En la nariz—. Ya lo saben. —Sí, pero no de manera oficial y… —Ahora soy yo la que gruñe—. Mira, mañana nos pasamos por la farmacia y ya está. —¿Mañana? Se echa hacia atrás y me lanza una mirada tan horrorizada y teatral que no me queda otra que echarme a reír y darle un beso para borrarle la expresión del rostro. —Entretanto podemos hacer otras cosas. Desliza los dedos por mi columna, masajeándome lentamente cada vértebra. —¿Cómo qué? ¿Quitar la nieve de la entrada? ¿Pintar mandalas? Me río pegada a sus labios.

—No será por opciones. —Venga, hazme una lista. Ya sabes que yo acabo de estrenarme. Me mete la mano por dentro de la cinturilla de los vaqueros y yo suspiro con fuerza. —Esa jugada es ilegal. —¿Quieres que llame al árbitro? —Solo si… Mi móvil empieza a sonar y él gruñe. Yo dejo escapar un gemido y meto la mano entre ambos para sacármelo del bolsillo. —Es Defne —digo. Tengo un déjà vu: pasó lo mismo hace meses mientras estábamos en el sofá de Nolan. Defne tiene el don de la oportunidad… para joderme los momentos calentorros. —Ni caso —me ordena, y yo la ignoro encantada. Lanzo el móvil sobre la cómoda de Nolan y los dos volvemos a meternos mano, de forma torpe, descoordinada y voraz, hasta que él se arrodilla frente a mí y empieza a desabrocharme los pantalones—. Bueno —dice pegado al hueso de mi cadera—, volviendo al tema, ¿esas otras cosas que vamos a hacer consisten…? Mi móvil, de nuevo. No, es el de Nolan; está vibrando. —Joder —dice entre gruñidos; se lo saca del bolsillo y lo lanza junto al mío. Pero me fijo en el identificador de llamadas y me quedo tiesa. —Espera. Es Defne. No me ha llamado ni una sola vez desde que llegamos, solo me envía mensajes de vez en cuando. Y ahora… Nos quedamos quietos. El móvil de Nolan deja de vibrar. Y un instante después, el mío empieza a sonar de nuevo. Intercambiamos una mirada; ambos estamos sin aliento. Deja escapar un profundo gemido de frustración y entierra la cara en mi estómago. Cierra las manos en torno a mi cintura, con un ligero temblor. Me lo tomo como una invitación tácita para coger la llamada. —Ey, De… —Me sube un poco la camiseta y me mordisquea el ombligo. Se me corta la respiración. Profiero una risita, suspiro e intento

apartarlo. Y vuelta a empezar—. Hola, Defne —consigo decir por fin. Nolan me da un lametón por debajo el ombligo—. ¿Qué tal…? —Mallory, voy de camino a recogerte. Tienes que volver a Nueva York ya.

Capítulo veintitrés

—¿Cómo que Koch hizo trampas? Había demasiadas cámaras para… —Alguien ha revisado las grabaciones. La voz de Defne suena algo rasgada al otro lado del teléfono y el sonido de fondo viene y va mientras ella conduce por la interestatal. Nolan y yo estamos sentados en la cama con la vista clavada en el otro, pero su expresión resulta inescrutable. Todavía tiene el pelo alborotado por el sobeteo de antes. —¿Te acuerdas de que no paraba de levantarse y darse paseos? Llevaba escondido un smartwatch en el codo. Se alejaba del tablero, se iba a algún lugar donde no hubiera cámaras y lo usaba para comunicarse con…, en fin, no se sabe. En teoría, alguien que tenía acceso a un motor de ajedrez. Pero se coló, porque hay dos momentos grabados en los que se ve cómo lo hace. Y uno de ellos fue justo antes de su jugada final contra ti. —Será hijo de puta —murmura Nolan. Tiene la mandíbula tensa y se aferra a las sábanas con una de sus manazas. —¿Y eso qué significa para el Campeonato del Mundo? —le pregunto a Defne. —La FIDE no se ha pronunciado todavía. Y Koch sigue negando las acusaciones y amenazando a todo el mundo con pleitos. Pero, Mal, las pruebas son irrefutables. Tendrán que descalificarlo. —Entonces, si descalifican a Koch… —Considero el alcance de lo que acaba de contarme. Noto una sensación de decepción que me oprime el pecho—. ¿Significa que Nolan se convertirá de forma automática en el vencedor? ¿Y que tenemos que dejar de entrenar?

La idea me deja más hecha polvo de lo que debería. Lo asimilo en silencio durante un largo momento mientras Nolan vuelve a mirarme con la misma expresión inescrutable de antes y Defne suspira con fuerza. —Mal —empieza—. Eres… —No significa eso —la interrumpe él. —¿Y entonces? —Miro a Nolan con el ceño fruncido, confundida—. No pueden volver a celebrar el Torneo de Candidatos, ¿verdad? —No hace falta —dice él con calma. El espacio que nos separa se carga de electricidad, como si fuera un campo magnético, y entonces caigo en la cuenta. No hace falta porque ya tienen a otra candidata. Alguien que estuvo a punto de ganar hasta que perdió contra Koch. Yo. —Pero nosotros… Nolan y yo… —Meneo la cabeza, nerviosa—. Nolan y yo hemos estado entrenando juntos. —Por eso voy a buscarte, Mal. Llegaré en unos… Nolan le cuelga. El móvil empieza a vibrar de nuevo, pero lo ignoramos. Me mira a los ojos durante un instante, durante diez años, y no sé ni cómo sentirme ni qué pensar. —Lo siento, tengo… Me levanto de la cama y contemplo los libros que hay apilados en la cómoda con la mente a mil por hora. Si lo que dice Defne es cierto, si la FIDE me pide que sea la candidata… Tres millones de dólares. Pagaría la hipoteca, la medicación de mamá, la matrícula universitaria de mis hermanas. Qué coño, incluso mi propia matrícula. Tendríamos la vida solucionada. Pero tendría que contarles la verdad a mamá y a Sabrina. A lo mejor me odiarían. Y hay otro problema: Nolan. Hace tres minutos, estaba metiéndole la lengua hasta el fondo. Llevo semanas siendo su segunda. He estado estudiando sus puntos débiles, sus estrategias y tácticas. Enfrentarme a él ahora sería como entrar a robar a su casa con una llave que me facilitó él mismo. Del todo inmoral. Ay, hostia. No puedo ni imaginarme lo devastado que debe de estar. Lo aterrorizado. Lo traicionado que debe de sentirse al pensar que ahora puedo

aprovecharme de lo que he aprendido estas últimas semanas sobre su estilo de juego. Me vuelvo hacia él con la intención de asegurarle que no pienso aprovecharme, de prometerle que ni siquiera se me pasa por la cabeza, y me lo encuentro… ¿Sonriendo? —¿Por… por qué estás tan contento? —Porque es perfecto. Porque eres tú. —Se acerca, sonriendo. Sonríe tanto que se le forma un hoyuelo—. Podremos jugar. Los dos. —Me… No. No podemos. —Yo creo que sí. Me acerca a él y yo se lo permito. —Tengo que pensarlo. —Claro. Tú piensa. En voz alta. —Me posa los labios, curvados en una sonrisa, en la garganta—. Piensa mientras te beso. Por todas partes. —Me echo a reír. Y, a continuación, vuelve a dirigir los dedos hasta el botón de mis vaqueros. Se me corta la respiración de las ganas que tengo. Que le tengo—. ¿Puedo…? A veces sueño que me dejas… —Si al final… —Me aparto un poco y contemplo su expresión entusiasta y alegre. De pronto, estoy tan contenta como él. Va a pasar. Estaremos juntos. Él, yo y un tablero de ajedrez—. ¿Tendría que marcharme? —No. —Pero no podemos entrenar juntos para… —Pues no entrenaremos juntos. Yo me quedaré en mi habitación. Y te dejo a ti el resto de la casa. —Pero aun así… conozco tus estrategias, Nolan. Conozco tu rutina de preparación. Y… —Le cojo el rostro entre las manos, ese rostro tan atractivo, cabezota y satisfecho. No puedo evitar morderle el labio inferior —. Esto es un follón de narices. ¿Por qué estás tan contento? La sonrisa no le flaquea. —¿No lo sabes? El corazón se me desboca. Prácticamente se me sale del pecho de todos los sentimientos que Nolan me despierta. No quiero marcharme. Quiero quedarme con él. Quiero dormir en su cama. Quiero despertarme entre sus

brazos. Quiero comerme la pasta recocida que prepara, compartir la pasta de dientes y aprenderme de memoria sus estados de ánimo. —Nolan —susurro pegada a sus labios. —Mallory. —No te asustes —digo, sobre todo a mí misma—. Pero creo que estoy… La puerta se abre de golpe. —La madre que me parió, tíos, ¿habéis visto…? Ay, perdón. Nolan lanza un gemido de frustración. Tardamos un momento en separarnos y volvernos hacia Tanu, que acaba de entrar sin llamar a la puerta. —¿Lo de Koch? —pregunta Nolan. Tiene la voz áspera. Alarga la mano para rozarme la cintura, como si no soportara la idea de no estar tocándome. Me inclino hacia él porque puedo. —¡El muy zopenco hizo trampas! Tendríamos que habernos imaginado que había echado mano de los motores. Sonrío. —La verdad es que sí. —¿Y el TikTok ese que subió? ¿Se puede ser más mamarracho? Nolan parpadea. —¿Qué TikTok? Diez segundos después, vemos un vídeo en el que Koch (@superKoch; Dios, no lo trago) está hablando frente a una pared en la que ha tenido los santos huevos de colgar un retrato suyo al óleo. El acento alemán se le nota más que de costumbre. No he hecho ninguna trampa. Las imágenes están manipuladas y mis abogados ya se han puesto en contacto con la FIDE. Pienso ir a Venecia y darle a Sawyer la paliza de su vida. A mi espalda, Nolan resopla con suavidad. —Anda, acaba de subir otro vídeo —dice Tanu—. A ver qué chorrada suelta ahora. No me extrañaría nada que el equipo de Sawyer estuviera detrás de todo. Sabe que, si nos enfrentamos, lo más probable es que pierda, y está cagado de miedo. Ha intentado evitarlo por todos los medios. Atentos: no solo consiguió colar a su novia en el Torneo de Candidatos, sino que pagó la beca de Greenleaf en Zugzwang. Todo esto no es más que un intento de

seguir moviendo los hilos para evitar enfrentarse a mí, que soy mejor jugador, y seguir conservando el título de campeón del mundo. Resoplo, indignada. —¿Puede salir ahí y ponerse a soltar cosas que son objetivamente falsas? Desde un punto de vista legal, me refiero. Miro a Tanu, que estudia Derecho, convencida de que va a responder: «Ni de coña», pero me topo con una mirada cargada de culpabilidad que me deja totalmente helada. —Se equivoca —digo, a medio camino entre una afirmación y una pregunta—. No es verdad, Nolan no tiene nada que ver con mi beca. No me metió él en el Torneo de Candidatos. No… Me doy la vuelta. Nolan guarda silencio; sus ojos lucen aún más oscuros que de costumbre. Niego con la cabeza. —No. —Trago saliva y es como si estuviera tragando cristales—. No. —Mal. Nolan, lo siento muchísimo —farfulla Tanu. —¿Nos dejas a solas un momento? —pregunta Nolan. —No tenía ni idea de que fuera a mencionarlo… Ni siquiera creía que supiera… —Tanu —repite Nolan; en un abrir y cerrar de ojos, ella se marcha, la puerta se cierra y la cabeza empieza a darme vueltas. Esto es… No. Ni hablar. A la mierda. —¿Defne estaba al tanto? —pregunto—. ¿De que habías puesto tú el dinero? Porque sí comentó algo sobre que había varios donantes y… —Lo sabía —dice con calma. Aprieto los dientes. —Vale. En fin, Tanu también lo sabía, así que imagino que Emil estaba al corriente, y si ha llegado a oídos de Koch… —Tuve que informar a la FIDE de mi donación a Zugzwang. Supongo que así es cómo se ha enterado. Pero esto no tiene nada que ver con nosotros, vamos a… —Pues claro que tiene que ver. —Los últimos seis meses han sido un festival y yo he sido la última en llegar. O igual llevaba allí desde el principio, aunque con los ojos vendados y tapones en los oídos—. ¿Te hizo gracia venir a mi casa y saber que eras tú el que pagaba las facturas? A lo mejor tendría que estar agradecida, pero lo único que siento es que me han engañado. Manipulado. Como cuando papá beso a aquella mujer en

la sala de árbitros y luego me dijo que no era nada. Me has mentido. ¿Cómo has podido? —¿De verdad crees que pensaba en ello de esa manera, Mallory? — Cierra el puño y lo vuelve a abrir. Se pasa una mano por el pelo—. Jamás había visto jugar a nadie de forma tan bonita como tú. Quería darte la oportunidad de… —¿Cómo sabías que aceptaría? —No lo sabía. Tenía la esperanza de que así fuera. Tenías que salir del taller ese de mierda donde trabajabas. —¿Qué sabes tú del taller de mierda donde…? No me jodas. — Retrocedo un paso como si Nolan me hubiera propinado un puñetazo en el vientre—. ¿Convenciste a Bob para que me largara? Abre los brazos, irritado. —¿Quién cojones es Bob? No le creo. No puedo creerle, ya no. —¿Tuviste algo que ver con que me despidieran en verano? —No, pero ojalá hubiera sido cosa mía, Mallory. —Resopla con impaciencia—. Ojalá pudiera atribuirme el mérito de que dejaras atrás la vida con la que te habías conformado, joder. Suelto un grito ahogado. —¡Tengo que mantener a mi familia, Nolan! No es que me conformase, sino que necesitaba proporcionarles estabilidad. —Mi tono ha dejado ya de ser civilizado. Se acerca a mí, con las fosas nasales dilatadas, y deja la cara a dos centímetros de la mía. —Es más sencillo así, ¿no? Esconderte tras ellas —me dice—, usarlas de barrera para no enfrentarte a la vida real. Alzo la barbilla. —¿De qué vas? Mi madre está enferma y mis hermanas… —Tienen de todo ahora mismo. Desde hace ya un tiempo. Y, sin embargo, sigues poniéndolas de excusa para no hacer absolutamente nada con tu vida, para dejar de lado tu talento, lo nuestro… —¿«Lo nuestro»? ¿Te refieres al hecho de que hayamos follado? Porque está claro que no significa nada. ¿O al hecho de que llevas meses mintiéndome? ¿O a que me manipulases para que volviera al mundo del ajedrez, para que participase en el Torneo de Candidatos, para que me

enfrentase a ti en el Campeonato del Mundo? Porque no se me ocurre a qué otra cosa puedes estar refiriéndote… —Te quiero —dice sin rodeos. No se trata de una súplica desesperada, sino que pronuncia las palabras con toda la calma del mundo. Sus ojos están tan cerca que soy capaz de contar las distintas tonalidades oscuras que se reflejan en ellos, lo cual me saca de quicio. No es la primera vez que alguien afirma quererme tras obsequiarme con una infinidad de mentiras. —No —digo, cortante—. No me quieres. Si me quisieras, me habrías contado la verdad. Si me quisieras, comprenderías que mi familia siempre será lo primero para mí. Si me quisieras, no habrías metido mano en mi vida solo para poder elegir a tu contrincante del Campeonato del Mundo… —Joder, Mallory, no he… —Toma una profunda bocanada de aire, esforzándose por rebajar la tensión—. Oye, sé que esto no te hace ni puñetera gracia, y lo respeto, pero empiezas a hablar como una chalada. —Y de eso tú sí que sabes —le digo con calma. Con frialdad. E incluso cuando veo que algo se quiebra en su mirada, sigo hablando—: Al único que quieres es a ti mismo. Eres egoísta y manipulador. Estás solo porque tu familia te odia. Y ahora yo también. La puerta se abre de pronto, pero no me hace falta darme la vuelta para saber quién es. Mantengo la vista clavada en la atractiva, dolida y engañosa expresión de Nolan y me aseguro de grabarme a fuego lo que siento en este preciso instante. Por fin salen a la luz. Las mentiras, la traición y el desengaño que había estado esperando. No vaciles jamás, Mallory. Nunca te creas nada. Nunca confíes en nadie. Se me estremece el corazón, pero lo estrangulo lo suficiente para acallarlo. —Hola, Defne —digo, orgullosa de lo firme que suena mi voz—. Justo a tiempo. Vámonos ya.

Capítulo veinticuatro

Me meto los dedos congelados en el bolsillo, cojo aire e intento, aunque sin conseguirlo, no sonar demasiado impaciente al decir: —Te juro que tienes el pelo perfecto y que el coletero te hace juego con el top. ¿Podemos marcharnos ya? Sabrina se ahueca el pelo y se retoca el pintalabios con toda la parsimonia del mundo y, acto seguido, coge la mochila y se planta delante de mí de camino a la puerta. —Flipa: llevabas sin pasarte por casa… —finge mirarse el reloj que no lleva— varias semanas y nos las hemos apañado perfectamente para llegar tarde al insti un total de… —vuelve a fingir que mira el reloj— cero veces. —Se da unos golpecitos en la barbilla—. Yo diría que puedes dejar ya el numerito de sargento. Dale una vueltecita al asunto, ¿vale? Se aleja. Yo suspiro y voy tras ella; de camino al coche, la nieve cruje bajo mis pies. Es casi como si estuviera mosqueada conmigo. Aunque, ahora que lo pienso, todas andan mosqueadas conmigo. Darcy lleva tres noches durmiendo en la habitación de Sabrina, desde que Defne me dejó en casa; al parecer, el cabreo que se pilló cuando se enteró de que no iba a acudir al Campeonato del Mundo ha conseguido zanjar el mal rollo entre ambas. La actitud de mamá conmigo es una mezcla de cansancio, preocupación y recelo por haber vuelto antes a casa, ya que se suponía que mis «turnos de noche superbién pagados» no acababan hasta dentro de varias semanas. Incluso la señora Abebe me ha lanzado una mirada asesina

por ponerme a quitar la nieve del camino de entrada que compartimos demasiado temprano y haber despertado a su hija pequeña. Pero no pasa nada. Es cojonudo, porque yo también ando mosqueada con todo el mundo. A la mierda con Easton por dejar en leído el meme que le mandé de Adam Driver dándole un puñetazo a la pared y por pasar de mis intentos de retomar el contacto con ella. A la mierda con Darcy y Sabrina por hacerme sentir incómoda en una casa cuya hipoteca pago yo. A la mierda con Tanu, Emil y Defne por no decir ni mu de todo el asunto, y a la mierda con Nolan por… No quiero ni pensar en él. Ahora lo importante soy yo. Y la gente que me odia, la gente a la que yo odio y, por supuesto, los exámenes de mecánica a los que me he inscrito por fin. Fue lo único que me prometí hacer durante el programa de beca; no aprenderme el gambito de Stafford ni creerme medio enamorada de un mentiroso y un manipulador, sino garantizar el porvenir de mi familia. He vuelto a encarrilarme. Se acabó el ajedrez. Se acabaron las distracciones. Vuelvo a tener la sartén por el mango Me paso las mañanas en el centro de exámenes con el hocico metido en ejercicios de tipo test sobre calefacción y aire acondicionado. Cambio automático. Frenos, suspensión y dirección. Sistemas electrónicos. Luego me compro un bubble tea y lo cuelo sin que nadie se dé cuenta en la biblioteca. Sigo con las trolas a mi familia; se piensan que voy todos los días a mi trabajo falso, así que me toca matar el tiempo hasta las cinco de la tarde. Por lo menos, estoy poniéndome al día por fin con el maratón de lectura de García Márquez. El resto del grupo online empezó a leer a Haruki Murakami en diciembre, pero a mí no me va eso de rajarme. Vamos, no lo creo.

Darcy y yo llevamos veinte minutos esperando en el coche cuando decido que ya está bien. En cualquier otra ocasión, dejaría encantada que Sabrina se quedara un rato charlando con sus amigas del roller derby (y pelándose el culo de frío)

mientras Darcy y yo nos liamos a hacer el imbécil y a cantar canciones de KISS FM a voz en grito, cambiando la letra y sustituyendo todos los «amor» por «cuesco». Pero Darcy está, o demasiado cabreada conmigo por negarme a hablar de ajedrez con ella (lleva cuatro días sin dirigirme la palabra, está madurando a pasos agigantados), o demasiado ocupada leyendo Yo también quiero ser reina del baile como para prestarme atención. Podría ponerme a trastear un poco con el móvil, pero ya he aprendido la lección: cuando la prensa se interesa por ti de repente, lo mejor es no acercarse a las redes sociales. Así que salgo del coche y grito desde la otra punta del aparcamiento medio vacío del gimnasio: —Sabrina, tenemos que irnos. —Sí. —Está riéndose y mirando algo en el móvil de su amiga McKenzie —. Espera un mom… —Me dijiste lo mismo hace diez minutos. Mete el culo en el coche. Lo de que ponga los ojos en blanco y lance un suspiro dramático me da igual; que McKenzie le susurre algo en el oído y que ella le conteste y ambas se echen unas risas mientras me miran… ya me cuesta más ignorarlo. Me invade una oleada de lo que parece ser ira y me recuerdo a mí misma que tiene quince años. ¿Su lóbulo frontal? No es más que un revoltijo de masa cruda de galleta. Y si Darcy y ella se pasan el trayecto de vuelta hablando de Riverdale sin incluirme en la conversación, no pasa nada. Estoy demasiado ocupada aferrándome al volante con todas mis fuerzas para que me importe. —Necesito que el sábado me acerques a Totowa para una reunión —dice Sabrina al llegar a casa mientras yo rebusco en el congelador para ver si hay sobras de pollo. —¿Y si lo pides por favor? —murmuro. —No hablaba contigo. —Pues mamá no está para… —Desde que tomo la nueva medicación me encuentro mucho mejor, Mal. —Mamá esboza una sonrisa. Dirigida a Sabrina—. Te llevaré yo. —Genial. Le da un beso a mamá en la mejilla y ambas desaparecen por el pasillo. Yo me quedo en la cocina, cortando las verduras para meterlas en la olla

eléctrica y preguntándome si, durante mi ausencia, mi familia no solo se ha acostumbrado a apañárselas sin mí, sino que, además, ahora preferiría no verme ni en pintura. Preguntándome qué más me habrá arrebatado el ajedrez. Mamá, Darcy y Sabrina están charlando en la salita de estar —al parecer, es lo que suelen hacer últimamente después de llegar de clase— cuando alguien llama a la puerta. Me limpio los trozos de cebolleta de los dedos y voy a abrir, creyendo que es la señora Abebe, que viene a pedirme que mueva el coche. No tengo tanta suerte. Es más, la cosa se ha puesto tan seria que me escabullo y cierro la puerta detrás de mí. Solo llevo una camiseta y hace un frío que pela, pero a grandes males, grandes hipotermias. —¿Qué haces aquí? Oz pasea la mirada por mi porche con las manos metidas en su abrigo de Burberry y una expresión muy parecida al desagrado en el rostro. —¿Vives aquí? —Sí. —Frunzo el ceño—. ¿Dónde vives tú? ¿En un pisazo de la zona pija de Nueva York? —Sí. No sé qué esperaba. —Vale, pues… felicidades. ¿Has venido por algo en concreto, Oz? —Solo me pasaba a saludar. Y a charlar un ratito. —Se encoge de hombros con la vista fija en la cama elástica escacharrada—. Para ver si ya estás dispuesta a sacarte la cabeza del culo. Parpadeo. —¿Perdona? —Quería saber si has dejado ya de lado el rollo ese de llorona incomprendida. ¿Alguna novedad? Vuelvo a parpadear. —Mira, sé que la mala baba es tu rasgo más característico, pero… —Creo que lo de la mala baba es más bien cosa tuya. —¿Cómo dices? La expresión de sus ojos verdes se endurece. —¿En algún momento de la semana pasada se te ocurrió pensar que lo de hacer la bomba de humo durante el mayor escándalo en el que se ha

visto involucrada la FIDE en los últimos treinta años podría afectar a otras personas? —Yo no tengo nada que ver con ese follón. Koch hizo trampas. Que se apañen. —Mi aliento tiñe el aire de blanco—. Ya no quiero saber nada del ajedrez. —Ay, sí, es verdad. Porque tu novio puso la pasta para pagarte el sueldo sin pedir nada a cambio y no te lo contó. Qué penita me da. A llorar a la llorería, maja. Me tenso. —No tienes ni idea de… —Y me da igual. ¿Quieres cabrearte con Sawyer por no habértelo contado? Fenomenal. Por mí como si le tiras la consola por la ventana, me importa una mierda. —Se acerca—. Yo he venido a hablar de Defne. Después de lo bien que se ha portado contigo, estás jodiéndole la vida. —No estoy jodiéndole… —Me rodeo con los brazos. Se me pone la piel de gallina—. No es verdad. —No es solo tu entrenadora, también ha asumido el rol de representante. Lo que significa que la FIDE lleva unos cuantos días acosándola para saber si acudirás al campeonato o no. —Pues yo no quiero saber nada de ajedrez ni de nadie relacionado con el mundillo, así que puede decirles que no. —Ah, sí, claro. Les dirá eso y ya está. «Me sabe fatal, tíos, pero Mal ha tenido movida con el churri y se ha dado el piro». El hecho de que la jugadora por la que ha dado la cara haya desaparecido de la faz de la tierra no afectará para nada a su credibilidad ni a su posición dentro de la comunidad ajedrecística, qué va. Que la jugadora a la que tanto esfuerzo le ha costado meter en los torneos haya resultado ser una egoísta de tres pares… —Oye, un momento, eso no es así. Si yo solo he participado en torneos abiertos. Resopla. —«Abierto» no significa que pueda participar cualquiera. Hay un proceso de selección y los jugadores deben proporcionar referencias, cosa que tú no tenías. Defne se aseguró de que pudieras jugar en Filadelfia y Nashville. Pagó para que fueras allí y dejó que te quedases con las ganancias. Y ahora la FIDE está considerando quitarle la acreditación a

Zugzwang porque la jugadora estrella de Defne se niega a participar en el Campeonato del Mundo, porque… —Me fulmina con la mirada—. ¿Por qué? La rabia me invade. —Defne me mintió. —Ah, sí. —Pone los ojos en blanco—. ¿Cómo, si puede saberse? —No me contó que Nolan le dio el dinero. —Claro, porque eso fue lo primero que le preguntaste. Qué mala persona es Defne. —No se lo pregunté, pero… —Pues claro que no. Te contó que el dinero provenía de los donantes, no indagaste más y ahora te haces la digna. Lo fulmino con la mirada. —Oz, en serio, ¿para qué has venido? ¿Cómo sabes todo eso? ¿Por qué te ha contado Defne…? —Se me queda mirando como si fuera más corta que las mangas de un chaleco. Y lo soy—. Un momento. ¿Defne y tú estáis…? No me hace ni caso. —¿Crees que los clubs de ajedrez son muy rentables? ¿Que Defne se forra? Pues dale una vuelta. Compró Zugzwang porque su objetivo era crear un ambiente ajedrecístico en el que todo el mundo se sintiera acogido. Pretendía evitar que otros tuvieran que sufrir las mismas experiencias que ella sufrió. Y no le queda más remedio que recurrir a la financiación de los donantes. Sawyer lleva años siendo uno de esos donantes, y esto es lo que pasó: sí, le proporcionó los fondos para que te localizase y te ofreciera el trabajo, pero cuando rechazaste la beca, Defne se puso a buscar a otros jugadores a los que patrocinar. Porque la donación de Sawyer era simplemente un regalo, no puso ninguna condición. Trago saliva. —Perdí el trabajo por su culpa. Estoy segura. Casi. —Puede. —Oz se encoge de hombros—. Tampoco me sorprendería. ¿Pero Defne? Lo único que quería era verte triunfar. Por eso no ha venido a echarte en cara lo cerda y llorona que estás siendo ni te ha denunciado por incumplimiento de contrato. Pero yo no tengo ningún reparo en hacerlo, Mal. Me da igual si vuelves y te pones a leer El amor en los tiempos del

cólera en lugar de estar estudiando aperturas modernas de ajedrez. Tienes que acabar el año, se lo debes a Defne. Y también le debes una conversación sobre el Campeonato del Mundo. Y ayudarla a no quedar mal con la FIDE. Retrocede un paso. Su mala leche perpetua se atenúa un poco y, por una vez, parece más comprensivo que molesto. —Mira, intento por todos los medios no saber nada de la vida de los demás, pero… me han contado lo de tu padre. Sé que mantienes a tu familia. Sé que tienes que lidiar con cosas como… —señala el jardín con la barbilla— la cama elástica esa que se cae a cachos. Pero si abres el ojete y te sacas la cabeza del culo, igual te das cuenta de que no vale la pena pasarse la vida regodeándose en la autocompasión. Asiente una vez y luego se da la vuelta y baja los resbaladizos escalones del porche con paso airoso. Lo veo alejarse y siento que me invade una mezcla de rabia y culpa. No le pedí a Defne que me entrenase. No le pedí a Nolan que me financiase. Lo único que quería era que papá no le pusiera los cuernos a mamá delante de mis narices, que no se muriera, que mamá no se pusiera enferma, que mi vida fuera normal. ¿Cómo se atreve Oz, un tío privilegiado donde los haya, a tratarme, precisamente a mí, como si fuera una cría mimada? —¡No sabes nada de mí! —le grito. Un cliché con patas: esa soy yo. —Y tampoco me interesa. —Abre la puerta de su Mini—. No si eres así. Cuando me dejo caer contra el interior de la puerta, me da la sensación de que en casa hace un calor de mil demonios. Tomo una profunda bocanada de aire y me obligo a tranquilizarme. Lo que Oz piense de mí es irrelevante, porque tanto él como el ajedrez ya no forman parte de mi vida. Igual llamo a Defne un día de estos. Le contaré que no pienso jugar nunca más. Pero hace dos noches soñé que todas las personas a las que he conocido en los últimos seis meses me señalaban con el dedo y se reían de mí: yo movía la torre en diagonal, pensando que era un alfil. Nadie se dignaba a corregirme, ni siquiera Defne. Ella estaba en primera fila, descojonándose con Nolan. Pues eso, que aún no estoy lista para hablar con ella. Me aprieto los ojos con las palmas de las manos y vuelvo a la cocina para terminar de hacer la cena. Me detengo en la entrada y nadie repara en mí.

—… un poco de asco —está diciendo Darcy mientras le echa un vistazo a la olla—. Qué grima, ¿no? —Y encima con todo ese aceite, no es nada sano —señala Sabrina—. A lo mejor no le viene mal que le regales para su cumple un curso de cocina, mamá. —Qué buena idea, Sabrina. Seguro que le hace ilusión. —Yo no pienso regalarle nada —refunfuña Darcy. —Veo lo que tenía en mente, pero el muslo de pollo no pega con esta receta —reflexiona mamá—. Mejor la pechuga. O el cerdo. —No quiero comérmelo —murmura Sabrina, y entonces sucede: noto cómo una burbujita sanguinolenta y rígida estalla en el interior de mi cabeza. —Pues no te lo comas —digo. Las tres se vuelven al mismo tiempo con los ojos muy abiertos—. Es más, ¿por qué no haces tú la cena? Sabrina vacila un instante y a continuación pone los ojos en blanco. —Por Dios, relaja un poco, Mal. —Sí. —Asiento—. Eso voy a hacer. Voy a dejar de lavar los platos. Y de ir a hacer la compra. Y de currar para pagar la comida. A ver qué os parece. —Por mí genial. —Se apoya las manos en las caderas—. Estuvimos semanas sin verte el careto y nos fue de lujo. —Ah, ¿sí? —Es como si me hubiera apuñalado—. ¿Os fue de lujo? —No teníamos que aguantar que una dictadora nos prohibiera que hablásemos hasta de la cena —dice Sabrina y veo que mamá abre la boca para llamarle la atención, pero yo me adelanto. —Eres una zorra de cuidado —me oigo decir. Suena horrible en contraste con el silencio de la cocina. Mamá se queda muda de la impresión y Darcy incluso retrocede un paso. Pero Sabrina entorna los ojos y no recula, así que sigo hablando. —Una zorra y una desagradecida. No hago más que llevarte en coche de aquí para allá y asegurarme de pagártelo todo. —¡Yo no te he pedido que hagas nada de eso! —Pero te ha venido de maravilla, ¿eh, Sabrina? Mueve tú el culo y haz lo que yo he hecho. Deja los estudios y el dichoso roller derby, ¡a ver cuánto tarda tu amiguita McKenzie en darte la patada cuando se marche a la uni y tú te quedes aquí! Renuncia a absolutamente todo lo que te gusta para

poder mantener a la mimada y desagradecida de tu hermana pequeña — señalo a Darcy—, la cual es, por cierto, otra zorra de primera. —Mallory —interrumpe mamá muy seria—. Ya basta. —¿Ya? —La miro. Tengo la vista empañada. Los ojos me arden tanto como el estómago—. Tampoco es que tú seas ninguna santa, teniendo en cuenta que estás siendo un poco zorra también… —Para de una vez. Un espeso y terrible silencio se apodera de la estancia tras las cortantes palabras de mamá. Es lo que me saca del trance: de pronto, vuelvo a ser yo misma. Y, entonces, oigo todas las barbaridades que he dicho como si se tratara de una grabación y soy incapaz de soportarlo. Estoy demasiado horrorizada, demasiado enfadada, demasiado devastada para permanecer allí ni un segundo más. —Madre mía. Lo-Lo… Meneo la cabeza y me doy la vuelta. Voy a trompicones hasta mi habitación con la mirada borrosa. Acabo de llamar a mi madre y a mis hermanas de trece y quince años, a las que he destrozado la vida… Las he llamado «zorras». Les he echado en cara todo lo que he hecho por ellas, pese a que, de no ser por mí, no habría sido necesario que lo hiciera. Cierro la puerta a mi espalda, me hago un ovillo en la cama y entierro la cara entre las manos, avergonzada. Yo nunca lloro. No lloré cuando le conté a mamá lo que hizo papá. Ni cuando él hizo las maletas y se marchó. No lloré cuando recibimos la llamada de la patrulla de policía a las cinco y media de la mañana. No lloré cuando rechacé las becas que me ofrecieron para ir a la universidad, ni cuando Bob me despidió, ni en el coche de Defne, cuando me marché de casa de Nolan. No lloré ni una vez, ni aunque tuviera ganas, porque cuando me preguntaba si tenía derecho a derramar esas lágrimas, la respuesta siempre era que no, así que no me costaba contenerlas. Pero ahora estoy sollozando. Entierro la cara entre las manos y lloro desconsolada mientras unos lagrimones enormes me resbalan por las mejillas y se me acumulan en las palmas. De pronto, los últimos años me resultan increíblemente auténticos. Todos mis fracasos, mis errores, mis malas decisiones. Todas las pérdidas, los minutos y las horas que he

dedicado a ir a contracorriente de la vida, el hecho de que papá ya no esté con nosotras… Lo tengo todo atascado en la garganta, jirones sucios y cristales rotos, es sofocante y desgarrador, y de repente no sé cómo soportar el dolor de la que es ahora mi existencia ni medio segundo más. Y, entonces, el colchón se hunde a mi lado. Noto que una mano cálida y delgada se me posa en el hombro. —Mallory —dice mamá. Habla con voz paciente pero firme—. He intentado darte todo el espacio posible, pero ya va siendo hora que hablemos del Campeonato del Mundo.

Capítulo veinticinco

Se me ocurren varias cosas que decirle a mi madre. Por desgracia, el hipo me lo impide. Por fortuna, mamá parece ser capaz de leerme la mente. —Sí —dice con calma, apartándome el pelo húmedo de los ojos—. Estoy al tanto. —¿C-cómo? Sonríe. —Me lo dijo Darcy en cuanto se enteró, pero yo me olía que algo pasaba desde mucho antes. —Se encoge de hombros—. Tus horarios eran absurdos, tus historias eran las típicas que contaría alguien que jamás ha puesto un pie en un centro de mayores y se saca la información de lo que ha leído en un folleto. Y… cuando el ajedrez te ronda la cabeza tienes otro aire. Pareces otra persona. Una mucho más feliz. —Su sonrisa se torna pesarosa—. Mal, te mencionaron en Good Morning America. ¿Te crees que no iba a llamarme hasta el último de mis primos para comentarme que deberías darle un poco más de vidilla a tu pelo? Lanzo un gruñido entre un hipido y otro. Mamá deja escapar una suave risa, me rodea con el brazo y me acerca a ella como si no me odiara por haber llamado zorras al sesenta y siete por ciento de las personas a las que ha dado a luz. —Creo que no estoy enfocando bien el asunto —dice con suavidad—. Tal vez antes de hablar del Campeonato del Mundo, deberíamos hablar de tu padre. Niego con la cabeza de inmediato.

—No, lo… lo siento. He patinado muchísimo. No tenemos que… —Claro que sí. —Aprieta los labios y la tristeza se apodera de su expresión—. Ha pasado más de un año y asumo la responsabilidad por no haber sacado el tema antes. Llevo mucho tiempo mintiéndome a mí misma, diciéndome que te estaba haciendo un favor. Que habías sufrido mucho y que no hacía falta que volvieras a revivir el trauma. —¿El trauma? —Me seco los ojos y dejo escapar una risa pastosa—. No soy yo la que se quedó traumatizada. Fue a ti a la que pusieron los cuernos. Fueron Darcy y Sabrina las que crecieron sin su padre. Yo tengo la culpa: la única zorra que hay aquí soy yo. —No, no, no. —Mamá sacude la cabeza, alicaída—. ¿Ves? Por eso tendríamos que haber hablado antes del tema. Tú no tienes la culpa de nada de esto. ¿Sabes quién es el responsable? —Un silencio. La luz vespertina se refleja en su mirada—. Tu padre. Tu padre tomó decisiones de lo más horribles, crueles y negligentes. Y uno de los motivos por los que no os hablo de él tanto como debería es porque resulta muy difícil, aun años después, asimilar lo mucho que cambió hacia el final. Pero jamás te echaré la culpa de nada de lo que pasó. —Pues deberías. Fue cosa mía. Si no hubiera… —Mal, nuestras historias no se componen de «Y sis» y de «peros». Aunque, si vamos a jugar a ese juego… Si no me hubieras contado lo que viste en aquel torneo, me habría enterado de todas formas. Porque no era la primera vez que lo hacía. Tu padre llevaba mucho tiempo lidiando con problemas de alcohol y, antes de su accidente, lo detuvieron en dos ocasiones por conducir borracho, así que incluso si hubiera seguido viviendo en casa, es muy probable que lo que pasó hubiera ocurrido de todas formas. Cojo aire con un estremecimiento y pienso en papá. En lo mucho que lo echo de menos. En cómo es posible que nos hiciera aquello. —Sabrina me echa la culpa a mí. Y hace bien… —No es verdad. Echo un vistazo a la puerta. Sabrina está apoyada en el marco, fulminándome con la mirada. —Sé que me la echas. —Vuelvo a sollozar—. Y tienes todo el derecho. Te arrebaté a papá y…

—Que no, zorra. Nunca te he echado la culpa. —Se mira los pies—. Pero me conozco muy bien esa manía tuya de ir por ahí como si fueras una monjita de la caridad y de cargar con el peso de todo, a lo Atlas. —Traga saliva—. Así que a lo mejor sí que me he aprovechado de que te flagelas por cada puñetera cosa que pasa para salirme con la mía. Cuando me cabreas. Mamá suspira. —Sabrina. —Lo siento, ¿vale? —dice a la defensiva—. No creía que te machacabas hasta tal punto…, siempre te lo guardas todo. Pero también es un poco culpa tuya. Antes nos lo pasábamos genial. Hacíamos cosas las dos, sin mamá ni papá ni Darcy, y sentía que éramos como uña y carne. Me tratabas como a una persona normal. Ahora te chivas a la mínima de todo lo que hago. Me das órdenes y andas muy subidita; es como si intentaras ser mamá. Ahora me tratas más como a una cría que cuando era una cría de verdad… —Se le quiebra la voz e inclina rápidamente el cuello para ocultar las lágrimas—. Igual sí que soy una zorra, pero no soy ninguna desagradecida. Es más, te estoy muy agradecida por todo. Sé lo mucho que haces y si no fueras siempre tan reservada al respecto, a lo mejor podría demostrártelo. Pero si lo prefieres, puedo mandarte una tarjeta de agradecimiento o… Se interrumpe y sorbe por la nariz, y a mí me entran ganas de ponerme en pie, quiero ir y darle un abrazo, quiero decirle que no pasa nada, que no quiero que me mande ninguna puñetera tarjeta, que solo quiero que mi hermana deje de llorar. Pero mamá me coge la mano. —Mal, cuando dejaste de jugar al ajedrez, supuse que le habías cogido manía por lo que hizo tu padre y que te resultaba demasiado doloroso. Supuse que volverías a jugar en cuanto te recuperases. Y cuando decidiste no ir a la universidad…, no sé, parecías ofenderte de verdad cada vez que intentaba hacerte cambiar de opinión, así que me dije que eras adulta y que estabas tomando las decisiones que más te convenían a ti y a tu bienestar, y que tenía que respetarlo. »Pero cuando Darcy me contó lo de tu beca, pensé que a lo mejor había otras razones. Que tal vez lo que pretendías era protegerme de algo, y si es así… déjame decirte una cosa: cuando pienso en ajedrez, no pienso en Archie ni en las mujeres con las que me engañó. —Sonríe a pesar de las

lágrimas—. Cuando pienso en ajedrez, lo que me viene a la cabeza es mi talentosísima hija mayor jugando a un juego que adora y dando caña a todo el que se le pone por delante. —Le tiembla la barbilla—. Te vi en el Torneo de Candidatos, Mal. Me lo tragué enterito y vi lo guapa que ibas con tu… —deja escapar una risa húmeda— con tu vestido de Novia cadáver. Y aunque no entendía nada de lo que hacías, me sentí orgullosísima de ti… Ya no puedo seguir mirándola. No soporto que diga ninguna palabra más, así que le doy un abrazo. Con más fuerza de la que debería, dados sus problemas de articulaciones. Y ella me lo devuelve; pone los brazos alrededor de los míos, igual que solía hacer cuando yo era pequeña y necesitaba un achuchón de mi madre. Y cuando oigo un quejumbroso «Venga, vale» y Sabrina nos estruja a ambas, vuelvo a sentirme, por primera vez desde hace años, entera. —Vaya forma de marginarme, zorras. —Darcy —la reprendemos todas a la vez. —¿Qué? —Se encoge de hombros desde la puerta—. Pensaba que se había abierto la veda y que a partir de ahora íbamos a soltarlo en todas las conversaciones. —Ya te digo yo que no —le dice mamá. —Jolín —murmura Sabrina, apartándose de nosotras—. En esta casa no hay nada de intimidad. —Pues claro que no —dice Darcy—. Es pequeñísima y las paredes son de cartón y papel del culo. Mallory, ¿puedes ganar el campeonato ese de parchís para listos para que nos podamos mudar a otro sitio con la pasta que te saques? Le lanzo una mirada ceñuda. —Por cierto, lo de guardar secretos se te da de maravilla. —Técnicamente sí que se me da bien, porque a ti no te conté que me había ido de la lengua. Medito sus palabras mientras me seco las mejillas. Y luego asiento con la cabeza, impresionada, muy a mi pesar. —Bueno. —Mamá me da unas palmaditas en la rodilla—. Ahora ya podemos hablar de ese chico tan guapo que trabaja contigo en el centro de mayores. —Eso. Según dicen en Twitter, Nolan y tú os ponéis vídeos ASMR de masajes capilares para dormir. ¿Es verdad?

—¿Qué? ¡No! No estamos… No estoy… Me limpio la nariz con la manga, que acaba repleta de algo que se parece sospechosamente a los mocos. Tenemos que instalar de una vez el control parental, estoy a punto de soltar, hasta que recuerdo lo que ha dicho Sabrina de que intento ser su madre. —¿Habéis cortado? —pregunta—. ¿Qué ha hecho? —Me… mintió. —Vaya. Algo que tú jamás te rebajarías a hacer, ¿verdad? —El tono de mamá carece de dureza, pero pongo una mueca de todas formas—. A ver, cuéntanos la mentira. Le hablo de Defne y le cuento lo de la beca y el TikTok de Koch. Al terminar, mamá toma una profunda bocanada de aire y dice: —Oye, Nolan me cae genial. Y cuando os vi a los dos juntos… Creo que estar con él te ha hecho bien. Pero esto no tiene nada que ver con él, sino con el ajedrez y contigo. —Me aprieta la mano—. Has ganado bastante dinero con los torneos a los que has acudido. Mi nueva medicación me sienta fenomenal y llevo ya varias semanas trabajando con regularidad. En solo seis meses, las cosas han mejorado mucho. Te agradezco todo lo que has hecho por nosotras, pero ya es hora de que te centres en lo que quieres tú. »La culpa y las obligaciones son lastres muy pesados, Mallory. Pero también constituyen muros tras los que escondernos, y ya no puedes seguir escondiéndote. Tienes toda la libertad del mundo para hacer lo que te apetezca. A lo mejor no quieres volver a saber nada del ajedrez y prefieres marcharte a Boulder para estar con Easton. Igual prefieres ser mecánica. O tomarte un año sabático y recorrerte el mundo en plan mochilero. Puedes hacer lo que quieras, pero la decisión tienes que tomarla tú sin que nada te limite. Y para eso, vas a tener que rebuscar en tu interior y sincerarte contigo misma. Y sí, sé que estás aterrada, pero la vida es demasiado larga para tener miedo. Lanzo un húmedo resoplido. —Demasiado corta, dirás. —No. Cuando te pasas la vida arrastrando cuentas pendientes y autoconvenciéndote para no hacer las cosas que quieres, los años se hacen eternos.

Me vuelvo hacia Darcy y Sabrina. Clavan en mí la mirada, y me fijo en el tono azul idéntico de sus ojos, en su expresión idéntica de seriedad, en los mechones rubios idénticos que les rodean el rostro. —Y una cosa más —dice mamá—. Puedes pedirnos lo que necesites. Nosotras no hemos hecho más que pedir. Pero sé que no se te da nada bien, así que me voy a adelantar: al margen de lo que decidas hacer con el ajedrez, con tu vida…, ¿nos permitirás ayudarte? ¿Nos permitirás formar parte de tu vida a partir de ahora? No soy capaz de decir que sí. Pero puede que esté mejorando porque al menos consigo asentir.

PARTE TRES Final

Capítulo veintiséis

Darcy se pasa las ocho horas que dura el vuelo a Italia acribillando a Oz a preguntas sobre el Campeonato del Mundo. —¿Cuándo empieza? —Dentro de cinco días. —¿Entonces por qué vamos con tanto tiempo de antelación? —Para que Mallory se acostumbre a la franja horaria. —¿Cuántas partidas se juegan? —Doce. —¿Cuánto dura cada partida? —No hay límite de tiempo. —¿Así que pueden aplazarse hasta el día siguiente? —Estamos en la era de la informática; ya no está permitido aplazar las partidas porque los jugadores podrían echar mano de algún motor de ajedrez y evaluar sus posiciones. —¿Quién es el vencedor? —El que gane más partidas. —¿Y si quedan en tablas? —Por eso se juegan doce partidas. —¿Pero y si tooooodas las partidas acaban en tablas? —Se juegan partidas de desempate que consisten en rondas de ajedrez rápido y… —Oz frunce el ceño—. Oye, el avión tiene wifi gratis, ¿por qué no lo buscas en internet? —Mi madre no me deja tener móvil hasta los catorce.

—Señora Greenleaf —le dice a mamá, que está sentada con Defne y conmigo en la fila central—, voy a comprarle un móvil a su monstruita pequeña. —Ah, no hace falta. —Insisto —responde él, bajándose el antifaz para dormir. —Mamá —se queja Sabrina—, Oz le va a hacer un regalo a Darcy, ¡yo también quiero uno! —Te regalaré lo que quieras con tal de que te calles. Se pone los tapones en los oídos enérgicamente justo antes de que mi hermana profiera un sonoro: —¡Toma! Defne, que está sentada a mi lado, frunce el ceño. —Tengo que decir que las partidas de desempate me tienen un poco mosca. Este último mes hemos estado metidos en faena diez horas todos los días y apenas hemos tenido tiempo de entrenarte para el ajedrez clásico. El ajedrez rápido y el relámpago ni lo hemos tocado. —Se encoge de hombros —. En fin. Esperemos no tener que llegar a eso. Los pendientes en forma de hoja de parra que le regalé cuando no me dejó disculparme por ser una capulla le adornan la oreja. «Como mucho fuiste una capullina», me dijo antes de abrazarme y envolverme con su agridulce aroma a limón. «Debí haberte contado de dónde salió el dinero de la beca. Quiero que sepas que estoy de tu parte». Me lo creo. Porque, tal y como dijo Oz de forma encantadora, por fin he relajado el esfínter lo suficiente para comportarme como una persona emocionalmente madura. Me quedé muerta cuando, después de arrastrarme y hacerle la pelota a lo grande, accedió a ser mi segundo. Al igual que cuando me enteré de que Defne y él podrían estar liados. Quiero saber si es verdad, pero no me atrevo a preguntárselo. «Hasta que le eches ovarios al asunto, es el folleteo de Schrödinger», me dijo Sabrina sabiamente. Yo no pude hacer otra cosa más que asentir, orgullosa de su dominio de la física teórica. Al llegar al aeropuerto Marco Polo, hacemos una parada en el duty free y, mientras estoy bostezando y comprándole a Darcy una ristra de productos Kinder, una chica que lleva una sudadera en la que pone I ROME me pide que me haga una foto con ella.

Ni me inmuto. Hace poco más de un mes que acepté formalmente la invitación de la FIDE para participar en el Campeonato del Mundo y, tras unos cuantos TikToks virales de mis partidas, me ha pasado lo mismo ya muchas veces. En la cola del súper. En el Departamento de Tráfico al ir a recoger el carné de Sabrina. Mientras hago el intento de salir a correr, de acuerdo con el plan de entrenamiento de Defne. Oz cree que me hace falta un equipo de prensa. Darcy, que debería salir en la versión para famosos de Supervivientes si me lo ofrecen. Y yo, simplemente, me limito a sonreír y a firmar todo lo que me ponen delante de las narices: un recibo; un envase de patatas fritas, y, en una ocasión particularmente memorable, un calcetín sucio de Nike. Si mis hermanas están presentes, intentan salir también en todas las fotos. Y nadie pone ninguna pega porque son monas a rabiar. —¿Crees que vas a ganar? —me pregunta la chica a la que le encanta Roma con un acento cantarín. No tengo el valor de decirle que lo dudo bastante. Que estoy cagada de miedo. —Nunca se sabe. —Pues yo espero que sí. Fui primera tablero de mi equipo del colegio y tenía un póster de Judit Polgár en mi cuarto. Con lo cafres que son los tíos de este mundillo, jamás creí que fuera a ver a una mujer disputarse el Campeonato del Mundo. Y, oye, sé que Nolan Sawyer y tú salís juntos y que será un poco triste jugar contra él, pero dale caña, ¿vale? Se marcha antes de que tenga ocasión de responderle. En la parte de atrás de la sudadera lleva un Coliseo antropomórfico que me guiña un ojo. —¿Lo será? —pregunta Darcy. Echo un vistazo a la chocolatina que ya está zampándose y me fijo en que tiene forma de hipopótamo, lo cual resulta un poco inquietante. —¿Qué? —¿Será triste jugar contra Nolan? Cojo aire. Durante unos instantes, el corazón se me encoge y una sensación parecida al arrepentimiento me atraviesa, pero guardo dicha sensación bajo llave, vuelvo a dejarme el corazón tal y como estaba y le paso un brazo a Darcy alrededor de los hombros. —Venga, que tenemos que pasar la aduana. Vamos a ver si la he cagado con los visados y tenemos que volvernos a casita.

El logo del Campeonato del Mundo es feo de cojones. Nos lo quedamos mirando un rato —unas figuras estilizadas de dos tíos entrelazando las extremidades, con un tablero de ajedrez estilo Picasso en el regazo— y a punto estamos de no fijarnos en el GREENLEAF con letras mayúsculas del cartel. —Supongo que… ¿ese es nuestro acompañante? —digo. —A mí me da que esa es la postura número treinta y cinco del Kamasutra —murmura Sabrina, lo que se traduce en que mamá tenga que explicarle a Darcy qué son las prácticas sexuales de carácter creativo. Creía que en Italia haría calor, pero resulta que en febrero hace casi tanto frío como en casa. En la embarcación de camino al hotel, el viento salado y frío me enmaraña el pelo y dejo que Darcy se resguarde bajo mi abrigo escocés mientras señalamos las bonitas casas situadas frente al canal. Qué romántico, pienso. No es una palabra que yo suela emplear, pero el laberinto de calles y puentes que se extiende por la laguna, así como la suavidad con la que el agua lame las casas de piedra, me parecen una preciosidad, y dan ganas de salir a explorar. —¿Crees que la señora Abebe está dando de comer a Goliat cuando toca? —pregunta. El sol está a punto de ponerse. Elegimos un vuelo que llegara a última hora para jorobarnos lo menos posible los ciclos de sueño, pero casi parece cosa del destino: mamá, mis hermanas, Venecia al atardecer. Yo. Sabía que me necesitaban, pero hasta este año no he entendido lo mucho que las necesitaba yo a ellas. —Creo que, de lo contrario, Goliat no tendrá ningún problema en tomar a su hija como rehén —le digo—, pero le mandaré un mensaje para que nos mantenga al tanto, ¿vale? La embarcación nos deja en un muellecito frente al hotel. El horroroso logo de la FIDE está por todas partes y me debato entre taparles los ojos a Darcy, Sabrina y mamá, enviar un e-mail cagándome en todo o dar media vuelta y largarme de allí; sin embargo, la grandiosidad del edificio me deja paralizada.

—¿Es un castillo? —pregunta Darcy. —No, es… —Pestañeo—. ¿Igual sí? —Esto no lo pagamos nosotras, ¿no? —pregunta mamá. —La FIDE se encarga de todo. Cagan dinero. Perdón, defecan; defecan dinero. Mamá le tiende la maleta a un risueño botones con un ortopédico «Grazie» y yo me pregunto cuántos meses de hipoteca nos quitaríamos de encima si birlara uno de los ceniceros y lo vendiera. Voy con la idea de compartir habitación con Darcy, pero Sabrina se la lleva a la suya con un firme: —Tú tienes que descansar para poder ganar el campeonato y amasar la suficiente pasta para patrocinar a mi equipo de roller derby. —Se comprarán uniformes nuevos —añade Darcy—, y yo seré la nueva mascota. Iré disfrazada de cobaya. —Hmm. —Se me encoge un poquito el corazón, como siempre que dan por sentado que voy a ganar. No es tan sencillo, quiero gritar. Va a ser complicado de narices. Pero solo intentan apoyarme—. Parece que tenéis el tema más que hablado. —Ya te digo; vamos a hacer muchas cosas con tu dinero. La suite parece sacada del castillo del príncipe Eric de La sirenita; está repleta de doseles, alfombras exuberantes y muebles señoriales, y los cuadros que cuelgan de las paredes son más antiguos que mis antepasados primates. Sin embrago, le falta algo, aunque no sé precisar el qué. Deshago la maleta, que contiene el equivalente a tres semanas de ropa no-lobastante-abrigada, dispongo sobre el tablero de ajedrez las posiciones de la partida de 1978 entre Korchnoi y Karpov que estaba estudiando en el avión, hago fotos del canal a través de la ventana abovedada y, entonces, caigo en la cuenta de que todas las personas a las que podría mandarles la foto gozan ahora mismo de la misma vista. Me meto en la cama, doy vueltas durante unas cuantas horas, acepto que estoy demasiado qué sé yo para quedarme dormida y me levanto. El refinado folleto del hotel me indica que la planta baja cuenta con una enorme piscina climatizada, y menos de cinco minutos después estoy ya remojándome. El agua es de mar y huele a sal en vez de a cloro. Dejo que la camiseta de regalo del Abierto de Nashville que me había puesto para dormir ondee a mi alrededor y contemplo las estrellas.

Ponerme a rememorar la última vez que estuve en una piscina me llevaría a adentrarme en un terreno peligroso, repleto de cosas insoportables en las que no quiero pensar. Igual que la vez anterior a esa: Easton y yo les estábamos cuidando la casa a unos vecinos suyos. Fue el verano anterior a nuestro último curso en el instituto y aquella piscina estaba llena de bichos y asquerosidades que yo me negaba a creer que fueran zurullos de ardilla. Easton no dejaba de decir «puaj», pero yo me las arreglé para convencerla de que metiera los pies. Estuve una hora flotando en el agua mientras ella leía en voz alta las preguntas de preparación para los exámenes de acceso a la universidad con acento francés. Llevo dos meses sin saber nada de ella. Antes de agosto, nunca pasábamos más de dos días sin hablar. Me debato entre el cabreo, el reticente deseo de que le vaya genial con la chica con la que, según confirma su Instagram, sale de forma oficial y el desconcierto que me asalta cuando me sorprendo a punto de enviarle un TikTok del Dragon Age pese a nuestro reciente distanciamiento. Rememorar el pasado es peligroso, pero reflexionar sobre el futuro y la humillación que voy a sufrir dentro de cuatro días lo es aún más. Me enfoco en el presente: las gélidas estrellas, la apacible agua y la inexplicable torre a a1 de Korchnoi me rondan la cabeza. Salgo de la piscina bien entrada la noche y me estremezco a causa del frío. Todas las luces del hotel están apagadas salvo las de una ventana. Me parece vislumbrar una silueta alta a través de las cortinas, pero la vista debe de estar jugándome una mala pasada. Parpadeo una vez y, al abrir los ojos, ya no veo nada.

Capítulo veintisiete

—Tienes los próximos tres días libres, así que nos dedicaremos a analizar tus partidas con los motores en busca de puntos débiles. El día anterior a que comience el campeonato ya andarás más ocupada; tendrás la mañana libre, aunque por la tarde habrá una rueda de prensa. Por la noche se celebrará la ceremonia inaugural, pero con que te dejes ver vas que chutas. —Defne me sonríe desde el otro extremo de la mesa del desayuno. Esta mañana salió de una habitación que podría o no estar compartiendo con Oz. Sabrina movió los labios y dijo, sin emitir ningún sonido: «Schrödinger», y yo casi me atraganté con mi saliva. —Defne, ¿por qué está el hotel tan vacío? —pregunta mamá. En el comedor con vistas al mar solo estamos nosotras y un cargamento de cruasanes de Nutella esponjosos y calentitos. Darcy se ha comido tantos que ha tenido que ir a echarse una siesta antes de la excursión a las fábricas de vidrio. No va a haber forma de convencerla para que vuelva a la avena. —El hotel Cipriani no abre hasta mediados de marzo, así que la FIDE lo ha alquilado fuera de temporada. El campeonato se celebra aquí cada pocos años. Siempre había querido venir, pero hasta ahora no había tenido la oportunidad. Supongo que la gente no tardará en llegar. Los organizadores, los comentaristas, los peces gordos de la FIDE. El actual campeón y su equipo. No me mira al decir aquello. El corazón me da un vuelco. —Y luego hay fans acérrimos del ajedrez que siempre aparecen; son, casi todas, personas relacionadas con el mundillo de la tecnología y Silicon Valley. Algunos periodistas se alojarán aquí, aunque la mayor parte se

hospedará en hoteles más baratos y se acercarán en ferri para las partidas. —Menea la cabeza—. Me parece increíble que la NBC vaya a retransmitir el campeonato este año. Ni que fuéramos la NFL o la liga de curling. Me despido de mi madre y de mis hermanas con la mano mientras se suben al ferri con rumbo a Murano y, a continuación, me vuelvo hacia Defne, lista para que me eche la bronca por culpa de mi incapacidad para igualar una posición complicada cuando voy justa de tiempo. —¿Vamos a mi habitación o a la tuya? —le digo. Me pregunto si podré aprovechar la situación para resolver de una vez por todas el enigma Ozne, pero uno de los recepcionistas se planta delante de mí y me corta el paso. —Tenemos zonas reservadas para que los jugadores entrenen —dice con un fuerte acento italiano, pese que habla mi idioma a la perfección—. ¿Quiere que se las muestre? Nos conduce a través de una serie de jardines preciosos que lucen sorprendentemente verdes. —Me temo que en esta época del año no ofrecen su mejor aspecto. Los llamamos los Giardini Casanova. —¿Como el pelandrusco aquel? —me susurra Defne. Me encojo de hombros, pero el recepcionista asiente. —Como el famoso tenorio, exacto. Allí es donde tendrá lugar la partida la semana que viene. —Señala una edificación situada en el centro de los jardines que se parece ligeramente a un invernadero. No es más que una estructura cuadrangular, pero tiene las cuatro paredes y el techo de cristal. El interior se encuentra vacío, a excepción de una mesa de madera, dos sillas y un sencillo juego de ajedrez. Noto el corazón desbocado. —Cuenta con calefacción, naturalmente. Y está insonorizado. —Esboza una sonrisa tranquilizadora—. Es el quinto campeonato que acogemos. —Hay trípodes para las cámaras por todas partes y está muy bien iluminado. —Defne me da una palmadita en el hombro y sonríe—. Tranqui, te echaré un cable con el remolino ese que se te hace en el pelo. Nuestra sala de entrenamiento está situada bajo un claustro, tras una puerta de madera. Dispone de diversos juegos de ajedrez, portátiles para conectarnos a los motores e hileras de libros dedicados a las aperturas y al medio juego.

—Qué pasada. —Defne recorre un juego de cristal con los dedos—. Me muero de envidia. —Ya ves. No me extraña que acojan tantos campeonatos, tienen de todo. Seguro que… Me fijo en la foto que hay colgada en la pared y olvido lo que iba a decir. Salen dos hombres plantados en el interior de la edificación de cristal junto a la que acabamos de pasar. Uno está casi calvo, el otro tiene la cabeza poblada de pelo oscuro y esboza una ligera sonrisa. Se estrechan la mano por encima de un tablero con las piezas desarrolladas; el jugador que iba con negras —el calvo— debe de haber abandonado a dos jugadas del jaque mate, ya que todas sus piezas se encuentran clavadas o acorraladas de forma inmisericorde. La mirada del otro jugador, severa y de párpados caídos, me es tan familiar que resulta casi desconcertante y, durante un instante, siento un peso enorme en el pecho. Y, entonces, leo el rótulo de debajo: Sawyer contra Gurin, 1978. Campeonato del Mundo. —Es el… —Sí. —Defne se coloca a mi lado. —¿Lo conocías? —Entrené con él. Sí. Es verdad. —¿Qué tal era? —Un jugador muy posicional. Cuando le tocaban las negras, casi siempre jugaba la siciliana Najdorf… —Quiero decir como persona. —Ah. Pues a ver… —Frunce los labios con la mirada clavada en la foto —. Callado. Amable. Con un sentido del humor muy ácido. Sincero hasta decir basta. Cabezota. En ocasiones, una persona atormentada. —Toma una profunda bocanada de aire—. Si tengo Zugzwang es gracias a él. —¿A qué te refieres? —Me dio el dinero para comprarlo. Pensé que se trataba de un préstamo, pero jamás permitió que se lo devolviera. Me recuerda a alguien que conozco: generoso, sarcástico, malísimo mintiendo. De mirada sobria.

Seguro que no sabía aceptar un no como respuesta. Seguro que era tenaz, imprevisible y hermético. Seguro que era carismático pero, a la vez, arrogante y persistente. Terco, difícil de entender, memo, irritante, necesario, molesto, tremendamente adictivo, de manera aterradora e incontrolable, cálido, dulce y muy gracioso, bueno, despiadado, imposible de olvidar… —¿Mal? Me sobresalto y aparto la vista de la foto. —¿Sí? —En cuanto al entrenamiento… Está fenomenal que nos hayamos centrado en analizar tus partidas, en trabajar tus puntos débiles, pero deberíamos echar un vistazo a algunas de sus… —No —la interrumpo. Ya no estamos hablando de Marcus Sawyer, y las dos lo sabemos. —No sé por qué te niegas a… —No. Resopla. —Es lo justo. Y lo que esperaría cualquiera. Esto no es ningún torneo, Mal, sino el Campeonato del Mundo: la partida donde se enfrentan los dos mejores jugadores del momento. Deberías perfeccionar tus habilidades con tu contrincante en mente en vez de limitarte a repasar partidas antiguas y a analizar en exceso tu propio estilo de juego. Lo más probable es que él esté estudiándose tus partidas y seguro que espera que tú… —No —repito por última vez, y Defne sabe tan bien como yo que es mi última palabra—. Sigamos como hasta ahora. Defne frunce el ceño, pero, aun así, asiente con la cabeza.

Consolidar las jugadas no se me da bien. Ataco demasiado pronto. O demasiado tarde. No soy lo bastante contundente, salvo las veces en que lo soy demasiado y acabo perdiendo la ventaja. Me cuesta llevar a cabo la transición a la parte final.

Dependo demasiado de mis aperturas favoritas: un pecado mortal, ya que los jugadores que tienen preferencias son jugadores con puntos débiles. Debería enfocarme en los flancos para hacerme con el centro. Y: —En la partida que jugaste contra Chuang —está diciendo Oz— tu dama estaba totalmente indefensa. No digo que levantes barricadas alrededor, pero… —Vale. Vale, lo… —Me froto los ojos—. Tienes razón. Vamos a pasarlo otra vez por el motor, creo que estoy… —Es más de medianoche, Mal. —Defne niega con la cabeza—. Deberías irte a la cama. Mierda. —Vale. Mañana por la mañana… —Llevamos aquí encerrados dos días, Mal. Es verdad. Con algún que otro descanso breve para comer y visitas esporádicas: mamá se pasó para darme un beso en la frente; Sabrina nos interrumpió en pleno análisis para enseñarme un artículo de The Cut en el que una periodista me suplicaba que «le pisara la cara»; Darcy vino a preguntarme si tenía su top azul en mi maleta (sí) y a enseñarme un colgante nuevo la mar de bonito. «¡Se llama murrina!». «Es precioso». Me quedé mirando los coloridos círculos de flores. «¿De dónde lo has sacado?». «Me lo ha comprado N… ¡mamá!». —Creo que deberías tomarte un descanso —dice Defne. —¿A qué te refieres? —Tómate la mañana libre. Duerme hasta tarde. Igual podrías salir por ahí con tus hermanas. La partida es dentro de dos días y mañana por la tarde tendrás que atender a la prensa. Alterno una mirada ceñuda entre ella y Oz. —No paráis de decir que mis centros están tan cerrados que parece que esté jugando a las damas. —Sí, pero ahora ya no hay nada que hacer. —Vale. Sí. Seguramente tengas razón. Intento no hacer pucheros mientras me encamino hacia la puerta. Me duelen los muslos de pasar tanto tiempo sentada.

—Oye. Me doy la vuelta. Oz está volviendo a colocar las piezas en su sitio y apagando los ordenadores. Contemplo la foto de Marcus Sawyer del fondo, me fijo en lo mucho que contrasta con el peinado estilo pixie de Defne. —¿Sí? —Ya te lo dije una vez, pero por si se te ha olvidado… Creo que puedes ganar el campeonato. Creo que puedes hacer cualquier cosa que te propongas. Le dedico una leve sonrisa y me alejo. No sé si me lo creo. Casi seguro que no. El hotel se ha ido llenando hasta el punto de que resulta complicado ir de un lado a otro sin que me asalten periodistas o gente que quiere sacarse fotos conmigo y que, en ocasiones, lleva camisetas con mi puñetera cara. Quizá por eso ya no salgo de la sala de entrenamiento: no falta nada para que el campeonato dé comienzo y cada vez me siento más como una farsante, como una cría a la que han sentado en la mesa de los mayores, como si no fuera digna de los rótulos que llevan mi nombre. No soy lo bastante buena. No merezco estar aquí. Se me da fatal poner en práctica la variante de los dos caballos contra la Caro Kann. Una vez llegaron a mis oídos las palabras «primera mujer en disputar el campeonato mundial», y he intentado sacármelas de la cabeza desde entonces. ¿Significa que, si pierdo, dejaré por los suelos a todo el género femenino? ¿Significa que, de pronto, ya no me represento solo a mí misma? No tengo ni idea, pero soy incapaz de gestionar el asunto. Así que no gestiono nada y, en cambio, me pongo a pensar en que hasta esta misma mañana no tenía ni pajolera idea de lo que es la variante Rafael. Todo muy sano, ¿eh? Por lo menos, a estas horas de la noche en el hotel reina la misma tranquilidad que cuando llegamos. Paso por delante del mostrador de recepción y una de las recepcionistas me hace una seña. —Su acompañante ha llegado ya —me indica—. De los Estados Unidos. Me detengo. —¿Disculpe? —Acaba de subir. Señala el ascensor. Creo que no nos estamos entendiendo del todo por culpa de la barrera idiomática.

—Me… ¿Qué? ¿A dónde? Ella sonríe. —A su habitación. Noto el corazón desbocado mientras subo las escaleras. ¿De verdad hay alguien que me espera en mi habitación? Solo una persona podría haber llegado esta noche de los Estados Unidos. Pero no está… No se le ocurriría… Llevamos sin hablar… Dije cosas de las que me arrepiento y fijo que él… Me miro la mano, que me tiembla, y tengo la sensación de que las hélices de mi ADN se despliegan. Cojo el picaporte y abro la puerta sin más; quiero acabar con la incertidumbre antes de que me dé un aneurisma. Veo que hay alguien sobre mi cama recién hecha. El corazón se me para. Luego vuelve a ponerse en marcha; me invade una mezcla de alivio y algo más. Y luego vuelve a trastabillar. —Mal, qué pasada de habitación —me dice una voz desde la cama—. Lo estás petando, cerda. Y todo gracias a que te obligué a tomarte en serio la intolerancia al gluten. Cierro los ojos. Respiro hondo. Vuelvo a abrirlos de nuevo. Y digo, prácticamente entre gimoteos: —¿Easton?

Capítulo veintiocho

El pelo le ha crecido mucho desde agosto y lo tiene ya por debajo de los hombros. Está más oscuro y brillante que en verano, cuando el sol le aclaró las puntas y el agua de mar se lo resecó. Igual debería sorprenderme, pero no lo hace. Lo de cotillearle el Instagram me ha venido de perlas. —¿Por qué…? ¿Qué haces aquí? Hace la croqueta por la cama y se apoya sobre los codos. —Sabrina me envió un mensaje. —¿Sabrina? Asiente. —¿Una chavala así de alta? ¿Rubia? ¿Adolescente? ¿Bastante borde? —Ya sé quién es… —Meneo la cabeza—. ¿Sabrina te mandó un mensaje? —Cometí el error de darle mi número antes de marcharme de Nueva Jersey. Durante esos días que tuve que llevarlas a todas partes. La culpa es tuya. —¿Has estado escribiéndote con mi hermana de quince años? —No. He estado dejando a tu hermana de quince años en visto cada vez que me mandaba TikToks de gente bailando, cosa que no me interesa nada, o TikToks de roller derby, lo cual me interesa aún menos, fíjate tú. Pero hace un par de semanas me envió un mensaje en el que hablaba de ti. Así que le contesté. Me recupero poco a poco de la apoplejía que he estado a punto de sufrir. Easton está aquí, tumbada en mi lado de la cama, sin haberse quitado

siquiera los zapatos. Llevamos la tira sin hablar. Milenios. A lo mejor estoy algo picada. Me cruzo de brazos. —¿No deberías estar en Colorado? —Meh. Entorno los ojos. A lo mejor «picada» no es la palabra. —Me sorprende que hayas sido capaz de poner un pie fuera de la universidad, teniendo en cuenta lo mucho que te flipa. Mi tono desprende tanta mordacidad que casi me estremezco de dolor. Ladea la cabeza. —No me suena haber dicho nada parecido. —No ha hecho falta. —¿Es que me lees la mente? —Lo que leo son tus publicaciones de Instagram. —Ah, sí. —Asiente sagazmente—. En Instagram me abro en canal y vuelco todos mis traumas. Bajo la mirada, sintiéndome como una idiota de remate. —A ver —añade encogiéndose de hombros—, entiendo que hayas llegado a esa conclusión, pero es que a mí me ha pasado lo mismo contigo. —No me digas. —Enarco una ceja, adoptando de nuevo la actitud agria —. Llevo sin actualizar Instagram desde que colgué la foto de aquella polilla leopardo que vi, y eso fue hace tres años. —Cierto, pero no hace falta abrir las redes sociales para saber en qué anda metida la gran Mallory Greenleaf. Y menos cuando en Jezebel han publicado un artículo dedicado a tu vestuario. —Qué va. —Exhalo. Mierda—. ¿En serio? —Han sacado ya como cuatro. En fin. —Rueda por la cama un poco más y se sienta en el borde del colchón—. No veas lo que escuece enterarte de que tu mejor amiga de toda la vida ha empezado a salir con alguien por primera vez y no se ha molestado en contártelo… —No estoy saliendo… —… O que se le olvidase mencionar que arrasó en el Abierto de Filadelfia, que la habían seleccionado para el Torneo de Candidatos, que ahora es colegui del mejor jugador del mundo y se va a disputar con él el Campeonato del Mundo… ¿Sigo?

No respondo. Simplemente me la quedo mirando mientras se levanta y se planta frente a mí. Un montón de piezas dan bandazos en el interior de mi cabeza, intentando encajar unas con otras. —Sabes… —Se rasca la sien. Una expresión seria asoma a sus preciosos ojos marrones—. Como cada vez me escribías menos, yo pensé que pasabas de mí. Te habían concedido una beca cojonuda, tenías un novio objetivamente cañón, estabas ganando pasta y eres… Tía, Mal, eres famosa; es tela de raro. Así que supuse… que me estabas dando puerta. Que ya no querías saber nada de mí. —No… —Pero entonces… —levanta el dedo— entonces Sabrina me mandó un mensaje y me contó lo depre que habías estado y yo recordé algo muy importante. Trago saliva. —¿El qué? —Que eres idiota. Hago una mueca. —El tema es —prosigue— que siempre has sido así, y no me explico cómo se me pudo olvidar. Incluso antes de que tu padre hiciera lo que hizo, detestabas la idea de ser una carga para los demás. Nunca querías molestar. Siempre has sido la típica que prefería largarse antes de que los demás la dejaran tirada a ella. Y de normal me habría dado cuenta antes de lo que estabas haciendo, pero yo también he estado distraída con mis rollos. —Se humedece los labios—. La universidad… no es un camino de flores. No todo es jauja. Y a veces te sientes bastante sola. Y he engordado tres kilos. Ahora me roza el sujetador. —Au. —No pasa nada, he pedido unos nuevos. La cuestión es que estaba demasiado ocupada para darme cuenta de que intentabas anticiparte a mis movimientos con ese cerebro ajedrecístico tuyo. —Guarda silencio. Veo que se quita los zapatos con la punta de los pies—. Creo que cuando me marché, te aterraba la idea de que me olvidase de ti. Así que decidiste darme la patada antes. —Yo no… —A lo mejor no fue conscientemente, pero…

—Quiero decir que no lo decidí —digo con la voz pastosa. Los últimos vestigios de irritación quedan sustituidos por algo que se parece peligrosamente a las lágrimas—. Es que creía que tú… Easton suspira. Me da una palmadita en el hombro. Acto seguido, vuelve a la cama y se tumba encima de las sábanas. Ha vuelto a ponerse en mi lado, pero al menos se ha quitado los zapatos. No tengo ni idea de cómo proceder, así que opto por hacer lo que me nace: me quito yo también los zapatos, rodeo el colchón y me acomodo en el lado libre de la cama. Nos giramos hasta encontrarnos cara a cara, igual que cuando nos quedábamos a dormir juntas hace ocho, cinco, tres o dos años. Un montón de veces, en un montón de sitios. —Bueno, cuenta. —Carraspeo—. ¿Sales con esa chica que está tremendísima? —¿Kim-ly? —Sí. —Mal, estoy coladísima por ella. Es tan mona… No estoy a su nivel. Asiento. —La verdad es que no. —Me da un puñetazo en el hombro y ambas nos reímos, aunque me parece que no solo porque nos hace gracia, sino también por el alivio que sentimos. Y entonces suelto—: ¿Te quedarás para el campeonato? —Tía, ¿te crees que después de plantarme en Italia para arreglar las cosas voy a dar media vuelta y pirarme? —Tienes clase. —Da igual. —No puedo pedirte que te saltes dos semanas por mí. —No pasa nada, ya que soy yo quien se ofrece. Cierro los ojos y noto que la felicidad me inunda. —Te quiero. Y lo siento. Y te he echado de menos. —Los ojos vuelven a llenárseme de lágrimas. Es como si al haberme puesto a llorar una vez, un dique de lo más robusto se hubiese venido abajo: este último mes he llorado mientras veía Mi chica, después de que la profesora de Darcy me dijese que mi hermana era superdotada y cuando Sabrina ganó la competición de roller derby. Ahora soy una llorona. A lo mejor siempre lo he sido. —Yo también te he echado de menos.

—Easton, no… —sorbo por la nariz— no voy a ganar ni de coña el campeonato. —Puede que no, pero da igual. Estás haciendo lo que más te gusta en el mundo, rodeada de gente a la que quieres, y, encima, te toca compartir habitación con la menda lerenda, quien vuelve a sufrir terrores nocturnos desde hace poco. ¿Has visto qué suerte tienes? —Entrelaza sus dedos con los míos como hacía cuando éramos pequeñas—. Mal, ya has ganado. Nos quedamos dormidas así: cogidas de la mano y con el pelo de ambas enmarañado por encima de las almohadas.

La mañana siguiente me la paso haciendo turismo con Easton, y es como si nos lleváramos nuestra amistad de juerga. Al principio metemos un poco la pata: le peguntamos a la recepcionista cómo llegar a la Fontana di Trevi y esta nos dirige una mirada escandalizada y nos informa de que la fuente se encuentra en realidad en Roma, a unos quinientos kilómetros al sur. Sin embargo, la cosa mejora cuando conseguimos llegar a la Piazza San Marco, donde una horda de palomas se abalanza sobre nosotras y acabamos teniendo que restregarnos la ropa enérgicamente para limpiarnos las cagadas. Después de que me paren por segunda vez para pedirme un autógrafo, nos compramos dos pares de gafas de sol baratas con forma de corazón y nos pasamos cuarenta y cinco minutos buscando una murrina para Kim-ly. Le preguntamos al dueño de la tienda: «¿Cuál nos aconseja que le compremos a una persona a la que le encanta Taylor Swift y cuyo director favorito es Ari Aster?», pero el hombre finge no hablar nuestro idioma y deja que nos las apañemos solas. Desayunamos tres veces. «Como los hobbits», decimos, sin dejar de engullir baci di dama, bignè y fritelle. No es que sea el mejor de los chistes, pero volver a estar juntas resulta embriagador y nos partimos de risa durante un buen rato. Mira tú por dónde. Quién lo habría dicho. Yo no.

Mientras intentamos sacarnos un selfi en el Ponte di Rialto, Easton recibe un mensaje de Kim-ly con un sencillo: Hola! Qué tal por Italia? El puente está abarrotado de turistas que intentan contemplar las vistas, pero nos tiramos veinte minutos sin movernos de la barandilla, elaborando la respuesta perfecta. —No le envíes eso. Pon que la echas de menos —insisto, tratando de birlarle el móvil. —Demasiado empalagoso. —Ella te ha enviado un corazón. —Un corazón verde, que no significa una mierda. —Madre mía —digo entre risas—. Eres tonta. Me encanta. —Calla. —Tiene las mejillas sonrojadas, y no solo por el frío—. Por cierto, ¿cuándo vamos a hablar de Sawyer? —Nunca. —Aparto la mirada y contemplo de nuevo las bonitas casas apiñadas y las extraordinarias vistas del Gran Canal. —Ja. —No hay nada de que hablar. —Lo dudo. —Me da un golpecito con el codo—. ¿En qué punto estáis? —En ninguno. —Me mira expectante. Estoy intentando abrirme y ser más sincera en cuanto a mis necesidades y sentimientos, así que añado—: No hemos hablado desde que pasó lo de Koch. Descubrí que era él quien me pagaba la beca. Tuvimos una bronca de narices y eso fue todo. —¿Y a él le parece bien que la cosa quedara así? —Nolan es… —Me interrumpo. Es la primera vez. La primera vez que digo su nombre en voz alta desde que discutimos. La primera vez que me permito mencionarlo y reconocer el insólito agujero que me ha dejado en el pecho. Es como toquetearme una costra. Como hurgar en una herida y confesar, por fin, que nunca llegó a cerrarse. —Creo que los dos dijimos cosas de las que nos arrepentimos. —Trago saliva—. Para hacer daño al otro. —Vuelvo a tragar—. Sobre todo yo. —Es lo que pasa cuando discutes con alguien que te entiende. Cierro los ojos. El recordatorio de lo mucho que Nolan me entiende es como un puñetazo en el estómago. —Lo acusé de maquinar para que Bob me echara.

Easton resopla. —¿Qué? —Es que me parecía mucha casualidad. Se echa a reír. Y sigue riéndose. Y se ríe aún más. Un grupo de turistas franceses la mira con recelo, pero vuelve a ponerse seria cuando advierte que la estoy fulminando con la mirada. —Tía, que yo estaba allí cuando pasó. Estoy segura de que él no tuvo nada que ver. Bob llevaba queriendo darte puerta desde que tu tío se marchó. Estabas jorobándole los chanchullos y podía sustituirte por cualquiera. Aparto la mirada, molesta. Y entonces reconozco algo por primera vez: tanto en voz alta como para mí misma. —Ya lo sé. —¿Lo sabes? —Sí. Pero aun así tengo derecho a estar cabreada por no haberme contado lo de la beca. —Vale, pero es que no es lo mismo. A ver, hacer que te despidan es arrebatarte algo. Y lo de la beca es todo lo contrario. Es que ni siquiera es comparable ni… —Ya lo sé —repito entre dientes. No echaba de menos esa habilidad de Easton. La forma que tiene de leerme la mente. Me alegro de que Nolan y ella no se conozcan y nunca vayan a hacerlo—. Lo peor de todo es que… cuando lo acusé de aquello, ni siquiera se molestó en negarlo. Se limitó a decir… —Trago saliva. —¿Qué dijo? —Que ojalá lo del despido hubiera sido cosa suya. —Suspiro—. Que tenía que dejar atrás la vida con la que me había conformado. Asiente. La bocina de un ferri interrumpe el prolongado silencio que se extiende entre nosotras. —Mira, ya sabes que lo de estar de acuerdo con un tío blanco con pasta no me hace ninguna gracia, pero… creo que en este caso se merece una medallita. —Madre de Dios. —Gimo y entierro la cabeza entre los brazos—. No sabes todo lo que le solté. Lo que dije de él. De su familia. Es que… estaba cabreadísima, Easton.

—¿Con quién, Mal? ¿Con Nolan? ¿Con tu padre? ¿Con la vida en general? ¿Con todo lo anterior? No quiero enfrentarme a la respuesta a esa pregunta, así que me limito a apoyar la cabeza en el hombro de Easton, a dejar que me acaricie el pelo y, por primera vez desde hace semanas, recuerdo lo mucho que me gustaba Nolan, incluso cuando no sentía nada por él. Recuerdo lo mucho que me hacía reír y cómo sentía, de una forma inquietante y exasperante, que me veía tal y como era. Recuerdo la emoción al verlo jugar y el modo en que me revoloteaba el corazón al verlo dormir. El extraño alivio que me recorrió tras admitir que el lugar donde quería estar era junto a él. Y, después, la rabia que me inundó por permitirme acercarme. Por primera vez en varias semanas puedo reconocer que: Ojalá tuviera la oportunidad de intercambiar con él algo más que gambitos. No sé cómo voy a aguantar doce partidas sentada frente a él. Mañana tendré que estrecharle la mano, antes incluso de que empiece la partida, y tengo tantas ganas de hacerlo que un hormigueo me recorre los dedos. No debe de andar lejos, seguro que está en la isla; noto su presencia en lo más hondo de mi ser. Lo noto en el estómago. —Easton, creo que la he cagado —digo. —Ya. —Asiente—. Pero me parece que crees, tal vez por lo que pasó con tu padre, que cuando la gente la caga ya no hay marcha atrás. Que no se les da otra oportunidad. Y a veces es así, pero otras… —Se encoge de hombros—. Yo estoy aquí contigo. Tu familia está aquí. Nolan… —Se interrumpe. De manera que lanzo un suspiro. Y ella también. Y durante un buen rato nos dedicamos a escuchar a las gaviotas, a contemplar los barcos que trazan rayas blancas en el canal, y fingimos que no tenemos que estar en ningún sitio dentro de una hora más o menos.

Capítulo veintinueve

Llego a la rueda de prensa como llegaría Meghan Markle: flanqueada por dos empleados de la FIDE que no sé ni cómo se llaman y seguida de un tiarrón que se encarga, según creo, de la seguridad. En cuanto entro en la sala, los flashes de las cámaras cobran vida, aunque de forma discreta, más parecida a cuando un politicucho de medio pelo anuncia su improbable candidatura a la presidencia que a cuando los BTS llegan al aeropuerto de Los Ángeles. Soy consciente, en ese preciso instante, de que jamás de los jamases me acostumbraré a esto. Y de que, seguramente, no debería haberme puesto las Converse verdes con el agujero en el meñique izquierdo. Un par de periodistas de la primera fila me saludan. Nunca los había visto, aunque me sonríen como si fuera esa prima lejana a la que solo ven en bodas y bautizos, pero que les cae bien. Me resulta… muy raro. Mucho más que cuando algún aficionado al ajedrez me pide un autógrafo. Jamás de los jamases. —Hola, chicos. —Saludo, incómoda, con la mano y paseo la vista por la sala. No conozco a nadie: para entrar hacía falta un pase de prensa y a Defne no le han proporcionado ninguno. Estoy sola en una sala pija repleta de cortinas antiguas de terciopelo y lo peor aún no ha… Veo que alguien me sonríe y me saluda desde la última fila. Es Eleni, de la BBC, medio sepultada bajo todo el equipo que lleva encima. Es evidente que sigue siendo becaria. Le devuelvo la sonrisa y me siento un poquito mejor.

La mesa de la tarima es larga y estrecha y dispone de tres juegos de micrófonos y placas de identificación. El del medio lo ha ocupado ya el moderador, un hombre de mediana edad que resulta ser uno de los muchos vicepresidentes de la FIDE y a quien recuerdo vagamente del Torneo de Candidatos. Tomo asiento en el de la derecha, el que lleva mi nombre. El sitio que queda libre, a la izquierda del moderador, está vacío cuando yo llego. Y permanece vacío durante un minuto. Dos. Dos y medio. Tres, y eso que yo he llegado un pelín tarde porque los ferris dan muchas vueltas y porque a Easton y a mí nos hacía falta desayunar por cuarta vez. Llevamos casi diez minutos de retraso, motivo por el que los periodistas, que son la tira, se ponen a cuchichear como si se tratara de un baile victoriano especialmente jugosón. Le lanzo una mirada asustada al moderador. —Tranquila —me susurra en tono bajo y confidencial, ocultando nuestra conversación con una hoja de papel—. No se atreverá a saltarse la rueda de prensa. Con él hemos escarmentado ya. —¿A qué se refiere? —Detesta las conferencias de prensa y siempre intenta escaquearse, pero… —señala los paneles que tenemos a nuestra espalda, decorados con nombres de marcas y patrocinadores— la FIDE se lleva un buen pellizco de las marcas, sobre todo este año, así que los contratos de Sawyer incluyen multas elevadísimas para que no pueda escabullirse. —Me dedica una sonrisa astuta, aunque no exenta de calidez, y baja el papel antes de aclararse la garganta y encender el micrófono—. Bueno, parece que hay un poco de retraso. ¿Qué tal si la señorita Greenleaf y yo les entretenemos con una partida de ajedrez? Yo voy con blancas. El volumen de los murmullos se incrementa. Echo un vistazo alrededor; no veo ningún tablero, pero caigo en la cuenta de lo que pretende cuando se acerca al micrófono y dice: —D4. —Ah. —Me rasco la nariz—. Em… ¿d5? —C4. —Se vuelve a los periodistas con un brillo en la mirada—. ¿Aceptará mi gambito?

De normal no lo haría. Suelo rechazar el gambito de dama con e6 para, después, armar una estructura sólida, pero él parece de lo más ilusionado y a la gente le chifla que los jugadores acepten los desafíos, de manera que sonrío y digo: —C4, capturo peón. La gente aplaude. Sonrío con más ganas. La tensión del ambiente se disipa un poco cuando el moderador se echa a reír y asiente, complacido. —E3 —dice, y yo me planteo la posibilidad de mover el caballo a f6 solo por las risas cuando… La puerta se abre. No la puerta por donde he entrado yo, sino una lateral en la que no había reparado. Los periodistas empiezan a sacar fotos de nuevo. Una mujer pelirroja a la que reconozco del Abierto de Filadelfia —la representante de Nolan, que debe de tener más maña que Defne a la hora de conseguir pases de prensa— entra en la sala con paso enérgico y cara de pocos amigos, y justo detrás… Creía que había afianzado mis defensas. Después de todo, me he pasado tres minutos en el baño siguiendo las instrucciones de Easton para prepararme. Me he cuadrado de hombros, he cogido aire y, ante la insistencia de mi amiga, he dicho en voz alta: «Ya soy mayorcita y puedo capear sin problema un reencuentro con mi ex frente a los principales medios de comunicación de medio mundo… No, Easton, vale ya, esto es contraproducente». Aun así, creía que todo iría bien. Pero cuando Nolan entra vestido con su habitual combinación de camisa y vaqueros oscuros, con la mirada oculta tras las gafas de sol y el pelo más corto que la última vez que se lo acaricié con los dedos, me doy cuenta de que no estoy bien. Para nada. No me dirige ni una sola mirada. Sube tranquilamente a la tarima y cuando una mujer de la cuarta fila dice: «Llegas tarde, Nolan. ¿Todo bien?», él se limita a responder: —Sí. —Se desenvuelve frente al micrófono a la perfección. Se nota que no es la primera vez. Puede que deteste las entrevistas, pero me saca una década de ventaja—. Se me ha estropeado el coche —añade, y todo el mundo se echa a reír.

Cierro los puños en el regazo hasta asegurarme de que no me tiemblan las manos. Para cuando el moderador pronuncia unas cuantas palabras de presentación y elige la primera pregunta, ya he recobrado la compostura. Un poco. —Karl Becker, de la DPA. Nolan, aún no te has pronunciado sobre el escándalo en relación a las trampas de Malte Koch. ¿Te parece justa la suspensión de tres años que ha recibido? ¿Qué piensas de él? —Intento no pensar en él para nada. —Algunos se ríen entre dientes—. Y es a la FIDE a quien le corresponde decidir qué es lo más justo. —Lucia Montresor, de la Ansa. Nolan, ¿crees que estás en mejor forma que durante el torneo de Pasternak? Él hace un gesto parecido a una mueca de dolor y medio resopla. —Peor no puedo estar, ¿no? Más risas. Nolan no ha cambiado demasiado desde aquella entrevista que le hicieron hace varios años, la que me hace pensar en la señora Agarwal y el bicarbonato de sodio. Sigue siendo carismático, muy a su pesar. Sigue sin querer hablar con la prensa, y no tiene problema en reconocerlo, pero, aun así, se las arregla para responder a las preguntas de forma relajada, encantadora y sencilla. Observo cómo no me dirige la mirada y se me encoge el corazón. —Y una pregunta para Mallory: has tenido un gran año. ¿Qué sientes al estar aquí? —Es… —Todos se vuelven hacia mí. Todos excepto Nolan, que sigue con la vista clavada al frente. Me odia. Por lo que dije. Por marcharme. Metí la pata hasta el fondo y ahora me odia y con razón. —Es un honor. —Intento esbozar una sonrisa—. Estoy muy contenta y agradecida. —Etienne Leroy, AFP. Una pregunta para ambos: los dos tenéis familiares que han jugado al ajedrez al más alto nivel y que ya no se encuentran con nosotros. ¿Dicha circunstancia convierte el campeonato en un acontecimiento más significativo? Me tenso. No puedo hablar de papá. Mejor dicho: este último mes he descubierto que sí que puedo hablar de papá, pero me niego a hacerlo delante de un montón de personas que…

—No —responde Nolan categóricamente, haciéndonos un favor a ambos. El moderador señala a otro periodista y a mí me invade una sensación de alivio. —Chasten, de Reuters. Nolan, corre el rumor de que la señorita Greenleaf formaba parte de tu equipo de ayudantes antes de que se destapara el escándalo de las trampas y se convirtiera en aspirante al título. ¿Te gustaría confirmar o desmentir dicho rumor? —No especialmente, no. Risas. —En cualquier caso, hay gente que piensa que el hecho de haber sido tu segunda proporcionará a la señorita Greenleaf una ventaja injusta. Nolan se encoge de hombros. —Si alguien cree que Mallory necesita ventaja para enfrentarse mí, es que no ha prestado la suficiente atención a sus partidas. La sala se queda en silencio salvo por unos suaves murmullos. El corazón me late en los oídos. —Mallory, Fox News. Eres la primera mujer que llega al campeonato del mundo. ¿A qué crees que se debe? —Pues… —me muerdo el labio— a que mi trayectoria en el mundo del ajedrez no ha sido la habitual. Y no he tenido que sufrir tanto el machismo del sector como la mayoría de las jugadoras. No me ha dado tiempo a desanimarme. —¿Así que no te consideras mejor que las mujeres que te han precedido? —No, para nada. Es… —Entonces, teniendo en cuenta que nunca has participado en un supertorneo, ¿qué te hace estar capacitada para encontrarte hoy aquí? ¿Por qué tú precisamente y no otra persona? Trago saliva. —Pues… Nada. Tuve suerte. Ha sido un error. No soy lo bastante buena y… —Macho. —Nolan resopla frente al micro—. Literalmente ha ganado el torneo clasificatorio para disputar el mundial. A ver si espabilamos, ¿eh? El tío de Fox News baja la mirada. Le echo un vistazo a Nolan, que se mete a la multitud en el bolsillo como un monologuista. La gente se ríe y unos cuantos incluso aplauden, porque les parece divertido y les encanta

aun cuando está siendo un borde. Me entran ganas de gritarles: «Ya lo sé. A mí me ha pasado exactamente lo mismo». Me sigue pasando. —¿Mallory? AFP de nuevo. ¿Crees que el campeonato puede resultarte más complicado debido a tu anterior romance con Nolan? ¿Afectará de algún modo a tu rendimiento? Bueno, a ver. A lo mejor soy una pardilla, pero no creía que fueran a sacar el tema. Y estoy segura de que el moderador tampoco, porque noto cómo se queda tieso. Estoy a punto de volverme hacia Nolan. Porque, seamos sinceros: ha desviado y desestimado todas las preguntas peliagudas que podrían haberme hecho titubear. Sin embargo, con esta… no puede hacer lo mismo. Y aunque seguramente podría negar que nuestra relación fuera romántica o directamente negarme a contestar, todo esto me pilla desprevenida. Así que opto por lo fácil y me oigo decir: —No. Resuena en la agitada sala como una bofetada y me dan ganas de retractarme de inmediato. Quiero mirar a Nolan y decirle que… No sé el qué. Pero no pasa nada, porque no tengo la oportunidad. —Muy bien —interrumpe el moderador—. Parece que vamos cortos de tiempo. Vamos a dejarlo aquí por hoy, pero… —Una última pregunta. Trent Moles, del New York Times. ¿Podrían mencionar, en aras de la deportividad, qué es lo que más admiran del juego de su oponente? El moderador vacila, como si supiera que no es buena idea dejar que contestemos a la pregunta. Pero entonces vuelve la vista a la izquierda. —Por supuesto. ¿Quieres contestar? No quiere. O eso parece, porque permanece repantigado en el asiento, como si estuviéramos otra vez en Nueva York y él estuviera observando cómo Emil la caga mientras intenta hacer masa madre, como si el mundo en su totalidad y un montón de cuentas de Instagram dedicadas a sus manos, sus hoyuelos y sus gambitos no lo acecharan como buitres. Pero entonces, se remueve en el asiento. Lo veo inclinarse hacia delante, apenas un centímetro, y luego otro; inhala un instante antes de decir: —Absolutamente todo.

Simple. Contundente. Devastador Durante un instante, se hace el silencio. Por primera vez, nadie se ríe. Nadie dice ni mu. Nadie garabatea en su cuaderno. Nadie levanta la mano para hacer otra pregunta. El corazón amenaza con salírseme del pecho. El moderador carraspea y se vuelve hacia mí. —Mallory —pregunta—. ¿Qué es lo que más admiras del juego de Nolan? —Pues… ¿Qué es lo que más admiro? ¿Qué? Es de lo más dinámico. Nunca se rinde; aprovecha cada pieza, cada momento, cada recurso, hasta dejar seco el tablero. Es meticuloso y letal. Es entretenido, interesante e impredecible. Es toda una aventura. Y esa expresión ceñuda que asoma a su rostro cuando está pensando en el modo de conseguir que su próximo movimiento sea lo más devastador y caótico posible… Me dan ganas de estirar el brazo y apartarle las manos, en forma de visera, de la cara. Me dan ganas de pasarle la mano por el semblante y hacer desaparecer el gesto. Me dan ganas de dar lo mejor de mí y… —¿Mallory? Levanto la vista de mi botella de agua Fiji. Hay un millón de miradas clavadas en mí. Trago saliva. —Sí, lo siento. Pues… Me he quedado sin palabras. Estoy abrumada, anulada, desorientada. El moderador asiente, antes de sonreír con amabilidad. —Bueno, supongo que su respuesta es «nada». —Se oyen unas risitas forzadas. Acto seguido, más periodistas levantan la mano mientras piden formular una última pregunta que no va a producirse—. Gracias a todos por venir. Celebraremos, naturalmente, ruedas de prensa más largas después de cada partida, de manera que me complace… Una empleada de la FIDE me pide que me levante. Me coge del codo para acompañarme hasta la puerta. Al seguirla, paso al lado de la silla de

Nolan, y cuando le rozo el omoplato con la mano, no sé si se trata de un accidente o de un acto de desesperación. Abandono la sala, consciente de que no me ha mirado ni una sola vez.

Permanezco en la gala menos de diez minutos. Estoy zampándome mi quinta bruschetta y estirando el cuello para ver si localizo a cierta persona de hombros anchos y rizos oscuros, cuando Defne me agarra la muñeca para sacarme de allí. —Vale, ya te has dejado ver. Nos vamos. Lleva los labios pintados de un rojo chillón y esboza una sonrisa educada mientras zigzagueamos entre la multitud. —Pero si acabo de llegar. Y las bruschettas están de vicio. —Y tienes que estar en la cama a las nueve porque mañana vas a jugar la partida más importante de tu carrera. —Ah, ¿sí? Que yo sepa son doce. —La primera marca la tónica del resto, Mal. —Esto… ¿Marcharme no será de mala educación? —Puede. —Me arrastra escaleras arriba—. Pero tu contrincante ni siquiera se ha molestado en aparecer. Mientras su bordería eclipse a la tuya, no tienes de qué preocuparte. Y así es como acabo con el pijama puesto y metida en la cama a las 20:53. Easton se acomoda en su lado, Darcy se acurruca entre ambas y Sabrina se sitúa a los pies de la cama. Una auténtica fiesta de pijamas. —Según mi entrenadora, dentro de cinco minutos tengo que estar ya dormida —señalo. —Claro que sí. —Sabrina no levanta la vista del móvil—. ¿Defne va a venir también a darte palmaditas para que eructes? —Venga, Sabrina —la regaña Easton—. Ya sabes que antes tiene que cambiarle el pañal. Nos pasamos un buen rato discutiendo sobre qué ver en la tele de 8K. Al final, nos damos por vencidas, ya que está claro que no vamos a encontrar

ninguna peli que nos guste a todas, y acabamos poniendo vídeos aleatorios en YouTube. Tras nueve siglos de imágenes sorprendentemente violentas de roller derby que me dejan preocupada por la integridad del cerebro de Sabrina, Easton me reconforta con una partida del Dragon Age. Durante un momento, me da la sensación de que todo es como antes: nosotras dos y Solas siendo un cafre en la pantalla. Cuando me vuelvo para dirigirle una sonrisa, veo que ella ya está sonriéndome. Y, entonces, me viene algo a la cabeza y mi sonrisa se desvanece. —¿Qué? —pregunta. —Nada. Es que… —me encojo de hombros— hace un tiempo me puse una con Nolan. —¿Una partida? Qué majete. ¿Le gusta el Dragon Age? —En realidad no. —Ah. He visto la rueda de prensa, por cierto. Felicidades, has conseguido que parezca que lo odias a muerte incluso cuando el chaval solo ha dicho cosas buenísimas de ti. —Qué va. —Y tanto que sí —dicen Darcy y Sabrina al unísono, sin apartar la vista de la tele. —Lo que vosotras digáis. —Pongo los ojos en blanco porque tienen razón—. No ha… Vale, igual ha dicho cosas medianamente buenas, pero no dejéis que os tome el pelo. Ni siquiera me ha saludado. —Mmm. —Easton asiente—. ¿Te has planteado dar tú el primer paso? Igual puedes decirle algo tipo: «Oye, ¿cómo va eso?, en realidad no decía en serio todas esas burradas que te solté». —Ya. —Carraspeo. Aparto la mirada—. No. —¿Lo llamaste «zorra» también a él? —pregunta Darcy. Alzo la barbilla y suelto un quejido. —Me niego a comentar el asunto con cualquiera que tenga menos de dieciocho años o tenga más de dieciocho pero necesite que la jaleen durante veinticinco minutos para poder añadir un emoji de corazón a un mensaje — repongo. Pero diez minutos después, mientras una señora de Texas atiende a un murciélago herido (le tocaba elegir a Darcy), empiezo a escribir un mensaje. Los bocadillos azules más recientes tienen fecha del 9 de enero, cuando intercambiamos unos mensajes en plena noche; yo le envié un: O

Emil es un fiera en la cama o está despellejando a Tanu. Y él respondió: Anda, ¿eso que me ha despertado no era una alarma nuclear? Esbozo una

media sonrisa y escribo: podemos hablar?

A continuación, lo borro. Y vuelvo a escribir: tenías razón sobre algunas cosas. puede que no sobre todas. pero exager…

Lo borro. sabías que en tu partida de 2016 contra Lal se te pasó un jaque mate? aunque esa coronación estuvo muy bien.

Borrar, borrar, borrar. perdona por

Lo borro. hola.

No pulso el botón de Enviar, pero dejo el mensaje en la caja de texto. Y al apoyarme el móvil en el pecho y volver mi atención a la tele, noto que pesa más que nunca.

Capítulo treinta

Después de una partida —por lo general durante una de esas ruedas de prensa que siempre creo que van a ver cuatro gatos, pero que en cambio acaban viendo tropocientos mil frikis como yo— la gente me pregunta cómo supe qué hacer en tal o cual momento. «¿Cómo sabías que debías sacrificar el peón?». «¿Por qué llevaste a cabo ese intercambio?». «Torre e6 fue una jugada perfecta, ¿cómo se te ocurrió?». La gente me lo pregunta. Y lo único que yo puedo responder es: lo sabía y ya está. Tal vez sea una cuestión de instinto. Algo innato de mi interior que me ayuda a desentrañar todas las vicisitudes del ajedrez. Una comprensión rudimentaria y visceral de la manera en que podrían desarrollarse las cosas si me permito seguir determinado camino. Las piezas me cuentan una historia. Esbozan dibujos y me piden que los coloree. Cada uno, con sus centenares de jugadas posibles, los miles de millones de posibles combinaciones, es como una preciosa madeja de hilo. Puedo desenrollarla si quiero y, luego, entretejerla con otras para crear un bello tapiz. Un tapiz nuevo. Preferiblemente, un tapiz vencedor. De no haber sido por papá, dicho instinto habría permanecido en mi interior sin pulir, sin refinar. De no haber sido por los años que pasé dando el callo, practicando, estudiando, analizando, pensando, repasando, obsesionándome, jugando, jugando, jugando, dicho instinto carecería de valor. De no haber sido por Defne, tras cuatro años de inactividad, habría seguido aletargado.

Aunque, aun así, seguiría teniéndolo. Si las cosas hubieran sido diferentes, dicho instinto seguiría siendo un amasijo tosco de interrogantes incrustados en mi interior: algo que me despierta a las 3:05 de la madrugada del día más importante de mi vida, que reverbera dentro de mí, que me saca de la cama. Ni siquiera recuerdo haberme quedado dormida. La tele sigue encendida y Netflix nos pregunta si aún estamos viendo Riverdale; no tengo ni idea de por qué, pero mis hermanas han decidido acoplarse en mi habitación en vez de volver a su carísima suite. Para salir de la cama me veo obligada a echar mano de una coordinación digna del Circo del Sol, y a punto estoy de torcerme un tobillo. Después de hacer pis y beberme lo que quedaba de mi botella de agua, se me han quitado las ganas de volver a meterme en la cama. Intento no hacer ruido mientras me pongo la sudadera de Easton de la universidad de Boulder. Me llega por debajo de los shorts, y creo que no estaría de más que cogiera unos pantalones de chándal y una chaqueta, pero no me molesto en encender la luz para ponerme algo que abrigue más, sino que me limito a salir de la habitación. En los gélidos pasillos reina el silencio. El mar está en calma. No se oyen los ferris ni las embarcaciones ni las gaviotas, ya que toda Venecia duerme. El pelo me baila sobre los hombros mientras bajo las escaleras, y al recorrer descalza las baldosas de mármol rosadas y blancas, me da la sensación de estar pisando hielo. No sé a dónde me dirijo, pero en el fondo siento que es lo que debo hacer. Me gusta explorar a solas los jardines vacíos, con la única compañía de la brisa marina nocturna, inhalando el aroma a hierba y sal. A lo lejos diviso unas luces provenientes de la casita de cristal donde voy a pasar las próximas dos semanas inmersa en un cúmulo de congoja y ajedrez. Recorro, tiritando, el camino de piedra, aunque aún tendré que trazarlo doce veces más. Me pregunto si, por la mañana, esta maravillosa sensación de calma que me invade ahora se transformará en una maraña de nervios a flor de piel. Paro en seco cuando lo veo, aunque no me sobresalto. Tal vez encontrármelo allí debería sorprenderme —la hora, el sitio y la casualidad carecen un poco de lógica—, pero el instinto me dice que no pasa nada. Que por eso estoy aquí: por Nolan.

Está plantado frente a cierto cuadro, dándome la espalda. Han trasladado la foto de Marcus Sawyer a la estructura de cristal, donde se encuentra acompañada por otros tres retratos: los de todos los campeones del mundo que han sido coronados en Venecia. Mañana, cuando la primera partida dé comienzo, rodearán a los jugadores. Ocuparán su lugar en la historia. Contemplo la postura relajada de Nolan y medito cuál será mi siguiente paso. Pienso en dar media vuelta. Pienso en el frío que tengo y en todas mis hermanas, que están en mi habitación. Pienso en el pelo revuelto de Nolan, en la caja de Froot Loops y en sus ojos tan abiertos al decir: «Kasparov estaba allí». Pienso en cuando me acarició el ombligo con la nariz, en lo mucho que le gusta la apertura escocesa y lo mucho que me gustaba a mí estar con él, tanto que me asusté un poco. Me asusté bastante. Mi siguiente paso, por tanto, es hacia delante. En sentido horizontal, atravesando un camino sin obstáculos. Igual que haría una torre. Y Nolan… debe de oírme abrir la puerta de cristal y entrar, pero no se da la vuelta. Ni reacciona ante mi presencia. Sigue contemplando la fotografía de su abuelo, mirada oscura frente a mirada oscura, mentón obstinado frente a ceño obstinado. Cuando me sitúo a su lado, lo bastante cerca como para notar el calor que emana su cuerpo, y le digo: «He estado estudiando sus partidas», él se limita a responderme: —Ah, ¿sí? He echado de menos su voz. Mejor dicho: he echado de menos cómo suena su voz cuando estamos los dos solos. Intensa. Más grave de lo habitual. Despojada de todas sus capas y aristas. Echaba de menos dejar que me recorriera. —Porque no soportaba estudiar las tuyas. —¿Tan coñazo te parecían? Dejo escapar una risa temblorosa. —No, es que… Venga. Ya sabes. Asiente con la mirada clavada todavía en la fotografía. Las tenues luces danzan de forma preciosa por su rostro. —Sí, lo sé.

—Sí. En fin. —Me coloco el pelo detrás de la oreja. Me encantaría mirarlo a los ojos, pero veo improbable que ocurra. Sobre todo si la cosa sigue por estos derroteros. Sobre todo si sigue empeñado en no mirarme—. Mi favorita fue la que jugó contra Honcharuk a principios de los ochenta. En el torneo de Tata Steel, me parece, cuando aún lo llamaban… —¿Hoogovens? —Sí. —¿La partida en la que ofreció tablas pese a que llevaba las de perder? —Sí. —Suelto una risita entre dientes—. Seguro que el otro se quedó rayadísimo. Cualquiera pensaría que Marcus Sawyer está viendo algo que a ti se te escapa. —Ya ves. Me parece increíble que Honcharuk aceptara las tablas en vez de calzarle una hostia. —Menea la cabeza con cariño—. Por Dios. Menudo cretino. —Está claro que es cosa de familia —digo. Él deja escapar una risa leve, silenciosa y melancólica, y a mí me entran ganas de darme una patada a mí misma en la espinilla y retractarme de inmediato. Lo siento No quería decir No era verdad que —Está claro. —No. No, no he… —Me tapo los ojos con las manos. Soy un desastre. La estoy cagando—. No he querido decir… Por si sirve de algo, no creo que seas gilipollas. Ni manipulador. Ni egoísta. Ni… —Ni que no te quieran—. Ni la mayoría de las cosas que te llamé en Nueva York, en serio. O a lo mejor sí lo eres, un poquito, pero no más que cualquier otro jugador de ajedrez. No más que yo. —Intento respirar hondo, pero el dolor que noto en los pulmones es tan intenso que el aire casi se me atasca—. Te juro que no pensaba ninguna de las cosas que dije. Y cuando insinué que estabas loco… No sabes lo avergonzada que me siento. Estaba… No sé cómo estaba, pero Nolan sí. —Enfadada. Cansada. Dolida. Cagada de miedo. Cierro los ojos. —Con un miedo de la hostia. Asiente. Sigue sin mirarme.

—Nunca quise manipularte, pero… puedes devolverme el dinero de la beca, si eso te hace sentir mejor. Así no me deberás nada y podrás olvidarte de mí. Se me cae el alma a los pies. —¿Quieres que te devuelva el dinero? Suelta una leve carcajada y por fin se vuelve hacia mí. Me quedo sin aliento. —¿Qué tal estás, Mallory? —Pues… bien. —Resulta que soy yo la que no soporta mirarlo a los ojos. Ahora soy yo la que contempla el impecable traje de Marcus Sawyer —. No sé si estoy bien, pero… estoy mejor que antes —añado, porque creo que quiere una respuesta sincera—. Es… Tenías razón. Sobre mi forma de comportarme, sobre todo con mi familia. Pero las cosas han mejorado. Bueno… —Me rasco el cuello—. Yo he intentado mejorar. Ya no me obsesiona tanto lo de tenerlo todo controlado ni gano puntos para llevarme el premio a la mártir del año, sino que me comporto más… ¿como una persona normal? Se me queda mirando durante un momento. Entonces, noto que se mueve hacia delante y me tenso: presa, inmóvil, rígida. Expectante. Podría cogerme de la mano. Podría tirar de mí. Podría cerrarme los dedos alrededor de la nuca y besarme con tantas ganas como en el pasado. Se limita a apartarme un mechón de pelo que se me ha pegado al labio antes de volverse a enderezar y decir: —Parece que Darcy y Sabrina también están bien. Estoy… mareada. Decepcionada. —¿Las has visto? —Dimos una vuelta el otro día. Y esta mañana me las he llevado a tomar un gelato. —No me han comentado nada. —Frunzo el ceño. —Hemos sido muy discretos porque, según me han contado, sueles ponerte hecha un basilisco. Frunzo el ceño todavía más. —¿Por eso has llegado tarde a la rueda de prensa? Asiente con la cabeza. —Darcy se ha empeñado en probar todos los sabores habidos y por haber antes de decidirse. Un problemón que no veas, sobre todo porque en

Italia no son muy aficionados a eso de dar muestras. —¿Has acabado a hostiazo limpio con uno de esos heladeros mazados que llevan cadenas de oro? —Depende. ¿Eso me haría quedar mejor o peor que untarlo con cincuenta euros? Me río tapándome con el dorso de la mano. A continuación, vuelvo a mirarlo y me fijo en que se ha vuelto a poner serio. —Nolan… —Yo también lo siento. Por lo que dije. No tenía derecho a insinuar que lo que has estado haciendo por tu familia no es lo correcto. Y soy consciente de que me resulta imposible entender lo que has pasado con tu padre. —Creo que lo entiendes bastante bien, la verdad. Se me queda mirando más tiempo del que resulta cómodo. Sus ojos negros reflejan galaxias enteras, y yo me pregunto si este instante podría durar un siglo. Si el universo podríamos ser solo él y yo, inmersos en un bucle eterno en el que nos comprendemos mutuamente. —Sí. Puede que sí. Carraspeo. Vale. Allá vamos. —Como soy consciente de que he estado escondiéndome detrás de… un montón de cosas, principalmente de mi madre, mis hermanas y mi padre, y de que he utilizado mis responsabilidades de escudo, últimamente estoy intentando verbalizar lo que yo quiero. Para poder…, en fin, vivir mi vida como me dé la gana. —Estupendo. —Sí. Por ejemplo: tengo claro que quiero seguir jugando al ajedrez. De manera profesional. Quiero dedicarme a ello. La boca se le contrae. Abre mucho los ojos y en ellos asoma ese brillo juvenil que he llegado a adorar. —¿Sí? —Sí. Eso pienso hacer. Por lo menos voy a intentarlo. Y… mi amiga Easton ha venido a Italia, lo cual es fantástico. Hemos hecho las paces, pero cuando nos marchemos, quiero seguir en contacto con ella todos los días. Así que… la llamaré. No voy a quedarme de brazos cruzados. Si no estamos al tanto de las movidas de la otra de aquí hasta que palmemos, no será por no haberlo intentado.

Asiente. —Me parece bien. —Y también he estado hablando de papá en casa. Al principio no mucho. Pero cada vez más. He repasado algunas de sus partidas. Se las he mostrado a Darcy mientras le enseño a jugar. Porque aunque no sea capaz de olvidar las partes malas, quiero que recordemos las buenas. Sabe exactamente a lo que me refiero. Lo sé por el aire compungido de su sonrisa. —Eso deberíais hacer. —Y además… —Trago saliva, pese al nudo que tengo en la garganta, y noto cómo los dedos de los pies casi congelados se me encogen—. Además, he estado rumiando sobre cosas como el destino, las coincidencias y el pasado. Una ñoñada, ya lo sé. Y a lo mejor nunca habías pensado en ello, pero cuando yo era pequeña y tú eras apenas un poquito más mayor, los dos jugábamos al ajedrez en la misma área. Y, por algún motivo, nunca llegamos a conocernos, pero me pregunto si a lo mejor coincidimos en algún torneo o en algún club, solo que acabamos en categorías diferentes. Me pregunto si jugamos en los mismos tableros de ajedrez, primero uno y luego el otro. Me pregunto si lo nuestro estaba destinado a ocurrir y perdimos aquella oportunidad por los pelos. Porque cuando dejé de jugar, abandoné el ajedrez por completo. No quise saber nada más. Pasaron los años y la historia debería haber acabado ahí para ambos, la historia debería haberse quedado en un «casi, pero no» y ya está. Pero luego se celebró el torneo de Defne y aquello nos brindó… una segunda oportunidad. —Inhalo de forma entrecortada—. Me parece que no creo en el destino. Creo en las aperturas sólidas, en los medios juegos que demuestran iniciativa y en las transiciones rápidas al final. Pero no puedo evitar preguntarme si a lo mejor el universo intentaba decirnos algo y… —Me parece increíble que hayas empezado todo este discurso con un «Y a lo mejor nunca habías pensado en ello». El tono de Nolan es seco y divertido, y yo ya no puedo seguir guardándome las palabras ni un momento más. —Quiero estar contigo —me obligo a decir entre temblores. Y, entonces, cuando veo que no se produce ningún cataclismo, lo repito con más firmeza —: Quiero estar contigo. Tanto como pueda. Todo lo tú que me dejes.

Ya lo he dicho. Ya está. He dejado volar las palabras, así que centro toda mi atención en Nolan, a la espera de una respuesta, de la más mínima reacción emocional. Pero sus ojos oscuros resultan tan inescrutables como siempre. —Me alegro de que digas eso —dice como si estuviera elogiándome por haber llevado a cabo una buena jugada de ajedrez. Como si este no fuera el paso más importante que hubiera dado jamás. —¿Por qué? Me mira con una leve sonrisa en los labios. Es apenas perceptible, pero, de algún modo, se las arregla para que toda la tierra se sacuda. —Porque ahora puedo decírtelo yo también. Cierro los ojos y siento como si cada átomo de mi ser se encontrase en pleno episodio sísmico. Pero Venecia sigue sumida en un sosiego sepulcral y la calidez que desprende Nolan me envuelve y me ayuda a centrarme, me reconforta más de lo que hubiera creído posible. —La última vez que hablamos dije muchas cosas que no eran ciertas. Y olvidé decir una que sí lo era: que contigo era feliz. Los días que pasamos juntos en Nueva York fueron… Mi incapacidad para verbalizar mis emociones parece resultarle divertida. —¿Buenos? —Sí. Mucho. Y me gustaría vivir más días de esos. Muchísimos más. A ser posible… a partir de ya. Aunque… —echo un vistazo alrededor y dejo escapar una risa ahogada— sé que soy de lo más inoportuna. Sonríe. —No sé si estoy de acuerdo. —¿Por qué? Señala el tablero con la cabeza. —Porque a partir de mañana vamos a pasar un montón de tiempo juntos. —Ya, eso sí. —Me rasco la nuca para evitar tocarlo. Quiero hacerlo. Aunque igual no debería. Pero me muero de ganas—. Por cierto…, ya que tienes más experiencia que yo en esto, no me vendría mal algún consejo. Ladea la cabeza, pensativo. —No te olvides de desayunar. —De desayunar. Vale. —A ser posible, algo que tenga proteínas.

—Muy bien. —Espero a que prosiga. Frunzo el ceño al ver que se queda callado—. ¿Y ya está? ¿Te guardas para ti el resto? Se encoge de hombros. —No tengo más consejos. —Venga, Nolan. Si ya has jugado tres campeonatos. —Ya, pero este no es como los demás. —¿Y eso? Lo contemplo mientras me mira y noto que un sentimiento al que no puedo poner nombre me desborda. —Porque cuando estoy contigo, Mallory, todo es distinto. Cuando estoy contigo, tengo más ganas de jugar que de ganar. Las lágrimas empiezan a asomarse a mis ojos, aunque no estoy triste. Por primera vez desde hace muchísimo tiempo, siento un millón de cosas y la tristeza no es ninguna de ellas. —¿Sabes qué? —digo, dando un paso hacia él. Y luego otro. Y luego me pego a él y es como adentrarme en un mundo nuevo. En una nueva etapa de mi vida—. He estado leyendo muchos libros sobre teoría del ajedrez. Tochos enormes e interminables. Y todo el mundo dice que cuando el ajedrez se resuelva, cuando se juegue la partida perfecta… se convertirá en algo aburrido. Porque acabará, irremediablemente, en tablas. Noto una sonrisa en los latidos de su corazón. —¿Eso dicen? Asiento. —Pues entonces… —me rodea con los brazos. Me roza el pelo con los labios al hablar. Su pecho, pegado a mi oreja, se eleva y desciende, y yo siento en lo más hondo de mi ser, con la misma certeza con la que comprendo el ajedrez, que aquí es donde debo estar— nos lo vamos a pasar de miedo demostrándoles que se equivocan.

Capítulo treinta y uno

Seis horas y media después, el alcalde de Venecia, un hombre alto de barba negra y espesa con un apellido que cuesta pronunciar, mueve mi peón de dama a d4 durante la jugada ceremonial del Campeonato del Mundo de ajedrez. Las cámaras emiten sus chasquidos. Los espectadores aplauden. Las olas golpean pacientemente la laguna. Y, entonces, el alcalde se marcha, cierra la puerta de cristal tras él y el jardín queda sumido en un pacífico silencio. Yo (Mallory Greenleaf, EE. UU.; puesto n.º 1843) dirijo la vista a mi oponente (Nolan Sawyer; EE. UU.; puesto n.º 1). Lo descubro mirándome ya, con una cálida sonrisa dibujada en sus ojos oscuros.

Epílogo

Dos años después ¿POR QUÉ TODO EL MUNDO HABLA DEL PRÓXIMO CAMPEONATO DE AJEDREZ?: TE EXPLICAMOS LAS CLAVES Por Eleni Gataki, corresponsal de ajedrez senior de la BBC

El inminente Campeonato del Mundo de ajedrez, que dará comienzo el próximo 15 de marzo, va a ser el más visto de la historia. Y con diferencia. Se trata de un acontecimiento bianual que viene celebrándose en diferentes formatos desde antes de que naciera cualquiera de nosotros (el primer campeonato tuvo lugar en Nueva York en 1886). Aun así, me atrevo a decir que la mayoría no había oído hablar del mundial de ajedrez hasta este año. Así pues, ¿qué ha cambiado y cuáles son los cinco factores que han conseguido que un enfrentamiento ajedrecístico dé casi tanto que hablar como la Super Bowl? Bien, empecemos por lo más obvio:

NOLAN SAWYER, EL ACTUAL N.º 1 DEL MUNDO DE AJEDREZ Es muy probable que, si solo has oído hablar de un jugador de ajedrez en tu vida, sea de Fischer, Kasparov o Sawyer. Nolan Sawyer (22), nieto del antiguo campeón del mundo Marcus Sawyer, ha sido considerado un fenómeno desde pequeño. Seguramente

hayas visto fotos adorables de él a los ocho años en las que derrotaba a oponentes que le cuadruplicaban la edad; tal vez estés al tanto de su terrible carácter o hayas oído hablar de aquella paliza que le dio (no solo al ajedrez) al jugador caído en desgracia, Malte Koch (aunque esto no es más que un rumor que no ha sido corroborado), o quizá te suene de cuando la revista Time lo incluyó, con solo 15 años, en su lista de las 100 personas más in uyentes. El caso es que lo más probable es que hayas oído hablar de él. Y su fama no ha hecho más que aumentar debido a…

MALLORY GREENLEAF, QUE… AHÍ ESTÁ A punto de cumplir los 21, Mallory Greenleaf ocupa actualmente el puesto n.º 5 del mundo… pese a ser la campeona mundial. Puede parecer ilógico, pero mientras que el título de campeón del mundo depende del resultado de un torneo especí co, la clasi cación se calcula a partir de todas las partidas que disputan los jugadores. No obstante, no hay que dejarse engañar por la «modesta» posición de Greenleaf: la única razón por la que no ocupa un puesto más alto es que su trayectoria en el mundo del ajedrez ha sido bastante inusual. Greenleaf, que es originaria de Nueva Jersey, donde se graduó en el instituto, y cuyo padre ostentaba el título de Gran Maestro, participó en torneos no clasi catorios desde los 5 a los 14 años, y más tarde volvió al ajedrez a los 18, a tiempo para resultar vencedora del último Campeonato Mundial de ajedrez, que se disputó en Venecia, Italia, hace dos años. Greenleaf derrotó a Sawyer en la duodécima partida, tras once tablas. Es la primera mujer que ha conseguido no solo clasi carse, sino también ganar un campeonato, y su nombre ha ocupado numerosas portadas debido a sus habilidades ajedrecísticas, desde luego, pero también debido a…

NOLAN SAWYER Y MALLORY GREENLEAF… EN FIN, NO ESTÁ CLARO Los rumores acerca de una posible relación entre ambos jugadores abundan, aunque no se han con rmado, puesto que tanto Sawyer como Greenleaf se han negado a responder a preguntas relacionadas con su vida personal. No obstante, se los ha fotogra ado cogidos de la mano en numerosas ocasiones. Según una publicación en Instagram de la propia Greenleaf, Sawyer estaba presente cuando la actual campeona del mundo acompañó a su hermana a la Universidad de Brown el otoño pasado. Fuentes cercanas a ambos jugadores han asegurado que los dos viven en el mismo apartamento de Tribeca que hace años perteneció a Marcus Sawyer. Y, por si fuera poco, ambos se fundieron en un largo abrazo delante de las cámaras después de que Greenleaf derrotara a Sawyer en el Campeonato del Mundo (un gesto que resulta notable, puesto que se trata de un deporte en el que los participantes suelen limitarse a darse un apretón de manos). Además, tampoco puede pasarse por alto el hecho de que, hace tres meses, Sawyer pareció inclinarse y morder a Greenleaf de manera juguetona en la oreja tras la nal del Torneo Internacional de Ajedrez de Linares, donde la derrotó. Los numerosos indicios han dado lugar a especulaciones, pero todavía desconocemos si Sawyer y Greenleaf se convertirán en el primer matrimonio del mundo del ajedrez o si simplemente son buenos amigos. No obstante…

NOLAN SAWYER Y MALLORY GREENLEAF SE ENFRENTARÁN EN EL CAMPEONATO DEL MUNDO

Cuando Nolan Sawyer se coronó vencedor del Torneo de Candidatos de este año y se adjudicó el puesto como contrincante de Greenleaf en Montreal, las expectativas de que el próximo Campeonato del Mundo pueda convertirse en un acontecimiento romántico hicieron suspirar a más de uno. ¿Podrían ser simplemente buenos amigos? Sin duda, sí. Pero ¿y si son algo más? ¿Y si, además de ser rivales, comparten también la pasta de dientes por las mañanas y se saben de memoria las preferencias del otro a la hora de pedir comida para llevar? ¿Y si son capaces de leerse la mente cuando están jugando al ajedrez o comparten bromas privadas sobre sus puntos débiles? La idea resulta sencillamente fascinante. Y es probablemente la razón por la que tanta gente se ha interesado por el ajedrez en los últimos dos años: primero les cautivó la genialidad de estos dos talentos, luego decidieron aprender a jugar ellos mismos y, nalmente, se dieron cuenta de que…

EL AJEDREZ MOLA DE VERDAD La venta de todo lo relacionado con el ajedrez —tableros, relojes, accesorios, tutoriales, clases por internet, aplicaciones— se ha disparado tras el último Campeonato del Mundo, y no parece que la ebre vaya a remitir. Lo que más llama la atención es que el interés por el ajedrez es, por primera vez desde hace décadas, mayor entre las mujeres que entre los hombres. A eso hay que añadirle que hay más mujeres y personas no binarias entre los primeros 500 puestos de la clasi cación de la FIDE que nunca. «La razón es que el ambiente nos parece cada vez menos hostil», ha a rmado la GM Defne Bubikoğlu, entrenadora principal de Greenleaf y propietaria del Club de Ajedrez Zugzwang. Su club ha prosperado enormemente, sobrepasando de manera o cial en número de socios al Marshall, el histórico club de ajedrez de Nueva York.

EN CONCLUSIÓN… Ignoramos cómo se desarrollará el Campeonato del Mundo. Pero sí sabemos que, debido a las circunstancias en las que se produce, contará con más espectadores que nunca y que, por primera vez en varias décadas, los jugadores de ajedrez gozan de una popularidad cada vez mayor. Y tanto si los aspectos más jugosos y románticos del campeonato son ciertos como si se trata de simples rumores, es innegable que dan lugar a relatos apasionantes. Y si resulta que los «shippeas a fuego» y «son tu OTP», tal vez disfrutes el siguiente dato: hace tres semanas, durante la celebración de un acto bené co, Nolan Sawyer —conocido por lo mucho que le repatea perder— no se paró a responder las preguntas de los periodistas. Pero algunos testigos indicaron que cuando se le preguntó qué le parecía la posibilidad de que Mallory Greenleaf acumulase los su cientes puntos para arrebatarle el puesto de número uno del mundo, se limitó a sonreír antes de alejarse.

Nota de la aut

a

El estudio sobre estereotipos de género y rendimiento ajedrecístico que Defne menciona en el libro existe de verdad. Lo publicaron Maass et al. (2008) en la European Journal of Social Psychology, y otros grupos de investigación lo replicaron a lo largo de la década siguiente. Un dato curioso: es el estudio que despertó mi interés por el ajedrez. En 2008 yo estaba intentando decidir el tema de mi trabajo de fin de grado, y en una de mis clases, descubrí el concepto de «amenaza del estereotipo»: cuando las personas se encuentran en situaciones en las que su grupo social es considerado inferior debido a determinados estereotipos negativos, es más probable que no rindan adecuadamente (te recomiendo encarecidamente que le eches un vistazo al estudio original que llevó a cabo Claude Steele sobre el tema y a cualquiera de las publicaciones del grupo de Nalini Ambady, aunque en caso de que te topes con alguna plataforma de pago, la Wikipedia te solucionará la papeleta). La idea me interesó desde el principio y cuando descubrí que mi universidad contaba con un grupo de investigación sobre la amenaza del estereotipo me llevé una alegría. Empecé a leer sus estudios con la esperanza de convencer a una de las profesoras para que fuera mi tutora, me topé con el estudio del ajedrez y el resto es historia. Vale, tal vez no sea historia, pero: yo había aprendido a jugar de pequeña al ajedrez (se me daba fatal), aunque nunca había pensado demasiado en los ajedrecistas. Había ignorado la existencia de la brecha de género, pero en cuanto la descubrí, no vi la hora de que desapareciera. La idea de escribir una historia ambientada en el mundo del ajedrez había estado rondándome la cabeza durante años… hasta 2021. Mientras esperaba con ansia la publicación de mi primer libro, llegó, por fin, el momento de escribir «mi novela de ajedrez». Momento de confesión: en lo que respecta al ajedrez, me he tomado muchas (MUCHÍSIMAS) licencias poéticas para

hacer avanzar la historia (¿lo que sea por la trama?) y si te has dado cuenta … lo siento en el alma. Espero que aun así hayas podido disfrutar del viaje de Mallory y Nolan. (Ah, y por si te pica la curiosidad: ¡al final, la profesora aceptó ser mi tutora del trabajo de fin de grado!).

Agradecimientos

Este es mi quinto o, tal vez, sexto libro (¡madre mía!) y ha llegado un punto en el que ya no sé ni cómo escribir los agradecimientos de forma orgánica, así que te dejo una lista por aquí debajo de las personas a las que me gustaría dar las gracias: A Thao Le, mi increíble agente, que me animó y me dijo que, por fin, había llegado el momento de escribir mi novela de ajedrez. No es que quiera soltar un discursito digno de los Óscar, pero ella es mi piedra angular en el complicado panorama que constituye el mundo editorial y no me equivoco al afirmar que sin su apoyo estaría perdida, como un ratopín rasurado expuesto a las inclemencias del tiempo. A Sarah Blumenstock, mi editora anti saltos de página, que accedió a darle una oportunidad a mi novela juvenil pese a que ella edita libros de adultos (es casi como si estuviera al corriente de mi ansiedad galopante y de mi miedo a los cambios). A Liz Sellers. A ella se le ocurrió el chascarrillo de «cam-peón-ato», por cierto. ¡Tienen que ascenderla a la de ya a directora general de PRH! A Polo Orozco, cuyos inestimables consejos nos ayudaron a Sarah y a mí moldear el libro para que el público al que va dirigido lo recibiera lo más pulido posible. A mi equipo de marketing y publicidad en Berkley: Bridget O’Toole, Kim-Salina I, Tara O’Connor, Kristina Cipolla. Les agradezco mucho todo lo que hacen, pese a que sigo sin entender del todo la diferencia entre marketing y publicidad. A Christine Legon y Natalie Vielkind, mis directoras editoriales; a Jennifer Myers, mi editora de producción; y a Laurel Robinson, mi correctora.

A Lilith, que ilustró de nuevo la cubierta perfecta porque su genialidad no conoce límites, así como a Vikki Chu y a Rita Frangie, que se encargaron del diseño de la cubierta. A Cindy Hwang (mi editora suprema) y a Erin Galloway (mi publicista suprema). Son las mejores. Al resto de personas que trabajan en Berkley y Putnam Young Readers. A todos los que trabajan en SDLA, en especial a Andrea Cavallaro, Jennifer Kim y Jess Watterson. A mis encantadoras agentes cinematográficas, Jasmine Lake y Mirabel Michelson. A mis amigos. Ellos saben quiénes son y, seguramente, a estas alturas estén ya hasta el moño de leer sus nombres en mis agradecimientos. A Taylor Swift. Ya sabes por qué, Taylor.

Título original: Check & Mate Edición en formato digital: 2023 Publicado por primera vez en Estados Unidos por G. P. Putnam’s Sons, un sello de Penguin Random House LLC, 2023. Derechos de traducción gestionados por Sandra Dijkstra Literary Agency y Sandra Bruna Agencia Literaria, SL. Todos los derechos reservados. Copyright © Check and Mate by Ali Hazelwood © de la traducción: Patricia Sebastián Hernández, 2023 © Contraluz (GRUPO ANAYA, S. A.) Madrid, 2023 Calle Valentín Beato, 21 28037 Madrid www.contraluzeditorial.es ISBN ebook: 978-84-18945-47-2 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.

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