James Joll, “Historia de Europa desde 1870”

May 1, 2017 | Author: Cami Valo Torres | Category: N/A
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James Joll, “Historia de Europa desde 1870” Alianza Editorial, Madrid, 1983 Capítulo 4 EL IMPERIA...

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James Joll, “Historia de Europa desde 1870” Alianza Editorial, Madrid, 1983 Capítulo 4 EL IMPERIALISMO A finales del siglo xix, un nuevo equilibrio de poder en Europa fue el resultado de la unificación de Alemania y su creciente desarrollo industrial. Un nuevo concepto de la sociedad y del papel del Estado estaba modificando la estructura social y política de los países industriales de Europa y amenazando la creencia en los principios del laissez-faire y del libre comercio. Pero el acontecimiento que tuvo el más profundo efecto histórico fue la expansión de Europa en ultramar, que produjo nuevas rivalidades imperialistas entre las grandes potencias y difundió la idea de que el equilibrio de poder había de considerarse como una cuestión mundial y no solamente limitada a Europa. Esto abrió los. países de Africa y Asia a la influencia europea en una escala mucho mayor que antes, dando a conocer a sus poblaciones los males, así como los beneficios, de la tecnología, los métodos administrativos y las ideas europeos. El mapa de Africa fue dividido como resultado de regateos entre las potencias colonizadoras y con arreglo a sus intereses administrativos o diplomáticos. En el siglo xx, esas líneas divisorias se convirtieron a menudo, e ¡lógicamente, en límites de Estados independientes que no respondían a la realidad étnica o económica. Los efectos de este movimiento que afectó a los pueblos de Africa y Asia han sido bien resumidos por el pensador político inglés Leonard Woolf (1): La civilización europea, con sus ideas de competencia económica energía, eficacia práctica, explotación, patriotismo, poder y nacionalismo, cayó sobre Asia y Africa. Pero con ello llevó también, quizá involuntariamente, otra serie de ideas que había heredado de la Revolución Francesa y de sus precursores del siglo xviii. Estas eran las ideas de democracia, libertad, fraternidad, igualdad y, humanitarismo, las cuales ejercieron sin profundo efecto sobre la historia posterior del imperialismo, porque rebelaron a los pueblos sometidos en su contra.

Ahora bien, la influencia no fue tan sólo unidireccional. Gracias a la experiencia imperialista, los países de Europa tomaron contacto, como nunca hasta entonces, con culturas primitivas y exóticas, y éstas ejercieron a su vez un profundo efecto sobre la sensibilidad europea. A principios del siglo xx, el arte de Africa, por ejemplo, contribuyó a la revolución pictórica europea iniciada por Pablo Picasso hacia 1907; y quince años antes Paul Gauguin ya se había establecido en la colonia francesa de Tahiti, para encontrar en los Mares del Sur su principal inspiración en los últimos años de su vida. Los sonidos de la música oriental escuchados en la gran Exposición Internacional de París de 1889 se abrieron camino en las obras de compositores como Claude Debussy. Al mismo tiempo, la ciencia de la antropología se desarrolló rápidamente cuando la colonización convirtió la observación de sociedades poco conocidas en algo, a la vez, practicable Y de creciente importancia para gobiernos y administradores. Y el estudio de pueblos poco conocidos v remotos contribuyó al desarrollo de teorías éticas relativistas y al cuestionamiento de los valores morales y sociales característicos del fin de siècle. Este movimiento de expansión imperialista ha recibido diferentes explicaciones; y quizá ninguna sea capaz, por sí sola, de dar cuenta de desarrollos que variaran convenientemente según las distintas partes del mundo. La explicación más completa es la que atribuye el movimiento imperialista a presiones económicas. Este punto de vista fue expuesto por una serie de críticos del imperialismo durante los primeros años del siglo, especialmente el inglés J.

A. Hobson y algunos pensadores socialistas de Alemania y Austria; pero adquirió su forma más popular e influyente en un panfleto escrito por Lenin en 1916: El Imperialismo, fase superior del capitalismo. Aunque, como casi todas las obras de Lenin, fue escrita como un panfleto político surgido en el curso de la controversia cotidiana, no obstante proporcionó una sencilla explicación teórica general del imperialismo, que ha seguido siendo la base del análisis comunista de las relaciones económicas entre los países industriales avanzados y las sociedades subdesarrolladas, al igual que del «neocolonialismo» que, en su opinión, sigue todavía practicándose incluso después de la independencia política de las colonias. Según Lenin, con el desarrollo industrial de Europa y la progresiva concentración del capital debida a la creación de trusts y cartels y al papel cada vez más importante de los bancos en la financiación de todo tipo de empresas industriales y comerciales, a los financieros les resultaba cada vez más difícil invertir su dinero de modo provechoso. El mercado europeo estaba saturado y, en consecuencia, era esencial hallar nuevos campos de inversión en ultramar. Esta necesidad, según Lenin, forzó a las potencias europeas a repartirse el mundo en una pugna por conquistar nuevos mercados industriales y nuevas zonas en las que invertir, y esta pugna llevó en muchos casos a la anexión directa de territorios como único medio de asegurar las inversiones realizadas. El resultado fue una agudización de la rivalidad entre las potencias que hacía inevitable la guerra. Aunque ninguna teoría general da cuenta de cada caso específico de expansión imperialista, v aunque los factores económicos por sí solos no son suficientes para explicar cada situación, sin embargo, es cierto que los grupos de presión económica -ya fuesen financieros en busca de nuevos campos de inversión, o comerciantes que buscaban nuevas salidas para sus mercancías y nuevas fuentes de materias primas- desempeñaron un papel considerable a la hora de persuadir a los gobiernos de Europa para que se embarcaran en la expansión colonial. Por otra parte, los intereses económicos no siempre implicaron un control político directo. Gran Bretaña, por ejemplo, poseía considerables inversiones en Argentina, y aunque Lenin la describió como una semicolonia, la verdad es que su situación política distaba mucho de ser un territorio verdaderamente colonial. Además, en general e incluso en el caso de los países imperialistas, las inversiones en otras zonas industrializadas eran más importantes que las inversiones en las colonias. Las inversiones británicas en América del Norte eran mucho mayores que, por ejemplo, en Africa, mientras que las inversiones francesas en Rusia representaban más del doble que en las colonias francesas. Hubo, con todo, otros móviles, además de los económicos, que contribuyeron al movimiento imperialista. El impulso de realizar descubrimientos científicos y de explorar territorios desconocidos ayudó a abrir Africa. El deseo de los misioneros cristianos de convertir a los paganos les llevó a establecer centros de influencia europea en partes remotas del mundo. Todos estos móviles se entremezclaron entre sí y con otros menos respetables. La rivalidad entre misioneros católicos y protestantes podía convertirse fácilmente, por ejemplo, en una rivalidad entre los gobiernos francés y británico; y fue el asesinato de dos misioneros jesuitas alemanes en China, en 1897, lo que proporcionó al gobierno alemán el pretexto para apoderarse del puerto de Kiao-Chow. El comercio, la actividad misionera y la explotación estaban inextricablemente unidos entre sí. Los comerciantes escoceses que fundaron la Imperial Britísh East Africa Company estaban tan preocupados por la propagación del Evangelio como por el establecimiento de puestos comerciales. “Cristianismo, comercio y civilización -según el gran explorador Livingstone iban de la mano” (2). En Francia, el presidente de la Sociedad Geográfica Francesa lo puso también de manifiesto en un discurso pronunciado en 1874 (3):

La ciencia abstracta, caballeros, no basta para la humanidad. La ciencia sólo es realmente fructífera cuando es un instrumento de progreso v producción. La exploración y los descubrimientos no han sido realizados tan sólo en

aras de la curiosidad. El descubrimiento de América, las perseverantes exploraciones del interior de Af rica... tienen, además de un fin científico, un objetivo político y comercial.

Hasta la más descarada explotación colonial se presentaba con el disfraz científico o humanitario: el rey belga Leopoldo II, cuyo Estado Libre del Congo alcanzó notoriedad por su brutal administración y por los malos tratos infligidos a la población africana, tuvo buen cuidado de etiquetar su original empresa como Comité d'Etudes du Haut Congo, y proclamar sus desinteresadas intenciones científicas y filantrópicas. Una vez comenzado el movimiento imperialista, éste generó su propio impulso. Los gobiernos ocupaban zonas a fin de impedir que otros gobiernos se instalaran en ellas; las necesidades estratégicas de las colonias exigían la defensa de sus fronteras y de las rutas que llevaban a ellas, de forma que las potencias imperialistas se sintieron obligadas a adquirir todavía más territorios. Además, las cuestiones de prestigio desempeñaban un papel importante y era un hecho generalmente aceptado, a menudo sin demasiada reflexión, que, según palabras del estadista francés Léon Gambetta, para “seguir siendo una gran potencia, o convertirse en una, se debe colonizar” (4). Además de las nuevas conquistas coloniales de finales del siglo xix, muchos países europeos poseían territorios ultramarinos adquiridas en siglos anteriores. Imperios antaño grandes sobrevivían todavía de una forma disminuida: Portugal poseía importantes zonas en el oeste y el este de Africa, que tanto Gran Bretaña como Alemania esperaban adquirir, si como parecía posible en la década de 1890 Portugal caía en tal desorden financiero que se viera obligada a desprenderse de sus colonias como garantía de los préstamos pedidos por su gobierno. España, aunque había perdido la mayor parte del imperio que le quedaba después de su derrota frente a Estados Unidos en 1898 (duro golpe para el orgullo español y fuente de una prolongada crisis de conciencia entre los intelectuales españoles) cuando Cuba se independizó y Filipinas pasó a estar bajo control norteamericano, todavía conservaba parte de Marruecos -una zona de cierta importancia estratégica- y pequeños territorios en otros lugares. Los Países Bajos conservaron hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial un vasto y rico imperio en el Sudeste asiático, que aseguraba la prosperidad de este pequeño Estado, así como una carrera para muchos holandeses. Sin embargo, Gran Bretaña era la que poseía el mayor imperio adquirido en períodos anteriores, y la posesión del mismo determinó en buena parte la naturaleza del posterior imperialismo inglés en el siglo xix. Por una parte, en Canadá, Australia y Nueva Zelanda, Gran Bretaña tenía colonias habitadas casi exclusivamente por poblaciones de origen europeo, y a finales del siglo xix éstas habían alcanzado virtualmente el autogobierno. Por otra parte, en la India, Gran Bretaña gobernaba sobre un enorme, variado y densamente poblado imperio, cuyos habitantes diferían entre sí en religión, lengua y tradición cultural, y todavía más con relación a sus gobernantes británicos. La existencia de colonias autogobernadas con población británica (aunque, naturalmente, existía una importante minoría francesa en Canadá) inspiró en muchos ingleses la visión de una federación mundial de habla inglesa ligada por la creencia común en el gobierno parlamentario y por lazos de intereses económicos mutuos. En la práctica, sin embargo, las discusiones para la creación de una federación imperial con vínculos más estrechos -idea con la que Joseph Chamberlain, ministro británico de las Colonias entre 1895 y 1903, estaba particularmente asociado- no condujeron a nada. Los dirigentes de las colonias eran demasiado conscientes de su recién ganado autogobierno y recelaban demasiado de todo lo que oliera a restablecimiento del control central desde Westminster como para aceptar la idea de un parlamento imperial. Por otra parte, la creencia en el libre comercio era aún lo suficientemente fuerte como para impedir la adopción de tarifas preferenciales para el comercio dentro del imperio y de barreras

arancelarias frente al resto del mundo. Durante toda la primera mitad del siglo xx, sin embargo, muchos políticos, funcionarios y publicistas británicos siguieron buscando una forma de asociación que adaptara el viejo imperio a los nuevos conceptos políticos. Después de la Primera Guerra Mundial, en la cual las colonias suministraron una importante ayuda militar a Gran Bretaña, surgió la idea de una British Commonwealth -a la que finalmente se dio expresión legal en el Estatuto de Westminster de 1931-, una asociación libre de estados independientes vinculados por una lealtad común a la Corona. Este lazo, relativamente frágil, aunque dio satisfacción a una necesidad emocional en una época en la que mucha gente creía que el poderío británico estaba en declive y aunque proporcionó la maquinaria conveniente para la discusión y coordinación de la política exterior, fue mucho más débil de lo que los imperialistas de finales de siglo habían esperado y deseado. Pero la existencia de los lazos de la Commonwealth, por tenues que fueran, supuso una constante en la política británica hasta la década de 1960 que contribuyó a la renuencia de los gobiernos británicos a comprometerse de lleno en Europa en los años que siguieron inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial. La posesión de la India creó problemas diferentes a Gran Bretaña. Mientras que los problemas que surgían entre el gobierno británico y Australia, Nueva Zelanda o Canadá eran de índole constitucional y económica, o naval y militar, la administración de la India planteaba a la vez enormes problemas técnicos y cuestiones tan fundamentales como el derecho de un pueblo a gobernar sobre otro o el objeto de tal dominación. Sin embargo, a finales del siglo xix semejantes dudas todavía no poseían demasiado alcance. En la India los administradores británicos eran, por lo general, eficientes, justos, abnegados y magnánimos; pero seguían siendo una casta alejada de la sociedad que gobernaban. Sólo gradualmente fue fallando el temple británico, v los liberales, en vez de atacar casos particulares de mal gobierno en' la India, pusieron en tela de juicio el derecho de Gran Bretaña a permanecer allí. (Para este cambio gradual de actitud, merece la pena comparar los relatos de Rudyard Kipling de la década de 1890 con A Passage to India de E. M. Forster, publicado en 1924.) Durante generaciones, la India había proporcionado un campo de entrenamiento para el ejército británico, además de mantener un ejército indio con mandos diferentes, mientras que la administración civil de la India ofreció una carrera a muchos de los graduados más capacitados de Oxford y Cambridge. Había pocas familias de la clase media en Gran Bretaña que no tuvieran algún contacto con el Imperio indio a través de un hijo en la Administración india o un primo en el ejército. Aparte de esto, el comercio británico con la India v las inversiones británicas en dicho país daban a los británicos una buena razón para permanecer allí. (Se ha estimado que la India consumía el 40 por 100 de los géneros de algodón exportados desde Lancashire durante las últimas décadas del siglo xix, antes de que la industrialización convirtiera a este país en uno de los principales competidores en el sector textil.) Este profundo compromiso con la India, así como la necesidad de asegurar las rutas que llevaban a ella v de defender sus fronteras, se había convertido en un axioma indiscutido de la política exterior británica y tuvo necesariamente una gran influencia en la expansión imperialista británica en otras partes del mundo entre 1880 y 1900. Así, por ejemplo, la construcción del canal de Suez y la apertura después de 1869 de una ruta marítima más corta para llegar a la India, hicieron que Egipto se convirtiese en una zona de vital importancia para Gran Bretaña; y si la ocupación de Egipto en 1882 por Gran Bretaña fue debida en parte al deseo de proteger los intereses de los inversores británicos en aquel país, su retención fue debida a la necesidad de controlar un sector vital de la ruta a la India. Y una vez en Egipto, los ingleses sintieron la necesidad de expansionarse por el Africa Central y Oriental debido a su preocupación por la seguridad de Egipto y, especialmente, del Alto Nilo, pues se

pensaba que si otra potencia rival llegaba a controlarlo, amenazaría el suministro de agua del cual dependía toda la vida económica egipcia. Aquí, el imperialismo desarrolló de nuevo su propio impulso. La posesión por Gran Bretaña de un imperio ya creado, y especialmente de la India, hizo que muchos políticos, funcionarios y militares británicos desearan impedir la expansión de otras potencias europeas a zonas adyacentes a territorios británicos o a lo largo de las rutas a las posesiones británicas, aun cuando algunos estadistas, como lord Salisbury, se mostraron escépticos respecto a la necesidad de tal proceder: “Yo no me dejaría impresionar mucho por lo que los militares dicen acerca de la importancia estratégica de esos lugares -escribió en 1892, siendo primer ministro, al representante británico en Egipto-. Si se les permitiera hacer todo lo que quieren, insistirían en la importancia de guarnecer la Luna para protegernos de un ataque de Marte” (5). No fue sólo la necesidad de proteger las colonias existentes lo que llevó a la expansión hacia nuevos territorios. Las actividades de los comerciantes de vez en cuando forzaban a gobiernos renuentes a contraer nuevas responsabilidades. Compañías comerciales como la Royal Niger Company, en Africa occidental, o la Imperial British East Africa Company, en Uganda, se enfrentaron con situaciones que no podían manejar por su cuenta (guerras con tribus locales que les desbordaban, o la rivalidad de otros europeos, como fue el caso de británicos v franceses en el Níger y con frecuencia fueron capaces de movilizar a la opinión pública de la metrópoli, la cual forzaba al gobierno a actuar y a asumir la responsabilidad directa sobre el territorio donde operaban las compañías. En Alemania, el propio Bismarck, pese a no ser un “Kolonialmensch” (un “hombre colonias”), descubrió que, gracias al débil aliento que dio en 1884 y 1885 a los comerciantes y exploradores colonialistas en Africa, a fin de ganarse votos y quizá para asegurarse que los intereses económicos alemanes no quedas en ningún caso descuidados, había creado un poderoso grupo de presión que ni él ni sus sucesores pudieron ignorar. Paso a paso, y por varias razones, los británicos aumentaron enormemente su imperio entre 1880 y 1905, de modo que al final de ese proceso la población de las colonias británicas se estimaba en más de 345 millones de habitantes, en una época en la que el Reino Unido tenía unos 40 millones de habitantes. El imperialismo era una causa popular en la Inglaterra de la década de 1890. Algunos lo han atribuido al hecho de que la posición industrial de Gran Bretaña estaba decayendo con el aumento en poderío y capacidad productiva de Alemania y Estados Unidos, y es cierto que la rivalidad comercial entre Gran Bretaña y Alemania se convirtió en la década de 1890 en un lugar común para los propagandistas británicos, y que los vendedores alemanes operaban con eficacia en zonas, tales como el Oriente Medio, donde los ingleses habían mantenido hasta entonces una indiscutida supremacía comercial. Además, con razón o sin ella, muchos ingleses creían que las posesiones coloniales reportarían ventajas económicas inmediatas en forma de alimentos baratos, mientras que el hecho de que los rivales de Gran Bretaña, especialmente Rusia v Francia, fueran proteccionistas les hacía temer que el comercio británico fuera excluido de las áreas que estaban bajo su control. La sensación de que la posición de Gran Bretaña en el mundo estaba siendo desafiada, no sólo lo pone de manifiesto la “rebatiría por Africa”, donde las ganancias territoriales británicas fueron mayores, sino que también lo confirmaba la política británica en China, donde Gran Bretaña había sido, con mucho, la potencia comercial más influyente e importante desde que forzó a China, tras dos guerras anteriores de aquel mismo siglo, a abrir sus puertos a los comerciantes extranjeros. En la década de 1890, sin embargo, la aparición de Japón como una eficaz potencia occidentalizada y la derrota que infligió a China en 1895 cambiaron la situación. Francia, Alemania y Rusia al intervenir para salvar la integridad del Imperio Chino frente a las aspiraciones japonesas, reclamaron su derecho a opinar sobre el futuro de China, y esta intervención fue seguida por una carrera para obtener concesiones y esferas de influencia,

en la que cada una de las grandes potencias europeas desempeñó su parte. Así pues, la preeminencia comercial y naval de Gran Bretaña en el Extremo Oriente fue desafiada, en especial por Rusia, cuya expansión, a través de Siberia, hacia el Asia Central, facilitada con la construcción del ferrocarril transiberiano (terminado en 1902), estaba a salvo de la interferencia de la marina británica. El temor a las actividades rusas en Extremo Oriente se unió entonces al tradicional temor británico a la amenaza rusa contra la India, al menos hasta que la victoria japonesa en la guerra ruso-japonesa de 1904-5 puso un alto a la expansión rusa en el norte de China y Corea. Los intereses y aspiraciones mundiales de Gran, Bretaña, azuzados por- la nueva y barata prensa popular con lemas como “El Imperio en el cual nunca se pone el sol”, hallaron su más sorprendente expresión simbólica en las celebraciones del septuagésimo quinto aniversario de la reina Victoria en 1897, cuando, según palabras del duque de Argyll, “no podemos dejar de recordar que ningún soberano desde la caída de Roma pudo reunir súbditos de tantos y tan distantes países de todo el mundo” (6). Una observadora menos favorable, Beatrice Webb, se quejó del “Imperialismo en el ambiente; con todas las clases embriagadas de monumentos y de lealtad histérica” (8). Sin embargo, este espíritu de autocongratulación nacional no duró mucho. Al cabo de tres años, Gran Bretaña se vio envuelta en una dura y enconada guerra en Africa del Sur contra los boers, los descendientes de los colonos holandeses en Transvaal y el Estado Libre de Orange, cuya independencia había sido reconocida por los británicos en 1881 y 1884, tras un primer choque militar, y que trataban de afirmar su derecho a limitar en su territorio las actividades de forasteros en la explotación de los ricos yacimientos de oro y diamantes, alterando así el equilibrio social de las pequeñas y conservadoras repúblicas de granjeros. Aunque los británicos ganaron la guerra y obligaron a las repúblicas boers a integrarse en la Unión de Africa del' Sur, la contienda fue más larga y dura de lo esperado, y contribuyó notablemente a cambiar los sentimientos populares en Gran Bretaña. Como escribió sir Edward Grey, secretario del Foreign Office en el gobierno liberal que ocupó el poder a finales de 1905 (8): Antes de la Guerra de los boers, ansiábamos una pelea. Estábamos dispuestos a luchar contra Francia por Siam, con Alemania por el telegrama a Kruger*, y con Rusia por lo que fuera. Aquí, cualquier gobierno, en los últimos diez años del pasado siglo, podría haber tenido guerra con sólo levantar un dedo. La gente la habría pedido a gritos. Tenían ansia de emociones, y la sangre se les subía a la cabeza, Ahora, esta generación ya ha tenido bastantes emociones, ha perdido un poco de sangre, y está cuerda y normal. *Se trata del telegrama enviado en 1896 por el kaiser Guillermo II al presidente Kruger del Transvaal, felicitándole por haber rechazado una incursión de pequeñas fuerzas irregulares salidas de la colonia de El Cabo, al mando del doctor Jameson.

A pesar de que el entusiasmo general a favor del Imperio Británico siguió presente durante años y de que el patriotismo resurgió de vez en cuando, sobre todo con ocasión del estallido de la Primera Guerra Mundial, a partir de los primeros años del siglo xx la época del imperialismo popular más estridente ya había pasado. Aunque el imperialismo británico era el más notable ejemplo de este fenómeno, tanto por la extensión del territorio adquirido, como por el entusiasmo popular que despertó, todas las grandes potencias de Europa se vieron afectadas por el movimiento imperialista, con la excepción de Austria-Hungría, demasiado preocupada por el conflicto de nacionalidades dentro de sus fronteras como para levantar la vista hacia fuera (aunque, incluso allí, hubo algunos políticos y burócratas que ansiaban posesiones coloniales en Oriente Medio, como forma de reafirmar la posición de la monarquía en el mundo).

Durante el período que siguió a 1870, Francia amplió su imperio norteafricano, en el que Argelia había atraído ya a muchos colonos franceses, con el establecimiento del protectorado sobre Túnez en 1881, y luego sobre Marruecos en 1912, aprovechando en este último caso como pretexto que los disturbios en la frontera argelina exigían una intervención de Francia en Marruecos para mantener el orden. Mientras tanto, Francia adquirió también un gran imperio en Extremo Oriente y Africa. En Extremo Oriente, a partir de 18,58, cuando los franceses invadieron Annam y se apoderaron de algunos estados cuya estructura era demasiado débil para resistir la penetración europea, y Annam, Conchinchina y Tonkín (las tres provincias que ahora forman parte de Vietnam) fueron incorporados a Camboya para recibir el nombre de Indochina francesa en 1887, y a la que fue agregado el protectorado de Laos seis años más tarde. En la década de 1880, los franceses fueron activamente animados en sus aventuras coloniales por Bismarck, quien esperaba que la expansión en ultramar desviaría la atención popular francesa de las perdidas provincias de Alsacia-Lorena. En realidad, mientras que para Gran Bretaña el mantenimiento de su hegemonía mundial constituía el cometido principal de su política exterior, los franceses se veían desgarrados entre su deseo de imperio y su ansia de revancha en Europa por la derrota de 1870 y la pérdida de territorio francés. Así, por ejemplo, la derrota en 1885 de tropas francesas en Indochina provocó la caída del gobierno de Jules Ferry y levantó un clamor general porque las aventuras coloniales distraían a Francia de su verdadera tarea. Como expresó un publicista nacionalista: “He perdido dos hijos y usted me ofrece veinte sirvientes” (9). Sin embargo, a pesar de los reveses v de la rivalidad con Gran Bretaña (que se había anexionado Birmania en 1886) -una rivalidad que permitió a Siam (Thailandia) sobrevivir como Estado-tapón independiente-, el Imperio Francés en Extremo Oriente reportó sustanciosos beneficios económicos, aunque sólo fuera para unos pocos banqueros y compañías comerciales. junto con las Indias Orientales holandesas v los territorios británicos en Malasia, la Indochina francesa producía una considerable proporción del suministro mundial de caucho, por lo que las inversiones en las plantaciones y en la construcción de ferrocarriles rendían muy buenos intereses. Así pues, los banqueros franceses de la metrópoli estaban directamente implicados en el desarrollo del Imperio Francés en Extremo Oriente. Sin embargo y ante todo, la dominación francesa sobre un pueblo antiguo y civilizado en Indochina hizo mucho por mantener viva en Francia la autoconfianza de ser una gran potencia que había logrado rehacerse con éxito de la humillación de 1870, y las colonias proporcionaron a Francia un campo donde aún se podían alcanzar glorias militares y donde había oportunidades para los oficiales ambiciosos que quisieran hacer carrera, cosa bastante difícil de lograr en la metrópoli en tiempos de paz. La participación francesa en la pugna por Africa fue también considerable, aunque gran parte del territorio que conquistó era lo que lord Salisbury denominó en cierta ocasión “suelo menudo” (las arenas del Sahara), con escasos alicientes para los inversores franceses. Si el sueño de los imperialistas británicos en Africa, como Cecil Rhodes, era establecer un enlace directo entre El Cabo y El Cairo que atravesara continuamente por territorio británico, los franceses tenían esperanzas de unir sus nuevas colonias en Africa Occidental a través del Africa Central con su base en Djibuti, en el mar Rojo. Durante la década de 1890, esta rivalidad anglofrancesa en Africa Central fue el tema crucial de las relaciones diplomáticas entre ambos países. Los franceses trataban de arrancar a los británicos concesiones v acuerdos comerciales v fronterizos favorables, y los británicos procuraban mantener su posición y conservar un máximo de Africa abierto al comercio y la influencia británica. Todo esto culminó en 1898 con un enfrentamiento abierto en Fashoda (Alto Nilo). Una expedición francesa enviada a través de Africa para reivindicar el territorio, se encontró cara a cara con una fuerza expedicionaria brítánica que acababa de lograr la reconqtiista del Sudán, en poder de los seguidores del Malidi, un jefe religioso musulmán. Los franceses se vieron obligados a admitir que oponerse a los británicos en Africa era algo que estaba por encima de sus posibilidades, a menos que contaran

con el apoyo alemán en Etiropa, apoyo cuyo precio sería la renuncia para siempre a AlsaciaLorena, v éste era un precio que ningún gobierno francés podía permitirse el hijo de pagar. Aunque el público francés se sintió amargado por los éxitos coloniales británicos y aunque la prensa francesa dirigió una violenta campaña contra Gran Bretaña en la época de la Guerra de los boers, es posible que en Francia ese enttisiasmo colonial sólido y continuo estuviese menos extendido que en Gran Bretaña. En todos los países imperialistas hubo importantes grupos de presión ansiosos de granjearse el apoyo popular; pero en Francia, si bien griipos con intereses económicos, administrativos o militares en las colonias ínfliiveron en el gobierno en ciertos momentos, rara vez contaron con el ápovo de las masas, v las inversiones en las colonias ftieron, por ejemplo, mucho menos populares entre la clase media francesa jue los préstamos a Rusia. Sólo en Argelia, conquistada por Francia entre 1830 v 1850, existía una gran población de colonos franceses, y bajo la Tercera República, Argelia formó parte constitucionalmente de la Francia metropolitana, y por lo tanto no era una colonia. No obstante, en cierto aspecto el imperialismo francés sí ejerció un efecto más acusado, tanto sobre los pueblos sometidos como en la metrópoli, que el británico. Mientras que los británicos se contentaban con administrar sus colonias, ya fuese directamente con funcionarios británicos, o bien, indirectamente, a través de los jefes locales con consejeros británicos (como en el norte de Nigeria o en los principados de la India), en el primer caso con el fin confesado de preparar con el tiempo a los pueblos sometidos para el autogobierno, los franceses estaban mucho más decididos a que sus pueblos coloniales quedaran asimilados a la sociedad cultura francesas. La colonización francesa se basaba en el supuesto de que los súbditos franceses en Africa o Asia podían transformarse en franceses v que eso colmaría sus ambiciones. (Se ha dicho que a los niños africanos, que aprendían de los mismos libros de texto que los mismos franceses, se les podía escuchar repetir con solemnidad que sus antepasados gatos tenían ojos azules y cabellos rubios y lacios.) Esto era tan ilusorio como la creencia británica de que los habitantes de sus colonias podrían ser gradualmente adiestrados para un limitado autogobierno Y que se sentiríais agradecidos por ello. En ambos casos, la experiencia de la dominación, los métodos v las ideas extranjeras contribuyeron al movimiento para la independencia nacional en las colonias: pero es discutible que los franceses dejaran en sus ex-súbditos una huella cultural más profunda que los británicos. La colonización no era necesariamente el resultado de la expansión ultramarina. La potencia colonizadora que tuvo más éxito, en el sentido de que su imperio ha durado v de que nunca ha conocido un proceso de descolonización, fue Rusia. Ya hemos visto como, durante todo el siglo xix, Rusia continuó su expansión hacía el este por el Asia Central y Siberia, colocando bajo su dominio a las tribus musulmanas y paganas que habitaban estos vastos y potencialmente ricos territorios. Entre 1880 y 1900, la administración fue reorganizada y, con la construcción del ferrocarril transiberiano, se estimuló la emigración a Siberia, que alcanzó su momento culminante en los años 1907-9, cuando se trasladaron allí más de medio millón de colonos al año, creando una ruda sociedad de pioneros parecida a la del Oeste norteamericano en sus primeros tiempos, desarrollando una importante industria textil y produciendo grandes cantidades de trigo. Hubo además, entre los militares, funcionarios y negociantes con intereses económicos en el Extremo Oriente ruso, algunos que esperaron extender la influencia rusa todavía más allá, y penetrar en Cerca y Manchuria, donde existían importantes fuentes de materias primas (madera y minerales), así como (según se creía) un creciente mercado para los productos manufacturados. En 1898, Rusia ocupó Port Arthur, una base en la costa del norte de China, con lo que obtuvo un puerto en el Pacífico que, a diferencia del puerto siberiano de Vladivostock, estaba libre de hielos todo el año. Se esperaba con ello que el respetable poderío naval de Rusia se hiciera sentir en el Extremo Oriente y proporcionar, además, sin nuevo terminal para el ferrocarril transiberiano. Al mismo tiempo iba en aumento la influencia del

grupo favorable a la expansión, aun a riesgo de una guerra con Japón. Estas ambiciones condujeron en 1904 i la guerra ruso-japonesa, en la que se luchó precisamente por el control de Corea, país que los japoneses consideraban esencial para su seguridad nacional. La derrota de Rusia frente a Japón supuso un desastre inesperado para el gobierno zarista, y puso fin a las esperanzas rusas de un imperio extremo-oriental todavía más extenso, al tiempo que aceleró todas las corrientes de inquietud que luego aflorarían en la revolución de 1905. En Rusia, el imperialismo no sólo adoptó la forma de la colonización de Siberia v de la expansión en Extremo Oriente, que llevaría al choque con Japón. También halló expresión en un intenso programa de rusificación de los pueblos no rusos del Imperio. Contra esto, mostraron particular resentimiento los polacos, los ucranianos y los fineses, aunque también afectó a los pueblos tártaros musulmanes (del Volga y de Crimea, así como a los armenios cristianos del Cáucaso. Incluso los alemanes de las provincias bálticas, cima de muchos de los más leales y eficientes burócratas del Imperio, vieron cómo su universidad alemana de Dorpart era cerrada y se vieron obligados a aceptar la sustitución del alemán por el ruso como idioma de los tribunales de justicia, Con la excepción de un breve período entre las dos guerras, la mayoría de los habitantes de esa región, los latvios o letones, lituanos y estonios, tuvieron que soportar la supresión alternativa v a veces simultánea de su identidad nacional por alemanes y rusos. Gran Bretaña, Francia y Rusia poseían, cada una a su manera, vastos imperios que les reportaban considerables beneficios económicos, aunque éstos no fueran siempre tan sustanciosos como se había esperado. Las otras grandes potencias con aspiraciones imperialistas, Alemania e Italia, mostraron hasta qué punto la posesión de colonias se había convertido en un asunto de prestigio nacional más que de interés nacional o económico. En ambos casos, el logro de la unidad nacional hizo que la generación siguiente se sintiera ansiosa de algo más, de un nuevo quehacer nacional y de una nueva fuente de orgullo nacional. En la atmósfera internacional del período de 1880 a 1900, tal ambición sólo podía ser satisfecha mediante la adquisición de colonias, “una necesidad de la vida moderna” (10), como la calificó el jefe del gobierno italiano, Crispi. Los italianos tenían por lo menos una buena razón para desear colonias. Italia, especialmente en el sur, estaba superpoblada y cada año eran más los italianos que se veían obligados a emigrar. En 1913 se alcanzó la cifra de 873.000 emigrantes, unos en busca de un trabajo temporal en otros países de Europa, otros para establecerse permanentemente o por largos períodos en América del Sur, y en número creciente en los años anteriores a 1914, en Estados Unidos. Así, la idea de obtener un imperio en Africa del Norte (y Túnez estaba a menos de 100 millas de Sicilia) resultaba muy atractiva, porque proporcionaría territorios donde los europeos pudieran establecerse, como lo estaban demostrando los franceses en Argelia, y porque haría realidad el sueño de fundar un nuevo Imperio Romano en tierras que habían sido una de las más ricas provincias de la antigua Roma. Y así, se produjo una amarga desilusión cuando, en 1881, los franceses, animados por Bismarck, establecieron su protectorado sobre Túnez. Por ello, en los siguientes quince años la política exterior italiana estuvo en buena medida dictada por los celos de Francia. Los italianos construyeron tina importante marina de guerra y emprendieron una -guerra arancelaria contra Francia. A pesar de ello, y a pesar de su Triple Alianza con Alemania y Austria-Hungría, firmada en 1882 v renovada regularmente en los treinta años siguientes, que proporcionó cierta satisfacción a su orgullo nacional al reconocer a Italia el status de gran potencia, los italianos no lograron establecerse al otro lado del Mediterráneo hasta 1911, fecha en que consiguieron apoderarse de Libia. El primer territorio africano que Italia adquirió fue en 1882 en la costa del mar Rojo. Una vez instaladas allí, los italianos creyeron que su prestigio estaba en juego, y que una política de

“renunciación” sería fatal para cualquier gobierno que la propusiera, incluso a la vista de considerables dificultades militares. La alternativa a la retirada era la expansión, y en 1885 ocuparon Massawa, tras el asesinato de un explorador italiano. En 1890, los italianos estaban en posesión de la colonia que ellos llamaron Eritrea (recalcando sus lazos históricos con la antigua Roma, al tomar el nombre latino del mar Rojo), y habían establecido un protectorado sol)re parte de Somalia. En el curso de estos acontecimientos, se vieron implicados con el antiquísimo v un tanto decrépito imperio cristiano de Etiopía. Al principio, el emperador Menelik, ansioso de fortalecer su precaria situación en el trono, estuvo dispuesto a la cooperación e hizo concesiones a los italianos; pero en 1893 denunció el tratado que había firmado con ellos, Y una vez más el sentimiento nacional italiano pidió avance antes que retirada. Con referencias patrióticas a las campañas de Garibaldi (tanto Crispi, el jefe del gobierno, como el gobernador de Erítrea habían sido compañeros de armas de Garibaldi en 1860) y afirmando que habían “renovado en Africa el esplendor de las victorias de Garibaldi” (11), el ejército italiano se comprometió cada vez más y, a principios de 1896, sufrió una inesperada y humillante derrota a manos de los etíopes en Adua, dejando casi dos mil prisioneros italianos en poder de Menelik. El desastre de Adua no sólo llevó a la caída del gobierno de Crispi y a una prolongada crisis política y social en Italia. También condujo a un breve rechazo de toda empresa colonial y al deseo entre los nacionalistas italianos de borrar a largo plazo la vergüenza de la catástrofe etíope. Así, una expedición colonial, relativamente anodina, se convirtió en un poderoso mito nacionalista, de modo que Adua no fue olvidada y el sueño de venganza v de volver a fundar un imperio italiano en Etiopía siguió vivo para contribuir al programa ecléctico del fascismo italiano e inspirar el ataque de Mussolini contra Etiopía en 1935. En el caso de Alemania, el deseo de un imperio colonial fue reflejo del profundo sentimiento de inquietud e insatisfacción sobre el lugar que ocupaba Alemania en el mundo a finales del siglo xix. Bismarck, aunque a veces había animado a los grupos de presión colonialistas para sus propios fines internos o diplomáticos, estaba fundamentalmente desinteresado en la expansión colonial. Su política seguía estando firmemente centrada en Europa. "Aquí está Rusia, y aquí está Francia, y nosotros estamos en el medio. Ese es mi mapa de Africa” (12), dijo una vez. No obstante, tras su destitución en marzo de 1890 por el joven emperador Guillermo II, hubo muchas fuerzas en Alemania dispuestas a emprender una política más aventurera. La Welpolitik (política mundial) se convirtió en una de las consignas del nuevo -reinado, como la Realpolitik lo había sido en tiempos de Bismarck. Las colonias obtenidas por Alemania en el sudoeste de Africa, Tankanika y el Pacífico nunca fueron muy importantes o económicamente rentables; pero la posesión de colonias parecía a muchos alemanes simbolizar que habían alcanzado el status de potencia mundial. Por esta razón, la adquisición de colonias estuvo estrechamente ligada, en la mente de los alemanes, con la construcción de una gran marina de guerra, punto de vista que fue asumido de todo corazón por el propio kaiser. en 1894, leyó la importante obra -del pensador militar norteamericano Alfred Thayer Mahan sobre la influencia del poder naval en la historia, publicada cuatro años antes, y desde entonces, como muchos de sus contemporáneos, se convenció firmemente de la abrumadora importancia que el poderío marítimo tenía para el desarrollo y éxito de las naciones, tanto en tiempos de paz como de guerra. La Weltpolitik significó para los alemanes de la década de 1890 el descubrimiento de una nueva misión universal para Alemania, digna de su fuerza industrial, tecnológica, cultural y militar. Fue un ideal que atrajo a los seguidores de clase media del Partido Liberal Nacional, cuyos padres habían luchado por la unificación alemana y que estaban buscando nuevos objetivos para su entusiasmo nacional; y fue un ideal por cuya popularización importantes grupos de presión estuvieron dispuestos a desembolsar grandes sumas. Así, los fabricantes del acero requerido para construir los buques para la nueva flota de guerra y los propietarios

de las minas que producían el carbón para alimentar sus calderas sufragaron la inundación de folletos y propaganda de todo tipo que la Liga Naval puso en circulación para despertar el apoyo popular a favor de la idea de una gran marina de guerra alemana. En 1897, el almirantazgo alemán, a las órdenes del almirante Tirpitz, se embarcó en un ambicioso programa naval y, tres años más tarde, acometió una nueva expansión naval. Las consecuencias, tanto en el interior como en el exterior, fueron graves. El costo de los armamentos navales tenía que ser sufragado principalmente mediante los préstamos que solicitaba el gobierno, y mediante el aumento de contribuciones a cargo de los recursos financieros disponibles en los estados del Imperio para fines locales. (Ni siquiera durante la Primera Guerra Mundial quiso el gobierno alemán aumentar los impuestos directos, mientras que la clase terrateniente prusiana volcó toda su influencia contra cualquier impuesto importante que gravara la tierra o la herencia.) Por lo tanto, en 1914 el gobierno alemán se enfrentaba a un cierto número de problemas financieros y fiscales no resueltos. Al mismo tiempo, la construcción de una gran marina alemana despertó recelos entre los británicas, ya que en Inglaterra se opinaba que el propósito de la flota alemana sólo podría ser el de desafiar la supremacía naval británica, que la mayoría de los políticos británicos consideraban como un elemento vital para la seguridad v prosperidad de Gran Bretaña. Aunque Gran Bretaña y Alemania podían llegar a acuerdos sobre casos particulares, y, por ejemplo, resolver su rivalidad específica en el Próximo Oriente, donde un acuerdo sobre el propuesto ferrocarril de Constantinopla a Bagdad estaba ya dispuesto para la firma cuando estalló la guerra en 1914, la desconfianza general que sentían entre sí, debido a la rivalidad naval y a la carrera de armamentos, imposibilitó el reconocimiento de una identidad real de intereses. La construcción de la flota alemana y el apoyo que ésta recibió de muchos sectores de la sociedad alemana, y no sólo de los poderosos con un interés económico directo en el armamento naval, fije una manifestación más potente del imperialismo reinante que el desarrollo real de los territorios coloniales que Alemania consiguió adquirir. A muchos alemanes, ansiosos de encontrar un nuevo papel para su país v desilusionados al ver que las colonias potenciales más apetecibles estuvieran ya casi todas ocupadas, les parecía, dado el ejemplo de Gran Bretaña, que una marina poderosa era el único medio disponible para proceder a un reajuste en el equilibrio de poder mundial en favor de los intereses de Alemania. Así, según este punto de vista, la marina alemana no estaba destinada a la consecución directa de colonias, sino que más bien había de ser un medio de desequilibrar la balanza del poder en favor de Alemania y de quebrantar el predominio mundial de Gran Bretaña. Estas ideas, más bien confusas, eran sostenidas de una forma cruda y simple por el kaiser y Tirpitz; pero también fueron expuestas con mayor sutileza y profundidad por ciertos publicistas e historiadores, tanto si escribían en términos de equilibrio de poder como si soñaban con una esfera económica alemana en Europa Central, que se desarrollara junto a una expansión de la influencia alemana fuera de Europa. El incremento de las ambiciones coloniales e imperialistas de los principales Estados significó que la diplomacia europea debía ocuparse a partir de entonces de una zona mucho más extensa. Aunque Europa seguía siendo el centro del escenario internacional, el escenario en sí era Mucho más grande. Y con la aparición de Estados Unidos y Japón como importantes, potencias navales con crecientes intereses en el Pacífico, surgieron nuevos factores que habrían de afectar profundamente al equilibrio mundial y ejercer una influencia decisiva en la historia de las relaciones internacionales del siglo xx. Los críticos del imperialismo de los años anteriores a 1914 predijeron que las rivalidades coloniales v la pugna por nuevos mercados y campos de inversión llevarían inevitablemente a la guerra. De hecho, cuando ésta estalló, se libró principalmente por intereses y fines

europeos, mientras que la esperanza de ganancias coloniales influyó tan sólo de forma incidental. Sin embargo, el movimiento imperialista afectó directamente de tres maneras a las relaciones entre los Estados europeos en los años anteriores a 1914, y contribuyó a la atmósfera que hizo la guerra posible. En primer lugar, las alineaciones internacionales creadas en torno a cuestiones coloniales chocaron a menudo con el esquema de relaciones internacionales surgido en Europa durante los años posteriores a la Guerra franco-prusiana. En segundo lugar, los acuerdos específicos sobre cuestiones coloniales particulares llevaron a menudo a una entente más general, como fue el caso del arreglo de disputas coloniales entre Gran Bretaña, Francia v Rusia. En tercer lugar, y quizás ésta fuera la más importante, las rivalidades coloniales y la consiguiente carrera de armamentos (especialmente en el caso de Gran Bretaña y Alemania) afectasen toda la vida internacional, estimulando doctrinas racistas y dando apoyo, o al menos así parecía, a las toscas teorías evolucionistas que interpretaban las relaciones entre estados en términos de la lucha por la supervivencia que, como entonces se admitía ampliamente, gobernaba el mundo de la naturaleza. De 1870 a 1890, el escenario internacional estuvo dominado por la política exterior alemana, una política pensada para servir a fines puramente europeos. Con el logro de la unificación alemana bajo la jefatura de Prusia, el propósito de la diplomacia de Bismarck fue asegurarse de que Francia permaneciera aislada y fuera incapaz de planear un desquite bélico para recobrar Alsacia-Lorena. Sí Alemania se veía envuelta en hostilidades con otra potencia europea, siempre existía el peligro de que Francia se pusiera de parte del adversario. En particular, si Austria-Hungría y Rusia chocaban como resultado de su rivalidad en los Balcanes, y sí Alemania se veía obligada a alinearse junto a una de ellas, cabría la posibilidad de que Francia se pasara al otro bando. En consecuencia, uno de los principales objetivos de Bismarck fue evitar el tener que elegir entre Austria-Hungría y Rusia, y mantener, en el sudeste de Europa, una situación estable que hiciera tal elección innecesaria. Estos habían sido los móviles de la diplomacia de Bismarck antes y durante el Congreso de Berlín de 1878. Le habían llevado a la firma de la Alianza Dual con Austria-Hungría en 1879, en parte porque, si Austria-Hungría era un aliado formal de Alemania, a ésta iba a serle más fácil influir en su política exterior. Al mismo tiempo, Bismarck deseaba mantener buenas relaciones con Rusia: primero, tratando de formar una Liga de los Tres Emperadores de Alemania, Austria-Hungría y Rusia, ostensiblemente para demostrar la solidaridad monárquica ante la amenaza de una revolución y luego, con ocasión de la crisis búlgara de .1885-6, que demostró lo inestable que seguía la situación en los Balcanes, firmando directamente un acuerdo secreto con Rusia en 1887 (más tarde conocido como «Tratado de Reaseguro»), que al menos «mantendría abierta la línea con San Petersburgo», como rezaba la expresión diplomática de entonces, y que en el caso de otra crisis balcánica daría tiempo para entablar negociaciones antes de que Alemania se comprometiera con uno u otro mando. Además, Bismarck había tratado de asegurar la estabilidad de Eutopa haciendo entrar a Italia en la Triple Alianza con Alemania y Austria-Hungría en 1882, y estableciendo una alianza con Rumania en 1883. En 1883 logró persuadir a Gran Bretaña para que ésta manifestara un cauto interés en el mantenimiento del status quo en el Mediterráneo oriental mediante un acuerdo con Austria-Hungría e Italia. Muchos de estos acuerdos permanecieron parcial o totalmente secretos, y aunque en líneas generales eran en su mayoría conocidos, siempre existía la sospecha de que había en ellos más de lo que se veía, y fuese en forma de compromisos militares o bien en propuestas de reajustes territoriales. Así, mientras el complejo sistema diplomático forjado por Bismarck sirvió de momento para sus propósitos de mantener el equilibrio de Europa y la seguridad de Alemania., también dio a los radicales de todos los países nuevos motivos para atacar la diplomacia secreta y un sistema internacional en el cual las cuestiones que implicaban la paz y la guerra, así como

el destino de millones de personas, eran arreglados a puerta cerrada y sin disensión pública. Aunque el sistema de Bismarck logró temporalmente la estabilidad de Europa, también contribuyó con sus métodos secretos al aumento de los recelos entre los gobiernos europeos. La caída de Bismarck en 1890, resultado del antagonismo personal entre el anciano estadista y el joven emperador Guillermo II, y del desacuerdo entre ambos sobre el modo de contener la creciente fuerza del socialismo en Alemania, así como de las diferencias en materia de política exterior, condujo a importantes cambios en la situación internacional. El Tratado de Reaseguro con Rusia no fue renovado, pese a que los rusos estaban interesados en ello. A despecho de todas las diferencias existentes entre el sistema político de la Tercera República y la autocracia zarista, que entonces atravesaba una de las fases más represivas, Francia y Rusia se estaban aproximando. Los rusos, con el inicio de su ferrocarril transiberiano, se habían embarcado en una nueva etapa de su expansión en Asía y necesitaban seguridad en Europa. También necesitaban capitales extranjeros para financiar éste v otros proyectos para la industrialización y modernización de Rusia. En 1887, Bismarck, en parte quizás como resultado de su característica falta de comprensión de los lazos existentes entre la economía y la diplomacia, y, en parte, como resultado de su disgusto momentáneo con los rusos a causa de la recién impuesta restricción a la posesión de tierras por extranjeros, que afectó a muchos alemanes prominentes, había prohibido la flotación de préstamos a Rusia en la bolsa de Berlín. El resultado fue que los rusos se volvieron hacia Francia, de modo que en los años siguientes muchos miles de millones de francos fueron invertidos por franceses en obligaciones rusas, en gran parte por inversionistas modestos, quienes, por ese motivo, adquirieron un interés directo en la marcha de las relaciones franco-rusas y en la estabilidad interna de Rusia (más tarde, factor importante en la actitud de los franceses hacia la Revolución Bolchevique), Por lo tanto, había un terreno abonado para unas relaciones más estrechas entre Rusia y Francia, especialmente si se tiene en cuenta que éstas habían de dar a' Francia tina sensación de seguridad al sugerir a Alemania la amenaza de una guerra en dos frentes, algo que Alemania estaba dispuesta a evitar a todo trance. En 1890 y 1891, se intercambiaron cortesías entre los dos países, y lo que más llamó la atención del público fue el saludo del zar mientras era interpretada «La Marsellesa», con todas sus reminiscencias revolucionarias, durante una visita de la flota francesa a Rusia. En agosto de 1891, hubo correspondencia secreta entre los dos gobiernos para tratar vagamente de una acción común en caso de guerra, y un año más tarde hubo un acuerdo militar, ratificado a fines de 1893. Con la alianza franco-rusa, aparentemente enfrentada a la Triple Alianza de Alemania, Austria-Hungría e Italia, se desvanecían muchas de las ventajas que la diplomacia de Bismarck había conseguido para Alemania. En efecto, el predominante interés de las potencias europeas, durante la década de 1890, en la expansión imperialista hizo que la atención de sus gobiernos se centrase en los acontecimientos de ultramar, y que los problemas europeos parecieran. temporalmente menos importantes. Las ambiciones de Alemania por convertirse en una potencia mundial eran contrarias a los principios de la política exterior bismarckiana, que siempre se habían orientado a fines identificables y objetivos limitados, mientras que, bajo Guillermo 11, los objetivos eran a menudo tan vagos e inciertos como grandiosos y ambiciosos. La expansión ultramarina llevó a todas las potencias europeas a una competencia más directa con Gran Bretaña que cuando habían estado implicadas tan sólo en cuestiones europeas. Francia y Gran Bretaña eran rivales en Africa y Siam. Rusia parecía desafiar el predominio británico en Extremo Oriente. Para Alemania, que miraba a su alrededor en busca de «un lugar bajo el sol» en el campo colonial, Gran Bretaña parecía cerrarle el paso a la expansión en todas las partes del mundo. Un gran desafío a la posición de Gran Bretaña en Extremo Oriente se produjo cuando Francia, Alemania y Rusia, en una alineación que rompía con la naturaleza de las alianzas en

Europa, se coaligaron para intervenir en nombre de la preservación de la integridad de China al finalizar la guerra chino-japonesa, con lo que dieron a la cuestión china una dimensión internacional y pusieron fin a la posición rectora de Gran Bretaña en esta zona. En este caso, los franceses, tras algunas vacilaciones, se mostraron dispuestos a colaborar con los alemanes a pesar de todos los perjuicios que sentían contra ellos, tanto porque esperaban fomentar sus propios intereses en China, como porque deseaban complacer a sus nuevos aliados, los rusos. Ciertamente, cuando surgía la ocasión de una acción conjunta en el escenario colonial para salvaguardar la posición europea contra amenazas locales, las potencias olvidaban de momento sus diferencias. Cuando la sublevación de los boxers (un movimiento nacionalista dirigido contra la influencia de los europeos en China) amenazó, en 1900, con provocar la expulsión de los extranjeros, todas las potencias europeas (así como Japón) contribuyeron con sus fuerzas armadas a aplastarla, y los franceses incluso permitieron que sus tropas actuasen bajo el mando de un general alemán. La intervención de las potencias para limitar las ganancias japonesas después de la derrota de China en 1895 fue seguida por una tentativa de asegurarse zonas de influencia en China, en las cuales su comercio gozara de un trato preferencial, y adquirir bases en la costa para respaldar sus reclamaciones; así, después de que los alemanes se hubieran apoderado de Kiaochow y los rusos hubieran obtenido a su vez Port Arthur, el gobierno británico se sintió obligado a apoderarse de Wei Hai-wei (un puerto que el almirantazgo alemán ya había considerado y rechazado) como «consuelo cartográfico», para emplear la expresión de lord Salisbury. Los británicos ya no gozaban, pues, de una posición incontestable en China. Ahora otras potencias europeas tenían allí la oportunidad de comerciar y de obtener ganancias territoriales, y podían disfrutar de las ventajas que los británicos habían obtenido hacía algunas décadas en cuanto a exención de las leyes chinas ordinarias y al derecho a ser juzgados sólo por tribunales especiales, trato desigual que provocó gran indignación entre los chinos. Sin embargo, los británicos vieron la mayor amenaza a su posición en la extensión de la influencia rusa en el norte de China, y a finales de 1897 se esforzaron en conseguir un apoyo diplomático local contra Rusia al fracasar sus intentos de llegar a un acuerdo con ella. Su primera idea, cuando quedó claro que no era posible ningún entendimiento directo con Rusia, fue llegar a un acuerdo con Alemania, que por entonces no era un rival peligroso para Gran Bretaña en el campo colonial, ya que su carrera naval no había hecho más que comenzar v aún habrían de pasar cinco años antes de que el almirantazgo británico empezara a inquietarse por ella. En fecha tan reciente como 1890, los británicos habían concluido un acuerdo amistoso con Alemania por el cual Gran Bretaña le cedía la pequeña isla de Heligoland, en el mar del Norte, a cambio de la rica isla de Zanzíbar, frente a la costa de Africa Oriental. Aunque hubo momentos de malestar, como por ejemplo cuando los alemanes mostraron su simpatía por los boers de Africa del Sur, no destacaron problemas mayores entre ambos países ni tampoco había razón alguna, así al menos lo entendía el gobierno británico, para que ambos países dejaran de colaborar en Extremo Oriente. Había, sin embargo, otros motivos que indujeron a algunos estadistas británicos, especialmente a Joseph Chamberlain, a ver en Alemania un «aliado natural» de Gran Bretaña. En efecto, en unos momentos en que la red de alianzas entre las potencias europeas había quedado fuertemente tejida, algunos dirigentes británicos vieron en el aislamiento de su país un peligro para la posición mundial de Gran Bretaña. Chamberlain estaba convencido, como señaló en un discurso pronunciado en 1899, de que (13)

En el fondo el carácter... de la raza teutónica difiero muy poco del de la anglosajona... Nuestro sistema de justicia, nuestra literatura, la propia base y fundamento sobre el cual se asienta nuestro idioma son los mismos en los dos países, y si la unión entre Inglaterra y América es un poderoso factor para la causa de la paz, una nueva Triple Alianza entre la raza teutónica y las dos grandes ramas de la raza anglosajona ejercería una influencia todavía más poderosa en el futuro del mundo.

Por erróneas que sean las premisas de tal argumentación, sus elevados tonos racistas fueron comunes a muchos imperialistas británicos. Quizás merezca la pena observar, por ejemplo, que Cecil Rhodes, que amasó una fortuna en Africa del Sur, llegó a ser primer ministro de la colonia de El Cabo y fue el promotor de la expansión británica en el país que ahora lleva su nombre (Rhodesia), cuando dotó con sus famosas becas en la Universidad de Oxford, lo hizo pensando en los estudiantes alemanes tanto como en los norteamericanos y en los ciudadanos blancos de las colonias británicas. Aunque el kaiser, cuya actitud hacia Inglaterra y hacía sus propios familiares ingleses (era nieto de la reina Victoria) oscilaba entre la amistad sentimental y la celosa hostilidad, era partidario de una alianza con Gran Bretaña, sus ministros y los funcionarios permanentes del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán no se dieron prisa alguna. No estaban particularmente interesados en ayudar a Gran Bretaña en sus dificultades en Extremo Oriente, a menos que a cambio los británicos estuvieran dispuestos a cooperar en Europa, bien adhiriéndose a la Triple Alianza o, como mínimo, prometiendo una neutralidad benévola en caso de una (guerra de Alemania y Austria-Hungría contra Rusia y Francia. Creían que el tiempo estaba de su parte y que la rivalidad de Gran Bretaña con Francia y Rusia en el campo colonias forzaría finalmente a Gran Bretaña a una alianza bajo las condiciones alemanas. En consecuencia, las tentativas hechas en 1898 y de nuevo en 1901 para negociar una alianza angloalemana no dieron ningún resultado, pues los alemanes deseaban un compromiso general que los británicos no estaban dispuestos a conceder, y los británicos esperaban apoyo local en Extremo Oriente, algo que los alemanes pensaban que les enfrentaría innecesariamente con los rusos y les obligaría, como nunca se cansaban de repetir, a «sacarle las castañas del fuego» a Inglaterra. Al final, los británicos encontraron lo que querían mediante una alianza con Japón, que firmaron a principios de 1902 y que, al menos así lo parecía por aquel entonces, carecía de aplicaciones para Gran Bretaña fuera del Extremo Oriente. El fracaso en la consecución de una alianza anglogermana a principios del siglo xx ha sido considerado por algunos historiadores, especialmente en Alemania, como una oportunidad desastrosamente perdida que pudo haber impedido la Primera Guerra Mundial. En la práctica, sin embargo, las negociaciones abortadas tenían pocas posibilidades de éxito, puesto que los británicos estaban más atentos a sus intereses mundiales que a su involucración en Europa, en tanto que los alemanes confiaban en que su táctica de esperar hasta que la posición internacional de Gran Bretaña se debilitara todavía más, les reportaría una alianza inglesa en las condiciones que ellos impusieran. Las negociaciones internacionales más afortunadas son las que tratan de puntos detallados y específicos. Pero, en aquella época, entre Gran Bretaña y Alemania no existían puntos específicos en disputa y, por lo tanto, nada en lo que basar un acuerdo detallado y limitado. En los años posteriores a 1901 cuando el programa naval alemán estaba plenamente en marcha, hubo un punto específico del que tratar: la cuestión del desarme naval. Pero en este punto ninguna de las partes estaba dispuesta a hacer concesiones importantes a la otra. Mientras los británicos deseaban un apoyo limitado fuera de Europa para proteger sus intereses imperiales, los alemanes deseaban un compromiso británico en Europa que garantizara la seguridad alemana mientras llevaban adelante sus vagos planes de Weltpolitik, por lo que difícilmente cabía llegar a ningún acuerdo. Hasta qué punto los acuerdos específicos sobre diferencias coloniales podían llevar a una cooperación más general dentro de Europa es un problema que queda ilustrado por la Entende

Cordiale entre Gran Bretaña y Francia en 1904 y por el acuerdo anglo-ruso de 1907. La crisis de Fashoda en 1898 había demostrado que los franceses no eran lo suficientemente fuertes como para desafiar la posición de Gran Bretaña en Africa, sí los británicos estaban decididos a mantenerla. Además, la crisis había demostrado también que Rusia, el aliado de Francia, no deseaba dar a ésta ninguna ayuda inmediata y efectiva fuera de Europa. El acuerdo sobre las fronteras del Sudán, que dio término a la crisis, significó que los franceses tenían que abandonar toda esperanza de amenazar la posición británica en Egipto presionando desde el Alto Nilo. Sin embargo, aún tenían considerable influencia en el propio Egipto, ya que cada una de las principales potencias europeas tenía un voto en la Caisse de 1a Dette, que había sido establecida en la época de ocupación de Egipto para regular las finanzas egipcias en interés de ],os inversionistas europeos. Cualquier cambio importante en la organización económica de Egipto necesitaba el acuerdo de las potencias representadas en la Caisse, y en particular el de Francia. En 1902 lord Cromer, representante británico en Egipto, se mostró dispuesto a emprender un plan de reformas financieras de largo alcance, y esto significaba que más tarde o más temprano habrían de celebrarse negociaciones con Francia. Al mismo tiempo, resultó que el grupo de presión de los colonialistas franceses, que mantenían estrechas relaciones con Delcassé, ministro de Asuntos Exteriores, ansiaba redondear el imperio norteafricano de Francia con la adquisición de Marruecos, un plan que requería el consentimiento de Gran Bretaña, que tenía intereses comerciales y, lo que todavía era más importante, estratégicos en ese país, debido a la posición que ocupaba a la entrada del Mediterráneo. Con arreglo a estos supuestos, se iniciaron en 1903 negociaciones entre Gran Bretaña v Francia. Tras meses de intrincadas discusiones (modelo de negociación diplomática que puede ser seguido en detalle en los volúmenes publicados con los documentos británicos y franceses sobre política exterior) se llegó finalmente a un acuerdo en abril de 1904, por medio de un tratado que daba a Gran Bretaña mano libre en Egipto, prometía apoyo británico para una acción francesa en Marruecos y aclaraba cierto número de puntos conflictivos, como la cuestión de los derechos de pesca en la costa de Terranova y las respectivas esferas de influencia en Asia. En apariencia, se trataba sencillamente de un amplio arreglo de disputas coloniales, realizado en una nueva atmósfera de cordialidad, de la que la famosa visita del rey Eduardo VII a París en 1903 fue más bien el símbolo que la causa; y cabe preguntarse si alguno de los dos gobiernos albergaba otras intenciones que las acordadas. Sin embargo, pronto se puso de manifiesto que la Entente Cordiale repercutía en las relaciones entre las potencias europeas en general, y no sólo en la esfera de la política imperialista de Gran Bretaña y de Francia. En marzo de 1905, el gobierno alemán precipitó una crisis cuando el kaiser desembarcó en el puerto marroquí de Tánger y declaró que Alemania salvaguardaría sus intereses en Marruecos y que reconocía al sultán como soberano independiente. Esta tentativa de afirmar los intereses alemanes en uno de los pocos territorios africanos aprovechables que aún seguían siendo independientes, y de romper la solidaridad de la reciente Entente anglofrancesa, fracasó rotundamente. Aunque los alemanes lograron provocar una situación crítica por la cual la guerra entre Francia y Alemania pareció una vez más posible y aunque el gobierno francés se sintió lo suficientemente alarmado como para forzar la dimisión de Delcassé, al que se achacaba la responsabilidad de la crisis, de hecho el resultado fue una colaboración más estrecha entre Francia y Gran Bretaña, tanto antes como durante la conferencia sobre la cuestión marroquí que se celebró en Algeciras en 1906. En la conferencia fue Alemania, y no Francia, la que se vio aislada, y Austria1-Iiingría fue la única potencia que apoyó las propuestas alemanas para una reforma en Marruecos y la supervisión de la administración marroquí, mientras que, y esto

todavía es más importante, en los meses anteriores hubo conversaciones de tanteo, sin ningún carácter oficial y sin compromiso alguno, entre los estados mayores británico y francés sobre las medidas conjuntas a tomar en la eventualidad de una guerra con Alemania. Al cabo de dos años de la firma del acuerdo anglofrancés, quedó claro que el nuevo gobierno liberal de Gran Bretaña estaba tan ansioso por colaborar con los franceses como sus predecesores del Partido Conservador que habían negociado el acuerdo, y que la firma de lo que había parecido un tratado limitado referente tan sólo a cuestiones coloniales, de hecho tenía una significación más profunda para las relaciones mutuas entre las potencias europeas y para el equilibrio de poder en Europa. La nueva amistad entre Francia y Gran Bretaña fue puesta a prueba durante 1904 y 1905 por la guerra entre Rusia, aliada de Francia, y Japón, aliado de Gran Bretaña. Los alemanes aprovecharon la ocasión para adelantar propuestas para formar una liga continental integrada por Alemania, Francia y Rusia, y dirigida contra Gran Bretaña. Tampoco entonces condujeron a nada las tentativas alemanas para separar a Francia de Gran Bretaña, puesto que partían de la creencia sostenida por el Ministerio alemán de Asuntos Exteriores de que la Entente no podía ser en realidad algo serio. El fracaso se debió en buena parte a que Delcassé se había comprometido a colaborar con Gran Bretaña. Fue también su mediación la que contribuyó a resolver una grave crisis entre Inglaterra y Rusia cuando la flota rusa, al comenzar su viaje alrededor del mundo que acabó en una derrota total frente a los japoneses, disparó sobre algunos buques pesquemos británicos en la zona del Dogger Bank, en el mar del Norte, tomándolos, al parecer, erróneamente por submarinos japoneses. En 1906, por lo tanto, la Entente entre Gran Bretaña y Francia se vio fortalecida más que debilitada, básicamente porque después del arreglo de sus principales disputas coloniales cada uno empezó a preocuparse más por la situación en Europa. La crisis marroquí de 1905-6 no sólo reveló el aislamiento diplomático de Alemania, sino que también reavivó la idea de que era probable una guerra entre Francia v Alemania. En caso de que estallase tal guerra se lucharía en Europa y en torno a objetivos europeos más que imperialistas. (En verdad, la crisis de Marruecos fue seguida por un período durante el cual las empresas mineras francesas y alemanas colaboraron, animadas por sus respectivos gobiernos, en los intentos de prospección y explotación de los recursos de Marruecos.) Por aquel entonces, los británicos empezaban a considerar el programa naval alemán como una grave amenaza, y en 1903 el gobierno decidió construir una base naval en Rosyth (Escocia) para contrarrestar la creación de la flota alemana del mar del Norte, y el temor al establecimiento de una base alemana en la costa atlántica de Marruecos explica en buena medida el hecho de que los británicos apoyaron de todo corazón a Francia en 1905 y 1906. Aunque en Gran Bretaña eran muchos los que no creían que Alemania supusiera un peligro real para la posición de Gran Bretaña en el mundo; otros, entre ellos, algunos miembros del gobierno liberal y algunos antiguos funcionarios del Foreign Office, empezaban a opinar lo contrarío y, en consecuencia, sostenían que debían mantenerse los estrechos lazos con Francia. La derrota de Rusia frente a Japón tuvo también el efecto de desalentar a Rusia en sus planes de expansión en el Extremo Oriente, así como de despejar la inmediata amenaza rusa a los intereses británicos en China. Dadas estas circunstancias, parecía razonable que Gran Bretaña y Rusia trataran de llegar a un arreglo sobre los principales problemas derivados de su rivalidad imperialista en Asia. Ahora bien, este acuerdo, que los franceses no dejaron de estimular, tardó mucho tiempo en negociarse. El gobierno liberal británico estaba preocupado por la inestabilidad del sistema ruso, que la revolución de 1905 había puesto de manifiesto, y muchos de sus partidarios radícales se oponían tenazmente a cualquier acuerdo con el gobierno zarista que pudiera mejorar su imagen y credibilidad en el extranjero y contribuir a su fortalecimiento interno. Los militares de ambos lados instaban a los civiles para que no hicieran concesiones,

dado que tanto el gobierno de la India como el estado mayor ruso estaban preocupados por la posibilidad de perder influencia en Persia, una de las principales zonas en litigio. Sin embargo, el acuerdo fue firmado finalmente en abril de 1907. Establecía la neutralización del Tíbet y la retirada de la misión militar británica que había allí, mientras que los rusos reconocían la pertenencia de Afganistán a la esfera británica. Persia fue mantenido como Estado independiente, pero quedó dividido en zonas de influencia rusa y británica con una zona neutral en medio. Si bien Rusia no abandonó su interés por el Asia Central ni su intención de mejorar su posición en Persia, el acuerdo de 1907 suprimió algunas de las causas inmediatas de fricción con Gran Bretaña. También mantuvo a los rusos en la esperanza de que Gran Bretaña no se opondría a sus propósitos en Europa en una época en la que, al buscar ventajas que compensaran la humillante derrota en Extremo Oriente, el gobierno ruso había reavivado sus ambiciones en los Balcanes y sus esperanzas de controlar la salida del mar Negro a través del Bósforo y los Dardanelos. Aunque las relaciones de Gran Bretaña con Rusia nunca fueron tan estrechas como con Francia, el final de la vieja hostilidad entre ambos países puede considerarse como otro ejemplo más de cómo los acuerdos en la esfera imperial reflejaban la creciente preocupación de las grandes potencias por los asuntos de Europa. Los alemanes sospechaban, equivocadamente, un plan deliberado de Gran Bretaña para rodear y aislar a su país, y nadie podía escapar a la sensación de que Europa se estaba dividiendo en dos campos armados. Cuando había alcanzado la cima de su influencia en el mundo, las fuerzas desintegradoras en su seno conducían a lo que algunos historiadores han considerado como el primer round de una desastrosa guerra civil europea. Los críticos del imperialismo que prevalecían a finales del siglo xix lanzaban sus ataques desde diversos ángulos: los humanitarios se sentían ultrajados por la explotación de los africanos en el Congo Belga, por la brutalidad con la que los alemanes reprimieron la rebelión en Africa del Sudoeste en 1904, o por los «métodos de barbarie», como los llamó un destacado estadista británico del Partido Liberal, que los británicos emplearon para combatir las guerrillas en la Guerra del Transvaal, encerrando a los granjeros del veld en «campos de concentración», un concepto que habría de adquirir aplicaciones todavía más siniestras en el siglo xx. Una crítica teórica más profunda del imperialismo v de sus efectos sobre la sociedad en su conjunto fue desarrollada por escritores ansiosos de sacar a la luz los lazos existentes entre la expansión imperialista y la estructura social y económica interna de los Estados europeos. Entre éstos destacaron dos pensadores socialistas, el economista austríaco Rudolf Hilferding y Rosa Luxemburg, quien, como ya hemos visto, fue, en los primeros años del siglo xx, una figura importante e influyente de la izquierda del Partido Socialdemócrata alemán. Ambos pensaban al igual que J. A. Hobson, y como Lenin había de repetir en su opúsculo de 1916, sobre el imperialismo, que el imperialismo era un producto inevitable de las presiones económicas del capitalismo y de su necesidad de hallar nuevas salidas para la inversión de capitales; pero también sugirieron que la violencia y la injusticia inherentes al dominio colonial hacían anticuada la ideóloga liberal de los defensores del libre comercio de tina generación anterior, de modo que el imperialismo no se reducía únicamente al movimiento de expansión ultramarina, sino que más bien se trataba de un fenómeno que lo penetraba todo y que afectaba a casi todos los sectores de la sociedad. El imperialismo del período 1880-1914 fue un aspecto de una revolución que estaba impugnando las ideas de una generación anterior. Lo mismo que las virtudes del libre comercio estaban siendo cuestionadas y la necesidad de la intervención estatal en muchos campos empezaba a ser aceptada, también las relaciones entre los Estados y los móviles de sus políticas se basaban ahora en nuevos supuestos sobre la naturaleza del hombre y la sociedad, supuestos que afectaban a la política interna de muchos Estados, tanto como a sus relaciones

exteriores. Aunque es posible referirse a cada acto específico de imperialismo en términos concretos (expectativas económicas, prestigio nacional, necesidades estratégicas), cierto número de supuestos generales subyacen en todo el movimiento imperialista. Estos incluían la creencia en un destino nacional y la a menudo genuina, y otras veces hipócrita, creencia en el deber de los pueblos adelantados de llevar la civilización y la buena administración a los países atrasados, de sobrellevar, según el más famoso de los lemas imperialistas británicos, «la carga del hombre blanco»*. * El poema de Rudyard Kipling La carga del hombre blanco (The Five Nations, Londres, 1903, p. 79) es una exhortación a los norteamericanos para que acepten sus responsabilidades imperiales. Sus primeros versos dicen: Toma la carga del hombre blanco envía por delante a los mejores que criaste. Obliga a tus hijos al exilio, para que sirvan a las necesidades de tus cautivos; espera con todos tus arreos, tus aturdidos y salvajes pueblos, tus recién capturados pueblos hoscos, medio demonios y medio niños. Merece la pena observar que el tono general del poema es pesimista: el funcionario colonial está allí «para procurar el beneficio de otro y trabajar por las ganancias de otro», y su premio es «la reprobación de aquellos a los que mejora, el odio de aquellos a los que guarda».

Sin embargo, las ideas más profundas que inspiraron el concepto de imperialismo fueron las de aquellos que pueden ser clasificados como «socialdarwinistas». Estos concebían las relaciones entre Estados como una lucha perpetua por la supervivencia en la que algunas razas eran consideradas como «superiores» a otras, debido a un proceso evolutivo en el cual los más fuertes siempre acababan por imponerse. Charles Darwin, el científico inglés cuyos libros El origen de las especies, publicado en 1859, y La ascendencia del hombre, de 1871, provocaron controversias que afectaron a muchas ramas del pensamiento europeo, no prestó mucha atención a cualesquiera aplicaciones sociales que sus ideas pudieran tener, y sus observaciones sobre el lugar de la guerra en la sociedad, por ejemplo, son a menudo contradictorias. Al desarrollar su teoría de la selección natural, se ocupó primordialmente en demostrar que, en el mundo natural, una especie evolucionaba a partir de otra y a menudo reemplazaba a otra en un continuo proceso de evolución, refutando así la doctrina de que todo en el mundo, tal como ahora existe, procede de un único acto simultáneo de creación. Sus puntos de vista tuvieron, por supuesto, una enorme influencia en las ciencias naturales, especialmente en biología, aunque también desempeñaron un papel crucial en la confrontación entre ciencia y religión que estremeció las conciencias de muchos intelectuales a mediados del siglo xix, sobre todo en los países protestantes, donde la creencia en la validez de la decisión individual y en el derecho de cada conciencia a escoger libremente por sí misma coexistía con la creencia en una literal inspiración divina de las escrituras. Hacia la década de 1890, este conflicto empezó a remitir, pues los métodos y conclusiones de las ciencias naturales estaban siendo ampliamente aceptados y las doctrinas teológicas se adaptaron con el fin de dejar al menos algún lugar a las verdades establecidas por la ciencia. Las ideas de Darwin, sin embargo, y de algunos de sus contemporáneos como el filósofo inglés Herbert Spencer, quien fue, al parecer, el primero que utilizó la frase «supervivencia de los más aptos», fueron rápidamente aplicadas a cuestiones muy distantes de los problemas exclusivamente científicos que habían preocupado a Darwin. Como en el caso de Marx, las versiones popularizadas de las enseñanzas de Darwin inspiraron muchas ideas que el autor quizá no habría aprobado, y propagaron otras que no se encontraban en el original, por lo menos en la cruda forma en que, más tarde, serían propagadas. El elemento del darwinismo que pareció más aplicable al desarrollo de la sociedad fue la idea de que el exceso de población

con relación a los medios de subsistencia obligaba a una lucha constante por la supervivencia, en la cual vencían los más fuertes o los más «aptos». A partir de aquí, a algunos pensadores sociales les resultó fácil dar un contenido moral a la noción de «aptitud», de modo que las especies o razas que sobrevivían eran aquellas que tenían un derecho moral a ello. La doctrina de la selección natural pudo, por lo tanto, ser fácilmente asociada con otra línea de pensamiento: la desarrollada por el escritor francés Joseph-Arthur Gobineau, quien publicó, en 1853, el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas. Gobineau recalcó que el factor más importante en el desarrollo era la raza, y que aquellas razas que mantenían su superioridad eran las que también mantenían intacta su pureza racial. De ellas, según Gobineau, la raza aria era la que mejor había sobrevivido; pero se mostraba muy pesimista con respecto al futuro y opinaba que la pureza racial era imposible de conservar en el siglo xix, y que, en consecuencia, intenso para los arios se cernía una perspectiva de decadencia. La extensa y sombría obra de Gobineau, con su apariencia de obra seria de ciencia etnográfica, tuvo más influencia en Alemania que en Francia. Sus teorías fueron aceptadas, primero, por el gran compositor Richard Wagner y su círculo, v tras la muerte de Wagner, en 1883, por su viuda y amigos. Pero en realidad fue su yerno y admirador, Houston Stewart Chamberlain, de origen inglés, quien contribuyó a llevar estas ideas un paso más adelante con su libro Los fundamentos del siglo XX, escrito en alemán y publicado en 1899. Este libro inmenso, pomposo y reiterativo, que hoy, en día parece casi ilegible, tuvo un considerable éxito en Alemania durante un largo período, y el propio Hitler admiró al autor hasta el punto de visitarlo en su lecho de muerte en 1927. Con una acumulación de detalles históricos, teológicos y etnográficos, H. S. Chamberlain consideró que el desarrollo humano se hallaba dominado por la necesidad de preservar el carácter esencial de cada raza. Las razas que habían sobrevivido eran aquellas que habían logrado mantener este carácter, como la raza germánica v los judíos. (No resulta fácil afirmar qué es lo que entendía por germánico; a veces, Chamberlain es lo bastante realista como para ver de cuán diferentes estirpes descendían los alemanes del siglo xix y se refiere a ellos como eslavo-celta-germánicos; a menudo parece referirse tan sólo a los noreuropeos en general. Uno de los temas de su obra es el contraste y conflicto entre estos dos pueblos, y por esta razón elaboró una demostración acrisolada de que jesús no era judío. El mensaje del libro era la necesidad de conservar intactos los valores germánicos en una época en la que los europeos se estaban esparciendo por el mundo, va que sólo la sangre germánica había hecho de Europa una unidad orgánica y ésta se hallaba ahora amenazada de disolución por varias causas. Para H. S. Chamberlaín, la doctrina de una raza de amos que había desarrollado sus cualidades en la lucha por la existencia y que las mejoró a lo largo de un proceso de selección natural, va unida a la creencia de que tal raza de amos posee una misión específica. En un momento en que los alemanes buscaban una nueva misión en el mundo y una nueva causa nacional que proporcionara a la generación joven la misma inspiración que la lucha por la unificación nacional había dado a sus padres, es fácil comprender cómo las doctrinas de superioridad racial pudieron reforzar las creencias seudodarwinianas acerca de la necesidad que tenía Alemania de «un lugar bajo el sol». Aunque las teorías raciales tuvieran una mayor aceptación en Alemania, no representaron un factor desdeñable en los demás países. «¿Qué es el Imperio, sino el predominio de la raza?» (14), se preguntó en 1900 lord Rosebery (ex primer ministro británico); y ya hemos visto cómo Joseph Chamberlain (que no guardaba relación alguna con H. S. Chamberlain) y Cecil Rhodes soñaron con una alianza de las superiores razas anglosajonas, y desearon algún tipo de asociación con Alemania, en el supuesto de que existía cierta afinidad racial entre teutones y anglosajones. Y lord Milner, entre otros destacados imperialistas británicos, no fue el único en creer que «más fuerte, más primordial que... los lazos materiales es el vínculo consanguíneo, el lenguaje, la historia y las tradiciones comunes» (15). La creencia de que las razas blancas eran

superiores a las negras o amarillas, aunque no fuera expresada con un ropaje teórico, fue un supuesto básico del imperialismo. Pese a que algunas de las potencias imperialistas creyeron que con el tiempo los pueblos sometidos podrían ser educados y elevados al nivel de sus dominadores, en el terreno de los hechos esta creencia sólo fue aplicada a una elite muy pequeña, y aun entonces (como en el caso de los británicos en la India) con considerables reservas ' tanto sociales como prácticas. En resumidas cuentas, bajo toda actividad imperialista, independientemente de la forma concreta que adoptara y cualesquiera que fuesen sus causas inmediatas, subyacía una creencia en la inevitabilidad de una lucha por la supervivencia entre las potencias, de un conflicto entre naciones vivas y naciones moribundas; y en esta lucha el llamamiento a la creencia en la supervivencia natural de una raza en particular a menudo desempeñaba un importante papel. Hubo, sin embargo, un lado negativo y un lado positivo en las teorías racistas y seudoevolucionistas del imperialismo. Junto a la enorme autoconfianza de los pueblos europeos que se dedicaban a repartiese el mundo entre sí y a imponer su voluntad sobre las razas sometidas, existía una creciente inquietud ante una posible amenaza a la posición de las razas dominantes, y no sólo por parte de otros Estados europeos, considerados como iguales, sino por pueblos, de dentro o de fuera de sus propias fronteras, a los que se consideraba inferiores. A este respecto, reviste interés el hecho de que tantos escritores de la década de 1890 empezaran a temer lo que se denominó «el peligro amarillo» (expresión adoptada entusiásticamente por el kaiser alemán, que tenía el don de reflejar y expresar lo que muchos de sus súbditos pensaban). El temor a que los chinos, que constituían una importante comunidad mercantil en todo el sudeste asiático (y a veces eran significativamente llamados por los europeos «los judíos de Asia») pudieran competir con éxito con el comercio europeo, se unió, tras la resonante derrota de Rusia frente a Japón en la guerra de 1904-5, a la angustia de pensar en lo que ocurriría si los pueblos de Oriente llegaban a ser tan eficientes, industrial y militarmente, como las naciones occidentales. De momento, en los años anteriores a 1914, estos temores, aunque ampliamente expresados, no eran aún muy graves, si bien conforme fue avanzando el siglo la amenaza comercial y militar a la posición europea en Asia se convertiría en realidad. Y resulta significativo que los mismos supuestos ideológicos que dieron al movimiento imperialista su fuerza -la creencia en la desigualdad de las razas y en la lucha por la supervivencia- pudieran llevar también a las gentes a cuestionar su propia posición, a expresar graves dudas sobre su propio futuro y a pronosticar «La decadencia de Occidente» (título de un famoso libro de Oswald Spengler, que fue publicado en 1918). Esta asociación de ideas racistas con un temor neurótico a un pueblo extraño, destaca con especial claridad en el desarrollo de] antisemitismo, que ya era un fenómeno notable en las dos últimas décadas del siglo xix, aunque no alcanzó su horrible culminación hasta el intento alemán de exterminar a los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial. Desde la Revolución Francesa, la mayoría de los países de Europa habían abolido los impedimentos y desigualdades legales que las comunidades judías habían sufrido desde la Edad Media, v los judíos estaban, legalmente, en pie de igualdad con los demás ciudadanos, en la medida en que tenían derecho a votar, a presentarse como candidatos en las elecciones, a desplazarse libremente y a ejercer cualquier profesión. Solamente en Rusia casi todos los judíos seguían obligados a vivir en ciertos distritos y estaban sometidos a dificultades administrativas cada vez mayores, no menores, en cuestiones tales como su derecho a elegir una profesión. Sin embargo, la emancipación de los judíos trajo sus propios problemas. Aunque muchos de ellos ansiaban la asimilación a las sociedades en las que vivían, estando incluso dispuestos, sí era preciso, a convertirse al cristianismo, y aunque, como los miembros de otros credos religiosos, se vieran afectados por las ideas del libre pensamiento científico, en su mayor parte seguían perteneciendo a una comunidad separada, claramente identificable, con su religión, costumbres

y, en muchos casos, lenguaje propios (los judíos empleaban el hebreo para las ceremonias religiosas; pero la mayoría de los judíos en Europa Oriental hablaban yiddish, un dialecto del alemán). Para los judíos, la dificultad consistía en cómo lograr que sus recién concedidos derechos civiles se hicieran realidad y en cómo vencer prejuicios seculares que habían intensificado su separación de sus conciudadanos v que en el siglo xix estaba cobrando nuevas formas. Mientras persistía la antigua hostilidad cristiana hacia los judíos, como pueblo responsable de la crucifixión de Jesús, entre algunos católicos, particularmente los jesuitas, y en la Iglesia ortodoxa rusa se inventaron, además, contra ellos nuevos agravios que surgían de las circunstancias de la sociedad industrial v de la misma libertad de movimientos que la emancipación parecía ofrecer a los judíos. Debido a que en la Edad Media se había prohibido a los cristianos prestar dinero a interés, los judíos figuraban entre los grandes prestamistas de Europa. En el siglo XIX, los judíos ricos de Francfort, Viena, París o Londres, dirigidos por la más famosa y afortunada de todas las dinastías judías los Rothschild, estaban estrechamente asociados con los bancos en expansión de Europa, mientras el buhonero judío y el pequeño prestamista de las zonas rurales de Hesse (Alemania) o Galitzia, la provincia polaca de AustriaHungría, seguían desempeñando su función tradicional. Buena parte del antisemitismo que se desarrolló entre 1880 y 1900 tenía, por lo tanto, fundamentos económicos. El jefe del Partido Socialdemócrata, August Bebel, denominó en cierta ocasión al antisemitismo Der Sozialismus des dummen Kerls (el socialismo de los estúpidos), y era muy fácil que cualquier ataque contra el poder de las altas finanzas y los grandes bancos se convirtiese en un ataque contra los judíos, los cuales formaban un sector fácilmente identificable de la clase capitalista. En otros sectores de la vida económica, los judíos eran también el chivo expiatorio; en Viena, por ejemplo, los sastres judíos procedentes de las aldeas de Galitzia se prestaban a trabajar por un precio inferior al de los sastres vieneses, y se les culpaba del desempleo cuando corrían malos tiempos. En muchas zonas rurales, los granjeros y terratenientes que habían pedido dinero a los prestamistas judíos locales los odiaban cuando éstos les presionaban para que les pagaran en un año de malas cosechas. Sin embargo, ni el odio contra los capitalistas judíos, ni la competencia económica entre judíos y gentiles en las ciudades, ni el antisemitismo rural fundado en el temor al prestamista entre los campesinos endeudados constituían las únicas bases del antisemitismo. El antisemitismo económico, por erróneo y lamentable que fuera, tenía al menos una explicación aparentemente racional. Más difíciles de comprender eran aquellas formas de odio y temor a los judíos que no surgían del contacto diario, sino que eran experimentadas por personas que apenas habían visto a un judío. En Francia, por ejemplo, donde la comunidad judía sólo constaba de 80.000 individuos, y donde gracias a la atmósfera laica y liberal de la Tercera República los judíos fueron, en buena medida, asimilados sin dificultad, existió, a partir de la década de 1880, un vigoroso movimiento antisemita de carácter popular, con prensa propia y una literatura muy difundida. En su origen, esto fue, en buena parte, obra de un publicista llamado Edouard Drumont, quien aprovechó la indignación causada en 1882 por la quiebra del banco Union Générale, que muchos consideraban equivocadamente propiedad de judíos, para iniciar una agitación antisemita que adquirió notable extensión. En sus escritos, de los cuales el más notorio fue La France Juive, una obra de la que vendió más de 100.000 ejemplares cuando fue publicada en 1886, Drumont combinó varios de los temas comunes a los escritores antisemitas de todo el mundo. Drumont odiaba la vida urbana moderna y escribió historias sentimentales sobre la vieja Francia, una Francia cuyos valores, según él, eran minados por la omnipresente influencia de los judíos en la vida francesa.

La propaganda de Drumont sobre la conspiración judía recibió nuevo ímpetu merced a un escándalo financiero que estalló en 1891. El famoso ingeniero Ferdinand de Lesseps, cuyo gran logro fue la construcción del canal de Suez un cuarto de siglo antes, lanzó, ya anciano, la idea de un canal a través del istmo de Panamá. Esta empresa tropezó con toda clase de dificultades inesperadas, y sus partidarios fueron amenazados con la pérdida de todo su dinero, que totalizaba unos 300 millones de dólares. Por lo tanto, los promotores, entre los que figuraban dos judíos, el barón Joseph Reinach y el doctor Cornelius Herz, hicieron todo lo posible para ocultar el fracaso inminente buscando el apoyo de políticos influyentes, v en 1888 el gobierno autorizó un préstamo estatal para el proyecto. Sin embargo, esto no pudo evitar la bancarrota de la compañía. En su búsqueda de un chivo expiatorio, los accionistas acusaron de corrupción a cierto número de miembros de la Cámara de Diputados, y a Drumont y a sus asociados les fue fácil alegar que eran los judíos los que se encontraban tras aquel fracaso, con lo que aumentó notablemente la circulación de su periódico antisemita, La Libre Parole. Pocos años después, el asunto Dreyfus (véase también p. 88) brindó otra oportunidad para reavivar los sentimientos antisemitas, ya que la agitación contra Dreyfus y los que pedían una revisión de su condena por espionaje fue fácilmente convertida en un ataque contra los orígenes judaicos de Dreyfus (era uno de los pocos judíos en el estado mayor) y el celo de sus partidarios fue rápidamente atribuido a una conspiración judía. El caso Dreyfus logró unir a todos aquellos que creían que la autoridad del Estado, simbolizada por los oficiales que le condenaron, debía ser incuestionable, aun cuando sus decisiones fueran injustas. Hubo personas cuyo ardiente nacionalismo les llevó a exigir que se prohibiese ocupar cargos públicos a todos los ciudadanos de origen extranjero, y esto se refería a los judíos antes que a nadie. Para ellos se trataba de un enfrentamiento entre «la verdadera Francia y el ejército, de un lado, y la República y los judíos, del otro» (16). Las pasiones que despertó el asunto Dreyfus forzaron a muchos franceses a reformular sus creencias políticas y a tomar partido a favor o en contra de la República laica y liberal. En el bando republicano hubo un movimiento para apoyar el gobierno de Waldeck-Rousseau, que se había comprometido a salvaguardar la constitución y a revisar el caso Dreyfus, y fue este movimiento el que se alzó con el triunfo, en parte porque la derecha, aunque vociferante, no efectuó ninguna tentativa para derrocar el régimen, limitándose a realizar gestos sin sentido alguno, como el del individuo que tiró al suelo el sombrero del presidente de la República en una carrera de caballos. Sin embargo, entre los nacionalistas y los conservadores del ala derecha, el caso Dreyfus llevó directamente a la fundación de un nuevo grupo monárquico radical, la Action Française, que habría de tener una existencia continua hasta la Segunda Guerra Mundial y que, aunque nunca gozó del apoyo masivo que esperaban sus dirigentes, proporcionó una ideología coherente y bien difundida para la derecha antirrepublicana, en la cual el antisemitismo ocupaba un lugar destacado. La figura más importante en la elaboración de esta ideología fue Charles Maurras, quien er,. la época del caso Dreyfus formuló unas ideas que mantuvo tenazmente durante una larga vida; cuando, a la edad de setenta y siete años, fue condenado por haber apoyado el régimen de Vichy (que debía mucho a sus ideas), se dice que exclamó: «¡Es la venganza de Drevfus!». Maurras no sólo rechazó la democracia parlamentaria al preconizar un sistema representativo de base corporativa o profesional en el marco de una monarquía restaurada, sino que se sintió obsesionado por el peligro que para la seguridad de Francia encarnaban los elementos que, según él, no estaban consagrados por entero al país: «los cuatro estados confesados», como él llamaba a masones, protestantes, judíos y métèques, termino que acuñó para incluir a todas aquellas personas de origen extranjero que vivían en Francia. Estas gentes debían ser excluidas

de la vida pública francesa, y ésta había de quedar restringida a quienes contaran, por lo menos, con tres generaciones de antepasados franceses. El otro portavoz de este nuevo nacionalismo (aunque afirmaba ser más republicano que monárquico, y tampoco estaba de acuerdo con la abjuración que Action Française hacía de toda la historia de Francia desde 1789) era Maurice Barrès, novelista y crítico de talento que rompió con la mayoría de sus amigos en los círculos literarios avanzados de París en los tiempos del caso Dreyfus. Para Barrès, los judíos estaban casi automáticamente excluidos de la vida francesa, ya que la nacionalidad era una cuestión de «la tierra y los muertos», un asunto de generaciones que habían vivido y habían sido enterradas en el suelo de Francia. Lo mismo que Maurras contemplaba la presencia judía como una amenaza para la seguridad de Francia, Barrès los consideraba, y especialmente su participación en la agitación durante el caso Dreyfus, como una amenaza para la solidaridad social de Francia, solidaridad que, en su opinión, siempre era más importante que el logro de la justicia en un caso individual. Y sin embargo, pese a toda la virulencia de la actividad panfletaria de Drumont, y de la inteligencia y elocuencia de retóricas nacionalistas como Maurras y Barrès, el antisemitismo no afectó profundamente (al menos hasta el régimen de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial) a la vida de los judíos en Francia. Los judíos alcanzaron éxitos en la política y la administración, si bien los prejuicios contra ellos nunca desaparecieron en el ejército y en el servicio diplomático. El antisemitismo tendía a juzgarse a menudo como «un tema de discusión propio de los clubs y las carreras de caballos», para citar una frase de Léon Blum. El propio Blum era un típico judío francés asimilado. En la época del caso Dreyfus, era un joven que se estaba labrando una reputación como crítico y escritor. Más tarde se dedicó a la política y llegó a ser dirigente del Partido Socialista después de la Primera Guerra Mundial y jefe del gobierno del Frente Popular en 1936. Hizo muy buena cartera, a pesar de las repetidas pullas de la derecha, empellada en que «volviera a Jerusalén», se sentía identificado con Francia. «Soy un judío francés -señaló hacia el final de su vida, después de las horrendas experiencias de la Segunda Guerra Mundial- con una larga línea de antepasados franceses que sólo hablaron el lenguaje de mi país, y cultivado fundamentalmente en su cultura, que no quiso abandonar Francia ni siquiera cuando se enfrentó a los mayores peligros» (17). Tal carrera hubiera sido imposible en Alemania o Austria-Hungría, donde el antisemitismo conoció un desarrollo mucho más vasto, tanto en el aspecto ideológico como en el político, si bien fue en Rusia, a partir de 1881, donde los judíos no sólo se vieron expuestos a la discriminación y a la negación de los derechos civiles, sino, además, sometidos periódicamente a la violencia física. A partir de 1880, se desarrolló en el mundo de habla alemana un movimiento antisemítico con una profusa literatura que atacó a los judíos desde puntos de vista muy diferentes. En Berlín, un movimiento socialcristiano protestante, dirigido por el capellán de la corte, Adolf Stöcker, unió al, antisemitismo un ataque puritano contra los elementos más ostentosos y rimbombantes de la nueva clase capitalista alemana, mientras que en Viena el movimiento socialcristiano católico, bajo la dirección del alcalde reformista Karl Lueger, combinó también esfuerzos genuinos a favor del bienestar social con un llamamiento a los prejuicios antijudíos de la clase media baja vienesa, inquieta ante lo que ella entendía como una amenaza económica de sus rivales judíos. Estos fueron, esencialmente, movimientos prácticos que explotaban sentimientos ancestrales contra el estereotipado financiero o prestamista judío, y ni Lueger ni Stöcker se preocuparon mucho del antisemitismo ideológico. En realidad, Lueger siguió una línea pragmática, pues cuando fue criticado por recibir a judíos en su casa, replicó: “Yo decido quién es judío”. Otros, sin embargo, produjeron obras seudocientíficas que recalcaban la diferencia total entre judíos y alemanes, o entre arios y semitas, con la aplicación de que los judíos eran un cuerpo extraño que debía de ser extirpado del Volk alemán. Estas ideas formaron una parte importante del

pensamiento nacionalista antiliberal de finales del siglo xix, de modo que, a partir de entonces, era obvio que cualquier movimiento nacionalista en Alemania había de ser, en mayor o menor medida, antisemita. Fue este supuesto de que el antisemitismo formaba parte intrínseca de cualquier partido derechista o nacionalista en Alemania, lo que hizo virtualmente innecesaria la formación de un partido político específicamente antisemita. En 1907 se fundó sobre esta base un partido que llegó a tener 25 diputados en el Reichstag; pero su influencia directa estaba ya declinando por entonces, de modo que el dirigente socialista Bebel pudo afirmar confiadamente en 1-906: «Es un consuelo pensar que no tiene perspectivas de ejercer jamás una influencia decisiva en la vida política y social de Alemania» (18). Por desgracia, sería más cierto decir que el partido nunca llevó a tener una influencia decisiva, precisamente porque sus doctrinas habían quedado absorbidas en los supuestos de muchos otros partidos y grupos. También en Austria, el movimiento antisemita se fundió con otros grupos nacionalistas alemanes; el partido fundado por Georg von Schönerer, uno de los antisemitas más fanáticos de Austria (aunque era igualmente anticatólico), halló su fuerza entre los alemanes de Bohemia y combinaba el antisemitismo con un odio y un temor no menos racista hacia los eslavos, en general, y los checos, en particular. En Francia, el ejercicio efectivo de los derechos civiles por parte de los judíos apenas se vio menoscabado por causa del antisemitismo. En Alemania y Austria, en cambio, los judíos se desenvolvían constantemente bajo una sensación de humillación y discriminación; y aunque Guillermo II recibió en la corte en alguna ocasión a financieros e industriales judíos, ni siquiera los más afortunados de ellos podían olvidar por mucho tiempo que se les consideraba como pertenecientes a una raza inferior. «Siempre llega un momento doloroso en la vida de todo joven judío alemán -escribió el industrial Walther Rathenau, uno de los más destacados- que recuerda toda su vida; es cuando se da cuenta, por primera vez, de que ha llegado al mundo como un ciudadano de segunda clase, y que ninguna virtud ni mérito pueden liberarle de esa situación» (19). Sin embargo, en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, fue en Rusia donde el antisemitismo tomó a veces la forma de violencia física. Allí, unos cinco millones de judíos (casi una quinta parte de toda la población judía del mundo) vivían en zonas muy determinadas de Rusia occidental, el denominado «Asentamiento vallado», y a partir de 1882 se produjeron insistentes pogroms contra ellos. En uno de los peores, en Kischiven, en 1903, fueron asesinados 45 judíos y heridos 400, y 1.300 casas y tiendas fueron arrasadas. Estos ataques eran a veces organizados deliberadamente por la policía, ansiosa de desviar el descontento contra el régimen zarista hacia otro blanco, y otras veces por particulares. Además, fue en Rusia donde se originó la más tosca literatura antisemita (también inspirada en parte por la policía), en la cual figuraba la conocida obra Los protocolos de los sabios de Sion, documento que tenía el propósito de ofrecer pruebas de primera mano sobre la existencia de una conspiración mundial judía, pronto traducido y muy propagado en lo que Norman Cohn calificó de «mundo subterráneo donde las fantasías patológicas disfrazadas de ideas fueron agitadas por fulleros y fanáticos semieducados en beneficio de los ignorantes y supersticiosos» (20). Lo más siniestro fue que, en uno de los grupos nacionalistas y antisemitas rusos, la Unión del Pueblo Ruso, fundada en 1905, se lanzó la idea del exterminio físico de los judíos, idea que fue también compartida por unos pocos fanáticos patológicos de Viena entre 1909 y 1913, cuando vivía allí el joven Adolf Hitler, por aquel entonces pintor de brocha gorda con ambiciones artísticas frustradas. Los judíos trataron de responder de varios modos a esta creciente amenaza del antisemitismo en Europa. Muchos, sobre todo entre los más ricos y afortunados, confiaban en lograr asimilarse a las clases entre las que vivían. Muchos también (especialmente los de Rusia, donde sus condiciones materiales de vida eran cada vez más precarias) emigraron al East End de Londres

o a Estados Unidos, llevando consigo a menudo utópicas ideas revolucionarias surgidas de su desesperación. Otros, en cambio, sacaron conclusiones diferentes de sus experiencias y pensaron que, en una época de creciente nacionalismo, la única esperanza para los judíos consistía en afirmar su propia identidad nacional y establecer su propio Estado nacional. Esta idea fue propuesta por primera vez en la década de 1860 por Moses Hess, judío socialista alemán y asociado de Marx; pero tuvo poca influencia inmediata. Posteriormente, la primera oleada de pogroms en Rusia, en 1882, llevó a un judío ruso, Leon Pinsker, a abogar por la «autoemancipación» de los judíos y dio nuevo ímpetu al movimiento para el establecimiento de colonias agrícolas judías en Palestina. Sin embargo, el creador del movimiento sionista como organización política efectiva, que finalmente logró crear el Estado de Israel medio siglo después, fue el periodista y comediógrafo judío Theodor Herzl, quien, por lo visto, sin conocer los escritos de Pinsker, publicó en 18 96 su opúsculo El Estado judío, en una época en la que sus experiencias como periodista en París, durante el proceso Dreyfus, reforzaron sus temores de una avalancha de sentimientos antijudíos en Europa. Aunque Herzl murió prematuramente en 1904, a la edad de cuarenta y cuatro años, logró crear una organización sionista comprometida en el establecimiento de un Estado judío autónomo en Palestina, y a pesar de la oposición de muchos judíos que pensaban que tal plan significaría el fin de su posibilidad de integración, logró ponerse en contacto con los gobiernos alemán, británico y turco, con la esperanza de lograr su apoyo, así como explicar sus puntos de vista al papa, quien lo recibió fríamente, y al rey de Italia. Aunque no logró un éxito inmediato en cuanto a obtener concesiones de los turcos o el apoyo de alguna de las grandes potencias (si bien el gobierno británico ofreció a los judíos territorio para su establecimiento en Africa Oriental), el congreso sionista fundado por Herzl continuó acrecentando su influencia y, durante la Primera Guerra Mundial, su dirigente, doctor Chaim Weizmann, pudo arrancar del secretario británico del Foreign Office, Arthur Balfour, la promesa de que los judíos tendrían un «hogar nacional» en Palestina. Fueron los supuestos raciales que subyacían en el movimiento imperialista lo que intensificó el desarrollo del antisemitismo, de forma que no es sorprendente que Herzl y los sionistas reaccionaran, en términos raciales y nacionales, con un plan para el regreso a Palestina que daría a los judíos raíces tan profundas y antiguas como las que Barrès ensalzaba en el pueblo francés. En una época en que la adquisición de territorios ultramarinos era una de las principales preocupaciones de los Estados europeos, era también natural que Herzl se volviera hacia las grandes potencias con a esperanza de lograr su ayuda para obtener concesiones territoriales en Turquía. Para bien o para mal, Herzl había alineado los destinos del movimiento sionista con los de las potencias imperialístas, y al no lograr el apoyo que había esperado obtener del kaiser, se volvió hacia Gran Bretaña: «Inglaterra, la libre y poderosa Inglaterra -como él dijo-, cuya vista abarca los siete mares, comprenderá nuestras aspiraciones» (21). El hecho de que incluso la respuesta de los perseguidos fuera expresada en el mismo lenguaje de los imperialistas, indica hasta qué punto las visiones colonialistas y nacionalistas habían afectado el pensamiento y acción europeos.

1. 2.

Leonard Woolf, Imperialism and Civilisation (Londres, 1928), pp. 34-5. L. Brunschwig, Mythes et réalités de I'impérialisme colonial français (París, 1960), p. 9. 3. Brunschwig, Mythes et réalités, p. 23. 4. Brunschwig, Mythes et réalités, p. 24.

5. Salisbury a sir E. Baring, 5 de febrero de 1892. Gwendolen Cecil, Robert, Marquis of Salisbury (Londres, 1931), 111, p. 218. 6. The Letters of Queen Victoria 1896-1901 (Londres, 1932), III, p. 181. Max Beloff, Imperial Sunset (Londres, 1969), 1, pp. 20 y ss. 7. Beatrice Webb, 25 de junio de 1897, 0ur Partnership, ed. Barbara Drake y Margaret I. Cole (Londres, 1948), p. 140. 8. Sir E. Grey al presidente Theodore Roosevelt, diciembre de 1906, en G. M. Trevelyan, Grey of Fallodon (Londres, 1937), pp. 114-15. 9. En Guy Chapman, Tbe Third Pep blíc of Fra ce: 7'he First Phase 1871-1894 (Londres, 1962), p. 247. 10. En Christopher Seton-Watson, Italy from Liberalism to Fascism (Londres, 1967), p. 138. William L. Langer, The Diplomacy of Imperialism (Nueva York, 1951), p. 272. 11. Seton-Watson, Italy from Liberalis to Fascispi,, p. 179. 12. En A. J. P. Taylor, Bismarck (Londres, 1961), p. 221. 13. Garvin, Life of Joseph Chamberlain (Londres, 1933), 111, p. 508. 14. Lord Rosebery, Alocución, Universidad de Glasgow, 16 de noviembre de 1900. Wolfgang J. Mommsen, «Nationale und ökonomische Faktoren im britischen Imperialismus vor 1914», Historische Zeitschrilt, 206/3 (junio 1968). 15. A. M. Gollin, Proconsul in Potitics (Londres, 1964), p. 131. 16. Jeunesses royalistes de France, diciembre de 1898, en Eugen Weber, Action Française (Stanford, 1962), p. 25. 17. André Blumel, Léon Blum, Juif et Zioniste (París, 1951), p. 5. Citado en James Joll, Intellectuals in Politics (Londres, 1960), pp. 5-6. 18. Peter G. J. Pulzer, The Rise of Political Anti-Semitism in Germany and Austria (Londres, 1964), p. 204. 19. Walther Rathenau, 'Staat und Judentum', en Gesammelte Schriften (Berlín, 1918), 1, pp. 188-9. Joll, Intellectuals in Politics, p. 65. 20. Norman Cohn, Warrani for Genocide (Londres, 1967), p. 18. Hay trad. al castellano publicada por Alianza Ed.: El mito de la conspiración judía mundial. 21. Theodor Herzl, 13 de agosto de 1900, M. Lowenthal (ed.), The Diaries of Theodor Herzl (Nueva York, 1956), p. 330. Walter Laqueur, A History of Zionism (Londres, 1972), p. 112.

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