Jacques Rancière - El Destino de Las Imágenes

February 5, 2017 | Author: Guarenoide Borealis | Category: N/A
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Politopías

EL DESTINO DE LAS IMÁGENES

JACQUES RANCIERE

EL DESTINO DE LAS IMÁGENES

ESTUDIO INTRODUCTORIO Y TRADUCCIÓN DE PABLO BUSTINDUY AMADOR

Editorial Politopías Nigrán (Pontevedra), 2011

Colección Politopías

Dirigida por José María Ordóñez Ranciere, Jacques El destino de las imágenes 1 Jacques Ranciére ; estudio introductorio y traducción de Pablo Bustinduy Amador . - 1' ed. - Nigrán (Pontevedra) : Politop ias, 2011 . 146 p. ; 21 cm. - (Politopias). fndice Traducción de : Le destin des images. Arte-Filosofía-S.XX Bustinduy Amador, Pablo Politopías (Pontevedra). ISBN 978-84-938186-{)-9 7.01 7.036

o

Quedan rigurosamente prohibidas, sin \a autorización estricta de los titulares del copyright, bajo las sanciones estable·

cldas en las leyes. cualquier forma de reproducción, distribución, comunkación pública o transformación total o parcial de esta obra en cualquier soporte o medio, y por cualquier procedimiento, salvo excepción prevista por la Ley.

Imagen de cubierta: Vaso de cristal de las factorías Daum, realizado en técnica «multicouche» en los t onos de los cristales-lava. Obra de manufactura entre 1910-1912.

1.' edición: enero de 2011 Título original: Le destin des images ~ La Fabrique-Éditions, 2003

e Del Estudio introductorio y de la traducción del francés: Pablo Bustinduy Amador, 20 10

e

De esta edició n: Po lit opías, S. L

Rua Limoeiro, 3 - 36391 Nigrán (Pontevedra) www.politopias.es Q Fotografía de la imagen de cubierta: María Cordero Aristegui

ISBN: 978-84-938186-0-9 Depósito legal: M-1.694-20 11 Diseño la colección : Manuel Estrada. Diseño Grá fi co Fotocomposición e impresión: Phoenix comunicación gráfica, S. L. el Marathón, 6 - 28037 Madrid

ÍNDICE 9

ESTUDIO INTRODUCTORI O ... ... . .... ...... ... . .. .. .. .. ..... ... ..... . .. . ... .. ..... ..... .. . . . .. . . ... . .. .. . ..

l. Topografías, itinerarios. El liabajo estético y político de Jacques Ranciere ...... 2. Obras de Jacques Ranciere ...................................................................................

9 23

EL DESTINO DE LAS IMÁGEI\ES .. . ........ .. ... ......... .... .... .. .. . .•... .... .. .. •• .. . .. ... .... .••.. .•. . •••

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l. l. La alteridad de las imágenes ............................ ........................................ 1.2. Imagen, semejanza, archi-semejanza ................ ............................ ............ 1.3. De un régimen de imageidad a otro ......................................................... 1.4. E l fin de las imágenes está detrás de nosotros......................................... 1.5. imagen desnuda, imagen ostensiva, imagen metamórfica .......................

27 32 34 40 44

L A FRASE, LA IMAGEN, LA HISTORIA .. ........................... .................. .....................

53

Il.l. ¿Sin medida común? ................................................................................ 11.2. La frase-imagen y la gran parataxis ........................................................ 11.3. El ama de llaves, el niño judío y el profesor.......................................... ll.4. Montaje dialéctico, montaje simbólico ............ .................. .....................

54 62 69 72

fll.

L A PINTURA EN EL T EXTO ...................... .... .......... .... ........................... ..... ............

83

1V.

L A SUPERFICIE DEL DISEÑO .... .............. ................ .......... ........ .......... ...... ...... .. .. ....

10 1

V.

SI EXISTE LO IRREPRESENTABLE.............. .............. ............................................. ...

[

V. l. V.2. V.3. V.4.

Qué significa representación .................... .................. .............................. Qué significa anti-representación .... .................................... .............. ....... La representación de lo inhumano.... ....................................................... La hipérbole especulativa de lo irrepresentable ......................................

118 122 127 132

ORIGEN DE LOS TEXTOS ........................ ........................................................................

\39

N0~1BRES, OBRAS Y CONCEPTOS................ ...................................................

141

l.

11.

Í NDICE DE

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ESTUDIO INTRODUCTORIO

P ABLO B USTINDUY AMADOR

l.

TOPOGRAFÍAS, ITINERARIOS. EL TRABAJO ESTÉTICO Y POLÍTICO DE JACQUES RANCIERE

«Los conceptos son caminos móviles trazados sobre mapas de relaciones en movimiento» JACOUES R AJ>;CJERE

I. Publicado originalmente por la editorial La Fabrique en el año 2003, El destino de las imágenes trenza cinco intervenciones, conferencias y artículos concebidos por Jacques Ranciere entre marzo de 1999 y octubre de 2002. Se trata de cinco textos independientes que dialogan entre sí, que no cesan de entrecruzar sus destinos y aportaciones, de buscar respuestas uno en el otro, de mezclar sus voces en una exploración conjunta y transversal, genealógica y contemporánea, sobre lo que hace el arte y lo que se hace con el arte. De Sófocles a Lyotard, de Zola al diseño gráfico, de Matisse a Godard pasando por las instalaciones del arte contemporáneo, sus páginas combinan el análisis de obras cinematográficas, pictóricas, fil osóficas o literarias con un sobrevuelo de los planos de sentido en los que se inscriben, mapas móviles donde se hacen visibles, pensables, evaluables, comprensibles. Una vez tras otra, Ranciere incide en la génesis y los itinerarios de las significaciones del arte, reconstruyendo las relaciones que se establecen entre las prácticas artísticas, sus formas de visibili-

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dad y los tipos de pensamiento que, al tenderse entre unas y otras, las hacen inteligibles. Anudando el hacer, el ver y el pensar del arte, Ranciere interroga sin cesar el estatus que se confiere a sus objetos, las cargas de sentido que se distribuye o se desplaza en su seno, la genealogía de sus significaciones y las relaciones que mantiene con otras actividades, con su público, con su crítica y pensamiento, con su historia y su tradición. El destino de las imágenes arranca de una cavilación sobre la realidad de la imagen en el arte contemporáneo. Ocuparse del estatuto de la imagen, de sus vínculos con la palabra y la representación, de los trabajos de significación que admite y propone, implica necesariamente una actitud polémica. De hecho, la argumentación se dirige contra una pluralidad de discursos contemporáneos que han hecho de la imagen el centro de una denuncia global o de una aclamación mesiánica. Los situacionistas despreciaron la alienación de la sociedad espectacular, construida sobre imágenes intransitivas que garantizaban la pasividad idiota del espectador. La sociología crítica, que recogió en mayor o menor medida el testigo de esa denuncia, se dedicó a desenmascarar las realidades reprimidas y anuladas por el culto contemporáneo de la imagen-fetiche. El discurso semiótico enseñaba a descodificar imágenes que se leían como textos, mientras una cierta fenomenología explicaba que la imagen había dejado de ser un objeto intencional, convertida en pseudo-realidad sin original e imposible de vivir. Por doquier se intentaba redimir una cierta inmediatez de la presencia, rescatándola del sepulcro representativo; bajo los escombros de esa realidad suplantada, un nuevo discurso de inspiración teológica celebraba la idea del icono para resucitar la trascendencia en una sociedad idólatra y nihilista. Frente a todos ellos, Ranciere no hace más que plantear una serie de preguntas sencillas acerca de los trabajos de la imagen, de sus modos de presencia, de sus usos y funciones en el arte y la crítica contemporánea. Antes de poner el dogma en movimiento, se detiene y pregunta: ¿qué hace de las imágenes arte? ¿Cómo entra la imagen en un régimen de sentido determinado? ¿Y cuál es la historia de esos sentidos? ¿Dónde se originan, cómo evolucionaron?¿ Y de qué afluentes se nutre el pensamiento que se propone explicarlos?

En otras palabras, Ranciere busca comprender las maneras de hacer de las imágenes, el trabajo por el que pueden dar Jugar a una cierta

Estudio introductorio

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comprensión, generar un cierto pensamiento. A partir de esta interrogación, el libro construye un relato fascinante sobre la mecánica y la genealogía de los sentidos del arte. Recorriendo con maestría la historia de las historias, Ranciere interroga la relación del arte con la palabra, y recorre los mundos sensibles de los que nacen, que autorizan, que les dan y a los que dan forma y contenido. Desplazando una voz que suele acudir al arte para cerrar y ocupar espacios, Ranciere no pretende más que sobrevolar sus lugares, y descubrir las superficies mixtas donde el arte, la palabra y el sentido ejercen conjuntamente su labor.

II. El destino de las imágenes es por tanto un libro de estética. Salvo que el término «estética» aparece aquí en una dimensión propia: la estética de Ranciere no es una teoría de lo bello, ni una crítica de las facultades sensibles, ni una simple evaluación filosófica de la historia, las formas y las palabras del arte. La estética de Ranciere tiene que ver ante todo con los espacios visibles e invisibles del sentido, con sus lugares de palabra y percepción. Es un trabajo sobre las condiciones que definen lo que puede ser visto, escuchado, comprendido, pensado, y lo que queda relegado a la cámara contigua de lo incomprensible, del ruido, de lo que no tiene nombre. Es una topografía que el filósofo traza sobre la existencia sensible de los seres y las cosas; un mapa de la materialidad sin cuerpo de esa comunidad sensible que, enseña Ranciere, le da forma a nuestros mundos al esculpir la fi sonomía de aquello que podemos ver y en lo que podemos pensar. La «fábrica de lo sensible» nos hace ver y ser vistos en un espacio común. Cada comunidad establece regímenes compartidos de lo sensible, planos de sentido que organizan un mundo al establecer las condiciones, los criterios y los límites bajo los que las cosas son nombrables, comprensibles, comunicables. Esos planos hacen inteligible la experiencia al asociarla a nombres, categorías, conceptos, y encarnar a su vez las palabras en el poder de sus efectos. Así se constituye el modo de ser de cada comunidad, su existencia como lugar compartido de palabra y de experiencia: los planos de sentido que le son propios garantizan la coherencia de sus espacios y de sus tiempos, una cierta solidez sensible que se comparte, se ejerce y se transmite sin cesar. Estética, para Ranciere, es ante todo la realidad de este «común» que se comparte.

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El arte habita y se mueve en ese espacio. Lo propio de su dominio particular (de aquello que se denomina, se percibe y entiende como arte) es precisamente producir y proponer entramados de sentido, trazar conexiones posibles entre lo que se ve, Jo que se dice y lo que se entiende. Estas intervenciones, que Ranciere denomina «actos estéticos», tienen la capacidad de anudar un pensamiento con una poiesis, o modo del hacer, y una aisthesis, o modo del sentir. Tienen además una potencia transformadora: los actos estéticos son capaces de alterar las trayectorias de la palabra y de los cuerpos, de reformar los lenguajes, los gestos y los afectos que se comparten. Trabajando en los goznes de lo sensible, las intervenciones del arte desplazan sus fronteras y rehacen sus paisajes, inventan propiedades y significaciones, dan nueva forma y consistencia y generan otros modos de sentir, pensamiento donde sólo se percibía ruido o no se percibía nada, sentido en lo que carecía de él. El teatro, la página o el coro, nos dice Ranciere, tienen la capacidad de alterar la percepción de lo común y de conferir visibilidad a realidades, objetos o sujetos que permanecían ocultos en su seno. Esta es su fuerza disruptiva, sísmica, regeneradora: la fuerza de inscribir Jo nuevo en lo visible, de pensar lo que permanecía excluido, de desincorporar lo establecido en la palabra y de construir significaciones nuevas, posibles, alrededor de las cuales la comunidad estética se piensa y se re-piensa, se forma y se reforma sin cesar. Esa capacidad, en el pensamiento de Ranciere, es en última instancia una capacidad política.

Ill. Una política anima la estética, pues las transformaciones del sentido tienen efectos a través y más allá de las palabras. Pero de igual manera, la estética anima a su vez una política. La razón es que lo común de lo sensible no sólo se comparte, sino que es también objeto de un reparto 1• Afirmación de la comunidad de experiencia y de palabra, la distribución sensible que organiza los espacios, Jos tiempos y los sentidos de lo común implica a su vez una disimetría: la división que identifica sus partes, las separa y asigna diferencias entre ellas.

1

La noción fmncesa es partage. que refiere a la division de un todo en partes. Ranci~re ha llamado

:.\esa repartición le panase du sen.'lible.

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La comunidad se organiza dando a cada cual un nombre y un lugar. Con ello abre o cierra horizontes, establece posibles y capacidades, atribuye palabras, tiempos y acciones desiguales. La razón es que nombres y lugares, en el reparto sensible de lo humano, suelen llevar adherida la carga de un trabajo, de una fu nción o de una voz con la que participar en el todo. En la República, Sócrates excluye de la actividad política a los artesanos porque su actividad técnica ocupa todo su tiempo y porque nadie puede hacer con efectividad dos cosas a la vez. Poco después, Aristóteles negó la capacidad de ejercicio autónomo del lagos a esclavos, niños y mujeres, y de ahí resultaba su no-parricipación de lo político: sólo el ser que posee el lenguaje puede ejercer la palabra como miembro de pleno derecho. Artesanos, esclavos, mujeres, niños: son sólo los primeros nombres de una serie infinita y contemporánea, la repartición con que no sólo se determina quién es quién en la comunidad sino que se asigna siempre algo más: títulos que cualifican para participar en la palabra común y en sus trabajos; capacidades que invitan o expulsan de la escena pública; voces que apoderan por sí mismas o encierran sin solución entre los bastidores del trabajo. En el reparto sensible de lo común no todos pueden hablar, participar o sentir por igual: hay quienes nombran sin ser nombrados y quienes se limitan, desprovistos del nombre o la cualificación necesaria, a observar sin ser observados, a escuchar sin ser escuchados, a obedecer sin ser prácticamente vistos. Esta repartición importa porque su orden es objeto de permanente disputa. Por un lado, nos dice Ranciere, en toda ciudad se asienta una fuerza policial que pretende gestionar la distribución establecida, blindar sus espacios y eternizarse o naturalizarse como el orden normal e inmutable de las cosas, como la organización necesaria de un todo orgánico en sus partes vivas, en funciones, roles y trabajos diferentes. Pero frente al orden policial se da una efervescencia disruptiva que viene a quebrar su calma «natural»: la política de emancipación o democracia 2 . Democracia, para Ranciere, es toda intervención que pretende alterar la distribución de roles y de espacios en el seno de la

2 Jugando con la oposición del género en francés, Ranciere distingue entre le polítíque. lo polftieo en cuanto irrumpir anárquico y espontáneo de la democracia, y la polítíque, que designa en general el mundo de la ley. del derecho y de la razón gubernamental. Así mismo, el término que he traducido por

(d'ueo..a» u «Orden policial» es po/ice.

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comunidad sensible, que reclama la legitimidad de una palabra excluida o la visibilidad de un sujeto imperceptible en lo común. Antes de mezclarse con el poder y las leyes, la política es un movimie nto de irrupción que periódicamente agita la superficie del mundo sensible compartido, el momento en el que un colectivo abandona el lugar y el nombre que le es atribuido, lo rechaza, exige una palabra y una presencia que se le niega. Por encima de todo lugar y de toda identidad se yergue entonces como una fuerza, irrumpe en la distribución sensible para deshacer los nombres y las limitaciones que se le impone, para reclamar una igual visibilidad, una igual participación en la palabra y sus usos, para reclamar su parte - otra parte, todas las partes- en el ejercicio de lo común. En este movimiento de intrusión, lo invisible se transforma en sujeto político para desmontar y sacudir las estructuras de lo sensible, su distribución petrificada de nombres y de funciones, su discurrir normal en tanto que organización del mundo compartido. Es la irrupción del demos, que Ranciere identifica con la parte de los que están de más, de los que no tienen títulos de acceso o participación en la gestión de lo común, y que irrumpen sin embargo en la palabra esgrimiendo el único postul ado universal que pueda decirse estrictamente político: el todos somos iguales, la proclamación de una igualdad fundamental que, carente de contenido positivo o concreto, es simplemente una presuposición, un universal vacío3 . Al erigirse en parte por encima de todas las partes, el irrumpir de los invisibles como iguales destroza la apariencia pacífica de los nombres y pone en práctica su capacidad, la capacidad de cualquiera para ocupar cualquier posición, para asumir cualquier nombre como sujetos políticos de la comunidad sensible. Desde ese lugar que vacía todos los lugares, podría pensarse que la democracia no dice de hecho sino la impropiedad última de todo nombre: dice que ningún orden encontrará descanso, ninguna palabra fijará el reparto donde lo común se diga en perfecta quietud, donde no surja un sin-nombre para desplazar las fronteras de lo sensible.

' La igualdad de Ranciere no es un prcsupues10 ontológico o un programa por realizar, sino un enunc iado concreto, una declamción que toma cuerpo en la de nuncia del daoio. del origen de lo desigual. La igualdad no es por tanto nada más allá de una cierta hipótesis de trahajo social, un decir que inmediata· mente acarrea e fectos y consecuencias. La declaración de igualdad des-identifica sin referi r a nada: no hay ningún fondo. ningún contenido sustancial que pudie ra desgranarse , aplicarse o traducirse de otra manera. La igualdad. en los términos de este a nálisis. no es otm cosa q ue el movimiento de lo impropio.

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En el arte como en la política, el trabajo de Ranciere escucha la magnífica fuerza de lo impropio, ese después que ilumina el antes de todo nombre. Su voz indica vez tras vez que ningún gesto crea sentido e n el vacío, sino que necesariamente se inscribe en lo heredado para desplazar, rehacer o re-habitar sus fronteras. Sin decirlo, muestra que somos capaces de órdenes y trayectorias infinitas, y que en la grave magnitud de sus consecuencias y efectos, todos los nombres con que encontramos cada vez el mundo repartido son, en última instancia, retrazables.

IV. Hacia el final de sus años de estudio en la École Normale Supérieure de París, y en compañía de otros tres jóvenes filósofos (Etienne Balibar, Pierre Macherey y Roger Establet), Ranciere participó en un célebre seminario organizado y dirigido por el que era entonces profesor y secretario general de la Escuela. Ese profesor era Louis Althusser, figura de proa del pensamiento marxista y del Partido Comunista Francés de la época, y el nombre de su seminario resume el objetivo que se proponía en él: «Leer el Capital». El ejercicio de lectura de Althusser y sus discípulos dio lugar al libro del mismo nombre, publicado en 1965 y para el que Ranciere colaboró con un ensayo titulado «El concepto de "crítica" y la crítica de la "economía política"». Ese ejercicio produjo al mismo tiempo una profunda influencia y una progresiva animadversión en el pensamiento de Ranciere. Por un lado, Althusser proponía elaborar un modo de lectura que fuese capaz de recuperar de entre la letra inmediata del texto el horizonte de las configuraciones posibles que le subyacían, que fuese capaz por tanto de leer en sus espacios y en sus silencios, de entender lo que el texto hace y no hace, dice y no dice respecto de sus contextos y pretextos, de su tiempo y de su intención. Pero al mismo tiempo, esa lectura tenía por objetivo y razón de ser la producción reglada de una ciencia, de un saber ordenado de lo oculto que el científico ha de revelar bajo las apariencias y fetiches de que se rodea, descifrando el tejido sintomático de Jo presente para reconstruir la lógica de su voz verdadera. La ciencia del materialismo histórico aparecía entonces como el trabajo de producción de ese saber de la historia, la práctica teórica que aportaría un conocimiento necesario, pero difícilmente accesible,

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sobre el funcionamiento real de la sociedad y sobre las posibilidades de acción y conocimiento que se dan en su seno. Un saber científico, en definitiva, en ausencia del cual no habría acción política realmente revolucionaria. En 1974 Ranciere publica La lección de Althusser y rompe definitivamente con su mentor y maestro. Los acontecimientos de mayo del 68 y la revolución cultural china actúan como cristalizador paradójico de todas las limitaciones del marxismo althusseriano. Ranciere denuncia entonces los fundamentos de un pensamiento que esclerotiza la espontaneidad de la revuelta al erigirse en aparato teórico de la historia, una «filosofía del orden» que prescribe la identidad y el sentido de la acción a sus actores, una maquinaria que funciona distribuyendo explicaciones, designando y refutando agencias políticas legítimas. Esta ruptura, a la vez filosófica y política, se enmarca en el clima de debate e intercambio que reina en la vanguardia filosófica francesa de finales de los 60 y principios de los 70. Presente en el proyecto experimental de la Universidad de París VIII (Vincennes-Saint Denis) prácticamente desde sus inicios, Ranciere trabaja en un ambiente intelectual efervescente, rodeado de figuras como Michel Foucault, primer director del departamento de Filosofía, Franc;ois Chatelet (que le sucede cuando Foucault es nombrado catedrático del College de France), Gilles Deleuze, Jean Fran~oi s Lyotard, Alain Badiou, Michel Serres, Etienne Balibar, Daniel Bensaid o Judith Miller, por citar sólo algunos de los profesores que enseñaron regularmente en el departamento4 • Vincennes es un micro-cosmos altamente politizado, pero también dividido por las diferentes interpretaciones de la agitación política e intelectual que sacude la Francia de la época, así como por las dife-

4 El «Centro Universitario Experimental de VíncenneS• fue creado por el gobierno De Gaulle en enero de 1969 para dar una vía de escape a la crisis política. social y cultural cristalizada en el seno de la Universidad francesa. En absoluta autonomía, Vincennes nació como un proyectO plural. pedagógico y revolucionario que buscaba abrir la Universidad a nuevos públicos y transformar la enseñanza disciplinaria eo un espacio abierto de vanguardia, intercambio y emancipación. Erigido desde sus orígenes en símbolo y estandarte del proyecto entero, el departamento de filosofía vivió con especial intensidad todos los logros y los fracasos de la experiencia. Tras superar varios pulsos con el Estado y lidiar con

una progresiva marginalización cultural. Vincennes hubo de negociar un lugar de equilibrio dentro del

sistema universitario francés. Con múltiples problemas de renovación. el proyecto mantiene la herencia de algunas reivindicaciones esenciales: la dcsmantelación de los cánones disciplinarios, la movilidad entre lenguaj es y saberes diferentes, la presencia masiva de trabajadores, extranjeros y no-diplomados entre sus estudiantes y, en general, la voluntad de abrir espacios de palabra, intercambio e intervención social al margen de las estructuras pedagógicas habituales y de la burocracia universitaria.

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rentes sensibilidades que rigen la relación problemática que muchas de sus figuras mantienen con el marxismo. El propio Ranciere, que había comenzado dictando cursos sobre el «Revisionismo-Izquierdismo» (1968-1969) o sobre la «Teoría de la segunda etapa marxista leninista: el estalinismo» (1969-1970), desarrolla su ruptura fi losófica con Althusser a partir de una profunda interrogación acerca de los presupuestos del pensamiento político marxista. Y es esa misma interrogación quien hará emerger, paulatinamente, su concepción polémica y original de la palabra y del fenómeno político. Ranciere se propone estudiar la génesis de la revuelta. Sin embargo, su trabajo no busca entender las «condiciones objetivas» en que se produce la contestación política, ni radiografiar las «técnicas» de resistencia que se desarrollan frente al poder: su primer objetivo consiste en desenterrar las vivencias y aspiraciones manifestadas por sus protagonistas, rescatar las voces que fueron silenciadas por los discursos cualificados de la Filosofía y de la Historia. Este interés le lleva a estudiar la historia del movimiento obrero en el siglo xrx: durante los quince años siguientes, Ranciere no dejará de bucear en los archivos, en busca no ya de lo que se decía o explicaba entonces de la emancipación obrera y de las formas de vida del proletariado, sino de los trabajos de los obreros mismos para constituir una voz propia, para deshacerse de las identidades que les eran impuestas y atribuidas verticalmente, de sus luchas para conquistar una visibilidad y un derecho de palabra que les eran sistemáticamente negados (empezando sintomáticamente por la ortodoxia marxista, que «pensaba» y «explicaba» en su lugar, hablando en su nombre según un principio de división del trabajo que reservaba la labor teórica para los intelectuales y atribuía a las masas un inconsciente «hacer historia», una praxis impensada que sólo podría ganar plena conciencia de sí por obra del trabajo «educador» de los teóricos y de la labor estratégica y directiva del partido). Particularmente representativa de este proyecto de subversión de las representaciones adquiridas de lo político es la These d 'État que Ranciere publica en 1981, bajo el título de La noche de los proletarios: precisamente la noche en que, ganándole horas al sueño, los obreros de Ranciere leían y se reunían para constituir la voz de sus ambiciones y aspiraciones, la voz que se decía a sí misma, la voz propia que los tiempos y espacios que se les asignaba parecían negarles como un destino.

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Fruto de este trabajo, así como de la organización junto a jóvenes pensadores como Arlette Farge, Joan Borell o Genevieve Fraisse del colectivo Révoltes Logiques (cuyas publicaciones fueron recopiladas en Les scenes du peuple en 2003), Ranciere traza un programa que pretende repensar las relaciones entre el saber y la acción política, desestabilizando el vínculo vertical y descendente entre la producción histórica o filosófica del discurso y la práctica real de las luchas de emancipación. A través de esta reflexión sobre las relaciones entre el pensamiento y la acción, e ntre la voz que representa y las voces representadas, Ranciere se propone comprender cuál es la fisonomía de la palabra, cuáles las condiciones que determinan la posibilidad y la legitimación de su ejercicio. Se trata de observar cómo se constituye la posición del que habla, y cómo se garantiza o se impide el acceso a ese lugar; cuáles son las luchas que se dan en tomo a los espacios que permiten hablar por sí mismo, darse su propio nombre, forjar una palabra y una visibilidad propias. Su estudio del movimiento obrero adquiere entonces una dimensión central: el análisis de la relación entre emancipación política y emancipación intelectual, tal y como aparece en las vivencias, aspiraciones y deseos que expresaban los obreros mismos. En esta órbita aparecería El filósofo plebeyo, donde Ranciere recupera los escritos inéditos de Louis-Gabriel Gauny, obrero solador y filósofo, para profundizar en el estudio de la voluntad emancipadora de los obreros del xtx: una voluntad que busca ante todo constituir modos de vida y pensamiento autónomos, deshacerse de los mundos identitarios impuestos en razón de su origen y condición social, pensar y actuar fuera de esos mundos, al margen de esos mundos, contra esos mundos. Para El maestro ignorante, desentierra la figura enigmática de Joseph Jacotot, educador proletario emigrado a Holanda en 181 8 que intenta enseñar el francés a un grupo de alumnos holandeses sin conocer el neerlandés y sin más recursos que una edición bilingüe del Telémaco de Fénelon. Convirtiéndose en discípulo inactual de Jacotot, Ranciere restituye las conclusiones que el maestro ignorante sacó de su experiencia holandesa: que existe una autonomía radical de la inteligencia del alumno respecto de la voluntad o la explicación del maestro; que todas las inteligencias son necesariamente iguales, la del profesor como la del alumno, la del escritor como la del lector; que la concepción normal de la e nseñanza, en

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tanto que actividad por la que el maestro que sabe instruye al alumno que ignora, sólo sanciona una desigualdad, y que en realidad el aprendizaje procede de forma contraria, que allí donde se identifica una ignorancia siempre hay un saber anterior, que nadie tiene un «lugar» de conocimiento asignado, que todo aprendizaje es desarrollo libre y autónomo de una inteligencia en ejercicio, y por tanto una emancipación sin contenido concreto: el único contenido del aprendizaje es el que desarrolla libremente una inteligencia plenamente emancipada. Así quedan forjadas las bases que desarrolla la obra más estrictamente «política» de Ranciere, que irá desarrollando en Los bordes de lo político, El desacuerdo y los más recientes La división de lo sensible y El odio de la democracia. En el centro de sus intereses se sitúa una triple enunciación. Primero, Ranciere afirma que las formas de desigualdad y dominación no están únicamente relacionadas con una realidad «material» de explotación en razón de la actividad que se desempeña, sino con una determinación de lugares y de espacios, de posiciones y de cuerpos, de derechos y de títulos para intervenir en el mundo común de la expresión, de la acción y del pensamiento, que se impone de forma conjunta con esa actividad. Segundo, que las prácticas políticas de la emancipación tienen que ver tanto con la primera dominación (emancipación de las actividades, de los espacios y de los tiempos impuestos) como con esa exclusión que la acompaña (emancipación de la invisibilidad y del sometimiento de las voces), y por tanto pretenden deshacerse tanto de la una como de la otra. Tercero, que estas prácticas se fundamentan sobre la actualización de un principio de igualdad inactual que no es tanto una determinación por realizar o un programa por cumplir como una hipótesis que, esgrimida, acarrea un cierto número de efectos, de consecuencias prácticas. Fren te al uso inflacionista que las vacía y aseptiza, esta triple asunción pretende reubicar las nociones de «igualdad» y «democracia» en toda su fuerza renovadora y disruptiva. Entre las celebraciones del consenso ilimitado y los pesimismos que anuncian el fin de la política en un mundo de consumo sin palabra, Ranciere busca rescatar su primera carga disensual y conflictiva, el potencial emancipador de aquello que desborda y desplaza, revierte y transforma lo asignado. Por debajo de los nombres y de las voces que ubican, de todos sus efectos de orden y exclusión, Ranciere apunta a la efervescencia

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de esos procesos sísmicos, imprevistos, concluyentes, que vez tras vez abren espacios cerrados y deshacen el silencio con sentido. Quizá buscando observar esos procesos en su primera inmediatez, allá donde lo propio engendra sin cesar su propia subversión, el filósofo ha dedicado al análisis de las prácticas del arte los años más recientes de su vida filosófica.

V. Paradójicamente, la primera razón de este interés es que el arte no existe en cuanto tal. Lo que hoy entendemos por «arte», según Ranciere, es de hecho algo relativamente joven, que no tiene según su análisis más de dos siglos de historia. El arte no tiene una esencia que se estire y permanezca e n el tiempo, sino que sus intervenciones son nombradas y reconocidas cada vez en función de unos «regímenes de identificación»: campos de sentidos posibles, lugares en los que se puede intervenir por medio de ciertas prácticas y que actúan como bloques de referencia, como mapas primeros de la actividad artística. Son estos regímenes de identificación quienes aportan su visibilidad al arte. Son ellos quienes, al garantizar las conexiones entre unas formas de hacer, unas formas de ver y unas formas de evaluar Jo que se ve, hacen el arte visible, pensable, identificable y transformable. A Jo largo de su obra «estética», Ranciere ha descrito tres grandes regímenes de identificación. El primero es el régimen ético de inspiración platónica, que no concibe un «arte» unitario sino una pluralidad de prácticas cuya finalidad común es la producción de «imágenes». El origen de las imágenes determina su contenido de verdad, su grado de adecuación a un modelo inteligible originario; las imágenes «verdaderas» se oponen de esta forma a los «simulacros», meras imitaciones de imitaciones, tristes sombras de lo sensible. Sólo las imágenes «verdaderas» pueden servir a la finalidad que les es propia: educar a los ciudadanos y adecuarse a las necesidades de la comunidad. Pues el valor último de las artes, el criterio por el que deben ser distinguidas y evaluadas, consiste en su capacidad para servir al ethos de la ciudad. A continuación, el régimen representativo se constituyó en tomo al acoplamiento aristotélico de las nociones de poiesis y mimesis. La evaluación de la esencia de las imágenes es reemplazada entonces por

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un trabajo de representación de las actividades humanas: su principio pasa a ser teatral e independiente de fines externos. El régimen representativo, afirma Ranciere, establece una serie de condiciones normativas que deben ser respetadas para que algo sea reconocido como perteneciente a un arte. Las formas de expresión deben adaptarse entonces a dos cosas diferentes: al objeto o tema que se representa, por un lado, y al género pre-establecido al que corresponde su representación. Surgen así unos criterios de adecuación entre el acto que representa y la cosa representada: la verosimilitud, la propiedad, la correspondencia. En torno a la representación se forja así el sistema de las bellas artes, en plural: un conjunto de prácticas dedicadas a la producción de imitaciones, organizadas y regidas por una serie de normas y criterios internos, por los que las artes pasan a poseer una cierta autonorrúa respecto de los otros dominios de la vida comunitaria. Al proclamar la abolición de ese sistema, de todas sus restricciones y jerarquías, el régimen estético genera al fin un concepto nuevo: el concepto de arte, en su voz singular. Emancipado de toda regla, de todo confinamiento a un lugar o un proceder predeterminados, el arte estético deroga las normas que vinculaban formas y contenidos del proceso creativo. Sucede, según Ranciere, que el nuevo régimen deja de ocuparse de ese proceso. Ya no está interesado en la mecánica del hacer arte, sino en el «modo de ser» de sus objetos, en una cierta forma de presencia que suspende lo «ordinario-sensible» de las cosas. Esa presencia aparece entonces como el lugar de una indiferenciación esencial entre el lagos y pathos, entre la palabra y el hacer-sentir del arte. Lo intencional y lo no-intencional, lo activo y lo pasivo, lo ordinario y lo extraordinario se igualan en un mismo plano de fuerza expresiva; por doquier, lo banal pasa a mezclarse con lo sublime. Ranciere hace referencia a ese estado neutro de lo sensible donde, en la imaginación de Schiller, se suspendería la oposición entre la actividad del pensamiento y la pasividad de la materia. También cita la manera en que Schelling, según la teoría kantiana del genio, define el arte como una conjunción de procesos conscientes e inconscientes. Pero su mejor ilustración de la revolución estética viene de una fuente inesperada: el análisis del realismo literario. Contra lo que se entiende habitualmente, para Ranciere el realismo no supone el apogeo de la representación figurativa sino más bien una subversión, una

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transformación esencial de las reglas y condiciones de la producción de imitaciones. Para los escritores del XIX todo deviene igualmente representable, todos los temas y objetos están en un mismo plano, todos son portadores de una misma dignidad expresiva. En sus descripciones de lo nimio, de lo que hasta entonces se consideraba banal, desaparece toda jerarquía de los géneros, toda adecuación obligatoria de las formas expresivas a unos contenidos concretos. En su lugar, se da una circulación masiva de la palabra, una palabra que desborda las convenciones y desconoce toda institución. Es una verdadera transformación del estatus de lo sensible: la pura presencia de las cosas, de cualquier cosa, habla , sugiere, permite leer la sociedad y sus gentes, sus hechos y sus sentidos. La presencia sensible irrumpe primero en la palabra, y poco después en la fotografía y las nuevas artes de reproducción mecánica, para afirmar la belleza y el sentido de lo anónimo. Desde entonces, todo es susceptible de ser objeto del arte, pues todo habla y todo expresa, todo tiene su palabra, su propio hacer-sentir, su efectividad real. Y sin embargo, el régimen que sanciona esa aparición no puede evitar la paradoja: el mismo movimiento que identifica «el» arte, que proclama su autonomía y su singularidad, proclama a la vez su identificación sin resto con las formas de la vida. El acto que proclama la singularidad del arte destruye al mismo tiempo todo criterio posible de singularidad. En los cinco textos de este libro, Ranciere describe ese mundo en el que la condición del arte se convirtió en su principal problema. Es un mundo de posibilidades infinitas, casi injustificables, en el que sin embargo las imágenes tuvieron un destino, y el arte pudo aspirar a la revolución. Es el mismo mundo paradójico donde seguirnos viviendo, donde la libertad absoluta del arte equivale a una cierta banalidad, su poder a la forma más frágil y su palabra, allá donde todo la tiene, a un lugar al que lo impropio no cesa de retornar como amenaza. Pues en toda la inmensidad de su riqueza, el potencial del régimen estético es también su vacío. Es el vacío de un sentido que se multiplica y se devora a sí mismo a velocidad inusitada, donde todo está y todo queda, en lo más esencial, siempre por hacer. Es el vacío de un arte al que ningún límite amenaza, en el que nada corresponde sin fisuras, para el que todo es posible, pero nada necesario.

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En este reino estético de lo impropio, Ranciere narra las múltiples vidas y muertes del sentido. Su interés se dirige siempre hacia los puntos de fractura, hacia las fallas donde se re-agencia sin descanso las relaciones entre lo visible y lo decible, entre la palabra y los cuerpos a que se refiere. Como en los terremotos democráticos de lo político, Ranciere lee en las prácticas artísticas la pulsión vital que anima los paisajes sensibles en que vivimos. Son pai sajes que deben ser reflotados: el contexto en el que se escribe, las Líneas que se desplaza, los cuerpos que se manipula, y sobre todo, el hacia dónde y el para qué del movimiento. Si el arte importa, parece decirnos Ranciere, es porque podemos ver que sus espacios cambian, y con ellos los tipos de percepción y pensamiento que pugnan por su propiedad - para nunca terminar de ganarla. Este es por tanto el fin último de su topografía: reconstruir, en la complejidad de sus relieves y orientaciones, los mapas de sentido con los que se hace y se ve nuestros mundos sensibles. En sintonía, el Destino pretende recorrer los espacios en que las palabras y las imágenes, el decir y el ver, el hacer y el comprender tienden sus puentes y se anudan entre sí. Para ello, Ranciere se detiene en los lugares y las obras del arte de ayer, pero también sobre las palabras y las gestos de quienes lo realizaron, lo vieron, lo entendieron, y sobre las nuestras; nos demuestra que el sentido del arte, como el de todo hacer o decir, nunca se fosiliza entero en un lugar, sino que depende de relaciones flexibles, móviles, complejas, cambiantes. Trazar los itinerarios de esos sentidos, reparar en sus trayectorias, despejar sus intercambios y sus lugares de reposo: este es el propósito del trabajo topográfico que Jacques Ranciere traza sobre la ciudad sensible. En su estructura indiciaria, El destino de las imágenes es una magnifica introducción a los sentidos y las formas de ese trabajo.

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OBRAS DE JACQUES RANCIERE

EDICIONES ORIGINALES EN FRANCÉS

La le{:on d'Althusser, Gallimard, 1974. La nuit des pmlétaires: archives du reve ouvrier, Fayard, 1981.

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Louis-Gabriel Gauny: le philosophe plébéien, Presses Universitaires de Vincennes, 1985 . Le maftre ignorant: cinq le~ons sur l'émancipation intellectuelle, Fayard, 1987. Aux bords du politique, Osiris, 1990. Courts voyages au pays du peuple, Le Seuil, 1990. Les Noms de l'histoire. Essai de poétique du savoir, Le Seuil, 1992. La mésentente: politíque et philosophie, Galilée, 1995. Mallarmé, la politique de la sirene, Hachette, 1996. La chair des mots: politique de l 'écriture, Galilée, 1998. La parole muette: essai sur les contradictions de la littérature, Hachette, 1998. Le partage du sensible, La Fabrique, 2000. L'Inconscient esthétique, La Fabrique, 2001. La Fable cinématographique, Le Seuil, 2001. Le destin des images, La Fabrique, 2003. Les scenes du peuple, Horlieu, 2003. Malaise dans L'esthétique, Galilée, 2004. La haine de la démocratie, La Fabrique, 2005. L'espace des mots: De Mallarmé a Broodthaers, Musée des Beaux Arts de Nantes, 2005. Chronique des temps consensuels. Le Seuil, 2005. Politique de la littérature, Galilée, 2007. Le Spectateur émancipé, La Fabrique, 2008.

EDICIONES EN ESPAÑOL

La división de lo sensible: estética y política, traducción de Antonio Fernández Lera, Centro de Arte de Salamanca, 2002.

El maestro ignorante, traducción de Núri a Estrach Mira, Laertes, 2003. La f ábula cinematográfica: reflexiones sobre la ficción en el cine, traducción de Caries Roche Suárez, Paidós, 2005. Sobre políticas estéticas, traducción de Manuel Arranz Lázaro, Universidad Autónoma de Barcelona, 2005. El odio a la democracia, traducción de Irene Agoff, Amorrortu Editores, 2006.

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EL DESTINO DE LAS IMÁGENES

Mi título podría sugerir otra odisea nueva de la imagen, que condujera de la gloria auroral de las pinturas de Lascaux al crepúsculo contemporáneo de una realidad devorada por la imagen mediática y de un arte entregado a los monitores y a las imágenes de síntesis. Mi propósito es sin embargo completamente diferente. Al examinar cómo una cierta idea del destino y una cierta idea de la imagen se entrelazan en esos discursos apocalípticos, tan en boga en los tiempos que corren, me gustaría formular la siguiente pregunta: ¿se nos está verdaderamente hablando de una realidad simple y unívoca? ¿No es cierto que bajo el nombre único de imagen existen diversas funciones, cuyo reaj uste problemático constituye precisamente el trabajo del arte? A partir de aquí tal vez sea posible reflexionar, sobre una base más sólida, acerca de lo que son las imágenes del arte, así como de las transformaciones contemporáneas de su estatus. Comencemos entonces por el principio. ¿De qué se está hablando y qué se nos dice exactamente cuando se afirma que hoy en día ya no hay una realidad sino solamente imágenes, o de modo inverso, que ya no hay imágenes sino solamente una realidad que se representa a sí misma incesantemente? Estos dos discursos parecen opuestos. Sin embargo, sabemos que ambos no cesan de transformarse el uno en el otro en nombre de una razón elemental: si ya sólo existen imágenes, ya no existe el «otro» de la imagen. Y si ya no existe el otro de la imagen, la noción misma de imagen pierde su contenido, ya no hay imagen. Diversos autores contemporáneos oponen en consecuencia la Imagen, que se refiere a un Otro, y lo Visual, que no se refiere más que a sí mismo.

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Este simple razonamiento suscita de por sí una pregunta. Es sencillo comprender que lo Mismo es lo contrario de lo Otro. ¿Es menos sencillo comprender qué es ese Otro del que se habla? En primer lugar, ¿a través de qué signos se reconoce su presencia o su ausencia? ¿Qué nos permite decir que hay otredad en una forma visible en la pantalla, y que no la hay en otra distinta? ¿Que la hay, por ejemplo, en un plano de Au hasard Balthazar, y que no lo hay en un episodio de Questions pour un champion*? La respuesta más frecuente que esgrimen los críticos de lo «Visual» es la siguiente: la imagen televi siva no tiene alteridad por causa de su naturaleza misma; a diferencia de la imagen cinematográfica, que recibe la luz de una fuente exterior, la imagen televisiva lleva su luz en sí misma. Es lo que resume Regís Debray en un libro que tiene por título Vida y muerte de la imagen: «La Imagen tiene aquí incorporada su propia luz, se revela a sí misma. Encontrando en sí misma su propia fuente, hela aquí causa de sí ante nuestros ojos. Definición espinozista de Dios o de la substancia 1.» Evidentemente, la tautología que se presenta así como la esencia de lo visual no es más que la tautología del discurso mismo. El discurso nos dice sencillamente que lo Mismo es mismo y que lo Otro es otro. A través de un juego retórico que hace chocar proposiciones independientes, se hace pasar por algo más que una tautología, identificando las propiedades generales de los universales con las características de un dispositivo técnico. Pero las propiedades técnicas del tubo catódico son una cosa; las propiedades estéticas de las imágenes que vemos sobre la pantalla son otra bien distinta. De hecho, la pantalla se presta a acoger tanto las actuaciones de Questions pour un champion como las de la cámara de Bresson. Queda claro pues que son esas actuaciones quienes son intrínsecamente diferentes. La

• Questions pour 1111 clwmpion es un programa de televisión que, desde fi nales de los años 80, obtuvo un gran éxito de audiencia en Francia. Siguiendo el formato clásico de concurso. el participante debe accnar sucesivas rondas de preguntas de complejidad creciente. Un buen ejemplo del rol que juega este programa en el imaginario televisivo francés contem poráneo puede encontrarse en el comienzo de Plataforma. de Michel Houcllcbccq (traducción de Encarna Castejón, Anagrama, Panorama de Narrativas 2007). [N. del T.: Todas las notas marcadas con asterisco son del traductor.] 1 Regis Dcbmy, Vie et nwrt de l'image, Gallimard, Paris, 1992, p. 382 (Vida y IIHI CI "Ie de la Imagen, traducción de Ramón Hervás, Paidós Comunicación, 1994). [N. del T.: Las referencias numeradas corresponden siempre a las ediciones citadas por el autor en el original. Allá donde es posible, he refe· rido a continuación y entre paréntesis a las ediciones en castellano de las obras citadas).

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naturaleza del juego que nos propone la televisión, y de los afectos que suscita en nosotros, es independiente de la proveniencia de la luz: da igual que tenga origen en nuestro aparato. Y la naturaleza intrínseca de las imágenes de Bresson permanece inalterada, ya veamos las bobinas proyectadas en una sala, una cinta o un disco en nuestra pantalla de televisión o una vídeo-proyección. Lo mismo no está de un lado y lo otro del otro. Identidad y alteridad se anudan de forma diferente la una a la otra. Nuestro aparato de luz incorporada y la cámara de Questions pour un champion nos hacen asistir a una actuación de memoria y de agilidad mental que les es en sí misma extranjera. En cambio la película de la sala de proyección, o la cinta de Au hasard Balthazar que vemos en nuestra pantalla, nos hacen ver imágenes que no remiten a nada más, a ningún «otro», que son ellas mismas la actuación.

l. l.

LA ALTERIDAD DE LAS IMÁGENES

Esas imágenes no remiten a nada más. Esto no quiere decir que sean, como se dice a menudo, intransitivas. Esto quiere decir que la alteridad entra en la composición misma de las imágenes, pero también que esa alteridad se debe a algo distinto de las propiedades materi ales del médium cinematográfico. Las imágenes de Au hasard Balthazar no son, en primer lugar, manifestaciones de las propiedades de un cierto médium técnico, sino operaciones: re laciones entre un todo y unas partes, entre una visibilidad y un potencial de significación y de afecto que le es asociado, entre unas expectativas y aquello que viene a colmarlas. Observemos el comienzo de la película. El juego de las «imágenes» ya ha comenzado cuando la pantalla todavía está en negro, con las notas cristalinas de una sonata de Schubert. El juego prosigue cuando, mientras los títulos de crédito desfilan sobre un fondo que evoca una muralla rocosa, un muro de piedras secas o de cartón-pi edra, un bramido se sustituye a la sonata; después la sonata retoma su curso, cubierta a continuación por un ruido de cascabel que se encadena con el primer plano de la película: la cabeza de un pequeño asno mamando de su madre en

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primer plano. Una mano muy blanca desciende entonces a lo largo del cuello en sombra del pequeño asno, mientras la cámara asciende en sentido inverso hacia la niña propietaria de esa mano, su hermano y su padre. Un diálogo acompaña este movimiento («Lo necesitamos» -«Dánoslo»- «Hijos míos, es imposible») sin que nunca veamos la boca que pronuncia esas palabras: los niños se dirigen a su padre dándonos la espalda, sus cuerpos ocultan su rostro durante la respuesta. Un fundido encadenado introduce entonces un plano que nos muestra lo contrario de aquello que las palabras anunciaban: de espaldas, en plano largo, el padre y los niños descienden llevando consigo el asno. Otro fundido encadena con el bautizo del asno: otro primer plano que nos permite ver sólo la cabeza del animal, el brazo del chico que vierte el agua y el busto de la niña que sostiene un cirio. En unos títulos de crédito y tres planos tenemos un régimen entero de «imageidad»*, es decir, un régimen de relaciones entre elementos y entre funciones. Se trata, en primer lugar, de la oposición entre la neutralidad de la pantalla en negro, o en gris, y el contraste sonoro. La melodía que avanza recta en notas bien separadas y el bramido que la interrumpe producen de inicio toda la tensión de la historia que seguirá. Este contraste es prolongado por la oposición visual de una mano blanca sobre un pelo negro, y por la separación de las voces y los rostros. Y esta oposición es prolongada a su vez por el encadenamiento de una decisión verbal con su contradicción visual, y del procedimiento técnico del fundido encadenado, que intensifica la continuidad, con el contra-efecto que se nos muestra. Las «imágenes» de Bresson no son un asno, dos niños y un adulto; tampoco son únicamente la técnica del plano corto y los movimientos de cámara o los fundidos que lo ensanchan. Son operaciones que juntan y separan lo visible y su significación o la palabra y su efecto, que producen y desvían unas expectativas. Estas operaciones no derivan de las propiedades del médium cinematográfico. De hecho, suponen incluso una distancia sistemática respecto de su uso ordinario. Un cineasta «normal» nos daría una pista, por ligera que fuese,

• El término usado por Rancicre es un neologismo: imagéité. En los casos similares he intentado pennanecer s1empre cerca del original calcando e l término e n castellano.

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del cambio de decisión del padre. Y encuadraría con un plano más general la escena del bautizo, haría que la cámara se aproximase o introducióa un plano suplementario para mostrar la expresión del rostro de los niños durante la ceremonia. ¿Podría decirse que la fragmentación bressoniana nos presenta, en lugar del encadenamiento narrativo de quienes alinean el cine con el teatro o la novela, las puras imágenes propias del arte cinematográfico? Sin embargo, la fijación de la cámara sobre la mano que vierte el agua, o sobre aquella que sostiene la vela, no es más propia del cine que la fijación de la núrada del doctor Bovary sobre las uñas de la señorita Emma, o la de Madame Bovary sobre las del pasante del notario, lo son de la literatura. Además, la fragmentación no quiebra definitivamente la encadenación narrativa, sino que opera a su respecto un doble juego. Al separar las manos de la expresión del rostro, reduce la acción a su esencia: un bautizo es un conjunto de palabras y unas manos que vierten agua sobre un a cabeza. Al restringir la acción a la encadenación de las percepciones y de los movimientos, y al producir el cortocircuito de la explicación de las razones, el cine bressoniano no realiza una esencia propia del cine. El cine de Bresson se inscribe en la continuidad de la tradición novelesca iniciada por Flaubert; una ambivalencia en la que los mismos procedimientos producen y retiran sentido, garantizan y deshacen la conexión de las percepciones, de las acciones y de los afectos. La inmediatez sin frase de lo visible radicaliza sin duda el efecto, pero esta radicalidad opera a su vez por obra de ese poder que separa el cine de las artes plásticas y lo acerca a la literatura: el poder de anticipar un efecto para desplazarlo o contradecirlo mejor. La imagen nunca es una realidad simple. Las imágenes del cine son en primer lugar operaciones, relaciones entre lo visible y lo decible, maneras de jugar con el antes y el después, la causa y el efecto. Estas operaciones implican funciones-imágenes diferentes, sentidos diferentes de la palabra imagen. Dos planos o encadenamientos de planos cinematográficos pueden pertenecer a órdenes de imageidad diferentes. Y de forma inversa, un plano cinematográfico puede pertenecer al mismo tipo de imageidad que la frase de una novela, o que un cuadro. Esta es la razón por la que Eisenstein pudo buscar en Zola o Dickens, como en El Greco o Piranesi, los modelos del montaje

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cinematográfico, y Godard componer un elogio del cine con las frases de Elie Faure sobre la pintura de Rembrandt. La imagen del cine no se opone entonces a la teledifusión como la alteridad a la identidad. La teledifusión también tiene su otro: la actuación efectiva en el plató. Y el cine también reproduce una actuación efectuada delante de una cámara. Cuando se habla de las imágenes de Bresson, simplemente no se alude a esa relación: no se trata del vínculo entre lo que ha sucedido en otra parte y lo que ha sucedido ante nuestros ojos, sino de las operaciones que hacen la naturaleza artística de lo que vemos. Imagen designa así dos cosas diferentes. Por un lado se da la relación simple que produce la semejanza a un original: no necesariamente su copia fiel , sino simplemente aquello que basta para ocupar su lugar. Por el otro se da el juego de operaciones que produce aquello que llamamos arte: es decir, precisamente una alteración de semejanza. Esta alteración puede asumir mil formas: puede tratarse de la visibilidad que se da a pinceladas inútiles para hacemos saber a quién representa el retrato; un alargamiento de los cuerpos expresa su movimiento en detrimento de sus proporciones; un giro del lenguaje exacerba la expresión de un sentimiento, o hace más compleja la percepción de una idea; una palabra o un plano, en el lugar de aquellos que parecieran deber venir... Sólo en este sentido el arte está hecho de imágenes, ya sea figurativo o no, ya reconozcamos en él o no la forma de personajes y de espectáculos identificables. Las imágenes del arte son operaciones que producen una distancia*, una desemejanza. Palabras que describen aquello que el ojo podría ver o expresan aquello que jamás verá, que adrede aclaran u oscurecen una idea. Formas visibles que proponen una significación por construir, o la retiran. Un movimiento de cámara anticipa un espectáculo y descubre otro diferente, un pianista ataca una frase musical «detrás» de una pantalla en negro. Todas estas relaciones defi nen imágenes. Esto quiere decir dos cosas. Primero, que las imágenes del arte son, en cuanto tales, desemejanzas. Segundo, que la imagen no es algo exclusivo de lo visible. Hay un visible que no hace imagen, hay imágenes que son todo palabra. Pero

• El ténnino original es écart. que puede implicar también un desvío, una separación o una simple difere ncia.

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el régimen más corriente de la imagen es aquel que escenifica una relación de lo decible a lo visible, una relación que actúa al mismo tiempo sobre su analogía y sobre su desemejanza. Esta relación no exige en modo alguno la presencia material de los dos términos. Lo visible se dej a disponer en tropos significativos, la palabra despliega una visibilidad que puede ser cegadora. Podría parecer superfluo recordar cosas tan simples. Y sin embargo es necesario hacerlo, pues estas cosas simples no cesan de difuminarse, pues la alteridad identitaria de la semejanza ha interferido desde siempre en el juego de las relaciones constitutivas de las imágenes del arte. El semejar se consideró durante mucho tiempo como lo propio del arte, y aun así una infinidad de espectáculos y de formas de imitación estaban proscritos de sus dominios. El no-semejar se considera en nuestros días su imperativo, y aun así los vídeos, fotografías y muestrarios de objetos parecidos a los de cada día han ocupado en las galerías y los museos el lugar de los lienzos abstractos. Sin embargo, este imperativo formal de no-semejanza es a su vez presa de una dialéctica singular. Pues la inquietud se impone: ¿no es el no-semejar un renunciar a lo visible, o bien un someter su riqueza concreta a operaciones y artificios que encuentran su matri z en el lenguaje? Un contra-movimiento se esboza entonces: aquello que se opone a la semejanza no es la operatividad del arte sino la presencia sensible, el espíritu hecho carne, lo absolutamente otro que es también absolutamente mismo. «La Imagen vendrá en el tiempo de la Resurrección» dice Godard: la Imagen, es decir, la «primera imagen» de la teología cristiana, e l Hijo que no es «Semejante» al Padre sino partícipe de su naturaleza. Ya no nos matamos los unos a los otros por el iota que separa esta imagen de la otra*. Pero seguimos viendo en ella una promesa de carne, capaz de disipar conj untamente los simulacros de la semejanza, los artificios del arte y la tiranía de la letra.

• Rancicrc hace referenc ia a la «controversia del iota» del primer Concilio de Nicca (325 d. C.). Este Concilio dirimió el problema cristológico de la consustancialidad. estableciendo la doctrina según la cual el Hijo era de substancia similar (O~tOLOUCito; • homoiousios). pero 110 igual (OJ'OUOUOt·erbo imaginar: «Adornar con i mágencs un sitio» (DRAE).

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tros de expresión y por consiguiente entre las artes, formulada en el Laocoon de Lessi ng, es el núcleo común de la teorización «moder-

nista» del régimen estético de las artes, el pensamiento que trata la ruptura con el régimen representativo en términos de autonomía del arte y de separación entre las artes. Este núcleo común se deja resumir en tres versiones que resumo a grandes rasgos. En primer lugar se da la versión racionalista optimista. Lo que sucede a las historias, y a las imágenes que les estaban subordinadas, son las formas. Es la potencia de cada materi alidad específica -verbal, plástica, sonora u otra- revelada por una serie de procedimientos específicos. Esta separación de las artes se ve garantizada no ya por la simple ausencia de medida común entre la palabra y la piedra, sino por la racionalidad misma de las sociedades modernas. La sociedad moderna se caracteriza por la separación de las esferas de experiencia y de las formas de racionalidad que son propias de cada una, separación que el vínculo de la razón comunicacional debe simplemente completar. Se reconoce aquí la teleología de la modernidad que un discurso célebre de Habermas todavía opone a las perversiones del estetismo «post-estructuralista», aliado del neo-conservadurismo. Se da a continuación la versión dramática y dialéctica de Adorno. Aquí, la modernidad artística pone en escena el conflicto de dos separaciones, o si se prefiere, de dos inconmensurabilidades. Pues la separación racional de las esferas de experiencia es de hecho obra de una cierta razón, la razón calculadora de Ulises que se opone al canto de las sirenas, la razón que separa el trabajo del goce. La autonomía de las formas artísticas, la separación de las palabras y de las formas, de la música y de las formas plásticas, del arte docto y de las formas de entretenimiento, adquieren entonces otro sentido: separan las puras formas del arte de las formas de la vida cotidiana, mercantil y estetizada, que disimulan la fractura. Y se permite así que la tensión solitaria de esas formas autónomas manifieste la separación primera que las funda, que haga aparecer la «imagen» de lo reprimido y recuerde la exigencia de una vida no separada. Se da por fin la versión patética de la que dan testimonio los últimos libros de Lyotard. Aquí, la ausencia de medida común se llama catástrofe. Y se trata entonces de oponer no ya dos separacio-

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nes sino dos catástrofes. La separación del arte es en efecto asimilada a la fractura original de lo sublime, a la defección de toda relación estable entre idea y presentación sensible. Esta inconmensurabilidad es pensada en sí misma como la marca de esa potencia del Otro, cuya denegación, en la razón occidental, ha producido la locura exterminadora. El arte moderno debe preservar la pureza de sus separaciones, pero debe hacerlo para inscribir la marca de esa catástrofe sublime, cuya inscripción testimonia también de la catástrofe totalitaria - la de los genocidios, pero también la de la vida estetizada, es decir, de hecho, anestesiada. ¿Cómo situar la conj unción disyuntiva de las imágenes de Godard en relación con estas tres figuras de lo inconmensurable? Sin duda Godard tiene simpatías por la teleología modernista de la pureza, sobre todo, por supuesto, bajo su forma catastrofi sta. A lo largo de todas las Historia(s) del cine, Godard opone la virtud redentora de la imagen/icono al pecado original que ha malogrado el cine y su potencia de testimonio: la sumisión de la «imagen» al «texto», de lo sensible a la «historia». Sin embargo, los «signos» que nos presenta aquí son una serie de elementos visuales dispuestos en forma de discurso. El cine que nos cuenta aparece como una serie de apropiaciones de las otras artes. Y nos lo presenta en una ajaraca de palabras, de frases y de textos, de pinturas metamorfoseadas, de planos cinematográficos mezclados con fotografías o imágenes de noticiarios, a veces religadas por citaciones musicales. En definiti va, las Historia(s) del cine están de principio a fin tejidas con estas «pseudomorfosis», con estas imitaciones de un arte por otro que recusa la pureza vanguardista. Y en este amontonamiento la noción misma de imagen, a pesar de las declaraciones iconódulas de Godard*, aparece para designar esa operatividad metamórfica, que atraviesa las fronteras de las artes y niega la especificidad de los materiales. La pérdida de medida común entre los medios** de las artes no significa pues que en adelante cada cual permanezca en su esfera propia, atribuyéndose su propia medida. Significa más bien que toda

* l coHodules en el original. Etimológicamente, aquello relativo a la veneración de imágenes (y opuesto por ende a la iconoclasia). •• Moyens, por oposición a miliein. Relativo a los recursos de las artes para servir sus fines.

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medida común es a partir de ahora una producción singular, y que esta producción es posible únicamente al precio de afrontar, en su radicalidad, lo sin-medida de la mezcla. De la imposibilidad de traducir sin resto el sufrimiento del Laocoonte de Virgilio a la piedra del escultor no se deduce que las palabras y las formas se separen, que unos se consagren al arte de las palabras mientras otros trabajan los intervalos de los tiempos, las superficies coloreadas o los volúmenes de la materia resistente. Tal vez se deduzca todo lo contrario. Cuando se encuentra amenazado el hilo de la historia, es decir, la medida común que regulaba la distancia entre el arte de los unos y el de los otros, ya no son simplemente las formas quienes se vuelven análogas: son las materialidades quienes se mezclan directamente. La mezcla de las materialidades es ideal antes de ser real. Sin duda ha sido necesario esperar la época cubista y dadaísta para ver aparecer sobre las telas de los pintores las palabras de los periódicos, de los poemas o de los billetes de autobús; la época de Nam June Paik para transformar en esculturas los altavoces concebidos para la difusión de los sonidos y las pantallas destinadas a la reproducción de imágenes; la época de Wodiczko o de Pipilloti Rist para proyectar imágenes móviles sobre las estatuas de los Padres fundadores o sobre los brazos de un sillón, y la de Godard para inventar contraplanos en un cuadro de Goya. Sin embargo, ya en 1830 Balzac puede poblar sus novelas de cuadros holandeses y Hugo transformar un libro en catedral o una catedral en libro. Veinte años más tarde Wagner puede celebrar la unión carnal del poema masculino y de la música femenina en una misma materialidad sensible y la prosa de los Goncourt convertir al pintor contemporáneo (Decamps) en albañil, antes de que Zola transforme a su pintor de ficción, Claude Lantier, en escaparatistal instalador, decretando como su obra más bella la efímera redisposición de los pavos, las salchichas y las morcillas de la charcutería Quenu. Ya en la década de 1820 un fi lósofo, Hegel, se había ganado por anticipado la execración motivada de todos los modernismos venideros al mostrar que la separación de las esferas de racionalidad suponía no ya la autonomía gloriosa del arte y de las artes, sino la pérdida de su potencia de pensamiento común, de pensamiento que produce o expresa lo común, y que de la reivindicada separación sublime tal vez no resultara más que el despropósito indefinidamente repetido del

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«fantasista», capaz de unir toda cosa a cualquier otra. Poco importa que los artistas de la generación siguiente lo hayan leído, no leído o leído mal. Respondían sin duda a su demostración al buscar el principio de su arte no en una medida que sería la propia de cada uno, sino allí donde, al contrario, todo «propio» se hunde, donde todas las medidas comunes de que se nutren las opiniones y las historias son abolidas en beneficio de una gran yuxtaposición caótica, de una gran mezcla indiferente de las significaciones y de las materialidades.

11.2.

LA FRASE-IMAGEN Y LA GRAN PARATAXIS

Llamémoslo la gran parataxis. En el tiempo de Flaubert, la gran parataxis puede corresponder al hundimiento de todos los sistemas de razones de los sentimientos y de las acciones, en beneficio del azar de las combinaciones indiferentes entre átomos. Un poco de polvo que brilla al sol, una gota de nieve fundida cayendo sobre el muaré de una sombrilla, una brizna de follaje en el hocico de un asno, tales son los tropos de la materia que inventan amores al igualar su razón a la gran ausencia de razón de las cosas. En el tiempo de Zola, se trata de los apilamientos de verduras, embutidos, pescados y quesos del Vientre de Paris, o de las cascadas de tejidos blancos abrasados por el fuego del consumo de El paraíso de las damas. En el tiempo de Apollinaire o de Blaise Cendrars, de Boccioni, de Schwitters o de Varese, es un mundo donde todas las historias son disueltas en frases, a su vez disueltas en palabras, intercambiables con las líneas, las pinceladas o los «dinamismos» en los que se ha disuelto todo sujeto pictórico, o con las intensidades sonoras en las que las notas de la melodía se funden con las sirenas de los buques, los ruidos de los coches y el crepitar de las metralletas . Así es, por ejemplo, el «profundo hoy», celebrado en 19 17 por Blaise Cendrars en unas frases que tienden a reducirse a yuxtaposiciones de palabras, reconducidas hacia medidas sensoriales elementales: «Prodigioso hoy. Sonda. Antena. Puerta-rostro*. Torbellino. Tú vives. Excéntrico. En la soledad

~

Porte-visage en el original.

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integral. En la comunión anónima( ... ) El ritmo habla. Quimismo. Tú eres». O también: «Aprendemos. Bebemos. Ebriedad. Lo real no tiene ya ningún sentido. Ninguna significación. Todo es ritmo, palabra, vida ( ... ) Revolución. Juventud del mundo. Ahora4 .» Este hoy de las historias abolidas en provecho de los micro-movimientos de una materia que es «ritmo, palabra y vida» es el mismo que, cuatro años más tarde, consagrará el joven arte cinematográfico en las frases igualmente paratáxicas a través de las cuales un joven amigo de Blaise Cendrars, el químico y cineasta Jean Epstein, se empleará para exprimir la potencia sensorial nueva de los planos del séptimo arte5 . La nueva medida común, que se opone de esta forma a la antigua, es la medida del ritmo, del elemento vital de cada átomo sensible desligado que hace pasar la imagen en la palabra, la palabra en la pincelada, la pincelada en la vibración de la luz o del movimiento. Puede decirse de otro modo: la ley del «profundo hoy», la ley de la gran parataxis, es que ya no hay medida, ya sólo hay común. Lo común de la desmedida o del caos es quien aporta ahora al arte su potencia. Pero este común-sin-medida del caos o de la gran parataxis no está separado más que por una frontera casi-indiscernible de dos territorios en los que corre un mismo riesgo de perderse. A un lado está la gran explosión esquizofrénica, donde la frase se destroza en el grito y el sentido en el ritmo de los estados del cuerpo; al otro, la gran comunidad identificada a la yuxtaposición de las mercancías y de sus dobles, o a la repetición de frases vacías, o incluso a la ebriedad de las intensidades manipuladas, de los c uerpos que marchan al unísono. Esquizofrenia o consenso. De un lado, la gran explosión, el «horrible reír del idiota», nombrado por Rimbaud pero experimentado o temido por toda la época que va de Baudelaire a Artaud, pasando por Nietzsche, Maupassant, Van Gogh, Andrei' Biely o Virginia Woolf. Del otro, el consentimiento a la gran igualdad mercantil y lingüística o a la gran manipulación de los cuerpos ebrios de comunidad. La medida del arte estético hubo de construirse entonces como medida

' Blaise Cend rars. Aujourd'lwi. (Euvres completes; Denóel, París, 1991. t. TV, pp. 144-145 y 162- 166. > Jcan Epstei n. «Bonjour cinéma>>, e n: IEu vres completes, Scghers; París, 1974, t. l. pp. 85-102.

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contradictoria, alimentada de la gran potencia caótica de los elementos desligados pero capaz, por esa misma razón, de separar ese caos -o esa «necedad»- del arte de los furores de la gran explosión o de la torpeza del gran consentimiento. Yo propondría poner a esta medida el nombre de frase-imagen. Por frase-imagen concibo algo distinto de la unión de una secuencia verbal y de una forma visual. La potencia de la frase-imagen puede expresarse en frases de novela, pero también en formas de puesta en escena teatral o de montaje cinematográfico, o en la relación entre lo dicho y lo no-dicho de una fotografía. La frase no es lo decible, la

imagen no es lo visible. Frase-imagen es para mí la unión de dos funciones que deben ser definidas estéticamente, es decir, a partir del modo en que deshacen el vínculo representativo del texto a la imagen. En el esquema representativo, la parte del texto correspondía al encadenamiento ideal de las acciones, y la parte de la imagen al suplemento de presencia que le daba carne y consistencia. La fraseimagen trastorna esta lógica. La función-frase sigue siendo la del encadenamiento. Pero ahora la frase sólo encadena en la medida en que es ella lo que da carne. Y esta carne o esta consistencia es, paradójicamente, la de la gran pasividad de las cosas sin razón. La imagen, por su parte, se ha convertido en la potencia activa, disruptiva, del salto, la potencia del cambio de régimen entre dos órdenes sensoriales. La frase-imagen es ]a unión de estas dos funciones. Es la unidad que desdobla la fuerza caótica de la gran parataxis en potencia de continuidad de la frase y potencia de ruptura de la imagen. Como frase, acoge la potencia paratáxica y repele así la explosión esquizofrénica. Como imagen, repele con su fuerza disruptiva el gran sopor de la repetición indiferente o la gran ebriedad de comunión de los cuerpos. La frase-imagen retiene la potencia de la gran parataxis e impide que se pierda en la esquizofrenia o en el consenso. Podríamos pensar en esas redes tendidas sobre el caos a través de las cuales Deleuze y Guattari definen la potencia de la filosofía o del arte. Sin embargo, puesto que aquí estamos hablando de historias del cine, ilustraré más bien la potencia de la frase-imagen a través de una secuencia célebre de una película cómica. Al principio de Una noche en Casablanca, un policía observa con aire de sospecha la extraña actitud de Harpa, inmóvil y con la mano apoyada contra una

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pared. El policía le pide entonces que se mueva y salga de allí. Con un movimiento de cabeza, Harpa le indica que no puede. «Tal vez pretende usted que crea que está usted sujetando el muro» le dice con ironía el policía. Con un nuevo movimie nto de cabeza, Harpa indica que ese es precisamente el caso. Furioso porque el mudo se burle de él de esa manera, el policía desplaza a Harpo de su puesto. Y por supuesto, el muro se hunde con gran estrépito. Este gag del mudo que sujeta la pared es la parábola más propia para hacernos sentir la potencia de la frase-imagen que separa el todo se sostiene del arte del todo se toca de la locura explosiva o de la necedad consensual. Y yo la relacionaría de buen grado con la fórmula oximorónica de Godard «O dulce milagro de nuestros ojos ciegos». Lo haría solamente a través de una mediación, la del escritor que se dedica más que ningún otro a separar la necedad del arte de la necedad del mundo, el mismo que debe leer en voz alta sus propias frases, ya que de otra manera no ve «más que fuego». Flaubert «no ve» en sus frases porque escribe en la edad de la videncia, y porque la edad de la videncia es precisamente aquella en la que una cierta «vista» se ha perdido, en la que el decir y el ver han entrado en un espacio de comunidad sin distancia y sin correspondencia. El resultado es que no se ve nada: no se ve qué dice lo que se ve, ni qué hace ver lo que se dice. Hay que escuchar pues, hay que confiarse al oído. Es el oído quien, al reconocer una repetición o una asonancia, hará saber que la frase es falsa, es decir, que no tiene el ruido de lo verdadero, el soplo del caos atravesado y controlado6 . La frase justa es aquella que transmite la potencia del caos separándola de la explosión esquizofrénica y del atontamiento consensual. La virtud de la frase-imagen justa es en definitiva la de una sintaxis paratáxica. También podríamos llamar a esta sintaxis montaje, ampliando la noción más allá de su significado cinematográfico restringido. Los escritores del siglo XIX que descubrieron, detrás de las historias, la fuerza desnuda de Jos remolinos de polvo, de las humedades opresivas, de las cascadas de mercancías o de las intensidades de la locura, inventaron también el montaje como medida de lo sin-

6 Cf.. en particular. la carta a Madcmoíselle Leroyer de Chantepíe de 12 de diciembre de 1857 y la can a a George Sand de marzo de 1876_

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medida o disciplina del caos. El ejemplo canónico es la escena de los Comicios* de Madame Bovary, donde la potencia de la fraseimagen se eleva entre los dos discursos vacíos del seductor profesional y del orador oficial, a la vez extraída del torpor ambiental en el que uno y otro se igualan y sustraída a ese mismo torpor. Pero me parece aún más significativo, para la cuestión que me ocupa, el montaje que presenta en El vientre de París el episodio de la preparación de las morcillas. Recuerdo el contexto: Florent, republicano de 1848, deportado tras el golpe de Estado de 1851 y evadido de un presidio guyanés, vive, bajo una falsa identidad, en la charcutería de su hermanastro Quenu, donde suscita la curiosidad de su sobrina, la pequeña Pauline, quien le ha escuchado por casualidad evocar recuerdos de un compañero que fue devorado por las fieras, y la reprobación de su cuñada, Lisa, cuyo comercio florece en la prosperidad imperial**. Lisa querría que él aceptara, bajo su identidad ficticia, una plaza de inspector que ha quedado vacante en Les Halles ***, compromiso que rechaza el íntegro republicano. En esas llega uno de los mayores acontecimi entos de la vida de la charcutería, la preparación de las morcillas, construida por Zola en montaje alterno. Al relato lírico de la cocción de la sangre y del entusiasmo que aflora entre actores y espectadores ante la promesa de una excelente morcilla se mezcla en efecto el relato del «hombre devorado por las fieras» que Pauline le demanda a su tío. Florent narra entonces, en tercera persona, el relato terrible de la deportación, del presidio, de los sufrimientos de la evasión y de la deuda de sangre así contraída entre la República y sus asesinos. Pero a medida que este relato de miseria, de hambruna y de injusticia va creciendo, el alegre crepitar de la morcilla, el olor a grasa, el calor embriagador de la atmósfera acuden para desmentirlo, para transformarlo en una historia increíble, narrada por alguien resucitado de otra era. Esa historia de sangre derramada y de muertos de hambre que reclaman justicia es refutada por el lugar y la circunstancia. Es inmoral morir de hambre, inmoral

• La escena aludida se desaoTolla en una feria de ganado y agricultura. •• La prospérilé impériale es un término con que se idemifica el ciclo de bonanza económica que vivió Francia en el peñodo del Segundo Imperio ( 1852-70), sobre todo en el quinquen io 1852-1857, y que fue e nmarcada y ensalzada por un programa de auto-celebración cultural c uyo punto culminante fue la Exposición Universal de París de 1855. *** Mercado c entral de abastos de París.

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ser pobre y amar la justicia; esa es la lección que Lisa aprende de la historia, la misma lección que ya imponía el canto alegre de la morcilla. Al final del episodio, Florent, desposeído de su realidad y de su j usticia, se queda sin fuerzas ante el calor del ambiente, cede ante su cuñada y acepta la plaza de inspector. Así, la conspiración de los Poderosos y de la grasa* parece triunfar sin contestación, y la lógica misma del montaje alterno parece consagrar la pérdida común de las diferencias del arte y de las oposiciones de la política en el gran consentimiento a la cálida intimidad de la mercancía-reina. Pero el montaje au t:s una simple oposición de dos términos en la que triunfa necesariamente el término que da su tono al conjunto. La consensualidad de la frase en que se resuelve la tensión del montaje alterno coexiste con el choque patético de la imagen que restablece la distancia. No evoco por simple analogía la complementariedad conflictiva de lo orgánico y de lo patético, conceptualizada por Eisenstei n. No es coincidencia que el mismo Ei senstein hiciera de los veinte tomos de los RougonMacquart los «veinte pilares» del montaje7 . El golpe de genialidad del montaje operado aquí por Zola consiste en haber contradicho la victoria sin contestación de los Poderosos, la asimilación de la gran parataxis al gran consentimiento, por medio de una sola imagen. En efecto, Zola dio al discurso de Florent un oyente privilegiado, alguien que le refuta visualmente con su prosperidad disimulada y su mirada desaprobadora. Este contradictor silenciosamente elocuente es el gato Mouton. El gato es, ya se sabe, el animal fetiche de los dialécticos del cine, desde Sergei Eisenstein a Chris Marker, el animal que convierte una tontería en otra, que proyecta las razones triunfantes en supersticiones tontas o en el enigma de una sonrisa. Aquí el gato que subraya el consenso lo deshace al mismo tiempo. Convirtiendo la razón de Lisa en su simple pereza sin frase, el gato transforma también, por condensación y contigüidad, a la propia Lisa en vaca sagrada, figura irrisoria de la Juno sin voluntad ni preocupación en la que Schiller resumía la libre apariencia, la apariencia estética que

* En el francés, Rancie re juega con la oposic ión de Gras. en sentido figurado y con mayúscula (opule nto. rico, importante) y gras (grasa ). ' Scrgei Eise nsrein, «Los veinte pilares de sosteninúento». e n: La no-indiferente naturaleza, 10/ 18, París, 1976. pp. 14 1-2 13.

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suspende el orden del mundo fundado sobre la relación ordenada de los fines a los medios y de lo activo a lo pasivo. El gato, con Lisa, condenaba a Florent a consentir al lirismo de la mercancía triunfante. Pero el mismo gato se transforma y transforma a Lisa en divinidades mitológicas de derrisión que reducen este orden triunfante a su contingencia idiota. Esta misma potencia de la frase-imagen, más allá de las oposiciones convenidas enrre el texto muerto y la imagen viva, anima también las Historia(s) del cine de Godard y en especial nuestro episodio. Pudiera ser que este discurso de recepción aparentemente desplazado juegue en efecto un rol comparable a aquel del gato de Zola, pero también al del mudo que sujeta el muro que separa la parataxis artística del hundimiento indiferente de los materiales en desorden, el todo se sostiene del todo se toca. Sin duda Godard no se enfrenta al reino sin complejo de los Poderosos* . Pues precisamente ese reino ha sabido, desde Zola, seguir una dieta de mercancías estetizadas y refinamiento publicitario. El problema de Godard está precisamente ahí: su práctica del montaje se formó en la época pop, la época en la que la indistinción de fronteras entre el arriba y el abajo, entre lo serio y la derrisión, y la práctica de saltar de un tema a otro de forma indiscriminada, parecían oponer su virtud crítica al reino de la mercancía. Sin embargo, desde entonces la mercancía ha entrado a su vez en la edad de la derrisión y del salto sin criterio. El ensamblaje de toda cosa con cualquier otra, que pasaba ayer por subversivo, es hoy en día cada vez más homogéneo con el reino del todo está en todo periodístico y de la comba publicitaria. Se hace necesario entonces que algún gato enigmático o algún mudo burlesco vuelvan a traer desorden al montaje. Eso es quizá lo que haga nuestro episodio, aun careciendo de toda tonalidad cómica. Una cosa es segura en todo caso; algo evidentemente imperceptible para el espectador de las Historia(s) que no conoce de la joven de la vela más que su silueta nocturna. Esa joven mujer tiene por lo menos dos trazos en común con Harpo. En primer lugar ella también sostiene, al menos en sentido fi gurado, una casa que se hunde. En segundo lugar ella también es muda.

* De nuevo, Gras_

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II.3.

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EL AMA DE LLAVES. EL NIÑO JUDÍO Y EL PROFESOR

Es el momento de decir algo más sobre la película a la que pertenece ese plano. The spiral staircase cuenta la historia de un asesino que elige a sus víctimas entre mujeres con distintas discapacidades. Por lo tanto la heroína, muda como consecuencia de un traumatismo, es una víctima perfecta para el asesino, sobre todo si se tiene en cuenta que este vive en la misma casa en la que ella trabaja como ama de llaves, dedicada al cuidado de una vieja dama enferma y atrapada en la atmósfera de odio engendrada por la rivalidad de dos hermanastros. Una noche, habiéndose quedado sola y sin más ayuda que el número de teléfono del doctor que la ama - lo que evidentemente no era el recurso más eficaz para una muda-, la chica habtía asumido su destino de víctima prometida de no ser porque el asesino, en el momento decisivo, cae abatido por su madrastra -nuevo traumatismo gracias al cual ella recupera la palabra. ¿Qué relación con el niño del gueto y con el discurso de entronización del profesor? Esta, en apariencia: el asesino no es la simple víctima de pulsiones irresistibles. Es un metódico hombre de ciencia, cuyo proyecto consiste en suprimir, por su bien y por el bien de todos, a los seres que la naturaleza o el azar ha hecho inválidos, incapaces por tanto de una vida plenamente normal. No hay duda de que la trama está tomada de una novela inglesa de 1933, cuyo autor no parece haber tenido ninguna intención política en particular. Sin embargo, la película llega a las pantallas en 1946, lo que deja pensar que haya sido rodada en 1945. Y el director se llama Robert Siodmak, uno de los colaboradores del legendario Menschen am Sonntag, película/diagnóstico de 1928 sobre una Alemania dispuesta a entregarse a Hitler, uno de aquellos cineastas y operadores que huyeron del nazismo y que vinieron a transponer en el cine negro americano las sombras plásticas y en ocasiones políticas del expresionismo alemán. Todo parece pues explicarse: ese extracto está ahí, en sobreimpresión sobre la imagen de la rendición del gueto, porque un cineasta que ha huido de la Alemania nazi nos habla a través de él, por medio de una analogía ficcional transparente, del programa nazi de extermi-

.,' J

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nación de los seres «infrahumanos». Esta película americana de 1946 remite a la Alemania, año cero que un cineasta italiano, Rossellini, consagrará poco después a otra transposición del mismo programa, el asesinato por el pequeño Edmund de su padre enfermo. Testimonia, a su manera, del modo en que el cine ha hablado de la exterminación a través de fábulas ejemplares, el Fausto de Murnau, La Regla del juego de Renoir o El gran Dictador de Chaplin. A partir de aquí, resulta fácil completar el puzzle, darle su sentido a cada uno de los elementos que se acoplan en el episodio. El público riente que se enfrenta a Nosferatu está tomado de los últimos planos de The Crowd* de King Vidor. Poco importa aquí el contenido de ficción de este film de los últimos días del cine mudo: la reconciliación final en un musichall de una pareja al borde de la ruptura. El montaje de Godard es claramente simbólico. Nos muestra la captación de la multitud de las salas oscuras por la industria de Hollywood, la alimentación de las masas con un imaginario caldeado con la quema de lo real, un real que no tardará en reclamar su cuenta de verdadera sangre y de verdaderas lágrimas. Las letras que aparecen en la pantalla (El enemigo público, el público) lo dicen a su manera. El enemigo público es el título de una película de Wellman, una historia del hampa interpretada por James Cagney y poco posterior a The Crowd. Pero también es el título que Godard atribuye en las Historia(s) al productor de The Crowd, Irvin Thalberg, la encarnación de la potencia de Hollywood que varnpirizó a las masas de los cines y liquidó a los artistas/profetas del cine al estilo de Murnau. El episodio plantea pues un estricto paralelo entre dos captaciones: la captación de las masas alemanas por la ideología nazi y la de las masas cinematográficas por Hollywood. En este paralelo se inscriben los elementos intermedios: un plano de hombre/pájaro tomado del Judex de Franju; un plano corto de los ojos de Antonioni, e l cineasta paralizado, afásico, cuya potencia se ha retirado entera a su mirada; el perfil de Fassbinder, el cineasta ejemplar de la Alemania de después de la catástrofe, aterrorizada por espectros que son encarnados aquí en una serie de apariciones casi-subliminales de caballe-

• El título de esta película fue traducido al español como El mundo marcha ( 1928-1929). El original «The Crowd» Oa «masa» o el «ge ntío». traducido al francés como La Joule) se e nmarca mucho mejor en e l contexto que ana li 1..a Raoc1Cre.

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ros tomados de La Muerte de Siegfried de Fritz Lang8 • El texto que acompaña estas apariciones furtivas está tomado de Simple agonie de Jules Laforgue, es decir, no solamente de un poeta muerto a los veintiséis años sino de un escritor francés ejemplarmente formado en la cultura alemana en general y en el nihilismo schopenhaueriano en particular. Todo se explica por tanto, de no ser porque la lógica que acabamos de reconstruir resulta estrictamente indescifrable en la simple silueta de Dorothy McGuire, una actriz tan desconocida para el espectador normal de las Historia(s) como la película misma. No es por tanto la virtud alegórica de la trama quien debe conectar, para ese espectador, el plano de la joven y la foto del niño del gueto. Es la virtud de la frase-imagen en sí misma, es decir, el nudo misterioso de dos relaciones enigmáticas. Es en primer lugar la relación material de la vela sostenida por la muda de ficción y del niño judío demasiado real, que parece iluminado por ella. Esta es en efecto la paradoja. La exterminación no es quien debe aclarar la historia puesta en escena por Siodmak, sino todo lo contrario: es el blanco y negro del cine quien debe proyectar sobre la imagen del gueto esa potencia de historia que heredó de los grandes operadores alemanes a la Karl Freund (que fueron los primeros, nos dice Godard, en inventar los efectos de luz de Nuremberg), y que ellos heredaron a su vez de Goya, de Callot o de Rembrandt y de su «terrible blanco y negro)). Y Jo mismo sucede en la segunda relación enigmática que comporta la frase-imagen: la relación de las frases de Foucault con el plano y con la foto que se supone que deben hilvanar. Según la misma paradoja, no es el vínculo evidente que aporta la trama de la película lo que debe unir los elementos heterogéneos, sino el no-vínculo de esas frases. Lo interesante, en efecto, no es que un director alemán en 1945 subraye las analogías entre el guión que se le confía y la realidad contemporánea de la guerra y de la exterminación, sino la potencia de la frase-imagen en cuanto tal, la capacidad que tiene el plano de la escalera de entrar directamente en contacto con la fotografía del gueto y con las frases del profesor. Potencia de contacto, no de traducción o de explicación; capacidad de exhibir una comunidad construida por la «fraternidad de

8

Gracias a Bemard Ei.•enschitz por la identificación de estos elementos.

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las metáforas». No se trata de -mostrar que el cine habla de su tiempo. Se trata de afirmar que el cine hace mundo, que habría debido hacer mundo. La historia del cine es la de una potencia de hacer historia. Su tiempo, nos dice Godard, es aquel en el que las frase-imágenes han tenido el poder, suspendiendo las historias, de escribir la historia, encadenando directamente con su «afuera». Esta potencia de encadenamiento no es la potencia de lo homogéneo - no la de servirse de una historia de terror para hablarnos del nazismo y del exterminio. Es la potencia de lo heterogéneo, del choque inmediato entre tres soledades: la soledad del plano, la de la foto y la de las palabras que hablan de algo completamente distinto en un contexto completamente diferente. Es el choque de los heterogéneos quien da la medida común. ¿Cómo pensar este choque y sus efectos? Para comprenderlo no basta con invocar las virtudes de la fragmentación y del intervalo que deshacen la lógica de la acción. Fragmentaci ón, intervalo, corte, collage, montaje; todas estas nociones tomadas a menudo como criterios de la modernidad artística pueden recibir significaciones muy diversas, opuestas incluso. Dejo de lado el caso en que la fragmentación , cinematográfica o novelesca, no es más que la manera de apretar con mayor fuerza si cabe el nudo representativo. Pero aun omitiendo este caso, quedan dos grandes maneras de entender el modo en que lo heterogéneo hace medida común: la manera dialéctica y la manera simbólica.

II.4.

MONTAJE DIALÉCTICO, MONTAJE SIMBÓLICO

Tomo estos dos términos en un sentido conceptual que desborda las fronteras de esta o aquella escuela o doctrina. La manera dialéctica aplica la potencia caótica a la creación de pequeñas maquinarias de lo heterogéneo. Fragmentando continuos y alejando términos que se llaman entre sí, o a la inversa, acercando heterogéneos y asociando incompatibles, la manera dialéctica crea choques. Y hace de los choques así elaborados pequeños instrumentos de medida. Esta pequeña maquinaria puede ser el encuentro de la máquina de coser y del paraguas sobre una mesa de disección, o el de los bastones y las sirenas

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del Rhin en la vitrina anticuada del Passage de l'Opéra9, o el de cualquier otro equivalente de estos accesorios en la poesía, la pintura o e l cine surrealistas. El encuentro de incompatibilidades pone en evidencia el poder de una comunidad distinta, que impusiera otra medida, e impone la realidad absoluta del deseo y del sueño. Pero también puede ser el foto-montaje militante a la manera de John Heartfield, que hace aparecer el oro capitalista en las fa uces de Adolf Hitler, -es decir, la realidad de la dominación económica detrás del lirismo de la revolución nacional, o cuarenta años más tarde, el de Martha Rosler, que «transporta a domicilio» la guerra vietnamita al mezclar sus imágenes con las de la publicidad de la felicidad doméstica americana. Puede ser, aún más cerca de nosotros, la serie de imágenes de homeless que Krzystof Wodiczo proyecta sobre los monumentos oficiales americanos o los cuadros que Hans Haacke acompaña de pequeñas notas que indican las sumas que han costado a cada uno de sus compradores sucesivos. En todos estos casos, se trata de hacer aparecer un mundo detrás de otro: el conflicto lejano detrás del confort del home, los homeless expulsados por la renovación urbana tras los nuevos buildings* y los emblemas antiguos de la ciudad, el oro de la explotación tras las retóricas de la comunidad o las sublimidades del arte, la comunidad del capital detrás de todas las separaciones entre dominios y la guerra de clases detrás de todas las comunidades. Se trata de organizar un choque, de poner en escena una extrañeza de lo familiar, para hacer aparecer otro orden de medida que no se descubre sino por la violencia de un conflicto. La potencia de la frase-imagen que une los heterogéneos es entonces la potenc ia de la distancia y del choque que revela el secreto de un mundo, es decir, el otro mundo cuya ley se impone detrás de sus apariencias anodinas o gloriosas. La manera simbolista también pone en relación los heterogéneos y construye pequeñas máquinas a través del montaje de elementos sin relación entre ellos. Pero los ensambla según una lógica inversa. Entre los elementos extraños, se emplea en efecto en establecer una familiaridad, una analogía ocasional, testimoniando de una relación más fundamental de co-pertenencia, de un mundo común en el que

9 Cf. Louis Aragon. Le Paysan de Parí.,. Gallimard. París, 1966, pp. 29-33 (El campesino de PMís, traducción de Noellc Bocr. Bruguera. Libro amigo, 1979). * En inglés en el original.

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Jos heterogéneos están imbricados en un mismo tejido esencial, siempre susceptibles de ensamblarse, en consecuencia, bajo la fraternidad de una metáfora nueva. Mientras la manera dialéctica busca, a través del choque de las diferencias, el secreto de un orden heterogéneo, la manera simbolista ensambla los elementos bajo la f01ma del misterio. Misterio no quiere decir enigma o misticismo. Misterio es una categoría estética, elaborada por Mallarmé y explícitamente retomada por Godard. El misterio es una pequeña máquina de teatro que fabrica analogía, que permite reconocer el pensamiento del poeta en los pies de la bailarina, el pliegue de una estola, el despliegue de un abanico, el brillo de un lustre o el movimiento inesperado de un oso erguido. Es él quien permite también al escenógrafo, Appia, traducir el pensamiemo del músico/poeta, Wagner, no ya en decorados pintados que se asemejen a aquello de que habla la ópera, sino en las formas plásticas abstractas de los practicables o en el haz de luz que esculpe el espacio, o a la bailarina estática, Loie Fuller, transformarse, por el único artificio de sus velos y de los proyectores, en figura luminosa de flor o de mariposa. La máquina de misterio es una máquina de hacer común, no ya de oponer mundos, sino de poner en escena, por las vías más imprevistas, una co-pertenencia. Y es este común quien da la medida de los inconmensurables. La potencia de la frase-imagen queda así tendida entre dos polos, dialéctico y simbólico, entre el choque que opera un desdobl amiento de los sistemas de medida y la analogía que da forma a la gran comunidad, entre la imagen que separa y la frase que tiende hacia el fraseo continuo. El fraseo continuo es el «sombrío pliegue que retiene el infinito»*, la línea flexible que puede ir de todo heterogéneo a todo heterogéneo, la potencia de lo desligado, de aquello que nunca comenzó, que nunca estuvo ligado y puede atraerlo todo en su ritmo sin tiempo. Es la frase del novelista que, aun cuando no se {
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