Jacq Christian - Tutankamon-edit.DOC
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Christian Jacq
Tutankamón
Traducción de Manuel Serrat Crespo
El
misterio de la vida sigue escapándosenos. Las sombras se agitan, pero no se disipan jamás por completo. HOWARD CÁRTER, descubridor de la tumba de Tutankamón
Este relato pertenece probablemente al dominio de la ficción. Sin embargo, he tenido que modificar los nombres de cierto número de personajes, pues, al parecer, la verdad puede a veces no ser verosímil. C.J.
Sinopsis «¿Desea saber quién es usted realmente?» Así reza la misteriosa y escueta nota que recibe Mark Wilder, un exitoso abogado neoyorquino a punto de emprender una prometedora carrera política. La nota lo lleva a El Cairo, donde conocerá a su autor, Pacomio, el honorable abate de la iglesia de la Suspendida, quien lleva años practicando en secreto los ritos ancestrales en honor al dios Amón. Pacomio le revelará,, en efecto, cuál es su verdadera y asombrosa identidad, y eso va a cambiar su vida para siempre. El clima político en Egipto, por su parte, no es muy alentador. El rey Faruk, cuyo insaciable apetito por el lujo y su despreocupación por su pueblo le han valido el odio de sus súbditos, ha dado inicio a los preparativos para las que serán sus segundas nupcias. Sus enemigos preparan una rebelión contra el orden establecido al tiempo que, atentos a sus objetivos geoestratégicos, los agentes de la CIA y del servicio secreto británico se mantienen expectantes a que la revolución estalle. Implicado contra su voluntad en el desarrollo vertiginoso de los acontecimientos, Mark Wilder se verá inmerso en varios frentes de esta disputa mientras afronta la misión que el viejo sacerdote le ha encomendado: en compañía de la hermosa Ateya, deberá hallar un valioso tesoro custodiado durante siglos por la momia de Tutankamón. Un tesoro que es, a la vez, la clave para comprender el pasado y la fuente del porvenir.
I Desea saber quién es usted realmente? Vaya a El Cairo dentro de quince días, el 28 de abril de 1951, y acuda a la iglesia de San Sergio, a las 20.00 horas. Alguien se pondrá en contacto con usted. Así tendrá una oportunidad de saberlo. De lo contrario, seguirá siendo por siempre un desconocido para sí mismo, y su existencia sólo habrá sido un espejismo, una ilusión. Mientras leía por segunda vez aquel increíble mensaje, Mark Wilder chocó con un paseante. Confuso, pidió perdón, levantó la cabeza y vio el obelisco que se erigió en Central Park en 1881. Lo habían bautizado como «aguja de Cleopatra» pero, en realidad, era obra de uno de los más grandes faraones del Antiguo Egipto, Tutmosis III. Bajo la protección de Thot, el dios de los sensatos, el monarca había disfrutado de un largo reinado 1 y había redactado el Libro de la cámara oculta, destinado a conseguir que el alma real reviviese en pleno corazón de la luz. Caminando al azar, Mark Wilder no esperaba ese encuentro con la piedra erecta que atravesaba las nubes y atraía las fuerzas positivas. Los jeroglíficos grabados en el obelisco evocaban la ceremonia de regeneración de Tutmosis III y su capacidad para transmitir mágicamente la energía celestial a la especie humana. Un universo muy alejado de la agitación neoyorquina y del feroz mundo de los abogados mercantiles, uno de cuyos más brillantes representantes era Mark Wilder, tan brillante que le auguraban una feliz carrera política que desembocara, por lo menos, en un cargo de senador. Había sido descubierto por los hombres influyentes 1
1504-1450 a.C.
del entorno presidencial, entre los que lograba la unanimidad. Era el símbolo perfecto del milagro norteamericano, y poseía las cualidades requeridas para ocupar altos cargos al servicio de la patria. Pero Mark quería descansar algún tiempo. A sus cuarenta y dos años de edad, estaba sin embargo en plena forma, corría la maratón y plantaba cara a excelentes jugadores de tenis. En su profesión, en la que acumulaba numerosos éxitos, ya no debía demostrar nada, y estaba en posesión de una no desdeñable fortuna. Soltero empedernido, había decidido tomarse un año sabático y permitirse una vuelta al mundo para lavar su espíritu descubriendo otros países y otras culturas. Dutsy Malone, su mano derecha, sabría dirigir el bufete y gestionar los asuntos en curso, y en caso de urgencia, siempre conseguiría ponerse en contacto con su patrón. Mientras consultaba su programa de viaje, Mark había recibido aquella sorprendente misiva proveniente de El Cairo. En apariencia, una broma estúpida. Un mes antes, mientras se las tenía con un coriáceo adversario a quien había terminado derribando, la habría tirado a la papelera. Pero en vísperas de su partida, se hacía preguntas. Su instinto de cazador lo prevenía contra una reacción en exceso racional. Tras recorrer a grandes zancadas Central Park, Mark llegó a su lujoso despacho de Manhattan. Caminar le había permitido a menudo encontrar soluciones a problemas complejos, y persistía en evitar al máximo el coche y los ascensores. Los tres primeros meses de aquel año de 1951 habían estado marcados por algunos importantes logros de su bufete, considerado como el más efectivo de Nueva York. Los mejores técnicos hacían cola para incorporarse a su equipo, pero era preciso superar el obstáculo de Dutsy Malone, de infalible olfato. Dutsy, el confidente de Mark y su único amigo
verdadero. No sentía celos de su jefe, le satisfacía plenamente su papel secundario, y vivía una rara felicidad familiar en compañía de su bella esposa y dos hijas preciosas. -¡Ah, ya estás aquí! -exclamó Dutsy exhalando una bocanada de su habano-. Antes de esfumarte, deberías darme tu opinión sobre tres enormes expedientes. Luego, yo me encargaré de la intendencia. Y puesto que tu año sabático no superará las tres semanas, la vida normal pronto recuperará su curso. Tres semanas..., ¡exagero! Después de quince días de hoteles, playas, muchachas tan bonitas como estúpidas y visitas guiadas que te matarán de aburrimiento, tomarás el primer avión de vuelta a Nueva York. Seguro de su pronóstico, Dutsy Malone hizo chasquear sus largos tirantes floreados mientras contemplaba al hombre de fuerza apacible, ancha frente, ojos marrones y aspecto deportivo por el que sentía, desde siempre, una viva admiración. -¿Qué te parece esta carta? -preguntó Mark mostrándole el documento. Dutsy se atragantó. -¡Puro delirio! ¡No irás a dar importancia a las divagaciones de un loco! ¡Ni siquiera está firmada! -No conozco Egipto. Parece una primera escala bastante atractiva. -Yo sí lo conozco: ¡es un verdadero polvorín! ¿Acaso has olvidado la guerra de 1948? Los israelíes les dieron una buena somanta a los egipcios, y en El Cairo estallaron graves disturbios. Fueron incontables los atentados cometidos contra los comercios occidentales, los grandes almacenes, los cines, los despachos de las sociedades inglesas y francesas y, naturalmente, los establecimientos judíos. En el barrio judío estallaron bombas que provocaron decenas de víctimas. -La guerra ha terminado, Dutsy. -Sí, pero desde el reconocimiento del Estado de
Israel por las potencias occidentales, la situación sigue siendo extremadamente tensa. Egipto no ha firmado la paz, sino un armisticio que puede romperse en cualquier momento. -El rey Faruk2 no tiene fama de ser un conquistador sanguinario -objetó Mark. -Es retorcido y paciente. Durante el verano de 1948 embargó numerosos bienes pertenecientes a occidentales. Los más afortunados estaban fuera de Egipto, los demás fueron encarcelados. Muchos residentes, que vivían en el país desde hacía largo tiempo, fueron expoliados. Y los soldados de Faruk, ayudados por su policía política, no vacilaron en cometer asesinatos y matar a militares franceses. Sólo los ingleses consiguieron plantarle cara. Pero quiere expulsarlos, recuperar el canal de Suez y afirmarse como el jefe espiritual y temporal de Oriente Medio. Mark sonrió. -Según las revistas, más bien pasa el tiempo jugándose enormes sumas de dinero en los casinos de Alejandría, Montecarlo y Deauville. Dutsy Malone mascó su cigarro. -De acuerdo, ese gordo seboso es un manirroto de mucho cuidado. Al parecer, es capaz de perder más de cincuenta mil dólares en una sola velada, pero no por ello deja de ser un tipo peligroso que elimina a todos sus oponentes. -Ése no es mi caso -observó el abogado-. Un simple turista no amenazará su trono. -No vayas, Mark. Perderás el tiempo. Ve a relajarte unos días al Caribe y luego regresa. -Saber quién soy realmente... Es tentador. -¡Santo Dios! ¿Vas a caer, tú, en semejante emboscada? -La vida a veces es extraña, Dutsy. ¿Acaso no me ofrece la ocasión de desvelar un misterio? Sobre Faruk, véase J. Bernard-Derosne, Farouk, la déchéance d'un roi, París, 1953; A. Sabet, Farouk, un roi trahi, París, 1990; G. Sinoué, Le colonel et l'enfant-roi, París, 2006. 2
Malone se golpeó la frente con el puño cerrado. -¡Y ahora se dedica a la metafísica! Lárgate a divertirte a El Cairo, ve a ver las pirámides y tu iglesia de San Sergio, saluda a la esfinge de mi parte, y luego regresa. Aquí hay trabajo.
2 En pleno barrio viejo de El Cairo, el abate Pacomio vivía una apacible vejez. El tiempo parecía haber olvidado al anciano erudito, que poseía una inmensa biblioteca donde se codeaban textos egipcios, coptos, griegos y arameos. El abate, un experto en la interpretación de los jeroglíficos, recibía de buena gana a jóvenes investigadores a los que daba valiosos consejos. Aquella mañana, su visitante, una comerciante visiblemente inquieta, estaba buscando otra forma de ciencia. -¡Padre, ayúdeme, se lo suplico! -¿Qué le ocurre, hija mía? -¡Estoy poseída por el diablo! -¿Por qué dice eso? -Los clientes ya no me compran, mi marido no siente interés por mí, mis hijos no dejan de agredirme... -Está pasando una mala época. -No, padre, no, ¡es el diablo! Ayer, mis manos se cubrieron de sangre. Todas las noches, mi cama se mueve, los muebles gimen y una forma negra atraviesa la casa riéndose. Libéreme de esto, se lo suplico. -¿Ha consultado usted con su párroco? -¡El no puede hacer nada por mí! Todos saben que usted es el mayor mago de El Cairo y que ha salvado ya a centenares de víctimas del demonio. ¡No me abandone, por compasión! -De acuerdo, echemos un vistazo. Con los ojos llenos de esperanza, la comerciante se dejó examinar. El abate Pacomio palpó sus extremidades, puso la oreja sobre su corazón y la mano en su nuca. -No cabe duda -concluyó-, en efecto, es usted presa de un afarit, una criatura agresiva que corroe
su aliento y corrompe su sangre. -¿Va usted..., va usted a salvarme? -Lo intentaré. Arrodíllese y rece a la Virgen. La posesa así lo hizo. El abate revistió un largo hábito blanco, el único color que permitía comunicarse con lo invisible. Consultó luego un grimorio que databa de la época de los Ptolomeos y pronunció una serie de fórmulas antiguas dirigiéndose al rey de los demonios. Así, lo obligó a responderle y a revelarle la identidad del afarit que atormentaba a la infeliz, un roedor virulento enviado por una pariente envidiosa. Pacomio modeló entonces una figura de cera, grabó en ella el nombre de la agresora y la quemó en una copela de bronce. La posesa comenzó a hacer muecas y cayó de espaldas con los brazos en cruz. Mientras las llamas consumían el afarit, el abate quemó incienso y derramó agua bendita sobre la frente, el pecho, las manos y los pies de la paciente. Luego, más tranquila, ella se levantó. -¡Me siento bien, muy bien! -Está usted liberada, hija mía. Pinte de rojo la puerta de su dormitorio y lleve consigo este talismán. El anciano entregó a la joven un cuadradito de lino cubierto de indescifrables signos. -Padre... ¿Cómo puedo agradecérselo? Le daría la mitad de lo que poseo, yo... -No quiero nada, hija mía. Con verla curada me basta. La comerciante besó las manos del exorcista. -¡Que Dios lo mantenga vivo mucho tiempo, padre! -Hágase según Su voluntad. Ligera y feliz, la comerciante se esfumó entonces. Pacomio, por su parte, cerró la puerta de su domicilio con doble vuelta de llave y accedió a un local subterráneo cuya existencia sólo él conocía. ¿Quién podría haber supuesto que bajo el hábito
de un monje copto, venerado por toda la comunidad cristiana de El Cairo, se ocultaba el último sacerdote del dios Amón? Pese a la cristianización de Egipto, a la que había sucedido la invasión árabe, la tradición iniciática de los Antiguos no se había interrumpido jamás. La mayoría de los adeptos, es cierto, habían abandonado una tierra que se había vuelto inhóspita para refugiarse en Occidente, fundar allí comunidades y construir catedrales donde, de una forma simbólica, seguía formulándose el mensaje. Pero algunos clanes habían sobrevivido, a trancas y barrancas, en el propio Egipto. Hoy, ese largo linaje amenazaba con extinguirse. La capilla subterránea de Pacomio era una morada de eternidad construida por sus antepasados durante los últimos fulgores de la civilización faraónica. El umbral de granito rosado, el suelo de plata, dos pilares en forma de loto, un zócalo para la barca solar, de acacia, una mesa para ofrendas y un naos que contenía la estatuilla de oro de la diosa Maat, encarnación de la rectitud y la exactitud del universo. Todas las mañanas, en nombre de los iniciados que habían pasado al Oriente eterno, Pacomio, cuyo nombre significaba «Fiel de Khnum», el dios alfarero con cabeza de carnero que se encargaba de moldear seres vivos en su torno, celebraba el ritual del despertar de las potencias divinas. Así, preservaba una parcela de armonía en un mundo presa de las peores locuras, de los desórdenes y la crueldad. Muy pronto su corazón dejaría de latir y se reuniría con los antepasados. Pero antes debía transmitir la información tan esencial que poseía sin poder explotarla personalmente, y cumplir una misión cuya importancia superaba su persona y su época. Tal vez esa gestión se demostrara inútil, pero había prometido llevarla a cabo y cumpliría la palabra dada, so pena de ser condenado por el tribunal de Osiris y ver cómo su alma era arrojada
como pasto al devorador. Así pues, el último sacerdote de Amón había escrito a Mark Wilder para invitarlo a una entrevista durante la cual le revelaría su verdadera identidad. Pero un brillante abogado mercantil norteamericano, con infinitas ambiciones, ¿prestaría la menor atención a una carta tan extraña? Pacomio pronunció las fórmulas de «salida de la voz», de «ofrenda que da Faraón» y de «llegada en paz» del alma reunida, formada por Ra, el sol del día, y por Osiris, el de la noche. Una suave luz llenó el santuario y el celebrante se sintió transportado hasta sus predecesores, que, durante milenios, habían mantenido el vínculo entre lo visible y lo invisible. Amón, «el dios oculto», el Uno engendrando lo múltiple sin dejar de ser Uno, ¿aceptaría responder, por su parte? Tras finalizar el ritual, Pacomio contempló la copia de la carta que había enviado a Mark Wilder. Al pie del documento había aparecido el jeroglífico de las dos piernas en movimiento, cuyo significado no admitía ninguna duda: Mark Wilder acudiría. 3 Mark se había dormido nada más despegar la aeronave, y se despertó cuando aterrizaban en El Cairo. El avión le parecía el lugar de relajación ideal. En pleno cielo, inalcanzable, por fin podía entregarse a un sueño reparador. Las formalidades del desembarco se efectuaron entre un alegre bullicio de gente, aunque los policías y los aduaneros no tuvieran un aspecto especialmente amable. Tras recuperar su equipaje, el abogado aprendió su primera palabra en árabe, una de las más importantes: bakchich, «propina». El arte supremo consistía en dosificarla en función del
interlocutor. Edificado en pleno desierto, cerca de Heliópolis, un antiguo paraje convertido en un elegante arrabal de la capital, el aeropuerto conectaba la vieja tierra de los faraones con el mundo moderno. Mientras buscaba al corresponsal encargado de recibirlo, de acuerdo con la promesa de la agencia de viajes, una fuerte voz lo interpeló: -¡Mark! ¿Eres tú...? ¿Realmente eres tú? -¡John! -¡Es un enorme placer volver a verte! ¿Turismo o negocios? -Turismo. -¿Tu hotel? -Mena House. -¡Excelente elección! Si quieres, te llevo. Mark divisó entonces a un tipo bajito que, sobresaliendo a duras penas entre la multitud, blandía un cartel con su nombre. -Me esperan, y... -No te preocupes, yo resuelvo el problema. El individuo de baja estatura pareció especialmente satisfecho con su bakchich y John se apoderó del carro del equipaje. -No quisiera perturbar tu agenda -dijo Mark. -¡Acabas de desembarcar en Oriente, amigo! Aquí, el tiempo es elástico. Tranquilo: he acompañado a un cliente hasta el aeropuerto y mi próxima cita está fijada hacia medianoche en casa de un político. El Cairo nunca duerme. Y por la tarde los funcionarios tienen por costumbre echarse una larga siesta. Con cuarenta y tantos años bien llevados, muy moreno y de talla media, John Hopkins era un comerciante internacional de fácil contacto. Un tipo despierto, gran viajero, capaz de pactar complejos contratos con países dudosos, había recurrido varias veces al bufete de Mark Wilder, y siempre había quedado muy satisfecho con ello. Más allá de las relaciones comerciales, ambos hombres habían
simpatizado y habían jugado buenos y muy disputados partidos de tenis, antes de entregarse a los placeres de la gastronomía. El Mercedes de John Hopkins se zambulló en el caos circulatorio. -Aquí, sólo rige una regla del código de circulación: intimidar al adversario -precisó-. Las señales son puramente decorativas. ¡Bienvenido a El Cairo, Mark! Una ciudad agotadora, simple y complicada a la vez. Al este, los barrios viejos, con un número incalculable de mezquitas y palacios más o menos en ruinas; al oeste, los barrios modernos, un retazo de Europa con hoteles, tiendas y clubes privados. Allí se celebran soberbias recepciones donde se apretuja la gente elegante. ¡La buena vida, ya sabes, si uno tiene dinero! El Mercedes adelantó un autobús atestado; racimos humanos se agarraban a las ventanas. -La superpoblación es el principal problema -prosiguió John-. Más de seis millones de habitantes en El Cairo en 1930, ¡muy pronto se doblará esa cantidad! Y la cosa amenaza con proseguir exponencialmente. Los campesinos siguen abandonando sus campos para instalarse en la ciudad, donde esperan encontrar mejores condiciones de vida. Y las prohibiciones del gobierno no los detienen. Se construyen, aquí y allá, inmuebles a toda prisa, y la gente se amontona en locales a menudo insalubres, lo bastante como para explotar en cualquier momento. Sin embargo, el país es rico y las industrias locales funcionan a buen ritmo. Aunque una pequeña minoría lo aprovecha al máximo. El otro problema es la inflación galopante que arruina a las clases medias. En resumen, riqueza y miseria se codean de un modo sorprendente. A veces, se raciona la harina, el azúcar o el petróleo. Y menos del dos por ciento de los egipcios poseen más de la mitad de las tierras cultivables. Añade a todo ello el rencor y la decepción del pueblo tras la
derrota militar de 1948, y comprenderás la gravedad de la situación. -Y tú ¿por qué estás aquí? -preguntó Mark. -Algodón. He invertido mucho y quiero recuperar mis fondos. Desgraciadamente, acaba de estallar un escándalo en la Bolsa de Alejandría. ¡Algunos especuladores manipularon las cotizaciones y se han dejado atrapar! Como, al parecer, la esposa de un ministro está implicada en el fraude, todo el mundo está que trina. Pero dime, Mark... ¿y si me echaras una manita para salir del embrollo? -Estoy de vacaciones, John. -Conociéndote, ¡apuesto que no más de una semana! -Necesito descanso y, sin duda, hay muchas cosas que ver en Egipto. -¡No quedarás decepcionado! De todos modos..., recuperarás muy pronto la afición al trabajo, y realmente necesitaré tu ayuda para evitar un desastre. -Ya veremos, John. ¡Cuidado! Cuando el Mercedes pasaba por delante de la Ópera, un bólido rojo le cortó el paso. John dio un brusco volantazo y consiguió evitar el choque, aunque no pudo evitar rozar a un grupo de peatones que lanzaron gritos de espanto antes de detenerse a pocos centímetros de la acera. -¡Ese loco merecería estar en la cárcel! Pero nadie se atreverá a detenerlo. -¿Por qué? -se extrañó Mark. -¡Porque se trata del rey Faruk en persona! Conduce sus Rolls-Royce y sus Cadillac como un enfermo, siempre pisando a fondo el acelerador. ¿Has visto el color de esa bomba rodante? ¡Rojo vivo! Está reservado para su inmenso parque automovilístico, de modo que la policía de carretera no lo intercepta. Sin embargo, con veinticuatro años sufrió un grave accidente. Pero cualquiera diría que eso lo azuzó a correr más aún... Cierto día, otro
psicópata intentó adelantarlo..., ¡y el rey disparó contra sus neumáticos! Los oídos de los cairotas están enfermos de los aullantes bocinazos de Faruk, que imitan el son de un clarín, las notas de un organillo o los gemidos de un perro atropellado. -¿Y ese tipo gobierna Egipto? -¡De momento, Mark, sólo de momento! Debe reconocerse que su política resulta eficaz y que el ejército, a pesar del creciente descontento, sigue obedeciéndole. En fin, olvida todo esto y pásalo bien. En el Mena House no te resultará difícil. Situado al pie de las pirámides, el lujoso hotel había sido, en su origen, un pabellón de caza del jedive Ismail. Luego, en 1869, durante las fiestas celebradas con ocasión de la apertura del canal de Suez, el edificio había recibido a los huéspedes ilustres antes de abrirse al turismo. Los ingleses apreciaban su sombreada terraza, donde la hora del té se convertía en una verdadera delicia. Amuebladas al estilo oriental, las vastas habitaciones evocaban un palacio de Las mil y una noches. En el jardín, cuidado con extremada atención, la piscina parecía un oasis donde sólo era posible soñar y relajarse. Unos serviciales empleados se encargaron del equipaje de Mark, y un atento maitre ofreció su mejor mesa a los dos norteamericanos. -Vengo aquí con frecuencia -reconoció John-. El lugar es tranquilo, alejado de la agitación de El Cairo. Te aconsejo la lechuga y las cebollitas frescas para empezar. Luego, el cordero asado con pasas de Corinto te sentará muy bien. ¡E incluso beberemos un vino francés! Mark experimentaba extrañas sensaciones. Por primera vez en toda su vida, le faltaban puntos de orientación y se preguntaba si realmente había aterrizado. Muy cerca, la Gran Pirámide de Keops era el impresionante testigo de aquella entrevista inesperada.
Apenas acababa de poner un pie en Egipto y, sin embargo, ya sabía que no se parecía a ningún otro país. Pese a la modernidad, la magia del pasado seguía latente, y sucediera lo que sucediese, no lamentaría haber contemplado ese cielo, de un azul de inolvidable encanto, y respirado ese aire, de una pureza que nacía de su alianza con el desierto. -John, se me ha ocurrido una idea extravagante. ¿No serás tú el autor de esta carta? El abogado entregó el documento a su amigo, que lo leyó con rapidez. -No, Mark, yo no te escribí esta sorprendente nota. De lo contrario, la hubiera firmado. ¡De ningún modo, nunca me habría puesto en contacto contigo de esta forma! «Saber quién es usted realmente...» ¿Qué significa eso? -Tal vez no tarde en comprenderlo. -A primera vista, parece una broma. -Que por lo menos me habrá permitido descubrir Egipto. -La parte vieja de El Cairo merece una visita, y San Sergio es una hermosa iglesia. ¡De todos modos, no olvides las pirámides! -Tranquilo, les reservo mi primera visita. -No te entregues demasiado a la pereza. En cuanto lo consideres oportuno, llámame a este número y hablaremos de mis problemas con el algodón. No lo lamentarás, sabré ser generoso. Hasta pronto, Mark. El abogado metió en el bolsillo de su chaqueta la tarjeta de visita de John Hopkins. Embriagado por el esplendor del paisaje, salió del Mena House y se dirigió a la llanura de las pirámides.
4 Una excelente noche, un suntuoso desayuno en el jardín del Mena House, la visita a la Gran Pirámide de Keops, un largo paseo por la llanura de Gizeh para contemplar mejor las tres pirámides... Mark Wilder había olvidado los negocios, Nueva York, Estados Unidos y el mundo moderno. Fascinado por la perfección de los gigantes de piedra, se sentía a la vez reducido casi a la nada e impelido hacia la luz de un sol tan generoso que apartaba del paraje a muchos turistas incapaces de afrontar un calor infernal. Según los autóctonos, ese final de mes de abril estaba batiendo todos los récords. Al anochecer, Mark pensó de nuevo en su extraña cita. Bebió una cerveza antes de ducharse y vestirse con un traje ligero. Nada más salir del hotel, un flamante taxi se detuvo frente a la escalinata, y un tipo de unos cincuenta años, panzudo y sonriente, salió de él. -¡A su servicio! Nadie conoce El Cairo mejor que yo. ¿Adonde quiere ir? -A la ciudad vieja. -Suba, le haré un buen precio. -Discutámoslo primero. Dada la limpieza del vehículo, el abogado no se mostró cicatero. -Me llamo Hosni y tengo ocho hijos -reveló el taxista¿De dónde es usted? -Estados Unidos. -Nos gustan los norteamericanos: ¡lucharon por la libertad! Los ingleses y los franceses son colonizadores. Cuando se marchen, no lo lamentaremos. ¿Es su primera estancia en Egipto? -Pues sí. -¡Bienvenido a nuestro país! Aquí, la hospitalidad es sagrada. ¿Se quedará mucho tiempo? -Depende.
-Sobre todo, tómeselo con calma. Hay que saber apreciar cada momento y descubrir poco a poco el hechizo de El Cairo. ¿Comenzará usted por las iglesias cristianas? -En efecto. -Cristianos y musulmanes viven en paz. Antaño, los judíos eran tolerados, pero tras la creación del Estado de Israel y la guerra de 1948, se marcharon. Inch Allah! No olvide visitar las mezquitas, son espléndidas. -No dejaré de hacerlo. -¿Cuál es su oficio? -Negocios. -¡Ah, los negocios! Me hubiera gustado dedicarme también a eso, pero Dios no lo quiso. Después de su estancia en El Cairo, ¿irá a Luxor? -No lo sé todavía. -¿Por negocios? -Eso es. El interrogatorio comenzaba a irritar a Mark. Al percatarse de ello, el taxista se concentró en la conducción, que exigía una real destreza. Al llegar a los barrios viejos, el abogado descubrió un mundo multicolor que habría asustado a un buen número de miembros de la alta sociedad norteamericana: asnos cargados de alfalfa, suelos lodosos, olores pestilentes y perfumes de especias, cocina al aire libre, mujeres veladas de negro codeándose con muchachas vestidas a la manera occidental, personajes con traje y tocados con el tarbush que se cruzaban con hombres que llevaban la galabieh, la vestidura tradicional de colores variados, gallineros en los balcones, cabras en los tejados, una agitación mezclada con la lentitud... Mark Wilder se dejaba absorber por el espectáculo. -El Cairo es la madre del mundo -recordó el taxista-. Aquí, todos los sueños se hacen realidad. Cubriendo parte de la antigua Fostat, la ciudad vieja estaba encerrada en el interior de las murallas
de la Babilonia de Egipto, lugar del combate entre las fuerzas de la luz y las de las tinieblas. El taxi se detuvo. -¿Adonde quiere ir exactamente? -preguntó el conductor. -Pienso pasear al azar. -No se lo aconsejo. -¿Acaso es peligroso? -No, pero se arriesga a perderse los edificios interesantes. Todo está más o menos oculto; los muros exteriores de las iglesias no tienen ningún interés. Sin un buen guía, uno se pierde lo esencial. -Lléveme a la iglesia de San Sergio. -¡Excelente elección! Le recomiendo la cripta donde Cristo, la Virgen y José permanecieron largo tiempo, al abrigo de la canícula y del frío. Allí se depositó, también, la cuna que contuvo a Moisés niño, salvado de las aguas. Luego, sin duda irá usted al museo... -Primero prefiero visitar a fondo un mismo lugar. -Como quiera. Ambos hombres se zambulleron en un dédalo de callejas donde los niños jugaban. En las paredes, Mark descubrió representaciones de san Jorge venciendo al dragón; algunos balcones estaban adornados con guirnaldas eléctricas que rodeaban la imagen de Cristo. Aquí y allá, había pesadas puertas de madera claveteada. El taxista hizo atravesar a su cliente el jardín del museo. Luego bajaron los peldaños que llevaban a una calleja que desembocaba en la iglesia de San Sergio, cuya puerta central estaba emparedada. -Entre por la puerta de la derecha. Tómese su tiempo, yo lo espero aquí. Mark descubrió una pequeña basílica. Su nave, flanqueada por las laterales, albergaba dos hileras de columnas de mármol. A oriente, había tres santuarios separados de la nave por un tabique adornado con motivos poligonales, de estrellas y de
cruces. Nadie. El norteamericano se dirigió hacia la entrada de la cripta y bajó. Techo bajo, atmósfera opresiva... La Sagrada Familia debió de pasar allí momentos difíciles. Mark aguardó pacientemente a que fueran las 20.00 horas. Mucho después de la hora fijada, todavía no había aparecido nadie. Así pues, la carta era una broma. A menos que... Regresó al exterior. El chófer, sentado, fumaba un cigarrillo. -¿Satisfecho con su visita? -Apasionante. -¿Desea usted regresar al Mena House? -No, pasearé un poco. -Puedo llevarlo a un excelente restaurante... -Está bien, amigo. Tome, el precio convenido, y un excelente bakchich. Buenas tardes. Sin dejarle al taxista tiempo para responder, Mark se alejó a paso vivo y se mezcló con la multitud. Tras unos diez minutos, compró jazmín a un muchacho encantador y aprovechó el instante para comprobar que el conductor no lo hubiera seguido. Más tranquilo, preguntó entonces a un anciano muy digno el camino para salir del barrio viejo y regresar al centro de la ciudad. El hombre le informó amablemente en una mezcla de inglés y francés. -¿No necesitará usted un guía? Mark se volvió. La voz era la de una muchacha de unos treinta años, de pelo negro y ojos de un verde agua, semejante a las divinidades pintadas en las paredes de las moradas de eternidad de los faraones. A su belleza se añadían un encanto y una gracia decididamente hechiceros. -Bueno... ¿por qué no? -¿Por qué no ha acudido usted solo a la cita, señor
Wilder?
5 Una vez pasado el primer momento de estupor, Mark se sintió atraído por la situación. -Habla usted un inglés perfecto, señorita. -Es indispensable cuando se ejerce de guía turístico. Domino también otras lenguas. Sígame, se lo ruego. Nos comportaremos como un guía y su cliente deseoso de descubrir las riquezas ocultas de la ciudad vieja, desde el jardín del museo hasta el cementerio copto. Así, nadie se extrañará de vernos charlar. -Puesto que conoce usted mi nombre, ¿me permite saber el suyo? -Ateya. -¿De modo que fue usted la que me escribió y me citó en la iglesia de San Sergio? -No, señor Wilder. -Entonces... ¿Quién fue? -Su actitud sospechosa me impide responder a esa pregunta. Ha hecho usted fracasar la cita de las ocho de la tarde, y creo que no habrá otra. Irritado, el abogado se detuvo y miró a la joven directamente a los ojos. -«Actitud sospechosa»... ¿Qué significa eso? Me he tomado en serio una carta anónima de contenido inverosímil, he seguido las instrucciones y me acusa usted de no sé qué fechoría... Reconozca que se trata de una broma estúpida ¡y pongamos punto y final a esto! Los ojos de la muchacha refulgieron. -¿Considera usted una broma la verdad, señor Wilder? -¿Qué verdad? -La que le concierne. -¡Ah, sí, lo olvidaba! Saber quién soy realmente... -En efecto. -Deje ya de burlarse de mí, señorita, y dígame los
verdaderos motivos del autor de esa carta. -No conoce usted Egipto, supongo. -Es mi primer viaje. -Sin embargo, en el aeropuerto, lo esperaba un hombre. -¿Cómo lo sabe? -Yo estaba contemplando la escena. -¡Me espiaba! -No confiaba en absoluto en usted, señor Wilder, y estaba en lo cierto. Hágame una pregunta sobre las iglesias cristianas, ¡ahora! Por el rabillo del ojo, Ateya observaba a un bigotudo, vestido a la europea, que se acercaba a ellos. -Esa estancia de la Sagrada Familia en Egipto, ¿es auténtica? -Sin duda. Por lo demás, no habría que hablar de «huida a Egipto», sino de regreso a las fuentes. Cristo no vino a ocultarse. Recogió las enseñanzas de los sabios, transmitidas a la Iglesia copta, que las preserva en el seno de sus santuarios. La guía se lanzó a una descripción de la arquitectura de las basílicas primitivas. El bigotudo se alejó. -Era un inspector encargado de vigilar a los guías -explicó la muchacha-. Me considera competente y redacta excelentes informes sobre mí. -¡Mejor para usted! El hombre que me abordó en el aeropuerto se llama John Hopkins. Es un viejo amigo y estaba allí por casualidad. -¿Cree usted en el azar? -observó la muchacha, sonriente. -¿Supone que John me acechaba? -Cuando vuelva a verlo, pregúnteselo. ¿Qué está haciendo él en Egipto? -Ha invertido en el algodón. John es un comerciante internacional que reside donde le exigen los buenos negocios. Mañana se marchará a la India, o a China. Mi bufete lo asesora en la
redacción de contratos complejos. -¿E ignoraba usted su presencia en El Cairo? -¡Por supuesto! En su muñeca derecha, Ateya llevaba un brazalete de oro formado por unas llaves de vida. La joya era una pequeña obra maestra, modelada por un orfebre de excepcional talento. -¿Dónde se aloja? -preguntó. -En el Mena House. Dispongo de una habitación inmensa y gozo de una vista fabulosa a la llanura de las pirámides. Ninguna fotografía hará justicia a su valor. Aunque su carta fuera una farsa, no lamento mi viaje. -¿Ha elegido usted su taxi? -No, se ha presentado él mismo. Me ha hecho cien preguntas y se ha impuesto como guía. Pero me parecía demasiado pegajoso y me he librado de él al salir de San Sergio. -¿Le ha dicho cómo se llamaba? -Hosni. -Ese hombre es miembro de la policía política del rey Faruk, encargada de seguir los pasos de los extranjeros. -Pero... ¡si acabo de llegar! -Un huésped del Mena House no es un cualquiera, y forzosamente merece una atención especial. Al despistar a Hosni, corre usted serios riesgos. «Tal vez Dutsy no estuviera equivocado -pensó el abogado-. Existían destinos más tranquilos que Egipto.» -Escúcheme, señorita; no quiero mezclarme en ningún embrollo. O se explica usted, o regreso a Nueva York. -Hágalo entonces, señor Wilder. Así ignorará para siempre quién es en realidad y pasará el resto de su vida lamentándolo. La gravedad del tono impresionó al abogado. Tenía una especie de don para descubrir a los fabuladores y a los mentirosos, y claramente, Ateya
no pertenecía a ninguna de esas categorías. -Dígame, al menos, si conoce usted al autor de esta carta. -Lo conozco. -¿Y le concede usted toda su confianza? -Lo venero. Dada su posición, debe permanecer al margen y no correr riesgo alguno. La presencia de su «amigo» en el aeropuerto y la de un confidente de la policía de Faruk no son nada tranquilizadoras. Le considero un personaje peligroso, señor Wilder. -Le repito que John es un viejo amigo. Y he sido objeto de vigilancia como cualquier otro extranjero que resida en el Mena House y se lance solo a la ventura por las calles de El Cairo. -Ésa es una visión muy optimista de la situación. -¿Y por qué no puede ser buena? -Porque el azar no existe. Perpetuamente en guardia, Ateya no dejaba de observar a los viandantes. -¿Debo fijarle una nueva cita o abandonarlo a su ignorancia? A fin de cuentas, tal vez prefiera no saber nada. -Excita usted mi curiosidad, exige una cooperación ciega, y ahora me rechaza. ¿No le parece de una excesiva crueldad? La muchacha sonrió de nuevo. Además de la perspectiva de una entrevista con el enigmático personaje al que ella veneraba, a Mark le apetecía volver a verla. -¿Realmente desea conocer la verdad? -Lo deseo, Ateya. Ella hizo una pausa para reflexionar. -Mañana, a las ocho de la tarde, salga del Mena House y camine diez minutos hacia El Cairo. Un coche se detendrá a su altura. El chófer pronunciará mi nombre, usted dirá entonces: «Dios lo bendiga», y él responderá: «Que la Sagrada Familia le proteja». Lo llevará a ver al autor de la carta y entonces descubrirá quién es usted realmente.
6 La estación de Pont-Limoun comunicaba el arrabal este de El Cairo. Allí reinaba una agitación permanente, que los horarios aproximados de los trenes no hacían sino aumentar; sembraban una confusión que Mahmud aprovechaba para fundirse con la muchedumbre. Conocía a todos los policías de incógnito del sector. Hogareños, de escasa formación, detenían de vez en cuando a algún pobre tipo para someterlo a un intenso interrogatorio. El sol de mediodía era ardiente. No había ningún moscón a la vista. Las jaurías de Faruk saborearían una larga siesta tras un copioso almuerzo, y Mahmud podría consultar sin angustia a su confidente. De treinta y dos años de edad, delgado y de mirada vivaz, Mahmud tenía el don de pasar inadvertido. Esta era la razón por la que el grupo clandestino y revolucionario de los Oficiales Libres lo había elegido como agente de contacto con los múltiples informadores necesarios para acumular datos y preparar una profunda transformación del régimen. La atroz derrota de 1948 había dejado al ejército egipcio en un permanente estado de angustia y rencor. Si bien muchos soldados habían combatido con destreza, habían advertido muy pronto que, frente al valor y el equipamiento de los israelíes, sólo disponían de armas deficientes. Los cañones estallaban, destrozando a los artilleros. Los fusiles se encasquillaban, las tropas carecían de avituallamiento y cuidados, las órdenes aberrantes sucedían a las contraórdenes, y no existía la menor estrategia de conjunto. En resumen, ¡habían mandado a todo un ejército a una masacre! ¿Quién era el responsable de aquella derrota? Un héroe, herido por tres veces, que gozaba de la
estima de todo el estamento militar, deseaba que saliera a la luz la verdad de aquel desastre programado. Nacido en Sudán en 1901, el general Naguib3, un hombrecillo tozudo y valeroso, había exigido una comisión de investigación. En apariencia, los resultados habían sido decepcionantes, puesto que sólo los comparsas, unos pequeños tramposos pertenecientes a la artillería y a la intendencia, habían sido detenidos para calmar al irritante general. A la cabeza de la infantería, éste persistía sin embargo en querer «limpiar los establos», y había llegado a una conclusión que muchos oficiales superiores comprartían: el verdadero responsable de la derrota egipcia, el que había condenado a sus propios soldados a una muerte injusta y vergonzosa, no era otro que el rey Faruk en persona. Los traficantes, culpables de haber entregado armas defectuosas, pertenecían al entorno de Faruk y gozaban de su protección. Aquella pandilla de bandoleros y cínicos se habían enriquecido con los cadáveres de combatientes caídos en la trampa y vencidos de antemano. El general Naguib nunca perdonaría ese monstruoso crimen a Faruk, al que consideraba indigno de gobernar. Pero el ejército egipcio seguía siendo débil, incapaz de expulsar al ocupante inglés, con el que el monarca mantenía buenas relaciones. Incluso los políticos del principal partido, el Wafd, que se proclamaba defensor del pueblo contra la tiranía de Faruk, se habían mojado en el asunto de las entregas de armas defectuosas y habían cobrado sustanciosos sobornos. Respondiendo a la llamada de algunos hombres decididos a protestar, el general Naguib había aceptado ponerse a la cabeza de un grupo de contestatarios que se expresaba por medio de La Voz de los Oficiales Libres, una publicación periódica 3
También se escribe «Neguib».
en la que Naguib escribía textos incendiarios que firmaba como el «Soldado Desconocido». Curiosamente, el poder se lo permitía. Aquella blandura alentaba a los conjurados a proseguir y suponer que podían seguir ganando terreno. Por su parte Al-Misri, el gran periódico del partido Wafd, comenzaba a tomar el relevo con sus protestas y ya no vacilaba en criticar a su principal adversario, el general Sirri Amer, considerado como el verdugo de Faruk. Según Mahmud, era necesario mostrarse extremadamente prudentes, pues en cualquier momento podía producirse una reacción violenta. El secreto y la impermeabilidad se aplicaban de modo estricto y, hasta el momento, la policía no había percibido el peligro. La clave del éxito era la información, de modo que Mahmud mantenía un verdadero ejército de confidentes que le permitían conocer las intenciones del adversario, con la esperanza de llevar siempre, por lo menos, una jugada de ventaja. Hosni, el taxista, entró en la estación. Era uno de los miembros más brillantes del equipo. Oficialmente empleado por la policía, hacía un doble juego muy peligroso: desinformaba a sus superiores y proporcionaba datos de primera mano a los Oficiales Libres, cuya acción aprobaba sin reservas. Hosni pasó ante Mahmud. Fingió dirigirse hacia un andén y luego volvió sobre sus pasos. Mahmud permanecía inmóvil, por lo que no había peligro. El taxista encendió un cigarrillo y ofreció otro a su interlocutor, que lo aceptó. Así pues, podían hablar con total tranquilidad. -¿Qué hay de nuevo, Hosni? -Un rico norteamericano, abogado mercantil, acaba de llegar al Mena House. Nuestro corresponsal en el hotel me ha comunicado su nombre: Mark Wilder.
-¿Un turista? -Lo dudo. -¿Por qué? -No ha dicho hasta cuándo se queda, como si hubiera venido a cumplir una misión cuya duración no conociese. Además, hay algo más sorprendente aún. ¡Alguien que visita Egipto por primera vez no comienza por la iglesia de San Sergio! Es un comportamiento del todo insólito. -Un aficionado al arte cristiano, al parecer. -A mi entender, el arte le importa un bledo. En realidad, debía de tener una cita, pero la iglesia estaba vacía. Y hay algo más significativo aún: al salir del santuario, me despachó y se esfumó. Intenté seguirlo, pero logró eludirme, como un excelente profesional que conociera bien los barrios viejos. -Un espía norteamericano... -Sin duda. Confía en mi olfato y mi experiencia: ese tipo no es un turista. -¿Regresó al Mena House? -En efecto. Se toma algunas horas de relax entre cita y cita. -Pon a alguien tras sus pasos -ordenó Mahmud-. Tú estás quemado. -Mis mejores hombres están ocupados en otras cosas, pero me las arreglaré. -¿Nada inquietante del lado de la policía? -Lo de costumbre. Nadie se toma en serio al bueno del general Naguib. En el fondo, sus recriminaciones le hacen el juego a Faruk. ¿Acaso no se muestra lo suficientemente magnánimo para dar la palabra a un oponente inofensivo? Los ingleses controlan el canal de Suez y el país entero. Faruk y sus protegidos se enriquecen, los negocios funcionan y el ejército egipcio no quiere ni puede tomar el poder. ¿Los Oficiales Libres? Simples charlatanes que se limitan a criticar el régimen y no disponen de ningún apoyo sólido.
-¿No se prepara ninguna operación de envergadura? -Ni por asomo. Faruk está convencido de que reinará sin grandes dificultades durante años. La miseria del pueblo no le impide dormir. -El próximo contacto, aquí mismo, dentro de ocho días, al anochecer. En caso de extrema urgencia, ya sabes cómo avisarme. Hosni aplastó su cigarrillo en el suelo de la estación y se alejó. Mark Wilder... Mahmud esperaba que fuese, en efecto, un agente secreto norteamericano y el hombre a quien debía encontrar cuanto antes.
7 La noche era deliciosa. Tras haberse teñido con los oros del poniente, las pirámides de Gizeh se dejaban cubrir por la oscuridad, dispuestas a enfrentarse al demonio de las tinieblas que intentaría impedir el renacimiento del sol. La tibieza del aire hizo olvidar a Mark Wilder el polvo de la avenida y el ruido de los motores. Ciñéndose a las instrucciones de Ateya, había salido del Mena House a las 20.00 horas para caminar en dirección a El Cairo. Apenas habían transcurrido dos minutos cuando un Peugeot gris frenó con brusquedad a su altura. La portezuela se abrió. -¡Suba, pronto! Lo están siguiendo. El norteamericano entró en el vehículo, cuyos asientos parecían bastante raídos, y el coche arrancó valerosamente cortándole el paso a una camioneta que empezó a protestar a bocinazos. -Ateya -dijo el conductor, un mocetón con el cuello como el de un toro. -Dios lo bendiga. -Que la Sagrada Familia lo proteja. Relájese, aquí está usted seguro. El que lo seguía sin duda ha tenido tiempo para anotar mi matrícula, pero ¡es falsa! Temía que fueran muchos y se lanzaran sobre nosotros. -¿Adonde vamos? -Ya lo verá. Mark advirtió que no podría sacarle nada al conductor. Aquel tipo no tenía ganas de hablar y se limitaba a cumplir su misión. Nervioso, con un vehículo de frenos mediocres y privado de amortiguadores, conducía con excesiva rapidez, rozaba a los demás vehículos al adelantarlos y tocaba la bocina hasta perder el aliento. El abogado, resignado, temió que no llegaría a su destino. Pero el cielo le fue favorable y no se produjo
accidente alguno. El conductor se detuvo en el lindero del famoso barrio de los bazares, donde hormigueaba una abigarrada población, y lo hizo bajar. Acto seguido, se levantó la manga derecha, mostrando una cruz tatuada en la muñeca. -Compruebe que su guía también la lleva. De lo contrario, no lo siga. El Peugeot arrancó súbitamente y Mark se encontró solo, perdido en el seno de una multitud compuesta por mujeres y hombres con vestiduras variopintas, que iban desde el traje europeo de buen corte hasta vestidos de algodón coloreados. Cada cual parecía buscar un buen negocio, y discutían acaloradamente con los comerciantes. Para no llamar la atención, el norteamericano fingió interesarse por un puesto cubierto de cestos con especias. ¿Por qué se había extraviado en aquel teatro de sombras? De pronto, tomó conciencia de lo ridículo de la situación. Él, un brillante abogado neoyorquino, miembro del establishment y futura figura política, manipulado por una pandilla de bromistas, convertido a su pesar en el protagonista de una novela de espionaje. Lo seguían, debía despistar a los perseguidores, lo arrastraban de un lugar a otro... Ya era hora de despertar. Mark decidió regresar al Mena House, hacer su equipaje y tomar el primer avión con destino a Nueva York. Dutsy Malone tenía razón: las vacaciones no eran para él. De pronto, un adolescente de ojos risueños vestido con una túnica azul lo agarró del antebrazo. -¿Necesitas un guía, jefe? Yo conozco los zocos y te mostraré los rincones adecuados. El desvergonzado se levantó la manga derecha y volvió a bajarla rápidamente. El abogado tuvo tiempo de ver una cruz tatuada en su muñeca. -Escúchame, muchacho... -Ven, jefe, no te decepcionaré.
Contrariado, Mark accedió, sólo porque tenía ganas de volver a ver a Ateya. Tal vez aceptara cenar con él antes de su partida. Quería saber algo más sobre aquella muchacha. El muchacho lo arrastró hasta el corazón de un laberinto de callejas llenas de tiendas, algunas de las cuales se reducían a nichos excavados en un muro. Allí se vendía de todo, desde productos alimenticios hasta cuentas de cristal, más o menos bien logradas, pasando por tejidos que iban de lo mediocre a lo refinado. El guía sólo redujo su marcha en el centro del célebre Khan el-Khalili, el bazar de miles y miles de tiendas creado en el siglo XIII. Situado muy cerca de la universidad islámica de al-Azhar, había sido inaugurado por los mamelucos, cuyas milicias peinaban la región. Ni un solo turista se perdía aquella visita obligada, con la esperanza de encontrar un tesoro a bajo precio. El muchacho le hizo señal de que lo siguiera hasta el fondo de la tienda de un calderero que vendía gran cantidad de objetos de cobre. El propietario, un hombre de unos sesenta y tantos años, de rostro arrugado, ofreció de inmediato un vaso de té negro al potencial comprador. -Interésate por las mercancías, jefe, y discute los precios -le recomendó su joven guía-. Pero primero, págame. Diez dólares dejaron encantado al muchacho, que ni siquiera pensó en pedir más y desapareció entre la multitud, dejando al extranjero en manos del comerciante. -Tiene usted mucha suerte -declaró éste-. Soy el mejor calderero de El Cairo y proveedor de las más ricas familias. A veces me llaman «el alquimista», porque hay quien asegura que los hombres de mi clan, antaño, sabían transformar el cobre en oro. Pero es sólo una leyenda... Sin embargo, todavía conseguimos modelar maravillas. Mire, se lo ruego.
Seguían burlándose de él, se dijo Mark. El chiquillo lo había tomado por un pardillo y lo había llevado hasta un miembro de su fratría que intentaría venderle al precio más alto tantos objetos inútiles como pudiese. -¿Qué le parece ese plato de cobre repujado? ¿Acaso no se asemeja a un sol que ilumina la noche de los que buscan la verdad? Sin duda no bastará. Tengo cosas mucho mejores en mi trastienda. -Lo siento, no me interesa. -Se equivoca usted, señor Wilder. No huya de sí mismo: se extraviaría para siempre. Sorprendido y casi a su pesar, el norteamericano siguió al calderero, que apartó una cortina y lo introdujo en una larga estancia llena de platos de cobre, copas y marmitas. Al fondo de aquel reservado estaba Ateya, vestida con una blusa blanca y una túnica roja. Su rostro, suavemente iluminado por el fulgor de un candelabro, era sublime. Mark permaneció mudo. -¿No me reconoce? -preguntó, intrigada. -¡Sí, claro que sí! Pero tantas precauciones... -Eran necesarias. La policía de Faruk tiene interés en usted, señor Wilder, y nos hemos visto obligados a despistarla. Esperaremos aquí unos minutos para comprobar si, efectivamente, ha perdido el rastro. Permanecer junto a Ateya en aquella penumbra parecía un apreciable privilegio, casi un momento de gracia. -¿Por qué se interesa por mí la policía? -Por su posición social, sin duda. Un personaje de su envergadura no pasa inadvertido. Faruk quiere saberlo todo de los ricos extranjeros que permanecen en su territorio y pueden serle útiles. -¿Va usted a llevarme, por fin, hasta la persona que me ha escrito? Ella sonrió, y Mark supo que, por primera vez en su existencia, acababa de enamorarse
perdidamente. Ese descubrimiento lo privaba de cualquier sentido crítico, barría sus certidumbres de solterón, derribaba las fortificaciones levantadas al hilo de los años. Era ella, eso es todo. Y la seguiría hasta el fin del mundo para sentir mejor su presencia, degustar sus misterios y compartir sus pensamientos. La cortina volvió a levantarse y el calderero reapareció. -No hay peligro. Pueden marcharse. Ateya y Mark salieron del puesto por la portezuela de la trastienda, que daba a una callejuela llena de curiosos. Caminaron con rápidos pasos hasta la salida del zoco, donde los aguardaba un pequeño Fiat vigilado por un joven copto. Este le dio la llave a Ateya y ella se puso al volante. -Suba, señor Wilder. Lo llevaré a la cita más importante de su vida. Por fin sabrá quién es usted realmente.
8 Aunque fuese una mujer, Ateya no se dejaba impresionar por los conductores varones y, corriendo razonables riesgos, se abrió paso varias veces para seguir su camino. Tras tomar la avenida el-Azhar, llegó a la plaza Midan el-Tahrir, cerca del museo egipcio, y giró hacia el sur de El Cairo. Mark permanecía sorprendentemente calmado. -¿No quiere usted saber adonde vamos? -se extrañó la joven copta. -El destino es el destino. -¡Ya habla usted como un egipcio! -Puesto que no comprendo nada de lo que me sucede, mejor confiar en usted. -Regresamos a los barrios viejos -reveló ella-. El episodio del bazar tan sólo estaba destinado a despistar a eventuales curiosos. -¿Otra vez a la iglesia de San Sergio? -No, a la Suspendida. -No comprendo. -La antiquísima iglesia de al-Moallaqa. Se la llama la Suspendida porque los extremos oriental y occidental del edificio descansan sobre dos torres que datan de la época romana. Su nave está suspendida sobre el pasaje que va de la una a la otra y conduce hoy al interior. Del siglo XI al XIV fue la residencia de los patriarcas coptos de Alejandría. Por eso conserva un trono episcopal y sigue siendo un lugar especialmente venerado. -¿No va a llevarme ante el buen Dios, a fin de cuentas? -¿Quién sabe? -¿Por qué se toma tantas molestias, Ateya? -Me satisface llevar a cabo la tarea que se me ha confiado. Se detuvo a la altura de la antigua entrada de la ciudad vieja, delimitada por un muro romano. De
inmediato, un mocetón de anchos hombros salió de ninguna parte para abrir la portezuela, recibir la llave del vehículo y vigilarlo. Mark vaciló unos instantes. ¿Y si no se trataba de una broma? ¿Y si iba a descubrir realmente una verdad que en el fondo no le apetecía conocer? -¿Acaso tiene miedo? -preguntó la muchacha. -Es posible. -Todavía está a tiempo de echarse atrás. En cuanto haya entrado en la Suspendida, será demasiado tarde. -La sigo. Ateya, que conocía a la perfección el dédalo de callejones, guió a su huésped sin vacilar en ningún momento sobre la dirección que debía tomar. Mark ni siquiera veía a los viandantes. Tenía la sensación de estar viajando atrás en el tiempo, de partir en busca de una fuente cuya agua se le había hecho indispensable. Contigua al museo copto, la Suspendida era un edificio de planta tradicional, con dos hileras de columnas de mármol decoradas con capiteles corintios. Ateya y Mark se dirigieron hacia el iconostasio del siglo XIII, que separaba la nave que recibía a los fieles del santuario donde oficiaba el sacerdote que celebraba en secreto el rito. Un hombre de edad avanzada contemplaba los paneles de ébano incrustados de marfil que marcaban la frontera entre dos mundos. Siete iconos adornaban la capilla central, dominados por la imagen del Cristo glorioso sentado sobre su trono. -Su resurrección revela la victoria de la luz sobre la muerte -declaró el anciano con voz dulce-. Los humanos son esclavos, inconscientes de la pesadez de sus cadenas. Sin embargo, pueden librarse de ellas, con la condición de no seguir mirándose a sí mismos y levantar sus ojos al cielo. ¿Está usted dispuesto a mirar la verdad de frente, señor Wilder?
El norteamericano dio un respingo. -¿Fue usted quien me escribió? -Fui yo, en efecto. Vestido con una sotana negra que lo hacía parecer un cura copto cualquiera, el religioso tenía un rostro bondadoso que contrastaba con sus ojos de águila. La intensidad de su mirada asustó a Mark. -¿Aquella carta era... cierta? -¿Lo duda todavía? -¡Póngase en mi lugar! Es todo tan inesperado, tan... -Acompáñeme al jardín de esta iglesia o regrese a su hotel e ignore para siempre lo esencial. Usted elige. -¿Realmente tengo elección? -Todo individuo se encuentra en una encrucijada de caminos al menos una vez en la vida. Para usted, señor Wilder, ha llegado el momento. Y la decisión sólo le pertenece a usted. Decidir era para Mark parte de la vida cotidiana. Hoy, sin embargo, se sentía desesperadamente solo y desarmado. Ateya permanecía en silencio, como si aquella situación no le concerniese. -Me sentará bien tomar el aire -decidió él. El anciano lo condujo hasta un patio interior, adornado por unos arbustos y un jardincillo. Ateya se alejó para vigilar. -Siéntese a mi izquierda -exigió el copto acomodándose en un banco-. Aquí, señor Wilder, tres árboles alimentaron a la Sagrada Familia. Y la Virgen se apareció al patriarca Efraím, un hombre santo del siglo X, tras haber dedicado tres días al ayuno y la oración. La vio junto a una antigua columna que unía el cielo y la tierra, y comprendió que el poder del espíritu podía mover montañas, como la del Mokattam, al este de El Cairo. Allí, en la Antigüedad, la luz derribaba al demonio y lo abandonaba a su propia destrucción, ahogado en su
sangre. -Hermosa leyenda. -Legenda significa «lo que debe ser leído y conocido», señor Wilder. Hoy se desdeña la enseñanza de los Antiguos y nos atiborran de anécdotas inútiles que pudren el pensamiento y devuelven a la humanidad al infantilismo. Desdeñar las leyendas supone elegir el camino sin salida de la ignorancia. -¿Puedo saber quién es usted? -El abate Pacomio, un simple servidor de Dios y de la comunidad cristiana, amenazada con la extinción en un país mayoritariamente musulmán. Nosotros, los coptos, somos sin embargo los auténticos descendientes de los antiguos egipcios. En el año 641, cuando los árabes invadieron el país e impusieron el islam, no supimos resistir. Hoy se nos tolera, pero ¿por cuánto tiempo? Mis hermanos son orfebres, farmacéuticos, contables, tintoreros, agrimensores, pero su número no deja de disminuir y nuestra influencia, cada vez más modesta, se extingue. Temo que la violencia del mundo 110 nos respete. -Lo lamento mucho -observó Mark-, pero ¿y si volviéramos a su carta? -Merece usted su hermoso nombre. ¿Sabe que el apóstol Marcos fue el fundador de la Iglesia copta en el año 40? Unos venecianos robaron su cadáver en el 828 y lo llevaron a la Ciudad de los Dogos, donde sirvió de protector de la famosa basílica de San Marcos. En cierto modo, ¿no ha regresado usted a la tierra de su antepasado? ¡Mark lo acababa de comprender! El viejo sacerdote buscaba subsidios para mantener a su necesitada comunidad. Como cualquiera, sencillamente le hacía falta dinero y había enviado centenares de enigmáticas cartas a personalidades ricas e influyentes con el fin de atraerlas a Egipto y sacarles fondos.
-Me horroriza que me pongan entre la espada y la pared, señor abate. Yo mismo elijo mis buenas obras tomando la precaución de comprobar que no me engañan. No pretendo ofenderlo, pero no me gusta en absoluto el procedimiento que ha utilizado usted. -Se equivoca, señor Wilder. Mi gestión no tenía el menor objetivo material, y sólo se refería a usted, únicamente a usted. Este procedimiento lo ha traído ante mí. La calma y la firmeza de su tono sorprendieron al abogado. Aquel viejo abate, de impresionante dignidad, no tenía aspecto de ser un bromista ni un estafador. -¡Muy bien, hable, se lo ruego! -No es tan sencillo -observó Pacomio-. Cambiar de cabo a rabo la existencia de un individuo es un acto grave, sobre todo porque la revelación de la verdad tendrá que verse acompañada de un compromiso por su parte y un pacto que deberá usted firmar. ¿Está dispuesto a ello?
9 La situación se complicaba. Como hombre de leyes, Mark Wilder no solía firmar un documento antes de haberlo leído y vuelto a leer. -No suelo comprometerme a la ligera. Necesito explicaciones claras. El abate Pacomio cerró los ojos por unos instantes, como si buscara en lo más profundo de sí mismo las palabras que iba a pronunciar. -Procedamos por etapas -decidió-. ¿Se llama usted, efectivamente, Mark Wilder? -Sin la menor duda. -He ahí su principal error. El abogado parpadeó. -¿Qué quiere decir? -Me ha comprendido perfectamente. -Me temo que no. -Conozco el nombre de su verdadero padre y su verdadera madre, dos seres excepcionales cuyo destino no les permitió criarlo. Juré guardar silencio hasta el día en que demasiados peligros amenazaran la existencia de Egipto y, más allá, el precario equilibrio de nuestro mundo. Puesto que ese día ha llegado, debo respetar la última voluntad de su padre y revelarle la misión que deseaba verle a usted cumplir. Mark, atónito, guardó silencio largo rato. -¡Eso es completamente absurdo! -estalló al fin. -¿Su padre «oficial» se llamaba Anthony y era un abogado mercantil originario de Nueva York? -En efecto. -¿Y su madre «oficial» se llamaba María Fontana del Vecchio, nacida en Nápoles? -Exacto. -Anthony era duro y autoritario; Maria, dulce y previsora. Sentían un verdadero afecto el uno por el
otro; ella no se separaba nunca de él, ni siquiera en viajes de negocios. -¿Cómo lo sabe? -Los conocí -afirmó el abate Pacomio. Mark no creía lo que estaba oyendo. -¿Dónde... los conoció? -Aquí, en El Cairo. -¡Mis padres nunca vinieron a Egipto! -A usted no le hablaron nunca de esa estancia, de acuerdo con los compromisos que habían adquirido. -¿Compromisos...? -Anthony y Maria juraron a sus verdaderos padres que nunca le revelarían que era usted su hijo y que había nacido en El Cairo. Y cumplieron su palabra. Por unos instantes, los arbustos del jardín de la Suspendida comenzaron a girar. Mark se zambullía en el delirio. -Con todos los respetos, abate, ¡lo que está usted diciendo no tiene ningún sentido! -¿Por qué iba a inventar una historia semejante? Se lo repito: el secreto estaba bien guardado y usted nunca habría sabido nada si no nos encontráramos en vísperas de graves acontecimientos. Usted es el heredero espiritual de una pareja extraordinaria, por lo que tal vez consiga desviar el curso del destino. -¡Quería a mis padres y ellos me querían a mí! -protestó Mark-. Desgraciadamente, mi padre era aficionado a los coches de carreras, pasión que mi madre no desaprobaba. Ambos murieron en un accidente de coche cuando yo tenía quince años. En vez de entregarme a la desesperación, decidí suceder a mi padre y demostrar de lo que era capaz para honrar su memoria. Mi madre quería que llevara a cabo una carrera política al servicio del país. Y estoy a punto de satisfacer ese deseo. -Su verdadera misión me parece mucho más importante, señor Wilder. -¡No quiero oír ni una palabra más! -Al contrario: ahora desea conocer toda la verdad.
-¡Se equivoca usted, abate! ¡Ya conozco toda la verdad sobre mis padres! -Su padre eligió a un hombre y a una mujer de honor, y no se equivocó. También su madre tenía plena confianza en ellos. Saberlo feliz, con buena salud, bien cuidado y destinado a un hermoso porvenir la consoló un poco de haberse visto obligada a abandonarlo. Pero no tenía elección, y nadie podría condenarla. -¿Por qué está tan interesado en contarme estas estúpidas mentiras? -Ya ha efectuado parte del viaje. Ahora hay que llegar hasta el final, consciente de que su vida va a cambiar por completo. Permanecer entre dos aguas sólo le procuraría angustia e insatisfacción, y no olvidará usted esta entrevista. No huya de sí mismo. Mark se levantó. -Lamento mi descortesía, pero realmente no me ha satisfecho conocerlo. -¿Y si se tomara usted el trabajo de verificar mis palabras? Aquello afectó vivamente al abogado. -¿De qué modo? -Sus padres adoptivos se vieron obligados a regularizar su situación, la de usted, para convertirlo en un auténtico norteamericano. Guardo en mi memoria una indicación que me facilitó Anthony Wilder: Nueva York, despacho 303, anexo B; la clave de sus problemas administrativos. Y además, el nombre de un médico: el doctor Jonathan Gatwick. Ignoro si vive aún. -Señor abate, no tengo intención de comprobar nada de nada. Tuve la suerte de contar con unos padres maravillosos y vivir una infancia y una adolescencia feliz, y no permitiré que nadie mancille esos momentos de dicha. -No hemos hecho más que abordar la verdad, señor Wilder, y estoy muy lejos de haberle transmitido lo esencial.
-¡Ha sido nuestra primera y última entrevista, abate! -Meditaré aquí cada día a la misma hora, durante un mes, y lo esperaré. Luego, mis deberes me reclamarán en otra parte. Si no viene usted, nunca sabrá quién es realmente. -¡Creo que ya sé bastante! Adiós. Ateya se acercó a Mark. -Saldremos de la ciudad vieja por otro camino -anunció. -Como usted quiera -repuso él con los nervios de punta. -Parece contrariado. -¡Contrariado no, furioso! -Por lo general, el abate Pacomio apacigua las almas. -Si es que aún la conservo, la mía parece en estos momentos un volcán en erupción. Detesto que se burlen de mí. -Conozco al abate desde hace mucho tiempo y nunca se ha burlado de nadie. No ponga en duda su palabra: lo lamentaría. -¿Es eso una amenaza? -No. Un simple consejo. Pacomio sólo lucha contra los demonios. El abogado se encogió de hombros. ¡Ya sólo faltaba la magia para rematar aquella historia! Decididamente, Estados Unidos y los negocios tenían algo bueno. Nunca debería haber abandonado Nueva York. En el acceso principal a la ciudad vieja, entre las dos torres romanas, un Peugeot verde aguardaba con el motor en marcha. -Ese taxi lo llevará al Mena House -indicó la muchacha. -¿No me acompaña usted? -Mi misión ha terminado. -Antes de tomar el avión, me hubiera complacido invitarla a cenar.
-Se lo repito, terminado.
señor
Wilder:
mi
misión
ha
10 Mark corrió hacia el bar del Mena House y pidió un whisky triple. Tenía la garganta seca y de buena gana hubiera golpeado largo rato un punching-ball. Irritado aún, decidió tomar el aire paseando por la llanura de Gizeh. Al caer la noche, las familias se agrupaban al pie de la Gran Pirámide para degustar pasteles y disfrutar del aire tibio. Se contaban buenas historias, se reían, gozaban del momento presente. Algunos policías bonachones deambulaban, quejándose de su magro salario. Mark sintió la energía que brotaba del suelo: hacía desaparecer la fatiga, daba vigor a las piernas y les concedía la capacidad de caminar hasta el infinito. Rodear aquellos gigantes de piedra era una extraña experiencia. Tuvo la impresión de cruzar el muro que separaba su época de la de los constructores de tales monumentos y comunicarse, por poco que fuera, con el alma de los maestros de obras. Cada palabra de su entrevista con el abate Pacomio resonaba como un trueno en su cabeza. ¡Aquel anciano de innegable fulgor no era un bromista! Se equivocaba al hacerse eco de rumores infundados y desprovistos de sentido, pero ¿cómo habían llegado hasta él? Mark recordó los momentos más importantes de su infancia y su adolescencia, junto a un padre riguroso y una madre que le permitía todos los caprichos. Había que trabajar duro en la escuela, procurar ser siempre el primero y sufrir reprimendas si fracasaba. Pero también estaban los partidos de baloncesto con su pandilla de compañeros, las pantagruélicas meriendas y las vacaciones en el mar y en la montaña. Cuando su padre lo reñía en exceso, su madre lo protegía. Y el hombrecito iba creciendo, día tras día, mezclando el
esfuerzo y el placer de vivir. ¿Alguien podría haber soñado con unos padres mejores? Y sin embargo, el abate Pacomio había sembrado en él una duda insoportable. Lo desafiaba a verificar su inverosímil teoría, pero Mark no se echaría atrás. De regreso en su habitación, donde habían dejado un cesto de fruta junto a un ramo de rosas, consiguió ponerse en contacto con Dutsy Malone gracias a la eficacia de una operadora. -¿Qué tal las pirámides? -Indestructibles. -¿Cuándo regresas? -Pienso disfrutar un poco más del paisaje. Pero necesito cierta información. -¡Ya está -estimó Dutsy-, te has metido en algún lío! -Si quieres decirlo así. Encuéntrame cuanto antes el rastro de un doctor llamado Jonathan Gatwick. Si está vivo todavía, utiliza cualquier medio para hacerle confesar todo lo que sepa con respecto a mis padres y mi nacimiento. -¿Hablas en serio? -Muy en serio. Amenázalo si es necesario, pero ¡que hable! -¿Algo más? -Infórmate sobre cierto despacho 303, anexo B, que al parecer existió en Nueva York hace unos cuarenta años. -¿En qué sector administrativo? -Ni la menor idea. -¿Acaso crees que soy Superman? -Eres mucho más fuerte que él, y para eso te pago. -¿Qué está pasando, Mark? Tienes una voz extraña. -He bebido demasiado. -No sueles hacerlo. ¿Tienes algún problema? -Eso dependerá de la información que obtengas. -¡Dime algo más, carajo!
-Es demasiado pronto, Dutsy, y no quiero influenciarte. Delega los casos en curso a tus ayudantes y ponte en marcha. Tengo mucha prisa. -De acuerdo, jefe. De todos modos, no cometas ninguna imprudencia. -No es mi estilo. Besa a tu esposa y a los niños de mi parte. Al colgar, Mark lamentó haber hecho aquella ridícula llamada, con la que, probablemente, no conseguiría nada. Sin embargo, así aclararía las cosas y podría regresar a Nueva York con total serenidad. A pesar de la hora tardía, la estación de PontLimoun estaba aún llena de viajeros que aguardaban un tren con retraso y de pasmarotes que habían ido a fumar un cigarrillo evocando los menudos acontecimientos del día y quejándose del gobierno de Faruk, incapaz de resolver sus problemas cotidianos, cada vez más difíciles de soportar. Los ricos se enriquecían, los pobres se empobrecían, y la infinita paciencia del pueblo tenía sus límites. Pero ¿existía un solo hombre lo bastante honesto y valeroso para quebrar el curso del destino? Hosni descubrió a Mahmud leyendo el periódico del partido Wafd. Eso significaba que la policía secreta merodeaba por el sector. Con sus pesados pasos y su aspecto de patán, Hosni se dirigió a una ventanilla, hizo la cola y compró un billete con destino a las afueras. Mahmud había doblado su periódico y encendido un cigarrillo. El peligro había pasado. Podía hacer su informe al emisario de los Oficiales Libres. -¿Qué pasa con Mark Wilder? -No me había equivocado -afirmó Hosni-. En efecto se trata de un importante agente norteamericano, acostumbrado a despistar a quienes lo siguen. Uno de mis hombres lo vigilaba y lo vio salir a pie del Mena House, en dirección a El Cairo; un
comportamiento insólito para un turista. Lo siguió, pero pocos minutos más tarde, un coche se detuvo a la altura del estadounidense, éste se arrojó al interior y el vehículo arrancó de nuevo a gran velocidad. Mahmud inclinó la cabeza. De hecho, la estrategia de Wilder no dejaba duda alguna sobre sus verdaderas actividades. -¿Anotaste el número de la matrícula? -Por supuesto, y solicité al servicio competente que identificara al chófer, pero fue en balde: no corresponde a nada. -Una matrícula falsa, además... ¿Regresó Wilder al Mena House? -Aquella misma noche. -¿Sabes quién lo acompañó? -Por desgracia, no. Uno de los empleados de la recepción me indicó que había vuelto, pero no vio el coche que lo había dejado allí. No será fácil seguir a ese tipo. ¿Deseas que refuerce mi equipo de vigilancia? -No, se daría cuenta y tomaría medidas radicales para escapársenos de entre los dedos. Ese tipo de hombres saben arreglárselas en un medio hostil, y no carecen de contactos eficaces. Con un nervioso taconazo, Mahmud aplastó su cigarrillo. -¿Cómo debo proceder? -se inquietó Hosni. -De forma discreta, nada de intervenir directamente. Si abandona el hotel con su equipaje trata de no perderlo y avísame de inmediato. En el fondo, Hosni le daba excelentes noticias a Mahmud. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, éste tenía la esperanza de salir de la trampa donde se sentía encerrado. Aunque debería actuar con extrema prudencia.
11 Mark Wilder tenía una buena resaca, así que pasó la mañana dormitando en su habitación y bebiendo café. De vez en cuando, lamentaba haber llamado a Dutsy. Pero a fin de cuentas, ¿no valía más asegurarse de una vez? Finalmente, sonó el teléfono. Llamaban de recepción. Un amigo deseaba verlo. La jaqueca comenzaba a disiparse; al menos podía sostenerse en pie. Más bien elegante con su traje de color blanco roto, John mostró una sonrisa burlona. -¡Menuda jeta de papel maché, amigo! Las noches de Oriente comienzan a arruinarte la salud. -No es en absoluto lo que crees. -¿Problemas? -Nada serio. -Si estás libre, te llevo a comer. -Pensaba hacer un pequeño ayuno y... -Bueno, pues quedémonos aquí. Puedes tomar un caldo de legumbres y arroz. -Como quieras. Cómodamente instalados bajo un gran parasol, ambos amigos conversaron ante la mirada de la Gran Pirámide de Keops. Antaño, su revestimiento de calcáreo blanco reflejaba los rayos del sol y producía así una luz deslumbrante que iluminaba el país entero. Hoy en día, a pesar de sus heridas, aquel gigante seguía irradiando la eternidad inscrita en sus piedras. -Tengo que transmitirte una invitación -declaró John-. Dada tu notoriedad, estás entre las personalidades extranjeras invitadas a asistir al mayor acontecimiento del año: la segunda boda del rey Faruk; un espectáculo que no puedes perderte, créeme. Los egipcios añoran a la primera esposa del monarca, Safi Naz, «Rosa Pura», que se enamoró de
él a los quince años; a la segunda la llama Farida, «la perfecta, la pura, la única». Hace tres años Faruk fue el primer rey de Egipto que repudió a su compañera. El pueblo la adoraba, y aquella decisión no incrementó la mediocre popularidad del soberano. -¿Sabes?... A mí, las bodas... -No puedes perderte ésta -replicó-. Es preciso que conozcas a Faruk, su entorno y el funcionamiento de su corte para comprender la crisis que está viviendo Egipto. Aunque nació en El Cairo el 11 de febrero de 1920, Faruk no es considerado un hijo del país, sino el representante de una dinastía turca. ¡Incluso corre sangre francesa por sus venas, lo cual no arregla precisamente las cosas! Por parte de su madre, la princesa Nazli, desciende de un tal Joseph Séve, hijo de un sombrerero, nacido en Lyon en 1788 y convertido en general a las órdenes de MehemetAlí. Faruk habla siete lenguas, y le reprochan que prefiera el inglés y el francés al árabe. Ya están muy lejos las esperanzas nacidas cuando subió al trono, el 28 de abril de 1936. Sus veintidós millones de súbditos creían en un gran reinado, en una mayor justicia social y en la realización de tres grandes proyectos: la federación de los Estados Árabes, la anexión de Sudán y la expulsión de los ingleses de la zona del canal de Suez. El fracaso fue total. Y su comportamiento durante la Segunda Guerra Mundial tan poco fue muy brillante. Pro nazi, como el gran muftí de El Cairo, que colaboraba con Alemania, Faruk fue duramente reprendido por los ingleses, que le hicieron entrar en razón. El año pasado, en unas elecciones libres, el viejo partido Wafd obtuvo una amplia mayoría en la cámara de diputados y proclamó su eterno eslogan: «¡Egipto para los egipcios!». Pero el partido está tan corrompido como el propio Faruk, y sus miembros sólo piensan en enriquecerse. Ahora, el rey se desentiende del gobierno del país y se consagra a
jugosos negocios y a los placeres del sexo, la mesa y el juego. Cuando le apetece, cambia de ministros y nombra a nuevos oficiales para mantener al ejército bajo su bota. Los títulos honoríficos de bey y de pachá se pagan a precio de oro, y quien forma parte del entorno del monarca tiene la fortuna asegurada. La población ha abierto los ojos. En el césped del Mena House, una corneja de ancho pico brincaba para alcanzar su objetivo, una regadera llena de agua. Mark se preguntó si no se había convertido él, también, en una especie de blanco para su interlocutor. -¿Por qué me cuentas todo esto, John? Sólo soy un simple turista. -Inglaterra y Francia, dos grandes potencias coloniales, están en declive. Asia y Oriente Próximo se les escapan. La Unión Soviética y Estados Unidos están ocupando su lugar. Nosotros, como norteamericanos, no debemos perdernos la reconquista de Egipto, y eso pasa por un perfecto conocimiento de la situación. Mark no ocultó su asombro. -Estamos ya muy lejos de tus simples problemas con el algodón, creo. -No voy a jugar por más tiempo al gato y al ratón -declaró John con gravedad-. Nuestro encuentro en el aeropuerto no se debió en absoluto al azar. Sabía que ibas a tomar el avión hacia El Cairo y te esperaba. -¡Explícate! -Pertenezco a un servicio de información recientemente creado por orden expresa del presidente Truman, la Central Intelligence Agency, y desde hace un año trabajo en Egipto, un país de enorme importancia estratégica. Y tú eres, a la vez, mi amigo, un abogado influyente y una futura personalidad política de primer orden. -La CIA... De modo que no era un simple rumor, sino que existe de veras. ¿Estás intentando
reclutarme? -¡Claro que no! Pero te dispones a servir a tu país y te encuentras en un lugar que está al rojo vivo en un momento crucial, por lo que sólo te pido que abras los ojos y los oídos. Durante nuestros encuentros, me harás un informe oral y yo elegiré. Incluso sin que lo sepas, puedes recoger alguna información esencial para el porvenir del país y la política norteamericana. Si te niegas, nadie te lo reprochará. Pero si aceptas ayudarme, eso podría facilitar tu carrera política. No habrá expediente, y te doy mi palabra de amigo de que tu nombre no se citará nunca. -¿Y tú no corres graves peligros? -Es mi trabajo. Mi organización está bien implantada y es invisible. Pero nunca se consigue información suficiente antes de tomar una decisión capital. -¿Derribar a Faruk, por ejemplo? -Aún no hemos llegado ahí, Mark. Pero me gustaría mucho conocer tu opinión sobre él. El rey repudió a su primera mujer porque no podía darle un heredero varón. Si la nueva esposa consigue cumplir esa tarea, tal vez la suerte de Egipto cambie. A menos que sea demasiado tarde. John terminó su cerveza fría, y Mark apuró su vaso de agua. -Ya está, amigo mío, lo he dicho todo. Ahora actúa como quieras. -Gracias por tu franqueza. -Hasta pronto, espero. John dejó sobre la mesa una invitación a la boda de Faruk. Al principio de su estancia, Mark habría dejado que su furor estallase al verse manipulado de ese modo, pero ahora estaba atrapado en un torbellino donde perdía sus puntos de referencia. Además, comenzaba a apreciar el particular encanto de ese país, sin duda porque se había enamorado de Ateya
y no partiría sin haberla visto de nuevo. La suya era una actitud propia de un adolescente irreflexivo. Pero ¿cuántas veces en la vida gozaba uno de un encuentro como ése? El agua comenzaba a resultarle demasiado insulsa, así que Mark pidió un bloody-mary con mucha pimienta. Luego dormiría una larga siesta con la esperanza, absolutamente vana, de despertar con el espíritu claro.
12 Cuando sonó el teléfono, la noche había caído hacía ya rato. Mark se despertó con un sobresalto, buscó el auricular a tientas y consiguió descolgar. -Tiene una llamada de Nueva York -anunció la operadora. Miró su reloj: las 21.45 horas. -Soy yo, Dutsy -dijo una voz extrañamente sombría¿Me oyes, Mark? -Perfectamente, Dutsy. -He llevado a cabo las investigaciones que me habías encargado. Ha sido necesario dar el callo, pero sí, he obtenido resultados. -Tengo la impresión de que estás enfadado... -Enfadado, enfadado... digamos que estoy más bien asombrado. -¿Has descubierto algo fuera de lo común? -Fuera de lo común es la expresión justa. A Mark se le hizo un nudo en la garganta. Le habría gustado un informe tranquilizador; oír a Dutsy Malone risueño, anunciándole que las «precisiones» del abate Pacomio eran bromas de vejestorio senil. Pero al parecer la realidad era distinta. -¿Has encontrado el rastro del doctor Gatwick? -Sin problemas. Ejerció toda su carrera en Nueva York y vive una apacible jubilación en un apartamento de lujo. Al parecer, fue uno de los mejores ginecólogos de su generación y un hombre de gran corazón. Pasaba sus vacaciones en Egipto para enseñar a sus colegas egipcios las técnicas más eficaces en caso de parto difícil. -¿En Egipto...? -Las ricas familias de El Cairo recurrieron a él con frecuencia. Y recuerda muy bien a tus padres, gente encantadora que vivía en una villa de Heliópolis.
-¡Mis padres nunca fueron a Egipto! -Olvidaron hablarte de ello, Mark. Tu madre vivió ahí unas semanas fabulosas mientras tu padre trataba ciertos asuntos. Y acogieron en su casa a una mujer joven, encinta, que debía ocultar su preñez a sus íntimos so pena de las peores sevicias. Dio a luz a un magnífico muchacho, se repuso y luego desapareció. Mark comenzó a temblar. -¿Cómo se llamaba? -El doctor Gatwick nunca supo su nombre. -¿Y el padre? -Desconocido. -¿Qué fue de ese niño? -Tu madre estaba encantada, se encargó de él como si se tratara de su propio bebé. -¿A quién lo confió después de mi nacimiento? Dutsy vaciló en responder. El abogado encendió la luz. -El doctor Gatwick ha precisado que tu madre no podía tener hijos. Poblado por miles de estrellas sobre un fondo de lapislázuli, el cielo se derrumbó sobre la cabeza de Mark. -¡Ese matasanos chochea! Seguro que mezcla casos de pacientes distintos. -Es posible. -¿Y el despacho 303, anexo B? -A mis compañeros del ayuntamiento no les ha costado nada encontrar su rastro. Desapareció hace unos diez años, tras una reorganización administrativa. En la época de tu nacimiento, se encargaba de la nacionalización de niños adoptados en Oriente Próximo. -En Oriente Próximo... -repitió Mark, atónito¿Qué se ha hecho de sus archivos? -Fueron transferidos a un nuevo organismo, a excepción de los referentes al año de tu nacimiento, que ardieron en un incendio accidental.
Un largo silencio sucedió a esas revelaciones. -¿Sigues ahí, Mark? -Claro... Has hecho un trabajo formidable, Dutsy. -Bueno, según se mire. ¿Qué significa todo este embrollo? -No tengo todavía todos los datos. Gracias a ti, espero ver las cosas más claras. -Pues yo tengo la impresión de que te estás metiendo en un maldito túnel. ¿Y si tomaras el primer avión hacia Nueva York? -Pensaba hacerlo, pero ya no es posible. Debo quedarme algún tiempo en Egipto para aclarar la situación, Dutsy. -¿Es realmente necesario? Eres un gran jefe, admirado y querido, vas a convertirte en un estadista, ante ti se abre un gran camino... Olvida esas tonterías, Mark, y vuelve a casa. -La casa la tienes tú, Dutsy. Yo debo comprender lo que me sucede. -OK, boss. Pero no te entretengas. Como una fiera enjaulada, Mark estuvo un rato dando vueltas por su habitación. Luego tomó una ducha caliente durante más de un cuarto de hora. Cuando por fin cerró el grifo, el enigma no había desaparecido. Si el doctor Gatwick no había mentido, su verdadera madre no era la que lo había criado, sino aquella mujer misteriosa que había parido en la villa cairota de sus padres adoptivos y cuyo nombre decía conocer el abate Pacomio, al igual que el de su verdadero padre. Los Wilder eran lo bastante ricos como para adoptarlo, obtener papeles con rapidez y hacer desaparecer el expediente para que su hijo nunca pudiera descubrir sus verdaderos orígenes. Mark sintió que se zambullía en la locura. Y sin embargo... Era demasiado tarde para dirigirse a la Suspendida y preguntar al abate Pacomio. Al día
siguiente, el abogado lo sometería a un riguroso interrogatorio y obtendría por fin la verdad. En ese instante llamaron a su puerta. -Un paquete procedente del palacio de su majestad -anunció orgullosamente el mensajero. Mark le gratificó con una buena propina y descubrió un esmoquin digno de las veladas neoyorquinas más encopetadas. Iba acompañado de una nota: «A su majestad el rey Faruk le satisface tenerlo entre sus invitados para la celebración de su boda, mañana, 6 de mayo, en el palacio de Abdin. Un coche oficial pasará a recogerlo». El texto, redactado a mano, estaba firmado por Antonio Pulli, mano derecha del monarca.
13 El Cairo estaba en plena efervescencia. En esa ciudad las hermosas bodas eran todo un acontecimiento, y Faruk había picado alto. Una enorme multitud asistiría a la llegada de la novia, adornada con joyas y ataviada con un vestido creado en París que había costado una fortuna. Cuatro mil soldados formarían un pasillo de honor, los cadetes del ejército y una banda precederían el cortejo de camino hacia el palacio real, atestado de regalos. Y cien cañonazos anunciarían la unión del rey Faruk con Narriman Sadek, una hermosa mujer de melena castaña adornada con mechas rubias. Oficialmente, el monarca y la tímida muchacha se habían conocido por azar, y el amor había inflamado su corazón. En realidad, Faruk se había fijado en ella antes de su divorcio y había decidido apropiársela. No obstante, había una pequeña dificultad: Narriman ya estaba prometida a un economista egipcio, licenciado en Harvard. Pero ¿cómo oponerse a la voluntad del rey? Brutalmente excluido del juego, el ex prometido seguía encolerizado. Narriman, en cambio, se sentía orgullosa y feliz de casarse con el hombre más poderoso del país. Por orden de su dueño y señor, había hecho una estancia en Roma para cultivarse, aprender buenas maneras y las cuatro lenguas que Faruk consideraba indispensables: inglés, alemán, francés e italiano. Un profesor de gimnasia la había ayudado a modelar un cuerpo perfecto, y una cantante, a tararear arias de ópera. Faruk quería una reina instruida, elegante y con clase. El pueblo añoraba a la primera esposa del rey, pero todo un día de festejos siempre era bien recibido. Durante algunas horas, se olvidarían las dificultades de la vida cotidiana. El Cadillac donde Mark se había sentado confortablemente pasó por la plaza de la Ópera,
tomó la calle Ibrahim-Pachá y llegó al palacio de Abdin, una maciza y barroca construcción del siglo XIX. Su impresionante fachada y sus vastos salones sembrados de columnas de mármol se debían a un arquitecto italiano, Verucci Bey, al que se calificaba de «siniestro anciano» a causa de su carácter y de la austeridad de sus edificios. Unos policías con uniforme de gala dirigían el ballet de los coches oficiales que traían a los invitados. Varios chambelanes se encargaban de recibirlos. Mark entregó su invitación a uno de ellos. -Tenga la bondad de seguirme, señor Wilder. Subieron una escalinata monumental ante la mirada de los lanceros de la guardia, y Mark fue introducido en el salón del canal de Suez, decorado con grandes cuadros consagrados a los barcos que lo utilizaban. Un ejército de servidores ofrecía a los invitados pasteles y bebidas. Allí se charlaba, se comía, se bebía, se estaba orgulloso de exhibirse y de llevar un suntuoso esmoquin o un vestido a la última moda. Exactamente el tipo de recepción que Mark detestaba y que solía evitar cuidadosamente. Un hombre con aire nervioso, de unos cuarenta años, se dirigió a él. -¡Es un placer conocerlo, señor Wilder! Me llamo Antonio Pulli y me honra servir del mejor modo a su majestad. Ambos hombres se estrecharon la mano. -Qué magnífica jornada, ¿no le parece? Esta boda permanecerá en la memoria de los egipcios, estoy convencido de ello. Venga, busquemos un lugar más tranquilo. Vestido a la última moda europea, rápido, decidido y desprovisto de ostentación, Pulli llevó al abogado a un salón algo menos grande donde otro ejército de servidores colocaba la montaña de regalos ofrecidos a los recién casados.
-Soy natural de Nápoles -precisó Pulli-, y mi padre era responsable del buen funcionamiento del circuito eléctrico de este inmenso palacio. Un trabajo de alta precisión, créame. Me enseñó el oficio y tuve la suerte, muy joven aún, de poder reparar los juguetes del futuro rey Faruk. El me honró con su confianza, luego con su amistad, y me concedió el título de bey nombrándome secretario para sus asuntos privados. Una tarea muy exigente que no me deja ni un instante de reposo. Pero me siento orgulloso de servir a un gran monarca y aliviarle del peso de los problemas materiales. ¿Está usted satisfecho de su estancia en Egipto, señor Wilder? -Muy satisfecho. -Es la primera vez que está en nuestro país, creo. -En efecto. -Dada su situación al pie de las pirámides, el Mena House es un hotel incomparable. Se necesitarían muchos años para descubrir todas las riquezas de Egipto. Pero no sólo el pasado y la arqueología existen, señor Wilder. Este país extraordinario debe entrar en la era de la modernidad y el progreso, y ésta es la constante preocupación del rey. Muchos occidentales, en especial los franceses y los ingleses, no siempre comprenden el deseo de independencia de nuestro pueblo. Para un norteamericano, es diferente: ¿acaso no tienen ustedes un sentido innato de la libertad? -Puede ser. -¿Se limitará usted a hacer turismo o piensa interesarse, si se presenta la ocasión, por el mundo de los negocios? -preguntó Antonio Pulli. -Mi primer objetivo es cambiar de aires y descansar, pero ¿quién sabe? A veces la vida nos da sorpresas, y mantengo mi espíritu abierto. -Egipto ofrece formidables posibilidades que pueden aprovecharse -afirmó el secretario privado de Faruk-, y a su majestad le interesa mucho el
desarrollo económico de su país. Sólo eso pondrá fin a la miseria que aún pesa como una losa sobre nuestro pueblo. Un abogado de su envergadura podría prestarnos grandes servicios, tan complicado se ha hecho el derecho mercantil. -¿Por qué no? -respondió prudentemente Mark. -Me habría gustado charlar largo rato con usted, pero ésta es una jornada muy particular y debo resolver aún ciertos detalles para que el ceremonial vaya a la perfección. Su majestad desea que el pueblo participe en su felicidad y que no haya el menor tropiezo. Hasta pronto, espero. -Lo mismo digo. Mark permaneció circunspecto. Al concederle esa entrevista privada en un momento semejante, Antonio Pulli probaba la importancia que daba a su persona, y su invitación a licitar había sido explícita. Pero ¿adonde llevaba? De pronto, un rumor se extendió: ¡la novia no tardaría en llegar! ¿Acaso no sonaba la marcha nupcial? Todos se alegraban por la fastuosa ceremonia, los banquetes, los juegos artificiales y la armada de falúas iluminadas en el Nilo. Esa noche, nadie dormiría. Para Mark, era el momento de esfumarse. Un distinguido europeo le proporcionó una información crucial: la dirección de una tienda de ropa donde pudo cambiar su esmoquin por un atuendo menos llamativo, a cambio, eso sí, de un suplemento considerable. Pero era un día de fiesta, y hubieran podido cobrarle lo que quisieran. Con la ayuda de un detallado plano de El Cairo que había tenido la precaución de llevar consigo, el abogado exploró el centro de la ciudad, visiblemente satisfecha de recibir a una nueva reina. Sin regresar al Mena House y mezclándose con los pasmarotes, Mark estaba seguro de despistar a quien pretendiera seguirle y no llevarlo, así, hasta el abate Pacomio, que tanto tenía que contarle. Esta
vez habría que disipar el misterio y obtener explicaciones claras. Tal vez estuvieran haciendo una montaña de un grano de arena. Aunque lo dudaba, puesto que la investigación llevada a cabo por Dutsy había obtenido tan increíbles resultados. El abate Pacomio sabía la verdad. ¿Por qué había aguardado tanto tiempo para escribir a Mark y revelársela por fin? ¿Acaso el clima de tensión que invadía el país había influido en su decisión? Sin duda, la boda de Faruk y el nacimiento de un heredero de la dinastía mejorarían la situación. Mark pensaba en Ateya. La añoraba. Tenía ganas de conversar con ella, de contemplarla, de admirar su sonrisa y su elegancia natural. Ya no concebía la vida sin su presencia. Sin embargo, ni siquiera estaba seguro de volver a verla. ¡Sí, volvería a verla! A fuerza de tenacidad, siempre había obtenido lo que deseaba. Forzosamente, el abate Pacomio tenía que saber la dirección de la muchacha. Mark le explicaría que no era un simple donjuán que hubiera sucumbido al exótico encanto de una mujer egipcia, le rogaría que escuchara con atención y no pronunciase palabras definitivas hasta que se conocieran mejor. ¿Y si Ateya ya tenía un hombre en su vida? Tal vez se tratase sólo de una relación pasajera, fácil de romper... Ella, una egipcia; él, un norteamericano: ¿no estaba entregándose a un sueño irrealizable? Con el espíritu inflamado, se dirigió hacia la ciudad vieja. El sol se ponía y los festejos continuaban. Esa noche de mayo, los cairotas cantarían y bailarían, sin olvidarse de beber a la salud del rey y de la reina. Incluso los musulmanes piadosos degustarían un poco de cerveza o de licor. Mark recorrió las callejas hasta la hora de la cita. Gracias a su buena memoria visual, le resultó fácil encontrar el camino de la Suspendida. Entró en el
jardín. Sentado en un banco el abate Pacomio meditaba.
14 Mark se sentó a la izquierda del abate. -Tenía usted razón -declaró con voz nerviosa-. Los Wilder sólo son mis padres adoptivos, y me ocultaron la verdad. -Cumplieron su palabra, Dios se lo agradecerá. ¿Desea usted conocer esa verdad, con todas las consecuencias que eso implica? -Mi presencia aquí lo demuestra. -Temo que se trate de simple curiosidad -aventuró Pacomio-. ¿Ha reflexionado usted bastante sobre la importancia de lo que está haciendo? -Me he tomado el tiempo necesario. Mientras El Cairo celebraba la boda de Faruk, he deambulado para hacer balance de estos últimos días y he llegado a una conclusión. Ahora, quiero saber. Quiero saberlo todo. -Mi intención no es perjudicarlo, señor Wilder, pero mis revelaciones trastornarán su existencia y lo llevarán por caminos peligrosos. Su destino, que usted creía decidido, quedará modificado, e ignoro si podrá usted soportar ese peso. Por esa razón, antes de comunicarle los nombres de su verdadero padre y su verdadera madre, debo exigirle el juramento de que cumplirá sin desfallecer la misión que éstos le confían más allá de la muerte. -Dicho de otro modo, ¡comprometerme sin saber a qué me comprometo! -Usted decide. ¿Acaso no le he dado ya bastantes indicaciones? -¿Por qué decidió usted ponerse en contacto conmigo? -El cielo se turba y los infiernos se agitan, señor Wilder. Y si queda una pequeña posibilidad de ver cómo la luz triunfa sobre las tinieblas, es usted quien la encarna. Es una inmensa responsabilidad que puede negarse a asumir; nadie se lo reprochará.
-No acostumbro a retroceder ante los obstáculos. -El tamaño de éste no admite comparación alguna con otros que haya afrontado ya en su vida. -¿Está intentando asustarme? -Naturalmente. Ante las fuerzas de destrucción, el miedo es la primera etapa que debe superarse. Sin ella, se permanece en la inconsciencia y la estupidez. -¿Y si, en realidad, no supiera usted nada? ¿Y si toda esta historia fuera sólo una cortina de humo para llevarme quién sabe dónde? -¿Acaso su investigación no le ha demostrado lo contrario? Sin embargo, se hace usted preguntas sobre mi modesta persona y la autenticidad de mi mensaje. Sepa, señor Wilder, que pertenezco a un linaje muy particular, sin excesiva relación con el cristianismo y el islam nacidos en esta región y deseosos de dominar el mundo imponiéndose por la fuerza, si es necesario. Cuando apareció la escritura copta, en el siglo segundo antes del nacimiento de Jesús, los antiguos egipcios eran ya conscientes de que no tardarían en desaparecer y que, en adelante, deberían transmitir su sabiduría en un lenguaje cifrado. Los iniciados se vieron obligados a ponerse ropas cristianas y a adherirse a la nueva creencia para sobrevivir tras el cierre de los templos y la matanza de los últimos resistentes. Alimentada con las enseñanzas de los sacerdotes egipcios, la Iglesia copta se separó de Roma y llevó a cabo un milagro: cohabitar con el islam. Pero los milagros no duran, y nuestra situación se degrada cada día más. Para nosotros, Egipto no es la «casa de los esclavos» de la que habla el Antiguo Testamento, en el libro del Éxodo, la morada del diablo y el lugar de la ignorancia, sino la morada celestial, el cielo y la tierra y el templo del mundo entero. En 1945, en el paraje de Chenoboskion, junto a Nag Hammadi, en el Alto Egipto, las excavaciones sacaron a la luz una de las
bibliotecas de mis antepasados, compuesta por textos que la Iglesia romana se negó a integrar en la Biblia, como el Evangelio de los egipcios, los dos Apocalipsis de Santiago o el Verbo auténtico. Muy pocos seres fueron considerados dignos de consultar esos escritos, buena parte de los cuales permanece secreta aún. Y lo mismo ocurría con su verdadera fuente, los textos redactados por los grandes sabios del Egipto faraónico, que siguen siendo mi alimento cotidiano. Mark tenía la impresión de escuchar a un hombre de otro mundo. -He aquí adonde lo llevará su juramento -prosiguió Pacomio-, si las fuerzas de destrucción no lo derriban a usted antes de que consiga cumplir su misión: preservar un tesoro sin el cual la humanidad perderá la cabeza y se zambullirá en la nada. El norteamericano estaba atónito. -¡No tengo poder para salvar el planeta yo solo! Eso es para los héroes de las películas de aventuras. -No se subestime -recomendó el abate Pacomio, cuyo rostro se adornó con una leve sonrisa-. A veces basta un solo ser para modificar el porvenir. -Soy abogado mercantil, no un sacerdote copto especialista en textos esotéricos. -Es también el hijo de un padre excepcional que encontró, precisamente, el medio para hacer triunfar la luz, aunque no tuvo la posibilidad de utilizarlo. A usted, su hijo, le corresponde esa tarea. ¿Desea prolongar su obra y llevarla a buen puerto? -¿No estaría usted más cualificado que yo? -De entrada, a mi edad, ya no poseo la capacidad de llevar a cabo una empresa semejante; además, sólo su magia personal, idéntica a la de su padre, permite pensar en el éxito. De lo contrario, le hubiera dejado dormir tranquilo. Mark no se enfrentaba ya con una simple tormenta, sino con un verdadero tornado. -Vamos a mi casa -propuso el abate Pacomio-.
Antes de que tome su decisión, debo efectuar un rito de protección. El anciano caminaba penosamente y se ayudaba de su bastón. Mark intentaba recuperar el ánimo, pensando en la importancia de la palabra dada, tan desdeñada en un mundo moderno donde la mentira se había convertido en una arma indispensable. Nunca había sido puesto así ante sí mismo y ante unas responsabilidades cuyo peso percibía sin conocer su naturaleza real. Situada en una calleja desierta donde sólo vivían coptos, la morada del abate Pacomio parecía una enorme biblioteca compuesta por manuscritos, pergaminos y libros antiguos. -Aguárdeme un instante, señor Wilder. Cuando reapareció, el abate llevaba una túnica blanca y tenía en las manos una redoma de color dorado. -Contiene un óleo sagrado, el de la alegría, destinado a proteger a los viajeros del espíritu apartando de su camino a los demonios. Tenga la bondad de arrodillarse. Hacía mucho tiempo que Mark no realizaba ese gesto. Lo ejecutó torpemente. El abate recitó unos textos que evocaban las temibles fuerzas contenidas en las mil y una clases de fuego que corroen a los seres. Uno a uno, las pacificó antes de ungir la frente, las cejas, el corazón y las manos de Mark, quien se sintió invadido por una incomparable sensación de bienestar. El tornado se apaciguó, los pensamientos se pusieron en su lugar como elementos de un juego de construcción, y Mark tuvo la impresión de ser por fin el dueño de la situación; se sintió como si hubiera encontrado la mejor solución tras haber estudiado un complejo expediente de arriba abajo. Sentado en un sillón de alto respaldo, vio al abate Pacomio, que le ofrecía una copa llena de un licor
ambarino. -Es un coñac excelente; a su padre le gustaba mucho. En los momentos difíciles, el brebaje le devolvía el valor. Mark saboreó la bebida. -¿Ha tomado ya una decisión? -preguntó el abate. -Dígame la verdad y yo llevaré a cabo la misión que mi padre me confió más allá de la muerte. -Durante varias semanas, estará usted protegido del ataque de las fuerzas del mal -afirmó Pacomio-. Luego tendré que intervenir de nuevo. Su juramento pondrá en marcha un proceso irreversible de incierto final. -¿Quiénes eran mis padres? -No estamos en el lugar adecuado para que pueda usted hacerse a la idea de la verdadera importancia de esa revelación. El museo de El Cairo me parece más acertado. Vayamos allá. -¿Quiere ir ahora al museo? Pero ¡si estamos en plena noche! Pacomio sonrió. -Nuestro ritual ha durado varias horas, señor Wilder. Hace mucho rato ya que ha salido el sol.
15 En cuanto entró en el museo de El Cairo, que algunos arqueólogos comparaban con la cueva de Alí Babá, el abate Pacomio pareció vivir una segunda juventud y se desplazó por su interior con asombrosa facilidad. La visión del increíble número de obras maestras allí acumuladas le devolvía la energía, como si comulgase naturalmente con el alma inmortal de las estatuas. Pacomio condujo a Mark hasta las galerías donde se exponían los innumerables tesoros procedentes de la tumba de Tutankamón. Lo que vio le deslumbró. Sin respiración, con la mirada tan estupefacta que no sabía siquiera dónde posarla, Mark descubrió las capillas de oro, los lechos de madera dorada, los cofrecillos, las estatuas, los tronos, las joyas, y quedó desconcertado ante la máscara de oro, en la que parecía latir una vida de una increíble intensidad. El abate dejó que se estableciese un profundo contacto entre Mark y el faraón. Sin sospecharlo, el abogado cruzaba un umbral y entraba en un nuevo universo. Finalmente Pacomio sacó a su huésped de su ensimismamiento. -Su madre era egipcia, muy hermosa, y se llamaba Raifa -declaró-. Y su padre fue Howard Cárter, el mayor arqueólogo de todos los tiempos, quien descubrió la tumba de Tutankamón tras largos años de investigaciones y pruebas. Está usted admirando las maravillas que sacó a la luz y participa, así, de su búsqueda y de lo esencial de su existencia. Muy lentamente, ambos hombres recorrieron las salas, demorándose ante una estatua, un par de sandalias o un collar.
-Su padre nació el 9 de mayo de 1874 4, en Londres, y vivió su infancia en Swaffham, Norfolk, de donde eran originarios sus padres. Su padre, Samuel John Cárter, trabajaba para una célebre revista, la Illustrated London News, que publicaba sus dibujos de animales y de escenas de la vida campesina. El pequeño Howard seguía sus huellas y se reveló, también él, como un excelente dibujante y acuarelista cuando el destino se encargó de reorientar por completo su carrera. En 1890, el profesor Percy E. Newberry llevó a Egipto al joven Howard, que por entonces contaba dieciséis años, y le encargó que reprodujera escenas de tumbas egipcias. Su padre se convirtió así en el más joven miembro de la Egypt Exploration Fund, una asociación erudita y privada consagrada a emprender excavaciones «para un mejor conocimiento de la historia y las artes del Antiguo Egipto, y la ilustración de los relatos del Antiguo Testamento». Advertirá usted, más tarde, la importancia de esta precisión. Su padre se enamoró de la tierra de los faraones y se formó sobre el terreno en el oficio de egiptólogo, convirtiéndose en el ayudante del gran patrón de la época, sir William Flinders Petrie, que imponía rigurosos métodos de trabajo. Fue también el segundo de un suizo, sir Édouard Naville, el excavador del templo de la reina Hatsepsut, en la orilla oeste de Tebas. En 1899, el francés Gastón Maspero, que apreciaba mucho a Howard Cárter, lo nombró inspector de los monumentos del Alto Egipto y de Nubia. Un gran éxito para un joven de veinticinco años, a quien se reprochó siempre que no procediera de una universidad y no pudiera exhibir ningún diploma. Pero nadie conocía mejor que él los parajes antiguos y la población actual. En Luxor conoció a una institutriz, Raifa, una muchacha moderna, deseosa de liberarse del cepo de las tradiciones. Y al hilo de 4
Y no en 1873, según figura erróneamente en su tumba.
sus conversaciones, cada vez más íntimas, nació un gran amor. A pesar de que todo los separara, no se resistieron a confesárselo el uno al otro. Naturalmente, aquella relación debía permanecer en absoluto secreto, para no provocar un enorme escándalo. En otoño de 1904, Howard Cárter fue nombrado inspector jefe del Bajo Egipto y se ocupó de la inmensa necrópolis de Saqqara, donde, el 8 de enero de 1905, unos franceses borrachos se pelearon con los guardianes. Su padre intervino en favor de estos últimos, y los franceses lo denunciaron. A pesar de la insistencia de Maspero, acosado por las autoridades, Howard Cárter se negó obstinadamente a presentar excusas a aquella pandilla de patanes. Fue despedido, su carrera oficial se truncó en seco y se encontró de nuevo en la calle. Enamorado de Raifa, no salió de Egipto y consiguió sobrevivir pintando cuadros y lanzándose al comercio de antigüedades. Aunque los ingleses no lo apreciaban en absoluto, no ocurría lo mismo con los norteamericanos y con ciertos especialistas del Metropolitan Museum de Nueva York. -Nueva York -repitió Mark, que veía cómo la historia iba tomando cuerpo. -En 1907 -prosiguió el abate Pacomio-, Howard Cárter se instaló en Luxor. Hacía mucho tiempo que sólo tenía una idea en la cabeza: dirigir unas excavaciones en el Valle de los Reyes, y descubrir allí la tumba de un faraón, Tutankamón, presente en las listas reales pero desaparecido de la historia. Puesto que ningún objeto con su nombre había circulado jamás, Cárter deducía de ello, con acierto, que su tumba debía de estar intacta, al igual que las maravillas en su interior. Una tumba de faraón intacta... ¡Qué utopía! Sin embargo, la suerte sonrió de nuevo a Cárter cuando conoció a lord Carnarvon, llegado a Egipto por razones de salud. Aquel hombre inteligente y curioso decidió ocupar su tiempo dedicándose a la arqueología, y contrató a un
experto que Maspero le recomendó: Howard Cárter. El horizonte se abría de nuevo y el objetivo estaba fijado: obtener la concesión de excavaciones en el Valle de los Reyes, donde operaba un opulento aficionado norteamericano, Theodore Davis. En diciembre de 1911, Raifa dio a luz a un muchacho en El Cairo, en el mayor secreto. Gracias a un amigo de su padre, relacionado con el Metropolitan Museum, fue acogida por los Wilder y gozó de los cuidados de un especialista. Se produjo entonces un acontecimiento inesperado. Puesto que no podían tener hijos, los Wilder formularon el deseo de adoptarlo a usted, prometieron darle una excelente educación y asegurarle un brillante porvenir. Ni Raifa ni Howard Cárter podían reconocerlo. Ella hubiera sufrido graves consecuencias: corría el riesgo de que su propia familia la asesinara; y los sueños del egiptólogo, desacreditado, habrían quedado definitivamente aniquilados. Aunque esa solución les rompiera el alma, no tenían elección. No creo que pueda acusárseles de cobardía. Pensaron en la felicidad y el porvenir de usted, no en los suyos, y juraron que nunca revelarían nada. Por su parte, los Wilder se encargarían de todo el papeleo y lo considerarían en adelante como su verdadero hijo. -¿Y usted traiciona abiertamente su juramento de silencio? -se extrañó Mark. -La necesidad es ley -repuso el abate Pacomio-. En junio de 1914, Davis, que tenía setenta años y estaba enfermo, entregó a Carnarvon el Valle de los Reyes. Howard Cárter se lanzó a titánicas investigaciones que desembocaron, el 26 de noviembre de 1922, durante la última temporada de excavaciones programada, en el descubrimiento de los peldaños de la escalera que conducía a la tumba de Tutankamón. Desgraciadamente, Raifa no estaba ya en este mundo y no asistió al triunfo de Howard. Un triunfo acompañado por múltiples dificultades e injusticias, y por diez años de esfuerzos,
sobrehumanos a veces, para vaciar la tumba de sus tesoros. En 1933, su padre cayó enfermo y los últimos años de su existencia fueron muy tristes. Inglaterra no le concedió honores ni condecoraciones, como si fuera un paria, y él no inició ninguna excavación más. Su vida y su alma permanecieron vinculadas a Tutankamón, y sólo a él. -¿Regresó a Egipto? -Amaba tanto este país que seguía viviendo en la morada que había construido, a la entrada del Valle de los Reyes. Conversamos allí largas horas. También le gustaba tomar una copa en el Winter Palace, solo, y contemplar los juegos de los pájaros que tan bien sabía dibujar. Siempre cuidadosamente vestido, más bien coqueto, seguía poseyendo una impresionante dignidad. Revivía en su mente su extraordinaria aventura y no se cansaba de contemplar la ribera de Occidente, donde la diosa del otro mundo acogía en su seno a los «justos de voz». -¿Dónde y cuándo murió? -Su padre falleció en Londres el 2 de marzo de 1939 y fue enterrado en el cementerio de Putney Vale, al sur de la capital. Pero su muerte no puso término a la investigación de los tesoros de Tutankamón y al conocimiento de los misterios que él nos transmitió. Por eso me he visto obligado a romper mi silencio.
16 El abate Pacomio y Mark Wilder se detuvieron ante uno de los lechos de resurrección de Tutankamón, con forma de hipopótamo. Encarnaba a la misteriosa diosa Ipet, matriz del universo encargada de contar a los seres capaces de franquear la prueba de la muerte. -Una de las primeras tareas de su padre cuando exploró la fabulosa tumba consistió en descubrir papiros. Se esperaba que ofrecieran una enorme información sobre el rey, pero también sobre Akenatón y su turbulento reinado, los hebreos y su estancia en Egipto, el Éxodo y otros episodios de la Biblia. Dada la enorme cantidad de objetos y escondrijos posibles, probablemente se necesitaría mucho tiempo y paciencia antes de echar mano a esos inestimables documentos. -¿Fueron encontrados? -preguntó Mark. -Oficialmente, no. Pero en su última estancia en Egipto, Howard Cárter me habló de ello. «Si considera usted que Egipto corre un grave peligro -me dijo-, revele a mi hijo su verdadera identidad y pídale que actúe. En función de la ley de Maat y de la de la sangre, sólo él podrá utilizar los papiros de un modo justo.» Le pedí que me indicara dónde estaban ocultos esos inestimables textos, y él consideró oportuno diferir la confidencia, pues consideró que no había llegado aún el momento adecuado. Dado su carácter, era inútil insistir. Y fue un grave error, ya que falleció antes de haberme transmitido su secreto. Hoy, Egipto corre efectivamente un gran peligro. Se producirán trágicos cambios tanto en el terreno político como en el espiritual. No es en absoluto necesario ser adivino para anunciar un conflicto entre Israel y el mundo árabe, sin olvidar el ascenso de la intolerancia y el fanatismo. Ambos caerán sobre
Egipto, y luego sobre el mundo entero, y nosotros, los coptos, seremos barridos. A menos que encuentre usted esos papiros y que la magia de su contenido ilumine y pacifique los espíritus. -«La ley de Maat y la de la sangre...» ¿Qué significa eso? -Sólo usted, el hijo carnal y espiritual de Howard Cárter, puede ser el servidor de su ka, su indestructible potencia vital. Reanimándola con su fidelidad a su memoria y su búsqueda de la verdad, contribuirá usted a modelar su inmortalidad. Éste es el solemne compromiso que ha aceptado, Mark: encontrar los papiros de Tutankamón. Si renuncia a ello, las tinieblas triunfarán. Para escapar de un grupo de ruidosos turistas, ambos hombres se alejaron y eligieron un lugar menos frecuentado, ante unas admirables estatuillas, «Los que responden», capaces de escuchar la voz del resucitado, obedecerle y llevar a cabo en su favor tareas indispensables en el otro mundo. -Me había anunciado usted que sus revelaciones cambiarían mi existencia -recordó el abogado-, y no ha mentido. Y yo, no recuperaré la palabra dada. Cumpliré la misión confiada por mi padre más allá de la muerte. El abate Pacomio ocultó su emoción. Si el hijo estaba provisto de la misma obstinación que su padre, aún no había perdido nada. -¿Por dónde debo comenzar mi búsqueda? -preguntó Mark. -Howard Cárter era un hombre muy reservado y con muy pocos amigos. ¿Había compartido, sin embargo, su descubrimiento de los papiros con alguno de ellos o había hecho alguna confidencia? Arthur Callender, apodado Pecky, fue sin duda su colaborador más íntimo. Antiguo director de los ferrocarriles egipcios, arquitecto e ingeniero, ese bondadoso gigante de inalterable placidez vivía una
tranquila jubilación en Armant, al sur de Luxor, cuando Cárter le pidió que le ayudara a excavar la tumba de Tutankamón. Puesto que Callender sabía hacer de todo y no protestaba ante trabajo alguno, tanto si se trataba de instalar la electricidad como de fabricar una caja, fue el auxiliar más valioso de su padre. Él debió de ver los papiros. Lamentablemente, se esfumó en cuanto terminaron las excavaciones, e incluso la fecha de su muerte, probablemente en 1937, sigue siendo incierta. El químico Alfred Lucas, fallecido en 1945, y el egiptólogo Newberry, en 1949, no sabían nada. Ayudaron a Cárter, quien sin duda los apreciaba, pero no los consideraba amigos íntimos. Cuando supe que estaba viviendo sus últimos días, viajé a Londres, pero desgraciadamente llegué demasiado tarde. Sin embargo, asistí al entierro, en el cementerio de Putney Vale, donde encontré una escasa concurrencia y pocas personas susceptibles de ayudarme, a excepción de dos mujeres que contaron mucho en la vida de su padre. La primera, su sobrina Phyllis Walker, demostró hacia él una admirable abnegación durante la última parte de su existencia. Ella me advirtió de la gravedad del estado de Cárter y recogió su último suspiro. Había estado con él en Luxor, y la vi varias veces allí. En Londres me juró que nunca había oído hablar de los papiros de Tutankamón, y no dudo de su palabra. El caso de la segunda mujer, lady Evelyn, es más ambiguo. Era hija de lord Carnarvon, ayudaba a su padre y fue la primera en entrar, con gran secreto, en la cámara funeraria antes de la apertura oficial. Esa hermosa joven, inteligente y apasionada, vivió momentos extraordinarios junto a Howard Cárter. Pero él era sólo un plebeyo, y ella una aristócrata. Hablé con ella mucho tiempo, en Londres: no recordaba haber visto ningún papiro, pero no negaba por completo su existencia. Será una de las pistas que deberá usted seguir, Mark: intente verla y
obtener algo más. No olvidemos que lord Carnarvon era un coleccionista y que podría haber recogido parte del tesoro de Tutankamón si el gobierno egipcio no hubiera modificado la ley sobre el reparto de las antigüedades. El prestigioso castillo familiar de Highclere será uno de sus objetivos. -¿No tenía mi padre su propia colección de antigüedades egipcias? -Sí, aunque muy modesta. Los dos objetos más notables eran una esfinge de loza del faraón Amenhotep III y uno de «Los que responden», procedente sin duda de la tumba de Tutankamón. Todos sus bienes se dispersaron en una subasta pública, y entre ellos no figuraba papiro alguno. No obstante, no debemos desdeñar la pista inglesa, por otras razones. En primer lugar, algunos papeles personales de Cárter se encuentran en un museo de Oxford; por otro lado puede que Gardiner, el egiptólogo especialista en jeroglíficos que trabajó con Cárter y descifró las inscripciones de la tumba, tal vez tenga información esencial. -Dicho de otro modo, hay que hacer un viaje a Inglaterra. -Le aconsejo que comience por ahí, en efecto. Existen dos pistas más, igualmente serias. El egiptólogo Arthur Mace, muerto en 1928, fue uno de los principales colaboradores de su padre. Pertenecía al Metropolitan Museum, como el fotógrafo Harry Burton, albacea testamentario de Howard Cárter que le legó 250 libras esterlinas. Tuvo el privilegio de tomar unos clichés de los objetos de la tumba en cada etapa de la exploración. -¿Sigue en este mundo? -Desgraciadamente murió en 1940. Un tercer personaje, Herbert Winlock, era amigo de su padre y una de las cabezas pensantes del mismo Metropolitan, institución que adquirió magníficos objetos de la colección Carnarvon. Ésta incluía obras maestras procedentes de la tumba de Tutankamón.
Cárter disponía incluso de un despacho provisional en dicho museo, que desempeñó un papel decisivo a lo largo de toda su historia de excavador. -¡No me diga que el tal Winlock ha desaparecido también! -Falleció el 25 de enero de 1950. Sin duda, el Metropolitan de Nueva York poseía documentos inéditos pertenecientes a Cárter... ¡tal vez los papiros! No olvidemos que le legó su tan amada morada de Luxor y todo lo que contenía. Algunos indicios, más débiles, podrían orientar hacia otros museos norteamericanos. Le entregaré un expediente completo y usted tendrá que verificar todas las hipótesis. -Si lo he entendido bien, tengo bastantes posibilidades de encontrar los papiros de Tutankamón, en Inglaterra o en Estados Unidos. -Eso creo. Y cuento con usted para cumplir sus compromisos y traerme cuanto antes esos documentos vitales. Luego hablaremos más extensamente de Cárter y del mensaje secreto de Tutankamón. Mark esperaba una tarea más difícil. Aunque ¿sería tan sencillo como suponía? -Dígame, padre... Este viaje está exento de todo peligro, ¿no es cierto? -De ningún modo, hijo mío.
17 En Luxor, una pequeña ciudad provinciana situada a seiscientos treinta kilómetros de El Cairo, la boda de Faruk no había tenido la misma resonancia que en la capital. Aquí, tras finalizar la temporada turística que duraba de noviembre a marzo, se vivía a cámara lenta bajo el sol del Alto Egipto. Los templos de Karnak y de Luxor, en la orilla este, ya sólo recibían un pequeño número de visitantes, y los grandes parajes de la orilla oeste, especialmente el Valle de los Reyes, regresaban poco a poco al silencio. Sin embargo, el Profesor no había abandonado aún Egipto. Por lo general, cuando empezaba la época en la que el calor era tórrido, se ponía en marcha hacia París, Londres, Roma, Berlín o Nueva York para encontrarse con sus colegas, dar conferencias o recibir nuevas distinciones. Desde hacía algunas noches le costaba dormir y revivía extraños recuerdos, como si un lejano pasado subiera a la superficie. De modo que el Profesor había decidido diferir un poco su partida, con el pretexto de terminar algunas tareas administrativas. Esa mañana despachó a una buena cantidad de solicitantes, especialmente a una egiptóloga francesa bajita, tan excitada como ambiciosa, que lo sabía todo sobre todo y le pareció merecedora de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de la vanidad. El Profesor almorzó con unos oficiales egipcios, halagados por su invitación, y luego les mostró las excavaciones en curso, cuyas actividades no se reanudarían hasta el otoño. De regreso a su despacho, clasificó algunos expedientes. De pronto, la antorcha se encendió por sí sola. Una antigua antorcha, descubierta en la aldea de Deir el-Medineh, poblada por los artesanos que habían construido y decorado las moradas de eternidad del Valle de los Reyes, especialmente la
de Tutankamón. El Profesor debería haberla entregado al museo de El Cairo, pero le servía desde hacía mucho tiempo como señal de alarma, y gracias a ella podía prever los ataques de sus enemigos. Esta vez, la llama se mostró especialmente viva. Dicho de otro modo, un duro combate se avecinaba. El Profesor comprendía ahora la razón de su turbación y se felicitaba por haber escuchado a su instinto. Quedaba por descubrir la identidad del adversario. Como de costumbre, un mensajero llamaría a su puerta para comunicárselo. El anciano se levantó trabajosamente. Los años pasados en las excavaciones habían desgastado su cuerpo, pero no lamentaba aquella laboriosa existencia, pues le había procurado numerosas alegrías, al tiempo que le permitía construir una casa en la que también vivían sus hijos y sus nietos. Varias habitaciones, una cocina con un horno en una esquina, una magnífica batería de utensilios de terracota, una sala de huéspedes provista de banquetas, un cercado para el ganado y una bodega que habría hecho soñar a cualquier arqueólogo. En realidad se trataba de una tumba del Imperio Nuevo cuyos bajorrelieves, parcialmente intactos, estaban cubiertos por el hollín del humo. Y el pozo de las momias no había sido violado. El anciano pensó en aquella increíble mañana de noviembre de 1922, cuando había puesto al descubierto el primer peldaño de una antigua escalera que llevaba, tal vez, a la entrada de una sepultura. Su patrón, Howard Cárter, había acudido veloz. Hacía muchos años que buscaba en vano la última morada de un misterioso faraón, Tutankamón. ¿Y si por fin era él? El anciano apreciaba mucho a Howard Cárter. Hablaba árabe, trataba con respeto a sus obreros y no dudaba en arremangarse si era necesario. A diferencia de tantos sabios pretenciosos y distantes,
trabajaba sobre el terreno, y conocía bien el país y sus habitantes. ¡Y era, en efecto, Tutankamón! Howard Cárter pertenecía a esa clase de seres excepcionales que realizan su sueño superando todos los obstáculos sin desviarse jamás de su camino. Mientras el anciano bebía una taza de té negro ardiente, una de sus hijas, vestida con una túnica negra, irrumpió en la casa. -¡Es grave, muy grave! -¿Qué ocurre? -Tu tercer nieto... Su voz se atragantaba por la emoción. -¡Habla! -Ha muerto. -¿Un accidente? -¡Mucho peor! Ha sido el Salawa. -¿El Salawa ha regresado? Imposible. -El jeque y el imán lo han confirmado. Toda la orilla oeste está ya informada. De acuerdo con la costumbre, se enterraba al difunto el mismo día de su muerte. Las plañideras pertenecientes a la familia y al vecindario ya hacían oír sus lamentos. El anciano quedó petrificado. ¡Hacía tanto tiempo que el Salawa no aparecía en Luxor! Algunos afirmaban que era la reencarnación de Anubis, el temible dios con cabeza de chacal, guardián de las necrópolis, que devoraba el alma de los niños para castigar a las familias culpables de haber cometido alguna fechoría. Y acababa de herir a la de un anciano, colaborador cercano de Howard Cárter, que había turbado el descanso del faraón Tutankamón y desvelado unos secretos que habría sido mejor dejar enterrados para siempre. El terrible castigo infligido por el Salawa era una advertencia.
El anciano debía guardar un absoluto silencio y no transmitir a nadie las confidencias de Cárter. En adelante, el Salawa haría reinar de nuevo la ley del terror. John Hopkins había pasado una noche deliciosa en los apasionados brazos de una hermosa secretaria que trabajaba en el palacio de Abdin. Enamorada del progreso occidental, la joven estaba encantada de servir al rey, de gozar de un buen salario, poder vestirse según sus gustos y pasearse con la cabeza descubierta por la calle. Durante el verano descansaba en las playas de Alejandría, ataviada con un traje de baño. Ya de paso, y sin ver nada malo en ello, proporcionaba a su amante ciertas informaciones sobre el funcionamiento de los palacios de Faruk y las costumbres del monarca. El timbre del teléfono despertó al agente de la CIA que, solo por fin en su casa, esperaba gozar de un largo rato bajo las sábanas. Su interlocutor sólo pronunció una palabra: «Darling». -El sol se levanta sobre las pirámides -respondió John, utilizando la contraseña de la semana. -Se ha marchado. -¿De quién estás hablando? -De Mark Wilder. Acaba de tomar un avión hacia Londres. -Londres, ¿estás seguro? -¡Seguro! -¿Acompañado? -Solo. -¿Algún contacto en el aeropuerto? -Aparentemente, ninguno. Naturalmente, John avisaría a su corresponsal londinense. No era el momento de perder el rastro de su amigo Mark, sobre todo si intentaba coquetear con los primos británicos. Pero ¿por qué iba a traicionar a Estados Unidos? Mahmud estaba redactando una nota de síntesis
para el general Naguib cuando recibió una información desoladora: el abogado Mark Wilder acababa de abandonar El Cairo. Dicho de otro modo, su misión en Egipto había terminado. Su destino sorprendió al agente de contacto de los Oficiales Libres: Londres. ¿Qué iba a hacer en Inglaterra aquel espía norteamericano? Evidentemente, comunicar a sus homólogos británicos lo que había descubierto en Egipto. Informarles... ¿O desinformarles? En lo que concernía a la cuestión egipcia y, especialmente, al ardiente tema del control del canal de Suez, Mahmud sabía de buena fuente que había fuertes discrepancias entre norteamericanos e ingleses. Estos querían seguir reinando como dueños absolutos. ¿Qué juego estaba haciendo “Wilder? Sin duda, no lo sabría nunca. Decepcionado, esperaba poder utilizarlo para salir de la trampa en la que estaba encerrado. Quedaba una mínima esperanza: que el abogado regresara a Egipto. Entonces, Mahmud actuaría. Durante casi toda la misa, Ateya no había pensado en Dios, sino en Mark Wilder. Reprochándose esa culpable distracción, comulgó con fervor pero se vio obligada a reconocer que echaba en falta al norteamericano. Le gustaba su modo de ser, su tono de voz, la energía que lo animaba. Portador de otro mundo, le abría nuevos horizontes. Por fortuna, aquella separación no era definitiva. Según el abate Pacomio, Mark Wilder no tardaría en regresar. Alguien llamó a la puerta del Profesor. -Adelante. Era el jefe de sus criados, un buen padre de familia orondo y afable, que le traía el té. Sus manos temblaban, su rostro estaba descompuesto. -¿Te encuentras mal? -No, Profesor, no...
-¿Problemas? -No me atrevo a decírselo... -Habla, te lo ruego. -¡No va a creerme! -¡Dilo de todos modos! -El Salawa... El Salawa acaba de reaparecer, ¡y ya ha matado a un niño! El Profesor inclinó la cabeza. La situación era aún más grave de lo que suponía. Ya no se trataba de abandonar Luxor.
18 Antes de partir hacia Londres, Mark había hablado largo rato con su amigo Dutsy Malone para que organizase algunas citas y obtuviera informaciones sobre las personalidades con las que iba a encontrarse. Puesto que Dutsy era la eficacia personificada, el abogado viajaba tranquilo. Uno de los periódicos aparecidos en El Cairo la mañana de su partida publicaba un sorprendente artículo titulado «¿Quién es?»,-y proporcionaba los rasgos del carácter del personaje incriminado: «¿Es inteligente? ¿Es un idiota? No se sabe, pues a veces tiene el ingenio de la inteligencia y luego sus actos son los de un loco. Su rostro tiene reflejos de inocencia y también miradas de criminal. ¿Es bueno? ¿Es cobarde? Tiene los furiosos ojos del tigre pero huye como una rata. Ve y, sin embargo, parece ciego. Vive y, a veces, se le diría muerto. Está a la vez en el cielo y en el infierno. Lo ha ganado y luego lo ha perdido todo. Lo que tiene ya no le interesa. Sólo desea lo que no posee aún. Lo quiere todo. Quiere arrebatar a los hombres hasta su última camisa. Su voluptuosidad se colma robando a los demás lo que poseen, tanto si se trata de valiosos bienes como de baratijas. Roba por robar, roba a todo el mundo, incluso a sus amigos, incluso a su familia. Ésta es su voluptuosidad, éste es su vicio. Piensa que nadie lo advertirá, pues cree que sólo está rodeado de ladrones. Si se mira, el espejo aumenta de tamaño y deforma las sucesivas imágenes que de sí mismo recibe. Gran nacionalista, hombre glorioso, ladrón, jefe de pandilla, ésos son, al menos, los papeles que se otorga a sí mismo. Nunca vacila entre las virtudes y el pecado, pues el pecado le atrae irresistiblemente y le procura más goce que la virtud. Sus amigos se sienten desolados. Para intentar excusarle, afirman: “Es un enfermo”.
Pero el pueblo no se engaña. Dice: “Es el mayor de los ladrones”. Por lo demás, nadie puede engañarse sobre este hombre, puesto que todos, de un modo u otro, han sido sus víctimas»5. Tras leer el mismo artículo, dos hombres de negocios egipcios sentados detrás de Mark soltaron una carcajada. -¡Qué buen retrato de Faruk! -exclamó uno de ellos-. Él será el único que no se reconocerá, y mandará a la sede del periódico a uno de sus secretarios para preguntar al director la identidad de un monstruo tan perfectamente descrito. «No es muy agradable para el porvenir del rey», pensó Mark, que, durante el vuelo, intentó asimilar las revelaciones del abate Pacomio. El avión siempre le procuraba un estado de relajación, y su pensamiento divagaba con total libertad, como si él mismo fuera un pájaro que superara las contingencias terrenales. Él, hijo de Raifa la egipcia y de Howard Cárter, el descubridor de la tumba de Tutankamón... ¿Un sueño o una realidad? El abate Pacomio tenía razón: saber quién era realmente alteraba su vida por completo y le obligaba a cumplir una misión para la que nada lo había preparado. Pero esa tarea no le asustaba; al contrario, le apasionaba. Tal vez había llegado al final de los artificios técnicos de su oficio de abogado, sin duda sentía el deseo de descubrir otras dimensiones de la vida. ¡En el fondo, el abate Pacomio le había hecho un fabuloso regalo! Al penetrar en un mundo desconocido, Mark se sentía animado por una nueva energía y por la voluntad de conseguirlo. Sí, encontraría los papiros de Tutankamón y participaría así, más allá del tiempo y de la muerte, en la extraordinaria aventura de su padre. Conocía bien Londres, una ciudad agradable para vivir y en absoluto aburrida. Trabajar con sus 5
Texto citado por J. Bernard-Derosne en Farouk, pp. 147-149.
colegas ingleses no era cosa fácil, pero las personas de espíritu abierto siempre acababan entendiéndose. ¿Y cómo olvidar que, sin Inglaterra, Europa habría caído bajo el yugo de los nazis? Con un valor y una solidaridad ejemplares, los ingleses habían aguantado frente al monstruo hitleriano más allá de lo concebible. Un empleado del Connaught, florón de la hostelería londinense, lo aguardaba en el aeropuerto. Se encargó de su equipaje y lo llevó ante un Bentley, donde le sirvieron uno de esos whiskies escoceses sin edad capaces de acabar con la fatiga de cualquier viaje. Apostado en las llegadas, el agente de la CIA se quedó con un palmo de narices. Cuando alcanzó su coche, el Bentley ya había desaparecido entre el tráfico. Acabaría encontrando al abogado, pero le iban a echar una buena bronca. Un delicioso perfume a época victoriana flotaba en la suite del Connaught que a Mark le gustaba ocupar durante sus estancias en Londres. Mobiliario antiguo, auténticas alfombras de Irán, cómodo lecho, sillones profundos propicios a la reflexión, un verdadero jerez entre canapés de salmón y pepinillo, la pervivencia de la indeformable cultura de la vieja Inglaterra, apartada del modernismo de todo pelaje... Mark se permitió unos minutos de descanso antes de telefonear a Dutsy, cuya pedregosa voz transmitía su habitual determinación. -¿Estás bien instalado, jefe? -El Connaught sigue fiel a su reputación. ¿Cómo van las cosas por ahí? -El estrés habitual. Necesito tu opinión sobre algunos puntos delicados. Mark decidió rápidamente y Dutsy se sintió aliviado. La última decisión no era su especialidad. -¿Has obtenido mis citas? -Afirmativo -respondió Dutsy-, pero no ha sido
fácil. Tu Gardiner no es muy chistoso, que digamos. Almorzáis mañana en el Ritz, a las doce y media en punto. Traje estricto. -¿Qué has sabido sobre él? -Alan Henderson Gardiner nació en 1879. Lleva muy bien sus setenta y dos años, sobre todo porque los egiptólogos lo consideran el mejor especialista en la lectura de jeroglíficos. Es autor de una Gramática egipcia6 que es una verdadera autoridad y todos los estudiantes utilizan. El tipo nació bien provisto, su coqueta fortuna le proporcionó una total independencia material. No se considera precisamente un don nadie, tiene el colmillo más bien retorcido y no carece de sentido para los negocios. Precisamente gracias a uno de nuestros corresponsales londinenses he podido obtener una entrevista con uno de los más célebres abogados neoyorquinos. Gardiner no desdeña conocer a altas personalidades, y cree que vas a hablarle de finanzas internacionales. -Excelente, Dutsy. -Sus adversarios dicen que se comporta como un político y que nadie puede atravesar su caparazón. Pero dime... ¿por qué has hecho todo ese largo trayecto para conocer a un viejo erudito gruñón? -Para intentar descubrir la verdad. -¿De modo que crees realmente que los Wilder eran sólo tus padres adoptivos? -¿Acaso no me proporcionaste tú mismo argumentos decisivos? La carta procedente de El Cairo no era ninguna broma. Dutsy guardó silencio durante unos instantes. -¿Seguro que estás bien, jefe? -Tranquilízate, estoy de maravilla. -¿A qué aventura te has lanzado? -No está todavía muy claro, pero progreso. -De todos modos, ¡no te entretengas demasiado! Aquí curramos, ¿sabes? 6
Egyptian Grammar, i." edición aparecida en 1927.
-¿Y mi otra cita? -Con lady Beauchamp ningún problema. Te recibirá el lunes próximo, a la hora del té. Por cierto, en lo referente a Gardiner, no olvides tratarlo de «sir Alan». Hace mucho hincapié en eso.
19 El maître del hotel Ritz, establecimiento en el que reinaban aún el buen gusto y el respeto a las tradiciones, condujo a sir Alan, que vestía un estricto traje azul con chaleco cortado a la medida, hasta la tranquila mesa donde lo aguardaba Mark, quien saludó al egiptólogo sin estrecharle la mano, como las conveniencias exigían. -Conocer a un erudito de su altura es un gran honor. -Sentémonos, estimado señor. Supongo que no ha venido usted desde Estados Unidos para discutir un problema de filología egipcia. Pidamos, ¿le parece? Luego me expondrá usted los motivos de esta entrevista. Milhojas de setas y lenguado de Dover, acompañados por un vino blanco francés, formaban un aceptable menú. Tras haber hablado de las actividades de su bufete, como un estudiante en un examen oral ante un severo profesor particular, Mark decidió abandonar la estrategia del rodeo, claramente condenada al fracaso, y fue al grano. El riesgo que corría era el de ver cómo Gardiner se cerraba en banda; tal vez, incluso abandonaba la mesa. -Sir Alan, he venido a hablarle de Cárter. -¿De Cárter..., de Howard Cárter? -El descubridor de la tumba de Tuntankamón. Eran ustedes amigos, creo. La mirada del egiptólogo se perdió unos instantes en el vacío, luego recuperó su habitual compostura. -No exageremos -rectificó Gardiner con sequedad-. Yo apreciaba sobre todo a lord Carnarvon, el mecenas que le permitió excavar en el Valle de los Reyes. Cárter decía de mí: «Cuanto más lo conozco, menos lo aprecio». Y el sentimiento era recíproco.
En otoño de 1934, incluso nos peleamos definitivamente. -¿Por qué razón, sir Alan? -Cárter me había puesto en una situación desagradable, incluso diría que del todo odiosa, y su comportamiento era inexcusable. Me había entregado un amuleto de loza que representaba una pata de bóvido, el signo jeroglífico que se lee uhem y significa «repetir, renovar». Naturalmente, me garantizó que aquel pequeño y frágil objeto no procedía del tesoro de Tutankamón, propiedad de Egipto. Pero el conservador jefe del museo de El Cairo, Rex Engelbach, que detestaba a Cárter, afirmó lo contrario. Se trataba, pues, de un robo y yo podía ser acusado de encubridor. Así que devolví el amuleto y demostré mi inocencia probando la culpabilidad de Cárter. Pero éste se obstinó en afirmar que el amuleto no pertenecía a Tutankamón, y criticó mi actitud. Muy tibias ya, nuestras relaciones se tornaron gélidas. Entonces decidí abandonar cualquier colaboración con un arqueólogo tan poco riguroso, que además carecía de diplomas, y no proporcionarle la menor ayuda filológica. Gardiner bebió un trago de vino. -En el fondo, ya no siento resentimiento alguno contra Cárter, a quien su carácter, demasiado entero, le costó muy caro, y sólo deploro que publicara una obra destinada al gran público, y no un estudio científico. Con el fin de honrar su memoria, incluso me puse en contacto con las autoridades egipcias para hablar de una espléndida publicación que hiciera justicia al trabajo de Cárter, a saber, un informe en seis volúmenes sobre la tumba de Tutankamón. -¿Descubrió algunos papiros? -preguntó Mark en el tono más indiferente de que fue capaz. Gardiner no vaciló. -En efecto, y de gran importancia histórica, puesto que en ellos se menciona a los hebreos.
El abogado consiguió mantener la calma. ¡De modo que su primera gestión había sido la correcta! Bastaba, pues, con preguntarle a un especialista y, luego, convencerlo de que le entregara los documentos. -¿Y los leyó usted? -Naturalmente, como todo egiptólogo digno de ese nombre. La publicación científica7, a pesar de sus imperfecciones, permitió a los eruditos tener conocimiento de esos papiros arameos, redactados en la lengua original de la Biblia. Demuestran que, bajo la segunda ocupación persa de Egipto, entre el 343 y el 332 antes de Cristo, los hebreos estaban presentes, en efecto, en la región de Asuán y practicaban allí su culto. -Pero no es la época de Tutankamón -se extrañó Mark. -Claro que no -se indignó sir Alan¿Quién le ha hablado a usted de Tutankamón? -¿Los papiros no procedían, pues, de su tumba? -¡De ningún modo! Cárter los descubrió en 1904, y fueron publicados en 1906. La decepción fue inmensa. Pero todavía quedaba una oportunidad. -La tumba de Tutankamón albergaba, efectivamente, algunos papiros, ¿no es cierto? Esta vez, Gardiner vaciló. -Cárter estaba convencido de ello, pero se equivocaba. Sin embargo, cuando descubrió el cofre número cuarenta y tres, creyó en efecto haber echado mano a una buena colección de textos. Pero sólo se trataba de simples rollos de lino. -¿Y no había un considerable número de cajas y cofres? -En efecto, pero ninguno contenía papiros. -¿Todos fueron abiertos? -preguntó Mark. -¡Claro! Y se encontraron ropas, sandalias, joyas y gran cantidad de objetos más o menos valiosos, pero 7
A. H. Sayce y A. E. Cowley, Aramaic Papyri discovered at Assuan, Londres, 1906.
no papiros, ante el gran despecho del mundo científico. -¿Hay en Inglaterra archivos de Cárter? -Se conservan en Oxford. En 1945 su sobrina Phyllis Walker entregó al Griffith Institute numerosos documentos, entre ellos, los dibujos que reproducen las fiestas evocadas en los muros del templo de Luxor, ejecutados a petición mía. -¿Podría consultar esos archivos? -¿Desea una nota de recomendación para el conservador del Ashmolean Museum? -Sería muy amable de su parte, sir Alan. -Nada es más fácil. Sobre todo, olvide los papiros de Tutankamón, puesto que nunca existieron. En Oxford, gracias a la notita de Gardiner, Mark pudo estudiar a su guisa los archivos de Cárter que los egiptólogos utilizaban para proseguir el estudio de los tesoros descubiertos en la tumba de Tutankamón. Allí también había dibujos referentes al templo de Deir el-Bahari, y notas relativas a los trabajos arqueológicos de Cárter en Tebas y en el Delta. Pero ni el menor rastro de los papiros de Tutankamón, y ni una sola línea al respecto por parte del egiptólogo. Sin embargo, Mark no se desalentó. No siempre se gana con el primer golpe.
20 Lady Evelyn Beauchamp, hija de lord Carnarvon y mecenas y amiga de Howard Cárter, recibió a Mark a la hora del té, en un salón adornado con cuadros campestres. Una vez terminado el servicio, el mayordomo se esfumó. Lady Evelyn era una mujer muy hermosa, de rara distinción y voz dulce. La edad no le había hecho mella, como si su pasión por las maravillas de Tutankamón se hubiera empeñado en detener el tiempo. -¿Puedo conocer el motivo de su visita, señor Wilder? -No obedece a motivos profesionales. Me gustaría que me hablara usted de los últimos años de la existencia de Howard Cárter. -Howard Cárter... -repitió, como si ese nombre y ese apellido evocaran ardientes recuerdos en ella, enterrados durante mucho tiempo. Mark permitió que la ensoñación se apoderara de la elegante mujer y se guardó mucho de interrumpir el flujo de imágenes que brotaban del pasado. -Howard estaba enfermo -declaró-, y repartía su tiempo entre Egipto e Inglaterra. Durante los meses de invierno, vivía en su querida morada de Luxor, que los autóctonos denominaban «el castillo Cárter». Estaba fascinado por el espectáculo del desierto en la orilla occidental de Tebas, y se afirma que había trabado amistad con un chacal, la encarnación de Anubis, que lo visitaba al caer la noche. En verano, Howard pasaba unas semanas en el hotel Kulm, de Saint-Moritz, cuyo director había vivido dieciséis años en Egipto. En 1932 Howard se trasladó a vivir al número cuarenta y nueve de Albert Court, a un apartamento más bien espacioso y confortable en un hermoso inmueble victoriano. Llevaba una vida solitaria, cenaba a menudo en un restaurante y sólo
mantenía relaciones más bien superficiales con un restringido número de personas, sin confiarse a nadie. No trataba con ningún egiptólogo y se refugiaba, sin duda, en el recuerdo de aquellos años excitantes durante los que había buscado, encontrado y excavado al fin la tumba de Tutankamón. El, autodidacta y apasionado, había contrariado a tantos mediocres y tantos envidiosos, y las autoridades le habían mostrado tan incalificable ingratitud. ¡Se había atrevido a convertirse en el mayor arqueólogo de todos los tiempos sin proceder de la universidad y desafiando los servicios oficiales y los gobiernos! Ignoraba la flexibilidad y el compromiso, detestaba a los sabios de corazón seco y a los retorcidos políticos. Pero resucitó a Tutankamón, y el brillo de sus tesoros anima nuestro mundo con una nueva luz. La emoción de lady Evelyn era contagiosa. Mark la habría escuchado durante horas y horas. -Perdóneme por haberme dejado llevar así... Debería haberle preguntado primero por qué se interesa por Howard Cárter. -¿Desea conocer la verdad, lady Evelyn? -¿Tan aterradora es, acaso? -Digamos que... sorprendente. -Como quiera, señor Wilder. -Sólo esta verdad le hará sentir, tal vez, deseos de ayudarme. El abate Pacomio, un religioso copto, no le resulta desconocido, supongo. -Lo conocí, en efecto. -Este abate recibió las confidencias de Howard Cárter y me reveló un secreto muy bien guardado hasta ahora: según Pacomio, al parecer soy hijo de Cárter y de una egipcia. La mirada de lady Evelyn no vaciló. -¿Tiene usted pruebas? -Sólo algunas presunciones y la palabra del abate Pacomio. -¿Por qué iba a mentir? ¿Es usted tan indomable,
hosco, apasionado y tozudo como su padre? -No es imposible. -En ese caso, ¿qué espera de mí? -He recibido la misión de encontrar los papiros de Tutankamón. Según Gardiner, una autoridad indiscutible en la materia, nunca han existido. ¿Le habló Howard Cárter de esos documentos? Lady Evelyn reflexionó largo rato. -Existen -afirmó. -¿Sabe usted dónde se ocultan? -Lo ignoro, pero me viene a la cabeza una hipótesis. En recuerdo de Howard, la investigaré. Dele a mi mayordomo un número de teléfono en el que pueda localizarlo. Gracias por haberme permitido degustar un exaltante pasado, señor Wilder. ¿O debo decir señor Cárter? Mark pasó largas horas en el British Museum, rico en antigüedades egipcias de la mayor importancia. Estatuas, sarcófagos y estelas comenzaban a serle familiares, como si estudiara aquel arte luminoso y sereno desde mucho tiempo atrás. ¿No lo alimentarían, sin que él lo supiera, la experiencia y el empecinado trabajo de su padre? Al anochecer, mientras disfrutaba de una copa de champán en el Connaught, recibió una llamada telefónica. Era lady Evelyn. -Acuda pasado mañana al castillo de Highclere, a las dos y media en punto. Robert Taylor lo aguardará allí. Ha recibido instrucciones. -Cómo agradecérselo, yo... -Buena suerte, y que Howard Cárter lo proteja. Highclere, el castillo de los Carnarvon, era un impresionante edificio de aspecto neogótico plantado en pleno corazón de un inmenso parque cuyos más hermosos florones, algunos cedros del Líbano, animaban un césped admirablemente cuidado. Allí descansaban el alma del mecenas de Cárter y de su perra, la foxterrier Suzy, muerta en el
mismo momento en que su dueño cerraba los ojos en un hospital de El Cairo. Además de una notable biblioteca, Highclere presumía de poseer la mesa y el sillón que había utilizado, en la isla de Elba, el tirano Napoleón derribado por Inglaterra. Un personaje austero, de edad indefinida y una distinción a toda prueba recibió al visitante. -El señor Mark Wilder, supongo. Lady Evelyn le ha recomendado. Soy Robert Taylor, el butler de esta honorable mansión. Si tiene la bondad de seguirme... El norteamericano sabía que un auténtico butler era mucho más que un mayordomo o un maestresala que participaba de la propia alma del castillo y del linaje familiar, preservaba las tradiciones contra viento y marea y sabía guardar los más arduos secretos. -Estoy al servicio de los Carnarvon desde 1936 -reveló Robert Taylor-, y la familia me honra con su plena y total confianza. Tras asegurarme que era usted un hombre de honor, lady Evelyn me ha ordenado que le mostrara un tesoro oculto en esta mansión, dando por supuesto que seguirá usted ignorando su existencia. -Tiene mi palabra. El butler agachó la cabeza y condujo a su huésped hasta un armario oculto en un muro que separaba el fumadero de la biblioteca. -Estoy informado de la aventurera existencia del difunto lord Carnarvon, sexto de su nombre, y de su amistad con el arqueólogo Howard Cárter -precisó Robert Taylor-. Por aquel entonces, y antes del conflicto con las autoridades egipcias, los afortunados excavadores tenían derecho a conservar algunos de sus hallazgos. Los ojos de Mark brillaron de excitación. Dicho de otro modo, parte del tesoro de Tutankamón estaba allí, en Highclere, piadosamente preservado desde hacía numerosos años. Y en aquel
depósito secreto, los papiros... -Voy a abrir este armario -anunció el butler-, y le dejaré contemplar su contenido. Luego, abandonará usted Highclere y olvidará lo que ha visto. -Reitero mi promesa. -La promesa de un hombre de honor vale más que todas las firmas. Muy lentamente, el butler abrió las puertas. Allí había casi trescientos objetos que formaban una pequeña colección de antigüedades egipcias 8 absolutamente apasionantes: estatuillas, jarrones de alabastro, bronces, joyas y una cabeza de madera esculpida del faraón Amenhotep III, el padre del célebre Akenatón. Procedían de las excavaciones dirigidas por Cárter en Tebas y en el Delta, al servicio de lord Carnarvon. El examen de Mark fue largo y minucioso. El butler no manifestó el menor signo de impaciencia. Finalmente, el abogado tuvo que aceptar su decepción: ni rastro de ningún papiro. -Gracias por su confianza, señor Taylor. El butler cerró herméticamente las puertas del armario.
Sólo se reveló oficialmente en 1988. Véase N. Reeves, «The Search for Tutankhamon, The Final chapter», Aramco World, Washington DC, 39, n.° 6, pp. 6-13, y Le Fígaro Magazine, 6 de diciembre de 1988, pp. 90-93. 8
21 Cuando el agente de la CIA vio que el avión de Mark Wilder despegaba hacia Nueva York, se sintió aliviado. Por fin se libraba de aquel molesto personaje, cuyo rastro, lamentablemente, sólo había encontrado de nuevo en el aeropuerto de Londres. Su informe sería de lo más sucinto, puesto que ignoraba a qué había consagrado su tiempo durante su estancia, adonde había ido y con quién se había puesto en contacto. John no estaría contento, pero nadie estaba obligado a lo imposible. El tal Wilder se revelaba diabólicamente astuto, y la antena de la CIA en Londres carecía de personal para llevar a cabo todas las tareas que la ciudad exigía. A fin de cuentas, aquel compatriota sin duda no amenazaba la seguridad de Estados Unidos. Si regresaba a su país otros se encargarían de su caso. -¡Ya era hora! -exclamó Dutsy al ver a Mark cruzando el umbral de su despacho-. Estamos metidos en un caso complicadísimo que nos supondrá un montón de dólares, y necesitamos el ojo del dueño. Caramba, jefe, nunca habías hecho unas vacaciones tan largas. -Y aún no han terminado. Dutsy Malone encendió un enorme habano. -¿Y si aclararas un poco este embrollo, para que no muera sintiéndome como un idiota? -Un abate copto me reveló la identidad de mis padres. Mi madre era egipcia y mi padre un inglés: Howard Cárter, el descubridor de la tumba de Tutankamón. -¡No te andas con chiquitas! Tratándose de ti, no me sorprende. ¿Y tu abate te proporcionó pruebas irrefutables? -Sólo dispongo de su palabra y de algunos turbadores indicios, especialmente los que tú
conseguiste. -Incluso para un abogado genial como tú, es un expediente más bien ligero. -No olvides la íntima convicción. Dutsy Malone soltó una enorme bocanada de humo. -Y... ¿la tienes? -Va formándose poco a poco. -¿Por qué fuiste a Londres? -Según el abate Pacomio, mi padre me habría confiado una misión: encontrar los papiros de Tutankamón, cuyo contenido, al parecer, reviste una formidable importancia. Nadie sabe dónde se conservan y sólo yo puedo encontrar la pista adecuada, que al parecer conducía a Inglaterra. Pero fue un fracaso total. Dutsy Malone no creía lo que estaba oyendo. -¡Me estás contando una leyenda oriental, jefe! ¿Estoy soñando o qué? -Según un testimonio serio, los papiros efectivamente existieron. Y la pista pasa por el Metropolitan Museum, al que Howard Cárter estuvo vinculado. Así pues, llevaremos a cabo una investigación a fondo antes de entrevistarme con un responsable cualificado. -¿Hablas... en serio? -Muy en serio. -Y mi caso... ¿lo estudiarás? -Por supuesto. Dutsy se sintió aliviado. Mark no había perdido por completo la cabeza. Mientras estaba terminándose el edificio de las Naciones Unidas -un nuevo «chirimbolo» condenado a la impotencia y la comisión investigadora presidida por el senador McCarthy perseguía a los comunistas, el Metropolitan Museum seguía siendo el santuario de los valores antiguos e inmutables. Su responsable era un hombre austero y pausado. Consciente de la importancia de su función, la
cumplía con la máxima seriedad, como el verdadero guardián de las espléndidas antigüedades egipcias del Metropolitan. Por la misma razón, su tiempo le parecía infinitamente valioso y sólo concedía citas a personas que a su parecer lo merecieran. El gran abogado Mark Wilder era una de ellas. -Acabo de visitar el departamento egipcio -dijo éste-. Es una maravilla. El responsable levantó el rostro. -¿No plantea graves problemas jurídicos la procedencia de ciertos objetos? -preguntó el abogado. -De ningún modo -respondió el responsable con sequedad. -¿Tan seguro está? -Del todo. Mark consultó sus notas. -Dos anillos de pasta de cristal que llevan el nombre de Tutankamón y un perro de bronce procedente de la antecámara de su tumba, una copa que contiene un ungüento, fragmentos de tejido y de esteras, dos clavos de oro y otros dos de plata tomados de los sarcófagos del faraón... ¿Prosigo? -Conozco esa lista tan bien como usted -lo interrumpió. -Según la ley egipcia que se adoptó en la época del descubrimiento de la tumba de Tutankamón, esos objetos nunca deberían haber salido del país. -Los compramos en condiciones absolutamente correctas. -A Howard Cárter, a lord Carnarvon y a sus herederos entre 1926 y 1940, lo sé. Sin embargo, ¿el comportamiento de las autoridades administrativas del museo no fue algo... ligero? -El Louvre y el British Museum están llenos de objetos robados -recordó el responsable-. Nosotros negociamos... ¡Y es usted norteamericano, abogado! Ver que conservamos esos modestos vestigios, en tan pequeño número comparados con los centenares
de obras maestras que se exponen en El Cairo, debería alegrarle. -Existe otra lista de unos diez objetos, entre ellos un anillo de oro macizo, que no se atribuyen formalmente a Tutankamón según los ficheros del museo, pero de cuya procedencia no cabe duda alguna. Y ese anillo fue entregado al museo por Carnarvon o por Cárter para agradecerle su indispensable y eficaz ayuda. -¿Cómo puede estar usted tan bien informado? -Es mi oficio. -¿Qué desea exactamente? -se inquietó el responsable. -Tener acceso a los almacenes del museo y a todos los objetos comprados a Cárter, a Carnarvon y a sus herederos. -¿Busca... algo en concreto? -Tengo mucha prisa. Las personas bien educadas acaban entendiéndose siempre. Si me concede de inmediato esa autorización, todo irá a las mil maravillas. Y suceda lo que suceda, me mostraré de una discreción absoluta. ¿Acaso a usted y a mí no nos importa la inmaculada reputación del Metropolitan? -Uno de mis ayudantes le acompañará. Las puertas se abrieron. Tras descubrir una paleta de escriba, un escritorio de marfil y algunos pinceles procedentes de la herencia de Cárter, Mark creyó que se acercaba al objetivo. ¿No habría entregado su padre aquel material de escritura y los papiros al museo norteamericano para tener la certeza de que estarían seguros? Contempló otras pequeñas obras maestras pertenecientes, probablemente, a Tutankamón, como botes de ungüento o frascos de perfume; hizo un inventario completo, examinó los ficheros, las notas y los informes. De los papiros, sin embargo, no había ni rastro.
22 Una tormenta estalló sobre Nueva York y el avión de Mark Wilder se vio sacudido con brusquedad. Indiferente a los gritos de los pasajeros, el abogado pensaba en su infructuoso periplo norteamericano. Tras haber explorado todos los rincones del Metropolitan y haber consultado sus archivos, se había dirigido al Brooklyn Museum, que, a comienzos de los años cuarenta, compró algunos objetos a un anticuario londinense, que, a su vez, los había adquirido a los herederos de Cárter. Una estatuilla de mujer, un collar, una cuchara para ungüento, un jarrón en miniatura, una langosta de marfil... Pequeñas maravillas extraídas del tesoro de Tutankamón, es cierto, pero ningún papiro. Tras emplear el expediente que le había proporcionado el abate Pacomio y los resultados de la investigación llevada a cabo por Dutsy, Mark se había interesado por los demás museos 9susceptibles de haber adquirido objetos procedentes de la tumba del rey. En primer lugar, la William Rockhill Nelson Art Gallery, en Kansas City, que poseía algunas piezas de oro desprendidas de un collar de Tutankamón, entregado personalmente por Howard Cárter a su médico, quien se las había vendido a un anticuario londinense, proveedor del museo. El médico, un hombre de confianza que también podría haber recibido algunos papiros... Nueva decepción. Luego estuvo en el Museo de Arte de Cincinnati, propietario de una obra excepcional: una pantera de bronce. Al parecer, había formado parte de las maravillas depositadas en la tumba, pero no la acompañaba papiro alguno. El conservador aconsejó Para más información referente a los museos americanos, véase T. Hoving, Tout-Ankh-Amon, histoire secrete d'une découverte, París, 1979, pp. 296 y ss. 9
a Mark que se dirigiera al Museo de Cleveland, que, según ciertos rumores, poseía al menos un amuleto sospechoso. En balde. Quedaba el instituto de la Universidad de Chicago, fundado por James Henry Breasted, fallecido en 1935. El egiptólogo norteamericano había sido invitado a trabajar en la tumba de Tutankamón, con el cometido expreso de encargarse de las inscripciones. Pero aparte de un cordial recibimiento, Mark no obtuvo información alguna digna de interés. Regresó a Nueva York, donde, a pesar de las turbulencias, su avión logró aterrizar. Salvas de aplausos saludaron la habilidad del piloto, y los supervivientes nunca apreciaron tanto el frescor de la lluvia como al bajar del aparato. El agente de la CIA encargado de estudiar los hechos y los gestos de Mark Wilder advirtió a sus jefes de que el abogado había regresado a su casa. Dutsy Malone devoró un enorme entrecot cubierto de salsa de tomate acompañado de una gran cantidad de patatas fritas, mientras daba cuenta de una segunda pinta de cerveza irlandesa. Mark se había limitado a tomar una ensalada, una chuleta de cordero y un vaso de vino. -¡No dejes que te depriman, jefe! ¿Acaso los chistes más cortos no son los mejores? Olvida esa historia de locos y regresa a lo esencial. Tengo excelentes noticias referentes a tu carrera política. Según una encuesta reciente, gustas mucho a las mujeres y obtienes opiniones favorables en todos los estratos de la población, incluso entre los políticos. Dicho de otro modo, tu candidatura pinta bien, y no existe ningún adversario de tu talla. Pero no te confíes: no te faltarán golpes bajos. Sin embargo, como no tienes nada que ocultar, se volverán contra quienes te los propinen. Tú debes mantener el rumbo y no ceder ni una pulgada de terreno. ¿Me
estás escuchando, jefe? -Sí, claro... -¡Todavía piensas en Howard Cárter y en los papiros de Tutankamón! -Es difícil no hacerlo, ¿no crees? -Es una hermosa leyenda que ha purificado tu espíritu, pero las vacaciones han terminado. Olvida el pasado, sea cual sea, y piensa sólo en el porvenir, en tu porvenir, ¡éste se anuncia absolutamente brillante, palabra de Dutsy! Todas las puertas se abren para ti y no tienes derecho a renunciar por culpa de un fantasma oriental. -Se trata de mi padre, Dutsy, y de un compromiso que debo cumplir. -¡No lo mezcles todo! En primer lugar, habría que estar seguros de que Howard Cárter es, efectivamente, tu padre, y nunca podrás obtener pruebas de ello. Y por otra parte, ¿no habrá inventado esa misión tu cura egipcio? Además, está claro que esos papiros, si existieron, han desaparecido. Suponiendo que contuvieran información importante, molesta incluso, ¿tenía su propietario una mejor solución que destruirlos? En este asunto, lo cojas por donde lo cojas, llegarás siempre al mismo resultado: ha terminado, y perderás el tiempo ocupándote de fantasmas. Tu reputación no deja de mejorar, los expedientes no dejan de llegar al bufete, y no debes dar pasos en falso mientras preparas tu campaña electoral. Te lo repito, jefe: las vacaciones han terminado. El otoño llegaba a Nueva York y Mark no había visto pasar el verano. La afluencia de trabajo lo había obligado a contratar a varios colaboradores de alto nivel, con la conformidad de Dutsy, un formidable jefe de equipo. Numerosos políticos influyentes aprobaban abiertamente su candidatura, y Mark debía multiplicar cenas y entrevistas confidenciales. En un paseo solitario por Central Park, vio de
nuevo el obelisco de Tutmosis III. Le saltaron a la vista los jeroglíficos, como lenguas de fuego que disiparan el caparazón de tinieblas e ilusiones con el que se había cubierto. Los negocios, la política, la ambición, su carrera... Se desprendía de todo ello, tenía que respetar la palabra dada al abate Pacomio, honrar la memoria de su padre y ver de nuevo a Ateya. Le resultaba imposible olvidar a la muchacha y vivir sin ella. Tal vez el amor fuera eso, la necesidad absoluta de unir dos destinos y llevar a cabo un viaje hacia el mismo horizonte. Pero ¿y si Ateya lo había olvidado a él? Cuando Mark se instaló en su mesa para firmar un fabuloso contrato, Dutsy Malone advirtió de inmediato que algo iba mal. -Pareces cansado, jefe. -Necesito descansar, tienes razón. Tanto trabajo este verano me ha dejado agotado. -Un buen fin de semana en California te va a devolver las fuerzas. -No será suficiente. -Espero que no pienses regresar a Egipto. -Al parecer, allí octubre es uno de los meses más agradables. -Para una breve estancia, ¿seguro? -¿Por qué iba a durar más? Sabiendo que retener a su patrón sería imposible, Dutsy Malone no insistió y prefirió pasar a limpio los expedientes que consultaría antes de su partida. Mark había llegado a una conclusión: el abate Pacomio sabía que los papiros de Tutankamón no estaban en Inglaterra ni en Estados Unidos. Obligándolo a efectuar aquel periplo y a llevar a cabo aquellas infructuosas búsquedas, el abate quería ponerlo a prueba y saber si el hijo de Howard Cárter era digno de su padre y de su misión. Si se desanimaba tras ese fracaso y era incapaz de comprender su motivo, Pacomio habría tenido razón
al no revelarle toda la verdad. En cambio, si superaba su decepción y regresaba a Egipto, entonces el abate lo colocaría tras la pista adecuada.
23 Salud, Mark! Me alegro de verte otra vez en Egipto -lo saludó John con voz cálida-. ¿Has tenido un buen viaje? -Excelente. -¿Te llevo al Mena House? -Con mucho gusto. El agente de la CIA no había cambiado de coche. Dos mozos cargaron el equipaje del abogado en el portamaletas del Cadillac, que se zambulló en la anárquica circulación de El Cairo. -¿Me esperabas o estabas ahí por casualidad? -Ya conoces la respuesta, Mark. En cuanto tu nombre apareció en una lista de pasajeros, me avisaron. Tu ausencia me ha resultado muy larga. -¿Sabías que regresaría? -¡Siempre se regresa a Egipto! Una sola visita no basta. Debes haber estado muy ocupado este verano. -No he tenido ni un solo minuto para mí. -Los negocios y la política... Al parecer, te estás convirtiendo en un personaje cada vez más influyente. -No exageremos, John. Dirijo mi barca y el recorrido resulta más bien favorable. Pero el viento puede cambiar. -¡No seas modesto! Estás subiendo a lo más alto y estoy convencido de que desempeñarás un papel de primer orden. Lo que me cuesta comprender es la razón de tu viaje a Inglaterra. -¿Acaso haces que me espíen permanentemente? -Que te espíen, no; que te protejan. Ya te lo dije: algunas altas personalidades cuentan mucho contigo y velan por tu seguridad. -¿Incluso en Inglaterra y en Estados Unidos? -Mis corresponsales cumplen órdenes. En Londres los despistaste como un profesional.
Mark soltó una carcajada. -¡Pues no tenía esa intención! Ni siquiera había descubierto a tus ángeles custodios. -Falta de técnica por su parte o simple casualidad... ¿Quién sabe? ¿Qué fuiste a hacer a Inglaterra? -¿Estoy obligado a responder? -¡Claro que no! Pero ¿no es mejor mantener entre nosotros un clima de confianza? -Deseaba aprovechar un contacto personal para cerrar un negocio delicado y ver a unos amigos. -Espero que esos amigos tuyos no sean agentes del servicio británico. -¡De ningún modo! -¿Sabes, Mark? No siempre somos aliados, sobre todo en lo que se refiere a Egipto y al canal de Suez. Las malas compañías podrían causarte graves molestias. Sólo deberías jugar una carta: la de Estados Unidos. -Estoy convencido de ello. -En ese caso, ningún problema. Aquí, en cambio, las cosas no mejoran. Faruk ha tenido una luna de miel por todo lo alto y ha gastado una fortuna en hoteles de lujo, donde se ha atiborrado más aún que de costumbre. Un hotelero italiano declaró incluso: «No hay muchos clientes que gasten a ese nivel». La población egipcia no se limita a detestar a su rey sino que ya comienza a despreciarlo. Y él es el único que no se da cuenta. La situación política se hace malsana. ¿Piensas permanecer mucho tiempo aquí? -Tanto como sea necesario. -Si las autoridades se ponen en contacto contigo házmelo saber sin demora. Toda información que me proporciones, por nimia que sea, podría serme útil para evitar un desastre y preservar los intereses de nuestro país. La Gran Pirámide de Keops apareció en la lejanía. Mientras escuchaba a John distraídamente, Mark sólo tenía ojos para ella.
Por fin estaba de regreso en casa. La proximidad del desierto, la pureza del aire, el abrasador sol poniente y la tibieza de un anochecer de octubre eran otros tantos gozos que hacían el alma ligera, apta para comunicarse con el misterio que impregnaba aquella tierra divinizada. Mark cruzaba una nueva frontera. Pasaba del mundo ordinario, pesado, asfixiante, al de los seres capaces de edificar rayos de luz para tocar lo más alto del cielo. El Cadillac se detuvo ante los peldaños que llevaban a la entrada del Mena House. De inmediato, dos empleados tocados con un tarbush fueron a recibir al huésped. -Que tengas una buena velada, Mark. Y no cometas imprudencias. El abogado inclinó la cabeza. Su vasta y altísima habitación era digna de un paraíso. Mark se sentó en el borde de su monumental cama e intentó sosegar sus pensamientos. Ya amaba con locura ese país, que tan poco conocía, como si siempre hubiera vivido allí. Llamaron a la puerta y fue a abrir. Ella. Era ella, sublime con su vestido rojo. La elegancia, el encanto y la magia personificadas. -Es usted... ¡Está guapísima! -¿No le molesto? -Entre, se lo ruego. Cerró suavemente la puerta de su habitación para no quebrar el milagro de aquel instante. Aun permaneciendo inaccesible, Ateya se encontraba muy cerca de él. -Esperaba que regresara -dijo la muchacha con una voz que hizo temblar a Mark-. Las semanas transcurrían y comenzaba a dudar. Luego, uno de los empleados de la recepción, un copto, me ha dicho que acababa usted de llegar. -He tenido mucho trabajo, Ateya, y me he visto
obligado a verificar cada una de las direcciones que el abate Pacomio me había proporcionado, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. -¿Le concederá alguna vez su confianza? -¡Por supuesto, ahora más! -Desea hablar con usted cuanto antes. Un taxi lo aguarda. -¿Me acompañará usted? -No, yo sólo debía transmitirle las instrucciones. -¿Cuándo volveremos a vernos, Ateya? -Lo ignoro. Apresúrese. Y desapareció. Contrariado, Mark se lavó la cara y se roció con agua de colonia. Luego salió del hotel. Al pie de la escalinata había un taxi pintado de verde. El conductor parecía simpático. -¿Llega usted de Nueva York? -Eso es. -Si yo le digo «abate», ¿qué me responde? -Pacomio. -Vamos, señor Wilder. Aquel tipo demostró ser un hábil conductor. Consiguió adelantar camiones cargados a rebosar, evitó a peatones suicidas y rozó algunos asnos que tiraban de carretas llenas de ladrillos. -Nos siguen -anunció-. Un profesional. Y no consigo despistarlo. Tendremos que aplicar el plan previsto. Lo dejaré delante de la Ópera, usted regresará sobre sus pasos y se meterá en un Peugeot negro que se detendrá a su altura. Ejecutaron limpiamente la maniobra. Desprevenido, su perseguidor intentó reaccionar, pero la intensa circulación le impidió dar media vuelta y el Peugeot negro escapó. El conductor era un hombrecillo nervioso. Sin decir ni una sola palabra, dejó a Mark cerca de la ciudad vieja. Un adolescente le mostró la cruz copta tatuada en su muñeca y lo condujo hasta la Suspendida.
El abogado se dirigió enseguida al jardín. Un religioso con sotana negra estaba sentado en el banco y leía un antiguo texto redactado en copto. Pero no se trataba del abate Pacomio.
24 Mark vaciló. ¿Debía dirigir la palabra al religioso o abandonar de inmediato el lugar? ¿No le habrían tendido una trampa tras haber silenciado a Pacomio? El sacerdote se levantó y se dirigió hacia él. -Sígame, hijo mío. El abogado le siguió los pasos. ¿No estaría cometiendo una imprudencia confiando así en un desconocido? El sacerdote lo guió hasta una calleja menos animada que las principales arterias de la ciudad vieja y le señaló una antigua puerta claveteada. -Llame tres veces y le abrirán. Mark obedeció. La puerta se abrió y tras ella apareció el abate Pacomio. -Entre, Mark. El abogado descubrió una inmensa biblioteca cuyos anaqueles estaban repletos de libros antiguos cuidadosamente encuadernados. -Una de las memorias del pueblo copto -reveló Pacomio-. Aquí conservo textos jeroglíficos, griegos, arameos y coptos. Muchos aún no se han traducido. ¿Trae usted los papiros de Tutankamón? -Sabe perfectamente que no. Me ha sometido a una prueba para saber si yo lo deseaba y, a la vez, si era capaz de emprender esta búsqueda. -¿No ha mantenido ningún encuentro que pueda sernos de interés? -Sólo lady Evelyn cree en la existencia de esos papiros, pero se equivocaba al pensar que estaban ocultos en Highclere. Por lo que se refiere a los egiptólogos, jamás los han visto. Los museos norteamericanos sólo albergan algunos objetos pertenecientes al tesoro de Tutankamón, y ni un solo papiro. Los archivos de Cárter que se conservan en
Oxford no aluden a ellos. Pero ¡eso ya lo sabía usted! -En efecto -reconoció Pacomio-. Sin embargo, usted tenía que seguir personalmente ese camino para darse cuenta de las dificultades que entraña. ¿Está decidido a continuar, Mark? -¿Mi presencia no le proporciona la respuesta? -Vayamos a sentarnos al salón. Tengo un excelente y viejísimo armañac; se lo ofreceré para que se recupere de tantas emociones. Acompañado por pasteles locales, aquel brebaje reparador valía la pena. -He llegado a una conclusión -declaró Mark-: si existen, los papiros de Tutankamón sólo pueden encontrarse en Egipto. -No dude de que existen y tenga la seguridad de que, prosiguiendo esta búsqueda en la tierra de los faraones, se pondrán en marcha fuerzas hostiles, empecinadas en destruirnos y en impedir que revelemos la verdad. No carezco de armas para combatirlas, pero la victoria está muy lejos de ser segura. Por un lado, le prometo peligros y duros enfrentamientos; por el otro, está su brillante carrera. -Ya no es tiempo de elegir, creo, puesto que le di mi palabra. -Es usted el digno hijo de Howard Cárter -estimó el abate Pacomio-. A diferencia de la mayoría de los egiptólogos, su padre advirtió la magnitud de la espiritualidad de los antiguos egipcios, a los que los modernos eruditos veían como unos paganos a quienes cegaban las supersticiones. Cárter, por el contrario, los consideraba modelos de fe y de fidelidad a un ideal, algo inconcebible en nuestro mundo de cínico materialismo. «La sombra de los antiguos dioses mantiene todo su imperio sobre nosotros», me confió. Un estudio superficial de la mitología y la religión de los antiguos egipcios podría inducir a creer que hemos progresado con
respecto a ellos. Pero si somos capaces de percibir su pensamiento, renunciamos a cualquier sentimiento de superioridad. Ninguna persona provista de inteligencia y sensibilidad negará que el arte faraónico dio cuerpo a lo esencial, a saber: la animación de la materia por el espíritu y la irradiación de la luz de la primera mañana. A pesar de nuestros progresos técnicos, hemos perdido su sentido. Su padre pasó horas y horas contemplando el techo astrológico de la cámara de resurrección del faraón Seti I, en el Valle de los Reyes, que representa el inmenso cuerpo de la diosa del cielo, Nut, una mujer con las dimensiones del cosmos. Ella hizo nacer todos los cuerpos celestiales que se mueven en su seno e influyen en todas las formas de la vida. «No se trata, como sugirieron algunos imbéciles, de productos de cerebros trastornados, sino de símbolos que tienen un significado oculto y un alto alcance, cuya clave sólo los antiguos colegios de sacerdotes podrían proporcionarnos»10, declaraba Cárter. -¿Y esa clave la proporcionarán los papiros de Tutankamón? -aventuró Mark. -Es una certeza. Y cierto número de espíritus destructores desean que no se utilicen jamás. -Perdone la observación, padre, ¿cómo concuerda con su fe cristiana esa apología de la espiritualidad de los antiguos egipcios? Al oírle repetir las opiniones de Cárter, he tenido la sensación de que las compartía y de que era usted el heredero de esos colegios de sacerdotes capaces de descifrar los misterios. -Más tarde hablaremos de eso -decretó el abate Pacomio, llenando de nuevo las copas-. Ha llegado el momento de reanudar su búsqueda, esta vez en el propio Egipto y utilizando los indicios que su padre nos dejó. El primero de ellos se refiere a tres mensajeros con quienes se encontró cuando buscaba 10
Las palabras y el pensamiento de Cárter aquí citados son, obviamente, auténticos.
la tumba de Akenatón y Nefertiti, en el Egipto Medio, una región magnífica donde vivió algunas de las más hermosas horas de su existencia. Esos tres hombres pertenecían a una tribu bastante inaccesible, a la que Howard Cárter podría haber entregado los papiros. -Si los tiene su jefe, ¿cómo voy a convencerlo de que me los entregue? -No partirá solo, Mark. Alguien que conoce muy bien la historia de los tres mensajeros y al jefe de su tribu lo acompañará. Usted sólo tendrá que probar su calidad, y ni por un momento dudo de su talento de abogado. -¿Se trata de una nueva prueba o ignora usted realmente dónde están los papiros? -preguntó Mark con brusquedad. -Lo ignoro, y las verdaderas pruebas comienzan. Muy pronto se sabrá que lleva usted a cabo esa búsqueda, y surgirán los peligros. -La fauna neoyorquina me parece igualmente temible, ¡tanto la de los negocios como la de la política! -En este caso, sin embargo, deberá hacer frente a demonios surgidos de las tinieblas. -¿Acaso no sabe usted derribarlos, padre? -Procuraré hacerlo. -¿Cuándo debo partir? -A comienzos de la semana próxima. Los preparativos habrán terminado y será usted considerado uno de los escasos turistas que desean admirar parajes tan poco frecuentados a pesar de sus riquezas arqueológicas. -¿Y cuándo contactará conmigo mi acompañante? -La víspera de la partida. Oficialmente, hará usted una bonita excursión. -¿Puedo conocer su nombre? -Es uno de los mejores guías de Egipto, una muchacha copta a la que ya conoce: Ateya.
25 La soleada mañana del 7 de octubre de 1951, Mark Wilder regresaba de un largo paseo por la llanura de las pirámides cuando el director del Mena House le entregó un pliego procedente del palacio real. Se trataba de una nota firmada por Antonio Pulli, el secretario personal del rey Faruk, en la que invitaba al abogado a cenar aquella noche, a las 23.00 horas, en el Scarabée. Su majestad deseaba hablar con tan excepcional huésped. Mark llamó de inmediato a John. -Problemas a la vista. -No me digas nada más por teléfono. Nos vemos a las cinco en el cine Metro. Mark almorzó solo en los jardines del Mena House, frente a la Gran Pirámide de Keops. Cenar con Faruk no le divertía en absoluto, y prefería pensar en su próximo viaje al Egipto Medio, en compañía de Ateya. ¡Por fin tendrían tiempo de hablar! Y tal vez regresaran con los papiros de Tutankamón. Por precaución, se dirigió al museo de El Cairo, donde pasó media hora. Luego tomó un taxi que lo dejó frente al cine Metro, uno de los principales centros de diversión de los cairotas. La sala era el súmum de lo moderno: disponía de aire acondicionado, responsable de que sus espectadores pillaran resfriados y anginas. John compró una entrada y Mark le imitó. Le siguió y se sentó a su lado, en la última fila. A esas horas, había muchos lugares vacíos. Proyectaban una película norteamericana de aventuras, subtitulada en francés. En una pequeña pantalla lateral aparecían subtítulos en árabe y en griego. -Faruk me ha invitado a cenar en el Scarabée -reveló Mark en voz baja. -No puedes negarte -afirmó John en el mismo tono-. La invitación está firmada por Pulli, supongo.
-Exacto. -¡Entonces se trata de la gran ofensiva! Sin duda te ofrecerán hacer negocios y entrarás en el círculo de privilegiados de su poco graciosa majestad. El lugar elegido no es inocente: el Scarabée es el club privado más famoso de El Cairo. Comprende una sala de juegos, una pista de baile y un restaurante donde Faruk se atiborra tras perder una fortuna al póquer. Para desayunar, se traga una treintena de huevos, y el menú de su última cena indignó incluso a sus fieles: volovanes rellenos, lenguado a la meuniére, chuletas de cordero, pollo asado, un grueso filete de buey, langosta, mollejas de ternera, puré de patatas, alcachofas, arroz, guisantes, quesos y varios postres. Y no menciono los treinta litros de bebidas azucaradas que trasiega durante la jornada. Pesa tanto que han tenido que fabricar sillas especiales para él, capaces de soportar su corpulencia. Le cuesta desplazarse, pero eso no apaga su gazuza sexual. Si tienes una amante, sobre todo no la lleves contigo. Si al rey le gusta, acabará en su cama esta misma noche. En el palacio de Abdin todo está organizado para satisfacer las fantasías de ese ogro, incluso varias cámaras destinadas a filmar los retozos de su real majestad con sus conquistas. Cuando Faruk aparece en un club nocturno, los maridos y los amantes se echan a temblar. ¿A qué mujer va a elegir para despertar sus deseos, cada vez más adormecidos? -¿Y la reina Farida? -Está al corriente -precisó John-, pero debe callar. Oficialmente, la pareja vive en una felicidad absoluta. ¿Cómo puede creer Faruk que esta comedia engaña a nadie? Lo que espera de su esposa es un hijo que perpetúe la dinastía y haga callar a sus oponentes. Luego se librará de Farida. Sus kilos de grasa no hacen menos peligrosa a su majestad, Mark. Según un persistente rumor, el rey habría matado de un disparo de revólver a un
médico militar que lo sorprendió en la cama con su esposa. Se echó tierra al asunto y Faruk confía ahora al general Sirri Amer la tarea de eliminar a los molestos. Evita encontrarte en esa categoría. -Mi sentido de la diplomacia tiene límites, John. -Acaba de estallar una tormenta -reveló el agente de la CIA-, y es difícil calcular sus consecuencias, pero la acción del primer ministro Nahas, por orden de Faruk, forzosamente provocará disturbios. Ayer hizo una larga declaración en el Parlamento evocando las circunstancias que, en 1936, lo condujeron a firmar un tratado con los ingleses. En especial, les permitía seguir controlando la zona del canal de Suez gracias a un ejército de unos diez mil hombres, sin contar los pilotos de la Royal Air Forcé. Al final de su exposición, Nahas se inflamó: «Hoy, por Egipto, abrogo este tratado. ¡Los ingleses deben largarse sin demora!». Y el Parlamento lo aclamó. -¿Crees en un enfrentamiento entre ingleses y egipcios? -El ejército egipcio no es capaz de plantar cara a los británicos. Según mis informaciones, éstos procurarán calmar los ánimos. Sin embargo, el pueblo se manifestará, sobre todo porque la prensa acaba de publicar los efectivos reales del ocupante: no diez mil soldados, sino sesenta mil, violando el famoso tratado. Faruk intenta una jugada para que lo adulen y lo consideren el campeón de la independencia de Egipto, pero será toda una farsa. Aunque deteste a los ingleses, no puede prescindir de ellos. Sin duda, algunos cortejos nacionalistas reclamarán la definitiva evacuación de las tropas británicas, y luego la exaltación cederá. -¿Y si no cediera? John reflexionó largo rato. En la pantalla, el protagonista se desembarazaba de una decena de agresores patibularios y liberaba a su prometida antes de que sufriese los mayores ultrajes. -Los ingleses no soltarán la presa, Mark. Ni
siquiera Hitler consiguió quebrarles el espinazo. Si Egipto se obstina en exigir una independencia, insoportable a su modo de ver, habrá un baño de sangre. -¿Y Estados Unidos saldrá victorioso de todo ello? John agachó la cabeza. -¡Ya eres un temible político! Yo me limito a obedecer órdenes. -¿Como cuáles? -Observar, no emprender iniciativas irrazonables y recoger el máximo de información para permitir a nuestros dirigentes elegir el mejor camino. Sé que muy pronto serás un personaje importante y que no debes correr riesgo alguno. Si Faruk trata de tenderte una trampa, toma el primer avión hacia Nueva York. Pero aprende a tomar la medida de la situación. Aquí, en Oriente Próximo y sobre todo en Egipto, se prepara el mundo de mañana. Por otra parte, ¿no se ha jugado a menudo en la tierra de los faraones el destino de Occidente? -En materia de espionaje, las palabras «sinceridad» y «honestidad» no tienen sentido alguno. Sin embargo, aún soy lo bastante ingenuo para creer en la verdad que se impone con la mirada, de hombre a hombre. De modo que, John, dime la verdad: ¿te han encargado preparar una intervención violenta contra Faruk e imponer un nuevo régimen? -En absoluto, Mark. El rey sujeta sólidamente las riendas, su policía política controla el país, y el ejército, a pesar de su descontento, se mantiene tranquilo. Sin embargo, la tapa de la marmita puede levantarse en cualquier momento. Por ello debemos estar listos para intervenir y elegir la mejor solución. No abandones la sala antes de que termine la película. Vale la pena esperar a que el protagonista triunfe. John se levantó y Mark clavó los ojos en la pantalla.
No conseguía confiar totalmente en su viejo amigo a pesar de los esfuerzos de éste por persuadirle. ¿Acaso no eran los individuos piezas que él movía a su antojo sobre un tablero? Además, había que esperar que desease la victoria de la libertad, y no la de una facción dispuesta a cometer una locura cualquiera. El protagonista mató al malvado y pudo por fin besar con toda serenidad a la heroína. La aventura terminaba bien, y el público parecía encantado. Mark no reparó en un insignificante hombrecillo que le seguía desde que había abandonado el Mena House. Su moto le había permitido seguir la pista de Mark, cuyo comportamiento era propio de un agente secreto. Sin duda, el hombrecillo podría redactar un edificante informe para Mahmud, el jefe de su sección.
26 Mark Wilder tenía la costumbre de llegar siempre con antelación a sus citas con grandes personalidades. Eso le permitía recogerse, incluso en medio de un gran alboroto, y prepararse para un enfrentamiento del que debía intentar salir vencedor. Entrevistarse con Faruk no se anunciaba muy divertido, y el abogado no se tomaba a la ligera las advertencias de John. Algunos se alegraban de que el rey se hubiera fijado en ellos; otros lo lamentaban amargamente. La clientela del Scarabée11 era de muy alto nivel. Puesto que el establecimiento había obtenido, por decreto real, autorización para vender alcohol y abrir una sala de juegos, atraía a algunos dignatarios del régimen que llevaban los títulos de bey y de pachá, a los oficiales ingleses de rutilantes uniformes, a ricos coptos, a terratenientes, comerciantes judíos, italianos, griegos, turcos, libaneses y demás aficionados a las sensaciones fuertes. Se fumaba mucho, especialmente grandes habanos y cigarrillos de lujo. Una orquesta italiana tocaba canciones lentas que permitían a galanes con esmoquin seducir a hermosas damas de vestido largo, cubiertas de joyas. Mark fue recibido con gran cortesía por un maitre que llevaba pajarita, chaqueta blanca y pantalón negro. -Mi nombre es Wilder. El rey Faruk me ha invitado a cenar. -Su majestad no ha llegado todavía. Lo acompañaré a su mesa. Con un caftán blanco con el talle ceñido por una tela roja, los camareros nubios, con un aspecto de Todos los detalles referentes a Le Scarabée los facilita G. Sinoué, cuyo padre era el director del establecimiento, en Le Colonel et l'Enfantroi. 11
rara dignidad, llevaban a cabo un verdadero ballet para satisfacer los menores deseos de los huéspedes del local. Como en todos los demás establecimientos donde Faruk iba a jugar, a beber, a comer y a buscar una mujer, su mesa estaba permanentemente reservada y cubierta de zumos de fruta colocados entre platillos de tapas. El maître rogó a Mark que se sentara y ordenó que le sirvieran una copa de champán. La atmósfera era distendida y alegre, y la clientela despreocupada. Pero de pronto, el preciso mecanismo del personal se estropeó y los que cenaban se interrumpieron. -Llega el rey -murmuró un comerciante albanés al oído de su compañera de una noche. Maurice, el propietario y director del Scarabée, recibió al enorme Faruk, acompañado por Antonio Pulli, y lo condujo hasta la gran mesa redonda, ante las miradas pasmadas y al mismo tiempo inquietas de los bulliciosos clientes. Las más hermosas mujeres de la concurrencia desearon en ese momento estar en otra parte. Mark se había levantado. Todos miraban a ese invitado excepcional del dueño de Egipto, y se preguntaban si sería pronto uno de sus íntimos y obtendría, a precio de oro, un título honorífico. -Majestad -dijo Antonio Pulli-, os presento al abogado norteamericano Mark Wilder. Es el propietario de uno de los mayores bufetes de Nueva York y lleva casos en el mundo entero. La carrera política del señor Wilder se anuncia extremadamente brillante. -Mejor así -respondió Faruk sentándose-. Me gusta mucho Estados Unidos y también me gusta divertirme. Un sirviente dejó de inmediato sobre la mesa un bol que contenía bolas de papel de colores. Una a
una, el obeso las lanzó contra los bailarines, algo confusos. Cada vez que alcanzaba el blanco, su carcajada obligaba a la concurrencia a manifestar su satisfacción. -Basta ya -decidió Tengo hambre. Avisado por John de la magnitud del menú, Mark tuvo buen cuidado de picotear aquí y allá para mantener las distancias y no injuriar al monarca rechazando alguno de los platos que le ofrecían. -Su majestad está fatigado por una larga jornada de trabajo al servicio del país -precisó Pulli-. Pero de todos modos se ha empeñado en verle. Egipto se siente honrado al recibir a un personaje de su talla, señor Wilder, y esperamos que aprecie usted sus encantos. -Estoy fascinado por este país. -¿Su estancia en el Mena House está siendo satisfactoria? -Todo es perfecto. El rey, hambriento, devoraba albóndigas de carne. Cuando recuperó el aliento, miró a su huésped con dureza. -Egipto acaba de romper el tratado de 1936 firmado con los ingleses. Quiero devolver el país a los egipcios. ¿Está usted de acuerdo? -¿Quién no lo estaría, majestad? -¡Los ingleses, precisamente! Siempre lo quieren todo. Antaño me humillaron y creen que no tengo memoria. Pero se equivocan. -Los norteamericanos no son los ingleses. Desean la libertad y la autonomía de los pueblos. -¡Mejor así, señor Wilder, mejor así! Faruk la emprendió entonces con un soberbio lenguado a la meuniére. -Los ingleses no comprenden nada de mi país ni de mi pueblo. ¿Cómo han osado insultarme, a mí, un rey? Los alemanes fueron más inteligentes. -Afortunadamente -recordó Mark-, los nazis perdieron la guerra.
El ambiente se tensó. No obstante, la orquesta seguía tocando música suave y los comensales del Scarabée continuaban disfrutando de la fiesta. Mientras los camareros servían el primer plato de carne, Faruk se bebió un litro entero de zumo de frutas y, ante el gran alivio de Pulli, reanudó la conversación. -La historia no se reescribe -reconoció el monarca-. Pero quiero que usted y su país sepan una cosa: sólo yo dirijo Egipto, sólo yo decido y nadie se cruzará en mi camino. -¿No teméis que podáis estar en peligro, majestad? La risotada de Faruk resonó de nuevo. -¿En peligro yo? ¡Lo controlo todo, señor Wilder! Egipto es un país seguro, del todo seguro, los egipcios me temen y me veneran. Durante mi segunda boda, me aclamaron. Sólo esperan que tenga un hijo para sucederme. Todo el mundo está convencido, y con razón, de que mi dinastía reinará durante mucho tiempo en este país. Puede, pues, invertir usted con toda seguridad. Con una mirada, Faruk hizo comprender a Pulli que ahora le tocaba a él. -Conocemos la merecida reputación de su bufete, señor Wilder -aventuró el secretario particular del rey-, y estamos impresionados por sus éxitos en el mundo entero. Egipto se moderniza y se enriquece, pero el marco jurídico de algunas negociaciones merecería ser mejorado. ¿Aceptaría usted examinar algunos expedientes respetando una total confidencialidad? -Esté tranquilo, ésa es la norma. -Además -prosiguió Pulli-, deseamos desarrollar algunas empresas, y no sólo en el campo del algodón. La experiencia de los hombres de negocios estadounidenses, que tan bien conoce usted, podría resultarnos muy valiosa. ¿Aceptaría usted facilitar ciertos contactos con altos responsables de nuestra
administración, gestiones que, claro está, serían remuneradas? -Nada es imposible. Al tercer plato de carne, Faruk seguía teniendo las mismas tragaderas y parecía especialmente floreciente. De pronto palmeó el brazo de su secretario. -La alta morena, la del vestido granate y el collar de perlas. -¡Majestad -objetó Pulli-, es una cantante muy conocida! -Perfecto, perfecto... Tráemela. Mark se levantó. -No quisiera importunar a su majestad e impedirle disfrutar de su velada. Faruk sonrió. -Realmente los norteamericanos me gustan. Tienen intuición y toman buenas iniciativas. Pulli se encargará de los detalles, señor Wilder, y haremos excelentes negocios. Nadie ha lamentado nunca trabajar conmigo y gozar de mi protección.
27 Ese tibio anochecer del 10 de octubre de 1951, Mahmud tenía una tarea especialmente delicada: reunir, con gran secreto, a las cabezas pensantes de los Oficiales Libres y permitir que designaran al líder que los llevaría al poder. Según el análisis de los oficiales al borde de la revuelta, el pueblo ya no soportaba a Faruk ni a los ocupantes ingleses. Si se libraba de ese parásito que se creía intocable, Egipto recuperaría su dignidad tanto tiempo mancillada. Pero ¿no era esa azarosa empresa una utopía? A la policía política de Faruk no le faltaba eficacia, y nada garantizaba que el ejército, controlado por oficiales fieles al rey, participase en una revolución. Sin embargo, a pesar de la arrogancia de Faruk y de las certidumbres de su entorno, convencido de que poseía todas las claves del país, la situación se estaba tornando explosiva. En la Universidad de El Cairo, e incluso en algunas escuelas, profesores más o menos inflamados incitaban a estudiantes y a alumnos a luchar contra un régimen corrupto, indiferente a la miseria del pueblo. Numerosos imanes repetían su mensaje y, en la mezquita, pedían a los creyentes que se rebelaran contra tamaña injusticia y arbitrariedad. Los incidentes se multiplicaban, algunos jóvenes insultaban a los ingleses de uniforme en las calles de la capital. Hasta entonces, la represión había sido severa: el rey no toleraría ningún exceso. Pero ¿conseguiría apagar la cólera de las masas? Los más moderados debían reconocer que a la Administración británica no le interesaban demasiado las espantosas condiciones de vida de la mayoría de la población. No se abrían escuelas, no se construían alojamientos sociales, se dejaba morir a niños de corta edad, no se luchaba contra las
enfermedades, pero se hacían suculentos negocios con los aduladores de Faruk. Por todas partes, tanto en las ciudades como en el campo, el sentimiento nacionalista tomaba cuerpo y crecía el odio contra el colonialismo británico. En la Bolsa del algodón se acumulaban los escándalos. Con la ayuda de la familia real, los especuladores se enriquecían a costa de los campesinos. Faruk... La esperanza de todo un pueblo, el heredero de los grandes reyes, el monarca que conduciría el país por el camino del progreso y la prosperidad... Hoy, un paquidermo abúlico y cruel, aferrado a sus privilegios y a su fortuna. La magnitud de la decepción explicaba la de la rabia. Mahmud inspeccionó por décima vez los alrededores. Más de una decena de centinelas vigilaban la modesta casa donde pronto se reunirían los Oficiales Libres. Si la policía política se olía ese encuentro, la revolución habría terminado. Dos días antes, el 8 de octubre de 1951, el Parlamento de El Cairo había aprobado por unanimidad una decisión capital: en adelante, los soldados británicos que controlaban la zona del canal de Suez serían considerados ocupantes ilegales. Un gran ardor patriótico inflamaría a los partidarios de su expulsión. Algunos jóvenes revolucionarios provocaban ya disturbios desafiando a los colonizadores que, de inmediato, habían reforzado las medidas de seguridad y amenazaban con reaccionar durísimamente si la guerrilla se organizaba. A las insensatas peticiones del gobierno egipcio, las autoridades británicas oponían, con flema y firmeza, un no ha lugar. Faruk y sus ministros tenían que renunciar a sus sueños de autonomía. Pero ésta no era la opinión del pueblo. Y se comenzaban a tomar iniciativas para hacerle difícil la vida al ocupante. Por ejemplo, los aduaneros retenían los objetos y los productos alimenticios que
los ingleses hacían llegar de la madre patria, y los empleados egipcios del ejército británico preparaban huelgas rotatorias, comenzando por los conductores de locomotoras, que dificultarían así los transportes de tropas y las entregas de material. Un profundo movimiento contestatario estaba naciendo, en el que los Oficiales Libres aún desempeñaban un papel menor, irrisorio incluso. Esta vez era preciso tomar las riendas, utilizar esa creciente oleada, derribar al gobierno corrupto y mostrar a los ingleses que los independentistas no retrocederían. Al comienzo de su reinado, Faruk había intentado convertirse en el jefe espiritual y temporal de un Estado decidido a conquistar su libertad. Pero muy pronto había renunciado a ese ideal, y ahora hacía un doble juego y se limitaba a adoptar poses de matasiete, engañando así a su pueblo sin descontentar en exceso al ocupante. Dada la debilidad del ejército egipcio, ¿qué podía temer Inglaterra? Todos los líderes de los Oficiales Libres habían llegado. No había ni rastro de presencia policial, salvo los habituales chivatos del barrio, colocados bajo vigilancia. Más tranquilo, Mahmud cruzó el umbral de la pequeña vivienda donde iba a concretarse, por fin, la verdadera revolución. Allí se habló de la ayuda que era preciso proporcionar a los comandos de partisanos que acosaban a las tropas inglesas y de la elección de rutas seguras para la entrega de armas en buen estado, y luego pasaron a la designación del jefe supremo, al cual el pueblo egipcio debía considerar un legítimo representante y que debía ser capaz de llevar a los revolucionarios hasta la victoria. Un nombre se impuso: el del general Naguib, héroe de la guerra contra Israel, cuya integridad nadie ponía en duda. ¿Acaso no firmaba violentos
artículos, bajo el seudónimo de Soldado Desconocido, que condenaban la corrupción del régimen? Quedaba por saber si el valeroso y simpático Mohamed Naguib aceptaría tan pesada carga. A los Oficiales Libres les tocaba convencerlo. Los conjurados se dispersaron. La ausencia de incidentes demostraba la seriedad de su organización, basada en el secreto y en la impermeabilidad. Mahmud, pensativo, se dirigió a un café del viejo Cairo donde la policía de Faruk no podía siquiera entrar. El menor espía habría sido identificado de inmediato. El hombre encargado de seguir a Mark Wilder los últimos días tomaba un café turco y fumaba en una pipa de agua. Mahmud se sentó ante él, y el patrón le sirvió una taza de té negro y una galleta. La ausencia de ésta habría indicado peligro. -No es fácil seguir al norteamericano -reconoció el que fumaba-. Se sabe vigilado y practica varias técnicas para despistar a quienes lo siguen. Hasta ahora, las he desbaratado todas. -¿Has sabido algo interesante? -Ha acudido a dos citas, una pública y la otra secreta. La primera fue una cena con Faruk y Pulli, en el Scarabée. «No es sorprendente -pensó Mahmud-. El rey intenta utilizar a todas las personalidades extranjeras que, de un modo u otro, pueden ayudarlo a incrementar su fortuna.» -¿Y la segunda? -Fue al cine Metro. Se sentó al fondo de la sala y habló largo rato con un hombre que no conseguí identificar y al que soy incapaz incluso de describir. El tipo se esfumó. Sin duda alguna, se trata de un profesional, y el superior del norteamericano en Egipto. -Excelente trabajo, amigo mío. Sigue así. Si crees que te han descubierto, te sustituiré.
Con su prima, el fumador compraría hachís y olvidaría las incertidumbres del porvenir. Mahmud salió del café y se mezcló con la multitud. El tal Wilder era, en efecto, un espía que había regresado a Egipto para llevar a cabo una misión. Pero ¿por qué había pasado por Inglaterra? ¿Quiénes eran sus verdaderos jefes? No quedaba tiempo, nadie sabía cómo y en qué dirección iba a evolucionar la situación. Graves acontecimientos podían sumergir Egipto en una sangrienta tormenta. Tal vez Mark Wilder fuera el hombre que Mahmud necesitaba para evitar ese desastre.
28 En el Egipto Medio ese mes de noviembre era una delicia. Ateya y Mark viajaban a bordo de un vehículo todoterreno, equipado con lo necesario en caso de avería y conducido por un chófer experto y prudente. Allí eran frecuentes los accidentes mortales, pues la gente adelantaba a tontas y a locas por peligrosas carreteras y nadie aceptaba ceder el paso. Mark olvidó los riesgos y aprovechó los conocimientos de su guía para iniciarse en la historia y la civilización faraónicas. Durante horas y horas, ella respondió a sus múltiples preguntas, feliz al verlo empaparse de una cultura milenaria. Ateya iba sin maquillaje, vestida con un corpiño rojo y un pantalón de lino blanco. Su pelo negro brillaba y en su mirada refulgía una luz que fascinaba a Mark. En el paraje de Beni-Hassan, el norteamericano vivió un momento inolvidable. Al pie de las tumbas, excavadas por dignatarios del Imperio Medio en lo alto de un acantilado, se desplegaba un paisaje espléndido y sereno a la vez. A orillas del Nilo, sembrado de islotes herbosos repletos de aves, algunos pequeños huertos ofrecían numerosos matices de verde, a juego con el azul del río. El aire era tibio y puro, el tiempo se había abolido. De haberse atrevido, habría cogido la mano de la muchacha. Pero no quería interrumpir el embrujo del instante, tanto lo absorbía la belleza del lugar. Sentados en un murete, uno junto a otro, ambos compartieron ese momento de gracia. -Éste fue el primer paraje antiguo que descubrió Howard Cárter -reveló ella-. Aún no había cumplido los dieciocho años cuando comenzó a trabajar aquí a las órdenes de Newberry. Vivía en las capillas de las moradas de eternidad y dibujaba sus más hermosas
escenas, especialmente juegos de pájaros. -¿Conoce usted la misión que me confió el abate Pacomio? -Puede usted comunicármela, si lo desea; tiene derecho a hacerlo. -Debo encontrar los papiros que pertenecían al tesoro de Tutankamón. Tal vez Cárter los puso a buen recaudo, o puede que hayan sido robados. Sin éxito, llevé a cabo largas investigaciones en Inglaterra y Estados Unidos. En realidad, se trataba de ponerme a prueba, pues Pacomio sabía que los papiros no habían abandonado Egipto. Cree que los tres mensajeros pueden llevarme al lugar adecuado. ¿De quién se trata, Ateya? -De tres beduinos que pertenecen a una tribu de nómadas. Cárter los conoció en diciembre de 1891, cuando buscaba la tumba de Akenatón y Nefertiti. Ellos le hablaron de una sepultura en el desierto que albergaba inscripciones y pinturas. Oficialmente, ayudado por sus indicaciones, Cárter sólo descubrió una cantera de alabastro que databa del Imperio Antiguo. -¿Por qué dice usted «oficialmente»? -Porque a lo largo de toda su carrera, Howard Cárter se mostró muy poco explícito en lo referente a la magnitud de sus múltiples hallazgos. Pocas veces nadie ha tenido tanto sentido del secreto. Puesto que los tres mensajeros pertenecen a una tribu guerrera, tal vez le exigieran silencio cuando lo llevaron hasta la última morada del faraón místico. -Y ese clan sabría dónde están ocultos los papiros... O puede que ellos mismos los tengan, si el propio Cárter se los confió. Esa es, en efecto, la hipótesis en que se basa el abate Pacomio. Pero ¿cómo podemos encontrar a esos mensajeros o a sus descendientes? -Uno de los miembros de mi familia es originario de esta región y conoce bien la tribu de los mensajeros -reveló la muchacha-. Mire, ahí viene.
Un hombre de edad avanzada, vestido con una galabieh azul, la túnica tradicional sin cuello ni cinturón, trepaba lentamente por la pendiente que conducía a las sepulturas. Ateya se le unió y él le ofreció el brazo para ayudarla a cruzar aquellos últimos metros. Una larga conversación en árabe se inició entonces entre el viejo y la muchacha. Luego, él volvió a bajar hacia su aldea. -La situación no tiene muy buen aspecto -reconoció-. La policía busca a algunos miembros de la tribu de los mensajeros, sospechosos de robo. Actualmente, sus miembros se desplazan sin cesar y desconfían de las autoridades. Sin embargo, uno de los grandes guardianes del paraje de el-Bercheh, no lejos de aquí, tal vez acepte ayudarnos. La necrópolis de el-Bercheh, lugar de inhumación de los sumos sacerdotes de Thot, el rey del conocimiento, había sido devastada por los saqueadores. Los turistas eran escasos, y la población desconfiaba. Ateya y Mark subieron a lo alto de la colina donde se levantaba la tumba de Djehuti-Hotep 12, una de las pocas que no quedaron arruinadas por entero. Cuando el guardián aceptó abrir la pesada reja de hierro, pudieron entrar a una capilla donde se contemplaba una pasmosa escena: un verdadero ejército de hombres robustos tiraba de un coloso que representaba al faraón sentado en majestad. La enorme estatua resbalaba por un camino de limo constantemente regado con leche. Y las fórmulas mágicas permitirían llevarlo hasta el templo. El guardia aceptó hablar en privado con Ateya, fuera de la vista de los aldeanos. La conversación que mantuvieron le pareció interminable a Mark. Finalmente, Ateya regresó junto a él. -Sabe donde acampa actualmente la tribu de los 12
«Thot [Djehuti es el nombre egipcio del dios] es la plenitud.»
mensajeros y acepta guiarnos, a cambio de una fuerte retribución. -No hay ningún problema. -Partiremos ahora mismo. El trío abandonó el dominio de los sacerdotes de Thot y tomó el lecho de un uadi seco que había excavado su recorrido entre dos colinas. Al abandonar el valle por el desierto, Mark experimentó una verdadera angustia. El lugar era inquietante, piedras oscuras absorbían la luz y parecían hostiles a toda presencia humana. Durante su ininterrumpido caminar, el guía no pronunció ni una sola palabra. Cuando el sol se ponía y la temperatura empezó a descender, se detuvo a la altura de una choza de piedra seca. En su interior vio dos esteras y un hornillo. -Beberemos té y dormiremos aquí -anunció Ateya. Mientras el guía ponía agua a calentar, la egipcia y el norteamericano asistieron a la desaparición del rojizo astro. -Sobre todo, no salga de la cabaña -recomendó la muchacha-. Este lugar está infestado de serpientes que merodean por la noche. El espectáculo es magnífico, ¿no es cierto? Pero sigo preguntándome si el sol resucitará tras haberse enfrentado con los demonios del imperio de los muertos. -¿Su religión no implica la esperanza? -¿Acaso es usted un incrédulo, señor Wilder? -Hasta hace poco, sí. Desde mis primeros pasos por Egipto, tengo la impresión de que lo invisible no está menos vivo que lo visible. -¡Y sin duda no ha llegado usted al final de sus descubrimientos! Intente dormir, la próxima jornada puede resultar agotadora. Mark pensó en su padre, que a los dieciocho años había pasado muchos meses en esa región. En elBercheh vivía al margen del célebre arqueólogo Petrie, preparaba personalmente sus comidas y las degustaba en la modesta mansión construida con
sus propias manos. Apasionado ya por la época de Tutankamón, había surcado ese desierto en busca de la tumba donde descansaba Akenatón el hereje, tal vez junto a la hermosa Nefertiti. Caminando en sueños con el infatigable Cárter, Mark se adormeció. -Despierte -murmuró Ateya-. Nuestro guía ha desaparecido. El abogado se incorporó con brusquedad. -Tal vez nos espere fuera. Nada más abrir la puerta, varios fusiles los apuntaron. A pesar de su antigüedad, las armas parecían en condiciones de funcionar. Unos veinte hombres de aspecto amenazador rodeaban la cabaña. Entonces Ateya salió y les habló vigorosamente, sin manifestar el menor temor. La réplica fue agresiva. -O los seguimos -tradujo o acaban con nosotros y abandonan nuestros cadáveres a las bestias salvajes. Y no parece que estén bromeando. He exigido que nos lleven hasta su jefe. -En marcha, entonces. Y se internaron más aún en el desierto. Ni Ateya ni Mark aceptaron montar a lomos de un asno. Preferían caminar, flanqueados por los portadores de fusil, que no apartaban de ellos la mirada. Finalmente llegaron a un campamento de tiendas vigilado por varios centinelas. Dos de ellos empujaron a sus prisioneros hasta el interior de la mayor, donde los aguardaba un anciano de barba blanca, rodeado por sus lugartenientes. -Soy el jefe de esta tribu -dijo¿Deseáis comer y beber? -Que su hospitalidad se perpetúe -respondió Ateya-. Estoy unida a su tribu y le traigo a un amigo norteamericano, deseoso de consultar con usted. -Pueda su vida perpetuarse -declaró el jefe, mirando con fijeza a su huésped. Dos mujeres sirvieron a los miembros de la asamblea té negro, leche de cabra y un plato de
arroz acompañado de cebollas asadas. -¿Qué consejo necesitáis? -preguntó el jefe de la tribu. -Hace mucho, mucho tiempo, un arqueólogo llamado Howard Cárter recorrió esta región y habló con tres mensajeros -recordó Mark-. Trabaron amistad y Cárter tal vez les hizo un montón de confidencias que me conciernen. -¿Por qué? -Porque soy su hijo. El jefe miró largo rato a su huésped. -Yo soy el último superviviente de los tres mensajeros. Mark intentó permanecer impasible. -¿Le entregó mi padre algunos documentos? -Yo lo guié por sus soledades y le mostré sus riquezas. Amaba profundamente este país, y nos entendíamos bien. Entre nosotros reinaba la confianza. El abogado estaba pendiente de los labios del jefe de la tribu. -Me confió unos documentos -reconoció el anciano-, ¿acaso desea verlos? -Me satisfaría mucho. El jefe chasqueó los dedos. Uno de sus lugartenientes salió de la tienda y regresó unos minutos más tarde con una bolsa de cuero visiblemente desgastada. -Entrégasela a nuestro huésped -le ordenó. Con las manos temblando por la emoción, Mark abrió la bolsa, y de ella sacó unos diez folios cubiertos de nerviosa caligrafía. Entre los párrafos había dibujos que representaban elementos arquitectónicos. Había notas a mano de Howard Cárter que evocaban los descubrimientos efectuados gracias a los mensajeros. Pero no los papiros de Tutankamón.
29 Tras un frugal almuerzo en compañía de los dignatarios de la tribu, que ese mismo día iba a cambiar de campamento, Ateya y Mark se habían puesto de nuevo en camino hacia El Cairo. El norteamericano se sentía doblemente decepcionado. Por un lado, durante unos instantes había creído que el jefe le entregaría los papiros de Tutankamón, y por otro, la muchacha no le manifestaba demasiada simpatía, como si su presencia le fuera indiferente. -El chófer lo dejará en el Mena House -anunció ella. -¿No tendría que ver enseguida al abate Pacomio? -Él se pondrá en contacto con usted. -¿Cuándo podremos cenar juntos, Ateya? -Lo siento, estoy muy ocupada. Comienza la temporada turística y debo guiar varios grupos. -Gracias por todo lo que me ha enseñado estos días. Hasta pronto, espero. -Hágase según la voluntad de Dios. Cuando Ateya hubo desaparecido, Mark se sintió muy solo. ¿Cómo conseguir conmoverla, qué palabras pronunciar para revelarle sus sentimientos? Caída ya la noche, salió del hotel para dirigirse a la llanura de las pirámides. Una potente limusina se detuvo a su altura y de ella salieron tres hombres encapuchados y armados con pistolas. -¡Sube, rápido! -ordenó uno de ellos, empujándolo con violencia hacia el interior con la ayuda de sus cómplices. Mark ni siquiera tuvo tiempo de resistirse. No tenía la menor posibilidad de lograrlo, y sólo habría obtenido algunos golpes a cambio si lo hubiera intentado. En dos segundos estuvo amordazado y esposado; una venda le cubrió los ojos.
Durante un trayecto más bien corto, que recorrieron a gran velocidad con numerosos frenazos y brutales acelerones, nadie pronunció ni una sola palabra. Finalmente, la limusina se detuvo y arrancaron al norteamericano de su asiento para hacerle entrar en un local cuya puerta chasqueó. Una vez dentro, le obligaron a sentarse en una silla de madera y le quitaron la venda y la mordaza, pero no las esposas. Ante él vio a un hombre de unos treinta años, de rostro delicado y mirada inquisidora. La pequeña habitación de paredes pintadas de verde sólo estaba iluminada por una agonizante bombilla. -Se encuentra usted en un barrio que está por completo bajo mi control -declaró una voz pausada-. Es inútil gritar o intentar huir. Si desea salir vivo de esta morada, responda con franqueza a mis preguntas, empezando por la siguiente: ¿quién es usted realmente, señor Wilder? Aquello parecía el comienzo de una nueva pesadilla. -Me llamo Mark Wilder y soy abogado. Soy norteamericano y estoy pasando unos días de vacaciones en Egipto. -Empieza usted mal. Sin duda no se da cuenta de la gravedad de la situación. Me llamo Mahmud y pertenezco al movimiento revolucionario decidido a restablecer la justicia en este país oprimido por un tirano. Quiero saber si es usted uno de los brazos armados de Faruk. -¿Yo? ¡De ningún modo! -Y, sin embargo, el rey lo invitó a cenar en Le Scarabée. -Desea que mi bufete se ocupe de algunos de sus asuntos. -Su papel parece demasiado turbio -consideró Mahmud-. ¿Por qué salió de Egipto para ir a Inglaterra? ¿Por qué regresó? ¿Cuál es su misión?
-Un simple viaje profesional a Londres. -Tengo una explicación mejor, señor Wilder: es usted un espía al servicio de Faruk y de Inglaterra, y fue a buscar órdenes de sus superiores. Gracias a la policía política del rey, identificarán ustedes a los contestatarios y los eliminarán. -¡Tonterías! Sólo soy un turista. Mahmud sacó una pistola. -Tengo prisa y detesto a los mentirosos. La primera bala destrozará su rodilla izquierda. Es extremadamente doloroso y difícilmente reparable. La segunda, la derecha. Entonces ya no podrá usted caminar. Si insiste en callar, no me será de utilidad alguna. Dispararé, pues, la tercera en la frente, con la satisfacción de eliminar a un enemigo de la revolución. Mahmud hablaba con una voz siniestramente sosegada; no parecía estar bromeando. Mark debía soltar lastre, sin poner en peligro a Ateya ni al abate Pacomio. -De acuerdo, no soy un turista ordinario. Según Winlock, un arqueólogo del Metropolitan Museum, recientemente fallecido, al parecer soy hijo de una egipcia y de Howard Cárter, el descubridor de la tumba de Tutankamón, quienes se vieron obligados a ocultar mi nacimiento. Tuve la suerte de ser adoptado por una gente maravillosa. Hoy estoy haciendo una peregrinación siguiendo las huellas de quien fue, tal vez, mi verdadero padre. -Supongo que tendrá usted un objetivo concreto. Mark vaciló, pero decidió decir la verdad, esperando satisfacer a su captor. -Por supuesto. Busco pruebas, documentos desconocidos todavía y papiros procedentes del tesoro de Tutankamón, que, al parecer, han desaparecido misteriosamente. De este modo, prolongo la obra de Howard Cárter, aunque tenga pocas posibilidades de llegar a buen puerto. Mahmud caminó lentamente en torno a su
prisionero. -Muy interesante, señor Wilder, muy interesante. Parece ser usted un abogado convincente, y tengo tendencia a creerlo, tan inverosímil parece esa verdad. Más que nada, porque oculta otra. Sus contactos extremadamente discretos, en el cine Metro, por ejemplo, con un hombre del que sé que es un espía. ¿Quién es y qué trabajo hace usted por su cuenta? Mahmud se encaró de nuevo a Mark y el cañón de la pistola apuntó a la rodilla izquierda. Mark no tenía elección. Era evidente: su torturador lo sabía todo. -Ese hombre es un antiguo contacto de negocios. Se llama John, aunque su nombre varía según los países donde trabaja. Hoy trabaja para la CIA, un servicio de espionaje recientemente creado en Estados Unidos, y me ha pedido que le proporcione algunas informaciones, aunque sean mínimas, sobre Faruk y su entorno a medida que vaya estableciendo contacto. Aparentemente, Estados Unidos desaprueba el comportamiento del rey y también el de los ingleses. Por primera vez, el rostro de Mahmud se hizo menos severo, y enfundó de nuevo la pistola. -¿Puedo esperar una liberación rápida? -Todavía no hemos llegado a ese punto. Debo informarle de que su padre practicó, también, el peligroso juego del espionaje. En 1915, cuando comenzaba a excavar en el Valle de los Reyes, fue reclutado por el Intelligence Department del War Office instalado en El Cairo. Cárter era un anti alemán convencido, perfecto conocedor de Egipto y hablaba árabe: era el sujeto ideal. Fue ascendido al grado de «mensajero del rey»; dicho de otro modo: se encargaba de pasar correo oficial y documentos confidenciales. Sus misiones, que aún siguen siendo un misterio, terminaron en octubre de 1917. Conozco, por lo menos, una de ellas: buscar y
preservar cualquier documento relativo a la presencia de los hebreos en Egipto y con relación con lo narrado por la Biblia y la religión egipcia. Las autoridades políticas y religiosas, tanto occidentales como orientales, no querían ver cómo aparecía un texto susceptible de escandalizar a los creyentes y que pudiera provocar una guerra en la región. -Los papiros de Tutankamón... ¿De modo que también usted los busca? Mahmud evitó la mirada del prisionero. -Si se da crédito a viejas supersticiones, sólo un hijo puede resucitar la memoria de su padre y obtener el éxito donde los demás han fracasado. Cumplirá usted esa misión, señor Wilder, pero trabajará también para mí, ya que necesito un contacto con la CIA: con su amigo John. -¡Ni hablar! Fui arrastrado a un torbellino del que quiero salir cuanto antes. Entiéndanse ustedes con espías profesionales. Mahmud sonrió. -Su mejor y principal colaborador se llama Dutsy Malone. Se casó con una mujer deliciosa que le dio dos hijos adorables. Me gustan mucho los niños, señor Wilder, y sentiría mucho que les ocurriese algo malo. ¿Soy lo bastante claro? -No... No se atreverá. -Como usted, también yo tengo una misión que cumplir. O colabora, o... El abogado miró fijamente al torturador. -Usted gana. Mahmud le quitó las esposas. -Ahora sé que no intentará huir. Tengo que darle aún muchas explicaciones, pero El Cairo no es el lugar apropiado. Salgamos hacia el sur.
30 Una jadeante limusina condujo a Mark de El Cairo a Mankabad, una aldea cercana a la gran ciudad de Asiut. Cultivos, canales, el desierto y una cadena de montañas. Un paisaje duro y atractivo a la vez donde trabajaban campesinos ayudados por sus asnos. Plácidas hembras de búfalo se refrescaban en las charcas. Los inmensos rebaños de vacas de los antiguos egipcios, cuidadosamente alimentados, habían desaparecido hacía ya mucho tiempo. Mujeres vestidas con una túnica negra, veladas unas, con la cabeza desnuda otras, transportaban vasijas de terracota llenas de alimentos. Los niños jugaban con muñecas de trapo. Mahmud hizo bajar al norteamericano y lo llevó hasta el jardincillo de una modesta casa. Se sentaron en gastadas esteras puestas en el suelo y una chiquilla les sirvió ful. -Judías rojas cocidas a fuego lento durante horas y horas, con cebollas, limón y comino -explicó Mahmud-. Ningún egipcio podría prescindir de ellas. A Mark no le disgustó el guiso. Al menos, era nutritivo. La chiquilla les sirvió cerveza local. -Estamos entre coptos, numerosos en la región. Más de un tercio de los campesinos son cristianos, y la cohabitación con los musulmanes se degrada cada vez más. Ése será uno de los grandes problemas del porvenir. -¿Por qué me han traído aquí? -preguntó el abogado. -Para hacerle comprender la importancia del cataclismo que se avecina y que corre el riesgo de cambiar esta región y el mundo entero si permanecemos de brazos cruzados. Como todos nosotros, señor Wilder, es usted un juguete del destino. Y, según una antigua profecía que los verdaderos creyentes se toman muy en serio, un
hombre llegado del sur desempeñará un papel decisivo para liberar el país de la opresión. Debía, pues, conocer este lugar, donde, hace ya muchos años, se prestó un solemne juramento. Sirvieron té negro a Mahmud. -El opio del pueblo y un regalo envenenado de los ingleses -estimó-. Procede de Ceilán; nosotros bebemos mucho, demasiado, con el pretexto de que da energía. Los campesinos gastan gran parte de su salario en procurárselo, y no quieren ni oír hablar de modificar sus costumbres. Sin embargo, se anuncia un profundo cambio, y temo sus consecuencias. Lo que voy a revelarle será usted el único occidental que lo sepa. El grupo de los Oficiales Libres, decidido a tomar el poder, acaba de nombrar para encabezarlo al bravo y simpático general Naguib, un héroe apreciado por el pueblo. Pero será sólo una marioneta de cuyos hilos tirará el verdadero líder de los revolucionarios: Gamal Abdel Nasser13. Permanecerá a la sombra el tiempo que sea necesario y se librará de Naguib en el momento que sea oportuno. Nasser nació en Alejandría, el 15 de enero de 1918, pero la cuna familiar se encuentra en Beni-Morr, muy cerca de aquí. Está impregnado de este paisaje, se alimenta de su fuerza. A los ocho años perdió a su madre, a la que admiraba, y nunca perdonó a su padre, un cartero, que le ocultara esa muerte durante varios meses y volviera a casarse muy pronto. Pese a un profundo sentimiento de revuelta contra la sociedad, se lanzó a la carrera militar y leyó mucho, especialmente sobre la Revolución francesa. Le fascinaba un personaje, la Pimpinela Escarlata, adepto de la clandestinidad y capaz de actuar sin ser visto. Ya en 1935, Nasser consideró que Egipto agonizaba y que era preciso lograr la independencia. Durante una manifestación Sobre Nasser, véase J. Lacouture, Nasser, París, 1971; M. H. Heikal, Nasser, les documents du Caire, París, 1972; Jehanne Sadate, Une femme d'Egypte, París, 1987; D. de Roux, Gamal Abdel Nasser, París, 2000; G. Sinoué, Le Colonel et l'Enfant-roi. 13
contra los ingleses, en El Cairo, una bala le rozó la frente. Pasó una noche en prisión y conoció allí a otros jóvenes patriotas. Y fue aquí, en Mankabad, en enero de 1938, donde reunió a algunos oficiales en torno a una comida en la que, como en la nuestra, se sirvió ful y caña de azúcar. -Formaba usted parte de los invitados, supongo. -Todavía recuerdo el tono de su voz cuando pronunció las palabras decisivas: «Que este momento sea histórico, pues ponemos las bases de un gran proyecto. Jurando permanecer fieles a nuestra amistad, derribaremos los obstáculos». «Pura utopía», pensaron sin duda algunos participantes. ¿No barría la Segunda Guerra Mundial todos aquellos hermosos proyectos? En 1941, el propio Nasser se hundía en la desesperación. Tal vez se necesitarían mil años para llevar a cabo la reforma. En febrero de 1942, cuando los ingleses trataron a Faruk como a un lacayo, obligándolo a obedecerlos sin condiciones, el ejército egipcio se sintió profundamente humillado. Naguib presentó incluso su dimisión al rey, que la rechazó. Y Nasser sintió que un nuevo estado de ánimo estaba brotando entre los oficiales. El juramento de Mankabad volvía a tomar cuerpo. El 15 de mayo de 1948, los ejércitos árabes atacaron Israel, cuyo nacimiento había sido proclamado la víspera. Fue un desastre. Nasser advirtió que los soldados egipcios, mal equipados, no habían sido enviados a la lucha sino al matadero. A pesar de estar herido, se comportó de modo sobresaliente en la batalla de Faluja, donde adquirió una certidumbre: el gran combate tendría lugar en Egipto. Pudo discutirlo con oficiales israelíes, que en cambio habían conseguido obtener la independencia de su patria. Nasser se juró imitarlos e ir más allá, creando una poderosa nación árabe basada en una sola cultura, una sola lengua y un solo pueblo. Egipto será el corazón y el centro de esta revolución. El armisticio firmado en
febrero de 1949 con Israel sólo es, desde su punto de vista, un cese momentáneo de los combates. Desde finales del verano de 1949, multiplica las reuniones secretas para formar un verdadero estado mayor de los Oficiales Libres, expulsar a los ingleses e imponer un nuevo gobierno. -¿Adopta las tesis del comunismo? -preguntó Mark, a quien esos lugares cerrados, casi hostiles, incomodaban. -Nasser admira a Ataturk y a Estados Unidos; ante todo, es nacionalista y cree en Dios. Según él, la teoría de la evolución no explica nada y, sobre todo, no el modo como se creó el universo. Pero desea la victoria y utilizará todos los medios para obtenerla. Y sé que es capaz de lograrlo. -¿Por qué me facilita toda esta información? -se extrañó el abogado. -Porque usted es el único hombre capaz de ayudarme. No soy musulmán, sino copto. Y trabajo para los servicios secretos ingleses desde que tenía veinte años, pues esperaba que Gran Bretaña traería la prosperidad a mi pueblo. Hoy, los contactos se han roto, y ningún agente británico quiere escucharme ya. Nadie conoce el papel real de Nasser, nadie querría creerme. Y no debo dar ningún paso en falso, so pena de ser suprimido. Usted, señor Wilder, está en contacto con la CIA. Avise a Estados Unidos del peligro, que ellos adviertan a Inglaterra y que se evite así el desastre. De lo contrario, la revolución se producirá y terminará en un baño de sangre. Nasser llevará a Egipto al abismo, y la onda expansiva alcanzará a Occidente. ¿Acepta usted ayudarme? La angustia de Mahmud era perceptible. -Hablaré con John -prometió el abogado. -Gracias a usted, se salvarán miles de vidas. Será muy difícil que nos encontremos de nuevo. Si tengo que transmitirle alguna información, le enviaré un limpiabotas o un repartidor de pan. La contraseña
será: «Tres mandarinas por un dólar». -No soy un profesional -objetó Mark-, y... -Por lo que se refiere a los papiros de Tutankamón, tengo que proporcionarle una valiosa indicación. Tal vez el rey Faruk sepa bastante del tema. Para obtener informaciones serias, tendrá usted que pasar por un curioso personaje: Etienne Drioton. Es, en cierto modo, el egiptólogo oficial del régimen y amigo de Faruk. Es francés y posee una ocupación particular: es canónigo. Encuéntrelo e intente hacerlo hablar. Ahora me veré obligado a maltratarlo un poco para poner fin a este largo interrogatorio. Luego lo soltaremos con bastante brutalidad cerca de su hotel. Para mi jerarquía, usted sólo será un hombre de negocios ordinario, deseoso de hacer chanchullos con el rey, como tantos otros.
31 Con la ayuda de una fatigadísima escoba, el empleado municipal desplazó un montoncito de polvo que el viento le devolvió. Imperturbable, volvió a empezar al mismo ritmo. Muy pronto, la llamada a la oración le permitiría descansar. Un gran coche negro se detuvo no lejos de allí. La portezuela trasera de la derecha se abrió, arrojaron a un occidental a la calzada y el vehículo volvió a arrancar a toda velocidad. El barrendero se acercó. El hombre parecía aturdido, así que le ayudó a levantarse. Tenía un buen chichón en la frente, la camisa desgarrada y sangraba por el codo izquierdo. -¿Está usted bien, jefe? -Podría estar mejor -respondió Mark. -Hay que ir a la policía. -No, sólo ha sido un accidente. El barrendero lo dudaba, pero no tenía por qué mezclarse con los asuntos de los extranjeros. -¿Está lejos el Mena House? -A diez minutos caminando, si camina normalmente; todo recto. ¿Quiere que le acompañe, jefe? -No, no hace falta. Mark encontró un billete en el bolsillo de su pantalón y se lo dio a aquel hombre, que estaba encantado de haber ayudado al prójimo. Era evidente que no se trataba de un inglés. -¡Norteamericano, excelente! El hombre palmeó el hombro del abogado, que a punto estuvo de derrumbarse. -¡Despacio, jefe, y que Dios le proteja! El portero del Mena House nunca había visto a un cliente en ese estado. -¿Le han agredido, señor?
-No, una simple caída. -¿Desea ir al hospital? -Prefiero tomar un baño caliente. -La recepción le enviará inmediatamente un médico. El facultativo se mostró tranquilizador: nada roto, sólo algunos cardenales que pronto desaparecerían gracias a una pomada de árnica. Unas pocas aspirinas mitigarían el dolor. El baño caliente produjo el efecto deseado. En pie de nuevo, Mark llamó a John, y ambos quedaron en verse, al anochecer, en el jardín del Ezbekeya. Antaño, cuando la crecida llegaba a El Cairo, la vasta plaza del Ezbekeya, cercana al zoco, era invadida por las aguas, convirtiéndose en un lago propicio a los paseos en barca. Hoy albergaba un parque de unas trece hectáreas, con árboles exóticos y rodeado de verde. Para entrar en él y pasear por sus avenidas había que pagar una piastra. John esperaba a su amigo cerca del estanque que evocaba el tiempo pasado. A numerosos cairotas les gustaba el lugar cuando caía la noche. Muy pronto, los dos mil quinientos faroles de gas colocados bajo el reinado del jedive Ismail iluminarían el jardín y sus avenidas. -Me han raptado, John. -¿Bromeas? -El autor del rapto se llama Mahmud. ¿Lo conoces? -Los hay a miles en El Cairo. -Éste pertenece al círculo directivo de los Oficiales Libres. -Ah... Pero ¿existen todavía? -¿Está realmente bien informada la CIA? -Estamos aquí para aprender, Mark. Ya ves que tenía razón cuando decidí confiar en ti. -¡Serás caradura! ¡Y yo recogiendo heridas y chichones! Afortunadamente, se trataba de un rapto de mentirijillas.
-¿Podrías ser más claro? -¿Habrás oído hablar, al menos, del general Naguib? -Un oscuro héroe de la Segunda Guerra Mundial y del reciente conflicto con Israel. Un personaje insulso, sin la menor importancia. -Sin embargo, los Oficiales Libres acaban de elegirlo jefe supremo de su movimiento. -En ese caso, ¡no irá muy lejos! El buen general seguirá protestando contra el régimen de Faruk y el rey se reirá mucho. -Por esa razón lo ha elegido el verdadero líder. Naguib es una tapadera perfecta. -¿El verdadero líder? -se preocupó John-. Y... ¿sabes de quién se trata? -De Nasser, el hombre del juramento de Mankabad, una aldea del Alto Egipto. Allí se juró que tomaría el poder. -Nunca he oído hablar de él. El rostro abierto y simpático del agente de la CIA se había ensombrecido de pronto. Mark le proporcionó las indicaciones que Mahmud le había procurado. -Hay innumerables conspiradores de tres al cuarto en El Cairo, y tal vez Nasser sólo sea un iluminado entre muchos otros. -Me extrañaría. -¿Por qué, Mark? -Porque Mahmud es un agente doble, miembro de los Oficiales Libres y, a la vez, de los servicios secretos británicos. Por desgracia, tuvo que romper cualquier contacto con los ingleses porque temía ser desenmascarado. De todos modos, sus superiores no se toman en serio a los Oficiales Libres. Mahmud, en cambio, piensa que Nasser tiene una envergadura excepcional y que es capaz de derribar el orden establecido en Egipto y en Oriente Próximo. La potencia de la onda de choque, que no respetará Europa, no es difícil de imaginar. Mahmud está
inquieto y pide a la CIA que avise a los ingleses para que adopten las medidas necesarias. John no manifestó el menor entusiasmo. -Los ingleses son gente complicada, y Estados Unidos hace su propia política en Oriente Próximo. -¡Gran Bretaña es, a fin de cuentas, nuestra aliada! -Francia también, al parecer. No te preocupes, haré un detallado informe a mis superiores y se decidirá una estrategia al más alto nivel. Investigaré sobre el tal Nasser, para saber si realmente existe y si representa un auténtico peligro. No querría herirte, pero tal vez tu Mahmud sea un bromista o un charlatán. -Me ha amenazado con hacerle daño a mi mano derecha, Dutsy Malone, y a su familia. Y no me dio la impresión de que bromease. -Tranquilízate, Mark. Mañana mismo nos encargaremos de tu protección. Pero no veo cómo un oscuro oficial egipcio podría actuar en territorio de Estados Unidos. Es un farol. -Sin embargo, Mahmud conoce la existencia de Dutsy y cree poder manipularme. -¿Te ha dado una nueva cita? -No, me enviará mensajeros. Mark se detuvo. -John, creo que ya he hecho bastante y no tengo las menores ganas de mezclarme con el mundo del espionaje. -Como quieras, amigo mío. Pero si Mahmud es un tipo serio, no te dejará en paz. O se trata de un payaso, y de todos modos puede ser peligroso, o pertenece a un movimiento revolucionario decidido a saquear este país, y la obtención de información es vital. Necesito tu ayuda, Mark, y apelo a tu conciencia de futuro dirigente de primera línea. Abandonar Egipto es convertir Oriente Próximo en un polvorín. ¿No te bastan dos guerras mundiales desde el comienzo del siglo y millones de muertos?
32 El Mena House tenía el aspecto de un pequeño paraíso a las puertas del desierto, bajo la protección de la Gran Pirámide de Keops. Allí se olvidaba la cara oscura de la humanidad para soñar con la edad de oro donde las serpientes no mordían. Pero aquella magia ya no existe, y Mark debía admitir el balance negativo de su estancia en Egipto. El momento acababa de abandonar esa fantasmagoría. ¿Quién era realmente? Un brillante abogado mercantil neoyorquino al que su éxito ofrecía la perspectiva de una carrera política. Muy pronto probaría los juegos del poder. ¿El, hijo de Howard Cárter, el descubridor de la tumba de Tutankamón? No tenía la menor prueba, sólo algunos interrogantes y el hábil discurso de un viejo cura copto, un genio de la manipulación. ¿Y los papiros no encontrados, esos documentos esenciales de explosivo contenido? Pura invención. John y Mahmud eran también unos manipuladores, y Mark ya no aceptaba servirles de marioneta. Sin duda ambos mentían, y el reinado de Faruk proseguiría bajo el signo de la corrupción y el yugo del ejército británico. ¡Y el tal John le imputaba la responsabilidad de las guerras mundiales y de sus víctimas! El no era el salvador de la humanidad, no estaba destinado a predicar la buena nueva entre todos los cabronazos del planeta. En resumen, regresaría a la razón y a la normalidad. Mark apuró su whisky y volvió a su habitación para hacer la maleta. Dentro de unas horas estaría en Nueva York, estudiaría complacido los nuevos expedientes y le ofrecería a Dutsy una cena por todo lo alto.
Llamaron a la puerta y Mark abrió. Era Ateya. Llevaba un vestido rojo y un fino collar de oro, digno de las sacerdotisas del Antiguo Egipto. Sus ojos estaban animados por una extraña emoción, su voz temblaba levemente. -La recepción me ha avisado de que acaba de tener usted un accidente. -Nada grave. -¿Puedo... puedo entrar? -Por supuesto, siéntese. ¿Quiere beber algo? -No, gracias. -Permítame que le ofrezca una copa de champán, a modo de despedida de Egipto. La muchacha pareció derrumbarse. -No... No comprendo. -¡Claro que sí, Ateya! Hago la maleta, tomo el avión y regreso a casa. Allí me esperan. -No se trataba de un accidente, sino de una agresión -afirmó ella-. Han intentado suprimirlo y tiene usted miedo, ¿verdad? -¿Miedo, yo? ¡En absoluto! Sencillamente estoy harto de ser manipulado como una marioneta y tengo ganas de recuperar una vida normal. ¿Puede comprenderlo? -No. La cortante respuesta de Ateya sorprendió al abogado. -Yo -reconoció ella- he temido por usted, y comprendo que la carga que gravita sobre sus hombros es muy pesada. Pero ésa no es razón suficiente para renunciar a la tarea que se le ha confiado y que supera el mediocre marco de su pequeña existencia. El dinero, el poder, la gloria, las mujeres... ¿Es ése su horizonte, señor Wilder? ¡Qué grandioso es, sobre todo cuando se ha tenido la posibilidad de explorar otros paisajes! La cólera de Ateya lo trastornó. Había intentado borrarla de su mente, huir enseguida para no seguir pensando en ese amor
imposible, y ella aparecía de pronto como una tempestad devastadora. -Tengo una profesión y obligaciones -recordó-, y... -¿Acaso la primera de sus obligaciones no consiste en encontrar los papiros de Tutankamón? Al parecer, dio usted su palabra. Aunque la palabra de un abogado... -¡No le permito...! -Adiós, señor Wilder. -No, por favor, quédese. -¿Por qué tendría que obedecerle? -Porque ha temido usted por mí. Me han raptado y me han amenazado, pero no es el peligro lo que me hace renunciar. La profunda mirada de Ateya lo desafió. -¿Cuál es entonces la causa de su cobardía? -¿Acepta una copa de champán? -Ella siguió mirándole-. Este torbellino me agota, eso es todo, y necesito recuperar mis puntos de referencia. -Es natural, pero no le servirá de mucho regresar a Nueva York. Al contrario, prosiga su búsqueda: sólo avanzando recuperará usted el equilibrio. El abate Pacomio le aguarda. -Ateya... Ella bebió lentamente el líquido dorado y burbujeante. Mark, por su parte, vació su copa a largos tragos. En realidad, nunca había sentido ganas de abandonar Egipto. Nunca podría haber partido sin volver a verla, y ella había acudido. Ella, cuya emoción, por unos instantes al menos, no había sido fingida. -¿Qué decide usted, señor Wilder? -La sigo. -Termine de hacer el equipaje, pague su cuenta y pida un taxi para ir al aeropuerto. Le esperaré allí y le llevaré a su nuevo alojamiento. Tenemos que despistar a sus perseguidores. Luego iremos a ver al abate Pacomio.
Sin más explicaciones, salió de la habitación. Mark Wilder ya no era dueño de su vida.
33 Las operaciones de traslado se habían llevado a cabo sin ningún incidente. Mark había dejado sus maletas en un hermoso apartamento del elegante barrio de Zamalek, donde los europeos se mezclaban con los ricos cairotas. -El edificio pertenece a uno de mis amigos -reveló Ateya-. Yo vivo justo encima. -Gracias por esa prueba de confianza. Me siento muy conmovido. Ella sonrió con una dulzura casi cómplice. -No perdamos tiempo. Un nuevo taxi, conducido por un copto, llevó a Ateya y al norteamericano hasta las proximidades de la sinagoga de Ben Ezra. En su patio trasero estaba el abate Pacomio, meditando junto a un pozo. -¿Está usted bien instalado, Mark? -Perfectamente. -Observe con detenimiento este modesto pozo. Aquí, la hija de un faraón recogió la canastilla de Moisés, preservado por la voluntad del Señor y las aguas del Nilo. Llevó al niño a su ilustre padre, Akenatón, que le transmitió la sabiduría de los egipcios y lo inició en los misterios del Dios único. En el templo, iluminado por la belleza de la reina Nefertiti, Moisés trató al joven Tutankamón, encargado de preservar los secretos esenciales del pensamiento egipcio y de una historia que nos concierne a todos. Todo se decidió en Egipto, Mark, y todo seguirá decidiéndose aquí. ¿Sabía usted que Ibn Tulun, a quien se consagró la mezquita más hermosa de El Cairo, trajo del monte Ararat un fragmento del arca de Noé en el que se revelaba la totalidad del Corán14? Aquí, todo está vinculado. Y los papiros de Tutankamón son, a la vez, la clave del pasado y la fuente del porvenir. Sólo el hijo de 14
Según el historiador árabe Maqrizi. Ibn Tulun (835-884) fundó la dinastía de los Tulunidas que reinó en Egipto.
Howard Cárter, heredero del espíritu de su padre, podrá encontrarlos y disipar las tinieblas. -No estoy seguro de eso -objetó Mark-. Hasta ahora, he seguido sus directrices sin ahorrar esfuerzos y no he conseguido el menor resultado. Si esos papiros existieron en realidad, alguien debió de destruirlos. Es inútil perseguir una quimera. -Al parecer, los recientes acontecimientos le han afectado. -¡Detesto parecerme a una brizna de paja arrastrada al albur de los vientos! Usted supo mostrarse muy convincente, abate, y me manipuló con consumada habilidad. Lo reconozco, casi acabé creyendo la hermosa leyenda de la que me convertía en protagonista. Y luego, los servicios secretos, si efectivamente se trata de eso, intervinieron y quieren que me enrede en sus chanchullos. Algo indigesto, ¿no? Eso ya pasa de la raya. -¿Acaso no confía en la CIA y en su viejo amigo John? Mark se quedó atónito unos instantes. -¿Lo... lo conoce usted? -Dada la importancia de la partida que tenemos entre manos, ignorar la existencia de los principales participantes sería una falta grave. -¡No me diga que también usted pertenece a la CIA! -Mi cofradía es mucho más antigua, Mark, y utiliza otras armas. Nunca he visto a su viejo amigo John pero, gracias a usted, lo conozco muy bien. Cree en su misión, que consiste en desarrollar la influencia norteamericana en Egipto. Y hay que controlar a Faruk, apartar progresivamente a los ingleses y no permitir que emerja una corriente destructora y antioccidental, como la de los Hermanos Musulmanes. Compleja tarea y azarosa estrategia, en la que usted desempeña un papel nada desdeñable. John lo estima, pero la necesidad dictará su ley Y si es preciso sacrificarlo por el
superior interés de Estados Unidos, no vacilará. Es su deber saber utilizarlo para que actúe de un modo positivo evitando un baño de sangre, especialmente transmitiéndole las importantísimas informaciones que le ofrece Mahmud, el emisario oculto de los Oficiales Libres. -Mahmud... ¡También lo conoce a él! -Todos le creen musulmán y pro revolucionario, cuando en realidad es copto y un agente infiltrado al servicio de los británicos. Desgraciadamente, su empleador ya no confía en él y no cree en la capacidad de los Oficiales Libres, que son considerados unos hipócritas. El ejército inglés controla la zona del canal de Suez, y la policía de Faruk hace reinar el orden. Dado que participa en las reuniones secretas de los Oficiales Libres, al nivel más alto, Mahmud no puede correr el menor riesgo. En adelante, debe evitar cualquier contacto con los agentes ingleses, identificados todos ellos e incapaces de comprender la evolución de la situación. Nasser no es un bromista ni un soñador, sino un planificador obstinado y un empecinado trabajador. En la sombra, teje una red cada vez más poderosa. Al decirle la verdad, Mahmud se expuso de un modo insensato. Pero ama Egipto y teme una carnicería. Ahora, Mark, se ha convertido usted en el hombre clave de un drama que lo supera. -¡Ni hablar! Unos gavilanes sobrevolaron el patio trasero de la sinagoga. El abate Pacomio levantó los ojos y contempló largo rato el cielo, como si conociera los caminos de aquellos herederos de Horas. Luego sonrió. -¿Cree que aún está a tiempo de rebelarse? -Soy un hombre libre y puedo romper cualquier cadena tomando el avión, mañana mismo, hacia Nueva York. -Esas niñerías no son dignas de usted, Mark. Al venir a mí, al aceptar saber quién es realmente y al
darme su palabra de encontrar los papiros de Tutankamón, que su padre prefería dejar al abrigo de las miradas, estableció usted indestructibles vínculos con Egipto, y lo sabe muy bien. Entonces, ¿por qué exclamarse en vez de actuar? Mark Wilder parecía un boxeador aturdido. En pocas palabras, el viejo abate acababa de asestarle una verdad que él se negaba a reconocer. -No confunda independencia y libertad -recomendó Pacomio-. Sólo es usted realmente libre en el privilegiado momento en que ya no tiene elección. Y usted ya no tiene elección. Al avanzar por el camino de la verdad, el único que tiene corazón y pone nuestra condición humana en su justo lugar, decidió usted participar en el combate que vale la pena, el de la luz contra las tinieblas. No esperaba menos del hijo de Howard Cárter: a él no hubo nada que le hiciera renunciar. Mark cerró los ojos. Las palabras de aquel religioso de otros tiempos tenían el poder de una bomba devastadora. Y ni siquiera toda su habilidad de abogado le proporcionaba argumentos que oponer. -Tengo la sensación de que aún se le escapan algunos aspectos muy importantes -añadió el abate-. Por eso debemos regresar al museo de El Cairo. Tutankamón aún no ha terminado de sorprenderle.
34 Las salas del museo de El Cairo donde se exponían los sarcófagos y los objetos procedentes de la tumba del dignatario Yuya y de su esposa Tuya estaban desiertas. Aun así, su estilo impresionó a Mark: guardaban un enorme parecido con el de los tesoros de Tutankamón. El mismo mobiliario, la misma perfección de las formas. ¡Y nadie se detenía allí, como si aquellas obras maestras fueran invisibles! ¿Acaso algún velo mágico las mantenía al abrigo de miradas profanas? -Una tradición proscrita por los egiptólogos afirma que Yuya es la transcripción egipcia del nombre de José -indicó el abate Pacomio-. Obligado a exiliarse en Egipto, se convirtió en primer ministro de Tutmosis IV y sirvió a Amenhotep III, el padre de Akenatón. Superó la edad de cien años y acondicionó el Fayyum, a un centenar de kilómetros al sur de El Cairo, suprimiendo la desordenada vegetación para crear una vasta campiña fértil gracias a la apertura de un canal, el Bahr el-Yusuf, cuyo nombre recuerda su hazaña. Según la Biblia15, la momia de José fue depositada en un sarcófago y gozó, dado su rango, de un ajuar funerario excepcional, el que tiene usted ante los ojos16. -¿Un hebreo, primer ministro del faraón? -preguntó Mark, sorprendido. -En Egipto no hubo racismo ni guerras de religión -recordó el abate Pacomio-. Los hebreos y los egipcios convivían en paz; sólo contaba la calidad de la persona. Esta verdad es hoy tan revolucionaria que contrariaría muchas ambiciones políticas, tanto en Oriente como en Occidente. La eterna morada de José y su esposa se excavó en el Valle de los Reyes, Génesis 50, 26. Véase A. Osman, Stranger in the Valley of the Kings. The Identification of Yuya as the Patriarch Joseph, Londres, 1987. La tumba de Yuya y Tuya fue descubierta en 1905. 15 16
un honor reservado a algunos seres excepcionales. -¿Los papiros de Tutankamón contienen, acaso, la prueba de lo que está usted diciendo? -Es de suponer, Mark, y eso es sólo un detalle. Según un sacerdote egipcio, Manethon, en la época de Tutankamón, tras los «trece años fatales» del reinado de Akenatón, se produjo el éxodo de los hebreos, conducidos por un tal Moisés, que se había vuelto un fanático y predicaba un monoteísmo destructor. Expulsado por el rey, se habría puesto a la cabeza de una fracción que, durante su vagabundeo, lamentó siempre haber abandonado la tierra de los faraones.
Su padre, Howard Cárter, leyó ese relato. Por esta razón, en 1923 fue convocado por el vicecónsul de Gran Bretaña, que lo conminó a entregarle los papiros de Tutankamón. ¿Acaso su propia existencia no era un peligro para el equilibrio de Oriente Próximo, precisamente cuando se desarrollaba una colonia judía en Palestina? Y también había que tener en cuenta el nacionalismo egipcio. El diplomático ordenó a su padre que no publicara esos documentos. Pero él tenía ante sí años y años de excavaciones, ¿cómo podía reaccionar? Desafiar dicha prohibición lo habría llevado al desastre, pero
no destruyó aquellos testimonios, sino que los ocultó con sumo cuidado.
-La verdadera historia de José, de Moisés y del Éxodo... ¿Ése es el secreto de los papiros de Tutankamón? -No únicamente -afirmó el abate Pacomio-. Sé dónde se encontraban antes de que su padre los sacara a la luz, y voy a mostrarle cómo un tesoro puede albergar otro tesoro. Los dos hombres abandonaron las salas del museo consagradas a Yuya y Tuya y se dirigieron a las que albergaban las maravillas extraídas de la tumba de Tutankamón. La mayoría de los visitantes no creían lo que estaban viendo. Y algunos no lograban apartar sus ojos de la máscara de oro, del sarcófago, de las joyas y de tantas obras maestras. El abate Pacomio hizo contemplar a Mark las cuatro capillas de madera dorada que habían sido encajadas en la tumba para, aparentemente, formar una sola. -Al abrir la puerta de estas capillas, su padre tuvo la impresión de profanar un lugar sagrado, y dudó un largo rato antes de romper los sellos, intactos aún. Protegían el sarcófago del faraón, constituido a
su vez por tres elementos. Se afirmaba así la omnipotencia del número «siete», símbolo del secreto de la vida. Al ver estos prodigiosos santuarios, Mark, ¿no piensa usted en otro tesoro muy buscado? -Se trata de... -Del Arca de la Alianza, en efecto. Merton, el corresponsal del Times autorizado a entrar en la tumba de Tutankamón, la identificó inmediatamente. Desde su punto de vista, no cabía duda: el faraón se había apoderado del supremo tesoro de los hebreos, y nunca el Valle de los Reyes había albergado una riqueza tan importante. He aquí por qué la tumba, tan distinta de las demás sepulturas reales, había sido cuidadosamente ocultada. Y fue necesario todo el ingenio y toda la perseverancia de su padre para descubrirlo. La tradición afirma que el Arca de la Alianza no era un cofre único, sino que estaba formado por varios cofres de oro encajados unos en otros. Aquí los tiene, Mark, ante sus ojos. Miles de curiosos los admiran, pero nadie los ve. Y el mensaje revelado en estas paredes de oro sigue siendo inaccesible. El abate llamó la atención de Mark sobre algunas enigmáticas representaciones, como un hombre de pie, con la cabeza y los pies rodeados por un círculo de energía formado por el cuerpo de una serpiente, mientras brotaba una forma de alma: un pájaro con cabeza de carnero y brazos humanos. Luego insistió en una sorprendente escena donde se asistía a algunas mutaciones de la luz y de las potencias cósmicas que permitían que se llevara a cabo el proceso de resurrección17. -Más allá de su nada desdeñable interés histórico -añadió Pacomio-, los papiros de Tutankamón nos ofrecían la clave para leer estos símbolos y, por consiguiente, el medio de acceder al secreto de la luz creadora y de la vida eterna. ¿Comprende ahora 17
Véase A. Piankoff, The shrines of Tut-Ankh-Amon, Nueva York, 1955, pp. 122 y 128 (segunda capilla).
la importancia del envite? Mark quedó fascinado. -¡De ese modo, todo se desvelaba y, sin embargo, seguía siendo misterioso! Pensó en su padre, que, por su parte, tal vez había tenido la suerte de descifrar aquellos enigmas. ¿No era ésa la razón principal por la que, al cabo de una inmensa labor, se había encerrado en el silencio y no había emprendido ya excavación alguna? El abogado hubiera querido pasar días enteros empapándose del mensaje de aquellas cuatro capillas que sólo formaban una, pero sintió la urgencia y la importancia de su búsqueda. Encontrar los papiros equivalía a obtener el código. -Mahmud me habló de un canónigo francés, Drioton, egiptólogo también y muy vinculado a Faruk. Tal vez nos proporcionen valiosas informaciones, sobre todo si el rey está interesado de un modo u otro en los papiros de Tutankamón. El abate Pacomio pareció inquietarse. -Es una pista peligrosa, aunque hay que seguirla. Le conseguiré una cita.
35 Mark ya no tenía ningún punto de referencia. Le resultaba imposible jugar al abogado seguro de sí mismo y de su porvenir mientras la visión de las capillas de Tutankamón le obsesionara y le dictara una nueva forma de existencia para la que nada le había preparado. Su apartamento de Zamalek, luminoso y tranquilo, le gustaba mucho. Y cuando Ateya fue a visitarlo, olvidó todas sus angustias. Descalza y con un leve carmín en los labios, parecía una de aquellas sublimes portadoras de ofrendas representadas en las paredes de las moradas de eternidad. -Traigo vino francés, pasteles egipcios y algunas conservas británicas -anunció con una radiante sonrisa-. Por aquí hay buenos restaurantes, pero si no tiene ganas de salir, no debe perecer de hambre y de sed. Aquí estará usted seguro. El guarda del inmueble es un nubio de confesión cristiana y un amigo totalmente fiel. La muchacha dejó las provisiones sobre una mesa. -¿Le ha complacido la nueva visita al museo de El Cairo? -preguntó, traviesa. -Ateya... Usted sabía que el abate Pacomio iba a descubrirme el Arca de la Alianza, ¿no es cierto? -Honestamente, sí. -Su papel es mucho más importante de lo que usted me permite suponer. Me gustaría... -A mí me gustaría pasear. Hace un atardecer delicioso; el sol es de una dulzura casi irreal. ¿Me acompaña? En los barrios elegantes de El Cairo el uso del velo había desaparecido casi por completo. Las mujeres y las muchachas deambulaban con la cabeza desnuda, aprovechando la libertad a la europea. Incluso algunas musulmanas practicantes habían abandonado esa costumbre.
Ateya había decidido descubrir a Mark la isla de Roda, al sur de Zamalek. Tomaron un camino que flanqueaba el Nilo, bordeado de acacias y buganvillas. Allí, el incesante tumulto de la gran ciudad se alejaba y se podía pensar en los fabulosos jardines de los antiguos egipcios, donde, al caer la noche, se sentaban bajo una pérgola para disfrutar del suave viento del norte. Diez perfumes flotaban en el aire. Ateya parecía feliz, casi relajada. Mark no quería romper ese momento mágico, pero necesitaba conocer la verdad. -Es usted la mano derecha del abate Pacomio, ¿no es cierto? -Digamos que me concede su confianza. -De modo que no ignora sus iniciativas ni lo que a mí me concierne. -Ayudo al abate lo mejor que puedo. Es un hombre extraordinario, y sólo se preocupa por el bien del prójimo. -Corre usted demasiados riesgos, Ateya. Si su papel es tan activo, acabará llamando la atención y estará en peligro. -¡Soy consciente de ello, pero qué importa! Los coptos corren el peligro de desaparecer, debo luchar a mi modo para salvarlos. Si la tormenta devasta Egipto, serán los primeros afectados y la cultura de mis antepasados será destruida. -No soporto verla expuesta de ese modo. -¿A qué viene tanta solicitud, señor Wilder? -Porque... Porque la amo. La joven se detuvo, Mark la imitó. No lejos, un viejo jardinero cuidaba un macizo de hibiscos. El sol no tardaría en ponerse y el Nilo se teñía ya de oro. -Hay palabras que no deben pronunciarse a la ligera -murmuró ella. -No sabía cómo decirlo, pero me quedé por usted. La amo desde nuestro primer encuentro. Ateya contempló el río.
-¿Por qué voy a creerle, señor Wilder? -¿Acaso mi verdadero padre, Howard Cárter, no se enamoró de una egipcia? Hasta hoy, sólo he sentido pasión por mis expedientes y por mi carrera. Encontrarla a usted lo cambió todo; nunca hubiera imaginado algo así. -¿Desea usted sinceramente encontrar los papiros de Tutankamón? -Con la condición de saber que usted está segura. -¿Quién podría estarlo si estalla la tormenta? Y necesita usted mi ayuda. Regresemos, cenaremos en mi casa. ¡La muchacha no le rechazaba, no se indignaba, aceptaba incluso compartir la velada con él! En el séptimo cielo, Mark saboreó aquel instante en que la felicidad era aún posible. Ciertamente se trataba sólo de un sueño, pero Ateya era muy real y aceptaba escucharle. No le ocultó nada de su pasado, de sus dudas y sus errores. Penetraron juntos en el apartamento de Zamalek, bañado por los últimos fulgores del poniente. Ateya no encendió la luz y se volvió hacia Mark. Entonces quedaron frente a frente, mirándose a los ojos, durante largos segundos. Él no se atrevía a comprender. -Ateya... Cuando posó la mano en la mejilla de la joven, ella no retrocedió, sino que, lentamente, se acercó a él. Cuando sus cuerpos se tocaron, él dejó de respirar unos instantes. Con torpeza y ternura, la abrazó. -También yo te amo -murmuró ella. Invadido por la emoción y el deseo, la besó como un joven amante que descubriera un paraíso hasta entonces inaccesible. Esa noche, se olvidaron de cenar.
36 Al abrir los ojos, Mark intentó reunir los jirones de su maravilloso sueño para no olvidar ni uno solo de ellos. Naturalmente, esa noche de amor no había existido nunca. Y sin embargo, Ateya estaba allí, desnuda, de pie ante la ventana, admirando la salida del sol. El sueño no se quebró. Se levantó y la tomó en sus brazos. -Creo que es algo muy serio, Mark. Serás mi único amor. Según los antiguos egipcios, cuando un hombre y una mujer viven bajo el mismo techo, están casados. -Tú eres cristiana, ¿no deberíamos pedir al abate Pacomio que regularizara la situación? Ella sonrió. -Convertirme en tu esposa... ¿No estarás pensando en eso? -Serás mi único amor, Ateya. Tanto el uno como el otro sabían que no hablaban a la ligera. Más allá de la unión de los cuerpos y de la fiesta del deseo, un vínculo inalterable acababa de crearse entre ambos. -Ya no somos unos adolescentes -objetó ella-. Tu vida está en Nueva York, la mía aquí. -Mi vida, no: sólo mi trabajo. Y tú eres mucho más importante que cualquier carrera. Se abrazaron apasionadamente. -Cómo me gustaría creerte -murmuró ella. -Te digo la verdad, Ateya. Para demostrártelo, llevaré a cabo la misión que se me ha confiado. Luego, edificaremos juntos nuestra vida. Ateya y Mark caminaban hacia un restaurante del centro cuando un vendedor de tortas se dirigió al norteamericano. -Tres mandarinas por un dólar.
En árabe, mandarina se decía Yussef Efendi, «señor José», pues éste era considerado el responsable de la introducción de esa fruta en Egipto. Mark pensó en el José de la Biblia, tal vez enterrado en el Valle de los Reyes, y sobre todo en Mahmud, que de aquel modo acababa de ponerse en contacto con él. -Sígame hasta la berlina negra, en la esquina de la calle -exigió el mercader. El abogado miró a Ateya. -No puedo negarme. Sus manos se estrecharon con fuerza, sus miradas se unieron. Mark subió a la parte trasera de la berlina. Mahmud tenía el semblante hosco. -Vamos a casa de Jimmy -ordenó al conductor, que arrancó de inmediato. El coche intentó abrirse paso en un monstruoso atasco provocado por el choque frontal entre un autobús atestado y un camión que transportaba sacos de cemento. -Nuestro chófer no habla ni una sola palabra de inglés -advirtió Mahmud, utilizando esa lengua-. Lo llevo a casa de Nasser, quiere verle. -¿Por qué razón? -Uno de mis informadores le habló de una de nuestras entrevistas, y Nasser me preguntó por usted. Le dije quién era y qué relación nos unía. Puesto que busca contactos en todas partes, especialmente entre los norteamericanos, quiere asegurarse de que es usted un elemento seguro, apto para comprender bien su causa. -Supongo que el encuentro no carece de riesgos. -Todo lo que se refiere a Nasser supone un peligro -aceptó Mahmud-, Pero no tiene usted elección. Mark no protestó. El amor de Ateya le hacía invencible, y tenía ganas de conocer al hombre decidido a hacer temblar a Faruk. -¿Se ha puesto en contacto con el canónigo
Drioton? -preguntó Mahmud. -Todavía no. Al parecer, siente usted pasión por esa historia de los papiros. -Si su contenido puede provocar un desastre, más valdrá evitar que reaparezcan. -¿Y si, por el contrario, permitiera evitarlo? -Entonces, encuéntrelos cuanto antes. -¿Cómo debo comportarme ante Nasser? -¿Acaso un abogado no sabe adaptarse a todas las situaciones? Desconfíe: es astuto y perspicaz. Sobre todo no le subestime y no intente engañarle con piruetas verbales. Muéstrese preciso y decidido, sin ambages. ¿Ha transmitido ya las informaciones a la CIA? -Mi amigo John comienza a estudiarlas18. La berlina se detuvo a una buena distancia del domicilio de Jimmy, el nombre en clave de Nasser. Bajo la protección de varios hombres armados, Mahmud y Mark Wilder efectuaron a pie el resto del trayecto hasta una casa de Manchiet el-Bakri, un barrio de El Cairo. Se había convertido en el cuartel general de la revolución, vigilado día y noche por los centinelas. Nasser almacenaba allí armas y se reunía con sus colaboradores más cercanos para establecer del mejor modo sus planes de combate. Modestamente amueblada, la morada tenía, sin embargo, la comodidad aceptable para un teniente coronel atraído por Occidente que se imponía un deber de austeridad pero no renunciaba al obligatorio sofá, a los almohadones ni a la sala de huéspedes tradicional. Oficialmente, el dueño de la casa recibía de buena gana a viejos amigos, ejerciendo el sentido de la hospitalidad tan característico de los egipcios. Y pretendían entregarse a sesiones de espiritismo. La policía de Faruk no había advertido nada sospechoso, y Nasser seguía siendo un perfecto Sobre los contactos de los Oficiales Libres con la CIA, véase Miles Copeland, The Game ofNations, Nueva York, 1969. 18
desconocido. Sin embargo, en cuanto Mark le vio, tomó conciencia del poder físico y psíquico de aquel coloso de un metro ochenta y cuatro. Su mirada y su nariz eran las de un águila dispuesta a lanzarse sobre su presa, sin dejarle la menor posibilidad de escapar. -Celebro recibirle en mi casa -dijo Nasser con una inquietante sonrisita-. Siéntese. ¿Té? -Con mucho gusto. El abogado se preguntó si saldría vivo de aquel antro, una especie de colmena donde trabajaban sin descanso los partidarios del jefe oculto de la revolución. -¿Es usted amigo de Faruk, señor Wilder? -Fui invitado a su boda y cené con él en Le Scarabée, en compañía de Pulli. Desea confiarme algunos casos. -Acepte -le recomendó Nasser-. De lo contrario, desconfiará de usted y le causará problemas. ¿Qué opina Estados Unidos de la situación egipcia? -Le falta información y se limita a las apariencias: un rey que controla el país mientras el canal de Suez, un elemento vital para la economía, sigue en manos de los ingleses. -¿Acaso se le ha escapado la humillación del ejército? -¿Puede oponerse realmente a las fuerzas británicas? Estados Unidos cree en la democracia y en la emancipación de los pueblos. Cualquier movimiento que discurra en esa dirección será apoyado. -No piensen en exportar a Egipto su modelo democrático -le interrumpió Nasser-. Dar libertades a mi pueblo equivaldría a soltar a unos chiquillos en plena calle, serían aplastados muy pronto. Lo que necesitamos es el fin de la tiranía, el regreso al nacionalismo y al islam tradicional, descartando la violencia. Podemos conseguirlo, siempre que
seamos escuchados y comprendidos. Dada su posición de jurista y político, ¿acepta transmitir mi proyecto a las autoridades norteamericanas y pedirles, como mínimo, una estricta neutralidad? -Acepto. -Los norteamericanos y los ingleses son fieles aliados, ¿no es cierto? Y sin embargo, éstos nos ocupan y nos oprimen. Es una injusticia intolerable. Si Estados Unidos lo admite, le estaré agradecido. -También se lo haré saber. -Sea un mensajero eficaz, señor Wilder, y creo que nos ayudará a evitar una tragedia. Convénzase, sobre todo, de que iré hasta el final, suceda lo que suceda.
37 Quédate, Mahmud -ordenó Nasser-. Tenemos que hablar. El agente de enlace de los Oficiales Libres intentó mantener la calma. Mark había salido indemne del cuartel general de la revolución, pero ¿tendría él la misma suerte? Si Nasser se había olido su verdadero papel, sólo le quedaban unos minutos de vida. Su jefe consultó el expediente de Wilder. Siguiendo su método, incluía sobre todo fotografías desde distintos ángulos. Nasser consideraba que no existía un modo mejor de conocer a un individuo y de saber cómo utilizarlo. -¿Qué te parece ese norteamericano, Mahmud? -Juega a ser un turista mientras cumple la misión que le ha confiado la CIA. Pero su comportamiento era revelador y conseguí identificarlo. Gracias a él estamos en contacto directo con la red de espionaje estadounidense, implantada desde hace poco en Egipto. -¿Cuáles son las verdaderas intenciones de Estados Unidos? -Lo ignoro. Y creo que Wilder también. Acaba de descubrir una situación que puede resultar explosiva y debe aguardar las decisiones de sus jefes. -Tú y tus hombres no lo perderéis ni un momento de vista. Por las fotos, el tipo me parecía interesante. Y no me ha decepcionado. Muy pronto comprenderá que Faruk es sólo un odre lleno de vanidad y un tirano incapaz de actuar, tanto le oscurecen la visión su corrupción y su lujuria. Entonces se volverá hacia nosotros, los Oficiales Libres, y nos ayudará a tomar el poder. -Mostrémonos desconfiados de todos modos -recomendó Mahmud-. Como usted mismo ha recordado, los norteamericanos son aliados de los ingleses.
-Estados Unidos hará su propio juego, estoy seguro de ello. Y nos proporcionará armas para librarnos del ocupante. Mahmud, has hecho un buen trabajo al encontrar al tal Wilder. Relajado, Nasser encendió un cigarrillo y comenzó a leer un periódico inglés. Se obligaba a leer a diario la prensa nacional e internacional, fijándose en lo que le sería útil para el porvenir. La entrevista había terminado. Con la camisa empapada en sudor, Mahmud salió de la casa de Manchiet el-Bakri, subió a una moto y se dirigió hacia el centro de El Cairo. De modo que el jefe de la revolución seguía confiando en él. Aliviado, Mahmud iba a tomarse algunos whiskies antes de acostarse. A pesar del alto riesgo que entrañaba, la entrevista entre Nasser y Mark Wilder había terminado de un modo satisfactorio. Dada la violenta personalidad de ese a quien llamaba el bikbacbi, «el hijo del cartero», el norteamericano haría un informe decisivo para John. Y la CIA nunca concedería su ayuda a un personaje tan peligroso. La revolución quedaría arrancada de raíz y Occidente obligaría a Faruk a reformar apaciblemente Egipto, modelo para Oriente Próximo y garante de la paz. Yendo a la par, desarrollo económico y progreso social se nutrirían con el ejemplo europeo, descartando los extremismos. Por fin Mahmud tenía motivos para alegrarse. Ateya abrió la puerta y se lanzó a los brazos de Mark. -No he dejado de temblar -reconoció-. Y sin duda he bebido demasiado. -Para serte sincero, he estado a punto de reventar de miedo. Se desnudaron mutuamente, hambrientos de placer. Tendidos de espaldas, uno junto al otro, con las manos entrelazadas, saborearon el milagro de su
unión. Durante intensos momentos de felicidad, olvidaron todo lo que no fuera su amor. -¿Con quién has hablado? -preguntó la muchacha. -Con Nasser, un Oficial Libre que, al parecer, es el jefe oculto de un grupo de revolucionarios. -Los hay a decenas como él, casi todos manipulados por la policía secreta de Faruk. Israel destruyó el ejército egipcio e Inglaterra se guarda mucho de proporcionarle medios para reconstruirse. Múltiples facciones sueñan con la independencia, pero el grueso de las tropas no las seguirán. Los generales nombrados por el rey las controlan con mano de hierro. -De todos modos, Nasser me ha impresionado... Parece decidido a actuar. -¡Un fanfarrón como tantos otros! Su revolución se limitará a discusiones de café y a algunos chistes cairotas. Debo hablarte de un personaje realmente importante: el canónigo Drioton... -¿El abate Pacomio ha obtenido una cita con él? -Tú y él cenaréis esta noche en casa del canónigo. -¿Tú lo conoces? -Pacomio me ha pedido que te lo describiera para que no te sorprendieras. Ven, he preparado una pequeña comida. Vestidos ambos con una chilaba azul claro, degustaron un kochari, un plato compuesto por arroz, lentejas y cebollas asadas, y una deliciosa crema de vainilla y azahar. -Étienne Drioton nació en Nancy, en Francia, el 21 de abril de 1889 -indicó Ateya-. Su padre editaba obras religiosas y el joven Étienne lo aprovechó para publicar una gramática del jeroglífico egipcio. A pesar de su compromiso cristiano, la vieja civilización de los faraones le atraía de un modo irresistible. Georges Benedite, de confesión israelita y conservador del museo del Louvre, consiguió integrar a Drioton, sacerdote católico, en su administración, muy hermética, sin embargo.
Canónigo honorario de la catedral de Nancy y egiptólogo, efectuó su primera misión en Egipto en 1924 y fue nombrado director del Servicio de Antigüedades en 1936, sucediendo a Pierre Lacau. -¡Lacau, el gran enemigo de mi padre, Howard Cárter! -Nadie añoró al predecesor de Drioton. A éste el gobierno le impuso una condición: que abandonase su sotana de sacerdote. Dirigir la arqueología egipcia, de acuerdo, pero ¡no vestido de cura! Dada su pasión por el oficio y su sentido del humor, aceptó. Y desde 1936, lleva a cabo una carrera de investigador y administrador, mientras forma a jóvenes sabios. Pero eso no es lo esencial. Drioton se ha convertido en uno de los amigos del rey Faruk, que lo considera su egiptólogo oficial porque lo disuadió de comprar algunas falsificaciones y le evitó ponerse en ridículo. Además, enseñó al monarca a descubrir las maravillas del arte faraónico haciéndole visitar los grandes parajes. Conquistado, Faruk le concede los créditos necesarios para el buen funcionamiento del Servicio de Antigüedades, y el rey no duda en abrir sus propias arcas para financiar ciertas excavaciones. Como contrapartida, las frecuentes visitas de Drioton al palacio le granjean profundas enemistades. Se le considera un vasallo del tirano y algunos no vacilan en tenderle trampas para poner en duda su moralidad. No obstante, hasta hoy, la prudencia y la perspicacia del canónigo han triunfado. En fin, Drioton tiene una notable especialidad: es el único egiptólogo capaz de descifrar las inscripciones jeroglíficas redactadas de acuerdo con un código criptográfico, ya se trate de unas pocas líneas en la parte plana de los escarabeos o de textos desarrollados. Ha puesto a punto un método de lectura de esta escritura secreta del que sus colegas dicen pestes, pero él se obstina en defenderlo.
-De modo que sabría traducir las enigmáticas inscripciones de las capillas de Tutankamón y las de los papiros, probablemente cifradas. -Sin duda alguna. Hace mucho tiempo que el canónigo obtuvo una certeza: según textos indiscutibles, desconocidos por el gran público, los sabios de Egipto eran monoteístas. Pero ¿puede el sacerdote aceptar realmente todas las consecuencias del descubrimiento del egiptólogo? -El hombre debe de sentirse bastante mal -aventuró Mark. -¡Pues no lo aparenta en absoluto! La entrevista podría resultar decisiva. Si Faruk se ha procurado los papiros de Tutankamón, Drioton conoce forzosamente su escondite.
38 El canónigo Drioton era un hombre grueso y jovial, de los que saludan con un franco apretón de manos. Había cambiado el tarbush oficial, ni demasiado alto ni demasiado bajo, por una boina, y fumaba en pipa. Su traje colonial, de corte clásico, se adornaba con una corbata de un rojo vivo, y nadie sospechaba que aquel alto funcionario de un Estado musulmán había recibido la autorización de la jerarquía romana para llevar ropa profana. Drioton recibió cálidamente a su antiguo amigo Pacomio y a Mark Wilder. Les presentó a las dos mujeres que cuidaban de su vivienda oficial, su madre y una de sus hermanas, una religiosa secularizada. La madre del canónigo, de origen borgoñón, era una cocinera excepcional, y quienes tenían la suerte de ser invitados a su mesa guardaban de ella un grato recuerdo. El clan Drioton tenía fama de goloso, y también cierta tendencia a engordar. -¿Cómo se encuentra usted, estimado Pacomio? -Estupendamente, mi querido canónigo. -Creo que usted y su amigo disfrutarán mucho. Tras algunos entrantes, mi madre les hará probar un pato con aceitunas acompañado por una salsa que es su especialidad. ¿A qué debo el honor de este encuentro con un nuevo comensal? -Mark Wilder es un gran abogado y político norteamericano apasionado de Egipto y quería conocerlo. -¡Me halaga usted, señor Wilder! Soy sólo un modesto investigador al servicio de la egiptología, esa ciencia magnífica y compleja que nos permite descifrar una civilización prodigiosa. ¿Qué les parecería un dedo de meursault como aperitivo? Luego proseguiremos con el borgoña tinto. -Está usted bien instalado -observó Mark.
-¡Ah, incluso he convivido con los más ilustres huéspedes! Poco tiempo después de mi llegada, se almacenaron aquí algunos sarcófagos de reyes y reinas. Todas las mañanas decía misa en su presencia, con la esperanza de no molestarlos demasiado. Casi lamenté su partida, tan cercanos me parecían esos silenciosos fieles. La reputación de la señora Drioton no era exagerada. Ni siquiera un asceta llegado de lo más profundo del desierto podría haber resistido el talento de la cocinera. -¿Le interesa a usted algo en especial, señor Wilder? -preguntó el canónigo. -Los tesoros de Tutankamón. -¡Dios mío, lo comprendo perfectamente! El descubrimiento de Howard Cárter deslumhró al mundo entero. Por desgracia, tantos años después, el estudio a fondo de esas maravillas está muy lejos de haber concluido. -Hablé con sir Alan Gardiner, en Londres, y deploró que Cárter no hubiera conseguido publicar un estudio científico que hiciera justicia a su titánico trabajo. -Había seis volúmenes previstos, en efecto. Gardiner está en contacto con las autoridades egipcias para lograr que el proyecto se consuma, pero estamos en Oriente, donde el arte de la paciencia alcanza su máximo apogeo. -Mi curiosidad se refiere sobre todo a los papiros -concretó Mark. Por unos instantes, el tenedor del canónigo permaneció suspendido en el aire. -¿Qué papiros? -Los que se conservaban en la tumba de Tutankamón. -¡Está usted confundido, señor Wilder! Cárter esperaba encontrarlos, pero quedó cruelmente decepcionado. ¡No halló la menor hoja de papiro! -¿Sabía Howard Cárter interpretar los jeroglíficos?
-Era un autodidacta, supremo crimen para los universitarios. No dejaron de calumniarlo, de tratarlo de ignorante, cuando leía perfectamente los jeroglíficos y era capaz de escribirlos también. En el álbum de un director de irrigación 19 escribió incluso, en mayo de 1919, una dedicatoria inspirada en un antiguo texto a las «potencias (kan) de su casa». Pobre Cárter... Su carácter íntegro y su negativa a hacer concesiones le valieron muchas jugarretas. -Y por lo que se refiere a los eventuales papiros de Tutankamón, ¿no tiene usted, pues, ninguna duda? -Ninguna -afirmó Drioton-. Olvide esa quimera y conságrese mejor a las verdaderas obras maestras. No creerá usted en la maldición del faraón, ¿verdad? ¡Qué historia tan absurda! Evidentemente, cuando la prensa publicó las terroríficas fórmulas contra los profanadores, todo el mundo se echó a temblar. Todavía las recuerdo: «Aniquilados sean quienes mancillan mi nombre y mi tumba, destruiré a quien cruce el umbral de mi sagrada morada, yo, que vivo eternamente. Las alas de la muerte golpearán a los saqueadores». Impresionante, ¿no es cierto? Pero hay un detalle molesto: los textos son puras invenciones de periodistas y ocultistas amantes del sensacionalismo. Ni una sola de esas frases figura en la tumba o en los objetos que ésta contenía. Esa tomadura de pelo perjudicó mucho a Cárter. Le acusaron de explotar la credulidad humana para convertirse en una estrella del momento. -¿No perecieron en extrañas circunstancias algunos miembros del equipo de Cárter? -preguntó Mark. -¡De ningún modo! -replicó Drioton-. Gardiner, que estudió las inscripciones de la tumba, sigue todavía en pie y tiene una vista de lince, usted mismo lo Se trata de Gino Antonio Lucovich. El texto fue publicado por T. G. H. James, The Path to Tutankhamun, Londres, 1992, p. 206. 19
habrá comprobado. Y el doctor Derry, que se encargó de la autopsia de la momia, está vivito y coleando. El fotógrafo Harry Burton, muy amigo de Cárter, murió en 1940, a la edad de sesenta y un años. ¡Y podría enumerarle todos los demás casos! No preste atención alguna a esas tonterías. Sólo estaban destinadas a hacer vender papel y dañaron la reputación de Cárter. -¿Los arqueólogos disimulan alguna vez sus hallazgos? Drioton se atragantó. Un vaso de borgoña hizo pasar el bocado de pato y le permitió recuperar el aliento. -No comprendo su pregunta. -Supongamos que un descubrimiento fuera demasiado... explosivo. Si el científico se siente responsable de las consecuencias que puede tener si sale a la luz, ¿no impone la ley del silencio? -Con frecuencia hay retrasos en las publicaciones, debidos a circunstancias materiales -admitió Drioton-, pero nada más. ¿En qué ejemplo concreto está usted pensando? -En los papiros de Tutankamón. Si contienen revelaciones que pueden poner en peligro el equilibrio en la región, o incluso algo más, ¿no sería la mejor solución ponerlos en un lugar seguro, lejos de las miradas indiscretas? -Eso es del todo inverosímil -consideró el canónigo-. Sobre todo porque no han existido nunca. Probemos los postres preparados por mi madre: natillas caramelizadas y suflé de limón. Y tengo en reserva un viejo armañac destinado a mis huéspedes distinguidos. El abate Pacomio, que guardaba un extraño silencio, parecía estar disfrutando. -He iniciado el estudio de los archivos de Cárter -reveló Mark-. Después de Estados Unidos e Inglaterra, continuaré por Egipto. Supongo que el museo de El Cairo posee numerosos documentos.
-En efecto -reconoció Drioton. -¿Podría tener acceso a ellos? -En teoría, ¿por qué no...? Pero el museo es el museo, una verdadera cueva de Alí Babá donde a veces es difícil aclararse. -Imagino la magnitud de sus muchas tareas, señor canónigo, y lamentaría mucho molestarle. De un modo u otro, y sin perder tiempo, ¿aceptaría usted ayudarme? -Claro, claro... Pediré una autorización. Pero ¡no sea demasiado impaciente! Hay que obtener el acuerdo de distintos responsables y, sobre todo, echar mano a los archivos en cuestión. Con tacto y paciencia, tenemos posibilidades de lograrlo. -Me gustaría solicitar otro favor. Drioton frunció el ceño. -Su reputación de especialista en criptografía egipcia ha cruzado las fronteras. ¿Podría usted mostrarme cómo consigue leer un texto en escritura enigmática? Una amplia sonrisa animó el rostro del canónigo. -Un momento. El hombre abandonó la mesa y, con paso rápido, se dirigió a su despacho, de donde regresó llevando un escarabeo de loza. Mientras saboreaba el armañac, descifró el texto inscrito en la parte plana del escarabeo: votos de felicidad y larga vida destinados al faraón.
39 En la biblioteca del abate Pacomio reinaba una extraña atmósfera que Mark no había advertido en ninguna otra parte. Sus miles de libros antiguos no eran objetos inertes sino, más bien, atentos guardianes, encargados de proteger una sabiduría que escapaba a los acontecimientos profanos. -¿Realmente la maldición de Tutankamón es sólo una tontería? -se preocupó Mark. Pacomio tomó de un anaquel un grueso volumen consagrado a inscripciones jeroglíficas de la Decimoctava dinastía, la de Tutankamón, y mostró a su huésped la advertencia de Ursu, un gran dignatario: «Quien viole mi tumba en la necrópolis será un hombre odiado por la luz; no podrá recibir agua en el altar de Osiris, morirá de sed en el otro mundo y no podrá transmitir sus riquezas a sus hijos». -Drioton se guardó mucho de citar textos auténticos como éste, pues desconfía del poder mágico de los antiguos egipcios, que prefiere negar. En el caso de Tutankamón, todo dió comienzo el 6 de noviembre de 1922, en Luxor, poco tiempo antes del descubrimiento de la tumba, cuando una cobra se tragó el canario de Cárter, en su propia casa. Para los habitantes de la orilla izquierda, no cabía duda alguna: el espíritu del rey, con la forma del temible uraeus, dirigía una seria advertencia al arqueólogo. El pájaro de oro, ciertamente, anunciaba el descubrimiento de una tumba llena del preciado metal, pero también una tragedia. Yo estaba presente cuando Cárter y lord Carnarvon procedieron a la apertura oficial de la cámara funeraria. Uno de sus enemigos, un inspector del Servicio de Antigüedades llamado Arthur Weigall, no había sido autorizado a acompañarles y debía limitarse a asistir a su triunfo, sentado en el
parapeto que dominaba la última morada de Tutankamón. Cuando vio a Carnarvon bajando por la escalera, Weigall le dijo a un reportero: «Si baja con ese estado de ánimo, no le doy más de seis semanas de vida». Y seis semanas más tarde, Carnarvon estaba muerto. Se habló de una picadura de mosquito que se habría infectado, pero también de un objeto puntiagudo, como una flecha real, que le hubiera herido. Fuera como fuese, a la hora de su muerte, a las dos menos cinco, del día 5 de abril de 1923, todas las luces de El Cairo se apagaron y nadie pudo dar una explicación a esa extraña avería. En el mismo momento, Suzy, la foxterrier de Carnarvon que se había quedado en Highclere, aulló de desesperación y acompañó a su maestro hacia el más allá. Tras la autopsia de la momia de Tutankamón, en 1925, se insinuó que el faraón y el lord se habían visto afligidos por una misma herida en la cabeza. El creador del famoso detective Sherlock Holmes, Conan Doyle, no vaciló en formular un diagnóstico afirmando que el faraón había puesto fin a los días del profesor. Y las brutales muertes de visitantes de la tumba se encadenaron, especialmente las del hermanastro de lord Carnarvon y la de Arthur Mace, uno de los principales colaboradores de Cárter. Una especie de pánico se extendió por Inglaterra, donde algunos particulares mandaron al British Museum los objetos egipcios que poseían, por miedo a ser víctimas de la maldición. Algunos políticos norteamericanos, serios y respetados, pidieron que se estudiaran las momias conservadas en los museos para determinar si eran un peligro para los visitantes. Por lo que se refiere al profeta de la desgracia, Arthur Weigall, sucumbió de una «fiebre desconocida» y fue considerado la vigesimoprimera víctima de Tutankamón. -Pero el principal responsable del descubrimiento, Howard Cárter, sobrevivió. -Sí, pero de una extraña manera -recordó el abate
Pacomio-. Diez años de agotadora labor durante los cuales fue atacado sin cesar e, incluso, expulsado de la tumba, sin obtener el menor reconocimiento oficial. Padeció la soledad y una larga enfermedad, y no llevó a cabo ni una sola excavación más, como si su trabajo nunca hubiera demostrado nada. Mark se sintió turbado. -Esa maldición... ¿Cree usted en ella? -Si existiera, ¿renunciarías a buscar los papiros? La gravedad de la pregunta y el tuteo sorprendieron al estadounidense. -El miedo nunca me ha impedido avanzar. -Existe un demonio especialmente temible, el Salawa, dotado del poder del dios Set, que puede lograr que estallen tormentas y cataclismos. Sembró el terror en Luxor mientras tu padre excavaba la tumba de Tutankamón, luego durmió durante largos años. Hoy, ha despertado e intentará impedir que lo consigas. -¿Qué aspecto tiene? -El del peor de los depredadores: un hombre. Mientras permanece en su estado de chacal, se limita a guardar las necrópolis y a apartar de ellas a los profanos. Pero si se transforma en humano, se dispone a matar o a destruirlo todo. -¿Tiene usted algún medio de combatirlo? -Eso espero -aseguró el abate Pacomio-. Confeccionaré un talismán que deberás llevar siempre encima. Te evitará lo peor. A pesar de sus certezas de hombre moderno y racional, a Mark no le llegaba la camisa al cuerpo. Por medio de una caña finamente cortada, Pacomio dibujó varios jeroglíficos en un pedazo de papiro de excepcional calidad: el espejo que significaba «vida», el pilar, «estabilidad», la columnilla con capitel floral, «florecimiento», y la tela doblada, «coherencia». Añadió a ello la imagen del doble león: «Ayer y mañana», y completó el conjunto con una plegaria a Isis, protectora del niño
Horus, que buscaría a Set, con el deseo de aniquilarlo. La tinta especial estaba compuesta por agua de rosas, azafrán y cilantro. El abate enrolló el papiro y lo incensó largo rato. Luego lo entregó a Mark. -Sobre todo, no te separes de esto, y que el dios oculto, padre de los padres y madre de las madres, te proteja. El demonio de las tinieblas percibirá la presencia del talismán y no se atreverá a acercarse a ti, por miedo a ser presa de las llamas. Aunque escéptico, el norteamericano aceptó de todos modos tomar esa protección. -¿Y si el Salawa fuese un asesino del todo humano al servicio de gente que se niega a ver aparecer los papiros de Tutankamón? -Ten la seguridad de que se comportará como tal. Gracias a la magia, percibirás su proximidad. Luego, habrá que luchar. Y nadie conoce el resultado del combate. -¿Quién lo manipula? -Pronto lo sabré. -¿Drioton está decidido a ayudarme? -Te obtendrá la autorización para consultar los archivos de Cárter, y tal vez encuentres allí valiosísimas indicaciones. Pero nuestro querido abate permanece a la defensiva, y todavía tiene muchas cosas que enseñarte. Volveréis a veros y tendrás que convencerlo para que confíe en ti. Bajo la máscara de la bondad, el canónigo es un hombre decidido y valeroso, y defenderá a su amigo Faruk, pues es el último que sirve, a su modo, a la causa de la egiptología. -O sea, ¡debo armarme de paciencia! -¿Viste a Nasser? -preguntó Pacomio en un tono más bien indiferente. -Es un tipo decidido, también él, pero sin la menor bondad. Ese oficial es un jefe de guerra. A mi entender, sería un error no tomárselo en serio. -Mahmud no se equivocaba, pues... Nasser es el
jefe oculto de la revolución. ¿Qué espera de ti? -Que solicite la ayuda de la CIA o, al menos, su neutralidad. -No veo cómo los Oficiales Libres pueden conseguir arrastrar al ejército y derribar a Faruk. Ese tirano patoso sigue siendo temible y parece dominar con mano férrea el país. -Cumpliré mi misión con el amigo John -prometió Mark-, y mi papel habrá terminado. -Esperémoslo así. -¿Cree usted que Faruk posee el papiro de Tutankamón? -No lo sé. Un amigo te acompañará a tu casa. Mark pareció molesto. -No tienes por qué ocultarle nada a Ateya -declaró el abate-. Es una mujer de confianza y todavía puede hacerte descubrir muchas maravillas.
4o En Luxor, aquel soleado y tibio mes de diciembre la temporada de excavaciones estaba en pleno apogeo. De modo que el Profesor inspeccionaba cada paraje para comprobar cómo progresaban las tareas y asegurarse de la buena marcha de las investigaciones. Todos temían su juicio, pues en cualquier momento podía meter palos en las ruedas o bien facilitar la existencia de los equipos. Por fortuna, acababa de librarse de la pequeña y sobreexcitada egiptóloga francesa que lo sabía todo sobre todo; continuaría haciendo estragos en París, pero ya no turbaría la tranquilidad de la orilla oeste de la antigua Tebas. A la entrada del Valle de los Reyes, un jefe de los trabajos se dirigió al Profesor. Era alto y su rostro estaba picado de viruelas, parecía trastornado. -¿Puedo hablar con usted, Profesor? -Te escucho. -El Salawa ha vuelto. -Eso es sólo una leyenda, amigo mío. -¡Sabe usted muy bien que no! Esta noche ha raptado a otro niño, y hemos encontrado su cadáver en el camino que lleva a la cima de Occidente, donde reina la diosa del Silencio. Hemos consultado a varios jefes, y todos han sido muy claros. ¡El Salawa es el autor del crimen! -¿Has avisado a la policía? -Es inútil, ya que temen atraer la cólera del demonio. Durante la exploración de la tumba de Tutankamón, el Salawa no dejó de aterrorizar la región, y luego regresó a las tinieblas. Muchos piensan que usted ha intervenido para hacerlo renacer utilizando las fórmulas mágicas de los Antiguos. -Me atribuyen demasiados poderes. -¡Hay que actuar, Profesor! Muchos de los obreros
están enfermos y no quieren seguir trabajando en las excavaciones. -¿El Salawa ha atacado a alguna familia en especial? -La del jefe de equipo de Howard Cárter. -Sobre todo, que los miembros de esa familia no hablen con nadie y que mantengan a sus hijos en casa. El Salawa detesta a los parlanchines. -¿Le... le impedirá usted hacer daño? -Roguemos a Dios que nos proteja, amigo mío. El Profesor almorzó después con algunos dignatarios de la provincia a quienes mantenía al corriente de los programas de excavación. No dejaba de ofrecer las sumas necesarias para sus buenas obras, de modo que pudiera mantener un necesario clima de simpatía. Uno de ellos le habló al oído. -La población de la orilla oeste parece turbada por una historia de apariciones, y vuelve a hablarse de la maldición de Tutankamón... Imagino que usted lo desmentirá, naturalmente. -Naturalmente. Pero le aconsejo que haga un despliegue policial para apaciguar toda inquietud. -Excelente idea. Debemos impedir que los turistas huyan, Luxor necesita sus divisas. -Tranquilícese, por favor, este incidente no va a tener consecuencia alguna. Al ocaso, el Profesor regresó a su confortable vivienda oficial. Tras haber clasificado expedientes, despachó a sus criados, encendió un cigarrillo y volvió a leer los párrafos del Libro de los muertos consagrados a Anubis, el dios con cuerpo de hombre y cabeza de chacal que conocía los secretos del más allá y los caminos que llevaban de lo visible a lo invisible. De pronto, todas las luces de la casa se apagaron. Y el cigarrillo se consumió por sí solo. El Profesor ni siquiera intentó encender una vela, pues su mecha quedaría destruida también. Trató de
acostumbrarse a la penumbra y se resignó a esperar. Y entonces llamaron a su puerta. Golpes sordos, como los provocados por algo metálico. Era inútil ir a abrir, pues su visitante sabía cruzar todos los umbrales. El Salawa se desplazaba sin hacer ruido, como si no pesara siquiera. Sin embargo, había adoptado la apariencia de un coloso de ancho pecho pero con la cabeza fina y alargada, evocando la de un chacal. A pesar de la penumbra, tenía un aspecto salvaje. -¡De modo que has regresado! ¿Por qué te has despertado? Las manos del Salawa eran impresionantes, sus dedos eran mucho más grandes de lo normal. Se apoderó de una caja y, sin aparente esfuerzo, la rompió en varios pedazos. -La situación es realmente grave, entonces... ¿Es el alma de Howard Cárter que reclama justicia? El Salawa asintió con la cabeza. -Así pues, aterrorizar la orilla oeste y matar niños no basta para acabar con el peligro -concluyó el Profesor. El Salawa asintió de nuevo. -En Luxor no identificaremos a los responsables -aseguró-. ¿Debemos ir a El Cairo? La cabeza del Salawa se inclinó por tercera vez. -Entendido, yo me encargo de todo. Regresa a tu antro y acude a la estación pasado mañana. Tomaremos el mismo tren. El Salawa se retiró entonces y las luces se encendieron de nuevo. El Profesor estaba inquieto. En El Cairo, el asesino surgido de las tinieblas estaría en terreno desconocido y su eficacia podría quedar disminuida. Tendría que afrontar unas condiciones de vida poco propicias y muy diferentes de las de la orilla de los muertos. Sin embargo, gracias a las fórmulas obtenidas de los grimorios de brujería, el Profesor esperaba sacar el mejor partido de aquella temible
arma. ¿Cuál sería su blanco? ¿Quién resucitaba a Howard Cárter? ¿Por qué intentaban exhumar una verdad tan bien escondida? El Profesor abrió la caja fuerte en la pared, en la que conservaba, bajo sello, el más valioso de todos sus expedientes, consagrado a la tumba de Tutankamón y al descubrimiento de los papiros cuyo contenido debía permanecer secreto para siempre. Los sellos de lacre rojo estaban intactos. Alguien deseaba romperlos y concluir la obra de Cárter, afortunadamente aprisionado por la maldición que le había impedido publicar los papiros y revelar al mundo la magnitud del mensaje del faraón. La humanidad se degradaba día tras día, Oriente Próximo pronto ardería en llamas, y el fanatismo y la estupidez reinarían como dueños absolutos. Nada debía dificultar el avance de las tinieblas. Gracias al Salawa, el Profesor eliminaría a sus adversarios, y nadie rompería esos sellos.
41 Garden City era uno de los lugares más agradables de El Cairo. A los extranjeros y a los ricos egipcios les gustaba encontrarse en ese enclave Victoriano, al abrigo de los perjuicios de la capital. Allí se mezclaban la comodidad de la vieja Europa y el encanto de Oriente. Nada de casas destartaladas y aceras destrozadas, sino un lujo de buen tono. ¿Quién sabía que ese lugar había presenciado, en tiempos de las divinidades, el terrible combate entre Horus y Set del que dependía la suerte del universo? Horus debía dominar a Set, no matarlo. Del dominio del poder de este último nacía un equilibrio dinámico, indispensable para que la vida floreciera. John se sentó ante Mark. Un camarero se apresuró a servirles dos whiskies y algunas tapas. El bar de caoba nada tenía que envidiar a sus homólogos Victorianos de Londres, y se dejaba bañar por un sol reconfortante. -Un rincón de ensueño... Cuando tomo el aperitivo aquí no me canso de contemplar la isla de Roda. Esta ciudad tiene algo de monstruoso y fascinante a la vez, lo cual no debería desaparecer nunca.' -Hablé con Nasser, probablemente en su cuartel general, fuera del alcance de la policía de Faruk. -¿Y cuál fue tu impresión? -Es un hombre poderoso, temible y decidido. No teme nada ni a nadie e irá hasta el final. En tu lugar, yo lo tomaría muy en serio. -¿Te confió alguna misión? -Pedir la ayuda de la CIA o, como mínimo, su neutralidad. -¿Te dio detalles sobre sus proyectos? -Ninguno. Estoy convencido de que Mahmud lo considera el hombre capaz de fomentar una verdadera revolución. -He obtenido informaciones interesantes sobre el
tal Nasser -reveló John-. Tras cursar estudios de Derecho, en 1937 entró en la academia militar de El Cairo donde trabó sólidas amistades con quienes formaron luego el círculo de los Oficiales Libres. Hablaban de su país enfermo, de la Revolución francesa y de la caída de la monarquía, del gran movimiento popular hacia la libertad. Nasser ha leído mucho, especialmente obras sobre grandes guerreros como Napoleón, Foch y Churchill. Naturalmente, se ha alimentado con escritos de los defensores del islam y del nacionalismo árabe, deseosos de restaurar su antigua potencia. Incluso representó el papel de César en Julio César de Shakespeare. A ese tipo no le falta ambición pero ¿tiene capacidad para llevarla a cabo? Su vida familiar es del todo tranquila. Su esposa Tahia, de origen iraní, le ha dado cuatro hijos. Es tímida y discreta, le manifiesta un profundo respeto y no se atrevería a inmiscuirse en sus asuntos. No sabe nada y, por tanto, no puede ser manipulada. Además, Nasser es un tipo incorruptible. El dinero no le interesa, y se contenta con su vivienda oficial de Manchiet el-Bakri, le gusta almorzar y cenar en familia, siente predilección por el queso blanco. Su distracción preferida es el cine. Realmente no es el retrato de un revolucionario exaltado, sino más bien el de un soñador como tantos hay en el ejército egipcio. El verdadero patrón de los Oficiales Libres es el bueno del general Naguib, tan incapaz de exaltar a sus tropas como de lanzarlas al asalto del palacio de Faruk. -Si hubieras conocido a Nasser, John, tal vez cambiarías de opinión. -En este país, amigo mío, es imposible que una información pueda ser confidencial más de unas pocas horas. Si Nasser dispusiera de una verdadera red, eso significaría que está provisto de un sentido del secreto casi sobrenatural. Y sus hombres estarían distribuidos en secciones tan impermeables
que la policía de Faruk no conseguiría descubrirlos. ¡Pura novela! -Nasser ha leído mucho y tal vez se haya inspirado en los grandes estrategas. -Estamos en Oriente, todo el mundo habla. -Si ha identificado ese punto débil, Nasser ha podido avanzar en las sombras. John encendió un cigarrillo. -No te habría citado en su casa. Nasser actúa como portavoz de los Oficiales Libres y quiere saber, simplemente, si Estados Unidos podría ayudarle a luchar contra el ocupante inglés. -Y... ¿es ésa la intención de nuestro país? -Lo ignoro, Mark. Yo transmito los informes a mis superiores, y el presidente decide la orientación que debe darse a nuestra política internacional. -¿Acaso no deseamos por sobre todas las cosas la paz y la independencia de los pueblos? -Eso no siempre es compatible. -En todo caso, mi misión ha terminado. Ahora le toca a la CIA mover la pieza. Mark se levantó. -Siéntate y tomemos otro whisky. -Lo siento, tengo una cita. -Insisto, Mark. Aún tenemos que hablar. -Bueno, pero sé breve. El abogado volvió a sentarse. John aspiró el humo de su cigarro. -Eres un tipo formidable, Mark, y debes comprender que desempeñas un papel decisivo. Nasser te ha recibido, y al parecer te concede un mínimo de confianza. Sigues siendo, pues, un elemento indispensable. -Te lo repito, John: para mí, se ha terminado. -¡Vamos, Mark, no intentes escabullirte! La CIA protege a tu amigo Dutsy y a su familia, no lo olvides. -¿Me estáis haciendo chantaje? -Un chantaje con buenos procedimientos. Tú nos
ayudas y nosotros te ayudamos. -Informaré a Dutsy, él avisará a las autoridades y ya no habrá necesidad de que la CIA intervenga en esto. Olvídalo y olvídame. Adiós, John. -Y tú, ¿acaso olvidas a Ateya? El abogado palideció. -Lo siento, amigo mío -le dijo John-, pero aún necesito tus servicios y utilizaré cualquier medio para obtenerlos. O cooperas o le pasará algo malo a esa deliciosa muchacha a la que tan apegado pareces. -¡Maldito cabrón! -No te exaltes, es indigno de ti. Aquí se está jugando una partida decisiva, y tú eres un jugador de primer orden. O Nasser es un fraude, y tu papel será breve; o es un hombre de futuro y tus contactos con él nos permitirán ver las cosas claras y favorecer nuestra implantación en la región. Entonces te convertirás en una especie de héroe, lo cual facilitará tu carrera política. -Si tocas a Ateya, yo... -Cálmate, sólo estoy haciendo mi oficio. Y si desaparezco, otro me sustituirá. Otro que no será tu amigo y que te manipulará como a un peón. -¡Y tú te atreves a hablar de amistad! -Te aprecio, Mark. Y lo que te pido no tiene nada de horrendo: quiero que sirvas de agente de enlace entre Nasser y la CIA. De esa forma, serás útil a los intereses de Egipto y a los de Estados Unidos. En cuanto hayamos adoptado una línea de actuación, abandonarás el juego y los profesionales te sustituirán. Y tú proseguirás tu relación con tu hermosa egipcia.
42 Tras haber hecho el amor con ardor de adolescentes, Ateya y Mark se mantuvieron en silencio largo rato, contemplando el sol que se ponía sobre El Cairo. Luego él le mostró el talismán confeccionado por el abate Pacomio. -Ha curado a mucha gente atacada por los demonios -le explicó ella-. Pacomio es uno de los últimos que dominan la ciencia de las fórmulas de protección. Gracias a este talismán, estarás a salvo. -Ni siquiera él está seguro de eso -objetó Mark-. Teme un combate especialmente duro. -Al prolongar la obra de tu padre y al buscar los papiros de Tutankamón, te enfrentas a muchos enemigos, visibles e invisibles. Pero hoy estamos juntos. -Tengo la sensación de que nos conocemos desde siempre, Ateya, y de que ha sido necesario recorrer un largo camino para reunimos. Esa inmensa felicidad se la debo a Egipto y a la carta del abate Pacomio. Él le acarició tiernamente el pelo, ella se acurrucó a su lado. -Te confieso que estoy perdido -prosiguió MarkNasser intenta manipularme, John me tiene acorralado y me pregunto si Mahmud es sincero. -No pierdas de vista tu objetivo esencial: encontrar los papiros de Tutankamón. -Para lograrlo, sin duda es preciso acercarse a Faruk... y es un hombre peligroso. El teléfono sonó en ese instante. Ateya respondió, escuchó sin decir una palabra y luego colgó. -Era nuestro corresponsal copto en el Mena House, donde resides oficialmente. Has recibido un mensaje de Antonio Pulli invitándote a tomar una copa en el bar del Shepheard, mañana por la tarde, a las seis.
Si te pide tu nueva dirección, dásela, y dile que te parece mucho más práctico para trabajar y mantener contactos de negocios. Edificado en 1841 por un inglés enamorado de El Cairo y reconstruido cincuenta años más tarde para gozar de la comodidad moderna, el hotel Shepheard, en la orilla oeste del Nilo, ocupaba el emplazamiento del palacio de Bonaparte, conquistador de un Egipto que podría haberse hecho francés si el general no hubiera emprendido la huida, dejando a sus subordinados la desgracia de empantanarse en una derrota de la que Inglaterra había sabido sacar partido. Tras un sicomoro superviviente se había ocultado el fanático que, al asesinar a Kleber, había puesto fin a todos los sueños de los sabios y los militares que participaban en la expedición francesa a Egipto. Apaciguado el tumulto desde hacía mucho tiempo, la famosa terraza del Shepheard seguía siendo un lugar de paso obligado para todas las personalidades egipcias y extranjeras. Los turistas con fortuna iban allí a relajarse tras sus visitas, y los miembros de la alta sociedad charlaban contemplando el permanente espectáculo de la calle, repleta de calesas y vendedores de baratijas. El prestigioso hotel conservaba el recuerdo de huéspedes ilustres, como Winston Churchill, y seguía siendo uno de los florones de la Inglaterra triunfante. Tomar el té en el Shepheard formaba parte de los momentos importantes para quienes descubrían el país. A pesar de sus gustos afables y sonrientes, Antonio Pulli parecía nervioso. -Es un gran placer volver a verle, señor Wilder. Es algo tarde para el té... ¿Qué le parecería un whisky con soda? Un atlético camarero, vestido con una galabieh blanca ceñida a la cintura por una ancha faja roja, se apresuró a satisfacer a la mano derecha del rey
Faruk. -No se aloja ya en el Mena House, según parece. -Tengo allí una habitación -respondió el abogado-, pero he alquilado un apartamento en Zamalek. Me será más fácil organizar mis citas. -Un barrio muy agradable, en efecto. ¿Ha considerado usted la oferta de su majestad? -Me gusta mucho Egipto e intento conocerlo mejor. Los inversores norteamericanos no deberían sentirse decepcionados. -Excelente, excelente... Espero que no dé usted demasiado crédito a las infundadas críticas que se formulan contra su majestad. El rey es del todo consciente de la miseria que afecta a parte de su pueblo, y ha adoptado numerosas iniciativas, fundando hospitales y escuelas, sin olvidar una universidad. Gracias a él, tenemos seguridad social, y el Estado acude en ayuda de los más pobres. Faruk no vacila en utilizar su propia fortuna, por ejemplo, luchando contra las moscas responsables del tracoma, esa temible enfermedad de los ojos. ¿Sabe usted que ha sobrevolado la campiña en avión y arrojado miles de pelotas de ping-pong que los niños cambiaron por bombones? A veces, lo reconozco, el rey es algo bromista. Antaño, tras haber hecho liberar unas codornices en los salones de palacio, disparó contra las aves y rompió numerosos cristales. ¡Y los jardineros temían que les regara con la manguera! Pero son simples chiquillerías muy excusables cuando conocemos el peso de las responsabilidades de un monarca. Mark se preguntaba por qué Pulli le hacía todas esas confidencias. Sin ninguna duda, tenía que solicitarle un favor importante. -Sin embargo, su majestad tiene un defectillo algo más... embarazoso -prosiguió-. Aunque el rey puede permitirse todo lo que desea, siente una enojosa tendencia a hurtar objetos, aunque no sean de gran valor, en todas partes por donde pasa. Puede
tratarse de un simple plato o de un albornoz de baño. -Su majestad es cleptómano -dijo Mark. -En cierto modo... La mayoría de las veces tomo nota de esos modernos latrocinios y compenso a los propietarios para que no difundan esos incidentes. Pero por desgracia, me las estoy viendo con un tozudo que quiere presentar denuncia y avisar a la prensa. En las actuales circunstancias, sería lamentable, muy lamentable. Todo lo que debilitara la reputación del rey sería malo para Egipto. De modo que me pregunto si su competencia como negociador nos sería útil para sacarnos de este mal paso. Mark bebió lentamente un trago de whisky. -¿Por qué no, señor Pulli? Pero con una condición... -¿Cuál? -Supongo que ha oído usted hablar del arqueólogo británico Howard Cárter. -¡El más célebre de los egiptólogos! El descubrimiento de la tumba de Tutankamón conmocionó al mundo entero. -¿El rey Faruk conoció a Cárter? Antonio Pulli pareció buscar en sus recuerdos. -Sí, le conoció. -Su majestad se interesaba por las antigüedades egipcias. Que usted sepa, ¿se procuró objetos procedentes de la tumba de Tutankamón? -A priori -estimó Pulli-, eso es del todo imposible. -¿Qué hay de imposible para el rey Faruk? -Hay un hombre que podría responderle con más conocimiento de causa, y a él debéis consultarle: el canónigo Étienne Drioton. -Lo veré de nuevo, pero me gustaría que se mostrara algo más parlanchín. Una discreta intervención por su parte le ayudaría a revelarme la verdad. -Drioton es un hombre de una pieza, un fiel amigo
de su majestad y... -Usted confía en mi competencia, señor Pulli, y yo en la suya. -¿Aceptaría resolver el pequeño asunto del que acabo de hablarle? -Con la condición de que ayude usted a Drioton a salir de su mutismo. -Trato hecho. -Haga que depositen el expediente en mi dirección de Zamalek, que usted conoce ya, ¿no es cierto? Antonio Pulli se limitó a esbozar una sonrisa.
43 Ateya llevó a Mark a casa del abate Pacomio, que deseaba verle con urgencia. El erudito se hallaba absorto en el estudio de un papiro de la época ptolemaica cuyas fórmulas mágicas alejaban las serpientes, los escorpiones y los demonios de la noche. Los antiguos egipcios concedían una gran importancia a la protección del sueño, un período peligroso durante el cual el durmiente atravesaba el mundo subterráneo antes de renacer con el sol matinal. -El canónigo Drioton me ha mandado una carta para ti -declaró el abate-. La administración del museo de El Cairo te autoriza a consultar los archivos de Howard Cárter. He aquí dos cartas de recomendación, una en francés y la otra en árabe. Un conservador asistente te esperará mañana por la mañana, a las seis. Sobre todo, no te retrases. De modo que Drioton aceptaba el juego. Probablemente Cárter habría hablado de los papiros, bastaba con consultar unos papeles olvidados desde hacía mucho tiempo. -Hay que pagar un precio -reveló Mark-: impedir que un litigante acuse al rey Faruk de robo. -Un juego de niños para un abogado de tu envergadura. El rey estará en deuda contigo y te habrás metido en el bolsillo a Pulli. Son sólidos apoyos en estos tiempos difíciles. -¿Conocía usted la existencia de esos archivos? -Hasta nuestra cena con el canónigo, los creía definitivamente desaparecidos. El museo de El Cairo es a veces un abismo donde desaparecen valiosísimos hallazgos. -¿Está seguro de la sinceridad de Mahmud? -¿Quién puede conceder total confianza a un agente doble? Sin embargo, ama a su país y desea evitarle una
sangrienta revolución. Los ingleses se niegan a escucharla y toda gestión directa le condenaría a muerte, por lo que se ve obligado a recurrir a ti. Si Estados Unidos puede impedir que Egipto caiga en el caos, él y tú habréis hecho un buen trabajo. Ateya y Mark pasaron una noche deliciosa, pero el despertar, a las cinco de la mañana, fue difícil. A comienzos de enero, el viento era fresco, y Mark hubiera preferido gozar más del calor de un cuerpo de mujer enamorada. Ella le sirvió un café cargado, aceptó ducharse con él y lo incitó a no demorarse. En Oriente el tiempo no existía, salvo para un burócrata puntilloso imbuido de su superioridad, sobre todo cuando recibía a un solicitante, extranjero por añadidura. A las seis menos cinco, Mark se presentó en la entrada de los servicios administrativos. A las seis en punto, fue introducido en el despacho de un hombre bigotudo de frente baja que aparentemente estaba muy ocupado consultando un montón de expedientes. Con gesto seco, invitó a sentarse a su huésped, quien tuvo que aguardar pacientemente mientras los empleados entraban y salían sin cesar. Veinte minutos más tarde, el hombre levantó la cabeza. -¿Qué desea? -preguntó el del bigote. -Gracias por recibirme. El canónigo Drioton me ha dado estas dos cartas de recomendación. El abogado se las entregó al bigotudo, que las leyó atentamente. -Será difícil, muy difícil, tal vez imposible. -No tengo prisa. -Se trata de dificultades técnicas insuperables. Sería mejor que no perdiera usted su tiempo. -¿Tendría la bondad de devolverme las cartas de recomendación del canónigo? Encantado por haber ganado la partida, el bigotudo así lo hizo.
Mark se levantó. -Voy a palacio -anunció-. Tengo el privilegio de trabajar para su majestad, así que le informaré del modo en que acabo de ser tratado. El bigotudo se agarró a los brazos de su sillón. -¡Siéntese, se lo ruego! -Lo lamento, pero tengo prisa. -¡No, no, no se vaya! Le llevaré con el responsable de los archivos, que intentará resolver los problemas. Sígame, señor Wilder. El archivero ocupaba un despacho lleno de papeles y carpetas. El del bigote se dirigió a él en árabe y, dado el tono que empleaba, al parecer le impuso los pasos que debían seguir. -Espero que sus investigaciones sean fructíferas, señor Wilder -concluyó, amable y sonriente-. Perdóneme, me aguardan otras citas. Aquel archivero de cabeza cuadrada, con ojos profundamente hundidos en sus órbitas y finos labios no parecía estar muy encantado. -¿Puedo ver sus cartas de recomendación? -Aquí están. El técnico leyó con lentitud. Le llevaron café y ordenó que sirvieran a su huésped. Luego entraron un subordinado pidiendo instrucciones, un amigo de paso, un primo que solicitaba ayuda financiera y otro burócrata que buscaba gomas y lápices. Se iniciaron discusiones cruzadas y se vaciaron varias tacitas de café. Sin perder la calma, Mark aguardó a que el archivista consintiera en encargarse de su caso. -¿Por qué desea consultar usted los archivos de Howard Cárter? -Investigaciones personales. -Se trata de papeles viejos desprovistos del menor interés. -Nunca se sabe. -Puede creer en mi experiencia, señor Wilder. -No la pongo en duda, sin embargo, me gustaría
examinarlos personalmente. El archivero, irritado, llamó a su ayudante y le ordenó que llevara a su huésped hasta la sala donde se amontonaban registros y casilleros, algunos de los cuales amenazaban ruina. En el centro, una mesa y algunas sillas. Mark fue invitado a sentarse y le sirvieron un nuevo café. Tras algunas investigaciones llevadas a cabo a un ritmo moderado, el ayudante depositó sobre la mesa unos documentos en un triste estado. Se trataba de un cuaderno de excavaciones de Howard Cárter y de diversas notas. Aquellas reliquias habrían merecido una mejor suerte, pero el abogado se concentró únicamente en leer aquellas páginas, que tal vez le pondrían sobre la pista de los papiros de Tutankamón. Mark no se percató del paso de las horas y nadie se atrevió a molestarle. Pero lamentablemente, no obtuvo ningún resultado, ni el menor indicio. Parecía evidente que Drioton conocía aquellos archivos y sabía que no contenían nada referente a los papiros. Por eso le había permitido consultarlos. Después de las precisiones facilitadas por Antonio Pulli, la situación había ido un paso más allá. Drioton conocía forzosamente una información importante, y Mark estaba del todo decidido a obtenerla.
44 Mark Wilder había hablado largo rato por teléfono con su amigo y mano derecha Dutsy Malone para hacer un balance de los asuntos en curso y pedirle que destinara un especialista a resolver los pequeños problemas del rey Faruk. Dutsy se las arreglaba bastante bien, y las decisiones de su jefe le permitirían avanzar. Pero aquella prolongada estancia en Egipto no le gustaba demasiado, y esperaba que Mark no tardara en regresar a Nueva York. Éste, evasivo, le había prometido actuar del mejor modo posible. Luego había pasado horas maravillosas con Ateya antes de ver de nuevo al abate Pacomio, ocupado en la traducción de un papiro mágico que databa de la vigesimosexta dinastía y procedía de la ciudad de Sais, sede de una famosa escuela de medicina. -¿Llevas encima tu talismán? -Nunca me lo quito -respondió Mark. -El peligro se acerca y no sé qué forma adoptará. Debo tomar nuevas precauciones. -Drioton se burló de mí. Los archivos de Howard Cárter no contienen la menor alusión a los papiros de Tutankamón, y él lo sabía. Me confiará su secreto, se lo aseguro. -Los fines de semana -reveló Pacomio-, el canónigo va a su casita de Saqqara, por lo general solo, para meditar allí y recuperar el aliento tras una semana agotadora. Allí podréis hablar tranquilamente y tal vez te diga la verdad. ¿Te has encargado de Faruk? -Pronto tendré una respuesta tranquilizadora. -Nuestro rey acaba de sufrir un doloroso fracaso que lo ha puesto de un humor de perros. Había solicitado a un equipo de genealogistas que estableciera su filiación con Mahoma, para presentarse ante su pueblo y el mundo árabe como
una especie de papa del islam. Pero los Hermanos Musulmanes han desbaratado la maniobra. A su modo de ver, Faruk sigue siendo un opresor corrupto y no puede presentarse como un maestro espiritual. Y hay algo peor: los incidentes se multiplican y se agravan en la zona del canal. Los soldados ingleses dispararon contra un cortejo que se dirigía a un cementerio, creyendo que se trataba de una manifestación terrorista. La réplica de la guerrilla no se hizo esperar: un comando dinamitó un depósito de armas, lo que provocó la muerte de una decena de guardias. Los ingleses tienen los nervios de punta. Puesto que no dejan de acosarlos, los independentistas corren el riesgo de provocar una reacción de una gran violencia. -¿No se alegraría Nasser si así fuera? -Su nombre sigue sin pronunciarse -observó Pacomio-, y no estoy seguro de que los altercados estén bajo el control de los Oficiales Libres. Te seré sincero, Mark: la situación se está volviendo explosiva. -Entonces tengo que ver enseguida a Drioton. Gracias a los brillantes resultados obtenidos por Dutsy Malone, Mark acudió al palacio de Abdin antes de escrutar el alma del canónigo. Un maestro de ceremonias le acompañó hasta el despacho de Antonio Pulli, que despidió a varios solicitantes para recibir a solas al abogado. -Tengo buenas noticias -anunció Mark. -¡Eso me satisface! ¿Acaso ha conseguido resolver nuestro asuntillo? -No habrá proceso ni escándalo. Naturalmente, los denunciantes serán indemnizados. -¡Naturalmente! ¿Tendría usted la bondad de comunicarme el montante? Mark le entregó una simple hoja escrita a mano en la que había algunas cifras ante algunos nombres. -Es muy razonable -estimó el hombre de confianza de Faruk-. Me ocuparé de esto inmediatamente. Su
majestad estará muy satisfecho y no vacilará en confiarle otros importantes expedientes. Su peritaje nos será de gran ayuda para tomar las decisiones adecuadas. -Según los rumores, se están produciendo algunos enfrentamientos en la zona del canal de Suez. -Unos jóvenes exaltados desafían a los soldados ingleses -reconoció Pulli—. ¡Es una actitud suicida! Esos insensatos se romperán la cabeza y provocarán disturbios de los que no saldrá nada bueno. Pero tranquilícese: el rey tiene la situación en sus manos y el orden público será mantenido con firmeza. Puede recomendar el mercado egipcio a los inversores norteamericanos, estarán encantados. En ese instante llamaron repetidas veces a la puerta del despacho. -Adelante -ordenó Pulli, extrañado ante tanta brusquedad. El jefe de los intendentes apareció ante ellos, muy excitado, y farfulló: -Pulli bey, Pulli bey... ¡Tiene que venir enseguida, enseguida! Es... Yo... ¿Cómo decirlo...? ¡Venga, por favor! -Perdóneme -le dijo a Mark la eminencia gris-. Espéreme un momento, vuelvo enseguida. En los corredores de palacio, el servicio corría en todas direcciones. Se gritaba, se apostrofaba, se reía, se lloraba. Mark procuró permanecer tranquilo. ¿A qué venía ese tumulto? Un motín, un ataque al palacio real... ¡No, eso era inverosímil! ¿Qué acontecimiento podía turbar de ese modo el acolchado orden de ese lugar consagrado al culto de Faruk? Antonio Pulli regresó. -Acaba de nacer el hijo del rey -clamó-, ¡un mes antes del plazo! La madre y el niño están en perfecto estado. Su majestad tiene un sucesor llamado Ahmed Fuad, y la continuidad de la dinastía
está asegurada. En adelante, todos los contestatarios mantendrán la boca cerrada. El futuro soberano pesa más de tres kilos y parece muy vigoroso. No puede imaginarse la alegría que se apoderará de El Cairo. Antonio Pulli no se equivocaba. Ese 16 de enero de 1952, un comunicado oficial anunció que la reina Narriman había dado a luz al príncipe del Alto Nilo Ahmed Fuad, heredero de la corona de aquella dinastía con ciento cincuenta años de historia. Cien cañonazos saludaron el comienzo de una nueva era que vería confirmarse el poder de Faruk, la unión de Egipto y Sudán, y el florecimiento de una nación fiel al monarca y a su sucesor. Centenares de cairotas se reunían ya bajo las ventanas del palacio de Abdin, rodeado por la guardia real en uniforme de gala. Los tarbush refulgían al sol, las armas no amenazaban a nadie. La población, jubilosa, inundó de flores las principales arterias de la capital y cantó durante horas y horas en honor del rey, la reina y el príncipe heredero. Loco de felicidad, Faruk hizo que pusieran un colchón al pie de la cuna para no perderse un solo instante de las primeras horas de vida de aquel hijo tan esperado. ¿No pondría fin, ese fabuloso acontecimiento, a todas las tensiones? Quienes dudaban de Faruk creerían en el porvenir, en el príncipe del Alto Nilo y en la futura prosperidad de Egipto. Mark salió de palacio. El regreso a la tranquilidad ponía fin a sus relaciones con John, el hombre de la CIA, y con Mahmud, el agente doble. En adelante, se consagraría sólo a la búsqueda de los papiros de Tutankamón. Y la etapa decisiva sería la confesión del canónigo Drioton. 45
Saqqara era un mundo aparte. Lejos de la agitación de El Cairo, la vasta necrópolis de la antigua Menfis, dominada por la pirámide escalonada del faraón Zoser, estaba entregada al desierto, al silencio y a la eternidad. Por orden de Antonio Pulli, un coche de palacio llevó a Mark hasta la casa de fin de semana del canónigo Drioton. Cuando recibió al norteamericano, su rostro parecía menos jovial que de ordinario. -Tiene usted buenos contactos, señor Wilder. -Tras mi decepcionante exploración de los archivos de Cárter, deseo conocer la verdad. Toda la verdad. -Su majestad quiere satisfacerle. Entre, se lo ruego. La morada era muy modesta, pero en ella reinaba una calma propicia a las confidencias. El canónigo llenó dos copas de un borgoña afrutado y se sentó en un robusto sillón que databa de comienzos de siglo. Mark prefirió permanecer de pie. -Es una larga historia que implica a los jefes supremos de este país -comenzó Drioton-, De modo que debe permanecer en secreto. ¿Me promete que guardará silencio? -Se lo prometo. -En enero de 1925, Howard Cárter conoció a Fuad I, el padre de Faruk. La entrevista fue cordial, y ese contacto al más alto nivel del Estado no fue inútil. El 31 de diciembre de 1927, el rey Fuad acudió a Luxor, visitó la tumba de Tutankamón y admiró los hallazgos de Cárter, visiblemente complacido por los resultados. Como homenaje, y violando la ley sobre las antigüedades, el monarca recibió una joya admirable procedente del tesoro de Tutankamón. La adornaba una representación del faraón en su carro. -¿Quién se la regaló? -preguntó Mark. -Probablemente, lord Carnarvon, pero no estoy seguro de ello. A la muerte de Fuad I, el 28 de abril de 1936, Faruk se convirtió en el ilegítimo
propietario de aquella pequeña obra maestra. Ese mismo año se reunió con Howard Cárter en el Valle de los Reyes20. La carrera del descubridor estaba terminando; sin embargo, hizo tomar conciencia al nuevo dueño de Egipto de la importancia de las maravillas que salían a la luz. -¿Piensa usted también en el mensaje espiritual de Tutankamón? -No me gustan en absoluto las fabulaciones de los defensores del esoterismo -recordó Drioton. -Pero está usted convencido de que los antiguos egipcios creían en un dios único y de que los sabios ocultaban sus enseñanzas bajo algunos símbolos. Nadie podría dudarlo al estudiar las capillas de oro de Tutankamón, por no hablar de los papiros. -Tras la muerte de Cárter, su sobrina, Phyllis Walker, hizo el inventarío de sus bienes. Descubrió algunos pequeños objetos de loza y de oro, que representaban animales, y supo identificar el cartucho real que indicaba su procedencia: la tumba de Tutankamón. Cárter quería legárselo a su sobrina, que tan bien se había encargado de él durante sus últimos meses, pero a Phyllis Walker le asustó la idea de convertirse en propietaria de semejantes tesoros. Desde su punto de vista, debían regresar a Egipto. Por ello, pidió al albacea testamentario de su tío que se encargara de esa tarea extremadamente delicada. Era preciso actuar con la más absoluta discreción para que Floward Cárter no fuese acusado de robo y no se mancillara su memoria. ¿Enviar los objetos al museo de El Cairo? Imposible: Cárter tenía allí demasiados enemigos que habrían hecho estallar el escándalo. Se pensó en la valija diplomática, pero el Foreign Office se opuso a ello, temiendo posibles indiscreciones. Y el gran amigo de Cárter, Harry Burton, que intentaba encontrar la solución adecuada, murió en 1940. Desamparada, Phyllis Para todas las precisiones que se dan en este capítulo, véase T. G. H. James, The Path to Tutankhamun, pp. 407-408 y foto 3 6. 20
Walker decidió, en el mes de marzo, escribirme una carta. Me ofrecía sencillamente el conjunto de los objetos procedentes de la tumba de Tutankamón que aún estaban en su poder. «Esta vez -pensó Markel canónigo no me oculta nada, y nos acercamos al objetivo.» Drioton bebió un trago de borgoña. Resultaba evidente que evocar esos hechos le turbaba. -Me convertí así en el depositario de un secreto más bien pesado de llevar -confesó-. Respondí a Phyllis Walker a finales de abril, agradeciéndole su generosidad y asegurándole que dicha donación no mancillaría la reputación de Cárter ni generaría una campaña de prensa. Sólo me quedaba una solución para evitar el desastre: rogar al rey Faruk que recibiera personalmente el tesoro. Puesto que su majestad aceptaba, ninguna protesta podía brotar. Los objetos, sellados, fueron entregados al consulado egipcio de Londres, que los mandó por avión. Y el rey en persona los donó oficialmente al museo de El Cairo. -¿Faruk donó todos los tesoros de Tutankamón que estaban en su posesión? -preguntó Mark. Drioton pareció molesto. -Eso se hará muy pronto. -¿Incluidos los papiros? El rostro del canónigo se endureció. -No había papiro alguno. -¿Tengo su palabra? -¡La tiene! Sin embargo... -¿Sin embargo? -Existe otro capítulo de esta historia, más oscuro aún -confesó el canónigo-. El médico encargado del estudio de la momia de Tutankamón, el doctor Derry, se comportó como un verdadero carnicero. Los egiptólogos se guardan mucho de revelar el destrozo que llevó a cabo21. Y los desventurados 21
Fue necesario esperar a la investigación del doctor M. Bucaille para conocer la horrible verdad. Véase
despojos no habían acabado de sufrir: durante la Segunda Guerra Mundial, aprovechando la falta de vigilancia en el Valle de los Reyes, algunos saqueadores los desplazaron y les ocasionaron graves daños22. Sin duda esperaban apoderarse de joyas. -¿De joyas... o de los famosos papiros? -Lo ignoro, señor Wilder. Tal vez alguno de los miembros de esa siniestra expedición pueda informarle. Todos sus bienes fueron embargados por Faruk en 1948, pero el personaje consiguió sobrevivir y obtuvo de nuevo una pequeña fortuna. -¿Sigue residiendo en El Cairo? -En efecto. -¿Cómo se llama? ¿Dónde puedo encontrarlo? -Me limitaré a llamarlo Durand. Intentaré ponerme en contacto con él y que acepte una entrevista con usted, pero no le prometo nada. Si posee objetos pertenecientes a Tutankamón, no hablará. -Pues yo estoy convencido de lo contrario, siempre que mi oferta económica sea satisfactoria. Y lo será.
especialmente «Á propos de la momie de Toutánkhamon», La Revue Administrative 44, n.° 243, 1988, pp. 250254, y KMT, Spring 1992, pp. 58-67. 22 Véase KMT, 18/1, 2007, p. 56.
46 El 18 de enero de 1952, los coptos celebraban los ritos de la Epifanía. Tras las purificaciones de la víspera, presididas por el baño nocturno de los hombres en el Nilo, donde se derramaba agua bendita, los fieles recitaban plegarias. Ateya utilizaba un antiguo rosario que tenía cuarenta y una cuentas; Mark, que compartía ese momento ritual, sólo tenía ojos para ella. Cuando el sacerdote roció con agua bendita a la concurrencia, el estadounidense pensó en la suntuosa boda que le ofrecería a su futura esposa. Dutsy Malone organizaría una fiesta que sería recordada por todos los invitados. Entretanto, se impacientaba ante la idea de conocer al misterioso Durand. Según el abate Pacomio, debidamente informado de las revelaciones de Drioton, había una posibilidad de que ese saqueador de tumbas estuviera en posesión de los papiros de Tutankamón, y era probable que el tipo, forzosamente venal, exigiera una fortuna. El abate no había identificado aún al enemigo surgido de las tinieblas, pero lo sabía cada vez más cerca y se entregaba diariamente a numerosas artes mágicas para rodear a Mark con una barrera protectora. Pero dada la importancia del envite y la ferocidad del adversario, ¿sería suficiente? Una vez terminada la ceremonia, Ateya estrechó con fuerza la mano de Mark. -Ahora podemos sucumbir a la glotonería -decidió-. Te llevaré a Groppi. Groppi, el salón de té y la pastelería por excelencia de El Cairo, era uno de los lugares más importantes de la ciudad. Achille había sucedido a su padre Giacomo, un suizo originario de Lugano, convertido en el chocolatero de la élite. Inaugurada en 1925, la célebre tienda de la glorieta Solimán-
Pachá ofrecía helados e incomparables pasteles. Del morocco a la comtesse Marie, pasando por la surprise napolitana, las cremas heladas de Groppi atraían a todo El Cairo. Y el comerciante ejercía un severo control sobre sus productos a partir de su vasto dominio agrícola cercano a la capital. Permitía visitar incluso su lechería y su ultramoderno laboratorio. Mientras se daban un festín, Ateya y Mark se hablaron de amor con los ojos. Saboreaban cada instante de esa comunión milagrosa, como si tanta felicidad pudiera desvanecerse un segundo más tarde. Al salir del salón de té, un pequeño limpiabotas se dirigió a la pareja. -Tres mandarinas por un dólar. Mark se detuvo. -¿Espero aquí o te sigo? -Me sigues. Ateya se interpuso. -Mark... -Hasta esta noche, amor mío. El chiquillo condujo al abogado hasta un pequeño Peugeot gris. Mark subió en la parte trasera y se sentó junto a Mahmud. El chófer arrancó. El contacto del talismán sobre su piel tranquilizó al norteamericano. Mahmud tenía un semblante hosco, casi hostil. ¿Y si había decidido eliminar a un contacto que se había convertido en demasiado llamativo? Nada más fácil que llevar a su prisionero hasta un lugar controlado por los revolucionarios y hacerle desaparecer. -Está viviendo un amor perfecto, señor Wilder. Mejor para usted. Es preciso saber aprovechar la oportunidad, y esa muchacha es realmente soberbia. -No se trata de una aventura. Es algo mucho más serio de lo que usted supone. -En ese caso, buena suerte. ¿Ha encontrado usted
el rastro de los papiros de Tutankamón? -Todavía no, pero avanzo paso a paso. -Desconfíe de todo lo que le acerque a Faruk. En caso de conflicto de intereses, no daría usted la talla. El coche circulaba con bastante lentitud y no abandonaba el centro de la ciudad. Nervioso, Mahmud encendió un cigarrillo. -No fuma usted, creo. -Lo he dejado. -Pues yo he vuelto a hacerlo. Dadas las circunstancias, necesito un calmante. Nasser ha estudiado su expediente y lo considera interesante. He recibido la orden de manipularlo y rendir a Nasser informes orales sobre su comportamiento. Ningún documento comprometedor debe extraviarse, sobre todo tras los recientes acontecimientos. -¿Qué ha ocurrido? -Los Oficiales Libres decidieron desafiar abiertamente al rey para poner a prueba su capacidad de reacción. Se les presentó una ocasión perfecta: la elección del presidente del Club de Oficiales. Nada importante, es cierto, pero Nasser convenció al buen general Naguib de que se presentara a la cabeza de una lista en la que figuraban varios de sus compañeros. Curioso, Faruk hizo saber a los electores que sólo debía triunfar su sicario, el general Sirri Amer, implicado en muchos escándalos y detestado por todos los militares que creen en el honor del ejército. Y el resultado fue una considerable sorpresa: ¡Naguib fue elegido por una aplastante mayoría! Una terrible bofetada para el rey. Naturalmente, anuló la votación e impuso a Sirri Amer como presidente del Club de Oficiales. Sin embargo, ahora Nasser sabe que dispone del apoyo de sus pares. Entre los Oficiales Libres y el rey Faruk se ha declarado la guerra. Ya hay una víctima, pues su majestad ha dirigido a sus oponentes una
violenta advertencia. La pandilla de Sirri Amer acaba de asesinar, con una ametralladora, a un joven teniente cercano al general Naguib23. Le tendieron una trampa en el barrio de Roda, cuando visitaba a un grupo de Hermanos Musulmanes. Justo antes de morir, la víctima tuvo tiempo de decirle a un médico militar: «¡Faruk ha hecho que me ejecuten!». El impacto que ha tenido este drama es considerable. Hoy, Nasser es más fuerte. Es en exceso taimado para manifestarse a plena luz y sigue empujando a Naguib hacia el proscenio. A mi entender, el proceso revolucionario debería acelerarse. Y Egipto conocerá el caos. ¿Qué han decidido los norteamericanos y a quién van a apoyar? -Lo ignoro, Mahmud. He abandonado el juego. -Pues volverá a él, señor Wilder. Tal vez consiga proteger así a sus amigos, en Nueva York. Aquí, en El Cairo, la mujer a la que ama está a mi merced. -No se atreverá usted... -No tengo otra opción. Hace años que arriesgo mi vida para impedir un baño de sangre. Si la revolución de Nasser no se corta de raíz, finalmente estallará. De modo que convenza a la CIA de que intervenga, de que ayude a Faruk y lo amordace. Al tomar el control económico del país en lugar de los ingleses, los norteamericanos asegurarán su prosperidad y se alejará el fantasma de los mortales enfrentamientos. Sólo usted, hoy por hoy, puede ayudarme a alcanzar ese objetivo. De modo que no vacilaré en emplear los peores medios para obligarle a actuar. El coche se detuvo no lejos de la Ópera y Mahmud abrió la portezuela. -Hasta pronto, señor Wilder.
23
Abdel Kader Tahar.
47 El general George Erskine, apodado Strong George, comandante en jefe de las tropas británicas en Egipto, se estaba vistiendo para cenar cuando su ordenanza le entregó un pliego urgente. Una pandilla de locos acababa de atacar un campamento en Tell el-Kebir, el arsenal más importante de la región. El general mantuvo una calma aparente, acabó de vestirse y convocó de inmediato a su estado mayor. -Caballeros, ese acto es un inaceptable desafío a nuestra autoridad. Sabía que jóvenes revolucionarios, procedentes de El Cairo, pensaban provocar disturbios en la zona del canal. De modo que dirigí una advertencia al gobierno egipcio, avisándole de que me vería obligado a utilizar los medios apropiados para aplastar a los rebeldes si la emprendían contra una de nuestras bases. Dado que esos maleducados no han comprendido el mensaje, intervendremos. Luego, esos bribones se calmarán. Tras el décimo timbrazo, descolgaron. -Quisiera hablar con John -dijo Mark. -¿De parte de quién? -De su amigo, el abogado norteamericano. -John está de viaje. -¿Cuándo podré hablar con él? -Vuelva a llamar el veintisiete. Colgaron. -Pareces preocupado -observó Ateya. -Según Mahmud, Nasser piensa acelerar el proceso revolucionario. Desea que los norteamericanos lo impidan y eviten así un desastre. La muchacha lo abrazó. -¿Hasta ese punto te preocupa el destino de Egipto? -¿Acaso no es la madre del mundo? Y sabes muy bien que se está convirtiendo en mi país. Aquí me
casaré contigo. -En El Cairo se celebran las bodas más hermosas, pues tenemos el gusto de la felicidad. -Puedes contar con mi amigo Dutsy para que prepare una fiesta inolvidable. -Qué hermoso sueño... -En mi oficio -recordó Mark-, el sueño está prohibido. Te encerraré en un contrato de matrimonio del que nunca podrás salir. Nos uniremos para siempre. Y su beso fue interminable. Al amanecer del 25 de enero de 1952, los vehículos blindados del general Erskine rodearon dos cuarteles de la ciudad de Ismailía, donde se acantonaban trescientos cincuenta policías egipcios encargados de mantener el orden en el distrito. Según Strong George, no habían cumplido en absoluto su misión, peor aún, habían echado una mano a los jóvenes agresores procedentes de El Cairo. Así pues, pensaba tratarlos como rebeldes y hacerlos prisioneros para poner al gobierno ante sus responsabilidades. En el interior del cuartel principal se desató el pánico. El jefe de los policías, un capitán, consiguió ponerse en contacto con el ministro del Interior, cuyas consignas fueron muy claras: ¡nada de rendirse, resistir! De lo contrario, las autoridades harían definitivamente el ridículo e Inglaterra mostraría su indiscutible supremacía. Pero ¿resistir con qué? ¡Viejos fusiles contra carros! El capitán, que había vivido en Inglaterra e incluso había efectuado unas prácticas en Scotland Yard, habló con el general Erskine. El inglés concedió un cuarto de hora de reflexión, y el egipcio se negó a deponer las armas. Strong George se vio obligado entonces a utilizar su potencia de fuego, y una lluvia de obuses cayó sobre los cuarteles. Ante la obstinación del enemigo,
fue necesario terminar la operación con disparos de mortero. «Esta gente es valerosa pero está loca de remate», pensó el general inglés. A mediodía, el combate había terminado. Tres muertos y trece heridos entre los británicos, cuarenta y seis víctimas y casi ochenta heridos entre los policías egipcios. Esta vez, el gobierno comprendería quién tenía la fuerza y dejaría de alentar a jóvenes insensatos a turbar el orden público. -¿Qué le parece ese salteado de ternera con legumbres? -preguntó el canónigo Drioton a su invitado. -Una maravilla -reconoció Mark-, Felicite usted a su madre. -Esa santa mujer es una auténtica cocinera. La Iglesia debería tachar la gula de la lista de los pecados. El borgoña estuvo a la altura de los platos. -Durand acepta hablar con usted -declaró el canónigo-. Le ha citado mañana, 26 de enero, a mediodía, en el Turf Club. -¿Le comunicó usted el objeto de nuestra entrevista? -Consiente en hablarle de un sorprendente descubrimiento de Howard Cárter. -¿Los papiros de Tutankamón? -Durand no pronunció esas palabras. Exigirá una fuerte suma y un pasaporte norteamericano para abandonar cuanto antes Egipto. El abate Pacomio escuchó con atención a Mark Wilder. -Sobre todo, no olvides tu talismán cuando acudas a esa cita. El peligro aumenta cada día más, pues la criatura del mal se encuentra en El Cairo e intenta descubrir tu rastro. Unos amigos coptos almorzarán en el Turf Club e intervendrán si consideran que estás en peligro. -A primera vista, Durand necesita sobre todo
dinero y quiere escapar de Faruk. Gracias a John, le obtendré un pasaporte, con la condición de que sus informaciones lo merezcan. Padre, tengo la impresión de que estoy llegando al final. -Es posible, en efecto. Que Dios nos oiga. Al taxi que llevó a Mark hasta Zamalek le costó mucho abrirse camino por unos anormales atascos. -¿Un accidente? -preguntó el abogado al taxista. -No: manifestaciones de jóvenes que protestan contra una masacre perpetrada por los ingleses en Ismailía. Al parecer, mataron a centenares de policías egipcios, acusándolos de rebelión. Mientras nuestro país siga ocupado, son de esperar ese tipo de dramas. Ateya había preparado una deliciosa comida: crema de sésamo, puré de berenjenas, hojas de parra rellenas, ensalada de tomate, albóndigas de cordero sobre un lecho de perejil y pescado asado. -Esta noche eres tú quien parece preocupada -observó Mark. -Los ingleses han ido demasiado lejos. Los ministros se han reunido y han hablado de ruptura de las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña. Los Hermanos Musulmanes han proclamado la guerra santa, buena parte de los jóvenes los escucharán. -No es el primer incidente en la zona del canal de Suez. ¿No crees que la fiebre cederá muy pronto? -¡Eso espero! -Mañana será un día decisivo. Estoy convencido de que Durand me revelará el lugar donde se ocultan los papiros de Tutankamón. -Debo levantarme pronto -anunció Ateya-, mañana guío a un grupo de turistas que desean descubrir las iglesias coptas del viejo Cairo. Reunámonos hacia las cinco de la tarde, en Groppi. -Con mucho gusto, amor mío. Así, tú serás la primera en conocer las buenas noticias.
48 Al amanecer de aquel sábado 26 de enero de 1952, Ateya se despidió de Mark con un beso en la frente. -Me voy a trabajar -murmuró-. A la una llevaré a mis turistas a almorzar al Shepheard. -Pues yo dejaré que se me peguen un rato las sábanas. -Hasta esta tarde, querido, en Groppi. El abogado se durmió de nuevo, soñando con la encantadora noche que acababa de pasar en brazos de la joven. Cuanto más se amaban, más deseaban amarse. Relajado y descansado, Mark se levantó muy tarde. El sol iluminaba el magnífico barrio de Zamalek, poblado por ricos ingleses que aprovechaban las piscinas, los campos de criquet y de polo, y las pistas de tenis, propiedad del Sporting Club de Guezira, donde sólo era admitido un restringido número de egipcios, elegidos a dedo. Jardines y coquetas villas convertían aquel fragmento de Europa en un pequeño paraíso donde Ateya y él vivirían días felices. De pronto, pensó en su cita del mediodía. ¿Cómo se comportaría el tal Durand? Era inútil preocuparse de antemano. El abogado sabía negociar, se tomaría el tiempo necesario para tranquilizar a su interlocutor y alcanzar el mejor resultado. Mark tomó una larga ducha, se preparó un café y se vistió a la inglesa, con la necesaria distinción de los huéspedes del Turf Club, donde algunos lores acudían ataviados con chaqueta gris. Bebía su primer trago cuando un extraño espectáculo llamó su atención. Unas columnas de humo negro invadían el cielo de El Cairo. Desde el amanecer, miles de estudiantes en
huelga se habían instalado en el patio de la universidad. Protestaban contra la matanza de Ismailía, siguiendo las consignas de sus cabecillas y uniéndose a otros manifestantes llegados de los arrabales. Un ministro había clamado: «¡Éste será vuestro día, seréis vengados!». Todos querían obtener armas, combatir contra los ingleses y liberar el canal de Suez. Esta vez, como la radio prometía, Egipto no agacharía la cabeza, y se aclamó a la Rusia soviética, que proporcionaría al pueblo en guerra los fusiles que necesitaba. Muy pronto, centenares de miles de rebeldes ocuparon el barrio de la Ópera, paralizando el centro comercial. Una escena intolerable llamó la atención de uno de los cabecillas, un coloso de ancho pecho y cabeza fina, alargada como la de un chacal. Ante el famoso cabaret Badia, donde renombradas artistas representaban la más hermosa danza del vientre de la capital, un policía tomaba una copa en compañía de una de las empleadas del establecimiento. -¿No te avergüenza comportarte así mientras nuestros hermanos son asesinados por los ingleses? -preguntó el Salawa. El policía se rió, y aquél fue su error. De un solo puñetazo, el Salawa le aplastó la cabeza. -¡Destruid este lugar de libertinaje! -ordenó a los manifestantes. El cabaret Badia fue el primero en arder. Y se desencadenó la violencia, propagada por jóvenes en moto y por agitadores que llevaban bidones de gasolina. Por miedo a ser masacrados, los policías ayudaron a los amotinados, y los bomberos se guardaron mucho de intervenir. Cuando la multitud, enfurecida, destrozó las puertas de los grandes almacenes Avierino golpeándolas con barras de hierro, el Salawa lanzó
un grito de victoria. Atacaron también el Cicurel, otra tienda que especialmente vendía soberbios vestidos europeos; levantaron las persianas metálicas y quemaron todas las mercancías con las que Occidente inundaba El Cairo. Algunos saqueadores lo aprovecharon para robar productos reservados a los ricos, y la jauría decidió incendiar las tiendas de los judíos, el banco Barclays y los cines Rivoli y Metro. Gigantescas llamas se elevaban en el cielo. ¡El Cairo ardía! Mark bajó corriendo la escalera y se topó con el guardia del inmueble. -No salga, es demasiado peligroso. -¿Qué sucede? -Una pandilla de locos se ha diseminado por la ciudad. Las fuerzas del orden no tardarán en intervenir y se restablecerá la calma. Aquí está usted seguro. -Tengo una cita a la que no puedo faltar. -No corra riesgos, señor Wilder. La señorita Ateya no le perdonaría que... -Precisamente, debo encontrarme con ella. ¿No tendrá usted una moto? -Puedo conseguirle una, pero... -¡Pronto, se lo ruego! Mark corría a todo gas con su moto, con la gorra encasquetada y el rostro oculto por un pañuelo. No tardó en cruzarse con otros motoristas que arrojaban botellas ardiendo contra tiendas destrozadas. Los principales bares y restaurantes del centro estaban en llamas. Cuando Mark llegó al Turf Club, tuvo que frenar bruscamente. Una decena de personas intentaban huir, pero el Salawa, al frente del populacho enfebrecido, los empujó hacia las brasas. El demonio se encargó de romperle la nuca a Durand, antes de ver cómo su cadáver se consumía junto al de las otras víctimas. Ahora había una sola consigna: aniquilar todo lo
que simbolizase la presencia extranjera en El Cairo. Mark comprendió que nunca se encontraría con Durand, y lo que debía hacer era salvar a Ateya de esa tormenta. Las dos de la tarde; aún era pronto... El abogado se dirigió hacia el Shepheard, donde la muchacha debía almorzar con algunos turistas. Pero llegó demasiado tarde. El hotel ardía y los bomberos, cuyas mangueras habían sido saboteadas, asistían impotentes a la destrucción del célebre hotel. La multitud, encantada, gritaba consignas antiinglesas y se divertía viendo correr en todas direcciones a algunos clientes desamparados. Mark consiguió llegar al jardín, refugio de los aterrorizados extranjeros, pero allí tampoco había ni rastro de Ateya. Quedaba el salón de té Groppi, el último refugio. Lamentablemente, el establecimiento de la plaza Solimán-Pachá también había sido reducido a cenizas. Un hombre de negocios, vestido a la europea, lloraba. -¿Se ha salvado todo el mundo? -le preguntó Mark. -Creo que sí. -¿Por qué no intervienen el ejército y la policía? -El rey Faruk ha invitado a sus jefes a un banquete en honor del nacimiento del príncipe heredero. No queda ni un solo oficial para dar una orden antes de que terminen los festejos. -¿Y si el palacio de Abdin fuera el próximo objetivo de los incendiarios? El norteamericano tuvo que dar muchos rodeos para evitar la multitud y los grupos de exaltados. Una nueva jauría se dirigía hacia la residencia del monarca, gritando: «¡Derribemos a Faruk!». A pocos centenares de metros del palacio, el ejército se desplegó y frenó el ardor de los asaltantes. Mark dio media vuelta y se encaminó hacia la ciudad vieja. Si Ateya había advertido a
tiempo la gravedad de la situación, sin duda se habría refugiado en casa del abate Pacomio. Cerca de su domicilio, dos robustos coptos interceptaron al estadounidense. -¿Adonde va usted? -Quiero ver al abate Pacomio. -Imposible. -Dígale que es muy urgente. -¿Cómo se llama? -Mark Wilder. -Espere aquí. Otros coptos rodearon al norteamericano. En el centro de la ciudad, el ejército apagaba los incendios, dispersaba a los amotinados y restablecía el orden. Pero ¿no se extendería la locura a otros barrios? Un sacerdote con barba fue a buscar al abogado y lo llevó hasta Pacomio, que estaba sentado en un sillón con semblante grave. -¿Sabe usted dónde está Ateya? -No, Mark. -Saldré a buscarla. -Es inútil, unos amigos ya se ocupan de eso. Descansa y ten paciencia. -¿Que tenga paciencia? -Atarearte al azar no serviría de nada. -¿Cómo puede estar usted tan seguro? -Confía en el Señor y en la magia de sus servidores. Incapaz de permanecer quieto, Mark daba vueltas por la biblioteca. Poco después de las ocho, el sacerdote barbudo llamó a la puerta. Detrás de él estaba Ateya.
49 Advertida por las primeras columnas de humo, Ateya se había refugiado con su grupo de turistas en la iglesia de San Sergio, a la espera de que un copto le anunciara el fin de los disturbios. Según Pacomio, el incendio de El Cairo se debía a la intrusión de una fuerza maléfica que se había apoderado del espíritu de los habitantes de la ciudad. El Salawa, procedente de Luxor, había encendido un fuego destructor en el corazón de numerosos rebeldes, ebrios de violencia. De modo que el abate se pasó la noche salmodiando textos mágicos y fortaleciendo la protección alrededor de Mark Wilder. Sin duda, la maldición vinculada a la persecución de la momia de Tutankamón acababa de dar un giro devastador. Y el único hombre capaz de proporcionarles algún indicio fiable sobre los papiros había muerto abrasado en el Turf Club. -No desesperemos -recomendó Pacomio-. La voz del cielo aún no se ha extinguido. -Sin embargo -objetó Mark-, ¡hemos explorado todas las pistas! Esta vez, el horizonte parece definitivamente cerrado. -Hoy mismo recibirás una señal benefactora. A media tarde del 27 de enero, Ateya y Mark regresaron a sus aposentos de Zamalek. El elegante barrio había sido respetado por los amotinados que se habían encarnizado con el centro de El Cairo, los hoteles y las tiendas. Nunca se conocería el número exacto de víctimas, y la ciudad permanecía en estado de shock, a la espera de la reacción del rey de Inglaterra. Frente al inmueble había un limpiabotas. -Tres mandarinas por un dólar. Mark abrazó largo rato a Ateya ante la mirada burlona del muchacho y luego siguió a su guía hasta un Peugeot negro donde le aguardaba Mahmud. El
coche circuló lentamente por los alrededores. -¿Le basta esta advertencia? -preguntó el agente doble. -¿Ha organizado Nasser estos disturbios? -Se ha visto superado por completo. -¿No aprovechará la situación para tomar el poder? -aventuró Mark. -Intentar un golpe de Estado sería un error fatal. Hemos analizado los acontecimientos y llegado a una conclusión: el responsable de esta terrorífica jornada no es otro que Faruk, en connivencia con los ingleses. -¡Imposible! -Los hechos son los siguientes: el rey había invitado a cenar a los jefes del ejército y de la policía, y las fuerzas del orden no han intervenido antes de las cinco de la tarde, salvo para proteger el palacio. Yo mismo he visto policías observando cómo unos jóvenes encendían los fuegos, y su único comentario ha sido: «Dejemos que se diviertan un poco». Faruk estaba perfectamente informado y, cuando él lo ha decidido, se ha restablecido la calma. -¿Cuál era su objetivo? -De entrada, librarse de su primer ministro, Nahas, un viejo adversario político. Ya está hecho: Faruk lo ha acusado de negligencia y de incompetencia y lo ha sustituido por Maher, que tiene casi setenta años, detesta a su predecesor y no se opondrá al rey ni a los ingleses. Luego, tener una buena razón para restablecer la seguridad en la zona del canal y manifestar así su autoridad tranquilizando al ejército británico, que acaba de demostrar su determinación y su potencia de fuego. Eso también se ha hecho. Para terminar, todos los jefes del movimiento nacionalista que exigen la partida de los ingleses han sido detenidos y deportados al desierto. El impulso liberador se ha quebrado, los servicios secretos británicos y Faruk
han encontrado un acuerdo y han demostrado su eficacia. Naturalmente, ya no se trata de romper con Gran Bretaña ni de exigir la retirada de sus soldados. -¡Estará usted satisfecho! -Al contrario, señor Wilder; esta victoria sólo es un espejismo. El rumor ya corre por El Cairo y el pueblo acusa a Faruk de ser un criminal y un vendido, el único responsable de los doscientos setenta incendios que han cambiado la silueta de la ciudad y provocado numerosas víctimas, egipcias y extranjeras. Esta estrategia le hace más odioso aún. Y él, como Inglaterra, no es en absoluto consciente del verdadero peligro: Nasser. El teniente coronel ha reunido a sus íntimos para anunciarles que estaba dispuesto a apoderarse de la capital. El ejército se encarga de que se aplique el toque de queda, por lo que, ¿no debería aprovechar esta ocasión? Ocuparía los parajes estratégicos y detendría al rey y a los miembros de su gobierno. Pero nadie aprobó este plan, que estaba condenado al fracaso de antemano. La reacción del ejército británico sería forzosamente de una violencia extrema. El Cairo, ocupado de nuevo a costa de miles de muertos. Nasser, impresionado por la idea de una carnicería, ha retrocedido, pero seguirá conspirando y manteniendo sus objetivos. Hay que debilitarlo ahora. Que su amigo John y Estados Unidos dejen de perder el tiempo. Si consigue usted convencerlos de que intervengan, le hablaré de Durand. -Durand, pero... -No tardaremos en volver a vernos, señor Wilder. El abogado tenía que hacer dos llamadas urgentes: la primera, a Dutsy Malone; la segunda, a John. La voz atronadora de Dutsy estalló en el auricular. -¡Dios de dioses, estás vivo! Esos egipcios están completamente locos; te lo había advertido. -Un simple motín con lamentables excesos.
-Según los medios, El Cairo entero ha ardido, ¡y hay centenares de muertos! -Sólo el centro ha quedado afectado -rectificó Mark-, y Faruk ha restablecido el orden. -¡Esa ciudad es un polvorín! Mañana volverá a empezar. Hay que sacarte de ahí enseguida. -Imposible, Dutsy. -No me digas que te sientes investido con una misión más o menos sagrada y que vas a llegar hasta el final. -Como de costumbre, has intuido la verdad. -No tientes demasiado a la suerte, Mark. ¡Tu lugar está aquí y lo sabes muy bien! Allí sólo lograrás que te hagan daño. -Tengo protección; además, ahora no puedo abandonar. Si resulta que todas las pistas acaban en un callejón sin salida, regresaré. -Aquí no falta trabajo... ¡Y varios senadores quieren invitarte a almorzar! -Haz que esperen y diles que estoy trabajando para Estados Unidos. ¿No es Oriente Próximo una de las claves del porvenir? -A mí lo que me interesa es el montón de nuevos expedientes. -Desbroza el terreno, yo decidiré. -No te entretengas demasiado en zona peligrosa, Mark. -Hasta pronto, Dutsy, da un beso a tu mujer y a tus hijos de mi parte. -Todos te esperamos para cenar. La segunda llamada sería menos amistosa. Esta vez, John respondió y le dio al abogado una cita en una falúa donde se bebía té mientras se contemplaba el Nilo, que los cairotas llamaban, de buena gana, «el mar». Pintada de azul y decorada como un salón que respondiera a las exigencias del confort británico, la embarcación no abandonaba el muelle. Allí, los buenos clientes obtenían alcohol e incluso drogas. Al caer la noche, cierto número de
falúas se convertían en lugares de placer. John fumaba un cigarro. -Son tiempos sucios, amigo Mark. Ayer, tú y yo podríamos haberla palmado. No sólo se produjeron enormes daños y algunas víctimas, sino que también se ha pasado página. El Cairo de la época inglesa acaba de arder ante nuestros ojos, y Egipto se convierte en un país dudoso para las grandes potencias. Por lo que a Gran Bretaña se refiere, ha decidido enviar varios barcos de guerra, entre ellos, un portaaviones, ante las costas de Alejandría. Suez no debe caer en manos de los revolucionarios. -He visto a Mahmud. A su entender, Faruk es el responsable del incendio de la capital. -Es posible, pero también puede acusarse a los comunistas y a los Hermanos Musulmanes, que ya no soportan la existencia de bares, de clubes nocturnos, de cines y de grandes almacenes. Y, además, la pobreza alimenta la revuelta de las masas, cada vez más hostiles a los ricos extranjeros. -Mahmud me comunicó que Nasser había renunciado momentáneamente a tomar el poder por la fuerza. Estados Unidos debe utilizar este plazo para detener el proceso revolucionario e impedir un cataclismo. -Elegir entre Faruk y Nasser... Ese es el verdadero problema, y yo sólo soy un instrumento, obligado a obedecer órdenes. Esos dos tipos son igualmente peligrosos. Al acercarse a los ingleses, Faruk se aleja de los estadounidenses, a quienes nos gustaría mucho ver a aquéllos abandonar Egipto y Oriente Próximo, donde les sucederíamos. -¿Abandonaríamos a Faruk en beneficio de Nasser? -Tal vez Mahmud tiene en demasiada estima a su jefe. ¿Acaso no ha dado un paso atrás al renunciar a un golpe de Estado? Sin duda Nasser es sólo un agitador, incapaz de dar el paso en el momento decisivo. Por ahora, controlamos la situación. Norteamérica defiende el apaciguamiento general,
tanto ante Faruk como ante los ingleses. La ley marcial estará en vigor, por lo menos, durante dos meses, y no veo al ejército egipcio lanzándose a una revuelta suicida. El bueno del general Naguib sabrá calmar a los Oficiales Libres y hacer entrar en razón a eventuales exaltados. -Mahmud debe proporcionarme una información esencial referente a los papiros de Tutankamón -reveló Mark-, Me comprometí a encontrarlos y cumpliré mi palabra. A cambio, quiere saber si Estados Unidos se decide por fin a tomar en serio el caso Nasser y a impedir a éste que cause ningún daño. Con los ojos clavados en el Nilo, John le dio una buena calada a su cigarro. -Dile que no tratamos a la ligera sus informaciones y que Estados Unidos ha decidido implicarse en el asunto egipcio. Varios agentes secretos no tardarán en completar mi equipo, y nos pondremos en contacto con los distintos protagonistas. Puesto que las revoluciones únicamente producen desgracias, intentaremos evitar el caos. -Tengo ganas de creerte, John. -Yo deseo que encuentres esos papiros. Según sea su contenido, consideraremos qué decisiones tomar.
50 Situado en una callejuela inaccesible a los coches, el café de paredes embaldosadas estaba lleno de ancianos. Discutían, leían el periódico, jugaban a los dados, al dominó o a las cartas, bebían té negro, fuerte y azucarado, café o una infusión caliente de anís. Muchos fumaban la shishah, la pipa de agua, observando cómo las brasas se consumían lentamente. Tanto si fumaban un tabaco fuerte de aceptable calidad como si era una mezcla de melaza y polvo de tabaco, el resultado era catastrófico para los pulmones. Pero se trataba de una costumbre muy arraigada y era la ocupación favorita de los varones cairotas. Mark Wilder se sentó frente a Mahmud. -Aquí estamos seguros. Ningún chivato de la policía se atrevería a venir a este café. En cambio, varios afectos a los Oficiales Libres montan guardia. ¿Ha encontrado usted a John? -Mantuvimos una larga charla. -¿Y cuál es su posición? -No está convencido de que Faruk sea el único culpable del incendio de El Cairo, pero no excluye su responsabilidad. Aún duda de la capacidad de Nasser para fomentar una revolución, estudia el problema de cerca y afirma que Estados Unidos está decidido a tratar del mejor modo la cuestión egipcia. Varios agentes de la CIA reforzarán el equipo de John y establecerán contacto con los principales actores de la escena política. Mahmud dejó escapar un largo suspiro de alivio. -¿Los norteamericanos están decididos a acabar con Nasser? -Desean expulsar a los ingleses sin provocar un caos que pueda resultar mortal. Mahmud llamó al cafetero y encargó un licor prohibido, una bebida verde más bien espesa,
servida en un pequeño vasito. -¡Celebrémoslo, señor Wilder! El abogado se vio obligado a apurar su vaso de un trago. El alcohol le abrasó el tracto digestivo. Salvo por un aroma que se parecía vagamente a la menta, no consiguió identificar sus ingredientes. Al instante, los vasitos estuvieron llenos de nuevo. -Por lo menos, no habré trabajado en balde -dijo Mahmud-. Si los norteamericanos entran en el juego, Nasser no tiene la menor posibilidad de lograrlo y la revolución no estallará. Faruk, por su parte, se verá obligado a plegarse a las exigencias de los nuevos dueños del país y favorecer, por fin, la felicidad de su pueblo. -Yo he cumplido mi parte del trato, ahora confío en que cumpla usted la suya. Mahmud apuró de un trago su segundo vasito. -Su «Durand» trabajaba para los servicios secretos británicos. Estaba casado con una inglesa y llevaba unas fichas sobre las personalidades extranjeras que frecuentaban los lugares elegantes de la capital. A cambio, gozaba de un salario correcto y de un hermoso apartamento en Zamalek. Su deseo más querido era regresar a Francia. -¿Le interesaba la egiptología? -Se sospechaba que participaba de un pequeño tráfico de antigüedades para redondear su salario, pero se sugería a la policía que olvidara este detalle. -De modo que podría haber adquirido los papiros de Tutankamón... -De ser así, forzosamente su mujer sabe dónde están escondidos. Se llama Linda, y ésta es su dirección. Mahmud la garabateó en un pedazo de papel. Mark la memorizó y luego la rompió. -Bien hecho, perfecto -aprobó el agente doble-. Se está usted convirtiendo en un profesional. -Se trata de mi última intervención. Ahora me retiro de la partida y le deseo buena suerte. Como
sospechará usted, tengo una tarea urgente que cumplir. Cuando el norteamericano se fue, Mahmud apuró el vaso que éste había dejado. Estaba al borde de la embriaguez, y se sentía eufórico. Linda, la viuda de Durand, vivía en un edificio moderno, cerca del convento católico de San José. Sentado en un banco, junto a la entrada, un bauab montaba guardia. A modo de conserje, vigilaba las idas y venidas, y dejaba fuera a las personas dudosas o indeseables. Con su metro noventa y su impresionante musculatura, el nubio llevaba perfectamente a cabo su tarea. -Soy abogado y tengo cita con una amiga, Linda, la esposa de un hombre de negocios francés -le dijo Mark. El portero pareció molesto. -Lo siento, pero no puede usted verla. -¿Por qué razón? -Se marchó ayer por la tarde. -¿Sabe usted cuándo regresará? -Nunca. Se ha ido definitivamente de Egipto. Aunque se expresara en un inglés correcto, el bauab parecía incómodo. Era evidente que mentía, pero Mark no podía pasar a ver a la mujer. -Gracias por haberme informado. El abogado fingió alejarse, pero se ocultó tras un árbol a una buena distancia del edificio, cuya entrada no perdió de vista. Poco después de la puesta de sol, un tipo bajito con bigote, vestido a la europea, saludó al guardia y cruzó el umbral. En el apartamento del tercer piso, el de Linda, se encendió una luz. Transcurrió más de una hora y la luz se apagó. Cuando el hombre del bigote salió del inmueble, Mark lo siguió y no tardó en abordarlo.
-Soy amigo de Linda y me gustaría tener noticias suyas. -No la conozco. -En ese caso, ¿qué hacía usted en su apartamento? El abogado mantenía la mano derecha en su bolsillo, como si sujetara un arma. Al ver la dureza de su mirada, el hombre comprendió que no estaba bromeando. -Yo era uno de sus criados -reconoció-, y he limpiado el lugar antes de que llegue el nuevo ocupante. -¿Dónde está ella? -Ha regresado a su casa, en Inglaterra. -Eso es mentira -afirmó Mark-. Quiero la verdad, de lo contrario... El odio llameó de pronto en los ojos del bigotudo. -Esa perra era una inglesa, y nosotros, la gente del pueblo, detestamos a los ingleses y a todos los demás occidentales que han invadido nuestro país y se enriquecen a costa nuestra. Miles de fellahs se han convertido en sus esclavos. ¡Griegos, italianos, judíos y todos los demás, fuera! Su Linda no seguirá oprimiéndonos. -¿Qué le ha sucedido? -¿Realmente quieres saberlo, extranjero? Muy bien, pues voy a decírtelo para que tomes el primer avión después de haber avisado a tus compatriotas. Esa zorra fue estrangulada por el Salawa, un demonio que ha brotado de las tinieblas para castigar a los impíos. Contra él, vuestras armas son inútiles. ¡Ojalá siga destruyéndoos! Dicho aquello, el hombre puso pies en polvorosa. Mark no le siguió.
51 Deshecho, Mark había informado a Ateya sobre los últimos acontecimientos sin omitir el menor detalle. -La aventura ha terminado -concluyó-. Nunca encontraré los papiros de Tutankamón. -No seas tan pesimista y no subestimes al abate Pacomio. Si te confió una misión tan importante es que cree en tu capacidad para lograrlo. -La última pista se ha esfumado definitivamente. -Las apariencias suelen ser engañosas. -¿Adonde me llevas? -A Matarieh, al norte de El Cairo: el abate nos aguarda allí. La mera presencia de Ateya devolvía la esperanza a Mark. Los golpes del destino no parecían debilitarla, como si las tinieblas no consiguieran oscurecer la luz que de ella emanaba. La muchacha, que era una hábil conductora, dejó atrás a convoyes enteros de asnos que tiraban de carretas cargadas de material. A veces, con el corazón roto por el esfuerzo, uno de ellos se derrumbaba. El suburbio de Matarieh se componía de villas más o menos degradadas. Ateya estacionó el vehículo cerca de un jardín, a la sombra de un sicomoro. Pacomio meditaba sentado en un banco. Mark se acercó a él a lentas zancadas. -He aquí el lugar donde se refugió la Sagrada Familia -dijo el abate-. Según el Evangelio de Mateo24, un ángel se apareció a José y le ordenó que llevara a Egipto a su esposa María y a su hijo Jesús, pues Herodes pensaba acabar con la vida del niño. Los coptos conmemoran la llegada de Cristo a Egipto el 19 de mayo con una hermosa fiesta. En realidad, no se trataba de una huida, sino de un regreso a los orígenes. Cristo procedía de una cofradía iniciática 24
I 2,13-14.
egipcia, e intentó transmitir al mundo parte de las enseñanzas faraónicas. Rey-Dios, sucedía a los monarcas de las treinta dinastías que habían recreado el cielo y la tierra. Y fue aquí, en Matarieh, tras un largo viaje por el desierto, donde Jesús hizo brotar una fuente de agua pura en la que los viajeros saciaron su sed. Puesto que el sudor corría por los miembros del niño, María elaboró un bálsamo destinado a curar a los posesos. En su composición entraba el aceite que se utiliza durante el bautismo, el cual expulsaba las fuerzas negativas. -He fracasado -dijo Mark. -Mira este sicomoro. Es el símbolo y la morada de la diosa del cielo, Nut, que protegió a la Sagrada Familia. En la frontera de la muerte y de la vida eterna, acoge a los «justos de voz» y les procura los alimentos del más allá. En este siglo de violencia y estupidez, ¿qué mirada puede contemplar aún su misterio? -La esposa de Durand fue estrangulada por el Salawa. Pacomio guardó un largo silencio. -Siéntate, Mark. El abate dejó un platito a los pies del norteamericano y en él quemó alumbre. De él se desprendieron una serie de burbujas; luego el alumbre se redujo a una masa carbonosa. -Han aparecido los ojos de las tinieblas -advirtió el abate-, y son de naturaleza masculina. El Salawa se ha acercado a ti varias veces, pero no te ha identificado. Sus blancos prioritarios eran Durand y su esposa, pues poseían información muy importante. -¡Ambos están muertos, así que nuestro fracaso se consuma! -Desengáñate, Mark. La intervención del Salawa es, en sí misma, rica en enseñanzas. Pertenece a una categoría de demonios alimentados por un fuego destructor que utiliza un mago muy experto.
Esos espíritus maléficos contaminan los pozos y las fuentes, controlan caminos y carreteras, donde provocan accidentes mortales. Puesto que los jefes ya no consiguen combatirlos, recurren a los últimos sacerdotes coptos que poseen fórmulas eficaces. Yo temía que el Salawa hubiese atacado, con éxito, la fuente de Matarieh, pero ¡afortunadamente está intacta! De lo contrario, la circulación de la energía celestial se habría interrumpido y ya ningún poder terrenal habría conseguido acabar con el monstruo. Nuestra lucha prosigue. -¿De qué modo? -Todos los egipcios saben que, según la leyenda, el Salawa es originario de Luxor. Allí, cerca de la tumba de Tutankamón, un manipulador lo despertó. Se lo llevó a El Cairo y le encargó que desempeñara un papel de incendiario y suprimiera al matrimonio Durand, informado de las tribulaciones que los papiros habían sufrido. Así pues, hay que ir a Luxor, pero debes saber que tu misión se hace cada vez más peligrosa. Intentarás ponerte en contacto con amigos de tu padre; tal vez posean información de vital importancia. Al manifestarse, el Salawa ha cometido un grave error: indicarnos el lugar donde buscar. Probablemente los papiros de Tutankamón nunca han abandonado la orilla oeste de Tebas. -¿Quién despertó al Salawa? -preguntó Mark. -Sólo un erudito sin escrúpulos pudo cometer un acto tan terrorífico. Pienso en un personaje de gran envergadura al que llaman Profesor, cuya competencia es universalmente admirada. -¿Y por qué iba a cometer ese crimen? -Porque conoce el contenido de los papiros y lo considera lo bastante eficaz como para disipar las mentiras que alimentan a la humanidad actual. Si en efecto se trata del Profesor, el control que ejerce sobre el Salawa demuestra que está decidido a fortalecer el reino del mal. ¿Deseas enfrentarte a él, Mark?
-¿Acaso no he cruzado ya el punto de no retorno? -En adelante sólo llevarás camisas azules. Ese color es el del dios Amón, el que posee el secreto de la vida y es custodio del aliento creador. Aún debo aumentar el círculo protector que impidió que el Salawa te identificara. Por eso Ateya nos llevará a Heliópolis, la ciudad santa más antigua de Egipto, cerca del árbol de la Virgen. De la prestigiosa ciudad, donde el Gran Vidente había creado los Textos de las pirámides, un conjunto de fórmulas para la resurrección del alma real, sólo subsistía un obelisco de unos veinte metros de altura que databa de la época de Sesostris I. -Todo nació aquí -reveló Pacomio contemplando la aguja de piedra que atravesaba el cielo y disipaba las fuerzas negativas-. En esta «ciudad del Pilar» 25, los antiguos egipcios percibieron la omnipotencia de la luz creadora, que incorporaron a sus obras. Y los papiros de Tutankamón contienen el modo de empleo de esa energía inagotable, la única capaz de vencer a la muerte. Mira los signos mágicos grabados en esta piedra erguida, Mark. Son las palabras de los dioses con las que debes impregnarte antes de enfrentarte al demonio de las tinieblas y al maléfico cerebro que lo manipula. El norteamericano se concentró en los jeroglíficos y tuvo la sensación de que vivían con una existencia inalterable, alimentados por un fuego secreto. En Central Park sólo había sido un espectador; allí, en cambio, comenzaba a ver. En la nuca del hijo de Howard Cárter, el abate Pacomio impuso los siete sellos de Salomón, como antaño había hecho con su padre, y pronunció, en antiguo egipcio, la fórmula de la magia por excelencia: «Que el conocimiento de la luz aparte los malos golpes del destino». Al ponerse el sol, Mark salió de su meditación. Se 25
Iunu en jeroglífico; «On», en la Biblia.
sentía animado por una fuerza extraña, por una gran serenidad y, al mismo tiempo, por unos enormes deseos de actuar. Ateya lo tomó de la mano; sus ojos de un verde mar brillaban con extraño fulgor. Mark descubrió a otra mujer cuya magia se hacía casi inquietante. -Mañana vamos a Luxor -anunció ella. -¿Vamos? ¡Me niego a arrastrarte a una aventura tan peligrosa! -La providencia vela por mí: a lo largo de las próximas semanas debo guiar allí a algunos grupos de aficionados. Y sin mí, ¿cómo te pondrías en contacto con los amigos egipcios de Cárter? Mark se rindió a la evidencia: sin ella era imposible avanzar. -¡El abate Pacomio ha desaparecido! -advirtió él. -Lo hace de vez en cuando -dijo Ateya sonriendo-. Tranquilízate, volverá.
52 El Profesor tenía varios apartamentos en El Cairo. A menudo residía en un antiguo edificio, cerca del museo, donde un pequeño ejército de criados velaba por su comodidad y su bienestar. Allí recibía, con gran discreción, a las autoridades científicas y administrativas. Utilizando la vanidad y la ambición de éstas, él seguía tirando de los hilos. Ese mes de febrero de 1952, la situación política no mejoraba, a pesar de las lenificantes apariencias que intentaba imponer el poder. Maher, el nuevo primer ministro, era un hombre hábil y taimado cuyo equipo parecía apto para calmar las tensiones. Más bien pro estadounidense, recibía las confidencias de los medios comerciales y gozaba de un pequeño margen de confianza entre la población. Pero estaba Faruk, cada vez más detestado; Faruk y su pandilla de cortesanos, dispuestos a eliminar a quien se opusiera al capricho del tirano. Tras el incendio de El Cairo, las justificaciones oficiales no habían convencido a nadie. Y la prensa se había incluso atrevido a publicar una especie de encuesta que tendía a implicar al rey. El ministro del Interior”, acusado de excesiva laxitud, se había defendido con rudeza. Antes de las 13.00 horas había dado orden de disparar contra los amotinados, pero esa consigna había seguido siendo letra muerta, por una parte, porque los policías ayudaban a los incendiarios, y por otra, porque la autoridad suprema se oponía a ello. Pese a un vibrante llamamiento de Faruk, los soldados sólo habían empezado a desplegarse a última hora de la tarde. Era evidente que, según el ministro del Interior, el azar no había desempeñado papel alguno en esos trágicos acontecimientos cuidadosamente organizados. ¿A quién beneficiaba ese caos, salvo al rey? El
ejército le obedecía al pie de la letra, manipulaba a la multitud como le convenía, y hacía saber tanto a los extranjeros como a los egipcios que seguía siendo el dueño último del país. Incendios, destrucciones, muertes, el centro de la ciudad saqueado, ráfagas de odio entre las comunidades... Eso había producido el brillante plan de Faruk, oculto en su palacio, tan lejos de su pueblo. El Profesor escuchaba las recriminaciones de sus interlocutores y sólo les atribuía una importancia relativa. En Oriente gustaba discutir y protestar; poner manos a la obra, en cambio, era algo muy distinto. El coloso de vasto pecho y cabeza fina, alargada como la de un chacal, entró a medianoche en su despacho. El Salawa tenía hambre. -Has trabajado bien -reconoció el Profesor-. Los Durand no nos molestarán más. Ven a recoger tu pitanza. Con su encendedor, el Profesor reavivó unas brasas mezcladas con huesos. El Salawa las absorbió, glotón. -¿Crees que Durand o su mujer tuvieron tiempo de confiarse a alguien? El Salawa negó con la cabeza. -¿Existe todavía algún adversario deseoso de recuperar los papiros de Tutankamón? Esta vez la respuesta fue afirmativa. -Quédate aquí y duerme -ordenó el Profesor. El Salawa se tendió ante la mesa y cerró los ojos. Por la mañana temprano, el Profesor visitó a los cuadros administrativos del museo de El Cairo. Les pidió, uno a uno, noticias de su familia, al tiempo que los felicitaba por su excelente trabajo en favor de la conservación de las antigüedades. Una palabra favorable de su parte se traducía en un ascenso y en apreciables ventajas materiales, de modo que el
personal se mostraba afable y cooperativo. Recordando lo que le había comunicado el Salawa, el Profesor buscaba la pista de algún curioso que hubiera visitado el museo y tal vez se hubiera dirigido a uno de sus responsables para saber algo más sobre Tutankamón. Su mejor informador, un tipo con bigote y de frente baja constantemente endeudado, estaba ausente. Descansaba tras el nacimiento de su octavo hijo, y a su ayudante no le estaba permitido examinar sus expedientes. No obstante, recordó que su patrón había recibido recientemente a un extranjero y se había librado de él dirigiéndolo al archivista. Contrariamente a la costumbre, sin embargo, no había ningún informe escrito sobre aquello. El Profesor, intrigado, acudió de inmediato a casa del archivista, que le pareció un viejo gruñón. El funcionario, de cabeza cuadrada, grandes ojeras y unas pupilas profundamente hundidas en sus órbitas, daba la impresión de estar deprimido. -No parece usted muy en forma, amigo mío. -Me niegan un aumento, mi mujer quiere divorciarse y mi hijo mayor se niega a obedecerme. ¿De qué voy a presumir en tal caso? -Por lo que al aumento se refiere, yo puedo ayudarle. -¿De verdad? Pero no será en balde, supongo... -Supone usted mal. Aprecio su labor y cualquier pena merece un mejor salario. -Considere entonces que le debo un favor. -¿No habrá recibido usted a un extranjero que se interesa por Tutankamón? -En efecto, Profesor. -¿Un egiptólogo? -No lo creo. -¿Qué deseaba? -Consultar los archivos de Howard Cárter. -¿Por qué motivo?
-Investigaciones personales, dijo. Se mostró paciente y tuve que doblegarme ante sus exigencias por orden de mi superior. Además, el muy metomentodo disponía de una carta de recomendación firmada por el director del Servicio de Antigüedades, el canónigo Drioton. Me sentí un poco incómodo, pues los papeles de Cárter han soportado muy mal el paso del tiempo. Sin embargo, aquel hombre pasó largas horas estudiándolos. -¿Le dijo si había encontrado lo que buscaba? -No, Profesor. -¿Anotó usted su nombre? -Claro. El archivista consultó su cuaderno. -Ese aficionado a los legajos de papel se llama Mark Wilder. -¿Y cuál es su dirección en El Cairo? -La ignoro. -Gracias por su colaboración, querido amigo. El mes próximo, le aumentarán el sueldo. El archivista hizo una reverencia. El Profesor no estaba descontento. Ahora conocía el nombre del último adversario con quien el Salawa debía terminar. Quedaban por descubrir su profesión, sus intenciones y el lugar donde se hallaba. La recomendación de Drioton le hizo conjeturar que Mark Wilder era admitido en el entorno de Faruk. Un hombre podría proporcionarle, pues, el máximo de información: Antonio Pulli, la eminencia gris del rey.
53 Ateya y Mark aguardaban en el aeropuerto de El Cairo. El avión hacia Luxor llevaba dos horas de retraso, pero la espera no se les hacía pesada. Antes
de enfrentarse con nuevas pruebas, saboreaban su complicidad amorosa, como si el porvenir les perteneciera. Un hombre se plantó ante ellos. -Debo hablarte en privado, Mark. -¡John! ¿También tú vas a Luxor? -Lo siento, te quedas en El Cairo. -Ni hablar. -Vayamos a otro lugar a hablar tú y yo a solas. Con una mirada, Ateya dio su consentimiento a Mark, a quien el agente de la CIA arrastró hacia un rincón tranquilo. -Como ya le dije a Mahmud -declaró Mark-, mi intervención en vuestros asuntos de espionaje ha terminado. Tengo otra misión que cumplir y no me doblegaré a tu voluntad. -Irás a Luxor cuando me hayas hecho un último favor. -No me has entendido bien, John. -Amigo mío, no me obligues a reiterar mis amenazas. Si realmente amas a esa mujer, no la pongas en peligro. Mark sintió un nudo en la garganta. Tenía ganas de romperle la cabeza a su compatriota. -¿Qué quieres exactamente? -Que le lleves este pliego sellado a Faruk -le explicó mientras le entregaba un documento. -¿Y su contenido? -Top secret. -¡No para mí! -Cuanto menos sepas, mejor. -Exijo saber la verdad. -Como quieras... La CIA promete a Faruk entregarle vehículos blindados y ametralladoras para que pueda poner fin rápidamente a cualquier nueva revuelta. De ese modo el rey comprenderá que dispone del apoyo de Estados Unidos y que está en deuda con nuestro país. -¿Por qué se me obliga a hacer de mensajero?
-Porque no perteneces a servicio oficial alguno y Faruk confía en ti. Te considera un aliado seguro y no dudará de la veracidad de la información que le proporciones. Antonio Pulli te espera en el palacio de Kubbeh, a las seis de la tarde. Entregarás el pliego al rey, en propia mano. Si hay algún problema, conserva el documento y llámame. Pero todo debería ir bien. Luego partirás hacia Luxor. ¿De modo que allí están ocultos los papiros de Tutankamón...? Su contenido puede interesarme mucho, no lo olvides. Buen viaje, Mark. El palacio de Kubbeh no tenía menos de cuatrocientas habitaciones y albergaba una impresionante cantidad de tesoros, entre ellos medallas, cofres llenos de joyas, huevos de Fabergé, pisapapeles adornados con piedras preciosas y una fabulosa colección de sellos raros, comparable a la de la reina de Inglaterra. El guardarropa de Faruk contaba con un centenar de trajes, diez mil camisas de seda y otras diez mil corbatas. Sólo algunos familiares conocían la existencia de objetos más comprometidos, como una fotografía dedicada de Adolf Hitler o algunas tarjetas postales eróticas. Faruk, un verdadero obseso sexual, coleccionaba también excitantes esculturas de mármol, relojes y cajas de música adornadas con jóvenes desnudas, calendarios sugerentes e incluso sacacorchos capaces de despertar sus sentidos. Antonio Pulli recibió a Mark Wilder en un gran despacho decorado con cuadros muy convenientes. -Recibí su petición de audiencia, pero su majestad se encuentra algo indispuesto. ¿Puedo ayudarle? -Desgraciadamente, no. Debo entregarle un pliego confidencial. -No le quepa duda, señor Wilder, de que yo cumpliré escrupulosamente con su encargo. -No lo dudo, pero las circunstancias me imponen entregar el documento en propia mano. Con rostro agrio, Pulli se levantó.
-Veré lo que puedo hacer. Mark esperó más de media hora, y al cabo, Pulli reapareció. -Sígame, su majestad acepta recibirle. Vestido con un batín y sentado en un sillón capaz de aguantar su peso, Faruk devoraba pasteles y bebía zumo de naranja. -Déjenos, Antonio. La eminencia gris se esfumó. Mark entregó el pliego a Faruk, que rompió su sello, lo leyó y luego lo rompió en mil pedazos. -Excelentes noticias, señor Wilder. Estoy satisfecho, muy satisfecho, y aprecio mucho la actitud de mis amigos norteamericanos. Podrán felicitarse de ello en el futuro, dígaselo. Ahora déjeme, necesito un poco de descanso antes de una cena oficial. Mark se encontró con Antonio Pulli en el pasillo. -¿Va todo bien? -No podría ir mejor. Su majestad está encantado. -¡Bravo, señor Wilder! Nuestra colaboración resulta fructífera, y el rey aprecia su eficacia y su discreción. En estos turbulentos tiempos, la ayuda de nuestros amigos norteamericanos es como un don del cielo. Pronto podré confiarle nuevos casos. «La eminencia gris del rey está realmente muy bien informada», pensó el abogado. -Voy a descansar algunos días en Luxor. -¡Un lugar encantador! Numerosos templos y tumbas merecen una visita, el Valle de los Reyes es un paraje incomparable. ¡Ah... lo olvidaba! Un importante personaje me ha preguntado cómo iba su estancia entre nosotros. Sin dejar de alabar su competencia como abogado y su talla de estadista, lo he tranquilizado afirmando cuánto le seducía Egipto a usted. -¿Puedo saber de quién está hablando? -Lo llamamos el Profesor. Conoce todas las excavaciones, hace y deshace carreras de
arqueólogos y goza de la estima general. Sin duda lo conocerá en Luxor. Se sentiría muy satisfecho de poder hablar con usted. Feliz estancia, señor Wilder. De camino al aeropuerto, Mark se sintió invadido por una sensación de angustia. Cumplida la última misión, de nada le servía ya a Mahmud ni a John, y era sólo un embarazoso testigo de sus actividades ocultas. En cuanto a la amistad de Faruk, nada protector había en ella. Así pues, era un buen momento para librarse de él... No, quedaban los papiros de Tutankamón. Pero ¿realmente Mahmud y John deseaban verlos aparecer? Sí, para apoderarse de ellos y utilizarlos a su conveniencia. En el mismo instante en que los encontrara, él se convertiría en alguien tan molesto como inútil. En las cercanías del aeropuerto y en su interior había una multitud de policías. El abogado temió un atentado y se apresuró a buscar a Ateya. Un oficial lo interceptó y le pidió la documentación. -¿Ocurre algo? -Tranquilícese, nada grave. Un simple control rutinario. Faruk quería demostrar que tenía firmemente cogidas las riendas del país. ¡Por fin, el avión! Sentada cerca de la sala de embarque, Ateya leía un libro sobre el Valle de los Reyes. Habían anunciado ya el siguiente vuelo a Luxor. -¿Ha ido todo bien? -preguntó ella. -Sí y no. He entregado a Faruk un pliego confidencial y espero haberme librado de la CIA. Pero el Profesor ha descubierto mi identidad.
54 A Mark le encantó Luxor. Lejos de la agitación, del ruido y de la multitud de El Cairo, la pequeña ciudad del sur vivía sobre todo del turismo. En la orilla este, el gigantesco Karnak, ensamblaje de varios santuarios, y el admirable templo de Luxor; en la orilla oeste, otros templos y gran cantidad de tumbas, diseminadas en varios parajes: el Valle de los Reyes, el Valle de las Reinas, el Valle de los Nobles y el Valle de los Artesanos. La extensión y la riqueza de ese dominio de eternidad producían vértigo. ¿Cuántos años eran necesarios para explorarlo sin estar seguro de haber revelado todos sus secretos? Howard Cárter había consagrado una parte esencial de su existencia a buscar la tumba oculta de un faraón casi desconocido, con la certidumbre de que se encontraba en pleno Valle de los Reyes, cuidadosamente disimulado. Cuando Mark cruzó su umbral por primera vez, acompañado por Ateya, de pronto se sintió en comunión con el alma de su padre. Oyó las palabras que había pronunciado: «El misterio de la vida sigue escapándosenos. Las sombras se agitan, pero nunca se disipan por completo»26. Un corredor de acceso que desembocaba en una antecámara flanqueada por un anexo y una cámara de resurrección completada por una sala: la modesta tumba de Tutankamón era un relicario que contenía alrededor de tres mil quinientos objetos destinados a la vida transfigurada del faraón convertido en luz. Todas las demás tumbas del Valle habían sido desvalijadas, su mobiliario destruido o dispersado. La magia de Tutankamón, al que sólo algunos ignorantes calificaban de mediocre monarca sin importancia, había atravesado los siglos hasta su 26
Véase Archeologia, n.° 312, 1995, p. 29.
encuentro con Howard Cárter. Mark contempló las escenas rituales y simbólicas de la cámara de resurrección, consagradas a la apertura de la boca del faraón resucitado y a la sacralización del tiempo, ilustrada por unos babuinos, animales sagrados de Thot. Luego su mirada recayó en el sarcófago de oro, todavía en su lugar. -Los antiguos egipcios llamaban al sarcófago «el dueño de la vida»27 -indicó Ateya-. Para ellos, éste no era un lugar de muerte, sino de transmutación. El iniciado en los misterios se convertía aquí en un Osiris y franqueaba con vida las puertas del más allá. Ahora, ante ese ser transformado en oro divino, Mark comprendía el sentido y el alcance de la búsqueda de Howard Cárter. No se trataba de un simple hallazgo arqueológico, aunque fuera el más excepcional de la historia, sino de sacar a la luz un misterio que se refería a la propia esencia de la vida. Y el azar no había desempeñado papel alguno en ello, sino que había sido a causa del empecinamiento de un investigador infatigable y genial, de la voluntad de los dioses siempre presentes a pesar de la ceguera de los humanos, de la necesidad de disponer del mensaje de Tutankamón para luchar contra el materialismo y la violencia de un mundo sumido en el caos. Ateya y Mark deambularon largo rato por el Valle de los Reyes. Se impregnaron del poder de aquel crisol alquímico donde Cárter, según sus propias palabras, participaba en la plenitud y la serenidad de Isis, la gran hechicera capaz de reunir las partes dispersas del cuerpo de Osiris asesinado y arrancarlo al sueño de la muerte para dar nacimiento al Salvador, Horus. El eterno silencio del Valle no era el de la nada, 27
Nedankh. Hacia 2061-2010 a.C. Su nombre significa: «El poder guerrero [Montu] se ha apaciguado [Hotep]».
sino la condición indispensable para el proceso de resurrección. Allí, entre aquellos acantilados áridos y abrasados por el sol, se revelaba el misterio por naturaleza. ¿Acaso el sarcófago de Tutankamón no era un polo de energía del que emanaban fuerzas capaces de espiritualizar a los seres ensanchando su corazón? Howard Cárter había tocado lo esencial, y Mark debía encontrar los papiros extraídos de la tumba del faraón. En ningún momento, ni él ni Ateya, en exceso recogidos, advirtieron que un cincuentón de cabeza cuadrada y pelo canoso los observaba. Desde su llegada a Luxor, aquel hombre no perdía ni un ápice de sus hechos y sus gestos. Beber una cerveza en el parque del Winter Palace, bajo el cielo azul de Luxor, era todo un privilegio. Howard había frecuentado ese hotel legendario, donde todo británico digno de ese nombre saboreaba el té admirando el Nilo. Allí se habían desarrollado episodios cruciales del «caso Tutankamón», sobre todo cuando el egiptólogo se había opuesto a las autoridades para mantener en sus manos su tumba. A pesar de haber sido atacado y calumniado y de que se le prohibiera excavar, Howard Cárter nunca se había doblegado ante nadie. Y cuando había regresado a Egipto tras finalizar los trabajos, anónimo y solitario, había sabido apreciar la elegancia y el encanto del Winter Palace. Ateya aguardó a que el espíritu de Mark regresara del Valle de los Reyes. -Pareces conmovido -advirtió. -«¿Desea saber quién es usted realmente?»... Ahora lo sé. Ser el hijo de semejante padre es, a la vez, abrumador y exaltante. ¿Podré mostrarme digno de él cumpliendo la misión que me confió más allá de su propia existencia? -Al parecer, no te faltan voluntad ni perseverancia. -Y apareciste tú, Ateya. Sin ti, no tendría la menor
posibilidad. Al anochecer pasearon a lo largo del Nilo, como dos enamorados libres de cualquier preocupación. El suave viento del norte les brindaba un delicioso frescor, el río se vestía de anaranjado, de rojo y de oro. En pocos minutos, el sol que envejecía iba a desaparecer en la montaña de Occidente para resucitar las almas adormecidas y emprender un duro combate contra los demonios de las tinieblas. Sólo la calidad de la tripulación de su barca, donde figuraban el Verbo y la intuición de las causas 28, le permitirían cruzar una a una las puertas del universo subterráneo, apaciguar a sus guardianes y acabar con la monstruosa serpiente, decidida a impedir aquel viaje. Conocer las fórmulas justas de transformación en luz era decisivo; esas fórmulas que contenían los papiros de Tutankamón. -Por unos instantes -reconoció Markhe esperado que se encontraran en la tumba del rey. Pero sólo quedan habitaciones vacías, a excepción de ese fabuloso sarcófago. -Nos pondremos en contacto con los últimos testigos de la aventura de Cárter -anunció Ateya-. Tenía amigos fieles entre sus obreros, y sin duda algunos aceptarán proporcionarnos valiosas indicaciones. El abate Pacomio ha confeccionado una lista de nombres que evitará que andemos a ciegas. Dos ayudantes egipcios de Cárter escribieron incluso a su sobrina tras la muerte de su patrón para darle el pésame. Y tu padre legó a uno de ellos 29 una pequeña suma, como agradecimiento por los servicios prestados. Cenaron al borde de la piscina evocando las dramáticas horas del descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Noviembre de 1922: la última campaña de excavaciones Desalentado, sin creer ya en la 28 29
y Sia. Abd el-Aal Ahmed Sayed.
Hu
existencia de una tumba real no violada que contuviera tesoros, lord Carnarvon interrumpía la financiación de las caras e improductivas investigaciones. Cárter sin embargo, consiguió convencerle de que le concediera una última oportunidad. La mañana del 4 de noviembre apareció el primer peldaño de la escalera que conducía a la puerta sellada de la tumba de Tutankamón. Ateya relató la epopeya con pelos y señales, y Mark tuvo la sensación de estar junto a su padre en el momento en que un fantástico éxito coronaba tantos años de labor. Luego, los dos amantes permanecieron en la habitación de Mark. Los rayos del sol poniente iluminaron el lecho en el que, abrazados, Ateya y Mark se tendieron. Ante el Nilo y la cima de Occidente, hicieron el amor.
55 Eres tú, Mark, de veras eres tú? -¡Claro que sí, Dutsy! -¿Desde dónde me llamas? -Desde Luxor, en el Alto Egipto. -¡Dios del cielo! Pero ¿qué estás haciendo aún ahí? -Visito y exploro. ¿Todo va bien en la oficina? -Nos las arreglamos, pero ¡necesito decisiones urgentes! -Envíame un resumen de los expedientes y tu opinión al Winter Palace utilizando la valija diplomática. Lo evaluaré todo y volveré a llamarte. -¿Cuánto tiempo vas a seguir aún ausente? -No lo sé, Dutsy Dependerá de cómo progrese mi investigación. -Respóndeme con franqueza: ¿no habrá en todo esto una historia de faldas? -Con franqueza, sí. -¿Es... es serio? -Muy serio. -¡Sólo nos faltaba eso! Aun así, no estarás pensando en casarte, ¿no? -Estoy firmemente decidido a ello. Y tú organizarás los festejos. -¡Estoy impaciente por conocer a la feliz elegida! ¿Por qué no la traes de inmediato a Nueva York? Después del incendio de El Cairo, Egipto se ha convertido en un país muy peligroso. Ya no estáis seguros ahí. -La CIA controla la situación. Mark oyó que Dutsy gruñía. -No seas tan optimista -recomendó Dutsy-. En tu lugar, yo haría las maletas. -Debo encontrar los papiros de Tutankamón. -¡Ya veo que hacerte cambiar de opinión es imposible! Sé prudente, Mark. Los sublevados de El Cairo han matado a algunos extranjeros, y volverán
a hacerlo. Te mando los expedientes. Cuatro días de gestiones, encuentros y discusiones. Cuatro días de decepción. Los amigos de Cárter y su descendencia habían desaparecido: algunos habían muerto y los otros se habían marchado sin dejar ninguna dirección. Y los escasos conocidos del arqueólogo que permanecían en Luxor no tenían nada que decir, salvo testimoniar su respeto por aquel inglés trabajador que nunca miraba con desdén a la gente humilde. Obstinada, Ateya consiguió una entrevista con un anciano enfermo, residente en Gurnah, en la orilla oeste de Luxor. Antes de morir, deseaba hablar del pasado y de las campañas de excavaciones en las que había participado bajo la dirección de Cárter. Ateya le presentó a Mark, y se sometieron al ritual del té negro servido por la hermana de aquel hombre centenario, cuya voz temblaba. -Ya casi no puedo caminar; tengo los días contados -reconoció-. Por eso no temo al Salawa. Los demás, es distinto... Desde que ese demonio reapareció, todos saben que la maldición de Tutankamón actuará de nuevo. Los jeques más sabios son incapaces de oponerse a ello. El Salawa ha raptado y devorado ya a varios niños, y castigará a las familias de los charlatanes. Salvo yo, nadie se atreverá a hablar con ustedes. Y yo sólo tengo buenos recuerdos que contarles. Cárter era un hombre rudo, valeroso y generoso. Trataba bien a sus obreros y sabía luchar contra la adversidad. -¿Descubrió papiros en la tumba de Tutankamón? -quiso saber Mark. -Eso dijeron, pero luego se afirmó lo contrario. ¡Corrían tantos rumores y había tanta agitación alrededor de cada objeto sacado a la luz! Por mi parte, me limitaba a hacer mi trabajo. ¡Y Cárter siempre me pagó bien! No obstante, la tarea no era fácil, sobre todo en Deir el-Bahari. Su primer gran
descubrimiento, el del faraón de piel negra y piernas de coloso, fue más o menos bien. Pero el segundo, el de la tumba de la reina Hatsepsut, podría haberle costado la vida. -¿Qué ocurrió? -Cárter tenía buenos contactos entre la población; le hablaron de la existencia de una tumba de acceso especialmente difícil, al fondo de un uadi del acantilado de occidente. Fue en 1916. La ausencia de policías y vigilancia favorecía la actividad de los ladrones, y unos notables, precisamente, avisaron a Cárter de que una pandilla de saqueadores acababa de introducirse en aquella misteriosa tumba. Despreciando todo peligro, reunió a algunos obreros, entre ellos él mismo, y acudimos al paraje, adonde llegamos hacia medianoche, tras una larga y penosa escalada. Allí descubrimos una cuerda que desaparecía por un agujero. Del fondo llegaban algunos ruidos: eran los saqueadores, que estaban en plena actividad. Aquella gente era violenta, era preciso alejarse. Pero Cárter bajó solo y se dio de bruces con los bandidos. Les ordenó que abandonaran el lugar sin demora o, de lo contrario, los dejaría allí e iría a buscar a la policía. Uno contra ocho... Podrían haberle matado, pero prefirieron emprender la huida con el rabo entre las piernas. Y Cárter, entonces, exploró la tumba. -¿Qué encontró? -preguntó Mark. -Un magnífico sarcófago de cuarcita que actualmente se conserva en el museo de El Cairo. En la tapa está representada Nut, la diosa del cielo. Se extendía sobre el cuerpo de la reina y colocaba su alma entre las estrellas imperecederas. Ella protegió a Cárter contra los saqueadores. Y sus dos hazañas en Deir el-Bahari le valieron la reputación de hechicero, al abrigo de los golpes de la suerte. -¡Sus recuerdos son apasionantes! -Ya no tengo más. Perdónenme, pero estoy cansado y necesito dormir.
-¿Aceptaría que volviéramos a verle? -propuso Ateya. -Sería inútil y peligroso. Agotado, el anciano se adormecía ya. La muchacha y Mark salieron de su morada y atravesaron la aldea de Gurnah, construida sobre tumbas que los habitantes habían saqueado. Se decía que algunas aún albergaban maravillas. La pareja no reparó en el hombre de cabeza cuadrada y pelo canoso que les seguía a buena distancia. Les observó subir a un taxi alquilado para todo el día y tomar la dirección del transbordador. El tipo disponía de informaciones suficientes como para no perder su rastro, así que se dirigió a su propio automóvil. En la proa del transbordador de los campesinos, sobrecargado de vehículos, asnos, aves de corral y seres humanos que se entregaban a intensas discusiones, Ateya y Mark disfrutaban de una refrescante brisa. -¿Sabes tú algo más sobre los descubrimientos de Cárter en Deir el-Bahari? -le preguntó él. -Trabajó en aquel paraje desde 1893, cuando sólo tenía diecinueve años. En diciembre de 1901, paseaba por allí a caballo cuando, de pronto, las patas anteriores de su montura se hundieron en la arena y Cárter fue arrojado al suelo. Un afortunado accidente, puesto que el milagroso agujero le permitió acceder a la tumba de un faraón del Imperio Medio, Montuhotep III. Fue llamada enseguida Bab el-Hosan, «la tumba del caballo». -¿Contenía algún tesoro? -Una extraordinaria estatua, que hoy se encuentra en el museo de El Cairo; representa al faraón sentado, tocado con la corona roja y ataviado con la túnica blanca que se llevaba en la fiesta de la regeneración. El color negro de sus carnes simbolizaba el proceso de regeneración. Montuhotep mandó edificar el primer gran templo de Deir el-
Bahari, un santuario osiríaco junto al que, mucho más tarde, Hatsepsut creó su templo en terrazas, «el Sagrado entre los sagrados»30. Y a Howard Cárter le correspondió explorar la tumba destinada a la gran esposa real Hatsepsut, antes de que se convirtiera en faraón. -¡Podrían ser escondrijos perfectos para los papiros de Tutankamón! -No será fácil acceder a ellos -estimó Ateya-. Esas tumbas están cerradas, prohibidas a los visitantes, y muy pocos egiptólogos las conocen. -¿Quién puede abrírnoslas? -El Servicio de Antigüedades de la orilla oeste. -Bien, me encargaré de desplegar todo mi talento de abogado.
30
Djeser djeseru.
56 La primera visita de Mark al despacho del Servicio de Antigüedades de la orilla oeste fue en vano, porque los responsables estaban ausentes. Le dieron una cita: al día siguiente, a las siete de la tarde. Mientras Ateya guiaba por Karnak a un grupito de apasionados, Mark acudió de nuevo a la tumba de Tutankamón para impregnarse al máximo de la atmósfera del lugar donde, durante muchos siglos, increíbles tesoros habían sobrevivido en silencio y tinieblas. Saqueadores, arqueólogos y turistas habían hollado el suelo del Valle sin sospechar que caminaban sobre aquel relicario que contenía los secretos de la eternidad. El segundo encuentro con el sarcófago fue tan conmovedor como el primero. Como afirmaban los Textos de las pirámides, el faraón no partía muerto, sino vivo. Liberado de su envoltura carnal, transformado en oro por los ritos, se reunía con sus hermanos los dioses y reinaba entre las estrellas. Al abandonar el Valle de los Reyes para regresar al Winter Palace, Mark sufrió una brutal transición. Salía de un universo sobrenatural donde el tiempo ya no existía y regresaba al mundo de las torpezas humanas. Las noticias procedentes de El Cairo no eran muy satisfactorias. Ciertamente, Faruk había nombrado un nuevo primer ministro, Hilaly, apodado El don Quijote del Nilo porque quería emprenderla con la corrupción y los injustificables privilegios de los ricos. Para sorpresa general, el rey había firmado incluso un decreto que obligaba a todos los egipcios a redactar una declaración de absoluta sinceridad sobre el origen real de su fortuna. Ante el jaleo que montó el personal político, amenazando con revelar las alucinantes especulaciones de los íntimos de
Faruk, el primer ministro había abandonado sus proyectos moralizadores. Enterrada definitivamente la virtud, se entregarían a los jueguecitos habituales, ante la paternal mirada del rey, indiferente a la cólera del pueblo y a la decepción del ejército y de las clases medias. Era inútil engañarse: el statu quo no podía durar. Nasser avanzaba oculto tras su máscara, la CIA también. ¿Qué opción elegiría Estados Unidos, qué quería Egipto, cómo resolvería el espinoso problema del canal de Suez y de la ocupación inglesa? En Luxor, Mark se mantenía al margen de esa tormenta, con la esperanza de que no estallaran nuevos disturbios antes de que encontrara los papiros de Tutankamón. Por su parte Ateya, cansada de responder las innumerables preguntas de su grupo de aficionados, apreció una tranquila cena en el parque del Winter Palace. Las palabras de amor que pronunció Mark borraron todo rastro de fatiga. Minutos antes de las siete, Ateya y Mark accedieron al despacho de uno de los inspectores del Servicio de Antigüedades de la orilla oeste de Luxor. Aquel funcionario de unos cincuenta años, cabeza cuadrada y pelo canoso tomaba un café mientras escuchaba las quejas de uno de sus subordinados. Los visitantes fueron invitados a sentarse. Primero era preciso dar pruebas de paciencia, no interrumpir sobre todo al dueño del lugar y aguardar el momento en que se dignara interesarse por sus huéspedes. Entró un empleado con una bandeja y tacitas de café turco; el tiempo pasó lentamente. El inspector abrió un gran cuaderno, lo hojeó con atención, escribió unas líneas y, luego, miró a la pareja. -¿En qué puedo ayudarles? -Me llamo Mark Wilder, y soy abogado. Tengo la
suerte de poder residir unos días en Luxor y ser guiado por la señorita Ateya, por lo que me gustaría tener acceso a lugares prohibidos a los turistas. El inspector jugueteó con un lápiz. -He oído hablar de la señorita. Una excelente guía, según opiniones tan diversas como unánimes. Sabrá hacerle apreciar las maravillas de tan antigua ciudad. ¿Qué desearía ver en particular? -La tumba de Montuhotep II, en Deir el-Bahari, y la de la reina Hatsepsut. -Son lugares de difícil acceso y además están cerrados desde hace mucho tiempo. ¿Por qué suscitan su curiosidad? -Me interesa la aventura arqueológica de Howard Cárter. Tras haber estudiado sus cuadernos de notas que se conservan en el museo de El Cairo, me gustaría contemplar las dos sepulturas que exploró. -¡Un recorrido propio de un egiptólogo, señor Wilder! ¿Acaso ha decidido cambiar usted de oficio? -Tranquilícese, sigo siendo un aficionado. El inspector dio unos golpecitos en la mesa con la punta de su lápiz. -Me gustaría mucho poder satisfacerle, pero resultará muy difícil. Dado el particular carácter de esos parajes, debo dirigir una petición por escrito a mis superiores en El Cairo, y me es imposible concretar un plazo para la respuesta. Sin embargo, no dude de que, por mi lado, haré lo necesario. Desgraciadamente, no puedo prometerle un resultado positivo. -Aprecio en alto grado sus esfuerzos, señor inspector. Y estoy seguro de que obtendrá usted resultados satisfactorios. -Inch Allah!, señor Wilder. Los misterios de nuestra administración son a veces insondables. Pero ¡hay tantos tesoros que descubrir en Luxor! Las jornadas de su visita estarán ciertamente muy ocupadas. Mark sintió que era hora de irse.
-¿Dónde podré encontrarle? -preguntó el inspector. -Me alojo en el Winter Palace. -Un hotel ya legendario. ¡Uno de los feudos de Cárter! Se arriesga usted a encontrarse con su fantasma. -¡Cuántos recuerdos fabulosos podría éste contarme! -Que su estancia entre nosotros sea muy agradable. Luego, nuevos solicitantes entraron en el despacho. -No me gusta ese tipo -dijo Ateya. -¿Habías hablado con él alguna vez? -Nos cruzamos en Karnak. No tiene buena reputación, y su actitud no me parece muy favorable. -¿Crees que está burlándose de nosotros? -No forzosamente, pero si sigue la vía jerárquica perderá mucho tiempo; juraría que quiere impedirte ver esas tumbas. -Tal vez porque una de ellas contiene los papiros de Tutankamón... ¿Lo sabrá él? -En ese caso, las puertas permanecerán cerradas. -¿Podremos forzarlas? -Es poco probable. -Tengamos un poco de paciencia... Si fracasamos, deberemos correr riesgos. A las diez de la noche, el inspector despidió a un empleado quejoso que solicitaba un aumento de sueldo. Luego se consagró a una tarea prioritaria: ponerse en contacto con el Profesor utilizando la red telefónica interior, que esta vez se dignó a funcionar. -Acabo de ver a Mark Wilder y a su amiga egipcia. Desean visitar las tumbas de Deir el-Bahari descubiertas por Cárter. Me he refugiado en el reglamento administrativo. ¿Qué debo hacer? -Seguir el procedimiento. Escribe una carta a tu superior.
-¿Hay que examinar las tumbas antes de recibir respuesta de El Cairo? -En absoluto. No cambies en nada tus hábitos y limítate a observar las actividades de Wilder. Todas las noches me harás un informe telefónico.
57 Diariamente, Mark acudía a contemplar el sarcófago de Tutankamón y a impregnarse del misterio de aquella tumba vaciada de sus tesoros. Había visitado varias veces la morada de eternidad del faraón Seti II, que Cárter utilizaba como laboratorio y almacén, sin descubrir allí el menor escondrijo de papiros. Al caer la tarde, antes de encontrarse con Ateya, que cumplía con su función de guía, el abogado estudiaba los documentos enviados por Dutsy y lo llamaba para impartir sus directrices. La actividad del bufete era tal que había sido necesario contratar a dos nuevos colaboradores. Y por Nueva York corrían rumores referentes al destino político de Mark Wilder, que llevaba a cabo un viaje de estudios por el Próximo Oriente en el superior interés de Estados Unidos. Nunca había imaginado que el destino le permitiría vivir un amor tan intenso. Con Ateya, gozaba de la complicidad de cada instante, y la tan extraña noción de «alma gemela» adoptaba toda su fuerza. Su cuerpo, tierno y flexible, se tendió sobre él. -Es hora de que despiertes -murmuró ella. -Prefiero seguir soñando... Estoy abrazando a una mujer desnuda, enamorada y... -¡Hoy es la fiesta de la primavera! Prepárate, comeremos en el campo. Cham en Nessim, «el perfume de la brisa», era la fiesta preferida de los egipcios. Se celebraba el lunes de la Pascua copta y reunía a musulmanes y cristianos, la mayoría de los cuales ignoraban que estaban perpetuando una tradición que databa del tiempo de los faraones. Las ciudades se vaciaban de sus habitantes, y cada cual aspiraba a encontrar un rincón de verdor para degustar en familia las viandas obligatorias en dicha jornada festiva:
cebollas frescas, huevos duros coloreados, puré de habas y pescado adobado en salmuera31. Durante el banquete, los Antiguos rendían homenaje a la fertilidad del agua y de la tierra. Su matrimonio aseguraba la abundancia bajo la luz del sol primaveral, y el viento de esa alegre jornada tenía forzosamente un efecto benéfico. Los niños y las niñas, vestidos con túnicas y trajes de vivos colores, se ponían las botas. Iban de casa en casa y recibían fruta u otros regalos a cambio de huevos decorados. Mark compró un collar de flores de jazmín con el que adornó el cuello de su prometida. Almorzaron en plena campiña, sentados sobre un mantel blanco, cerca de una aldea. -Nunca olvidaré esta primavera -confesó, besándola. -No estamos aquí por casualidad. En esta aldea habita uno de los discípulos del abate Pacomio, un copto que nos dirá la verdad sobre los acontecimientos de Luxor y nos permitirá hablar con algunos íntimos de Cárter, o al menos eso espero. De acuerdo con las instrucciones del abate, el abogado sólo vestía camisas azules y llevaba siempre encima el talismán. Aunque esas precauciones le parecieran irrisorias a un espíritu racional, sentía múltiples fuerzas extrañas a su alrededor. Terminada la comida, la pareja se dirigió hacia un palmeral que precedía un burgo formado por casas de adobe con cubierta de palmas trenzadas. Ateya impidió que Mark tomara un sendero. -El camino pertenece a un afarit -precisó-. Nadie lo utiliza, pues provoca graves heridas en las piernas. Debemos rodearlo. Como tantas otras aldeas, ésa poseía dos polos de atracción: la charca insalubre donde se lavaba la vajilla y donde se bañaban los niños, y la explanada 31
Elfessikh.
de tierra donde se depositaba el producto de las cosechas controladas por los inspectores del fisco. En los muros de una mansión, algunas escenas relataban la peregrinación a La Meca de un piadoso aldeano. En el dintel de varias puertas había herraduras y manos de terracota pintadas de azul. La casa del copto ofrecía una particularidad: su protección mágica adoptaba la forma de cuatro pequeños rombos. Disponía de un pequeño huerto donde crecían pepinos, albahaca, perejil y lechuga. Ateya abrió una puerta de madera que daba acceso a dos estancias: una servía a la vez de dormitorio y de cocina, la otra estaba reservada para el asno y las gallinas. El propietario se despertó de su siesta. -Me envía el abate Pacomio -dijo Ateya. -¡Que Dios le bendiga! ¿Y el hombre que está contigo...? -Es un discípulo del abate. Puedes hablar con toda tranquilidad. El campesino permaneció sentado. -Una triste fiesta -murmuró-, una fiesta muy triste. Un viento maligno sopla sobre la aldea y la región. -¿Qué ocurre? -El Salawa ha regresado, la maldición de Tutankamón golpea de nuevo a quienes osaron turbar su descanso. -¿Se han visto afectados quizá los colaboradores de Howard Cárter? -Dos de sus más fieles obreros han perdido un nieto. Todo el mundo se esconde o calla; hablar de Cárter y su descubrimiento equivale a una condena a muerte. -¿La policía ha hecho alguna investigación? -preguntó Mark. -Comprendió muy pronto quién era el culpable y sabe que no tiene posibilidad de intervenir. Ninguna arma puede destruir al Salawa. -¿No existe un medio de combatirlo?
-Nuestras fórmulas mágicas se han vuelto impotentes, pues el reino de las tinieblas no deja de extenderse. Hay que aguardar a que la cólera del Salawa ceda y regrese al fuego del centro de la tierra. -Tú conocías bien a los mejores obreros de Cárter -recordó Ateya-. Si nos encontráramos con uno de ellos en secreto, ¿aceptaría hablar con nosotros? -¡No cuenten con eso! -Insisto, es muy importante. -¡No se imaginan el espanto que siembra el Salawa! Nadie desea provocar su furor. -Creo poder lograr que regrese al lugar de donde ha venido -afirmó la muchacha-, pero con la condición de obtener informaciones concretas. El campesino miró a Ateya directamente a los ojos. -Están diciendo la verdad... -Ayúdanos, te lo ruego. Nuestro Dios te lo agradecerá. -Tal vez haya alguien lo bastante valeroso o insensato... Si se niega, lo comprenderé. Pero si no reciben ustedes noticias dentro de tres días, abandonen Luxor sin demora. El Salawa se volvería contra ustedes. Ahora, váyanse. Y rodeen la aldea por el sur... Los genios malignos controlan los demás caminos y provocan enfermedades. Ateya y Mark respetaron la advertencia. Se encontraron con un grupo de niños orgullosos de sus vestidos nuevos y caminaron con rápidas zancadas hacia un taxi que los devolvió al Winter Palace. En la recepción había un mensaje del inspector del Servicio de Antigüedades: autorizaba a Mark Wilder a visitar las dos tumbas de Deir el-Bahari.
58 En el bar del Winter Palace, Ateya y Mark intentaban olvidar su fracaso. A pesar de la autorización oficial, habían necesitado más de tres días para obtener dos equipos competentes, capaces de abrirles la tumba de Montuhotep II y la de la reina Hatsepsut, de difícil acceso. Pero la larga y paciente exploración no había producido resultado alguno: allí no había el menor rastro de los papiros, ningún escondrijo posible. Para su desesperación, aquellas olvidadas sepulturas estaban vacías. Aun así, el abogado dio efusivamente las gracias al inspector sin demostrar su desilusión. -No te desanimes -le recomendó la muchacha. -No tenemos ni una pista precisa. ¿Dónde seguir buscando? -Pacomio no nos abandonará. A fuerza de orar, obtendrá una señal del cielo. -Su discípulo no logró convencer a su amigo de que nos recibiera. Ya sólo podemos regresar a El Cairo y hacer balance con el abate. Tras un último whisky, volvieron a la gran habitación de Mark, de un confort deliciosamente británico. Sobre la cama descansaba un pliego sellado. El abogado lo abrió. En su interior había una carta en copto. Ateya la descifró. -Tenemos una cita, mañana por la noche, con un copto que vive en una calleja cercana al centro de Luxor. Acepta hablarnos de las excavaciones de Howard Cárter. Pero debemos extremar la vigilancia, pues el Salawa se acerca. Por primera vez desde que llevaba la difícil existencia de agente doble, Mahmud estaba a punto
de perder su sangre fría y ceder al pánico. Dada la gravedad de los proyectos del teniente coronel Nasser, debía avisar enseguida a los norteamericanos a través de Mark Wilder. Pero no lograba encontrar al abogado. Su apartamento y el de Ateya estaban cerrados, y nadie los había visto en Luxor desde que abandonaron el Winter Palace. Según un policía del aeropuerto que se había unido a los Oficiales Libres, no habían tomado el avión. ¿Acaso se escondían en el Alto Egipto tras algún grave incidente o habían alquilado un coche para regresar a El Cairo? ¿Y si habían sido raptados, suprimidos incluso? ¿Quién podría haber cometido semejante crimen, y por qué? No saber nada exasperaba a Mahmud. No podía ponerse en contacto con los ingleses, que ya no le creían desde hacía mucho tiempo, ni hablar directamente con la CIA, so pena de ser identificado y ejecutado. Nasser tenía, pues, las manos libres para cometer un acto insensato. Provocaría una terrible reacción de Faruk y a la vez pasaría Egipto a sangre y fuego. Sin embargo, algunos de sus íntimos le habían desaconsejado que utilizara la violencia. Pero el teniente coronel ya no soportaba la blandura del buen general Naguib, incapaz de ponerse a la cabeza de una revolución, y quería dar un buen golpe. Largas discusiones no habían conseguido disuadirlo. Y luego había caído, como la cuchilla de una guillotina, la pregunta que ponía a prueba su confianza: -Mahmud, ¿apruebas o no mi iniciativa? -había dicho Nasser con su mirada de rapaz. -La considero peligrosa, pero la apruebo. Eres nuestro jefe, tú fijas los objetivos de nuestra acción, y nosotros debemos obedecerte.
Satisfecho, el teniente coronel no podía dudar del compromiso de su subordinado. -Bien, tomemos las precauciones necesarias -había proseguido Mahmud-. Puesto que hemos conseguido infiltrar los servicios de información de Faruk, convenzámoslos de que, suceda lo que suceda, el ejército permanecerá fiel al rey y lo protegerá de cualquier agresión. Nasser había alentado esa táctica. Ahora estaba en camino para asesinar al general Sirri Amer, el brazo armado y el verdugo de Faruk, odiado por casi todos los soldados egipcios. Aquello provocaría la ira del poder y de los ingleses. Por lo que se refiere a los norteamericanos, asustados por tanta violencia, ¿no se retirarían del juego? Mahmud fumaba cigarrillo tras cigarrillo. La muerte del general Sirri Amer no quedaría sin castigo. Naguib seguía detenido, Nasser y los Oficiales Libres intentarían que el ejército se levantara, los extremistas de todo pelaje incendiarían de nuevo El Cairo y los británicos matarían a quien intentara apoderarse del canal de Suez. El caos... El mismo caos que él intentaba impedir destruiría Egipto en las próximas horas. En el cuartel general de Nasser, nadie hablaba. Todos esperaban los resultados de la operación de comando organizada por el teniente coronel, cuyas últimas palabras resonaban en la mente de los allí presentes: «El destino es inexorable, nada es fortuito». Los asistentes bebían zumo de naranja, fumaban hachís, recordaban los discursos del líder sobre la gran Revolución francesa, Robespierre, Saint-Just y la curación de la patria enferma. Y entonces regresó Nasser. Lívido, aturdido, con la mirada turbia, rechazó la silla que le tendían.
-¿Ha muerto el general Sirri Amer? -quiso saber Mahmud. -Disparamos -declaró Nasser con voz átona-. Las detonaciones de nuestras armas fueron seguidas de inmediato por los gritos desgarradores de una mujer y el espanto de un niño que me perseguirán hasta mi lecho y me impedirán conciliar el sueño. Una especie de remordimiento me aprisionó el corazón. Balbuceé: «¡Ojalá el general Sirri Amer no muera!» 32. Nasser calló y se retiró a su dormitorio. -El chófer del general ha resultado muerto -reveló uno de los miembros del comando-. No sabemos si él se salvará. La noche fue interminable. Al alba, víctima de un acceso de tos, Mahmud salió del cuartel general. No le habría extrañado ver tanquetas con ametralladoras y centenares de soldados. Pero la calle permanecía tranquila y los panaderos comenzaban a vender las tortas que se rellenaban de habas calientes. En cuanto recibió el periódico de la mañana, Mahmud lo llevó a Nasser. El teniente coronel lo hojeó con ansiedad. -¡El general no ha sucumbido! -exclamó-. No he dormido ni un solo segundo y he llegado a desear la vida de aquel a quien yo había querido matar. Ese tipo de acción no conduce a ninguna parte y, en adelante, rechazaré el terrorismo. Sin renunciar a nuestros objetivos, tomaremos el poder de otro modo. La jornada fue igualmente interminable. Mahmud aguardaba, de un instante a otro, una reacción de las fuerzas del orden. Pero el barrio permaneció en su habitual letargia, bajo el cálido sol primaveral. Al anochecer, un revolucionario infiltrado en palacio les procuró noticias fiables: perfectamente desinformado, Faruk creía en la absoluta fidelidad del ejército y consideraba el 32
Según las propias palabras de Nasser en su obra Filosofía de la revolución.
intento de asesinato del general Sirri Amer como el acto de un criminal loco. La investigación nunca llegaría hasta Nasser.
59 Tornando muy en serio la advertencia que anunciaba un próximo ataque del Salawa, Ateya había decidido abandonar el Winter Palace para refugiarse en casa del cura de la iglesia copta más importante de Luxor. Gran admirador del abate Pacomio, les había ofrecido una vasta habitación poblada por iconos de la Virgen, dotados de una magia capaz de rechazar cualquier demonio. Al caer la noche, acudieron a su cita. El centro de la pequeña ciudad estaba lleno de curiosos y turistas, atareados regateando el precio de recuerdos más o menos barrocos. Ateya encontró la calleja sin ninguna dificultad. Sobre la puerta de su huésped, los rombos protectores. La joven pidió a Mark que diera tres vigorosos golpes. La puerta se abrió y apareció un anciano encorvado. -Entren, pronto. El alojamiento era modesto. Allí se amontonaban numerosas sillas, cofres de madera y armarios. -Siéntense. Se dispusieron alrededor de una mesa rectangular de cobre, y el copto les sirvió té negro. Ateya le entregó la carta dejada en el Winter Palace. -Yo no temo al Salawa -afirmó-. Por una parte, ya no tengo familia, y por otra, estoy enfermo y pronto ingresaré en el hospital, del que no saldré vivo. Ya he confiado mi alma al Señor omnipotente, por lo que nada tengo que temer en este mundo. Por ello acepto hablarles de Howard Cárter, para quien trabajé. A menudo me confió la tarea de distribuir la paga entre los obreros. Él hablaba árabe y residía desde hacía mucho tiempo en Egipto, así que había
entablado excelentes relaciones con muchos de ellos. Los respetaba y ellos le respetaban a él. Sin embargo, Cárter no era un hombre fácil. Taciturno, poco hablador, autoritario, exigía mucho de sus subordinados, pero predicaba con el ejemplo. A diferencia de otros arqueólogos, no se limitaba a contemplar cómo trabajaba su equipo y ponía manos a la obra. Con él no era cuestión de entregarse a la pereza. A veces se enfurecía con algunos incapaces que no ejecutaban correctamente sus órdenes. -¿Se ganó algún enemigo? -No: era un verdadero jefe y sabía imponerse como tal, sus broncas despertaban a los dormidos, pero nadie podía acusarle de injusto. Gracias a él, muchos campesinos participaron en largas campañas de excavaciones bien pagadas y mejoraron su existencia. En la orilla oeste de Luxor se conserva un excelente recuerdo de Howard Cárter; la gente desearía que hubiera muchos como él. -¿Era usted uno de esos íntimos? -preguntó Mark. -No, pero los conocía a todos y, particularmente, a su mano derecha, Ahmed Girigar, a quien Cárter dictaba diariamente sus consignas. A su entender, era necesario un extremado rigor. Se consideraba un intermediario privilegiado entre el pasado y el presente. Si, por descuido, pereza o ignorancia, decía, un investigador degrada la cantidad de informaciones que podría haber extraído de sus descubrimientos, comete un imperdonable crimen arqueológico. No hay nada más fácil que destruir testimonios del pasado, pero tampoco hay nada más irreversible. Ni la fatiga ni la precipitación son excusas válidas. ¿Acaso el incompetente no se arriesga, en unos pocos segundos, a arruinar una posibilidad única de enriquecer la cultura de la humanidad? Según Cárter, si todas las excavaciones se hubieran efectuado de un modo correcto y
metódico, la arqueología egipcia sería dos veces más rica, pues el trabajo sobre el terreno es primordial. Se rebelaba ante la idea de que innumerables objetos sean abandonados así en los sótanos y las reservas de los museos, sin indicar su procedencia, sin un informe escrito sobre el lugar y las circunstancias del hallazgo33. Y lo que temía por encima de todo era el robo. En cuanto descubrió el emplazamiento de la tumba de Tutankamón, tomó infinitas precauciones, especialmente mandando colocar una verja de madera a la entrada del pasadizo y otra de hierro delante de la antecámara. Diversos miembros del Servicio de Antigüedades, soldados y los mejores obreros de la época se relevaban para vigilar la tumba día y noche. No les costará imaginar que por la región corrían mil rumores referentes a un fabuloso tesoro. -Así pues, nadie pudo robar nada -sugirió el abogado. -No hasta el 31 de octubre de 1929. A partir de esa fecha, a causa de graves conflictos con las autoridades, Cárter ya no estuvo en posesión de las llaves, y éstas pasaron de mano en mano. Él, que se consideraba el propietario y el custodio de la tumba, ya no tenía derecho a trabajar allí, y abandonó Egipto para hacer oír sus protestas, especialmente en Estados Unidos. Puesto que sus sucesores se revelaron incapaces de proseguir la excavación resolviendo las dificultades técnicas, y puesto que la situación política había cambiado, Cárter fue llamado de nuevo y llevó hasta el final su aventura. Durante su ausencia, sus enemigos pudieron penetrar en la tumba. -¿Oyó hablar usted del descubrimiento de unos papiros? -¡Ésa era una de las grandes esperanzas de Estas palabras de Howard Cárter se citan de acuerdo con sus propios escritos. Unas reinó de 2375 a 2345 a.C. Las pirámides anteriores, especialmente las de Keops, Kefrén y Micerinos, en la llanura de Gizeh, parecen mudas. Pero sus formas geométricas son, por sí solas, un lenguaje y una enseñanza. 33
Cárter! Efectivamente, se anunció semejante hallazgo; pero luego lo desmintieron. Más tarde, Cárter se negó a abordar el tema, como si se tratara de un tabú. Nunca insistiré bastante en su carácter solitario y su sentido del secreto. Incluso en sus escritos está muy lejos de haberlo dicho todo. Se guardó mucho en especial de confesar que había explorado la totalidad de la tumba en compañía de lord Carnarvon y de su hija Eve antes de la apertura oficial. Pero ¿quién podría reprochárselo? -¿Cree usted en la existencia de esos papiros? El copto vaciló. -Cuando le hice la pregunta a Ahmed, el hombre de confianza de Cárter, me dio a entender que algunos misterios no debían ser revelados y que su boca permanecería sellada. Sin embargo, estoy convencido de que hizo algunas confidencias al hombre que le presentó a Cárter y que sigue reinando aún sobre el ánimo de muchos aldeanos. -¿De quién se trata? -preguntó Ateya. -Del más anciano de los bateleros de Luxor. Tiene su propio transbordador, en el que sólo lleva a personas notables. Si alguien sabe algo acerca de los papiros, sin duda es él. -Mañana mismo hablaremos con él -decretó Mark. -Imposible, ha salido de la aldea para asistir a la boda de su nieta con un nubio. -¿Cuándo estará de regreso? -Hacia el 20 de mayo. Pero sobre todo, no canten victoria. Es un hombre austero y desconfiado. -¿Confía en usted? -Me aprecia, y yo le aprecio a él. -Cuando haya regresado a Luxor -dijo Ateya-, póngase en contacto con él y avísele de nuestra visita. -¡Ni siquiera sé si aceptará recibirles! -Sólo se cumple la voluntad de Dios, y el abate Pacomio solicitará su intervención. El anciano asintió con la cabeza.
-Saldrán ustedes por detrás, a otra callejuela. No olviden que el Salawa puede golpear en cualquier momento. Alimentado con la sangre de sus víctimas, dispone de una fuerza considerable. -¿Qué apariencia suele adoptar? -La de un varón de gran talla y ancho pecho. Así domina a los humanos e inmoviliza a su víctima antes de matarla. No vuelvan por aquí. Si el batelero consiente en hablar con ustedes, les avisaré.
60 Mientras Ateya guiaba a un nuevo grupo, Mark exploraba el Valle de los Reyes. Ni una sola morada de eternidad se parecía a otra, cada una de ellas tenía su propio genio y transmitía un mensaje específico que formaba la página de un gran libro que el investigador debía reconstituir. Todas las noches, el peregrino concluía su visita con la tumba de Tutankamón y el encuentro con el sarcófago. Vaciado al fin de sus turistas, el Valle regresaba al silencio. Las sombras se alargaban, los acantilados se adornaban con el oro del poniente. Ante la máscara de oro del faraón, Mark pensaba en su padre, en aquel hombre extraordinario que había consagrado su vida a un descubrimiento improbable, utópico incluso. Sin embargo, a fuerza de perseverancia y de valor, lo había conseguido. Era preciso que el batelero aceptara hablar y proporcionar por fin la pista adecuada que conducía a los papiros. En definitiva, ¿no dependía eso de la voluntad del propio Tutankamón? -Lamento interrumpir su meditación -dijo una voz pausada-, pero deseaba conocerle. Me llaman el Profesor, y los guardias me han indicado que viene usted aquí a diario. Semejante interés por esta sepultura me intriga. Perdone mi curiosidad, es un simple reflejo científico que no pretende en absoluto importunarle. El Profesor era un hombre de talla mediana, desprovisto de ningún signo característico. Muy elegante, llevaba un inmaculado traje blanco y unas gafas ahumadas que ocultaban su mirada. Mark se preguntó si había caído en una trampa y si la tumba de Tutankamón no sería su última morada. ¿Acaso el Profesor no mandaba sobre el personal del Valle de los Reyes y no producía, con
toda impunidad, la intervención del Salawa? Era imposible tomarle la medida a aquel adversario, invasor e inaprensible al mismo tiempo. Aun acostumbrado a evaluar a rivales de gran envergadura y a encontrar el método para afrontarlos, Mark nunca había conocido a un personaje tan temible cuya calma enmascaraba un poder devastador, parecido al de una cobra. -¿Está usted preparando un estudio sobre Tutankamón? -preguntó el Profesor. -Mi nombre es Mark Wilder y soy abogado mercantil en Nueva York. La casualidad quiso que me interesara por la vida y la obra de Howard Cárter, el mayor de los egiptólogos. Mi camino pasaba, pues, forzosamente, por esta tumba. -Un lugar muy modesto comparado con los tesoros que contenía... Esta tumba fue concebida como un relicario, oculto para siempre, cuya fuerza permitiera perdurar al alma de los faraones. Aquí, en la sala de oro, se revela el secreto de la eternidad. El propio nombre del rey es un programa: Tut-ankhAmón significa «símbolo vivo del misterio». Y esta vida surgida del misterio y destinada a regresar a él puede sentirla cada uno de los visitantes. Vea, señor Wilder, ese fabuloso faraón había conseguido dominar la luz e incorporarla al oro alquímico de su sarcófago. Un texto nos enseña que el «justo de voz» se había convertido en un ser de luz en pleno corazón del sol y seguía siendo poderoso en esta tierra, sin morir por segunda vez. Este sarcófago no es inerte, recorre el cielo al modo de una barca, bajo la protección de las estrellas que lo resucitan noche tras noche, día tras día. ¿Acaso los jeroglíficos grabados en la máscara de oro no proclaman «Vivo está tu rostro, tu ojo derecho es la barca del día, tu ojo izquierdo la barca de la noche»? Venga, vayamos a la estancia que Cárter bautizó como el «anexo». Aunque muy pocos visitantes sospechan su importancia.
Mark estaba estupefacto. ¿Por qué el Profesor lo hacía beneficiario de su ciencia transmitiéndole algunos elementos esenciales? Subyugado, le siguió. -Este modesto local simboliza la última etapa de la resurrección -reveló el Profesor-. Mis honorables colegas, el añorado egiptólogo norteamericano Breasted y el sabio inglés Gardiner, consiguieron descifrar textos que nos dicen que Tutankamón modelaba sin cesar los símbolos de las divinidades y había establecido esta morada de eternidad como el primer instante de la Creación. Henos aquí, pues, en el origen y el final de todas las cosas, señor Wilder, en el lindero de la existencia ilusoria y de la vida verdadera. Ambos hombres permanecieron largo rato en el anexo, en silencio. -Ha llegado la hora de cerrar la tumba -anunció el Profesor- y de regresar al mundo de los humanos. Salieron lentamente. Muy pronto el sol se acostaría en el seno de la montaña de Occidente. -Espero no haberle aburrido demasiado con mis consideraciones egiptológicas. -Al contrario, me ha alentado usted en mi búsqueda. -¿Aceptaría usted concretarme su objeto? -Estaba convencido de que el descubrimiento de Howard Cárter era de capital importancia, y sus palabras lo confirman. ¿Quién no iba a interesarse por el medio de acceder a la vida eterna percibiendo los grandes misterios que las religiones monoteístas han ocultado? -A su entender, señor Wilder, ¿cuál es ese medio? -¿No lo revelan los papiros de Tutankamón? -Esos papiros no existen -afirmó el Profesor-, La comunidad científica es muy clara al respecto. -Se ha equivocado tan a menudo. -Esta vez tienen razón. No pierda su tiempo persiguiendo una quimera.
-¿Acaso la mayoría de los egiptólogos no desprecian a Howard Cárter y consideran sus investigaciones como dementes? -No se obstine, señor Wilder. Egipto es un país magnífico y tiene usted todavía muchas maravillas muy reales que descubrir. En Nueva York conservará excelentes recuerdos de su viaje. No lo estropee emprendiendo andaduras condenadas al fracaso. Escuche mi consejo y se evitará muchos enojos. Le deseo que tenga una feliz estancia. -Pareces agotado -se inquietó Ateya, caminando junto a Mark por la cornisa que flanqueaba el Nilo. -He conocido al Profesor. No había olvidado ni una sola palabra de su entrevista y la relató fielmente. -La amenaza apenas estaba velada -advirtió la joven-. Si abandonas Egipto y olvidas los papiros pondrás a salvo tu vida. En caso contrario... -No abandonaré. Pero ese tipo me parece muy peligroso. En las calles de Luxor reinaba una insólita agitación. -Es la primera noche del ramadán -indicó la muchacha-. A pesar del aplastante calor de este mes de mayo, los musulmanes no podrán comer ni beber entre la salida y la puesta del sol. Así pues, desde la ruptura del ayuno y antes del alba tendrán que alimentarse en abundancia. Las amas de casa preparaban platos de fiesta, y los creyentes disfrutaban de las noches de ese mes de ramadán, en las que se exigía la buena convivencia. Un ciclista se detuvo a la altura de la pareja. Levantó la manga de su camisa para descubrir la cruz copta tatuada en su muñeca y entregó un pliego a Ateya. El batelero aceptaba recibirlos al día siguiente, al anochecer, a bordo de su transbordador.
61 Al aproximarse la ruptura del ayuno, las calles de Luxor se vaciaron. Los musulmanes, hambrientos y sedientos, se apresuraban a regresar a sus casas, soñando con un zumo de fruta bien fresco y deliciosos manjares que se preparaban únicamente durante el ramadán, como pasteles rellenos de pistachos y almendras o dulces de cabello de ángel y crema. Pasarían largas horas sentados a la mesa, contándose mil y una anécdotas. Los minaretes de las mezquitas se iluminaban y se colgaban farolillos coloreados por todas partes. Los jeques, por su lado, recitaban el Corán y recordaban que el hombre debía someterse a Dios y acudir en ayuda de los pobres, pues las preocupaciones profanas cedían paso a las religiosas. ¿No se decía, acaso, que una sola mirada perversa o una sola mentira aniquilaba el carácter sacro del ayuno? Varias categorías de la población quedaban dispensadas de él, especialmente ciertos enfermos, las mujeres impuras y los que participaban en la guerra santa. Ateya y Mark caminaron hasta el muelle donde estaba amarrado el transbordador de los notables. Aunque antigua y reparada en numerosas ocasiones, la embarcación seguía uniendo ambas orillas decenas de veces al día. Sólo el batelero estaba a bordo. Sentado en un sillón de ébano que databa de comienzos de siglo, iba vestido con una galabieh azul que le llegaba hasta los tobillos y tocado con un turbante blanco. Profundas arrugas surcaban su severo rostro. Ante él había una mesa baja de marquetería en la que reposaban una tetera y tres tazas de porcelana que no habría rechazado ni la propia reina Victoria. -Que su hospitalidad pueda perpetuarse -dijo Ateya.
-Que su existencia pueda perpetuarse -respondió con voz ronca el batelero-. Sólo puedo ofrecerles un poco de té. -He traído unas tortas y compota de albaricoque -declaró la muchacha-. Permítame que se las ofrezca. El batelero miró fijamente a Mark. -Es usted el hijo de Howard Cárter, ¿no es cierto? El interpelado enmudeció. -Ha sido usted tallado en la misma piedra y es tan obstinado como su padre. Cuando descubrió la tumba de Tutankamón, choqué violentamente con él y lo traté de profanador, provocando así una cólera que todavía recuerdan los acantilados del Valle de los Reyes. El objetivo principal de un arqueólogo, afirmaba él, consiste en salvar las obras de la destrucción y de los ladrones. Sin el trabajo de los egiptólogos, ¿qué quedaría de las obras maestras que datan de la época de los faraones? Y se justificó concluyendo que lo de Tutankamón «No fue una exhumación, sino una resurrección». Esa resurrección le importaba más que su propia vida. -¿Encontró algunos papiros? -preguntó Mark. El batelero vaciló. -Es posible. Se habló mucho de ello, pero Cárter jamás aceptó dar detalles, como si ese tesoro no debiera ser desvelado. -¿Y no sabe usted nada más? -Yo, no. Pero hay alguien que forzosamente estará al corriente. Ateya y Mark contuvieron la respiración. ¿Aceptaría el batelero proporcionarles un nombre? -La seguridad era la obsesión de Cárter -prosiguió-. Necesitaba un hombre de confianza, un profesional de absoluta rectitud capaz de impedir que alguien penetrara en la tumba, aunque fuera utilizando la fuerza. Nadie ha hablado de ese personaje excepcional. El propio Cárter prometió no mencionar nunca su nombre.
-¿Por qué razón? -se asombró Mark. -Porque el verdadero guardián del sepulcro temía la maldición del faraón. Permaneciendo en el anonimato se consideraba al abrigo de cualquier maleficio. De modo que se quedó junto a Cárter hasta que se cerró la excavación, en 1932, y cumplió su misión hasta el final. -¿Cómo se llama ese hombre? -¿Por qué quiere penetrar usted en tan terribles misterios? Olvide a Tutankamón y haga su vida lejos de esa tumba y de sus peligros. -Acepté un compromiso y lo cumpliré. -Si le doy ese nombre -precisó el batelero-, se arriesga usted a encontrar los papiros y a provocar acontecimientos cuyas consecuencias no será capaz de dominar. -Soy consciente de ello. -¿Está dispuesto a enfrentarse a lo invisible? -No lo eludiré. -Entonces, peor para usted. El guardián de Tutankamón se llamaba Richard Adamson. Nació en 1901, pertenecía a la policía militar inglesa y había ocupado puestos en Palestina y El Cairo. En diciembre de 1922, a petición de lord Carnarvon, que era escuchado por las autoridades, Adamson fue destinado a la seguridad de la tumba recientemente descubierta y convertida en objeto de mil codicias. Vestido de civil, con un revólver oculto en el bolsillo y un paraguas a la espalda, patrullaba sin cesar por el paraje. Invisible y desconocido, estaba autorizado a intervenir contra cualquier sospechoso. A partir del 5 de enero de 1923, Howard Cárter ordenó a Adamson que durmiera en el propio interior del sepulcro. Allí disponía de un camastro de campaña, tres mantas, algunos libros y velas, pues había rechazado la luz eléctrica. ¿Puede usted imaginar las increíbles horas pasadas en ese lugar mágico, tan cerca del faraón de la máscara de oro? Adamson vivió una experiencia única, aquel lugar del más allá
se había convertido en su morada. En el período durante el que Cárter ya no tuvo acceso a la tumba, Richard Adamson viajó a Inglaterra y allí se casó. Luego, cuando su patrón volvió a coger las riendas, él regresó al Valle de los Reyes y volvió a custodiar la sepultura de Tutankamón. Desde 1925 volvía a ser civil y el Metropolitan de Nueva York se encargaba de su paga. Continuó como agente de seguridad hasta el momento en que, transferido ya a El Cairo el último objeto del tesoro real, Howard Cárter abandonó el paraje. Siguió siendo, pues, el más fiel colaborador de su padre y, forzosamente, a él y a nadie más debió de indicarle el lugar donde están escondidos los papiros. Una pregunta quemaba los labios del abogado. -¿Sabe usted si Richard Adamson aún sigue vivo? -Lo ignoro, señor Wilder. Hace ya veinte años que regresó a su país. -¿Dispone de alguna dirección, aunque sea antigua? El batelero negó con la cabeza. -No tengo nada más que decirle, señor Wilder. Juegue usted con el pasado y lo invisible. Y recuerde que el menor paso en falso le llevará al abismo.
62 A las tres de la madrugada, Ateya y Mark, como todos los habitantes de Luxor, fueron despertados por el hombre que tocaba el tambor y cantaba una melopea para arrancar a los musulmanes del sueño y permitirles alimentarse antes de que saliera el sol. Dado el calor de la noche, resultaba imposible volver a dormirse. Más valía preparar el equipaje y regresar en coche a El Cairo. Una vieja criada copta les sirvió un desayuno, y el cura que los albergaba les procuró una importante información. -Corre el rumor de que en una aldea a unos diez kilómetros al sur de Luxor acaba de realizarse un descubrimiento extraordinario referente a Tutankamón. Ha habido un intento de robo, pero al parecer el tesoro sigue intacto. -¿Se sabe de qué se trata? -preguntó Mark. -Se habla de unos papiros. -Indíquenos el lugar exacto. El cura garabateó un esquemático plano. -Lo encontraré -afirmó Ateya. Perdido el apetito, la pareja abandonó de inmediato la ciudad dirigiéndose a la campiña. La joven conducía con prudencia un Peugeot en buen estado. Se detuvo un par de veces para preguntar el camino, unos campesinos le informaron y, cuando el sol se imponía tras haber vencido las tinieblas, tomó un camino de tierra flanqueado por pequeños huertos. Un policía le ordenó detenerse. La mujer obedeció y bajó del vehículo. -Debo ir a la aldea. -Imposible. -¿Por qué razón? -Un problema de antigüedades. -Precisamente llevo al paraje a un personaje
oficial. Es un experto estadounidense que debe examinar la situación... -Ah... Hable con mi jefe. Está a la entrada de la aldea. El oficial estaba interrogando a unos fellahs. Ateya se dirigió a él con aire decidido. -Le presento al profesor Wilder. Viene para comprobar la magnitud de los daños y redactar un informe dirigido a las autoridades científicas. -Eso a mí no me concierne. Diríjase al inspector de las antigüedades. Uno de los aldeanos los llevará hasta él. Ateya y Mark siguieron a un campesino de rostro huraño y lentos pasos que salió de la zona cultivada y penetró en el desierto. El sendero desembocaba en una barraca de cemento cubierta de planchas. Ante la puerta, varias personas mantenían una gran discusión. Entre ellas, el inspector de Luxor que había autorizado a la pareja para visitar las tumbas de Deir el-Bahari descubiertas por Cárter. -¡Señor Wilder! Qué sorpresa... ¿Conocía usted este paraje? -Me han hablado de recientes excavaciones referentes a Tutankamón. -¡Simples rumores! Pero acabamos de enterarnos de un pequeño drama. En cada paraje mantenemos hoy una estricta vigilancia. Cada hallazgo es cuidadosamente registrado y numerado y, al finalizar la campaña de excavaciones, los objetos se conservan en un almacén como éste, custodiado por policías. Se impide el acceso con piedras y se ponen sellos, de modo que todo robo se hace imposible. Cuando se reanudan los trabajos, en presencia de los responsables, se verifica que todo esté intacto. Esta vez se ha producido un incidente. Anteayer, una mujer y un guardia se pelearon. El cesto que ella llevaba volcó y alguien descubrió unos rollos de papiro ocultos entre los calabacines. Mi jerarquía me ha confiado la misión de inspeccionar este almacén
de antigüedades para saber si había desaparecido algo. -¿Han encontrado a esa mujer y su tesoro? -La policía se encarga de ello. Si desea más detalles, vaya a ver al alcalde. Es un hombre muy acogedor que, por encima de todo, no quiere problemas. A mi entender, esa historia de los papiros no es nada serio. El fellah acompañó a la pareja hasta la aldea. Al acercarse al área donde los asnos volcaban sus albardas de cereales, un detalle intrigó a Ateya. Una decena de cuadrúpedos pesadamente cargados se mantenían inmóviles y a buena distancia, como si se negaran a recorrer el espacio que los separaba de su destino. Por lo general, no necesitaban a nadie para llevar a cabo su tarea y trotaban a su ritmo, serios y puntuales. La única explicación era que un demonio controlaba el camino, los asnos lo temían y esperaban ayuda. -Es una trampa, Mark. Hay que marcharse. De pronto, diversos aldeanos brotaron de todas partes y los rodearon. Iban armados con varas terminadas en puntas de acero y hachas de hoja plana. Aunque rudimentarias, las armas no eran menos temibles y servían para eliminar al adversario cuando los clanes arreglaban sus cuentas. La policía no se mezclaba en ello, ninguna investigación llegaba a su fin. Los papiros habían servido de cebo. Ahora, la pareja estaba rodeada. -¿A qué viene tanta hostilidad? -preguntó la muchacha. -¡Ese extranjero ha provocado la cólera del Salawa! -escupió un tipo sin dientes que acababa de fumar hachís-. Si lo matamos, quedaremos libres del mal. -¡Te equivocas! Este hombre combate al Salawa. Lo encontrará y lo destruirá.
Hubo un instante de vacilación en las filas de los agresores. La cólera del desdentado estalló. -¡Mientes, porque eres su cómplice! ¡También tú morirás! Las armas se levantaron, amenazadoras. Mark ya sólo tenía una carta que jugar. Lentamente, exhibió el papiro del abate Pacomio. Cuando puso el dedo sobre el signo arikh, pronunció la palabra «vida» y el jeroglífico se iluminó. Creyendo ver una llama que salía del talismán, los fellahs quedaron petrificados y soltaron sus armas precisamente cuando los asnos, aterrorizados, comenzaron a rebuznar de un modo atronador. A unos cincuenta metros, el Salawa, oculto tras el tronco de una palmera, quedó cegado. Abrumado por el dolor, no vio cómo Ateya y Mark cruzaban el círculo de los agresores y se dirigían hacia su coche a la carrera ante la vacía mirada de los policías. Ese incidente no iba con ellos. -Arranca -advirtió con alivio la muchacha, que no se entretuvo ni con el embrague ni con el acelerador. -El mundo moderno se equivoca cuando reniega de la magia -murmuró el abogado. -La de Pacomio es especialmente eficaz -recordó Ateya. -No lo dudo. Vayamos ahora a El Cairo.
63 Tres notables de Luxor se presentaron ante el transbordador cuando nacía el alba. Durante la última hora de una corta noche, habían devorado un considerable número de platos picantes y dulces, a cuál más delicioso. El período del ramadán tenía algo bueno, pero ahora debían afrontar una jornada de canícula sin tener derecho a beber ni un vaso de agua. En el muelle había un grupo de personas. El decano de los notables se acercó. -¿Qué ocurre? Los curiosos se apartaron. El dignatario descubrió el cadáver del viejo batelero, hecho un ovillo junto a un cabo. -Se ha ahogado -explicó un chiquillo. -De ningún modo -objetó el propietario de una falúa-. Lo ha matado el Salawa. Nunca hay que hablar cuando ese demonio sale de las tinieblas. Nunca. El regreso a El Cairo fue a las mil maravillas. Ateya, que era una excelente conductora, se había negado a ceder el volante a Mark, a quien consideraba incapaz de adaptarse al código de circulación egipcio. Su atención le permitió evitar una decena de accidentes. El abate Pacomio le colocó largo rato las manos sobre los hombros. -Habéis escapado por muy poco a la muerte -les dijo-. El Salawa os había tendido una trampa casi perfecta, pervirtiendo el alma de los aldeanos. El talismán lo cogió desprevenido. Ahora sabe que debe destruirlo para llevar a cabo la misión que el Profesor le ha confiado. -¿Puede lograrlo? -se preocupó Mark. -No he dejado de seguirte y de reforzar tus protecciones, pero el poder de nuestros adversarios es tan considerable que el final sigue siendo
incierto. En ese instante apareció Ateya, descansada y relajada. El magnetismo del abate había hecho desaparecer en ella todo rastro de fatiga. -Tal vez hayamos encontrado el filón adecuado -anunció Mark-: el guardián de la tumba de Tutankamón contratado por Cárter, un soldado inglés llamado Adamson. Aunque no figure en ningún documento oficial, desempeñó un papel decisivo. Y si alguien conoce el escondrijo de los papiros, por fuerza tiene que ser él. Pacomio sirvió a sus huéspedes un armañac añejo de soberbio tono ambarino. -Una pista fundamental, en efecto. Por eso era indispensable el viaje a Luxor. Aunque ha costado la vida al batelero que os proporcionó la información: el Salawa no podía respetarlo. En adelante, ni uno solo de los habitantes de la antigua Tebas se atreverá a hablar. Sólo el silencio absoluto les permitirá, tal vez, escapar de los colmillos del monstruo. Mark apreció el estimulante brebaje. -Debo abandonar Egipto y encontrar el rastro del tal Adamson... Si es que sigue vivo. El abate cerró los ojos por unos instantes. -Lo está, y tu viaje no será inútil. No obstante, abre bien los ojos, pues el Profesor te seguirá los pasos. Sin duda tu gestión lo cogerá desprevenido. Pero si regresas a Egipto, lo sabrá. -Regresaré -prometió Mark. -Si alguna vez estás frente a él en un gran despacho iluminado por una puerta cristalera, y te dice: «Prefiero la penumbra, es preciso apagar la luz», no vaciles ni un solo instante, corre hacia esa abertura y arrójate al vacío. Sólo tendrás una fracción de segundo para sobrevivir. -¿No puede usted evitarme ese encuentro? -Ha llegado la hora de poner fin a tus ilusiones, Mark. El Profesor no permitirá que descubras los
papiros sin intervenir. Y su único modo de actuar es aniquilar al adversario. -¿Por qué rechaza la verdad? Pacomio hizo girar lentamente su copa entre las manos. -Porque es la encarnación de este mundo y este mundo la rechaza. Si no prestas la suficiente atención, fracasarás. Tras haber imbuido de nueva magia el talismán de Mark Wilder, el abate se retiró a su capilla faraónica, consagrada a los dioses del Antiguo Egipto. Se quitó el hábito cristiano y revistió el del sumo sacerdote de Amón. Celebró el despertar en paz de la potencia creadora y recitó las fórmulas de transformación en luz, concebidas en Heliópolis, la ciudad del sol. Aquellas palabras de conocimiento y de magia, que contenían los secretos del más allá, habían sido reveladas por primera vez en el interior de la pirámide del rey Unas, último monarca de la quinta dinastía34. Ese texto fundamental, base de la espiritualidad egipcia, había conocido desde entonces diversas adaptaciones, a través de los Textos de los sarcófagos y del famoso Libro de los muertos, cuyo verdadero título era Fórmulas para salir a la luz. Tutankamón no ignoraba esos escritos esotéricos. Había desarrollado incluso algunos de sus aspectos, especialmente los consagrados al nacimiento de la luz y a la creación de la vida. Y los papiros ofrecían la clave de los grandes misterios que los científicos, a pesar de emplear una tecnología cada vez más desarrollada, nunca conseguirían desvelar. Pacomio revivió los funerales del joven rey. A través del ka, la potencia vital indestructible que pasa de iniciado a iniciado, Pacomio había Unas reinó de 2375 a 2345 a.C. Las pirámides anteriores, especialmente las de Keops, Kefrén y Micerinos, en la llanura de Gizeh, parecen mudas. Pero sus formas geométricas son, por sí solas, un lenguaje y una enseñanza. 34
participado en el ritual y había seguido el largo camino que va de un taller de embalsamamiento a la morada de eternidad. Un cortejo de ritualistas había transportado los valiosos objetos hasta la tumba, cuidadosamente disimulada para escapar de los saqueadores y atravesar los siglos. Tutankamón había conseguido plenamente su obra y había guiado a Howard Cárter hacia la morada del oro donde se había levantado un nuevo sol sobre un mundo en plena perdición. Pero la tarea del investigador no había concluido del todo, así que le correspondía a su hijo, Mark Wilder, escribir la última página de la aventura. No obstante, el Profesor y sus aliados se interponían en su camino, decididos a destruirlo si se acercaba demasiado al objetivo. De modo que Pacomio debía multiplicar sus esfuerzos y proporcionar a Mark las fuerzas necesarias para cumplir con su misión. ¿Conseguiría encontrar a Adamson, regresaría sano y salvo a Egipto, podría y sabría utilizar la información obtenida? El sumo sacerdote puso su destino y el de Mark Wilder en manos de Amón, el dios oculto cuyo verdadero nombre no conocían los humanos ni los dioses. Convertía al ser injusto en un árbol seco, destinado a ser leña para calentarse; al justo, en un árbol floreciente en el jardín del templo. Y Pacomio vio los altares adornados con flores, percibió el perfume que inundaba el santuario, oyó el canto de las sacerdotisas que celebraban la victoria de la luz sobre las tinieblas. Qué plácida era la vida a la sombra de las palmeras, al anochecer de una larga jornada de labor, cuando el viento del norte refrescaba los corazones. El tiempo de la serenidad había sido sucedido por el tiempo del combate.
64 Mark besó tiernamente a Ateya, que se había dormido nada más tenderse en la cama, y regresó a su apartamento para hacer las maletas. Abandonar a la mujer que amaba le llenaba de angustia. Lejos de ella sería más frágil, medio ciego. -No enciendas la luz -recomendó la voz de John. -¿Cómo has entrado? -Con una simple llave. Mis servicios técnicos trabajan bien y me horroriza dejar rastro de mi paso por los lugares. -Estoy cansado, John, quiero dormir y no tengo intención de ayudarte. -Lo siento, amigo mío, pero es indispensable. Durante tu estancia en Luxor la situación se ha deteriorado y Estados Unidos ya no lo ve claro. Faruk y su corte de corruptos se han instalado en Alejandría para aprovechar la brisa del Mediterráneo, lejos del aplastante calor de El Cairo. El rey ya sólo escucha a su chófer, su lacayo y su mayordomo. Incluso las advertencias de Antonio Pulli son sólo letra muerta. El gordo de Faruk cree que mantiene la situación en sus manos, y está convencido de que el pueblo y el ejército le veneran. Por si acaso, ha ordenado el arresto de los oficiales que se atrevieron a conspirar contra él, pero la investigación no ha dado resultado alguno. ¿Revolucionarios entre los militares? ¡De ningún modo! Sólo patriotas fieles a su majestad. La desinformación practicada por los agentes de Nasser funciona a las mil maravillas, y él permanece protegido en la sombra. ¿La solución adecuada para un radiante porvenir? Nombrar al bueno del general Naguib ministro de la guerra. Entre banquetes, baños de mar y algún buen revolcón, Faruk busca al primer ministro ideal que mantenga el orden sin excesivos estropicios. Pero todo es sólo una cortina
de humo. Yo debo saber lo que realmente prepara Nasser. Y tú puedes descubrirlo gracias a las confidencias de Mahmud. -Te lo repito, John, estoy cansado. -Es urgente y vital, Mark. La estrategia de nuestro país depende de esa información. Duerme unas horas y ponte a cazar mañana por la mañana. Ateya estaba más hermosa que nunca. Cuando abrió los ojos, Mark le acarició largo rato el rostro. Ella sonrió y se amaron. Abrazados, saboreaban una felicidad del todo imposible que, sin embargo, habían decidido construir, día tras día. -John me esperaba en mi casa -reveló Mark. -¿Qué quería? -Exige que me ponga de nuevo en contacto con Mahmud para conocer las verdaderas intenciones de los revolucionarios. -¿Cederás una vez más? -John me habla del interés de Estados Unidos y yo sólo pienso en Egipto. Si pudiera evitar nuevas revueltas y numerosos muertos, ¿no le sería útil? -No olvides los papiros de Tutankamón. -Tranquila, no me olvido ni por un momento. Tras haber hablado con Mahmud, y la cosa no puede tardar, partiré hacia Inglaterra. -Y regresarás... Por el modo en que Mark le testimonió su amor, Ateya no lo dudó. El norteamericano no se equivocaba. La organización de Mahmud le seguía la pista con tanta perseverancia como la de John. Nada más salir del edificio, un limpiabotas se dirigió a él. -Tres mandarinas por un dólar, patrón. -Te sigo. El Peugeot negro estaba estacionado a menos de un centenar de metros. El abogado subió a la parte trasera. -¿Fue agradable su estancia en Luxor? -preguntó Mahmud.
-Es un lugar inolvidable. Si tengo la ocasión, volveré a pasear por allí. -¿Ha obtenido usted indicios interesantes? -Es posible. La solución tal vez se oculte en Inglaterra. -Ah... ¿Entonces abandonará Egipto? -Obligado y por la fuerza. Antes, debo tranquilizar a John. La CIA se considera ciega y sorda. Cree que Faruk es un irresponsable, incapaz de apreciar la gravedad de la situación, pero ignora las verdaderas intenciones del teniente coronel Nasser y del general Naguib. John me encarga que las descubra para orientar así la política norteamericana. -Acabo de participar en una reunión secreta en la que estaban todos los Oficiales Libres, apasionados por la independencia. El meollo lo forman quince hombres de los que dependen trescientos simpatizantes muy activos. Sus objetivos siguen siendo los mismos: expulsar a los ingleses, acabar con el colonialismo, tomar el control del canal de Suez, suprimir el feudalismo, dar primacía a lo político sobre lo económico, satisfacer las necesidades del pueblo, establecer una democracia que todos reconozcan y formar un ejército que proteja a la nación. Pero esos procesos deben efectuarse poco a poco y sin derramar una sola gota de sangre. A Nasser le afectó mucho el atentado frustrado que tan mal dirigió él. Ahora rechaza cualquier operación terrorista y sólo cree en la fuerza de las ideas. -¿Hasta el punto de convencer a Faruk? -Si los estadounidenses le obligan a nombrar al general Naguib ministro principal, todo irá bien. Ese buen hombre detesta la violencia y sabrá defender a la vez la causa de Egipto y la del rey. -No hay ninguna revolución devastadora a la vista, ¿está usted seguro? -Por completo. Tras haber telefoneado a John para tranquilizarlo e
informarle de las directrices que debían seguir, Mark llamó a Dutsy Malone. -¿Vuelves ya? -Paciencia. -¿Esa historia de amor, aún? -Tendrás que acostumbrarte, Dutsy. -¡Tú, casado! No puedo creerlo. -Sólo tú sabrás organizar una ceremonia de boda digna de ese nombre. ¿Cómo van los negocios? -¡Remamos, curramos, ventilamos! Eres mucho más indispensable de lo que supones. -¿No hay ninguna catástrofe a la vista? -No, pero antes o después se producirá alguna. -Debo ir a Inglaterra, Dutsy, y tienes que prepararme el terreno. -Dios mío, ¿en qué estás metiéndote? -Quiero encontrar la pista de un soldado inglés, Richard Adamson, a quien Howard Cárter confió la misión de custodiar la tumba de Tutankamón. Estoy seguro de que todavía está vivo y de que posee información capital. -¿No sabes nada más? -Desgraciadamente, no. Y tampoco conozco los rumores que podrían falsear tus investigaciones. -¿Y si tu tipo se ha jubilado en Australia, en Papúa Nueva Guinea o en las islas Fiyi? -Tú lo encontrarás. -¡Santo Dios! ¿Acaso crees que no tengo más que hacer? -El asunto es urgente y prioritario. Mañana tomo el avión hacia Londres. A mi entender, Adamson lleva una vida apacible en Inglaterra. -¡Te estás volviendo imposible, Mark! -¿Acaso no lo he sido siempre?
65 En Londres, las débiles lluvias se intercalaban entre auténticos diluvios, y ese mes de junio se revelaba más bien agradable. Desde hacía tres días, Mark Wilder pasaba el tiempo en el British Museum, donde examinaba atentamente cada una de las piezas de la colección egipcia. Mañana y tarde, hablaba largo rato con Ateya, quien seguía con las visitas de turistas europeos a las iglesias coptas de El Cairo. A pesar de sus esfuerzos, Dutsy no conseguía encontrar el rastro de Richard Adamson, pero la mano derecha del abogado no era un hombre que renunciase fácilmente. Al contrario, la dificultad lo excitaba. Y su cuarta llamada fue claramente más positiva. -Tu Richard Adamson existe -anunció con voz estridente-. Trabajó en Portsmouth, en un establecimiento que depende del almirantazgo, se instaló allí y se casó el 24 de octubre de 1924 con Lillian Kate Penfold, quien le ha dado cuatro hijos. Durante la Segunda Guerra Mundial fue reservista voluntario en el seno de la Royal Air Forcé. Un tipo tranquilo, con una carrera y una vida familiar sin historias. Me pregunto si no te habrán contado un bulo. -Tienes su dirección, ¿no? -Por supuesto. Incluso te he obtenido una cita presentándote como un agente de seguros encargado de darle excelentes noticias. -No soy agente de seguros, señor Adamson, sino abogado. Ejerzo en Nueva York e intento reconstruir los menores acontecimientos de la extraordinaria aventura que llevó a cabo mi padre, Howard Cárter. -Cárter... ¿No estará usted hablando de...? -Sí, del egiptólogo que descubrió la tumba de Tutankamón, cuyo vigilante custodio fue usted.
Richard Adamson se arrellanó en su sillón y cerró los ojos35. De pronto, abandonó el agradable confort de su casa, poblada de sillones de cuero, alfombras de lana y mesillas, para encontrarse en el Valle de los Reyes. -Tutankamón... Mi mujer es la única persona a la que le he hablado de las inolvidables noches pasadas en su tumba, tan cerca de él. Nadie puede imaginar lo que viví. Mi lecho de campaña se encontraba entre el muro de la cámara funeraria y el sarcófago, y nunca hubiese imaginado que podría convertirme en el guardia de corps de un faraón. Al principio, dormía lejos de su momia. Luego, cuanto más avanzaba la excavación, más me acercaba yo. No estaba en presencia de un muerto, sino de alguien vivo que observaba a los humanos. Según Howard Cárter, Tutankamón sobrevivía en el espíritu de los dioses, y yo sentí esa verdad. No dormía mucho, pues me asaltaban mil preguntas. Incapaz de responderlas, sabía sin embargo que me estaba sucediendo algo fabuloso. Intentaba captarlo todo, recordarlo todo, saborearlo todo. Una parte de mí mismo se quedó en el Valle de los Reyes, y una parte de mi alma se infiltró en la arena y en la piedra. ¿Cómo olvidar el instante de despertar, ante dos estatuas del ka real, con la piel negra y el delantal de oro? Según Cárter, conservaban intacto el espíritu del faraón y protegían su tumba de las fuerzas maléficas. Y yo me preguntaba: «¿Qué estoy haciendo en la tierra?». ¿Aquellas dos estatuas iban a responderme inclinando la cabeza, iban a moverse? -Algunos acusaron a Howard Cárter de haber hurtado ciertos objetos -recordó Mark. -¡Mentirosos! Mi patrón era el más íntegro y honesto de los hombres. Su triunfo despertó la envidia de gran cantidad de mediocres, que no cesaron hasta destruirlo, pero él aguantó. Hoy esos 35
Para los recuerdos de Richard Adamson, véase E. Edgar, A Journey Between Souls, Lafayette, 1997.
imbéciles han sido olvidados y él seguirá siendo el más célebre de los arqueólogos. -¿Por qué exigió usted que su nombre no figurara en ninguna parte, ni siquiera entre las notas personales de Cárter? Adamson dudó antes de responder. -¿Cree usted en lo sobrenatural, señor Wilder? -¿Acaso en Egipto no está por todas partes? -En la época del descubrimiento, se habló mucho de la maldición de Tutankamón. Y ese rumor no me lo tomaba a broma. Yo observaba y anotaba. Por lo demás, traje algunos recuerdos de allí. -¿Aceptaría mostrármelos? -Es mi secreto, nadie ha visto esos documentos... Algún día pertenecerán a la historia. Richard Adamson fue a buscar una maleta y la abrió con precaución. El corazón de Mark palpitaba a un ritmo frenético. ¿Y si el guardián de la tumba había conservado en su casa los papiros de Tutankamón? De la maleta sacó fotografías, notas que relataban las etapas del descubrimiento de la tumba e impresiones personales, así como una lista de las personalidades afectadas por la maldición. Adamson había precisado la edad de la muerte y su causa oficial. Unas cuarenta víctimas, entre ellas, lord Carnarvon, Arthur C. Mace, Weigall, Georges Benedite o lord Westbury. -Yo, que tan cerca estuve de la momia real durante tantas noches, no me vi afectado. ¿Por qué me respetó Tutankamón sino porque aceptaba mi presencia? En el fondo, gracias a Cárter, ha resucitado. En la maleta, sin embargo, no había ni rastro de los papiros. -Mi patrón no creía en esa maldición -recordó Adamson-. Yo preferí mostrarme prudente. En todo caso, hoy soy un hombre feliz, tengo una mujer maravillosa y unos hermosos hijos.
-¿Howard Cárter le confió algún documento valioso? El ex militar pareció extrañado. -No comprendo... -Me refiero a papiros procedentes de la tumba. -Yo era sólo un guardián, ¡no un científico! Esa historia de los papiros sembró la turbación, lo recuerdo. Cárter esperaba descubrirlos entre los objetos que componían el tesoro, pero quedó decepcionado. En fin, oficialmente. -¿Y... oficiosamente? -Al parecer, echó mano a unos papiros, pero su contenido debió de parecerle demasiado explosivo para ser divulgado. Por eso consideró necesario sustraerlos a la curiosidad que había en el ambiente, aguardando un momento favorable. -¿Y a quién pudo confiar esos textos? -Howard Cárter era un hombre solitario y reservado, desconfiaba de todo el mundo y tenía muy pocos amigos íntimos. A mi entender, un solo hombre habría sido digno de recibir los papeles y capaz de ocultarlos. Mark contuvo su impaciencia. -Era un personaje misterioso cuyo nombre ignoro -prosiguió Adamson-. Cárter le testimoniaba respeto y estima, a causa de su reputación. -¿Un egiptólogo? -No, un religioso, un abate copto de El Cairo. Es todo lo que sé de él.
66 En el avión que lo devolvía a El Cairo, Mark leyó más de una decena de periódicos. Ninguno hablaba de la situación política en Egipto. Al parecer, Faruk sujetaba sólidamente las riendas del poder, y los
Oficiales Libres no pensaban en fomentar una revolución de imprevisibles consecuencias. Una vez más, aquel orondo monarca sabría utilizar la persuasión, la astucia y la corrupción para mantenerse en el trono. Mark seguía afectado por las revelaciones de Adamson. ¡De modo que el abate Pacomio era quien poseía los papiros de Tutankamón! ¿Por qué lo había enviado entonces a buscar ese tesoro que él poseía desde hacía tanto tiempo? ¿Por qué se había empecinado en ocultarle la verdad? Completamente perdido, Mark se sentía impaciente por estrechar a Ateya entre sus brazos y comunicarle los increíbles resultados de su estancia en Portsmouth. Ella también era manipulada por aquel abate diabólico de incomprensibles objetivos. La joven, vestida con un corpiño amarillo y una falda azul oscuro, le aguardaba en el aeropuerto. Indiferentes a las miradas de los pasmarotes, ambos se abrazaron durante largo rato. -¿Tienes... los papiros? -No, Ateya. Y tengo curiosas noticias que darte. -Mark... El abate Pacomio ha desaparecido. -¿Desaparecido... o huido? -¿Por qué dices eso? -Porque Richard Adamson me dijo que Howard Cárter confió a Pacomio los papiros de Tutankamón. La joven pareció estupefacta. -¡Imposible! ¿Tiene pruebas? -Es su opinión. -¿Formulada con esas palabras? -No exactamente. Habló de un abate copto de El Cairo, de excelente reputación. -¡No es Pacomio, Mark! Existen otros hombres santos en nuestra comunidad. Las certidumbres del norteamericano volaron de nuevo hechas pedazos. -Pacomio desaparecido... ¿Estás segura? -Por desgracia, sí. Me habló de las amenazas de
las que era objeto y me indicó un procedimiento de urgencia si se presentía una desgracia. Debemos ir de inmediato a la Suspendida para ponernos en contacto con un sacerdote capaz de informarnos. Un fuerte viento levantaba nubes de polvo y arena. En esa época del año, un fenómeno excepcional que hacía más lenta la circulación, irritaba los ojos y los bronquios. A primeras horas de la tarde era ya tan oscuro que debían encenderse las farolas. Los cairotas tenían los nervios a flor de piel, y debían lamentarse varios heridos graves derribados por los materiales que caían de los tejados. En el interior de la Suspendida, un cura barbudo de gran estatura bautizaba por inmersión a un niño, siete días después de su nacimiento. Alrededor del estanque lleno de agua bendita había siete velas, y en cada una de ellas, una nota con un nombre de pila. El sacerdote aguardaba a que se apagara la séptima y última vela para dar al niño aquel nombre sacralizado. Cuando la luz se desvanecía, el sacerdote miró a Ateya. -Despliega el papel y revélanos la elección de Dios. -Cirilo -respondió la muchacha. Ateya se guardó mucho de leer el resto del texto en copto: «Pacomio ha sido detenido por la policía de Faruk. Id a ver al abate Chenuda en la ciudad de los muertos y pedidle la piedra viviente». -Conozco bien a Chenuda -dijo Ateya, saltándose un semáforo-. Es más anciano que Pacomio y a menudo ha trabajado con él sobre antiguos textos coptos. -¿Conoció a Howard Cárter? -Es muy probable, puesto que Chenuda dividía su tiempo entre Luxor y El Cairo. Siempre ha estado cerca de Faruk y le indicaba qué actitud debía adoptar con los coptos.
-¿Habrá hecho detener a Pacomio? -Eso es impensable. -Eres demasiado optimista, amor mío. La experiencia me ha demostrado que la naturaleza humana es capaz de lo peor. Si Chenuda ha creído que Pacomio suponía una molestia, se habrá librado de él. -Dicho de otro modo, ha encontrado los manuscritos y ha decidido eliminar a sus adversarios. En ese caso, nos arrojamos a las fauces del lobo. -Hay que aclarar las cosas, Ateya. Tal vez el abate Chenuda sea un aliado que nos permita salvar a Pacomio. -Te advierto que la ciudad de los muertos no es un lugar agradable, y los extranjeros no son bienvenidos allí. -Cuento con tu encanto para apaciguar a los espectros. -No bromees, Mark. Numerosas familias se han instalado en antiguos cementerios musulmanes porque no encuentran un alojamiento normal. Se ha organizado una verdadera ciudad, con sus propias leyes. -¿Y por qué se instaló allí el abate Chenuda? -Ayuda a los más pobres, ya sean coptos o musulmanes. La presencia de un hombre de Dios apacigua las tensiones y da esperanza en una vida mejor. Ateya conducía con notable destreza y sabía imponerse en las más delicadas situaciones, especialmente en los cruces. El uso de la bocina era vital, al igual que el arte de adelantar y el del zigzagueo. La única regla era no dejarse impresionar y tomar siempre la iniciativa. Vista de lejos, Bassatin, la ciudad de los muertos, parecía una vasta necrópolis de la Edad Media donde descansaban los cuerpos de califas, emires, sultanes y princesas. Cúpulas doradas, mezquitas con
mármoles cubiertos de hojas de oro y minaretes habían hecho del lugar, antaño, un soberbio homenaje a los poderosos de aquella lejana época. Pero los vivos habían considerado que aquellos muertos estaban demasiado cómodos y que sus vastas tumbas ofrecían casas a menudo más confortables que las de los barrios desheredados de la capital. Las autoridades no habían reaccionado, y familias enteras se habían atribuido un derecho de propiedad sin tener la sensación de que insultaban a los difuntos. Placas de mármol y hojas de oro desaparecían poco a poco, y los antiguos monumentos pronto se reducirían a unos pobres cubos de albañilería desprovistos del menor atractivo. La ciudad de los muertos tenía su propia economía, sus propios jefes, sus propios guardianes y su propia policía. El orden reinaba allí, y nadie pensaba en turbarlo. Ateya estacionó su coche junto a una de las entradas. Apenas había cruzado el umbral de la ciudad de los muertos en compañía de Mark cuando un hombre rechoncho, armado con un garrote, les cerró el paso. -Ustedes no viven aquí. Así que den media vuelta y regresen a su casa. -Venimos a ver al abate Chenuda. -Ah... Demasiado tarde. -¿Qué quieres decir? -Ha muerto esta noche. -¿Un accidente? -se inquietó la muchacha. -No, era ya muy viejo. -¿Ha dejado algún mensaje? -Esperaba la visita de un extranjero. -Soy norteamericano y me llamo Mark Wilder. El guardián inclinó la cabeza. -Era, en efecto, ese nombre. Pero de todos modos tienes que alejarte. -¿Por qué razón?
-Porque los funerales van mal. Hay dos clanes enfrentados: cada uno de ellos reivindica los bienes del abate. Tanto el uno como el otro preferirán destruirlo todo antes de ver cómo el vencedor se apodera de ellos. El asunto está adquiriendo mal aspecto, no te mezcles. -El abate Chenuda deseaba legarme la piedra viviente, y debo honrar su memoria. Traicionarlo sería imperdonable. -Yo te he avisado, extranjero. Pero si es tu deseo, sígueme.
67 El guardián guió a Mark y a Ateya por un dédalo de callejas flanqueadas por tumbas. De pronto, un fuerte olor a incienso agredió sus narices. Ante una sepultura de califa convertida en residencia del abate Chenuda había una alberca llena de agua turbia en la que flotaba una cruz de plata. A uno y otro lado de un ataúd envuelto en una manta blanca, dos grupos de una decena de hombres. A la cabeza del primero, un sacerdote ciego que cantaba antiguas melopeas con voz grave mientras sus ayudantes leían pasajes del Evangelio de Marcos. Encabezando el segundo, un coloso de vasto pecho, de rostro fino, alargado como el de un chacal. Ateya creyó que iba a morir de miedo. -El Salawa... ¡Es el Salawa! Unas mujeres depositaron al pie del ataúd unos cestos llenos de panes redondos. Ése era el salario del que recitaba, cuyas fórmulas mágicas iban a asegurarle al difunto un apacible más allá. -Come uno de esos panes en honor de nuestro abate -suplicó la decana. Y lo entregó al sacerdote ciego, que lo devoró con apetito. -Da este alimento a los hambrientos -ordenó-. Chenuda ayudó a los pobres a lo largo de toda su vida, y su muerte aparente no le impedirá socorrerlos. -Estos panes nos pertenecen -aseguró un tipo flacucho que se encontraba a la izquierda del Salawa-. Nadie nos los robará. Exigimos la casa del abate y todos sus bienes. -No pronuncies palabras llenas de hiél, hijo mío. Celebremos la bondad del desaparecido y veneremos su memoria. -¡Tu lenificante boca es la de un ladrón! El abad
legó sus pertenencias a mi clan, no al tuyo. -¿Acaso vamos a empezar a discutir en vez de recogernos? -¡Largaos y así la violencia no mancillará el luto! -Hermano mío, tu corazón es presa de un odio injusto. Aparta esa furia destructora y sustitúyela por el amor al prójimo. -El responsable de nuestro enfrentamiento no eres tú, sino el extranjero al que Chenuda quería entregar lo que nos corresponde. Y ese extranjero se atreve a desafiarnos. El brazo derecho del Salawa se tendió entonces hacia Mark, y las miradas convergieron en el norteamericano. -He aquí la encarnación del mal -declaró el flacucho-. Hay que aniquilarlo para que el alma del hombre santo pueda descansar en paz. Ateya sintió que la sangre se le helaba. Mark había caído en la trampa tendida por el Salawa. Éste había elegido a su víctima, que no tenía posibilidad alguna de escapar. Y el milagro de Luxor no se reproduciría. Pero la muchacha recordó las enseñanzas de Pacomio y decidió intervenir. -El alma de un santo se convierte en un pájaro que emprende el vuelo hacia el cielo, y sólo los justos pueden contemplarla. Este extranjero, el heredero del abate difunto, es uno de ellos. ¡Si lo agredís, os condenaréis! Los murmullos recorrieron el clan del Salawa. Uno de sus partidarios huyó, y ni siquiera el flacucho pudo evitar temblar. El hombre con rostro de chacal dio un paso hacia Mark. Ateya, petrificada, fue incapaz de tomar de nuevo la palabra. Consciente del poder infernal con el que iba a enfrentarse, Mark le mostró el talismán de Pacomio. El Salawa se detuvo.
Por unos instantes, Ateya esperó que el papiro bastaría para detenerlo. Pero el monstruo prosiguió su marcha hacia adelante, y su mirada llameó. El signo de la tela doblada que simbolizaba la coherencia del ser se borró. Luego desapareció el collarín floral, signo del florecimiento. Y a continuación se desvaneció el pilar osiríaco, encarnación de la estabilidad. El Salawa suprimía, una a una, las defensas mágicas. La plegaria a Isis, protectora del niño Horus al que Set intentaba matar, no resistió. Sólo subsistía la cruz ansada, el ankh, emblema de la vida. Un paso más y el Salawa estrangularía a Mark con sus enormes manos. Negándose a ceder, éste estampó el papiro en pleno rostro del Salawa. De inmediato, como si de una serpiente se tratara, Ateya le mordió en el cuello, en el lugar donde la energía que asciende de la columna vertebral irradia el cerebro. El signo ankh se esfumaba pero permanecía visible. Las manos del Salawa apretaron su propia garganta y lanzó un grito tan violento que la concurrencia se dispersó como una bandada de gorriones asustados. De los ojos del monstruo brotó una humareda pestilente. Se encogió sobre sí mismo y de su enorme cuerpo no quedó más que un montón de cenizas. -Nos ha liberado usted -reconoció el guardián-. La morada del hombre santo le pertenece. Conmocionados, agotados e ignorando el espanto de los espectadores de aquel insensato drama, Ateya y Mark entraron en la tumba donde el abate Chenuda había vivido sus últimas horas. Con gran asombro, descubrieron una amplia
estancia compuesta por antiguos bloques de piedra, algunos de los cuales estaban adornados con jeroglíficos. En uno de ellos aparecía el nombre de Ramsés II. -Muchos proceden de las pirámides -afirmó su guía-. Al hombre santo le gustaba orar aquí en favor de los pobres. -¿Dónde está la piedra viviente? -preguntó Mark. -Al fondo. En el bloque había una inscripción que el norteamericano copió cuidadosamente. -¿Reveló el abate su significado? -No -respondió el guardián-. Se trataba de un texto modificado que mostró a un cura francés. -Criptografía... Gracias, amigo. Te lego esta morada. Ateya y Mark salieron corriendo de la ciudad de los muertos. Les costaba creer que hubieran conseguido arrojar de nuevo al Salawa a su mundo oscuro, pero estaban convencidos de que poseían una información esencial. Tal vez esa inscripción les condujera hasta los papiros de Tutankamón. Un especialista sabría descifrarlos: el canónigo Drioton. Ateya condujo más rápidamente que de costumbre, negándole a todo el mundo una hipotética prioridad. -Queremos ver al canónigo -dijo Mark-. Es muy urgente. -Imposible -respondió el criado que se encargaba de vigilar el domicilio de Drioton-. Está de vacaciones, en Francia. Ateya y Mark regresaron al coche despechados. -Drioton, el egiptólogo de Faruk... ¿No vuelve el rey al centro del juego? -se preguntó el abogado. -Pacomio sabrá leer esta inscripción -afirmó Ateya-. Hay que encontrarlo y liberarlo. -Tienes razón, es nuestra prioridad absoluta. Sé que él podrá ayudarnos.
68 Tras haber ganado una partida de ajedrez, Nasser encendió un Graven A. Fumaba un paquete de cigarrillos al día y, sin tener la sensación de que estaba traicionando su fe, de vez en cuando bebía un vaso de whisky. Era aficionado al ping-pong y gran admirador de la célebre cantante egipcia Um Kalsum, cuyos conciertos del jueves podían durar seis horas, aunque al Hijo del Cartero, como algunos lo apodaban, también le gustaba la música clásica. Esa noche estaba escuchando una grabación del Sherezade de Rimsky-Korsakov, un compositor ruso cuya inspiración oriental lo seducía. Cuando hubo terminado el disco, el teniente coronel Nasser declaró con voz seca: -He tomado una decisión: actuaremos a principios de agosto. Los oficiales habrán cobrado su sueldo y se sentirán dispuestos a combatir por la libertad. Un vendedor de tortas condujo a Mark hasta el automóvil de Mahmud. -Necesitaba verle con urgencia. -Yo también -repuso el norteamericano-. El abate Pacomio ha desaparecido. -Los Oficiales Libres no son responsables de ello. Forzosamente, es una jugarreta de la policía de Faruk. -Quiero saber dónde se encuentra el abate. -No será fácil, pues tengo otras prioridades: Nasser ha decidido actuar. -¿Actuar...? ¿De qué modo? -Tomar el poder a principios de agosto. -¡Creía que deseaba llegar a un entendimiento con Faruk! -La situación se está degradando profundamente -deploró Mahmud, abatido-. El rey se niega a nombrar ministro al general Naguib e insiste en disolver el Club de Oficiales, a pesar de la opinión
contraria de su primer ministro. Sus miembros, incluido Naguib, serán destinados a guarniciones alejadas de El Cairo. De ese modo, Faruk piensa meter en cintura a los eventuales conspiradores. ¡Una verdadera declaración de guerra a los cuadros del ejército! -¿Serán detenidos los Oficiales Libres? -No, la organización sigue siendo inaprensible gracias a los compartimentos estancos establecidos por Nasser y a su sentido del secreto. -¿Por qué se considera dispuesto a salir de las sombras? -Porque los acontecimientos lo exigen. El rey nombrará a su sicario, el general Sirri Amer, ministro de la Guerra. Este carnicero, en cambio, sin duda conseguirá encontrar a los revolucionarios y golpeará sin piedad. Nasser debe ser más rápido. Faruk todavía no es consciente del peligro. Ha cambiado una vez más de primer ministro, y su agregado de prensa36, quien se encarga de organizar sus placeres nocturnos, respondió a un periodista inquieto: «Querido, nosotros provocamos las revoluciones cuando las consideramos necesarias. Y eso no nos cuesta muy caro». Estamos en pleno delirio, señor Wilder. Pero Nasser sabe adonde quiere llegar. Avise a la CIA. De lo contrario, correrán ríos de sangre por las calles de la capital. John encendió su cigarro. Con mirada distraída, asistía a un partido de tenis entre dos hermosas inglesas que aún creían que El Cairo seguiría siendo un retazo de Occidente. -¿Has visto a Mahmud? -Se teme lo peor -anunció Mark. -No se equivoca. El primer ministro no consigue convencer a Faruk para que flexibilice su posición con el general Naguib. Ese gordo déspota piensa que continúa teniendo el control de la partida. 36
Karim Tabet.
-¿Y tú no lo crees? -No lo cree la administración de Estados Unidos. -¿Acaso la CIA abandona a Faruk? -Por tu culpa, Mark. Nos has revelado el papel fundamental de Nasser y hemos tenido en cuenta esa información decisiva. Faruk ya sólo es una marioneta, incapaz de evaluar la situación y de actuar con eficacia. A su alrededor sólo hay cortesanos, especuladores, lameculos y mentirosos. Ha jugado y ha perdido. Mañana, Nasser dirigirá el país. Utilizará al general Naguib como hombre de paja y se librará de ese pobre tipo cuando haya decidido comparecer en el proscenio dotándose de plenos poderes. -¿Y si se apartara de Estados Unidos y decidiera elegir otras alianzas? -Se hará lo necesario. -¿No temes los miles de muertos que esto puede causar? -Es el precio de todas las revoluciones. Incluso Estados Unidos pagó con sangre la adquisición de su independencia. -¿Imaginas la decepción y la angustia de Mahmud? -Sólo es un peón en el tablero. El reto lo sobrepasa. -¿Cómo puedes ser tan cínico, John? -Si quieres convertirte en un político de primer orden, debes olvidar tus sentimientos y tu conciencia. Sólo cuenta el objetivo que debe alcanzarse. -¿La elección de Nasser es definitiva? -Estados Unidos desea un régimen fuerte y un socio comercial. Faruk es tan corrupto que se está convirtiendo en deshonesto e ineficaz. ¿Cuándo piensa actuar Nasser? -A comienzos de agosto. -Trata de averiguar algo más. -Tengo otra prioridad -afirmó Mark-. El abate Pacomio ha sido detenido por la policía de Faruk;
debes ayudarme a liberarlo. -Lo siento, amigo mío, pero mi organización debe seguir actuando con absoluta discreción. -Te he prestado muchos servicios, John. -En mi oficio, no existe la reciprocidad. Tu abate me importa un pimiento. En vísperas de un golpe de Estado que modificará el porvenir de Oriente Próximo, tengo otras preocupaciones. -No cuentes conmigo para ayudarte. -Mahmud está fuera de juego, los acontecimientos se precipitarán. Deberías abandonar Egipto enseguida, Mark. En adelante, sólo recibirás golpes. El abogado se levantó y miró desafiante al agente secreto. -Me consideras un trapo que se tira tras haberlo usado, y cometes un grave error. Por segunda y última vez te lo pido: ¿aceptas ayudarme a liberar a Pacomio? -No, es una cuestión de seguridad, -Lo recordaré, John. -La Historia te lo hará olvidar todo. -No eres consciente de la importancia de los papiros de Tutankamón. Sólo el abate Pacomio puede permitirme encontrarlos. De su contenido depende la suerte de la región, la de nuestro mundo incluso. -No tengo tiempo para esperar, Mark, y debo adaptarme a las circunstancias. Escucha mis consejos y no te demores en El Cairo. Tu papel aquí ha terminado. Piensa en tu carrera y regresa a Nueva York. Un personaje de tu envergadura no se empantana en una relación sentimental condenada al fracaso. Al senador Wilder no le costará en absoluto encontrar una esposa rica perteneciente a la alta sociedad. Se oyó un grito de alegría. Con un golpe decisivo, la más joven de las dos tenistas acababa de ganar el partido. John aplaudió.
69 Ni John ni Mahmud quieren ayudarme -le dijo Mark a AteyaLa suerte del abate Pacomio les importa un pimiento, y sólo les interesa la evolución de la situación política. Al parecer, Faruk está acabado. -Puede reaccionar con extremada violencia. Y debo decirte toda la verdad. La tomó en sus brazos. -¿Qué me has ocultado? -Soy la hija única de Pacomio. Mi madre murió cuando yo nací. Tenía treinta y ocho años; él, cincuenta. Me dio tanto afecto que conseguí superar su ausencia y el sufrimiento. Me dejó libertad para actuar a mi guisa y me lo enseñó todo. -Lo nuestro... ¿Se lo has contado? -Claro. Sabe que nos amamos y aprueba sin reservas tu proyecto de matrimonio. -Nuestro proyecto. Ateya sonrió. -Nuestro proyecto. -¡Hay que liberar a tu padre! Pero ¿cómo podemos saber dónde lo tienen? -Tal vez tenga la solución. Pacomio no es sólo un abate copto, sino también el último representante del linaje de los sacerdotes de Amón que ha sobrevivido hasta nuestros días, a pesar de las sucesivas ocupaciones de Egipto. Soy la única que conoce la capilla faraónica donde oficia diariamente. Espero obtener una respuesta allí. Ateya y Mark se dirigieron al domicilio de Pacomio. La policía no lo vigilaba. Al fondo de la biblioteca se veía una pared cubierta de imágenes piadosas. La muchacha manipuló el rostro de la Virgen y lo hizo girar. Mark descendió tres peldaños de granito y descubrió un antiguo santuario lleno de
bajorrelieves que describían ritos faraónicos. Estupefacto, se sintió bruscamente transportado a un lejano pasado en el que aquellos símbolos estaban llenos de fuerza. Ateya se recogió ante una mesa de ofrendas que databa de la época de las grandes pirámides. -Debemos purificarnos con el fuego y el agua -anunció-. Luego intentaremos entrar en contacto con mi padre. Desempeñando el papel de una sacerdotisa, Ateya hizo que ardieran tres bolitas de incienso, el sonter, «lo que hace divino». El humo perfumó la capilla y abrió a lo invisible la mirada de la pareja. Luego, la oficiante tomó un cuenco que contenía agua del Nun, la energía celestial de la que brotaban todas las formas de vida, y derramó el contenido en los hombros de Mark y en los suyos. Escucharían así la gran palabra que atravesaba los mundos y los espacios. Ateya leyó el último ritual que su padre había celebrado, consagrado al despertar en paz de la potencia divina. Invocó la protección de Horus el Antiguo, el inmenso halcón cuyas alas estaban hechas a la medida del universo, y le rogó que le diera acceso al espíritu de su fiel seguidor, Pacomio. En la superficie de la mesa de ofrendas se dibujó el rostro del sacerdote de Amón. A su alrededor, los muros de una prisión, barrotes, un pasillo, una calle, edificios... La imagen se borró. -Conozco ese lugar -dijo Ateya. El 20 de julio de 1952, a medianoche, los principales responsables del oculto movimiento de los Oficiales Libres, a excepción de Sadat, que cumplía una misión en el Sinaí, se reunieron alrededor de Nasser y del general Naguib, portador de inquietantes noticias. A pesar de sus movimientos, el rey Faruk se mantenía firme. Estaba a punto de nombrar ministro
de la Guerra al temible Sirri Amer para controlar estrechamente la situación y eliminar a todos sus adversarios, utilizando la fuerza si era necesario. Gracias a las precauciones adoptadas por Nasser, la policía del régimen no sospechaba la existencia de esa reunión. -Esta vez -les advirtió- estamos en peligro. Si permanecemos de brazos cruzados, seremos exterminados. La operación prevista para comienzos del mes de agosto sería en exceso tardía. Así pues, debemos actuar de inmediato. Nadie nos molestará: el gobierno, desacreditado, reside en Alejandría; los políticos extranjeros y los diplomáticos han regresado a sus casas para pasar allí sus vacaciones. En resumen, tenemos el camino libre. -¿Cuál es tu plan? -preguntó uno de los conjurados al hijo del cartero. -Los cuerpos del ejército que controlamos se reunirán en el puesto de mando de la caballería. Luego ordenaremos a los tanques que tomen posesión de los lugares clave de El Cairo, mientras otras tropas se apoderarán del cuartel general del ejército. Un largo silencio sucedió a estas palabras. Todos eran conscientes de que participaban en un momento histórico y de que adoptaran o no la decisión adecuada dependía el destino del país. Nadie se opuso a Nasser. -Secreto absoluto -exigió-, en eso estriba nuestro éxito. Preparemos la coordinación de nuestros ataques y no permitamos que se filtre un ápice de nuestras intenciones. Un solo cotilleo y fracasaremos. Mahmud se estaba poniendo enfermo. La inevitable guerra civil se convertiría en matanzas de espantosa magnitud. ¿Quién saldría vencedor, sentándose sobre montones de cadáveres y una capital devastada: el general Sirre Amer o el teniente coronel Nasser?
Si los norteamericanos no eliminaban a Nasser, permitiría que Egipto corriera hacia el abismo. A él, nadie lo sometería. Faruk, por el contrario, se convertiría en una marioneta en manos de los titiriteros de la CIA. Mahmud tenía que avisar a Mark Wilder enseguida. Nasser puso una mano sobre su hombro. -Tú desempeñarás un papel decisivo, amigo mío. Tus hombres servirán de agentes de enlace durante las horas por venir. -Puede contar conmigo. -Si nuestras comunicaciones se interrumpieran, nos convertiríamos en presa fácil para los chacales de Faruk. -Tengo un equipo excelente. -Valor, Mahmud. Venceremos. Los Oficiales Libres se dispersaron. Nasser pasó ante dos policías que no le prestaron la menor atención. Hasta ese momento, ninguno de sus partidarios le había traicionado. Se sentía tan confiado que las angustias de las últimas semanas desaparecieron. Su porte era el de un conquistador. Asustado por tanta seguridad, Mahmud se veía desamparado. Si desobedecía las órdenes, Nasser no tardaría en advertirlo. En adelante sería imposible escapar a la inexorable marcha del destino. ¿Los estadounidenses habían decidido apoyar a Faruk o iban a abandonarlo? ¡El hijo del cartero ignoraba hasta qué punto era arriesgada su apuesta! El hombre lanzaba los dados, pero ¿no era Dios quien controlaba su curso? 70 Mark Wilder y John se encontraron en una falúa donde servían té y algunas pastas. -¿Qué es eso tan urgente que debes decirme?
-preguntó el agente secreto. -Conozco el emplazamiento de la prisión donde está encarcelado el abate Pacomio. Sólo tú puedes intervenir para hacer que lo liberen. -No tengo tiempo, amigo mío. -Dispongo de un texto en clave que Pacomio debe descifrar y que nos llevará hasta los papiros de Tutankamón. -Lo siento, Mark, pero tengo otras preocupaciones. Muy pronto, sin duda, El Cairo será pasado a sangre y fuego. Estados Unidos debe sacar sus castañas del fuego. -No te lo pido, John, sino que te lo ordeno. El espía dio un respingo. -¿Cómo? -Probablemente, Faruk tiene la última clave que yo necesito; Pacomio me lo confirmará. Además, es el padre de Ateya, la mujer a la que amo. Si te niegas a intervenir, revelaré tu verdadero papel a la embajada y a la prensa. Y si me eliminas, lo hará Ateya y, tras ella, todos los coptos de El Cairo. John estaba lívido. -¡No cometerías semejante locura! -No me dejas alternativa. -¿Sabes quién soy realmente, Mark? Durante la guerra contra Israel, en 1948, Nasser mantuvo varios contactos con un capitán enemigo. Hablar de amistad sería excesivo, pero ambos hombres discutieron mucho. El egipcio se sentía fascinado por el modo como el pueblo judío había conquistado su independencia. Conocí muy bien al capitán Yeruham Cohén, y sus informaciones me fueron muy útiles para orientar la política de mis dos países. -Quieres decir que... -Soy judío y estadounidense37, y dispongo de una red de doce agentes israelíes infiltrados en los principales mecanismos del Estado e, incluso, en el John llevaba el nombre en clave de Darling. No fue nunca identificado y, cuando se desmanteló su organización, el 1 de octubre de 1954, siguió siendo inaprensible. 37
ejército. Esos hombres arriesgan sus vidas a cada segundo. ¿Quieres ser responsable de su muerte, tras espantosas torturas? Mark apartó su taza de té. -Tú ganas, John. Me las arreglaré solo. -También tú has ganado. Me encargaré de Pacomio, pero necesitaré dos o tres días para actuar ágilmente. Y tal vez te necesite, en un momento u otro, para comunicar un mensaje a Nasser. Ahora ya sabes por qué no puedo hablar con él personalmente. Nunca tiene que sospechar mi presencia en El Cairo. Mark se levantó. -Supongo que es inútil indicarte el emplazamiento de la prisión de Pacomio, pues está claro que ya lo conoces. -Eso es. La mañana del 22 de julio de 1952 era cálida y soleada en Alejandría. En los cinco kilómetros del frente marítimo, la gente se apretujaba en las terrazas de los cafés antes de almorzar en algún restaurante de moda. Por la noche, tras una reparadora siesta y unos baños de mar durante los cuales las elegantes mujeres exhibirían sus bañadores de una sola pieza, se divertirían en locales nocturnos dignos de las capitales europeas. La ciudad fundada por Alejandro Magno seguía siendo cosmopolita y acogía todas las razas y todas las culturas, provocando la irritación de los musulmanes fundamentalistas, que se prometían embridarla en cuanto fuera posible. De momento, las playas estaban llenas; turcos, armenios, italianos, griegos, judíos y demás extranjeros formaban una comunidad apacible que hablaba de buena gana en francés. Por lo general, a partir del 15 de mayo, la corte se instalaba en el palacio de Montazah, donde permanecía durante cinco meses, lejos de la canícula que abrumaba El Cairo. A orillas del Mediterráneo, la
residencia regia gozaba de suntuosos jardines surcados por avenidas que llevaban a algunos pabellones, a los huertos, al vergel, a la granja, a la lechería y a las viviendas de los funcionarios. Naturalmente, su majestad disponía de una playa privada. El palacio de Montazah, coronado por torreones y campanarios, tenía tres pisos. En la planta baja estaban las salas de recepción, el comedor, el despacho de Faruk y su billar; en el primer piso, los aposentos privados del monarca y su esposa. Esa mañana, Faruk reflexionaba. A las 17.00 horas recibiría a los miembros de su nuevo gobierno en su otro palacio de Alejandría, Ras el-Tin, y les anunciaría su principal decisión: la elección del ministro de la Guerra, encargado de salvar al régimen protegiendo la monarquía contra eventuales sediciosos. Ante las incesantes críticas contra el nombramiento del violento Sirri Amer, Faruk había cambiado de chaqueta. Una vez más, sorprendería a todo el mundo y demostraría que seguía siendo el único capitán a bordo. Particularmente satisfecho de sí mismo y de su sentido de los asuntos públicos, el gordinflón almorzó con buen apetito, luego se echó una larga siesta y se hizo llevar al palacio de Ras el-Tin, que había edificado su ilustre predecesor, el albanés Mehemet Alí, gran destructor de antiguos monumentos, adepto del modernismo y dictador sin matices. Los quince ministros que formaban el gobierno de Faruk lo aguardaban con impaciencia. Tantos rumores, tantos rencores e inquietudes... ¿No era sólo una ilusión el estuche de Alejandría? El rey debía probar su autoridad tomando las medidas adecuadas. Poseía todos los poderes, y le tocaba utilizarlos con acierto. Discreto como siempre, Antonio Pulli esperaba
que el monarca siguiera sus consejos. Ya había renunciado a la prueba de fuerza con el ejército. Sólo le quedaba llamar al general Naguib para apaciguar las tensiones, ganarse el fervor popular y volver a comenzar sobre nuevas bases. Faruk había cometido suficientes errores como para sacar de ellos útiles lecciones y elegir la vía del compromiso. Las quince levitas se alinearon. Cuando apareció el cuñado del rey38, el primer ministro no consiguió ocultar su asombro. -Majestad, no comprendo... ¿Qué hace entre nosotros? -Señores, he aquí nuestro nuevo ministro de la Guerra. Pongamos manos a la obra. El gobierno se retiró. Como los ministros, Antonio Pulli estaba aterrado. Faruk parecía haber perdido la cabeza al nombrar a un incapaz para ese puesto clave. Su cuñado se reducía a ese título y no ejercía influencia alguna sobre el ejército. La eminencia gris miró su reloj: ¡las 17.15 horas! Una hora grave. 71 Ateya y Mark acababan de hacer el amor cuando sonó el teléfono. Por primera vez desde que el abogado lo conocía, la voz de John temblaba ligeramente. -Faruk los ha engañado a todos -reveló-. Ha ordenado el arresto de todos los oficiales superiores sospechosos de serle hostiles, comenzando por el general Naguib. Los fieles a Nasser serán arrastrados por la tormenta. Debes avisarlo de inmediato. -¿Cómo puedo ponerme en contacto con él? -Te mandaré un chófer que te llevará a su 38
El coronel Cherin.
domicilio. Anúnciale que Estados Unidos no desaprueba su acción. -No ocupo ningún puesto oficial, John. -Por eso te confío la misión. En caso de que Nasser fracase, nuestro país no se verá implicado. -Sobre todo no olvides al abate Pacomio. -Acabo de comprar al director de la prisión. Un poco de paciencia y tu cura será legalmente liberado. Con Nasser, te juegas la cabeza. Intenta ser convincente. Mark no ocultó nada a Ateya. La muchacha se acurrucó contra él. -No vayas, Mark. Es demasiado peligroso. -He firmado una especie de pacto. Si no ayudo a John, tu padre se arriesga a lo peor. Luego se besaron como si jamás fueran a verse de nuevo. Un coche blanco aguardaba al norteamericano al pie del edificio de Zamalek. Con la frente baja, el chófer no dijo ni una sola palabra y condujo a toda velocidad. Mark reconoció el barrio y la casa de Manchiet elBakri. Nada más bajar del vehículo, dos hombres le rodearon. -Quiero ver a Nasser -declaró con voz firme-. Tengo información vital para él. Ambos centinelas tomaron al abogado de los brazos y le obligaron a caminar rápidamente hacia el domicilio del líder oculto de la revolución. En la entrada, lo registraron. El teniente coronel hizo al fin aparición. -¡Señor Wilder! ¿Qué viento le trae por aquí? -Faruk exige una redada. Su jefe de Estado mayor ha citado a los fieles del rey a las diez de la noche. Decidirán detener a los principales oponentes y proclamar la omnipotencia de Faruk. Nasser miró fijamente a su huésped. -Así pues, actuaré antes de lo previsto -anunció-.
Aguárdeme unos instantes. El hijo del cartero se puso el uniforme, dio a su hermano todo el dinero en metálico que poseía, besó a su mujer en la mejilla y tomó al norteamericano de los hombros. -Venga conmigo, señor Wilder. -Una precisión: la CIA no hará ningún movimiento. Estados Unidos no se opondrá a sus iniciativas. -Verifiquémoslo sobre el terreno, ¿le parece? A las 19.10 horas, Nasser y Mark Wilder subieron a un Morris. El teniente coronel quería avisar a sus principales apoyos de que la operación «toma del poder» se adelantaba. -Si controlamos la totalidad del ejército -dijo Nasser-, lo conseguiremos. Ése es el deseo de Estados Unidos, ¿no es cierto? Mark asintió con la cabeza. De pronto se encontraron con un control barrera. Unos soldados apuntaron al Morris con sus armas y el automóvil se detuvo. -He dado órdenes de que se detenga a los oficiales a partir del grado de coronel -reveló Nasser-. Estos valientes las están ejecutando. La revolución corría el peligro de fracasar porque su jefe había sido bloqueado por sus propios partidarios. Su uniforme, en efecto, lo designaba como sospechoso. Mark salió del coche. -Vamos al cuartel general -declaró-. Estados Unidos les apoya y expulsarán a los ingleses. Un oficial subalterno se acercó y reconoció a Nasser. De inmediato lanzó gritos de alegría y el Morris, aclamado, volvió a ponerse en marcha. -No carece usted de sangre fría, señor Wilder. -¿Acaso el oficio de abogado no consiste en encontrar argumentos adecuados? Eran las 23.15 horas. De acuerdo con las directrices de Nasser, un regimiento favorable a la
revolución acababa de encarcelar a los generales fieles a Faruk y encargados de meter en cintura a los conspiradores. Desgraciadamente para ellos, no jugaban tan bien al ajedrez como el Hijo del Cartero y llevaban un movimiento de retraso con respecto a él. El cuartel general estaba en manos de los insurgentes. Al intentar resistir, dos centinelas habían sido abatidos. En esa decisiva noche sólo debían deplorarse esas dos muertes. No hubo combates en otros lugares. Los soldados se unían en masa a los Oficiales Libres y recuperaban así su honor perdido. Mark asistía atónito a un golpe casi pacífico y minuciosamente preparado. Los tanques ocupaban los puntos estratégicos de la capital, y Sadat, especialista en transmisiones, no tardaría en apoderarse de la radio. Al disponer de una voz, la república podría muy pronto hablar al pueblo. -Lo ha conseguido, coronel. -Es una etapa esencial -reconoció Nasser-, pero sólo una etapa. Controlamos El Cairo, el ejército nos obedece, pero Faruk sigue siendo el jefe del Estado, y su reacción amenaza con ser brutal. -Estados Unidos no lo apoyarán. Mi país no desea una guerra civil. -¿Cuál será la actitud de los ingleses? Ellos ocupan Egipto y no abandonarán el canal de Suez. -Habrá presiones diplomáticas para evitar un baño de sangre. Los británicos, desprevenidos, no tendrán tiempo de organizar una respuesta eficaz. -Cuento un poco con eso, en efecto. Sea como sea, su suerte está echada. Hace muchos años que decidí expulsarlos de Egipto y lo lograré. -Si derriban a Faruk, ¿qué suerte le reservarán? Para Mark, la respuesta a esa pregunta era fundamental. En caso de que el rey desapareciera de modo brutal, los papiros de Tutankamón seguirían siendo inaccesibles.
-Según mi experiencia -afirmó Nasser-, la sangre llama a la sangre. Algunos de mis compañeros exigen la ejecución del tirano, pero yo no. Intentaré encontrar una solución mejor. Entretanto, uno de mis íntimos se pondrá en contacto, primero, con el agregado naval norteamericano; luego, con el encargado de negocios británico. Les comunicará que el general Naguib ha sido nombrado comandante en jefe del ejército y que los Oficiales Libres controlan la capital. Nombrarán un nuevo primer ministro y obligarán al rey a avalar esa decisión. Si Estados Unidos e Inglaterra se guardan de intervenir, no se producirá desorden alguno y ningún extranjero tendrá que sufrir por el nuevo poder. Ahora, señor Wilder, regrese a su casa y encienda la radio.
72 Poco antes de las 07.00 horas, Sadat leyó por radio un comunicado firmado por Mohamed Naguib, comandante en jefe del ejército. Anunciaba al pueblo egipcio que el país salía, por fin, del período más sombrío de su historia. Tras años de corrupción, el ejército había sido depurado y sería dirigido por patriotas íntegros que merecían la confianza de todos. El general Naguib no toleraría violencia alguna, y los eventuales revoltosos serían considerados traidores que podrían recibir graves sanciones. El ejército y la policía harían que se respetara la ley, y los extranjeros no tenían nada que temer. La calma reinaba en todas partes. Desde el balcón del apartamento de Ateya, a la que estrechaba tiernamente contra sí, Mark contemplaba El Cairo. -Nasser ha ganado. Los ingleses cederán, los
norteamericanos abandonarán a Faruk. -Lo colgarán -predijo la muchacha. Ante el edificio se detuvo un coche, y de él bajaron John... ¡y el abate Pacomio! Ateya corrió hacia la escalera. Mark se apresuró a preparar café, al que todos hicieron los honores. El anciano llevaba las marcas de su detención, pero se negó a hablar de sus horas dolorosas. -Nunca olvidaré su gesto -le dijo Ateya a John. -Hemos tenido suerte. Las cárceles se están vaciando de oponentes a Faruk, y se están llenando con sus partidarios. Así son las revoluciones. El peor enemigo de los Oficiales Libres, el general Sirri Amer, ha huido39. No ha encontrado hombres suficientes para iniciar un contraataque. El bueno del general Naguib es sólo una marioneta en manos de Nasser, que ahora controla la totalidad de las fuerzas armadas. Por lo que se refiere al nuevo primer ministro nombrado por los revolucionarios, el experto Maher, tiene setenta años y detesta a los ingleses. Será sólo un peón en el tablero de juego de Nasser. -Los ingleses, precisamente... ¿Cómo han reaccionado? -se preocupó Mark. -Están fuera de combate. Sus diplomáticos y sus servicios secretos no se han enterado de nada. -Creo que los has desinformado muy bien. -Nuestros primos británicos están locos de rabia, aunque obligados a inclinarse ante el hecho consumado, sobre todo porque Estados Unidos no oculta su satisfacción. Ni la opinión pública ni los periodistas40 son aún conscientes de la magnitud de los acontecimientos. Eso dará a Nasser tiempo para tratar el caso Faruk. -¿Está decidido a luchar? Fue detenido cuando intentaba pasar a Libia. El periódico Le Monde afirmó que «aunque la autoridad del rey haya sido desafiada, su posición personal no se cuestiona». 40 El periódico Le Monde afirmó que «aunque la autoridad del rey haya sido desafiada, su posición personal no se cuestiona». 39
-Tampoco él ha comprendido nada y sigue creyendo que el ejército le permanecerá fiel. Antonio Pulli, en cambio, ya no se hace ilusiones. Acaba de ponerse en contacto con el embajador 41 de Estados Unidos y le ha suplicado que salvara a Faruk. Aunque ningún navío de guerra norteamericano esté cerca de Alejandría, lo que nos resulta muy cómodo, el diplomático ha prometido que se respetaría la vida del rey. Ha acudido personalmente a palacio para servir de negociador entre su majestad y los revolucionarios. Ahora Nasser es el dueño del juego... Le toca decidir a él. En los próximos días, numerosos agentes de la CIA y una gran cantidad de «consejeros» llegarán a Egipto para ayudar al país a salir de la oposición colonial sin sumirse en un infierno comunista. El Nuevo Mundo acude en socorro de la más antigua de las civilizaciones. -Debo hablar con Faruk -decidió Mark. -Quédate aquí, en familia, y aguarda a que la crisis esté resuelta. Sobre todo no intentes dirigirte a Alejandría. -Tú has concluido tu misión, John. Yo debo llevar a cabo la mía. -Los famosos papiros... Olvídalos, cásate y sé feliz. No acabes como el pobre Mahmud, que se ha suicidado al amanecer, el día del triunfo de Nasser. Oficialmente, ya no soportaba los sufrimientos debidos a una enfermedad incurable. Hasta ahora, has salido bien librado; no tientes la suerte. Eres un buen tipo, amigo mío. Sin duda nunca volveremos a vernos. -Dame las autorizaciones necesarias para llegar al palacio real de Alejandría. -Es una locura, Mark. Nadie sabe lo que va a ocurrir allí. -Me lo debes. Jefferson Caffery. Pulli no fue ejecutado y al cabo de un tiempo se convirtió en un pequeño comerciante. 1,92 m (incluyendo el zócalo). 41
-Como quieras. Dentro de una hora tendrás un coche con chófer. John detestaba las felicitaciones, así que se esfumó. El abate Pacomio comenzaba a recuperar las fuerzas. Su hija Ateya lo asía con fuerza de las manos. Mark le mostró la inscripción jeroglífica que había copiado en la tumba donde descansaba el difunto Chenuda. -«Busca el dios perfecto del que nos glorificamos» -descifró Pacomio-. Se trata de un texto de Tutankamón. Desgraciadamente, no nos procura indicación alguna sobre el escondite de los papiros. La decepción de Mark fue enorme. Esta vez esperaba superar una etapa decisiva, pero el tesoro seguía siendo inaccesible. -Escapaste del Salawa, ¡y fue un verdadero milagro! -recordó Ateya-. No insultes a Dios, amor mío, y acepta esta derrota. ¿No opinas así, padre? -Mi hija tiene razón -aprobó PacomioEmpecinarte sería inútil. -¡De ningún modo! Tengo la sensación de estar muy cerca del objetivo. Faruk va a perder su trono y tal vez también su vida, así que ¿por qué iba a seguir mintiendo? Gracias a Pulli, conoceré la verdad. -¡El riesgo es demasiado grande! -protestó la muchacha. -¿Cuánto tiempo amarías tú a un cobarde incapaz de cumplir su palabra? Le hice a tu padre una solemne promesa e iré hasta el final de mi viaje. Cuando haya encontrado los papiros de Tutankamón, nos casaremos y tú elegirás el país donde quieras vivir. Si el Egipto de Nasser se torna un país inhóspito, Estados Unidos os recibirá, a ti y a tu padre. La mirada del abate Pacomio era de aprobación, y su hija no pudo esgrimir argumento alguno digno de
convencer a Mark de que renunciara. El chófer de la CIA disponía de las autorizaciones necesarias para cruzar eventuales barreras entre El Cairo y Alejandría. Como Nasser esperaba, el país no había sido pasado a sangre y fuego. Todos veían bien -y la presencia de numerosos tanques tenía buena parte de culpa en tal opinión- que los Oficiales Libres reinaran en la capital. Pero ¿qué sucedería con Faruk? ¿El hábil prestidigitador de antaño sabría sobreponerse e hipnotizar a sus adversarios? Los especialistas de la política egipcia predecían, por lo demás, el fracaso del movimiento de los Oficiales Libres por falta de líderes de envergadura. Sólo Naguib, de origen sudanés, era algo conocido dada su valerosa actitud durante la guerra en Palestina. Pero ni él ni sus oscuros compañeros tenían la menor experiencia gubernamental y, forzosamente, su aventura terminaría en un círculo vicioso. Tras algunos sobresaltos, Faruk se libraría de aquellos revoltosos. El Wafd, el viejo partido nacionalista, volvería a los asuntos públicos, y los soldados regresarían a sus filas. Un poco por todas partes, la gente se agrupaba alrededor de la radio esperando noticias concretas que pusieran fin al cortejo de rumores. Abrumadas por el calor, las calles de El Cairo estaban casi vacías. En el aire flotaba una sensación extraña, entre el miedo y la esperanza. Mark Wilder, por su parte, sólo pensaba en el breve recorrido entre la capital y Alejandría. ¿Le evitarían los dioses los obstáculos que temía encontrar?
73 El 25 de julio de 1952, Alejandría estaba tranquila, como si la revolución de los Oficiales Libres no se hubiera producido y la corte de Faruk, que seguía siendo monarca absoluto, pasara unas tranquilas vacaciones a orillas del mar. Gracias a sus acreditaciones, Mark Wilder pasó fácilmente dos puestos de control y, al anochecer, fue recibido en el palacio de Montazah por Antonio Pulli. La eminencia gris de Faruk había envejecido diez años. -¿Viene usted de El Cairo, señor Wilder? -En efecto. -¿Los revolucionarios controlan realmente la ciudad? -Sin duda alguna. -¿Y la población? -Les es favorable. Prometen la independencia, el fin de los privilegios y de la corrupción. -¡Cuán grande será su decepción! Decididamente, los hombres sólo pueden alimentarse de ilusiones. ¿Por qué deseaba usted verme, señor Wilder? -Prosigo la búsqueda de los papiros de Tutankamón y ahora tengo la certeza de que están en manos de Faruk. -Dada la gravedad de la situación, he hecho salir de Egipto cierto número de tesoros pertenecientes a su majestad. Los revolucionarios los habrían quemado. Cuando los ambiciosos toman el poder, comienzan destruyendo cuanto encuentran. Éstos no sienten hacia la cultura faraónica el mismo respeto que el rey Faruk. Expulsarán a los extranjeros, y el canónigo Drioton nunca volverá a ver sus queridas antigüedades. He aquí el fin de un mundo en exceso criticado, señor Wilder. El que está naciendo será mucho peor. Ustedes, los norteamericanos, se
arrepentirán pronto de haber abandonado a Faruk. -¿Los papiros de Tutankamón han salido de Egipto? Antonio Pulli dudó antes de responder. -En su encuentro con Cárter, Faruk le hizo una promesa. En ocasiones, el rey ha cumplido su palabra. -Dicho de otro modo, conoce usted el lugar donde están ocultos. -Pues no, señor Wilder. A causa de la maldición, desaconsejé a su majestad que se interesara demasiado por esos documentos. Sin duda hizo mal al no escucharme. -¿Ha visto usted los papiros? -Jamás. -¿Y conoce su contenido? -El rumor asegura que revelan los secretos de la vida eterna, demuestran que Faraón es el modelo en el que se inspiró Cristo, revelan las circunstancias exactas del Éxodo y anuncian el porvenir de Oriente Próximo para los siglos venideros. Nuestros contemporáneos nunca podrían aceptar tanta ciencia y tanta sabiduría. Sólo quieren pasiones, creencias y política. Deje los papiros de Tutankamón donde están. Howard Cárter hizo bien en ocultarlos. -¿Y si ejercieran un efecto positivo sobre el porvenir? -A mi señor, el rey Faruk, no le queda ya mucho. Y yo temo ser menos afortunado que él. -Dígame toda la verdad, señor Pulli. -No sé nada más. -Tal vez el rey está viviendo sus últimas horas. Permítame que lo vea y le haga unas preguntas. -En estas horas trágicas, su majestad está sobrecargado de trabajo. Intentaré satisfacerle, sin embargo, pero no espere una respuesta positiva. -Suplíquele que me proporcione la información que posea sobre esos papiros. -¿Y por qué iba a aceptar?
-¿Acaso no desea probar su generosidad? -Un criado le acompañará a su habitación. -¿Cuáles son sus proyectos, señor Pulli? -Permitir que su majestad salga vivo de este desastre. -¿Y usted? -Los revolucionarios no me dejarán partir al extranjero, y para los norteamericanos, no soy ya nada. Mañana mis mejores amigos afirmarán que no me conocen. -Intervendré ante Nasser. No es un hombre sanguinario. -No se moleste, querido señor. El jefe de los revolucionarios debe dar ejemplos de su justicia, como suele decirse. ¿Acaso no soy el mejor? Aunque el palacio de Montazah hubiera entrado en una especie de letargo, el personal se entregaba a sus ocupaciones, puesto que Faruk seguía reinando. Mark fue agasajado con una suntuosa cena, y uno de los oficiales del servicio de seguridad le ordenó que no saliera de su habitación, digna de un jefe de Estado. A las 02.00 horas, llamaron a la puerta. Mark se despertó sobresaltado. Era el chófer que le había llevado de El Cairo a Alejandría. -Vístase rápidamente. Nos vamos. -¿Qué ocurre? -He oído ruido de botas. Al parecer, el palacio ya no es muy seguro. -¿Adonde me lleva? -Al segundo palacio de Faruk en Alejandría, Ras elTin. El nuevo primer ministro y el delegado del embajador de Estados Unidos están ya allí. A priori, estará usted seguro. -¿Está el rey allí? -Con su familia y sus consejeros. Mark debía obtener una entrevista, aunque fuera breve. Tenía que hacer una sola pregunta al monarca
y sabría mostrarse lo bastante persuasivo como para obtener una respuesta. El palacio de Montazah agonizaba. Nadie sabía quién daba las órdenes, nadie conocía el número de desayunos que debían prepararse, de sábanas que debían lavarse, de servicios que debían prestarse a una corte real en descomposición. Sin embargo, era preciso salvar las apariencias, esperando que los futuros propietarios apreciaran el lujo y el protocolo. -¿Tiene usted informaciones concretas? -preguntó el abogado a su chófer, que circulaba a gran velocidad. -En El Cairo, el tono se ha endurecido. Algunos oficiales exigen la ejecución inmediata de Faruk, otros quieren juzgarlo primero. En todo caso, esto huele mal. Se anuncian movimientos de tropas hacia Alejandría. -¿La CIA no piensa evacuar al rey? -Ni hablar. Eso sería injuriar a los nuevos dueños del país, deseosos de arreglar cuentas con él. Nosotros esperamos y observamos. En el palacio de Ras el-Tin, la angustia era perceptible. Antonio Pulli distribuía consignas al personal y daba las gracias a los fieles servidores de Faruk que se negaban a abandonar el lugar. -Señor Wilder... Lo prudente sería partir. -¿Acepta el rey recibirme, aunque sólo sea un minuto? -Aguarde, se lo ruego. Pero no le prometo nada. Mark había sufrido tantas decepciones que debería haber caído ya en el escepticismo. Sin embargo, sentía que esa gestión era decisiva. Faruk, y sólo él, poseía la clave del misterio. Una palabra suya, una simple confidencia, y el camino que llevaba a los papiros de Tutankamón estaría abierto. ¿Pero sería pronunciada esa palabra? Se apresuraron a servirle café y algunas pastas en una vajilla de plata maciza. La noche era cálida; el
aire, delicioso. Mark vio varias veces a Antonio Pulli corriendo en todas direcciones. Poco después de las 07.00 horas del 26 de julio de 1952, un ruido de motores alertó a la guardia del palacio. El abogado corrió a la ventana. Una columna de tanques tomaba posiciones alrededor de Ras el-Tin. Nasser había decidido lanzar el asalto final.
74 Tras intercambiar los primeros disparos entre la guardia del rey y los revolucionarios, llegó la orden del monarca: nada de combates, cerrar las puertas del palacio y resistencia pasiva. Nadie podría decir que había ordenado matar a uno solo de los soldados de su propio ejército. Prisionero, Mark seguía teniendo una sola idea en la cabeza: hablar con Faruk. El pánico se apoderaba de Ras el-Tin. Era evidente que Nasser había decidido aplastar bajo los obuses la residencia del déspota. Entre las ruinas encontrarían su cadáver junto con el de sus íntimos. Faruk, que temía ser asesinado por sus últimos fieles, que se redimirían así ante los vencedores, se atrincheraba en su despacho. Ya sólo hablaba con Antonio Pulli, al que pidió que llamara al embajador de Estados Unidos para que impidiera una matanza y le garantizara que salvaría su vida. Los tanques permanecieron en posición, pero no dispararon. A las 09.00 horas, el primer ministro Maher hizo llegar a Faruk una carta firmada por el general Naguib. Tras reprochar al monarca su mala gestión, sus violaciones de la Constitución, su desprecio por la voluntad popular y la presencia en el poder de traidores y deshonestos que amasaban escandalosas fortunas, el nuevo comandante en jefe del ejército egipcio, antaño engañado e injuriado, ordenaba a su majestad que abdicase en favor del príncipe heredero, su hijo Fuad, y abandonara Egipto ese mismo día, sábado 26 de julio, antes de las 18.00 horas. En caso de que rechazara el ultimátum, Faruk sería el único responsable de las consecuencias de su decisión. Encorvado y demacrado, Pulli se sentó ante Mark. De inmediato les sirvieron té y pasteles orientales.
-Su majestad ha intentado una última maniobra -reveló-. Ha pedido a unos juristas que estudiaran la validez del documento firmado por el general Naguib. -¿Y cuál ha sido el resultado? -El ultimátum tiene fuerza de ley. El rey está obligado a doblegarse. -¿Qué pide a cambio? -La posibilidad de abandonar Egipto a bordo de su yate, el Mahroussa, con la totalidad de sus bienes... y conmigo. -¿Cómo ha reaccionado Naguib? -Está de acuerdo con lo del yate, pero rechaza todo lo demás. Los bienes del rey deben permanecer en Egipto... y yo también. -¡Es una condena a muerte! -No seamos tan pesimistas, señor Wilder. Nasser no quiere ver correr la sangre, por lo que tal vez se limite a mandarme a prisión durante unos años 42. Puesto que su majestad se negaba a partir sin mí, le he aconsejado que renunciara a esa exigencia. «Me quedo -le he dicho-, no os seguiré.» Mi actitud le ha sorprendido y he advertido su profunda tristeza. A ambos nos costaba contener las lágrimas. El mundo que esperábamos construir sobre sólidas bases se derrumba ante nuestros ojos, y ni siquiera tendremos el consuelo de la amistad. Su majestad firmará su abdicación a las 10.30 horas. -¿Acepta recibirme? -Hablaremos de eso más tarde. Hacia mediodía, Pulli reapareció. Aterrorizado y con las manos temblorosas, Faruk había tenido que escribir de nuevo su nombre para que éste resultara legible. Omnipotente unas horas antes, ya sólo podía hacer el equipaje y abandonar definitivamente un país al que creía sometido para siempre. Con sólo unos meses de edad, su hijo Fuad le 42
Pulli no fue ejecutado y al cabo de un tiempo se convirtió en un pequeño comerciante.
sucedió. Pero dicha mascarada no engañaba a nadie. Nasser apartaría al chiquillo y al bueno del general Naguib antes de imponerse como dueño absoluto de Egipto. La multitud, al corriente del rumor, se apretujaba ante el palacio de Ras el-Tin. En su interior reinaba una gran agitación. Se preparaba la partida del rey, y se tenía la seguridad de que nunca regresaría. Mark se impacientaba. Si se respetaban los términos del ultimátum, Faruk abandonaría el palacio sin hablar con él. Hacia las 17.30 horas, el embajador de Estados Unidos, acompañado por el primer ministro Maher, entró en el salón donde se hallaba Faruk, con el uniforme blanco de almirante de la flota. Junto a él estaba la familia real. Encantado por el pacífico aspecto de los acontecimientos, el general Naguib no se había opuesto a esa gestión diplomática. Estados Unidos saludaba la partida del ex jefe de Estado y la instauración de un nuevo poder. Todo se llevaba a cabo de forma tranquila, entre gente que había renunciado a matarse mutuamente. Ante la sorpresa general, Faruk sólo se llevaba dos trajes y seis camisas. Tomando en sus brazos al pequeño Fuad, que tenía seis meses, la reina utilizó una discreta salida para dirigirse al puerto. Algunos criados llevaron los baúles hasta el yate, mientras se arriaba la bandera real que coronaba el palacio. Sonaron veintiún cañonazos. Cuando Faruk se disponía a subir por la pasarela, un jeep se detuvo junto a él. El general Naguib se apeó. Todos los que asistían a la caída del monarca creyeron que el vencedor modificaba las reglas del juego y que esa jornada tomaba, de pronto, un giro dramático. Pero Naguib sólo quería evocar un recuerdo
personal, uno de los episodios que habían marcado su carrera. -En 1942, majestad, os presenté mi dimisión para protestar contra la humillación que os habían hecho sufrir los ingleses. Yo era entonces un fiel súbdito de la corona. Rechazasteis aquella dimisión y permanecí en el ejército. -Cuídelo, general. -Tranquilizaos, por fin está en buenas manos. -Me ha desplumado usted para su almuerzo, Naguib. Yo me disponía a cocinarlo para mi cena. -La Aviación y la Marina os saludarán cuando salgáis de las aguas territoriales, majestad. Entonces, Egipto renacerá. Faruk subió penosamente los peldaños del exilio. Naguib, en cambio, fue aclamado por una jubilosa multitud. Se dirigió hacia el palacio de Ras el-Tin, propiedad ahora de los Oficiales Libres y del pueblo egipcio, que muy pronto podría acceder a la rica residencia. Se borrarían seis años de reinado. En el lindero de los jardines, Antonio Pulli se dirigió a Mark. -Todo ha terminado. Su majestad nunca volverá a ver su país y a su pueblo. El norteamericano ponía mala cara. Los papiros de Tutankamón seguían siendo inaccesibles. -Faruk no ha tenido tiempo de recibirle, señor Wilder, imagino que lo comprenderá usted. Pero ha escuchado atentamente su petición y me ha ordenado que le transmita el siguiente mensaje: «Que estudie el testimonio de Breasted y lo sabrá».
75 El chófer de la CIA llevó a Mark hasta El Cairo. Unos tanques estaban apostados ante los edificios oficiales y las embajadas. El ejército custodiaba los puentes, pero no había motines ni movimiento de multitudes. Gracias a la radio, la población sabía que Faruk había abdicado y abandonado Egipto. No había habido ni enfrentamientos ni víctimas. Las calles estaban de nuevo llenas de curiosos, las tiendas recibían numerosos compradores. Según un diario en francés, la partida del rey parecía un milagro digno de Nuestra Señora de Lourdes. Naguib se convertía en un héroe nacional, una especie de santo que había expulsado la injusticia y la corrupción. Algunos exaltados derribaron las verjas de los jardines del Ezbekieh. En adelante, los pobres ya no tendrían que pagar una piastra para penetrar en ese espacio verde antaño reservado a los ricos. Se talarían acacias, palmeras y moreras para edificar construcciones donde se alojarían los menesterosos. Ya no se hablaba de «realeza», sino de «patria». Y el Consejo de Regencia, tras conceder el poder a un chiquillo de seis meses que ni siquiera residía en Egipto, sería rápidamente sustituido por un poder fuerte del que sólo algunos privilegiados conocían al verdadero líder: el Hijo del Cartero, el teniente coronel Nasser. Un oficial acababa de pedirle a la cantante Um Kalsum, amiga de Faruk, que se detuviera. La cortante respuesta del jefe de los revolucionarios fue: «¡No te he ordenado que destruyeras las pirámides!». Sin embargo, en los cafés y en las casas, la gente se hacía algunas preguntas: ¿sería el nuevo Egipto un satélite comunista? ¿Se expulsaría a los extranjeros? ¿Impondría el ejército una dictadura?
Tras la euforia nacida de la partida de Faruk, surgía ahora la inquietud. Mark olvidó sus preocupaciones para abrazar a Ateya. -Tenía tanto miedo de no volver a verte -reconoció ella-. Algunos hablaban de sangrientos combates, del asesinato de Faruk y de una nueva matanza de sus fieles. Y mi padre... -¿Tu padre? -Está muy mal, Mark. Aunque lo niegue, la detención y la tortura le han arrebatado sus últimas fuerzas. Desde tu partida, ya no se levanta y no quiere comer. -¿Has llamado a un médico? -Por supuesto, pero no me ha dado ninguna esperanza. El abate Pacomio está viviendo sus últimas horas. -Tal vez yo pueda ofrecerle una última alegría. -Los papiros de Tutankamón... -Faruk me ha facilitado una indicación. Sólo tu padre apreciará su valor. Cuando Mark entró en la habitación donde descansaba, el último sumo sacerdote de Amón abrió levemente los ojos. Apenas respiraba. -Te esperaba, Mark. Lo has conseguido, ¿no es cierto? -Faruk sabía la verdad sobre los papiros. Antes de abandonar Egipto, ha revelado que el testimonio de Breasted me permitiría comprender. James Henry Breasted, el arqueólogo norteamericano que había participado, bajo la dirección de Cárter, en la excavación de la tumba de Tutankamón. -Recuerdo a ese hombre severo -murmuró el abate Pacomio, cuya respiración parecía cada vez más rápida-. No era un erudito ordinario ni un egiptólogo obtuso, al contrarío: admiraba la espiritualidad del Antiguo Egipto. Y cuando trabajaba en el interior de la tumba, escuchaba la voz de los antepasados en
forma de extraños susurros que se atribuyeron a modificaciones producidas en el aire del sepulcro. Breasted tenía el intenso sentimiento de la muerte y el paso del tiempo. «La vida de todas las maravillas que me rodean es limitada -se lamentaba-; dentro de algunas generaciones, los objetos que no son de piedra, metal o cerámica desaparecerán.» Por muy conmovedores que fuesen, los sentimientos del arqueólogo norteamericano no proporcionaban la menor pista. -¿Por qué ha hablado Faruk del testimonio esencial de Breasted? -preguntó Mark. El abate Pacomio inspiró profundamente. -Lo recuerdo... Sí, lo recuerdo. Breasted se refería a Tutankamón como un soberano generoso que reinó en la época en que Moisés no había nacido aún, y se interesaba por los sellos y las inscripciones tan difíciles de descifrar. De pronto, vio cómo una de las dos grandes estatuas de piel negra que custodiaban la tumba del faraón le guiñaba el ojo. Vivía y le miraba. Se asustó y tuvo ganas de huir, pero una vez superando su terror, se atrevió a acercarse. Entonces, Tutankamón le transmitió su último secreto. Luego fue necesario dar una explicación lógica a lo sucedido: las cejas de la estatua estaban compuestas por un pigmento que se había desconchado y se había desprendido un fragmento. El abate Pacomio superó su cansancio. Tenía que legar al hijo de Howard Cárter el menor de los recuerdos que le permitiera llevar su búsqueda hasta el final. -Esos dos personajes de gran tamaño43 son de madera roja cubierta de oro. Encarnan el ka de Tutankamón, gigante espiritual encargado de transmitir a las generaciones futuras el conocimiento de los grandes misterios. Símbolos de los «justos de voz», eran honrados con un ramillete de eternidad que evocaba su perpetua floración, y 43
1,92 m (incluyendo el zócalo).
vigilaban el paso entre la antecámara y la cámara de resurrección, accesible sólo al ser de luz. Pacomio se incorporó sobre los codos. -El texto hallado en casa del abate Chenuda, «Busca el dios perfecto del que nos glorificamos», está inscrito en una de las estatuas, encargada de guiar el alma real en el otro mundo. -Lo que significa... -Que los papiros de Tutankamón están ocultos en una de las estatuas, en las dos tal vez. Ateya apretó la mano de Mark. Ahora, sabían. -Has recorrido un largo camino -le recordó Pacomio-. En adelante, la verdad está al alcance de tu mano. -Usted me lo enseñó todo, padre. -Tu verdadero padre era Howard Cárter. Yo he sido sólo un intermediario entre el más allá y tú. En este momento, en el que me dispongo a abandonar esta tierra, no tengo derecho a decirte lo que debes hacer. Sabes quién eres realmente, Mark, y ese tesoro vale por todos los demás. -¿Me está incitando a renunciar cuando tan cerca estoy de mi objetivo? -¿No has descubierto la felicidad? Ya ha pasado el tiempo de que arriesgues tu vida. -Usted me confió una misión y le di mi palabra. -Te libero de ella, Mark. -No hay mejor modo de obligarme a cumplirla. Y no le decepcionaré. Mañana mismo acudiré al museo de El Cairo y convenceré al conservador de que extraiga los papiros de las estatuas. -Me gustaría contemplar la puesta de sol -solicitó el abate. Ateya y Mark le ayudaron a levantarse y a sentarse en un gran sillón. Los rayos de sol anaranjados bañaron el rostro del anciano. -Qué hermoso es este país... Mientras la inundación llegue a su hora, mientras el sol y la luna
salgan cuando deben, nos animará la esperanza de una vida justa. No importa la primera muerte, la del cuerpo. Es preciso evitar la segunda, la del alma, pues condena a los insensatos a la destrucción. Te lego una herencia de milenios, Mark. Con mi hija, formáis una pareja que resistirá a toda destrucción. Sobre todo, no olvides que te encontrarás con el Mal y que te propondrá apagar la luz. No tengas la vanidad de enfrentarte a él y escapa por la ventana del cielo, de lo contrario, te devorarán las tinieblas. Pacomio cruzó entonces los brazos sobre su pecho, de acuerdo con la postura ritual de Osiris. Ateya puso las manos en la nuca de su padre, en señal de protección. Y el espíritu del último sumo sacerdote de Amón emprendió el vuelo hacia la luz del origen. -Tú eres su sucesora -dijo Mark a Ateya. -Cumpliré los ritos, pero únicamente los papiros de Tutankamón asegurarán la transmisión de la sabiduría en la que nuestro mundo será sólo una embarcación sin gobernalle, presa de todas las tempestades. -Reaparecerán, te lo prometo. -Prométeme que regresarás, Mark. -Confía en mí, Ateya.
76 Ese anochecer, el museo de El Cairo estaba cerrado. No había policías suplementarios para custodiar sus tesoros, pues la capital seguía estando en una sorprendente calma. La abdicación de Faruk daba total satisfacción al pueblo, que esperaba reformas indispensables para luchar contra la miseria y la pobreza. Mark entró en un despacho donde el guardia dormitaba. -Debo examinar urgentemente el tesoro de Tutankamón. Por favor, tenga la amabilidad de acompañarme. -Lo siento, pero es imposible. -Entonces regresaré con los militares -anunció Mark-. Al general Naguib y al teniente coronel Nasser, que me honra con su amistad, no les gustará su actitud. Sin duda es usted amigo del canónigo Drioton, el egiptólogo de Faruk. El responsable se levantó. -¡De ningún modo! ¿Puedo saber su nombre? -Mark Wilder. -Un momento, por favor. Le sirvieron té y la espera comenzó. En esta ocasión, sólo duró unos diez minutos. -Sígame, señor Wilder -exigió el responsable. Silencioso y desierto, el museo de El Cairo resultaba inquietante. ¿Acaso las obras maestras aprisionadas, arrancadas de sus parajes de origen, no emitían reproches contra los depredadores y una sociedad de curiosos, incapaz de percibir su verdadero sentido? El norteamericano contempló las dos grandes estatuas donde sobrevivía el ka de Tutankamón, su potencia creadora44. Con el pie izquierdo adelantado, calzando 44
Sólo una de las dos estatuas menciona explícitamente el ka.
sandalias doradas, avanzaban sin temor por los caminos del otro mundo. Su largo bastón, símbolo del poder y la autoridad, acompasaba sus pasos al cruzar las puertas de la eternidad. Su peluca encarnaba la capacidad del pensamiento real para atravesar el cosmos, más allá de los límites humanos. Y las inscripciones identificaban a Tutankamón con el «Horus del doble paraje de luz». Por lo que se refiere a la maza, «la brillante» 45, permitía al monarca iluminar las tinieblas. Un detalle interesaba a Mark: ¿las dos estatuas estaban compuestas por varios paneles de madera? Su atento examen le facilitó una respuesta positiva. Así pues, podían desmontarse, y habían servido, efectivamente, de relicarios que albergaban el último secreto de Tutankamón. -Maravillosos objetos -dijo la suave voz del Profesor-. ¿A qué se debe su interés por ellos? -¿Realmente lo ignora? -Venga a mi despacho, señor Wilder. Podremos discutir al amparo de oídos indiscretos. La estancia era amplia y estaba amueblada al estilo Luis XV. Una sola ventana la iluminaba; ésta daba a una calle por la que momentáneamente se había prohibido circular. La lámpara del despacho estaba encendida. En una mesilla baja había café, té y pasteles. -El sofá le tiende sus brazos -dijo el Profesor. -Prefiero permanecer de pie. -Como guste. Mark se aproximó a la ventana entreabierta. Si se lanzaba al vacío desde allí, corría el riesgo de romperse los huesos. ¿Y si derribaba a aquel hombre de talla media que nada tenía de coloso? Vestido de blanco, con una imperturbable calma, el erudito no parecía demasiado temible. ¿No debía Mark superar las apariencias recordando las advertencias del abate 45
Hedj.
Pacomio? Entonces recordó la observación de Dutsy Malone tras un retorcido proceso: la astucia suprema del diablo consiste en lograr que lo olvidemos. -Estamos viviendo momentos dramáticos -declaró el Profesor-. Por fortuna, se ha evitado la violencia. Esperemos que el porvenir de Egipto sea radiante. ¿Cuándo regresa usted a Nueva York, querido amigo? -No antes de haber encontrado los papiros de Tutankamón. El Profesor esbozó una leve sonrisa. -Aún sigue con esa quimera... Resulta sorprendente en un hombre de su calidad y su importancia. -El camino ha sido largo, muy largo. Y podría haber sucumbido bajo los golpes del Salawa. -¡Eso es sólo una leyenda destinada a poner a prueba las almas crédulas! Egipto aún está plagado de supersticiones. -Naturalmente, usted sabía que las dos grandes estatuas negras de Tutankamón contienen papiros. También Cárter lo sabía. -Ésa es una hermosa leyenda en la que ningún científico creerá, señor Wilder. Por fin se ha admitido que la tumba de Tutankamón no albergaba papiro alguno. -Las dos estatuas, sí. Con los codos apoyados en su mesa, el Profesor cruzó los dedos. -¿A quién va a contarle usted esa fábula? -No a los egiptólogos que dependen de usted, pero sí a la prensa, que hará una investigación e informará al gran público. La empresa requerirá tiempo, habrá que convencer a las nuevas autoridades egipcias, pero se acabarán desmontando esas estatuas, sin romperlas, y los papiros saldrán a la luz. -Suponiendo que tenga usted razón, ¿qué espera
de ello? -¿No se apasionará el mundo entero ante semejante revelación? -La ciencia debe permanecer en manos de los sabios, señor Wilder. El gran público no sabría apreciar su complejidad y su profundidad. -¿Acaso Oriente Próximo y muchos otros parajes no tienen deseos de conocer la verdad sobre el Éxodo? ¿No desea todo ser humano descubrir el secreto de la inmortalidad? Y ésos son sólo dos de los temas abordados por los sabios que redactaron esos papiros. -¿Cómo puede estar usted tan seguro? -¿Me equivoco, Profesor? El erudito cogió una pluma y le quitó el capuchón. -Admitamos que esos documentos existen y que su contenido no carece de importancia. ¿Por qué turbar las actuales creencias resucitando antiguos pensamientos que datan de una época ya pasada? El sentido común consiste en no arruinar el orden establecido y en dejar que la Historia siga su curso. -Esa no es una actitud muy científica, creo yo. -A veces conviene no exhumar ciertos hallazgos. Las iglesias y los distintos poderes nos han dado múltiples ejemplos de ello. Tutankamón debe descansar en paz. -No tengo intención de renunciar -afirmó Mark. -¡El hijo de Howard Cárter es tan tozudo como su padre! ¿No le recomendó prudencia su protector, el abate Pacomio? Si olvida esos papiros, llevará usted una brillante existencia junto a su esposa Ateya. Sacrificar semejante porvenir para ocuparse de unos vetustos documentos es una empresa en exceso aventurada. -¿Acaso nuestro porvenir no depende de los valores que supieron levantar auténticas civilizaciones, como la del Egipto faraónico? -No necesita dinero, no aspira a un puesto
universitario, no padece usted ningún vicio explotable... Es difícil comprarle, señor Wilder. -Es imposible. -¿Qué objetivo persigue realmente? -El abogado le respondería de buena gana: «La verdad». Siempre la he amado y no soporto que se intente ahogarla. -La verdad... .En nuestro tiempo, nadie se interesa por ella. La gente prefiere el espectáculo y la mentira. -Soy consciente de su capacidad de hacer daño, Profesor, y de los obstáculos a los que me enfrento. Pero usted y yo sabemos que el plazo es inevitable: antes o después alguien sacará los papiros de su escondrijo. El Profesor garabateó curiosas figuras en una hoja de papel glaseado. -¿Nada podría hacerle cambiar de opinión, señor Wilder? -Nada. La mirada del hombre del traje blanco se endureció. En ese instante, el norteamericano comprendió que su interlocutor había decidido matarle. La atmósfera de la estancia cambió, los propios objetos se hicieron hostiles. El Profesor no estaba solo. A su alrededor había múltiples fuerzas destructoras que manipulaba a su antojo. Y su eficacia superaba la de cualquier arma convencional. Frente a ese demonio, el más valeroso de los guerreros no daría la talla. Según las predicciones del abate Pacomio, la única solución era la huida, de modo que Mark se acercó a la ventana. -Tengo una solución que proponerle. Como abogado, prefiero la conciliación a las confrontaciones y los procesos. Se convertirá usted en el arqueólogo que ha descubierto el emplazamiento de los papiros y adquirirá celebridad mundial. Siempre que sean publicados y traducidos,
desapareceré de buena gana y le cederé toda la gloria de la hazaña. Un larguísimo silencio acogió dicha propuesta. -Aprecio, y mucho, su intento de negociación, señor Wilder. Desgraciadamente, olvida un detalle esencial: soy el Profesor, y yo soy el que decide lo que los humanos deben saber. Con respecto a los papiros de Tutankamón, mi decisión es definitiva e irrevocable: seguirán siendo inaccesibles. -Acláreme una duda: ¿ha sacado ya los papiros de las estatuas, descifrado los textos y devuelto ese inestimable tesoro a su estuche original? El Profesor sonrió, pensando en la carpeta que contenía el secreto de Tutankamón, cerrada para siempre con sellos de lacre rojo que nadie conseguiría romper. -Yo soy un profesional, y usted, un aficionado. Los rayos del sol poniente invadieron el despacho. Mark Wilder estaba junto a la ventana. -Felicidades, querido amigo. Ha descubierto usted la verdad, pero en balde. Sólo la comunidad científica tiene razón, y su opinión es firme: los papiros de Tutankamón no existen. Por eso callará usted para siempre. Hermosa puesta de sol, ¿no es cierto? Pero prefiero la penumbra, es preciso apagar la luz.
Epílogo Según unos amigos cairotas que vivían cerca del edificio donde se habían alojado Ateya y Mark Wilder, la muchacha abandonó su apartamento al día siguiente del entierro de su padre, cuya tumba se convirtió en un lugar de peregrinación para unos escasos iniciados. Nadie volvió a verla en El Cairo. Mark Wilder no regresó a Nueva York y, a pesar de todos sus esfuerzos, Dutsy Malone no consiguió encontrar su rastro. En 1955, la policía egipcia le anunció que abandonaba su búsqueda, que, por lo demás, nunca había iniciado. Sin embargo, el guardián de la tumba de Tutankamón me ha jurado que Mark y Ateya vivían con nombres falsos en una apartada aldea donde los extranjeros no eran bienvenidos. Al parecer llevaban una existencia feliz, apacible y secreta. El Profesor se adaptó muy bien al régimen de Nasser y a todos los regímenes que le siguieron. Según creo saber, los papiros se encuentran aún en el interior de una de las dos grandes estatuas guardianas, tal vez de ambas. ¿Por qué negarse a exhumarlas y conocer su mensaje? Es el último secreto de Tutankamón. El Cairo, abril de 2007
Título de la edición original: Toutánkhamon Traducción del francés: Manuel Serrat Crespo, cedida por Editorial Planeta, S. A. Diseño: Winfried Bahrie Foto de solapa: Agencia Efe © XO Editions, 2008 © de la traducción: Manuel Serrat Crespo, 2009 © Editorial Planeta, S. A., 2009
Edición digital: Triplecero Octubre 2011.
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