Jacq Christian - Imhotep El Inventor de la Eternidad

March 14, 2017 | Author: guillermo calvo soriano | Category: N/A
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IMHOTEP. EL INVENTOR DE LA ETERNIDAD

JACQ CHRISTIAN

Título: Imhotep. El Inventor de la Eternidad © 2013, Jacq Christian Título original: Imhotep, l'inventeur de l'éternité Traducción de Camargo Sánchez, Juan Editorial: Editorial Planeta, S.A. Planeta Internacional ISBN: 9788408101796

Reseña: El faraón ha muerto, Egipto está inquieto. Una fuerza maléfica, la Sombra Roja, quiere aprovechar la ocasión para instaurar el reino de las tinieblas. Al mismo tiempo, Imhotep, un joven artesano, descubre que posee extraños poderes. Poco puede imaginar este orfebre el increíble destino que le espera. De su encuentro con el príncipe Zoser depende el futuro de una civilización fundada sobre la construcción de la primera pirámide, una gigantesca escalera que une la tierra al cielo. ¿Puede Imhotep convertirse en el inventor de la eternidad?

Al contrario de lo que afirmaba Heródoto, «el padre de la Historia», el Egipto de la antigüedad es mucho menos un don del Nilo que una milagrosa creación de lo divino. Si durante más de tres milenios hubo una tierra de faraones, eso fue debido a que, por las buenas o por las malas, los seres humanos que poblaron el largo cordón de oasis que jalonaba el río se sometieron a una regla universal e ineluctable: la de Maat. J. C. Goyon, Science et Vie, 197 (1996), p. 1

1

Imhotep contempló el desierto, el territorio prohibido poblado de animales feroces y de espectros agresivos. Al caer la noche, el joven de veinte años debería haber abandonado la peligrosa zona y haber vuelto a su casa, pero al día siguiente de la muerte de su padre, sentía la necesidad de estar solo, lejos de un mundo cuya injusticia le pesaba demasiado. Hasta que ocurrió la tragedia, la vida le había parecido incluso fácil. Sus padres, unos simples campesinos, se habían jurado ofrecerle a su único hijo una existencia mejor. Y cuando, cinco años antes, Imhotep había sido aceptado como aprendiz con los hacedores de vasijas del taller real de Menfis, su sueño se había hecho realidad. Un padre no tenía derecho a morir. ¿Por qué los dioses se mostraban tan crueles? ¿Por qué castigaban a una familia tan unida? Mil pensamientos se agolpaban en la mente de Imhotep, indignado ante ese destino inicuo. La arena crujía bajo sus sandalias mientras avanzaba en línea recta a través de la noche. Ignorando el cansancio, contaba con sus piernas inagotables para ir hasta el corazón de la inmensidad con la esperanza de aplacar su insoportable sufrimiento. De repente, se detuvo. Lo estaban siguiendo. Pero, sin armas, ¿cómo podría enfrentarse a una fiera de caza? El instinto de supervivencia fue más fuerte, y el joven corrió. Sus pulmones nunca lo habían traicionado, y sus compañeros de juego o de trabajo envidiaban su resistencia. Perdido en el seno de un mundo hostil, Imhotep escaló los montículos, bajó corriendo por cuestas pedregosas, rozó matorrales espinosos. Todavía lo seguían, pero no se trataba de ninguna fiera. A lo lejos, una sombra roja teñía de sangre el desierto. Una sombra roja de gran tamaño que avanzaba de manera inexorable, conservando el mismo ritmo, en dirección a su presa. ¡Así que los ancianos no mentían! Por aquellas soledades rondaban demonios que se alimentaban del alma de los humanos, y nadie podía escapar de ellos. Imhotep pensó en su madre, muerta de preocupación. Acababa de perder a su marido y, ahora, no vería volver a casa a su hijo. Por no escuchar más que su propio dolor,

le estaba infligiendo una auténtica tortura. Y, si él desaparecía, la desdichada se dejaría morir. Tras echar pestes por su imprudencia, Imhotep empezó a correr de nuevo. Los gritos horribles de una jauría de hienas no lo asustaron, y se convenció de que lograría distanciarse de la Sombra Roja. Pero era inútil. No cedía ni un ápice de terreno. Imhotep no sabía cuántas horas hacía que se había convertido en la presa de aquella fuerza maléfica, pero resistió la tentación de tenderse sobre la arena y darse por vencido. Al sentir las primeras señales de agotamiento, encontró nuevos ánimos al implorar al dios Ptah, protector de los artesanos, que no lo abandonara. Entonces oyó un batir de alas por encima de él. Un gran ibis blanco acababa de rozarlo. Bañado por la luz de la luna, el ave de Thot, el maestro de la ciencia sagrada y patrón de los escribas, volaba hacia una zona árida y accidentada donde el joven se vería obligado a reducir la velocidad y se arriesgaba a hacerse un esguince en un tobillo en cualquier momento, a romperse los huesos incluso. Sin embargo, Imhotep siguió al ibis. A intervalos regulares, el ave describió unos grandes círculos de forma que su protegido no lo perdiera de vista. Gracias a una colina escarpada, la Sombra Roja ganó terreno. Con los pulmones ardiendo, el artesano mantuvo una escasa ventaja. Entonces, de un potente impulso, el ibis llegó a lo alto del cielo, y el espectáculo que Imhotep descubrió desde la cima de la colina lo dejó estupefacto. El desierto había desaparecido, cediéndole el sitio a un paisaje paradisíaco con estanques, canales, vastas extensiones de caña y de campos de trigo que alcanzaban alturas prodigiosas. Según la enseñanza de los sabios, allí reinaban la paz y la abundancia eternas. Allí vivían las almas de los bienaventurados, los «justos de voz», reconocidos como tales por el tribunal de Osiris. Segaban con túnica blanca de fiesta bajo un sol templado, y sus diversas labores se realizaban sin el mayor esfuerzo. Pero ¿no decían también los sabios que ningún humano podía ver esas maravillas en vida? Imhotep dejó escapar un grito de dolor. La Sombra Roja acababa de tocar el talón de su pie izquierdo. Un instante más y treparía por sus piernas. De un salto, el joven se lanzó hacia el país de los justos. La Sombra Roja no lo siguió, como si una frontera invisible le prohibiera avanzar. Mientras se levantaba de

nuevo, Imhotep vio cómo se alejaba. En el mismo momento en que, sediento, bebió agua pura de un canal, los primeros rayos de sol nacieron en oriente. El canal, los estanques, las cañas y los campos de trigo desaparecieron. Con gran rapidez, el amanecer impuso su ley, y las criaturas del desierto volvieron a sus guaridas. Alrededor del artesano, arena y rocas. Al levantar los ojos vio el gran ibis blanco que, después de trazar un nuevo círculo, se alejaba en majestuoso vuelo. A pesar del cansancio, Imhotep logró seguirlo. Y, cuando apareció la primera palmera, supo que había huido de la Sombra Roja.

2

¿C ómo había podido escapársele una presa tan fácil?, se preguntó la Sombra Roja mientras volvía al cuerpo del ser en el que habitaba. Habitualmente se acercaba a sus víctimas sin dejar que la vieran, las envolvía con una quemadura mortal y devoraba sus almas, desde ese momento incapaces de renacer. Marcada con el sello de la muerte, la Sombra Roja se alimentaba del mal, de las tinieblas, de la violencia y de la destrucción. Su única finalidad era luchar permanentemente contra la instauración de Maat, la regla de armonía del universo. Mientras merodeaba esa noche por el desierto de la ciudad de Menfis, había visto a ese imprudente que se atrevía a explorar un territorio prohibido. Una ocasión inesperada, ¡una caza demasiado fácil! Y, no obstante, la Sombra Roja regresaba con las manos vacías. ¿De qué fuerza disponía aquel chico para haber conseguido escapársele? Incapaz de franquear el muro invisible que protegía el campo de los bienaventurados, la Sombra Roja suponía que el fugitivo se había disgregado al contacto del más allá, ya que, en vida, ningún humano podía ver los canales y los campos del paraíso de los justos. ¿Acaso el joven era un mago experimentado, provisto de fórmulas de conocimiento y capaz de traspasar las murallas de lo invisible? ¡No, no podía ser! Sin embargo, habría sido mejor identificarlo y eliminarlo. En caso de que el imprudente se cruzara de nuevo en el camino de la depredadora, no le daría la más mínima posibilidad de sobrevivir. Se acercaba la hora de regresar a la corte, que era presa de una viva agitación. Gracias a la acción oculta de la Sombra Roja, el reino de Egipto no tardaría en estallar en mil pedazos. Cundiría la anarquía, el palacio sería saqueado y las moradas de eternidad devastadas. La corriente de la desgracia se llevaría todo a su paso, y el impulso de los primeros faraones se esfumaría para siempre.

A la entrada del pueblo no se veía a nadie. Habitualmente jugaban allí niños, y el viejo guardián del horno de pan dormitaba o bebía cerveza. Imhotep, intrigado, se dio cuenta de que las puertas y las ventanas de las modestas casas de ladrillo, pintadas de blanco, estaban cerradas. Desde buena mañana, las dueñas de éstas deberían haber empezado a barrer delante de sus casas, parloteando. El joven artesano, preocupado, corrió entonces hasta su morada en el extremo norte de la aldea, cerca de Menfis, la capital de las Dos Tierras.

Empujó la puerta y descubrió a su madre en cuclillas, sollozando. —¡Ya estoy aquí! —declaró Imhotep con su voz potente e imperiosa, que continuaba impresionando a sus colegas del taller de los fabricantes de vasijas. Jeredú [1] abrió los ojos. —Hijo mío..., ¿de verdad eres tú? El joven la ayudó a levantarse y ambos se abrazaron tiernamente. —Tenía miedo de haberte perdido. Sin tu padre, sin ti..., habría muerto de pena. ¿Dónde estabas? —He estado caminando al azar toda la noche. —¡Podrías haber sido víctima de los demonios! —El alma de mi padre me ha protegido. —¡Te sangra el pie izquierdo! —Nada grave, una simple herida en el talón. Debo de haberme cortado con una piedra afilada. Jeredú fue a buscar agua y le limpió la herida. ¡Cuánto admiraba a ese hombre de veinte años que parecía mucho más maduro de la edad que tenía! Alto, musculoso, la frente despejada, las manos firmes pero finas, poseía una mirada de una vivacidad inusual. En él ardía un fuego cuya intensidad incomodaba a veces a sus interlocutores. Solitario, poco hablador, trabajador infatigable, con una sorprendente capacidad de concentración a su disposición, Imhotep había destacado muy pronto sobre otros niños. Sus padres habían comprendido rápidamente que no sería campesino como ellos, y que había que permitirle ir a una escuela. Contratado por un alfarero al que satisfizo por completo, Imhotep había llamado la atención de un contramaestre de los talleres reales de Menfis que buscaba un hacedor de vasijas en piedra dura. El aprendizaje fue largo, las condiciones de trabajo exigentes, y el medio, riguroso. No obstante, el adolescente evitaba quejarse, se concentraba en su trabajo y sólo pensaba en progresar asimilando las técnicas que le eran enseñadas. Según la opinión general, se había convertido en el mejor especialista de su gremio, y merecía desde hacía mucho un ascenso. Su carácter arisco y su rechazo a halagar a sus superiores explicaban ese estancamiento. Imhotep no se preocupaba mucho por ello, pues prefería profundizar en sus conocimientos junto a los viejos profesionales que guardaban los secretos del oficio y los cuales no confiaban de buen grado. Su sueldo había redondeado los ingresos de la familia, a la que no le faltaba de nada, y se deleitaba con hortalizas procedentes del huerto que Jeredú cultivaba a la perfección. Antes, el padre les procuraba los cereales, la leche, la cerveza y la fruta; el hijo

llevaba a menudo carne, pescado y vino. Y la madre tejía cómodas ropas utilizando lino de buena calidad. —Pareces distinto —observó Jeredú—. ¿Qué te ha pasado esta noche? Imhotep dudó si responder o no. Si le contaba su peligrosa aventura y su increíble visión, corría el riesgo de desconcertar aún más a la viuda. —He cometido la imprudencia de enfrentarme al desierto y he estado a punto de perderme. Perdóname por haberte preocupado. —Pero has vuelto, ¡y eso es lo único que cuenta! —Debo ir a trabajar, madre. —¿No has visto cómo está el pueblo? ¡Estamos sufriendo una terrible catástrofe, hijo mío! Todas las actividades se han interrumpido, el miedo atormenta los corazones, las miradas están llenas de angustia. Puede que el sol no se alce de nuevo, puede que nos llegue a faltar el aire de la vida. —¿Por qué razón? —El faraón ha muerto. Y nadie sabe si tendrá un sucesor.

3

L a ciudad santa de Abydos [2] abrigaba las sepulturas de los primeros faraones de Egipto, que yacían en tumbas de ladrillo más o menos extensas, con forma de banco. También la corte se había desplazado a fin de celebrar los funerales del rey Jasejemui, [3] fallecido al término de un reinado de diecinueve años. Los altos funcionarios del Estado pusieron mala cara; el primero, el jovial Anjy, [4] sacerdote del dios halcón Horus y jefe de los ritualistas. Vividor, fino conocedor de los textos sagrados y organizador de las ceremonias, aquel cuarentón risueño iba vestido con una túnica que imitaba una piel de pantera. Frente a la estela, leía las fórmulas de glorificación del alma del difunto que el tribunal del más allá reconocería como «justo de voz». Pero ¿en qué manos dejaría el jefe de los ritualistas el bastón de mando, [5] lo que simbolizaría la legitimidad para gobernar? En efecto, el imponente Zoser, el hijo del difunto, parecía un sucesor probable. Sin embargo, el gran consejo todavía no se había manifestado, y circulaban rumores contradictorios. En Egipto no bastaba con ser hijo de faraón para llegar a serlo a su vez. Las malas lenguas reprochaban a Zoser su autoritarismo, y temían su severidad. Existía el riesgo de que desaparecieran gran cantidad de favores ilícitos y de privilegios, y un gran número de dignatarios temían perder su puesto. Anjy, precisamente, sentía pesar sobre él la mirada del pretendiente al trono, un coloso de treinta y cinco años [6] de ojos pequeños y acerados. Unos pómulos salientes, unos labios carnosos y una marcada barbilla daban solemnidad a su rostro, y nadie podía dudar de su inflexible voluntad. Era imposible faltarle al respeto o desobedecerlo. Y nadie se jactaba de haber obtenido confidencias suyas ni de conocer sus intenciones. El jefe de los ritualistas puso cuidado en leer lentamente y con voz firme las palabras divinas que permitieran la apertura de los ojos, de la boca y de los oídos de la momia. Transformaban un cadáver en cuerpo de Osiris, sostén de resurrección. Tras setenta días de embalsamamiento y de ritos funerarios, el rey reposaba por fin en el seno de su morada de eternidad, al abrigo de las fuerzas de destrucción. Con sus miembros y sus huesos reunidos y al completo, disponía de un nuevo corazón de piedra, inalterable. Su viuda, Nemaat, [7] se mostraba de una dignidad excepcional. Cerca de los sesenta, su distinción se mantenía intacta. Profundamente afectada por la muerte de su marido, era consciente de sus deberes y del papel que cumplía al servicio de su país. Mientras el gran consejo no reconociera el advenimiento de un faraón por aclamación, Nemaat ejercía el poder supremo y preservaba la unidad de las Dos Tierras. Una unidad

frágil, un equilibrio precioso y vital. Varios jefes provinciales no dudarían en fomentar disturbios a fin de adquirir más autonomía y de zafarse del control de la administración central. La elección de un monarca débil o titubeante favorecería sus propósitos, y todos temían la llegada al poder de Zoser, cuya fuerza de carácter ya no necesitaba ser demostrada. Nemaat no infravaloraba el peligro. Desde su punto de vista, Zoser poseía las cualidades necesarias para unir al Norte y al Sur, enfrentarse a esa hostilidad y servir a los dioses mientras mantenía la coherencia de su pueblo. Sus sentimientos como madre no importaban; sólo contaba su lucidez como mujer de Estado. —¿Deseáis un poco de agua, majestad? —le preguntó su principal colaboradora, la guapa princesa Redyit, encargada de dirigir la Casa de la Reina, que comprendía escuelas de escritura, de música y de danza, talleres y terrenos agrícolas. El cabello de un negro azabache, los ojos brillantes del mismo color, elegante y fina, la joven de veinticinco años no procedía de una familia acomodada. No debía ese puesto envidiado más que a sus cualidades, y todo el que la considerara una seductora descerebrada se equivocaba por completo. Decidida, ambiciosa y trabajadora, Redyit se contentaba con amantes de paso y se consagraba enteramente a su pesada tarea. Atenta a las fases postreras de la ceremonia, Nemaat rechazó el ofrecimiento. En breve, la puerta de la tumba volvería a cerrarse y el sarcófago desaparecería en las profundidades de la cripta, la única parte del monumento que estaba cubierta de losas de piedra caliza. Conforme a la tradición, el resto de la morada de eternidad del rey difunto se componía de ladrillos de adobe dispuestos con cuidado, según las órdenes del maestro constructor Hezyre, un hombre mayor, enjuto y austero, jefe de escribas y de médicos de palacio. Más valía no disgustarle, y nadie había visto nunca la más mínima emoción inscribirse en su rostro anguloso y arrugado. Grande de los Diez, o, dicho de otra forma, jefe de los altos magistrados, aquel hombre arisco de inteligencia aguda llevaba por gusto un largo abrigo que le bajaba hasta los tobillos y una peluca rizada que le cubría las orejas. Con un bastón de mando en mano, raras veces se separaba de los útiles de escriba. Desde su llegada a Abydos, Hezyre no había pronunciado una sola palabra, y todos se preguntaban si apoyaría a Zoser o a otro pretendiente. Su opinión pesaría mucho, el gran consejo no iría más allá. Nemaat se acercó al sarcófago y besó el rostro radiante del rey difunto resucitado como Osiris. Luego Anjy ordenó a los ritualistas que lo llevaran a la cripta. Cuando subieron otra vez, le correspondió a Zoser presentarle a su padre, por vez primera, una ofrenda de vino, de cerveza, de agua, de pan, de carnes, de hortalizas y de perfumes. La esencia sutil de los alimentos vivificaría el alma real y, desde ese momento, un servidor del Ka, potencia creadora inmortal, cumpliría el rito todas las mañanas. Anjy selló el acceso a la sepultura.

El trono de Faraón estaba vacío, el caos amenazaba Egipto. Un guardia murmuró algunas palabras al oído de la princesa Redyit, quien alertó de inmediato a la reina. —Majestad, acaba de producirse un grave incidente. Una tumba real ha sido dañada. Acompañada de Zoser y de Anjy, Nemaat siguió al guardia hasta el dominio mortuorio de Den, faraón de la primera dinastía. Al fondo de dos pequeñas cavidades había unos fragmentos de estatuillas rotas. —Han profanado este lugar sagrado y perturbado el descanso de nuestros ancestros —constató Anjy. El jefe de los ritualistas examinó los restos. —Profieren palabras de odio y de destrucción, seguidas de una declaración: «Soy yo quien os maldice.» ¡Y ese «yo» está en femenino! Un crimen firmado: se trata de una ladrona de almas. —¿Qué hemos de temer? —preguntó la reina. —Ese mal espíritu trata de mancillar la necrópolis y de impedir la coronación de un nuevo rey. —Quememos esos horrores —recomendó la princesa Redyit—. Al destruirlos, les impediremos que causen ningún mal. Anjy asintió con la cabeza. Llamó a dos ritualistas y les ordenó que dejaran los fragmentos de las estatuillas en dos pequeños cálices de piedra. Les prendió fuego, y la intensidad del chisporroteo, semejante a unos gritos de dolor, impresionó a los asistentes. —¿Nos hemos librado del maleficio? —se inquietó la reina. —No puedo asegurároslo, majestad —respondió Anjy—, pues ignoro en qué momento fue cometido este acto abominable. Una prolongada impregnación tendría efectos desastrosos. El veredicto del jefe de los ritualistas ensombreció todavía más aquellos dolorosos momentos. —El gran consejo nos espera —dijo la reina Nemaat a su hijo Zoser.

4

E n el taller real de Menfis se encendieron los debates. ¿Quién sería el nuevo faraón? ¿Continuaría con la misma política que su predecesor? ¿Se interesaría por la suerte de los artesanos? ¿Escogería otra capital? En ese caso, gran cantidad de servidores del Estado deberían trasladarse, y los talleres no se librarían de la norma. —De todas maneras, estamos condenados —estimó Nariz-partida, un técnico experimentado—. Horadar vasijas en la piedra dura exige demasiado trabajo y dedicación. Muy pronto la administración nos obligará a cambiar de oficio. —Yo no estoy tan seguro —objetó Imhotep—. La corte y los sacerdotes aprecian los tazones, las copas, los platos y las vasijas de dimensiones y formas variadas. Sirven a la vez a los vivos y a los bienaventurados. ¡Nuestra pericia me parece irreemplazable! —¡La juventud se alimenta de ilusiones! —exclamó Tiñoso—. Ya que te crees tan hábil, termina entonces tú esta vasija de diorita. El jefe de taller en persona renuncia a ello. —Esperemos a la coronación de Faraón —recomendó Sagaz, apenas de más edad que Imhotep. —El período de duelo ha terminado —recordó Tiñoso—. Podemos ponernos de nuevo a la tarea. ¡Muéstranos tu técnica, hijo de campesino! Tiñoso odiaba a todo el mundo, y al joven Imhotep en particular. Le confió la última broca llegada al taller, una herramienta pesada y difícil de manejar. Habían insertado un taladro metálico en un tubo de piedra caliza, y todo ello contrapesado por dos grandes sílex tallados con forma de cuarto creciente. Había que imprimir un movimiento rotativo, sin una rapidez excesiva, y sentir desde el interior la lenta perforación de la piedra para no dañarla. Imhotep domó aquella herramienta tan esencial que servía para escribir la palabra «artesano», [8] y tardó mucho rato antes de encontrar el movimiento y el ritmo justos. Reunidos a su alrededor, sus colegas no vieron entrar al jefe de taller, un sesentón de rostro rugoso y de brazos gruesos. El individuo no bromeaba con la disciplina y castigaba a los perezosos a golpes de bastón. Nariz-partida seguía dubitativo. Sagaz se mostraba inquieto, Tiñoso estaba emocionado. Evidentemente, Imhotep estaba fracasando. Sin soltura, titubeante, abandonaría o rompería la vasija. El castigo estaría a la altura de su vanidad: expulsión

voluntaria, ¡incluso definitiva! Ni una gota de sudor perlaba la frente del artesano, concentrado en su tarea hasta el punto de olvidar el mundo exterior. Sólo contaba la piedra dura, lista para ceder. La más mínima prisa lo conduciría al desastre. El movimiento rotativo se interrumpió; Imhotep quitó la broca, cuyo taladro estaba gastado. Las miradas convergieron hacia el cuello de la vasija, tallado y abierto a la perfección. Ninguna desportilladura. —¡Eres un hechicero! —lo acusó Tiñoso, cuyas espesas cejas se enarcaron. Imhotep lo miró directamente a los ojos. —Y tú, un saboteador. —¿Cómo te atreves...? —Has cambiado los sílex que sirven para hacer de contrapeso de la broca. De un peso muy diferente, comprometían la rotación, y tendría que haber roto esa vasija de gran valor. El jefe de taller me habría despedido. —Exacto —confirmó este último adueñándose del objeto, que examinó durante largo rato. Los artesanos se apartaron, esperando el juicio de su superior. —Excelente trabajo, Imhotep. Ya no tengo nada que enseñarte. En cuanto a ti, Tiñoso, no volverás a tocar una herramienta durante meses; limpiarás el taller y les servirás la comida a los artesanos dignos de ese nombre. A la más mínima desobediencia, serás expulsado de aquí. —¡Siempre he cumplido vuestras órdenes, jefe! El sesentón sonrió. —Continúa mostrándote así de respetuoso hacia mi sucesor. Me han autorizado a retirarme a mi finca, donde educaré a mis nietos. —Vuestro sucesor... ¿Lo conocemos? —Acaba de demostrarte su dominio del oficio. Tiñoso echó una mirada suspicaz en dirección a Imhotep.

—Pero... no será él, ¿verdad? —¿No reconoces su valía? Todos los artesanos del taller asintieron con la cabeza. Tiñoso pareció trastornado. —¡Yo tengo más antigüedad! —No es prueba de tu capacidad. Te conformas con tus conocimientos, Imhotep no deja de progresar. Sus cualidades son las de un líder. —¿Obedecerlo, yo?... —Elige, Tiñoso. O bien te sometes, o bien buscas otro trabajo. Con los brazos cruzados, Imhotep permanecía impasible y no mostraba ni arrogancia ni satisfacción. Por el contrario, se preguntaba ya si tendría los hombros lo bastante fuertes como para estar a la altura de la función que le confiaban. Mascullando reproches incomprensibles, Tiñoso se unió a sus compañeros. —Conoces cierto número de jeroglíficos —le dijo el jefe de taller a su sucesor—, pero deberás aprender a leer y a escribir la totalidad de los signos. La escuela de escribas del palacio está abierta para ti desde ahora mismo. Inscribe tú mismo las marcas de la realeza en la etiqueta colgada de esa vasija, la primera terminada bajo tu autoridad. Mediante un pincel y tinta negra, Imhotep dibujó una abeja, arquitecta y creadora del oro vegetal, símbolo del rey del Bajo Egipto; luego hizo el trazo de una caña, la materia prima más corriente, que servía para fabricar numerosos objetos y símbolo del rey del Alto Egipto. «El de la abeja y el junco» era Faraón, el ser útil y resplandeciente por excelencia. —Buen pulso, muchacho —juzgó el jefe de taller—. Entrega esta vasija en el templo del dios Ptah hoy mismo. Ahora te toca comandar este grupo de artesanos y dirigir el trabajo lo mejor posible. Sé a la vez severo y justo. Imhotep habría apreciado más consejos, pero a su antiguo superior no le gustaba charlar, y prefirió abandonar el taller. Con los ojos llenos de odio, Tiñoso se había adueñado de un mazo de madera y esperaba ese momento para abalanzarse sobre Imhotep y golpearlo en la espalda. Gravemente herido, no podría cumplir con sus nuevas funciones. Cuando el agresor se lanzó, Sagaz estiró la pierna. Tiñoso la golpeó y, desequilibrado, ejecutó una caída perfecta. Su frente golpeó violentamente el suelo y se dislocó el hombro.

—Me duele —gemía mientras se levantaba con dificultad. —Los dioses castigan la cobardía —observó Sagaz, risueño, y sus compañeros aprobaron el comentario. Imhotep se acercó y puso la mano sobre el hombro magullado. De inmediato, un suave calor adormeció el dolor. Tiñoso abrió unos ojos como platos, sorprendido. —Yo no te deseo ningún mal —dijo el nuevo jefe de taller—. Me han confiado una misión y cumpliré con ella. El éxito de nuestra labor común será siempre mi objetivo. Sean cuales sean nuestras cualidades y nuestros defectos, todos debemos someternos a esa exigencia. ¿Lo comprendes? —Sí, sí —asintió Tiñoso, aplacado por la mano de Imhotep. —Olvidemos los errores pasados y los malos comportamientos, no pensemos más que en llevar este taller a la perfección. Si te niegas a obedecer y si tus actuaciones perturban el espíritu de nuestro grupo, sabré mostrarme despiadado. ¿Me has oído bien? —¡No soy sordo! Como se encontraba bien, Tiñoso se apartó tocándose el hombro, que apenas le dolía. —¿Qué me has hecho? Imhotep pareció sorprendido. —Simplemente te he manifestado mi respeto y mi firmeza. —Estoy curado, ¡ya no me duele! —Eres un muchacho fuerte y tu caída no ha sido grave. Concedo un día libre para celebrar mi nominación. Mañana retomaremos el trabajo. Tiñoso seguía pensando lo mismo: el tal Imhotep poseía los poderes de un hechicero. Un hechicero peligroso al que había que denunciar a las autoridades para impedir que hiciera daño. En Egipto, la magia negra era un crimen castigado con dureza.

5

C uando Zoser entró en la sala del templo de Abydos donde se celebraba el gran consejo presidido por la reina Nemaat, todos experimentaron un sentimiento idéntico: él era el faraón, el único capaz de asumir la carga de una función que excedía los límites ordinarios de lo humano. El coloso se inclinó respetuosamente ante los sabios responsables de la elección del futuro amo de las Dos Tierras. La ausencia de un monarca los ponía en peligro, los egipcios temían el caos. Privado de un auténtico líder, el pueblo se encaminaba a la anarquía y a la desgracia. La reina Nemaat no le dirigió la más mínima mirada de complicidad a su hijo. Por el contrario, se mostró de una frialdad casi condenatoria. En ese instante, lo afectivo no tenía lugar. Los dignatarios y ella debían valorar las capacidades de un futuro jefe de Estado. Hezyre parecía todavía más arisco. Nadie conocía su opinión. El jovial Anjy, ritualista en jefe, no ocultaba sus preferencias por Zoser y no se imaginaba que hubiera otro pretendiente que pudiera ocupar el trono de los vivos. Quedaban los dos principales consejeros del monarca fallecido, que habían ocupado diversos puestos ministeriales y conocían perfectamente la administración y los engranajes del poder. El primero, Baten, era un trabajador incansable, preocupado por la buena marcha del Estado hasta el punto de perder el sueño por ello. Padre de dos hijos, aquel cuarentón corpulento de voraz apetito reducía su vida familiar al mínimo, pues dedicaba la mayor parte de su tiempo a los asuntos públicos. De estatura media, rostro redondeado y aspecto decidido, Baten conocía la fragilidad del país. Un mal faraón comprometería la unidad del Norte y del Sur y conduciría rápidamente a Egipto a la ruina. El segundo consejero, Ajeta, procedente de un modesto pueblo del Delta, continuaba recorriendo las provincias y vigilando la buena ejecución de las directrices que emanaban de la capital. De cincuenta y dos años, viudo, daba muestras de un rigor y de una perspicacia temidos por el conjunto de sus empleados. Se le reprochaba su falta de diplomacia y sus maneras a menudo abruptas, pero Ajeta se burlaba de las críticas y no se preocupaba más que de sus resultados. De complexión fuerte, rostro anguloso, ojos negros y adustos y nariz recta, parecía siempre distante. —Toma asiento, Zoser —ordenó la reina.

El coloso se sentó en una butaca de respaldo recto de sicomoro carente de ornamento alguno, frente a los miembros del gran consejo. —Consejero Baten —exigió la soberana—, informa de la situación real del país. —Majestad, la institución del Tesoro dispone de capital considerable y de reservas de alimentos suficientes en caso de una mala crecida. Sin embargo, sería necesario hacer reformas, y ciertos privilegios me parecen exorbitantes. La imprevisión y el laxismo tendrían consecuencias desastrosas. —¿Tu opinión, consejero Ajeta? —Varios jefes de provincia no miran más que por sus propios intereses. El fallecimiento del rey les procura la ocasión de liberarse del poder central. Por no hablar de los altos funcionarios resueltos a enriquecerse olvidando sus deberes... En cuanto al enemigo libio, su calma aparente me inquieta. Tal vez se esté preparando una ofensiva y carezcamos de información. El ritualista en jefe Anjy pidió la palabra. —Las intervenciones de los consejeros refuerzan mi opinión, majestad. El príncipe Zoser debe convertirse en faraón. Solo él posee las cualidades indispensables. Baten asintió con la cabeza. —Yo no estoy convencido de ello —objetó Ajeta—. A causa de la complejidad de la situación actual, la falta de experiencia y de transigencia puede resultar funesta. La reina continuó imperturbable. —¿Cuál es tu juicio, canciller Hezyre? El austero personaje cruzó los faldones de su abrigo. —Comparto las dudas de Ajeta, pero creo que el príncipe Zoser no puede ser descartado de manera definitiva. Y no veo ningún otro pretendiente digno de ese nombre. —No olvidemos la regla de la unanimidad —recordó Ajeta—. Violarla entrañaría la desaparición del gran consejo y el nacimiento de un poder arbitrario. —No comprendo vuestras reticencias —intervino Anjy—. ¿Acaso la realidad no os salta a la vista? ¡Tenemos a un rey delante de nosotros, no a un mero dignatario! —Zoser, ¿cuáles serían tus decisiones si fueses llamado a la función suprema? — quiso saber la reina Nemaat.

Todas las miradas examinaron al hijo del monarca fallecido: de las palabras que pronunciara dependía el porvenir de Egipto. —Considero justa y necesaria la creación de una nueva dinastía. Mi padre ha cerrado una época; a mí me corresponde abrir una puerta en lo invisible con la ayuda de los dioses y de los dignatarios listos para probar fortuna. El gran consejo quedó estupefacto. Ni siquiera la reina esperaba una declaración semejante. —¿Planeáis una profunda remodelación de la administración? —preguntó el consejero Ajeta, preocupado. —La fundación de la tercera dinastía implica transformaciones —respondió Zoser —. O bien el país se sume en un sueño mortal, o bien sale engrandecido de esa prueba y trata de construirse de manera más sólida. —Loable ambición, pero ¡peligroso proyecto! —juzgó el canciller Hezyre—. ¿No sería preferible preservar la estabilidad actual? —No me basta, y nos condena a la decrepitud. Cuando el fundador de nuestra civilización, Menes, unió por primera vez las Dos Tierras y erigió el muro blanco de Menfis, logró lo imposible. Hoy la disgregación nos amenaza, por lo que conviene reunir lo que está disperso, luchar contra los intereses personales y entrever una nueva arquitectura del Estado. —Nos gustaría tener más precisiones —terció el consejero Baten. —Imposible —repuso Zoser—, Sólo la mirada que me ofrecerá la coronación me permitirá concretar esa visión y emprender mi tarea. El desconcierto del gran consejo suscitó la intervención de la reina. —¿Alguien propone otro candidato a la función real? Se hizo un largo silencio. —Nadie posee las cualidades del príncipe Zoser, nadie posee una fuerza comparable —zanjó el canciller Hezyre—. Sin embargo, la magnitud de sus proyectos no nos seduce mucho. A semejanza del consejero Ajeta, no podría dar mi aprobación. —Reitero la mía —confirmó Baten—. ¿Acaso nuestro papel no consiste en saber discernir la naturaleza real y concederle nuestra confianza? —¡No nos olvidemos de la devoradora de almas! —recomendó Anjy—. Nuestros rituales pueden contenerla, pero ¿no traspasará nuestras barreras su magia negra? En

ausencia de un faraón, estamos debilitados, y sus maleficios nos golpearán de lleno. —Ese peligro no debe obligarnos a traicionar nuestro corazón —consideró Ajeta—. A pesar de los argumentos ofrecidos, sigo siendo renuente. Como Hezyre había aprobado la prudencia del consejero, la reina estaba lejos de obtener la unanimidad. No quedaba más que una solución. —Volveremos a Menfis —decidió Nemaat—. El gran consejo retomará allí sus deliberaciones, y les haremos saber a la corte y al pueblo que pronto reinará un faraón en Egipto. Durante el período de debate, asumiré la regencia. Si la postura de Zoser se adecua a la ley de Maat, la invisible nos ofrecerá una señal y disipará las dudas.

6

A l final de cada jornada de trabajo y durante sus períodos de descanso, Imhotep iba a la escuela de escribas. Aguzando las orejas, [9] descubría los signos y los textos que habían sido de utilidad a los ancestros. Su mano se habituaba tan de prisa y tan bien que prácticamente no cometía ninguna falta. Sus profesores, acostumbrados a las negligencias de los alumnos, se sorprendían por las dotes de aquel joven maestro de taller. La perfección de sus dibujos y su sentido innato de los jeroglíficos lo señalaban como un futuro escriba de élite. Así pues, no tardó en recibir utensilios de profesional, entre los cuales había una tablilla rectangular de sicomoro, un estuche de cálamo, finos pinceles de caña, un cubilete de agua, barritas de arenisca para raspar y borrar y pastillitas de color que permitían obtener negro y rojo. A eso se le añadía un lote de papiro, un rollo de primera calidad, regalo del maestro de la escuela a su mejor discípulo. Los fabricantes de vasijas del taller real de Menfis supieron muy pronto que su jefe había sido premiado, e incluso el propio Tiñoso lo miró con otros ojos. Sagaz, por su parte, no dudó en solicitarle a su superior que le enseñara a leer y a escribir. De una fina inteligencia, el artesano progresaba a su ritmo. La reorganización del trabajo, planeada por Imhotep y debatida con sus colegas antes de su puesta en práctica, era un éxito evidente. Sin esfuerzos adicionales y gracias a una mejor repartición de las tareas, mejoró la producción de las vasijas y de la vajilla de piedra dura. Y, así como escuchaba quejas y deseos, Imhotep se mostraba intransigente en relación con la disciplina y la calidad. En el momento en que le enseñó su material de escriba a su madre, ésta estuvo a punto de desmayarse. Consumida, pues no se había recuperado aún de la muerte de su marido, Jeredú abrazó a su hijo. —¡Tu padre habría estado tan orgulloso de ti! Desde muy pequeño ya eras diferente de tus compañeros de juego: tú no pensabas más que en estar solo y aprender. ¡Deseábamos abrirte camino hacia una existencia a la altura de tus capacidades, y lo has conseguido gracias a tu valor! Esta paleta, este puesto de jefe de taller... No podrías haberme dado mayor alegría. —Tengo otro regalo. Jeredú frunció el ceño.

—Espero que no te hayas gastado nada de manera insensata. —El aumento de mi salario me permite mejorar tu día a día. Ir al mercado, llevar peso, realizar el acarreo del agua... Necesitas ayuda. —¡No tenemos medios para pagar a un criado! —He encontrado uno que nos será de gran ayuda a cambio de una modesta retribución. Imhotep abrió la puerta del pequeño hogar y Jeredú vio un asno de ojos marrones rebosantes de inteligencia, de pelaje gris claro. —Tiene un año —añadió Imhotep—, y se llama Viento del Norte. Según su criador, es excepcionalmente robusto y posee un sentido de la orientación infalible. Jeredú pareció contrariada. —Mira sus costados, ¡está demasiado flaco! Hay que alimentar inmediatamente a esta pobre bestia. La dueña de la casa corrió hasta su cocina. Imhotep acarició la frente de Viento del Norte. —En mi opinión, estarás bastante satisfecho con el menú de la casa.

A su regreso a Menfis, Hezyre había reunido a los principales escribas puestos bajo sus órdenes y había repartido las instrucciones de manera que mantuvieran la actividad de los servicios del Estado. Los consejeros Ajeta y Baten actuaron de la misma manera en sus respectivos ámbitos, mientras que Anjy velaba por la celebración de los ritos cotidianos. Todos rendían cuentas a la reina madre, encargada de gobernar las Dos Tierras y de reunir de nuevo el gran consejo tras un mes de reflexión. Circulaban mil rumores: ¿Por qué no había sido elevado a la dignidad suprema el príncipe Zoser? ¿Qué conflictos agitaban la cúspide de la jerarquía? ¿Cuántos pretendientes tratarían de obtener la aprobación del gran consejo? Debilitado, ¿no volaría el país en pedazos y proclamarían los jefes provinciales su autonomía? Negándose a responder a las preguntas de sus subordinados, el canciller Hezyre se conformaba con recordar la ley de Maal y destinaba un castigo ejemplar a los alborotadores. La nave del Estado parecía sólida, pero no resistiría mucho tiempo a la tempestad.

En efecto, a la reina Nemaat no le faltaba ni valor ni aptitud, y sabría contener las ambiciones de unos y de otros, a pesar de la enfermedad que la estaba minando. Por desgracia, sus fuerzas flaqueaban, y los conocimientos de Hezyre no bastarían para curarla. Antes de su desaparición, habría que coronar a un faraón. De lo contrario, las tinieblas cubrirían las Dos Tierras y el caos triunfaría, arruinando la obra de las dos primeras dinastías. ¿Sería Zoser el salvador? Hezyre examinó la última vasija procedente del taller real de Menfis que ahora dirigía Imhotep, con una eficacia notable. El canciller había aprobado su nombramiento con el propósito de mantener la calidad. No había quedado decepcionado al contemplar la última obra del jefe de taller en persona. Perfección de la forma, ningún defecto, mano segura. Los jeroglíficos trazados en la etiqueta indicaban un sentido del trazo fuera de lo común. Uno de los secretarios de Hezyre entró en su enorme despacho, cerca de palacio, e hizo una inclinación. —Canciller, un artesano desea veros. Es confidencial e importante, según él. —¿Su nombre? —Tiñoso, hacedor de vasijas en piedra dura. —Hazlo pasar. Con un apurado afeitado, ataviado con un taparrabos nuevo y calzado con sandalias de papiro, Tiñoso descubrió un lugar austero: sillas de sicomoro de respaldo recto, mesas bajas cubiertas de papiros, cofres para almacenarlos y paredes desnudas, sin la más mínima pintura. La mirada glacial de Hezyre le impidió avanzar. El artesano se arrodilló. —Señor, yo... —Ponte en pie y habla sin miedo. Las piernas de Tiñoso flaquearon. —Es difícil de decir, señor, ¡no tengo palabras! Un horror así, aquí, en Menfis... ¡Ya no puedo dormir! —Pues a mí me parece que gozas de buena salud.

—Precisamente, señor, ¡por culpa de ese hombre que me golpeó en el seno mismo de mi taller! Los testigos no se atreven a hablar. Yo tengo valor para ello, y os pido protección y justicia. Con dedos nerviosos, Tiñoso retorcía un faldón de su taparrabos. —Si tu solicitud está fundada, te serán concedidas. Estoy esperando la relación exacta de los hechos. —¡Ya va, señor, ya va! Fabricar vasijas de piedra dura exige experiencia, fuerza y precisión. No son raros los accidentes de trabajo y las heridas. A la larga, el cuerpo sufre. Mi punto débil es el hombro derecho. Acababa de luxármelo cuando... ¡alguien puso la mano sobre el lugar del dolor y me lo curó! Lo comprendí de inmediato, señor: ¡magia negra! Mis colegas cierran los ojos, yo no. Se trata de un crimen, el culpable debe ser arrestado y castigado. —¿Cuál es el nombre de ese mago negro? Tiñoso titubeó. —Los artesanos callan, pues ese monstruo es nuestro nuevo jefe de taller: ¡Imhotep! Sus poderes maléficos me aterrorizan... —No parece que tengas de qué quejarte, puesto que te ha curado. —¡Pero quizá mañana me haga arder por dentro, señor! Llevadlo ante un tribunal, encarceladlo y nombrad en su lugar a un artesano serio y honesto. —¿A ti, por ejemplo? Tiñoso bajó la cabeza. —Estoy a vuestra disposición, señor. Hezyre se tomó un largo rato para reflexionar. —Has hecho bien al venir a verme, y considero importante tu testimonio. Tiñoso sonrió. ¡Se deshacía de Imhotep y accedía por fin al puesto tan deseado! —He aquí mi decisión —anunció el canciller—. Con el fin de protegerte, serás trasladado a un taller de provincias, lejos de Menfis, pero mantendrás tu mismo sueldo y tu mismo rango. Me encargaré personalmente de Imhotep. —Señor, yo...

—No me lo agradezcas y disfruta de la seguridad recuperada.

7

-¿A tacamos, alteza? —preguntó Baboso con mirada ávida. —Atacamos. —¿Puedo quedarme con las chicas? —De acuerdo —accedió el libio Tanú, jefe de una banda de saqueadores que batían el desierto al este de Menfis, la Balanza de las Dos Tierras, capital de un Egipto que no perdía la esperanza de conquistar después de haber derrocado al faraón y masacrado a sus fieles. La tarea se presagiaba difícil. Tanú debía federar primero las tribus e imponerse como líder indiscutible. De treinta años de edad, cabezota, con el busto cubierto de cicatrices herencia de sus victorias en los duelos a muerte, la nariz picuda, los brazos y las piernas de un grosor fuera de lo común, en el corazón del libio había nacido el odio hacia ese Egipto hostil a su pueblo. Destruirlo se había convertido en su obsesión. No le importaba el número de cadáveres, a condición de que no quedase nada de la ciudadela de murallas blancas y de mansiones llenas de tesoros. Tanú miró cómo Baboso y su jauría arremetían contra la caravana imprudente. ¡Había que ser estúpido para aventurarse por aquellas soledades sin una escolta armada! Aquellos valientes comerciantes imaginaban que la suerte les sonreiría. Pero se equivocaban. Cualquiera que penetrara en el territorio de Tanú le pertenecía en bienes y personas. Baboso ejecutaba a las bocas inútiles, violaba a las mujeres y torturaba a los recalcitrantes. Disfrutaba infligiendo los peores sufrimientos, a la espera de empalar a los altos dignatarios de la corte de Faraón y de cortarles los pechos a sus esposas. Carente de sentido moral, gozaba con su propia violencia y el dolor ajeno. Excelente segundo, guerrero hábil y feroz, Baboso seguía ciegamente a Tanú, príncipe de los asesinos. Aquella caravana parecía una distracción. Una docena de varones rápidamente derribados, mujeres chillonas entradas en años, una única jovencita, asnos cansados y mercancías de segunda. Tanú se acercó al hombre hecho y derecho, arrodillado, con el rostro ensangrentado.

—¿Eres el jefe del convoy? —Guío a estas gentes hasta la mina de turquesas. Llevamos ropa a los obreros. —¿De dónde vienes? —De Menfis. Tanú escupió al rostro del torturado. —¡Maldita ciudad! Ojalá desaparezca pronto. Escucha, basura egipcia, te perdono la vida con una condición: cuéntame lo que está pasando allí. Presa de rumores contradictorios, Tanú quería saberlo todo a ciencia cierta. —El faraón ha muerto, ha sido inhumado en Abydos. —Y ¿el nombre de su sucesor? —El gran consejo todavía no lo ha designado. La reina Nemaat ejerce la regencia. —¿Hay facciones enfrentadas entre sí? —Ya no sé más. —Entonces ¡ya no me sirves de nada! Valiéndose de un largo puñal de sílex, el libio le cortó la garganta al egipcio. Las risas vulgares de sus hombres celebraron la hazaña. —Alteza —intervino Baboso—, he terminado con la cría y se la entrego a nuestros valientes soldados. No obtendremos más que una docena de asnos y ropa mediocre. Tanú limpió su puñal. Ningún nuevo faraón, la confusión en la cúpula del Estado, una anciana incapaz de atajar las ambiciones de los dignatarios... Si el libio lograba encontrar apoyos en la corte y fomentar una conspiración, ¿acaso no temblaría el trono de las Dos Tierras? —Llevemos a la tribu a un lugar seguro —le anunció a Baboso—. Tú y yo nos vamos a Menfis.

—¡Pareces trastornado, hijo mío! dijo intranquila Jeredú—. ¿Tienes problemas en el trabajo? —Sólo las preocupaciones habituales —respondió Imhotep, avergonzado. —Dime la verdad. —He recibido una invitación y no tengo intención de honrada. —Explícate, ¡te lo ruego! —El canciller Hezyre me invita a un banquete. —Hezyre, ¿no es uno de los altos dignatarios de la corte? —El mismo. —¡Es un inmenso honor, hijo mío! Es imposible negarse. ¿Te imaginas lo orgulloso que estaría tu padre? —No soy más que un artesano y odio las frivolidades. ¿Cómo me visto, me perfumo...? —No te preocupes, yo lo haré. El canciller reconoce tus capacidades, tu carrera depende de sus decisiones. ¡Quizá te dirija la palabra! —Mis funciones actuales me bastan, madre. —¿No has tenido siempre ganas de aprender? —Mi lugar no está entre los nobles, yo... —No te corresponde juzgarlo a ti, Imhotep. Deja actuar al destino, y compórtate en consecuencia. El joven dio de comer a Viento del Norte, que estaba encantado de ayudar a Jeredú y de disfrutar de largas siestas. Luego, camino al azar. ¡Qué bonito era el campo! El verde de los cultivos destacaba el triunfo del trabajo de los campesinos sobre la aridez, innumerables acequias le daban vida, los árboles frutales y las palmeras proporcionaban sombra. Gracias al cuidado riguroso de los canales, el Nilo ejercía sus efectos benéficos y el ganado podía aplacar la sed. Los campos de trigo, de cebada, de espelta y de lino se mostraban generosos, la dura labor de los agricultores se desarrollaba bajo la protección de los dioses, que Faraón debía honrar a fin de mantener su presencia. Imhotep recordaba su extraña visión, ese paraíso en el corazón del desierto. No había soñado y, no obstante, ese paisaje se situaba más allá del mundo de los humanos. ¿Se

atrevería a explorar de nuevo lo desconocido y tratar de encontrar el camino que conducía a ese campo de cañas de luz? De repente, la vio. Se bañaba en un pequeño canal de agua muy pura. Con su cabello negro brillando al sol, nadaba hábilmente. El artesano, fascinado, no logró apartar la mirada de aquella joven que era la encarnación de la belleza y de la armonía. Le habría gustado dibujarla, esculpirla, y contemplar sus estatuas, que habrían conservado ese momento de gracia. ¿No se trataba de otro milagro, de una simple ilusión destinada a desaparecer? Cuando la nadadora, desnuda, volvió a la orilla, el joven retrocedió. Ella se tumbó sobre una sábana de lino, cerró los ojos y se dejó secar. Las formas de su cuerpo dorado alcanzaban la perfección, su rostro irradiaba una luz tan intensa que Imhotep quedó conmovido. No tenía derecho a observarla así y perturbar su soledad, debería haberse acercado, hablarle, deshacerse en excusas, invocar al azar. Dada su elegancia natural, su cabello cuidado, la delicadeza de sus manos y de sus pies, la bella nadadora pertenecía necesariamente a una familia rica y noble. Imhotep continuó retrocediendo y acabó alejándose, después de una última mirada. Nunca la olvidaría, nunca la volvería a ver.

8

E l portero de la vasta mansión del canciller Hezyre no parecía un nombre fácil. Miró con desdén al joven, juzgando la calidad de su túnica de lino, de su corte de pelo y del precio de sus sandalias de cuero. —¿Vuestro nombre y vuestra función? —Imhotep, jefe del taller real de fabricantes de vasijas. El portero consultó la lista de los invitados al banquete. —El chambelán os conducirá a vuestro asiento. Cuando Imhotep cruzó el umbral de una de las más bellas propiedades de Menfis, el portero siguió pensativo. Aquel mozo tenía pinta de señor, aunque estuviera desprovisto de altivez. De su persona emanaba una impresión de poder tranquilo, como si ningún acontecimiento pudiera perturbarlo. Dado que se presentaba solo, no estaba casado. ¿Qué mujer, entre las numerosas presumidas en busca de esposo, sabría captar su atención? Imhotep descubrió un gran jardín en el que había plantados palmeras, sicomoros y granados. A lo largo del estanque, acianos y lirios. La avenida enarenada conducía a un porche donde ofrecían a los invitados una copa de vino blanco fresco. Allí se parloteaba, se intercambiaban confidencias, se trataba de seducir, se divertían con las últimas bromas de los picos de oro. Imhotep, incómodo, se quedó a un lado con la esperanza de no llamar la atención. Sin embargo, era inútil, pues la guapa princesa Redyit, que no fallaba a una sola recepción importante, vio pronto a aquel huésped desconocido y seductor. Pocos dignatarios poseían aquella autoridad natural, fruto logrado de la fuerza física y de una agudeza intelectual casi palpable. Y la timidez aparente del joven no hacía sino aumentar su encanto. En Egipto, la mujer se casaba con el hombre de su elección. Todavía soltera, la elegante Redyit, ataviada con un collar de cornalina y brazaletes dorados, multiplicaba las aventuras y se cansaba rápidamente. —Me llamo Redyit —declaró con voz suave—, y dirijo la Casa de la Reina. ¿Puedo saber cómo os llamáis?

—Imhotep. —¿El jefe de taller? —En efecto, pero... Ella sonrió, seductora. —No os sorprendáis. Vuestra halagüeña reputación ha llegado hasta la corte, y es la razón por la que el canciller Hezyre os ha invitado. Un honor notable, ¡tenedlo por seguro! —Me conformo con hacer mi tarea lo mejor posible, y no merezco mucho... —Vamos, Imhotep, ¡no os subestiméis! Nuestros dirigentes tienen en mucho aprecio la excelencia de los talleres reales y no confían su dirección a unos inútiles. Contaba, además, con pasaros un pedido de varias vasijas de piedra dura destinadas a la cocina de su majestad, y me atrevo a esperar que me deis satisfacción cuanto antes. —Por supuesto, princesa, a condición de contar con los imperativos técnicos: material, forma, dimensiones... —Mi secretario os los proporcionará mañana mismo. La aparición del chambelán hizo cesar las conversaciones. Había llegado el momento tan esperado: el acceso a la sala del banquete y la designación del asiento de cada invitado, según la jerarquía impuesta por el canciller. Algunos quedarían decepcionados, otros encantados. En aquellos tiempos desconcertantes, el más mínimo detalle podía estar cargado de consecuencias. Al señalar sus preferencias, ¿acaso Hezyre no anunciaba el futuro gobierno? Si el gran consejo no lograba elegir un faraón, la regente reinaría durante mucho tiempo y ligaría a sus allegados, especialmente a Hezyre, al poder supremo. Así pues, gustar al canciller se convertía en un imperativo. Comenzó el baile. Los huéspedes ocupaban asientos bajos de sicomoro, dotados de cojines, frente a pequeñas mesas adornadas con flores y provistas de platos. En el menú, puré de habas a las finas hierbas, costillas de buey, perca del Nilo sobre cama de puerros y pasteles de miel. Afrutado y potente, el vino tinto del delta del Nilo les encantaría a los gourmets. La distribución de los invitados cumplió con las expectativas, hasta el momento en que el chambelán llamó a Imhotep y lo instaló a la derecha del dueño de la casa. La estupefacción fue total. Muchos no conocían a aquel joven de dignidad impresionante, cuyo nombre hizo que circulara la princesa Redyit. ¿Por qué se beneficiaba de un privilegio semejante? Compuesta de una flautista, una arpista y una oboísta, la orquesta calmó los ánimos

y permitió a los invitados expresar en voz baja sus hipótesis. Imhotep habría preferido encontrarse lejos del austero Hezyre, quien comía sin entusiasmo y no le dirigía la palabra. Cuando se atrevió a levantar los ojos, el joven descubrió a los asistentes. Y vio a la nadadora, vestida con un largo traje de lino, sentada entre dos dignatarios mayores y dotados de un voraz apetito. Su belleza eclipsaba la de otras mujeres, incluida la de la princesa Redyit. Serena, parecía escuchar la palabrería de los cortesanos. ¿Y si uno de ellos fuera su marido? —He estudiado tu expediente, muchacho —le reveló Hezyre—. Brillante hoja de servicios y buen comienzo de carrera. Sabes trabajar y dirigir a la vez, una circunstancia muy poco frecuente. A eso se le añaden tus dotes para la escritura y la lectura. ¿Te interesaría convertirte en escriba de élite? —No deseo abandonar ni el trabajo con las manos ni mi taller. Hezyre ocultó su satisfacción. Imhotep, por su parte, se sentía a la deriva. Por un lado, su mirada seguía clavada en la nadadora de gestos refinados; por el otro, debía responder a un personaje temible, capaz de acabar con él en un segundo. —Estás descubriendo el lujo y la vida mundana. No te dejes impresionar y no dejes de buscar la realidad bajo la apariencia. Vestidos, taparrabos y túnicas son de lino de primera calidad porque provienen del sudor de Ra, el dios de la Luz. La unión de las dos principales sustancias [10] simboliza la de Ra y Osiris, de lo celeste y lo subterráneo, de lo visible y del misterio. Recoger el lino en el buen momento es un rito, tejerlo de manera floja o apretada hace las ropas frescas en verano y cálidas en invierno. En cuanto a las magníficas joyas que llevan mis invitadas, no se reducen a simples adornos. El oro es la carne de Ra, sus huesos son de plata, sus ojos de lapislázuli, su cabello de turquesa. Metales y minerales proceden de la radiación que cruza el universo, trabajar esos materiales nos hace volver a percibirla. No olvides los perfumes, huellas de la presencia divina, [11] que deben impregnar el templo, el palacio, la sala del banquete y las casas. Mientras nuestro mundo huela bien, habrá una posibilidad de sobrevivir. Imhotep bajó los ojos. —Sólo vuestra mesa se beneficia de una decoración compuesta por dos símbolos: el nudo mágico de Isis y el pilar «estabilidad» de Osiris. ¿Su alternancia implica la alianza indispensable entre la diosa y el dios, el movimiento del pensamiento y su fijación en la materia? —¿Quién te ha enseñado esas nociones? —preguntó Hezyre, intrigado.

—Nadie. He reflexionado a partir de los jeroglíficos. El canciller degustó lentamente un trozo de pan recién hecho y bebió un trago de vino tinto. —Como la fabricación de vasijas de piedra dura no tiene secretos para ti, hay que hacer que pases a una nueva etapa. Necesito un administrador en Nejen, [12] en el Alto Egipto. Antes de irte, te convertirás en maestro carpintero. El astillero de Menfis te enseñará a conocer la madera. El canciller se levantó, con lo que indicaba así el final del banquete. Sin saludar a nadie, volvió a sus aposentos. Los invitados, por su parte, intercambiaron sus impresiones degustando pasteles y grandes vinos alrededor del estanque. Calificada de devoradora de almas por el ritualista en jefe Anjy, la Sombra Roja se divertía viendo cómo aquellos nobles interpretaban las intenciones del canciller Hezyre. Querían creer en la estabilidad del reino y se negaban a pensar en lo peor. ¿La presencia de un joven artesano a la diestra del dueño de la casa? Una simple provocación, típica del canciller, encariñado con el buen funcionamiento de los talleres reales y deseoso de afirmar su importancia a ojos de los cortesanos. Ataviada con un vestido de tubo ajustado que dos tirantes mantenían bajo los pechos, la bella nadadora se retiró. A Imhotep le habría gustado seguirla, pero gran cantidad de curiosos lo rodearon y acosaron a preguntas. Todos querían conocer al héroe de la noche. Finalmente, la jauría se dispersó. —Felicidades —dijo la princesa Redyit, pícara—. Ya os habéis convertido en un personaje importante. —No os burléis de mí. —El canciller Hezyre no otorga su confianza a la ligera. —Trataré de mostrarme digno de ella. —Yo también organizo banquetes, y espero que honréis mi invitación. —Las frivolidades no son mi fuerte, princesa, y el canciller me impone una prueba que me hará suprimir todo ocio. ¿Podríais... podríais ayudarme? —¿De qué manera? —Me gustaría conocer el nombre de una invitada. El artesano describió a la sublime nadadora. La princesa pareció contrariada.

—Se llama Neferet, es archivera en la Casa de Vida. Una persona sin importancia, creedme. Hasta pronto, Imhotep.

9

A pacible, [13] la esposa de Zoser, era amada y respetada. Sin alzar nunca la voz, reinaba con firmeza y dulzura sobre una casa numerosa y administraba una vasta finca agrícola en la que empleaba a un centenar de campesinos que se desvivían por satisfacer sus deseos. Apacible recompensaba a los trabajadores y castigaba a los perezosos. Nadie se atrevía a mentirle, y sus servidores se alegraban de pertenecer a una gran familia en la que nadie temía la enfermedad y la vejez. Los empleados de Zoser y de su esposa se beneficiaban de cuidados gratuitos, una residencia agradable acogía a los ancianos solitarios. De treinta y cinco años de edad como su marido, Apacible le había dado dos hijas. Las adolescentes, de dieciséis y diecisiete años, se mostraban estudiosas y muy despiertas. La joven mujer seguía admirando a su marido, un hombre fuera de lo común cuya fuerza asustaba a numerosos cortesanos. Desde su primer encuentro, había sentido en él al jefe de Estado, capaz de poner su existencia al servicio de un país y de un pueblo. La pasión que lo animaba no destruía, sino que nutría una visión necesaria para la armonía de aquella joven civilización. Privada de faraón, se hundiría pronto y daría lugar al desorden y a la injusticia. Apacible comprobó ella misma la túnica de gala que Zoser llevaría cuando se presentara ante el gran consejo. ¿Por qué dudaban de sus aptitudes para gobernar? Por supuesto, designar a un faraón era una responsabilidad temible, y Apacible no desaprobaba la prudencia de los consejeros. Esta vez, sin embargo, deberían adoptar una postura definitiva. El sol se alzaba. El barbero afeitó al príncipe Zoser y lo perfumó, luego lo vistió su ayuda de cámara. A modo de adorno, el coloso se conformó con dos brazaletes en las muñecas, y quiso saludar a su esposa antes de llegar a palacio. —¿Se ha filtrado algún rumor? —le preguntó ésta. —Ni el más mínimo. —¿Tu madre todavía te apoya? —¡Contra viento y tormentas de arena! No porque sea su hijo, sino porque me considera digno de llevar la carga más pesada. —Y ¿su salud?

—Declina a ojos vistas. Los remedios de Hezyre no logran más que calmar sus dolores. —¿Acaso tratan de perjudicarte? —¿Acaso lo dudas? Las serpientes de la noche han comenzado su caza y no se manifestarán más que en caso de victoria asegurada. —¡Aplástales la cabeza! —Primero debo identificarlas, y la tarea no se anuncia fácil. Hablamos de una devoradora de almas, culpable de haber profanado la necrópolis de Abydos. Suponiendo que haya surgido de las tinieblas, seguirá por el mal camino. Apacible titubeó. —Con un peligro semejante... ¿No sería mejor renunciar? Zoser sonrió. —¿Acaso es ése el consejo de mi esposa? Ella le sostuvo la mirada. —No, ¡por supuesto que no! —Entonces, confiemos en la sabiduría del gran consejo. Una lengua muy suave lamió al príncipe. —¡Geb! ¿Quién te ha dejado entrar aquí? Los grandes ojos marrones del cachorro lo miraron implorantes. Negro, de largas patas y el hocico alargado, poseía el don de enternecer a su gente. Zoser lo cogió entre los brazos y le acarició la cabeza. —Tú serás mi confidente. Tu alma es fidelidad, ignora la traición.

Los rostros de los miembros del consejo resultaban impenetrables. Incluso el jovial Anjy, jefe de los ritualistas, parecía hostil. Agarraba firmemente el gran bastón de mando destinado al futuro faraón. —Príncipe Zoser —lo interrogó la reina Nemaat—, ¿mantienes tu proyecto?

—Lo mantengo. —Fundar una dinastía entrañará trastornos —observó, hosco, el canciller Hezyre. —Posiblemente. —¿Acaso estáis descontento de los dignatarios actuales hasta ese punto? —le preguntó el consejero Ajeta, cortante. —La carrera de unos y de otros no me preocupa —zanjó Zoser—. Egipto necesita un nuevo impulso y un nuevo aliento, y tomaré las medidas necesarias. —Esas medidas nos inquietan —reveló Hezyre—. ¿Preservar el orden establecido no debería ser vuestro primer deber? —Si ese orden es el de Maat, justicia del universo y rectitud real, sería el garante de ello. Si se reduce a la rutina administrativa y al comportamiento indigno de algunos privilegiados, lo modificaría. —El príncipe Zoser posee la energía para emprender reformas indispensables — juzgó el consejero Baten—. ¿Por qué aplazar su entronización? —Porque esperamos una señal —recordó el canciller Hezyre. —Quizá sea ésta —anunció la reina—: un informe de la policía del desierto dice que una caravana con destino a nuestra principal mina de turquesas ha sido brutalmente atacada. No hay ningún superviviente. —¡Otra vez los libios! —exclamó el consejero Baten. —Sin ninguna duda —reconoció su colega Ajeta—. Pronto atacarán blancos más importantes, incluida la propia mina. Sólo una intervención militar acabará con ellos. —Me comprometo a ello —aseguró Zoser. Ajeta pareció convencido, y a él se sumaron Baten y Anjy. Quedaba el canciller. —Esa mala noticia no es una señal de los dioses —consideró—. Sin embargo, nos obliga a mostrar la firmeza del régimen y la continuidad del poder faraónico. Al no ser su majestad la reina apta para dirigir al ejército, propongo que el príncipe efectúe la carrera ritual alrededor de las murallas blancas de Menfis. Así probará su capacidad como futuro monarca y afirmará la unidad primordial de las Dos Tierras, del Alto y el Bajo Egipto. El pueblo se tranquilizará y el enemigo quedará advertido de nuestra determinación. No obstante, a esta prueba, suponiendo que resulte exitosa, no le seguirá de inmediato la coronación. Debemos obtener la señal indudable que nos permitirá reconocer a Zoser como faraón.

Los consejeros dieron su aprobación. —Nuestra decisión, pues, ha sido tomada —declaró la reina—. La carrera ritual tendrá lugar con la luna nueva. Si lo logra al final de ese primer viaje, destinaremos a Zoser al frente de un cuerpo expedicionario encargado de repeler la amenaza libia y garantizar la seguridad de las caravanas. El príncipe Zoser hizo una inclinación.

10

D espués de haber resuelto gran cantidad de problemas menores en el taller de fabricantes de vasijas y confiado la vigilancia del trabajo a Sagaz, Imhotep se dirigió al astillero naval de Menfis. En toda la capital no se hablaba de otra cosa más que de la prueba impuesta al príncipe Zoser, y las apuestas aumentaban a buen ritmo. Si triunfaba, el camino al poder supremo quedaría libre; si fracasaba, aparecerían otros candidatos al trono, a riesgo de ver zozobrar el Estado. Por suerte, la reina Nemaat llevaba el timón con mano firme. ¿Cómo no soñar con Neferet, la guapa archivera de la Casa de Vida? Un lugar inaccesible, reservado al faraón y a los ritualistas encargados de celebrar los misterios y de preparar las ceremonias. Verla de nuevo, contemplarla de lejos... Un milagro que se estaba volviendo una tortura para él. Neferet seguiría estando fuera de su alcance para siempre, sublime visión de una mujer ideal volcada en el conocimiento de los textos sagrados. Su camino y el de Imhotep no tenían ninguna posibilidad de cruzarse. No obstante, el joven no se resignaba a olvidarla. Al contrario, guardaba su recuerdo en lo más profundo de su corazón. El astillero estaba rodeado de acacias que proporcionaban la materia prima de los carpinteros. Allí se construían todo tipo de barcos, desde la pesada barcaza de transporte hasta las embarcaciones rápidas que utilizaba la mensajería. Unos leñadores abatían un árbol viejo, unas cabras picoteaban las hojas y unos aprendices escuadraban los troncos. —¿Adónde vas, chaval? —preguntó un vigilante. —Me llamo Imhotep, soy el jefe del taller de los fabricantes de vasijas y deseo ver al intendente del astillero. —¡Ah! Eres tú, Imhotep... Sígueme, Unos artesanos experimentados cortaban, con la sierra, la madera en tablones de diferentes longitudes. Sus colegas trabajaban luego en ellos con la azuela, cuya hoja plana, adaptada perpendicularmente al eje de un mango de madera, hacía maravillas. Imhotep cruzó el umbral del taller cubierto, reservado a los técnicos capaces de utilizar la broca con punta de metal para agujerear, en el seno de las tablas lisas, los agujeros destinados a recibir las clavijas. Los que manejaban los mazos acababan el ensamblaje de las espigas en las mortajas. El contramaestre vigilaba el acabado de un casco compuesto de tablillas que formaban una especie de mosaico. El ajuste de la borda parecía satisfactorio; un escriba

seguía la ejecución del plan. Imhotep se abalanzó sobre uno de los obreros, lo agarró por el hombro y tiró de él hacia atrás. Un instante después, habría acabado con las manos aplastadas por culpa de un mal movimiento. El superviviente, tembloroso, se las miró durante largo rato. El jefe de taller, un buen mozo bigotudo, felicitó al salvador. —¡Nos has librado de una catástrofe! ¿Cómo podemos agradecértelo? —Evitando el error de cálculo que entrañará otros accidentes. El escriba se sobresaltó. —¿Te atreves a acusarme? —¿Me permites que lo compruebe? —¿A título de qué? —Jefe del taller real de los fabricantes de vasijas de piedra dura. —¡Ah! ¡Imhotep! Aquí no tienes ningún derecho. —En cualquier caso, déjame comprobarlo —exigió el intendente de los carpinteros ante la mirada de un viejo artesano sentado al fondo del local y atareado en unir las piezas de madera con ligaduras de cuero. Con rabia, el escriba tiró a lo lejos su escritorio y abandonó el lugar. Tranquilamente, Imhotep recogió el material y consultó el papiro cubierto de cálculos. No tardó mucho tiempo en ver la equivocación. —La borda habría sido demasiado corta, y la «obra muerta» de tablas desequilibrada. —Lo habríamos arreglado sobre la marcha —aseguró el intendente—. Pero, oye, ¿tú... conoces acaso el trabajo de la madera? —El canciller Hezyre me ha ordenado convertirme en maestro carpintero. He venido a obtener vuestros conocimientos. El intendente observó a Imhotep con una mirada extraña. —Únete a mis chicos y muéstranos de qué eres capaz.

El joven artesano participó en la construcción de una soberbia barca rápida. Precisos y rítmicos, sus gestos demostraban una buena práctica del oficio. Sirviéndose de una piedra lisa, se reveló un perfecto pulidor y disfrutó durante la colocación del camarote. El intendente se rascó la cabeza. —No tengo gran cosa que enseñarte —confesó—, y voy a confiarte al Viejo. En caso de dificultades, él es quien encuentra las soluciones. Imhotep se sentó al lado del Viejo. —Mira ese barco, muchacho. ¿Qué le falta? —Un ensamblaje resistente y una auténtica estanquidad. —Utilizo el cuero, el lino y la cola. Me ayudarás a reconstruir así las partes del cuerpo de Osiris desmembrado a causa de la codicia y de la violencia. Cuando esa embarcación navegue, el imperio del mal retrocederá un cuarto de pulgada. De la copa de madera a la fabricación de una capa protectora, Imhotep aprendió mil y un secretos del oficio. Mientras penetraba en la intimidad del material y se adentraba en su corazón, adquirió una nueva maestría. —La técnica no basta —reveló el Viejo—. La madera y la piedra son expresiones de la palabra divina, encarnaciones de su magia. Mis colegas y yo somos simples ejecutantes preocupados por la perfección del oficio. Tú deberás ir más lejos, mucho más lejos. Al salir de este taller, tendrás el título de maestro carpintero, pero habrás de hacerlo real cruzando el umbral del taller secreto. —¿Dónde se encuentra? —Nadie podría forzar su puerta. Uno es llamado, y uno oye o no la llamada. Oír no basta, conviene seguir el camino, ser vigilante y perseverante, consagrar con escrupulosidad la vida al servicio de la obra. ¡Muy pocos son capaces de ello! Qué más da, con tal de que la obra se realice. La mirada del Viejo se endureció. —Esa cicatriz del talón... —Una piedra del desierto. —Desconfía, Imhotep. Demasiados dones despiertan la envidia y el odio. Los emisarios del mal acabarán percatándose de ti y tendrás que librar duros combates. Sobre todo, no infravalores al adversario. Él no renunciará nunca. Debes seguir siendo recto, sean cuales sean las circunstancias. —Ese taller secreto...

—Basta de charla, volvamos al trabajo.

Reduciendo los momentos de descanso al mínimo, Imhotep repartía su tiempo entre el taller de los fabricantes de vasijas, donde Sagaz lo asistía de manera eficaz, y el astillero. El Viejo, que se había vuelto mudo, le enseñaba el arte de no dañar la madera y de sacar el mejor partido de cada tablón, de cada clavija, de cada espiga, de cada mortaja. La madre del joven artesano, preocupada por su salud, le rogaba en vano que redujera el ritmo de sus actividades. Pero ¿no había que satisfacer rápidamente al canciller Hezyre? Disgustarle le ocasionaría una desgracia definitiva. Al salir de su taller, el muchacho se topó con la princesa Redyit, que iba acompañada de su porteador de sombrilla. —Parecéis agotado, Imhotep. El joven hizo una inclinación. —Me han sido confiadas pesadas tareas y trato de mostrarme digno de ellas. —Yo misma he elegido la forma y el corte de las vasijas destinadas a la cocina de la reina. Os toca a vos escoger el tipo de piedra conveniente. —Mi cuadrilla observará escrupulosamente vuestras directrices. —Vuestra cuadrilla, no: vos, ¡y nadie más! Se trata de la Casa de la Reina, ¿tengo que recordároslo? Imhotep hizo una inclinación. —Se hará según vuestros deseos, princesa. Redyit mostró una sonrisa de satisfacción. —Apresuraos y proporcionadme atentamente, sin ninguna indulgencia.

objetos

excepcionales.

Los

examinaré

—No esperaba menos. Haciéndose la ofendida, Redyit se retiró. Al porteador de sombrilla le costó seguirla. Imhotep era su prisionero. Obligado a obedecerla y a someterse, el joven se resistiría en vano. Tarde o temprano, la amaría y se convertiría en su juguete. En cuanto a sus propios sentimientos, la princesa todavía dudaba.

Enamorada..., ¿por qué no?

11

C aía la noche, pero la Sombra Roja no encendió ni una lámpara. Ávida de tinieblas, esperaba que la oscuridad se extendiera por todo Egipto y que impidiera el renacimiento del sol. La prueba impuesta al príncipe Zoser no era una formalidad, pues el calor la hacía temible. A pesar de su robusta constitución, el pretendiente al trono corría el riesgo de desplomarse antes de alcanzar el final del largo recorrido. Con él desaparecería el sueño faraónico, esa Búsqueda incesante de Maat, la armonía del universo reflejada en la arquitectura del Estado y la unión de las Dos Tierras. Nacida de las lágrimas del dios, la especie humana no mejoraría y seguiría siendo la peor de las depredadoras, pero tenía que conformarse con una regla de vida que excluyera la ley del más fuerte, el desorden y la corrupción, auténticos goces a ojos de la Sombra Roja. ¿Por qué había elegido el lado maléfico del poder? Una existencia cómoda, un puesto importante, la estima general, un porvenir dichoso... Debería haber gozado de sus privilegios y disfrutado de la existencia hasta el día de la gran travesía. ¡Triste y despreciable perspectiva! La primera mentira, la primera manipulación, el primer robo y el primer asesinato le habían procurado tanto placer que la Sombra Roja se había convertido en la doncella de isefet, fuerza neutra con miras puestas en destruirlo y pudrirlo todo. Les confería a sus fieles una confianza inagotable en sus poderes para resultar dañina y les demostraba a diario su eficacia. Robar almas, activar la magia asesina, abrir de par en par las puertas de la guarida del mal, ver a los humanos adorándola: ¡magníficos propósitos, incomparable ebriedad! La Sombra Roja no lamentaría nada. Al querer instaurar el reino de Maat en la Tierra, la monarquía faraónica representaba un peligro insoportable. Causar la caída de Faraón se convertía en su prioridad.

Menfis, la capital de las Dos Tierras, deslumbraba al criminal libio Tanú. Se elogiaba el esplendor de la ciudad fundada por el primer faraón, Menes, para sellar la unión del Norte y del Sur, ¡pero el merodeador de las arenas no se esperaba tal impacto! La ciudadela de las murallas blancas dominaba el Nilo, un amplio canal accesible a los barcos de carga conducía al puerto de Buen Viaje, donde los estibadores cargaban y descargaban mercancías. Tanú se percató de la presencia de un cuartel que acogía a las tropas de élite y

silos que contenían reservas de cereales. Era mediodía en el barrio de los artesanos, que concentraba a los alfareros, a los carpinteros, a los fabricantes de ropa y los diversos talleres reales; en el corazón de la barriada, los templos de Ptah el creador y de Hator, soberana de las estrellas. Las mansiones de los nobles, rodeadas de frondosos jardines, se entremezclaban con casitas blancas aglomeradas en barriadas. Al ver ese mundo animado y alegre, un sentimiento llenó de ira al libio: la envidia. Aquellos egipcios poseían innumerables tesoros, ¡y su tribu debía conformarse con tiendas y alimentos groseros! No bastaba con saquear caravanas: había que adueñarse de Menfis, masacrar a sus habitantes e imponer la supremacía libia ahuyentando a los antiguos dioses, incapaces de resistir a las flechas y a los puñales. Tanú sólo creía en la violencia, fuente de todos los triunfos. ¿Acaso la capital de Egipto era una presa demasiado grande y fuera de su alcance? ¡Ni hablar! Utilizando la astucia y los golpes bajos, el libio ya había hecho caer a gigantes. A pesar de la presencia del ejército y de la policía, Menfis sufría de un defecto explotable: no desconfiaba lo bastante de los malos vientos del desierto y se creía a salvo de la desgracia. En el puerto, Tanú dio con una taberna poblada de gente humilde, de viajeros y de comerciantes. Intercambió una pieza de lino hurtada al jefe de la última caravana exterminada por una sustanciosa comida compuesta de pescado hervido, garbanzos, berenjenas, cebollas dulces y una cerveza fuerte. —¿Comes solo, amigo? —lo interpeló un regordete de mejillas rojas. —Toma asiento. —Yo soy repartidor de verduras, y a veces abastezco a la Casa de la Reina. ¿Y tú? —Caravanero. —¡Un oficio peligroso! —Tú lo has dicho —asintió Tanú—. Nunca se está protegido frente a una incursión de esos malditos libios. —Hay más colegas que acaban de perder bienes y personas. Los mercaderes están furiosos. —¿El faraón no interviene?

Con gesto de desengañado, el repartidor levantó la mano y la dejó caer de nuevo. —Desde la muerte de su marido, la reina Nemaat ejerce la regencia y busca en vano un nuevo rey. Se habla del príncipe Zoser, pero tendrá que realizar la gran carrera alrededor de la muralla blanca y, francamente, ¡no está hecha! Además, según los rumores, el príncipe no carece de enemigos encarnizados. Si quieres mi opinión, Menfis vive sus últimos buenos momentos. —¿Acaso temes... una guerra civil? —No es descabellado. Sin un faraón enérgico, nos encaminamos al desastre. Nadie pensará más que en su provecho, los ladrones tendrán nuevas fuerzas, las provincias proclamarán su autonomía, y será la anarquía. ¡Hasta las bandas de libios serían capaces de invadir la ciudadela! —¿No eres algo pesimista? —La mayoría de la gente piensa como yo. —En caso de que Zoser tenga éxito, volverá la tranquilidad. —¡No obligatoriamente! Sólo la coronación de un faraón, en presencia de todos los dioses, mantendría el orden y la paz. ¡Estamos lejos de ello, amigo, muy lejos! Hoy paladeamos esta excelente comida mientras charlamos, se pasean los curiosos, los barcos recorren el Nilo, las mujeres elegantes sueñan con nuevas joyas, las familias se alegran por traer hijos al mundo. Mañana... —El ejército sabrá defender el país —se adelantó Tanú. —¡Me sorprendería! Aparte del cuerpo de élite, no está compuesto más que por jóvenes reclutas inexpertos. Las milicias provinciales dependen de sus jefes locales, preocupados por su propia seguridad. —¿Zoser no posee la autoridad necesaria para sofocar una revuelta? —Muchos lo ponen en duda, el gran consejo no le concede su confianza. En mi opinión, la catástrofe es ineludible. La reina mantendrá la apariencia del poder durante un breve período, las facciones aparecerán, el país estallará. La cerveza tenía un sabor delicioso. El libio no esperaba noticias tan buenas. —Se nos va a quitar el apetito —señaló el repartidor—, ¡disfrutemos de este bonito día! ¿Estás casado? —Soltero empedernido.

—Esta noche organizo una fiestecita con unos colegas. Habrá chicas no muy difíciles... ¿Quieres unirte a nosotros? —Con mucho gusto. —Quedamos aquí a la puesta de sol. Te enseñaré mi almacén, después nos divertiremos. Hasta luego. Tanú saboreaba su alegría. La situación era mucho mejor de lo que había supuesto, y su evolución jugaba en su favor. Le bastaría con sacudir un árbol viejo y mirar cómo caían los frutos podridos. En un primer momento debía descubrir Menfis y conocer el más mínimo rincón de esa capital orgullosa, cerca del abismo. Luego concebiría un asalto procedente a la vez del interior y del exterior. Mientras la soñaba y se imaginaba ya al frente de una horda devastadora, el libio no le prestó la más mínima atención al encargado, que no había dejado de observarlo y de escuchar sus preguntas.

12

T anú se quitó a la chica dormida de encima, se levantó con dificultad al final de una noche de placer y se vistió con prisa. Su amigo repartidor de verduras no le había mentido al prometerle una noche de juerga, en el curso de la cual el libio se había comportado como un depredador especialmente brutal. Indiferente a las protestas de las mujeres, Tanú no había dejado de preguntarles a sus compañeros de desenfreno, quienes estaban convencidos de que Egipto vivía sus últimos días de felicidad. Nadie creía en el éxito del príncipe Zoser, y se esperaba el regreso de los facciosos, capaces de arruinar en pocas semanas la obra de las primeras dinastías. Los últimos escollos: el templo de Ptah, maestro de los artesanos, y su protección mágica. Así pues, Tanú deseaba valorar la magnitud del obstáculo. Con la cabeza nublada, salió de la casa del repartidor y se dirigió hacia el centro de la capital. Como desdeñaba la presencia de los dioses, no temía a Ptah, pero quería saber si la población le concedía crédito alguno. El sol apenas acababa de salir, y el calor de ese principio del verano se hacía insoportable. Caminando a paso lento, y a pesar de estar acostumbrado a la dureza del desierto, al libio le costaba recobrar el aliento. Al salir de una callejuela sombreada, cuatro pájaros se abalanzaron sobre él. Tanú logró golpear a uno en el vientre, se liberó un momento, sintió cómo le flaqueaban las piernas y se desplomó.

—La canícula mina las almas y los cuerpos —constató la reina Nemaat—. ¡Y a ello se le añade el peor de los vientos del desierto! La arena penetra por todas partes y dificulta la respiración. Este día se presagia maléfico, hijo, y no tienes ninguna posibilidad de lograrlo. Aplacemos la prueba. —Me niego, madre. El país me acusaría de cobardía y me vería obligado a renunciar al trono. —En el caso de fracasar, ¿cómo resistiremos al asalto de las tinieblas? —¿Acaso hemos perdido todo vínculo con los dioses? Sabes que la ambición me es ajena. A mis ojos sólo cuentan el esplendor de las Dos Tierras y la felicidad de sus

habitantes. Una nueva era debe comenzar, me cueste lo que me cueste. —Tu vida... —Está al servicio de lo invisible. Si me considera justo, me proporcionará la fuerza necesaria. Nemaat renunció a disuadir a su hijo. Las nubes de arena roja ocultaban el sol, los campesinos seguían metidos en sus casas. Cualquiera que se aventurara a salir se arriesgaba a sufrir serios daños en los ojos y los pulmones. Los miembros del gran consejo se inclinaron ante la regente. —El cielo nos impone aplazar la prueba —admitió el canciller Hezyre. —Ni hablar —zanjó Zoser. —¡Sería una locura, alteza! —protestó Anjy, el jefe de los ritualistas—. Con todos los respetos, el más fuerte de los atletas fracasaría en ello. —Comparto esa opinión —insistió el consejero Baten. Ajeta estaba de acuerdo con su colega. —Estáis esperando una señal —recordó Zoser—. Si supero la adversidad, ¿estaréis satisfechos? El canciller asintió con la cabeza. —Las condiciones del desafío son injustas —consideró Baten—. Esperemos a que termine este viento maléfico. —Me enfrentaré a ello —confirmó el príncipe—. Cuando el sol exprese el poder de Ra y traspase las nubes de arena, conoceremos su juicio. Zoser se retiró para prepararse. Anjy estaba al borde de las lágrimas. —Majestad —suplicó—, ¡retened a vuestro hijo! La reina se volvió hacia Hezyre. —¿Tu opinión, canciller?

—La razón prohíbe esa hazaña imposible, y nadie obliga al príncipe a equivocarse así. —La causa está vista —añadió el consejero Baten—. Anunciemos a la corte el aplazamiento del rito. —Mi hijo sigue siendo el único dueño de su destino —apuntó la reina—. Convertirse en faraón implica vencer el miedo y encarar la adversidad. Ojalá los dioses no lo abandonen.

Calzado con sandalias de cuero, vestido con un taparrabos de lino y con la cabeza sin cubrir, Zoser se lanzó al corazón de la tormenta. Serían necesarias al menos cuatro horas de carrera a buen ritmo para dar la vuelta a la torre de la muralla blanca símbolo de la unidad del país y de su capacidad para repeler a las fuerzas del mal. Si volvía sano y salvo a su punto de partida, el príncipe ya no sería el mismo hombre. El aire caliente quemaba los bronquios, las volutas de arena borraban el camino lleno de socavones y de rocas que surgían del suelo. Zoser se evadió del mundo exterior, no pensó ni en el triunfo ni en el fracaso, y se convirtió por completo en el movimiento de su propia carrera. Unidos cuerpo y mente, no prestaba atención más que a la perfección del gesto y a la regularidad del ritmo. Inmensas zancadas lo volvieron ingrávido, apenas tocaba el suelo, evitaba rodadas y obstáculos. A la mitad del recorrido, una víbora cornuda acechó a su futura presa. Al contrario que sus congéneres, el monstruo no temía la luz turbia de ese día agotador, y las vibraciones del suelo la atraían en lugar de asustarla. Capaz de saltar, mordería al imprudente en la pantorrilla. La potencia del veneno no le dejaría ninguna posibilidad de supervivencia. Embrujada por la Sombra Roja, la víbora cornuda disponía de un instinto mortal multiplicado. El príncipe se acercaba. El reptil se agitó, listo para atacar. De lo alto del cielo, hendiendo una nube de arena, el halcón del dios Horus surgió a la velocidad del rayo y no erró su blanco clavando las garras en el cuerpo de la víbora, que llevó lejos del camino por donde Zoser pasó unos segundos más tarde, sin saber que acababa de escapar de un destino atroz. No le faltaba el aliento, la tormenta de arena se calmaba, la visibilidad mejoraba. Una ocasión para el arquero al servicio de la Sombra Roja, apostado en la muralla a tres kilómetros del final del trayecto. Si el príncipe, que se beneficiaba de una suerte

excepcional, había escapado de la serpiente, sería abatido cuando creyera alcanzar su objetivo. El arquero vio a Zoser y tensó su arco. La amplitud del paso del coloso no menguaba, mantenía la misma velocidad. Una voluta de arena roja rodeó la cabeza del asesino a la manera de un velo que le cegó los ojos y le apretó el cuello. Estrangulado, soltó su arma, se golpeó con una almena, perdió el equilibrio y cayó al vacío. Justo después de pasar el príncipe, se estrelló contra una roca y se partió la nuca. Por fin se impuso un gran sol. Pronto finalizaría la vuelta de la muralla blanca de Menfis. Ante esta idea, surgió el enemigo postrero, aprovechando la menor atención del corredor: el agotamiento asaltó sus miembros y minó su voluntad. A nadie se le puede pedir lo imposible. Más valía parar, no dar pie a que le estallara el corazón, y aceptar los límites de la condición humana. Con sus últimas fuerzas, Zoser se negó a renunciar. ¿Acaso fracasar no sería peor que la muerte? Frente a la prueba, un futuro faraón debía olvidar sus debilidades e implorarles a sus ancestros que lo ayudaran a proseguir su tarea. No perdió el aliento, las zancadas se alargaron aún más, y el príncipe vio acercarse a su madre, la reina Nemaat, y a los miembros del gran consejo. Detrás de ellos, los cortesanos y el pueblo de Menfis. Una paz profunda, casi irreal, invadía a Zoser. Cuando se detuvo, su rostro carecía de arrogancia. Como si el esfuerzo no le hubiera costado nada, el príncipe se inclinó delante de la regente del reino. Impresionado por la talla regia del vencedor, el ritualista en jefe Anjy se adelantó. —El rito de la carrera alrededor de la muralla blanca se ha realizado correctamente —declaró con la voz temblorosa por la emoción—, y el príncipe Zoser se ha mostrado digno de la prueba. La hazaña fue recibida entre aclamaciones. Ya no quedaba más que anunciar la fecha de la coronación.

13

E n el astillero, como por todo el resto de Menfis, no se hablaba más que de la hazaña de Zoser, necesariamente protegido de los dioses y, por tanto, destinado a la función suprema para asegurar la suerte del país. Sin embargo, la fecha de las fiestas de la coronación todavía no había sido anunciada, y se rumoreaban trastornos graves que habrían causado las sanguinarias tribus libias. Algunos las creían en condiciones de atacar Menfis, quizá con demasiada confianza en su capacidad defensiva. Al frente de una docena de artesanos, Imhotep acabó la construcción de un pesado barco de transporte. Después de haberle puesto gran cantidad de trampas, los especialistas reconocían su capacidad para encontrar soluciones inéditas que facilitaran el trabajo. El nombramiento de un nuevo escriba geómetra distendió el ambiente, y se alegraban de la actitud de Imhotep, que se había atrevido a sacar a la luz la incompetencia de su predecesor, un jefecillo arrogante y perezoso. La colocación del camarote fue un éxito total. No quedaba más que calafatear el casco de un buque capaz de aguantar pesos enormes. El intendente del astillero se acercó a Imhotep. —Enhorabuena, compañero. Pocas veces he visto un trabajo tan bien ejecutado. —El Viejo está ausente desde hace tres días. ¿No estará enfermo? —El infeliz está agonizando, no volveremos a verlo. —Sus enseñanzas me han sido muy útiles. —Sólo tú has recogido sus secretos del oficio, y tu mano los mantendrá con vida. El Viejo no se equivocaba al concederte su confianza. —¿Por casualidad habéis oído hablar de un taller secreto? El intendente se rascó el bigote. —¡Es una vieja leyenda! Vuelve a la realidad, Imhotep. El canciller Hezyre desea verte mañana al amanecer.

Las audiencias del canciller empezaban a primera hora del día. Como no soportaba a los parlanchines ni a los quejicas, no concedía más que un tiempo reducido a sus interlocutores, a los que les rogaba que se expresaran de manera exacta y concisa. Imhotep dejó pasar a un escriba pagado de sí mismo. Al salir de la oficina de Hezyre, había perdido su soberbia. —Te toca —dijo el secretario particular del canciller. Iluminada por tres ventanas situadas al norte, la sala de audiencias era de una perfecta austeridad. Sentado en una silla de respaldo recto carente de adornos, el canciller, con una peluca corta y un abrigo largo, observó a Imhotep con mirada severa. —El antiguo escriba geómetra del astillero se ha quejado de tu conducta, muchacho. Te burlaste de él, lo insultaste y rompiste su tablilla. Imhotep sostuvo la mirada del acusador. —La rompió él mismo al tirarla al suelo antes de abandonar el astillero, bajo el efecto de una ira indigna de su rango. No soy culpable ni de burla ni de insulto alguno, sino que demostré que sus cálculos eran inexactos y amenazaban la seguridad de los artesanos. Ese geómetra ponía en peligro el astillero. El silencio del canciller habría alarmado al más decidido. Imhotep mantuvo la cabeza alta mientras se preparaba para un despido y sanciones. El brillante comienzo de su carrera terminaba allí. —Te doy la enhorabuena por haber librado al astillero de ese imbécil a la par que mentiroso. Sus informes truncados engañaban a sus superiores, sus errores comprometían el buen funcionamiento de los trabajos y causaban graves imperfecciones. Identificar a los funcionarios incompetentes y castigarlos con dureza me parece un deber sagrado. Si llegasen al poder, el Estado se vería condenado a la decadencia. Ejercer una autoridad implica responsabilidad y rectitud sin fisuras. Recuérdalo, maestro carpintero Imhotep, en este momento en que te destino al frente de la corporación de Nejen. No estoy satisfecho con su funcionamiento y considero sus entregas insuficientes. Descubre los defectos y restablece el orden. Dispones de dos días para preparar tu viaje y nombrar a tu sucesor al frente de los fabricantes de vasijas. Era inútil protestar, pues la audiencia había concluido.

A Sagaz le encantaban las chicas. No se cansaba de su coquetería, de sus juegos sutiles, ni del momento delicioso de la conquista, marcado por las evasivas. Dotado de una cara bonita, pico de oro, amante solícito y tierno, al joven artesano no se le pasaba por la cabeza el matrimonio ni por un solo segundo. ¡Había tantas chicas a las que seducir!

Hacer de cada día una fiesta de los sentidos, paladear el efímero placer que renacería al día siguiente mismo, acariciar un cuerpo enamorado... ¡Sagaz no podría haber soñado con una existencia mejor! Su único proyecto serio: su trabajo. En el taller no se permitía capricho alguno, e Imhotep era un modelo al que seguir. Imhotep, ¡tan exigente, tan riguroso! No obstante, era un amigo de verdad. Cuando fue nombrado jefe de taller, Sagaz se alegró por él. Era un ascenso merecido y tenía el respeto inmediato de los artesanos, a pesar de la corta edad de su nuevo intendente. Con él no habría lío alguno, sólo franqueza, espíritu de equipo y retribuciones justas. Sagaz estaba ordenando las herramientas cuando apareció Imhotep, con el rostro serio. —¿Problemas? —Tengo que dejar Menfis. El canciller Hezyre me destina a Nejen. Sagaz dejó escapar un silbido de admiración. —¡Genial! ¿Y no saltas de alegría? —Abandonar a mi madre y este taller... Estoy pensando en renunciar a ese puesto. —¡Eso sería una locura, Imhotep! Te estás convirtiendo en un hombre importante, asume tus capacidades. ¡Nejen no será más que una etapa! Allí conocerás a artesanos extraordinarios, y estoy seguro de que descubrirás secretos bien guardados. Imhotep pensó en el misterioso taller del que había hablado el Viejo. ¿Y si se encontraba en Nejen? —El canciller me ha confiado otra misión —le reveló—: nombrar a mi sucesor. Te considero capaz para ello, amigo mío. Sagaz estuvo a punto de atragantarse. —¿Yo? No sabría, yo... —Asume tus capacidades —le aconsejó Imhotep sonriendo. —¡Esto es una vil venganza! —¡Oh, no! ¡Es una razonable confianza! Conoces el oficio y tus colegas te aprecian. Aunque te falte un poco de autoridad, tu inteligencia te sacará de las situaciones difíciles. —¿Es una decisión irrevocable?

—Irrevocable. Los dos amigos se dieron un abrazo. —Te escribiré regularmente y te mantendré al corriente de todo —prometió Sagaz —. ¡No dudes en prodigarme tus consejos! Sin ti, ¡me sentiría perdido! —En caso de necesidad, regresaría al taller. Sagaz pareció quedarse más tranquilo. —Hemos terminado las vasijas destinadas a la Casa de la Reina. Una sirvienta de la princesa Redyit ha vuelto una vez más esta mañana para quejarse de nuestra lentitud. Me gustan las mujeres, pero ésta... ¡menuda creída está hecha! La princesa exige que entregues las vasijas en persona, te recuerda. Si no, nos arriesgamos a llevarnos una bronca. —Tranquilo, cumpliré con esa tarea. —Desconfía, Imhotep. Redyit ocupa un puesto importante, su influencia en la corte es considerable. Más vale no llevarle la contraria porque no trata con consideración a sus adversarios. Incluso los altos funcionarios la temen. Como la reina la escucha, Redyit ha acabado o favorecido carreras. Además, es una devoradora de hombres, y espero que no se haya decantado por ti. —¡Pues sí que estás bien informado! —se sorprendió Imhotep—. ¿Es que tienes libre acceso a la Casa de la Reina? Sagaz reanudó la recogida de herramientas. —Tengo relación con una joven música. Toca el arpa en los banquetes y me honra con su... amistad. —No es celosa, espero. —¡Debo mostrarme prudente y discreto! Nos conocemos desde hace cerca de un mes, y que dure tanto esta relación empieza a preocuparme. Por suerte, le gusta divertirse y no le falta imaginación. Según mi arpista, a la princesa Redyit la devora la ambición, y no dudará en aplastar a cualquiera que se interponga en su camino. ¡Sobre todo, no caigas en sus redes! —Gracias por tu advertencia, Sagaz.

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La Sombra Roja estaba consternada.

N i el sol ardiente, ni el viento de arena, ni la víbora cornuda, ni tampoco el arquero habían logrado hacer que Zoser fracasara. A la suerte se le unía la magia personal del príncipe, más eficaz de lo previsto. ¿Acaso se beneficiaba de protecciones particulares que habría que destruir una a una? En todo caso, se estaba convirtiendo en un serio adversario, aunque la fecha de la coronación no hubiera sido fijada todavía. Zoser poseía la talla de un faraón, y trataría de llevar a cabo sus proyectos a fin de darle al reino de Maat una base inquebrantable. ¡Una verdadera pesadilla! Había que romper ese impulso sin despertar sospechas. Ahora bien, el destino acababa de favorecer los designios de la Sombra Roja procurándole un inesperado aliado que convenía manipular con tacto. La investigación sobre la muerte del torpe arquero había concluido que se trataba de un accidente. Desoyendo las órdenes, el curioso había deseado ver pasar al príncipe y se había asomado demasiado. Nadie lo echaría de menos, y se evitaría airear el incidente. Era imposible llegar hasta la Sombra Roja. Ahora tenía que preparar al próximo asesino.

A causa del cansancio de la reina Nemaat, la princesa Redyit quiso peinar ella misma a la soberana, y elegir su peluca y unas ropas cómodas. Nemaat apreciaba los movimientos suaves de la princesa. Cuando disfrutaba de esos momentos de descanso, recuperaba un poco de energía antes de reunirse con sus consejeros y dirigir los asuntos del reino. Y Redyit no dejaba de mencionar los rumores de la corte y las actividades de los intrigantes. Su posición y su belleza hacían de ella una confidente ideal. —Disculpad mi lentitud, majestad. He dado con un mechón rebelde y quiero someterlo. —Tómate tu tiempo, Redyit. Temo las horas que me esperan, por lo que disfruto de tu compañía. —Su majestad me lo ha dado todo, no sé cómo agradecéroslo.

—Continúa dirigiendo mi Casa para satisfacción de todos y desconfiando de los aduladores. ¿Sigues negándote a pensar en el matrimonio? —Doy prioridad a mi puesto y descarto a los seductores. —No te equivocas. ¿Qué se murmura acerca del príncipe Zoser? —Su hazaña ha impresionado a los escépticos y desarmado a los renuentes. En realidad, nadie pone en duda sus aptitudes para reinar, y se espera la fecha de la coronación con sorpresa por el silencio del gran consejo. —Hoy mismo recibiré al canciller Hezyre y espero que acabe por fin esta situación. —Los enemigos del príncipe Zoser siguen siendo numerosos —apuntó Redyit—, y la incertidumbre los reafirma. Temen la autoridad de vuestro hijo y preferirían un monarca conciliador que no trastocase sus costumbres. —¿Los opositores se están reafirmando? —No se atreven a salir a la luz y cuentan con la vigilancia de su majestad y la del gran consejo. ¿Vuestras reticencias a nombrar al príncipe Zoser como faraón no ocultan una decisión difícil de tomar? —¿Tú qué piensas? —Estáis poniendo a prueba a vuestro hijo con mayor dureza que a cualquier otro pretendiente al trono, pues lo estáis preparando para un gran reinado. —¿No temes la intervención de las fuerzas de las tinieblas? —¿Acaso no las ha repelido el príncipe al realizar la carrera ritual alrededor de las murallas blancas de Menfis? Sus enemigos no lo han abatido, ha mostrado un valor a toda prueba. Su popularidad se agranda cada día que pasa, majestad, y las intrigas mezquinas no le serán obstáculo. Ya está..., ¡vuestro peinado me parece magnífico! En un espejo, Nemaat contempló el rostro de una reina vieja y enferma. Redyit había conseguido un milagro al dejarla presentable. —No olvidéis vuestros remedios, majestad. Redyit le dio a la soberana una copa de alabastro llena con la poción prescrita por Hezyre. Le calmaba el dolor, pero había que aumentar las dosis, soportar las náuseas y reducir las actividades. —¿Puedo retirarme, majestad?

—¿Un día atareado en perspectiva? —¡No estoy segura de que pueda salir airosa! Un problema de abastecimiento, un cambio de cocinero, protestas de los jardineros descontentos con su ritmo de trabajo, crisis de confianza de una orquesta de músicas... Aun así, ¡ni hablar de claudicar! —Nunca me has decepcionado, Redyit. Sé consciente de que tu lardo no se va a aligerar y muéstrate a la altura de tu ambición. —Vuestra confianza en mí es mi bien más preciado, majestad. Sendas lágrimas brillaron en los ojos de la joven. Hizo una inclinación y salió de la habitación de la reina. Cuando estuvo sola, peinada a la perfección y vestida según la dignidad de su rango, Nemaat fue víctima de un mareo. Con la boca amarga por culpa de la poción, no logró ahuyentar de sí un abominable pensamiento. ¿Y si aquella princesa que había situado al frente de su Casa era la ladrona de almas? Cuando se descubrieron las estatuillas rotas en Abydos, fue Redyit quien exigió quemar los objetos consagrados de manera que no se pudieran comparar las inscripciones maléficas con su letra. ¿Por qué, si no por ser ella la autora del crimen? Pero ¡sólo el ritualista en jefe Anjy había identificado el género femenino! ¿No se exculpaba así él mismo? A menos que fuera cómplice, a menos que existiera una conspiración que congregara a otros personajes importantes... Padeciendo una insoportable migraña, Nemaat miró con asco la copa de alabastro que contenía el resto de la poción. La obra del canciller y médico Hezyre, ¡tan hostil a Zoser! El terapeuta sabía a la reina incurable, precipitaba su deterioro, impedía la coronación de su hijo y se preparaba para tomar el poder. No, ¡estaba perdiendo el juicio! La enfermedad nublaba su entendimiento hasta el punto de persuadirla de que estaba rodeada de seres maléficos que trataban de destruir Egipto. Al contrario, Redyit y los miembros del gran consejo le servían de manera ferviente y sacrificarían por ella su existencia. Al acercarse la muerte, ésta la torturaba y la volvía suspicaz y delirante. La reina se levantó y se perfumó durante largo rato. Sólo tenía un objetivo que lograr: la coronación de Zoser. No el triunfo personal de su hijo, sino el nacimiento de un faraón encargado de poner a Maat en lugar del desorden y la injusticia. ¿Fundar una dinastía? Sería capaz de ello. Quedaba convencer a Hezyre y obtener la decisión favorable del gran consejo, por

unanimidad.

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-A guardad aquí —ordenó el escriba de la antesala a Imhotep, acompañado de dos fuertes mozos que llevaban las vasijas de piedra dura destinadas a la Casa de la Reina. —La princesa Redyit espera esta entrega. —¡La princesa, la princesa...! Estoy en ello... ¡Todavía tenemos que encontrarla! Obligado a moverse, el escriba se fue renegando en busca de Redyit. Desde el nombramiento de la joven al frente de un ejército de funcionarios, de artesanos y de sirvientes, se había acabado el remolonear y arrastrar los pies. La Casa de la Reina era semejante a una colmena en la que cada uno debía cumplir con su tarea de prisa y bien. El escriba regresó, sin aliento. —Un guardia os conducirá ante la princesa. Imhotep y sus ayudantes se internaron por un largo pasillo decorado con pinturas que representaban acianos y narcisos. La finura del trazo y la viveza de los colores atraían la mirada. Los tres hombres llegaron a un patio interior. En el centro, había un estanque cubierto de lotos. A la sombra de una columnata, la princesa Redyit, ataviada con un vestido de lino ajustado y una peluca corta como tocado, soltaba una reprimenda a un inspector del pan que se miraba los pies. El guardia retuvo a los repartidores. La ira de la princesa no era fingida, y el culpable estaba pasando un mal rato. Encantado de ser despedido, el inspector huyó a grandes zancadas después de haber prometido reparar su error. Redyit vio a Imhotep. —¡Por fin estáis aquí! ¿Me traéis las vasijas? —Tengo ese honor, princesa. —Mostrádmelas.

Ambos portadores sacaron de las cajas los valiosos objetos. Redyit las examinó una por una, pasó el dedo por los cuellos, las asas y las panzas. Por su actitud era imposible saber si estaba satisfecha. —Quiero ver estas vasijas a la luz. Los repartidores obedecieron. —Un trabajo aceptable —juzgó ella finalmente—. Vuestra producción no deshonrará la cocina de su majestad. —Estoy encantado de ello —dijo Imhotep, imperturbable. Redyit observó al joven con una mirada medio crítica, medio seductora. —Nuestra colaboración comienza de manera satisfactoria. Voy a encargaros algunas piezas de vajilla. —El taller seguirá satisfaciendo vuestros deseos, princesa. —Es vuestra mano la que me interesa, Imhotep, ¡no la de vuestros subordinados! —Lo siento, dejo la capital. Redyit pareció sorprendida. —¿Os han echado? —No, ascendido. El canciller Hezyre me ha puesto al frente de la corporación de Nejen. —¿Con los célebres carpinteros? ¡Enhorabuena! La provincia, una pena. Volveréis a Menfis, estoy convencida de ello. —Permitidme que me despida de vos, princesa. —Hasta pronto, Imhotep. La sonrisa de Redyit era cautivadora, pero otra mujer se había adueñado de los pensamientos del artesano. Una mujer inaccesible.

—Tenéis mejor cara, majestad —consideró Hezyre. —El talento de mi peluquera y los artificios del maquillaje, canciller. Los efectos

benéficos de tus pociones duran menos tiempo. —Ningún remedio podría curaros. Doblaré las dosis para ayudaros a soportar vuestra pesada tarea. —¿No llega a su fin? ¿Acaso el éxito del príncipe Zoser no es una señal suficiente? —Tras pensarlo bien, no me convence. El pueblo y los miembros del gran consejo aprecian la hazaña, pero la devoradora de almas continúa causando estragos. La reina sintió un nudo en la garganta. —¿De qué manera? —He examinado el cadáver del arquero caído del adarve. No fue un accidente. En la base del cuello y en la palma de la mano derecha hay una marca roja, profundamente inscrita. El infeliz fue hechizado y, sin ninguna duda, tenía que abatir a vuestro hijo. Por otra parte, un informe de la policía del desierto me advierte de un nuevo ataque a una caravana. Es urgente organizar una expedición punitiva que comande el príncipe Zoser. La seguridad del reino me parece prioritaria. Como si pasara frío en esa época canicular, Hezyre volvió a cruzar los faldones de su abrigo. Nemaat no disimuló su contrariedad. —¡Zoser correrá un gran peligro! —Los saqueadores libios son temibles adversarios —reconoció el canciller—. Ésa es la razón de que Egipto tenga que mostrar su voluntad de castigo. O bien el príncipe triunfa y demuestra así su capacidad para reinar, o bien fracasa y buscamos otro faraón. No tenemos elección, majestad, y las circunstancias nos dictan nuestra conducta. No es momento de organizar fiestas de coronación, sino la defensa del país. —¿No cambiarás de opinión, canciller? —Eso sería traicionar a las Dos Tierras, majestad. —¿Sientes animosidad contra mi hijo? —Mi puesto me impone valorar a los hombres según su capacidad para cumplir una misión, dejando a un lado mis sentimientos y mis preferencias. —Según tú, ¿Zoser posee la categoría necesaria para ser faraón? —Lo sabremos si regresa victorioso del desierto. La tierra roja resulta despiadada y

revela la auténtica naturaleza de los seres. «La tierra roja»... Aquellas palabras resonaron de manera extraña. ¿Hezyre era sincero o bien estaba manipulando a una sombra procedente de las tinieblas, una mujer tan cercana a la reina que destilaba la muerte con total impunidad? Nemaat empezaba a divagar otra vez. —Disponer esa expedición no se presenta fácil —añadió el canciller—. Hay que reclutar a una tropa numerosa y aguerrida dirigida por hombres avezados en el desierto. El papel de los exploradores será determinante. De sus informes dependerá la estrategia de vuestro hijo. Además, los soldados no deberán carecer de nada, lo que implica reunir un centenar de asnos robustos y encontrar un intendente capaz de administrar los víveres en un medio hostil. La nueva prueba impuesta a Zoser parecía insalvable.

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E l jardín del palacio real de Menfis ofrecía una sombra relajante durante las horas de fuerte calor. A la reina Nemaat le gustaba descansar allí mientras pensaba en su difunto esposo. Cómodamente instalada, bebía un poco de cerveza fresca y soñaba con un Egipto libre de las fuerzas del mal. —¿Deseabas verme, madre? —preguntó Zoser. —Ven junto a mí, hijo. Este lugar apacible ha visto tus primeros pasos y oído tus primeras palabras. El amor de tus padres ha alimentado tu alma, y esperábamos que consagraras tu vida a honrar a los ancestros, a prolongar la obra divina y a servir a las Dos Tierras. —¿Acaso esa esperanza se ha visto frustrada? —Un nuevo obstáculo se yergue ante ti. El gran consejo sólo fijará la fecha de la coronación después del éxito de la operación militar dirigida contra los merodeadores de las arenas. El príncipe permaneció en pie frente a la regente. —¿Las exigencias del canciller Hezyre? —Los consejeros han aprobado tu propuesta. ¿Aceptas esa decisión, hijo? —¿Acaso tengo elección? —¡Sí, la tienes! Esta expedición es peligrosa, careces de experiencia y arriesgarás tu vida en ella. —¿Se trata de una trampa tendida por mis adversarios? —No lo creo, hijo, pero la enfermedad altera mi juicio. Los libios son enemigos inveterados nuestros, no aspiran más que a adueñarse de nuestros tesoros. Tu padre planeaba una operación para mantener el orden. —En otras palabras, ejecutaré su última voluntad. —Me he abstenido de hablarle de ello al canciller —le confió la reina.

—¿Me dais la orden de actuar, majestad? —Una madre no envía a su hijo a la muerte. Zoser cogió cariñosamente las manos de Nemaat. —La regente no debe inquietarse por los sentimientos de una madre a la que su hijo ama, admira y respeta. El destino no ha hecho de nosotros seres preocupados sólo por su tranquilidad. Ya he arriesgado mi vida en una carrera alrededor de la muralla blanca, y la felicidad de Egipto será siempre más importante que la mía. No tengo, pues, más que una única pregunta que hacer: ¿la regente considera nuestro país en peligro y necesaria una expedición contra los libios? Nemaat asintió con la cabeza.

¡Él, el poderoso jefe de tribu Tanú, al que se obedecía sin rechistar, pudriéndose en el fondo de un calabozo! Horas interminables y un carcelero mudo que se negaba a responder a sus preguntas... ¡Como para no ponerse furioso! Bueno, quizá «calabozo» fuera un término excesivo. Una habitación ventilada, una estera más bien cómoda y comida copiosa. ¡Y ni asomo de tortura! ¿Quién lo había secuestrado y lo mantenía prisionero? ¡Sin duda, no la policía! Dando vueltas y golpeándose contra las paredes de su celda, Tanú desesperaba por comprender qué sucedía. Al anochecer se abrió la puerta. Dos hombres armados precedieron a un extraño personaje vestido con una larga capa de color rojo oscuro. Una máscara del mismo color disimulaba su rostro. Sólo dos aberturas dejaban apenas ver sus ojos, y el grosor del tejido transformaba el timbre de su voz. Imposible saber si se trataba de un hombre o de una mujer. —Buenos días, amigo. ¿Mi hospitalidad te resulta satisfactoria? —preguntó la Sombra Roja. —¿Quién sois vos? —No hagas preguntas inútiles. —¡Dejadme libre de inmediato! —La libertad es un tesoro valioso, se gana. Tu suerte depende de tu actitud ante mis exigencias. —¿Vuestras exigencias? ¡Me traen sin cuidado!

—Grave error, amigo. Si la policía encuentra el cadáver de un saqueador libio, se alegrará por ello y no buscará ni por un momento al ejecutor del trabajo sucio. Tanú se calmó. Su interlocutor no tenía pinta de bromear, y la amenaza le heló la sangre. —¿Qué esperáis de mí? Con un gesto, la Sombra Roja les ordenó a los dos guardias armados que salieran de la habitación. La puerta volvió a cerrarse. Uno contra uno... ¡La ocasión soñada! Tanú se precipitó sobre el personaje enmascarado, decidido a romperle la cabeza. Su impulso fue cortado en seco. Sintió una quemadura tan violenta en el bajo vientre que tuvo que arrodillarse. No obstante, el adversario no se había movido, y se conformaba con tenderle la mano. Un demonio... ¡Un demonio surgido de las tinieblas! —Deja de inquietarte, amigo —ordenó la Sombra Roja—. ¿Cuál es tu nombre? —Tanú. —¿Jefe de una tribu? El prisionero dudó. —Tengo muy poco tiempo que concederte. Respóndeme y, sobre todo, no me mientas. —Lidero una tribu, en efecto. —¿Has atacado caravanas y matado egipcios? —No, yo... —Último aviso, amigo. —Bueno, pues sí, ¡he matado egipcios! ¡Yo, y todos los libios odiamos Egipto y queremos destruirlo! —Excelente.

Tanú se quedó unido de estupefacción. «Excelente»... ¿Acaso aquel demonio se estaba riendo de él? —Mis informadores te han descubierto, libio, y estaba buscando a un asesino de tu especie, despiadado y sanguinario, resuelto a destruir las Dos Tierras. Si cumples las misiones que deseo confiarte, saciarás tus deseos y te convertirás en un hombre rico. —¿Estáis... estáis bromeando? —Exijo una obediencia absoluta. Tanú reflexionaba al tiempo que luchaba contra sus emociones. Si se las arreglaba, podría salir de aquella prisión. —De acuerdo, acepto trabajar para vos. Entonces ¿cuál es vuestro plan de ataque? —Una única tribu no logrará destruir Egipto, de modo que tienes que federar a la totalidad de los clanes y ponerte al frente de ellos. —¡No es fácil! —Con oro y otros tesoros lo conseguirás. —Y... ¿seréis vos quien me proporcionará todo eso? —Mi generosidad se hallará a la medida de los resultados. Tanú se imaginó conduciendo a una jauría aullando al asalto de Menfis. Aquel plan le gustaba. —Eso llevará tiempo —apuntó. —Sólo cuenta la victoria final. —¡Los egipcios no saben luchar! Menfis no resistirá, masacraré a todos sus habitantes y... La frialdad del personaje enmascarado inquietó al libio. —¿Qué destino me reserváis después del triunfo? —Te nombraré jefe de mi ejército, vivirás en una mansión inmensa, una muchedumbre de servidores satisfará tus más mínimos deseos, las mujeres más hermosas se arrastrarán a tus pies. Dejar el desierto y las tiendas, disfrutar de una cáfila de placeres... Existían peores

perspectivas. —Primera misión —reveló la Sombra Roja—: eliminar a nuestro principal enemigo, el príncipe Zoser, hijo de la regente y destinado al trono de Egipto. Se irá pronto al frente de una expedición militar con el objetivo de destruir a los merodeadores de las arenas. —¿Un ataque en toda regla contra los libios? ¡Pelearemos! —Precisamente eso es lo que no haréis. Huiréis y os esconderéis evitando todo contacto gracias a la información que te proporcionaré. En el camino de vuelta, organizarás una emboscada y matarás al príncipe. Tanú esbozó una sonrisa. —Poseo cierta experiencia... ¡pero ese Zoser será mi primer dignatario! —Sé prudente, el príncipe no es una presa fácil. —En el desierto no hay ninguna posibilidad. La Sombra Roja tiró un saquito a los pies de Tanú. —Ábrelo. El libio soltó la cuerdecilla y descubrió, con ojos exorbitados, unas pepitas de oro. —Tu primer sueldo. Una miseria en comparación con tu futura fortuna. —¿Soy... soy libre? —Diviértete con discreción dos días en Menfis y luego regresa a tu sitio. Vacilante, Tanú se dirigió hacia la puerta. De repente, la mano ardiente de la Sombra Roja le agarró el cuello y lo forzó a arrodillarse. —No podrás huir de mí, amigo. La marca de tu sumisión luce ahora en tu carne. Si desobedeces, si tratas de traicionarme, el fuego de las tinieblas te consumirá y arderás entre gritos de dolor.

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Imhotep abrazó durante largo rato a su madre, mientras uno y otra dejaban correr las lágrimas. —El canciller Hezyre no me da elección —murmuró el joven—. Desobedecerlo conllevaría represalias que te pondrían en peligro. Jeredú se separó. —Dime la verdad, hijo mío: ¿deseas irte a Nejen? El joven no bajó los ojos. —Lo deseo y espero descubrir allí el taller secreto. Pero dejarte me rompe el corazón. —El papel de una madre no consiste en ahogar a su hijo. Ya te lo he dicho: tu padre estaría orgulloso de ti. Como yo, hoy te aconsejaría que partieras. En cada uno de tus pasos, el amor de tus padres te sostendrá. Y te debo la verdad: ayer, un enviado del canciller Hezyre me informó de que dos sirvientes atenderían mis necesidades de manera permanente. Me estoy convirtiendo en una viuda mimada, Imhotep. Las preocupaciones materiales se esfuman, no temo ni la soledad, ni el hambre, ni la enfermedad. Gracias a tu reputación y a tus cualidades, ya me ves, elevada a la condición de mujer noble. Viento del Norte empujó el codo de Imhotep con el hocico. —Ha decidido acompañarte —juzgó Jeredú.

E l asno no se movía de la proa del barco con destino a Nejen, la ciudad legendaria del Alto Egipto donde había nacido la voluntad de reunir las Dos Tierras. Viento del Norte apreciaba ese largo viaje amenizado con escalas que le permitían desentumecer las patas. Imhotep, por su parte, nunca se había beneficiado de un período de descanso semejante. La tripulación trataba con deferencia al enviado del canciller Hezyre, pues esperaban un informe favorable por parte del joven. La visión de las orillas del Nilo, unos pueblecitos de casas blancas e islotes herbosos, destino veraniego de miles de pájaros, no calmaba las preocupaciones del

exiliado. Pasar de la dirección de un taller a la de una corporación entera implicaba cualidades de administrador que quizá no poseyera. Según las confidencias de los marinos, por lo general se confiaba ese puesto a un alto funcionario de mediana edad, acostumbrado a caracteres fuertes y a dificultades de todo tipo. El viento se había mostrado favorable y el Nilo apacible, y el barco alcanzó la antigua ciudad de Nejen tras una semana de agradable navegación. Al pie de la pasarela había un sesentón de mejillas hundidas. —Soy vuestro predecesor —le reveló a Imhotep—. Mi salud me obliga a dimitir. Sois realmente muy joven... ¡Que os sea leve! Venid a ver vuestro alojamiento, vuestro despacho y los expedientes en curso. Aunque más vale que os prevenga: los miembros de la corporación se comportan de manera más bien contestataria. Empezarán rechazándoos. Imponeos pronto o marchaos. Un batido de alas alertó a Imhotep. Un gran ibis blanco sobrevoló el embarcadero y tomó rumbo a la ciudad. El ave del dios Thot recibía al foráneo y le mostraba el camino, como en el desierto cerca de Menfis. Nacida en los orígenes de la civilización faraónica, la corporación de Nejen estaba directamente vinculada al servicio del palacio real. Vastos almacenes abrigaban los productos de alimentación y los artesanales destinados a Menfis, y grandes talleres acumulaban las diversas clases de madera que utilizaban los carpinteros. —En estos últimos tiempos me he topado con un grave problema —confesó el antiguo director—: diferencias inexplicables entre las mercancías entregadas y el estado de las existencias. Ahora os loca a vos resolverlo. —¿Acaso estáis pensando en... robos? —¿Robos en Nejen? ¡De ningún modo! Buscad más bien errores de los escribas..., si sois capaz. Imhotep disponía de tres habitaciones y un aseo. Al lado, un establo y un jardincillo. Unos muebles de calidad, entre ellos unas sillas y una cama debidas al talento de los carpinteros. El local había sido fumigado, y había taparrabos y túnicas de lino dejadas para el nuevo inquilino. —La bodega tiene tinajas de vino y cerveza suave —añadió el antiguo director—. En caso de riña, no os aconsejo que intervengáis. Llamad al servicio de seguridad, compuesto de diez policías bajo vuestro mando. —¿Tales incidentes son frecuentes?

—Se están multiplicando desde el anuncio de mi partida. El personal me tenía aprecio, y la llegada de un extraño que ignora el funcionamiento de la institución les desagrada. Hay ciertos testarudos que os harán la vida imposible. Intentad no contestar a las provocaciones. El despacho del director se componía de una sala de audiencias dotada de asientos y de anexos reservados a los archivos. Los rollos de papiro y las tablillas de madera estaban clasificados por estantes. Cuatro escribas saludaron mientras renegaban de su nuevo intendente. —Tienen sus costumbres y no soportan el autoritarismo —confió el antiguo director a Imhotep—. No se os ocurra imponerles directrices demasiado exigentes, pues sabotearán el trabajo y os causarán insoportables problemas. —¿Y sus posibles errores? —Resolved la situación sin cuestionar a esos funcionarios de élite. Lo tomarían a mal y os obligarían a dimitir. Solicitad su consejo y someteos a su opinión. Así tendréis paz. —El canciller Hezyre exige reformas y... —El canciller reside en Menfis; vos, en Nejen. Esta administración gobierna, conoce el terreno y no soporta a los agitadores. La capital suelta su reprimenda de vez en cuando, les respondemos y la existencia retoma su curso. No tratéis de dar un golpe de mano, acabarían con vos. Ambos hombres se dirigieron luego a los almacenes. Imhotep constató de inmediato las aberraciones en el orden de los productos almacenados. —No os metáis en eso —le aconsejó su guía—. Los mozos de almacén siguen sus propias reglas y expulsan a la gente molesta. —Y ¿esas reglas no ocasionan pérdidas de productos, robos incluso? —La perfección no es de este mundo, muchacho. Aceptadlo y todo irá bien. ¿Deseáis ver los talleres? Imhotep asintió. Atentos a su trabajo, los carpinteros no levantaron la vista, ignorando la visita del nuevo director de la corporación de Nejen. Su predecesor le presentó a los encargados, de rostro impenetrable y hostil. —Os espera una comida —anunció el sesentón—. Durante la misma conoceréis a

vuestros principales colaboradores. Todos excusaron su presencia. A pesar de que en el cielo lucía un sol ardiente, la atmósfera parecía glacial. —¡Brindo porque tengáis éxito, Imhotep! —¿Por qué no decís lo que pensáis en el fondo? —¿Eso deseáis? —Prefiero la verdad a la mentira. —El ardor de la juventud... ¡Como queráis! Los artesanos admiran y respetan a su superior, el canciller Hezyre. Pero, en estos tiempos inciertos, en ausencia de un faraón, ¿quién no metería la pata? Vuestro lugar no está aquí, muchacho. No pongo en duda vuestras capacidades ni el deseo de cumplir lo mejor posible con vuestra misión. Sin embargo, creo que sois incapaz de controlar la situación. —¿Y cuáles son vuestros consejos? —No abandonéis vuestro despacho y pedid al grupo de escribas que solucionen los asuntos en curso. Escribid una carta detallada al canciller en la que le roguéis que os llame a Menfis y que os restituya al frente del taller de fabricantes de vasijas. No se le pueden pedir peras al olmo. Hezyre apreciará vuestra lucidez y llevará una existencia tranquila en lugar de darse de cabezazos contra la pared. Hacedme caso y no lo lamentaréis. Imhotep acompañó a su predecesor al embarcadero. Dotado de una pensión acorde con su rango, disfrutaría de una jubilación feliz en su casa de campo, al norte de Nejen, y mimaría a sus nietos. El joven artesano se vio solo una vez más. Desesperadamente solo. Una lengua amistosa le dio un lametón en la pantorrilla. —Viento del Norte... ¡Tú no me abandonas! Los grandes ojos marrones del asno consolaron a Imhotep. —Demos un buen paseo a orillas del río. Necesito hablar contigo.

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-¿E l jefe de los exploradores está enfermo? —preguntó Zoser, extrañado. —En cama desde hace dos días —confirmó el secretario particular del príncipe. —Convoca a su adjunto. —También está enfermo. Ya no puede caminar por culpa de una ciática. —Y ¿quién sustituye a esos dos? —Nadie. Sus subordinados no tienen la experiencia necesaria. —El comandante de las patrullas del desierto nos guiará. El secretario tragó saliva. —Ayer fue víctima de un mareo. Según el médico, serán necesarios varios días de reposo. —Y supongo que no logramos reunir los asnos necesarios. —En efecto, alteza. Las bestias propuestas no parecen lo bastante robustas. —En lo relativo al cuerpo expedicionario, se compone de jóvenes reclutas inexpertos. Los mejores soldados están indispuestos o no disponibles, supongo. —Desgraciadamente, sí. —Ordena a los suboficiales de la policía del desierto y del ejército que se reúnan en la sala de audiencias del palacio y que me lleven al domicilio del jefe de exploradores. El día se estaba estropeando; el alto funcionario se dio prisa en obedecer.

—Es aquí, alteza —indicó el escriba. Zoser cruzó el umbral de una bonita casa de dos plantas cuya fachada estaba

adornada con malvarrosas. Dos mujeres jóvenes, una pelirroja y otra morena, preparaban una comida copiosa. La irrupción del coloso las asustó. —¿La habitación del jefe de exploradores? —Nuestro... nuestro amigo está cansado —protestó la morena. Ante la mirada de Zoser, la pelirroja cedió. Con el índice, señaló a la habitación. El príncipe entró. Tumbado boca abajo, había un hombre dormitando. —Levántate —le exigió el príncipe. Le respondieron unos gruñidos. —Cierra la boca y lárgate. Me estoy recuperando. El coloso tiró al explorador de las greñas, lo obligó a ponerse de pie y le pegó contra una pared. —¡Socorro! —gritó el recién levantado, al que no le quedaba escapatoria. —¿Qué es lo que te duele, perezoso? —Mi cabeza..., ¡estoy sangrando! —¿Conoces el castigo que se les inflige a los desertores? —No... no os atreveréis. —Vístete lo más de prisa que puedas y vuelve de inmediato a palacio. Por el camino, recoge a tu adjunto. En caso de retraso, te esperan trabajos forzados. El torbellino se alejó, pero el falso enfermo ya no tenía el más mínimo apetito, y sus dos compañeras de esa noche abandonaron la cocina.

La presencia de arqueros de élite, dispuestos en las esquinas de la sala de audiencias del palacio real, no distendía el ambiente. No faltaba ni un suboficial; los males varios y las causas para no estar disponible habían desaparecido de manera súbita. El relato de la intervención del príncipe Zoser daba ya la vuelta a la ciudad.

Con una diadema de oro y un sobrio vestido de lino de un blanco inmaculado, la regente Nemaat tomó asiento en su trono. A su derecha, su hijo. —Vuestro comportamiento es despreciable —les espetó la soberana con voz firme —. Egipto os confía su seguridad y vosotros huís de vuestras responsabilidades. Esa cobardía merecería sanciones ejemplares si no estuviésemos en la víspera de una expedición decisiva. Tras implorar mi benevolencia, el príncipe Zoser desea ofreceros la última oportunidad de redimiros. Obedecedlo sin rechistar y poneos manos a la obra. Esta vez no será tolerada ninguna falta. Apenas se contuvieron los suspiros de alivio. Zoser cruzó la sala, y los suboficiales lo siguieron en función de la jerarquía. Dado que se convertiría en su jefe supremo con el apoyo incondicional de la regente, más valía ir por el buen camino.

Como los demás miembros de la corte, la Sombra Roja había sido avisada de los preparativos de la incursión destinada a restablecer el orden en el seno del desierto del nordeste, con el fin de proteger las minas de cobre y de turquesas. El nombramiento de Zoser al frente del cuerpo expedicionario suscitaba el escepticismo de los oficiales superiores. A pesar de su autoridad y de su determinación, sería un mal guerrero. La falta de experiencia lo condenaba al fracaso. Aceptar esa misión equivalía a cortarse el cuello. El hijo de la regente no accedería al trono; renacían las ambiciones de los pretendientes decepcionados. La Sombra Roja saboreaba de antemano el momento delicioso en que los supervivientes dejarían el cadáver del príncipe a los pies de su madre. Nemaat no sobreviviría al desastre, el gran consejo se desmembraría, los militares perderían su tiempo en palabrería vana, las hordas libias irrumpirían en Menfis. Entonces, reinaría la ley del más fuerte. Harto de mujeres y de vino, Tanú acababa de abandonar la capital. Durante algún tiempo, el libio sería el hombre idóneo. Violento y astuto, tenía las cualidades necesarias para federar las fuerzas del mal y sembrar el caos. Luego, una vez terminada su tarea, la Sombra Roja lo reduciría a cenizas.

Al regresar del cuartel principal de Menfis, Zoser estaba satisfecho. Asnos robustos, tropa correctamente equipada, víveres en gran cantidad, responsables competentes. Una preparación hecha por profesionales, sin recriminaciones. Y ésa fue la última cena antes de la partida, a solas con su esposa. Apacible no ocultó su angustia.

—Corres enormes riesgos, ¿no es así? —Me voy hacia lo desconocido, al encuentro de un enemigo temible. Según los expertos, los libios no parecen capaces de destruirnos, pero no comparto su opinión. Hace ya mucho tiempo que sus tribus sueñan con atacarnos. —¿No se destrozan entre sí continuamente? —Imaginemos por un momento la aparición de un unificador que actuara bajo mano. Si carecemos de la información necesaria, las consecuencias serán catastróficas. No estás comiendo nada, Apacible. —Tengo miedo. Miedo de perderte. Zoser se levantó, cogió a su esposa de la mano y la llevó a la enorme ventana abierta a Menfis, el Nilo y las palmeras. —Mira este mundo a imagen de tu nombre, Apacible. Es la obra de los faraones de las primeras dinastías, quienes libraron duros combates para construirlo. Amo a mi familia, pero ¿tengo derecho a renunciar a mis deberes? ¿Tengo derecho a preferir la comodidad de mi propia existencia? La obra de los ancestros nos guía y nos protege. Volverle la espalda sería el acto innoble de un cobarde y, con toda la razón, no dejarías de reprochármelo. —Así habla un faraón, Zoser. —No he sido coronado y quizá muera antes de acceder a la función suprema. Sin embargo, debo mostrarme digno del rito cumplido alrededor de la muralla blanca. Esa prueba me ha transformado. —Te ha revelado a ti mismo —rectificó Apacible—. Nadie cambia, cada uno sigue siendo aquello que es en su ser profundo, ya sea divino o maléfico. Creer en la mejora de los humanos es el peor error de un jefe de Estado. A éste le corresponde orientar, gobernar y dirigir, no lloriquear y deshacerse en conmiseraciones. Zoser observó a su mujer con sorpresa. —Me estás dando una gran lección. —La clemencia no puede separarse del rigor —consideró Apacible—. Al convertirte en jefe militar, al estar encargado de repeler lejos de Egipto a las fuerzas del mal, cumples uno de los deberes del faraón. —El gran consejo todavía espera una señal decisiva, el canciller Hezyre permanece inflexible. ¿Acaso esta expedición punitiva no será la mejor ocasión para eliminarme? —¿Se elimina a un futuro faraón?

El brazo poderoso de Zoser enlazó a Apacible. Juntos, disfrutaron de las vistas a una capital dormida y a un cielo poblado de estrellas, la multitud de almas de la diosa Nut, que rodean para siempre las de los reyes resucitados.

19

L a corporación de Nejen acababa de recibir troncos de acacia destinados a la fabricación de barcos y de sarcófagos, de tablones de sicomoro que se transformarían en cofres y en mesas, una buena cantidad de madera de ébano que unos especialistas trabajarían con sutileza para extraer de ella arpas y juegos de mesa utilizados por los dignatarios. El responsable de las existencias, un tipo fornido de poco pelo, iba a retener lo que se le debía con el acuerdo del jefe de los mozos de almacén, igualmente bien servido. Esos favores formaban parte de las ventajas adquiridas que escapaban del fisco y le procuraban un bonito beneficio cuando lo revendía a particulares. Mientras almacenaba un tronco y unos tablones en su espacio reservado, el tipo fornido se sentía incómodo. Lo observaban. Un joven de frente despejada, bien proporcionado, con ojos marrones y vivos, quizá demasiado inquisitivos. —¿Buscas trabajo, muchacho? —He encontrado uno. —En ese caso, ¡lárgate! —¿A qué te dedicas? El tipo fornido entornó los ojos. —¿Es asunto tuyo? —Eso creo. —¿Quién eres, chaval? —Me llamo Imhotep. —Imhotep... Nunca había oído ese nombre.

—Soy el nuevo superior de la corporación de Nejen. El tipo fornido se dio sendas palmadas en los muslos. —¡Ah, eres el chico llegado de la capital! Vuelve a tu despacho, lee tus papiros y redacta bonitos informes. Del resto ya me encargo yo. —Esta noche he leído mucho —declaró Imhotep—. Los papiros contables, aunque mal llevados, son reveladores. Y mis conclusiones me han conducido hasta aquí. ¿Eres el responsable de las existencias de madera? —¿Te molesta? —Al contrario, ya que tengo al culpable de los robos inexplicables. Las ventanas de la nariz del fornido se contrajeron. —¡Atrévete a repetir eso! —Esperaba la ocasión de cogerte en flagrante delito. Este importante pedido me permite constatar el volumen de las malversaciones de maderas que pertenecen al Estado. —Ejerzo mi derecho, ¡eso es todo! —El reglamento de la institución no lo menciona. — Tenemos costumbre, yo y... —¿Cómplices? —¡Pírate, chico! —Me siento obligado a proceder a tu arresto y a confiarte a la justicia. Apoderándose de un tablón de sicomoro, el fornido trató de dejar inconsciente al molesto. Como no tenía viveza alguna, no golpeó sino al vacío. El puño de Imhotep le alcanzó la nuca. Vacilante, el fornido cayó de rodillas. —Tienes una única solución para evitar lo peor —indicó el nuevo superior—: confesarme toda la verdad, reembolsar con horas de trabajo el valor de la madera robada y jurar poner fin a este trapicheo. En ese caso olvidaré el pasado y te trasladaré a un puesto subalterno. A la primera salida de tono, me volverá la memoria. ¿Qué decides? Con la mirada nublada, incapaz de volver a levantarse, el fornido aceptó las condiciones de Imhotep.

Los cuatro escribas apenas saludaron a su jefe. El primero redactaba su correo, el segundo escribía una nota administrativa a velocidad de tortuga, los otros dos parloteaban. Imhotep, de brazos cruzados, se quedó de pie en medio de la oficina. Por fin, la tortuga se dio cuenta de su presencia. —¿Deseáis algo? —Vuestra atención. Los dos habladores guardaron silencio, y el epistológrafo se puso el cálamo en la oreja. —Tengo dos noticias que comunicaros, una buena y otra mala. —La buena primero —exigió la tortuga con mirada irónica. —Podéis iros. —¿Un regalo de llegada? —dijo sorprendido uno de los charlatanes. —Y de salida —añadió Imhotep—, puesto que ésa es la mala noticia: podéis iros definitivamente porque ya no pertenecéis a esta institución. Recoged vuestras cosas y abandonad la oficina. Los cuatro funcionarios se levantaron al mismo tiempo. —¡No... no tenéis derecho! —Tengo el deber de hacerlo. Hoy mismo le será remitido al canciller Hezyre un informe completo concerniente a vuestro indigno comportamiento. Sois los principales responsables de la falta de eficacia de la corporación, de su producción insuficiente y de los retrasos en las entregas. Las consecuencias judiciales no dependen de mí, pero espero que sean ejemplares. —¡No podréis arreglároslas sin nosotros! —Dada la escasez y la mediocridad de vuestro trabajo, yo mismo os reemplazaré hasta la llegada de vuestros sucesores. Los escribas salieron con la cabeza baja. Los buenos tiempos habían terminado para ellos.

Cuando Imhotep entró en el taller de los carpinteros, éstos dejaron sus herramientas. Hachas, sierras, azuelas, cinceles de mango de madera y hoja de cobre, punzones, brocas que abrían agujeros destinados a las clavijas, rodillos recubiertos de polvos abrasivos y reglas de madera graduadas se convirtieron en objetos inanimados. Imhotep pasó lentamente por delante de cada artesano como si no sintiera el clima de hostilidad. Examinó un cofre, una cama y un sarcófago que estaban a punto de ser terminados. —Me gustaría ver al jefe de taller —declaró con voz tranquila. Se acercó un tipo con un gran bigote. —¿Algún problema? —Esta hoja se ha calentado, hay que reemplazarla, y el pulidor del sarcófago se burla de este trabajo. Es imposible enviar a Menfis algo tan espantoso; yo mismo lo arreglaré. ¡Menuda decepción! La reputación de este taller me parece injustificada. El bigotudo enrojeció hasta las orejas. —¿Sois... sois carpintero? —El Viejo del astillero de Menfis me ha enseñado su arte. Y todavía me parece oír sus últimas palabras: «El maestro da las instrucciones y guía la mano de los artesanos.» Aquí parece que lo hemos olvidado. —¡Me estáis insultando! —Os pongo la realidad ante la cara. Al dejaros llevar sólo por vuestros privilegios y vuestras pretensiones, os olvidáis de lo esencial: el amor por la obra. Lo hacéis igual que unos principiantes. ¿La corporación de Nejen? Una banda de vanidosos satisfechos con su mediocridad. Teníais razón en dejar vuestras herramientas, se las merecen artesanos mejores. Terminad a vuestro ritmo los pedidos de mobiliario, lo liquidaré en las provincias de alrededor sin mencionar su origen. El palacio real, por su parte, tendrá que esperar. Me toca explicar la ausencia de un equipo cualificado. —¡Eso es falso! —protestó el jefe de taller. Imhotep levantó un cofre de sicomoro. —¿Estáis orgullosos de este fiasco? ¡Un aprendiz concienzudo lo tiraría a la basura! Un denso silencio invadió el taller.

—Los artesanos son la élite de Egipto —añadió Imhotep—. Mancillar la nobleza de la mano viene a ser como traicionar el espíritu. Os concedo una última oportunidad: deshaceos de estos adefesios y probadme vuestra verdadera capacidad. En caso de que fracaséis, cerraré este taller y recomendaré la desaparición de esta institución.

20

L os preparativos para partir habían acabado. Los asnos llevarían cestos que contuvieran alimentos y ropas, cada soldado dispondría de una mochila para su estera, su taparrabos de recambio y remedios tales como colirios contra la sequedad de los ojos y pomadas para repeler los piojos del desierto y otros insectos. Zoser había exigido esteras de primera calidad, con el fin de ofrecerles a los soldados un lecho agradable al final de las largas horas de marcha. Cuando el príncipe salió del palacio, los miembros del cuerpo expedicionario se sintieron tranquilos. La prestancia de su jefe, su autoridad natural y su mirada directa los conduciría al éxito. Los libios, que no destacaban por su valor, no se atreverían a entablar combate, y todos los egipcios regresarían vivos a sus casas tras una demostración de fuerza. La regente Nemaat adornó el cuello de su hijo con un amuleto que representaba el ojo de Ra. Animado mediante magia, iluminaría el camino y arrojaría una llama sobre los enemigos visibles e invisibles. «Una precaución ridícula», consideró la Sombra Roja, mezclada entre los dignatarios. Con el rostro grave, se preguntaban si volverían a ver al príncipe Zoser. Muchos temían un fracaso sangrante y le rogaban a la regente que reforzara las fortificaciones de Menfis. Victoriosas, ¿no atacarían las hordas libias la capital de las Dos Tierras? Según los oficiales superiores, eso era imposible. Los merodeadores de las arenas se contentaban con saquear las caravanas y no abandonaban sus dominios. Zoser rechazó la silla de manos y salió de la urbe al frente de sus hombres. La población, inquieta, permaneció en silencio. La Sombra Roja se abstuvo de sonreír.

Repentinamente, los cultivos desaparecieron y se hizo el desierto. El explorador en jefe aprovechó durante el primer día un buen camino, luego tuvo que fiarse de su instinto, pues un viento de arena había borrado el itinerario previsto. Una docena de arqueros permanecieron en alerta por temor a las fieras merodeadoras y a una incursión libia. Zoser quería restablecer el control de Egipto sobre la zona que se extendía entre Menfis y el puerto [14] donde se embarcaban los artesanos con destino a las minas de turquesas y de cobre del Sinaí. La zona de seguridad permitía viajar en paz a las caravanas, desde ese punto acompañadas de militares.

Por fin reapareció el camino y la tropa alcanzó un pequeño fortín abandonado. ¡El mapa del estado mayor no lo mencionaba! Zoser ordenó agrandarlo y dejó allí una guarnición. En el futuro, la ruta estaría jalonada por puestos de guardia constantemente abastecidos. Desde lo alto de un montículo, una pantera observaba a los intrusos. Un arquero tensó su arco. —Déjala vivir —decidió Zoser—. Nos protege. Encarnación de la diosa Mafdet, ¿acaso la pantera no cuidaba de la Casa de Vida, receptáculo de rituales y de textos sagrados, al quitarle de encima a los profanadores? El príncipe y el gran felino cruzaron sus miradas, los asnos se quedaron quietos y los soldados se prosternaron. Los testigos de ese momento privilegiado comprendieron que el príncipe no era un simple notable, sino que se relacionaba con lo invisible y las potencias de la creación. La pantera lanzó un grito extraño que parecía una llamada, dio media vuelta y se alejó. —¡Sigámosla! Diez hombres conmigo. La pequeña tropa escaló una pedregosa colina bajo un sol ardiente. En su cima, Zoser vio a la mensajera de lo invisible, que avanzaba sin prisa porque no temía a sus perseguidores. Inscritas en la arena, ondulaciones de serpientes. —A estas horas duermen —apuntó el explorador en jefe—. Sin embargo, os aconsejo que no vayáis más lejos, alteza. Ese territorio está lleno de trampas. —La pantera nos espera. —Vuestra seguridad... —Continuemos y estemos listos para combatir. El explorador soñó por un instante con las palmeras de Menfis, con sus jardines sombreados y con una cerveza fresca paladeada en una pérgola. Zoser avanzaba despreciando el peligro. La pantera subió una nueva colina y desapareció. Seguir al príncipe exigía un duro esfuerzo, tanto apretaba el paso. Importunado, un escorpión negro salió corriendo. El explorador en jefe, sin aliento, se puso a la altura de Zoser, que observaba a lo

lejos. —Allí, mira. El aire ardiente nublaba la vista. —Veo... ¡arena! —Mira mejor. El explorador se frotó los párpados. Y lo vio.

Ignorando las órdenes de Tanú, Pie-torcido no había matado a todos los mercaderes de la última caravana atacada y se había quedado con dos chiquillas apetecibles. Debería haber abandonado también su territorio de caza y haberse refugiado en una gruta, fuera del alcance del ejército egipcio. Pero Pie-torcido no le tenía miedo a nadie, y ardía en deseos de violar a aquellas crías antes de cortarles el cuello y aniquilar a la tribu de Tanú, aquel pretencioso pagado de su superioridad ilusoria. El libio desnudó a sus presas y las tiró al suelo. Una única duda le quedaba: ¿por cuál empezar? No tuvo tiempo para proseguir con su reflexión, pues la flecha de Zoser le atravesó la garganta. Con una desventaja de uno contra cinco, los egipcios aprovecharon el efecto sorpresa. A la eficacia de los arqueros le sucedió una avalancha mortífera, alimentada por una ira ciega. Nada de prisioneros, ningún herido grave entre los egipcios: dos chiquillas y unos mercaderes liberados.

Por tres veces, la pantera guió a Zoser hasta la guarida de los merodeadores de las arenas. Las operaciones punitivas quedaron coronadas por un éxito semejante al anterior y comenzó a circular un rumor: Zoser restablecía el orden sin dar cuartel. Los últimos libios renuentes obedecieron las consignas de Tanú y se retiraron lejos de aquella región que se había vuelto peligrosa. Se levantaba un fuerte viento. Los egipcios se refugiaron al abrigo del nuevo fortín construido con las piedras del desierto. —Alteza, creo que nuestra misión ha llegado a su fin —avanzó el explorador en jefe —. La pantera no ha vuelto a aparecer, y la ruta es completamente segura. El eco de vuestras hazañas habrá llegado a oídos de los merodeadores de las arenas, quienes se alejarán desde ahora de esta tierra.

Zoser reflexionó. El explorador, inquieto, se imaginaba ya largas exploraciones en el corazón de las soledades ardientes. —Cuando el viento amaine, volveremos a Menfis. La tormenta no duró más que tres días y la tropa estuvo pronto lista para partir. ¡Qué magnífico balance! Los libios repelidos, la seguridad restablecida, el poder de Egipto reafirmado. El príncipe Zoser había dado la talla como jefe militar capaz de proteger a su país. Ante el éxito de esa misión, el gran consejo no podría diferir la coronación. Por su parte, los asnos también tenían prisa por volver a ver un paisaje menos duro y establos cómodos. Dignos colaboradores, serían bien mimados. No obstante, al comienzo del segundo día de marcha, el animal de cabeza ralentizó repentinamente el paso al acercarse a una senda estrecha entre dos mesetas rocosas. —Detengámonos —propuso el explorador en jefe—. No es normal, voy a ver si tiene una herida. Zoser asintió. Por encima del desfiladero daba vueltas un halcón, encarnación del dios Horus, protector de la realeza. De pronto, se abalanzó en picado hacia una presa invisible. Un grito de dolor, de una increíble intensidad, dejó estupefactos a los egipcios. Saliendo de su escondite, con el rostro ensangrentado, apareció un libio en la cima de una de las dos mesetas y se desplomó gritando mientras el halcón remontaba a lo alto del cielo. —¡Al ataque! —ordenó Tanú al verse obligado a abandonar su plan inicial. A los arqueros les dio tiempo a abatir a una veintena de merodeadores de las arenas, pero el cuerpo a cuerpo era inevitable. Utilizando una pesada espada corta que sólo él podía manejar, Zoser se mantuvo al frente de sus hombres. A pesar de su inferioridad numérica, se sentían animados por una inagotable voluntad de vencer que les era transmitida por un jefe así. La contienda fue violenta y breve. Muy pronto, los libios, diezmados, comprendieron que no lograrían derribar al coloso de la espada llameante. Su magia duplicaba las fuerzas de los soldados y los transformaba en leones. Huyó un primer merodeador de las arenas, seguido pronto por sus compañeros. —¡Nos dan la espalda como unos cobardes! —exclamó el explorador. Los arqueros no erraron sus blancos. Del pequeño ejército de Tanú, ya lejos del lugar de la emboscada fallida, no

quedaban más que miserables jirones. —Los dioses nos han sido favorables —constató el explorador—. Han animado vuestro brazo, alteza. No deberíamos haber escapado de esa trampa. Antes de cada paso peligroso, iré yo mismo a examinar el terreno. —Es inútil —juzgó Zoser—. A partir de ahora, el camino está libre.

21

L a pelea estalló ante la entrada del almacén donde se guardaban las herramientas de los carpinteros, cuidadosamente limpiadas al final del día de trabajo. Enfrentó a un especialista de la azuela con un virtuoso del destral acusado de haber robado a su colega. Subió el tono, se formaron dos bandos, se profirieron insultos y se soltó el primer puñetazo. Agobiado, un aprendiz fue a avisar a Imhotep. El director de la corporación de Nejen estaba comiendo en la linde de un campo vecino en compañía de los campesinos puestos bajo su mando. Apreciaban a su nuevo superior, que se mostraba atento ante sus dificultades. Al contrario que su predecesor, Imhotep no los miraba por encima del hombro y se esforzaba por facilitar su labor. —¡De prisa, jefe! ¡Los artesanos se están peleando! Imhotep dejó su puré de habas y corrió hasta la comisaría. Un policía de guardia miraba a lo lejos, los demás dormitaban. —Seguidme. —¿Qué pasa? —preguntó el policía, apático. —Una riña. —¡En eso no nos metemos! Los artesanos son irascibles y peligrosos. —Despierta a tu jefe. —¿Queréis sancionarme? —¡Despiértalo! La operación exigió cierto tiempo. Con la mirada nublada, el teniente de la policía reconoció a Imhotep. —Ah, sois vos... ¿Alguna urgencia? —Debemos interrumpir una reyerta. —Con todos mis respetos, ¡ni hablar! Esos muchachos están acostumbrados a tener

sus conflictos, ejercen su propia ley. —¿Os negáis a intervenir? —Afirmativo. Y manteneos también vos al margen. A buen paso, Imhotep llegó al lugar de la batalla campal. Había dos hombres por el suelo, el primero con el brazo fracturado; el segundo, la pierna; heridas y chichones proliferaban entre los combatientes, algunos de los cuales estaban fuera de sí. —Basta —bramó Imhotep—, ¡calmaos inmediatamente! Los camorristas pararon en seco. El virtuoso del destral, con una cuchillada en la frente y un ojo a la funerala, se quedó mirando al intruso. —¿A cuento de qué te metes, hombrecito? —A cuento de hacer reinar el orden en esta institución que dirijo. —¡Aquí el director soy yo! Pego a quien quiero, cuando quiero. Vuélvete a tu despacho y déjanos en paz. —Estás suspendido de empleo y sueldo durante dos semanas —decidió Imhotep—, seguidas de un año de prueba. Al más mínimo acto violento, serás despedido. El artesano se quedó desconcertado unos instantes. Luego se echó a reír. —¿Tú me vas a dar órdenes a mí? ¡Te voy a partir la cara! —No des un paso más —ordenó Imhotep, que tendió el brazo con la palma de la mano derecha abierta hacia el furibundo. Echando espumarajos por la boca, éste trató de avanzar. Pero, inmovilizado por una fuerza misteriosa, sólo lograba patalear. Poco a poco terminó cayendo hacia atrás, incapaz de tenerse en pie. Su torpe caída desató la hilaridad general. —¡Imhotep te ha derribado sin tocarte! —gritó un aprendiz. Los gemidos de un herido alertaron al vencedor. —¡Me he quedado ciego! —se quejaba. Instintivamente, Imhotep lo magnetizó. Un suave calor calmó la inflamación, la neblina se dispersó y reaparecieron los colores.

—¡Veo, veo! ¡Me has curado! Amainada su fiebre guerrera, los artesanos se apartaron. Ya no miraban a su superior de la misma manera. Uno no se subleva contra un mago dotado de tales poderes. El virtuoso del destral se levantó lentamente, encantado de tener todavía piernas. Le castañeteaban los dientes. —Ésta ha sido vuestra última pelea —anunció Imhotep—. Acepto pasar página y no castigar a nadie. A partir de ahora, en caso de disputa, os dirigiréis al teniente de policía. —¿Estáis de broma, jefe? —se indignó el aprendiz—. ¡Es un canalla! —Considerad ese problema resuelto y cumplid mis directrices. Mañana os daré vuestro plan de fabricación. Juntos volveremos a ganarnos el aprecio del palacio real. Imhotep regresó a la comisaría. El soldado de guardia también se había dormido. Lo despertó una patada en las tibias. —Esta vez vais a seguirme todos —ordenó Imhotep. —¿Adónde vamos? —Os invito a comer. Los policías salieron de su letargo. El nuevo intendente sabía cómo adaptarse. Imhotep les rogó a sus amigos campesinos que invitaran a los funcionarios a tortas, puré de habas y dátiles. Los huéspedes se atiborraron entre bromas. —Devolvedme vuestras porras y vuestros puñales —exigió el director de la corporación de Nejen. —¿Por qué? —dijo sorprendido el suboficial. —Porque estáis despedidos. Los campesinos os sustituyen, vosotros sustituís a los campesinos. Es hora de que os pongáis a trabajar. Os vigilarán de cerca, y os recomiendo no parar. De lo contrario, mi informe os encerrará en prisión.

Unos escribas eficaces y meticulosos, una administración rigurosa, existencias cuidadas, carpinteros contentos de tallar objetos de buena calidad: Imhotep estaba orgulloso de su corporación. Nada de enfrentamientos entre artesanos, respeto a la jerarquía, una sana emulación y la búsqueda del trabajo bien hecho. La vieja institución recuperaba el vigor de antaño, y el reciente pedido de mobiliario a la corte real de Menfis no tendría por qué

disgustar al canciller Hezyre. El primero en pie y el último en acostarse, Imhotep le daba importancia al más mínimo detalle, ya se tratara de la limpieza de la zona destinada a los granos, de la cantidad de panes producida cotidianamente, de la rotación de los barcos de carga o de la frecuencia de las patrullas de policía. Escuchaba quejas y críticas, no dejaba que ningún asunto se estancara, y explicaba sus decisiones. Al ganarse la confianza de sus subordinados, el joven veía su autoridad indiscutida. Como único fracaso: que no había tenido ni la sombra de un indicio relativo al taller secreto del que le había hablado el Viejo del astillero. ¿Se había burlado de él? ¿Perdía el juicio? Si aquel taller misterioso existía, no se encontraba en Nejen. En todo caso, los consejos del anciano todavía eran válidos. Vigilancia, perseverancia, servicio a la obra y rectitud seguían siendo las guías de Imhotep. La nostalgia de Menfis a menudo le impedía dormir. Ni el encanto de la región de Nejen ni la amplitud de su tarea le hacían olvidarse de su ciudad natal, de su visión de un paraíso en el corazón del desierto, ni del rostro de la inaccesible Neferet. ¿De qué texto cargado de magia se estaría ocupando? ¿Se habría casado? No obstante, eran preguntas estúpidas, dado que no volvería a verla nunca más. Su existencia había arraigado en Nejen, probablemente pasaría allí el resto de sus días. El campesino convertido en teniente de policía interrumpió sus meditaciones. —¿Puedo hablar contigo, Imhotep? —Te escucho. —Salgamos, ¿quieres? Ambos dejaron el despacho del director, atestado de papiros. Hacía un día magnífico, un calor agradable. —Pareces abrumado —observó Imhotep—. ¿Algún incidente grave? —No me concierne de manera directa. —Entonces ¿a quién? —Es difícil de decir, tan difícil... Al nombrarme para este puesto has cambiado mi vida, y te lo agradezco. Entre mis competencias hay una que me gusta poco: la recepción y criba del correo oficial. —¿Una mala noticia? —Muy mala.

—¿Disturbios en Menfis? —No, esta noticia te concierne sólo a ti. Imhotep se quedó paralizado. —Habla, ¡te lo ruego! El teniente de policía bajó los ojos. —Tu madre ha muerto.

22

E l calor del verano se volvía abrumador. La naturaleza, los animales y los seres humanos esperaban la llegada de la crecida. En ausencia de un faraón, ¿qué decisión tomaría Hapi, la energía de la corriente? Demasiado débil y la inundación no alimentaría el país; demasiado fuerte y lo devastaría. Ciertamente, había reservas de grano, pero ¿serían suficientes frente a una catástrofe? La regente reunió con carácter urgente al gran consejo, arrancando a sus miembros de sus tareas habituales. Al ver aparecer al ritualista en jefe Anjy, portador de un pesado bastón de mando reservado al futuro faraón, uno de los guardias del palacio sintió escalofríos. La fiebre lo debilitaba, las piernas apenas lo sostenían. En el momento en que Anjy pasaba por delante de él, el guardia vaciló. En un gesto instintivo, con el fin de evitar la caída, se agarró al bastón sagrado. Unas ondas ardientes lo repelieron y el torpe cayó hacia atrás, desmayado. Todos sabían que en ningún caso había que tocar aquel símbolo de la realeza. Sólo el ritualista en jefe, protegido por las fórmulas mágicas de la Casa de Vida, estaba autorizado a tocarlo durante un breve período. Hezyre en persona examinó al guardia. —Le ha rozado la muerte. Lo curaremos. El enfermo fue transportado a la enfermería de palacio; los miembros del gran consejo penetraron en la sala de audiencias y saludaron respetuosamente a la regente. —He recibido un informe alarmante de la policía del desierto —declaró la reina Nemaat con voz de preocupación—. Parece que el príncipe Zoser y el cuerpo expedicionario han sido víctimas de una emboscada. ¿Cómo podría haber sabido la reina que el documento procedía, en realidad, de la Sombra Roja? Al sembrar el pánico en la cúpula del Estado, preparaba la caída de la capital y la desaparición definitiva de la institución faraónica. —¿Ese texto da algún detalle? —quiso saber el canciller.

—Habla de una amarga derrota y del triunfo de los libios. —¿Y si fuese falso? —aventuró el consejero Baten. —¿Quién sería el autor? —dijo sorprendido su colega Ajeta. —¡Un adversario del príncipe Zoser deseoso de hacerse con el trono! —En ese caso, tiene que salir a la luz pronto y ganarse nuestra adhesión —juzgó Hezyre—. Una maniobra así me parece pueril. —En otras palabras —lamentó el ritualista Anjy, aturdido—, ya no volveremos a ver al príncipe Zoser. ¿Qué será de nosotros? ¿Sobrevivirá Egipto? ¡Sólo él daba la talla como faraón! —No perdamos la esperanza y preparemos en seguida la defensa de Menfis — recomendó Baten. —Los libios no se atreverían a atacarnos —objetó Ajeta—. El ejército está ocupado en la consolidación de los diques con vistas a la crecida, y esa tarea me parece prioritaria. ¿No basta la muralla blanca para protegernos? Nuestros arqueros de élite acabarán con un posible asalto. —Menudo optimista —masculló Baten. —Concedámonos un tiempo para reflexionar y tratemos de obtener confirmación de esa terrible noticia —propuso el canciller. La regente le dio su aprobación a Hezyre. Con cara de cansancio, no habría soportado largos debates.

Propagado por la Sombra Roja, el rumor recorría la capital: los libios habían vencido a Zoser, muerto en combate, y el poder se hallaba desconcertado. Pronto Menfis quedaría en manos de una horda salvaje, el ejército no podría resistirse. Algunos pensaban en huir hacia el sur, otros se adherirían a los nuevos amos del país. Y la crecida tardaba y la canícula agotaba a los seres vivos. Al amanecer, Geb el cachorro salió de palacio y, con paso decidido, cruzó la urbe en dirección a la puerta grande de la muralla blanca ante la mirada de diversión de los primeros transeúntes. Dotado de un vigor y de una resistencia sorprendentes, escogió el mejor itinerario. La propia puerta grande era un obstáculo infranqueable que arañó desesperadamente

con su pequeña pata. Un suboficial se acercó a él. —¿Te has perdido, pequeñajo? El collar de cuero rojo, marcado con el nombre del cachorro, probaba su pertenencia a una familia noble. Devolver al fugado le proporcionaría seguramente una recompensa. —¡Una tropa a la vista! —gritó el vigía desde lo alto de las murallas. —¿Amigos o enemigos? —preguntó el suboficial. —Es imposible de decir. —¡Zafarrancho de combate! De inmediato se alertó a los arqueros de élite, que se apostaron en las almenas. La infantería al completo no tardaría en concentrarse en los lugares estratégicos, y el comandante de la guarnición se encargó de prevenir a la regente. Los libios no habían perdido el tiempo. Geb, por su parte, escapó del suboficial y se puso de nuevo a arañar la puerta. Los soldados corrían en todas direcciones, estallaron las órdenes contradictorias. Evidentemente, Menfis no estaba lista para el combate. —¡No son merodeadores de las arenas! —exclamó el vigía—. Parece..., sí, es él, ¡es el príncipe Zoser! La noticia fue recibida entre aclamaciones, los militares se congratularon, Geb ladró de alegría. Por fin se abrió la puerta grande y el cachorro se lanzó al encuentro de su amo, del que había presentido el regreso. Zoser lo cogió al vuelo y aceptó dejarse lamer la cara. —Tú nunca lo dudaste, Geb. El cachorro jadeaba con el corazón latiéndosele del pecho. Cuando tuvo la cabeza en el hombro del príncipe, recobró la calma y vio salir de la ciudad a una multitud numerosa y tranquilizada. Zoser era un héroe victorioso.

Un potente sol iluminaba la tenaza principal del palacio de Menfis. La regente y los miembros del gran consejo recibieron al príncipe bajo un quiosco de madera dorada. —Misión cumplida —declaró—. La ruta que lleva a las minas ya es segura, y he tomado las medidas necesarias para que esa situación sea duradera. Por desgracia, ¡he de lamentar la pérdida de dos hombres! Se beneficiarán de una sepultura y de los ritos apropiados y se les concederá una pensión a sus familias. Los tres heridos graves han sobrevivido, nuestros médicos se ocupan de ellos. Propongo atribuir una casa y un terreno cultivable a cada uno de los valientes que me permitieron escapar de la emboscada libia. El asunto parecía bien preparado, y les agradezco a los dioses que hayan cambiado nuestro destino. —Sólo vuestra magia los ha convencido de intervenir —opinó el ritualista en jefe —. ¡He aquí la señal tan esperada! El canciller Hezyre permaneció impasible. —Alteza, ¿habéis identificado al autor de esa agresión? —Desgraciadamente, no. Mis hombres no han hecho prisioneros, y no les he dado orden de perseguir a los huidos por miedo a una segunda trampa. Dad por seguro que se llevará a cabo una investigación. Uno de los asistentes de Anjy osó interrumpir la conversación. Su rostro expresaba una emoción intensa. La regente lo autorizó a hablar. —Majestad, ¡un correo procedente de los especialistas del nilómetro de Elefantina! [15] La crecida acaba de renacer. Según sus previsiones, ¡será abundante y favorable! —¡Una señal más! —juzgó el consejero Baten—. ¿El canciller está satisfecho? La princesa Redyit le ofreció una copa de agua fresca a la regente. A pesar del dolor, Nemaat sonreía. ¿No era el faraón responsable de la crecida? Hapi saludaba el nacimiento real y lo avalaba. A pesar de sus reticencias, Hezyre debía claudicar. —Príncipe Zoser, habéis superado pruebas penosas —le recordó el canciller—. Necesariamente os han hecho madurar. ¿Habéis cambiado de opinión? ¿Renunciáis a los trastornos anunciados y a la fundación de una nueva dinastía? —No, canciller. Esas pruebas han reforzado mi determinación. —En ese caso, sigo oponiéndome a vuestra coronación.

Entonces surgió del sol cenital un halcón de un tamaño desacostumbrado que bajó en picado hasta la terraza del palacio real. Tras desplegar sus inmensas alas, trazó un amplio círculo por encima de Zoser y se posó en los hombros del príncipe. Sus garras no desgarraron la carne de su protegido; envolvió la nuca del coloso y le transmitió su pensamiento, nacido del corazón del universo. Horus nombraba a su encarnación terrestre. El canciller Hezyre se prosternó. —¡He aquí la auténtica señal! Ojalá vuestro reinado sea feliz y próspero, majestad. Soy vuestro servidor y os juro fidelidad.

23

L a inundación había llegado a la ciudad de Nejen. Durante varios días, el Nilo no sería navegable y no se podría beber su agua. Esos inconvenientes no atenuaban la alegría de la población, pues la crecida se anunciaba excelente. Llegada del cielo, surgida de la caverna sagrada de Elefantina, el agua fecundadora dejaría en las tierras un limo tan fértil que los campesinos obtendrían varias cosechas de cereales a lo largo del año. El acontecimiento decía mucho en favor del nacimiento de un nuevo faraón, y se imponía el nombre de Zoser. ¿Acaso no celebraba así su advenimiento Hapi, el buen genio del Nilo? Esta vez el gran consejo ya no dispondría de ningún argumento para seguir dando rodeos. Con el fin de celebrar la llegada de la inundación, Imhotep había concedido tres días de descanso al conjunto del personal. Se organizaban fiestas y la cerveza corría a raudales. No había queja del calor, y el entusiasmo de las bailarinas y de sus pretendientes parecía inagotable. Por su parte, el director de la corporación de Nejen seguía encerrado en su despacho. Incapaz de participar en los festejos, databa de olvidar mediante el trabajo. Pero el rostro de su madre no dejaba de obsesionarlo, y lamentaba estar atado a aquella provincia lejana. Debería haberla socorrido, haberla ayudado, haberle transmitido su fuerza. Y ni siquiera había celebrado el rito funerario. Solo en el mundo desde ese momento, se consagraría a su tarea apartando de sí la idea de la felicidad, aquella felicidad sencilla que los dioses le negaban, Al acostarse, el joven sintió la necesidad de estirar las piernas. En la puerta de su despacho lo esperaba Viento del Norte. Los grandes ojos marrones del asno reflejaban tristeza y solidaridad. —Tú compartes mi duelo auténticamente. Los dos amigos tomaron por un sendero que dominaba las aguas. El Nilo se extendía llenando a su paso unos estanques de retención cuyo contenido, a lo largo de los próximos meses, serviría para la irrigación. Empezaban a circular barcas, algunos buenos nadadores disfrutaban de un gran lago con remolinos a veces peligrosos, por lo que se equipaban con flotadores de caña. Con los machotes decididos a deslumbrar a grupos de jóvenes admiradas, la competición estaba en su apogeo. ¿Acaso el más rápido no recibiría los favores de alguna chica guapa? Las últimas luces del día crearon un fresco de una belleza deslumbrante. Poco a

poco, las docenas de matices de plata, de anaranjado y de oro cedieron su sitio al azul profundo, anunciador del matrimonio de la noche y del cielo. Nacieron miles de estrellas y esa visión proporcionó a Imhotep una paz inesperada. Aparentemente, el sol moría y nadie sabía si renacería. No obstante, esa esperanza animaba los corazones y se afirmaba que los ritos celebrados en el secreto de los templos, accesibles a un pequeño número de iniciados, contribuían a la victoria de la luz. ¿Era realmente posible superar la muerte? Al trabajar la materia, el artesano le daba otra forma de existencia. La piedra y la madera podían convertirse en estatuas de los dioses y de los reyes cargadas de magia. ¿No practicaban los sabios de la Casa de Vida esos misterios? ¿No poseían sus claves? Imhotep sintió el intenso deseo de emprender ese camino y no seguir siendo un mero técnico. Pero ¿cómo hallar el acceso? Un niño se le acercó. —¿Eres tú el mago? Imhotep sonrió. —¿Por qué supones eso? —Has curado a un ciego. —Tuve el favor de los dioses. —Mi hermana está muy enferma, ven a mi casa. —Sería mejor consultar a un médico. —No sabe curarla. ¿Vienes? Viento del Norte se había levantado. El niño lo acarició y los tres se encaminaron hacia un pueblo vecino. La chiquilla, de unos diez, años, tenía fiebre alta y respiraba mal. Los padres, desesperados, recibieron a Imhotep como a un salvador. —Ayudadla, ¡os lo suplico! —le imploró la madre. El joven le impuso durante mucho tiempo las manos. La frente de la pequeña quemaba menos; sonrió. La energía circulaba de nuevo; se incorporó. Su madre la cubrió de besos. El padre se prosternó ante el mago. —¡Habéis salvado a mi hija!

—Os enviaré al médico de la corporación de Nejen. Él prescribirá los remedios necesarios y no tendréis que pagarle.

Imhotep volvió al trabajo. Tratando de olvidar la curación milagrosa de la chiquilla, cuyos méritos no dejaban de elogiar los padres, se centraba ahora en poner en orden los mil y un problemas de la institución. Los responsables se mostraban a la altura de sus tareas, y el tercer pedido de muebles de valor estaba listo para salir hacia la capital. El teniente de policía le entregó dos cartas procedentes de Menfis: la primera firmada por Sagaz; la segunda, con el sello del canciller Hezyre. Imhotep dio prioridad a la amistad. El nuevo intendente del taller de los fabricantes de vasijas no se quejaba de su suerte, todo lo contrario. Afluían los encargos y los artesanos aceptaban su manera de dirigirlos, inspirada en su predecesor. Sagaz trataba con consideración a los antiguos y velaba por el respeto mutuo. Echaba mucho de menos a su amigo y necesitaba consejos. Seguía una lista de preguntas. Según contaba Sagaz, la princesa Redyit había visitado el taller en varias ocasiones con distintos pretextos. Nunca dejaba de pedir noticias de Imhotep, descuido su pronto regreso. Con humor cambiante, exigía objetos difíciles de fabricar y plazos imperiosos. A pesar de sus esfuerzos. Sagaz no lograba ablandarla. Por culpa de los caprichos de la guapa muchacha, ¡tenía que hacer horas extras! «Nejen también tiene sus cosas buenas», pensó el director de la corporación. Rompió el sello del sobre de la cancillería, imaginándose su contenido. Los servicios de Hezyre reclamaban un informe detallado de su actividad, emitían quejas y reproches, y exigían más eficacia. Vistos los resultados, Imhotep podría defender a su personal de unos funcionarios puntillosos de la administración central que ignoraban la realidad del terreno. Estupefacto, leyó y releyó la misiva para convencerse de que no se engañaba. Primero, un hecho excepcional: estaba escrita de puño y letra del canciller. Luego, el texto, muy corto y aderezado de breves fórmulas de cortesía, le intimaba una orden inesperada: Imhotep debía volver inmediatamente a Menfis.

24

N o faltaba ni un cortesano, la sala de audiencias de la reina Nemaat zumbaba como una colmena. Cuando el canciller Hezyre apareció, con las mejillas hundidas y el paso lento, los pesimistas aguardaron una declaración que pusiera en tela de juicio la información más importante de aquellos últimos días: la próxima coronación del príncipe Zoser. Envuelto en un abrigo largo, el viejo escriba no respondía a ninguna pregunta y tomó asiento en la primera fila, donde se encontraba la princesa Redyit, admirablemente maquillada, el consejero Baten de cara rellena, su colega Ajeta, enflaquecido, y el ritualista en jefe Anjy, que sostenía el bastón de mando. Circulaba un rumor: Zoser sería nombrado general en jefe y renunciaría al poder supremo. La regente seguiría dirigiendo Egipto, el gran consejo elegiría en su seno al nuevo faraón. En ese caso, ¿no asistirían a una feroz lucha de clanes? Por fin, la reina Nemaat se sentó en el trono de los vivos. Su dignidad impresionó a los asistentes, y la firmeza de su voz sorprendió a más de uno. —El príncipe Zoser ha cumplido la misión que le habíamos confiado —declaró—. Gracias a la fortaleza de su brazo, se ha despejado la carretera de las minas y las caravanas viajarán seguras. Tras haber cumplido el rito de la carrera de la muralla blanca, se ha comportado como un guerrero lúcido y valiente capaz de repeler a las fuerzas de las tinieblas. Varias señales lo han designado, y la última fue abrumadora: el halcón de Horus reconoció a su encarnación terrestre. Numerosos dignatarios miraron en dirección a Hezyre. El canciller aprobó las palabras de la regente asintiendo con la cabeza. —Por unanimidad —prosiguió Nemaat—, el gran consejo propone elevar a Zoser a la función suprema de la que dependen la prosperidad de Egipto y la felicidad de sus gentes. Como garante de la ley de Maat, confirmo esa elección. Príncipe, ¿la aceptas? Todos se apartaron para dejar paso al coloso. ¿Acaso su porte y su aspecto regio no ofrecían ya la respuesta? Zoser se inclinó y miró a la regente. Se hizo un largo silencio y les entraron algunas dudas. La propia reina percibió la

vacilación de su hijo hacia los deberes abrumadores de la institución faraónica. Dejando a un lado esperanzas, ambiciones y sueños, por legítimos que éstos fueran, la realidad imperaba. ¿Renunciaría el aspirante en el mismo momento de dar el paso? —Tu respuesta, alteza. —Como mis predecesores, me comprometo a consagrar mi existencia a la función que me confían. —Recibe de la regente el reconocimiento de Egipto. La reina y el futuro faraón se abrazaron.

El corpulento consejero Baten ofreció a los principales dignatarios un suntuoso banquete, en el transcurso del cual los invitados no abordaron más que un tema: los preparativos de la coronación de Zoser. Presente y silencioso, el canciller Hezyre picoteó y se conformó con una única copa de vino. Había sufrido una amarga derrota. Sin duda alguna, sería apartado y reemplazado. ¿Conocería el distante y trabajador Ajeta mejor suerte? ¿Su colega Baten sería escuchado por el nuevo faraón? Sólo el ritualista en jefe Anjy, partidario incondicional de Zoser, parecía intocable. Según autoridades bien informadas, el monarca preparaba profundos cambios. Durante su primer juramento había impresionado a los más escépticos, habituados a las intrigas de la corte. Nadie podía presumir de ser amigo y confidente de Zoser, nadie conocía sus verdaderas intenciones. La elegancia de la princesa Redyit atraía las miradas, y su último amante se lamentaba por haber sido despedido el día anterior. ¿La eficaz y temida directora de la Casa de la Reina conservaría su puesto, tan codiciado, tras el retiro de la regente Nemaat? La nueva gran esposa real nombraría a una de sus allegadas, y ya se preguntaban por el papel exacto de la indescifrable Apacible, indiferente a la vida mundana. ¿No marcaba ese banquete el fin de una época? Al día siguiente, gran cantidad de dignatarios con una carrera completamente trazada se verían obligados a abandonar el palacio real. ¿Los llevaría su decepción a sembrar de trampas el camino del faraón responsable de su decadencia? Y si Zoser se mostraba demasiado impaciente y daba pie a disturbios intolerables, ¿sobreviviría a sus errores? El canciller Hezyre fue el primero en retirarse. No había pronunciado ni una sola palabra.

El encuentro tuvo lugar en una granja aislada, al norte de Menfis. Nervioso, el libio Tanú había seguido las directrices, confiando su seguridad a los hombres de la Sombra Roja. Con la lengua cortada, los dos brutos armados con puñales no se arriesgaban a hacerle revelación alguna. Tras su fracaso, ¿Tanú debía esconderse o rendir cuentas? Una larga reflexión lo había conducido a la segunda solución. ¿No disponía la Sombra Roja de poderes que le permitirían encontrar al libio y torturarlo? Como se tomaba en serio sus amenazas, prefirió explicarse y tratar de obtener la indulgencia de aquella temible criatura. Los brutos empujaron a Tanú al interior de la granja. Entró en una habitación oscura y polvorienta que olía a purines. Instintivamente, el libio buscó un objeto que pudiera servir de arma. Cogió una laya y comprobó que... ¡ardía! —Estoy aquí, amigo. Petrificado, Tanú soltó la herramienta y se volvió. Una capa rojo oscuro, una máscara roja de tejido tupido que deformaba la voz... El monstruo contemplaba a su esclavo. Tanú se arrodilló. —He fallado, señor, pero ¡puedo justificarlo! —¿Cómo? Balbuciente, el libio trató de escoger sus argumentos. —En primer lugar, por la indisciplina y la desobediencia entre los míos; luego, por la intervención de una pantera que se convirtió en la guía de Zoser hasta las guaridas de las tribus imprudentes; por último, ¡el ataque de un halcón arruinó mis planes! —¿Un halcón, dices? —¡Tenéis que creerme, señor! La emboscada había sido admirablemente dispuesta, Zoser y sus exploradores no se imaginaban nada. ¡Y luego ese maldito pájaro surgió de lo alto del cielo a la velocidad del rayo! Su presa fue uno de mis guerreros. Con la cabeza ensangrentada, loco de dolor, abandonó su escondite y los egipcios lo descubrieron. Desaparecido el efecto sorpresa, se desencadenó la batalla. —¿No erais superiores en número? Tanú bajó la vista.

—¡Ese coloso de Zoser valía por cien hombres! Y sus arqueros de élite no erraron el blanco. En terreno descubierto no teníamos ninguna posibilidad. —Tú huiste. —¡Retirada estratégica, señor! Sabía que los egipcios eliminarían a los vencidos. ¿Por qué morir tontamente? El tal Zoser no es un hombre común, ¡alberga en sí una fuerza sobrenatural! —¿Acaso crees en los dioses, Tanú? —Esa pantera, ese halcón, ese poder sobrehumano... ¡El príncipe domina la magia! —Pronto ese príncipe se convertirá en faraón. Y su magia se multiplicará. —Zoser, faraón... Dicho de otro modo, ¿mi misión ha terminado? —De eso, nada, Tanú. Al libio se le erizó el pelo. —¿Enfrentarme a un faraón? ¡Ni hablar! —¿Acaso te has ganado el poder de decidir? —Señor, ¡he visto a Zoser manejar una espada llameante! Traspasa con ella a todos sus adversarios. —¿Me consideras incapaz de destruirlo? —No, ¡oh, no! Yo, en cambio... —¿Te olvidas de la fortuna prometida? El libio entrevió una inmensa mansión, un ejército de servidores, de magníficas muchachas dispuestas a satisfacer sus deseos... ¡Había que seguir todavía con vida para todo eso! —No te pierdas en reflexiones ociosas —le recomendó la Sombra Roja—. Al entrar a mi servicio aceptaste obedecer ciegamente, y te alegrarás de ello. Zoser se está convirtiendo en un fabuloso enemigo, te lo reconozco. Sin embargo, no es consciente de los peligros que lo acechan y actuaremos con el fin de minarlo. Atacarás desde el exterior, yo desde el interior. —Las tribus libias se encuentran divididas y...

—Las unirás. —¡Es imposible, señor! La Sombra Roja abrió un saco. El brillo de unos pequeños lingotes de oro iluminó la penumbra. —¿Tus semejantes rechazarán a un jefe tan generoso? Cómpralos a buen precio, uno a uno, y guárdate una parte. Quiero una única horda libia, correctamente entrenada y decidida a adueñarse de Menfis. Ésa es tu misión, no lo repetiré. La Sombra Roja tiró el saco a los pies de Tanú. El saqueador de caravanas no había visto nunca fortuna semejante. Aquel empleador, hombre o mujer, era por fuerza un alto dignatario de la corte de Egipto.

25

U n gran ibis blanco sobrevoló el barco, cerca de Menfis. Su presencia tranquilizó a Imhotep, inquieto ante la idea de sufrir una avalancha de reproches por parte del canciller Hezyre. Defendería su trabajo y sus resultados punto por punto. No existía peor desgracia que la injusticia y, ni siquiera ante un personaje de esa categoría, el joven aceptaría acusaciones infundadas. Encantado con el viaje, Viento del Norte salió de su letargo. Imhotep lo cargó con grandes sacos que contenían su material de escriba y sus efectos personales. El asno fue el primero en bajar la pasarela e inquirió a su amo con la mirada. —Vamos al despacho del canciller Hezyre. A buen paso, Viento del Norte eligió el mejor itinerario. Al volver a ver la capital, Imhotep pensó en la inaccesible Neferet, a la que absorbían sus investigaciones en el corazón de la Casa de Vida. Tal vez se enterara de su destitución, pero ¿qué importancia tenía él a sus ojos? Numerosos escribas trabajaban en los servicios de la cancillería. Ninguno prestó atención al recién llegado, quien se dirigió a un soldado de guardia y le mostró la convocatoria de Hezyre. La espera fue larga. A mitad de la mañana, un secretario fue a buscar a Imhotep para conducirlo ante el canciller, como siempre vestido con un largo abrigo. Estaba de pie, examinando un mapa de Egipto. —¿Has tenido buen viaje, superior de la corporación de Nejen? —Excelente, canciller. —Ha llegado el tercer envío de muebles de lujo. El administrador de palacio lo ha examinado con detenimiento. —Asumo toda la responsabilidad. Los artesanos han trabajado según mis instrucciones, y he juzgado el resultado digno de ser presentado a los destinatarios. Con sus ojos inquisitivos, Hezyre miró fijamente al joven, que estaba dispuesto a

sufrir un violento asedio. —Excepcional resultado, en efecto —sentenció el canciller—. Esa institución agonizaba y, en muy poco tiempo, has vuelto a darle fuerza y vigor. La jerarquía ha sido restablecida, el taller es eficaz de nuevo, hay noticias unánimemente a tu favor... No esperaba un éxito semejante. Mi más sincera enhorabuena. Imhotep no daba crédito. —A las dificultades diarias se les añadió un duro golpe —prosiguió el canciller—. A pesar de la desaparición de tu madre, lejos de ti, no escatimaste el esfuerzo y te afanaste en cumplir con tu función. Es un comportamiento excepcional, a la altura de un servidor del Estado. En tu ausencia, nombré a un ritualista que se encargó de los funerales. Desde entonces, tus padres descansan en una tumba coronada con una capilla, donde podrás hacerles tus ofrendas. Tamaño privilegio, concedido sólo a un pequeño número de seres, dejó estupefacto a Imhotep. —¿Cómo... cómo puedo agradecéroslo? —La situación está evolucionando —le reveló Hezyre—. De regreso de una expedición victoriosa contra los merodeadores de las arenas, el príncipe Zoser será pronto coronado amo de las Dos Tierras. El halcón del dios Horus lo ha designado, el gran consejo se ha sometido. Se producirán profundos cambios en el gobierno, y nadie conoce los proyectos del futuro faraón. Sin embargo, debo dejar el cuerpo de funcionarios en buen estado, y la reforma de la corporación de Nejen obtiene el valor como ejemplo. Así pues, te he llamado a Menfis con el fin de que apliques tus métodos al conjunto de los servicios administrativos del reino. Eres así nombrado supervisor de todo el país y de lo que nos da el cielo, la tierra y el Nilo. Pongo a tu disposición un centenar de escribas y barcos rápidos que despacharán los correos oficiales a los responsables alejados. —Canciller, yo... —Titánica labor, lo sé. Conozco a los hombres, Imhotep, y has dado muestras de aptitud. Tus capacidades superan lo normal y te mereces hacer frente a los peores obstáculos. En caso de fracaso, serás el único responsable. ¿Aceptas esta misión? El artesano evitó reflexionar y se fio de su instinto. —Acepto. —Mira este mapa detallado. Tu éxito en Nejen hay que extenderlo a las instituciones encargadas de producir bienes y de asegurar así la felicidad diaria de la población. He señalado su emplazamiento, y entrarás en contacto con cada director después de haber examinado un informe relativo a la manera en que cumple con sus obligaciones.

El nuevo faraón debe disponer del máximo de riquezas y de un Egipto próspero a fin de llevar a cabo sus reformas. —¿Estáis... estáis a favor de ello? —En cuanto sea coronado, Zoser no será ya un hombre semejante a los demás. Guardián del testamento de los dioses, garante de la Regla de Maat, mantendrá la armonía entre el universo de las potencias creadoras y nuestro pequeño mundo, al que agitan las pasiones, la mediocridad, la ambición y el deseo de destrucción. Nos toca a nosotros, los servidores del rey, aligerar su fardo facilitando sus tareas materiales. El canciller dejó en manos de Imhotep una buena cantidad de papiros que incluían la información necesaria para el cumplimiento de su nuevo cometido. —Sé riguroso y no pierdas ni un momento —le recomendó Hezyre—. Te granjearás claras enemistades y te reprocharán tu intransigencia. No escuches ni a los aduladores ni a los quejicas y mejora la situación actual. —¿Podré pediros consejo? —En Nejen estabas solo. Pronto seré despedido, e ignoro si el rey prolongará tu misión. Date prisa en actuar y no cuentes más que con tus propias facultades. La juventud de Imhotep acababa de desaparecer. ¡Qué apacibles eran los tiempos de los hacedores de vasijas! Su superior decidía y corregía, el artesano se conformaba con ejecutar. Ahora le exigían una tarea que excedía sus capacidades y no se atrevía a negarse, impulsado por una Fuerza extraña. —Me intrigan unos rumores —añadió el canciller—. ¿Curaste a un ciego y a una chiquilla presa de una fiebre alta? —«Curar» es un término excesivo. El hombre sufría de una inflamación pasajera, y la pequeña no estaba siguiendo un buen tratamiento. —¿Aliviaste a esos dos enfermos? —Es posible —admitió Imhotep. —¿Qué método utilizas? —Lo ignoro, canciller. Pongo la mano sobre la parte del cuerpo dolorida y me parece sentir una energía que circula de nuevo. —Esa magia es un don de los dioses. Es cosa tuya hacerla consciente y utilizarla con criterio.

—No soy médico y... —No te pongas límites, Imhotep. Trabajar en palacio te abrirá numerosas puertas. Lucha contra la vanidad y la falsa modestia, vive las metamorfosis que te conducirán a tu verdadero ser, más allá de las vicisitudes de la existencia. Quiero comprobar tu talento como sanador y saber si conviene desarrollarlo. Sígueme.

La Casa de la Reina comprendía los aposentos privados de Nemaat, una panadería, una fábrica de cerveza, un establo, una escuela de música, de baile y de pintura, un telar... y sus servicios administrativos. El canciller Hezyre condujo a Imhotep hasta la enorme sala donde descansaba la reina, frente a un estanque bordeado por arriates de flores. —Majestad, os presento al nuevo supervisor de todo el país. Este joven ha hecho maravillas en Nejen, y estoy seguro de que servirá bien al reino. Además, Imhotep parece disponer de un don como sanador. ¿Aceptaríais su ayuda? Nemaat clavó la mirada durante largo rato en su huésped. —¿Por qué no? Acércate, Imhotep. Impresionado, el joven cruzó con lentitud la distancia que lo separaba de la soberana. —No poseo competencia médica alguna —confesó—, y temo decepcionaros. —¿Cómo procedes? —Utilizo el calor de mi mano. —Hoy me duele la nuca. El dolor es casi insoportable. —Majestad, ¿me permitís...? —Te lo ruego. Emocionado, temeroso de ser ineficaz, Imhotep magnetizó a la reina. El rostro crispado de Nemaat se relajó de inmediato. —Qué calor más grato —murmuró—. El dolor se disipa, tengo ganas de dormir. Al llegar el frío, Imhotep retiró la mano.

—Veremos si el efecto es duradero —afirmó Hezyre—. Y, si lo deseáis, majestad, Imhotep volverá. —Que se lo recompense por haberme aliviado así. Vela por que no le falte de nada, Hezyre. Los dos hombres se inclinaron y se retiraron. Cuando traspasaban el umbral de los aposentos privados de la reina, fueron llamados por una voz femenina. —Os saludo, canciller. Pero... ¿sois vos, Imhotep? La encantadora princesa Redyit abrió los ojos de par en par. —¿Acaso habéis regresado a Menfis? —El artesano y escriba Imhotep ha sido nombrado supervisor de todo el país —le reveló Hezyre—. Le espera un enorme trabajo. Redyit sonrió. —Menudo ascenso... Seguro que tendremos ocasión de vernos de nuevo.

26

U na pequeña habitación rectangular accesible a los vivos, una estela que comunicaba lo visible y lo invisible, breves inscripciones que mencionaban el nombre de sus padres... La morada de eternidad, construida en el desierto al lado de otras capillas, calmó el dolor de Imhotep. Realizó los ritos con la ofrenda de un pan que no se enmohecería, una cerveza que no se agriaría y flores que no se marchitarían. Su padre y su madre apreciarían el Ka de los alimentos, el aspecto sutil que escaparía de la degradación y de la muerte. En ese lugar vivía en paz el alma de los desaparecidos, convertidos en ancestros. A la llamada de su hijo, manifestaban su presencia. Desde ese momento, un servidor del Ka pagado por Imhotep iría allí a diario para glorificar a aquellos «justos de voz» y proporcionarles los alimentos necesarios para su supervivencia en el cielo y en la Tierra. ¿Por qué los seres queridos nos abandonan? ¿Por qué hay que sufrir semejantes golpes? Al menos, Imhotep estaba seguro de que sus padres lo oían y lo veían. Su resistencia a la adversidad, su voluntad inflexible, su deseo de seguir siendo recto se lo debía a ellos. A pesar de su soledad aparente, percibía la ayuda del más allá.

—Es aquí —dijo el escriba de la cancillería—, y aquí está su llave. Imhotep contempló su casa oficial sin atreverse a traspasar el umbral. Situada en el corazón de la capital, cerca de los templos del palacio real, el caserón blanco de dos plantas estaba coronado por una terraza donde se podría dormir bien cuando hiciera calor. Llave en mano, el joven esperaba que se esfumara el sueño. —¿No entráis? —preguntó intrigado el escriba. —Claro, claro... —Vuestros dos criados llegarán esta tarde. Uno se encargará de la cocina, el otro de la limpieza. Os dejo. Viento del Norte empujó a su amo con el hocico.

Imhotep desbloqueó el cerrojo, abrió la pesada puerta de madera y comenzó la exploración a paso lento. En la planta baja había un vestíbulo, un salón, una despensa, una cocina y una escalera que daba acceso a un sótano; en la planta de arriba, dos habitaciones, un aseo y un despacho. Un tramo de escalones permitía acceder a la terraza, equipada con esteras y una sombrilla. Mobiliario resistente, camas cómodas, cofres de madera, vasijas, tazones, copas... No faltaba de nada. Mostrarse digno de ese privilegio no sería fácil. —Gran éxito, y bonita residencia —dijo una voz risueña. Imhotep se volvió. —¡Sagaz! ¿Cómo te has enterado de mi regreso? El artesano adoptó un aspecto envarado. —Tengo mis fuentes. Los dos amigos se dieron un abrazo. —Tu nombramiento no pasa desapercibido —reveló Sagaz—. Y mi amante, la arpista de la Casa de la Reina, es una excelente informadora. Oye, ¡anda que no te cuidan! Así que te estás convirtiendo en un personaje importante de verdad, ¿eh? ¿Podré dirigirte la palabra de nuevo alguna vez? Imhotep sonrió. —¿Te encuentras a gusto en el taller de los fabricantes de vasijas? —Hay gran cantidad de detalles por solucionar; ciertos compañeros tratan de escurrir el bulto, unos pirados de mentira fácil, pero me las apaño. Puesto que estás aquí en Menfis, ¡la princesa Redyit dejará de acosarnos! Está coladita por ti, suertudo. Una mujer tan guapa... ¡Y hay que añadir tu nuevo título a tu encanto natural! —Vista la tarea que me ha confiado el canciller Hezyre, no tendré ni un instante de ocio, y mi carrera de supervisor de todo el país se anuncia muy breve. Tras su coronación, el faraón Zoser apartará al canciller y nombrará a sus allegados en los puestos clave. —Entonces ¡aprovéchate de la situación! —le aconsejó Sagaz—. Esta noche mi arpista me presenta a sus amigas, te invito a una cena... íntima. —Lo siento, amigo, tengo que redactar unas cartas para directores de diversas instituciones del reino. —Así pues, ¡piensas trabajar sin descanso para favorecer a un soberano que está dispuesto a despedirte!

—Sólo importa la buena marcha del reino. Del más poderoso al más débil, cada egipcio se beneficiará de ello. Sagaz pareció abrumado. —En esa cena seré el único varón. —Confío en tus dotes —afirmó Imhotep—. Muéstrate valiente. —¡Que llegue pronto esa coronación! Gozaremos de unas largas vacaciones y volverás a aprender a distraerte. De todas formas, no te fíes de Redyit: es testaruda y cruel. —No te preocupes, encontrará mejores presas.

El hombre de la limpieza y el cocinero eran unos profesionales notables. Al comer y cenar solo, Imhotep apreció la comodidad de una casa perfectamente cuidada. Viento del Norte se mostró satisfecho de la cuadra vecina y de la calidad de los alimentos. Al amanecer, acompañaba a su amo a su despacho, cerca de la cancillería. En adelante a la cabeza de un centenar de escribas aguerridos y conscientes de su importancia, el joven se había abstenido de dirigirles un discurso sentencioso. Todos observaban a aquel extraño a su casta y se preguntaban por qué se merecía la protección del poderoso Hezyre, destinado a una pronta destitución. Imhotep jugó a una sola carta, la del rigor y la calidad del trabajo. Al constatar sus aptitudes como escriba y dirigente, los críticos callaron. Como no se mostraba arrogante con nadie, el supervisor de todo el país atrajo las simpatías de sus colaboradores y obtuvo los resultados esperados. Los informes necesarios le fueron transmitidos rápidamente, aderezados con informaciones confidenciales, y los especialistas redactaron cartas oficiales de manera precisa para los directores de las instituciones encargadas de la producción de bienes materiales. El servicio postal cumplió con su tarea lo mejor posible, e Imhotep no tardó en recibir respuestas y explicaciones que comprobó punto por punto. Evidentemente, varios notables no se cortaban y descuidaban sus deberes. La experiencia adquirida en Nejen le permitió descubrir deficiencias y omisiones. El tono de los correos cambió, sus destinatarios modificaron su actitud, y la cantidad de productos destinados a la capital aumentó de manera espectacular. No subsistieron más que dos rebeldes, enredados en sus mentiras y convencidos de su impunidad. Sin embargo, la amenaza de una intervención judicial los hizo entrar en razón. Les correspondería a las futuras autoridades proceder a su reemplazo. Al final de la mañana, Imhotep se dirigía a la Casa de la Reina y magnetizaba a la regente Nemaat, cuyo estado de salud mejoraba. Los dolores se atenuaban, el peso del cansancio se aligeraba y los remedios prescritos por Hezyre se volvían más eficaces. La

soberana esperaba asistir a la coronación de su hijo, y esa perspectiva le devolvía las ganas de vivir. La princesa Redyit se daba el gusto de acoger al sanador y de acompañarlo. Ella parloteaba, él callaba. Al salir de una sesión de tratamiento, Redyit cambió de tono. —¿Vas a seguir tomándome el pelo mucho tiempo? —Os estáis confundiendo, princesa. Y no creo haberos faltado al respeto. —¡Te equivocas, Imhotep! —En ese caso, os ruego que me perdonéis y me indiquéis cómo rectificar mi actitud. La guapa morena lanzó un suspiro de exasperación. —¡No me tomes por idiota! No me escuchas, no me miras, ¡me desprecias! —Desengañaos, princesa. Siento hacia vos un gran respeto. —¡Respeto! ¿Acaso crees que espero de ti tan sólo ese sentimiento? —Estoy convencido de ello. —¡Persistes en burlarte de mí! Una actitud peligrosa... —Cuando uno trata de cumplir su cometido con toda su alma, las amenazas se vuelven ineficaces. El canciller Hezyre me ha confiado una misión y me he consagrado a ella. —Hezyre está condenado, ¿no lo entiendes? —No importa, ya que actúa en interés del país. —Zoser apartará al canciller y a sus principales colaboradores —añadió la princesa —. Tú también estás condenado. Perderás tu puesto y tu bonita casa. —Volveré a hacer vasijas. —¡Te falta ambición, Imhotep! —¿Acaso es eso un defecto?

—La existencia es un combate, los débiles son pisoteados. Si no te preparas para el futuro, la desgracia te consumirá. —Mi futuro inmediato consiste en perfeccionar el trabajo comenzado. —¡Deberías escucharme! —Lo siento, princesa, tengo el tiempo justo y mis colaboradores me esperan. Ojalá tengáis un día provechoso.

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E l canciller Hezyre reunió a su último consejo antes de la coronación de Zoser, que sería celebrada en Heliópolis, [16] la ciudad de la luz divina en que se habían forjado la institución faraónica y el conjunto de los rituales que unían el cielo de las divinidades a la tierra de los hombres. El gran vidente, superior de los sacerdotes de la ciudad santa, acababa de anunciar el fin de los preparativos de la ceremonia que orientaría el destino de Egipto. Las aguas se retiraban tras haber depositado en la superficie una gran cantidad de limo fertilizante. El momento de la siembra coincidía con el nacimiento de un nuevo faraón cuyo poder inquietaba a las clases dirigentes. Era imposible conocer de antemano las decisiones de Zoser y los nombres de los ministros. No se filtraba ninguna información y la gente se perdía en especulaciones. Hezyre exhibía su calma habitual. Estaban presentes los consejeros Ajeta y Baten, el ritualista en jefe Anjy, la princesa Redyit, directora de la Casa de la Reina, e Imhotep, supervisor de todo el país. —Hemos servido fielmente al difunto rey y a la regente —declaró el canciller—. Nuestra misión termina hoy. Anjy, ¿has ejecutado las órdenes del sumo sacerdote de Heliópolis? —Al pie de la letra. No quedan más que unos ínfimos detalles por solucionar. —El ritual es una ciencia exacta —recordó Hezyre—. El más mínimo error podría poner en peligro el reinado de Zoser. Mantén una extrema vigilancia. —Me comprometo a ello. Hezyre se dirigió a continuación al consejero Baten. —¿Los documentos administrativos están al día? —Los escribas han trabajado día y noche, Zoser encontrará unos departamentos operativos. No he tratado de disimular las carencias y las imperfecciones. Según mi opinión, serían necesarias ciertas reformas. Queda en manos del faraón decidirlo. —Comparto la opinión de mi colega —intervino el consejero Ajeta—. Seguramente no hemos alcanzado la perfección, y lamento la actitud de varios gobernadores de provincia

culpables de anteponer su interés personal al de las Dos Tierras. Quizá reaccionen de manera negativa a la coronación de Zoser y se opongan de forma insidiosa a sus directrices. ¿Acaso no se muestra la capital ciega y sorda? —No ocultes ninguna de tus preocupaciones —le recomendó Hezyre—. Somos responsables de nuestros actos y aceptaremos el juicio de Faraón. Princesa Redyit, ¿funciona la Casa de la Reina de manera correcta? —No estoy satisfecha del todo, canciller, y dejaré por escrito las mejoras que me parecen indispensables. —¿Ha avanzado el nivel de estudios? —He exigido más severidad por parte de los enseñantes y espero excelentes resultados. Las mujeres escribas se muestran a la altura de sus homólogos masculinos, el telar provee a los templos de magníficas telas rituales, las músicas y las bailarinas forman excepcionales conjuntos. Por desgracia, a veces la Casa de la Reina carece de materias primas. La mirada punzante del canciller se dirigió hacia Imhotep. —Supervisor de todo el país, ¿cómo se desarrolla tu misión? Por un instante, el joven se preguntó si esa pregunta le concernía. Él, en el seno de aquella asamblea encargada de dirigir el país, frecuentando a altos dignatarios... ¿No debía de ser un sueño? La vacilación de Imhotep preocupó a los participantes de la reunión. ¿No habría cometido un error Hezyre al nombrar a aquel artesano para un puesto demasiado exigente? —Los primeros resultados son alentadores —declaró con la calma de un viejo escriba—. Gracias a un personal eficaz y rápido al que le corresponde todo el mérito del éxito, se ha contactado con las instituciones del Alto y el Bajo Egipto. Sus directores reconocen sus errores y están decididos a rectificarlos. Las recientes entregas de trigo, de ladrillos y de papiros prueban su sinceridad. No obstante, quedan lagunas, y la más difícil consistirá en mantener un alto nivel de calidad. —Sorprendente —consideró el severo consejero Ajeta—. ¿Qué métodos has empleado? —Un lenguaje directo aderezado con las fórmulas de cortesía de costumbre y con la promesa de una intervención no menos directa en caso de reticencias injustificadas. Trabajar la materia me ha enseñado a castigar el mal y a no halagarlo. —¡En otras circunstancias te habrías merecido continuar con esta tarea! —intervino el consejero Baten—. Alcanzar semejantes resultados en unas pocas semanas... ¡Tus

predecesores se han estrellado una y otra vez contra ello y tu equipo de escribas no tiene fama de ser acogedor! —¿No será Imhotep un mago? —susurró la princesa Redyit. —A partir de este día os contentaréis con solucionar los asuntos en curso y no tomaréis iniciativas —declaró el canciller—. Os agradezco vuestra colaboración y os deseo que los nuevos dirigentes reconozcan vuestros méritos. Hasta el arisco consejero Ajeta controló con dificultad la emoción. El jovial ritualista Anjy se secó una lágrima, el corpulento Baten se aclaró la garganta, y la princesa Redyit se inclinó durante largo rato antes de retirarse. —Tú, Imhotep —le ordenó el canciller—, quédate. Tenemos un último asunto que tratar. El joven comprendía la decepción de los dignatarios que habían tenido la suerte de trabajar a las órdenes de Hezyre, un hombre inflexible pero justo, atento a la grandeza del Estado. Imhotep, por su parte, no lamentaba los trastornos previsibles, tanto echaba en falta la madera y la piedra. Su brillante carrera administrativa no le hacía perder la cabeza, por lo que volvería con gusto al taller de los fabricantes de vasijas. El canciller le ofreció a su subordinado una copa de vino blanco del Delta y se sentó en una silla rústica. —La salud de la reina Neinaat mejora, tu magnetismo hace circular la energía. Un don semejante no debe ser desperdiciado, Imhotep. Ésa es tu futura profesión: la de médico. —Pero yo... ¡yo no tengo los conocimientos necesarios! —Aprendes de prisa, muy de prisa, y voy a abrirte las puertas del lugar donde recibirás las enseñanzas necesarias, donde yo mismo las recibí: la Casa de Vida de Menfis. Imhotep se quedó desconcertado. La Casa de Vida... ¿Aquella misteriosa institución que poseía conocimientos sagrados? ¿Aquel ideal tan inaccesible como la bella Neferet? —¿Te parece bien mi propuesta? —se inquietó Hezyre. Imhotep no se oyó responder «sí» ni tampoco dar las gracias al canciller balbuciendo. ¿De verdad iba a volver a ver a Neferet?

Hacía diez días que el príncipe Zoser se había retirado al templo de Ptah.

Observando un estricto silencio, asistía a los ritos ejecutados por un pequeño número de viejos sabios que vivían en modestas residencias en el interior del recinto y que ya no regresaban al exterior. Al día siguiente Zoser y su familia irían a Heliópolis con el fin de vivir allí las fiestas de la coronación. Al acercarse el acontecimiento, el coloso sentía cómo el peso del cargo aumentaba a una velocidad inquietante. Era imposible dar marcha atrás. Al elegirlo, el halcón de Horus lo condenaba a una forma de existencia a medio camino entre lo divino y lo humano, lo invisible y lo visible. La ambición y el poder se hundirían al pie del trono de los vivos, piedra fundamental y matriz del poder real. Libre de todo deseo, impregnado de la paz del templo, Zoser ponía en tela de juicio su capacidad para reinar. Una vez disipadas las ilusiones, la realidad le saltaba a la vista. Faraón... El ser tan vasto que podía recibir a la totalidad de los dioses y al pueblo de Egipto, unir la Tierra al cielo y ser garante de Maat, la regla vital del universo. ¿Qué insensato pretendería cumplir esas condiciones? —El rito de la coronación no te ha sido destinado, hijo mío. Se dirige al faraón, vencedor de la muerte, del que serás su encarnación pasajera. —¡Madre! Estás leyendo mis pensamientos. Ataviada con una diadema de oro y un largo vestido rojo de tirantes, un amplio collar y brazaletes, Nemaat le presentó a Zoser el cetro que servía para consagrar las ofrendas. —He venido a dejar en tus manos este símbolo y notificar así el final de mi regencia. Dejo la Casa de la Reina, donde me reemplazará Apacible, la nueva gran esposa real. Al aceptar el cetro, Zoser borraba su pasado y se convertía en el primer servidor [17] de Egipto. —Residirás en palacio, madre, y solicitaré a menudo tus consejos. Nemaat sonrió. —Mi amor te guiará, pero te corresponderá a ti gobernar la nave del Estado. —Pareces descansada, ¡con mucha mejor salud! —Es obra de un brillante sanador, no hace mucho hacedor de vasijas, que ha llegado a ser director de la corporación de Nejen y supervisor de todo el país.

—¿Y cuál es su nombre? —Imhotep. A diario utiliza su magnetismo sobre mí y vuelve a darme una energía que creía perdida para siempre. —¿Un arribista? —¡Todo lo contrario! Que se ponga fin a su ascenso no le preocupa en lo más mínimo, y se alegra de volver a su taller. El canciller Hezyre ha mantenido su último consejo y ha dejado en mis manos cantidad de documentos para ti, sin disimular las insuficiencias de su gestión. Pero es la hora del recogimiento, antes de la última prueba. ¿Te sientes listo para morir y volver a la vida? —Decidir les corresponde a los dioses. En ese templo se ha detenido el tiempo y he tomado conciencia de la inmensidad de la función real. Nunca habrá un hombre a su medida. Así pues, debo aceptar ser invadido por lo invisible y servirle de sostén. —Te enfrentarás al gran sueño, hijo mío, y temo la intervención de la devoradora de almas. Desde su aparición en Abydos, sigue merodeando. Te protegeré, las fórmulas mágicas que salgan de mi boca se interpondrán en su camino. Y los ritualistas de Heliópolis sabrán mantenerla alejada.

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R ebosante de alegría por volver a ver a su amo a la salida de su largo retiro, el perro Geb percibió la tensión de la familia real y dejó de juguetear. Confiado a una de las hijas de Zoser, formaba parte de una comitiva con destino a Heliópolis, la ciudad sagrada cercana a la capital. [18] De edad muy avanzada y vestido con una larga túnica que imitaba una piel de pantera salpicada de estrellas, el gran vidente recibió al príncipe en el umbral del inmenso templo de Ra, la luz divina. Acto seguido lo guió hasta el obelisco único, rayo solar petrificado apto para disipar las ondas nocivas, y le rogó que se impregnara del poder de la piedra. Luego lo condujo al castillo del fénix. —Aquí, tu pasado humano se desvanecerá y te enfrentarás al gran sueño —anunció el gran vidente—. Ya no es momento de echarse atrás. Durante tu viaje al corazón de la noche, trataremos de ejercer nuestra protección. Que los dioses te sean favorables al permitirte morir de tu propio ser y renacer a la función real. Zoser penetró en el interior del santuario. Con la máscara de Anubis, el chacal que conocía el secreto de los caminos al otro mundo, un ritualista le ordenó tumbarse sobre un lecho de piedra. Bajo la cabeza del príncipe había varios sellos grabados con el nombre de las divinidades. La puerta de la capilla volvió a cerrarse y las tinieblas la invadieron. El alma del futuro faraón viajaría a tierras inaccesibles para los mortales, pero ¿regresaría de allí? Durante la noche, la reina Nemaat leyó en voz alta las fórmulas del feliz viaje a través de las horas que recorría la barca solar, y Apacible, la esposa de Zoser, repitió las palabras del pasaje. De esta manera, ambas mujeres representaban el papel de Isis y de Neftis preparando la resurrección de Osiris. ¿Se despertaría Zoser? Si la tuerza maléfica de la devoradora de almas cruzara las paredes del templo, privaría al príncipe del aire luminoso indispensable para su supervivencia. Ya de madrugada, agotada, Nemaat interrumpió las salmodias. Apacible, pálida y angustiada, fue a buscar a un ritualista que les sirviera leche fresca y pan recién hecho. Los primeros rayos del sol iluminaron la cima del obelisco único; el gran vidente abrió la puerta de la capilla.

—Haz acopio de fuerzas y levántate —exigió mirando fijamente al coloso. Zoser se incorporó despacio. Con las máscaras del halcón de Horus y del ibis de Thot, dos ritualistas lo ayudaron a bajar de la cama y a tomar asiento sobre una piedra cúbica. —Te has librado del sueño de la muerte —anunció el gran vidente—. La protección de las Dos Hermanas ha alejado el mal. Recibe ahora la energía de la purificación. Thot y Horus condujeron a Zoser a la capilla vecina, donde permaneció en pie, con los brazos pegados al cuerpo. Manteniéndose a un lado y a otro del ser vencedor de las tinieblas, los dioses alzaron dos vasijas por encima de su cabeza. Mientras, surgía un flujo de luz que tomaba la forma de las llaves de la vida. Entonces aparecieron la reina madre y la mujer de Zoser. —Abre la mano —exigió el gran vidente. Nemaat inscribió el jeroglífico que significaba «función» [19] y Apacible le ofreció un pan que tenía la forma de ese signo. —Al ingerir este alimento —precisó el gran vidente—, te nutres de la función real, fuera del alcance de los humanos. Se convierte en tu carne, en tu sangre, en tu única razón para vivir. Zoser comió el pan. —Tu capacidad para gobernar nace y se consolida. Ten en cuenta que la realeza es la institución fundamental que da la vida, un sol dispensador de luz. Cielo y Tierra se sitúan bajo su autoridad, el cosmos lo obedece. Nemaat y Apacible volvieron a vestir a Zoser con una túnica de lino que emitía tal claridad que iluminó la capilla entera. Unido a Ra y gracias a la obra misteriosa de los tejedores de la Casa de Vida, el rey empezó a brillar. Los ritualistas le calzaron unas sandalias blancas, adornaron su cuello con el collar holgado que simbolizaba las nueve potencias creadoras y le confiaron el bastón de mando, receptáculo de la palabra divina en este mundo y en el otro. El gran vidente le presentó al rey la corona blanca del Alto Egipto y la roja del Bajo Egipto. —He aquí tus ojos, llenos de magia. Estas coronas te hacen nacer y te permitirán ejercer la función del creador, Atón, Aquel que es y Aquel que no es.

En presencia de las diosas protectoras, el buitre del Sur y la cobra del Norte, Horus y Set, ajustaron las coronas y dejaron el conjunto así formado sobre la cabeza de Zoser. —Las Dos Potencias aparecen, Faraón se convierte en su amo. De su persona brota la energía de la vida. De las coronas reunidas surgió un rayo de luz. —Tus ojos son los ojos de los dioses —afirmó el gran vidente—, iluminas el país entero y disipas la oscuridad. Pones la Regla de Maat en lugar del desorden y de la injusticia, creas los ritos y les presentas las ofrendas a las divinidades. La colocación de la barba postiza restableció el reinado de Atón y la edad de oro. Amo de las Dos Tierras, el faraón debía asegurar su prosperidad y hacer que reverdecieran más que una gran crecida. En sus manos se dejó la tela llamada «conocimiento intuitivo», y acto seguido todos se dirigieron hacia el patio del templo, donde se alzaba un laurel. —Que tu nombre de reinado sea inscrito en las hojas del árbol —decretó el gran vidente, Al cumplir con la función de Atón, realizó el acto ritual que situaba el ser del faraón en la comunidad de los dioses. [20] Se organizó una procesión. El que abría el camino, con máscara de chacal, precedió a la pareja real. Solo la Reina podía ver a Horus y a Set reunidos en el corazón del soberano. Su mirada apaciguaba a ambos dioses y conciliaba lo inconciliable. Zoser se quedó inmóvil delante de dos estelas erigidas en presencia de la Enéada, la comunidad de los nueve príncipes creadores que conformaban la vida a cada instante. La prestancia del nuevo faraón impresionó al conjunto de los ritualistas. Horus no se había equivocado al designarlo, y sus primeras palabras, procedentes del ritual de resurrección formulado en Heliópolis, llenaron todo el templo. —Soy Horus, quien, con sus manos, ha recompuesto su ojo y reunido lo que estaba separado. El primer instante renace, reconstruyo lo que estaba arruinado. No os someteréis ni al Norte ni al Sur, ni a Oriente ni a Occidente, pero obedeceréis al príncipe real encargado de construiros y de reforzar la rectitud. El gran vidente esbozó una sonrisa. Llegar a la ancianidad le había permitido contemplar el nacimiento de un faraón digno de los ancestros. Cielo y Tierra se regocijaban, y las fiestas que celebrarían la coronación se anunciaban excepcionales.

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E l rey del Alto y el Bajo Egipto, dotado de millones de años, inundaba el país de fiestas. La verdad triunfaba sobre la mentira, la justicia sobre la iniquidad, el mal se daba de bruces. Había tapado la boca a los ávidos, los dioses estaban satisfechos. El sol hacía crecer magníficas cosechas, la luna llegaba en su momento. Por todas partes se celebraban banquetes en honor del nuevo faraón. Furiosa por todo ese alborozo popular, la Sombra Roja esperaba las primeras decisiones de Zoser. A pesar de su posición privilegiada, era imposible obtener informaciones serias. Aquel monarca disfrutaba con el secreto y no se confiaba a nadie. Luchar con él no sería en absoluto un placer, y su derrota exigiría mucha paciencia y habilidad. Embriagado de poder, inevitablemente cometería errores y no lograría controlarlo todo. La Sombra Roja aprovecharía la más mínima fisura. Las noticias procedentes de Libia no eran malas. Dos tribus se situaban bajo la autoridad de Tanú, cuya reputación como jefe de guerra que disponía de un auténtico tesoro no dejaría de aumentar. En caso de error, la Sombra Roja sabría llamar al orden a ese asesino vanidoso. Saboreaba la visión del desierto de Menfis, el territorio de las bestias salvajes y de los espectros carnívoros. Sacando de él su fuerza, la devoradora de almas entreveía la destrucción del reinado de Maat, al que sustituirían la violencia y el odio.

Al tiempo que dejaba sus funciones, el canciller Hezyre se preparaba para el tránsito de la muerte y, sobre todo, para la construcción de su morada de eternidad. Sirviendo de capilla de culto, el largo pasillo de treinta y seis metros quedaría adornado con paneles de madera que representarían al difunto equipado con material de escriba y sujetando el bastón de mando. Se precisaban sus títulos, y los escultores habían reproducido sin rodeos la severidad y la austeridad del gran dignatario. Ahora Hezyre tenía tiempo para vigilar de cerca las obras. Expulsado del gobierno de Egipto, aceptaba su suerte y rechazaba la amargura, los lamentos y la nostalgia. En la tumba, los portadores de ofrendas dejaron camas, sillas, cofres de almacenamiento, vajilla, cajas que contenían juegos de mesa, vasijas y una serie de

herramientas que recordaban su apego a la artesanía. El propietario del lugar disponía de hachas, de mazos, de cinceles, de pulidores y de reglas graduadas para la eternidad. Un nicho acogía el primer panel, elevado al rango de estela, lugar de contacto entre el más allá y este mundo. Inquieto, el escultor temía el juicio del destinatario, quien examinaba cada detalle, atento al contorno y a la precisión de los jeroglíficos. —Perfecto —consideró Hezyre.

Al terminar su décimo banquete, el jovial Anjy se sintió aquejado de una leve migraña y decidió beber un poco de agua. Desde el anuncio de la coronación de Zoser, los dignatarios organizaban fiestas a las que no podían sustraerse. Los cocineros de los nobles rivalizaban en talento, y se sacaban los mejores caldos de las bodegas. Anjy había alcanzado el éxtasis al descubrir un tinto con cuerpo del Delta de buqué incomparable. El reinado del nuevo faraón empezaba bien, aunque obligara al ex ritualista en jefe a adaptarse. Echaría en falta las bonitas ceremonias y nunca olvidaría los rituales de Estado a los que daban vida unos textos admirables, nutridos con la palabra de los dioses. Anjy administraba una explotación agrícola cerca de la capital y se ocuparía en persona del viñedo. El nacimiento de un vino de primera calidad requería cuidados especiales, y se sentía dispuesto a enfrentarse a esa tarea. Bajo su sombrilla, el ritualista se acordó de los escasos momentos en que lo habían autorizado a sostener el bastón del poder, hoy sólo manejado por Zoser. Apenas se atrevía a tocarlo, cuidándose de pronunciar la fórmula de respeto que lo protegía del rayo. ¡Permanecían impenetrables tantos misterios! Le correspondía al faraón asumir su presencia e inspirarse en ellos al gobernar las Dos Tierras.

La mirada del consejero Ajeta se había ensombrecido de nuevo, por lo que sus criados temían importunarlo y despertar su ira. El viudo ignoraba los festejos y continuaba estudiando sus informes como si siguiera en el cargo. En realidad, le preocupaban las tomas de posición de los gobernadores de provincia. Durante la regencia habían aumentado sus poderes y su fortuna, y algunos no parecían muy favorables a Zoser. Ajeta reunía indicios y testimonios para apoyar sus presunciones y poner en guardia al soberano. Los juerguistas, por su parte, no se imaginaban que se preparaba una crisis grave. —Vuestra cena está servida —anunció el mayordomo. —No tengo hambre. Tráeme una torta de espelta y una cerveza suave.

La orden fue rápidamente ejecutada, Ajeta no levantó la cabeza de su trabajo. Dado que su despido no le había sido notificado de manera oficial, su actividad seguía siendo legal. Dejaría en manos del rey sus conclusiones y Zoser actuaría a su antojo. Al menos, el consejero tendría la conciencia tranquila.

El rostro redondeado de Baten se iluminó al descubrir los platos de la comida familiar organizada a gloria del faraón: ¡perca del Nilo, guiso de cordero, gratinado de berenjenas y varios tipos de pasteles! Habitualmente, el consejero debería haber contenido el apetito y vigilado la línea, pero se celebraba la coronación y las restricciones no eran oportunas. Los dos niños tenían derecho a atiborrarse a golosinas, y no se contaría el número de tinajas que se vaciaban. Sólo la esposa del consejero ponía mala cara. —¿Qué es lo que te preocupa? —le preguntó su marido. —Vas a perder tu puesto, dejaremos esta ciudad y la existencia se volverá difícil. —¡Desengáñate, cariño! La preocupada mujer frunció el ceño. —¿Te quedarás en el gobierno? —¡No hay ninguna posibilidad! Zoser elegirá a sus hombres de confianza. Haber servido al canciller Hezyre es una falta imperdonable. —Entonces ¿por qué te alegras? —Mis capacidades y la experiencia adquirida me permitirán acceder a un empleo de escriba contable, mejor remunerado. Elegirás nuestra próxima casa, amplia y cómoda, y daremos a nuestra progenie una excelente educación. La esposa del canciller se relajó. —¡Tenía tanto miedo de perderlo todo! —Tranquila, no cejaré en mi empeño, y conservo intactas las energías. Ahora diviértete y saborea estos exquisitos alimentos. Mañana nos pondremos a régimen. Los miembros de la familia apreciaban las dádivas de Baten y nadie dudaba de sus futuros éxitos. Aprovecharía sus noches de insomnio para darle el último toque a su informe relativo a la gestión de las finanzas públicas. Ciertos departamentos de la Doble Casa del Oro y de la Plata no se cortaban, y el consejero habría dirigido con gusto una

investigación profunda. Se contentaría con indicar las pistas que había que seguir, y el rey ya zanjaría el asunto.

La princesa Redyit vigilaba el transporte de bienes de Nemaat de la Casa de la Reina al ala del palacio real donde residiría desde entonces la soberana. Como quería olvidarse del futuro, la joven regañaba a los porteadores y los amenazaba con los peores castigos posibles en caso de que tropezaran. Todavía no se había encontrado con la gran esposa real, una mujer austera y discreta cuyo único confidente parecía ser el faraón. Ni una pequeña corte alrededor de Apacible, ni un círculo de íntimos, ni tampoco privilegiados que obtuvieran los favores de la nueva reina de Egipto. ¿Solicitar una audiencia? ¡Eso sería una torpeza imperdonable! La princesa terminaba su misión y se retiraba con la satisfacción del deber cumplido. Quizá le confiaran la dirección de una finca de provincias que perteneciera a la corona o de una de las escuelas de palacio. Algunas se peleaban ya por reivindicar el puesto de Redyit, pues las grandes damas se imaginaban, equivocadamente, que era gozar de una sinecura. Frente a los innumerables problemas diarios, ¡pronto se llevarían una desilusión! La princesa empaquetó ella misma los productos de belleza de la reina madre, a la que el sanador Imhotep continuaba magnetizando. Dadas las circunstancias, la guapa morena ya no trataba de abordar al antiguo supervisor de todo el país. Una carrera brillante pero breve. Era cosa del joven saber sacar partido de su talento lejos de las altas esferas administrativas. Redyit se lamentaba de múltiples imperfecciones, debidas a su falta de atención. Al comienzo de su mandato, había creído bueno escuchar a los rancios funcionarios que se agobiaban ante la más mínima idea de un cambio. ¡Luchar contra la fuerza de la inercia exigía mucho vigor! La princesa nunca se daba por vencida y sabía utilizar su encanto, arma eficaz para vencer a unos machotes demasiado convencidos de su superioridad. Redyit sentía su carrera amenazada. Privada de la protección de la reina Nemaat, se arriesgaba a perder todo lo que le importaba. Vista su influencia, la madre del faraón podía ayudarla a conservar un papel destacado en palacio. ¿Aceptaría la anciana hacerlo?

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L a Casa de Vida, que estaba adosada al templo de Ptah, era un edificio rectangular vigilado día y noche. Unos altos muros protegían sus secretos. Como único acceso, una puertecita al norte. Imhotep se presentó allí y dejó en manos del suboficial la carta de recomendación con sello del canciller Hezyre. El joven tuvo que esperar, pues el superior del establecimiento quería examinar por sí mismo el documento. Por fin, un sacerdote calvo fue a buscar al candidato y, sin decir palabra, lo invitó a cruzar el umbral. Imhotep, impresionado, siguió a su guía, que se internó por un estrecho pasillo que conducía a una habitación pequeña iluminada por antorchas. El sacerdote se sentó como un escriba, y su huésped lo imitó. —Detallad las etapas de vuestra carrera —exigió el calvo con voz grave. Imhotep obedeció. —Describid vuestras curaciones. —¡Llamarlas «curaciones» son palabras mayores! —No, según el informe del que dispongo. ¿Cómo procedéis? —Me limito a imponer las manos y hacer circular la energía. El enfermo siente un calor tranquilizador y, cuando mis manos se ponen frías, la intervención ha terminado. —La salud de la reina madre ha mejorado y continuáis tratándola. ¿Podéis emitir un diagnóstico? —¡Lo siento, pero no soy capaz de ello! —¿Deseáis aprender medicina? —Tal es el deseo del canciller Hezyre.

—Y... ¿el vuestro? —Si me dan esa oportunidad, la aprovecharé. El calvo volvió a levantarse, abrió un cofre de sicomoro, sacó de él una tablilla de escriba y un papiro usado y los dejó en manos de Imhotep. —Comprobemos vuestro grado de destreza para la lectura y la escritura. Este texto es la descripción de una afección pulmonar, redactado por un estudiante torpe de mente confusa. Descubrid los errores y proporcionadme un documento serio. —¿Cómo voy a poder hacerlo? ¡No dispongo de las bases necesarias! —Dado que vuestras manos curan, vuestro corazón os dictará el camino. —¿Cuánto tiempo me concedéis? —Trabajad a vuestro ritmo. Ante la mirada indescifrable del sacerdote calvo, Imhotep no cedió a la precipitación. Difícil de leer, a la escritura del estudiante le tallaba coherencia. En cuanto al contenido del texto, formado de análisis sucesivos y contradictorios, necesitaba que lo aligeraran. Imhotep debería haber cortado las frases y haber tratado de ponerlas de nuevo en orden, pero eligió otro método: ir directamente a lo esencial. Su índice recorrió los jeroglíficos y señaló un pasaje que vinculaba la descripción de la enfermedad a unos remedios. —Desde mi punto de vista, éste es el enfoque correcto. El resto no es más que palabrería. —Redactad vuestras conclusiones. Utilizando una caña afilada, Imhotep trazó unos signos con una mano rápida y precisa a la vez. El calvo examinó durante largo rato el texto así compuesto. —Entre los tesoros de esta institución existe una biblioteca consagrada a los tratados de medicina —reveló—. Desde este momento tendréis acceso a ella y aprenderéis allí vuestro arte. Una especialista os guiará y juzgará vuestros progresos. Precediendo a Imhotep, el sacerdote se metió por un largo pasillo que llevaba a una enorme habitación bien iluminada. Allí había unas estanterías llenas de papiros, unas esteras de primera calidad,

material de escritura y una mesa baja. —Voy a avisar a la responsable —anunció el calvo. Imhotep admiró el orden de los tratados de medicina, clasificados por especialidad: oftalmología, enfermedades de los pulmones, de los riñones y de los diversos órganos, manuales de cirugía... ¡Había mucho que aprender! —La primera de las claves es escuchar el corazón —dijo una voz melodiosa—. Al tomar el pulso, oirás su voz y pensarás en un diagnóstico. Pondrás las manos sobre la cabeza, la nuca, el pecho y las piernas del paciente para conocer el estado de sus conductos de energía y para descubrir las causas de una circulación insuficiente. Todo sale del corazón, todo vuelve a él. Pero no confundas el músculo cardíaco con el centro del ser, su foco de potencia vital y de equilibrio. Imhotep, subyugado, apenas se atrevía a mirar a su profesora. Ella... Era ella, Neferet, la sublime nadadora desnuda, ¡la más guapa de las invitadas de un banquete inolvidable! —¿Me escuchas? —preguntó la joven, sonriente. —Con mucha atención. ¿Cuál es el emplazamiento del auténtico corazón? Neferet se acercó y tocó el plexo solar de su alumno. A base de jazmín, el perfume de la joven era una maravilla. —El corazón inmaterial es nuestra conciencia —le reveló—. Nos vincula al del arquitecto de mundos, cuyo pensamiento se halla inscrito en los jeroglíficos, las palabras de Dios. [21] Aquí aprenderás su auténtico significado y valorarás su poder. La Casa de Vida preserva los archivos de los antiguos, expresiones de la luz divina, [22] y esa ciencia exige atención y perseverancia. ¿Deseas conocerla? —Lo deseo. Neferet se alejó. —Antes de consultar los textos debes ser purificado. La joven condujo a su huésped al estanque utilizado cada mañana por los ritualistas. El sacerdote calvo y su asistente lavaron las manos y los pies de Imhotep, le quitaron la ropa, lo rociaron con agua cargada de energía y volvieron a ponerle una túnica blanca. De regreso a la biblioteca, fue autorizado a leer el Tratado del corazón, consagrado a la circulación del flujo vital en el interior de los canales que irrigan el cuerpo. Soplos mórbidos y sustancias patógenas amenazaban con taponarlos y causar enfermedades.

Había, pues, que reforzarlos manteniéndolos flexibles y disolver toda traba. —Acaba la jornada —constató Neferet. —Las horas han pasado tan de prisa..., ¡y he aprendido tanto! —Te espero mañana al amanecer. Ésta es tu insignia de médico y de mago. La joven pasó alrededor del cuello de Imhotep una cuerdecilla de siete nudos a la que había atado un pequeño papiro. —Este documento contiene extractos fundamentales del Tratado del corazón — señaló—. Te recordará permanentemente las bases de tu función y los siete nudos alejarán a los demonios. Buenas noches, Imhotep. Y, etérea, desapareció. Al salir de la Casa de Vida, Imhotep se preguntó si todo había sido un sueño. Volver a ver a aquella mujer irreal, beneficiarse de sus enseñanzas, convertirse en médico... ¿No debía de tratarse de una ilusión, pronto disipada? Se tocó el talismán, se acordó de los principales pasajes del papiro consagrado a la circulación de la energía, se quedó inmóvil y cerró los ojos para respirar el perfume de Neferet... ¡Todo aquello era muy real! Pero ¿y si al día siguiente la puerta de la Casa de Vida no se abría? Apartando de sí la angustia, Imhotep se dirigió a palacio, a la nueva residencia de la reina madre. De camino, no dejaba de pensar en la actitud de Neferet, dulce y estricta, amable y reservada a la vez. Qué poco natural que debía de haberle parecido, ¡casi estúpido! Cansada, Nemaat esperaba con impaciencia al magnetizador. En la corte corrían mil rumores a propósito de las decisiones de Zoser y del próximo gran consejo, en el transcurso del cual anunciaría los nombres de sus ministros. La reina madre se fijó en el talismán de Imhotep. —He comenzado estudios de medicina en la Casa de Vida —explicó él—. El canciller Hezyre me ha permitido acceder a ella. —Excelente iniciativa. ¿Has sido bien recibido? —De manera inmejorable, majestad. Ya he podido constatar que la ciencia de los ancestros es de una riqueza sin parangón alguno. —Se alimentan de magia y ven en el interior de los seres. Sigue su camino, Imhotep, y te convertirás en un gran terapeuta.

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E l faraón nunca iba con la cabeza descubierta. La mayor parte del tiempo llevaba un tocado de tela rayada ceñido a la frente, cuyos dos faldones caían sobre el torso. [23] Éste simbolizaba la capacidad del pensamiento real para atravesar el tiempo y el espacio elevándose por encima de las contingencias humanas. Zoser penetró en la sala del gran consejo, donde estaban reunidos los ex dirigentes del país, sorprendidos al ver que el monarca se presentaba solo, sin los nuevos ministros. La única explicación posible era que quería saldar las cuentas de manera discreta. Hezyre, Baten, Ajeta, Anjy y la princesa Redyit mantenían una expresión impenetrable. El rey ocupó su trono, los dirigentes se sentaron. —Los actos del faraón deben respetar la Regla de Maat —afirmó Zoser—. Depende de ella, la hace vivir y combate el caos, las tinieblas, el desorden y la injusticia. A semejanza de mis predecesores, presentaré mis ofrendas a los templos y celebraré los ritos. Los enemigos visibles e invisibles serán repelidos, las Dos Tierras conocerán la prosperidad y la paz. Hezyre se alegró ante ese discurso. Existía el riesgo de que la continuación fuera menos alegre. —La Casa del Rey se compondrá de los servidores que forman el cuerpo de la institución —prosiguió Zoser—: altos funcionarios, ritualistas, artesanos y campesinos. Corresponderá a los miembros del gran consejo crear los vínculos necesarios y asegurar la buena marcha de la nave del Estado. La élite de cada categoría social se mostrará ejemplar y favorecerá siempre a la comunidad de los vivos. Con la lectura del largo informe de Hezyre he constatado que en la administración de las Dos Tierras hay lagunas intolerables. La atmósfera se hizo más pesada. No contento con expulsar al antiguo canciller, ¿acaso el Faraón le impondría sanciones? —¿Mantienes tus críticas, Hezyre? —He sido bastante indulgente, majestad. La construcción de una Casa del Rey, con tareas rigurosamente definidas, me parece una necesidad. Gran cantidad de funcionarios han aprovechado el período de confusión para servirse a sí mismos en lugar de servir al Estado, y ni siquiera mis propias directrices eran siempre observadas. Debéis actuar con extrema firmeza y no tener en cuenta las ventajas adquiridas. Hay demasiados arribistas y

mentirosos que hacen lo que quieren. Ha llegado la hora de hundirlos. —¿Qué dignatario se atreverá a hacerlo? —Un hombre carente de ambición y de ilusiones, alguien indiferente tanto al desprecio como a la alabanza, preocupado por el interés general e incorruptible. —¿Acaso no acabas de describirte a ti mismo? El glacial Hezyre pareció sorprendido. —Majestad, no pensaba en... —Dada tu experiencia, serás un excelente canciller. Te nombro ministro de Justicia, Grande de los diez magistrados del tribunal real. La estupefacción fue general. —Sigues siendo también médico de palacio —prosiguió Zoser—, y te confío otra tarea, primordial a mi entender: la dirección del conjunto de los talleres. Necesito artesanos de élite, conscientes de su importancia. Sin sus obras, los dioses dejarían esta tierra y el mundo sería presa de la muerte y de la fealdad. En el nombre de Faraón, ¿te comprometes a cumplir con tus deberes? Todos conocían la importancia de la palabra dada. Un juramento Falso entrañaba la destrucción del alma. «Dada su edad —pensó la princesa Redyit—, Hezyre debería renunciar. El peso que le impone Zoser es insoportable.» Al anciano escriba se le marcaron las arrugas y cruzó los faldones de su abrigo. —Me comprometo a ello —declaró. —Desde mañana mismo, reunirás al tribunal de justicia y los magistrados examinarán los casos de funcionarios indignos de sus tareas. Los informes realizados por el consejero Baten son de una excepcional precisión, y ya he comprobado su exactitud. Es indispensable una profunda reforma de la Doble Casa del Oro y de la Plata. Ésa es la razón por la que nombro a Baten director del Tesoro y ministro de Finanzas. ¿Asumirás esta responsabilidad? El corpulento cuarentón se quedó con la boca abierta, preguntándose si el monarca había pronunciado su nombre realmente. —Me... ¡Me comprometo a ello, majestad!

Zoser miró entonces al consejero Ajeta. —Lanzas graves acusaciones contra ciertos gobernadores de provincias. Al leerte, se desprende una conclusión: piensan romper la unidad del país. ¿Confirmas tus palabras? —Dispongo de nuevos elementos, majestad. El proceso vital, el de la redistribución de los productos, se encuentra en peligro y ya no se abastece a varios graneros del Estado. En caso de malas crecidas sucesivas, la hambruna amenazaría a regiones enteras. El comportamiento de los dignatarios provinciales únicamente interesados en su provecho me parece criminal. No cerremos los ojos ante ello. —Los fieles de Faraón son sus ojos y sus oídos —recordó Zoser—. Te nombro ministro de Agricultura, responsable de los graneros. Restablecerás la situación y aplicarás las sanciones necesarias. Los ojos negros y duros del viudo de cincuenta y dos años se iluminaron con un extraño brillo. —Me comprometo a cumplir con ese cometido, majestad. El jovial Anjy sintió un escalofrío al pensar en los culpables que caerían con la poda de Ajeta y que serían enviados ante el tribunal de Hezyre. Y sintió aún más escalofríos cuando lo atravesó la mirada de halcón de Zoser. —Los ritos son la base de Maat. Durante tanto tiempo como sean celebrados en su preciso momento, la tierra de Egipto seguirá siendo la viva imagen del cielo. ¿Consideras haber fallado? Ofendido, Anjy manifestó su indignación. —¡Por supuesto que no, majestad! Entre la desaparición de vuestro predecesor y vuestra coronación, no he bajado la guardia. Todos los ritualistas han venerado a los dioses y repelido a las fuerzas del mal. La actitud de Anjy sorprendió a la princesa Redyit, que no esperaba tanta vehemencia por parte de aquel vividor de palabras amables. —Tu conducta fue irreprochable —juzgó Zoser—. Así pues, seguirás siendo ritualista en jefe y te convertirás en chambelán del palacio, encargado de velar por la vestimenta y el alimento del rey. Anjy, emocionado, hizo una inclinación. —Queda el asunto de la Casa de la Reina —prosiguió el soberano—. Su buen funcionamiento es indispensable para la armonía del Estado. Princesa Redyit, has reconocido tus errores.

Acostumbrada a dominar a los hombres, la guapa morena no se sentía capaz de enfrentarse a Zoser. El ritual de entronización le había conferido un poder que no era de este mundo. —Carezco de la firmeza necesaria, majestad, y debería haber obtenido mejores resultados. —¿Acaso la reina Nemaat puso trabas a tus gestiones? —Todo lo contrario, ¡no dejó de alentarme! Soy la única responsable de mis fracasos. Lamentándolo mucho, he de decir que a veces he carecido de iniciativa. —La gran esposa real comparte tu juicio. La princesa contuvo las lágrimas. ¡Al menos había sido sincera! Desautorizada, debería abandonar la capital y pasar el resto de sus días en una provincia lejana. —La reina prolonga tu misión —señaló Zoser—, y yo le he dado mi aprobación. Rechaza una lógica de enfrentamiento, princesa, y desarrolla el sector educativo. Ofrece a las mujeres la posibilidad de representar un mayor papel. La voz de Redyit tembló: —Juro que así lo haré, majestad. A Ajeta le sorprendió la modestia y la sumisión de la joven. El miedo a su destitución ponía fin a su arrogancia. —Anjy, ven a buscar a mi lado los sellos de función y valida con ellos a sus titulares —ordenó Zoser—. Según la regla, son anónimos, pues sólo cuenta la función en sí misma. Su símbolo animará vuestros corazones. Vividla en lo más profundo de vuestro ser, vivid de ella, no viváis más que por ella. La Sombra Roja tuvo ganas de gritar. ¿Lograría destruir a aquel faraón que con cada palabra le asestaba un golpe violento? Inagotable, el deseo de hacer daño y de destruir le permitiría aguantar. Y dado que el monarca ignoraba su auténtica naturaleza y le otorgaba su confianza al mantenerla en la cúpula del Estado, la Sombra Roja triunfaría. —He aquí mi primer decreto —anunció Zoser—. La palabra tajante de Faraón crea la tercera dinastía, que se inspira en el fundador de la unión de las Dos Tierras, Menes. Reforzaré ese vínculo entre el Norte y el Sur, confirmaré Menfis como capital, desarrollaré las Casas del Rey y de la Reina y garantizaré la prosperidad de nuestro país. Construir será mi prioridad. El coloso se levantó y los miembros del gran consejo lo imitaron.

—Canciller Hezyre, promulgarás este decreto y se lo transmitirás a todo el país.

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L a princesa Redyit era incapaz de conciliar el sueño. A pesar de las alentadoras palabras de Zoser, sabía que sólo Apacible, la gran esposa real, decidiría su destino. Reservada y distante, no tenía confidente alguno, y ningún dignatario conocía sus auténticas intenciones. Esa mañana se sometería a una prueba decisiva: peinar a la soberana de las Dos Tierras. Del comportamiento de la princesa y de las respuestas dadas a las preguntas dependería su futuro. Sin embargo, la guapa morena no se hacía muchas ilusiones. Miembro del antiguo equipo de gobierno, odiada por los cortesanos mediocres, considerada demasiado ambiciosa... Todo ello la alejaría de la capital y sufriría el aburrimiento de la provincia. Apacible era una mujer muy hermosa de una dignidad excepcional, y cumplía ya con su función de manera satisfactoria para todos. Evidentemente había nacido para ser reina. Un funcionario le ofreció leche fresca en un tazón. —Para vuestro Ka, [24] majestad. Redyit le presentó una peluca ligera y rizada de primera calidad. Apacible asintió con la cabeza y cogió un espejo para seguir el trabajo de la princesa, quien debía fijar los mechones utilizando horquillas de marfil y de madera. —Que mis orejas queden bien visibles —exigió la reina. La princesa tuvo el orgullo necesario para no temblar. Sus gestos eran seguros y precisos, la soberana quedaría perfectamente peinada. Utilizó un escarpidor de hueso y fijó un mechón rebelde con cera de abeja caliente. —¿Qué oficios has ejercido? —preguntó Apacible. —Todos los enseñados en la Casa de la Reina, majestad. Así, ningún empleado puede engañarme y he logrado ganarme su respeto. Administrar no me parece suficiente. Si estamos sobre el terreno, cerca de las dificultades diarias, nos mostramos más eficaces. —He leído tu informe. No disimulas las imperfecciones.

—¡Y sin duda no las he visto todas, majestad! —¿No te estás desautorizando a ti misma? —¿Acaso la institución no es más importante que la persona que la dirige? A pesar de mi condición de mujer y de innumerables trampas, he tratado de asumir lo mejor posible este fardo tan pesado. Aun a riesgo de pareceros pretenciosa, no lamento más que una cosa: no poder proceder a realizar las mejoras necesarias. Apacible observó durante largo rato su peinado. —Excelente trabajo, princesa. ¿Por qué no te has casado? Redyit respondió sin rodeos. —Mi trabajo me apasiona, los hombres me cansan pronto. Me bastan las aventuras breves. —El programa de reformas que propones disgustará a muchos dignatarios, acostumbrados a su rutina y preocupados por sus privilegios. Chocar con ellos frontalmente acarreará graves tensiones. —Estoy acostumbrada, majestad. Y todo depende de la voluntad de la reina. Apacible se levantó. Una criada le presentó varios perfumes que elaboraban los laboratorios de los templos. —Te confirmo en tus funciones, princesa Redyit. Dirigirás mi Casa, elevarás el nivel de estudios y les confiarás más responsabilidades a las mujeres. Que su educación sea tu prioridad. Todas las semanas me informarás de tus progresos y de los obstáculos encontrados. Ésa es mi voluntad.

Tumbada en una cama de madera de ébano bajo un quiosco recubierto de palmeras, la reina madre Nemaat tenía su cara de los días malos. Zoser le ofreció una copa de cerveza fresca y ligera. El sol poniente nimbaba con destellos anaranjados el templo del dios Ptah, y los habitantes de la capital se preparaban para la cena. —¿Acaso te sientes contrariada, madre? —Preocupada. —¿A causa de mi programa de gobierno? —Lo apruebo y lo apoyaré.

—¿Dudas acaso de la fidelidad de mis ministros? —No confío en nadie, hijo mío, y juzgo a los seres por sus actos. Las grandes declaraciones de la noche se olvidan por la mañana, y tú debes garantizar la perennidad del reino sin ceder a la indolencia ni a la ilusión. —Tus consejos me resultan muy valiosos y no dejaré de escucharlos. —Escuchar es lo mejor siempre, incluso en el corazón de la acción. Dado que me he liberado de las pesadas cargas de la Casa de la Reina, en adelante confiada a tu esposa, he decidido fijarme una nueva misión. —Tu salud... —Mejorará, tenlo por seguro, y no tengo intención de desperdiciar mi energía quedándome ociosa. El perro Geb saltó sobre la cama de la reina madre, le lamió las manos y se ovilló a sus pies. —Este servidor no te traicionará nunca, Zoser, alejará la desgracia. No pases por alto sus consejos. —¿Puedo conocer tus proyectos, madre? —Existe el riesgo de que te disgusten, pero no los cambiaré, pues creo que esta iniciativa es necesaria, incluso vital. Nemaat se incorporó lentamente para evitarle molestias al perro. —Fundar una dinastía es un acto digno de los ancestros que crearon Egipto, hijo mío, y esa visión te llevará a recorrer caminos desconocidos. Tú mismo ignoras cuál será el auténtico eje de tu reinado. Sólo hay una certeza: su poder sobrepasará las obras que han realizado los humanos hasta ahora. —Me intimidas, madre. ¿Cómo descubrir ese eje? —Dirígete al superior de los sacerdotes de Heliópolis, al gran vidente. Tal vez él vea a través de las tinieblas. Sin embargo, te acecha un peligro mortal: la devoradora de almas. Al profanar el lugar sagrado de Abydos, ha probado su capacidad para hacernos daño. El halcón de Horus te protege, en efecto, pero las fuerzas del mal no se dan por vencidas. Geb abrió los ojos. —Ayúdame a levantarme, hijo. Esta puesta de sol es de una belleza excepcional.

Nemaat y Zoser caminaron hasta una gran ventana desde donde contemplaron el corazón de la capital, poblada de santuarios. —Durante tanto tiempo como los dioses y las diosas habiten esta tierra —afirmó ella—, el faraón podrá ofrecerle la felicidad a su pueblo, el suave viento del norte refrescará las almas y los cuerpos disfrutarán de la paz de la tarde. Pero ¡qué frágil es esta armonía! Un instante de descuido y los partidarios de las tinieblas se aprovecharán de nuestra debilidad. No hemos atendido lo bastante la advertencia dada por la devoradora de almas, y nos olvidamos de la amenaza. Liberada de obligaciones materiales, trataré de identificarla. En mi opinión, se oculta en el corazón del poder y se vuelve así indetectable. —¿Acaso estás pensando... en alguien de nuestro círculo? —Sospecho de todos, Zoser. De ahora en adelante me pasaré las horas observándolos. Incluso la potencia maléfica comete errores por creerse intocable. Una vez identificada, se volverá vulnerable. —¿No es extremadamente peligroso? Los últimos rayos del sol embellecieron con su oro el rostro decidido de la reina madre. —A mi edad, esa clase de consideración me parece ridícula. El coloso cogió con ternura las manos de su madre. —¿Faraón está autorizado a recomendar prudencia? —Un principio de sordera hace que me pierda ciertas palabras. No le reveles el contenido de esta entrevista a nadie, hijo mío. Y digo bien: a nadie. —¿Ni siquiera a mi esposa? —Te lo repito: a nadie. El secreto es la clave de un posible éxito. La devoradora de almas no desconfiará de una vieja reina, enferma y desprovista de poder. Así, dará un paso en falso y me permitirá desenmascararla. Cuando sólo a ti te dé a conocer su nombre, actuarás.

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A manecía apenas, un primer rayo de sol iluminó una vasija de diorita terminada la víspera. Imhotep juzgó la forma perfecta y la ejecución irreprochable. Mientras su mano acariciaba la piedra pulida después de largas horas de trabajo, se alegraba de volver a ver aquel taller donde tanto había aprendido. De repente, la punta de un cuchillo de sílex le pinchó en la espalda. —Sucio ladrón, ¡te he pillado in fraganti! Imhotep sonrió. —¿Acaso no tiene derecho tu antiguo superior a volver a ver su lugar de trabajo preferido? —Tú aquí... ¿De verdad eres tú? —preguntó Sagaz. Bajó el arma, Imhotep se volvió y ambos amigos se alegraron de verse. —Siempre llego el primero —añadió el jefe de taller—, incluso cuando he tenido una noche agitada. Seguir tu ejemplo me ha resultado beneficioso. Pero... ¿cómo has entrado? —La puerta reservada a los pedidos estaba abierta. —Eso es imposible, ¡la cerré anoche! —Algún otro posee la llave. Sagaz pareció contrariado. —Hubo un robo el mes pasado. Hoy mismo haré cambiar los cerrojos. —¿Tienes sospechas? —Una certeza. Un gruñón ya condenado que la administración me impuso como repartidor de pan. Me desharé de él lo más rápidamente posible. —Excelente iniciativa, amigo mío. Una fruta podrida puede echar a perder el cesto

entero. Sagaz se alejó. El taller se iluminaba poco a poco. —Muéstrame cómo es un supervisor de lodo el país... ¡Aunque no pareces haber cambiado tanto! ¿Has conocido al faraón? —No he tenido oportunidad. Pronto pondrá fin a mis funciones, y espero convertirme en médico. —¿Dónde estás estudiando? —En la Casa de Vida de Menfis. Sagaz silbó con admiración. —Y... ¿cómo se lleva eso? —Trabajando muy duro sin garantía de éxito. Vista la excelencia de los profesores, un fracaso me sería completamente imputable. —¡Ése no es tu estilo! Espero que aceptes curarme. —¿Lo dudas acaso? —A menudo los grandes personajes se toman demasiado en serio a sí mismos. —¡Tu vigilancia me protegerá! —¿Y si saboreamos un buen desayuno? El refrigerio se componía de leche fresca, de pan recién hecho y de cereales cocidos. Imhotep compartió la primera comida de la jornada con los artesanos, impresionados por recibir a un dignatario cuya sencillez los dejó estupefactos. No se aguantó las ganas de participar en la fabricación de una vasija, y vio que no había perdido el oficio. Sagaz dirigía a su cuadrilla de manera hábil, sin autoritarismo pero exigiendo lo mejor de cada uno. —Me quedo tranquilo —le confió Imhotep a su amigo—. Este taller no se ha abandonado. —Así que te atrevías a pensar... —¿Cómo iba a tener un supervisor de todo el país tiempo para pensar? Sagaz puso los brazos en jarras.

—Soy yo el provocador, ¡no tú! Ambos salieron juntos del local, donde cantaban las herramientas. —Desconfía de la princesa Redyit —murmuró Sagaz—. Según mi amante, odia sentirse humillada. Tú eres el primer varón que la ha rechazado.

Imhotep aprendía de prisa y devoraba los tratados de medicina. Para convertirse en un auténtico sanador y médico generalista había que estudiar las especialidades, tales como la oftalmología, la cardiología, la anatomía y muchas otras antes de tener una visión de conjunto del cuerpo y de poder apreciar la circulación de las energías en el interior de los canales. El laboratorio de la Casa de Vida enseñaba los secretos de la farmacopea, e Imhotep descubría cómo se preparaban numerosos remedios. Por la mañana, el joven cumplía con sus tareas administrativas, reducidas al mínimo a la espera de una reorganización que preparaba la cancillería; por la tarde y la mayor parte de la noche, recibía las enseñanzas de los terapeutas, coordinados por Neferet. Aunque apenas se atrevía a mirarla, Imhotep la escuchaba con mucha atención, evitando sucumbir al encanto de su voz y concentrándose en el contenido técnico de sus palabras. A veces, su atención vacilaba y su mirada admiraba a la joven de resplandeciente nobleza, pero en seguida recobraba la calma. Esa noche el rostro de Neferet mostraba una gravedad casi inquietante. Sentada a la manera de los escribas enfrente de Imhotep, desenrolló un papiro que databa de los primeros tiempos. —Este texto fue redactado en los tiempos en que los dioses gobernaban Egipto, antes de que legasen las Dos Tierras al primer faraón. Sólo ellos pueden curar, no los humanos. Las enfermedades graves proceden de demonios destructores, y tendrás que discernir el origen para tratar la causa y no solamente los efectos. Le corresponde al maestro del conocimiento decidir si eres capaz de ejercer la función de médico. Neferet guió a Imhotep hasta una pequeña capilla iluminada por un tragaluz. Allí distinguió una admirable estatua de un babuino sentado, con las manos abiertas encima de las rodillas. En la penumbra, sus ojos ardían. —Puedes contarte entre los que liguen a Thot —afirmó la joven mientras dejaba en manos de Imhotep una hoja de papiro y material de escritura—. Si oyes su voz, recoge sus palabras. Si se queda en silencio, abandona este lugar venerable. Al joven se le hizo un nudo en la garganta. ¿Todos sus esfuerzos quedarían reducidos a nada? ¿Lo echarían de la Casa de Vida? Se sentó a la manera de los escribas, de espaldas a la estatua.

Un denso silencio envolvió la capilla. Imhotep se convenció de que el dios lo estaba poniendo a prueba, pero pasaron interminables minutos y no le fue transmitido ningún mensaje. De repente, un suave calor relajó su nuca y su mano quedó animada por una extraña energía que lo obligaba a redactar un texto: «Soy Thot, mi boca es pura, mi palabra útil y luminosa. He venido para salvar a los justos de la ira de los dioses, para arrancarlos del dominio de los malos espíritus masculinos y femeninos. Vivifico los miembros y curo el ojo de Horus, disipo el mal. Que aquellos que me sigan sean vigilantes y perseverantes, que conserven la rectitud en todas las circunstancias y que consagren su vida al servicio de la Obra.» Imhotep tomó repentinamente conciencia de que una voz profunda acababa de apagarse. Los jeroglíficos trazados con firmeza probaban que no había soñado. ¿No eran aquellas últimas palabras los consejos del viejo carpintero, el alma del astillero? El viejo carpintero, una encarnación de Thot... —¿Puedo ver el texto escrito bajo el dictado del dios? —preguntó Neferet. Imhotep dejó en sus manos el papiro. —Ya eres médico de la Casa de Vida —constató ella—. Thot te ha admitido entre aquellos que lo siguen. El nuevo terapeuta se levantó. —¿De dónde procede esta estatua? —quiso saber. —Del taller secreto. Imhotep logró contener su emoción. —¡Así que existe! —¿Lo dudabas? —¿Cómo se accede a él? —¿No te lo reveló un viejo carpintero? Imhotep se atrevió a mirar fijamente a la joven. —¿Lo... lo conocíais? —El azar no existe. Tu camino te ha llevado hasta aquí porque has tenido el valor de descifrar lo desconocido. Y esto no ha sido más que una etapa.

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Z oser corría un riesgo considerable al decretar «el año de imitar a Horas». Sin haber consultado a sus ministros, decidía así abandonar la capital y visitar el conjunto de las provincias para asentar su autoridad e imponer en ellas las reformas necesarias. La Sombra Roja no había previsto esa iniciativa, pero se alegraba de ella. Un largo viaje, múltiples peligros, localidades hostiles... El periplo real estaría sembrado de trampas. Si el rey no regresaba vivo de esa expedición, se desataría el caos en Menfis. Gran cantidad de dignatarios desaprobaban esa iniciativa pero ninguno se atrevía a expresarlo. Y todos se preocupaban por si se veían obligados a acompañar al monarca y, por tanto, a abandonar la capital. Sólo el ministro de Agricultura, Ajeta, preparaba su equipaje, contento de comprobar por sí mismo el estado de los graneros a través del país. Les pediría a sus escribas que hicieran inventario de personas y bienes; luego, que contaran las cabezas de ganado mayor y menor. Obtendría un informe serio de la riqueza del país y se lo comunicaría a su colega el ministro de Finanzas. El jovial Anjy se hundió cuando se enteró de que participaba en la aventura. En cada etapa importante, tendría que instalar un palacio real a imagen y semejanza del de Menfis. Un trabajo abrumador, una multitud de problemas en perspectiva y la incomodidad de los desplazamientos en barco, los cuales odiaba. Por desgracia, era imposible emitir la más mínima objeción. Faraón de nacimiento, Zoser no necesitaba elevar la voz para hacer que lo obedecieran. El perro Geb lo seguía a pata firme y se mantenía orgullosamente al lado de su amo cuando el coloso manejaba el imponente remo del timón de la nave real. Habría un centenar de marineros en la maniobra, y el Halcón abriría el camino a un impresionante convoy formado por naves militares y barcos de carga. La corte al completo asistió a la partida. Y Nemaat, la reina madre, redobló la vigilancia.

Al acercarse a la ciudad de Edfú, [25] en el Alto Egipto, Geb ladró. Muy tranquilo desde el comienzo del viaje, manifestaba un nerviosismo que a Zoser no le pasó inadvertido. Los soldados recibieron orden de equiparse, y tres barcos llenos de arqueros dispuestos a disparar atracaron en el embarcadero principal.

Los recibieron unos sacerdotes desarmados y su superior manifestó su alegría por someterse ante el nuevo amo de las Dos Tierras. Geb no dejaba de ladrar. Indiferente a los discursos tranquilizadores, apuntaba el hocico hacia una especie de almacén en ruinas cuyos accesos estaban tapados por tablones de madera. —¡Al suelo! —ordenó el rey justo antes de que las tablas fueran quitadas a patadas y apareciesen flechas destinadas a abatir al soberano y a su escolta. Rozaron a Zoser, que se quedó de pie, y no causaron la más mínima víctima. La respuesta fue apabullante. Los arqueros reales diezmaron al adversario y el ataque de la infantería aplastó a los heridos y a los escasos supervivientes del comando que había organizado de prisa y corriendo la Sombra Roja. Lívido, el sumo sacerdote del templo de Edfú mantenía la cabeza baja frente al faraón. —¿Conoces a esos hombres? —preguntó Zoser señalando los cadáveres. —No, majestad. No son de la región. —¿Por qué el gobernador de la provincia no se encontraba en el embarcadero? —Se... se puso bajo la protección del halcón. Como se sabía culpable de graves faltas, el alto dignatario había pedido asilo en el templo consagrado a Horus, el dios halcón. Se ponía así fuera de su alcance, y su gestión catastrófica de los bienes del Estado no sería sancionada. —Quiero verlo. —Majestad..., ¡ese hombre tiene inmunidad! —¿No es Horus quien debe decidir? El rey caminó en dirección al templo. Cerca del portal de acceso, bajó un ave rapaz de lo más alto del cielo y se posó en el umbral del santuario. Zoser se inclinó, y luego las miradas del faraón y del halcón se cruzaron. —¿Salvas a un hombre indigno de su función, lo bastante cobarde como para suplicarte y librarse de la justicia? La puerta del templo se abrió. Como empujado por una fuerza implacable, un

cincuentón tembloroso fue expulsado del lugar sagrado y cayó a los pies del rey mientras el ave rapaz echaba a volar. —Disculpadme, majestad, ¡subsanaré mis errores! Acto seguido se hizo un pesado silencio. Entre los asistentes, nadie esperaba clemencia por parte de aquel rey de rostro implacable. —El ministro Ajeta te encomendará una tarea exigente y trabajarás sin descanso al servicio de los habitantes de esta ciudad. A la primera salida de tono, serás enviado a la colonia penitenciaria de los oasis.

El relato de los acontecimientos de Edfú fue rápidamente transmitido al conjunto de las provincias del Sur, cuyos gobernadores se apresuraron a reconocer la autoridad del fundador de la tercera dinastía. Su estado de ánimo facilitó la tarea del gran intendente Anjy, quien dispuso del personal y de los recursos necesarios para instalar un palacio en cada capital de provincias. Por su parte, Ajeta inspeccionó los graneros, divididos en tres categorías: la primera reservada a los cereales, la segunda a la carne, a las tinajas de cerveza y al pan, la tercera a las telas, los aceites, los ungüentos y al mobiliario ritual. Al juzgar su capacidad insuficiente y su mantenimiento a menudo rudimentario, nombró unos «guías del país» encargados de aplicar, a escala local, las directrices reales. Al crear nuevas fincas agrícolas, Zoser aseguraba la prosperidad de las Dos Tierras. —Viviremos un gran reinado —le dijo Anjy al ministro de Agricultura al contemplar las orillas del Nilo desde la popa del barco que los llevaba a Letópolis, una ciudad del Delta, última etapa antes de volver a la capital. —Es posible —consideró Ajeta. Su reserva sorprendió al chambelán. —¿Dudas todavía de la capacidad de Zoser? —¿Acaso no se juzga a un árbol por sus frutos? —¡Pues a mí los frutos ya me parecen excepcionales! —exclamó Anjy—. Un único viaje y todos los gobernadores de provincia se someten al rey. Cada palacio se perfila como un centro de gestión eficaz, se aumentará la superficie de las tierras cultivables y a la población no le faltará de nada. —Un buen programa, en efecto. —¡Parece que no te convence!

—La base de nuestra riqueza son los graneros. Ahora bien, la mayor parte se encuentran en mal estado y habría que construir muchos otros. Ese viaje es portador de esperanzas, lo reconozco, pero me corresponderá concretarlas y la tarea se presenta ardua. —La palabra de Faraón es sagrada y se cumplirá su voluntad. —Tu optimismo me consuela, Anjy. Una serie de crecidas mediocres, oleadas de descontento, trastornos sociales, conspiraciones... El comienzo de la dinastía no está a salvo de esas amenazas. —¿Posees informaciones precisas? —En absoluto. Simplemente trato de conservar la lucidez. —Yo, por mi parte, ¡tengo total confianza en Zoser! —afirmó Anjy. —Ojalá tu carácter alegre no te depare sorpresas desagradables. Las maniobras de atraque interrumpieron a los dos ministros, que regresaron a su camarote para volver a ponerse sus ropas ceremoniales. En la proa de la primera nave, Zoser sintió la hostilidad de los notables de la ciudad de Letópolis antes incluso de poner un pie en tierra. Esa última etapa no sería la más fácil. No obstante, allí reinaba una encarnación de Horus, con forma de halcón momificado, que velaba por el renacimiento del Ka real durante los ritos de acceso al más allá. El alcalde de la ciudad era un antiguo pescador acostumbrado a las duras condiciones de vida de los hombres de las marismas. Tenía costumbre de imponer sus opiniones y esperaba decirle al nuevo faraón que iba a negarse a la intrusión de funcionarios procedentes de la capital. Era el jefe y lo seguiría siendo. Sin embargo, el alcalde, en absoluto impresionable, se quedó sobrecogido ante la prestancia y la autoridad naturales de Zoser, que llevaba el pesado bastón de mando. Cuando se acercó el monarca, éste le hizo perder completamente los papeles, y el discurso de protesta se le quedó agarrado a la garganta. Peor aún, el alcalde se resbaló en un charco de limo y, al caer, se golpeó en el hombro con el bastón. Fulminado, se desplomó sin conocimiento y sus subordinados lo creyeron muerto. —Que este incidente os sirva de lección —les dijo el rey a los dignatarios de Letópolis—. Me debéis obediencia, pues actúo al servicio de los dioses. Vuestro alcalde por poco no pasa a mejor vida. Que se comporte en adelante con lealtad. El notable volvió en sí, aquejado de una fuerte migraña, y su ciudad se sometió a la voluntad del monarca, desde ese momento considerado amo del Bajo y el Alto Egipto. ¿No escudriñaban sus ojos el interior de todo ser y no era mayor la intensidad de su mirada que

la del disco solar?

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I mhotep ya no magnetizaba a la reina madre, cuya salud había mejorado de manera excepcional. El tratamiento del médico en jefe producía efectos espectaculares, y la anciana rejuvenecía a ojos vistas. Confinado durante el día en su despacho, donde continuaba cumpliendo con su tarea de supervisor de todo el país, el joven se alegraba cada puesta de sol de volver a la Casa de Vida para perfeccionar su formación en medicina. Al estar recibiendo las sucesivas enseñanzas de los mejores especialistas, apenas veía a Neferet. Al día siguiente, al otro, ¿se atrevería a hablar con ella? Un escriba le remitió un documento procedente de la Casa de la Reina. Su superiora, la princesa Redyit, se quejaba de un retraso en una entrega, imputable al taller que dirigía Sagaz. Le correspondía a Imhotep resolver el problema y adoptar las posibles sanciones. Fue en seguida al lugar y descubrió a una cuadrilla de artesanos aterrados. —Nuestro intendente ha sido arrestado —le informó uno de ellos. —¿Por qué motivo? —Robo de vasijas de lujo. El juez lo ha metido en prisión; nosotros estamos esperando instrucciones. —Retomad el trabajo empezando por el pedido de la Casa de la Reina. Voy a aclarar este asunto y a traeros a vuestro intendente. La determinación de Imhotep tranquilizó a los artesanos, que volvieron a coger sus herramientas. Él se dirigió a grandes zancadas hacia el tribunal principal de Menfis. Un secretario judicial aceptó recibirlo. —Sagaz, el jefe de taller, ha sido encarcelado. Deseo conocer el nombre del juez responsable de esa decisión. —¿A título de...? —De supervisor de todo el país. La suerte de mis subordinados me preocupa. —Entiendo, entiendo... Un momento, estoy consultando mis informes.

La lentitud del funcionario exasperó a Imhotep. —Ya está, es el juez Badi. Un magistrado experimentado, de excelente reputación. —¿Dónde puedo encontrarlo? El secretario reflexionó durante largo rato. —No debería tardar en salir de la quinta sala del tribunal. Si os dais prisa, es posible que os crucéis con él. Después de perderse por los pasillos del edificio, Imhotep logró encontrar la sala en cuestión. Salieron de ella dos hombres esposados, vigilados por cuatro policías. Luego apareció un cuarentón moreno, con papada, que parecía muy satisfecho de sí mismo. —¿Juez Badi? —¿Quién se atreve a dirigirse a mí? —Imhotep, supervisor de todo el país. El juez miró con desdén a su interlocutor. —Puede que haya oído pronunciar vuestro nombre. —Habéis enviado a prisión a mi amigo Sagaz, jefe del taller de los fabricantes de vasijas de piedra. Me presento para responder de su integridad. —Pues bien, joven, os equivocáis. En el futuro, frecuentad a personajes más recomendables. —¿De qué delito lo acusáis? —Robo de objetos de gran valor pertenecientes al Estado. —¡Imposible! Sus explicaciones deberían haberlo convencido de su absoluta integridad. —Conozco mi oficio. Apartaos de mi camino y dejad de importunarme. Si no, presentaré una denuncia contra vos. La reacción del juez sorprendió a Imhotep, su agresividad le pareció sospechosa. Aquel juez no estaba jugando limpio. La única manera de saber más era consultar a su superior, Hezyre.

Siempre vestido con el largo abrigo que le llegaba hasta los tobillos, con una peluca corta que le cubría las orejas y aspecto adusto, Hezyre no había cambiado de sala de audiencias, iluminada por tres ventanas al norte y una total austeridad. Abrumado por sus grandes responsabilidades, el canciller había conservado su silla rígida desprovista de ornato. —Me lees la mente, Imhotep: iba a hacer que te llamaran. ¿Estabas impaciente por saber mis decisiones? —Sólo deseaba someter a vuestra consideración un asunto delicado. —¿Los hay anodinos acaso? Me dicen que eres un médico reconocido. —El dios Thot me ha aceptado entre sus seguidores. —¡No es algo frecuente! Pero no tendrás mucho tiempo para ejercer. Dada la multiplicidad de las tareas que me ha confiado el rey, debo rodearme de colaboradores incansables y competentes. Ésa es la razón por la que continúas como supervisor de todo el país, cargo al que se le añade el control del conjunto de los talleres. No me lo agradezcas, tu labor se verá facilitada y contribuirás de manera determinante a la construcción de la Casa del Rey. Dado tu conocimiento de los hombres y de los informes, no perderás ni un minuto en banalidades. A la más mínima dificultad, ponme sobre aviso. —Esa era la razón de mi visita, canciller. Hezyre cerró los ojos un momento. Sus profundas arrugas no dejaban de marcarse más y más. —Sé breve. —El juez Badi acusa a Sagaz de robo. ¡Es inverosímil! —¿Quién, salvo Osiris, podría jactarse de haber penetrado en un corazón humano? —A Sagaz no le faltan defectos, pero no ha cometido esa fechoría. Y ese magistrado me parece sospechoso. —Badi es la virtud personificada. —¿Ha seguido correctamente el procedimiento? —Es su especialidad. —¿Me autorizáis a comprobarlo?

Sin ocultar su irritación, Hezyre redactó un breve documento que le permitiría a Imhotep tener acceso al despacho del juez Badi.

Crispado, el magistrado evitó la mirada de Imhotep. —¿Qué queréis saber? —Deseo leer la declaración detallada de Sagaz. —Es... imposible. —¿El texto del canciller Hezyre no es acaso lo suficientemente claro? —Esa declaración no existe. —¿Es que Sagaz se negó a hablar? El juez pareció muy azorado. —En realidad, no le he tomado declaración. —¿Cómo? —exclamó Imhotep—. ¿No habéis escuchado al acusado? —El caso era evidente, la prueba abrumadora. —¡Juez Badi, habéis violado una ley capital al no proceder al careo entre el acusador y el acusado! Y esa prueba abrumadora, ¿cuál es? —Un testimonio ocular. Un repartidor de pan vio a Sagaz sacar varias vasijas del taller. Imhotep estaba estupefacto. —¿Y esa denuncia os basta para enviar a un hombre a prisión? Precisamente Sagaz sospechaba que ese repartidor de pan había robado material y lo había despedido. Ese bandido se ha vengado. —¡Eso es improbable, improbable! Gozaba de una recomendación importante que orientó mi juicio en su favor. —¿De quién? —De la princesa Redyit, superiora de la Casa de la Reina.

Imhotep mantuvo la calma. —Exijo un careo inmediato entre Sagaz y ese repartidor. —¡Por supuesto, por supuesto! Sacaron a Sagaz de la prisión y lo condujeron al despacho del juez. Sin embargo, no tuvo que defenderse ante su acusador, pues este último había desaparecido.

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E n el Egipto de Zoser, los jueces no estaban por encima de las leyes. Ni los incompetentes ni los culpables se beneficiaban de ascenso alguno, y los errores de los magistrados eran severamente sancionados, pues habían traicionado a Maat, la justicia de origen divino que nadie confundía con el derecho formal y las leyes humanas, sometidas al tiempo, a los cambios y a las costumbres. La totalidad del Estado descansaba sobre el justo ejercicio de la justicia, y el más humilde tenía confianza en Faraón porque el tribunal no practicaba la ley del más fuerte. Un magistrado indigno como Badi se vio excluido de la institución. El propio Hezyre exigió una pena de trabajos forzados, seguida de una ejecución de tareas penosas al servicio de un pueblo. La sentencia tuvo una amplia repercusión, que fue dictada rápidamente. La actitud de Imhotep había despertado la atención del canciller. Sentido de la equidad, lucidez, valor, voluntad inflexible, inclinación por la verdad... Definitivamente, aquel chico no lo decepcionaba. Pero ¿no era un retrato demasiado excepcional? ¿No disgregarían las fisuras el edificio? Sólo nuevas pruebas permitirían saberlo. Imhotep no sería únicamente un alto responsable entre tantos otros. Una pasión singular lo animaba, una pasión a la que había que dar un alimento apropiado. Al canciller se le objetaría la juventud del candidato. ¿No era ya supervisor de todo el país y médico, dotado de una capacidad de trabajo fuera de lo común? Soportar un peso adicional quizá lo aplastara, pero la experiencia debía ser probada. En aquella mañana fresca y soleada, Imhotep cumplió en persona el ritual de servidor del Ka de sus padres llevando alimentos y bebidas a la capilla donde continuaba vivo su nombre. Leyó las fórmulas de glorificación inscritas en las paredes y les agradeció la ayuda constante que le proporcionaban. Convertidos en sus ancestros, iluminaban su camino. Después de la destitución del juez indigno, Sagaz, loco de reconocimiento y ampliamente indemnizado por el perjuicio sufrido, había contado por todas partes la hazaña de su amigo Imhotep. Obligado a moderar su entusiasmo y a devolver su intervención a sus justas dimensiones, el supervisor de todo el país se felicitaba por el rigor del canciller Hezyre. Y se había reanudado el trabajo en el taller de fabricación de vasijas de piedra dura, desde ese momento muy atento a las peticiones que procedían de la Casa de la Reina. ¿Acaso la princesa Redyit no había respaldado a un ladrón y un mentiroso, todavía ilocalizable? Se había limitado con responderles a los investigadores que el excelente

comportamiento de aquel miserable la había engañado y que lamentaba los problemas sufridos por Sagaz, a quien había dado una buena compensación, dos sillas y una cama de primera calidad. La cuestión parecía cerrada, pero Imhotep se hacía preguntas sobre aquello. ¿Acaso la desaparición del malhechor no había sido una suerte para la princesa? Un interrogatorio porfiado quizá habría revelado una desafortunada colusión y quebrado la carrera de la superiora de la Casa de la Reina, ligada al gobierno de Egipto. Imhotep se propuso olvidarse de Redyit al ir a la Casa de Vida, donde le darían un maletín de cuero que contendría remedios de primeros auxilios. A pesar de sus funciones administrativas, seguía practicando el arte de la medicina. No había logrado revelarle sus sentimientos a Neferet y no esperaba conseguirlo, pues no había nada en la actitud de la joven que lo alentara. Sonriente, a la vez que dulce y decidida, no le concedía más importancia que a cualquier otro facultativo. No volverían a verse más que con ocasión de ceremonias y banquetes oficiales. Pronto Neferet aparecería en uno de ellos junto a un notable que habría sabido seducirla. El sol se ponía y los accesos a la Casa de Vida estaban desiertos. Los guardias dejaron entrar a Imhotep, pero un sacerdote calvo le cortó el paso. —Vengo a buscar mi maletín de médico —le explicó. —Imhotep..., ¿es ése tu nombre? —En efecto. —Sígueme. El Calvo lo guió hacia un ala de la institución a la que el joven nunca había tenido acceso. —Espera aquí. Una única antorcha iluminaba una especie de antesala. Mientras se acostumbraba al silencio y a la penumbra, Imhotep discernió jeroglíficos de una extremada finura, apenas grabados en la piedra. Éstos ofrecían dos consejos: «Vigilancia y perseverancia.» Ocurriera lo que ocurriese, se prometió observarlos siempre. Los acontecimientos destacados de su breve existencia le volvieron a la memoria. Sintió de nuevo la mordedura de la Sombra Roja en el talón, de nuevo vio el paraíso en el corazón del desierto, se acordó de la ternura de su madre y de la valentía de su padre, volvió a vivir las horas estimulantes del taller de los fabricantes de vasijas y las etapas de su reciente carrera. Imhotep tuvo el extraño sentimiento de haber alcanzado una edad

avanzada y de haberse liberado de un montón de deseos inútiles. Un vasto cielo azul reemplazó el techo de piedra y apareció un gran ibis blanco. Imhotep tuvo la sensación de volar con él y de descubrir admirables paisajes donde los humanos estaban ausentes. El regreso del Calvo quebró su ensoñación. —Descríbeme lo que has visto. —Los momentos culminantes de mi vida y el viaje de un ibis. —¿Qué temen los sabios? —El caos. —¿A qué aspiras? —A conocer el pensamiento y la voluntad de los dioses. —¿Por qué los sabios deben dominar su cuerpo? —Para hacer triunfar al espíritu. —¿Te consideras digno de acceder a los misterios? —Os corresponde a vos decir eso. Dos ritualistas agarraron a Imhotep y lo condujeron a un estanque de purificación lleno de una agua particular procedente de un pozo animado por la energía del Nun, océano primordial y fuente de toda creación. En el seno del suelo sagrado de la Casa de Vida, mientras respiraba el aire luminoso de las palabras rituales, Imhotep vio nacer una llama nueva que le presentó Neferet. Luego, el joven fue invitado a tomar asiento cerca del amo de un banquete servido en una vasta sala bien iluminada. —La cofradía del Ibis se alegra de acogerte en su seno, Imhotep —declaró el canciller Hezyre, quien se había quitado su largo abrigo—. En presencia de sus miembros y en el nombre de Faraón, ¿te comprometes a preservar su secreto? —Me comprometo a ello. —¿Te comprometes de igual modo a permanecer fiel a nuestra cofradía hasta tu último aliento, a sabiendas de que una traición te condenaría a la nada?

—Me comprometo a ello. —¿Te comprometes, por último, a hacer vivir la Regla de Maat y las palabras de los dioses? —Me comprometo a ello. —Bienvenido, Imhotep. Reunidos todos, ¡bebemos a tu Ka! Papilla de cebada, pescado, paloma asada, costillas de buey, panecillos con queso, compota de higos y pasteles de miel, vino tinto de añada... Un banquete de la cofradía del Ibis no se olvidaba. Entre sus miembros, Imhotep no conocía más que a Hezyre y a Neferet. Los demás iniciados, hombres y mujeres, eran ritualistas de la Casa de Vida. —Más vale que te prevenga: la pertenencia a esta cofradía no te proporciona ningún privilegio —declaró Hezyre, que comía con voraz apetito—. Al contrario, te impone nuevos deberes resumidos en un único vocablo: impecabilidad. Si cometes una sola falta grave, serás destituido de la totalidad de tus funciones. A cambio, aquí encontrarás ayuda desinteresada, experiencia y consejos. Pertenecemos a la Casa del Rey y consagramos nuestra existencia a consolidarla. La atmósfera era alegre y los comensales compartían un momento de dicha, copiosamente regado. Imhotep tuvo la sensación de descubrir a una familia unida cuyas exigencias se adaptaban a las suyas. Al final de la noche, Imhotep quiso saber a ciencia cierta. —¿La cofradía del Ibis no tiene acaso un papel ritual? —le preguntó a Hezyre. El canciller saboreó un último pastel de miel. —Como es lógico, has presentido la respuesta: preparar a sus miembros para penetrar en el taller secreto. Pero el éxito no está asegurado.

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M uchos cortesanos estaban decepcionados y amargados, pues, contrariamente a sus previsiones, Zoser seguía gobernando con un equipo reducido y un pequeño número de ministros. El círculo del poder era, por tanto, muy limitado, y los ambiciosos se aburrían esperando. Como la gran esposa real actuaba de la misma manera, era imposible tener influencia sobre ella. Y los resultados eran consecuencia de eso: un Egipto próspero y unido, departamentos estatales eficaces, una justicia que protegía al débil del poderoso y una solidaridad que era ejercida en la práctica por todas partes. Sin embargo, se hacían una gran pregunta: como era lógico, al fundar la tercera dinastía, Zoser tenía un proyecto que sus predecesores habían sido incapaces de concebir. No se contentaría con ser un buen soberano, satisfacer a los dioses y alimentar a su pueblo mientras lo protegía de agresiones exteriores. Así pues, todos estaban esperándolo. Y se temían una decisión aventurada que hiciera derrumbarse todo el edificio. Cuando el chambelán del palacio y ritualista en jefe Anjy respondió a una convocatoria desacostumbrada del monarca, se preguntó si sería el primero en conocer sus intenciones ocultas. El jovial personaje había engordado todavía más. Para hacer frente a sus múltiples tareas y llevar a buen término sus largas jornadas, necesitaba alimentos sustanciosos. —Volvemos a irnos de viaje —anunció Zoser. Anjy no podría haber recibido peor noticia. Los horribles movimientos del barco, las náuseas, el alejarse de la capital... Ya estaba agotado. —Ah..., ¿un destino lejano? —Eso debes indicármelo tú, chambelán. —¿Yo? Pero... —¿Acaso no eres un especialista en la vid? —Pretendo serlo, en efecto.

—Deseo crear un viñedo. Llevará el nombre de «Horus, estrella que preside el cielo», y proporcionará grandes vinos a mi reinado. ¿Qué lugar elegirías? —Sin duda, un vasto terreno del Delta occidental, cerca de un pueblo donde se es viticultor de padres a hijos. —Nos iremos mañana por la mañana, prepara los barcos.

Baten, el ministro de Finanzas, llamó a Anjy, que estaba atareado comprobando el camarote del rey. —Tus asistentes me han pedido que prepare bolsitas de minerales preciosos, pero han omitido precisar su destino. No me han gustado mucho esos métodos. —¡Actuamos de urgencia! —¿Puedo conocer la razón de esta partida precipitada? —Es la época indicada para plantar la vid. Baten pareció sorprendido. —No me gusta que se burlen de mí, Anjy. —¡Esto es extremadamente serio! Su majestad ha desvelado su gran proyecto: la creación de un viñedo excepcional, digno de su reinado. Tus bolsitas servirán para pagar a los mejores especialistas. —¿Este proyecto es... oficial? —El decreto será proclamado hoy mismo. ¿No es una noticia maravillosa? Discúlpame, todavía tengo mil detalles por solucionar. La difusión del texto sorprendió a la corte. ¡Así que era ésa la idea capital del rey! En efecto, prometía agradables banquetes y le valdría cierta notoriedad, pero se habrían esperado o temido más. La propia Sombra Roja se sentía confusa. ¿Aquel gigante autoritario, un soberano de pacotilla, únicamente preocupado por los buenos vinos y la buena mesa? Después de sus proezas, tal vez se contentaría con un reinado ordinario, lleno de ritos y de fiestas, y no se daría cuenta de los peligros que lo amenazaban. La hipótesis parecía demasiado optimista. Desde el comienzo de su carrera, la Sombra Roja había aprendido la desconfianza y el escepticismo. No bajaría nunca la guardia.

El paisaje era magnífico. Higueras, olivos y granados formaban el escudo protector de un viñedo de cepas sujetas por postes ahorquillados. Unos muros de piedra bordeaban la parte más antigua, donde los vendimiadores, en esa suave jornada de otoño, cogían los racimos uno a uno. Con precaución, los dejaban en cestos que luego eran transportados hasta la cuba de pisa, poco profunda. Ocho alegres muchachos, cantando a voz en grito, pisaban las uvas que un ritualista había ofrecido previamente a la cobra benéfica, la diosa Renenutet, cuyo altar estaba lleno en abundancia. Unos técnicos exprimían unos sacos que contenían el orujo, unas cubetas recogían el mosto que un babuino doméstico apreciaba en su justo valor. Y se preparaban los filtros y las tinajas, provistas de tapones de arcilla cocida, de paja y de hojas de caña. A la vista de ese espectáculo, Anjy sentía una emoción intensa. Transformar en vino aquellos magníficos racimos nacidos del ardor del sol, de la fecundación de los vientos, de una irrigación regular y de la calidad de la tierra era un auténtico arte. Anjy hizo que el rey visitara la principal reserva de tinajas de añada. Colocadas de pie sobre unos soportes, estaban dotadas de una etiqueta que indicaba el año del reinado del faraón, el nombre del productor, la localización del viñedo y la calidad del vino, según tres categorías: «muy bueno», «bueno» y «mezclado». [26] El vino de consumo habitual no recibía denominación alguna. Asistido por dos maestros viticultores, el chambelán le mostró luego al monarca el terreno totalmente abierto que se convertiría en su futuro viñedo. El rey lo recorrió, plantó él mismo los mojones y tuvo un momento de recogimiento frente al sol poniente. —Este vino no va a parecerse a ningún otro, Anjy. ¿Por qué crees que le concedo tal importancia, ritualista en jefe? El jovial personaje se estremeció. ¡Así pues, no era sólo la pasión por los buenos caldos lo que motivaba la iniciativa de Zoser! Y, puesto que se dirigía al responsable de los rituales, había indicado el sentido. —Este vino se utilizará para las ofrendas y se reservará a los templos, majestad. El viñedo se convertirá en territorio consagrado, bajo la protección de los dioses, y el responsable de las vendimias será un ritualista que conozca las palabras divinas. —Osiris es al tiempo el pan y el vino —le recordó Zoser—. Al consumir el pan, comemos el cuerpo de Osiris, símbolo del Egipto unificado; bebemos la sangre de Osiris, transformada en vino en el lagar. [27] Muerto, Osiris renace. Y es a él a quien se le ofrece este viñedo a fin de que guíe mi pensamiento. Desde lo alto del cielo, Horus protegerá su crecimiento y le dará la fuerza victoriosa. «El rey todavía no ha desvelado su gran proyecto —pensó Anjy—. Lo está construyendo día tras día y debe recorrer senderos desconocidos.»

Pero ¿no desembocarían en el vacío?

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E l supervisor de todo el país estaba obligado a asistir al banquete oficial de la Casa de la Reina que celebraba el nacimiento de una nueva orquesta femenina en la que brillarían una flautista, una arpista y una clarinetista, formadas por la princesa Redyit, ella misma excelente música. ¡Lejos quedaba la alegría que presidía los ágapes de la cofradía del Ibis! Allí todo era grandilocuente y formal. Las mujeres elegantes se observaban a veces con malos ojos, pues todas temían llevar un vestido menos perfecto que sus rivales. Inaccesible y serena, la gran esposa real presidía esas festividades, auténtico triunfo de Redyit, cuyas capacidades reconocían todos, misóginos incluidos. La Casa de la Reina se había convertido en una gran escuela que formaba a las mujeres para puestos de responsabilidad y que promovía las artes; se consolidaba también como un centro de producción de productos y de objetos indispensables, sobre todo telas y ungüentos. —Estáis invadiendo un poco mi terreno —observó Baten, el ministro de Finanzas, al saludar a una Redyit radiante. Su peluca ceremonial estaba ceñida con una cinta que tenía motivos delicadamente incrustados, insignias de turquesa, margaritas y siluetas de aves. Literalmente arrebatadora, a la guapa morena pareció hacerle gracia. —No rindo cuentas más que a la reina —le recordó. —En efecto, querida amiga, pero coordinar nuestros esfuerzos me parece indispensable. Aprecio mucho conocer vuestras existencias al detalle, con el fin de poder garantizar el porvenir. —Encomiable preocupación, Baten. Sin duda sabéis que su majestad me ha pedido formar a nuevas tejedoras y fabricar una gran cantidad de taparrabos, de túnicas y de abrigos de invierno. Del mismo modo, hay centenares de esteras y de sandalias resistentes que serán almacenadas en nuestras reservas. —Gracias por esa información, princesa. Unos papiros de contabilidad también serian bienvenidos. —Si la reina me autoriza a ello, os los haré llegar. —¿Con qué fin están destinados esos bienes? —preguntó Baten.

—Lo ignoro. Al gran proyecto del faraón tal vez. —¡Por supuesto! En mi opinión, prepara los pertrechos para un ejército. Al volver de su expedición en territorio libio, el rey comprendió que había que erradicar definitivamente el peligro. —Sería una excelente iniciativa —consideró la princesa—. Nunca pactaremos con esa chusma. —Me alegro de nuestro buen entendimiento, querida amiga. La prosperidad del país descansa en gran parte sobre nuestros hombros, y la pareja real no nos perdonará ningún error. —Estad tranquilo, Baten, soy consciente de ello. Mientras observaba la escena, Ajeta, ministro de Agricultura, había visto a dos fieras frente a frente, conteniendo los colmillos y las garras. Baten no tenía en mucha estima el ascenso de una mujer, y la ambición de Redyit no tenía límites. El propio Ajeta desconfiaba de ella, pues temía que entrara de manera insidiosa en su ámbito. El chambelán Anjy estaba más aliviado. La tarde era un puro éxito, ningún incidente la había enturbiado. Todavía en silencio, envuelto en su largo abrigo, el canciller Hezyre dejaba ya el lugar. Triunfante, la princesa se acercó a Imhotep, que se había ocultado tras un macizo de hibiscos, cerca de un estanque cubierto de lotos. —¿Me estáis evitando, supervisor de todo el país? —Estaba reflexionando, princesa. —¿Puedo conocer el objeto de vuestros pensamientos? —La organización de mi jornada de trabajo. —¡Esta noche celebramos una fiesta! Venid a admirar mi última adquisición. —Lo siento, pero tengo que marcharme. —Consideraré esa evasiva como una doble afrenta: a mi persona y a mi función. En lo que concernía a Redyit, Imhotep sabía que no se trataba de una amenaza gratuita. Dado que tarde o temprano tendría que enfrentarse a ella, más valía cortar por lo sano. Disfrutando de la admiración y del respeto de los invitados, ahora dispersos en los

jardines, Redyit llevó al joven a un quiosco que iluminaban hábilmente unas pequeñas antorchas. En el centro había una mesa, dos sillones de respaldo bajo y una mesa. Ésta tenía la forma de un gran reptil enroscado sobre sí mismo, con la cabeza en el centro y las partes de su cuerpo divididas en casillas. —El juego de la serpiente [28] —precisó Redyit—. Ésta es una pequeña obra maestra procedente del taller de los escultores de la Casa de la Reina. Siéntate, Imhotep, y echemos una partida. La princesa sacó de un pequeño cofre de ébano doce peones de marfil, seis que representaban a un león, y otros seis, a una leona. Con un cubilete, los adversarios lanzaban bolas por el cuerpo de la serpiente, formado por una alternancia de casillas huecas y casillas en relieve, que aseguraban así el avance de los peones hacia la cabeza del monstruo, en apariencia dormido. No obstante, el reptil podía burlar la vigilancia de los felinos si caían en las casillas malas, como la del ahogamiento. Al evitar la lengua de jaspe rojo y los ojos de obsidiana de la cazadora al acecho, el vencedor de la partida salía de ese laberinto para despertar de nuevo a una minúscula representación de la oca solar, cuyo grito de alegría saludaba el renacimiento de la luz. [29] —¿Me dejas ventaja, Imhotep? —¿Es prudente hacerlo? —¡Pero qué desconfiado! Bueno, avanzo. Una buena tirada le permitió a Redyit efectuar un avance notable. Imhotep tuvo menos suerte y las tiradas siguientes confirmaron la ventaja de la princesa. —Se diría que tienes la cabeza en otra parte. Si no pones interés en el juego, obtendrás una amarga derrota. ¿Es que la Casa de Vida no te ha enseñado magia? —Sin ella, la medicina no lograría nada. —Tus importantes cometidos administrativos no te darán la oportunidad de ocuparte de gran cantidad de enfermos. ¿Sigues magnetizando a la reina madre? —Se encuentra de maravilla y las prescripciones del médico jefe Hezyre la mantienen con buena salud. Uno de los leones del joven se hundió. La caza de la princesa se hacía patente. —Según los rumores, todavía no estás prometido. —Exacto. —¿Tu corazón está libre? —Mi trabajo me basta, princesa.

—¡Te empeñas en burlarte de mí! Seguro que hay una mujer, y quiero conocer su nombre. —Esa curiosidad me sorprende. —¡Ni hablar! En lo más profundo de ti, sabes que estamos prometidos el uno al otro. La confirmación de tu puesto te hace digno de mí, y tus maniobras de diversión son inútiles. Te quitaré de encima a mis rivales y recobrarás la razón. Formaremos una buena pareja y contribuiremos a la grandeza del reinado de Zoser. El destino dio un giro e Imhotep reconquistó una parte del terreno perdido. La lengua de jaspe rojo de la serpiente lo amenazaba, la oca solar parecía inalcanzable. —No os empecinéis, princesa. Conservad vuestra libertad, yo conservaré la mía. —Nadie se me resiste mucho tiempo, Imhotep. Acepta lo ineluctable y tu carrera se tornará mucho más fácil. La princesa perdió una leona. Los dos adversarios estaban casi empatados. —¿Por qué la tomasteis con Sagaz? Redyit frunció el ceño. —¿De quién se trata? —De mi mejor amigo, lo sabéis muy bien. —Ah, sí, ¡el fabricante de vasijas! ¿No te reemplazó al frente del taller? —Por culpa de un falso testimonio de un repartidor de pan a sueldo vuestro, se metió a Sagaz en prisión. —¿A sueldo mío? ¡Tú deliras, Imhotep! La princesa, nerviosa, hizo una mala tirada y se encontró en dificultades. Uno de los leones del joven avanzó con claridad. —Disteis apoyo moral a ese triste personaje y engañasteis a un juez. Los ojos de la guapa morena brillaron de ira. —¡Estás yendo demasiado lejos! —Ese ataque indirecto y despreciable ha fracasado. La próxima vez, dejad a mis allegados en paz y atacadme a mí directamente.

La determinación serena de Imhotep sorprendió a la princesa, que desaprovechó su última oportunidad de llevarse la victoria y vio cómo su adversario alcanzaba la primera ave solar. Redyit se levantó ofendida. —Sólo es una derrota en un juego —consideró—. Tal vez siga tu consejo, Imhotep.

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P ara sorpresa de los ministros encargados del gobierno de las Dos Tierras, no fue el faraón Zoser quien presidió el gran consejo, sino la gran esposa real. El canciller habló por sus colegas. —¿Se halla indispuesto el rey? —Ha dejado la capital a fin de efectuar un viaje que considera decisivo. —¿Su ausencia será larga? —Quizá Zoser no vuelva nunca. —¡Permitidnos que nos preocupemos! —exclamó Ajeta, el ministro de Agricultura —. ¿Su majestad no debería haber...? —¿Haberos consultado? No lo creo. Faraón toma solo las decisiones primordiales. —¿No cuenta con vos? —preguntó la princesa Redyit. —En efecto, y he aprobado su iniciativa. Mientras Zoser se enfrenta a una prueba temible, yo llevo el timón del Estado. Ésa es la razón por la que espero los informes relativos a vuestros respectivos ámbitos. Hezyre fue el primero en hablar. Propuso una reforma de las instituciones judiciales y sanciones muy estrictas que castigaran a los jueces culpables de incompetencia de manera probada. Por invitación de la reina, los demás ministros tomaron la palabra por turnos. A la vez que demostraba su perfecto conocimiento de los expedientes, Apacible hizo algunos comentarios juiciosos que consignó un escriba encargado de ponerlos en manos de los interesados. La reina «dio por zanjadas las palabras» mediante la emisión de un nuevo decreto que recogía las modificaciones legislativas y que entraba en vigor de manera inmediata. A la salida del consejo, el ministro de Finanzas Baten y el chambelán Anjy caminaron junto a los jardines del palacio. —¿Ignorabas ese desplazamiento? —se sorprendió Baten.

—¡Soy el primer sorprendido! —¿El rey se ha marchado en barco? —No tardaré en saberlo. —Hezyre, por su parte, estaba necesariamente al corriente. —¿Trataría de dejarnos de lado? —En ese caso, se habría aliado con la reina y Zoser ya no estaría en este mundo. —¡Es imposible ocultar la muerte de un faraón! —consideró Anjy—. ¿Acaso se preparan profundos trastornos a nuestras espaldas? —¿Qué podemos hacer? —No tengo la impresión de que Ajeta sea consciente del peligro, por lo que voy a alertarlo.

La Sombra Roja trataba de comprenderlo. ¿A qué juego estaba jugando aquel faraón imprevisible? ¿Acaso su ausencia estaba relacionada con la preparación de su gran proyecto, del que no deseaba informar a nadie? Había que descartar una conspiración, y una revolución de palacio era improbable. La Sombra Roja estaba demasiado bien situada para no prever esa clase de acontecimientos. Había dos únicas cosas claras: Zoser había dejado Menfis y cumplía con un plan preciso. Si decidía un cambio repentino de gobierno ofreciéndoles un ascenso a los jefes provinciales, el futuro se complicaría y la Sombra Roja se vería debilitada. Sin embargo, no había ningún indicio serio a favor de esa teoría. Si los principales servidores del Estado no lo hubieran dejado satisfecho, sin duda el monarca los habría llamado al orden. La verdad estaba en otra parte. A pesar de su poder aparente, Zoser dudaba. Crear una dinastía suponía excepcionales capacidades espirituales y la puesta en práctica del pensamiento divino más allá de lo realizado por sus predecesores. ¿Había presentido el rey su fracaso? ¿Acaso se consideraba incapaz de mantener sus compromisos? Las noticias procedentes de Libia eran bastante buenas. Tanú había comprado a varios jefes de tribu y seguía ganando terreno. Los parloteos durarían todavía mucho tiempo antes de que tomara las riendas de un ejército consagrado a su causa, pero el saqueador mantenía sus compromisos y se convertía en un peón importante en el juego de la Sombra Roja.

En caso de derrocamiento de Zoser, ¿habría que actuar repentinamente o dejar que se deteriorara la situación?

Olvidar a sus ancestros era el peor error que un faraón podía cometer. Así pues, Zoser, en busca del gran proyecto que marcaría su dinastía y refundaría Egipto, había decidido ir a Abydos y residir allí en compañía de las almas de sus predecesores. Menes, el unificador de las Dos Tierras, el que había ligado profundamente el Norte y el Sur, seguía siendo su modelo. Las moradas de eternidad de Abydos realzaban la victoria de la vida espiritual sobre la muerte y afirmaban el carácter vital de la monarquía faraónica, la institución primordial al servicio de los dioses, la única capaz de reinar sobre los hombres y mantener la armonía. La necrópolis de los monarcas de la primera y la segunda dinastía se había establecido en el seno de un desierto especialmente adusto. En Saqqara, cerca de Menfis, descansaban sus momias; allí sobrevivían sus Ka, potencias creadoras que vinculaban el cielo con la Tierra y alimento indispensable del monarca reinante. Sólo ellas, en realidad, poseían la respuesta que esperaba Zoser. Les hizo las ofrendas, pronunció las fórmulas de transformación en luz y celebró un banquete en su honor, bajo el brillo de las estrellas donde vivirían para siempre. Luego, en el corazón de la noche, bajó la escalera que conducía a la tumba de Osiris. Al profanar una de las sepulturas de Abydos, la devoradora de almas no había golpeado al azar. Trataba de romper el vínculo entre el nuevo rey y sus ancestros, de quebrar el impulso del reino y de volver a cubrir de tinieblas el país doble. Y aquel peligro no había sido conjurado. Antes de subir al trono de los vivos, Zoser no se imaginaba hasta qué punto estaría solo. Cientos de individuos ejercían algún poder, el faraón encarnaba la potencia que unía lo invisible a lo visible. Debía ser absorbido por la función, ignorar ya la felicidad y la infelicidad y trazar un nuevo camino en el corazón de lo desconocido, un camino que su pueblo tomaría para alcanzar la prosperidad y llegar hasta los «justos de voz» del Bello Occidente. Osiris poseía los secretos de los caminos del más allá, él, que había reinado en este mundo y en el otro. Sólo él le proporcionaría una base para edificar un nuevo reino digno de los ancestros. Con una violencia inusual, se levantó un viento de arena. Pronto recubriría todo el lugar. Esa ira del dios Set animó a Zoser a avanzar. ¿No le demostraba el amo del rayo y de la tormenta que había escogido la vía correcta? Al pie de la escalera había una pesada puerta de cedro macizo marcada con el sello

de la necrópolis. El rey lo rompió y acto seguido se desató el trueno. —No soy un profanador. Acógeme en el país del silencio y permíteme oír tu voz. Unas formas extrañas atravesaban las nubes de arena, unas corrientes ardientes embestían contra las tumbas. Zoser empujó la puerta y un aire glacial envolvió su rostro. Otra escalera, escalones de piedra caliza de donde procedía una tenue claridad que disipaba la oscuridad de la sepultura. El rey dudó. ¿Franquear aquella frontera no lo condenaría a vagar entre las sombras y abandonar, así, a su pueblo a la anarquía? La palabra dada prevalecía, ningún peligro le impediría mantenerla. Así pues, penetró en el interior del dominio de Osiris, el dios desmembrado que Isis había reconstituido. El corazón fatigado había vuelto a latir y el halcón Horus había nacido de la unión de la primera pareja real que había transformado la tierra de Egipto en reino de Maat. De repente, salió el sol. Sus rayos fueron tan intensos que cegaron al monarca, obligándolo a cerrar los ojos. En lo más profundo de sí mismo creyó distinguir una forma desconocida que nacía del desierto. Un camino embaldosado conducía hasta allí, una muralla que no dejaba de crecer la ocultó. Un gran ibis sobrevoló ese paisaje inundado de luz y se puso el sol. La tumba de Osiris estaba de nuevo en tinieblas, y Zoser volvió a abrir los ojos. Unos jadeos de bestias feroces listas para abalanzarse lo incitaron a abandonar el lugar. Apenas hubo cruzado la pesada puerta, ésta volvió a cerrarse. El rey puso entonces el sello de nuevo en su sitio y se enfrentó a la tormenta de arena, cuya furia amainaba. Cuando discernió el sendero por seguir, el monarca salió de la necrópolis. ¿Qué significaba su visión? Había sido demasiado breve y demasiado vaga, pero al menos le ofrecía una certeza: Osiris aprobaba su proyecto, moldearía su reinado a partir de su morada de eternidad. El rey debía mostrarse paciente y realizar las investigaciones indicadas a fin de precisar el contorno de los monumentos surgidos en la noche divina.

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G eb se despertó sobresaltado, saltó de su lecho, bajó la escalera de palacio y se lanzó hacia el embarcadero: En ésas, se cruzó con la princesa Redyit, que iba a hacer su informe semanal a la reina Apacible. A su vez, la guapa morena se apresuró a su encuentro. Los guardias dejaron libre el paso y el secretario particular de la esposa real abrió la puerta de sus aposentos. La reina volvía del templo de la diosa Hator, donde había cumplido con el rito del despertar de la potencia divina. Su perfume, a base de jazmín y de loto, era embriagador. —Majestad, os traigo excelentes noticias —declaró Redyit—. El funcionamiento de vuestra Casa ha mejorado mucho. Pero la mejor noticia, por el comportamiento de Geb, es el regreso del faraón. Dada la velocidad de su fiel servidor, ¡ha salido a recibir a su amo! La princesa no se equivocaba. El barco de Zoser había atracado en el embarcadero principal de Menfis, y Geb había sido el primero en subir la pasarela para saltar a los brazos del rey. La noticia de su llegada se difundió por la ciudad y los miembros del gobierno no tardaron en ir a palacio. Zoser había cambiado. Su rostro era todavía más severo, y de su persona se desprendía una impresión de poder acrecentado que impresionó a la Sombra Roja. Evidentemente, el monarca había estado en contacto con fuerzas misteriosas y había sacado provecho de ello. La sala de audiencias quedó llena en unos momentos, no faltaba ni un cortesano. Todos esperaban revelaciones de los propios labios del soberano. —Vengo de Abydos y he rendido homenaje a los ancestros. A pesar de la furia de Set, Osiris me abrió el camino y las puertas de la muerte ya no están cerradas. Esta dinastía verá nacer una gran obra. Su éxito implica un Egipto rico y armonioso tras el intenso trabajo de todos los responsables. Mañana por la mañana, después del ritual del amanecer, reunión del gran consejo. Así pues, los proyectos de Zoser tomaban forma y su autoridad se veía reforzada. Al igual que otros oyentes de su breve discurso, la Sombra Roja adoptó un aspecto alegre, consciente de la dificultad del combate por librar. Aquel faraón nunca renunciaría, tenía capacidad para fundar un nuevo reino cuya grandeza cruzara los tiempos. ¿Cómo descubrir su gran proyecto y minar sus cimientos sin ser desenmascarado? Al tener primero que afianzar su propia seguridad, la Sombra Roja ocupaba una posición tan ventajosa que le

procuraba armas eficaces, pero ¿serían éstas suficientes? La talla de aquel adversario era estimulante. ¿Acaso las victorias fáciles no eran aburridas? Y el mal no permitiría la realización del sueño de Zoser.

Tanú le dio de latigazos a su asno. En un momento dado, comenzó a sangrarle una oreja y el animal se desplomó moribundo. —¡Bestia asquerosa! —exclamó el libio—. Hacerme esto a mí, ¡en pleno desierto! —No os preocupéis, jefe —lo tranquilizó Baboso, su adjunto—. Cojo vuestra carga y la coloco en la espalda de otro borrico. A pesar de estar acostumbrados al calor, la columna de mercenarios libios a las órdenes de Tanú avanzaba con dificultad. El sol quemaba, faltaba el aire y las pulgas de las arenas mordían las carnes. Indiferente a esto, Tanú no le concedía a su pequeño ejército más que unas pocas paradas. Tenía prisa por llegar a su objetivo, el campamento de un viejo jefe libio muy respetado por los saqueadores. El muy testarudo se negaba a someterse, y luchaba contra la idea de una federación de tribus. A pesar de recientes e importantes triunfos, Tanú se enfrentaba a la obstinación de aquel asesino, de una crueldad casi comparable a la suya. Apodado el Destripador, le gustaba rajar el vientre a sus víctimas, hombres, mujeres y niños, y emborracharse mirando sus cadáveres. Sólo su familia próxima recibía su aprobación, a excepción de un nieto incapaz de torturar y reducido a la condición de esclavo. El Destripador había aceptado encontrarse con Tanú en territorio neutral, cerca de un pozo considerado como un bien común por las tribus. Deseaba conocer las propuestas del más joven y, sobre todo, aconsejarle que pusiera freno a sus ambiciones. Los libios no necesitaban un jefe supremo. —Un enfermo, jefe —le advirtió Baboso. —¿Grave? —Eso me parece. Ya no puede seguir. —Degüéllalo y recupera sus ropas. Con espumarajos en los labios, Baboso se apresuró a ejecutar la orden. Apreciaba la capacidad de decisión de Tanú, y la sangre caliente de una víctima impregnaba su hoja, extremadamente afilada. Las súplicas y el último grito desataron un ataque de risa incontenible.

La ejecución de su compañero les sirvió de advertencia a los mercenarios. Los débiles no tenían sitio en aquella milicia, y la sincera alegría de Baboso remontó la moral de la tropa, deseosa de cobrar un sueldo excepcional. —Nos acercamos —constató Tanú al ver un enorme peñasco que se parecía a un hipopótamo tumbado—. El pozo está justo detrás. La noticia alegró a los caminantes, agotados. —Nos paramos aquí. —¿Algún problema? —dijo, inquieto, Baboso. —El Destripador es el más retorcido de todos los saqueadores, quizá haya organizado una emboscada. Envía a un explorador. Baboso designó a un tipo nervioso y bajito, al que Tanú le prometió una prima. Y comenzó la espera. —Si ese viejo sádico me ha tomado por un imbécil —murmuró el futuro amo de Libia—, lo pagará caro. Mientras soñaba con una bonita matanza, Baboso se adormiló. Tanú esperaba impaciente el regreso del explorador. Por fin, reapareció el tipo nervioso y bajito. —No hay trampa alguna, jefe. El Destripador acampa al pie del pozo, su escolta cuenta con cincuenta guerreros. Tanú no disponía más que de una treintena de milicianos, aunque implacables y bien entrenados. —Vamos. La tropa rodeó el peñasco y tomó un sendero en suave pendiente que llevaba al pozo. Conforme a sus costumbres, el Destapador se alojaba en una enorme tienda, su única vivienda. Incluso cuando vivía en un pueblo, mandaba montarla y se negaba a cruzar el umbral de una casa. Una docena de hombres robustos vigilaban el acceso al refugio de su jefe. —¡Hola, muchachos! —gritó Baboso—. ¿Nos invitáis a un trago? El brazo derecho de Tanú sabía cómo distender el ambiente. Un desdentado fue a buscar una tinaja de licor de dátiles y se empezó a hablar de saqueos y mujeres mientras Tanú se presentaba a la entrada de la tienda del Destripador.

—No llevo arma alguna —les dijo a los guardias. —Tenemos que cachearte. —Como queráis... Tanú levantó los brazos. Su mano derecha agarraba los cordones de un saco que contenía oro. —Esto, amigos, no vais a tocarlo, es para vuestro jefe. —Dejadlo entrar —ordenó la voz gutural del Destripador, un sesentón achaparrado de miembros gruesos y ojos pequeños ocultos bajo cejas pobladas. Sentado en una alfombra de lana, estaba bebiendo leche de cabra y comiendo unos higos. Tanú tomó asiento frente a su anfitrión. —Sírvete —le aconsejó este último—, el calor hace difícil la travesía del desierto. ¡Sí que tenías ganas de verme! —No te imaginas hasta qué punto. Y no he venido con las manos vacías. —Nada de falsas esperanzas, Tanú. Tus proyectos son insensatos, no se llevarán a cabo. —Reflexiona, Destapador. Nuestras tribus unidas formarían una fuerza temible. —Tal vez, pero ¿para qué? —Invadir Egipto y adueñarnos de sus tesoros. El viejo libio estuvo a punto de ahogarse. —¿Acaso te has vuelto loco? ¡El ejército del faraón nos aplastaría! —No en caso de un ataque sorpresa. Y dispongo de cómplices eficaces. El Destripador masticó largo rato un trozo de torta. —No me interesa. Nos quedamos como estamos y no tendrás el apoyo de mi tribu. Sin ella, tienes el fracaso asegurado. —Exacto —reconoció Tanú—. Tus hombres son buenos combatientes, y los necesito. —Olvídate de ellos y confórmate con tu territorio.

Tanú desató los cordones de su saco. —Conozco el precio de tu ayuda, Destripador, y pagaré esta alianza en su justa medida. Las pepitas de oro centellearon. El viejo libio dejó de masticar. —¿Dónde has encontrado eso? —Tengo amigos poderosos. —¿Me ofreces... todo el saco? —Un primer pago, habrá otros. Gracias a mí, serás rico. Muy rico. Los ojos del Destripador brillaban de excitación. —¿Y tú serás nuestro único jefe? —Es la voluntad de mi socio. Cuando Egipto nos pertenezca, no te olvidaré. ¡Prepárate para la buena vida, amigo mío! El Destripador se bebió un vaso lleno de leche de cabra y se secó los labios de un golpe de manga. —No me interesa, me basta con mis tesoros. A mi edad, ya no tengo ganas de aventuras. —Piénsalo bien, ¡la fortuna está al alcance de tu mano! —La fortuna... ¡o la muerte! Habrá combates, peligro y cadáveres. —Es el sino de los soldados, no de los jefes. No correrás ningún riesgo. —¡Palabrería! No insistas, mi decisión está tomada. Tanú se levantó, el Destripador volvió a masticar. —No dejes pasar una oportunidad así, amigo mío. —Vuelve a tu casa y disfruta de la vida. Tanú hundió la mano en el saco y esparció las pepitas de oro. —¿Renuncias a este tesoro?

—¡Deja de importunarme y vete! Del fondo del saco, Tanú sacó un puñal de hoja corta. El Destripador, pasmado, vio cómo se abatía sobre él una fiera que le abrió la garganta de un gesto amplio y preciso. —Te... te atreves a... —Los idiotas no se merecen vivir. El Destripador tuvo fuerzas de blandir su propio puñal, con el que había hurgado en tantos vientres. Brotó su sangre, le fallaron las fuerzas y, con los ojos vidriosos, se desplomó. Tanú salió de la tienda exhibiendo la cabeza del viejo jefe del clan. Paralizados, sus soldados dudaron si castigar al asesino. Baboso y los mercenarios estaban listos para suprimir a los vengativos. —Soy vuestro nuevo amo. Obedecedme, no lo lamentaréis. Los miembros de la horda del Destripador se miraron entre sí. Ni uno solo deseaba morir por honrar la memoria de una bestia feroz. Dejaron las armas y bajaron la cabeza. Tanú superaba una etapa decisiva. La conquista de aquella tribu no le suponía ningún coste, y la Sombra Roja quedaría satisfecha.

41

L a semana había sido agotadora, pues los demandantes habían puesto duramente a prueba los nervios del supervisor de todo el país. Imhotep los escuchaba a todos y trataba de distinguir el grano de la paja. Su formación de artesano lo ayudaba a localizar a los jactanciosos y a los mentirosos, y, como prestaba atención a la calidad de los productos proporcionados por los talleres más que a los cotilleos, los arribistas no se atrevían a importunarlo mucho. Sin embargo, cada nuevo día le llevaba un lote de dificultades que le tocaba resolver. Como el transporte y la entrega de los materiales no le parecían satisfactorios, preparó un detallado informe para los ministros de Finanzas y de Agricultura. En la capital corrían rumores concernientes a los proyectos del faraón. Se hablaba de una guerra preventiva contra los libios, de conquistas territoriales, de una gigantesca expedición al gran Sur, de una profunda reforma del Estado... Al contrario que la mayoría de los dignatarios, Imhotep no se preocupaba por su puesto. Si era suprimido, se convertiría en médico a tiempo completo y empezaría a fabricar de nuevo vasijas de piedra dura en compañía de Sagaz. Hasta el momento, se limitaba con tratar gratuitamente por las noches a algunos pacientes humildes y obtenía buenos resultados. El supervisor de todo el país enrolló los papiros que acababa de utilizar, los depositó en unos estantes y se aseguró de que los despachos donde trabajaban sus subordinados estuvieran vacíos. Siempre el último en dejar el edificio administrativo, había decidido llevar de paseo a Viento del Norte fuera de la ciudad. El asno elegía él mismo el itinerario, bañado por los rayos del sol poniente. Ambos amigos llegaron al lindero de los cultivos, y Viento del Norte se deleitó con una mata de cardos en flor. Imhotep se sentó, cara al desierto. —Todavía no he conseguido hablar con ella —confió a su compañero de grandes orejas—. Neferet no me ama, lo sé; no obstante, no consigo olvidarme de ella, y ¡las demás mujeres parecen tan anodinas a su lado! La buena mirada del asno expresó su comprensión. —Me estoy obstinando en vano. Casarme con cualquiera... sería la solución. La oreja izquierda del asno se irguió.

—¿Acaso vas a darme... tu opinión? —se sorprendió el joven. Esta vez le tocó a la oreja derecha. —Yo me llamo... ¿Imhotep? Siguió erguida. —Y tú, ¿Viento del Sur? Furioso, el animal tensó la oreja izquierda. —Dado que vas a dármela, no dejaré de consultarte. Tú tienes tiempo para observar a los humanos y no te dejas enredar por sus tretas. Respóndeme con franqueza, Viento del Norte: ¿debo olvidar a Neferet? La oreja izquierda respondió con un «no» categórico.

—La voz del corazón es vigorosa, majestad, la energía circula y los canales se dilatan de manera conveniente —concluyó el médico jefe Hezyre después de un examen en profundidad. Los miembros de la familia real seguían siendo los únicos pacientes del canciller, cuyas arrugas se marcaban cada vez más. Por suerte, las obras de su morada de eternidad avanzaban; pronto estaría lista para recibir al canciller. La reina madre, por su parte, estaba rejuveneciendo. —Pareces de un humor especialmente terrible —consideró Nemaat, que se alegraba de recuperar apetito y vigor. —A mi edad, uno no se enreda con evasivas: la estrategia del rey me parece errónea. —Grave acusación, canciller. ¿Tus argumentos? —La ambigüedad nunca es beneficiosa. Al preguntarme acerca del gran proyecto de vuestro hijo, me cuestiono si existe. Y no soy el único escéptico. —¿Tú, impaciente, Hezyre? —No yo, majestad: nuestro país y vuestro pueblo. Necesitan ser gobernados y conocer el objetivo del reinado. Fundar una dinastía exige una visión tan potente como para invadir todos los corazones. La autoridad de Zoser no podría ser contestada, pero ¿adónde nos conduce?

—¿Y si él mismo lo ignorase? —Sería la peor de las catástrofes. —Tranquilo, el camino se desvela poco a poco. Tengo una confianza total en mi hijo, y sé que el viaje de Abydos ha sido determinante. —Ojalá los dioses le sean favorables, majestad. Y vos, no olvidéis tomar vuestros remedios siempre a la misma hora. Con la nuca rígida, Hezyre se retiró. Nemaat se dirigió a continuación a la Casa de la Reina. Invitada de honor de una entrega de premios a las mejores tejedoras, fue calurosamente recibida por la gran esposa real y la princesa Redyit. Esta última hizo el elogio de la madre del rey y le mostró las nuevas salas consagradas a la educación de las jóvenes. Después de esa visita, Nemaat no rechazó el vino blanco afrutado y los exquisitos pasteles servidos en torno al estanque de los lotos, una de las maravillas que adornaban el vasto jardín de la Casa de la Reina. Ajeta, el ministro de Agricultura, y Baten, el de Finanzas, honraban las fiestas con su presencia y no dejaron de saludar a la ilustre invitada, con la que intercambiaron algunas palabras relativas a sus departamentos respectivos. Por las pertinentes preguntas de Nemaat, se dieron cuenta de que continuaba interesándose de cerca por la buena marcha del Estado. Apacible se acercó al grupo. —¿Podría hablar con vos en privado, majestad? Ambas mujeres se alejaron y se sentaron a la sombra de un quiosco adornado por unas malvarrosas. —¿Algún problema?—se inquirió la reina madre. —Necesito vuestro consejo. Ajeta y Baten desean obtener el detalle de los tesoros de la Casa de la Reina para tener una visión completa y precisa de nuestra capacidad económica. En vuestra opinión, ¿debo satisfacer su petición? —¿Qué piensa el rey? —Deseaba consultarlo con vos antes de hablarle de ello, pues vos conocéis perfectamente esta institución. —Cuando yo la dirigía, me habría negado, debido a su tradición de independencia. Pero los tiempos han cambiado; Zoser espera tener un Estado unificado y coherente que le dé los medios necesarios para realizar su gran proyecto. Sea cual sea éste, exigirá una

fuerza de trabajo considerable y una administración eficaz. Vos habéis obtenido ya notables progresos, Apacible, y no os detendréis en tan buen camino. Aceptad una colaboración con esos dos ministros, a condición de mantener el control permanentemente. En caso de conflicto, el rey lo zanjará. Apacible sonrió. —Gracias por haberme iluminado, majestad. En el futuro, ¿me permitiríais valerme de vuestro talento en caso de necesidad? —Sigo estando al servicio de Egipto y siento un cariño particular por esta Casa, uno de los pilares de nuestra sociedad. La princesa Redyit quiso acompañar ella misma a la reina madre a palacio. —¿No hay matrimonio a la vista, joven? —De verdad, majestad, tengo demasiado trabajo. —¡Cariño, pero la gente empezará a chismorrear! —Me río yo de los chismes. Sólo me importa la opinión de la gran esposa real, a la que intento servir lo mejor posible. —¿Eres feliz, al menos? —¿Acaso la felicidad no es una ilusión? La prosperidad de la Casa de la Reina, en cambio, es una realidad. Tengo la suerte de participar en ella y de ocupar un asiento en el gran consejo. Nemaat cenó sola. El chambelán Anjy en persona le llevó un caldo de verduras, pan recién hecho, dátiles y una copa de vino tinto. —¿Te falta personal acaso? —se sorprendió la anciana. —Deseaba presentaros este gran vino, que me ha encantado. Ansioso, Anjy esperó el juicio de Nemaat. —Excepcional, en efecto. —Cuando destapemos la primera tinaja de la viña que ha plantado el rey, organizaré una gran fiesta. Y, por supuesto, vos la presidiréis, majestad.

—¡Queda mucho para eso! —Vos la presidiréis, estoy seguro de ello. Buenas noches, majestad. Al acostarse, Nemaat dejó vagar sus pensamientos. Reuniéndose en un haz, la orientaron hacia la clave del enigma que la atormentaba, hacia la fuente del mal que amenazaba con la destrucción de Egipto. Un minúsculo indicio, el segundo, un tercero, una actitud, unas palabras fuera de lugar... Sí, ¡la reina madre había identificado a la Sombra Roja! Al amanecer mismo revelaría su nombre a Zoser. Así se libraría de las fuerzas nocivas y su reinado levantaría el vuelo. La verdad era sorprendente, pero era imposible dudar de ello. De repente, una lasitud dolorosa invadió a Nemaat. No se trataba de sueño ni tampoco de un simple cansancio. Su respiración iba disminuyendo, los latidos de su corazón se ralentizaban. Tenía que levantarse y pedir ayuda.

42

L a criada de la reina madre empezaba a inquietarse. Hacía mucho ya que había salido el sol y, contrariamente a sus costumbres, Nemaat no había entreabierto la puerta de su habitación para darle a entender a su sirvienta que podía llevarle el desayuno. Además, a la anciana le gustaba levantarse pronto y disfrutar del frescor matinal. Importunarla sería una falta grave, por lo que la criada esperó un poco más en la puerta. —Majestad... ¿Estáis despierta? Como no obtenía respuesta, la sirvienta entró. Al pie de su cama yacía la reina madre, tumbada sobre el costado, con el brazo derecho rígido. La doncella, aterrada, corrió a buscar al médico jefe Hezyre.

A pesar de todo su amor, Zoser no le devolvería la vida al cuerpo inerte de su madre, a la que estrechaba tiernamente las manos. Tendida sobre su cama, maquillada y peinada, conservaba los ojos abiertos. Su rostro estaba marcado por una especie de inquietud dolorosa, como si la muerte la hubiese sorprendido. Esa misma noche empezaron los ritos de purificación. Asumiendo el papel de Isis, la gran esposa real dirigía el largo velatorio mientras el alma de Nemaat comparecía ante el tribunal de Osiris. Como su existencia no había sido mancillada por ninguna falta grave, hombres y dioses la declararían «justa de voz» y la segunda muerte no la alcanzaría. Transformada en «cuerpo noble», se convertiría a un tiempo en una Hator y en un Osiris y subiría a la barca solar, en perpetuo viaje. El faraón no expresó su dolor, pero Apacible sabía hasta qué punto echaría en falta a su madre. Nemaat enlazaba la nueva dinastía con la antigua y daba unos cimientos inquebrantables a la corte. Ahora Zoser debía asumir plenamente la herencia de sus padres y crear su propia obra. Se proclamó un largo luto, se anularon las fiestas. Y la corte se preparó para los funerales de una gran reina.

Hezyre reunió a la totalidad del personal de Nemaat. —Contadme al detalle su último día. Tras recoger diversos testimonios, el canciller obtuvo una agenda completa. La difunta había tenido una actividad desbordante y, durante su regreso a palacio, su criada la había visto muy cansada. —¿Qué platos eligió para la cena? —Lo ignoro —respondió la sirvienta—. Fue el chambelán en persona quien la sirvió. El canciller, intrigado, convocó a Anjy, que tenía los ojos enrojecidos por la pena. —Sin duda eres el último que vio con vida a la madre del rey. ¿Por qué ese celo por servirla? —La apreciaba mucho y era un honor llevarle la cena. —¿Por alguna razón en particular? —No, no... —¿Qué consumió? —Un caldo de verduras, pan y dátiles. Por la noche no quería nada pesado. —¿Nada de vino? —¡Ah, sí! Un caldo excepcional que deseaba que conociera. Quedó muy satisfecha. —Por desgracia, la copa de la reina ha sido lavada y no he podido examinar ese líquido. Anjy empalideció. —No... no lo entiendo. —Dado el excelente estado de salud de Nemaat, había aligerado su tratamiento. Incluso su corazón recobraba una nueva juventud. Desde mi punto de vista, este fallecimiento es inexplicable... Salvo si ha sido producido por una causa exterior. —¿Acaso me estás acusando de un crimen?

El silencio del canciller Hezyre fue elocuente. —En ese caso, ¡ven conmigo y comprobémoslo! —¿Adónde me llevas? —A la bodega de palacio. Unos coperos la vigilan día y noche, anotan las idas y venidas, precisan la naturaleza de los vinos salidos de esa reserva, la cantidad y el destinatario. Furioso, Anjy caminaba a buen paso. Convocó a los responsables en el puesto desde la víspera. —¡Interrógalos, Hezyre! Pregúntales cuándo elegí una tinaja de un gran caldo excepcional para la cena de la reina madre. —Anoche, a la hora del crepúsculo —respondió un copero. —¿Cuántas copas llenaste? —Una sola. —¿Algún otro tocó esa tinaja? —Nadie. —Tráela —exigió Anjy. El valioso recipiente fue depositado a los pies de Hezyre. —Puedo asegurar que está casi llena —declaró el chambelán, cuya irritación perduraba. El canciller comprobó que así fuera. —Ahora voy a beber varias copas. Que alguien me sirva. Anjy hizo honor a su afirmación. —Estupendo —consideró—. Si ese vino está envenenado, no sobreviviré mucho tiempo. Si es una obra maestra digna de los dioses, habré sido puesto en tela de juicio injustamente. El chambelán no sufrió ni una leve migraña. Durante esa tarde y esa noche, preparó el desplazamiento de la corte, ya que la morada de eternidad de la reina había sido construida lejos de Menfis.

La Sombra Roja se había librado de una buena. Con un gesto, con una mirada, había sentido que Nemaat sospechaba de ella. Liberada de sus obligaciones materiales, la reina madre ya no tenía más que una idea en la cabeza: identificar la fuente del mal que amenazaba el reinado de su hijo. ¡Y aquella maldita vieja lo había conseguido! No obstante, la Sombra Roja no creía haber dado el más mínimo paso en falso. Confiando en su intuición, yendo más allá de las apariencias y dotada de una temible perspicacia, Nemaat se había mostrado fiel a su reputación. Cuando ejercía el poder, había sacado a la luz el nombre de varios altos funcionarios mentirosos o deshonestos, y sus acusaciones se habían revelado exactas. Frente a esa amenaza, únicamente había una solución: eliminarla sin demora. No obstante, todavía le preocupaba una cosa: ¿Nemaat habría hecho partícipe de sus sospechas a Zoser? Al subir la pasarela del barco, la Sombra Roja temía que la detuviera el rey en persona. Suponiendo que la protección mágica del monarca hubiese quedado debilitada por culpa de la muerte de su madre, ¿tendría la posibilidad de matarlo o más le valdría darse a la fuga? Sus temores eran infundados. Nemaat se había llevado su secreto a la tumba y la estrategia de la Sombra Roja seguía siendo de una perfecta eficacia. La flotilla se lanzó rumbo al sur. La morada de eternidad tenía la forma de una colosal mastaba de adobe, de ocho metros de alto, ochenta y cinco de largo y cuarenta y seis de ancho. [30] En un instante de recogimiento, los principales dignatarios asistieron a los funerales dirigidos por la pareja real. La aparición de un gran buitre, encarnación de la diosa Mut, dio testimonio de la buena acogida que los dioses habían reservado al alma de Nemaat. Zoser perdía a su madre, una confidente y una aliada. Una dinastía se extinguía, una nueva era trataba de nacer. Al desembarazarse de una temible adversaria, la Sombra Roja se hacía con una victoria importante, si no decisiva. A pesar de su talla como faraón, Zoser era también un ser de carne y hueso que les debía mucho a sus padres. Privado de su presencia terrestre, quedaba debilitado. La Sombra Roja asumió su papel ritual a la perfección y supo mostrar una tristeza de buen gusto, sin excesos llorosos. La dignidad de los participantes a la ceremonia debía corresponderse con la del rey. El viaje de regreso fue taciturno. Zoser pasó la mayor parte del tiempo en la proa de la nave real, extrayendo de la contemplación de las orillas del Nilo las fuerzas para

continuar cumpliendo con su función. Desaparecida Nemaat, ¿tenía todavía sentido su gran proyecto de contornos tan vagos?

43

E n cuanto llegaron a Menfis, el rey mandó llamar a Hezyre. —¿Los talleres de artesanía marchan de manera satisfactoria? —Algunos sí, otros no. Según mi principal colaborador, Imhotep, la entrega de materiales es deficiente y su transporte supone serios problemas. —Imhotep... Mi madre lo tenía en alta estima. —Además de su función como supervisor de todo el país, posee el don de magnetizar. Gracias a su intervención, la salud de la reina mejoró de manera notable y los remedios, especialmente los cardiotónicos, fueron más eficaces. Formado en la Casa de Vida, Imhotep se ha convertido en médico. Pero su primer oficio era hacedor de vasijas de piedra dura; como había dirigido un taller satisfactoriamente para todos, le confié algunas tareas administrativas. Como superior de la corporación de Nejen, enderezó una situación comprometida. Hoy me secunda de maravilla. —Artesano, médico, gestor, líder... ¡Ésas son muchas cualidades! ¿No crees que...? —La decisión es vuestra, majestad. ¡Son tantos los llamados y tan pocos los elegidos! —¿Tienes alguna objeción acaso? —No, majestad. —¡Sería la primera vez, Hezyre! ¿Realmente Imhotep es tan excepcional? —El futuro lo dirá. El rey pareció escéptico. —Obsérvalo todavía algún tiempo e imponle más trabajo. Si aguanta, tomaré una resolución. El canciller hizo una inclinación, —Te noto contrariado —observó el monarca—. Habla sin reservas.

—Es acerca de vuestra madre. Su defunción me sorprende. —¿Estás pensando en una muerte... inducida? —Le había vuelto la energía, no padecía ningún problema grave. —¿Has realizado una investigación? —No me ha conducido a nada. En estos últimos tiempos, vuestra madre se mostraba muy activa. ¿Conocíais vos sus proyectos? —Servir a su país e... identificar a la devoradora de almas que intentó mancillar Abydos. En ese mismo instante, el faraón supo que Nemaat había sido asesinada. Una sombra maléfica merodeaba por Menfis y estaba empeñada en destruir la obra naciente. —¿Sospechas de alguien, Hezyre? —No, majestad. He seguido una pista falsa y no tengo derecho a hacer acusaciones a la ligera. Y mis temores quizá sean infundados. —Mi madre había identificado a la devoradora de almas —consideró el rey—. Y no tuvo tiempo de hablarme de ello. —En ese caso, vos también corréis un grave peligro. —Han fracasado ya varios ataques y, todas las mañanas, la celebración del ritual refuerza mis defensas. —No permanezcáis nunca al descubierto —recomendó Hezyre—, y llevad siempre vuestros brazaletes protectores. La Casa de Vida os proporcionará hoy mismo un amuleto con forma de ojo completo, y ordenaré a los especialistas que formen una gruesa muralla en torno a vos. Se turnarán día y noche. Allí donde durmáis, unos aromas alejarán a los espectros errantes y las figuras que adornan vuestra cama rechazarán la mala muerte. Nos enfrentamos a un adversario terrorífico, majestad. Un hombre, sólo uno, podía ayudar a Zoser a identificar a la devoradora de almas. Así pues, el rey se encontraría con él en secreto sin hablarle a nadie de su iniciativa, la cual debería realizar fuera de todo contexto oficial.

Al eliminar a la reina madre, la Sombra Roja esperaba el regreso de tinieblas impenetrables. No obstante, seguía intranquila. Aquella vieja perspicaz no le había comunicado al monarca el resultado de sus investigaciones, pues, de lo contrario, Zoser

habría intervenido sin demora. Entonces ¿cuál era la naturaleza del peligro? El rey lo sabía. El espíritu de su madre vivía en él, había comprendido que su muerte no era natural y buscaba al asesino. Sin indicios, sin pistas, sin sospechosos... ¿Cómo descubrir la verdad? A pesar de sus sospechas, incluso de sus certezas, Zoser no tenía ninguna posibilidad de identificar al autor del crimen. Ninguna... ¡en apariencia! ¿O tal vez estaría haciéndose ilusiones la Sombra Roja al creerse a salvo? La inquietud la llevó a hacerse una pregunta crucial: ¿quién poseía la capacidad de ponerle nombre a través de su máscara? Ver... ¡Ésa era la palabra esencial! El faraón, desamparado, recurriría al hombre que disponía de esa facultad al más alto grado. Así pues, había que intervenir urgentemente.

La urbe del pilar primigenio, Heliópolis, estaba consagrada a la veneración de la luz, principio de toda vida y materia prima del universo. Bajo la dirección del gran vidente, un pequeño número de ritualistas se consagraban al mantenimiento de la energía de la primera mañana y a preservar su presencia en la Tierra. En el corazón de la ciudad, el gran templo de Atón, «Aquel que es y que no es», y el obelisco único, rayo de luz petrificado que había atravesado el cielo y disipado las ondas negativas. El rito estaba considerado como la ciencia de las ciencias y la actividad capital, los iniciados de Heliópolis estaban atentos al más mínimo gesto, velaban por la pureza de los santuarios y por la perfección de los objetos utilizados. No lejos de Menfis, Heliópolis era la capital espiritual de Egipto, donde se formulaban los textos que contenían las palabras de los dioses. Defensor de la tradición oral, el gran vidente se aseguraba el secreto de transmisión. Se oponía, sobre todo, a la revelación escrita del ritual de resurrección del alma real y de su transformación en luz, celebrado durante su paso al otro mundo. [31] Desde el acceso al trono por parte de Zoser, el gran vidente y su colegio de ritualistas, sirviéndose de los archivos de las Casas de Vida de Heliópolis y Menfis, habían elaborado numerosas fórmulas que le permitirían al faraón vencer a la muerte, salir vivo y efectuar un perpetuo viaje al corazón del universo. Aquello no era efecto de la imaginación o ensoñación poética, sino visión de la realidad última. Anciano, con dificultades para caminar y la vista cansada, el gran vidente agradecía diariamente a los dioses que le hubieran ofrecido una vida extraordinaria al servicio de lo

invisible y de lo sagrado. ¡Qué felicidad, al despertarse, contemplar los santuarios, el obelisco y el lago sagrado de donde los ritualistas extraían el agua purificadora! Allí, el tiempo y la mediocridad humana no tenían ninguna influencia. El gran proyecto de Zoser, todavía vago, no preocupaba al gran vidente, pues en él estaría involucrada la tradición de Heliópolis, fuente de la civilización y del pensamiento faraónicos. Demasiado cerca del fin de sus días, no conocería la obra consumada, y su sucesor recibiría una pesada tarea. Su sucesor... Según la opinión general, uno de sus asistentes, ducho en la práctica de las ceremonias. No obstante, el gran vidente no lo había designado, y las especulaciones crecían a buen ritmo. Divirtiéndose con esas vanidades, el sumo sacerdote revelaría su visión al rey antes de morir. Y Faraón tomaría una decisión. Ya de noche, después de haber cerrado las puertas del santuario de Atón, el anciano volvió a su modesta residencia oficial, a orillas del lago sagrado. En otros tiempos pasaba una parte de la noche en la terraza del templo, en compañía de los astrólogos. Ahora, su cuerpo consumido exigía más sueño. Le habían servido su cena habitual: cecina de pescado, ensalada, compota de higos y una copa de vino tinto. Al gran vidente le gustaba comer solo, frente a la superficie de agua que sobrevolaban las golondrinas, una de las encarnaciones de los faraones que vivían en el reino de los cielos. Al final de la comida, notó sensaciones desagradables: un sabor acre en la boca, una migraña, náuseas. Agotado, se dirigió hacia su habitación. La luz de una lámpara lo cegó. Luego distinguió un rostro. Un rostro conocido. —Vos... ¿Qué hacéis en mi casa? —Necesitaba consultaros algo, sumo sacerdote. —¿A esta hora? ¿Aquí? —Nuestra entrevista debe permanecer en secreto. El gran vidente distinguió una sombra roja que, poco a poco, llenaba el cuarto. —Vos... ¡Vos destruís las almas! —¿Habíais logrado descubrirme? —¡No venceréis a Zoser! La Sombra Roja se quedó tranquila.

—Así que no habéis hablado con él. Ahora es demasiado tarde. Vos erais el único capaz de desenmascararme gracias a vuestras visiones. Como no os queda mucho tiempo de vida, estoy fuera de peligro y venceré a Zoser. Que tengáis una buena muerte, sumo sacerdote. El alimento y la bebida habían sido envenenados. La Sombra Roja desapareció, el gran vidente no tuvo fuerzas más que para echarse en su cama, pero fue incapaz de escribir el nombre del asesino. ¿Podría el rey frenar a semejante monstruo?

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L a visita de Zoser sorprendió al intendente de Heliópolis. Como no había sido anunciada, temía que la ausencia de protocolo oficial contrariara a un monarca con una reputación de severidad bien conocida. La escolta real se había reducido al mínimo, y sus miembros parecían en guardia en ese lugar de paz y de serenidad. —Avisa al gran vidente de mi presencia —ordenó Zoser—; que se reúna conmigo en el palacio. El intendente empalideció. —Su estado de salud le impide desplazarse, majestad. Está paralizado y no puede ni moverse ni hablar. El faraón se dirigió a la cabecera del sumo sacerdote de Heliópolis. Tuvo la impresión de que el viejo sabio lo reconocía, pero su cuerpo estaba prisionero de una parálisis total. Incluso su mirada permanecía fija. —Si has sido víctima de un ser maléfico, lo destruiremos —prometió Zoser. El médico jefe de Heliópolis le dio las explicaciones pertinentes al rey. El sumo sacerdote sobrevivía de manera casi milagrosa, y era poco probable que hubiese un tratamiento, por intenso y prolongado que fuese, que le devolviera la totalidad de sus facultades. Varios terapeutas tratarían, sin embargo, de luchar contra esa enfermedad que no sabían curar. —Se apostarán guardias ante el dormitorio día y noche —decretó Zoser—. Sólo los médicos tienen autorización para entrar. Me enviarán un informe diario. En ese triste día, el faraón celebró los ritos de la tarde en el gran templo de Atón, el Creador del que el gran vidente había sido fiel servidor, cumpliendo con su alta función de manera ejemplar. Sus asistentes dejaron en sus manos su último trabajo, el conjunto de fórmulas de transformación en luz que permitirían al alma real comunicarse con las potencias divinas, realizar todas las mutaciones y viajar eternamente. Fruto de una inmensa labor y de la percepción de lo invisible, esos textos constituían un formidable tesoro y el mayor secreto del reino. Alimentaban el gran proyecto de Zoser y seguirían siendo su base. ¿El gran vidente había sido víctima de la edad o de un enemigo exterior, de aquel temible adversario decidido a destruir la dinastía naciente? Creer en la fatalidad sería

tranquilizador, pero un faraón no debía ceder a lo ilusorio. Se anunciaba una guerra despiadada. ¿Vencería un nuevo sol a las tinieblas que se abatían sobre Heliópolis?

La amabilidad nunca había sido uno de los rasgos característicos del canciller Hezyre, aunque a veces se mostraba comprensivo en relación con las dificultades que sus colaboradores encontraban durante el cumplimiento de sus tareas. Imhotep, por su parte, no se beneficiaba de esa indulgencia. Desde su admisión en la cofradía del Ibis, su carga de trabajo se había doblado. Ahora se preocupaba de la producción de la totalidad de los talleres, multiplicaba sus intervenciones ante funcionarios y artesanos responsables, llamaba al orden a los incompetentes y a los perezosos, y sacaba a la luz a los tramposos. Los paseos con Viento del Norte se reducían estrictamente al mínimo, los ratos de descanso no dejaban de disminuir. No obstante, a Imhotep no se le pasaba por la cabeza quejarse. ¡Qué honor y qué alegría participar de ese modo en la edificación de la Casa del Rey! La inaccesible Neferet continuaba apareciendo en sus sueños y, comparada con ella, ninguna mujer recibía su aprobación. Pero no era momento de amores imposibles, y el supervisor de todo el país no tenía tiempo de abandonarse a la tormenta de los sentimientos. Su jornada tenía más obligaciones que horas, lo que lo forzaba a inventarse el tiempo. Cuando le anunciaron la desaparición de un cargamento entero de madera y la pérdida de los documentos administrativos que repasaban el recorrido, Imhotep estuvo a punto de perder la paciencia. ¿No había predicho esa clase de catástrofe y avisado a los ministros concernidos? Él no disponía de los medios necesarios para mejorar la frecuencia y la calidad del transporte de materiales. Al dejar su despacho, en mitad de la noche, le asombró toparse con el canciller Hezyre. ¿Había cometido una falta grave hasta el punto de ocasionar esa sorprendente intervención de su superior? —¿Todavía deseas acceder al taller secreto? Imhotep se olvidó por completó del cansancio y sostuvo la mirada de Hezyre. —Lo deseo con todo mi ser. —Entonces, sígueme. La luna llena iluminaba el cielo y el camino. El canciller caminaba a paso lento, Imhotep dominaba su emoción. Dos antorchas alumbraban la entrada de la Casa de Vida de Menfis, constantemente

vigilada. Los soldados armados se inclinaron al paso de Hezyre y dos ritualistas se hicieron con Imhotep. Silenciosos, lo purificaron y lo vistieron con un taparrabos al que parecía cruzar una línea de oro. Luego lo condujeron al corazón de la morada secreta, una sala rectangular bordeada por banquetas de piedra en los lados más largos. Allí había diez hombres de edad madura, los mejores escultores del reino. Al fondo, una estatua sedente que representaba a Zoser, con las manos abiertas sobre los muslos. Hezyre le confió a Imhotep una azuela, un cincel de carpintero. —Ya estás en la Morada del Oro, el taller secreto. Existen dos categorías de artesanos: los técnicos y los que son iniciados en los misterios. Si consigues hacer que nazca esa estatua, te convertirás en un auténtico escultor. [32] Mientras se acostumbraba a la penumbra, Imhotep vio que las paredes de la sala estaban recubiertas de oro. Con la azuela en la mano, se acercó lentamente a la estatua. —Nuestros constructores conocen la voluntad de los dioses —le recordó Hezyre—, pues nacen espiritualmente en el corazón de esta tierra de luz, donde se les transmite los secretos de la creación. Tú has superado las etapas del oficio, pero ¿tendrás el valor de enfrentarte a lo invisible? —Ordenad y obedeceré. —El material está lleno de peligros y la estatua de un rey fulmina al imprudente. En caso de fracasar, el vanidoso no merece sobrevivir. Todavía hay tiempo, puedes retirarte. ¿Te ratificas en ello? —Me ratifico. —En ese caso, trata de abrir los ojos, la boca y los oídos de esta estatua. Si ella vive, tú vivirás. Si continúa inerte, desaparecerás. A Imhotep le acudió a la memoria la iniciación vivida en el astillero bajo la dirección del viejo carpintero. Conocía los movimientos correctos y la técnica apropiada. En el momento de aplicarla, dudó. «Dos categorías de artesanos», había precisado el canciller. En aquella Morada del Oro, ¿podía comportarse como un simple profesional? ¡Y la modesta azuela de madera sería incapaz de perforar la piedra! Mientras apretaba el mango del cincel de carpintero, la mano de Imhotep comprendió que no se trataba de un objeto ordinario. Lo animaba algún tipo de magia, lo habitaba alguna clase de energía. ¿No se convertía el artesano iniciado en un ritualista cuyo principal material era la palabra apropiada? Imhotep puso el extremo de la azuela sobre los labios de la estatua.

—Tu boca está abierta —dijo Hezyre—. Las puertas del cielo se abren, el Verbo te da vida. Imhotep tocó los ojos. —Tu mirada se abre —afirmó el canciller—, tu capacidad de creación nace. Por fin, Imhotep dio vida a los oídos. —Los vivos se despiertan, dispones del entendimiento absoluto y percibes la voz de los dioses. El que hace vivir ha cumplido su función. Estatua viviente, levántate. Instintivamente, Imhotep se echó hacia atrás. Zoser se levantó y su mirada traspasó el alma del nuevo iniciado a los misterios de la Morada del Oro. El poder del ser real superaba todo lo que el joven imaginaba. Por un instante, temió ser fulminado. No obstante, al estupor y al temor les sucedió rápidamente un extraño sentimiento de confianza. Constructor por excelencia, Faraón edificó al adepto vencedor de la prueba. El primer encuentro entre Zoser e Imhotep estuvo marcado por la impronta del nacimiento espiritual. Imhotep había sabido despertar a la estatua, el rey creaba a un artesano iniciado.

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L os orfebres de la Casa de la Reina estaban orgullosos de tallar admirables joyas utilizadas durante la celebración de los rituales. Cuando el oro, procedente de los desiertos de Nubia en forma de polvo, llegaba a su taller, era cuidadosamente examinado por el maestro fundidor mientras un escriba contable anotaba las cantidades. El supervisor de las balanzas pesaba el material precioso, «la carne de los dioses», que los humanos debían manipular con precaución. En primer lugar, los artesanos purificaban el oro quitándole los elementos impuros; luego lo depositaban en un crisol calentado a más de mil grados. Cuatro técnicos avivaban el fuego para obtener «al hermano del sol», a saber, el metal fundido. Una abertura hecha en el costado del crisol permitía proceder al vaciado, un momento angustioso en el que apenas se atrevían a respirar. Una vez enfriado y, por tanto, endurecido, el oro era martilleado, transformado en lingotes y en hojas que recubrían en parte las estatuas de las divinidades, las puertas de los templos y ciertos bajorrelieves. El maestro joyero recibía una cantidad debidamente controlada del metal precioso y, gracias a su cuadrilla de artesanos experimentados, fabricaba collares, brazaletes y otros aderezos destinados a los santuarios y a la corte. La irrupción de un alto funcionario del ministerio de Economía le desagradó. Alto, fofo y con el labio colgante, el escriba tenía pinta de ser uno de esos pudientes que creen que pueden permitírselo todo. —¿Eres tú el responsable del taller de orfebres? —Exacto. —Vengo a ejecutar una misión: la transferencia del oro y de la producción de joyas al Tesoro. Los asnos esperan fuera. —Me temo que no te he oído bien, chaval. La vulgaridad del apelativo le chocó al encargado de la misión. Aquellos obreros no tenían modales. Irritado, alzó la voz: —Pues está bien claro: tú llenas los sacos y yo te conduzco al edificio del Tesoro. El maestro joyero se cruzó de brazos.

—Estás desvariando. Te estás equivocando de medio a medio, chaval. —¿Cómo te atreves? Se trata de una orden del ministro Baten en persona. —No recibo órdenes más que de la princesa Redyit, directora de la Casa de la Reina. —Mis instrucciones... —Vuelve a tu oficina y pide explicaciones. O bien te has equivocado, o bien es una broma pesada. El escriba estalló: —Si te niegas a someterte, pediré la intervención de las fuerzas del orden. —¡Estás perdiendo la cabeza, chaval! El alto funcionario se batió en retirada. Como el asunto se torcía, el maestro joyero fue a avisar a la princesa Redyit, quien estaba preparando la creación de un nuevo huerto destinado a los empleados de la Casa de la Reina. La guapa morena se dirigió de inmediato al taller de los orfebres, donde se topó con un destacamento de policía al que el escriba del Tesoro daba las consignas. —Tú no tienes nada que hacer aquí —declaró secamente la princesa—. Retírate de inmediato. —Mis órdenes... —empezó a decir el alto funcionario. —Me río yo de tus órdenes, hablaré con tu intendente. Y ahora vete, largo de aquí.

Redyit se saltó las barreras que prohibían el acceso al suntuoso despacho del ministro de Finanzas, director del Tesoro y de la Doble Casa del Oro y de la Plata. Dado su rostro encolerizado, los soldados y los escribas evitaron interponerse. Era cosa de los miembros del gobierno solucionar sus diferencias. La princesa interrumpió una reunión consagrada al cobro de impuestos. —¿A qué estáis jugando, Baten? Exijo una explicación. La cara redonda del ministro se ensombreció. Con una señal de la mano, les ordenó a sus colaboradores que se esfumaran.

—Sentaos, Redyit, y hablemos tranquilamente. La joven se quedó de pie. —¡No os andéis con remilgos! ¿Qué significa esa grosera intrusión en mi terreno? —El rey exige un balance exacto de la totalidad de los tesoros de Egipto, contando con los de la Casa de la Reina. —¿Y es eso razón para enviar a la policía y agredir a unos orfebres? El ministro pareció sorprendido. —¡Yo no he dado esa orden! —¡El encargado de vuestra misión, sí! Y este asunto traerá consecuencias.

Cuando gozaban de un momento de intimidad, el faraón y la gran esposa real no tenían más que un único tema de preocupación: la felicidad de Egipto. Apacible relató los incidentes acaecidos en la Casa de la Reina y la mediación que había asegurado ella misma a fin de calmar los ánimos. El funcionario que se había comportado como un pequeño déspota había sido apartado del servicio, y el inventario de los tesoros proseguía bajo la autoridad de un Baten muy atento desde ese momento a la calidad del personal. La princesa Redyit, más calmada ya, colaboraba con él. —El joven Imhotep acaba de ser iniciado a los misterios de la Morada del Oro — declaró el rey—. Nunca había encontrado un ser de tan alta categoría y de tanta profundidad. Su capacidad de trabajo es extraordinaria, y sus percepciones fuera de lo común. Al verlo he tenido la sensación de que sería el personaje esencial de mi reinado. —Aun así, desconfías —repuso su esposa. —¿No será acaso ese juicio ilusorio? Poseer tantas cualidades no prueba que se vayan a poner en práctica. —¿No ha curado Imhotep a tu madre y cumplido con sus funciones de manera ejemplar? —En efecto, pero ha subido demasiado de prisa los escalones de la jerarquía; ¿no se volverá esclavo de su vanidad? Si está llamado a representar un papel decisivo, debo estar completamente seguro de él. Ésa es la razón por la que solicito tu ayuda. —Sólo el ritual nos proporcionará una respuesta definitiva. Dado que Imhotep pertenece a la cofradía del Ibis y conoce los misterios de la Morada del Oro, puede entrar

en la Morada de la Acacia y asistir a la danza de los espejos. En función de la imagen reflejada, obtendremos una certeza.

Siete mujeres jóvenes estaban listas para celebrar el ritual dedicado a Hator en presencia de la pareja real y de Imhotep, el supervisor de todo el país, sorprendido por ese honor. No dejaba de revivir el instante en que la estatua de Zoser había cobrado vida, y nunca lograría considerar al faraón como a un mero ser humano. Había sido piedra antes de encarnarse, y conocía el secreto de la transformación de la materia en espíritu. Con los pechos desnudos, vestidas con un taparrabos y con las muñecas y los tobillos adornados con pulseras, las bailarinas llevaban una larga trenza que terminaba en una bola. Seis de ellas formaban un círculo alrededor de la séptima, a la que Imhotep reconoció por fin: ¡Neferet, la inaccesible! Lentamente, las muchachas comenzaron a girar mientras cantaban una melodía de una gravedad casi inquietante. Neferet entrechocó dos bastones, lo que produjo unas ondas que dispersaron las potencias maléficas; una de las bailarinas blandió un espejo. En él se reflejó entonces la mano de la diosa Hator que blandía Neferet, lo que expresaba la victoria del influjo creador sobre el caos. Cada una de las ritualistas le presentó su mano al espejo para transformarse en una Hator y vivir el amor radiante de la primera mañana, —Que Imhotep se sitúe en el centro del círculo —ordenó la reina. A pesar de su inquietud, el joven trató de poner buena cara. Las bailarinas se apartaron, e Imhotep se encontró frente a Neferet. No era sólo una mujer sublime, digna de ser amada, sino también la servidora de la diosa Hator, encargada de transmitir su misterio. Neferet orientó su espejo hacia el cielo, luego se lo presentó a Imhotep para que se contemplara en él. —¿Qué ves? —le preguntó. Sorprendido, él dudó. —Veo... miles de estrellas. La pareja real se levantó. Zoser sabía que la prueba había terminado. En el espejo de Hator, Imhotep no había descubierto un reflejo de sí mismo, sino la realidad del universo. Y sólo seres capaces de entrega y de creación eran reconocidos por la diosa de ese modo.

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H abitualmente tranquilo en presencia de su amo, el perro Geb no podía estarse quieto. Logró arrastrarlo a la terraza del palacio, donde ladró durante largo rato mirando a un punto en concreto. —¿El Nilo? Geb sacó una gran lengua rosada, se le pusieron las orejas de punta y sus ojos brillaron de satisfacción. Después de setenta días de ausencia, la estrella Sothis [33] sería de nuevo visible y anunciaría la crecida, el milagro anual del que dependía la supervivencia de Egipto. Isis derramaría lágrimas que ocasionarían el aumento de las aguas regeneradoras, Osiris [34] resucitaría, brotarían abundantes alimentos de la tierra. Todavía era necesario que el rey y la reina realizasen los ritos precisos y dieran pie a la llegada de Hapi, el dinamismo del río, el enamorado saltarín capaz de fecundar al doble país. La estación seca era agotadora, los suelos se agrietaban, el nivel del Nilo estaba en lo más bajo. Concluidas las siegas y las vendimias, los campesinos esperaban el regreso de una buena crecida. Si ésta era excesiva, destruiría los terrenos agrícolas; si era insuficiente, acarrearía hambrunas. Y el único responsable de la desgracia sería el faraón. Ajeta, el ministro de Agricultura, se presentó ante el monarca. —¿Nuestros graneros están llenos? —La cosecha ha sido satisfactoria, majestad, pero muchos son demasiado pequeños o vetustos. El número de graneros nuevos es insuficiente, y su gestión presenta muchas lagunas. Mis servicios trabajan sin descanso por mejorarla. —En caso de catástrofe, ¿podremos alimentar a la población? —Sólo durante seis meses. —Esta situación debe cambiar, Ajeta. Y de prisa. —Soy consciente de ello, majestad, y conozco mi responsabilidad. Los gobernadores de ciertas provincias han acumulado retrasos considerables que pronto serán remediados... si la crecida es perfecta.

El año sería decisivo, Zoser no tenía derecho a fracasar. Todos tenían puestas sus esperanzas en la magia de Faraón, el Hermano de los dioses, capaz de repeler el desorden, la injusticia y la desgracia. Sólo él procuraba la felicidad y la abundancia, porque era el receptáculo de la energía universal y sabía redistribuirla. Geb lamió la mano de su amo. Había llegado la hora de rendir homenaje a la crecida.

¿Se transformaría en una lamentación la gran fiesta popular del nuevo año? Inspirado por la Sombra Roja, un rumor alarmaba Menfis. La crecida sería la más baja jamás conocida, y Zoser se confesaba incapaz de despertar al genio del Nilo. Grupos de inquietos se reunían cerca de los graneros y se predecían días sombríos. No obstante, la pareja real salió de palacio, seguida por la totalidad de los dignatarios, y caminó hasta el embarcadero principal de Menfis. La reina le ofreció al río pasteles y flores, el rey saludó al que hacía vivir Egipto, creaba cebada y trigo, abastecía los templos y alimentaba con hierba al ganado. Gracias a sus aguas, procedentes a la vez del cielo y del mundo subterráneo, se establecía la armonía en el corazón de los hombres. Sólo los dioses conocían el nombre secreto de la crecida, y el faraón les rogó que la causaran. La Sombra Roja sentía una intensa satisfacción. Al perder la confianza en su pueblo, Zoser se convertiría en un fantoche. Se aferraría al poder, se comportaría como un tirano y perecería bajo los golpes de sus partidarios, cansados de obedecer a un inútil desprovisto de magia. El rey se había manifestado, los participantes de la ceremonia apenas se atrevían a respirar. Si el río seguía mudo, una triste procesión volvería a palacio, y los decretos del monarca no serían más que palabrería carente de sentido. Un rey amputado de lo invisible, sin contacto con los dioses, no podía gobernar. Tras salir del agua fangosa, una tortuga abordó la orilla. —¡Ha bebido agua del río! —exclamó un ritualista del templo de Ptah—. ¡Matémosla! —No la toquemos —ordenó Zoser—. Viene a regenerarlo. Mientras la tortuga avanzaba en dirección al embarcadero, el río se puso a borbotar y a crecer. Gritos de júbilo saludaron el nacimiento de la crecida y el poder del faraón. La Sombra Roja se vio obligada a participar del alborozo.

En Menfis, la fiesta estaba en su apogeo. La cerveza corría a raudales, se bailaba, se

saboreaban parrilladas de carne y de pescado. Y cada ciudad imitaba a la capital. El cuarto año del reinado de Zoser se beneficiaba de la protección de Hapi, el genio del Nilo, que le ofrecía una crecida ideal, anunciadora de riqueza y abundancia. El rey recibió a Imhotep a solas. Ventilada por unas ventanas altas sabiamente distribuidas, la sala de audiencias era fresca. El joven, impresionado, no se atrevía a mirar a la encarnación terrestre del halcón Horus, capaz de domeñar al río. —Vigila lo que traen el cielo, la crecida y el Nilo —ordenó el monarca—, y continúa administrando los talleres reales. A partir de ahora, tus funciones se verán ampliadas. Tu nuevo título, «El que está bajo la cabeza del rey», [35] te confiere la responsabilidad de recaudar los impuestos relativos a la artesanía y ejercer funciones judiciales en ese ámbito. Forma a más escultores, carpinteros y fabricantes de vasijas, y elige a seres de élite. ¿Te comprometes a ello? —Me comprometo a ello, majestad. —Esta crecida favorable no debe ocultarnos nuestras insuficiencias. Nos faltan canales de irrigación y depósitos de agua. Del mismo modo, considero indispensable una regularización del curso del río gracias a una serie de pequeñas presas correctamente repartidas. [36] Es una tarea urgente, que requiere la creación de un cuerpo especializado. ¿Te consideras en condiciones de conseguirlo? —Me esforzaré en ello. —Esa respuesta no me basta, Imhotep. Necesito resultados rápidamente, antes de la próxima crecida. —Los tendréis, majestad. Imhotep sabía que esa aceptación excedía los límites de lo razonable, y de inmediato comenzó a idear los medios para poner en práctica las exigencias del faraón. —Tengo todavía una tarea más que confiarte. Esta vez el joven sintió un escalofrío. Aun suponiendo que encontrara un número suficiente de hombres abnegados y competentes, ¿cómo podría realizarlo imposible? —Ha llegado el momento de preparar mi morada de eternidad —le reveló el faraón —. Será erigida en el desierto, cerca de Menfis, y se compondrá de dos santuarios, el primero situado en oriente, el segundo en occidente. ¿Te crees capacitado para trazar sus planos y erigirlos? —Sinceramente, no, majestad. Disponéis de arquitectos que...

—Eso es justamente lo que no quiero, y te he elegido a ti después de meditarlo mucho. Tu pertenencia a la cofradía del Ibis y tu iniciación en la Morada del Oro hacen de ti un constructor. Saca a la luz tus cualidades ocultas, Imhotep, puesto que el espejo de la diosa Hator te ha permitido contemplar la armonía secreta del universo. La autoridad del rey no era apremiante, sino que despertaba una especie de entusiasmo capaz de mover montañas. Ajeno a sí mismo y a sus miedos, Imhotep se oyó responder que aceptaba cumplir un deber insensato. La palabra del faraón lo subyugaba y lo transformaba. —El santuario oriental se llamará «la región fresca de las divinidades», y el occidental «el temor de las Dos Tierras». [37] Los ritualistas que cumplan con la función de Anubis velarán por mi propiedad mortuoria, y la inauguraremos excavando galerías donde serán depositadas numerosas ofrendas. Al trabajo, Imhotep.

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A mapolas, jazmines, iris y acianos hacían del enorme jardín de la mansión de Baten un lugar encantador. Aquella noche, mientras disfrutaban de una suave brisa procedente del norte, los miembros del gobierno habían sido invitados para celebrar una crecida perfecta vinculada a la magia de Zoser, venerado por su pueblo. La estación de la inundación, luminosa, radiante y útil, [38] era el momento de los inventarios y de los viajes. El Nilo ofrecía una vía de transporte ideal, los campesinos se tomaban un descanso y todos podían disfrutar de la belleza seductora del país amado por los dioses. El canciller Hezyre honraba con su presencia ese banquete en que diligentes criados llevaban excepcionales platos de pescado y de carne, regados con un vino tinto recio, envejecido en tinaja. Encantadora como siempre, la princesa Redyit apreció especialmente los filetes de perca cubiertos con una salsa de eneldo, y el chambelán Anjy se atiborró de costillas de buey asado a las finas hierbas. Sólo Ajeta, el ministro de Agricultura, parecía de mal humor. —¿Te preocupa algo? —La construcción de nuevos graneros no es moco de pavo, y no todos los jefes de provincia simpatizan con la idea. —Ese es tu sino a diario —le recordó Baten—. ¿No existe ningún otro motivo para tu descontento? —El rey acaba de confiarle al joven Imhotep la instalación de una serie de canales de irrigación y la edificación de varias presas. Eso vuelve a invadir mi ámbito, y tengo la impresión de que la ambición de ese antiguo fabricante de vasijas es desmesurada. —No se trata de un ascenso —objetó el chambelán Anjy—, ¡sino de una labor abrumadora! El desdichado Imhotep no tiene muchas posibilidades de conseguirlo. —¿Sabíais que también se encarga de recaudar los impuestos de los artesanos? — preguntó Baten—. Por supuesto, me someto ante la decisión de su majestad. Sin embargo, esa misión inesperada me complicará la tarea. Imhotep no ha sido formado en esa técnica y sus inevitables errores darán pie a dificultades. —En ese caso —se adelantó Redyit—, ¡será sancionado y nos desharemos de ese intrigante! Según mis noticias, se lo dotará de poder judicial, seguramente limitado al

mundo de la artesanía. ¿Acaso no será eso un debilitamiento de vuestras prerrogativas, canciller? —En efecto —reconoció Hezyre cruzando los faldones de su abrigo—. Las decisiones del faraón no se discuten. —A mi entender, nos preocupamos por nada —juzgó el chambelán Anjy—. Imhotep no es más que un mandado y seguirá siéndolo. ¿Queréis una prueba? ¡El rey no lo ha hecho entrar en el gobierno! —Quizá en otra ocasión —consideró el ministro de Agricultura. —Lo repito: ¡no tiene ninguna posibilidad! Es demasiado joven e inexperto, se topará con obstáculos insuperables. La llegada de los postres relajó el ambiente. Se olvidaron del caso Imhotep, y Anjy distrajo a los invitados informando de los últimos rumores de palacio relativos a aduladores y a cortesanos que trataban en vano de seducir a Zoser.

A causa de las fiestas del nuevo año, la vigilancia de las fronteras se había relajado. El libio Tanú llegó a Menfis sin pasar un control y se dirigió a la posada que regentaba uno de los hombres de la Sombra Roja. No hizo falta hablar, el posadero reconoció al jefe de la tribu y alertó a su superior. En el momento en que Tanú se echaba sobre su estera, después de una cena copiosa, se abrió la puerta. El libio se incorporó y, en la penumbra, vio la capa rojo oscuro y la gruesa máscara de tela que deformaba la voz. —¡Excelentes noticias, señor! He progresado mucho. —Lo sé, amigo mío. La Sombra Roja soltó un saco lleno de pepitas de oro. El espectáculo de su contenido desató en Tanú una emoción intensa. —La más numerosa y mejor armada de las tribus libias ya se encuentra bajo mi mando. Todavía no dispongo de bastantes guerreros para un ataque masivo, y me enfrento a tiranos locales aferrados a su independencia. Quedad tranquilo: o los compro o los mato. A

los libios les gusta parlotear; a veces la conversación ofrece buenos resultados. Paciencia, señor, y os ofreceré una tropa capaz de destruir a los soldados de Faraón. —Es posible, amigo mío, a condición de que no te disperses. —No... no entiendo... —Te recuerdo el reciente saqueo de un campamento de nómadas, de la masacre, de las violaciones y de la hostilidad desencadenada por esos actos inútiles. Tu reputación ha quedado deteriorada y tienes que recuperarla por culpa de esa estupidez. Eso es tiempo perdido, amigo mío. Tanú tragó saliva. —¡Fueron las circunstancias, señor! Yo habría pasado de largo. Desgraciadamente, mis hombres no se resistieron a la tentación. Las viejas costumbres son difíciles de combatir, ¡creedme! El silencio de la Sombra Roja se hizo inquietante. —En realidad, esos nómadas nos provocaron —añadió Tanú—. Si no hubiese respondido, me habrían acusado de cobardía, a mí, ¡el futuro caudillo de los libios! —No admitiré más excentricidades de este tipo. O bien empiezas a captar el sentido de tu misión, o bien te obstinas en comportarte como un criminal común sin categoría. En ese caso, pondré fin a tu miserable existencia y buscaré un general más válido. —¡Yo soy el mejor! Por desgracia, mis hombres... —Controla sus instintos y manda con mano firme. De lo contrario, ¿de qué me vas a servir? —¡No os habéis equivocado conmigo, señor, no tengáis la menor duda! Llevaré a mis libios a la victoria. —Tu lamentable error retrasa la fusión de las tribus y te será difícil imponerte. —Lo conseguiré —prometió Tanú con mirada ávida. No, la Sombra Roja no se había equivocado. Cruel, abúlico, amoral, venal..., Tanú era el personaje perfecto. Sólo un libio dirigiría de manera eficaz a los libios, un montón de brutos que, afortunadamente, eran fáciles de manipular. Después de haber obedecido ciegamente a su guía y destruido el ejército de Zoser, gozarían por algún tiempo de las riquezas conquistadas. La Sombra Roja transformaría a la mitad en mercenarios para aniquilar a la otra mitad y se aseguraría a buen precio de la absoluta fidelidad de una guardia personal compuesta por asesinos aguerridos. Sus dones la pondrían a salvo de una traición. —No me gustaría que me decepcionases, Tanú. —¡No hay riesgo de ello, señor! He aprendido perfectamente la lección y no me

desviaré del camino recto. —Empieza por abandonar Egipto de inmediato. —¿De inmediato? —Eso es. Tanú contaba con aprovechar las fiestas y frecuentar dos o tres casas de cerveza de Menfis. No obstante, la prudencia recomendaba olvidarse de ese gran proyecto. —Muéstrate eficaz, Tanú, y serás recompensado. Cuando la Sombra Roja desapareció, el libio respiró aliviado. Su margen de maniobra era estrecho, pero el oro que apretaba en las manos era muy real. La fortuna concedida a un caudillo despiadado... ¡Había peores destinos!

Metódico y meticuloso, Imhotep vio cómo se confirmaban sus temores, pues mantener sus múltiples compromisos se revelaba un milagro. En el transcurso de su paseo diario con Viento del Norte, pensó en el espejo celeste de Neferet y en la visión de miles de estrellas formando el cuerpo y el alma de Nut, la diosa del cielo. ¿Acaso Nut no significaba «La que contiene la energía primigenia»? ¡Ésa era exactamente la fuerza que necesitaba! ¿De dónde extraerla sino de la Casa de Vida, la Morada del Oro y la cofradía del Ibis? La oreja derecha del asno confirmó su deducción. Trabajar solo, lejos de los rituales y de los símbolos, conducía al fracaso. Diariamente debía tomarse tiempo para tratar con las potencias divinas y profundizar en las enseñanzas recibidas. No sería inútil, sino un aprendizaje de indiferencia en relación con lo cotidiano para cumplir con sus tareas más allá de lo posible. Viento del Norte lo había llevado a la puerta de la Casa de Vida. Imhotep enumeró sus títulos y los guardias llamaron al sacerdote calvo. Los dos hombres se saludaron. —Me gustaría volver a ver la Morada del Oro y consultar los tratados de arquitectura. —Un momento, iré a buscar a un responsable. Al abrigo de los altos muros, detrás de la puerta cerrada, Imhotep ya no se preocupaba por el mundo exterior. Ese espacio, aparentemente cerrado, se nutría de las palabras luminosas de los antiguos y abría la mente de los buscadores de verdades.

Al ver a la responsable, a Imhotep le costó contener su alegría. —Esperaba tu llegada —dijo Neferet.

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L a primera presa pequeña construida al sur de la capital era un éxito, y el número de canales de irrigación se había doblado. Al acompañar al rey, el ministro de Agricultura no pudo sino constatar la pericia de Imhotep. —Brillante —reconoció—. No obstante, los especialistas tenían dudas. —Se han sumado a él —apuntó Zoser—, y repetiremos este tipo de obra. Cuento con tu plena y completa colaboración, Ajeta. Puestos bajo tu autoridad, los jefes de provincia deberán facilitar el trabajo de la cuadrilla de Imhotep. —Doblarán su brazo, [39] majestad. En la víspera, los miembros del gran consejo habían asistido a la inauguración de los santuarios de oriente y occidente, cuyos planos había trazado Imhotep inspirándose en los tratados de arquitectura de la Casa de Vida. El rey disponía así de los primeros elementos de su dominio de eternidad, pero se creía, sin conocer sus proyectos, que no se detendría ahí. Los ritualistas habían depositado en las galerías gran cantidad de osamentas de animales para mostrar el sometimiento de la naturaleza salvaje por el rey y la restitución de la armonía con las potencias divinas. Y todos reconocieron la eficacia de Imhotep. La Sombra Roja seguía dubitativa. En efecto, Zoser desarrollaba la economía de la nación y encarnaba un país fuerte. Sin embargo, no había un gran proyecto en el horizonte. Hasta el momento, seguía los pasos de su padre y parecía contentarse con gobernar a sus anchas un país dócil que ignoraba los peligros que lo amenazaban. En cuanto a Imhotep, era un técnico que se beneficiaba, por el momento, del favor real antes de regresar a la oscuridad.

La convocatoria del gran consejo en una fecha desacostumbrada intrigó a los participantes. Si se hubiera producido un acontecimiento anormal en la corte, el chambelán Anjy habría sido advertido de ello. Por parte de la Casa de la Reina y de la princesa Redyit, no había nada que señalar. El canciller Hezyre no estaba informado de ningún problema grave, y los ministros de Finanzas y de Agricultura no conocían dificultades mayores que requiriesen una reunión de urgencia.

Cuando el faraón apareció, con la cabeza cubierta con el antiguo tocado nemes, iba acompañado por Imhotep, que portaba un rollo de papiro y una tablilla de escriba. Por primera vez, el joven tenía acceso a la cúpula del Estado. —Ha llegado el momento de redactar los anales del reinado —decretó Zoser—, y le confío esa tarea a Imhotep. Desde el origen de las dinastías, los anales registraban los hechos considerados esenciales y que merecían pasar a la posteridad, a saber, las fiestas, los rituales, los combates contra el mal y los enemigos de Egipto, la altura de las crecidas del Nilo, los censos de humanos y de las cabezas de ganado. Quedaba un último elemento que el rey no dejó de mencionar. —Tenemos el deber de traer al mundo las estatuas de los dioses. Su alma vivirá en su cuerpo de piedra y su presencia terrestre asegurará la felicidad de las Dos Tierras. Ésa es la razón por la que le pido a Imhotep, iniciado en los misterios de la Morada del Oro, que cree una estatua de Min, expresión de Osiris resucitado. La Sombra Roja reconoció su error. Imhotep no era sólo un mandado, sino un íntimo del faraón. Sus éxitos probaban un temperamento decidido, incluso envergadura de consejero y de dirigente. Era conveniente detener su ascenso. Exiliado al sur de Menfis, Tiñoso no dejaba de rumiar su odio hacia Imhotep. Por su culpa había perdido su puesto de fabricante de vasijas, la buena vida en la capital y un ascenso seguro. Excluido de su taller provincial y convertido en mozo de granja, se aburría mortalmente y sufría el desprecio de un viejo agricultor desabrido. Su única razón para sobrevivir era la venganza. Por desgracia, no sabía cómo salir de ese agujero. Si escapaba, su intendente alertaría pronto a la policía. Tiñoso sería duramente condenado por reincidente, metido en prisión y enviado a la colonia penitenciaria. Irascible, azotó a una vaca que mugió de dolor. Tiñoso odiaba a los animales, le gustaba estrangular a los gatos y torturar a los insectos mientras imaginaba que hacía sufrir un destino semejante a Imhotep. ¡La suerte acabaría cambiando! Un grupo de hombres se acercó a él. A la cabeza iba un tipo alto y bigotudo armado con un puñal. —¿Eres tú, Tiñoso? —¿Y a ti qué te importa? —Venimos como amigos. —Yo no tengo amigos.

—Te equivocas, chico. Un poderoso personaje se interesa por el llamado Tiñoso, injustamente condenado. Si lo dejas satisfecho, te procurará una ayuda inestimable. El artesano rió nerviosamente. —¡Estoy atado a este sitio! El granjero ha recibido instrucciones estrictas, nunca dejará que me marche. —Te equivocas otra vez. Tenemos medios para resolver ese problema. —¿Te estás burlando de mí? —¿Nos sigues o no? Pero te lo advierto: nada de jugarretas. Si tratas de huir, acabaremos contigo. —¿Adónde me lleváis? —A ver a tu protector, a Menfis. Tiñoso no tenía nada que perder. El barco rápido que utilizó el pequeño grupo probaba el desahogo de su propietario. Volver a ver la capital le subió la moral al artesano. Bien escoltado, fue conducido a un almacén y dejado solo en medio de un montón de cestos. De pronto, lo cegó una luz roja. —¿Deseas vengarte de Imhotep? —le preguntó una voz extraña. —¡No tengo otro objetivo en la vida! —Entonces, escúchame bien —le recomendó la Sombra Roja—. Así es como vamos a proceder. Sufrirás, pero obtendrás tu recompensa.

Frente al bloque de basalto, Imhotep tuvo un momento de recogimiento. Nacido del vientre de la montaña, entrañaba una perfección que el escultor debía sacar a la luz. El taller de la Morada del Oro estaba equipado con las mejores herramientas, y los asistentes del joven pertenecían a la élite de talladores de estatuas. En los momentos de las operaciones mayores y de las fases técnicas peligrosas, Neferet recitaría las fórmulas que protegerían el nacimiento. Ese cuerpo de piedra se convertiría en un ser vivo, receptáculo de una potencia divina, digno de ser mencionado en los anales. El primer esbozo fue realizado con un percutor de dolerita, de dureza inigualable. Aparecieron unas formas, se desveló el secreto del bloque. Con ayuda de una pasta abrasiva a base de esmeril y de varias piedras de formas diversas se practicó un primer pulido.

Luego Imhotep quitó lo inútil utilizando una especie de sierra formada por una hoja de cobre fijada a un mango de madera. Sus asistentes bruñeron cuidadosamente los cortes. El tiempo no contaba. Sintiéndose animado por una energía desconocida, el artesano combinó fuerza y precisión. No le estaba permitido dañar el basalto y deteriorar la obra. Cada gesto debía ser vivido desde el corazón y transmitido a la mano. Manejar la broca de sílex y los tubos de cobre para perforar las orejas, los ojos y las ventanas de la nariz exigía una destreza excepcional. La experiencia de fabricante de vasijas fue determinante, Imhotep no cometió el más mínimo error. El último pulido, largo y delicado, permitía obtener el modelo de la estatua, viva para siempre por el ritual de la Morada del Oro. Imhotep quiso rematar la obra él mismo, contento por haber resuelto las innumerables dificultades surgidas en el curso de la llegada al mundo de la efigie del dios Min, afirmación de la victoria de las potencias creadoras sobre la nada. En el instante en que se adueñó del pulidor, se hizo un profundo silencio en el taller. Imhotep no necesitó volverse para saber que el faraón contemplaba la estatua. Los asistentes se retiraron, dejando solos al maestro de las Dos Tierras y al escultor. —El Ka divino vivirá en su cuerpo inalterable —juzgó el soberano—, y esta encarnación de Min será mencionada en los anales. Necesitaba esa presencia para delimitar mejor mi gran proyecto y conferirle el dinamismo necesario. Vuelvo del desierto, Imhotep, y he meditado durante mucho tiempo mientras hacía ofrendas al oriente y al occidente. Acabas de extraer una forma divina del basalto, y creo que tendremos que realizar una Gran Obra semejante penetrando en el secreto de la tierra roja de Set. Una realidad esencial se oculta en el seno de las piedras ardientes y de las extensiones solitarias. —La violencia de Set puede resultar nefasta y causar la muerte —le recordó Imhotep. —En efecto, pero descuidarla sería un grave error. Mi función consiste en construir y vencer las múltiples formas de la muerte. Las sepulturas reales de Abydos y Saqqara ya no me satisfacen, y presiento el nacimiento de otra arquitectura. Quizá se trate de las enseñanzas del desierto. Estudia los archivos de la Casa de Vida y recopila posibles indicios. El rey se retiró, e Imhotep acabó el último pulido de la estatua. Estaba ya en plena búsqueda. El gran proyecto de Zoser consistía, por tanto, en crear una morada de eternidad inédita, como nunca antes había existido. ¿La habían imaginado los antiguos o convendría verla más allá de lo visible?

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E l canciller Hezyre soportaba los mil y un avatares de la existencia a excepción de uno solo: ser molestado durante el desayuno. Al salir de una corta noche de sueño, saboreaba lentamente unas gachas de cebada, bebía un tazón de leche tibia y masticaba una galleta mientras pensaba en la organización de su jornada de trabajo. Cuando llamaron a la puerta de su habitación, estuvo a punto de atragantarse. ¿Quién osaba infringir sus instrucciones? No respondió pero insistieron, y finalmente abrió, irritado. —Disculpadme —le imploró su secretario particular, avergonzado—, pero creo que es grave e importante. —Te escucho. —El supervisor de todo el país, Imhotep, es acusado de un crimen abominable. El juez principal de Menfis os confía el expediente. —¿Quién lo acusa? El secretario del canciller puso en sus manos varios papiros pequeños y tablillas de madera que incluían los cargos que recaían sobre el acusado, la declaración del demandante, los testimonios y los primeros elementos del procedimiento. Dado el aspecto candente del caso, los magistrados lo remitían a su superior. Hezyre hojeó el expediente. —Anula mis citas de la mañana —le ordenó a su secretario—, y convoca a las personas citadas. —¿Imhotep incluido? —No, nos veremos más tarde.

Caminando mediante la ayuda de un bastón, con los brazos y las piernas cubiertos por vendas, una cicatriz cruzándole la frente, un ojo a la funerala y la mitad del pelo arrancado, Tiñoso tenía una pinta penosa. La Sombra Roja había grabado en su carne una

mínima parte de las represalias que les infligía a los traidores y a los inútiles. En ese caso, ese penoso tratamiento resultaba indispensable para aplastar a Imhotep. El odio le había permitido soportar el sufrimiento, y Tiñoso sabía que en adelante pertenecería en cuerpo y alma a la Sombra Roja. La mirada del canciller se endureció. —Me parece que ya nos conocemos. —Exacto, señor, ¡y la justicia desestimó mi demanda equivocadamente! —¿No se te había prohibido la estancia en Menfis? —Exacto, ¡y me declaro culpable! Pero ¿quién sería lo bastante inhumano para negarse a atender la llamada de socorro de su madre y de su hermana? —Explícate. Hezyre quería comprobar si el relato de Tiñoso se correspondía con sus declaraciones, recogidas por un escriba del tribunal. —Mi hermana es una de las empleadas de Imhotep, el supervisor de todo el país. Desde hace meses trataba de seducirla, pero su negativa y la intervención de mi madre parecieron disuadir al depredador. No obstante, dotado de nuevos poderes, volvió otra vez al ataque. Me suplicaron que interviniera y, a pesar de mi situación administrativa, decidí volar en su auxilio. ¡Y menos mal! Llegué en el momento en que Imhotep intentaba violar a mi hermana, después de haberla encerrado en la bodega de su modesta vivienda. No es que ganara, señor, aunque ya veis las marcas de sus golpes. Sin embargo, huyó. Condenadme como la ley exige, ¡pero condenad también a ese criminal! ¿Acaso Faraón no protege al débil de los abusos del poderoso? Absolver a Imhotep sería una injusticia insoportable. Tiñoso tenía razón. La institución faraónica descansaba sobre la práctica de Maat, de la que la justicia era una de las expresiones mayores. —Escucharé a tu madre y a tu hermana —prometió el canciller. Conmocionadas, sin facilidad de palabra, las dos mujeres comparecieron delante de Hezyre. Las escuchó primero por separado, luego juntas. Sus testimonios coincidieron con las afirmaciones de Tiñoso y el delito pareció indudable. Un secretario judicial recogió sus declaraciones, que autentificaba un juramento prestado en el nombre de Faraón.

Dos presas adicionales terminadas, una cincuentena de artesanos contratados, una recaudación de impuestos satisfactorios... Esos buenos resultados no le hacían perder la cabeza a Imhotep, frustrado con sus búsquedas en la biblioteca de la Casa de Vida. Adeptos

a la construcción en madera y en ladrillo de las moradas de eternidad, los antiguos arquitectos no proponían proyectos diferentes. La visita del secretario particular de Hezyre lo sorprendió. —El canciller desea veros urgentemente. —Doy mis directrices y os sigo. ¿Qué acontecimiento justificaba semejante precipitación? Imhotep, inquieto, fue recibido por un canciller de rostro hostil, todavía más arisco que de costumbre. —¿Dónde te encontrabas durante las primeras horas de la noche? —En mi casa. —¿Solo? —Solo. Estuve estudiando el expediente relativo a los carpinteros del rey y me dormí hasta la salida del sol. Pero ¿por qué me hacéis esas preguntas, canciller? Hezyre mandó llamar a la hermana de Tiñoso, que, temblorosa, lo miró con la cabeza baja. —¿Conoces a esta mujer, Imhotep? —Me parece... Sí, trae la comida de los escribas y barre los locales. —¿Es, pues, una de tus empleadas? —En efecto. El canciller se acercó a la desconsolada. —¿Es éste el hombre que te ha agredido? Ella asintió con la cabeza mientras lloriqueaba. Asombrado, Imhotep creyó haber entendido mal. —Evidentemente, ¡se trata de una equivocación! —protestó. La desdichada se retiró. —Has violado a esta chica ante la mirada de su madre y le has infligido serias heridas a su hermano, que trataba de defenderla —apuntó el canciller—. Son hechos de una

extrema gravedad, Imhotep. Se ha interpuesto una denuncia y la justicia seguirá su curso. Dada tu posición eminente, la pena pronunciada será severa. Sería toda una sorpresa que consiguieras escapar de la muerte. Estupefacto, el joven tardó unos segundos en volver en sí. —¡Pero todo eso son mentiras horribles! Estaba solo, en mi casa, lo repito, ¡y vos sabéis que soy incapaz de comportarme así! —Frente a tales testimonios —objetó Hezyre—, mi opinión no tiene ninguna importancia. Y tu insuficiente estrategia de defensa no convencerá a nadie. —¡Por la vida de Faraón, juro que soy inocente! Y lo juraré delante de mis jueces. Esa declaración solemne no relajó al canciller. —Me siento obligado a ponerte bajo arresto domiciliario, Imhotep. La policía vigilará tu casa, de donde te está prohibido salir. Podrás continuar trabajando despachando los asuntos en curso. El proceso tendrá lugar muy pronto. —¡Dadme al menos el nombre de mis acusadores! —Es el único punto poco claro del caso: has violado a la hermana de Tiñoso, tu antiguo compañero de trabajo. —¿No le estaba prohibida la estancia en Menfis? —Respondió a la llamada de socorro de su familia cercana. Y tú casi lo has golpeado hasta la muerte. —¡Se trata de una sórdida maquinación, canciller! Los antecedentes de Tiñoso hablan en mi favor. —¿Y si hubiese sido injustamente condenado? Quizá reexaminar su caso pruebe que lo tiranizas. —¡Ni siquiera vos creéis eso! —Nos volveremos a ver en el tribunal, Imhotep. Trata de encontrar una defensa mejor y, sobre todo, di la verdad. Los dioses odian la mentira. —Comprendo vuestra posición, canciller. Sin embargo, habría esperado una actitud diferente. No obstante, dejadme que os exprese mi estima y mi respeto. Hezyre permaneció con una actitud glacial. Dos policías se llevaron a Imhotep, que conservó la cabeza alta.

50

Desde hacía dos días, Imhotep no frecuentaba la biblioteca de la Casa de Vida, cuando proseguía con búsquedas asiduas y participaba cotidianamente en el ritual de la Morada del Oro. Neferet, inquieta, se dirigió al despacho del supervisor de todo el país. Allí encontró a un adjunto confuso. —Oficialmente, estará ausente algún tiempo. —¿Acaso Imhotep está indispuesto? —Según los rumores, tiene problemas con la justicia. Pero se dicen tantas cosas... —¿Dónde se encuentra? —Lo ignoro. Preocupada, Neferet caminó rápidamente hasta el domicilio de Imhotep. Dos policías armados con porras y puñales vigilaban la entrada de la residencia oficial. —Me gustaría ver al supervisor de todo el país. —Lo lamento —respondió uno de los cancerberos—, no se puede pasar. —¡Es importante! —Nuestras órdenes son tajantes. —Decidme si Imhotep se encuentra en casa. —No respondemos preguntas. Dirigíos a la cancillería. La joven, desconcertada, ya no imaginaba un incidente menor. Así pues, sitió la sala de audiencias de Hezyre, quien aceptó recibirla al anochecer. Débilmente iluminado, el lugar tenía un carácter inquietante. Y el rostro hostil del jefe de la magistratura no relajaba la atmósfera. —¿Qué le pasa a Imhotep? —Regresad a la Casa de Vida y a vuestras clases de medicina, Neferet. Este caso no os concierne. —Vos y yo conocemos muy bien a Imhotep, ¡pertenece a la cofradía del Ibis y ha sido iniciado en los misterios de la Morada del Oro! No veo cómo podría no interesarme

por su suerte. —¿Deseáis sentir una atroz decepción? —Quiero conocer la verdad. Hezyre cruzó los faldones de su largo abrigo y se sentó. —Imhotep está acusado de intento de violación a una de sus empleadas y de actos violentos con agravantes sobre la persona de su antiguo compañero Tiñoso, quien trataba de defender a su hermana. Está bajo arresto y comparecerá la semana que viene ante el tribunal principal de Menfis. Los testimonios son rotundos y concordantes. Neferet guardó un largo silencio. —Eso es imposible —juzgó. —Se ha iniciado un procedimiento —precisó el canciller—, y nadie, ni siquiera el rey, podría interrumpirlo. La justicia es nuestra base y nuestro vínculo. Las altas funciones de Imhotep agravan su caso. —¡Esas acusaciones son falsas! —Los demandantes y su presunto verdugo se verán en los tribunales. —¿Y a vos se os pasa siquiera por la cabeza que Imhotep pueda ser culpable, Hezyre? La penumbra ocultó los rasgos del canciller. —Mi opinión no tiene importancia. Sólo cuenta la de los jueces, y me está prohibido influir en ellos. Ni vos ni yo podemos intervenir.

A jeta, el ministro de Agricultura, y Baten, el de Finanzas, mantenían una reunión semanal en compañía de sus principales colaboradores para coordinar sus esfuerzos. Al final de una larga mañana de trabajo, comieron juntos en la mansión de Ajeta. Cecina de pescado, pepinos y ensalada formaban un menú ligero a ojos de Baten, pero existía un sujeto de preocupación más importante. —Parece ser que Imhotep tiene serios problemas —se adelantó el ministro de

Finanzas—. Según el chambelán Anjy, está bajo arresto domiciliario. —Precisamente iba a pedirte que me lo aclararas. ¿No ha fracasado al intentar recaudar los impuestos de los artesanos y no has reclamado tú una sanción ejemplar? —¿Quién está propagando esa noticia falsa? —La princesa Redyit —respondió Ajeta—. Así te habrías desembarazado de un posible rival. —¡Maldita sea! Es capaz de todo por obtener más poder. Contrariamente a mis previsiones, Imhotep ha cumplido su misión a la perfección. Los artesanos confían en él y consideran correctas las retenciones exigidas. La documentación contable ha sido remitida al Tesoro, y mis departamentos se declaran satisfechos del trabajo efectuado. Ambos vaciaron su copa de cerveza fresca y ligera. —El chambelán cree que no soportaste la intrusión de Imhotep en tu ámbito de competencias —añadió Baten—. La construcción de presas y la excavación de nuevos canales te habrían irritado profundamente. —Y así fue, lo reconozco —admitió Ajeta—. Pero al ser el interés general mi regla de conducta, celebro el éxito de Imhotep, del que se beneficiará todo Egipto. Y no he encabezado ninguna intriga contra él. La exquisita Redyit propaga otro chisme: Imhotep habría cometido un grave delito, quizá un asesinato. —¿Un asesinato? ¡Eso es impensable! —El poder se sube a la cabeza, Baten. La juventud de ese chico, por competente que sea, es una gran desventaja. Si se trata de un caso criminal, el canciller Hezyre es el primer afectado. Y si Imhotep es culpable, me temo la sanción suprema. Una persona cercana al rey debe ser irreprochable.

El concierto dado por la orquesta Femenina de la Casa de la Reina había reunido a los grandes del reino. La flautista atraía los oídos y las miradas, a su virtuosismo se le unía su encanto. Y como el conjunto de las arpistas mostraba una notable musicalidad, todos deberían haber cedido al embrujo de las melodías y de los acordes. Pero el caso de Imhotep ocupaba las mentes y todos intentaban conseguir informaciones fiables. El canciller era el único notable realmente informado, y su ausencia dejaba la puerta abierta a las especulaciones. —¿Sabéis algo más? —le preguntó la princesa Redyit al chambelán Anjy, al margen de los asistentes.

—Imhotep habría cometido una falta tan grave que ha sido recluido en aislamiento antes de su proceso. Se ha murmurado la palabra «crimen». —¿A quién habría matado? —Lo ignoro. En todo caso, su carrera ha terminado, y es un triste final. La princesa parecía enfurruñada. —No parecéis muy contenta —observó Anjy—. No obstante, odiáis a ese chico. —Un hombre es demasiado tosco para comprender los sentimientos de una mujer. Imhotep, un asesino... Extraño, ¿no os parece? —Las mujeres no perciben siempre las pulsiones de los hombres. —¿Y si fuera víctima de una conspiración? Anjy pareció escéptico. —Zoser reina, la corte está tranquila, Hezyre es incorruptible... ¡No deliremos! La apariencia de Imhotep era engañosa. Bajo el hombre serio y trabajador se ocultaba un monstruo. La justicia le impedirá que haga daño. Redyit asintió con la cabeza.

—Los cargos son abrumadores, majestad —declaró Hezyre—. Yo mismo he escuchado a los demandantes, y dos médicos han constatado la gravedad de las heridas de Tiñoso. Su presencia en Menfis es, en efecto, condenable, pero se beneficiará de circunstancias muy atenuantes. En cuanto a las declaraciones de Imhotep, no me han convencido. Le corresponde al tribunal pronunciarse. Esperemos que las explicaciones del acusado le eviten el castigo supremo. Dado su estatus, no cabe la indulgencia. —Comparto tu punto de vista —aprobó Zoser—. No creía capaz a Imhotep de una locura semejante. —Es joven, soltero, trabajador incansable, con unos poderes que lo habrán embriagado. Estoy aterrado, pues poseía auténticas aptitudes y servía bien al Estado. Por desgracia, los hechos están ahí. El canciller no tenía más que un temor. A causa del papel capital atribuido a Imhotep, ¿no intervendría el rey, de una manera o de otra, para influenciar a la justicia en favor de su protegido?

Zoser miró fijamente a Hezyre. —No temas, la ley de Maat será respetada. Sin embargo, no confundamos la justicia con el derecho. El día en que esa desgracia suceda, esta tierra se volverá un lugar de suplicio. —La verdad quedará establecida, majestad, y la sanción será ejemplar. La destitución de Imhotep era un duro golpe. El rey no volvería a encontrar fácilmente a un hombre de su temple. A pesar de la gravedad del caso, no lograba creer en la culpabilidad del artesano. ¿Quién debía de odiarlo hasta el punto de atraerlo a una encerrona semejante? Frente a sus jueces, el joven dispondría de la fuerza de la inocencia y pronunciaría las palabras precisas. Pero ¿bastarían para sacarlo de aquel avispero? La noche era tormentosa. Unas nubes negras velaron el sol, una sombra roja tiñó de sangre el Nilo.

51

T iñoso, su madre y su hermana estaban bajo vigilancia, y nadie estaba autorizado a hablar con ellos. Era inútil pedir un favor en ese sentido, Hezyre mantenía un estricto respeto por el procedimiento. El careo entre el acusado y los demandantes sería, pues, decisivo, y Neferet se temía lo peor. La trampa había sido tan bien tendida que Imhotep no tenía ninguna posibilidad de escapar de ella. Había una única cosa clara: el joven no era culpable, sino víctima. Querían eliminarlo porque estaba demasiado cerca del rey y se mostraba de una eficacia excepcional, desatando así feroces envidias. Debía sacarlo de aquel atolladero. Por desgracia, sus reflexiones no llegaban más que a callejones sin salida. De madrugada, cansada, la joven se disponía a dormir un poco cuando el rayo de sol que iluminaba su dormitorio la llevó a hacerse una pregunta. Una pregunta tan fuera de lugar que probablemente nadie se la había imaginado. Y la respuesta tal vez sería decepcionante... Sin embargo, era su única pista. Había un hombre que quizá pudiera ayudarla.

Sagaz estaba estupefacto. —Imhotep, arrestado... Corrían rumores, pero ¡no les prestaba atención! ¿De qué se lo acusa? —Soy una de las pocas personas que lo sabe, y debería callarme —le reveló Neferet —. Pero la situación es alarmante, ya que Imhotep se arriesga a una condena a muerte. Sagaz les dio el día libre a los artesanos y cerró el taller. Su alegría de costumbre se había apagado. —Imhotep es víctima de una conspiración cuyo instigador es Tiñoso —afirmó la joven. —Tiñoso, ¡ese cabrón! Fue juzgado culpable por mentir, ¡su palabra no tiene ningún valor!

—Imhotep lo habría herido gravemente cuando defendía a su hermana, en presencia de su madre. —Defenderla..., ¿de qué? —De la agresión de Imhotep, que habría querido violarla. —Si las circunstancias no fueran trágicas, ¡me echaría a reír! Los jueces nunca creerán tales estupideces. —El proceso tendrá lugar muy de prisa, y temo que el veredicto ya esté dictado. Los testimonios son rotundos, los cargos abrumadores. Hundido, Sagaz contuvo las lágrimas. —¿Cómo podemos actuar, Neferet? —¿Qué sabes acerca de la madre y de la hermana de Tiñoso? —A la madre no la conozco. Con la hermana me he cruzado una o dos veces. Una morena bajita con lunares en la comisura de los labios y una nariz respingona. Estuve a punto de hacerle la corte cuando la contrató uno de los escribas al servicio de Imhotep. Dado su carácter desagradable, renuncié a ello. Me parece que prepara la comida y se encarga también de la limpieza de las oficinas. —¿Sabes dónde vive? —Tiñoso y su familia son originarios de un pueblo al este de Menfis, el Tamarisco protector. Quizá ambas residan todavía allí. —¿Cómo se llama la hermana? —Rosa.

Acompañada por un Viento del Norte de mirada triste e inquieta, Neferet se dirigió a buen paso al Tamarisco protector, una ciudad tranquila poblada por campesinos. Las malvarrosas que crecían a lo largo de las fachadas de las casitas blancas explicaban el nombre dado a la hermana de Tiñoso. El alcalde poseía una granja bien cuidada. Un grupo de patos acogió a la visitante y una oca guardiana avisó al propietario, un cincuentón sin un pelo en la cabeza. —Me llamo Neferet y soy médica. ¿Podríais concederme un poco de vuestro tiempo?

—Aquí no hay enfermos. El hombre parecía tenso, casi agresivo. —Me gustaría hablar de Rosa. —Aquí no hay ninguna Rosa. —El artesano Tiñoso y su familia pertenecen a vuestra administración, y... —Volved a casa, cielo. Yo tengo que trabajar. La oca se mostró hostil y preparó a sus congéneres para el ataque. Forzada a batirse en retirada, Neferet no se lamentaba de su iniciativa. La extraña actitud del alcalde aspiraba a disimular una información o hechos molestos. Una niña pequeña se acercó entonces a Viento del Norte y le acarició el hocico. —¡Qué bonito es tu asno! Me gustaría tener uno igual. —¿Tus padres no tienen uno? —La mala lo ha envenenado. Lo he visto. —¿Se lo has contado a tus padres? —Me llamaron mentirosa. —Yo te creo. Envenenar a un asno es un crimen y voy a ayudarte. ¿Cuál es el nombre de esa mujer malvada? —Está muerta, los dioses la han castigado. En el pueblo, todos tienen miedo de su hijo, incluso el alcalde. Es todavía más malo que su madre y pega a la gente. Cuando yo sea mayor, me convertiré en juez y enviaré a Tiñoso a la cárcel. —¿Se llama... Tiñoso? —¡Se lo merece! —¿Y su madre está muerta? —Desde antes de la última crecida. Tiñoso no asistió al entierro, y su hermana Rosa no derramó ni una lágrima. —¿No se había ido del pueblo?

—Vive en casa del alcalde —le reveló la chiquilla—, pero es un secreto. Neferet había estado en lo cierto al seguir su intuición. La lucecita atravesaba las tinieblas. —Te voy a regalar un asno —le prometió a la cría besándola en las mejillas. —¿De verdad? ¿No estás mintiendo? —Nunca. Pocas veces había visto Neferet una sonrisa tan bonita. La chiquilla se alejó dando saltos de alegría.

—¿Vos otra vez? —se sorprendió el alcalde. —Deseo conocer a Rosa —dijo Neferet. —Largaos o... —¿O...? El alcalde agarró un látigo y lo agitó. —¿Os atreveríais a golpearme? —¡Largaos! Neferet cruzó el umbral y las correas de cuero del látigo silbaron. Sin embargo, se apartó a tiempo, y de inmediato Sagaz y dos artesanos redujeron al agresor en el suelo. —La madre de Tiñoso está muerta y estás escondiendo a su hermana Rosa. ¿Quién te ha pagado? —preguntó la joven. —Nadie. Con una mirada malévola, Sagaz agarró el mango de su mazo de sílex. —Un canalla de tu especie no se merece vivir. —¡Esperad, esperad! Es un desconocido, no vive en el pueblo. Sólo me pidieron que diera techo a Rosa, ¡no es un crimen! Entonces apareció la hermana de Tiñoso, crispada. Sagaz la reconoció y le agarró la

muñeca. —¿No deberías encontrarte en Menfis bajo la protección de la policía y en compañía de tu madre? Rosa gritó de rabia.

—Os presento mi dimisión, majestad declaró el canciller Hezyre. —La rechazo. Te han engañado —consideró Zoser—, y tu rectitud no ha sido puesta en tela de juicio. —Mi supervisión ha sido cogida en falta, no me lo perdono. —Esta es mi sanción: te quedas en tu puesto y ejerces plenamente tu función. Serás tú quien, ante la corte, pronunciarás la rehabilitación de Imhotep. Hezyre hizo una inclinación. —¿Y los resultados de la investigación? —preguntó el faraón. —La madre falsa, la hermana falsa y Rosa han sido arrestadas, y el alcalde rebajado a la condición de obrero agrícola. Todos han admitido haber sido comprados por un desconocido cuya descripción varía tanto que se trata, según creo, de varios individuos. —¿Y Tiñoso? —Huyó del cuartel donde lo curaba un médico del ejército. —Dicho de otro modo, lo alertó un cómplice. Nos encontramos ante una red que ha tratado de destruir a Imhotep y no se detendrá en ello. —Una conclusión inevitable, majestad. «Después de haber asesinado a mi madre, la devoradora de almas continúa haciendo estragos —pensó el rey—. Evidentemente, dispone de cómplices entre personas bien situadas. Pero, al menos, estos acontecimientos me proporcionan una certeza: Imhotep es un hombre de confianza.»

52

N eferet fue invitada al banquete que organizaban los artesanos en honor a Imhotep. Era momento del buen vino y de alegrías. Para sorpresa de la corte, el joven exculpado conservaba un humor absolutamente sereno y no le dirigía reproche alguno a nadie. No obstante, podría haber reclamado la dimisión del canciller Hezyre o haber interpuesto una denuncia contra él y una docena de jueces. Pero en lugar de tomarse la revancha, Imhotep se comportaba como si nada hubiera pasado y seguía cumpliendo varias tareas. Esa noche se olvidaba de sus altas funciones y lo festejaba con los fabricantes de vasijas, cuyas bromas, a veces groseras, no parecían asustar a Neferet. —Es muy guapa —susurró Sagaz al oído de su superior—. Sin ella, estarías muerto. —Soy consciente de ello, y se ha ganado mi gratitud. —¿Solamente... tu gratitud? —Neferet es inaccesible. —¡Pues aun así ha venido! —Por un cúmulo de circunstancias. —Tengo la impresión de que no le eres indiferente. —Te equivocas. La absorbe la Casa de Vida y, si un día decide casarse, su esposo será un dignatario de primer nivel. —¿Y no es ése tu caso? La pregunta de Sagaz sorprendió a Imhotep, quien no encontró una réplica decisiva. Le pareció que Neferet le dirigía algunas sonrisas cómplices, pero ¿su actitud no resaltaba el ambiente festivo de aquella noche amistosa? Esta pasó de prisa, demasiado de prisa. Hablarle de sus sentimientos estaba más allá de las fuerzas de Imhotep. Y Neferet se alejó de nuevo.

Cuando se enteró del arresto de la madre y la hermana falsas de Tiñoso, la Sombra

Roja tuvo tiempo de reaccionar y organizar su evasión gracias a la red implantada en la policía. La investigación no daría más que con comparsas, y su propia seguridad seguía siendo absoluta. La eliminación de Imhotep dependía de la rapidez del procedimiento y de la falta de vigilancia de los jueces. La operación había estado a punto de tener éxito y la Sombra Roja se lamentó de no haber podido acelerar ese movimiento. En apariencia, Imhotep salía reforzado de esa prueba, y su comportamiento suscitaba la admiración de la corte. Sin embargo, el rey todavía no lo había recibido, y ése era un síntoma de desconfianza. El caso dejaría huella y el ascenso del intrigante se interrumpiría. Además, la Sombra Roja se felicitaba por haber encontrado un brillante elemento. Tiñoso se merecía su nombre y su odio hacia el poder le serviría tarde o temprano. Extremadamente retorcido, carente de humanidad y de escrúpulos, Tiñoso no había terminado de hacer daño. Modificar su apariencia física no le daba problemas, ya que estaba dispuesto a todo para vengarse. Disponer de un arma adicional alegraba a la Sombra Roja, que continuaba minando los cimientos del reino de Zoser.

Cuando el supervisor de todo el país cruzó la puerta del palacio de Menfis, numerosos pares de ojos lo observaron. Por fin, ¡Imhotep era convocado por el faraón! Se trató de descifrar las emociones del ex acusado, pero su rostro permaneció impenetrable y su aspecto tranquilo. Según la opinión general, esa entrevista sería la última. Aun suponiendo que litera completamente inocente, el joven se había visto mezclado en un asunto sórdido y ese paso en falso hacía imposible su pertenencia al círculo restringido de los «amigos íntimos» de Faraón. ¿Conservaría un puesto decente o sería relegado a lo más profundo de una provincia? Ésa era la única pregunta que podía hacerse. Imhotep hizo una inclinación ante el rey, sobriamente vestido, con la cabeza cubierta con el tocado antiguo. —¿Consideras haber superado esta prueba? —le preguntó Zoser. —La verdad se ha impuesto, majestad. ¿Qué importa lo demás? La mirada de Imhotep no mentía. En él no había ni amargura ni rencor. —Mi deber consiste en edificar el templo y al hombre en un solo acto —reveló el faraón—. A cada instante, las fuerzas del caos amenazan con invadirnos, y los santuarios de las divinidades son el único escudo eficaz. Durante la apertura del naos, al alba, la vida se reconstruye, la Primera Vez se cumple de nuevo y el cielo se hace presente sobre la Tierra.

Su energía anima todas las formas de existencia, lo invisible se revela por lo visible. El faraón acababa de expresar las enseñanzas capitales de la Morada del Oro, del que era el superior. En cuanto horadó su primera vasija en la piedra dura, Imhotep presintió la importancia del gesto del artesano. Ahora sabía por qué era necesario transformar la materia en espíritu. —¿Has explorado los archivos de la Casa de Vida? —Los antiguos arquitectos me han enseñado mucho, pero no he descubierto el camino esperado. —La oscuridad se disipa poco a poco —afirmó el monarca—. En el templo de la diosa Hator, la gran esposa real vio un horizonte de turquesas. Su luz iluminará nuestra ruta en dirección a la Gran Obra. Será necesaria una gran cantidad y, desgraciadamente, esas piedras preciosas no se encuentran más que en el Sinaí, en el corazón de una zona peligrosa donde hacen sus correrías los merodeadores de las arenas. Los riesgos son considerables, y traer un tesoro, así avivará la codicia de la gente. Sólo confío en ti para cumplir esta misión, Imhotep, pero tu vida estará en peligro y te dejo la libertad de negarte. —El destino me ha sonreído, majestad, y quedo en deuda con él.

Cuando Imhotep apareció en compañía del rey para la apertura del gran consejo, sus miembros supieron que la corte y la opinión pública se habían equivocado completamente. Lejos de retirarle su apoyo al supervisor de todo el país, Zoser confirmaba su posición y lo situaba en el gobierno de las Dos Tierras. Imhotep pertenecía ahora al primer círculo de poder. —Vamos a organizar una gran expedición al Sinaí con el fin de traer turquesas — anunció el faraón—, y vuestros respectivos departamentos nos proporcionarán lo necesario. Princesa Redyit, necesitamos ropa y esteras. Ajeta, prepararás alimento y bebida y reunirás a los asnos robustos. Baten, sacarás del Tesoro tus remedios, ungüentos y aceites. Canciller Hezyre, equiparás a los soldados con armas recientes. Por último, ritualista en jefe Anjy, darás a cada viajero amuletos protectores. Ese proyecto dejó estupefacto al gran consejo. El ministro de agricultura Ajeta fue el primero en reaccionar. —El Sinaí no es una zona segura, majestad, y esta expedición corre el riesgo de resultar un desastre. —Ésa es la razón por la que un número elevado de soldados protegerá a los escribas y a los artesanos.

—El Tesoro dispone de una cantidad apreciable de turquesas —le recordó Baten, ministro de Economía. —La obra por venir exige más. —¿Quién encabezará esa fuerza armada? —se inquietó el canciller Hezyre. —Imhotep. —Con todos los respetos, majestad, pero ¿no le falta experiencia? —El valor, la determinación y la concentración la reemplazarán. Y los artesanos lo reconocen como líder. —¿No eran nuestras reservas de cobre insuficientes? —planteó Redyit. —Efectivamente —reconoció Baten—. Pronto tendré que racionarles los pedidos a los escultores, y la creación de estatuas quedará ralentizada. —Las minas de cobre no están alejadas de las de turquesas —apuntó la princesa—. Imhotep podría encargarse de extraer una importante cantidad de ese valioso metal. —¡Los riesgos aumentarían en la misma proporción! —protestó Anjy—. La estancia de nuestros hombres será especialmente penosa, y las condiciones de trabajo extenuantes. ¡No dupliquemos las dificultades! —La idea de la princesa Redyit me parece excelente —aprobó Imhotep—. Bastará con adaptar nuestra organización y prometer una buena prima a los voluntarios sin ocultarles ninguno de los peligros a los que se exponen. —Esta empresa me parece muy arriesgada —objetó Ajeta—. En caso de fracaso, la reputación de su majestad se deteriorará. —Comparto la opinión del ministro de Agricultura —insistió Baten—. Los merodeadores de las arenas son temibles adversarios, nuestra expedición corre el riesgo de hacer desaparecer cuerpos y bienes. —Carecer de cobre sería catastrófico —recordó Redyit—, y la cobardía nunca es una solución. Imhotep tendrá éxito, estoy segura de ello. —El canciller Hezyre coordinará las actividades de los ministerios —decidió el rey. Las arrugas del anciano se habían marcado todavía más. Miró a Imhotep a los ojos. —Lamento los errores cometidos y reconozco mi responsabilidad. Cuenta conmigo para preparar lo mejor posible ese difícil viaje y asegurar las condiciones de tu éxito.

Los miembros del gran consejo se retiraron. La Sombra Roja estaba exultante en su interior. No podría haber imaginado una locura mejor que condujera a la eliminación de Imhotep y a la humillación de Zoser.

53

E l comandante Buempié, jefe de los patrulleros de su majestad, había pasado más tiempo en el desierto que en su ciudad natal del Delta. No temía ni a los libios ni a sus aliados, los merodeadores de las arenas, y se jactaba de haberse cargado a una buena veintena de ellos corriendo en socorro de las caravanas atacadas. Cuando vio a Imhotep, encargado de organizar la expedición a las minas del Sinaí, el comandante frunció el ceño. —Según parece, soy un bocazas, pero ¡eres muy joven, ¿no?! ¿Conoces la región maldita adonde tenemos que llevar a cientos de hombres? —En absoluto. Buempié suspiró. —¿Y crees tener la más mínima posibilidad de triunfar? —Gracias a vos, por supuesto. Juntos cumpliremos con la misión que nos confía el rey. —¡No tienes ni idea del peligro! El fuego de esas tierras es el peor de los horrores. Yo, en tu lugar, convencería al rey de que renunciara. —Necesitamos turquesas y cobre. Unida a su experiencia, ¿mi determinación no será un arma decisiva? Buempié miró a Imhotep con otros ojos. —¡Tú cuando tienes un proyecto metido en el cuerpo, eres de los correosos, ¿eh?! Se diría que no hay quien te pare. A tu edad, ¿deseas morir bajo los golpes de los bárbaros? —No moriremos, puesto que conocéis el terreno a la perfección. Y yo seguiré vuestros consejos. El comandante estaba desconcertado. Se esperaba a un cortesano arrogante, lleno de pretensiones, y descubrió a un chaval humilde, más bien simpático. —Es cosa vuestra elegir los asnos y a los hombres —apuntó Imhotep—. Saldremos

con la luna nueva.

—¿Acaso no es esa expedición una completa locura? —planteó Neferet. Por primera vez, Imhotep veía cómo la inquietud ensombrecía el bonito rostro de la joven. —Sería absurdo negar los riesgos. —¿El rey es consciente de ello? —Ha formulado sus exigencias, y a mí me toca satisfacerlas. Emocionada, Neferet volvió la cabeza. —El comandante Buempié es un fino conocedor del desierto —indicó Imhotep—, pero probablemente la Casa de Vida posee mapas que me serán muy útiles. —¿Acaso temes... una trampa? —Dado el carácter peligroso de ese viaje, debemos tomar todas las precauciones posibles. Dominando su emoción, Neferet fue a buscar los documentos. ¿No era ése el mejor momento para abrirle su corazón, para confesarle sus profundos sentimientos? Por su actitud, la joven no parecía indiferente al desenlace que el destino le deparara a Imhotep. Y fue esa posibilidad la que lo incitó a callarse. No se habían conocido de verdad, se separaban para siempre. Por consiguiente, era inútil imaginar un porvenir juntos. Neferet regresó con una docena de mapas, fruto de expediciones efectuadas desde la primera dinastía. —Sé de una extrema prudencia —le recomendó—. Y yo... Por un momento, Imhotep creyó que pronunciaría las palabras inesperadas, pero tuvo que contentarse con una mirada que no se atrevió a descifrar.

Buempié se había mostrado despiadado rechazando a los aficionados, a los aventureros ocasionales, a los fanfarrones y a los imbéciles. Se aplicaron los mismos

criterios de selección para los hombres y para los asnos, no había sido fácil reunir una tropa que fuera capaz de enfrentarse a los rigores de aquellas soledades ardientes y peligrosas. Al menos, disponía de su homólogo de cuatro patas, un macho robusto de una inteligencia increíble que sabría guiar a sus congéneres y hacer que lo obedecieran. Al reconocer a Viento del Norte, Imhotep se quedó aliviado. ¡Hacía varias horas que buscaba a su compañero, que había abandonado la cuadra para presentarse al reclutador! Con la cabeza alta, el asno aceptó las caricias. —¡Menudo bicho! —exclamó el comandante. —Es mi asno. Ha venido él solo. —¡No me extraña! En cuanto al temperamento, hacéis un buen equipo. Lo pongo de maniobras. Reclutamiento terminado, últimos preparativos en curso. Tenemos tipos fuertes y tipos tranquilos. No vacilarán ante el primer viento de arena. Ahora estamos paralizados a nivel de avituallamiento. Te toca ocuparte de ello. Las provisiones actuales rozan lo ridículo, y me niego a que nos vayamos con tan poco.

Irritado, con cara de tener un mal día, el ministro de Agricultura Ajeta sentía la necesidad de aislarse y olvidarse, aunque fuera durante una hora, de la jauría de solicitantes y de inoportunos. La aparición de Imhotep no lo alegró. —Tengo que haceros una consulta urgente. —Lo siento, ven esta noche. —Imposible. —¿Acaso tu solicitud es tan importante? —Lo es. El rostro de Ajeta se puso tenso. —Te escucho. —La cantidad de víveres concedida a la expedición es claramente insuficiente. —¡Me sorprendería mucho que lo fuera! Me he ocupado de ello yo mismo. —El comandante Buempié reclama el triple.

La ira brilló en la mirada del ministro. —¿Es que ese aventurero ha perdido la cabeza? —Me ha dado argumentos concretos y lo apruebo. Os agradecería que accedieseis, por tanto, a mi solicitud. —¡El faraón me ha confiado la gestión de los graneros y no reparto la comida a los cuatro vientos! Confórmate con lo estrictamente necesario. —Esta expedición se anuncia difícil, y los voluntarios se merecen consideración — apuntó Imhotep con calma—. Si no pasan hambre, afrontarán mejor el peligro. La ración de un viajero que recorre el desierto no puede ser comparada a la de un sedentario que se beneficia de la comodidad y la seguridad. —¡Todos tenemos problemas! Unos chavales entrenados no se atiborran. —El éxito de la misión depende en gran medida de las condiciones materiales. Os ruego que reconsideréis vuestra decisión. Ajeta levantó los ojos al cielo. —En caso de negativa, ¿irás a quejarte al rey? —No importunaré al rey por una simple cuestión de intendencia. El arbitraje del canciller Hezyre bastará. —Hezyre está indispuesto y no eres santo de su devoción, me parece a mí. —Confío en su sentido del Estado —afirmó Imhotep—. Comprenderá que su postura es errónea, y mi petición justificada. A Ajeta le rechinaron los dientes. —¡Ni hablar de triplicar! Acepto doblarlo. Los soldados saben cazar, y el comandante Buempié conoce el emplazamiento de los abrevaderos. Es mi última palabra. —Consultaré con el comandante.

Buempié no esperaba tanto. Al escuchar el resultado, silbo de admiración. —¡Tú sí que eres un duro negociador! ¿Cuándo nos las entregan? —Mañana mismo. ¿El armamento os satisface?

—Resistente y reciente. Esta noche invito a cerveza de primera a mis chicos y les concedo un permiso. Antes de enfrentarse al infierno, hay que pasar un buen rato.

54

V iento del Norte daba con el ritmo adecuado, ni demasiado rápido ni demasiado lento. Patidifuso, el comandante Buempié habría jurado que aquel asno era un especialista del desierto. Además, escogía el itinerario perfecto y las paradas ideales. Imhotep descubrió un mundo despiadado donde pululaban las serpientes, los escorpiones y gran cantidad de insectos agresivos como, por ejemplo, unas pulgas voraces. Así pues, por la mañana los miembros de la expedición se cubrían de ungüentos protectores. Bebían a menudo, a pequeños tragos, y se comía frugalmente. La belleza del paisaje, compuesto de grandes extensiones, colinas áridas, dunas y rocas variadas, atenuaba el cansancio. Con un arco y una maza permanentemente en la mano, Buempié parecía inquebrantable y tranquilizaba a los viajeros. Para sorpresa de todos, Imhotep estaba a la altura de las circunstancias y no parecía sufrir el calor. Compartía el día a día de la tropa y suscitaba su confianza. Sin haber sufrido ataque alguno, el cuerpo expedicionario alcanzó un puerto. [40] Allí se ensamblaron las partes de los barcos transportados a lomos de asnos y de militares, un trabajo que fue precedido por un ritual que recordaba la reconstitución del cuerpo de Osiris. Lugar de iniciación, ¿el astillero no era la antesala de la Morada del Oro? Imhotep revivió las etapas importantes en su recorrido y, frente a la peligrosa extensión de agua salada, imploró la ayuda de los dioses. Su plegaria fue atendida. Un tiempo magnifico, un viento suave, un mar tranquilo. La travesía concedió un período de descanso apreciado por todos. Se saborearon suculentos pescados y se bebió excelente cerveza mientras se contemplaba el cielo azul por el día y las estrellas por la noche. No tuvieron ningún incidente durante el atraque, fue un desembarco apacible. Al amanecer, tomaron la ruta que llevaba al valle de las Cavernas, [41] objetivo del viaje. Viento del Norte avanzaba a buen paso, los exploradores permanecían vigilantes. —La suerte nos sonríe —consideró Imhotep. —El número de soldados desalienta a los saqueadores —juzgó Buempié—. Sufrirían considerables pérdidas a menos que reunieran varias tribus y formasen un auténtico ejército. —¿Descartáis esa hipótesis?

—¡Es una utopía total! Los libios son unos fanfarrones; los merodeadores de las arenas, una banda de cobardes. Cada clan reivindica su independencia y no obedece más que a su jefe, siempre un viejo bandido rodeado de mujeres que se sacan los ojos las unas a las otras. Si sucediera, la amenaza sería seria. Pero nadie logrará federar a ese montón de asesinos. La larga experiencia del comandante incitaba a creerlo. Sin embargo, Imhotep retuvo esa inquietante perspectiva y se prometió, si regresaba vivo a Menfis, hablar de ello con Zoser. —¿Y las emboscadas? —¡La especialidad de esos cabrones! Si no tienes un asno intuitivo y exploradores con una vista penetrante, tu cadáver es presa de los buitres. Tu Viento del Norte es una buena garantía de supervivencia, y mis chicos sienten el peligro a mil pasos. —Dicho de otro modo, esta expedición es un viaje de placer. —Demasiado lo es —masculló el comandante—. Demasiado.

Baboso escupió sobre el ladrón. —No deberías haber desvalijado al señor Tanú. Atado de brazos y piernas, el jefe del pequeño clan protestó. —¡Yo no he robado ese oro! —Tenemos un testigo —le recordó Tanú, majestuoso. —Es mi rival, ¡quiere mi puesto! —Se lo merece. Tanú cortó la garganta del ladrón destituido y dejó el puñal en manos de su sucesor, quien, al contrario que el condenado, aceptaba servir bajo las órdenes del libio y atacar la expedición egipcia en ruta hacia las minas del Sinaí. Ésa era la razón por la que Baboso había ocultado en la tienda del ex caudillo unas pepitas de oro, prueba de su fechoría. El nuevo jefe de esa tribu de merodeadores de las arenas, singularmente feroz, las miró con codicia. —La mitad ahora —decidió Tanú—, la otra mitad después de nuestra victoria. Y te concedo la totalidad del botín.

—¡Trato hecho! —Yo mando, tú obedeces. Y nada de supervivientes. El saqueador puso una sonrisa feroz. —¡Les abriremos el vientre y les cortaremos el sexo! Una buena matanza de egipcios, qué gusto. ¿Hay mujeres entre ellos? —Desgraciadamente, no. —No se puede tener todo —admitió el merodeador de las arenas—. Festejemos nuestro acuerdo bebiendo alcohol de dátiles. En ese juego, nadie igualaba a Baboso. Y los borrachos rompieron a reír cuando le destrozó la cabeza a una cabra de un solo puñetazo. Tanú, por su parte, se imaginaba la delicada estrategia que había que poner en práctica para exterminar al cuerpo expedicionario del faraón y dejar satisfecha a la Sombra Roja.

Relevada cada tres meses, una guarnición afianzaba la seguridad del valle de las Cavernas. Los merodeadores de las arenas no se atrevían a enfrentarse a aquellos rudos soldados, que disponían de fortines y de un armamento eficaz. había vigías apostados día y noche, listos para dar la alerta en caso de agresión. La llegada de una tropa numerosa fue ocasión de un gran regocijo. Ninguno soñaba más que con volver a Egipto, donde la vida era tan dulce a la sombra de las palmeras. El jefe de la guarnición, un barbudo resuelto, y el comandante Buempié se felicitaron con todo lujo de palmadas. —¡Maldito Buempié! Aquí estás, a la cabeza de toda una tropa. ¿El rey ha decidido exterminar a los beduinos? —Eso sería una estupenda idea, pero sólo venimos a llevarnos las turquesas. Y el responsable es él. —Buempié señaló a Imhotep. El barbudo miró con desdén al desconocido. —Parece robusto. —El desierto no lo ha fulminado —confirmó el comandante—. Y no es de los que se quejan.

El barbudo dio un manotazo en el hombro de Imhotep. —¡Bienvenido a las minas, muchacho! Tras tu estancia aquí, comprenderás por qué Egipto es un paraíso. Espero que nos hayas traído algunas chucherías. —Cerveza fuerte, cecina de pescado, conservas de carne y miel. —¡Miel! Te has ganado mi amistad. Los tres hombres cenaron al abrigo de una cabaña de mampostería. Soplaba un viento frío, unas nubes inquietantes estriaban el cielo. —Odio esta región —confesó el barbudo—. Al principio, uno cree que es grandiosa. Luego no se ven más que un cúmulo de demonios. —En estos últimos tiempos, ¿os han amenazado los merodeadores de las arenas? — quiso saber Imhotep. —Ya no hay incidentes desde hace mucho. Conocen nuestra capacidad para defendernos y no se meten más que con las caravanas mal escoltadas. —¿No hay agitación entre las tribus? —Aparentemente, calma chicha. —¿Alguna duda? El barbudo se encogió de hombros. —Necesitaría espías entre los beduinos ¡y no los tengo! Por suerte, se destrozan entre sí, y cada jefe de clan se considera un tirano absoluto. Somos un hueso demasiado duro de roer, se mantendrán al margen. —Al amanecer, comenzaremos el trabajo —precisó Imhotep—. ¿Vuestros especialistas se pondrán a mi disposición? —Sin problema. Imhotep no logró conciliar el sueño. De aquel entrelazamiento de montañas, de gargantas y de valles estrechos emanaba una agresividad que lo incomodaba. El barbudo no se equivocaba al hablar de los demonios del Sinaí, sombras errantes, portadoras de la desgracia.

55

L a turquesa era fascinante. Sacada de las entrañas de la montaña, estaba, no obstante, tocada por el azul celeste y encarnaba una alegría que sobrepasaba las vicisitudes del mundo. Al manifestar el triunfo de la vida y la derrota de la muerte, afirmaba el renacimiento perpetuo del espíritu, incluso cuando sus colores parecían apagarse. Al azul se le mezclaba el verde de Osiris, la resurrección del Ser desmembrado y reconstituido, cuya alma favorecía el crecimiento de las gemas extraídas de un barranco de arenisca perforado por galerías. Imhotep había formado dos cuadrillas, puestas bajo máxima vigilancia. La primera trabajaba en las minas de cobre; la segunda, en las de turquesas. Según el aspecto exterior de la roca, los especialistas sabían detectar su presencia y excavaban angostas galerías que llevaban a los filones. Como se beneficiaban de la protección de Hator, los artesanos obtuvieron resultados excepcionales. El comandante Buempié no había visto nunca un acopio semejante. —¿Eres el favorito de la diosa? —le preguntó a Imhotep—. ¡Parece que el rey ha hecho bien al elegirte! —Transportaremos una enorme cantidad de piedras preciosas y de cobre. Si los merodeadores de las arenas lo saben, ¿no sentirán unas ganas irresistibles de adueñarse del tesoro? El comandante se rascó la barbilla. —¿Acaso temes la presencia de un traidor entre nosotros? —¿Es un temor absurdo? —Absurdo, absurdo... ¡Puede que no! ¿Dispones de algún indicio tal vez? —Esta noche he estado paseando por la montaña y he sentido peligro. Zoser sólo tiene partidarios, y el fracaso de esta expedición comprometería su reinado. Hasta ahora nos sonríe la suerte. Me preocupa este éxito de inaudita facilidad. —Eres un tipo extraño, ¡de una suspicacia increíble! ¿Tú confías en alguien? —En vos. Y, si me equivoco, esta expedición acabará en desastre.

El perro viejo ocultó su emoción. —¡No tengo la costumbre de fracasar! Saldremos de ésta, créeme.

En una roca, el propio Imhotep esculpió la figura del faraón Zoser golpeando a sus enemigos con el mazo blanco «el iluminador», [42] que transformaba las tinieblas en luz. De esa manera, el rey estaría presente para siempre en el corazón de las canteras y protegería a sus fieles. Esa campaña de extracción de cobre y turquesas era una especie de milagro. Calidad perfecta, cantidad inesperada, ningún accidente, clima benévolo. Los mineros miraron a Imhotep con ojos de admiración, convencidos de que utilizaba alguna clase de poder mágico. Se acercaba el momento del regreso. El comandante Buempié se pasaba muchas horas comprobando el armamento de los soldados: arcos, flechas, mazas, hondas, bastones arrojadizos, cuchillos de sílex, escudos de madera recubiertos de cuero. Se añadían a éstos un ariete y una gran escalera montada sobre dos ruedas. —Inutilizable en la arena blanda pero eficaz en suelo duro —le dijo Buempié a Imhotep—. Me tomo tus inquietudes en serio, estaremos equipados al máximo. Los exploradores patrullan en torno a las minas y no han advertido nada anormal. Imhotep no se acostumbraba a la península del Sinaí. Aquella región era portadora de violencia y desgracia. Allí soplaba un viento nefasto que ponía a prueba con dureza a los hombres y extraviaba su espíritu. Cuando Viento del Norte se puso a la cabeza del convoy y dio la señal de partir, toda la tropa recobró una franca alegría. ¡Por fin abandonaban aquellas tierras inhóspitas para regresar a la suya propia! En la primera parada, el comandante e Imhotep consultaron los mapas. —Habitualmente voy por el itinerario más corto —indicó Buempié—. No presenta más que una dificultad: un desfiladero de altas colinas pedregosas donde podrían apostarse beduinos. —Parece la emboscada ideal. —Evitaremos el lugar a costa de un largo desvío y descansaremos en el primer fortín. Imhotep aprobó esa decisión. El comandante era lo contrario a un aventurero sin cabeza.

Los miembros de la expedición conocían el valor de los productos transportados y todos observaban el paisaje árido, aplastado por el sol, con el temor de ver aparecer una horda de merodeadores de las arenas. Exploradores y retaguardia siguieron estando permanentemente alertas. Al acercarse el paso peligroso, Viento del Norte se quedó inmóvil. —Están ahí —observó Imhotep. —¿Y si los cogemos por detrás? —se adelantó el comandante. —El efecto de la sorpresa no está garantizado, y nos arriesgamos a perder muchos soldados. —Efectivamente —reconoció Buempié—. Eludamos el obstáculo.

A media tarde se levantó un furioso viento que trajo consigo nubes de arena. Los asnos se pusieron a rebuznar, y Viento del Norte, ayudado por los arrieros, tuvo trabajo para restablecer algo parecido a la coherencia. Afortunadamente, el fortín estaba a la vista. Hombres y animales pronto estarían a salvo. Los exploradores no se hallaban a más de unos cincuenta pasos de la torre almenada cuando aparecieron unos arqueros y dispararon sus flechas. Muertos o gravemente heridos, se desplomaron una veintena de soldados egipcios. Al mismo tiempo, surgiendo de agujeros excavados en la arena, otros beduinos atacaron la retaguardia del cuerpo expedicionario. Atrapados entre dos fuegos, cediendo al pánico, los egipcios parecían condenados. Dos hombres se negaron a ese destino. En la vanguardia, Buempié ordenó a sus arqueros que respondieran y arrastró a sus soldados de infantería al asalto. Sobre el suelo suficientemente duro, las ruedas avanzaron rápidamente, y los soldados lograron apoyar la escalera contra una pared de la torre. En la retaguardia, Imhotep recogió la honda de un militar abatido y logró, gracias al lanzamiento de un pedazo puntiagudo de sílex, destrozar la frente de un coloso que blandía un hacha. Esa hazaña despertó el ardor de los atacados, que libraron un feroz combate cuerpo a cuerpo. Como no se esperaban una resistencia semejante, los beduinos retrocedieron. Al primero en volver la espalda lo siguieron pronto varios congéneres a quienes les habían prometido una victoria fácil. Numerosos egipcios habían perdido la vida. El comandante Buempié subió por la escalera el primero. Una flecha le desgarró la oreja derecha, pero logró derribar a dos libios y conquistar una parte de la muralla. Le clavaron un puñal en el hombro, se volvió y golpeó el pecho del cobarde con un cabezazo. Los soldados siguieron a su jefe y, a pesar de sus pérdidas, lograron correr escaleras abajo

hacia el patio del baluarte. Al mismo tiempo, el cuerpo expedicionario derribaba la puerta de acceso. Buempié descubrió un montón de restos mutilados. Tras burlar la vigilancia de la guarnición, los bárbaros la habían aniquilado. Por un instante, el comandante dejó de combatir. Y ese error fue fatal para él.

Cayó la noche, se calmó el viento. Con un corte en el brazo izquierdo, Imhotep atravesó el campo de batalla en dirección al fortín. Cadáveres de asnos y de hombres, olor a sangre, heridos que gemían. Viento del Norte le lamió la mano. Sano y salvo, mantenía la cabeza baja. Unos supervivientes permanecían sentados, estupefactos por haber sobrevivido. Imhotep cruzó el umbral del baluarte del que habían conseguido apoderarse los merodeadores de las arenas. En el interior, el espectáculo era horrible. Por todas partes había víctimas de los beduinos. Un oficial fue al encuentro del joven. —El comandante ha muerto —le reveló—. Sin su valor, no nos habríamos hecho con la victoria. He quemado vivo al canalla que lo alcanzó por la espalda. Esperamos vuestras órdenes. Nada había preparado a Imhotep para una situación semejante. En un instante tenía que convertirse en líder militar y hacer que creyeran en sus aptitudes mientras trataba de evitar un desastre total. —Transportaremos el cuerpo de Buempié a Egipto, donde será inhumado, y enterraremos a las otras víctimas —decidió—. Redacta el balance de la situación. Quiero saber cuántos hombres y animales sanos nos quedan. —No os quepa la menor duda —declaró el oficial—: el enemigo volverá a atacar.

56

T anú no estaba descontento. La victoria todavía no parecía total, pues los supervivientes del cuerpo expedicionario egipcio habían logrado refugiarse en el fortín con los asnos todavía vivos, las turquesas y el cobre. El jefe del clan beduino estaba muerto y el libio mandaba desde ese momento sobre el resto de sus guerreros, deseosos de exterminar a sus últimos adversarios. Su refugio se convertiría en un cementerio. Los egipcios, cercados y pronto privados de agua y de comida, se verían obligados a intentar una salida a la desesperada. A razón de uno contra diez, serían masacrados. Tanú se apoderaría del tesoro y su fama lo elevaría a la dignidad de jefe supremo del ejército libio. Aquella noche, su batallón de asesinos estaba totalmente embriagado ante la conducta de Baboso, que se encontraba cubierto por la sangre de sus víctimas. Se había presentado ante la puerta del fortín como un caravanero que intentaba escapar de los beduinos en compañía de algunos mercaderes asustados y engañó al responsable de la guarnición. Una vez en el interior, ¡qué magnífica masacre tuvo lugar! Desprevenidos, los soldados del faraón no habían opuesto más que una débil resistencia. Y la expedición procedente de las minas había caído en una trampa imprevisible. En el fondo, gracias a la Sombra Roja, Tanú mostraba unas aptitudes para la estrategia que él mismo ignoraba que poseía. Con el paso de los acontecimientos le desvelaba su verdadera naturaleza, la de un gran general capaz de federar tribus mediocres y formar una nación conquistadora. —¡Ven a echar un trago, jefe! —lo llamó Baboso. —Tu hedor es insoportable, deberías lavarte. —No hay tiempo. ¿Acaso ahora vas a dártelas de señor? —No te olvides de dormir. Mañana atacaremos con la puesta de sol. —No te preocupes, encabezaré el asalto. Baboso se reunió con sus compañeros de borrachera. Tanú, por su parte, se quedó pensando en su porvenir.

La situación parecía desesperada. Menos de un cuarto del cuerpo expedicionario había sobrevivido, la mitad de los asnos habían muerto, el agua y los víveres no tardarían en faltar. Imhotep trató en vano de subir la moral de varios hombres conmocionados, en su mayoría heridos. La violencia del combate y la agresividad de sus enemigos habían sorprendido a aquellos soldados, a pesar de ser duros y estar acostumbrados a los rigores del desierto. Según el mapa, un segundo fortín se encontraba a dos días de marcha. Imhotep llamó al último explorador sano. —Vete de inmediato y camina toda la noche. Si adviertes a tiempo a la guarnición, nos queda una posibilidad. Aguantaremos hasta su llegada. —¡Imposible! Y por la noche las serpientes no me darán ninguna oportunidad. —Provéete de un bastón, de un arco y de flechas. Y no estarás solo: Viento del Norte, mi asno, te guiará. Entre los dos lo conseguiréis. —Es imposible —repitió el explorador. —Nuestras vidas están en tus manos. Por no hablar de tu recompensa. Esta última perspectiva reavivó el ardor del soldado. Imhotep llenó de agua, de higos y de cecina de pescado los serones de Viento del Norte. Luego se miraron durante largo rato. —Toma el mejor camino y mantén el paso, haz oídos sordos a las quejas de tu compañero y empújalo cuando sea necesario. Las orejas del asno siguieron bajas. Incluso él desconocía el final de aquella batalla. —Si no volvemos a vernos, te deseo una larga y feliz existencia. Tras una última caricia, Viento del Norte se lanzó al corazón de la noche, seguido por el explorador. Cruzar las líneas enemigas ya sería toda una hazaña.

De madrugada, la extensión de arena sembrada de grava parecía en calma. Tan lejos como alcanzaba la vista, no había ni cadáver de asno ni restos de ser humano. Una sucesión de colinas amenazantes abrigaba a los merodeadores de las arenas, numerosas columnas de humo indicaban sus campamentos.

El tesoro extraído de las minas del Sinaí estaba intacto. Turquesas y cobre pertenecían todavía al faraón, antes de transformarse en botín. —¡A trabajar! —ordenó Imhotep—. No nos han abandonado, una guarnición entera vendrá en nuestro auxilio. Sólo hay una consigna: repeler los asaltos de los beduinos. Sólo hay una solución: reforzar nuestro dispositivo de defensa. —¿Cómo lo haremos? —preguntó un soldado con el brazo en cabestrillo. —Recojamos los trozos de roca y rellenemos los agujeros de los muros y de la muralla. Reparemos la puerta principal, excavemos fosos a buena distancia del fortín, clavemos en ellos puntas de sílex y disimulémoslo todo. Fabriquemos nuevas hondas y dispongamos a tres lanzadores en cada almena, ayudados por los que les pasarán los proyectiles. Démonos prisa, no sabemos de qué plazo disponemos. Imhotep no creía en el triunfo de su propia idea, pero no dejó que se trasluciese nada. Dar una esperanza a sus hombres, disipar sus angustias, convencerlos de que repelerían al asaltante... ¡y rogar a los dioses que se mostraran favorables! Evidentemente, los merodeadores de las arenas atacarían el fortín antes de que los egipcios hubiesen tenido tiempo de acabar las obras. Quizá los sorprendieran y se abalanzaran sobre unas presas fáciles. Sin embargo, negándose a ceder al pesimismo, Imhotep se consagró a su función de arquitecto. La restauración de aquel modesto edificio militar, levantado en pleno desierto, se convertía en la obra capital de su joven existencia.

Tanú le dio una tunda a patadas a un beduino dormido. El tipo gruñó, vomitó su exceso de alcohol de dátiles y se volvió a dormir. Furioso, el libio ya no tenía más que un ejército de borrachos, ¡incapaces de tenerse en pie! Incluso Baboso, tras un intento grotesco, titubeó y se desplomó. Pasaron interminables horas, y sólo al anochecer los libios y los merodeadores de las arenas empezaron a salir de su estado comatoso. La bebida adulterada había matado a cinco debiluchos y dejado ciegos a una docena más. ¡Todo un día perdido! Tanú seguía enfadado, y se prometió que en el futuro evitaría esa clase de error. Durmió mal, se despertó cansado y reunió a sus guerreros, a los que les flaqueaban las piernas. —El asalto final —anunció Baboso, uno de los pocos con las fuerzas intactas—. Será divertido. A la señal de Tanú, sus hombres abandonaron los campamentos, salieron de la zona de las colinas y avanzaron agrupados por el vasto terreno llano y pedregoso que llevaba al fortín. Los jefes de los pequeños clanes que garantizaban el cerco se presentaron en la junta. Ningún egipcio había conseguido huir. Caídos en la trampa de estar dentro de un refugio ilusorio, los supervivientes del cuerpo expedicionario de Faraón iban a conocer un

final atroz. Tanú llamó a su mensajero habitual, miembro de su tribu, y le ordenó que partiese a Menfis, al lugar convenido, para contactar con uno de los secuaces de la Sombra Roja y anunciarle aquella hermosa victoria. Ni el comandante Buempié ni Imhotep habían escapado de la masacre de la que se consideraría responsable al rey.

A costa de un increíble derroche de energía, sanos y heridos habían logrado cumplir con las obras ordenadas por Imhotep. ¿Por qué habría retrasado el enemigo su asalto, concediéndoles así un tiempo precioso? Un optimista incorregible consideró que los bárbaros se habían dispersado, Imhotep no lo contradijo, pero continuó racionando los víveres. ¿Habrían logrado Viento del Norte y el explorador alcanzar el segundo fortín? ¿El comandante de la guarnición se habría decidido a abandonar su puesto para auxiliar a un puñado de condenados? Esas preguntas seguirían probablemente sin respuesta. Amanecía y las brumas se disipaban. —¡Ya vienen! —anunció un centinela. Imhotep subió al mirador de la torre almenada. El enemigo llegaba por todas partes, formando un círculo alrededor del fortín. Los merodeadores de las arenas no tenían prisa, seguros de su triunfo. Imhotep comprobó su dispositivo de defensa y se eximió de discursos inútiles. Todos sabían que más valía morir en combate que caer en las manos de aquellos animales salvajes. El número de los asaltantes sorprendió a los egipcios. No se trataba de una tribu de saqueadores, sino de un pequeño ejército formado por varios clanes. ¿Quién había logrado federarlas? Buempié y las autoridades militares habían infravalorado el peligro. E Imhotep no podría alertar al faraón. Las trampas de los fosos se revelaron eficaces, las flechas incesantes de los arqueros también. La precisión de los honderos obligaba al adversario a retroceder para recobrar el aliento. Asombrado por esa resistencia enconada, se entregaría necesariamente a parloteos tácticos, Durante ese respiro, seguramente el último, Imhotep contempló las turquesas. ¿A qué uso las destinaba Zoser? Su robo impediría llevar a buen término su gran proyecto. —¡Ya vuelven! —gritó un arquero El calor era abrumador, por lo que Imhotep dejó que sus hombres vaciaran los odres. Pisoteando los cadáveres de sus compañeros, los merodeadores de las arenas se

acercaron al fortín, un oasis en el seno del desierto. A lo lejos, muy a lo lejos, Imhotep creyó oír el rebuzno de un asno.

57

L a residencia oficial de Redyit era un auténtico palacio. Había adquirido mobiliario de una elegancia excepcional, desde la cama de madera de ébano con patas de toro hasta los asientos decorados con motivos florales, pasando por un gran número de cofres de almacenamiento que contenían ropa, sábanas y diversos objetos más. Unas magníficas mesas bajas de piedra dura adornaban el comedor, y la guapa mujer se jactaba de poseer una de las vajillas más bellas de la capital. Después de una noche agitada, Redyit se había despertado con los nervios a flor de piel. A media mañana, recibía al superior de los escribas contables, uno de los principales colaboradores del ministro de Finanzas. Guapo, hábil, rico y destinado a tener un brillante futuro, el alto funcionario la acosaba. Y esa entrevista profesional corría el riesgo de descontrolarse. Abrió su cofre de aseo de marfil y sacó de él una obra maestra, una concha de oro repujado, receptáculo de maquillajes de aromas suaves. Redyit se maquillaba ella misma, utilizando un espejo con forma de disco de cobre pulido a la perfección. Luego se ponía en manos de la peluquera, la mejor de Menfis. Y, por regla general, su criada escogía un vestido conveniente. En el súmmum de la seducción, como tenía por costumbre, la princesa reunió a los responsables de diversos sectores de actividad de la Casa de la Reina, escuchó sus quejas y dio sus directrices. Luego se dirigió a la sala de audiencias, donde la esperaba el superior de los contables. Demasiado perfumado, con una costosa peluca corta en la cabeza, vestido con una túnica nueva y calzado con sandalias de lujo, se levantó luciendo una sonrisa excesiva. Antes de que pronunciara fórmula de cortesía alguna, Redyit lo juzgó insoportable. Por lo menos, que no dijera «¡Estoy encantado de veros!». —¡Estoy encantado de veros! —declaró el escriba—. Sois de una deslumbrante belleza, princesa, ningún poeta sabría celebrarla con justicia. —Al margen de la poesía, ¿cuál es el sujeto que os preocupa? —Quería daros las gracias de viva voz, princesa. ¡Vuestra gestión de la Casa de la Reina es una pura maravilla! Como especialista, me inclino totalmente ante vos. —Me siento halagada.

—No obstante, mi visita tiene otro objetivo, más personal... Redyit se temió lo peor. —Pertenezco a una familia ilustre, apreciada por el rey y dotada de numerosos bienes. Un próximo ascenso dará más brillo a mi carrera y, con toda modestia, me considero un partido ventajoso. ¿Aceptaríais casaros conmigo? —El matrimonio no está en mi orden del día —le recordó la princesa. —Deberíais pensar en fundar una familia, formaríamos una pareja perfecta. Redyit trató de conservar la calma. —Pensaré en ello —le prometió. —Creedme, deslumbraremos a Menfis y os olvidaréis de vuestros antiguos pretendientes, como ese desafortunado Imhotep, de orígenes demasiado modestos. A Redyit se le despertó la curiosidad. —¿Por qué lo calificáis de «desafortunado»? —Ha sido asesinado, junto con todos los miembros de la expedición enviada al Sinaí. Un desastre a cuenta de su majestad, quien, estoy seguro de ello, sabrá devolverle la confianza al país.

Durante la reunión del gobierno, el rey no confirmó la terrible noticia. Aún no se trataba más que de un rumor que hablaba de la destrucción de un fortín y del aniquilamiento del cuerpo expedicionario a manos de los merodeadores de las arenas. Zoser esperaba el informe oficial de los militares apostados en la región y, si la tragedia se confirmaba, no excluía una respuesta de gran envergadura. Origen de la noticia, la Sombra Roja no concedía un crédito total a las declaraciones del enviado de Tanú. El libio, jactancioso y mentiroso, tomaba sus deseos por realidades. Sin embargo, parecía probable que les hubiera dado un golpe serio a los egipcios, y esa hazaña ensombrecería el reinado de Zoser, cuyas protecciones mágicas se debilitarían. Entonces, vulnerable, perdería su poder, y la Sombra Roja seguiría minando los cimientos del reino antes de derrocar al faraón. Al término del consejo, el canciller Hezyre fue víctima de un violento ataque de tos y, a pesar del grosor de su largo abrigo, parecía haberse quedado helado. El monarca lo retuvo a su lado.

—¿El médico jefe de la corte cuida de su salud? —La edificación de la Casa del Rey es mi única preocupación, majestad, y los resultados son alentadores. Pronto dispondrá de un Estado sólido, basado en un justo reparto de los deberes y de las responsabilidades. —No dudo de tus capacidades, canciller, y constato el fruto de tus esfuerzos. Pero ahora debes cuidarte. La especialista de la Casa de Vida, Neferet, establecerá un diagnóstico y te prescribirá los remedios. —Es la única terapeuta en la que confío —reconoció Hezyre, obligado a someterse a las exigencias del soberano.

El examen médico tuvo lugar el mismo día. —Os exijo la verdad —dijo el canciller. —Habéis ido más allá de vuestras fuerzas —constató la joven—. La circulación de energía es demasiado lenta, la voz del corazón débil y los canales se han estrechado de manera inquietante. Son formas de enfermedad que conozco y que combatiré..., si aceptáis mi tratamiento, que empieza con varios días de descanso. —Imposible. —Vuestra vida está en juego, canciller. Tratad al menos de restringir vuestras horas de trabajo. —Pensaré en ello. —Os prescribo tres pociones. La primera os drenará, la segunda reforzará vuestro sistema inmunitario, la tercera regularizará el ritmo cardíaco. Tendréis que ingerir treinta gotas al final de la mañana y al final de la tarde. ¿Puedo rogaros que respetéis mi prescripción? —Me parece excelente, y le propondré a su majestad que os nombre médica en jefe de palacio. —Carezco de experiencia, y... —Poseéis los dones y las aptitudes necesarias. Una terapeuta de vuestra condición sabrá cuidar de la familia real. El tono del canciller no admitía réplica.

—Corre un rumor por Menfis —añadió él con voz taciturna—. ¿Ha llegado a vuestros oídos? —¿Acaso me concierne? —Se trata de Imhotep y de la expedición del Sinaí. La mirada de Neferet vaciló. —¿Les ha sucedido alguna desgracia? —Un ataque de los merodeadores de las arenas. Ignoramos si hay supervivientes, el rey acaba de enviar un regimiento en su auxilio. Neferet cerró los ojos y sintió un vacío inmenso. No volver a ver a Imhotep era insoportable, e ignoraba cómo luchar contra ese sufrimiento.

El comandante del regimiento de socorro se encontraba a dos días de marcha de Menfis cuando un explorador le dio aviso. —¡Caravana a la vista! Asnos y un centenar de hombres. —¿Amigos o enemigos? —He preferido no acercarme. El comandante no se hacía muchas ilusiones. Si el rumor era correcto, el cuerpo expedicionario había sido aniquilado y los merodeadores de las arenas estaban alardeando, orgullosos de su éxito. Se atrevían a avanzar lejos de sus territorios de costumbre y desafiar a Egipto. —Arqueros en formación e infantería repartida en dos grupos de asalto, el primero al este y el segundo al oeste —ordenó—. Atacaremos sus flancos. Las órdenes fueron ejecutadas con prontitud y en silencio. Para una gran cantidad de soldados, ése sería su primer combate, y el espectro de la muerte merodeaba por el desierto. Al menos, el ejército de Faraón se beneficiaba del efecto sorpresa. Los arqueros aguardaron la señal de su jefe de escuadra antes de abandonar su refugio, subir la cuesta de una colina, apostarse en la cima y apuntar a la cabeza de la caravana enemiga. Sus flechas, precisas, diezmaron al adversario. —¡Deteneos —gritó un explorador—, son egipcios!

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I mhotep y Viento del Norte todavía se preguntaban cómo habían podido escapar de las flechas de los arqueros del regimiento de socorro. Gravemente heridos, numerosos soldados habían caído bajo los golpes de sus compatriotas. Por suerte, la tanda mortal había sido breve y, aclarada la equivocación, los dos cuerpos del ejército se habían alegrado por ello mientras los médicos trataban de salvar al máximo de víctimas. La certeza de regresar a Menfis había devuelto la moral al conjunto de la tropa, que apretaba el paso conformándose con breves paradas. Unos exploradores fueron a prevenir a las autoridades, e Imhotep, el protegido de los dioses, fue recibido por un pueblo alborozado. Se dirigió de inmediato a palacio, donde lo recibió el faraón, y relató con detalle los episodios de la tragedia. —Sin la llegada de la guarnición del fortín, majestad, nadie habría sobrevivido. Nuestras pérdidas fueron considerables, pero conseguimos repeler a un enemigo poderoso y decidido. Quiero subrayar que no se reducía a unas pocas tribus vengativas. Un grave peligro nos amenaza. —¿Qué temes? —interrogó Zoser. —Una alianza que una a los libios y a los merodeadores de las arenas. —¡Les haría falta un jefe! —Quizá lo hayan encontrado. En ese caso, reunirá a un número considerable de guerreros capaces de invadir Egipto. Nuestra línea de defensa me parece insuficiente. —¿Qué propones? —Construir nuevos fortines y reforzar la seguridad de Menfis de manera progresiva con el fin de no llamar la atención de posibles espías. Si el enemigo dispone de una red en el seno de la capital, resultará un arma temible. Ninguno de los consejeros militares del rey se había dirigido a él de forma tan directa. La prueba vivida por Imhotep le había dado una nueva envergadura. Con la mirada directa y la palabra franca, no trataba de disimular una inquietante realidad.

—Gracias al valor de los miembros de la expedición, majestad, se ha cumplido su misión. Una fabulosa cantidad de turquesas de primera calidad está a vuestra disposición, y los artesanos no carecerán de cobre. —Mañana, reunión del gran consejo —anunció el faraón.

Los servidores de Imhotep no ocultaron su alegría al volver a verlo. —He preparado una comida de fiesta —anunció el cocinero—. ¿Querréis compartirla con vuestra visita? Neferet estaba deslumbrante. Con el cabello ceñido con una diadema floral, llevaba un largo vestido blanco de tirantes, un fino collar de perlas de cornalina y dos pulseras adornadas con lotos. Ambos se contemplaron durante largo rato, como seres seguros de no volver a verse nunca que ahora saboreasen un milagro. —¿Aceptáis... cenar en mi compañía? —Con mucho gusto, Imhotep. ¿Te... encuentras bien de salud? —Sólo un poco cansado. Fue espantoso... ¡Tantos muertos, heridos, violencia, sufrimiento! Jamás me habría creído capaz de soportar aquellas adversidades. La joven lo encontró cambiado: Imhotep había madurado, su juventud se había extinguido. Irradiaba una sensación de poder, por supuesto diferente del de Zoser, pero de una intensidad comparable. —Quería asegurarme de que no necesitabas remedios urgentes —precisó ella—. Como el canciller me ha impuesto mi nombramiento para el puesto de médica en jefe de palacio, velo de manera prioritaria por la familia real y los miembros del gobierno. —Mi enhorabuena, Neferet. ¡Ese ascenso era de justicia! —Para ser sincera, no me alegra. Temo no mostrarme a la altura de esta tarea. —¡Al contrario, asumidlo con convicción! El canciller Hezyre odia los halagos. A sus ojos sólo cuenta la capacidad. Cenaron en la terraza y disfrutaron de una terrina de verduras, una chuleta de buey asada en su punto, un escabeche de pescado y unos pasteles de miel. El vino tinto era delicioso y devolvía la energía.

—Creía que no sobreviviría —confesó Imhotep—. Todas esas vidas rotas a mi alrededor... No sé cómo olvidaré esta tragedia. Egipto corre un gran peligro, espero que el faraón no se tome a la ligera esa terrible advertencia. El supervisor de todo el país le relató los hechos, sin omitir los episodios atroces. Neferet no le rogó que parara, sino que compartió los recuerdos dolorosos de un guerrero a pesar de sí mismo. Su lucidez y su equilibrio suscitaron la admiración de la joven. La benignidad de la noche y un delicado licor de granada disiparon la tristeza. Dado que Egipto estaba gobernado con justicia, ¿no se anunciaba alegre el futuro? Imhotep saboreaba esas horas deliciosas. Tras salir de una pesadilla, Neferet encarnaba la dicha de vivir.

La Sombra Roja estaba bastante satisfecha. En efecto, el libio Tanú no había alcanzado la totalidad de sus objetivos, pero los resultados obtenidos merecían ser tomados en consideración. Egipto ya no parecía invulnerable, y el miedo atormentaría el corazón de los soldados. Al destruir un fortín y masacrar una buena cantidad de egipcios, Tanú había ganado en envergadura. Se convertía en un jefe creíble y en un unificador digno de confianza. Si sacara provecho de su hazaña, obtendría la adhesión de clanes y de tribus deseosas de acaparar las riquezas de Faraón. La formación de un ejército invasor compuesto de libios y de merodeadores de las arenas no era una utopía, y la Sombra Roja esperaba que Zoser tomara tarde conciencia del peligro. La reunión del gran consejo le procuraría sin duda una respuesta. Cuando el rey tomó asiento en su trono, los miembros del consejo se inclinaron. El Uno acababa de aparecer, y la multiplicidad encontraba en él su armonía. —A pesar de los graves incidentes —declaró Zoser—, la expedición al Sinaí ha sido un éxito. Tomaré las disposiciones necesarias para que no vuelvan a producirse. La Sombra Roja se alegraba. Evidentemente, el monarca infravaloraba la gravedad de la situación. Al no citar siquiera el nombre de Imhotep, lo señalaba como responsable del desastre y, por tanto, no tardaría en excluirlo del gran consejo. —Tengo una grave noticia de la que informaros —añadió el soberano—: el sumo sacerdote de Heliópolis ha regresado a su Ka. Declarado «justo de voz» y venerable, ha cruzado las puertas de la muerte y vivirá eternamente en la luz. «Un día fasto», pensó la Sombra Roja. Desde su agresión, el anciano era incapaz de hablar, y había acabado apagándose. —Debe ser nombrado un sucesor —indicó Zoser a continuación—. El colegio de

ritualistas de Heliópolis me ha propuesto a varios dignatarios y solicito vuestro parecer. Los miembros del gran consejo designaron al ayudante principal del sumo sacerdote, un hombre con experiencia que gozaba de una excelente reputación. Ese erudito, encerrado en Heliópolis, no sería un estorbo para la Sombra Roja. —Todos olvidáis lo esencial —consideró el faraón—. El sumo sacerdote de Heliópolis no es un simple ritualista al cargo de unas altas funciones administrativas, sino el gran vidente. Su mirada posee la capacidad de traspasar la apariencia, alcanzar lo invisible y descifrar el mensaje de las potencias divinas. El ayudante del difunto es incapaz de ello. —¿Quedará vacante el puesto? preguntó el canciller Hezyre. —He encontrado al hombre dotado de las cualidades necesarias: Imhotep. La decisión de Zoser llenó de estupor a los miembros del gran consejo, comenzando por el interesado, quien esperó haber oído mal. —¿El sumo sacerdote no debería tener cierta edad? —se sorprendió Ajeta, el ministro de Agricultura, a quien apoyó con un asentimiento de cabeza su colega Baten. —Ni la edad ni la antigüedad son criterios de selección —recordó el rey—. Sólo cuenta una facultad: ver. Le corresponde a Imhotep, al final de su iniciación para el cargo de sumo sacerdote de Heliópolis, ponerla en práctica. Tras los sangrientos enfrentamientos del Sinaí, el monarca corría un riesgo considerable. Si Imhotep no se mostraba a la altura de aquella tarea casi sobrehumana, todos sabrían que Zoser carecía de lucidez. Un error así no le sería perdonado, y el colegio de ritualistas de Heliópolis protestaría de manera vehemente. Se producirían graves disensiones en el interior del reino y el poder central vacilaría. La ceguera del faraón favorecía los planes de la Sombra Roja.

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L os ritualistas que vivían en la ciudad sagrada del dios Atón, el Creador, estaban sobresaltados. En lugar de su candidato preferido, el faraón había elegido a Imhotep como nuevo sumo sacerdote de Heliópolis. Eso no era nada contrario a la ley de Maat, pero sí una falta de consideración hacia la comunidad iniciática más antigua del país, poseedora de los archivos que preservaban las palabras de los dioses. El tal Imhotep procedía de un ambiente humilde y ni siquiera pertenecía a una familia vinculada a Heliópolis. Según las malas lenguas, el rey trataba de imponer a uno de sus paniaguados, de docilidad absoluta. La ciudad del pilar primigenio, alcándara del fénix, ave solar que afirmaba la potencia de la luz, rechazaría al impostor. La llegada de la familia real ayudó a calmar algunas susceptibilidades. Zoser en persona fundó un nuevo santuario, «el Sol de oro», en presencia de la reina y de sus dos hijas. Unos escultores grabaron allí una representación de la Enéada, el conjunto de dioses encargado de dar forma al universo a cada instante. Y luego sobrevino la noche de la entronización del gran vidente, a la que asistió la pareja reinante. Realizadas las purificaciones, Zoser, Apacible, Imhotep y siete ritualistas subieron a la terraza del templo de Atón. Símbolo de la Enéada, los nueve actores de la ceremonia, siempre reservada a un pequeño número, formaron un círculo en torno a Imhotep. —El gran vidente construye el templo —afirmó el rey—. Hace la Tierra celeste y toda tarea comienza por el conocimiento del momento cósmico. —Contempla a tu madre Cielo —ordenó la reina—. Día y noche a un tiempo, preserva el secreto de la luz y posee mil almas. Árbol de vida, nodriza del cosmos, ofrece su leche a los justos y los rejuvenece sin cesar. Conoce el nombre y el papel de las treinta y seis lámparas, los decanatos, fuentes de los minerales y de los metales, y aprende que nuestra Tierra está compuesta de los mismos materiales que los astros. Los astrónomos desvelaron a Imhotep la posición y el papel de las estrellas imperecederas, residencia de las almas reales cercanas a la Polar, y de las estrellas infatigables, es decir, los planetas. Imhotep viajó en compañía de Mercurio, cocodrilo indolente e inmaduro; de Venus, la que atraviesa con sus dos caras, diosa del amanecer,

garza y fénix; de Marte, el Horus rojo de la tierra de la luz; de Júpiter, el Horus que abre el doble país, el que establece los límites y revela el secreto; de Saturno, la estrella del oeste, el toro del cielo, amo del tiempo. Uno de los ritualistas subrayó la importancia de Orión, regulador de la armonía de los cuerpos celestes y lugar de nacimiento de las estrellas. Imhotep se convirtió en el depositario de los libros que contenían las observaciones de los especialistas de Heliópolis relativos a las estrellas, a los planetas, a la precesión de los equinoccios, a los eclipses y a la orientación de los edificios en función de las leyes celestes. Le correspondía al nuevo sumo sacerdote fijar el calendario de fiestas y celebrar las fases de la luna, que evocaban la muerte y la resurrección de Osiris, así como llenar y curar del ojo de Horus. —En efecto, eres el que ve por encima de los dioses —le dijo el faraón a Imhotep —; ninguna divinidad ve por encima de ti. [43] —Conozco lo que conoce la intuición creadora —declaró el nuevo sumo sacerdote de Heliópolis al leer el texto presentado por un ritualista—, conozco el misterio al que es iniciado el gran vidente. Trazad a través de mí el camino: soy el amo del aliento. [44] El rey dejó en sus manos la vara, [45] signo de su autoridad sobre la cofradía del Pilar.

Solo, en el centro de la terraza del templo, Imhotep asistió a la salida del sol. Una vez más, vivía una increíble metamorfosis. Los conocimientos transmitidos habían quedado inscritos en su corazón, el cielo se le aparecía como un inmenso papiro desenrollado en el que podía leer las palabras de la creación. En el corazón de la noche, había visto la luz. Pero ese momento de plenitud llegaba a su fin, y el nuevo sumo sacerdote de Heliópolis debía hacer frente al colegio de sacerdotes y a los administradores de la ciudad santa, hostiles a su nombramiento. A pesar de los roces, que sin duda se volverían en su contra, Imhotep no sentía tensión. ¡Qué increíble privilegio haber recibido el saber de los antiguos, allí, en la fuente de la espiritualidad egipcia! Zoser le hacía un regalo incalculable, daban igual las consecuencias. Imhotep bajó la escalera de piedra. Abajo lo esperaban dos ritualistas, uno encargado de la purificación del sumo sacerdote, otro de su toma de hábitos. Estos cumplieron escrupulosamente con sus tareas y luego confiaron al superior de su cofradía al maestro de ceremonias, quien condujo a Imhotep al santuario secreto del templo de Atón, marcando su paso mediante golpes dados en las baldosas con el extremo de su bastón. Actuando en el nombre de Faraón, Imhotep franqueó las puertas de la tierra de la luz, donde residía la potencia creadora. Celebró el ritual del «despertar en paz», y los rayos bienhechores del sol resucitado inundaron el país amado por los dioses. Una vez realizado ese deber primordial, un chambelán lo llevó a su residencia. El

sumo sacerdote se cambió para presidir una asamblea excepcional que reuniría a sus subordinados más importantes, curiosos por oír su primer discurso. —Conocéis las etapas de mi carrera, me queda todo por aprender con el fin de servir lo mejor posible a esta ciudad sagrada. Ésa es la razón por la que deseo conocer vuestras críticas y vuestras exigencias. Solo, sería incapaz; juntos, consolidaremos la grandeza de Heliópolis. Su actitud cogió de improviso a la mayoría de los sacerdotes. Uno de ellos se atrevió a expresarse sin ambages y varios colegas lo imitaron. La capacidad para escuchar de Imhotep sorprendió a sus detractores y su humildad desarmó a una facción decidida a vérselas con él. No obstante, los irreductibles fueron silenciados cuando, ese mismo día, procedió a las primeras reformas. Los que lo creían desprovisto de experiencia se equivocaban. Tras dirigir un taller, restablecer la corporación de Nejen y asumir el cargo de supervisor de todo el país, el joven Imhotep había aprendido que los seres humanos tienden de forma natural al caos, la injusticia y la violencia. Insuflar de nuevo la Regla de Maat era una tarea cotidiana, y la cofradía de Heliópolis, a pesar de estar poblada de espíritus excepcionales, padecía también los defectos humanos. Por suerte, la exacta celebración de los ritos seguía siendo su eje vital y las correcciones necesarias no tocaban la esencia. En menos de un mes, el nuevo sumo sacerdote demostró una aptitud inesperada para cumplir con su difícil función. Conoció a cada responsable, tuvo en cuenta sus dificultades específicas y no pasó por alto ningún detalle. Dotado de una capacidad de trabajo incomparable, tomó muy pronto la medida a la ciudad santa. Cuando el asistente de su predecesor se rindió reconociendo la soberanía de Imhotep y renunciando a conspirar contra él, se aplacó el descontento. Heliópolis tuvo la impresión de que aquel hombre de palabra firme y gesto seguro la dirigía desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, quedaba una incertidumbre: ¿era Imhotep un gran vidente? ¿Discerniría un camino en lo invisible, útil para el faraón?

Un viento implacable barría el desierto y las nubes de arena cubrían Heliópolis. Hombres y animales seguían resguardados, esperando el final de la tormenta. Imhotep, sin embargo, había celebrado el ritual de la mañana y comido en compañía del ritualista que velaba por el perfecto estado de las vasijas sagradas utilizadas durante las ceremonias. Al poder de los textos debía corresponderse la perfección de los objetos, con el fin de mantener la armonía entre el espíritu y la materia. Una llamada imperiosa hizo que el artesano se sobresaltara. Imhotep reconoció el rebuzno de Viento del Norte, que gozaba de un alojamiento espacioso, al pie de la residencia del sumo sacerdote. El asno nunca se manifestaba a la ligera, por lo que fue a reunirse con él.

Viento del Norte no tenía más que una idea en la cabeza: salir de la caballeriza. —¡La tormenta de arena está en su apogeo! Corremos el riesgo de perdernos. El cuadrúpedo insistió. El sumo sacerdote se cubrió la cabeza con un mantón, dejando sólo los ojos despejados. —¡No iréis a hacer frente a estas borrascas! —exclamó su chambelán. —Me obligan a ello. Con la cabeza gacha pero la pezuña decidida, el asno guió a Imhotep. Ambos salieron del recinto y tomaron un camino a medias desaparecido, en dirección a un montículo donde habitaban unos genios unas veces favorables, otras hostiles. Si no hubiera depositado una confianza total en Viento del Norte, su salvador, el sumo sacerdote habría dado media vuelta. Las ráfagas de arena amenazaban con traspasar sus ropas. De repente se calmó el viento. Por encima de la colina encantada, un claro dejó que apareciera un cielo azul. De él brotó un rayo de luz de tal intensidad que asno y hombre cerraron los ojos y se apretaron el uno contra el otro. Cuando volvieron a abrirlos, éste se había acentuado y un fuego ardía en la cima de la elevación. Viento del Norte escaló la pendiente e Imhotep lo imitó. Al terminar su camino, la hoguera se apagó. Sobre una especie de altar formado por cuatro tablas de ofrendas descansaba un papiro llegado del cielo. [46] Lentamente, el sumo sacerdote de Heliópolis se acercó a él. Y, escrito con tinta roja, vio el título del documento: Libro de fundación de los templos por los dioses.

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L a sorprendente realidad se confirmaba: en Heliópolis nadie cuestionaba la autoridad de Imhotep. El nuevo sumo sacerdote eclipsaba ya a sus predecesores y, gracias a él, se ampliaría la influencia de la ciudad santa. A ojos de la Sombra Roja, ese éxito inesperado quizá se revelara beneficioso. Ocupado en sus altas funciones, Imhotep ya no participaba en las reuniones del gran consejo. Las preocupaciones de orden espiritual lo absorbían, alejándolo del faraón, de Menfis y del gobierno de Egipto. Su visión quedaría restringida al conocimiento de los dioses, incapaces de proteger las Dos Tierras de una invasión libia. Tanú esperaba a su amo en una pequeña casa a las afueras de la ciudad. Cuando el mago enmascarado entró, el guerrero libio se sintió mal. La oscuridad de la bodega volvía el lugar inquietante. —He eliminado a Buempié, ¡nuestro peor enemigo! —le recordó Tanú con voz temblorosa—. Ningún suboficial egipcio posee su experiencia. Una guarnición entera, aniquilada. La toma de un fortín... Esas hazañas han desmoralizado al ejército de Faraón. —Lo sé, amigo mío. Pero tu victoria no ha sido total. —¡Una tribu me dejó en la estacada durante el último asalto! Le he cortado la garganta a su jefe y sus hombres se han sumado a mí. Ese ejemplo ha sido eficaz, señor, y continúo reclutando nuevas fuerzas. El eco de mi triunfo es enorme, y empiezo a someter a los clanes de los merodeadores de las arenas. —Te estás convirtiendo en un auténtico general, amigo mío. —Queda mucho por hacer, señor, y tengo miedo de que se reagrupen los irreductibles. —Cómpralos o suprímelos. —¡Contad conmigo! Me gustaría saber si hay que temerse una reacción violenta por parte del faraón. —Se construirán nuevos fortines, se enviarán refuerzos para controlar el acceso a las minas del Sinaí. Durante varios meses, te exijo una calma absoluta. No quiero incursiones ni ataques a caravanas. Continúa avanzando en secreto y en silencio. El ejército egipcio llegará a la conclusión de que ese conflicto sangrante no fue más que una proeza sin continuación y bajará la guardia. Entonces, decidiremos.

—Os encontráis en perfecto estado —le dijo Neferet a la princesa Redyit—. Ese ataque de cansancio pasajero no se debe más que a un exceso de trabajo. Necesitaríais unos días de descanso. —¡Imposible! Prescribidme un reconstituyente, os lo ruego. —El zumo de algarroba con miel os devolverá la energía, pero son necesarios unos días de reposo. Si no, careceréis de defensas contra la enfermedad. La advertencia preocupó a la guapa morena. Desde su nombramiento para el puesto de médica en jefe de palacio, Neferet se mostraba indispensable. Diagnósticos precisos y remedios eficaces satisfacían a sus ilustres pacientes. —Entendido, seguiré vuestro consejo. Mi corta ausencia desatará mil rumores, y las candidaturas para sucederme se multiplicarán. La médica esbozó una sonrisa. —¡Una buena ocasión para descubrir a vuestros rivales! La princesa asintió con la cabeza. —La reina podría apartarme. —Su majestad conoce vuestras cualidades y aprecia vuestro trabajo. La gestión de la Casa de la Reina suscita la admiración general, y no es un breve período de descanso lo que la pondrá en peligro. Las palabras de Neferet tranquilizaron un poco a la princesa. —Esta tarde —le reveló—, el rey recibe a un huésped destacado. Por fin vamos a saber si el nuevo sumo sacerdote de Heliópolis se merece su título de «gran vidente». Imhotep... En el momento de su partida, Neferet había sentido una dolorosa sensación de soledad. Él, en Heliópolis; ella, en Menfis. No se cruzaban más que con ocasión de ceremonias oficiales. Así lo había decidido el destino. —En caso contrario —prosiguió Redyit—, el faraón elegirá a otro sumo sacerdote. Heliópolis es un caso aparte. El talento como administrador no basta, hay que poseer la capacidad de ver más allá de la apariencia y de los límites de la existencia. —¿Por qué habría de equivocarse el rey? La pregunta de Neferet intrigó a Redyit.

—¿Por qué, en efecto? ¡Imhotep vendría, pues, a ofrecerle su primera visión! ¿El curso del reinado y la suerte de Egipto no se verán modificados?

El chambelán Anjy y todo el palacio estaban sobresaltados. La visita del sumo sacerdote de Heliópolis no resultaba un banal acontecimiento protocolario, y todos conocían lo que había en juego. El éxito de Imhotep había sorprendido tanto a sus partidarios como a sus detractores, que casi habían olvidado la prueba decisiva que lo consagraría como «gran vidente» o lo apartaría de esa despiadada función. Anjy no había creído en el éxito de Imhotep, pues compartía la opinión de Ajeta, el ministro de Agricultura, que temía que Heliópolis se debilitara por un dirigente ineficaz. Su colega Baten, dubitativo, se esperaba lo peor. Y la princesa Redyit se reía de antemano por el amargo fracaso del hacedor de vasijas, tan poco preparado para gobernar la cofradía más sabia del país. En cambio, resultaba imposible conocer la opinión del canciller Hezyre, de salud vacilante. Ausente y arisco, continuaba construyendo sólidamente la Casa del Rey, quitando los obstáculos administrativos entre los diferentes cuerpos del Estado. Muy atento al buen funcionamiento de la justicia, perseguía a los tiranuelos, despedía a los perezosos y velaba por la perfecta ejecución de las directrices que emanaban del poder central. Nadie se esperaba enhorabuena alguna por parte de aquel viejo gruñón, hostil a los gastos inútiles. Además, Anjy debía someter al canciller el presupuesto de palacio y obtener su aprobación. —¡Ha llegado el sumo sacerdote! —anunció un copero. Anjy se precipitó al encuentro de Imhotep. Para su gran sorpresa, no llevaba la más mínima comitiva. El amo de Heliópolis había acudido solo, sobriamente vestido con una túnica blanca. En la mano izquierda sujetaba una vara de zahorí, símbolo de su carga, puesta en sus manos durante su iniciación; en la derecha, un papiro enrollado y sellado. El rostro de Imhotep apenas había cambiado, aunque resultaba evidente que ya no era el mismo hombre. Irradiaba más prestancia, un poder acrecentado, una nobleza digna de respeto. En lugar de aplastarlo, sus deberes revelaban su verdadera naturaleza. —Su majestad os espera, sumo sacerdote. —¿Cómo te encuentras, Anjy? —Administrar el día a día de palacio no es fácil, ¡y me paso el día y la noche corriendo de un lado para otro! Formar a un buen personal es una tarea ardua. Los jóvenes se parecen a los bastones torcidos que hay que enderezar, y los viejos se aferran a sus privilegios. Satisfacer a la pareja real es un honor que descarta la dejadez. Bajo su apariencia afable y su aspecto de vividor, Anjy era un líder, y los empleados

de palacio no se dejaban engañar. Más les valía ejecutar sus órdenes al pie de la letra y no desencadenar su ira. —En Heliópolis, la vida no es... ¿demasiado dura? —Esa ciudad sagrada no tiene el encanto de Menfis —reconoció Imhotep—. Está poblada de ritualistas y de sabios cuya primera preocupación es servir a lo divino. —Una vida más bien austera —observó el chambelán. —La práctica de lo sagrado y la búsqueda de la verdad ofrecen numerosas alegrías —afirmó Imhotep. —No lo dudo... Permitidme felicitaros por vuestro excepcional éxito. Todo Menfis se deshace en alabanzas sobre vos y ya no se duda de vuestra capacidad para ser el gran vidente. Imhotep compuso una leve sonrisa. El jovial Anjy trataba de saber si el sumo sacerdote había recibido una señal de lo invisible que le permitiera llevar efectivamente ese temible título. —¿No es Faraón el único juez de ello? —¡El único! Avisado de la presencia de Imhotep, Zoser lo autorizó a franquear la puerta de su despacho, donde le gustaba trabajar hasta mediada la noche. Iluminada por tres ventanas que daban a los jardines, la vasta habitación estaba amueblada con asientos, mesas bajas y ficheros con papiros. Cuando se cerró la puerta, el rey y el sumo sacerdote se pusieron frente a frente. Imhotep hizo una inclinación. —¿Tu mirada ha contemplado lo invisible? —El cielo se ha abierto, majestad.

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I mhotep rompió el sello del papiro y lo desenrolló. —Éste es el documento que he descubierto en la cima de una colina, en el desierto. Se calmó una tormenta de arena, se desgarró una nube y vi un fuego. Cuando se extinguió la hoguera, se me concedió este plano del futuro templo. Y debo este descubrimiento a Viento del Norte, mi asno. Zoser examinó el dibujo trazado con tinta negra. La mano de los dioses había revelado una forma desconocida. —Ésta será la Gran Obra —afirmó el faraón—. Y es a ésta a la que destino las turquesas extraídas de las montañas del Sinaí. —Esta visión no basta —juzgó Imhotep—. Este monumento, si es realizable, exige una técnica nueva. Y conviene preguntarse por la naturaleza del material. —¿No sería conveniente el adobe? —Dada la altura indicada, no me parece apropiado. —¿Qué solución propones? —Bajo el sol, al verlo de nuevo, contemplé un mundo desconocido poblado de miles de rocas. No eran inertes, poseían una especie de lenguaje por descifrar. Ésa es la razón por la que tengo intención de dirigirme a las canteras. Quizá éstas me concedan la respuesta. —Te nombro maestro de obras [47] del reino —decretó Faraón—. Juntos realizaremos el plano de los dioses.

Les correspondía a Baten y a Ajeta proporcionarle a Imhotep lo necesario para emprender una nueva expedición, esta vez con destino a las canteras de piedra del valle del Rohanu. [48] Un largo viaje en perspectiva, pero a priori sin peligro. La antigua senda tenía varios puntos de agua, y un auténtico ejército aseguraría la protección del sumo sacerdote y de los artesanos.

Los archivos de la Casa de Vida de Heliópolis eran explícitos: los primeros canteros habían descubierto un lugar excepcional, que ofrecía una piedra de una calidad incomparable. Formada por el cielo, nacida del vientre de las montañas, ¿no sería aquélla la materia prima del futuro templo? La preparación minuciosa de la expedición exigía un mes largo. Imhotep se preocupó por cada detalle y, dado su nuevo estatus, los ministros concernidos lo obedecieron con diligencia. Incluso la princesa Redyit se comportó de una manera ejemplar con él, proporcionándole ropas y esteras de viaje. Imhotep fue invitado a participar en las sesiones del gran consejo y se contentó con escuchar los informes de los dignatarios. La autoridad del canciller Hezyre, enflaquecido, procuraba excelentes resultados. El rey habló brevemente de su Gran Obra y de la próxima expedición, sin revelar la naturaleza del monumento que sólo su arquitecto conocía. Imhotep acompañó a Hezyre a sus aposentos. —Pronto necesitaré un bastón —le confesó el canciller—, y esa debilidad me disgusta. La vejez es una abominación, destruye a fuego lento. Y a ese enemigo nadie logra vencerlo, excepto el faraón. No el hombre, sino la función, el Ka real que pasa de monarca en monarca y no conoce la muerte. Te has convertido en gran vidente, Imhotep, y tratarás de poner en práctica la visión real. Los obstáculos serán numerosos, te perjudicarán de mil formas y tratarán de eliminarle. No seas crédulo, permanece vigilante y perseveran le. —¿No me concederéis vuestra ayuda? —Tu inmensa labor supera los límites de mi existencia. Te apoyaré hasta su término. Tienes la suerte de servir a un gran faraón, muéstrate digno de ello. Hezyre se quedó inmóvil unos segundos. —Esa expedición me preocupa. No cometas el error de creerte a salvo. —¿Tal vez poseéis alguna información sobre ello? —Prepárate para lo peor. Con el rostro impenetrable, el canciller franqueó el umbral de su propiedad privada. Imhotep, pensativo, rumió nuevas medidas de seguridad. La elección de los oficiales sería decisiva; la disciplina, estricta. ¿Hezyre expresaba una simple inquietud o había oído hablar de una conspiración? —El sumo sacerdote de Heliópolis parece perdido en sus pensamientos —dijo una voz melosa.

—¡Princesa Redyit! Maquillada a la perfección, de una elegancia inigualable, la guapa morena adoptó una actitud respetuosa. —Siento haber perturbado el curso de vuestra reflexión. —Nada importante, os lo aseguro. —¿No estaríais pensando en los peligros de una expedición a las canteras? —¡Buena intuición! ¿Tal vez sois contraria a ésta? —Muchos esfuerzos y gastos inútiles, en mi opinión. Y no me parece que vuestro lugar esté en el seno de un grupo de aventureros. ¿No deberíais dejar que los canteros transportaran la cantidad de piedras que necesitan nuestros constructores mientras vos os consagráis a Heliópolis? —Es una pregunta muy pertinente, princesa. —¿Renunciaríais a ese proyecto ridículo? —Servir al faraón es un deber imperioso. Redyit se llevó el índice a la mejilla. —Tenéis ganas de hazañas y sabéis imponeros, Imhotep. Tened cuidado con los caminos trillados, en ellos se da rápidamente un paso en falso.

El gran vidente llegó a la Casa de Vida de Menfis, donde lo había aprendido todo. Esperaba comprobar la información reunida en Heliópolis mediante la consulta de los papiros de los orígenes. El sacerdote calvo tuvo el honor de recibir al alto dignatario, quien tenía un momento de recogimiento en la capilla consagrada a Thot antes de dirigirse a la sala de los archivos. Allí había un ritualista trabajando. Cuando entró Imhotep, Neferet se volvió. —Sumo sacerdote... ¡Qué alegría más grande volver a veros! —No sabría cómo describiros la mía.

—Heliópolis es un mundo aparte, todos auguraban vuestro fracaso. Yo, por mi parte, tenía confianza en vos, y me alegro del coro de alabanzas en vuestro favor. La joven dejó un documento en manos de Imhotep. —El primer gran vidente predijo, durante la unión de las Dos Tierras, que el plano de un templo inmenso caería del cielo al norte de Menfis. Lo habéis encontrado, ¿no es así? —Lo he presentado ante el faraón. —Y os ordena que volváis al uadi Hammamat con el fin de descubrir allí la piedra primigenia, en el origen de nuestros edificios sagrados. —Tal fue mi visión, en efecto. Allí se dará la respuesta. —Arriesgando vuestra vida, ¡otra vez! —Tomaré las precauciones necesarias. La sonrisa de Neferet quedó marcada por la tristeza. —¡Ni vos mismo lo creéis! El mal merodea, no os permitirá alcanzar vuestro objetivo. Escuchad las advertencias, os lo ruego. —Me corresponde trazar ese camino, renunciar a ello sería una traición. Neferet volvió la cabeza. —Tenéis razón, lamento haberme expresado así. —Sinceramente, os lo agradezco. Vuestras búsquedas refuerzan mi determinación. La joven se dirigió hacia la puerta de la sala de los archivos. —¿Puedo acompañaros? —Hace buena noche, me gustaría pasearme a orillas del Nilo. Imhotep no se atrevía a esperar ese momento de intimidad. Creando una sucesión de franjas coloridas que iban del rojo oscuro al plateado, la puesta de sol desplegaba su magnificencia. La barca de Ra se hundía en el corazón del mundo subterráneo, frecuentado por fuerzas destructoras, y su tripulación trataría de derribarlas para dar forma a una nueva luz. Las casualidades del camino quisieron que la mano de Imhotep tocara la de Neferet. Él se atrevió a estrecharla con suavidad, ella no protestó.

En ese instante, la felicidad de amar lo invadió. Un momento frágil, inesperado, imposible. Siguieron caminando; la joven no retiró la mano. —Tienes el deber de irte —murmuró—, pero ¿volverás? Las últimas luces de la puesta transformaban el dulce rostro de Neferet en el de la diosa de Occidente, de mirada inmensa como la noche estrellada. Imhotep la cogió entre sus brazos. —Volveré.

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C uando la expedición dejó Menfis con destino a las canteras de piedra del uadi Hammamat, la Sombra Roja puso una mueca de duda. Desgraciadamente, fuera del alcance de Tanú y de sus asesinos, aquella región estaba situada bajo una elevada protección militar. Aparte del sol ardiente, posibles tormentas y voraces pulgas de las arenas, Imhotep no encontraría allí enemigo alguno. ¿Cómo aprovechar ese largo y penoso viaje para eliminar al gran vidente, que se había convertido en el dignatario más cercano a Zoser? Descartada una acción violenta, la Sombra Roja debía recurrir a la astucia. Como se sentiría seguro, Imhotep no prestaría atención más que a la búsqueda de las piedras probablemente destinadas a la sepultura del monarca. ¿Escogería Abydos, como sus predecesores, o preferiría otro lugar? No se había filtrado ninguna información relativa a la visión del sumo sacerdote. ¿Se trataba de un auténtico proyecto de futuro que involucraría a todo el Estado? La Sombra Roja creía que era más bien la artimaña de un ilusionista decidido a conservar su puesto engañando al rey. Demasiado rápido, el ascenso de Imhotep quedaría interrumpido de manera brutal.

Los soldados se habían repartido en dos grupos, babor y estribor. Y toda la expedición se equiparaba a un barco que navegaba por el Nilo, aunque las extensiones desérticas no tenían nada de acuáticas. Jefe de esa extraña flota, el comandante se confiaba a un cuerpo de especialistas que conocían la senda a la perfección. Calificados de «remeros», los canteros pertenecían a una sección llamada la «Pura», que se beneficiaba de platos excelentes y abundantes. El buen humor predominó en el viaje, y el tiempo les pareció bastante corto a los caminantes. Ningún incidente enturbió el recorrido. Al acercarse a las sombrías montañas que abrigaban el valle del Rohanu, Viento del Norte se negó a avanzar. En seguida, Imhotep se arrodilló y quemó incienso en honor al dios Min, protector de las gentes del desierto. Su ayuda evitaría múltiples contratiempos y facilitaría el trabajo de los canteros. Una vez terminada la ceremonia, un gran ibis blanco cruzó el cielo. Soldados y artesanos celebraron su presencia como un buen augurio. Y el sumo sacerdote de Heliópolis supo que su visión lo había llevado al lugar correcto.

La cantera fue organizada rápidamente gracias a una cuadrilla de escribas experimentados. Se procedió a la repartición de los alojamientos en cabañas de mampostería, se distribuyeron raciones de alimentos y se indicó a cada uno su tarea y los horarios de trabajo. Los canteros y los picapedreros formaban un conjunto coherente, los escultores disponían de un taller donde tallaban estatuas y estelas. Los militares hacían guardia día y noche. Unos vigías apostados en lugares estratégicos no dejarían de divisar a un posible agresor, y el cuerpo expedicionario tendría tiempo de ponerse en orden de combate. La noticia cundió: antes de ser elevado a la dignidad de gran vidente, ¡Imhotep había horadado vasijas en la piedra y dirigido una corporación artesanal! Dicho de otro modo, ese alto personaje conocía la materia y el valor del oficio. Así, se comprendió mejor por qué, a pesar de su mirada y de su aspecto, los más humildes podían dirigirse a él. Lejos de rechazarlos, escuchaba sus quejas y encontraba una solución. Según la opinión de los veteranos, se asentaba un excepcional maestro de obras. El primero en pie y siempre el último en acostarse, Imhotep no dejaba nada al azar. La principal dificultad consistía en coordinar los esfuerzos de las diversas cuadrillas, puesto que todas se consideraban prioritarias. Algunos jefecillos exigían privilegios, y sus adversarios mostraban un vivo descontento. Al término de una reunión que permitió expresarse a las partes contrarias, el maestro de obras zanjó el asunto sin violencia y atribuyó responsabilidades bien definidas a los especialistas encargados de extraer y de manipular las piedras. Unas marcas permitirían identificarlas, los bloques llevarían fechas e indicaciones como «listo para llevar». Al amanecer, Imhotep examinaba las herramientas: pesados picos de basalto, sierras de cobre con dientes pulidos con arena durante su uso, cinceles del mismo metal, mazos de madera, bolas de diorita que servían para allanar... De su calidad dependía la del trabajo, y los encargados de la limpieza y el mantenimiento desempeñaban un papel fundamental. Nunca cantera alguna había conocido semejante éxito. Los cantos de los artesanos, su buen humor y la ausencia de conflictos sorprendían a los escépticos. Imhotep, en cambio, se temía un fracaso. Las canteras permanecían mudas, no se imponía ninguna misión. No obstante, la aparición del ibis blanco era un augurio determinante, y el sumo sacerdote se armó de paciencia. El período de extracción llegaba a su fin. La víspera de la partida se reunió en un banquete a los artesanos, encantados de volver a Egipto. De pronto, el gran vidente sintió la imperiosa necesidad de dirigirse a lo más hondo del valle que serpenteaba entre las montañas. Allí se encontraba lo que buscaba. —Lamento interrumpir la fiesta —les dijo a los canteros—, necesito tres voluntarios. Habrá una prima sustanciosa. Atraídos por un complemento salarial, tres tipos robustos se secaron los labios, se levantaron y se equiparon con picos de basalto. Ya saciados, se sentían listos para realizar

un último esfuerzo, así que siguieron al maestro de obras hasta el extremo del desfiladero, una impresionante barrera de roca verde oscuro. Imhotep la examinó durante largo rato. Y vio una grieta que marcaba la entrada a una antigua galería. El cuarteto subió la pared sin dificultad y alcanzó el orificio. Luego tuvieron que avanzar encorvados a la luz de una antorcha que sujetaba un artesano. La angosta galería había sido apuntalada a intervalos regulares y no presentaba peligro alguno. Al progresar hacia el corazón de la montaña, el gran vidente se aproximaba a su objetivo. Los tres canteros se detuvieron. —No iremos más allá —anunció el hombre de la antorcha. —No corréis ningún riesgo, y necesitaré vuestros picos. Os aumentaré la prima prevista. —¡La prima ya la hemos cobrado! Una sombra roja invadió la galería. Los canteros retrocedieron y rompieron los puntales uno a uno. La bóveda gimió, se agrietó y se desplomó, y enterró así a Imhotep.

Los obreros le hicieron un informe oral al comandante de la expedición. El maestro de obras caminaba a lo lejos por delante de ellos, con una antorcha en la mano, y el techo de la galería se había venido abajo. A pesar de sus esfuerzos, había sido imposible quitar los trozos de roca. Días enteros no bastarían pata ello. El comandante, aterrado, no podía tomar más que una única decisión: regresar a Egipto. Pero, cuando llegó el momento de partir, Viento del Norte se negó obstinadamente a avanzar y apuntó con el hocico en dirección a las montañas. Uno de los asesinos blandió un bastón. —¡Unos buenos golpes harán que obedezca! El comandante agarró el brazo del cantero. —El asno de Imhotep ha sido un excelente guía, te prohíbo que le pegues. Escuchemos lo que tiene que decirnos. —Este animal es muy terco, ¡eso es todo! —opinó el segundo asesino—. Más vale

que nos desembaracemos de él. Cuando empuñaba el pico, el comandante le propinó un rodillazo en los riñones. —¿A qué viene tanta saña? —se sorprendió—. ¿Realmente habéis sido ajenos a la desaparición del maestro de obras? Esa pregunta suscitó la huida del tercer cantero. Sus cómplices trataron de eliminar al comandante, pero la intervención de los soldados se lo impidió. Una encarnizada escaramuza terminó con la muerte de los dos violentos. En cuanto al tercero, sin agua ni comida, no sobreviviría mucho tiempo en el desierto. Viento del Norte acometió la subida de un sendero escarpado hacia la cima de una de las montañas que bordeaban el valle del Rohanu. Lo siguieron el comandante y una escuadra.

Cuando se disipó el polvo, Imhotep se sorprendió de estar todavía vivo. Otro motivo de estupefacción: prisionero de la montaña, sumido en las tinieblas, ¡respiraba! Así pues, aquel mundo mineral no estaba cerrado. Sin ceder al pánico, se acostumbró a la oscuridad y luego reemprendió el avance, tratando de ver el recorrido de los antiguos mineros. Al llegar a una intersección, sintió un aire más fresco por encima de su cabeza. ¡Una galería vertical! A tientas, localizó las paredes y comenzó a trepar. Y de pronto oyó un rebuzno de una intensidad increíble... ¡La voz de Viento del Norte! Los golpes de pico de los canteros despejaron el acceso del pozo abandonado; la luz, el regreso a la vida.

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I mhotep hizo una inclinación ante el rey. —Según el informe del comandante de la expedición, escapaste por poco de la muerte y fuiste gravemente herido en la pierna izquierda. —Según la médica en jefe de palacio, no tendré ninguna secuela. Y los artesanos han extraído una gran cantidad de piedra de las canteras del uadi Hammamat. Zoser miró fijamente a su maestro de obras. —¿Tu visión se ha consolidado? —He sobrevivido en el corazón de la montaña, majestad, y ahora sé que vuestro reinado será el de aquel que abre la piedra. [49] Esa definición fue acogida por un largo silencio. —¿Tienes previsto construir completamente de piedra el inmenso monumento revelado por el plano celeste? —Ése es el sentido de mi viaje al interior de la cantera. No me conformaría con unos toscos bloques o un simple revestimiento. Vamos a crear el primer templo de sillares, con el fin de grabar en ellos lo imperecedero. Perpetuarán para siempre el ritual de Heliópolis y harán inmortal vuestro nombre, majestad. Así, lo visible revelará lo invisible. La magnitud del proyecto pareció hacer que Zoser se estremeciera. —¿Te sientes capaz de dirigir esta empresa irrealizable, de reclutar artesanos cualificados y transportar los materiales? —Debe concebirse todo desde el principio, majestad: la superficie de vuestro dominio de eternidad, la orientación del monumento, la elección de la piedra, la organización del trabajo. He visto una escalera que subía hacia el cielo, bañada por la luz divina. Y la construiré. El rey y el maestro de obras abandonaron el palacio para dirigirse al desierto. Unas sillas de manos los transportarían a Saqqara, donde descansaban las almas de los faraones de la primera dinastía.

Aquella inmensidad atrajo la mirada de ambos hombres. Había que inventarlo todo, dar forma a una creación que excedía las capacidades humanas. —No tenemos elección, majestad. ¿Acaso nuestra existencia no está consagrada a hacer nacer el plano celeste? —La piedra está abierta, Imhotep. A trabajar.

Neferet quería supervisar a diario la evolución de las heridas de Imhotep, que tenían una gravedad mayor de lo que admitía. Cuidados apropiados y su robusta naturaleza impidieron que se infectasen y apresuraron la curación. Le quitó la última venda, untada con miel. —Tu pierna está en perfecto estado —constató la médica jefe de palacio. —He cumplido mi promesa —le recordó él—. He vuelto. —El superviviente milagroso de las canteras... Se te tiene por un gran mago, casi igual que Faraón. —Soy su maestro de obras, encargado de crear un monumento extraordinario, uno tal como los humanos nunca han visto. Y tu ayuda me será indispensable. —¿Con qué función? —Voy a contratar a cientos de artesanos para construir una gigantesca escalera de piedra. La organización de la obra será compleja, y necesitaría un servicio médico capaz de luchar contra las enfermedades y los accidentes. ¿Aceptas dirigirla? —Abandonar mi puesto en palacio... —El rey no lo permitiría, y te hago esta propuesta con su consentimiento. Sólo tú sabrás cómo resolver esta situación excepcional, y tendrás que renunciar al más mínimo descanso. Neferet sonrió. —¿Tengo realmente elección? Imhotep le cogió las manos con ternura.

—No deseo que la tengas. —¿Tu proyecto no es tal vez... irrealizable? —Se trata de la Gran Obra de Zoser; la cuestión, por tanto, no se plantea. Mis esperanzas de lograrlo son ínfimas y el rey no me perdonará un fracaso. Si estamos juntos, mis fuerzas se verán multiplicadas. —Juntos... ¿hasta qué punto? —¿Aceptas convertirte en mi esposa? Imhotep se atrevió a contemplarla, como si acabara de descubrirla. Inquieto por su audacia, se temía una negativa. Y el largo silencio de Neferet le oprimía el corazón. —¿Crees que tendremos tiempo de vernos? —le preguntó ella con voz emocionada. —La tarea que nos espera es sobrehumana. Sobrevivir a ella no será fácil, y no te prometo un enlace ordinario. —No lo buscaba. —Entonces ¿accedes? —¿Cuándo deseas hacer oficial nuestro matrimonio? —No demasiado pronto, pongamos... ¿esta noche? Ni ceremonia, ni papeleo. En Egipto, un hombre y una mujer estaban casados a partir del momento en que vivían bajo el mismo techo. Su pareja era un asunto privado en el que el Estado permanecía al margen. Los sirvientes de Imhotep quedaron encantados de la llegada de la bella Neferet y de servir a una señora de la casa tan admirada.

Cuando se anunció la increíble noticia, a la princesa Redyit se le quitó el apetito. Indignada, subió a la terraza de su pequeño palacio y contempló la capital de Zoser, en perpetua mutación. Aparecían nuevos barrios donde se entremezclaban ricas mansiones y pequeñas casas blancas. Normalmente ese espectáculo le encantaba. Pero esa noche, al borde de un ataque de nervios, tenía ganas de gritar. Imhotep, casado con Neferet... ¡La idea se le hacía insoportable! ¿Por qué cometía ese estúpido error? La princesa había subestimado a aquella médica, una temible intrigante que lograba seducir a la familia real y al maestro de obras de Faraón.

Sin embargo, su éxito sería sin duda temporal. Pronto se darían cuenta de su incompetencia, y Neferet sería mandada de nuevo a los archivos de la Casa de Vida. Decepcionado, Imhotep se divorciaría y volvería a ser libre. Poseedor de una auténtica categoría, aceptaba los retos y se beneficiaba de la estima del monarca, quien, no obstante, era parco en cumplidos. En efecto, se murmuraba que la Gran Obra de Zoser agotaría a varios arquitectos. La princesa creía en las aptitudes de Imhotep y en su resistencia. Sólo él tenía una posibilidad de conseguirlo... Y la mediocre Neferet sería apartada de su camino.

La sesión del gran consejo se preveía difícil y decisiva. Imhotep expondría en ella su plano de obra, sin ocultar que modificaría profundamente la economía egipcia. Construir el dominio de eternidad de Zoser exigiría esfuerzos considerables, y existía el riesgo de que hiciera tambalearse a toda la sociedad. La opinión del canciller Hezyre sería determinante; su experiencia y su conocimiento del Estado le permitirían aportar precisiones, incluso modificaciones, a los proyectos del gran vidente. Imhotep y Neferet habían pasado su primera noche juntos. Convertidos en marido y mujer, no tuvieron tiempo para saborear su primera mañana en pareja. El portero del maestro de obras se vio obligado a alertarlo: el canciller deseaba verlo de urgencia. Imhotep besó a su esposa y se dirigió a casa de Hezyre. —Nuestro amo se muere —dijo su mayordomo al borde de las lágrimas—. Os espera. Tendido sobre una cama con patas de toro, el anciano tenía en el rostro la máscara de la muerte. —Mis horas están contadas —afirmó con voz ahogada—, y no asistiré al gran consejo. Quiero conocer la magnitud de tu visión. Imhotep no le ocultó ninguna de sus intenciones. —Vuestra opinión es extremadamente importante —concluyó—. Si es negativa, se lo advertiré al rey y tal vez renunciemos. —Ayúdame a sentarme. Con las mejillas hundidas y la mirada fija, Hezyre agotó sus últimas fuerzas. —Realiza la Gran Obra de Faraón, erige ese monumento hacia el cielo. El futuro de Egipto depende de ello. Sé tan firme como la piedra, no te quejes nunca, resiste a las agresiones y trabaja sin descanso. Haz penetrar la vida en el corazón de lo muerto.

Y, tras decir eso, el anciano se quedó paralizado, con los ojos ligeramente alzados hacia el más allá.

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T oda la corte asistió a los funerales de Hezyre. La presencia de la pareja real subrayó el papel determinante que había tenido el brusco personaje a lo largo de toda su carrera al servicio del Estado. En el corredor de treinta y seis metros de largo que servía de capilla a la sorprendente morada de eternidad del difunto, once paneles de madera lo representaban, provisto de las insignias de su función, y precisaban sus títulos. El escultor mostraba a un Hezyre severo y digno, consciente de sus deberes, que ponía de manifiesto su autoridad. Unas pinturas evocaban el equipaje del viajero del más allá: sillas, camas, cofres, vajilla, juegos, vasijas, sin olvidarse de numerosas herramientas: regla graduada, mazo, cincel, pulidor o hacha. Esos objetos fueron llevados en procesión, luego cerraron la tumba. Excavada a ochenta metros por debajo del suelo, abrigaba la momia del dignatario, su cuerpo osiriano diariamente regenerado gracias a la protección del sarcófago. La Sombra Roja estaba bastante satisfecha de ver desaparecer a aquel anciano demasiado íntegro al que no lograba manipular. Zoser perdía a un senador muy valioso e irreemplazable. La Casa del Rey se debilitaría, múltiples intrigas minarían sus cimientos. Quedaba por conocer la reorganización administrativa que el monarca desvelaría durante el próximo consejo.

La reunión de los altos responsables del país se celebró en presencia de la reina Apacible. Sentada a la izquierda del soberano, se había vestido con un largo vestido blanco de tirantes. Rodeando su cabello abundante, fino y perfumado llevaba una cinta dorada; en los tobillos y en las muñecas, unas pulseras de oro. El ambiente era pesado. Incluso mermado, Hezyre había ocupado un lugar esencial, y su facultad para coordinar los esfuerzos de diversos ministros había hecho maravillas. Con la mano derecha, el faraón sujetaba el sello real. ¿A quién le confiaría esa expresión de su voluntad y de su poder? La corte apostaba por el ministro de Finanzas, Baten, infatigable trabajador de aptitudes reconocidas, pero no se sorprenderían por el nombramiento de su colega Ajeta, excelente técnico de carácter bastante similar al del añorado Hezyre. Otros pensaban en el ritualista en jefe Anjy, chambelán excepcional. Y tampoco se descartaba a la princesa Redyit, cuyo brillante éxito, a la cabeza de la Casa de la Reina, quedaba patente.

—Nombro canciller a Imhotep —declaró el rey—. Portará el sello, dirigirá el curso de la justicia, conservará los archivos y será el guía de la élite. [50] En su función de maestro de obras, construirá mi dominio de eternidad. Y su único material será la piedra. En el corazón de la Gran Obra se erigirá una escalera gigantesca que permitirá que el alma real suba al cielo. Se tratará de una pirámide escalonada, en otras palabras, del símbolo del amor creador y del canal por donde circula la energía divina. [51] La pareja real se retiró dejando a los miembros del consejo estupefactos. Nunca un dignatario había dispuesto de tantos poderes como Imhotep. La Sombra Roja, desprevenida, no juzgó catastrófica la situación. Imhotep no tendría la talla necesaria para llevar a buen término ese proyecto insensato. Nadie era capaz de erigir un enorme edificio de sillares, y el primer personaje del Estado, a pesar de la protección de Zoser y de sus múltiples títulos, sufriría un amargo fracaso.

Con mano segura, Imhotep trazó el primer plano de la pirámide escalonada y del conjunto monumental del que sería corazón. Todavía no era más que la frágil traducción de su visión, pero impresionó a su esposa Neferet, la primera en descubrirla. —¿Es realmente realizable? —dijo, preocupada. —Lo ignoro. La única cosa que tengo clara es que ésa es la Gran Obra que habrá que traer al mundo. Si yo no soy capaz de hacerlo, el rey nombrará a otro arquitecto. No le ocultaré ninguno de mis temores ni de mis dificultades. Sin su poder, no lo conseguiré. Él es quien ha abierto la piedra y me hizo renacer del vientre de la montaña. Al crear esta pirámide, construye Egipto a imagen y semejanza del cielo y lo convierte en la tierra divina. —Al final terminaré creyéndome la leyenda que los menfitas propagan acerca de ti. —Y ¿puedo saber qué dice? —Que no perteneces por completo a la especie humana, puesto que tu padre sería el dios Ptah, el patrón de los artesanos. —Ptah, el Tallador, el secreto de toda forma armoniosa, la fuerza creativa envuelta por un sudario blanco con el fin de preservar mejor el fuego de la transmutación... La primera letra de su nombre es una piedra cúbica, ese material que me corresponde domesticar, ¡y luego dominar! Una locura, Neferet, soy plenamente consciente. No obstante, no renunciaré a ello. —No renunciaremos —lo corrigió ella—. La reina me ha concedido autorización para supervisar el servicio sanitario del futuro canciller. Los artesanos y sus familias se beneficiarán de los mejores cuidados de manera gratuita. Se convierten en los hombres más

importantes del reino... ¡después del maestro de obras! Imhotep la estrechó entre sus brazos. —¡Así que eres la primera recluta! La organización de estas obras parece la condición necesaria, si no suficiente, de un posible éxito. En caso de error por mi parte, el fracaso será brutal y rápido. —¿No has adquirido una experiencia preciosa? —No a esta escala, Neferet. —Lo desconocido no podría asustar al gran vidente. —No dudo ni de la Gran Obra ni de mi visión, sino de mi capacidad para realizarla. En el Sinaí, vi cómo una sombra roja envolvía la cima de la montaña, y me he preparado para una prueba. Continúa merodeando y tratará de dificultar nuestros actos de mil maneras. —Te protejo y te ayudaré, Imhotep. La diosa Sejmet, patrona de los médicos, causa las enfermedades y ofrece el medio de curar si se saben descifrar los mensajes de la naturaleza. Construir no será nuestra única tarea; bajo la autoridad de Zoser, deberemos encabezar una guerra contra el mal, y no intentar ablandarlo. Creer que podemos encontrar una vía de entendimiento con él es destruirse. En ningún momento bajará la guardia; olvidarlo, considerarlo inofensivo o vencido nos conduciría al desastre. Imhotep sintió un dolor en el talón; la herida infligida por la Sombra Roja se despertaba. —Dispongo de un ungüento eficaz —afirmó Neferet. —Yo también sé algo de medicina y... Con un beso, lo obligó a callarse. —Mis remedios son únicos —murmuró.

La reina leyó el informe de la princesa Redyit en presencia de su autora. Según su costumbre, daba el máximo de detalles sobre su gestión y no trataba de ocultar sus dificultades. Coger en falta a la joven parecía imposible; al denunciar ella misma sus carencias, explicaba sus causas, se comprometía a resolver los problemas y cumplía su palabra. —Excepcional —concluyó Apacible—. Una vez más, no queda sino alabar tu

trabajo al servicio de mi Casa y del país. Redyit hizo una inclinación. —Me corroe una duda, majestad. —Explícate, te lo ruego. —Contaba con proponeros un programa de reformas, pero los recientes acontecimientos quizá me obliguen a aplazarlo. —¿Te refieres tal vez al nombramiento de Imhotep para el puesto de canciller? —¿Tendré que satisfacer sus exigencias si reclama la ayuda de la Casa de la Reina? —Sin dudarlo, Redyit. Estoy vinculada a la Gran Obra del rey, que modificará profundamente la economía de las Dos Tierras. Es una empresa difícil, audaz incluso, lo reconozco. Sin embargo, la Casa de la Reina participará sin restricciones en ello. Redyit hizo una nueva inclinación. —¿Tienes tal vez alguna reticencia que manifestar? —Sólo preocupación, majestad, una profunda preocupación que comparten los demás miembros del gran consejo. ¿Llevará Imhotep hasta el final este colosal proyecto? —El rey y yo lo hemos decidido así. ¿Dudas tal vez de nuestra elección? —¡Por supuesto que no, majestad! Me pregunto si existe un arquitecto capaz de lograrlo, y si el equilibrio de las Dos Tierras quedará trastocado. Perdonad mi franqueza, pero me expreso como gestora. —Te lo agradezco, Redyit. Somos conscientes de los riesgos, no estamos seguros de conseguirlo y, sin embargo, vamos a probar suerte. De ello depende el porvenir de las dinastías futuras. ¿Deseas quedarte al margen? —No, majestad. Asumiré mi responsabilidad.

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S iguiendo las recomendaciones de Imhotep, los miembros del gran consejo habían evitado ponerse ropa costosa y se habían aplicado pomadas contra el sol y los insectos. Viento del Norte había aceptado llevar los odres llenos de agua fresca y se había resuelto, desde el embarcadero, a guiar al pequeño grupo hacia la cantera de piedra caliza de Tura, en la orilla oriental del Nilo, al sur de Menfis, no lejos de la capital. En ese día de descanso, el lugar estaba desierto y silencioso. Imhotep condujo a los dignatarios al pie de una pared iluminada por un sol potente. Transformada en luz, la blancura de la piedra caliza los deslumbró. El maestro de obras invitó a sus huéspedes a sentarse en unos bloques recientemente tallados. Sin aliento, Anjy vació un odre. Con el pelo suelto, semejante a una pequeña salvaje, la princesa Redyit parecía divertirse con aquella experiencia inédita, a diferencia de los ministros Baten y Ajeta, que ocultaban mal su irritación. —Contrataré a cientos de hombres y los dividiré en distintas cuadrillas, según sus habilidades —anunció Imhotep—. Del simple trabajador a destajo al picapedrero, participarán en la creación de la Gran Obra de Faraón. Esta cantera y otros lugares serán explotados metódicamente con el fin de proporcionar el número suficiente de piedras cuya calidad venza al tiempo. Me harán falta barcos de transporte, trineos, herramientas, ropas y los productos indispensables para el bienestar de los artesanos. Ésa es la razón por la que necesito la ayuda de todo el gobierno. La modestia del tono les sorprendió. A pesar de la amplitud de sus poderes, el maestro de obras no se comportaba como un tirano. —Tenéis la de la Casa de la Reina —declaró Redyit—. El desarrollo de los telares asegurará la producción de ropa. —Velaré personalmente por el abastecimiento de agua, de cerveza y de vino en las canteras —prometió Anjy—. Además, pondré a vuestra disposición a los ritualistas que sacralizarán diariamente las obras y los transportes. Baten, el ministro de Finanzas, se puso en pie. —Vivimos un momento excepcional —consideró—. Esta empresa transformará al país, y tenemos la suerte de ser llamados a colaborar en ello. Creía haber conocido todas las dichas, ¡pero ésta no puede sino despertar entusiasmo! Las Casas del Oro y de la Plata están

a vuestra disposición, maestro de obras, y su personal realizará los esfuerzos indispensables. Con sus ojos negros y severos mirando fijamente a la lejanía, el ministro de Agricultura Ajeta se expresó de manera glacial. —Quizá sea el momento de recobrar la razón. Nuestro país es próspero, nuestro rey venerado, el día a día de la gente humilde no deja de mejorar... ¿Por qué ceder a semejante locura, que sin duda nos conducirá al desastre? Ajeta acababa de dar pie a su destitución. Imhotep se veía obligado a relegarlo de sus funciones. —Faraón no destruye, sino que construye —recordó el maestro de obras—. Al convertirse en el que abre la piedra, al utilizarla como material de eternidad, da nuevos cimientos a las Dos Tierras. Serás mi mano derecha, Ajeta, y te encargo el conjunto de los transportes. Las obras no deberán carecer en ningún momento de lo necesario. Supervisarás de igual modo el trabajo de los talleres y me avisarás al más mínimo problema. El gran vidente y el ministro se desafiaron con la mirada. —Acepto la misión. Imhotep acarició un bloque. —Al revelarnos sus secretos, la piedra encarnará lo invisible y transmitirá la luz. Juntos, la haremos nacer.

Un viento del este barría el inmenso emplazamiento de Saqqara. Precedidos por Viento del Norte y por el perro Geb, Zoser e Imhotep avanzaban en dirección a las tumbas reales de la primera dinastía. A la luz de la meseta que dominaba el palmeral de Menfis, una docena de grandes tumbas de adobe conservaban el mensaje de los ancestros. Dispuestas sobre un zócalo que rodeaba la sepultura del rey Serpiente, más de trescientas cabezas de toro, obra de los primeros escultores, encarnaban el poder inmortal del Ka. —¿Has convencido a los miembros del gran consejo? —Así lo espero, majestad. —Gran cantidad de altos funcionarios siguen mostrándose incrédulos, hostiles incluso. Obtener su obediencia y, sobre todo, su adhesión, no será fácil. Y serás objeto de mil envidias. —Estoy acostumbrado desde mi infancia.

—La pasada noche ha sido angustiosa. De madrugada, me invadió la duda: ¿realmente crees que eres capaz de realizar este gigantesco proyecto? —Tengo el deseo de serlo, y eso engendrará capacidades que no imaginamos. La Gran Obra de su majestad me pondrá sobre el camino correcto. —¿La organización de la obra no supera nuestras posibilidades? —Con mucho, majestad. Mi mano derecha, Ajeta, no cree ni por un instante en nuestro éxito, y comparto sus innumerables objeciones. —En ese caso, ¿me aconsejas que renuncie? Imhotep contempló el desierto. —No pensemos en función de las construcciones anteriores. Primero tendré que levantar una pequeña ciudad para albergar a los artesanos y a sus familias y depararles unas condiciones de vida agradables. Trabajar en la construcción de vuestro dominio de eternidad será un orgullo y les procurará un auténtico desahogo. Los administradores se pondrán a su servicio con el que fin de que no carezcan de nada. Según el ministro de Finanzas, nuestros recursos nos lo permiten. —Queda una duda —precisó el faraón—: la elección definitiva del emplazamiento. —Les corresponde a los dioses indicárnoslo. Si aprueban vuestro proyecto, hablarán. Viento del Norte se puso en marcha, y Geb se fue junto a él. Ambos los siguieron. De repente, el viento cesó y la intensidad del sol se hizo casi insoportable. Sirviéndose del odre que llevaba en bandolera, Imhotep hizo beber a los animales, luego le ofreció agua al monarca. El maestro de obras se conformó con un trago. —El fuego del dios Set no facilitará nuestra tarea —constató—. No obstante, gracias a él, la materia se purifica y la piedra no se deteriora. La arena crujía bajo las pezuñas, las patas y los pies. El asno y el perro continuaban avanzando, como si deseasen alcanzar un objetivo concreto. Sin aliento, el rey y el arquitecto se mostraban a la altura de sus guías. De pronto, surgiendo de la luz, un halcón bajó en picado hacia ellos, desplegó las alas, los sobrevoló y se posó a lo lejos. Luego apareció un gran ibis que se colocó sobre mi montículo, a una gran distancia del halcón, exactamente en el lado opuesto.

—Esto era lo que estaba esperando —reveló Imhotep—, los dioses han fijado los límites del territorio sagrado. Os corresponde consagrarlo, majestad. Las miradas del faraón y del maestro de obras se unieron para ahuyentar a las fuerzas hostiles del área delimitada por el cielo. Al pronunciar las palabras de poder, Zoser juntó mágicamente los rayos de luz que presidirían la construcción del edificio. Del océano de energía que rodeaba la Tierra, sacó a la luz la regla de la que se serviría Imhotep, esa Regla de Maat a la que el propio Faraón estaba sometido. Una energía de una increíble intensidad llenó el corazón de los participantes de aquel rito secreto. Las mordeduras del sol se transformaron en fuentes de alegría, y la veneración del monarca por la diosa del universo convirtió la aridez del desierto en paraíso. El gran vidente percibió la extensión de la obra, más allá de los innumerables obstáculos por superar. Allí nacería un mundo nuevo. Geb se puso a excavar en la arena. Al apartar un trozo de piedra caliza de forma triangular, desenterró un mazo de madera y un cincel de cobre. —Feliz presagio —juzgó el gran vidente mientras acariciaba al explorador, que estaba encantado con su hazaña.

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B aten odiaba que lo interrumpieran durante el desayuno. A la leche fresca y a los cereales añadía con mucho gusto cecina de carne y una copa de vino licoroso que le daban la energía necesaria para hacer frente a una jornada agotadora. Mientras comía con ganas, consultaba los expedientes que tendría que abordar. —Un visitante desea verte urgentemente —lo previno su esposa. —Mándalo a mi despacho. —Se trata de tu colega Ajeta, y parece muy irritado. Baten suspiró. —Bueno, ¡que entre! El ministro de Agricultura tenía los ojos todavía más negros que de costumbre y el rostro más anguloso. —¿Deseas probar alguna exquisitez? —preguntó Baten. —La lectura de este documento te quitará el apetito. Ajeta desenrolló un papiro en el que figuraban un plano y unos comentarios. Al leerlo, Baten se atragantó. —¿Qué es esta locura? —Como ves, el plano del maestro de obras Imhotep del dominio de eternidad de Zoser. —Quince hectáreas... ¡Menuda aberración! —Yo no he dicho nada. —Imhotep ha perdido la cabeza. Este proyecto insensato nunca verá la luz. ¿Se lo has transmitido a los demás miembros del gran consejo? —Su opinión es unánime: hay que alertar al faraón y convencerlo de que su

arquitecto se ha vuelto loco.

El gran consejo estaba reunido en presencia de la pareja real, que había accedido a la petición apremiante del ministro Ajeta, portavoz de sus colegas. El canciller Imhotep se percató de los efectos físicos de la profunda inquietud causada por su plano. Una leve arruga alteraba el bonito rostro de la princesa Redyit, que se vería obligada a recurrir a los eficaces ungüentos del laboratorio de la Casa de la Reina. La cabeza de Baten había perdido pelo, y su aumento de peso no pasaba desapercibido. A Ajeta, con rostro impenetrable, lo animaba una hostilidad perceptible que apenas dominaba. Parecía un depredador a punto de abalanzarse sobre su presa. El comportamiento del chambelán Anjy no tenía nada de jovial. Visiblemente irritado, se revolvía en su asiento. Imhotep, consciente de la gravedad del momento, parecía imperturbable. —¿Por qué se ha reclamado esta reunión? —preguntó el rey. —Majestad, hemos tenido conocimiento del plano trazado por Imhotep y de su programa de construcción —declaró el ministro de Agricultura—. Por unanimidad, lo juzgamos descabellado e inaceptable. —¿No habíais dado vuestra palabra de servir fielmente al maestro de obras de Faraón? —les recordó la reina. —En efecto —reconoció Ajeta—, ¡pero no nos imaginábamos semejante absurdo! —La palabra dada no se retira. Es una de las bases inmutables de nuestra civilización. —Hemos sido engañados —intervino Baten—. Nuestra economía y nuestras finanzas son incapaces de soportar ese proyecto de tamaño delirante. Si nos lanzamos a esa aventura, el Estado se desmoronará. —Todos nuestros esfuerzos se verán reducidos a la nada —confirmó la princesa Redyit—. Ni la Casa de la Reina ni la del Rey sobrevivirían al desastre. Lamento constatar que el maestro de obras ha perdido el sentido de la mesura. —¡Ni un solo dominio de eternidad alcanza la centésima parte de la monstruosidad concebida por Imhotep! —exclamó Anjy—. Estamos decididos a construir una tumba

espléndida a gloria de Faraón, ¡pero no a esta locura, que debe seguir siendo sólo una pesadilla! —¿Tenéis argumentos distintos de éstos? —interrogó el rey. Los miembros del consejo se consultaron con la mirada. —Os olvidáis de un hecho capital —les espetó Zoser—: son los dioses quienes han fijado los límites de ese dominio. Yo he sido testigo de ello y he atado las fuerzas creadoras con el fin de sacralizar el terreno. La declaración del faraón causó el mismo efecto que un trueno. La princesa Redyit bajó la mirada, Ajeta tragó saliva, Anjy se quedó paralizado. Baten era el único que no se rendía. —¡Nada más lejos de mi intención que poner en tela de juicio la decisión de los dioses! Sin embargo, majestad, conocéis mi probidad y mi rigurosidad, por lo que no puedo callarme: insisto en el carácter insensato de esta empresa y en los riesgos que hará correr a vuestro reinado. La reina se volvió hacia el canciller. —¿Qué piensa de ello Imhotep? —El gran consejo tiene razón, majestad. El proyecto dictado por los dioses rebasa los límites de lo razonable y de lo posible. No obstante, no tenemos derecho de sustituirlo por nuestra mediocridad humana. Mis preferencias personales no poseen ningún valor, y ejecutaré lo mejor posible la decisión de Faraón. Debidamente meditada con el fin de servir al país, la palabra real poseía la fuerza de una ley y tenía en cuenta las opiniones del gran consejo. —Faraón recibe la vida de Maat, la regla del universo —declaró Zoser—. No le pertenece, debe mantenerla y hacer que prospere, sin olvidar restituirle la obra realizada a su Amo celestial. Es bajo forma de luz como el espíritu creador se manifiesta fuera del océano de energía que nos rodea, es esa luz que guía nuestro pensamiento a través de las apariciones divinas. El halcón de Horus y el ibis de Thot han fijado los límites del territorio sagrado sobre el que se elevarán mis monumentos para la eternidad en honor al Creador. Que el maestro de obras se ponga a trabajar hoy mismo.

Imhotep volvió a Saqqara en compañía del asno y del perro, los otros dos testigos de la voluntad divina. Estos se detuvieron exactamente en los lugares que habían indicado los mensajeros de lo invisible, y el arquitecto clavó allí dos estacas, primera materialización de

la Gran Obra. Los miembros del gran consejo, obligados a obedecer, no habían manifestado el más mínimo entusiasmo. Imhotep contaba con incesantes recriminaciones y sutiles maniobras de obstrucción. Pero ¿acaso la hostilidad de los principales personajes del Estado no sería un obstáculo insalvable? ¿No estaba perdido de antemano ese conflicto soterrado? En efecto, el maestro de obras se beneficiaba del apoyo del Faraón, pero si las obras se estancaban, ¿no se cansaría el monarca de ellas? Se sentó; Viento del Norte y Geb lo flanquearon y se acuclillaron. Esos dos compañeros no lo traicionarían jamás. Y el perro del rey sabría convencer a su amo para que perseverara. Al acariciarlos y contemplar el desierto, Imhotep tomó conciencia de la enormidad de su tarea. Evidentemente, los dioses no se preocupaban por las perspectivas humanas. Lo que exigían parecía irrealizable, y la voluntad más inflexible se quebraría al pie de esa inmensidad. Entre el plano y la orden real, el maestro de obras era una minúscula criatura que soportaba una carga demasiado pesada y destinada al fracaso. ¿No sería sabio entregar su dimisión y regresar al taller de los hacedores de vasijas? Zoser elegiría a un nuevo arquitecto, apreciado por el gran consejo, y tal vez rebajaría sus ambiciones. El sol se puso y se levantó una brisa. Imhotep se confió a la noche del desierto, a la espera de su respuesta.

La Sombra Roja no infravaloraba el peligro, pero esa empresa inaudita tenía pocas oportunidades de saldarse con éxito. Embriagado por su ascenso y sus títulos, Imhotep perdía la cabeza y tenía sueños de grandeza. En cuanto a Zoser, exigía de las Dos Tierras lo que eran incapaces de darle, y escindía su país al imponerle esfuerzos desmesurados. Esas agradables certezas no excluían la prudencia. Gracias a sus poderes oficiales, la Sombra Roja pondría trabas a las iniciativas del maestro de obras, y no sería la única en contrariar los designios de Imhotep de mil y una maneras. Zoser no lograría edificar un monumento de piedra para la eternidad capaz de repeler a las fuerzas del mal y de preservar la luz de los orígenes en la Tierra. Este mundo pertenecía a los humanos, no a los dioses, y les correspondía a seres como la Sombra Roja gobernarlo y sacar provecho de ello, aunque fuese al precio de la violencia. En el transcurso de la noche, la Sombra Roja se recargó de energía mientras merodeaba por el desierto. No tenía miedo de las serpientes al acecho, y sabía captar la fuerza de los demonios. Tras percibir una presencia insólita, vio a Imhotep meditando. ¡Qué buena ocasión para desembarazarse del maestro de obras, antes, incluso, de que empezara su trabajo! Desgraciadamente, estaba rodeado por una muralla protectora que formaban el asno y el perro, capaces de sentir la proximidad de un enemigo y luchar con él. ¡Y ese maldito arquitecto probablemente estaba provisto de amuletos eficaces! Reducirlo a

la nada no sería fácil. A fuerza de desengaños y de obstáculos insuperables, se consumiría por dentro y su principal apoyo, el faraón Zoser, se convertiría en su peor adversario.

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D espués de haber tenido un momento de recogimiento en la capilla de la morada de eternidad de sus padres, a quienes les había pedido su protección, Imhotep se dirigió a las obras. Al final de su meditación nocturna, las dudas se habían disipado. En efecto, las posibilidades de éxito rozaban la nada, pero no tenía elección. Dimitir significaría renegar de su palabra y traicionar al rey. Al ir más allá de sus fuerzas, el maestro de obras descubriría un territorio desconocido y trataría de sobrevivir en él. Saqqara dominaba los palmerales que rodeaban la capital, Menfis. Desde la meseta desértica se podía admirar el nacimiento del Delta, que se abría hacia el norte, y el del valle del Nilo, que se encaminaba hacia el sur. La inmensidad de esa vista sublime reforzó la determinación del arquitecto y aumentó la amplitud de su mirada. Con la cabeza cubierta por un gorro de tela clara, un amuleto que representaba un nivel y unos brazaletes protectores en las muñecas, Imhotep saludó a los primeros artesanos reclutados a través de todo Egipto. El contrato estaba claro: pasarían varios años allí con sus familias y percibirían un excelente salario. Alojados, vestidos y alimentados a cuenta del Estado, se beneficiarían de dos días de descanso tras ocho días de trabajo, sin olvidarse de las numerosas fiestas que marcaban el ritmo del año. Ajeta, convertido en el brazo derecho de Imhotep, había exigido numerosas competencias y eliminado a docenas de candidatos. En un tiempo récord, se había habilitado un puerto que comunicaba con las obras, y las condiciones de transporte tanto de hombres como de animales no habían cesado de mejorar. —Primero construiremos la ciudad destinada a acogeros —anunció el maestro de obras—. Una muralla garantizará su seguridad y cada casa dispondrá de una cocina, una despensa y un horno de pan. Unos barcos rápidos os procurarán diariamente lo necesario, es decir, cereales, carne, pescado, verduras, fruta, pasteles, ropa y sandalias de calidad, ungüentos y perfumes. Beberéis agua fresca, vino y cerveza. Se abrirán unos talleres y se os proporcionarán las mejores herramientas. Cualquiera que esté descontento se dirigirá directamente al ministro Ajeta o a mí mismo, pues todos los días estaré presente en la obra. Construiremos juntos la Gran Obra de Faraón con el fin de vincular la Tierra con el cielo y de que satisfaga el corazón de los dioses. Aquí reinará la piedra de la eternidad. Ahora, al trabajo. Conforme a la tradición, se distribuyó a los artesanos en cuadrillas que tenían un lado babor y un lado estribor. Todos apreciaron la precisión de las instrucciones de Imhotep y empezaron a edificar la muralla, las casas, los talleres y los almacenes. El primer edificio acabado fue la residencia del arquitecto, formada por varias habitaciones pequeñas

destinadas a los escribas y a la organización de los papiros. Su despacho, sostenido por pilares, era una habitación rectangular de diez por cinco metros. La primera semana de trabajo fue un claro éxito, y la urbe de los artesanos tomó forma rápidamente. El salario y las condiciones de vida suscitaban su entusiasmo, y los escépticos tuvieron que rendirse a la evidencia: Imhotep mantenía sus promesas. Además, había sido hacedor de vasijas y carpintero, conocía los problemas técnicos y las dificultades con las que tropezaba todo obrero. Lejos de adoptar la actitud despectiva de un alto dignatario pagado de sus poderes, recibía a diario a sus empleados, escuchaba sus quejas y no dudaba en echar una mano en caso necesario. En el transcurso de una cena en la que se bebió de más, los encargados hicieron balance, —Lo nunca oído —afirmó un tipo fornido—. ¡Bien alojados, bien alimentados, bien vestidos y bien curados! Neferet, la jefa del servicio de salud, se ha ocupado ella misma de mi hija, y los medicamentos son gratuitos. Se nos considera parte de la élite del país, y el maestro de obras nos trata con respeto. Se han cumplido cada una de nuestras exigencias legítimas. —Pero los horarios de trabajo son muy estrictos —bufó uno—, y se ha despedido a seis tipos. —¡Un ladrón y cinco holgazanes! —señaló el fornido—. En lugar de Imhotep, no habría dudado. Aquí hay que ganarse el puesto. Y aún diría más: es cosa nuestra expulsar de nuestra ciudad a los zánganos y a los inútiles. Los encargados asintieron. —Imhotep ha hablado del reino de la piedra —recordó el que bufaba—, pero de momento no utilizamos más que ladrillos. Pronto se nos impondrán tareas sobrehumanas y nos arriesgamos a llevarnos una desilusión. —¿No tienes ganas de participar en una obra grandiosa? —Quiero que se respeten mis derechos y que no me pidan lo imposible. —¡Bébete una cerveza fuerte, eso te animará! El remedio se reveló eficaz. Pero el que bufaba siguió pensando lo mismo.

Al lado de Imhotep, la médica en jefe Neferet inspeccionó el puerto, la ciudad de los artesanos, el dispensario recientemente terminado y el despacho del maestro de obras. Las instrucciones de higiene eran respetadas en todas partes, una condición fundamental que permitía evitar gran número de enfermedades. Ningún accidente grave había afligido todavía a los constructores, y el personal médico les resultaba completamente satisfactorio,

comenzando por los masajistas. —Estoy sorprendido —confesó Imhotep—. A pesar de su hostilidad, los miembros del gran consejo respetan las reglas a la perfección y me procuran aquello que necesito. En efecto, mis cuadrillas no han construido más que una ciudad de ladrillos, pero fue erigida rápidamente y de manera excepcional. —Te has ganado así la plena confianza de los artesanos —indicó la joven—, y eso es un tesoro incalculable. No obstante, me pareces preocupado, casi atormentado. Imhotep se llevó a su pareja al lindero del territorio sagrado y le cogió tiernamente la mano. —Me esperan auténticas dificultades, Neferet. Mañana le explicaré al rey cómo pretendo darle forma a este lugar, y no estoy seguro de lograrlo. Bajo nuestros pies se levantará una muralla protectora que delimitará la zona donde construiré los monumentos que aseguren la regeneración de Faraón. Antes de nada, tendré que excavar una fosa profunda [52] con el fin de marcar la edificación del dominio de Zoser. Esa meseta rocosa quedará transformada en unos gigantescos escalones [53] que llevarán a la entrada del reino del Ka. Al sentir la magnitud de su proyecto, Neferet se abrazó al hombre que amaba. En ese instante, compartió la visión del gran vidente.

Mientras se contemplaba en un espejo de cobre pulido, la princesa Redyit sintió un profundo alivio: su primera arruga no era más que un mal recuerdo. El ungüento de las sacerdotisas de Hator había hecho maravillas, la juventud y la belleza de la directora de la Casa de la Reina continuaba triunfando. Mientras Redyit se ponía en las manos expertas de su peluquera, una de sus secretarias le llevó un nuevo pedido de Imhotep: ¡doscientos taparrabos para trabajadores, cien pares de sandalias resistentes y cincuenta túnicas de manga corta! La princesa, irritada, abrevió la sesión de maquillaje y se dirigió a ver a la soberana, que volvía del templo de Hator, donde había presidido un ritual de ofrendas. —¿Algún problema, Redyit? —Majestad, ¡otra petición desorbitada del maestro de obras! ¿Debo obligar a nuestros talleres a dar satisfacción a sus demandas? ¡Pronto no trabajarán más que para él, y las damas nobles se verán obligadas a llevar ropas viejas! —Un bonito esfuerzo en favor de Saqqara, ¿no crees? —Majestad, yo...

—Muéstrate firme, Redyit, y no dejes que nuestros talleres se duerman. Los pedidos del maestro de obras son prioritarios. La princesa hizo una inclinación y se dirigió de inmediato al Ministerio de Finanzas. Baten, que se hallaba en plena conversación con Ajeta, la recibió, sin embargo, al instante. —Imhotep reclama una importante cantidad de ropa y la reina lo apoya —le reveló —. ¿Hasta cuándo durará esta locura? —Puede que esto no sea más que el principio —se lamentó Baten—. El maestro de obras acaba de triplicar sus cuadrillas. —Y de doblar el número de barcos de transporte —añadió Ajeta—. Los astilleros funcionan a pleno rendimiento. Hasta ahora tenía la esperanza de que Imhotep recobrara la cordura, pero su poder no deja de crecer y nada parece frenar su obstinación. —Debemos obedecer a la pareja real —le recordó Baten—. Por desgracia, ¡ese arquitecto la tiene subyugada! Cuando Faraón cobre conciencia del desastre, Egipto estará en ruinas. —La última hazaña sobrepasa el entendimiento —admitió Ajeta—: ¡una gigantesca fosa alrededor del territorio sagrado de Zoser! Los picapedreros han tallado escalones que sólo pueden subir los gigantes. El chambelán Anjy se unió a aquellos tres. —Faraón nos convoca para la celebración de un ritual —anunció sin aliento. —¿En qué templo? —preguntó Baten. —En Saqqara.

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L a Sombra Roja no tenía más que una idea en la cabeza: mancillar el sitio de Saqqara y reducir a la nada la obra de Imhotep antes de que adquiriese demasiada magnitud. La gran ceremonia a la que estaban invitados los principales dignatarios le proporcionaba una excelente ocasión. Como en Abydos, la Sombra Roja sabría aprovechar las circunstancias para golpear de prisa y con fuerza. Evidentemente, Zoser iba a celebrar el nacimiento de su dominio excavando un depósito de fundación donde serían conservados para siempre minerales preciosos, amuletos y ofrendas. A la Sombra Roja le bastaría con añadir la mala suerte, en forma de ojo de coralina rota, envuelta en una tela empapada en sangre impura y cubierta de jeroglíficos retorcidos que maldecían al arquitecto. A partir del día siguiente mismo, le saldrían mal sus proyectos. Una comitiva recogida llegó a la entrada de la inmensa zona sagrada, acondicionada en la esquina suroeste. Un paso permitía cruzar la fosa, pero el faraón y la gran esposa real, seguidos del maestro de obras, se quedaron inmóviles. A un gesto de Imhotep, unos escultores levantaron dos pilares de piedra caliza adornados con serpientes rampantes, leones y chacales, guardianes vigilantes e inflexibles que estaban coronados por el nombre del rey, al que protegían sin falta. —Los profanadores que traten de pasar de esta puerta serán destruidos —proclamó Zoser—. Los seres de piedra cobrarán vida y sus mordeduras les darán muerte. Nadie se tomó la amenaza a la ligera y la Sombra Roja, contrariada, no se esperaba tal abundancia de precauciones. Incluso a buena distancia de los pilares se veía la intensidad de la magia regia nutrida por la ciencia del sumo sacerdote de Heliópolis. Aquellos dos habían formado una barrera indestructible.

La nueva amante de Sagaz era encantadora y muy alegre, por lo que a sus retozos no les faltaban atractivo y sorpresas; al pertenecer a la élite de las tejedoras de la Casa de la Reina, la joven atrevida apreciaba la fogosidad del artesano y su alegría de vivir. Uno y otra sabían disfrutar el momento presente y no hablaban del futuro. Al final de una noche particularmente entretenida, Sagaz soñó que una mano firme lo sacudía y que una voz grave le rogaba que se levantara, aun cuando tuviera tantas ganas

de dormir. Aventurándose a entreabrir los ojos, vio a Imhotep. —¿Eres... eres real? —Te he traído pan recién hecho y leche tibia. Sagaz se pasó una lengua golosa por los labios. Despierto, se vistió con una túnica y condujo al maestro de obras hasta el jardincillo, donde se sentaron a la sombra de un granado. —Necesito tu ayuda —le confesó Imhotep. —¡Cuenta con ella! —Supongo que eres consciente de la importancia de las obras de Saqqara. —En Menfis no se habla de otra cosa. Y nadie te da la más mínima posibilidad de éxito. ¡Prepárate para unas cuantas puñaladas traperas! —Ésa es la razón por la que deseo contratarte. ¿Aceptas convertirte en mis ojos y mis oídos a fin de descubrir las maquinaciones? Sagaz masticó con ganas. —¡Este pan es estupendo! ¿Se come bien en tu ciudad de la pirámide? [54] —He empleado a excelentes cocineros. —Mi tarea actual me satisface por completo, Imhotep, y la que me propones no está exenta de peligros. —Es cierto. —¡Y eso es una magnífica razón para aceptar! En el fondo, empezaba a aburrirme. Una vez más, me haces un gran regalo. —Tu puesto oficial será el de escriba asistente. Actuarás a tu manera, pero no corras demasiados riesgos. —¡Ya me conoces! Eficacia y discreción aseguradas. Y, por lo visto, en la ciudad de los artesanos no faltan mujeres guapas... A alguna le gustará cotillear. Sagaz vació de un trago su tazón de leche.

La pesada barcaza atracó lentamente. Desde el embarcadero, Imhotep vivió con ansiedad cada fase de la maniobra. El capitán, experimentado y paciente, no cometió error alguno. El ritualista en jefe Anjy dio gracias a los dioses y celebró la feliz llegada de los primeros bloques procedentes de la cantera de Tura. [55] —Mi enhorabuena, maestro de obras —dijo Ajeta—. Me había opuesto a este transporte, convencido de que esta embarcación no soportaría un peso así. Has tenido razón en insistir. —He tenido la suerte de recibir las enseñanzas de un viejo carpintero que sabía fabricar cualquier tipo de barco. —Este éxito me sorprende y me da ánimos —confesó el ministro—. Dado que somos capaces de transportar tanto material en tan poco tiempo, tu sueño quizá no sea irrealizable. —¿La piedra aceptará la mano del hombre? ¿Lograremos erguirla hacia el cielo? Ajeta pareció asombrado. —¿Acaso tú mismo tienes dudas, Imhotep? —De mí mismo, de forma permanente. De la Obra, nunca. El arquitecto dirigió la descarga. Los bloques se colocaron en trineos de madera y luego se transportaron por un camino troncos. Imhotep grabó las marcas que permitían el montaje y las cuadrillas lo vieron asignar signos específicos con el fin de evitar toda confusión. En manos de cada encargado, Imhotep dejó un croquis detallado que incluía cotas y medidas [56] que se correspondían con un trabajo preciso. Ni una sola piedra escapó a su vigilancia. Al anochecer, Zoser recorrió la obra. La prominente estatura del rey destacaba por encima de las hileras de bloques impecablemente colocados. —Mañana comenzaremos la construcción del muro del recinto —anunció el maestro de obras. —Estará provisto de una única abertura, destinada al paso del Ka real —decretó el soberano—, y estará formado por una alternancia de plenitud y de vacío para simbolizar el inalterable movimiento de la energía, creadora de vida. Desde el exterior no se verá más que una fachada de palacio. ¿Hay alguna dificultad mayor, canciller? —Todavía no, majestad. —¿Tal vez presientes algún revés?

—¿Acaso no son inevitables? He tomado precauciones, pero probablemente sean insuficientes. Zoser acarició lentamente un bloque de piedra caliza. —La piedra preserva el secreto de la vida, y trataremos de glorificarla sin traicionarla. Conseguirlo sería vencer el tiempo y la degradación, por lo que el mal no se quedará de brazos cruzados.

Tiñoso atrapó la mariposa de diez colores y la aplastó con delicia. Reducido a la condición de mozo de granja, al ex fabricante de vasijas de piedra dura le gustaba utilizar sus pulgares cuadrados para destruir a los insectos, estrangular gatitos y cachorros. Convencido de que no lograría salir de aquel pudridero, Tiñoso había decidido matar al dueño de la propiedad agrícola, a su esposa y a sus hijos y luego quemar la casa. Mientras afilaba la hoja de su cuchillo, sintió una quemadura en la espalda. Blandiendo su arma, se volvió. Frente a él, la Sombra Roja, vestida con una capa y con una máscara en la cara. —¡Me abandonasteis! —vomitó Tiñoso—. ¡Y vuestras promesas no eran más que mentiras! —Había que ponerte a prueba, amigo mío. Se acerca el momento de tu revancha. —¡No os necesito! ¡Ya me las apañaré yo solo! —No estás en situación de desobedecerme. Tiñoso trató de abalanzarse sobre la Sombra Roja y apuñalarla, pero un obstáculo invisible le hizo dar un traspié, cayó cuan largo era, y una llama lamió su mano derecha. —¿Eres mi fiel servidor? —Sí, ¡a vuestras órdenes! La llama se apagó. —Serás contratado como encargado en Saqqara, en la inmensa obra de tu enemigo jurado, Imhotep. Te proporcionaré aliados y asestarás graves golpes al arquitecto. Tú serás quien lo destruya. ¿No te resulta satisfactorio ese proyecto? El odio llenó el rostro de Tiñoso.

—Antes de nada, tengo que modificar tu físico. Si Imhotep te reconociera, fracasaríamos. Un poco de valor, amigo mío, y tu venganza será más que deliciosa. El rostro de Tiñoso se deformó, sus carnes chisporrotearon. Indiferente a los gritos de su criatura, la Sombra Roja pulió el trabajo.

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E l libio Tanú se tocó la cicatriz del cuello, marca de la Sombra Roja. Al frente de una veintena de guerreros fieles, se dirigía hacia el campamento del jefe de clan más viejo, que se negaba a una federación de tribus. No obstante, era la única solución para reunir unas tropas capaces de vencer al ejército del faraón e invadir Egipto. Gracias al oro de la Sombra Roja, Tanú había comprado a una gran cantidad de jefecillos, pero le faltaba el Viejo. Sin su consentimiento, los mejores combatientes no se pondrían bajo su mando. Era necesaria una cumbre. Tanú llevaba una fortuna a la que su interlocutor no sería insensible. Si se mantenía al margen y lo reconocía como comandante supremo de las fuerzas libias, Tanú le garantizaría al viejo la dicha futura. Si el cabezota persistía en rechazar su oferta, firmaría su sentencia de muerte. El encuentro había sido fijado para la puesta de sol, en el centro de una llanura desértica rodeada de montículos infestados de escorpiones y serpientes. Tanú vio la tienda colorida del Viejo. Dos hombres armados vigilaban la entrada, unos asnos estaban masticando heno. —Esto no me gusta —juzgó Baboso, mano derecha de Tanú. —¿Qué es lo que te preocupa? —El Viejo es desconfiado. Habitualmente está protegido por su buena treintena de arqueros y no se instala en terreno abierto. —¿Acaso estás pensando en... una emboscada? —El Viejo ha eliminado a todos sus adversarios. Salvo a ti. —¡Lo haré rico! —No le falta de nada y quiere conservar el poder. Tú te estás volviendo molesto. Y yo digo que esto me huele mal. Tanú, de naturaleza impulsivo, odiaba los consejos. A pesar de su brutalidad, Baboso había conservado su instinto de cazador. Y esa vez temía ser la presa.

—Antes de avanzar al descubierto, dividámonos en dos grupos e inspeccionemos los montículos. Baboso asintió, satisfecho. Y le correspondió el privilegio de descubrir a varios arqueros emboscados a quienes cogió de improviso con la vivacidad de una cobra. Su enorme puñal se clavó en las nucas y hurgó en las carnes. Entre burlas, Baboso despojó a los cadáveres. El grupo mandado por Tanú eliminó un segundo nido de víboras. Ya sólo quedaba la tienda colorida. —Seguramente el Viejo no se encuentre allí —predijo Baboso—. En el interior debe de haber una buena cantidad de canallas listos para acabar con nosotros. Me gustaría asarlos. Tanú no le negó ese pequeño placer a su mano derecha. Con espumarajos en los labios, Baboso dirigió un asalto de una inusitada brutalidad, y los gritos de angustia de los torturados, amontonados sobre una hoguera, calmaron los nervios del jefe libio. ¿Cómo había osado engañarlo así el Viejo? Se había declarado una guerra a muerte entre ellos, una lucha de resultado incierto... El astuto anciano disponía de numerosos partidarios, y la nueva coalición carecía de la solidez necesaria. Mientras los vencedores repartían el botín y se emborrachaban, Tanú se llevó a Baboso aparte. —Los lingotes de oro destinados al Viejo nos pertenecen —constató—. En lugar de lanzarnos a una aventura peligrosa, tal vez podríamos retirarnos y vivir tranquilamente. —¿No quieres tomar las riendas de un ejército libio y devastar Egipto? —No me disgustaría, pero ¿por qué correr tantos riesgos? ¡Gocemos de esta fortuna inesperada! —¿Seguiremos saqueando caravanas y violando a mujeres de todos modos? —De vez en cuando. —En ese caso, te sigo. Tanú entreabrió el saco que contenía pequeños lingotes. Justo en el momento en que los tocaba, su cicatriz del cuello supuró y una quemadura atroz le desgarró el cuerpo, de la cabeza a los pies. Obligado a soltar su tesoro, Tanú se arrodilló. A lo lejos, mientras llegaba el crepúsculo, la Sombra Roja corrió de duna en duna. Jamás se libraría de su influencia.

—Está todo ahí, señor —afirmó Tanú al abrir el gran saco—. ¡Yo renuncio! Es imposible comprar al Viejo y federar a unos clanes que prefieren matarse entre sí en vez de destruir Egipto. A pesar de la penumbra que reinaba en el interior de la granja abandonada en la frontera del Delta, la máscara de la Sombra Roja brillaba con una luz inquietante. —Un comportamiento lamentable, amigo mío. ¿Acaso has tratado de robarme y de huir? —¡Liberadme, os lo suplico! Soy incapaz de satisfacer vuestros deseos. —Al contrario, sacaremos una buena lección de este incidente. Tu último adversario, ese anciano obstinado, aprecia tanto el poder como la riqueza. ¿Tiene hijos? —Una docena. Aunque sólo importa uno: su hijo mayor, que lo sucederá. —Sin duda se comportará de manera menos estúpida. —¡Se somete ciegamente a su padre! —Ese personaje inoportuno debe desaparecer. —Pero ¿cómo puedo acercarme a él? ¡Su guardia lo protege día y noche! La voz deformada de la Sombra Roja se volvió amenazante. —Accedo a olvidarme de tu miserable tentativa de robo, amigo mío, a condición de que cumplas con tu misión: eliminar al Viejo, comprar a su hijo mayor, federar a las tribus libias y tomar el mando de éstas para aniquilar al ejército de Zoser. Entonces, obtendrás dinero y poder. Si me obedeces, no te arrepentirás. —¿Y... si fracaso? —Ni sueñes con hacerlo. Después de la partida de la Sombra Roja, el libio sollozó. Luego lo invadió la rabia: ¡el auténtico responsable de sus desgracias era el faraón! Si lo aplastaba pisándolo con su sandalia, se quitaría de encima la maldición.

La organización de la obra daba tantos problemas que, aquella noche, Imhotep había decidido no regresar a su mansión oficial y dormir en su despacho de Saqqara. Si la avisaba

por mensajero, Neferet comprendería la situación. En esos últimos días, la disciplina se había relajado, y la entrega de bloques de piedra caliza había sufrido fastidiosos retrasos. A pesar de las muestras de buena fe de Ajeta, encargado de velar por la calidad del transporte, el maestro de obras percibía su falta de entusiasmo: se contentaba con aplicar las instrucciones al pie de la letra, sin tomar la más mínima iniciativa. Imhotep se veía obligado a reorganizar las cuadrillas con el fin de evitar toda confusión y ver avanzar el trabajo en varios lugares del emplazamiento al mismo tiempo. Preocupado, se despertó antes del amanecer y empezó a redactar sus nuevas instrucciones. De repente, el arquitecto sintió el deseo de contemplar la zona sagrada. El oriente enrojecía. Pronto, las tinieblas serían vencidas y la luz proclamaría su victoria gracias al ritual que celebraba Faraón. A lo lejos, una silueta. ¿Quién osaba aventurarse en aquel lugar? El primer rayo de sol iluminó al intruso, e Imhotep reconoció a Zoser. Con paso lento, se reunió con el soberano, que meditaba frente al milagro de un nuevo nacimiento. —He pronunciado aquí las fórmulas de creación, pues es el lugar donde levantarás mi pirámide —le reveló el rey—. Y he venido a anunciarte que te autorizo a edificar tu propia morada de eternidad. Te asigno a una cuadrilla de artesanos y de ritualistas encargados de honrar tu Ka más allá de tu existencia terrestre. Sólo los seres que recibían ese regalo real se convertían en venerables, [57] pues participaban del poder luminoso de Faraón. Imhotep, emocionado, fue incapaz de expresar su gratitud. —Permaneceremos cerca el uno del otro para siempre —añadió el monarca.

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-¿C uál es tu nombre? —le preguntó el supervisor a Tiñoso. —Botín. —¿Tu edad? —Treinta años. —¿Estás casado? —Soltero. —¿Oficio? —Peón agrícola. El supervisor observó al hombre atentamente. Buena cabellera, cabeza cuadrada, cejas anchas y enmarañadas, torso amplio y musculoso, manos gruesas con unos curiosos pulgares cuadrados y unas piernas que parecían postes. Ese tipo fornido estaba destinado a la obra de Saqqara. —Te contrato. El intendente en jefe te asignará un alojamiento y recibirás tu primera paga después de ocho días de trabajo. Te lo advierto: aquí no se bromea con la disciplina ni con los horarios. Si actúas a tu antojo, despido inmediato. Tiñoso asintió con la cabeza. El supervisor le indicó el camino que debía seguir para dirigirse al despacho al aire libre del intendente, una auténtica colmena donde numerosos escribas repartían las tareas según las instrucciones de Imhotep. Cerca de la entrada, un artesano hablaba con un encargado. Tiñoso estuvo a punto de batirse en retirada. Aquel técnico era uno de sus colegas en el taller de fabricantes de vasijas. Si lo reconocía, acabaría en prisión. Pero ¿huir no llamaría su atención? Lo detendrían, la policía lo interrogaría. Sin saber qué hacer, Tiñoso continuó avanzando. —Vaya, ¡uno nuevo! —exclamó el hacedor de vasijas—. ¿Acaban de contratarte? —Así es.

—La comida y la paga son buenas, ya lo verás, ¡pero hay que espabilarse! ¡Ánimo, muchacho! Su colega no lo había reconocido. Así pues, la transformación del rostro llevada a cabo por la Sombra Roja a costa de un terrible sufrimiento se revelaba eficaz. Relajado, Tiñoso vio cómo le asignaban una casita que tenía sala de estar, dormitorio, despensa, cocina y escusado. Sus vecinos lo saludaron calurosamente y lo invitaron a una cerveza a modo de bienvenida. Atrás quedaban la cicatriz en la frente, las modificaciones de los ojos, de los labios y de la barbilla. El nuevo rostro de Tiñoso no era mucho más agradable que el anterior, pero le permitía al artesano Botín cumplir con su misión erosiva sin ser identificado. Un único sentimiento lo animaba: el odio hacia el maestro de obras Imhotep. Este último lo había curado y no podía hacerle ningún reproche, pero era el maestro de obras, el hombre que quería construir un edificio único que destacara el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Su mera existencia ponía de manifiesto la mediocridad de Tiñoso, su esterilidad y su pobreza de espíritu. Ésa era la razón por la que Imhotep debía fracasar y desaparecer. Desde ese momento, su antiguo compañero consagraría cada segundo de su existencia a destruirlo. Introducido en el lugar y con el apoyo de la Sombra Roja a su disposición, comenzaría a hacer daño de manera mínima y discreta. A medida que avanzara, actuaría de forma más contundente. Debía aprender a ser paciente.

Cuando el gran recinto estuviera acabado alcanzaría una altura de una decena de metros, y doscientos once bastiones de una anchura media de tres metros le darían una cadencia. Tendría varias puertas herméticamente cerradas y una sola entrada eternamente abierta para el Ka real. Los albañiles dejaban completamente satisfecho al maestro de obras, pero los problemas se acumulaban por culpa de pequeños fallos. La princesa Redyit había proporcionado unas sandalias de mala calidad y túnicas mal cosidas. Ciertos ungüentos procedentes de los servicios de Baten, el ministro de Finanzas, no eran más que subproductos sin eficacia. El responsable de los graneros de la ciudad de los artesanos había rechazado sacos de cereales mohosos que expedían los depósitos de Ajeta, ministro de Agricultura. Y el chambelán Anjy se olvidaba de enviar ritualistas que se encargaran de proteger mágicamente las diversas partes del emplazamiento. El descontento crecía, pero Imhotep todavía lograba aplacarlo. Se anunciaba una intervención dura, aunque necesaria. Evidentemente, los miembros del gran consejo desaprobaban la visión del arquitecto y trataban de poner trabas a la buena marcha del trabajo para hacer que Zoser se rindiera a la evidencia. Si estuviera en peligro la prosperidad de las Dos Tierras, ¿no cedería el rey a las presiones de los altos funcionarios? Sagaz irrumpió en el despacho del maestro de obras. —Ven de prisa, ¡un picapedrero ha perdido la cabeza! Trata de dañar el muro del

recinto, y nadie se atreve a intervenir. Ése era el resultado de la negligencia del ritualista en jefe Anjy. A la más mínima ocasión, las fuerzas de las tinieblas atacaban la obra, y su frágil equilibrio se encontraba amenazado. Imhotep corrió hasta el lugar del drama. Armado con un pico, un cuarentón de mirada enloquecida se ensañaba con uno de los bastiones recientemente terminados. Golpeaba con violencia al tiempo que gritaba palabras incomprensibles. El maestro de obras apartó a los artesanos, que asistían a la escena manteniéndose a una buena distancia. —¿A qué viene tanta ira? —le preguntó. El trastornado se quedó inmóvil y se volvió lentamente. —Si has sido víctima de una injusticia, será reparada. Exponme tus quejas. El tipo pareció calmarse. Con la mirada al suelo, avanzó dos pasos. De repente blandió su pico y, lanzando un grito de rabia, agredió al arquitecto. Con la mano izquierda, Imhotep atrapó la muñeca del obrero y, con el puño derecho, le golpeó en el vientre. El hombre soltó la herramienta y se dobló en dos. Vencido, retrocedió. —Explícate —le exigió el maestro de obras. Recobrando el vigor, el trastornado trató de recoger el pico. Esta vez lo controlaron dos albañiles. —¡Es la enfermedad verde! —exclamó uno de ellos—. ¡Un demonio ha poseído a este loco! —Tumbadlo —ordenó Imhotep. Examinó a su agresor y constató que el pecho, los brazos y la boca del estómago padecían efectivamente un mal perverso. Un soplo mórbido, nacido de la animosidad de un muerto hostil, había entrado por la boca del desgraciado y debilitaba su organismo. El primer remedio indispensable era el magnetismo. Imhotep puso la mano sobre el plexo solar del paciente y la mantuvo extendida largo rato. La mirada demente del obrero volvió a la normalidad. —¿Dónde estoy...? ¿Qué me ha ocurrido? —Lo peor ya ha pasado —afirmó el sanador—. La mala muerte ha dejado tu interior, y recuperarás tu equilibrio gracias a un reconstituyente.

El tipo se palpó el brazo. —Ya no me duele... Antes de perder la conciencia, ¡era insoportable! Me habéis... ¡me habéis salvado! Tiñoso se mordió los labios de rabia. Perdido en medio de una multitud de artesanos, había tenido la esperanza de que el trastornado hiriese gravemente a Imhotep. El valor y los dones terapéuticos del maestro de obras acrecentaron su popularidad, y los cuentacuentos no dejaron de transformarlo en un héroe de leyenda. ¡Y ese incidente reforzaba su autoridad! ¿Cómo no tener confianza en un jefe de tal envergadura? Tiñoso se acercó a él. —Gracias por haber curado a nuestro compañero, maestro de obras. —Os necesito a todos y os ayudaré lo mejor que pueda. —¿Volverá al trabajo? —Tras una semana de descanso estará trabajando. Tiñoso hizo una inclinación, sus colegas lo imitaron. Así que su nueva apariencia era un auténtico éxito... Imhotep no lo había identificado cara a cara, y no imaginaba que un enemigo decidido echaría a perder su obra desde dentro.

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D esbordado de trabajo, el chambelán Anjy tenía que organizar para esa misma noche un gran banquete que ofrecía la Casa del Rey. Las tinajas de vino añejo no habían llegado, el mejor cocinero de palacio padecía una bronquitis, ¡y la cantidad de carne prevista probablemente no sería suficiente! Deprimente... Cuando se iba en busca del copero, Anjy se topó con Imhotep, cuya mirada no tenía nada de amable. —¡Ah! Canciller... Lo siento, no tengo tiempo de ocuparme de vuestros problemas. La mano del maestro de obras enganchó el hombro del chambelán. —No existe urgencia mayor que la obra de Faraón. ¿Acaso lo has olvidado? —No, no... Pero el banquete de esta noche reunirá a eminentes personalidades y yo... —Es al ritualista en jefe al que me dirijo —zanjó Imhotep—. Desde hace varios días la seguridad mágica del emplazamiento ya no está garantizada y, esta mañana, no se ha presentado ni un solo especialista. —Están ocupados en otra parte y... —Sólo dejaré el palacio acompañado por una docena de ritualistas cualificados, portadores de fórmulas de protección de los edificios y desde ahora destinados permanentemente a Saqqara, donde serán alojados. El tono de Imhotep no admitía réplica. —¿Ha sido informado el rey de ese incidente? —preguntó Anjy en voz baja. —Todavía no. —Si obtenéis satisfacción inmediatamente, ¿quedará borrada esa pequeña equivocación? —Consiento en olvidarla. —Antes de una hora, los ritualistas estarán a vuestra disposición.

Anjy se fue corriendo, e Imhotep se dirigió a la Doble Casa del Oro y de la Plata. Los guardias se inclinaron a su paso, avanzó con rapidez hasta el enorme despacho del ministro de Finanzas. De su interior procedían gritos, signos de una violenta disputa. En su camino se interpuso un secretario almibarado. —Sería mejor que esperaseis, canciller. El ministro... —Tengo prisa. Imhotep abrió la puerta. Baten y su colega Ajeta se increpaban el uno al otro, a punto de llegar a las manos. —¿Es esto digno de vuestra función? —preguntó el maestro de obras. Descompuestos, ambos ministros saludaron al canciller y se separaron. —¿Cuál es el motivo de la pelea? —El deterioro de una partida de nuestras reservas de cereales —reveló Baten—. Una negligencia imperdonable de la que mis servicios no son responsables. —¡Los míos tampoco! —protestó Ajeta—. Me lo ha probado una investigación interna. —Dirigiré la mía propia —prometió Baten—, y demostraré la integridad de mi personal. —La ciudad de la pirámide acaba de ser víctima de vuestra desidia —soltó Imhotep —. A la mala calidad de los productos alimentarios suministrados por Ajeta se añade la de los ungüentos entregados por Baten. El ministro de Finanzas se puso lívido. —¿Acaso hay... certeza de ello? —He aquí el informe de la médica en jefe Neferet. Esos productos son peligrosos, y habrían causado enfermedades de la piel. Baten se dejó caer en un asiento bajo. —Es grave, extremadamente grave... Ni Ajeta ni yo mismo estábamos al corriente de esos sabotajes.

—Alguien quiere perjudicar las obras —consideró el ministro de Agricultura—, ¡y no duda en degradar los bienes del Estado! Se trata de enfrentarnos y romper la unidad del gran consejo. —El rey debe ser informado —juzgó Baten—. Las investigaciones administrativas no bastarán; ante todo, garanticemos la perfecta seguridad de los almacenes y de los graneros. —Desplegaré las fuerzas policiales necesarias —les aseguró el canciller—, y exijo la entrega de productos debidamente revisados. En adelante, será vuestra entera responsabilidad. Los dos ministros se quedaron mudos. Esta vez era su puesto el que estaba en juego.

Los jardines de la Casa de la Reina habrían ablandado hasta el carácter más áspero. Con un gusto perfecto, la princesa Redyit había dispuesto unas avenidas bordeadas de acianos y de iris que conducían a unos quioscos cubiertos de malvarrosas en los que las nobles damas tomaban el fresco mientras bebían una cerveza suave y saboreaban unos pasteles. Los telares, por su parte, no ahorraban esfuerzo, y las músicas ensayaban sin descanso con el fin de alcanzar la perfección. La princesa Redyit comprobaba permanentemente el nivel de las diferentes escuelas que aseguraban la formación intelectual y profesional de las jóvenes. El desarrollo de esa élite era una de sus prioridades. Fue al salir de un aula cuando vio la silueta del maestro de obras. —¡Canciller! Vuestra visita me honra. —No estoy tan seguro. Los labios delicadamente enrojecidos de la guapa morena se crisparon. —¿Qué debo entender por eso? —Lleváis un vestido de una excepcional elegancia. Sorprendida por ese cumplido, Redyit perdió por un momento el dominio de sí. —Odio... odio el desaliño y... —Vestíos con más sencillez. Os venís conmigo a Saqqara. La princesa obedeció, irritada y subyugada al mismo tiempo.

Junto al maestro de obras, Redyit descubrió las obras a pleno rendimiento. Para su gran sorpresa, no había el más mínimo jaleo, sino un respeto total por una organización rigurosa. No se cuestionaban las directrices del arquitecto, que aplicaban al pie de la letra los encargados, reunidos cada noche para establecer el balance del día y paliar las insuficiencias. Los horarios de trabajo eran estrictos, las herramientas limpiadas y ordenadas con cuidado, las comidas servidas sin retraso, y a menudo se recordaba la máxima «No hables demasiado y sé eficaz». La distribución de las cuadrillas y de los talleres no admitía ninguna imprecisión. Picapedreros, dibujantes, geómetras, herreros, todos se dedicaban a su ámbito específico y todos conocían su función precisa. En caso de duda, intervenía un encargado. Aquí se almacenaban los bloques; ahí se trabajaba con ellos; allá se fabricaban ladrillos. La obra de Imhotep estaba dividida en zonas especializadas y, a pesar de su tamaño gigantesco, presentaba una planificación excepcional. No había ni un solo punto atascado, y la circulación era sencilla tanto para los hombres como para los materiales. La princesa asistió a la llegada de una barcaza que transportaba docenas de bloques de piedra caliza. Unos especialistas los dejaron sobre resistentes trineos de madera con una capa de grasa animal. [58] Dos chavales bastaban para tirar de un enorme peso. Les correspondía a los humanos, y no a los animales, garantizar esa tracción hasta el lugar previsto. Un jefe de cuadrilla de voz potente dirigía la maniobra y velaba por evitar cualquier tipo de accidente. Al llegar, un escriba comprobaba las marcas de los canteros, y su colega añadía las del maestro de obras con el fin de situar los bloques en la construcción en curso sin riesgo de error. Aserradores y pulidores entraban entonces en acción. La princesa estaba estupefacta, pues no esperaba tal despliegue de energía perfectamente coordinado. En sí misma, la organización de aquella obra era una obra maestra, e Imhotep se dotaba de los medios de realizar el sueño de Zoser. Se hacía difícil atacarlo de frente y susurrar que carecía de las aptitudes necesarias. —Os confieso mi admiración —murmuró la joven. —¿La gestión de la Casa de la Reina no es objeto de toda clase de alabanzas? —¡No oso compararla con vuestro increíble trabajo! —No se os escapa nada, princesa, y se elogia vuestro rigor. —Me alegro por ello, canciller, y me siento feliz de contribuir a vuestro éxito al suministraros productos impecables. —Pues siento contradeciros.

Redyit se sobresaltó. —¿Perdón? —Vuestra última entrega de sandalias y de túnicas era indigna de las familias de artesanos reunidas en este lugar. Procedía de talleres incompetentes. —¡Estáis de broma! —Venid a comprobarlo. La princesa, aterrada, tuvo que rendirse a la evidencia. —¡Me han engañado, Imhotep! Descubriré a los culpables y reclamaré un castigo ejemplar. La mirada de la guapa morena vaciló. —¿Habéis... habéis avisado a la reina? —Antes quería ver vuestra reacción. —Me considero traicionada y humillada. Os garantizo que esta clase de incidente no se volverá a producir. Y... tened por segura mi gratitud.

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D espués de las ceremonias de año nuevo presididas por la pareja real, ésta había recibido un magnífico regalo: una crecida perfecta, ni demasiado fuerte ni demasiado débil, que fecundaría las tierras y aseguraría la prosperidad de Egipto. Los dioses bendecían el reinado de Zoser, las lágrimas de Isis resucitaban a Osiris, el pueblo de Faraón tendría el alimento necesario. Apacible, la gran esposa real, quiso proceder ella misma a la protección mágica de la obra de Saqqara. Blandiendo el cetro «Potencia», [59] repelió a los emisarios de la temible diosa leona Sejmet, a saber, las enfermedades, las fuerzas de la destrucción y la cohorte de las desgracias. La gran cazadora dispensaría su energía creadora, el mal se transformaría en bien. Al acompañar a la reina, el perro Geb encarnaba a Anubis, atento guardián de los caminos del otro mundo. Se mostró de una impresionante dignidad y precedió a la soberana en el momento de cruzar la puerta de las serpientes. Vestido con ropa de fiesta, Imhotep guió a Apacible y le mostró los diferentes sectores de la obra sin ocultarle ninguna de las dificultades. La reputación y la popularidad del maestro de obras no dejaban de crecer, para las cuadrillas de artesanos no había otro más que él. Arquitecto, sanador y líder a la vez, seguía estando disponible para todos, y pocas veces necesitaba alzar la voz para imponer su autoridad. En la corte, unos envidiosos apostaban por la caída del canciller, acusado de hacerle sombra al rey. No obstante, Zoser seguía apoyando a Imhotep y haciendo caso de sus consejos. El desarrollo de la obra no arruinaba Egipto; por el contrario, el país se enriquecía gracias a una excelente gestión y a la mejora constante de las técnicas y de los transportes. —Ya no has de quejarte de los miembros del gran consejo —observó la reina al descubrir el emplazamiento de la futura pirámide y el principio de los cimientos. —Hay que mantener la guardia, majestad, pero me alegro de su colaboración activa. El bienestar de los artesanos es una condición capital del éxito. Si el trabajo no dispensa Ka, energía y alimento tanto del espíritu como del cuerpo, se convierte en un suplicio. —Dado el nivel de los salarios y la calidad de vida en tu ciudad de la pirámide, ¿no rechazas gran cantidad de candidaturas? —El número no es la clave del éxito —respondió Imhotep—. Sobre todo, necesito profesionales altamente cualificados, pues pronto nos toparemos con lo desconocido.

—¿Acaso estás... preocupado? —¿Quién se atrevería a jactarse de conocer la totalidad de los secretos de la piedra? A fuerza de tratarla a diario, a veces tengo la sensación de alcanzar su corazón y percibir sus exigencias. Pero ¿será eso suficiente durante el levantamiento y la colocación de miles de bloques? ¿El monumento cogerá impulso hacia el cielo? A pesar del intenso calor del verano, la reina tuvo un escalofrío. El triunfo de Imhotep no se había producido todavía.

Dado el cariz de los acontecimientos, de la ventaja del faraón y de su maestro de obras, la Sombra Roja debería haber cedido a la desesperación y haber renunciado a derrocar a Zoser de su trono. Pero el mal que habitaba en ella ignoraba esa clase de sentimientos y seguía con su inercia, fueran cuales fuesen las circunstancias. La amistad que unía a Zoser y a Imhotep parecía duradera, la nueva dinastía mostraba mil virtudes, el maestro de obras suscitaba admiración. Sin embargo, esas apariencias no preocupaban a la Sombra Roja, convencida del carácter efímero de esas victorias de trampantojo. Zoser se equivocaba de medio a medio al creer que Egipto era invulnerable y los peligros exteriores estaban conjurados. En cuanto a la obra de Saqqara, conocería un serio revés cuando lo obligara a doblar la cerviz y reconocer su fracaso. Después de varios meses de trabajo tan intenso como ejemplar, Tiñoso había sido ascendido al grado de encargado. Como no ignoraba ninguno de los múltiples aspectos del lugar y del funcionamiento de las cuadrillas, por fin actuaría y asestaría los golpes decisivos al maestro de obras, cuya decadencia entrañaría la del faraón, incapaz de llevar hasta el final su gran proyecto.

Tiñoso se presentó a la puerta de la vivienda del jefe de cuadrilla Bufido. —Me estás molestando. ¿Qué quieres? El intruso le mostró un pastel dulce de zumo de algarrobas y una tinaja de cerveza fuerte. —Hace una noche agradable y me gustaría compartir un momento contigo. ¿Tendrías la bondad de aceptar estos humildes regalos? Mi nombre es Botín. —¿Eres el nuevo encargado? —En efecto, pero ese título me parece demasiado pesado para mis espaldas. Deseo

ponerme a tu servicio y recibir tus directrices. De lo contrario, ¡me arriesgo a que me aplasten como a una cucaracha! La imagen suscitó la risa gutural de Bufido. —No me disgustas, muchacho. Mi mujer está cocinando, mis críos juegan fuera. Entra y bebamos un trago. La salita de estar estaba equipada con banquetas de madera provistas de cómodos cojines. A la dueña de la casa, una excelente ama de casa, por otra parte, no le faltaba coquetería. Bufido probó la cerveza. —¡Es de la buena! No te has burlado de mí. Voraz, se zampó una parte del pastel. —¡Estupendo! Parece que tratas de granjearte mi favor. —Quiero conservar mi puesto y sólo tú puedes permitírmelo. Bufido frunció el ceño. —Espera, espera. ¿Has cometido algún error? —Ninguno, tranquilo. —Entonces ¿por qué te preocupas? —Mi ascenso ha sido tan rápido... Dudo de mis capacidades. Si remataras mi formación, eso me daría tranquilidad, y sería tu fiel ejecutor. El propio Imhotep no deja de humillarme. Los ojos de Bufido ardieron de furia. —¡No me sorprende! No piensa más que en su propia gloria. Nosotros somos sus brazos y sus piernas. Si por mí fuera, habría dejado esta obra hace mucho tiempo. Desgraciadamente, a mi familia le gusta este sitio. Y la paga no es desdeñable. —Muchos murmuran que serías mejor arquitecto que Imhotep —afirmó Tiñoso. Bufido se pavoneó. —¿De verdad se dice eso?

—La mayoría de los artesanos lo piensa. —¡Imhotep es el protegido del rey! —De momento. El jefe de cuadrilla miró a su huésped con otros ojos. —¿Qué significa eso, muchacho? —Zoser exige resultados. En caso de un fallo por parte de Imhotep, el faraón necesariamente tomaría medidas, para comenzar, el nombramiento de un nuevo arquitecto. —Un fallo de Imhotep... ¡Tú sueñas! —No es más que un hombre, cometerá errores. —Vista su energía, ¡lo dudo! —Pues entonces, ayudémoslo. Bufido se mantuvo en silencio largo rato. —¿Quieres acabar en el presidio, muchacho? —Desde luego que no, y no correré el más mínimo riesgo. Basta con mostrarse prudentes, reclutar a adversarios firmes de Imhotep y actuar en la sombra. Cuando se desacredite, se desmoronará, y entonces tú ocuparas su lugar. —¿Quién me lo garantiza? —Soy el emisario de un poderoso personaje —le reveló Tiñoso, consciente de adelantar un peón crucial—. Cumplamos nuestra parte del trato; él cumplirá la suya. La respuesta de Bufido era decisiva: o bien aceptaba aniquilar al maestro de obras, o bien Tiñoso se vería obligado a suprimir al jefe de cuadrilla. —¿Tienes algún proyecto en concreto? Botín aceptó desvelar la primera acción que estaba planeando. —¡Te estás pasando, muchacho! Eso requiere tiempo, medios y una cuadrilla de auténticos cabrones. —¿Eres capaz de reuniría?

—No hay problema. —Entonces..., ¿lo hacemos? —¡Chócala! El pacto fue seco y violento. —Enhorabuena, futuro maestro de obras. Este acuerdo te conducirá a la gloria y a la riqueza. —¿Y tú, muchacho...? ¿Por qué emprendes esta guerra secreta? —Odio a Imhotep. Ha destruido mi existencia, y yo destruiré la suya. El rictus de Tiñoso impresionó al encargado. Más valía ser su aliado que su blanco.

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P or primera vez desde hacía tres años, Imhotep se concedía un día de descanso. Menfis celebraba la fiesta de la diosa Hator, los artesanos estaban de permiso, y la obra de Saqqara se hallaba bajo extrema vigilancia. Se bailaría, se cantaría y se bebería una gran parte de la noche. Mientras abrazaba a su esposa Neferet, el canciller contemplaba la capital desde lo alto de la terraza de su magnífica casa oficial. —¡Cómo ha cambiado esta ciudad! Los templos son magníficos, los barrios han sido acondicionados con mimo, las zonas verdes respetadas, y la creación de nuevos canales facilita la entrega de los productos. —Gracias a tus planes —le recordó la joven—, Zoser da forma a una capital cuya reputación perdurará a través de los siglos. Imhotep la miró directamente a los ojos. —Neferet, no soy un buen marido. La construcción del dominio real ocupa la mayor parte de mis días y de mis noches, duermo con demasiada frecuencia en la obra y no vivo aquí, en nuestra casa, más que raras veces. Ella sonrió. —Al casarme con el hijo del dios Ptah, yo, una simple mortal, me exponía a esa clase de inconvenientes. —No te burles de mí, ¡por favor! Mi tarea es abrumadora, y no veo ninguna manera de aligerar ese lardo. Al contrario, me esperan graves dificultades. Neferet lo abrazó con ternura. —¡Sigue mostrándote digno de tu función y te ayudaré con todas mis fuerzas! Tranquilo, no quiero hijos, pues mis propias responsabilidades no dejan de aumentar y no tendría tiempo de darles tanto amor como es necesario. Entre el palacio y la obra, ahora mismo vienen a colarse numerosos enfermos que transforman poco a poco esta ciudad en un dispensario. Aliviar los sufrimientos y tratar de curarlos son deberes imperiosos. Dadas las circunstancias, es imposible convertirse en unos padres atentos.

El tirante derecho del fino vestido blanco de Neferet se había deslizado. Imhotep no lo volvió a subir, sino que hizo bajar lentamente el segundo mientras besaba a aquella mujer sublime. —Es verdad —murmuró ella—, no eres un buen marido. Eres el mejor marido del mundo y, sobre todo, el hombre al que amo para toda la eternidad.

Amanecía y, al día siguiente de una fiesta regada con una copiosa cantidad de alcohol, gran cantidad de obreros tenían resaca. En el embarcadero, los empleados encargados de las maniobras arrastraban los pies, y costaba colocar correctamente los cordajes. Además, los migrañosos se temían un día caluroso. Por suerte, el agua no escaseaba, y en los momentos de descanso meterían la cabeza en el canal vecino. A media mañana, un supervisor empezó a inquietarse. A lo mejor se equivocaba de fecha. A pesar de que le flaqueaban las piernas, se dirigió al despacho de los escribas encargados de la recepción de mercancías. El funcionario estaba dormido sobre un papiro contable, y el supervisor no dudó en sacudirlo. —¿No estábamos esperando un pontón esta mañana? El escriba recobró la conciencia y consultó un documento. —Exacto, de cereales. —No veo venir nada. —Si hay otro retraso, ¡sufriremos la ira del jefe! Informémosle en seguida del incidente y declinemos nuestra responsabilidad. Apenas habían salido del despacho cuando ambos observaron una agitación anormal. La gente se apelotonaba para asistir a un inquietante espectáculo, el de una barcaza a la deriva en dirección al muelle que amenazaba con chocar contra éste y causar grandes daños. —¡No hay nadie a bordo! —gritó un estibador—. ¡Apartaos! —Los buenos nadadores conmigo —exigió el supervisor—. Tratemos de evitar lo peor. Una docena de hombres se lanzaron al agua y, con un crol [60] eficaz, lograron alcanzar la embarcación errante antes de que chocara con el embarcadero. Los marinos subieron a bordo y tomaron el control de la barcaza, que llevaron a buen puerto.

Alertado por el escriba, Imhotep siguió las maniobras de atraque. Luego se instaló una pasarela por la que subió rápidamente el maestro de obras para felicitar a los audaces y prometerles una gratificación bien merecida. —No entiendo nada —confesó el supervisor—. ¡Este barco está vacío! Debería haber contenido una enorme cantidad de cereales. Y la tripulación..., ¿dónde se ha metido? En la proa había un montón de paños manchados. Al acercarse, Imhotep constató que se trataba de una especie de fardo. Quitó los trapos y descubrió el cadáver de un excelente encargado que había sido atrozmente quemado. En la víspera de la fiesta le había anunciado su próximo ascenso como jefe de equipo, con la tarea de continuar los cimientos de la pirámide.

La atmósfera de la obra se había enrarecido. La investigación de la policía concluía que se trataba de un accidente, subsiguiente a un violento altercado entre el encargado y los borrachos, cerca de una cocina al aire libre. Por lo que se creía, uno de ellos lo había escaldado con el contenido de una marmita, y el desafortunado no había sobrevivido a sus heridas. Los borrachos, consternados, habían envuelto el cadáver de prisa y corriendo antes de tirarlo al fondo de una barcaza vacía, de la que habían largado las amarras. Las fuerzas del orden los estaban buscando. —Nunca los encontraremos —predijo Sagaz—. Linos testigos confusos han proporcionado descripciones imprecisas y contradictorias. —Y la mayor parte de los artesanos no creen que haya sido un accidente —añadió Imhotep. —Comparto tu opinión: esa historia no se sostiene. Según mis propias investigaciones, la tripulación de la barcaza recibió una contraorden que los conminaba a desatracar sólo por la tarde, y los estibadores cargaron otro barco. Resulta imposible desenmarañar el enredo administrativo, pues se han perdido documentos. Estamos en presencia de un crimen, Imhotep, un crimen premeditado y perfectamente organizado que implica cómplices. —He examinado el cadáver —le reveló el maestro de obras—. No ha sido hervido, sino quemado por llamas intensas. El asesino no la tomó más que con ese desgraciado ¿o, tal vez, trataba de alcanzar la obra a través de él? —Estaba tan orgulloso de su ascenso que se jactó demasiado al respecto. Tanta palabrería le ha costado la vida. —Su desaparición me priva de un especialista de primer orden —reconoció Imhotep.

—¡Y tú no crees en las casualidades! A lo mejor han decidido cortarte las alas suprimiendo a tus colaboradores cercanos. Este crimen ya ha tenido efectos lamentables: el miedo ha penetrado en la obra, y se habla de una maldición. Debes intervenir de inmediato. Imhotep reunió a los artesanos y a sus familias a la entrada de la ciudad de la pirámide y utilizó las palabras justas para consolarlos. Reforzada, la protección mágica del emplazamiento los mantenía apartados de las fuerzas maléficas. Por otra parte, el encargado había hallado la muerte en el exterior, y ese drama depravado no afectaba a la buena marcha de las obras. La familia del desaparecido, que sería indemnizada, estaría al abrigo de la necesidad. El discurso surtió electo, y los ánimos se calmaron. Durante su paseo en compañía de Viento del Norte por la linde de las tierras cultivadas, el arquitecto rememoró los elementos del informe. El responsable del transporte era el ministro Ajeta; el propietario de la barcaza, Baten, como director del Tesoro; la carga procedía de la Casa de la Reina, bajo la autoridad de la princesa Redyit, y el chambelán Anjy había proporcionado la tripulación, originaria del Delta. Los policías tenían las manos vacías, y temían haber sido engañados. Su principal testigo, un campesino autor de una relación detallada, había desaparecido. El asno se deleitaba con hierbajos. De repente se le levantaron las orejas y su hocico olisqueó el aire, como si detectara un olor anormal. Con la pezuña izquierda, rascó en el suelo. Una nube negra ocultó el sol poniente y el paisaje, tranquilizador por lo general, se volvió inquietante. Una llama roja lamió la copa de las palmeras que rodeaban un abrevadero y quemó el tronco de un árbol. Imhotep siguió a Viento del Norte, que, negándose a ir por el sendero habitual, cruzó por los cultivos para evitar palmeral y desierto a un tiempo. Tuvieron que subir por una pendiente bastante escarpada para regresar a la obra y sentirse de nuevo a salvo. El maestro de obras acarició a su asno. —Gracias por tu ayuda, nos has librado de caer en una trampa. La Sombra Roja... No dejará de atacarnos. Los grandes ojos de Viento del Norte mostraron determinación y confianza. —Queda tranquilo, que no bajaré la guardia —añadió Imhotep.

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D e camino a casa del jefe de cuadrilla Bufido, Tiñoso saboreaba su primera victoria. Con la ayuda de cómplices decididos y bien pagados, se había hecho con la barcaza y se había apropiado del cargamento de cereales en provecho de los subordinados de Bufido, que estaban encantados con ese complemento salarial. Como disponía de una pequeña pandilla deseosa de enriquecerse sin miedo a dar golpes bajos, Tiñoso comenzaba a tejer su tela. Poco a poco, Saqqara se convertiría en su feudo. Imhotep sería consciente demasiado tarde del peligro y vería cómo la zona sagrada se hundía bajo sus pies. Fue un Bufido hostil quien abrió la puerta. —Entra de prisa —le exigió antes de volver a cerrar bruscamente—. Vayamos al fondo de la habitación y hablemos en voz baja. —¿De qué tienes miedo? —No mencionaste ningún muerto, sino sólo un robo. Tiñoso se sentó. —Te expliqué que había un personaje muy importante que está por encima de mí. Al decidir suprimir a un artesano que Imhotep tenía en gran estima, nos ha hecho un favor estupendo. Toda nuestra ciudad se ha tambaleado, y las obras se han retrasado. —¡Quiero conocer el nombre de ese personaje! —Lo ignoro. —¿Qué pinta tiene? El miedo deformó el nuevo rostro de Tiñoso. —Es una sombra roja, alimentada por un fuego destructor capaz de quemarlo todo... Cuando te ha escogido, ya no puedes librarte de ella. —¿Estás... estás de broma? —Ya has visto el cadáver del encargado. Es obra de la Sombra Roja.

—Me equivoqué al escucharte y al proporcionarte una banda de bribones —observó Bufido—. Nuestra colaboración ha terminado. Sal de aquí y no vuelvas nunca. Tiñoso observó a su interlocutor con mirada glacial. —¡Imbécil! No comprendes la situación. Ahora tu jefe soy yo. Y me obedecerás ciegamente. Bufido levantó el puño. —Maldito chiflado, te voy a... La punta del cuchillo de Tiñoso pinchó la panza del jefe de cuadrilla. —Tú también has entrado al servicio de la Sombra Roja. La hoja enrojeció y empezó a quemar. Con un gesto brusco, Tiñoso pegó el cuchillo sobre la piel del vientre de Bufido, que lanzó un grito de dolor y se refugió en una esquina de la habitación. —Me había prometido proporcionarme un argumento convincente. Si eso no te basta, incendiará tu casa y luego atacará a tu familia. —¡Prometo obedecerte! Tiñoso dirigió una media sonrisa a su esclavo. —Por fin entras en razón. Nuestra misión es simple: echar a perder las obras y deshacernos de Imhotep. Ejecutaremos al pie de la letra las órdenes de la Sombra Roja y tomaremos las iniciativas necesarias. Desde ahora, seré tu adjunto y formaremos una cuadrilla completamente hostil al maestro de obras. Una vez eliminado él, te nombrarán arquitecto y gozarás de tu nuevo desahogo. Ve a que te curen la herida, necesito a un Bufido con buena salud. Cuando se disponía a salir, Tiñoso se volvió. —Ni sueñes con traicionarme o denunciarme. Me arrestarían, pero la Sombra Roja se ocuparía de ti. Mañana prepararemos nuestra próxima acción.

—Buenas noticias —anunció un picapedrero a Tiñoso—: ¡mañana, día libre! —¿A cuento de qué? —Ni idea, y tampoco me importa. Siempre es bueno que lo den.

Botín trató de informarse por varios jefes de cuadrilla, pero ninguno conocía las razones de ese acontecimiento excepcional. El emplazamiento estaría completamente cerrado, ningún artesano tendría derecho a entrar en él. Algunos se inquietaban: ¿un incidente grave que conllevaba parar los trabajos? ¿El plano de Imhotep había sido puesto en entredicho? Tiñoso, perplejo, no se atrevía a creer en tan buena suerte. Pasaría ese extraño día en el seno de una casa de cerveza de las afueras de Menfis, gozando de los favores de una de sus internas nubias y rumiando su odio creciente contra el maestro de obras.

El inmenso muro del recinto que delimitaba y protegía el territorio sagrado de Zoser [61] estaba casi terminado. Desplegado sobre más de mil quinientos metros y con una altura que alcanzaba los diez, cada cuatro metros más o menos se repetían los bastiones en voladizo, y tenía catorce puertas de piedra herméticamente cerradas. Esas fortificaciones impedían a las fuerzas de la destrucción atentar contra la propiedad real. En la esquina sureste había un único acceso, cuya puerta colosal se quedaría abierta para siempre, pues sólo el Ka de Faraón, el aspecto imperecedero de su función, podía cruzarla. Este recinto simbolizaba el año ritual [62] y la permanencia del ciclo de la luz celeste, encarnado en la persona simbólica del monarca. Esa mañana, el que cruzó la puerta única no era un individuo, sino el rey, el maestro de la creación de los ritos, llegado para darle a la obra de Saqqara un nuevo impulso, sólo en presencia de su maestro de obras. Caminando en cabeza, el perro Geb pasó entre las dos primeras columnas acabadas. Su actitud apacible probaba que ningún profano mancillaba el lugar. En el centro de una vasta explanada, Imhotep hizo una inclinación al ver a su soberano. Se hacía indispensable establecer el Ka, implantarlo en el corazón de su futura morada de eternidad con el fin de que nutriese el trabajo de los humanos y les restituyera una energía pura. Así pues, el arquitecto había instalado una mesa de ofrendas de una hermosa y brillante piedra caliza. Una exigencia determinaba el futuro de las Dos Tierras: captar el misterio de lo divino y prolongar su proceso creador. Tal era el papel de Saqqara, cuyas piedras inalterables formaban el estuche del Ka real. Su poder volvería el más allá presente y le permitiría a todo un pueblo permanecer vinculado a lo invisible. —Ojalá el rey procure que Dios esté satisfecho —declaró Zoser. Imhotep dejó en manos del monarca una vasija que contenía agua fresca. La vertió a los cuatro puntos cardinales, luego rompió cuatro pequeñas vasijas rojas. De esta forma destrozaba a los enemigos visibles y a los ocultos, de esta forma reforzaba la protección

mágica del emplazamiento. El perro negro pareció repentinamente inquieto. Dio vueltas alrededor de la mesa de ofrendas, miró fijamente unos segundos al oriente y se acostó de nuevo cerca de su amo. —Que caigan del cielo pan, cerveza, bueyes, aves y todas las cosas buenas y puras para el Ka de Zoser, justo de voz —rezó Imhotep—. ¡Ojalá el cielo haga llover incienso fresco! [63] —El cielo acepta nuestra ofrenda —constató el rey—. La luz divina aparece, estará presente aquí para la eternidad. Maestro de obras, a ti te corresponde hacer las piedras elocuentes. Que transmitan vida.

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-E l rey en persona ha venido a realizar un rito secreto —le reveló Bufido a Tiñoso—. Imhotep ha convocado a los jefes de cuadrilla, y me he enterado, como mis colegas, de que los mismos dioses habían consagrado el emplazamiento. Una nube de incienso ha perfumado el emplazamiento, el Ka de Faraón reside en él. —¡Tonterías! El maestro de obras os cuenta patrañas para disipar vuestros temores. —Es más de lo que podemos tragar. Pensándolo bien, se me quitan las ganas de convertirme en arquitecto. Tiñoso blandió su cuchillo. —¿Deseas ver cómo enrojece esta hoja de nuevo? ¡Esta vez podría ponerlo sobre tus ojos! —Vale, vale, ¡no te enfades! —¿Has reclutado a hombres de confianza? —No es tan simple, pero hago progresos. El éxito de Imhotep suscita envidias, y ciertos envidiosos le reprochan no conceder ascensos lo bastante de prisa. Excitando a su rencor, al tiempo que les prometo mi apoyo incondicional, los sumaré a nuestra causa. —¡Excelente, mi querido colega! Empiezas a entenderlo. El maestro de obras cree que el apoyo del rey y la protección mágica de la obra son suficientes... ¡Grave error! ¿Has elegido a nuestro próximo blanco? El jefe de cuadrilla pareció avergonzado. —¡Ese pobre tipo tendrá serios problemas! —Da igual —zanjó Tiñoso. —Tal vez deberíamos evitarlo... —No te preocupes por su suerte. No es más que un peón sin importancia.

El ministro Ajeta, mano derecha de Imhotep, tenía un día apretado. Asistía al vaciado de un granero reservado a la ciudad de la pirámide y vigilaba el pedido de trigo, cebada y espelta. Gracias a las perfectas crecidas, las últimas cosechas habían sido excelentes y reinaba la abundancia. La renovación de los silos, con paredes de ladrillo recubiertas de arcilla, llegaba a su fin en todas las provincias, y ese largo trabajo le había valido las felicitaciones del monarca. Los escribas de los graneros temían la severidad de Ajeta y ninguno perdía el tiempo holgazaneando. Los perezosos habían sido enviados al campo y no volverían a disfrutar del ocio de la capital. El ministro llamó al responsable de la entrega. —¿Todo en orden? —He comprobado los cargamentos, señor, y los asnos están listos. Después de haber dado la señal de partida, Ajeta se dirigió al taller real de Menfis, donde se había reunido gran cantidad de herramientas nuevas destinadas a las cuadrillas de Imhotep. De su calidad dependía la excelencia de la obra. El ministro examinó los mazos de acacia, tallados de una sola pieza, de cabezas unas veces cilíndricas, otras ovoidales; los martillos de piedra dura; los picos y los percutores de diorita, utilizados para el desbaste de los bloques; las bolas de granito y de basalto indispensables para el acabado, así como los cinceles de hoja de cobre, de grosor variable. Satisfecho, Ajeta se dirigía hacia otro lote de herramientas cuando unas escaleras puestas contra una pared atrajeron su mirada. Eran de tamaños diversos, y podían alcanzar una buena altura. Intrigado, las observó de cerca. ¡Imposible, no podía ser! No obstante, un nuevo examen confirmó su primera impresión. Le ordenó a uno de sus adjuntos que se dirigiera a la obra y le rogara al maestro de obras que acudiera en el acto.

—Yo mismo he fabricado las escaleras y me he preocupado siempre de su solidez —precisó Ajeta—. Cuando se sube a la buhardilla de un granero y se baja llevando un saco de cereales, hay que estar seguro de su firmeza. Mirad atentamente, canciller: varios peldaños han sido serrados, luego recolocados. No soportarán el peso de un obrero, y se corre el riesgo de que los accidentes sean mortales. —No estás pensando en un simple error técnico, ¿verdad? —se adelantó Imhotep.

—¡Desde luego que no! Se ha hecho intencionadamente. —¿Has comprobado el estado de las herramientas que debía recibir hoy la obra? —He empezado, pero dos pares de ojos valdrán más que uno. Imhotep se encargó de escuadras de comprobación y combinadas, cuyo ángulo nunca era recto; unos niveles provistos de una plomada; plomadas con un peso de piedra; sierras con la hoja dentada por un solo borde que servían para recortar piedras blandas y perfeccionar juntas. —Un material impecable —juzgó. —Así pues, sólo la han tomado con las escaleras —concluyó Ajeta—. En el futuro, exigiré controles en profundidad antes de toda entrega. La supervisión había permitido evitar dramas espantosos y la desestabilización de la obra. Imhotep se lo agradeció y, pensativo, volvió a Saqqara, donde soplaba un frío viento. Se anunciaba una semana glacial, y el maestro de obras tendría que comprobar la cantidad de madera para la calefacción. Delante de su escritorio todo era agitación y exclamaciones. La princesa Redyit se encontraba al borde de un ataque de nervios, rodeada de escribas que protestaban por su buena fe. —Imhotep, ¡por fin! Exijo ver las existencias de túnicas gruesas suministradas ayer por la Casa de la Reina. ¡Vuestros subordinados se oponen a ello, y no admiten órdenes más que de vos! —Es la ley de la obra, princesa. ¿Algún problema? —Tengo que hablaros a solas. El arquitecto y la joven se apartaron, al abrigo del cierzo. —Soy víctima de una malversación —le reveló ella, muy contrariada—. Uno de mis talleres recibió lino cosechado en una mala época y cuyo enriamiento fue insuficiente. Con ese material defectuoso se fabricaron vuestras túnicas de invierno. Me he dado cuenta de ello esta mañana y he acudido con el fin de evaluar yo misma ese lote y saber si se puede utilizar. —Os abriré el almacén. A medida que avanzaban sus investigaciones, Redyit fue empalideciendo. —Algunas piezas están agujereadas, otras no aguantarán ni dos días, y ninguna

protegerá del frío. ¡Esto es inmundo, Imhotep, inmundo! ¡Han estropeado mi trabajo! Si no hubiese estado atenta, la reputación de la Casa de la Reina habría quedado mancillada. Se dirimirán las responsabilidades y se castigará a los culpables. Vuestros artesanos no sufrirán las consecuencias de este hecho lamentable; esta misma noche recibiréis unas túnicas de una calidad irreprochable. —Os lo agradezco, princesa. Imhotep vio cómo Redyit se alejaba a toda velocidad. ¿Cómo podía dudar de su eficacia? En vistas del mal tiempo, el maestro de obras aumentó la duración de las pausas y liberó a las cuadrillas a media tarde.

Las herramientas y las túnicas fueron entregadas. Y en una última comprobación no se descubrió nada anormal. Un pálido sol de invierno estaba ya alto en el cielo cuando el escriba encargado de recoger las quejas empujó la puerta del despacho de Imhotep. —Abundante cosecha —le declaró con tono de cansancio—. Os he reservado los casos urgentes. —Te escucho —dijo el maestro de obras sentándose en una silla baja con patas de toro. —Un picapedrero acusa a su jefe de cuadrilla de haberle faltado al respeto a su esposa. Si vos no intervenís, llevará el asunto ante los tribunales. —Yo me encargo. —Un peón se ha herido en el pie por culpa de las órdenes contradictorias de un encargado. Exige que presente sus excusas y una indemnización. —Resolveré el problema. —Un albañil se queja de haber sido desatendido por el servicio de salud. Espera unos remedios desde hace dos días y se declara incapacitado para trabajar. —Yo avisaré a la médica en jefe Neferet. —A un encargado no le gusta el alojamiento que le ha sido asignado: las habitaciones son demasiado pequeñas e insuficientes, la cocina es minúscula... Reclama una casa más espaciosa. —Consultaré con el intendente de la ciudad de la pirámide y Halaremos de que

quede satisfecho. —El resto es lo de siempre: me las apañaré. De lo contrario, os haré llegar los informes. —Por supuesto —asintió el maestro de obras. Como sentía cierto cansancio, se recostó en el asiento y cerró los ojos por unos instantes. Intentaba dirigir lo mejor posible una obra inmensa, edificar la morada de eternidad del Ka y construir sobre la Tierra un cielo de piedras vivientes, pero diariamente las mezquindades humanas y los egoísmos se cruzaban en su camino. ¿Cuántos artesanos veían realmente el sentido y la importancia de su trabajo? ¿Comprendían los ritualistas las palabras que pronunciaban? Tener una finca magnífica, vivir allí en paz con Neferet a la sombra de las palmeras, olvidar las preocupaciones y los deberes de un arquitecto que hacía frente a un proyecto sobrehumano... Dado el número de dificultades que debía resolver, Imhotep no tenía tiempo de soñar con ello.

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B aten, el ministro de Finanzas, quería supervisar en persona el desplazamiento de un importante cargamento de cobre salido del Tesoro y destinado a la obra de Saqqara. El valioso metal servía para fabricar las hojas de cincel de los picapedreros, más o menos duras según el trabajo que se efectuase. Dada la cantidad concedida al maestro de obras, se trataba de una fortuna, y Baten velaba por la utilización rigurosa de los bienes del Estado. Uno de los escribas auditores se acercó a su jefe. —Esto no va bien. —¡Explícate! —lo conminó Baten, repentinamente inquieto. —El peso de salida no se corresponde con el peso de entrada de cobre en nuestro almacén. —¿Es una hipótesis o una certeza? —Una certeza. Somos tres los que constatamos la misma anomalía. —Y concluís... —Un robo, señor. —¡Es de locos! —Por desgracia, no hay ninguna duda. Por ese tipo de delito, los jueces podían reclamar la pena de muerte, y le correspondía al faraón decretarla. El ladrón había corrido un riesgo considerable. —Tenemos que identificar rápidamente al culpable —exigió Baten, que se tambaleaba—. Y es alguien que pertenece a mi personal... —No necesariamente —objetó el auditor—. Unas personas ajenas a nuestra administración se ocuparon de este depósito de cobre. Como las diversas intervenciones han sido anotadas, tal vez un estudio detallado de los archivos nos proporcione una pista. El ministro y sus principales colaboradores se pusieron de inmediato a trabajar, y un

escriba mayor no tardó en percatarse de una irregularidad. En tres ocasiones, el vigilante había omitido el nombre del individuo al que habían permitido cruzar el umbral del almacén. Rápidamente se encontró al funcionario, que al término de un breve interrogatorio reconoció su negligencia. Además, su visitante le había ofrecido, cada vez, una tinaja de cerveza fuerte y el vigilante tenía tendencia a dormirse cuando bebía. En resumen, ¡el ladrón había actuado con toda tranquilidad! —Descríbeme a ese hombre —exigió Baten. —Ignoro su nombre, señor, pero sé quién es: uno de los encargados de la obra de Saqqara.

—Los hechos son graves —le dijo Baten a Imhotep—. ¿La descripción que ha proporcionado el vigilante os permite identificarlo? Consternado, el maestro de obras no tenía derecho a proteger al acusado. —Es claramente un encargado, un viudo que reside cerca de la entrada de la ciudad de la pirámide. —Canciller, ¡hay que arrestarlo de inmediato! Reconozco la responsabilidad de mi departamento y pongo en vuestras manos mi dimisión. —La rechazo, Baten. Gracias a tu supervisión, se ha constatado el robo del cobre. El ministro hizo una inclinación. —Vuestra confianza me honra, ¡pero nunca he sufrido una afrenta semejante! El conjunto de mi sistema de seguridad debe ser revisado. —Vayamos a detener al sospechoso. Esperemos que logre disculparse. La callejuela estaba tranquila. Seguía soplando un viento frío, y las madres metían a sus hijos en las casas. Acompañado por Baten y unos policías, Imhotep llamó a la puerta del encargado. No obtuvo respuesta. Dos chicos armados con palos forzaron la entrada. Procedentes de la habitación, se oyeron estertores.

El encargado estaba tumbado sobre su cama, casi inconsciente. —¿Puedes hablar? —le preguntó Imhotep. Los ojos del enfermo ardían de fiebre. De sus labios escarlata no salía más que un balbuceo de sílabas. —Alertad a la médica en jefe Neferet —ordenó Imhotep. La esposa del maestro de obras interrumpió una consulta y acudió al lugar de inmediato. —Se trata de una enfermedad que conozco y que no puedo curar —diagnosticó—. El soplo mórbido ha entrado por la oreja izquierda, y es demasiado tarde para hacerlo salir por el ombligo. El corazón se ha calentado tanto al tratar de expulsarlo por los conductos que ha rebasado el límite del agotamiento. Los canales mayores han quedado anegados y no resultará eficaz ningún remedio, pues este desgraciado es víctima de un veneno devastador. —¿Quieres decir... que ha sido asesinado? —interrogó Imhotep. —A menos que se haya suicidado. —Sin duda se temía un arresto —afirmó Baten. —Es probable —reconoció Imhotep. Neferet no se había equivocado. El encargado murió una hora más tarde, llevándose consigo la verdad.

El chambelán Anjy se dirigió a la cocina de palacio con el fin de examinar los platos previstos para el banquete de la noche que presidiría la pareja real y que reuniría a los jefes provinciales, orgullosos de anunciarle al soberano los excelentes resultados de su gestión. Si Egipto conocía una prosperidad excepcional, se debía a un faraón extraordinario con un corazón generoso y fuerte, de órdenes eficaces y palabra tajante. Como una muralla que protegía a su pueblo, era amado tanto por los humildes como por los poderosos, y la justicia florecía. Anjy preparó él mismo una ensalada novedosa compuesta de habas, lentejas, garbanzos, judías, ajo y cebolla. Un aceite de sésamo añadía una última nota a esa mezcla de sabores que reclamaba una sabia proporción de los ingredientes. El chambelán acompañaba el plato con pan de yuyuba, rico en azúcar y con un sabor incomparable. Quedaba lo esencial: la elección de los vinos. Los coperos se conformaban con servirlos, Anjy era el único en fijar la lista de los grandes caldos ofrecidos a los invitados.

Procedentes de los oasis del desierto del oeste y del Delta, coronaban un banquete digno de ese nombre. Dado que el menú incluía buey estofado y cordero asado, el chambelán había elegido tintos con cuerpo, de trago largo, que iban revelando unos aromas sorprendentes sorbo tras sorbo. Los jefes provinciales no dejarían de celebrar las bondades del rey.

Cuando Zoser y Apacible hicieron acto de presencia, los invitados se levantaron y se inclinaron respetuosamente. La nobleza de la pareja real disipaba las incertidumbres de los escépticos y fascinaba a todos los asistentes. A la severidad del monarca se aliaba la serenidad sonriente de su esposa, que no se confundía con debilidad; la autoridad de la reina no era menos activa que la del monarca y los aduladores con poca visión de futuro habían lamentado su falta de perspicacia. Con el trasero sobre los pies de su amo y el hocico sobre los de su ama, Geb dormitaba. En la cocina, había degustado un guiso de cordero con verduritas, y lo digería mientras escuchaba los discursos oficiales. Los jefes provinciales rivalizaban en elocuencia, deseosos de atraer la simpatía de la pareja reinante y de probar su aptitud. Los menos brillantes sabían que los balances dejados en manos del canciller Imhotep hablaban en su favor. —Pareces preocupado —murmuró Apacible al oído a Zoser. —Desde líate varios meses, no tengo ninguna información concerniente a las tribus libias, y su apatía me inquieta. —La policía del desierto les impide atacar a las caravanas —le recordó la reina—, y tu reputación los obliga a mantenerse tranquilos. No tenemos nada que temer de esos cobardes. —Que los dioses te oigan, Apacible. El copero llenó las copas. En el mismo momento en que el monarca se llevaba a los labios la suya, Geb salió de su letargo, dio un salto digno de un felino y golpeó el brazo de su amo, que soltó el recipiente. De un bello rojo oscuro, el líquido se derramó sobre un ramo de flores situado delante de la pareja real. El perro se plantó delante de su amo y sus grandes ojos marrones expresaron su convicción de haber actuado bien. Para estupefacción general, los lotos y las malvarrosas se marchitaron como quemados por un ácido. —¿Quién ha elegido este vino? —preguntó la reina, conmocionada.

—El chambelán Anjy, majestad —respondió el copero.

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B ajo arresto domiciliario, Anjy daba vueltas mientras esperaba la llegada de Imhotep, encargado oficialmente de la investigación. Incapaz de comer y de beber, el chambelán y ritualista en jefe tenía los nervios a flor de piel. Por fin se abrió la puerta y el canciller apareció. —Soy inocente, ¡lo juro en el nombre del rey! —Conoces la importancia de un juramento. En caso de mentir, tu alma quedará destruida. —No intenté envenenar al faraón y puedo probarlo. —Te escucho, Anjy. —¡Todo el mundo sabe que soy el único que elijo los vinos servidos en la mesa real, y me han tendido una trampa! —¿En qué basas esa suposición? Anjy, extremadamente tenso, farfullaba. —Elegir los mejores caldos en función de los platos es un arte difícil, canciller: requiere experiencia y precisión. Como no confío en mi memoria, he adquirido la costumbre de numerar las tinajas servidas en el transcurso de la comida. Para este banquete había ocho de tamaño mediano. Estoy seguro de que la que contenía el vino envenenado no lleva mi marca y ni siquiera procede de la bodega de palacio. La consulta del registro oficial lo demostrará. Comprobadlo de prisa, ¡os lo suplico!

Anjy se recorrió la habitación cien veces hasta el regreso de Imhotep. Se mordía las uñas y sudaba a mares a pesar del frescor de la noche. La puerta se abrió de nuevo. —¿Soy inocente?

—Tus declaraciones eran exactas. El cocinero y el superior de los coperos han constatado la presencia de ocho tinajas, y las he recuperado, numeradas de tu mano. De hecho, la tinaja envenenada procedía del exterior. Y el hombre que llenó la copa del rey sigue en paradero desconocido. Eres libre, Anjy. —¿Habéis defendido mi causa ante Zoser? —Puedes volver ante él, y has sido confirmado en tus funciones. El chambelán estuvo a punto de desmayarse. Tras volver en sí, bebió a morro una buena cantidad de un tinto potente. —Tenéis mi gratitud, canciller. Sin vuestra intervención, estaría acabado. —¿No acaba siempre por salir la verdad a la luz? Aprende la lección de este acontecimiento, Anjy, y protege más a la persona real. El rostro de Anjy se tensó. —Desde este momento se tomarán las medidas necesarias. Y su majestad estará completamente a salvo.

Geb fue honrado de manera oficial por haber salvado la vida del faraón, y los escribas no dejaron de conmemorar su hazaña. Nombrado oficial de la guardia real, se beneficiaría de una tumba y del título de venerable cuando se reuniese con sus hermanos, los dioses. «Un perro... No, ¡no es sólo un perro!», constató la Sombra Roja al comprobar así la magnitud de la protección mágica desplegada en torno a Zoser. A pesar de sus esfuerzos, Imhotep no lograba llegar al origen de la pista que conducía al copero venal, cuyo cuerpo, cortado en trozos y echado a los cocodrilos, no encontraría nadie. ¡Y pensar que ese imbécil ignoraba que servía vino envenenado! Era inútil repetir esa clase de maniobras, pues estaban condenadas al fracaso. El palacio era una especie de fortaleza donde el rey estaría a salvo. La obra de Saqqara, en cambio, parecía más prometedora. Las acciones del monarca y las intervenciones cotidianas de los ritualistas lo envolvían en un haz de fuerzas protectoras, en efecto, pero la Sombra Roja había logrado introducir a sus criaturas en el corazón del emplazamiento, y el odio de Tiñoso hacia el maestro de obras le procuraba una ventaja capital.

Clara y fría, la noche de las fundaciones marcaba una etapa decisiva en el desarrollo de la Gran Obra. Imhotep guió a la pareja real y a los principales dignatarios hasta el pozo

de construcción de la pirámide, de veintiocho metros de profundidad. Unido a la galería de descenso y a los aposentos subterráneos, permitía el transporte de los bloques y proporcionaba la ventilación necesaria. Durante la víspera se habían erigido cuarenta estelas funerarias en nombre de la familia real. De dos metros de alto sobre una base de un metro, esos hitos fijaban para siempre el dominio de eternidad de Zoser. La solemnidad del momento y la anchura del pozo [64] impresionaron a la Sombra Roja. Éste daba acceso al océano de energía, al Ka de las profundidades de la Tierra, que garantizaba la estabilidad de la futura pirámide. El arquitecto había realizado una auténtica proeza, y la Sombra Roja disfrutó soñando con que un genio así estaría un día a su servicio. Mediante un aparato de aumento, el gran vidente observó el cosmos y las miles de estrellas que componían el alma de la diosa Cielo, aquella que daba a luz al sol todas las mañanas. Vio la Osa Mayor, el eje en torno al cual giraban los cuerpos luminosos y el centro de la comunidad de los resucitados. Había llegado la hora de tensar el cordel y de celebrar la fundación de la pirámide, cuyos lados estarían orientados en relación con los puntos cardinales, conforme a las enseñanzas de los sabios de Heliópolis. El rey encarnaba a Thot, el conocimiento, y la reina, a Seshat, la diosa de los constructores. Frente a frente, clavaron las estacas y tensaron el cordel, vínculo entre el cielo y la Tierra, instrumento de medición que permitía al arquitecto concretar su visión. Con las orejas levantadas, la mirada atenta y las ventanas de la nariz en alerta, Geb cumplía con la función de guardián del rito. Vio cómo el faraón cogía una azada, símbolo del amor creador, y cavaba la zanja por donde circularía la energía primordial, fuente del poder inalterable del edificio. El monarca vertió allí arena, los miles de granos que engendrarían los miles de años de la pirámide. Imhotep dejó entonces en manos de Zoser un cuenco de piedra decorado con una representación de Ptah, [65] el patrón de los artesanos. De pie, envuelto en un sudario blanco pero vivo, el dios sujetaba los cetros «plenitud», «vida» y «estabilidad». El rey elevó la ofrenda. —Tu corazón lo ha concebido todo. Tú, el Creador cuya lengua vuelve concreto lo invisible. Por ti nacieron las potencias vitales. Así fueron engendradas las fuentes de energía y los elementos que constituyen los seres. Tu Verbo ha producido las obras de los artesanos, la acción de las manos y el paso de las piernas. Y no cesas de dar forma al significado de todas las cosas, haces nacer a las divinidades, sus santuarios, las provincias y las ciudades. Ojalá tu espíritu penetre en el cuerpo de piedra de la pirámide. Que el plano

del maestro de obras sea desvelado. Imhotep desenrolló un papiro de una excepcional calidad. A la luz de la luna llena, la pareja real descubrió la visión del arquitecto, una pirámide de seis escalones que alcanzaba una altura de cerca de sesenta metros [66] y dominaba el emplazamiento de Saqqara.

En ese instante, el rey podía romper el plano y ordenarle a su maestro de obras que volviera a un monumento de dimensiones aceptables, conformes a la tradición, ya que la propuesta de Imhotep rebasaba los límites de lo imaginable y no parecía factible. El silencio prolongado del monarca dio esperanzas a la Sombra Roja. Lo que contemplaba no parecía satisfacerle mucho, y no le perdonaría a su arquitecto el haberle decepcionado. ¿No había dado Imhotep un fatal paso en falso? Los participantes de aquella extraordinaria ceremonia contenían el aliento esperando el juicio del faraón. —Tu visión se corresponde con mis deseos más secretos —declaró Zoser—. Si logras erigir esta escalera hacia el cielo, el poder del Ka brillará sobre Egipto. El mal será desviado y la luz reinará.

A pesar de esas siniestras predicciones, la Sombra Roja permaneció impasible. Ni el faraón ni su maestro de obras habían triunfado todavía, pues ignoraban los peligros que los acechaban.

78

T ras haberlo intentado todo, el libio Tanú empezaba a desesperarse. Era imposible corromper a la guardia personal del Viejo y eliminar al jefe de clan que le cerraba el camino al poder. Aquel anciano desconfiado y popular sabía rodearse de gente y había sobrevivido a muchos intentos de asesinato antes de suprimir a sus rivales. Su hijo y sucesor ya designado, un idiota, lo obedecía sin rechistar. En caso de error, su padre no dudaría en suprimirlo. Pero el tirano, que poseía una salud extraordinaria, seguía reclutando a los mejores guerreros, y los aliados de Tanú, aun bien pagados, no se atreverían a alzarse contra él. Si fracasaba, el esclavo de la Sombra Roja viviría mucho menos tiempo que el Viejo. La paciencia del monstruo no sería eterna, y Tanú no tenía ningún resultado concluyente que presentarle. Ineficaz, su coalición corría el riesgo de saltar por los aires. Como último recurso, les había pedido a sus fieles que recogiesen el máximo de información sobre el Viejo. No eran más que hombres, por lo que necesariamente debían de tener puntos débiles. Por desgracia, esas interminables gestiones no le procuraban ninguna baza, y Tanú se refugiaba en el alcohol. Sus pesadillas estaban pobladas de fuegos devoradores, y sus tristes mañanas lo estaban minando. Baboso, por su parte, se distraía cometiendo pequeños hurtos y violando a las imprudentes que se alejaban de los campamentos nómadas. Despertó a un Tanú comatoso y enflaquecido. —Jefe, ¡tal vez tengamos algo! —Deja de soñar, imbécil, y déjame dormir. —Según mi informador, es algo serio. Tanú se incorporó lentamente. —Dame algo de beber. Una copa de licor de dátiles lo puso a tono. —Al Viejo le encanta el cordero asado —le reveló Baboso—, y no se fía más que de un único proveedor. El tipo tiene autorización para ir ante él y presentarle su carne, que

él mismo asa en presencia de su cliente. Tiene que probarla y, luego, el Viejo la devora tranquilamente. —¿Y eso adónde nos lleva? —El ganadero tiene un vicio: el juego. Las ganancias y las pérdidas se equilibran, pero nunca renuncia a una partida. Si lográramos controlarlo, obtendríamos información de primera mano relativa a la seguridad del Viejo. Tanú se rascó la cabeza. —¿Dónde encontramos a tu ganadero? Una sonrisa ávida deformó los labios de Baboso. —Bajo una tienda, a cien pasos de aquí. Una docena de aficionados se está entregando a una intensa partida a la peonza. —No soy un especialista —se lamentó Tanú. —Eso se puede arreglar, jefe —afirmó Baboso presentándole unos pequeños discos de esquisto hábilmente manipulados.

El ganadero estaba en racha. Sus elecciones se revelaban provechosas, sus ganancias se acumulaban. Uno a uno, sus adversarios, incapaces de seguir las apuestas, abandonaban la tienda. Cuando Tanú y Baboso penetraron en ella, el vendedor de cordero barría al último imprudente que había osado enfrentarse a él. —¿Otra partida? —le propuso Tanú. —Te lo advierto, amigo, ¡es mi día de suerte! —Correré el riesgo. —Como quieras, siéntate. El libio examinó la peonza. —Está estropeada —juzgó—. Poseo una nueva. El ganadero, desconfiado, examinó el objeto. —Es magnífica —reconoció—. ¿La has fabricado tú?

—Se la he comprado a un nómada. Si ganas, te la doy como regalo. —¡Trato hecho! Para mí, el signo de la gacela. ¿Y tú? —El del galgo. Apuesto una tinaja de leche. Los discos estaban decorados con figuras de pájaros, de perros y de animales del desierto. El libio los hizo girar y las miradas de ambos jugadores se clavaron en ellos. El movimiento se hizo más lento, la peonza dejó de vibrar. Sobre el disco superior, cara al sur, una gacela. —¡He ganado! —exclamó el ganadero. —No nos plantemos ahora —decidió Tanú—. ¿Qué tal si nos jugamos un asno? Su adversario dudó. —De acuerdo. Me quedo con el signo de la gacela. —Yo elijo la figura del león. De nuevo, la suerte le sonrió al ganadero. —Lo siento, amigo. Te había avisado: es mi día de suerte. ¿Lo dejamos ya? Tanú sacó del bolsillo de su túnica un pequeño lingote de oro. Su adversario abrió los ojos de par en par. —¿Puedo... puedo tocarlo? Con las manos temblorosas, acarició el valioso metal. —¿Te... lo juegas? —¿Y tú?, ¿qué te juegas a cambio? —Todos mis animales. —No es suficiente. —Añado mi finca. El libio reflexionó. —Un poco justo, pero acepto.

El ganadero consideró necesario modificar su elección. La gacela no aparecería una tercera vez seguida. —Apuesto por el signo del pato —decidió. —Y yo por el de la hiena —indicó Tanú. La peonza se puso a girar, los jugadores no le quitaron ojo. Cuando cesó la rotación, al ganadero se le salía el corazón del pecho. El pato..., ¡ganaba el pato! El disco estuvo a punto de detenerse, titubeó y prolongó un instante su carrera. La hiena decidió al perdedor. —No es... no es más que un juego —masculló—. ¿En serio piensas despojarme de mis bienes? —He ganado y exijo lo que se me debe —dijo con calma Tanú. —Me estás arruinando, me... —Nadie te ha obligado a jugar. —Te devuelvo la tinaja de leche y tu asno ¡y quedamos en paz! Ahora me voy. La mano de Baboso mantuvo al ganadero en cuclillas, y el tamaño de su cuchillo lo convenció de que se quedase. —A lo mejor existe otra solución —afirmó Tanú. —¿Una indemnización progresiva? —Si cooperas, conservarás tus animales y tus tierras. El ganadero recobró la esperanza. —¿Qué esperas de mí? —Le has suministrado corderos al Viejo, cocinas en su presencia y pruebas los platos. —Exacto, pero... —Quiero conocer el nombre de los guardias, su situación y el funcionamiento del

dispositivo de seguridad. —No tengo derecho, no... —El Viejo no sabrá que has hablado, y tú no perderás nada. ¿De qué te sirve protegerlo? Encontrarás otros clientes. Si rechazas mi propuesta, te condenas a la miseria. Y no será el Viejo quien te sacará de ella. La argumentación de Tanú hizo mella en el ganadero. Después de todo, no era más que un proveedor, y no sentía ningún cariño particular por un tirano cruel y cínico. Así pues, aceptó hablar largo y tendido. Su sentido de la observación y su memoria procuraron a Tanú informaciones inesperadas. Esta vez, el Viejo estaba al alcance de su mano. —Gracias, amigo. No esperaba tanto. El ganadero se sentía aliviado. —Entonces ¿estamos en paz? —Casi. —¿Qué más deseas? —Sólo un detalle: Baboso, degüella a este idiota.

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E n la obra de Saqqara, la actividad era incesante. Varias cuadrillas trabajaban al mismo tiempo; Imhotep iba de una a otra, velando por el acabado del recinto, por la edificación de la columnata de acceso, por la construcción de los monumentos destinados a la regeneración del Ka real, por la excavación de los aposentos subterráneos y por el tallado del primer escalón de la pirámide, elemento esencial del inmenso complejo arquitectónico.

Desde el ritual de la fundación celebrado por la pareja real, el espíritu del emplazamiento había cambiado, y se había dado un impulso nuevo a la comunidad de artesanos, quienes, a pesar de la enormidad del proyecto, concedían una total confianza al maestro de obras. Con el fin de asegurar la necesaria estabilidad del primer peldaño gigante, [67] soporte del conjunto, Imhotep velaba por el perfecto ajuste de los bloques internos, de tamaños variados y de cortes irregulares. Unas capas de arcilla que separaban ciertas hiladas daban flexibilidad a ese cuerpo de piedra. Una corta rampa permitía el transporte de los materiales, mientras que unos especialistas pulían en el suelo los bloques de

revestimiento de hermosa y brillante piedra caliza. El arquitecto y los jefes de cuadrilla controlaban las marcas que indicaban su posición precisa. De la regla graduada del maestro de obras nacían todas las medidas y todos los trazados que concretaban las escuadras, los niveles y las plomadas. Gracias al juego de tres palitos de madera de la misma largura [68] unidos por un cordel anudado en su extremo superior, se ajustaban rigurosamente las piedras. Durante noches enteras, Imhotep había reflexionado acerca de un problema capital no encontrado antes: con la acumulación de bloques sobre un gran número de hileras se corría el riesgo de ocasionar un desfase en las alturas, [69] fisuras, asientos catastróficos y otros accidentes. Al no poder inspirarse en ejemplos anteriores, el gran vidente había apelado a las divinidades, a la ciencia de Thot y de Seshat, rogándoles que le ofrecieran soluciones. Primero, tallar las almohadillas, suprimir las asperezas y llenar los posibles huecos con arena, argamasa y residuos de piedra con el fin de obtener lechos irregulares; luego, montar unos grupos de bloques homogéneos y flexibles a la vez que se apoyaran unos sobre otros y absorbieran las inevitables deformaciones, y finalmente, inclinar con fuerza los lechos para torcer el efecto de masa hacia el interior del edificio. El conjunto de esas innovaciones era un éxito total. Los propios artesanos se sorprendían de la obra gigantesca que se edificaba ante sus ojos, y diariamente asistían a un asombroso espectáculo. Convertido en hermano de la piedra, Imhotep descifraba el alma de los bloques al tocarlos. Los seleccionaba en función de su destino y éstos se apresuraban a seguir sus directrices. Tiñoso, que se comportaba como un obrero solícito que no dudaba en ofrecerle agua al arquitecto, constataba la magnitud de su genio. Los logros de Imhotep alimentaban su odio, y se alegraba del instante en que su gloria quedaría reducida a la nada. Durante la pausa de la comida, le subía la moral a Bufido, que masticaba su torta de pan fresco rellena de lentejas y bebía con tristeza una cerveza suave. —Nada está perdido, compañero. —¡Imhotep es como un dios! Lo que nos está permitiendo hacer deslumbra a los escépticos. —¡Deja ya de delirar! Ese iluminado nos lleva derechos al abismo y su pirámide no tardará en desmoronarse, lo que causará cientos de muertos. Por querer satisfacer los sueños enloquecidos de Zoser, Imhotep se inventa unas técnicas dementes, condenadas al fracaso. Pronto exigirá lo imposible y disfrutaremos de un bonito desastre. Mientras tanto le pondremos algunas trabas privándolo de un buen número de constructores.

—Ven en seguida al almacén principal —le pidió Sagaz a Imhotep, quien se disponía a llegar a la obra—. ¡Has tenido olfato al ordenarme que examinara las entregas! Ambos recorrieron a grandes zancadas el camino que llevaba a las reservas de alimento y de productos varios indispensables para los habitantes de la ciudad de la pirámide. —Mira estos panes de sal —le dijo Sagaz. Nacida del sudor de Set, dios de la Tormenta, la sal gruesa gris de los oasis era, por lo general, purificada con cuidado y utilizable en la cocina. —La han estropeado —observó Imhotep. Sagaz abrió una vasija de arcilla que contenía cecina de pato. —Esta conserva ha sido mal preparada, consumirla sería peligroso. No cabe duda de que todas las vasijas son para tirar. Y hay algo más grave todavía. Sagaz abrió una magnífica tinaja provista de una etiqueta cuadrada que indicaba «Ungüento de primera calidad», un producto muy apreciado para la salud y para la belleza. Acto seguido, extendió una minúscula cantidad en el dorso de su mano izquierda, y casi de inmediato apareció una rojez. —La quemadura es intensa —precisó—. Este falso ungüento habría causado estragos. —¿Quiénes son los responsables de estas entregas? —El Tesoro, luego el ministro Baten; la Casa de la Reina y la princesa Redyit.

Bajo la dirección de Neferet, unos empleados del servicio de salud y varias amas de casa procedieron al saneamiento semanal de la totalidad de las viviendas de la ciudad de la pirámide. Las paredes se rociaron con una solución de natrón y se procedió a fumigar para eliminar los insectos y los elementos nocivos, visibles e invisibles. Los habitantes aplicaban estrictas medidas de higiene, empezando por frecuentes lavados de manos. Desde el punto de vista de la médica en jefe, se evitaban así gran cantidad de enfermedades. Unos agradables olores flotaban en el aire cuando Redyit y Baten se presentaron en la puerta del almacén. La mirada del maestro de obras los traspasó de parte a parte. —¿Por qué se nos ha convocado de urgencia? —se sorprendió el ministro de

Finanzas. —¿No sospecháis por qué? —Comparto la estupefacción de Baten —afirmó la princesa con desdén. —Entrad, os lo ruego, y haced el favor de confirmar la procedencia de los panes de sal, de las conservas y de las tinajas de ungüentos. La mirada de Redyit se posó sobre las etiquetas. —¡Son falsas! —se indignó—. Las de la Casa de la Reina tienen una forma diferente y llevan una marca distintiva que se corresponde con el taller encargado de la fabricación del producto. —La Casa del Rey no ha enviado ni conservas ni panes de sal estos últimos días — precisó Baten—. Bastará con examinar los papiros contables para tener confirmación de ello. —Con todos mis respetos, yo mismo lo comprobaré —decidió Imhotep. Ofendido, el ministro estaba obligado a someterse. —Deseo ver la totalidad de las etiquetas que utiliza la Casa de la Reina —añadió el canciller. —Como queráis —respondió Redyit—, pero ¿qué es lo que pasa exactamente? —Se han entregado productos peligrosos con el fin de atentar gravemente contra la salud de los artesanos y de sus familias. Sin la supervisión de mis inspectores, numerosas personas habrían caído enfermas y la obra habría sido perturbada.

Las conclusiones de la investigación de Imhotep exculpaban al ministro Baten y a la princesa Redyit. Las etiquetas eran claramente falsas, y las mercancías adulteradas no procedían del Tesoro. En cuanto a los repartidores, no pertenecían al personal del Estado. A partir de ese momento se efectuarían comprobaciones a la entrada de la obra, bajo protección policial. —Pareces inquieto —observó Neferet. —Esta tentativa de destrucción implica una potente organización —consideró el maestro de obras—. Estamos frente a una oposición resuelta y con medios importantes a su disposición. ¡Y hay algo peor!

—¿En qué estás pensando? —En una conspiración desde el interior. Tal vez sean artesanos o empleados de las obras quienes hayan fabricado falsas etiquetas. En ese caso, el futuro se anuncia sombrío. No dejarán de luchar contra la Obra y tratarán de abocarme al fracaso. Neferet había visto pocas veces a su marido presa de un pesimismo semejante. —No le quito importancia a la prueba, pero sé que eres capaz de superarla —le dijo refugiándose en sus brazos—. Y estaré siempre a tu lado.

80

T anú sonreía mientras cruzaba la frontera de Egipto en dirección a la granja abandonada donde se encontraría con la Sombra Roja. Gracias a las informaciones proporcionadas por el imbécil del ganadero, el ataque al campamento del Viejo había sido un paseo. Al conocer la posición y el número de guardias, Baboso y su cuadrilla se habían deshecho de ellos apuñalándolos. A cada luna nueva, el Viejo recibía a una jovencita en su tienda y se entregaba a sus perversiones. Una vez eliminado el último guardia, Tanú y Baboso habían levantado un faldón de tela y habían descubierto un espectáculo poco agradable. ¡Qué momento tan fabuloso! Botín de guerra, la chiquilla le correspondía a Baboso, quien se había ocupado de ella en el acto. Frente a Tanú estaba el anciano asustado, que le imploraba que le perdonara la vida. El libio le había cortado el sexo, para después dejar que gritara mientras se desangraba. El hijo del tirano había muerto antes de entender lo que sucedía. Sólo quedaba por convencer a los guerreros del Viejo de que sirvieran a su nuevo amo, pero hubo un argumento que los sedujo de inmediato: el aumento de sueldo. Un furioso viento agitaba las malas hierbas. Tanú cruzó un terreno vacío y penetró en la casucha. Al fondo de la habitación en tinieblas había una luz roja. —Soy portador de excelentes noticias —proclamó el libio—. ¡Mirad esto! Abrió un saco y extrajo la cabeza del Viejo. —¡Lo he conseguido, señor! Ya soy el amo de todos los clanes. Ninguno se ha atrevido a oponerse a mí. —Enhorabuena, amigo mío —dijo la voz deformada de la Sombra Roja—. Todavía hace falla formar un auténtico ejército. —Sin duda eso estará hecho antes de un año. Tengo que eliminar a tres o cuatro bocazas, asentar mi autoridad, imponer disciplina y preparar mis tropas para invadir Egipto. —Tu plan me parece excelente.

Tanú pareció molesto. —Excelente, pero costoso. —¿Acaso no dispones de una gran cantidad de oro? —¡No es suficiente, señor! —¿No has robado los bienes del Viejo? —El vencido lo pierde todo, es la costumbre. —¿No estarás pensando en robarme tal vez, amigo mío? —¡Desde luego que no, señor! Levantar un ejército exige una inversión seria, reconocedlo. Necesito asegurarme de la fidelidad de mis oficiales, y son mercenarios. Una buena paga los hará invencibles y el armamento estará a la altura de la tarea prevista. —Tendrás lo necesario —le prometió la Sombra Roja—. Suprime a los cobardes y a las ovejas negras, entrena a guerreros despiadados. Atacaremos por sorpresa, pero Zoser se defenderá hasta el final y la conquista de Egipto no será un paseo. Primer objetivo: la ciudad sagrada de Heliópolis, la ciudad del sol. Está mal defendida y no resistirá mucho tiempo a un asalto de importancia. Con sus templos destruidos, la moral de los soldados de Faraón estará en su punto más bajo. Tanú ya se veía entrando en Menfis como un triunfador. La riqueza y la gloria no eran utopías, el futuro se anunciaba radiante. Ser el esclavo de la Sombra Roja no presentaba sólo inconvenientes.

Bufido seguía postrado sobre la reciente banqueta de piedra de su salón mientras bebía cerveza a tragos cortos. —No conseguimos nada —constató—; nos arriesgamos a ser arrestados y condenados. Yo tengo una familia que alimentar. —Deja de lloriquear —le ordeno Tiñoso—. La suerte no estará eternamente de parte de Imhotep. —Es el hijo de Ptah, los dioses lo protegen y... —¡Basta de idioteces! No es más que un hombre, como tú y como yo. Y cuando hablo de suerte, me equivoco. En realidad, ese maldito arquitecto tiene mano para la organización y sabe tomar precauciones. Si las tinajas que contenían productos estropeados no han sido distribuidas, es por culpa de un dispositivo de vigilancia cuyo responsable

acabo de identificar. Bufido aguzó el oído. —¿Un policía? —Pues un policía precisamente no es. Uno de los ayudantes de Imhotep ronda por todas partes, observa, escucha y se percata de las anomalías. Fue él quien examinó el contenido de la última entrega y alertó al maestro de obras. He reconocido a ese espía: se llama Sagaz y le profesa una admiración sin límite a Imhotep. Esa rata me robó el puesto de intendente que me correspondía en el taller de fabricantes de vasijas. Hoy hace de ojos y de oídos del arquitecto. Si lo eliminamos, tendremos vía libre. —¿Cómo lo harás? —Sagaz tiene una debilidad: las mujeres. Metamos a una en su cama, ella le comunicará una información que le suscite interés. Y caerá en la trampa. —No pensarás... La mirada de Tiñoso se volvió amenazante. —Tomo las decisiones indispensables.

El viento de arena se levantó con una rapidez y una violencia inauditas. Desde el comienzo de las obras, Imhotep no había sufrido un cataclismo semejante. Reunió como pudo a los jefes de cuadrilla y les ordenó poner inmediatamente a salvo a los artesanos. No se veía más allá de diez pasos. Como se temía accidentes, el maestro de obras recorrió la obra y se llevó a los extraviados. Unas ráfagas estuvieron a punto de derribarlos, y trataron de encerrarse sin lograr impedir que la arena penetrara en las casas y los talleres, Imhotep recubrió las estanterías de su despacho, los asientos y las esteras. Viento del Norte, refugiado junto a su amo, agitaba a menudo las orejas. La tormenta duró toda la noche y no cesó más que a tercera hora del día. El asno y el arquitecto se fueron de inmediato en busca de posibles heridos, ayudados por una veintena de valientes. Había piernas rotas, contusiones múltiples, hombres conmocionados y bronquios irritados, pero ningún muerto. Aunque las obras habían sufrido, los daños no eran irreparables. Imhotep repartió el trabajo con el fin de no sobrecargar a las cuadrillas y de tratar las urgencias.

Por culpa de la rapidez del fenómeno, nadie había tenido tiempo de protegerse. Y el maestro de obras se encontró frente a un serio problema: las irritaciones oculares. Medio ciegos, con los ojos ardiendo, numerosos artesanos eran incapaces de cumplir con sus tareas. La llegada de Neferet volvió a darle esperanza. —Se trata de enfermedades que conozco y que venceré —afirmó la médica en jefe —, a condición de disponer de una cantidad suficiente de colirio. El remedio se componía de extractos de ocre rojo, de malaquita, de galena, de madera podrida y de algarroba, unas sustancias que eran trituradas finamente y luego disueltas en agua pura. [70] Alertada, la princesa Redyit se encargó ella misma de contactar con el Tesoro y recibió la ayuda del ministro Baten. Juntos, reunieron los ingredientes, mientras el chambelán Anjy suministraba las plumas para instilar el colirio. Ajeta superviso la entrega, Sagaz efectuó una segunda comprobación y Neferet fue su propia cobaya antes de curar a los enfermos. El remedio hizo desaparecer quemaduras, infecciones y dolores. Sólo un artesano, uno llamado Botín, se mostró recalcitrante. Ante la insistencia de la médica en jefe, a la que miraba de una forma extraña, acabó aceptando el tratamiento y se encontró bien. Con las mandíbulas apretadas, abandonó el dispensario como si huyera de un lugar hostil. Sorprendida por lo ocurrido, Neferet le relató el incidente a Imhotep. —Ese hombre es extraño —consideró—. En mi opinión, tiene mucho que ocultar. Acercarme fue, para él, una prueba difícil. Y casi he sentido su odio. —Botín es un excelente encargado, eficaz y puntual —indicó el maestro de obras—. Su jefe de cuadrilla, a pesar de ser exigente, se felicita por su trabajo. Como Botín es un soltero más bien reservado, debes de haberlo impresionado. Ser curado por la médica en jefe de palacio en persona ¡es todo un honor! —Ese individuo me parece dudoso —insistió Neferet—. No te fíes de él. Imhotep abrazó a su esposa. —Tu intervención ha sido decisiva. Gracias a ti, la obra no se verá interrumpida. No lejos del despacho del arquitecto, Tiñoso contenía la rabia por oír cómo unos grupos de artesanos elogiaban los méritos del arquitecto y de Neferet, tan hermosa y competente. Pero, privado de ella, ¿sería capaz Imhotep de continuar su obra?

81

L a nueva amante de Sagaz era una panadera joven recientemente contratada. No contento con saborear sus pasteles, le había propuesto bañarse en el canal vecino. Y, con el regreso del calor, ¿no era aquélla una distracción agradable? Luego dejaron que el sol secara sus cuerpos desnudos, por lo que no resistieron a una atracción recíproca. Dado que la deliciosa morena consideraba el amor como un juego, Sagaz no se había opuesto a ninguna de sus iniciativas. Por fin se tomaron un descanso a la sombra de una palmera. —Parece que eres un personaje importante —dijo ella. —Más o menos. Como otros ayudantes, me conformo con servir lo mejor posible al maestro de obras. —Hay obreros que lo odian. Sagaz acarició los pechos de su amante. —Me sorprendes... ¿Acaso Imhotep no presta atención a cada uno de ellos? —Es demasiado severo y no autoriza ni el más mínimo trapicheo. —Así que, según tu opinión, hay quienes lo tienen entre ceja y ceja... —Lo ignoro... La mano experta de Sagaz reavivó el deseo de la morena. —Has despertado mi curiosidad —le confesó—. Hacerme esperar sería cruel. Se tumbó sobre ella. —He sorprendido una conversación entre dos estibadores —dijo la muchacha finalmente—. Hablaban acerca de una descarga de piedras a una hora de marcha del embarcadero, hacia el norte, al final del día. «Malversación de materiales —pensó Sagaz—; eso puede resultar muy rentable.»

—Espero que no te hayan visto. —Como no quería oír más ni mezclarme en historias sórdidas, me he esfumado. Pero dime, ¿tienes siempre tanta energía? —Eso depende de mi compañera. —Entonces ¿te gusto? —¿Todavía no estás convencida? Molestas por los suspiros de placer de la dama, unas garcetas echaron a volar.

Sagaz no tenía tiempo de regresar a la obra para prevenir a Imhotep. Avanzando a paso rápido, bordeó el Nilo tomando por los senderos trazados por los guijarros que predominaban en el río. Cerca de una zona especialmente pantanosa, donde florecían unos macizos de papiro, Sagaz vio una barcaza cargada de bloques. Acababa de detenerse, y unos marinos ponían en su sitio una pasarela ancha. La descarga comenzó y, dado el tamaño modesto de las piedras, dos hombres lograban transportar una. En cuclillas, a salvo de sus miradas, Sagaz reconoció a los repartidores de productos estropeados. Así pues, la panadera no había mentido. Era obvio que existía una banda organizada que se dedicaba a trapichear, decidida a perturbar las obras. La noche no tardaría en caer. A pesar de la penumbra, Sagaz se llevó una desagradable sorpresa. El jefe de los ladrones, el rechoncho que dirigía la maniobra, no era otro que Bufido, ¡uno de los jefes de cuadrilla de Imhotep! El joven, aterrado, no tenía más remedio que regresar a Saqqara corriendo para prevenir al maestro de obras. Sin embargo, una violenta puñalada en la espalda le impidió levantarse, y un par de manos lo pegaron contra el suelo. —Eres demasiado curioso —dijo la voz llena de odio de Tiñoso—. Y yo odio a los espías de Imhotep. —No cometas ningún acto irreparable. Tarde o temprano, descubrirá este robo. —¿Qué robo? Esos bloques llegan a buen puerto. —Pero ¿por qué...?

—No eres muy rápido, muchacho. Esta trampa no tenía más que un objetivo: desembarazarnos de ti, ¡los ojos y los oídos de ese maldito maestro de obras! Sagaz, que se encontraba gravemente herido, fue incapaz de resistirse. —Esa voz... ¡Te conozco! —¿Y bien? ¿Quién soy? —Tiñoso, mi compañero de taller de los fabricantes de vasijas. El agresor aflojó la presa y, con un gesto violento, obligó a la víctima a volverse arrancándole un grito de dolor. De inmediato, le pinchó la garganta con la punta de su puñal. —¡Mírame, espía! ¿Tengo la cara de ese tipo? —No, pareces diferente... Pero eres tú claramente, ¡estoy seguro! Has cambiado de aspecto, no de voz. Tiñoso mantuvo un largo silencio. —Eres peligroso, Sagaz, muy peligroso... ¿Cómo osaste hacerte con la dilección de un taller que me pertenecía? Deberías haberte retirado y reconocido mis méritos. —Imhotep me había confiado esa función. —Imhotep, ¡siempre Imhotep! Esta noche no está aquí para ayudarte. —¿Por qué lo odias? —Acabó con mi carrera. —Eso es falso, ¡y lo sabes! Incluso te curó. Si hubieses sido un hombre recto, te habría convertido en jefe de cuadrilla. —¡Cállate! Yo soy el hombre recto, y no Imhotep. Su vanidad lo lleva a construir una locura destinada a la nada. —No impedirás el nacimiento de la pirámide, Tiñoso, y su luz te destruirá. Reconoce tus errores y deja de hacer el mal. —¡El mal es Imhotep! —¿Puede cambiar un ser hasta ese punto? Eras un buen artesano, respetuoso con el oficio y con la jerarquía.

—Esta nunca reconoció mi valía. Sagaz comprendió que se había equivocado. En realidad, Tiñoso no había cambiado ni cambiaría nunca. Desde su nacimiento, la ambición y la avidez lo roían por dentro. —Abandona Egipto —le recomendó a su verdugo—, y refúgiate con los merodeadores de las arenas. Los ayudarás a saltear a los viajeros imprudentes. Tiñoso puso una sonrisa cruel. —Tengo un proyecto mejor: impedir que Imhotep llegue a buen puerto y destruirlo —declaró—. Tú eras un obstáculo para mi éxito. Y, de un gesto brusco, le rajó la garganta a Sagaz. —¡Muere, sucio espía! Tiñoso escupió sobre el torturado y se alejó. Incapaz de levantarse y sintiendo que se le escapaba la vida, Sagaz, casi paralizado, intentó trazar unos jeroglíficos en la tierra mollar. No, Imhotep no fracasaría y su pirámide tocaría el cielo.

Habitualmente, a comienzos de la tercera hora de la noche, Sagaz traspasaba el umbral del despacho de Imhotep y elaboraba un informe oral con sus observaciones. Ni una sola vez el amigo del maestro de obras había dejado ese deber a un lado, pero Imhotep trató de tranquilizarse pensando que habría hecho una nueva conquista muy exigente. Sin embargo, la mañana siguiente pasó sin que Sagaz apareciera. El arquitecto recorrió las obras inquieto. Nadie había visto a su asistente, quien tampoco se hallaba en su domicilio. Se inspeccionaron en vano los alrededores de las obras. El ruido de un aleteo alertó a Imhotep. Por encima de él, un ibis trazaba grandes círculos. De repente se lanzó en dirección norte, bordeando el Nilo. En compañía de una docena de artesanos armados con porras, el canciller siguió al ave. A intervalos regulares, el ibis volvía hacia atrás y se aseguraba de que el pequeño grupo lo seguía. A la altura de una zona pantanosa, subió hacia lo alto del cielo y desapareció. Imhotep y sus compañeros exploraron el lugar. Uno de ellos lo alertó. Inmóvil, con los brazos colgando, miraba fijamente el cadáver de un hombre degollado al pie de un montículo lleno de hierbajos.

Cuando reconoció a Sagaz, Imhotep rompió a llorar. Perdía a su amigo, un ser al que le había concedido su confianza y que nunca lo había traicionado. Probablemente Sagaz se había lanzado a la caza de un sospechoso sin ser consciente del peligro. Así pues, existía un monstruo capaz de dar muerte para hacer daño a las obras y obligar a que Imhotep renunciara. Eso sería mancillar la memoria de Sagaz. En su honor, para probar que su sacrificio no había sido en vano, el maestro de obras haría frente a la adversidad. —Llevaremos el cuerpo a Saqqara —decidió—, y pediré al faraón que le sea concedida a este fiel servidor del reino una morada de eternidad coronada por una capilla. En el momento en que los artesanos levantaron los restos de su amigo, Imhotep vio que había trazado en la tierra el jeroglífico de la pierna, es decir, la letra «B». El esbozo de un segundo signo era, por desgracia, ilegible. El nombre de su asesino... Sí, Sagaz, había tratado de transmitirle un último mensaje, cumpliendo con su función hasta su último aliento.

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T iñoso saboreaba su éxito. Tras eliminar al mejor encargado de Imhotep, su amigo Sagaz, le asestaba un duro golpe. Privado de ese espía eficaz y fiel, el maestro de obras estaba sordo y ciego. Incapaz de desbaratar las maniobras de sus enemigos, iría de fracaso en fracaso y acabaría perdiendo la confianza del rey. Inacabada, la pirámide escalonada sería abandonada y transformada en cantera de piedra. —Ven a verlo, ¡de prisa! —le soltó Bufido—. ¡Es... es... increíble! Ambos se unieron a sus compañeros, quienes asistían, atónitos, a la entrega de miles de vasijas, de copas, de tazones, de platos y de bandejas de piedra. Alabastro, brecha roja, diorita, pórfido, dolerita, granito, mármol, serpentina, esquistos azulados, verdes y negros, cristal de roca... En respuesta a las exigencias de Imhotep, los talleres habían utilizado el máximo de variedades procedentes de diversas canteras del país. Se trataba de otras tantas obras maestras, de una incomparable belleza. El maestro de obras pidió voluntarios para transportar más de cuarenta mil piezas de esa extraordinaria vajilla de piedra a las galerías subterráneas de la pirámide. Se murmuraba que el faraón en persona no dejaría de admirarlas. —Dejemos hacer a los demás —le recomendó Bufido. —Al contrario —objeto Tiñoso—, tal vez sea una ocasión inesperada. Vamos a preparar una bonita sorpresa a su majestad. —¡Te... te estás volviendo loco! —Quédate aquí, miserable. No te necesito. —¡No quiero saber nada de tus proyectos! —Mejor, cállate. De lo contrario... El jefe de cuadrilla regresó a su domicilio, mientras que Tiñoso se presentó como voluntario. Disimular una sierra pequeña era un juego de niños.

La llegada de Zoser iba acompañada de un día libre, pero todos los artesanos

quisieron organizar una fiesta en honor del monarca. Ataviado con una diadema de oro y vestido con una túnica austera, llevaba en las muñecas dos brazaletes anchos. En el cuello, un amuleto protector. Cuando apareció, todos se inclinaron. A excepción de la gran esposa real y del canciller Imhotep, ¿quién podía soportar la mirada acerada de Faraón? El maestro de obras le ofreció al rey una admirable copa de diorita. —Majestad, contiene el primer vino procedente de vuestro viñedo llamado «Horus, estrella que preside el cielo», y que fue plantado el primer año de vuestro reinado. Zoser contempló la pirámide en curso de edificación y le presentó el néctar. —Que la sangre de Osiris resucitado corra por tus venas y que tus piedras vivientes sean la encarnación de su eternidad. El soberano celebraba el trabajo de los artesanos concediéndoles un banquete regado por los mejores caldos. En compañía de su arquitecto, se dirigió hacia el pozo de siete metros de lado y tomó la escalera que bajaba a una profundidad de veintiocho metros. Para Imhotep, había llegado el momento de revelarle al soberano la arquitectura de su palacio del otro mundo. En el fondo del pozo había una sepultura formada por grandes baldosas [71] de granito de Asuán que constituían la envoltura protectora de la sala de resurrección donde sería depositado el sarcófago del rey. Un tapón [72] de granito cerraría el acceso.

Ese monumento no era un callejón sin salida, sino un punto crucial que daba acceso a las estancias que componían el palacio del más allá y a las galerías subterráneas. En un estado de recogimiento, Zoser descubrió la residencia de su Ka, inaccesible a la muerte. Sus capillas contendrían estatuas vivientes que celebrarían su fiesta de resurrección. Unas puertas aparentemente cerradas se abrieron a las tierras paradisíacas, lugares de regeneración del alma. A la luz de la antorcha de Imhotep, las treinta y seis mil plaquitas de loza azul, fabricadas utilizando las turquesas extraídas de las minas del Sinaí, brillaron con una luz apacible. Su color era el del campo de cañas, región del universo que el faraón recorrería manejando el timón de la barca solar. Allí, los alimentos eran abundantes, la cosecha se hacía sin dificultad. La presencia de pilares «estabilidad», que sostenían las bóvedas, aseguraba la continuidad de la función real. Como símbolos de Osiris, protegían el nombre del monarca, asociados a los nudos mágicos de Isis. Así se repelían las fuerzas destructoras del caos, así se establecía el orden luminoso de Zoser. Dos estelas representaban al rey cumpliendo con la carrera que le permitía recorrer el cosmos. Su mano izquierda sostenía el testamento de los dioses que le legaba la tierra de Egipto; la derecha, el cetro con las tres bandas de piel que evocaban el triple nacimiento: celeste, terrestre y subterráneo. Una tercera estela mostraba a Zoser, ataviado con la corona blanca, caminando en dirección al templo de Horus en Edfú. Joven para siempre y en plenitud de facultades, Faraón ignoraba la decrepitud. Imhotep pensó en Sagaz, cuyo funeral acababa de celebrar como servidor de su Ka. El rey le había concedido una tumba y una capilla cerca de la última morada de los padres

del canciller. Los artesanos estaban asociados al ser de Faraón, y su pueblo participaría de su inmortalidad. Zoser se recogió durante largo rato en su palacio del más allá. Imhotep contaba con que luego descubriera su segunda morada de eternidad, la del Ka real, excavada bajo el macizo del recinto sur, [73] a doscientos metros de los aposentos subterráneos de la pirámide. Esa sepultura permanecería vacía, dedicada a lo invisible. Antes de eso, el maestro de obras le mostró al monarca la red de galerías subterráneas [74] talladas en el corazón de la roca, a treinta metros de profundidad. Cinco de entre ellas acogerían las momias de los miembros de la familia real, las demás abrigarían las cuarenta mil piezas de vajilla de piedra, apiladas del suelo al techo con una altura de un metro cincuenta. Algunas incluían los nombres de los reyes de la primera y de la segunda dinastía. Con la celebración de un eterno y fabuloso banquete, de alimentos inagotables, Zoser rendía homenaje a sus predecesores, invitados a las fiestas. Al salir de una de las galerías, el soberano y su arquitecto oyeron un siniestro crujido. Aserrados por Tiñoso, unos puntales no tardaron en hundirse, y ambos quedaron sepultados por un cúmulo de madera y de grava. Como se conocía cada centímetro de la obra, Imhotep vio rápidamente que las vigas estaban a punto de ceder. Apoderándose de un madero dejado contra una pared, logró retrasar el desastre. —¡Salid de aquí, majestad! No aguantaré mucho tiempo. —No abandonaré a mi maestro de obras. —Si no sostengo este madero en su sitio, ¡la galería se vendrá abajo! —Unamos nuestras fuerzas, gran vidente, y asegurémoslo. Luego nos guiarás. Magnetizando su último sostén, el rey y el arquitecto multiplicaron su capacidad de resistencia y encontraron el mejor ángulo de sustentación para soportar el peso de la bóveda. En el momento de soltar el madero, estaban extrañamente en calma. A pesar de la penumbra y el polvo, Imhotep fue por el camino correcto. Y así regresaron a la luz del día.

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L os miembros del gran consejo y los dignatarios de la corte estaban conmocionados. Al principio se creyó que era un rumor insensato, una broma de mal gusto, pero finalmente hubo que rendirse a la evidencia: canciller, maestro de obras y gran vidente, Imhotep había sido elevado a una nueva dignidad, completamente inédita: la de ¡Hermano del faraón! [75] Efectivamente, el milagro de Saqqara decía mucho en favor de ese arquitecto de genio que contribuía a la realización del sueño de Zoser, hacer de su dinastía la fundadora de un nuevo Estado. Pero beneficiarse de tal estatus, estar íntimamente ligado a la función suprema, pertenecer al círculo tan estrecho de la Familia real, ¡qué privilegio tan extraordinario! En el transcurso de un banquete organizado por el chambelán Anjy, sus colegas no ocultaron sus sentimientos. El ministro de Finanzas, Baten, no comprendía la necesidad de ese nombramiento insólito; Ajeta, el ministro de Agricultura, responsable de los talleres y mano derecha del arquitecto, se temía un acceso de vanidad por parte de su superior; la princesa Redyit veía a Imhotep alejarse del común de los mortales, a riesgo de construir un monumento destinado al hundimiento, y Anjy se sorprendía de la pasividad de Apacible, la gran esposa real, que debería haberse opuesto a la voluntad de Zoser. Pero ¿de qué servían esas recriminaciones? La decisión del rey era inapelable, y más valía preocuparse por las últimas exigencias del maestro de obras. El tercer escalón de la pirámide pronto estaría acabado, se estaban terminando los aposentos subterráneos, se erigían los monumentos previstos en el interior del recinto. De la entrega de los materiales a la ejecución de las esculturas, el conjunto de las obras debía estar perfectamente coordinado, y cada uno de los miembros del gran consejo conocía con precisión hasta dónde llegaban sus responsabilidades. Imhotep, el Hermano del rey, no permitiría la más mínima evasiva.

La Sombra Roja no echaba las campanas al vuelo, pero la situación no era desesperada. La excelente iniciativa de Tiñoso había estado a punto de producir un resultado inesperado, y sólo la suerte les había permitido al rey y al arquitecto salir indemnes de las galerías subterráneas. Otra vez sería. Lejos de ser anecdótica, la desaparición de Sagaz privaba a Imhotep de un aliado indispensable. En adelante, el maestro de obras estaría solo, y ya no dispondría de informaciones esenciales. Nadie le advertiría de la próxima prueba que lo hundiría.

Ante la decadencia de su Hermano, Zoser quedaría desacreditado, y su pirámide reducida a un montón de piedras inútiles.

Mientras vaciaba una copa de cerveza tras otra, Bufido sollozaba. —No lo conseguiremos, ¡Imhotep es un mago! Dejémoslo estar y vivamos tranquilos. Tiñoso lo abofeteó. —Pobre imbécil, ¡no has entendido nada! Estamos al servicio del futuro amo de Egipto y es imposible renunciar. Bufido levantó un rostro angustiado. —¿Cómo lograron salir el rey y su Hermano de los subterráneos? El gran vidente ve a través de las tinieblas, ¡nadie puede alcanzarlo! Abre los ojos y vuelve a la realidad. No estamos a la altura para luchar contra Imhotep. Tiñoso contuvo los golpes que contaba con asestarle al miedica. Dado su comportamiento, el jefe de cuadrilla estaba a dos pasos de traicionarlo. —Tienes razón, Bufido. Íbamos por el mal camino. Después de su último milagro, Imhotep parece una especie de dios. Me río yo de su pirámide. Lo que me interesa es un buen sueldo y una buena casa. Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Bufido. —¡Menudo alivio, amigo mío! Por fin, la vuelta a la tranquilidad. Celebrémoslo vaciando una tinaja de cerveza fuerte. Relajado, el jefe de cuadrilla se sumió en la embriaguez. Tiñoso, por su parte, pensaba en una nueva estrategia.

Gracias a los cálculos precisos de Imhotep y a su perfecto manejo del cordel y de la regla, la edificación del cuarto escalón de la pirámide se presentaba muy bien. Después de varios años de experiencia, los artesanos habían domesticado la piedra y sabían poner en su sitio unos bloques cada vez más grandes. Las maniobras, sin embargo, exigían el máximo de precauciones, y el arquitecto podía presumir de no haber conocido ningún accidente mortal. Bufido y su equipo consolidaban la rampa que servía para hacer circular los

materiales y comprobaban la calidad de las piedras. El maestro de obras estudiaba su plano cuando uno de sus asistentes lanzó un grito de terror. —Se ha caído... ¡Un hombre se ha caído del cuarto escalón! Todos acudieron al lugar. El desdichado no había sobrevivido a la caída y, descoyuntado, yacía en un charco de sangre. —Es el jefe de cuadrilla Bufido —constató un encargado. ¿Se había tratado de un mareo o de una imprudencia? Ningún testigo había visto a Tiñoso empujar violentamente a su víctima, que se encontraba demasiado cerca de la barandilla exterior. La esposa del difunto proporcionó la explicación: su marido había ido a trabajar ebrio, y ella había tratado en vano de disuadirlo. Hacía algún tiempo que se mostraba nervioso y violento, como si se reprochara un error inconfesable. Una hipótesis cruzó por la mente de Imhotep: ¿no habrían castigado los dioses al asesino de su amigo Sagaz, el cobarde cuyo nombre comenzaba por «B»?

Neferet acababa de prescribir unos productos contraceptivos [76] a una mujer de treinta años que se negaba a quedarse embarazada de nuevo. La médica en jefe se acordaba del consejo de los sabios: «No le recrimines nada al que no tiene hijos, no critiques el hecho de no tenerlos, y no te jactes por el hecho de tenerlos. Hay muchos padres desgraciados, al igual que muchas madres que han dado a luz, mientras que la mujer sin hijos es más serena que ellas.» [77] La esposa de Imhotep debía continuar manteniéndose serena con el fin de curar y consolar a los enfermos. Pasados los años, la médica en jefe de palacio había aceptado no convertirse en madre y consagrarse a su vocación mientras secundaba al maestro de obras, encargado de crear el dominio de eternidad del faraón Zoser. ¿No sería la pirámide escalonada su descendencia? Terminaba una jornada agotadora, pero Neferet estaba contenta de ocuparse de un paciente excepcional: Geb, el perro del rey. Mientras la observaba con confianza, el animal se dejó examinar. —No es nada grave —concluyó ella—. Más carne cocida y un remedio para disminuir el nivel de urea y conservarás tu vitalidad. En mi opinión, batirás la marca de

longevidad. Un ruido insólito alertó a Neferet; las orejas de Geb se levantaron. —Quédate aquí —le ordenó—. Ya vuelvo. Como la médica en jefe les había dado el día libre a sus criados por una fiesta de la diosa Hator, su gran casa de Menfis estaba vacía. ¿Quién había osado entrar en ella?

Doce tinajas de aceite, doce de vino, treinta de cerveza de calidad superior, tres tarros de miel, cuatro de ungüentos... ¡Esa pequeña fortuna era más que un sueldo de obrero en Saqqara! Miembro de la cuadrilla del difunto Bufido, Nariz-partida, luchador de primera, había aceptado la misión confiada por Botín, la mano derecha de su jefe: asesinar a una mujer indefensa. No había nada de lo que jactarse, en efecto, pero era una tarea fácil a cambio de una remuneración inesperada. Según las informaciones de su socio, la víctima estaría sola. Para animarse, Nariz-partida había abusado del alcohol de dátiles. Con paso inseguro, se había introducido en la casa forzando una contraventana y había tirado una mesa baja. Inquieto, esperó inmóvil. En el piso de arriba, una luz. Alguien bajaba. Una mujer de una gran belleza, su presa. La estrangularía con sus manos callosas. Dado que la suerte se ponía de su parte, ¡más valía aprovecharla! En el instante en que Neferet alcanzaba el centro del salón, Nariz-partida se abalanzó sobre ella. Sus manos iban a agarrar su cuello cuando una mole negra lo golpeó y le mordió la pantorrilla derecha con fuerza. Gritando de dolor, Nariz-partida intentó destrozar la cabeza del perro. —¡Suéltalo, Geb! Liberado, el criminal huyó claudicando. Neferet se aseguró de que su salvador estaba indemne. —Geb, ¡eres el mejor amigo del mundo! —exclamó abrazándolo contra su corazón, que se le salía del pecho.

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E l calor era abrumador. Con aspecto de campesino, el libio Tanú se aseguró de que los alrededores estaban desiertos antes de penetrar en la granja abandonada. Un brillo rojo rompía la penumbra. —¡Aquí estoy, señor! —Te han seguido, Tanú. —Imposible, ¡he tomado precauciones! —Has sido imprudente, pero he resuelto ese pequeño problema. Se trataba de un furtivo demasiado curioso, hábil para ocultarse. No nos molestará más. El libio sacó pecho. —Ahora, mi ejército está listo. —Lo sé, Tanú. La voz distorsionada seguía helando la sangre del libio. —¡Ah! ¿Acaso habéis observado el entrenamiento de mis tropas? —Te sigo paso a paso, amigo mío. Has hecho un buen trabajo. —He eliminado a los cobardes y a los viejos, y dispongo de auténticos guerreros ansiosos por vérselas con los egipcios. Esperan un botín fabuloso. —No quedarán decepcionados. Ha llegado la hora de probar tu valor. Tanú sintió un escalofrío de excitación. —¿Me dais la orden de... atacar? —Sigue el plan previsto, y nada de prisioneros. —En lo relativo a las mujeres...

—Son todas tuyas. El libio ya imaginaba los gritos de victoria de su horda devastadora.

Demostrando un dominio de sí poco común, Neferet no se había desmoronado y le había rehilado con detalle a Imhotep las circunstancias del atentado del que había estado a punto de ser víctima, insistiendo en la intervención decisiva de Geb. Por desgracia, no podía dar una descripción precisa de su agresor. El gran vidente tocó la mesa tirada, recorrió varias veces la habitación y guardó un largo silencio. —El asesino era un enviado de la Sombra Roja —afirmó—. Quiere destruirnos. Si te hubiese eliminado, me habría dejado sin fuerzas. El arquitecto y su esposa se abrazaron. —A partir de ahora dispondrás permanentemente de protección personal —decretó Imhotep. —La Sombra Roja...... ¿Y si se tratara de una organización de criminales decidida a tomar el poder? —No descartes esa hipótesis. Perdona que insista, pero ¿qué podrías decir acerca de las manos del estrangulador? —Gruesas, fuertes, callosas. ¿Estás pensando en...? —En un artesano de la obra. Y tenemos un testigo capaz de identificarlo: Geb. Voy a pedirle al rey la autorización para llevarlo a Saqqara y confiarle la investigación. —Pero, sobre todo, ¡no le hagas correr ningún riesgo! —Tranquila, Neferet, tu salvador estará bien protegido.

Veinte policías armados con palos y puñales acompañaban a Geb, que era considerado un héroe. Su reputación había ido más allá de las puertas de la corte, y los cuentacuentos empezaban a dar forma a su leyenda. El perro, por su parte, había escuchado a Imhotep con atención y comprendido la importancia de su misión. El sabor de la pantorrilla del asesino seguía grabado en su memoria, y, al cruzar el umbral de las obras, enseñó los colmillos.

Así pues, el agresor pertenecía a uno de los gremios. Geb se lanzó en dirección a la ciudad de la pirámide; Imhotep y los policías lo siguieron. Decidido, el perro se metió primero por la calle principal, luego por una callejuela al norte de la pequeña ciudad. Se detuvo delante de una puerta cerrada, se irguió y ladró. Aparecieron los vecinos. Tras despertarse sobresaltado, un tipo con bigote protestó. —¿Qué pasa? ¡Estoy indispuesto y necesito dormir! —¿Quién vive aquí? —preguntó Imhotep. —Un picapedrero. —¿Cuál es su nombre? —Nariz-partida. —¿Se encuentra en casa? —¡No tengo ni idea! No es asunto mío. Un policía dio unos golpes violentos a la puerta pero no hubo respuesta. —Derribadla —ordenó Imhotep. En cuanto estuvo despejado el acceso, Geb se metió en la casa y se adueñó de un trapo manchado de sangre que le mostró al canciller. —Enhorabuena —le dijo haciéndole una caricia—. Nuestro hombre se ha curado la herida aquí. Los policías emprendieron un registro minucioso, aunque no obtuvieron ningún indicio interesante. Calmado, Geb acompañó al maestro de obras hasta su despacho, donde una gran cantidad de escribas examinaban listas concernientes al personal y a los materiales. —Dadme los nombres de los ausentes —pidió Imhotep. Había cinco enfermos y dos obreros obligados a ir a Menfis por razones familiares. El octavo ausente, Nariz-partida, no había proporcionado ni excusa ni explicación. —¿Alguno de vosotros lo ha visto? Todos los escribas negaron con la cabeza.

—¿A qué cuadrilla pertenece? —A la de Bufido —respondió uno de los secretarios del maestro de obras—. Narizpartida es picapedrero, trabajan juntos desde hace mucho tiempo. —¿Tiene familia? —Habría que consultar su expediente. Ahora mismo tengo mucho trabajo y... —Esto es prioritario. Ante la mirada de Imhotep, el secretario sintió que era preferible no discutir. Durante sus búsquedas, el maestro de obras hizo llevarle a Geb un plato de carne acompañado de verduras en salsa y un cuenco de agua fresca. Evidentemente, Bufido y Nariz-partida eran criaturas de la Sombra Roja, encargadas de perturbar las obras y eliminar a los allegados de Imhotep. El primero había muerto de manera accidental, el segundo se había dado a la fuga. Por desgracia, el mal podía vanagloriarse de la desaparición de Sagaz, y no renunciaría a seguir sembrando el desorden y la desdicha. El secretario le llevó un papiro. —Me felicito por la excelente clasificación de nuestros archivos —dijo, alegre—. He aquí la trayectoria profesional del tal Nariz-partida. Mientras digería su deliciosa comida, Geb se acostó a los pies del maestro de obras y se adormiló. El expediente era muy completo y, a través de él, Imhotep se enteró de que el artesano, de treinta y cuatro años de edad, originario de un pueblo del Delta y el mayor de una familia de cinco hijos, no se había convertido en campesino como su padre, sino que había elegido ejercer el duro oficio de lavandero al servicio de un notable. Anjy, el futuro chambelán de palacio. Cansado de esa actividad ingrata, y tras su primer divorcio, Nariz-partida había repartido mercancías del Tesoro. El Tesoro, ya bajo la responsabilidad de Baten. Después de un segundo divorcio llegó un nuevo empleo: mantenimiento de los graneros, el ámbito de Ajeta. Y un último episodio conocido: la reparación de edificios de la Casa de la Reina que dirigía la princesa Redyit.

Su formador había sido el difunto Bufido, garante de las cualidades técnicas de Nariz-partida. Pensativo, Imhotep tuvo cuidado de no perturbar el sueño de Geb, el héroe que había salvado a su esposa.

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L a pureza del aire era irreal. Un ibis blanco atravesó el cielo del alba en el misino momento en que el faraón, al frente de una cuadrilla de artesanos, llegaba a la única entrada del recinto de Saqqara. Imhotep hizo una inclinación. —La columnata está acabada, majestad. —No del todo —objetó el monarca—. Le faltaba una estatua. Los escultores del taller real de Menfis desvelaron una efigie de Imhotep. Grabados en el zócalo se encontraban los títulos que repasaban la carrera del maestro de obras. [78] —Majestad... —Ya no eres mi servidor, Imhotep, sino mi Hermano. Y este territorio sagrado es obra tuya. El faraón y el arquitecto se dieron un abrazo. Embargados por la emoción, pensaron en el milagro que los dioses les habían permitido realizar. Uno junto a otro, cruzaron el umbral. De seis metros de alto y tan sólo uno de ancho, el acceso al inmenso dominio de eternidad de Zoser era de una sorprendente estrechez. Lo guardaba una puerta de piedra siempre abierta. Cubierto por un techo sostenido por veinte columnas de piedra caliza pintadas de rojo, un largo camino de cincuenta y cuatro metros conducía al gran patio que había delante de la pirámide. Unas hendiduras talladas en diagonal dejaban penetrar los rayos de luz que daban vida a las estatuas y a las mesas de ofrendas dispuestas en unas pequeñas capillas entre las columnas. Allí se reunían las potencias que aseguraban la coherencia del reino. Zoser avanzó lentamente hasta la sala de ocho columnas, con techo más bajo que el de la avenida. Ésta evocaba las cuatro parejas primigenias, formadas por serpientes y ranas. Primeras criaturas en salir del océano de energía, en el alba de los tiempos, habían creado el mundo y seguían insuflándole el misterio del primer instante. En ese lugar apacible y protector, bañado por una suave luz, se experimentaba una

sensación de seguridad. Sin embargo, no había más que salir del pasillo para toparse, en la esquina suroeste del gran patio, con un muro rematado por un friso de cobras rampantes. Protectoras de Faraón, escupiendo fuego contra los enemigos, protegían la residencia de su Ka. Unos ruidos de voces turbaron la serenidad del lugar. A la entrada, los guardias se enfrentaban a un personaje vociferante. —Yo me encargo —decidió Imhotep. El servicio de seguridad no osaba controlar al chambelán de palacio, Anjy, que era presa de una intensa agitación. —Tengo que ver al rey inmediatamente —le declaró al maestro de obras—. Es muy grave y muy urgente. Tras ser consultado, Zoser autorizó a Anjy a reunirse con él al pie del muro de las cobras. El jovial jefe de los ritualistas temblaba. La mirada irritada del faraón agravó la confusión. —Majestad, es... ¡es espantoso! Nunca lo habría creído. —¿Qué pasa? El chambelán tragó saliva. —Los libios... los libios han invadido el Delta.

En presencia de la pareja real y de los miembros del gran consejo, un oficial de enlace hizo un informe detallado de los acontecimientos. Un ejército libio bien organizado, y no una mera horda de saqueadores, había aniquilado un puesto fronterizo y quemado varios pueblos, violando a las mujeres y masacrando a los habitantes a su paso. Una división egipcia trataba de retrasar su avance, pero no resistiría mucho tiempo. Desprovista de defensas, la ciudad santa de Heliópolis pronto se vería amenazada. Luego le llegaría el turno a Menfis, donde comenzaban a circular inquietantes rumores. —No dispersemos nuestras fuerzas —aconsejó Baten, el ministro de Finanzas—, y garanticemos la seguridad de la capital. —¿Abandonar Heliópolis? —dijo Anjy, soliviantado—. ¡Los dioses no nos lo perdonarían! —Hay que contraatacar —consideró la princesa Redyit—. Si permanecemos a la

espera, la ola nos arrastrará consigo. —Reclutemos a los artesanos y a los campesinos —propuso Ajeta, ministro de Agricultura—. Sabrán pelear para salvar las Dos Tierras. —Decretemos la movilización general —aprobó Baten—. Actuaré eficazmente y con la mayor celeridad. —Tenemos el tiempo justo —lamentó Imhotep—. Y si se trata de un auténtico ejército, ¿nuestras tropas serán lo bastante numerosas? El mutismo del rey le proporcionó la respuesta. De repente, los miembros del gran consejo tomaron conciencia de que el Egipto de Zoser vivía sin duda sus últimas horas. El inquebrantable monarca vacilaba y el gran vidente estaba desarmado ante la fuerza bruta. La Sombra Roja saboreaba su triunfo. Ya se imaginaba Heliópolis arrasada, y Menfis, presa del pánico. La población, enloquecida, trataría de huir maldiciendo la imprevisión de Zoser. Y la muralla blanca se derrumbaría sobre los vencidos. —Resistiremos hasta el final, y las mujeres participarán en la lucha —decretó la reina Apacible—. Más vale morir combatiendo que caer en manos de esos bárbaros. El rey se irá a salvar Heliópolis, yo organizaré la defensa de Menfis. No tenemos ni un instante que perder. La determinación de la gran esposa real le habría devuelto la esperanza a un agonizante, y los miembros del gobierno quisieron creer en el milagro. —Poseemos un arma desconocida por los libios —recordó Imhotep. Unas miradas sorprendidas se volvieron hacia el Hermano del rey. —Cuando Horus venció a Set, utilizó un arpón —apuntó el sumo sacerdote de Heliópolis—. Nosotros lo recogimos y conozco su emplazamiento. Ningún humano sabría manejarlo. Sólo Faraón será capaz de ello. —¡El arpón de Horus! —exclamó Anjy—. No os aventuréis con ello, majestad, ¡os quemará las manos! Privado de su jefe, nuestro ejército se vendría abajo. —Condúceme hasta él, Imhotep —le exigió Zoser.

Junto al límite oeste del conjunto monumental de Zoser había un profundo foso. El arquitecto había acondicionado unas terrazas que formaban enormes escalones. Éstos

conducían al dominio de eternidad del faraón, que debería haber sido dominado por la pirámide escalonada si la guerra no hubiera interrumpido la Gran Obra. Un ibis sobrevoló a Zoser y a Imhotep, que avanzaban en dirección a una cripta cuya entrada había sido disimulada. El maestro de obras abrió paso y ambos penetraron en un largo corredor de veintidós metros que conducía a una cámara rectangular. Allí habían depositado las partes traseras de animales consagrados a Set: cerdos, antílopes, grandes felinos y siluros. Convertidos en seres inofensivos, ya no propagaban la destrucción. Un estuche cilíndrico contenía un gigantesco arpón de cedro, marrón oscuro, de dos metros sesenta de largo y provisto de una punta de quince centímetros. Su decoración, en bajo relieve, representaba a dos serpientes rampantes en posición de ataque. [79] Fascinado, Zoser revivía el combate decisivo de Horus, quien lograba arponear a Set, amo de las perturbaciones cósmicas, con el fin de someter su poder a la armonía de Maat. Las serpientes... Eran parecidas a las cobras que había contemplado durante tan largo rato en Saqqara. El arpón era el de un dios; ningún humano, en efecto, lo podía manejar. Aquel dios, Horus, ¿no era el protector de Faraón? El peso, el tamaño del arpón... Un gigante no habría conseguido levantarlo. —Es nuestra última oportunidad —opinó Imhotep. —No temo a la muerte —confesó Zoser—. Pero ¿no es preferible que combata al frente de mis tropas? —Nuestros soldados no bastarán para repeler al enemigo. O bien Horus da fuerzas a su brazo, o bien nuestro país desaparece. La mano del rey se acercó al arpón divino. Un fuego invisible comenzó a quemarlo.

86

E l libio Tanú estaba exultante. ¿Cómo podría haber supuesto que la conquista de Egipto fuera sencilla hasta ese punto? En efecto, el primer enfrentamiento había sido duro: se habían negado a rendirse porque los soldados del puesto fronterizo habían creído que era una provocación de los merodeadores de las arenas, fáciles de dispersar. Al ver a una masa de guerreros arengados por un Baboso sobreexcitado, el comandante de la guarnición se había obstinado. Después de un cuerpo a cuerpo encarnizado, los libios se habían hecho con su primera victoria y celebrado a su jefe. Tanú pensaba con delectación en el terror de los lugareños, quienes veían cómo irrumpía una horda de guerreros que blandían lanzas y puñales. Degollando y pisoteando a los pocos inconscientes que intentaban protegerá su familia, los conquistadores se lo estaban pasando en grande. A pesar de los gritos y los lamentos, no se les había escapado ni una mujer. Una vez saciada la violación, los cadáveres de las mujeres y de las niñas habían sido amontonados al lado de los de los hombres. Y la orden fue respetada: nada de prisioneros. Campos, palmerales, rebaños, corrales llenos de aves, bodegas que contenían tinajas de cerveza y de vino... ¡La tan esperada jauja! Al comprobar la veracidad de las promesas de Tanú, los jefes de clan se alegraban de haberlo seguido y, en cada etapa de su avance, se atiborraban y se emborrachaban. Sus excesos ralentizaban la marcha hacia adelante, pero era imposible refrenar sus instintos. En dos ocasiones, unas escuadras egipcias habían lanzado ataques por sorpresa. Demasiado escasos en número, los soldados de Faraón habían fracasado. El previsor general Tanú disponía de centinelas alrededor de su campamento, y unos arqueros ocultos a la distancia precisa reaccionaban al más mínimo peligro. Con la mirada perdida, Baboso le dio una palmada en el hombro a Tanú. —Uno o dos pueblos más por arrasar y veremos Heliópolis. Magnífico, ¿no? —Basta de familiaridades. Deja de beber y vete a dormir. Ofendido, Baboso se apartó. —¿Quién te has creído que eres?

—El general del ejército libio, listo para adueñarse de todo Egipto. Baboso logró mantenerse muy derecho. —Todo Egipto... Me gusta. ¡Vino y chicas durante siglos! Y me obedecerán sin rechistar. A mí, ¡al nuevo señor! —Antes de nada, habrá que vencer al ejército de Zoser. La borrachera de Baboso pareció desaparecer de un plumazo. —Ese ejército no existe. De lo contrario, ya se habría enfrentado a nosotros. Los habitantes de Menfis se esconden al abrigo de sus murallas; Zoser está desconcertado. Cuando hayamos quemado los templos de Heliópolis y masacrado a los ritualistas, el pánico se adueñará de las Dos Tierras, y nos encontraremos con una oposición ridícula. Tanú asintió con la cabeza. —Soy de tu misma opinión. De todas formas, vete a dormir.

Heliópolis... Heliópolis desarmada, desprovista de fortificaciones, ¡al alcance del ejército libio y de su jefe! Los templos de Atón, el Creador, y de Ra, la luz divina, rebosaban de riquezas y simbolizaban la unión de los dioses con Egipto. Cuando la rompiera y destruyera esos prestigiosos santuarios, Tanú, oscuro bandido elevado al rango de general, arruinaría la reputación de Zoser, que se vería incapaz de proteger a su pueblo. Los soldados, desesperados, desertarían en masa, y la toma de Menfis no sería más que el juego de un niño cruel. Como se había olvidado de los momentos angustiosos, Tanú ya no lamentaba haberse convertido en el servidor de la Sombra Roja. Gracias a ella, alcanzaba la gloria, el poder y la riqueza. Impondría a las Dos Tierras un estricto régimen militar, se proclamaría comandante en jefe vitalicio y humillaría a los dignatarios vencidos utilizándolos como criados. En cuanto a las bellas damas de la corte, acabarían en un burdel para mercenarios. Hirsuto, con el labio grasiento, Baboso se mantenía un paso por detrás de Tanú. Somnoliento, comenzaba a soñar con hermosas sacerdotisas que le suplicaban que les perdonase la vida. Le encantaba escuchar los ruegos de sus futuras víctimas cuando trataban de despertar un poco de compasión en su verdugo. Su actitud condescendiente les daba una ligera esperanza, justo antes de que las torturase. Las mujeres tenían derecho a un trato especial y no recibían la muerte más que al término de humillaciones y atroces sufrimientos. Sacerdotisas de Heliópolis... ¡Qué regalo más suntuoso! No había ni un solo soldado egipcio a la vista, de lo que se desprendía una conclusión: tras abandonar la ciudad santa, Zoser había reagrupado sus fuerzas en Menfis

con el fin de defender la capital. Era un error funesto: cuando los menfitas vieran las cabezas cortadas de los ritualistas de Heliópolis clavadas en la punta de las picas libias, huirían en desbandada. —¡Allí hay un tipo! —exclamó Baboso—. Viene hacia nosotros... ¿Le pido a un arquero que lo abata? —Probablemente quiera negociar. Escuchemos lo que tiene que decir: será divertido. Con la cabeza afeitada, vestido con una tela blanca inmaculada y calzado con sandalias caras, el egipcio caminaba con paso tranquilo. En su cuello había un amuleto que representaba el ojo completo de Horus. Los soldados libios formaron una hilera amenazante, pero el ritualista continuó avanzando indiferente y se quedó inmóvil a dos metros de Tanú. —¿Me hallo en presencia del líder de este ejército? —preguntó con una voz grave y tranquila. —Estás ante el general Tanú. Y tú, ¿quién eres? —Imhotep, sumo sacerdote de Heliópolis. Los soldados libios se apartaron. El visitante parecía desarmado, pero desconfiaban de su magia. —¿Qué deseas, sumo sacerdote? —Heliópolis no es un objetivo militar; he ordenado al servicio de seguridad que abandone la ciudad. No encontrarás en ella más que santuarios y ritualistas. Ésa es la razón por la que te ruego que perdones a esta ciudad santa. Incrédulo, Tanú miró a Baboso. Ambos libios rompieron a reír. —¿Tal vez pretendes dictarme mi conducta, Imhotep? —¿Amas la vida, general? En ese caso, sería preferible que te volvieras a tu casa y que renunciases a la conquista de Egipto. Estupefacto, Tanú sintió un malestar cuando intentaba sostenerle la mirada al gran vidente. Debería haberle rajado la garganta, pero un miedo visceral se lo impedía. —¡Arrasaré tu maldita ciudad y masacraré a sus habitantes! Vuelve para avisarlos, sumo sacerdote. Mis hombres se tomarán todo el tiempo del mundo, y yo me ocuparé personalmente de ti.

—Te he dado una última oportunidad, general. Ahora es demasiado tarde. Y, volviéndoles la espalda a los libios, Imhotep regresó por el camino de Heliópolis. Baboso se hizo con una lanza, pero Tanú le sujetó el brazo. —¿No has oído lo que he dicho? ¡Ese sumo sacerdote tardará horas en morir! Un soldado alzó la mirada al cielo, luego otro, y luego todo el ejército. En pleno día, la luna había adoptado enormes proporciones que excedían su tamaño habitual. Algunos se cubrieron los ojos, otros soltaron las armas y huyeron corriendo en busca de refugio. —¡Volved a vuestros puestos, pandilla de cobardes! —gritó Tanú. Baboso permaneció prudentemente detrás de su jefe, creyéndose víctima de una alucinación. A una buena distancia, un coloso ataviado con la corona roja del Bajo Egipto blandía un arpón monstruoso. —Imposible —murmuró Tanú—. Ningún humano podría manejar un arma semejante. —Es... ¡es el faraón! Los pasos de Zoser hacían temblar la tierra. «Cuando la luna crezca más allá de sus límites —había predicho el gran vidente—, los enemigos se dispersarán aterrorizados.» [80] La luna, «el Combatiente», había puesto su fuerza al servicio de Faraón. Paralizados, ambos libios vieron cómo Zoser se detenía. El arpón se levantó. —¡Nos está apuntando! —constató Baboso, espantado. —Estamos demasiado lejos. ¡Nuestras propias lanzas lo atravesarán! Tanú no tuvo tiempo de hacer realidad sus intenciones. Cruzando el espacio a la velocidad de un chacal lanzado a la carrera, el arpón de Horus atravesó al general y a su cómplice.

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L a Sombra Roja asistió al regreso triunfal de Zoser y de Imhotep. Tanú había muerto, los libios habían huido abandonando su botín, y ningún jefe de clan los convencería para atacar de nuevo el reino de Faraón. El pueblo de Menfis aclamó al rey, se celebraron varios días de fiesta para festejar la victoria, e incluso en las obras de Saqqara se hizo un largo descanso. Egipto era consciente de haber escapado a lo peor, y la alegría colectiva borraba la angustia. Una derrota tan amarga debería haber convencido a la Sombra Roja de que tenía que renunciar a derrocar a Zoser y contentarse con su posición eminente, pero gozar de su existencia privilegiada no le bastaba. ¿Acaso el escorpión podía renunciar a picar y la serpiente a morder? La Sombra Roja no se parecía a aquellos tipos pudientes que se atiborraban de vino y de golosinas mientras se adormilaban a la sombra de sus pérgolas. Destruir, obtener el poder, aniquilar a Maat y promover el reino del mal, alimentarse de violencia y de injusticia mientras pisoteaba a los contestatarios: ese fuego ardía en su interior y no se extinguiría jamás. ¿Cómo podía volver a tomar ventaja? En primer lugar debía analizar la situación. ¿Por qué había fracasado Tanú, tan cerca del éxito como estaba? Sin duda había un único responsable: Imhotep. Había sido él quien le había indicado a Zoser dónde se encontraba el arpón de Horus y le había dado los medios mágicos para manejarlo, y otra vez él quien había hechizado a Tanú en el umbral de Heliópolis. Privado del gran vidente, el monarca habría estado desarmado. Saqqara estaba casi terminada. Casi. Al inmenso dominio de eternidad le faltaban elementos esenciales para hacerlo eficaz. Sin la amenaza libia encima, ¿a qué temía el faraón? Adulado, no le quedaba más que perfeccionar su Gran Obra utilizando el genio de su Hermano, Imhotep. Si el arquitecto desaparecía, nadie sería capaz de reemplazarlo. El prestigio de Zoser se vería disminuido, y Saqqara aparecería como un lugar maldito.

Imhotep y Neferet se abrazaron.

—¿De verdad te encaraste con el líder de los bárbaros? —le preguntó ella. —Tenía que neutralizarlo. No desconfió de mi amuleto, que lo dejó paralizado en el sitio. Al ver al rey, el libio fue incapaz de huir y, sin su líder, los invasores se dispersaron. Además, elegí el momento en que el dios Luna, el Combatiente, estaría en el punto máximo de su influencia. —¡Corriste un riesgo insensato! —No, puesto que las Dos Tierras se han salvado. Y el rey me había confiado su amuleto protector, el ojo de Horus. La pareja se dirigió al banquete de Estado organizado por el chambelán Anjy, quien corría de la cocina a la sala de recepción, preocupado por el más mínimo detalle. Deslumbrante, la princesa Redyit eclipsaba al resto de las mujeres, a pesar de que llevaban largos vestidos de tirantes de copa ideal, con pelucas cortas perfectamente ajustadas a la cabeza y engalanadas con joyas procedentes del taller del mejor orfebre de Menfis. La capital, aliviada, daba rienda suelta a su alegría. En cada calle, en cada plaza, se tocaba música, se bailaba, se escuchaba a los cuentacuentos narrar las hazañas del rey y se bebía la cerveza festiva que regalaba palacio. —Qué noche tan maravillosa, canciller —le dijo una Redyit sonriente a Imhotep—. Pronto celebraremos un nuevo triunfo, la finalización de Saqqara. Y vuestra fama atravesará las dinastías. —Lo importante, princesa, es ofrecerle al Ka real un lugar digno de él. Mi propia gloria me importa poco. —Conmovedora modestia, maestro de obras. Vuestra esposa está bellísima. Redyit se alejó y tomó asiento a la mesa de los altos dignatarios, donde se encontraban ya Baten, el ministro de Finanzas, su familia y las hijas de Zoser. Les explicaba sus futuras reformas, felicitándose por la riqueza acumulada en el seno de las Casas del Oro y de la Plata. Locuaz, saboreaba un vino blanco afrutado, de trago largo, obra maestra de los viticultores del rey. La llegada de Redyit atrajo las miradas, y la princesa no dejó de detallar la gestión de la Casa de la Reina, robándole así el estrellato a su colega. Sin embargo, Imhotep notó una extraña ausencia. —No veo a Ajeta. —Yo tampoco —confirmó Neferet.

—Resulta sorprendente, pues siempre es puntual. En caso de haberse topado con alguna dificultad, me habría avisado. Cuando la pareja real apareciera, el acceso a la sala del banquete estaría prohibido. Y el chambelán Anjy se preparaba para recibirla. El ministro de Agricultura, mano derecha de Imhotep en Saqqara, ¿había desaparecido? No asistir a ese banquete le costaría la expulsión del gran consejo. ¿Y si hubiese huido, si se hubiese ido por estar vinculado con los enemigos del reino? Un curioso cortejo se presentó en la linde del camino florido que llevaba al lugar de los festejos. Dos fornidos servidores ayudaban a desplazarse a Ajeta, que tenía las mejillas hundidas por el dolor. —Una lumbalgia fulminante —reveló—. No consigo poner un pie delante de otro. Me resulta imposible sentarme dignamente durante horas. —Seamos optimistas —le recomendó Imhotep—. La médica en jefe Neferet te dará un remedio eficaz y yo voy a magnetizarte. El calor que emanaba de la mano de Imhotep no tardó en calmar el dolor. Un gesto del chambelán anunció la llegada inminente de los soberanos. Ajeta logró sentarse a la derecha del maestro de obras, que siguió aliviándolo. A toda prisa, el auxiliar designado por Neferet llevó unas píldoras analgésicas fabricadas esa misma mañana. En sus reuniones oficiales, la médica en jefe de palacio instalaba cerca un puesto de socorro provisto de remedios de urgencia. De la simple indigestión al malestar cardíaco, podían acaecer mil incidentes. Unos aromas suaves acompañaron la entrada del faraón y de la gran esposa real. El amuleto del rey, con forma de ojo completo, parecía escrutar las almas, y las pulseras de oro de la reina brillaban con un fulgor singular que iluminaba a los asistentes. Los comensales se levantaron y se inclinaron. Ajeta temía no tener fuerzas para volver a sentarse, pero las habilidades del magnetizador se revelaron eficaces, y el remedio no tardaría en actuar. La pareja real celebró durante largo rato a los ancestros mediante la ofrenda del Ka de los alimentos, de su energía inmaterial. El faraón los purificó mediante el agua, la soberana mediante el fuego. Luego, el sumo sacerdote de Heliópolis recitó la fórmula de transformación en luz que abriría los caminos de lo invisible hacia el banquete celeste. Entonces apareció Geb, el perro negro, encarnación de Anubis, el guía de las almas. Se instaló a oriente de la mesa, encima de un cómodo cojín, y su mirada brillante decretó el comienzo de las fiestas.

Por supuesto, su camarada Viento del Norte no había sido olvidado, y se había añadido alfalfa deliciosa a su comida de costumbre. —Me temía lo peor —confesó Ajeta—. ¿Estamos seguros de que los libios se han dispersado? —Los cabecillas de los clanes se han matado entre sí acusándose unos a otros de haber cedido a las exigencias de un líder que se había vuelto loco. La policía del desierto ha detenido a varios fugitivos, el ejército libio ya no existe. —Por el momento... ¿Y el arpón de Horus? —El rey lo ha devuelto a su capilla subterránea. —Al menos, las obras no se han retrasado demasiado —afirmó Ajeta—. Mañana mismo, los juerguistas volverán a la faena y yo mismo comprobaré las causas de las ausencias. Las consecuencias de la embriaguez no serán excusas válidas. ¡E iré a casa de los cuentistas! —¿Acaso te has olvidado de tu lumbago? Ajeta bebió un trago de vino tinto. —Terminaré creyendo en vuestros dones, Imhotep. Baten y la princesa rivalizaban con sus brillantes ocurrencias, probando sus capacidades técnicas y justificando sus altas responsabilidades. El perro Geb dio buena cuenta del cordero asado, de las costillas de buey y de los pasteles. Tranquilo al ver un banquete que se desarrollaba sin percances y que resultaba plenamente satisfactorio para los comensales, el chambelán Anjy se concedió por fin el derecho a probar las fuentes y los vinos. Conforme a su autoridad, el rey y la reina no se permitieron ninguna familiaridad. Tras haber manejado el arpón de Horus, Zoser se había alejado todavía más del mundo de los hombres. El faraón había absorbido al individuo y no le concedía el más mínimo resquicio. Tampoco lo había para Apacible; sin embargo, a Imhotep le pareció contrariada, casi inquieta, como si los recientes acontecimientos no la alegrasen. Cansado a fuerza de transmitirle su energía a Ajeta, el arquitecto carecía probablemente de perspicacia. El banquete duró hasta mediada la noche, y ningún libio atormentó el sueño de los comensales.

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E l ritualista bajó lentamente la escalera de noventa escalones que conducía al Nilo. Agobiada por un calor abrumador, Elefantina esperaba con impaciencia el primer signo de la subida de las aguas. Las seis últimas crecidas habían sido insuficientes y, sin la previsión de Imhotep, la hambruna habría amenazado las Dos Tierras. Los graneros se habían vaciado, se agotaban las reservas de alimento. Esta vez, Hapi, la potencia divina fecundadora, tendría que mostrarse favorable y permitirle al río inundar las tierras cultivables para depositar su limo en ellas, esa tierra negra que aseguraba la prosperidad del reino. El suelo se agrietaba, animales y hombres buscaban la sombra. La canícula dificultaba los desplazamientos, el más mínimo esfuerzo se hacía penoso. Sin brisa alguna, las noches no procuraban sino un escaso descanso. Desde el mismo amanecer, la violencia del sol agredía a los organismos cansados. Por fin, el regreso de Sothis, ¡ausente desde hacía setenta días! Al terminar su luto, el astro de Isis derramaría las lágrimas postreras que ocasionarían la subida de las aguas. Al encargado del nilómetro de Elefantina le estaba encomendado comprobar el fenómeno y formular una previsión en función de los datos acumulados por sus predecesores. Impaciente por anunciar las excelentes noticias, desconfiaba, sin embargo, de los escalones resbaladizos y de posibles serpientes a las que les gustara tomar el fresco. A medida que avanzaba, aumentaba su inquietud. Incluso en los malos años el agua alcanzaba un nivel superior al que observaba. Unos escalones más y el ritualista tendría que empezar a pensar en un desastre. Vacilante, ralentizó el paso. Imposible... ¡Los dioses habían suprimido la crecida! Hapi se negaba a brotar, el Nilo permanecía inerte, las aguas no subían. Presa del pánico, el especialista subió corriendo la escalera de cuatro en cuatro escalones y corrió al templo.

Baten, el ministro de Finanzas, estaba inquieto. En efecto, la inmensa obra de Saqqara llegaba a su fin, y la dinastía de Zoser abría un mundo nuevo. Sin embargo, era acosado por las peticiones que emanaban de los gobernadores de provincia, en las que reclamaban la apertura de los graneros reales con las últimas reservas de alimento.

En consecuencia, Baten había convocado a su colega Ajeta con el fin de hacer balance y tomar las decisiones necesarias. El brusco ministro de Agricultura se parecía cada día más al difunto canciller Hezyre. Se negó a sentarse y rechazó la cerveza fresca. —Muy mala cosecha —le anunció—. La crecida se presagia casi inexistente. Baten empalideció. —¿Has advertido a Imhotep? —Espero una última confirmación antes de alertarlo. —Hay que abrir los graneros, Ajeta, y alimentar a la población. —No serviría de nada. —¿Cómo de nada? Los jefes provinciales exigen nuestra ayuda. —Nuestras reservas están agotadas, los graneros están vacíos. —¿Estás... estás de broma? —¿Tengo pinta de estar de broma? —¿Acaso estamos condenados... a la hambruna? —Hapi lo ha decidido así. Nuestra gestión ha sido rigurosa, y hemos plantado cara a seis años de crecidas insuficientes. La séptima será fatal para nosotros. —¿Su majestad conoce la gravedad de la situación? —Voy a informarle de ello. Apabullado, Baten pareció envejecer de repente. —¡En el momento de finalizar Saqqara, el destino nos es hasta ese punto hostil! ¿Y si la Casa de la Reina hubiera acumulado importantes cantidades de cereales? Al menos salvaríamos Menfis. Tal vez la princesa Redyit impidiera la catástrofe.

La muerte se había olvidado del perro Geb. Magnetizado a diario por Imhotep,

beneficiándose de los cuidados atentos de la médica en jefe Neferet y alimentado lo mejor posible, se pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación y se concedía, de vez en cuando, un breve baño de sol. Asistía a las audiencias de su amo, y emitía gruñidos cuando un interlocutor del faraón mentía. Como tenía en cuenta la opinión de su perro, Zoser no tardaba en obtener la respuesta. A pesar del calor ya agobiante al amanecer, el viejo Geb había decidido acompañar al rey y al maestro de obras a Saqqara. Viento del Norte, todavía robusto, llevaba en la espalda a su fiel amigo, instalado sobre un cómodo cojín. Después de haber asistido a la colocación de una estatua que representaba al faraón aplastando bajo sus pies a sus enemigos reducidos a la impotencia, Zoser e Imhotep penetraron en el gran patio. Geb saltó del lomo del asno y cumplió con el recorrido ritual de la fiesta de la regeneración del faraón. Luego giró alrededor de los dos hitos con forma de semicírculo que simbolizaban las dos mitades del universo que el rey unía al llevar la corona roja y la corona blanca. Finalmente el perro se sentó frente a la pirámide, una vez acabada la víspera. Al emerger del océano de energía primordial, la colina de piedra simbolizaba la aparición de la vida. Como sobrepasaba el muro del recinto, la cúspide de la pirámide escalonada era visible de lejos. Rayo de luz petrificada, servía de zócalo al sol naciente y le permitiría al Ka real subir al cielo y bajar de él. Imhotep había logrado un prodigio: encarnar el alba de la Creación sin paralizarla. Las piedras vivientes de la pirámide celebraban eternamente los ritos que ninguna debilidad humana deformaría. Al no estar sometido a las fluctuaciones del tiempo, el dominio de Zoser manifestaba la unión de Faraón con sus hermanos los dioses. A partir de ese instante, Saqqara sería el centro vital de la civilización egipcia, la puerta que se abría a lo invisible y su vía de acceso al mundo de los humanos. Visión del más allá, Saqqara era la transposición de todo Egipto. La tumba del norte era la del rey del Bajo Egipto, la del sur abrigaba el Ka del rey del Alto Egipto. El patio sur, destinado a las ceremonias de la fiesta de regeneración, albergaba las capillas de las divinidades que sacralizaban todo el país. El patio norte representaba el campo de las ofrendas y los territorios frondosos de los bienaventurados. Y la pirámide misma, región de luz celeste presente sobre la Tierra, le daba toda su eficacia a esa obra inalterable. Imhotep había realizado el sueño de Zoser más allá de sus esperanzas. Al crear ese universo, el gran vidente había penetrado en el corazón del pensamiento divino logrando trazar de nuevo el primer acto del arquitecto del cosmos. ¿Cómo podía manifestar el rey su admiración a ese maestro de obras excepcional que había dado su vida y su genio a aquel dominio de eternidad? Servidor de una fidelidad absoluta, había tratado de dar forma a aquel conjunto de monumentos para inscribirlos en el corazón del ojo del sol. Saqqara se convertía, así, en una mirada capaz de fecundar a las futuras dinastías.

Imhotep sintió que el faraón vivía el ritual del Ka. Su espíritu recorría cada parcela de su territorio, cruzaba el umbral de cada capilla, animaba las Casas del Sur y del Norte, subía los escalones de la pirámide. El arquitecto, el asno y el perro guardaron silencio hasta que acabó la meditación del monarca. Imhotep acompañó a su soberano a lo largo de su recorrido espiritual, y la comunión entre los dos hombres era tan profunda que una sola mirada les permitió entenderse. —La boca, los ojos y los oídos de las estatuas divinas pronto serán abiertos en la Morada del Oro —anunció el maestro de obras—. Entonces, las potencias creadoras habitarán sus cuerpos de piedra y vos las invitaréis a la inauguración del santuario. Pero, entonces, la irrupción de Anjy perturbó la paz de esos instantes milagrosos. —Majestad, ¡la crecida no tendrá lugar! El especialista de Elefantina es rotundo. Y nuestras reservas de alimento se agotan. ¡Todos los graneros están vacíos! La Casa de la Reina nos librará de la hambruna unas semanas, pero las Dos Tierras no escaparán a la desgracia. —¿Por qué no se me ha advertido antes? —preguntó Imhotep. —Ajeta esperaba la subida de las aguas... ¡Una buena crecida habría resuelto las dificultades! ¿Qué vamos a hacer? Existe el riesgo de que la población se rebele, ¡de que se venga abajo el reino! —Regresa a palacio —le ordenó Zoser—, y prepara un banquete en honor a Hapi, genio del Nilo. Apenas tranquilizado, el ritualista en jefe obedeció. —No se trata de un fenómeno natural —consideró el gran vidente—. Hemos disgustado a Khnum, el dios carnero, amo de la crecida. —¿Qué falta hemos cometido? —Para saberlo, debemos regresar a Elefantina.

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E n el mismo momento en que preparaba la eliminación de Imhotep, la Sombra Roja se enteró de que el maestro de obras y el rey se iban a Elefantina con la esperanza de ocasionar el renacimiento de la crecida. Si el faraón fracasaba, la hambruna sería inevitable. El prestigio de Zoser quedaría aniquilado, la ira de los egipcios estallaría, y se impondría un nuevo amo. La posición de la Sombra Roja, a condición de maniobrar hábilmente, le permitiría hacerse con el poder. Sin duda habría que eliminar a los competidores peligrosos y convencer a los titubeantes; en cuanto se anunciara la debacle del rey, evidentemente maldito por los dioses, la Sombra Roja golpearía. Así pues, de manera inesperada, ¡el destino le sonreía! Gracias a la sequía y a su fuego destructor, alcanzaría su objetivo al término de largos meandros. No tenía ninguna necesidad de guerrear, la naturaleza le procuraba un arma decisiva.

Ignorando el cansancio, la princesa Redyit sentía esa vez cierta lasitud. Ya casi no dormía, sino que velaba personalmente por el transporte de productos almacenados en los graneros y los edificios que pertenecían a la Casa de la Reina. Ese procedimiento de urgencia necesitaba un abundante papeleo y la princesa forzaba a los escribas a un ritmo infernal. Por su parte, Baten no paraba. El ministro de Finanzas comprobaba la totalidad de las existencias de las que era responsable y trataba de mantener el alto nivel de vida de la población. Ajeta visitaba las explotaciones agrícolas con el fin de hacer inventario de los productos consumibles y apreciar la cantidad de conservas disponibles. Los esfuerzos aunados de los tres altos dignatarios, ayudados por el chambelán Anjy, encargado de recopilar la información y de transmitírsela a la reina Apacible, le permitirían a Egipto resistir a varias semanas de canícula y a la adversidad. Luego, la lucha sería desigual y se desataría el caos. En ausencia del faraón, le correspondía a la gran esposa real tomar decisiones. Apacible reunía diariamente a los miembros del gran consejo y, en función de la situación, establecía sus directrices. Evidentemente, poseía la talla de una jefa de Estado. Reconfortante, conservaba la esperanza e impedía que el pánico se adueñara de los corazones. Acostado a sus pies, Geb, el anciano perro, asistía a las audiencias.

El chambelán Anjy estaba en un sinvivir. Ante todo, conservar el bienestar del palacio, centro neurálgico del poder. Luego, coordinar los esfuerzos de los servidores del reino. Por último, manifestar un optimismo sin fisuras. Y, no obstante, ¿qué se podía esperar del viaje de Zoser?

Veintiocho años de reinado pesaban mucho sobre los hombros del faraón. Cuando su Gran Obra estaba casi acabada, la arteria vital del país, el Nilo, le asestaba un golpe fatal. Una crecida insuficiente arruinaría a las Dos Tierras y condenaría a la nada a la tercera dinastía y el territorio sagrado de Saqqara. En lugar de llevar al cielo el alma del rey y a todo su pueblo, la pirámide escalonada sería recordada por la hambruna y la muerte. Atento a la salud de Viento del Norte, que disfrutaba del viaje en barco, Imhotep seguía manteniendo una calma inquebrantable, como si nada grave pudiera perturbar el destino de las Dos Tierras. Al contemplar las orillas sedientas y los pueblos inquietos, el rey y el arquitecto habían evocado las enseñanzas de Heliópolis y la creación armoniosa que engendraría cada día la luz de la primera mañana. Según el gran vidente, el monarca no había cometido ningún acto susceptible de desencadenar la ira de los dioses ni de romper el equilibrio de los cielos naturales. Dado que Hapi se negaba a brotar, la explicación se encontraba en Elefantina. La tripulación del navío real se mostró de una eficacia excepcional. Manejando unas veces la vela, otras los remos, se amoldó a un río bajo para realizar el recorrido en un tiempo récord. Los marinos, agotados, atracaron en la isla de Elefantina, al pie de la fortaleza encargada de proteger la frontera meridional del país. Con las piernas dobladas y la cabeza baja, los soldados parecían unos ancianos estropeados. El comandante de la guarnición, sorprendido, salió de su letargo y fue al encuentro de los recién llegados. El tocado, los brazaletes, la prestancia... ¡El faraón! —Majestad, me alegro de recibiros, pero no tengo más que malas noticias que daros. Nuestras reservas de agua están agotadas. Van a morir numerosos enfermos. —Espero evitar ese desastre. —¡Hasta los magos de la Casa de Vida son incapaces de oponerse a esta desgracia! —Me dirigiré allí de inmediato —decidió Imhotep—. Sólo en ese lugar se encuentra la solución.

Desesperados, los ritualistas de la venerable institución celebraron la llegada del sumo sacerdote de Heliópolis. Tal vez él resolviera el enigma.

—Hemos pronunciado cien veces las fórmulas destinadas a hacer crecer el flujo — aseguró el superior de la Casa de Vida—. Y las aguas han permanecido inertes. —¿Habéis rebuscado en los archivos? —Los estamos releyendo una y otra vez, pero no hallamos ninguna pista. —Pasaré la noche en el templo de Khnum esperando a que acepte hablarme. El santuario del dios alfarero con cabeza de carnero era un edificio imponente, de gruesos muros. Imhotep se instaló en una capilla débilmente iluminada que servía de sala de curación para pacientes que sufrieran enfermedades graves. El gran vidente se tumbó en una estera y cerró los ojos. Tras apartar de sí los pensamientos negativos, tras detener la corriente de imágenes mentales, salió de su cuerpo y trató de comunicarse con la fuente del Nilo. Una niebla espesa le cerró el paso. Imhotep, perseverante, logró traspasarla. Frente a él había un hombre inmenso con cabeza de carnero. Y la voz de Khnum retumbó: «Soy tu creador, mis brazos te rodean para mantener tu coherencia. Soy la energía vivificante que se crea a sí misma por haber existido en el origen de los tiempos. Soy dueño de Hapi, el genio que brota de la crecida, y doy forma a los seres a los que guío, cada uno a su hora. Haz lo necesario para que mi culto quede perfectamente garantizado; entonces, la inundación se producirá, los graneros se llenarán, las tierras resplandecerán y los corazones estarán alegres. Encuentra a la serpiente y yo levantaré mi sandalia.» [81] El gran vidente se despertó. Habían pasado doce horas y el sol inundaba la isla de Elefantina. A buen paso, Imhotep se dirigió a la Casa de Vida. —¿Khnum os ha hablado? —le preguntó el superior, ansioso. —Mostradme los documentos concernientes a la serpiente del Nilo. Los ritualistas desenrollaron de prisa una docena de papiros que Imhotep consultó de inmediato. Y apareció la respuesta: el reptil residía en el seno de la caverna de la vida. Asustado, el superior dio un paso atrás. —¡Nadie ha cruzado nunca el umbral! —Indicadme su emplazamiento —le exigió Imhotep. —No vayáis allí, os lo ruego. No saldréis indemne. —Démonos prisa.

Una comitiva se puso en marcha en dirección a la caverna de donde, normalmente, manaba la crecida, y a la que conducía un camino escarpado. —¿Habéis celebrado el ritual de las ofrendas en honor a Khnum? —preguntó el gran vidente. Los ritualistas parecieron contundidos. —Pronunciar las fórmulas nos parecía suficiente —masculló el superior—. ¿Acaso la celebración de ese ritual no le corresponde al faraón? No era momento de discusiones ociosas, por lo que Imhotep se metió por el sendero. A pesar del aire ardiente, sus piedras seguían estando húmedas y resbaladizas. Avanzando lentamente, llegó a una hondonada que dejaba sólo un paso hacia el interior de una enorme gruta iluminada por una luz verde. La pared del fondo se movió y apareció una enorme serpiente que llenó poco a poco el suelo de la gruta. Imhotep le presentó una vasija procedente del palacio subterráneo de Saqqara que estaba destinada a contener el agua fresca de la crecida. La serpiente se quedó quieta un largo momento, luego comenzó a reptar de nuevo sin amenazar a su huésped. Imhotep se retiró antes de que el protector de la vida llenara sus dominios. A los sacerdotes, sorprendidos por verlo reaparecer, les ordenó llevar oro, marfil, ébano, turquesas, coronas de flores, carne, fruta, pan, vino, leche y un papiro que cantara el himno al Nilo. El propio Zoser realizó la gran ofrenda al río. Apaciguado y satisfecho, el dios Khnum levantó su sandalia, y de la caverna manó un flujo impetuoso que creció al asalto de las orillas. En pocas horas, adquirió una magnitud excepcional, digna de las mejores crecidas.

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L a Sombra Roja había asistido al regreso triunfal de Zoser y de Imhotep, asociado al de la crecida. Todos sabían que el gran vidente había convencido al dios Khnum para que devolviera la prosperidad a Egipto, y que el faraón, al celebrar el ritual de la gran ofrenda, había liberado la corriente fecundadora. Los poderes sobrenaturales del rey y de su arquitecto hacían de ellos seres de leyenda. Docenas de cuentacuentos elogiaban sus méritos y embellecían sus hazañas. En cuanto a los escultores, habían retomado su trabajo con el fin de dar a Saqqara el número de estatuas que había previsto el maestro de obras. El primero en felicitar al monarca, Geb, el anciano perro, le había lamido durante largo rato las mejillas. Apacible, la gran esposa real, se había acercado a Zoser. Durante su ausencia, el gobierno de la capital se había consolidado de manera excepcional, y los dignatarios no escatimaban elogios acerca de la reina. Inquebrantable, sin ceder nunca al pesimismo, Apacible había estado a la altura de su función. Avisado de la llegada del soberano, Anjy había organizado un banquete digno del acontecimiento. Ahora una crecida perfecta llegaba a Menfis y la población, tranquilizada, daba rienda suelta a su alegría.

Imhotep se tumbó. —Estás agotado —constató su esposa. —Es una fatiga pasajera. Mañana mismo regreso a Saqqara. Lejos de ese dominio de eternidad, estoy inquieto. Todo debe estar listo para la primera fiesta de regeneración del rey. —Me ha parecido envejecido, casi exhausto. —Nos hemos temido lo peor, Neferet. Si la serpiente del Nilo me hubiera estrangulado, la sequía habría destruido el país. Veintiocho años de reinado reducidos a la nada, Saqqara convertida en algo inútil... El rey no ha dejado traslucir en ningún momento su inquietud, pero esta prueba le ha afectado gravemente. Y el mal no ha dejado de merodear.

Neferet puso sobre la frente de su marido un paño perfumado con esencia de loto. —¿Qué más temes? —A la Sombra Roja... Ha desaparecido. Y no logro distinguir su rostro, tan grande es su capacidad para ocultarse. No ha renunciado a hacernos daño, y temo su próximo ataque. Neferet no estaba acostumbrada a ver a su marido preocupado. —Has superado todas las pruebas —le recordó. —Pero ¿y si la última es fatal?

Tras una semana de insomnio, por fin Baten sintió que lo vencía el sueño. Para luchar contra el cansancio, había comido y bebido demasiado y se sentía pesado, incapaz de realizar esfuerzos adicionales. El feliz regreso de Zoser le había impuesto un incremento de trabajo que excedía las capacidades de un ministro ordinario. Pero ¿ese faraón no incitaba a sus servidores a realizar prodigios? Con el apoyo de su colega Ajeta, ofendido por no haber acumulado reservas suficientes en previsión de una catástrofe, el ministro reforzaba la solidez de las Casas del Oro y de la Plata. Al repartir sus recursos, había evitado un desastre. Parecía urgente reponerlos y presentarle a su soberano un balance positivo. Y cada uno de sus escribas tenía que verse concernido en ese objetivo. Apenas con tiempo para darle un beso a su mujer antes de irse, Balen se pasaba la mayor parte de los días y de las noches en su despacho. Ajeta, por su parte, reorganizaba las principales explotaciones agrícolas, y la princesa Redyit no se concedía ni el más mínimo día de descanso. En cuanto al chambelán Anjy, velaba por la exacta celebración de los ritos diarios y por el perfecto funcionamiento de la corte real. La esposa de Baten lo despertó. —Uno de tus adjuntos te reclama. El ministro se frotó las cejas y, con paso pesado, llegó a la sala de recepción para escuchar las quejas de su subordinado. El templo de Ptah reclamaba con urgencia aceites de primera calidad, y era indispensable una autorización por escrito. Con mano irritada, Baten la redactó. —La princesa Redyit cuestiona nuestro último inventario de telas —añadió el escriba. —Examinaré el problema mañana.

—La reina está recibiendo ahora mismo a la princesa. En mi opinión, sería indispensable que interviniera. Sobreponiéndose al cansancio, Baten se dirigió a palacio. Allí se encontró con Ajeta, portador de un grueso informe relativo a la construcción de nuevos graneros. —Se anuncia necesario el arbitraje del canciller Imhotep —consideró el ministro de Agricultura. —No se ocupa más que de Saqqara —se quejó Anjy al conducir a los dos dignatarios a la sala de audiencias.

El día acababa, y la pirámide escalonada se nimbaba con los rayos del ocaso. La inmensa empresa de Saqqara tocaba a su fin, los equipos de artesanos habían dejado las obras para consagrarse a otras tareas. Imhotep había concedido un complemento al conjunto de los artesanos para felicitarlos por haber llevado la obra a término. Desde ese momento sabrían manejar la piedra, y cada faraón, en función del genio de su reinado, levantaría un nuevo monumento hacia el cielo. En compañía de los iniciados de la cofradía del Ibis, Imhotep daría vida mágicamente a las estatuas divinas creadas en la Morada del Oro. Instaladas en Saqqara, harían el dominio de Zoser plenamente eficaz. Al contemplar el territorio sagrado, fruto de tantos años de trabajo, el gran vidente recordó las etapas de la construcción y las mil y una dificultades que se habían tenido que superar. Habían sido momentos de desánimo, en efecto, pero nunca de renuncia. No obstante, ¡qué de errores, de carencias, de discusiones ociosas, de mediocridad humana, incluso de traiciones! Pero el maestro de obras había seguido el camino de Maat al negarse a desviarse del sendero que conducía a la cúspide de la pirámide. Y se acordaba del sacrificio de su amigo Sagaz, fiel en la Tierra y más allá de la muerte. Sin dudar del éxito de las obras, se había comprometido con todo su ser despreocupándose del beneficio personal. Un alma de esa calidad era rarísima: Imhotep había tenido la suerte de conocerla. Se levantó un viento fresco. Universo simbólico por sí sola, la pirámide escalonada orientaba el destino de Egipto al marcarla con el sello de la función faraónica, vinculada a la eternidad. Fuera cual fuese la indignidad que cometieran los humanos, el gigante de piedra seguiría transmitiendo su mensaje. En el mismo momento en que Imhotep alcanzaba el centro del patio grande, un joven de jeta grosera apareció por el lado norte. Tenso y nervioso, avanzó en dirección al arquitecto y se quedó inmóvil a dos metros de él. —Deberías haberte ido con tus compañeros —observó Imhotep.

—Mi jefe me ha ordenado que os reclame un salario justo. —¿Acaso consideras que estás mal pagado? —Exijo una casa, campos y criados. —Eres picapedrero, ¿no es así? —Exacto. —Conviértete en encargado y obtendrás riquezas conforme a tu estatus. —Tengo prisa. O me concedéis esos privilegios u os mato. Por el lado sur apareció entonces un segundo artesano. Como su colega, Narizpartida llevaba un percutor de piedra dura. Unos golpes violentamente asestados atravesarían las carnes. —¿Tú también reclamas lo que no te es debido? Nariz-partida puso una mueca de desdén. —Vos ya no sois el jefe. Ahora estáis a nuestra merced. —¿Dónde se encuentra tu jefe? —Aquí, a occidente —respondió una voz que Imhotep ya había oído antes. Provisto de un pesado mazo, un mozo robusto de pecho ancho y cejas enmarañadas le cortaba toda retirada. —¿Te llamas Botín? —En efecto. —¿Qué deseas? —Tu fortuna y tus secretos como maestro de obras. A cambio salvarás la vida. —¿Acaso me tomas por un ingenuo? —Cree en mi palabra, es tu única posibilidad. Aquella voz... lo hacía regresar a años remotos. Y aquellas manos, con los pulgares cuadrados, ¡tan poco pulidos! —Tu nombre no es Botín, sino Tiñoso.

Un largo silencio siguió a la afirmación de Imhotep. —Así que me has reconocido... ¡Eso no cambiará nada! —Eliminaste a Sagaz y a tu jefe de equipo, ¿no es así? La pregunta le hizo gracia a Tiñoso. —Aparto los obstáculos de mi camino. Y tú eres el principal. —La Sombra Roja no te perdonará la vida. El artesano blandió el mazo. —Habla, ¡y de prisa! De lo contrario... —¡Pobre Tiñoso! Acuérdate de los buenos años pasados en el taller de los fabricantes de vasijas y olvida esta locura. —¿Crees que te lo debo todo, incluso la curación de mi hombro? ¡Me río yo de tus buenas acciones! Hoy el amo soy yo. De rodillas y obedece. —Dado que el mal está en ti, ninguna palabra podrá cambiarte. Estás condenado, Tiñoso. El antiguo subordinado de Imhotep se echó a reír. —Mis compañeros te agujerearán el pecho y los riñones. Y yo te remataré. Lenta, muy lentamente. Por culpa de tu muerte infamante, Saqqara estará maldita y tu triunfo se transformará en desastre. A la señal de Tiñoso, los otros dos atacaron. Imhotep se volvió hacia Nariz-partida. De las palmas de sus manos brotaron ondas en forma de líneas quebradas que detuvieron al agresor en su impulso. Éste, fulminado, se desplomó de espaldas. Su acólito no dio más que una zancada, pues en ese instante una cobra lo mordió en el pie. Gritando de terror, soltó su herramienta, corrió hasta no poder más y cayó de bruces, muerto. Petrificado, Tiñoso apenas se atrevía a mirar a Imhotep. —Truquitos de magos a mí... ¡Yo no te tengo miedo! El asesino blandió de nuevo el mazo. Al ver a su víctima inmóvil, creyó que podría derribarlo fácilmente.

Pero un rayo de oro, que emanaba de la cúspide de la pirámide escalonada, le tocó la nuca. Con la cabeza traspasada de parte a parte, Tiñoso se acordó de la predicción de Sagaz: «La luz de la pirámide te destruirá.»

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L os restos de los tres agresores de Imhotep habían sido enterrados discretamente en el desierto, lejos de Saqqara. Su nombre nunca sería olvidado, y los elementos de su ser, dispersados por la muerte, no se reconstituirían. Un monstruo con cabeza de hipopótamo y cuerpo de león devoraría su corazón y se atiborraría de esas presas suculentas. Según el testimonio de un recolector de dátiles, un rayo de luz había brotado del último escalón de la pirámide y había inundado el dominio de Zoser. Y la leyenda de Imhotep seguía creciendo, pues ¿acaso no lograba el gran vidente vencer a las fuerzas del mal en todas las circunstancias? Mientras se paseaba junto a la reina, la princesa Redyit le hacía admirar los nuevos jardines. El lago de recreo era un hermoso éxito, docenas de aves holgazaneaban allí. —Pareces preocupada, Redyit. ¿Has encontrado dificultades acaso? —Al contrario, majestad. El canciller Imhotep aprueba mis proyectos y me proporciona los medios para realizarlos. Vuestra Casa será ampliada, y os consagraré a ella el resto de mi existencia. —¿No tenías otras ambiciones? —No hace mucho, tal vez, pero he aprendido a conformarme con mi función. —¿Olvidando el matrimonio? —Una vida familiar habría sido incompatible con mi misión, y no he encontrado a ningún hombre lo bastante interesante como para abandonarla. Creedme, majestad, no siento ni el más mínimo remordimiento. Mi tarea es estimulante, me considero afortunada y plenamente satisfecha. ¿No es ésa la definición de la felicidad?

Baten contó y volvió a contar. No, el ministro de Finanzas no se equivocaba. A pesar de las recientes dificultades, el Tesoro había acumulado un montón de riquezas excepcional. El reinado de Zoser estaba marcado por el sello de la prosperidad, aunque todavía hacía falta una atención permanente con el fin de no dilapidar lo adquirido. Unos meses de dejadez y ese magnífico logro se desharía. Por consiguiente, Baten seguía siendo de una severidad temible; trabajador infatigable, les exigía mucho a sus colaboradores y no soportaba a los perezosos.

La visita de su colega Ajeta le alegró. Su colaboración se revelaba fructífera, los dos altos dignatarios ejercían el mismo rigor. —¿Cómo se comportan los jefes provinciales? —Debo admitir que de manera ejemplar. El prestigio de Imhotep es tal que siguen las directrices al pie de la letra. Pero nuestro querido canciller envejece, y sus fuerzas no son inagotables. —¿Acaso estás pensando en sucederle, Ajeta? —¡Nunca he tenido esa intención! Al convertirme en su mano derecha en las obras de Saqqara, comprendí que no era totalmente de este mundo. Yo soy un servidor del Estado; él, el Hermano del faraón. El gran vidente... Se merece su título. A menudo oigo hablar de tus capacidades, Baten; tus partidarios son numerosos, encajarías de maravilla en el puesto de canciller. —¡Los dioses me libren! Mis deberes son abrumadores, apenas tengo tiempo de ocuparme de mi familia y no tengo sino escasos pasatiempos. ¿Acaso la sabiduría no consiste en conocer los propios límites? Si el rey nombrara a un nuevo ministro de Finanzas, no me sentiría decepcionado. —Soy de tu misma opinión —afirmó el ministro de Agricultura—. Yo también espero un puesto menos agobiante. —Mientras tanto, volvamos a nuestros expedientes.

A pesar de estar visiblemente cansado, Zoser había realizado el ritual de la mañana. No faltaba ningún objeto y, gracias a la devoción sin fisuras de Anjy, las ceremonias se desarrollaron a la perfección. Demasiado viejo, el perro Geb ya no se despertaba al amanecer, sino que esperaba el regreso de su amo para desperezarse. —Hoy tenéis un día cargado, majestad —anunció el chambelán—. La recepción de un jefe provincial, una entrevista con el canciller, una visita al taller real de escultores, una comida en el... —Que la reina e Imhotep me reemplacen. —Majestad..., ¿deseáis consultar con la médica en jefe Neferet? —Excelente idea. Dime, Anjy..., ¿te sientes satisfecho con tu carrera? —¿Cómo podría no estarlo?

—Imhotep cumple gran número de funciones, podría asignarte alguna de ellas. —Ante todo, ¡no hagáis nada de eso! Nadie posee las capacidades del gran vidente. Mis tareas como ritualista en jefe y chambelán de palacio me llenan de alegría, os agradezco que me hayáis concedido este honor. No reclamo más que un privilegio: continuar sirviéndoos.

Neferet estaba tan descompuesta que el leve maquillaje no bastaba para ocultar su emoción. Imhotep la estrechó entre sus brazos. —¿Consientes en contarme el secreto? —Si no fueses más que mi marido, me callaría. Pero también eres el canciller y el Hermano del rey. Al pronunciar estas últimas palabras, la voz de la médica en jefe había temblado. —Zoser... ¿Acaso Zoser está indispuesto? El silencio de Neferet fue elocuente. —Nuestro soberano es indestructible —afirmó Imhotep—. Lo curarás. —Se trata de una enfermedad que no conozco y que no sé curar —murmuró la esposa del canciller—. El organismo del rey está dañado, el mal avanza rápidamente. Sólo lograré librarlo de atroces dolores. —No estarás diciendo... —Tienes que aceptar lo inevitable. Imhotep se dirigió hacia el borde de la terraza de su suntuosa casa y contempló el sol poniente. —¿No cabe ninguna duda, Neferet? —Ninguna. ¡Zoser no podía desaparecer, tan poco tiempo antes de su primera fiesta de regeneración en Saqqara! Neferet se unió a su esposo. ¿Cómo superar aquella prueba?

Una a una, los escultores instalaban en Saqqara las estatuas [82] concebidas y creadas en la Morada del Oro, que afirmaban la presencia del Ka real. Imhotep había hecho inmortalizar a la familia reinante: Zoser en el trono en compañía de la reina y de sus dos hijas. Muy pronto, el enorme dominio recibiría a los dioses llegados para edificar la eternidad de Faraón. Con la cabeza cubierta por el tocado tradicional, vestido con una túnica y brazaletes en las muñecas, Zoser tenía el rostro demacrado. Luchando contra el agotamiento, quería volver a ver la Casa del Norte y la Casa del Sur con su maestro de obras. Tres columnas en forma de papiro, de una suprema elegancia, adornaban la fachada de la primera; fuera de su eje, su entrada se abría a un pasillo en zigzag que conducía a una capilla. Cuatro columnas acanaladas animaban la segunda, de una docena de metros de alto. Allí había otra entrada fuera de su eje y un pequeño santuario cruciforme. Esos dos edificios, ellos solos, simbolizaban la unión de las Dos Tierras, tan diferentes, las dos polaridades indisociables, sublimadas en la persona real. —Saqqara no está destinada a los humanos —recordó el faraón—. Da igual mi ausencia física. Le corresponde al Ka habitar el dominio que has creado, Hermano, y transmitirle la energía del más allá. Gracias a tu genio y a tu visión, mi esperanza se ha convertido en realidad. Al abrir la piedra, al darle vida, has trazado un camino de luz. Imhotep fue consciente de que estaba oyendo las últimas palabras de Zoser. El rey y el arquitecto cruzaron lentamente el gran patio y se internaron por la columnata que conducía a la única entrada. Una silla de manos esperaba al monarca. Antes de instalarse allí, le dirigió una mirada postrera a Imhotep.

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S uspirando tres veces, el viejo perro Geb había dejado la cabeza sobre el hombro del faraón difunto y se había apagado pocos segundos después de Zoser. Conforme a la voluntad del rey, Geb sería momificado y ritualmente inhumado en un sarcófago de sicomoro. Provisto de incienso, de aceites sagrados y de telas, llevaría el título supremo de «Ser de luz», y permanecería para siempre junto a su amo. De una impresionante dignidad, sin dejar traslucir su pena en absoluto, la reina, asistida por el ritualista en jefe Anjy, se disponía a celebrar el funeral de Zoser, al término del cual sería designado su sucesor. Todos eran conscientes de que los veintinueve años de reinado serían inolvidables y habían engendrado una civilización de una grandeza y de un poder incomparables. Mantenerse por la senda correcta no sería una tarea fácil. Investida por el poder supremo durante los setenta días de duelo, la gran esposa real no tardaría en nombrar al nuevo canciller y un nuevo gobierno. Y su opinión relativa a la elección del futuro monarca sería determinante.

La Sombra Roja estaba estupefacta. Tantos años de esfuerzo, de derrotas amargas, de riesgos corridos que la habían puesto en peligro, un maestro de obras indestructible y, de repente, ¡el triunfo! Una victoria inesperada debida a la muerte natural de Zoser, que volvía inútil la finalización de Saqqara. Dadas las circunstancias, la Sombra Roja se adueñaría de Egipto con toda tranquilidad. Nadie se opondría a ella, pues nadie dudaba de sus aptitudes para gobernar. El conjunto de los dignatarios le brindaba su confianza, la población se sentiría tranquila. La Sombra Roja eliminaría a posibles adversarios y se daría prisa por destruir Saqqara piedra a piedra. Borraría el recuerdo de Zoser, luego impondría la dictadura del mal. Sin embargo, primero tenía que solucionar el caso de Imhotep. Ahora el gran vidente estaba a su merced. ¿Debía suprimirlo repentinamente? Demasiado fácil. Había que aniquilarlo a fuego lento, mostrarle su derrota y condenarlo a la desesperación. Con su esposa, Neferet, exiliada, Imhotep vería venirse abajo el mundo que había construido. Y el golpe fatídico le procuraría a la Sombra Roja un placer indescriptible.

La momificación de Zoser comenzaba, e Imhotep se dirigió a la Casa de la Reina, donde lo había convocado Apacible. La sala de audiencias de Faraón seguiría cerrada hasta la coronación del nuevo amo de las Dos Tierras. —Canciller, tengo una pregunta esencial que hacerte: ¿Saqqara debe cobrar vida por un ritual de regeneración o el emplazamiento sólo servirá de tumba para la familia real? —Es vuestro dominio de eternidad, majestad, pero también el lugar de la revelación del Ka. La celebración del ritual me parece indispensable, aunque presenta un peligro mayor. —¿Cuál? —La intervención de la Sombra Roja. —La Sombra Roja...... ¿No había desaparecido? —Me temo que no, majestad. —En ese caso, ¿quién se enfrentará a ella? —He tratado de servir lo mejor posible a Faraón, y ese riesgo no impedirá que continúe haciéndolo. Si me lo permitís, majestad, dirigiré el ritual. —A riesgo de tu vida... —Saqqara es la obra maestra de Zoser. Confío en el poder de su pirámide. La reina pareció dudar. —Que los dioses te protejan, Imhotep.

El palacio estaba de luto. Los hombres ya no se afeitaban, las mujeres permanecían en silencio. Anjy había dejado de organizar banquetes y se conformaba con administrar los asuntos en curso. Incapaz de beberse una copa de vino, no trataba de consolar a los abatidos dignatarios. Zoser era irreemplazable y nadie se imaginaba a su sucesor, aunque comenzaban a barajarse algunos nombres, incluido el de Anjy. En el templo, la reina garantizaba el servicio divino, reducido al mínimo. El ritualista en jefe velaba por la calidad del incienso y del aceite del alumbrado, sin olvidarse de la purificación de los objetos utilizados, vasijas, incensarios y copitas que contenían el alimento. La princesa Redyit suministraba las telas, Baten preparaba el mobiliario funerario

destinado al faraón. Ajeta se comunicaba con los jefes provinciales con el fin de tranquilizarlos. En ese período de incertidumbre, mostraba ser un dirigente digno de confianza y de una capacidad a toda prueba. Con la espalda encorvada, Anjy se sentó en la orilla del estanque de los lotos, cerca del palacio real. —¿Acaso os vais a conceder, por fin, un momento de descanso? —le preguntó una voz cansada. —Princesa Redyit... ¿Acaso va a ser ése vuestro caso? —Estoy preocupada con respecto a Saqqara. ¿Quedará abandonado el dominio de Zoser? —La reina le ha confiado a Imhotep el encargo de organizar un ritual en honor al Ka real. —¿Os han desautorizado? —El canciller es también el gran vidente. ¿Quién osaría enfrentarse a él? —En mi opinión, vos seríais un excelente monarca, Anjy. —¡No tengo ni ambición ni valor para ello! Mi tarea ha terminado, princesa, y sólo aspiro a la jubilación. Ocuparme de mi viñedo..., ¡qué futuro tan radiante! El ministro Baten, el mejor de nuestros gestores, reforzará la obra de Zoser. Gracias a sus constantes esfuerzos, las Casas del Oro y de la Plata se han enriquecido de manera increíble. No posee la prestancia del difunto faraón, pero sabrá preservar el equilibrio entre las Dos Tierras. Redyit compuso una mueca de desdén. —El perfecto notable, buen padre de familia, metido en sus números y estrecho de miras... Os equivocáis de candidato. Las provincias escuchan a nuestro riguroso ministro de Agricultura, Ajeta, y sabe acabar con las disensiones. —¡Es demasiado estricto, no lo bastante diplomático! Cualquiera no puede ser faraón. Mañana habrá que hacer concesiones a los miembros influyentes de la corte. —¿No nos estamos olvidando del sucesor ideal? Apacible, la gran esposa real, posee todas las cualidades necesarias para reinar. —En efecto, Redyit. Sin embargo, pasáis por alto un hecho capital: la reina está destrozada y sólo aspira a la soledad. —¡Ya veremos cuando acabe el tiempo de luto! La pena se alivia pronto, y la

ambición no tarda en renacer. —Existe otra mujer, temida y admirada a la vez... La princesa volvió la cabeza. —Esa broma no me hace ninguna gracia, Anjy. —Los años pasan, vuestro encanto permanece intacto, y vuestros pretendientes son numerosos. —Hasta pronto, chambelán. El deber me llama.

Neferet e Imhotep ofrendaron unos lotos al Ka de Sagaz y al de los padres del maestro de obras. Desde la capilla de sus tumbas veían la cúspide de la pirámide escalonada, que señoreaba el dominio de Zoser. La hora del combate decisivo se acercaba. Al día siguiente, al amanecer, Imhotep despertaría a las estatuas de las divinidades, invitadas a festejar la regeneración del rey. —Y la Sombra Roja tratará de impedírtelo —murmuró Neferet. —Soy el último obstáculo para su triunfo. Si el Ka toma posesión de Saqqara, el mal se dará de bruces y la regla de vida nombrará a un nuevo faraón capaz de continuar con la obra de Zoser. —La victoria todavía no es tuya. —Soy consciente de ello, Neferet, pero no tenemos elección. La esposa del gran vidente no tenía nada que objetar. Ella también sabía que la Sombra Roja continuaba merodeando, a la espera de sacar provecho de la muerte física de Zoser. Sólo el poder de Saqqara, desencadenado por Imhotep, lograría tal vez acabar con ella. Menos valiente e inconsolable a causa de la desaparición de Geb, Viento del Norte se frotó contra su amo, como si deseara transmitirle sus últimas fuerzas.

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I mhotep cruzó el umbral de la entrada eternamente abierta del dominio de Zoser. Tomó por la avenida cubierta y cruzó el gran patio en dirección a la parte del territorio sagrado reservada a la fiesta de regeneración del rey. El sol salió con una intensidad singular que otorgó un repentino calor. Había dos hileras de capillas una frente a otra. Después de recorrer un corto pasaje en zigzag, se subía una escalera que llevaba a cada santuario, donde se abrigaba a la estatua de la divinidad encargada de proteger una de las provincias de Egipto y de vincularla con su modelo celeste. De este modo se unía todo Egipto, con el fin de alimentar el Ka del faraón y de darle su plena potencia. Imhotep dio vida una a una a las efigies. A cada paso, temía por la intervención de la Sombra Roja, pero su avance se desarrolló sin incidentes... Hasta el momento en que alcanzó el extremo sur del patio alargado. Allí había erigido un estrado en el que se encontraban dos tronos respaldo contra respaldo, en el interior de un pabellón de columnillas espigadas. A él se accedía por dos escaleras, la primera reservada al rey del Alto Egipto, portador de la corona blanca; la segunda, al rey del Bajo Egipto, ataviado con la corona roja. El monarca, desdoblado, se convertía en Uno al juntarse las dos coronas. Al pie del estrado, una sombra roja. Mientras el Ka no hubiese reunido el Sur y el Norte, Saqqara no podría asegurar la eternidad de Zoser. Imhotep avanzó. Deslumbrado, no lograba distinguir la forma humana oculta en el seno del fuego destructor. —Vas a desaparecer, Imhotep, ¡y Saqqara desaparecerá contigo! Tu obra se vendrá abajo y todo recuerdo del faraón quedará borrado. Por fin se hizo más claro el rostro de la Sombra Roja. Baten, el ministro de Finanzas, el responsable de las Casas del Oro y de la Plata.

—Renuncia a esta locura —le exigió el gran vidente—. Aquí tus poderes no sirven de nada. —¡Te equivocas! No has dejado de engañarte, Imhotep, y tu error más grave fue considerarme un perfecto servidor del rey. En realidad, ¡no me he servido sino a mí mismo! Necesitaba un país rico y poderoso con el fin de obtener un arma invencible, capaz de establecer el reino del mal. No soy un simple contable, sino el rostro de todas las fuerzas de destrucción. La cara de Baten se transformó. De redonda y mofletuda, pasó a ser más cuadrada. Le crecieron unas espesas cejas y las piernas se le hicieron más gruesas. La Sombra Roja era una mezcla de Tiñoso, el artesano desleal, y del ministro que había traicionado a su soberano. El fuego comenzaba a quemar el estrado, e Imhotep se vio incapaz de franquear la nube incandescente. —Me has vencido —confesó—. Zoser está fuera de mi alcance. Un bramido furioso perturbó el aire luminoso de la mañana. Al borde de la linde mortal, el arquitecto se lanzó en dirección a la cara norte de la pirámide. Cruzó el umbral de un pequeño patio y se quedó inmóvil delante de una capilla cerrada de piedra caliza, semejante a un bloque inclinado, colocado contra el primer escalón de la pirámide. La Sombra Roja invadió el lugar. —¡Tu último refugio, maestro de obras! Escapaste de mis secuaces y te creíste a salvo... ¡Pero ahora sufrirás la misma suerte que la madre de Zoser y tu amigo Sagaz! Te tengo reservado un tratamiento particular, el peor de los sufrimientos. —Al traicionar tu función, has olvidado la potencia del Ka real, y hoy te infligirá tu castigo. Entonces, Imhotep se apartó, dejando frente a frente a Zoser y a la Sombra Roja. El faraón, presente en su capilla bajo la forma de una estatua. [83] Ataviado con una gran peluca y vestido con el largo abrigo blanco de la fiesta de regeneración, el brazo derecho doblado sobre el pecho, la mano izquierda dejada abierta sobre el muslo, el rostro austero del rey contemplaba el mundo exterior gracias a dos agujeros abiertos a la altura de su mirada. La Sombra Roja trató de destruir el santuario, pero unos rayos luminosos, de blancura cegadora, brotaron de los grandes ojos abiertos de Zoser. Un haz de llamas quedó acompañado de un grito de dolor de una espantosa intensidad. Una espesa niebla ocre envolvió la capilla, se elevó un viento furioso y la

disipó. Las pavesas se extinguieron, y un cadáver torturado terminó calcinándose. El halcón de Horus se posó sobre la capilla del Ka y su mirada se clavó en la de Imhotep. Los dioses tomaban posesión de Saqqara para siempre y regeneraban así el alma real.

La víspera del funeral de Zoser, todo Egipto esperaba que la reina sometiera al gran consejo el nombre de su sucesor. Cuando convocó a Imhotep a palacio, nadie dudó de su elección. Desde hacía casi setenta días, la sala de audiencias de Faraón estaba inactiva. El tiempo de luto acababa, el país necesitaba ser gobernado. La pena había endurecido los rasgos de Apacible. Tras abstenerse de ocupar el trono de los vivos, avanzó hacia Imhotep. —Nos has salvado de la Sombra Roja. Así pues... —Disculpad que os interrumpa, majestad, pero fue Zoser quien la destruyó. Yo era incapaz de lograrlo, y mi papel no consistió más que en incitar un enfrentamiento decisivo. —¡Aun a riesgo de tu vida! —¿Qué importancia tenía dado lo que había en juego? Zoser me ascendió al rango de maestro de obras, no estoy destinado a reinar. Quiero seguir siendo su servidor y su Hermano. —Temía que adoptaras esta postura, Imhotep, pero la respetaré. La princesa Redyit seguirá dirigiendo la Casa de la Reina, Ajeta administrando nuestra agricultura y nuestros graneros, Anjy organizando las ceremonias y el día a día de palacio. Y tú, Imhotep, construirás la pirámide del próximo faraón. [84] Tu nombre perdurará a través de las dinastías y serás considerado el creador de todos los edificios sagrados de Egipto. Has concebido sus planos, gran vidente, y los iniciados al arte regio los harán realidad con el paso del tiempo.

Designado al frente de la cofradía del Ibis, y a pesar de las dificultades físicas debidas a su avanzada edad, Imhotep seguía supervisando las obras de la nueva pirámide. Pronto podrían colocarse enormes bloques. El granito y la piedra caliza traducirían el pensamiento creativo de los dioses, el Ka real transmitiría su energía a través de esas piedras elocuentes. Anciana de atractivo intacto, Neferet no se desplazaba más que en raras ocasiones,

ayudada por un joven Viento del Norte, que llevaba sus maletines de médica. Su alumna, una joven de dotes excepcionales, velaba ahora por la salud de la familia real. Cuando estaba pensando en la reina Apacible, la cual se había reunido con Zoser en el paraíso de los «justos de voz», Neferet recibió la visita de un campesino con aire contrito. —Disculpad que os importune... Me han dicho que dais consejos gratuitos. —¿Qué te duele? —Yo estoy bien... Es mi hijo. —Descríbeme sus dolores... —No es exactamente eso. En realidad, me preocupan sus dones. Cuando pone la mano sobre una herida, se calienta y ésta se cura. Y además talla piedras con unas herramientas que ha fabricado él mismo, ¡y quiere aprender a leer! ¿Qué puedo hacer con un chico así? —Tráemelo. ¿Cómo se llama? —Su madre le puso Imhotep.

El discípulo del maestro de obras avanzaba a pasos agigantados. Bajo el gobierno de los jefes de taller y de los encargados, no tardaría en dominar los múltiples aspectos del oficio. Dada su seriedad y su inteligencia, el adolescente estaba destinado a la carrera de arquitecto, y el gran vidente sabía que terminaría la nueva pirámide. Esa mañana, Imhotep se dirigió a Saqqara. Entró en el gran patio, inundado por un suave sol de otoño y lo vio. Vio cómo Zoser accedía al cielo subiendo los inmensos escalones de su pirámide, abría las puertas del paraíso, pobladas de canales y de extensiones verdeantes, y participaba en el banquete de los dioses. Saqqara estaba ya más allá de este mundo. Con el corazón en paz, Imhotep comprendió que ése sería su último día sobre la tierra amada de los dioses, y se alegró de reunirse con su rey.

Escaneo y corrección del doc original

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Maquetación ePub: El ratón librero (tereftalico)

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Notas

[1] Según la tradición, la madre de Imhotep se llamaba Jeredú—anj, «Albor viviente». [2] A 485 kilómetros al sur de Mentis (El Cairo). [3] «Las dos Poderosas (las coronas) aparecieron en su apogeo.» [4] El museo de Leiden (Países Bajos) alberga una extraordinaria estatua de Anjy. [5] El bastón âmès. [6] No se ha encontrado la momia de Zoser. El esqueleto de Sanajt, otro rey de la tercera dinastía, medía 1,86 metros. Se describe a Zoser según su estatua de Ka descubierta en el sirdabde Saqqara. [7] Su nombre completo, Ne-Maat-Hapi, significa «La rectitud pertenece a Apis», toro sagrado que encarna la realeza. [8] Hemú, esta raíz implicaba también la noción de «servidor». El primero de todos los servidores del Estado era, por cierto, el propio faraón, servidor de Dios, de los dioses y de su pueblo. [9] En los jeroglíficos, la palabra «orejas» es anjuy, «las vivas». [10] Idemi e ines. [11] Sentyer, el «incienso», literalmente «lo que hace divino». [12] Hieracómpolis. [13] Su nombre egipcio era Hotepher-Nebty. Figura en una estela-fronteriza del inmenso complejo arquitectónico de Saqqara y en el fragmento de un naos procedente de Heliópolis. [14] Ayn Sujna. Los barcos cruzaban el golfo de Suez. [15] La actual Asuán, antaño capital del primer nomo del Alto Egipto, a la altura de la primera catarata. [16] Término griego que significa «la ciudad del sol» (Ra). La denominación egipcia era Iunu, «la ciudad del pilar».

[17] Una de las denominaciones más corrientes del faraón, hem, traducida de manera errónea como «majestad», significa en realidad «servidor». [18] A una veintena de kilómetros al norte de Menfis. [19] Iaut. El jeroglífico se compone de una columnata que sostiene dos cuernos de bóvido. Alrededor de uno de ellos se enrosca una espiral. Verticalidad, estabilidad, poder y evolución armoniosa caracterizan una función vital. [20] El nombre de Horus de Zoser, Necherjet, es difícil de interpretar: ¿«Dios más que la corporación (de los dioses)», «Divino de cuerpo»? La presencia del término necherindica la voluntad del faraón de ritualizarlo todo y de impregnar con la energía del rito el cuerpo formado por los dioses, el país y los hombres. [21] Medu Necher. [22] Bau Ra. [23] El nemes. [24] La traducción habitual de esta fórmula ritual como «a su salud» es reductora. [25] Conocemos las principales etapas de este viaje gracias a los bajorrelieves de la tumba sur del conjunto arquitectónico de Zoser en Saqqara. La moderna Edfú es la antigua Behedet. [26] Nefer-nefer, nefer, irep-sema. [27] El cristianismo retomará la misma simbología. [28] El mehen, protector de la barca solar. [29] Ésta es la razón por la que se considera que este antiquísimo juego egipcio es el antepasado de nuestro juego de la oca. [30] Se encontraba en Bel Jallaf, cerca de Tebas, que, bajo el Antiguo Egipto, no era más que una aldea. [31] Los egipcios decidieron revelarlo al final de la quinta dinastía, bajo el reinado de Unas (hacia 2375-2345). Esa fue la primera versión escrita de los Textos de las pirámides. [32] Sanj, «El que hace vivir». [33] El inicio de la crecida, hacia el 19 de julio, se correspondía con la aparición helíaca de Sirio (Sothis), la estrella del perro.

[34] El mito de Osiris estaba presente desde los albores de la civilización faraónica. [35] Jery-tep nisut. [36] Se conoce la del uadi Gaaui, al sur de Menfis. [37] Kebehet neteru y Neru Tauy. [38] Ésos son los principales sentidos del término ajet, que designa esa estación. [39] Traducida literalmente del egipcio, esta expresión significa «obedecer». [40] Ayn Sujna, en la costa oeste del mar Rojo, de donde se partía para cruzar el golfo de Suez en dirección a la península del Sinaí. [41] El uadi Maghara, en la parte occidental del Sinaí. [42] Hedy. [43] Textos de las pirámides, 1479b. [44] Textos de las pirámides, capítulo 236. [45] Textos de las pirámides, capítulo 487. [46] Sobre este mítico episodio relativo al Libro de fundación de los templos caído del cielo al norte de Menfis, véase el texto del templo de Edfú (tomo VI, 6,4). [47] Imy-r-Kat, literalmente, «Aquel en boca del cual está la obra», y que puede, por tanto, formular las órdenes precisas para edificarla. [48] El uadi Hammamat, a noventa kilómetros al este de la ciudad de Coptos (Kuft), en dirección al mar Rojo. [49] Up iner, según un grafiti en Saqqara. [50] Los pat, que en esa época reunía a los miembros influyentes del reino. [51] Ésos son los otros significados de la palabra mer, «pirámide». Hoy sabemos que la pirámide escalonada de Saqqara fue concebida como tal desde su origen. Hay que abandonar la antigua teoría que veía el monumento como un apilado sucesivo y azaroso de mastabas unas encima de las otras, que el arquitecto hubiera ido modificando su proyecto para ganar aluna. El gran vidente de Heliópolis no procedía mediante aproximaciones. Estaba edificando una obra de eternidad, no una construcción profana. [52] De 25 metros de profundidad y 750 de longitud, se ha encontrado una parte.

[53] Dichos escalones podían alcanzar veinte metros de longitud y dos de altura. [54] Terminología utilizada en egiptología para designar la «ciudad» donde residían, cerca de la obra, los artesanos (y sus familias) encargados de construir una pirámide. [55] Se estima que hicieron falta tres millones de bloques para construir el dominio de eternidad de Zoser. [56] Imhotep utilizaba, sobre todo, el codo (52,3 cm), el palmo (7,47 cm; 1 codo = 7 palmos) y el dedo (1 palmo = 4 dedos). [57] Imaju, literalmente, «Los que están en la luz». [58] Según la reconstrucción y los experimentos de Elio Diomedi. [59] El sejem, cuyo nombre está construido sobre la misma raíz que el de la diosa Sejmet. [60] Los jeroglíficos de los Textos de las pirámides prueban la práctica de ese tipo de estilo de natación. [61] Aproximadamente 544 por 277 metros, a saber, un cuadrado doble o «cuadrado largo» que, en geometría sagrada, forma el «rectángulo de la génesis», en el que aparecían las formas primordiales de la vida. [62] Según J. Rousseau, «Les calendriers de Djéser», Discussions en égtptologie, 11 (1988), pp. 73-86. El autor considera, y con razón, que los antiguos egipcios conocían la duración exacta del ciclo solar, el año de 365 días y la corrección llamada año bisiesto. [63] Esta plegaria fue pronunciada, en el Imperio Nuevo, por el escriba Iahmes cuando se dirigía a Saqqara. [64] De 7 por 7 menos de sección. [65] Objeto encontrado en Tarjan (situado a sesenta kilómetros al sur de El Cairo). [66] Sobre una base de 121 por 109 metros. Las búsquedas recientes, especialmente las de R. Stadelmann, demuestran que la pirámide fue concebida de esa forma desde el principio y hecha de un tirón, y no en planos sucesivos. [67] 120 codos de lado (62,9 m), 16 codos de alto (8,32 m). [68] De 8 a 20 cm. [69] Las indicaciones técnicas proceden de las búsquedas de J. Kérisel, J. Rousseau, M. Baud y J. C. Goyon (La construction pharaonique, París, 2004).

[70] Papyrus Ebers, 348. [71] Esas baldosas miden 3 por 1,6 metros. [72] Ese monolito, de forma cilíndrica, tenía un metro de diámetro y pesaba 3,5 toneladas. [73] La sepultura de la «tumba sur» es de granito, como la de la pirámide, aunque un poco menor (1,6 metros de lado) y de forma cuadrada. Habitada únicamente por la presencia del Ka, potencia inmaterial, no albergaba, pues, sarcófago alguno. Se comunicaba con unas capillas decoradas con loza azul, y el maestro de obras hizo levantar en el segundo palacio del más allá tres estelas que representaban a Zoser dirigiéndose al templo y realizando la carrera ritual. La tumba sur está orientada hacia el «Bello Occidente», uno de los paraísos de los justos; la de la pirámide, hacia el norte, residencia de las estrellas imperecederas. [74] Hay que destacar que varias de las galerías occidentales todavía están inexploradas. [75] Según el zócalo de la estatua que se encontraba en la capilla de entrada de la posesión de Zoser. [76] R. A. Jean y A. M. Loyrette, Encyclopédie de l'univers végétal, II, Montpellier, 2001, pp. 537 y ss.: «Nos podemos sorprender de encontrar en esta civilización, en la que la vida y la religión estaban cimentadas por un vinculo que podía parecer indestructible, que existiesen medios de contracepción y de aborto, pero los textos que hemos citado atestiguan su utilización. Eso podría explicarse por la importancia que se le concedía a la mujer. La posición de la mujer en el Antiguo Egipto, su situación jurídica incontestable, su acceso a la cultura, a los oficios de comadrona e incluso de médica y, por supuesto, al sacerdocio contribuían a hacer de ella una auténtica aspirante a la fecundidad controlada.» [77] Se trata de una de las máximas del sabio Ptah-hotep, quien vivió bajo la sexta dinastía, pero cuya formulación refleja el pensamiento de todo el Imperio Antiguo. [78] De esa estatua, que es o bien la del rey o bien la de Imhotep, no quedan más que los pies y el zócalo con las tan valiosas inscripciones. Se puede ver este vestigio en el pequeño museo de Saqqara. [79] Para el descubrimiento y el estudio de este extraordinario objeto, véase K. Myśliwiec, en Mélanges Varga, Budapest, 2001. pp. 395-410. [80] Texto original sobre la derrota de los libios. [81] Véase P. Barguet, La Stèle de la famine à Séhel, El Cairo, 1943. [82] Al menos, unas sesenta.

[83] El original se encuentra en el museo de El Cairo. Esta pequeña capilla (el sirdab) contiene actualmente una copia. [84] Sejemjet.

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