Itinerario De Un Escritor - Gimferrer, Pere.pdf

February 17, 2019 | Author: anojito | Category: Arthur Rimbaud, Poetry, Spanish Language, Reading (Process), Author
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 Pere Gimferrer 

 I t i n e r a r i o d e u n e s c r i t o r 

Pere Gimferrer

Itinerario de un escritor Traducción de Joaquín Jordá

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Título de la edición original:

Valències Edicions 3 i 4 València, 1993 Selección de textos aprobada por el  por  el autor autor  Portada:

Julio Vivas Ilustración: foto © Guillermina Puig © Pere Gimferrer, 1993 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1996 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-0523-6 Depósito Legal: B. 711-1996 Printed in Spain Libergraf, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

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Itinerario de un escritor Pere Gimferrer EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA, 1996 ISBN: 84-339-0523-6 183 páginas Este volumen reúne diversos textos breves en los que Pere Gimferrer aborda los tres campos artísticos que mayor influencia han ejercido en su particular itinerario de escritor: la literatura, el cine y las artes plásticas. Abre y da título al libro una rememoración de lecturas y experiencias que conducen a la vocación literaria del escritor, y siguen sendos ensayos sobre el teatro de Racine y el clásico de la literatura erótica  Mi vida secreta. Las páginas centrales del volumen las ocupan dos textos dedicados al cine: a su relación con la literatura y a la evolución de este arte en los Estados Unidos. Finalmente, Gimferrer reflexiona sobre la obra de artistas fundamentales como Fortuny, Gaudí, Miró, Tàpies y Saura. Los textos aquí recopilados son de procedencia diversa, conferencias y ensayos, que el autor ha  pronunciado o escrito entre 1971 y 1993. Son por tanto páginas representativas r epresentativas de dos formas de expresión literaria que Gimferrer reivindica por igual: «La coexistencia de textos hiperescritos y de textos de estilo oral tal vez da idea de dos formas de expresión igualmente mías, tanto si se trata del  producto de grabaciones grabaciones magnetofónicas magnetofónicas como si si responde a una compleja redacción redacción escrita.» Este libro es, en definitiva, una buena muestra de la excepcional estatura intelectual de Pere Gimferrer y de las pasiones de las que se nutre su itinerario it inerario de escritor. Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) inició su carrera literaria como poeta,  primero en castellano, con títulos tí tulos como  Arde el mar (1966) y  La muerte en  Beverly Hills (1968), y posteriormente en catalán, con obras como  Mirall, espai, aparicions (1981), que reúne su producción hasta 1980,  El vendaval (1988) y  La Ilum (1991). Ha escrito además los dos volúmenes del  Dietari (1981 y 1982), la novela  Fortuny (1983) y ensayos como  Lecturas de Octavio Paz (1980), galardonada con el Premio Anagrama y publicada en esta colección. En 1995 se ha empezado a publicar su Obra Catalana Completa. Ha recibido numerosos premios y desde 1985 es miembro de la Real Academia Española.

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 A Martín de Riquer

EXPLICACIÓN

Este libro no existiría sin la simpatía personal y el vigor editorial de Eliseu Climent, la tenacidad de Joaquim Noguero y el empuje inicial de Jordi Castellanos. En él reúno mis textos dispersos escritos o dichos originariamente en catalán, excepto algunos (sobre Joan Brossa o Marià Manent) que deben integrarse en otro volumen de características diferentes. La ordenación no es cronológica sino temática, y es obra de Joaquim Noguero. La coexistencia de textos hiperescritos y textos de estilo oral tal vez da idea de dos formas de expresión igualmente mías, tanto si se trata del producto de grabaciones magnetofónicas como si responde a una compleja redacción escrita. Barcelona, 11 de septiembre de 1993 PERE GIMFERRER

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ITINERARIO DE UN ESCRITOR 1

En primer lugar, quiero empezar agradeciendo al Ateneo la oportunidad de hablar en este acto inicial, cosa que no puedo dejar de considerar un honor por todo lo que el Ateneo significa en la vida de Barcelona y en mi experiencia personal, en la cual lo encuentro especialmente vinculado a la figura de escritores que respeto y, en especial, a la de Josep Vicenç Foix, a quien rendimos un homenaje en este mismo salón de actos, poco antes de morir. Una vez manifestado mi agradecimiento, pasaré al tema de la conferencia que intentaré i ntentaré exponer. Cuando digo «Itinerario de un escritor», me estoy esto y refiriendo, desde un punto de vista impersonal, a mí mismo. Pero sólo sería adecuado hablar de mí mismo en un cuestionario hipotético dedicado a estudiar lo que he escrito. Lo que intento mostrar en la exposición es cómo nace en general una vocación literaria, en qué consiste la vocación literaria, qué es, por tanto, en definitiva, la vocación de escritor y qué es escribir desde la perspectiva de la experiencia de cada individuo. También, y ya  particularmente, quiero explicar qué ha sido una vocación literaria en una época y en un país concreto, o sea, en la Barcelona de una generación nacida pocos años después, como es mi caso, de la guerra civil. Aunque no será una exposición histórica o sociológica, alguno de estos elementos estará sin embargo presente. La explicación irá unida a la exposición de mi experiencia personal,  pero sólo en aquello que sea ilustrativo de las líneas generales: qué es una vocación literaria, cómo nace, cómo se desarrolla y qué representa en el marco que vivió mi generación. He dicho más de una vez que el primer impulso que lleva a querer escribir es mimético. Escribimos porque queremos imitar y reproducir algo que nos ha gustado de la lectura. Esta afirmación necesita una aclaración ya que, aunque hay que decirla, no está bien formulada. Está claro que escribimos para expresarnos y que leemos para llegar, también, a expresarnos. Pero, analicemos este hecho más de cerca. ¿Qué leemos? ¿Qué determina que imitemos lo que hemos leído? Hay que distinguir dos niveles. Un niño, y más adelante un muchacho, puede leer determinadas cosas y recoger de ellas determinadas impresiones. Hay mucha relación entre el tipo de libros que tiene oportunidad de leer y el tipo de enseñanza que recibe. Esta lectura puede crearle la necesidad de imitar lo que ha leído, que puede llegar a confundirse con una necesidad de expresarse a sí mismo. Durante mucho tiempo no podremos expresarnos expresarnos a nosotros mismos si no lo hacemos a través de aquello que nos ha gustado. Imitaremos lo que nos ha complacido en otros autores y que, inevitablemente, en este contacto inicial, habremos entendido o experimentado mal y en otra lectura habremos captado muy bien. Cualquier niño comienza leyendo libros propiamente infantiles, que pueden ser de aventuras o de cosas semejantes, pero que todavía no despiertan un impulso mimético excesivo. Hay un paso más importante, o por lo menos lo hubo en mi generación: la lectura de adaptaciones de obras clásicas  para niños. Y, hablando de este tema, no quiero olvidar una cosa que algunas personas que tengan mi edad recordarán: las ilustraciones que acompañaban las adaptaciones de obras clásicas que  publicaba la editorial Araluce. Muchas eran de Segrelles S egrelles y el texto de María Luz Morales tenía en ellas una importancia considerable. Durante mucho tiempo, hasta que no se me formó una conciencia adulta de lector, para mí la Odisea era, sobre todo, la Odisea de Araluce. Éste es un nivel que nos mantiene, todavía, en un terreno infantil, casi escolar. El momento más importante es el momento en que, después del primer impulso, se empieza a leer obras que pueden considerarse genéricamente literatura seria. Quiero destacar que, en mi caso concreto (esto lo cito sólo a modo de anécdota, pero tiene relación), el primer impulso de escribir lo tuve hacia los siete u ocho años y consistió exactamente en novelar, con mayor o menor acierto, una 1 Conferencia inaugural del curso académico 1989-90 en el Ateneo Barcelonés. Ateneo Barcelonés, 1989.

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 película del  Far-West, un western que había visto en un cine de pueblo. Este hecho sólo es un indicio de la fascinación que ofrecía el mundo cinematográfico para una persona de mi generación, y que era muy diferente de la que podían sentir aquellos que, como Sebastián Gasch o Guillermo Díaz-Plaja, reivindicaron el cine durante la época de antes de la guerra y elevaron a la categoría de arte culto un producto que hasta aquel momento era menospreciado. Por ejemplo, la reivindicación más clásica era la de Chaplin, que se llevó a cabo de manera tan insistente precisamente porque, desde un punto de vista externo, Chaplin era un clown, y, por tanto, alguien que no pertenecía a la categoría del arte noble; lo que se pretendía era demostrar que Chaplin, muy al contrario, era arte, arte noble. Decía que mi caso fue otro. Para mi generación, el cine era un producto que ya existía. Era un dato, un hecho establecido que no había que reivindicar como expresión artística porque para nosotros era natural que lo fuera y así lo considerábamos. considerábamos. Pero ya he indicado antes que todo esto es anterior al momento en que empieza el aprendizaje de lo que podríamos denominar literatura adulta. Aquí sí que tengo que hacer una consideración. En mi época, la enseñanza de la literatura sufría de una carencia que actualmente ha desaparecido. Entonces, los libros de texto comenzaban explicándonos la literatura griega y latina. Después la medieval, y seguían por orden cronológico hasta llegar, como mucho, a finales del siglo XIX. Por ejemplo, en el campo de la literatura castellana, llegábamos hasta Núñez de Arce y Echegaray, y no exagero. A duras penas llegaban a hablar de Rubén Darío. Estudiábamos, pues, en sentido inverso no sólo a la curiosidad de los niños, sino también al posible poder de asimilación. El niño, o por lo menos nosotros, es decir, mis compañeros de curso y yo, sentíamos la curiosidad de saber qué escribían las personas que tenían la edad de nuestros profesores. En cambio, nuestro interés por conocer lo que escribían las personas de la Grecia antigua o la Castilla del siglo XVI era relativo. Eso se comprende porque, por otra parte, a esa edad no puede entenderse realmente el valor de la  Divina Comedia, ya que es un tipo de lectura que requiere otra disposición y no es fácil asimilarla como la literatura contemporánea. En realidad, no nos engañemos, la inmensa mayoría de personas lee, sobre todo y casi exclusivamente, literatura contemporánea. Actualmente, la pedagogía ha cambiado mucho, tanto que he llegado a encontrarme con el caso curioso de que un chico que vive en mi misma escalera me hizo una entrevista, con una finalidad  pedagógica,  pedagógica, relacionada con mi obra poética y pude comprobar que conocía bastante bien mi  producción pero pero que le habían hablado muy poco poco de la  Divina Comedia. Ha habido, pues, una tendencia a invertir esta perspectiva. Centrémonos, sin embargo, en aquel momento. Yo tengo, por ejemplo, once o doce años y empiezo a estudiar literatura en serio. Existe un determinado plan, más o menos acertado, que comienza por los clásicos. Es evidente que los clásicos sólo pueden ser asimilados de una manera parcial y que el impulso mimético que derivará de su estudio será incompleto. Pese a todo, comienzo a leerlos. Antes de continuar, conviene recordar un hecho: todo esto pasa cuando yo tenía doce años. Nos situamos, pues, en torno al año 1957, y a los trece años en el 58. Para mí, la encrucijada es el 58. ¿Qué pasaba ese año para un chico de trece años? ¿Qué era Barcelona? Aquí hay gente mayor que yo, gente más joven que yo y gente de mi edad. Pero, pese a todo, tal vez sea interesante dibujar un perfil de lo que significaba Barcelona para un chico de trece años en el año 58. En primer lugar tengo que decir que mi generación es especial, porque es la única generación europea nacida después de la Guerra Mundial que ha vivido desde la infancia el fascismo como única realidad conocida. No volveré a insistir sobre este punto, pero no olvidemos que es un caso único en Europa y poco frecuente en el mundo. Podríamos recurrir al ejemplo de Paraguay, y encontrar paralelismos, pese a todo, con la cotidianidad estalinista. Iosif Brodsky, el  premio Nobel soviético, describe Leningrado de una manera que, en cierto sentido, se parece a Barcelona vista con los ojos de un niño de diez, doce o trece años, sobre todo por una sensación de impostura en el sentido de que lo que se decía era algo en lo que no creía nadie. Muchos lo habían hecho pero, en aquel momento, el año 58, ya no tenía credibilidad y todos lo manifestaban. Me refiero, claro está, a verdades oficiales que ya nadie admitía. Esta sensación la he encontrado y la he compartido en aspectos autobiográficos de Brodsky cuando habla de la experiencia del Leningrado

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de posguerra. Eso sí que sorprende realmente. Esa uniformidad, esa impostura en la que ya nadie creía, pero que, pese a todo, existe, tenía también otra característica: era monolingüe. Yo aprendí a nombrar las cosas, la mesa, el jardín, la calle, el jarrón, en catalán. Volví a aprenderlas de nuevo, pero esta vez en castellano. Y, en casa, de las dos maneras. El castellano era la lengua que aprendía en la escuela pero que sólo hablaba en las horas de clase. Eso también conviene subrayarlo, porque, aunque se sepa, quiero recordar que el catalán era una lengua de habla pero no una lengua de clase. De modo que en este efecto compacto de impostura había muy pocas cosas que flotasen, que destacaran. Sólo la impresión era muy homogénea. He tenido también esta sensación leyendo una novela de otro premio Nobel, Milosz, sobre la vida en la l a Varsovia comunista. Era un bloque donde había muy pocas cosas que sobresalieran de este juego de la l a impostura. Una de ellas era la presencia, al lado de las efigies de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, de unos extraños carteles que creo que había colgado el PSUC o el Partido Comunista de España, según los casos, y que anunciaban la jornada de reconciliación nacional y la huelga pacífica revolucionaria. Bastaba con leer los carteles para ver que aquello no tenía nada que ver con la realidad y que no se produciría. No habría ningún tipo de reconciliación en aquellos términos y en aquellos momentos, y menos aún ninguna huelga pacífica. Recuerdo también una inscripción que decía simplemente: «Català a l'escola.» Ésta era mucho más subversiva; se anunciaban una reconciliación nacional o una huelga pacífica revolucionaria tan utópicas que no alteraban en nada, no llegaban a reventar ni a perforar en ningún sentido aquella superficie compacta de impostura. Con el «català a l'escola» se daba una realidad tangible, aparentemente no realizable, y,  precisamente por este motivo, era más subversiva. Estaba más relacionada r elacionada con nuestra cotidianidad y con las posibilidades inmediatas de subversión. Este hecho va unido a la circunstancia de que el catalán como lengua sólo tenía una existencia coloquial y excepcionalmente había algún libro en catalán que podía haber leído en librerías de lance o en la biblioteca familiar. Recuerdo perfectamente, todavía lo tengo muy presente, que a una edad muy remota de mi infancia, tal vez tenía seis o siete años, venía una visita a casa y decía: Hay una librería que tiene libros en catalán. Ahora he olvidado dónde estaba, pero era cerca de la plaza de Urquinaona. Ya no estaba prohibido vender libros en catalán, ya que mi recuerdo se inicia a  partir del año 50 y los libros catalanes dejan de estar prohibidos aproximadamente el año 47. Pero,  pese a estar autorizados, eran poco frecuentes, frecuentes, casi exóticos, y se destacaba el hecho de que hubiera una librería con libros catalanes, de la misma manera que hoy destaca que se vendan determinados vídeos poco corrientes, cintas importadas o discos compactos o especiales. Este contexto hizo que sólo se aprendiera literatura castellana y, especialmente, literatura castellana clásica. Es evidente que yo no podía percibir ninguna escuela si no era en términos de caricatura. Del teatro clásico castellano, por ejemplo, sólo podía captar una derivación caricaturesca y, en definitiva, casi identificable con los  pastiches modernistas que se hicieron después. Al nivel de la percepción de un escolar, la diferencia del teatro en verso de Calderón y el teatro en verso de Villaespesa es prácticamente inexistente. Lo que llama la atención es una sonoridad verbal y una determinada atmósfera, una creación de ambientes. Estas características, a este nivel tan primario, son comunes a Calderón y a Villaespesa y no puede haber jerarquía estricta. Hablemos, sin embargo, de algo más serio. Hablemos del intento de hacer una literatura adulta, que no podía surgir sólo porque te gustara la capa y espada de Calderón o la cadencia de Villaespesa. Ocurría por dos motivos. Uno, esencial, fue el descubrimiento de Rubén Darío. Este descubrimiento no se produjo sólo en mi caso, sino que también se dio, anteriormente, en Vicente Aleixandre, Josep Carner y Josep M. de Sagarra. De éstos tengo la certidumbre y, seguramente, también fue el hallazgo de otros muchos. Todos nosotros, me estoy refiriendo a los que nacieron en el año 1880 y algo más tarde, como Carner, y muchos más, incluido yo mismo, que nací en el año 1945, descubrimos la verdadera poesía con Rubén Darío. Ahora no lo sé, porque no puedo ponerme en el lugar de un chico que tenga actualmente trece años, pero, para un chico de trece años en el año 58, como cuando los tenían Carner o Sagarra o Aleixandre, Rubén Darío seguía siendo el poeta más actual. Claro está que había poetas más nuevos, más sorprendentes, que pese a todo se podían leer.

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Recuerdo a Rilke y a alguno catalán, como Foix, que era difícil de encontrar. De los castellanos del 27, no de todos, había alguno accesible, Aleixandre, Salinas, y otros que eran difíciles de encontrar. Pero el que más llamaba la atención era Rubén Darío, porque era el que reunía el tipo de calidad sonora que había encontrado en Villaespesa y en Calderón, pero mucho más refinada. En Calderón, los niveles de significación eran demasiado complejos, y los separaba una distancia demasiado grande en el tiempo para poder estimular mi imaginación infantil. También tenemos que definir la literatura que rodeaba el año 58. En lo que se refiere a la catalana, había poca cosa que yo pudiera captar. Foix, que era el que más me interesaba de los  poetas que yo había podido leer en antologías, sólo era conocido por unas ediciones muy confidenciales que sólo podían comprarse, según supe más adelante, en una determinada librería de la calle Pelayo y, por tanto, existía más como poeta leído en antología. Riba sí existía. Era el poeta que tenía más presencia junto con Sagarra, pero Sagarra era otro tipo t ipo de escritor. Era más conocido, quizá, por su teatro que por la poesía lírica o, en cualquier caso, era un tipo de poesía diferente de la que yo intentaba hacer. Riba era real pero era un tipo de escritor que me quedaba más lejos. Lo respetaba mucho, pero para mí era lo que en la literatura castellana fue Jorge Guillén: un tipo de escritor que no era el tipo de escritor que yo quería ser entonces. Pero no hablemos ahora de la gente mayor como Riba o Aleixandre. Hablemos de la gente que en el año 58 se hallaba en plena actualidad. En aquel año, dejando de lado figuras como Riba o Aleixandre, que venían de antes de la guerra, la literatura más actual era la literatura social que,  pese a que se basaba basaba en la contravención de de la impostura que la rodeaba, y desde desde este punto de vista me habría podido inspirar curiosidad, tenía también un desinterés absoluto por el tipo de transgresión que habría podido atraerme respecto a aquella impostura. La única excepción era un  poeta injustamente olvidado en la actualidad, Blas de Otero, que era realmente un gran poeta, como lo demostró en los libros que publicó en aquellos años. Con esta única excepción importante, la mayor parte de aquella poesía no me interesaba porque, pese a que impugnaba la literatura ambiente, lo hacía desde un punto de vista que yo no sentía posterior sino anterior a lo que podía atraerme de los poetas de la generación de Foix o de Aleixandre. Por tanto, el impulso realmente mimético que nace en mí hacia el año 58 era el de escribir poesía como Rubén Darío. Tenía unas referencias todavía imprecisas pero claras. Claras, en el sentido de la interpretación poética; imprecisas, en el sentido de la historia literaria, de lo que es la poesía de vanguardia, de lo que podía llegar a vislumbrar en los versos de Aleixandre, en lo que había podido leer de Foix y en los fragmentos, no me atrevería a decir más, de cosas leídas, como un poco de Rimbaud y de Rilke. Todo, sin embargo, lo había leído de manera muy irregular y en contadas ocasiones, porque la difusión de la literatura extranjera y, por otra parte, el conocimiento de lenguas extranjeras, extranjeras, era muy escaso. La difusión dependía mayoritariamente de la pervivencia de libros de antes de la guerra o  bien de la importación de libros, principalmente de Argentina. En este contexto se produce, en el año 58, mi primer intento. Como intento no salió bien, pero sí lo hizo la plena conciencia de escribir  poesía adulta que, evidentemente, no podía tener valor literario, lit erario, sino que tenía que ser un impulso i mpulso mimético muy imperfecto. Pero ya era un intento de expresarme por otro camino que la mimesis de Rubén Darío, y eso hay que destacarlo. No es que yo escribiera, como escribieron otros, poesía modernista. Ya veía que no podía ser así, porque comencé, por ejemplo, escribiendo versos libres endecasílabos, pero tampoco intentaba escribirlos a la manera de Rubén Darío. Lo he hecho más adelante, y todavía sigo haciéndolo a veces. El impulso inicial era escribir versos libres, porque se veía que el verso libre era característico de nuestra época. Tenía la impresión del mundo que se podía captar, por un lado, de la vanguardia y,  por otra, del modernismo. Así, más o menos, se abre un período que discurre entre el año 58 y el año 62, o sea, entre mis doce y trece años y los dieciséis y diecisiete. Hacia los dieciséis años, casi diecisiete, se produce un momento en el que escribo una poesía que no sólo es adulta en la intención, sino que, más o menos lograda, es adulta en el resultado. Puede considerarse aceptable o no, pero es un resultado adulto y puede ser valorada desde este punto de vista. Mientras tanto, he podido leer más cosas, porque son los años en que se empieza a leer más libros extranjeros, ya que circulan más. Leo a Saint-John Perse, un poco de Eliot y, aunque sea

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confusamente, se produce ese mínimo de comunicación con la poesía exterior. La realidad, durante estos años hasta el 62, es casi inmutable. En el año 62 hay una grieta con la huelga de Asturias,  pero, aunque es un hecho que en aquel momento impresionó, no tuvo una repercusión inmediata en la sociedad. Afectó, sin embargo, muy de cerca a profesores míos de la Facultad de Derecho, ya que hubo algunos sancionados y otros que fueron objeto de diversas medidas o polémicas. Todo eso, sin embargo, y también la literatura, discurre muy al margen de la sociedad. Recuerdo que en el año 63 Salvador Espriu lleva a cabo una lectura del  Llibre de Sinera, que entonces era una primicia. La da en la Facultad de Derecho, en el segundo curso, donde yo estaba, el curso 62-63. Era una tarde en que llovía bastante, pero, pese a todo, por mucha lluvia que cayera, el hecho es que en aquella lectura había muy poca gente. Y puede que me falle la memoria (no me gustaría ser injusto) pero me parece que allí sólo había dos representantes del profesorado, aunque tal vez había alguno más que se me ha escapado de la memoria. Los que yo recuerdo con seguridad son el doctor Font i Rius, catedrático de Historia del Derecho, y el doctor Ángel Latorre, catedrático de Derecho Romano. El resto eran unos cuantos alumnos y algún antiguo compañero de curso de Derecho de Salvador Espriu. Ahora bien, sólo tenemos que pensar que no hace muchos años Espriu tenía un gran poder de convocatoria que después perdería. Pero ésta es otra cuestión en la que no entraremos. El hecho es que por primera vez se produce la lectura del  Llibre de Sinera, y por mucho que argumentemos que llueve y que somos cuatro gatos, la velada es significativa. Este tipo de poesía, tanto si hablamos de Espriu como si lo hacemos de Blas de Otero, autores que en aquel momento parecía que escribían poesía social, aunque ninguno de los dos escribía realmente poesía social, se producía muy separada de la sociedad. Esta circunstancia me recuerda el punto de vista de Brosdky cuando habla de su experiencia como poeta no oficial en Leningrado. Es una época realmente turbadora, realmente curiosa. En definitiva, ¿qué pasaba? A propósito, el Libro de Espriu se vendía a un precio bastante alto y no se  podía encontrar, y el libro de Blas de Otero,  Ancia, que causó mucha impresión, se vendía exactamente a 95 pesetas, un precio muy elevado para la época. El libro se encontraba en tan pocas librerías que creo que sólo recuerdo una, la librería Porter. Pese a ello, no era un libro clandestino sino publicado por Puig i Palau. Ocurría simplemente que Albert Puig i Palau carecía de distribución, más por motivos puramente industriales que por razones de censura. Era un libro costoso, porque el público de poesía, el de la literatura seria, era un público muy reducido, aunque, también hay que decirlo, el gusto del público ha variado mucho. El tipo de narrativa que se leía entonces era mediocre, aunque había bastante gente que leía novela tradicional buena, como Baroja. En cambio, en lo que respecta a la literatura más reciente, a la literatura actual, el gusto ha mejorado sensiblemente en todo el país y no sólo en Barcelona, En aquel contexto, pues, hay un intento de hacer un tipo de literatura. ¿Qué tipo de literatura? Una literatura lo más actual posible, lo más diferente posible de la impostura que la rodeaba y, en consecuencia, lo más cosmopolita posible. Algún factor de ingenuidad debía de existir en ello, quizá un poco provinciano, como el de los rusos del siglo XIX que querían parecer franceses: escribir una literatura cuanto más diferente mejor de la que se hacía en la Península Ibérica. Eso se explica por el rechazo a la impostura y a la tendencia a encerrarse en sí misma, tendencia que las literaturas de la Península Ibérica siempre han tenido y que tal vez era más acentuada en el caso del castellano. Pero también está presente en la literatura portuguesa e incluso en la catalana. Está claro que hay episodios vanguardistas, éstos siempre se dan, y tienen mucha importancia en los años veinte y treinta, pero no representan la tónica general de las literaturas de la Península Ibérica. Todo eso tenía que producir, pues, de una manera imperfecta, una literatura que no iba directamente contra el entorno social, sino que era una protesta indirecta que no era política, sino estética. Lo que nos motivaba era, por un lado, el rechazo de lo que nos rodeaba, en la medida en que, además de falso, era feo y aburrido, y, por otro, el deseo de reproducir aquello que, contrariamente a lo feo y aburrido, era brillante, vistoso, atractivo y, digámoslo claramente, bonito; y que se encontraba en la literatura que habíamos leído. En el momento en que eso ocurre todavía no se ha desencadenado mayo del 68 ni se vive el

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Londres de los Beatles; Europa no ha salido del mundo del existencialismo y del debate entre existencialismo y marxismo. Siguen dominando Bertolt Brecht y Lukács, que parecen ser los puntos de referencia ineludibles y que todavía lo eran para un tipo de gente que nos rodeaba. Yo leí a estos autores en su momento y me interesaron. Pese a todo, ya me parecía que eran cosas de otra época y, en cierto modo, lo eran. El hecho de que aquí la posguerra fuera muy diferente, por motivos evidentísimos, de la  posguerra en el resto de Europa, no significaba que la literatura del país marchara a un ritmo rit mo muy mu y diferente de la europea. Aquí, y también en Italia por otros motivos, se dio una prolongación de los debates sobre el existencialismo y el marxismo, más allá de sus límites naturales. En realidad, estos debates terminaron al filo de los años sesenta cuando, por lo menos en su núcleo principal, que era París, ya habían finalizado. No nos engañemos. En aquellos momentos, ni Londres ni Nueva York contaban demasiado para una visión europea. Puede que sí para un pintor pero no para un escritor. Por consiguiente, en el marco de estos debates obligados, ¿cuál era la situación del escritor ante la creación literaria? Éste es el tema esencial, el tema de la tradición literaria: lo que nosotros queremos introducir, producir, lo que nos ha impresionado, lo que, en definitiva, queremos imitar. La tradición literaria puede ser vista de dos maneras. O bien sólo consideramos la lengua, o bien consideramos más ampliamente toda la literatura y exceptuamos la lengua. En el caso concreto de la lengua, mi educación literaria había sido básicamente en castellano y tenía suficiente respeto por el catalán para pensar que, sin una educación literaria seria, no podía escribir en catalán. Lo que ocurre es que, por otra parte, lo que una persona escribe en una lengua determinada origina un personaje concreto y sólo eso puede ser la clave de la historia. Todos los escritores sabemos que el autor de nuestros escritos no somos nosotros, no es el individuo que aparece en el registro civil, sino otro  personaje, el autor de los l os textos. Esto lo ha sintetizado muy bien un escritor que ha muerto no hace mucho, Jorge Luis Borges, al decir: «Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas.» Y yo digo: la persona que habla, el yo que habla en un poema o en un texto literario, sólo somos nosotros en un cierto sentido, aquello que Juan Ferraté, hablando de Gil de Biedma, ha denominado el personaje fantasmal del escritor, es una proyección de nosotros. En mi caso personal,  y en el de otra mucha gente de mi generación, este personaje literario comienza expresándose expresándose en castellano. Esta situación da lugar a una serie de posibilidades, una serie de perspectivas diferentes al caso de empezar a escribir en catalán, pero también nos lleva a un tipo de evolución natural en virtud de la cual, a fines del año 69, el personaje que expresa en castellano mi poesía en cierto modo ha cerrado un ciclo. Y descubro que, para pasar a otro momento y por razones estrictamente literarias, y no me refiero ahora a razones morales ni políticas, sino a razones estrictamente estéticas, es preciso que hable en la lengua en la que aprendí a designar las cosas. El yo poético, para utilizar utili zar una expresión conocida, nunca será identificable ingenuamente con el yo genuino, nunca será la persona del escritor corriente. La distancia que existe entre la persona y el autor de los textos es diferente en el caso de la lengua propia, de la lengua materna, o en el caso de una lengua aprendida, por muy cerca de uno mismo que se encuentre esa lengua. En el caso del castellano, yo no soy de los que creen que traduzco mentalmente. Cuando hablo en castellano  pienso simplemente simplemente en castellano, y no estoy traduciendo traduciendo mentalmente del del catalán. Si la lengua con que se escribe es la lengua materna, el personaje literario tiene otro aspecto. Eso es lo que me ocurrió a mí cuando, en el año 70, empiezo a escribir en catalán porque el ciclo poético del personaje que se expresaba en castellano había indicado por sí mismo la necesidad de expresarse en primera persona y en la que más se acercaba al núcleo de la intimidad esencial. Eso, está claro, va unido a una determinada concepción de la poesía, Si establecemos la poesía sobre la concepción de la base de la convencionalidad, la convencionalidad existe siempre en el arte, y la  poesía basada basada en la convencionalidad puede puede ser excelente, puede puede llegar a ser incluso un instrumento estratégico si siempre se utiliza la lengua muy alejada de la lengua originaria o dentro de la lengua originaria una lengua muy alejada del coloquialismo. De lo que acabo de exponer, hay ejemplos como los de los poetas que han escrito en francés, en inglés o en latín, cuando el latín ya no era una lengua viva, por elección propia. Pero si el autor quiere abordar ideas o circunstancias más vinculadas al núcleo de su personalidad, tendrá que

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recurrir a la lengua materna. Este hecho, que es evidentísimo, sólo afecta a la creación propia y no tiene nada que ver con el ensayo. No hacía falta exponer estructuralmente la explicación porque todo es tan literario, tan estético y está tan vinculado al centro de la creación, que quizá merezca la  pena evitar simplificaciones y pensar que sólo ha habido razones de imperativo moral. El imperativo real de un escritor siempre es el de escribir y necesitar la propia escritura. El resto puede ser interesante para el ciudadano, para el individuo, para la persona. Las relaciones con la lengua también son muy personales. Determinados escritores que optan por el castellano pueden encontrarse en el terreno en que el castellano tiene su dinámica, la genera y siguen trabajando con esta lengua. También ha habido precedentes en el caso del portugués. Algunos escritores  portugueses importantes, como Gil Vicente, Vicente, han escrito en portugués y en en castellano. Tenemos, pues, una obra comenzada rudimentariamente en el año 58, iniciada de manera más adulta en el 62, en un ciclo que se cierra el año 69, y reanudada en catalán en el año 70. Este itinerario del escritor es paralelo al itinerario del lector. Hasta los veinte años puede decirse que el  protagonismo de mis lecturas lo tenía la poesía. poesía. Yo, y al igual que yo supongo la mayor parte de los  poetas, durante la adolescencia adolescencia leía sobre todo poesía. Teníamos la l a sensación, que me parece que comparte mucha otra gente, de que determinadas formas de literatura, en especial determinadas grandes novelas del XIX, sobre todo hasta Proust, Joyce o Kafka, y también determinadas formas de teatro, la tragedia griega o Shakespeare, eran quizá un tipo de arte, no diré superior, pero sí con un alcance diferente al que podía tener la poesía. Pero, a la vez, sentíamos que nuestro campo era la  poesía, un arte que, por otra parte, no sólo no era reclamado por nadie, sino que parecía casi rechazado por el cuerpo social. Tal vez valga la pena volver a examinar este fenómeno. Si hablo de crear, en definitiva, definiti va, una obra que sea bonita y quizá un poco subversiva, en el sentido de que se aparte de la impostura que la rodea, se da también la circunstancia de que puedo crearla con un tipo de producto que sé que nadie aceptará y que será menospreciado o rechazado. Me estoy refiriendo al poeta posterior al romanticismo, porque, antes del romanticismo, el problema era, más que nunca, crear por mimetismo, el mimetismo renacentista, un determinado producto que no iba destinado a un público genérico impreciso, sino a un público muy concreto, formado por mecenas y unas cuantas personas ilustradas. En el romanticismo parece que se puede llegar, mediante la  poesía, a un público amplio. Pero en en esto hay un engaño. Byron, por ejemplo, vendió en un solo día veinte mil ejemplares de  El  Corsario en Inglaterra. Este dato es muy significativo y muy curioso. Cuando hablo de la venta de veinte mil ejemplares en un día no estoy hablando de una aproximación, sino que ofrezco una noticia y un día real. Hablo de Inglaterra, de una superficie, de una isla en la que había un elevado porcentaje de analfabetos y de  personas sin posibilidades económicas para comprar un libro, aunque supieran leer, que tampoco sabían. Y hablo de veinte mil ejemplares, una proporción que no puede ni compararse con la  producción de de poesía de la Inglaterra Inglaterra actual. Veinte mil ejemplares de salida en un único día sería, incluso hoy, una cifra alta en Inglaterra. Por tanto, los primeros veinte mil ejemplares de Byron vendidos en un único día equivalen a una cifra extraordinaria, como si habláramos de un LP de Michael Jackson o de los Beatles en su mejor momento. No olvidemos la popularidad del personaje Byron que, por otra parte, tiene muy poco que ver con la literatura propiamente dicha. Delante de este fenómeno, los expertos y los lectores creen que pueden tener una oportunidad. Parece que realmente, de repente, veinte mil personas pueden comprar un poema. Fue tan ilusorio que, por ejemplo, Keats, que era una persona muy dotada para la poesía lírica, escribió poemas narrativos pensando que eso mejoraría su situación económica, y no la mejoró demasiado. Murió muy joven. Esta falsa imagen de una posibilidad social tuvo grandes consecuencias. consecuencias. Aun creía en ella Victor Hugo, que, si bien llegó a mucha gente, no fue precisamente como poeta sino como prosista, sobre todo, y como figura pública. Tenía una influencia muy destacada en la política pero no  precisamente gracias a sus poemas. Tenemos también el caso de Baudelaire. Baudelaire era muy conocido y todos hablaban de él. Llegaron a abrirle un proceso, que se hizo muy famoso, por  Las  flores del mal,  publicado en el año 1857. Aunque la acusación hablaba de grandes beneficios y de grandes tiradas, en realidad era un libro que tenía una edición de unos mil o mil quinientos

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ejemplares. Pese a ello, la dimensión del espejismo era tan grande que llega incluso a deslumbrar a un poeta muy joven, Rimbaud. Ahora es cuando quiero abordar el enigma de Rimbaud. El tipo de  poesía que hace el romanticismo tiene su derivación última en el simbolismo, y el simbolismo tiene su figura principal en Rimbaud, que es su máximo exponente y lo es hasta tal punto, que todavía hoy no ha habido ningún poeta que pise un territorio diferente del que ha llegado a pisar Rimbaud. Ahora bien, ¿quién es Rimbaud? Es, no lo olvidemos, un muchacho que ha recibido una educación excelente, una versión muy mejorada de la que había recibido cualquier persona de mi generación que todavía tuvo la suerte de ser educada en el antiguo bachillerato de Sainz Rodríguez, que incluía muchos años de aprendizaje de latín. Rimbaud hace más que eso. No se limita a estudiar latín sino que, además, llega a escribir en esa lengua excelentes poemas como ejercicios escolares. Esos  poemas, que se conservan, son son puros trabajos de composición. Es admirable que una persona, un muchacho de aproximadamente catorce años, pudiera escribir composiciones extensas y excelentes en latín destinadas a exámenes. Este detalle nos indica un conocimiento inestimable de la gama artística, a la vez que un conocimiento extraordinario de las  posibilidades de cualquier sistema lingüístico. Rimbaud, como cualquiera de nosotros, aunque ha aprendido literatura latina mejor que cualquiera de nosotros, intenta reproducir lo que le gusta, los  poetas parnasianos. Le gusta Théodore de Banville, Verlaine, del Parnaso contemporáneo, el Parnasse Contemporain. A partir de estas lecturas empieza a imitar a los poetas que en aquellos momentos son algo mayores que él. La situación es la siguiente: Rimbaud cree tanto en la palabra, y en esta creencia le acompañan todos los poetas, que piensa que con la palabra podrá transformar la vida. Con mucha frecuencia se ha dicho que transformar la vida recuerda la frase de Marx de cambiar el mundo. Ambas han resultado, de manera diferente, ilusorias. Puede transformar la vida, y tiene razón, pero no de la manera que él imaginaba. el  infierno. La edición la hace un impresor, más que Publica un único libro, Una temporada en el infierno. un editor, en Bruselas y la paga la madre del autor. Rimbaud llega a Bruselas, visita al librero e impresor, se lleva media docena de ejemplares y promete que recogerá el resto cuando se haga efectivo el pago. El pago nunca llegará a efectuarse y el librero se queda con los ejemplares. Muchos años después, estos ejemplares, algunos de ellos deteriorados, caen en manos de un  bibliófilo belga que los reparte. Rimbaud sólo da seis volúmenes volúmenes a seis personas personas amigas y conocidas suyas. Entre estos amigos y conocidos figuran escritores como Verlaine y Jean Richepin. La actualidad de Rimbaud se produce gracias a un editor que, por voluntad propia y en vida publica únicamente un libro del que sólo reparte seis ejemplares. Está claro que los poemas deben ser  pegados en las esquinas esquinas como pasquines o, o, por lo menos, es lo que creían Foix y André Breton, que decían que era preciso que la obra fuera clandestina. Pero, a pesar de eso, Rimbaud confiaba en transformar, no ya la vida moral, sino la vida cotidiana histórica de la gente que le rodeaba, y su obra transformó profundamente la vida. Si la examinamos con atención, veremos cómo lo característico de la poesía lírica contemporánea es que tiene una acción muy intensa que se ejerce, en cambio, sobre núcleos inicialmente muy pequeños que se van ensanchando, y, sobre todo, que posee una acción muy duradera en el tiempo. La acción de la obra de Rimbaud, por ejemplo, ha sido mucho más duradera que la acción de  Misterios de París, de Eugène Süe, que fue una novela que en su momento tuvo tanto impacto como hoy en día tiene  Dallas, aunque de un estilo diferente, porque no fue un impacto sólo de público, sino que podía influir en las costumbres, en los procedimientos judiciales y en factores de la organización social. Rimbaud descubre que la palabra, la alquimia del verbo, como él dice, no tiene el poder carismático inmediato que él le atribuía. Este poder está en él mismo. Separa la palabra de su función habitual y la transforma en otra cosa. Produce, así, la alquimia del verbo y se convierte, como él dice, en vidente. Ve otra cosa y observa en el lenguaje el trasfondo del lenguaje. Contempla la realidad de otra manera, pero esta visión no tiene efectos perceptibles sobre la sociedad que le rodea. Esta contemplación acaba cuando Rimbaud deja de escribir. Entonces, intenta incidir en la realidad de una manera mucho más grosera. Sus actividades comerciales nada claras actúan sobre la realidad, pero inciden en sectores menos significativos. La actividad no literaria puede influir en la realidad, sí, pero con un tipo de influencia mucho

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menos activa, aunque aparentemente sea mucho más vistosa. Cuando alguien se dedica a vender cosas, está realizando una actividad perceptible y evidente. Pero a fin de cuentas, es irrelevante y es una acción que se agota y se reduce a sí misma. Cualquier escritor contemporáneo parte del punto de vista de Rimbaud: la literatura consiste básicamente en una operación de lenguaje. Esta operación es apartar el lenguaje de su uso habitual y llevarlo a una forma diferente que represente un conocimiento nuevo. En el lenguaje l enguaje habitual designamos las cosas de una manera determinada y, si apartamos el lenguaje de esta pura función que lo rodea y hacemos que designe cosas que existen sólo porque el lenguaje las hace existir (no hablo de excepciones sino de formas de realidad que las  palabras crean por contigüidad), habremos llegado al núcleo de lo que es literatura. En el fondo, la historia de cualquier vocación literaria ha sido el camino mediante el cual llegamos a sentir el especial deseo de crear con el lenguaje otra realidad. Todo este itinerario debe llevarnos al centro de la vocación literaria real. ¿Qué nos atrae inicialmente y nos conmueve de un soneto encantado de Villaespesa que no entendemos demasiado, o de un poema medieval, que entendemos mal? Es una seducción verbal, genuina, aunque un niño no la puede formular de la manera adecuada. De esta seducción inicial hasta el punto de convertir esta atracción en objeto de conocimiento específico, transcurre el camino que lleva de la confusa intuición de la vocación al enfrentamiento con la realidad plena de esta vocación, más o menos conseguida e inabarcable por definición. En tal caso, ¿qué es, en definitiva, lo que queremos imitar en el impulso mimético? Queremos imitar algo que nos ha gustado. ¿Qué nos ha gustado? ¿Por qué? Es algo que sólo existe en el lenguaje. Llegados a este punto, tenemos que poner ejemplos. ¿De qué estamos hablando? En definitiva, lo que nos atrae del lenguaje es muy concreto. Citaré unos cuantos ejemplos en catalán, en castellano y en italiano, porque son las lenguas que entendernos con mayor facilidad, y no hablaré de las lenguas l enguas que tienen una pronunciación más complicada para nosotros. Así pues, intentaré exponer lo que me  parece que es el núcleo de cualquier atracción del artefacto literario y, por tanto, el núcleo de la literatura misma. Comencemos por el italiano y fijémonos en Dante. Veamos, por ejemplo, el episodio de Francesca de Rimini en el Infierno de la  Divina Comedia. En él se explican los amores de Francesca de Rimini, amores desgraciados y condenados al fracaso, al desastre, en suma, a la maldición. Son los versos memorables que cualquiera que ha leído este libro en italiano recuerda y que explican el momento inicial del amor de Francesca de Rimini. Dicen: «La boca mi baciò tutto Demente.» Esto es intraducible, y literalmente quiere decir «la boca me besó temblando»; «la boca me besà tot tremolant» es como lo tradujo Andreu Febrer en el siglo XV, en catalán. Ahora bien, «la bocca mi  baciò tutto tremante», aunque esté «bocca», «bocca», «baciò» y «tutto tremante», aliteraciones en B y en T, no puede traducirse con este artificio un poco pueril. Ahí se dice algo más. El «tot tremolant» está en el mismo verbo y hay una especie de encauzamiento de «la bocca mi baciò» a «tutto tremante» que no puede traducirse y que sólo existe en italiano. Existe en el propio verbo y, al mismo tiempo, la verdad de este verbo es maravillosa, es inexplicable. Tiene bastante consigo mismo, como se  basta a sí mismo el cuadro de  Las Meninas o un cuadro de Tàpies. Desde este punto de vista son idénticos, ya que cualquier cuadro no es lo que representa sino que es lo que es: la realidad  pictórica. En ese mismo episodio hay otro verso, algo más adelante, que dice: «quel giorno più non vi leggemmo avante», que quiere decir «aquel día ya no leímos más«. No he sido yo el primero en observar que en este verso hay movimientos. «Quel giorno più» es el primero; el impulso inicial «quel giorno più» es contrapesado en el segundo hemistiquio «non vi leggemmo avante», es decir, «no fuimos más adelante, no leímos más». Ésta es la tensión más completa, como la de «bocca mi  baciò tutto tremante», pero de igual manera aparece sólo en los versos «quel giorno piú non vi leggemmo avante», en esta diamantina forma verbal. En castellano existe también un ejemplo clarísimo en las Soledades de Góngora. Hacia el final de la segunda e incompleta «Soledad» hay unos versos que dicen: «quejándose venían sobre el guante / los raudos torbellinos de Noruega». ¿Qué quiere decir? Su significado es el siguiente: sobre el guante, el guante de los halconeros, venían quejándose quejándose los halcones, es decir, «quejándose venían

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sobre el guante». Nos habla de un guante real, el guante de los halconeros. «Los raudos torbellinos de Noruega» quiere decir, simplemente, los halcones que se suponía que venían de tierras hiperbóreas, precisamente de Noruega, que en aquel momento era un nombre genérico y extraordinario. Ahora bien, es evidente que decir que unos halcones venían quejándose sobre el guante de los maestros halconeros, no tiene absolutamente nada que ver con el tipo de experiencia que significa oír leer «quejándose venían sobre el guante los raudos torbellinos de Noruega». Aquí no hay ninguna aliteración pero descubrimos en el verso una cadencia extraordinariamente sabia.  No hay efectos como «la bocca mi baciò tutto tremante», ni siquiera hay el ritmo rit mo «quel giorno piú non vi leggemmo avante»; sencillamente, «quejándose venían sobre el guante» explica un hecho muy simple que no nos llevaría de la queja a «raudos torbellinos de Noruega». En el poema, encontramos una pequeña insistencia en la letra R pero es muy escasa. «Torbellinos de Noruega» tiene una cierta oscuridad. Lo que hay es otra cosa. No nos interesa que se diga que vienen unos halcones a posarse encima de un guante, acción que sólo tendría razón de ser si el libro tratara de cacerías. En lo que creo es en su existencia verbal: «Quejándose venían sobre el guante los raudos torbellinos de Noruega.» el lector también puede reducir el significado y establecer que «raudos torbellinos de Noruega» son los halcones, pero ésta no es la explicación del sentido poético que funciona. Lo que importa es la idea exacta de unos «raudos torbellinos» que son, precisamente, de  Noruega y que venían quejándose sobre un guante. Ahora bien, sabemos que este verso es de Góngora y conocemos su momento, que es el siglo XVII. «Quejándose venían sobre el guante los raudos torbellinos de Noruega» es exactamente el mismo tipo de imagen que podemos encontrar en la etapa surrealista de Vicente Aleixandre, de Luis Cernuda o de Federico García Lorca, aunque en ellos tiene un origen diferente. En el caso de Aleixandre, de Lorca o de Cernuda nace de una manera cercana al automatismo, aunque no lo sea del todo. En Góngora subyace un fondo racional, circunstancia que comparte con Mallarmé, con quien también puede producirse el esquema racional  pero en trazos cortos cortos y ambivalentes. ambivalentes. El centro de la operación poética no es el camino que nos lleva de la imagen a su referente sino la existencia de la imagen misma y, más aún, su existencia sonora. Todo eso lo podemos encontrar también en los poetas catalanes. Citaré un ejemplo muy sencillo y otros más complejos. Como ejemplo sencillo, hablaré de Joan Maragall, uno de los poetas más conocidos, que fue muy bien analizado por Gabriel Ferrater. Dice: «jo era l'altitud de la carena» («Yo era la altura de la serranía»). Este verso tiene un efecto sonoro especial: es un verso aislado que se separa del grupo que lo rodea. Pero «jo era l'altitud de la carena» es un verso solitario y, a pesar de ello, es impresionante porque procede de una especie de creación verbal autónoma que se explica y basta  por sí misma. Podemos creerlo o no, como nos ocurre con Rimbaud, en quien creemos o no creemos, pero si creemos en él, tenemos que hacerlo de veras. Con Maragall pasa lo mismo, si creemos en él; yo era quien creía en el y él era «l'altitud de la carena». En este sentido me recuerda a San Juan de la Cruz cuando dice: «Mi amado, las montañas», y después hace una enumeración. Esta enumeración significa que las montañas son el equivalente del «amado». Para San Juan de la Cruz, las montañas son Dios. Eso, o lo aceptamos como moneda de curso legal, como una certidumbre, o no entendemos el poema. Cuando San Juan de la Cruz dice «Mi amado, las montañas» o cuando Joan Maragall afirma «jo era l'altitud de la carena», tenemos que tomárnoslo al pie de la letra. Quiero llegar ahora al poeta que he recordado al comienzo, J. V. Foix. Nadie como él, lo explica Caries Riba en el prólogo de Salvatge Cor, tuvo el sentido absoluto del verso, un sentido semejante al que antes he destacado de Dame: el sentido de la unidad del verso. El verso entendido como una especie de creación diamantina irreductible que se basta a sí misma. Me limitaré a leer unos cuantos versos de Foix. «El pic, la vall i el pla: l'ordre cabdal» («El pico, el valle y el llano: el orden cabal»). Es algo impecable, no hay que decir nada más. El verso «el pic, la vall i el pla: l'ordre cabdal» es fundamentalmente monosilábico y, en este sentido, va a favor de la tendencia natural del catalán y de la lengua específica de Foix. Pero «el pic, la vall i el pla: l'ordre cabdal» se basta a sí mismo. Veamos otro ejemplo de Foix que, precisamente, alude a la imagen de la impostura con la que he

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iniciado la evocación de la cotidianidad, la cotidianidad que yo he visto y que vivía. Es un soneto que recordarán y que dice: «No pas l'atzar ni tampoc la impostura / han fet del meu país la dolça terra / on vise i on pens morir. Ni el hist ni el ferr / no fan captiu a qui es dón l'aventura» (No el azar ni tampoco la impostura / Hacen de mi país la dulce tierra / Donde vivo y deseo morir. Madera o hierro / no cautivan a quien se va a la aventura»). Cada uno de estos versos, por separado, es autónomo, «No pas l'atzar i tampoc la impostura». Incluso cuando dice: «on vise i on pens morir. Ni el fust ni el ferr» o bien «dos segellat / oh perfecta estructura / de la vall al ponent i a Palta serra / —  Forests deis Pirineus— on ma gent erra / a Ella els cors en la justa futura» (»Coto sellado, oh  perfecta estructura / del valle hasta el poniente y la alta sierra / —Bosques de los Pirineos— Pi rineos— donde mi gente yerra: / a Ella los corazones en la justa futura»). En este último caso, «a Ella els cors en la  justa futura», «Ella» es Cataluña. «A Catalunya els cors en la justa futura...» ¿Cuál es la justa futura? ¿Un hipotético futuro de Cataluña? Tampoco hay que tener presente siempre eso. El sentido moral del verso es imprescindible a un determinado nivel pero no tiene nada que ver con la eficacia poética inmediata. En realidad, el significado de «a Ella els cors en la justa futura»  puede dárnoslo muchos factores. El verso, sin embargo, existe. Cualquier poema de Foix tiene este aspecto y yo he puesto deliberadamente ejemplos de Sol i de dol  porque los sonetos son más fáciles de citar. También he mencionado los casos de Maragall, Góngora, Dante, casos que son endecasílabos pero que son más fáciles de poner como ejemplos aislados. He encontrado ejemplos incluso en la prosa de Foix y ni que decir tiene ti ene que en su poesía en verso libre. Finalmente, creo que me he acercado al núcleo. El tiempo del itinerario del escritor es el tiempo que va del nacimiento al desarrollo de una vida de producción literaria y el tiempo que tardamos en ser conscientes del hecho de que lo que nos ha llamado la atención en un poema es su existencia autónoma como objeto verbal que llega a denotar, por sí mismo, una forma de conocimiento no alcanzable para el habla habitual. En este itinerario he recorrido todo un camino de ida y vuelta, he pasado del deslumbramiento ingenuo, de la seducción de la cadencia inmediata a aquello que, si lo supiéramos, es un núcleo último. Pero lo que nos llamó la atención desde un principio es lo que, finalmente, nos fascina. Antes he hablado de Borges. En una calle de Buenos Aires le preguntaron qué hacía en aquel momento y contestó: «Tratando de escribir alguna página que sea más que un borrador.» Efectivamente, escribir no ya una página, sino simplemente una línea que sea más que un borrador. Una línea que sea, por ejemplo, «connobbi il tremolar della marina», «la bocca mi baci tutto tremante», «quel giorno piú non vi leggemmo avante» en el caso de Dante; en el caso de Góngora, «quejándose venían sobre el guante / los raudos torbellinos de Noruega»; o bien, en el de Maragall, «jo era l'altitud de la carena»; o en el de Foix, «a Ella els cors en la justa futura» o «el pic, la val' i el  pla: l'ordre cabdal». Conseguir escribir alguna línea semejante es una forma de conocimiento que sólo se puede alcanzar mediante la expresión literaria. Éste es el centro, el núcleo, el punto de  partida y, a la vez, vez, el punto de llegada llegada de cualquier cualquier vocación literaria.

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EL ARTE DE RACINE1

He elegido como tema de esta conferencia a Racine, que es uno de mis autores preferidos, y que  pese a ser uno de los más conocidos de la literatura universal —quiere decir que no únicamente de la francesa—, sospecho que es un autor, en general, mal conocido en todas partes. Es decir, tiene mucha fama, es un nombre que todo el mundo conoce, todo el mundo tiene una idea más o menos  precisa de su personalidad, pero de hecho poca gente lo conoce bien realmente. E incluso dentro de la propia Francia, su conocimiento es unilateral. Así pues, intentaré situar a Racine, sin decir las cosas que son más de manual, pero sí explicando un poco los rasgos característicos de su arte. En primer lugar, hay algo que conviene subrayar. Decimos Racine y todo el mundo piensa en él como en un autor muy perfecto dentro de la tragedia neoclásica. Fuera del mundo francés la tragedia neoclásica nos parece algo un poco de peluca, que luce mucho, de mucha etiqueta, pero que es de una época muy concreta, y que es muy poco frecuente que se represente hiera de Francia (bueno, es curioso, pero en Inglaterra sí se representa, traducida al inglés). Hay traducciones catalanas y castellanas, sospecho que no siempre logradas, aunque sean de autores de calidad. En catalán lo han traducido Bonaventura Vallespinosa, Joaquim Ruyra, Miguel Martí Pol. Y en castellano, entre otros, Rosa Chacel y Carlos Pujol. Pero, pese a ser un autor traducido, conocido, respetado, ya la mera idea o estereotipo de un clásico, de un autor neoclásico con voluntad neoclásica, en cierta manera lo condena. Sobre todo porque la idea que se tiene en general de la tragedia neoclásica es la de las imitaciones i mitaciones que de ella se hicieron aquí: ya fuera en catalán, Ramis, en Menorca; ya fuera en castellano, con las obras neoclásicas de García de la Huerta, Cadalso o Jovellanos. Pero, además, Racine forma parte de una tradición más extensa en la que encontramos desde Corneille hasta autores menores como Rotrou, hasta llegar a las tragedias de Voltaire, tan  poco leídas actualmente. Ésta es la visión que en cierto modo enmarca a Racine: un poco desdi bujada, un poco imprecisa. Pasa en parte lo mismo que con el teatro isabelino que rodea a Shakespeare, que muchas veces funciona igual que Shakespeare, pero si una persona carece de familiaridad con su mundo o con las obras le es muy difícil distinguir entre el mérito de Shakespeare y el de cualquier otro autor contemporáneo semejante a él. Y este marco, en el caso de Racine, incluso el del mundo francés o el de tradición francófona, lleva a una cierta falta de conocimiento de Racine. Es decir, en Racine hay un talento excepcional, y por otra parte este talento tiene una calidad especial que no se encuentra en otros cultivadores del género. En realidad, en ningún otro cultivador del género de ninguna otra lengua ni de ningún otro país. Racine no sólo es algo muy diferente del intento de tragedia neoclásica que se hizo en España o Gran Bretaña, e incluso de los posteriores de Alfieri en Italia, sino que también es algo muy diferente de la tragedia neoclásica francesa. Para empezar, es sin duda muy superior a los dramas de Voltaire, muy poco leído actualmente como trágico. Mientras que es, por un lado, claramente superior y, por otro, muy diferente y mucho más moderno que Corneille. Corneille es un autor interesante, pero no resiste la comparación con Racine. No es en absoluto un autor excelso, aunque sea anterior, y aunque sin él quizá no habría existido Racine. Es posible que esta distinción no sea clara para nadie, ni para el mismo público francés. Sin ir tan lejos, más cerca, en la Península Ibérica ocurre lo mismo con el teatro clásico castellano. La diferencia de interés que pueda existir entre Lope de Vega y Calderón es difícil de precisar, y para el espectador, o mejor dicho para el lector corriente, forman una misma nebulosa de cosas igualmente lejanas, igualmente sonoras y en el fondo igualmente aburridas. Estimación injusta, pero así es. De idéntica manera, Corneille y Racine, en el mejor de los casos, 1

 Conferencia pronunciada el día 28 de febrero de 1990 para par a el Institut d'Humanitats de Barcelona.

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forman parte de una constelación de cosas igualmente respetables, igualmente lejanas, tal vez no igualmente aburridas, pero sí igualmente solemnes: una especie de patrimonio, de panteón de la cultura francesa. Así las cosas, se abre paso la reflexión siguiente. Existe también una imagen de Racine que, además, está muy limitada por los hábil os y costumbres que se van creando y por la misma  bibliografía. En el fondo, Racine ha escrito muy poco: sólo once obras de teatro, cierto número de  poemas líricos y textos en prosa de carácter histórico. Una parte de lo escrito en prosa se perdió por motivos fortuitos. La parte que queda no es sustancial, no haría pasar a Racine a la historia de la literatura. Es interesante y tiene calidad, pero no es nada esencial. La poesía lírica es muy convencional y francamente poco interesante; es decir, Racine es una persona muy poco dotada  para la l a poesía lírica lí rica y muy dotada para la poesía dramática. Dentro de la poesía dramática, de las y  Alejandro once obras hay tres que nunca lee nadie, que son las dos primeras tragedias (la (l a Tebaida y Alejandro el Grande) y la única comedia (Les Plai deurs). Son tres obras que, como digo, no lee nadie, porque se afirma que las tragedias iniciales son obras de aprendizaje (en el caso de la Tebaida está claro,  pero en la segunda tenemos que recordar que la fama de Racine en vida comenzó precisamente con  Alejandro el Grande); v, en el caso de Les Plaideurs, el problema reside en que es una obra tan diferente de todo el resto que parece escrita por otro autor, y de no estar autentificada su autoría  podríamos pensar perfectamente que es de cualquier otro. Incluso en las obras, digamos, canónicas, que ahora ya sólo son ocho y no once, hay una,  Esther, que es una obra menor y de circunstancias, de transición. Esa pieza señala una interrupción en la obra de Racine. Recordemos que Racine tiene un gran éxito como autor de tragedias profanas, desde la Tebaida y sobre todo  Alejandro el Grande hasta  Phèdre, que es la culminación de esta época. Después, escribe unos ensayos históricos, y se dedica más o menos a representar papeles de alto cortesano, a ser un hombre de corte, y todas esas cosas; y sólo vuelve a escribir teatro por encargo expreso del círculo que rodea a Madame de Maintenon, y concretamente para las jóvenes de Saint Cyr, haciendo lo que quizá parecía la única cosa lícita, o sea teatro de inspiración religiosa basado en las sagradas escrituras para un grupo de muchachas:  Esther tiene cosas muy bonitas, pero es una obra muy poco importante respecto a las anteriores de Racine. Y después escribe  Athalie, que es otra cosa.  Athalie es una gran obra, tan grande como la más importante de las obras profanas, y pudo haber inaugurado —no fue así— una etapa nueva de Racine No la inauguró, porque no volvió a escribir teatro. t eatro. Hay todavía otro dato curioso. Dentro de estas obras, que son unos bloques extraordinariamente compactos de alejandrinos, es decir, de versos de dos hemistiquios, pareados, y de dos rimas consecutivas, hay irrupciones de poesía propiamente lírica. Pienso en algunos coros de  Athalie, también en alguna cosa de  Esther, y más raramente, en determinados momentos de alguna de las otras obras, en las cuales se leen algún documento, alguna carta, y eso lleva a utilizar unos versos diferentes al alejandrino. En esos casos, el Racine de las cartas —como los coros de  Athalie,  por citar la obra más importante— es una muestra excelente de poesía lírica. Es decir, antes he comentado que era un poeta poco dotado para la lírica, y eso es cierto, pero a la hora de escribir  poesía lírica para la escena es un poeta extraordinariamente dotado. Éste es quizá el mayor misterio de Racine. O sea, que  Les Plaideurs la haya escrito otro autor es algo secundario, que las dos primeras tragedias no parezcan tan personales no importa demasiado, que  Esther sea una obra de circunstancias tampoco. Ahora bien: es muy misterioso que un hombre tan poco dotado para la lírica pura, sea, en cambio, un gran poeta cuando escribe lírica dentro del drama. Más aún, aparte de esta lírica, digamos, exenta, de esta lírica que destaca por su textura como tal, hay, también, unos toques sutilísimos dentro de sus obras. En algunas de ellas, en especial en  Ifigenia, en Berenice, en  Phèdre, y en otro sentido en  Athalie, hay versos extraordinarios, de los mejores que se han escrito  jamás en verso francés. francés. Y son extraordinarios puramente puramente como chispazos líricos. Pese a ello, diríase que el temperamento de Racine le impedía alcanzar la sublime excelencia si no era escribiendo lírica dentro del mareo del teatro, de la poesía dramática. Por consiguiente, hay unas cuantas maneras de ver el caso de Racine, que tiene una personalidad muy opaca. En cierto sentido, tiene diversos puntos de contacto con Velázquez; es decir, desde el punto de vista de cortesano de la corte, Sabemos muy poco, por el contrario, de lo que es humanamente. Parece que era un hombre

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muy cultivado, que era inteligente. Pero es una persona muy opaca. Las cosas que se explican sobre él no permiten vislumbrar gran cosa de su personalidad. Diríamos que, como Velázquez, es un  personaje cortesano opaco, del cual sólo sabemos —al igual que de Velázquez—que tiene una cultura, la idónea para su oficio; sabemos también que tenia un auténtico genio, que era capaz de sustentar perfectamente la idea de simbología, que conocía muy bien sus lecturas... pero en cambio humanamente es muy opaco. Y estas notas biográficas nos llevan a otro punto, o sea, a la  bibliografía. Existen sobre Racine dos tipos de bibliografía, tres como máximo. Una es la bibliografía académica, principalmente francesa, pero también de otros ámbitos —crece día a día—, que no intenta descubrir el enigma de Racine, sino que se limita a partir de las premisas propias de ese autor, y que, añadiéndoles la perspectiva de la época en que escribe cada crítico crí tico o cada historiador o estudioso, intenta valorar el arte de Racine. Este es un punto de vista. El segundo, sumamente atípico, que se da en el caso concreto de Racine, es la existencia curiosa de un libro entero de Roland Barthes, de crítica estructuralista. Es una especie de milagro y a la vez de monstruoso monumento que consiste en construir un inmenso edificio de imaginación crítica basado en las  palabras, situaciones, estructuras, temas y voces de Racine. Es un ejercicio muy extraño. Es más obra de Roland Barthes que del propio Racine, pero no existiría sin Racine. Eso provocó una  polémica con uno de los principales especialistas en Racine, que se tradujo en dos libros. Uno contra Roland Barthes,  Nueva crítica, nueva impostura, y una réplica de Barthes, Crítica y verdad. Roland Barthes, por su parte, tiene todo el derecho a hacer esta especie de ejercicio crítico. Puede ser objeto de crítica desde sus propias premisas, pero replicar desde el punto de vista de la crítica académica no tiene mucho sentido. Hay algo cierto, de todos modos. En algunos aspectos, la réplica de la crítica académica, que realizó el señor Picard, tenía razón. Es decir, Roland Barthes era un hombre con una gran imaginación crítica, no un académico riguroso. Así pues, existe por un lado l ado la crítica universitaria y académica, y por otro ese extraño edificio de Roland Barthes, que tiene interés, pero que en el fondo es más interesante para conocer lo que dice el crítico Roland Barthes, que para saber realmente algo de Racine. Un tercer punto de vista. Racine es un autor muy apreciado, de una manera casi secreta, por muchos escritores de diferentes épocas, y por razones que no son exactamente ni las de la crítica académica, ni menos aún las del experimento arriesgado de Roland Barthes, que es un caso muy concreto y muy situado en un tiempo determinado. Hay muchos ejemplos, en diferentes países y diferentes épocas. El más famoso y más interesante es el ejemplo de Proust. Cualquier persona que lea  En busca del tiempo perdido encontrará en el personaje de Berma, la actriz que era una especie de contrapunto de Sara Bernhardt, diversos pasajes en los que Proust, sin decir explícitamente que se propone hablar de Racine, habla muy extensamente de él desde el punto de vista de su narrador, que se llama, como él, Marcel. Este tercer punto de vista no puede prefigurar en absoluto a Roland Barthes, aunque también es totalmente extraño, intuitivamente, y tampoco es el de la crítica académica corriente. Es un punto de vista peculiar que se fija, por un lado, en la armonía de determinados pasajes, en lo que antes he dicho de la poesía dramática; y, después, en la excelencia de la emanación del matiz. Hasta ahora sólo he intentado situar la cuestión, ahora intentaré explicar un poco cómo funciona. Para empezar, existe una limitación que conviene indicar. He explicado que Racine ha sido muy traducido por traductores de calidad literaria, no sólo aquí, en catalán y castellano, sino, como también ya he dicho, en Inglaterra, por ejemplo. Ahora bien, no nos engañemos, Racine es intraducible. Racine sólo tiene sentido leído en francés. Y ésta es, por otra parte, la señal de su excelencia. Es decir, Dante tampoco existe si no es en italiano, Shakespeare sólo existe en inglés, Góngora sólo en castellano y Foix sólo en catalán. Por tanto es un poeta no traducible, porque toda su excelencia es verbal. Éste es el punto más alto de excelencia en la lengua a que puede llegar un  poeta. En francés concretamente sólo llegan a un grado tan alto como él Rimbaud, Mallarmé y Baudelaire. Y quizá únicamente en determinados momentos, no siempre. Se requeriría entender muy bien el francés de la época de Racine, y sobre todo que yo fuera capaz de pronunciar adecuadamente todos esos versos, que no se pueden comparar, ni con mucho, con el francés

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corriente. No tengo experiencia en declamar versos franceses del siglo XVII. Explicaré los hechos teóricos, y dejaremos de lado la parte práctica. Examinaremos ahora en qué consiste el arte de Racine. Se trata de unos pocos personajes que hablan en un único escenario durante una unidad de acción, lugar y tiempo. Es decir, el tiempo de la representación coincide con el tiempo real, y más o menos con el tiempo de la lectura. Porque, eso sí, Racine también tenía en su mente la idea de un lector, diferenciada de la del espectador. En eso se parecía a los autores antiguos, a diferencia de los autores modernos que piensan, sobre todo, en la representación. No: él pensaba en un lector y pensaba en el espectador. Lo dice claramente en sus  prólogos. Unos personajes se expresar); y eso, como ha visto muy bien Roland Barthes, no en función, como dice la crítica universitaria y tradicional francesa, de una psicología. Aparentemente  parece que sí. Pero, en realidad, no es en función de una psicología, sino como si todos fueran el mismo personaje. Hay unas normas mínimas, que más o menos se cumplen, respecto a la verosimilitud, la forma en que cada uno de ellos habla. En su conjunto son convenciones casi oratorias. Es decir  , hay una idea del decoro, de que éste habla así, y esto debe ocurrir de esta manera, y aquello otro así; pero al margen de estas mínimas normas, que son convenciones, en el fondo todos hablan como si fueran un único personaje. Y a partir del momento en que todos hablan como si fuera uno solo, también se da el caso de que Racine, que se beneficia del extraño milagro de ser un gran poeta lírico sólo de la escena, carece por completo de los recursos propios del gran  poeta lírico no escénico. escénico. Es decir, el gran poeta lírico propiamente propiamente dicho tiene una gran gran inventiva en las rimas. Racine no, Racine no las domina. Siempre acaba repitiéndolo todo en exceso. Parece algo realmente obsesivo: «larme», por ejemplo, que en francés quiere decir «lágrima», rimará siempre o  bien con «alarme», que quiere decir «alarma», «alarma», o bien con «l'arme», que quiere decir «el arma», y con nada más. Y eso es obsesivo, no tiene ningún tipo de interés en evitar las rimas obvias. Todas sus rimas son muy repetitivas y muy banales. Es decir, a un poeta lírico normal, un Ronsard en francés, o un Góngora en castellano, o un Ausias March en catalán, no se le permitirá demasiado hacer rimar participios con participios o infinitivos con infinitivos. Racine lo hará siempre. Ahora  bien: el suyo no es en absoluto absoluto un arte rudimentario, un arte chapucero. chapucero. Muy al contrario, alcanza el máximo de refinamiento, aunque parezca que no haga la menor búsqueda en este sentido. La  búsqueda la hace en otros campos. Para empezar, lleva la convención al punto más alto. Hay muchas maneras de apreciar el arte, pero es indudable que una de sus formas más excelsas es la que acentúa hasta el máximo la convencionalidad, la convención. Eso en Racine es muy claro. Para empezar hace que todos los personajes hablen casi igual, y con un repertorio de rimas muy mu y limitado. Esta convención permite que las situaciones sigan a un ritmo más o menos determinado; y que los alejandrinos, que funcionan por dos hemistiquios, puedan también repartirse entre dos, o hasta tres,  personajes. Fijémonos en este punto: aquí hay una de las rendijas por donde podremos llegar a vislumbrar algo de Racine. Por ejemplo, el final de  Berenice es muy curioso en este sentido.  Berenice tiene una particularidad y es que no hay ningún muerto ni ningún acto violento en escena.  No muere nadie, ni tampoco lucra de escena. En realidad, en escena no muere nunca nadie, lo que sería un poco atrevido. Pero tampoco fuera de escena. En todo  Berenice no hay ninguna tragedia. Sólo que Tito y Berenice, que tendrían que casarse, no llegan a hacerlo porque Berenice es una reina oriental, y eso está mal visto por la gente de Roma, y Tito se debe a Roma. La única tragedia consiste en la separación de Tito y Berenice: una tragedia, por otra parte, que lo es para el espíritu de una persona de la Francia de Luis XIV, pero que no lo era en absoluto para un romano, porque la idea de amor con que trabaja Racine, así como la de honor, o la de venganza, son ideas del siglo de Luis XIV, y no de la Antigüedad. Bien, después de una serie de simulaciones, todas ellas alrededor de este extraño tipo de coqueteo metafísico entre Tito y Berenice, que se aman, pero que tienen que separarse por razones de lo que ellos llaman la gloria, la reputación, el honor, etc., llega un momento que se abandonan definitivamente. Queda un tercer personaje en discordia, que era un enamorado de Berenice. El final es impresionante. Berenice y Tito se han separado, y Berenice tampoco ha acogido al otro enamorado, que también se queda solo. La obra está a punto de terminar, y tiene que hacerlo con una palabra aguda que rime con «pase. Entonces, como último personaje que habla queda aquel

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secundario, el enamorado de Berenice, y dice una sola cosa, una sola palabra: «hélas» («¡Ay!»). Esto es extraordinario. Denota la confianza de Racine en el poder de este personaje para captar la emotividad del público. Es decir, que en un teatro en el que no se ha derramado una sola gota de sangre, en que todo ha sido como una especie de extraño flirteo del honor, de la gloria, del ritual y de la etiqueta cortesana, pese a todo Racine estuviese seguro y fuese consciente, como seguramente lo fue, de que el hecho de que un personaje sólo diga «hélas», no sólo no resulta ridículo o trivial, sino que es precisamente la última palabra de la obra, denota un dominio absoluto del arte del verso. Y por aquí podemos llegar a la excelencia de Racine, que consiste en el refinamiento de la expresión, a pesar de su convencionalismo, que es una forma de refinamiento de los sentimientos y de la mente. En fin, toda la obra de Racine avanza progresivamente por una especie de espiral, por una especie de ceremonia, con un carácter muy claramente ritual. Más acentuado cuanto más evoluciona el arte de Racine. Las primeras tragedias, pienso en las dos iniciales, o en  Andrómaca o  Britànico, tienen un carácter que hace de ellas una versión muy estilizada, muy superior artísticamente, pero sólo una versión más evolucionada del arte que podía tener Corneille. Pero de  Berenice en adelante, Racine ya era otra cosa. Es decir, ya hemos visto que en  Berenice tenemos una tragedia sin acción en la que  predominan el sentimiento y la expresión. Y esto se acentúa en otras tragedias, donde veremos que lo que importa realmente en Racine es la acción de los sintagmas que ha puesto en movimiento. Es decir, la acción de los clichés poéticos. Por ejemplo, en Racine las cosas ya dejan en buena parte de decir lo que querían decir primitivamente. Primero hay un lenguaje corriente. Y después hay un lenguaje poético: el que más o menos ha habilitado Corneille, ha puesto en circulación. En este lenguaje, «flamme», por ejemplo, ya no quiere decir «llama», quiere decir «pasión». Pero aunque «flamme» quiera decir «pasión», conserva todavía el sentido de «llama». Corneille puede crear a veces paradojas aparentes. Por ejemplo, en  Le Cid habla de «cette obscure clarté», «esta oscura claridad» que cae de las estrellas. Cabe decir que esto es una paradoja, pero podemos entenderla. Es admisible. Hoy en día «obscurece» en francés sólo quiere decir «oscuro». En la época de Corneille, «obscurece» conservaba aún un sentido físico y otro intelectual. En el siglo XVII quería decir «oscuro» desde el punto de vista intelectual, y «oscuro» desde el punto de vista físico. Permanecían los dos sentidos. Esto evolucionó dentro de la obra de Racine, y en  Phèdre, la última tragedia  profana, Racine hace que Fedra hable abiertamente de «una flamme si noire», «una llama tan negra». Ahora bien: el lenguaje es extraordinario. Una llama será cualquier cosa, pero no será «tan negra». Aquí aparecen dos cosas. Por un lado, se puede considerar que el poeta dramático olvida totalmente el sentido originario, y «llama» se ha convertido en sinónimo de pasión, de amor, de enamoramiento. Por tanto, puede ser negra. Pero tampoco quiere decir «negra» en el sentido del color, sino que quiere decir «negra» desde el punto de vista metafórico. Es decir, dos metáforas que funcionan perfectamente: llama y negra. Ahora bien: es imposible que no tengamos presente que una llama quiere decir una llama, y que negra quiere decir de color negro. En el fondo, este  procedimiento poético es el mismo que en los siglos venideros será el del simbolismo; es decir, una combinatoria de cosas que tienen un determinado sentido en el lenguaje corriente y otro muy diferente en el lenguaje poético. Lo admirable es que, tanto si pensamos en una llama «tan negra» como si pensamos en una pasión tan mortecina, tan oscura o tan infausta, de ambas maneras la expresión es impresionante poéticamente. Y más aún en el contexto de la tragedia de Racine. Este tipo de cosas son la totalidad del arte de Racine. Es decir, que se dé el caso de que un personaje secundario pueda cerrar con dos sílabas, «hélas», un alejandrino, y con ello llegar a emocionar al  público; o que pueda partir de un inicial cliché, el de la l a llama que será más m ás o menos oscura, para llegar al lenguaje de la «llama negra» entendida como pasión funesta. También hemos de destacar del arte de Racine su misma reiteración. Por ejemplo, del hecho de que «larme» rime siempre con «alarme» o, un ejemplo muy claro, «funeste» rime siempre con «reste», Racine extrae un partido extraordinario. La capacidad de combinación puede hacer que con estas repeticiones consiga en cada ocasión un efecto estético diferente y de la misma manera que la «llama» se vuelve negra y eso nos impresiona, o que por derroteros muy impensados rima «funeste» con «reste», o darme» con «alarme», alcanza con todo eso imágenes absolutamente inesperadas.

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Ésta es una habilidad extraordinaria que posee Racine. Y éste es el punto de refinamiento de su arte que va más allá de la mera convención. Respeta la convención, no se explicaría sin la convención,  pero es algo más que convención. convención. Todo eso se desarrolla en un mundo que viene a ser una especie de miniatura, como ya he dicho, de la Francia del siglo de Luis XIV, del rey Sol. Y también tiene algo de la mirada con que esa Francia veía el mundo exótico, en especial Oriente. Tanto la crítica tradicional de Picard, para entendernos, como la estructural de Roland Barthes han hablado de la importancia de Oriente en la obra de Racine. Sin embargo, Racine no conocía bien Oriente, ni siquiera el mundo de Grecia. Las ideas que de ellos podía tener son muy imprecisas. Pero la idea de un espacio muy vasto, muy lejano, que se enfrenta a veces a la etiqueta y al rigor ri gor con que se comportan en escena los personajes es un mundo a la medida de todo lo que estamos viendo. O sea, hay un mundo rígido, un mundo lleno de formalismos, de rituales, de etiquetas, que es un mundo cerrado, de este escenario francés, en el que todos son más o menos iguales, y dicen lo mismo, y con unos alejandrinos que riman con  palabras muy semejantes, muy repetitivas, y todo sucede en un tiempo t iempo muy reducido, y obedece a unas mismas leyes. Oriente, por el contrario, es el espacio de la lejanía y, en cierto modo, de lo que es impreciso y no se puede abarcar. Puede ocurrir, seguramente, que alguna de las tragedias se desarrolle en Oriente, en el Oriente real. Pero cuando todo eso pasa en el ambiente de etiqueta y clausura del mundo de Francia del siglo XVII, Oriente tiene entonces la función de ayudarnos a escapar del espacio en el que nos encontramos. Es decir, siempre hay un equilibrio, un peso, y un contraequilibrio, entre la clausura de la habitación donde pasa todo, la clausura de la expresión ritual de los personajes, y lo que podríamos denominar el espacio de la huida. Todo eso en lo que respecta a las tragedias profanas de Racine. Porque también están las tragedias sagradas. Como ya he dicho, las profanas trazan un itinerario ascendente que alcanza su punto culminante con  Phèdre, que es una creación excelsa, y que es lo máximo que Racine y cualquiera podía hacer con el material de la tragedia tr agedia neoclásica. Por otra parte, se da el intento de la tragedia sagrada, todavía no del todo logrado en  Esther, que es un ejercicio preparatorio, y ya impresionante en  Athalie. Uos dos puntos culminantes de la obra de Racine son sin duda  Phèdre y  Athalie. Ahora bien: tienen un tipo de criterio distinto. Ambas tienen una calidad extraordinaria. Pero, salvo eso, son muy diferentes.  Phèdre es una obra totalmente profana, y lo que importa en ella es la delicadeza del matiz, incluso un erotismo muy impreciso, pero muy punzante, un erotismo muy de la época, casi de estilo rococó, mucho detalle de ropas que se dejan caer y que hay que recoger, de aquella «llama negra», algo sólo apuntado pero muy impresionante. Inversamente,  Athalie es absolutamente severa, y lo que hace es acentuar al máximo la tendencia al aspecto ritual. Hasta entonces, es decir, hasta la etapa del teatro sagrado, los  personajes de Racine han actuado siempre de una manera ritual, pero de acuerdo con un ritual que en definitiva utiliza la etiqueta cortesana. En  Athalie desarrolla al máximo los elementos rituales de religiosidad propiamente ritual que hay detrás de cualquier tipo de lenguaje escénico codificado como lo es el de Racine. Casi desde el principio, Athalie siente miedo. Athalie es un personaje salvaje, una usurpadora del trono de Israel, que más o menos será objeto de una destitución por la venganza de un descendiente de la estirpe de David. El vengador, un adolescente, está oculto en el fondo del templo donde transcurre la acción. Athalie siente miedo, porque cree que Dios oculta a un vengador que ha llegado para su suplicio. Todo se basa en la historia de la venganza que debe llevar a cabo el vengador oculto en el fondo del templo. En realidad es una criatura, un adolescente,  prácticamente un niño. La función es inexorable. Aparece lo que Roland Barthes denominaba el Mediterráneo judío. Toda la acción tiene una cadencia metálica, como de escudos. Todos los alejandrinos, que eran tan cantarines, tan suaves, tan dulces, en  Berenice o en  Fredra, aquí son realmente un sonido de escudos, de armaduras, de lanzas. No digo que no haya lirismo, pero es un lirismo puramente religioso, el del cántico de los coros, a que antes me he referido. Así pues, la trayectoria lírica de Racine es un caso aislado de la lírica más nítida, del lenguaje literario. No por el lirismo propiamente dicho, sino por su inserción en el drama; tampoco por ningún tipo de inventiva verbal, como ya hemos visto, sino por lo contrario: por la profundización en la convención. Una convención que lo engloba todo: las unidades de acción, de lugar y de

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tiempo, el tipo de estrofa que utiliza, el tipo de rima y las formas de expresión de un personaje, pero con un vocabulario muy limitado. Es un vocabulario refinadísimo en lo que se refiere a las construcciones, pero muy limitado en el número de palabras. El léxico es muy escaso. Desde este  punto de vista, Racine alcanza la excelencia máxima. No la de Dante, Góngora o Ausias March. Es la del rigor, la de fidelidad a un repertorio, y sobre eso aplicar operaciones combinatorias que den su propia vida a las palabras. Esto tiene dos resultados. Bien: no hay una sola línea de Racine que no sea digna de estudio como objeto verbal en francés, y, repito de nuevo que no es fácilmente traducible. Pero tiene en definitiva dos cimas, dos puntos máximos. En el terreno profano,  Phèdre; y en el sagrado,  Athalie Athalie,  por otra parte, también confluye en el espectáculo. Anuncia lo que después será el teatro del barroco y del rococó. Es decir, la tragedia ya mucho más impura que escribirá Voltaire, que de Francia pasará a Italia, y que desembocará en la ópera barroca. Ahora hay que preguntarse: ¿qué significa todo eso para nosotros? Es una pregunta legítima: ¿significa algo, por ejemplo, para algún catalán de los noventa? Si no lee francés, creo que no gran cosa. Debe leerse en francés para poder apreciarse. El resto son aproximaciones. Y no sólo entender lo que dice, sino sobre todo ver hasta qué punto la forma de decirlo es tan inventiva, tan refinada, y tan diferente de lo que la rodea. Lo segundo todavía es más difícil, porque exige también del lector cierta familiaridad con la tradición literaria francesa. Si no, le sonará como cualquier otra cosa de Corneille, de Rotrou, o incluso de Voltaire. Debería ser, pues, un lector catalán de los noventa que,  porque sabe francés y tiene esa familiaridad, ve que el tipo ti po de cualidades de estos versos de Racine sólo lo tiene Racine. Cualquier obra de arte se justifica a sí misma en la medida en que constituye una forma de conocimiento de los recursos, de la posibilidad poética de la lengua, y por tanto de la forma de conocimiento de las posibilidades de la lengua, que no existiría si no fuese en ese acto verbal, y que sólo puede explicarse en los términos en que se explica el autor. Es decir, la expresión «une flamme si noire» no puede explicarse: este hemistiquio es un hallazgo puramente de Racine. En este sentido, Racine puede ser valorado con la misma medida que aplicamos a Rimbaud, Baudelaire o Mallarmé, o que aplicamos en otro aspecto a Shakespeare, a Góngora, o a Foix. Se trata de ver —y eso puede comenzar en los griegos, en Virgilio, y en cualquier otro de la época antigua—, considerando que el poeta es aquel que trabaja con la lengua, qué poetas han llegado al punto más alto que se puede conseguir trabajando en su lengua. En el caso de Racine, la respuesta es muy clara: en francés nadie ha llegado nunca más alto que Racine. A su nivel creo que sólo han llegado Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y Victor Hugo. Ahora bien, no se trata simplemente de lo mismo que cuando se ve un espectáculo muy fastuoso, o algún edificio muy grande. Estos versos de Racine tan rituales y convencionales alcanzan dos cosas. Por un lado, por extraño que parezca, y a través de los vericuetos de la cosa cortesana, alcanzan la emoción real: Racine es capaz de apasionar tanto como el poeta más contemporáneo, o el que sentimos más próximo a nosotros. Eso, pues, por un lado. Y por otro, sus versos también alcanzan el punto máximo de la visión de la otra parte de la realidad: es decir, el punto máximo de lo que podríamos llamar investigación en poesía. O sea, crear mediante combinaciones autónomas como la de la «llama negra» una realidad mucho más poética, que sólo puede vivir de las palabras poéticas, y que no tiene nada que ver con la función habitual del lenguaje corriente, del lenguaje puramente coloquial. Racine no sólo alcanza la emoción, que remite muy de cerca a la experiencia de cada uno de nosotros, sino también un tipo de visión que está más allá de la función literal del lenguaje. En este sentido, se parece a Rimbaud, por ejemplo. Es tan moderno como pueda serlo Rimbaud. Porque, veamos: ¿qué hay en Rimbaud? Por un lado determinado tipo de creación de imágenes, de visión, que sólo se encuentra en él, que tiene determinado tipo de realidad que sólo existe porque Rimbaud alcanza a nombrada. Y, por otro lado, hay algunas cosas, algunas frases, algunas palabras, que pueden llegar a decirnos algo sobre lo que nosotros somos. Es decir, un reconocer, un asentir a la experiencia del verbo, y al mismo tiempo un descubrir una realidad diferente, que es suscitada por la existencia de las palabras. Todo eso no habría sido posible en el caso de Racine sin la experiencia previa de esta extrema convención de la realidad, de este rechazo o incapacidad de la lírica pura, de esta sumisión a una dramaturgia coral con personajes múltiples que hablan de una manera muy preestablecida, y, en definitiva, dentro de

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esos caminos aparentemente tan hollados, sin una voluntad artística de un rigor extraordinario. Racine toma pues una expresión literaria, la que tiene a su alcance en aquellos momentos, y la lleva a las últimas consecuencias. Tan radical en eso como cualquier artista que podamos imaginar: tan radical como Tàpies cuando dejó de hacer arte figurativo y empezó a hacer arte matérico, por ejemplo. El camino de cualquier artista es apoderarse de la realidad de que dispone, la que tiene al alcance en aquellos momentos, y conducirla hacia otra realidad. Así, Racine, el clásico, el del mundo académico, el Racine que también es investigador y vanguardista sin saberlo, se halla en el territorio público como cualquiera de los grandes poetas. Racine es, como tantas veces he dicho, nuestro contemporáneo.

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LOS SECRETOS DEL CABALLERO 1

 Ha. y secret

LLULL  Llanque, llanque, cavaller, que no és hora hora de dormir.

(Popular, cancionero rosellonés)

I Secret  Life son precisos, y no alcanzan el territorio Los límites del repertorio sexual en  My Secret  Life explorado por Sade. La sodomización femenina, o a veces incluso la exploración anal, producen marco, sensación de rechazo, miedo. En lo que se refiere a la mujer, son límites relativamente laxos,  pero que se hallan enmarcados enmarcados entre dos polos extremos: extremos: o bien la mujer casta, que no se deja deja tocar, o que, si es poseída, no quiere desnudarse, o bien la mujer activa, que llegará a la exhibición del tribadismo y a la bisexualidad. Pero sólo hay, quizá, un momento en que el caballero libertino sienta  pánico: ante la propuesta, aceptada, de sodomización de una mujer. En los días siguientes, le asustará hasta pasar delante de aquella casa, acercarse a aquella calle.

II El eje de todo es el oro. Sade tiene como resortes principales de la actividad erótica o bien el deseo de placer o bien las relaciones de tiranía; el anónimo caballero victoriano piensa, en primer lugar, en comprarlo todo. En Sade también interviene la noción de compra: «Le encontraba muchachas de aquéllas», dice la narradora de los 120 días de Sodoma, «porque en París se puede encontrar de todo; pero hacía que las pagara muy caras.» el caballero inglés se puede servir de cierta  preminencia social, pero, en último últ imo término, cuenta principalmente con el oro. El episodio emblemático es aquel en que intenta ver cuántas monedas de oro —con su peso, con su pesado tintineo—  pueden caber, caber, de la manera más literal y concreta, concreta, dentro de un sexo sexo femenino. III Sade invoca la naturaleza, los animales, los pueblos primitivos. Lo que hacen sus personajes seria, precisamente, llevar a cabo una especie de forma extrema de rousseaunismo. La consigna  para desnudarse —el inicio de los rituales— es regresar a «l'état de nature». El caballero inglés, en cambio, tiene que insistir constantemente en el hecho de que sus fantasías lo diferencian de los animales, que el animal se limita a acoplarse, que no hace intervenir en ello la curiosidad ni el erotismo indirecto, que lo más típicamente humano es la separación del mero trámite copulativo. Aquí interviene, sobre todo, la curiosidad, una curiosidad de científico. Sade hace cualquier cosa, hace lo que sea, porque da por supuesto desde el principio que cualquier cosa es o tiene que ser o 1

 Quaderns Crema, núm. 1 (abril de 1979), pp. 85-89. Notas de lectura sobre el anónimo:  Mi vida secreta Traducción castellana y prologo de Antonio Escotado. Dos volúmenes. Barcelona, Tusquets Editores 1978

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 puede ser motivo de placer; el caballero inglés inglés practica el empirismo, lleva a cabo experiencias, experiencias, que suelen ser gratificadoras sexualmente, pero a veces también pueden no serlo. No existe la creencia  previa de que todo proporcionara placer. Existe, en cambio, el principio de curiosidad empírica. Haremos esto para ver qué pasa, o porque no lo hemos hecho nunca. Sade dice: lo haremos, porque, como cualquier otra cosa, sólo puede dar placer. El victoriano es más precavido. El empirismo  puede llevarle a descubrir, de manera progresiva, su asentimiento a actividades que en principio le habían provocado un impulso de retracción; pero también puede llevarle a rechazar otras. IV El principal descubrimiento del victoriano es la bisexualidad potencial. Llega a ella por el camino de la curiosidad, el gran descubrimiento se produce de forma apocalíptica, bajo una lluvia torrencial, con un ganapán borracho y una ramera, en la calle, a oscuras, a tientas, con el miedo a ser vistos por la policía. Es posible que esta sórdida escenografía hiera necesaria para hacer llevadera la incursión ante la conciencia misma del caballero. V Es una vida construida sobre dos supuestos: azar y disponibilidad. A excepción de los momentos en que tiene que resolver algún apuro económico ocasional, su patrimonio permite al caballero vivir sin «tener que ganarse la vida». Es el ideal del XIX, X IX, al que aspiran los héroes de Balzac: en  Modeste  Mignon, uno de los pretendientes de la protagonista tendrá, antes de comprometerse, una conversación con el padre para ver si puede tener la seguridad de que las rentas de la joven le  permitirán vivir sin doblar el espinazo —es decir, exactamente una conversación en el sentido contrario al que será habitual en nuestro siglo, por lo menos hasta la generalización del trabajo de la mujer—. El caballero victoriano dispone, pues, de dinero y de tiempo libre, No sabemos si lee mucho o si va mucho al teatro; no quiere aparentar que es un filósofo, como Sade o Casanova. Pero dedica prácticamente todo su tiempo disponible a la búsqueda de las bazas del azar. Es una  búsqueda de antropología social: aprovechar, o provocar, todas las relaciones casuales posibles, exactamente como si desencadenara desencadenara la reacción r eacción en cadena de unos agentes químicos. VI El caballero es un anatomista. La mitad de su curiosidad es curiosidad de estudioso de ciencias naturales. Cuando una enfermedad venérea lo deja tullido, se dedica a describir minuciosamente en su libro secreto los genitales del hombre y de la mujer. Lo que más le fascina es verlos funcionar.  Naturalmente, por este camino no tarda en llegar a la fascinación por la orina y el semen. En cambio, el mundo coprofílico no es vislumbrado: otra manifestación de los límites que se impone,  pese a todo, todo, ante la zona sodomítica. sodomítica. VII Las calles y los interiores. El burdel de lujo, o el burdel medio; las calles —chillonas, carnavalescas— carnavalescas— del mundo europeo continental, o las calles densas y turbias de Londres. De día, la calle es el lugar de encuentro; al anochecer, se convierte en un interior, angustioso, asfixiante, lleno de peligros. El interior del burdel es un lugar cíclico, de retorno, de gestos que recomienzan cada vez que concluyen. El interior de los hoteles es un lugar de acecho: voces en la noche, tintineo de orina a oscuras, en el estaño o la porcelana de las bacinillas, gritos frágiles, risas. No es el imperio

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del desnudo, como en Sade. Cada peripecia es una lucha con la ropa, porque el tabú no es hacer, sino, sobre todo, ver. La mujer se deja hacer, pero no se deja mirar. En el campo, las aventuras son más expeditivas y enérgicas; no hay sentimiento de la naturaleza, no se produce ninguna relación entre el paisaje y el sexo, pero la ausencia de vida urbana hace más posible la brutalidad. VIII Esta vida secreta es, no sólo redactada y publicada, sino proyectada y vivida como una vida ejemplar. En dos sentidos: una vida dedicada a la investigación y una vida dedicada a disfrutar, Dos ideales de la Enciclopedia, En este aspecto, no estamos demasiado lejos de Sade:  La philosophie dans le boudoir. Es decir, la filosofía ha salido, se ha retirado, de la plaza pública —su lugar desde la era ateniense— y se ha encerrado en el cuchitril de la vida privada de los éclairés. Una filosofía, claro está, que en este caso es sobre todo una ética. Podemos mirarla desde dos puntos de vista: o  bien como ética del comportamiento social social —y como tal puede ser criticada— o bien como ética de la veracidad del individuo ante sí mismo y, de manera semisecreta, ante los demás; en este último aspecto, sigue siendo una «vida ejemplar». IX ¿La escritura del libro? No está «mal escrito» —dice Escohotado— sino simplemente «no escrito». No es literario, sino simple narración de hechos, casi oral. Escohotado tiene razón, pero la cuestión contiene más matices. Un libro «no escrito» es el informe Kinsey, o el informe Hite, o cualquier historial clínico del añorado Steckel.  My Secret Life no es eso. Es una narración autobiográfica, que, sin tener la ambición literaria de Sade, plantea problemas semejantes. ¿Por qué Mario Praz niega, o negaba, cualquier valor literario a Sade? ¿Por qué se niega valor literario a  My Secret Life? Porque su principal valor es la utilización sistemática del vocabulario habitualmente proscrito de la literatura. Como la normalización del uso de este vocabulario no se ha convertido en un hecho, como no forma parte del lenguaje escrito habitual —mientras que, paradójicamente, la imagen fílmica, mucho más reciente, ha incorporado sus equivalentes visuales—, es muy difícil separar lo que sería un juicio propiamente literario del libro de la simple constatación del uso constante que en él se hace del vocabulario prohibido. X La principal actividad del caballero: demostrar, profanando —actos o palabras—, que nada es  profanación. El caballero caballero es un asceta. asceta. Lleva a cabo cabo ejercicios ascéticos ascéticos del conocimiento. conocimiento. XI Hay un infierno detrás de Dickens, cuando los personajes de Dickens se encierran en el dormitorio. Las hermanas Brontë vieron ese infierno: era de carne y hueso, se llamaba Patrick Branwell, se llama Heatcliff, es la mujer loca de las Antillas, encerrada en el desván de  Jane Eyre. Visto de cerca, ese infierno no da miedo: es  My Secret Life. XII El caballero victoriano es un hombre de ciudad. Vive en la ciudad que nos descubrió Thomas de

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Quincey, la  fournillante cité de Baudelaire. También vive en las afueras, en las comarcas suburbiales. La inseguridad es centrífuga: acostarse con la mujer de un obrero, cazada en un páramo inhóspito y desierto.  Nostalgie de la boue. XIII ¿Quién era el caballero? ¿Es auténtico su relato? el tema de este relato es la fantasía; es una vida que consiste en poner en práctica fantasías para satisfacer la curiosidad sobre las sensaciones o vivencias a que dará lugar cada fantasía al hacerse realidad. Manual de fantasías, idéntico a Sade: es evidentísimo que Sade no pudo poner en práctica todas las actividades previstas en sus libros. Desde este punto de vista, da igual que los hechos relatados en  My Secret Life sean todos  genuinos, o todos falsos, o parcialmente inventados, porque la acción auténtica está en la mente, no en el cuerpo. Es el cuerpo visto por la mente. XIV Aquí no habla el cuerpo. El cuerpo habla en Rabelais, o en los poetas surrealistas. Aquí habla la mente. En Rabelais, el cuerpo exulta, increpa, agrede y ríe; en los surrealistas, el cuerpo grita y estalla, reventando el mundo visible. En Sade, el cuerpo dice silogismos. En  My Secret Life, la mente descubre el cuerpo. XV La poesía del libro nace, precisamente, de su prosaísmo sistemático. Para condenar la novela, los surrealistas presentaban un fragmento de Dostoievski —la descripción de un interior— separado de su contexto, y reducido, pues, aparentemente, a una consternadora condición prosaica, de información irrelevante. La maniobra podía funcionar porque, en Dostoievski, las descripciones —a diferencia de lo que pasa con Balzac, donde cada objeto se convierte en un símbolo— son absolutamente neutras, como un fondo voluntariamente opaco y liso que hace resaltar con especial violencia los actos y los gestos de los personajes. En  My Secret Life, ocurre exactamente lo contrario: cuanto más vistosos son los hechos narrados, más uniforme es su narración, porque, siendo el tema del libro aquello que en cualquier otro libro sería omitido o bien sería un momento de clímax, lo que adquirirá relieve poético será precisamente la cotidianidad. Cualquier fugaz atisbo de la vida diaria —el Londres remoto y aireado, los caminos rurales, las llamas en el hogar, el color de un traje— adquiere un esplendor poético supremo: vemos, de repente, deslumbrados, la distancia temporal. Los novelistas del XIX nos instalan en un mundo al que nos habituamos, y nuestra atención se centra, no sobre el entorno, sino sobre los actos de los personajes. En  My Secret Life estos actos se producen sobre una ausencia casi total de fondo (otra manifestación del carácter «no escrito» del libro); cuando, súbitamente, hay que hablar de los escenarios, la sorpresa nos lleva a descubrir que estos actos de los cuerpos, actos sin tiempo, experiencias de la mente, se producían en otro país y en otro siglo. El fondo son los cuerpos; los escenarios irrumpen sobre este fondo. Los cuerpos pueden ser bellos y agradables, pero son prosaicos como la comida o como los experimentos de física recreativa. Los escenarios, situando los cuerpos en el tiempo, desvelan la  poesía de lo real. real.

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LITERATURA Y CINE1

He venido aquí para dar testimonio de una fidelidad cinematográfica y cinéfila que siempre he tenido y que, por otra parte, va había practicado aquí, en Sabadell. Hace unos veinte años presenté en este mismo cine—club  Las campanas de Santa María, de Leo MacCarey, y también por aquella época había presentado algunas cosas en Terrassa. Eso quiere decir que la l a vocación cineclubista y la asistencia a la Filmoteca formaron una parte fundamental de lo que soy. Por consiguiente, todo lo que sea apoyar los movimientos de los cine-clubs en la medida de lo posible es algo que procuraré hacer siempre, y más en este caso, que tiene precedentes que van unidos a mi adolescencia. adolescencia. Intentaré hablar, de manera general, de los vínculos existentes entre la literatura y el cine, sin repetir en exceso, más que en aquello que sea inevitable, los conceptos que ya expuse en un libro sobre el tema, un libro que, según creo, es el único que se ha escrito en la Península sobre cine y literatura. Intentaré decir cosas diferentes o complementarias y cosas, por otra parte, que tengan una relación directa con lo actual. Mi libro fue escrito va hace unos cuantos años. Me gustaría empezar planteando el asunto desde una doble perspectiva: un cineasta ante un material literario y la relación, en sentido amplio, entre literatura y cine. Tomaré dos casos concretos, dos directores de cine muy conocidos, de nacionalidad y edad muy diferentes: Jean-Luc Godard y Vincente Minnelli. En cierta medida, el caso de Godard es un caso con el que puedo identificarme. Es un hombre mayor que yo, de una generación anterior a la mía, la de los años treinta. Quería ser escritor y contaba que, cuando iba a comenzar una posible novela, escribía: «El tren llega a la estación» Entonces pasaba largos ratos, él dice horas y horas, reflexionando: «Bien; el tren llega a la estación. Por qué no decir: el tren llega a la estación. Hace buen día.» Éste es el problema esencial. La literatura tiene un campo ilimitado, o sea, puede decir con extensión, y en cierto modo con intensidad, cosas que el cine sólo puede expresar visualmente y con las limitaciones derivadas del lenguaje visual y de la duración, por lo menos hasta ahora. La literatura hace una selección del material. Por ejemplo, dice: «El tren llega a la estación», y no hace falta que diga si hace buen tiempo o llueve. Pero el cine, en cambio, si muestra un tren que llega a una estación, inevitablemente tiene que decir si llueve o hace buen tiempo, si hay gente en el andén o si está vacío. Esta selección es extensible a cualquier tipo de material literario. Dostoievski, por ejemplo, que tiene un lenguaje muy interesante desde el punto de vista de la visualización de lo que cuenta, toma un personaje determinado, lo describe físicamente. Las descripciones físicas de Dostoievski y todas las que se hacían en la novela del XIX, de Dickens a Balzac, no tienen demasiada eficacia, porque parten, más o menos difusamente, de una férula de la ciencia fisiognómica, la ciencia de la fisonomía que, por otra parte, tuvo cierta aceptación en Cataluña, aunque ahora va no forma parte de nuestro tejido social ni de nuestro bagaje de experiencias. En cambio, las descripciones de escenarios, de calles, de mobiliarios, de decoración..., todo eso es excelente. Las descripciones de escenarios de Dostoievski, de Balzac o de Dickens son la base de buena parte de nuestra cinematografía. Si hay que describir una habitación, se describe, además de dedicar cuatro líneas a los personajes y a las caras. Pero, una vez descrita esa habitación, cosa que ha podido convenir por un motivo concreto, ya no hace falta que se vuelva a hablar de ella si no se quiere. Allí pueden pasar muchas cosas, pero ahora será un lugar abstracto. En cambio, si 1

 Conferencia del 27 de noviembre de 1990 como inauguración del ciclo homónimo del Cine Club Sabadell. Ha sido recogida en el primer volumen de conferencias del citado ciclo-  Literatura i cinema occidentals. Coordinadores: Pere C nena y Antoni Dalmases. Sabadell, Ayuntamiento de Sabadell Cine Club Sabadell, 1993, pp. 21-34.

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un realizador elige una habitación determinada, esa habitación será filmada, con todo lo que contiene, siempre que allí suceda una acción. La novela tiene una economía interna. Si en el primer capítulo, decía Chejov, se escribe que hay un clavo en la pared, en el último el personaje tiene que ahorcarse de ese mismo clavo, es decir, cualquier cosa que salga en una novela debe tener una funcionalidad. Esto es exacto. Mientras que no todo lo que se vea en una película está obligado a tener esta funcionalidad, porque la película, precisamente, no puede escamotear nada de la realidad, tiene que mostrarlo todo. Por lo tanto, no tenemos que esperar que ese clavo sirva siempre para algo. Ante esto, hay muchas actitudes. La más extrema es la de directores como Minnelli o Visconti, que hacen que, en cierta manera, el decorado, el paramento visual, se convierta en protagonista narrativo de la película. La actitud de Godard, a pesar de eso, es típica. Como si, aun sintiendo inclinación hacia la literatura, no pudiera dejar de pensar: «¿Por qué fragmento la realidad? ¿Por qué no la cuento entera?», es evidente que su vocación es visual, no literaria. En eso se diferencia de otros hombres de su generación que también han hecho cine y literatura, como por ejemplo Pasolini, que sí era claramente un escritor, aunque hiciera cinc, y buen cine a veces. Esta cuestión de decir «El tren llega a la estación» o «El tren llega a la estación. Hace buen tiempo» puede que sea la encrucijada en la que se han ido bifurcando, en mi generación, las vocaciones de escritores y de cinéfilos hacia la literatura o hacia el cine. Y digo mi generación  porque quizá es la más paradigmática en en este sentido, junto con la anterior, la de Godard, Chabrol y Rivette, los franceses, y Bertolucci, si hablamos de Italia. Porque las generaciones más antiguas, la de Sebastián Gasch o Ángel Zúñiga, por ejemplo, eran otra cosa: intelectuales como Louis Aragon, André Bretón o tantos otros. Gente que llega a trabajar en el cine —pienso ahora en Jacques Prévert, que fue guionista de Marcel Carné—, y que hasta pueden ser realizadores, como es el caso de Jean Cocteau, que fue un director de talento, pero que, fundamentalmente, se acercan a él desde la perspectiva del intelectual y toman algunos elementos de provocación con reminiscencias artísticas, de la misma manera que Antonin Artaud exhibió en París el teatro de la isla de Bali como alternativa al teatro europeo, o que Picasso se interesó por el arte negro y lo reivindicó. Es decir, se toma un elemento ajeno a la cultura humanista, de espectáculo y se utiliza como motor de  progresión poética. poética. Pero eso no es es propiamente vocación vocación de cinéfilo, es otra otra cosa: es, en igualdad igualdad de condiciones con otros elementos artísticos o paraartísticos, tomar el cine, rescatarlo de la simple condición de entretenimiento y convertirlo en un instrumento para el arte, para la literatura, en este caso. En cambio, en la generación de Godard y de Truffaut, y en la mía, que es, en definitiva, la de Bertolucci, sí hay un porcentaje muy elevado de gente que duda entre literatura y cine. Y eso no sólo en el caso de los realizadores. Por ejemplo, yo tengo gran amistad con el más conocido de los directores de fotografía de origen catalán e ibérico, Néstor Almendros. Almendros es un hombre de una formación cultural sólida, que escribió, por ejemplo, una tesis doctoral sobre los orígenes de las  particularidades fonéticas fonéticas del lenguaje hablado en Cuba; Cuba; es una persona de gran gran cultura, que conoce muy bien la pintura, la poesía... Pero, en un determinado momento, su locación fue cinematográfica, y se manifestó, eso sí, a través de esta cultura, cosa insólita antes de la generación a que me refiero. Si bien existe alguna excepción en las generaciones anteriores —Eisenstein, por ejemplo, un intelectual con una formación muy variada—, la mayoría de realizadores, los grandes clásicos del cine, no eran gente de gran cultura humanística. Fritz Lang, por ejemplo, que era un hombre muy inteligente, arquitecto y escultor, y un gran director, no tenía una gran cultura literaria. Tenía la cultura de un alemán, concretamente un judío—austriaco, de su época. Por supuesto, mucho más que un alemán o un austríaco actual, porque el tipo de educación que se recibía entonces era más global y completo, pero los testimonios recogidos —he leído bastantes de ellos— nos presentan un Lang a quien gustaba leer sobre todo tebeos de acción y novelas policíacas. Incluso como espectador de cine, no era demasiado riguroso. Cuando ya era viejo y no trabajaba, pero todavía tenía proyectos en mente, Lang fue a París, con la idea de hacer una película con Jeanne Moreau sobre la resistencia francesa, una película que no se hizo nunca, porque no encontraron productor. En París, Lang iba a ver películas de autores intelectuales, Antonioni, Fellini, que le gustaban...

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Pero la película que más le interesó fue Goldfinger. ¿Por qué? Goldfinger es algo muy tirado, incluso como película de entretenimiento no es nada extraordinario. «No, no es eso», decía, «vosotros no sabéis qué hago de Goldfinger en mi cabeza.» En la cabeza de Lang, Goldfinger se convertía en otra cosa. Y, efectivamente, si prescindimos ahora de la realización de Goldfinger,  plana y poco poco imaginativa, veremos veremos que sí, que en en Goldfinger hay elementos que, con la imaginación de Lang, pueden convertirse en una buena película. De hecho, analizados desde un punto de vista literario, la mayor parte de guiones de las películas de Lang no son mucho mejores que el de Goldfinger. La diferencia radica en la imaginación visual de Lang, que es muy superior a la de Hamilton. Incluso un caso como el de Chaplin contradice lo que estoy diciendo. Porque Chaplin era un intelectual que se preocupaba de la gente, de su extracción social, de la gente del mundo del espectáculo. Era un hombre que recorría las librerías de lance cuando salía de sus actuaciones, del music-hall o del teatro, que leía a Schopenhauer y a Plutarco... Pero su imaginación cinematográfica iba por otro lado. Sus guiones son muy buenos, pero no del tipo de los que gustan a Godard. Tengo la impresión, en todo caso, de que los primeros intelectuales del mundo del cinc que, en general, dudan entre cine y literatura son los de la generación de Godard —o los de un poco antes, Rossellini y Antonioni—, hasta la de Bertolucci. Porque, por lo que veo, la generación más joven está formada de nuevo por gente que va tiene una vocación más claramente literaria o cinematográfica y no vive, en cambio, aquella problemática de los años sesenta y setenta, sobre todo. Es una impresión que puede ser acertada o errónea, es muy difícil confirmarlo. En cualquier caso, la lectura del material publicado en revistas más o menos especializadas y las entrevistas a realizadores jóvenes dan la sensación de que ha vuelto a producirse una delimitación de vocaciones. Por otra parte, junto a Godard, que es el límite del intelectual que duda entre literatura y cine, está el cineasta que hace cine estricto. Tomo el ejemplo de Vincente Minnelli, porque Minnelli me servirá como punto de referencia para otras muchas cosas. No hace mucho volví a ver una película que he visto muchísimas veces, una película que posiblemente muchos de ustedes conocen,  Los cuatro jinetes del Apocalipsis, la versión de Minnelli, con Glenn Ford e Ingrid Thulin. Y, con este motivo, leí de nuevo las páginas que, en su autobiografía, Minnelli dedica a esta película. Cuenta, en primer lugar, que se la propusieron a la Metro y, después, que no estuvo de acuerdo con el hecho de cambiar el tiempo de la acción, que transcurría en la Primera Guerra Mundial y la Metro trasladó a la Segunda. Es una equivocación, decía, porque toda la historia está en función de la Primera Gran Guerra, con el kaiser. Como es una historia que pasa en París, había que dar un nuevo tratamiento a los nazis y a la gente de la Resistencia, porque, si no, probablemente la cosa no interesaría a nadie, siendo como son temas tantas veces tratados. No parecía una película que correspondiera a su estilo. Pese a eso, Minnelli no decía que no. Había otro problema: el protagonista. La Metro acababa de contratar a Glenn Ford, pero Minnelli Mi nnelli quería a Alain Delon, a quien acababa de conocer en Francia, La Metro no quería a Delon, primero, porque en aquel momento no hablaba inglés y, además,  porque era un desconocido para el público americano. Finalmente, la hizo Glenn Ford, y la película funcionó bien. Minnelli estuvo de acuerdo, en general, con el resto del reparto. Así las cosas, leyó la versión definitiva del guión y dijo: «Bien, la Segunda Guerra Mundial y la novela de Blasco Ibáñez: esto parece tener posibilidades dramáticas. La acción empieza en el año 38, la última época de la elegancia europea... Puedo hacer una película visual.» En efecto, el aspecto visual da la fuerza épica a la narración. Ése es el tratamiento. En su autobiografía, Minnelli no dice  prácticamente nada de la novela de Blasco Ibáñez, no tiene por qué hacerlo. h acerlo. No sé si la había leído y , en caso afirmativo, si le interesaba. Pero da igual, sólo es un punto de partida. La decisión está tomada: un tratamiento épico y un tratamiento visual. Y ¿qué hace entonces Minnelli? Hace un excelente trabajo de ambientación. Por ejemplo, la entrada de los nazis en París. Todos creen que ha filmado el Arco de Triunfo, pero en realidad no lo ha hecho. Filma una entrada vacía de Versalles, con un arco semejante y con un tratamiento tal, que consigue que se convierta realmente en el Arco de Triunfo. Porque, para filmar el Arco de Triunfo de veras, habría tenido que hacerlo de madrugada, para que no hubiera nadie. Era muy difícil. Lo que en este caso hace Minnelli es un ejemplo típico de tratamiento cinematográfico. La película fue muy mal entendida por la crítica. Fue reivindicada precisamente por el sector de

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la crítica al que pertenecía Godard, los Cahiers du Cinema  —recuerdo una crítica muy mu y extensa de Jean Douchet—. Aquí, curiosamente, lo hizo Julián Martas, quien entonces escribía críticas en  La Gaceta Ilustrada y que, aunque no es ni ha sido nunca un especialista, no tiene particulares  prejuicios culturales. Y recuerdo que le gustaba bastante a Manuel de Pedrolo: de hecho, una vez la vimos juntos en la Filmoteca. Con este material, Minnelli recuperó una vez más su tema de siempre: unos personajes que se construyen una especie de mundo privado, una proyección de un sueño interior, que va siendo destruido por la realidad. El argumento de  Los cuatro jinetes del Apocalipsis se basa en eso. Se trata de un personaje, el de Glenn Ford, que quiere ser neutral en un mundo donde no es posible serlo y que, por otra parte, se ve invadido progresivamente progresivamente por la aparición del elemento externo, los nazis, que nos son dados a partir de imágenes de archivo de Hitler, mezcladas con imágenes de personajes reales, que son nazis en la película, pero que son actores... Todo está muy bien resuelto. Y, como no  podía ser en blanco blanco y negro y tampoco en color, color, porque había ficción y documental, documental, Minnelli utiliza el virado en rojo. Por otra parte, y aunque en aquella época no era demasiado frecuente trabajar el vestuario de los años treinta con rigor, consigue una estilización muy válida. Me recuerda las  películas de los treinta de Josef von Sternberg, con Marlene Dietrich, muy estilizadas visualmente, o algunos clásicos del cine negro como Scarface, de Howard Hawks. Es evidente que no alcanza ese nivel, pero, para el año 61, era más que suficiente: un cierto aire de los treinta, una buena ambientación general, el vestuario de Glenn Ford e Ingrid Thulin... Pese a algún anacronismo, funciona muy bien, es de una extraordinaria eficacia. ¿Por qué me turba esa película? Porque es un caso ejemplar. En el año 61, todo ese material todavía no había sido tratado cinematográficamente de forma responsable. Uos años treinta eran una tierra de nadie. Una época que no era lo bastante antigua como para poder ser sugerente ni tan reciente como para ser actual. Y el nazismo había sido tratado t ratado desde el documental o en términos de estricto moralismo. Minnelli hizo una estilización de los años treinta y, de ese modo, fue el primero en augurar la moda retro. Todas las películas posteriores sobre el género han ido más allá que [os cuatro jinetes...,  pero ahí está su punto de partida. El planteamiento de Minnelli es claro: «París, la Resistencia. No es eso lo que tengo que hacer. No soy Raoul Walsh, no soy Jolm Ford, no sé hacer  películas de acción estricta. ¿Qué puedo hacer? Puedo trabajar con la esvástica sobre el decorado actual de París, con la irrupción ir rupción violenta de esa simbologia. Puedo hacer  Resistencia visual.» Fue el  primero en formular un planteamiento semejante. En aquel momento, la cosa no tuvo demasiado impacto. Pero hubo un hombre que supo ver su importancia: Luchino Visconti. En un curioso libro de conversaciones con personalidades homosexuales, cuyo autor es un líder del movimiento gay americano del mundo del cine, comentan a Visconti que  Los cuatro jinetes del Apocalipsis es una  película poco satisfactoria y el cineasta contesta: «No, no, se equivoca. El trabajo de Minnelli es muy bueno, está muy bien hecho. Glenn Ford fue una imposición de los estudios, Minnelli quería a Alain Delon —Visconti estaba bien informado—, pero, incluso así, el resultado final está muy  bien.» Y tenía toda la razón. ¿Por qué? Pues porque, aproximadamente diez años después de  Los cuatro jinetes..., vemos que esa película ha generado su propia tradición iconográfica, ha tenido descendencia. Casi el equivalente de la obra literaria que tiene continuación, que tiene una inmediata influencia. De una manera muy lateral, un poco secundaria, ha influido sobre De Sica, la  jardín de los l os Finzi-Contini. Pero especialmente sobre imaginería del mundo fascista italiano de  El  jardín Bertolucci, que es un admirador del cine norteamericano de aquella época, el tratamiento del aspecto visual del fascismo en el conformista. Y, más importante aún, el propio Visconti toma una  buena parte del tema visual de  Los cuatro jinetes... e, incluso, su actriz principal, Ingrid Thulin, en una película característica,  La caída de los dioses, ambientada en la Alemania nazi. Teniendo en cuenta que Visconti, a diferencia de Minnelli, tiene una actitud ideológica muy militante, hará una cosa mucho más violenta, con un clima mucho más enrarecido, mucho más brutal, pero, en definitiva, la iconografía fundamental e incluso la utilización de Ingrid Thulin salen de la película de Minnelli. Esto es un hecho evidentísimo y que se deduce de las propias palabras de Visconti. Y todavía hay más descendientes. Tiene una influencia directísima sobre Liliana Cavani y su  Portero de noche, con el mismo protagonista de la película de Visconti, Dirk Bogarde, y da lugar a una

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curiosa rama del cine erótico, de nuevo con Ingrid Thulin. O sea que lo que nace como un encargo de una novela de Masco Ibáñez, con la l a época cambiada, aceptado y asumido por Minnelli, centrado finalmente en los aspectos visuales, genera una nieta propia, una imaginería. Esta imaginería ya tiene forma, ya se ha desvinculado de los referentes literarios, ya puede servir de vehículo de inspiración a Bertolucci, a Visconti e, incluso, indirectamente, a Cavani. Es un ejemplo típico de lo que encontrarnos en la literatura cuando un determinado tema o un determinado procedimiento literario sirven como modelo de una obra y, después, generan otra. Ahora, el cine, y no sólo ahora, sino desde hace ya unos cuantos decenios, puede hablar de su propia tradición, autónoma respecto a la literatura. Ahora bien, todo lo que he dicho es cierto si hablamos del aspecto visual. Pero hay otro. Dejemos de lado el documental que, además, es una modalidad que parece circunscrita a la televisión —en las salas comerciales, por el momento, y, por una serie de complejas razones, no tiene futuro en ningún lugar del mundo—. El cine argumental parece destinado a contar historias v, en este sentido, se halla en el mismo punto que en el año 1915, cuando Griffith realizó  El  nacimiento de una nación. Diría incluso, vendo hacia atrás, en el mismo punto en que se hallaba en el año 1897, cuando Méliés realizó Viaje a la Luna. La idea es la siguiente: el cine explica historias, el cine toma imágenes, estas imágenes no forman parte de la realidad, pero tienen que contar historias. ¿Cuál puede ser el modelo? ¿El teatro o la novela? Originariamente, el teatro, con la cámara fija, la entrada lateral de los actores... Pero no tardó en ser la novela, especialmente a partir  El nacimiento de una nación. ¿Y qué hace Griffith? Se limita a del momento en que Griffith realiza  El nacimiento utilizar el tipo de narración de Dickens, que es lo que leía habitualmente, presenta los personajes a la manera de Dostoievski. Un decorado y unos personajes que se mueven en él. No puede dejar de filmar en cada ocasión el mismo decorado, pero puede hacer otra cosa, puede aislar elementos del mismo. Existe una habitación con unos personajes. Tiene que filmar siempre esa habitación, pero no necesariamente entera. Puede filmar sólo la cara del personaje. Éste es el principal hallazgo de Griffith. Puede filmar únicamente una parte de la cara, un detalle. Ésta es la base a partir de la cual ha funcionado el cine , desde 1915 hasta ahora. En los años veinte, la idea es que el cine, aunque la totalidad de la imagen quepa dentro de cada  plano, puede, con el montaje, que se convierte en lo más importante, fragmentar al máximo la realidad. Es el caso de  películas muy famosas, la secuencia de las escaleras de  El  acorazado  Potemkin de Eisenstein, por ejemplo. Yo sostengo que, dejando a un lado las cuestiones teóricas, no  podemos prescindir de los aspectos técnicos. En la misma época en que Eisenstein filmaba el acorazado Potemkin, fragmentando mucho la secuencia del fusilamiento de las escaleras, Chaplin hacía cosas muy sencillas en los Estados Unidos, sin fragmentar apenas la imagen. Ambos tenían el mismo talento, se admiraban mutuamente, no es que uno fuera más inteligente que el otro, simplemente tenían concepciones diferentes. Ahora bien, el tipo de cine que hacía Chaplin no necesitaba lo que hacía Eisenstein. Eisenstein, por el contrario, sí lo necesitaba, por lo menos en aquel momento. Probablemente hoy sería diferente, porque la imagen que utilizaba era inferior en calidad técnica a la actual, y no sólo a la actual, también era inferior a la que el propio Eisenstein el  Terrible. Por otra parte, la cámara con la que trabajaba utilizaría en los años cuarenta en su  Iván el Terrible. no tenía, ni mucho menos, la movilidad de las cámaras actuales. No hablo de travellings ópticos. Hablo simplemente de grúas, travellings manuales, etc. No se  puede comparar. Existe también otro factor: era cine mudo. Está claro que no tenía que ser forzosamente siempre así —ya hemos hablado de Chaplin—, pero es evidente que el cine mudo tenía un lenguaje diferente al del cinc sonoro. El cine mudo es un arte muy poco conocido, porque la mayoría de las copias nos han llegado —  cuando hemos tenido la suerte de que lo hicieran— en condiciones defectuosas y se han visto mal. Es un arte que comienza y se acaba. Ha completado su ciclo. Para nosotros, es como el románico. Pero tendríamos que intentar estudiarlo colocándonos en su momento. En suma, lo que quiero decir es lo siguiente: con los medios técnicos de que dispuso al cabo de veinte años, Eisenstein  probablemente habría filmado  El  acorazado Potemkin de otra manera, no habría necesitado fragmentar tanto la realidad. De hecho, Dovcjenko, contemporáneo de Eisenstein, hizo una película, que realizó materialmente su viuda porque él había muerto, con un sistema muy extraño, el

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Kinopanorama, el equivalente soviético del Cinerama —el auténtico, el de las tres cámaras—, con  El  Desna una pantalla inmensa y con muy poco montaje, el cine de la contemplación. Hablo de  El  Desna encantado, una película que conoce muy poca gente, pero que yo he tenido la suerte de ver. La fragmentación de la imagen corresponde a un determinado momento de la historia del cine, a las teorías de la vanguardia plástica —Eisenstein era un vanguardista— y al aprovechamiento de los materiales técnicos de que disponía. Un caso opuesto es Dreyer, contemporáneo de Eisenstein, que lleva a cabo  La passion de Jeanne d'Arc, en el año 26, con un montaje tan fragmentario como el de Eisenstein, y, en cambio, en sus últimos años realiza dos películas, Ordet y Gertrud, que son todo lo contrario. En Gertrud, hay un  plano que dura exactamente doce minutos, sin ningún movimiento de cámara. Es un plano de una conversación en un sofá, un hombre y una mujer. El hombre, en un momento determinado, se echa a llorar, deja de llorar, hablan mucho rato, doce minutos, sin que la cámara cambie de posición. Sin embargo, no se trata de una reminiscencia de la estética del teatro. A partir del momento en que se  puede aguantar un plano tan largo con la cámara fija o bien, como en el caso de Ordet, con un movimiento circular muy lento, se está haciendo cine. Por tanto, se puede fragmentar al máximo, sabiendo que cada imagen fragmentaria será completa en sí misma —será un fragmento de la realidad, pero completa en tanto que imagen—, o bien se puede no fragmentar y restituir la ilusión de la totalidad del espacio y del tiempo. Esta última opción es, en buena parte, la que adoptan los grandes cineastas del mudo cuando llegan a trabajar en el sonoro. Es evidente, por ejemplo, en el caso de la última etapa de Chaplin. La evolución de su lenguaje es muy clara. Aunque su película sonora más importante sea  Monsieur Verdoux, la más característica de su evolución es Candilejas. Está hecha con planos muy largos y con una fotografía muy poco elaborada, como siempre en Chaplin, porque para él lo importante es la captación de los gestos de los actores, manteniendo una ilusión de tiempo que coincida con el tiempo real. Una buena parte de Candilejas son conversaciones entre el propio Chaplin, que interpreta al cómico Calvero, y la actriz Claire Bloom, que hace el papel de una bailarina que está paralítica. Y estas conversaciones se nos dan con la duración que tendrían en el tiempo real, con una cámara casi invisible que se limita a grabarlas. Ahora bien, eso no es teatro, es aprovechar al máximo una posibilidad latente del cine. Todas estas cosas fueron reivindicadas, precisamente, precisamente, por la generación de Godard y, pese a ello, esa misma generación, y sobre todo el propio Godard, vuelven a ser fragmentarios. Es decir, Godard, que se decide a hacer cine porque no quiere separar el tren que llega a la estación del buen tiempo que hace allí, cuando se pone a dirigir, se dedica, sistemáticamente, a fragmentar la realidad. ¿Por qué? Bien, una cosa es lo que se opina que es el cine y otra lo que después se quiere hacer, lo que cada cual quiere darle. Pero tal vez esto no sea demasiado importante, aunque no es posible ignorarlo. Hay otro motivo: Godard no habría sido un gran escritor, pero es, en cambio, un gran escritor para el cine. Su material literario sólo existe como material para el cine, carece de valor autónomamente, La fragmentación a la que recurre Godard intenta, por un lado, reflejar la fragmentación del mundo moderno y, por otro, el carácter enciclopédico de resumen que su generación posee de toda la historia del cine. Ocurre lo mismo con Bertolucci, sobre todo en su  Novecento. Novecento es una especie de compendio de sus aficiones cinematográficas, está lleno de referencias que sólo sirven a los que conocemos el tipo de cine que le gusta y está relacionado con una estética del instante, muy próxima a la estética de la l a poesía. La estética moderna es la del instante, el instante plástico, con el arte abstracto, el arte gestual —  tanto si hablamos de Jackson Pollock, como de Tàpies o de Miró—, el instante musical, el poético. El poema quiere detener el instante, descomponerlo, quiere detener la percepción corriente del tiempo y ver qué hay detrás de esa percepción. Que es lo mismo que hace, en el fondo, la literatura moderna, con el monólogo interior en la novela de James Joyce o en la propuesta de Proust,  En busca del tiempo perdido.

Junto a esa estética del instante, existe algo más, que no podemos olvidar. Estas generaciones, la de Godard y la de d e Bertolucci, son unas generaciones para las cuales las filmotecas, los cines de arte y ensayo y los cine-clubs han llegado a ser algo habitual. Y en el caso concreto de Godard, por ejemplo, se sabe que, cada vez que salía de su casa, era para correr a los cines del Barrio Latino o de

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los Campos Elíseos. Había muchos. Entraba y pasaba en cada uno de los cines un cuarto de hora o unos veinte minutos, veía un trozo de cada película, al azar, lo que fuera. Y después lo recomponía en su mente. De la l a misma manera que Fritz Lang, con los elementos del James Bond de Goldfinger, hacía otra cosa, Godard veía quince o veinte minutos de cada película, de cinco o seis películas, y eso se convertía, para él, en una especie de rompecabezas, que era un equivalente bastante semejante, no sólo de la percepción que tenía del cine sino, incluso, de lo que, en definitiva, todos recordamos de cualquier película que hemos visto. Nuestra memoria de cualquier película, de cualquier obra literaria —pero no de cualquier pintura—, de cualquier cosa que se base en la sucesión, en la temporalidad, no sólo en el espacio sino también en el tiempo —un transcurrir, un decurso—, se reduce a unos instantes, a una idea general y a unos instantes concretos que recordamos. En cierto modo, lo que hace Godard, lo que hace su generación, es ver cómo son esos instantes. Es lo mismo que, con otra estética, hará Fassbinder unos años después. De otra manera, con unos planos más largos, con una estética más teatral, pero partiendo de una misma idea. Aunque pueda parecer una paradoja, eso es, en definitiva, lo que hacían Minnelli y el cine americano de entonces. Es decir, existía generalmente un guión de tipo comercial, que tenía un interés relativo y unas determinadas limitaciones. ¿Qué se hacía con ese guión? Es el caso de Minnelli y  Los cuatro jinetes del Apocalipsis. En el guión, están los nazis, la moda de los años treinta, París... Con todo eso se trataba de hacer algo que funcionara a partir de la fuerza visual. ¿Por qué? Pues porque, en el cine, todas las sensaciones, sensaciones, todas las emociones, todas las ideas, deben ser dadas visualmente. Es indiferente de qué tipo de emociones o de ideas estemos hablando. No hay categorías en este sentido, todas son del mismo nivel. El caso más extremo es el de Douglas Sirk, un cineasta de origen danés. Su película que yo considero más conseguida,  Imitación a la vida,  parte de un guión absolutamente inservible para cualquier cualquier director que no sea Sirk. Es un guión con el que parece que no se pueda hacer nada. Ahora bien, con él Sirk lo hace todo. t odo. Toma el melodrama y exaspera todos sus tópicos. La acción transcurre entre gente de clase media americana. Muy bien: convierte pues el aspecto visual de la película en una suerte de sucesión de fotografías de revista, como el  Life de los cincuenta, trata la vida cotidiana de los americanos de la forma más tópica —  cromáticamente, casi de una manera abigarrada— y, pese a ello, así consigue llegar bastante más allá del guión. Filmándolo todo, lo convierte en algo totalmente diferente, casi una crítica del guión. En el caso de Minnelli, de Sirk y de tantos otros, se da una cierta inadecuación entre el temperamento del director y la materia que le ofrecían. Otro ejemplo extremo es el de Sed de mal, de Orson Welles, película basada en sus percepciones visuales y en las posibilidades que es capaz de vislumbrar en un material tan poco estimulante, una sórdida historia que transcurre en la frontera entre México y Estados Unidos. Son los l os encargos. El hecho curioso es que, cuando los directores europeos o los americanos más jóvenes, aprovechando que pueden trabajar a partir de sus propios guiones, se ponen a hacer cine, no actúan con un planteamiento demasiado diferente. Pueden hacer unos guiones de otra índole, con los cuales se identifiquen más, pero el principio sigue siendo el mismo: necesariamente, el tratamiento visual debe ser lo único que responda r esponda de la película ante el espectador. El contenido puede ser mucho más intelectual. Godard o el Tarkovski de Sacrificio,  por ejemplo. Pero, en último término, lo único válido es la pantalla. En este sentido, permanece vigente aquella afirmación de Hitchcock: «Un cine es un patio de butacas que hay que llenar.» Lo decía en aquel tono irónico tan suyo, como una especie de simplificación, pero, en el fondo, tenía razón. Una película sólo puede aspirar a entretener a la gente con su fuerza visual. Puede ocurrir que, por falta de memoria o por desconocimiento de la historia del cine, las generaciones más jóvenes se conformen con sucedáneos de la auténtica ficción visual. Por ejemplo,  Padrino, es  por muy importante que pueda parecer el trabajo de Coppola en una película como  El  Padrino, evidente que, dentro del cine de gángsters, no puede compararse con el de Howard Hawks en Scarface, realizada cuarenta años antes. Pero todo esto es circunstancial, viene dado por el hecho h echo de que el cine no se enseña en las escuelas y de que no se dispone de unos archivos permanentes que  podrían ir renovando los conocimientos de la gente —salvo algún caso excepcional: excepcional: París, por ejemplo—. Y todas estas cosas no cambian el fondo de la cuestión: ante el material literario, la

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actuación del director es siempre la decisiva. Y todavía una pregunta más: ¿por qué todo está fatalmente orientado hacia esa dirección? ¿El cine tiene que ser siempre narración, en los términos formulados por Griffith, inspirándose en Dickens? ¿Siempre debe ser una narración de unos hechos, con una sucesión cronológica determinada, y siempre ha de ser narración en general? Me refiero, naturalmente, al cine de ficción. Después del movimiento surrealista, con Un chien andalou, de Buñuel, y otros, el gran momento de intento de ruptura con la novela del XIX se da en los años sesenta, con el cine experimental que se hace en Europa. En el mundo de la literatura, los sistemas de renovación de las estructuras narrativas se inician en los años veinte, llegan al cine en los años cuarenta, son dominantes, en ambos campos, durante los años sesenta y comienzo de los setenta y, después, d espués, tanto el cine como la literatura acaban por volver a la narración tradicional. A mí, eso me parece una señal de salud, una  buena señal, una de las pocas buenas señales que hay actualmente. Porque yo soy más bien  pesimista respecto al cine que se hace actualmente y a buena parte de la literatura. En cuanto al cine, más. Es la primera vez que las productoras cinematográficas no dependen de gente que se dedique únicamente a este negocio. Tienen otros económicamente mucho más importantes. Son gente que tiene negocios de petróleo, de ferrocarriles, de líneas aéreas... Evidentemente, es muy el  viento se llevó y que sólo se dedicaba distinta la mentalidad de una persona que producía  Lo que el viento al cine de la del que posee una productora cinematográfica entre otros negocios, muchas veces más importantes. Pese a eso, el hecho de que ahora la literatura y el cine empiecen a ir por un mismo camino me hace pensar que tal vez las contradicciones antes existentes han desaparecido. Pero hay una verdad que no podemos ignorar: se ha producido un retroceso respecto a la época de Minnelli. Vivimos una clarísima claudicación del cine americano. Se ha producido lo que Román Gubern llama «el  proceso de infantilización del público». Las salas de exhibición habituales están pensadas para la  juventud y, en buena parte, para los menores de edad, gente de catorce años. Las películas tampoco se dirigen al espectador adulto, al cual se dirigían los cineastas de los años sesenta, el espectador de entonces iba a ver, por poner el ejemplo más sintomático,  El  último tango en París. Y ese espectador, ahora, casi no va al cine. En el mejor de los casos, ve películas por televisión o por vídeo. ¿A quién van dirigidas las películas en la actualidad? Fundamentalmente —y hablo en especial del cine americano— a un publico joven que quiere salir de su casa, gente de quince y dieciséis años. Entonces, aunque el cine clásico americano se basaba en una convención, en una realidad muy rosa —una convención y una realidad aceptadas por todos, que no eran, por tanto, una mentira—, se dirigía a todo el publico, no sólo a un sector, mientras que, en cambio, desde  La  guerra de las galaxias,  parece que los directores sólo piensen en los chicos de quince años. En aquella época, también había películas para esas edades, pero no eran las únicas. En literatura, esto no ocurre. Actualmente, es menos experimental y menos agresiva en algunos aspectos —ideológicos o sexuales— que la de quince años atrás, pero no es una literatura pensada  para un público público adolescente o muy infantilizado. Hay una pregunta más importante: ¿la literatura y el cine han de mantener forzosamente una correlación que determine que el cine explique siempre historias? Es una pregunta fundamental. ¿Contará historias a personas de quince años, a personas de cuarenta y cinco, a personas de sesenta? En la historia del cine ha habido ejemplos aislados de películas que no las contaban y que no eran documentales. El Buñuel de Un chien andalou y de  L'âge d'or. En su etapa tardía, cuenta una  El ángel exterminador, pero se trata de una historia muy especial, que tiene poco que ver historia en El ángel con las convenciones normales, sin una lógica que oriente la presencia visual de los hechos. Y ésta es la clave. Todo se resume en la pregunta siguiente: todo lo que sale en una pantalla, ¿tiene o no una explicación lógica? Si la tiene, estamos haciendo una narración semejante a la narración literaria tradicional. Si no la tiene, estamos inventando una posible forma autónoma de narración cinematográfica. Son contados los casos que ejemplifiquen esa posibilidad. Los hay, sin embargo, en todas partes. También aquí:  Nocturno 29, de Pere Portabella, u otras colaboraciones con Joan Brossa. Siempre son ejemplos aislados, producciones independientes o muy especiales. En el caso de Buñuel,  L'âge d'or fue financiada por un aristócrata, el vizconde de Noailles, y  El  ángel

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un mexicano muy rico, Gustavo Alatriste, que se dedicaba a pagar películas de  prestigio. En alguna ocasión pueden tener cierto éxito  —El ángel exterminador lo tuvo—, pero, cuando eso sucede, es una rara excepción. Y la pregunta sigue siendo: ¿puede llegar un momento en que exista un cine de narración tradicional destinado a un público fundamentalmente juvenil, adolescente, y también, paralelamente, aparte del documental, un cine más experimental? Ese tipo de cine circularía por unos circuitos alternativos, por los cine-clubs, por las escuelas de cinc y, en vídeo, por algunos espacios subvencionados de los canales más minoritarios. No creo que pasara  por las salas de exhibición normales, como no pasó por ellas el cine experimental que Godard hizo en Grenoble. En este punto, nos hallamos en una situación no muy diferente a la de la literatura. La literatura más minoritaria también comenzó por caminos experimentales. Es el caso de Rimbaud, que empezó con un libro —el único que publicó en vida— que sólo repartió a media docena de personas y del que hasta ahora se han vendido centenares de miles de ejemplares. En este sentido, yo creo que veo un cine de narración clásica, equivalente a la novela clásica, y un cine más experimental, destinado a circuitos semejantes a los de la poesía, es decir, circuitos inicialmente reducidos, pero cada vez más amplios. Este ultimo no admitiría la adaptación de material literario, sería un material autónomo, tal vez con alguna referencia literaria, pero sin otra lógica que la de las imágenes y, al igual que en la poesía, su público sería el del futuro, el de la posteridad, no el que tuviera en su momento, sino el que iría irí a adquiriendo con los años. Éstas son las tendencias que veo que se dibujan. Evidentemente, sólo he podido examinar algunos aspectos. Dentro del espacio de que disponía para hablar de un tema tan extenso, he intentado únicamente resumir lo que creo que son los principales aspectos de la cuestión.

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DIEZ ANOS DE CINE AMERICANO, UNA ELEGÍA 1

…Mais oúi est le preur Charlemagne VILLON Con el título «Situación II du cinéma américain» (el II era continuación de un número anterior, y celebérrimo, sobre el mismo tema), el número 150-151 de los Cahiers du Cinéma llevaba la fecha diciembre de 1963-enero de 1964. El solsticio de invierno de este año verá pues su décimo aniversario. No hará falta que recuerde la existencia ni el contenido de ese extenso número monográfico (272 páginas) salvo a los lectores de las promociones más recientes; los otros hace años que lo tenemos perfectamente digerido; elogiado o criticado entonces, ahora es un documento clásico, y permanece como testimonio del último gran esfuerzo realizado —poco antes de las  posteriores peripecias de la revista— por los restos del equipo de la gran época «cahierista». Todavía participaron en él Chabrol, Rivette, Godard, Truffaut, entre otros. Sin embargo, Francia no es lo que ahora me interesa. Mi intención es muy diferente, y creo que, a modo de inventario, tal vez no parezca demasiado intempestiva; querría utilizar ese número como punto de referencia, dados los datos informativos que contiene, para verificar la evolución que a lo largo de estos años ha experimentado el cine americano: su hundimiento, su arrasamiento, sus posibilidades de recuperación. Lo primero que sorprende al lector actual en ese número de Cahiers du cinéma es el hecho de que la imagen que nos ofrece ha envejecido de una manera rapidísima, radical y a menudo imprevisible. Y el hecho, complementario, de que nada ha sido capaz de sustituir todo lo que en estos años ha desaparecido. A excepción, evidentemente, evidentemente, del box-office: de un modo u otro, siempre hay películas que dan dinero. Pero ahora estoy hablando de otra cosa: la solidez y la coherencia —  industrial y artística— de la producción global de un país. Está claro que han envejecido los datos secundarios. Del código Hays, que entonces ya era un fantasma desfalleciente, ahora no queda ni el recuerdo. La lista de películas más comerciales de todos los tiempos produce, leída ahora, un efecto extraño: faltan en ella  Bonnie and Clyde y The Godfather, Love Story  y The Sound of Music , French Connection y Cabaret. La entrevista con Jane Fonda resulta sencillamente camp si pensamos en la trayectoria posterior de la actriz. Sin embargo, todos estos detalles son marginales. Lo esencial, en mi opinión, es el diccionario de directores norteamericanos —incluye 121 cineastas— y la encuesta, complementaria, propuesta a los realizadores más destacados. El paso del tiempo se materializa en este punto de una manera tan ilustrativa que creo que una mera confrontación entre el panorama que ofrece este diccionario de directores y la situación actual del cinc americano puede ofrecernos indicaciones oportunas. Comprobamos, en primer lugar, la cantidad realmente abrumadora de directores importantes que ahora habría que borrar del diccionario. Y no porque hayan muerto; directores de cierta significación histórica muertos en el transcurso de estos diez años, sólo se encontrarán cuatro: Josef von Sternberg, Robert Rossen, Leo McCarey y Anthony Mann. Y los tres primeros ya habían realizado el último film de su carrera cuando se publicó el número de Cahiers du cinèma. Así pues, el hecho significativo es otro: el paso a la inactividad. Para empezar, han quedado definitiva y 1

Serra d'Or, nº

167 (agosto de 1973), pp. 59-60.

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completamente apartados apartados diferentes grandes nombres del cine americano clásico: Allan Dwan, Fritz Lang (en la medida en que podamos considerarlo un director americano), Tay Garnett, Rouben Mamoulian, King Vidor, Ernest B. Schoedsack, Frank Capra, Raoul Walsh. Ninguno de estos cineastas ha firmado una nueva película después de 1964. Ya entonces eran sin duda unos supervivientes del pasado; nada, sin embargo, podía permitirnos prever que su exilio interior fuera tan inmediato y completo. Evidentemente encontraremos excepciones: Howard Hawks, John Ford, George Cukor y Alfred Hitchcock han seguido trabajando: a menudo con buenos resultados; en algún caso, en tareas poco honorables. El segundo rasgo que llama la atención, y quizá el más singular, es la crisis y eclipse de un gran número de realizadores importantes de las generaciones de posguerra. Douglas Sirk no ha vuelto al cine después de 1960; Richard Brooks no se ha retirado, pero en diez años no ha sido capaz de firmar ninguna película realmente importante; Stanley Donen, Gene Kelly, Blake Edwards, Richard Quine, Don Weiss, Vincente Minnelli —los grandes nombres del musical y de la comedia de aquellos años— han decaído o han quedado reducidos al ostracismo. (Minnelli, que entre 1949 y 1963 nunca realizó menos de una película por año, sólo ha realizado tres a partir de 1964.) Samuel Fuller, Budd Boetticher, Jacques Tourneur y Edgar G. Ulmer no han hecho nada, o casi nada; Don Siegel se ha entregado a la abyección artística y ética; Mankiewicz no ha conseguido recuperarse nunca del todo de la absurda pesadilla (por emplear sus propias palabras) del rodaje de Cleopatra;  Nicholas Ray, después de diez años de inactividad, ha vuelto como un espectro con su última  película, realizada fuera de la industria, auténtica auténtica obra de un marginado; marginado; Otto Preminger ha caído caído en una decadencia progresiva y aparentemente ineluctable; Orson Welles sigue siendo, como siempre, un director maldito. ¿Dónde encontraremos, pues, el cine americano? ¿Quién está haciéndolo en la actualidad? En una considerable medida, gente que, en 1964, no existía, que el diccionario de los Cahiers no cita, o cita en un conciso apéndice. Éste es el caso de los autores de películas como  Love Story o The Godfather. Hay que reconocer, de todos modos, que algunas de las nuevas figuras de entonces han llegado a producir obras importantes: éste es el caso de Arthur Penn, de Sam Peckinpah, de Stanley Kubrick. Algunos autores de la generación intermedia (principalmente Elia Kazan, Jolm Huston y Joseph Losey) han mantenido el nivel de calidad de su obra (los errores ocasionales son irrelevantes). La incorporación de cineastas extranjeros (Polanski, Demy) ha sido en general  puramente episódica. episódica. Algunos de los últimos títulos de los veteranos veteranos (Eldorado de Hawks, o Frenzy de Hitchcock) han tenido éxito. Pese a todo, la crisis es evidente. En el terreno industrial (se ha solicitado, y no sé si en el momento actual ha llegado a conseguirse, que Hollywood sea declarada «zona de desastre laboral») principalmente, porque la desorientación provocada por la pérdida de confianza de las productoras en los géneros tradicionales y el cinismo mercantil introducido por los  productores jóvenes incorporados masivamente a los cargos directivos han convertido el cine americano en una especie de objeto informe; el consumidor no sabe qué puede esperar de él ni el fabricante qué le conviene ofrecer; irá, pues, a lo seguro; ofrecerá (en el terreno artístico) subproductos que halaguen el gusto de la época. La eficacia, siniestra, de Friedkin, Hiller o Ford Coppola —herederos de la peor tradición de Hollywood: la de los trabajadores a destajo sin escrúpulos— es el signo de los tiempos. Resulta muy significativo que una de las pocas películas americanas recientes que es posible ver sin un sentimiento de íntima degradación —hablo de Cabaret—, sea obra de un falso recién llegado: Bob Fosse es casi un debutante como realizador,  pero es un hombre de otros tiempos, de la gran leva del musical, de la época de Donen y de Minnelli, aunque su función de entonces fuera únicamente la de coreógrafo. Me diréis que existe, también, otro cine americano: el underground. Pero, de entrada, en épocas anteriores también existía otro cine americano: la escuela de Nueva York, las producciones de la Frontier Film, o incluso experiencias del tipo de las de Hans Richter. La materia que ahora me ocupa es la producción industrial corriente; el underground tiene otra problemática. (Y no debemos creer que la extensión del underground y las sucesivas crisis de la producción habitual sean el signo de una época de transición. La hipótesis de que se acerca el final —progresivo, lento, pero inevitable—de la gran producción y —en la era mesiánica de la cassette— la individualización

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definitiva de la obra cinematográfica, asimilada, en lo que se refiere a la libertad de medios, a la obra literaria o artística, tiene evidentemente cierta base, pero ignora, de manera simplista, algunos condicionamientos: ni los drive-in ni la TV desterraron las salas de exhibición cinematográfica, ni  puede decirse que, si desaparecieran, desaparecieran, habría desaparecido la producción industrial. Asistiríamos, simplemente, a su continuación en un ámbito de mercado diferente.) He aquí, pues, la paradoja: un cine que, para acompasarse, servil, con la marcha del tiempo, se ha auto-mutilado. Podemos decir que los estandares clásicos de Hollywood eran muchas veces cursis o reaccionarios; nadie negará sus virtudes desde el ángulo de la narrativa cinematográfica; nadie  podrá desconocer que (desde Scarface a You only live once o  All about Eve) estos estandares originaron obras que no tenían nada de cursis ni de reaccionarias, y que forman parte del mejor cine de su tiempo. Al elegir como chivo expiatorio una vasta zona de lo que constituía el cinc americano más genuino, el período de diez años que ha transcurrido desde el número monográfico de Cahiers du cinéma hasta ahora nos ha dado testimonios de algo más deplorable que una derrota: una autodestrucción. La eficacia técnica, impecable, de The Godfather o de  Dirty Harry es un molde vacío; se han aislado los módulos narrativos de una larga tradición para ponerlos al servicio de dos nuevos ídolos: la mediocridad y la brutalidad, los dos resortes, agresivos y poderosos, de un sistema social. El gran cinc americano —el que permitía que directores de segunda fila firmaran obras como Casablanca, Gilda o  Portrait of Jennie; el que suscitó  Freaks y The Docks of New York, The Most  Dangerous Game y Johnny Guitar, Sunrise Fury, The Big Sleep y The Night of the Hunter— sólo es un recuerdo. Existe, no obstante, dentro del marco de la producción corriente, cierto cine americano (hecho muchas veces en Europa: Kubrick, Losey). Se trata, por notables que sean, de casos aislados. Lóbrega, con los dientes bien afilados, la «fábrica de sueños» nos ofrece ahora, en lugar de melodramas y comedias musicales, apologías sangrientas de un «sueño americano» que se convierte en  pesadilla. Los logros que, desde Griffith e Ince, ha conseguido una tradición cinematográfica vastísima, ¿no tendrán mejor destino? ¿El destino de los solitarios, de los desterrados —desde el  propio Griffith hasta Stroheim, King Vidor, Nicholas Rayo el errante Orson Welles—, será una  parábola del destino destino del auténtico cine cine americano? [P. S. (1993) Al releer, veinte años después de escrito, este texto en pruebas, advierto escasísimas variaciones en mi juicio. La presencia de algunos nuevos realizadores de talento (Scorsese, David Lynch, Abel Ferrara) no altera sustancialmente el panorama. La obra de Coppola me parece una impostura pretenciosa, falta de talento y henchida de ambición. En cambio, un film como To  Live and Die in L A., realmente creativo, invalida la valoración que hice entonces de Friedkin.]

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EL IMAGINARIO DE FORTUNY, DEL PARÍS DE LOS SALONES Y DE ROMA EN LA

 BELLE EPOQUE 1

Este título, tan largo, l argo, resume sin embargo lo que intentaré sintetizar, que es fundamentalmente el mundo característico de Fortuny, la transmisión de este mundo desde su ámbito inicial a otro muy  posterior; y, en definitiva, no sólo del de Mariano Fortuny Marsal, sino también de la herencia, a través de su hijo Mariano Fortuny Madrazo, de todo este mundo. Hablo de «el imaginario», una palabra que —más o menos acreditada— actualmente ya forma  parte del vocabulario habitual de la estética, de la crítica de arte, e incluso de la crítica literaria, aunque tal vez sea más frecuente en otras lenguas que aquí. De hecho  L'lmaginaire fue el título del  primer libro de Jean-Paul Sartre, el primero y el que a mí más me interesa, pese a todo. Y es aún ahora el título de una colección de libros bastante conocida publicada por Gallimard en París. Pues  bien, cuando cuando decimos «el imaginario», imaginario», «el imaginario» quiere decir el tipo concreto concreto de imaginación, la especie de mundo imaginario, peculiar, de un artista. El imaginario de Fortuny, que es muy característico de una época concreta de la que ahora hablaré, se perpetuó —como he dicho— a través de su hijo y a través de una serie de circunstancias complejas y curiosas hasta muy avanzado nuestro siglo. Para llegar a dividir los límites de este imaginario, para poder ver sus contornos, tenemos que fijarnos inicialmente sobre todo en dos cosas: por una parte, en qué contexto se produce el fenómeno Fortuny; es decir, qué es Fortuny para sí mismo —hablo ahora del Fortuny padre, de Mariano Fortuny Marsal—, qué es, qué se propone ser. Y, por otra parte, tenemos que saber qué es Fortuny para la generación siguiente, la inmediatamente posterior, la de la gente que empezó a dedicarse al arte cuando Fortuny llevaba  poco tiempo muerto. muerto. Éste es el punto punto de partida. Todos tenemos un concepto muy claro de Fortuny. Después de los primeros intentos bajo la influencia de los «nazarenos», de Claudio Lorenzale, llega el Fortuny que rápidamente se convierte en internacional. En su momento, ese Fortuny es uno de los pintores más famosos del mundo, hasta el punto —y, pese a ser un hecho anecdótico, tiene su relevancia— de que hay una anécdota, una anécdota documentada, según la cual Duret, que en un momento determinado era marchante de Manet, aconsejaba a éste que no firmara sus cuadros, porque como era un pintor poco conocido en aquellos momentos, si no los firmaba, él podía hacer creer al cliente que eran de Fortuny. Eso demuestra la valoración extraordinaria que tenía Fortuny. Así, por ejemplo, mereció un artículo muy elogioso de Téophile Gautier, que aunque hoy en día es un personaje bastante olvidado, incluso en Francia, y muy poco leído —lo único que realmente se lee de él es la novela  El  capitán Fracasa— fue importante como poeta, y aún más como crítico de arte. De hecho, en aquellos momentos la crítica de arte y, en definitiva, el gusto artístico europeo, que significa en consecuencia consecuencia el internacional, estaban regidos por dos cosas: los artículos de Téophile Gautier y los de Baudelaire. Baudelaire ha tenido más influencia sobre la evolución de la crítica de arte posterior,  pero en aquel momento ambos eran polos de referencia importantes. El éxito de Fortuny era absolutamente nuevo; es decir, no había ningún coetáneo suyo ni catalán ni hispánico que lo tuviera. Ese pintor que consigue el éxito internacional es el que todos conocemos. Por una parte, es un  pintor de temas andaluces o marroquíes, o bien ligados a su estancia en Granada o bien a su  presencia en la campaña de África con el general Prim. Pero en ambos casos, tanto si son andaluces andaluces 1

 Conferencia del 7 de marzo de 1989 para p ara la Fundació «La Caixa».

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como si son marroquíes, son temas exóticos, son temas de la moda orientalista. Junto a ese pintor aparece rápidamente el de pequeños tableautins; es decir, de los cuadros pequeños, miniaturistas, de ambiente del siglo al gusto de Meissonier, que él mismo llamaba y ha sido llamada después «pintura de casaca y de peluca». Son cuadros que le ganaron una valoración artística v. económica muy considerable, que acabaron aprisionándolo, pero que no por ello hay que pensar que deben ser menospreciados. Al contrario. Es cierto que, más de una vez y especialmente en los últimos años, manifestó que ya no quería pintar ese tipo de  pintura. Es cierto que eso era lo que le pedían, y que en consecuencia llegó un momento en que ya no quería pintarlo. Es cierto asimismo que el último año de su vida —v a eso nos referiremos inmediatamente— se encaminaba en diversos aspectos  El  coleccionista de hacia otra dirección. Pero no podemos dejar de recordar que cuando el cuadro  El coleccionista estampas ha adquirido por suscripción popular, precisamente por suscripción popular, una de las  personas que firmaron un telegrama de felicitación por este hecho fue Picasso. Y el Picasso que firmaba eso no era un Picasso que todavía estuviera haciendo pintura académica, sino uno que en aquellos momentos va podíamos denominar de vanguardia: ya era el Picasso de las  Demoiselles d'Avignon. Es decir, hasta el Fortuny más próximo a la pintura de  pompier, el de  El coleccionista  El coleccionista de estampas, no era para Picasso una cosa desusada, una cosa anacrónica, algo que conviniera desterrar u olvidar. Después de la vertiente arabizante, u orientalizante, andaluza o marroquí, después de la de los cuadritos, acuarelas, o bien óleos de pequeñas dimensiones como, entre otros,  El  coleccionista de estampas, que son en definitiva cuadros estilizados de costumbres de una época pasada; después de todo eso, hay una última etapa, que es en realidad de muy breve duración porque Fortuny muere  prematuramente, en la que no es exactamente exactamente que Fortuny se acerque al impresionismo, ni tampoco que sea uno de sus precursores o pioneros, sino que simplemente —a mi manera de ver con las conjeturas que son del caso porque no es fácil hacer pronósticos o vaticinios sobre un artista muerto en plena juventud— Fortuny hace lo que le gustaba: e decir, fortunyismo, pero lo estiliza mucho más, y se centra mucho más en algo que se acerca a la pura mancha, acentuando en la práctica una tendencia que ya se encontraba en zonas diferentes de su pintura anterior. Bien, esto ha sido una exposición muy somera, por otra parte se trata de un conjunto de hechos suficientemente conocidos que había que sintetizar. Existe, por tanto, un primer momento de aprendizaje, y después aparece ya el Fortuny más conocido, que es orientalizante, de pintura dieciochesca, que, a fin de cuentas, es el fortunyismo; es decir, pintura que estiliza, que siempre tiene presentes determinados modelos, que siempre tiene algo que ver con Goya, por ejemplo, que en otro sentido nos recuerda a Meissonier, y que acaba llevándonos no exactamente a la frontera del impresionismo o del macchiolismo italiano, como se ha dicho, sino a una pintura hecha de toques, más centrada en la mancha cromática que en ningún otro aspecto. Pero ésta es una etapa que habría  podido tener un desarrollo posterior difícil de pronosticar. pr onosticar. Personalmente, yo no creo que Fortuny se hubiera convertido exactamente en un impresionista. Habría evolucionado, pero no habría llegado a ser más infiel a sí mismo de lo que lo es Picasso, ya que nos hemos referido a él, si comparamos el arlequín o el retrato de  La señora Canals con, pongamos por caso,  Les demoiselles d'Avignon.

Así pues, este Fortuny se proponía ser lo que quería ser cualquier pintor que fuera a París, al centro artístico del mundo, para conseguir una aceptación en aquel momento. Estamos hablando de la época inmediatamente anterior a la Comuna de París. O sea, un momento en el que Fortuny ya es contemporáneo de Baudelaire y de Gautier, de los cuales ya he hablado, o de Manet hasta el punto de que le propusieran, como decía, no firmar sus cuadros para venderlos como si hieran de Fortuny,  pero que todavía t odavía no ha vivido la transformación radical que se producirá con el impresionismo. Es decir, el modelo que Fortuny se fija para sí mismo se acaba obviamente con los límites de su vida, y  por tanto no puede ser ningún modelo diferente al que tuviera ningún pintor de la época anterior al impresionismo. Más concretamente, lo que se propone Fortuny es, primordialmente, aprender el oficio, pero el oficio lo aprende bastante pronto: posee precisamente una facilidad extraordinaria, es un pintor muy dotado, con dibujos admirables (hay una colección muy extensa en la Acadèmia de Sant Jordi de

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Barcelona). Una vez aprendido el oficio, se propone realizar el tipo de pintura que era normal que quisiera hacer un pintor de su edad y de aquel momento y, dentro de ese tipo de pintura, cuando llega a dominarlo, quiere ir más allá. Sólo lo consigue durante un breve período poco antes de su muerte. Ahora bien: ¿qué ocurre en el momento de la muerte de Fortuny? Eso es muy importante: cuando muere, Fortuny se convierte rápidamente en un clásico. No es una suposición. Aparte de ser un hecho avalado por la anécdota que ya he contado de Manet, hay otro caso, también anecdótico  pero significativo, de un personaje y una obra pictórica y literaria, muy poco recordadas hoy hiera de Francia, pero de una gran resonancia internacional en su momento: me refiero a Marie Bashkirtseff. Es posible que pocos de ustedes la conozcan, yo mismo no hace demasiados años que la descubrí. Maria Bashkirtseff era una aristócrata rusa de una familia muy rica. Sus padres se separaron: el padre se quedó en Rusia, y ella se fue con su madre a vivir a Niza. Más adelante pasó  por Roma, y finalmente se estableció en París, donde hizo lo que podía hacer una persona con afición a la pintura: por una parte, estudiar con algún pintor contemporáneo (concretamente, se movía en el ambiente de Bastien Lepage, que ya es algo más conocido); y, por otra, acudir a los salones. Es decir, Marie Bashkirtseff, unos quince años después de Fortuny, en la generación siguiente a la muerte de Fortuny, vivió todavía lo que él vivió: el París de los salones, que eran el centro del gusto hasta que poco a poco los impresionistas excluidos de ellos llegaron a fundar una especie de salón paralelo; y había estado también en Roma, centro de un arte académico equivalente al de los salones, en el que se podía llegar ll egar a un gran refinamiento. Por tanto, Marie Bashkirtseff, quince años después de la muerte de Fortuny, sigue en definitiva sus pasos: Roma, de un lado; y el París de los salones. Por tanto, hablo de los salones en el sentido de salón de exposición artística. A propósito, respecto a eso de los salones hay algo que conviene aclarar. Existe una carta de Fortuny, que ha sido comentada muchas veces, donde explica que ha visto a Renoir y ha hablado con él, que ha sido muy amable, y que cree que habría sido mejor darle una medalla que excluirlo del salón. Más recientemente el señor Ainaud, en el catálogo de la presente exposición, comenta que la grafía Renoir no es segura, que podía tratarse, no de Renoir —como creíamos— sino de un pintor orientalista menor de nombre semejante, Lenoir. Pero que lo sea o no tiene poca importancia. Importa poco por dos razones: una, porque lo que hace es la valoración de la persona de ese pintor, sea Renoir u otro, y no una valoración del arte. Dice que ha sido muy amable, y eso no es ninguna valoración artística. Y dos, porque la disconformidad de Fortuny respecto a los últimos momentos de los salones de la pintura más convencional que él había seguido se expresa con mucha mayor vivacidad en otros pasajes de la misma carta y en otras cartas contemporáneas. Bien, vuelvo a Marie Bashkirtseff. Marie Bashkirtseff murió muy joven. Tuberculosa desde muy  pronto, sobrevivió en unas condiciones que hoy parecen inimaginables, pero durante unos cuantos años, bastantes años, quizá casi diez años, luchó contra la tuberculosis pensando incluso en casarse. Eso lo sabemos por un diario muy extenso de más de mil páginas que fue un best-seller durante muchos años en Francia y en parte del extranjero. Este libro se puso a la venta hace aproximadamente cien años, algo censurado por la familia. Pero, pese a todo, tuvo un éxito muy importante, impresionó a mucha gente: desde Mallarmé hasta François Coopée, pasando por el  poeta colombiano José Asunción Silva, amigo de Mallarmé que estaba en París en aquel momento, quien lo comenta extensamente. Entonces Marie Bashkirtseff, que seguía pintando y luchando contra la tuberculosis con remedios inverosímiles como pintarse con yodo, como si el yodo tuviera alguna eficacia sobre los  pulmones, pero es muy de la época; así pues, Marie Bashkirtseff intentaba por un lado seguir a los grandes maestros y, por otro, innovar un poco. Aquí es donde su figura me interesa como punto de referencia. Porque su caso es representativo no tanto por su obra pictórica, que es escasa —murió a los veintipocos años, como ya he dicho—, como por el ambiente que la rodea. Es representativa de una especie de generación perdida que se ha quedado en una tierra de nadie: es la generación de Bastien Lepage y de los que se llamaban los «nabis»; es decir, un grupo de gente que ya no son  pompiers, que ya no pintan como Meissonier, pero que todavía no son impresionistas. Marie Bashkirtseff, por ejemplo, expresa su admiración por Manet cuando ve una de sus colecciones

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 póstumas, y también habla de Fortuny, pero con una diferencia radical. Cuando habla de Manet, lo hace como de alguien muy atrevido que pinta cosas de un valor desigual, aunque muy impresionantes a veces; es decir, algo así como lo que en nuestro siglo podría decirse, pongamos  por caso, de algunas exposiciones iniciales del Picasso cubista. Mientras que cuando habla de Fortuny lo hace, por curioso que eso nos parezca hoy en día, exactamente con el mismo tipo de consideración y respeto con que podría hablar de Carreño o de Velázquez. Hay que tener en cuenta que Marie Bashkirtseff es una de las pocas personas que en aquel momento puede hablar en Francia con autoridad de Carreño y de Velázquez, porque estuvo en Madrid y en el Prado, cosa poco frecuente en aquellos momentos. De hecho la pintura de los maestros españoles se conocía sobre todo por lo que se podía ver de ellos en París, principalmente en el Louvre. Por tanto, la generación siguiente a la de Fortuny es una generación en cierto modo perdida, porque no es ni propiamente  pompier ni del todo impresionista. Ha permanecido como un terreno de transición que sólo ahora comienza a ser estudiado, y eso no sólo ocurre en el caso de Marie Bashkirtseff, que en definitiva importa más por su figura y como síntoma intelectual que por su obra pictórica, sino en el caso del mismo Bastien Lepage y tantos otros de aquel momento, pintores muy olvidados salvo por los historiadores del arte. Así pues, Manet es para ella un innovador, y Fortuny un clásico como Carreño o Velázquez. Que Manet le pareciera innovador es normal. Pero hoy nos parece un poco extraño considerar a Fortuny un clásico como Carreño o Velázquez, no porque el talento pictórico fuera diferente —el de Velázquez es indudablemente superior, y el de Carreño es otra historia—, sino porque, en cualquier caso, Fortuny es un autor mucho más vinculado a un momento concreto de la historia del arte, mientras que Carreño y Velázquez poseen —por lo menos, para nosotros— el carácter de clásicos intemporales. Pero eso no era así para la gente de hace cien años, es decir, una quincena de años después de la muerte de Fortuny en Roma, su herencia estaba viva, precisamente porque ellos ya habían conocido la huella de Manet e intentaban renovar, aunque no fuera exactamente en el sentido que después adquiriría con el impresionismo. Precisamente por eso Fortuny había ingresado en el clasicismo, y no era un pintor simplemente anticuado o pasado de moda como podían serlo en su vejez Géricault o Bouguereau o el mismo Meissonier. No: era un pintor clásico. Había muerto a tiempo de que en lugar de convertirse en una cosa anquilosada, algo del pasado, se convirtiera en un clásico. Tal vez ése no era el destino que hubiese esperado Fortuny, pero podría ser que, aunque se  basara en un parcial malentendido, no acabara de desagradarle. En definitiva, ése fue el destino de Goya, y Goya era una de las grandes admiraciones de Fortuny. Por tanto, sobre un mundo efímero, sobre un mundo de breve duración en el fondo, el mundo del gusto de los salones, que era el gusto de la burguesía, que durante un tiempo fue el buen gusto por excelencia y después el mal gusto por excelencia, y que ahora, sea por el kitsch o simplemente por reacción histórica, vuelve a podernos interesar; de aquel mundo cimero —como digo— Fortuny iba a convertirse, para los que le siguieron, en un clásico casi sin transición t ransición entre un retrato que pudiera hacer él y uno que pudiera hacer Carreño. Ya no entro en Velázquez, que es una cuestión más compleja y de dimensiones más vastas. Ésa era la dimensión inicial. De hecho, ya conocemos la famosa frase de Téophile Gautier al hablar de  La vicaría como un esbozo de Goya rehecho por Meissonier. Meissonier tuvo una fortuna  póstuma bastante desastrosa, mientras que Goya tuvo una fortuna póstuma excelente. Pero algo de eso había. Es decir, la síntesis entre un arte clásico y un arte muy ligado a los gustos de una  burguesía concreta, y que precisamente por ser gustos de una clase reciente eran gustos más frágiles, más vulnerables, que en definitiva no tenían la sedimentación de los de la aristocracia que la había precedido; esa síntesis si aparece en Fortuny. El fenómeno curioso es que el imaginario que constituye Fortuny tiene unos rasgos específicos que sólo son de Fortuny junto a los genéricos que ya he intentado mencionar. Y esos gustos, esos rasgos específicos, van más allá del gusto de la época y se transmiten a épocas posteriores. De los rasgos específicos, no puedo hablar ahora en detalle, no es ése el tema en el que me centro, y por otra parte ya han hablado de ellos otras  personas aquí y fuera de aquí con más autoridad que yo, que en definitiva me intereso por los Fortuny, y no únicamente por Mariano Fortuny Marsal.

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Sin embargo, pueden destacarse algunas cosas. El aspecto orientalista era muy extremado y conduce también a la vida personal de Fortuny. En eso fue un pionero. La mayoría de pintores antiguos no tiene biografía. Fortuny sí la tiene. Me explicaré. Me he tomado el trabajo, como seguramente diversas personas de las que se han interesado por el arte, de leer por lo menos en  buena parte las vidas de pintores famosos de Vasari; o, para ser más exacto,  Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores (1550). El libro de Vasari es muy representativo de los  pintores hasta la l a época que él vivió del Renacimiento.  Pero, dejando a un lado ahora confusiones diversas de un pintor con otro, de la obra de uno con la de otro, explicables por la tradición que llegaba a Vasari, el libro, que en sí mismo es fascinante, contiene en realidad poquísima información sobre las vidas. Es decir, sitúa las vidas de los pintores, pero muy a menudo lo que hace es explicar, con mayor o menor fidelidad a los hechos reales, pero con la creencia de que lo hace, las obras de los pintores. Es decir, hay alguna explicación característica: en Andrea del Castagno hay una muerte violenta y algunos incidentes con algunos pintores determinados, pero en general son obras más que vidas. Desde el punto de vista de Vasari la vida es la obra, a excepción de algún caso muy especial: Andrea del Castagno, que ya he citado, es uno de ellos. Eso es así para la mayoría de artistas importantes, hasta la época romántica. Los artistas no tienen biografía. Velázquez, por ejemplo, carece de ella: sabemos muy pocas cosas sobre lo que era como persona, y  por ese motivo se ha podido dar de él indistintamente una visión muy conformista o bien, como hizo Buero Vallejo en la obra de teatro  Las Meninas, una visión crítica. Velázquez es opaco. Lo único que conocemos de él es el inventario de su biblioteca, y nos dice muy poco: sólo contiene las  pertenencias que podían ser útiles a un pintor. El único libro literario que destaca un poco es  Las metamorfosis de Ovidio, y eso no es ninguna pista porque no está ahí como obra literaria, sino como punto de referencia, como libro de consulta para los temas mitológicos. Aunque Velázquez los tratara pocas veces, un pintor tenía que tenerlo. Fortuny empieza a tener biografía. No existe ninguna biografía completa de Fortuny. Hay varias,  pero sólo son aproximaciones. aproximaciones. Hay aspectos aspectos de su vida que son poco poco conocidos, pero sí se sabe, sabe, por ejemplo, de los curiosos rituales un poco kitsch que hacía imitando la antigua caballería en el monte de la Alhambra. Se conoce sobre todo una cosa impresionante: las fotografías, los daguerrotipos que quedan de su estudio de Roma. Es algo realmente extraordinario, y es el punto de partida de lo que diré después. El estudio de Roma de Fortuny no existe como espacio físico. En estos momentos, lo único que existe en la misma Roma —a no ser que esté muy equivocado, y no lo creo, porque hace un año que estuve allí— no está muy lejos del Museo de Arte Moderno, de la actual galería de Arte Moderno de Villa Borghese: un muro que da a la calle y que tiene unas dimensiones tan grandes que se ve incluso al pasar en coche; un muro inmenso en el que hay una placa que explica que allí estuvo el atelier, el obrador, el taller del pintor Mariano Fortuny. Eso es lo único que queda en la actualidad. Pero que en una calle de Roma todo t odo un muro visible desde la otra acera lo destaque quiere decir que fue algo que tuvo una resonancia en su momento. Ahora bien: los daguerrotipos y las fotografías nos enseñan una cosa muy diferente, que se perpetuó en la casa de su hijo Mariano Fortuny Madrazo en Venecia, y que todavía perdura, en parte, en aquella casa que es actualmente el Museo Fortuny de Venecia. Fortuny era coleccionista —de armas antiguas, de objetos orientalizantes, arabizantes—, y construyó su casa, e incluso se edificó a sí mismo, edificarse no sólo en el sentido de atuendo (vestir) sino de construcción como personaje. Eso se ve en alguna fotografía, en algún autorretrato, en algún retrato que le hicieron otras personas. Fortuny era uno de los primeros ejemplos históricos de pintor personaje, que tendrá manifestaciones diversas sobre las cuales podemos tener las valoraciones que convengan, convengan, pero que es la definición aplicable tanto a Picasso como a Josep Maria Sert o Dalí, por ejemplo: el pintor personaje, el pintor creador de una atmósfera, de un ambiente, que lo rodea. En cierto modo, el taller de Fortuny, esa especie de almacén de objetos heterogéneos, de objetos heteróclitos, como de anticuario, es una más de sus obras. No la obra más importante, pero sí una obra incorporal en un sentido y en otro sentido muy tangible. Todo eso se dispersó a su muerte, pero

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 pasó a su hijo, y es en cierta manera el vínculo entre Fortuny padre, Fortuny hijo y la época  posterior. Y es al mismo tiempo ti empo la traducción en términos no ya de obra pictórica, sino en términos t érminos de vida cotidiana, en términos de decoración y de decorado, de las propuestas plásticas de su mundo. Sobre ese mundo hay diversos aspectos: es un mundo fuertemente sexualizado. Hay que decirlo desde un principio, porque nunca se ha dicho con claridad, pero es clarísimo: el cuadro de Carmen  Bastión es, por lo menos según mis noticias, uno de los escasísimos ejemplos de pintura de desnudo  posteriores al arte prehistórico y anteriores al siglo XX que no oculta el vello púbico. Es algo absolutamente insólito, porque la pintura de tipo digamos libertino entre comillas, hecha por encargo, como  La maja desnuda de Goya, que fue encargada por Godoy, y que en principio sólo tenía que ser vista por él, no se permite esos aspectos del cuerpo femenino desnudo. Y cuando Modigliani se lo permite y lo expone, se le reprocha como una falta de gusto. No es que en la  pintura anterior a Modigliani Modigliani esto ocurriera únicamente únicamente por motivos de censura: censura: no podía ser ser el caso de Goya, por ejemplo; menos aún el de Watteau o Fragonard, que pintan cosas mucho más osadas que ésta que, a fin de cuentas, es meramente anatómica. Pero lo que sí existía era un determinado canon de lo que se consideraba pintable, lo que se podía pintar, lo que era el límite que la pintura  podía alcanzar. alcanzar. Pondré un ejemplo que puede hacerlo más comprensible. Existe un enorme malentendido sobre el tratamiento de la homosexualidad en la literatura. Es evidente que en  La comedia humana de Balzac algunos personajes, y en especial Vautrin, son homosexuales. Pero es algo que Balzac no dice nunca, hay que deducirlo. En el caso de Proust si se llega a decir, pero de manera gradual, y finalmente todos los personajes de la novela acaban siendo homosexuales, a excepción de Françoise, la sirvienta, y del propio narrador Marcel. La presentación es gradual. Inicialmente todos son heterosexuales, y en el caso de Proust tampoco es por hipocresía social. Proust no tenía nada que perder. Se debe simplemente a que, por una parte, él pide el mayor grado posible de identificación del público —y eso sólo puede conseguirlo si el personaje central es heterosexual,  porque la homosexualidad, pese a todo, sigue siendo minoritaria, y él lo sabe—, s abe—, y también porque artísticamente, y eso también sirve para Balzac, en los siglos XIX y XX, y en otras épocas, la homosexualidad no es un tema susceptible de ser abordado artísticamente de forma directa, como tampoco lo era en el caso de Fortuny el vello púbico de la mujer. Por tanto, el mundo de Fortuny tiene unos componentes de sexualidad que también pueden ser equívocos. Es una tendencia que se hallaba latente en todo el arte de los  pompiers. Todo el arte  pompier se basa en la coartada del exotismo o de la antigüedad vistos con una óptica determinada como coartada para el erotismo. Es decir, cuando los pintores pintaban para la aristocracia (antes he hablado de Watteau y Fragonard), no necesitaban ninguna coartada para ser eróticos. Es posible que el caso más claro sea Boucher. El erotismo forma parte del gusto de Madame Pompadour —   pongamos por caso—, forma parte del de Luis XV, del gusto de la aristocracia. Es algo admitido, siempre que sea un determinado tipo de erotismo: el erotismo de los grabados que ilustraban las  primeras ediciones ediciones de Sade, por ejemplo, ejemplo, ya no es admisible, admisible, pero eso es es clandestino. El nuevo público burgués, en cambio, necesita crearse su propio canon de respetabilidad. Ese canon, por el mismo motivo por el cual Balzac no puede designar directamente a Vautrin como homosexual, exige la coartada orientalizante o la coartada exótica o la coartada de la antigüedad. Eso, que está más o menos acompasadamente latente en toda la pintura  pompier, Fortuny tiene la lucidez y sin duda, y en cualquier caso, la valentía de llevarlo más lejos, y 110 sólo en el Carmen  Bastión. El de Carmen Bastión es un caso singular, porque es un caso único, pero es una obra que nunca llegó a exponer. Pero el aspecto erótico de las diferentes odaliscas y demás cosas es muy notable. Éste sólo es un aspecto. El resto es la construcción del imaginario, del que el erotismo es sólo una pequeña parte. Este imaginario son armaduras, accesorios marroquíes, una especie de  bazar oriental de antigüedades u objetos exóticos, generalmente generalmente genuinos. genuinos. Hay poca cosa que no sea auténtica. Pero construye una especie de escenografía que recuerda mucho la que más adelante rodeará algunos aspectos, los más interesantes, de determinados momentos de la personalidad de Dalí y también de otros pintores como, en otro sentido, Picasso. Picasso, más que por lo que le

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rodea, es mito en sí mismo: es otra cosa, su personaje está en su propia obra y en su persona, mientras que en el caso de Sert, Fortuny o de Dalí está más bien en lo l o que les rodea. Este imaginario se construye así, y así llega a nosotros por otro camino. Fortuny muere, nos hallamos en los años setenta del siglo pasado. Por un lado, Fortuny, como digo, llega a ser un clásico. Muy bien. Como tal clásico es recibido por la generación que le sigue. La siguiente generación ya tendrá otros horizontes: en la segunda, Fortuny desaparecerá en cierto modo de la primera línea del horizonte. Me refiero a los pintores, para el público es otra cosa: para el público Fortuny sigue vivo, especialmente para los coleccionistas catalanes y norteamericanos. Pero para los pintores, Fortuny va no es ni un clásico ni un contemporáneo exactamente y, de rebote, también sus sucesores inmediatos —todo el grupo de gente como Marie Bashkirtseff y Bastien Lepage— llegan a ser asimismo no ya anacrónicos sino olvidados. Y el destino de Fortuny, en cierto modo, aún es mejor que el de los que le suceden, porque Marie Bashkirtseff y Bastien Lepage, por citar dos ejemplos, son simplemente olvidados y sólo ahora comienzan a ser, no digo ya valorados, sino meramente estudiados. Fortuny, en cambio, no alcanza a mantener m antener indefinidamente la categoría de clásico equiparable a Carreño o Velázquez que le daba Marie Bashkirtseff, pero tampoco es simplemente olvidado, aunque, eso sí, se convierte en un pintor que en aquellos momentos no forma parte del debate actual. Eso sólo es apariencia: la estimación por una obra de arte o por una obra literaria es una cosa, y otra muy diferente son las corrientes internas del gusto del público, del gusto de los artistas. Todo eso sólo sale a la superficie más adelante. Debajo de cada cosa en primer término, siempre hay otra subterránea que realiza su tarea y que aparecerá más adelante. De hecho, en el momento del que estoy hablando, en el momento en que ya triunfa el impresionismo, Fortuny es un clásico semiolvidado, y Bastien Lepage está olvidado por completo, y de Marie Bashkirtseff a duras penas se acuerdan los pocos fieles que fueron a su panteón. Pero es el momento en que acaba de nacer Picasso, que al comienzo de nuestro siglo dará testimonio de su aprecio por Fortuny. Es decir, para el joven Picasso no es algo al go olvidado o muerto. Pero, entonces, se produce un fenómeno curioso: por un lado, evoluciona la pintura, y por otro evoluciona el recuerdo, el legado y la herencia de Fortuny. Me explicaré. La pintura sigue su camino: comienza en un momento determinado con el impresionismo y existe una evolución. Todos sabemos que en el arte no existe propiamente progreso: la noción de progreso en arte, de progreso lineal, es contraria a las leyes de la estética. Es decir, un arte puede ser progresista respecto a otro en un momento determinado, eso es cierto. Pero el arte en sí no progresa: Picasso no es superior ni inferior a las cuevas de Altamira, es otra cosa. Un poeta actual no es superior ni inferior a Dante salvo por su talento individual: como talento individual será siempre interior a Dante, pero no por el hecho de ser más moderno, de la misma manera que Dante no es superior ni inferior a Virgilio, ni Goya lo es respecto a Tiziano. No es ése el término. Ahora bien, existe una evolución que comienza en el impresionismo, que llega hasta hoy en día, y esta evolución, en un momento dado, durante un determinado tiempo, parece que no tiene nada que ver con Fortuny. Esto es engañoso. Intentaré explicar por que. Dejando a un lado el trabajo subterráneo, la germinación, que tuviera Fortuny sobre personas como el joven Picasso, dejando ahora a un lado eso que, en cualquier caso, también es importante, volvemos a lo que nos quedaba pendiente: el taller que tenía en Roma, que es una prolongación de su vida, de su personalidad, que es un escenario, una proyección de sí mismo. ¿Qué pasa con aquella especie de bazar de anticuario? Bien, así como existe una parte de la obra de Fortuny que es subastada y vendida en una subasta muy famosa, la mayor parte de lo que hay en el taller Fortuny de Roma se limita a pasar a su hijo Mariano Fortuny Madrazo, el cual reconstruye en Venecia, primero en el Palacio Martinengo y después en el Palacio Ortei, el escenario romano de su padre. Lo reconstruye en cierta manera. Es decir, ha recibido una considerable parte de los objetos que realmente estaban allí, y el resto o bien lo añade él por su cuenta practicando un coleccionismo semejante al de su padre, o bien simplemente lo reproduce, hace copias. Y aquí comenzamos a encontrar el punto donde ese imaginario de Fortuny de los salones de Paris y de Roma conectará poco a poco no ya con la belle èpoque sino con nuestra época contemporánea.

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Fortuny padre, Mariano Fortuny Marsal, ha dejado ese imaginario construido con elementos del mundo pompier marcadamente orientalizados, destacadamente exóticos, pinceladas de elementos de color pero también de atmósfera personal. Es decir, su obra es la pintura misma mi sma con su decurso más o menos truncado por la muerte, y por otra parte este mundo que ya comenzó a crear en Granada con las extrañas ceremonias caballerescas que allí celebraba y que llevó al clímax en todo el ambiente de su casa de Roma. Eso es lo que ocupa el habitáculo de Mariano Fortuny Madrazo, de Fortuny hijo, en Venecia. En París también, pero de manera muy fugaz. A primera vista parece que Mariano Fortuny Madrazo es una figura anacrónica. No acepta, no quiere entender el arte moderno. Él mismo pinta como un discípulo tardío y por tanto inadecuado de su padre. Con mucha frecuencia se limita a hacer copias —pero al padre también le gustaba hacerlas—, y cuando lo hace es muchas veces de obras de su padre o bien del Tiepolo y de los  pintores que podían gustar a su padre. Esta especie de colorismo del Fortuny: hijo, que puede sustraer valor artístico específico a su obra pictórica, es en cambio la clave de su personalidad. Fortuny hijo se limita a renunciar, de manera inconsciente pero renuncia al fin y al cabo, a hacer una obra pictórica propiamente válida para perpetuar la herencia de su padre y, en cierto modo, realizar la continuación imposible, si no de la obra pictórica, sí por lo menos de la atmósfera del  padre. Y Fortuny hijo, que efectúa esta especie de renuncia inconsciente, este rechazo del arte moderno, y quiere ser únicamente un epígono del padre para perpetuar no la etapa final de pintura de manchas que hacía en Portici, sino más bien el imaginario que el padre había creado en Granada, o con el ambiente de las pinturas dieciochescas y el orientalismo de Marruecos, Fortuny hijo, digo, se enfrentará a una situación muy curiosa: llegar a ser famoso por su adaptación de motivos que  podían haber formado parte, y en algún caso formaban realmente parte, de la obra del padre: la indumentaria, el vestido. Es decir, por las artes aplicadas, el diseño y también la escenografía. Ahora bien, eso no lo hace en un contexto cualquiera, no lo hace por ejemplo en un contexto de gente que no tenga nada que ver con la evolución del arte, sino que lo hace en los núcleos más sofisticados, en el sentido que tiene actualmente esta palabra, que es un sentido anglosajón. ¿Quién es la persona que confiere más fama en el mundo intelectual, literario y, en parte, en el mundo social a Fortuny hijo? Evidentemente, Marcel Proust, que lo visitó en Venecia. Ahora bien, ¿cuáles son los gustos pictóricos de Proust? En Á la recherche du temps perdu no aparece ni una sola vez Fortuny padre, y los pintores de los que habla Proust son muy variados, pero muy pocas veces son pintores del tipo del imaginario de los salones de París. A decir verdad, Proust nace en el año 1871, cuando el mundo de los salones ya está en las últimas, pese a que alcanza los diecinueve o dieciocho años no mucho después de cuando los tiene Marie Bashkirtseff. Pero sí lo suficiente  para que Proust Proust va entre en el impresionismo. impresionismo. Como la mayoría de nosotros sabemos, el pintor por antonomasia en la obra de Proust es Elstir. Elstir es un personaje que primero se llama Monsieur Biche, un personaje bastante grotesco que más adelante se convertirá en «Elstir, pintor famoso». Es curioso que Monsieur Biche sea un esnob y en el fondo un imbécil y un payaso, y Elstir, por el contrario, parezca un hombre inteligente y lúcido. Es evidente que en eso existe por parte de Proust una reflexión sobre su propia evolución  personal. Es decir, cualquier cualquier artista o literato necesita primero ser un esnob, esnob, y en cierto modo lo que se dice vulgarmente un tonto, antes de llegar a ser algo serio. El esnobismo es un paso para llegar a conseguir lo que de auténtico puede tener un artista. Pero la descripción que se hace de Elstir es muy amplia, y es una descripción no sólo de teorías  pictóricas o de la persona de Elstir sino de cuadros. Estos cuadros de Elstir se parecen a cuadros conocidos de diferentes pintores, y de manera especial se parecen p arecen a cuadros de Monet. Hay algunos que son exactamente cuadros de Monet. Por tanto, los gustos artísticos de Proust en pintura no son gustos anacrónicos ni rechazan la pintura de su momento. Es lo mismo que le ocurre con la literatura. Proust llega a apreciar los poemas de Saint-John Perse, y eso es mucho tratándose de un hombre de la generación de Proust. Sin embargo, Proust vive fascinado por el mundo de Fortuny. Es decir, por la atmósfera, por el imaginario de Fortuny padre que, a través de Fortuny hijo, ha llegado al diseño. Hay dos aspectos que debemos considerar en este punto. Por una parte, se puede establecer una

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cierta distinción entre la pintura propiamente dicha y las artes aplicadas. Podemos decir, podemos creer, podemos considerar que Proust aprecia a Fortuny, el mundo de Fortuny, padre e hijo, de la misma manera que aprecia la escenografía de Bakst, que era el escenógrafo de los ballets rusos y del que habla citándolo con su nombre, o que en otro sentido aprecia los carteles de Mucha. Es decir, podemos afirmar que Proust, que aprecia los vanguardistas de la pintura al óleo (Monet, para entendernos), en el terreno de las artes aplicadas tiene un gusto no exactamente más conservador, sino en cierta manera más estetizante: un gusto vinculado a una moda más efímera y decorativa. Ésta es una manera de ver las cosas: diferenciar las artes aplicadas de la pintura al óleo, más seria. Pero es una manera superficial e insatisfactoria, porque el tipo de estima que por ambas siente Proust no es sustantivamente diferente. No son dos categorías, no establece una jerarquía. Hay otro aspecto que debe ser tenido en cuenta. Proust es un enamorado de la pintura italiana, especialmente de la veneciana, y más especialmente aún de Carpaccio. Es evidente que una de las cosas que se propone hacer y llega realmente a hacer Fortuny hijo es dar vida, vi da, y en definitiva hacer tangibles y conseguir que vuelvan a moverse por las calles, los personajes y los trajes que había en las pinturas de Carpaccio. Eso lo dice el propio Proust, directamente, cuando habla de Fortuny. Pero no bastaría con eso, porque, en definitiva, encontrar semejanzas semejanzas entre Carpaccio, entre la l a pintura —  v especialmente la pintura italiana— y la vida cotidiana es una operación que Proust efectúa constantemente en su obra literaria y que no precisa la existencia de un mediador, de un intermediario como Fortuny. Sin necesidad de Fortuny, Proust encuentra constantemente esa semejanza, ya sea él mismo o los personajes, como cuando Swann descubre que Odette se parece a un personaje de Botticelli, y esa semejanza a un personaje de Botticelli la encuentra Swann por sí solo sin que nadie se dedique a vestirla de determinada manera. Ahora bien, la fascinación por aquellos trajes de Fortuny que proceden en definitiva del ambiente de Fortuny padre, y que son al fin y al cabo la plasmación de la vida cotidiana del mismo imaginario que encontramos en las escenas de género del fortunyismo, de lo que se llama fortunyismo, es un hecho que tiene que interesarnos porque nos da el punto de comunicación entre el mundo de Fortuny, Proust y, a través de Proust, la época contemporánea. Me explicaré. Fortuny  perpetúa a su padre. En definitiva, en esa especie de escenario inmóvil en que se ha convertido su casa de Venecia, Fortuny da nueva vida a las escenas que veíamos en los cuadros de Fortuny padre. Estos cuadros tienen dos destinos muy concretos. Por un lado, la alta sociedad esnob: bien la aristocracia, bien la burguesía enriquecida de Proust, una sociedad de la que el propio Proust, hijo de un médico muy conocido, es un exponente. Es la sociedad de la belle époque. En esa sociedad de la belle époque ya no interesa la pintura de Meissonier ni la de Geróme, no interesan las casacas ni las pelucas, pero sí interesa ese tipo de imaginario que está más allá de la contingencia histórica concreta del gusto por las casacas y las pelucas. Es cierto que una parte del público apreciaba la casaca, la peluca o el turbante a lo árabe. Pero había otra parte más importante, a la que apela por ejemplo el erotismo de Fortuny padre, que apreciaba no tanto eso como lo que hay detrás. Nosotros mismos, el público actual, no es que estemos especialmente interesados por las casacas, las pelucas o los árabes. No, nos interesa lo que sustenta ese imaginario, lo que constituye su raíz: lo que llega a materializarse como una especie de obra conceptual en el estudio de Fortuny padre en Roma, y después en su prolongación en el palacio de Fortuny hijo en Venecia y finalmente en las escenografías escenografías y en los vestidos de Fortuny hijo, que son la trasposición a la vida cotidiana de todo el imaginario de Fortuny padre. A eso se debe que las razones por las que nos gusta una tela o una escenografía —cuando digo una tela no me refiero a una tela pintada sino a una tela real— de Fortuny hijo son las mismas razones por las que nos gusta un cuadro de Fortuny padre. En ambos casos, vamos más allá de una escuela pictórica determinada y estamos fuera, por lo tanto, del  problema de la evolución evolución dinámica del del  pompier o del impresionismo. Hace un momento he hablado del mundo aristocratizante, del mundo burgués que se interesaba  por las creaciones de moda de Fortuny hijo. Hay otro aspecto: todo el mundo cinematográfico. cinematográfico. Fortuny hijo, además de su dedicación a la escenografía, que es interesante, también es el que inventa ropas y crea modelos para las figuras de la cinematografía. La mujer de Rodolfo Valentino, Dolores del Río en un momento determinado, Lilian Gish... Es decir, actrices del cine mudo, y eso

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llega hasta muy lejos. En la época dorada de Hollywood, en el cine mudo, Fortuny es el modisto, el confeccionador de modelos de las grandes estrellas, Se trata de un mundo muy olvidado que ahora ya conocemos mal. En aquel momento, las salas cinematográficas eran auténticos palacios, tenían un aspecto impresionante. La ceremonia del estreno público de una película tenía un carácter tan solemne como el de una gala de ópera. De todo eso ahora sólo podemos tener una idea muy vaga. Hasta las mismas películas cinematográficas mudas las hemos visto mal, tendrían que haberse visto en color, o bien viradas en colores, o bien pintadas a mano, con un acompañamiento musical, en la sonoridad de una gran sala con un piano, Tenemos una visión muy pobre de lo que es el cine mudo, que era algo muy fastuoso y fascinante. En este mundo, que ya es rigurosamente contemporáneo, es donde, sobrepasando la limitación de géneros nobles o de artes aplicadas, se inserta el imaginario de Fortuny padre a través de Fortuny hijo. Pero ha transcurrido mucho tiempo: Fortuny padre lleva más de cincuenta años muerto —me refiero a los años veinte, cuando, más o menos, ya había pasado medio siglo—. Y eso no acaba aquí. Prosigue con diversas formas que ahora no puedo detallar, y llega hasta el mismo momento en que muere Fortuny hijo. Es decir, algo al go que comenzó hace más de cien años en París y en Roma con Fortuny padre concluye al filo de los años cincuenta de nuestro siglo con Fortuny hijo, que todavía llega a hacer, aunque no aparezca en los títulos de crédito, un vestuario para la adaptación de Otelo filmada por Orson Welles. Sabemos concretamente qué trajes se utilizaron: están fotografiados, y yo he llegado a ver alguno. Orson Welles prepara Otelo, y visita a Fortuny en Venecia, En aquel momento, Fortuny hijo ya es un hombre muy anciano que no tardará en morir. Le quedan pocos meses de vida, pero todavía llega a darle vestuario. Otelo se rueda en condiciones muy precarias, con muy poco dinero, en diferentes países... El rodaje de Otelo es toda una historia: rodado en parte en África del norte, hay un asesinato que se rodó en unos baños turcos porque no tenían t enían dinero para  pagar los trajes de los actores. Es una situación absurda. Pues bien, en esta situación tan absurda en la que la industria cinematográfica no había confiado en Orson Welles, él, pese a todo, decide visitar a Fortuny para encargarle el vestuario. Eso no es casual— Eso significa, aparte del hecho de que Orson Welles era una persona con mucha cultura, que la reputación de Fortuny era extraordinaria. Ahora Fortuny ha dejado de ser una persona. Fortuny se ha convertido en una denominación comercial, una marca, en el mejor sentido de la palabra. Es decir, todavía ahora en determinados folletos de algunos hoteles destinados a la clientela norteamericana —hablo de hoteles de lujo de Venecia, por ejemplo, aunque no sólo de Venecia— se menciona que en el hotel hay tapices de Fortuny. Evidentemente son tapices de Fortuny hijo, inspirados en modelos venecianos o en modelos orientalizantes (en ambos casos de acuerdo con la estética que podía haber adoptado de su  padre), que llegan llegan a ser una marca marca tan conocida que aún hoy en día sigue existiendo existiendo en Nueva York. En Madison Avenue hay una tienda Fortuny, y se siguen fabricando esas telas de Fortuny, pero ya no con terciopelo de seda sino con terciopelo de algodón, porque el terciopelo de seda es extraordinariamente caro. Pero, como digo, esta marca llega a ser tan conocida que en el momento de rodar una película de ambiente veneciano Orson Welles visita a Fortuny. Y Fortuny es un hombre muy anciano, pero lo recibe, y todavía le da ropa. Así pues, se ha producido un fenómeno curioso, Todo este mundo que comienza como manifestación sublimada, estilizadísima, muy refinada, de lo que hoy en día denominamos arte  pompier, este mundo que pasa de una manera fugaz por una etapa final de Fortuny padre en Portici en la que se acerca a la pura mancha, y eso queda truncado; este mundo que por un momento, a unos quince años de la generación siguiente, le parece a Marie Bashkirtseff que es un mundo de clasicismo intemporal, un mundo equiparable al de los maestros antiguos; este mundo, aparentemente olvidado después, no ha sido olvidado realmente, ha mantenido una vida subterránea. Ha tenido, aparte de su influencia más o menos secreta en algunos artistas (hemos citado el caso de Picasso y el de Dalí; hay más); además de eso, este mundo ha tenido a través de Fortuny hijo, a través de sus contactos con Proust y a través de su prolongación en el ambiente de la aristocracia, de la alta burguesía y en el ambiente cinematográfico, tanto en la vida privada de los artistas de Hollywood, principalmente, como en el ambiente escenográfico, o la misma escenografía

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de determinadas representaciones teatrales, y finalmente en el vestuario de una película importante, el Otelo de Orson Welles, entre otros ejemplos, una continuación. Se produce así un fenómeno curioso de la historia del arte, que es la perpetuación de algo que está por debajo de una escuela determinada, aunque nos parezca una manifestación de esa escuela: ese imaginario que está en la raíz de todo, y su perpetuación a lo largo de un espacio de tiempo que alcanza, en la práctica, un siglo. Es decir, desde poco después de mediados del siglo XIX hasta la mitad del XX se produce esa transmisión que pasa por algunos de los centros de la creación artística esenciales de ese tiempo, es decir, pasa por el núcleo de Téophile Gautier, que en aquel momento representa el gusto artístico más refinado de París; pasa después por una generación ahora olvidada, pero en aquel tiempo esencial como era la generación de Bastin Lepage; es aparentemente aparentemente postergado, pero pasa también  por la formación del gusto del joven Picasso Picasso y del joven Dalí, en algunos sentidos; sentidos; llega con Proust, sin competir con los impresionistas, a situarse en un terreno paralelo y a conseguir otra forma de estima no inferior a la que podía sentir por los impresionistas, sino simplemente distinta, de otro signo cualitativo; y llega al mundo cinematográfico, es decir, a los medios de comunicación de masas. Las pinturas de Fortuny padre tienen muchas veces algo de escenografía. Fortuny hijo, aunque también pinte, hace directamente escenografía, ya sea escenografía en sentido estricto, va sea escenografía en el sentido de convertir en escenográfica la vida cotidiana. Así es como bien a través de las artes puras, en su sentido habitual, bien a través de las artes aplicadas, ese imaginario que inicialmente parecía una manifestación, quizá más lograda que otras, quizá especialmente exquisita y turbadora por algunas implicaciones no siempre lo suficientemente estudiadas, pero a fin de cuentas una manifestación del gusto de un momento determinado, sobrepasa el marco de ese gusto. Y esto sólo significa una cosa. No significa simplemente que Fortuny hijo sintiera una especial devoción por su padre. Está claro que la sentía. Pero significa también algo más. La energía creadora, el poder de imaginación de Fortuny padre proyectado en su obra y en lo que la obra  permite entrever, y también en su vida personal y en su interés como coleccionista, es lo me tiene una onda expansiva lo suficientemente fuerte, suficientemente poderosa como para materializar una continuación póstuma, que es algo casi insólito, poco frecuente en la historia del arte, pasando por las artes aplicadas, pasando por disciplinas inexistentes en aquellos momentos, como podía ser la cinematografía. Es decir, el imaginario de Fortuny, nacido a la sombra de Meissonier, se convierte a la postre y después de muchas revueltas, en algo que puede pasar bajo la sombra de Picasso, Pi casso, bajo la sombra de Proust y llegar a la sombra de Orson Welles. En cierto modo, así es como ha superado las marcas de pintura de la época. No se ha convertido en un maestro a la manera de Carreño o Velázquez. No: se ha convertido en otra cosa, se ha convertido en cierto modo en un pionero de ciertas formas de transmisión de mundos artísticos que no son tributarios de una escuela determinada sino de la proyección de una personalidad. En este sentido, Fortuny, ahora hablo de Fortuny padre pero podemos aplicarlo a toda la dinastía Fortuny, es uno de los primeros síntomas de la modernidad.

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EL JARDÍN DE LOS GUERREROS 1

La terraza está desnuda y poblada a un tiempo; es el reino oscuro de la piedra. Hemos subido allí en el cenit de un verano calcinador, cuando el aire espeso y blanquecino zumba, por los bulevares, con chirrido de clarín enronquecido, por encima del bullicio de las carcasas candentes del paseo de Gracia, que profanan la luz y los metales. El asaeteo del sol nos acosa; la terraza sube y baja, serpentea o propone proyectos de laberintos petrificados, con dulzuras de cerámica que suaviza los ojos, para encararnos de repente con las estatuas que nos espían. No ha sido concebida como vivienda ni pide exactamente exactamente la contemplación; es, por naturaleza, territorio ajeno. Podemos pensar que, en este momento de inclemencia solar, lo que obsesivamente a un tiempo nos fascina, nos rechaza y nos lastima el sentido es la claridad excepcional, despiadada, sin rendijas ni refugios. Cada arista, con calor de fragua, se nos niega al tacto y a la piel y nos hechiza la mente. Emborrachados de piedra y pedrería, abdicamos del pensamiento; ciegos de tanta visión, renunciamos a expandir la mirada. La terraza, yerma de cualquier vida que no sea la propia, sólo tolera que existamos en ella de acuerdo con la ley arisca de los volúmenes peñascosos. Es el jardín de los guerreros. Al anochecer, una franja de luz lila ha aclarado en la disolución la lanzada solar. Todo claudica: carrocerías, follajes, anuncios eléctricos, absorbido todo por un espacio nulo sin sonidos ni estallidos. Es la hora muda de las alturas. A pleno día, torvos, los guerreros nos cercaban velando sus armas; al atardecer, solemnes, inician su cruzada de espacios. La gesta de los paladines, en un cielo megalítico, postula un espacio móvil y prismático, como una ilusión óptica en metamorfosis. Por esencia, el arte inmoviliza formas en un momento de su devenir; aquí, sin embargo, todo es a la vez cuajado y huidizo, y el acontecer se rehace, a cada cambio de luz, con estas criaturas intangibles y ceremoniosas. En la acometida paralizada, los ojos vacíos son patéticos, el torso es poderoso, la cara es una negación de cara. Bajo el cucurucho de claridad naranja del crepúsculo de verano, o bien en el latigazo de escarcha y granizo que aventa el invierno, o, aun, en la violencia ferruginosa de los aguaceros del otoño nimbado de azufre, o quizá en el ensayo de luz blanca de las mañanas de  primavera —cuando el cielo es «clar e bell» como lo veían los ojos de Tirant lo Blanc, o, en una  playa de Levante, el patrón de la «gran nau» que recuerdan los versos de Ausias March: un cielo  primigenio, medieval, arquetípico—, los guerreros de Gaudí, en la ceguera de las órbitas vacías, vislumbran un Más Allá que es su ámbito de existencia. No es ningún país de hechicería evaporada, ni una Arcadia amable de colinas: nos conmina, adusto, a acatar el imperio astral de la roca. Por un recodo, debajo de un pámpano qué purpúrea, nos tropezamos con una zona de gesticulaciones volcánicas y violáceas. En la desnudez del crepúsculo, los guerreros que montan guardia son todos un único gesto. Los hay solitarios, soberbios en la arrogancia mineral del cuerpo detenido en una solidificación que parece efímera, al acecho del movimiento; hay otros, alineados en grupo, que les sirven de séquito. El signo es unívoco: estamos en un espacio ritual y extraterrestre. Estamos, pues, en el espacio de lo sagrado sideral. Para Mircea Eliade, lo sagrado es una parte constitutiva de la percepción humana, tan ineludible y tan inmediata como el sentido de la orientación; pero, justamente, en la terraza gaudiniana, captamos lo sagrado en el acto mismo de 1

Gaudí El jardí dels guerrers. Una visió poètica de la terrassa de la Pedrera de Gaudí Textos de Pere Gimferrer, Victòria Cirlot, Josep M. Subirachs. Fotografías de Manel Armengol. Barcelona. Fundació Caixa de Catalunya, 1987,  pp. 9-11 (La descripción de la fachada de la Pedrera es evidentemente anterior a la limpieza que le ha devuelto actualmente el color primigenio, al desennegrecerla.)

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intentar orientarnos. El espacio, disparado aquí y allá, en la lámina de luz del sol que rebota o bien en la superficie callada del fulgor de las estrellas, se convierte en la pista de vuelo de la percepción, en este redil venteado y pétreo. p étreo. La terraza de Gaudí es un campo de batalla. Los guerreros del jardín rocoso son los campeones totémicos de una alta liza de la mente y los sentidos. Lo qué allí se debate es el enigma del mundo visible, que las presencias plásticas formulan en un diálogo icónico. Dicen, con su puro ser en el espacio externo, el espacio interno de lo nunca dicho. Porque nos estallan en los ojos, nos deslumbran y nos tempestean los sentidos. El descubrimiento de la terraza equivale a una anagnórisis: en la superficie opaca de la cabeza de los guerreros sin rostro, vemos nuestra cara, grabada con rasgos imborrables. Piedra calcárea, cristal, mosaicos rotos, fragmentos de placa de mármol: a trozos, rayados por el  poniente, los exvotos del mundo material se convierten en idea pura al abrigo de una forma suprema. Eran objetos y ahora son obra. Eran inanimados y ahora los habita una vida hosca que nos  busca, nos acecha acecha y nos rodea, porque, como le gustó recordar a Ezra Pound, «la piedra presiente la forma que el escultor le da». En el espacio gaudiniano, los reinos de la naturaleza se desmoronan en un crisol. El mineral se vuelve vegetal, bajo la obsesión muelle de la curvatura, y puede que lo humano se vuelve mineral en la misma corriente secreta. Ese territorio incierto, siempre en transición de un reino a otro, no es, sin embargo, en sí mismo, inseguro, sino sólo intrínsecamente mudable; su esencia reside en la inestabilidad de la apariencia. El trasfondo de la entidad estética de la terraza gaudiniana es, pues, el devenir. Podemos tener de ello un atisbo momentáneo, que será una adquisición del conocimiento: en efecto, la terraza sólo se nos muestra en tanto que captada o percibida como itinerario hecho de apariencias mudables, que llenan cada instante sucesivo, en el vendaval de la aprehensión fenoménica, y configuran un recorrido semejante al que, por tradición jamás del todo comprobada, tendemos a creer qué hacían los que eran iniciados en los misterios de Eleusis. Nada aquí, sin embargo, de oscuro ni impreciso: la iniciación y el misterio son descifrados por las claridades nocturnas o solares del aire libre, en cacerías de luz por el firmamento. No por ello, de todos modos, deja de haber allí misterio e iniciación. La terraza de Gaudí tunda un espacio que hay que descifrar al pisarla, en un proceso espontáneo de descodificación ambulatoria de un sistema de signos visivos. Así es como el mero acto de transitar por esta terraza se convierte en lo que Joan Brossa denomina una «acción-espectáculo», jamás no idéntica a sí misma, jamás no reiterada, jamás bien recogida en un haz de experiencia adquirida, convertida en poso definitivo. Todo allí es siempre  provisional, a punto de convertirse en otra cosa. La terraza de Gaudí es la estancia del ser en un mundo material elevado a repertorio de imágenes simbólicas. La piedra —clara y ardiente, áspera o suave— se convierte en una vasta metáfora del conocimiento: electuario del color y la forma destilados en un alambique, teatro de la luz y de los menhires guerreadores. Por fuera, no obstante, el edificio se ha convertido —dada la acción del tiempo y la suciedad en la porosidad de la piedra, que Gaudí no rechazaba, aunque no pudiera prever rigurosamente cada detalle— en una alternancia de  blancos y de negros, o, para ser más exactos, una superficie fundamentalmente fundamentalmente hinchada en cuanto al volumen y oscurecida en cuanto al color, que se encuentra encabezada por un desfile de figuras de un blanco vistoso que invaden el cielo. La sensación es de extrema movilidad y de impulso ascensional: todo invita al ojo a no reposar, a trepar por las curvas de la piedra calcárea oscurecida, y a ensalzarse hacia la monumentalidad de las figuras blancas de las alturas. Así es como la terraza, que hasta ahora hemos visto como obra autónoma —y lo es, sin duda, porque en el mundo de Gaudí cualquier espacio plástico posee su cohesión específica, independiente del posible espectador—, tiene una suprema existencia exterior en el ámbito urbano, del cual todo el edificio es una transgresión, basada íntegramente en la paradoja, ya que, por una  parte, hace modelable el mineral como si se tratara de barro amasado, y, por otra, sugiere, en la fachada, unos soportes de piedra completamente ilusorios. En efecto: la impresión, el primer vistazo, nos entregan un zigzag aparente de ligereza difícilmente conquistada y posible sólo por unas bases, aunque visibles, muy sólidas, y eso hasta el punto de que, por ejemplo, Mario Soldati (en una novela muy reciente: el  Paseo de Gracia, 1987) cree que la Pedrera es una construcción

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granítica. Muy al contrario, la Pedrera no es una edificación vertical que se sostiene haciendo descansar el peso en la parte inferior visible en la fachada, sino un edificio expandido hacia fuera desde un núcleo irradiador interno que le asegura el equilibrio —y que se encuentra en el lugar más recóndito: en la cochera—, aunque concebido de tal modo que sugiera que la inestabilidad rizada de la superficie externa tiene su contrapeso en unos bajos que evocan las patas de una enorme bestia  prehistórica. De hecho, sin s in embargo, el corazón de la Pedrera, el recinto secreto que la sostiene, es subterráneo y umbrío: núcleo nodal y, a la vez, cámara de lo oculto, de lo sagrado telúrico, que encuentra la respuesta en lo sagrado estelar de la terraza. Captamos aquí la ley esencial del edificio: proyectado hacia fuera, se recoge sobre sí mismo en la cochera se cubre con la aldea escultórica de la terraza, que, con sus grandes volúmenes increpatorios, contrapesa el dominio claustral donde residen los verdaderos soportes de la fábrica. Así pues, toda la fachada, recorrida por una especie de escalofrío que traza arabescos en la piedra, es en cierto modo una postulación —por una ley compensatoria parecida a la que encontramos en las pinturas de loan Miró— de la terraza desde la cochera, o sea, de lo celeste desde lo subterráneo,  pues la existencia de la terraza presupone la de la cochera y quizá una y otra son metáforas intercambiables, entre las cuales la fachada sería, conceptualmente, conceptualmente, un lugar de tránsito, proyección de esa dinámica secreta. A Fin de cuentas, el rechazo de lo estático es aquí lo más definitorio, y resulta muy propio del gusto por la paradoja que preside toda la obra el hecho de que los guerreros de la terraza t erraza —llamados simplemente «ventiladores» por Gaudí— exhiban de entrada una inmovilidad total y turbadora y se conviertan en móviles sólo porque es mudable el fondo contra el que se recortan y lo es también la  perspectiva del espectador, tanto si se encuentra en la terraza como si mira desde la calle. De la misma manera que Gaudí ha dejado que el tiempo complete la contraposición entre blancura y oscuridad que rige las relaciones de la terraza con la fachada, también ha querido que sean la naturaleza, por una parte, y la contemplación ambulatoria del espectador, por otra, los factores que sustraigan la población escultórica de la terraza a la inmovilidad. Nadie salvo el arquitecto podía hacer móvil la línea de la fachada; en cambio, bastaba con dar a los guerreros de la terraza los contornos y la distribución adecuados para saber que el ciclo en constante transformación y el itinerario físico o visual del espectador darían el último toque de movimiento a esas figuras. Todos nosotros, en lo alto de la Pedrera, tenemos la mirada de Pigmalión. Lo que vemos en la terraza es, al fin y al cabo, una imagen de la operación estética gaudiniana.  No nos gusta como una una bagatela del barroco, barroco, o un jardín de grotescos grotescos al estilo de Bomarzo, ni como un laberinto a la manera de un jardín placentero; sobrecogedor, nos evoca lo sagrado primigenio. Convierte en piedra la alucinación y convierte en alucinación la piedra. Una luz maravillada y terrorífica nos muestra, con esas caras sin facciones, no sólo los rasgos de nuestra fisonomía, sino también el verdadero rostro del arte, revelador de lo desconocido que se hace perceptible sólo  porque lo suscita la obra. El arte es conocimiento de lo l o que no sería comprensible ni formulable en otro lenguaje: los guerreros del jardín gaudiniano enuncian, lacónicos, el enigma conciso y perenne de la apariencia huidiza. Con resplandores de claridad evanescente, o bien en una oscuridad humedecida por el estallido selenita, los campeones de la terraza tienen el destino del hombre en el mundo, tributario de la oscuridad y de la muerte que reverbera como la luz del crepúsculo.

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MIRAR MIRÓ1

Conocí a Miró en persona en un marco gaudiniano, en un marco de Gaudí. Fue en el Parque Güell, concretamente en las escaleras del Parque Güell, en aquella especie de dragón de cerámica, con Antoni Tàpies, la noche que se daba la cena de inauguración de la galería Maeght de Barcelona, en el año 1973, si no me engaña la memoria. Es algo episódico, pero como tiene relación inmediata con Gaudí valía la pena decirlo ahora. También es significativo que fuera precisamente Tàpies quien me lo presentara. Había hablado de Miró con mucha gente, con el propio Tàpies, con Brossa,  pero lo conocí conocí físicamente en el año año 1973. Hecha esta primera aclaración, tiene interés explicar los principales contactos, digamos de colaboración, en cierto grado, que he tenido con Miró, en la medida en que ilustran el funcionamiento práctico de su poética. Bien, dejando a un lado algunos textos de catálogo que redacté, he tenido contactos con Miró fundamentalmente por tres motivos: para un libro llamado  Lapidad,  para el  Miró, colpir sense nafrar y para  Las raíces de Miró. Colpir sense nafrar (en castellano: Miró y su mundo) lo escribí sin haber tenido conversaciones previas, mientras que en el raíce s caso de  Lapidan y  Las raíces de Miró, sí las luye. Por tanto, me centraré en  Lapidari y Las raíces de Miró, que son dos libros muy diferentes. Si no me engaña la memoria,  Lapidari es el último libro de bibliófilo de Miró. El último libro ilustrado que llegó a publicar. Salió publicado muy tardíamente, en el año 1981, dos años antes de su muerte, y como su salud era más frágil, no firmó cada grabado, sino únicamente el colofón. Mi tarea consistió fundamentalmente en decidir qué fragmento de texto tenía que combinarse según el orden de los colores, qué color era el dominante en cada uno de los casos, de los que fueran coloreados —no de las páginas en negro, porque éstas no ofrecían dudas—, y elegir la piedra que más conviniera al tono dominante. Había más de un color, y no eran tan fáciles de definir como el rojo o el blanco. Eran colores muy elaborados, y la parte más compleja consistió en decidir qué color era más importante en el grabado en color y qué color era más importante en el texto de los colores. El texto mencionaba diferentes colores y en eso me ayudó mucho mi mujer. Yo tenía muchas dudas sobre cuál sería el más preciso. Mientras tanto, llegó el momento, antes de articular breves fragmentos del texto, de montar la secuencia de modo que tuviera una correlación con la secuencia mironiana. Y después, una vez elegido esto y dado el visto bueno, Farreras tuvo la idea de que, además, hubiera una especie de frontispicio con un poema mío, que publiqué inicialmente como frontispicio de aquel libro, y que mucho más adelante apareció como poema inicial de mi libro  El vendaval, en el año 1988. Pero eso fue más tarde, aunque explica que en ese poema se hable tanto de piedras preciosas y de piedras mágicas. Hasta aquí todo parece una exposición un poco rudimentaria, pero creo que, en cualquier caso, ofrece una primera idea de la forma de trabajar y, por qué no, de la poética de Miró. Es decir, el dato inicial eran unos grabados en negro, la respuesta inmediata, al afrontarlo, la tuvo el color. Cuanto más en negro eran, más diferentes tenían que ser los colores, más variados y elaborados. Todo ello tenía una relación muy directa con cosas primigenias y naturales y con unas raíces catalanas muy claras. La idea de Miró era acercarse a Ramon Llull, yo le sugerí trabajos mediante un lapidario igualmente válido en la medida en que, como Llull, trata de relaciones de elementos telúricos con elementos cósmicos. Y esta idea de Miró no se expresaba, ni en aquel ni en ningún otro caso, con conceptos. Se expresaba con el gesto, el signo, o con el dato plástico. Es decir, toda 1

 Conferencia del 4 de mayo de 1993 dentro del ciclo «Joan Miró, els seus amics 1 el seo món» para la Fundación Cauca de Catalunya

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su poética, si la reducimos a una sola cosa, consiste en crear un lenguaje propio como lenguaje verbal habitual. Es una forma de describir el mundo, y ni que decir tiene que cualquier palabra tiene un valor muy convencional que sirve para designar un objeto. Hay un poema de Brossa, un ejemplo muy claro de la órbita mironiana, que dice: «Taula: no em refereixo al nom / sinó a allò que designa / Taula: no em refereixo a allò / que designa sinó al nom» («Mesa: no me refiero al nombre / sino a aquello que designa / Mesa: no me refiero a aquello / que designa sino al nombre»). En el caso de Miró, eso también vale, y de la misma manera que la  palabra «taula» es una convención para mencionar este objeto concreto que suele ser de madera y que sirve para comer, en el caso de Miró se nombran las cosas reduciéndolas a un sistema de signos  propio únicamente únicamente de Miró. Es la invención invención de un alfabeto, alfabeto, de un vocabulario vocabulario propio. En el caso concreto de  Lapidari, a partir del contraste entre el grabado en negro y el grabado en color, quería llegar a designar de una manera oblicua, pero inequívoca, la naturaleza de su posible dimensión mágica y cósmica. Bien, éste es el aspecto en que he llegado a estar más cerca de la tarea  propiamente de colaboración con Miró. Otro aspecto es el relativo a la investigación que hice para el libro  Las raíces de Miró.  No puedo explicarlo con la suficiente extensión porque duró unos cuantos años; pero, pese a ello, tal vez podría recordar su origen y unas cuantas cosas significativas de la noción de trabajo. tr abajo.  Las raíces de Miró no es un trabajo exhaustivo, pero sí el más amplio que hasta ahora se ha hecho sobre los croquis y los esbozos preparatorios, y sobre el paso del croquis y del esbozo a la obra definitiva, tanto en la pintura, como en la cerámica, la escultura o el tapiz. La idea nació en noviembre de 1975 con el actual editor del libro, Manel de Muga, Miró y yo mismo. Visitamos los dos talleres de Miró, Son Abrines y Son Boter, nos mostró todo lo que hacía, y dio a entender claramente en su conversación que ya daba por supuesto que no todo quedaría acabado, que cuando él faltara aquello tenía que ser, como lo es actualmente, la muestra de un trabajo en marcha que había quedado en un momento determinado. Eso lo dijo de pasada y no de manera directa, pero la idea era perfectamente clara. Nos mostró, incluso, los trabajos que había hecho con algunas telas. Me comentaba cosas como: «Esta tela no me iba, esta tela no me iba.» Siempre decía «tela», le  pregunté por qué, y me contestó que en París había aprendido a decir toile y que entonces, aquí, siempre había dicho tela. Era poco frecuente. Al enseñarme algunas de las obras de arte que tenía, me llamaron la atención principalmente dos: una pintura de Tapies, de la etapa más matérica de los años cincuenta (la tenía en diagonal en el suelo, en una especie de  peldaño que había en el taller, y decía: «Esta tela la veo en el suelo, y así como al bies, porque con el tipo de materia que tiene queda bien así»), y otra pintura al óleo, mucho más tradicional desde el punto de vista técnico, pero no desde otro. Era del poeta surrealista Robert Desnos, muerto trágicamente durante la guerra mundial, y se trataba de una tela pictóricamente un  poco elemental, pero de una gran fuerza onírica, una especie de visión, una visión de un personaje fantasmagórico en la cabecera de una cama. En el curso de esta conversación, llevaba unas hojas, que todavía conservo, con cosas que me quería contar: entre ellas, cómo pintó  La masía. La pintaba primero en Montroig, recogió unas hierbas, las guardó en una caja, se las llevó a París, a la me Blomet, e iba pintando utilizando como modelo las hierbas que había arrancado y que tenía t enía en una cajita en el estudio de Paris. También me mostró, de repente, una serie de dibujos, blocs sobre todo, y diferentes cuadernos que pertenecían a su más extrema infancia. Eran cosas de 1901, cuando tenía ocho años, por ejemplo; cosas de los años 1901, 1902, 1903, etc. Había un libro de cuentos infantiles, que se llamaba Cuentos de la niñez,  pintarrajeados de un color como violeta; o había también unos primeros dibujos muy infantiles, firmados Joan Miró. Eran cosas de su infancia. Después había las en algunos casos ya eran más o vistas de Cornudella, menos copias de Modest Urgell, pero eso ya era más tardío. Me fue enseñando cosas y, poco a poco, el material fue creciendo. En aquel momento era muy abundante. En poco tiempo reunió una cantidad inmensa. En total son cerca de cinco mil, exactamente 4.656, 4.656, y lo donó todo a la Fundación Miró. La Fundació Miró tenía como nombre principal, entonces, el de Centre d'Estudis d'Art Contemporani, y además el de Joan Miró. Sin embargo, el nombre principal, que dibujó él mismo, y

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que todavía puede verse en el frontispicio, es CEAC. A partir de ahí, se me ocurrió la idea de hacer un estudio más amplio sobre esas obras aunque, de momento, lo único que la Fundació podía hacer era abrir una ficha de cada una de ellas, e identificar las que buenamente podía. Este trabajo inicial sirvió para hacer una primera exposición el año 1976, con algunos de los croquis identificados. En mi caso concreto, yo realicé una tarea diferente, que no vale la pena explicar en detalle, pero en la que intervino de una manera muy destacada Català-Roca, porque iba fotografiando las piezas que yo le encargaba, con fotos momentáneamente referenciales, en blanco y negro, para después poder trabajar yo con ellas en casa. Tenía que hacer fotos de referencia, después las comprobaba sobre el material y, una vez realizadas todas las tareas de verificación de que fui capaz, que no podían ser exhaustivas, tuve una serie de conversaciones con Joan Miró, en la  suite Miró del hotel Colón, de Barcelona. Esta parte de conversaciones era interesantísima, porque fueron muy extensas. Duraban toda la tarde y hasta la cena, y consistían en que yo le preguntaba por determinados detalles, o bien en algunos casos identificaciones o interpretaciones de algunas inscripciones o grafismos. Él me contestaba siempre, tenía una gran memoria. Una vez te instalabas en la lógica de su sistema de signos, en aquella especie de vocabulario personal que antes he citado, ya era mucho más fácil, dentro de ese ámbito, llegar con rapidez a conclusiones. En realidad, lo que había que hacer era conectar, no sólo con su forma de captar el mundo sensible y traducirlo a un sistema de signos —  como el de los ideogramas chinos, por ejemplo, pero más libre—, y que entonces sonaba como un idioma propio, sino, más genéricamente, adoptar una actitud abierta, con un espíritu que yo sólo he visto tan vivo en otra persona, que es Octavio Paz. El espíritu del grupo surrealista que rodeaba a André Breton en París los años veinte, treinta y  primeros cuarenta es muy característico de la vanguardia. Se basa, sobre todo, en una convicción expresada de forma implícita, pero totalmente inequívoca, en la poesía de Rimbaud. Es la convicción de que, por un lado, el arte puede llegar a ser un absoluto capaz de dar un sentido a la vida y toda una trascendencia exclusivamente artística y, por otra, esta acción no es algo que se  plantee como retórica sino que puede operar en el mundo tangible; es decir, puede tener consecuencias consecuencias morales, puede tener que ver con la forma como la l a gente vive. En el caso concreto de Rimbaud, la convicción del arte como un absoluto fracasó por unas serias razones biográficas que explican, en mi opinión, que, al ver que no alcanzaba la respuesta fulminante que el valor que concedía al arte le hacía esperar, Rimbaud abandonara la escritura, dejara de escribir, simplemente. Rimbaud, y lo digo de pasada para centrar el problema, aunque genialmente dotado, era al fin y al cabo un adolescente, una persona que escribió entre los quince y los veinte años. A aquella edad realizó un descubrimiento extraordinario, que es la base de todo el arte y la poesía moderna: la idea del absoluto artístico. En este caso, y poseyendo además unas condiciones absolutamente excepcionales, sería pedir demasiado que, encima, a esa edad de los años juveniles no creyera que un descubrimiento tan extraordinario, en unas condiciones que le permitían conseguirlo, no iba a tener una respuesta inmediata. Rimbaud creía que actuaría de una manera fulminante, como si fuera una píldora. Pero eso era imposible. Lo que había descubierto era muy importante, realmente importante, y actuaría sobre el mundo, pero no podía hacerlo de la noche a la mañana. Ningún lector que lo lea dejará de ser quien es y se convertirá en otra persona en cuestión de una hora, pero la impaciencia del adolescente, en el caso de Rimbaud, iba por ahí. Otro aspecto decisivo de Rimbaud es la idea de que las palabras actúan, por un lado, como objetos visuales en la página y, por otro, como sonidos; es decir, como sonoridad y como espacio, no por su contenido lógico sino por el simple hecho de ser un grupo de tipografía en un espacio  blanco de la página y un determinado tipo de sonoridad. Es decisivo porque desvincula la palabra  poética del sentido inmediato e, incluso, de la semántica, en buena medida, y la aproxima a la música y a la plástica. En este sentido toda la poética surrealista deriva del ejemplo de Rimbaud, y Miró es, según André Breton, el más surrealista de todos. De hecho, algunas de las ideas teóricas de Miró van por este camino: como cuando explica, por ejemplo, que lo importante es llegar al anonimato, que el arte importante siempre ha sido anónimo. La idea de la disgregación de la

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 personalidad individual individual —que, como ha explicado explicado Gabriel Ferrater Ferrater en el caso de Foix, tiene muchos  puntos de contacto con Miró— es la base de la poesía de Foix, la idea más anónima del arte anónimo, que lo hermana con el arte primitivo, con el arte románico, por ejemplo. Es como la fascinación que Picasso sentía por el arte africano. Miró decía también otra cosa interesante en el mismo sentido. Decía: «Para llegar a lo universal, tenemos que partir de lo local.» No olvidemos que Miró decía siempre que quería llegar a ser un catalán internacional. ¿Y qué quería decir catalán internacional? Para él era un nacionalismo «agresivo» en el sentido muy concreto de que su condición de catalán, y Cataluña en general, fueran algo conocido en todas partes. No, por consiguiente, un nacionalismo pasivo sino un nacionalismo que se dé a conocer. Eso lo tenía muy claro, y, de manera explícita, consideraba que cuanto más local llega a ser una cosa más universal puede llegar a ser. Y es cierto. Miró ponía el ejemplo clarísimo de las obras griegas, que tanto las literarias como las plásticas son anónimas, en gran  parte, o son obra de autores de los que sabemos muy poca cosa. De Homero no sabemos demasiadas cosas fiables; las que sabemos de Sófocles y Eurípides son escasas; de otros, apenas si sabemos su nombre, y muchas son completamente anónimas. Lo mismo podemos decir de la  plástica. Las obras griegas son profundamente locales, y eso es algo no tan fácil de ver. Ahora todo el mundo está acostumbrado a creer que Tebas, por ejemplo, es muy universal, porque todo el mundo conoce las tragedias tebanas. Pero, en realidad, si viéramos Tebas hoy en día nos parecería una aldea casi africana. Con una mirada actual, es una población minúscula, una cosa local. Por consiguiente, el anonimato y el arte local va aparecen en el arte griego. Y, más cerca de la época de Miró y de la nuestra, no hay nada más local que el teatro de Ibsen o Strindberg, que son  pequeñas cosas que ocurren en pequeñas ciudades nórdicas, escandinavas. escandinavas. Eso es especialmente especialmente claro en el caso de Ibsen, que analizado muy de cerca es un autor con mucho más genio literario,  pero tan local como el Guimerà más local. Lo que ocurre es que el localismo de Noruega se nos antoja menos local que otro de Cataluña. Pero es el mismo tipo de localismo. La única diferencia está en, como digo, un genio literario superior. Bien: esta poética, que se basa en el gesto de Rimbaud y que es el soporte de la experiencia surrealista, no es ninguna escuela literaria o artística, sino que es una moral, una manera de ver el mundo. El surrealismo no es, ni ha sido tampoco, ningún movimiento del cual nadie firmase manifiestos. Tenemos que recordar que los manifiestos surrealistas existentes son una obra personal del señor André Breton, que no pedía, ni podía pedir, la adhesión de nadie. El señor Breton firma un manifiesto del surrealismo por su cuenta, como obra suya (es un texto literario lit erario suyo), y quien quiere se adhiere. No es literatura, es una manera de entender la vida. En lo que tiene de más esencial, el surrealismo sigue la huella de Rimbaud. Por tanto, prescinde esencialmente del vínculo del pensamiento lógico, de la razón más estricta; y actúa tratando, a modo de objetos sonoros, plásticos, visuales, visuales, táctiles, si se tercia, todo lo l o que los demás tratan como conceptos. Eso que expuesto así parece muy abstracto es, por el contrario, muy concreto. En el caso de Miró, por ejemplo, quien conozca su obra reconoce rápidamente qué significa un signo que representa una mujer, pongamos por caso, que siempre suele ser una figura que tiene tres cabellos; sabe, por ejemplo, que un rectángulo que lleva las letras JOU, que es el comienzo de la palabra  journal, es por tanto un diario. En algunos casos, ni siquiera llega a poner JOU Pone simplemente unos signos que indican tipografía, y ya se sabe que aquello es un recorte de periódico, y así sucesivamente. Toda la obra de Miró se interpreta con mucha facilidad si se conoce su vocabulario. Por ejemplo, hay en ella unos pies bastante monumentales. Eso no es nuevo, la idea del pie monumental ya estaba en el arte manierista, ya estaba en Tintoretto y, en parte, en Miguel Ángel, pero allí no se veía tan claramente. Estaba también en los impresionistas, pero en esos casos eran distorsiones que operaban sobre un lenguaje que todavía seguía la forma de representar las figuras del arte tradicional. En el caso de Miró, Mi ró, la distorsión opera sobre un lenguaje que es totalmente nuevo, y por eso la distorsión es más visible. Entonces, el gesto de Miró consiste, sobre todo, en aportar las consecuencias más radicales en

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 pintura, y en eso no lo superó nadie. Toda esta poética surrealista era una propuesta de leer el mundo de otra manera. En las conversaciones que sosteníamos en el hotel Colón, el punto importante era establecerse desde el comienzo en este terreno. Había unos signos determinados, por ejemplo, lo que era la luna, lo que era el sol, lo que era la mujer, lo que eran las estrellas, lo que era el pie, la casa, una gota de agua, lo que era un personaje, porque el personaje también tenía su connotación, lo que eran determinados animales... En algunos casos, había una especie de argumento, generalmente explicado en el título. Los títulos no son nunca puramente literarios: son, como los títulos de los poemas de Foix, una indicación precisa de la materia de la obra, del tema. La gente tiene tendencia a creer que los títulos de Miró, que siempre están en francés, son una especie de poemas, como algo añadido. Y no tienen ese valor, sino que indican de una manera muy clara qué es lo que se propone explicar la tela. Una vez establecido el código, el diálogo con Miró era muy fácil, y la cosa más interesante era la extraordinaria rapidez de reflejos que tenía. Apenas hacía falta entrar en detalles. A la más pequeña insinuación, él ya se adelantaba al resultado. A excepción de unos pocos casos en los que podía tener alguna duda de memoria, que generalmente acababa resolviendo, su intuición era muy segura, incluso en el caso de algunas obras que yo no había conseguido encontrar, porque no estaban reproducidas en ningún catálogo disponible, ni siquiera en el mayor, el de Dupin. Había una obra,  por ejemplo, que Dupin no había conseguido reproducir y ni siquiera catalogar. Me decía: «Esta obra no está en el Dupin, perteneció a fulano, desapareció en un incendio»; o, por ejemplo: «Esta obra no ha sido catalogada por Dupin, no la l a ha visto, pero es una obra que pinté en tal época, que la compró, se la regalaron a mengano, etc.» Hasta las cosas más abruptas, más difíciles y duras de resolver, como por ejemplo la relación de los collages  preparatorios con las pinturas del año 1933, que es una relación muy remota, muy difícil de establecer, eran resueltas sin ningún tipo de duda  por Miró. Iba muy rápidamente a lo esencial. En algunos casos, casi ni hablábamos. Es decir, recuerdo que había, por ejemplo, un signo que era una escuadra, tenía la forma de una escuadra, y yo lo indicaba sin llegar ni a decir «escuadra», y entonces él me miraba y yo le decía: «Sí, esta escuadra...», y él me decía: «Eso es eso.» Y rápidamente, con los dedos, relacionaba una cosa con otra y me reconstruía la operación, digamos verbal, la operación lingüística de su propio idioma gracias a la cual la escuadra tenía un sentido determinado en la composición. Este sentido siempre era inmanente a la propia composición, no había que buscarlo fuera de ella. Rimbaud hacía trabajar las palabras en función, fundamentalmente, de su posición visual en la  página y de la relación de sonoridad, aunque después intervinieran otros factores, porque hay  poemas de Rimbaud que tienen posiciones ideológicas —los hay incluso sobre la revolución industrial, sobre el colonialismo, lo que sea— pero fundamentalmente trabajaba sobre esas materias. De la misma manera, Miró trabajaba fundamentalmente, como digo, con los volúmenes, con la situación de compensación entre un volumen dentro de otro y con ideas visuales, aunque en algunos casos tuviera otras connotaciones, porque incluso tiene pinturas con intención política, como La esperanza de un condenado a muerte y otras. Por ejemplo, entre muchas anotaciones, que llegan a ser miles, había una que decía en inglés up down, y unos signos. Le pregunté qué era, y me dio la respuesta más elemental, pero al mismo tiempo la más interesante. Up down es simplemente la indicación que él veía en el ascensor de su hotel en Nueva York, es decir, el botón que había que apretar para subir o bajar. Eso le dio la idea, inmediatamente, de una composición donde hubiera un arriba y un abajo: up down. En este caso, una palabra en inglés, porque salía de esa manera visual, Miró partía siempre de lo que él llamaba el choque, que era algo del mundo visible que le l e llamaba la atención. Lo respetaba tal como era, si era en inglés, o, en un caso excepcional, en castellano en la pintura el  signo de la muerte en la que era el idioma originario. En la tela, generalmente, lo acababa reconvirtiendo al francés.  signo de la muerte es muy interesante. En el croquis preparatorio de esta tela hay El caso de  El  signo una cruz, el número 133, y encima el  signo de la muerte. La tela es igual: además de otros elementos, está la cruz,  Le signe de la morí, en francés, y el número 133. Yo le pregunté por qué, y me explicó que paseando por el monte, cerca de Montroig, vio una roca, una piedra donde había el  signo de la muerte. número 133 y una cruz y, debajo, unas palabras en castellano, que no eran el  signo

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Era, según llegó a averiguar el propio Miró, parte de un código, de un lenguaje que utilizaba la gente que trabajaba en aquella montaña, guardias forestales o algo por el estilo, Dejaban una cruz, numeraban correlativamente, le tocaba el número 133, y le añadían unas palabras en castellano,  bien porque ellos fueran castellanos o bien porque era gente que no sabía escribir en catalán. Eso le  produjo aquel choque, porque el número 133, número como del Apocalipsis, que llama la atención, es una cifra extraña. La cruz también le sorprendió. Entonces, lo único que hizo fue sustituir las  signo de la muerte, muert e, que cuando  palabras castellanas, que debían de ser banales, por las palabras el  signo  pasó a la tela transformó en le signe de la mort. Habría hecho lo mismo, probablemente, con up down cuando lo hubiera hecho en tela, cosa que no tuvo tiempo de hacer. Por consiguiente, él partía siempre del choque, y ya desde muy pequeño. El choque inicial podía ser aquella ilustración de Cuentos de la niñez, donde estampó unos garabatos de color violeta, o los paisajes de Cornudella o las pinturas de su maestro inicial, Modest Urgell, que dejó una huella muy profunda en la obra de Miró, En los años setenta, todavía mantenía el proyecto de hacer un homenaje a Urgell, «Homenatge a Urgell», que se basaba en la línea del horizonte —típica de Urgell, que divide la tela en dos mitades, prácticamente iguales— y con unos elementos cromáticos que recordaran también el mundo de Urgell. Esa línea del horizonte fue muy utilizada por Miró y formaba, como digo, parte de un proyecto. Pero, más adelante, dejando de lado estas primeras referencias artísticas de Urgell o de Paseó, el choque ya sale del mundo que le rodea. Inicialmente, al comienzo de los años veinte, hasta la obra Tierra labrada sobre todo, todavía se mantiene una fase de los croquis en la que podemos ver el paso del dato del choque del mundo visible al lenguaje mironiano. Pero, después de Tierra labrada y, de manera más acentuada, a partir de los años treinta, Miró ya recibe el choque de fuera, y en el mismo croquis lo traduce a su lenguaje. Es decir, no existe un paso previo sino, directamente, el croquis ya es lenguaje mironiano y la pintura va es trasposición del croquis, mientras que antes había una etapa intermedia en la que el croquis todavía respondía un poco al mundo externo. Todo eso se acentúa en los últimos años de su vida. En los últimos decenios: para ser más exactos, en los años cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta. Cada vez más, Miró recurre a la dinámica de su propio lenguaje y genera la tela desde una  pequeña anotación, anotación, casi telegráfica, telegráfica, respecto a aquel aquel lenguaje, que le sirve de punto punto de partida. El choque, que ha tenido esa pequeña evolución, hasta llegar a ser totalmente autónomo, tiene una genuinidad inmediata, y produce otro choque en el espectador. Hacía lo que él decía «dar el golpe» (en francés lo llamaba le coup de poing,   el puñetazo), que significaba conseguir una respuesta, un impacto de choque en el espectador. Un tipo de aspiración que es en el fondo la de todos los surrealistas, la que tenía Rimbaud, Ri mbaud, por tanto. Es decir, conseguir un asentimiento a la obra de arte como tal, que vaya más allá de cualquier posible explicación lógica. La forma de conocimiento que debía darnos una obra de arte no tenía que depender de explicaciones de ningún tipo, sino que tenía que sustentarse en su capacidad expresiva inmediata. En definitiva, se trataba tr ataba de llegar, de la misma manera que él había experimentado un choque no formulable racionalmente, a conseguir que el espectador se convirtiera en el receptor de otro tipo de choque, y que fuera tan activo como él mismo. Es decir, el choque obliga a reaccionar, y su obra también debería obligar a hacerlo. Éste es el núcleo de lo que quería hacer Miró: no sólo operar una revolución en el arte, sino que viéramos las cosas de otra manera, que mirásemos como él, es decir,  Mirar Miró.

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ANTONI TAPIES Y LA PRÁCTICA DEL ARTE 1

prá ctica del arte es el hecho de La primera evidencia que podemos recoger de la lectura de  La práctica que Antoni Tàpies sabe mucho mejor que cualquiera de sus críticos —y con eso no quiero menospreciarlos: los ha tenido excelentes— cuáles son las implicaciones profundas de su arte. Esta evidencia denuncia, una vez más, el vicio, hoy tan frecuente, al que el propio Tàpies alude: «Ahora el crítico, sobre todo el universitario, convertido en megalómano, considera al creador como un tipo totalmente inconsciente, amodorrado, al que no sólo no deben pedírsele explicaciones, sino que todas las explicaciones que pueda dar tienen que ser totalmente puestas en cuarentena.» Esta  privilegización  —passez-moi le mot— de la crítica, y más en el caso de un artista cuyas obras  parecen, según el gusto gusto común, especialmente necesitadas necesitadas de explicación, explicación, ha creado en torno al arte de Tàpies una auténtica red de sistemas explicativos que, aunque con frecuencia puedan resultar esclarecedores, esclarecedores, también pueden resultar nocivos y condicionar la lectura de La práctica del arte. En definitiva, cuando un artista se explica con la claridad y lucidez con que lo hace Tápies, no habría actitud más mecanicista y paradójica que empecinarse en superponer a sus explicaciones los supuestos establecidos anteriormente por la crítica. Este vicio de lectura, consecuencia de la convicción, hoy tan extendida, de que es el critico, y no el artista, quien sabe todo lo que hay que saber, no es sino una de tantas falacias que tienen por objeto esterilizar el verdadero sentido de la obra de arte. Si sólo vale la explicación del crítico, prácticamente cualquier implicación revulsiva o simplemente incómoda de la obra puede quedar anulada a través de una reducción al limbo de los «valores plásticos» —hecho citado por Tàpies en lo que se refiere al caso de Picasso— o, peor aún, al purgatorio de las elucubraciones semiológicas de moda que menos tengan que ver con la auténtica carga subversiva y liberadora del arte y más con el lucimiento personal y el verbalismo insustancial. Así pues, si  La práctica del arte es un libro que se propone la defensa del arte, comencemos comencemos por caer en la cuenta de que, en primer lugar, hay ha y que defender el libro despojándonos despojándonos de cualquier opinión previa para poder leer, simplemente, lo que Tàpies ha escrito, que no tiene por qué ser, fatalmente, la confirmación de los propios prejuicios que más de un lector querría encontrar en él. Por tanto, ¿Tàpies contra sus críticos? No: sólo que, en el caso de un creador  consciente, la explicación que el propio artista proporcione de su obra pasará por delante de los esquemas conceptuales que anteriormente hayan podido establecer los críticos. Se me dirá que eso pertenece al catálogo de las verdades elementales. Se da el caso, sin embargo, de que si el libro de Tàpies tiene alguna función es precisamente la de hacernos descubrir las verdades elementales. Y, como siempre ocurre —en eso el Tàpies teórico y el Tàpies creador se identifican—, no hay nada tan contundente, tan subversivo y tan escandaloso como el retorno a las verdades primeras. Nada puede superar la evidencia, la sencillez, el recogimiento en sí mismos de los objetos privilegiados por Tàpies —paredes, bandejas, paja o madera—; nada tampoco puede superar su poder de liberación, su llamamiento a la revuelta. Es la misma serenidad lúcida, implacable e irrebatible que caracteriza a Tàpies como escritor. Basta con escuchar cómo, cuando de la l a crítica del realismo socialista —que Tàpies comparte con absoluta convicción— tantos han creído poder pasar, mediante una nueva coartada, a la frivolidad o al lío irresponsable, él reivindica «el sentido social de la obra de arte —  ahora omitido—», sin dejar de denunciar al mismo tiempo el esquematismo demagógico y el esteticismo pseudovanguardista. pseudovanguardista. 1

Serra d'Or, n.º 137 (febrero de 1971), pp. 41-42.

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La posición de Tàpies no puede ser más clara: «La obra a la que el pintor da forma emotiva tiene que estar estrechamente ligada con la ideología de las fuerzas progresistas.» E insiste: «El valor de una obra está precisamente en su sentido ideológico y en las opiniones sobre la vida y la sociedad que de ella se desprenden.» A eso se debe que Tàpies pueda manifestar: «Nunca he creído que el arte tenga unos valores intrínsecos. En sí no me parece nada. Lo importante es su papel de resorte... Su valor ha de ser medido por los resultados.» (La tranquila serenidad enunciativa de estas afirmaciones y su carga subversiva latente hacen pensar en el último últ imo Rimbaud, en el Ducasse de las  Poésies, en Antonin Artaud.) Así, el arte no tiene ni más ni menos valor que cualquier otro gesto humano («Para mí tiene mucho más valor cualquier gesto vital, aunque sea hacer un garabato en una pared, cuando este gesto está justificado por un hecho humano, que toda la pintura museística sin ningún nexo con nuestras vidas»). Esta desacralización del concepto usual de «obra» lleva a la conclusión de que vida y obra son un todo, y lo que importa es su poder de testimonio humano y su eficacia revulsiva (explicación, al mismo tiempo, de la fuerza de muchas obras del arte de vanguardia en las que la manipulación del artista con los materiales es casi inexistente, y que, pese a eso, actúan profundamente sobre nuestra sensibilidad). Tàpies subraya enérgica y repetidamente este hecho: «El artista», nos dice, «se nos mostrará no únicamente en la obra concreta, sino en todas sus actitudes humanas posibles, incluida la expresión verbal. Puede que su verdadera “obra” sea ese conjunto.» Y más adelante nos habla de «la concepción de la actividad artística como un com portamiento total en la vida», y sigue precisando: «Hoy, más que de obras materializadas, se trata casi de gestos y actitudes que, a veces, ni siquiera exigen un esfuerzo material, lo cual denotaría inmediatamente esclavitud o servidumbre.» Ante eso, ¿habrá que recordar cuán pobre y mediatizada está, precisamente por el control de los intereses más obvios del neocapitalismo, aquella «contestación» —patrocinada muchas veces por los mismos que antes propagaron la buena nueva del realismo socialista—que tiene como objetivo  principal convertir a los jóvenes en dóciles peones de la sociedad de d e consumo —sensatos expertos del diseño y del arte utilitario— haciéndoles creer, cínicamente, que esta actitud —que se da el caso de que representa el grado máximo de integración y de servidumbre— es para un artista la única garantía de progresismo? Ya sabemos cuál es la auténtica revuelta: Une  saison en enfer, el manifiesto Dada o Guernica nos lo dicen. La otra, la de los funcionarios del arte, sólo es un asunto de funcionarios. La misión del arte es la crítica del orden social y moral existente, y el replanteamiento de los problemas esenciales del hombre. Precisamente por eso el único auténtico arte progresista es el arte de vanguardia, porque es el único capaz de romper los hábitos inmunizadores del público (según el conocido principio de Breton: «La beauté sera convulsive ou ne sera pas»).

Así, Tápies puede escribir: «Si las formas no son capaces de herir la sociedad que las recibe, de irritarla, de llevarla a la meditación, de hacerle ver que está atrasada, si no son un revulsivo, no son una obra de arte auténtica... Cuando el gran público encuentra plena satisfacción en unas formas artísticas determinadas, es que estas formas ya han perdido toda su virulencia.» Y en otro pasaje: «Si la pintura actual no hiciera temblar o, por lo menos, no molestara a muchos, tendríamos que considerarnos fracasados.» De una manera semejante,  La práctica del arte  podrá molestar a todos aquellos que preferirían un Tàpies silencioso y dócil a cualquier reducción esquematizadora que desperdiciara su sentido revulsivo. He preferido dejar la palabra al propio Tàpies para evidenciar la lúcida firmeza de un libro que, en un mundo intelectual caracterizado por su atonía o su frívolo y suicida conformismo disfrazado,  por una vez dice las cosas por su nombre. No se trata de la habitual benevolencia hacia un escritor «no profesional» lo que hay que invocar en este caso —por otra parte, el estilo de Tàpies como escritor no puede ser más claro, enérgico y eficaz—, y menos aún la estupidez agresiva del crítico que perdona la vida al «creador instintivo». Cuando un hombre sabe exactamente lo que quiere decir y lo dice con las palabras justas, sólo puede ocurrir que, procedentes de un mundo donde todavía reina la lucidez, la búsqueda y el planteamiento directo de las cosas, sus palabras puedan sorprender tanto como sus obras, testimonios ambos de un mismo inconformismo esencial, en una sociedad intelectual que pactó hace tiempo con el más cínico conformismo: aquel que eligió la

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solución de rehuir la realidad haciéndonos creer que nos está hablando de ella. La evidencia física de las obras de Tàpies, su testimonio personal o la serena combatividad de sus escritos son, en  primer lugar, manifestación de una lucidez que condena a la vez los salvoconductos salvoconductos del sistema y  postula otra dimensión, más humana y, por tanto, más profunda, de la realidad. Y alterar nuestra visión de la realidad ¿no es por ventura la misión final del arte auténtico?

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LO REAL DE ANTONI TAPIES 1

Expulsados de la realidad de las obras, determinados prejuicios de la crítica tradicional han encontrado muchas veces su último reducto en una exégesis abusiva, que perpetúa, unilateralizando su sentido, los significados de la estética de ayer en las presuntas implicaciones atribuidas a las  producciones  producciones de vanguardia. Parece, por otra parte, que sólo pueda ser nuestro todo aquello que es más externamente luminoso (¡ni siquiera se atreven a decir «positivo»!) y diáfano: como si, desde Llull o el románico hasta Ribera o el Miró nocturno, lo desconocido y las regiones oscuras no fueran uno de los espacios poéticos más genuinos de nuestro temperamento. ¿Convendrá, una vez más, recordar que la esencia de la verdadera obra de arte reside en el hecho de constituir una forma de conocimiento y no, como tantos preferirían, un mero vehículo instrumental y didáctico? En libertad, disponibles, mediante bruscos resplandores y espacios parentéticos, las cosas hablan; se convierten, finalmente, en su propio signo. La obra de Tapies se sitúa en el vértice de ese proceso de liberación y de ascesis que, iniciado por los románticos y los simbolistas, se convertiría en el  problema decisivo del arte de este siglo. La atracción de lo sombrío, la presencia del recogimiento  —ceñudo, hostil o deslumbrador—, de lo que, externo al alcance del hombre, le plantea la cuestión decisiva de la realidad que va más allá del cercado de la conciencia individual o señala sus zonas ocultas u oscurecidas: éstos son los centros que mueven el trabajo de Tàpies. Lo visible se hace imagen, desensueño y alegoría de lo invisible; y, si la contemplación desvela la profundización, las iluminaciones y revelaciones repentinas desgarran el velo que nos separa de lo absoluto. Se habla con frecuencia de arte realista; mal empleado, este término alude a un realismo caricaturesco, el realismo de una concepción mutiladora del hombre, que lo reduce a anécdota trivial e ignora sus tensiones anímicas: en último término, un realismo al nivel de los cuadros históricos de batallas o las escenas de costumbres, bajo una formulación estética (o una aparente no formulación) sólo externamente diferente. El auténtico realismo no es sólo realismo: explica al mismo tiempo lo inmanente y lo trascendente, el juego de relaciones entre la faz oculta y la faz visible de la experiencia humana. Bruscos grafismos, huellas, oscuridades, severos emblemas enigmáticos, las obras de Tapies interrogan un único designio y un destino. Por la radicalidad de su planteamiento, esta indagación constituye —no tengo por qué recordarlo— un caso único y ejemplar en la historia del arte moderno, y no creo que sea arriesgado verla como la culminación de una vasta aventura que, iniciada a finales del siglo pasado, ha supuesto, en lo que se refiere a las relaciones entre el creador plástico y su materia, una transformación tan completa como la que Rimbaud o Mallarmé suscitaron en el terreno de la palabra poética. En su plenitud, la obra de Tàpies ha impuesto de manera suprema una nueva propuesta: sólo lo real puede ser sublime o terrorífico, pero teníamos que recuperar lo real auténtico, que acompaña o lo que se solía denominar lo fantástico. Recuperación y recognición: inmóvil, paralizada, febril o convulsa, la obra de Tapies nos muestra  —solemne, lóbrega o solar— aquella dimensión accesible únicamente al auténtico conocimiento  poético.

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 Texto para un folleto de la exposición de Antoni Tapies, «Obra gráfica original», del 23 de mayo al 8 de junio de 1973. Barcelona, Galeria AS, 1973.

 Pere Gimferrer 

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ANTONIO SAURA O LA VISIÓN VERTIGINOSA 1

Uno de los textos probablemente más conocidos de Antonio Saura —en aquel admirable estilo incandescente que después del estricto surrealismo histórico han sabido conservar, no sólo muy  pocos pintores, sino también muy pocos poetas— establecía la aproximación entre la forma del desnudo de mujer y la forma de la concha del caracol marino. La palabra castellana caracola le añade, además, otra dimensión: no tan sólo tiene, desde el punto de vista semántico, su propia vida en la tradición literaria, especialmente en la poética, sino que, al evocar caracol de manera inevitable, introduce, por alusión, una retícula que enlaza, en el imaginario pictórico, el mundo animado y el mundo inanimado, y, aun, el mundo animal y el mundo inanimado. Así pues, el desnudo de mujer es, por definición, una forma inestable, en transición, que se abre en desgarramientos rápidos y cambiantes hacia otras formas de las que es metáfora o emblema. En el desnudo de mujer, vemos pues a la vez el propio desnudo y las metamorfosis visionarias del desnudo. Las transformaciones de lo visible. Obsesionada, en un solo acto, por la representación y por la imposibilidad de representación estable, la pintura de Saura es, por tanto, pintura de Vidente, en el sentido literal y en el que le dio Rimbaud en el alba cenital de todas las vanguardias. Asediar el mundo visivo, cercarlo, intentar fijarlo, parece la vocación específica de este arte que, más que suplantar el fenómeno, se propone encararse con él. Pero ver el entorno es ver el vértigo de la apariencia: a cada visión genuina descubriremos un descenso en aquel  Maelström que fascinó a Poe y Baudelaire. Haciendo una descripción puramente externa, y, en rigor, no del todo inexacta, podríamos decir que Saura es  principalmente un pintor de retratos y de personajes. La corrosión y el correctivo que una caracterización de este tipo recibe de la mera contemplación de un grupo de obras de Saura no llega a invalidar, en absoluto, el sentido de los títulos de las obras o —más aún— series de obras del artista. Si vemos a Dora Maar, a Felipe II, a Goya o al perro de Goya, eso es, sin duda, lo que se nos  propone y no ningún escamoteo o subterfugio que volatilice la l a evidencia inquietante: no podemos ver ninguna de estas cosas (figuras, figuraciones) sólo una vez. La misión del pintor no consiste en hacernos creer en una cristalización del fenómeno, sino más bien en revelarnos su fiereza, el canibalismo con que a la vez amontona su sentido y se inmola, a la vista, en la transmigración o transustanciación transustanciación hacia otra fase. Tenemos que ver muchas veces, sin acabar de alcanzar nunca algo más que un atisbo, a Dora Maar, a Felipe II, a Goya o a cualquier personaje innominado (o, incluso, cuando se tercia, el rostro del propio Saura), y los tenemos que ver muchas veces precisamente  porque una sola visión, la visión, se hallará quizá en la vía unitiva del místico o en la inmovilidad, reseca, de catálogo de ciencias naturales, de las enciclopedias, pero no en el arte, en la medida que éste se propone por naturaleza revelar la verdadera realidad más allá de la l a apariencia. La pintura es un medio de expresión lo bastante poderoso y autónomo como para que la aventura del conocimiento, planteada en Saura sobre un  pattern  que evoca deliberadamente una gran tradición pictórica española —desde Velázquez y Sánchez Coello hasta Picasso, pasando naturalmente por Goya—, más que invalidar esa tradición, llegue a descubrir otra faz de la misma. En efecto, Saura opera, sobre el  pattern mencionado, un trabajo de radiografía semejante al que, en otro texto, indica que produce el examen de la foto en blanco y negro de una pintura en color: llegamos a ver el reverso de la escena pintada, la otra cara donde se anuda el dibujo del tapiz, el soporte arquetípico, el mito antes de cuajar en el avatar pictórico. Vemos, no lo que sus coetáneos veían en Velázquez, y quizá ni siquiera lo que Velázquez creía que pintaba, sino lo que Velázquez realmente pintó. Es una operación fecunda de relectura subversiva idéntica a la que los surrealistas 1

 Texto para el catálogo de la exposición de Antonio Sama, «Obra reciente», del 20 de diciembre de 1984 al 2 de marzó de 1985 Galería Maeght, 1985.

 Pere Gimferrer 

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aplicaron al arte y la poesía del  pasado, y que, una vez producida y explicitada, pasa a ser inseparable de la percepción que de ellos tenemos. Sólo hay un Nerval: el Nerval leído por los surrealistas. Ahora bien: ese Nerval es múltiple. múlt iple. Precisamente la paradoja mayor, y también la más fecunda, de la pintura de Saura reside en la contradictio in terminis a que le aboca su planteamiento. Sí, tenemos que ver muchas veces (porque verlos una sola vez no es posible) a Dora Maar, a Felipe II, a Goya o a cualquier otro personaje retratado; pero con la singularidad de que cada una de estas visiones generará una obra que, en sí misma, será ya un hecho plástico irrevocable, único, y capaz, por tanto, de generar a su vez otra serie de reacciones icónicas en cadena. Cada «retrato», cada visión, consigue la perennidad ambigua de la obra: insustituible, irreductible individualmente, fijada para siempre; polimorfa, sin embargo,  porque sólo es un incidente de una vasta y jamás concluida maniobra de asedio del mundo de las apariencias. Arte del espacio, la pintura de Saura no ignora el tiempo. Una obra concreta viye en un ámbito atemporal y absoluto; pero se convierte al mismo tiempo en parte de una secuencia temporal más extensa. No hemos visto a Dora Maar, a Felipe II o a Goya, sino un momento de su visión posible. Esa visión no está ni descompuesta prismáticamente en secuencias temporales simultáneas, como en el nihilismo de desconstrucción  poscubista de Duchamp, ni meramente entregada al encarnizamiento del puro expresionismo o al «azar objetivo» de lo mediúmico, aunque todas estas  posibilidades formen parte parte del horizonte de trabajo exploratorio exploratorio conquistado por Saura; la serialidad en que se establece la visión sauriana alcanza, sin embargo, un efecto crítico acumulativo del que, en esta exposición barcelonesa, es un excelente ejemplo la aglomeración de paletas con emblematizaciones de los grandes temas del pintor, verdadera imagen, en un registro diferente, de la investigación llevada a cabo en el ciclo de los quince retratos imaginarios o bien en las variaciones sobre la mujer picassiana del sombrero azul.  No solamente ningún momento de ninguna serie ni ninguna serie respecto a otra son equivalentes o intercambiables, sino que difícilmente se ve que Saura pueda darlas nunca por cerradas. De todos modos, hay una cosa cierta: esas masas, escenas o retratos son percibidas  prácticamente siempre como representaciones representaciones de una cara, pese a que en ellas no encontremos nunca ninguna cara realmente retratada. Más aún: son percibidas como retratos, o intentos de retratos, de una misma y única cara jamás plasmada (retratos de la no-cara, de la ausencia de cara; o retratos del no-retrato) que, elidida, se convierte en último término para nosotros en perturbadora  precisamente porque porque la persistencia nos lleva a ver en en ella tanto un autorretrato, aunque sólo sea sea por antítesis, del pintor (incluso cuando este carácter permanece en algunos sentidos explícitamente excluido) como un espejo, a la manera de un Velázquez glotonamente puntiagudo, que devora al  público, chupándolo por mera absorción hacia el espacio pictórico, y lo enfrenta al hecho de que el espectador no tiene ninguna cara fija o fijable y no puede verse a sí mismo. La visión pictórica se convierte en visión del vértigo, visión vertiginosa como el ojo del remolino, en el fondo del  gouffre  baudelairiano. Es el inabarcable retrato de la noción del retrato, noción evanescente, evanescente, desde el momento en que ya no es posible retratar nada. Por caminos diferentes, hemos llegado, no ya al desmenuzamiento desmenuzamiento —como en Picasso— de la idea (¿neoplatónica?) de la cara, sino —como en Max Ernst— a la desaparición de la cara, sobre el fondo de la duda respecto a la propia identidad. La reflexión sobre el retrato es una reflexión sobre nosotros; la cara que no podemos retratar se convierte en nuestra cara. Una parte importante de la obra total de Saura, y una parte importante de la exposición actual, se singulariza por el soporte: papel, en contraposición a la tela. Esta diferencia de soporte también es una diferencia de acento, de tonalidad. Las obras sobre papel aquí expuestas parecen mostrar un acercamiento más preciso al punto de vista de un imposible o no postulable ideal retratístico, a la vez que una concentración cromática —grisàceos, negruzcos— que da un resultado afín, en ocasiones, al tratamiento quemado de un negativo fotográfico. Pero esa fotografía, ese retrato en carbonización, pese a sugerir ciertamente un personaje (o, para ser s er más exactos, una «persona» en el sentido etimológico: una máscara de tragedia arcaica y ritual), lo hace en un nivel patético, de  pesadilla simiesca, que neutraliza la aparente ganancia de precisión. El retrato parece más preciso

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 porque realmente no es un retrato: es una alucinación. Las telas pueden hacer pensar, a primera vista, en una ampliación de los términos del problema. No están, sin embargo, fuera de las necesidades específicas del procedimiento y del soporte elegido, de naturaleza diversa, en cuanto a su intención última, de las obras sobre papel. El cromatismo, que allí parece más vistoso, no tarda en revelar los límites dentro del que de forma voluntaria lo mantiene el pintor: un texto del propio Saura comenta que la serie de veintisiete telas sobre Dora Maar ha sido realizada sólo con cuatro colores, pese a que las posibilidades, vastísimas, de esta combinatoria no hayan sido, ni mucho menos, agotadas, porque, más que a expandirlas, el trabajo de Saura se ha orientado a reducir su estallido, a impedir sus contagios o desplazamientos, a encerrar y distribuir cada color en el campo de actividad que le corresponde. Con unos ojos enormes, tocadas con cabellos oscuros, estas cabezas tristes y oscurecidas, de un ocre mortecino o tostado, están tan solas, en la tela, como nosotros delante de la tela, convertida en un espejo deformante de barraca de feria, en un palacio convertido en almacén o hangar lleno de hollín donde los ceremoniales de arte y cortesanía de otra época nos devuelven, rebotando, una imagen contorsionada o alargada de nuestra propia ritualidad cotidiana. En su versión más compulsiva, la intención de Saura se evidencia en la serie de veinte dibujos a la tinta del ciclo de Dora Maar, realizados en una sola noche, en los cuales la voluntad sistemàtica y frenética de atacar el personaje-totem denota una furia lúcida que recuerda la que ponía un Joan Miró en reinventar indefinidamente nuevas elaboraciones/destrucciones elaboraciones/destrucciones de figuras como la l a bailarina española o escenas como la comida de los granjeros. Pero la semejanza se detiene en esta voluntad inicial, heredera en ambos casos del espíritu surrealista. La representación sauriana no fija la base ideogramática para las telas, sino que es más bien su contrapunto, una alternativa paralela, en un  plano diferente; los veinte dibujos son autónomos, no preparatorios. preparatorios. Así es como en las telas parece que llegaremos a olvidar fácilmente el dibujo, de la misma manera que olvidamos —la comparación es del propio Saura— la osamenta debajo de la carne. ¿Qué tiene de invariable, a lo largo de veintisiete telas, Dora Maar? Sin duda, no los elementos erráticos del esqueleto esbozado por los dibujos, sino unos mucho más estrictamente pictóricos y fijos, que son, aproximadamente, los que  presentaba el punto de partida, la mujer del sombrero azul de Picasso. En efecto, la Dora Maar de Saura es una cara (nunca vista; de hecho, sólo unos ojos en un arrebato de color movedizo en solidificación magmático, y una cabellera que revolotea, tiesa como si hiera de sílex) oscilando entre el ser y el no ser en el campo cerrado de torneo visual que le determinan, arriba, el sombrero, no azul sino negro, y, abajo, el tronco o base, negro también. Así pues, en este segmento de espacio Dora Maar ha adquirido su estructura iconográfica esencial, que sólo podrá variar en matices de detalle y de forma ocasional: en algunos cuadros, por ejemplo, ni los ojos llegan a ser casi reconocibles, o la cabellera es, según los casos, más o menos visible; excepcionalmente, en una  pintura posterior al ciclo ciclo inicial, pero de la misma temática —la  Dora Maar visitada, del 20-9-83—, el tronco, como también buena parte de la cara, será de color blanco. Pero, sin embargo, esta especie de estructura sitúa a Dora Maar en un plano semejante al de otros retratos de Saura, tanto los de diyersos personajes anónimos como los más concretos aquí expuestos, el  Retrato imaginario de Felipe II  —con el habitual h abitual tratamiento de lujo fúnebre que concede al tema la l a mirada alquímica del pintor, convirtiendo el sombrero en una amenazadora y solemne cruz negra y exasperando la cara hasta aproximarla a una especie de cráneo de caballo en corrupción— o bien el  Narigudo, en la composición del cual, de hecho, la nariz probóscide desempeña el mismo papel que la cabellera en diferentes retratos del ciclo de Dora Maar. Retratos «imaginarios» o bien retratos «razonados»: cosa mentale. Podemos retratar una imaginación, un ente de razón. No podemos, en cambio, retratar una cara, porque no sabemos cómo es una cara. La visión inmovilizada de la cara se ha convertido en visión vertiginosa, revelando al mismo tiempo el doble fondo de la lisura aparente del retratismo clásico. Los otros son un espejo de nosotros mismos, y lo que ese espejo nos devuelve es escurridizo como nuestra percepción del yo y del otro. Espejo de llamas de agua que quema: Saura ha prendido fuego a la ilusión del retrato. Pintando el retrato visto con rayos X, ha pintado lo que no tiene cara, el otro que es nuestro doble detrás del espejo. Pintando los mitos carnívoros de la Historia, del arte o de la mente, ha intentado

 Pere Gimferrer 

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 pintar la pintura como proceso de conocimiento, junto a la llamarada preterracional que resquebraja la representación plástica.  No es casual que, en una serie de retratos imaginarios dominados por la tónica de la frontalidad vertical, Goya y el perro de Goya sean las excepciones, de volumen diferente, pero igualmente apalancadas, en tensión, entre la tierra negra y el cielo desnudo y hostil, en una horizontalidad al acecho, solitarias en la inmensidad delante del verdoso o el ocre. Con las pinturas negras, la trayectoria goyesca llegaba simultáneamente a la desaparición de los límites de la representación  pictórica habitual, desde el punto de vista técnico, y a la elección de un espacio puramente interior como campo de la nueva representación; llegaba, pues, en dos sentidos al arte contemporáneo, y  podemos creer que sus ojos veían allí el vacío aparente, lleno en realidad de latencias expectantes, que mantiene atónito al perro de su obra más obsesiva y enigmática, y también, en otro sentido, la más diàfana de todas. El arte no tenía más que darle la vuelta al espejo de  Las Meninas y vería el infinito turbador y abismal de Goya. En ese campo de batalla es donde Saura ha osado y ha sabido, con un don poético hecho de lucidez energía, ofrecernos el estallido magnífico de su visión. Saura no sólo retrata lo imaginario: lo crea. Esta aventura, solitaria y ejemplar, al emprender el asalto al rostro inalcanzable del mito, ha fundado, con la violencia del poeta y del vidente genuino y el arte de la indagación, un nuevo mito  propio que tiene ti ene la cara que no sabríamos vernos en el espejo. Retrato imaginario de lo imaginario real.

 Pere Gimferrer 

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ÍNDICE* ............................................. .................................................................... .............................................. .............................................. .................................. ........... 9 Itinerario de un un escritor ............................................. .................................................................... .............................................. .................................... ............. 11 El arte de Racine ........................................... .................................................................. ............................................... ............................................... ....................... 43 Los secretos secretos del caballero caballero ............................................. .................................................................... .............................................. ............................... ........ 64 Literatura y cine ............................................ ................................................................... .............................................. .............................................. ......................... 74 Diez años de cine americano. Una elegía ............................................................ ............................................................................ ................ 99 El imaginario de Fortuny, del París de los salones y de Roma en la l a belle époque .......... ............ 107 El jardín de los guerreros .............................................. ..................................................................... .............................................. ............................. ...... 138 Mirar Miró .............................................. ..................................................................... .............................................. .............................................. ............................. ...... 146 Antoni Tàpies y la práctica del arte .......................................... ................................................................. ......................................... .................. 163 Lo real de Antoni Tapies ........................................... .................................................................. .............................................. ................................. .......... 169 Antonio Saura o la visión vertiginosa .............................................. ..................................................................... ................................. .......... 172

 Explicación

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 La paginación corresponde al libro original [Nota del escaneador]

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