Isaac Asimov - La Republica Romana

April 5, 2017 | Author: Penélope Hurtado Vásquez | Category: N/A
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Historia universal Isaac Asimov: La República Romana

A Mary K., por hacer más agradable la vida

1.

Los siete reyes

Extendida hacia el Sur desde el Continente Europeo hay una península que penetra en el mar Mediterráneo, de unos 800 kilómetros de largo y cuya forma se asemeja mucho a la de una bota. Tiene una punta bien formada y un talón elevado. Se la conoce por el nombre de Italia. En esa península surgió un Estado que llegó a ser el más grande, el más poderoso y el más respetado de la antigüedad. Fue en sus comienzos una pequeña ciudad, pero a lo largo de los siglos llegó a dominar todo el territorio comprendido entre el océano Atlántico y el mar Caspio, y desde la isla de Inglaterra hasta el Nilo superior. Su sistema de gobierno tenía muchos defectos, pero era mejor que cualquier otro anterior a él. Con el tiempo llevó la paz y la prosperidad durante siglos a un mundo que había sido sacudido por guerras continuas. Y cuando finalmente se derrumbó, los tiempos que siguieron fueron tan duros y miserables que durante mil años los hombres lo juzgaron retrospectivamente como una época de grandeza y felicidad. En un aspecto fue, ciertamente, único. Fue la única época de la Historia en que todo el Occidente civilizado se halló bajo un solo gobierno. Por ello, sus leyes y tradiciones han influido en todos los países del Occidente actual. En este libro pretendo relatar brevemente la primera parte de la historia romana: su ascenso hasta el poder. Este relato incluye una serie extraordinaria de triunfos y desastres; en él veremos una gran valentía en el momento de la batalla y también a veces estupidez; veremos sórdidas intrigas internas y, a veces, un encendido idealismo. En este libro, pues, me centraré en las emociones de la guerra y la política. Es menester recordar, claro está, que la historia es más que eso. Es también el registro de las ideas y costumbres que ha creado un pueblo, las obras de ingeniería que llevó a cabo, los libros que escribió, el arte que compuso, los juegos con que se divertía, su forma de vida, etcétera. Algo diré sobre la vida y el pensamiento romanos, pero son los soldados y los políticos quienes recibirán más atención en la historia que voy a empezar. Italia en los comienzos Digamos desde ya que no había absolutamente ninguna razón para sospechar que sería en Italia donde el mundo antiguo alcanzaría su apogeo. Alrededor del 1000 antes de Cristo, Italia era una tierra atrasada, escasamente poblada por tribus incivilizadas. En otras partes hacía tiempo que existía la civilización. Las pirámides de Egipto habían sido construidas más de quince siglos antes. En el Cercano Oriente, durante esos siglos, habían florecido muchas ciudades, y en la isla de Creta había existido una avanzada civilización, que tenía una armada e instalaciones de cañerías.

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Más tarde, entre el 1200 y el 1000 a. C., se produjo una gran conmoción. Hubo desplazamientos de pueblos y las viejas civilizaciones se tambalearon. Las tribus que descendieron del Norte tenían armas de hierro, duras y filosas espadas que podían atravesar los escudos de bronce, más blandos, de los ejércitos civilizados. Algunas de esas civilizaciones fueron destruidas; otras quedaron muy debilitadas y perturbadas. Las tribus con armas de hierro también se expandieron hacia el Sur y llegaron a Italia por el 1000 a. C. Pero aquí no había civilizaciones que destruir. En verdad, los recién llegados fueron un avance cultural. Sus restos han sido hallados por los arqueólogos modernos, y particularmente ricos fueron los descubiertos en Villanova, un suburbio de la ciudad de Bolonia, en el centro de la Italia Septentrional. Por ello, a los miembros de esas tribus que usaban el hierro se los llama los villanoveses. Poco tiempo después de la llegada de los villanoveses surgió en Italia la primera civilización verdadera. El pueblo que creó esta civilización se llamaba a sí mismo los «rasena», y los griegos los llamaban «Tyrrhenoi». La parte del mar Mediterráneo que está inmediatamente al sudoeste de Italia es llamada hasta el día de hoy «mar Tirreno». Nosotros conocemos a ese pueblo como los «etruscos», y la tierra que habitaron fue llamada «Etruria». Etruria se extendió por la costa occidental de Italia desde el centro —desde el río Tíber — hasta el río Arno, a unos 360 kilómetros al Noroeste. En tiempos modernos, buena parte de esa región constituye la parte de la Italia moderna llamada Toscana, nombre que, obviamente, hace recordar a los etruscos. ¿Quiénes eran los etruscos? ¿Eran los villanoveses que se civilizaron lentamente? ¿O eran nuevas tribus que llegaron a Italia desde regiones que ya estaban civilizadas? Es difícil saberlo. La lengua etrusca no ha sido descifrada, de modo que sus inscripciones son todavía un misterio para nosotros. Además, en los siglos siguientes, su cultura y modo de vida fueron tan bien absorbidas por las civilizaciones posteriores que poco es lo que queda de ellos para informarnos sobre su historia primitiva. Los etruscos todavía son un interrogante. Los antiguos, sin embargo, creían —y quizá tuviesen razón— que los etruscos llegaron a Italia desde Asia Menor, poco después del 1000 a. C. Tal vez los etruscos fueron expulsados de Asia Menor por la misma serie de invasiones y migraciones de bárbaros que llevaron a los villanoveses a Italia. Las ciudades etruscas tenían una floja unión unas con otras, y entre 700 y 500 a. C. llegaron al apogeo de su poder. Por entonces dominaban casi toda la Italia Central, habían penetrado en el valle del Po, en el Norte, y llegado hasta el mar Adriático. Puesto que es tan poco lo que se sabe de los etruscos, es fácil subestimarlos y subestimar su contribución a la historia de la Humanidad. La Roma primitiva era casi una ciudad etrusca y buena parte de su cultura y sus tradiciones básicas estaban tomadas de los etruscos. La religión romana tenía un fuerte tinte etrusco, y lo mismo el ritual que rodeaba al gobierno de la ciudad, sus juegos, sus ritos «triunfales» y hasta parte de su vocabulario.

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En siglos posteriores, el arte etrusco recibió una gran influencia de los griegos, pero hubo siempre mucho que era puramente etrusco y tenía su atractivo propio. En las estatuas etruscas, los labios se curvan fuertemente hacia arriba y forman lo que se llama la «sonrisa arcaica», que les da un extraño matiz cómico. El arte etrusco muestra una vigorosa influencia oriental. Esto puede indicar el origen asiático del pueblo o sencillamente la extensión de su comercio con Oriente; pero este último caso puede ser también un testimonio de su origen asiático. Aunque no descifrada, su lengua ha sido sondeada incansablemente para buscar cualquier indicio concerniente a su origen. Los testimonios de ella consisten principalmente en breves inscripciones de las tumbas, y la labor de los expertos no ha hecho más que aumentar la confusión. Algunos hallan indicios de que la lengua es indoeuropea; otros, de que es semítica. A veces se ha sostenido que pueden hallarse presentes ambas influencias y que la lengua es el resultado de una fusión de un campesinado indoeuropeo dominado por una aristocracia proveniente de Asia y de lengua semítica. Otra tesis es que la lengua etrusca no se relaciona con ninguna otra, sino que, como el vasco, es una reliquia de los tiempos anteriores a la invasión y ocupación de Europa por pueblos indoeuropeos. La religión etrusca, como la de los egipcios, se centraba principalmente en la muerte. Las tumbas eran objeto de un trabajo muy elaborado; la mayor parte de las estatuas que nos han llegado estaban destinadas a la conmemoración de los muertos; un tema favorito de este arte es la fiesta fúnebre. El ritual religioso era sombrío y se daba mucha importancia a los intentos de predecir el futuro estudiando las entrañas de los animales sacrificados, el vuelo de las aves o el trueno y el rayo. Los romanos heredaron mucho de esto, y en toda la historia de la República a menudo la superstición guió su conducta. La ingeniería y la tecnología etruscas parecen haber sido de primera calidad para su época. Las ciudades eran amplias y bien edificadas, con macizas murallas construidas con grandes peñascos unidos sin cemento. Tenían buenos caminos y túneles; tenían templos mayores que los de los griegos y en los que usaban el arco, que no tenían los templos griegos. En su sociedad, las mujeres ocupaban una posición de considerable prestigio. Esto no era frecuente en las sociedades antiguas, y cuando ocurría, habitualmente es tomado como signo de que la cultura era ilustrada y «moderna» en su visión de la vida. En suma, el ámbito etrusco fue una especie de Roma antes de Roma, pero tomó un camino equivocado, pues sus ciudades nunca lograron unirse en un gobierno centralizado. A causa de esto, una ciudad exterior a Etruria, que centralizó las regiones situadas a su alrededor y que tuvo siempre un objetivo en vista, derrotó a las numerosas ciudades etruscas (cada una de las cuales era, en un principio, más fuerte que ella) una por una y poco a poco, hasta barrerlas, dejándonos sólo un misterio que quizá nunca sea resuelto. Pero mientras los etruscos se establecían en Italia, otros pueblos orientales penetraban en el Mediterráneo Occidental. Los fenicios, procedentes del borde oriental del Mediterráneo, eran eficientes colonizadores y fundaron muchas ciudades en el norte de África. De ellas, la que iba a llegar a ser más famosa y potente era Cartago, situada

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cerca de la moderna ciudad de Túnez. La fecha tradicional de la fundación de Cartago era el 814 a. C. Cartago estaba solamente a 460 kilómetros al sudoeste de la punta de Italia, y entre Italia y Cartago se hallaba la gran isla triangular de Sicilia, que para todo el mundo parece como una pelota triangular a punto de ser pateada por la bota italiana. A causa de su forma triangular, los griegos la llamaban trinacria, que significa «de tres puntas». El nombre, mucho más conocido, de «Sicilia» deriva del nombre tribal de sus más antiguos habitantes conocidos: los sículos. Cartago estaba solamente a 150 kilómetros al sudoeste del extremo occidental de Sicilia. Los griegos también se desplazaron hacia el Oeste desde sus centros de población, que estaban a unos 350 kilómetros al sudeste del talón de la bota italiana. En el siglo VIII a. C., los griegos fundaron muchas ciudades florecientes en el sur de Italia; estas ciudades llegaron a ser tan prósperas que la región fue llamada la Magna Grecia en tiempos posteriores. La ciudad de la Magna Grecia que iba a ser más famosa fue llamada Taras por los griegos y Tarentum (Tárento) por los romanos. Fue fundada alrededor del 707 a. C., y estaba situada sobre la costa marina de la parte interior del talón de la bota italiana, allí donde la costa se dobla para formar el empeine. La isla de Sicilia fue colonizada por los griegos en sus tramos orientales y por los cartagineses en el Oeste. La más grande y famosa de las ciudades griegas de Sicilia fue Siracusa, fundada por el 734 a. C. Estaba ubicada en la costa sudoriental de la isla. Esta era, pues, la situación a mediados del siglo VIII antes de Cristo. Los etruscos dominaban el centro de Italia y los griegos el sur, mientras los cartagineses estaban sobre el horizonte del sudoeste. Fue por entonces cuando se fundó una pequeña aldea llamada Roma en las márgenes meridionales del río Tíber, en la frontera etrusca. Roma formaba parte de un distrito italiano llamado el Lacio, que se extiende a lo largo de la costa por unos 150 kilómetros al sudoeste de Etruria. El Lacio, al igual que Etruria, no constituía un gobierno centralizado. En cambio, cada distrito consistía en una serie de ciudades-Estado, pequeñas zonas formadas por una región agrícola más una ciudad central. Cada ciudad-Estado era independiente, pero formaban alianzas con las ciudades vecinas para su defensa contra un enemigo común. Unas treinta ciudades del Lacio, que tenían una lengua común (el latín) y costumbres similares, se unieron para formar una Liga Latina alrededor del 900 a. C., probablemente para defenderse contra los etruscos, quienes a la sazón estaban empezando a establecerse firmemente en el Noroeste. La ciudad más importante y la dominante de la Liga Latina por aquellos remotos días era Alba Longa, situada a unos 20 kilómetros al sudeste del lugar en el que se levantaría más tarde Roma. La fundación de Roma

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Los detalles concretos de la fundación de Roma y de su historia primitiva están envueltos en una oscuridad que probablemente nunca será disipada. Pero en años posteriores, cuando Roma llegó a ser la mayor ciudad del mundo, los historiadores romanos tejieron fantasiosos cuentos sobre la fundación de la ciudad y los sucesos que siguieron. Esos cuentos son puros mitos y carecen de todo valor histórico. Pero son tan famosos y conocidos que los repetiré aquí, pero quiero recordar al lector de una vez por todas que se trata de pura mitología. Cuando los romanos dieron forma final a sus mitos, la civilización griega hacía tiempo que había pasado por su apogeo, pero aún era muy admirada por sus realizaciones pasadas. El mayor suceso de la historia primitiva de Grecia había sido la Guerra de Troya, y los creadores romanos de leyendas se esforzaron por hacer remontar a esa guerra los comienzos de su historia. En la Guerra de Troya, un ejército griego atravesó el mar Egeo para llegar a la costa noroccidental de Asia Menor, donde se hallaba la ciudad de Troya. Después de un largo asedio, los griegos tomaron la ciudad y la incendiaron. De la ciudad en llamas (dice la leyenda) escapó uno de los más valientes héroes troyanos: Eneas. Con algunos otros refugiados zarpó en veinte barcos en busca de un lugar donde construir una nueva ciudad que reemplazara a la que habían destruido los griegos. Después de muchas aventuras, desembarcó en la costa septentrional de África, donde acababa de ser fundada la ciudad de Cartago, bajo la conducción de la reina Dido. Esta se enamoró del bello Eneas, y, por un momento, el troyano pensó en quedarse en África, casarse con Dido y convertirse en rey de Cartago. Pero, según el relato, los dioses sabían que éste no debía ser su destino. Enviaron un mensajero para ordenarle que partiese, y Eneas (que siempre obedecía a los dioses) se marchó apresuradamente, sin decir nada a Dido. La pobre reina, al verse abandonada, se suicidó presa de la desesperación. Este fue el momento romántico culminante de la leyenda de Eneas, y a los romanos debe de haberles complacido el modo cómo se relacionaba con las historias primitivas de Roma y Cartago. Siglos después de la época de Dido, Roma y Cartago libraron gigantescas guerras, que Cartago finalmente perdió, por lo que parecía apropiado que el primer gobernante cartaginés muriera de amor por el antepasado del pueblo romano. Cartago perdió en el amor y en la guerra. Pero es fácil percatarse que nada de esto podía haber ocurrido aunque Dido y Eneas hubiesen sido personas de carne y hueso que hubieran vivido realmente. La Guerra de Troya tuvo lugar alrededor del 1200 a. C., y Cartago no fue fundada hasta cuatro siglos más tarde. Es como si se nos quisiese hacer creer que Colón, en su viaje a través del Atlántico, se detuvo en Inglaterra y se enamoró de la Reina Victoria. Pero sigamos con la leyenda, de todos modos. Eneas, después de abandonar Cartago, llegó a la costa sudoccidental de Italia, donde gobernaba un rey, llamado Latino, que, supuestamente, dio su nombre a la región, al pueblo y a su lengua.

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Eneas se casó con la hija de Latino (había perdido su primera mujer en Troya), y después de una breve guerra con ciudades vecinas se impuso como gobernante del Lacio. El hijo de Eneas, Ascanio, fundó Alba Longa treinta años más tarde, y sus descendientes la gobernaron en calidad de reyes. La leyenda no se detiene aquí. Se dice que un rey posterior de Alba Longa fue arrojado del trono por su hermano menor. La hija del verdadero rey dio a luz a dos hermanos gemelos, a quienes el usurpador ordenó matar para que no le disputasen el gobierno de la ciudad cuando crecieran. Por ello, los niños fueron colocados en una cesta, que fue lanzada al río Tíber. El usurpador supuso que morirían sin que él tuviese que matarlos realmente. Pero la cesta encalló en la costa, a unos 20 kilómetros de la desembocadura del río, al pie del que más tarde sería llamado el Monte Palatino. Allí los encontró una loba, que se hizo cargo de ellos. (Esta es una de las partes más ridículas de la leyenda, pero también una de las más populares. A los romanos posteriores les agradaba, porque demostraba, para ellos, que sus antepasados habían absorbido el coraje y la bravura del lobo cuando aún eran niños.) Algún tiempo más tarde, un pastor halló a los gemelos, se los quitó a la loba, se los llevó a su hogar y los crió como hijos suyos, llamándolos Rómulo y Remo. Ya crecidos, los gemelos condujeron una revuelta que expulsó al usurpador del trono y restableció a su abuelo, el rey legítimo, como gobernante de Alba Longa. Los gemelos entonces decidieron construir una ciudad propia en las márgenes del Tíber. Rómulo quería establecerla en el Monte Palatino, donde habían sido hallados por la loba. Remo propuso el Monte Aventino, a unos 800 metros al sur. Decidieron consultar a los dioses. Por la noche, cada uno se plantó en la colina que había elegido y esperó los presagios que traería el alba. Tan pronto como el amanecer iluminó el cielo, Remo vio pasar volando seis águilas (o buitres). Pero a la puesta del sol, Rómulo vio doce. Remo sostuvo que había ganado porque sus aves habían aparecido primero; pero Rómulo señaló que sus aves eran más numerosas. En la lucha que sobrevino, Rómulo mató a Remo, y luego comenzó a construir en el Palatino las murallas de su nueva ciudad, sobre la cual iba a gobernar y que llamó Roma en su propio honor. (Por supuesto, el nombre «Rómulo» sencillamente puede haber sido inventado posteriormente para simbolizar la fundación de la ciudad, pues «Rómulo» significa «pequeña Roma».) La fecha tradicional de la fundación de Roma era el 753 a. C., y aquí nos detendremos un momento para considerar esta cuestión de las fechas. En los tiempos antiguos no había ningún sistema para numerar los años. Cada región tenía sus propias costumbres al respecto. A veces el año era identificado simplemente mediante el nombre del gobernante: «en el año que Cirenio fue gobernador» o «en el décimo año del reinado de Darío».

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Con el tiempo, las naciones más importantes hallaron conveniente tomar alguna fecha importante de su historia primitiva y contar los años a partir de ella. Los romanos eligieron la fecha de la fundación de su ciudad y numeraron los años a partir de ella. Decían de un año determinado, por ejemplo, doscientos cinco años «Ab Urbe Condita», que significa «desde la fundación de la ciudad». Escribiremos tal fecha en la forma «205 A. U. C.» (los romanos la escribían «CCV A. U. C.»). Otras ciudades y naciones usaron otros sistemas de cronología, lo cual crea gran confusión cuando se trata de fechar sucesos de tiempos antiguos. Pero cuando algún suceso particular es registrado en los anales de dos regiones diferentes en dos sistemas distintos de fechas, podemos relacionar ambos sistemas. Hoy, el mundo civilizado cuenta los años desde el nacimiento de Jesucristo, y cuando hablamos del año 1863 d. C., por ejemplo, «d. C.» significa «después de Cristo» (en los países anglosajones se usa la forma latina «Anno Domini», abreviada «A. D.», que significa «en el año del Señor»), Alrededor del 535 d. C., un sabio sirio, Dionisio Exiguo, argumentó que Jesús había nacido en el año 753 A. U. C. (o 753 años después de la fundación de Roma). Sabemos ahora que esta fecha es demasiado tardía, al menos en cuatro años, pues Jesús nació cuando Herodes era rey de Judea, y Herodes murió en el 749 A. U. C. Sin embargo, se ha conservado la fecha de Dionisio. Decimos ahora que Jesús nació en el 753 A. U. C., y a este año lo llamamos el año 1 d. C. Esto significa que Roma fue fundada 753 años «antes de Cristo», o 753 a. C. Todas las otras fechas anteriores al nacimiento de Jesús son escritas de este modo, entre ellas las fechas que aparecen en este libro [1] . Lo que es menester recordar de estas fechas es que van hacia atrás. Esto es, cuanto menor es el número, tanto más tardío es el año. Así, el 752 a. C. es un año después del 753 antes de Cristo, y el 200 a. C. es un siglo posterior al 300 a. C. Aclarado esto, examinemos más detenidamente el 753 antes de Cristo y veamos cómo era el mundo en el que había nacido Roma. A 2.000 kilómetros al Sudoeste, el Reino de Israel florecía bajo el rey Jeroboam II, pero aún más al Este, el Reino de Asiria se fortalecía y pronto crearía un poderoso imperio sobre gran parte del Asia Occidental. Egipto pasaba por un período de gobiernos débiles y en menos de un siglo caería bajo la dominación de Asiria. Los griegos acababan de emerger de un período oscuro que había seguido a las invasiones bárbaras del 1000 a. C. Los Juegos Olímpicos se establecieron (según relatos posteriores) sólo veintitrés años antes de la fundación de Roma, y Grecia estaba comenzando a expandirse y a colonizar las costas del mar Mediterráneo, incluyendo Sicilia y el sur de Italia. Los israelitas, los egipcios y los griegos no tuvieron la menor noticia de la fundación de una diminuta aldea sobre una oscura colina en Italia. Sin embargo, esa aldea estaba destinada a crear un imperio mucho más poderoso que el de los asirios y a gobernar durante muchos siglos a los descendientes de esos israelitas, egipcios y griegos.

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El primer siglo y medio Rómulo, según las antiguas leyendas romanas, gobernó hasta el 716 a. C. Luego desapareció en una tormenta, y se suponía que había sido llevado al cielo para convertirse en el dios de la guerra Quirino. Por la época de su muerte, la ciudad de Roma se había expandido desde el Palatino hasta el Monte Capitolino y el Monte Quirinal, al norte [2] . La leyenda más conocida sobre el reinado de Rómulo se refiere al problema de los primeros colonos, quienes se hallaron ante el hecho de que los hombres afluían a la nueva ciudad, pero no las mujeres. Por ello, los hombres decidieron apoderarse de las mujeres de los sabinos, grupo de pueblos que vivía al este de Roma. Lo hicieron mediante una mezcla de engaño y violencia. Naturalmente, los sabinos consideraron esto motivo de guerra, y Roma se encontró empeñada en la primera de la que sería una larga serie de batallas en su historia. Los sabinos pusieron sitio al Monte Capitolino, y entrevieron la posibilidad de la victoria gracias a Tarpeya, la hija del jefe romano, que dirigía la resistencia contra ellos. Los sabinos lograron persuadir a Tarpeya a que les abriera las puertas a cambio de lo que ellos llevaban en sus brazos izquierdos. (La condición de Tarpeya aludía a los brazaletes de oro que ellos usaban.) Una noche ella abrió secretamente las puertas, y los primeros sabinos que entraron arrojaron sobre ella sus escudos, pues también los llevaban en el brazo izquierdo. De este modo, los sabinos, quienes (como la mayoría de la gente) estaban dispuestos a utilizar traidores, pero les desagradaban, mantuvieron su compromiso matando a Tarpeya. En lo sucesivo se llamó Roca Tarpeya a un peñasco que formaba parte del Monte Capitolino. En memoria de la traición de Tarpeya se lo usó como lugar de ejecución, desde donde se arrojaba a los criminales hasta que morían. Después de la pérdida del Monte Capitolino, la lucha entre sabinos y romanos siguió muy equilibrada. Finalmente, las mujeres sabinas, quienes entre tanto habían llegado a amar a sus maridos romanos (según la leyenda), se abalanzaron entre los ejércitos e impusieron una paz negociada. Los romanos y los sabinos convinieron en gobernar juntos en Roma y en unir sus tierras. Después de morir el rey sabino, Rómulo gobernó sobre romanos y sabinos. Sin duda, esto refleja el oscuro recuerdo del hecho de que Roma no nació como dicen los románticos relatos sobre Rómulo y Remo. Es probable que ya hubiese aldeas en las siete colinas y que, con el tiempo, varias aldeas vecinas se unieron para dar origen a Roma. Quizá la ciudad nació por la unión de tres de esas aldeas, cada una de las cuales aportó una tribu: una de latinos, otra de sabinos y otra de etruscos. La misma palabra «tribu» proviene de otra palabra latina que significa «tres». Después de la muerte de Rómulo fue elevado al trono un sabino llamado Numa Pompilio, quien gobernó durante más de cuarenta años, hasta el 673 a. C.

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Se suponía que Numa Pompilio había sido el fundador de la religión romana, aunque buena parte de ella debe de haber sido tomada de los etruscos y de los sabinos. Quirino, por ejemplo (que fue luego convertido en Rómulo deificado), fue originalmente un dios de la guerra sabino, que era el equivalente del dios latino de la guerra, Marte. En años posteriores, los romanos, por su admiración hacia los sofisticados griegos, identificaron sus dioses con los dioses de los mitos griegos. Así, el Júpiter romano fue considerado el equivalente del Zeus griego; Juno, el de Hera; Marte, el de Ares; Minerva, el de Atenea; Venus, el de Afrodita; Vulcano, el de Hefesto, etc. Esa identificación llegó a ser tan firme que hoy usamos a menudo los nombres romanos (más familiares para la mayoría de los modernos) al referirnos a los mitos griegos, y casi olvidamos que los romanos tenían sus propios mitos acerca de sus dioses. Estos mitos eran creencias religiosas romanas que siguieron siendo estrictamente romanas, pues no tenían equivalentes griegos. Uno de ellos se refiere al dios Jano, cuyo culto se suponía que había sido establecido por Numa Pompilio. Jano era el dios de las puertas, lo cual es más importante de lo que parece a primera vista, pues las puertas simbolizan las entradas y salidas y, por ende, los comienzos y fines. (El mes de enero, con el que comienza el año, recibió ese nombre en su honor, y el guardián de las puertas de un edificio —y también de sus otras partes— era un «janitor» («portero»). Habitualmente, Jano era representado con dos rostros: uno que miraba hacia el fin de las cosas y el otro hacia el comienzo. Sus santuarios consistían en arcos por los que se podía entrar o salir. Un santuario particularmente importante estaba formado por dos arcos paralelos, unidos por muros y con puertas. Se suponía que esas puertas estaban abiertas cuando Roma estaba en guerra y cerradas cuando estaba en paz. Ellos permanecieron cerrados durante el pacífico reinado de Numa, pero el mejor indicio de la posterior historia bélica de Roma lo proporciona el hecho de que en los siete siglos siguientes de existencia de la ciudad las puertas de Jano sólo estuvieron cerradas cuatro veces, y ello sólo por breves períodos. Al morir Numa Pompilio en el 673 a. C. fue elegido Tulo Hostilio como tercer rey. Bajo su gobierno, Roma se expandió a una cuarta colina, el Monte Celio, al sudeste del Palatino. En el Celio construyó Tulo su palacio. Por entonces, Roma estaba empezando a destacarse entre las ciudades del Lacio. Su posición a orillas del Tíber estimulaba el comercio, que a su vez engendraba prosperidad. Más aún: la superior civilización de los etruscos estaba del otro lado del río, y Roma se benefició con lo que tomó de ella. Además, la presencia de los etruscos mantuvo unidos a los romanos y acalló los desacuerdos internos, pues no era atinado querellarse unos con otros con un enemigo a las puertas. Por añadidura, los romanos debieron desarrollar una tradición guerrera para su autodefensa. Alba Longa, acostumbrada a dominar el Lacio, contempló con recelo el ascenso de Roma. De tanto en tanto estallaba la guerra entre las dos ciudades, y en 667 a. C. parecía estar a punto de producirse una gran batalla.

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En vísperas de esa batalla (dice la leyenda romana) se decidió dirimir la cuestión mediante un duelo. Los romanos elegirían tres de sus guerreros, y los albanos harían lo mismo. Los seis hombres combatirían, tres contra tres, y las dos ciudades acatarían el resultado. Los romanos eligieron tres hermanos de la familia de los Horacios, colectivamente conocidos por el plural latino de la palabra: los «Horatii» [3] . Los albanos también eligieron tres hermanos, los «Curiatii». En el combate que se produjo, dos de los Horacios fueron muertos. Pero el Horacio que quedaba vivo estaba intacto, mientras que los Curiatos estaban heridos y sangrantes. Horacio, entonces, decidió emplear cierta estrategia. Fingió huir, mientras los Curiatos, viendo la victoria a su alcance, le persiguieron furiosamente; el más ligeramente herido se adelantó, mientras quedaban atrás los que tenían heridas más serias. Horacio entonces se volvió y luchó separadamente con cada uno de ellos a medida que llegaban. Los mató a todos y obtuvo para Roma la victoria sobre Alba Longa. El cuento de los Horacios tiene un horrible epílogo. El Horacio victorioso, al volver a Roma en triunfo, fue recibido por su hermana, Horacia, que estaba comprometida con uno de los Curiacios y no estaba en modo alguno alegre por la muerte de su novio. Expresó sonoramente su pena, y Horacio, lleno de ira, apuñaló a su hermana hasta matarla gritando: «¡Así perezca toda mujer romana que llora a un enemigo!» Los romanos gustaban de relatar historias como ésta para mostrar que sus héroes siempre ponían el bien de la ciudad por encima del amor a su familia o su bienestar personal. Pero en la realidad, esta «virtud romana» aparecía mucho más a menudo en las leyendas que en la realidad. Alba Longa se sometió después del duelo, pero, al parecer, aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para rebelarse, y en 665 a. C. fue tomada por Roma y destruida. Cuando Tulo Hostilio murió, en 641 a. C., los romanos eligieron a un nieto de Numa Pompilio (a quien durante toda su historia aquéllos consideraron como un rey particularmente piadoso y virtuoso) para que los gobernase. Este nuevo rey, el cuarto, era Anco Marcio. El gobierno de estos reyes durante el primer siglo y medio de la existencia de Roma no era absoluto. El rey era aconsejado por una asamblea de cien de los representantes más viejos de los diversos clanes que constituían la población de la ciudad, representantes de quienes, a causa de su edad y experiencia, cabía esperar que aconsejasen bien al rey. Este grupo de hombres viejos formaba el Senado, así llamado por la palabra latina que significa «anciano». El Senado estaba con respecto al resto de los romanos en la misma posición que el padre con respecto a su familia. Como un padre, el Senado era más viejo y más sabio, y se esperaba que sus órdenes fuesen obedecidas. Por ello, los senadores eran los patricios, de la palabra latina que significa «padre». Este término fue luego extendido a sus familias, pues los futuros senadores fueron elegidos en esas familias.

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Según la tradición, Anco Marcio llevó a nuevos colonos de las tribus conquistadas a las afueras de Roma para que la ciudad en crecimiento dispusiera de brazos adicionales. Fueron establecidos en el Monte Aventino, en el que Remo había querido fundar Roma siglo y cuarto antes. Ahora se convirtió en la quinta colina de Roma. Los recién llegados al Aventino, desde luego, no fueron puestos en un pie de igualdad con las viejas familias, pues éstas no deseaban compartir su poder. Las nuevas familias no podían enviar representantes al Senado ni aspirar a otros cargos gubernamentales. Fueron los plebeyos, de una palabra latina que significa «gente común». La dominación etrusca Durante este primitivo período de la historia romana, los etruscos también estaban cobrando fuerza. Las ciudades etruscas eran mucho más poderosas y civilizadas que la tosca y pequeña ciudad del Tíber. Si Etruria hubiese estado unida bajo el gobierno de una sola ciudad poderosa, sin duda Roma habría sido ocupada y absorbida y nunca más se habría oído hablar de ella. Pero el dominio etrusco estaba formado por muchas ciudades laxamente unidas y celosas unas de otras, por lo que Roma pudo seguir existiendo calladamente en medio de las querellas de los etruscos. Pero de todos modos estaba cerca. Los etruscos estaban expandiéndose al Norte y al Sur, y establecieron su dominación sobre Roma, al menos en cierta medida. Las leyendas romanas no dicen claramente que Roma pasó por un período en el que estuvo bajo la dominación etrusca, pues los historiadores nunca admitían nada que fuese humillante para la ciudad de tiempos posteriores. Con todo, el quinto rey de Roma fue un etrusco, como lo admite hasta la leyenda. La leyenda trató de suavizar las cosas haciendo del quinto rey el hijo de un refugiado griego que emigró de Etruria y se casó con una mujer nativa, pero esto no es muy probable. Su ciudad natal era Tarquinia, situada sobre la costa marina de Etruria, a unos 80 kilómetros al noroeste de Roma. Su nombre era Lucio Tarquinio Prisco. «Lucio» era su primer nombre [4] , «Tarquinio» era su apellido, que se lo dieron los romanos por su lugar de nacimiento. «Prisco» era un nombre añadido para describir al individuo en particular. Significa «viejo» o «primero» e indica que fue el primero de su familia en desempeñar un papel importante en la historia romana. Se creía que Tarquinio Prisco había llegado a Roma como inmigrante y se había destacado en la guerra y el consejo hasta el punto de que el rey, Anco Marcio, lo hizo regente del Reino y custodio de sus hijos. Los hijos de Anco Marcio quizá esperasen heredar el Reino al llegar a la edad adulta, pero los romanos estaban tan complacidos con Tarquinio Prisco que lo eligieron rey en su lugar. (Esto parece sumamente improbable. Es mucho más probable que Tarquinio Prisco fuese el gobernador puesto sobre Roma por los etruscos, que gobernase detrás de las bambalinas mientras Anco Marcio fue rey y que se adueñase abiertamente del poder después de la muerte del rey, ocurrida en 616 a. C.) Bajo Tarquinio Prisco, Roma prosperó, pues la civilización y las costumbres etruscas penetraron en la ciudad. El construyó el Circo Máximo, gran recinto ovalado donde se

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realizaban carreras de carros ante espectadores sentados en numerosas gradas de asientos. También introdujo los juegos atléticos, según la costumbre etrusca. Más tarde, éstos se convirtieron en combates entre hombres armados que eran llamados gladiadores, por la espada («gladius») con que luchaban. Luego, también, Tarquinio introdujo costumbres religiosas etruscas y comenzó a construir un gran templo a Júpiter en el Monte Capitolino. El templo, que también hizo las veces de fortaleza de la ciudad, fue llamado el Capitolio, de la palabra latina que significa «cabeza». (Como se pensaba que el Capitolio era el corazón y el centro mismo de la ciudad y el gobierno de Roma, se dio el mismo nombre al Capitolio de Washington, D. C., donde lleva a cabo sus sesiones el Congreso de los Estados Unidos.) En el valle situado entre las dos colinas más antiguas de Roma, el Palatino y el Monte Capitolino, estaba el foro («mercado»), espacio abierto donde la gente se reunía para comerciar y realizar acciones públicas. Para hacer utilizable el foro, Tarquinio Prisco hizo construir una cloaca para drenar las zonas pantanosas del valle. Más tarde se la llamó la Cloaca Máxima. Roma, ni siquiera en sus más grandes períodos, no llegó nunca a elaborar una ciencia y una matemática puras, como habían hecho los griegos; sin embargo, los romanos siempre se sintieron orgullosos de sus grandes obras de ingeniería y sus obras prácticas de arquitectura. Esas primeras cloacas y edificios iniciaron esa tradición. En la historia romana posterior, toda ciudad tenía su foro, y Roma misma tuvo varios. Pero ese primer foro situado entre el Palatino y el Capitolio era el Foro Romano por excelencia, donde se reunía y debatía el Senado Romano. (Por eso, la palabra ha llegado a designar a todo lugar de reunión donde se efectúa una discusión libre.) Tarquinio fue victorioso en las guerras contra las tribus vecinas e introdujo la costumbre etrusca del triunfo. El general victorioso entraba en la ciudad con gran pompa, precedido por funcionarios del gobierno y seguido por su ejército y los prisioneros capturados. La procesión se desplazaba por calles decoradas y entre hileras de espectadores que lo ovacionaban hasta el Capitolio. (Era como un vistoso desfile por la Quinta Avenida.) En el Capitolio se realizaban servicios religiosos, y el día terminaba con una gran fiesta. El triunfo era el mayor honor que Roma podía otorgar a sus generales. Para obtenerlo, un general tenía que ser un alto funcionario, debía haber luchado contra un enemigo extranjero y obtenido una completa victoria que extendiese el territorio romano. En 578 a. C., Tarquinio Prisco fue asesinado por hombres pagados por los hijos del viejo rey, Anco Marcio. Pero un yerno de Tarquinio Prisco actuó rápidamente y ocupó el trono. Los hijos de Anco Marcio se vieron obligados a huir. El nuevo gobernante era Servio Tulio, el sexto rey de Roma. Tal vez fuese también un etrusco, y detrás de la historia del asesinato de Tarquinio Prisco quizá hubiese un intento de rebelión de los latinos nativos contra el señorío etrusco. Si fue así, la rebelión fracasó. Si Servio Tulio fue un etrusco, demostró ser devoto de Roma, y bajo su gobierno ésta siguió floreciendo. La ciudad se expandió sobre una sexta y una séptima colina, el

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Esquilmo y el Viminal, al noreste. Servio Tulio construyó una muralla alrededor de las siete colinas (la Muralla Serviana), que señaló los «límites urbanos» de Roma para los quinientos años siguientes, aunque la población de la ciudad con el tiempo se extendió más allá de las murallas en todas las direcciones. Servio Tulio también hizo una alianza con las otras ciudades del Lacio y formó una nueva Liga Latina, dominada por Roma. Las ciudades etruscas situadas al norte deben de haber contemplado esto con recelo y seguramente se preguntaron hasta qué punto podían confiar en el nuevo rey. Servio Tulio también trató de debilitar el poder de las familias dominantes de la ciudad otorgando algunos privilegios políticos a los plebeyos. Esto encolerizó a los patricios, por supuesto, y conspiraron contra Servio Tulio, quizá con ayuda etrusca. En 534 a. C., Servio Tulio fue asesinado. El alma de la conspiración fue un hijo del viejo rey Tarquinio Prisco. Este hijo se había casado con la hija de Servio Tulio, y cuando éste fue muerto se proclamó el séptimo rey de Roma. Este séptimo rey fue Lucio Tarquino el Soberbio, el tercero —si contamos a Servio Tulio— de los gobernantes etruscos de Roma. Los etruscos estaban ahora en la cúspide de su poder. Prácticamente toda Italia Central estaba bajo su dominio. Su flota dominaba las aguas situadas al oeste de Italia. E hicieron sentir su poder cuando colonos griegos trataron de establecerse en las islas de Cerdeña y Córcega. Por el 540 a. C. se libró una batalla naval frente a la colonia griega de Alalia, situada sobre la costa centro-este de Córcega. Los griegos fueron derrotados y tuvieron que abandonar ambas islas. Cerdeña, la más meridional de ellas, fue ocupada por los cartagineses, mientras Córcega, ubicada a 100 kilómetros al oeste de la costa etrusca, cayó bajo el poder etrusco. Esto quizá explique por qué el nuevo Tarquino pudo ejercer su tiranía sobre Roma. La leyenda pinta a Tarquino el Soberbio como un cruel gobernante que anuló las leyes de Servio Tulio destinadas a ayudar a los plebeyos. Hasta trató de reducir el Senado a la impotencia haciendo ejecutar a algunos senadores y negándose a reemplazar a los que morían de muerte natural. Reunió a su alrededor una guardia de corps y, al parecer, intentó gobernar como un déspota, con su propia voluntad como única ley. Sin embargo, prosiguió la ampliación de Roma, completando los grandes proyectos edilicios que había iniciado su padre. Hay una famosa historia sobre Tarquino el Soberbio que se relaciona con una sibila o hechicera. Las sibilas eran sacerdotisas de Apolo que habitualmente vivían en cavernas y de las que se suponía que estaban dotadas de facultades proféticas. Los autores antiguos hablan de muchas de ellas, pero la más famosa era una que habitaba en las cercanías de Cumas (una ciudad griega que estaba cerca de la moderna Nápoles), por lo cual era llamada la sibila cumana. Se creía que Eneas la había consultado en busca de consejo en el curso de sus peregrinaciones. Se decía que la sibila cumana tenía a su cargo los Libros Sibilinos, nueve volúmenes de profecías supuestamente hechas en diferentes épocas por diversas sibilas. La sibila se

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presentó ante Tarquino el Soberbio y le ofreció venderle los nueve volúmenes por trescientas piezas de oro. Tarquino rechazó precio tan exorbitante, tras lo cual la sibila quemó tres de los libros y pidió trescientas piezas de oro por los seis restantes. Nuevamente Tarquino rechazó la oferta y nuevamente la sibila quemó tres de los libros y pidió trescientas piezas de oro por los tres últimos. Esta vez Tarquino pagó lo que se le pedía, pues no se atrevió a permitir la destrucción de las profecías finales. Los Libros Sibilinos fueron en adelante amorosamente cuidados por los romanos. Se los conservó en el Capitolio, y en tiempos de grandes crisis eran consultados por los sacerdotes para aprender los ritos apropiados con los cuales calmar a los dioses encolerizados. La arrogancia de Tarquino el Soberbio y la soberbia aún mayor de su hijo Tarquino Sexto terminaron por convertir en enemigos suyos a todos los hombres poderosos de Roma, quienes esperaron hoscamente la oportunidad para rebelarse. Esa oportunidad se presentó en mitad de una guerra. Tarquino el Soberbio había abandonado la pacífica política de Servio Tulio de alianza con las otras ciudades latinas. Por el contrario, obligó a someterse a las más cercanas e hizo la guerra a los volscos, tribu que habitaba la región sudoriental del Lacio. Mientras seguía la guerra, el hijo de Tarquino (según la leyenda) ultrajó brutalmente a la esposa de un primo, Tarquino Colatino. Esto fue el colmo. Cuando se difundieron por la ciudad las noticias de lo ocurrido, inmediatamente estalló una rebelión bajo el liderato de Colatino y un patricio llamado Lucio Junio Bruto. Bruto tenía buenas razones para ser enemigo de los Tarquines, pues éstos habían dado muerte a su padre y a su hermano mayor. En verdad, según la leyenda, el mismo Bruto habría sido ejecutado de no haber fingido ser un débil mental y por ende inocuo. («Brutus» significa «estúpido», y se le dio este nombre por su exitosa actuación.) En el momento en que Tarquino pudo volver a Roma, era demasiado tarde. Le cerraron las puertas de la ciudad y tuvo que marcharse al exilio. Fue el séptimo y último rey de Roma. Nunca en su larga historia Roma volvería a tener un rey; al menos nunca volvería a tener un gobernante que osase llevar este título particular. Tarquino fue exiliado en el 509 a. C. (244 A. U. C.); así, Roma había estado dos siglos y medio bajo sus siete reyes. Llegamos a un largo período de cinco siglos, durante los cuales la República Romana lograría sobrevivir, primero, y llegaría a ser una gran potencia, luego.

[1]

Daremos unas pocas fechas en A. U. C., y en la «Cronología» del final del libro daremos todas las fechas en a. C. y A.U.C.

[2]

Con el tiempo, Roma llegó a ocupar siete colinas, por lo que se la llamó «La Ciudad de las Siete Colinas».

[3]

Los romanos usaban dos nombres, como nosotros. El primero era un nombre personal, y el segundo un nombre de familia o tribal. A veces se usaban nombres adicionales para indicar algún logro del individuo o alguna característica personal. [4]

Los romanos tenían muy escasos primeros nombres. Entre los más frecuentemente usados estaban Lucio, Mario, Cayo y Tito.

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2.

Supervivencia de la República

La lucha contra los etruscos Por supuesto, los romanos, aun bajo una república, debían tener a alguien que los gobernase. Para evitar que este gobernante tuviese demasiado poder (no más Tarquinos, habían decidido los romanos), fue elegido por un año solamente y no podía ser reelegido de inmediato. Además, para asegurarse doblemente, fueron elegidos dos gobernantes, y no sería válida ninguna decisión que no fuese tomada por ambos de común acuerdo. De este modo, aunque uno de los gobernantes anuales hiciese algún intento para aumentar su poder, el otro, por celos naturales, le haría frente. Y ambos, en ciertos aspectos importantes, tenían que inclinarse ante el Senado. Este sistema funcionó bien durante varios siglos. Al principio, estos gobernantes electos fueron llamados pretores, voz proveniente de palabras que significaban «ir a la cabeza». Más tarde, el hecho de que fueran dos pareció lo más importante del cargo y fueron llamados cónsules, que significa «asociados». En otras palabras, debían «consultarse» uno al otro y llegar a un acuerdo antes de emprender una acción. Es por este nombre de «cónsules» por el que mejor conocemos a estos gobernantes. Luego fueron llamados pretores otros magistrados secundarios que servían bajo las órdenes de los cónsules. Los cónsules estaban al frente de las fuerzas armadas de Roma y su misión particular era dirigir esos ejércitos en la guerra. Dentro de la ciudad, una clase inferior de magistrados, los cuestores, también elegidos de a dos y por el término de un año, actuaban como jueces y supervisaban los juicios penales. (La palabra «cuestor» significa «indagar por qué».) En años posteriores, su función cambió y actuaron como funcionarios financieros a cargo del tesoro público. Los primeros años de la República Romana fueron realmente duros. Para empezar, la ciudad tuvo que hacer frente a la hostilidad de las poderosas ciudades etruscas, a las que el exiliado Tarquino pidió ayuda en sus esfuerzos para recuperar el trono. Sin duda, los etruscos fueron inducidos a pensar que Roma se volvería peligrosa para ellos si no era regida por reyes de origen y simpatías etruscas. La tarea de combatir con los etruscos fue la principal que debieron asumir los dos primeros cónsules, que, naturalmente, fueron Colatino y Bruto. Dentro mismo de Roma había quienes por una u otra razón eran favorables al retorno de los Tarquinos. Entre ellos se contaban dos hijos del mismo Bruto. Cuando fue descubierta la conspiración de sus hijos, correspondió a Bruto, en su condición de cónsul, el deber de juzgarlos. Este colocó las necesidades de la República por encima de sus sentimientos como padre y se unió a Colatino en la dirección de su ejecución. Pero desde entonces, según los relatos tradicionales, la vida no tuvo ningún valor para Bruto y buscó la muerte en batalla. Finalmente, en una escaramuza con las fuerzas de Tarquino, Bruto vio realizados sus deseos y murió en singular combate con uno de los hijos de Tarquino.

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La amenaza que se cernía sobre Roma se agudizó cuando Tarquino el Soberbio logró obtener la ayuda de Lars Porsena de Clusium, ciudad de Etruria central situada a unos 120 kilómetros al norte de Roma. Las leyendas romanas dicen que Porsena y su ejército etrusco avanzaron hacia el Sur, hasta el Tíber, expulsando a los romanos de sus posiciones en el Monte Janículo, al oeste del río. Porsena habría entrado en Roma y aplastado la República si los romanos no hubiesen destruido a tiempo el puente de madera que atravesaba el río.

Uno de los relatos más famosos de la historia primitiva de Roma habla de Publio Horacio Cocles [1] , quien mantuvo a raya al ejército etrusco mientras el puente era destruido. Primero con dos compañeros, y luego solo, hizo frente al ejército, y cuando fue rota la última viga se arrojó al Tíber y nadó hasta ponerse a salvo con toda su armadura. Desde entonces se ha usado la frase «Horacio en el puente» para aludir a un hombre que libra una desesperada batalla contra fuerzas abrumadoramente superiores. Porsena inició entonces un paciente asedio de Roma, ya que había fracasado en el intento de tomar la ciudad por sorpresa. Se cuenta otra historia sobre los sucesos que lo indujeron a levantar el sitio. Un joven patricio romano, Cayo Mucio, se ofreció como voluntario para abrirse camino hasta el campamento etrusco y asesinar a Porsena. Fue capturado y se le amenazó con quemarle vivo si no informaba en detalle de lo que sucedía en Roma. El joven romano, para mostrar cuan poco temor sentía de ser quemado, colocó su mano derecha en un fuego cercano y la mantuvo pacientemente en él hasta que el fuego la hubo consumido. En adelante recibió el nombre adicional de Escévola, que significa «zurdo». Porsena, sigue la leyenda, quedó tan impresionado por este increíble heroísmo que desesperó de tomar una ciudad poblada por tales hombres. Por ello negoció la paz y se marchó sin colocar a Tarquino el Soberbio nuevamente en el trono. 17

(Por desgracia, los historiadores modernos están totalmente seguros de que esas historias sobre Horacio y Mucio no son más que leyendas y que fueron inventadas por los romanos de épocas posteriores para ocultar el embarazoso hecho de que los etruscos, en realidad, derrotaron a los romanos y los obligaron a aceptar la dominación etrusca. A causa de esto, la influencia romana sobre el resto del Lacio quedó anulada por un considerable período. Sin embargo, la derrota romana no fue total. Porsena tuvo que admitir que no se restablecería la monarquía, y a la larga era esto lo importante.) La última aparición de los Tarquines en la leyenda romana tiene lugar en el 496 a. C, cuando las ciudades latinas, aprovechándose de las pérdidas romanas frente a Porsena, trataron de acabar la tarea. El ejército latino, con Tarquino el Soberbio y sus hijos cabalgando al frente, hicieron frente a los romanos en el lago Regilo, cerca de la misma ciudad de Roma (no se ha identificado el lugar exacto). Los romanos obtuvieron una completa victoria y, con excepción del viejo rey, la familia de Tarquino fue aniquilada. Tarquino el Soberbio se retiró a Cumas y allí murió. En esta batalla, dicen las leyendas de los romanos, su ejército fue ayudado por dos jinetes de dimensiones y fuerzas más que humanas. Se creía que eran Castor y Pólux (hermanos de Helena de Troya en la leyenda griega). En adelante, los romanos construyeron templos especiales a los divinos hermanos y les rindieron honores especiales. Patricios y plebeyos El fin de la monarquía dejó a Roma gobernada por una oligarquía, es decir, por unos «pocos», que en este caso eran los patricios. Sólo los patricios podían ser senadores; sólo ellos podían ser cónsules, pretores o cuestores. En verdad, parecía que los únicos romanos verdaderos eran los patricios y que los plebeyos, aunque servían para trabajar en las fincas y combatir en las filas del ejército, no servían para tomar parte alguna en el gobierno. Después de las guerras con los etruscos y los latinos, los tiempos fueron realmente duros, y la suerte de los plebeyos se hizo intolerable. Las fincas habían sido saqueadas, los alimentos eran escasos, los pobres estaban endeudados y a los patricios esto no parecía importarles. ¿Por qué habrían de preocuparse los patricios? Ellos estaban suficientemente bien como para sobrevivir a los tiempos duros. Y si un agricultor plebeyo se endeudaba, las leyes sobre las deudas eran tan inexorables que el plebeyo tenía que venderse a sí mismo y vender a su familia como esclavos para pagar la deuda. Y era con los terratenientes patricios con quienes se endeudaban los plebeyos y de quienes entonces se convertían en esclavos. El líder del partido patricio de la época era Apio Claudio. Este era un sabino de nacimiento, pero fue siempre partidario de los romanos, y de joven había llevado un gran contingente a Roma y combatido lealmente por su ciudad adoptiva. Fue aceptado como patricio y elegido cónsul en 495 a. C. Gobernó con mano dura, y a los plebeyos

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debe de haberles sabido muy mal que el más implacable ejecutor de las implacables leyes concernientes a las deudas ni siquiera fuese un romano nativo. Para los plebeyos, Roma no era su ciudad, y en 494 antes de Cristo decidieron abandonar Roma y fundar una nueva ciudad propia en una colina situada a cinco kilómetros al este. Se marcharon un número considerable de ellos, y los patricios, que no podían permitirse perder una parte tan grande de la población, tuvieron que negociar. Según la leyenda, los plebeyos fueron llevados de vuelta por las palabras de un patricio romano llamado Menenio Agripa, quien les contó el cuento de la rebelión de las partes del cuerpo contra el vientre. Según esta fábula, los brazos se quejaban de tener que hacer solos toda la tarea de levantar cosas, las piernas de ser las únicas que caminaban, las mandíbulas de tener que masticar ellas solas, el corazón de tener que latir sólo él, etcétera, mientras el vientre, que no hacía nada, recibía todo el alimento. El vientre respondió que, si bien recibía el alimento, lo repartía a través de la sangre a todas las partes del cuerpo, que de otro modo no podría sobrevivir. La analogía consistía en que, si bien los patricios ocupaban todos los cargos, usaban su poder para gobernar juiciosamente la ciudad, de lo cual se beneficiaban todos. La fábula de Menenio no suena muy convincente, y es difícil creer que lograra persuadir a gentes oprimidas a que volviesen para continuar siendo oprimidas. En verdad, los patricios se vieron obligados a ofrecer a los rebeldes mucho más que cuentos entretenidos. Se llegó a un acuerdo por el cual los plebeyos tendrían funcionarios propios, funcionarios elegidos por el voto de los plebeyos y que no representarían a todo el pueblo romano, sino solamente a los plebeyos. Esos funcionarios fueron llamados tribunos (nombre dado originalmente a los jefes de una tribu). Su misión era proteger los intereses de los plebeyos e impedir que los patricios aprobasen leyes que fuesen injustas para la gente común. En verdad, más tarde, los tribunos obtuvieron el poder de suspender las leyes que desaprobaban sencillamente gritando « ¡Veto! » («Prohibo! »). Ni todo el poder de los cónsules y el Senado podía hacer que se aprobase una ley contra el veto del tribuno. Naturalmente, al principio los tribunos serían muy impopulares entre los patricios y cabía esperar que hubiese violencia. Por ello se convino en que un tribuno no podía ser dañado bajo ninguna forma. Y por toda falta de respeto al cargo podía imponer una multa. Se nombraron ayudantes de los tribunos, que podían recaudar esas multas. Fueron llamados ediles. Su papel de recaudadores de multas los llevó a cumplir algunas de las funciones de la policía moderna. Mediante la disposición del dinero que recaudaban llegaron a tener a su cargo muchos asuntos públicos, como el cuidado de los templos (la palabra «edil» proviene de una voz latina que significa «templo»), las cloacas, el suministro de agua, la distribución de alimentos y los juegos públicos. También regulaban el comercio.

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Gradualmente, los plebeyos entraron en la vida política y algunas de las familias plebeyas llegaron a ser muy prósperas. Poco a poco tuvieron acceso a los diversos cargos de la ciudad, aun el consulado. Pero en los primeros años del consulado, los patricios hicieron ocasionales tentativas de recuperar su posición anterior y conservar todo el poder en sus manos. El jefe de este movimiento fue, según las leyendas romanas, el patricio Cayo Marcio. En 493 a. C., el año siguiente a la secesión plebeya, Cayo Marcio —se cree— condujo un ataque contra la importante ciudad volsca de Corioli. Por su valentía y su éxito en esta batalla se le dio el nombre de Coriolano, por el que es más conocido en la historia. Al año siguiente hubo escasez de alimentos en Roma y se importaron cereales de Sicilia. Coriolano propuso a los patricios negar cereales al pueblo si no aceptaba renunciar al tribunado. Los tribunos inmediatamente lo acusaron de intentar dañarlos (lo que ciertamente hacía, y de un modo particularmente despreciable, especulando con el hambre de la gente). Fue exiliado y pronto se unió a los volscos. Marchó contra Roma al frente de un ejército volsco y derrotó a los ejércitos que antaño había comandado. A ocho kilómetros de Roma se detuvo a fin de preparar el asalto final. La leyenda romana cuenta que rechazó las súplicas de una misión para que retirase su ejército. Se negó a oír los ruegos de los sacerdotes enviados a razonar con él. Finalmente fue enviada su madre, ante la cual cedió, gritando: « ¡Oh, madre, has salvado a Roma, pero destruido a tu hijo! » Coriolano alejó el ejército volsco y, según algunos relatos, se mató por considerarse doblemente traidor (y con razón). Los historiadores modernos consideran que toda la historia de Coriolano es pura fábula. Señalan, por ejemplo, que en la época por la cual se suponía que Coriolano ganaba prestigio y fama en el sitio de Corioli, ésta no era una ciudad volsca, sino una leal aliada de Roma. Sin embargo, aunque los detalles sean legendarios, el núcleo de la historia probablemente sea verdadero; cierto género de guerra civil continuó entre patricios y plebeyos durante un tiempo después de la secesión de los últimos y, finalmente, los plebeyos conservaron las conquistas logradas. Los plebeyos pensaron que su propia seguridad exigía que se pusiesen por escrito las leyes romanas. Mientras esto no ocurriese, nunca se sabría con seguridad si los patricios interpretaban o no las leyes a su favor. Al poner por escrito todos sus puntos, los tribunos tendrían una base para argumentar. Por el 450 a. C., según la tradición, apareció la primera codificación escrita de las leyes romanas. Para elaborar este código se eligieron diez patricios llamados decenviros, que significa «diez hombres». Ocuparon el poder en lugar de los cónsules hasta que fue elaborado el código escrito.

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Se suponía que las leyes habían sido grabadas en doce tablas de bronce, por lo que se las llamó las Doce Tablas. Durante siglos, esas Doce Tablas fueron el fundamento del Derecho romano. Sin embargo, la escritura de las leyes no suavizó y aclaró todo. La tradición romana sigue diciendo que los decenviros se mantuvieron ilegalmente en el poder después de la publicación de las Doce Tablas. Asumieron cada vez más los ornamentos del poder. Por ejemplo, cada uno de ellos se hizo acompañar por doce guardias de corps, llamados lictores. Los lictores eran plebeyos que llevaban un símbolo especial de su cargo en la forma de un haz de varas atadas con un hacha en el medio. Esto indicaba el poder del gobernante (originalmente el rey, más tarde los cónsules y otros magistrados) de infligir castigos con varas o la muerte con el hacha. Estos símbolos eran llamados fasces, de una voz latina que significa «haces». El líder de los decenviros era Apio Claudio Craso, hijo o nieto del Claudio que había provocado la secesión plebeya casi medio siglo antes. Este nuevo Apio Claudio era firmemente antiplebeyo, y, según relatos posteriores, trató de imponer un régimen de terror. Pero fue demasiado lejos cuando trató de hacer suya una bella muchacha, Virginia, hija de un soldado plebeyo. Apio Claudio planeó dar apariencia legal a su acción presentando testigos falsos que testimoniasen que la muchacha era en realidad hija de uno de sus esclavos y, por lo tanto, era también automáticamente su esclava. El padre de Virginia, enloquecido, y viendo que no podía hacer nada legalmente para impedir que el poderoso decenviro se apoderase de su hija, tomó la dramática decisión (según la leyenda) de apuñalarla repentinamente en medio del juicio, exclamando que sólo mediante la muerte podía ella salvar su honor. Los plebeyos, enfurecidos por estos sucesos, amenazaron con marcharse una vez más. En 449 a. C., los decenviros fueron obligados a ceder y abandonar su cargo. Apio Claudio murió en prisión o se suicidó. Como resultado de todo ello, el poder de los tribunos como portavoces de los plebeyos siguió aumentando. Se les permitió sentarse dentro del Senado, para poder influir más fácilmente sobre la legislación. También obtuvieron gradualmente el derecho de interpretar los presagios para decidir si las tareas del Senado podían continuar. Si hallaban que los presagios eran desfavorables, podían fácilmente interrumpir todos los asuntos del gobierno, al menos temporalmente. En 445 a. C. se permitió el matrimonio entre patricios y plebeyos, y en 421 a. C. éstos también tuvieron acceso a la cuestura. La decadencia de los etruscos Las querellas internas de Roma podían haber provocado su fin a manos de algún vecino agresivo, pero ya entonces se manifestó la buena fortuna que iba a acompañar a los

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romanos durante muchos siglos. Los vecinos más peligrosos eran los etruscos, pero éstos ya habían iniciado una rápida decadencia. Gracias a la labor de Porsena, Roma y las otras ciudades latinas no parecían constituir un peligro para los etruscos, quienes entonces trataron de expandirse por las exuberantes y fértiles regiones situadas al sur del Lacio. Estas regiones formaban la Campania, la parte más rica de Italia en tiempos antiguos. No parecía haber ningún obstáculo ante los etruscos, excepto las ciudades griegas, pero éstas, como siempre, estaban desunidas y era posible enfrentarlas una por una. En 474 a. C., los etruscos pusieron sitio a Cumas, la más septentrional de las ciudades griegas de la Magna Grecia. Pero desgraciadamente para los etruscos, el asedio se produjo en un momento culminante de la historia griega. En la misma Grecia, el poderoso Imperio Persa había sido derrotado; en Sicilia, las fuerzas cartaginesas habían sufrido un abrumador golpe. En todas partes los griegos se sintieron triunfantes. Para ellos, no había ningún «bárbaro» demasiado difícil de derrotar. Por consiguiente, cuando Cumas pidió ayuda, su llamado fue escuchado. Fue a su rescate Gelón, gobernante de Siracusa. Seis años antes había derrotado a los cartagineses, y estaba muy dispuesto a extender su poder a Italia. Envió al Norte sus barcos y los etruscos fueron totalmente derrotados. Fue una derrota definitiva, pues nunca más los etruscos osaron aventurarse por el sur de Italia. En lugar de los etruscos, pasaron a primer plano en el Sur las tribus nativas italianas. Las principales de ellas eran los samnitas. El centro de su poder era el Samnio, que estaba al este y el sudeste del Lacio. Derrotado el poder etrusco por los griegos, los samnitas penetraron en la Campania y se apoderaron de ella. En el 428 a. C. tomaron Capua, la mayor ciudad no griega de la región. Pero si los etruscos tuvieron que retirarse del Sur, peor les fue en el Norte. Por la época en que los villa novianos (véase página 3) entraron en Italia, otro grupo de pueblos, los galos, avanzaron detrás de ellos y ocuparon buena parte de Europa al norte de los Alpes. Después del 500 a. C., tribus galas se abrieron paso a través de la barrera de los Alpes, que encerraban la Italia Septentrional en un semicírculo, y empezaron a chocar con los colonos etruscos del fértil valle del Po. Poco a poco, a medida que pasaron los años, los galos extendieron su dominación. Y a medida que los galos avanzaban sin pausa, los etruscos se retiraban, hasta que todo el Valle del Po constituyó lo que fue llamado la Galia Cisalpina, que significa «la Galia de este lado de los Alpes»: «este lado» desde el punto de vista de Roma, por supuesto.

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(La región situada al oeste y al norte de los Alpes fue llamada a veces la Galia Transalpina, o «la Galia del otro lado de los Alpes». Pero la Galia Transalpina era tanto mayor que la otra y, en siglos posteriores, fue tanto más importante, que se la llamó sencillamente «la Galia».) A fines del siglo v, los etruscos estaban evidentemente en una crítica situación. Derrotados y expulsados de Campania y del Valle del Po, ahora tuvieron que luchar desesperadamente y sin éxito para mantener a los galos fuera de la misma Etruria. Los galos efectuaron devastadoras correrías por el corazón del país, y los desalentados etruscos sólo hallaron seguridad dentro de las murallas de sus ciudades. Mientras los desastres se acumulaban año tras año para los etruscos, los romanos obtuvieron en forma creciente la libertad de reñir entre sí y contra las otras ciudades del Lacio. La lucha no fue siempre fácil. Los volscos extendían su dominación sobre la mitad sudoriental del Lacio (avance que quizá fue la base de la leyenda de Coriolano) y se aliaron con los ecuos, tribus que habitaban en las regiones montañosas de los bordes orientales del Lacio. En relación con las guerras que los romanos libraron contra los ecuos hay una leyenda que siempre ha gozado de gran popularidad, la de Lucio Quincio Cincinato. Era un patricio del mismo género de Coriolano, contrario al tribunado y a toda ley escrita. Pero es también pintado como un modelo de virtud e integridad de viejo estilo. Vivía frugalmente, trabajaba él mismo sus tierras y era un patriota completo. Cincinato se había retirado disgustado a su finca, negándose a intervenir en la política, porque su hijo había sido exiliado por usar un lenguaje violento contra los tribunos. En 458 a. C., los romanos estaban fuertemente acosados por los ecuos, y un cónsul y todo su ejército se vieron amenazados por el desastre. Entonces se llamó a Cincinato. Se le nombró dictador. Según la ley romana, éste era un funcionario dotado de poder absoluto que se designaba en momentos muy difíciles, pero sólo por un lapso de seis meses. La palabra proviene de una voz latina que significa «decir», porque todo lo que el dictador decía era ley. Cuando se le informó de su designación, Cincinato estaba arando su campo. Dejando el arado donde estaba, se marchó al foro, reunió un nuevo ejército, avanzó rápidamente hacia el lugar de la batalla, atacó a los ecuos impetuosamente, los derrotó, rescató al cónsul y su ejército y volvió a Roma, todo ello en un día. (Es demasiado para que sea cierto.) De vuelta en Roma, Cincinato renunció inmediatamente a la dignidad dictatorial, sin ningún intento de usar su poder absoluto ni un momento más de lo necesario, y volvió a su finca. (Este ejemplo de virtud, del uso del poder sin abuso, impresionó mucho a las posteriores generaciones. Al final de la Guerra de la Independencia Norteamericana, George Washington pareció un nuevo Cincinato. Por ello, los oficiales del Ejército Revolucionario formaron «La Sociedad de los Cincinnati» —usando el plural latino del nombre— una vez terminada la guerra. En 1790, una ciudad de orillas del río Ohio fue

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reorganizada y ampliada por un miembro de la Sociedad, y fue llamada Cincinnati en su honor.) Mientras Etruria era devastada por los galos, los ejércitos romanos hasta se volvieron triunfalmente contra sus viejos opresores. La más meridional de las ciudades etruscas era Veyes, situada a sólo 20 kilómetros al norte de Roma. Era ciertamente más grande que Roma, y hasta quizá haya sido la mayor de todas las ciudades etruscas. Las leyendas romanas hacen de Veyes una persistente enemiga de Roma y muestra a las dos ciudades casi constantemente en lucha, con no menos de catorce guerras entre las dos. Tal vez haya en esto alguna exageración, pues durante la mayor parte de los primeros tres siglos y medio de la historia romana, Veyes debe de haber sido, con mucho, la más fuerte de las dos ciudades, y Roma debe de haberla tratado con mucha cautela. Pero ahora que Etruria estaba totalmente absorbida en la lucha contra los galos, Roma avanzó al ataque. En 406 a. C., los romanos pusieron sitio a la ciudad y, según la tradición, lo mantuvieron durante diez años bajo la conducción de Marco Furio Camilo. Finalmente, en 396 a. C., fue tomada y destruida, y su territorio anexado a Roma. Después de la victoria, sigue el relato, Camilo fue acusado de haber distribuido sin equidad el botín. Lleno de cólera, abandonó a su ingrata ciudad en el 391 a. C. para marchar a un exilio voluntario. Los galos Pero la victoria sobre Veyes fue al principio de escasa utilidad. No era probable que los galos, al penetrar cada año más profundamente en Etruria, se quedasen allí, y los romanos, que pescaron con éxito en las revueltas aguas etruscas, descubrieron que sus aguas también estaban revueltas. Poco después de la captura de Veyes quedó muy claro que las correrías de los galos amenazarían al nuevo territorio romano al noroeste del Tíber y hasta a la misma Roma. Los romanos tendrían que luchar con los galos. El 16 de julio de 390 a. C. (363 A. U. C.), un ejército galo, conducido por un jefe tribal llamado Brenno, chocó con los romanos en las márgenes del pequeño río Allia, a unos 15 kilómetros al norte de Roma, y los derrotó completamente. (En lo sucesivo, el 16 de julio fue considerado un día infausto por los romanos.) (Por supuesto, los romanos no llamaban a esa fecha el 16 de julio. Nosotros hemos adoptado sus nombres para los meses, por lo que éstos nos son familiares, con dos excepciones. En la época de la República, los meses que llamamos julio y agosto eran llamados Quintilis y Sextilis, respectivamente, por los romanos. Cada mes tenía tres días principales. El primer día de cada mes, el día en que el mes era «proclamado» («calare») por el Sumo Sacerdote, era las calendas. De esta palabra deriva la nuestra «calendario». El día de mitad del mes —el 15 de marzo, mayo, julio y octubre, y el 13 de los otros meses— era los idus, que proviene, quizá, de una palabra etrusca que significa «división». El noveno día anterior a los idus, contando este mismo día, era las nonas («nueve»). Las otras fechas se indicaban como tantos días antes del siguiente día

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principal. Así, el 16 de julio era «dieciséis días antes de las calendas de Sextilis». Era un sistema ridículamente farragoso, por lo que en este libro sólo usaré el sistema moderno de meses y días.) Después de la victoria, los galos marcharon directamente hacia Roma y, más afortunados que Porsena, la ocuparon. Fue la primera ocupación extranjera de la historia de Roma, y durante ochocientos años no volvería a haber otra. Por ello, los posteriores historiadores romanos dieron mucha importancia a este desastre único y llenaron el período de leyendas. Todos los que pudieron huyeron de Roma ante las noticias del avance de los galos, mientras aquellos capaces de combatir se parapetaron en el Monte Capitolino para ofrecer la resistencia final. Los senadores, según los relatos, se sentaron en los portales de sus mansiones para enfrentarse bravamente con los galos. (Esto parece un desatino y probablemente jamás ocurrió, pero es un buen cuento.) Los galos invasores saquearon e incendiaron la ciudad, pero se detuvieron asombrados ante los senadores sentados inmóviles en sus asientos de marfil. Finalmente, un galo ingenuo extendió la mano para tocar la barba de uno de los senadores y ver si era un hombre o una estatua. En muchas culturas, la barba es el signo de la virilidad y se considera un insulto que un extraño la toque. Cuando los dedos del galo se cerraron en la barba del senador, éste rápidamente levantó su bastón y lo golpeó. El galo, pasado el primer momento de sorpresa, mató al senador, a lo cual siguió una matanza general. Los galos, luego, pusieron sitio al Capitolio, y a este respecto se cuenta una famosa historia. Una noche, los galos, que habían descubierto un camino relativamente fácil para trepar por la colina, ascendieron silenciosamente mientras los romanos dormían. Habían casi llegado a la meta, cuando los gansos (que eran tenidos en el templo porque desempeñaban un papel en los ritos religiosos) se inquietaron por los débiles ruidos de los hombres que trepaban y comenzaron a graznar y correr de un lado a otro. Un romano, Marco Manlio, que había sido cónsul dos veces, se despertó. Cogió sus armas y se lanzó sobre el primero de los galos que acababa de llegar a la cima, a la par que despertó a los otros pidiendo ayuda. Los romanos lograron rechazar a los galos y la ciudad se salvó de la derrota total. En honor de esta hazaña, Manlio recibió el sobrenombre de Capitolino. Los galos, cansados del asedio, que duraba ya siete meses, y estaban padeciendo por el hambre y las enfermedades, convinieron en llegar a una paz de compromiso; esto es, ofrecían abandonar Roma si los romanos les pagaban mil libras de oro. Se llevaron balanzas y se empezó a pesar el oro. El general romano que vigilaba la operación observó que un objeto de oro, cuyo peso conocía, parecía pesar menos en los platillos. Los galos estaban usando pesos falsos para obtener más de mil libras. El general protestó, y Brenno, el jefe galo, respondió fríamente —según se cuenta—: « ¡Ay de los vencidos! », y arrojó su espada sobre el platillo encima de los pesos, para dar a entender que los romanos tendrían que entregar una cantidad de oro equivalente al peso de su espada, además de mantener los pesos reconocidamente falsos.

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Los historiadores romanos no podían dejar las cosas allí, por lo que añadieron que los romanos, indignados, tomaron las armas y rechazaron a los galos y que éstos fueron completamente derrotados por un ejército conducido por Camilo, quien retornó del exilio justo a tiempo para decir: «Roma compra su libertad con hierro, no con oro». Pero, según todas las probabilidades, esto último es un lisonjero cuento inventado por los historiadores romanos posteriores. Lo más verosímil es que los romanos hayan sido totalmente derrotados, fueron sometidos a tributo y lo pagaron. No obstante, la ciudad subsistió, y Camilo, si bien no derrotó realmente a los galos, rindió un gran servicio. Con la ciudad en ruinas, los romanos discutieron si no era mejor trasladarse a Veyes y comenzar allí de nuevo, en lugar de permanecer en una ciudad que los sucesos recientes parecían haber convertido en un sitio de mal agüero. Camilo se opuso a esto con todas sus energías, y su opinión prevaleció. Los romanos permanecieron en Roma y Camilo fue saludado como «el nuevo Rómulo» y segundo fundador de Roma. La invasión gala tuvo una serie de consecuencias. En primer término, aparentemente destruyó los registros romanos, por lo que no tenemos anales seguros de los primeros tres siglos y medio de la historia romana. Sólo quedan los cuentos legendarios, más o menos deformados, y algunos claramente inventados en tiempos posteriores, que hasta ahora hemos relatado en este libro. Sólo después del 390 a. C. cesa la leyenda y puede comenzar una historia razonablemente fiel. En segundo lugar, como después de la invasión de Porsena de un siglo antes, sobrevino una época de trastornos económicos en Roma. Los pobres sufrieron horriblemente y los deudores fueron nuevamente esclavizados. Manlio Capitolino, el patricio salvador del Capitolio, vio que un soldado que había servido valientemente bajo sus órdenes era reducido a la esclavitud por deudas. Movido por la piedad, inmediatamente pagó con su dinero la deuda del soldado. Luego empezó a vender sus propiedades y anunció que mientras él tuviese el dinero necesario nadie sufriría esa crueldad. A los patricios les disgustó esta actitud, pues esa bondad y generosidad los dejaba en un mal papel por contraste y, lo que era peor, hacía surgir ideas inquietantes en la mente del pobre. Afirmaron que Manlio estaba tratando de ganar popularidad para proclamarse rey. Manlio fue apresado y juzgado, pero hasta para los patricios fue imposible condenarlo a la vista del Capitolio que él había salvado. El juicio fue trasladado lejos de la vista del Capitolio. Los patricios, entonces, lograron condenarle y el pobre Manlio fue ejecutado en 384 a. C. Pero nuevamente se produjo una prolongada agitación entre los plebeyos, que buscaban el alivio de su situación, y a la larga no pudo ser ignorada. Camilo, aunque era un patricio, comprendió que era menester pacificar a los plebeyos. Usó en este sentido su enorme influencia, y como resultado de ello en el 367 a. C. se aprobaron las leyes Licinio-Sextianas. (Así llamadas por Cayo Licinio y Lucio Sextio, que fueron cónsules ese año.)

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Esas leyes facilitaron las cosas a los deudores una vez más y limitaron la cantidad de tierra que podía tener un hombre. Al impedir que los individuos acumularan finca tras finca, eliminaron uno de los factores que impulsaban a los terratenientes a ser implacables con los pequeños agricultores cuyas tierras deseaban anexarse. Además, el consulado se hizo accesible a los plebeyos y se impuso la costumbre, después de un tiempo, de elegir al menos un cónsul en una familia plebeya. Después de esto, la distinción entre patricios y plebeyos se esfumó completamente. En lo sucesivo, a lo largo de toda la historia romana se tuvo la sensación de que el Senado gobernaba en asociación con el pueblo común. Las leyes y los decretos de Roma fueron promulgados bajo el nombre de S. P. Q. R., iniciales tan conocidas para el historiador de Roma como U. S. A. para los norteamericanos. «S. P. Q. R.» son las iniciales de «Senatus PopulusQue Romanus («el Senado y el Pueblo de Roma»). Finalmente, la invasión gala dio como resultado, en cierto sentido, un nuevo ordenamiento en Italia Central. Los etruscos estaban abatidos, y el vacío de poder que esto originó podía ser llenado por cualquier ciudad que desplegase la iniciativa adecuada. Roma había sido un centro de resistencia contra los galos y, aunque había sufrido mucho, luchó respetablemente. Posteriormente, la rápida recuperación de la ciudad le hizo ganar considerable prestigio. Bajo la capaz conducción de Camilo, Roma recobró rápidamente todo el terreno perdido. Mantuvo Veyes y derrotó a los volscos del sur del Lacio en 389 a. C. Hasta los galos fueron derrotados, cuando intentaron llevar a cabo una nueva invasión en 367 a. C. Camilo murió en 365 a. C., pero los romanos siguieron fortaleciéndose. En 354 a. C. las ciudades latinas fueron obligadas a incorporarse a la Liga Latina, que ya no fue una alianza en igualdad de condiciones, sino que estuvo claramente dominada por Roma. Al mismo tiempo, la parte meridional de Etruria, hasta 70 kilómetros al norte de la ciudad, reconoció la dominación romana. Roma gobernó sobre más de 7.500 kilómetros cuadrados de Italia Central sólo una generación después de haber sido aparentemente aplastada por los galos. Por el 350 a. C. se había convertido en una de las cuatro grandes potencias de la Península Italiana; las otras tres eran los galos en el Norte, los samnitas en el Centro y los griegos en el Sur.

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«Cocles» significa «tuerto», pues Horacio había perdido un ojo en una batalla.

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3.

La conquista de Italia

El Lacio y más allá de él Hagamos una pausa para examinar el cambio en la situación del mundo en los cuatro siglos transcurridos desde la fundación de Roma. En el Este hacía tiempo que el Imperio Asirio había muerto, vencido y olvidado. En su lugar había surgido un reino aún más vasto, más poderoso y mejor gobernado: el Imperio Persa. En el 350 a. C., aunque el apogeo de Persia había pasado, aún gobernaba sobre grandes partes del Asia Occidental, desde el mar Egeo hasta la India, y además dominaba a Egipto. Los griegos habían pasado por un período de gran esplendor durante el primer siglo de la República Romana. Mientras Roma se liberaba lentamente de la dominación etrusca, la ciudad griega de Atenas llegaba a una cima de la cultura que fue única en la historia del mundo. Desgraciadamente, las ciudades griegas estaban en una lucha constante unas contra otras, y por la época en que los galos penetraban en Italia Central, Atenas fue derrotada en la guerra por su principal rival, Esparta, a tal punto que nunca logró recuperarse completamente. Poco después, Esparta también fue derrotada por la ciudad griega de Tebas. En 350 a. C., las querellas entre las ciudades griegas las había reducido a todas a un eterno tira y afloja en el que todas perdían y ninguna ganaba. En Sicilia, al sur de Italia, hubo un chispazo de grandeza griega, pues mientras Roma se recuperaba de la conquista gala, la ciudad de Siracusa era dominada por un vigoroso gobernante, Dionisio. Casi toda Sicilia cayó bajo su dominación, y sólo el extremo occidental siguió siendo cartaginés. Además, su poder se extendió sobre buena parte de las regiones griegas de Italia Meridional. Pero en 350 a. C. hacía diecisiete años que Dionisio había muerto, y bajo sus débiles sucesores Siracusa decayó rápidamente. Pero una pequeña tierra situada al norte de Grecia alcanzó una inesperada grandeza. Era Macedonia, cuyos habitantes hablaban un dialecto griego, pero eran considerados, en el mejor de los casos, como semibárbaros por los cultos griegos del Sur. Hasta 359 a. C., Macedonia no había sido más que un remanso sin ninguna importancia en la historia, pero ese año llegó al poder un hombre extraordinario: Filipo II. Casi inmediatamente aplastó a las tribus bárbaras de las fronteras de Macedonia. Estas habían ocasionado continuos trastornos a los predecesores de Filipo en el trono y habían impedido que Macedonia desempeñase un papel importante en los asuntos mundiales. Ahora Filipo tuvo las manos libres. Además, selló una alianza con el Epiro, país situado al oeste de Macedonia sobre la costa marina, separado del talón de la bota italiana por un estrecho brazo de mar de unos 80 kilómetros. Filipo se casó con una princesa de la familia real epirota y luego colocó a su cuñado Alejandro I en el trono de Epiro. Filipo formó un grande y eficiente ejército, cuyo núcleo era una bien entrenada falange. Esta consistía en soldados de infantería dispuestos en filas muy apretadas.

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Las filas traseras tenían largas lanzas que reposaban sobre los hombros de los que formaban las filas delanteras, de modo que la falange se asemejaba a un puercoespín erizado. La falange, entrenada para maniobrar con precisión, ya avanzase al paso, ya cambiase de posición a la derecha o la izquierda, podía sencillamente destrozar en su camino a ejércitos menos organizados como si fuera un ariete. (En verdad, la palabra «falange» proviene de un término griego que designa a un leño usado como ariete.) Filipo hizo que la falange fuese apoyada por la caballería y un sistema de suministros eficientemente organizado. Por el 350 a. C., Filipo estaba haciendo sentir su poder en Grecia, y las ciudades griegas empezaron a intentar (vanamente) detenerlo. Nada de esto afectó a los romanos. Todos estos sucesos, hasta el surgimiento de gobernantes fuertes en Sicilia y Macedonia, ocurrían demasiado lejos para que les preocupase en 350 a. C. Para Roma, sólo dos potencias representaban un peligro: las tribus galas del Norte y las tribus samnitas del Este y el Sur. Roma aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron para debilitarlas y volverlas inocuas. La primera oportunidad se le presentó a Roma por una especie de guerra civil entre los samnitas. Las tribus samnitas de Campania estaban en conflicto con las del mismo Samnio, y los campanienses solicitaron ayuda a Roma. (En los siglos siguientes, Roma siempre estuvo dispuesta a escuchar los pedidos de ayuda, siempre cumplió sus promesas y siempre se quedó con el botín. Al parecer, quienes usaron la peligrosa arma de la ayuda romana nunca aprendieron cuan fatal era su ayuda. Puede excusarse a los samnitas de Campania por ser los primeros.) En 343 a. C., los romanos hicieron una alianza con la ciudad de Capua y declararon la guerra a los samnitas. Así empezó la Primera Guerra Samnita, que puede ser considerada como el primer paso de Roma hacia la dominación mundial. No fue una guerra particularmente notable, pero, después de dos años de combates no muy intensos, los samnitas fueron expulsados de Campania y se impuso la influencia romana sobre la región. En 341 antes de Cristo se convino la paz por ambas partes sin una tajante victoria de ninguna de ellas. Probablemente Roma pensó que era prudente hacer la paz con los samnitas sin haber obtenido una victoria realmente aplastante, a fin de precaverse frente a problemas más cercanos. Mientras los ejércitos romanos luchaban en Campania, se suponía que sus aliados latinos mantendrían a raya a los samnitas del mismo Samnio. Pero los latinos en modo alguno deseaban hacer esto. Muchos de ellos pensaban que Roma era un amo opresivo, y ciertamente el momento parecía propicio para una revuelta, ya que los ejércitos romanos estaban ocupados en otra parte. En 340 a. C. comenzó la Guerra Latina Desgraciadamente para los latinos, escogieron mal el momento. Por la época en que se había iniciado la revuelta, Roma se había percatado de lo que se preparaba; había hecho la paz con los samnitas y enviado sus ejércitos hacia el Norte nuevamente. En dos batallas campales, los romanos derrotaron completamente a los aliados latinos. En una de ellas, el cónsul romano Publio Decio Mus se hizo matar deliberadamente, pensando que mediante este sacrificio a los dioses inferiores podía asegurar la victoria para su ejército. (Este sacrificio tal vez fuese realmente útil, pues los soldados, pensando que

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ahora los dioses estaban de su lado, quizá luchasen con redoblado fervor, mientras que el enemigo, por el contrario, acaso se sintiese desalentado.) Roma pudo volverse ahora cómodamente contra las ciudades latinas que aún resistían y las sometió una por una. Por el 338 a. C. se extendía por el Lacio la quietud de la muerte. Durante décadas hubo también periódicas escaramuzas entre los romanos y los galos Los romanos triunfaron constantemente, aunque generalmente permanecieron a la defensiva contra el bien recordado y aún temido enemigo. Pero se hizo cada vez más obvio para los galos que obtendrían poco beneficio de su lucha con los romanos, y las victorias de éstos sobre los samnitas y los latinos parecían augurar aún menos provecho para el futuro. En 334 a. C, los galos concertaron una paz general y se retiraron a sus fértiles tierras del Valle del Po, Samnitas y galos habían sido domesticados de algún modo y los aliados latinos castigados. Roma, pues, se dedicó a reorganizar sus dominios, que ahora se extendían por unos 11.500 kilómetros cuadrados y contenían una población de al menos medio millón de personas. No hizo ningún nuevo intento de fingir que ella sólo era la cabeza de una liga de aliados. El Lacio fue convertido en territorio romano, y la mayoría de las ciudades tuvieron que abandonar toda forma de autogobierno y convertirse en meras colonias. Ya no pudieron hacer acuerdos entre ellas y sus mutuas relaciones recibieron la mediación de Roma. Las leyes que las gobernaban fueron establecidas por Roma, y fue al juicio de ésta al que debieron apelar. Sin embargo, sus habitantes podían adquirir la ciudadanía romana si se trasladaban a Roma. Todo esto no fue tan malo como parece. En general, el gobierno romano fue eficiente. Quizá haya sido más duro que los tipos de gobierno a los que estamos acostumbrados, pues los romanos no tenían nuestra idea de la democracia, pero las ciudades latinas fueron gobernadas por Roma como se habían gobernado a sí mismas. Además, como parte de una región mayor, se vieron libres de las constantes guerras entre unas y otras. Con la paz aumentaron el comercio y la prosperidad. Gracias al buen gobierno y a los buenos tiempos, las ciudades latinas y las otras regiones de Italia dominadas por Roma habitualmente permanecieron fieles a ella, aun cuando la ciudad sufrió grandes desastres un siglo más tarde y cuando las rebeliones podían haber destruido para siempre el poder romano. (La moraleja de esto, como podemos ver, es que las conquistas pueden parecer gloriosas e inspirar fascinantes capítulos en los libros de historia, pero los resultados duraderos se logran mediante la monótona, laboriosa y cotidiana tarea del buen gobierno.) Los samnitas Mientras los romanos estaban ocupados en la Guerra Latina, los samnitas podían pensar que era una buena oportunidad para restablecer su poder sobre la Campania. Pero los romanos siguieron teniendo buena suerte. Durante siglos, los romanos nunca tuvieron que luchar con más de un enemigo importante por vez. Siempre, cuando combatían

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contra un enemigo, la cautela o las dificultades de diverso género frenaban a otros enemigos. En este caso, los samnitas estuvieron ocupados por problemas en otras partes. Durante decenios, ellos y otras tribus italianas habían ejercido una constante presión sobre las ciudades griegas del Sur. Por la época en que fueron fundadas las ciudades griegas, tres o cuatro siglos antes, los nativos italianos estaban completamente desorganizados y no causaron ningún problema. Pero ese tiempo había pasado, y las ciudades griegas buscaban permanentemente ayuda externa, pues temían no poder resistir la presión italiana. En el pasado, los griegos del sur de Italia habían apelado a ciudades como Siracusa y Esparta, pero ahora estaban cerca otros posibles aliados, quizá más peligrosos. La causa de esto fue el ascenso de Macedonia que mencioné antes. Filipo II de Macedonia había extendido su poder, y en 338 a. C. se enfrentó con los ejércitos de las dos ciudades griegas más poderosas de la época: Atenas y Tebas, y los destruyó. Las ciudades griegas cayeron bajo la dominación macedónica y seguirían estándolo durante un siglo y medio. Los samnitas observaban todo esto con preocupación, pues si bien Filipo presionaba hacia el Sur, su cuñado, Alejandro de Epiro, mostraba signos de querer reproducir esas hazañas en el Oeste. Fue este peligro lo que mantuvo ocupados a los samnitas mientras los romanos aplastaban a las ciudades latinas y hacían la paz con los galos. Es verdad que Filipo fue asesinado en 336 a. C. y que su hijo Alejandro III, más extraordinario aún (y que pronto sería llamado «el Grande»), se dirigió hacia el Este y llevó sus invencibles ejércitos a miles de kilómetros de Italia, pero Alejandro de Epiro, aunque de menor talla, aún estaba allí observando atentamente el talón de la bota italiana a través del mar. En 332 a. C. cayó el golpe. Tarento, la principal ciudad de la Magna Grecia, pidió ayuda externa, como había hecho antes en varias ocasiones, y esta vez apeló a Alejandro de Epiro. Este respondió gustosamente, trasladó un ejército al sur de Italia y obtuvo varias victorias sobre los ejércitos italianos. Durante un momento, las cosas tuvieron mal cariz para los italianos, pues Roma y Epiro sellaron un tratado y surgió la posibilidad de que las dos potencias se cerrasen como tenazas sobre los italianos y, en particular, sobre los samnitas. (Los romanos frecuentemente hacían tratados con las naciones que estaban más allá de sus vecinos, como medio para someter a éstos. Luego, la potencia que había sellado el tratado con Roma se convertía en un nuevo vecino y en la conquista siguiente, pero nuevamente los no romanos no parecen haber aprendido nunca esta lección.) Desgraciadamente para Alejandro de Epiro, había tenido demasiado éxito para el pueblo de Tarento. Este quería ayuda, pero, al parecer, no demasiada. Pronto los tarentinos empezaron a temer que un Alejandro demasiado victorioso sería para ellos un peligro mayor que los nativos italianos. Por ello le retiraron su apoyo.

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En 326 a. C. fue derrotado en Pandosia, ciudad costera del empeine de la bota italiana, y muerto en la retirada. Su sucesor estuvo demasiado envuelto en la política interna para llevar a cabo planes de conquista en Occidente, y por el momento desapareció la amenaza externa para Italia. Esto permitió a los samnitas dirigir su atención hacia Roma; ciertamente sentían poca amistad hacia una potencia que se había mostrado dispuesta, más o menos abiertamente, a ayudar a Alejandro de Epiro. En 328 antes de Cristo, mientras los samnitas estaban dedicados a combatir con Alejandro, los romanos establecieron una colonia en Fregellae, en su propio territorio, sin duda, pero muy cerca de las fronteras del Samnio. Los samnitas pensaron que esta era una medida destinada a fortalecer a Roma en una futura guerra con el Samnio, y tenían mucha razón. Ambas partes estaban deseosas de combatir y se hallaban dispuestas a usar cualquier excusa. Una querella local en Campania sirvió a tal fin, y en 326 a. C. empezó la Segunda Guerra Samnita. Las guerras de Roma habían llegado a un punto en el que afectaban a toda Italia. Tanto Roma como el Samnio buscaron aliados en otras partes de la Península. Al este del Samnio había dos regiones: Lucania, inmediatamente al norte del dedo del pie de la bota italiana, y Apulia, inmediatamente al noroeste del talón de dicha bota. Las tribus italianas de esas regiones habían luchado contra Alejandro junto a los samnitas, pero en la medida en que se trataba de una cuestión puramente italiana, consideraban que sus vecinos los samnitas eran más peligrosos que los distantes romanos. Así, lucharon de parte de Roma. Para las ciudades de la Magna Grecia, los lucanos y los apulianos eran sus enemigos inmediatos. Puesto que éstos se habían puesto del lado de Roma, las ciudades griegas apoyaron al Samnio. Durante cinco años se combatió sin resultados decisivos, aunque los romanos obtuvieron cierta ventaja. Luego, en 321 a. C., llegó el desastre para Roma. Un ejército romano de Campania recibió un falso informe (deliberadamente difundido por los samnitas), según el cual una ciudad de Apulia aliada de Roma estaba siendo atacada por un ejército samnita. Los romanos decidieron inmediatamente acudir al socorro de la ciudad, lo cual suponía atravesar el Samnio. Al hacerlo pasaron por un estrecho valle situado inmediatamente al este de la ciudad samnita de Caudio, desfiladero por el que se podía entrar por un solo camino y del que se salía por otro único sendero. Este desfiladero era llamado las Horcas Caudinas. Los samnitas estaban a la espera. Los romanos entraron en las Horcas sin dificultades, pero llegando a la salida del valle, hallaron el camino bloqueado por rocas y árboles cortados. Dieron media vuelta de inmediato y vieron el camino por el que habían entrado lleno de tropas samnitas, que se habían deslizado silenciosamente detrás de ellos. Estaban totalmente atrapados y sin esperanza alguna de poder escapar. Fue el suceso más humillante de la historia de Roma hasta ese momento. A fin de cuentas, una cosa es ser derrotado después de combatir fieramente y otra muy diferente sufrir la derrota por pura estupidez.

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Los samnitas podían haber exterminado el ejército romano hasta el último hombre, pero tal victoria les hubiese costado bajas, y pensaron que podían lograr su propósito sin combatir. Sólo necesitaban cruzarse de brazos y dejar que los romanos se muriesen de hambre. Tenían razón. El ejército romano consumió todos sus alimentos, y luego parecía que lo único que les quedaba por hacer era pedir condiciones para la rendición. Los samnitas presentaron tales condiciones. Los generales que conducían el ejército romano debían hacer la paz en nombre de Roma y convenir en ceder todo el territorio que ésta había arrebatado al Samnio. Bajo estas condiciones, el ejército sería liberado. Por supuesto, los generales romanos no podían hacer la paz; sólo el Senado romano podía hacerla, y los samnitas lo sabían. Sin embargo, podía persuadirse al Senado a que ratificase el tratado de paz firmado por los generales haciendo que ello mereciese la pena, para lo cual los samnitas tomaron como rehenes a 600 de los mejores oficiales romanos. Pero los samnitas subestimaron la determinación de su enemigo. Cuando los generales y su ejército derrotado retornaron a Roma, el Senado se reunió para tomar una decisión. Uno de los generales sugirió que él y su colega fuesen entregados a los samnitas por haberlos engañado con un falso acuerdo y que los rehenes fuesen abandonados. Casi todos los senadores tenían parientes entre los rehenes, pero aprobaron la medida. Los generales fueron entregados a los samnitas y el acuerdo no fue ratificado. Los samnitas objetaron que si los romanos no ratificaban el tratado, no sólo tenían que poner nuevamente a los generales, sino también a todo el ejército derrotado, en las Horcas Caudinas. Por supuesto, los romanos no lo hicieron, y los samnitas mataron a los rehenes, pero comprendieron que habían perdido una gran oportunidad de obtener una verdadera victoria al aceptar la palabra de los romanos y liberar su ejército. No volverían a tener otra oportunidad. Los romanos prosiguieron la guerra bajo la firme conducción de Lucio Papirio Cursor, quien fue cinco veces cónsul (la primera vez en 333 a. C. y la última en 313 antes de Cristo) y dos veces dictador. Era un hombre que imponía una dura disciplina y no era querido por sus tropas, pero obtenía victorias. Los romanos lucharon tanto política como militarmente. Establecieron colonias sobre las fronteras del Samnio, llenándolas con soldados retirados y aliados latinos, de modo que podían estar seguros de la región rural, mientras que los samnitas, si trataban de avanzar contra Roma, estarían rodeados de poblaciones hostiles. Los romanos siguieron cultivando las alianzas con las tribus de la retaguardia de los samnitas. Caminos y legiones Por entonces estaba adquiriendo poder en Roma otro Apio Claudio, descendiente del patricio sabino (véase página 17 )y del decenviro tirano (véase página 19). Más tarde se lo llamó Apio Claudio Caecus o «el Ciego», pues posteriormente perdió la vista. En 312 a. C. fue elegido censor, cargo creado en 443 antes de Cristo, después de redactarse las Doce Tablas. Había dos censores, que se elegían por un período de un año

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y medio, y sólo los cónsules tenían un rango superior. En un principio, el cargo sólo podía ser ocupado por patricios, pero en 351 a. C. se permitió a los plebeyos acceder a él, y después de 339 a. C. uno de los censores debía ser un plebeyo. Originalmente, las funciones del censor incluían la supervisión de los impuestos. (La palabra «censor» proviene de una voz latina que significa «poner impuestos».) Para hacer eficientes y justos los impuestos era menester contar a la gente y evaluar sus propiedades. Así se instituyó un census cada cinco años, y todavía hoy usamos la palabra para designar la elaboración de estadísticas concernientes a la población. Luego, el censor tuvo también el derecho de excluir a determinados ciudadanos de las funciones públicas si habían realizado acciones inmorales. Hasta podían degradar a una persona, expulsarla del Senado o despojarla de algunos o de todos sus derechos de ciudadano si sus acciones demostraban que era indigno de ellos. De aquí proviene nuestra noción moderna de censor, como alguien que supervisa la moralidad pública. Apio Claudio Caecus fue responsable de una serie de innovaciones. Fue el primero que extendió la ciudadanía romana a individuos que no poseían tierras. Esto suponía el reconocimiento del hecho de que estaba surgiendo en Roma una clase media: mercaderes y artesanos —o, en otras palabras, hombres de negocios—, cuya prosperidad provenía de fuentes distintas de la agricultura y cuya existencia era necesario aceptar. Claudio también estudió gramática, escribió poesía y fue el primer romano que puso por escrito sus discursos. Es considerado el padre de la prosa latina, y se ve en él que Roma estaba convirtiéndose en algo más que un conjunto de agricultores y soldados. La cultura estaba empezando a penetrar en la ciudad, y algunos romanos comenzaban a pensar tanto como a actuar. Pero la acción más importante de Apio Claudio la llevó a cabo en 312 a. C., cuando supervisó la construcción de una buena ruta desde Roma hacia el Sudeste, a través del Lacio y la Campania, hasta Capua, una distancia de 211 kilómetros. En un principio quizá estuvo cubierta de grava, pero en 295 a. C. fue empedrada en su totalidad con grandes bloques de piedra. (En años posteriores se la extendió a través del Samnio y Apulia hasta el talón mismo de la bota italiana.) Fue el primer camino empedrado que construyó Roma, pero en siglos posteriores, cuando dominó un vasto sector del mundo antiguo, los caminos romanos se extendieron por todas partes y sirvieron como rutas por las cuales se podía trasladar ejércitos de una parte a otra del dominio según lo exigiese la ocasión. Todos los caminos partían de Roma, por supuesto, y aún usamos la frase «todos los caminos conducen a Roma» para significar que ocurrirá algo inevitable, por muchos intentos que se hagan para evitarlo. Los caminos fueron construidos para que durasen y constituyen una de las gloriosas realizaciones de los romanos, pues en ningún período anterior de la Historia del mundo se creó en una región tan grande un sistema de comunicaciones tan denso y eficiente. Los caminos romanos (que se deterioraron lentamente con los siglos) sirvieron a la población de Europa durante mil años y más después del fin del período romano. En realidad, no se hizo nada mejor hasta mediados del siglo XIX, cuando empezó a extenderse por las tierras una red de ferrocarriles.

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El camino construido por Apio Claudio no fue sólo el primero, sino también el más conocido de los caminos romanos. Los romanos lo llamaron la Vía Appia, por el censor que lo construyó. Su finalidad inmediata era servir al ejército romano como medio eficaz para llegar a Campania y volver de ella y de este modo poder combatir mejor a los samnitas. Para este fin, el camino fue muy útil. Además, la habilidad romana en el arte de la guerra estaba mejorando gracias a la experiencia que proporcionaban las duras batallas con los tenaces samnitas. En los días anteriores a la invasión gala, los romanos luchaban en forma similar a otros ejércitos. Reunían a los hombres capaces de combatir en una sola masa que no era tan grande como para ser difícil de manejar. Esta masa, que tenía de 3.000 a 6.000 hombres, era llamada una legión (de una palabra latina que significa «reunir»). La legión estaba armada con largas espadas y arremetía contra el enemigo al unísono, con la esperanza de que el peso de la carga destruyese las líneas enemigas. Cuál de las partes ganase la batalla dependía de cuál de ellas lograse coger al enemigo por sorpresa o desequilibrarlo o superarlo en número. A igualdad de otros factores, podía depender de cuál de las partes cargase con mayor fiereza o pudiese resistir lo suficiente para permitir la llegada de refuerzos. Durante toda la antigüedad se usó este ataque en masa. Fue llevado a su más alto grado de perfección con la falange macedónica, que fue imbatible mientras funcionó a la perfección. Pero en el siglo IV a. C., los romanos convirtieron la legión en una máquina para la conquista del mundo. Según la tradición, el cambio empezó con Camilo. Durante el largo sitio de Veyes mantuvo el ejército en armas durante largos períodos, y no sólo para breves campañas en aquellos intervalos en que los soldados podían dejar sus faenas agrícolas. Mantener a los hombres en armas durante largos períodos implicaba que era menester pagar a los soldados, y Camilo fue el primero que instituyó tal paga. También implicaba que se disponía de tiempo suficiente para entrenar a los soldados en maniobras más complicadas que la mera carga a una señal dada. La legión llegó a constituir un cuerpo complejo, con 3.000 hombres pesadamente armados, 1.000 ligeramente armados para maniobras más rápidas y 300 jinetes (o caballería) para maniobras aún más veloces. La legión era ordenada en tres líneas, todas las cuales llevaban pesadas y cortas espadas. Las dos primeras líneas llevaban también cortas jabalinas arrojadizas, mientras la tercera llevaba las espadas largas más comunes. Las dos primeras líneas eran divididas en pequeños grupos llamados manípulos (de una palabra latina que significa «puñado»), formados por 120 hombres cada uno. Los manípulos eran colocados dejando espacios entre ellos y las dos líneas eran dispuestas de tal modo que los manípulos formaban como un tablero de ajedrez. La primera línea avanzaba sobre el enemigo, arrojaba sus jabalinas y cargaba con sus espadas. Después de hacer considerables estragos, retrocedía, y la segunda línea, fresca

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y descansada, hacía lo mismo, mientras la tercera línea permanecía como reserva a la espera de lo que pudiera suceder, por ejemplo, la llegada de refuerzos enemigos. Si un ataque repentino del enemigo o algún otro infortunio hacía retroceder a la primera línea, los manípulos de ésta podían ocupar los espacios que dejaban los manípulos de la segunda línea. Así, la retirada convertía a la legión en una sólida falange que podía resistir firme e inamoviblemente (como sucedió muchas veces). La legión era perfecta para un terreno montañoso y desigual. Una sólida falange siempre podía ser desquiciada si no marchaba como una unidad perfecta. La legión, en cambio, podía expandirse. Los manípulos podían abrirse camino por las obstrucciones y luego reunirse nuevamente, si era necesario. La falange era como un puño, mortal, pero nunca podía abrirse. La legión era como una mano que puede extender ágil y sensiblemente los dedos, pero que puede cerrarse en un puño en cualquier momento. El arte en desarrollo de la legión como estructura bélica estaba dando la ventaja a los romanos sobre los samnitas. Esto se puso claramente de manifiesto cuando, en 312 a. C., las ciudades etruscas, meras sombras de su antigua grandeza, se pusieron en acción. Un largo período de paz, reforzada por tratados, llegó a su fin; los etruscos pensaron que, estando Roma ocupada en el Sur, era tiempo de que Etruria luchase por su libertad. Pero los romanos, en absoluto amedrentados, enviaron legiones al Norte y al Sur y libraron vigorosamente una guerra de dos frentes. En ella se distinguió el general romano Quinto Fabio Máximo Ruliano. Anteriormente, en la guerra contra los samnitas, Fabio había atacado y derrotado (contraviniendo órdenes) a un ejército samnita durante la ausencia del dictador Papirio Cursor. Este, a su retorno, estaba totalmente decidido a castigar y quizá hasta a ejecutar a Fabio, pues para ese hombre rígido la victoria no era una excusa para la desobediencia. Pero sí lo era para los soldados, y Papirio dejó en libertad a Fabio ante la amenaza de una rebelión. Luego Fabio recompensó a Roma conduciendo un ejército a la lejana Etruria Septentrional y derrotando a los etruscos allí donde los encontró. Estos se vieron obligados a abandonar la lucha en 308 a. C. Mientras tanto, Papirio Cursor expulsó completamente a los samnitas de Campania, y en 305 a. C. invadió el mismo Samnio. Los samnitas no vieron otra solución que hacer la paz, aunque sólo fuera para obtener un respiro que les permitiese luego reanudar el combate. En 304 a. C. se firmó la paz y llegó a su fin la Segunda Guerra Samnita. Los samnitas renunciaron a toda la Campania, pero conservaron su fuerza esencial en el Samnio. El Samnio y más allá de él Roma no ignoraba en modo alguno el hecho de que los samnitas no habían sido aplastados. Durante los años de paz se fortaleció en todas direcciones. Se anexó el territorio situado al este del Lacio y al norte del Samnio, llegando al mar Adriático por vez primera. De este modo interpuso una sólida franja de territorio romano entre los samnitas del sudoeste y los etruscos y galos del noroeste. Fundó ciudades en los Apeninos (que corren a lo largo de toda la Península Italiana como una columna dorsal) para que sirvieran como centros de fuerza en la ofensiva y de resistencia en la defensiva.

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Los galos, naturalmente, sintieron temores ante el creciente poder de Roma. La ciudad que habían tomado y saqueado un siglo antes había logrado surgir de sus ruinas y hacerse cada vez más poderosa. Ahora dominaba 38.000 kilómetros cuadrados de Italia central. Se extendía de mar a mar y ninguna otra potencia italiana podía hacerle frente. Demasiado tarde (los enemigos de Roma siempre reaccionaban demasiado tarde) los galos decidieron unirse a los enemigos que tenía Roma en la Península y aplastar a la potencia advenediza. Lucania suministró el pretexto para una nueva guerra, pues llegaron a Roma enviados lucanos quejándose de que los samnitas estaban nuevamente hostilizándolos, en violación de los acuerdos del tratado. Esto era todo le que Roma necesitaba. Rápidamente invadió el Samnio y comenzó la Tercera Guerra Samnita, en 298 a. C. Pero los samnitas decidieron esta vez no enfrentarse solos con los romanos. Un ejército samnita se abrió camino hacia el Norte, y unido a los etruscos y los galos, enfrentó a los romanos. Para los romanos fue una alianza temible. No habían olvidado a los galos, y su nombre mismo hacía latir con inquietud los corazones romanos. Fabio Máximo, que había asolado Etruria en la guerra anterior, fue enviado nuevamente al Norte. En 295 a. C., los ejércitos enemigos se encontraron en Sentinum, a unos 180 kilómetros al norte de Roma y a sólo 50 kilómetros al sur de la frontera gala. Los romanos habían ido al encuentro de los galos recorriendo bastante más que la mitad del camino. En la batalla que sobrevino, los samnitas y los galos resistieron firmemente el ataque romano durante un tiempo, pero los etruscos se dispersaron cuando los romanos enviaron un destacamento a saquear Etruria. El cónsul colega de Fabio era Decio Mus, hijo y tocayo del cónsul que se había dado muerte para obtener la victoria durante la Guerra Latina. El hijo decidió ahora hacer lo mismo y, después de apropiados ritos religiosos, se lanzó a la línea del frente en busca de la muerte... y la encontró. Finalmente, los romanos triunfaron. Los restos del ejército samnita se retiraron apresuradamente y los galos fueron prácticamente barridos. La victoria romana fue completa, pues las pérdidas enemigas habían sido tres veces superiores a las romanas. Terminó el terror que inspiraba el nombre de los galos. Estos ya no tomaron parte en la lucha; tenían suficiente. La pesadilla del 390 a. C. desapareció para siempre de la mente romana. Los etruscos hicieron una paz separada en 294 a. C. y los samnitas quedaron luchando solos. Papirio Cursor invadió el Samnio. En la parte sudoriental de esta región, a unos 260 kilómetros al sudeste de Roma, el ejército romano (combatiendo cada vez más lejos de su hogar) enfrentó y derrotó a los samnitas en Aquilonia, en el 293 a. C. Los samnitas siguieron luchando desesperadamente durante tres años más, pero por último, en 290 a. C., cedieron nuevamente.

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Aun entonces, Roma no estuvo en condiciones de exigir un sacrificio demasiado grande al tenaz enemigo que combatía contra ella, con breves interrupciones, desde hacía medio siglo. El Samnio fue obligado a entrar en alianza con Roma, pero era una alianza de partes casi iguales. El Samnio no tuvo que renunciar a su independencia, pero ya no pudo combatir independientemente; los samnitas sólo podían marchar a la guerra bajo el mando de generales romanos. Aquietado el Samnio, Roma consolidó su dominación en Etruria y entre las tribus galas al este de Sentinum. En 281 a. C. estaba bajo su control toda Italia, desde el límite meridional de la Galia Cisalpina hasta las ciudades griegas del Sur. Dominaba casi la mitad de la Península. Pero, como siempre, completada una conquista, surgía un peligro más allá de ella. Las ciudades griegas del Sur contemplaban con asombro y temor al nuevo coloso que se cernía sobre ellas. Cien años antes, Roma era una ciudad desconocida, destruida por bárbaros galos (suceso apenas mencionado en las obras de un solo filósofo griego de la época). Luego, durante un siglo, siguió siendo una más de las tribus nativas italianas que los cultos griegos juzgaban desdeñosamente como meros estorbos bárbaros. Ahora los ejércitos romanos estaban en todas partes, y en todas partes eran victoriosos. Algunas ciudades griegas trataron de sacar el mejor partido posible de la situación uniéndose a los romanos, ya que no podían derrotarlos. Neapolis (la actual Nápoles), muy lejos, al Noroeste, de la principal potencia griega, se alió con Roma. Pero Tarento, la principal ciudad de la Magna Grecia, no tenía intención de someterse a los bárbaros. Buscó ayuda en el exterior, como había estado haciendo desde hacía bastante tiempo. Fue Tarento la que había llamado a Alejandro de Epiro contra los italianos medio siglo antes. Mientras Roma se hallaba profundamente empeñada en la guerra con el Samnio, los tarentinos pensaron que habían encontrado en Sicilia al hombre apropiado. Un capaz general, Agatocles, se había hecho amo de Siracusa, la mayor ciudad de Sicilia, en 316 a. C. Desde Siracusa extendió su dominación sobre casi toda Sicilia, y por un momento pareció que sería el campeón de la causa griega en todo el Oeste. Pero los cartagineses, que combatían contra los griegos de Sicilia desde hacía dos siglos, se pusieron en acción y enviaron un gran ejército contra Agatocles. Este fue derrotado en 310 y acorralado en la misma Siracusa. Agatocles tuvo entonces una idea sumamente audaz, que iba a tener importantes consecuencias un siglo más tarde. Decidió llevar la lucha a la misma Cartago. Se deslizó fuera de Siracusa con un pequeño ejército y se dirigió hacia la costa africana, eludiendo a la flota cartaginesa. Los cartagineses fueron totalmente tomados por sorpresa. No habían tenido enemigos importantes en África durante siglos y se sentían seguros de que ningún enemigo podía aproximarse por mar mientras la flota cartaginesa dominase los mares. Por ello, la

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ciudad y sus vías de acceso no estaban defendidas, y Agatocles pudo saquear y asolar a voluntad. Los cartagineses se vieron obligados a firmar un tratado de paz con él en 307 a. C., con lo que su poder en Sicilia fue aún mayor que antes. Los tarentinos llamaron a Agatocles a Italia, y éste estuvo en ella varios años. Los romanos, activamente empeñados en someter a los samnitas y consolidar sus conquistas, le prestaron poca atención. Bajo un hombre como Agatocles, los griegos de Occidente podían haber llegado a ser suficientemente fuertes como para resistir a los romanos. Pero Agatocles no pudo hacer que los tarentinos permaneciesen firmemente a su lado, como no lo habían conseguido los que habían antes ayudado a Tárenlo. Los tarentinos querían ayuda, pero no deseaban ver perturbado su cómodo y próspero modo de vida mientras se los ayudaba ni que quienes los ayudaban tuviesen tanto éxito que llegasen a ser peligrosos. Agatocles se estaba acercando a los setenta años y abandonó la lucha. Dejó Italia y murió poco después, en 289 a. C. Tarento, pues, se encontró sola una vez más, y frente a un gigante romano que era más fuerte que nunca. Tampoco había posibilidad alguna de que Roma dejase en paz a las ciudades griegas. Siempre había querellas y crisis locales que le brindaban oportunidades para intervenir. En 282 a. C., por ejemplo, Thurii, ciudad griega situada sobre la suela de la bota italiana, pidió ayuda a Roma contra las incursiones de las tribus italianas de Lucania, que aún mantenían una precaria independencia. Los romanos respondieron prontamente al llamado y ocuparon Thurii. Tarento, consternada ante la aparición de un contingente romano en el corazón de la Magna Grecia, cayó en tal desesperación que emprendió una acción por su cuenta. Cuando aparecieron barcos romanos frente a la costa, los tarentinos hundieron los barcos y mataron a su almirante. (Los barcos eran pequeños, pues Roma aún no había creado una verdadera flota.) Alentados por este modesto éxito, luego los tarentinos enviaron un ejército a Thurii y expulsaron a la pequeña guarnición romana. Roma, aún no dispuesta a luchar en el sur de Italia, y debiendo terminar el ajuste de cuentas más al norte, decidió por el momento presentar la otra mejilla. Envió delegados a Tarento para concertar una tregua y pedir la devolución de Thurii. Los tarentinos se rieron de la manera romana de hablar griego, y cuando los embajadores romanos estaban abandonando el centro del gobierno, un pillo de la multitud orinó deliberadamente la toga de uno de ellos. La multitud rió ruidosamente. El indignado embajador proclamó amenazadoramente que esa mancha sería lavada con sangre; volvió a Roma y mostró la toga manchada al Senado. Este, lleno de cólera, declaró la guerra a Tarento en 281 a. C. Ahora los tarentinos se sintieron realmente atemorizados. Una broma era una broma, pero los severos romanos parecían no tener sentido del humor. Los tarentinos miraron al exterior en busca de ayuda, y afortunadamente estaba disponible un general aún más capaz que Agatocles y ansioso de hacer suya la querella tarentina.

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La conquista de Sicilia

Pirro Mientras los romanos estaban empeñados en su guerra de medio siglo con el Samnio, el hijo de Filipo de Macedonia llevaba a cabo la más asombrosa hazaña militar de los tiempos antiguos y quizá de todos los tiempos. Con su pequeño y magníficamente entrenado ejército, del que formaba parte la falange macedónica, Alejandro Magno pasó a Asia Menor y atravesó todo el Imperio Persa, ganando todas las batallas contra todos los enemigos. Llevó las armas griegas y la cultura griega a los desiertos de Asia Central, a la frontera noroccidental de la India y a Egipto. Todo el vasto Imperio Persa cayó bajo su dominio. Pero en 323 a. C., Alejandro murió en Babilonia, a la edad de treinta y tres años. Sólo dejó para sucederle un hermano deficiente mental y un bebé. Pronto fueron suprimidos, y sus generales empezaron a disputarse el Imperio.

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Lucharon unos contra otros incesantemente, y en 301, después de una gigantesca batalla librada en Asia Menor, parecía obvio que ninguno de ellos iba a quedarse con todo. El imperio de Alejandro quedó permanentemente dividido. La principal parte de Asia —incluyendo Siria, Babilonia y las vastas regiones situadas al Este— cayeron bajo la dominación del general Seleuco, quien se proclamó rey. Sus descendientes iban a gobernar durante siglos lo que recibió habitualmente el nombre de Imperio Seléucida. Egipto cayó en manos de otro de los generales de Alejandro, Tolomeo. Sus descendientes, todos los cuales se llamaron Tolomeo, gobernaron Egipto como reyes, por lo cual esa tierra y ese período de su historia son llamados el Egipto Tolemaico. Asia Menor quedó escindida en una serie de pequeños reinos, a los que nos referiremos más adelante. En conjunto, esas partes macedónicas del Imperio Persa constituyeron los reinos helenísticos, y en 281 a. C., cuando Roma y Tarento estaban a punto de combatir, se hallaban todos firmemente establecidos. Pero todos ellos estaban demasiado lejos para prestar ayuda a Tarento y, además, demasiado atareados en reñir unos con otros. Más cerca estaba la misma Macedonia, pero se hallaba muy debilitada por el hecho de que tantos de sus mejores hombres hubiesen marchado al exterior para convertirse en gobernantes de vastos reinos, al Este y al Sur. La debilitó aún más el hecho de que hubiese desaparecido la vieja familia real macedónica y de que generales rivales luchasen por su dominio. En verdad, en 281 a. C., Macedonia se hallaba en un estado de total anarquía y no podía ayudar a nadie. Contribuía a esa anarquía el Reino de Epiro, situado sobre la frontera occidental de Macedonia. Desde el 295 antes de Cristo, el rey de Epiro era Pirro, hijo menor de un primo de aquel Alejandro de Epiro que antaño había invadido Italia (véase página 28). De todos los gobernantes helenísticos de la época, Pirro era, con mucho, el mejor general. Además, era el que más cerca se hallaba de Tarento. Por añadidura, era esencialmente un romántico que nunca se sentía más feliz que cuando estaba empeñado en alguna aventura militar. (En verdad, su gran fracaso consistió en que nunca se detuvo para consolidar una victoria, como siempre hacían los romanos, sino que constantemente se lanzaba a una nueva aventura antes de dar término a la anterior.) Pirro había contribuido al infortunio de Macedonia, invadiéndola en 286 a. C., y la retuvo durante siete meses antes de ser expulsado de ella. Ahora hacía cinco años que estaba enmoheciéndose en la paz y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de combatir. A él, pues, se dirigieron los tarentinos, pues parecía hecho a la medida de ellos. Se hallaba a sólo 80 kilómetros, era un gran general y estaba ansioso de luchar. ¿Qué más podían pedir los tarentinos? Pirro respondió al llamado, por supuesto, y en 280 antes de Cristo llegó a Tarento. Sin duda, no estaba allí sólo para ayudar a Tarento. Tenía sus propios planes. Iba a ponerse a la cabeza de un ejército griego que habría de derrotar a Roma y Cartago y establecer en Occidente un imperio tan grande como el que su primo lejano Alejandro Magno había creado en el Este. Pirro llevó consigo a 25.000 soldados veteranos y entrenados en

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la técnica de la falange, a la que los romanos iban a enfrentarse ahora por primera vez. Ya no se trataba de tribus italianas, que luchaban bravamente pero sin ciencia. Esta vez tendrían frente a ellos a un avezado general, maestro en todas las artes de la guerra. Pirro no sólo llevó hombres. Cuando Alejandro llegó a la India en su marcha victoriosa, halló que los ejércitos indios luchaban con enormes elefantes de grandes colmillos. Los usaban como se usan los tanques en la actualidad: para aterrorizar al ejército enemigo y aplastarlo por el mero peso. Alejandro era suficientemente genial como para derrotar a los elefantes, pero sus generales no vieron ninguna razón por la cual no hacer uso de ellos. Durante una generación, los elefantes combatieron de una u otra parte (y a veces de ambas) en todas las grandes batallas que libraron los macedonios. Pirro llevó veinte elefantes a Italia y empezó a actuar inmediatamente. Su primera tarea fue poner en vereda a los tarentinos. Si querían ayuda, tenían que colaborar. Cerró los teatros y los clubs y empezó a entrenar a los ciudadanos. Los tarentinos chillaron horrorizados, y Pirro envió a Epiro a los más ruidosos. Esto aquietó a los restantes. Más tarde, ese mismo año, marchó al encuentro de los romanos hasta Heraclea, a mitad de camino entre Tarento y Thurii. Eligió un sitio de terreno suficientemente llano para su falange y preparó su caballería y sus elefantes. Los romanos contemplaron con terror a las enormes bestias. Nunca habían imaginado que pudieran existir tales seres, y los llamaron «bueyes rúcanos». Los romanos atacaron, pero la falange permaneció inmutable, y cuando Pirro envió a los elefantes a la carga, los romanos tuvieron que retirarse, pero en buen orden. La primera batalla entre la falange y la legión había dado la victoria a la primera, pero Pirro no se llamó a engaño. Cabalgó sombríamente por el campo de batalla y observó que los muertos romanos tenían las heridas en la frente. No habían echado a correr ni siquiera ante los elefantes. Podían ser bárbaros no griegos, pensó Pirro, pero combatían como macedonios. La victoria de Heraclea alentó a algunos de los enemigos de Roma apenas conquistados a rebelarse una vez más. Los samnitas, en particular, contemplaron con gozo la derrota romana y se unieron inmediatamente a Pirro. Pirro, que no estaba muy ansioso de seguir luchando contra los romanos, pensó que sería justo concertar una paz con Roma basada en el principio de vivir y dejar vivir. Por ello envió a Cineas, un griego que se había destacado por su habilidad oratoria, a Roma para que persuadiera a los romanos a hacer la paz. Cineas habló ante el Senado, y su hábil discurso estuvo a punto de impulsar a los senadores a convenir la paz. Pero, según la tradición, en ese momento apareció en la escena el viejo censor Apio Claudio Caecus. El héroe de la Segunda Guerra Samnita y constructor de la Vía Apia estaba ya viejo y ciego. Se hallaba demasiado débil para caminar, por lo que tuvo que ser transportado hasta la cámara del Senado. Sin embargo, sus palabras no fueron débiles. Con voz trémula planteó un solo requisito: nada de paz con Pirro, dijo, mientras uno solo de sus soldados permaneciera en suelo italiano. El Senado inmediatamente adoptó esta posición, y Cineas partió después de ver fracasar su misión.

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Pirro tuvo que combatir. Marchó hacia el Noroeste, hasta la Campania, tomando ciudad tras ciudad y acercándose hasta 40 kilómetros de la misma Roma, pero no pudo conmover la lealtad de las ciudades latinas y se vio obligado a volver a Tarento para invernar. Durante ese invierno, los romanos mandaron enviados a Pirro para negociar el rescate y el retorno de los prisioneros romanos. El principal enviado fue Cayo Fabricio. que había sido cónsul dos años antes. Pirro recibió a Fabricio con grandes honores y trató de persuadirle a que instara al Senado romano a hacer la paz. Fabricio se negó. Cuando Pirro le ofreció sobornos cada vez mayores, Fabricio, aunque era un hombre pobre, los rechazó todos. Para poner a prueba aún más a Fabricio (según la tradición romana), Pirro ordenó que llevaran silenciosamente un elefante detrás de él y lo hicieran bramar. A Fabricio no se le movió un músculo. Lleno de admiración, Pirro, que era un hombre generoso y caballeresco, ordenó que liberasen a los prisioneros sin rescate. Fabricio tuvo oportunidad de retribuir esta generosidad durante la siguiente campaña estival. El médico de Pirro acudió secretamente al campamento romano y propuso envenenar al rey epirota por un soborno, pero Fabricio, indignado, hizo apresar al posible asesino y lo entregó a Pirro. Puesto que los intentos de paz continuaron fracasando, Pirro marchó hacia el Norte nuevamente en 279 a. C. Maniobró para que los romanos le presentaran batalla por segunda vez en terreno llano, en Ausculum, a unos 160 kilómetros al norte de Tarento. Como antes, los romanos cargaron contra la falange sin lograr doblegarla. Como antes, Pirro hizo avanzar a sus elefantes y, nuevamente, los romanos tuvieron que retirarse. En esta batalla, uno de los cónsules romanos era Publio Decio Mus, nieto y tocayo del cónsul que había buscado la muerte para derrotar a los latinos e hijo y tocayo del cónsul que se había sacrificado para derrotar a los galos. Se dice que el nuevo Decio hizo lo mismo, pero esta vez su sacrificio no dio resultado. Pirro ganó igual. Por segunda vez la legión y la falange se enfrentaron, y por segunda vez ganó la falange. Pero sería la última. Tampoco esta segunda victoria fue muy satisfactoria para Pirro, Sus pérdidas habían sido grandes, particularmente entre las tropas que había llevado consigo, y esto era grave, porque no podía confiar en las tropas griegas de la Magna Grecia. Menos aún podía confiar en la lealtad de sus súbditos italianos. Por ello, cuando uno de sus compañeros congratuló a Pirro por su victoria, éste respondió bruscamente: «Otra victoria como ésta y volveré a Epiro sin un solo hombre». De aquí viene la frase «victoria pírrica», la cual alude a una victoria tan costosa que equivale a una derrota. Pirro quedó tan debilitado por su pírrica victoria que no se consideró en condiciones de perseguir a los romanos en retirada. ¡Que se vayan! Tampoco podía contar con recibir refuerzos de su patria, pues, mientras Pirro estaba combatiendo en Italia, bandas de

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galos descendieron repentinamente sobre Macedonia, Epiro y el norte de Grecia, paralizando toda la región. (Pirro habría hecho mejor en luchar en su país para salvar a su propia patria.) Pirro buscó una salida honorable, y la encontró en el hecho de que ahora Roma había sellado una alianza con Cartago. Esta ciudad africana había estado combatiendo con los griegos durante siglos, y puesto que ahora también los romanos luchaban contra ellos, ¿por qué no formar una alianza? Esto brindó al rey de Epiro una manera lógica de combatir con los romanos, que tan terribles eran aún en la derrota. Podía cruzar a Sicilia y luchar con Cartago, aliada de los romanos. En 278 a. C. partió hacia Sicilia. Allí se enfrentó con dos enemigos. Estaban primero los cartagineses y luego los mamertinos («hijos de Marte»), que eran en realidad tropas italianas importadas a Sicilia por Agatocles para ser su guardia de corps personal. Tales soldados mercenarios (esto es, soldados que prestan servicio por una paga, no por lealtad a una patria particular) pueden ser muy útiles, pues luchan mientras se les pague y son muy leales a quien les paga. Además, como la guerra es su profesión, por lo común luchan bravamente, aunque sólo sea para aumentar su cotización en la batalla siguiente al demostrar que son valiosos. Pero si la paga no llega, son proclives a apoderarse de lo que necesitan o quieren arrancándolo de la inerme población que los rodea, y habitualmente no vacilan en saquear la misma población para cuya defensa fueron contratados. Así, después de la muerte de Agatocles, los mamertinos fueron una pesada carga para la población griega. Pirro atacó con éxito a ambos grupos, acosándolos en diferentes vértices de la isla triangular: a los mamertinos en el vértice septentrional y a los cartagineses en el occidental. Pero los griegos sicilianos se sintieron cada vez más incómodos con la disciplina bélica de Pirro y, como los romanos estaban haciendo progresos en Italia en su ausencia, los tarentinos volvieron a llamarlo desesperadamente. Partió de vuelta para Italia en 276 a. C. y nuevamente avanzó hacia el Noroeste, al corazón de Italia. En 275 antes de Cristo estaba dispuesto para una nueva batalla, esta vez en Benevento, a unos 65 kilómetros al oeste de Ausculum. Pero los romanos, después de enfrentarse con los elefantes y la falange dos veces, idearon una defensa contra ellos. Atacaron en una región montañosa, sin permitir a Pirro formar su falange en terreno llano. Además, antes de atacar hicieron que los arqueros arrojasen flechas bañadas en cera ardiente a los elefantes. Estos, heridos por el fuego, volvieron grupas y rompiesen las propias líneas de Pirro. La falange, que trató de formar filas en el desigual terreno, quedó dispersa e inerme. Las legiones romanas atacaron, la tercera batalla de Pirro terminó en una completa derrota para él. Volvió a Tarento, renunció amargamente a todo intento ulterior de luchar con los romanos y se marchó a Epiro para lanzarse luego a otras guerras en Grecia. Murió tres años más tarde en las calles de una ciudad griega por una teja que una mujer arrojó sobre su cabeza. Hasta el fin de sus días siguió ganando batallas y perdiendo guerras.

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Mientras tanto, en 272 a. C., los romanos tomaron Tarento y destruyeron toda su capacidad para librar guerras, pero le dejaron su autonomía. La última ciudad griega de la Magna Grecia que seguía libre era Reggio, en la punta del pie de la bota italiana. Los romanos la tomaron en 270 a. C. Luego les tocó el turno a los samnitas. Roma estaba inflexiblemente decidida a castigarlos por la ayuda que brindaron a Pirro. En una sola campaña (a veces llamada la Cuarta Guerra Samnita) fue destruido lo que quedaba de la libertad samnita, en 269 a. C. También Etruria fue liquidada, y en 265 a. C. fue tomada la última ciudad libre que quedaba en ella. Cartago Roma dominaba ahora toda Italia al sur de la frontera de la Galia Cisalpina. Esta frontera estaba en las márgenes del pequeño río Rubicón En siglos posteriores, aunque la marea de la conquista romana se había desbordado mucho más allá de ese límite, el río Rubicón siguió siendo considerado como la frontera de Italia. No toda la Italia romana era gobernada del mismo modo. De hecho, Roma tenía una variedad de métodos de dominación y los usaba a todos. Algunas regiones eran completamente romanas y sus habitantes tenían plenos derechos de ciudadanía (y hasta podían votar si iban a Roma para hacerlo). En algunas ciudades tenían el poder colonos romanos, hombres de experiencia militar que vivían allí con sus familias, Permanecían como guarniciones en un territorio potencialmente hostil. Otras regiones tenían una alianza con Roma, con mayor o menor grado de autonomía. Y otras zonas en las que había existido considerable enemistad hacia Roma estaban sometidas a un rígido control, con escasa o ninguna autonomía. Las ciudades o regiones podían cambiar de rango, según su conducta, y recibir mayores derechos como recompensa por su lealtad o degradadas como castigo a la deslealtad. En todos los casos, Roma tenía las riendas y arreglaba las cosas de modo de impedir que diferentes ciudades hiciesen causa común. Al colocar a distintas ciudades en diferentes sistemas de gobierno, hacía más improbable que hallaran una base para una acción común. A través de toda su historia, Roma mantuvo su ascendiente en parte dividiendo las regiones gobernadas y en parte uniendo todo lo posible los intereses de cada una de ellas con Roma, por el temor o por la esperanza. La política de « ¡Divide y triunfarás! » se hizo tan famosa que esa frase ha sido familiar para todas las generaciones siguientes, hasta nuestra época.

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Roma ejercía ahora su dominación sobre más de ciento treinta mil kilómetros cuadrados, con una población de unos cuatro millones de habitantes. Un siglo después de haber sido arrasada por los galos había llegado a ser una potencia mundial, en pie de igualdad con Cartago y los diversos reinos helenísticos. Como potencia mundial, y la última y la que más rápidamente había surgido, Roma tenía que despertar la envidia y las aprensiones de las viejas potencias. En particular, fue ahora Cartago la que se sintió alarmada, pues ella y Roma eran las dos grandes potencias del Mediterráneo Occidental, y Cartago pensó (con toda razón, como se vio más tarde) que sólo había lugar para una. Dejé antes la historia de Cartago en la época de su fundación, con el cuento mítico de Dido y Eneas (véase página 6). Al principio, Cartago sólo fue una de una serie de ciudades coloniales del Mediterráneo Occidental fundadas por los fenicios, aunque ella fue la de mayor éxito. Pero poco después del 600 a. C., Nabucodonosor de Babilonia conquistó Fenicia y destruyó su poder. Esto dejó solas a las colonias fenicias, que se agruparon alrededor de Cartago, cuya flota se convirtió entonces en la más poderosa de Occidente. Cartago halló sus principales enemigos en los colonos griegos, que a la sazón estaban expandiéndose hacia el Oeste desde hacía dos siglos y medio, desbordándose sobre Italia y Sicilia. A fin de combatir a los griegos, Cartago estaba dispuesta a aliarse con las potencias nativas de la tierra firme italiana. Al principio se aliaron con los etruscos, y en la batalla de Alalia (véase página 13), por el 550 a. C., la expansión griega fue frenada en forma permanente.

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Bajo su primer líder militar enérgico, Magón, Cartago extendió su influencia sobre la gran isla de Cerdeña, situada al oeste de Italia, y sobre las Islas Baleares, más pequeñas y situadas a 360 kilómetros al oeste de Cerdeña. Se supone que en la más oriental de estas islas fundó una ciudad que en tiempos antiguos era llamada Portus Magonis y que aún hoy se llama Mahón. Cartago estableció puestos comerciales en las costas del Mediterráneo Occidental y también efectuó exploraciones más allá del Mediterráneo. Hay oscuros relatos de expediciones al Atlántico que llegaron hasta las Islas Británicas y de otras que exploraron la costa occidental de África y que hasta quizá hayan circunnavegado este continente. El principal y duradero conflicto de Cartago en los siglos de su grandeza fue con los griegos de Sicilia. Los griegos habían ocupado los dos tercios orientales de la isla, pero los cartagineses tenían el tercio occidental, que incluía Panormo, la moderna Palermo, sobre la costa septentrional, y Lilibeo en el extremo occidental. Los avalares de la guerra en Sicilia variaban sin que se llegase nunca a una victoria completa de una parte u otra. Cuando los cartagineses tenían generales capaces se adueñaban de toda la isla, excepto de Siracusa. Nunca pudieron capturar esta ciudad. Cuando los griegos combatían bajo un jefe enérgico, como Dionisio, Agatocles o Pirro, se apoderaban de toda la isla, excepto Lilibeo, ciudad que nunca lograron capturar. Pirro también fracasó en Lilibeo, y cuando abandonó Sicilia, en una clarividente profecía dijo: « ¡Qué campo de batalla dejo para los romanos y los cartagineses! » Hasta entonces, Cartago y Roma habían sido amigas desde hacía dos siglos y medio, pues tenían un enemigo común en los griegos. Ya en 509 a. C., cuando Roma se hallaba aún bajo los Tarquines, Cartago había firmado un tratado comercial con ella. En 348 a. C. este tratado fue renovado y todavía en 277 a. C. Cartago y Roma formaron una alianza contra Pirro. Pero ahora Pirro se había marchado y las ciudades griegas de Italia habían sido tomadas por Roma. Pero a Cartago le quedaba el viejo campo de batalla de Sicilia. Siracusa aún era fuerte y, después de la partida de Pirro, su general Hierón era el griego más destacado de Occidente. Había combatido bien bajo Pirro y era un hombre valiente y capaz. La primera hazaña bélica de Hierón fue contra los mamertinos, a quienes Pirro había acorralado en Messana, en el extremo noreste de la isla (véase página 38). Ahora estaban surgiendo de nuevo y haciendo estragos. Hierón marchó contra ellos, los derrotó en 270 a. C. y los confinó nuevamente a Messana. Los agradecidos siracusanos lo hicieron rey, con el nombre de Hierón II. Después de asegurar su dominación, Hierón decidió volver a Messana, en 265 a. C., y, en alianza con Cartago, arrasar para siempre la fortaleza mamertina. Bien podía haberlo hecho, pero los mamertinos, reflexionando en el hecho de que a fin de cuentas eran soldados italianos, pidieron ayuda a la potencia mundial italiana: Roma.

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Roma siempre respondía a tales llamadas, y un ejército encabezado por Apio Claudio Caudex (un hijo del viejo censor) pasó a Sicilia y derrotó fácilmente a las fuerzas de Hierón, en 263 a. C. Hierón no esperó una segunda derrota. Vio bien dónde estaba el futuro; se retiró a Siracusa y firmó una paz separada con Roma. Hasta el fin de su largo reinado (gobernó durante cincuenta y cinco años y murió en 215 antes de Cristo, cuando tenía más de noventa años de edad) fue un fiel aliado de Roma. Por ello, Roma dejó en paz a Siracusa y en el pleno goce de su autonomía. Fue el medio siglo más pacífico y próspero que tuvo nunca Siracusa, y mientras en otras partes se producía el ocaso del poder griego, Siracusa pasó por una Edad de Oro. Pero la guerra entre Roma y Cartago continuó. Para Roma, los cartagineses eran «poeni» (su versión de «Fenicia», la tierra de la que provenían los cartagineses). Por ello esa primera guerra con Cartago es llamada la Primera Guerra Púnica. Los romanos en el mar Quizá los romanos esperaban una guerra breve y fácil. Después de todo, los griegos habían logrado derrotar varias veces a los cartagineses. Sólo quince años antes, Pirro los había derrotado hábilmente, y Roma a su vez había derrotado a Pirro. El optimismo de los romanos pareció más justificado aún después de lograr una gran victoria sobre Cartago en Agrigento, sobre la costa meridional de Sicilia, en 262 antes de Cristo. Pero a lo largo de toda su historia, cuando mejor luchaban los cartagineses era cuando estaban con la espalda contra la pared. Obligaron a los romanos a luchar desesperadamente a cada paso, y su lejano baluarte occidental de Lilibeo parecía inexpugnable. Ningún griego había logrado tomar Lilibeo, y los romanos pensaron que a ellos no les iría mejor. Tampoco podían poner sitio a Lilibeo para rendirla por hambre mientras la flota cartaginesa pudiera llevar cómodamente alimentos y suministros al puerto. Los romanos, entonces, tomaron una osada decisión. Combatirían y derrotarían a los cartagineses en el mar. Parecía una decisión insensata, pues Cartago tenía una larga historia de habilidad marina. Poseía la mayor flota del Mediterráneo Occidental y una tradición centenaria de comercio y guerra en el mar. En cuanto a los romanos, todas sus victorias las habían obtenido en tierra. Tenían barcos, claro está, pero pequeños; ninguno que pudiese osar aproximarse a los barcos de guerra cartagineses. Los romanos ni siquiera sabían construir grandes barcos. ¿Cómo, pues, podían abrigar la esperanza de poder combatir en el mar? Afortunadamente para Roma, un quinquerreme (un barco con cinco hileras de remos, en vez de las tres que tenían los trirremes romanos, mucho más pequeños) cartaginés naufragó y fue arrojado a la costa en la punta de la bota italiana. Los romanos lo estudiaron y aprendieron cómo construir un quinquerreme. Indudablemente recibieron ayuda de sus súbditos griegos (pues también los griegos tenían una larga tradición naval).

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Los romanos procedieron a construir una cantidad de quinquerremes, y mientras lo hacían entrenaron a las tripulaciones en tierra. Esto no fue tan difícil como podría parecer, ya que los romanos no tenían ninguna intención de superar a los hábiles capitanes marinos cartagineses, pues ciertamente habrían fracasado. En cambio, equiparon a sus barcos con garfios. Su intención era ir directamente en busca del enemigo, adherirse firmemente a los barcos cartagineses mediante los garfios y luego hacer pasar sus hombres a ellos. Los romanos pretendían crear condiciones que les permitieran librar algo equivalente a una batalla terrestre, que tendría lugar en las cubiertas de los barcos. En 260 a. C. los romanos estuvieron listos. Un pequeño contingente de su flota fue capturado por los cartagineses, lo que debe de haber inspirado a éstos un exceso de confianza. El cuerpo principal de la flota romana, recién salida de los bosques italianos, zarpó bajo el mando de Cayo Duilio Nepote. Era él quien había diseñado los garfios. Eran vigas con largas púas fijadas por debajo. Se las levantaba cuando el barco romano se aproximaba y se las dejaba caer pesadamente cuando estaba junto al barco enemigo. Los pinchos se clavaban profundamente en la cubierta enemiga y los dos barcos permanecían unidos. La flota romana encontró a la cartaginesa frente a Milas, puesto marino situado a 24 kilómetros al oeste de Messana. Los barcos se aproximaron, cayeron las vigas, se clavaron las púas y los soldados romanos se abalanzaron sobre los sorprendidos cartagineses, a los que derrotaron casi sin lucha. Catorce barcos cartagineses fueron hundidos y treinta y uno tomados. La reina de los mares fue derrotada por un recién llegado. Duilio Nepote obtuvo el primer triunfo naval de la historia romana. Pero la voluntad de lucha de los cartagineses se mantuvo. Su fortaleza de Sicilia Occidental permanecía firme, y los cartagineses tenían suficientes barcos y suficiente habilidad como para mantenerla aprovisionada. Los romanos, entonces, decidieron tomar otra medida e imitar a Agatocles, es decir, atacar a Cartago en su propio terreno, como había hecho aquél (véase página 33). En 256 a. C. se equipó una enorme flota de 330 trirremes y se la puso bajo el mando de Marco Atilio Régulo, quien era cónsul a la sazón. La flota bordeó la parte oriental de Italia, su talón, y navegó a lo largo de la costa meridional. A mitad de camino, frente a un lugar llamado Ecnomo, se encontró con una flota cartaginesa aún mayor. Se libró una segunda batalla naval, la mayor de todas las libradas hasta entonces, y nuevamente los romanos obtuvieron la victoria. Abatida temporalmente la potencia marítima cartaginesa, el camino quedaba despejado y los romanos enfilaron hacia la costa cartaginesa. Se repitió exactamente la misma situación que en tiempo de Agatocles. Los cartagineses no habían aprendido la lección: que su tierra no era inmune a la guerra. Aún estaba desarmada y sin defensa, y Régulo no halló dificultad alguna para derrotar a los ejércitos cartagineses apresuradamente reclutados y en dominar la región. Finalmente, apareció ante los muros de Cartago, y cuando ésta, atemorizada hasta la locura, se mostró dispuesta a hacer la paz, Régulo planteó exigencias tan extremas que el gobierno cartaginés decidió luchar. Era preferible sucumbir combatiendo.

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Por entonces estaba en Cartago un espartano llamado Jantipo. Hacía mucho que habían pasado los tiempos de la grandeza militar de Esparta, pero la vieja tradición sobrevivía en los corazones de muchos espartanos. Jantipo habló audazmente y dijo a los cartagineses que habían sido derrotados no por los romanos, sino por la incompetencia de sus generales. Tan bien habló y tan convincentes sonaron sus palabras que los enloquecidos cartagineses le dieron el mando. Logró esforzadamente reunir un ejército, al que agregó 4.000 jinetes y 100 elefantes. En 255 a. C. condujo sus tropas contra los romanos, debilitados desde hacía algún tiempo porque una gran parte del ejército había sido llamado a combatir en Sicilia. Régulo podía haberse retirado, pero decidió que el orgullo romano exigía que permaneciese en su puesto y luchara. Luchó, fue derrotado y tomado prisionero. La primera invasión romana de África terminó, así, en un completo fracaso. El Senado romano, al recibir noticia de esto, envió su flota con refuerzos a África. Esta flota derrotó a los barcos cartagineses que trataron de impedirle el paso, pero luego tuvo que enfrentarse con un enemigo peor. Si los romanos hubiesen tenido mayor experiencia, habrían reconocido los signos de una inminente tormenta, y habrían sabido que hasta los barcos romanos debían buscar refugio ante una tormenta. Llegó la tormenta, la flota romana fue destruida y perecieron ahogados miles de soldados romanos. Los cartagineses, alentados al enterarse de esto, enviaron refuerzos, y hasta elefantes, a Sicilia. Pero los romanos, reaccionando como poseídos por los demonios, construyeron una nueva flota en tres meses. Esta flota zarpó a Sicilia, donde ayudó a tomar Panormo: luego patrulló la costa africana sin hacer nada importante y, cuando quiso volver a Roma, también fue atrapada por una tormenta y destruida. La guerra continuó inútilmente en Sicilia, y en 250 antes de Cristo los cartagineses pensaron en la conveniencia de llegar a una paz de compromiso. Enviaron una embajada a Roma para proponerla, y Régulo, el general romano capturado, acompañó a la embajada para apoyar (así lo había prometido) el pedido de paz. Régulo dio su palabra de honor de volver a Cartago si la embajada fracasaba. Pero cuando la embajada llegó a Roma, Régulo, para sorpresa y horror de los cartagineses, se levantó ante el Senado para decir que no merecía la pena salvar a prisioneros como él, que se habían rendido en vez de morir en la batalla, y que la guerra debía continuar hasta el fin. Luego volvió a Cartago, donde los encolerizados cartagineses lo torturaron hasta su muerte. (Esta historia puede no ser verdadera. Todo lo que sabemos de los cartagineses es lo que nos han dicho autores griegos y romanos, inveterados enemigos de Cartago. Se complacían en relatar historias de atrocidades, y no han sobrevivido escritos cartagineses de autodefensa o de contraataque.) En 249 a. C., los romanos construyeron otra flota y la enviaron contra Lilibeo, que aún, después de quince años de guerra, seguía firmemente en manos de los cartagineses. Al mando de esta flota se hallaba Publio Claudio Pulcro («Claudio el Hermoso»), hijo

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menor del viejo censor y hermano de aquel Apio Claudio que fue el primero en conducir un ejército romano a Sicilia. En vez de mantener el asedio de Lilibeo, Claudio Pulcro decidió atacar a la flota cartaginesa que estaba en Drepanum, a 32 kilómetros al norte. Como era habitual en aquellos tiempos, los sacerdotes de a bordo esperaron augurios favorables de los pollos. Pero los pollos no comían, lo cual era muy mal augurio. Claudio Pulcro era un romano que desdeñaba tales creencias supersticiosas. Cogió los pollos y los arrojó al mar, diciendo: «Pues si no quieren comer, que beban». Pero si el almirante no era supersticioso, lo eran los marinos, quienes se desalentaron totalmente ante este sacrilegio. Más grave aún era que Claudio Pulcro no ocultó sus movimientos y perdió la ventaja de la sorpresa. Los cartagineses lo estaban esperando y lo derrotaron, destruyendo su flota. El jefe romano pronto fue llamado de vuelta, juzgado por alta traición (a los pollos, supongo) y se le impuso una pesada multa. Poco después se suicidó. Finalmente, los cartagineses hallaron el hombre que necesitaban desde hacía mucho. Se trataba de Amílcar Barca, quien fue hecho jefe de los ejércitos sicilianos en 248 a. C., cuando era todavía muy joven. Si desde un comienzo alguien como él hubiese estado al mando de los cartagineses, éstos habrían ganado. Pero en ese momento ya defendía una causa esencialmente perdida. No obstante, hizo maravillas. Durante dos años asoló la costa italiana y luego, lanzándose sobre Panormo, se apoderó de ella por sorpresa y continuó realizando incursiones por Sicilia. Los romanos no podían atraparlo ni detenerlo. Y Lilibeo todavía resistía firmemente contra los romanos. Pero en aquellos años la salvación de los romanos estuvo sencillamente en que jamás cedieron. En 242 a. C., construyeron otra flota y derrotaron a la flota cartaginesa frente a la costa occidental de Sicilia. Esto puso fin a toda posibilidad de enviar refuerzos y suministros al audaz Amílcar. Con renuencia, Amílcar decidió que no había más remedio que hacer la paz, en los términos que fueran. La nación cartaginesa había quedado tan desquiciada por la prolongada guerra que estaba al borde del desastre absoluto. En 241 a. C., Amílcar hizo la paz, con la cual terminó la Primera Guerra Púnica veintitrés años después de ser iniciada. Era una clara derrota de los cartagineses. Estos fueron expulsados de Sicilia, que desde entonces fue completamente romana, excepto la parte más oriental, gobernada por Hierón II de Siracusa, fiel aliado de Roma. Además, Cartago tuvo que pagar una pesada indemnización. Aun así, Cartago se salvó con suerte. Si Roma no hubiese estado agotada por sus esfuerzos, habría llevado la guerra más adelante. Las primeras provincias Sicilia fue el primer territorio fuera de los límites de Italia propiamente dicha que cayó en manos romanas. Su mayor distancia y su separación por el mar hicieron que

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pareciera diferente al gobierno romano. Las tierras de Italia estaban llegando a ser consideradas como una «confederación italiana», como una patria cada vez más unificada; pero Sicilia era una tierra extraña, en la que había griegos, cartagineses y tribus nativas que habían sido sojuzgadas durante siglos y tenían poco en común con los italianos. Por ello, Roma consideró a Sicilia como una propiedad conquistada que no podía formar parte integrante del complejo sistema gubernamental impuesto a Italia. Se envió a Sicilia un magistrado cuya gama de funciones («provincia») incluía el gobierno total del territorio. Sus edictos eran las leyes de éste, y era su tarea recoger tributos del territorio y hacer de su propiedad y administración algo provechoso para Roma. El término «provincia» llegó a aplicarse al territorio mismo, y Sicilia fue la primera provincia de Roma, organizada como tal en 241 a. C. Naturalmente, cuando un magistrado era enviado a gobernar una provincia, habitualmente cuidaba de que no todo el dinero que recaudaba fuese enviado a Roma. Una parte quedaba en sus manos. Se daba por sentado que un funcionario gubernamental romano a quien se asignaba una provincia debía enriquecerse. De esto se sigue que, en general, las provincias eran mal gobernadas (no siempre, por supuesto, ya que hasta en los peores tiempos hay algunos funcionarios honestos). Sicilia no fue por mucho tiempo la única provincia de Roma. La larga guerra que llevó a Cartago al borde de la ruina había paralizado su comercio e introducido el caos en sus asuntos comerciales. Había llevado a cabo sus guerras principalmente con tropas mercenarias, y ahora carecía de dinero para pagarles. Los mercenarios pronto se rebelaron y trataron de cobrarse (con creces) saqueando la ciudad. Amílcar, el único cartaginés que podía resistir con indomable espíritu los desastres que se abatían sobre Cartago, tomó el mando de las tropas leales que pudo hallar y, después de una desesperada lucha de tres años, destruyó a los mercenarios en 237 a. C. Roma observaba, sin intervenir directamente, totalmente dispuesta a dejar que Cartago se desgarrase. En 239 antes de Cristo, mercenarios de la isla de Cerdeña, que aún era cartaginesa, ofrecieron a Roma entregarle la isla, pues corrían el peligro de ser destruidos por Amílcar. Roma aceptó prestamente y envió una fuerza de ocupación en 238 a. C. Cartago protestó con todo derecho, afirmando que eso era una ruptura del tratado de paz. Roma le declaró la guerra, desdeñosamente, y ofreció a Cartago anular la declaración de guerra sólo si Cartago no sólo cedía Cerdeña, sino también Córcega (isla que está inmediatamente al norte de Cerdeña). Cartago, impotente, tuvo que aceptar. y Cerdeña y Córcega se convirtieron en territorio romano. Los romanos tardaron varios años en aplastar la resistencia de las tribus nativas de las islas, pero en 231 a. C. estaban suficientemente pacificadas como para ser organizadas en una segunda provincia.

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Tal era la situación entonces que Roma, al observar hacia el exterior, halló todo en un estado de profunda paz. Por primera vez desde el reinado de Numa Pompilio, quinientos años antes, el templo de Jano fue cerrado. Pero los éxitos de Roma la cargaron con nuevas responsabilidades. Ahora que era una gran potencia naval tenía que preocuparse por el problema de la piratería en alta mar. En tiempos de la Primera Guerra Púnica, esa piratería se centraba en la costa oriental del mar Adriático, región conocida como Iliria. Bajo los poderosos reyes macedónicos Filipo II y Alejandro Magno, los ilirios se hallaban bajo una firme dominación. Durante los desórdenes que siguieron a la muerte de Alejandro, las tribus ilíricas reconquistaron su independencia y libertad de acción, lo cual significaba piratería. La costa (que actualmente pertenece a Yugoslavia) es accidentada, con muchas islas, y los nativos podían hacer del filibusterismo un provechoso negocio. Sus barcos ligeros podían salir y atacar rápidamente, para luego perderse entre las islas si eran perseguidos por barcos de guerra. Los griegos, que estaban al sur de Iliria, sufrieron enormemente a causa de esas incursiones piratas. Macedonia, situada al este de Iliria, parecía la potencia apropiada para pedir ayuda. En 272 a. C., después de la muerte del belicoso e inquieto Pirro, se hallaba bajo la mano firme de Antígono II, nieto de uno de los generales de Alejandro Magno. Sus descendientes, los «antigónidas», conservaron el gobierno durante un siglo. Por desgracia, Macedonia estaba continuamente enredada en las eternas querellas políticas de Grecia y en guerras con el Egipto Tolemaico, y, al parecer, no tenía tiempo ni ganas de ocuparse de la piratería ilírica. Por ello, los griegos se volvieron a la nueva potencia, Roma, como alternativa natural. Acababa de demostrar su fuerza en el mar y su vigor en general; además, estaba justo frente a Iliria, del otro lado del Adriático. Roma, siempre bien dispuesta, envió embajadores para advertir a la reina iliria de las consecuencias que podría tener el contrariar a los romanos. La reina inmediatamente los hizo matar. Roma envió entonces doscientos barcos que ajustaron las cuentas a los ilirios en 229 a. C. Una segunda campaña llevada en 219 a. C. contra el sucesor de la reina puso fin a la piratería iliria. Como consecuencia de la Guerra Ilírica, Roma se adueñó de la isla griega de Corcira, que había sido una posesión iliria durante medio siglo. Está frente al extremo meridional de la costa ilírica y a ochenta kilómetros al sudeste del talón de la bota italiana. Los griegos se regocijaron en sumo grado de ver el fin de los piratas ilirios y trataron a los romanos con toda muestra de respeto. Hasta les permitieron participar en algunas de sus fiestas religiosas, signo de que consideraban a los romanos como un pueblo civilizado a la par de los mismos griegos. Mientras los romanos aplastaban a los ilirios, un peligro mayor apareció en el Norte. Los galos, reforzados con contingentes de sus parientes del otro lado de los Alpes, repentinamente lanzaron una nueva invasión sobre el Sur, en 225 a. C. Hicieron correrías por Etruria y llegaron a Clusium, la vieja ciudad de Lars Porsena. Allí se detuvieron, al parecer perdieron ánimo y se retiraron.

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Los romanos los siguieron bajo el mando de su cónsul Cayo Flaminio. Este era excepcional entre los líderes romanos por tener lo que hoy llamaríamos ideas democráticas. Cuando fue tribuno, en 232 a. C., logró imponer una distribución de tierras entre los plebeyos, pese a la oposición de los aristócratas del Senado y, en particular, contra la decidida oposición de su propio padre. Flaminio estimuló la creación de juegos para los plebeyos y trató de desalentar la dedicación al comercio de los senadores (donde podían usar su poder político para enriquecerse). No cabe sorprenderse, pues, de que fuese popular entre el pueblo romano e impopular entre los senadores. Desgraciadamente, Flaminio no era muy buen general. Habitualmente atacaba sin examinar cuidadosamente la situación. En su primera batalla con los galos fue derrotado, y sólo consiguió a su vez derrotarlos después de recibir grandes refuerzos. Pero después de una segunda victoria obtenida en 222 a. C., la Galia Cisalpina quedó totalmente bajo el dominio romano. Flaminio trató de asegurar esta victoria construyendo un camino que condujese hacia el Norte desde Roma. Comenzó la tarea en 220 a. C., cuando fue censor, y por la época en que la terminó, la Vía Flaminia fue extendida a través de los Apeninos hasta las costas del Adriático, sobre las fronteras de la Galia Cisalpina. En caso de rebelión de los galos, las tropas romanas podían acudir allí rápidamente. Con las colonias romanas establecidas en la Galia Cisalpina, el poder romano se extendió hasta los Alpes. Roma dominaba ahora un territorio de unos 310.000 kilómetros cuadrados. Dominaba toda la región que constituye la moderna República Italiana (que incluye Sicilia y Cerdeña) y, además, Córcega y Corcira.

5. Aníbal De España a Italia 54

Quienquiera que considerase el siglo y medio de constantes victorias de Roma sobre los samnitas, los galos, los griegos y los cartagineses, y su expansión desde ser una pequeña mancha en el centro de Italia hasta el dominio de toda la Península y de los mares que la rodean, jamás habría adivinado que estaba al borde del desastre. Sin embargo, lo estaba, pues tenía un implacable enemigo, un solo hombre, el general cartaginés Amílcar Barca. Amílcar tenía clara conciencia de que había superado a los romanos allí donde se había enfrentado con ellos, en Sicilia y en Italia. Si su nación había sido derrotada, fue solamente porque él había nacido demasiado tarde y había alcanzado la edad suficiente para combatir sólo después de perdida la guerra. El no había sido derrotado y sentía una profunda amargura por la victoria romana. Tampoco podía decirse filosóficamente a sí mismo que la guerra era la guerra, que Roma estaría satisfecha con sus conquistas y que Cartago debía olvidar el pasado y comenzar de nuevo en paz. Podía haber llegado a pensar de este modo si sólo se hubiese tratado de la pérdida de Sicilia. Los romanos habían tomado la isla después de una pareja lucha de muchos años y les había costado mucha sangre. Pero la extorsión por Roma de Cerdeña y Córcega en un momento en que Cartago era impotente debe de haberle parecido a Amílcar un acto de implacable intimidación.

Amílcar llegó a la conclusión de que, después de eso, no cabía esperar un trato amable de Roma. Cartago debía esperar ser lentamente aplastada por un enemigo implacable y sin piedad. Cartago debía prepararse para combatir nuevamente con el enemigo romano, y para esto era necesario fortalecer a Cartago. Debía compensar en otra parte lo que había perdido en Sicilia. Por ello, en 236 a. C., Amílcar persuadió al gobierno cartaginés a que lo pusiera al frente de una expedición que conduciría a España. Cartago ya tenía puestos avanzados

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en la costa española, y el propósito de Amílcar era ampliar esos puestos y extender la influencia cartaginesa al interior. Allí, en los años siguientes, mientras Roma se hallaba ocupada con Iliria, Amílcar construyó un nuevo imperio para Cartago. Según la tradición, fundó la ciudad de Barcino, nombre derivado del suyo, la actual Barcelona. Murió en 228 a. C. combatiendo contra tribus nativas españolas. Su yerno Asdrúbal le sucedió y extendió la dominación cartaginesa sobre España aún más por medios pacíficos. Fundó una ciudad que fue llamada en latín Carthago Nova, que significa «Nueva Cartago», la actual Cartagena. Por el tiempo en que los romanos dieron fin a sus luchas con los ilirios y los galos cisalpinos, se hallaron con la desagradable sorpresa de que Cartago era más fuerte que nunca. En un principio no les preocuparon las empresas cartaginesas en España. Pensaron que era una buena estrategia mantener las energías cartaginesas ocupadas en lugares tan lejanos de Roma. Pero no habían contado con que los cartagineses obtendrían tanto éxito. Por ello, tomaron medidas para limitarlo. Roma obligó a Asdrúbal a admitir que el poder cartaginés quedaría limitado al sur del río Ebro. Además, debía respetarse la independencia de la ciudad griega de Sagunto, situada a unos 130 kilómetros al sur del Ebro. En 221 a. C., Asdrúbal fue asesinado, pero si los romanos pensaron que esto pondría fin a los peligros provenientes de España, se equivocaron totalmente. Amílcar Barca había dejado un hijo, un joven llamado Aníbal, que tenía por entonces veintiséis años, edad suficiente para hacerse cargo del mando. Aníbal, nacido en 247 a. C., sólo era un niño cuando su padre lo llevó a España después de hacerle jurar enemistad eterna hacia Roma. El muchacho recibió de su padre instrucciones en el arte de la guerra y, como se demostró luego, Amílcar Barca compartió con Filipo II de Macedonia (véase página 25) el destino de ser un padre notable que sería superado por un hijo más notable aún. Al morir Asdrúbal, Aníbal asumió el mando de las fuerzas cartaginesas en España y casi inmediatamente comenzó a poner en práctica sus vastos planos. Durante dos años puso a prueba su ejército. Lo utilizó hábilmente para conquistar regiones de España que aún no eran cartaginesas. El ejército, al sentir la mano de un gran jefe, adquirió aún más confianza. Sagunto, a su vez, sintió aumentar su inquietud. Tenía buenas razones para sospechar que Aníbal preparaba la guerra y sabía que sería el primer objetivo en su camino. Pidió ayuda a Roma, que de inmediato envió embajadores al campamento del joven Aníbal para advertirle que le esperaba el desastre si no se aquietaba, pero el general cartaginés no les prestó la menor atención. En 219 a. C., Aníbal irritó deliberadamente a Roma poniendo sitio a Sagunto y tomándola después de ocho meses. Los romanos enviaron otra embajada para protestar, pero Aníbal la trató con calculada sorna, advirtiéndoles que era mejor para ellos que abandonasen su campamento, pues no se responsabilizaba por su seguridad. De este

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modo, Aníbal logró dos cosas. Obligó a Roma a declarar la guerra, pues el insulto era demasiado grande para ser aceptado. Segundo, obligó a Cartago a apoyarlo pese a que los príncipes mercaderes que la gobernaban temían la guerra y odiaban a la brillante y demasiado independiente familia de Amílcar Barca. Las coléricas exigencias de Roma eran tan extremadas que Cartago tuvo que aceptar la guerra antes que la rendición. Así comenzó la Segunda Guerra Púnica.

En 218 a. C., Aníbal, con un ejército de 92.000 hombres (y algunos elefantes), cruzó el río Ebro, el límite septentrional del dominio cartaginés en España, y avanzó hacia el Norte. En su marcha tuvo que combatir con las tribus nativas, pero no tenía prisa. No quería que los romanos adivinasen sus planes. No los adivinaron. Roma supuso que combatiría a los cartagineses allende los mares, en África y en España, y por tanto envió tropas a ambos lugares. El ejército enviado a España estaba bajo el mando del cónsul Publio Cornelio Escipión. Había sido su padre quien había sofocado la última resistencia cartaginesa en Cerdeña y Córcega quince años antes, y ahora su hijo fue enviado para hacer frente al hijo de Amílcar Barca. Pero cuando Escipión y sus hombres abandonaron Italia por mar y navegaron hacia España, Aníbal los eludió. El iba a invertir las cosas. Griegos y romanos habían llevado la guerra a las murallas de Cartago; pues bien, él no iba a esperar al enemigo en España, sino que iba a llevar la guerra a los muros de Roma. Bordeó el tramo oriental de los Pirineos y luego avanzó rápidamente por el sur de la Galia. En el Ródano, tribus hostiles trataron de impedirle el paso, pero Aníbal envió unos barcos en una fingida maniobra, atravesó el río más arriba mientras las tribus se concentraban en los barcos y cayó sobre ellos por la retaguardia. Las derrotó completamente y luego avanzó directamente hacia los Alpes.

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Ciertamente, los romanos no esperaban ningún peligro desde el Norte, pues los Alpes eran una muralla protectora que pocos hombres osaban atravesar. Pero Aníbal lo hizo. Logró llevar su ejército a través de los Alpes, y hasta algunos de sus elefantes, en una de las grandes hazañas militares de la historia. Cuando Escipión desembarcó en España, debe de haberse sentido un tonto de remate, pues su enemigo se había marchado. Lo persiguió con toda prisa, pero en el momento en que llegó al Ródano, Aníbal ya lo había cruzado. Escipión no trató de cruzar los Alpes tras la huella del sorprendente cartaginés, sino que volvió a Italia por mar, con la esperanza de hacerle frente en la Galia Cisalpina, del otro lado de los Alpes, si es que Aníbal no se perdía en los escarpados pasos cubiertos de nieve de esas empinadas montañas. Aníbal logró su propósito. Perdió gran número de hombres en los combates contra tribus hostiles y la mayor parte de sus elefantes en las temibles pendientes de los Alpes durante el otoño. Llegó a Italia con menos de un tercio de los hombres con que había partido de España cinco meses antes. Pero eran las tropas mejores, convertidas por la adversidad en una magnífica fuerza militar que luchaban bajo el mando de un hombre al que amaban, un hombre que pronto iba a ser considerado como uno de los más grandes generales de todos los tiempos. Los desastres romanos En 218 a. C., el desconcertado y humillado Escipión halló un ejército enemigo de 26.000 hombres audazmente acampado en la Galia Cisalpina y se dirigió al Norte, lleno de furia. Los ejércitos se encontraron por vez primera en el río Tesino, corriente que desemboca en el Po desde el Norte. Allí las caballerías enemigas sostuvieron una breve escaramuza y los romanos fueron derrotados. El mismo Escipión fue herido y, según la tradición, habría sido muerto si su hijo de diecinueve años (y tocayo suyo) no se hubiese lanzado a su rescate. Más adelante volveremos a hablar del hijo de Escipión. Escipión y su ejército lograron retirarse del otro lado del Po y se replegaron al este del río Trebia, corriente que desemboca en el Po desde el Sur. Allí esperó la llegada del ejército del otro cónsul, Tiberio Sempronio Longo, mientras permanecía cautelosamente frente a Aníbal. El río los dividía, romanos al Este y los cartagineses al Oeste. Aníbal quería presentar batalla; tenía un miedo terrible de que los romanos se retirasen y conservasen intacto su ejército; mientras que si combatían, confiaba en destruirlos. Por ello, cuando llegó el ejército de Sempronio, Aníbal no movió un dedo para impedir que unieran sus fuerzas. Unidos, tal vez se sintieran suficientemente fuertes como para combatir. Escipión ya conocía lo suficiente a Aníbal y era favorable a la retirada, pese a los refuerzos recibidos. Pero Sempronio, que nunca se había enfrentado con Aníbal, estaba totalmente decidido a luchar y no quiso considerar ni por un momento ninguna cobarde sugerencia de retirarse.

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La intención de Aníbal era hacer que los romanos cruzasen el río, si podía lograrlo. Para ello envió un destacamento de caballería al lado romano. Los romanos los atacaron y, después de una breve resistencia, los cartagineses huyeron. Los romanos los persiguieron de cerca, y su infantería, que pronto se olió la victoria, se lanzó al río detrás de ellos. Era invierno y el agua estaba helada. Los romanos emergieron del otro lado, empapados y congelados, y cuando la caballería en huida se hizo a un lado, los romanos se encontraron con todo el ejército cartaginés que los estaba esperando preparado para el combate, y además fresco y seco. Las legiones romanas lucharon bravamente y se abrieron paso por las líneas de Aníbal, pero la caballería cartaginesa, reforzada, dio media vuelta y, con la ayuda de los elefantes, se lanzó velozmente sobre la caballería romana y la derrotó. Luego, el hermano menor de Aníbal, Magón, a quien Aníbal había ocultado con dos mil hombres, cargó en el momento decisivo y atacó a los romanos por la retaguardia. Combatiendo denodadamente, parte del ejército romano consiguió librarse, pero sólo a costa de las más grandes pérdidas. Los romanos conservaron guarniciones en dos ciudades fortificadas a orillas del Po, pero, por lo demás, tuvieron que abandonar toda la Galia Cisalpina, que habían conquistado sólo cuatro años antes. Los galos estaban encantados de este cambio de la fortuna y rápidamente se unieron a Aníbal. De este modo pudo compensar con creces las pérdidas que había sufrido al abrirse camino hacia Italia. Escipión, que había sido incapaz de detener a Aníbal, fue enviado de vuelta a España para ver qué podía hacer en la retaguardia de Aníbal, mientras otros generales se preparaban para hacer frente al terrible cartaginés. Si antes los romanos estaban encolerizados, ahora estaban fuera de sí. Aníbal avanzó hacia el Sur y tenía que ser detenido. Para detenerlo y destruirlo se envió un nuevo ejército bajo el mando de Flaminio, el conquistador de la Galia Cisalpina. Flaminio no tuvo que ir lejos para encontrar a Aníbal. El cartaginés había avanzado por el norte de Etruria, con todo desprecio por el poderío romano, y luego, en la primavera de 217 a. C., marchó hacia el Este pasando por el lago Trasimeno. En el curso de esta marcha, Aníbal perdió la vista de un ojo, pero con el ojo que le quedaba podía ver mejor, como se demostró, que muchos generales romanos con los dos. Flaminio lo persiguió furiosamente, pero, para desgracia de Roma, todavía era un general poco capaz. Estaba tan ansioso de enfrentarse y destruir al cartaginés que perdió toda cautela y no dedicó el tiempo necesario para enviar patrullas de reconocimiento. Quizá Aníbal sabía bastante de Flaminio como para contar con esto. En el lago Trasimeno, Aníbal observó un estrecho camino que bordeaba el lago y estaba limitado del otro lado por las colinas. Colocó todo su ejército detrás de las colinas y esperó. El ejército romano apareció en la mañana serpenteando por el estrecho camino y una ligera bruma contribuía a mantenerlos en la ignorancia de que lo esperaba el enemigo. Cuando los romanos estuvieron totalmente extendidos en una prolongada y estrecha línea a lo largo de todo el camino, los cartagineses cayeron sobre ellos y

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sencillamente hicieron una matanza. Los romanos casi no tuvieron la posibilidad de defenderse y perdieron diez hombres por cada soldado de Aníbal. El ejército fue exterminado y Flaminio con él. Para horror de los romanos, el segundo ejército enviado contra Aníbal, aunque mayor que el primero, sufrió una derrota aún mayor. Los romanos ya no estaban furiosos; estaban aterrorizados. Desde el saqueo de Roma por los galos dos siglos antes, nunca se habían hallado en tal peligro. Aníbal parecía un mago, contra el cual no podía ningún enemigo. Los romanos nombraron un dictador, Quinto Fabio Máximo, nieto y tocayo del general que había derrotado a los galos casi ochenta años antes. Fabio no hizo ningún intento de marchar sobre Aníbal. Juzgaba que su tarea consistía en mantener intacto su ejército y esperar pacientemente una oportunidad. Aníbal podía entonces haber marchado directamente sobre Roma, pero sabía que no debía hacerlo. Podía derrotar en el campo de batalla a generales romanos incautos, pero su ejército aún era pequeño y estaba lejos de su patria. Pensó que no podía sostener un asedio formal contra Roma; no sin ayuda. Esperaba obtener esta ayuda de los aliados italianos de Roma. Fue esta esperanza la que le llevó primero al Este y luego al Sur. Eludiendo Roma, avanzó por el territorio de las tribus, particularmente las del Samnio, a las que esperaba levantar contra Roma. Para estimularlas a ello, liberó sin rescate a todos los prisioneros italianos. Más tarde (esperaba), con toda Italia de su lado, y Roma sin amigos y sola, podría atacarla y aplastarla. Pero a este respecto, la estrategia de Aníbal fracasó. La maquinaria militar romana podía fallar, pero el dominio había sido construido sobre bases políticas, más que la potencia bélica. Las ciudades italianas apreciaban la prosperidad y el gobierno eficiente que había creado la dominación romana. Tal vez suspiraran por la independencia, pero sabían que, si se alineaban con Aníbal, no obtendrían la independencia, sino que caerían bajo la dominación cartaginesa, y seguramente ésta sería mucho peor que la romana. Además, Fabio, el dictador, adoptó justamente el curso de acción que menos favorecía a Aníbal. En vez de arriesgarse a una batalla campal, marchó y contramarchó siguiendo los flancos de Aníbal, aislando grupos de cartagineses, mordisqueando en un lado y pellizcando en otro. Pero siempre evitaba una lucha abierta, por mucho que Aníbal lo incitase a ella. A causa de esta política, Fabio se ganó el apodo de Cunctactor, o «el que dilata». (Hasta hoy, se habla de una «política fabiana» para significar una táctica de dilación y paciencia, evitando una vigorosa lucha directa.) Mediante esta táctica, Fabio desgastó lentamente al ejército de Aníbal, pero, a medida que pasaron los meses, los romanos se sintieron cada vez menos satisfechos con esta manera de actuar. Parecía innoble y por debajo de la dignidad romana. Cuando los romanos tuvieron tiempo de recuperarse de la conmoción que les produjeron las dos derrotas sucesivas, les pareció que Aníbal no era tan temible, a fin de cuentas. Todo lo que se necesitaba, pensaban muchos de ellos, era firmeza y un ataque resuelto. Les

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parecía que Fabio Cunctactor no era más que un cobarde, indigno del nombre de romano. Uno de los más agresivos críticos de la política de Fabio, Cayo Terencio Varrón, fue elegido cónsul en 216 antes de Cristo (537 A. U. C.), y junto con él, un hombre más cauteloso, Lucio Emilio Paulo. Fabio fue llamado para que regresara y se confió a los dos cónsules la tarea de buscar a Aníbal y combatir con él. Lo encontraron en Cannas, cerca del mar Adriático y a cerca de 320 kilómetros al sudeste de Roma. (Aníbal había atravesado toda Italia en el año y medio transcurrido desde que cruzó los Alpes.) Los cónsules se dividieron el mando, dirigiendo el ejército en días alternos. Cuando le tocó el turno a Varrón, no pudo esperar para combatir. Tenía un ejército mayor que el de Sempronio y el de Flaminio, y superaba a Aníbal casi en dos a uno: 86.000 contra 50.000. Consideraba imposible que los romanos perdiesen una batalla en la que tenían tal superioridad. Aníbal, pese a su desventaja en el número de soldados, parecía dispuesto a complacer a Varrón, y le ofreció la batalla que éste quería. La infantería cartaginesa avanzó en semicírculo y, cuando los romanos atacaron, retrocedió lentamente. La línea cartaginesa se hizo recta a medida que se replegaba y luego empezó a combarse hacia atrás. Pero, mientras tanto, los extremos de las líneas cartaginesas no se movieron. Los romanos que avanzaban no parecían preocuparse de los extremos de la línea. El centro cartaginés parecía derrumbarse; un empujón más y la línea cartaginesa se rompería y la batalla habría terminado. En su impaciencia por atacar, los romanos penetraron en el interior de un despliegue cartaginés en forma de U. Fueron forzados a cerrar filas de tal modo que apenas tenían espacio para blandir sus espadas, por lo que su misma superioridad numérica redundó en su desventaja. A una señal de Aníbal, los extremos de la línea cartaginesa se cerraron, y la caballería cartaginesa, que había quitado de en medio a la caballería romana, cayó sobre la retaguardia de los romanos. El ejército romano estaba como en un saco, y Aníbal sencillamente ató el lazo y dejó que los soldados romanos muriesen. Murieron por decenas de miles, y el cónsul Paulo con ellos. Muy pocos escaparon. (Varrón fue uno de los que escapó, pero se suicidó antes que volver a Roma y enfrentarse con sus conciudadanos.) Fue la mayor derrota que sufrió Roma en la época de su grandeza. Los romanos habían enviado un tercer ejército, más poderoso que los dos primeros, y habían sufrido una tercera derrota, peor que las dos anteriores. En verdad, Cannas siempre ha sido considerada la clásica «batalla de aniquilamiento», y quizá nunca se dio un ejemplo similar de un ejército débil que barre completamente a otro más poderoso solamente por el genio de su general. Sin duda, ha habido otros generales que han derrotado enormes ejércitos con fuerzas pequeñas. Alejandro Magno derrotó enormes ejércitos persas y Robert Clive derrotó enormes ejércitos indios, cada uno de ellos con fuerzas relativamente pequeñas. Pero esos enormes ejércitos estaban mal dirigidos y mal organizados, mientras que los pequeños ejércitos de Alejandro y Clive estaban mejor armados y mejor conducidos.

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Pero Aníbal luchaba contra el mejor ejército del mundo, pues los romanos fueron invencibles durante siglos antes de Aníbal y fueron invencibles durante siglos después de él. Por eso, hay muchos que consideran a Aníbal como el más grande general que haya existido. Cambio de marea La batalla de Cannas puso a Roma al borde del desastre. Los contemporáneos, al observar estos sucesos y ver a los romanos sufrir tres gigantescas derrotas, pensaron que estaban presenciando el derrumbe de la advenediza Roma. Algunos de los aliados italianos, juzgando que Roma estaba acabada, pensaron que sería mejor unirse a Aníbal y estar del lado vencedor antes de que fuese demasiado tarde. Capua fue una de las ciudades más importantes que abrieron sus puertas a los cartagineses. En el exterior, algunos aliados de Roma desertaron; el más notable de ellos fue Siracusa. En Sicilia, Hieron II de Siracusa moría por la época de la batalla de Cannas. Su nieto, Hierónimo, le sucedió en el trono y decidió cambiar de partido. Si los romanos eran obligados a hacer la paz, ciertamente tendrían que ceder Sicilia a Cartago, y los cartagineses serían implacables con una Siracusa que hubiese estado del lado romano. Hizo lo único que, pensó, podía hacer: unirse a Cartago para asegurarse un buen tratamiento posteriormente. Otro golpe para Roma fue que Macedonia selló una alianza con Aníbal. Hacia donde mirase, Roma veía hostilidad frente a ella. Ante un mundo hostil, Roma dio un ejemplo de firmeza como raramente se vio antes o después. No quiso oír hablar de paz; no quiso escuchar los consejos de la desesperación; hasta prohibió toda señal pública de duelo por los miles de muertos de Cannas. Ceñudamente, pese a sus tres derrotas y a sus cien mil muertos, comenzó a construir un nuevo ejército y a planear acciones enérgicas, aun en esa hora de desastre, contra todo enemigo. Nunca, en ninguna de sus victorias, antes o después, se mostró Roma tan admirable como en el momento del desastre. Comprendió que Aníbal, aunque invencible en el campo de batalla, con el tiempo debía desgastarle si Roma lograba impedir que le llegasen refuerzos. Por esta razón, no hizo ningún nuevo intento de combatir a los cartagineses en Italia, pero redobló sus esfuerzos para combatirlos fuera de Italia. En España, los ejércitos romanos lucharon bajo dos Escipiones, el general que había sido derrotado en el río Tesino (véase página 50) y su hermano. No tuvieron mucho éxito en la lucha, pero ésta fue útil, pues el hermano de Aníbal, Asdrúbal, que tenía el mando en España, estaba demasiado ajetreado para enviar refuerzos cartagineses a Italia. En 212 a. C., ambos Escipiones murieron en batalla, pero el hijo y tocayo del general, el joven que había salvado a su padre en el Tesino, asumió el mando de las tropas.

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Demostró ser un dinámico general, y mantuvo en jaque a Asdrúbal durante varios años más. Mientras tanto, la flota romana del Adriático cuidó de que Aníbal no recibiera refuerzos de Macedonia. (En verdad, uno cíe los grandes defectos de la estrategia de Aníbal fue que éste no comprendió la importancia de destruir el control romano del Mediterráneo. Era extraño que un cartaginés fuese tan espléndido en tierra y tan insensible frente al mar.) Roma hasta envió un ejército a Macedonia para asegurarse de que los macedonios estuviesen atareados en su país. Luego le llegó el turno a Siracusa. Inmediatamente después de Cannas, los romanos eligieron cónsul a Marco Claudio Marcelo. Este había sido uno de los principales artífices de la derrota de los galos cisalpinos, pocos años antes de que Aníbal penetrase en Italia. Luego se había hecho muy popular entre los romanos al lograr rechazar a las fuerzas de Aníbal que trataron de capturar la ciudad de Nola (cerca de Nápoles), poco después de Cannas. Para Aníbal no fue un fracaso muy importante, pero cualquier victoria sobre los cartagineses, por insignificante que fuese, era causa de regocijo entre los romanos. Marcelo marchó a Sicilia, derrotó a un ejército cartaginés invasor y puso sitio a Siracusa. Las cosas no marcharon muy bien. Muchos de los soldados siracusanos habían servido antaño en las legiones romanas y sabían que, si eran capturados, serían azotados y luego ejecutados como traidores, por lo que lucharon desesperadamente. Además, era ciudadano de Siracusa un científico llamado Arquímedes. A la sazón tenía más de setenta años, pero fue el más grande científico e ingeniero del mundo antiguo. Arquímedes se puso a construir máquinas de diversos tipos: catapultas para arrojar proyectiles, piedras o líquidos en combustión contra los barcos romanos. Se decía que había inventado grúas que levantaban los barcos y los volcaban y lentes que concentraban la luz solar y los incendiaban. Sin duda, estas historias del enfrentamiento de un hombre contra un ejército, del cerebro griego frente al músculo romano, fueron exageradas en generaciones posteriores, sobre todo por los historiadores griegos. Sin embargo, Marcelo tuvo que mantenerse apartado de Siracusa y someter a la ciudad a un asedio distante durante dos años. Mientras tanto, los cartagineses se apoderaron de una serie de ciudades sicilianas. Finalmente, en parte por traición, en parte por negligencia —una parte de la muralla quedó sin vigilancia durante una fiesta nocturna—, las tropas romanas pudieron entrar en la ciudad en 212 a. C. Dio comienzo el habitual saqueo, en el que las tropas victoriosas se entregaron al pillaje, incendiando y matando. Marcelo dio órdenes estrictas de que Arquímedes fuese tomado vivo, pues tenía suficiente caballerosidad como para respetar a un enemigo digno. Pero Arquímedes, sin parar mientes en el saqueo que se estaba llevando a cabo a su alrededor, estaba trazando figuras en la arena, tratando de resolver un problema geométrico (al menos así cuenta la tradición). Un soldado romano le ordenó que fuese con él, a lo que el científico griego respondió imperiosamente: « ¡No destruyas mis círculos! », tras lo cual el soldado le mató.

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Marcelo, afligido por esto, dio a Arquímedes un honroso funeral y tomó medidas para que su familia estuviese a salvo. Luego se dedicó a limpiar Sicilia de cartagineses. Y mientras tanto, ¿qué ocurría en Italia y con Aníbal? Los romanos finalmente aprendieron la lección. No libraron más batallas en Italia contra los cartagineses. La política de Fabio fue adoptada durante trece años y Aníbal fue acosado en todas partes. Lo hostigaban, le ponían obstáculos y lo atacaban por sorpresa; pero siempre que Aníbal se volvía para combatir, los romanos se retiraban rápidamente. No era una acción muy garbosa y noble, pero dio resultado; poco a poco, Aníbal fue desgastándose. Muchos dicen que Aníbal perdió su oportunidad al no marchar sobre Roma y atacarla inmediatamente después de Cannas. Pero Aníbal estaba allí y ciertamente fue uno de los más capaces, osados e intrépidos generales que hayan existido. Si él pensó que no era el momento de atacar a Roma, probablemente tenía razón. A fin de cuentas, Roma aún era fuerte y la mayor parte de Italia no había roto con ella. Las tropas iniciales de Aníbal habrían obrado milagros, pero la mayoría de los viejos veteranos habían muerto, y para las batallas futuras Aníbal tenía que depender de mercenarios o desertores romanos [1] . Después de dos años de proezas enormes, bien puede haber pensado que merecía un reposo, por lo que después de Cannas invernó en Capua. Se dice que las comodidades y el lujo de Capua debilitó a los endurecidos veteranos de Aníbal y los echó a perder. Pero esto probablemente no sea más que un desatino romántico. Su ejército era lo suficientemente bueno como para permanecer invicto durante trece años, y si no ganó nuevas grandes victorias fue sólo porque los romanos prudentemente rehusaban brindarle la oportunidad de hacerlo. En 212 a. C., Aníbal marchó al Sur, a Tarento, y con ayuda de los mismos tarentinos tomó la ciudad y asedió a la guarnición romana en la ciudadela. Los romanos aprovecharon la oportunidad para poner sitio a Capua, con la que estaban particularmente furiosos por su rápida rendición a Aníbal después de Cannas. Aníbal tuvo que elegir entre acabar su faena en Tarento o volver en socorro de Capua. Se abalanzó hacia Capua, y los romanos se esfumaron ante su aproximación. Cuando volvió a Tarento, los romanos reaparecieron en Capua. Era muy frustrante para Aníbal, y en 211 a. C. decidió efectuar una suprema demostración: haría como si estuviese por atacar a la misma Roma. Así lo hizo y llegó hasta el borde mismo de la ciudad. Según la tradición, arrojó una lanza sobre ella. Pero los romanos no se inmutaron, sino que se dispusieron a soportar un asedio; ni siquiera llamaron a sus tropas de Capua. Además, llegó a oídos de Aníbal que el terreno sobre el que había acampado su ejército había sido puesto en venta y comprado por un romano en todo su valor. Así, parecía inconmovible la confianza en que la tierra seguiría siendo romana, pese a todo lo que Aníbal pudiera hacer. Aníbal se vio obligado a retirarse, y ésta fue una gran victoria moral para Roma. Su firmeza impresionó a todos aquellos que creían que la ciudad se desplomaría ante los

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golpes de Aníbal. Una serie de victorias romanas en diferentes teatros de la guerra reforzó esa impresión. En 211 a. C., poco después del infructuoso ataque de Aníbal contra Roma, los romanos retomaron Capua y se vengaron terriblemente de los líderes y la población de esta ciudad. En 210 a. C. tomaron Agrigento, en Sicilia, y barrieron allí el poder cartaginés. En 209 a. C., el joven Escipión se adueñó de Nueva Cartago, en España, mientras el viejo Fabio recuperaba Tarento. Entre Roma y la victoria completa sólo se interponía el mismo Aníbal. Aún estaba en Italia, aún invicto, aún peligroso. Pese a todas sus victorias, los romanos no osaban atacarlo ni siquiera entonces. Más para que Aníbal pudiese hacer algo, tenía que recibir refuerzos. No pudo obtenerlos de Cartago; nunca los recibió de ella. Los líderes cartagineses sentían muchos recelos contra Aníbal, pues temían (como ocurre a menudo con los gobiernos, y a veces con razón) que un general de tanto éxito constituyese un peligro tan grande como un enemigo victorioso. Por ello, Cartago se abstuvo de ayudarlo y trató de ganar la guerra combatiendo en otras partes, fuera de Italia, dejando a Aníbal sólo su genio. Aníbal tuvo que apelar a España, donde estaba al mando su hermano Asdrúbal. En respuesta a la creciente desesperación de Aníbal, en 208 a. C. Asdrúbal decidió repetir la hazaña que había llevado a cabo su hermano diez años antes. Eludió a los romanos, atravesó España y la Galia, trepó por los Alpes y descendió sobre Italia con un nuevo ejército. Era tiempo, pues Aníbal, pese a sus heroicos esfuerzos, perdía terreno constantemente. Casi el único suceso favorable a los cartagineses en 208 antes de Cristo fue la muerte de Marcelo en una pequeña escaramuza. Aníbal, que estaba en el sur de Italia, debía ahora unir sus fuerzas con las de su hermano, que estaba en el norte. Y los romanos debían impedir que ello sucediera. Un ejército romano permaneció en el Norte para seguir los pasos de Asdrúbal, mientras otro estuvo rondando a Aníbal. Los ejércitos romanos no osaron unirse para atacar a Aníbal en ninguna circunstancia; tampoco osaron unirse para atacar a Asdrúbal, por temor de que Aníbal, al no estar vigilado, se reuniese con su hermano antes de terminar la batalla. Entonces se produjo un gran cambio en el curso de la guerra. Asdrúbal envió mensajes a Aníbal en los que fijaba un plan de marcha y un punto de reunión. Por una serie de accidentes, los mensajeros fueron capturados y los mensajes cayeron en manos de los romanos. El general que vigilaba a Aníbal sabía exactamente por dónde iba a marchar Asdrúbal, ¡y Aníbal no lo sabía! En esas circunstancias, el general romano Cayo Claudio Nerón (un hombre capaz que había servido bajo las órdenes de Marcelo) pensó que estaba justificado desobedecer las órdenes. Abandonó la vigilancia de Aníbal y marchó apresuradamente hacia el Norte. El ejército romano unido enfrentó a las fuerzas de Asdrúbal a orillas del río Metauro, a unos 190 kilómetros al noreste de Roma, cerca del Adriático. Asdrúbal trató de retirarse, pero no pudo hallar un vado por donde atravesar el río y perdió tiempo en la búsqueda.

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Cuando finalmente halló uno era demasiado tarde. Los romanos cayeron sobre él y tuvo que luchar. Los cartagineses combatieron heroicamente, pero Aníbal no estaba allí y los romanos obtuvieron una completa victoria. Asdrúbal murió junto con su ejército, y la noticia de esto le llegó a Aníbal de horrible manera. Los romanos hallaron el cadáver de Asdrúbal, le cortaron la cabeza, la llevaron al Sur, adonde estaba el ejército de Aníbal, y la arrojaron al campamento de éste. Al contemplar con profundo dolor el rostro de su leal hermano, Aníbal comprendió que la guerra estaba perdida. No iba a recibir refuerzos, y los romanos no cejarían hasta que él mismo tendría que ceder. Pero no tenía intención de ceder sin una derrota en una batalla campal. Se retiró a Bruttium, la punta de la bota italiana, donde estuvo acorralado cuatro años más. Pero ni siquiera entonces los romanos osaron atacarlo directamente. Victoria en África Sin embargo, en Roma estaban surgiendo nuevos hombres. El principal de ellos era el joven Publio Cornelio Escipión, quien había sucedido a su padre y tocayo como jefe de las fuerzas romanas en España en 210 a. C. Escipión, que había estado en el desastre de Cannas y había sido uno de los pocos que sobrevivieron (afortunadamente para Roma), siguió en España una ilustrada política de conciliación, logrando ganar a las tribus nativas para la causa de Roma. No pudo impedir que Asdrúbal llevase a Italia a su desafortunado ejército, pero esto hizo que fuera mucho más fácil combatir a las fuerzas cartaginesas que quedaron en España. En 206 a. C. los cartagineses enviaron refuerzos a España y se reunió un gran ejército para aplastar a Escipión. Los ejércitos enemigos se encontraron en Hipa, en el sudoeste de España, a unos 100 kilómetros al norte de la actual Sevilla. En este caso, los romanos eran superados numéricamente, pero también eran ellos quienes tenían el general más capaz. Durante varios días, los ejércitos estuvieron frente a frente sin combatir, vigilándose atentamente uno al otro, esperando, al parecer, un momento favorable en que uno u otro pudiese atacar ferozmente. Todo el proceso parecía volverse automático, como una danza repetida, y ambos ejércitos eran sacados de sus campamentos y llevados a campo abierto a una hora avanzada de la mañana. Pero un día, en lugar de salir tarde por la mañana, con las legiones en el centro y los aliados españoles en las alas, Escipión atacó al alba con los aliados en el centro y las legiones en las alas. Los sorprendidos cartagineses aún no habían desayunado. Las mejores tropas enfrentaron a los españoles, que solamente se mantuvieron firmes luchando mínimamente. Los romanos, en las alas, barrieron a los contingentes débiles que tenían delante y rodearon y destruyeron al ejército cartaginés. La batalla de Hipa tuvo dos importantes resultados. Primero, Cartago tuvo que evacuar España, perdiendo el imperio que Amílcar Barca había empezado a construir veinte

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años antes. Segundo, los romanos descubrieron que por fin tenían un general suficientemente bueno como para luchar con Aníbal con una razonable probabilidad, al menos, de ganar. Ahora fueron los aliados de Cartago los que empezaron a desertar. Uno de ellos era Masinisa, rey de Numidia, un reino situado al oeste de Cartago que ocupaba el territorio de la moderna Argelia. Escipión llegó a un acuerdo secreto con Masinisa, quien desde ese momento fue un leal aliado romano. Escipión volvió a Italia en 205 a. C. y fue el niño mimado de Roma. Sólo tenía treinta y dos años, por lo que era demasiado joven para ocupar el consulado, pero fue elegido cónsul de todos modos. Aníbal estaba aún en Bruttium, aún peligroso, siempre peligroso. Pero Escipión pensó que no era necesario combatir con Aníbal. ¿Por qué no hacer como habían hecho antes Agatocles y Régulo? ¿Por qué no llevar la guerra a África una vez más y atacar a la misma Cartago? A esto se opusieron los generales más viejos, particularmente Fabio, en parte porque pensaban que era peligroso (a fin de cuentas ni Agatocles ni Régulo habían logrado realmente derrotar a Cartago) y en parte porque estaban celosos del joven. Pero Escipión era demasiado popular para que triunfase la oposición a él. Cuando el Senado se negó a asignarle un ejército, los voluntarios acudieron a él por miles, y en 204 a. C. zarpó hacia África. Allí Masinisa se le unió abiertamente y la caballería númida, que había sido un componente importante del ejército de Aníbal en Italia, ahora se convirtió en el terror de Cartago. Las victorias de Escipión rápidamente llevaron a Cartago al borde de la desesperación. En su angustia, los cartagineses llamaron a Aníbal, pero luego decidieron que podían esperar a que él llegase. Convinieron una tregua con Escipión y aceptaron términos de paz. Pero antes de que se ratificasen formalmente los términos de la paz llegó el fiel Aníbal con su ejército y Cartago rompió la tregua. Ahora estaban frente a frente Escipión y Aníbal. La batalla final de la mayor guerra de los tiempos antiguos se libró en Zama, ciudad situada a unos 160 kilómetros al sudoeste de Cartago, el 19 de octubre de 202 a. C. (551 A. U. C.). Aníbal conservaba toda su vieja maestría, pero Escipión era un general casi tan bueno como él y tenía un ejército mejor. La mayoría de los hombres de Aníbal eran italianos y mercenarios cartagineses, en los que no se podía confiar hasta el fin. Aníbal tenía ochenta elefantes, más de los que tuvo en cualquier batalla anterior, pero fueron peores que inútiles para él. Inició la batalla con una carga de elefantes, pero los romanos hicieron sonar sus trompetas, que inmediatamente los asustaron y retrocedieron sobre la caballería de Aníbal, sumiéndola en la confusión. Los jinetes de Masinisa cargaron de inmediato y completaron la destrucción de la caballería cartaginesa. Los elefantes restantes pasaron por los espacios entre los manípulos romanos que se habían dejado libres deliberadamente para ellos; los elefantes

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prefirieron pasar por éstos antes que enfrentarse con las lanzas de los legionarios. (Los elefantes son muy inteligentes.) Luego les tocó el turno de avanzar a los romanos, y Escipión guió su avance con precisión, lanzando líneas sucesivas de tropas en los intervalos adecuados para ser más efectivas. Las líneas delanteras de los cartagineses huyeron, y sólo permaneció la última línea, compuesta por avezados veteranos de las campañas italianas de Aníbal. Estos lucharon como siempre, y la batalla fue verdaderamente homérica; pero Escipión se retiró deliberadamente para dar a los jinetes de Masinisa la oportunidad de volver y atacar por la retaguardia (como los jinetes cartagineses habían hecho antaño con los romanos en Trebia y Cannas). Esta táctica dio resultado y el admirable ejército de Aníbal fue destrozado. En toda su vida, Aníbal sólo perdió una batalla campal, pero ésta fue la batalla de Zama, la cual anuló todas sus victorias anteriores. Fue el fin. Cartago tuvo que rendirse incondicionalmente. La Segunda Guerra Púnica había terminado y, pese a Aníbal y pese a Cannas, fue Roma la que obtuvo una completa victoria.

Por el tratado de paz firmado en 201 a. C., el poder cartaginés quedaba destruido para siempre. Cartago no fue barrida completamente, como hubieran deseado algunos vengativos romanos, porque Escipión se opuso a una paz demasiado cruel, aunque lo fue bastante. El territorio de Cartago fue limitado a sus dominios africanos (la parte norte de la actual Túnez) y, en particular, debía ceder España. También tenía que entregar su flota y sus elefantes. Tuvo que pagar una gran indemnización durante un período de cincuenta años y no podía hacer la guerra, ni siquiera en África, sin el consentimiento de Roma.

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Además, Masinisa, como recompensa por su ayuda, fue afirmado como rey de una Numidia engrandecida, independiente de Cartago y aliada de Roma. Era evidente, además, que Masinisa tenía libertad para perjudicar a Cartago y aprovecharse de ella en la forma que quisiese, pues ésta no podía defenderse sin permiso romano, y Roma siempre estaba de parte de Masinisa. Durante cincuenta años después de Zama, el longevo Masinisa hizo de la vida un infierno para Cartago. La que había sido reina de las ciudades de África tuvo que soportar amargos sufrimientos por la humillación que el gran Aníbal había infligido a Roma. En lo que respecta a Aníbal, después de escapar con vida de Zama, obligó a la renuente Cartago a hacer la paz. Sabía que Cartago ya no podía luchar y que toda descabellada resistencia terminaría en la destrucción completa de la ciudad y la muerte o la esclavitud de todos sus habitantes. Aníbal fue puesto a la cabeza del gobierno y puso toda su capacidad en las tareas de la paz. Reorganizó las finanzas cartaginesas, aumentó la eficiencia y su administración fue tan buena que pronto la ciudad sintió el pulso de la prosperidad recuperada. Hasta pudo pagar la indemnización que le impuso Roma con sorprendente rapidez. Los romanos contemplaban esto con la mayor hostilidad. No habían olvidado a Aníbal, ni jamás lo olvidarían. En 196 a. C. fue enviada una misión a Cartago para acusar a Aníbal de planear una nueva guerra y exigir que les fuese entregado. Pero Aníbal escapó a los reinos helenísticos del Este y permaneció en el exilio por el resto de su vida. Nunca cejó en su odio hacia Roma, pero ya nunca más pudo hacer nada contra ella. Escipión retornó a Roma como el más grande de sus héroes, su liberador de Aníbal. Se le dio el nombre de «Africano», y hoy es más conocido como Escipión el Africano. Pero el Senado no pudo perdonar a Escipión su juventud y su brillantez, y el orgullo de Escipión y la elevada opinión que tenía de su propia capacidad ofendían a muchos. En lo sucesivo, nunca pudo desempeñar un papel importante en el gobierno romano. Roma ganó una cantidad considerable de nuevos territorios. La provincia de Sicilia ahora incluía a toda la isla, pues los dominios de Siracusa formaban parte de ella. También heredó los dominios cartagineses en España. En 197 a. C. formó con ellos dos provincias; Hispania Citerior («España Interior») e Hispania Ulterior («España Exterior»). Pero estas dos provincias sólo incluían la parte meridional de la Península Ibérica. La parte septentrional siguió en manos de las tribus nativas y sólo casi dos siglos más tarde llegó a ser completamente sometida por los romanos. La existencia de España como primera provincia distante de Roma impuso ciertos cambios importantes en la política romana. Fue menester enviar gobernadores por períodos mayores que un año, por lo que los líderes provinciales se sintieron cada vez más independientes del gobierno central. Además, era poco práctico enviar ejércitos a las provincias y llevarlos de vuelta con suficiente rapidez como para permitir arar y cosechar las granjas. En cambio, fue necesario apostar en las provincias un ejército permanente, es decir, un ejército de soldados profesionales que dedicaban todo su tiempo a labores militares y ninguno a la agricultura. Así, los ejércitos se hicieron leales a sus jefes, más que a la Roma distante. Pero durante cien años el poder y la influencia

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de la tradición romana mantuvo a raya a los militares. Más tarde iba a producirse el desastre. También Italia sufrió muchos cambios. Las regiones que habían ayudado a Aníbal perdieron privilegios. La Galia Cisalpina fue poblada de colonos latinos y la población gala fue lentamente absorbida por el modo de vida romano. Los colonos latinos también llenaron el lejano Sur, y las ciudades griegas quedaron tan debilitadas que nunca volvieron a tener importancia política. Etruria siguió decayendo y fue también cada vez más absorbida por el romanismo. Ahora Roma estaba lista para dar el salto final al poder universal. Sólo quedaban en su camino las monarquías helenísticas.

[1] Es un sorprendente tributo a la fuerza de la personalidad de Aníbal el hecho de que, durante los trece años posteriores a Cannas, su ejército, compuesto como estaba de tropas de diverso origen sin ningún sentimiento de patriotismo hacia Cartago —que no significaba nada para ellas— y sólo sentían lealtad personal hacia un gran jefe, nunca se rebeló.

6.

La conquista del Oriente

El ajuste de cuentas con Filipo

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En 200 a. C. pudo dirigir su mirada hacia el Este para considerar el estado de los reinos helenísticos. El más cercano y más inmediatamente peligroso era Macedonia. Allí, un rey fuerte, Filipo V, había llegado al trono en 221 a. C. y estaba fortaleciendo la dominación macedónica sobre Grecia. Por entonces, Grecia sólo era una sombra de lo que había sido. Los poderes principales en Grecia eran dos asociaciones de ciudades. Una de ellas, en Grecia Septentrional, era la Liga Etolia; la otra, en Grecia Meridional, era la Liga Aquea. Reñían continuamente una con otra y con Macedonia. Si se hubiesen unido firmemente, podían haber rechazado a Macedonia, que tenía continuos problemas con los bárbaros circundantes y con otros reinos helenísticos, pero los griegos nunca lograron unirse contra un enemigo común.

La Liga Aquea libraba una guerra constante contra Esparta, que estaba recuperando algo de su antiguo vigor y disputaba a la Liga el dominio de la Grecia Meridional. En efecto, tan mortal era esa rivalidad que la Liga Aquea llegó a pedir ayuda contra Esparta al enemigo común, Macedonia. Esta aplastó a Esparta en una batalla el año anterior a la subida al trono de Filipo, y por entonces la Liga Aquea era poco más que un títere macedónico. Filipo entró en guerra con la Liga Etolia, que mantenía su postura antimacedónica, y pronto obtuvo victorias sobre ella. Pero esta guerra fue interrumpida en 217 a. C. con un apresurado acuerdo de paz, porque Filipo deseaba tener las manos libres para emprender una acción contra Roma, que acababa de perder sus dos primeras batallas contra Aníbal. Después de Cannas, Filipo selló una alianza con Aníbal, pero no pudo enviar refuerzos mientras la flota romana dominara los mares. Roma no se contentó con una defensa pasiva solamente. Formó una alianza con los etolios y los espartanos, ansiosos de devolver a Macedonia las humillaciones pasadas, y

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envió un pequeño contingente al otro lado del Adriático. Así comenzó la Primera Guerra Macedónica. En verdad, no llegó a ser una guerra, pero sirvió para mantener atareado a Filipo, mientras cambiaba la marea de la guerra contra Cartago. En 206 a. C., los aliados griegos estaban cansados y dispuestos a llegar a un arreglo con Filipo, quien a su vez estaba deseoso de librarse de ellos. Roma decidió hacer una paz de compromiso en 205 a. C. Mas para Roma las cosas no terminaron allí. Filipo había ayudado a Aníbal; en efecto, envió un pequeño destacamento a luchar al lado de Aníbal en Zama, después del fin de la Primera Guerra Macedónica. Debía ser castigada severamente por ello; Roma estaba decidida a aplicar tal castigo. Roma tenía también otro motivo de enemistad con Macedonia. Desde que derrotó a Pirro y absorbió a las ciudades griegas de la Magna Grecia, Roma quedó expuesta a las bellezas y atractivos de la cultura griega. Las familias nobles romanas hacían educar a sus hijos por griegos. Y esos hijos, una vez que aprendían griego, leían literatura e historia griegas y se enamoraban de ellas. Los romanos aprendían los mitos griegos y adaptaban su propia religión a esos mitos. Empezaron a tratar de relacionarse con el mundo griego mediante Eneas y la Guerra Troyana (véase página 6). Nació una literatura latina en imitación de la griega. El primer autor teatral romano de importancia fue Tito Maccio Plauto, nacido por el 254 a. C. Compuso sus obras principales en la década anterior y la posterior a la batalla de Zama. Escribió robustas y bufonescas comedias, en número de unas 130, de las que sólo sobreviven veinte. Usó los argumentos que encontró en las comedias griegas. Un contemporáneo más joven, Quinto Ennio, nacido en 239 a. C., había luchado en Cerdeña durante la Segunda Guerra Púnica y había llegado a Roma en 204 antes de Cristo, Escribió tragedias y poemas épicos, usando también originales griegos como inspiración. Fue muy estimado por muchos aristócratas romanos, entre ellos Escipión el Africano. Con esta creciente popularidad de la cultura griega era natural que muchos aristócratas romanos odiasen a Filipo, que oprimía a los griegos. Para algunos, la guerra contra Filipo era casi una cruzada santa en defensa de la causa griega. Pero quedaba en pie la cuestión de si un intento romano de ajustar cuentas con Filipo no pondría a todo el mundo helenístico contra Roma. Según veían la situación los romanos, esto parecía dudoso. El Egipto Tolemaico había sido poderoso bajo los tres primeros Tolomeos, pero el tercero había muerto en 221 antes de Cristo. Tolomeo IV fue un monarca débil, y cuando murió, en 203 a. C., poco antes de la batalla de Zama, subió al trono un niño de ocho años, Tolomeo V. No había peligro de que Egipto interviniera en contra de Roma. Apenas podía defender su propia existencia. Además, Egipto había sido aliado de Roma desde poco después de la derrota de Pirro, cuando el juicioso Tolomeo II comprendió que era conveniente ser amigo de Roma, y Egipto fue desde entonces fiel a esa alianza.

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Asia Menor estaba dividida en una cantidad de pequeños reinos helenísticos. El más occidental de ellos —que estaba del otro lado del Egeo con respecto a Grecia— era Pérgamo. Los grandes enemigos de Pérgamo eran los reinos helenísticos mayores vecinos a él, entre ellos Macedonia. Por ello, el rey de Pérgamo, Atalo I, se alió con Roma, a la que juzgaba como su protectora natural. La única región griega que mantenía su independencia y su prosperidad, ahora que Siracusa había desaparecido como Estado independiente, era Rodas, isla del sudoeste del mar Egeo. Se alió con Roma por las mismas razones de Pérgamo. También Atenas formó una alianza con Roma. Quedaba el Imperio Seléucida, que justamente por entonces estaba llegando a la cúspide de su poder y era el único reino helenístico amigo de Macedonia. Antíoco III había llegado al trono seléucida en 223 a. C. y obtenido una serie de éxitos. Por ejemplo, sus predecesores habían perdido las vastas regiones de Asia Central, que antaño habían formado parte del Imperio Persa y que Alejandro Magno había conquistado. Ahora, Antíoco, después de algunas difíciles guerras, las reconquistó. En 204 a. C., el Imperio Seléucida se extendía desde el Mediterráneo hasta la India y Afganistán. Era un reino de impresionante extensión. Antíoco fue llamado «el Grande» por sus cortesanos, y él mismo llegó a creer en su propia propaganda y se consideró otro Alejandro. Pero el dominio de las regiones orientales era muy precario, y la fuerza real de Antíoco estaba en Siria y Babilonia. Cuando el joven Tolomeo V subió al trono egipcio, Antíoco pensó que se le brindaba una magnífica oportunidad para poner fin a una guerra que duraba intermitentemente hacía un siglo entre seléucidas y tolomeos. En 203 a. C., Antíoco formó una alianza con Filipo V contra Egipto e inició la guerra contra este país. Pérgamo y Rodas, temerosos de que Antíoco obtuviese la victoria y se hiciese demasiado poderoso para los restantes reinos helenísticos, apelaron a Roma. Esta tenía conciencia del peligro, y también recordaba su larga alianza con Egipto. Los romanos se enteraron, asimismo, que Aníbal, después de huir de Cartago, se dirigió a los dominios seléucidas, y Antíoco había dado refugio a este gran enemigo de Roma. Por todas estas razones, Roma señaló la cuestión para resolverla en el futuro. Por el momento tenía prioridad el enfrentamiento con Filipo V. Al menos no era probable que Antíoco interviniese contra los romanos en Macedonia mientras se hallase ocupado en Egipto. En 200 a. C., pues, los romanos, después de recibir de Rodas un pedido de ayuda, envió una embajada a Filipo V ordenándole desistir de actividades juzgadas perjudiciales para Rodas y Pérgamo. Al negarse Filipo a aceptar la intimación dio comienzo la Segunda Guerra Macedónica. En un principio, los resultados fueron decepcionantes para Roma. Esta esperaba que toda Grecia se rebelase y se le uniese en la lucha contra Filipo, pero esto no ocurrió. Pero aún Filipo demostró poseer considerable capacidad como general. Así, durante dos años, la lucha se mantuvo en un punto muerto frustrante para los romanos.

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Luego, los romanos pusieron al frente del ejército a Tito Quinto Flaminio. Había servido bajo las órdenes de Marcelo, el conquistador de Siracusa, y era uno de aquellos romanos que admiraban la cultura griega. Flaminio asumió el mando con energía, y en 197 a. C. obligó a los macedonios a presentar batalla en Cinoscéfalos, en Tesalia, región del noreste de Grecia. Fue la primera vez que la falange macedónica se enfrentó con la legión romana desde la época de Pirro, casi un siglo antes. Los ejércitos eran casi iguales en número, pero los romanos tenían de su parte una excelente caballería griega y también un grupo de elefantes. El ejército de Filipo estaba formado por dos falanges que se desempeñaron muy bien durante un tiempo. Pero el terreno era un poco desigual, por lo que las falanges cayeron en cierta confusión. Además, la flexibilidad de la legión demostró ser decisiva. El ala izquierda romana estaba siendo derrotada por la falange que la enfrentaba cuando un oficial romano del ala derecha (que estaba actuando mejor) logró separar una parte de sus tropas y atacar por la retaguardia a la triunfante falange. Esta no pudo maniobrar con suficiente rapidez para hacer frente a la nueva amenaza y fue aplastada. La legión había demostrado su superioridad, y Filipo V se vio obligado a hacer la paz, sobre todo dado que otros ejércitos macedónicos fueron derrotados por los griegos en Grecia y por Pérgamo en Asia Menor. Como en el caso de Cartago, Macedonia se vio entonces limitada a sus propios territorios. Tuvo que ceder su flota, disolver la mayor parte de su ejército y pagar un gran tributo. Se permitió a Filipo mantener su corona, pero éste había aprendido la lección. Durante el resto de su vida no iba a intentar ninguna nueva acción contra Roma. Flaminio pasó entonces a ocuparse de lo que para él debe de haber sido la mejor parte de su victoria. En 196 antes de Cristo, un año después de Cinoscéfalos, asistió a una celebración de los Juegos ístmicos (fiesta religiosa y atlética que se realizaba en la gran ciudad griega de Corinto cada dos años). Allí, con gran solemnidad, declaró libres e independientes a todas las ciudades griegas, después de un siglo y medio de dominación macedónica. Los griegos aplaudieron cálidamente, pero para demasiados de ellos la libertad sólo significaba la posibilidad de dedicarse más libremente a sus rencillas. Esparta se hallaba bajo un gobernante llamado Nabis, que había introducido drásticas reformas en la ciudad y bajo el cual estaba adquiriendo fuerza rápidamente. La Liga Aquea pidió a Roma que desempeñase el viejo papel de Macedonia y derrotase a Esparta. Con renuencia, Flaminio llevó a los ejércitos romanos contra Esparta. Esta resistió con sorprendente vigor, y Flaminio, al parecer, no quiso destruir la ciudad. Obligó a todos los griegos a sellar una paz de compromiso, y en 194 a. C. volvió a Roma con su ejército, dejando en el poder a Nabis. Pero una vez que Flaminio se hubo marchado, los griegos guerrearon nuevamente. En 192 antes de Cristo, Nabis fue asesinado y Esparta perdió su última batalla. Nunca volvería a combatir. Ajuste de cuentas con Antíoco

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¿Y qué pasaba con Antíoco? Mientras Roma marchaba contra Macedonia, Antíoco invadía Egipto. Ganó una importante victoria en 200 a. C. y se apoderó de territorios asiáticos que Egipto había poseído durante casi un siglo. Sus ejércitos avanzaron también en Asia Menor. En 197 a. C. murió Atalo de Pérgamo. Su hijo, Eumenes II, confirmó la alianza con Roma y pidió a Flaminio, quien en ese momento estaba cercando a Filipo, que ordenara a Antíoco que se marchase de Asia Menor. Flaminio envió mensajeros a transmitir esta orden, pero Antíoco no sintió ninguna necesidad de obedecer, pues estaba obteniendo victorias en todas partes. Finalmente, firmó la paz con Egipto en 192 a. C. y retuvo todos los territorios que había conquistado. Pero cuando Antíoco se detuvo para tomar aliento, halló que su aliada, Macedonia, había sido aplastada y que los romanos dominaban Grecia. Le parecía obvio que Roma no permanecería en paz con él mientras retuviese territorios conquistados a aliados de Roma, y la cuestión era si le convenía o no dar el primer golpe. Dos consideraciones lo persuadieron. Primera, la Liga Etolia se había cansado ya de la situación creada desde la derrota de Filipo. Puesto que Roma había combatido contra Esparta, la Liga Aquea era pro romana, y puesto que la Liga Aquea era pro romana, la Liga Etolia tenía que ser antirromana. La Liga Etolia, pues, apeló a Antíoco para que la liberase del yugo romano. En segundo lugar, Aníbal llegó a la corte de Antíoco desde la ciudad provincial de Tiro, en 195 a. C. Su única gran obsesión era la derrota de Roma e instó a Antíoco a luchar contra ella, ofreciéndole conducir otro ejército a Italia si el rey asiático se lo proporcionaba y prometiéndole derrotar a los romanos si Antíoco invadía Grecia como maniobra de diversión. La vanidad de Antíoco lo impulsaba a asumir el papel de liberador de los griegos y vengador de los macedonios, pero no siguió el consejo de Aníbal. Decidió no dar al cartaginés un ejército y volcar su principal esfuerzo en Grecia, confiando en las promesas etolias de que los griegos se rebelarían y unirían a él. En 192 a. C., Antíoco dio el paso decisivo. Invadió lo que quedaba de Asia Menor, cruzó el mar Egeo y llevó un ejército a Grecia, dando comienzo a la Guerra Siria. Por supuesto, los griegos no se levantaron para unirse a él. Además, pese a las desesperadas advertencias de Aníbal, Antíoco se dedicó a las fiestas y las celebraciones. En 191 a. C. llegó el momento de la verdad. Un ejército romano se enfrentó con las fuerzas de Antíoco en las Termopilas, sobre la costa egea y a 65 kilómetros al sur de Cinoscéfalos. Los romanos obtuvieron una fácil victoria, y Antíoco, aterrado, se retiró apresuradamente a Asia. Pero los romanos no estaban satisfechos. No podían permitir a Antíoco que retuviese el territorio del fiel aliado de Roma, Pérgamo. Una flota romana, reforzada por barcos de Pérgamo y Rodas, derrotaron a la armada de Antíoco y las legiones desembarcaron en Asia por primera vez en su historia. A su frente estaba Lucio Cornelio Escipión,

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hermano de Escipión el Africano. (El Senado romano se había resistido a dar el mando a Lucio, pero el Africano se ofreció para ir como segundo jefe, lo cual inspiró confianza.) En 190 a. C. se libró una batalla en Magnesia, a unos 65 kilómetros del Egeo, tierra adentro. Escipión el Africano estuvo enfermo, en cama, durante la batalla, pero los romanos ganaron de todos modos sin mucha dificultad, por lo que Lucio Escipión recibió el sobrenombre de «Asiático». Antíoco estaba acabado. En el tratado de paz que se firmó a continuación, Antíoco tuvo que ceder Asia Menor. Pérgamo y Rodas fueron reforzados a expensas del seléucida y las ciudades griegas de la costa egea de Asia fueron liberadas. Antíoco tuvo también que pagar una pesada indemnización equivalente a unos treinta millones de dólares actuales. Además, Antíoco tuvo que admitir que entregaría a Aníbal a los romanos. Pero pensó que esto sería deshonroso, por lo que arregló las cosas para que Aníbal pudiese escapar. El gran cartaginés huyó a Bitinia, un reino helenístico situado al noroeste de Pérgamo. Allí se convirtió en un valioso consejero del rey bitinio Prusias II. Cuando Bitinia libró una pequeña guerra con Pérgamo, Aníbal hizo obtener una victoria a la flota bitinia en una batalla naval. Esto atrajo la atención de los romanos. Pérgamo era su aliado y Aníbal su mortal enemigo. El mismo Flaminio fue enviado a Bitinia en 183 a. C. para exigir la entrega de Aníbal. El rey bitinio se vio obligado a aceptar, pero cuando Aníbal vio que los soldados rodeaban su casa, rápidamente privó a Roma de su victoria final, tomando el veneno que siempre llevaba consigo. Así murió Aníbal, treinta y tres años después de su victoria de Cannas y diecinueve años después de su derrota de Zama. Después de la batalla de Magnesia, también la vida de Escipión entró en la sombra. Cuando volvió de Asia se encontró con que sus enemigos políticos en Roma estaban iniciando una investigación de su manejo de las indemnizaciones pagadas por Antíoco y acusaban a él y a su hermano de haberse quedado con parte del dinero. Lucio Escipión estaba dispuesto a presentar los libros de contabilidad, pero el Africano, fuese porque era demasiado orgulloso para someterse a una investigación, fuese porque era culpable, se apoderó de los libros y los destruyó. Sus enemigos vociferaron que eso indicaba la culpabilidad de los hermanos. Se impuso a Lucio una pesada multa, y Escipión fue llevado a juicio en 185 a. C., acusado de haber aceptado soborno de Antíoco. Podía haber sido condenado, pero recordó al tribunal que ese día era el aniversario de la batalla de Zama. De inmediato, el griterío de la multitud obligó a absolverle. Escipión murió en 183 a. C., el mismo año en que murió Aníbal. Las sombras se ciernen sobre Grecia Por la época de la muerte de Aníbal y de Escipión, ya nadie podía desafiar a Roma ni en el Este ni en el Oeste. En todas partes, a lo largo de la costa mediterránea, los territorios eran romanos o aliados de Roma o estaban aterrorizados por ella. Sin embargo, hasta entonces no había efectuado anexiones en el Este. Sólo había actuado para debilitar a todo poder fuerte y para asegurarse de que todo poder débil dependiese solamente de ella.

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Pero no estaba totalmente tranquila. Macedonia seguía siendo fuente de aprensiones. Filipo V había apoyado a Roma en su guerra contra Antíoco y se cuidaba de hacer nada que la ofendiera en los años posteriores a Cinoscéfalos. Pero trataba por todos los medios de fortalecer a Macedonia internamente y por afirmar su dominio en el Norte. También alimentó hábilmente el descontento entre los griegos, quienes por entonces sentían tanto disgusto por la dominación romana como lo habían sentido por la dominación macedónica, pues en realidad la «libertad» que habían recibido consistía solamente en un cambio de amo. Filipo preparaba el futuro, lenta y cuidadosamente, e hizo ejecutar a uno de sus hijos, del que sospechaba que era demasiado genuinamente pro romano. En 179 a. C., Filipo murió sin que sus planes hubiesen madurado. Fue sucedido por su hijo Perseo, quien continuó fortaleciendo Macedonia y tratando de cimentar una unión de todos los griegos. Eumenes II de Pérgamo se atemorizó y envió misiones a Roma, pidiendo al Senado que actuase antes de que fuese demasiado tarde. Finalmente, Roma reconoció el peligro, y en 172 a. C. comenzó la Tercera Guerra Macedónica. Perseo pronto fue abandonado por los griegos y bitinios, con quienes pensó que podía contar, pero hizo frente a la situación y llevó al campo de batalla el mayor ejército macedónico visto desde los días de Alejandro Magno, siglo y medio antes. A los romanos no les fue muy bien al principio. Los macedonios, con su antiguo vigor y durante varios años, resistieron a las mejores tropas que los romanos pudieron enviar contra ellos. Por último, el Senado dio el mando a un nuevo general, Lucio Emilio Paulo, hijo del cónsul que había muerto en Cannas. Paulo se había desempeñado eficazmente en España contra las tribus nativas, y en ese momento, cuando tenía alrededor de sesenta años, se hizo cargo con energía de la guerra macedónica. En 168 a. C. obligó a Perseo a presentar batalla en Pidna, sobre la costa egea de Macedonia. Una vez más, que sería la última, la falange se enfrentó con la legión. Mientras la batalla se libraba en terreno llano, la falange era invencible; avanzaba con sus largas espadas, como un terrible puercoespín, y barría a la legión. Pero cuando el terreno era desigual, empezaban a aparecer grietas en ella. Paulo ordenó a sus hombres que se introdujeran en esas grietas toda vez que aparecieran, y de este modo la falange fue quebrada y aniquilada. La falange nunca volvió a librar otra batalla. Esta vez Roma decidió acabar totalmente con Macedonia. Perseo fue llevado prisionero a Roma y murió allí en cautiverio, mientras Paulo era recibido en triunfo, otorgándosele el nombre de «Macedónico». La monarquía macedónica fue abolida ciento cincuenta y cinco años después de la muerte de Alejandro Magno. En lugar de la monarquía se crearon cuatro pequeñas repúblicas. Roma aún no se anexó territorios en el Este, pero se sintió muy disgustada por la tendencia de los griegos a simpatizar con Perseo y descargó varios golpes como castigo. Sus ejércitos asolaron el Epiro, en parte por sus acciones del momento y en parte en recuerdo de Pirro, con el que había luchado siglo y cuarto antes.

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Rodas fue otra de las víctimas. Había apoyado lealmente a Roma en las guerras contra Filipo V y Antíoco III, pero pareció vacilar en el caso de Perseo. Como resultado de esto, Roma creó un centro comercial en la isla de Délos, situada a unos 260 kilómetros al noroeste de Rodas, y dirigió hacia ella su comercio. Rodas, cuya prosperidad dependía del comercio, empezó a declinar, aunque siguió siendo una ciudad más o menos libre durante dos siglos más. Otra de las víctimas fue la Liga Aquea. Había sido totalmente pro romana desde la derrota de Filipo V y ofreció ayuda en la lucha contra Perseo, pero una parte importante de sus líderes quiso permanecer neutral. Roma rechazó la ayuda, pensando quizá que no podía confiar en los griegos. Después de la guerra decidió castigar a la Liga por tibieza. Mil de sus hombres principales fueron llevados como rehenes a Roma. Entre ellos figuraba Polibio, quien había conducido la fuerza de caballería enviada por la Liga Aquea para ayudar a los romanos contra Perseo. Esto no fue tomado en cuenta por los romanos, porque se sabía que Polibio había sido uno de los que eran partidarios de la neutralidad. Afortunadamente para él, Polibio era un hombre culto que se ganó la amistad del general romano conquistador Paulo Macedónico y fue tutor de sus hijos. El hijo menor de Paulo (que había luchado con su padre en Pidna) fue adoptado por el hijo de Escipión el Africano y fue conocido como Publio Cornelio Escipión Emiliano. Pero es mucho más conocido como «Escipión el Joven», mientras que su eminente abuelo por adopción es llamado a veces «Escipión el Viejo». Escipión el Joven fue un ejemplo típico de romano admirador de lo griego («filohelénico»). Introdujo en Roma la costumbre de afeitarse el rostro, costumbre tomada de Grecia, donde la había introducido Alejandro Magno. También frecuentó a los hombres de saber, tanto griegos como romanos. En el círculo de Escipión, por ejemplo, figuraba Cayo Lucilio, el primer romano que escribió sátiras, esto es, composiciones literarias que ridiculizan el vicio y el desatino. Otro miembro del círculo era Publio Terencio Afer, conocido comúnmente como Terencio. Era cartaginés de nacimiento y había sido llevado a Roma como esclavo de un senador. Este, que era un hombre bondadoso, reconoció la inteligencia del joven esclavo, lo hizo educar y lo liberó. El joven liberto llevó el apellido de su viejo amo. Terencio se hizo famoso escribiendo obras de teatro, que, como las del viejo Plauto, estaban tomadas de temas griegos y a veces eran poco más que traducciones del griego. Sus obras eran notables por la elegancia de su lenguaje; Terencio contribuyó a convertir el latín de una lengua de soldados y agricultores en una lengua de hombres cultos, aunque sus obras eran menos vigorosas y cómicas que las de Plauto. La tendencia en Roma a admirar todo lo griego no era general. Había romanos de viejo cuño que desconfiaban y despreciaban lo que para ellos eran peligrosas ideas extranjeras. El más importante de esos hombres era Marco Porcio Catón. Nació en 234 a. C. y luchó bajo Fabio contra Aníbal. Estuvo en la batalla de Zama, y allí concibió odio por Escipión, a quien acusaba de extravagancia. Más tarde combatió en España y en la guerra contra Antíoco.

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Catón era el prototipo de la anticuada virtud romana: totalmente honesto y cumplidor de sus obligaciones, pero frío, cruel, agrio, mezquino y de mente estrecha. Era despiadado con sus esclavos y carecía de todo sentimiento de ternura por su esposa y sus hijos. En 184 a. C. fue elegido censor y reprimió implacablemente todo signo de lo que él consideraba como inmoral. Multó a Lucio Escipión el Asiático, por ejemplo, por besar a su propia esposa en presencia de sus hijos (aunque en esto puede haber influido su odio hacia los Escipiones). A menudo es llamado «Catón el Censor», en recuerdo de su eficiencia en su cargo de censor. Catón no mostró ningún favoritismo, y en todos los asuntos en que intervino actuó con rígida economía y eficacia. Los romanos posteriores (que no tuvieron que habérselas con él) lo admiraron mucho, pero no siguieron su ejemplo. Catón fue uno de los primeros prosistas latinos de importancia. Escribió una historia de Roma y un tratado sobre la agricultura. Se cree que el poeta Ennio (véase página 61) le enseñó griego. Sin embargo, siempre fue muy receloso de todo lo griego. Puesto que Polibio y los otros rehenes griegos en Roma eran amigos de Escipión el Joven, naturalmente consideraban a Catón, que odiaba a los Escipiones, como su enemigo particular. Durante años, Polibio trató de usar su influencia sobre Escipión y otros filohelénicos para que se permitiese el retorno de los rehenes a su patria, pero Catón siempre impedía que se adoptase esa medida. Escipión tampoco luchó muy fieramente contra Catón, pues más bien admiraba al severo viejo y él mismo era un firme conservador en muchos aspectos, por mucho que le atrayesen las costumbres griegas. Finalmente se produjo la ruptura cuando Escipión el Joven tuvo la oportunidad de ganar gloria militar. Aunque Roma se había establecido en la España cartaginesa, las tribus nativas del Norte habían luchado tenazmente durante siglo y medio contra el avance romano. Escipión el Joven marchó a España en 151 a. C., y mediante una hábil diplomacia y un inteligente manejo de la situación aplacó a las tribus y logró la paz. Cuando volvió a Roma, su reputación había aumentado hasta el punto de que Catón tuvo que admitir, de mala gana, que los griegos se marchasen. Pero lo admitió de la manera más grosera posible. Cuando el Senado discutía si liberar o no a los griegos, Catón se levantó y dijo: «¿No tenemos otra cosa que hacer más que estar aquí sentados todo el día discutiendo si un puñado de viejos griegos tendrán sus féretros aquí o en Grecia?» Entonces, los griegos fueron liberados después de diecisiete años de exilio. Polibio pagó con creces su deuda hacia los Escipiones, pues escribió una historia de Roma durante el período de su ascenso a la dominación mundial. Aún sobreviven partes de su historia, y este griego tan tardíamente liberado por Roma nos legó el mejor relato que poseemos de los hechos de ésta durante su época más heroica. El cruel tratamiento de los rehenes griegos, hechos prisioneros por una razón tan endeble, y el endurecimiento en general de la dominación romana inflamaron los sentimientos antirromanos de los griegos, quienes esperaron la oportunidad para liberarse.

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El fin de Cartago Desde la batalla de Zama, Cartago luchó para sobrevivir, dedicándose a sus asuntos internos y, sobre todo, tratando de no provocar a los romanos. Pero los romanos necesitaban pocos pretextos. Nunca perdonarían a Cartago las humillantes victorias de Aníbal. Masinisa, en connivencia con los romanos, hizo todo lo que pudo para irritar y acosar a los cartagineses. Los insultaba, invadía su territorio, y cuando Cartago se quejaba a Roma, ésta no le proporcionaba ayuda alguna. El romano más furiosamente anticartaginés era, desde luego, Catón. En 157 a. C. formó parte de una misión romana que viajó a África para dirimir otra disputa entre Masinisa y Cartago. Catón se horrorizó de ver que Cartago gozaba de prosperidad y su pueblo de bienestar. Esto le pareció intolerable e inició una campaña para ponerle fin. A partir de ese momento terminaba todos sus discursos, cualquiera que fuese el tema, con la frase: «Praeterea censo Carthaginem esse delendam» («soy también de la opinión de que Cartago debe ser destruida»). En realidad, se trataba de algo más que de un mero prejuicio de su parte. Cartago, al hacer florecer nuevamente su comercio, competía con Italia en la venta de vino y aceite, y los terratenientes italianos (uno de los cuales era Catón) se veían perjudicados. Pero, por supuesto, con frecuencia el provecho privado se oculta tras una apariencia de gran patriotismo. En 149 a. C., finalmente Catón tuvo su oportunidad. Las acciones de Masinisa finalmente arrastraron a Cartago a levantarse en armas contra su incansable enemigo. Se libró una batalla, que ganó Masinisa, y los cartagineses comprendieron de inmediato que Roma consideraría esa acción como una violación del tratado de paz, pues Cartago había hecho la guerra sin permiso de Roma. Cartago envió delegados a dar explicaciones e hizo ejecutar a sus generales. Pero los romanos ya tenían una excusa. Aunque Cartago perdió la batalla, se hallaba completamente inerme y, además, estaba dispuesta a cualquier cosa para mantener la paz; Roma le declaró la guerra. El ejército romano desembarcó en África y los cartagineses se dispusieron a aceptar cualquier exigencia, hasta la de entregar todas sus armas. Pero lo que exigían los romanos era que Cartago fuese abandonada, que los cartagineses construyesen una nueva ciudad a no menos de quince kilómetros del mar. Los horrorizados cartagineses se negaron a eso. Si su ciudad iba a ser destruida, ellos serían destruidos con ella. Con el coraje y vigor de la desesperación, los cartagineses se encerraron en su ciudad, fabricaron armas casi sin elementos y lucharon, lucharon y lucharon sin pensar para nada en rendirse. Durante dos años, los asombrados romanos vieron fracasar todos sus intentos de abatir a su enloquecido adversario. En ese lapso murieron los dos enemigos de Cartago: Catón y Masinisa, el primero a los ochenta y cinco años de edad y el segundo a los noventa. Ninguno de esos crueles

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hombres vivieron para ver destruida a Cartago. Ambos pasaron sus últimos años observando la humillación de las armas romanas por el enemigo cartaginés.

Finalmente, en 147 a. C., fue enviado a Cartago Escipión el Joven. Este dio nuevo impulso a la campaña, y quizá contribuyó a su éxito la magia del nombre, aunque sólo fuese adoptado. En 146 a. C. (607 A. U. C.), Cartago finalmente fue tomada e incendiada hasta los cimientos. Aquellos de sus habitantes que no optaron por morir en las llamas fueron muertos o esclavizados, y Escipión el Joven se ganó el apodo de «Africanas Minor» («el Joven Africano»). Cartago fue totalmente arrasada y su territorio anexado a los dominios romanos con el nombre de Provincia de África. Los romanos de la época no querían que jamás volviese a levantarse una ciudad en ese sitio. Pero cien años más tarde se fundó una nueva Cartago, pero una Cartago romana. Los viejos cartagineses de origen fenicio desaparecieron para siempre. Polibio no permaneció en Grecia, sino que marchó presurosamente a África para estar con su amigo Escipión y presenciar el gran suceso que le serviría para dar fin a su historia. Relata que Escipión observó el incendio de Cartago con aire pensativo y citando versos de los poemas de Hornero. Polibio le preguntó en qué pensaba, y Escipión le respondió que la historia tiene altibajos y no podía por menos de pensar que quizá algún día Roma sería saqueada como lo estaba siendo Cartago en ese momento. Escipión, por supuesto, tenía razón. Unos cinco siglos y medio más tarde, Roma fue saqueada, y los invasores iban a provenir de... ¡Cartago!

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Mientras los romanos libraban con Cartago la batalla final, nuevos desórdenes estallaron en el Este. Grecia y Macedonia estaban prácticamente en la anarquía. Los romanos no gobernaban ellos mismos la región, pero tampoco permitían la formación de gobiernos nativos fuertes. Esto hacía que toda ella fuese presa de interminables querellas políticas en tierra y de la piratería en el mar. Las cuatro repúblicas en que había sido dividida Macedonia reñían constantemente entre ellas. Muchos griegos pensaron que había llegado el momento de luchar por la libertad. Un aventurero macedónico llamado Andrisco pretendió ser hijo de Perseo y se proclamó rey de Macedonia en 148 a. C. Ganó aliados en Grecia e hizo también una alianza con la pobre y agonizante ciudad de Cartago. Los romanos enviaron rápidamente un ejército al mando de Quinto Cecilio Metelo, quien fácilmente derrotó a Andrisco en la Cuarta Guerra Macedónica. Fue el fin de toda aspiración a la independencia que pudiera abrigar Macedonia. En 146 a. C. fue transformada en una provincia romana, y así empezó Roma a anexarse directamente territorios del Este. Pero en Grecia las cosas fueron demasiado lejos. La Liga Aquea estaba tan ansiosa de desafiar a Roma que no pudo refrenarse. Los enviados de Metelo fueron insultados, y éste se vio obligado a marchar hacia el Sur. Era un admirador de la cultura griega y deseaba tratar a Grecia lo más suavemente posible, pero en 146 a. C. fue reemplazado por Lucio Mummio, hombre de escaso saber. Mummio había adquirido cierta experiencia militar en España y no sentía el menor interés por los griegos; lo único que deseaba era ganar un triunfo. La ciudad principal de la Liga Aquea era Corinto. Al acercarse Mummio, Corinto se rindió sin ofrecer ninguna resistencia, de modo que la Guerra Aquea terminó antes de haber comenzado. Pero no era esto lo que deseaba Mummio. Trató a Corinto como si hubiese sido tomada por asalto, saqueando y matando. Los habitantes fueron vendidos como esclavos y valiosísimas obras de arte fueron llevadas a Roma. Mummio, que no entendía nada de arte, se puso en ridículo para siempre por las instrucciones que dio a los capitanes de los barcos en los que se embarcaron grandes pinturas. «Que no se arruinen —les dijo— o tendréis que reemplazarlas.» La Liga Aquea fue disuelta y se extinguieron las últimas miserables chispas de la libertad griega. También en el Oeste lejano los ejércitos romanos tuvieron tarea. Las tribus nativas de España Occidental (la «Lusitania», que ocupaba el territorio de la moderna Portugal) se rebelaron contra la crueldad de los gobernadores romanos, bajo el liderazgo de un pastor lusitano llamado Viriato. Durante diez años, de 149 a 139 a. C., Viriato llevó una triunfal guerra de guerrillas contra los romanos. En una ocasión atrapó a un ejército romano en un paso de montaña e impuso una paz temporal. Pero en 139 a. C., el dinero romano compró la traición de algunos de los amigos de Viriato, y el lusitano fue asesinado. Aun así, los lusitanos siguieron resistiendo. Una vez más fue llamado Escipión el Joven. En 133 a. C., finalmente (después de un largo asedio), capturó la ciudad de Numancia, en el noreste de España. Había sido el centro de la resistencia, y, después de tomada, la

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España Septentrional se convirtió en territorio romano. Ahora sólo conservaron su independencia los nativos del extremo noroccidental. Ese mismo año, Roma se estableció por primera vez en Asia. El rey de Pérgamo, el leal y viejo aliado de Roma, era Atalo III. Había llegado al trono en 138 antes de Cristo, no tenía herederos directos ni esperaba tenerlos. Si moría sin tomar alguna medida concerniente a la sucesión, otros reinos de Asia Menor se disputarían el país y los romanos intervendrían para perjuicio de todos. Consideró juicioso recibir lo inevitable con una sonrisa. En su testamento dejó su reino a Roma. Cuando murió, en 133 a. C., Roma aceptó el don y reorganizó el país, que pasó a ser la provincia de Asia. Tuvo que sofocar una rebelión de algunos que no querían convertirse en romanos, pero lo hizo con pocas dificultades, y en 129 a. C. el país estaba en calma. En 133 a. C., pues, el mundo mediterráneo era casi totalmente romano. Un siglo antes, Roma sólo dominaba Italia. Ahora casi toda España era suya, como lo eran el África Central del Norte, Macedonia, Grecia, Pérgamo y las islas del Mediterráneo Occidental y Central. A lo largo de todas las costas de este mar había reinos nominalmente independientes, pero que eran aliados romanos o, al menos, reinos intimidados y sumisos. El Egipto Tolemaico siguió bajo el gobierno de reyes débiles que se preocupaban por obtener el favor romano y que eran poco más que títeres romanos. Sólo el Imperio Seléucida conservó cierto poder durante un tiempo. Antíoco III murió en 187 a. C., pero bajo sus hijos el reino se recuperó del daño que le había hecho Roma. En 175 a. C. subió al trono Antíoco IV. Había sido llevado como rehén a Roma después de la batalla de Magnesia y había sido educado allí. Pero una vez que fue rey pensó que podía seguir luchando con los egipcios al viejo estilo. Trató de hacerlo y obtuvo algunas victorias, pero los romanos intervinieron y lo obligaron a retroceder. Antíoco IV, resentido por la derrota, buscó batallas más fáciles en otras partes. Judea estaba bajo su dominio, de modo que declaró ilegal el judaísmo e intentó obligar a los judíos a aceptar la cultura griega. Los judíos se rebelaron y, bajo la familia de los Macabeos, crearon un reino independiente. Después de la muerte de Antíoco IV, en 163 a. C., empezó la decadencia final del Imperio Seléucida. Las tribus nativas del Este, que habían sido sometidas primero por Alejandro Magno y luego por Antíoco III, se independizaron para siempre y, en 129 a. C., hasta tomaron Babilonia. Después de esto, el poderoso Imperio Seléucida quedó reducido a Siria solamente y agotó sus energías en guerras civiles entre diferentes miembros de la familia seléucida, cada uno de los cuales quería subir a ese trono sin valor. Tampoco ellos pudieron ofrecer resistencia a Roma.

7.

Conmociones internas

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Riqueza y esclavitud Es obvio que Roma se benefició con la conquista del mundo mediterráneo, sobre todo con sus victorias sobre el opulento Este, donde largos siglos de civilización habían acumulado gran riqueza. Los tributos impuestos a Cartago, Macedonia y Siria, el botín arrancado a las provincias y las ganancias derivadas del comercio efectuado en condiciones establecidas por los romanos hicieron que entraran en la ciudad enormes riquezas. En efecto, en 167 a. C., después de la batalla de Pidna y la derrota final de Macedonia, las autoridades romanas dispusieron de tantas riquezas que liberaron a los ciudadanos de todo impuesto directo. Fueron mantenidos por los pueblos que habían conquistado. Pero Roma no se convirtió en la mayor potencia del mundo sin pagar un precio por ello. Cien años de guerras habían cambiado completamente a la sociedad romana. Antes de las Guerras Púnicas, los pequeños agricultores eran la columna vertebral de Roma. Trabajaban sus tierras parte del año y combatían en el ejército el resto del tiempo. Las campañas eran breves y cercanas a su hogar. Pero un siglo de guerras había causado la muerte de muchos de esos robustos corazones (había menos ciudadanos romanos en 133 a. C. que en 250 a. C.) y había arruinado económicamente a otros. Vastas regiones de Italia habían sido devastadas por Aníbal o por los mismos romanos como castigo por cooperar con los cartagineses. Además, las campañas se fueron haciendo cada vez más prolongadas y distantes del hogar. Los hombres ya no podían ser soldados y agricultores. Los soldados debían ser profesionales, y las armas su modo de vida. En cuanto al dinero que afluyó a Roma, aunque benefició en cierta medida a todos los ciudadanos romanos, benefició a algunos mucho más que a otros. Los senadores, los administradores, los funcionarios y los generales se enriquecieron. Aquellos a cuyas manos llegó la riqueza extranjera invirtieron en tierras y compraron las granjas de los pequeños agricultores arruinados por la guerra. Se practicó la agricultura en grandes plantaciones, más que por pequeñas familias, de modo que se profesionalizó tanto como la guerra. También afluyeron a Italia esclavos de África, Grecia, Asia y España, lo cual contribuyó a empeorar la situación del pequeño agricultor. Se usaron grandes cuadrillas de esclavos para las labores agrícolas, bajo la supervisión de capataces cuya única tarea consistía en hacer trabajar hasta la extenuación a los infortunados que estaban bajo su control. El propietario podía vivir en Roma, lejos de la vista del sufrimiento humano y, por ende, sin sentirse responsable por él. (Este «ausentismo del propietario» siempre estimula el mal trato de los arrendatarios y esclavos.) Los pequeños agricultores que lograban conservar su tierra pese a los estragos de la guerra no podían competir con las cuadrillas de esclavos. Como resultado de esto eran muchos los que abandonaban en tropel el campo para marcharse a Roma y buscar allí cualquier trabajo. Así surgió en la ciudad una gran clase de proletarios. (Esta palabra proviene de una voz latina que significa «criar hijos», pues

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para la aristocracia gobernante la única función de los pobres era la de producir hijos que sirvieran en las legiones.) Dentro de Roma, un ciudadano de Roma tenía cierto poder. Por pobre que fuese podía votar, lo cual significaba que los aristócratas que aspiraban a un cargo elevado tenían que tomarlo en cuenta. Los políticos astutos e inescrupulosos comprendieron cada vez más claramente que esos votos romanos estaban en venta. Buscaban la popularidad pujando unos contra otros, votando asignaciones de alimentos a precios reducidos para los ciudadanos romanos y de tanto en tanto distribuyendo cereales gratuitamente. También montaban juegos y espectáculos de todo género gratuitos. De este modo se sobornaba a la gente para que combatiese en las batallas de un líder contra otro, a menudo contra sus propios intereses. Esta política, que provocó el enriquecimiento de los políticos y la ruina de Roma, es llamada habitualmente «panem et circenses». A menudo se traduce esta frase por «pan y circo», pero «circo» no significaba para los romanos lo que significa para nosotros. Es la palabra latina para «anillo» y alude al recinto (que, en realidad, era habitualmente ovalado) dentro del cual se realizaban competiciones y espectáculos para entretenimiento del pueblo. Allí se llevaban a cabo carreras de carros, combates de gladiadores y luchas con animales, que hacían de tales espectáculos la versión romana de nuestros espectáculos de variedades (una versión ruda y sangrienta, sin duda). Sería mejor traducir «panem et circenses» por «alimentos y espectáculos». Mientras el rico se hizo cada vez más rico y el pobre cada vez más pobre, mientras los agricultores libres desaparecían y los esclavos se multiplicaban, Roma no avanzó políticamente. Hasta las guerras cartaginesas se produjo una constante ampliación de la base del gobierno, haciéndolo más democrático. Este proceso terminó después de la invasión de Aníbal. Ello se debió, entre otras causas, a que, durante el mortal peligro de la Segunda, Guerra Púnica, todo el mundo reconoció la necesidad de un gobierno fuerte. No había tiempo para experimentos políticos. El Senado impuso tal gobierno fuerte; en realidad, nunca gobernó mejor en la historia de Roma que en la época de tensiones de la Segunda Guerra Púnica y después de ella. Pero a ningún grupo gobernante le resulta fácil ceder el poder voluntariamente. La aristocracia terrateniente que formaba el Senado no tenía la menor intención de modificar una situación que ponía en sus manos las riendas del poder, aun después de que la crisis pasara. Como resultado de esto se dio una enorme y trágica paradoja, pues a Italia se le robó el reposo. Una vez expulsado Aníbal de la Península, Roma no tenía por qué temer que ningún ejército extranjero, en un futuro previsible, la pusiera en peligro en su propio terreno. En verdad, durante más de cinco siglos Italia no iba a experimentar la amenaza de un ejército extranjero. Sin embargo, no iba a haber paz en Italia. La estrecha política del Senado y su decisión de no abandonar el poder condujo a un nuevo y más temible tipo de guerra. Fue la

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guerra de los esclavos contra los hombres libres, de los pobres contra los ricos, de Roma contra sus aliados y de Roma contra Roma. El primer indicio de que se iniciaba una nueva época de revolución social apareció en la forma de la más temible de todas las guerras: una insurrección de esclavos. Los esclavos eran importados en cantidades particularmente grandes a Sicilia, que se había convertido en poco más que una enorme plantación de cereales destinados a proveer de trigo barato al proletariado romano. Los esclavos sicilianos eran tratados aún más brutalmente que los animales, pues eran menos valiosos y más fácilmente reemplazables. Pero no hacía mucho tiempo que esos esclavos habían sido también hombres libres. Muchos de ellos habían sido ciudadanos respetables cuyo único crimen consistía en haber vivido en un país conquistado, o soldados cuyo único crimen era el haber sido derrotados. Puesto que para ellos la vida era peor que la muerte, sólo necesitaban un líder para rebelarse con loca desesperación. En 135 a. C., un esclavo sirio llamado Euno pretendió ser de la familia real seléucida y se hizo llamar Antíoco. Probablemente nadie lo tomó en serio, pero eso importaba poco y los esclavos se rebelaron. En esa rebelión, los esclavos, enloquecidos por el sufrimiento y sabiendo que no podían esperar gracia alguna, se entregaron al saqueo y la matanza. Los amos de los esclavos (que son quienes generalmente escriben los libros de historia) detallan muy cuidadosamente las atrocidades cometidas por los esclavos. Pero la verdad es que cuando los esclavos son aplastados, como lo son casi siempre, reciben castigos que son atrocidades aún peores. La Primera Guerra Servil (del latín «servus», que significa «esclavo») no fue una excepción. Los esclavos convirtieron a Sicilia en un sangriento y horrible escenario durante varios años. Eran más fuertes en Enna, en el centro mismo de la isla, y en Tauromenium, la moderna Taormina, sobre la costa noreste. Los romanos tardaron tres años en sofocar la rebelión y al principio sufrieron una serie de humillantes derrotas. Hasta el 132 a. C. Sicilia no fue pacificada, y los esclavos ahogados en su propia sangre. Pero Roma había pasado un gran susto. Frente a tales horrores, y ante la creciente evidencia de la decadencia económica de Italia, al menos algunos de sus líderes comenzaron a pensar que ya era hora de realizar drásticas reformas. Los Gracos Entre quienes sentían la necesidad de una reforma estaban dos hermanos: Tiberio Sempronio Graco y Cayo Sempronio Graco. Por lo común se alude conjuntamente a ellos como los Gracos. Su madre era hija de Escipión el Africano y su nombre era Cornelia. (Era común que las mujeres de familias nobles llevasen la forma femenina del nombre tribal familiar. Publio Cornelio Escipión era de la familia Cornelia, por lo que su hija llevó este nombre.)

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El marido de Cornelia, que había sido cónsul dos veces y se había destacado militarmente en España, murió en 151 a. C., cuando Tiberio tenía doce años y Cayo dos. Cornelia se dedicó a la crianza de sus hijos (negándose a contraer un segundo matrimonio, lo cual era muy fuera de lo común por entonces) y les hizo dar la mejor educación griega. Estaba desmesuradamente orgullosa de ellos. Cuando en una visita una matrona romana le mostró sus joyas y pidió luego ver las de Cornelia, ésta llamó a sus hijos y, poniendo uno a cada lado de ella, respondió: «Estas son mis joyas». Los Gracos tenían una hermana, Sempronia, quien luego casó con Escipión el Joven. Tiberio, el mayor de los Gracos, combatió bien en los ejércitos romanos. Estuvo presente en la toma de Cartago, donde se dice que fue el primer romano que se abrió paso por las murallas. También prestó servicio bajo Escipión en España. Pero Tiberio era mucho más que un soldado, pues su educación griega parece haberle dado una visión del mundo más vasta que la corriente entre los romanos. Estaba horrorizado ante los males sociales que aquejaban a Roma, y la guerra de los esclavos en Sicilia fue la gota que hizo rebosar la copa. Roma debía ser reformada y saneada. En 134 a. C., a la edad de veintinueve años, se presentó como candidato al cargo de tribuno y fue elegido. Ocupó el cargo a fines de ese año e inmediatamente empezó a propiciar una reforma agraria. Quería reducir las enormes propiedades, dividirlas en granjas de moderado tamaño y distribuirlas entre los pobres. Esto era tanto más razonable cuanto que ya existía una ley que limitaba las dimensiones de las fincas (ley que tenía más de doscientos años). Tiberio proponía que, después de la distribución de la tierra, ésta fuese inalienable, esto es, que no pudiese ser vendida, para impedir la formación de grandes propiedades nuevamente. Naturalmente, los grandes terratenientes se horrorizaron y se opusieron enconadamente a Tiberio. (Si hubiesen sido tiempos modernos se le habría acusado de ser un comunista.) Los terratenientes entraron en acción. A fin de cuentas había dos tribunos, y si uno de ellos objetaba una acción gubernamental no podía emprenderse tal acción. El otro tribuno, Marco Octavio, era amigo de Tiberio, pero cuando se le ofreció suficiente dinero descubrió que en verdad no era tan amigo de él. Por consiguiente, cuando Tiberio estuvo a punto de hacer aprobar su ley, con el apoyo de la gran mayoría de los votantes romanos, el otro tribuno ordenó detener el proceso. Tiberio, alarmado y frustrado, hizo todo lo que pudo para lograr que Octavio se retractara, pero fracasó. Desesperado, logró hacer que Octavio fuese despojado de su cargo por votación. Después de esto la ley fue aprobada y se nombró una comisión encargada de ponerla en práctica. Pero la destitución de Octavio era ilegal (hablando en términos estrictos) y los senadores enemigos de Tiberio usaron ese hecho contra él. Era un revolucionario, decían, que quería derrocar el gobierno. Además, sus leyes habían sido aprobadas sólo después de haber emprendido una acción ilegal y, por lo tanto, no tenían validez.

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Tiberio comprendió que estaba perdiendo amigos como resultado de estos argumentos. Por ello trató de ganar popularidad mediante una propuesta radical. Atalo III de Pérgamo acababa de morir y de dejar su país a Roma. Tiberio propuso inmediatamente que el tesoro de Pérgamo, en vez de ir al Estado, a cuyo frente se hallaba el Senado, como era habitual, fuese distribuido entre la gente común, a la que entonces se ayudaría a establecerse en sus propias granjas. Esto enfureció aún más a los senadores, y era evidente que Tiberio sólo se hallaría a salvo mientras fuese tribuno (pues estaba estrictamente prohibido atacar a los tribunos). Cuando el término de su mandato llegase a su fin, su vida no valdría nada. Por esta razón, Tiberio se presentó como candidato para ser reelegido. Pero también esto fue considerado ilegal por muchos y se le acusó de intentar proclamarse rey, acusación que siempre despertaba los horribles recuerdos de Tarquino en el romano común. Cuando llegó el día de la votación, los desórdenes fueron en aumento y se convirtieron en motines. Los enemigos de Tiberio estaban mejor organizados, y Tiberio y sus seguidores fueron muertos. Se negó un entierro honorable al mayor de los Gracos y su cadáver fue arrojado al Tíber. El jefe de la pandilla que había dado muerte a Tiberio era un miembro de la familia de los Escipiones, primo segundo de Cornelia. Tal fue su impopularidad como resultado del asesinato que el Senado lo envió al exterior para protegerlo. Permaneció en el exilio durante el resto de su vida, sin osar jamás retornar a Roma. Escipión el Joven estaba en España, completando por entonces la conquista de Numancia. Cuando se enteró de la muerte de su cuñado permaneció impasible. Era un conservador que desaprobaba las ideas de Tiberio y declaró públicamente que éste había merecido la muerte. En 132 a. C., Escipión volvió a Roma, junto con Cayo Graco, quien había servido bajo sus órdenes y cuya ausencia de Roma probablemente impidió que le matasen con su hermano. La batalla entre los conservadores y los reformistas continuó, desde luego, después de la muerte de Tiberio Graco. Escipión se convirtió en el jefe del grupo conservador. Estaba a punto de pronunciar importantes discursos contra las leyes de reforma agraria cuando murió repentinamente mientras dormía. Los conservadores dijeron que había sido asesinado por los reformistas, pero no había ninguna prueba de ello. Entre tanto, los reformistas trataron de hacer aprobar una ley por la cual fuese legal la reelección de un tribuno, para que si algún otro de su partido obtuviese el poder no recibiese el trato dado a Tiberio. Mientras vivió Escipión ese intento fue impedido, pero después de su muerte la ley fue aprobada. Gradualmente pasó a primer plano el joven Graco. En 123 a. C. se presentó como candidato al tribunado (contra los ruegos de su madre, quien había visto la suerte violenta de uno de sus amados hijos y temía que el otro sufriera el mismo destino) y fue elegido.

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De inmediato puso en vigor la ley de reforma agraria de su hermano (aún existente, pero que no había sido puesta en práctica por la influencia de Escipión) y comenzó a aplicarla. Impuso medidas de control de precios a fin de impedir que la distribución de alimentos sirviese para enriquecer a los cargadores y los grandes terratenientes, mientras el pueblo sufría hambre (con el tiempo, esta medida fue la base de la distribución gratuita de alimentos al proletariado romano). También reformó el sistema de votación en Roma para dar mayor poder al proletariado, y reformó el sistema de impuestos de las provincias y de interpretar la ley, para debilitar el poder del Senado en estos campos. Asimismo, Cayo mejoró los caminos e inició muchas obras públicas. Esto sirvió para dar trabajo a la gente y mejorar su vida. Además, trató de poner en práctica un sistema de colonización por el cual algunos de los sitios arruinados por Roma —Capua, Tarento, Cartago, etc. — adquirirían nueva vida con colonos romanos. Con esto pretendía llevar a los proletarios fuera de Roma y convertirlos en ciudadanos útiles. Por desgracia, el proletariado prefirió «panem et circenses» en Roma y el plan de colonización fracasó, aunque bien merecía tener éxito. Como resultado de todo esto, Cayo Graco se hizo popular en sumo grado y fue fácilmente reelegido tribuno. Para su segundo año de mandato, Cayo proyectaba una importante reforma que iba a convertir a todos los hombres libres italianos en ciudadanos romanos. Esta hubiera sido una gran medida que habría dado a Roma más popularidad en todos sus dominios; en Italia, ciertamente, y también en otras partes, ya que hubiese sido evidente que todos los súbditos romanos podían llegar a ser ciudadanos romanos. Desde un punto de vista político inmediato habría dado un número mayor de nuevos votantes ligados por gratitud al partido de la reforma. Pero en esto Cayo fue en contra de los prejuicios aun de las clases más pobres entre los romanos. ¿Por qué convertir en romanos a una horda de extranjeros? ¿Por qué extender más la distribución de alimentos y la exención de impuestos? Los conservadores alentaron esta posición egoísta y se aprovecharon de la declinante popularidad de Graco. Lograron que fuera a África a una caza de gansos salvajes relacionada con su plan de colonización, y en su ausencia se realizaron elecciones. Pero no fue reelegido para un tercer término. Luego los senadores trataron de anular la ley de colonización, como paso preliminar para suprimir otras reformas. Nuevamente hubo disturbios y desórdenes y nuevamente los reformadores hallaron la muerte. En 121 antes de Cristo, Cayo Graco fue muerto, y en los diez años siguientes fueron suprimidas la mayoría de las reformas de los Gracos. La pobre Cornelia, desaparecidos sus hijos, se retiró a una casa de campo cercana a Nápoles, donde pasó el resto de su vida dedicada a la literatura y perdida para el mundo. A su muerte, la inscripción puesta en su tumba no decía que había sido la hija del gran Escipión, vencedor de Aníbal, sino sencillamente: «Cornelia, madre de los Gracos.» Con la muerte de los Gracos desaparecieron las esperanzas de reformar a Roma e impulsarla en la dirección similar de algo parecido a nuestra democracia moderna. Los conservadores senatoriales se aferraron desesperadamente al poder y, al hacerlo, prepararon crecientes desastres para ellos mismos.

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Mario Aunque Roma perdió la oportunidad de transformarse en una sociedad totalmente sana, no entró inmediatamente en una obvia decadencia. En verdad, extendió su poder sobre regiones aún más vastas durante dos siglos, pero a un ritmo más lento que antes y, excepto en uno o dos casos, con escasa oposición. Las tribus celtas de Europa Occidental se contaban entre los enemigos que podían ofrecer una resistencia más dura a Roma. Las tribus españolas se habían defendido durante tres cuartos de siglo antes de sucumbir, y entre las provincias españolas e Italia había una vasta extensión de unos 500 kilómetros habitada por otras tribus celtas. Esa región, que se extendía desde los Pirineos a los Alpes y desde el mar Mediterráneo hasta el océano Atlántico, era la Galia, que tenía unos 630.000 kilómetros cuadrados. Las tribus galas habían ocupado Roma en 390 a. C., y otras habían hecho incursiones en Macedonia y Grecia en 280 a. C., de modo que el mundo antiguo conocía bien su formidable potencia. Pero Roma no tuvo ocasión para temerles ahora. Las tribus que se habían establecido en el Valle del Po (la Galia Cisalpina) fueron absorbidas y romanizadas, y su tierra era prácticamente parte de Italia, aunque todavía era considerada una provincia separada. Los galos del otro lado de los Alpes tampoco causaron perturbaciones directamente. Pero en la costa mediterránea de la Galia estaba la ciudad de Massilia, fundada por colonos griegos alrededor del 600 a. C., cuando Roma era aún una ciudad etrusca. Massilia floreció como el más occidental puesto avanzado del mundo griego. Su gran rival en el comercio, por supuesto, era Cartago, por lo que Massilia selló una firme alianza con Roma durante todas las Guerras Púnicas. Posteriormente fue el puesto avanzado de Roma en territorio galo. En 125 a. C., Massilia se quejó a Roma de que los galos estaban violando su territorio. Los romanos respondieron de inmediato. Siempre lo hicieron, y, además, eso brindó al Senado romano la oportunidad de sacar fuera de la ciudad al cónsul Marco Fulvio Flaco. Flaco era un enérgico defensor de los Gracos y del movimiento reformista, de modo que, cuanto antes abandonase Roma y cuanto más tiempo permaneciese fuera de ella, tanto mejor para el Senado. Flaco derrotó a los galos y retornó triunfalmente, pero su recompensa fue su asesinato junto con Cayo Graco, algunos años más tarde. Los romanos se trasladaron a la Galia meridional en forma permanente y se establecieron a lo largo de la ruta que había seguido Aníbal para pasar de España a Italia. Treinta kilómetros al norte de Massilia fundaron un puesto militar en 123 a. C. y la llamaron Aquae Sextiae (la moderna Aix), por Sextio Calvino, quien era cónsul por entonces. En 118 a. C. fundaron la ciudad de Narbo Marcio (la moderna Narbona), sobre la costa mediterránea, a unos 200 kilómetros al oeste de Massilia. La parte romana de la Galia fue organizada como provincia en 121 a. C., y cuando Narbo Marcio se convirtió en su principal ciudad, la provincia fue llamada la Galia Narbonense. Como era una región muy agradable, apropiada para los turistas y los que iban de vacaciones, pronto se convirtió en la provincia para los romanos. Y aún se la

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conoce por este nombre, pues la región sudeste de lo que es la Francia actual, región cuya principal ciudad es Aix, es llamada Provenza. Roma podía haber proseguido la conquista de toda la Galia a la sazón, pero ésta tuvo que ser postergada por tres cuartos de siglo más, pues por entonces otros problemas la requerían. Entre otros surgieron peligrosas complicaciones en África que mostraron la rápida y repugnante decadencia del gobierno romano no reformado. Después de la muerte de Masinisa de Numidia al comienzo de la Tercera Guerra Púnica (véase página 68), el miembro más notable de su familia fue su nieto Yugurta. Su tío, que había sucedido a Masinisa en el trono, envió al joven a España, en parte para que adquiriera preparación militar y en parte para librarse de él. Allí Yugurta sirvió bajo las órdenes de Escipión el Joven. Este quedó muy impresionado por el joven númida y lo envió de vuelta a su país con grandes elogios y recomendaciones para que se le diera un alto cargo. Después de la muerte de su tío, Yugurta compartió el trono con un par de primos. Pero Yugurta no vio la ventaja de compartir nada. En 117 a. C. hizo matar a uno de sus primos, envió al otro al exilio y se proclamó rey de Numidia. Esto era obviamente ilegal (y también inmoral, aunque a Roma eso le preocupaba menos), y puesto que Numidia era un protectorado romano, correspondía a Roma impedir que ocurriesen tales cosas. Sin embargo, Yugurta halló el método adecuado para tratar con los romanos de nuevo cuño. Cuando llegaron senadores a Numidia para investigar la situación, los colmó de presentes y los envió de vuelta a Roma para que dijeran al gobierno romano que Yugurta era una bella persona y no había hecho nada malo. Los romanos buscaron compromisos, como el de dividir Numidia y dar al primo de Yugurta la parte menos deseable. Yugurta hizo la guerra contra su primo, lo mató también y en 112 a. C. se apoderó de todo el país. Roma no podía permitir que sus órdenes fuesen burladas de este modo, y el Senado tuvo que enviar un ejército a Numidia en 111 a. C., con lo cual comenzó la Guerra de Yugurta. Esto no inmutó a Yugurta, quien sencillamente sobornó al general y estuvo en paz nuevamente. Ante esto, el partido honesto de Roma (lo que quedaba de él) hizo que se ordenase a Yugurta comparecer ante la ciudad para dar explicaciones personalmente. Yugurta acudió rápidamente a Roma, sobornó a un tribuno e hizo detener el proceso. Mientras se hallaba en Roma, hasta se las arregló para hacer asesinar a uno de sus enemigos númidas. Luego, cuando se embarcó para volver a Numidia, dijo torvamente —-según se cuenta —: «La vida de la ciudad está en venta, y si hallase un solo comprador, moriría». Se reinició la guerra con Yugurta, una guerra de lanzas de hierro contra monedas de oro, y triunfó el oro. El ejército romano se vio obligado a retirarse de Numidia. Había que hallar de algún modo un general honesto, y Roma empezaba a descubrir que tenía escasez de ellos. (Es difícil encontrar hombres sanos en una sociedad enferma.) Finalmente, los romanos dieron con Quinto Cecilio Metelo, sobrino del general que había ganado la Cuarta Guerra Macedónica (véase página 69).

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Metelo, que era rígido y anticuadamente honesto, partió para Numidia en 109 a. C., y Yugurta, quien al fin se encontró con un general al que no podía sobornar, empezó a recibir una paliza. Tuvo que abandonar la guerra regular y limitarse a una lucha de guerrillas y correrías. Durante dos años logró frustrar a Metelo (como Fabio había antaño frustrado a Aníbal). Bajo las órdenes de Metelo combatía por entonces Cayo Mario, hombre de carácter inflexible y escaso intelecto, pero un duro combatiente, con una gran capacidad para odiar. Era hijo de un granjero pobre y odiaba a los aristócratas. En 119 a. C. había sido tribuno y se había revelado como un violento adepto del partido popular (esto es, «del pueblo»), como era comúnmente llamado el grupo reformista. Al igual que Yugurta, Mario había combatido bajo Escipión el Joven en España. En 115 a. C. había ejercido solo el mando en España y sometido a algunas tribus distantes que no aceptaban aún la soberanía romana. Ahora estaba prestando servicio en Numidia, donde ejercitaba a la perfección su odio contra Metelo, quien pertenecía a una vieja familia patricia y era conservador como el que más. Mario se desempeñó en Numidia suficientemente bien como para tener buenas probabilidades de ser elegido cónsul, en calidad de héroe guerrero. Volvió a Roma y usó como lema de su campaña la afirmación de que Metelo prolongaba la guerra innecesariamente para su propio beneficio. Esto no era cierto, pero era buena política. Mario fue elegido en 107 a. C. y pronto quiso ponerse él mismo al frente del ejército en reemplazo de Metelo. Esto era una flagrante desobediencia de las órdenes del Senado, claro está, y éste se negó a concederle un ejército. Con firme determinación, Mario ignoró al Senado, reunió voluntarios, como había hecho Escipión el Africano un siglo antes, pronunció violentos discursos contra los conservadores y logró su propósito. Eligió deliberadamente para su ejército hombres de las clases pobres, hombres que sentirían más lealtad hacia su general que hacia una ciudad y un Senado de los que habían recibido pocos beneficios. Con ellos volvió a Numidia. Mario tenía como lugarteniente a Lucio Cornelio Sila, que era otro soldado capaz, pero mucho más inteligente y cuyas simpatías iban hacia los conservadores. Entre ambos derrotaron a Numidia y capturaron a Yugurta en 105 a. C. Sila logró su captura mediante una sutil diplomacia y el uso del suegro de Yugurta, Boco, rey de Mauritania (la región que ocupa hoy el moderno Marruecos), quien, por dinero, convino en volverse contra Yugurta. Yugurta se rindió a Sila, no a Mario, e inmediatamente los conservadores trataron de difundir la creencia de que fue Sila, no el odiado Mario, quien había ganado la guerra. Esto dio origen a cierta enemistad entre los dos jefes militares que iba a tener importantes consecuencias más tarde. En 104 a. C., Yugurta fue llevado a Roma, donde murió miserablemente en la prisión. Después de su muerte, la parte oriental de Numidia siguió bajo el mando de gobernantes nativos, pero la parte occidental anexada al Reino de Mauritania.

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Por entonces surgió ante Roma la amenaza de los bárbaros. De las regiones septentrionales de Europa llegaron nuevas tribus de bárbaros, gentes rudas y toscas que nunca habían oído hablar de Roma. Los romanos los llamaron «cimbrios», y su patria de origen quizá haya estado en lo que es la actual Dinamarca, aunque esto no es en modo alguno seguro. Habían estado migrando de un lugar a otro por Europa Central, y en 113 a. C. cruzaron el Rin y entraron en la Galia, lanzándose hacia el Sur en hordas salvajes y desenfrenadas. Dos veces los cimbrios derrotaron a los ejércitos romanos enviados para detenerlos, pero en ningún momento los bárbaros hicieron intento alguno de entrar en la misma Italia. Se contentaban con matar a los soldados que encontraban en su paso y, por lo demás, sólo pretendían buscar un lugar donde asentarse. En su búsqueda penetraron en España. En Roma cundía el pánico. Era como si hubiesen vuelto los días de los galos. Ejércitos romanos eran derrotados por bárbaros, mientras en Numidia otros ejércitos romanos se habían comportado vergonzosamente en la sórdida guerra con Yugurta. Pero una vez que Mario completó la derrota de Yugurta, los romanos se volvieron hacia él como al único hombre con el que podían contar frente a la terrorífica amenaza del Norte. El Senado mismo, desesperado y sin saber qué hacer, no se opuso cuando el populacho atemorizado exigió que se diera el mando a Mario. En 104 antes de Cristo, Mario fue elegido cónsul por segunda vez, mientras aún estaba en África, y luego se le siguió eligiendo mientras duró el peligro, en 103, 102, 101 y 100 a. C., cinco años seguidos, hecho totalmente sin precedentes. Esto era en un todo ilegal, pero los romanos sintieron que la ciudad estaba en peligro y decidieron que no había tiempo para sutilezas legalistas. (Contando su elección en 107 a. C., Mario había sido cónsul seis veces por el 100 a. C. Se cuenta que, cuando era joven, le profetizaron que sería cónsul siete veces. Pero el séptimo consulado iba a tardar en llegar.) Mario organizó con energía un ejército que parecía tener las antiguas virtudes romanas. Pero nuevamente apeló a las clases inferiores y creó una fuerza militar fiel a él personalmente. Los generales habían estado adquiriendo cada vez más importancia e independencia por una serie de causas. Por ejemplo, solían tener una guardia de corps. Puesto que el general, por lo común, era al menos un pretor, si no un cónsul, la guardia de corps fue llamada guardia pretoriana. Escudados tras las lanzas de ésta, los generales adquirieron suficiente poder para desafiar a la ley romana. Afortunadamente, Mario tuvo tiempo de organizar su ejército, pues los cimbrios perdieron el tiempo en España, donde sufrieron algunas derrotas que les bajaron los humos. En 103 a. C. recibieron el refuerzo de otra tribu, que originalmente quizá vivió en la costa báltica al este de Dinamarca. Los miembros de esta segunda tribu, los teutones, hablaban una lengua que tal vez sea una antecesora del alemán moderno. Si es así, fueron el primer pueblo germánico que apareció en el horizonte del mundo antiguo. (Del nombre de esta tribu deriva la palabra «teutónico» como sinónimo de «germánico».)

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Juntos, los cimbrios y los teutones sumaban 300.000 guerreros, según algunos cálculos, y ahora enfilaron claramente hacia Italia. En 102 a. C., Mario condujo su ejército a la Galia, halló a los teutones a orillas del Ródano, los siguió hacia el Sur fríamente, dejando que se desgastaran en ataques parciales, mientras permanecía estrictamente a la defensiva. Luego, en Aquae Sextiae tuvo lugar la verdadera batalla. Los salvajes ataques de los bárbaros se quebraron contra las disciplinadas filas romanas, y cuando los teutones llegaron al agotamiento cayó sobre su retaguardia un destacamento de soldados romanos ocultos hasta ese momento. Atrapados, los bárbaros fueron muertos sin merced, casi hasta el último hombre. Pero, mientras tanto, los cimbrios habían atravesado los Alpes y se habían lanzado sobre la Galia Cisalpina. Los ejércitos romanos que los enfrentaron se retiraron al Valle del Po, casi en los límites de la misma Italia. Mario dejó la Galia y se unió al ejército del Po. Bajo su enérgica conducción, los romanos volvieron a cruzar el río e hicieron frente a los cimbrios en Vercellae, a mitad de camino entre el Po y los Alpes. Allí, en 101 a. C., los cimbrios fueron aniquilados. Roma estaba salvada, y Mario alcanzó la cúspide de su fama. (El Norte no fue el único peligro de Roma. Aprovechando el terror y la desorganización reinantes en Italia, los esclavos de Sicilia se rebelaron nuevamente en 103 antes de Cristo, en la Segunda Guerra Servil. Durante dos años, Sicilia experimentó nuevamente el terror por ambas partes.)

La Guerra Social Pero en 100 a. C., Roma pudo respirar otra vez. Yugurta estaba muerto; los cimbrios y los teutones habían sido exterminados; los esclavos estaban en calma; todo parecía marchar bien. Era tiempo de considerar una vez más la cuestión de la reforma. Mario estaba en su sexto consulado y en la cúspide de su popularidad. Quiso usar esta popularidad para cumplir con sus obligaciones hacia sus soldados. Para recompensarlos necesitaba granjas, y esto suponía dividir las grandes propiedades y fundar colonias en las que pudieran establecerse los veteranos. En resumen, necesitaba aplicar el plan propuesto por Cayo Graco. Para ello apeló al partido popular [1] , hacia el cual ya sentía simpatías. Pero Mario no era un político. Sin educación, analfabeto, no podía hacer hábiles discursos ni idear una política sagaz. No era más que un soldado, que podía ser un títere en manos de otros hombres más listos. Así, Mario cayó en manos del tribuno Lucio Apuleyo Saturnino, quien pocos años antes había sido eliminado de un puesto político por el Senado, como consecuencia de lo cual se convirtió en un vigoroso opositor de éste. Saturnino hizo aprobar las leyes que quería Mario, intimidando a los senadores mediante disturbios y movilizando muchedumbres violentas. Hasta obligó a aprobar una cláusula que imponía a los senadores el deber de jurar que cumplirían las diversas leyes aprobadas dentro de los cinco días de su aprobación. Sólo Metelo, el general bajo cuyo mando había estado Mario en Numidia, se negó a jurar y marchó a un exilio voluntario.

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Saturnino, como Cayo Graco, defendía extender el otorgamiento de la ciudadanía romana. Y como en el caso de Cayo Graco, de este modo Saturnino se atrajo la hostilidad de las clases bajas. El Senado aprovechó esta hostilidad, organizó al populacho de la ciudad para lograr sus fines y, como consecuencia de esto, indujo a los tribunos radicales a la rebelión abierta. Aumentaron los disturbios y la violencia provocados por ambas partes. El Senado declaró el estado de emergencia en la ciudad y llamó a Mario, como cónsul, para que protegiera al gobierno capturando y poniendo en prisión a los jefes de su propio partido. Mario fue incapaz de hallar un modo de salir del dilema y, finalmente, impulsado por lo que él creía que era su deber como cónsul, obedeció al Senado. En una batalla campal librada en el Foro, Saturnino y sus partidarios fueron derrotados y obligados a rendirse. Después de su rendición fueron muertos por multitudes violentas. La popularidad de Mario desapareció completamente. La muerte de Saturnino socavó su posición en el partido popular sin que contribuyese en nada a reconciliarlo con los conservadores. Durante un tiempo, Mario se vio obligado a retirarse de la política. Pero el problema de la reforma no quedó liquidado. Durante el período de las conquistas había surgido en Roma una clase de hombres que se habían enriquecido por la especulación, el comercio o la recaudación de impuestos para el gobierno. (Roma subastaba el derecho a recaudar impuestos, y lo otorgaba al que ofrecía más. De este modo obtenía dinero sin tener que cargar con todos los detalles administrativos de la recaudación. El que obtenía tal derecho luego esquilmaba a la provincia que había comprado. Todo lo que reunía por encima de lo que había pagado era su beneficio, por lo que trataba de exprimir al máximo a los infelices provincianos. Si era necesario, les prestaba dinero para que pagasen los impuestos, pero a una elevada tasa de interés. Así, sacaba de ellos impuestos e intereses.) Los ricos no eran los senadores, pues esta forma de enriquecerse no estaba permitida a los viejos patricios, a quienes la costumbre impedía dedicarse al comercio o la recaudación de impuestos. Se suponía que su riqueza provenía de la tierra. Los nuevos ricos eran llamados e quites, palabra que significa «jinetes», porque en tiempos antiguos sólo los ricos podían permitirse tener un caballo, mientras que los pobres tenían que combatir a pie. Podemos llamarlos la «clase comercial». El Senado miraba despectivamente a la clase comercial, pero a menudo entraba en una alianza no oficial con ella. Mientras el recaudador de impuestos hacía dinero, el gobernador de la provincia (que era de la clase senatorial) podía fácilmente obtener una parte del botín con sólo hacer la vista gorda y no investigar mucho los métodos empleados. Cuando Cayo Graco se enfrentó con el Senado, trató de ganar a la clase comercial para la causa de la reforma haciendo asumir a sus miembros la función de jurados. Hasta entonces éste había sido un derecho exclusivo de la clase senatorial. Pero a medida que aumentó la corrupción de los senadores se hizo casi imposible castigar a cualquiera de ellos, por vergonzosa que hubiese sido su conducta, ya que los senadores —que eran jueces y jurados— no estaban dispuestos a condenar a uno de su clase. (A fin de cuentas, luego podía llegarle el turno a uno cualquiera de los jurados.)

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Desafortunadamente, los equites no eran mejores, sino que demostraron ser tan corruptos y egoístas como los senadores. Por consiguiente, además de los objetivos habituales de los reformistas —la distribución de tierras, la fundación de colonias y la extensión de la ciudadanía—, la reforma judicial se convirtió en una preocupación fundamental. En 91 a. C., un nuevo tribuno reformista, Marco Livio Druso, abordó ese problema. Era hijo de un hombre que había sido tribuno junto con Cayo Graco y que se había opuesto a las reformas de éste. Pero el hijo era muy diferente; era un idealista y un verdadero reformador. Propuso que a los 300 senadores se añadiesen 300 equites y que asumiesen juntos la función judicial. La idea era que los senadores vigilasen a los equites y que éstos, a su vez, vigilasen a los senadores. De este modo, la nueva clase gobernante se vería obligada a ser honesta. Pero probablemente esto no habría dado resultado; las dos clases habrían formado una alianza que hubiese permitido la corrupción de unos y otros. Para luchar contra esa corrupción conjunta, Druso también propuso crear una comisión especial que juzgase a todos los jueces acusados de corrupción. Ni el Senado ni los equites habrían aceptado esto, por lo que Druso se dirigió al pueblo con el habitual programa de reforma agraria y colonización. Y como de costumbre, también, agregó la concesión de la ciudadanía a los aliados italianos, lo cual, como siempre, alarmó a los prejuiciosos. Los senadores y los equites lograron paralizar todas las leyes de Druso aun después de haber sido aprobadas, y el mismo Druso murió misteriosamente. Nunca se encontró a su asesino. Para muchos italianos, el asesinato de Druso fue la gota que colmó el vaso. Durante dos siglos habían sido fieles aliados de Roma, en los buenos como en los malos tiempos. En su gran mayoría habían permanecido junto a Roma después de los sombríos días de Cannas. ¿Y cuál fue su recompensa? Sin duda, no era mucho otorgarles la ciudadanía. Esta implicaba que podían votar, pero sólo si se trasladaban a Roma, pues las costumbres romanas exigían la presencia de los votantes en Roma. No era de esperar que los italianos acudirían en grandes cantidades a Roma desde distancias de cientos de kilómetros para cada votación, de modo que no era probable, como sostenían muchos romanos que se oponían a la concesión de la ciudadanía, que los italianos llegasen a controlar el gobierno. (Por desgracia, los romanos nunca tuvieron un «gobierno representativo» por el cual quienes habitaban en regiones alejadas pudieran elegir individuos que, residiendo en Roma, defendiesen los intereses de sus electores en el Senado.) Pero aun dejando de lado la cuestión del voto, la ciudadanía romana era deseable. Como ciudadanos romanos, los italianos habrían tenido mayores derechos en los tribunales de justicia, habrían estado exentos de diversos impuestos y compartido las riquezas que afluían de las conquistas en el extranjero. Además, se habrían sentido más importantes y abrigado una mayor autoestima.

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Era indudable que la ciudadanía no constituía una gran recompensa por su lealtad; sin embargo, una y otra vez, durante medio siglo, habían sido defraudados. Los romanos partidarios de conceder la ciudadanía a los italianos eran expulsados de sus cargos y, habitualmente, asesinados por los intransigentes senadores y sus secuaces. Después de cada una de esas victorias senatoriales, los regocijados italianos que acudían a Roma con la esperanza de que se les otorgara la ciudadanía eran expulsados ásperamente. Pues bien, si Roma no necesitaba de los italianos, éstos no necesitaban de Roma. Llenos de furia, varios distritos italianos se declararon independientes y formaron una república separada que llamaron «Italia». Establecieron su capital en Corfinio, a unos 130 kilómetros al este de Roma. Naturalmente, esto suponía la guerra, y la contienda que siguió es llamada habitualmente la Guerra Social, de la palabra latina que significa «aliados». Las tribus italianas que se rebelaron contra Roma en 91 a. C. eran en su mayoría del grupo samnita, por la que casi podríamos llamar a esa guerra la Quinta Guerra Samnita. Roma no pensaba ceder, pero fue cogida por sorpresa. Los italianos habían estado preparándose, y, tan pronto como anunciaron su defección, sus ejércitos estaban listos y sus ciudades dispuestas a defenderse. Pero Roma no estaba preparada. Hasta había dejado que sus murallas se deteriorasen desde los días de Aníbal, más de un siglo antes. Los ejércitos romanos reunidos apresuradamente sufrieron derrotas iniciales, particularmente en el Sur, contra los samnitas, donde el mismo cónsul Lucio Julio César sufrió una dura derrota. César, para evitar en lo posible la defección de los etruscos y los umbros del norte de Roma, decretó en 90 a. C. que se otorgaría la ciudadanía romana a los italianos que permaneciesen fieles. El Senado, contra su voluntad, se vio obligado a pedir a Mario (quien había vuelto de una gira por el Este) que se pusiese al frente de las tropas romanas, pero evitaron concederle plenos poderes. Mario aceptó a regañadientes, pues, por supuesto, había sido partidario de dar la ciudadanía a los italianos. Ahora tenía que luchar contra su propia gente, por así decir, y en defensa del odiado Senado, después de haber destruido a Saturnino. Por ello, Mario trató de evitar la lucha y, cuando se veía obligado a combatir, trataba de mantener las pérdidas en un mínimo. Pero después de la muerte de Lucio César, el antiguo ayudante de campo de Mario en los días de la guerra con Numidia, Sila, se puso al frente de los ejércitos romanos del Sur. No tenía las inhibiciones de Mario, sino que prosiguió la guerra vigorosamente. En 89 a. C. los rebeldes italianos fueron rechazados en todas partes. Esto regocijó el corazón de los senadores. Su hombre, Sila, había tenido que combatir bajo el mando de Mario contra Yugurta y contra los bárbaros del Norte. Ahora, por fin, Sila iba a combatir independientemente, y lo haría mejor que Mario. Por fin el Senado tenía un campeón militar. Los rebeldes italianos fueron aún más debilitados por la oferta romana de conceder la ciudadanía a todos los italianos que la pidieran dentro de los sesenta días siguientes. Puesto que era eso lo que originalmente habían pedido, muchos italianos cedieron. Los samnitas resistieron hasta el fin, pero en 88 a. C. la Guerra Social había terminado.

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Desapareció la última chispa de libertad nativa italiana. Los samnitas fueron prácticamente barridos. Roma hasta tomó medidas para desalentar el uso de la lengua italiana nativa, el oseo (perteneciente a la misma familia de lenguas que el latín). El latín se convirtió en la lengua de casi toda Italia. Parecía que Roma sufrió grandes perjuicios por la estrechez mental de los conservadores senatoriales. Al fin y al cabo tuvieron que otorgar la ciudadanía a los italianos. ¿Por qué no lo hizo tres años antes y se ahorró tanta muerte y destrucción? El cambio de opinión de los romanos no se produjo porque repentinamente vieran la luz o por un sentimiento de afecto hacia los aliados y los daños que les habían causado. En realidad, un peligro nuevo y totalmente inesperado había surgido en el Este, que durante un siglo había permanecido tan quieto y dócil. Para hacer frente a ese peligro, Roma sencillamente debía tener paz y calma internamente, y la concesión de la ciudadanía a los aliados italianos fue el precio que se vio obligada a pagar.

[1]

Podemos hablar del «partido reformista», del «partido popular», o de los «demagogos» o hasta de los «demócratas», pero ninguno de estos nombres son realmente exactos, en particular el último. Después de la época de los Gracos, lo que realmente hubo en Roma fueron dos conjuntos de políticos inescrupulosos, intrigantes y corruptos (con unas pocas excepciones por ambas partes) que buscaban el poder, y la riqueza aneja al poder, sin que les preocupase el medio para obtenerlo. Un conjunto de políticos, los conservadores senatoriales, estaba en el poder, y ésta era casi la única diferencia entre uno y otro. Unos y otros trabajaron duramente para destruir la República Romana, y al final lo consiguieron.

8.

Sila y Pompeyo

El Ponto

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El nuevo peligro surgió en Asia Menor, que hasta entonces nunca había planteado serios problemas a Roma. El tercio occidental había abarcado al leal aliado de Roma, Pérgamo, y ya hacía cuarenta años que era territorio romano, con el nombre de Provincia de Asia. Al noroeste de esta provincia estaba Bitinia, que un siglo antes había sido el último refugio de Aníbal (véase página 62). Ahora era un títere romano, como lo había sido Pérgamo. Al este y sudeste de Bitinia había una serie de otros reinos, todos los cuales habían sido creados después de la muerte de Alejandro Magno. Sobre la costa oriental del mar Negro, por ejemplo, estaba el Ponto, que tomó su nombre del nombre griego del mar Negro. El Ponto había sido originalmente parte del Imperio Persa, pero había estado unido a él por débiles vínculos. Después de que Alejandro Magno conquistase el Imperio Persa y después de morir, el Ponto hizo fracasar todos los intentos de los generales macedónicos de apoderarse de él. En 301 a. C. afirmó su completa independencia bajo Mitrídates I, gobernante de ascendencia persa. Al sur del Ponto estaban Galacia y Capadocia, cuya historia era semejante a la del Ponto. Galacia fue así llamada porque tribus galas que habían invadido Asia Menor dos siglos antes se habían establecido allí. Al este del Ponto, desde el mar Negro hasta el Caspio, al sur de las elevadas montañas del Caucaso, estaba Armenia. De estos reinos, el Ponto fue el que más floreció, bajo un linaje de reyes vigorosos (todos llamados Mitrídates). Luchó contra las monarquías helenísticas mayores, y sus más peligrosos enemigos fueron los seléucidas. Cuando Antíoco III fue humillado por los romanos, el Ponto tuvo ocasión de expandirse y logró dominar el mar Negro hacia el Oeste, hasta el límite con Bitinia. Cuando Roma se apoderó de Pérgamo, era rey del Ponto Mitrídates V. Al igual que los otros reyes de Asia Menor, hizo alianza con Roma y se cuidó siempre de hacer nada que ofendiese a la ciudad conquistadora. Pero hizo todo lo que pudo para aumentar el poder del Ponto y anexarse partes de Galacia y Capadocia, esforzándose por lograr que Roma aceptase este aumento de su poder. Pero en 121 a. C. fue asesinado por sus propios cortesanos y le sucedió en el trono su hijo de once años, con el nombre de Mitrídates VI (a veces llamado «Mitrídates el Grande»), Se cuentan toda clase de historias sobre Mitrídates VI. Evitó ser muerto y aun dominado por sus guardianes y parientes por pura habilidad y coraje. Recibió una educación muy vasta y se decía que había aprendido veintidós lenguas. Quizá la historia más famosa que se cuenta de él es que tomaba pequeñas cantidades de toda clase de venenos para inmunizarse a ellos. Esperaba, de este modo, evitar el asesinato por envenenamiento. (Esto sólo es posible lograrlo con respecto a muy pocos venenos, dicho sea de paso.) Cuando Mitrídates tuvo edad suficiente comenzó un vigoroso programa de expansión, principalmente en la dirección opuesta a los dominios romanos. Se apoderó de la

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legendaria tierra de Cólquida, a la que llegaron Jasón y los argonautas para obtener el vellocino de oro, según los mitos griegos. Extendió su poder también a las costas septentrionales del mar Negro, donde seis siglos antes se habían establecido ciudades griegas en lo que es ahora la Península de Crimea. Afirmó la dominación del Ponto sobre Galacia y Capadocia, y formó una estrecha alianza con Armenia. Pudo hacer todo esto sin la intervención romana, pues la atención de Roma estaba puesta concentradamente en Yugurta, al Sur, y en las hordas bárbaras del Norte. No tenía tiempo para preocuparse por un reyezuelo oriental que combatía en montañas y costas remotas. Mitrídates odiaba a Roma, la cual, durante su juventud, se había anexado un territorio que él consideraba suyo y dominaba a los reyes nativos de Asia Menor. Observaba cómo ese pueblo conquistador era humillado en África y era presa de pánico ante los bárbaros del Norte. Es cierto que había vencido, en definitiva, pero luego en la misma Italia había estallado la guerra civil. Mitrídates debe de haber pensado que no tenía nada que temer. En 90 a. C. era sin duda la mayor potencia de Asia Menor (excepto los romanos), y avanzó hacia el Oeste, apoderándose del Reino de Bitinia. Pese a la Guerra Social, Roma reaccionó inmediatamente. Bitinia era su leal aliada y Roma debía prestarle ayuda. Ordenó firmemente a Mitrídates que se retirase de Bitinia, y el monarca del Ponto, sorprendido de la cólera romana, lo hizo. Pero luego Roma estimuló a Bitinia a invadir el Ponto como venganza, y Mitrídates se enfureció. Tomó las armas contra Roma y así comenzó la Primera Guerra del Ponto, en 88 a. C. Mitrídates estaba bien preparado. Sus ejércitos, conducidos por experimentados generales griegos, se extendieron en Asia Menor como reguero de pólvora. No sólo Mitrídates ocupó los reinos nativos, sino que hasta se apoderó de la misma Provincia de Asia. Luego, como si hubiese querido quemar las naves detrás de sí, ordenó matar a todo comerciante italiano que se hallase en Asia Menor; se ha dicho que 80.000 de ellos fueron asesinados en un solo día, pero esto es probablemente una grosera exageración. Mitrídates luego envió un ejército a Grecia. Los griegos, asombrados de que alguien pudiera resistir a los arrolladores romanos, se unieron a Mitrídates en número considerable; todo el dominio romano sobre el Este parecía a punto de desplomarse. Los romanos estaban pasmados ante esta súbita irrupción del que fue su mayor enemigo desde los días de Aníbal. Era importante que actuasen de manera inmediata, pero no podían hacerlo, aunque había dos hombres calificados para recibir el honor de conducir los ejércitos romanos, pues cada uno de ellos tenía el apoyo de uno de los partidos poderosos de Roma, y ninguno quería ceder. Ambos habían estado en el Este en años recientes y ambos habían enfrentado a Mitrídates. El Senado sabía bien a cuál de los dos preferir y rápidamente nombró a Sila para que condujese a un ejército contra Mitrídates. Mario no pudo tolerar esto y abordó al tribuno Publio Sulpicio Rufo, quien estaba de parte del Senado, pero se hallaba abrumado por las deudas. Se supone con buen fundamento que Mario le prometió pagar sus deudas con los beneficios de la guerra, y Sulpicio Rufo se pasó de inmediato al bando popular.

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Hizo aprobar una ley que daba mayor importancia a los votos de los nuevos ciudadanos italianos y llevó a cantidad de ellos a Roma. Así, fue elegido Mario para comandar un ejército contra Mitrídates. Esta actitud era muy natural de parte de los italianos. Mario había estado a favor de ellos antes de la Guerra Social y durante la guerra los había combatido con lenidad, mientras que Sila había sido el principal agente de su derrota. De este modo había ahora dos generales romanos designados para conducir ejércitos romanos contra Mitrídates y ninguno de ellos podía entrar en acción mientras no se dirimiese la cuestión. Sila logró escapar de Roma y unirse al ejército que se le había asignado, el cual esperaba cerca de Nápoles. Pero no partió para Grecia. No se atrevió a hacerlo mientras su enemigo, Mario, tuviese el control de Roma. En cambio, hizo algo sin precedentes. Marchó con su ejército hacia Roma. Por primera vez en la historia, un general romano al frente de un ejército romano marchó contra la misma ciudad de Roma. (Hasta Coriolano, quien había marchado contra su ciudad natal cuatro siglos antes, lo hizo al frente de un ejército enemigo.) Así empezó la Primera Guerra Civil entre generales romanos. Otras guerras civiles iban a sumir en la confusión a Roma en el medio siglo siguiente. Mario trató de defender Roma, pero su turbulenta población no pudo resistir contra el ejército de Sila, conducido por un general decidido y capaz. Mario y Sulpicio Rufo se vieron obligados a huir. Este último fue capturado a treinta kilómetros al sur cíe Roma y muerto, pero Mario logró abrirse paso hasta la costa italiana, escapando por poco de la muerte más de una vez, y luego se dirigió a África. Finalmente, halló refugio en una pequeña isla situada frente a la costa cartaginesa. La dominación de Sila Sila era ahora un indiscutido procónsul (esto es, alguien que no es realmente cónsul, pero conduce ejércitos como si lo fuese) y se sintió suficientemente seguro como para abandonar Italia. En 87 a. C. desembarcó en Grecia e inició una gran marcha hacia el Este. Derrotó a los ejércitos griegos, y en 86 a. C. puso sitio a Atenas. Hacía muchos años que Atenas ya no estaba en condiciones de librar grandes batallas contra enemigos fuertes. Durante dos siglos no había sido más que una especie de «ciudad universitaria», llena de escuelas de filosofía y sueños de su pasada grandeza. Sin embargo, cuando los ejércitos de Mitrídates aparecieron en Grecia, Atenas sintió la tentación de correr una última aventura. Le abrió sus puertas y se entregó a las delicias de ser antirromana. Ahora Sila estaba ante sus puertas, ¿y dónde estaban los ejércitos de Mitrídates? Algunos habían sido derrotados y otros estaban en retirada. Sila tomó la ciudad en 86 a. C. y la entregó al violento saqueo de sus soldados. Fue el golpe final para la antigua ciudad. Nunca volvió a levantar la cabeza para emprender una acción independiente, por trivial que fuera.

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Sila luego se desplazó hacia el Norte, continuó derrotando ejércitos enemigos con considerable facilidad y se abrió paso por las costas septentrionales del mar Egeo en dirección a Asia Menor. En 84 a. C., Mitrídates vio que toda resistencia era inútil e hizo la paz. Esta fue bastante dura para él. Tuvo que ceder todas sus conquistas, entregar su flota y pagar una enorme indemnización. Además, se salvó por poco. Sila consideró necesario hacer la paz rápidamente, pues no disponía del tiempo necesario para destruir completamente al rey del Ponto. Los problemas estaban en Roma. Naturalmente, una vez que Sila dejó Italia, el partido popular, derrotado temporalmente, levantó cabeza de nuevo. El cónsul Lucio Cornelio Cinna, elegido justamente cuando Sila partía para Grecia, era del partido popular y trató, infructuosamente, de detenerlo. Después de la partida de Sila, Cinna trató de hacer aprobar algunas leyes propuestas por el partido popular. Pero el otro cónsul se opuso, y Cinna fue expulsado de Roma. Pero fuera de Roma pidió apoyo a los italianos y trajo de vuelta a Mario de la isla en que estaba exiliado. Juntos marcharon contra Roma y la tomaron. Mario tenía por entonces alrededor de setenta años y parecía enloquecido de odio contra su viejo enemigo, el Senado. Había salvado a Roma de Yugurta y de los bárbaros quince años antes y su recompensa había sido su permanente humillación por el Senado y su favorito, Sila. Se entregó a una orgía de venganza y mató a sus enemigos allí donde los encontró. Entre ellos, claro está, se contaban todos los senadores que pudo atrapar, y el Senado nunca volvió a recuperarse totalmente de este holocausto. Su dignidad quedó destruida, y en lo sucesivo ningún general romano vaciló en seguir sus propios planes sin consideración alguna por lo que el Senado pudiera decir. En 86 a. C., Mario y Cinna forzaron su elección como cónsules, con lo que Mario fue cónsul por séptima vez, como (según la tradición) le habían predicho en su juventud. Pero murió dieciocho días después de su elección, dejando a Cinna solo al frente de la ciudad. Todo dependía ahora de qué actitud tomase Sila. El partido popular envió un general con un ejército a Asia Menor para reemplazar a Sila, pero es difícil reemplazar a un general victorioso. El nuevo ejército se pasó al bando de Sila y su general se suicidó. Sila dejó dos legiones en Asia Menor y llevó el resto de sus ejércitos a Italia. Los sucesos que siguieron fueron casi una repetición de la Guerra Social. Cinna y los otros reformistas tenían la mayor parte de sus partidarios entre los italianos, y éstos nuevamente se enfrentaron con un ejército romano en 84 a. C., a cuyo frente se hallaba el mismo general que había combatido contra ellos cinco años antes. Los italianos no tuvieron más suerte esta vez. Cinna murió en un motín y el partido popular retrocedió cada vez más. Finalmente, en 82 a. C., Sila obtuvo una gran victoria sobre los italianos en la Puerta Colina de Roma (la misma puerta a la que se había

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aproximado Aníbal en su gran correría de siglo y medio antes). Esto puso fin a toda resistencia y a la Primera Guerra Civil. Sila obtuvo una victoria completa. Celebró un magnífico triunfo y se dio a sí mismo el nombre de Félix («feliz»). Revivió el viejo cargo de dictador que Cincinato había ocupado antaño (véase página 21), y en 81 a. C. (672 A. U. C.) se convirtió en dictador de Roma. Pero no fue un cargo de emergencia por un lapso limitado, como había sido en tiempos de Cincinato. Asumió el cargo por un período indefinido, como un monarca absoluto o un dictador en el sentido moderno. Fue ahora Sila quien inició una serie de ejecuciones de miles de sus enemigos políticos. Muchos miembros del partido popular, incluidos algunos senadores, perecieron. No era cuestión de mera crueldad o de sed de sangre. Muchos de los que eran señalados para ser ejecutados («proscriptos») no habían cometido ningún crimen particular o contra Sila, pero tenían propiedades. Una vez ejecutados por traición, sus propiedades pertenecían a la ciudad de Roma. Podían ser subastadas, y Sila o sus amigos podían pujar por ellas. Puesto que nadie osaba pujar contra ellos, la gente de Sila obtuvo propiedades prácticamente por nada. Así, la ejecución de personas fue un modo de recompensa y de enriquecimiento de Sila y sus amigos. Uno de los que podían haber sido ejecutados era un joven aristócrata llamado Cayo Julio César, sobrino del fracasado general romano de la Guerra Social al que Sila había reemplazado. El joven César era sobrino de la esposa de Mario y su propia esposa era hija de Cinna. Sila le ordenó que se divorciase de su mujer, pero César tuvo el valor de negarse. Esto podía haberle costado la vida, pero se salvó por los ruegos de su aristocrática familia. Sila perdonó la vida a César con renuencia, pero dijo con acritud: «Vigiladlo. En ese joven hay muchos Marios.» Sila se dedicó a restablecer el poder del Senado y a reducir el poder de todas las influencias que estuviesen contra el Senado. Designó nuevos senadores en lugar de los que había matado Mario, y dobló el número de ellos, de 300 a 600. Incluyó equites entre los senadores (como Druso había propuesto diez años antes), para reforzar el vínculo entre los terratenientes y los comerciantes. Debilitó drásticamente los poderes de los censores y los tribunos, y decretó que constituía un delito de traición que un general llevase su ejército fuera de la provincia que tenía asignada. También hizo revisar y actualizar el código de leyes romano, liberándolo de una dependencia demasiado estrecha de las viejas Doce Tablas (véase página 19) y permitiendo a los pretores establecer nuevos precedentes para satisfacer nuevas necesidades, pero reservó cuidadosamente todas las funciones judiciales a los senadores exclusivamente. Sila también castigó brutalmente a aquellas regiones de Italia que habían estado activamente de parte de Mario. Los restos de las culturas etrusca y samnita fueron totalmente eliminados. También hizo que esto redundase en beneficio del Senado, pues estableció a sus soldados en tierras vacías, en la esperanza de que pudieran ser en el futuro como vigorosa base del poder del partido senatorial. En 79 a. C., Sila pensó que había completado sus reformas y restablecido lo que él consideraba como los buenos viejos tiempos de Roma. Por ello renunció a la dictadura y devolvió todo el poder al Senado. Al año siguiente murió, a la edad de sesenta años.

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Pero las reformas de Sila no perduraron. Sus cambios en el código legislativo sobrevivieron, pero todo lo demás se derrumbó inmediatamente. El Senado no pudo volver a ser lo que había sido antaño, y desde entonces quedó a merced de los generales. Durante su dictadura, Sila trató de mantener la quietud en el Este. Algunos de los generales menores de allí trataron de ganar gloria mediante escaramuzas contra Mitrídates (a veces llamadas la Segunda Guerra del Ponto), pero Sila los refrenó e impuso la paz en 81 a. C. en los términos con que había concluido la primera guerra. Mitrídates, sin embargo, sabía que no podía descansar. Los desórdenes internos podían impedir a los romanos ejercer todo su poder en ese momento, pero no podía confiar siempre en tales desórdenes. Los romanos nunca le perdonarían su matanza de italianos en Asia Menor durante el 88 a. C., como nunca habían perdonado a Cartago la matanza de Cannas. La prueba de esto era que el Senado romano se cuidó mucho de ratificar la paz con Mitrídates, de modo que ésta sólo era un acuerdo personal con Sila, y Sila había muerto en 78 a. C. Por consiguiente, Mitrídates juzgó que era natural prepararse para la reiniciación de la guerra y esperar alguna oportunidad favorable para descargar el golpe. Tal oportunidad surgió en 74 a. C., cuando Nicomedes III de Bitinia murió sin dejar heredero. Nicomedes III había sido siempre un fiel partidario de Roma y había combatido con Mitrídates constantemente. Cuando sintió aproximarse la muerte, tomó la medida que juzgaba lógica para mantener a Bitinia permanentemente fuera del dominio de su enemigo del Ponto. Legó a Roma el Reino de Bitinia, que se convirtió en una provincia romana. Mitrídates declaró que ese legado carecía de validez, y, con un gran ejército, entró en Bitinia y la ocupó. Así comenzó la Tercera Guerra del Ponto; y, nuevamente, Mitrídates comenzó arrollando a todos lo que se le oponían. Cuando Sila abandonó Asia Menor, dejó el mando en manos de su ayudante de campo, que era Lucio Licinio Lúculo, un sobrino de Metelo Numídico, quien había luchado contra Yugurta. Lúculo, un hombre eficiente, pero severo y antipático, dejó las escaramuzas menores de la Segunda Guerra del Ponto a sus lugartenientes y dedicó su tiempo a reorganizar y reformar la administración de Asia Menor. En el proceso impuso pesadas multas a las ciudades que habían ayudado a Mitrídates, y parte del dinero fue a parar a sus arcas privadas. Pero ahora que Mitrídates estaba nuevamente en campaña, Lúculo emprendió una acción firme. Derrotó a Mitrídates en una serie de batallas y lo rechazó nuevamente al Ponto. En 73 a. C. invadió el Ponto mismo y obligó a Mitrídates a huir al Este, a Armenia. Armenia estaba gobernada entonces por un monarca fuerte, Tigranes, que había subido al trono en 95 a. C. y se había fortalecido mediante las conquistas y las reformas, como había hecho Mitrídates en el Ponto. Tigranes se casó con la hija de Mitrídates, y ambos reinos habitualmente actuaban como aliados. Tigranes ayudó a Mitrídates desde el comienzo, aunque hasta entonces se cuidó de emprender acciones militares concretas.

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Fue a la corte de su yerno a donde Mitrídates huyó. Tigranes, impresionado por las victorias romanas, podía haberlo entregado, pero los embajadores romanos que fueron en 70 a. C. a exigir tal entrega se mostraron innecesariamente arrogantes, y el armenio, ofendido, decidió luchar. Lúculo inmediatamente tomó Armenia y derrotó al grande pero no muy bien adiestrado ejército de Tigranes, tras lo cual tomó la capital armenia en 69 a. C. mientras Tigranes y Mitrídates huían. Lúculo se lanzó en su persecución. Pero el carácter duro y severo de Lúculo no lo hacía agradable a sus hombres, quienes se encontraron desplazándose cada vez más hacia el Este a través de escarpadas montañas dirigidos por un general impopular y se rebelaron. Como resultado de ello, Lúculo se vio obligado a retirarse al Oeste, mientras Tigranes y Mitrídates lograban recuperar al menos partes de su territorio. Lúculo ya no pudo hacer nada con sus tropas rebeldes, y en 66 a. C. fue llamado a Roma. Aquí era tan impopular como en Asia Menor, por lo que no trató de meterse en política. El partido popular trató de postergar su triunfo, pero finalmente lo obtuvo, con el sobrenombre de «Póntico». Luego se retiró a una villa rural y usó el dinero que había arrancado a los infelices habitantes de Asia Menor para vivir en medio de un gran lujo. Lúculo adquirió particular renombre por las elaboradas cenas que daba y los costosos platos que preparaba. Se creía que había sido el primero en llevar a Roma una pequeña fruta roja de Ceraso, ciudad del Ponto. Los romanos dieron a la fruta el nombre de la ciudad, de donde proviene «cerise» en francés, «cherry» en inglés y «cereza» en español. Lúculo invitaba a muchas personas a su mesa. En una ocasión en que se había preparado una cena particularmente elaborada, sus sirvientes le preguntaron a quién estaba destinada la cena, pues no se habían enviado invitaciones. «Esta noche —exclamó Lúculo— el invitado de Lúculo es Lúculo», y cenó a solas. Desde entonces, la frase «Lúculo cena con Lúculo» se ha usado como expresión de un lujo extremado y una «fiesta a lo Lúculo» es una comida de una suprema exquisitez. Sin duda, Lúculo también gozó de las cosas más refinadas de la vida. Protegió a poetas y artistas, gozó de su compañía, reunió una magnífica biblioteca y escribió (en griego) una historia de la Guerra Social, en la que había combatido bajo el mando de Sila. Nuevos hombres Después de la muerte de Mario y de Sila, nuevos hombres comenzaron a surgir en Roma. El que tuvo más éxito de ellos, en un principio, fue Gnaeus Pompeius, comúnmente conocido en castellano como Pompeyo. Nació en 106 a. C. y de joven luchó junto a su padre contra los aliados italianos en la Guerra Social. Aunque la familia era plebeya y aunque el padre de Pompeyo trató de

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mantener una cautelosa neutralidad en la lucha entre Mario y Sila, las simpatías del joven Pompeyo iban hacia los aristócratas senatoriales. Mientras Mario y Cinna tuvieron a Roma bajo su dominación, Pompeyo trató discretamente de pasar inadvertido y logró mantenerse vivo. Al oír que Sila volvía de Asia Menor se apresuró a unirse a él, después de reunir un ejército por su cuenta. Combatió al lado de Sila y lo hizo tan bien que se ganó la gratitud del dictador. Sila lo envió a Sicilia a hacerse cargo de las fuerzas partidarias de Mario que había allí, y Pompeyo tuvo tanto éxito que, al volver en 81 a. C., Sila le otorgó un triunfo, aunque no reunía los requisitos para ello: no era un funcionario gubernamental y carecía de la edad suficiente. Sila también le otorgó el nombre adicional de «Magnus» («el Grande»), que era más bien exagerado. La carrera militar de Pompeyo siguió siendo afortunada aun después de la muerte de Sila. En 77 a. C. derrotó a un general romano, Marco Emilio Lépido, que se había rebelado contra la política de Sila. Lépido tuvo que huir a España, que era por entonces el centro de la facción partidaria de Mario. España se hallaba a la sazón bajo el mando del general Quinto Sertorio. Se había retirado al Oeste cuando Sila se apoderó de Roma. Combatió en España y en el África del Noroeste; más tarde, algunas tribus rebeldes españolas le pidieron que se pusiese a su frente para combatir al gobierno romano. Sertorio aceptó y estableció de hecho la independencia de España en 80 a. C. Fue un general eficiente e ilustrado que trató bien a los españoles nativos, tratando de civilizarlos según el modelo romano, formando un senado nativo y estableciendo escuelas para los jóvenes del país. Más aún, derrotó a las fuerzas regulares romanas enviadas contra él. Pompeyo juzgó natural perseguir al derrotado Lépido, y en 77 a. C. persuadió al Senado a que lo enviase a España para dar cuenta de ambos rebeldes. En realidad, no lo consiguió. Lépido murió poco después de llegar a España, pero Sertorio superaba en mucho al joven general. Pompeyo, derrotado y confundido, tuvo que pedir refuerzos a Roma. Esto era indicio suficiente de que Pompeyo no era un general de primer rango, pero siguió su buena suerte. En 72 a. C., Sertorio fue asesinado (es indudable que el asesino fue pagado con dinero romano), y pronto se derrumbó el movimiento que había creado en España. Aunque no lo merecía, se atribuyó a Pompeyo todo el mérito por esto. El interés romano por los combates de gladiadores se había convertido en una costumbre perversa y repugnante. Originalmente, esos espectáculos habían sido ejercicios en los que los contrincantes armados desplegaban su capacidad para atacar y defenderse con eficiencia. Esto era útil, porque ayudaba a los soldados a mantenerse en forma, y esa práctica les permitía salvar la vida en las batallas reales. Pero cuando llegaron a Italia esclavos extranjeros se adoptó el hábito de escoger los gladiadores entre ellos. A los romanos no les importaba mucho lo que les ocurriese a los esclavos, y les divertía hacer luchar a esos gladiadores hasta la muerte o enfrentarlos

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con bestias feroces. Hacían grandes apuestas a los gladiadores, como hoy apostamos a los boxeadores profesionales. Algunos gladiadores especialmente buenos podían sobrevivir largo tiempo y hasta conquistar finalmente su libertad, mas para la mayoría su vida era breve y dura, y su muerte sangrienta. Había un gladiador que era originario de Tracia (la región que está al norte del mar Egeo y al este de Macedonia) y se llamaba Espartaco. Había sido capturado por los romanos (quizá después de haber desertado del ejército romano) y, por su talla y fortaleza, enviado a una escuela de gladiadores. En 73 a. C. persuadió a una cantidad de otros gladiadores a escaparse de la escuela y usar sus armas contra sus amos romanos, en vez de hacerlo unos contra otros. Se escaparon setenta gladiadores, a quienes se unieron pronto otros esclavos ansiosos de tratar de recuperar su libertad. Así comenzó la Guerra de los Gladiadores o la Tercera Guerra Servil. En las dos primeras guerras de este tipo había sido Sicilia la que había sufrido. Ahora fue Italia la que se vio obligada a enfrentarse con los horrores de una guerra de esclavos, y, lo que era peor aún, esta vez los esclavos estaban dirigidos por un hábil jefe. Durante dos años, Espartaco derrotó a todos los ejércitos romanos enviados contra él. En la cúspide de su poder tuvo 90.000 hombres bajo su mando y dominó casi toda la Italia Meridional. En 72 a. C. se abrió camino hacia el Norte, hacia los Alpes, con la intención de abandonar Italia y conquistar la libertad permanente en las regiones bárbaras del Norte. Pero sus hombres, engañados por sus victorias iniciales, prefirieron permanecer en Italia para obtener un rico botín, y Espartaco tuvo que volver al Sur nuevamente. Por fin los romanos hallaron al hombre capaz de salvarlos, el pretor Marco Licinio Craso. Este, nacido alrededor del 115 a. C., pertenecía a una conocida familia conservadora. Su padre y su hermano estaban entre los que habían muerto a manos de Mario y Cinna, y él había salvado su vida porque se marchó apresuradamente de Italia. Cuando Sila volvió, Craso —como Pompeyo— se unió inmediatamente a él y — también como Pompeyo— se convirtió en uno de los favoritos de Sila. Craso fue uno de los que se enriqueció como resultado de las proscripciones de Sila. Reunió todas las propiedades que pudo de las que habían sido confiscadas y no vaciló (según algunos relatos) en hacer ejecutar a personas inocentes cuyas propiedades codiciaba. Se ganó la horrible reputación de ser un monstruo de codicia, pero se convirtió en el hombre más rico que había existido nunca en Roma y fue llamado «Crassus Dives», o sea, «Craso el Rico». Se cuentan muchas historias sobre la inescrupulosa búsqueda de oro por Craso. Roma tenía muchas casas de apartamentos de madera destartalados, donde los pobres vivían en la mayor miseria. Pero la ciudad no tenía nada semejante a un moderno cuerpo de bomberos, de modo que, cuando se producía un incendio en los edificios de madera repletos de gente, grandes partes de la ciudad desaparecían en las llamas.

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Craso organizó un cuerpo de bomberos propio, que enviaba rápidamente a cualquier edificio que se hallase presa de las llamas y negociaba con el propietario. Después de comprar la propiedad casi por nada, y sólo entonces, hacía extinguir el fuego. A menudo compraba también propiedades vecinas, ya que también se habrían incendiado si Craso no hacía nada para impedirlo. De esta manera llegó a poseer gran parte de los bienes raíces de Roma. Sin embargo, era un soldado bastante competente, y cuando fue enviado contra Espartaco logró derrotarlo en dos encuentros. En el segundo de ellos, que tuvo lugar en 71 a. C., Espartaco halló la muerte y su ejército fue prácticamente destrozado. Pompeyo retornó de España en ese momento y participó en las acciones. El y Craso barrieron los restos dispersos de los rebeldes, y nuevamente Pompeyo obtuvo por ello más honores de los que merecía. Tan feroz y cruelmente fueron castigados los esclavos capturados que Roma nunca más volvería a pasar por otra insurrección de esclavos. Pompeyo se llevaba bien con Craso por entonces. La riqueza de Craso no bastaba para hacerlo socialmente aceptable ante la aristocracia senatorial y se vio obligado a volverse hacia el pueblo, ante el cual empezó a adoptar actitud de filántropo. Prestaba dinero sin interés, hizo una costumbre de hablar en defensa de individuos que eran llevados ante los tribunales y que no podían permitirse pagar un abogado, etc. En cuanto a Pompeyo, el Senado se volvió cada vez más receloso de él y de sus éxitos. Era demasiado joven y demasiado popular entre sus tropas para que el Senado se sintiese seguro de él. Pompeyo se percató de ello y empezó a ponerse contra el Senado. La miopía del Senado era grande en todo esto, pues una vez que Pompeyo y Craso unieron sus fuerzas, pudieron hacer una campaña para obtener el consulado, y lo ganaron en 70 a. C. Como cónsules, inmediatamente empezaron a debilitar al Senado. Restablecieron los poderes de los tribunos y los censores, de modo que, sólo ocho años después de la muerte de Sila, toda su obra quedó deshecha, y ello por obra de dos de sus favoritos, contra los cuales se había opuesto el Senado estúpidamente. Pompeyo y Craso también se dispusieron a reformar los tribunales, que Sila había dejado exclusivamente en manos del Senado y que seguían siendo notoriamente corruptos. Un ejemplo particularmente repugnante de esto era un político romano llamado Cayo Verres, individuo inescrupuloso y sin principios, cuya única finalidad en la vida era robar. En un principio había sido partidario de Mario, pero se pasó al bando de Sila cuando comprendió que éste iba a ganar. Sila le perdonó los robos que ya había cometido y lo envió a Asia para formar parte del equipo del gobernador de esta provincia. Ambos robaron desvergonzadamente a los impotentes provincianos, pero, cuando fueron llevados a juicio en Roma, Verres presentó tranquilamente documentos oficiales contra el gobernador y él quedó libre de cargo. Más tarde, en 74 a. C., fue nombrado gobernador de Sicilia, donde procedió a enriquecerse aún más. Era habitual, desde luego, que los gobernadores se enriqueciesen por medios ilegales. Luego, cuando terminaban en sus funciones y los provincianos

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presentaban juicio contri ellos ante el Senado, era habitual que éste hiciera la vista gorda. Todo senador esperaba su oportunidad para hacer una buena operación o ya la había hecho. Pero el saqueo debía estar dentro de ciertos límites, Verres no conocía límite alguno. Batió todos los récords de villanía. Sus robos eran increíbles, y hasta robó a la misma ciudad de Roma, pues se embolsó un dinero que se le había dado para pagar a los barcos cargados de cereales que los transportaban de Sicilia a Roma. Por entonces se estaba destacando en Roma otro hombre: Marco Tulio Cicerón. Cicerón, nacido en 106 a. C., no era un guerrero, pues había sido bastante enfermizo en su juventud, sino que era un intelectual. Cuando joven, había servido en las filas durante la Guerra Social; ésta fue su única experiencia militar, y no duró mucho. En la Guerra Civil, sus simpatías habían estado con Sila, pero consiguió evitar el verse obligado a combatir. En cambio, se dedicó a adquirir una educación, viajando por todo el Este culto para tomar clases de grandes maestros. A su retorno a Roma, en 77 a. C., se casó con Terencia, rica mujer de mucho carácter que lo dominó (pues tampoco era un luchador en su casa). Cicerón tenía dones naturales de escritor y orador. En el Este aprendió oratoria y llegó a ser el más grande orador de la historia romana. Sólo él puede ser comparado con Demóstenes, el gran orador griego que vivió dos siglos antes que Cicerón. Mientras se tratase de hablar, Cicerón podía combatir vigorosamente, atacar con energía y ganar. En aquellos días, las decisiones legales tomadas por los tribunales no siempre dependían de los elementos de juicio. A menudo los jueces (y el pueblo) eran persuadidos por la oratoria de los abogados, quienes trataban deliberadamente de despertar los prejuicios y las emociones en beneficio de sus clientes. Cicerón lograba esto de maravilla, gracias a su genio oratorio, y pronto se convirtió en un abogado muy cotizado. Cicerón había prestado servicios en Sicilia en 75 a. C., y como era un hombre honesto, los sicilianos confiaban en él. Cuando Verres dejó su cargo en Sicilia en 70 a. C., fue naturalmente a Cicerón a quien apelaron los sicilianos. Le pidieron que los defendiese en un juicio contra Verres. Cicerón aceptó el caso alegremente, aunque Verres era apoyado por casi toda la aristocracia senatorial. (Afortunadamente, el juez que tuvo a su cargo el caso era uno de los pocos senadores honestos.) Durante meses, los senadores ensayaron toda clase de argucias para lograr la absolución de Verres. Buscaron un hábil abogado que lo defendiese, trataron de reemplazar a Cicerón por un acusador títere, retrasar el juicio para que otro juez entendiera en el caso, etc. Todo lo que consiguieron fue que el juicio adquiriera cada vez más publicidad, mientras Cicerón frustraba hábilmente todas sus maniobras. Finalmente, Cicerón empezó a presentar las pruebas contra Verres, y la culpabilidad del gran ladrón quedó tan abrumadoramente de manifiesto que no hubo discusión posible. Verres huyó a Massilia y fue condenado en ausencia. (Pero se llevó muchos de los bienes robados y vivió confortablemente durante otro cuarto de siglo.)

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El caso de Verres contribuyó a reducir un poco el grado de deshonestidad en las provincias, pero su principal resultado fue el triunfo de Cicerón. También contribuyó a reducir el prestigio del Senado, por lo que Pompeyo y Craso no tuvieron dificultades para hacer aprobar su programa de reformas de los tribunales un año después del juicio. Pompeyo limpia el Oriente Pompeyo fue entonces un gran favorito del pueblo. Había obtenido victorias en Sicilia, Italia y España; había roto con la aristocracia y había demostrado ser un triunfal campeón del pueblo y la reforma. ¿Qué otros problemas había para que él los resolviera? Ciertamente, el Este se hallaba aún agitado por obra del incansable Mitrídates. Por el momento Lúculo se hacía cargo de la situación y obtenía victorias en Ponto y Armenia (véase página 89). Pero había otros problemas más cerca de Roma. Cuando Roma debilitó a la última ciudad comercial griega de importancia, Rodas, eliminó a una valiosa fuerza policial contra los piratas. Ahora todo el Mediterráneo estaba plagado de ellos, mucho más que en los tiempos de la piratería ilírica de casi dos siglos atrás (véase página 45). Era casi imposible que los barcos hiciesen la travesía desde un punto del ámbito romano hasta otro sin pagar tributo o ser destruidos. Los mismos cargamentos de cereales destinados a Roma eran interceptados, por lo que el precio de los alimentos en ésta subían constantemente. Peor aún, los piratas de tanto en tanto hacían correrías por las ciudades, raptando hombres, mujeres y niños, y vendiéndolos a los tratantes de esclavos, quienes se cuidaban de hacer muchas preguntas. Las mismas costas de Italia no eran inmunes a su cruel actividad. (Paradójicamente, los piratas eran a menudo esclavos escapados que se dedicaban a la piratería como único modo de permanecer en libertad.) Las guerras de Roma contra los aliados, contra los esclavos y sus propias guerras intestinas le habían impedido emprender una acción firme contra los piratas. En 74 antes de Cristo se había anexado la ciudad griega de Cirene, situada sobre la costa africana, al oeste de Egipto. Durante dos siglos, Cirene había formado parte del Egipto Tolemaico; finalmente se había convertido en una guarida de piratas, pero su anexión por Roma puso fin a esa situación. Pero quedaban otros centros piratas. Uno de ellos estaba en la isla de Creta, al noroeste de Cirene, y otro estaba en Cilicia, en la costa sudoriental de Asia Menor. En 68 a. C., Quinto Cecilio Metelo Pío (hijo del Metelo Numídico que había luchado con éxito contra Yugurta) se lanzó al mar contra los piratas. Había sido uno de los más triunfantes generales de Sila, y tampoco ahora le faltaron éxitos, pues conquistó Creta, y esta isla se convirtió en provincia romana en 67 a. C. Pero los piratas aún tenían Cilicia. Por ello, en 67 a. C., Pompeyo fue llamado a terminar esa tarea. Se le dio el mando sobre toda la costa mediterránea hasta una distancia de ochenta kilómetros tierra adentro, por tres años, y se le dieron órdenes de destruir a los piratas. Tan grande era la confianza de Roma en Pompeyo que los precios de los alimentos cayeron apenas se hizo pública la noticia de su designación.

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Y Pompeyo no defraudó a Roma. Tomó medidas de máximo rigor. En poquísimo tiempo limpió de piratas el Mediterráneo Occidental; luego navegó hacia el Este, derrotó a la flota pirata frente a Cilicia y logró la rendición con promesas de perdón y trato suave. Todo ello sólo le llevó tres meses. Si antes Pompeyo era popular, ahora se convirtió en el niño mimado de Roma. Era evidente que Lúculo, dado el amotinamiento de su ejército, ya no era muy útil contra Mitrídates, y Pompeyo fue nombrado en su reemplazo. Pompeyo marchó al interior de Asia Menor, donde Lúculo había hecho todo el trabajo duro, pero fue nuevamente a Pompeyo a quien se atribuyó el mérito. Pompeyo derrotó fácilmente a Mitrídates, quien otra vez tuvo que retroceder hacia el Este y buscar seguridad en Tigranes de Armenia. Pero Tigranes ya tenía suficiente. Evitó problemas mayores negándole la entrada a Mitrídates y aceptando la dominación romana. Mitrídates huyó al norte del mar Negro, donde Pompeyo no quiso seguirlo. Durante un tiempo, Mitrídates pensó en reunir una gran horda de bárbaros e invadir la misma Italia, pero los pocos seguidores que le quedaban empezaron a rebelarse contra sus inútiles guerras con Roma. Cuando su propio hijo pasó a la oposición, Mitrídates finalmente cedió y, en 63 a. C., se suicidó y puso fin a su largo reinado de cincuenta y siete años. Mientras tanto, Pompeyo se dedicó a limpiar el Oriente. El Ponto fue convertido en provincia romana en 64 antes de Cristo, y Cilicia en otra ese mismo año. Ahora prácticamente toda la costa de Asia Menor era romana. En el interior había unas pocas regiones, como Capadocia y Galacia, que permanecían sujetas a la dominación nominal de gobernantes nativos. Pero estaban firmemente bajo el puño romano y treinta o cuarenta años más tarde también se convirtieron en provincias.

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Resueltos los problemas en Asia Menor, Pompeyo se dirigió al Sur y marchó a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo. Allí encontró al último resto del Imperio Seléucida que, bajo Antíoco III, siglo y cuarto antes, había osado desafiar a Roma. Ahora estaba reducido a un pequeño reino que sólo poseía la región de Siria que rodeaba a su capital, Antioquía. Durante un siglo, la historia seléucída había consistido casi enteramente en luchas entre diversos aspirantes a un trono cada vez más inútil. El poseedor del trono en ese momento era Antíoco XIII, puesto allí cuatro años antes por Lúculo. Pompeyo decidió dar término a esa inútil confusión. Derrocó a Antíoco y anexó el territorio a Roma con el nombre de Provincia de Siria. Al sur de Siria estaba la tierra de Judea. Un siglo antes, Judea se había rebelado contra el Imperio Seléucida y había conquistado su independencia bajo un linaje de gobernantes conocidos como los Macabeos. Judea prosperó bajo ellos, al principio, pero luego su historia también fue sólo una larga serie de querellas entre diferentes miembros de la familia gobernante. Cuando llegó Pompeyo, dos hermanos de la familia macabea estaban librando una guerra civil: Uno de ellos era Hircano y el otro Aristóbulo, ambos judíos pese a sus nombres griegos. Cada hermano trató de ganar para sí el apoyo del poderoso romano. Pompeyo exigió la rendición de todas las fortalezas de Judea. Esta exigencia fue rechazada, y Jerusalén se negó a permitirle entrar en ella. Pompeyo la asedió durante tres meses, y luego los tercos judíos cedieron con renuencia.

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Pompeyo tomó la ciudad y, por curiosidad, entró en el sanctasantórum del Templo, el recinto más sagrado del Templo, en el que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote, y aun él sólo en el Día de la Expiación. Sin duda, muchos judíos esperaban que Pompeyo muriese en el lugar, como resultado de la cólera divina, pero salió de allí totalmente indemne. Sin embargo, es interesante el hecho de que a partir de entonces, desde el momento de su violación del Templo, terminaron los éxitos de Pompeyo. El resto de su vida fue un largo y frustrante fracaso. En 63 a. C., Pompeyo puso fin al linaje de los Macabeos como reyes, pero permitió a Hircano conservar el cargo de Sumo Sacerdote. Como poder real en Judea (bajo supervisión romana), Pompeyo puso a Antípatro, que no era judío de nacimiento, sino idumeo, esto es, oriundo de la región situada al sur de Judea. Antípatro fue un leal aliado de Roma, y desde ese momento Judea permaneció firmemente bajo la dominación romana. Pompeyo estaba entonces en la cima del mundo. En 61 a. C., a la edad de cuarenta y cinco años, retornó a Italia y recibió el más magnífico triunfo que Roma había visto hasta esa época. El Senado tenía terror de que Pompeyo usase su ejército para imponerse como dictador en Roma, a la manera de Sila, pero Pompeyo no tenía el temperamento de Sila. En cambio, disolvió su ejército y pasó en Roma a ser un ciudadano más. Indudablemente, Pompeyo supuso que ahora dominaría el mundo por la mera magia de su nombre, sin necesitar el apoyo de un solo soldado. Si fue así, estaba equivocado. Escipión el Africano no pudo dominar a Roma por la magia de su victoria sobre Aníbal, ni Mario por la magia de su victoria sobre cimbrios y teutones. Tampoco iba a lograrlo Pompeyo. Para dominar Roma hacía falta gran astucia, una cabeza fría, una gran capacidad para idear ardides... y un ejército. Pompeyo no tenía ninguna de estas cosas.

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El triunvirato

La conspiración de Catilina Mientras Pompeyo estaba en Asia, Craso había estado ascendiendo como líder del partido popular. Tenía como partidario al encantador pero extravagante aristócrata Cayo Julio César, quien había osado resistirse al mismo Sila y no había sido castigado. César, nacido en 102 a. C., pertenecía a una de las más antiguas y más nobles familias de Roma, por lo que se habría supuesto que estaría firmemente de parte de los conservadores del Senado. Pero había nacido el año de la gran victoria de Mario sobre los bárbaros; su tía se había casado con Mario, y él mismo se había casado con la hija del compañero de Mario, Cinna. Al parecer, César experimentaba un fuerte vínculo emocional con la memoria de Mario, y esto lo llevó al bando del partido popular. Prudentemente, después de su refriega con Sila, en la que perdió propiedades y posición, aunque salvó la vida, no tentó al destino. Abandonó Italia para incorporarse a los ejércitos romanos que combatían en Asía Menor y no volvió hasta que Sila murió. Entonces, como Cicerón, se hizo famoso como orador ante los tribunales. En verdad, en cuanto a habilidad oratoria, sólo Cicerón lo superó. En 76 a. C. zarpó hacia la isla de Rodas para estudiar oratoria aún más a fondo con los mejores maestros griegos. En el camino fue capturado por los piratas, quienes pidieron un rescate por él. Pedían algo así como 100.000 dólares en dinero moderno. Mientras amigos y parientes trataban de reunir el dinero, César encantó a sus capturadores (encantaba a todo el mundo). Al parecer, lo pasaban muy bien todos y, en el curso de una conversación amistosa, los piratas preguntaron a César qué haría cuando estuviese libre. César respondió tranquilamente que retornaría con una flota, capturaría y haría ejecutar a quienes ahora pedían rescate por él. Los piratas se rieron de la broma. Pero cuando llegó el rescate de César y éste estuvo libre, procedió a reunir barcos, volvió, capturó a los piratas y los hizo ejecutar... como había prometido. Con el joven y alegre aristócrata no se jugaba. Después de una breve estancia en Rodas, César pasó nuevamente a Asia Menor y prestó servicios contra Mitrídates. Luego volvió a Roma y decidió entrar en la política de lleno. Se hizo elegir para diversos cargos, comprando popularidad. Derramó como agua la riqueza que había heredado, para que nadie quedase con las manos vacías; patrocinó enormes juegos para el populacho y encantó a todo el mundo con su dadivoso y alegre modo de vida. Más aún, hizo suya la causa de Mario, cuya memoria todavía era venerada por muchos entre el pueblo. Sila había hecho quitar la estatua de Mario y los trofeos en su honor que estaban en el Capitolio. Pero en el 68 a. C., cuando murió la tía de César (la viuda de Mario), César hizo audazmente figurar un busto de Mario en la procesión fúnebre. Luego, en 65 a. C., hizo reponer la estatua y los trofeos de Mario en el Capitolio. El Senado estaba horrorizado, pero no se atrevió a actuar por temor al rugido de alegría de la multitud.

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Las increíbles extravagancias de César agotaron completamente su fortuna y lo dejaron con deudas de millones de dólares. Esto podía haber acarreado su destrucción, pero no fue así. Craso comprendió la utilidad de un individuo como César: buen orador, lleno de encanto para el pueblo y con una contante necesidad de dinero. Si Craso proporcionaba el dinero, podría contar con el encanto, el ingenio y la popularidad de César para su propio provecho, y César podía seguir siendo extravagante. El partido popular atrajo a muchas personas que, por una u otra razón, querían socavar la sociedad romana y poner en marcha algún género de revolución. No siempre era por idealismo o por simpatías hacia los pobres y oprimidos. A veces, quienes deseaban un cambio sólo lo deseaban para obtener poder, riqueza o venganza. Uno de esos revolucionarios egoístas era un noble cargado de deudas, Lucio Sergio Catilina. Como César, pertenecía a una familia aristocrática, y, como César, se había arruinado por extravagancia. Pero, a diferencia de César, carecía de atractivo y del don del éxito. Las únicas descripciones que tenemos de Catilina son las de sus enemigos e indudablemente son muy exageradas. Pero, aunque sólo una parte de lo que se dice de él fuese verdad, de ello se desprende que era una persona horrible, cruel, viciosa y hasta un asesino. Había sido partidario de Sila y miembro del partido conservador. Pero cuando su situación financiera tocó fondo no vaciló en volverse violentamente contra los conservadores para salir del paso. Pensó que el único modo en que podría liberarse de sus deudas era hacerse elegir cónsul. Para lograrlo cortejó al partido popular, favoreciendo su programa de división de la tierra entre los que carecían de ella y de saquear las provincias en beneficio de Roma. Craso lo apoyó, como apoyó a César, pero Catilina no logró el consulado. Empezó a planear la realización de un plan mucho más desesperado: la de asesinar a los cónsules y saquear a la ciudad misma. (Al menos esto era lo que decían sus enemigos.) Es dudoso que Craso y César siguieran apoyando a Catilina en este siniestro plan. Parece improbable que Craso quisiese ver a Roma trastornada y saqueada, cuando él mismo era el más rico cebo posible para el saqueo. Quizá no conocía los planes más extremos de Catilina; o quizá los planes de Catilina no fuesen tan radicales como decían sus enemigos. Sea como fuere, los conservadores luego afirmaron que Craso y César estaban totalmente comprometidos en la conspiración; y la mayoría de los historiadores parecen creer que así fue. Contra Catilina se alzó resueltamente el líder de los conservadores del Senado, Marco Porcio Catón, bisnieto y tocayo del viejo Catón el Censor. (Este nuevo Catón es llamado a veces «Catón el Joven» y a veces «Catón de Utica», por el lugar en que murió.) Catón el Joven era un modelo de rígida virtud. Había prestado servicios en Asia bajo el mando de Lúculo, cuya severa disciplina admiraba mucho. Catón condujo deliberadamente su vida según los principios implícitos en las historias que se contaban

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sobre los antiguos romanos. Como siempre hacía ostentación de su virtud, fastidiaba a otras personas; como jamás toleraba las debilidades humanas de los demás, los encolerizaba; y como nunca aceptaba compromisos, finalmente era derrotado. (Las generaciones posteriores, que no tuvieron que tratar con él, admiraron mucho su rígida honestidad y su inflexible devoción a sus principios.) Contra Catilina también estaba Cicerón, que no pertenecía al partido senatorial ni al popular. En general, Cicerón fue un hombre amable, noble y honesto, con elevados principios. Cicerón tenía la honestidad de Catón sin su presunción. Pero no era un hombre fuerte. A menudo permanecía indeciso con respecto al curso de acción que debía seguir en casos particulares, y esta indecisión le hacía parecer a veces un cobarde. Pero en esta ocasión Cicerón actuó con la mayor decisión de su vida. Se presentó como candidato al consulado para el 63 a. C. contra Catilina, y fue elegido. Como cónsul, Cicerón emprendió rápidamente la acción. Por indiscreción de uno de los conspiradores, Cicerón obtuvo un conocimiento específico de algunos de los planes de la conspiración, que incluían el intento de asesinar al mismo Cicerón. Reunió diligentemente nuevas pruebas. Además, se previno contra una posible insurrección militar. Hizo guarnecer de hombres las murallas de Roma, armó a los ciudadanos y luego convocó a una reunión del Senado. Catilina tuvo el descaro de aparecer en la reunión, pues a fin de cuentas era senador. Cicerón se levantó y pronunció el discurso más elocuente y eficaz de su vida, exponiendo frente a Catilina todos los planes, las acciones y las intenciones de éste. A medida que hablaba, los senadores que estaban sentados cerca de Catilina se alejaron de él, dejando al conspirador solo y rodeado de asientos vacíos. Las apasionadas palabras de Cicerón le dieron el triunfo, y Catilina, no osando permanecer en Roma, escapó por la noche para unirse al ejército que estaban reclutando sus asociados. Ahora estaba en abierta rebelión contra Roma, cuyo pueblo fue enfurecido por un segundo elocuente discurso de Cicerón pronunciado en el Foro Romano. Cicerón luego descubrió pruebas de que los amigos de Catilina dentro de Roma estaban en conversaciones con representantes de las tribus aún no conquistadas de la Galia Central y Septentrional. El plan era, presuntamente, que los galos atacasen las fronteras romanas, mientras Catilina daba el golpe en el corazón de Roma. Los conspiradores que estaban en la ciudad fueron inmediatamente capturados y se planteó el problema de qué hacer con ellos. Según la ley romana, debían ser juzgados, pero Cicerón los hizo ejecutar de inmediato (fueron «linchados», diríamos hoy). Temía que, en caso de cumplir con la ley, pudiesen escapar mediante sus influencias y por la corrupción. Craso se mantuvo prudentemente al margen, pues conocía los rumores sobre sus relaciones con la conspiración. César, sobre quien corrían los mismos rumores, fue más audaz. Pronunció un enérgico discurso instando a que los conspiradores fuesen juzgados, no linchados. Tan persuasivo estuvo que por un momento pareció que la ley prevalecería sobre el linchamiento.

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Pero entonces se levantó Catón el Joven y habló tan eficazmente que la opinión cambió de nuevo, y los conspiradores fueron ejecutados sin juicio. Un ejército romano se enfrentó con el de Catilina a 360 kilómetros al norte de Roma y Catilina fue derrotado. Tomó la única decisión que le parecía posible y se suicidó, en 62 a. C. El fin de la conspiración de Catilina llevó a Cicerón a la cúspide de su carrera política. Durante un momento, breve, fue aclamado como el salvador de Roma o, con las lisonjeras palabras de Catón, como «el padre de la patria». El gobierno de los tres líderes Cicerón, que era un hombre vanidoso, probablemente pensó que su vida sería ahora un largo camino lleno de gloria, pero no fue así. En primer lugar, había vuelto Pompeyo, el invencible general que había puesto todo el Este a los pies de Roma, había barrido a los piratas, dado fin a la permanente amenaza de Mitrídates, doblegado a Armenia y borrado a Siria y Judea de un manotazo. Pompeyo recibió un magnífico triunfo y luego, confiando totalmente en que no se le negaría nada, aunque hubiese disuelto su ejército, pidió al Senado que ratificase todos sus actos en el Este. Pidió que fuesen ratificados en una sola gran votación todos los tratados de paz que había firmado, las provincias que había anexado y los reyes que había creado o quitado. Pidió también que se distribuyesen tierras entre sus soldados. Tenía la completa seguridad de que el Senado respondería con un estruendoso «Sí» a todos sus pedidos. Pero no fue así. Como Cicerón, Pompeyo descubrió que la gloria del último año no conmovía a los hombres de ese año. Para humillación y sorpresa de Pompeyo, la recompensa por disolver su ejército fue la pérdida de todo poder. Algunos senadores recelaban de él, otros le envidiaban. Catón pidió que cada uno de los actos de Pompeyo fuese discutido separadamente. Lúculo (a quien Pompeyo había reemplazado y cuya dura labor había servido para aumentar los laureles de Pompeyo) fue particularmente enconado. Atacó sin reservas los actos de Pompeyo. Craso sentía envidia hacia Pompeyo, por lo que también el partido popular estuvo contra el general. Mientras la olla política bullía, César estaba ausente. Inseguro sobre las intenciones de Pompeyo y consciente de que la conspiración de Catilina lo había manchado, se marchó a España antes del retorno del general. En España, César derrotó a algunas tribus rebeldes en los tramos occidentales de la provincia, con lo cual logró dos cosas. Primero, reunió por uno u otro medio riquezas suficientes como para pagar sus deudas con Craso y otros; segundo, empezó a ganar reputación militar. Cuando retornó a Italia en el 60 a. C. halló una situación favorable para él. Pompeyo, frustrado y colérico, estaba dispuesto casi a cualquier cosa para vengarse de los conservadores del Senado, con tal que alguien le dijera qué tenía que hacer. Y César estaba muy dispuesto a servirle de consejero. César le propuso unir sus fuerzas: Pompeyo, el gran general, con César, el brillante orador. Sólo necesitaban dinero, y Craso podía proporcionarlo. Había que unirse

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también con él. Pompeyo y Craso estaban en malos términos, sin duda, pero César estaba seguro de que podía arreglar eso, y lo hizo. Por tanto, los tres acordaron actuar conjuntamente en beneficio unos de otros. Así se formó el Primer Triunvirato (palabra proveniente de una frase latina que significa «tres hombres»). César tenía razón. Con el dinero de Craso, la reputación militar de Pompeyo y la capacidad política de César, los tres hombres dominaron Roma. Cicerón, pese a su momento de gloria en la lucha contra Catilina, fue olvidado, mientras que Catón y su grupo conservador se hallaron impotentes. César fue fácilmente elegido cónsul para el 59 a. C., y como cónsul defendió lealmente los intereses de los otros miembros del triunvirato. El otro cónsul era un conservador y trató de poner obstáculos, pero César (como había predicho antaño Sila) era un hombre más decidido y menos fácil de confundir que Mario. Sencillamente expulsó al otro cónsul del Foro y lo obligó a permanecer prisionero en su propia casa. Luego desempeñó su mandato como prácticamente único cónsul. Hizo que todos los actos de Pompeyo en el Este fuesen ratificados y tomó medidas para que los soldados de Pompeyo recibiesen lotes de tierras en Italia. El único hombre con valentía suficiente para resistir a César, pese a todas las amenazas de prisión o muerte, fue Catón. Por ello, César lo hizo nombrar gobernador de la distante isla de Cirena, y tuvo que marcharse. Cicerón, que era otro oponente, era menos valiente que Catón. Podía ser intimidado, y para tal fin César lanzó contra el gran orador a un hombre depravado. Se trataba de Publio Clodio, un aristócrata completamente inescrupuloso, engreído, autoritario y desenfrenado. Constantemente provocaba trastornos que habitualmente redundaban en su propio perjuicio. Había prestado servicio bajo Lúculo (su cuñado) en Asia Menor, pero no ganó reputación militar. Primero atrajo mucho la atención en 62 a. C., cuando, en una broma insensata, se entrometió en ciertos ritos religiosos que se llevaban a cabo en casa de César. En ellos sólo podían participar mujeres, pero Clodio se disfrazó de mujer y quiso intervenir en los ritos, pero fue descubierto por la madre de César y llevado a juicio por sacrilegio. Fue absuelto gracias a los pródigos sobornos que distribuyó. Corrían rumores de que había podido efectuar su broma de mal gusto porque se entendía con la segunda mujer de César, Pompeya. (Después de todo, Clodio era un villano de hermosa apariencia, hasta el punto de que recibió el apodo de «Pulcher», o sea «guapo».) César declaró a su mujer inocente, pero se divorció de ella de todos modos, pues la mera sospecha era intolerable para César. Se le atribuyen las palabras de que «la mujer de César debe estar por encima de toda sospecha», que se han hecho famosas como expresión de una extrema exigencia de rígida virtud. Durante el juicio de Clodio, Cicerón actuó firmemente en nombre de la acusación. Su amargo sarcasmo contra Clodio despertó el implacable odio de éste.

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En 59 a. C., Clodio se había hecho adoptar por una familia plebeya para poder aspirar al cargo de tribuno. Clodio fue elegido, en efecto, y para desacreditar a Cicerón planteó la cuestión del linchamiento de los conspiradores de Catilina de cinco años antes. Al ejecutarlos sin juicio, sostuvo, Cicerón había violado la ley y debía a su vez ser ejecutado. Cicerón respondió que la ciudad había estado en peligro y que, lejos de ser condenado, debía ser elogiado por su rápida acción. Si Cicerón hubiese sido tan audaz como César podía haber triunfado, pero le faltó coraje. Clodio tenía a su servicio a una pandilla de matones a quienes pagó para que hostigasen al pobre Cicerón. Este no podía ir de su casa a la cámara del Senado sin que sus sirvientes fuesen atacados, corriendo peligro de muerte. Cicerón cedió. Se marchó al Epiro en un exilio voluntario, triste y deprimido. En su ausencia, Clodio hizo confiscar sus propiedades. Así logró César manejar a todos los hombres poderosos de Roma. Dos de ellos, Pompeyo y Craso, estaban firmemente ligados a él. Otros dos, Catón y Cicerón, habían sido alejados. Ahora podía dar el paso siguiente, que era ganar gloria militar. Conseguido esto, podría gobernar solo. A tal fin puso su mira en la Galia. La Galia Meridional era una provincia romana, pero al Norte había vastas extensiones de territorios no conquistados que, pensó, él lograría dominar. Otros quizá habrían pensado que era demasiado optimista al respecto. Era un hombre de edad mediana por entonces, de cuarenta y cuatro años. Hasta ese momento había tenido poca experiencia en batallas: alguna acción librada en Asia Menor y un poco más en España, pero no mucho más. Había llevado una vida de comodidades y lujo que no proporcionaba el temple necesario para combatir en las salvajes regiones bárbaras de la Galia Septentrional. Pero César era un hombre notable, y él lo sabía bien. Pensó que podía lograr cualquier cosa que se propusiera, y ciertamente la historia de su vida parece demostrar que era así. En 58 a. C. se hizo asignar las provincias de la Galia Cisalpina y Transalpina por el período sin precedentes de cinco años. Antes de marcharse quiso asegurarse de que en su ausencia Pompeyo no se volvería enemigo suyo. Para ello arregló el casamiento de su encantadora hija Julia con Pompeyo. El mismo César se casó, por tercera vez, con Calpurnia, hija de uno de los amigos de Pompeyo. La Galia César se estableció en la Galia Meridional y esperó la oportunidad para ganar gloria militar. No tuvo que esperar mucho tiempo. El río Rin separaba a las tribus galas del Oeste de las tribus de habla germánica del Este, y éstas empezaron a agitarse. Uno de los jefes tribales germanos, Ariovisto, cruzó el Rin en 60 a. C. y conquistó vastas regiones de la Galia. En 58 a. C., la tribu gala de los helvecios decidió no enfrentarse con Ariovisto, abandonar su patria (la Suiza moderna) y migrar hacia las

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costas atlánticas. Los helvecios pidieron permiso a César para atravesar pacíficamente el territorio romano. César tomó la postura de no permitir una invasión de casi 400.000 galos salvajes. Mediante rápidas marchas y una audaz táctica derrotó a los helvecios; prácticamente los barrió en una batalla librada cerca de la moderna Autun, a 160 kilómetros al oeste de Suiza. El hombre entregado al lujo y los placeres demostró ser muy capaz de llevar una vida dura y peligrosa, y de manejar a los hombres con gran firmeza y competencia. Las tribus galas pidieron entonces ayuda a César contra Ariovisto. Esto era exactamente lo que deseaba César. Envió mensajes a Ariovisto en un tono deliberadamente arrogante, obligándolo así a replicar de modo arrogante. Inmediatamente pasaron a intercambiar amenazas. César marchó hacia el Norte y en una batalla librada cerca de la moderna Besangon, a 160 kilómetros al noreste de Autun, derrotó a Ariovisto y lo obligó a atravesar de vuelta el Rin. Desde entonces, César desempeñó el papel de protector y patrón de las tribus de la Galia Central. César quedó satisfecho con los resultados de su campaña de verano y durante el invierno se retiró a la Galia Cisalpina. Hizo esto todos los inviernos siguientes, mientras duró la Guerra de las Galias, pues de esta manera podía estar al tanto de lo que sucedía en Roma. Ese retiro anual de la Galia hizo difícil la tarea de la conquista. Por muchas que fuesen las victorias que obtuviese César en el verano (y su desempeño como general siguió siendo brillante), los tenaces galos siempre se rebelaban en una región u otra durante el invierno, cuando César estaba ausente. En 57 a. C., César combatió en la Galia Septentrional y obligó a someterse a casi toda la región. En 56 a. C., las tribus de lo que es ahora Bretaña, el extremo noroccidental de la Galia, se rebelaron y César las aplastó y vendió al por mayor a sus miembros como esclavos. En 55 a. C. se produjo una nueva invasión germánica a través del Rin. César fue a su encuentro y sostuvo una conferencia con los germanos en territorio de la actual Bélgica. En un acto de mala fe capturó a los jefes germánicos. Luego atacó a las hordas germánicas, que no estaban preparadas para la batalla, pues tenían la ilusión de que estaba en vigencia una tregua mientras sus jefes conferenciaban con César. Después de exterminar al ejército germánico tendió un puente sobre el Rin y penetró un poco en Germania. No intentó conquistar esa tierra. Sólo quiso exhibir el poderío romano y mantener en calma a los germanos. César dio luego un paso aún más osado. Las tribus rebeldes galas habían recibido ayuda de la isla de Gran Bretaña, que está al norte de la Galia (de este modo entra esa isla por primera vez en la corriente de la historia). César pensó que sería útil hacer allí una demostración. A fines del verano del 55 a. C. atravesó el Canal de la Mancha e hizo una breve arremetida en lo que es la actual Kent, en el extremo sudoccidental de Inglaterra. Se produjeron algunas escaramuzas y los romanos se marcharon.

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Al año siguiente (después de ver renovado su nombramiento en la Galia por cinco años más), César hizo un intento más serio en esa dirección. Su ejército desembarcó nuevamente en Gran Bretaña y fue enfrentado por las tribus nativas al mando de Casivelauno. César penetró profundamente tierra adentro con cinco legiones, atravesó el río Támesis y derrotó a Casivelauno a unos 30 kilómetros al norte del río. Casivelauno se vio obligado a pagar un tributo anual, y César retornó a la Galia. En realidad no se logró mucho con esta expedición a Gran Bretaña, excepto la espectacular exhibición del poderío romano más al Norte que nunca antes. Casivelauno nunca pagó el tributo y no volvieron a aparecer soldados romanos durante un siglo. En 53 a. C., César hizo otra demostración de fuerza del otro lado del Rin y luego, en 52 a. C., las tribus de la Galia Central, cansadas de la dominación romana y de las penurias que suponía ser protegidas por César, se lanzaron de nuevo a una peligrosa revuelta, esta vez conducidas por Vercingetórix. César, cogido de sorpresa en la Galia Cisalpina, tuvo que volver a toda velocidad, deslizándose a través del ejército de Vercingetórix para incorporarse al suyo. Luego, después de combates particularmente duros y de pasar por situaciones de peligro, César logró aplastar esta revuelta final. En 50 a. C., toda la Galia estaba en calma. César la declaró provincia romana, y desde entonces, durante casi quinientos años, iba a ser una de las regiones más valiosas de los dominios romanos. César se ganó finalmente la gloria militar, pues toda Roma vibró ante sus espectaculares hazañas. Y para asegurarse de que esto fuera así, César escribió un libro, los Comentarios sobre la Guerra de las Galias, en una prosa clara y pulida. Habló de sí mismo en tercera persona y logró transmitir una sensación de objetividad e imparcialidad, pero nadie pudo leer el libro sin experimentar la fuerza del genio de César. Por supuesto, esto era exactamente lo que César deseaba. Partia Los ocho años que César pasó en la Galia fueron años agitados también en Roma. Tan pronto como César partió para la Galia, los conservadores del Senado empezaron a hacer progresos. En primer lugar, Catón volvió de Chipre llevando consigo una gran cantidad de dinero que había reunido legalmente y que depositó en el tesoro de la ciudad sin tomar nada para sí. (Era el único romano incapaz de robar, y el populacho lo sabía.) Catón comenzó inmediatamente a oponerse al triunvirato, y a César en particular. Cuando César, en 55 antes de Cristo, capturó a los jefes germanos y destruyó a sus fuerzas mediante traición, Catón se levantó para denunciarlo tan pronto como las noticias llegaron a Roma. Hasta afirmó que el honor romano no quedaría lavado mientras César no fuera entregado a los germanos. Pero el pueblo romano estaba dispuesto a pasar por alto la traición mientras fuera practicada contra el enemigo. Además, Clodio había ido demasiado lejos en su persecución de Cicerón. Las desgarradoras cartas de éste desde el exterior despertaron simpatía, y lo mismo el hecho de que Clodio hubiese incendiado la villa de Cicerón y perseguido a su esposa e hijos.

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Los amigos de Cicerón en el Senado empezaron a maniobrar para hacer que volviera del exilio. Con ayuda de Pompeyo (que había sido siempre amigo de Cicerón) se lo consiguió, y en 57 a. C. Cicerón volvió a Roma. Luego el Senado trató de neutralizar el poder de Clodio. Este había ganado gran popularidad entre los pobres supervisando las distribuciones gratuitas de cereales, pero su fuerza principal estaba en su banda de matones, formada por gladiadores. El Senado combatió al hierro con hierro. Uno de los tribunos que se mostró más activo en conseguir el retorno de Cicerón fue Tito Annio Milo Papiniano, casado con una hija de Sila. Este Milo organizó una banda de gladiadores propia, y desde entonces las continuas luchas de estas pandillas rivales sembraron el terror en Roma. Los ciudadanos comunes eran presas del pánico mientras estos grupos (exactamente como los gángsters modernos) se adueñaban de la ciudad. Finalmente, en 52 a. C., las dos bandas se enfrentaron inesperadamente, con Milo y Clodio al frente de ellas. En la «batahola» que se produjo, Clodio fue muerto. Este hecho sumió a Roma prácticamente en la anarquía. Los partidarios de Clodio hervían de rabia. Milo fue llevado a juicio, y Cicerón, naturalmente, lo defendió. La desenfrenada muchedumbre y los soldados hostiles que llenaron el Foro aterrorizaron al pobre Cicerón hasta reducirlo casi a la afonía. Sólo pudo pronunciar entre dientes un débil discurso. Milo fue condenado y enviado al exilio. Con todo, desaparecido Clodio, la situación mejoró para los conservadores. Hacía tiempo que habían reconocido su error al humillar a Pompeyo a su retorno de Asia y se habían arrepentido de ello. Llegaron a comprender que no había habido ninguna razón para tratar a Pompeyo de esa manera, pues no era el tipo de hombre capaz de imponerse a Roma. De habérsele tenido en amistad con el Senado, podía haber sido usado por los conservadores contra César, quien (como comprendían ahora los senadores) era justamente el tipo de hombre capaz de imponerse a Roma. Tal vez no fuera demasiado tarde. Pompeyo había estado observando los triunfos de César en la Galia y se había llenado de envidia. A fin de cuentas, se suponía que era Pompeyo el gran general, no César. César sabía perfectamente bien que sus éxitos despertarían la envidia de Pompeyo, y también de Craso, y que tendría que tratar de apaciguar a sus dos asociados. En 56 a. C., César se encontró con Pompeyo y Craso en Luca, sobre el límite meridional de la Galia Cisalpina. Se convino que Pompeyo y Craso serían cónsules en 55 a. C. Además, Pompeyo y Craso también obtendrían gloria militar, si lo deseaban. César conservaría la Galia por cinco años más, pero Pompeyo tendría España y Craso podía tener Siria. Esto le venía bien a Craso. Mientras Pompeyo había ganado mucha gloria en Asia y César la estaba ganando en Galia, Craso sólo tenía en su haber una victoria sobre esclavos. Craso pensó que ahora se le presentaba la ocasión de mostrar lo que realmente podía hacer. Además, el rico y espléndido Oriente era donde más fácilmente podía aumentar su ya enorme riqueza. No había en el acuerdo ninguna estipulación específica

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por la cual Craso tuviese que librar una guerra, pero estaba perfectamente claro que iba al Este a obtener un triunfo militar. En cuanto a Pompeyo, el nuevo acuerdo también lo favorecía. No iría a España, donde todo estaba en calma, sino que enviaría allí a lugartenientes. El permanecería en Roma, donde podía estar en el centro de los sucesos. Si algo ocurría a César o a Craso, o a ambos, Pompeyo pensó que ello podía redundar fácilmente en su beneficio. Mientras estuvo solo en Roma, y los otros dos triunviros fuera, fue un blanco fácil de los intrigantes conservadores. El nuevo acuerdo y su amor por la hija de César mantuvo a Pompeyo leal a éste por un tiempo. Desgraciadamente, Julia murió en 54 a. C., a los treinta años, y con ella desapareció el vínculo más fuerte que unía a los dos triunviros. Luego, llegaron dramáticas noticias del Este. Craso había zarpado hacia Oriente sólo después de superar una considerable oposición. El Senado no quería que el tercero de los triunviros se convirtiese también en un héroe militar. Además, muchos de los romanos más supersticiosos pensaban que sería infausto entrar en guerra sin una provocación. A lo largo de toda su historia, los romanos siempre esperaron tener alguna excusa, por trivial que fuese, antes de entrar en guerra, y Craso no iba a esperar tal excusa. Hasta hubo intentos de impedir la partida de Craso por la fuerza, pero fracasaron, y Craso se marchó. Por la época de la partida de Craso, los romanos ya dominaban todas las partes de Asia de lengua y cultura griegas: Asia Menor y Siria. Más allá de esas tierras se extendían hacia el Este vastas extensiones que antaño habían pertenecido al Imperio Persa y habían sido conquistadas por Alejandro Magno. Durante un siglo y medio después de la muerte de Alejandro, esas regiones habían permanecido bajo la dominación cada vez más débil del Imperio Seléucida, pero la cultura griega nunca había echado raíces duraderas en ellas. Por el 250 a. C., las tribus nativas de la región situada al sudeste del mar Caspio se rebelaron contra los seléucidas y crearon un reino que, después de algunos altibajos, logró finalmente dominar el territorio de lo que es el Irán moderno. En 140 a. C. habían conquistado la Mesopotamia (el moderno Irak) de los seléucidas y limitado a Siria a este declinante imperio. Ese reino oriental —llamado Partia, que es una forma de la palabra «Persia»— se extendió aún más hacia el Este en 130 a. C., hasta abarcar la región que hoy constituye el Afganistán y ampliar sus fronteras hasta la misma India. En el Oeste, Mitrídates del Ponto y Tigranes de Armenia detuvieron la expansión de los partos, pero, con la derrota de estos monarcas por Roma, esa muralla occidental quedó muy debilitada. Así, Partia se convirtió en una importante potencia y en una amenaza para Roma. En 64 a. C., el monarca parto Fraates II derrotó a Tigranes, que era ahora aliado de Roma. Pero Pompeyo, que por entonces se hallaba en Siria, envió embajadores para arreglar las cosas y salvar al rey armenio.

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Después de la muerte de Fraates, dos de sus hijos se disputaron el trono, y uno de ellos, Orodes, acababa de obtener la victoria final y proclamarse rey de los partos cuando llegó Craso. Este intentó aprovechar la confusión resultante de la guerra civil de los partos para conquistar el país. Hay indicios de que hasta pensaba extenderse más aún, hasta la fabulosa India, que estaba más allá de Partia. En 54 a. C., Craso hizo correrías por Mesopotamia y halló escasa resistencia. Dejó guarniciones en algunos de los lugares principales y retornó a Siria para planear la expedición principal del año siguiente. En la primavera de 53 a. C. dejó siete legiones del otro lado del Eufrates y penetró más de 150 kilómetros tierra adentro desde el Mediterráneo. Su intención era seguir el curso del río hasta Ctesifonte, la capital parta. Pero Craso fue guiado por un jefe árabe que, al parecer, estaba secretamente al servicio de los partos. El árabe persuadió a Craso a que atacara más al Este, lejos del río y en regiones desérticas. El ejército parto esperaba cerca de Garres, ciudad cuyo nombre antiguo era Harrán, donde el patriarca bíblico Abraham había vivido algunos años durante su migración de Ur de los Caldeos a Canaán. El ejército parto tenía una fuerte caballería, particularmente hábil en el uso del arco. Aparecía como el rayo, hacía todo el daño posible y luego daba media vuelta para huir. Y cuando el ejército enemigo se lanzaba en su persecución, cada jinete parto se elevaba en su silla y lanzaba una flecha hacia atrás por encima del hombro. El enemigo, cogido de sorpresa a menudo, quedaba sumido en la confusión por este repentino e inesperado ataque. Por esta razón, la frase «flecha del parto» llegó a significar todo dañino golpe de último momento, de palabra o de hecho. Craso carecía de la habilidad necesaria para ajustar su estrategia a las exigencias de la situación. Pompeyo quizá la tuviera; César ciertamente la tenía, pero Craso no. Libró la batalla según las estrictas reglas romanas de la guerra, como si estuviese luchando nuevamente contra el ejército de Espartaco de esclavos rebeldes. El hijo de Craso condujo a la caballería romana en una tentativa de rechazar a los partos, pero fracasó y fue muerto. Un grupo de partos burlones se lanzó hacia el cuerpo principal del ejército romano, pero no para luchar... por el momento. En el extremo de una lanza llevaban la cabeza del hijo de Craso. Produjo un efecto espeluznante sobre el ejército, aunque Craso dio inesperadas muestras de valentía romana gritando a los soldados: « ¡No os desalentéis! ¡La pérdida es mía, no vuestra! » Pero era también una pérdida del ejército, pues fue gradualmente destrozado, y cuando Craso trató de negociar una tregua, los partos lo mataron; lo que quedó del ejército tuvo que abrirse camino luchando para volver a Siria. Se cuenta que llevaron la cabeza de Craso al rey parto, quien ordenó que le volcasen oro fundido en la boca. «Esto es lo que has codiciado toda tu vida —dijo—. Pues cómelo ahora.» (Esto suena a invención de los historiadores romanos con fines moralizantes.)

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Los romanos no lo sabían a la sazón, desde luego, pero la derrota de Garres marcó un viraje decisivo en su historia. Hasta entonces, las derrotas romanas, aun las derrotas sufridas ante hombres como Pirro, Aníbal y Mitrídates, siempre habían sido vengadas. Los enemigos de Roma luego fueron derrotados y, en definitiva, sus patrias —Epiro, Cartago y el Ponto— cayeron bajo la dominación romana. No ocurrió así en el caso de Partía. Los romanos derrotarían a los partos en varias ocasiones, pero nunca conquistarían su país. Partia siguió siendo el límite oriental permanente en el que tuvo que detenerse la expansión romana. Es interesante, por ello, que la batalla de Garres (53 a. C.) haya tenido lugar en el 700 A. U. C., exactamente siete siglos después de la fundación de Roma.

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La Segunda Guerra Civil La destrucción de Craso y su ejército en 53 a. C. dejó solos a Pompeyo y César. Pero César estaba aún en la Galia y tenía que enfrentar a la más seria rebelión gala que se hubiese producido hasta entonces. Pompeyo, por otra parte, estaba en Roma y sacaba provecho de esto. No hizo nada para tratar de detener la creciente anarquía en las calles, quizá porque esperaba el momento de entrar en escena como dictador. Si fue así, el momento llegó después del asesinato de estilo gángsters de Clodio. Durante los desórdenes que siguieron, el Senado nombró a Pompeyo único cónsul en 52 a. C, Pompeyo restableció el orden, y el Senado se dispuso a persuadirlo para que fuese su protector contra el temible César. Pompeyo se dejó persuadir fácilmente por entonces. Había tomado nueva esposa, hija de uno de los líderes de los conservadores del Senado, e hizo cónsul a su suegro. Esto lo puso abiertamente del lado del Senado, y la ruptura con César fue definitiva. El paso siguiente era reducir a César a la impotencia. Si se le podía destituir de su cargo, podía ser enjuiciado por un motivo u otro. (Todo general o gobernador romano podía ser enjuiciado por algo, y habitualmente era culpable de la acusación, cualquiera que ésta fuese.) Pero César veía lo que se preparaba y arregló las cosas para mantener su provincia durante el 49 a. C. y luego ser nombrado cónsul inmediatamente, sin dejar ningún intervalo durante el cual pudiese ser destituido y llevado a juicio. Pompeyo aprovechó entonces el desastre romano en Partia para destruir a César. La guerra con Partia era obviamente seria, y el Senado decretó en 50 a. C. que cada uno de los comandantes cediese una legión para ser usada en esta guerra, Algún tiempo antes Pompeyo había prestado a César una de las legiones que se hallaban bajo su mando. Ahora pidió a César que se la devolviese como contribución suya a la guerra con los partos y, además, una segunda legión como contribución de César. Afortunadamente, la Galia ya había sido conquistada y César podía prescindir de dos legiones. Disimulando su resentimiento, entregó las dos legiones. El Senado tomó esto como un signo de debilidad, y Pompeyo le aseguró que, aunque el ejército que se le asignase a él estaba en España, no tenía nada que temer de César. «Sólo tendré que poner mi pie en el suelo —dijo— para que las legiones se alcen en apoyo nuestro.» Los conservadores, pues, se sintieron alentados a dar el paso final. El 7 de enero de 49 a. C., el Senado decretó que, si César no disolvía totalmente su ejército y entraba en Roma como un ciudadano más (al igual que había hecho Pompeyo antes), sería declarado un proscrito. Por supuesto, cuando Pompeyo disolvió su ejército, no había en Roma ningún bando enemigo que lo esperara para exiliarlo o, quizá, ejecutarlo. César sabía bien que no podía disolver su ejército. Pero ¿cuál era la alternativa?

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Afortunadamente para César, tenía en Roma partidarios fuertes, tanto como enemigos. Uno de sus amigos era Marco Antonio. Había nacido alrededor del 83 a. C. Su padre había muerto cuando él era niño y había sido criado por un padre adoptivo al que Cicerón hizo ejecutar por ser uno de los que intervinieron en la conspiración de Catilina. Como resultado de ello, Marco Antonio alimentó un odio implacable hacía Cicerón. En 54 a. C. se unió a César (con quien estaba emparentado por parte de su madre) en la Galia y se convirtió en uno de sus más leales partidarios. Volvió a Roma en 52 a. C. y en 49 a. C. fue elegido tribuno. Como tribuno, Marco Antonio emprendió la acción más adecuada para ayudar a César. El y el otro tribuno, que se habían opuesto a la proscripción de César, afirmaron que sus vidas corrían peligro y huyeron al campamento de César en la Galia Cisalpina. Esto brindó a César la excusa perfecta. Los tribunos apelaban a César para que los protegiera de la muerte a manos de los senadores. César estaba obligado a actuar para proteger a los tribunos, sagrados representantes del pueblo. El Senado podía llamar a esto traición, pero César sabía que la gente común consideraría correcta su acción. El 10 de enero César tomó una decisión. Esa noche atravesó el río Rubicón, que dividía su provincia de la Galia Cisalpina de Italia, y con esta acción dio comienzo a la Segunda Guerra Civil. (La primera había sido la de Mario y Sila.) Desde entonces se ha usado la frase «atravesar el Rubicón» para significar una acción que obliga a tomar una decisión fundamental. Se dice que mientras atravesaba el río, César murmuró: «la suerte está echada», otra frase que se usa con el mismo sentido. Era tiempo de que Pompeyo emprendiese una acción enérgica para obtener sus legiones, pero se había estado engañando a sí mismo y al Senado. Ya no era el conquistador del Este y el niño mimado de los romanos. Y no lo era desde hacía mucho tiempo. Su permanencia en Roma una docena de años, durante los cuales fue constantemente eclipsado por César y superado en popularidad por el bello e inescrupuloso Clodio, lo puso fuera de moda. Cuando César y sus endurecidas legiones se lanzaron hacia el Sur, poco después de sus victorias en la Galia, Pompeyo se encontró con que sus propios soldados desertaban y se unían al encantador César. No le quedó más remedio que retirarse rápidamente, más bien a toda velocidad mientras César lo perseguía. Pompeyo logró por los pelos atravesar los estrechos en marcha hacia Grecia, y con él la aristocracia de Roma, incluidos los senadores en su mayoría. Tres meses después de atravesar el Rubicón, César dominaba toda Italia. Necesitaba ahora barrer a los ejércitos pompeyanos de allende los mares. Marchó apresuradamente a España, donde en Ilerda, la actual Lérida, halló a las legiones que estaban bajo el mando del Senado. Allí César maniobró como un bailarín de ballet, desconcertando a los pompeyanos y finalmente cortándolos de sus suministros de agua. Los dos ejércitos fraternizaron —a fin de cuentas, ¿por qué habían de luchar romanos contra romanos?— y en poquísimo tiempo César consiguió algo mucho mejor que destruir un ejército enemigo. Se hizo de nuevos amigos y dobló sus fuerzas. Mientras volvía rápidamente a Italia, aceptó la

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rendición de Massilia, situada en la costa meridional de Galia. La Europa Occidental estaba despejada. En África las cosas no marcharon tan bien. Allí las fuerzas pompeyanas bajo el mando de Juba, rey de Numidia, lograron vencer a los representantes de César (éste no se hallaba allí personalmente). Pero África podía esperar por el momento. César se hizo elegir cónsul en 48 a. C. y se dispuso a atacar a las fuerzas pompeyanas en su fortaleza de Grecia, donde estaba el mismo Pompeyo. Ignorando que Pompeyo había logrado reunir un gran ejército, y también una flota, César pasó del talón de la bota italiana directamente al puerto de Dirraquio, la moderna Durres, principal puerto de Albania. Dirraquio se hallaba bajo el control de los pompeyanos, y César le puso sitio. Pero aquí cometió un error. Sea como fuere, apareció la flota de Pompeyo, la ciudad no mostró intención de rendirse y César, viendo que su ejército era rechazado y estaba cortado de su base, comprendió que debía renunciar a esa empresa. En verdad, si Pompeyo hubiese emprendido una acción firme y atacado más vigorosamente al ejército sitiador de César, podía haber obtenido la victoria inmediatamente. Pero no lo hizo. Era lento, mientras que César era rápido y decidido. César partió rápidamente y se desplazó hacia Grecia. Nuevamente Pompeyo perdió una oportunidad. Al desaparecer César en Grecia, Pompeyo habría hecho bien en lanzarse como el rayo sobre la misma Italia. Desgraciadamente para él, Pompeyo (y más aún los jóvenes que llenaban su ejército) estaba lleno de odio contra César personalmente. Pompeyo quería enfrentar a César y derrotarlo para mostrar al mundo quién era el gran general. Por ello, Pompeyo dejó a Catón en Dirraquio con parte del ejército, y él se lanzó a la persecución de César con las fuerzas principales. Lo alcanzó en Farsalia de Tesalia, el 29 de junio de 48 a. C. El ejército de Pompeyo superaba al de César en más de dos a uno, por lo que Pompeyo confiaba en la victoria. Podía haber rendido a César por hambre, pero deseaba la gloria de una batalla librada y ganada, y el grupo senatorial que estaba con él la deseaba aún más. Pompeyo contaba en particular con su caballería, formada por valerosos jóvenes aristócratas romanos. Al comienzo de la batalla, la caballería de Pompeyo cargó rodeando el extremo del ejército de César; podía haber causado estragos en la retaguardia y costado la batalla a César. Pero César había previsto esto y colocado algunos hombres escogidos para hacerles frente, con instrucciones de no arrojar sus lanzas, sino de usarlas directamente contra los rostros de los jinetes. Calculó que los aristócratas no correrían el peligro de ser desfigurados, y tenía razón. La caballería fue deshecha. Además, la endurecida infantería de César atacó a las fuerzas enemigas superiores en número y rompió sus filas. Pompeyo aún no había perdido, pero estaba acostumbrado a victorias sobre enemigos débiles y no estaba preparado para transformar una aparente

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derrota en una victoria (algo que César había tenido que hacer muchas veces). Pompeyo huyó, el ejército se derrumbó y César obtuvo una completa victoria. De este modo se decidió quién era el gran general, pero la decisión no era la que había esperado Pompeyo. Egipto Con la pérdida de la batalla, las fuerzas de Pompeyo en toda Grecia y Asia Menor se disolvieron, pues los oficiales se apresuraron a pasarse al bando vencedor. Pompeyo, impotente, tuvo que alejarse rápidamente y escapar a alguna región no gobernada por Roma. Sólo cuando estuviese totalmente fuera de territorio romano se sentiría a salvo. La única región semejante en el Mediterráneo Oriental era Egipto. Egipto era el último de los reinos macedónicos. En él gobernaba aún el linaje de los Tolomeos, principalmente porque habían sellado una alianza con Roma inmediatamente después de la época de Pirro y la habían mantenido desde entonces. En ningún momento los Tolomeos dieron a Roma motivo para sentirse ofendida. De 323 a. C. a 221 a. C., los tres primeros Tolomeos, que eran hombres capaces, mantuvieron a Egipto fuerte y bien gobernado. Pero después hubo una serie de gobernantes que eran niños o incapaces o ambas cosas. La tierra siguió siendo rica, pues el río Nilo era una garantía de que habría siempre buenas cosechas, pero el gobierno se debilitó y se hizo ineficaz. En varias ocasiones, los romanos intervinieron para impedir que parte o todo Egipto cayese en manos de los seléucidas, más capaces, hasta que el mismo Imperio Seléucida se debilitó al punto de que dejó de constituir una amenaza. Más tarde Roma se anexó algunos de los territorios externos de Egipto, como Cirene y la isla de Chipre, pero en 48 a. C. todavía Egipto permanecía esencialmente intacto. Su grande y populosa capital, Alejandría, rivalizaba con Roma en dimensiones y la superaba en cuanto a cultura y ciencia. Por supuesto, los gobernantes egipcios no eran más que títeres romanos y Pompeyo esperaba recibir buen tratamiento, pues un Tolomeo reciente había recibido particulares favores de él. Era Tolomeo XI, comúnmente llamado Auletes, que significa «tocador de flauta», pues éste parece haber sido su único talento. Tolomeo Auletes había reclamado el trono desde 80 antes de Cristo, pero necesitaba el respaldo romano. Finalmente logró repartir bastantes sobornos entre un número suficiente de romanos como para recibir el apoyo necesario en 59 a. C. Pero había gastado tanto dinero que tuvo que elevar los impuestos. El populacho, enfurecido, lo expulsó del trono, y en 58 a. C. se encontraba en Roma tratando de que los romanos le repusiesen en el trono. Por último obtuvo la ayuda de Pompeyo (mediante enormes sobornos a algunos de sus lugartenientes) y fue restaurado en el trono en 55 a. C. Por esta razón, Pompeyo pensó que la casa real egipcia debía estarle agradecida.

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Tolomeo Auletes había muerto en 51 a. C., pero estaba en el trono su hijo pequeño con el nombre de Tolomeo XII, y en su testamento Auletes había puesto al joven rey bajo la protección del Senado romano, que luego asignó esa tarea a Pompeyo. El rey niño de Egipto, pues, era el pupilo de Pompeyo y debía recibir con alegría a su custodio, razonaba Pompeyo. Así, Pompeyo zarpó hacia Egipto con la esperanza de reunir allí tropas y dinero y usar a Egipto como base desde la cual recuperar su poder en Roma. Pero a la sazón Egipto era presa del caos. El joven rey sólo tenía trece años de edad y, por voluntad de su padre, gobernaba junto con su hermana de veintiún años, Cleopatra. Por supuesto, el rey era demasiado joven para gobernar, y un cortesano llamado Potino era la eminencia gris tras el trono. Potino había reñido con Cleopatra, quien, aunque mujer y joven, fue la más capaz de los Tolomeos tardíos. Con la intención de dominar en Egipto, Cleopatra huyó de la capital y reunió un ejército, de modo que Egipto se hallaba en medio de una guerra civil cuando el barco de Pompeyo apareció frente a Alejandría. Potino se halló entonces en un aprieto. Necesitaba la ayuda romana contra Cleopatra, pero ¿cómo podía lograr esta ayuda romana con seguridad si no sabía cuál general romano iba a sobrevivir finalmente? Si se negaba a permitir el desembarco a Pompeyo, éste podía hallar refugio en otra parte y volver algún día para hacer una matanza en Egipto por venganza. Por otro lado, si dejaba desembarcar a Pompeyo, César podía seguirle y, si ganaba, efectuar él una matanza en Egipto. Al taimado Potino se le ocurrió una solución. Envió un bote al barco de Pompeyo. Pompeyo fue saludado con gran alegría y se le pidió que desembarcase; en la costa, los esperaban toda clase de personas. Luego, cuando Pompeyo desembarcó (y mientras su mujer e hijo observaban desde el barco), fue apuñalado y muerto. Muerto Pompeyo, ya nunca podría vengarse de Egipto. César estaría agradecido por la muerte de su enemigo, de modo que no tendría motivo para vengarse de Egipto. Por lo tanto, razonó Potino, Egipto estaba a salvo. Mientras tanto, César fue en persecución de Pompeyo. No quería permitirle que aglutinase a nuevos ejércitos para seguir la lucha. Además, necesitaba dinero y Egipto era un excelente lugar donde obtenerlo. Llegó a Alejandría con sólo 4.000 hombres pocos días después de la muerte de Pompeyo. Los egipcios rápidamente hicieron aparecer la cabeza de Pompeyo para mostrar su lealtad a César y ganar su gratitud. Para su sorpresa, César se conmovió ante la vista de la cabeza de su asociado y yerno de antaño, muerto a traición después de una vida que —hasta su violación del templo de Jerusalén— había estado llena de gloria. Después de esto, César podía haber reunido algún dinero y haberse marchado, pero Potino pensó que, estando César allí, podía colocar firmemente en el trono a Tolomeo XII y poner fin a la rebelión de su hermana Cleopatra. César quizá hubiese estado de acuerdo con esto, después de obtener el pago habitual, sin preocuparse de cuál Tolomeo gobernase Egipto.

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Pero aquí se interpuso la inteligencia de Cleopatra. Tenía una ventaja que no tenía Potino: era joven y hermosa. Si podía hablar con César estaba segura de persuadirle a que considerase también su versión de la historia. Zarpó de Siria (que era momentáneamente su cuartel general), desembarcó en Alejandría y logró entregar a César una gran alfombra. Potino no vio razón alguna para impedir la entrega, pues no sabía que, envuelta en la alfombra, estaba la misma Cleopatra. Su anfitrión fue también totalmente correcto. Una vez que César tuvo una franca conversación con ella, decidió que era una bella persona y sería una excelente reina. Por ello ordenó que se respetase el acuerdo original y que Cleopatra y su joven hermano gobernasen conjuntamente. Esto no le convenía a Potino en modo alguno. Sabía que Egipto no podía ganar una guerra contra Roma, pero podía ganar una guerra contra César. Este sólo había llevado una pequeña fuerza y podía ser arrollado por el gran ejército egipcio. Muerto César, la facción romana contraria a él podía tomar el poder y, sin duda, sólo tendría alabanzas y gratitud para Potino. Así provocó una rebelión contra César, y por tres meses se mantuvo sólo gracias a su valentía personal y a la habilidad con que manejó a sus escasas tropas. Pero Potino no obtuvo muchos frutos de la guerra alejandrina que había fomentado, pues César se apoderó de él y le hizo ejecutar. En el curso de esta pequeña guerra fue muy dañada la famosa biblioteca de Alejandría. Por último, César recibió refuerzos y los egipcios fueron derrotados en una batalla. En la huida que esto originó, el joven Tolomeo XII trató de escapar en una barcaza por el Nilo. Pero la barcaza estaba demasiado cargada y se hundió. Este fue su fin. Ahora, César pudo poner orden a la situación en Egipto. Se había hecho cada vez más amigo de Cleopatra y estaba decidido a mantenerla en el trono. Pero una reina debe tener algún asociado masculino, y por ello César recurrió al hermano menor de Tolomeo XII (y de Cleopatra). Sólo tenía diez años de edad, pero fue hecho rey conjunto con Cleopatra con el nombre de Tolomeo XIII. Ya era tiempo de terminar con esto, pues nuevos problemas requerían la atención de César en otras partes. En Asia Menor estallaron nuevos desórdenes. Al norte del mar Negro vivía aún Farnaces, hijo de Mitrídates del Ponto, el viejo enemigo de Roma. Farnaces se había rebelado contra su padre en 63 a. C., causando el suicidio del viejo rey. Luego se había sometido a Pompeyo, quien le permitió conservar el gobierno de las regiones situadas al norte del mar Negro (la moderna península de Crimea). Farnaces permaneció fiel a Pompeyo en los años siguientes, pero no pudo resistir la tentación de aprovechar la guerra civil para invadir el Ponto, en un intento de recuperar los dominios perdidos de su familia. En el proceso derrotó a un ejército romano comandado por uno de los subalternos de César.

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César marchó a Asia Menor en 47 a. C. y halló a Farnaces en Zalá, ciudad de la frontera occidental del Ponto. La batalla fue breve y desigual. Los hombres de Farnaces rompieron filas y huyeron; así terminó todo. Fue la última boqueada del Ponto, y César envió un breve mensaje a Roma, que indicaba claramente la rapidez de la victoria: «Veni, vidi, vici» («Llegué, vi y vencí»). El dictador Después de la batalla contra Farnaces, César finalmente retornó a Roma, después de una ausencia de más de un año. No había dejado de prestar atención a Roma, por supuesto. Marco Antonio (el segundo jefe de César en la batalla de Farsalia) había sido enviado a Roma mientras César marchaba a Egipto. Marco Antonio mantuvo el dominio en Roma, aunque carecía de la capacidad de César, y era demasiado precipitado para mantener tranquila la situación, sobre todo cuando empezaron a circular rumores de que César había muerto en Egipto. Lo más que Marco Antonio pudo hacer fue usar sus soldados para matar a algunos ciudadanos romanos, cuando había demasiada agitación. Pero el retorno de César hizo que el dominio de la situación estuviese nuevamente en manos seguras. Para sorpresa de muchos no siguió la táctica habitual de ejecutar a muchos y recompensar a sus seguidores con sus propiedades. En cambio, practicó la indulgencia, con lo que se ganó a muchos que se le habían opuesto. Cicerón fue uno de ellos. Había mantenido una larga amistad con Pompeyo, pero en los meses en que iba cobrando impulso el conflicto entre César y Pompeyo, Cicerón no supo qué hacer. Pero finalmente abandonó Italia con las fuerzas de Pompeyo, aunque mostrando tal incertidumbre y timidez que fue para Pompeyo más un estorbo que una ayuda. Después de la batalla de Farsalia, se cansó y volvió a Italia. César podía haber hecho ejecutar a Cicerón; tal acción no habría sorprendido a nadie y estaba en consonancia con los tiempos. A fin de cuentas, Cicerón había prestado dinero a Pompeyo y la influencia de su nombre. Más aún, Marco Antonio, que odiaba a Cicerón, indudablemente trató de impulsar a César por el camino de la acción enérgica. Sin embargo, César trató a Cicerón con bondad y muchas muestras de respeto. En retribución, Cicerón no manifestó ninguna hostilidad abierta hacia César o su política. Pero la suavidad de César le ocasionó algunos problemas. Una de sus legiones se rebeló porque había recibido toda clase de promesas que no se habían cumplido. (Quizá habían esperado enriquecerse como consecuencia de ejecuciones que, según veían, no se producían.) Así avanzaron sobre Roma para presentar sus exigencias personalmente. César se adelantó hacia la legión rebelde solo, como si los desafiara a ejercer la violencia contra él. Los soldados observaron al hombre que los había conducido y puesto a salvo en tantos peligros, y por un momento hubo un silencio total.

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Luego, César dijo despectivamente: «Estáis dados de baja, ciudadanos.» Al oír la palabra ciudadanos, los soldados se sintieron tocados en su orgullo militar. Pidieron volver al favor de César y poder ostentar el título de soldados, y estaban dispuestos a soportar que los castigasen sólo con que se les permitiese permanecer en el ejército. (El hecho de que la palabra «ciudadano», antaño motivo de orgullo, se hubiese convertido en un insulto era un triste indicio de la decadencia del modo de vida romano.) Pero no habían terminado las fatigas militases de César. Aunque Pompeyo había sido derrotado y muerto, el partido pompeyano aún tenía un ejército en Dirraquio, a cuyo frente se hallaba Catón. También tenían considerables sumas de dinero y una flota. Además, había derrotado a las tropas de César en África, de modo que tenían una base terrestre desde la cual operar. Catón llevó sus fuerzas a África para unirlas a las de Juba de Numidia. No pasó mucho tiempo antes de que el equivalente de diez legiones se concentraran en Utica, ciudad situada a 25 kilómetros al noroeste del lugar donde antaño había existido Cartago. Juba aportó 120 elefantes, y Cneo Pompeyo, el hijo mayor de Pompeyo, llevó la flota. Era una fuerza respetable, y los pompeyanos tenían una razonable probabilidad de invertir el curso de los hechos. Sin embargo, una vez más perdieron su mejor oportunidad por retraso. Podían haber aprovechado la apurada situación de César en Alejandría y su ausencia en Asia Menor; podían haber efectuado la invasión de Italia. Desgraciadamente para él, el ejército africano perdió la mayor parte del tiempo esperando a que sus jefes terminasen de disputar entre sí, pues, de todos ellos, sólo Catón estaba interesado en algo más que el poder personal. El ejército se hallaba aún en África cuando César finalmente zarpó para atacarlo. Las fuerzas rivales se encontraron en Tapso, a unos 160 kilómetros al sur de Utica, el 4 de febrero del 46 a. C. Muchos de los hombres de César eran reclutas nuevos y no estaba seguro de su firmeza. Por ello trató de refrenarlos, esperando librar la batalla sólo en el mejor momento posible. Pero no hubo modo de parar a sus tropas, que se lanzaron a la acción sin que él hubiese dicho una palabra y arrollaron con todo. Los elefantes enemigos, heridos por las flechas, retrocedieron y aumentaron la confusión. Fue una completa victoria de César. Cuando los restos del ejército derrotado volvieron a Utica, Catón trató de persuadirlos a que se reorganizaran para la defensa de la ciudad, pero habían perdido todo ánimo. Por ello, Catón hizo que los barcos de la flota los llevasen a España. Su familia y sus amigos esperaban que él los siguiera, pero finalmente perdió toda esperanza y se suicidó. También Juba se suicidó, y el Reino de Numidia, que había sido gobernado antaño por Masinisa y Yugurta, llegó a su fin. La región oriental fue anexada a Roma como parte de la provincia de África, y la región occidental fue agregada a Mauritania, un reino nominalmente independiente que había permanecido fiel a César.

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César volvió nuevamente a Roma, más poderoso que nunca. Después de Farsalia había sido elegido cónsul por un plazo de cinco años, y cada año fue también nombrado dictador. Ahora, después de Tapso, fue elegido dictador por un término de diez años. En julio del 46 a. C., César celebró cuatro triunfos sucesivos en Roma, en cuatro días sucesivos de homenaje a sus victorias sobre los galos, los egipcios, los del Ponto y los númidas. Después de esto llegó el momento de librar una última batalla, pues los pompeyanos aún luchaban en España bajo el mando de Cneo Pompeyo. César llevó sus legiones a España, y el 15 de marzo de 45 a. C. tuvo lugar una batalla en Munda. Los pompeyanos combatieron notablemente bien, y las fuerzas de César fueron rechazadas. Por un momento, César debe de haber pensado que tantos años de victorias iban a quedar en la nada en una batalla final, como en el caso de Aníbal. Tan desesperado estaba que cogió un escudo y una espada, mientras gritaba a sus hombres: «¿Dejaréis que vuestro general sea capturado por el enemigo?» Acicateados a entrar en acción, embistieron una vez más hacia adelante y triunfaron. El último ejército pompeyano fue eliminado. Cneo Pompeyo huyó del campo de batalla, pero fue perseguido, atrapado y muerto. César permaneció en España unos meses, reorganizando el país, y luego volvió a Roma, donde el 45 a. C. celebró el último triunfo. Fue nombrado dictador vitalicio y no quedó duda de que pretendía proclamarse rey en algún momento propicio. La mayor parte del período durante el cual César tuvo el poder supremo en Roma estuvo empeñado en guerras contra sus enemigos. Estuvo en Roma de junio a septiembre de 46 a. C. y de octubre del 45 a. C. a marzo del 44 a. C., un total de ocho meses. Durante este tiempo trabajó febrilmente en la reorganización y la reforma del gobierno. César tuvo visión suficiente para comprender que el vasto dominio romano no podía ser gobernado por la ciudad de Roma solamente. Aumentó el número de senadores a 900, incluyendo a muchos de las provincias entre los nuevos senadores. Debilitó a los conservadores, pues el Senado ya no representó los estrechos intereses de una cerrada oligarquía. Pero fortaleció el dominio romano, pues las provincias tuvieron voz en el gobierno. César también trató de ayudar a las provincias de otro modo: reformando el sistema de impuestos. César fue el primero en extender la ciudadanía romana más allá de Italia. Se la otorgó a toda la Galia Cisalpina, lo mismo que a una cantidad de ciudades de la Galia propiamente dicha y de España. César tuvo especial consideración con los sabios, a quienes dio la oportunidad de obtener la ciudadanía cualquiera que fuese su lugar de origen, y planeó otorgar la ciudadanía a todos los sicilianos, aunque no tuvo tiempo de llevar a cabo este proyecto. Inició la reconstrucción de Cartago y Corinto, las dos ciudades destruidas por Roma un siglo antes, poblando a la primera con romanos y a la segunda con griegos.

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Trató de reorganizar y hacer más eficiente el sistema de distribución de cereales entre los ciudadanos. Trató de estimular el matrimonio y la natalidad concediendo a las madres permiso para usar ornamentos especiales y aliviando de impuestos a los padres. Creó la primera biblioteca pública de Roma; esbozó grandiosos planes (que no vivió para llevar a cabo), destinados a levantar mapas de todo el ámbito romano, desecar marismas, mejorar los puertos, reorganizar los códigos de leyes, etc. Su reforma más duradera fue la del calendario. Hasta el 46 a. C., el calendario romano se regía por la Luna, según un sistema que, de acuerdo con la leyenda, se remontaba a Numa Pompilio. Doce meses lunares (considerando que un mes dura veintinueve días y medio, de luna nueva a luna nueva) dan sólo trescientos cincuenta y cuatro días. Cada año lunar tiene once días de retraso con respecto al año solar de un poco más de trescientos sesenta y cinco días, de modo que los meses caen gradualmente fuera de las estaciones correspondientes. Para que la siembra, la cosecha y otras actividades agrícolas cayeran en el mismo mes cada año, era necesario insertar un mes adicional al año de tanto en tanto. Los babilonios habían inventado un complicado sistema para que esto funcionase bastante bien, sistema que había sido adoptado por los griegos y los judíos. Los romanos no adoptaron este sistema. En cambio, pusieron el calendario en manos del Pontifex Maximus (el sumo sacerdote, y dicho sea de paso, aún llamamos el «Pontífice» al papa), quien era habitualmente un político. Podía fácilmente introducir un mes adicional cuando deseaba un año largo para mantener a sus amigos en el poder durante más tiempo, o no incluirlo si deseaba un año corto, cuando sus enemigos estaban en el poder. Por ello, en 45 a. C., el calendario romano se hallaba en un estado de confusión. Tenía ochenta días de retraso con respecto al año solar. Los meses de invierno caían en otoño, los meses de otoño en verano, etc. En Egipto había observado el funcionamiento de un calendario mucho mejor, y quería poner en práctica algo similar. Buscó la ayuda de un astrónomo egipcio, Sosígenes, y estableció un nuevo calendario. Primero prolongó el año 46 a. C. hasta completar cuatrocientos cuarenta y cinco días, con el agregado de dos meses, para que el calendario romano quedase a la par con el año solar. (Este fue el año más largo de la historia de la civilización, y es llamado a veces «el Año de la Confusión». Se lo debería llamar mejor «el Ultimo Año de Confusión».) A partir del 1 de enero del 45 a. C., el año tuvo doce meses de treinta o treinta y un días (excepto febrero, que los romanos consideraron un mes infausto y al que se dio sólo veintiocho días). La extensión total del año fue de trescientos sesenta y cinco días, y las fases de la Luna fueron ignoradas. Claro que la extensión real del año solar es, aproximadamente, de trescientos sesenta y cinco días y un cuarto. Para impedir que el calendario se retrasase un día cada cuatro años con respecto al año solar se introdujo un «año bisiesto» cada cuatro años, un año en el que se añadía un día adicional, el 29 de febrero, de modo que el año bisiesto tiene trescientos sesenta y seis días.

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César también modificó la fecha en que comenzaba el año, abandonando 1.° de marzo tradicional por el 1.° de enero, pues en este día asumían su cargo los funcionarios romanos. Este cambio hizo que perdiesen sentido los nombres de algunos de los meses. Septiembre, octubre, noviembre y diciembre son derivados de las palabras latinas que significan «siete», «ocho», «nueve» y «diez», pues eran los meses séptimo, octavo, noveno y décimo, respectivamente, cuando el año comenzaba en marzo. En el sistema actual, septiembre es el noveno mes, no el séptimo, y los otros quedan igualmente desplazados. Pero no parece importar a nadie. Este calendario, llamado el Calendario juliano en honor a Julio César, ha sobrevivido desde entonces con sólo modificaciones menores. Además, el mes que los romanos llamaban «Quintillis» cambió de nombre por el de «Julius» en honor a César (era el mes de su nacimiento), que nosotros llamamos «julio». El asesinato Si consideramos lo que César trataba de realizar, no podemos sino estar de su parte. A fin de cuentas, era menester una drástica organización del gobierno romano. El sistema romano de gobierno estaba originalmente destinado a gobernar una pequeña ciudad, pero demostró su ineficacia para ser aplicado a una región casi tan grande como los Estados Unidos. Ese sistema contenía ciertos elementos democráticos, pues había elecciones para varios cargos. Pero sólo podían votar quienes estaban presentes en Roma, y gran parte del poder estaba en manos del Senado, que representaba los intereses de sólo una estrecha clase de la sociedad. Podemos pensar que fue lamentable el hecho de que los romanos nunca elaborasen un sistema de gobierno representativo, por el que regiones diversas pudiesen elegir personas que viajasen a Roma y representasen sus intereses en un Senado de todo el ámbito romano. Pero debemos recordar que era una época en la que el medio más veloz de comunicación consistía en el galope de un caballo. Reunir a representantes de diversas partes de los dominios romanos y mantenerlos informados de los problemas y opiniones que surgían en Roma habría sido una tarea imposible. De hecho, nuestra forma de democracia no adquirió un carácter verdaderamente práctico para los grandes países hasta los tiempos modernos. En tiempos romanos, la opción no era entre monarquía y democracia, sino entre un gobierno eficiente y honesto y un gobierno ineficaz y deshonesto. Desde la época de los Gracos, el gobierno romano bajo el Senado se hizo cada vez más ineficaz y deshonesto. Más aún, la misma oposición al Senado consistía muy a menudo en políticos del mismo carácter o canallescos, y ambas partes utilizaban al populacho para alcanzar el poder. En las condiciones de la época, la mejor manera de lograr un gobierno eficiente y honesto era mediante alguna persona que fuese eficiente y honesta y tuviese suficiente energía y capacidad para dominar a otros hombres y hacer que fuesen también eficientes y honestos o reemplazarlos. (En otras palabras, alguien con el poder de un Presidente norteamericano fuerte.)

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Julio César no era ideal para tal fin; ningún hombre habría sido ideal. Pero fue uno de los hombres más capaces de la historia y nadie en Roma, por entonces, podía haberse desempeñado mejor. Hubo épocas en su vida en que se mostró derrochador, deshonesto, traicionero o cruel, pero también podía ser concienzudo y eficiente, suave y benigno. Sobre todo, parecía que ansiaba ver bien gobernada a Roma, y para ello necesitaba afirmarse en el poder. No veía otro camino. Puesto que era dictador vitalicio, poseía todo el poder, pero quería ser rey. También esto tenía cierto sentido. Como dictador, su muerte habría dado la señal para una nueva lucha por el poder, mientras que, si hubiera sido rey, podía ser sucedido por un hijo o algún otro pariente de manera natural y habría habido paz continua. (Por supuesto, la historia de los otros reinos de la época mostraban que prácticamente todos eran víctimas de la guerra civil entre miembros de la familia gobernante, pero cabía esperar que esto no ocurriera en un pueblo tan acostumbrado a ser gobernado por la ley como el romano.) Pero los romanos sentían un horror por la dignidad de rey que se remontaba a la época de los Tarquines. Todo niño romano era educado en la historia antigua de Roma, y los relatos sobre los Tarquines y la gloriosa creación de la república originaba en su mente una predisposición perdurable contra los reyes. Además, la historia de Roma mostraba que la República había triunfado sobre todos los reinos orientales, uno tras otro. Obviamente, pues, la forma republicana de gobierno era mejor que la monarquía. La oposición secreta a César, pues, creció después de su retorno de España. Parte de la oposición venía de miembros del viejo partido senatorial, que veía en las reformas de César la destrucción del viejo sistema que, según pensaban, había creado la grandeza de Roma. Otra parte provenía de gente que temía el establecimiento de una monarquía. Otros eran individuos personalmente celosos de César y a quienes irritaba el hecho de que, alguien que antes había sido solamente otro político, ahora fuese reverenciado y casi adorado. En verdad, se empezó a rendir honores divinos a César, y quienes se negaban a que un hombre se convirtiese en rey se negaban aún más a que se convirtiese en un dios. Entre los que conspiraban contra César estaba Marco Junio Bruto, nacido alrededor del 85 a. C. Era sobrino de Catón el Joven y había acompañado a éste a Chipre cuando Catón fue obligado a abandonar la ciudad por César y Pompeyo. En Chipre, Bruto no manifestó rasgos de carácter muy elevados, pues arrancó dinero a los provincianos de la manera más implacable. Era natural, quizá, que el sobrino de Catón estuviese de parte de Pompeyo. Acompañó a Catón y Pompeyo a Grecia y combatió en el ejército de Pompeyo en Farsalia. Allí Bruto fue hecho prisionero, pero César lo perdonó y lo liberó. Antes de marcharse a África para combatir con las fuerzas de Catón, César hasta puso a Bruto al frente de la Galia Cisalpina. Mientras Catón se suicidaba antes que someterse a César, su sobrino estaba realizando una buena labor en favor de César en el Valle del Po. Cuando César volvió de España, Bruto se casó con su prima, Porcia, hija de Catón, y César lo nombró para un alto cargo en la misma Roma. Luego se unió a la conspiración contra César, presumiblemente porque temía que César se proclamase rey.

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Es común considerar a Bruto como un patriota de elevado espíritu, principalmente por el retrato que Shakespeare hizo de él en su obra Julio César. En ésta se le llama «el más noble romano de todos ellos» (aludiendo al resto de los conspiradores), pues se suponía que sólo él había entrado en la conspiración por idealismo. Pero este idealismo habría sido más convincente si se hubiese manifestado un poco antes y si no hubiese aceptado hasta el último momento el perdón y los honores que recibió de César. Otro de los conspiradores era Cayo Casio Longino. Este había acompañado a Craso a Partia, y, después de la desastrosa derrota de Garres, llevó los restos del ejército a Siria. Luego, cuando los partos invadieron a su vez Siria, Casio los derrotó y los obligó a retirarse. Casio estuvo del lado de Pompeyo, estuvo al mando de una escuadra de la flota de Pompeyo y obtuvo también algunas victorias. Después de la batalla de Farsalia, reconsideró la situación. Pasó a Asia Menor; allí se encentró con César en ocasión de la guerra contra Farnaces y se entregó a la merced del conquistador. César lo perdonó y le permitió que siguiese prestando servicios bajo su mando. Al parecer, Casio fue el espíritu inspirador de la conspiración. Se había casado con Junia, hermana de Bruto, y a través de ella se acercó a Bruto y lo persuadió a que se uniera a la conspiración. Otro de los conspiradores era Décimo Junio Bruto, que había sido uno de los generales de César en la Galia y había sido gobernador de ésta durante un tiempo. César hasta lo hizo uno de sus herederos. Otro aún era Lucio Cornelio Cinna, hijo y tocayo del Cinna que había sido cónsul con Mario (véase página 86) y hermano de la primera mujer de César. En febrero del 44 a. C. (709 A. U. C.), los conspiradores pensaron que debían apresurarse. Ya César estaba tanteando el terreno para ver cómo caía al pueblo romano la idea de la monarquía. En una fiesta celebrada el 15 de febrero, Marco Antonio, el fiel amigo de César, le ofreció una diadema o faja de lino, que en el Este era el símbolo de la monarquía. Siguió un tenso silencio, y César la rechazó diciendo: «Yo no soy rey, sino César». Hubo tumultuosos aplausos. El intento había fracasado. Sin embargo, los conspiradores estaban seguros de que César haría una nueva tentativa y pronto. Se estaba preparando para llevar las legiones más allá del Adriático, quizá para una campaña contra los partos. Antes de marcharse quería que se le proclamase rey, y una vez que se uniese a su ejército estaría rodeado por soldados devotos y entonces sería imposible matarlo. El Senado había sido convocado para el 15 de marzo (los «idus de marzo», según el calendario romano), y todo el mundo estaba convencido de que ese día César trataría de proclamarse rey. Se han contado toda clase de historias sobre los idus de marzo: que César recibió advertencias proféticas sobre ese día, que su mujer, Calpurnia, tuvo malos sueños y le pidió que no acudiese al Senado, etc. Presuntamente, César pasó la mañana en la incertidumbre sobre si ceder a las supersticiones o no, hasta que Décimo Bruto fue enviado a visitarlo. Este le señaló que

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el prestigio de César se derrumbaría si permanecía en su casa, y César, consciente de la importancia de la «imagen» pública, se decidió a ir. Cuando se dirigía a la Cámara del Senado, alguien puso en su mano un mensaje, en el que se le delataba la conspiración, pero César no tuvo ocasión de leerlo. Lo tenía en la mano cuando entró al Senado. Los conspiradores, todos los cuales eran amigos de César y éste los conocía bien, lograron rodearlo cuando se acercó al Senado y estaban cerca de él cuando se sentó al pie de la estatua de Pompeyo (justamente). Marco Antonio, que podía haber defendido a César, fue deliberadamente llamado aparte por uno de los conspiradores para hacerle entablar conversación. (Algunos eran partidarios de matarle también, pero Marco Bruto se opuso por considerarlo un innecesario derramamiento de sangre.) César estaba solo, pues, cuando súbitamente salieron a relucir puñales. César, desarmado, trató desesperadamente de luchar con el salvaje atentado en masa, hasta que reconoció entre los atacantes a Marco Junio Bruto, que era uno de sus favoritos. ¿Et tu, Brute? («¿Tú también, Bruto?»), balbuceó, y desistió de defenderse. Fue apuñalado veintitrés veces. El dictador de Roma yacía muerto en un charco de sangre al pie de la estatua de Pompeyo.

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11. El fin de la República El heredero de César Muerto César, Bruto se levantó de un salto, blandiendo su puñal manchado de sangre, y gritó a los senadores que él había salvado a Roma de un tirano. En particular apeló a Cicerón para que concluyese la reorganización del gobierno. Pero la ciudad se hallaba en un estado de parálisis, en el que nadie esperaba más que el horror y la efusión de sangre. Los partidarios de César estaban demasiado aturdidos para emprender una acción inmediata. Hasta Marco Antonio se escabulló para esconderse. Pero al llegar la noche, la situación empezó a moverse. Había una legión que se hallaba bajo el mando de uno de los leales generales de César, Marco Emilio Lépido, hijo y tocayo del general que había sido derrotado por Pompeyo treinta y tres años antes (véase página 90). Esas tropas fueron llevadas a Roma, de modo que los conspiradores tuvieron que moverse con cautela. Mientras tanto, Marco Antonio había recobrado la calma lo suficiente como para echar mano a los tesoros que César había reservado para la campaña militar que había planeado, y para persuadir a Calpurnia a que le entregase los documentos de César. En cuanto a los asesinos, trataron de ganar a Cicerón para su causa, quien decidió unírseles. Luego (teniendo en consideración las tropas de Lépido) negociaron con Marco Antonio, quien también pareció llegar a un acuerdo con ellos. El peligro de guerra civil se había evitado, aparentemente. Se convino en llegar a un compromiso. El Senado ratificaría todas las acciones de César, de modo que se mantuviesen sus reformas. También se acordó que se consideraría válido el testamento de César, desconocido hasta ese momento. A cambio de esto se asignarían provincias a los principales conspiradores, asignaciones que les daría poder y los llevaría fuera de Roma. Hechos estos acuerdos no parecía haber razón para no permitir un funeral público a César. Marco Bruto, con la opinión de algunos de los otros conspiradores, pensó que sería una acción peligrosa, que conciliaria y consolaría a los admiradores de César. En el funeral, Marco Antonio se levantó para pronunciar una oración fúnebre. Relató las grandes hazañas de César y leyó su testamento, por el cual donaba sus jardines para uso del público y en el que cada ciudadano romano recibía un donativo de, quizá, unos 25 dólares en dinero moderno. Este ejemplo de magnanimidad conmovió profundamente al pueblo Marco Antonio siguió describiendo las heridas que César había recibido como recompensa de toda su grandeza y generosidad, e inmediatamente todo el público clamó venganza contra los conspiradores. Aquellos de los presentes que eran amigos de los conspiradores se sobresaltaron y trataron de ponerse a salvo. Marco Antonio era, por el momento, el amo de Roma.

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Una nueva personalidad había llegado a Roma, un joven de diecisiete años llamado Cayo Octavio. Cayo Octavio era nieto de Julia, la hermana de Julio César, y era, por ende, sobrino nieto del dictador. Había nacido en 63 a. C., el año de la conspiración de Catilina. César no tenía hijos, de modo que Octavio era su heredero natural. Octavio era un joven enfermizo, y obviamente poco dotado para la guerra. Tampoco su tío abuelo deseaba meterlo en guerra; lo necesitaba vivo como heredero suyo. Por ello, cuando César hizo sus preparativos para la campaña contra los partos, ordenó a Octavio que se trasladase a Apolonia, ciudad situada al sur de Dirraquio, donde pudiera completar sus estudios. Estaba allí cuando le llegaron las noticias del asesinato de César e inmediatamente partió para Italia. En su testamento, César lo nombraba su heredero, y el testamento había sido ratificado por el Senado. Octavio tenía intención de exigir lo que consideraba suyo, aunque su familia pensó que ello suponía lanzarse a peligrosas aguas políticas y lo instó a que no lo hiciera. La llegada de Octavio contrarió a Marco Antonio, que se consideraba el heredero real, en términos de poder. No deseaba compartir el poder con un joven enfermizo. Según el testamento de César, éste adoptaba a Octavio como hijo, pero Marco Antonio impidió la ratificación de este punto por el Senado. Pero Octavio adoptó el nombre de Cayo Julio César Octaviano. Pero Marco Antonio tampoco lo tenía todo a su favor. Muchas de las tropas estaban del lado de Octavio, aunque sólo fuese a causa del nombre de César. Más aún, Cicerón, enemigo jurado de Marco Antonio, se puso de parte de Octavio (a quien esperaba usar para sus propios fines) y pronunció una serie de eficaces y potentes discursos contra Marco Antonio. Marco Antonio decidió que era hora de ganar popularidad mediante victorias militares. Uno tras otro, los conspiradores habían abandonado Roma para marcharse a sus respectivas provincias. Marco Bruto estaba en Grecia, Casio en Asia Menor, y Décimo Bruto en la Galia Cisalpina. Este era el que se hallaba más cerca de Roma, por lo que Marco Antonio lo eligió como primera víctima. Lépido había sido enviado a España para ocuparse de los restos de los pompeyanos que allí quedaban, pero Marco Antonio confiaba en dar cuenta solo de Décimo Bruto. Obligó al Senado a reasignarle la Galia Cisalpina y marchó hacia el Norte. Así comenzó la Tercera Guerra Civil. Pero tan pronto como Marco Antonio partió, el Senado fue persuadido por Cicerón y el joven Octavio a declarar a Marco Antonio enemigo público y a enviar un ejército contra él. Este ejército estaba al mando de los dos cónsules, y Octavio era segundo comandante. (Así, Octavio se encontró combatiendo en defensa de Décimo Bruto, asesino de su tío abuelo, y contra Marco Antonio, el más leal adepto de su tío abuelo. Pero esto sólo era un primer paso en los planes de largo alcance de Octavio. Hasta entonces nadie se había percatado de que el heredero de César, aunque no era un general, era un político tan hábil como el mismo César.)

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Décimo Bruto se fortificó en Mutina, la moderna Módena, y no pudo ser desalojado de allí. Marco Antonio, con un enemigo dentro de la ciudad y otro fuera de ella, fue derrotado, y en abril del 43 a. C. tuvo que conducir a su ejército en retirada a través de los Alpes, a la Galia Meridional, donde se encontraba entonces Lépido, después de volver de España. Todo marchó bien para Octavio. No sólo había privado a Marco Antonio de toda oportunidad de ganar gloria militar, sino que además los dos cónsules murieron en la batalla, dejando a Octavio al mando del ejército. Volvió a Roma y, respaldado por sus tropas, no tuvo dificultades para persuadir al Senado a que ratificase su condición de hijo adoptivo de César y se hizo elegir cónsul. Ahora que tuvo el dominio efectivo de Roma pudo finalmente actuar contra los conspiradores. Obligó al Senado a pronunciarse contra los conspiradores, y en septiembre marchó nuevamente a la Galia Cisalpina, pero esta vez para luchar contra Décimo Bruto. Realizó lo que Marco Antonio no había logrado. Los soldados de Bruto desertaron en grandes cantidades, por lo que el conspirador se vio obligado a huir. Pero fue capturado y ejecutado. El segundo triunvirato Entre tanto, Marco Bruto en Grecia y Casio en Asia Menor estaban reuniendo hombres y dinero (Casio fue particularmente brutal en la exacción de dinero a los impotentes provincianos) y estaban adquiriendo gran poder. Si Octavio y Antonio seguían luchando entre sí, ambos perderían. Por ello, Lépido trabajó para unir al viejo amigo de César y a su heredero. Los tres se encontraron en Bononia, la moderna Bolonia, y convinieron en dividirse los dominios romanos. De este modo se creó el segundo triunvirato, el 27 de noviembre del 43 a. C., con Marco Antonio, Octavio y Lépido. Al entrar en el acuerdo, Octavio abandonó al Senado, que ahora quedó nuevamente en la impotencia. Cicerón, en particular, que había arriesgado todo en apoyo de Octavio en sus ataques de elocuente orador contra Antonio, comprendió que su muerte era segura. Antonio, como parte del precio para entrar en el triunvirato, exigió la ejecución de Cicerón, y Octavio aceptó. En verdad, los tres establecieron un sistema de proscripciones, como en tiempos de Sila, casi cuarenta años antes. Muchos individuos acomodados fueron ejecutados y sus propiedades confiscadas. Cicerón trató de escapar abandonando Italia, pero vientos contrarios llevaron su barco de vuelta a la costa. Antes de que pudiera intentar nuevamente la huida, llegaron los soldados enviados para matarle. Se negó a que sus hombres ofreciesen resistencia, pues habría sido inútil. Enfrentó la muerte solo y con valentía. Extrañamente, Marco Antonio también señaló para su ejecución al viejo enemigo de Cicerón, Verres (véase página 92). Este aún vivía en un confortable exilio en Massilia. Codicioso hasta el fin, se negó a entregar algunos tesoros artísticos que el igualmente codicioso Marco Antonio deseaba. Verres pagó esto con su inútil vida.

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Una vez formado el segundo triunvirato, asentado firmemente su poder en Italia y el partido senatorial acobardado por el terror, era tiempo de enfrentarse con Bruto y Casio. El ejército de los triunviros se dirigió a Italia en su búsqueda. (Octavio cayó enfermo en Dirraquio y tuvo que ser llevado en litera al lugar de la batalla.) La batalla se libró en Filipos, en Macedonia Oriental, a unos quince kilómetros al norte del mar Egeo. (Filipos había sido desarrollada y fortificada por el rey Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, tres siglos antes, y había recibido ese nombre en su honor.) Los conspiradores habrían hecho bien en esperar, pues Antonio y Octavio estaban mal abastecidos y podían haberse visto obligados a retirarse o haber sido derrotados por hambre. Esta fue la opinión de Casio, pero Bruto no pudo soportar la incertidumbre y quiso dirimir la cuestión rápidamente. En octubre del 42 a. C. se libró una batalla en la que Bruto tuvo considerable éxito contra las fuerzas de Octavio. Pero a Casio no le fue tan bien y se suicidó en una irracional desesperación por una batalla que no fue peor que un empate. Bruto cayó en una depresión extrema al recibir la noticia, y algunas semanas más tarde forzó una segunda batalla, en la que fue derrotado por fuerzas superiores, y se suicidó a su vez. Los triunviros ahora dominaban Roma y quizá pensaron que sería mejor para todos separarse. Lépido recibió el Oeste y Antonio el Este, mientras que Octavio permanecía en Roma. En cierto modo, quizá haya parecido que Antonio obtenía la mejor parte. El Este, pese a su continuo saqueo por los gobernadores romanos y las exigencias de una larga serie de generales romanos, aún podía ser esquilmado un poco más, y Antonio pensó en el botín. A mediados del verano del 41 a. C. llegó a Tarso, situada sobre la costa meridional de Asia Menor, y abordó la cuestión de Egipto, que era aún la nación más rica del mundo mediterráneo. Egipto parecía apto para el saqueo. Desde que César había puesto a Cleopatra y su hermano menor en la posesión conjunta del trono, Egipto estuvo en calma, sin guerras ni rebeliones [1] . En 44 a. C., cuando su hermano menor cumplió catorce años y exigió una participación activa en los deberes reales, Cleopatra dirimió la cuestión muy sencillamente haciéndolo envenenar. Después de esto gobernó sola. En los meses siguientes al asesinato, Cleopatra mantuvo una prudente neutralidad, a la espera de ver en qué terminaban las cosas. Pero Antonio pensó que había sido demasiado neutral y que, por no haber apoyado activamente a los triunviros, tendría que pagarlo caro. Por ello, ordenó a la reina de Egipto que acudiese a Tarso. Cleopatra llegó en la barcaza real con la intención de persuadir a Marco Antonio de la corrección de su actitud, como siete años antes había persuadido a César de lo mismo. Cleopatra tenía entonces veintiocho años y, al parecer, estaba más hermosa que nunca. Después de pasar algún tiempo juntos, Marco Antonio decidió que ciertamente ella no merecía que se le hiciera pagar tributo. En cambio, decidió devolverle la visita e ir con

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ella a Alejandría. Allí pasó momentos placenteros, descansando en la encantadora compañía de la reina y olvidando todos los problemas de la guerra y la política. De vuelta en Italia, Octavio habría deseado poder hacer lo mismo. Pero la esposa de Antonio, Fulvia (que había sido antes esposa de Clodio y era una feroz arpía), estaba particularmente furiosa ante esa situación. Vio claramente que si Octavio permanecía en Roma, sería él quien finalmente gobernaría todos los dominios romanos. Tampoco aprobaba las descansadas vacaciones de que Antonio gozaba en Alejandría con Cleopatra. Por ello, Fulvia persuadió a Lucio Antonio (hermano de Marco Antonio), que era cónsul ese año, a que reclutase un ejército y marchara contra Octavio. De este modo esperaba debilitar a Octavio y obligar a Antonio a actuar contra él, aunque sólo fuese para proteger a su esposa y a su hermano. Octavio, con escasas dotes de soldado, confió su ejército a Marco Vipsanio Agripa, hombre de oscura familia que era de la edad de Octavio y había estudiado con él en Apolonia. Agripa empujó a los rebeldes a Perusa y los obligó a rendirse en 40 a. C. Marco Antonio se movió en apoyo de su familia, pero todo terminó demasiado rápidamente, y cuando Fulvia huyó a Grecia y murió allí casi inmediatamente, realmente fue el fin. Pero se pensó que era mejor renovar el triunvirato y resolver los problemas que habían surgido. Así, los triunviros se reunieron en el sur de Italia y efectuaron una nueva división de los dominios romanos. Marco Antonio conservó el Este, pero Octavio se quedó con Italia, Galia y España. Lépido, dejado de lado, tuvo que conformarse con África. Para cimentar la unión se concertó un matrimonio. Así como la encantadora hija de César, Julia, se había casado con Pompeyo para tener a éste en la familia, ahora la encantadora hermana de Octavio, Octavia, fue entregada en matrimonio a Marco Antonio. Por el momento todo parecía marchar bien. Octavio y Antonio siguieron sus caminos separados. Pero, al menos para Octavio, continuaron los problemas. Había surgido un nuevo Pompeyo: Sexto Pompeyo, hijo menor del viejo general. Sexto había acompañado a su padre a Egipto después de la batalla de Farsalia y estaba en el barco desde el cual vio asesinar a su padre en la costa. También había estado en la batalla de Munda, después de la cual fue muerto su hermano, mientras que él se salvó ocultándose para aparecer sólo cuando César abandonó España. Lentamente, Sexto fue ganando adeptos y, durante los desórdenes que siguieron al asesinato de César, reunió barcos y se hizo fuerte en el mar. Fue un pirata de mucho éxito. Se adueñó de Sicilia, lo cual lo situó en una posición fuerte, pues el suministro de alimentos de Roma dependía de los cereales sicilianos. Esto significaba que tenía un lazo puesto alrededor del cuello de Roma, lazo que podía apretar cuando se le antojase.

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Además, si se enviaban cargamentos de cereales, por ejemplo, de Egipto, los barcos de Sexto Pompeyo podían detenerlos. El hambre y el descontento obligaron a los tribunos a llegar a algún género de acuerdo con Sexto. Se reunieron con él en Miseno, un promontorio situado al noroeste de la bahía de Nápoles, en el 39 a. C., y se acordó entregarle Sicilia, Cerdeña, Córcega y la parte meridional de Grecia. Eran concesiones importantes, sobre todo para Octavio, pero éste quería ganar tiempo. En 36 a. C., Octavio reunió con dificultades una flota propia que puso bajo el mando de Agripa. Luego halló un pretexto para iniciar una guerra contra Sexto y envió a la flota de Agripa tras él. Agripa sufrió pérdidas por las tormentas y los combates, pero finalmente acorraló a Sexto cerca del estrecho que se extiende entre Italia y Sicilia. En la batalla que se entabló a continuación, Agripa obtuvo una completa victoria. Sexto huyó y logró llegar a Asia Menor, pero esto no le sirvió de mucho. Allí fue capturado por los soldados de Antonio en 35 a. C. y ejecutado. Entre tanto, Lépido, en cooperación con Octavio y para combatir a Sexto, había desembarcado tropas en Sicilia. Irritado por la parte insignificante que le había tocado en el triunvirato, pensó que podía conservar Sicilia para sí. Pero sus tropas desertaron para pasarse a Octavio, quien, por consiguiente, libró a Lépido de toda responsabilidad y lo envió a Roma a que llevase una vida tranquila. En el 36 a. C., pues, Octavio tuvo firmemente en su poder a todo el Occidente. Fulvia había muerto. Sexto Pompeyo había muerto y Lépido se hallaba reducido a la impotencia. Sólo Marco Antonio podía disputarle el predominio, pero no parecía con deseos de disputar nada a nadie. Antonio y Cleopatra El casamiento de Marco Antonio con Octavia realmente no fue beneficioso, pues, al parecer, Antonio no se interesaba por ella. Tan pronto como le fue posible volvió a Alejandría con Cleopatra, situación que le placía mucho más. Mientras estuvo lejos de Egipto surgieron considerables problemas con los partos, a causa de las acciones de un traidor romano, Quinto Labieno. Era hijo de un general que había prestado servicios bajo César en la Galia, pero luego se había pasado al bando de Pompeyo y fue muerto en la batalla de Munda. El joven Labieno era un intransigente opositor a César y se incorporó al ejército de Bruto y Casio. Aun después de la batalla de Filipos se negó a someterse y se refugió entre los partos. Orodes, cuyos ejércitos habían derrotado a Craso, era aún rey de Partia. Se había mantenido al margen de las guerras civiles romanas, muy satisfecho de que Roma se destrozase internamente sin tener que correr ningún riesgo. Pero Labieno lo persuadió a que aprovechase el sentimiento contrario a los tribunos que, afirmaba, prevalecía en Siria y Asia Menor. Orodes, pues, puso un ejército parto a su disposición y resultó que Labieno no había exagerado. En 40 a. C., los partos, con Labieno al frente, se desplazó al Oeste y en breve ocupó casi toda Siria y Asia Menor. Varias guarniciones romanas se unieron al renegado romano.

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Estas derrotas romanas se produjeron en la parte del ámbito romano que correspondía a Marco Antonio, de modo que tuvo que contraatacar. A tal fin, Marco Antonio utilizó a Publio Ventidio Baso. Originariamente, Ventidio había sido un hombre pobre, que vivía del alquiler de mulas y carros. Había llegado a general bajo César, en la Galia. A diferencia del padre de Labierno, permaneció fiel a César en la guerra contra Pompeyo y luego se unió a Marco Antonio después del asesinato de César. En 39 a. C., Ventidio se trasladó a Asia Menor, y el enemigo se retiró ante él. Libró una batalla en la parte oriental de la península, logró la victoria y obligó a los partos a abandonar sus conquistas. Al año siguiente, los partos hicieron un nuevo intento, y Ventidio se enfrentó nuevamente con ellos en Siria, derrotándolos aún más rotundamente. Los historiadores antiguos fechaban esta batalla el 9 de junio del 38 a. C., decimoquinto aniversario de la derrota de Craso. Orodes murió el mismo año, como para señalar el ocaso del poder parto. Pero aunque los romanos quizá pensaron que habían vengado a Craso, sólo habían conservado su propio territorio. Partia no pudo anexarse tierras romanas, pero su propio territorio permaneció intacto y siguió estándolo. En 37 a. C., Marco Antonio volvió al Este, pero no estaba totalmente satisfecho con las victorias de Ventidio. Quería para sí la gloria de ellas. Relevó a Ventidio y lo envió de vuelta a Roma a que disfrutase de un triunfo, y luego se preparó para atacar él mismo a Partia (después de pasar algún tiempo en Alejandría). La campaña de Antonio, comenzada en 36 a. C., fue un fracaso. No derrotó a los partos. Por el contrario, se vio obligado a retirarse con grandes pérdidas cuando trató de invadir Partia. Todo lo que pudo conseguir fue una victoria al año siguiente sobre los armenios, que eran adversarios mucho más débiles. Volvió a Alejandría con su reputación militar muy disminuida, al tiempo que Octavio llegaba a la cúspide del poder en Occidente. Octavio pensó que había llegado el momento de aplastar al único rival que le quedaba. Se hizo cada vez más popular en Roma, pues redujo el bandidaje en Italia, restableció la calma y la prosperidad, llevó a cabo programas de edificación en Roma y, en general, demostró ser un gobernante juicioso y prudente. En 38 a. C. se casó con Livia, sagaz matrona romana que lo aconsejó bien durante toda su vida, en favorable contraste con la reina extranjera de Antonio. Al pueblo romano le pareció que Antonio había descuidado su posición como gobernante romano del Este y se contentaba con pasar su tiempo solazándose con Cleopatra. Llegaban a Roma informes que lo describían usando vestimentas griegas y dedicado solamente a complacer a la reina egipcia. Estaba dispuesto, se decía, a darle toda Roma a ella o todo lo de Roma que pudiera obtener. Indudablemente, los informes eran exagerados, pero convenían a Octavio. Este obtuvo cartas de Antonio a Cleopatra y su testamento, y los usó como pruebas de que Antonio realmente pretendía cederle Roma. (Quizá fuesen falsificaciones, pues Octavio era suficientemente inescrupuloso como para usar documentos falsos si ello le beneficiaba, pero también pueden haber sido reales, ya que Antonio era tan insensato que podía poner tales cosas por escrito.)

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En 32 a. C. Antonio se divorció de Octavia, lo cual hizo pensar que se disponía a convertir a Cleopatra en su esposa legítima. Esto fue el colmo. Octavio había estimulado cuidadosamente el odio y el temor hacia la reina egipcia entre el populacho romano, y ahora hizo que el Senado le declarase la guerra. Marco Antonio comprendió que la guerra era realmente contra él, y trató de despertar de sus tres años de vacaciones. Reunió barcos, se trasladó a Grecia, estableció su cuartel general en las regiones occidentales de este país y se dispuso a invadir el Epiro, para luego invadir Italia. Pero la flota de Octavio, conducida por Agripa, también apareció en las aguas occidentales de Grecia. Después de interminables maniobras y preparativos, Cleopatra urgió a Antonio a que presentase una batalla naval. Los barcos de Antonio eran dos veces más numerosos que los de Octavio y, por añadidura, más grandes. Si Antonio ganaba la batalla naval, señaló Cleopatra, se aseguraría la victoria final, pues su ejército era más numeroso que el de Octavio. La batalla se dio el 2 de septiembre del 31 a. C., frente a Accio, promontorio de la costa meridional del Epiro, y fue la culminación de lo que podemos llamar la Cuarta Guerra Civil. Al principio, los barcos de Octavio causaron poca impresión en los barcos más grandes de Antonio, y la batalla pareció ser un inútil enfrentamiento entre la capacidad de maniobra y el poderío. Pero finalmente Agripa maniobró de tal manera que obligó a Antonio a extender su línea, de modo que los barcos de Agripa pudieron deslizarse por los vacíos que se abrieron para dirigirse hacia la flota de sesenta barcos de Cleopatra que se hallaba detrás de la línea. Según relatos, Cleopatra, presa de pánico, ordenó a sus barcos que zarpasen. Cuando Antonio se dio cuenta de que Cleopatra y sus barcos abandonaban el escenario de la batalla, cometió el acto más insensato de su vida llena de actos insensatos. Subió a un barco pequeño, abandonando a sus barcos y sus leales hombres (quienes aún podían haber obtenido la victoria) y zarpó en pos de la cobarde reina. Su flota combatió lo mejor que pudo, pero, sin su comandante, cundió el desaliento, y antes de que cayera la noche estaba destruida. Octavio fundó la ciudad de Nicópolis o «ciudad de la victoria», cerca del lugar de la batalla, ciudad que en el futuro iba a convertirse en la capital del Epiro. Luego volvió a Roma para recibir el consabido triunfo. Mientras tanto, Antonio y Cleopatra huyeron a Alejandría. Sólo les restaba esperar a que Octavio hallase tiempo para acudir a Egipto tras ellos. Esto ocurrió en 30 antes de Cristo. Octavio apareció por el Este, en dirección de Judea. Antonio trató de resistir, pero fue en vano. El 1 de agosto, Octavio entró en Alejandría y Marco Antonio se suicidó.

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Quedaba Cleopatra. Conservaba su belleza y su encanto, y esperaba usarlos con Octavio como los había usado con César y Antonio. Tenía treinta y nueve años por entonces; no era demasiado vieja quizá. Así, ella solicitó verlo, y hubo una entrevista en la que todo parecía marchar bien. Octavio fue amable, pero obviamente no logró conmoverlo. No era César ni Antonio, y no había nada que lo apartase de sus objetivos. Cleopatra lo comprendió, y se dio cuenta de que si le había hablado suavemente era sólo porque pensaba llevarla a Roma para celebrar su triunfo. Sería obligada a caminar encadenada detrás del carro de Octavio. Sólo había un modo de escapar a esa suprema humillación. Ella fingió una total sumisión, pero cuando más tarde los mensajeros de Octavio llegaron para ordenarle que los acompañara, la hallaron muerta. Octavio había previsto esta posibilidad y hecho quitar de sus aposentos todo utensilio cortante o capaz de proporcionar la muerte, pero ella de algún modo se las arregló para suicidarse. De este modo arrebató a Octavio el placer de saborear hasta el fin su victoria. Luego surgió la tradición de que se había hecho picar por una serpiente venenosa (un áspid) que le habían llevado disimuladamente en una cesta de higos, y esto quizá sea el incidente más dramático y conocido de su interesante vida. Pero nadie sabe si es cierto y es muy probable que nadie lo sepa nunca. En ese año, Egipto fue convertido en provincia romana y fue prácticamente una propiedad personal de Octavio. Así llegaron a su fin el último reino macedónico y el último monarca macedónico, tres siglos después de la muerte de Alejandro Magno. La paz, por fin Octavio había llegado a la cúspide. Habían transcurrido justamente cien años desde los intentos de reformas de Tiberio Graco y habían llegado a su fin un siglo de política caótica y cuatro guerras civiles. Grandes nombres habían sonado durante ese siglo: Mario, Sila, Pompeyo, César y Marco Antonio, pero sólo uno permaneció: Octavio. Ya no hubo enemigos ni oposiciones que temer. En el 30 a. C, Octavio era el amo absoluto de todo el mundo romano. El 11 de enero del 29 a. C. (724 A. U. C.), el templo de Jano fue cerrado por primera vez en doscientos años. Era la paz, por fin. Pese a toda la turbulencia de ese último siglo, Roma, además de un centro de poder militar, se convirtió en un centro cultural. El mismo Cicerón había sido el más grande y brillante ejemplo de esa cultura. De su obra sobrevive más que de cualquier otro autor romano, y ha sido más admirada que cualquier otra. Poseemos cincuenta y siete de sus discursos en forma completa, y sabemos de otros ochenta que no han sobrevivido en su totalidad. Esos discursos son amargos y a menudo contienen cosas que hoy consideraríamos de mal gusto, pero no era habitual en aquellos tiempos tratar a los enemigos con lo que hoy llamamos caballerosidad y juego limpio. Su estilo es considerado perfecto; ningún otro autor puede compararse con Cicerón en lo que respecta a fluidez y maestría en el dominio de la lengua latina. Durante dos mil años ha sido considerado como el modelo de todo lo que es admirable en el lenguaje.

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Cicerón también escribió sobre retórica y filosofía, no tanto para hacer contribuciones profundas propias como para dar a conocer las obras griegas sobre esos temas a los romanos, y lo hizo maravillosamente. Además, subsisten casi mil de sus cartas, en las que discute francamente los problemas del momento. En verdad, es tan franco (aparentemente porque no pensaba en su publicación) que revela sus propias debilidades: su vanidad, sus ansias de elogios y alabanzas, su timidez, su capacidad para la autocompasión, etc. Pero en conjunto Cicerón se nos presenta como la figura más atractiva y humana de todos los romanos, honesto y humanitario sin ser presumido, tímido pero capaz de llegar a la valentía en ocasiones. Después de Cicerón, el más grande prosista del período es César, cuyos comentarios sobre la guerra de las Galias subsisten y son estudiados en las escuelas hasta hoy. La frase inicial —«La Galia se divide en tres partes»— se ha convertido casi en un estribillo. Están escritos con todas las virtudes de un soldado, de modo claro, sencillo y directo, sin ornamentos innecesarios. Por desgracia, no nos han llegado sus discursos, lo cual es de lamentar, pues eran muy admirados en Roma. Entre los poetas romanos de ese período se destacan dos figuras. Una de ellas es la de Tito Lucrecio Caro, nacido alrededor del 95 a. C. Su fama reposa en su largo poema «De Rerum Natura» («Sobre la Naturaleza de las Cosas»), publicado en 56 a. C. En él Lucrecio describe el Universo según la filosofía del pensador griego Epicuro, que había vivido dos siglos y medio antes. En esta filosofía figuraba la idea de que todo se compone de diminutas partículas invisibles, que los griegos llamaban «átomos». Elaboró una concepción racional, materialista y casi atea del Universo.

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De todos los escritos antiguos que conocemos, el poema de Lucrecio es el que más se acerca al punto de vista filosófico de la ciencia moderna. Se perdió y fue olvidado en los siglos posteriores, pero en 1147 se descubrió un manuscrito de él. Poco después de la invención de la imprenta, el poema fue publicado y se editaron muchos ejemplares, por lo que se hizo popular y, sin duda, ejerció una importante influencia sobre el desarrollo del pensamiento que condujo a las concepciones modernas del Universo. Mucho más ligera, pero mucho más hermosa, era la poesía lírica de Cayo Valerio Cátulo. Sobreviven de sus versos 116 trozos, de los muchos que escribió. Algunos de ellos hoy serían considerados indecentes, pero muchos otros son conmovedores y delicados. Muchos están dirigidos a «Lesbia», de quien se piensa que no es sino Clodia (la hermana del infame Clodio), de la que Cátulo estaba enamorado desesperanzada e inútilmente. Con Cátulo entró en el latín la flexibilidad de la poesía griega Varios historiadores romanos de nota florecieron también durante este período. Uno de ellos era Gaius Crispus Sallustius, comúnmente conocido en castellano como Salustio. Fue uno de los seguidores de Clodio, y luego de César. Este lo dejó como gobernador de Numidia después de la destrucción del ejército de Catón y fue acusado de enriquecerse por medios ilegales. Nunca se llevó la cuestión a juicio, pero Salustio, que era un hombre pobre antes de su magistratura africana, después fue rico, lo cual es una prueba indirecta bastante convincente de su culpabilidad. Escribió un relato de la conspiración de Catilina y otra historia (quizá bajo la influencia de su estancia en África) sobre la guerra contra Yugurta. Ambas han llegado hasta nosotros. También escribió una historia de Roma, pero de ella sólo quedan fragmentos. Cornelio Nepote, amigo de Cicerón y Cátulo, escribió una serie de biografías de griegos y romanos destacados. La larga vida de noventa años de Marco Terencio Varrón transcurrió durante prácticamente todo el período de agitación (de ll6 a 27 a. C). Luchó del lado de Pompeyo, pero se sometió a César y fue perdonado. Escribió prolíficamente; según algunos informes, fue autor de casi 600 volúmenes. Pero sólo dos de sus libros sobreviven. Uno de ellos es una parte de un libro sobre la lengua latina, y el otro, escrito a los ochenta años, es un tratado sobre la agricultura, que es quizá el más importante libro sobre el tema que nos ha llegado de la antigüedad. Pero no debe suponerse que la cultura sólo puede florecer en épocas de guerra e insurrección. Con el advenimiento de la paz octaviana iba a iniciarse en Roma un nuevo y aún más brillante período de la cultura. Después de siglos de guerras, toda la región mediterránea iba a tener siglos de paz, el más largo período de paz continua que hubo en el mundo occidental antes o después. Se la iba a llamar la Pax Romana («La Paz Romana»). Pero se pagó un precio por ella, pues la República Romana, que había progresado durante quinientos años de guerras continuas y que había pasado de ser una aldea atrasada al dominio del mundo, ya no existía. En cambio, la ley fue la palabra de un hombre, Octavio.

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En 27 a. C., Octavio recibió el nombre de Augusto, que significa «de buen augurio», una especie de nombre de la buena suerte por el que se le conoce en la historia desde entonces. Como su tío abuelo, permitió que el mes de su nacimiento recibiera un nuevo nombre en su honor. El mes llamado «Sextilis» en los días de la República ahora fue llamado «Augustus», de donde proviene nuestro «agosto». Augusto siempre declaró que su intención era «restaurar la República». Nunca asumió el título de rey y mantuvo todas las formas de la República. Pero concentró todos los cargos en su persona y fue el Imperator, que significa «líder». Esta palabra ha dado «emperador» en castellano. Augusto, pues, fue el primero de una larga serie de emperadores romanos, y el ámbito sobre el cual él y sus sucesores gobernaron fue el Imperio Romano. La historia de este imperio, de sus glorias y sus miserias, de la influencia que ha ejercido sobre la historia humana hasta hoy, la contaré en otro libro.

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Tabla cronológica a. C. 1000 900 814 753 734 716 707 673 667 665 641 616 578 540 534 509 508 496 494 491 474 458 450 445 421 396 391 390

A.U.C.

384 367 365 354 351 343 340 338 334

369 386 388 399 402 410 413 415 419

1 19 37 46 80 86 88 112 137 175 213 219 244 245 257 259 262 279 295 303 308 323 357 362 363

Los villanoveses entran en Italia Los etruscos entran en Italia Fundación de Cartago Fundación de Roma. Rómulo es el primer rey Fundación de Siracusa Muerte de Rómulo. Numa Pompilio es el segundo rey Fundación de Tarento Muerte de Numa. Pompilio Tulo Hostilio es el tercer rey Combate entre Horacios y Curiacios Destrucción de Alba Longa Muerte de Tulo Hostilio. El cuarto rey es Anco Marcio Muerte de Anco Marcio. Tarquino Prisco es el quinto rey Asesinato de Tarquino Prisco. Servio Tulio es el sexto rey Los etruscos derrotan a los griegos en Alalia Asesinato de Servio Tulio. Tarquino el Soberbio es el séptimo rey Exilio de Tarquino el Soberbio. Fundación de la República Romana Lars Porsena ataca Roma. Defensa del puente por Horacio Batalla del Lago Regilo Los plebeyos se separan de Roma. Creación del tribunado Coriolano conduce un ejército contra Roma Los griegos derrotan a los etruscos en Cumas Dictadura de Cincinato Elaboración de las Doce Tablas Admisión del matrimonio entre patricios y plebeyos Acceso de los plebeyos a la cuestura Camilo toma Veyes después de diez años de asedio Exilio de Camilo Los galos derrotan a los romanos en el río Allia y toman Roma Manilo salva el Capitolio Ejecución de Manlio Las leyes Licio-Sextianas abren el consulado a los plebeyos Muerte de Camilo Se crea la Liga Latina bajo la dominación romana Se abre la censura a los plebeyos Primera Guerra Samnita Guerra Latina Filipo II de Macedonia impone su dominación a los griegos Los galos hacen la paz con Roma. Alejandro Magno invade Persia 152

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Tabla cronológica a. C. 332 326 323 321 318 312 310 308 304 298 295 290 289 281 280 279 275 272 270

A.U.C. 421 427 430 432 435 441 443 445 449 455 458 463 464 472 473 474 478 481 483

269 264 263 260 256 255 248 247 241 236 234 231 229 228 223 222 221 220

484 489 490 493 497 498 505 506 512 517 519 522 524 525 530 531 532 533

Alejandro de Epiro acude en ayuda de Tarento Muerte de Alejandro de Epiro. Comienza la Segunda Guerra Samnita Muerte de Alejandro Magno Los samnitas derrotan a los romanos en las Horcas Caudinas Nacimiento de Pirro Construcción de la Vía Apia Agatocles de Siracusa invade África Fabio Máximo derrota a los etruscos Fin de la Segunda Guerra Samnita Comienza la Tercera Guerra Samnita Fabio Máximo derrota a los galos en Sentino Fin de la Tercera Guerra Samnita Muerte de Agatocles Tarento llama a Pirro en su ayuda contra Roma Pirro derrota a los romanos en Heraclea Pirro derrota a los romanos en Ausculum Los romanos derrotan a Pirro en Benevento Roma toma Tarento. Muerte de Pirro en Grecia Roma completa la conquista de la Magna Grecia. Hierón II ocupa el trono de Siracusa. Nacimiento de Amílcar Barca Cuarta Guerra Samnita Comienza la Primera Guerra Púnica Roma invade Sicilia Roma logra una victoria naval sobre Cartago Los romanos invaden África comandados por Régulo. Regulo es derrotado y capturado Amílcar Barca toma el mando del ejército cartaginés Nacimiento de Aníbal Fin de la Primera Guerra Púnica Sicilia se con vierte en provincia romana Amílcar Barca establece el poder cartaginés en España Nacimiento de Catón el Viejo Cerdeña y Córcega se convierten en provincia romana Guerra Hinca Muerte de Amílcar Barca Antíoco III sube al trono seléucida Flaminio derrota a los galos Roma domina toda Italia hasta los Alpes Aníbal toma el mando en España. Filipo V sube al trono de Macedonia Flaminio construye la Vía Flaminia 153

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Tabla cronológica a. C. 219 218 217 216 215 212 211 210 207 206 205 202 201 200 197

A.U.C. 534 535 536 537 538 541 542 543 546 547 548 551 552 553 556

196 557 192 561 191 562 190 563 189 187 184 183 179 172 168

564 566 569 570 574 581 585

167 163 155 153 151

586 590 598 600 602

149 604 148 605

Comienza la Segunda Guerra Púnica. Roma se anexa Corcira Aníbal atraviesa los Alpes y derrota a los romanos en Trebia Aníbal derrota a los romanos en el Lago Trasimeno Aníbal derrota a los romanos en Cannas Comienza la Primera Guerra Macedónica Marcelo conquista Siracusa Aníbal aparece ante las puertas de Roma Escipión el Viejo asume el mando en España Los romanos derrotan a Asdrúbal en el Lago Metauro Escipión derrota a los cartagineses en Hipa, en España Fin de la Primera Guerra Macedónica Escipión derrota a Aníbal en Zama, África Fin de la Segunda Guerra Púnica Inicio de la Primera Guerra Macedónica Flaminio derrota a los macedonios en Cinoscéfalos. España es organizada en provincias romanas Fin de la Segunda Guerra Macedónica. «Liberación» de Grecia. Aníbal huye a Asia Se da comienzo a la Guerra Siria (con Antíoco) Los romanos derrotan a Antíoco en las Termopilas Los romanos derrotan a Antíoco en Magnesia. Primera aparición de los romanos en Asia Fin de la Guerra Siria Muerte de Antíoco III Catón el Viejo es elegido censor Muerte de Aníbal y de Escipión el Viejo Muerte de Filipo V Comienza la Tercera Guerra Macedónica Los romanos derrotan a los macedonios en Pidna y dan fin a la Tercera Guerra Macedónica. Polibio y mil rehenes griegos son deportados Los ciudadanos romanos quedan libres de impuestos directos Nacimiento de Tiberio Graco Nacimiento de Mano Nacimiento de Cayo Graco Escipión el Joven pacifica España Polibio y otros rehenes griegos son puestos en libertad Comienza la Tercera Guerra Cartaginesa Cuarta Guerra Macedónica

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Tabla cronológica a. C. A.U.C. 146 607 Destrucción de Cartago Corinto es saqueada Macedonia es convertida en provincia romana 138 615 Nacimiento de Sila 135 618 Primera Guerra Servil (en Sicilia) 133 620 Escipión derrota a tribus hispánicas en Numancia. Pergamo es anexado y convertido en provincia romana. Tiberio Graco es elegido tribuno 132 621 Asesinato de Tiberio Graco 129 624 Muerte de Escipión el Joven 125 628 Los romanos conquistan la Galia Meridional 123 630 Cayo Graco llega al tribunado 121 632 Asesinato de Cayo Graco. La Galia Meridional es organizada como provincia romana. Mitrídates VI se convierte en rey del Ponto 115 638 Nacimiento de Craso 113 640 Los cimbrios invaden la Galia 111 642 Comienza la Guerra de Yugurta 107 646 Mano es elegido cónsul por primera vez 106 647 Nacimiento de Pompeyo y de Cicerón 105 648 Mario derrota a Yugurta 104 649 Muerte de Yugurta 103 650 Segunda Guerra Civil (en Sicilia). Los teutones se unen a los cimbrios. 102 651 Mario destruye a los teutones. Nacimiento de Julio César. 101 652 Mario destruye a los cimbrios. 100 653 Mario se ve obligado a matar al tribuno Saturnino y pierde poder político. 95 658 Nacimiento de Catón el Joven. 91 662 Asesinato del tribuno Druso. Comienza la Guerra Social. 89 664 Sila derrota a los rebeldes italianos. 88 665 Fin de la Guerra Social. Se inicia la Primera Guerra de Mitrídates. Estalla la Primera Guerra Civil cuando Sila obliga a Mario a abandonar la ciudad. 86 667 Sila saquea Atenas. Mario toma el poder en Roma, pero luego muere. 85 668 Nacimiento de Bruto. 84 669 Fin de la Primera Guerra de Mitrídates. 83 670 Nacimiento de Marco Antonio. 82 671 Sila derrota al ejército adepto a Mario en Puerta Colina. 81 672 Sila se convierte en dictador de Roma. Segunda Guerra de Mitrídates. 79 674 Sila renuncia a la dictadura. 78 675 Muerte de Sila. 76 677 César es capturado por los piratas. 74 679 Bitinia y Cirene se convierten en provincias romanas. Tercera Guerra de Mitrídates. Yerres es nombrado gobernador de Sicilia. 155

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Tabla cronológica a. C. A.U.C. 73 680 Lúculo derrota a Mitrídates. Espartaco dirige la Tercera Guerra Servil contra Roma. 72 681 Pompeyo derrota a fuerzas partidarias de Mario en España. 71 682 Craso derrota al ejército de los esclavos. Muerte de Espartaco. 70 683 Cicerón acusa a Yerres. 69 684 Lúculo derrota a Tigranes de Armenia. Nacimiento de Cleopatra. 67 686 Creta se convierte en provincia romana. Pompeyo limpia de piratas el Mediterráneo. 66 687 Lúculo es llamado a Roma y reemplazado por Pompeyo. 64 689 Pompeyo va al Este. El Ponto, Cilicia, Siria y Judea se convierten en provincias romanas. Conspiración de Catilina. 63 690 Cicerón es elegido cónsul y ataca a Catilina. Muerte de Mitrídates. Nacimiento de Octavio. 62 691 Muerte de Catilina. 61 692 Pompeyo retorna a Roma. 60 693 Creación del Primer Triunvirato. 58 695 Clodio llega al tribunado. Exilio de Cicerón. César da comienzo a la Guerra de las Galias. 55 698 César invade Germania y Britania. 53 700 Craso muere en la batalla de Garres contra los partos. 52 701 Muerte de Clodio. Pompeyo nombrado único cónsul. 51 702 César completa la conquista de la Galia. Pompeyo se vuelve contra él. 49 704 César cruza el Rubicón. Comienza la Segunda Guerra Civil. 48 705 César derrota a Pompeyo en Farsalia. Pompeyo es asesinado en Egipto. César conoce a Cleopatra. 47 706 César derrota a Farnaces del Ponto en Zela. 46 707 César retorna a Roma con el poder supremo. Derrota al ejército pompeyano de África en Tapso. Suicidio de Catón el Joven. 45 708 César derrota al ejército pompeyano de España en Munda. Reforma el calendario. 44 709 Asesinato de César por Bruto, Casio y otros. 43 710 Comienza la Tercera Guerra Civil. Se forma el Segundo Triunvirato. Asesinato de Cicerón. 42 711 Octavio y Marco Antonio derrotan a Bruto y Casio en Filipos. Suicidio de Bruto y Casio. 41 712 Antonio conoce a Cleopatra. 38 715 Ventidio derrota a los partos. 32 721 Cuarta Guerra Civil. 31 722 Octavio derrota a Marco Antonio y Cleopatra en Accio.

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Tabla cronológica a. C. 30 29 27

A.U.C. 723 Suicidio de Marco Antonio y Cleopatra. 724 Octavio domina solo todo el orbe romano. Fin de la República Romana. 726 Octavio recibe el nombre de Augusto.

[1]

Se cuentan historias según las cuales César llevó a Cleopatra consigo a Roma y ella permaneció en ésta hasta el asesinato de César, pero tales afirmaciones se basan en muy endebles elementos de juicio y muy probablemente no sean verdaderas. Lo más probable es que haya permanecido en Egipto, que era donde debía estar.

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