¿Estamos Locos? Una Visión Amena de La Psicología - MANFRED LUTZ

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Manfred Lütz

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Una visión amena de la psicología

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Prólogo, por Eckart von Hirschhausen Preludio Introducción A.NUESTRO PROBLEMA SON LAS PERSONAS NORMALES 1. Locura 1. La locura completamente normal: Hitler, Stalin y la neurociencia 2. La persona desquiciadamente normal: cuadrarse en monocolor II. Estupidez 1. La estupidez completamente normal: Dieter Bohlen, Paris Hilton y la esencia de las cosas 2. La persona estúpidamente normal: mujeres que friegan y ciervos que braman B. ¿POR QUÉ TRATAR A LA GENTE? Y SI LO HACEMOS, ¿A CUÁNTOS? SENTIDO Y SINSENTIDO DE LA PSIQUIATRÍA Y LA PSICOTERAPIA 1. ¿Por qué tratar? 1. Estar a punto de acertar también es fallar: cuando los alienistas se equivocan 2. Fantásticamente anormal: genio y locura 3. Los locos y sus médicos: cómo se inventó la psiquiatría 4. Malentendidos: por qué los diagnósticos nunca aciertan II. ¿A quién tratar? 1. El pequeño mundo de la psiquiatría: mi cerebro y yo (a) ¿Qué es lo bueno dentro de lo malo? Las posibilidades que ofrece la enfermedad (b) Cuestión de pareceres: el ser humano, su cerebro y cómo la vida juega así, sin más 11

2. El gran reino de la libertad: yo y mi cerebro (a) Libertad y enfermedad: más acá del bien y el mal (b) Dignidad humana y libre albedrío: los señores enfermos III. ¿Cómo tratar? 1. Una relación artificial pasajera por dinero: breve introducción a la psicoterapia (a) El psicoanálisis: ¿por qué se ríe usted así?; ¿qué reprime? (b) La psicoterapia conductual: cuadrada, práctica, buena (c) Revoluciones sistémicas: cómo se erradican los problemas (d) Soluciones sin problemas: el secreto de la mella 2. Por último: ¿tratar el cuerpo para sanar el alma? (a) Controversias: esplendor y miseria de la psico-química (b) Revelaciones escandalosas: el ultimátum de una paciente segura de sí misma C.UNA DIVERTIDA PSICOLOGÍA: TODOS LOS DIAGNÓSTICOS, TODAS LAS PSICOTERAPIAS 1. Cuando el cerebro se ve afectado: los pequeños golpes en el cogote no aumentan la inteligencia 1. Cómo se pilla a un camaleón: trabajo detectivesco 2. Pelea encarnizada: todo lo que el cerebro se toma a mal 3. Enfado crónico: las conquistas póstumas del señor Alzheimer 4. Los dementes y los normales: una aproximación II. Quien tiene preocupaciones tiene también licores: la adicción, una molesta enfermedad 1. Trabajo, mujer y carné de conducir: tres ámbitos delicados 2. El hombrecillo con la cabeza de cristal: lo que une a la psiquiatría con la mafia 3. Psicoterapia: ¿qué hacer en vez de ser adicto? 12

4. Los adictos y los normales: el sentido de la adicción III. Errar es humano: la esquizofrenia 1. Auto-experimentación de la esquizofrenia: lo que tienen en común un psiquiátrico y un ministerio 2. Buenas noticias: una inquietante enfermedad pierde su carácter terrorífico 3. El desastre de la talidomida y la psicología: causas y efectos 4. Los esquizofrénicos y los normales: una relación crispante IV. Exultantes, hondamente afligidos: depresivos y maníacos 1. La depresión: ¿qué es lo bueno dentro de lo malo? 2. Pensamientos destructivos: cuando no hay salida 3. Animación en el aula, estrés para el ejército 4. Los maníacos y los normales: una enconada enemistad V. ¿Por qué aún podemos esperar con ilusión el paraíso? Variaciones de lo humano 1. Trauma, miedo y compulsión: reacciones perturbadas 2. Comida, bebida, sexualidad: cuando las necesidades se nos escapan de las manos 3. El doctor Jekyll y el señor Hyde: dramas psiquiátricos 4. Personas extremas y el último ser humano: cómo los normales inventaron «la felicidad» Aquí acaba este cantar Epilogo Índice temático

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Queridos lectores: EL prejuicio más frecuente contra los psiquiatras reza: ¡pero si ninguno de ellos es normal! Por fortuna, el presente libro no puede sino confirmar semejante prejuicio. Manfred Lütz no es normal. Eso, al menos, está claro. Pero qué signifique «normal», si lo contrario de enfermo, lo contrario de extraordinario o algo por completo distinto, eso es algo que tú mismo debes descubrir en el curso de la lectura de este libro. El autor es médico psiquiatra en cuerpo y alma. Tamaño compromiso es necesario. Su clínica se encuentra ubicada en las proximidades del aeropuerto de Colonia. Y quien viaja en coche hasta allí ve corroborado el hecho de que los mejores chistes los escribe la vida. La correspondiente salida de la autovía - no me estoy inventando nada - se llama: «Locura» (Wahn). El arte médico consiste en no hacer NADA siempre que ello sea posible. Esto vale para los psiquiatras tanto como para los cirujanos. Un cirujano necesita unos dos años para saber cómo hacer una operación. Y veinte años para saber cuándo NO hay que operar. De modo análogo, un psiquiatra necesita muchos años para saber cuándo NO tiene que poner en tratamiento a una persona singular. Quien se dedica a los enfermos mentales desarrolla ojo clínico para reconocer cuánto es todavía normal y qué representa un verdadero pro blema. Una experiencia «loca» de la que el autor, en el presente libro, nos hace partícipes con amenidad. Cuando uno repara en la enorme frecuencia con que cualquier ordenador sencillamente diseñado se estropea por completo, nada tiene de extraño que las enfermedades mentales se cuenten entre las más habituales. El presente libro es un interesante y sobremanera entretenido viaje de exploración a través de todo el fascinante mundo de la mente. Quizá a lo largo de él aprendas a ver con otros ojos - y a valorar de otro modo - a tu extraña tía y a tu grotesco primo. Y tal vez también a ti mismo. El cerebro humano es la realidad más compleja del mundo. Por desgracia, viene sin manual de instrucciones. De forma automática e intuitiva, la mayoría de las personas lo tratan erróneamente. Se dicen a sí mismas: «¡Inten-taré conservar incólume mi cerebro tanto tiempo como sea posible, usándolo lo menos posible!». Falso: el cerebro puede ser ejercitado como un músculo, pero no lo conviertas en un esfínter. Todo lo que hacemos con frecuencia transforma la estructura de nuestro cerebro. «A la larga, el alma adquiere el color de los pensamientos», dijo ya Marco Aurelio en Roma hace casi dos mil años. Hoy, a eso le damos el nombre de «neuroplasticidad», esto es, las células nerviosas modifican su forma cuando son utilizadas; y en este libro, tu cerebro puede ocuparse por una vez del cerebro. ¡Concédele 15

ese placer! A nuestro entendimiento le encanta clasificar las cosas de modo unívoco, pero el mundo se resiste a la simple división en enfermos y sanos, en derecha e izquierda, en verdadero y falso. Podemos admitir contradicciones simultáneas en tres diferentes estados funcionales: el sueño, la psicosis y la risa. El presente libro trata de todos ellos. Pero la risa es el más sano. El lenguaje médico contiene en ocasiones poesía oculta. Así, «esquizofrenia» significa a la letra: diafragma escindido. Pues los griegos pensaban que el alma tenía su sede en el diafragma. A mí, como cómico, me parece una idea muy simpática que la risa, el alma y la respiración constituyan una unidad. Aristóteles pensaba aún que el cerebro no era más que un aparato cuya finalidad consistía en enfriar la sangre. Y como hoy sabemos, en el caso de numerosas personas, la realidad le ha dado la razón... En un médico, dudar de uno mismo es un signo de calidad. A alguien que tiene respuesta para todo es mejor no preguntarle. Y así, me gustaría subrayar que en algunos temas no opino igual que Manfred Lütz, pero él ha estado muy abierto a sugerencias, más de lo normal. En lo que sí estamos de acuerdo es en nuestra misión: en que la risa hace más hermosa la vida, y en que también los temas serios pueden tranquilamente ser abordados y formulados con humor y claridad. La comicidad surge cuando, al mirar las tragedias, se cierra uno de los ojos. Y así, en ocasiones, el presente libro es tuerto y guiña un ojo a la vez. Ojalá que a muchos lectores les abra ambos ojos a la antigua máxima renana: Jeder Jeck ist anders [literalmente: «Cada máscara de carnaval es distinta»], que viene a querer decir: cada cual vive a su manera. Te deseo de corazón: ¡Buena suerte!

Dr. ECKART VON HIRSCHHAUSEN Médico, humorista y autor de Artz-Deutsch [El alemán de los médicos], Die Leber wtichst mit ihren Aufgaben [El hígado crece en proporción con el trabajo que realiza] y Glück kommt selten allein [La felicidad rara vez viene sola] Creador de la fundación HUMOR HILFT HEILEN [El humor ayuda a curar]

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CUANDO uno, como psiquiatra y psicoterapeuta, ve las noticias por la noche, no para de irritarse. En ellas se habla de belicistas, terroristas, asesinos, criminales de cuello blanco, gélidos burócratas e impúdicos ególatras - ¡y esta gente no está en tratamiento!-. En efecto, tales personajes son considerados incluso completamente normales. Entonces me acuerdo de las personas con las que he estado tratando durante el día: enternecedores dementes, delicados adictos, hipersensibles esquizofrénicos, conmovedores depresivos y fascinantes maníacos; y luego, en ocasiones me asalta una terrible sospecha: ¡estamos tratando a la gente equivocada! ¡Nuestro problema no son los chiflados, nuestro problema son las personas normales! Pero, para justificar esta atrevida afirmación, no basta con estar al tanto de las peculiaridades de la gente normal; es necesario conocer también a los chalados. Eso, sin embargo, no es tan fácil para el ciudadano medio. Pues antaño se recluía a los enfermos mentales en sanatorios perdidos en las verdes praderas, suponiendo cándidamente que el aire del campo no podía sentarles mal. Cuando se cayó en la cuenta de que la resuelta remoción de peculiares ciudadanos de su entorno social hacía aún más peculiares a los afectados, se decidió trasladarlos de nuevo sin demora a las ciudades. Pero ahora estas personas viven en centros dirigidos de forma tan increíblemente profesional que el ciudadano medio tiene la impresión de que necesita al menos formación universitaria para preguntarle a un esquizofrénico dónde está la estación de ferrocarril. La generalizada presunción de ciertos psico-expertos ha creado un gueto profesional que hace que al ciudadano medio los enfermos mentales le resulten a menudo tan extraños como si vinieran de otro planeta. ¿Qué se puede hacer al respecto? Es necesario instruir. Proporcionar conocimientos tanto sobre las personas desquiciadamente normales como sobre los desquiciados del todo normales. De ahí que, en el presente libro, me haya propuesto presentar de forma fácilmente comprensible todas las enfermedades psiquiátricas y todas las psicoterapias habituales conforme al estado actual de la ciencia. Casi todos tenemos en nuestra familia alguna tía extraña o algún tío grotesco sobre los que únicamente se cuchichea. Y todos conocemos en el vecindario a algún que otro personaje singular del que hasta ahora nunca hemos sabido qué pensar. Al finalizar la lectura de estas páginas, debería existir algo más de claridad en relación con el tema. Así, este libro te cambiará, y tratarás de otra manera a tus prójimos. ¿Toda la psiquiatría y toda la psicoterapia en doscientas treinta páginas? ¡No prestes oídos a la gente que, arqueando las cejas, afirma que sobre psiquiatría y psicoterapia solo se pueden escribir mamotretos sin la menor chispa de humor! Para mayor seguridad, he pedido a destacados expertos que escriben voluminosos manuales que lean el libro, y su opinión es que ese número de páginas es más que suficiente. Por las importantes 19

sugerencias que me han ofrecido, me siento especialmente en deuda con los catedráticos Klaus Dórner (emérito de Gütersloh), Wolfgang Maier (Bonn), Klaus Windgassen (Remscheid), Martin Hautzinger (Tübingen) y Christian Reimer (emérito de GieBen). Pero también quiero mostrar mi agradecimiento a dos expertos de primera mano - el doctor Joachim Brandenburg, como representante de los afectados, y la señora Susanne Heim, como representante de los familiares - por la lectura crítica del borrador. Al doctor Eckart von Hirschhausen le agradezco de corazón el jocoso prólogo, así como las exhaustivas conversaciones que hemos mantenido, y sus numerosos y acertados consejos. Por último, el libro lo ha leído también un carnicero al que tengo en gran estima y que prestó rigurosa atención a que el contenido fuera comprensible para cualquiera. Así pues, una cosa es segura: cuando termines de leer la presente obra, podrás hablar sin duda con cualquier chalado y, en el peor de los casos, incluso contigo mismo. El libro, por lo demás, es apropiado asimismo para cirujanos, enemigos naturales de los psiquiatras. Los cirujanos no suelen ocuparse de libros, porque estos no sangran. Pero sí que leen con entusiasmo manuales de instrucciones, y lo que sigue es un manual de instrucciones para tratar a personas extraordinarias y a aquellas que les gustaría llegar a serlo. Por razones de responsabilidad legal me veo obligado a hacer una advertencia previa. Como es mi costumbre, he dado al tema un enfoque humorístico. Eso es algo que no a todo el mundo le gusta. Puesto que la editorial se ha negado a resaltar en tipografía distintiva las bromas, es posible que los oriundos de Westfalia del Este tengan que recurrir a la ayuda de sus parientes renanos para entender el libro'. Ya solo el nombrecito: West-Falia del Este, la Falia Occidental del Este... Ostfalia, la Falia Oriental, aún tiene pase; Westfalia, la Falia Occidental, ya es un problema para nosotros los renanos, pero la Falia Occidental del Este... ¡vamos, para viajar allí uno no sabe siquiera qué dirección ha de tomar! Un ejemplo realmente clásico de double-bind (doble vínculo), un mensaje doble que, desde la perspectiva de la psicoterapia sistémica, puede llevar a la esquizofrenia, al trastorno límite de la personalidad o a algo peor. Sin em bargo, los habitantes de esa apartada comarca dan la impresión de ser asombrosamente normales y, a pesar de los terribles insultos que les dedico, una y otra vez me invitan a impartir conferencias. En realidad, también la gente de Westfalia tiene humor... ¡solo que con retraso! Pero ¿se puede hablar con humor sobre enfermos mentales? Considero que sí. Pues el humor es una forma de incluir afectuosamente en la vida de uno a las cosas y las personas. Toda persona tiene derecho al humor. Eso lo he aprendido en el grupo BrückeKrücke [Puente-Muleta], que vino a mí hace veinticinco años en Bonn y en el que jóvenes discapacitados y no discapacitados comparten su tiempo libre. Si allí alguno de mis amigos discapacitados es irresistiblemente gracioso, entonces tiene también derecho a que la gente se ría de él. Sea como fuere, quien crea que sobre «nuestros pobres 20

enfermos mentales» no se puede hablar más que con rictus serio y lleno de consternación en actos solemnes niega a estos congéneres la posibilidad de ser objeto de nuestros afectados estados de ánimo sociales. Pero, por encima de todo, lo cierto es que de nosotros los normales únicamente se puede hablar con humor. Pues, con el corazón en la mano, las personas que son tan normales que hiere (normópatas) resultan, por lo general, irresistiblemente graciosas.

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EL hígado crece en proporción con el trabajo que realiza, afirma Eckart von Hirschhausen. ¿Vale eso también para el cerebro? El humorista Jürgen Becker opina que no. Considera más evolucionadas a las tenias solitarias porque han prescindido del cerebro. Viven como parásitos en el intestino, están magníficamente alimentadas y, también en todos los demás sentidos, se sienten de maravilla. El cerebro les es innecesario de medio a medio. Por el contrario, los humanos estamos hasta el cuello de problemas. Tenemos grandes dificultades para alimentarnos de forma adecuada, reproducirnos eficazmente e incluso para disfrutar de la vida. De ahí que debamos cargar con un cerebro para resolver problemas que no se nos plantearían si careciéramos de este lujoso y prescindible órgano. Dejémoslo estar. En cualquier caso, en comparación con los animales, somos «seres deficientes», tal como el filósofo Arnold Gehlen nos cantó las cuarenta. Por eso, a su juicio, los seres humanos precisamos instituciones que nos ayuden a superar nuestras carencias. No en vano, al comienzo de la vida estamos bastante necesitados de cuidados y otro tanto puede decirse de cuando nos aproximamos al fin. En el breve ínterin organizamos el cuidado tanto de la generación futura como de la generación que muere. En el fondo, somos, por lo común, discapacitados; y a lo largo de toda la historia de la humanidad, nos hemos afanado mediante la sudorífica utilización del cerebro por inventar catalejos para ayudar a los ojos, audífonos para potenciar los oídos, automóviles para favorecer los desplazamientos y vestidos para cubrir nuestra piel, ridículamente lampiña. Estos esfuerzos no deben de habernos sentado bien. Porque, a diferencia de los animales, tendemos a conductas extrañas. El biólogo Midas Dekkers señala que el deporte, por ejemplo, es algo de todo punto antinatural: «Ningún animal hace deporte, pues no es tan tonto». Probablemente tampoco existe ninguna especie de mamíferos cuyos miembros se maten unos a otros con tanto ensañamiento. Y eso en absoluto se debe a sujetos más bien simples y musculosos. El psiquiatra Thomas Fuchs sostiene que la tendencia a liquidarse mutuamente incluso se intensifica con el aumento del nivel cultural. La situación es explosiva. Si de verdad hemos de comparecer ante un tribunal el día del Juicio Final, las cosas pintarán muy negras para nosotros. Es de temer que, a consecuencia de una conducta demostrablemente insensata y del riesgo extremo al que ha expuesto al conjunto de la creación, la humanidad entera sea ingresada en psiquiátricos. Ante tal estado de cosas, ¿no hay que contar entonces con que, en esta chiflada humanidad, aquellos que son expresamente calificados de chiflados por sus semejantes alcancen un grado de chifladura que sobrepase todos los límites? Pero, curiosamente, no es ese el caso. Cuando enfermos mentales perpetran crímenes espectaculares, a veces 23

me entrevista alguna que otra cadena de televisión. Tras una adecuada valoración del caso concreto, señalo sin falta que, desde el punto de vista estadístico, los enfermos mentales cometen menos crímenes que las personas normales. Mi conclusión: «¡Tenga cuidado con los normales!». ¿A qué obedece este curioso diagnóstico? Las personas con una perturbación psíquica sencillamente no suelen participar en la locura del todo normal de nuestra sociedad. Entonces, frente a esta, su locura - individual en grado sumono tiene en ocasiones ya tanta importancia. En efecto, la perturbación psíquica puede ser incluso una capacidad especial. Descritos de modo neutral, los enfermos mentales no son, en primer lugar, sino personas que se salen de lo común. La mayoría sufre a resultas de esta excepcionalidad. Por eso, los médicos se han encargado de ellos y se han inventado los psiquiátricos. Y, al hilo de ello, se han desarrollado psicoterapias con las que es posible mitigar el sufrimiento y convertir de nuevo a personas extraordinarias en personas normales. Pero ¿resulta siempre ventajoso ser normal? Sea como fuere, los psicoterapeutas modernos han descubierto recientemente que es de todo punto absurdo tratar la perturbación psíquica como un defecto cualquiera que debe ser subsanado con la mayor rapidez posible. Pues con no poca frecuencia el problema puede ser transformado incluso en solución mediante unas cuantas artimañas geniales. «¿Qué es lo bueno dentro de lo malo?», se preguntó ya el psicoterapeuta austro-americano Paul Watzlawick, autor de superventas como El arte de amargarse la vida. Con ello, fundó una corriente de psicoterapia centrada en los recursos que se esforzó por arrojar luz sobre las capacidades de las personas que antes solo se veían a sí mismas como un auténtico fardo de problemas. «La solución no tiene nada que ver con el problema», añadió el gran inventor de psicoterapias Steve de Shazer, al tiempo que abogaba por dirigir el foco de la atención radical y exclusivamente a las energías ocultas u olvidadas del paciente. Si el paciente presta de nuevo atención a sus capacidades, estas pueden volver a ser operativas, lo cual basta, sin duda alguna, para encontrar soluciones. Los normales, por el contrario, no tienen necesidad de iluminar nada de nuevo. Debido a su endurecida sensibilidad o al aburrimiento de su apacible vida, nunca tienen la oportunidad de topar con límites verdaderamente desafiantes. Ser normal puede constituir un destino trágico. No es de extrañar que las personas normales se venguen por ello, tramen guerras, dependan del robo, el asesinato y el fraude para conferirle a la vida una emoción que de lo contrario no tendría. En ocasiones, también se hacen los locos sin más. «Es muy provechoso que a una la consideren chalada en todas partes», dice Audrey Hepburn en Desayuno en Tiffany's.

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Los psiquiatras perciben locura en determinadas enfermedades. Pero la opinión pública habla con mucha mayor frecuencia de «locura completamente normal» y no se refiere con ello a ninguna enfermedad, sino a las generalizadas excentricidades de las que los medios de comunicación sociales informan por doquier. Las consecuencias de esta locura del todo normal son considerablemente más desastrosas que la inocua chifladura del esquizofrénico de la casa de al lado. Esta manifiesta locura del todo normal demuestra con incontrovertible evidencia la inquietante tesis de este libro: ¡nuestro problema son las personas normales! 1. La locura completamente normal: Hitler, Stalin y la neurociencia ¿Estaba Hitler loco? Para mucha gente, esta pregunta tiene una respuesta inmediata. ¡Semejante asesino múltiple tenía que estar loco! A buen seguro, desencadenar una guerra mundial y perpetrar un genocidio no es normal. Pero ¿es eso de por sí algo patológico? ¡En modo alguno! Pues si así fuera, quizá hasta habría que declarar a Hitler no imputable penalmente. Hasta donde se sabe, solo un psiquiatra - Karl Willmanns, que luego ocuparía cátedra en Heidelberg - vio de cerca a Hitler. Pero tampoco desde lejos ningún psiquiatra serio ha considerado todavía a Hitler no imputable pe nalmente. Hitler era, sin duda, una manifestación monstruosa, una persona desmesurada en su odio, en su agresividad, en su voluntad de destrucción; pero no estaba enfermo. Afirmar que Adolf Hitler estaba enfermo banaliza la atrocidad de la catástrofe histórica vinculada con este nombre. En tal caso, habría bastado con tratar psiquiátricamente a Hitler de modo adecuado para que todo el problema se desvaneciera. Con un poco de medicación, un tiempo de residencia en pisos tutelados y, sobre todo, terapia ocupacional para un pintor muniqués psíquicamente desequilibrado, se habría evitado la muerte de millones de personas. Pero eso es absurdo. Hitler era normal, terriblemente normal. Era tan normal que incluso tenía una especial habilidad para adaptarse a las personas normales; a saber, decir justo lo que querían oír, lo que era bien acogido. En su ya clásica biografía de Hitler, Joachim Fest evalúa la grandeza histórica con ayuda de la pregunta de si una persona consigue o no condensar en sí el pensar y el sentir de su época; y, espantosamente, llega a la conclusión de que, en este sentido, a Adolf Hitler no se le puede negar sin más grandeza. Pues, de hecho, necesitó desplegar un inmenso esfuerzo de comunicación para, mediante la retórica populista, crear con sumo éxito un ambiente favorable a su persona, hacer a la gente dependiente de él, utilizar para sus propósitos y luego embarcar en una guerra a un Estado entero, es más, al mundo entero. Una enfermedad mental habría imposibilitado, ya en su raíz, un proceso semejante de casi treinta años de duración y tan dispendioso en energías. No hay disculpa para el mal que cometió Hitler, pero tampoco para quienes cooperaron con él. Hitler, lejos de estar enfermo, era normal. Y justo eso es lo verdaderamente estremecedor en él. Se mire por donde se mire, las guerras nunca son conducidas por enfermos mentales: para ello se 28

requiere una perseverante determinación. Si Hitler hubiese sido un enfermo mental, no habría podido perpetrar sus crímenes. A juicio de muchos, también el otrora seminarista Josef Stalin habría sido un candidato a la atención psiquiátrica. Mencionan, ante todo, la «patológica» desconfianza del viejo dictador, que costó la vida a personas sin cuento. Pero a alguien que - bajo la influencia de una manía persecutoria alejada de la realidad - se limitara, de hecho, a asestar golpes a diestro y siniestro de forma irracional pronto no habría nadie ya que le obedeciera. Antes bien, una cierta desconfianza es en verdad vital para un dictador. Entre los millones de muertos que causó la locura del todo normal de Stalin, también hubo, a buen seguro, algunos que realmente podrían haberse convertido en un peligro para su poder. Y después de todos los asesinatos masivos, los adversarios de Stalin no asesinados ponderarían cuidadosamente, sin duda, si de verdad querían arriesgar sus vidas. Nada indica que Josef Stalin pudiera haber sido un enfermo mental. Al revés, fue la sólida eficacia criminal de Stalin lo que le aseguró su dominio. Por el contrario, cuando envejecen y enferman, los autócratas relajan la represión sistemática de sus adversarios, y eso les cuesta con no poca frecuencia el poder. El sah de Persia es ejemplo de ello, así como Erich Honecker2 y el dictador congoleño Mobutu. En cambio, quien realmente es un megalómano se coloca en un cruce de Albacete y proclama que, sin lugar a dudas, él es el más grande. Tras un tratamiento más o menos breve en el psiquiátrico local, este problema no tarda en quedar resuelto, y el hombre puede retomar su trabajo en el archivo municipal. Pero cuando alguien llamado Kim 11 Sung se colocaba en la plaza central de la capital norcoreana Pyongyang y afirmaba otro tanto, rodeado, eso sí, de numerosos seguidores que le aclamaban, ese problema no se podía resolver por medio de un tratamiento psiquiátrico. Pues ese señor era normal o, al menos, no estaba enfermo. Que también semejante locura del todo normal puede ser hereditaria se echa de ver ahora en su vástago, un tipo sumamente raro que acaudilla el mayor campo de concentración del mundo con incesante brutalidad y con riesgo de imprevisible inestabilidad internacional. Como es sabido, tampoco Mao Tse Tsung era el tío cariñoso por el que gustaba de hacerse pasar en público, sino un libertino sádico y ególatra que probablemente tiene más asesinatos sobre su conciencia que ninguna otra persona desde que existe la especie humana. Pero, en sujetos tan singulares, todos estos atributos nunca alcanzaron el grado de la necesidad de tratamiento psiquiátrico, lo que entonces habría significado asimismo la capacidad de administrarlo. En nuestros días, ejemplos de locura completamente normal son un dictador como Saddam Hussein, un terrorista como Osama bin Laden o el carnívoro de Rotenburg, Armin Meiwes, en quien incluso Hollywood se ha inspirado. Pero Saddam Hussein fue capaz de mantener durante años un extenso país bajo su control; Osama bin Laden lleva ya mucho tiempo escondiéndose con sumo éxito de los estadounidenses y, no obstante, mantiene intacta su red terrorista; y Armin Meiwes se escenificó a sí mismo con evidente gran placer. Nada de esto es patológico, sino repugnante. Algo así no se puede tratar; 29

únicamente cabe despreciarlo y condenarlo. Hace poco, los neurocientíficos han intentado eximirnos de toda responsabilidad de estos embarazosos lados sombríos de la humanidad completamente normal. El neurocientífico Gerhard Roth proclama satisfecho que en absoluto somos responsables de nada de ello. Aboga por la eliminación del derecho penal y por el internamiento de los transgresores de la ley en centros de reeducación. ¡Una idea fantástica! ¡La culpa no es nuestra, sino de nuestro cerebro! Y, como puede demostrarse, nosotros no somos responsables de él. ¿Qué puedo hacer yo si los neurotransmisores de mi prosencéfalo se desmadran y ponen patas arriba mi moral? La idea del señor Roth y sus amigos neurocientíficos no es especialmente nueva. En estas fechas celebramos su doscientos noventa cumpleaños. Un cierto señor Toland afirmó ya en 1720 que el cerebro era una máquina que producía nuestros pensamientos conforme a sus propias leyes. A la sazón no había formación suficiente para percatarse del error. Por supuesto, sin un piano no se puede ejecutar sonatas para piano y, de hecho, no existe ninguna nota que no corresponda a un movimiento de las teclas. Pero sin las geniales ideas de gente como Ludwig van Beethoven y sin pianistas como mi hija no existirían, en realidad, sonatas para piano. Natural-mente, todos nuestros pensamientos se corresponden con algún tipo de cambio material en el cerebro; y también antes de que nuestros pensamientos devengan expresos y claros, tienen lugar - ante la expectativa de un pensamiento acciones por parte de los neurotransmisores. Pero quien confunde el piano con el compositor o con el pianista incurre en un error análogo al de una persona que, en un restaurante, confundiera la carta con la verdadera comida y mordiera con ganas las cartulinas del menú. La filosofía denomina a esto «error categorial». Antaño se podían hacer chistes a costa de ello. En la actualidad, muchos apenas se atreven ya a alzar la voz o a reírse en las sagradas salas de los neurocientíficos de rictus esotérico y, mucho menos, a contradecir con franqueza sus descomunales disparates. Hacen falta filósofos como Jürgen Habermas que desenmascaren el fraude y nos adviertan de que, con charladurías tan irreflexivas, el orden social liberal que conocemos se encamina a la ruina. Pero ¿a qué obedece el atractivo de semejantes teorías? ¡Son un alivio! A los normales nos alivian de la cada vez más inquietante responsabilidad total por la locura completamente normal que perpetramos día tras día: «¡Lo sentimos, no fue culpa nuestra, ni es culpa nuestra, ni será culpa nuestra! ¡Son nuestros neurotransmisores! Nosotros no tenemos la culpa de todas las guerras, de la hambruna masiva, de la explotación del otro y de la naturaleza. Nosotros los hombres no somos responsables de toda esta misantropía. Son los neurotransmisores los que nos desprecian». De esta manera tan divertida, hemos conseguido escamotearnos a nosotros mismos. En el fondo, ni siquiera existimos. Sea como fuere, no somos culpables de nada y así, «científicamente» asegurados, hemos ido a aterrizar de improviso más allá del bien y el mal. Allí podemos sentirnos a gusto, disfrutar de las vacaciones y de la próxima fiesta. 30

Solo cuando nos ponemos un poco enfermos o tal vez incurablemente enfermos, solo entonces tenemos que contar, por desdicha, con que a los neurotransmisores de los demás eso no les hará ni pizca de gracia. Un poco de compromiso social es bueno para el propio bienestar, así como desde el punto de vista evolutivo. Ahí se echa de ver que el hombre, con todo, es hombre y no lobo. Pero ¡por favor, no exageremos! ¡Si las personas fueran enviadas a la Luna, es probable que se pudieran evitar por métodos humanitarios casos de enfermos que requieren cuidados durante años! El sufrimiento, por desgracia, es un estado de emergencia en los neurotransmisores nefasto para la propia persona que sufre, para los auxiliadores que han de cargar con el peso de los cuidados y para el conjunto de la sociedad, que prefiere financiar castillos infiables antes que colchones anti-escaras. Mikas Dekkers llama «castillos infiables para adultos» a los habituales sudoríficos centros de wellness. En su novela Los prescindibles, la escritora sueca Ninni Holqvist describe la sociedad de un futuro no tan lejano en el que, tras una decisión adoptada en uno u otro momento por el parlamento, todos los mayores de cincuenta años que no hayan dado hijos a la sociedad son trasladados a un recinto lujosamente equipado. Allí han de estar disponibles para trasplantes de órganos y, sobre todo, para despedirse pronto de la vida - en una atmósfera agradable, eso sí-. Quien desea con todas las consecuencias conseguir la máxima felicidad para el mayor número posible de personas no puede, en realidad, sino vivir satisfecho allí. Los neurotransmisores sonríen. Así pues, en la actualidad, la locura completamente normal no acontece ya solo en espantables personajes de carne y hueso, en un Hitler, un Stalin, un Mao Tse Tsung. La locura del todo normal ha penetrado entretanto también en exangües teorías. Y desde ellas, el lento veneno hace su efecto sobre el conjunto de la sociedad. Por lo demás, tampoco tú, querido lector, que justo ahora estás leyendo estas líneas, pareces estar ya tan fresco. De algún modo, te veo falto de alegría, de vitalidad, de entrega entusiasta al futuro de nuestra sociedad. ¿No querrás en serio fastidiar con la prolongación de tu triste existencia el balance de felicidad de una sociedad feliz? Ya sabes: hay una «salida», también para ti... 2. La persona desquiciadamente normal: cuadrarse en monocolor Pero no solo está la locura del todo normal. También hay personas desquiciadamente normales. Existen esos tipos aburridos e insípidos de los que uno en modo alguno es capaz de acordarse, aunque haya pasado horas sentado en frente de ellos en un tren. Esas mosquitas muertas de nuestra sociedad normal cuyo eslogan reza: ¡simplemente no llamar la atención! En la escuela eran entre buenos y mediocres, algo ambiciosillos, pero solo en grado tal que los compañeros de clase no se sintieran desafiados. En la pubertad le pegaban chicle en la butaca al profesor, sin decírselo a nadie a fin de no ser descubiertos. Conocieron en la lavandería local a su esposa vitalicia, para la que la limpieza era lo más importante, limpieza a fondo, por supuesto. Se hicieron contables de 31

la administración de Hacienda y vencen su necesidad de llevar manguitos solo por no llamar la atención. Siempre eligen sus ropas como corresponde a un señor elegante: uno va bien vestido cuando nadie puede acordarse más tarde de qué era lo que llevaba puesto. También sus opiniones responden siempre a la moda. Un poco críticas, pero no demasiado. Mueren de forma discreta víctimas de un infarto, como la mayoría de sus amigos; y en la lápida puede leerse: «Vivió tranquilo y de modo discreto, porque era lo habitual». Con ello, incluso una vez cadáveres, van del todo a la moda. Tales personas no tendrían posibilidad alguna de ser ingresadas en un psiquiátrico. En cualquier prueba psicológica obtendrían resultados absolutamente normales. Desde fuera, uno no siempre está seguro de que estas personas vivan de verdad; y si lo hacen, ¿cómo? Pero probablemente viven de algún modo, solo que los demás no se dan cuenta. No pretendemos despreciar a estas personas tan desquiciadamente normales. Al fin y al cabo, son la masilla de nuestra sociedad. Son la condición imprescindible de todo código de circulación. Son la alegría de todos los que elaboran estadísticas, para quienes no existe nada más odioso que los que se salen de la norma. Los desquiciadamente normales son la llave maestra para que toda la gente extraordinaria se sienta en verdad extraordinaria. Pero hay un problema con estos normales. No les gustan los demás. Odian a todos los abigarrados, los estridentes, los que se hacen notar. Les crispa que sea una y otra vez esta gente caótica y desordenada la que aparque donde no se debe, se salte las limitaciones de velocidad y conduzca demasiado tiempo por el carril de la izquierda en la autovía. Nunca se les ocurrirá dirigir la palabra a semejantes individuos. Pero cuando la gota colma el vaso, estallan: entonces el cívico ciudadano puede convertirse en una furia, entonces brama justamente encolerizado. El psicoterapeuta Paul Watzlawick ha plasmado las fatigas de una vida así en el famoso relato del martillo: un hombre que quiere colgar un cuadro se da cuenta de que no tiene martillo. Entonces pondera si debería pedírselo al vecino. Pero ese extraño individuo - piensa - es siempre tan taciturno, posiblemente altivo, arrogante y egoísta, quizá incluso tan taimado, que, aunque tenga un martillo, no querrá prestármelo. ¡Parece mentira, menuda desfachatez, una insolencia inaudita! Y así, llama a la puerta del vecino, un completo desconocido para él; y, todo encendido, le vocifera a la cara al atónito hombre: ¡Quédese con su martillo! Las personas desquiciadamente normales son normales, pero pueden resultar imprevisibles. Hace poco, en una zona de pequeños huertos, un hombre que sin cesar discutía con sus vecinos por nimiedades mató a golpes sin vacilar a los tres miembros de una familia. Todo apunta a que este hombre era desquiciadamente normal. Hoy en día, quien no pueda ver la sangre y, por eso, no desee acabar en el acto a golpes con su vecino tiene la opción de destrozarlo psíquicamente. En la época de la political correctness ha sido reintroducida la picota. En la picota medieval, las personas eran expuestas a modo de castigo en una plaza pública con un cartel en el que podía 32

leerse el delito cometido. En la actualidad, esto se considera una palmaria violación de la dignidad humana. Pero, al mismo tiempo, no se tiene ningún reparo en exponer a una persona al ridículo y al desprecio en todos los medios de comunicación a causa de una desacertada manifestación pública. En la Edad Media, cuando uno era puesto en la picota, permanecía en un lugar determinado solo durante unas cuantas horas. Las víctimas de la political correctness son condenadas, por regla general, a cadena perpetua; y además, en todas partes. Pues hoy, a través de los medios de comunicación electrónicos, una difamación pública tiene repercusión en el mundo entero y adquiere carácter casi eterno. A uno le da la impresión de que la humanidad siente una necesidad tan natural como insaciable, inveterada, de inquisición. Y puesto que la Iglesia ya no puede ofrecer semejantes instituciones, hemos democratizado la Inquisición. Cualquiera puede calificar a cualquier otra persona de zorro taimado, repugnante engendro infernal o hereje incorregible. Recientes investigaciones han demostrado que la Inquisición real procedía conforme a estrictas reglas y, por ende, de modo considerablemente más moderado de lo que su monstruosa fama está dispuesta a reconocer. La Inquisición consideraba a menudo tarea suya asegurar justicia a las víctimas de una difusa ira popular. La caza de brujas solo existió en regiones donde no funcionaba la Inquisición; por consiguiente, no en España, sino en Alemania. Pero, para las víctimas de la political correctness, no existe hoy ningún tribunal ante el que defenderse. Todos los desquiciadamente normales insisten sin piedad en que todos, realmente todos, digan lo que todos dicen, esto es, que hablen como es normal. Y son ellos, los desquiciadamente normales, quienes determinan qué es lo normal. Así pues, no es de extrañar que estos normales juzguen como escándalo inaudito todo lo que se desvía de la norma. A buen seguro, uno, como aislado ratoncito gris que es, no se atreve a protestar contra la desviación de la norma hacia arriba. Así, todo el enfado contenido contra los de arriba se transforma en agresión a los de abajo. Agachar la cabeza ante los de arriba, pisar a los de abajo: eso es algo que ellos, los desquiciadamente normales, saben hacer bien. Consideran que es su derecho, su derecho humano, en realidad. Porque ¿no son ellos quienes mantienen la sociedad entera en marcha? ¿Acaso no son ellos quienes financian todo con sus impuestos, quienes, con su celosa obediencia, garantizan la seguridad y el bienestar para todos? Y así, arremeten contra los extranjeros, los discapacitados, los fracasados, de la sociedad. No disparan solo con palabras, sino a menudo con palabras que asemejan balas de fusil. No hablan así a la ligera. Únicamente después de examinar de forma minuciosa si los demás también piensan con normalidad, se lanzan a decir en un cómodo ambiente de gente asimismo normal lo que ellos consideran tan normal. Los extranjeros deberían regresar de una vez al lugar de dónde han venido; los fracasados son, al cabo, culpables ellos mismos de su situación, pues en la vida nada se logra sin sudor y lágrimas; y por lo que respecta a los discapacitados, entretanto existen investigaciones precisas con ayuda de las cuales se podría evitar el nacimiento de minusválidos: «Hoy ya no tiene por qué pasar algo así». 33

En tales círculos reina un enrarecido ambiente de estrechas miras. Así debió de ser ya en la antigua Atenas cuando Diógenes de Sinope recorría la ciudad con un farol encendi do a plena luz del día pasando de largo ante todos los normales de su época y, a la pregunta de qué estaba haciendo, respondía: «Busco a un hombre». Por lo visto, personas desquiciadamente normales ha habido en todas las épocas; además, proceden de todas las capas sociales. Entre ellas se cuentan también médicos. El movimiento a favor de la eutanasia en modo alguno fue inventado por los nazis, sino por médicos, por psiquiatras. Mi reputado colega, el doctor Hoche, junto con un tal señor Binding, abogó en 1920 - esto es, en una época en la que Hitler aún estaba entrenándose - por dar una «buena muerte» a la «vida indigna». Tal es el significado literal de la palabra eutanasia, del griego eu-thánatos: buena muerte. Los anormales no deberían lastrar ya demasiado la sociedad de los normales. Es motivo de satisfacción que los médicos vean en las enfermedades carencias que hay que tratar de subsanar. Eso es algo que valoramos de ellos. Pero cuando de su visión profesional de las cosas hacen una cosmovisión, el discurso médico deviene misantrópico. Y esta mentalidad ha sobrevivido sin problemas al nacionalsocialismo. Gana terreno en toda la sociedad. El premio Nobel Watson, quien en la década de 1950 descubrió junto con Crick la estructura de doble hélice del ADN, propuso con toda seriedad gravar con impuestos más elevados a las personas con bajo coeficiente intelectual que trajeran niños al mundo, pues con ello estarían lastrando innecesariamente a la sociedad. La political correctness solo entró en acción cuando Watson, mucho más tarde, hizo unas declaraciones sobre la supuesta menor inteligencia de la raza negra. Pues el término «raza» ha dejado de emplearse por conocidas razones históricas. Eso hay que formularlo de otra manera. «Extranjeros» (Fremde), por ejemplo, sí puede decirse; y «extranjerización» (Überfremdung) es un término que entretanto ha arraigado entre los normales, desde la extrema derecha a la extrema izquierda. Gente desquiciadamente normal hay en todas las culturas. En determinadas regiones de Turquía nadie sometería a tratamiento psiquiátrico a un padre que casa a la fuerza a su hija y la mata si contraviene ese compromiso, pero se permite a sí mismo algunas excepciones masculinas a la fidelidad matrimonial. En determinadas regiones de Sicilia todavía parece ser del todo normal hacer lo que la Mafia, con convincentes «argumentos», sugiere. La omertá, el precepto de silencio, determina qué es lo que se puede decir y, sobre todo, lo que no se puede decir. Lo cual les viene que ni pintado a los desquiciadamente normales. Pues, en realidad, a las personas tan normales no les gusta ni siquiera hablar, en especial si es en público. Sin embargo, estos personajes inexpresivos pueden resultar inquietantes. No dicen nada, pero se dejan arrastrar por doquier. Entre los mitos de la Francia de posguerra se cuenta el de que casi todos los franceses habrían participado en la resistencia contra Hitler y su vasallo, el mariscal Pétain. Pero luego, a principios de la década de 1970, en la propia Francia se rodó una bien documentada película de esclarecimiento que corrigió 34

ligeramente esta visión. En ella podía verse al mariscal Pétain recorriendo en coche a principios de 1944 el París ocupado por los alemanes. Las calles y las plazas estaban plagadas de gente. «Todo París aclamó al otrora combatiente de Verdún». Dos millones de personas orlaron el recorrido. ¡Fue una entrada triunfal! Cuatro meses más tarde, las mismas imágenes. Pero esta vez fue su enemigo mortal, el general de Gaulle, quien recorrió París en coche tras la liberación de la ciudad. De nuevo salieron dos millones de personas a las calles. «Todo París aclamó al liberador». Y luego, el comentario: «París tenía a la sazón dos millones de habitantes. Tuvieron que ser los mismos». También en Alemania fueron los normales desquiciadamente flexibles en lo relativo a los contenidos. Werner Hdfer, el periodístico hombre de bien del programa de culto Früschoppen [Aperitivo matinal], quien en la televisión alemana de posguerra celebraba el completamente normal punto de vista democrático de la completamente normal democracia recién inaugurada, terminó marchándose con el rabo entre las piernas porque en su día también había consi derado del todo normal la situación nacionalsocialista y la había comentado en un tono nazi del todo normal. En su visionaria novela 1984, George Orwell mostró la avasalladora influencia de las masas y cuán difícil es sustraerse como individuo a semejante magnetismo multitudinario. A los desquiciadamente normales les encanta aplaudir cuando se presentan en masa. Entonces aclaman incluso a Hitler, Stalin, Mao Tse Tsung y Kim 11 Sung. Y de repente, ya no son grises, sino pardos o rojos o, en cualquier caso, de un solo color;. Como clones, forman alineados a miles delante de cualquier repulsivo representante de la locura del todo normal y se sienten a gusto. Porque entonces pueden despreciar a todos aquellos que en cualquier otro momento han repudiado la mediocridad. Sienten que ellos, los mediocres, son multitud y tienen poder sobre todos los tipos raros que divergen de la norma. Y entonces, un murmullo de alivio se extiende por la muchedumbre de los desquiciadamente normales, y su normalidad se torna militante. Con ligera ironía, se denomina «normópatas» a las personas que son tan desquiciadamente normales que hacen daño. Al menos a su entorno. Pero ya solo esa ironía puede ser peligrosa. Pues el humor, el cuestionamiento de uno mismo, es de todo punto extraño a los normópatas recalcitrantes. Les falta ligereza, quizá en ocasiones también frivolidad. De ahí que, cuando asisten a espectáculos cómicos, se rían en los momentos en los que se ríe todo el mundo. Sin necesidad de entender las bromas, uno se siente a gusto en un ambiente de asentimiento generalizado. Mas cuando salen de la sala, su vida vuelve a ser tan seria como antes. En compañía de tales personas, para las que es importante hacerlo todo bien y que nunca aparcan mal, es imposible sin más que se alborocen los ánimos. Para ellas, «estupidez» es un insulto demoledor.

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PERO la estupidez puede ser perfectamente algo grato. El carnaval renano celebra la estupidez. Los adultos se comportan de forma infantil y tonta. Y les encanta. Los habituales controles desaparecen. El niño que late en el adulto puede travesear igual que los demás niños. Se ve la vida desde un ángulo por entero distinto. De niños, no nos disfrazábamos nunca con disfraces comprados, sino que usábamos ropas ya desechadas, pero «normales» y por entero inapropiadas. Ataviado con el sombrero de paja de mi abuela paterna y el camisón de mi abuela materna, no necesitaba más que algunos retoques afeadores en el rostro y ya podía sumarme a la batahola. Uno se hacía el loco y disfrutaba con ello. Hay quien afirma que los renanos solo son ellos mismos en la llamada quinta estación del año, en Carnaval. Durante el resto del año no hacen sino disimular y disfrazarse de normales. Algo análogo viví en el Carnaval de Venecia. Durante este carnaval tan distinto, que desborda creatividad artística, Venecia se convierte en un escenario y los italianos disfrazados con sumo ingenio - se representan ya a sí mismos, ya a otros. También allí me asaltó la sospecha de que, durante el año, los italianos no hacen más que desempeñar roles prescritos y que solo aquí, en Carnaval, olvidándose de sí, son ellos mismos. Fui testigo de cómo varios «papas», acompañados de nutridos séquitos, se encontraron de súbito en la calle e improvisaron una arrebatadora comedia. Más caras exóticas se dejaron ver durante horas y horas en las plazas de la ciudad; nada era serio, todo alegre, pero no chistoso. Involuntariamente chistosos resultaban tan solo unos cuantos exiliados renanos que, con sus homogéneos gorros de carnaval, andaban con suma torpeza de un lado para otro en medio de todo el jolgorio. Una obra de teatro carece por completo de finalidad, pero está llena de sentido. Estimula la mente, la fantasía, la imaginación; llena el irrepetible momento de la vida en que acontece e introduce de este modo al espectador en una aventura espiritual. Así, todo juego (Spiel) rebosante de imaginación, también toda obra de teatro (Theaterspiel), dilata la mirada liberándola de la estrechez de la vida normal. Hay, por consiguiente, personas imaginativas que alguna vez hacen el tonto. De este modo, tan solo a modo de prueba, como ejercicio de relajación, intentan apartarse de las sendas demasiado trilladas. Sin embargo, por desgracia, también hay personas que pretenden, por así decir, personificar la estupidez. Pero entonces eso no resulta gracioso, ni liviano, ni entretenido. Antes bien, deviene sobremanera serio. Y tal actitud se da entretanto por todas partes, se extiende como una epidemia: la estupidez completamente normal. 1. La estupidez completamente normal: Dieter Bohlen, Paris Hilton y la esencia de las cosas 37

Dieter Bohlen es un músico mediocre al que le gusta que le llamen titán del pop. Ha conseguido como nadie que los medios de comunicación social trabajen a su favor. Su autobiografía - en la que, sobre todo, relata las actividades de la mitad inferior de su cuerpo - se convirtió hace años en un superventas. En los llamados casting shows de la televisión alemana, en los que suele ser miembro del jurado, también él brilla ante el público; da importancia a las ordinarieces que él mismo inventa. Las derrama sobre tipos nada dotados para los que aparecer una vez en la vida en televisión y po der hacer entonces el más absoluto de los ridículos constituye el punto álgido de sus existencias terrenas. Inmisericorde zahiere Dieter Bohlen a sus víctimas con comentarios inhumanos, ganándose con ello un buen montón de dinero. De esta suerte, por lo menos, Dieter da el pego como ciudadano de a pie y consigue no morirse de aburrimiento en un mundo en el que solo existe un ejemplar tan magnífico como él. Al fin y al cabo, él es la única persona por la que realmente se interesa. ¿Cuál es el secreto de Dieter Bohlen? Dieter Bohlen se comercializa a sí mismo como producto. Así, de lo que cabría calificar de grave discapacidad relaciona) él ha hecho un eficaz gag publicitario. Sea como fuere, Dieter Bohlen tenía en realidad madera para ser un caso verdaderamente trágico. En las relaciones con mujeres solo persevera unos cuantos años. O bien el Titán encoge a medidas normales al lado de sus compañeras hasta tal punto que estas ya no sienten por él la admiración que el Titán considera adecuada, o bien el diagnóstico dermatológico de sus compañeras temporales se modifica de forma alarmante o acaece cualquier otra catástrofe. En cualquier caso, Dieter se ve obligado entonces a cambiar de compañera con urgencia. Siempre anuncia el dramático final de la relación de turno en la prensa del corazón. Y poco después presenta a «la nueva», también en la prensa. Por regla general, la nueva se parece bastante a la antigua y, si no es así, probablemente al poco tendrá que dejarse transformar. Dieter Bohlen está entonces feliz, de lo cual también informa con todo detalle - hasta que se repite la historia-. Para intensificar un poco el dramatismo de esta telenovela en directo, de vez en cuando se altera el orden de la secuencia. Dieter hace que, en apariencia, primero se informe de la nueva en la prensa del cotilleo y solo después termina con la antigua. Ello resulta desagradable para esta, pero al menos está perfectamente al corriente cuando Dieter Bohlen le comunica que ha pasado a ser la antigua. Apenas hay lugar ahí para la compasión, pues las mujeres no incapacitadas saben, al fin y al cabo, a qué se exponen estando con el Titán. Ninguno de mis pacientes está tan pasado de cuerda como Dieter Bohlen, y ninguna de mis pacientes es tan ingenua como sus amiguitas. Sin embargo, por muy absurda que sea toda la historia, ni Dieter Bohlen ni sus antiguas o nuevas novias podrían ser tratados en un psiquiátrico. Según están las cosas, Dieter Bohlen goza de envidiable salud corporal y psíquica. Por mucho que te cueste creerlo, querido lector, Dieter Bohlen es normal. Ante esto, ¿quién se atreverá a discutir mi tesis de que nuestro problema no son los enfermos mentales? En este ejemplo de estupidez completamente normal se echa de ver de manera tanto más drástica que nuestro problema son las personas normales.

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Dieter Bohlen no es un caso único. Tampoco es una edición príncipe. Ya antes de él existió en nuestras septentrionales latitudes Gunter Sachs. En la época del milagro económico de posguerra, él demostró de forma patente que no es necesario saber hacer nada para poder gastar mucho dinero. Su profesión era heredero, y esta vocación la vivió en público con la máxima entrega. No se han transmitido comentarios suyos que sean, ni siquiera por aproximación, ingeniosos. En nuestros días, Boris Becker ha evidenciado una extraordinaria coordinación del brazo derecho con ambas piernas. Gracias a esta habilidad suya ha ganado mucho dinero como tenista. Nada hay que objetar a ello. Pero deducir de la capacidad de coordinar de modo eficaz determinados grupos de músculos que este hombre puede asimismo ofrecer de su propia cosecha inteligentes máximas existenciales es un curioso paralogismo. Uno no sabe bien si de la estupidez del todo normal que así es generada se debería responsabilizar a quienes sin receso formulan tales preguntas a la persona equivocada o al propio Boris Becker, quien no elude ninguna cámara o micrófono. Ni en el caso de Gunter Sachs ni en el de Boris Becker se habría podido conseguir mejoría alguna por medio de un tratamiento psiquiátrico. Pues, para ello, falta la condición previa determinante: no están enfermos. Todo lo contrario, desbordan normalidad en dosis aterradoras. En Estados Unidos, un personaje del mismo calibre es una tal Paris Hilton. La rica heredera hotelera se ha decidido a vivir bajo las candilejas. Diríase que puede contarse con ella para cualquier estupidez. Recientemente, sus conductas inapropiadas fueron sancionadas con razón con una cuantas horas de trabajo comunitario. Asimismo, la supermodelo Naomi Campbell llama en ocasiones la atención por comportamientos antisociales cuando, con toda intención, arroja teléfonos y vasos contra sus empleados domésticos. También ella acude luego, para regocijo general y con gran cobertura de los medios de comunicación social, a limpiar un par de horas a algún centro social. Gente completamente chiflada, cabría pensar. Pero no, ninguna de estas estrellas tan pagadas de sí mismas está enferma. No sufren a causa de su evidente narcisismo. Hacen negocio con él. Se proponen, con todo su egocentrismo, como ejemplo. Con ello, arruinan a la larga los patrones sociales de nuestras sociedades, pero eso no les preocupa. Porque la estupidez completamente normal que generan un día sí y otro también se vende de maravilla. Ninguna de mis pacientes se ha comportado nunca de forma tan estúpida e irresponsable como estas party ladies. Así y todo, la señora Hilton y la señora Campbell no necesitan tratamiento. ¡Todo completamente normal! Con el tiempo, la estupidez del todo normal ha evolucionado hasta convertirse en un ramo profesional propio. Comedy se llama el oficio, y en televisión se montan chistes bastante penosos con aplausos del público grabados en cualquier otro lugar. La comedy no tiene nada que ver con el humor: cuenta con reacciones en tropel. La gente se burla sin más de todo. Cualquier asociación con los órganos sexuales, por más exenta que esté de gracia, arranca carcajadas. El nivel se encuentra entre el correspondiente al último año de parvulario y el correspondiente a la temprana pubertad. Estúpidos mamarrachos 39

corren jadeantes de un lado a otro ante un decorado que se antoja propio de un cumpleaños infantil. En comparación con tormento tan miserable, las risas forzadas de quienes tienen dañado el mesencéfalo resultan todo un alivio. Los chistes de un arrebatador maníaco son, sin duda, más ingeniosos que tales desgastados muladares de humor. La estupidez del todo normal de la comedy amenaza entretanto de manera persistente el buen gusto. Pero eso no se puede tratar. Esta estupidez del todo normal es, por desgracia, enteramente normal. Antaño, el esoterismo era un tema divertido para damas aburridas a las que les sobraba el tiempo. Para jolgorio popular, la gente se interesaba con un guiño por los horóscopos. Pero, por supuesto, nadie se tomaba realmente en serio todo aquel disparate. Cuando surgió el peligro de que las personas sencillas creyeran de verdad todo eso, científicos como, por ejemplo, Hans Jürgen Eysenck demostraron en la década de 1980 más allá de toda duda la insostenibilidad de la astrología y otras sandeces. Pero ya era demasiado tarde: la ola de irracionalidad corría imparable. Y así, también los normales descubrieron este tema para sí. Con rigor se sumerge uno en los oscuros misterios de este mundo, graciosamente resolubles, no obstante, de una vez para siempre. Las personas del todo normales presumen - es más, saben- que las piedras del todo normales contienen las insospechadas energías de las que ellas mismas siempre han carecido. Armadas de varillas de zahorí corren por terrenos impracticables con objeto de encontrar venas de agua. Y creen a pies juntillas en ovnis tripulados por seres de inteligencia tan superior que uno no tiene en verdad más remedio que preguntarse qué podrían encontrar esos extraterrestres de interesante en una humanidad que tanto entusiasmo demuestra por las sandeces. El no tan misterioso cuchicheo esotérico tiene mucho que ver con el estupendo sentimiento de saber, por fin, más que la sencilla vecina de al lado. Además, la gente no quiere perderse nada en esta breve vida. La carencia de cultura y la pseudo-cultura que lleva asociada favorecen la descaminada idea de que, por medio de un secreto saber cualquiera, se puede llegar de golpe y porrazo al núcleo de las cosas. A la vista de esta generalizada y realmente existente estupidez del todo normal, Sócrates sonreiría con ironía, Buda con dulzura y a Lutero se le encendería el rostro de ira. Como se decía en la Antigüedad tardía, quien no cree ya en nada se cree cualquier cosa. El miedo cerval ha regresado. Para no cometer ninguna equivocación, titulados universitarios ya adultos oscilan objetos cualesquiera a modo de péndulo para descubrir qué es lo que en realidad deben hacer ahora. Acuden a adivinas o piden a alguien que les eche las cartas. La gente habla de forma desinhibida con personas que habitan en el más allá como si estuvieran sentadas ahí en la mesa y, no obstante, se consideran perfectamente normales, mientras que en el psiquiátrico de la esquina se eleva la dosis de medicación en cuanto un paciente vuelve a oír voces. Pero, para no dar pie a malentendidos, quede claro que forzar - en compañía de gente de mentalidad afín - a hablar por cualquier estúpida razón a personas que habitan en el más allá no es ninguna 40

enfermedad. Es una estupidez. Una estupidez del todo normal. Un simpático empresario completamente normal me contó que, tras la muerte de su suegra, acudió junto con su mujer a un médium en el Taunus4, quien estableció contacto con la difunta. Contra el acuciante miedo a la muerte, la gente no se limita a entregarse a la omnipresente religión de la salud con vistas a chafarle quizá los planes a la muerte por medio de un estilo de vida saludable. A fin de que nada pueda salir mal, cree además, para mayor seguridad, en la reencarnación. Sin embargo, los sabios de los distintos pueblos antiguos, aunque coincidían en pocas cosas, sí estaban de acuerdo en una: en que la vida interminable debe de ser el infierno. Imaginemos por una vez desde un punto de vista práctico el gran placer que proporciona la reencarnación: de nuevo todo el fastidio como bebés con el incesante y jus tificado lloriqueo, otra vez la gravosa problemática adolescente con las espinillas y luego los restantes peligros de la vida, que, sin embargo, terminan haciéndolo a uno algo más sereno. En realidad, quien desee en serio la reencarnación debería hacer que examinaran su estado mental. Pero, por desgracia, desde el punto de vista psiquiátrico es necesario asimismo negar por señas. También en este caso hay que sospechar lo peor: el tratamiento queda descartado de medio a medio. Pues: ¡todo normal! En los círculos esotéricos actuales, las cosas transcurren igual que en los absurdos cultos mitéricos de la Antigüedad. En comparación con las increíbles sandeces que los miembros de estos círculos creen, más de un esquizofrénico con brote agudo es un baluarte de la más pura racionalidad. Porque, al fin y al cabo, todo eso es considerablemente más afanoso que pensar de cuando en cuando, de modo esquizoide, que la vecina le está importunando con rayos láser. Pero a la señora García y al señor López, entusiastas del esoterismo, nada de ello les inquieta. Están seguros de que ahora, por fin, de algún modo ven todo con algo más de profundidad y autenticidad. Cuanto más complicado y difícil de comprender sea el conjunto, tanto más crédulamente se admirarán la señora García y el señor López. No obstante, por desgracia, también las sandeces complejas son sandeces. Así, los entusiastas del esoterismo se ocupan de continuo y con gran dedicación de tiempo de pamplinas seductoras, enigmáticas y verbosas. A uno le encantaría calificar el conjunto de completa demencia. Pero, desde un punto de vista psiquiátrico, no existe aquí demencia alguna. Desde esa perspectiva, la inteligencia de los fanáticos del esoterismo cae con holgura dentro del ámbito de la norma. Toda la estupidez esotérica no es demencia; más bien, se trata de una estupidez del todo normal sobre la que uno, sin embargo, no puede reírse. Pues el esoterismo constituye una zona enteramente libre de humor. 2. La persona estúpidamente normal: mujeres que friegan y ciervos que braman Antaño, por «normas» se entendía criterios consagrados por el uso de siglos y siglos. Su poder radicaba en su no cuestionada y fiable validez. Sobre tal fundamento, creía la gente, podía seguir evolucionando la sociedad por carriles seguros. La tragedia griega 41

vive de conflictos en apariencia insolubles entre las normas tradicionales y la arbitrariedad del gobernante. Grande se proyecta sobre nuestro tiempo la figura de la Antígona de Sófocles, que arriesga su propia vida para dar a su hermano la debida sepultura. A la suma de las normas vigentes en una sociedad se le daba el nombre de éthos. Sin embargo, a este respecto ya los griegos se vieron confrontados con el hecho de que, aunque entre ellos se tenía por deber filial enterrar a los padres cuando estos morían, también era conocido que existían regiones en Asia en las que la piedad exigía a los hijos comerse a sus progenitores difuntos. Así pues, qué sea lo normal, qué sea lo bueno, solo se pone de manifiesto cuando uno está familiarizado con el éthos de una determinada sociedad. Sobre el éthos no hay que reflexionar, uno vive en él, lo realiza. Los hijos que en Grecia daban sepultura a sus padres no lo hacían, por regla general, en virtud de una consideración teórica, sino porque sabían que eso era lo decoroso. Y solo en algunos cuartos de eruditos se tenía conocimiento sobre las curiosas costumbres de la lejana Asia. Pero hoy todo es distinto. El descubrimiento, la colonización y la descolonización del mundo han llevado al fenómeno de la globalización. De repente, en un momento y un lugar determinados las gentes de hogaño no sabemos ya con exactitud qué hemos de hacer allí. En cualquier momento podemos tener presentes a los seres humanos de todas las épocas y regiones del mundo y sus muy diferentes normas. ¿Qué es entonces lo que rige todavía y por qué? A buen seguro, esta idea puede liberarnos de todas las normas encorsetadoras que nos han sido dadas como orientación. Porque siempre existe en algún otro lugar una vida feliz aun sin estas normas especiales que, lo queramos o no, por casualidad nos han marcado. El precio de semejante liberación es, sin embargo, un profundo desconcierto. Pues, si todas las normas son igual de válidas, ¿no son entonces también indiferentes? «Está permitido lo que le guste a uno»: tal es el eslogan del Torcuato Tasso de Goethe. Pero, de vuelta a la vida diaria, semejante liberación no funciona. Cuando ya nada vale sin cuestionamiento, entonces aflora el estrés. Se trata del mismo estrés que tan penosa hace la pubertad. Porque uno quiere decidir en todo, realmente en todo, de modo personalísimo y, desde luego, por entero distinto de cómo lo ha hecho la humanidad previa. Pero ¿conforme a qué criterios? ¿Qué le puede servir a uno de orientación si todo es discrecional? Si, en el fondo, todo ha sido o es normal en algún momento en el mundo, ¿qué hay entonces que todavía sea normal? De ahí que los seres humanos, para escapar del estrés, se hayan construido con artes de bricolaje nuevos ambientes artificiales en los que de súbito vuelve a reinar algo así como la normalidad, pero una normalidad a menudo bastante estúpida. Ya los protestatarios estudiantes del «sesenta y ocho» conocieron en los inevitables vaqueros su uniforme de inconformistas. Y, como hoy sabemos, incluso en la famosa «Comuna 1» de Berlín Occidental, cuyos miembros se dejaban fotografiar desnudos con intención revolucionaria, una vez apagadas las cámaras regían reglas tácitas: las mujeres fregaban los platos, y los varones hacían la revolución. 42

Pero también las personas menos revolucionarias necesitan sus normalidades no cuestionadas. Cuando recientemente las Iglesias alemanas reflexionaron sobre la mejor manera de salir a buscar a las personas a los lugares donde estas se encuentran, contrataron a unos cuantos sociólogos, quienes, como era de esperar, constataron justo lo que siempre constatan los sociólogos; a saber, que no existen «las personas». Según descubrieron, hay muy diversos «entornos sociales» (Sinusmilieus, donde Sinus es el nombre de una empresa de mercadotecnia), en los que en la actualidad se alivia la insaciable necesidad de normalidad de la gente. Estos confortables rincones sociales se caracterizan, sobre todo, por sus distintas estéticas, incomparables entre sí. Están el entorno (Milieu) rústico «tradicional», con el ciervo que brama sobre el sofá de la sala de estar; el alucinante complejo residencial «establecido», decorado con arte hipermoderno; y el ecológico vecindario «posmaterial» de diseño, del que en siglos venideros no se hallará el más mínimo rastro arqueológico, ya que para entonces llevará mucho tiempo convertido por completo en compost. Tampoco los entornos sociales mayoritarios, igual de monótonos y en los que la normalidad es normal, ni los entornos hedonistas, en los que divertirse es un deber cívico, mejoran en nada las cosas. Ahora hay responsables eclesiásticos que desean enviar a estos entornos sociales un mensaje elaborado a medida. Pero con ello se obvia la función de la religión seria. La religión es una importante provocación capaz de arrancar a las personas de su cotidianidad. Ella podría, en el fondo, mezclar con éxito todos estos círculos estúpidamente normales, establecidos unos contra otros y aislados de forma concienzuda unos de otros. Eso tendría gancho. En cambio, una religión descafeinada y adaptada como un guante, que deviene tan estúpidamente normal como ya de por sí son todos los estúpidamente normales, resulta de todo punto superflua. A veces uno no sabe a quiénes debería considerar más chiflados: si a quienes viven en tales mundos o a quienes realmente creen en ellos como si no fueran meras descripciones sociológicas interesantes, sino sólidas realidades naturales. Pero en los citados entornos sociales nada está desquiciado, allí todo ocupa su lugar exacto. Las personas que forman parte de ellos se sienten del todo normales, estúpidamente normales. Estos entornos sociales, al igual que la profusión de «guías» o prontuarios, son síntomas de la crisis de una sociedad que explota. El sociólogo Ulrich Beck constató en su día que la literatura de guías origina un pasillo de deforestación que atraviesa Alemania. En efecto, para todo lo que antes se sobrentendía, para todo lo que antes se había oído y visto a la madre, al padre o en el pueblo, hoy existe un prontuario impreso en papel. Muchas personas creen que ya no se pueden valer por sí solas. Y así, se publican guías para todo lo humano y lo divino. Procesos que, en realidad, son del todo normales se convierten en fenómenos misteriosos, para hacer frente a los cuales se necesita con urgencia a acreditados expertos. Durante millones de años, el homo más o menos sapiens ha sido más o menos amamantado de bebé. Con éxito, como puedes comprobarlo en tu caso, querido lector. Hoy existen guías para amamantar - dirigidas, eso sí, a mujeres-. Para los varones se abre aquí un doloroso vacío. Pues los padres 43

tienen asimismo sus problemas cuando acunan al niño y al granujilla le viene de repente el reflejo de mamar, que, como no podría ser de otro modo, se frustra de medio a medio. La inevitable consecuencia es un torrente de berridos. Hasta ahora, a los otrora señores de la creación se les deja por entero desamparados ante la cuestión de cómo debe afrontar uno, en cuanto varón, frustración tan dolorosa. ¡Una laguna en el mercado! Y no tardarán en publicarse incluso prontuarios sobre cómo hurgarse en la nariz sin dañar ninguna arteria. Las guías son propias de los grandes normalizadores, que, al menos en asuntos de poca monta, enseñan a una sociedad desconcertada a conocer el paño. Pero tampoco de este modo deviene uno realmente normal, sino a lo sumo estúpidamente normal. La masilla con la que se mantienen unidos los entornos sociales estúpidamente normales es, sobre todo, el desprecio. El desprecio hacia los demás. A qué entorno social pertenece uno se echa de ver con la máxima claridad probablemente en la repugnancia que esa persona experimenta cuando se encuentra en otros entornos. En su propia estrechez de miras, uno se considera a sí mismo, por supuesto, un dechado de normalidad. El terapeuta de parejas Jürg Willi ha observado que las parejas no se mantienen unidas tanto por sus gustos comunes como por las aversiones que comparten. Difícilmente habrá algo que estabilice tanto a una pareja co mo, después de una invitación, chismorrear en íntima confidencialidad durante el viaje de vuelta a casa sobre el resto de invitados. «¡El vestido de la señora Martínez era rarísimo...!». «¡Bien puede decirse...!». Reconoce, querido lector, que ni a ti ni a mí nos ha pasado nunca eso... ¿Cuál es el método más seguro para hacer un buen montón de dinero? Contar con las debilidades de carácter de las personas, qué duda cabe. Porque resultan tan seguras como el amén en la Iglesia. El mimetismo constituye una de tales inextirpables debilidades de carácter; de ahí que sea la madre de todas las modernas estrategias de mercado. Lo que todos hacen no puede estar equivocado. ¡Para mayor seguridad, voy a imitarlos! Uno quiere participar a todo trance, no importa en qué. Todo lo demás se desdeña. La palabra mágica es «moda». Si todos se visten a cuadros, uno también quiere vestirse a cuadros. Pues eso es lo que hacen todos; y lo que todos hacen es, a buen seguro, normal. Que uno tiene entonces un aspecto estúpidamente normal y que eso no guarda relación alguna con la verdadera belleza se pone de manifiesto en el hecho de que, diez años más tarde, todos encuentran horrible a más no poder lo que, a fin de cuentas, ellos mismos lucían en su momento. El solo pensamiento de que, dentro de diez años, a uno le sentarán igual de bien las ropas baratas con las que ahora se presenta en público es tabú. Pues el ingeniosamente dirigido cambio sin receso del gusto «normal» por entero dominante es el fulcro económico de todo el asunto. Si uno, con el grito de batalla: «¡Esto está ahora de moda!», consigue año tras año meter a la fuerza a todas las personas en nuevas ropas completamente normales, ello justifica las más lisonjeras expectativas económicas. Invocando el santo y seña «moda», es posible presentar como normal cualquier 44

estupidez. Así, la tiranía de la moda hace que año tras año todo el mundo parezca de nuevo estúpidamente normal, pero justo por eso constituye un deleite económico para la industria textil. El dinero suena. Las víctimas son los acomodaticios de nuestra época, que no paran de cambiar se de ropa, los consumidores de moda que participan en cualquier tontería. Sobre todo, sufre el buen gusto. Pero ese es el precio que hay que pagar por el ardiente deseo de querer ir totalmente a la moda con todos los demás normales. Eso no es patológico. Todo lo contrario. A la postre, uno tiene un aspecto bastante normal y, si es necesario, estúpidamente normal. En mi infancia la expresión «hacerse socialmente inaceptable» (sich unmóglich machen, a la letra: hacerse imposible) era habitual para referirse a personas que, por accidente o de forma intencionada, habían transgredido algún canon arbitrario de modales. Ahora bien, desde un punto de vista filosófico, esta persona no solo era posible, sino incluso real, como bien podía demostrarse. Pero, amén de negar la realidad de esta persona que se había desviado de las normas, se impugnaba hasta su posibilidad. «¡Lo de esta persona es inadmisible (unmóglich)!»: este era un comentario en el fondo demoledor realizado por personas estúpidamente normales que se consideraban a sí mismas el ombligo del mundo. «Guay» y «asqueroso» serían hoy los equivalentes en la jerga juvenil. Y «¡penoso!» es el sentimiento intemporal que puede asaltar a uno mismo - o a otros - cuando se vuelve a encontrar cuando menos se lo espera en un mundo equivocado que no le encaja o en el que él - o, al menos, su atuendo - no encaja. Es divertido constatar cómo, para los adolescentes, quienes aún no se han decidido por ninguno de los entornos sociales «normales», de entrada todo - para mayor seguridad resulta «penoso». En especial, sus mismos progenitores. «En realidad, doctor, nosotros no tenemos ningún problema psíquico. ¡Nuestro problema se resolvería si mi esposo reconociera de una vez que llevo razón!». En tono de profundo convencimiento, una mujer comenzó así la primera sesión de una terapia de pareja. El aguerrido marido respondió rencoroso: «Es cierto, no tenemos ningún problema psíquico. Nuestro problema se solucionaría si mi mujer volviera a hacer lo que yo digo, como sucedía antes». En una situación así, el terapeuta tiene malas cartas. Porque no le queda más remedio que declinar cortésmente la oferta de coalición que le cursa tanto una como otra parte. Involucrarse en semejante guerra de treinta años5 con sus propias unidades sería sobremanera imprudente. En el mejor de los casos, ambos bandos en guerra se aliarían contra el terapeuta, con lo cual el matrimonio, al menos, se estabilizaría. En tales situaciones, desde el punto de vista terapéutico se puede intentar hablar sobre las fases del matrimonio en las que no reinaba la guerra y reflexionar con cuidado sobre qué se podría hacer para restablecer tales fases exitosas. Mas en los matrimonios belicosos a veces existe escaso interés en una aburrida paz. Entonces la solución puede consistir en librar la contienda de forma no tan agotadora. Sin embargo, solo se tendrá éxito si ambos miembros de la pareja consiguen no ver su opinión como la única normal. Pero para los normales eso siempre resulta difícil; pues, a diferencia de los 45

esquizofrénicos, quienes solo se consideran los únicos normales en las fases agudas de su enfermedad, en el caso de algunos de los llamados normales semejante estado se prolonga, de forma más o menos marcada, durante toda la vida. Cuestionarse a sí mismos alguna vez a modo de prueba haría mucho bien a estos normales, así como, por lo demás, a todos nosotros, quienes - como no podemos por menos de reconocer - de cuando en cuando reaccionamos de modo un tanto desquiciada o estúpidamente normal. El humor sería un método eficaz para llevar a cabo tal auto-cuestionamiento. Pero el verdadero humor suele ser raro en una vida normal. Y, sin embargo, el verdadero humor tiene capacidad para liberarnos del monótono mundo de los estúpidamente normales. Uno se distancia de sí mismo, de sus obstinacio nes, de su enrarecido entorno social. Aprende que, si bien tiene que dominar determinadas formas por mor del trato afable con sus semejantes, nunca debe dejarse dominar, a la inversa, por las formas. Con humor, uno puede también permitirse alguna que otra vez, cuando le plazca, ser deliciosamente anormal. Pero justo eso lo odian ellos - los estúpidamente normales - como la peste. Al final de estos capítulos sobre la locura por completo normal, la gente desquiciadamente normal, la estupidez por completo normal y la gente estúpidamente normal, resulta palmario para todos que, en realidad, toda estas personas normales constituyen el auténtico problema de nuestra sociedad. Los noticiarios están llenos de ellas, al igual que la prensa del corazón, y difícilmente cabe esperar mejora alguna. Porque no hay posibilidades de tratamiento. A los políticos desquiciadamente normales se les puede destituir en las elecciones, como muy pronto, cada cuatro años. Pero en algunos países ya procuran ellos, por medio de la supresión de las elecciones, que también tales soluciones resulten imposibles. Así, un año sí y otro también se agolpan óptica y acústicamente en los medios de una crispada opinión pública. Y toda vez que, por otra parte, los representantes de la estupidez por completo normal no pueden ser elegidos ni destituidos democráticamente, para los Dieter Bohlen de nuestra sociedad no existe, por desgracia, remedio alguno. La situación se antoja desesperada. Todos los desquiciada y estúpidamente normales determinan nuestra vida y la convierten en un infierno. Uno anhela lo extraordinario y, sin embargo, nunca recibe sino lo ordinario.

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Pero quizá sí exista, a pesar de todo, esperanza. Antaño no se separaba de forma tan estricta entre enfermedad y salud. Había un morbus sacer, una enfermedad sagrada, la epilepsia, porque se suponía que los epilépticos, durante sus ataques, entraban en contacto directo con la divinidad. Antaño tampoco se excluía a los enfermos mentales de la sociedad normal de forma tan rígida y sistemática como hoy. Con su excepcionalidad hacían del mundo un lugar más imaginativo. Se reían de la normalidad, y esta mofa animaba a todos, también a los normales. Una nueva visión de las enfermedades mentales, ¿no podría volver a relajar toda nuestra sociedad, tan estrecha de miras, liberándola del férreo control de los desquiciada y estúpidamente normales? Existe esa posibilidad; pues, de forma inadvertida para la opinión pública más amplia, en la psiquiatría y la psicoterapia se ha abierto paso una evolución que consigue ver en las enfermedades mentales no meras carencias, sino también recursos, energías especiales, que pueden ayudar al paciente a superar por sí mismo sus crisis psíquicas. Pero ¿qué pasaría si estas energías se pudieran aprovechar de nuevo para el conjunto de la sociedad? Para ello, sin embargo, es necesario instruir a la gente. Por eso, en lo que sigue se intenta presentar al lector favorablemente dispuesto toda la psiquiatría y la psicoterapia conforme al estado actual de la ciencia y de modo comprensible para todos. Sin pretender, a buen seguro, emular los efectos benéficos de esos absurdos grupos de risa que entretanto brotan por doquier y en los que uno, más que morirse de risa, sana con la risa, pero sí con la debida pizca de humor.

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1. Estar a punto de acertar también es fallar: cuando los alienistas se equivocan ME quedé de piedra. Acababa de hablar con un psiquiatra católico sobre mis primeras experiencias en el terreno de la psiquiatría. Y lo que este simpático colega, sobremanera cualificado desde el punto de vista profesional, me dijo en tono distendido me pareció escandaloso. A él siempre le había impresionado especialmente, me confesó, la manera en la que san Francisco de Asís se había manejado con su esquizofrenia. ¡Francisco de Asís, esquizofrénico! ¡El colmo! Como otras muchas personas, yo siempre había valorado a Francisco de Asís. El poverello de la Umbría dio caña a la gente de bien medieval, abogó por la pobreza radical, redescubrió la creación y predicó a los pájaros. El diligente hijo de comerciante que se rebeló contra su padre fue, a buen seguro, un tipo raro; pero ¿esquizofrénico? Ante mis ojos espirituales pasó de nuevo la conocida biografía del popular santo e intenté aplicar a ella los recién aprendidos conceptos psiquiátricos. Y, de hecho, el resultado fue aterrador. ¡Parecía que mi compañero llevaba razón! Francisco de Asís tuvo, sin duda, alucinaciones acústicas de carácter imperativo, es decir, escuchó voces que le impartían órdenes; y algo así se consideraba un indicio de primer orden de esquizofrenia. En San Damián, una pequeña capilla en ruinas cercana a Asís, Francisco escuchó procedente de un crucifijo la voz de Jesús: «¡Reconstruye mi iglesia!». Francisco no entendió aquello en sentido abstracto, sino muy concreto, verdaderamente «concretista», como dicen los psiquiatras; y reconstruyó piedra a piedra aquella casa de Dios. Imaginémonos de forma gráfica que mañana un joven harapiento se pusiera a reconstruir en el área geográfica que atiende mi hospital una pequeña capilla en ruinas que ni siquiera fuera de su propiedad. Los transeúntes se darían cuenta de ello, sería enviada una unidad de policía y, a la pregunta de qué se creía que estaba haciendo, el joven contestaría radiante que, desde un crucifijo, una voz así se lo había ordenado. Con la mano en el corazón, probablemente no tardaríamos en tener un nuevo paciente. ¡En el fondo, un caso claro! ¿O tal vez no? El problema me inquietó. La solución se me antojaba un tanto simple. ¿Había que suponer acaso que las personas extraordinarias de todos los pueblos que de vez en cuando vivieron también experiencias extrañas no eran, en realidad, tan extraordinarias, sino que sencillamente estaban locas: Buda, Juan el Bautista, el emperador Constantino, Lutero y, por último, también san Francisco? Que el famoso psiquiatra Kurt Schneider había catalogado una determinada forma de alucinaciones acústicas como «síntomas de primer rango» para el diagnóstico de la esquizofrenia, eso era incontrovertible. Que más tarde se añadieron a esos síntomas las voces imperativas, también. Pero quizá había algo en todo este asunto que no cuadraba. Así, me sumergí en el estudio de los fundamentos científicos de la psiquiatría y llegué a un sorprendente resultado. El concepto «psiquiatría» procede del griego. Psyché significa alma; e iatrós, médico. 50

La única verdadera tarea de los médicos consiste en sanar a las personas enfermas o, al menos, mitigar su sufrimiento. A tal fin, y únicamente a tal fin, necesitan los médicos diagnósticos. El diagnóstico es, por tanto, como ya reconoció Aristóteles, una forma del todo específica de conocimiento. El diagnóstico, como todos los juicios de las ciencias naturales, no es un conocimiento en sí. Por su naturaleza, el diagnóstico es un conocimiento orientado a un fin. Y la única finalidad del diagnóstico es la terapia, el tratamiento de personas que sufren. El sufrimiento de los enfermos mentales no se limita al lastre de los fenómenos extraordinarios que les atormentan. Su sufrimiento consiste también en una - a menudo profunda - perturbación de la comunicación con los demás, con el mundo normal. Algunos enfermos mentales se encierran por entero en su propio mundo. Tienen inquebrantables convicciones que nadie más comparte con ellos. En razón de un sentimiento de incapacidad, rehúyen el contacto con sus semejantes. Una terapia exitosa en psiquiatría es, pues, aquella que no solo elimina la perturbación psíquica misma o al menos la atenúa, sino que también influye en las consecuencias sociales. La persona debe poder sentirse de nuevo liberada en cuanto ser social comunicativo. Lograr eso con todos los medios que ofrecen la psicoterapia, la terapia farmacológica y otros muchos métodos: tal es, en una palabra, la entera tarea de la psiquiatría. Por consiguiente, la pregunta decisiva era: ¿sufrió Francisco de Asís? ¿Tenía dificultades con sus semejantes, tenía problemas de comunicación? Evidentemente, no. Era de natural alegre e incapaz de hacerle daño a una mosca, en el sentido más verdadero de la expresión; además, poseía una habilidad comunicativa tan increíble que entusiasmó a miles de jóvenes de su época. Todavía en la actualidad decenas de miles de varones y mujeres, repartidos por todos los países de la Tierra, observan la regla de pobreza de san Francisco. Se trata incluso de un personaje que desempeña un papel especial en los esfuerzos por la unidad de todos los cristianos. Pues en él ven católicos, protestantes e incluso ortodoxos un ejemplo luminoso de vida cristiana. Con otras palabras, todas las razones que llevan a los psiquiatras a tratar a las personas que sufren de resultas de perturbaciones psíquicas se hallan ausentes en el caso de Francisco de Asís. Si solo hubiesen existido personas como él, nunca se habría inventado la psiquiatría. Por tanto, es cierto que Francisco de Asís fue una persona sobremanera insólita con vivencias del todo ex traordinarias, pero rebosaba salud mental. Por lo demás, resulta irrelevante que alguien tenga por divina la voz procedente del crucifijo o, careciendo de sensibilidad religiosa, la considere invención de una imaginación desbordante. Ni una cosa ni la otra son patológicas. Con ello se evidencia que es peligroso aplicar sin matices a personas que no sufren las ideas a las que ha llegado la psiquiatría en el tratamiento de personas que sí lo hacen. El vicio de algunos psico-expertos de diagnosticar a personas - en especial, a colegas que ni siquiera han acudido a ellos como enfermos es un abuso del diagnóstico. Hay que respetar el principio de que, en caso de duda, la persona está sana. De lo contrario, el 51

mundo se convierte en una dictadura de los aburridos normópatas, las mosquitas muertas de toda sociedad, que, con su ideología de la correcta normalidad, nivelan todo lo extraordinario y abusan de una dócil psiquiatría para encerrar en cajones diagnósticos todo lo desconcertante. En ese caso, este abigarrado mundo nuestro quedaría recubierto de modo totalitario con tratamientos indeseados y no tendríamos tiempo para ocuparnos de quienes realmente sufren. El asunto de san Francisco de Asís me clarificó algunos puntos. Y en adelante fui capaz de tomarme con más parsimonia los conocimientos psiquiátricos. Desde el punto de vista de la moderna epistemología, la ciencia no es una teoría de la verdad. Y la psiquiatría se basa en un método hermenéutico, es decir, ofrece descripciones de imágenes más o menos útiles de las que cabe extraer determinadas conclusiones para la terapia de las personas que sufren. Ni más ni menos. 2. Fantásticamente anormal: genio y locura Una psiquiatría de tendencia imperialista no solo interpretaría de forma radicalmente equivocada a personas imaginativas como Francisco de Asís. En el caso de ciertas personas que son de todo en todo productos de la imaginación, resul taría una verdadera amenaza para su existencia. Tomemos, por ejemplo, a Don Camilo, uno de los protagonistas de los inmortales relatos de Don Camilo y Peppone. Recuérdense las disputas, en parte vehementes, que el fascinante actor Fernandel - en el papel de Don Camilo - mantiene en la iglesia del pueblo con el Jesús que cuelga de la cruz. A este Jesús no siempre le satisfacen las salidas de tono de su en extremo celoso servidor. El Hijo de Dios reconviene con no poca frecuencia al hombre de Dios. «Alucinaciones comentadoras de la actividad», sisearía más de un aprendiz de psiquiatra; «según Kurt Schneider, síntomas de primer rango» para el diagnóstico de la esquizofrenia. ¡Repárese en las repercusiones! El comunista Peppone era el enconado antagonista de Don Camilo. Y, en su calidad de alcalde, también era, por supuesto, jefe y señor de la policía local, a la que compete el mantenimiento de la seguridad y el orden público. Si una persona, a causa de una enfermedad mental, se pone en peligro a sí misma o pone en peligro a otros - en la jerga técnica, esto se llama «peligro para sí y para terceros»-, la policía local competente puede tramitar, aun en contra de la voluntad del individuo, su ingreso en el psiquiátrico local. Algo así ocurre de forma relativamente rara. Pero, desde el punto de vista del alcalde Peppone, eso era aplicable en alto grado a Don Camilo, sobre todo en lo concerniente al riesgo que corría su propia alcaldesca persona. Y así, el diagnóstico de esquizofrenia habría conducido al bueno de Don Camilo en derechura al psiquiátrico. Todos los hermosos relatos habrían terminado antes siquiera de haber empezado - en virtud, sin embargo, de un diagnóstico equivocado de medio a medio y a resultas de un escandaloso error de la justicia-. Pues el jovialísimo párroco rural no manifestaba, ni mucho menos, síntoma alguno de enfermedad. Era vital y burlesco y rebosaba de ideas. En una palabra, el personaje de Don Camilo era un dechado de salud corporal y 52

psíquica. Recientemente se ha intentado reducir al excéntrico actor Klaus Kinski a un denominador psiquiátrico, porque en una ocasión estuvo ingresado algunos días en un manicomio. Al conocerse este hecho, se conjeturaron diversos diagnósticos. No se puede excluir que las personas sensibles tengan que proteger su sensibilidad alguna que otra vez en la vida con ayuda de los muros de un hospital psiquiátrico. Pero con ello aún no se ha demostrado nada, y mucho menos en el caso de un extraordinario artista extremadamente sensible. La psiquiatría no debe dejarse inducir a aquietar por medio de diagnósticos lo que se sale de lo común, lo excéntrico. Todos caminamos al borde del abismo de la segura muerte haciendo equilibrios con mayor o menor arte. Por regla general, la gente no se asoma a este abismo. Ello no quiere decir que todas esas personas puedan ser calificadas sin más de miopes. Pero no se debe declarar locos a quienes una y otra vez miran de hito en hito a este abismo y nos causan una impresión distinta de la habitual. El gran Friedrich Nietzsche reflexionó y escribió como pocos sobre los límites de nuestra existencia que bien le hicieron sufrir. El hecho de que algunos cristianos gusten de presentar todo su pensamiento como engendro de la locura no es un gesto de superioridad intelectual. Friedrich Nietzsche no estaba loco. Solo al final de su vida padeció las consecuencias de una encefalitis causada por bacterias de la sífilis. Esto lo desorientó temporalmente. Pero sus grandes experimentos intelectuales no son en absoluto desquiciados; antes bien, son la más coherente formulación de un doloroso ateísmo. No fue este pensamiento lo que llevó a Friedrich Nietzsche a la locura, como a algunos les gustaría que hubiera ocurrido, sino las pequeñas bacterias que destruyeron su cerebro. Que pensar demasiado vuelve locos a los hombres es un mito de filosofastros envidiosos y estrechos de miras. La psiquiatría no conoce tal fenómeno. Por eso, la psiquiatría no es apta para desactivar ideas difíciles o peligrosas. Pocas ideas son acertadas, muchas son falsas, pero apenas las hay que sean enfermizas. El genio y la locura suelen ir de consuno, asegura el saber popular. Pero aquí, por una vez, se equivoca. Las perso nas que realizan algo genial no son normales, pero no por ello están locas, ni mucho menos. Al contrario, para realizar algo grande, uno ha de tener bastante ordenada la cabeza. Es cierto que también algunos «locos» están a veces en condiciones de llevar a cabo logros geniales, pero más que nada cuando la enfermedad no es aguda. En ocasiones se hace excesivo ruido sobre el arte de ciertos enfermos mentales. La colección Prinzhorn de Heidelberg es legendaria. Y, sin embargo, lo desquiciado no es en sí lo artístico. Los artistas que padecen enfermedades mentales no son, por regla general, artísticamente creativos gracias a su afección, sino a pesar de ella, aun cuando hayan sido capaces de poner ese trastorno en contacto directo con sus profundidades existenciales. Sin embargo, cuando algún enfermo mental realiza grandes obras de arte, tiene el mismo derecho a ser reconocido que sus colegas sanos. A este fin también son importantes las colecciones de arte practicado por trastornados psíquicos. Pero es necesario evitar toda excesiva solicitud. Considerar arte el garabato de un 53

paciente perturbado solo porque para el observador de estrechas miras resulta igual de incomprensible que alguna obra de Picasso revela escasa sensibilidad para el arte moderno, así como, en el fondo, escaso respeto por los enfermos mentales. Estos merecen que les demos nuestra sincera opinión igual que a cualquier otra persona. A la inversa, se ha intentado desenmascarar como enfermos mentales a conocidos artistas. Después de lo que acabamos de decir, ello no cambiaría nada en la valoración del arte. Pero, por lo común, se trata más bien del reflejo envidioso de los desquiciada o estúpidamente normales, quienes prefieren considerar trastornado a todo aquel que no es tan insulso como ellos. Salvador Dalí con sus quiméricas composiciones, Joseph Beuys con sus llamativas indumentarias, Andy Warhol con su excentricidad: de cierto, ninguno de ellos era normal, pero tampoco un enfermo sin más. ¿Qué importancia tiene en realidad que una persona extraordinaria esté sana o enferma? Que una persona sea considerada sana o enferma tiene mucho que ver con las con venciones sociales. Parece que en la actualidad somos menos tolerantes que personas de épocas anteriores y que, por ende, tendemos con mayor rapidez a declarar patológico lo extraordinario. Pero la psiquiatría no puede prestarse a ello. Quien lee El otoño de la Edad Media de Johan Huizinga se sumerge en la época de los gobernantes excéntricos y los estridentes cortesanos, así como de un pueblo desbordante de portentosa vitalidad. Los grotescos bufones de corte en los círculos distinguidos, los tontos del lugar y demás tipos extraños del pueblo bajo aseguraban que la normalidad abarcara un amplio espectro de personajes y modos de conducta. Así, la normalidad era más tolerante; pero, a causa de ello, bastante quebradiza. Un gobernante o una persona importante podía volverse loco de repente y hacer sufrir a todos. 3. Los locos y sus médicos: cómo se inventó la psiquiatría A buen seguro, también en esos tiempos había personas que, sin lugar a dudas, estaban psíquicamente enfermas. Pero no eran consideradas tales. Pues todavía no se había inventado la psiquiatría. Y así, los enfermos mentales eran vistos como personas poseídas por espíritus malignos o simplemente como criminales y tratados en consecuencia. Algunos eran exhibidos en las ferias. Todavía desde 1807 hasta 1843, el año de su muerte, el psíquicamente enfermo Hdlderlin vivió encerrado como un animal a pesar de la amabilidad de quienes lo atendían - en su «torre de orate» en Tübingen. No fue la ciencia, sino religiosos cristianos sin estudios quienes primero se percataron de que los enfermos mentales eran, en realidad, personas sufrientes y se interesaron por ellas. Ya a partir del siglo XVII, los llamados hermanos alexianos (o celitas) se ocuparon de estas personas en Bélgica, Holanda y la Baja Alemania, y las acogieron en sus casas, sustrayéndolas así al escarnio generalizado y la persecución. Solo mucho después, a finales del siglo XVIII, descubrió la ciencia a los enfermos mentales. En un cuadro que cuelga en la Academia de Medicina de París, el psiquiatra francés Philippe Pinel aparece 54

liberando con dramatismo a los enfermos mentales de sus cadenas. Corría el año de 1793, en París triunfaba la revolución y el Consejo Revolucionario acababa de nombrar a Pinel director del sanatorio Bicétre. Con mucha imaginación, este suceso fue engrandecido posteriormente, convirtiéndose en el mito fundacional de la moderna psiquiatría. Quede en tela de juicio si semejante avance no acaeció ya algunos años antes. Sea como fuere, la ciencia descubrió de repente a los enfermos mentales. La nueva disciplina floreció en el siglo XIX. Wilhelm Griesinger singularizó el cerebro como causa de todos los males: los trastornos psíquicos eran, según él, enfermedades cerebrales. Se construyeron sanatorios y residencias asistidas. Los primeros, para mitigar crisis agudas; las segundas, para atender de manera adecuada a los enfermos crónicos. A la sazón, aquello significó un gran progreso. Las clínicas fueron trasladadas fuera de las ciudades a verdes praderas, porque se creía que el aire fresco y el reposo sentaban bien a los enfermos. Con ello, sin embargo, se rompieron todos los ya de por sí frágiles vínculos sociales de estas personas y se desarrollaron enfermedades mentales surgidas solo a raíz del tratamiento. A este fenómeno se le dio más tarde el nombre de «hospitalismo». Los enfermos permanecían de pie inmóviles, se balanceaban de forma reiterada y mostraban otras excentricidades. Se había preservado del abandono a los enfermos mentales, pero al precio de generar nuevos problemas. No obstante, la ciencia realizó, de hecho, progresos. El psiquiatra alemán Emil Kraepelin dividió hace unos cien años las llamadas enfermedades mentales en dos grupos: la curable «locura maníaco-depresiva», que transcurría solo de modo cíclico, y la incurable dementia praecox - la crónica «idiotización precoz», según la drástica terminología de la psiquiatría de entonces-, a la que más tarde Eugen Bleuler daría el nombre de esquizofrenia. Dada la abigarrada variedad de la locura, formular semejante bipartición supuso un gran adelanto. Pues, para los pacientes y sus familiares, el pronóstico tenía una decisiva importancia. Realizar el diagnóstico no a partir de los valores de análisis clínicos o de otras medidas cualesquiera, sino a partir de gráficas descripciones de extraños fenómenos psíquicos: tal fue el fundamento de la nueva disciplina. Se cuenta que un conocido psiquiatra recorría su hospital y, con ojo clínico, diagnosticaba: «Este sanará, aquel no sanará». Más tarde, el ya mencionado Kurt Schneider definió los llamados síntomas de primer rango, cuya aparición constituía un claro indicio de la existencia de esquizofrenia. La psiquiatría alemana dividió, por último, el entero mundo de la psiquiatría en tres grupos: (1) las psicosis orgánicas: hemorragias, tumores o inflamaciones que afectaban al órgano cerebro; (2) las psicosis endógenas: las clásicas «enfermedades de la mente», como antaño eran llamadas, con la división dual en enfermedad maníaco-depresiva y esquizofrenia; y, por último, (3) las variaciones de naturaleza anímica, a saber, las psicopatías - alteraciones patológicas de la personalidad-, neurosis, adicciones y otros fenómenos enfermizos que podían desarrollarse en el curso de una vida. El término «psicosis» denotaba una enfermedad mental con causa orgánica real (1) o, al menos, imaginaria (2), mientras que «neurosis» nombraba un trastorno de índole patológica y origen biográfico, es decir, desencadenado por efectos psíquicos y 55

principalmente basado, desde el punto de vista psicoanalítico, en conflictos no resueltos de la temprana infancia. Pero los psiquiatras de otras lenguas habían elegido clasificaciones distintas; los estadounidenses, por ejemplo, el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). Esto comportaba que apenas se pudieran comparar internacionalmente los resultados de investigaciones psiquiátricas. Y así, hace unos quince años también en Alemania se impuso la décima versión de la Clasificación Internacional de Enfermedades QUID-10, International Classification of Diseases10), elaborada por la Organización Mundial de la Salud. Esta clasificación prescinde de la división según causa y pro nóstico, concentrándose en vez de ello en la recopilación de características externas, que pueden ser descritas de manera análoga en la mayor parte del mundo. 4. Malentendidos: por qué los diagnósticos nunca aciertan Después de lo que acabamos de decir, debería haber quedado ya claro que los diagnósticos y las clasificaciones no existen en realidad. Naturalmente, no existe la esquizofrenia, ni la depresión, ni la adicción. Tan solo hay personas que sufren a consecuencia de diferentes fenómenos. Y los diagnósticos son palabras inventadas por los psiquiatras para ayudar de modo competente a estas personas sufrientes. Los diagnósticos son indicaciones de cuál podría ser la terapia adecuada. Así pues, uno puede olvidar sin temor los diagnósticos cuando se relaciona con personas que padecen trastornos psíquicos. Y es que tampoco existen los esquizofrénicos, los depresivos, los adictos. Se trata, más bien, de personas impresionantes, muy diferentes entre sí, que de forma ya pasajera, ya más prolongada, padecen fenómenos extraordinarios. Y cada cual de una manera muy distintivamente personal. Los diagnósticos, por consiguiente, no pueden pretender ser verdades. Son descripciones más o menos útiles de fenómenos, y así es también como serán presentados en el presente libro. Al fin y al cabo, no podemos olvidar que en Alemania hubo un tiempo en que se abusó brutalmente de los diagnósticos. En aquella época, dejaron de ser una ayuda para personas sufrientes; la gente actuaba como si los diagnósticos fueran verdades, verdades letales. La identificación de las personas con diagnósticos es una perversión. En las últimas décadas no ha cambiado solo la teoría psiquiátrica. En el terreno de la praxis, se ha sacado a los enfermos mentales de los centros psiquiátricos ubicados en la periferia de las ciudades para devolverlos al seno de la sociedad. Más de un gran hospital psiquiátrico ha sido cerra do, y los enfermos mentales crónicos pueden vivir ahora en viviendas normales o en pisos compartidos. Rige el principio: «Tratamiento ambulatorio antes que centro de día (el paciente duerme en su casa), centro de día antes que tratamiento estacionario». Así, los pacientes solo tienen que ser ingresados en el hospital en caso de una crisis aguda, y allí los antiguos pabellones de enfermos han sido reemplazados por agradables habitaciones normales. Existen también modelos alternativos de tratamiento estacionario con más continuidad en las relaciones y menos 56

desasosiego que en el clásico tratamiento hospitalario. Antaño, muchos enfermos mentales pasaban años en el hospital. ¡Hoy en día, el tiempo medio de estancia oscila entre las tres y las cuatro semanas! Esto es posible gracias principalmente a que entretanto todo paciente puede recurrir cerca de él a una eficaz ayuda ambulatoria que le permite permanecer en su habitual entorno social. Cuanto mayor sea la distancia que le separa de la ayuda psiquiátrica, tanto más se siente uno como un pobre e insignificante diablo que debe acudir al gran psico-gurú. Lo cual, amén de indigno, resulta contraproducente para el paciente desde el punto de vista psicoterapéutico. De ahí que en Alemania, en la actualidad, exista para cada pueblo un psiquiátrico competente que, en caso de necesidad, está obligado a aceptar sin demoras a un enfermo mental y a darle el alta lo más rápidamente posible para que sea sometido a un buen tratamiento ambulatorio. Pues la pregunta más importante en psiquiatría es, por supuesto: ¿y cómo salgo de aquí?... ¡Y cuanto antes! La evolución de la moderna psiquiatría ha puesto a disposición de los enfermos mentales muchas posibilidades de ayuda. Aunque es bueno que así sea, ello esconde también peligros. ¡Y es que, en caso de duda, la persona está sana! Pero la Organización Mundial de la Salud, con su anticuada y absurda definición de salud, ha contribuido en buena medida a una visión utópica e irreal de la salud. «Pleno bienestar corporal, anímico y social», decretó en su día. Algo que, por supuesto, resulta inalcanzable. Y los conceptos utó picos invitan a una ilimitada veneración. Así, ha surgido una absurda religión de la salud en la que las personas ya no viven sino de modo profiláctico para luego morir sanos. Esta religión de la salud es un compendio sin par sobre el arte de amargarse la vida. Pues si la salud, en realidad, nunca puede ser alcanzada, todos debemos sentirnos de algún modo enfermos. «Sana está la persona que no ha sido examinada con suficiente profundidad», afirmó en una ocasión un reputado internista. Y Karl Kraus presagió: «La enfermedad más frecuente es el diagnóstico». Precisamente los psiquiatras deberían sustraerse a este generalizado culto a la salud, ya que con una utópica imagen-tipo de la salud psíquica se puede producir infelicidad en serie. Desde luego, a toda persona se le puede encontrar algún defecto... o también dos. En ocasiones basta la espontánea pregunta: «¿Por qué se ríe usted así, qué reprime?», para desconcertar a alguien. En artículos publicados en diarios serios de tirada nacional, el famoso psiquiatra alemán Klaus Ddrner ha intentado determinar qué porcentaje de alemanes están enfermos hasta el punto de necesitar psicoterapia. Es decir, ¿qué porcentaje de alemanes padece trastornos de ansiedad, ataques de pánico, trastornos alimentarios, depresiones, esquizofrenias, adicciones, demencias, etc.? Por medio de una sencilla suma, salía el siguiente resultado: a más del doscientos diez por ciento de los alemanes le hace falta psicoterapia. ¡Por eso necesitamos inmigración! Así, uno lee con sentimientos ambivalentes algunos alarmantes informes del mundo de la psiquiatría. Pues, en caso de duda, la persona no está enferma, sino sana. Y por medio de la imperialista expansión del reino de la psiquiatría hacia cualesquiera trastornos 57

del ánimo más o menos banales, se priva a las personas realmente enfermas de las necesarias posibilidades de psicoterapia. En los últimos años se han elaborado test con ayuda de los cuales se pueden constatar ciertas deficiencias incluso en personas en apariencia enteramente sanas. Desde el punto de vista científico, esto puede resultar interesante para jui cios ulteriores. Pero que a semejantes personas se les desposea de la etiqueta de «sanas» solo me parece éticamente justificado en el caso de que de ello se deriven opciones psicoterapéuticas relevantes para paliar el sufrimiento real. Lo mismo vale para el diagnóstico precoz de determinadas enfermedades, que se va abriendo paso en distintos campos de la psiquiatría. Hago aquí alusión explícita a esta convicción fundamental con la vista puesta en las descripciones de los cuadros clínicos que se van a trazar a continuación. Y también para la vida privada del psiquiatra vale lo siguiente: quien es incapaz de dejar a un lado sus conocimientos psiquiátricos cuando concluye la jornada laboral y, en lugar de eso, se dedica en sus ratos libres a diagnosticar alegremente a los demás no es apto para ejercer la profesión. No tardaría en dejar de tener amigos. Además, no es de recibo diagnosticar a quien no ha acudido a uno como enfermo. En serio, pues: la búsqueda maliciosa o cínica de deficiencias en personas sanas es inhumana. Constituye un abuso: un abuso de las personas y un abuso de la psiquiatría. La tarea de la psiquiatría consiste en ayudar a las personas realmente enfermas. Debe erigirse en abogada de los pacientes, no puede convertirse en representante de una sociedad a la que le gustaría liberarse de la incomodidad que le causan los enfermos mentales. La psiquiatría debería preocuparse más bien de ayudar a los enfermos mentales a vivir con todas sus peculiaridades en medio de esta sociedad. De ahí que la piedra de toque de la liberalidad de la psiquiatría sea si se resiste o no de forma consecuente a la presión social que le empuja a declarar patológico lo extraordinario y perturbador. Y una prueba de la liberalidad de una sociedad es si permite o no moverse con verdadera libertad a todos estos extraños y nada airosos miembros suyos. Esto vale también para quienes podrían ser tratados, pero no quieren dejarse tratar. Mientras no se pongan en peligro a sí mismos ni pongan en peligro a terceros, una sociedad liberal debe respetar tal deseo. Retomemos la pregunta de si, a la hora de juzgar a las personas que se salen de lo común, es realmente importante que estén enfermas o sanas. Después de siglos, sigue sin ser posible dar respuesta definitiva a tal pregunta; y sobre todo se trata, a buen seguro, de un interrogante superfluo. No solo las personas sanas excéntricas, sino también los enfermos mentales pueden dar a la sociedad impulsos inspiradores, pueden resultar fascinantes y hacer avanzar a la humanidad. Eso es lo único importante en la valoración de los personajes históricos. Y si el sentido exclusivo del diagnóstico es la psicoterapia, entonces los diagnósticos de personas ya fallecidas son, se mire por donde se mire, poco fructíferos. 58

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1. El pequeño mundo de la psiquiatría: mi cerebro y yo Con todo lo anterior, hemos restringido de manera considerable el ámbito de competencia de la psiquiatría. Solo muy pocas de las personas extraordinarias con las que nos encontramos en la vida deben su singularidad a una enfermedad. (a) ¿Qué es lo bueno dentro de lo malo? Las posibilidades que ofrece la enfermedad Ciertamente, uno se queda perplejo cuando oye decir que alguien debe algo a una enfermedad. Pero es un hecho que incluso las enfermedades mentales graves tienen, amén de su carga de sufrimientos, lados buenos. Para muchos pacientes que llevan ya largo tiempo recuperados, la fase de enfermedad se presenta a posteriori como un positivo punto de inflexión en sus vidas. No idealizan la enfermedad, pues no tienen motivo para ello; mas sí que la cuentan entre los tramos arriesgados de su vida que les han aportado importantes conocimientos. Suena banal, pero quien inopinadamente ha padecido alguna vez una fase depresiva nunca más se precipita en una depresión sin estar preparado. Quizá ahora aborda todas las fases luminosas de la vida de forma más agradecida e intensa que alguien que siempre ha estado sano y a quien todo le pasa por delante de los ojos con la misma mortecina iluminación. Quien ha vivido un brote esquizofrénico de alucinaciones acústicas ha sentido una intensidad vital difícilmente superable. Lo cual conlleva también sufrimiento, pero hay personas que incluso eso lo entienden y aceptan como un enriquecimiento de su vida. Justo eso es lo que intentan hacer también los modernos métodos de psiquiatría y psicoterapia. Por regla general, el paciente mismo, cuando acude por primera vez al psicoterapeuta, es suficientemente consciente de lo trastornador del trastorno, de lo enfermizo de la enfermedad, de lo cargante de la carga. La tarea del psicoterapeuta profesional no consiste en combatir sin más los síntomas, sino en cambiar la iluminación y en modificar la perspectiva de forma tal que aflore un modo útil de ver las cosas capaz de conducir a soluciones. La psiquiatra infantil Thea Schdnfelder lo ha formulado con hondura: «Lo que me diferencia de mis semejantes psicóticos es la posibilidad que tengo de verlos "más sanos" de lo que ellos son capaces de verse a sí mismos». Esta perspectiva más útil puede sacar a la luz capacidades y energías que el paciente demostró antaño, pero que ahora, en plena crisis, se han eclipsado. Pues ¿con ayuda de qué debe resolver el paciente la crisis? A buen seguro, no con las capacidades que le gustaría tener, sino con las capacidades que, le guste o no, tiene. La incapacidad de cambiar la perspectiva se define psiquiátricamente como «obsesión». El obsesivo solo puede ver el mundo desde un punto de vista que todo lo domina, por ejemplo, desde el pensamiento de que la vecina lo atormenta con rayos 61

láser. Resulta imposible disuadirlo de esta idea con argumentos racionales, aunque por lo demás reaccione de forma bastante juiciosa. También las ideologías tienen a menudo algo de obsesivas. Contemplan el mundo solamente desde una perspectiva determinada. La psiquiatría es siempre propensa a la ideología. A las escuelas psiquiátricas o psicológicas les gusta asimismo ver al ser humano desde un único punto de vista. Pero recientemente se ha llegado a la conclusión de que justo la posibilidad del cambio de perspectiva es lo que distingue al buen psicoterapeuta. Ser capaz tanto de introducirse con el pensamiento en proyectos existenciales del todo distintos como de ver la misma vida o el mismo trastorno bajo diferentes puntos de vista puede abrir al paciente una prometedora escapatoria de lo que hasta entonces era un callejón sin salida. (b) Cuestión de pareceres: el ser humano, su cerebro y cómo la vida juega así, sin más Todo trastorno mental, y también toda reacción psíquica sana, pueden ser vistos desde una perspectiva biológica. Sin duda, todo pensamiento va acompañado de procesos biológicos en el cerebro. Cuando nos alegramos, ciertos neurotransmisores hacen cabriolas. Cuando estamos tristes, en el cerebro se activan otras sustancias químicas. Junto al mundo de nuestros pensamientos, en el cerebro se desarrolla un segundo mundo de moléculas. Entonces se plantea la antigua pregunta de qué fue primero, si la gallina o el huevo. Esto es, ¿son los invisibles procesos orgánicos que transcurren en el cerebro lo originario y los fenómenos psíquicos observables tan solo la consecuencia necesaria de ellos? ¿Somos, a tenor de esto, marionetas de nuestro cerebro? ¿O es al revés: que para nuestras reacciones psíquicas nos servimos del cerebro, cuyas actividades son un mero signo exterior de que pensamos? Desde un punto de vista estrictamente científico, no es posible contestar de forma concluyente a esta pregunta. Pero, para nuestros propósitos, tampoco necesitamos que lo sea. Pues resulta incontrovertible que todos los procesos anímicos pueden ser vistos desde una perspectiva biológica. Que se trate de la perspectiva originaria, única o incluso solo determinante no tiene por qué interesarnos aquí. La pregunta decisiva es si resulta útil en cada caso concreto. Por supuesto, la perspectiva biológica es útil, sobre todo, cuando hay que intervenir materialmente en el órgano cerebro. Cuando el cerebro se lesiona, sufre una hemorragia, se inflama o intoxica, la perspectiva biológico-orgánica es siempre decisiva tanto para el diagnóstico como para la terapia. Por supuesto, junto a ella, también la biografía del paciente, las reacciones de sus seres cercanos y los acontecimientos especiales más recientes desempeñarán un papel en la superación de la enfermedad. Pero la perspectiva principal sigue siendo la que se centra en el modo en el que el órgano cerebro reacciona al daño orgánico. También en el caso de enfermedades mentales que hasta ahora no podían ser explicadas con claridad desde el punto de vista físico - como la esquizofrenia, la depresión, la manía y otras muchas - se han adquirido ideas precisas de sus aspectos corporales, derivándose de ahí útiles consecuencias terapéuticas. Entretanto, la perspectiva biológica ocupa el centro del interés en todos los trastornos 62

psíquicos. Y la llamada neuro-potenciación (neuro-enhancement, en inglés), un controvertido método, persigue mejorar - incluso en el caso de personas sanas - las capacidades mentales por medio de la manipulación biológica. «Biológica» también es, por lo demás, la herencia. Todos los atributos psíquicos pueden ser considerados desde la perspectiva de la heredabilidad. Así pues, la perspectiva biológica es, con razón, un enfoque desde el que cabe considerar todos los fenómenos psíquicos sin excepción. El planteamiento solo deviene ideológico, esto es, acientífico, cuando la perspectiva biológica es tenida por la única verdadera. Esta perspectiva, sin embargo, no es verdadera ni falsa, sino simplemente más o menos útil. Pero igual de legítimo es contemplar todos los fenómenos psíquicos sin excepción desde una perspectiva biográfica. Sucesos recientes pueden ser considerados la causa del trastorno psíquico. Esto resulta tan irrefutable como la hipótesis biológica. Por lo demás, tal es el enfoque más común en los pacientes y sus familiares. La depresión puede ser vista como consecuencia de una crisis matrimonial, un conflicto laboral o una discusión con amigos o vecinos; y la manía esquizofrénica, como secuela de una experiencia de acoso moral. Incluso se podría afirmar irrefutablemente que los síntomas psíquicos que siguen a una lesión cerebral orgánica están marcados, en lo esencial, por ciertos acontecimientos de la semana pasada. Tampoco eso es nunca verdadero o falso. También eso es, desde el punto de vista terapéutico, más o menos útil según el caso. Veamos un ejemplo: un paciente comienza a ser tratado a causa de una grave depresión cíclica en la que el factor genético desempeña un gran papel. A menudo, esta forma de depresión aparece de súbito en medio de una vida feliz. Un buen día, el hasta entonces discreto paciente se despierta profundamente depresivo, está desesperado, no ve ya salida y no puede ser tranquilizado por medio de conversaciones. Toda referencia a su situación existencial, en realidad feliz, es rechazada y no lleva más que a autorecriminaciones: ¡qué no le estará haciendo padecer a esta estupenda familia! Quien habla con un paciente así tiene casi la impresión de estar dirigiendo la palabra a un montón de moléculas. Los argumentos no le hacen ningún efecto. En un caso así, la perspectiva biológica es, por regla general, la más apropiada y útil para todos los implicados. Pues permite evitar el error de pensar que alguien es «culpable» de la depresión. No lo es el paciente, pero tampoco sus familiares, quienes con no poca frecuencia se hacen terribles reproches porque quizá unos días antes tuvieron una banal discusión con el enfermo. Y luego hay una cierta clase de parientes que viven a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia y no saben nada a punto fijo, pero sí más que nadie en cualquier asunto del que se trate. Esta gente aprovecha con gusto semejante crisis para hablar mal de la presuntamente desalmada esposa. Esto constituye una desfachatez de cuidado, toda vez que la esposa es, después del paciente, la segunda víctima de la enfermedad. Ella sufre asimismo, se siente de todo punto impotente y, en su hondón, a menudo también culpable de hecho. Entonces, el psicoterapeuta debe explicar, con toda la autoridad de la que disponga, que nadie, realmente nadie, es cul pable de esta depresión. Debe aclarar 63

que la depresión obedece a un trastorno del metabolismo que resulta fácil tratar reajustando este con ayuda de medicamentos y tiene una elevada probabilidad de ser por completo curable. Por supuesto, ello no significa que algunos acontecimientos previos a la depresión no hayan podido ejercer cierta influencia, en especial en lo relativo a su modulación específica. No obstante, en este caso, la perspectiva esencial y, sobre todo, más útil pensando en la terapia es la biológica. Pero luego está el otro caso: un matrimonio acude a una terapia de pareja con el problema de que el marido pega una y otra vez a la mujer. El esposo cuenta lleno de alegría que acaba de leer en una revista que la agresividad está relacionada con el equilibrio de serotonina. ¿No podría tomar sencillamente un par de esas maravillosas pastillas para poner fin a toda la historia? En un caso semejante, el terapeuta en modo alguno considerará apropiada y útil esta perspectiva biológica. En tales situaciones, de vez en cuando hago notar que el brazo derecho se mueve con la musculatura de la arbitrariedad (Willkür) y, por tanto, solo por medio de un acto de la voluntad (Willensakt) puede impactar en el rostro de la mujer; así que la responsabilidad del golpe corresponde al marido maltratador, no a la inocente serotonina. En un caso así, yo recurriría a métodos psicoterapéuticos para intentar poner fin a las palizas y ejercitar otras formas de discusión. Por supuesto, la hipótesis del papel que la serotonina desempeña en la agresividad no es falsa y en ocasiones, cuando el problema adquiere proporciones extremas, ayudan también determinados medicamentos. Pero ello no cambia nada de lo dicho: en un problema de este tipo, la perspectiva biológica no es útil en absoluto. Aquí ayuda más bien la perspectiva biográfica. Lo que en el curso de una vida ha evolucionado en mala dirección se puede reconducir hacia el bien con mucho trabajo psicoterapéutico. Siempre y cuando el paciente esté motivado. Algunos pacientes prefieren achacar la responsabilidad no a la biología, sino a su evolución personal durante la tem prana infancia, de la que fueron víctimas indefensas. De hecho, el psicoanálisis de Sigmund Freud y sus seguidores singularizó en los conflictos de la temprana infancia no resueltos satisfactoriamente una de las causas del posterior sufrimiento psíquico. El tratamiento psicoanalítico procura que el paciente cobre de nuevo conciencia de tales conflictos reprimidos, se confronte con ellos y alcance así efectos sanadores. A buen seguro, se puede intentar entender todos los fenómenos psíquicos sin excepción desde la perspectiva de la temprana infancia. Pero tampoco este punto de vista es verdadero ni falso. También él es solo más o menos útil. Así y todo, han existido psicoanalistas que consideraban el psicoanálisis el único modo verdadero de asomarse al alma humana. Los psicoanalistas modernos, sin embargo, rechazarían una visión de las cosas tan ideológica. Saben que el psicoanálisis, si bien puede ayudar en ciertos casos, no es una panacea. Y, sobre todo, no consentirían que el psicoanálisis sirviera de disculpa global para violentos individuos machistas. En la época del movimiento estudiantil, las interpretaciones sociológicas estaban a la orden del día. A la sociedad se la hacía responsable de todo, por supuesto también de las 64

enfermedades mentales. En Heidelberg se creó el «Colectivo Socialista de Enfermos», que rechazaba la psiquiatría como tranquilizante burgués para los - en realidad socialmente oprimidos - enfermos mentales. Conforme al eslogan: «Destrozad lo que os destroza», se pasó a atacar a la morbosa sociedad, deslizándose hacia el terrorismo. Pero, por supuesto, tampoco esta perspectiva es falsa. Claro que se pueden atribuir todos los fenómenos psíquicos sin excepción a influjos sociales. Al fin y al cabo, nada humano es exclusivamente individual. Así, el creciente estrés en el trabajo no se corta de raíz limitándose a facilitar a los trabajadores el acceso a la ayuda psiquiátrica y psicoterapéutica. Más importante sería crear condiciones de trabajo que eviten el estrés, de suerte que ni siquiera sea necesario tratarlo. Mas también aquí la perspectiva sociológica sigue siendo tan solo una de las perspectivas posibles. Nunca puede convertir se en la única visión de las cosas, y es necesario examinar en cada caso concreto si semejante enfoque resulta esencial y útil o no. 2. El gran reino de la libertad: yo y mi cerebro Todas estas perspectivas - la biológica, la biográfica, la psicoanalítica, la sociológica y algunas otras - intentan interpretar los fenómenos psíquicos como si no existiera la libertad del ser humano. La «culpa» no la tiene la persona libre, sino las moléculas, el destino existencial, la temprana infancia o la sociedad. Semejantes enfoques son del todo legítimos, ya que justo eso es lo que - con razón - se espera de las ideas psicológicas: que investiguen las causas que determinan y hacen predecible la conducta humana. Sin embargo, si afirmaran que con ello ya está dicho todo sobre el ser humano, dejarían de ser serias. Porque tal pretensión de interpretación total no sería ciencia, sino ideología. Por eso, la ciencia no puede excluir la libertad personal, aunque tampoco es capaz de comprenderla; pues, si estuviera a su alcance hacerlo, la libertad dejaría de ser libertad. Por definición, la conducta libre no se puede determinar por anticipado; de lo contrario, no sería libre. En amplios ámbitos de nuestra vida, sin embargo, la conducta que desplegamos no es realmente libre. Tenemos rutinas, conducta y reacciones que, en el curso de la vida, hemos ido adquiriendo de nuestros padres, de la sociedad o por la acción de determinadas influencias. Por lo que respecta a tales comportamientos, no decidimos con plena libertad a partir de cero en cada ocasión, sino que, en cierto modo, se han convertido en automatismos. Lo cual nos hace previsibles para nosotros mismos y para los demás. Las causas y los efectos de tales comportamientos son accesibles a la investigación científica. Pero en cualquier momento podemos anular esos automatismos. Somos capaces de comportamos deliberadamente de forma distinta de como permiten esperar todas las influencias, pulsiones y hábitos. Y justo eso es lo que se llama libertad. (a) Libertad y enfermedad: más acá del bien y el mal Esta libertad, que según la convicción de la Ilustración constituye el fundamento de la dignidad de toda persona, es asimismo una perspectiva desde la que cabe observar los 65

fenómenos psíquicos. Todos los fenómenos psíquicos sin excepción, una vez más. Pero también la libertad es siempre una visión de las cosas más o menos adecuada según el caso. En el ejemplo que acabamos de presentar del hombre que pega a su esposa, sin lugar a dudas habría que apelar a la libertad y la responsabilidad. Sin embargo, en el caso de una depresión que irrumpe de forma imponderable, ello no suele ser una buena idea. La adicción es falta de libertad. Pero no entera ausencia de libertad. En la actualidad, la adicción es considerada un trastorno del libre albedrío. El adicto no tiene elección. No puede por menos de beber. La psicoterapia intenta volver a posibilitar al paciente la libertad de elección. No obstante, para poder llevar a cabo la terapia con expectativas de éxito, es necesario reconocer la existencia en el paciente de, al menos, una chispa de libertad. Pues, de lo contrario, el paciente no podría decidir siquiera someterse a psicoterapia, ni tampoco - sobre todo - resolverse a tomar de nuevo en sus manos, con ayuda de la psicoterapia, las riendas de su vida. La teoría de la adicción que presenta a esta como un inalterable trastorno de por vida ha resultado en ocasiones nefasta. Tal visión ayuda a algunos pacientes, pero a otros les suscita un paralizador sentimiento de completa impotencia ante la sustancia adictiva. Si se interioriza la convicción de que la «presión adictiva» constituye un gran peligro, la «recaída» una terrible perdición y la «pérdida de control» una inevitable consecuencia de ello, entonces estos sucesos acaecen de vez en cuando al modo de las profecías que se dan cumplimiento a sí mismas. El enfermo se experimenta a sí mismo únicamente en el vergonzoso papel de víctima impotente. El paciente como sujeto activo no entra siquiera en juego. Bajo estos supuestos previos, resulta difícil de fundamentar una gestión moderna de las recaídas. Ya el solo término «recaída» (Rückfall) tiene algo de asalto externo y, ante todo, da a entender que lo que ya ha ocurrido en el pasado volverá a suceder. Ambas sugerencias son, por regla general, muy poco útiles. De ahí que hoy prefiramos decir que la persona se ha decidido a beber y hablemos de forma menos definida de «incidente» (Vorfall): algo que perfectamente ha podido no ocurrir nunca en el pasado y de lo que, dado el caso, se pueden extraer interesantes conclusiones para el futuro. El cuidado en el uso del lenguaje es importante para una buena psicoterapia; no en vano, el lenguaje es el escalpelo del psicoterapeuta. «Decidirse» es una formulación relativamente neutra. No culpabiliza sin más, porque con ella no se dice nada todavía sobre la presión adictiva, la pérdida de control y otros factores acuciantes. Antes bien, «decidirse» recuerda la libertad del paciente, que sigue existiendo a despecho de la adicción. Y justo esta libertad es la que luego ha de ser empleada para tomar la decisión de no probar ni una gota. Así, el adicto se debate entre la apremiante adicción, por un lado, y su libertad, por otro. Traer a la memoria las posibilidades de la libertad es tarea de toda buena psicoterapia; y ello, teniendo muy claro que nadie puede decidir desde fuera cuánta adicción y cuánta libertad hay en cada individuo. Y lo que es aún más importante, nadie puede estar seguro de que él mismo, dada una presión adictiva análoga, no habría bebido incluso en contra de su voluntad. 66

Ello hace humilde al terapeuta. De este modo, sobre todo, la libertad entra en juego en la psicoterapia. Desde el punto de vista de la libertad, cabe preguntarse cuál podría ser el sentido de un trastorno mental. Existen las llamadas neurosis de jubilación, en las que personas que disfrutan con la expectativa de la jubilación más que con el trabajo simulan con toda intención un cuadro patológico para conseguir su propósito. El tratamiento de tales trastornos es, por supuesto, inútil. Pues la motivación para el tratamiento tiende a cero en estos pacientes de pacotilla. Pero a veces no se actúa tan deliberadamente. Algunos «reaccionan» con un trastorno psíquico a un determinado acontecimiento vital, sin que se pueda discernir con exactitud cuánto se escenifica de forma inconsciente y cuánto de forma consciente. En cualquier caso, la perspectiva de la libertad es posible para toda situación psíquica. También ella, por supuesto, es siempre más o menos adecuada según el caso. Es posible considerar la vida entera de una persona como una obra de arte realizada por ella misma. Y eso no vale solo para grandes artistas, sino en el fondo para toda persona. Cada cual es el artífice de su propia fortuna, dice el refranero. Y, sea como fuere, en esta ocasión no se equivoca del todo. De todas maneras, la decisión que se toma con libertad nunca es enfermiza. Es buena o mala, incluso increíblemente buena o bestialmente mala. Y, sin embargo, no existe ningún método psiquiátrico con el que se pueda incrementar o disminuir el bien o el mal, ya que hacer el bien o el mal nunca es algo patológico. Las enfermedades mentales, por el contrario, conllevan siempre restricciones de la libertad de la persona para actuar bien o mal. Los síntomas de la enfermedad impiden al paciente en mayor o menor grado decir y hacer lo que él existencialmente quiere decir y hacer en realidad. De ahí que a un paciente que esté atravesando una fase de aguda enfermedad mental haya que desaconsejarle tomar decisiones existenciales, como puedan ser contraer matrimonio o divorciarse, aceptar un puesto de trabajo o renunciar a él. El objetivo de toda buena psicoterapia es restablecer lo antes posible, con ayuda de todos sus sofisticados métodos, el libre albedrío del paciente ante tales decisiones. (b) Dignidad humana y libre albedrío: los señores enfermos Esta perspectiva de la libertad, esta visión existencial, es, por lo demás, la perspectiva más importante de cuantas se pueden adoptar sobre la vida. En ella nos encontramos con la persona misma, no solo con su enfermedad. Detrás de todos los trastornos psíquicos, que se adueñan del primer plano, está siempre el individuo como ser libre, aun cuando en el caso de enfermedades mentales muy marcadas eso, en ocasiones, tan solo se pueda intuir. El respeto ante este misterioso e inconfundible núcleo existencial de la persona, sobre el que descansa su dignidad, es lo que diferencia a la psiquiatría filantrópica de su variante misantrópica, que únicamente es capaz de ver a los pacientes como acumulación de síntomas. Por eso, en cualquier psiquiatría humanista son importantes los espacios de libertad. No todo puede ser visto desde una óptica meramente psicoterapéutica. Los 67

pacientes también deben poder hacer y omitir alguna vez lo que ellos quieran. Se mire como se mire, deben participar en la planificación de la psicoterapia en el mayor grado posible. Existen pocos estudios sobre qué tipo de ayuda pueden ofrecer la ergoterapia, la terapia artística y la musicoterapia. Pero de lo que no cabe duda es de que difícilmente podrán desplegar un efecto psicoterapéutico allí donde sean experimentadas como un tratamiento forzoso. El libre albedrío deviene de este modo la traducción concreta de la dignidad humana en la praxis psicoterapéutica. El principio del informed consent, el consentimiento informado por parte del paciente, rige en todos los campos de la medicina, pero en psiquiatría resulta especialmente problemático. Pues, por una parte, el libre albedrío del paciente se halla restringido en ocasiones a resultas de su enfermedad, de suerte que el Estado de derecho, siguiendo estrictas reglas, nombra a tutores que decidan por ellos. Por otra parte, sin embargo, el respeto por la libertad del paciente debe ocupar el centro de todos los esfuerzos. No en vano, la finalidad de toda psicoterapia radica en superar la patológica falta de libertad en beneficio de la libertad del paciente. De ahí que, en último término, deba ser siempre el paciente el que determine la meta de la psicoterapia, y nosotros los psicoterapeutas hemos de ponernos al servicio de ese objetivo con una actitud cooperadora. Por muy extraños que a veces puedan ser tales objetivos... Como joven médico psiquiatra viví una experiencia crucial. Una joven paciente esquizofrénica oía voces. Era inteligente, algo extravagante y, por tanto, dependiente de la ayuda ajena; no obstante, conservaba el buen humor. Estudié en detalle su historia clínica y constaté que, por razones para mí inexplicables, no se había llevado a cabo ninguna tentativa de incrementar la dosis de psicofármacos con vistas a que cesaran de una vez las voces. Hablé de ello brevemente con la paciente. En la siguiente cita ambulatoria me encontré con una paciente en extremo contrariada. ¡Buena se la había hecho! Se encontraba, me dijo, mucho peor que antes. Le pregunté si habían cesado las voces. Sí, las voces habían desaparecido, pero justo ese era el problema. Siempre había oído la amable voz de una difunta maestra suya. Lo cual le hacía bien. Y ahora esa voz había desaparecido... Me quedé desconcertado. Había aprendido cómo eliminar las voces y me había limitado a aplicar ese saber de forma correcta y, sobre todo, con éxito. Pero la paciente ni siquiera estaba agradecida por ello; antes al contrario, me había insultado. Intenté ponerme en su lugar, introducirme en su mundo mental. Las voces no le hacían sufrir, formaban parte de su mundo, en el que a todas luces se sentía cómoda. Y así, me decidí a reducir de nuevo los neurolépticos hasta que retornaran las voces. La paciente quedó contenta, y una vez más yo aprendí mucho. Naturalmente, para la mayoría de las personas, oír voces supone un desagradable estorbo. Pero en ocasiones no ocurre así. Y dado que no tratamos diagnósticos, sino personas, y que estas personas y sus objetivos son el centro de atención, en este caso especial la consecuencia estaba clara para mí. Más tarde, con pacientes experimentados he actuado siempre de la siguiente manera: les he explicado el estado de la ciencia en ese momento, de suerte que luego ellos mismos 68

han podido decidir qué medicamentos querían tomar y en qué dosis. Por supuesto, solo he aceptado objetivos y mé todos terapéuticos de los que podía responder desde el punto de vista ético; pero apenas han surgido conflictos al respecto. Y es que los pacientes son, en su mayoría, personas razonables. ¿Y por qué iban a querer personas razonables perjudicarse a la larga a sí mismas? La moderna noción de «prestación de servicios» (Dienstleistung) le sienta bien a la psiquiatría, así como quizá también el recuerdo de los hospitales medievales de los caballeros de la Orden de San Juan, quienes siempre hablaban de sus «señores, los enfermos». Lugares de libertad en la psiquiatría podrían ser igualmente las conversaciones con los agentes de pastoral de la religión a la que pertenezca el paciente. Porque no se trata de conversaciones terapéutico-metódicas mantenidas con miras al tratamiento y en las que el terapeuta se reserva la opinión, sino que, en el mejor de los casos, son un libre intercambio de existencia a existencia. La perspectiva religiosa es una forma colectiva de la perspectiva existencial. Todas las situaciones psíquicas sin excepción pueden ser consideradas desde una óptica religiosa: como providencia divina, como tentación del diablo. Desde el punto de vista científico, eso no es verdadero, pero tampoco falso. Más bien, la perspectiva religiosa puede ser en cada caso concreto adecuada o inadecuada, útil o no tan útil. Así, por ejemplo, en una depresión aguda, el pensamiento obsesivo del enfermo de haber sido abandonado por Dios o de pertenecer al diablo es una idea enfermiza. Sin tratamiento, el paciente es incapaz de liberarse de ella. Cualquier psiquiatra, con independencia de que sea creyente o ateo, la rechazará enérgicamente. Pero si una persona quiere interpretar a posteriori su enfermedad como prueba de Dios o como tentación del diablo, eso es una perspectiva legítima de un paciente concreto, perspectiva que, en cualquier caso, no puede ser refutada desde el punto de vista psiquiátrico. Si los psiquiatras y los psicoterapeutas respetan de este modo la religiosidad de los pacientes, no es necesario que las personas religiosas sean tratadas por psiquiatras creyentes. Eso puede resultar incluso perjudicial en ocasio nes, a saber, cuando existe el riesgo - como ocurre con determinados psicoterapeutas - de que se difuminen los necesarios límites entre la psicoterapia y la cura de almas. En el ejemplo de la perspectiva religiosa se echa de ver una vez más con especial claridad que, en lo concerniente a los diferentes enfoques desde los que cabe considerar los fenómenos psíquicos, no es la verdad lo que importa. Por fortuna, las pretéritas controversias entre escuelas psicoterapéuticas sobre si la visión biológica, la psicoanalítica, la de la terapia conductual o cualquier otra era la verdadera - y todas las demás, por ende, falsas - han quedado entretanto superadas. La antigua idea aristotélica de que el diagnóstico tiene como única finalidad posibilitar una buena terapia ha contribuido a dejar atrás tales debates ideológicos. Así, tanto a un psiquiatra moderno como a un psicoterapeuta moderno se les exige la capacidad de cambiar de perspectiva. Es necesario conocer muchos métodos para luego elegir el más apropiado para el 69

paciente y, por lo demás, también para el propio psicoterapeuta.

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1. Una relación artificial pasajera por dinero: breve introducción a la psicoterapia ¿QuÉ es lo que ayuda? El espectro de opciones es grande. Hay disponibles más de quinientos métodos distintos. ¿Es necesario conocerlos todos? ¿Hace falta probarlos todos para descubrir cuál es el adecuado? Alguien ha afirmado que existen tantos métodos de psicoterapia como psicoterapeutas. Por consiguiente, no queda más remedio que distinguir lo importante de lo que no lo es tanto. Antaño, algunos métodos estaban organizados como religiones sucedáneas y perfilaban su identidad por medio de estables enemistades. Pero el humo de la pólvora se ha disipado. Ahora se ven con más sobriedad las ventajas y desventajas de cada forma de psicoterapia. Lo que está fuera de toda duda es que la psicoterapia seria no es una teoría de la verdad al estilo de las religiones. Por otra parte, debe diferenciarse de forma precisa de la mera comunicación cotidiana. De ahí que la investigación sobre la eficacia de las distintas psicoterapias no sea una pretensión desmesurada. Más bien, garantiza la singularidad y, por lo demás, también la legítima retribución de la comunicación psicoterapéutica. Por encargo del gobierno federal de Alemania, Klaus Grawe estudió en 1994 la eficacia de los diversos métodos de psicoterapia, llegando a resultados espectaculares. En especial los métodos psicoanalíticos salieron mal librados de este estudio. Y así, por obra de algunos psicoanalistas con escaso sentido del humor se desencadenó una tormenta de indignación sobre Grawe, sobre todo cuando las conclusiones de su estudio adornaron un reportaje de portada del semanario Der Spiegel. El psicoanálisis había aducido demasiados pocos controles de eficacia realizados de manera científicamente intachable. Y el hecho de que, a tenor de las investigaciones de Grawe, el gran psicoanálisis solo sea apropiado para personas sanas en absoluto les pareció divertido a los fieles adeptos del psicoanálisis. (a) El psicoanálisis: ¿por qué se ríe usted así?; ¿qué reprime? El psicoanálisis, sin embargo, es la vieja dama de la psicoterapia. Durante largo tiempo tuvo que luchar para ganarse el reconocimiento, y el recuerdo de esa época de lucha sigue marcando en la actualidad a algunos viejos soldados del psicoanálisis. Sigmund Freud, el inventor del psicoanálisis, había provocado a sus contemporáneos con una teoría fascinante. Ante las absurdas contorsiones hostiles al cuerpo de una sociedad burguesa bajo cuya quebradiza superficie de decoro borboteaban obsesivas fantasías sexuales, Freud proclamó - como explicación de extraños fenómenos psíquicos - la misteriosa realidad del inconsciente. Con ello intentaba mayormente resolver los estados histéricos, a la sazón generalizados, de exaltadas nobles señoras. El nuevo método abrió perspectivas para asomarse al omnipresente mundo de las pulsiones y de la forma más o menos exitosa de gestionarlas. Las construcciones de Freud, que partían de la temprana implicación erótica del niño en la relación con el padre y la madre, pretendían ser científicas, científico-naturales ante todo. Con ello respondían por completo a la moda de 72

la época y, al mismo tiempo, fueron capaces de contribuir a sacudir con éxito a una sociedad cohibida. Pero no eran una ciencia natural, es más, ni siquiera eran ciencia en sentido estricto. Es famoso el reproche de Jürgen Habermas, quien habla de la «errónea auto-comprensión cientificista del psicoanálisis». En sus inicios, el psicoanálisis se asemejaba más bien a una ideología o a las comunidades religiosas tradicionales. Freud repartía anillos a sus discípulos más cercanos e importantes a guisa de anillos episcopales, excomulgó a su discípulo modélico C.G.Jung y todavía hoy sus textos son venerados en ocasiones como escrituras sagradas. El propio Freud no solo aplicó el psicoanálisis a sus pacientes, sino que desarrolló a partir de él una sugerente doctrina sobre Dios y el mundo. En el caso de ciertos adeptos menos ilustrados del psicoanálisis, todo eso llevó y lleva con no poca frecuencia a tener por verdades las interpretaciones psicoanalíticas. Pero no lo son. Aunque el propio Freud habría preferido explicar los procesos psíquicos desde el punto de vista neurológico, o sea, corporal, en realidad ofreció descripciones gráficas más o menos verosímiles que, siempre que se cumplan determinados supuestos, pueden desplegar un efecto sanador en el marco de una conversación con el paciente. Los sueños y las asociaciones libres de la flotante narración del paciente tumbado en el diván del psicoanalista arrastran elementos inconscientes al discurso consciente, desde el que luego son interpretados por el analista. En ello desempeña un importante papel la asociación entre fenómenos actuales y conflictos irresueltos de la temprana infancia, pero también el dinámico acontecer entre paciente y psicoterapeuta. El decisivo factor sanador es la inteligencia más profunda de sus síntomas que el paciente alcanza en diálogo con el analista. Otros muchos métodos de psicoanálisis o psicología profunda se basan asimismo en este fundamento: así, por supuesto, la psicología analítica de C.G.Jung, la psicología individual de Alfred Adler y, en cierto modo, también las llamadas psicoterapias humanistas, como puedan ser la terapia Gestalt de Fritz Pearls, el psicodrama según Moreno, etc. Tampoco ninguno de estos métodos proporciona verdades. Como cualquier método psicoterapéutico, simplemente son más o menos útiles según el paciente. El hecho de que se constatara que estos efectos están peor demostrados en el caso del psicoanálisis que en el de otros métodos resultó atemperador. A los psicoanalistas clásicos de corte ideológico esto no les perturbó en absoluto; pues, por supuesto, la «verdad» no es refutable por la ausencia de efectos. Pero otros representantes de la disciplina más avispados se percataron del peligro que aquí se cernía sobre el psicoanálisis. Superaron los antiguos problemas epistemológicos, reformularon adecuadamente el psicoanálisis como ciencia del espíritu (Geisteswissenschaft) y comenzaron a realizar estudios de eficacia. A decir verdad, también ellos permanecieron vinculados, aun a costa de incurrir en auto-contradicción, al padre espiritual Freud, en ocasiones de modo conmovedor. Implorante, pero con fina ironía, de cuando en cuando alza hacia el cielo las manos el brillante analista Otto Kernberg: «¡San Sigmund, perdóname!». Pero no todo el mundo es tan libre. La focalización en el pasado y, en 73

especial, en la infancia del paciente siguió siendo un problema crucial. En la forma más o menos inteligente de abordar este aspecto es posible distinguir a los buenos analistas de los malos. Desde el punto de vista psicológico, el firme anclaje del trastorno presente en determinados fenómenos del pasado puede sugerir - en el peor de los casos - que el trastorno es inalterable, pues la persona, por definición, nunca puede liberarse ya de su pasado. Y si el trastorno presente tiene que ver en lo esencial con un pasado del que uno es incapaz de desembarazarse, ¿cómo va a librarse del trastorno mismo? La localización en el pasado y en las deficiencias del pasado puede obrar incluso, si es manejada con torpeza, lo que se ha dado en llamar «daño causado por la psicoterapia» (Psychoterapiedefekt): la inducción de un trastorno psíquico por medio de la propia psicoterapia. Un día acudió a hablar conmigo un exitoso locutor que se había visto sometido a un tratamiento de tales características. Después de algunas semanas ponderando si tendría o no algún problema, esta persona - en realidad, sobremanera segura de sí misma - estaba por completo desconcertada. Porque, con la pseudo-autoridad del misterioso psico-saber, le habían recomendado con perseverancia que contemplara con ojos críticos su propio ombligo psíquico. Y, por consiguiente, a la sazón su ánimo se encontraba, como era de esperar, por los suelos. La terapia debía consistir en dirigir enérgicamente de nuevo - con autoridad psicoterapéutica - el foco de la atención a las abundantes capacidades y energías de esta víctima de la psicoterapia. En muy breve tiempo, el paciente dejó de ser paciente y volvió a ser él mismo. Un elemento característico de los graves efectos secundarios de los métodos centrados más bien en las deficiencias es el rictus crónicamente desdichado de Woody Allen, quien en sus películas se enreda en interpretaciones psicoanalíticas de sí mismo y de los demás y, por lo visto, no encuentra la salida de esta maraña: «¿Qué dice tu psicoanalista al respecto?». Sin embargo, el humor negro de Woody Allen es, más que nada, una sátira de las espeluznantes popularizaciones del psicoanálisis. Todo riguroso lector de revistas cree saber con exactitud que cualquier desconcierto durante la fase oral (el primer año de vida) - demasiado pronto el chupete, demasiado tarde el chupete, demasiado tiempo el chupete - conduce por necesidad a desarrollar «carácter oral» y, por ende, a adicciones y otros trastornos graves. Pero mucho peor les va a las personas que tienen problemas en la siguiente fase, la anal: demasiado pronto al orinal, demasiado tarde al orinal, o incluso fuera del orinal... Ahí se cierne ineluctable la amenaza del agresivo y malintencionado «carácter anal», junto con la perspectiva profesional de contable o asesino múltiple. Lo admito: se trata de equívocos sobre el psicoanálisis dignos de un monólogo de humor, pero en modo alguno son tan raros. No obstante, el método aplicado no tiene por qué ser decisivo. Como ocurre con todos los tratamientos de psicoterapia, cuán bueno o malo, cuán breve o largo sea un tratamiento psicoanalítico depende en esencia de la persona del terapeuta. Hay brillantes psicoanalistas, existencialmente sabios, que han abandonado algunos callejones sin salida 74

del psicoanálisis y que, tras adoptar modernos criterios científicos, ejercen la psicoterapia con resultados positivos. Junto al psicoterapeuta, también el propio paciente y la clase de trastorno psíquico que padece son, desde luego, importantes para el eventual éxito de esta específica psicoterapia. Por eso son necesarias algunas sesiones de prueba, a fin de que psicoterapeuta y paciente puedan valorar si entre ellos «existe química» o no. Por desgracia, aún nos falta mucho para poder decir con precisión qué métodos y qué psicoterapeutas serán los más efectivos para los distintos tipos de pacientes y trastornos. Si las personas se meten una y otra vez en los mismos estériles callejones sin salida a lo largo de sus vidas, y si es posible determinar motivos biográficos para ello, entonces el psicoanálisis - en manos de un analista moderno - puede brindar una buena ayuda. Así pues, también el psicoanálisis es un método psicoterapéutico útil en algunos casos y menos útil en otros. Dado que se hace largo y costoso, quizá no sirva para todos los enfermos mentales. Y, en su forma clásica, no es apropiado o incluso resulta perjudicial para tratar determinados trastornos psíquicos graves, tales como la esquizofrenia y las depresiones profundas. (b) La psicoterapia conductual: cuadrada, práctica, buena' La gran antagonista del psicoanálisis era y es la psicoterapia conductual. Esta carece de ese halo misterioso y aciago del psicoanálisis. Es sobria y está enfocada a la eficacia. Los psicoterapeutas conductuales no se limitan a hablar - o a dejar hablar-, sino que actúan. Si te encuentras en lo alto de la torre de televisión con una persona con rostro algo temeroso acompañada por alguien que da sensación de seguridad, probablemente será un paciente con miedo a las alturas y un psicoterapeuta conductual que lo acompaña en una terapia de «exposición». El paciente realiza en presencia del psicoterapeuta aquello que desde hace años no acomete ya en ninguna circunstancia. En el fondo, un paciente así lleva mucho tiempo sin confrontarse con la situación que le causa miedo. Las personas con fobia a las alturas no suben a las torres de televisión, las personas que tienen miedo a los ascensores no los utilizan, las personas con agorafobia no atraviesan grandes plazas. Pero, con los años, el miedo en la cabeza ha crecido más y más y a menudo ha sido proyectado a otros ámbitos vitales. El método de exponerse con acompañamiento seguro a las situaciones desencadenantes del miedo cuenta con la capacidad de la psique de acostumbrarse a todo con el tiempo. Así, el nivel de miedo, tras dispararse al principio, disminuye al cabo de unos minutos; y el paciente vive por primera vez en mucho tiempo esta situación, antes por completo inconcebible, más o menos libre de miedos. De esta suerte, el miedo a las alturas puede desaparecer; y así se abordan también otras muchas fobias. A la psicoterapia conductual clásica no le importa la dinámica que pueda ocultarse detrás de una sintomatología dada. Se interesa tan solo por los síntomas mismos, por la conducta exteriormente describible y, en especial, por cómo erradicar tales síntomas. La psicoterapia conductual considera que la conducta patológica ha sido aprendida por el 75

paciente en el curso de su vida, por lo que también puede ser olvidada. Para ello ha desarrollado métodos evaluados científicamente con precisión, al objeto de conseguir una eliminación de los síntomas tan rápida y duradera como sea posible. No cabe duda: eso mismo es lo que desea el paciente. La crítica habitual del psicoanálisis a semejantes métodos era que se quedaban en la superficie y, por ende, no «ahondaban» lo suficiente. Pero algunas investigaciones han concluido que los métodos de psicoterapia conductual obran de manera del todo perdurable. Con el tiempo, la terapia conductual ha complementado la localización, a menudo asimismo polémica, en los sínto mas externos y su tratamiento con aspectos cognitivos esto es, que requieren discernimiento - análogos a los que están presentes en los métodos psicoanalíticos. El «giro cognitivo» de la terapia conductual ha convertido esta forma de psicoterapia en el método psicoterapéutico probablemente mejor avalado desde el punto de vista científico en el mundo entero. Entretanto, existen sofisticados manuales que permiten a los psicoterapeutas tratar de forma hasta cierto punto estandarizada determinados trastornos por medio de la terapia conductual. Pero hay pacientes con los cuales estos métodos no sirven de nada. (c) Revoluciones sistémicas: cómo se erradican los problemas Mientras que el psicoanálisis intenta tratar con la cura psicoanalítica a personas concretas, la terapia conductual trata síntomas concretos. Pero la persona siempre es también un ser social. Y así, la terapia sistémica, que se desarrolló de forma paralela en Estados Unidos e Italia, pone en el centro a la persona con sus relaciones sociales. La psicoanalista milanesa Mara Selvini Pallazoli trataba a muchachas anoréxicas en el marco de la clásica terapia psicoanalítica individual. La anorexia es una enfermedad funesta; pues, amén de que resulta difícil de tratar, constituye uno de los trastornos psíquicos más letales. El veinte por ciento de las jóvenes fallece. Así, para Mara Selvini Pallazoli era especialmente deprimente que sus intensos esfuerzos terapéuticos no obtuvieran verdadero fruto. Entonces comenzó a implicar a las familias y a utilizar otras opciones psicoterapéuticas. Y enseguida empezó a anotarse éxitos. El hecho de que una joven desarrolle la anorexia guarda a menudo relación con momentos de crisis. Puede ser que sus padres estén a punto de separarse. Se quiera o no, la muchacha está en la pubertad, tiene problemas con sus nuevas formas corporales, nota las tensiones existentes entre sus progenitores y adelgaza. Los padres se percatan de ello y re accionan preocupados. La muchacha, con no poca frecuencia muy inteligente, come cada vez menos, hace un disparate de deporte, vomita a escondidas - con lo cual adelgaza aún más y, en la misma medida, crece la preocupación de los padres-. Cada vez más desesperados, estos cooperan entre sí para ayudar a su hija, que, a sus ojos, se ha quedado en los huesos. Luego comienza la terapia psicoanalítica individual con la paciente. Pero ¿cómo va a engordar la chica en esta situación? Pues no puede por menos de temer que, si vuelve a ganar peso, sus progenitores dejarán de cooperar entre sí y se 76

separarán. Los terribles síntomas han adquirido un sentido, por lo que ya no son tan fáciles de solucionar. Cualquiera puede entender que, en casos semejantes, la psicoterapia está condenada al fracaso si no toma en consideración la totalidad del sistema familiar. Por eso empezó Mara Selvini Pallazoli a implicar a los progenitores. Y así consiguió hacer ver a las pacientes con este problema que sus padres no se separarían si ellas engordaban o que la separación no supondría una catástrofe para ellas. Una chica anoréxica solo puede, por así decir, permitirse a sí misma engordar cuando de verdad ha comprendido esto. También otras escuelas de psicoterapia aprendieron entretanto a prestar mayor atención al entorno social. Pero el nuevo pensamiento sistémico había tenido sobre la psicoterapia repercusiones revolucionarias muy distintas. Con independencia de los acontecimientos de Milán, este pensamiento había sido desarrollado ya en la década de 1940 en Palo Alto (California), entre otros por Gregory Bateson y Paul Watzlawick, el autor del superventas El arte de amargarse la vida. La escuela de Palo Alto desechó la opinión clásica de que existe «la» adicción, «la» esquizofrenia o «la» depresión. «¿Cuán real es la realidad?», había preguntado con intención provocadora Paul Watzlawick. La terapia sistémica ofreció una visión completamente nueva y mucho menos rígida de la realidad. Por eso, la terapia sistémica no es sinónimo de terapia familiar, bien que ha dado numerosos impulsos importantes a esta forma de tera pia. La terapia familiar se puede llevar a cabo, en el fondo, con cualquier tipo de psicoterapia. Desde la óptica sistémica de un Watzlawick, la realidad de «la» depresión se disolvía en las percepciones del paciente, sus familiares y el psicoterapeuta, con frecuencia muy diferentes entre sí; además, en el curso del tiempo «la depresión» manifestaba sin cesar rostros distintos. Pero el psicoterapeuta tenía la tarea de descubrir y reforzar las perspectivas más útiles. Con ello, de repente se cayó en la cuenta de que los síntomas de la enfermedad tienen un sentido y no pueden ser vistos y utilizados solo como deficiencias, sino que han de ser entendidos como recursos, como fuente de energía. «¿Qué es lo bueno dentro de lo malo?», preguntaba Paul Watzlawick. Su respuesta: cambios de perspectiva e intervenciones sorprendentes. Así, en situaciones completamente enmarañadas era capaz de repente de «introducir una llamativa diferencia que supone una auténtica diferencia». Los terapeutas sistémicos aportaron nueva vitalidad a un sistema que antes estaba anquilosado en determinados ritos poco útiles y, por concomitancia, dolorosos. «¿Por qué es usted tan depresivo?». Desde el punto de vista psicoterapéutico, plantear semejante pregunta a un melancólico no es, en realidad, demasiado inteligente. Pues eso es lo que el propio depresivo, de todos modos, lleva preguntándose a sí mismo desde hace mucho tiempo en vano. Si alguien que se encuentra en tales condiciones tiene que contarle además a otro durante tres cuartos de hora todas las miserias de su vida, al terminar seguramente no se sentirá mejor, sino que entonces será cuando se encuentre mal de verdad... ¡y encima ya sabe también por qué! De ahí que los terapeutas sistémicos planteen preguntas muy distintas. Por ejemplo: «¿Cómo se las ha arreglado 77

usted para soportar su depresión durante tanto tiempo?». Y en respuesta a esta pregunta, el mismo paciente contará una historia muy distinta. El mismo paciente contará que, por lo menos, todavía era capaz de pintar un poco, de dar pequeños paseos, de visitar a algunos amigos, no tanto como en otras circunstancias, pe ro algo es algo. Es decir, el mismo paciente, después de una pregunta tan inesperada, hablará de sus energías sumamente personales, que le han sostenido incluso durante la depresión. ¿Y con qué debe llevarse a cabo la psicoterapia sino con las propias energías del paciente? Dilatarlas con cariño, hacer más de aquello que ayuda: tal es el sentido de toda psicoterapia centrada en los recursos. En cambio, cuanto más se habla en una sesión de psicoterapia de las innegables deficiencias del paciente, de sus causas y consecuencias, tanto más refuerza uno en la duda su impotencia. El psicoterapeuta profesional debe lograr que los pensamientos del paciente se orienten de nuevo hacia sus propias energías. Y es que los pensamientos y el lenguaje crean una realidad (Wirklichkeit) que, en el sentido más verdadero de la expresión, «surte efecto» (wirkt). De ahí que resulte poco útil hablar con el paciente una y otra vez sobre «la depresión». Los terapeutas sistémicos no tratan los diagnósticos y los síntomas como si fueran verdades eternas, sino que relajan estos rígidos conceptos y dirigen la atención hacia las soluciones individuales, a menudo sobremanera creativas, adoptadas por el paciente en el pasado como en el presente. «Solo necesitamos los diagnósticos para las mutuas», dijo pícaramente Paul Watzlawick en un simposio organizado por mi clínica. (d) Soluciones sin problemas: el secreto de la mella El estadounidense Steve de Shazer desarrolló de manera consecuente el enfoque anterior hacia la terapia centrada en la solución, que se desentiende radicalmente del problema y no mira ya más que a la solución. Esto acorta la duración de la psicoterapia y conduce a eficaces soluciones individuales. Para ello, de Shazer se apoyó en el psicoterapeuta más genial del siglo XX, Milton Erickson, el cual estaba discapacitado, iba en silla de ruedas y, por ello, no podía por menos de observar a las personas con suma atención. Designar la psicoterapia que surgió a partir de ahí con la expresión «hip noterapia» resulta bastante inexacto. Las intervenciones de Erickson se servían óptimamente del efecto del lenguaje - desde la elección de cada palabra hasta los gestos, pasando por la cadencia - para la solución del problema. En comparación con ello, la hipnosis es más bien un fenómeno secundario en Erickson. Y en su praxis, como es sabido, la hipnosis no es una sandez poco seria, sino un buen método de relajación en el que el paciente no se sugestiona a sí mismo para relajarse, como en el entrenamiento (training) autógeno, sino que esta tarea es asumida por un orador externo. Los casos de Milton Erickson son legendarios: un buen día acudió a él una joven, que puso un fajo de dólares encima de la mesa y le dijo que eso era todo lo que le quedaba de los ahorros: con ese dinero quería costearse una psicoterapia con él y, cuando se agotara, su intención era suicidarse. Por regla general, uno nunca aceptaría 78

semejante psicoterapia, pues ¿quién desea tratar a una persona bajo la espada de Damocles de un suicidio seguro? Pero Erickson tenía un impresionante conocimiento de la naturaleza humana y excepcionalmente aceptó este caso. La mujer le contó que experimentaba reiterados problemas con sus parejas. Acababa de arruinársele una vez más una relación. Tenía asimismo la impresión de que, de algún modo, su aspecto físico era horroroso, ya que le faltaba un diente. Sus compañeros de trabajo apenas la apreciaban. El compañero con quien compartía oficina la ignoraba, ni siquiera la saludaba. Una vez que hubo descrito todo lo anterior a Erickson, este la invitó a salir con él al patio. En el patio había una fuente. Y Erickson le pidió a la paciente que tomara agua de la fuente, se la llevara a la boca y la escupiera a través de la mella hacia un punto determinado. La paciente obedeció. Después de ejercitarse, adquirió una cierta destreza para acertar a través de la mella en un punto determinado distante varios metros. Y entonces Erickson indicó a la paciente que, de forma repentina e inesperada, rociara de agua a través de la mella al compañero que trabajaba con ella en la misma oficina y, sin darle explicación alguna, abandonara la habitación. A la paciente debió de parecerle extraña aquella tarea, pero no tenía nada que perder. Hizo lo que Erickson le había sugerido. Y he ahí que, por primera vez, entabló conversación con su compañero. En lo sucesivo, las conversaciones entre ambos fueron frecuentes. Finalmente, comenzaron a verse incluso fuera del trabajo. Quedaban en privado con más y más frecuencia... Años después de haber terminado la psicoterapia, Milton Erickson recibió una carta que contenía una foto. Una feliz familia estadounidense con cuatro niños, todos obedeciendo el keep smiling [«¡Sonreíd!»] del fotógrafo, y debajo de la foto las siguientes palabras: «As you see, Milton, three of my children are blessed with a space» [«Como puede ver, Milton, tres de mis hijos han sido bendecidos con una mella»]. Esto es un ejemplo de una psicoterapia genial: la mella, que a punto había estado de convertirse en causa de suicidio, pasó a ser una bendición, una solución, gracias a la cual la paciente se liberó de su abrumador atenazamiento. Milton Erickson tenía siempre éxito con tales intervenciones. La terapia centrada en la solución ha demostrado su virtud, más que nada, en el tratamiento de adictos. Estas personas, debido tanto a sí mismas como a su entorno, suelen estar muy localizadas en sus propios problemas. Y, desde luego, esperan que el psicoterapeuta les pregunte justo qué es lo que ha salido mal con ellas. Pero entonces se quedan sorprendidas de que alguien les pregunte en primer lugar cómo han conseguido superar la recaída. Escuchan perplejas que el terapeuta no se interesa tanto por las fases en las que beben, sino por los periodos de abstinencia. Y cuanto más se representan mentalmente todo lo que les ha salido bien en la vida, con tanta mayor claridad recuerdan las capacidades que activaron para conseguir tales logros. La imagen que tienen de sí mismas deviene de nuevo más positiva. Ya solo con ello se incrementa la probabilidad de volver a conseguirlo. Así, la forma en la que uno pregunta por la historia clínica constituye ya de por sí un decisivo encauzamiento terapéutico. Quien - sin semejante sugerencia psicoterapéutica - no hace sino dar vueltas y vueltas a las causas de su pro 79

blema tiene presente una y otra vez el propio fracaso. Esto puede llevar a adquirir algunos conocimientos, pero no necesariamente ayuda a alcanzar una solución. «The solution has nothing to do with the problem»: «La solución no tiene nada que ver con el problema». Con esta frase nos sorprendió Steve de Shazer al comienzo del primer seminario que impartió en mi clínica. Lo que - en especial para profundos espíritus alemanes - sonaba como una banal provocación era el resultado de una concienzuda investigación científica. Se habían evaluado todos los casos tratados en el instituto de Milwaukee. Se había descrito de forma precisa el problema con el que cada paciente acudía a la psicoterapia. Con idéntica precisión se había descrito la solución a la que se había llegado al final del tratamiento. Y cuando luego se intentó establecer una relación entre problema y solución, se descubrió que no existía ninguna. ¡Verdaderamente increíble! ¡Pero si, para resolver un problema, primero hay que conocerlo! Sin embargo, si se miran las cosas con detenimiento, justo eso es lo que no se cumple. Pues el problema es un acontecimiento vital que, de algún modo, se cruza desde fuera con el propio camino vital. La solución, en cambio, debemos alcanzarla en cualquier caso con las capacidades específicas de que disponemos, diferentes para cada persona. Si una persona es capaz de serenarse en situaciones de estrés escuchando música, utilizará esta capacidad para encontrar una solución cuando se vea confrontada con todo tipo de problemas: personales, profesionales, sociales. A otras personas la música no les ayuda. Mas también ellas han resuelto ya con éxito problemas a lo largo de su vida - activando otras capacidades. Por esta razón, el consejo: «En su lugar, yo...», demuestra escasa profesionalidad. La solución se basa en nuestras limitadas capacidades individuales, que difieren de una persona a otra. Y a estas capacidades debe dirigir la psicoterapia profesional el foco de la atención. El problema, por el contrario, se nutre de las ilimitadas fatalidades que el mundo tiene para ofrecer. De ahí que sea impredecible y, en la medida en que queda fuera de nosotros mismos, no influenciable por nuestra parte. Por eso, no deberíamos perder en vano el tiempo con el problema. «Shit happens» [«Así es la vida»]: tal es el título de un artículo - convincente desde el punto de vista epistemológico - de Steve de Shazer, en el que este se ocupa mayormente de la filosofía del lenguaje de Ludwig Wittgenstein. Dicho sea de paso, fueron artículos como este los que enseguida me quitaron de la cabeza el típico prejuicio alemán de que la psicoterapia breve de Steve de Shazer es fast food estadounidense para pobres de espíritu. Estas nuevas formas de psicoterapia no solo están fundamentadas con suma seriedad desde el punto de vista teórico, sino que, sobre todo, procuran con radical coherencia que el paciente se libere con rapidez y de forma duradera de sus síntomas. Algo así no puede ser completamente falso. Un día, una paciente acudió a Steve de Shazer y le dijo que tenía un problema que le resultaba tan embarazoso que, bajo ningún concepto, podía contárselo. Por regla general, eso habría supuesto el fin de la psicoterapia antes siquiera de empezarla. En el caso de 80

Steve de Shazer no ocurrió así. Él aceptaba a todos los pacientes, también a los llamados «desmotivados». Al fin y al cabo, acudían a él, por lo que algún motivo debían de tener. Pero descubrir de qué manera puede uno ayudar incluso en situaciones complejas no es tarea del paciente, sino del psicoterapeuta profesional. En este caso, el reto estaba claro: encontrar una solución sin conocer el problema. De Shazer respetó la condición de la paciente y le planteó sus preguntas de escala. «Imagínese una escala de cero a diez. Cero significa: "Es tan grave que no puede ser peor". Diez significa: "El problema está totalmente resuelto". En la actualidad, ¿en qué punto de esa escala se encuentra usted?». La paciente dijo que en el dos. De Shazer le siguió planteando sus preguntas estándar: «¿Cómo ha conseguido pasar del cero al dos? ¿Qué le ha ayudado a hacerlo? ¿Qué ha mejorado en el dos con respecto al cero?». Pero, dado que la paciente no quería revelar su problema y las respuestas habrían ofrecido pistas al respecto, de Shazer invitó a la mujer a representarse las respuestas de forma detallada solo en su imaginación. Eso fue lo que hizo la paciente. Y cuando terminó de hacerlo, de Shazer le formuló la siguiente pregunta: «En el pasado, ¿cuándo ha estado usted siquiera por breve tiempo en el tres o en el cuatro?». La paciente se representó de nuevo mentalmente estas fases - de mejoría-. Después de algunas preguntas más, vino la «pregunta de la primera sesión»: «Desde hoy hasta la próxima sesión, que tendremos dentro de tres semanas, reflexione, por favor, sobre qué aspectos de su vida y su conducta no deberían cambiar». Los pacientes saben, por supuesto, qué es lo que quieren cambiar, y pensar sobre ello dirige el foco de la atención una y otra vez a las deficiencias que toda persona tiene y que le impiden alcanzar la hermosa meta. Pero la «pregunta de la primera sesión» dirige la atención a las numerosas capacidades y energías individuales que, como es comprensible, el paciente, abrumado por los problemas, últimamente ha perdido de vista. Que en la siguiente sesión se le pregunte en efecto al paciente qué es lo que no desea cambiar no es en absoluto decisivo. La pregunta ha dirigido de modo provisional la atención del paciente a algo muy útil, y eso funciona. En la segunda sesión, de Shazer planteaba además la famosa pregunta del milagro: «Imagínese que, al caer la noche, está usted cansado y se va a la cama. Y mientras duerme, acontece un milagro. De repente, su problema ha quedado resuelto por completo. Se despierta por la mañana, pero no sabe que ha acaecido el milagro, pues usted estaba durmiendo. ¿En qué notaría que ha ocurrido el milagro?». Si la respuesta es formulada solo en términos generales, por ejemplo: «En el hecho de que me siento mejor», el psicoterapeuta vuelve a preguntar: «¿En qué lo nota?», hasta que se describe un modo de conducta observable. Con vistas a una mayor clarificación cabe también preguntar en qué notarían los familiares del paciente que ha tenido lugar el milagro, o uno puede interesarse por aquello que se vería en una película sobre la situación posterior al milagro. La insistencia en una descripción concreta impide que el paciente se proponga metas utópicas y posibilita que el objetivo influya de forma realista. El quid de la pregunta del milagro es que el paciente 81

describe el objetivo sumamente personal con que él encara la psicoterapia. Un paciente contará que, por fin, podrá de nuevo cocerse por las mañanas el huevo del desayuno y salir a comprar el periódico. Para otro, en cambio, después del milagro volverá a ser posible dormir a gusto y descansar. Cuanto más se hable sobre ello, tanto más intensas serán, por supuesto, las imágenes de la solución; y el paciente pasa del éxtasis de los problemas al éxtasis de las soluciones, un estado que impulsa con fuerza el proceso de curación. Volvamos a nuestro caso. Steve de Shazer había realizado con la paciente dos o tres sesiones más, en las que le había formulado nuevas preguntas, siempre con una respuesta imaginada en la mente de la paciente. Esta progresaba bien, estaba motivada y colaboraba. Por último, al llegar al punto ocho de la escala, dijo que se sentía lo suficientemente bien como para dar por concluida la terapia. Pocos meses después, de Shazer recibió una postal desde un país lejano. Contenía un efusivo agradecimiento de la paciente, que terminaba con las palabras: «... y, por lo demás, ahora estoy en el doce». De Shazer nunca supo en qué consistía en realidad el problema y, sin embargo, logró con sumo éxito construir la solución junto con la paciente. Con ello concluye esta selección de métodos psicoterapéuticos, a buen seguro breve y arbitraria. Aún podríamos esclarecer algunos puntos con más detalle. Así, la terapia conversacional de Carl Rogers es un método bien acreditado. En ella, el terapeuta se abstiene de hacer interpretaciones y deja al paciente venir a sí mismo en un ambiente de aceptación. En sus cien años justos de existencia, la psicoterapia moderna ha evolucionado de forma impetuosa. Los tiempos de luchas han dado paso entretanto a una respetuosa coexistencia. Cada cual integra en su propia forma de psicoterapia aspectos útiles de las demás escuelas y hace me moría de las cuestiones fundamentales. Si la psicoterapia es una - artificial, asimétrica, intencionada y metódica - relación pasajera por dinero entre un paciente que sufre y un terapeuta conocedor de los distintos métodos, entonces se trata de un proyecto claramente definido. «Definido» quiere decir aquí «limitado». Y en la limitación radica siempre también, en toda psicoterapia seria, la clave del éxito. La psicoterapia no puede ofrecer la felicidad ni siquiera el sentido de la vida, como tampoco la producción de la persona perfecta. Los psicoterapeutas no son más sabios, ni tienen más experiencia de la vida, que el resto de los seres humanos. Se mire como se mire, los diálogos psicoterapéuticos constituyen invariablemente tan solo la segunda mejor forma de comunicación. Son siempre artificiales (kiinstlich) y, en caso de ser buenos, ingeniosos (kunstvoll); pero nunca espontáneos. La mejor forma de comunicación es, también para esquizofrénicos, depresivos y demás, conversar con carniceros, panaderos y vendedoras, o sea, con personas normales. Los psico-expertos solo deben intervenir cuando eso no funcione - porque el trastorno psíquico sea, por el momento, demasiado agudo-, pero únicamente hasta que la mejor forma de comunicación posible vuelva a cuajar. De ahí que la brevedad sea una exigencia ética 82

para toda psicoterapia. Pues la psicoterapia es un trabajo, no la vida real. Más bien, debe ayudar a que la persona pueda volver cuanto antes a vivir su vida con ganas, olvidándose de psiquiatras y psicoterapeutas. Así, la modestia es un signo distintivo de toda buena psicoterapia. A pesar de la multiplicidad de métodos, la psicoterapia no es más que una de las muchas posibilidades de tratamiento, que en ocasiones ayuda, rara vez perjudica y siempre ha de ser llevada a cabo con precaución. Y es que todo método que da resultado tiene asimismo efectos secundarios. Este principio farmacológico vale también para la psicoterapia. El conocido psicoanalista Christian Reimer destapó las estremecedoras formas de abuso de los pacientes por medio de psicoterapias demasiado prolongadas. Esto fue durante mucho tiempo un tema tabú. Reimer citó la furiosa carta de una psicoterapeuta a una paciente que, después de una terapia de más de diez años, había interrumpido - con toda razón el tratamiento. El narcisista auto-enamoramiento de algunos psicoterapeutas puede convertir las terapias en enfermizos apaños. Si el psicoterapeuta se considera a sí mismo la única solución para el paciente, entonces no lo conducirá - como ocurre en toda buena psicoterapia - a la libertad, sino a la falta de libertad y la dependencia. Steve de Shazer insistía en que la terapia centrada en la solución (lósungsorientiert) siempre debía incluir igualmente la separación (Lósung) respecto del psicoterapeuta; y ello, a la mayor rapidez posible. En la puerta de su sala de tratamientos podía leerse: «La terapia breve es útil para los pacientes, no para los terapeutas que la cultivan». 2. Por último: ¿tratar el cuerpo para sanar el alma? (a) Controversias: esplendor y miseria de la psico-química Hace poco, en una encuesta realizada en Alemania, se preguntó a titulados universitarios qué método de tratamiento era el más adecuado para la esquizofrenia: «terapia farmacológica», «terapia farmacológica y psicoterapia» o «solo psicoterapia». Una abrumadora mayoría de los encuestados se decantó por «solo psicoterapia». Pero eso sería, a todas luces, un error médico. ¿A qué se debe este curioso prejuicio frente a los psicofármacos? En cualquier caso, no a los psicofármacos mismos. Pues incluso las escuelas de psicoterapia han abandonado la pretensión de exclusividad en el tratamiento de los trastornos psíquicos. Sencillamente era necesario reconocer que, por lo que concierne a ciertos trastornos psíquicos, no se puede prescindir de los medicamentos; es más, dados diagnósticos muy determinados, los fármacos tienen incluso el efecto sa nador decisivo. Esto vale, sobre todo, para la esquizofrenia y las depresiones graves. Pero muchas personas están terriblemente poco informadas al respecto, lo cual puede acarrear consecuencias trágicas. El comentario a la ligera de cualquier interlocutor en el sentido de que uno no debería «dejarse atiborrar de medicamentos» ha creado ya tanta inseguridad a más de un paciente, que él mismo ha interrumpido su medicación sin más, ha recaído y 83

luego se ha suicidado. Así, justo en este tema es necesaria más instrucción. Cuando durante la carrera recibimos las primeras nociones de psiquiatría, al principio yo también era escéptico ante los psicofármacos. El uso de medicamentos contra la diabetes, contra la insuficiencia cardíaca u otras enfermedades corporales estaba, para mí, fuera de toda duda. El cuerpo necesita esas sustancias, bien porque él - a causa de la enfermedad - no puede producirlas ya por sí solo en medida suficiente, bien porque tales sustancias le ayudan a superar la enfermedad o, al menos, a vivir con ella de modo hasta cierto punto llevadero. Pero ¿vale eso también para la psique, para el alma del ser humano? Uno no ve claro que también aquí haya que intervenir químicamente, esto es, con fármacos. Semejante intervención, ¿no supone en cualquier caso una manipulación, una privación de libertad? Aun cuando el paciente dé su consentimiento, ¿puede el médico hacer algo así? Quizá tales reservas tengan algo que ver con el hecho de que la antigua tradición platónica separara el alma drásticamente del cuerpo. Para los neoplatónicos, el alma era lo auténtico, mientras que el cuerpo no representaba más que una abominable prisión provisional para la noble alma. Los cristianos, sin embargo, rechazaron semejante visión escindida del ser humano. Porque no en vano creían en la «encarnación de Dios», un acontecimiento que, desde una óptica neoplatónica, es en verdad repugnante y blasfemo. Y así, para su definición de «alma», no recurrieron a Platón, sino a su discípulo y adversario Aristóteles e, inspirándose en él, definieron en el concilio de Vienne de 1313 el alma como forma corporis, como energía configuradora del cuerpo. Esta definición ha seguido siendo determinante para Occidente hasta llegar a la definición de la muerte por el Colegio Federal de Médicos de Alemania: «El final del organismo en su totalidad funcional» es la muerte, no la mera ausencia de mociones intelectuales. Así pues, en esta tradición, el alma fue entendida en íntima relación con el cuerpo, del cual es principio vivificante. De ahí que, en sentido estricto, a los cristianos no les resulte nada fácil imaginarse el alma al margen del cuerpo animado. El estado intermedio entre la muerte del ser humano y la «resurrección de la carne» es, para los cristianos, un estado inauténtico del alma. Desde semejante enfoque holístico, el tratamiento de los trastornos mentales con medicamentos no representa ningún problema de principio. Pues, vistas así las cosas, toda influencia anímica ejercida sobre una persona tiene, se mire como se mire, repercusiones corporales, del mismo modo que toda influencia corporal conlleva repercusiones anímicas. Esto está mucho más cerca de la actual visión del ser humano que el pensamiento platónico. Desde semejante perspectiva holística, la terapia con psicofármacos no representa una vulneración de fronteras porque tales fronteras no existen en absoluto. Hoy sabemos, por un lado, qué repercusiones físicas tiene la psicoterapia en el cerebro. Y, por otra parte, son conocidas desde hace tiempo las repercusiones psíquicas de los cambios físicos que experimenta el cerebro. Y, por eso, se tiene claro que unas veces será más útil la influencia corporal por medio de medicamentos y otras veces la 84

psicoterapéutica - y en muchos casos, se deseará sacarle partido a ambas. Así, desde el punto de vista teórico, no hay nada que objetar a los psicofármacos; con todo, yo conservaba mis reticencias. Al comienzo de mi formación clínica, fui testigo de cómo un paciente esquizofrénico era ingresado bajo los efectos de un brote agudísimo de la enfermedad. Oía voces, esto es, tenía alucinaciones acústicas, que comentaban de continuo su conducta con observaciones despectivas y le daban órdenes. A pesar de ello, mantenía una orientación per fecta, sabía exactamente dónde se encontraba, era capaz de hablar de forma razonada y matizada sobre la situación política y temas semejantes. Pero de una cosa estaba firmemente convencido: de que alguien lo perseguía, de que iba a tener que padecer terribles suplicios y de que todos nosotros estábamos confabulados con los tenebrosos poderes que andaban detrás de él. El hombre era matemático, muy inteligente; pero, con independencia de cómo se intentara, no había manera de disuadirlo de su manía persecutoria, para él terriblemente aterradora. Justo eso es lo que caracteriza la manía: que no se puede eliminar con argumentos. Si, no obstante, se consiguiera, no por ello quedaría refutada la entera psiquiatría. Pues en tal caso, conforme al famoso eslogan: «Un bumerán que se tira y no regresa no es un bumerán», es que no era una manía, sino, en todo caso, una idea obsesiva. Al paciente se le suministraron entonces los llamados neurolépticos: primero, para acelerar el efecto, por inyección; luego en gotas; y más tarde en pastillas. Y he ahí que al cabo de unas cuatro semanas el paciente se había distanciado por completo de su manía y me preguntaba desconcertado: «Dígame, doctor, ¿cómo he podido llegar a tales extremos de insensatez?». Cuando se redujo un tanto la medicación, las ideas maniáticas volvieron a aparecer en forma más suave, de suerte que el propio paciente insistió en que se le incrementara de nuevo la dosis. Los fármacos - y, a buen seguro, no nuestras charlas - fueron los que curaron a este paciente. No habían restringido su libertad; antes al contrario, le habían devuelto la libertad de poder pensar lo que quería pensar. Pues las morbosas y locas ideas maniáticas le habían impedido el ejercicio del pensamiento libre y autónomo. Los psicofármacos deben ser utilizados de tal manera que tengan un efecto liberador. Cualquier otra cosa sería, de hecho, una irresponsable manipulación. Algo análogo a lo dicho para la esquizofrenia vale para las depresiones graves, que pueden ser tratadas con medicamentos antidepresivos. Los neurolépticos y los antidepresivos, que existen desde hace cincuenta años, nunca crean dependencia; y los preparados modernos tienen muchos menos efectos secundarios que sus predecesores. En el caso de los neurolépticos, eso es cierto tanto del pasajero síndrome de Parkinson que puede aparecer a corto plazo como de los temblores al andar y, en especial, de los movimientos involuntarios que pueden manifestarse tras una prolongada administración. Por supuesto, existen casos en los que el paciente toma demasiados fármacos. Entonces en verdad da la impresión de estar «atiborrado de medicamentos», de estar «sedado», como se dice con otra terrible expresión de uso frecuente. Pero los neurolépticos y los antidepresivos, 85

administrados correctamente, no sedan. Su efecto es justo el contrario. Cuando es curado de sus espantosas alucinaciones por medio de una medicación bien administrada, el paciente esquizofrénico puede participar de nuevo de forma activa en la vida. Cuando una persona profundamente depresiva es liberada de su depresión, no está «sedada», sino que vuelve a ser capaz de relacionarse con mayor vitalidad y dinamismo con otras personas, Y por si fuera poco, estos preparados también pueden tener un efecto preventivo en las fases de buena salud mental. Y lo mismo ocurre en otros muchos casos: en algunas enfermedades mentales, las medicinas, o sea, los psicofármacos, pueden representar una importante opción. Renunciar a su uso sería omisión del deber de socorro. Sin embargo, cuando solo se reniega en general de los psicofármacos, yo también me sumo gustoso a las invectivas. Porque los psicofármacos que todavía se consumen con mayor frecuencia son las llamadas benzodiacepinas, tranquilizantes y somníferos que, en parte, poseen un elevado potencial de dependencia. Pero numerosas personas las consumen de forma del todo acrítica, aunque una toma de solo cuatro semanas puede, en algunos casos, ocasionar ya dependencia. También para estos medicamentos existe una «indicación», esto es, una razón médica para prescribirlos. Se pueden emplear temporalmente en casos de pánico grave y otros estados de ansiedad, así como cuando existen serios problemas de insomnio. Sin embargo, tan solo mientras sea estrictamente necesario. Pero justo a tales happy pills [pastillas de la felicidad] se les suele restar importancia sin escrúpulos, cuando, a la larga, las benzodiacepinas, lejos de hacer felices a las personas, crean adicción. «Doctor, ¿esto tiene curación?». Curiosamente, esta pregunta se escucha con la mayor frecuencia en labios de familiares de enfermos mentales. En la inmensa mayoría de los casos, la respuesta será un claro «sí». Pues, por supuesto, hoy es posible curar una depresión grave precisamente con ayuda de psicofármacos, de suerte que el paciente vuelve a estar tan en forma como antes de la depresión. Incluso a la mayoría de los esquizofrénicos se les puede curar por completo o, al menos, restablecer hasta el punto de que sean capaces de nuevo de ejercer una profesión y mantener relaciones sociales normales. Para nosotros los médicos, la pregunta por la posibilidad de curación es, desde luego, la pregunta fundamental; al fin y al cabo, todo nuestro esfuerzo debe ir siempre encaminado, en la medida de lo posible, a la curación. Sin embargo, detrás de esta pregunta, cuando se le formula a un psiquiatra, suele esconderse algo más. Lo que se quiere saber no es si el paciente sanará, sino si es posible garantizar que nunca más padecerá una enfermedad mental. Uno da por sentado que la gripe está curada cuando la fiebre y los demás síntomas desaparecen. Por supuesto, con ello no está dicho que la persona que la ha padecido nunca más en su vida volverá a tener una gripe. Lo mismo ocurre con la depresión y con otras enfermedades mentales. Nadie puede excluir con seguridad que quien ha sufrido una depresión vuelva a tener otra. Pero justo eso es lo que se pretende que confirme el psiquiatra. Y así, del psico-experto se espera con 86

frecuencia un poco más que de cualesquiera otros semidioses de bata blanca. No tan solo una curación provisional, sino la salud segura y permanente. En este punto, sin embargo, el asunto se torna delicado. Porque el psico-experto carece por completo de competencias sobre la salud mental. Y así, la seriedad del psicoterapeuta se demuestra en si es capaz o no de responder con objetividad y, por ende, con cierto efecto de frustración a la anhelante pregunta como sigue: en todas las enfermedades, tanto corporales como mentales, la curación puede ser un agradable éxito, pero nunca un éxito eterno. Y en ocasiones el psicoterapeuta experimenta su actividad como especialmente llena de sentido justo cuando consigue hacer más llevadero el sufrimiento de una evolución trágica por medio de un acompañamiento fiable, aunque no se consiga una mejoría definitiva. Sin embargo, cabe reconocer que la profesión de psiquiatra ofrece satisfacción, sobre todo, porque en ella no se recompone sin más de manera artesanal un hueso, sino que en lo concerniente a enfermedades que sacuden existencialmente a la persona en lo más hondo de su ser - con métodos más o menos sencillos hoy es posible curar de verdad o mitigar de forma eficaz el sufrimiento. Antaño las cosas eran distintas. A menudo no cabía sino vigilar. «Vigilantes» era el nombre que se daba a las personas que, más que cuidar, supervisaban a los enfermos mentales. Sobre este trasfondo se ha señalado que ninguna disciplina médica ha experimentado tantos progresos en las últimas décadas como la psiquiatría. Ya nadie es «apartado» de forma permanente a un lugar cualquiera. En la actualidad es posible tratar con éxito a los enfermos mentales; y durante la mayor parte del tiempo de sus vidas, estos están tan sanos como la mayoría de nosotros. Es cierto que las modernas ayudas psicosociales y los eficaces métodos psicoterapéuticos han contribuido mucho a la mitigación del sufrimiento. Pero, sin duda, justo las personas que más sufren han obtenido - sobre todo, de los modernos psicofármacos - ayudas que a menudo les posibilitan llevar una vida en gran medida normal. Con ello se hace patente también que la disyuntiva que a menudo se oye formular entre buena psicoterapia o malos psicofármacos es de todo punto absurda... y encima peligrosa. Hay psicoterapias que salvan la vida y psicofármacos que salvan la vida. Ambas formas de tratamiento tienen efectos secundarios. Tanto respecto a un tipo de terapia como al otro, la afirma ción: «No puede resultar perjudicial», sería un nefasto malentendido. Y tragar cualquier pastillita al más ligero trastorno del estado de ánimo no ayuda al paciente, sino, en todo caso, a la industria farmacéutica. Por tanto, lo decisivo siempre es el correcto y responsable discernimiento de la indicación por parte del psicoterapeuta. Los medicamentos pueden ser recetados equivocadamente o en dosis demasiado bajas o demasiado altas. Así, existen ambas caras: gloria y miseria de la psico-química. (b) Revelaciones escandalosas: el ultimátum de una paciente segura de sí misma «Doctor, ¿puede prometerme que voy a recibir un tratamiento electro-compulsivo? De lo contrario, no estoy dispuesta a dejarme ingresar». Aún me acuerdo de aquella paciente 87

tan segura de sí misma. Padecía una grave depresión de carácter cíclico. Y había vivido la experiencia de que el resto de tratamientos no le ayudaban lo suficiente. Al comienzo de mi formación especializada, era en extremo escéptico respecto de los electrochoques. Mientras que los electrochoques en el corazón son el punto álgido salvador en toda teleserie médica sentimental, la opinión pública asocia con la terapia electro-convulsiva algo intermedio entre el sadismo y la tortura. Pero ¿de qué se trata en realidad? Se había constatado por casualidad que los enfermos mentales, después de sufrir ataques epilépticos espontáneos, de repente mejoraban sustancialmente. En una época en la que apenas existían ayudas eficaces contra las enfermedades mentales graves, aquello supuso toda una sensación. Y así, durante setenta años se siguió causando de modo artificial ataques epilépticos a los pacientes con fines curativos. Sin embargo, a la sazón aquello llevaba asociados considerables efectos secundarios, puesto que no era raro que los pacientes se lesionaran al sufrir un gran ataque espasmódico. Pero, desde que se realiza bajo los efectos de anestésicos y con relajación muscular, la terapia electro-convulsiva se ha convertido en una forma de tratamiento bien eficaz y sin grandes efectos secundarios. Un breve impulso eléctrico en las sienes no ocasiona en el paciente anestesiado más que un ligero temblor de párpados. Gracias a los cambios técnicos, los transitorios trastornos de memoria de los que antaño se quejaban los pacientes han quedado reducidos con el tiempo a un mínimo. Pero, por encima de todo, el efecto es a veces sorprendente. Quien haya vivido en alguna ocasión cómo, después de algunas sesiones de este tratamiento, un paciente profundamente depresivo con manía culpabilizadora de meses y fuertes impulsos reiterados de autolesionarse se libra de su depresión, no consigue ya entender cómo ha podido llegar a concebir todas esas absurdas ideas y exulta de alegría al poder vivir de nuevo su vida con felicidad; quien haya vivido esa experiencia, digo, olvidará enseguida su inicial escepticismo. La terapia electro-convulsiva no ayuda a todo el mundo y solo es recomendable en muy raras situaciones. Pero no emplear por ignorancia un método que entretanto cuenta con las mejores garantías científicas sería reprobable por razones éticas. Informar correctamente a la gente de las bendiciones y los límites de la terapia electro-convulsiva representaría un desafío de primer rango para el periodismo científico. No hace falta que lo haga de inmediato el inteligente psiquiatra de mirada comprensiva de la nueva teleserie médica... Y luego hay aún otros procedimientos técnicos con los que de un tiempo a esta parte se intenta romper los rígidos «ritmos del sufrimiento». Están la estimulación magnética transcraneal, en la que campos magnéticos inducen corrientes eléctricas en el cerebro; la estimulación del nervio vago, en la que se estimula el nervio vago en el cuello; y otros métodos. Se ponen a prueba principalmente en el caso de depresiones profundas contra las que otros tratamientos nada pueden hacer. Pero también la simple privación de sueño puede elevar el ánimo en casos de depresión profunda, algo que, por lo demás, da resultado incluso con personas no 88

depresivas. Tendemos a pensar que una noche en blanco tiene como consecuencia una mañana de mal humor. Pero en modo alguno ocurre siempre así. Yo mismo lo experimenté durante la carrera cuando aún tenía que acabar un trabajo - por la noche, antes del correspondiente seminario, se entiende-. Así pues, durante la noche no pegué ojo y conseguí ir preparado a la perfección. Sin embargo, estaba extrañamente pasado de rosca. Cuando el profesor, en los comentarios introductorios, cometió un error, me oí a mí mismo decir en voz alta sin rodeos y con jovialidad: «¡Falso!». Los participantes en el seminario se quedaron petrificados de terror. Enseguida me percaté de mi metedura de pata y murmuré algunas palabras relativizadoras. Por fortuna, el profesor tuvo la amabilidad de pasar por alto mi observación. La privación de sueño no me había sentado bien. Muchos de mis lectores recordarán experiencias análogas. Y justo este efecto es el que se utiliza con los depresivos. Se los despierta de costumbre hacia las dos de la mañana y se los mantiene despiertos. En ocasiones, el día siguiente trae el primer rayo de esperanza en semanas, así como la placentera vivencia de que - en sentido literal - existe luz al final del túnel. También la luz se utiliza como medio terapéutico. Pues se ha constatado que, en las depresiones estacionales, el ánimo se viene abajo en las estaciones más oscuras. Que los pacientes permanezcan sentados durante cierto tiempo frente a una luz brillante puede contribuir a la mejoría de la depresión. Aún cabría mencionar algunas otras medidas. No es de extrañar que los psiquiatras reflexionen incansablemente sobre cómo mitigar el grave sufrimiento de los enfermos mentales. Quien se expone sin receso a la desesperada mirada de los depresivos quiere ayudar con mayor rapidez, con más eficacia, mejor. Y esa mirada compasiva al rostro de personas desesperadas ha aguijoneado desde siempre a la ciencia psiquiátrica. Pero los psiquiatras no son los únicos que se preocupan de los enfermos mentales. También lo hacen los psicoterapeutas psicólogos, los enfermeros, las enfermeras y los au xiliares de clínica, quienes con frecuencia son más importantes para el bienestar de los pacientes que los propios médicos encargados del tratamiento. A buen seguro, la musicoterapia, la terapia artística, la ergoterapia - que antaño se llamaba terapia ocupacional-, la terapia deportiva, la terapia del movimiento e incluso la fisioterapia tienen asimismo gran importancia para la sanación de la persona toda. Así, el paciente puede volver a experimentarse con todos sus sentidos a sí mismo como activo, no solo como persona que sufre de forma pasiva a resultas de su enfermedad. En ello, la terapia ocupacional es especialmente significativa para los enfermos mentales. No en vano, producir algo por lo que otra gente esté dispuesta a pagar dinero es una relevante experiencia de éxito para alguien que quizá durante meses o años ha tenido que experimentarse a sí mismo como incapaz de realizar nada. Antes de la era de los fármacos en psiquiatría, la terapia ocupacional fue el primer tratamiento duraderamente eficaz. En el tiempo transcurrido desde entonces, la terapia ocupacional ha sido desarrollada de modo en extremo profesional. Y así, la moderna psiquiatría, con ayuda 89

de los métodos psicoterapéuticos, ha desplegado una gran imaginación para allanar a los enfermos mentales caminos exitosos hacia la actividad profesional. El trabajo, como sabe todo el mundo, no solo procura vivencias de éxito, sino también importantes contactos sociales. Y así, cobra nueva actualidad la definición de salud de Friedrich Nietzsche, quien, contra todos los utópicos ensueños de salud, ofrecía la siguiente caracterización cargada de sobrio realismo: «La salud es aquel grado de enfermedad que aún me permite atender mis ocupaciones esenciales». Trabajar para alcanzar semejante meta tiene sentido.

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Los instrumentos están preparados. Ahora podemos abordar la gran empresa de presentar todos los diagnósticos y todas las psicoterapias. Sabemos qué son los diagnósticos. Pero, sobre todo, lo que no son. No son verdades, sino palabras clave que obedecen a la finalidad de poner en marcha una psicoterapia adecuada. Sabemos que todos los trastornos psíquicos pueden ser vistos bajo aspectos muy distintos. Y que ninguna de estas perspectivas es verdadera. Algo hemos aprendido sobre el sentido y sinsentido de las psicoterapias. Y, al hilo de ello, hemos adquirido una visión panorámica de los procedimientos terapéuticos más comunes. Ahora no nos queda sino aplicar estos conocimientos básicos sobre diagnósticos y terapias al mundo grande y abigarrado de los trastornos psíquicos.

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1. Cómo se pilla a un camaleón: trabajo detectivesco Delante de mí estaba sentada una pareja. Casada desde hacía años. Pero era del todo patente que, a la sazón, el matrimonio iba mal. Muy mal. El hombre estaba hecho una lástima. La mujer se había sentado casi de espaldas a su maridito. Daba impresión de irascibilidad, de persona belicosa y segura de sí misma. Era ella la que había pedido hora: «para él», como subrayó. Miré a ambos expectante. Pero ninguno de ellos abrió la boca. Por fin, ella rezongó: «¡Di algo! ¡Estamos aquí por ti!». Y entonces él se arrancó entrecortadamente: «Sabe, doctor, mi mujer piensa que soy alcohólico y que debo hacer algo al respecto... Es cierto que bebo de vez en cuando...». «¡Habitualmente!», silbó ella desde su rincón. «...Un poco de más». «¡Bastante de más!», corrigió ella enojada. Yo conocía de sobra tales situaciones. El alcohólico que lleva mucho engañándose a sí mismo; la esposa, que ha protegido al pobre diablo largo tiempo, hasta que un buen día se rompe el tarro de la paciencia. Yo estaba pensando ya en una cama en la estación de desintoxicación alcohólica, en la recomendación de acudir a un grupo de autoayuda, quizá incluso en una terapia de larga duración, ya veríamos. Un caso rutinario, parecía. Le pedí a la mujer que saliera de la habitación por unos instantes; aún debía reconocer corporalmente a su esposo. Todo examen psiquiátrico requiere una evaluación del esta do físico del paciente. Y entonces fue cuando lo detecté. Al inspeccionar los reflejos musculares, constaté un reflejo más intenso de lo normal en todo el lado izquierdo del cuerpo. Había contado con todo, salvo con algo así. Tras repetir varias veces la prueba, el resultado seguía siendo inequívoco: intensificación del reflejo en la mitad izquierda del cuerpo como indicio de algún proceso orgánico en el hemisferio derecho del cerebro. En el relato del paciente y su esposa, nada había apuntado a algo parecido. Ninguna dificultad de movimiento, ninguna otra anomalía, nada de nada. Antaño, la cosa se habría complicado a partir de este punto, pues un examen normal por rayos X únicamente permitía ver los huesos, mas no las partes blandas y, por lo tanto, tampoco el cerebro. Pero, por fortuna, hoy disponemos de una técnica radiológica más compleja, la tomografía computarizada (TC), con la que se puede representar el cerebro. Aún más precisa es la llamada tomografía por resonancia magnética (TRM), con la cual puede observarse el cerebro de forma pormenorizada como en un atlas de anatomía. En la actualidad, tales reconocimientos apenas son invasivos. (¡Y, de todos modos, las personas cuyo cerebro ha sido examinado con procedimientos de imagen son las únicas de las que es posible afirmar sin lugar a dudas que tienen cerebro!). Así pues, mandé enseguida que le sacaran una imagen del cerebro - y he ahí que en ella se veía un tumor claramente delimitado en el hemisferio derecho. 94

Cuando, ya sabiendo esto, seguí haciendo preguntas, se puso de manifiesto que el paciente se había transformado extrañamente en el último medio año. De algún modo, admitió la esposa, había dejado de ser el de antes. Se había tornado más olvidadizo e incluso tenía intermitentes problemas de orientación: no sabía bien dónde se encontraba. Debido a ello, habían surgido dificultades en el trabajo, que él, sin embargo, había atribuido a intrigas. Se había acogido a la jubilación anticipada. De esa suerte, pasaba más tiempo en casa, y su mujer lo había implicado en las tareas domésticas. En la compra, por ejemplo. Antaño, eso lo había he cho a gusto, como esposo preocupado por el hogar que era. Pero últimamente siempre se le olvidaba algo. La esposa atribuía este atolondramiento, en realidad nada propio de él, a una falta de estima por la persona y las tareas de ella. Surgieron disputas matrimoniales. Él nunca había bebido demasiado. Pero comenzó a soplarse varias cervezas casi todas las tardes. No tenía ya trabajo, su matrimonio - siempre tan armonioso - había entrado en crisis por enigmáticas razones, y el alcohol le sosegaba un poco. A esto se añadía que la cerveza tenía el agradable efecto adicional de repercutir positivamente sobre los dolores de cabeza que, por primera vez en su vida, padecía desde hacía meses. Pero, a la larga, el consumo de cerveza en modo alguno mejoraba la relación con su esposa, siendo así que el tema del alcohol constituía un nuevo motivo de conflicto. ¡Apenas le prestaba atención, se negaba a hacer lo que ella le pedía y encima bebía! Después de tales discusiones, su tendencia a beber cerveza se intensificaba. Este círculo vicioso parecía no tener salida. Después de treinta años de matrimonio en gran parte armonioso, ella le amenazó con el divorcio; él estaba desesperado. Así, se dejó convencer para ir al médico. Justo a tiempo, como se había evidenciado. Pues, si bien el tumor no era maligno, toda estructura que crece dentro del cráneo tiene a la larga consecuencias letales, ya que la caja craneal está cerrada y cualquier exigencia de espacio en este ámbito comprime ineluctablemente el cerebro. Ello ocasiona, en primer lugar, dolores de cabeza; más tarde, síntomas psíquicos inespecíficos, falta de concentración, trastornos de orientación; y luego, en algún momento, cansancio acrecentado, somnolencia, estado de coma y, por último, la muerte. El paciente fue derivado sin demora a neurocirugía. Se le abrió el cráneo y se le extirpó el tumor: el estado psíquico mejoró a ojos vista. Los problemas de concentración disminuyeron, la orientación volvió a ser impecable. Fue capaz de prescindir sin más del consumo de alcohol, señaladamente porque los atormentadores dolores de cabeza habían desaparecido. El escalpelo del neurocirujano había curado de una los extraños cambios de personalidad del paciente, los trastornos de memoria, la crisis matrimonial y el «alcoholismo». Tanto el paciente como su esposa estaban radiantes de felicidad, y el armonioso matrimonio de décadas se había acreditado como tal, toda vez que la relación había sido suficientemente sólida para superar la crisis. Este ejemplo pone de manifiesto que nunca deberíamos olvidar que el ser humano tiene un cerebro y que este es un órgano como otros. Las lesiones del órgano cerebro pueden imitar a la perfección, de forma camaleónica, todos los demás trastornos 95

psíquicos. Un tumor cerebral puede emular una esquizofrenia, una depresión, un trastorno maníaco, una adicción o cualquier otra enfermedad mental. Pero los mismos síntomas pueden causarlos también, por ejemplo, una hemorragia cerebral, una inflamación del cerebro, una intoxicación cerebral o incluso una enfermedad corporal que solo indirectamente afecte al cerebro. Sin embargo, existen señales de alarma de que lo que ha aparecido no son solo problemas psíquicos, sino de que el cerebro como órgano se ha visto gravemente afectado. La evolución anduvo precavida al envolver el cerebro así de bien. Por supuesto, el cerebro es - por regla general - nuestro mayor orgullo. Pero nuestro órgano del pensamiento es vulnerable, más aún, hipersensiblemente vulnerable. Y a tales lesiones no reacciona con especial inteligencia, sino incluso de forma bastante simple y monótona. Al cerebro le da por completo igual ser golpeado, estrujado, intoxicado o tratado de cualquier otra forma improcedente. En tales casos, puede producir todos los fenómenos psíquicos extraños posibles. Pero, en esencia, reacciona con monotonía. Si las personas de repente o de forma progresiva se desorientan, esto es, si ya no saben dónde están, qué fecha es, ni en qué situación se encuentran en ese preciso momento; si cada vez tienen mayor somnolencia y terminan perdiendo la conciencia, eso es el desarrollo característico de un trastorno psíquico de origen orgánico. Ello es indicio de que el órgano cerebro ha sufrido algún percance. En el cerebro aparece un tumor: desorientación, somnolencia, estado de coma. En el cerebro hay una hemorragia: desorientación, somnolencia, estado de coma. El nivel de azúcar en sangre es demasiado elevado: desorientación, somnolencia, estado de coma. El nivel de azúcar en sangre es demasiado bajo: desorientación, somnolencia, estado de coma. El cerebro sufre una intoxicación de resultas de una sobredosis de fármacos: desorientación, somnolencia, estado de coma. En ocasiones, también el alcohol causa estos síntomas: desorientación, somnolencia, estado de coma. Sin embargo, a menudo es necesario buscar de propósito tales indicios. Si un esquizofrénico de repente no encuentra ya su casa, probablemente no es esquizofrénico o ya no solo es esquizofrénico, sino que tiene algún daño adicional en el cerebro que conviene examinar lo antes posible. Si un depresivo deviene cada vez más somnoliento, ello no es reflejo de la famosa atonía asociada a la depresión: quizá haya intentado suicidarse con una sobredosis de medicamentos o tal vez la causa de la depresión sea un trastorno hormonal pasado por alto hasta entonces, una hemorragia cerebral o, también en este caso, un tumor cerebral. Todos estos trastornos psíquicos orgánicos - o psicosis de origen corporal, como antaño se decía en la psiquiatría alemana - no los trata, por regla general, el psiquiatra. Pero sí debe reconocerlos lo antes posible para derivar los pacientes a los especialistas adecuados: a los neurocirujanos, que pueden operar con éxito un tumor o una hemorragia cerebral; a los internistas, que controlan con profesionalidad el trastorno hormonal; o a los médicos de cuidados intensivos, que están preparados para tratar con acierto las intoxicaciones. No obstante, lo decisivo es que haya un diagnóstico correcto. Y un 96

momento estelar en la vida profesional del psiquiatra es cuando solicita a los familiares de un paciente - que, a causa de una hipoglucemia, primero se comporta extrañamente y luego pierde la conciencia - que salgan de la consulta, a continuación inyecta insulina al enfermo - de suerte que este despierta de inmediato - y entonces vuelve a llamar a los asombrados familiares. Un diagnóstico relativamente sencillo, una terapia relativamente sencilla, pero un notable golpe de efecto para los familiares. No siempre transcurren las cosas de forma tan teatral. Ahí está el caso, por ejemplo, de un paciente que durante meses lucha contra una depresión y al que se le diagnostica una disfunción del tiroides. Una vez normalizado el funcionamiento de este, también la depresión desaparece. 2. Pelea encarnizada: todo lo que el cerebro se toma a mal Todo lo que hemos visto en el apartado anterior eran trastornos psíquicos de origen orgánico. Tales trastornos pueden ser agudos o crónicos, esto es, permanentes. Un trastorno agudo es, por ejemplo, una conmoción cerebral. De ella forma parte un golpe en la cabeza que ocasiona una pérdida de conciencia de varios minutos. A diferencia de lo que comúnmente se cree, los pequeños golpes en el cogote no aumentan la capacidad de raciocinio. Antes bien, el cerebro se toma a mal semejantes golpes e incluso suspende por entero la actividad intelectual durante un tiempo. Cuando recobra la conciencia, el paciente permanece desorientado varios minutos - como es de rigor en el caso de un trastorno psíquico agudo de origen orgánico - y luego regresa a la vida normal con náuseas y malestar generalizado. En ocasiones, un golpe así deja pequeños daños permanentes en el cerebro, visibles en la tomografía computarizada. «Imagínense que su cráneo fuera una palangana»: con ayuda de este experimento en directo, el profesor nos explicó las ondas de presión que recorren el cerebro a raíz de un golpe en la cabeza y que pueden ocasionar una lesión duradera no solo en el lugar donde se produce el impacto, sino también en el lado opuesto. En este caso, la pérdida de conciencia dura más de una hora y la desorientación posterior se prolonga asimismo por más tiempo. Tales estados son interesantes desde el punto de vista criminológico, porque, cuando todo ha pasado, uno, por regla general, es incapaz de acordarse de la pérdida de conciencia ni del estado de desorientación. La persona, por supuesto, no es responsable de lo que hace en tales circunstancias. Desde fuera, para el profano en la materia no es fácil reconocer semejante estado, que, dado su carácter fundamentalmente transitorio, recibe también en alemán el nombre de «síndrome de transición» (Durchgangssyndrom; en español suele hablarse de «síndrome posconmocional»). Existen incluso los llamados estados crepusculares orientados, que, vistos desde fuera, parecen plenamente orientados. Sin embargo, el paciente no recuerda luego nada. Así pues, si un paciente, en un estado de estas características, hace desaparecer al vecino al que siempre ha odiado, se plantea la difícilmente resoluble pregunta de si hay que creerle o no cuando afirma que es incapaz de recordar lo más mínimo. A veces ocurre que, después de un grave accidente de 97

coche, personas desorientadas por efecto del síndrome posconmocional, vagan por el bosque contiguo, poniéndose a sí mismas en serio peligro. Por lo demás, si un paciente que ha despertado de una conmoción cerebral vuelve a adormilarse, estamos ante un caso de auténtica emergencia. Pues es muy probable que en el proceso haya sufrido una hemorragia cerebral que ahora le esté oprimiendo el cerebro. También pueden originarse trastornos cerebrales orgánicos agudos a consecuencia de intoxicaciones, desequilibrios del metabolismo, sobrecalentamiento por «insolación» o inflamaciones del cerebro. Una meningitis es una «inflamación de las meninges», pero, de ordinario, afecta asimismo al cerebro. Entonces se llama meningoencefalitis. También existe la encefalitis a secas, la inflamación del cerebro o encéfalo. Bacterias o virus son los responsables de tales enfermedades graves. Y, en los casos extremos, el cerebro reacciona asimismo con desorientación, somnolencia, estado de coma. Entonces, la terapia salvadora son los antibióticos - con los que se combaten las bacterias - o los virostáticos, con los que se mantiene a raya a los virus. Hasta hace cien años, una gran parte de los pacientes de los sanatorios psiquiátricos padecía de parálisis progresiva. Era el estadio final crónico de la sífilis, una enfermedad bacteriana de transmisión sexual que, a la sazón, antes de la era de los antibióticos, aún no se podía tratar positivamente. Friedrich Nietzsche, uno de los grandes pensadores del siglo XIX, murió desorientado de medio a medio y privado de su brillantez intelectual a causa de esta grave enfermedad cerebral orgánica. Los trastornos cerebrales orgánicos agudos no son nada raros. Si también la intoxicación etílica - así es como la ciencia, de forma desabrida, denomina a la embriaguez - se cuenta entre ellos, quizá todo el mundo ha expuesto alguna vez a su cerebro a una situación de agudo estrés orgánico. Pero eso no solo ocurre deliberadamente con alcohol, sino también de forma del todo involuntaria sin alcohol. Una compañera, aquejada de una inflamación de la vejiga, había tomado un moderno antibiótico. A pesar de su estado, había tenido guardia nocturna; a la mañana siguiente, en la reunión de médicos, contó que por la noche había experimentado algunas divertidas alucinaciones acústicas. Había oído voces de personas que no estaban allí. Por fortuna, reaccionó con humor, aunque luego dejó de tomar el medicamento, pues el asunto tampoco le hacía tanta gracia. Un día fue ingresado un paciente mayor. Él estaba animado, pero sus familiares eran presos de una enorme preocupación. Pues el paciente veía desde hacía semanas cuadros amarillos en las paredes de su casa. Pero en aquellas paredes no colgaba nada. Determinamos la existencia de una dosis excesiva de un medicamento para el corazón. Se redujo la dosis de ese fármaco. Los cuadros desaparecieron, y los familiares respiraron aliviados. Pero el paciente se quejaba de que la vida había perdido color: ¡los cuadros amarillos eran tan hermosos! A sus familiares no les quedó más remedio que hacerse con algunos coloridos cuadros para decorar de forma algo más agradable las 98

desnudas paredes. Nuestro órgano del pensamiento no solo reacciona con el habitual disgusto cuando en el cerebro se desata una hemorragia. También desconecta cuando la afluencia de sangre es muy pequeña. El paciente pierde la conciencia. Eso no siempre ocurre de golpe, sino a veces a través de un síndrome de transición en el que el paciente puede sufrir alucinaciones ópticas, acústicas o escénicas. Sobrevienen vivencias de luz acompañadas de una sensación muy agradable. Semejantes estados aparecen a veces antes o después de ataques epilépticos. Dostoievski, que era epiléptico, los ha descrito. Pero también pueden darse tales vivencias a raíz de un paro cardíaco. En el lenguaje popular se denomina «muerte clínica» al paro cardíaco. Lo cual es absurdo, pues, dado el actual desarrollo de la tecnología médica, este estado no tiene nada que ver con la muerte. La muerte es el final irreversible de la persona. Un paro cardíaco transitorio, que hoy puede ser remediado con relativa rapidez, solo significa un provisional desabastecimiento de sangre en el cerebro. Pero, en conexión con la exagerada expresión «muerte clínica», las llamadas «experiencias de proximidad a la muerte» han dado qué hablar. Hay autores que, conforme al eslogan: «Estuve muerto y era fantástico», venden su luminoso síndrome de transición como espectaculares expediciones hacia la vida eterna. De cierto, cualquier vivencia extraordinaria puede hacer que uno se sienta tan afectado en el plano existencial que comience a reflexionar con toda sensatez sobre el sentido de la vida. Entonces, también tales «experiencias de proximidad a la muerte» tienen, por fortuna, la virtud de sacar a una persona de su monótona rutina cotidiana y sacudirla. La consideración de un suceso semejante desde una perspectiva religiosa es, por tanto, perfectamente posible. Pero ni el cristianismo ni ninguna otra religión corriente enseñan que a algunos elegidos se les permita ver por anticipado, esto es, a destiempo, la sala de sesiones del Juicio Final, para luego informar por extenso sobre ella. Desde un punto de vista científico, la manera más verosímil de describir las experiencias de proximidad a la muerte es como efectos de un deficiente riego sanguíneo del cerebro, ni más ni menos. 3. Enfado crónico: las conquistas póstumas del señor Alzheimer Mientras que los enfermos mentales agudos por causa orgánica suelen ser derivados después de un diagnóstico correcto - a otras especialidades de la medicina, las personas con trastornos crónicos que se intensifican con el paso de los meses y los años permanecen, por regla general, en tratamiento psiquiátrico. Existe toda una serie de tales enfermedades crónicas que dañan reiteradamente al cerebro como órgano. Hay, por ejemplo, enfermedades genéticas, como la corea de Huntington. A esta enfermedad se la conoce vulgarmente como «baile de San Vito». Ocasiona movimientos involuntarios parecidos a una danza, así como limitaciones mentales. Pero también hay enfermedades adquiridas en el curso de la vida, como el síndrome de Korsakoff. Suele aparecer tras años y años de consumo excesivo de alcohol y consiste en un trastorno, duradero en la mayoría de los casos, de la memoria y la orientación. 99

El trastorno que mayor sensación ha causado en la opinión pública es la enfermedad de Alzheimer. Y con razón, ya que de todas las enfermedades mentales crónicas de origen orgánico es, de lejos, la más común y representa el mayor reto - también desde el punto de vista económico - para los próximos años. Cuando comencé a trabajar como psiquiatra, la enfermedad de Alzheimer era conocida como «demencia presenil», o sea, una demencia que aparecía antes de los sesenta y cinco años. Todas las demencias que comenzaban a una edad superior eran consideradas, si no se encontraban otras causas, «demencias seniles». Alois Alzheimer descubrió, en la clase de demencia que hoy lleva su nombre, cambios característicos en las células cerebrales que, sin embargo, co mo es natural, solo podían confirmarse por autopsia tras la muerte del paciente. Así, ya entonces el diagnóstico de Alzheimer era un diagnóstico por exclusión y en razón de indicios. Primero había que excluir todas las demás enfermedades cerebrales posibles, para finalmente formular la sospecha de que se trataba de una demencia de Alzheimer. En la década de 1980 se determinó que casi todas las demencias seniles presentaban los mismos rasgos llamativos que las demencias preseniles de Alzheimer; y así, a los sesenta años de su muerte, Alois Alzheimer, el neuropatólogo de Breslavia (hoy Wroclaw, Polonia), conquistó al estilo de un imperialismo póstumo el más extenso territorio - con mucho - de las demencias. La demencia es una limitación por causa cerebral orgánica - que puede aparecer en cualquier momento de la vida- de las capacidades intelectuales en especial, pero también de la atención, la concentración, el entendimiento, la capacidad perceptiva y la memoria, así como de la orientación temporal, local y situacional. Es más, puede terminar perdiéndose incluso la orientación respecto de la propia persona. El paciente no sabe ya quién es. De tal modo, en el curso de un proceso por lo general progresivo se limitan más y más las prestaciones de la inteligencia, que es lo que constituye la esencia de la enfermedad. Al final, el paciente, sin ayuda, no se aclara siquiera con su propia vida. La demencia de Alzheimer es un proceso en gran medida continuo. Si, por el contrario, la evolución de la demencia acontece más bien por etapas, en pequeños saltos, entonces se trata, por lo común, de una demencia de origen vascular. La causa de esta última son los daños en algunos vasos sanguíneos del cerebro, que ocasionan pequeños «ictus», esto es, breves ataques de apoplejía durante los cuales se interrumpe de súbito el flujo sanguíneo a determinadas regiones del cerebro. Pero si permanecen más de unos tres minutos sin riego sanguíneo, las células del cerebro mueren irreversiblemente. Si esto ocurre en muchas partes del cerebro, entonces se desarrolla la llamada demencia vascular. En la tomografía computarizada, esta lesión se puede reconocer por los numerosos pequeños «agujeros» visibles en el cerebro. En la mayoría de los casos, el propio paciente suele darse más cuenta de una evolución a saltos como esta que de un proceso continuado. Esta auto-percepción resulta sobremanera dolorosa. Como en todas las demencias, es especialmente importante acompañar al paciente con cariño. Hay que esforzarse por facilitar su permanencia en el entorno que le es familiar todo el tiempo que 100

sea posible. Hay que procurarle buenas posibilidades de orientación, así como sencillos recordatorios. Pero, sobre todo, es necesario ayudar a los familiares, quienes no pocas veces sufren más que el propio paciente a causa de la demencia de este. Por supuesto, la demencia aparece asociada asimismo a otras muchas enfermedades cerebrales crónicas: al Parkinson, la «parálisis agitante», en ocasiones; a la ya mencionada corea de Huntington, casi siempre; también a otras enfermedades de degeneración cerebral más localizadas, como la enfermedad de Pick, que afecta al prosencéfalo y a veces ocasiona vehementes estallidos emocionales. Pero, con cerca del sesenta por ciento de todas las demencias, la forma de demencia más común es, de lejos, la de Alzheimer. La demencia vascular se da en aproximadamente el veinte por ciento de los casos. No existe una verdadera curación. Entretanto se han descubierto algunos fármacos capaces de ralentizar el curso de la demencia en sus primeros estadios. Además, en las enfermedades que aparecen en edad avanzada, es posible mejorar de manera considerable el estado psíquico estabilizando el estado físico: el corazón, la circulación sanguínea, la función renal, etc. Ya solo el hecho de asegurar el sueño nocturno es capaz obrar milagros. Estas innegables mejoras de la calidad de vida nos recuerdan que en el caso de la demencia se plantean preguntas muy distintas de las que surgen en el caso de enfermedades curables en sentido estricto, preguntas que afectan a lo esencial. Por regla general, el ser humano está necesitado de ayuda tanto al comienzo como al final de su vida. Eso no es, en realidad, nada malo, sino una entrañable peculiaridad de la existencia humana. Caracterizar ya como enfermedad este solo hecho sería absurdo. A nadie se le ocurriría semejante idea en lo que hace al comienzo de la vida. Pero también al final de la vida se plantea la pregunta de si la irreversible debilitación de las capacidades queda de verdad correctamente captada con el término «enfermedad». Algunas personas experimentan cómo al final de la vida se debilitan sus capacidades físicas, bien que intelectualmente estén aún en perfectas condiciones. Tales personas sufren con no poca frecuencia por el hecho de que ciertas residencias para mayores tratan a los ancianos como si fueran niños pequeños. Conocí a una socióloga extraordinariamente culta que enfermó de Parkinson a avanzada edad: desde el punto de vista intelectual estaba muy lúcida, pero requería cuidados físicos. Se le antojaba una falta de respeto que en la residencia intentaran hacerla feliz a la fuerza leyéndole cuentos en voz alta. No obstante, sobrellevaba con dignidad las puerilidades del personal. La demencia muestra el fenómeno inverso. En este caso, las capacidades físicas se mantienen con frecuencia asombrosamente bien; solo el rendimiento intelectual está limitado. Las capacidades intelectuales, de las que tan orgullosos se sienten los normales en la cima de sus vidas, vuelven a debilitarse al final de la existencia de toda persona: poder hacer cuentas con rapidez, poder razonar de forma lógica con rapidez, poder adaptarse a circunstancias nuevas con rapidez. Todas estas son, sin duda, habilidades en 101

las que, se mire como se mire, cualquier ordenador nos supera. Las capacidades realmente humanas - amor, confianza, indulgencia, misericordia, gratitud, amabilidad, solidaridad, alegría, vivir con vitalidad desbordante y con la conciencia del tránsito irreversible de cada momento - se mantienen durante mucho tiempo incluso en los dementes. Más de un joven ejecutivo desbordante de normalidad se orienta temporal y localmente con precisión, sabe de memoria las cotizaciones bursátiles del día, pero quizá se olvida de que en casa tiene una esposa que lo ama y unos hijos que lo necesitan. El anciano enfermo de Alzheimer ha olvidado todo: no sabe ya quién es, ni dónde está, ni qué fecha es, no sabe ya nada - lo único que aún recuerda es que tiene una mujer que lo ama y unos hijos que lo quieren-. Saber aceptar ayuda es, por lo demás, un atributo humano tan valioso como ofrecer ayuda a los demás. Pero no todos los normales están en condiciones de hacerlo. 4. Los dementes y los normales: una aproximación Y así, cualquier enfermo de Alzheimer remite a todos los normales a lo auténticamente importante en sus vidas. Mientras que ellos, con la agenda bien apretada, recorren apresurados sus vidas irrepetibles y olvidan el presente, porque viven con la ilusión de que la existencia consiste solo en un pasado ya consumido y un futuro que todavía ha de ser modelado, los dementes - quienes han olvidado el pasado y no hacen planes para el futuro - nos recuerdan a todos nosotros que la vida acontece exclusivamente en el presente. Hay personas dementes que asumen su demencia y viven satisfechas lo que les resta de vida. Desde luego, eso no es posible sin la ayuda de familiares y servicios profesionales. Incluso entonces se dan sin cesar situaciones dificultosas para los dementes. Pero también los normales se encuentran con problemas de vez en cuando. Para los normales, lo terrible de la demencia radica en gran parte en la obsesión de que una vida humana buena significa tener siempre uno mismo todo bajo control. Semejante objetivo vital no es sabio; resulta utópico, incluso en los periodos de la vida no marcados por la demencia. Siempre estamos sujetos a algún tipo de ineluctable dependencia. Las conversaciones con los dementes son, en ocasiones, vanas, esto es, no sirven para nada. Pero ¿acaso todo en la vida debe servir para algo? Para los antiguos griegos, el ocio era la cima de la vida: se trataba de un tiempo que se consumía sin finalidad alguna, pero, justo por ello, de un modo sumamente sensato. Con-versaciones con sentido que no persiguen ningún fin inmediato: los estresados normales, para los que el tiempo es dinero, difícilmente son capaces de algo así. Sin embargo, el tiempo existencial vivido en el presente no tiene, en realidad, precio, porque es irrepetible y, por ende, irrecuperable. Los enfermos con demencia pueden recordarnos a los normales esta valiosa idea. Si no se irritan por algo que les resulte intrincado, los dementes pueden ser personas mucho más agradables que los normales. Nunca pretenden dar gato por liebre, nunca mienten; pues, si acaso dicen algo que no es verdad, nunca lo hacen con mala intención. No son rencorosos. No se sienten obligados a darse tono de uno u otro modo, ya que 102

para ellos solo cuenta la presencia humana. Esto no quiere decir que la demencia sea una ganga; ningún familiar de un enfermo con demencia que padezca la carga de la enfermedad podría verlo así. Pero tampoco es el fin sin más, sino de vez en cuando incluso un resplandor de verdadera humanidad en algunos momentos. Sobre todo al principio, la evolución de la demencia es dolorosa para todos los implicados. Cuando la memoria se debilita - en especial y de forma distintiva, la memoria de corto plazo-, se producen situaciones embarazosas. El enfermo coloca objetos en sitios equivocados... y acusa a otros de habérselos robado. Pierde la visión de conjunto sobre las cosas cotidianas, algo que al principio experimenta como una dolorosa pérdida de autonomía. Justo en esta fase inicial, los pacientes reaccionan a menudo con una depresión. Y también los familiares necesitan hacer un gran esfuerzo para habituarse a esta situación completamente nueva. Pero numerosos pacientes desarrollan pronto capacidades extraordinarias para disimular con habilidad las desagradables circunstancias. Todavía me acuerdo bien de una ocasión en que, durante la carrera de medicina, un profesor ayudante nos permitió entrevistar en la clínica universitaria de psiquiatría a un paciente de unos cincuenta años. Éramos seis estudiantes ávidos de saber, y exploramos al hombre ateniéndonos a todas las reglas del arte médico. El paciente tenía una actitud amable: nos informó gustoso de que era ingeniero de profesión, nos contó dónde había estudiado y cuáles eran sus aficiones y, por último, se puso a hablar de su matrimonio, en el que existían ciertos problemas. Le pedimos que nos hablara más sobre este punto, pues, al fin y al cabo, estábamos en psiquiatría y pensábamos que la psiquiatría tenía que ver, más que nada, con problemas. Resultó que su esposa, por lo visto, era muy dominante, y él no se sentía tomado suficientemente en serio. Al final de la entrevista de casi una hora, el paciente nos dio cortésmente las gracias por la exhaustiva conversación, y nosotros fuimos a reunirnos con nuestro profesor, quien nos preguntó con interés qué habíamos descubierto. Estábamos seguros de nuestra opinión. Se trataba de una clásica problemática matrimonial. Cada uno de nosotros aportó con celo sus propias observaciones; pero, cuanto más hablábamos, haciendo uso en nuestro entusiasmo de todos los posibles conceptos técnicos, tanto más curiosa resultaba la reacción del profesor. No asentía, ni tampoco nos contradecía, mas en su rostro se iba dibujando una enigmática sonrisa. Una vez concluido nuestro enfervorizado informe, nos preguntó con sobriedad si habíamos percibido algo más. Dijimos que no. A continuación, pidió al paciente que entrara. Lo saludó amablemente, intercambiaron algunas fórmulas de cortesía, y luego - como de pasada - le preguntó dónde nos encontrábamos. «En un hotel», respondió el paciente con toda naturalidad. Nos quedamos atónitos. Cualquiera podía ver enseguida que estábamos en un hospital. El profesor siguió haciéndole preguntas con amabilidad. El paciente no sabía quién era el canciller en funciones, ni en qué fecha estábamos, ni en qué año, mes o día. Creía que éramos periodistas. El profesor, siempre cortés, dio por terminada la 103

conversación. El paciente se despidió, y nosotros nos quedamos allí sentados como tonto en vísperas delante de nuestro ligeramente divertido formador. Por medio de lugares comunes y pequeñas historias, el paciente había conseguido ocultarnos durante una hora que padecía una demencia de Alzheimer. La memoria de largo plazo aún funcionaba. A la pregunta de qué edad tenía había contestado: nací en 1927. No nos percatamos de que, en realidad, no había respondido a nuestra pregunta. Tampoco habría podido hacerlo, pues no sabía en qué año estábamos. Por eso, había recurrido al truco habitual en los enfermos con demencia de limitarse a decir el año de su nacimiento, ya que la memoria de largo plazo les funciona sin problemas. De esta suerte, los enfermos con demencia pueden engañar durante bastante tiempo al cándido visitante. Y esto origina en ocasiones problemas cuando ciertos parientes celosos que viven en alguna localidad lejana visitan a la familia que, con sacrificio, cuida del abuelo demente. Estos parientes no tienen luego reparo en contar que es falso que el abuelo no esté ya en plena posesión de sus facultades mentales. Eso, afirman, no es sino difamación; lo que quieren quienes lo están cuidando es quedarse con su dinero. Antes al contrario, el abuelo tiene una «memoria asombrosa», ya que aún recuerda con todo detalle la época de la guerra e incluso tiempos anteriores. Ello es cierto, pues es típico de los dementes que la memoria de largo plazo parezca a veces funcionar incluso mejor que en las personas normales. Pero ya al día siguiente el abuelo posiblemente habrá olvidado por completo la visita de la víspera. El problema radica en la memoria de corto plazo, relevante para el día a día. Reviste gran importancia tratar de forma especialmente respetuosa a las personas que sufren a consecuencia de trastomos de memoria y orientación tan embarazosos para ellas. Cuando nos presentaron a los estudiantes un enfermo con demencia grave cuya memoria apenas recordaba lo sucedido un segundo antes y que, por tanto, enseguida olvidaba lo que acababa de decir, saltaba a la vista que al paciente las preguntas correspondientes le resultaban sobremanera turbadoras. Cuando abandonó de nuevo el aula, los estudiantes discutimos la pregunta de si estaba éticamente justificado poner a una persona en una situación tan desagradable. A fin de tranquilizarnos, el profesor nos aseguró que el paciente había olvidado también de inmediato la vergüenza experimentada. Pero aquello no me convenció. Pues que una persona pudiera recordar o no una situación incómoda en la que había sido puesto en contra de su voluntad carecía, en mi opinión, de relevancia para el juicio ético. Sea como fuere, esta persona había vivido involuntariamente en un momento irrecuperable de su vida una situación que, a todas luces, le había resultado de lo más enojosa. De ahí que me esfuerce por tratar con especial delicadeza a los enfermos con demencia. Ello comienza ya con la elaboración de la historia clínica. Algunos psiquiatras preguntan nada más empezar por la fecha y el lugar en que uno se encuentra, etc. Para muchos pacientes, eso es como si se dudara de antemano de su entendimiento. Y, sin embargo, tales preguntas son importantes, como ha podido verse, y uno no debe permitir que la exagerada cortesía le impida formularlas. De este modo, he adquirido el hábito de 104

«entremezclar» tales interrogantes en el curso de la conversación. Así pues, cuando hablando con una distinguida señora mayor que debía ser ingresada bajo sospecha de demencia pregunté de pasada en medio de la conversación: «Ah, ¿me podría decir, por favor, qué día es hoy?», al punto recibí como respuesta la fecha correcta, eso sí, con el risueño comentario adicional: «También usted se confunde a veces, doctor, ¿no es verdad?». La cortesía tiene su precio. Por supuesto, también ocurren escenas graciosas que uno debe manejar con respeto. Está, por ejemplo, el caso del sacerdote que una y otra vez olvidaba que hacía tiempo que ya no era el párroco del lugar y que, todo jovial, quería comenzar la misa aunque su sucesor ya estaba ante el altar. O el del médico jefe demente a quien su homólogo le dejaba que lo acompañara sin más en las visitas a los pacientes, porque aquello le agradaba visiblemente. Más bien macabra era, en cambio, la siguiente situación: un hombre había olvidado que estaba divorciado y ponía en dificultades a su ex mujer, que seguía visitándolo. Otro paciente confundía a una enferma, asimismo demente, con su esposa, lo que originaba ciertas fricciones. En tales situaciones son necesarias prontitud en la réplica e imaginación, pero también una generosa pizca de humor. No hace bien a los pacientes que todos los que se ocupan de ellos desempeñen siempre sus tareas con rictus muy serio y formal. Aun así, hay que mantener invariablemente el respeto por el paciente y, ante todo, no faltar nunca a la verdad: también eso forma parte de la consideración por los pacientes. La mayor ayuda en casos de demencia no son los psiquiatras. Es cierto que, para realizar el diagnóstico, no se puede prescindir de ellos. Pero luego los mejores expertos son a menudo los cuidadores con formación específica, los trabajadores sociales, los ergoterapeutas, los fisioterapeutas, etc. Pero son, en especial, los familiares quienes desempeñan una inmensa labor, hasta el agotamiento físico, con nuestros conciudadanos dementes. Cuando el paciente aún reconoce a sus familiares, estos son insustituibles; pero precisamente por eso, no deberían exigirse de más, sino cuidar sus fuerzas y dosificarlas cual corredores de larga distancia. Hace ya tiempo que los profesionales han comprendido que aliviar la carga de los familiares y apoyarlos tiene gran importancia. Los centros de gerontopsiquiatría han asumido la tarea de ofrecer apoyo completo para todos, realmente todos, los problemas que puedan presentarse. Gracias a ello, una vez realizado el diagnóstico, pacientes y familiares están en condiciones de llevar a cabo una planificación de su vida a medio plazo en la que en cada nuevo umbral son posibles ayudas específicas. No cabe duda de que es en este campo donde en los próximos años se librará la gran controversia sobre los fundamentos de nuestra sociedad. Si, como sugieren algunos normales, los atributos humanos decisivos son aquellos análogos a los de un ordenador, entonces el ordenador humano se estropea cuando la persona deviene demente. Por regla general, los ordenadores estropeados son eliminados: «No me rece la pena repararlo». Hay que reconocer que el cuidado de las personas dementes cuesta dinero, mucho 105

dinero. Estas personas ya no son útiles para la sociedad en el sentido de aportaciones de valor monetario. Existe la tentación de mostrarles dónde se encuentra la salida. Exit se llama la organización suiza que allana el camino hacia la muerte a las personas «estropeadas». Lo complicado en todas las discusiones sobre el derecho a determinar la propia muerte es que la reglamentación jurídica de tales situaciones existenciales en modo alguno lleva al derecho a determinar la propia muerte, sino, en cierto modo, a la obligación moral de dejarse matar cuando uno considera que se ha convertido en una carga excesiva para la sociedad o para sus exhaustos familiares. Pues no hay trabas para retirarse de la circulación; basta con que uno quiera... Si se suprime este límite, las cosas se pondrán feas, muy feas, en especial para nuestros conciudadanos dementes. En semejante fría dictadura de los normales orgullosos de sus atributos análogos a los de un ordenador no hay sitio para las personas emocionales, para los débiles, los sensibles y los abrumados por cargas diversas. «No me gustaría depender de la ayuda de otros». Esta frase que con no poca frecuencia se oye decir a los normales no solo es ajena a la realidad, pues las personas dependemos de la ayuda de otros en todo momento de nuestras vidas. Tales frases programáticas empujan además a la sociedad por un plano inclinado al final del cual esta se ve privada de todo humanitarismo. La forma en la que una sociedad trata a los enfermos con demencia es la prueba del nueve de su humanidad.

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7. Cita del capítulo 16 de Diefromme Helene, de Wilhelm Busch. [N. del Traductor]. 1. Trabajo, mujer y carné de conducir: tres ámbitos delicados TENíA de nuevo guardia psiquiátrica en el hospital, y justo en la fase de sueño profundo, hacia las tres de la madrugada, me despertaron. Había que ingresar a un paciente. Me costó levantarme de la cama. Uno también es humano, y a estas horas de la madrugada el interés por los diagnósticos fascinantes es bastante limitado. El nuevo caso tampoco prometía ser en verdad apasionante, pues ya desde lejos distinguí a un hombre de mediana edad que se tambaleaba ligeramente y, al acercarme, me envolvió una intensa tufarada de alcohol que me hizo temer que mi propia aptitud para el servicio iba a quedar amenazada a la larga. El hombre estaba bastante más alegre que yo; y, todo campechano, de inmediato inició la conversación preguntándome cómo me iban las cosas. Yo confesé en un tono algo menos campechano - que, a las tres de la mañana y después de ser despertado de sopetón, no solía dar botes de alegría; así y todo, me recompuse lo suficiente para preguntarle, a mi vez, qué hacía allí. Me explicó encantado que, tras beber probablemente demasiado, había tenido varias inocentes discusiones en un bar. A continuación, el dueño del bar, un hombre carente de humor, había llamado sin necesidad alguna a la policía, y esta le había puesto en la absurda alternativa: celda para dormir la mona en comisaría o psiquiátrico. Por supuesto, se había decidido por el psiquiátrico. Mientras contaba esto, me miraba de forma radiante y altanera, como si esperara un sincero agradecimiento por el hecho de que su elección hubiera recaído justo sobre nosotros y, en especial, sobre mí. Dado que con los pacientes uno debe ser, si no siempre abierto, sí al menos sincero, y yo todavía no estaba seguro de si este paciente tenía verdadero sentido del humor, me abstuve de agradecerle con la mayor efusividad la nocturna visita y, a fin de ahorrar tiempo, fui directo al grano: «O sea, que es usted alcohólico». La sorpresa del paciente fue mayúscula: «¿Qué le hace pensar eso?». «Los que ingresan a estas horas de la noche con semejante tufo a alcohol suelen serlo», respondí con amabilidad. El paciente adoptó una ligera actitud de camaradería: «Puedo entenderle perfectamente, doctor, pero se equivoca. Yo no soy alcohólico, ni mucho menos. Tampoco me gustaría quedarme aquí, preferiría regresar a casa cuanto antes. ¿Sabe? Usted bebe a veces algo más de la cuenta, yo bebo a veces algo más de la cuenta. Así es la vida. Pero no por eso somos alcohólicos usted ni yo...». El paciente permanecía de pie delante de mí con una amplia sonrisa. La piel de su cara estaba ligeramente enrojecida y, también por lo demás, mostraba marcas típicas de los alcohólicos. No quería verme envuelto en una larga discusión, así que abordé el asunto 108

en derechura: «¿Ha recibido ya alguna advertencia en el trabajo?». «Sí, doctor, hace un año». «¿Por causa del alcohol?». «Sí, pero fue pura casualidad. Tuvimos una fiesta de empresa, y todo el mundo bebió a base de bien. Solo a mí me puso el jefe en el punto de mira. No sé, de algún modo, debí de armar jaleo. Y va el viejo y me hace la jugarreta de amonestarme. El mundo es injusto...». «¿Está usted casado?». «Sí». «¿Le ha amenazado su esposa alguna vez con el divorcio?». El paciente me miró incrédulo: «¿Cómo sabe us ted eso?». «¿Por causa del alcohol?». «Bueno, fue una situación bastante estúpida. Tenía problemas en el trabajo, problemas con los amigos, y estuve empinando el codo por la noche. Cuando me acosté, no me tenía de pie. Y a la mañana siguiente mi mujer me dijo que no tenía ya ganas de dormir junto a un borracho. Eso me afectó mucho, pues amo a mi mujer. Y no era la primera vez que me lo decía. Llevamos ya treinta años de feliz matrimonio, y yo he sido siempre una excelente persona». «¿Le han retirado alguna vez el carné de conducir?». «Sí...». «¿Por causa del alcohol?». «Sí, ¿sabe usted?, fue después de una fiesta de la asociación, y conduje unos doscientos metros de vuelta a casa...». El paciente se interrumpió. Su sorprendido rictus delataba una laboriosa actividad intelectual. Me agarró del brazo, frunció la frente en marcados surcos, como si acabara de realizar un increíble descubrimiento, y profirió con candidez las siguientes palabras: «Doctor, esto es realmente extraño. Otra vez el alcohol. Debo de tener un problema...». Le di la razón con franqueza y le propuse volver a hablar al día siguiente con más detalle sobre el asunto, cuando él estuviera sobrio y yo descansado. El paciente ya no opuso resistencia a permanecer ingresado y, agitando meditabundo la cabeza en relación con su propia persona, todavía ligeramente tambaleante, se fue a la cama. El diagnóstico de alcoholismo tiene la peculiaridad de que, en el fondo, solo el paciente mismo puede realizarlo. Existen parámetros analíticos con los que es posible medir el consumo de alcohol en los últimos tiempos, pero únicamente el paciente sabe de verdad si ese consumo de alcohol guarda relación o no con la enfermedad mental «alcoholismo», que restringe hasta tal punto la libertad de la persona que esta experimenta el casi irresistible apremio de beber. Hay un dicho que asevera: el alcohólico evita al médico, y el médico evita al alcohólico. A los alcohólicos no les gusta que alguien los confronte con su problema, y los médicos están habituados desde hace siglos a que el paciente haga sin rechistar lo que dice el señor doctor. Pero precisamente eso no funciona con los alcohólicos, por lo que estos son pacientes que gozan de pocas simpatías. El alcohólico se promete a sí mismo y promete al médico no pocas veces el oro y el moro, pero luego con demasiada frecuencia diluye en alcohol tales promesas. Eso resulta frustrante para todos los implicados. Y esa es la razón por la que algunos excelentes médicos tienen limitados conocimientos sobre el alcoholismo. Entonces transmiten buenas nuevas conforme al lema: «¡No es usted alcohólico, sus parámetros hepáticos están perfectos!». Pero los valores hepáticos, por sí solos, no dicen nada. Hay personas que no son alcohólicas y, sin 109

embargo, reaccionan con un aumento de los indicadores hepáticos incluso a pequeñas dosis de alcohol. Y hay alcohólicos que consumen enormes cantidades de cerveza al día y, no obstante, conservan intactos sus valores hepáticos. En ocasiones, la situación en la que se consume alcohol es mucho más peligrosa que la mera cantidad. A las personas de los países meridionales, que beben vino de forma ritualizada en las comidas, el consumo de alcohol se les va de las manos en dirección hacia el alcoholismo excesivo con mucha menor frecuencia que a los alemanes. El problema es la privatización del consumo: mi frigorífico y yo. El hecho de que en nuestra sociedad individualizada hayan desaparecido las comidas en común, esto es, el derrumbe de la gastronomía, es una causa importante del aumento de la bulimia y el alcoholismo. Por consiguiente, la sola cantidad de consumo alcohólico no es un criterio seguro. De cierto, con un vaso de cerveza al día nadie se convierte en alcohólico. Pero, de todos modos, discutir sobre cantidades no aporta nada; pues, en caso de duda, uno no averiguará las cantidades verdaderas, y tampoco son tan relevantes. En Renania, a veces no es en absoluto sencillo descubrir si un paciente bebe alcohol o no. Si se le pregunta al renano medio si bebe alcohol, en ocasiones lo niega con vehemencia. Si uno entonces, con agilidad mental, le pregunta cuánta KÓlsch [la cerveza típica de Colonia] ha bebido, puede escuchar algo como lo siguiente: «Ah, eso es lo que quería saber usted, doctor. Bueno, digamos que una caja al día...». También alguna que otra elegante viejecita niega todo de forma teatral cuando se le pregunta por su consumo de alcohol: «¿Qué se piensa usted, doctor? ¡Ni una gota!». Si entonces uno vuelve a preguntar lo más delicadamente posible cuánta agua de melisa Klosterfrau puede llegar a tomar al día, salen a la luz cantidades enormes: ¡una o dos botellas al día! Conviene saber que el agua de melisa Klosterfrau es uno de los licores más fuertes de Alemania, casi alcohol puro: ¡setenta y nueve grados! «Pero si sienta tan bien... en el té, en el café... En realidad, ayuda contra todos los males...». De hecho, la encantadora viejecita está como una cuba; pero, después de años y años de entrenamiento, todavía es capaz de mantener en cierto modo la vertical cuando recorre el pasillo. Ahora, sin embargo, le espera, por desgracia, una desagradable cura de deshabituación. Por consiguiente, por lo que hace al diagnóstico de alcoholismo, lo importante no son tanto las cantidades de alcohol, ni los parámetros hepáticos, ni otros datos mensurables. El alcoholismo se manifiesta más bien en que el paciente ha perdido la libertad respecto de la sustancia adictiva y, prosiguiendo con el consumo impulsivo, arruina su vida. Así, la presión adictiva, la pérdida de control sobre la sustancia adictiva y el síndrome de abstinencia son rasgos característicos del alcoholismo. También el desarrollo de la tolerancia se cuenta entre ellos: el alcohólico aguanta provisionalmente mayor cantidad de alcohol que otros, porque el maltrecho hígado procesa el alcohol con mayor rapidez. Pero, durante mucho tiempo, el adicto no quiere reconocerse eso a sí mismo, ni tampoco quiere reconocerlo ante los demás. Y de esa suerte, las preguntas por los tres famosos ámbitos delicados - trabajo, mujer, carné de conduciré - ayu dan a avanzar. No cabe 110

duda de que la profesión tiene una gran importancia existencial. Por consiguiente, quien se arriesga a recibir una amonestación porque bebe tiene una relación poco sana con el alcohol. La relación de pareja es condición previa esencial para la felicidad en la vida. Quien la pone en juego a través de un consumo perseverante de alcohol demuestra que el alcohol ha llegado a ser para él más importante que su propia mujer. Y tampoco cabe minusvalorar la importancia del carné de conducir. Para muchas personas, el carné de conducir es condición sine qua non de su libertad de movimientos. Y poner en peligro, pese a ello, esa libertad es un claro indicio de que la libertad respecto del alcohol no es realmente tal. Para explicar la dependencia, a veces digo: «Si yo le recomendara: "Deje de inmediato de comer yogurt; de lo contrario, tendrá graves problemas", a usted seguramente no le costaría atenerse a ello. Pero, por el alcohol, es usted capaz de renunciar al trabajo, a su pareja y al carné de conducir. Salta a la vista que su relación con el alcohol es por completo distinta de la que tiene con el yogurt». De este modo u otros similares, los pacientes que no quieren calificarse a sí mismos de «alcohólicos» pueden reconocer que tienen «un problema con el alcohol». Este certero autodiagnóstico es por entero suficiente para comenzar una terapia en condiciones. 2. El hombrecillo con la cabeza de cristal: lo que une a la psiquiatría con la mafia La terapia comienza con la deshabituación. ¿Qué es eso en realidad? La primera fase de la deshabituación se llama desintoxicación. Suele durar tan solo unos días. Y en ella se tratan los síntomas físicos de abstinencia que manifiesta el paciente. Las formas más leves son sudores, inquietud, temblores, ansiedad, insomnio. Si los síntomas son agudos, se administran medicamentos para controlar el síndrome de abstinen cia; tales fármacos previenen, sobre todo, los dos acontecimientos más peligrosos vinculados a la supresión del alcohol: el ataque epiléptico inducido por la abstinencia y el delirium tremens, «ver elefantes volando», como se dice popularmente9. La probabilidad de experimentar uno u otro fenómeno varía de paciente a paciente y, en realidad, no es predecible, a no ser que el paciente se haya sometido ya alguna vez a una cura de deshabituación. Como medicamento para controlar el síndrome de abstinencia, algunos psiquiatras recetan benzodiacepina, que tranquiliza y, en especial, evita los ataques de epilepsia; otros prefieren el «Distraneurine» (clometiazol), que trata más que nada el delirium tremens. Ambos fármacos tienen un cierto potencial de adicción, por lo que deben ser administrados solo bajo estricto control y de forma rigurosamente transitoria. Quien sufre un ataque de epilepsia en medio de la deshabituación no es, ya solo por eso, epiléptico; y fuera de la cura, por regla general está a salvo de ataques de epilepsia. Un problema mucho más grave es el delirio. El delirio es un fenómeno sobremanera extraño que, como trastorno psíquico de origen orgánico, puede tener numerosas causas, pero que es observado ante todo cuando se suprime el alcohol. Es un asunto muy serio, ya que, en caso de no ser tratado, puede ocasionar la muerte. Pero su transcurso es 111

susceptible de resultar involuntariamente gracioso. Cuando delira, el paciente se encuentra en un estado alterado de conciencia, del que a posteriori no suele acordarse. Está por completo desorientado y, al mismo tiempo, es en extremo sugestionable. Es decir, que se le puede convencer de cualquier cosa. Todavía recuerdo bien la lección en la que trajeron al aula, encamado, a un paciente con delirio. El profesor le puso delante de la cara una hoja de papel en blanco y le ordenó leer el - inexistente - texto. Tras un cierto titubeo, el paciente leyó de la hoja, con sumo gusto, un confuso texto imaginado. Los pacientes delirantes sufren a menudo alucinaciones ópticas: ven pequeños fenómenos móviles que perciben como «animalitos», «ratones blancos» o similares. Para los pacientes, es algo profundamente turbador. Además, a menudo confunden de forma grotesca la situación. Durante la visita diaria, el médico jefe le preguntó a un paciente con delirio dónde estaba. Después de echar un dubitativo vistazo al pasillo de la cerrada unidad de psiquiatría, el paciente, mirando al médico jefe como quien no comprende nada, dijo: «¿En la panadería?». El médico jefe insistió tocando su blanca bata de médico: «Pero ¿quién soy yo entonces?». El paciente suspiró aliviado y, con convencimiento, exclamó: «¡El panadero, por supuesto!». El médico jefe no hizo más preguntas, los estudiantes sonrieron satisfechos. Otro paciente creía que iba en el tren y acudía una y otra vez a la sala de control de la planta para sacar el billete. Un tercero, que antaño había sido marinero, creía encontrarse en un buque a vapor en alta mar y se agarraba con dramatismo a los pasamanos del pasillo de la unidad, puesto que había «mar gruesa». Con todo, los pacientes son más bien confiados, inseguros y rara vez agresivos. Nunca olvidaré un caso acaecido en mi llamado año de prácticas, el último curso de la carrera de medicina. Trabajaba en una pequeña unidad de psiquiatría recién inaugurada en un hospital general. Tratábamos a un paciente algo grotesco, pero muy amable, oriundo de las profundidades de la región de la Eifel, que padecía un llamativo fenómeno. Veía sin cesar a un hombrecillo «con cabeza de cristal y un montón de ruedecillas dentro. Y, doctor, si lo agarro, me lo cargo...». Por las mañanas, durante la visita, íbamos a su habitación. Un caos enorme: los colchones de pie, las almohadas y las colchas en el suelo. Había intentado de nuevo cazar al hombrecillo. «Bueno, ¿dónde está, pues?», preguntaba el médico jefe. El paciente señalaba con dramatismo a la elevada ventana: «Allí arriba, doctor, se sujeta a la venta na...». El paciente fue tratado con neurolépticos, a fin de eliminar las alucinaciones y la manía. Y a mí se me encomendó constatar en conversaciones diarias si el paciente se distanciaba de su vivencia maniática. Ya al cabo de algunos días se produjo un cierto apaciguamiento. La indignación del paciente se atenuó; y en respuesta a mis escépticas preguntas de si no se iba tornando poco a poco más inseguro, pues en realidad no existían tales hombrecillos, el propio paciente comenzó, de hecho, a insinuar dudas sobre todo el asunto. Estaba muy orgulloso de mí. El tratamiento daba claros resultados positivos, el paciente parecía más 112

libre. Un buen día ingresamos a un alcohólico en la cama que quedaba libre en la habitación ocupada por este paciente. En aquella unidad de psiquiatría se observaba el principio de la mezcla: al igual que en la vida normal, los pacientes no eran separados según el diagnóstico en distintas secciones especializadas. Por consiguiente, nadie había dado importancia al ingreso de este alcohólico. Cuando a la mañana siguiente le pedí a mi paciente del «hombrecillo» - al que tan exitosamente habíamos tratado - que acudiera a la sala de médicos para nuestra conversación matutina, noté un extraño cambio. De repente daba la impresión de ser de nuevo, de algún modo, algo más batallador y volvía a tener en los labios esa sonrisa altanera que en ocasiones los enfermos maníacos nos regalan a los ideólogos de la normalidad. Apenas nos habíamos sentado cuando me espetó: «Doctor, ahora está claro: ¡el otro también lo ha visto!». Me quedé del todo atónito. «¿Qué es lo que ha visto el otro?». «Pues ¿qué va a ser? ¡El hombrecillo!», exclamó triunfante el paciente. Había contado con todo, salvo con eso. Me levanté de un salto y corrí con el paciente a su habitación. En ella, el otro paciente yacía aún en cama. Su aspecto había cambiado. El día anterior temblaba sin parar. Eso también podía verse a la sazón. Pero los temblores habían empeorado, y el hombre daba manotazos en el edredón sin la más mínima coordinación. Los ojos parecían algo vidriosos; sudaba en abundancia e, inseguro, recorría toda la habitación con la mirada. «¿Qué ha visto usted?», le pregunté. Entonces, comenzó a dibujar con las manos una cabeza redonda y dijo: «He visto a un hombrecillo así, con cabeza de cristal y un montón de ruedecillas dentro...». La descripción era idéntica punto por punto a la de mi paciente. Ese fue uno de esos breves momentos en los que uno, como profesional dedicado a la psiquiatría, pondera por un instante quién está realmente loco aquí. Pero cuando me serené, entendí con claridad qué era lo que había ocurrido. El alcohólico había caído en el delirio durante la noche y - sugestionable como era, se quiera o no, en esa situación - había escuchado las gráficas descripciones de su compañero de habitación, tomándolo todo al pie de la letra. Luego, no fue en absoluto sencillo explicarle a mi paciente que, en psiquiatría como en lo tocante a la mafia, dos testimonios coincidentes no siempre demuestran la verdad de lo afirmado. Pero también pueden darse otras complicaciones. En una ocasión fue ingresado un paciente de más de setenta años al que se le había diagnosticado «mal de Parkinson». El diagnóstico lo había realizado el médico de familia. A la sazón, nosotros teníamos competencia también en lo relativo a enfermedades neurológicas; y el paciente se encontraba, de hecho, seriamente mermado. Le temblaba todo el cuerpo, iba en silla de ruedas y estaba totalmente desvalido. Solo una cosa llamaba de inmediato la atención: los temblores eran, de algún modo, extraños. No temblaba con el ritmo relativamente lento típico de los enfermos de Parkinson; más bien, temblaba como un azogado. También la evolución de la enfermedad era insólita. Los temblores habían comenzado de modo más o menos repentinos tres meses antes, y los medicamentos anti-Parkinson recetados por el médico de familia no habían hecho sino intensificarlos. Preguntamos con todo detalle. La inmensa mayoría de los diagnósticos se derivan de la esmerada elaboración de la historia 113

clínica del paciente. Y al proceder a ello, descubrimos algo inesperado; a saber, el paciente llevaba años tomando benzodiacepina en dosis cada vez más altas. El médico de familia no sabía nada de ello, pues el paciente había recibido el «somnífero» de su esposa. Pero esta había muerto tres meses antes. Él se había hecho un lío cada vez mayor con los medicamentos. A veces dejaba de tomarlos durante largo tiempo, por lo que sufría un síndrome de abstinencia de la benzodiacepina. El síndrome no principia de inmediato, como ocurre con el alcohol, sino, por regla general, solo algunos días después de la supresión. El paciente se tornaba inquieto, temeroso, dormía peor y, sobre todo, comenzaba a temblar. Luego volvía a tomar benzodiacepina y los síntomas disminuían. No obstante, puesto que finalmente se acabó el suministro, los temblores aumentaron hasta postrarlo en silla de ruedas. Pero el fármaco anti-Parkinson que le había recetado el médico de familia acentuó aún más los temblores asociados a la abstinencia, de suerte que se creó un círculo vicioso que culminó en el ingreso. Si los pacientes han estado tomando benzodiacepina durante años, este medicamento ya no se retira cuando son mayores, porque la supresión es muy dolorosa. Mas, en este caso, la situación había llegado a ser aún más abrumadora para el paciente a causa de las supresiones parciales, por lo que decidimos llevar a cabo una deshabituación completa. El paciente sufrió incluso un delirio e intentó cavar una zanja debajo de su cama, pero con ello concluyó la deshabituación. El paciente se puso de nuevo en pie. Volvió a ser capaz de caminar sin ayuda. La silla de ruedas fue vendida, y un elegante señor mayor en relativo buen estado de salud abandonó todo agradecido el tratamiento estacionario. La dependencia de la benzodiacepina arroja, por lo demás, una sombra sobre el cuerpo médico: con mucha frecuencia los propios médicos, en virtud de una imprudente praxis prescriptiva, son corresponsables de esta dependencia. Sin embargo, también los pacientes contribuyen a ella cuando exigen inflexiblemente a su médico que les asegure el sueño. «Pues al vecino su médico le ha recetado algo estupendo...». Inducir el sueño o disipar la ansiedad de forma directa e inmediata: tal pretensión lleva a la dependencia. También la adicción a los analgésicos puede surgir de este modo. Además, tiene el desagradable efecto de que, antes o después, los propios analgésicos generan dolor, un círculo vicioso que hace absolutamente necesaria una deshabituación. Los pacientes consumidores de medicamentos pueden beneficiarse de ayudas análogas a las de los alcohólicos. Hay centros de asesoramiento para alcohólicos y farmacodependientes que informan, motivan y organizan todos los pasos posteriores. Una vez completada la desintoxicación, que suele llevarse a cabo de forma estacionaria, los pacientes pueden participar en grupos de autoayuda, que se han acreditado como sumamente exitosos. Pero también cabe continuar con una terapia de larga duración ambulante, en clínica de día o estacionaria. 3. Psicoterapia: ¿qué hacer en vez de ser adicto? ¿Cómo se puede tratar el alcoholismo? Puesto que hoy entendemos la dependencia como 114

una enfermedad del libre albedrío, la relación cooperativa entre el psicoterapeuta y el paciente es importante. Antaño, uno, como joven médico ayudante, se encontraba en una embarazosa situación con los alcohólicos. Se trataba bien de pacientes a los que había que misionar, bien de pacientes ya misionados. El paciente que tenía que ser misionado intentaba explicarle al médico que él no era un alcohólico: «¿Sabe, doctor? Todo el mundo bebe alguna vez un poco...». En tal caso, uno, como joven facultativo, desplegaba todo el amenazador escenario de la catástrofe ocasionada por el alcohol, lo que regularmente terminaba con que el paciente - si continuaba con su patrón de conducta - se vería obligado a criar malvas. Mientras que uno, después de tales interminables debates, que no surtían el más mínimo efecto en el paciente, acaba con los nervios destrozados, enfrente de él tenía sentada a una persona relativamente relajada que, en tono amable, intentaba calmarlo: «No se lo tome tan a pecho. Su intención es buena, pero, al fin y al cabo, yo no soy alcohólico». Solo mucho después comprendí que el paciente, por supuesto, había estado entrenándose durante años para semejante plática. Pues conocía de sobra tales asediadoras conversaciones de la relación con su esposa, sus amigos, sus familiares, quienes, crecientemente desesperados, habían intensificado más y más la presión, de suerte que el paciente había aprendido cada vez mejor a sortear semejantes «diálogos motivadores». Cabría suponer que el caso contrario, el paciente misionado ya con éxito, es un deleite para el terapeuta. Craso error. Frente al terapeuta está sentado un paciente radiante que enseguida confiesa de buen grado que ha vuelto a beber. En tono ligeramente aleccionador explica que es alcohólico, que sufrió «presión adictiva» y que, por eso, bebió. Fue entonces cuando se produjo la «pérdida de control», tan habitual en los alcohólicos, y ahora helo aquí una vez más. ¿Qué hace uno en esta situación? ¿Qué le explica uno como psicoterapeuta a un paciente así? ¡Ya lo sabe todo! Un paciente ya misionado puede desconcertar a algunos terapeutas más que un neófito al que hay que misionar. Terapéuticamente, desde la visión actual, se insistirá en ambos casos en la responsabilidad del paciente y se fortalecerá su libre albedrío. De ahí que demos gran importancia a una relación cooperativa con los pacientes basada en la estima y dirijamos el foco de la atención a las capacidades existentes. Estas personas no suelen estar acostumbradas a ello. De los psicoterapeutas esperan, como de las demás personas, la pregunta: «¿Por qué ha reincidido?». Sin embargo, esta pregunta no es especialmente interesante. Con no poca frecuencia se trata de situaciones idénticas, y para el paciente resulta siempre bochornoso describir su «pecado original». Mucho más útil es la pregunta: «¿Cómo puso fin a su recaída?». Algún que otro paciente resignado, que quizá tampoco espera del psicoterapeuta sino nuevas humillaciones, responde entonces: «La botella estaba vacía, doctor». Pero si uno replica con amabilidad: «Si uno de nosotros dos sabe dónde conseguir una botella nueva, ese es, sin duda, us ted», el paciente asiente con la cabeza y cuenta que pensó en su mujer y en sus hijos, y tomó la decisión: «¡Y 115

ahora te vas a la terapia!». Entonces, el paciente permanece allí sentado con los ojos humedecidos, y a quien como psicoterapeuta formula tales preguntas le conmueven en ocasiones profundamente los increíbles esfuerzos y luchas que los alcohólicos llevan a cabo para levantarse de nuevo una y otra vez. Comenzar así la conversación permite al paciente no tener que mirar al psicoterapeuta desde el fondo del abismo, sino encontrarse con él en pie de igualdad, como alguien que ya ha conseguido algo y quiere seguir avanzando. Nuestra tarea consiste entonces en informar al paciente de forma objetiva sobre el actual estado de la ciencia en lo que se refiere a su situación, así como sobre las posibilidades de ayuda que existen y entre las que puede elegir la que considere más conveniente para él. En ello, el paciente no tiene por qué atenerse a los conceptos y términos preferidos por los psicoterapeutas especializados en adicciones. Que sea «alcohólico» o que «tenga un problema con el alcohol» es irrelevante de cara a una psicoterapia con expectativas de éxito. Tampoco es determinante que se decida por la abstinencia para siempre o para un periodo de tiempo limitado. Lo importante es que el paciente tenga la sensación de que puede hablar con franqueza; de que, disponiendo de buena información, él mismo puede decidirse por las medidas que considere útiles; y de que no se le obligará a seguir cualesquiera planificaciones gratas de escuchar. Lo decisivo no son los juramentos sagrados de que no quiere volver a beber alcohol; antes bien, la pregunta interesante de verdad es que podría o querría hacer en vez de beber alcohol. Porque el consumo de alcohol tiene con frecuencia motivos perfectamente comprensibles: problemas, inseguridad, aburrimiento, etc. Si una persona se limita a prescindir del alcohol, sigue teniendo los mismos problemas, la misma inseguridad, el mismo aburrimiento, solo que ahora sin alcohol. Eso tampoco mejora la situación. Así pues, ¿qué se puede hacer con los problemas, la inseguridad y el aburrimiento en vez de consumir alcohol, algo que hasta ahora, de algún modo, ha resultado útil? Es importante implicar a los familiares, quienes a menudo también sufren desde hace años a causa del alcoholismo del paciente. Pero debe quedar claro que la responsabilidad de la psicoterapia sigue recayendo en este. Con no poca frecuencia surge en las familias afectadas por la adicción un determinado tipo de constelación al que se ha dado el nombre de «triángulo dramático». Están los «salvadores», que se desviven por salvar al paciente, llamémosle Pepe. Le esconden la botella, llaman los lunes al trabajo para disculpar su ausencia por culpa de una «gripe», mantienen la fachada ante los vecinos y amigos. Este papel suelen desempeñarlo las esposas. Y luego están los «perseguidores», por regla general «salvadores» jubilados que durante años han intentado salvar a Pepe y que, decepcionados una y otra vez porque todos los juramentos sagrados han sido rotos, ahora están cabreados con Pepe. Ambos grupos libran entonces una lucha de titanes. Los «perseguidores» acusan a los «salvadores» de ser quienes sin receso posibilitan beber al paciente. Y no les falta razón. Los «salvadores», por su parte, culpan a los «perseguidores» de empujar una y otra vez al paciente hacia la bebida con su incesante 116

crítica corrosiva. Tampoco a estos les falta razón. De esta suerte, se desencadena una querella entre «salvadores» y «perseguidores», y Pepe puede seguir bebiendo tranquilamente, ya que nadie se preocupa de él. Si ambos bandos recapacitan y reflexionan sobre quién bebe aquí en realidad, las miradas de unos y otros se dirigen entonces hacia Pepe y se hace patente que es él quien debe decidir; y entonces se abre la posibilidad de una terapia exitosa. Si los problemas en los tres ámbitos delicados ya mencionados - trabajo, mujer, carné de conducir - son indicios decisivos de la existencia de alcoholismo, resulta comprensible que sea, sobre todo, la empresa el lugar donde debe hacérsele ver al paciente su problema con el alcohol. Pues los familiares mantienen una estrecha relación afectiva con él, por lo que, en la mayoría de los casos, se ven desbordados por la tarea de confrontar al adicto con su problema. Quien pierde el carné de conducir por culpa del alcohol ha puesto ya en peligro la vida de otras personas. Y así, es importante la existencia en el ámbito laboral de servicios de ayuda que muestren a los trabajadores adictos caminos para superar su adicción y se preocupen de que los superiores afronten de forma adecuada el problema. Si aquí se reacciona con la sola guía de los sentimientos, la adicción del trabajador es tolerada y encubierta primero durante largo tiempo, pues los alcohólicos son a menudo compañeros muy queridos que, con su solicitud, inconscientemente quieren evitar verse confrontados con su problema. Pero, antes o después, la adicción termina imponiéndose, los excesos aumentan, la fiabilidad decrece y el ambiente en la empresa se transforma. De repente, desaparece la actitud comprensiva. Por supuesto, ni una ni otra forma de actuación son profesionales. El camino correcto es que el superior ponga sobre el tapete a tiempo y de forma objetiva los fenómenos llamativos y sugiera ayudas sin realizar él mismo diagnósticos. Si el trabajador afectado no cambia con ello su comportamiento, entonces hay que ponderar asimismo consecuencias jurídico-laborales, por el bien de la empresa y por el bien del paciente. 4. Los adictos y los normales: el sentido de la adicción Antaño, los adictos eran despreciados por los normales como pecadores. Sin embargo, al menos santa Mónica, la intrépida madre de san Agustín, fue, por lo visto, temporalmente alcohólica. En su autobiografía, las Confesiones, el primer libro psicológico de la literatura mundial, san Agus-tín escribe que su madre, después de que, como adolescente, hubiera bebido vino con regularidad por el placer de lo prohibido, «terminó apurando los vasos rebosantes de vino sin mezcla». En el siglo XIX se crearon «sanatorios para bebedores», a fin de mo ver a la conversión a los «pecadores» del alcohol. El antiguo desdén, el carácter embarazoso de la enfermedad, la vergüenza: tales son aún en la actualidad las principales trabas que dificultan a las personas reconocer su adicción. Pero la adicción no es un pecado. Quien pretenda preciarse de no ser adicto debería saber que existe incluso un factor hereditario del que nadie es responsable. Además, 117

cualquier persona puede verse inmersa en una situación trágica en la que reaccione con una conducta adictiva. Son entonces justo las personas más sensibles las que se tornan dependientes de sustancias adictivas. Quien no tiene escrúpulos ni se detiene ante nada difícilmente devendrá adicto. Así, los adictos representan la sombra de una sociedad de normales que empuja a las personas que están en la luz a metas cada vez más inalcanzables, una sociedad que no guarda para los fracasados más que oscuridad y espacios marginales. En ella ya no hay sitio para las personas sensibles y comprensivas. Todo se vuelve más frío, y los tipos guay y escurridizos son los privilegiados artistas de la supervivencia en un mundo que funciona sin fricciones y en el que la temperatura humana decrece. Los adictos irradian a menudo más calor humano. Con no poca frecuencia son más sensibles que los normales; y por otra parte, son los normales carentes de escrúpulos quienes, con su desconsiderada agresividad, pueden empujar a las personas a la adicción. Por mucho que la psicoterapia se concentre con buen criterio en la responsabilidad del paciente sobre su propia conducta. Este aspecto en modo alguno representa toda la verdad. Y quien ha seguido la difícil biografía de algunos adictos no puede sino sentir un enorme respeto por los esfuerzos en ocasiones casi sobrehumanos de estas personas, que fracasan una y otra vez y, no obstante, siempre comienzan de nuevo. Quien se ha acostumbrado a dirigir la mirada a las capacidades de los pacientes descubre ricos tesoros justo en los adictos. Los alcohólicos indigentes son tenidos comúnmente por personas del todo incapaces, fracasadas por completo. Si se mira con mayor atención, surge una imagen bien distinta. Pocos normales estarían en condiciones de arreglárselas siquiera una semana como indigente en invierno en Colonia: organizar cada día de nuevo el lugar donde pasar la noche, comer y, sobre todo, beber para evitar el síndrome de abstinencia. Para ello son necesarias buenas relaciones sociales, que exigen ser cultivadas a diario. ¿Qué persona normal podría hacer eso de forma espontánea? Si uno se percata de este extremo, trata con mucha mayor estima a tales pacientes, y entonces cuaja sin esfuerzo una relación terapéutica cooperativa. Hace años tratábamos una y otra vez a un paciente gravemente alcohólico que no tenía hogar e iba en silla de ruedas, pero siempre permanecía demasiado poco tiempo con nosotros. Ello se debía a que vivía de mendigar y quería evitar la pérdida de ingresos. Entonces se nos ocurrió una «solución renana». Por la tarde hacía «prácticas» en la zona peatonal de la ciudad; de este modo, por fin se quedó el tiempo suficiente. Cuanto más trata uno con adictos, tanto mayor respeto le infunden. Y en ocasiones uno se avergüenza de todos los insensibles normales que se creen mucho mejores que «esos de ahí». El alcoholismo solo fue reconocido como enfermedad en Alemania en 1968, merced a una sentencia del Tribunal Social Federal. Lo cual le quitó el estigma del pecado y concedió por fin a los pacientes el derecho a recibir terapia. El alcoholismo es una enfermedad grave. El riesgo de suicido es considerable. Todos los órganos del cuerpo sufren daño, no solo el hígado. Se distinguen varios tipos de 118

alcohólicos: quienes beben ante los problemas, quienes beben ocasionalmente y luego están las formas más graves: los alcohólicos crónicos, que incurren en grandes excesos de alcohol; los bebedores de nivel fijo, quienes mantienen siempre constante su índice de alcoholemia y nunca están demasiado borrachos, pero tampoco sobrios; y, por último, los bebedores trimestrales, quienes, entre exceso y exceso alcohólico, no consumen alcohol alguno. Por lo demás, las mujeres toleran, por término medio, solo un tercio de las cantidades de alcohol que toleran los varones. Asociados al alcoholismo existen algunos curiosos fenómenos más. Está la alucinosis alcohólica, que puede aparecer tras largos años de dependencia del alcohol. El paciente oye voces; y, por cierto, a menudo procedentes de enchufes u otros objetos. A diferencia de lo que ocurre en las alucinaciones maníacas, el alcohólico sabe que, en realidad, eso no puede ser verdad. Sin embargo, es comprensible que algo así resulte muy desasosegante para una persona. Recuerdo a una paciente que siempre oía hablar a su difunto prometido Willi desde una lata de Coca-Cola. Una enfermedad aún mucho más inquietante es el llamado síndrome de Korsakoff. Vulgarmente se dice que la persona que padece este mal se ha «bebido el cerebro». Formulado con mayor exactitud, los pacientes que sufren este «síndrome amnésico» pierden de forma más o menos repentina la orientación y, sobre todo, la memoria de corto plazo. A diferencia de la demencia, las capacidades intelectuales permanecen en gran medida intactas. En contraste con el delirio, la conciencia no está nublada, ni se halla menoscabada por alucinaciones. Puesto que al síndrome de Korsakoff suele subyacerle una falta de vitamina B 1, en casos agudos se administra esta vitamina en altas dosis en forma de medicamento, a fin de salvar lo que aún pueda ser salvado. Pero la evolución es lenta. A menudo, solo al cabo de meses se logra una visible mejoría. Algunos pacientes, sin embargo, nunca consiguen salir ya de este estado o terminan con demencia alcohólica. El actor Harald Juhnke padeció al final de su vida, a resultas del consumo continuado de alcohol, una grave pérdida de orientación y memoria. La alucinosis y el síndrome amnésico son trastornos psíquicos de origen orgánico, que también puede tener otras causas. Por lo demás, qué órgano sea el más afectado por el alcohol es algo que, en la mayoría de los casos, depende de la genética. Las personas dependientes de drogas ilegales no suelen entenderse bien con los demás adictos. Pero para los normales en especial, representan un incordio. Estos pacientes jóvenes y pasotas, a menudo sin ninguna experiencia labo ral, viven solo para el «subidón», para la emoción totalmente breve e intensa. Pero pronto lo único que aún los empuja de un colapso a otro es el miedo al síndrome de abstinencia. En ello, el cannabis, el hachís, es, sin duda, mucho menos destructivo que la heroína. Los daños orgánicos que causa el hachís son incluso menores que los que produce el alcohol. Lo cual ha llevado en los últimos tiempos a una relativización del hachís. No existe razón alguna para ello. Pues el hachís, a diferencia del alcohol, solo se consume en razón del cambio de conciencia que se persigue por vías artificiales. Eso esconde peligros 119

considerablemente mayores que los del alcohol. Y así, nada tiene de extraño que, para muchos, el hachís se convierta, de hecho, en la droga de entrada a una nefasta tragedia marcada por los estupefacientes. Del hachís aún se puede librar uno con cierta facilidad. Los síntomas de la abstinencia son suaves. En cambio, la dependencia y la abstinencia de la heroína son bastante más virulentas. La dependencia se produce también con mayor rapidez. Recuerdo bien que traté a una joven consumidora de hachís que finalmente consiguió dejar de consumir. Pero entonces, un día probó la heroína. De golpe, la paciente cambió por completo. Se escabulló de sí misma, de sus familiares y también de la relación terapéutica. En el último momento fue posible someterla a una cura de desintoxicación, y logró salir de las drogas. Hoy está felizmente casada y es madre. Lo decisivo es la prevención. Hay que conseguir impedir el primer consumo. A tal fin, es importante que los jóvenes crezcan en un entorno en el que las personas más importantes no traten frívolamente con sustancias adictivas y en el que la vida pueda ser configurada de forma activa en vez de por medio del disfrute pasivo del «subidón». Las drogas ilegales tienen su propia historia. Ahí están los morfinómanos del siglo XIX, pero también - y sobre todo - los fumaderos de opio con los que las potencias coloniales occidentales intentaron desarmar a China. Sea como fuere, los británicos libraron dos verdaderas guerras del opio con objeto de obligar al emperador chino a introducir el opio aún en mayor medida. Al final, en China había cien millones de consumidores de opio. Este increíble cinismo de los europeos explica suficientemente algunos prejuicios anti-occidentales de chinos con conciencia histórica. El personal del flower power de la generación del «sesenta y ocho» encontró en el LSD la «superdroga» que le permitía ver ya por medio de alucinaciones el mundo tal como le gustaría que fuera. ¡Si no hubieran existido los horror trips, los malos viajes, que de súbito podían ocurrirle a uno! También con el hachís se producían los desagradables flash backs, estados de repentino pánico, que podían sobrevenir semanas después del consumo de cannabis. La cocaína era a la sazón la droga festiva de los guapos y ricos, así como de quienes - a toda costa - querían contarse entre ellos. Es cierto que la cocaína apenas produce dependencia física, pero sí una enorme dependencia psíquica, capaz de arruinarle la vida a quien la consume de forma tan completa como todas las demás sustancias enloquecedoras y que inducen estados alterados de conciencia, drogas de diseño y estimulantes con los que uno puede empolvar su camino hacia el infierno. Pero lo que activa el consumo de drogas en el mundo entero no es, en último término, la descaminada avidez de felicidad de las víctimas, sino la desmesurada avidez de dinero de los traficantes, que mantiene bajo presión el mercado de las drogas. La heroína es, al igual que esos horribles yogures de color rosa, un producto de la Bayer, cuya sede está en Leverkusen, justo al lado de Colonia. Cuando se elaboró la sustancia a finales del siglo XIX con vistas a combatir los dolores y la tos, nadie podía 120

sospechar que, con ello, se había puesto en uso una de las drogas más peligrosas. La dependencia que puede generar después ya de un único consumo es enorme, y la deshabituación física en extremo desagradable; las psicosis inducidas por el uso de esta droga representan una peligrosa complicación. Sobre la deshabituación de la heroína ha habido largos y vehementes debates. Hasta hace unos años no se conocía más que la «deshabituación fría», esto es, el paciente era ingresado, no tomaba ningún medicamento con potencial adictivo y pasaba por una breve desintoxicación. Puesto que curiosamente no existen grupos de autoayuda para drogadictos, a continuación solo se contaba con la posibilidad de una estricta terapia de varios meses de duración en una clínica especializada. Los juramentos sagrados del drogadicto en el sentido de que quería vivir limpio hasta el final de sus días eran algo que se daba por descontado. A la dureza de la droga se reaccionaba con «duras» medidas terapéuticas. ¡Pero no acudía casi nadie! La mayoría de los pacientes sencillamente no aceptaban esta oferta terapéutica. El número de jóvenes fallecidos a causa de las drogas se incrementó de modo dramático. Así, se optó por explorar nuevos caminos. Se abandonó la dura senda dogmática y se diseñaron las llamadas ofertas de bajo umbral. Especialmente controvertida fue la utilización de una droga sucedánea, la metadona. Esta sustancia posee un potencial adictivo aún mayor que el de la heroína. Pero, por un lado, facilita la deshabituación; y, por otro, por medio de la sustitución permanente (el cambio de la heroína por la metadona), es posible apartar a las personas muy dependientes del mundillo de la criminalidad. ¿Es legítimo desde el punto de vista médico prescribir a una persona una sustancia adictiva solo para que la sociedad tenga menos robos con infracción de los que quejarse? Pero lo decisivo fue que, de este modo, más drogodependientes se pusieron, de hecho, en tratamiento y se consiguió salvar de la depauperación y la muerte a adictos graves. Mientras que a la «deshabituación fría» le tenían miedo, les costaba menos animarse a la «deshabituación caliente» con metadona. A menudo acuden con el único propósito de distanciarse durante una temporada del mundillo de la droga. Y luego, con la cabeza clara por primera vez en mucho tiempo, a veces se plantean si no deberían intentar abandonar la droga. Los drogodependientes muestran a todos los normales obsesionados por el consumo - quienes insensatamente con sideran que la felicidad y el sentido de la vida pueden conseguirse con dinero - adónde conduce, en su última radicalidad, este viaje. El drogodependiente cree con demencial intensidad que puede alcanzar el «subidón» - esto es, la felicidad - con sus propias fuerzas, con mucho dinero, con la droga. De esta suerte, los drogodependientes desenmascaran en penetrantes colores las patologías de una autonomía desquiciada. Aquí nos sale al paso desprovista de maquillaje la seriedad última de toda existencia humana: las ineludibles situaciones límite de la culpa, la lucha, el sufrimiento y la muerte, como las denominaba el filósofo Karl Jaspers. A todos nos alcanzan antes o después. Y así, las drogas a menudo son la artificial respuesta a la profunda pregunta por el sentido de la vida, que resuena en la nada y desasosiega a cualquiera. Por tanto, los drogodependientes se limitan a hacer hasta sus últimas consecuencias algo que, en el fondo, todos perseguimos anhelantes y, sin embargo, 121

constituye un camino equivocado. De ahí que el problema de la adicción no sea resoluble de una vez por todas y que los drogodependientes, con su sola existencia, representen una provocación para la sociedad de la gente normalísima, que prefiere ignorar sus propias patologías. Pero a tales provocaciones los normales reaccionan con la exclusión. De conseguir la felicidad por el dinero es también de lo que se trata en la ludopatía, la más importante de las llamadas adicciones no vinculadas a sustancias, tan extendidas en la actualidad. Cuando, mientras trataba a mi primer paciente ludópata, fui testigo de un síndrome de abstinencia con virulentas manifestaciones corporales como sudores, desasosiego, temblores, etc., al principio no daba crédito a mis ojos. También en esta parcela se han ido organizando con el tiempo programas de deshabituación especializados. En el fondo, todo tipo de conducta puede derivar en una adicción. Pero en cualquier medida terapéutica siempre debe estar en el centro la pregunta: ¿qué puede hacer el adicto en lugar de la conducta adictiva? Cuanto mayor sea el éxito a la hora de encontrar (de nuevo) tales caminos, tanto más pronto podrá abandonar el paciente de forma duradera su conducta adictiva. Así, la adicción es el precio por el proyecto utópico - y, sin embargo, impulsado por los normales con todas su fuerzas - de la factibilidad de la felicidad. Este proyecto, condenado al fracaso, nunca concluirá mientras existan seres humanos. Y el número en creciente aumento de sensibles adictos es el precio a pagar por la vertiginosa frivolidad de todos.

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1. Auto-experimentación de la esquizofrenia: lo que tienen en común un psiquiátrico y un ministerio HAY aquí algo que no cuadra. Este libro es extraño. Una y otra vez aparece la letra inicial de mi apellido en llamativas combinaciones. Algunas historias me recuerdan ciertas vivencias que el señor Lütz en absoluto puede conocer. ¿Quién ha hecho llegar la obra a mis manos? El librero me ha mirado también de forma muy peculiar. ¿No ha sonreído de algún modo a escondidas? ¿Quién me recomendó esta obra con tanto encarecimiento que ahora estoy leyéndola? ¿Por qué tenía que leer precisamente yo un libro sobre psiquiatría? ¿Acaso quiere alguien que me vuelva loco? ¿Es que busca alguien mandarme al psiquiátrico? ¡Y encima ahora leo estas frases! ¿Se va a destapar de inmediato el secreto? ¿No entrará justo ahora - mientras leo sobre la amenaza de ser ingresado en un psiquiátrico que se cierne sobre mí - alguien en mi cuarto y me invitará en un tono amable y comprensivo a empaquetar mis cosas y acompañarle sin más al hospital? En este momento noto asimismo una ligera presión en el estómago. ¿A qué se debe, tan de repente? En cualquier caso, también la habitación en la que ahora me encuentro se me antoja extraña. El picaporte de la ventana señala hacia mí. ¿Por qué? El cuadro que cuelga en la pared está torcido. ¿Qué quiere decirme eso? De una manera u otra, aquí todo está dispuesto con una intención. También la persona con la que me he cruzado antes de retirarme a leer ha reaccionado como nunca suele hacerlo. En sí mismas, sus palabras no han sido especialmente llamativas; pero, escuchándolas con más atención, en ellas resuena algo. ¿Debo necesariamente seguir leyendo? ¿Qué pasaría si cerrara el libro ahora? ¿Es eso entonces signo de algo terrible? Ya llevo tiempo con una sensación semejante... ¿Va a ocurrir ahora? ¿Dentro de un instante? Todo es tan inquietante. Irreal, de algún modo. Distinto de lo habitual. Pero ¿qué se esconde en realidad detrás de ello? ¿Quién trama algo contra mí? ¿Por qué no se da a conocer? ¿Por qué todo este misterio? Sin embargo, en cuanto pienso en ello, me vuelve a la mente aquel librero. Es verdad que sonreía de forma extraña. Probablemente es él el que está detrás de todo esto. ¡Claro, es él quien ha organizado todo! Es él quien me ha facilitado este libro, manipulado y repleto de mensajes indirectos; es él quien quiere hacerme enloquecer, quien quiere humillarme y machacarme. Es él quien, con ayuda de impenetrables métodos técnicos, está produciendo algunos fenómenos llamativos también aquí, en mi cuarto. Quizá me esté irradiando asimismo el estómago con algún rayo láser invisible. ¡Este tipo está detrás de todo! ¡Ahora lo veo claro! ¡Pero no me voy a dejar doblegar por él tan rápidamente! ¡Yo no me dejo aterrorizar con rayos! ¡Yo no permito que nadie me haga enloquecer! ¡No estoy loco! Mi entorno está desquiciado - por culpa de este repugnante librero. ¿Cómo te sientes, querido lector? Tal vez justo en este momento no tan bien. Pues 124

lo que posiblemente acabas de vivir por unos instantes es una de esas llamadas voces obsesivas de las que deriva una obsesión determinada. Has podido experimentar hasta qué punto resulta inquietante la voz obsesiva y cómo el surgimiento posterior de una obsesión concreta - que el librero está detrás de todo - tiene un efecto en verdad aliviador. Quizá esto te ayude a comprender un poco mejor por qué es imposible disuadir de su idea fija a un enfermo maniático por medio de conversaciones; pues, mientras que en la voz obsesiva el yo amenaza casi con diluirse, la obsesión de que el librero está detrás de todo vuelve a infundir una cierta seguridad. Una seguridad patológica, qué duda cabe; pero la seguridad patológica es, al fin y al cabo, mejor que la disolución del yo. El desconcierto del yo desde su propio núcleo, la incapacidad de distinguir con este yo lo que es importante de lo que no lo es tanto y, por ende, el sentimiento de estar desvalidamente entregado a la plétora de impresiones que uno recibe: tal es el trastorno fundamental que caracteriza la esquizofrenia. Por consiguiente, la esquizofrenia no consiste, como en ocasiones se oye decir, en una «escisión de la personalidad» porque el término «esquizofrenia», de origen griego, quiere decir «escisión del alma». Algo así sería más bien una «personalidad múltiple». La esquizofrenia es otra cosa. Todo el mundo sabe, por lo común, qué significa decir «yo». Pero justo eso es lo que ha devenido dudoso para el esquizofrénico. ¿Quién es él, qué hace su entorno? Las voces que él - y solo él - oye y que comentan sus acciones, le imparten órdenes o intercambian opiniones sobre él, ¿proceden de él mismo o son de verdad voces de otras personas? ¿Son sus ideas, que él en ocasiones puede incluso oír en alto, sus propias ideas, o vienen en realidad de fuera? Y a la inversa, ¿pueden ser oídas sus ideas por otros, pueden serle incluso sustraídas por otros? ¿Manda él todavía en sí mismo o es dirigida de verdad su voluntad desde fuera? Sus sensaciones físicas, ¿son creadas desde fuera - por medio de rayos o similares - y, en ese sentido, no propiamente suyas? ¿No le persiguen ciertas personas, no le aguarda la muerte segura? Todo lo que percibe, ¿no se halla relacionado de algún modo con él? Para un enfermo de esquizofrenia aguda, lo anterior no son preguntas. Son certezas, persuasiones más ciertas que tu - en comparación - débil convicción de que en estos momentos estás leyendo un libro en el que se describen fenómenos extraños. Una certeza semejante, imposible de corregir por medio de argumentos, es lo que se llama obsesión. Para el afectado, el brote esquizofrénico agudo resulta fatigoso y existencialmente estremecedor. De ahí que se activen las convicciones personales de mayor calado existencial y que no sea rara la aparición de temas religiosos. Esto no quiere decir que la religión pueda empujar a algunas personas a la esquizofrenia, sino más bien que la enfermedad se busca tales contenidos. Entonces, alguien que nunca ha tenido mucho que ver con la Iglesia se cree Dios o Cristo o el papa. En un entorno menos marcado por la religión, los esquizofrénicos echan mano de otros contenidos. La enfermedad en cuanto tal es, en gran medida, independiente tanto de estos contenidos como de otras influencias sociales. Se ha constatado que en todas las culturas, 125

desde Europa hasta los Mares del Sur, el porcentaje de esquizofrénicos es más o menos el mismo: en torno al uno por ciento de las personas padece, en uno u otro momento de sus vidas, esquizofrenia. Esto, en realidad, representa un porcentaje elevado. ¿Esperarías que, desde el punto de vista estadístico, de un grupo de cien personas con las que te encuentres probablemente una haya sido, será o es en la actualidad esquizofrénica? Es cierto que algunos esquizofrénicos reciben tratamiento estacionario, pero son los menos. También hay esquizofrénicos crónicos que viven en residencias u otros tipos de vivienda con acompañamiento especializado. Pero, por lo demás, se desenvuelven con toda normalidad en la sociedad, viajan en autobús y tren y no se les nota la esquizofrenia. Sobre todo, sigue siendo un error muy extendido pensar que el diagnóstico «esquizofrenia» significa estar «loco» de por vida. La psiquiatría no está por completo exenta de culpa en relación con este prejuicio público. Dementia praecox, idiotización precoz, denominó Emil Kraepelin en 1893 a la esquizofrenia. Tampoco el término «esquizofrenia», acuñado por Eugen Bleuler en 1911, es demasiado afortunado. Ambas denominaciones constituyen, desde el punto vista actual, crasos disparates psiquiátricos. «Escisión del alma» es, como ya se ha explicado, un concepto equívoco; y la esqui zofrenia no lleva asociada precisamente una disminución de la inteligencia. Los esquizofrénicos suelen ser alumnos brillantes a los que de repente se les declara la enfermedad, cultos titulados universitarios y personas con no poca frecuencia en extremo sensibles que - a causa de una proclividad genética enferman en la mayoría de los casos cuando cuentan entre veinte y cuarenta años. Antaño se encerraba juntos a los discapacitados intelectuales y a los enfermos mentales en sanatorios y residencias asistenciales. Lo cual, amén de no hacer bien a ninguno de estos dos grupos humanos, reforzaba de forma considerable los prejuicios sobre los «locos». La verdad es que el cociente intelectual medio en una clínica psiquiátrica y en el ministerio de sanidad es probablemente del todo idéntico. ¡En serio! Un buen día me llamó por teléfono un catedrático de teología. Una de sus antiguas alumnas, que con el tiempo había llegado a ser profesora de secundaria, había comenzado de repente a comportarse de forma sobremanera extraña. Me preguntó si podía examinarla. Así, al cabo de unos días, una joven de aspecto en absoluto extraño y elegantemente vestida entró en mi despacho. Me dijo que confiaba mucho en este catedrático de teología y que había venido a verme porque él la había urgido a hacerlo. En los últimos tiempos había tenido vivencias inusitadas, admitió, pero no se sentía enferma. Me enteré de que estaba casada y tenía dos niños pequeños; el matrimonio era estable. Llevaba algunos años enseñando en un instituto de secundaria. Esta actividad le resultaba grata. Hasta ese momento, la conversación había transcurrido con toda normalidad, salvo por el hecho de que yo había percibido en ella un cierto nerviosismo. Así que le pregunté qué era lo que podría haber movido al catedrático de teología a pedirle que viniera a verme a mí, a un psiquiatra. Ella hizo una pausa. Su mirada inquisitiva me inspeccionó en un segundo de arriba abajo. Mencioné de nuevo de forma 126

expresa el secreto médico. Y así, ella empezó poco a poco a contarme que en las últimas semanas se había sentido singularmente iluminada. Durante un tiempo se había preguntado si no sería tal vez Cristo. Por fin había llegado a la convicción - aquí titubeó por unos instantes - de que era el profeta Elías. Me quedé atónito. Esto lo dijo en un tono de tamaña seguridad que no dejaba lugar alguno a dudas. Le pregunté si se lo había dicho ya a alguien más. No, solo se lo había insinuado al catedrático de teología, pero este no lo había entendido bien. Le pregunté cómo se las arreglaba en la clase de religión. En efecto, admitió, eso era difícil. Justo en aquellos días le había tocado tratar del profeta Elías con el último curso de bachillerato, pero no había dejado que se le notara nada. Con cautela le hice notar que Elías era un personaje profético del Antiguo Testamento y que no resultaba entendible cómo tanto tiempo después podía ser ella ese profeta. En esta pregunta, sin embargo, la paciente no disponía de argumentos razonables. Mas no se le escapaba que dar a conocer esta convicción suya podía acarrearle problemas profesionales. Además, últimamente dormía mal. Así, conseguí convencerla de que tomara un fármaco neuroléptico. También le ofrecí la posibilidad de un tratamiento estacionario, a fin de sacarla de una situación que, sin duda, le resultaba agotadora. Pero no accedió a ello. Por consiguiente, no quedaba más remedio que, una vez descartadas causas orgánicas, intentar un tratamiento ambulante. Ya a la siguiente visita me informó sobre el efecto positivo de la medicación. Dormía mejor. También me contó que durante un tiempo prolongado había estado oyendo la voz de Dios, quien la llamaba, le daba instrucciones y comentaba su conducta. Pero ya no oía esa voz. Sin embargo, la convicción de ser el profeta Elías seguía intacta. La clase de religión, sobre todo, le resultaba muy fatigosa. Mas no quería pedir la baja, por no llamar la atención; además, aseguraba, tampoco estaba enferma. El tratamiento continuó produciendo avances; los efectos secundarios de la medicación eran limitados; a la paciente le surgieron dudas, y comenzó a distanciarse de su obsesión de ser el profeta Elías. Por último, recuperó la salud mental. La obsesión estaba supera da. La paciente era de todo punto incapaz de entender cómo había podido llegar a concebir ideas tan absurdas. Pero, gracias a Dios, eso ya había pasado. Todavía tuvimos algunas entrevistas más con el fin de asegurarnos de que la calma era fiable. Ninguna de las ideas enfermizas retornó. Años más tarde me enteré por la propia paciente de que había continuado con éxito su vida. Existen varias formas de esquizofrenia. La más frecuente es la forma paranoidealucinatoria, la que padecía esta profesora. En las fases agudas, el paciente es maniático y sufre alucinaciones acústicas, es decir, oye voces. Esta forma de la enfermedad reacciona bien a un tratamiento con neurolépticos. La forma hebefrénica (del griego hébé, «joven, adolescente») se inicia, por regla general, a una edad muy temprana durante la adolescencia y transcurre de forma lenta y 127

progresiva, si bien no es igual de fácil influir en ella. El joven paciente habla sin ton ni son, de forma ampulosa y pueril, y pierde cada vez más el hilo en las conversaciones como en la vida. No hay indicios claros de alucinaciones u obsesiones, pero la afectividad, el mundo de los sentimientos, se ve afectada. Como en todas las formas de esquizofrenia, aunque en esta de manera más marcada, el estado de ánimo y el rictus del paciente no se corresponden necesariamente con lo que dice. Su capacidad de resonancia emocional en las conversaciones apenas se encuentra desarrollada. La llamada esquizofrenia simple está vinculada a la anterior. Únicamente muestra el llamado «pliegue en la línea de la vida», una reducción generalizada del dinamismo vital; y el paciente se queda entonces, por así decir, empantanado. No presenta «síntomas positivos», tales alucinaciones y manías, aunque sí «síntomas negativos» como, por ejemplo, aplanamiento de los afectos y falta de iniciativa, amén de trastornos de la concentración y la atención. A todo ello pueden agregarse asimismo los llamados trastornos formales del pensamiento, comunes en los esquizofrénicos, que se manifiestan en dificultades para entender correctamente los refranes. Si tiene que explicar qué significa el proverbio: «El que cava una fosa caerá en ella», el paciente quizá señalará que hay muchas maneras de cavar una fosa: a mano, con una pala, con excavadora, etc. También las observaciones humorísticas pueden ser malentendidas a veces - ¡en modo alguno siempre!-. Además, con no poca frecuencia se da una marcada indecisión. En estados psicóticos extremos, es posible que la argumentación de un paciente esquizofrénico se interrumpa de repente o se desconcierte por completo, «se vaya por los cerros de Úbeda», como se le suele llamar a eso. Entonces, la mente del paciente salta sin ninguna conexión de un tema a otro. «Tres por tres es jueves, Año Nuevo cae en el primer...», decía de cuando en cuando nuestro profesor de inglés - que no era esquizofrénico-, presentando así un clásico ejemplo de divagación. Se acuñan con imaginación palabras nuevas, pero el lenguaje también puede convertirse en un enmarañado revoltijo de palabras. Los trastornos formales del pensamiento pueden aparecer de modo más o menos acentuado en todos los tipos de esquizofrenia. En la esquizofrenia simple están a lo sumo insinuados, y los «síntomas negativos» determinan el cuadro, al igual que ocurre en el residuo esquizofrénico, el remanente crónico de la esquizofrenia. Los antiguos neurolépticos, por lo demás, apenas servían de ayuda en tales estados; la nueva generación de estos medicamentos, en cambio, manifiesta un cierto efecto incluso en ellos. La última forma de esquizofrenia, la catatónica, aún era diagnosticada a menudo por los viejos psiquiatras hace cien años. Los pacientes se encuentran tensos y con frecuencia permanecen horas y horas en la misma habitación en grotescas contorsiones. Algo así apenas se ve ya en la actualidad. 2. Buenas noticias: una inquietante enfermedad pierde su carácter terrorífico Un tercio de los esquizofrénicos se cura por completo. Otro tercio conserva un pequeño 128

déficit que, sin embargo, no les impide desempeñar una profesión. Y el tercio restante está formado por enfermos crónicos, un tercio de los cuales sufre más tarde incluso un «segundo pliegue positivo». Cuanto más agudo sea el comienzo de semejante psicosis, tanto mejor es el pronóstico. Por lo demás, estas informaciones son muy importantes para los familiares, que están sentados presos de desesperación junto a un paciente por completo desquiciado. Cuando una evolución psicótica comienza paso a paso sin alucinaciones ni una obsesión clara, entonces el transcurso de la enfermedad suele ser mucho más difícil. Para los esquizofrénicos crónicos existen entretanto tan buenas ayudas que pueden llevar, con su enfermedad, una vida plenamente feliz. A menudo son más sabios que sus amigos «normales», toda vez que han conseguido superar con éxito graves crisis vitales y en ese proceso han vivido experiencias literalmente fantásticas, que, aun cuando con frecuencia han sido dolorosas, por otra parte han dado a su vida una singular coloración. Así pues, la palabra «esquizofrenia» es hoy, por desgracia, en gran parte equívoca. Porque todas las imágenes de horror que antaño se vinculaban con ella se han quedado sin fundamento. Quienes con mayor desatino emplean la palabra «esquizofrenia» son los «normales». Abusan de ella como insulto y gustan de llamar esquizofrénica la conducta de un «normal» antagonista, cuando lo que quieren decir es que tal comportamiento es contradictorio en sí o de todo punto absurdo. Pero son justamente los normales quienes no pocas veces, por razones nada agradables, se conducen de forma contradictoria o por completo absurda. Los esquizofrénicos de verdad, por el contrario, no vinculan a su llamativa conducta ninguna mala intención. Son totalmente consecuentes en su manía, y el entero edificio maniático está organizado con pleno sentido, es coherente. Solo los maniáticos - supuestos básicos son falsos. Un esquizofrénico que padezca manía persecutoria puede competir en inteligencia y visión estratégica con cualquier oficial del Estado Mayor; solo que el oficial del Estado Mayor conviene al menos con su comandante en jefe en que realmente existe el enemigo. El esquizofrénico, en cambio, tiene que hacer valer su convicción por sí solo. Pero hay casos en los que los esquizofrénicos consiguen convencer de su manía a otra persona - por ejemplo, la esposa, cuando esta posee un determinado tipo de personalidad - de forma tal que uno, como psiquiatra, se encuentra ante una llamada folie á deux, locura a doble banda. Entonces, ambos cónyuges acumulan con celo papel aluminio - que luego atan alrededor de la cama de matrimonio- para protegerse de los rayos láser. La esposa escribe indignadas cartas a todas las autoridades posibles y se niega a dejar entrar en casa a los señores de Sanidad, que tan solo quieren poner en tratamiento a su marido. En tales casos, los representantes de Sanidad se quedan plantados con algo de desconcierto ante la puerta de la vivienda. Una vez que uno recobra un cierto grado de serenidad, primero debe descubrir quién es aquí el que de verdad está «loco». Por lo demás, como muy tarde cuando el paciente cuenta con una mayoría que le apoya en su persuasión y el psiquiatra es el único que se halla firmemente convencido de 129

que el paciente está enfermo, ese psiquiatra tiene un problema y necesita colegas simpáticos que le ayuden de forma profesional y sensible. De ahí que, existiendo contraargumentos convincentes, sea aconsejable agarrar a tiempo el toro por los cuernos. En nuestra clínica ingresamos en una ocasión a un paciente que afirmaba categóricamente que una banda de música portuguesa había tocado de noche en el jardín delantero de su casa, privándole del descanso nocturno. Puesto que se trataba de un apartado pueblo de la región de la Eifel, sopesamos las hipótesis diagnósticas más diversas. Cuando, para culminar la exploración, llamamos por teléfono a casa a sus familiares, resultó para nuestro asombro que en ese pueblo desierto, de hecho, había tocado poco tiempo antes una banda de música portuguesa. También los psiquiatras pueden equivocarse, y cuanto antes se den cuenta de su error, tanto mejor para los pacientes, pero también para los psiquiatras; pues, como ya ha quedado dicho, de lo contrario vienen aquellos comprensivos colegas y... También hay otros trastornos que aparecen asociados a la manía, pero no llegan al cuadro completo de la esquizofrenia. La paranoia es una de esas enfermedades. Entre ellas se cuenta asimismo el llamado delirio sensitivo de referencia. En él, mujeres principalmente tímidas y sobremanera enfermizas, a las que con no poca frecuencia afecta este mal, se encuentran por entero obsesionadas con su manía, pero, por lo demás, están de todo en todo sanas, tan sanas que el objeto de su delirio de referencia - a menudo, de uno u otro modo, una personalidad de alto rango - es conducido hasta el borde de la desesperación. Tuve una paciente a la que ni siquiera las decisiones judiciales la retraían de importunar día tras día con sus declaraciones de amor a un pastor evangélico. No oía voces y, en todos los demás sentidos, era capaz de afrontar bien la vida; solo que no conseguía liberarse de esta estéril locura amorosa. Las personalidades de alto rango desempeñan también un importante papel en una forma desarrollada de esquizofrenia. Una paciente con esquizofrenia crónica que oía voces que comentaban sus acciones y que llevaba largo tiempo comportándose de modo extravagante nos contó al ser ingresada que debía visitar a todo trance al papa en Roma. Tenía que hablar urgentemente con él; este, por su parte, ya se había puesto en contacto con ella. Le había dado determinados signos. Al decir esto, se rió feliz. Por supuesto, no tenía conciencia de estar enferma; había acudido al hospital solo a instancias de sus familiares, mas se negaba a tomar medicamentos. Vimos de establecer con ella una relación de confianza, ya que al principio era muy desconfiada y procuraba - como muchos pacientes avezados - ocultar su manía, ya que una y otra vez había tropezado con falta de com prensión. Cuando ganó más confianza, nos contó que debía convencer sin falta al papa para que suprimiera el celibato sacerdotal y, poco más tarde, nos reveló que estaba llamada a casarse con el pontífice. En realidad, todo aquello era muy coherente. Y es que uno, con el tiempo, llega a comprender muy bien la lógica del pensamiento esquizofrénico en general... ¡sin compartirla, por supuesto! Los pacientes esquizofrénicos desarrollan a veces enteros sistemas maniáticos. Me 130

acuerdo de un paciente que visité en un pueblo de la región de la Eifel. Cinco metros antes del cartel con el nombre de la localidad había una señal de callejón sin salida; además, el pueblo estaba envuelto por la niebla. Todo hacía un efecto bastante inquietante. Yo sabía que el paciente se creía sitiado por pequeños hombrecillos verdes: los veía sentados en las cercas por todas partes. Estaba firmemente persuadido de que querían acabar con él. En ese neblinoso ambiente, casi me pareció comprensible. Y así, tanto el paciente como yo respiramos por fin aliviados cuando llegamos al hospital. Existen sistemas obsesivos repletos de ideas fantásticas de dimensiones realmente cósmicas. Otro paciente me regalaba de continuo galaxias enteras, me advertía de amenazas intergalácticas y, mientras me comunicaba todas estas increíbles ideas, tan atormentadoras para él, nunca perdía la cortesía y la afabilidad. A los pacientes esquizofrénicos les rodea en ocasiones un aura casi sagrada. De forma involuntaria, mantienen a distancia a las personas con sus emociones en exceso atosigadoras, a fin de no difuminar innecesariamente la inestable barrera entre el yo y su entorno. Así, uno no se acerca de verdad a estos pacientes, permanece a una respetuosa distancia de ellos, aunque suelen ser mucho más conmovedores que algunos burdos normales, de esos que van dando palmaditas en el hombro. Low expressed emotions, emociones expresadas débilmente: así caracterizan algunas investigaciones realizadas en Estados Unidos el entorno ideal para los esquizofrénicos. Si en la familia reinan, por el contrario, high expressed emo tions, esto es, las emociones expresadas intensamente, el esquizofrénico enferma - desde un punto de vista estadístico- con mayor frecuencia y para más tiempo. Que un hijo único esquizofrénico sea observado sin cesar de forma rigurosa por sus preocupados progenitores - y participe así de todos los apuros e inquietudes de estos - no necesariamente es bueno para el niño. Es mejor cuando hay diez hermanos y uno de ellos es esquizofrénico, está siempre junto con el resto y nadie se preocupa en exceso de él. 3. El desastre de la talidomida` y la psicología: causas y efectos Pero algo así es más fácil de decir que de hacer y, sobre todo, más fácil de investigar en la universidad que de vivir en la familia. ¡Lo que habrán tenido que aguantar los padres de esquizofrénicos! Así, por ejemplo, existe el equivalente psicológico del desastre de la talidomida, a saber, la tesis de la «madre esquizofrenógena». Fue la psicoanalista Frieda Fromm-Riechmann quien la puso en circulación en el mundo del psicoanálisis. Esta tesis afirma que es una determinada conducta de la madre lo que ocasiona la esquizofrenia del hijo. Al principio, aquello sonó sencillamente a verosímil hipótesis científica. Sin embargo, tuvo dramáticas repercusiones. Los psiquiatras solemos conocer a los pacientes esquizofrénicos cuando ya son esquizofrénicos; es entonces cuando podemos intentar ayudarles. Así y todo, yo fui testi go en una ocasión de cómo una muchacha de dieciocho años, sana y vital, desarrollaba una pronunciada esquizofrenia. Se trata, a buen seguro, de una de las experiencias más estremecedoras de mi vida. Que una madre viva 131

eso mismo en el caso de su propio hijo debe de ser, imagino, bastante más estremecedor. Pero que se culpabilice de ello a esa madre, que se afirme que ella tiene la culpa de la aparición de la enfermedad, se cuenta entre las peores crueldades anímicas que me puedo imaginar. La teoría de la madre «esquizofrenógena» empujó a muchas madres al suicidio. Diez años después, el psicoanálisis había rechazado la teoría porque las supuestas conductas desencadenantes de la enfermedad eran demasiado inespecíficas y tenían, además, efectos del todo heterogéneos - las madres, no obstante, estaban muertas. Es posible, por supuesto, ofrecer buenos consejos sobre cómo tratar a los pacientes esquizofrénicos: estructuradamente, sin atosigar mucho, de forma sobria, no demasiado emocional. ¡Pero intenta actuar así como padre! Cuando estás viendo cómo tu hijo se transforma de manera extraña, se repliega cada vez más en sí mismo, rompe quizá todos sus contactos sociales y no alcanza ni siquiera por aproximación los logros que eran habituales en él. ¡A ver si puedes reaccionar de forma sobria, no emocional, cuando se produce el «pliegue en la línea de la vida» que caracteriza, sobre todo, a las esquizofrenias de desarrollo progresivo! ¡Intenta no ser «sobreprotector»! Las conductas de los padres, por regla general, no son causa, sino consecuencia de la enfermedad. La esquizofrenia es, en esencia, una enfermedad hereditaria. No obstante, también hay que ser cautos con esta expresión. Cuando los familiares me preguntan: «¿Es esto hereditario?», siempre contestó primero: «¡No!». Porque a esta pregunta subyace, por lo común, la idea de que la esquizofrenia se transmite, por así decir, de modo automático a todos los hijos o, al menos, a la mayoría. Pero eso es falso. En el conjunto de la población, el riesgo de enfermar de esquizofrenia se encuentra, como ya hemos mencionado, en tomo al uno por ciento. El riesgo de que el hijo de una madre esquizofrénica termine siendo esquizofrénico está en torno al doce por ciento, o sea, es exactamente doce veces mayor. Esto significa que, de ocho hijos de una madre esquizofrénica, en promedio uno será esquizofrénico. Por otra parte, tal factor hereditario tiene importancia para evidenciar que la esquizofrenia no se debe al erróneo proceder de los progenitores. Es posible que una conducta problemática desencadene un brote de esquizofrenia. Cualquier «estrés inespecífico» - como, por ejemplo, estar enamorado o sufrir una decepción, desbordar felicidad o ser preso de profunda desesperación - tiene capacidad de hacerlo, pero el brote puede sobrevenir asimismo a consecuencia de una neumonía. Mas el brote probablemente se habría presentado incluso sin el estrés, solo que quizá algo más tarde. De todos modos, es una gran insensatez, que aún circula por numerosas películas, pensar que es posible «volver loca» a una persona. De cierto, por medio de profundos traumas se puede causar grave daño psíquico a una persona: el síndrome de estrés postraumático, que voy a describir más adelante, es la consecuencia más dramática de ello. Pero es imposible hacer que alguien se vuelva esquizofrénico. Por eso es tan importante hablar por extenso con los progenitores del paciente tras el primer diagnóstico de una esquizofrenia u otra enfermedad mental grave. Pues, según mi 132

experiencia, casi todos los padres viven esta situación con grandes sentimientos de culpa. Temen haber cometido cualquier error dramático en la educación del hijo. Y ante este trasfondo, me vuelvo apodíctico. Con toda la autoridad de la que dispongo en cuanto médico jefe, les explico que ellos no han contribuido en nada, absolutamente en nada, a la aparición de la enfermedad. Es importante saber esto, en especial porque, después del paciente, los padres son, por así decir, la segunda víctima de la enfermedad, y a menudo sufren más que el propio paciente. Pues nuestra moderna visión individualista del ser humano se revela insuficiente, sobre todo en lo que hace a los enfermos mentales. Todos somos im portantes para otros así en la alegría como en el sufrimiento. Estas otras personas sufren con uno, pero también son una saludable ayuda. De ahí que resulten útiles los grupos de autoayuda en los que los familiares de enfermos mentales pueden fortalecerse unos a otros y dejar de sentirse más solos que la una en sus dificultades. Pero no solo son malos los callados temores de los padres de no haber hecho nada a derechas. También aquí están los inevitables parientes sabihondos que todo lo saben meramente de oídas. Chismorrean de forma manifiesta que con una madre así nada tiene de extraño que se desarrolle semejante enfermedad, que ellos lo sabían desde hacía mucho tiempo y que ahora ha surgido una importante contrariedad, etc. También contra tales golpes en heridas que - se mire por donde se mire - siguen abiertas es necesario proteger a los padres del paciente. Por lo demás, casi todo el mundo tiene algún familiar mentalmente enfermo de gravedad. La única razón por la que es tan difícil enterarse de ello es porque los normales prefieren callar como tumbas al respecto. Pregunta si no por la tía «extravagante» o el tío «extraño». Toda familia cuenta en su seno con alguno de tales personajes pintorescos, de quienes embarazosamente se calla ante el aburrido e insípido resto de la parentela. La esquizofrenia se trata, sobre todo, con ayuda de medicamentos, los llamados neurolépticos. Son útiles asimismo las entrevistas psicoterapéuticas de apoyo, así como otros métodos terapéuticos diversos, por ejemplo, la ergoterapia, la terapia deportiva, etc. Pero, por desgracia, no se puede menos de reconocer que aquí el remedio esencial no somos nosotros, brillantes psicoterapeutas, sino - de forma banal - los psicofármacos. Al comienzo de la era farmacológica, esto aún era motivo de controversia. Había psicoterapeutas que ambicionaban poder tratar la esquizofrenia sin medicamentos de ningún tipo. Pero entretanto tales psicoterapeutas se han percatado hace ya tiempo de que eso es un error. No intentar al menos proporcionar a un paciente esquizofrénico la ayuda de los modernos neurolépticos, libe rándolo así quizá de su sufrimiento, sería un error médico. Los neurolépticos constituyen un remedio: tienen la virtud de volver a configurar la vida de forma llevadera o incluso restablecer la plena salud mental. Quien ha sido testigo de cómo las personas - después de una historia de sufrimiento de meses, que las ha llevado desde el naturópata al santero y de este a otras sandeces esotéricas - encuentran el camino de salida de la locura merced a una medicación correctamente dosificada es inmune a toda hostilidad ideológica contra los fármacos. 133

4. Los esquizofrénicos y los normales: una relación crispante Sin embargo, el paciente no experimenta solo los efectos positivos, sino también los indeseados efectos secundarios. De ahí que sea bueno implicar de modo cooperativo en el tratamiento a los enfermos experimentados, a fin de que ellos mismos puedan sopesar los efectos aliviadores y los efectos secundarios agravantes. He tenido pacientes familiarizados con la literatura científica sobre neurolépticos a los que, al presentarles, por ejemplo, un nuevo neuroléptico, les he facilitado la literatura científica pertinente, de suerte que ellos mismos decidieran si querían probar o no el nuevo fármaco. También es conveniente que los pacientes conscientes de su enfermedad aprendan a participar en la regulación de la dosis de sus medicamentos. Entonces experimentan los medicamentos de verdad como un remedio y se experimentan a sí mismos como gestores de la propia enfermedad. De este modo, aprenden igualmente a no exigirse demasiado, pero también a no minusvalorarse ni replegarse en sí mismos en las fases agudas con vistas a que la vulnerable piel de su alma no sufra daño. Existen además iniciativas de autoayuda en las que los afectados intercambian experiencias y se ejercitan en hacer valer - seguros de sí mismos - sus derechos, incluso frente a ciertos médicos que no respetan en suficiente medida la autodeterminación del paciente. Los pacientes experimentados conocen su enfermedad mucho mejor que nosotros, muy estudiados doctores. Y a este respecto nos viene siempre bien un poco de modestia. Para los pacientes esquizofrénicos crónicos es importante disponer de una estructura abarcable. En una residencia que yo atendía como psiquiatra reinaba el caos emocional. Cada cual intentaba entender a los demás, se hablaba sobre sentimientos, el personal trataba a los pacientes como amigos o colegas. Los pacientes eran ingresados sin cesar en el hospital. Entonces se hizo cargo de la residencia, como nuevo director, un trabajador social que introdujo estructuras claras. A todos los trabajadores empezó a llamárseles de inmediato de «usted»; y a los pacientes, por supuesto, también. Los pacientes podían quejarse ante la dirección de la casa sin que las quejas cayeran en saco roto, pero también se plantearon ciertas exigencias a la responsabilidad personal de los residentes. El ambiente cambió de la noche a la mañana. Los pacientes daban de repente la impresión de ser mucho más adultos, el número de estancias en el hospital decreció drásticamente y el señor L. - que padecía una acusada esquizofrenia crónica y que, por lo general, solo profería un revoltijo de palabras y me regalaba textos de varias páginas de todo punto ilegibles - se dirigió a un nuevo trabajador con el perfectamente inteligible comentario: «Soy el señor L. Y quiero que me llame de usted». Los límites personales comenzaron a ser respetados, y ello repercutió de forma saludable en todos los pacientes. Por lo demás, este paciente, a pesar de lo inaccesible que en ocasiones resultaba, era muy simpático. De vez en cuando intentaba viajar a Estrasburgo, al Tribunal de los Derechos Humanos, pero siempre era detenido por la policía y devuelto al centro psiquiátrico. Entonces, se enojaba bastante con los policías y, durante meses, continuaba llevando su proceso desde su habitación, en la que componía alegatos interminables y por 134

completo ininteligibles. No obstante, ofrecía lecturas públicas de estos textos para residentes y trabajadores del centro. Solicitaba entonces con severidad la atención de sus oyentes; sin embargo, aparte de un revoltijo de palabras en un lenguaje sumamente subjetivo que solo él - si acaso - entendía, nada salía de allí. A pesar de ello, todo el mundo lo apreciaba. Probablemente, esto tenía que ver con el hecho de que a los esquizofrénicos se les nota que son más sensibles que otras personas. Pero algo así constituye también toda una destreza. Hay escritores como Hdlderlin o, ya en nuestra época, Robert Walser que pasaron largas temporadas de su vida en hospitales psiquiátricos. Es muy posible que el pintor Van Gogh sufriera asimismo brotes esquizofrénicos. Yo conocí a un joven muy piadoso que quería ingresar en una congregación religiosa. Aunque padecía una psicosis, era capaz de diferenciar muy bien los dos mundos en los que a ratos vivía. El orden de la vida conventual le hizo bien; y con su enfermedad, llevó una vida religiosa trabajosa, pero, precisamente por eso, convincente. En ocasiones, también un religioso esquizofrénico que forme parte de la familia conventual puede aportar a la comunidad, con su manera de vivir la enfermedad, profundos estímulos espirituales. Las personas con esquizofrenia son tan inteligentes como cualquier normal, pero tienen mucha menor proclividad que los normales listos a engañar a otros con astucia y perfidia. No siempre dicen lo que piensan, porque a menudo han vivido malas experiencias al hacerlo. Pero, en cierto modo, cuando dicen algo, son más veraces que otras muchas personas. Cabría afirmar que los esquizofrénicos sufren en ocasiones a consecuencia de su verdad subjetiva, y la forma en la que lo hacen puede resultar muy impresionante. Sea como fuere, ningún esquizofrénico ha desencadenado o conducido nunca una guerra; ninguno de mis pacientes esquizofrénicos ha sido delincuente de cuello blanco ni persona sin carácter en otros terrenos. A buen seguro, los esquizofrénicos, con sus peculiaridades y su inadaptación, causan escándalo en la sociedad de los incurablemente normales; además, en las fases agudas de la enfermedad, pueden tor narse agresivos. Sin embargo, quien conserve suficiente sensibilidad para lo humano tiene oportunidad de beneficiarse del colorido de estas personas fuera de lo común. Por lo demás, muy rara vez se desorientan. Lo cual no siempre puede decirse de los normales. Cuando en una ocasión le expliqué a un buen amigo mío dotado de sentido del humor cómo llegar en coche al hospital donde trabajo, se mostró bastante duro de mollera. Y cuando ni siquiera a la tercera entendió nada, exclamé: «Ve sencillamente a la zona sur de Colonia, pégale a un policía y dile que unas voces te ordenaron que lo hicieras. ¡Y te traerán hasta mí!». ¡Nuestro problema son los normales! Toda minusvaloración de nuestros semejantes esquizofrénicos y toda sobrevaloración de los «normales» lleva a engaño. Pues hay algo que une a todas las personas: errar es humano, o para decirlo con Goethe: «Yerra el hombre en tanto aspira» (Es irrt der Mensch, so lang er strebt, Fausto, Primera parte, «Prólogo en el cielo»)".

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EXULTANTE, hondamente afligido, ¿quién es este en verdad? Pero hay personas que padecen una enfermedad que les hace vivir justamente tales extremos altibajos. 1. La depresión: ¿qué es lo bueno dentro de lo malo? El ejecutivo en la flor de la edad estaba desesperado. Desde hacía meses su estado de ánimo se había ido hundiendo poco a poco; ya nada le deparaba alegría. Le faltaba empuje; se cansaba enseguida y, no obstante, ni dormía bien ni encontraba placer en la comida. Le atenazaba el miedo de que todo pudiera irse a pique. Sin embargo, en el fondo no tenía ningún problema. Tenía un buen trabajo, una esposa simpática y delicada, hijos adultos que se iban abriendo camino y que le apoyaban en su situación. En realidad, podría dejarse caer sosegadamente por las tardes en un sillón, beber una buena copa de vino con su mujer, disfrutar de la vida. En vez de eso, ya por las mañanas se levantaba con miedo y desasosiego. La idea de que le esperaba un día largo y agotador le abatía. ¿Cómo iba a arreglárselas para poder con todo? ¿No estaba cantado que iba a arruinar y empobrecer a su familia? ¿No era culpable de su propio declive, así como de los problemas de su empresa, de sus amigos, de su familia? Verdaderamente, era para desesperarse. Y eso nunca iba a cesar ya, nunca más sería capaz de alegrarse del sol, él, ser indigno. Nunca más sería capaz de reír de nuevo como antes, cuando las cosas le iban bien. Y ya casi ni siquiera capaz de entristecerse por ello. En efecto, meses antes aún había llorado por su suerte. Pero en algún momento se le habían agotado las lágrimas. Interiormente se sentía reseco como una piedra. Apático y, sin embargo, desesperado ante la negra nada en la que, inerme, se hundía más y más... Los psiquiatras avezados afirman que uno, tras muchos años de experiencia, puede ponerse hasta cierto punto en el lugar de quien padece una esquizofrenia; en cambio, dicen, es imposible comprender una depresión profunda que brota del hondón de la persona, la melancolía. El término «depresión» suele llevar a engaño. Y es que hay quien entiende por «depresión» la virulenta tristeza que sigue a la muerte de un ser querido o incluso a una separación matrimonial dolorosamente vivida, una tristeza que hace que uno no se sienta bien durante días o semanas. Pero eso está a leguas de distancia de lo que vive una persona que es depresiva en las entretelas de su corazón. El psicoterapeuta estadounidense Steve de Shazer afirmó en una ocasión que «depresión» es la palabra preferida de los psicoterapeutas, aunque en el fondo nadie sabe en qué consiste realmente. Pues cada cual asocia con el vocablo «depresión» algo en extremo subjetivo. Nosotros tratamos a una paciente que era una persona en verdad original y que, cuando se encontraba bien, era capaz de volver locas de entusiasmo a salas repletas de 138

gente. Por el contrario, cuando con su forma de ser solo lograba alegrar a unas cuantas personas, entonces tenía «su» depresión. En estas fases sufría considerablemente. Así, estuvimos tratando contra la depresión a una paciente que, vista desde fuera y en comparación con otras personas, en absoluto parecía depresiva, hasta que superó de manera duradera la fase de abatimiento; además, le recetamos un estabilizador del estado de ánimo para prevenir una recaída. Así pues, la percepción de su depresión era, sobre todo, subjetiva. Al oír la palabra «depresión», todo el mundo recuerda fases de su vida en las que las cosas no le fueron del todo bien. Por regla general, se trata de sucesos tristes que causan un cierto abatimiento. Pero todo eso no tiene nada que ver con una depresión patológica. Reaccionar con tristeza a sucesos tristes de la vida no es enfermizo, sino normal. Y si los normales, estimulados por psico-expertos con olfato comercial, hinchan estas perturbaciones del ánimo hasta convertirlas en enfermedades; si, a fuerza de autoobservarse en demasía, se imaginan ser víctimas de un trastorno psíquico, entonces no hacen sino perjudicarse a sí mismos. Así pues, el término «depresión» resulta precario, por lo que se ha intentado llamar «melancolía» a la depresión grave que brota del hondón de la persona, a fin de diferenciarla de las omnipresentes «depresiones». Pero eso no ha conseguido imponerse. Sea como fuere, una cosa está clara: la depresión grave de la que aquí hablamos no es cualquier episodio de tristeza explicable sin más por acontecimientos existenciales agobiantes, aun cuando el estrés inespecífico también pueda ser identificado en casos concretos como desencadenante de tal estado, si bien no como su causa. La depresión grave no es sin más una fatiga excesiva ni un síndrome de agotamiento (burra out). Justo porque, dicho sea de paso, también aquí los pobres familiares son a menudo injustamente culpabilizados, debe decirse con claridad que nadie tiene la «culpa» de estas depresiones graves que brotan del hondón de la persona. Existe un destacable factor hereditario. Por consiguiente, la mejor manera de describir este tipo de depresión es como un trastorno del metabolismo en el cerebro que debe ser tratado, sobre todo, con metabolitos, es decir, con fármacos. Sea como fuere, la enfermedad tiene su dinámica propia, que, en los estadios graves, se sustrae a las charlas tranquilizadoras y luego también a la psicoterapia profesional. En sus formas más graves se presenta acompañada incluso de una obsesión depresiva: obsesión con el empobrecimiento, con la culpa, con la posibilidad de no recuperar nunca la salud mental. Pueden darse incluso alucinaciones acústicas depresivas. Como es sabido, frente a algo así, de nada sirven las conversaciones. Lo malo de este tras torno es el intenso sufrimiento que experimentan los pacientes. Lo bueno es que, antes o después, cesa. Que cesa por completo. Sin embargo, los depresivos con frecuencia sufren no solo a resultas de su depresión, sino también a causa de los «normales», quienes - con sus «buenos consejos» - pueden hacer que la depresión sea verdaderamente insoportable. El paciente es urgido una y otra vez a realizar actividades para las que en absoluto se encuentra en condiciones, de suerte que la 139

confianza en sí mismo se deteriora aún más. El ama de casa no se levanta de la cama por las mañanas por culpa de su abatimiento matutino. El esposo la atosiga casi enojado, ya que así, le reprocha, no es de extrañar que todo la supere. Pero, le guste o no, ella no es capaz de levantarse. Y así, la hospitalización con frecuencia supone ya en sí una considerable liberación, porque todo ese atosigo diario - con la inevitable secuela del sentimiento de la propia insuficiencia - concluye por fin. Tampoco los consejos del tipo: «¡Pero domínate de una vez!», o los ingenuos ánimos de que, bien mirada, la situación es maravillosa, sirven a menudo más que para desencadenar de nuevo en los pacientes gravemente melancólicos el depresivo pensamiento de que uno no hace nada en realidad y ni siquiera es capaz de alegrarse de todo lo hermoso que existe. Los viajes de recreo pueden convertirse en un tormento para estos pacientes, porque están junto a personas alegres en un ambiente de vacaciones y con un tiempo estupendo y, sin embargo, ellos siguen sintiéndose resecos como una piedra en las entretelas de su corazón. Este contraste hace entonces todo peor de lo que, ya de por sí, es. Pero también hay algo bueno dentro de lo malo. La depresión grave se puede tratar con facilidad, y en algún momento concluye la fase de abatimiento. Nadie puede predecir el instante exacto, pero es seguro que - antes o después- pasará. Hans Bürger-Prinz, un conocido psiquiatra alemán de la posguerra, describe en sus memorias de la década de 1930 el espectacular caso de la esposa de un rico industrial de Leipzig, quien de la noche a la mañana cayó en una pro funda depresión. Fue al psiquiatra, pero a la sazón aún no existía ningún tratamiento farmacológico en verdad efectivo. Así, en el curso de los años visitó prácticamente a todos los psiquiatras famosos de Europa. Ninguno pudo ayudarla. Mas luego, de repente, después de diecisiete años, cuando ya nadie esperaba ninguna mejoría, una mañana se despertó y estaba sana. La fase depresiva se había acabado. Por completo. La paciente estaba rebosante de felicidad. Invitó a todos los médicos que la habían tratado a una gran fiesta; y así, la elite de la psiquiatría europea celebró en una noche grandiosa su propio fracaso y la felicidad de su paciente por haber conseguido escapar, por fin, a la depresión que la atenazaba. Pero regresemos a nuestro ejecutivo. Tampoco él tenía esperanza alguna de que su estado pudiera mejorar algún día. De cuando en cuando consideraba la posibilidad del suicidio; no obstante, fue capaz de prometernos de forma creíble que no intentaría hacerse ningún daño durante su estancia en la clínica. Tuve que asegurarle una y otra vez que iba a curarse. Lo tratamos con fármacos. Todas las conversaciones de apoyo giraban sin receso sobre su desesperanza. No estaba en condiciones de llevar a cabo ningún cambio de perspectiva útil. El primer antidepresivo no había surtido efecto. Así pues, probamos con otro. Y he aquí que su estado de ánimo mejoró. Recuperó el empuje. La desesperanza desapareció, y el paciente pudo hablar por primera vez de algo que no fuera su estado de ánimo con interés e implicación emocional. Su esposa fue la primera en percatarse de la mejoría, luego los cuidadores y nosotros los médicos. Los pacientes suelen ser, por desgracia, los últimos que notan la mejoría. Por fin, también el paciente 140

cayó en la cuenta de la incipiente curación. Estaba loco de alegría, recibió el alta; al principio, en el trabajo mostró una cierta hiperactividad y en la vida privada una alegría algo desmesurada. Después del largo periodo de oscuridad, eso era en realidad perfectamente comprensible. Pero los psiquiatras lo denominan «oscilación hipomaníaca». Es algo del todo pasajero y un signo del definitivo final de la depresión. Resulta interesante vol ver a hablar en profundidad con los pacientes una vez superada la depresión. Se acuerdan de todo. También de los comentarios esperanzadores del médico y del profundo escepticismo con el que ellos los recibían. «¡Pero aunque no podía creerlo, fue importante, doctor, que usted me dijera eso una y otra vez!». Son, ante todo, los antidepresivos modernos los que pueden poner fin a un tormento para el paciente que antaño se prolongaba con no poca frecuencia años y años. En promedio, tales fases depresivas duran medio año si no son tratadas. De ahí que una correcta terapia a tiempo tenga una importancia inestimable, máxime porque los antidepresivos, por lo general, no empiezan a surtir efecto hasta después de dos o tres semanas. Cada día sin depresión es un día ganado para una vida de nuevo llena de color. A buen seguro, en la mejoría de una depresión profunda desempeña asimismo un papel importante la psicoterapia de apoyo, en especial la terapia conductual-cognitiva, pero también otros enfoques terapéuticos como la ergoterapia, la terapia artística, la musicoterapia o la terapia deportiva. En el caso específico de la depresión se utiliza también la terapia de privación de sueño. En las depresiones de carácter más estacional puede resultar efectiva igualmente la terapia de luz, en la que la luz artificial ayuda a liberar de su abatimiento a los pacientes que tienden a la depresión, por encima de todo, en las estaciones del año más oscuras. Pero lo decisivo sigue siendo, en cualquier caso, el tratamiento antidepresivo con psicofármacos. Si un intento terapéutico con varios de tales fármacos no da resultado, cuando la depresión es profunda se puede considerar la posibilidad de una terapia electro-convulsiva. La depresión ha sido calificada de «enfermedad popular», pero eso tal vez sea una exageración; pues, como ya ha quedado dicho, no toda reacción de tristeza enteramente natural constituye, sin más, una depresión. Entre el tres y el cuatro por ciento de las personas sufre en el curso de su vida una depresión melancólica grave. Sea como fuere, numerosas personas famosas, talentosas y extraordinarias han tenido fases depresivas en sus vidas: Ernest Hemingway, el pintor Hugo van der Goes y algunos otros artistas especialmente sensibles. Muchos callan su depresión. No obstante, de vez en cuando hay quien lo confiesa de forma pública, como, por ejemplo, el entretanto difunto esposo de la reina de Holanda, un conocido futbolista profesional' y otros. Pero también está el recomendable libro Seelenfinsternis [Las tinieblas del alma], del psiquiatra Piet Kuiper, quien padeció una depresión y describe gráficamente cómo vivió esta enfermedad. 2. Pensamientos destructivos: cuando no hay salida Sin embargo, el tratamiento no siempre tiene éxito. Algunas personas mueren a causa de 141

su depresión, que les empuja al suicidio. Ello ocurre no pocas veces en la fase de la mejoría, cuando retorna la iniciativa, pero el estado de ánimo sigue estando por los suelos. El suicidio afecta profundamente a los familiares. Asimismo, estremece a los médicos y demás psicoterapeutas, quienes se ven confrontados con su propio fracaso. Pero las cosas no son tan sencillas. El suicidio de un paciente puede ser, por supuesto, consecuencia de un erróneo tratamiento terapéutico. Entonces, se trata de un fracaso del psicoterapeuta. No obstante, en el suicidio se pone de manifiesto además la imprevisibilidad última de toda persona, que es expresión de la libertad en la que se fundamenta su dignidad. Sin duda, debe hacerse todo lo razonable con vistas a impedir el suicidio de una persona depresiva. Porque, de ordinario, no es la libertad, sino la enfermedad, la que lleva a desear la muerte. Así y todo, una vez que se ha producido el suicidio, hay que tener claro que, desde fuera, nunca podemos determinar de forma inequívoca qué es lo que ha obrado la libertad que, a pesar de la enfermedad, aún conservaba el paciente y qué lo que ha obrado la enfermedad en cuanto tal. Mas ni una ni otra pueden ser controladas por completo por los psicoterapeutas; pues, de lo contrario, la psiquiatría devendría totalitaria. El suicidio se podría impedir, sin duda, encadenándole al paciente una bola de hierro en la pierna y poniendo junto a él noche y día un vigilante. Pero semejante pretensión de control total sería inhumana; además, no está tan claro que un paciente de todos modos depresivo pudiera salir con ello de la depresión; antes al contrario, se hundiría aún más en ella. La psiquiatría humanitaria siempre debe apostar también por la libertad y la responsabilidad personal del paciente. Apuesta que comporta asumir cierto riesgo. El suicidio puede producirse con cualquier enfermedad mental. Sin embargo, existen determinados criterios que deben ser observados en general al tratar con pacientes proclives al suicidio, es decir, que corren grave peligro de poner fin a su propia vida. Es importante tomar siempre en serio las insinuaciones del paciente en este sentido. Quienes carecen de experiencia en este terreno tienen con frecuencia miedo de que, planteando preguntas concretas, puedan hacer al paciente concebir «pensamientos estúpidos», lo cual les lleva a evitar el tema. Pero eso es falso de medio a medio. Si una persona abriga pensamientos suicidas, por lo general se halla terriblemente solo con ellos. No puede hablar con nadie al respecto: con los extraños, ni se le ocurre; a los amigos no quiere intranquilizarlos; y a los familiares no desea escandalizarlos con semejante tema. Así, cavila más solo que la una sobre esta aterradora cuestión. Pero si, en semejante situación, gente como nosotros le pregunta de modo concreto: «¿Ha sentido usted alguna vez hastío de la vida?», en ocasiones el paciente se desahoga de verdad, ya que, por fin, puede hablar con alguien sobre este tema tan descorazonador. Y si uno entonces pregunta cuándo fue la última vez que afloraron tales pensamientos, no pocas veces se le informa de que eso ha ocurrido justo tres horas antes. Y si sigue preguntado si el paciente ha desarrollado ya ideas concretas de cómo podría quitarse la vida, tal vez se entere de que todo está ya planeado en detalle. En tal caso, es peligroso demorar la reacción. Sea como fuere, el profano en la materia debería consultar a un experto - acudiendo, por 142

ejemplo, con el paciente al servicio psiquiátrico de la zona-. Después de declaraciones tan concretas, no debería dejarse ya sola a esa persona. En la mayoría de los casos, es necesario explicar bien al paciente que a uno, como profano en la materia, le desborda un tema así. Esto vale, sobre todo, para los familiares o incluso para el cónyuge, quienes están profundamente implicados en la situación desde el punto de vista emocional. Si el psiquiatra llega luego a la conclusión de que no existe peligro concreto de suicidio, uno ha cumplido al menos con su deber. Conviene saber que la inmensa mayoría de los suicidios son anunciados antes a personas de referencia. Es cierto que en crisis matrimoniales, despidos laborales o sucesos análogos se profiere la mera amenaza de suicidio como medida de presión. Pero incluso en tales casos es razonable tomársela en serio y recurrir a ayuda especializada. De este modo, en adelante esa persona será, de cierto, más cauta con semejantes amenazas de boquilla. ¿Qué indicios pueden ayudar al experto a determinar la existencia de un riesgo serio de suicidio? Si el paciente se circunscribe a este tema; si ya no hace plan alguno de futuro; si ya no es capaz de nombrar nada por lo que - ni nadie por quien - merezca la pena vivir; si ya entretiene fantasías de suicidio, entonces el riesgo es grande. Cuando en la familia o en el círculo de amigos se conocen casos de suicidio y, sobre todo, cuando el paciente mismo ha llevado ya a cabo alguna tentativa de suicidio, la barrera psicológica es menor. Pero entonces, de cara al modo de proceder subsiguiente, resulta decisivo si se consigue o no construir una relación terapéutica sobre cuya base sea posible sellar con el paciente un «pacto» de que, al menos durante el tratamiento, no in tentará hacerse ningún daño. Si está «en condiciones de llegar a un acuerdo» de semejantes características, el paciente puede ser tratado incluso de forma ambulante en casos raros, en una unidad psiquiátrica abierta en cualquier caso. Si el enfermo mental muestra acusadas tendencias suicidas, pero no está en condiciones de llegar a un acuerdo ni está dispuesto a someterse a tratamiento, por el bien del paciente hay que disponer, en contra de su voluntad, un ingreso forzoso en una unidad psiquiátrica cerrada. En Alemania, la policía local y la policía nacional pueden llevarlo a cabo de inmediato, siempre que cuenten con el pertinente informe aprobatorio de un médico. A medio y largo plazo, un juez debe ratificar semejante medida de privación de libertad. Como es comprensible, la implementación de un ingreso en contra de la voluntad del paciente resulta muy duro, en especial para los familiares, pero hay que explicarles que, en casi todos los casos, el paciente a posteriori - cuando recupera la salud mental - está sinceramente agradecido a sus familiares o a los servicios públicos responsables de su internamiento por haberle salvado la vida. Pues justo de eso se trata. No solo hay operaciones que salvan la vida, sino también ingresos forzosos que salvan la vida. En ello, lo decisivo no son las medidas preventivas, sino la fiable relación terapéutica y el buen tratamiento médico de la enfermedad mental subyacente. Pero sin el ingreso forzoso no habría habido siquiera posibilidad de llevar a cabo tal tratamiento.

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3. Animación en el aula, estrés para el ejército Una de las vivencias más hermosas de un psiquiatra es ser testigo de cómo una persona depresiva recupera la salud mental. Pero acompañar una depresión puede también resultar fatigoso. Hundido profundamente sobre sí en el sillón, nuestro profesor de psiquiatría tenía delante a una rolliza paciente que asimismo expresaba en la opresiva manera de estar sentada toda la carga que le suponía su depresión. La conversación, mantenida en voz queda y sorda, acababa de llegar a su término; la paciente se levantó y abandonó el aula con los hombros hundidos. El catedrático Vogel (en alemán: «pájaro») estaba explicando aún algunas características de la depresión cuando la puerta del aula se abrió de repente. Gritando: «¡Pajarillo, cuánto me alegro de que estés aquí!», y haciendo girar un bolsito de mano en torno al dedo índice extendido, una mujer de mediana edad pelirroja, asimismo corpulenta y vestida de negro se precipitó hacia el entarimado del aula. El catedrático Vogel adoptó de inmediato una actitud jovial y desenfadada. Esta paciente, evidentemente, no era depresiva; antes al contrario, representaba de forma impactante el otro polo del trastorno afectivo bipolar: la manía. Las palabras le brotaban sin parar. El día anterior había tomado el autobús y había montado un verdadero espectáculo. A los viajeros les había encantado. Habían estado a punto de ponerse en pie para ovacionarla... «Por cierto, Pajarillo, ¿por qué me llamas de usted todo el rato si, por lo demás, siempre me tuteas? Hoy en día la gente es tan apocada: ayer en la carnicería le pregunté a la dependienta si alguna vez le había puesto los cuernos a su marido, y la tía enrojeció como un tomate y empezó a balbucir no sé qué; y seguro que a los numerosos clientes que presenciaban la escena les habría interesado mucho conocer la respuesta. Pero qué más da, los clientes son importantes en todas partes, también aquí, entre vosotros... Pajarillo, ¿qué hace toda esta gente aquí?». «Son estudiantes...». «O sea, que me has hecho venir para que estos aprendan, como si yo fuera una de esas mezclas de frutos secos y pasas que se llaman "pienso para estudiantes" (Studentenfutter). Por cierto, eso es algo que no me ha gustado nunca, demasiado pegajoso; lo que me gustaba era mi Pepe, que siempre hacía lo que yo quería; y luego, un buen día, el tío se largó, no, mejor dicho, la que se largó fui yo... en taxi a Hamburgo, me apetecía viajar alguna vez en taxi de Bonn a Hamburgo, tomar café a orillas del lago Alster exterior y luego regresar, siempre había querido hacerlo... Fue cojonudo. ¿Y por qué diantres se dirá cojonudo y no "vaginudo"? En realidad, es una desfachatez, Pajarillo, que vosotros los hombres siempre os apropiéis de las mejores palabras, que siempre les tengáis que echar la uña. Por cierto, veo que no te cortas las uñas, tienes que asearte un poco más... No dices nada; si vas a seguir así, prefiero largarme...». «¿Se siente usted enferma?». «¿Enferma yo? ¿Qué te hace pensar eso? ¡Pero si nunca he estado tan sana! Serás catedrático, pero no te enteras. Calificar de enfermas a personas sanas: tú lo único que quieres es llenar todas tus camas. Ahora soy más creativa que nunca. Y por eso, no duermo en absoluto. Anoche escribí una novela. Eh, te has quedado de piedra...». «¿Tiene usted aún algo importante que decir?». «No; además, ahora ya no tengo tiempo, me esperan en otro sitio, adiós, gente... ¿Có-mo te llamas tú, sí, el del peinado tan 144

molón?... Da igual, me voy. Atended, que del Pajarillo se puede aprender mucho...». Se levantó de golpe, enganchó su bolsito de mano, volvió a hacerlo girar alrededor del dedo índice y abandonó el aula acompañada por el afectuoso aplauso de los estudiantes. El catedrático Vogel no necesitó explicar ya mucho más: aquello era, sin lugar a dudas, una manía alegre. La mujer había salido por los cerros de Úbeda. A eso se le llama «divagar», pues las muy laxas asociaciones aún tienen una cierta lógica; en cambio, la inconsecuencia de los esquizofrénicos comporta auténticos saltos de unas ideas a otras. Durante el vivo monólogo, el catedrático permaneció sentado de forma relajada en su sillón, mantuvo durante un tiempo las manos entrelazadas en la nuca y también en este caso, como antes con la paciente depresiva, se esforzó por demostrar empatía mediante la posición de su cuerpo, ya que él apenas tomó la palabra. El trato con maníacos requiere una gran delicadeza humana. Por un lado, los maníacos pueden ser irresistiblemente graciosos y entonces se ganan también la risa sincera del psicoterapeuta que los escucha. Pero, por otro, nunca se debe perder de vista que aquí la persona a menudo se exhibe más allá del límite de lo embarazoso. El paciente se acuerda más tarde de todo, dado el caso incluso de la ma liciosa risa del tosco psicoterapeuta. Así, el trato con pacientes maníacos es siempre un ejercicio de equilibrismo, durante el cual uno intenta mantener una relación terapéutica basada en la mutua estima, mas respetando también siempre la dignidad del paciente. Para ello se requiere disposición al acuerdo. No es necesario consentir todo, pero sí hay que tener en cuenta que los descomedidos comentarios del paciente están condicionados por su enfermedad. Cuando se encuentran en su fase de furor, el cerebro de los maníacos funciona con bastante agilidad. Se percatan de los errores que, de hecho, cometen los demás y no tienen problema alguno en recriminárselos de inmediato a la gente; al proceder así, pueden poner en verdaderos aprietos a personas como nosotros. El alegre estado de ánimo aparece acompañado de un entusiasmo que puede incrementarse hasta convertirse en delirio de grandeza. Me acuerdo de un empleado de banca muy simpático, algo enjuto y siempre en extremo correcto, quien fue sorprendido por primera vez en su vida por una manía. Aunque siempre comenzaba sus juicios megalómanos sobre todo lo habido y por haber con la fórmula: «Yo, como ser humano y contable que soy...», su ego tenía, no obstante, proporciones gigantescas. Nunca podía decidir si estaba llamado a ser presidente de Estados Unidos, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética en Moscú o papa. Pero, en un tomo siempre amable, partía de que nosotros, las personas comunes y corrientes, tendríamos que esperar con paciencia hasta que se decidiera por la elevada posición más apropiada para él. Sin embargo, tomó medicamentos y, gracias a ellos, poco a poco pudo ir poniendo de nuevo los pies en el suelo - antes de haber decidido qué cargo internacional se correspondía mejor con su sentimiento interior-. Al final, recobró la salud mental. Y entonces volvió a descubrir que sencillamente no había felicidad mayor que ser contable. No siempre es fácil diagnosticar una manía. Para determinar, por ejemplo, si uno 145

tiene delante de sí a un alegre re nano del todo normal o a un enfermo necesitado de tratamiento, se depende no pocas veces de lo que cuenten los familiares - sobre todo, por cierto, en lo relativo a la pregunta de si el paciente vuelve a tener los pies en la tierra. Una y otra vez saltan a las portadas de los diarios personas maníacas. A la opinión pública no ilustrada le divierte, por supuesto, que un abogado disfrazado de cow-boy irrumpa pistola en alto en un club nocturno para liberar a una camarera que en absoluto desea ser «liberada». Pero, por regla general, tales pacientes recuperan por completo la salud mental. Un alto empleado a prueba en una gran empresa sufrió un brote maniático y empezó a tutear a su nuevo jefe como si se tratara de un colega y a conducirse, conforme a su estado de ánimo, sin ningún tipo de miramientos. Cuando se atenuó esta fase, la liberación del secreto médico y una explicación del cuadro de la enfermedad por parte de un psiquiatra ayudaron a que el paciente no fuera despedido. Pues los maníacos recobran de todo en todo la salud mental. Y así, la empresa conservó a un trabajador agradecido y sumamente motivado; y el paciente, su trabajo. Una paciente maníaca a la que conocíamos bien volvió a ser ingresada. Su estado fundamental de ánimo era alegre, pero también se encontraba un poco crispada. La manía irascible es la variante más bien desagradable de la enfermedad. Sea como fuere, la buena señora había armado jaleo en casa, por lo que tuvo que ser ingresada en contra de su voluntad. Le teníamos especial aprecio, pues justo en la fase maníaca poseía una imaginación exuberante, hacía una y otra vez comentarios originales - y, por desgracia, a menudo también desenmascaradores - sobre las personas como nosotros y animaba a la entera unidad de psiquiatría con todo tipo de bromas. La tratamos bien, por supuesto, y su estado mejoró. Entonces, nos pidió autorización para salir al recinto del hospital. No sospechamos nada en especial, pero tampoco caímos en la cuenta de que, para una maníaca, el «recinto del hospital» se extendía mucho más allá de lo que nosotros podíamos imaginar. Y así, al cabo de aproximada mente una hora, recibimos una llamada urgente del cuartel local del ejército. El oficial de guardia se encontraba en una situación de máximo apuro: tenían con ellos a una paciente «huida» de nuestro hospital que, en esos momentos, estaba bailando sobre la mesa del oficial de guardia. Nos preguntaban si no podíamos mandar un par de «guardas» para «internar» de nuevo a la paciente «en el establecimiento», término con el que se refería a nosotros (los términos entrecomillados pertenecen al lenguaje propio del ejército alemán). Nos permitimos la broma de enviar al cuartel a la aprendiz de enfermera de más frágil constitución, quien con toda tranquilidad trajo de vuelta al hospital en buen estado a la paciente. Esta había disfrutado extraordinariamente de la excursión; los militares, en cambio, tenían los nervios destrozados. Imagínate la situación: ¡quinientos soldados armados hasta los dientes y una inerme paciente nuestra! Desde entonces, no creo ya en la capacidad defensiva del ejército de la República Federal de Alemania... Con frecuencia resulta difícil persuadir a los maníacos para que se sometan a tratamiento, pues no se sienten precisamente enfermos. Esto conlleva un problema ético. 146

¿Es legítimo tratar a personas que en realidad no quieren ser tratadas? Sobre todo, porque los maníacos luego, en su vida mentalmente sana, conservan en el recuerdo las fases maníacas como una parte muy pintoresca de su existencia. Pero numerosos pacientes se arruinan la vida entera en un periodo más o menos breve. Despilfarran el dinero sin escrúpulos, tienen conflictos con todo tipo de personas, cometen adulterio, irritan a sus amigos. Entonces, al final de la fase maníaca, se encuentran en ocasiones ante un montón de añicos. Y así, a la manía le sigue no pocas veces una oscilación depresiva, que puede tener motivos del todo sólidos y reales. Mientras que la gente siente de forma natural compasión por un depresivo, con la manía las cosas son muy distintas. El maníaco, lejos de inspirar lástima, irrita con su impertinente alegría o irascibilidad. Los maníacos no suscitan un impulso espontáneo de ayuda. La depresión hace sufrir, sobre todo, al enfermo; la manía, al entorno. Pero, una vez concluida la fase maníaca, el paciente ve con mucha claridad la que ha armado. Por tanto, en este caso, el médico trabaja por presunto encargo del paciente recuperado tras la fase maníaca. Y de hecho, tras superar esa fase, los maníacos suelen estar agradecidos al médico y a los familiares entretanto ya duchos en la materia - por todos los esfuerzos desplegados para preservar de lo peor al paciente inconsciente de su enfermedad. Recuerdo una impresionante conferencia de un psiquiatra holandés liberal. Contó el caso de una paciente maníaca que tiranizaba inmisericorde a toda una localidad. Puesto que reinaba un enfoque liberal, no se quiso intervenir. La mujer terminó paseando desnuda por las calles del pueblo y perdió todo escrúpulo. Entonces, por fin se tomó la decisión de ingresarla en contra de su voluntad en el correspondiente centro psiquiátrico. Una vez allí, se negó a recibir cualquier tratamiento y se relacionaba con varones sin guardar distancia alguna. La línea liberal se mantuvo durante semanas. Sin embargo, al final se optó por medicarla a la fuerza. Y he ahí que poco tiempo después cesó la manía. Pero lo que ocurrió a continuación aún suponía perceptiblemente un peso en el alma de aquel psiquiatra. Pues la paciente ya sana les hizo amargos reproches a los psiquiatras «liberales». Con su actitud expectante habían permitido - les recriminó- que perdiera su dignidad. Sus hijos se habían avergonzado terriblemente de ella, y ella misma pensaba con horror en todo lo que había hecho durante la fase maníaca. Los ingresos forzosos son, en ocasiones, un valeroso acto de humanidad. Sin embargo, con los maníacos ello no resulta tan fácil en la práctica. A un paciente se le puede ingresar en un hospital en contra de su voluntad cuando se pone a sí mismo o pone a otros en peligro inminente. Pero el maníaco no desea suicidarse - ¡cómo va a pensar en ello en el jovial estado de ánimo en que se encuentra! - ni tampoco pretende hacer nada a nadie. Y así, no se cumplen los requisitos legales para tomar semejante medida de fuerza. Por eso, es necesario persuadir de algún modo al maníaco para que se someta a tratamiento. Sorprendentemente, el psicoterapeuta avezado lo consigue en la mayoría de los casos. Pues, en su mente, más de un paciente maníaco intuye que hay algo en él que no cuadra. Nunca admitiría que está enfermo; no obstante, está dispuesto a dejarse tratar 147

en un hospital. En ocasiones, los pacientes formulan incluso explícitamente esta doble «contabilidad». Un paciente maníaco que desarrollaba de continuo delirios de grandeza y se consideraba uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta, me dijo durante la visita: «Doctor, en realidad esto es un escándalo: ¡soy multimillonario y, sin embargo, no puedo permitirme ni un paquete de cigarrillos!». 4. Los maníacos y los normales: una enconada enemistad Los maníacos son personas más coloridas que los normales. A buen seguro, eso puede resultar antes o después demasiado abigarrado para el entorno y para los propios pacientes, por lo que requiere tratamiento. Pero la manía tiene su lado positivo. Los artistas y otras personas creativas viven la fase maníaca como un periodo de suma creatividad. La manía, que sin tratamiento dura de promedio cuatro meses, deja en algunos pacientes el recuerdo nostálgico de un tiempo entusiástico y desbordante de vitalidad. En casos agudos, las manías se tratan, sobre todo, con los llamados estabilizadores del estado de ánimo, como pueda ser, entre otros, el litio. Estas sustancias tienen asimismo virtud preventiva en los trastornos afectivos bipolares y también resultan muy eficaces en las depresiones profundas de carácter cíclico. Al menos en el setenta por ciento de los casos no solo hacen que las fases aparezcan con menor frecuencia e intensidad, sino que también reducen su duración. Este descubrimiento fue uno de los grandes logros de la psiquiatría moderna. ¡Por fin se podía hacer algo demostrablemente eficaz con fi nes preventivos! Era algo que se llevaba esperando mucho tiempo. Me acuerdo de una paciente que padecía terribles fases depresivas y que, bajo la influencia del litio, había recuperado la salud mental. Entonces se le diagnosticó una lesión renal, de suerte que el internista que la trataba le retiró el litio. La paciente recayó con gravedad. Una vez curada, insistió en volver a tomar litio. Estaba perfectamente al tanto de lo que ello implicaba, mas no le importó asumir el riesgo renal con tal de no seguir padeciendo las terribles depresiones. Pero también se da el caso de que pacientes recuperados que acaban de dejar atrás una fase maníaca interrumpen la medicación porque, en el gris día a día de la normalidad, anhelan en secreto un nuevo periodo de vida más animada. Para los maníacos, el verdadero problema radica en los normales y todas sus más o menos absurdas reglas. Y es que, para cualquier maníaco, las reglas constituyen una abominación. Pero no pocas veces intentan los normales dominar a los maníacos con toda clase de pedagogía. Sin embargo, se trata de esfuerzos de una conmovedora ingenuidad. Porque el maníaco sabe, naturalmente, cuál es la manera correcta de comportarse. No tiene que aprenderlo. Conoce bien las normas, demasiado bien incluso. Pero, nos guste o no, no quiere atenerse a ellas. En el festivo estado de ánimo en el que encuentra, que hace saltar todo por los aires, no quiere dejarse reglamentar por nada ni por nadie. Sobre todo, no por esos aburridos normales. De ahí que, en el trato con los maníacos, sea aconsejable una cierta tolerancia que, sin poner en tela de juicio las condiciones últimas de funcionamiento, permita al paciente - dentro de ese marco 148

delimitado - una cierta libertad para su maníaca hiperactividad. Precisamente cuando un paciente «bipolar» se ha visto obligado a superar varias fases depresivas, se alegra uno de corazón de su buen humor. Es cierto que la mayoría de las depresiones graves que brotan del hondón de la persona son, como suele decirse, monopolares; esto es, únicamente conocen las caídas de ánimo depresivas. Así y todo, existen asimismo pacientes bipolares, que también pasan por fases maníacas. Los pacientes con fases maníacas de manera exclusiva, sin depresiones, son una excepción rara en extremo. El trato relativamente liberal no solo facilita la terapia a los pacientes, sino que quizá incluso los motive a ponerse antes en tratamiento la próxima vez. Entonces, en el mejor de los casos, los pacientes descansan de los terriblemente normales y los normales, a su vez, descansan de los provocadores maníacos. Porque el hecho de que los normales reaccionen en ocasiones a los maníacos de forma tan agresiva quizá se deba a que estos enfermos se toman muchas de las libertades que a los normales en secreto también alguna vez les gustaría permitirse, pero que luego en realidad, por supuesto, nunca se permiten. Y los maníacos, por su parte, tampoco quieren tener mucho que ver con los normales. Pues, de todos modos, están firmemente convencidos de que, en su caso, los psiquiatras estamos tratando a la gente equivocada; y a juicio de todos los maníacos del mundo, el único problema son, por supuesto, los normales.

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«VARIACIONES de la sustancia del alma»: así llamaba la antigua psiquiatría alemana al resto de las excentricidades psíquicas. Se trata, en especial, de trastornos que se adquieren en el curso de la vida, así como personalidades tan extrañas que no pueden ser calificadas sino de patológicas, pues bien ellas o bien su entorno sufren a resultas de semejante excentricidad. Ante todos estos trastornos se requiere, más que nada, buena psicoterapia, si bien las probabilidades de sanación en sentido estricto son mayores en los trastornos que se adquieren en el curso de la vida que en las excentricidades de personalidad extremas. Y es que con la psicoterapia a menudo solo se puede conseguir que la persona - y también su entorno - se las arregle mejor con las peculiaridades que ya tiene. Por supuesto, en la presentación de estos diversos trastornos psíquicos no nos vamos a perder por las últimas ramificaciones de tales fenómenos. Pero también aquí es necesario abordar todo lo esencial. 1. Trauma, miedo y compulsión: reacciones perturbadas A toda persona pueden acontecerle en el curso de su vida cosas que le ocasionen un trastorno psíquico. Unas personas son más sensibles al respecto que otras. Pero basta única mente que el suceso sea suficientemente abrumador para que cualquiera puede verse afectado. La psiquiatría alemana, en especial, tenía en sus orígenes otra opinión. Pues daba estricta validez a la idea de que las enfermedades mentales reales y duraderas solo podían deberse, en último término, a una lesión del órgano cerebro o brotar de dentro afuera, es decir, estar condicionadas de algún modo por los genes. Así, en el caso de las víctimas de los campos de concentración nazis que habían sobrevivido a las torturas y enfermado mentalmente a causa de estas, se supuso que, en cualquier caso, eran de ánimo tan vulnerable que habrían enfermado aun sin el internamiento en el campo de concentración. A la vista de una ciencia semejante que, cultivada desde una torre de marfil, contradecía drásticamente las experiencias prácticas con las víctimas de los campos de concentración, los propios psiquiatras pusieron en tela de juicio su anquilosado sistema. A despecho de múltiples resistencias, terminó imponiéndose el concepto del llamado síndrome de estrés postraumático (SEPT), una enfermedad que puede sobrevenirle a la persona a raíz de acontecimientos estremecedores vividos con miedo e impotencia - guerra, tortura, violación, actos terroristas, toma de rehenes, etc. y cuyas consecuencias, en ocasiones permanentes, llegan a plasmarse en el órgano cerebro incluso de forma visible. Los pacientes no pueden por menos de pensar sin cesar en el suceso, las imágenes asociadas a él les asaltan incontroladamente: se repliegan en sí mismos, están crispados, padecen insomnio, sus sentimientos se atrofian. También la 151

condición anímica básica contribuye a ello. Sabemos que existen factores de protección que hacen menos probable un trastorno semejante. Además de la psicoterapia y la psicofarmacoterapia específicas, existe un curioso método de tratamiento llamado EMDR (Eye Movement Desensitization and Reprocessing, Desensibilización y Reprocesamiento por Movimiento Ocular). Pues se ha constatado por azar que series rápidas de movimientos oculares contribuyen a la mejoría de este trastorno en especial. Un psiquiatra bien for mado se coloca delante del paciente y mueve el dedo índice de un lado para otro; el paciente lo sigue con los ojos. Quien, inadvertido, observara desde fuera semejante escena pensaría probablemente en la conocida frase de que lo único que diferencia a los psiquiatras de los pacientes es la bata blanca. No me preguntes, por favor, por qué este método funciona tan bien. Tampoco te molestes en preguntar a otras personas, porque sencillamente nadie lo sabe. Pero, puesto que la psiquiatría, al igual que toda la medicina, es una ciencia práctica, aplicamos cualquier método que haya demostrado ser eficaz. Y la eficacia del EMDR ha sido probada por numerosos estudios. Con el tiempo, el péndulo se ha desplazado, sin embargo, al extremo contrario. Y es que últimamente se sospecha que detrás de casi todo hay un síndrome de estrés postraumático. No todo accidente de tráfico que comporte daños en la carrocería del coche es ya un trauma, y no todo insomnio o recuerdo desagradable es ya un indicio de enfermedad mental. También aquí el problema radica entonces en los normales, quienes, con sus cotidianos denuedos, vuelven a quitar las plazas de psicoterapia a los auténticos enfermos. El síndrome de estrés postraumático es probablemente la plasmación más extrema de lo que puede acontecerle a uno en el curso de su vida. Pero existen asimismo incidentes más triviales con reacciones psíquicas más leves. Está, por ejemplo, el muy pasajero «síndrome de estrés agudo», que sigue a repentinos sucesos existenciales estresantes. El «trastorno de adaptación» dura más tiempo y puede aparecer en especial a raíz de cambios, ya de localidad de residencia, ya de pareja, o como consecuencia de graves enfermedades orgánicas. No se trata de una depresión de dentro hacia fuera, como la melancolía descrita anteriormente, sino que en este caso las circunstancias externas ocupan por completo el primer plano. Aquí, como en todas las depresiones leves, los antidepresivos apenas surten efecto. Para los trastornos psíquicos que aparecen en el curso de la vida y que - según su teoría - se basan en conflictos no re sueltos de la temprana edad, el psicoanálisis ha acuñado el concepto de «neurosis». Existen entonces neurosis depresivas, neurosis de ansiedad, neurosis compulsivas, etc. Para todos estos trastornos, que surgen allí donde algo en la vida ha salido mal, la psicoterapia constituye, por supuesto, la ayuda decisiva. El miedo desempeña un importante papel en casi todos estos trastornos psíquicos. A este respecto, sin embargo, es necesario trazar rigurosas distinciones. Está la angustia existencia] que toda persona experimenta: el miedo al sufrimiento y la muerte, a la finitud 152

de su existencia. Semejante miedo es del todo sano. La pérdida total de este miedo - a causa, por ejemplo, de una manía extrema - es extraordinariamente peligrosa. Una persona a la que le ocurriera eso, dejándose llevar por la euforia, se arrojaría sin más delante de un coche. Así pues, existe el miedo sano. Pero también está esa angustia patológica que cautiva más y más a la persona, que se apropia poco a poco de ella con todo tipo de extrañas sensaciones físicas, esa angustia que ora permanece genérica y atormentadoramente indeterminada, ora se encuentra asociada a determinadas situaciones y objetos. Tal temor enfermizo a algo determinado se denomina «fobia». Conoce numerosas variantes: la fobia social, esto es, el miedo a hacer vida social; la fobia al ascensor; la zoofobia; la fobia a las tijeras; y otras muchas más. Con no poca frecuencia existen tanto un acontecimiento desencadenante como un momento a partir del cual comenzaron a desarrollarse los síntomas. Hay diversas posibilidades de tratamiento: aparte del tratamiento farmacológico con antidepresivos, están, por encima de todo, los acreditados métodos de terapia conductual. En esta, el psicoterapeuta sube y baja en ascensor con el paciente hasta que el miedo a utilizar el ascensor se disipa. El miedo, el miedo cerval, caracteriza el trastorno de pánico. Un ataque de pánico es un suceso elemental que, para el paciente, no pocas veces va de consuno con el miedo a la muerte. La tensión arterial se dispara, el corazón late de repente con tanta velocidad que parece que va a salir se del cuerpo, sudoración, temblores, inquietud, etc. Este estado suele durar solo una media hora en cada ocasión. También aquí pueden ser de ayuda la terapia farmacológica y, en especial, la terapia cognitivo-conductual. El trastorno obsesivo-compulsivo es una enfermedad singular. Hace tiempo traté a una maestra mayor, una mujer enternecedora, inteligente, sociable y comprometida, muy querida por sus alumnos. Desde hacía décadas sufría un trastorno obsesivo-compulsivo. Al salir de casa, una y otra vez debía comprobar si había cerrado la puerta. En la carretera, sentía una y otra vez la necesidad de regresar porque le sobrevenía la idea de que alguien yacía herido en la cuneta. Una y otra vez realizaba en su vivienda prolongados rituales compulsivos que consumían la mayor parte de su tiempo diurno. Se daba cuenta de que todo esto era absurdo. La mujer no tenía muchas posesiones: ¿por qué iba a entrar alguien en su casa a robar? Era de todo punto improbable que, de yacer alguien en la cuneta, le hubiera pasado inadvertido. Y los rituales compulsivos en modo alguno acrecentaban el orden en su vivienda; antes bien, lo que aumentaba era el enojoso caos. En una manía, el paciente está firmemente convencido de la verdad de sus descaminadas vivencias y convicciones. En una compulsión, en cambio, el paciente es consciente de lo absurdo de sus acciones o pensamientos compulsivos. Pero si no cede a la compulsión, se apodera de él una insoportable ansiedad. Existen trastornos obsesivocompulsivos muy acusados, en los que la vida entera viene determinada por la compulsión. Los pacientes desarrollan rituales de ablución que duran horas o limpian la casa de forma tan «concienzuda» que todo se destruye. Por supuesto, se ven obligados a dejar de trabajar; la familia entera es incorporada a los rituales. En algunos pisos acontecen auténticas tragedias. 153

El trastorno obsesivo-compulsivo es difícil de tratar. No obstante, la terapia farmacológica y la terapia conductual son tenidas por prometedoras. La anciana maestra de la que he hablado antes se había sometido ya a muchas psicotera pias a lo largo de su vida, pero ninguna con éxito duradero. Solo un tratamiento farmacológico con un determinado grupo de antidepresivos dio tan buen resultado que en adelante fue capaz de vivir mejor con la enfermedad. La compulsión no desapareció por completo, pero la calidad de vida se incrementó sensiblemente. 2. Comida, bebida, sexualidad: cuando las necesidades se nos escapan de las manos Un cierto grado de miedo es sano; el deseo de orden hasta un poco antes de la compulsión no representa mayor problema. Y también la comida, la bebida y la sexualidad son buenas para la vida. Pero, como ocurre con todo, también de ellas puede haber demasía o parvedad; o dicho con mayor exactitud, un exceso patológico o una privación patológica. La enfermedad más dramática en este ámbito es la anorexia. Se trata de una de las enfermedades mentales más letales. El veinte por ciento de las pacientes muere. La enfermedad se desencadena, por regla general, en muchachas inteligentes que, durante la pubertad, experimentan problemas con su incipiente feminidad. Comen cada vez menos, vomitan en secreto, toman laxantes e intentan adelgazar aún más por medio de la práctica exagerada de deporte. Desarrollan una extraña imagen de sí mismas: se ven demasiado gordas, aunque en realidad su aspecto es el de personas famélicas. En las familias se genera a menudo una dinámica que resulta estresante para todos los implicados. Padres desesperados que quieren salvar de la muerte a todas luces inminente a una paciente en último término incontrolable y que se las sabe todas, y una paciente que se pasea por la cuerda floja entre la vida y la muerte. El tratamiento suele ser de larga duración; pero, si tiene éxito, se consigue poner fin a un suicido a plazos y devolver la vida a una persona joven. Existe asimismo el trastorno contrario: la adicción a la comida, la hiperfagia. También en este caso la terapia consiste mayormente en psi coterapia. Por supuesto, no todo sobrepeso es una enfermedad, como tampoco lo es toda falta de peso. La bulimia, por último, es un trastorno con intensos ataques de hambre, vómitos provocados y excesiva preocupación por el peso; de igual modo, es abordable, sobre todo, desde la psicoterapia. En los llamados trastornos somatomorfos, el cuerpo se convierte en foco de un interés patológicamente exagerado, aunque se pueda demostrar que el afectado no padece ninguna enfermedad orgánica. En el trastorno hipocondríaco, la cosa puede llegar hasta el punto de que el paciente teme de continuo encontrarse gravemente enfermo y estar abocado a morir a resultas de dicha afección. La vida entera está marcada por semejante temor. Sin embargo, tales personas llegan con no poca frecuencia a ser ancianísimas porque se controlan de continuo. Existen asimismo trastornos psicosomáticos, localizados en ciertos órganos. En la ansiedad cardíaca, uno teme sin cesar que el corazón va a dejar de latir al siguiente instante. Pero en el trastorno 154

somatomorfo se da también el miedo por la respiración, la digestión u otras funciones orgánicas. Por último, la dismorfofobia es un trastorno peculiar en el que una persona de aspecto del todo «normal» se halla firmemente persuadida de que es deforme. Ello puede intensificarse hasta graves estados obsesivos que causan gran sufrimiento. Entonces aparecen «cirujanos plásticos» carentes de escrúpulos que, con sus operaciones, empujan desconsideradamente a tales pacientes al suicidio. Los pacientes con trastornos somatomorfos no suelen acudir al psiquiatra por propia iniciativa, sino que en ocasiones practican durante mucho tiempo un doctor hopping - un peregrinaje de médico en médico - doloroso para todos los implicados. En lo tocante a la sexualidad existen muchas variantes, pero no todas ellas serían hoy calificadas ya de patológicas. También aquí lo decisivo es si las personas sufren o hacen sufrir a otros a causa de la sexualidad. La psicoterapia es el remedio de libre elección, pero entretanto existen ayudas farmacológicas tanto para los sufrimientos causados por hipofunción sexual como para los que se deben a alguna dis función o hiperfunción sexual. Por lo demás, la transexualidad tiene poco que ver con la sexualidad; en ella se trata más bien de un sufrimiento debido a una identidad sexual que se vive como ajena: un varón que se siente mujer, una mujer que se siente varón. El sufrimiento por esta causa puede llegar a ser considerable. La terapia llega hasta la operación, que, desde luego, no puede convertir en varón a quien genéticamente es mujer, ni al revés. Se trata más bien de una operación cosmética, que a veces consigue mitigar el sufrimiento. En estos pacientes, la cuestión de la actividad sexual es más bien secundaria. También algunas otras conductas pueden escaparse de las manos con dolorosas consecuencias. Famosas son la piromanía, la tendencia patológica a ocasionar incendios; la cleptomanía, el hurto patológico; y la tricotilomanía, el arrancamiento patológico del propio pelo o vello. Por supuesto, la provocación fraudulenta de incendios, el hurto desconsiderado y el arrancamiento brutal del propio cabello, aun cuando no son patológicos, resultan acciones sumamente enojosas. Pero para este tipo de conductas no existe terapia alguna, porque eso, por desgracia, es «normal». 3. El doctor Jekyll y el señor Hyde: dramas psiquiátricos Y luego están los «doctor Jekyll y señor Hyde», las personalidades múltiples, así como las parálisis, los ataques espasmódicos y las «posesiones» de origen psíquico. Este es el extraño grupo de los llamados trastornos disociativos, que invariablemente han suscitado gran interés en la opinión pública, siempre son buenos como material para una película y, sin embargo, en la práctica se dan con relativa poca frecuencia. Hay personas que - sobre todo, tras repentinos acontecimientos estremecedores - pueden desgajar, por así decir, partes de su conciencia como si no les pertenecieran, dando lugar de este modo a determinados trastornos. Cuán completa sea esta escisión, cuán cercanos a la conciencia sean, por tanto, estos extraños estados, es algo que no siempre se puede determinar con exactitud. En cualquier caso, tales fenómenos, en última instancia más o menos 155

automatizados, limitan en ocasiones de manera considerable la calidad de vida de las personas que los padecen. Es tarea del psicoterapeuta sensible construir a los pacientes puentes por los que puedan abandonar las llamativas conductas patológicas y retornar a reacciones más o menos normales. Un día, nuestro jefe nos convocó para visitar a un paciente que había ingresado con una parálisis del brazo derecho. Desde el punto de vista neurológico, no se constataba ninguna merma: los reflejos del brazo derecho eran tan vivos como los del izquierdo, el sentido del tacto permanecía inalterado; es decir, en realidad todas las funciones nerviosas y musculares estaban del todo intactas. Pero el paciente aludía con demostrativo énfasis a su «parálisis». Esta, sin embargo, afectaba a músculos que ni siquiera eran abastecidos conjuntamente por el mismo nervio. Así pues, daba la impresión de que el paciente tenía el brazo paralizado tal como un profano en medicina se imaginaría, lo quiera o no, una «parálisis en el brazo». El joven había tenido problemas en el trabajo, y allí era donde se había producido la parálisis. Con sugestivas exhortaciones logramos, por fin, que el paciente fuera de nuevo capaz de mover lentamente el brazo. Al cabo de una hora, el lance ya era historia. Sería falso afirmar que aquel hombre escenificó todo aquello con fría premeditación, pero el conjunto tampoco estaba desgajado por completo de la conciencia. De ahí que fuera posible sugestionar al paciente. No todas las personas tienen la capacidad de desplegar tales reacciones. Estos fenómenos pueden empujar a especiales situaciones de estrés a quien es capaz de reaccionar así. Existen escuelas psicoterapéuticas que se esfuerzan por comprender el significado simbólico de estos trastornos: una «ceguera» psicogénica sin que exista lesión alguna en los ojos, cuando las personas evidentemente no quieren ver más algo concreto; una incapacidad para andar (abasia) estando intactas las piernas, cuando las personas se niegan a dar un determinado paso en sus vidas; un trastorno psicogénico de la memoria, cuando tales personas no quieren o no pueden recordar ya más un suceso bochornoso. En estos casos, pues, un trastorno psíquico es puesto inconscientemente de manifiesto por el paciente de modo simbólico. En la llamada «fuga», el paciente no se queda paralizado, sino todo lo contrario: huye de repente, pero eso no es todo; antes bien, desaparece de su vida durante días y semanas. Los familiares no saben dónde para; y el propio afectado se reencuentra a sí mismo al cabo de días o semanas en algún lugar, a veces a cientos de kilómetros de su hogar, y no es capaz de recordar en absoluto su odisea - o solo puede hacerlo muy vagamente-. Tales casos aparecen entonces no pocas veces en los periódicos, al igual que la pérdida psicogénica de memoria por parte de pacientes que, de la noche a la mañana, no se acuerdan de nada, ni siquiera de su nombre. Asimismo, existen ataques espasmódicos psicogénicos. A menudo resultan más dramáticos que los «auténticos» ataques de epilepsia. Si se graban tales ataques en vídeo, 156

es posible ver a cámara lenta cómo los pacientes, poco antes de desplomarse, se apoyan de forma rauda para evitar lesiones. Tampoco aquí se puede imputar sin más engaño deliberado, ya que tales sucesos escapan en estos pacientes - como en todos los pacientes con trastornos disociativos - a la decisión reflexiva y ponderada del enfermo. Grotesco en particular es el llamado síndrome de Ganser, en el que el paciente «se hace el loco»: elude las preguntas que se le formulan con respuestas breves y acentuadamente desatinadas. El diagnóstico más espectacular es probablemente el de «personalidad múltiple». Aquí, el paciente presenta dos o más personalidades que nada «saben» la una de la otra y con frecuencia tienen su propio registro vocal y su propia memoria, en una palabra, su propia identidad. Los pacientes pueden suscitar con ello considerable atención, y fascinar y cautivar tanto a los psicoterapeutas que, en conjunto, surgen constelaciones bastante complejas. Pero tampoco los propios pacientes consiguen escapar en realidad del drama. En todos estos trastornos se plantea de forma singularmente acuciante la pregunta por la libertad del paciente respecto de su sintomatología. El enfado que el psicoterapeuta experimenta por el carácter en apariencia escenificado de estos trastornos es contrapesado no pocas veces por la conciencia de que, en último término, los propios pacientes no encuentran ya salida alguna y a menudo sufren de modo muy intenso a consecuencia de sus síntomas. Sin duda, en todo ello resulta conveniente evitar dirigir en exceso la atención a la sintomatología y llevar a cabo al mismo tiempo una búsqueda intensiva y esforzada de estrategias de superación más útiles, así como de formas más adecuadas de expresar la necesidad y la preocupación. 4. Personas extremas y el último ser humano: cómo los normales inventaron «la felicidad» Tales fenómenos afloran con no poca frecuencia en personas que son más bien extravertidas y que, por ende, tienden a volcar hacia afuera su núcleo más íntimo. Antaño, semejante rasgo de personalidad se denominaba «histérico». Pero este término está, por una parte, marcado por una escuela psicoterapéutica muy determinada, a saber, el psicoanálisis. Y, por otra, con el tiempo ha degenerado hasta convertirse en un insulto, de suerte que - para designar tales excentricidades caracterológicas - se ha dado en utilizar la palabra «histriónico», que ahora significa más o menos lo mismo. Aquí la tenemos de nuevo, la miseria de la psiquiatría: los normales abusan una y otra vez de diagnósticos - esto es, palabras - que han sido concebidos exclusivamente como ayuda a los pacientes con vistas a discriminar a determinadas personas. Esto vale asimismo para el término «psicópata». Originariamente designaba a personas cuya peculiar personalidad era causa de sufrimiento bien para ellas mismas, bien para otros. Pueden ser contemporáneos nuestros muy agotadores que justo entran en escena en situaciones de pronunciada crisis. «En las épocas frías, nosotros dictaminamos sobre ellos; en las épocas calientes, nos dominan», sentenció sobre los 157

psicópatas un famoso psiquiatra alemán. Y así era en realidad. Pues la teoría clásica de la psicopatía se limitaba a describir una anomalía caracterológica, sin sugerir ninguna posibilidad real de tratamiento. Ante manifestaciones en extremo fatigosas uno podía llegar a pensar que se trataba de personas que el buen Dios había creado a fin de que aún pudiéramos esperar con ilusión el paraíso. Pero basta ya de prejuicios. Y es que cuando uno ha entendido cómo algún que otro irritante o repelente asqueroso, algún que otro extravagante pelmazo, algún que otro grotesco estrafalario, ha llegado a ser como hoy es, se insinúa otra imagen. Porque las aversiones y los enfados que esa persona despierta de entrada en nosotros las suscita sin cesar en todos sus semejantes; y eso es algo que, por supuesto, le hacen notar. Una vida tal debe resultar muy fatigosa; y así, uno puede de súbito entender a semejantes individuos e incluso sentir compasión por ellos. De ahí que «psicopatía» sea, en realidad, una palabra llena de sensibilidad, que pone de relieve el sufrimiento de estas personas, en ocasiones algo agotadoras. Pues toda persona tiene sus excentricidades. Es bueno que así sea, y eso no se debe discriminar de inmediato como patológico o enfermizo. Pero la experiencia nos enseña que existen manifestaciones tan extremas de excentricidades caracterológicas que los mismos que las presentan o su entorno sufren mucho a consecuencia de ellas. Solo entonces está justificado emitir un diagnóstico. Entre todos los que padecen trastornos psíquicos, los psicópatas son los más parecidos a los normales. Quizá por eso los normales los odian con especial ardor. Con sus estridentes excentricidades, que se despliegan en direcciones muy diversas, los psicópatas perturban la vida que transcurre normal y aburrida. Eso hace a los normales especialmente agresivos. De ahí que em pleen el término «psicópata» con creciente odio. Convirtieron el remedio en arma de lucha e intentaron ofenderse unos a otros con él. Al final, ya no era posible seguir utilizando esta buena palabra para su verdadero propósito; y así, hoy preferimos hablar de «trastornos de personalidad», algo que, por desgracia, suena demasiado técnico. Los trastornos de personalidad son peculiaridades caracterológicas relativamente extremas presentes, en el fondo, desde la infancia - que ocasionan sufrimiento. Tanto para los propios afectados como para su entorno, constituyen fatigosas excentricidades fundadas en el patrón de cada persona. Ese patrón, por supuesto, no es modificable de raíz. Pero la psicoterapia puede ayudar con éxito al paciente a arreglárselas mejor con esa peculiaridad caracterológica; a abrirse quizá a ámbitos de la vida en los que, con tal singularidad, no resulta desagradable, sino más bien agradable; y, por último, a dominar mejor las crisis que surjan. Con su carácter tendente al caos creativo, la persona «histérica», «histriónica», «ansiosa de notoriedad», «demostrativa», «extravertida» o como quiera decirse con otras palabras más o menos sinónimas, quizá esté fuera de lugar en un archivo y vuelva loco a su director - lo cual, como sabemos, no es posible; así que tendremos que dejarlo en la posibilidad de que lo desespere-. Sobre el escenario, en cambio, esa misma persona quizá conocería grandes éxitos para su propio deleite y el del público. Un buen 158

asesoramiento laboral es a veces la mejor psicoterapia. Y a la inversa, una persona exageradamente amante del orden, un «compulsivo», un «anancástico», puede representar una auténtica bendición para un archivo o un departamento de contabilidad. Pero si, con sus maneras correctas, circunspectas y resecas, se sube a un escenario, entonces el director de la obra se pega un tiro y el público sale huyendo del teatro. Existen además otros trastornos, por ejemplo, la personalidad temerosamente elusiva, la forma extrema del «gallina»; la personalidad «dependiente», por ejemplo, el eterno hijo de mamá; la personalidad «paranoide», siempre des confiada; la personalidad «esquizoide», que no tiene nada que ver con la esquizofrenia, sino que tan solo es un tanto estrafalaria; y, por último, la personalidad «disocial», que con su desconsiderada conducta da trabajo, sobre todo, a los juzgados y de la que muchos dicen que escapa a todo tratamiento prometedor. En este campo, los psiquiatras han propuesto clasificaciones muy diversas. En la categorización que aquí mayormente hemos empleado, que sigue el esquema de la Organización Mundial de la Salud válido en la actualidad, el ICD-10, solo faltan la personalidad emocionalmente inestable de tipo impulsivo y de tipo límite (borderline). El tipo impulsivo describe al antiguo «psicópata irascible». Pero, desde hace algunos años, todo el mundo habla del trastorno límite (borderline). Se trata de pacientes que se encuentran en la borderline, esto es, en el límite entre la neurosis y la psicosis. Nunca pierden por entero la estabilidad de su yo, por lo que nunca devienen de verdad psicóticos. Pero este yo es marcadamente inseguro. Los pacientes con trastorno límite sufren por el hecho de mantener relaciones siempre muy intensas, pero sobremanera cambiantes. Sus propias emociones, al arrastrarlos tanto vertiginosamente hacia arriba como abismalmente hacia abajo, los desgarran, lo que hace que estén sometidos a una permanente tensión. Su autoestima se halla en ocasiones por los suelos. Una y otra vez les asaltan impulsos suicidas. Apenas tienen sentimientos hacia sí mismos y se infligen dolorosos cortes con objeto de experimentar - ya sea de este modo - su propia persona y aliviar las insoportables tensiones. El trato con los pacientes con trastorno límite es agotador. No solo dan a veces la impresión de estar escindidos ellos mismos en lo relativo a sus emociones, sino que también dividen a su entorno. Cuando oigo que en una unidad psiquiátrica el ambiente entre los trabajadores está cargado, en ocasiones pregunto cómo se llama la paciente con trastorno límite... Tales divisiones se llevan a efecto de forma muy sutil. Por ejemplo, la paciente que todos saben que es difícil le confiesa en secreto a la nueva enfermera de la unidad que ella, la nueva enfermera, es la primera persona a la que puede abrirse sin reservas, ya que la comprende de verdad, es capaz de escuchar y lo que le dice la ayuda inmensamente. Los demás cuidadores de la unidad no valen mucho, no son capaces de hacer nada tan bien como ella... La nueva enfermera quizá le dice que siempre ha sabido que era buena, pero que hasta ese momento nadie lo había comprendido y formulado de forma tan certera como ella, la paciente; y que es verdad que sus compañeros no son siempre la crema... 159

La enfermera se marcha a casa eufórica, después de haber dado a algunos colegas, ya de por sí crispados, algunas - a su juicio - instructivas indicaciones sobre cómo podrían tratar mejor a la agotadora paciente. Con ello no se congracia precisamente con los compañeros, quienes, refunfuñando, dicen para sí que ya saben lo que tienen que hacer y que ella no debería entrometerse. A la mañana siguiente, la nueva enfermera regresa al trabajo y, cuando se encuentra con la paciente, esta, gélida como el hielo, curiosamente le da un desplante. Cuando le pregunta por la causa de ese comportamiento, la paciente le espeta: «¡En verdad, nunca en mi vida he conocido a alguien como usted! Le hablo con total confianza, y a usted no se le ocurre otra cosa que ponerse luego a charlar interminablemente con sus compañeros en perfecta armonía. A mí ya no me prestó más atención. Me ha dejado usted por completo sola en mi necesidad. No pienso volver a dirigirle la palabra...». ¡Ayer flotaba ella aún en el séptimo cielo, se creía la mejor, y de repente esto! Tales oscilaciones son normales en los pacientes con trastorno límite. Para los propios pacientes - esto conviene no olvidarlo nunca - resultan muy agotadoras, pero también para su entorno. La estadounidense Marsha Linehan ha desarrollado, bajo el complicado nombre de «terapia dialéctico-conductual» (TDC), el que probablemente sea el programa psicoterapéutico para dicho trastorno más reconocido en la actualidad. Este programa inspirado en la terapia conductual intenta suscitar en el paciente, de cara a todo tipo de situaciones cotidianas, mayor seguridad en el trato consigo mismo y con los demás. Sin embargo, los tratamientos siempre son prolongados y difíciles. El trastorno límite afecta a mujeres en la inmensa mayoría de los casos, y su incidencia se ha incrementado considerablemente en los últimos años. Mientras que al comienzo de mi época de médico ayudante quizá veía a dos de tales pacientes al año, hoy en ocasiones ingresamos a dos de ellos cada semana. No se sabe con exactitud por qué está aumentando tanto este trastorno de acentuado cuadro clínico. Como es natural, se han propuesto varias teorías. El psicoanálisis, por ejemplo, cuenta el trastorno límite entre los llamados trastornos tempranos, aquellos que se desencadenan en la fase inicial de la evolución infantil porque el niño no se siente aceptado en su totalidad. Esto llevaría a la inseguridad existencial que caracteriza el trastorno límite. Por lo demás, a tenor de la teoría psicoanalítica, el narcisismo patológico constituye asimismo un trastorno temprano. Tampoco estas personas se sienten, en el núcleo de su ser, realmente aceptadas. Son sumamente susceptibles y, en el fondo, no se interesan más que por sí mismas. De modo casi adictivo buscan durante toda su vida amor y ternura sin que nunca les alcancen el mucho amor y la mucha ternura que arrancan a los demás. Algunas personalidades de la vida pública que, bajo la resplandeciente luz de los focos y con una permanente sonrisa entumecida en máscara, viven ávidas de aplausos padecen en secreto este trágico trastorno. No obstante, en el mundo de las celebridades, este secreto sufrimiento es considerado casi normal. Pero, para concluir este capítulo, permítaseme recordar una vez más que, en caso de 160

duda, todas las personas han de ser consideradas sanas, también tú y yo. No todo el que es un poco desequilibrado e impulsivo padece, por ello, un trastorno límite; no todo el que se desenvuelve de forma arrebatadora sobre un escenario es, por ello, un «histérico» o «histriónico»; no todo el que dirige con esmero un archivo es, por ello, un «anancástico» compulsivo. No obstante, también sabemos que, en lo relativo a todos estos coloridos atributos de las personas, se dan estridentes exageraciones, tan estridentes que hacen daño, tan estridentes que la propia persona que los posee o su entorno sufren a consecuencia de ellos. Solo se requiere psicoterapia y, por consiguiente, solo se debe diagnosticar cuando existe verdadero sufrimiento. Por el contrario, quien, careciendo de tales motivos, va por ahí diagnosticando a los demás con la intención de volver a meter a la fuerza - con ayuda de tales diagnósticos - en los uniformes de una sociedad normal políticamente correcta a todas las personas anómalas, extraordinarias, excéntricas; quien así procede opera el cínico fin de la humanidad, tal como se lo imaginaba Friedrich Nietzsche: «La tierra se ha empequeñecido, y sobre ella da brincos el último hombre, el que todo lo empequeñece... Son prudentes y saben todo lo que ha ocurrido; por eso, sus burlas no tienen fin... Se tienen pequeños placeres para el día y pequeños placeres para la noche, mas respetando siempre la salud. "Hemos inventado la felicidad", dicen los últimos hombres entre guiños y parpadeos». La victoria definitiva de esta gente normal parpadeante, que actúa en multitud sobre todos los entrañables y coloridos tipos raros, supondría el triunfo de la aburrida estrechez de miras, la dictadura del pensamiento y la acción políticamente correctos, el ocaso de la persona irrepetible en el rumor de la gris mediocridad. No parece tan insignificante el peligro de que esto ocurra.

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CON ello hemos llegado al final de nuestra expedición por esta tierra de las posibilidades ilimitadas, por la tierra de todos los entrañables, extraños, singulares, imaginativos y coloridos personajes que pueblan nuestras unidades y hospitales psiquiátricos y frente a alguno de los cuales estuviste ayer sentado en el autobús o el tren sin percatarte de ello. En la gran mayoría de los casos, estas personas solo están enfermas en periodos bastante cortos de sus vidas; y, por lo demás, no son en realidad «ellos», sino, en el fondo, todos «nosotros», toda vez que a cualquiera de nosotros puede sobrevenirle un trastorno psíquico al principio, en el punto cimero o al final de su vida. Es hora, por consiguiente, de que todos nos ocupemos con interés, respeto y apertura mental de las personas que, ora durante toda su vida, ora solo por un tiempo, viven en los límites de lo que acostumbramos a llamar normal o incluso bastante más allá de ellos. El psicoanálisis enseña que las personas se ven gravemente perturbadas cuando desgajan de sí partes de su biografía o de su multiforme existencia psíquica como si les fueran del todo ajenas y no pertenecieran a ellos. Igual de mal le van las cosas a una sociedad humana que excluye sin más la locura que existe en ella, confiándola en el mejor de los casos a cuidados profesionales a cambio de dinero en ámbitos autónomos cerrados, y se reviste a sí misma de una gris, rígida e intolerante auto-imagen de normalidad, que, sin embargo, es mera fachada. Una sociedad insegura de este modo de sí misma, lejos de permanecer confiada y sere na, se inquietaría profundamente con cualquier arañazo en esta fachada y devendría latentemente agresiva. Con ello estaría en el camino más directo hacia la dictadura de la normalidad, que disimula su propia inseguridad con eslóganes simples y combate sin miramientos todo lo anómalo. «Lo normal es frívola imbecilidad»: esta famosa frase de un psiquiatra a comienzos del enloquecido siglo XX, acuñada, en realidad, en referencia exclusiva a la inteligencia humana, resplandece hoy como fuego fatuo lleno de irisada ironía. Sea como fuere, los totalitarismos del siglo XX han inventado y ensayado los instrumentos con los que podría llevarse a la práctica semejante dictadura de la normalidad. Aun cuando, en la lucha de sistemas, aquellas formas de Estado se hayan revelado demasiado débiles y sus contenidos hayan terminado con razón en el basurero de la historia, la posibilidad de uniformar a una sociedad con métodos modernos ha quedado grabada para siempre en la memoria de la humanidad. ¿Hemos llegado hoy de nuevo hasta ese punto? Y algunos filósofos se quejan de que entretanto ya no se puede hablar con la misma libertad que hace cincuenta años, de que la political correctness invade todos los ámbitos de la vida y la opinión pública se lanza despiadada sobre las personas que dicen lo que no se debe decir y no dicen lo que se tiene que decir. Pero justo eso es lo que hacen las personas con trastornos psíquicos. No se dejan uniformar. Se permiten pensamientos desquiciados. Dinamitan las convenciones rígidas. Con ello nos hacen a todos un gran servicio, pues mantienen la temperatura humana de 163

nuestra sociedad por encima del punto de congelación en tanto en cuanto le dan no solo un rostro humano, sino multitud de rostros humanos diversos. Los enfermos mentales no son comunes sin más; antes bien, se salen de lo común. No son corrientes sin más, como nosotros, sino extraordinarios. Nada humano les es extraño. Cuando uno, de este modo, suprime por primera vez las barreras invisibles que siguen separando a los normales de los demás, la mirada se libera para captar este otro mundo en trañable y abigarrado - más caótico, pero también más imaginativo, más estremecedor, pero también más existencial, más doloroso, pero también menos cínico, que la normalidad lisamente barnizada que domina por doquier. Ahí están los ambiciosos y engreídos triunfadores que, sorprendidos por la demencia, dependen de ayuda ajena por primera vez en su vida adulta, pero que, por eso mismo, a la vez resultan, también por primera vez en su vida, realmente auténticos y conmovedores. Ahí están los tan correctos y sensibles adictos, que durante toda su vida buscan incansables una persona que no los humille, desprecie y ofenda más y que, en su colocón, anhelan escapar del mundo que tan despiadadamente maltrata a su sensibilidad. Ahí están los sabios esquizofrénicos, que no viven en un solo mundo, sino en una pluralidad de mundos fantásticos, y que cortésmente se niegan a toda impertinencia uniformadora de sus semejantes, sin tratar de imponer a nadie su misterio. Y que son más impresionables que otros, pero, por eso mismo, también más receptivos a algo de lo que a nosotros no nos parece que merezca la pena hablar. Ahí están los estremecedores depresivos, que, aterrados, miran de hito en hito a la nada existencial y durante una época de sus vidas han devenido incapaces de apartar la mirada de esas experiencias primigenias del ser humano que todo lo ponen en tela de juicio: la culpa irremisible, la amenaza existencial, la ansiedad desesperanzada. Haciendo caso omiso de ellos, al borde del abismo danza una sociedad ciega para las preguntas de verdad importantes y que, extrañamente, considera normal semejante ceguera. Ahí están los fascinantes maníacos, que, con su tensa y directa vitalidad, irrumpen en medio de una sociedad normal anquilosada en ritos inanes. Y que, a despecho de su megalomanía, dicen la verdad sin ningún tipo de escrúpulos, del mismo modo en que a veces lo hacen los niños, desenmascarando espectacularmente con ello de súbito toda la mendacidad de los «normales». Ahí están las personas a las que ciertos acontecimientos existenciales han arrojado de la trayectoria prevista y que ahora, magulladas y marcadas por la vida, buscan su verdadero camino, el cual a menudo conduce - a través de fases de sufrimiento - a una mayor madurez y a una más profunda serenidad. Y ahí están, por último, todos esos estridentes personajes que una y otra vez se desasosiegan a sí mismos y desasosiegan a los demás de forma duradera, que no son en absoluto normales, pero que tampoco están de verdad enfermos. Aportan color a una vida que transcurre insulsa: son los agitadores, los exagerados, los personajes demasiado esquinados, con los que uno puede eventualmente lastimarse y a los que, al mismo tiempo, es difícil eludir. ¿Ha creado de verdad el buen Dios a estas personas con ese cierto aquel para que aún podamos esperar con ilusión el paraíso, porque allí no habrá ya tales psicópatas? ¿No 164

serán las cosas quizá muy distintas, y lo que ocurrirá en el paraíso es que nosotros ya no nos irritaremos? Quizá entonces incluso tengamos por bueno lo que se sale por completo de lo común. Quizá existirá en el paraíso una divertida mezcla de esquizofrénicos, maníacos, neuróticos y psicópatas, pero no habrá nadie que sufra a causa de ello; y sobre todo, no habrá psiquiatras que empaqueten la abundancia de lo extraordinario en mojigatos diagnósticos. Y si no es lo corriente, sino lo extraordinario, lo que ha de tener carácter eterno, entonces bien podría ocurrir que en el cielo incluso no haya nada normal, sino solo lo insólito; nada de serie, sino solo lo auténtico; nada mediocre, sino solo lo admirable. En tal caso, el «muniqués en el cielo» tal vez se hubiera sentido verdaderamente a gusto y no habría encontrado desesperante tener que cantar eternamente el aleluya13. Sin embargo, aquí y ahora, en nuestra tierra, estamos más lejos que nunca de un cielo así de variopinto. Todos los respetables normales han conseguido domarnos y han uni formado la vida. Los hoteles tienen entretanto el mismo aspecto en todo el mundo. Las corbatas y los trajes, también; e incluso los modales se han igualado por doquier. En realidad, lo exótico ya solo existe en los museos. Y todo lo desconcertante ha de ser eliminado por medio de una explicación «psicológica» cualquiera o, si es posible, encerrándolo en un psiquiátrico. Son los normales quienes excluyen a los enfermos mentales, pero al mismo tiempo demonizan irreflexivamente las formas eficaces de tratamiento. La tiranía de la normalidad vive de la gran ilusión de la eterna pervivencia de lo normal y la fugacidad de lo extraordinario. Sin embargo, es probable que las cosas sean más bien al contrario. Porque lo normal no acontece, tan solo es el trasfondo de lo verdadero. Lo normal, en el fondo, no existe, siendo así que carece de sustancia. La pregunta por la eternidad solo se plantea a la vista de la irrepetibilidad de un cierto individuo, y quien mira con más detenimiento puede percibir lo extraordinario de cada persona. Entonces, en los momentos luminosos, incluso tras el velo de la decorosa normalidad de todos los normópatas se manifiestan los olvidados colores vivos; y uno rememora estas singulares tonalidades cuando rememora a las personas. En una sociedad normada, los velos suelen ser tan gruesos que resulta imposible reconocer ya color alguno. Entonces, únicamente las personas extraordinarias nos recuerdan lo que en realidad se oculta detrás de todo ser humano. Así pues, lo contrario de «normal» no es «enfermo», sino «extraordinario». Y de entre las personas extraordinarias, algunas están enfermas, si bien pueden ser tratadas; otras se encuentran permanentemente impedidas y necesitadas de ayuda. El resto de las personas extraordinarias, empero, son los coloridos seres fronterizos de nuestras sociedades. La Edad Media y la primera Modernidad ensalzaban a tales personas. Quien lea los relatos del desbordante colorido de la vida en el «otoño de la Edad Media»14, quien 165

admi re las aproximaciones literarias a esta realidad en El jorobado de Notre Dame - el fascinante drama humano de Víctor Hugo - y en Rigoletto - la trágica ópera de bufones de Giuseppe Verdi15-, tal vez lamente por unos breves instantes no haber sido testigo directo de la increíble intensidad de las antedichas épocas y sus gentes. Lo cual no significa ignorar los marcados contrastes y las profundas sombras que se proyectan sobre esos periodos históricos. Pero, desde aquellos tiempos, aún llega a nuestros oídos el bullicio festivo de las personas que sabían festejar, aunque nunca se tenía la certeza de que la muerte - bajo una u otra guisa - no fuera a anunciar ya al instante siguiente la última hora. Era un tiempo muy anterior a la invención de la cháchara intrascendente, a la invención de esos inevitables canapés estandarizados que hoy en día se nos sirven en cualquier ocasión desde la cuna hasta la sepultura, un tiempo muy anterior a los ritualizados discursos oficiales que, con muchas palabras vacías, nada dicen. En aquellas épocas también se pecaba, a buen seguro. Pero se pecaba con ganas, no de forma rutinaria. Y así, los grandes pecadores eran también grandes agitadores, tanto para lo bueno como para lo malo. A la sazón uno no necesitaba buscar a propósito lo extraordinario. Pero también hoy existe gente extraordinaria: las personas con ese cierto aquel. Y también hoy siguen confiriéndole a la vida ese especioso sabor que la hace tan digna de ser vivida. ¿Estamos tratando, pues, a las personas equivocadas? Sí y no. Es una suerte que, en nuestra sociedad, los enfermos mentales tengan a su disposición en la actualidad múltiples métodos adecuados de tratamiento. Y es bueno que así sea. Pero, si con el término «tratamiento» no se quiere decir tan solo «terapia», entonces los numerosos normales necesitan, de hecho, un tratamiento más atento que los pocos enfermos. No deberíamos tolerar todo por más tiempo como si tal cosa. Con la papeleta de voto y con la sátira es posible poner a raya a los desquiciada y estúpidamente normales. Quizá entonces decrecería un poco la locura y la estupidez totalmente normales - y la diversidad de la gente extraordinaria volvería a aportar al mundo más color y más ganas de vivir. Ahora, llegados al final, quizá te preguntes si tú mismo eres normal o extraordinario. Al respecto te puedo echar una mano, querido lector. «¡Yo soy el que determina aquí quién es normal!», afirmo de vez en cuando en mi hospital, después de haberme cerciorado a conciencia, claro está, de que quienes me escuchan tienen sentido del humor. En consecuencia, declaro solemnemente que no te considero normal, querido lector. Estoy del todo convencido de que debes de pertenecer al grupo de la gente extraordinaria. Pues quien compra libros forma parte ya de una minoría; y quien incluso los lee y no se limita a regalarlos, ese, decididamente, no es normal. Por tanto, no has de preocuparte: si has conseguido leer este libro hasta aquí, seguro que no eres normal. Con otras palabras, si es cierto que nuestro problema son los normales, la humanidad no tiene contigo, querido lector, ningún problema...

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EL presente libro ha pretendido presentar lo esencial de la psiquiatría y la psicoterapia. Eso constituye, sin duda, un delicado proyecto. Pues, así como se afirma que existen tantos métodos psicoterapéuticos como psicoterapeutas, así también existe, a buen seguro, igual número de opiniones distintas de lo que es esencial en este campo. Por consiguiente, yo defiendo mi muy subjetiva elección, que tiene que ver con los azares de una actividad profesional en psiquiatría de más de treinta años. En especial subjetiva es probablemente la visión de conjunto de los métodos de psicoterapia, que tiene mucho que ver con mi propia trayectoria vital. Con todo, he intentado presentar el conjunto de la psiquiatría y la psicoterapia de tal modo que aparezcan los trastornos más comunes e importantes. Falta la psiquiatría infantil y juvenil, porque esta se ha convertido con el tiempo en una ciencia autónoma en la que carezco de experiencia. Falta también el ámbito de la discapacidad mental, de la disminución intelectual. Por supuesto, también los discapacitados mentales pueden padecer trastornos psíquicos; tales enfermedades están entonces teñidas por la disminución intelectual. Pero, en sí, la discapacidad mental no es objeto relevante de la ciencia psiquiátrica: y durante mucho tiempo, la mezcla de ambos ámbitos en los grandes «manicomios» ha lastrado de forma persistente la imagen de la psiquiatría. Por lo demás, aún me resta pedir disculpas a los psicólogos, porque, en aras de la sencillez, he hablado sin excepción de psiquiatras. En muchas cuestiones, los psicólogos siempre que tengan formación complementaria en psicoterapia - son tan competentes como los psiquiatras, si no más. Solo que ellos no pueden realizar exámenes físicos ni están autorizados a recetar medicamentos. La tipificación que he elegido se rige a grandes rasgos por la nueva clasificación del ICD-10, el cuadro clasificatorio de la Organización Mundial de la Salud, extremadamente útil para propósitos científicos. Pero la presente obra aprovecha también las ventajas del llamado «sistema triádico» de la antigua psiquiatría alemana, en parte más asequible. Y es que, para comprender las enfermedades mentales y, sobre todo, a los enfermos mentales, no basta con describirlos. Me he esforzado por revestir de carne, con numerosos casos clínicos, los huesos de los diagnósticos psiquiátricos. Sin embargo, a fin de preservar el anonimato, he modificado las historias de los pacientes, de suerte que no quepa posibilidad alguna de reconocimiento. En realidad, debería disculparme con todas las personas normales, contra las que, sin duda, a menudo he arremetido de forma demasiado vehemente e injusta. Pero solo es posible excusarse con quien existe de verdad. Y después de que, unas pocas líneas más arriba, haya declarado no normales a todos los lectores de este libro, y siendo así que, por lo demás, no conozco a ninguna persona a la que, bien mirado, pueda denostar como «normal», faltan verdaderos ofendidos a quienes presentar mis disculpas. Ninguna persona es normal sin más. Si lo «normal» no es nada con valor eterno, entonces 169

«normales» son únicamente ciertas conductas pasajeras en las que todos podemos incurrir, también tú, querido lector, y yo. Este libro pretendía llamar la atención so bre los peligros de esa «normalidad», sin silenciar, no obstante, sus bendiciones. Pues en esta vida dependemos de que la mayoría de las cosas transcurran con «normalidad». Solo así podemos encontrar la fuerza y la calma necesarias para valorar lo extraordinario y evitar convertirlo en «normal». Y, por último, permítasele al psiquiatra poner de relieve con mayor fuerza las amabilidades de sus pacientes en vez de limitarse a catalogar las penalidades que las enfermedades mentales, por supuesto, comportan para el paciente mismo, pero también para sus semejantes. Si, después de la lectura del presente libro, alguien opinara que todo esto «no es tan sencillo» y que «debe ser presentado de forma más matizada y minuciosa», me gustaría dejar constancia ya aquí de que le doy la razón sin rodeos. Cambiando, eso sí, «debe» por «puede». Porque ya existen suficientes manuales exhaustivos de psiquiatría. El manual más famoso en la actualidad tiene, sin embargo, tal peso que, en caso de que se le cayera a uno en el pie desde un metro de altura, le rompería el metatarso. Desde esta perspectiva de cirugía de accidentes, la obra que aquí concluye no representa el más mínimo peligro. Se entiende a sí misma como pequeño bombón antes que como gran tarta, como aperitivo antes que como saciante guarnición. Está escrito para personas no expertas en la materia que quieren hacerse con una visión de conjunto del fascinante mundo de la psiquiatría y la psicoterapia. Me tranquilizó mucho el hecho de que el carnicero que leyó el borrador lo encontrara inteligible. Solo se asustó ante la expresión «entornos sociales» estúpidamente normales. La consulta del diccionario le llevó a pensar que debía tratarse de espacios huecos. Así que supuso que dicha expresión tenía que ver con el precintado de cavidades. Se me figura que es una interpretación certera. Quien desee información más precisa puede acudir, por supuesto, a la literatura especializada. Hay también buenas y asequibles orientaciones sobre enfermedades mentales es pecíficas dirigidas a pacientes y familiares. En especial, existen excelentes iniciativas de autoayuda de afectados y familiares, que no pocas veces disponen de mejores conocimientos técnicos que algunos profesionales. Los expertos en la materia debemos plantearnos, precisamente en el ámbito de la psiquiatría y la psicoterapia, preguntas críticas de manera abierta y argumentada. Debería ser obvio, por ejemplo, que, solo si está informado al respecto, puede el paciente preguntarle al terapeuta qué método pretende utilizar en la «psicoterapia» y qué resultados y efectos secundarios podría tener esa forma de terapia. Al fin y al cabo, la psiquiatría y la psicoterapia no funcionan conforme al viejo chiste de psiquiatras: un viandante le pregunta a un psiquiatra: «¿Cómo se va a la estación?». La respuesta del psiquiatra: «Tampoco yo lo sé, pero es bueno que hayamos hablado sobre ello». Pero, sobre todo, uno no debería ocuparse de continuo de su psique. No está construida para ello. Y tampoco de su psiquiatra; lo mejor sería olvidarse de él antes o después. El hecho de que una psicoterapia esté centrada en la solución significa también 170

que el paciente se desliga de su psiquiatra, quien no ha hecho más que facilitarle de nuevo al paciente con habilidad el acceso a sus propias energías - con las cuales este puede resolver sus problemas y poner fin a la relación terapéutica16-. Un psiquiatra que espere de sus pacientes cartas de agradecimiento no ha comprendido bien un aspecto importante de su tarea servicial. Así y todo, si las recibe, no debe entristecerse demasiado por ello. La psiquiatría y la psicoterapia tan solo ofrecen métodos útiles para mitigar o eliminar trastornos pasajeros. Es un ejercicio sumamente limitado. Las ciencias de la mente no ofertan caminos hacia la felicidad. Y de cierto, también aquí vale el aforismo de Odo Marquard: «El sentido - y esta frase está fuera de duda - es siempre el sinsentido que uno deja». Si en todo el país se rocía a las personas con un ininterrumpido murmullo relativo a asuntos psíquicos en prontuarios y revistas, se corre el peligro de que también en este ámbito se haga realidad en algún momento lo que Aldous Huxley predijo admonitoriamente para el conjunto de la medicina: «La medicina ha avanzado tanto que ya nadie está sano».

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1. Para entender mejor este párrafo, conviene tener en cuenta que Renania del Norte y Westfalia están unidas administrativamente y forman uno de los Estados federados de Alemania. Westfalia se extiende al nordeste de Renania del Norte [N. del Traductor]. 2. Jefe de Estado de la extinta República Democrática de Alemania desde 1976 hasta el 18 de octubre de 1989, fecha en que fue obligado a dimitir por los miembros del Consejo de Estado, que él mismo presidía [N. del Traductor]. 3. Permítasenos recordar que los miembros del partido nacionalsocialista alemán eran llamados «camisas pardas», ya que pardo era el color del uniforme nazi [N. del Traductor].

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4. Región montañosa situada al noroeste de Frankfurt am Main [N. del Traductor]. 5. Alusión a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), conflicto entre confesiones cristianas que devastó regiones enteras en Centroeuropa y, debido a los continuos episodios de hambruna y enfermedades, diezmó gravemente la población de los Estados alemanes [N. del Traductor]. 6. Estas palabras forman parte de la conocidísima publicidad de los chocolates de la marca «Ritter Sport»: quadratisch, praktisch, gut [N. del Traductor]. 8. En alemán se habla gráficamente de «las tres efes»: Firma (trabajo o empresa), Frau (mujer) y Führerschein (carné de conducir) N. del Traductor]. 9. Traducimos así la locución alemana weif3e Mduse sehen, «ver ratones blancos», a cuyo contenido se hace referencia más adelante [N. del Traductor]. 10. La talidomida es un fármaco que se comercializó entre 1958 y 1963 como sedante y como calmante de las náuseas durante los tres primeros meses de embarazo. Como sedante tuvo un gran éxito popular, ya que en apariencia apenas causaba efectos secundarios. Sin embargo, ocasionó el nacimiento de miles de bebés afectados de focomelia, una anomalía congénita que se caracteriza por la carencia o cortedad de las extremidades. El medicamento tuvo que ser retirado del mercado a toda prisa [N. del Traductor]. 11. El autor juega en este párrafo con el doble sentido del verbo alemán irren, que significa tanto «errar» como «desvariar» [N. del Traductor]. 12. Se trata de Sebastian Deisler, internacional alemán, quien ingresó en una clínica para recibir tratamiento estacionario por depresión en noviembre de 2003, siendo jugador del Bayern München [N. del Traductor]. 13. «Un muniqués en el cielo» (Ein Münchner im Himmel) es uno de los relatos cortos más conocidos del escritor bávaro Ludwig Thoma (1867-1921) [N. del Traductor]. 15. Basada en la obra teatral de Víctor Hugo El rey se divierte [N. del Traductor]. 14. Tal es el título del clásico estudio sobre el tramo final de la Edad Media publicado en 1919 por el filósofo e historiador holandés Johan Huizinga (1872-1945) [N. del Traductor]. 16. En esta frase el autor aprovecha la doble acepción del verbo alemán pisen, que significa tanto «solucionar» un problema como «romper, poner fin a» una relación [N. del Traductor].

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Índice Prólogo, por Eckart von Hirschhausen Preludio Introducción 1. Locura 2. La persona desquiciadamente normal: cuadrarse en monocolor II. Estupidez 1. La estupidez completamente normal: Dieter Bohlen, Paris Hilton y la esencia de las cosas 2. La persona estúpidamente normal: mujeres que friegan y ciervos que braman 1. ¿Por qué tratar? 2. Fantásticamente anormal: genio y locura 3. Los locos y sus médicos: cómo se inventó la psiquiatría 4. Malentendidos: por qué los diagnósticos nunca aciertan II. ¿A quién tratar? (b) Cuestión de pareceres: el ser humano, su cerebro y cómo la vida juega así, sin más 2. El gran reino de la libertad: yo y mi cerebro (a) Libertad y enfermedad: más acá del bien y el mal (b) Dignidad humana y libre albedrío: los señores enfermos III. ¿Cómo tratar? (a) El psicoanálisis: ¿por qué se ríe usted así?; ¿qué reprime? (b) La psicoterapia conductual: cuadrada, práctica, buena (c) Revoluciones sistémicas: cómo se erradican los problemas (d) Soluciones sin problemas: el secreto de la mella 2. Por último: ¿tratar el cuerpo para sanar el alma? (b) Revelaciones escandalosas: el ultimátum de una paciente segura de sí misma 185

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1. Cuando el cerebro se ve afectado: los pequeños golpes en el cogote no aumentan la inteligencia 2. Pelea encarnizada: todo lo que el cerebro se toma a mal 3. Enfado crónico: las conquistas póstumas del señor Alzheimer 4. Los dementes y los normales: una aproximación II. Quien tiene preocupaciones tiene también licores: la adicción, una molesta enfermedad 2. El hombrecillo con la cabeza de cristal: lo que une a la psiquiatría con la mafia 3. Psicoterapia: ¿qué hacer en vez de ser adicto? 4. Los adictos y los normales: el sentido de la adicción III. Errar es humano: la esquizofrenia 2. Buenas noticias: una inquietante enfermedad pierde su carácter terrorífico 3. El desastre de la talidomida y la psicología: causas y efectos 4. Los esquizofrénicos y los normales: una relación crispante IV. Exultantes, hondamente afligidos: depresivos y maníacos 2. Pensamientos destructivos: cuando no hay salida 3. Animación en el aula, estrés para el ejército 4. Los maníacos y los normales: una enconada enemistad V. ¿Por qué aún podemos esperar con ilusión el paraíso? Variaciones de lo humano 2. Comida, bebida, sexualidad: cuando las necesidades se nos escapan de las manos 3. El doctor Jekyll y el señor Hyde: dramas psiquiátricos 4. Personas extremas y el último ser humano: cómo los normales inventaron «la felicidad» Aquí acaba este cantar Epilogo Índice temático 186

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