¿Dios en Off? Trampas en Las Que Perdemos a Dios - José Pedro Manglano Castellary

March 27, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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¿Dios en Off? Trampas en Las Que Perdemos a Dios - José Pedro Manglano Castellary...

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José Pedro Manglano Castellary, 1999

EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 1999 c/Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected] 1ª edición: octubre 1999 2ª edición: febrero 2000 3ª edición: junio 2000 4ª edición: febrero 2001 5ª edición: noviembre 2001 6ª edición: enero 2003 7ª edición: noviembre 2003 8ª edición: febrero 2005 9ª edición: noviembre 2006 EDICIÓN DIGITAL: Grammata.es ISBN: 978-84-330-3528-8

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INTRODUCCIÓN

¿Dios en OFF? ¿Por qué personas que buscan a Dios, y quieren compartir su vida con Él, casi sin darse cuenta pierden a Dios, o mejor dicho, lo dan por perdido? ¿Por qué un buen día la clavija que ellos habían puesto voluntariamente en ON, creen que una mano misteriosa la cambió de lugar dejándole a Dios en OFF? ¿Por qué tantos, que de buena gana hubiesen vivido con Dios en ON, lo dan por imposible, se desaniman? ¿Por qué un Dios que libera y engrandece, en alguna personas se convierte en un peso que empequeñece y humilla? ¿Por qué aquella pequeña lucecita de Dios que comenzaba a asomar, queda ahogada en vez de crecer? ¿Por qué, sin yo quererlo, puede quedar Dios fuera de mi vida, o mi vida fuera de Dios? Podrían darse muchas y muy distintas respuestas. En todas ellas encontraríamos algunos rasgos comunes: un exceso de voluntarismo, falta de conocimientos acerca de cómo es el hombre y de cómo es Dios, posiciones originarias que se vician, huidas y olvidos, no saber vivir las crisis, superficialidad en los diagnósticos, sentimentalismo, etc. En este libro trataremos de exponer diez trampas en las que perdemos a Dios. Las expondremos de un modo sencillo, las afrontaremos desde una antropología básica y desde la fe.

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Primera Parte DIEZ TRAMPAS AL AMOR

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1 PERDER DE VISTA MI HISTORIA DE AMOR CON ÉL

Centramos la atención en el punto que fundamenta toda historia de amor.

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HOY ME HA CAMBIADO LA VIDA No estamos solos. Desde el momento en el que me decido a seguir a Jesús, no estoy solo. En una ocasión, hace unos dos mil años, dos jóvenes judíos –Andrés y Juan eran sus nombres– ven de lejos a Jesús, que camina solo, seguramente hacia su casa. No le conocían personalmente, pero algo habían oido decir de él. La curiosidad, o el interés por escucharle, lleva a esta pareja de jóvenes a seguir sus pasos, aunque a cierta distancia. En un punto determinado se da cuenta Jesús de la persecución, se para y se dirige a ellos: – ¿Qué buscáis? Le contestan con otra pregunta: – ¿Dónde vives? – Venid y veréis. Se van con Él y, tras un rato de conversación, salen de su casa siendo discípulos de Cristo. Es el mismo Juan quien nos lo cuenta en su evangelio, y hace notar que aquel momento es determinante en su vida, recordando hasta la hora: eran las cuatro de la tarde (Jn 1, 35-39). Como este caso, hubo –y hay– muchos otros. Lo que ahora nos interesa de todos esos encuentros es lo siguiente: en todos ellos se da un momento en el que comienza una historia personal de amor entre esa persona y Jesucristo. Nos explicaremos. Tratemos de imaginar qué ocurriría a continuación, cómo serían las horas siguientes de esas personas. Si imaginamos alguno de esos jóvenes singularmente expresivo, comunicativo, esa misma noche podría haber comentado en casa con toda sencillez: Mamá, hoy me ha cambiado la vida. Aparentemente todo sigue igual, pero ahora las cosas son distintas. Me he encontrado con una persona, con Jesús de Nazaret, y… no sé, nos hemos entendido y… (aunque quede algo cursi, de alguna manera tenemos que expresarlo) he decidido compartir mi vida con él. Ahora somos él y yo. Él y yo para todo. ¿Te acuerdas del viaje que iba a hacer pronto? No sé si lo haré: tengo que hablarlo con él, porque quizá prefiere que haga otra cosa... Podríamos continuar, pero creo que basta con esto para hacer ver que el futuro, el presente y el pasado, las posibilidades, el tiempo y todas las decisiones libres van a quedar tocadas, influidas por aquel pasado momento de amor. Y todo lo que continúa a aquel pasado momento de amor va construyendo la historia personal de amor entre esas dos personas: Jesús y Juan, Jesús y Andrés... o Jesús y tú (si es que has vivido un momento en el que tomaste a Dios en serio). No estamos solos. Desde el momento en el que me decido a seguir a Jesús, no estoy solo. 14

Jesucristo vive, y todos los años sigue mirando con amor, encontrándose con algunas y algunos, con varios en cada ciudad. Es una suerte poder decir que uno de esos años, en el mes tal, el día tal, a tal hora más o menos, tuve yo ese encuentro con Cristo, que ha marcado mi vida, haciendo de ella una historia de amor.

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OLVIDAR A JESUCRISTO, CAMBIÁNDOLO POR UN PROYECTO DE PERFECCIÓN El problema o la dificultad puede venir cuando, con el paso del tiempo, se pierde de vista la historia de amor. No siempre ocurre, pero… ¡es tan fácil! Veamos uno de los posibles procesos que puede llevar, sin que el interesado se dé cuenta, a perder de vista esa historia personal de amor. Cuando nos decidimos a seguir a Jesucristo, es fácil que nos hagamos una idea ideal de lo que queremos ser. Según la vocación de que se trate, pensamos ilusionadamente ser el… perfecto o la… perfecta (los puntos suspensivos, cada uno puede rellenarlos con su caso concreto: la cristiana perfecta, el seminarista perfecto, el marido perfecto, la madre perfecta, la monja perfecta...). No nos mueve a eso nada malo, sino la ilusión de una entrega plena. A veces nos atrae ser como otra persona que escogió el mismo camino y a la que tenemos idealizada. Esto no es necesariamente algo malo, pues de esas circunstancias se sirve Jesucristo para movernos a comenzar esta historia de amor. Lo que sí es un empequeñecimiento es quedarnos ahí, en esos motivos sin llegar a darnos cuenta con profundidad de por qué y para qué nos hemos decidido a seguir a Jesucristo. ¿Qué puede ocurrir entonces? Que, sin darme cuenta, mi vida puede acabar siendo un esforzado intento por hacer realidad “el ideal” que yo tengo en la cabeza. Con el tiempo –los días, los meses, los años– voy tocando la realidad mía: no soy lo que creo que debería ser. A diario encuentro cantidad de limitaciones y fallos. Mi experiencia va convirtiéndose en “mi pobre experiencia”. En mis desahogos hay un grito que resume mi estado anímico, mi valoración personal: ¡soy un desastre! Al mirarme es fácil que, sobre todo en momentos de cansancio, vea en mi vida un fracaso: ¡no alcanzo los mínimos del ideal que persigo! Es preciso entonces pararse a reflexionar: ¿qué me está ocurriendo? Que todo eso es verdad, pero todo eso es verdad sólo en relación a los parámetros mentales míos sobre mi vocación. He olvidado mi historia de amor. En mis esfuerzos y luchas estaba moviéndome por alcanzar ser lo que yo creía que tenía que ser… pero Jesús ya no aparece en mi vida. Se me ha olvidado que se trata de vivir con él, y esto hace que mi vocación pase de ser una historia de amor con Jesucristo, a ser una lucha en solitario por vivir unos ideales. Y eso no es lo que Jesús me ha invitado a vivir.

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VIVIRLO TODO CON ÉL Un ejemplo. Puede costarme el trato con otra persona con la que estoy obligado a convivir por el motivo que sea. Existen dos posibles modos de reaccionar. Primera posibilidad. Pararme y decirme a mí mismo: tengo que llevarme bien con ella; al menos, hacer esfuerzos por normalizar el trato. Su simple sonrisa me pone de los nervios. Mi conciencia me dice que no está bien; y en el fondo reconozco que quizá esté siendo yo víctima de mi soberbia. Me esfuerzo, y una vez le sonrío, pero las cuatro veces siguientes no le aguanto. ¡Esto no puede ser! Me voy cansando de tanto esfuerzo; me canso de ella; me canso también de mí mismo… Y espero que, del mismo modo que la vida nos unió, ojalá llegue pronto el dichoso día en que la vida nos separe. La otra posibilidad. Constato que tal persona me resulta insoportable. Pero enseguida adivino en esa situación una nueva etapa de mi historia personal de amor con Jesús. Por eso puedo ver en la convivencia un problema, pero será un problema... no mío – desde que decidí seguir a Jesús nada de lo que me ocurre es un problema sólo mío–, sino un problema de los dos, y que tenemos que resolver entre los dos. Sé que, en su providencia, Dios ha permitido –ha querido– que conviva con esa persona. Jesús ¿qué quieres que haga? Yo solo no puedo, y... me resulta insoportable ¡Tú verás! ¿Y qué vas a hacer tú?… ¿Qué quieres que hagamos? Es evidente que en el primer caso se ha olvidado la historia personal de amor con Jesús –que lo abarca todo–, y me he quedado yo solo. En el segundo, esa circunstancia que me contraría me une más al Señor Jesús, y me lleva a gritar con el salmista: “Asegura mis pasos con tu promesa, Señor, que ninguna maldad me domine”. “Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Soy un gusano, no un hombre; vergüenza de la gente, desprecio del pueblo”. “Refugio mío, mi fortaleza, Dios mío, confío en ti”. El día que murió Teresa de Calcuta, retransmitieron en la televisión una entrevista que le hicieron en vida. Le preguntaba el periodista si estaba casada: – Casada, sí: con Cristo. Y sepa que Jesucristo es un marido muy exigente. Continuamente me pregunta, me pide, me requiere. Un buen ejemplo de lo que es entender la vida como una historia personal de amor con Jesús.

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APRENDER A INCLUIR TODO SUCESO EN MI HISTORIA DE AMOR La dificultad se supera con la verdad. No se trata de engañarse diciendo que va bien lo que va mal. Se trata de incluir cualquier cosa que me sucede, cualquier suceso que vivo un día cualquiera, en mi historia personal de amor con Jesús. Siendo como soy, él me dice y yo le digo, él me pide y yo le doy; yo le digo y él me dice, y yo le pido y él me da. Somos yo y él. Desde el momento en el que Jesús me pidió mi vida y yo libremente se la di, ya no soy yo solo, yo soy “él y yo”. Todo lo que me ocurre, nos ocurre; y todo lo que me afecta, nos afecta; y a la inversa: lo que le ocurre y afecta a él, me ocurre y afecta a mí. Por eso, me da igual no ser el prototipo perfecto de mi vocación; lo que me importa es decirle que sí a eso que ahora quiere de mí. O decirle que ya siento haber pasado de él en ese asunto, porque sé que a él le habría gustado que me hubiese comportado de otro modo. No lo siento porque se trata de un error, de una especie de falta de ortografía en este inmenso dictado que es mi vida, sino que lo siento porque él siente que me haya comportado así, y si él lo siente, yo también. Si en un día me he enfadado nueve veces y una vez he conseguido vencerme, la valoración no es que he fallado el 90% y he acertado el 10%. En primer lugar, porque no se trata de fallos y aciertos, sino de momentos de amor o desamor. Y, en segundo lugar, porque la valoración verdadera la sabemos Dios y yo. Él siempre sabe perfectamente lo que yo he dado, independientemente de si parece mucho o poco: “Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos, les dijo: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad ha echado todo lo que tenía para vivir”. (Marcos 12, 41-44).

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SABIENDO QUE VIENE DE ÉL, TODO AGRADA Si no olvidamos nuestra historia de amor con Jesús exclamaremos al final de nuestra vida, agradeciendo lo duro y lo suave, los momentos difíciles y los fáciles, las circunstancias que arañan y las que acarician, como exclamaba Teresa de Lisieaux al final de su vida: “¡Qué misericordioso ha sido el camino por donde Dios me ha llevado siempre! Nunca me ha hecho desear cosa que luego no me haya concedido. Por eso, su cáliz amargo me ha parecido delicioso”. (Orar con Teresa de Lisieaux, J.P. Manglano, Ed. Desclée De Brouwer, número 4.6).

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2 NOMBRE: CRISIS. APELLIDO: DE CRECIMIENTO

Te copio del diccionario. “Crisis: f.1. mutación considerable que acaece en una enfermedad, ya sea para mejorarse o para agravarse el enfermo. 2. Mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales. 3. Situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese. 4. Por extensión, momento decisivo de un negocio grave y de consecuencias importantes (…) 7. Por extensión, situación dificultosa o complicada”. Podemos entender la vida como un proyecto. En todo proyecto hay épocas. Un tipo de épocas son las crisis. Por eso, entender las crisis es necesario para llevar adelante cualquier proyecto.

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LA HUIDA DEL SUFRIMIENTO PROVOCA UNA AVALANCHA DE INTERROGANTES En el mundo del deporte, sobre todo cuando se trata de actividades de duración prolongada, es muy frecuente hablar, al finalizar, de las crisis, de los momentos críticos que han tenido lugar en el desarrollo del ejercicio de que se trate. Recuerdo un aficionado al ciclismo. Contaba que, al principio, cada vez que subía una cuesta algo larga –un pequeño puerto–, le asaltaban mil preguntas: “¿Para qué he venido aquí?, ¿Quién me manda montar en bici? Esto no es lo mío… con lo bien que estaría ahora en casa... Vendo la bici y con eso podría comprarme…”. Sin embargo, en cuanto se terminaba la subida y alcanzaba un llano –y, no digamos, una bajada–, automáticamente se reconciliaba con el ciclismo. Al finalizar la etapa la valoración total era siempre positiva: vale la pena. Podríamos descubrir mil situaciones parecidas. Se trata de una reacción muy humana y, por eso mismo, frecuente. Todos las hemos vivido. Provocadas por distintas circunstancias, pero todos. ¿De qué se trata? De algo tan sencillo como esto: no nos gusta sufrir. Así, en los momentos en que sufrimos, parece como si se disparase un dispositivo que soltara una avalancha de preguntas en torno al sentido de lo que hacemos: si vale la pena, si es lo mío, por qué esto y no otra cosa… No es más que la huida del dolor, del sufrimiento. Esta experiencia, que se da en todos los aspectos de la vida –también en el seguimiento de Jesucristo–, solemos denominarla “crisis”. Evidentemente, las crisis no tienen siempre la misma fuerza o intensidad. La madurez –que no es el simple paso biográfico del tiempo, sino algo bien distinto– aumenta la capacidad de sufrimiento, enseña a sufrir. Es una pescadilla que se muerde la cola: el sufrimiento ayuda a madurar, y la madurez ayuda a saber sufrir. Por eso, a una persona que nunca ha sufrido verdaderamente, el sufrimiento le hace perder fácilmente la estabilidad: las crisis desencadenan la búsqueda de una huida y se deja asaltar por esos mil interrogantes que le hacen perder el norte, la estabilidad y, en consecuencia, la paz. Quiero continuar con el ejemplo de mi amigo ciclista: es evidente que contaba aquello como algo que le sucedía al principio. Continuó con el ciclismo, y fue protagonizando un proceso. Pronto ya no se tomaba en serio a sí mismo: se reía de sus ocurrencias. Más tarde, ni se le venían a la cabeza: había desarrollado sus músculos y, también, su capacidad de sufrir. Sin embargo, el proceso crítico se repetía cada vez que se exigía más de lo ordinario: todo crecimiento en su carrera ciclista iba acompañado de su correspondiente crisis de sufrimiento. 21

LAS CRISIS TIENEN COLOR De ordinario, no valoramos debidamente las crisis. No somos justos con ellas. Hablar de crisis es hablar de algo grande en la vida de una persona: de algo –por colorearlo– de tonos rojos. Suponen, por un lado, crecimiento, conquista de nuevas cotas, cambio enriquecedor; y, por otro, sangre, combate, esfuerzo y lucha. No somos justos con las crisis, porque nos ha dado por pintarlas de negro –o, en el mejor de los casos, de marrón– y por vestirlas de dudas e interrogantes. Las “crecederas” duelen, pero ¿qué sería de alguien que por ahorrarse ese dolor eligiese continuar de por vida siendo enano?

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LAS CRISIS DUELEN Las crisis duelen, y son positivas. Y no escribo duelen “pero” son positivas, porque el mismo dolor es uno de los ingredientes que hacen positiva la crisis. Jesucristo, Dios y Hombre, en cuanto hombre, también sufrió crisis. Aunque los Evangelios no reflejen de manera expresa ningún dato al respecto, es lógico pensar que cuando, a los doce años, se desmarca de sus padres para enseñar en el templo, conociendo el disgusto y preocupación de sus padres, sufrió, y lo pasó mal (se equivoca quien imagine en ese hecho a un niño Jesús frío e indolente). Crisis de Cristo por el cansancio: dormido en la barca, no consigue despertarle el temporal que hace temer por su vida al resto de la tripulación. Crisis extraordinaria en la oración en el huerto, que le lleva a sudar sangre por negar su voluntad para aceptar la de su Padre Dios. En toda vida hay crisis. La crisis no es más que exigencia del crecimiento. Hay planteamientos que se quedan inservibles, obsoletos, pequeños, inadecuados. Ocurre lo que a los zapatos; iba feliz con ellos, los había amoldado a mi pie, eran tan míos que ni los sentía, pero un día... ya no me sirven, me hacen daño, no me los puedo poner: se me han quedado pequeños. La vida me enfrenta con una nueva situación que me hace descubrir que mi amor era muy aguado, que me buscaba más a mí que al otro, que estaba muy diluido en las compensaciones que me procuraba, que era un amor posesivo que no respetaba al otro... Esa nueva situación produce una crisis: amaba con un amor que se me ha quedado pequeño, que ya no me sirve, y me exige –a la fuerza– que crezca. Desde que los zapatos antiguos empiezan a resultarme pequeños, hasta que amoldo los nuevos y los hago míos, todo ese tiempo es de incomodidad, de inestabilidad y de dolor. Es claro que mi espíritu debe crecer: la fe, el amor, la humildad, la esperanza... El corazón –todo el mundo de las motivaciones, el motor que nos mueve a hacer las cosas– debe limpiarse, purificarse, despegarse del amor propio, desatarse de los mil lazos humanos que le tienen oprimido sin dejarle crecer. Todo este crecimiento puede darse pacíficamente, pero de ordinario es un crecimiento acompañado por el dolor, acompañado de momentos de crisis. Por eso, haríamos bien en acompañar habitualmente la palabra “crisis” con el complemento “de crecimiento”.

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UNA REGLA DE ORO Y UN CONSEJO Así vistas las cosas, es fácil describir la crisis como un reto al que me enfrenta Dios –mi entrenador, y director de la carrera que es mi vida– porque me va preparando para una nueva victoria. Victoria que me colocará en un nuevo puesto estratégico: me situará más cerca de Dios y más cerca de los demás, más cerca de cumplir adecuadamente mi misión. En el fondo, lo importante es enfocar siempre las posibles crisis dentro de mi historia de amor. Una crisis es siempre algo doloroso, pero lo importante es no olvidarme de que se trata de algo que necesito vivir. Me conviene dar un estirón. Ya es hora de avanzar. Es un medio que utiliza Dios para mejorarnos, para hacernos más amables y más capaces de amar. Por eso las crisis son buenas en sí mismas. Lo importante es no huir, sino crecer. Recuerdo una persona que me decía que todos los días daba gracias a Dios por cada una de las crisis que había pasado, repasando una por una desde el principio. En cada una Dios le había regalado algo grande. Cuando seamos conscientes de estar protagonizando una crisis, la regla de oro que debería guiar nuestro comportamiento podría ser la siguiente. Ya hemos visto que naturalmente lleva a abrirnos mil interrogantes que en el fondo tratan de buscar una vía de huida. La regla de oro sería la de conseguir sustituir todos esos cobardes interrogantes por este otro: ¿Qué estás queriendo ahora de mí, Señor? ¿Qué me irás a dar, cuando me pides esto? Esa, la regla de oro. Y el consejo, del refranero popular: en tiempos de tormenta no hay mudanza. Lógico. La crisis se vive como una tormenta interior en la que no es prudente plantearse traslados, vivir con otro amor, cortar las relaciones que me hacen sufrir, cambiar de “domicilio”. En el mayor número de los casos, esa mudanza será huida. Los tiempos de tormenta son para crecer hacia dentro, para cambiar interiormente, para transformarme, para enriquecerme. Tomar decisiones de cambio en momentos de crisis es fracasar.

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LAS CRISIS CÍCLICAS Vale la pena hablar un momento de otro tipo de crisis, que las llamaremos crisis cíclicas. Nos referimos a aquellos momentos en los que las cosas nos cuestan más y, como consecuencia, lo pasamos mal. Pero esos momentos tienen una característica, y es que siempre se presentan en las mismas circunstancias, por ejemplo cuando me levanto, o antes de comer, o los sábados por la tarde, o cuando estoy con determinadas personas, etc. Estos malos momentos, que dependen de cada uno, no tienen mayor importancia. Se trata, sencillamente, de no dar importancia a todo lo que se me ocurre, tener paciencia, saber esperar, y ya se me pasará. Entra dentro del interesante capítulo que el tiempo nos enseña, que es el de aprender a tratarse a uno mismo.

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CRISIS PASAJERA, GALERNA O PATALEO Por último, recogemos otro tipo de crisis que, con mayor o menor intensidad, y con diversas variantes, es frecuente padecer. En este caso recurriremos a la imagen de la galerna para exponerlo. Describir el propio estado interior no es fácil. Es frecuente recurrir a fenómenos meteorológicos para expresar ciertas vivencias personales: vivía en una permanente primavera; el sol invadía mi interior; parece que las nubes han entrado en mi corazón; vivía inmerso en una fuerte tormenta de sentimientos contradictorios; tiempos de bonanza; tiempo de sequía... Pienso que no se trata de un recurso literario sin sentido. Me parece que si este tipo de fenómenos es capaz de expresar tan adecuadamente estados íntimos, es porque por ahí andarán escondidos elementos y fondos comunes. ¿Qué tendrán en común ambas experiencias? Algo muy sencillo: en los dos casos el sujeto padece la acción de unos agentes ajenos a él mismo; en ambos casos el sujeto se encuentra inmerso –sin haberlo querido– en una situación de hecho. Me explicaré. Ciertas crisis consisten en una galerna interior (para los de clima mediterráneo servirá la imagen de una tormenta de verano). Describo rápidamente una galerna que viví. Me encontraba en una casa construida sobre alto, a un par de kilómetros del mar, distancia cubierta por multitud de viviendas. Un día, a primera hora de la tarde, desaparece el horizonte tapado por una especie de cortina oscura, muy oscura, que impide ver más allá. Cortina corrediza, que se desplaza lentamente hacia la costa con la pretensión de entrar en tierra, como lo hizo transcurridos unos minutos. Entonces, casi de repente, te veías metido en la galerna. Azotes de un viento que golpeaba con fuerza en todas las direcciones –varios barcos fueron estampados contra rocas, árboles desarraigados y gruesas ramas amputadas; casetas, ropas, colchonetas y chiringuitos por los aires… La claridad del caluroso día que pacíficamente estaba transcurriendo, repentinamente fue reemplazada por la oscuridad; pero no la oscuridad propia de la noche, ausente de luz, sino como una especie de luz oscura, que es distinto. Ciertas crisis consisten en una galerna interior. Casi de repente me encuentro ausente de la paz que me acompañaba. De repente noto que se me despiertan todas las fuerzas malas que hay en mí: todo me parece mal, cualquier palabra me molesta, la gente me parece falsa, a quien quería me parece idiota e inaguantable; los demás no me importan; y los ideales tampoco, –aunque me esfuerce por pensar en ellos, me dejan indiferente–. Mis juicios interiores no dejan títere con cabeza. Murmuro contra todo, pataleo contra todo, arremeto contra todo. Las ocurrencias 26

azotan a todos y a todo: golpean en todas las direcciones. Los compromisos adquiridos me parecen como un molde que me encorseta, que no me deja en paz, que ojalá no los hubiese adquirido nunca: un engaño en el que me embarqué en pasados momentos románticos, momentos en los que creía aún en un amor ahora carente de sentido. No deseo a nadie en mi camino (ni mi mujer, ni tener hijos, ni nada). Me considero un desgraciado: la desgracia ha caído sobre mí de un modo privilegiado. Así al ver a la gente que me rodea, con la que me cruzo por la calle... es fácil que les mire con una irracional envidia: estos sí que son libres, en cambio yo...; estos no tienen desgracias económicas, en cambio yo...; estos no tienen a una mujer como la mía, en cambio yo... ¡hasta que me muera!... Durante ese tiempo me cuestiono, como de pasada, si son verdaderos o no todos los pensamientos, ocurrencias y juicios que van desfilando por mi cabeza: “supongo que no será verdad todo esto, pero me da igual: ¡como si lo fuese!”. ¿Qué más da tener razón o no? ¡Doy patadas a todo y basta! ¿Por qué se desencadenan estas galernas o crisis? Casi siempre van acompañados de un estrés o cansancio. Los detonantes son variados: la noticia de una grave enfermedad no esperada; una verdad sobre mí mismo que ha dado en la diana; una crítica que me ha llegado; un mandato que no entiendo y tampoco puedo dejar de obedecer; una contrariedad importante, o cualquier fracaso personal; la falta de reconocimiento de mi trabajo, o la valoración negativa de éste, etc. ¿Cómo se superan estas crisis? El tiempo ayuda. No tomarse en serio nada de lo que pasa por la cabeza en esas temporadas, también. Dormir bien, deporte o algo que ayude a descansar la cabeza – distrayéndose–, también. Y por más que azote todo contra todo, yo debo seguir sin alterar mi paso cumpliendo con lo previsto, como si nada pasase en mi interior. Es decir: reírse de uno mismo paciencia fidelidad Y vuelve la calma. Ahora bien, para que esa calma sea verdadera y estable, es preciso reconocer pacíficamente, cuando ya ha pasado el temporal, cuál ha sido el motivo; con frecuencia es el amor propio herido, que se revuelve una y otra vez, como un animal furioso.

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3 RADICALIZAR

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¿QUÉ ES RADICALIZAR? “Si de verdad amase a tal persona, no la sentiría como una carga. Si de verdad amase a Dios, estaría todo el día pensando en él. Si de verdad quisiese conseguir tal cosa, lo conseguiría. Si de verdad quisiese a tal persona, me sentiría llena y feliz con su sola existencia. Si de verdad quisiera vencer, arrasaría. Si de verdad creyese en la eucaristía, le trataría de otro modo”. Si de verdad tal… entonces tal… Radicalizar es una actitud propia de la gente joven. Ideales, voluntad decidida, adhesión firme a lo que se juzga valioso, no frenarse ante la dificultades o aparentes imposibles, rebeldía, creer y apostar por un mundo mejor, tendencia a la intolerancia,… Estas y otras muchas características que acompañan la juventud –y que son buenas en sí mismas–, llevan con frecuencia a ser radicales. Y ser radical, cuando se aplica a la propia vida, es una trampa. Si de verdad tal… entonces tal… –¡O blanco, o negro!, ¡pero no estoy dispuesto a admitir el gris!– Vamos a ver más despacio dónde está el engaño cuando se radicaliza. Si de verdad tal… entonces tal… ¿Qué se quiere decir con “si de verdad”…? Si mi amor a tal persona o a Dios, o mi fe en la Eucaristía… es una verdad “de verdad”, es una verdad absoluta y limpia de todo límite e impureza… si es así, ese amor o esa fe significan una fuerza de tal magnitud que toda mi existencia quedaría dirigida y marcada por ella. Y como veo que mi existencia no se corresponde con lo que debería ser, la explicación es que realmente no tengo amor, o no creo realmente en la Eucaristía, o... Ese modo de pensar, en el fondo, es verdad y al mismo tiempo es un engaño. Lo que ocurre es que, en nuestra situación de personas normales, no se da nunca ninguna verdad “de verdad” así entendida. Para entendernos: es como si tiro una piedra en dirección norte y digo: si de verdad se está moviendo la piedra… llegará al polo norte. ¿Qué diríamos? Que no; que no se trata de ser pesimistas, ni de atenerse a negativas experiencias pasadas,… sino que se trata de considerar que hay otras fuerzas que actúan y rozan sobre un cuerpo que no está en el vacío… y que esa piedra no llegará al polo norte de un solo tiro. Otra cosa es que el lanzador de la piedra vaya pacientemente de tiro en tiro aproximándose hasta la meta. Pero no es que sea mentira que la piedra se esté moviendo, simplemente el problema es que se mueve como puede moverse, contando con las limitaciones que le vienen dadas. Es algo parecido a lo que ocurre con nosotros mismos. Hay una serie de fuerzas, 29

pasiones, tendencias, hábitos, naturaleza herida por el pecado original, momentos de ceguera en los que fácilmente somos engañados, que hacen de nosotros personas en las que nunca puedan darse verdades de verdad.

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QUIEN RADICALIZA SOBRE SU COMPORTAMIENTO EMITE JUICIOS FALSOS No se trata de una frase hecha, o de algo de poca importancia. Es frecuente que en nuestra personal historia de amor caigamos en esta trampa. Un caso: “Llevo quince años... viviendo con tal persona o siguiendo a Dios… y me he dado cuenta de que no le amo. ¡Es más! He reflexionado sinceramente y he tenido que reconocer que nunca le he amado”. Otro caso: “Quiero amar a Dios como si estuviese enamorado de un/a chico/a, pero no lo consigo. Eso quiere decir que en el fondo no le amo”. Otro: “Después de tiempo… no sé si alguna vez he hecho oración. Siempre ha sido un querer y no poder”. Otro: “Tantos años con este marido y cada vez discutimos más”. Otro: “No siento nada por la fundadora de mi congregación. Si amase mi vocación me atraería su persona”. Y la ejemplificación podría continuar hasta el infinito. Es evidente que todos estos juicios son falsos. En todas esas afirmaciones se exponen verdaderas experiencias vividas en este mundo de experiencias grises, donde... ni el amor puro se da,... ni la oración pura es lo ordinario, etc. El amor ordinariamente está manchado de impurezas... ¡pero es amor!; y la oración siempre es búsqueda… pero ¡es oración! Recuerda aquel personaje del evangelio que se dirige a Jesús expresando formidablemente bien su realidad gris: Señor, creo pero ayuda mi incredulidad[1]. Palabras que podemos parafrasear así: Tengo fe, pero también tengo incredulidad: acepto pacíficamente mi realidad, te la manifiesto: creo y no creo al mismo tiempo. Deseo recibir tu ayuda para cambiar ya que esta incredulidad me impide estrechar mi vida a la tuya, te impide a ti obrar conmigo a tus anchas.

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AL RADICALIZAR ME TRATO DE MODO INJUSTO Radicalizar es exigir un comportamiento angelical –propio de ángeles– a personas humanas. Si tal exigencia supone un desatino en cualquier caso, cuando se trata de jóvenes mucho más. ¿Por qué? Porque el joven tiende a ser exigente consigo mismo. Y con frecuencia puede exigirse comportamientos que exceden sus posibilidades, ya que en muchos casos sus capacidades todavía no están desarrolladas. Dicho de otra manera: en la juventud es fácil caer en pedir peras al olmo: esto es, exigirse unos comportamientos de los que no se es capaz, sencillamente porque todavía no se ha alcanzando la plenitud del propio desarrollo como persona.

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CUANDO NOS AUTOEVALUAMOS CON JUICIOS RADICALES, ¿QUÉ ESTAMOS BUSCANDO? Este tipo de juicios no es de todos los días. Corresponde más bien a momentos de balance. Y ordinariamente momentos “bajos”: cansancio, fracaso, hartazgo, “bajón”… O quizá momentos en los que se presentan dificultades no ordinarias, como la de que hayan surgido otros intereses alternativos al seguimiento de Cristo. Momentos de balance, en los que se puede tratar de buscar alguna seguridad. Y la seguridad se busca –equivocadamente– en los resultados, en el progreso personal, en vez de buscar la seguridad en las palabras de Cristo y en mi historia personal de amor con él. Ante los fracasos, ante los aspectos grises de la vida cotidiana, el camino sensato es volver los ojos a Cristo y recordar que la vida de entrega no es un concurso de méritos sino una historia de amor en la que lo único seguro –lo único que sí puedo radicalizar, porque no es mío sino de él– es el amor de Dios.

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EL CRISTIANO SÍ ES RADICAL, ¿PERO EN QUÉ? El cristiano, sin embargo, sí es radical en dos sentidos. 1) Hasta el momento hemos considerado el error que supone radicalizar al juzgar las propias obras, al juzgar nuestro comportamiento. Decíamos que el nuestro es un comportamiento de experiencias grises. Pero ojo, porque hasta ahora hemos hablado de obras, hechos, experiencias y comportamiento. Otra cosa es hablar de disposiciones: aquí sí cabe radicalizar. O estoy dispuesto a amar a Dios sobre todas las cosas (el conseguirlo y vivirlo es otra cosa), o no estoy dispuesto. En este sentido, Jesucristo sí que radicaliza: el que no está conmigo, está contra mí. Hablar de disposiciones es hablar del corazón: y el corazón o quiere o no quiere. No hay corazones grises. No querer del todo, es no querer. Y querer querer (porque se quiere, pero... como que faltan fuerzas) sí que es querer. 2) El cristiano también es radical en la confianza en que Dios no falla. Es Jesucristo quien nos lo dice en el evangelio de San Marcos, en el capítulo 13, 2442. Un día contaba a los judíos lo que ocurriría al final de los tiempos. La enumeración de los sorprendentes hechos astronómicos –el sol se apagará, las estrellas caerán a tierra, los astros tambalearán la luna– debió conmover a los judíos oyentes, dejando en ellos una cara de circunstancias, que en algunos de ellos quizá traslucía cierta incredulidad, no lo sé. Pero el caso es que Jesús aclaró: “¡Os lo aseguro! El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. Es propio del ser humano buscar seguridad. También Descartes, para garantizar el progreso de la filosofía, buscó un punto de partida, una verdad de verdad, un punto seguro: una verdad que no admitiese dudas. Le costó bastante y, además, le salió mal el intento. “¡Os lo aseguro!”, dice Jesús. Yo os doy la seguridad, y la clave de la seguridad: mis palabras no pasan, se cumplirá hasta la última tilde de la palabra de Dios. La seguridad, como hombres de fe, debemos buscarla en Cristo, y no en nuestros resultados. Entonces, ¿qué es seguro? Pues es seguro todo lo que ha dicho Jesucristo. Son palabras de Cristo, entre muchas otras, aquellas con las que nos transmite que yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos; que aunque la madre se olvidase de su hijo, yo no me olvidaré de vosotros[2]; que yo os he elegido para que seáis santos, como mi Padre celestial es santo; que yo os he elegido para que vayáis, y deis fruto, y nuestro 34

fruto sea abundante;… Todo eso es verdad. Y es seguro. Y no pasará. Y se cumplirá… Por eso podemos creer radicalmente en su cumplimiento, aunque lo que nosotros veamos y experimentemos cada día vaya –aparentemente– en dirección opuesta. Si estamos viviendo una historia de amor con Jesucristo –que es en lo que consiste la llamada a la que hemos respondido– tenemos que partir de una confianza radical en que Jesús no nos fallará. Hemos de creer en Dios, y también en nuestro propio ser cristiano.

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APRENDER A VIVIR SEGUROS A PESAR DE NOSOTROS MISMOS Podemos ser radicales en la fe en el cumplimiento de las palabras de Jesús. No podemos ser radicales en la fe en el cumplimiento de las palabras nuestras. Lo nuestro es lo de Pedro: antes moriré que negarte[3]. Y Jesús le asegura que antes de que cante el gallo le habrá negado tres veces[4]. No duda del buen corazón de Pedro, ni de la sinceridad de sus palabras… pero sabe que Pedro tiene los pies de barro. Pedro le niega, se perdona a sí mismo y pide perdón a Jesús. Y el amor a Jesús crece, aunque el camino para este crecimiento haya sido descubrir un poco más su pequeñez y la grandeza de Dios que siempre perdona. El amor crece y la historia personal de amor de Pedro se hace más fuerte, más real. Judas niega a Jesús una vez[5]. Pero no se perdona a sí mismo, se desespera y no pide perdón a Jesús. Radicaliza. Y se desespera. ¡Cómo no me gusto así… ya no lo intento más! Se olvida de que amor es también ser amado, es dar y es recibir, es agradar y es recibir perdón y consuelo,... Todo es leña que arde bien en el fuego del amor. Menos radicalizar, que es cortar por lo sano, echar un cubo de agua en esa hoguera que iba prendiendo poco a poco. Terminamos con unas palabras de C.S. Lewis. Se trata de un consejo válido para quien siente la tentación de “para jugar mal y perder... rompo la baraja, y se acabó”, porque el amor crece poco a poco: “Cuando nos comportamos como si amásemos a alguien, al cabo del tiempo llegaremos a amarle. Si le hacemos daño a alguien que nos disgusta, descubriremos que nos disgusta aún más que antes. Si le hacemos un favor, encontraremos que nos disgusta menos. (…) El mal y el bien aumentan los dos a un interés compuesto (…). Se os dice que debéis amar a Dios. Y no podéis hallar ese sentimiento en vosotros mismos. ¿Qué debéis hacer? La respuesta es la misma que antes. Comportaos como si lo amarais. No intentéis fabricar sentimientos. Preguntaos: Si yo estuviera seguro de amar a Dios, ¿qué haría? Cuando hayáis encontrado la respuesta, id y hacedlo. (…) Si intentamos hacer su voluntad, estamos obedeciendo el mandamiento: Amarás al Señor, tu Dios. Dios nos dará sentimientos de amor si le place. No podemos crearlos por nosotros mismos, y no debemos exigirlos como un derecho. Pero lo más importante que debemos recordar es que, aunque nuestros sentimientos vienen y van, el amor de Dios por nosotros no lo hace”. (Mero cristianismo).

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4 INCOMPRENSIONES DESDE DENTRO Y DESDE FUERA

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JESUCRISTO: UN REY INCOMPRENDIDO DE UN REINADO NO ENTENDIDO Nos centrará este texto de San Juan: Entró de nuevo Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús respondió: “¿Dices esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?”. Respondió Pilato: “¿Acaso soy judío? Tu gente y los pontífices te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?”. Jesús respondió: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis soldados lucharían para que no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. (Jn 18, 33-37). Atento para situarnos. La conversación tiene lugar entre dos hombres muy distintos. Pilato es un funcionario extranjero, que por razones de trabajo ha sido destinado al reino oriental, y –por oriental– extraño, pintoresco y desconocido para un romano. Es un enviado del emperador romano entre los judíos. Por otro lado está Jesús. En ese momento es un trapo de hombre: sería patente su mal estado físico: la noche anterior sufrió con tal intensidad mientras oraba en el Huerto de los Olivos que llegó a sudar sangre; fue llevado a empujones hasta el Palacio, y no había dormido ni un minuto en toda la noche. En este contexto, la pregunta de Pilato –¿Tú eres rey?– es fácil entender que contiene una gran carga de interrogantes, de perplejidad. Asombro y... quizá miedo. Eran Reyes de entonces, Arquelao y Herodes Antipas, hijos de Herodes el Grande. Eran déspotas no queridos por el pueblo. Como botón de muestra, servirá lo dispuesto en el testamento de Herodes padre, que murió cuando Jesús tenía más o menos once años: había dispuesto que para comunicar oficialmente al pueblo su muerte, se convocase a las autoridades y personas más importantes del país, en gran número, al estadio de Jerusalén. Una vez estuviesen allí congregados, deberían entrar los soldados y arremeter contra los invitados hasta que todos muriesen. De esa forma aseguraba que su muerte no fuese motivo de alegría para el pueblo, sino un luto para todo el país. Sus hijos heredaron, junto a la corona, también el estilo de reinar de su padre. Era bien distinto el perfil que presentaba Jesús como rey. ¿Tú eres rey? Lo más asombroso de todo, para quien conoce a Jesús, es la respuesta: Yo soy rey. ¿Asombroso, por qué? Porque tan sólo unas semanas antes, tras algún milagro, de manera espontánea y unánime, la gente se había abalanzado sobre él para proclamarle rey, pero él había conseguido escabullirse de entre ellos. No quería ser proclamado rey en ese contexto. Mi reino no es de este mundo, consecuencia del éxito, la emoción y la popularidad. Fíjate bien, Jesucristo –esa persona con la que tú has decidido vivir tu historia de amor– se proclama rey en la cruz. No quiere ser aclamado por las masas, no busca ser popular. Solo le interesa el amor, y el amor tiene más que ver con la cruz que con el 38

éxito y la fama. Es sugerente, a este respecto, una novela reciente en la que el autor, centrado en el museo del Prado en Madrid, da vida a todos los personajes de los cuadros de Velázquez, y todos ellos se van una noche a la “movida madrileña”; todos menos uno: el Cristo de Velázquez, que continúa allí, clavado en la cruz. Ese es el reinado de Cristo. Cristo es rey así. Es un reinado de servicio. Todos pueden permitirse sus movimientos, sus ausencias, sus compensaciones, sus tiempos… Cristo siempre está ahí. Es rey en el Sagrario: siempre ahí, indefenso, en las manos de quien esté dispuesto a cuidarle; siempre ahí, hecho cosa, esperando, por si alguien en algún momento le necesita. Cristo es rey, pero su reino es servicio, amor, paz… ¡Muchas veces estamos más cerca de la forma de pensar de Pilato que de la de Cristo! Cuando vemos el mundo que corre su suerte ignorando a Dios, al margen de él en tantas ocasiones, y en otras manifiestamente contra él… se dibuja en nuestro interior la pregunta cargada de desconcierto: ¿Tú eres rey? Parece que nos cuadraría más que, de ser verdaderamente rey, castigase con el fracaso a quienes le ofenden, y enviase ángeles armados contra sus enemigos, para imponer un orden: ¡su orden! Y Cristo nos dice que no. Su reino es el amor, el servicio, la entrega, la paz. O mejor: su amor, su servicio, su entrega, su paz. Y reina en aquel que se le abre. Y cuando alguien se acerca a él o a cualquiera de su reino, al entrar en contacto con el amor… se sabrá atraído por ese reinado, y… si quiere, aceptará formar parte de ese reino.

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INCOMPRESIONES DESDE DENTRO Y DESDE FUERA Estas consideraciones son oportunas, pues quien quiere seguir a Cristo… conviene que olvide la mentalidad de Pilato y se implante cada vez con más firmeza en la mente de Cristo. Es fácil que de vez en cuando suframos incomprensiones. Incomprensiones desde dentro, de nosotros mismos. Sobre todo, en momentos en los que la cabeza y el corazón se nos enfrían, se nos mundanizan. Y entonces es fácil que nos sorprendamos exclamando: ¡Pero cómo he cambiado! ¡Qué raro me he vuelto en comparación con los demás! ¡Cómo me he complicado la vida! ¡Otras personas buenas llevan una vida más “normal”! ¡Vivo encerrado! ¡No tengo ni un momento para mí! ¡Nunca puedo hacer lo que me da la gana! ¡Vivo atado con mil cadenas! Es el momento de mirar a nuestro rey: es el único que se queda en el cuadro en aquella noche de asueto para el resto. “Yo he nacido para esto” dice Cristo a Pilato. Empleo mi libertad en renunciar a todos mis derechos, con el fin de ser siervo, servidor de todos. E incomprensiones desde fuera. Lo más normal es que las más fuertes incomprensiones nos lleguen de los más cercanos: todo profeta –dice Jesús– es tenido en poco, o puesto en duda, en su propia casa[6]. Así le pasó a Jesús, cuando lanzaban aquella pregunta llena de escepticismo, con la sospecha de que todo aquello no fuese más que un engaño ¿No es este el hijo del carpintero…?[7] Cuando quien nos quiere manifiesta incomprensión –¿por qué te complicas la vida? ¿Por qué otro hijo, si ya tenéis…? ¿Por qué no dejas eso? ¡Disfruta del verano! ¿Cómo va a ser eso vocación, si ya verás como dentro de un tiempo se te pasa? ¿Por qué no aceptas ese dinero negro? ¿Por qué…?– no debe extrañarnos. Basta con que recordemos cómo son las ordenanzas de nuestro rey. Y sus palabras: Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros[8].

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... PORQUE EN AMOR, LOCURA ES LO SENSATO ... ¡Estás loco! Gritarían a aquel protagonista de la parábola: vende todo lo que tiene para comprar unos pocos metros cuadrados de tierra ¡Estás loco! ¡Todo… por eso! Lo que no saben todos los que se ríen de él es que allí hay un tesoro escondido, oculto para ellos, que vale más que todo lo que vendió ¡Mucho más! El reino de Cristo es un reino de locos. Hasta tal punto es así que, si no existen incomprensiones, puede ser un mal indicio. Es lógico que mi hombre viejo grite enfadado en mi interior: ¡loco! Es lógico que las personas con las que convivo, si son de cabeza y corazón mundanos, griten con asombro e incomprensión: ¡estás loco! Ya lo decía el poeta: ... Porque en amor, locura es lo sensato (Antonio Machado). Toda historia de amor es la historia de las locuras de dos locos... o no es una historia de amor.

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5 RELACIÓN VIVA CON DIOS VIVO

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TODO LO VIVO CRECE. NUESTRA RELACIÓN TAMBIÉN Primera afirmación. Dios es un ser vivo. Yo soy un ser vivo. La relación personal entre nosotros –entre Dios y yo– es una relación viva: se trata de algo vivo. Y todo lo vivo crece. El crecimiento requiere un tiempo. Segunda afirmación. Además de viva, nuestra relación es una historia de amor, y por lo tanto es personal; esto es, su Persona busca, conoce, quiere, pide… a mi persona; y a mi persona hoy, como se encuentra hoy,… que es distinta a mi persona mañana o mi persona de dentro de diez años. Estas dos afirmaciones pueden resultar obvias, pero hay planteamientos “bien intencionados”, movidos por unos muy buenos deseos, que las olvidan. Sería conveniente, antes de seguir la lectura, darles alguna vuelta en la cabeza para calar en lo que significan. A veces son las verdades sencillas, las más difíciles de entender bien.

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LOS MÚSCULOS SE DESARROLLAN CON EL EJERCICIO. TAMBIÉN EL AMOR SE DESARROLLA Kowsky, en su obra El jardín del amado –extraordinaria alegoría protagonizada por los simbólicos personajes de el Amado, el Amante y el Discípulo–, cuenta un episodio que puede resultar sugerente para el tema que estamos tratando. El Amado es Dios, el Amante podría ser su Hijo, y el Discípulo podría ser el lector, es decir, tú. “Durante un largo tiempo, después de que el Discípulo hubiese entrado en el Jardín, le dio el Amante sólo tareas livianas, hasta que al fin el Discípulo, lleno de celo de realizar grandes tareas por el Amado, se impacientó con la suavidad de sus trabajos y le dijo al Amante: – Señor, te ruego que me des algún trabajo más duro que pueda yo hacer por el Amado, porque es mucho lo que deseo brindarle mayores servicios. El amante le llevó entonces a una parte lejana del Jardín en la que había una gran roca y le dijo: – Esta roca luciría bien en el jardín de rocas del Amado. Si quieres una tarea pesada, llévala hasta ahí. Asombróse el Discípulo pues le pareció que aquella roca era demasiado grande como para que algún hombre la pudiese mover, sin embargo se avergonzó de no intentar al menos darle el debido cumplimiento a la tarea que se le había designado. Así es que, al retirarse el Amante, luchó todo el día por mover la roca y, al cabo, y con el mayor esfuerzo, logró moverla unos centímetros. Al caer la noche, y hallándose del todo exhausto, se acercó el Amante y, con toda facilidad, alcanzó la roca en sus brazos y se la llevó hasta el jardín de rocas. Atónito, díjole el Discípulo al Amante: – Señor, te ruego que me expliques el significado de esta tarea y el origen de tu maravillosa fuerza. El Amante replicó: – Tanto mis músculos como mi fe se han fortalecido poco a poco al realizar mis diarias labores en el Jardín, pero tú, al pedir una tarea para la que no estás preparado, has desperdiciado todo un día que bien podías haber utilizado para desmalezar el Jardín del Amado. Por lo que el Discípulo comprendió que un hombre debe primero empeñarse en pequeños actos de amor, y sólo cuando estos han acrecentado su pericia y sus fuerzas puede emprender las tareas mayores”. Otro día, más adelante, el Discípulo reincidió, pidiendo al Amante más sufrimientos. 44

Tras un episodio parecido, concluye: “Así fue como el Discípulo comprendió que el Amado permite que sobre cada Amante caiga sólo aquel sufrimiento que cada uno puede soportar y, desde ese día el Discípulo llevó con alegría las pequeñas mortificaciones que le deparaba su labor en el Jardín”.

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UN DIOS DE "CAFÉ PARA TODOS" NO ES DIOS Narrado en una fábula, este comportamiento puede parecernos lejano, porque el deseo de llevar más peso puede resultar algo abstracto. Veamos otras motivaciones. Cuentan que en cierta ocasión se acercó al confesionario del Cura de Ars un penitente con grandes deseos de ser santo. Este hombre conocía algunos detalles de la vida del Santo Cura, como los exigentes ayunos –unas pocas patatas como única comida del día–, las pocas horas que dormía –tres o cuatro ordinariamente–, y otras mortificaciones. El buen hombre manifestó al Cura su intención de imitar esas mortificaciones. El Cura le dijo que no, que no sería capaz de llevar una vida en esas condiciones. “Dios envía a veces buenos deseos, pero cuya realización en esta vida no nos exigirá nunca”, dice en otra ocasión a un sacerdote que tiene deseos de ser religioso. El Cura de Ars, en uno y otro caso, no emite un juicio que infravalore al penitente quedando él por encima. Se trata de que Dios a cada uno le pide lo que le pide, lo que quiere de esa persona. Lo que le pide a él no se lo pide a todos. Del mismo modo que lo que pedía a ese penitente se lo pedía a ese penitente y no a otros. El Dios vivo pide a cada uno. Las peticiones generales, o para todos, están en el Evangelio, y marcan un camino ancho por el que deberemos andar todos. Pero dentro de esa amplia senda, cada uno tenemos nuestro camino particular. El Dios vivo no es un Dios del “café para todos”: cada uno tenemos nuestro “régimen”, un deseo específico y único para cada uno de sus hijos. Y ese deseo de Dios es único porque su historia de amor con él también lo es. Si no fuera una historia personal, única, tampoco sería de amor.

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CADA UNO LO SUYO (SEGÚN SU RÉGIMEN) Cada uno debe buscar su propio camino de amor. En la parábola de los talentos, el señor que la protagoniza da diez talentos a un empleado, cinco a otro y tan sólo uno al tercero. ¿Cuántos talentos pide a la vuelta? ¿Acaso hace una media y pide cinco a todos? ¿O quiere de todos el máximo, poniendo el rasero en los diez? ¿O, como es “bueno”, se conforma con el mínimo, y le basta con uno por empleado? No. A cada uno lo suyo. Un ejemplo. La nota que recibe un estudiante de primero de carrera en el examen parcial de matemáticas, es una calificación que se le da valorando sus conocimientos sobre la materia dada para ese parcial; no se le califica valorando sus conocimientos con respecto a las matemáticas en general. En el examen final se darán más conocimientos de matemáticas, y en segundo de carrera más, y en tercero más, y en el doctorado todavía más. Sería absurdo vivir en la humillación constante: el examen me ha salido bien, pero no sé esto, ni esto, ni aquello otro… De la misma forma ocurre con la santidad. Dios puede estar contento conmigo, y yo también puedo estarlo, aunque lógicamente haya muchas cosas que no vayan bien: porque le he dado esto concreto que él quería y que quedamos para hoy,... De eso se trata.

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CADA UNO LO SUYO EN PLENITUD (TODO SU RÉGIMEN) Los deseos de amar y de entrega deben ser plenos. Pero, volviendo a la parábola de los talentos, el pleno de uno –en frutos– es un talento. Y el pleno de otro –en frutos y consecuencias– es cinco. Y el del otro, diez.

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LA PETICIÓN DEL DIOS VIVO CAMBIA Y CRECE Debemos estar prevenidos contra una peculiar monstruosidad que amenaza a los llenos de buenos deseos. Viste esta deformación con los ropajes de santas pretensiones; con el paso del tiempo, tan vistosas vestiduras se trocan por las del desánimo y la desesperanza. Esa monstruosidad consiste en una imitación malsana –o malentendida– de los santos. Las anécdotas de los santos o de personas que viven nuestra misma vocación de un modo ejemplar, es bueno conocerlas. Son un ejemplo y una luz. Su comportamiento, su lucha, sus reacciones, sus hábitos… nos dicen cómo obra Dios en las almas. Es bueno desearlo. Pero no es bueno pensar que Dios me pide a mí eso mismo, hoy y ahora, de la misma forma como se lo pidió a ellos en un momento concreto de su vida. Lo que sí me pide Dios es que mi donación sea total, que le dé todo, porque si no estoy dispuesto a darle todo hago imposible nuestra historia de amor. Pero mi todo, y el todo de los demás no tienen porque coincidir. Todo lo que sería bueno hacer –el heroísmo en todo mi actuar–, no es una exigencia de Dios para mí. Sería bueno, sí. Y lo deseo, sí. Pero él no me lo exige ahora y, en consecuencia, tampoco me lo debo exigir yo. Sería una monstruosidad.

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VIVIR LA HUMILDAD Y VIVIR EN LA HUMILLACIÓN Por decirlo más gráficamente. No sería bueno una confesión ante Dios en la que le pidiese perdón por una lista interminable de omisiones, de cosas que me superan. El cristiano debe vivir la humildad. Pero vivir en la humillación constante es algo bien distinto a vivir en la humildad. Quien tiene cinco talentos y está dolido porque no rinde diez… vivirá toda su vida en una constante humillación. Y eso no es bueno. Dios me pide lo que me pide. Y nada más. Y nuestra relación es viva y, en consecuencia, lo que me pedirá la semana próxima lo desconozco, pero puedo saber lo que me pide hoy. Y eso, y sólo eso, es lo que debo plantearme. Lo que pasa de ahí no es deseo de santidad: es una deformación por la que cargo pesadas piedras que exceden mi capacidad.

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LA EXIGENCIA NACE DE DENTRO O DE FUERA: AHÍ ESTÁ LA DIFERENCIA El trato con Dios y las exigencias de la entrega pueden ser algo asfixiante, o una historia de amor personal, en la que procurar amar a Dios cada día un poco más sea algo ilusionante. La diferencia suele estar relacionada con el origen de la exigencia. ¿De dónde nace mi exigencia? Es importante que sepamos dar un papel importante a la conciencia. Tomarnos en serio nuestra conciencia, para que la exigencia nazca realmente de nuestro trato personal con Jesús. Lo que nos debe llevar a exigirnos cada día, son los ratos de oración en los que hablamos cara a cara con Jesucristo y él nos va haciendo ver qué cosas tenemos que cambiar, la lectura correcta que vamos haciendo de la providencia de Dios en nuestra vida: en el fondo de la propia conciencia. Así evitaremos que la exigencia sea algo que nace de fuera: de comportamientos estandarizados, de modelos que me he forjado, o de criterios escuchados que mi conciencia me impone sin llegar a hacerlos míos –sin aplicarlos a mis circunstancias personales, o sin llegar a entender su sentido profundo–. En el fondo, así evitaremos que la exigencia nazca de un malentendido afán de imitar, y lograremos que sea fruto de un deseo sincero de agradar a Jesús.

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CADA UNO VIVIR SU VIDA. CADA UNO VIVIR SU SANTIDAD El amor mío a Dios es algo vivo, orgánico, que crece. Al paso de Dios debo ir yo. Dios me marca un paso. Ahora quiere esto de mí, y me da su gracia para hacerlo, y... lo hacemos juntos. Y aunque esto sea muy poco, una tontería en comparación –y aquí está el problema: en compararme– con lo que hacen otros, una tontería en comparación con lo que –no se sabe por qué– me parece que sería lo mínimo. Ese poco es lo que el Dios vivo –que me conoce, me ama y continuamente me pide más– espera de mí. Al paso de Dios. Para cada uno tiene un paso. Para mí, el mío. Muchas personas que desesperan de ser santas, lo hacen porque ven imposible vivir según ciertos niveles. Se sienten incapaces de hacer… equis. Pero se olvidan de que su santidad es su santidad, y no la santidad del Cura de Ars ni la de ningún otro. Tienen que ser santos ellos, dándolo todo. Pero ese todo, dependerá de sus circunstancias personales, que serán buenas o lamentables, pero son las suyas. Y no todo el mundo tiene que ser otro Cura de Ars. Todos tenemos que ser otro Cristo, es decir, otro buen hijo de nuestro Padre Dios. Y buen hijo podemos serlo todos. Cada uno desde la situación en que nos encontramos, exactamente desde nos encontramos.

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6 SINCERIDAD. MIRAR CON DOS OJOS

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PARA SER SINCEROS... MIRAR BIEN ES LO PRIMERO Ser sincero con uno mismo es muy interesante; es más, fundamental. Pero tiene su dificultad. Y, en muchas ocasiones, esta dificultad estriba en que uno se mira mal a sí mismo. Si miro mal, veo mal. Ver mal supone no ver las cosas como son, no dar con la verdad como ella es. Y, si no conozco mi verdad ¿cómo ser sincero ante mí mismo? ¡Qué pena! Si no estamos atentos, nos miramos mal porque nuestra mirada no es cristiana, porque ¡tenemos cabeza y corazón no cristianos! La cultura imperante de la sociedad en que se vive influye mucho en la forma de ver las cosas, ¡y la nuestra es la cultura de una sociedad eminentemente competitiva, pragmática, materialista, capitalista…! Y, lógicamente, cuando nos miramos a nosotros mismos podemos hacerlo –por decirlo en dos palabras– con una mirada capitalista.

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LA MIRADA CAPITALISTA HACIA UNO MISMO Inconscientemente podemos tener una idea de la Iglesia –por decirlo de alguna manera– como si se tratase de una universidad masificada. En estas, uno vale por los resultados objetivos que obtiene. Existen unas tablas de rendimiento y, de acuerdo con lo que yo rindo, eso valgo. ¡Pero… ni me conocen! No hay personas, hay números de matrícula. No hay casos particulares, hay un criterio general y único aplicable a todos por igual. No hay amor –ni historias de amor–, hay resultados. Hay un listón… y “no me cuente usted su vida que yo también he sufrido mucho”. Como consecuencia de esta visión de la Iglesia masificada, ¿qué idea nos hacemos de Dios? Dios, como si fuese el rector de esa universidad; como conoce a tantos, no puede estar en las cosas de cada uno. Ese Dios no sería capaz de mantener una verdadera relación personal con cada una de sus criaturas. Y, ¿qué idea nos hacemos de nosotros mismos? Cada uno de nosotros no es más que un individuo solitario que debe sacarse él solo las castañas del fuego, y cumplir con las exigencias completas de su camino particular: más o menos un... “a ver si hay suerte y apruebo”.

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UN FUNCIONARIO QUE SE AUTODESCALIFICA Esta manera impersonal de concebir nuestra relación con Cristo me convierte en una especie de “funcionario” espiritual que necesariamente me obliga a fijar la atención en los resultados que obtengo. La mirada se ha vuelto reflexiva; es una mirada que va dirigida primeramente sobre mí mismo y mis obras. A la mirada sobre mi vida, sigue una valoración de mi persona que depende de los resultados que obtengo. Y sólo si considero que consigo “el aprobado” en esa autoevaluación, ya me atrevo a mirar a Dios, pues sólo entonces es posible que me ame. Todo esto es un gran error. Pero un gran error en el que podemos encontrarnos de manera inconsciente e involuntaria. Que si yo valgo, que si yo avanzo, que si yo amo realmente, que si yo en el fondo me busco a mi mismo, que si yo fallo o que si yo he fallado ya tantas veces, que si yo yo yo yo yo yo. Así caemos en esa maldita enfermedad por la que nos encontramos en una continua autoevaluación. Y, además, las calificaciones con las que me autoevalúo son equivocadas, ya que son realizadas desde una perspectiva equivocada. Todo esto es no conocer a Dios ¿Dónde está el error, o lo malo de esa mirada? Dios no es el rector de una universidad masificada. Ni es un ordenador que sólo reconoce los hechos objetivos, independientemente del sujeto que los realiza. Ni es una máquina que va registrando los resultados, valorándolos de manera estandarizada, de acuerdo a una fría tabla de equivalencias. Dios no es así de muerto. Dios ha entrado conmigo en una relación de amor personal, y es desde esta perspectiva desde la que me trata. Un ejemplo. Jon y Tommy han dicho una mentira a lo largo de un día. El resultado objetivo es el mismo: una mentira. Pero mientras que Jon sufre un hábito importante de engañar, debido a unos complejos que padece y ha vencido en nueve ocasiones haciéndose gran violencia, pero en una ocasión de manera automática ha salido de su boca la mentira, en el caso de Tommy la mentira ha sido un acto perfectamente premeditado y libre. Dios conoce todo eso. Dicho de otra manera: con el mismo resultado objetivo, con el mismo hecho, uno puede obtener un sobresaliente –está amando y santificándose–, y otro puede estar suspendiendo.

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LA MIRADA CRISTIANA Distingamos dos pasos en la mirada que proponemos, y que llamaremos mirada cristiana. Mirarme a mí sin referencias, como a un absoluto, es un error. Es como mirar un artículo aislado, sin contexto ni nombres a los que acompañar: “la, los, un...” no nos dicen nada. Una mirada sincera requiere verme con relación a Dios, en primer lugar. Él me ha creado –primer paso–, y me ama –segundo paso–. Tener en cuenta estas verdades al pensar en mí, me referencia y completa mi sentido adecuadamente. Primer paso. Como punto de partida para una mirada sincera sobre uno mismo se encuentra el mirarse como criatura de Dios. Soy, vivo, existo, porque Dios ha querido. Y soy como soy porque Dios me ha hecho así. Desde el siglo en el que vivo, hasta mi estatura, pasando por mis cualidades y mis limitaciones, son así en mi persona porque Dios me quiere así. Con este presupuesto, adquiere pleno sentido la obligación básica –y no por eso fácil– de amarme a mi mismo como soy. Con palabras de Guardini, “En la raíz de todo está el acto por el cual me acepto a mí mismo. Debo estar de acuerdo con ser el que soy. De acuerdo con tener las propiedades que tengo. De acuerdo con estar en los límites que se me han trazado. Todo eso se hace especialmente difícil cuando percibo no sólo los límites, sino las insuficiencias y defectos de mi ser; fallos de mi salud; trastornos en la armonía psíquica; cargas de herencia de antepasados; estrechez por la situación histórica y social, y así sucesivamente. ¿Por qué es todo esto? (…) Fe significa aquí que comprendo mi finitud desde la instancia suprema, desde la voluntad de Dios”. (La aceptación de sí mismo, pp. 23 y 25). No soy perfecto. Y no lo soy porque no lo puedo ser, ya que no soy Dios. Dios me ha hecho así, no porque yo le haya salido mal, sino porque me ha querido así. Los límites y limitaciones en que vivo, que no me dejan ser como me gustaría ser... no son malos. Por eso es importante que me guste como soy. Lo único verdaderamente malo es aquello que libremente parte de mi corazón hacia el mal –el pecado–. Esto es: en la base de la mirada sincera se encuentra el verme como criatura y, en consecuencia, gustarme como soy. Segundo paso. Pero la mirada sincera hacia uno mismo va todavía más lejos. Verme como sujeto receptor del amor de Dios. “En general –dice C.S. Lewis–, pensar en el amor de Dios por nosotros es algo mucho más seguro que pensar en nuestro amor por Él. (…) Pero lo más importante que debemos recordar es que, aunque nuestros sentimientos vienen y van, el amor de Dios por nosotros no lo hace. No se fatiga por nuestros pecados o nuestra indiferencia, y, por lo tanto, es incansable en su determinación de que seremos curados de los pecados, no 57

importa lo que nos cueste, no importa lo que le cueste a Él”. (Mero cristianismo, p. 145). Santa Teresa sintetiza de manera formidable al aconsejar a sus monjas que lo importante está “en que determinadamente se abrace el alma con el buen Jesús, Señor nuestro, que como allí lo haya todo, lo olvida todo”.

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MIRAR CON UN OJO Y CON OTRO Hablamos al principio de la “mirada capitalista” hacia nosotros mismos, llena de tensión, agobio, autoevaluaciones y fríos e impersonales resultados. La “mirada cristiana” hacia nosotros mismos es completamente distinta. Es una mirada que mira con dos ojos. Con un ojo me miro a mí mismo como criatura amada por Dios y con el otro ojo estoy mirando a ese Jesús que, encaprichado conmigo, me llena con sus bienes y me ama sin condiciones. Al mirarnos así, el alma rompe sus pequeños límites que la tienen oprimida. Se engrandece, hasta decir con san Juan de la Cruz: “Todo es mío, todo es para mí; la tierra es mía, los cielos son míos, Dios es mío y la Madre de mi Dios es mía”. Con respecto a mis imperfecciones… ¿qué más da? “Señor, gracias por la perfección de tu mente que hace aprovechable la imperfección de mi vida”. (J.M. Pemán, El viernes santo del humilde).

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ANEXO: UNA CONVERSACIÓN Cuando terminé la primera redacción de este capítulo, se lo di a leer a un joven (a uno de esos que, a pesar de lo buena persona que es, tiene metido hasta los huesos lo que hemos llamado la “mirada capitalista”). Vale la pena transcribir la breve conversación. –Todo eso es muy bonito, pero cada día, en mis rezos nocturnos, al ver mis fallos ¿Qué hago con ellos? ¿Me alegro por haber hecho esas cosas mal? ¿O dónde los meto? –¿Qué vas a hacer? Pues… dar gracias. –¡Ah! ¡Encima! Hago el mal y… voy a tener la caradura de dar gracias a Dios. –No es caradura: es la mirada cristiana hacia ti mismo. Con un ojo verás que, una vez más, Dios te ha ayudado. Gracias a Dios porque te das cuenta de que aquello está mal hecho; y gracias a Dios porque lo reconoces. Por eso, antes de nada, gracias. Te miras a ti mismo ¿Por qué he actuado así? Verás la verdad y, conociéndote, no te extrañarás de tal o cual acto o reacción. –¿Y ya está? –No, falta el otro ojo. Con este segundo ojo, a la vez, te ves en relación a Dios: lo bueno que es, el cariño que te tiene, su perdón; que se alegra porque lo reconoces y vuelves como el hijo pródigo; que es fiel y continúa confiando en ti más que antes; que no hay misericordia como la suya; etc. Como en la cara le vi un gesto que le delataba, con el que venía a decir: está tratando de animarme, todo eso no es más que una palmadita en la espalda de “ánimo, chaval, que aunque eres una porquería tienes que seguir viviendo y mejor que veas las cosas más positivas”. Y le puse un ejemplo: –Tenemos la suerte de que nos hayan llegado por escrito las palabras con las que María describe cómo es su propia mirada hacia ella misma. Es curioso porque, aunque habla de ella misma, parece que el protagonista del texto es Dios. Esto es, que al mirarse a ella se está viendo –sobre todo– como receptora de la acción, bondad y grandeza de Dios. Escucha sus palabras, y fíjate en los verbos: Proclama mi alma la grandeza del Señor, Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; Porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: Su nombre es santo, 60

Y su misericordia llega a sus fieles De generación en generación. Él hace proezas con su brazo: Dispersa a los soberbios de corazón, Derriba del trono a los poderosos Y enaltece a los humildes, A los hambrientos los colma de bienes Y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, Acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– a favor de Abraham y su descendencia por siempre. Mirando así las cosas, ser pequeña, humilde, esclava... sí tiene importancia, pero es una importancia positiva. Además, lo que más importa es lo que yo recibo de Dios; yo importo, fundamentalmente, en cuanto que soy de Dios y ocasión de que Dios sea Padre bueno.

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7 ACERTAR CON EL ENEMIGO

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CONVIENE OBJETIVARSE DE VEZ EN CUANDO No sé si has probado alguna vez a “verte desde fuera”, a mirarte a ti mismo, a tu persona –a ti y a tu vida– como si fueses otro. Es decir, no sé si alguna vez te has objetivado, te has hecho a ti mismo como un objeto ajeno o distinto que observas desde fuera. No es nada raro ni complicado. Continuamente lo hacemos con los demás. Se trata de hacerlo contigo mismo. Para lograrlo, puede servirte, por ejemplo, intentar verte a ti mismo como ves al protagonista de una película. El escenario y la trama es tu ciudad y las cosas que te han ido sucediendo, y tú eres el protagonista. Objetivarme, verme desde fuera, observar mi yo como alguien distinto a mí, es interesante y práctico. Una de las ventajas que proporciona es, por ejemplo, la ayuda que supone en la tarea de aceptarnos como somos: ese soy yo, así soy, con tales cualidades, con esas circunstancias externas que me condicionan, con tales y cuales suertes, limitaciones, desgracias, etc. Otra ventaja que proporciona está en relación con el tema que nos va a ocupar: acertar en saber quién es mi enemigo. Nos explicaremos. Recuerdo que en las clases de matemáticas y física, cuando uno salía a la pizarra requerido por el profesor para resolver un problema, y el alumno, hecho un lío, no sabía cómo seguir en la resolución del problema… muchas veces el profesor le ayudaba de una manera eficaz pero sorprendente. Esta ayuda consistía en decirle sencillamente: aléjate un poco de la pizarra, y mira. En muchas ocasiones, aquello era suficiente para corregir el error cometido o continuar con acierto en medio de aquel salpicado de fórmulas. Aléjate… y mira. Le había ayudado. También en los momentos de oscuridad que se presentarán en tu historia de amor con Jesús, para buscar la solución, para saber por dónde seguir, muchas veces la mejor ayuda es alejarte del problema concreto y mirar. La separación proporciona un distanciamiento, distancia necesaria para echar una mirada global sobre el conjunto; una mirada de conjunto que facilita darse cuenta de dónde está el problema: ver de nuevo el punto de partida, el proceso seguido hasta el momento, los datos, y qué es lo que se quiere. Objetivarse es alejarse del presente, del ahora y del mañana, … y mirar. Problemas, los hay en todas las vidas. Llevar la vida bien, acertar en mi camino concreto como seguidor de Cristo, es una tarea en la que pueden presentarse mil obstáculos, situaciones en las que me encuentre como el alumno en la pizarra, perdido entre fórmulas y ecuaciones sin sentido. (Conviene aclarar que esta afirmación no es consecuencia de una visión trágica o cargada de malas experiencias, sino otra forma de decir lo dicho por Job hace ya muchos años: la vida del hombre sobre la tierra es milicia, esto es, la vida del hombre sobre la tierra es la del soldado en guerra. Y es fundamental en la 63

guerra, y especialmente en momentos de confusión, saber cuál es el enemigo).

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EN LAS DIFICULTADES... ALEJARSE Y MIRAR Hemos insistido en esta idea porque en estas situaciones podemos equivocarnos –y nos equivocamos con facilidad– a la hora de declarar el enemigo; sobre todo cuando vivimos circunstancias difíciles o, por lo menos, circunstancias que nos hacen sufrir. Un ejemplo. Me decía un chaval: “mis padres son majos, pero bueno… tampoco es que sean supermajos, de esos padres que te dejan hacer de todo; pero bueno... no están mal”. Este es un caso sencillo en el que se sufre una confusión, por pensar que el amigo es el que te deja hacer de todo y el enemigo el que te lo prohibe. Conclusión: mis padres se comportan como mis enemigos cada vez que me prohiben hacer algo. Alejándose un poco del problema concreto vemos con facilidad que se está equivocando de enemigo. Es verdad que hay veces que no le dejan hacer lo que quiere, y en ese momento, y considerándolo sólo desde ese punto de vista puede pensar que lo están haciendo mal. Pero con una visión más amplia, más alejada del problema concreto y menos interesada, es fácil ver con claridad qué está pasando y cuál es el verdadero enemigo. En nuestra historia de amor con Jesús también puede haber momentos en los que sea necesario alejarse un poco del problema que nos agobia en ese momento, o que nos está resultando especialmente costoso y mirar las cosas en su conjunto. No vaya a ser que nos confundamos de enemigo.

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CONFUNDIRSE EN EL DIAGNÓSTICO... NOS LLEVA AL CAOS Es triste equivocarse de enemigo. De hecho, un director de cine que quiera cargar la mano de forma trágica en la típica película protagonizada por hombres en guerra, no tiene más que provocar una confusión por la que un soldado mate a su amigo pensando que era uno de los enemigos. Pues eso es lo que puede ocurrir a veces en la vida espiritual. Confundimos el enemigo y nos enfrentamos a Jesús, o a las exigencias de nuestro camino personal, cuando en el fondo el enemigo es nuestra pereza, nuestra soberbia, nuestra falta de generosidad... Es bueno alejarse… y mirar, pedir luces a Dios y ayuda a quien puede dárnosla… para llevar a cabo un acertado diagnóstico de nuestra vida espiritual, de la forma en que seguimos a Cristo y seguimos nuestro camino. ¡Qué Dios nos libre de caer en el caos… y echar la culpa a quien no la tiene! Acabaríamos luchando contra quien más nos quiere, simplemente porque en medio de la confusión nos hemos equivocado de enemigo!

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ALGUNOS EJEMPLOS DE CONFUSIÓN Vale la pena que nos fijemos cómo solemos confundirnos. Lo de menos es el ejemplo concreto que te cuento porque cada uno es cómo es y los problemas son distintos. Lo interesante es darse cuenta de que muchas veces nos equivocamos al señalar el enemigo. Si me cuesta obedecer, puedo echar la culpa al modo en que me mandan, a lo mandado o al sistema jerárquico –el que sea– en el que me encuentro. –¿Por qué obedecer? Y entonces, la solución: quitar de en medio al enemigo, es decir, romper las relaciones que me someten a obediencia. Si me cuesta el trato con determinadas personas, puedo echar la culpa a la forma de ser de ellas, al ambiente, a lo distintos que somos… y entonces el enemigo son ellas. Si es así, la solución del problema es clara: cambiar de persona/s. Si me cuesta cualquiera de las exigencias que lleva consigo mi camino de seguimiento a Cristo o vocación, puedo echarle la culpa a mil cosas. Entonces, la solución del problema la encuentro en la ruptura del compromiso que lleva consigo esas exigencias. Si me cuesta no enamorarme de otra persona –en el caso de haber comprometido ya mi corazón– puedo echar la culpa a que la otra parte con la que me comprometí no acaba de convencerme, o que no la conocía suficientemente cuando me decidí, o que no lo pensé con todos los datos. Y entonces la solución la encontraría en la infidelidad. La enumeración podría continuar, pero puede bastar para ejemplificar casos en los que uno se confunde al designar al enemigo y también, como consecuencia, al formular la solución de sus males. El problema es que muchas veces podemos estar convencidos de que realmente ese es el enemigo, porque sin darnos cuenta nos hemos ido enmarañando, acercando demasiado al problema concreto y hemos perdido visión de conjunto: nos hemos vuelto a olvidar de nuestra historia de amor con Jesús. Y cuando me olvido de que ya no cuento solo yo, sino que contamos “el y yo”, es difícil acertar con el verdadero enemigo.

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ACLARANDO TÉRMINOS En todos estos casos hay confusión. Para salir de ella, conviene aclarar los términos. ¿Qué es un enemigo? Enemigo es aquel que me causa un mal, y no necesariamente quien me hace daño. Una circunstancia es mala cuando me destruye, no cuando me hace sufrir. En la vida corporal es claro: un médico, una operación dolorosa... no se nos ocurre pensar que la solución a mi mal está en acabar con el médico; sé que es bueno lo que me hace, aunque me hace sufrir. ¿Dónde tienen origen las circunstancias que nos hacen sufrir? Lo que cuesta, las situaciones que pueden causar una situación incómoda, en último término pueden tener este triple origen: a) en la carga de Cristo –mi camino o vocación concreta–; b) en las circunstancias duras de la vida; c) en mi hombre viejo. ¿En cuál de estas áreas se encuentra mi verdadero enemigo, contra quien debo luchar? Veamos una por una. a) La carga de Cristo. Jesús dice: mi yugo es suave y mi carga ligera. Efectivamente. Seguir a Cristo lleva consigo un yugo, una carga. Cristo no niega que seguirle supone cargar con un peso. Toda vocación supone una carga. Si la vocación es una historia de amor con Jesucristo, y queremos vivir la vida con él, no nos puede extrañar que aparezca la Cruz en el camino. Si Jesús carga con la cruz, y queremos vivir con él, es muy probable que nos encontremos con la cruz. Pero no se nos puede olvidar que Jesús dice que la carga es ligera. Es ligera porque la llevamos con él, y si a veces nos parece que no es tan ligera esa carga, que empieza a pesar mucho, es muy probable que sea porque llevamos tiempo recorriendo ese camino sin Jesús, porque nos hemos olvidado de él. Cuando llevamos la carga con él, pesa muy poco. Es ligera si se cuida el amor. Es evidente que el enemigo no se encuentra en esta zona. b) las circunstancias duras de la vida. Estas son así, y se dan siempre, en la vida de toda persona, aunque no siga a Cristo. La ventaja que tengo, desde que empecé a vivir esta historia de amor, es que ya no afronto solo esas situaciones difíciles, las vivo con 68

Jesús y puedo tener la seguridad de que todo lo que me ocurre –incluso lo que me resulta incomprensible– lo ha permitido él para hacerme más feliz. También resulta evidente que aquí no se encuentra el enemigo de mi felicidad. c) Mi hombre viejo. Es san Pablo quien, hablando de sí mismo y de su vida como apóstol, nos dice que siente en sí dos fuerzas que tiran. Uno es el “hombre nuevo”, que quiere ser santo y cumplir su misión. Otro es el “hombre viejo”, que se resiste y le inclina a la muerte. En distintas ocasiones escribe sobre la fuerza con que siente las inclinaciones de ese hombre viejo. Del hombre viejo nos vienen las reacciones de soberbia –que hacen que me resista a obedecer y me llevan a chocar con los demás–. la pereza, la ira, la tendencia al egoísmo y al capricho, etc. Ahí se encuentra el verdadero enemigo: dentro de nosotros mismos. Mi “hombre viejo” es lo único que puede hacer que fracase mi historia de amor con Jesucristo. De vez en cuando es bueno alejarse… y mirar.

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8 SIN LIBERTAD... PARECES VIVO PERO ESTÁS MUERTO

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AMOR Y LIBERTAD En el mundo animal, la presencia de aire es condición de vida. En el mundo espiritual, el papel del aire lo juega la libertad: la presencia de ésta es también condición de vida. Sin libertad no hay vida espiritual, sin libertad no hay amor. Libertad y amor, sin embargo, no se confunden: son realidades bien distintas, pero que se acompañan. Si se le niega la presencia a la libertad, el amor muere. Pareces viva, pero estás muerta. Con estas palabras describe el ángel de Sardes el estado espiritual de su ciudad (Apoc. 3,1). Palabras que contraponen apariencia y realidad: aparentemente muestras vida –hay movimiento, obras externas, asistencias y cumplimientos...– pero en realidad no la tienes. Tu espíritu no se mueve, no respira, no presenta síntomas de vida: estás muerto. Pareces viva, pero estás muerta. Hay obras, pero no hay vida. Esto puede ocurrirnos. Cuando uno comienza a vivir su historia personal de amor –su vocación–, ésta nace con un trato pequeño, o pequeñísimo, no importa. Pero nace libre, espontánea o con esfuerzo, pero con un deseo de buscarle, tratando de descubrirle, de saber más de él, etc. Hay vida. Puede ocurrir que, con el tiempo, me canse de buscarle, y me quede sin él. Las obligaciones o actos externos que me impuse los mantengo, pero a él le pierdo de vista. La rutina, el desinterés, el hacer maquinalmente lo referido a él, acaba matando esa relación de amor. ¿Qué ha pasado? He dejado de querer. No es que ahora no quiera amarle, pero sí es verdad que es un querer sin querer: un querer vago, muerto, sin fuerza, sin iniciativa, sin espontaneidad, sin verdadera libertad. Ejercitar todos los días la libertad es una buena cosa. “Señor, quiero quererte (o al menos quiero querer quererte), quiero amarte, quiero hacer esto (aunque no tenga ninguna gana), quiero... (aunque no me apetezca), quiero...”.

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DE QUÉ LIBERTAD HABLAMOS Al hablar de libertad debemos estar prevenidos para no confundirnos. Es frecuente oír hablar de una libertad utópica, no real en esta vida, más sueño que realidad. Libertad es querer, simplemente querer. Ni sentir, ni tener ganas, ni apetecer, ni estar atraído, ni tener inclinación, ni el hecho de no tener obligaciones, ni... Es querer. Basta recordar la oración de Jesús en el huerto de los olivos. Le cuesta una barbaridad. Suda sangre. Ve todo lo que le viene encima. Y, como quiere, exclama: “si es posible, que pase de mi este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Con otras palabras: daría cualquier cosa por decir que no, pero quiero si tú quieres. Eso es un acto libre. Quiero.

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SER LIBRE ES CREAR LAZOS Nada tiene que ver la libertad con hacer lo que viene en gana o pasar de todo. Es más: la libertad puede crecer y desarrollarse al máximo estableciendo lazos, obligándose y obrando en cumplimiento de deberes contraídos. Más que entrar a una explicación teórica, me parece que vale la pena transcribir un pasaje de El principito, ese libro de niños para adultos, en el que queda expuesto el tema de un modo extraordinariamente claro. “Z – Buenos días –dijo el zorro. P – Buenos días –respondió cortésmente el principito, que se dio la vuelta, pero no vio nada. Z – Estoy acá –dijo la voz– bajo el manzano… P – ¿Quién eres? –dijo el pricinpito–. Eres muy lindo… Z – Soy un zorro –dijo el zorro. P – Ven a jugar conmigo –le propuso el principito–. ¡Estoy tan triste!… Z – No puedo jugar contigo –dijo el zorro–. No estoy domesticado. P – ¡Ah! Perdón –dijo el principito. Pero, después de reflexionar, agregó: P – ¿Qué significa "domesticar"? Z – No eres de aquí –dijo el zorro–. ¿Qué buscas? P – Busco a los hombres –dijo el principito–. ¿Qué significa "domesticar"? Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? Z – Es una cosa demasiado olvidada –dijo el zorro–. Significa "crear lazos". P – ¿Crear lazos? Z – Sí –dijo el zorro–. Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí el único en el mundo. Seré para ti único en el mundo... P – Empiezo a comprender –dijo el principito–. Hay una flor... Creo que me ha domesticado... Z – Es posible –dijo el zorro–. ¡En la Tierra se ve toda clase de cosas...! P – ¡Oh! No es en la Tierra –dijo el principito. Z – Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. 73

Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y, además, ¡mira! ¿Ves, allá, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo... El zorro calló y miró largo tiempo al principito: Z – ¡Por favor... domestícame! –dijo. P – Bien lo quisiera –respondió el principito–, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas. Z – Sólo se conocen las cosas que se domestican –dijo el zorro–. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como ya no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame! P – ¿Qué hay que hacer? –dijo el principito. Z – Hay que ser muy paciente –respondió el zorro–. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos. Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca... Al día siguiente volvió el principito. Z – Hubiese sido mejor venir a la misma hora –dijo el zorro–. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la velocidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Los ritos son necesarios. P – ¿Qué es un rito? –dijo el principito. Z – Es también algo demasiado olvidado –dijo el zorro–. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días: una hora, de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones. Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida: Z – ¡Ah!... –dijo el zorro–. Voy a llorar. P – Tuya es la culpa –dijo el principito–. No deseaba hacerte mal pero quisiste que te domesticara...

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Z – Sí –dijo el zorro–. P – ¡Pero vas a llorar! –dijo el principito. Z – Sí –dijo el zorro. P – Entonces no ganas nada. Z – Gano –dijo el zorro–, por el color de trigo. Luego agregó: Z – Ve y mira nuevamente las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto. El principito se fue nuevamente a las rosas: P – No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún –les dijo–. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero le hice mi amigo y ahora es único en el mundo. Y las rosas se sintieron bien molestas. – Sois bellas, pero estáis vacías –les dijo todavía–. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa. Y volvió hacia el zorro: – Adiós –dijo. – Adiós –dijo el zorro–. He aquí mi secreto. Es muy simple: No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial no es visible a los ojos. – El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante. – Los hombres han olvidado esta verdad –dijo el zorro–. Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...”.

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LIBERTAD Y SEGURIDAD Ya lo decía el poeta, Juan Ramón Jiménez: ¡Sí, cada vez más vivo –más profundo y más alto–, más enredadas las raíces y más sueltas las alas! ¡Libertad de lo bien arraigado! ¡Seguridad del infinito vuelo! Fíjate qué curioso. Libertad, seguridad, arraigado y vuelo. Los cuatro términos se dan a la vez. Quien lo vive, quien libremente quiere el compromiso y es fiel, sabe que se dan juntos los cuatro.

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9 SI QUIERES AMAR... TODO SUMA

No es lo mismo Castilla soñada que Castilla pisada. Así dice el refrán popular, tratando de expresar la dureza del día de la vida real en Castilla, en la que el sol no es solamente un bello elemento ornamental de un cuadro lleno de colorido, sino que es un astro que, con sus calientes 40 grados, quema, seca y endurece la vida. No cabe duda de que la Castilla pisada es la misma que la soñada: es la misma, pero no es igual. Esto ocurre con Castilla... y con todo. Podríamos parafrasear, acercándonos a nuestro tema, que no es lo mismo la vida soñada que la vida pisada; no es lo mismo el amor soñado que el amor pisado; no es lo mismo la vocación soñada que la vocación pisada. En la vida que pisamos día a día, hora a hora, minuto a minuto, chocamos con muchas circunstancias, –tanto ambientales o externas como personales e íntimas– que hacen difícil o dura la vida. Si nos pidiesen que las calificáramos, sin pensarlo dos veces diríamos que son circunstancias claramente negativas. Y no es así. ¡Todo lo contrario! ¡Si se quiere amar... todo suma! En la valoración positiva de las circunstancias, podemos distinguir tres niveles que marcan una progresión hacia lo más perfecto: 1) capacidad de sacar lo positivo de lo negativo. 2) hacer arder esas circunstancias como buena leña en el fuego del amor. 3) entender que esas circunstancias son el mayor tesoro para mi historia personal de amor.

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SACAR LO POSITIVO DE LO NEGATIVO 1.- En las uvas de la ira, dos de los protagonistas, Al y Tom, se dirigen con toda la familia hacia California. Se les estropea el camión y buscan un desguace para adquirir la pieza que precisan. “El camión se acercó a la estación de servicio. Allí, al costado derecho del camión había un cementerio de automóviles. Un espacio de un acre rodeado por una alta cerca de alambre de púas (…) Al guió el camión sobre el suelo cubierto de aceite y grasa hasta llegar a la puerta del cobertizo. Tom bajó y miró en torno suyo, y atisbó hacia el cobertizo envuelto en sombras. – No veo a nadie –dijo, y gritó–: ¿Hay alguien aquí? – Puede que tengan un Dodge del veinticinco. Tras el cobertizo se escuchó el golpear de una puerta. A través del oscuro cobertizo se acercó el espectro de un hombre. Delgado, sucio, de piel aceitosa adherida a los fuertes músculos. Le faltaba un ojo, y la cuenca viva, descubierta, mostraba los nervios del ojo cuando movía el que tenía bueno. Su pantalón y su camisa eran de tela gruesa, y brillaban de sucios; la piel de sus manos estaba sucia, agrietada y llena de cortes. El labio inferior, grueso y pesado, caía dando a su rostro una impresión de idiotez. Tom preguntó: – ¿Es usted el dueño? Le miró con el único ojo. – Soy empleado del dueño –dijo, con acento sombrío: ¿Qué quiere? – ¿Tienen algún Dodge del veinticinco, medio desarmado? Necesitamos una biela. – No sé. Si el patrón estuviese aquí podría decírselo…, pero no está aquí. Se ha ido a su casa. – ¿Podemos echar un vistazo? El hombre se sonó la nariz en la palma de la mano y luego se limpió la misma con los pantalones. – ¿Ustedes son de aquí? – Venimos del Este…, vamos a California. – Echen un vistazo, entonces. ¡Y quemen este maldito sitio, si quieren!… ¡Para lo que me importa! – Parece que usted no quiere mucho a su patrón. 78

El hombre se les acercó tambaleándose, con su único ojo llameando. – Le odio –dijo suavemente–. Ahora se ha ido a su casa. Se ha ido a su casa…, a su hogar. Las palabras salían vacilantes de su boca. – Tiene un modo…, tiene un modo especial de agarrarla con un tipo y destrozarlo. ¡El…, el malvado! Tiene una hija de diecinueve años muy hermosa. Me dice: “¿Te gustaría casarte con ella?”. Me dice eso a mí precisamente. Y esta noche… me dijo: “Hay un baile… ¿Te gustaría ir?” ¡A mí, me lo dice a mí! Las lágrimas fluyeron de su ojo bueno y por la cuenca del ojo vacío. – Algún día, por Dios…, me voy a meter una llave inglesa en el bolsillo. Cuando me dice esas cosas me mira el ojo. Y voy a…, voy a arrancarle la cabeza con la llave, poco a poco. Jadeó enfurecido. – ¡Pedazo por pedazo, se la separaré del cuello! El sol desapareció detrás de las montañas. Al miró en el “cementerio” de coches destrozados. – ¡Allí, Tom, mira! Ese de allí parece del veinticinco o del veintiséis. Tom se volvió al tuerto. – ¿Nos permite echar un vistazo? – ¡Caramba, sí! Y llévense lo que se les antoje. (…) El tuerto se quedó junto a ellos. – Los ayudaré, si quieren –dijo–. ¿Saben lo que hizo ese hijo de perra? Vino por aquí con un pantalón blanco. Y me dijo: “Ven, vamos a mi yate”. ¡Por Dios, algún día le daré una tunda! Respiró difícilmente. – No he salido con una mujer –prosiguió– desde que perdí el ojo. ¡Y me dice esas cosas! Y gruesas lágrimas hicieron surcos en su rostro cubierto de tierra. Tom dijo, impaciente. – ¿Y por qué no se va de aquí? No hay guardias que lo sujeten. – Sí, eso es fácil decirlo. No es tan fácil encontrar trabajo… para un hombre que sólo tiene un ojo. Tom se volvió hacia él. – Un momento amigo, escuche: usted tiene ese ojo abierto de par en par. Y usted está sucio, hediondo. Toda la culpa es suya. Es porque usted lo quiere. Usted mismo se envilece. Claro que no puede encontrar una mujer con ese ojo que le anda saltando. Tápeselo con algo y lávese la cara. Después de todo, usted no hace daño a

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nadie. – Créame, un tuerto tropieza con muchas dificultades –dijo el hombre–. No puede ver las cosas como las ven los demás. No puede saber a qué distancia está una cosa. Lo ve todo plano. Tom dijo: – Usted es un imbécil. Yo conocí una vez una prostituta que sólo tenía una pierna. ¿Y cree usted que se sentía inferior? ¡No, por Dios! Decía ella que traía suerte. Y en…, en un sitio que estuve, conocí a un jorobado. Vivía exclusivamente de dejar que le tocasen la giba para dar suerte. ¡Ya ve, y todo lo que le sucede a usted es que tiene un ojo menos! El hombre dijo, vacilante: – Bueno… pero, ¡Caramba! Usted ve que todos se le apartan, y comienza a sentirse mal. – Tápeselo entonces, ¡maldita sea! Lo anda mostrando a todo el mundo. A usted le gusta atormentarse. A usted no le sucede nada de particular. Cómprese unos pantalones blancos. Apostaría a que usted se emborracha y luego se mete en la cama a llorar… ¿Necesitas que te ayude, Al?”. El novelista busca una imagen fuerte, fuerte por extrema: alguien que comercia con su propio cuerpo, siendo éste un cuerpo que está “roto”, amputado. Todos somos libres de amargarnos la vida o no. Motivos para hundirnos en nuestra existencia los tenemos siempre… ¡o nunca!: depende de nosotros. “Usted es un imbécil”, le dice Tom al tuerto. “Toda la culpa es suya. Es porque usted lo quiere. Usted mismo se envilece”. Ya hablamos en otra ocasión de estar de acuerdo en ser el que soy, y de abrazar y besar mi vida en las circunstancias en que me ha sido dada por Dios. A esto ayuda el sentido positivo, el optimismo… virtudes humanas a desarrollar.

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HACER ARDER ESAS CIRCUNSTANCIAS, COMO LEÑA BUENA, EN FUEGO DEL AMOR 2.- Pero esto no es todo. Se queda corto. Hay mucho más. Cuando se ama –o se quiere amar– todo suma, todo es para bien, todo –absolutamente todo– es leña que arde bien en el fuego del amor. Un ejemplo gráfico. Un hombre casado se queda paralítico. Exclamaba su mujer: ahora me necesita más. Toda su preocupación era que no se sintiese un estorbo en su nueva situación. Por el contrario, una mujer egoísta podría haber reaccionado con una queja “razonable”: –Menudo rollo de vida me espera; el resto de mis días condicionada por este inválido. ¿Y si lo ingresase en un centro de enfermos donde le atendiesen bien…? Le visito una vez por semana… y me lo quito de en medio. Para quien no ama, ni quiere amar, las dificultades, las situaciones duras, la cruz, son siempre un obstáculo para su egoísmo y, por lo tanto, una invitación a la huida. Como éste, se presentan otros mil casos similares. Y se presentan a todos. Y muchas veces en la vida. *** En el camino de nuestro seguimiento a Dios ocurre lo mismo. En el amor concreto – vocación– de cada uno, aparecerán situaciones adversas: la convivencia que se hace difícil, situaciones económicas malas, virtudes que cuestan en un momento determinado de la vida, cansancio, crisis de fe, desgana… Todos somos libres de emplear esas circunstancias como algo negativo o positivo. En un caso, restarían fuerza a nuestro amor –nos harían infelices–; en el otro, sumarían lazos más fuertes de dependencia y unión con nuestro amor. Lo importante es aprender a integrar todas estas circunstancias en nuestra historia personal de amor a Dios. Amar, pase lo que pase; o mejor, amar con lo que pase, es la característica del amor verdadero. El amor está por encima de las circunstancias cambiantes. Y el amor se manifiesta en la capacidad de amar en cualquier circunstancia. El amor crece en ese ejercicio. Cuando lo que permanece en nuestra vida es la voluntad de querer amar a Dios, lo que para otros es motivo de hundimiento o causa de abandono, para nosotros es ocasión de mejorar nuestra relación con él. Es lógico que sea así, pues detrás de esa circunstancia está Dios.

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ESAS CIRCUNSTANCIAS SON EL MAYOR TESORO 3.- Todos somo libres de emplear esas circunstancias como algo negativo o positivo. En la vida de San Pedro encontramos un ejemplo extraordinario. Nos lo cuenta San Mateo (14, 22-31): Inmediatamente después mandó a los discípulos que subiesen a la barca y pasaran a la otra orilla, mientras Él despedía a la gente. Una vez despedida la gente subió al monte para orar a solas. Al anochecer estaba solo allí. La barca estaba a mucha distancia de tierra, batida por las olas, porque el viento le era contrario. A la cuarta vigilia de la noche fue hacia ellos andando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se turbaron y decían: “Es un fantasma”; y por causa del miedo se pusieron a gritar. Pero en seguida habló Jesús y dijo: “Tened confianza. Soy yo, no tengáis miedo”. Pedro entonces le respondió: “Señor, si eres tú, mándame que vaya hacia ti sobre las aguas”. Él le dijo: “Ven”. Y descendiendo Pedro de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver que el viento era muy fuerte se asustó y, al empezar a hundirse gritó: “¡Señor, sálvame!”. Al instante le tendió Jesús la mano, lo sostuvo y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”. Cualquier vocación –cualquier vida vivida con Dios– supone andar sobre el misterio. La palabra mágica en ese relato evangélico es el “Ven” que Cristo dirige a Pedro. Sobre la seguridad de ese mandato se tira Pedro a andar. Y sobre la seguridad de ese mandato, también nosotros, en su momento, nos tiramos a andar. En el momento que dejo de asentar mi vida sobre la palabra de Cristo, y busco el fundamento en mi valía personal, en los buenos resultados, en la facilidad del camino… en ese mismo momento me vengo abajo. Estamos hablando de dificultades. Me gustaría llamar la atención sobre dos detalles de este sucedido que protagoniza Pedro: el viento y los kilos que pesaba su cuerpo. Date cuenta que el viento es un agente externo, y el peso una circunstancia personal. Cuando Pedro sale de la barca… hace viento: hay circunstancias externas contrarias, que podrían desestabilizar. Pero Pedro no las tiene en cuenta: ya sabe Jesús que hace viento. El viento no es más que una circunstancia que evidencia que lo que estoy haciendo es algo que excede y supera mis posibilidades personales. ¿Te has preguntado alguna vez cuánto pesaría Pedro al salir de la barca? Yo sí. Y no lo sé, pero supongamos que pesara 87 kilos. ¿Y cuánto pesaría después de haber andado aquellos metros, cuando se empieza a hundir? También 87 kilos. No son los kilos que pesa lo que le hunden, sino la duda. Todos pesamos 87 kilos de miserias. La 82

combinación es personal (unos más pereza, otros una frivolidad más pesada; otros…), pero todos 87 kilos. Pero nunca son las miserias ni las dificultades lo que nos hunde. Lo que nos hunde es la duda de que pesando 87 kilos de miserias yo pueda andar este camino. El viento y los 87 kilos también son –si se quiere amar– factores que suman: así se ve que Dios escoge lo peor del mundo, lo pequeño, para hacer sus obras, y así confundir a los grandes y fuertes del mundo. Cuanto más viento y más kilos, mejor para ser santos: más fiados de Dios y más desconfiados de nosotros mismos. Es decir, cuantas más dificultades externas y más limitaciones personales experimentemos, en mejores condiciones estamos para nuestra relación con Dios. Con Dios... todo suma si lo que queremos es amarle. Las dificultades limpian y purifican nuestra relación con Dios de lo que es demasiado humano.

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10 NO DA IGUAL UNA PALABRA QUE OTRA

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DIAGNÓSTICOS CONFUSOS Es relativamente frecuente que hagamos diagnósticos simplificados del estado en el que nos encontramos. Dependiendo de cómo “estemos”, sacamos unas conclusiones u otras. Por ejemplo: haciendo esto me siento feliz; me encuentro vacío; qué bien lo he pasado; siento miedo pero no sé porqué; estoy confundido; me siento coartado; etc. A la hora de diagnosticar nuestro estado, no da igual que empleemos una palabra que otra. Si empleo la verdadera, encuentro la libertad –la verdad siempre engendra libertad–; y las consecuencias que saque a partir de ella me van a resultar beneficiosas. Sin embargo, cuando empleo una palabra falsa, aquello me desorienta y hace que las directrices que me marque partan de la confusión y, por lo tanto, me engañen irremediablemente. Es frecuente la confusión de palabras. Recientemente me hacían este comentario: cuando no lucho y voy a mi rollo estoy más feliz que cuando me esfuerzo. Es un claro ejemplo de confusión. Como le conocía bien, entendí lo que quería decir: que cuando se comporta de manera egoísta lo pasa bien, es decir, obtiene enseguida una satisfacción sensible, satisfacción que no recoge en tan corto espacio de tiempo cuando se esfuerza por hacer las cosas bien. Me comentaba una chica: estoy triste, y no sé porqué, pues ayer estaba feliz. Quizá no quería decir eso exactamente, sino más bien: Hoy siento tristeza, siento una tentación de tristeza... que no me permite saborear la felicidad que tengo en el fondo. Lógico, pues de un día para otro es difícil que cambie el estado del alma. Los términos que se presentan a confusión son muchos. Aquí nos limitamos a establecer algunas diferencias que pueden resultar de utilidad.

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SER FELIZ Y ESTAR CONTENTO A. Ser feliz y estar contento es distinto. Entrar en disquisiciones filosóficas para establecer las diferencias de significado entre una y otra expresión sería largo y complicado. Ser feliz nos habla de algo estable, de algo que se tiene poseído, de paz interior o tranquilidad. El gozo, la alegría, la risa se experimentan de forma pacífica. Y lo despiertan situaciones ordinarias, comunes o fáciles: no se requieren excitantes fuertes. Cualquier ocasión es propicia para la alegría. Se parece a ese mar tranquilo que apaciblemente lame la costa con su constante y ordenado oleaje: el mar está tranquilo. Es compatible con agentes externos que traten de alterar la calma: el viento no conseguirá más que picar la superficie, pero la mar está tranquila; la lluvia alborotará algo también, pero su fondo continúa apacible; la luna con sus fuerzas ocultas le llevará a sufrir sus altibajos de pleamar y bajamar, pero no es capaz de mayor distorsión. De la misma forma, a quien es feliz le afectarán agentes externos: sufrimiento, dolor, soledad, carestía, abundancia, altos y bajones... pero la paz continúa. Aunque a veces cueste no perder la paz, y uno no disfrute, uno se sabe feliz. Estar contento, pasarlo bien, disfrutar o echar risas es fácil para quien es feliz, pero también lo puede conseguir quien no lo es. Quien no es feliz lo consigue, pero –como los mismos verbos de las perífrasis indican (estar, pasar, echar...)– hablan de algo más pasajero, coyuntural, provisional o temporal. Es normal entonces que lo ordinario, lo de todos los días, lo obligado y rutinario, haga vivir en el fastidio, en el “gris”, en el “no me dice nada”, “me falta algo”, “a ver si llega el fin de semana”. En una palabra: hacen vivir en el aburrimiento de fondo, del que se consigue salir cuando las circunstancias son propicias. Se recurre a excitantes externos –más o menos fuertes–, de los que se pueden comprar, para despertar las risas, la diversión. El estado global de la persona depende mucho de los agentes externos: las contrariedades –dolor, carencia, incomprensión, cansancio…– le alteran notablemente. Cuando este es el caso, la máxima expresión que uno puede entonar es la de “estoy feliz”, “esta noche me siento feliz”, como decía recientemente una cantante en la entrega de un premio, reconocimiento público de su carrera artística; quizá eran sus muchos desengaños amorosos e inestabilidad sentimental la que no le permitía decir soy feliz. Si recurrimos, como antes, a la imagen del mar, se trataría de esos días en que hay mar de fondo: el estado de la superficie dependerá de algunos agentes externos –puede parecer tranquilo o movido–, pero el fondo está agitado. No hay calma, el fondo está 86

revuelto, amenaza peligro a quien se introduzca, el agua no está clara.

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AMAR Y SENTIR B. En segundo lugar, recordar que no es lo mismo amar que sentir. En la relación del adolescente con sus padres, esta distinción entre amor y sentimiento es fácil de adivinar. “El joven –copio de un libro con el título La edad del pavo– daría un brazo por defender a su madre de la adversidad; pero a la vez la simple presencia de ésta en el salón le pone en guardia. Y si a la madre se le ocurre la atrocidad de abrir la boca para preguntar: '¿Qué tal los deberes?', lo que antes era guardia ahora se convierte en ataque. Desea en lo más profundo de su ser que la madre salga del cuarto o cierre el pico; que le ignore, que deje de fijarse en él. La alergia a los padres se debe a una batalla interna de sentimientos contradictorios en el joven. Quiere a sus progenitores, desea estar con ellos, sentirse amado e importante en el hogar, pero a la vez esta imagen de amor, candidez y dependencia le fastidia muchísimo”. (Alejandra Vallejo-Nájera, p. 43). Es posible sentir alergia por la presencia de alguien y amarle. Y esta extraña convivencia es posible –y normal– porque son movimientos que se dan a distinto nivel. El amor habla de la persona entera, de la voluntad e inteligencia, de lo estable en el hombre. Mientras que esa alergia –o cualquier otro sentimiento, como la desgana por tratarle, el aburrimiento, el nerviosismo, la pereza,…– se dan en un nivel muy superficial de la afectividad: duran poco, como vienen se van, responden a antojos o causas caprichosas. En fin, no son verdaderos ni falsos: simplemente son sentimientos irracionales, vida afectiva en el más amplio sentido. Tanto es así, que esta vida afectiva la compartimos con el resto de los animales: también las vacas sienten. Es importante aplicar esta distinción en el trato con Dios o con cualquier amor al que queremos ser fieles pues, de otra manera, nos haremos unos líos que acabarán siendo un auténtico martirio. Es posible amar a Dios y tener alergia a un acto religioso. Es tremendamente sabio, en este sentido, el refrán que nos enseña a dar carga objetiva al amor. Nos dice: Obras son amores, y no buenas razones. En el mismo sentido nos decía Jesucristo: No hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Así es: dar la vida, obras de entrega –con ganas o sin ganas, pero con amor– a la persona amada: eso es amar. Buscar el bien del otro –con ganas o sin ganas–, pero buscarlo como busco mi bien propio: eso es amar. ¿Acaso, en ocasiones, no busco mi bien sin ganas? Obras son amores, y no apetencias.

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SENTIR TRISTEZA Y ESTAR TRISTE C. Otra distinción: No es lo mismo sentir sensación de tristeza, que estar triste. Las sensaciones de tristeza, aunque puedan tomar pie en algo objetivo, globalmente consideradas, son inmotivadas. La sensación de tristeza inmotivada es frecuente: “no sé, pero estoy apagado, triste”, solemos decir. Y si no se corta, crece y envuelve. Existe en nosotros una extraña tendencia masoquista que nos hace encontrar, en ocasiones, cierto deleite en penas pasadas: nos revolcamos en ellas recordándolas y repasándolas sin motivo. La tristeza es siempre mala, y cuando no hay razón para tenerla, peor. ¿Por qué repasar una y otro vez el penalty que fallé, el error que cometí, el desacierto en tal ocasión, el suspenso, la omisión inconsciente que causó un grave mal, lo pesado que me resulta tal cosa, la injusticia que han cometido conmigo, la pereza que me da tal asunto…? Una vez ha ocurrido y soy consciente, lo corrijo –aunque sea internamente, en la medida que sea posible–, y basta. La sensación de tristeza se distingue notablemente de la auténtica tristeza. Y la reacción debe ser también distinta. Ante la sensación de tristeza, debo “pasar”: mi atención debo centrarla en otro asunto; la mirada siempre hacia fuera y hacia delante: hacia Dios y hacia los demás. Y basta. Ante la auténtica tristeza, debo tratar de encontrar el motivo y poner arreglo.

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OCURRENCIA, TENTACIÓN Y PECADO D. Otra distinción importante, que sólo mencionaremos, es aquella que se establece entre lo que no es más que una mera ocurrencia, lo que es una tentación, y lo que es el pecado. La ocurrencia no es más que un fruto de nuestra imaginación. Si ésta es algo calenturienta, tiene una enorme capacidad de hacer que pasen por la cabeza los asuntos más variopintos. La ocurrencia se padece; podríamos decir que uno no es protagonista activo de sus ocurrencias. Sería una pena darles valor, y que llegasen incluso a quitar la paz. Es frecuente que las ocurrencias asusten. Muchas ocurrencias son auténticas aberraciones, y ante esos pensamientos uno puede alarmarse: “soy un tal, porque se me ha ocurrido tal cosa”. Eso es una tontería y un error: no soy “nada” porque se me haya ocurrido un asunto determinado, porque las ocurrencias más peregrinas se le ocurren a la persona más normal del mundo. Es importante no asustarse ante las ocurrencias, mirarlas de frente, reírse (y darse cuenta de que Dios también se ríe), porque son sólo ocurrencias. Cuando no se actúa así, las ocurrencias toman cuerpo, agobian, y pueden convertirse en verdaderas tentaciones; y eso ocurre por el hecho de tenerlas miedo y no afrontarlas. Por eso, un buen ejercicio, que ayuda a mantener la paz, es el aprender a reírse de uno mismo, reírse de las propias ocurrencias. Las tentaciones corren más o menos la misma suerte. Jesucristo estuvo sometido a ellas, como nos refiere el Evangelio. Proceden en su origen del Espíritu del mal. Siempre tratan de engañarnos, a cada uno por el flanco que presenta más vulnerable. Jesús nos enseña a reaccionar: las desenmascara y las rechaza sin más. No es malo sufrir tentaciones. Es más: cuando nos llegan, son buenas. Y, además, nos dan la verdadera medida de nosotros mismos. Por último, lo que es el pecado. Ahí el sujeto entra con su voluntad, y elige el mal con toda libertad. Eso sí daña al hombre.

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CONSIDERACIÓN FINAL

Lo dicho nos permite hacer una consideración última. En todas las trampas tratadas podemos encontrar la presencia de uno de estos tres hechos: un olvido, una confusión, una huida.

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UN OLVIDO Todos recordamos aquella síntesis de los mandamientos de la ley de Dios, que aprendimos quizá hasta con su tonadilla característica: estos diez mandamientos se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Me atrevería a parafrasearla del siguiente modo: estas diez dificultades expuestas en este libro, y muchas más que se nos puedan ocurrir, se encierran en dos: olvidarse de amar a Dios –de la historia de amor mío hacia Él y de Él hacia mi– y olvidarse de amar al prójimo –el apostolado, la ocupación de caridad por la felicidad de los demás como razón de mi vida–. Esto es: amar a Dios y vivir para el apostolado.

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UNA CONFUSIÓN Otra verdad que aletea en el fondo de todas la dificultades es la siguiente: tenemos la “manía” de echar la culpa de los problemas fuera de nosotros mismos, cuando la verdad es que el verdadero problema está siempre en nuestro interior. Es preciso que ante cada dificultad sepamos seguir el mandato de Cristo: es necesario nacer de nuevo. Cada dificultad exige que yo nazca de nuevo, que en mi corazón cambie, muera a algo que no funcionaba y empiece una actitud nueva de corazón.

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UNA HUIDA Por último, volver a recordar que lo que realmente estropea todo es nuestro afán de huir del dolor, del sufrimiento, de la cruz. Es normal que nos ocurra, porque somos muy limitados y nos cuesta. Pero el amor siempre exige renuncia, sufrimiento. Es normal, pero es un error, porque esa huida de lo que supone dolor es lo único que puede hacer fracasar nuestra historia de amor. El sufrimiento está para sufrirlo, no para patalear y huir. Que el amor duele, queda bien expresado en la canción del grupo Mecano: “Quise cortar la flor más bella del rosal, pensando que de amor no me podía pinchar; y, mientras me pinchaba, yo pensé una cosa: que una rosa es una rosa…”

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Segunda Parte CRISIS CONTADAS

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CRISIS CONTADAS

En las páginas siguientes traemos el relato de algunas crisis. Cuando se habla de ellas como algo pasado, vistas en el conjunto de la vida personal, son siempre etapas especialmente entrañables: sufrimiento y crecimiento se dan la mano si no huimos de la verdad de las cosas. Estas cisis contadas pueden ser un estímulo para que vivamos con fidelidad cuando nos toque a cada uno vivir nuestras crisis. Unas hacen referencia a la relación de padres a hijos, otras de hijos a padres, otras al matrimonio, otras a la relación con Dios. Es interesante observar que todas ellas son, en esencia, muy similares: distintas circunstancias, pero rasgos comunes.

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1. CRISIS Y "DISGUSTO": NUNCA ME LO PERDONARÉ A continuación transcribimos la carta de un padre a su hijo Diego, de once años, con Síndrome de Down. Es un buen ejemplo de una crisis real en la que triunfa el amor (no siempre ocurre así). Se vive, se siente el rechazo, se sufre…, se acepta…, se ama, se crece… y se conquista una nueva posición de mayor libertad, de un amor más puro. Querido Diego: Fueron sólo unos instantes, los más amargos de mi vida, pero sólo fueron unos segundos. Desde entonces nunca te he negado. Sin embargo, aquel día mi falta de coraje impidió que, cuando te cogí en brazos, te cubriera de besos. Ocurrió en la fría madrugada del 13 de febrero de 1986. A las seis y veinte de la mañana. Por fin habías venido al mundo, con llanto y rabia, porque abandonaste el cómodo refugio que durante nueve meses te había mimado, acunado, alimentado, hablado, dormido. Cuando te vi por primera vez y me di cuenta que tenías "ojos de chinito" –nunca se borrará de mí la imagen de la monja que te mecía–, se me vino el mundo encima. Fui un cobarde que se atragantó de miedo ante ti y ante la vida. No tuve valor para besarte. Sólo te abracé y lloré. Es posible que nunca seas capaz de entender qué pasó, pero, Diego, mi Diego, mi Kue, mi Ronaldinho, mi Robertinho Carlos, nunca me lo perdonaré. Tampoco sabrás cuántas noches he pasado en vela pidiéndote perdón en el silencio, en la soledad de ese silencio interior que grita y aventa el alma, imaginando mil formas nuevas de darte cuanto estuviera en mi mano en el mismo instante en que cada mañana, a las 7, matemáticamente puntual, llegabas a nuestra cama con tu lengua de estropajo para despertarnos: "¿qué pasa aquí? Ya es la hora". Fueron sólo unos minutos, pero nunca sabrás cuánto he deseado borrarlos, que no hubieran pasado, que tuviera una segunda oportunidad para redimirlos. Inmediatamente aprendí a quererte. Con locura. Con pasión, como te quiso tu madre cuando supo antes que nadie, la primera, que serías parte nuestra. Como luego hizo María cuando entendió que alguien vendría a entrometerse entre ella y nosotros. Cuando comprendí que tu sonrisa no tenía doblez, que tu llanto era de verdad, que le hacías un mohín a la vida y un guiño a mi corazón, no dudé más. Tampoco te acordarás, pero otra noche te arranqué dormido de la cuna –y tú sonriendo y yo llorando–, te juré que siempre serías feliz, que nada ni nadie, mientras yo tenga un hálito de vida, podrá impedir que seas feliz. Me has dado tanto, me has enseñado tanto, soy tan afortunado teniéndote a mi lado, que por 99

nada de este mundo o del otro cambiaría un solo instante de los que he pasado contigo a lo largo de tus once añazos. Esta mañana, como cada día desde hace tanto y como cada día haré desde el resto de mi vida, he pensado qué podría hacer por ti, y lo mejor que se me ha ocurrido es escribirte, con motivo de estas jornadas tan especiales, solo para pedirte perdón ante todos, solo para decirte, sin cansarme jamás de este juego de palabras a menudo tan vanamente pronunciadas, que no te negaré más, que no te traicionaré más, que te quiero, hijo. (de Francisco Justicia, padre de un niño con síndrome de Down y redactor del diario El Mundo. Publicado en El Mundo)

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2. CRISIS DE MATRIMONIO Llevaba ocho años casado. Dos niños, pocos problemas y mucha paz. Mi relación con María –comenzó en COU– era buena. “No la cambiaría por ninguna otra” me lo había dicho a mí mismo veces y veces sin parar, tantas que imagino esas palabras como esculpidas en las paredes interiores de mi cabeza. El divorcio y la desesperación no los entendía. Me parecían, más bien, torturas que algunos se buscaban: ¡allá ellos con sus vidas! Pero todo cambió. Todavía ahora, cuando lo escribo, me parece mentira: ¡cómo me metí en ese lío! Un día me di cuenta de que estaba enamorado de una compañera de la oficina. No sé, no podía pasar sin ella. Más que los detalles concretos de mi crisis –llegué a pensar que no podría vivir ya con mi familia, y la única forma de ser feliz sería rehacer mi vida con mi compañera de trabajo– querría describir el proceso. Lo que empezó siendo una simpática e inofensiva atracción, en poco tiempo se convirtió en una fuerte cadena. Parecía una gotera y se convirtió en una grieta que cuarteó todo el edificio, amenazando la ruina. Todo comenzó con el encendimiento de ese punto de vanidad que todos llevamos dentro y procuramos esconder. Sin proponérmelo, buscaba momentos en los que intercambiar ideas, opiniones o simplemente trabar una conversación sobre cualquier tema. Con ella me encontraba a gusto. Poco a poco intentaba que los encuentros fueran más largos y frecuentes. Parecía que me subían las pulsaciones, pero le quería quitar importancia. Trataba de convencerme de que era un exagerado: lo que había entre nosotros no era más que el trato normal de los compañeros, y que no era más que una inocente amistad. Conseguía autoconvencerme de que no había más. Pensé que no debía caer en tonterías, que no debía preocuparme, pues no era un niño. En ese momento tenía que haber cortado toda relación con esa persona, pero la cosa seguía avanzando. Pasé de las conversaciones intrascendentes al estudio de problemas profesionales o de otros asuntos, en los que su opinión me parecía valiosísima. Cada vez compartía más sentimientos con ella y su compañía me hacía sentir más optimista, más ágil, más seguro de mí mismo, incluso más joven. Se desencadenó la típica situación de enamoramiento, en la que me parecía imposible dar marcha atrás. No podía pasar sin ella. Yo me creía dueño de mi corazón, pero me estaba traicionando. Sin embargo, esas cadenas que me ataban a ella no me disgustaban sino que más bien hacían que me sintiera feliz. ¿Cómo acabó todo? Reconocí que todo había empezado por un exceso de amabilidad, por una atracción imperceptible y que el hombre es débil por naturaleza. 101

Así que dejé de ver a esa mujer y hablé con la mía. Empecé a fomentar otra vez el amor con mi mujer, aunque realmente me costó, y ahora mismo soy el hombre más feliz del mundo.

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3. TENÍA QUE VOLVER A CASA Una hermana de la Caridad es entrevistada en un programa de televisión después de muchos años siendo monja con Teresa de Calcuta. En las imágenes se le ve alegre y feliz sirviendo a la gente más abandonada. Pero en la entrevista recuerda sus primeros años de dura crisis. (Como habla de su noviciado, queremos advertir que en esta orden, el noviciado dura 5 años, que empieza después del primer año de vida con la comunidad). Confió en Dios y la crisis pasó. Uno de mis amigos se enfadó mucho y me dijo: “Te voy a llevar al psiquiatra. Seguro que es una tontería que se puede arreglar enseguida, pero no puedes meterte en una cosa así”. Nunca en mi vida se me había ocurrido hacerme monja. Yo vivía en Londres, trabajaba como agente literario, tenía mi piso, muchos amigos y muchas de las cosas de la vida. Pero sentía que algo en mi interior estaba muerto, algo que quería vivir estaba muerto. Las hermanas indias tienen un cabello muy hermoso y para ellas es un auténtico sacrificio cortárselo. Lo tienen largo, espeso… es muy hermoso. En Europa lo llevamos más corto, así que yo pensaba que no me costaría nada cortármelo, pero sí es un sacrificio. Sientes que realmente es un paso decisivo, intentas decirle que sí a Dios, vivir únicamente para Él. Al cortarte el pelo se acabó lo demás. A veces, no sé por que, cuando era novicia, estaba convencida de que tenía que volver a casa, tenía que marcharme al día siguiente y al mismo tiempo sabía que Dios me quería allí y por tanto no podía volver a casa. Si en un momento determinado me hubiera dicho no, no quiero que estés aquí, yo me hubiera marchado inmediatamente. Pero no era eso lo que Él quería, así que no pude marcharme.

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4. CLARO QUE TUVE DUDAS Y TENTACIONES Joseph Ratzinger, alemán, muchos años Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Con motivo de su 75 cumpleaños le hacen una extensa entrevista, de la que entresacamos este texto. Apreciamos la inseguridad, la duda y el titubeo: crisis lógicas de una persona que ve con claridad las exigencias de su vocación. No está seguro de ser capaz de vivirlas. Lo resuelve en largas horas de oración. Y, una vez decido a hacerse sacerdote, ¿nunca tuvo dudas, tentaciones, nostalgias? Sí. Claro que tuve. Concretamente en el sexto año de estudios de teología uno se encuentra ante cuestiones y problemas muy humanos. ¿Será bueno el celibato para mí? ¿Ser párroco será lo mejor para mí? Estas preguntas no tienen siempre respuesta fácil. En mi caso concreto, nunca dudé de lo fundamental, pero tampoco me faltaron las pequeñas crisis. Pero qué clase de crisis. ¿Le importaría citarme algún ejemplo? Durante mis años de estudiante de teología en Munich yo me planteaba dos posibilidades muy distintas. La teología científica me fascinaba. La idea de profundizar en el universo de la historia de la fe, era algo que me interesaba mucho; aquello me abriría extensos horizontes del pensamiento y de la fe, que me llevarían a conocer el origen del hombre y de mi propia vida. Pero, al mismo tiempo, cada día veía más claro que el trabajo en una parroquia –donde atendería todo tipo de necesidades– era mucho más propio de la vocación sacerdotal, que el placer de estudiar teología. Eso suponía que ya no podría seguir estudiando para ser profesor de teología que era mi más íntimo deseo. Porque, si me decidía al sacerdocio, significaba una entrega plena a mis obligaciones, incluso en los trabajos muy sencillos y poco gratificantes. Por otra parte yo era tímido y poco práctico –estaba más bien dotado para el deporte que para la organización y el trabajo administrativo, y también tenía la preocupación de si sabría llegar a las personas, si sabría comunicarme con ellas. Me preocupaba la idea de llegar a ser un buen capellán y dirigir a la juventud católica, a dar clases de religión a los pequeños, atender convenientemente a enfermos, ancianos, etc. Me preguntaba seriamente si estaba preparado para vivir toda la vida así, si aquella era realmente mi vocación. A todo ello iba siempre unida la otra cuestión de si yo podría hacer frente al 104

celibato, a la soltería, de por vida. La Universidad estaba, por aquel entonces, medio en ruinas y no teníamos local para la Facultad de teología. Estuvimos dos años en los edificios del Palacio de Fürstenried, en los alrededores de la ciudad. Aquello hacía que la convivencia –no sólo entre alumnos y profesores, sino también entre alumnos y alumnas–, fuera muy estrecha, así que la tentación de dejarlo todo y seguir los dictados del corazón era casi diaria. Solía pensar en estas cosas paseando por los espléndidos parques de Fürstenreid. Pero, como es natural, también haciendo largas horas de oración en la Capilla. Hasta que, por fin, en el otoño de 1950 fui ordenado diácono; mi respuesta al sacerdocio fue un rotundo sí, categórico y definitivo. (Tomado de Sal de la Tierra, de J. Ratzinger)

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5. CRISIS Y FAMILIA Crisis importante provocada por la incomprensión familiar. Cuando uno siempre ha vivido fiado de sus padres, se encuentra con que estos se oponen a lo que le dicta su conciencia. Confiar en Dios, sabiendo que Dios está detrás de todo eso... y la crisis pasa (Es sorprendente la cantidad enorme de santos que en su juventud tuvieron que actuar en contra de la voluntad de sus familiares). Un día llegué a casa y le dije a mi madre que quería entregar mi vida a Dios. En aquel momento yo tenía un convencimiento absoluto de ello. Pero, mi madre me empezó a poner todo tipo de pegas: tú estás loca, no sabes lo que haces, eso es una locura. Esto fue para mi toda una sorpresa pues mi madre, además de ser piadosa, siempre había querido lo mejor para mi, pero yo seguía queriendo entregar mi vida a Dios. A medida que pasaba el tiempo mi madre se fue dando cuenta de que lo decía en serio y comenzó a castigarme sin sentido largos fines de semana en casa para cambiarme de parecer. Los fines de semana, pues, yo los aprovechaba en actividades para con Dios. Me tenía largos ratos en su habitación para quitarme esa idea de la cabeza. Entonces, yo me encontraba sola pues mi madre aparentaba no querer nada de mí, mis hermanos y amigos estaban continuamente enfadados conmigo y, además, no podía ver a ningún tipo de cura o monja para transmitir mis dudas, que empezaban a salirme. Justo entonces me llevé un duro golpe, pues mi hermana –que siempre había sido para mí un modelo y me había comprendido– me contó un montón de casos de gente que había tomado una decisión parecida a la mía a tan temprana edad, y después de unos años se habían dado cuenta de su error, e incluso habían llegado a la locura. ¡Qué miedo, qué frustración! Hasta mi hermana me lo decía. Empecé a preguntarme con seriedad si realmente tendría razón mi madre, ya que yo veía que todo el mundo estaba sufriendo por mi culpa, y diciéndome que era una idea tonta que me habían metido en la cabeza. Además me encontraba sola sufriendo, sin poder contar nada a nadie. Me dije a mi misma que esto de entregar la vida a Dios era un cuento, y que no valía la pena pues solo llevaba a pasarlo mal. Pero he aquí el punto más importante, ya que justo cuando ya estaba casi convencida de dejarlo, hablando con el Señor en mi cuarto, me di cuenta que todo era una prueba de Dios para ver mi fidelidad y confianza en Él. ¡Menos mal que lo hablé con Él! Desde aquél entonces le doy gracias al Señor por haberme mandado esta “crisis”, ya que me ha hecho confiar en Él plenamente y amarle con mayor fervor. Además comprendí que esto no era una desobediencia a mis padres, ya que era algo de Dios, 106

a partir de entonces les quiero incluso más, y trato de que el Señor les haga entender mi entrega.

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6. A LOS 88 AÑOS SIENTO ARDER LA CARNE San Alfonso María de Ligorio escribía así a su prima pocos años antes de morir: “Me dices que a veces te sientes casi perdida. Consolémonos mutuamente y animémonos, pues yo atravieso el mismo temporal. Me ronda la muerte, y ahora justamente me veo acosado de tentaciones. Pero me ayudo como tú, mirando al crucifijo. Agarrémonos, pues, a la cruz, tengamos siempre puestos nuestros ojos en Cristo moribundo. (...) Sigamos rezando constantemente: Señor, haz que yo te ame (...) Que en medio de estas perturbaciones, no te olvides de encomendar a Jesucristo los pobres pecadores”. Después de una vida de encendido amor a Dios, de servir a la Iglesia –fundó la Congregación de los Redentoristas–, etc., a sus 85 años se ve metido en una borrasca que le dura cinco años. Años llenos de aridez, escrúpulos y frialdad, y llenos – sorprendentemente– de tentaciones de lujuria, contra la pureza. “¿Qué es esto – pregunta– que a los 88 años siento arder la carne con fuerza de joven?”. Pide oraciones por él y confía en su Padre Dios. Y lleva a la práctica lo que aconseja: “Rece con frecuencia: Jesús mío, quiero confiar en ti hasta el último instante; quiero esperar siempre en que me has de salvar para ir al cielo a amarte para siempre. Esta plegaria hágala por usted y por mí. (...) Loco está el que deliberadamente quiere desconfiar en Dios”. Pero un día, a los cinco años de combate, vuelve la paz. Acaba sus días con estas palabras: “Yo he estado siempre o casi siempre vacilante y dudoso; por fin, ahora, a 21 de octubre de 1785, confiándome a las manos de Jesucristo, muero seguro, esperando salvarme por los muchos méritos de Jesucristo y María, confiando en ir luego a darles las gracias en el cielo”. (cfr. S. Alfonso María de Ligorio, Dominisio Ruiz Goñi, BAC popular, Madrid 1987)

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7. CRISIS DE FE Una tremenda crisis de fe, que la acompaña un tiempo largo, hace sufrir a Teresa de Liseaux a sus veinte años poco pasados. Ella cree, porque quiere creer. Pero sus sentimientos le gritan que todo lo de Dios –y Dios mismo– no es más que un cuento: siente que todo es mentira. Esta crisis fue el camino para una fe mayor. No pierde su confianza en Dios... y la crisis pasó. Me imagino que he nacido en un país cubierto de espesa niebla, y que nunca he contemplado el rostro risueño de la naturaleza inundada de luz y transfigurada por el sol radiante. Es cierto que desde la niñez estoy oyendo hablar de esas maravillas. Sé que el país donde vivo no es mi patria y que hay otro al que debo aspirar sin cesar. Esto no es una historia inventada por un triste país donde me encuentro, sino que es una verdadera realidad, porque el rey de aquella patria del sol radiante ha venido a vivir 33 años en el país de las tinieblas. Decía que desde niña crecí con la convicción de que un día me iría lejos de aquel país triste y tenebroso. No sólo creía por lo que oía decir a las personas más sabias que yo, sino porque en el fondo de mi corazón yo misma sentía profundas aspiraciones hacia una región más bella. Lo mismo que a Cristóbal Colón su genio le hizo intuir que existía un nuevo mundo, cuando nadie había soñado aún con él, así yo sentía que un día otra tierra me habría de servir de morada permanente. Pero de pronto, las nieblas que rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte, que me es imposible descubrir en ella la imagen tan dulce de mi patria. ¡Todo ha desaparecido...! Cuando quiero que mi corazón, cansado por las tinieblas que lo rodean, descanse con el recuerdo del país luminoso por el que suspira, se redoblan mis tormentos. Me parece que las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí: “Sueñas con la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada”. Madre querida, la imagen que he querido darle de las tinieblas que oscurecen mi alma es tan imperfecta como un boceto comparado con el modelo. Sin embargo no quiero escribir más, por temor a blasfemar... Hasta tengo miedo de haber dicho demasiado. Que Jesús me perdone si le he disgustado. Pero él sabe muy bien que, aunque yo no goce de la alegría de la fe, al menos trato de realizar sus obras. Creo que le he 109

hecho más actos de fe de un año a esta parte que durante toda mi vida. Cada vez que se presenta el combate, cuando los enemigos vienen a provocarme, me porto valientemente: sabiendo que batirse en duelo es una cobardía, vuelvo la espalda a mis adversarios sin dignarme siquiera mirarlos a la cara, corro hasta Jesús y le digo que estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi sangre por confesar que existe un cielo; le digo que me alegro de no gozar de ese hermoso cielo aquí en la tierra para que él lo abra a los pecadores incrédulos por toda la eternidad. Así, a pesar de esta prueba que me roba todo goce, aún puedo exclamar: “Tus acciones, Señor, son mi alegría”. Porque ¿existe alegría mayor que la de sufrir por tu amor...? Cuanto más intimo es el sufrimiento, tanto menos aparece a los ojos de las criaturas y más te alegra a ti, Dios mío. Pero si, por un imposible, ni tú mismo llegases a conocer mi sufrimiento, yo aún me sentiría feliz de padecerlo si con él pudiese impedir o reparar un solo pecado contra la fe. Madre querida, quizás le parezca que estoy exagerando mi prueba. En efecto, si usted juzga por los sentimientos que expreso en las humildes poesías que he compuesto durante este año, debo de parecerle un alma llena de consuelos, para quien casi se ha rasgado ya el velo de la fe. Y sin embargo, no es ya un velo para mí, es un muro que se alza hasta los cielos y cubre el firmamento estrellado... Cuando canto la felicidad del cielo y la eterna posesión de Dios, no experimento la menor alegría, pues canto simplemente lo que quiero creer. Es cierto que, a veces, un rayo pequeñito de sol viene a iluminar mis tinieblas, y entonces la prueba cesa un instante. Pero luego, el recuerdo de ese rayo, en vez de causarme alegría, hace todavía más densas mis tinieblas. Nunca, Madre, he experimentado tan bien como ahora cuán compasivo y misericordioso es el Señor: El no me ha enviado esta prueba hasta el momento en que tenía fuerzas para soportarla; antes, creo que me hubiese hundido en el desánimo... Ahora hace que desaparezca todo lo que pudiera haber de satisfacción natural en el deseo que yo tenía del cielo... Madre querida, ahora me parece que nada me impide ya volar, pues no tengo ya grandes deseos, a no ser el de amar hasta morir de amor... (Tomado de Historia de un alma)

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COLECCIÓN

PREGUNTAS

Directores: Xame Morell Soler - José Pedro Manglano Castellary [email protected] - www.manglano.org [email protected] 1? ¿Puedo estar seguro de algo? Responde: Javier Aranguren (2ª edición) 2? Hacia el año 2000: ¿Qué nos espera en el siglo XXI? Responde: Raúl Berzosa 3? ¿Sigue vivo Dios? Responde: José Pedro Manglano Mikel Gotzon Santamaría Garai (5ª edición) 4? ¿Se puede aprender a sufrir? Responde: José Pedro Manglano (4ª edición) 5? ¿Adicciones… sin drogas? Las nuevas adicciones. Responde: Enrique Echeburúa (2ª edición) 6? ¿Necesita Dios de un hombre para perdonarme? (90 preguntas sobre la confesión) Responde: Santiago Cañardo (4ª edición) 7? ¿Es la Filosofía un cuento chino? Responde: José Ramón Ayllón (4ª edición) 8? ¿Dios en OFF? Trampas en las que perdemos a Dios Responde: José Pedro Manglano (9ª edición) 9? ¿Síndrome de Peter Pan? Los hijos que no se marchan de casa Responde: Aquilino Polaino-Lorente (2ª edición) 10? ¿Anoréxica… Yo? ¿Anoréxica… Mi hija? Responde: Pilar Gual 11? ¿Qué es eso de las tribus urbanas? Responde: Raúl Berzosa 12? ¿Qué pasa por fabricar hombres? Responde: Juan A. Martínez Camino (3ª edición) 16? ¿Medios de comunicación? Guía para padres y educadores Responde: José Francisco Serrano Oceja 19? ¿Es posible mejorar la relación con tu pareja? Responde: Marta López-Jurado Puig (2ª edición) SERIE

EXPERIENCIAS

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Serie fen Experiencias 13? ¿Cómo transmitir la fe? Cartas a los nietos Responde: Julio Jauregi 14? ¿Por qué esperar a estar casados?... si ya nos queremos Responde: Mar Sánchez Marchori (3ª edición) 15? Diario de un esquizofrénico Urbegi (5ª edición) 17? La esquizofrenia: diario de un viaje Miguel Gozález Purroy “Urbegi” 18? Mi querido agnóstico ¿En qué creemos los cristianos y qué motivos tenemos para creerlo Victor F. Dios Otín

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Notas

[1]Marcos

9, 24 [2]Esta expresión la pone un profeta en boca de Dios. [3]“Daré mi vida por ti” Juan 13, 37 [4]Juan 18, 12-27 [5]Juan 18, 2-3 [6]Lucas 4, 2-4. “Se dividirá el padre contra el hijo y el hijo contra el padre...” (Lucas 12, 53) [7]Lucas 4, 22 [8]Juan 15, 18 ss.

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Index INTRODUCCIÓN Primera Parte. DIEZ TRAMPAS AL AMOR 1. PERDER DE VISTA MI HISTORIA DE AMOR CON ÉL HOY ME HA CAMBIADO LA VIDA OLVIDAR A JESUCRISTO, CAMBIÁNDOLO POR UN PROYECTO DE PERFECCIÓN VIVIRLO TODO CON ÉL APRENDER A INCLUIR TODO SUCESO EN MI HISTORIA DE AMOR SABIENDO QUE VIENE DE ÉL, TODO AGRADA 2. NOMBRE: CRISIS. APELLIDO: DE CRECIMIENTO LA HUIDA DEL SUFRIMIENTO PROVOCA UNA AVALANCHA DE INTERROGANTES LAS CRISIS TIENEN COLOR LAS CRISI DUELEN UNA REGLA DE ORO Y UN CONSEJO LAS CRISIS CÍCLICAS CRISIS PASAJERA, GALERNA O PATALEO 3. RADICALIZAR ¿QUÉ ES RADICALIZAR? QUIEN RADICALIZA SOBRE SU COMPORTAMIENTO EMITE JUICIOS FALSOS AL RADICALIZAR ME TRATO DE MODO INJUSTO CUANDO NOS AUTOEVALUAMOS CON JUICIOS RADICALES, ¿QUÉ ESTAMOS BUSCANDO? EL CRISTIANO SÍ ES RADICAL, ¿PERO EN QUÉ? APRENDER A VIVIR SEGUROS A PESAR DE NOSOTROS MISMOS 4. INCOMPRENSIONES DESDE DENTRO Y DESDE FUERA JESUCRISTO: UN REY INCOMPRENDIDO DE UN REINADO NO ENTENDIDO INCOMPRESIONES DESDE DENTRO Y DESDE FUERA ... PORQUE EN AMOR, LOCURA ES LO SENSATO ... 5. RELACIÓN VIVA CON DIOS VIVO TODO LO VIVO CRECE. NUESTRA RELACIÓN TAMBIÉN 117

8 10 12 13 15 17 18 18 19 20 22 22 24 24 25 27 28 30 31 32 33 35 36 37 39 40 41 42

LOS MÚSCULOS SE DESARROLLAN CON EL EJERCICIO. TAMBIÉN EL AMOR SE DESARROLLA UN DIOS DE "CAFÉ PARA TODOS" NO ES DIOS CADA UNO LO SUYO (SEGÚN SU RÉGIMEN) CADA UNO LO SUYO EN PLENITUD (TODO SU RÉGIMEN) La petición del Dios vivo cambia y crece VIVIR LA HUMILDAD Y VIVIR EN LA HUMILLACIÓN LA EXIGENCIA NACE DE DENTRO O DE FUERA: AHÍ ESTÁ LA DIFERENCIA CADA UNO VIVIR SU VIDA. CADA UNO VIVIR SU SANTIDAD 6. SINCERIDAD. MIRAR CON DOS OJOS PARA SER SINCEROS... MIRAR BIEN ES LO PRIMERO LA MIRADA CAPITALISTA HACIA UNO MISMO UN FUNCIONARIO QUE SE AUTODESCALIFICA LA MIRADA CRISTIANA MIRAR CON UN OJO Y CON OTRO ANEXO: UNA CONVERSACIÓN 7. ACERTAR CON EL ENEMIGO CONVIENE OBJETIVARSE DE VEZ EN CUANDO EN LAS DIFICULTADES... ALEJARSE Y MIRAR CONFUNDIRSE EN EL DIAGNÓSTICO... NOS LLEVA AL CAOS ALGUNOS EJEMPLOS DE CONFUSIÓN ACLARANDO TÉRMINOS 8. SIN LIBERTAD... PARECES VIVO PERO ESTÁS MUERTO AMOR Y LIBERTAD DE QUÉ LIBERTAD HABLAMOS Ser libre es crear lazosSER LIBRE ES CREAR LAZOS LIBERTAD Y SEGURIDAD 9. SI QUIERES AMAR... TODO SUMA SACAR LO POSITIVO DE LO NEGATIVO HACER ARDER ESAS CIRCUNSTANCIAS, COMO LEÑA BUENA, EN FUEGO DEL AMOR ESAS CIRCUNSTANCIAS SON EL MAYOR TESORO 10. NO DA IGUAL UNA PALABRA QUE OTRA DIAGNÓSTICOS CONFUSOS SER FELIZ Y ESTAR CONTENTO 118

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AMAR Y SENTIR SENTIR TRISTEZA Y ESTAR TRISTE OCURRENCIA, TENTACIÓN Y PECADO CONSIDERACIÓN FINAL UN OLVIDO UNA CONFUSIÓN UNA HUIDA

Segunda Parte. CRISIS CONTADAS CRISIS CONTADAS 1. CRISIS Y "DISGUSTO": NUNCA ME LO PERDONARÉ 2. CRISIS DE MATRIMONIO 3. TENÍA QUE VOLVER A CASA 4. CLARO QUE TUVE DUDAS Y TENTACIONES 5. CRISIS Y FAMILIA 6. A LOS 88 AÑOS SIENTO ARDER LA CARNE 7. CRISIS DE FE

NOTAS

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