Introducción A La Doctrina Social de La Iglesia - Bartolomeo Sorge

August 12, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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BARTOLOMEO SORGE

INTRODUCCIÓN A LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA  Nueva edición revisada revisada y aumenta aumentada da

2 SAL TERRAE

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser  realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com  o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

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Título original:  Introduzione alla dottrina sociale della Chiesa © Editrice Queriniana, 2006, 20163 via E. Ferri, 75 – 25123 Brescia (Italia / UE) 40138 Bologna www.queriniana.it Traducción: Jesús García-Abril, SJ © Editorial Sal Terrae, 2017 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected]  / www.gcloyola.com  Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander  06-06-2017  Diseño de cubierta: Vicente Aznar Mengual, SJ Edición Digital ISBN: 978-84-293-2685-7

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 Í ndice ndice Portada Créditos Advertencia: Por Por una civilización del amor  Prólogo: Con «adulta «adulta fidelidad» Fuentes Primera par te: te: El discurso social de la Iglesia Capítulo 1: 1: Del evangelio al al «discurso social» 1. La misión La misión propia de de la Iglesia es religiosa 2. El evangelio libera al hombre 3. Legitimidad Legitimidad del discurso social de la Iglesia la Iglesia 4. «Doctrina 4.  «Doctrina social» 5. «Enseñanza social» 6. El «discurso social» de social» de la Iglesia Ca pítulo 2: La ideología católica católica (1891-1931) (1891-1931) 1. Nace Nace la «doctrina social» de la Iglesia 2. Contra el marxismo y el liberalismo 3. Los principios de la ideología católica 4. Un «discurso» abierto Capítulo 3: La nueva cristiandad (1931-1958) 1. El socialismo real 2. 3. El La neoliberalismo «civilización cristiana» como tercera vía 4. La «nueva cristiandad» de Pío XII 5. La aportación de J. Maritain 6. Un «discurso» que continúa Capítulo 4: El diálogo (1958-1978) 1. La crisis de las ideologías 2. Iglesia y marxismo: discernimiento y diálogo 3. Los procesos de mundialización 4. Las adquisiciones del concilio 5. Un «discurso» nuevo Capítulo La profecía (1978-2005) 1. El5:evangelio de la vida 5

 

2. El evangelio del trabajo 3. El evangelio de la caridad 4. Un «discurso» ecuménico Capítulo 6: El giro de Benedicto XVI Caritas in veritate (2009) 1. Crítica de la «ideología tecnocrática» dominante 2. Principios éticos, culturales y políticos de un nuevo humanismo a) En el plano ético: «libertad responsable»  b) En el plano socio-cultural: socio-cultural: «fraternidad» c) En el plano político: «reciprocidad» Segunda parte: La propuesta social de la Iglesia Capítulo 7: Del discurso a la propuesta social 1. Por qué una «propuesta social» 2. La «propuesta social» de la Iglesia 3. El diálogo intercultural 4. El diálogo interreligioso 5. Una lectura teológica de la historia Capítulo 8: Una nueva primavera cristiana 1. El neopaganismo 2. La Iglesia «pequeña grey» 3. Tentaciones de ayer y de hoy 4. La «religión civil» 5. Signos de esperanza 6. La «nueva evangelización» 7. Una nueva «inculturación» de la fe 8. Principios, criterios de juicio y orientaciones Capítulo 9: Una «gramática ética» común 1. Repensar el concepto de «laicidad» 2. El principio personalista 3. El principio de solidaridad 4. El principio de subsidiariedad 5. El principio del bien común 6. Por una nueva «laicidad» en política Capítulo 10: Economía libre y solidaria 1. El capitalismo no ha vencido 2. El capitalismo como «ideología» 3. La industrialización 4. El capitalismo como «sistema» de producción 5. La economía post-industrial: la globalización 6. Una sociedad del trabajo libre, de la empresa y de la participación Capítulo 11: Democracia madura 1. Condiciones de una democracia «auténtica» 2. Legalidad 6

 

3. Justicia y caridad 4. El «tercer sector» del Estado social 5. Un nuevo pacto social Capítulo 12: El desafío del relativismo 1. Qué es el relativismo 2. Las contradicciones del relativismo 3. La respuesta de la doctrina social de la Iglesia Tercera parte: La presencia social de la Iglesia Capítulo 13: De la propuesta a la «presencia social» 1. El papel insustituible de los fieles laicos 2. El movimentismo católico 3. Dos conceptos de política y de compromiso político Capítulo 14: ¿Por qué los católicos ca tólicos en política? 1. La «opción sociopolítica» de los fieles laicos 2. La centralidad de la política 3. Evangelización y promoción humana 4. La política, «forma elevada» de caridad Capítulo 15: Hacer política como cristianos 1. La coherencia con los valores 2. «Coherencia subjetiva» y «coherencia objetiva» 3. El método democrático de hacer política 4. La laicidad de la política 5. La autonomía de las opciones políticas 6. Espiritualidad y profesionalidad Capítulo 16: Cómo hace política la Iglesia 1. La «opción religiosa» 2. El presbítero y la política 3. La «suplencia política» 4. El caso de los «sacerdotes antimafia» 5. Una nueva relación entre Iglesia y Estado Capítulo 17: Por una «nueva presencia» 1. Los católicos en la sociedad compleja 2. Fe cristiana y pluralismo político 3. Pluralismo político y unidad eclesial 4. «Unidad» en la cultura y «concordia» en la acción 5. Como cristianos en los areópagos del mundo moderno 6. Un «área solidaria democrática» Cuarta parte: Debates de actualidad Capítulo 18: A cincuenta años del concilio Vaticano II 1. La «fuente» 2. Las «corrientes» a) La eclesiología de comunión 7

 

 b) El redescubrimiento de la palabra de Dios Dios c) La teología de las realidades terrenas 3. El «río» Capítulo 19: Globalización: aspectos sociales, políticos y éticos 1. El aspecto económico 2. Aspectos sociales, políticos, culturales y éticos 3. Globalizar la solidaridad Capítulo 20: La Iglesia y la guerra 1. La «guerra justa» 2. El principio de «ingerencia humanitaria» 3. La «guerra preventiva» 4. Mirar hacia delante Capítulo 21: Biotecnologías: ¿se puede manipular la vida? 1. La dimensión ética de las biotecnologías 2. Frente a los desafíos de las biotecnologías Capítulo 22: ¿Por qué la Iglesia hoy dice «no» a la pena de muerte? 1. La actitud de la Iglesia ha cambiado 2. Las razones del cambio 3. Una nueva conciencia humana y cristiana Capítulo 23: La dimensión ética de la investigación científica 1. Autonomía de la investigación científica y técnica 2. Dimensión ética de la investigación 3. Ciencia y ética, un encuentro necesario Capítulo 24: El silencio de los obispos sobre Italia 1. El silencio de los obispos hoy 2. Las enseñanzas anteriores 3. El papel del laicado Capítulo 25: Terrorismo, guerra y conciencia cristiana 1. El terrorismo y la guerra 2. No «superioridad», sino complementariedad cultural Capítulo 26: Islam, Estado democrático e Iglesia 1. Los musulmanes y el Estado democrático 2. Los musulmanes y la Iglesia Capítulo 27: Los cristianos en la nueva Europa 1. Los valores cristianos en la historia de Europa 2. Los valores culturales y espirituales del Tratado constitucional europeo 3. «Laicidad» y «raíces cristianas» Capítulo 28: Política y «valores no negociables» 1. Cómo se plantea hoy el problema de los valores en política 2. La cuestión de los llamados «valores no negociables» 3. Nuevas perspectivas para los católicos en política Capítulo 29: La crisis económica mundial: una oportunidad 8

 

1. Naturaleza «estructural» de la crisis 2. Implicaciones de naturaleza ética 3. La crisis como oportunidad Capítulo 30: La encíclica Laudato si’ 1. Actualidad de la encíclica 2. El mensaje central de la encíclica: una «ecología integral» a) El método inductivo  b) El acercamiento existencial 3. Primera parte: qué está ocurriendo en nuestra casa. «Ver» a) El predominio de la lógica científica y tecnológica  b) El individualismo c) La visión sectorial de la crisis ecológica 4. Segunda parte: el evangelio de la creación. «Juzgar» a) La antropología cristiana  b) La contribución de la fe c) El ejemplo de san Francisco 5. Tercera parte: líneas de orientación y de acción. «Actuar» a) El diálogo  b) Educar para una «cultura del cuidado» cuidado» c) El testimonio cristiano de la «conversión ecológica» Apéndice: El giro del papa Francisco 1. La «línea montiniana» 2. Congelación de la «línea montiniana» y normalización 3. El «caso» del documento de la CEI de 1981 4. El giro del papa Francisco: «¡Volver al evangelio!» 5. Del «método inductivo» al «espíritu sinodal»

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 A DVERTENCI  DVERTENCIA A:  Por una civilización del amor 

Con el título Por una civilización del amor se publicaba en 1966 la primera edición del  presente curso de doctrina social de la Iglesia, que recogía las lecciones dictadas por el Autor en el Instituto de formación política «Pedro Arrupe» de Palermo. El volumen fue objeto de una favorable acogida por parte de los estudiosos y las personas interesadas en la materia, sobre todo entre los jóvenes, y a menudo ha sido adoptado como libro de texto para la enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia en las Facultades y en las Escuelas para la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia. Agotadas tanto aquella edición y sus sucesivas reimpresiones, y teniendo en cuenta el éxito que, incluso en el extranjero, han tenido las cuatro traducciones de la obra, se ha pensado en una cuarta edición, enriquecida y puesta al día. La puesta al día ha resultado del todo necesaria. De hecho, durante todos estos años han tenido lugar acontecimientos extraordinarios en la vida social y eclesial y se ha manifestado una serie de problemas nuevos, inéditos y complejos, sobre los que el magisterio no ha dejado de intervenir. En particular, es preciso tener en cuenta la  publicación en 2004 del Compendio de la doctrina social de la Iglesia, una antología oficial de las intervenciones del magisterio social a cargo del Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz. Obviamente, se ha mantenido la estructura general de la obra, porque conserva toda su validez científica y pedagógica. La principal novedad radica en la inserción en el texto de una serie de pasajes Compendio de la doctrina  social de la Iglesia. De ese modo, el lector y el estudioso tienen a su alcance, en el mismo volumen, los pasajes más importantes del Compendio, sin necesidad de remitirle a aburridas y continuas consultas de dicha obra.unDe modo quedel cada uno de los ycapítulos del libro apuede, en cierto sentido, considerarse comentario una introducción su estudio. Además, ha Compendio 10

 

habido que añadir nuevos temas, del mismo modo que ha sido necesario reconstruir  capítulos enteros. Sobre todo, ha parecido útil añadir una cuarta parte que mostrara m ostrara cómo la doctrina social de la Iglesia encuentra aplicación concreta en algunos temas más debatidos de la actualidad. En suma, la edición ha quedado profundamente revisada y enriquecida. Ha parecido útil, por tanto, cambiar el anterior título de la obra por el actual: Introducción a la doctrina social de la Iglesia. Agotada, pues, la edición de 2006, a la hora de preparar la siguiente ha habido que revisar y actualizar el texto una vez más, cuya publicación se producía después del largo  pontificado de Juan Pablo II (2005) y tras la elección del papa Ratzinger. Concretamente, en la primera parte se ha añadido un capítulo sobre las perspectivas abiertas por la encíclica Caritas in veritate, de Benedicto XVI; y en la última parte, dedicada a los  Debates de actualidad , se han añadido dos capítulos: uno, sobre la relación entre política y «valores no negociables» (como le gustaba definirlos al papa Ratzinger), y otro, sobre la aportación de la enseñanza social de la Iglesia a la superación de la gravísima crisis económico-financiera mundial, que estalló en 2007. La presente edición sale actualizada y aumentada por enésima vez. De hecho, con la renuncia de Benedicto XVI al pontificado y la elección del papa Francisco ha concluido toda una larga etapa eclesial que ha durado treinta y cinco años (1978-2013). El papa Francisco ha inaugurado una etapa nueva, realizando un auténtico «giro» en la vida eclesial y en el magisterio. El capítulo sobre la enseñanza del papa Francisco y el amplio  péndice  histórico, añadidos a la presente edición, ponen de manifiesto el coraje  profético con que el papa Francisco anima a la Iglesia a retomar el camino de renovación conciliar, interrumpida durante demasiado tiempo. Al cumplirse mi septuagésimo aniversario de vida religiosa en la Compañía de Jesús (1946-2016), dedico esta última edición –en señal de gratitud y reconocimiento– a María, madre de la divina gracia, que ha estado siempre junto a mí como madre, inspiradora y maestra.

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 P  RÓLOGO: Con «adulta fidelidad»

Con ocasión del n. 3.000 de  La Civiltà Cattolica, Pablo VI –en una inolvidable audiencia privada– quiso agradecer a los Padres redactores de la Revista su «plena, generosa y adulta fidelidad al magisterio de la Iglesia» [1] . En aquel discurso, escrito todo él de su puño y letra, el papa explicaba el sentido de sus palabras. «Fidelidad» –decía en sustancia– no es limitarse únicamente a referir con  precisión las enseñanzas Iglesia. La es verdadera cuando «adulta», es decir, cuando se refieren de conlaexactitud lasfidelidad enseñanzas de la Iglesia, peroesacompañando su exposición con una «mirada profética y dinámica dinámi ca hacia  hacia el futuro [...], para descubrir –  o adivinar, si fuese necesario– los signos de los tiempos, es decir, los deberes, las necesidades y los caminos abiertos al futuro de la sociedad, y especialmente de la Iglesia  peregrina hacia el mañana»; practicamos una «fidelidad adulta» cuando nos  preocupamos por «indicar siempre de nuevo a nuestros contemporáneos la dirección usta, de tal modo que las enseñanzas del magisterio sean acogidas con respeto incluso  por los no creyentes y por cuantos se dejan desviar por «una gnosis autosuficiente y racionalista» que querría «poner al hombre en el lugar de Dios» [2] .  No es otro, por tanto, el espíritu que anima estas lecciones de doctrina social de la  Iglesia, impartidas en el Instituto de formación política «Pedro Arrupe», de Palermo. Se trata justamente de «lecciones», no de una enésima síntesis orgánica de la enseñanza social de la Iglesia [3]   ni de uno de tantos comentarios a las encíclicas sociales [4] . Mucho más modestamente, la nuestra no es más que una «introducción» al estudio y la práctica de las enseñanzas sociales del magisterio.  Nos ha guiado la preocupación por armonizar a la vez pensamiento y acción, como exige la finalidad del Instituto Arrupe , que consiste en formar moral y profesionalmente 12

 

a una nueva clase de políticos, no de eruditos. Por lo tanto, la exposición de los principios, de los criterios de juicio y de las orientaciones operativas que componen la «propuesta social» de la Civilización del amor  (el núcleo mismo de toda la doctrina social de la Iglesia) sigue fielmente, como es obvio, los textos del magisterio; pero, al mismo tiempo, los presenta con toda su carga  propulsora y «profética», en cuanto que abren al futuro e indican las nuevas metas al compromiso civil de los cristianos del siglo XXI, y no solo de ellos. Enseñar y estudiar la doctrina social de la Iglesia en Palermo, en un contexto de frontera y de duros contrastes, no permitía otra alternativa pedagógica. Estamos persuadidos, sin embargo, de que este modo de exponer y aprender la doctrina social de la Iglesia interesará a un círculo mucho más amplio de lectores y de estudiosos: ya se trate de quienes siguen cursos análogos en las numerosas escuelas de formación social y política, ya de cuantos desean informarse no solo acerca de lo que hay que pensar, sino también de lo que hay que hacer. La estructura tripartita del volumen –desde el «discurso» hasta la «propuesta» y la «presencia»– responde perfectamente a la idea de un «curso» que desea ser a la vez un «recorrido»: el primero, para estudiar; el segundo, para ejecutar; pero nunca el uno sin el otro. Al adoptar esta decisión no podíamos evitar el riesgo de «simplificaciones» que incluso podrían no ser del agrado de algunos. Sin embargo, prefiriendo dirigirnos a cuantos desean ser «introducidos», más que a quienes ya lo están, la utilidad nos ha  parecido mayor que el riesgo. O quizá –si se quiere– ha prevalecido, una vez más, el sentido de «fidelidad adulta» al magisterio de la Iglesia. Palermo, 31 de julio de 2016 Fiesta de San Ignacio de Loyola

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 F UENTES  UENTES  o existe una antología completa y unitaria de todos los documentos sociales de la Iglesia (encíclicas, documentos conciliares, instrucciones de Congregaciones vaticanas, documentos de los Sínodos y de las Conferencias episcopales, etc.). Ello hace más difícil encontrar las fuentes, pero, sobre todo, la cita exacta, dado que la numeración oficial de los párrafos ha sido introducida en fecha fec ha relativamente reciente. Por eso, en lo que respecta a los documentos anteriores al concilio Vaticano II, indicaremos la numeración empleada por las diversas fuentes a las que hemos recurrido; en cambio, por lo que respecta a los documentos más recientes, para los que todavía falta una numeración oficial de los párrafos, seguiremos la numeración adoptada por  antologías que se pueden encontrar fácilmente. Tales antologías han sido indicadas cada una con una sigla propia:

IG: I. GIORDANI (ed.),  Le encicliche sociali dei Papi, da Pío /X a Pio XII [1864-1956], Studium, Roma 19564

CERAS: C ENTRE  DE  R ECHERCHE ECHERCHE  ET  D’ACTION  SOCIALES,  Il discorso sociale della Chiesa.  Da Leone XIII a Giovanni Paolo Paolo II , Queriniana, Brescia 1988; EV:  Enchiridion Vaticanum. Documenti ufficiali della Santa Sede, Dehoniane, Bologna (hasta ahora han salido 28 volúmenes: 1963-2004). ECEI:  Enchiridion della Conferenza Episcopale Italiana, Dehoniane, Bologna (hasta ahora han salido 8 volúmenes: 1954-2011). Un método aparte se utiliza por lo que se refiere al Compendio della dottrina  sociale della Chiesa  [CDS], elaborado por el Pontificio Consejo «Justicia y Paz» por  expreso encargo de Juan Pablo II y publicado el 25 de octubre de 2004. Este no se puede considerar como una fuente en sentido propio, pero ofrece una sistematización global de la enseñanza social de la Iglesia, fundándose en los textos del magisterio y en 14

 

documentos sociales de origen eclesial de diverso valor. Es, por tanto, un instrumento utilísimo para orientarse en la exposición de la doctrina social de la Iglesia. Por tanto, también haremos continuas referencias, al Compendio, cuyos principales párrafos se han insertado en el texto en forma de incisos y con un tipo y cuerpo de letra diferente.

[1] . PABLO VI, «Discorso al Collegio degli Scritori della “Civiltà Cattolica” (14 giugno 1975)»: La 1975)»: La Civiltà Cattolica (II/1975) Cattolica  (II/1975) 521-525. [2] . Ibid .,., 524. [3] . Entre otras, señalamos: J.-Y. CALVEZ – J. PERRIN, Chiesa e società economica. L’insegnamento sociale dei Papi (1878-1963), (1878-1963), Centro Studi Sociali, Mílano 1964 (trad. esp.: Mensajero, Bilbao 1968); J.-Y. CALVEZ,  Economia, uomo e società. L’insegnamento sociale della Chiesa, Chiesa, Città Nuova, Roma 1991; P. DE  LAUBIER ,  Il  ensiero sociale della Chiesa cattolica. Una storia di idee da Leone XIII a Giovanni Paolo II , Massimo, Milano 1986; J. HOFFNER ,  La dottrina sociale cristiana, cristiana, Paoline, Roma 1988; A. UTZ,  Éthique sociale. I:  Les principes della dottrina sociale, sociale, Éd. Universitaires, Fribourg 1960 (trad. esp.: Herder, Barcelona 1961); A. UTZ  (ed.),  Dottrina sociale della Chiesa e ordine economico, economico, Dehoniane, Bologna 1992; C. VAN G ESTEL, La dottrina sociale della Chiesa, Chiesa, Città Nuova, Roma 1965 (trad. esp.: Herder, Barcelona 1958); J. VILLAIN,  L’insegnamento sociale della Chiesa, Chiesa, Centro Studi Sociali, Milano 1957 (trad. esp.: Aguilar, Madrid 1961). CERAS,  Il discorso sociale della Chiesa da Leone XIII a Giovanni Paolo II , [4] . Señalamos, entre otras: CERAS, Il  Dalla «Rerum Novarum» alla «Centesimus Annus», Annus», Massimo, Milano Queríniana, Brescia 1988; R. SPIAZZI (ed.),  (ed.), Dalla 1991.

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 Primera parte: 

El discurso social de la Iglesia

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CAPÍTULO 1: 

Del evangelio al «discurso social»

El evangelio no ha sido escrito únicamente para un reducido número de privilegiados que han recibido el don de la fe. El evangelio es un mensaje para todo hombre que viene a este mundo, en cualquier lugar y en cualquier tiempo. En efecto, a través de su Palabra, Dios no solo nos revela el misterio de la vida divina, sino que, al mismo tiempo, «desvela o revela plenamente el hombre al hombre» [1] , dando respuesta a las preguntas que todos nos hacemos, pero que nos exceden: ¿por qué la vida?; ¿por qué la muerte?; ¿por qué el sufrimiento?; ¿por qué el mal, el odio od io,, las guerras?; ¿tiene la historia algún sentido?; ¿y cuál es?; ¿qué hay después de la muerte?; ¿cuál es el verdadero bien del hombre y de la sociedad? El evangelio –después de dos mil años– es el único libro del que no se ha desmentido jamás una sola afirmación. Y si alguna vez, frente fre nte a determinadas vicisitudes históricas, alguien ha podido dudar de la verdad de una enseñanza de la Iglesia, sacada del evangelio, antes o después se ha comprobado siempre (tal vez cien años después, como ha sucedido, por ejemplo, en el caso de la condena del marxismo) que el evangelio, a la vez que orienta, no engaña. Con el paso de los siglos, la historia le da siempre la razón, a pesar de las limitaciones, las debilidades y los errores de tantos hombres como lo anuncian.

1. La misión propia de la Iglesia es religiosa Ahora bien, la misión de la Iglesia consiste esencialmente en anunciar el evangelio, es decir, la salvación y la redención materializada por Cristo mediante la comunicación de la vida divina a los hombres. Es, por tanto, una misión esencialmente religiosa, pues «la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o 17

 

social» [2] , sino esencialmente sobrenatural. De hecho, el origen mismo de la Iglesia es sobrenatural: «nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo» [3] ; sobrenatural es también su naturaleza, incluso en su visibilidad institucional: efectivamente, la Iglesia es una «comunidad de fe, de esperanza y de caridad [...], a través de la cual comunica a todos la verdad y la gracia» [4] ; el fin último que se propone es sobrenatural: la salvación eterna del hombre, finalidad «escatológica que no puede alcanzarse plenamente más que en el mundo futuro» [5] . A pesar de todo ello, esta naturaleza religiosa y sobrenatural de la Iglesia y de su misión no solo no la aparta de la historia y de las realidades temporales, sino que se encarna y se realiza en ellas. «El reino de Dios se realiza en la historia, en la cual la aportación del evento no es un simple añadido a una visión del hombre, que existiría en sí mismo, independientemente del espacio y del tiempo» [6] . Se explica así por qué «la obra de la redención de Cristo, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también incluso la restauración de todo el orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es solo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» [7] . Es por eso por lo que el mensaje evangélico sobre el hombre y sobre la sociedad «no vale tan solo para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre es en realidad una sola: la divina» [8] .

2. El evangelio libera al hombre Existe, pues, un nexo inseparable entre el anuncio del evangelio y la liberación del hombre. No se puede evangelizar sin que el hombre progrese también civilmente. «El evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación»: ante todo y sobre todo, es liberación de la esclavitud radical del pecado; es, por tanto, liberación integral, que, «como lógica consecuencia, conlleva la liberación de las múltiples esclavitudes de orden cultural, económico, social y político, todas las cuales, en 18

 

definitiva, se derivan o provienen del pecado y constituyen otros tantos obstáculos que impiden a los hombres vivir conforme a su dignidad» [9] . En este punto, sin embargo, se plantea la cuestión fundamental de cómo anunciar el evangelio, a fin de que sea comprendido y acogido libremente por todos. Es el problema de la relación entre evangelio y cultura. Efectivamente, si el mensaje de liberación de Dios al hombre no se traduce en los valores, las costumbres, el lenguaje y los símbolos de la cultura, permanece mudo e incomprensible para el destinatario. ¿Cómo podría entonces ser acogido y vivido? Tiene razón Pablo VI, por tanto, cuando afirma que «el drama de nuestra época es la fractura entre evangelio y cultura» [10] . Ciertamente, la libre adhesión del hombre a la revelación de Dios (mediante el acto de fe) es de naturaleza sobrenatural y trascendente, porque se apoya en la palabra inmutable de Dios y supone la ayuda de la gracia; la cultura, por el contrario, es un fenómeno de origen humano e inmanente y cambia en función de los tiempos y los lugares. Sin embargo, aun sin ser reducible a un mero acto cultural, la fe no puede por  menos que convertirse en una cultura o, más bien, en diversas culturas. La revelación y el evangelio «no se identifican, ciertamente, con la cultura y son independientes respecto de todas ellas. Sin embargo, el reino que el evangelio anuncia es vivido por hombres  profundamente ligados a una cultura, y la construcción del reino no puede dejar de valerse de los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes frente a las culturas, el evangelio y la evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas todas, sin someterse a ninguna» [11] . He ahí por qué, en lo más hondo del cambio cultural de nuestro tiempo, mientras se inicia una «época nueva», se impone una nueva evangelización, una nueva «inculturación» de la fe, a fin de que el evangelio pueda ser conocido y aceptado por  todos y sea fermento del mundo nuevo que nace.

3. Legitimidad 3. Legitimid ad del discurso social de la Iglesia En consecuencia, a la luz de las razones expuestas, debemos concluir que el derechodeber de la Iglesia a intervenir en materia social forma parte de su misma misión 19

 

religiosa de anunciar el evangelio. De donde se deduce, por tanto, que la legitimidad de la enseñanza social de la Iglesia se apoya esencialmente en dos motivos principales. El primer motivo es que el orden moral está íntimamente conectado con el orden sobrenatural: en efecto –explica el concilio–, «las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas, en virtud del designio de Dios Creador, se ordenan también a la salvación de los hombres» [12] . La Iglesia, por tanto, es competente para intervenir en cuestiones sociales, económicas y políticas en la medida en que estas afectan al campo moral. Se trata de intervenciones que permanecen, obviamente, en el plano ético y religioso, no gozando la Iglesia de una competencia específica en las cuestiones técnicas. «De ningún modo –escribía ya Pío XI– puede [la Iglesia] renunciar al deber establecido  por Dios de intervenir con su autoridad, no en las cuestiones técnicas, sino en todo cuanto guarda relación con la moral» [13] . La Iglesia, por tanto, respetando plenamente la laicidad y la autonomía de las realidades temporales, no duda en presentarse como «experta en humanidad», es decir, en condiciones de ofrecer al mundo «lo que posee como propio: una visión global del hombre y de la sociedad» [14] . El segundo motivo, que legitima la existencia de un magisterio social, reside en el hecho de que la revelación cristiana tiene una intrínseca dimensión histórica. La economía de la salvación es historia que aún a ún está haciéndose. Cristo es Dios que entra en la historia del mundo, la asume y la recapitula en sí [15] . El acontecimiento de la Encarnación se cumple plenamente a través de las distintas épocas de la historia de la humanidad, a medida que se suceden las civilizaciones y a través de toda la serie de liberaciones históricas parciales que determinan la progresiva humanización del mundo, el cual, «a pesar de sus ignorancias y sus errores, y también de sus pecados, sus recaídas en la barbarie y sus largas divagaciones fuera del camino de salvación, se acerca poco a  poco a su Creador, aun sin darse cuenta» [16] . En consecuencia, aún manteniendo firmemente la inmutabilidad de la verdad revelada por Dios sobre el hombre, no pueden dejar de tenerse en cuenta las situaciones históricas y culturales, que cambian y se desarrollan constantemente y en las que la verdad es fiel y gradualmente «inculturada».

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Se explica así por qué la Iglesia no puede dejar de intervenir en las cuestiones sociales y por qué su discurso social es siempre un discurso abierto. En el fondo, la verdadera razón es que, haciendo propios «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres», la Iglesia «se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» [17]   y comparte con la humanidad los grandes problemas humanos, a fin de «iluminarlos con la luz del Evangelio», «salvar a la persona y renovar  la sociedad humana» [18] . Ciertamente, la Iglesia solo puede ofrecer y no imponer su enseñanza social. Pero también esto puede ser refutado. No obstante, no se cansa de iluminar los acontecimientos mudables de la historia con la luz inmutable del evangelio, ofreciendo a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad los principios de reflexión, los criterios de juicio y las orientaciones de acción que, juntos, constituyen su «discurso social». Un discurso iniciado hace más de cien años y que, sin embargo, permanece abierto y sigue estando vigente.

4. «Doctrina social» El evangelio, pues, es de por sí también un mensaje social. Lo demuestra, además, el hecho de que, desde el principio, la misma predicación de Cristo, de los Apóstoles y de los grandes Padres de la Iglesia haya sido cotejada constante y abiertamente con los  problemas de la vida de la sociedad [19] . Hoy, sin embargo, existe unanimidad en reconocer que, a partir de la encíclica  Rerum novarum del papa León XIII (1891), la Iglesia se ha empeñado en dar una respuesta doctrinal y sistemática a los problemas humanos nacidos de la «cuestión social», que estalló en el mundo moderno con la revolución industrial. Fue prácticamente el inicio de una verificación jamás interrumpida, durante la cual la Iglesia habría puesto al día progresivamente sus enseñanzas en las nuevas cuestiones que proponían continuamente las diversas etapas de la «cuestión social». Precisamente esta evolución, paralela a la «cuestión social» y a los pronunciamientos del magisterio, ha hecho nacer un debate que no es meramente académico: ¿qué valor conceder a las 21

 

intervenciones de la Iglesia en el campo social?; ¿se debe hablar de «doctrina social» o de «enseñanza social» de la Iglesia? ¿«Doctrina social»? Con el término «doctrina» se suele indicar el contenido y la materia de una enseñanza, es decir, un conjunto de principios y enunciados que son fruto de una deducción teórica, expuestos, además, de un modo orgánico y sistemático. El adjetivo «social» describe que se trata de una teorización acerca de la constitución y la organización de la sociedad, esto es, ordenada a la consecución concreta del bien común. Por eso, una «doctrina social» es tal (y se distingue de otros tipos de elaboración teórica) en la medida en que está orientada a la acción social y política, entendida en el sentido más amplio del término [20] .  No hay duda de que semejante acepción de «doctrina social» –es decir, en el sentido de un corpus  de proposiciones y de trayectorias, elaborado por el magisterio eclesiástico y que los fieles laicos están obligados a aplicar– corresponde al significado que la expresión ha tenido en las intervenciones sociales desde León XIII hasta Pío XII. Es la concepción típica de una «ideología católica» y de una «tercera vía», elaborada  para responder a los retos de las fases iniciales de la «cuestión social», esto es, de la «cuestión obrera» frente a las «vías» y las «ideologías» opuestas del «socialismo real» y del «capitalismo».

5. «Enseñanza social» Por el contrario, hablando de «enseñanza social» se pone el acento mucho más en el aspecto histórico y práctico de las intervenciones del magisterio en el campo social, a  pesar de que, en realidad, no se excluye, obviamente, el aspecto doctrinal. Tan solo se  pretende indicar un distinto acercamiento de la Iglesia a los problemas de la sociedad: más que partir de la afirmación teórica de los principios, para verificar después la actuación en el modelo histórico, en el que se deduce (método deductivo), se prefiere  partir de la lectura de los «signos de los tiempos» para interpretarlos a la luz de los  principios y definir, por consiguiente, las diferentes opciones para, de ese modo, llegar a  proponer un modelo histórico (método inductivo).

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Por tanto, la expresión «enseñanza social» parece expresar mejor el sentido dinámico y la evolución del mismo magisterio social, superando el sentido estático y de inmovilismo, connatural, por otra parte, al concepto de «doctrina». Esta es también la razón que ha inducido al concilio a evitar conscientemente en sus documentos la expresión «doctrina social», como se deduce con toda claridad de la Nota, que los Padres conciliares quisieron introducir en la Constitución pastoral Gaudium et   spes, en la que, según dice la Nota, «se toman más estrictamente en consideración los varios aspectos de la vida de hoy y de la sociedad humana, especialmente las cuestiones y los problemas que al respecto parecen hoy más urgentes. Por eso, la materia examinada a la luz de los principios doctrinales no está constituida toda ella por elementos inmutables, sino que contiene también elementos contingentes» [21] . Por las mismas razones, también el episcopado latinoamericano, reunido en Puebla en 1979, durante la III Conferencia general quiso hablar de «enseñanza social», evitando la expresión «doctrina social». Más aún, a decir verdad, el texto elaborado por la VI Comisión (de la que formaban parte incluso mons. Hélder Câmara, arzobispo de Recife, y mons. Óscar Romero, arzobispo de San Salvador) y que fue aprobado después en el aula por los Padres, hablaba de «enseñanzas sociales», en plural, para subrayar mejor la naturaleza dinámica y diversificada de las intervenciones del magisterio en materia social: «Atenta a los signos de los tiempos, interpretados a la luz del evangelio y del magisterio de la Iglesia –decía un párrafo del documento final, tal como fue votado en el aula–, toda la comunidad cristiana está llamada a hacerse responsable de las opciones concretas y de su efectiva realización, para responder a las interpelaciones que presentan las mudables circunstancias. Estas enseñanzas sociales tienen también un carácter  dinámico, y en su elaboración y aplicación los laicos no deben ser ejecutores pasivos, sino colaboradores activos de los pastores, a los cuales aportan su experiencia y competencia profesional» [22] . Sin embargo, el documento fue posteriormente revisado en Roma y, a la hora de «pulirlo» definitivamente, el plural del original (que en el texto volvía pretendidamente una y otra vez) fue sustituido por el singular: «Enseñanza social». En los sucesivos documentos del magisterio se ha vuelto a usar de nuevo la expresión «doctrina social». Sin embargo, hay que decir que esto ya no presenta hoy una 23

 

dificultad, y ambos términos («doctrina» y «enseñanza») se usan indistintamente. En efecto, a treinta años del concilio, Juan Pablo II ha dado una clara definición de «doctrina social», explicándola exactamente en el sentido que se quería poner de manifiesto al emplear la expresión «enseñanza social», que desde el concilio hasta Puebla todos los documentos pontificios prácticamente habían preferido. «La doctrina social de la Iglesia –afirmaba el papa– no es, pues, una “tercera vía” entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista; ni siquiera es una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que constituye una categoría de por  sí. Tampoco es una ideología, sino la cuidadosa formulación de los resultados de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre a la luz de la fe y de la tradición eclesial en la sociedad y en el contexto internacional. Su objetivo  principal es interpretar tales realidades examinando su conformidad o disconformidad con las líneas directrices de la enseñanza del Evangelio sobre el hombre y su vocación terrena, a la vez que trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana. Por tanto, no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología, y especialmente al de la teología moral» [23] .

6. El «discurso social» de la Iglesia Se puede, por tanto, aceptar como definitivamente adquiridas y clarificadas la existencia y la legitimidad del término «doctrina social» (o «enseñanza social») de la Iglesia, en la que es conveniente distinguir lo que tiene de valor permanente (los grandes principios morales, conformes con el evangelio y con la recta razón) de lo que tiene un valor  contingente e «histórico» (los juicios sobre la cambiante realidad social, política y económica). Ha sucedido, sin embargo, que los últimos pontífices y los documentos más recientes de los episcopados nacionales han hecho y siguen haciendo un uso familiar y cotidiano de aquellos principios y de aquellos juicios, aplicándolos a cuestiones que con frecuencia son de importancia local y bastante limitada; de modo que objetivamente resulta difícil considerar todas estas concretas intervenciones como «doctrina» o «enseñanza» de la Iglesia. Baste también considerar solamente los centenares de «discursos» y «directrices» con contenido social obra de Juan Pablo II en su largo e 24

 

itinerante pontificado, en todos los rincones del mundo y en todas las circunstancias  posibles. Parece, pues, corresponder mejor a la realidad actual reconocer que hoy nos encontramos, más bien, ante un «discurso social» de la Iglesia. Sin merma de los contenidos doctrinales fijados por las grandes encíclicas sociales y por el concilio, se  puede afirmar que la llamada «doctrina social» y la llamada «enseñanza social» de la Iglesia son en realidad etapas fundamentales de lo que hoy ha llegado a ser el «discurso social» de la Iglesia, integrado por una larga serie de intervenciones magisteriales sobre los aspectos éticos de los problemas más diversos de la sociedad. Cada una de las intervenciones tiene, obviamente, su propio valor doctrinal, su justificación histórica concreta, y responde a situaciones y problemas que surgen en un momento concreto y en un lugar determinado. Por eso, más que intentar recoger y, en cierto sentido, unificar intervenciones con un valor y unos contenidos tan diversos dentro de los limitados capítulos de un tratado doctrinal sistemático, es más útil y más real tratar de percibir el «sentido» que da coherencia desde dentro a todo el «discurso social» de la Iglesia. Así se descubrirá que hay un mensaje, un modo de entender al hombre, la vida humana y la sociedad, que  proporciona continuidad a todos los documentos, grandes y pequeños, sea cual sea su autoridad y su capacidad. Una simple lectura, atenta a la lógica del «discurso social» de la Iglesia, es evidentemente útil para los estudiosos, pero, sobre todo, ayudará a los fieles laicos a explicar en conservando la práctica, deintacta un modo laico, autónomo y la creativo, la enseñanza social del del magisterio, en sus confrontaciones debida «sumisión religiosa espíritu» [24] . Es el camino que nos proponemos recorrer, comenzando por la reconstrucción de los pasajes principales a través de los cuales se ha formado el «discurso social» de la Iglesia. Las fases más importantes se pueden resumir en cuatro: la ideología católica (1891-1931), la «nueva cristiandad» (1931-1958), el diálogo (1958-1978) y la profecía (1978-2005). Naturaleza de la doctrina social

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(Compendio,, nn. 72-86) [25] (Compendio Al exponer la noción de doctrina social de la Iglesia, el Compendio Compendio se  se remite a los documentos del concilio Vaticano II, a las encíclicas sociales, a algunas instrucciones de congregaciones vaticanas y alCatecismo al Catecismo de la  Iglesia católica (1992). Estas fuentes son citadas indistintamente, prescindiendo de su distinto valor doctrinal, Compendio:: «Las citas de los textos del Magisterio pertenecen a documentos de como manifiesta el mismo Compendio diversa autoridad»; por lo tanto, «el lector debe ser consciente de que se trata de diferentes grados de enseñanza» (CDS  (CDS , n. 8). En este punto, no se comprende por qué no han sido citados documentos muy importantes al respecto, elaborados bien por los Sínodos mundiales de obispos, bien por las más importantes asambleas episcopales, como en el caso de la de Puebla. Para aclarar, por tanto, la noción de «doctrina social de la Iglesia», el Compendio Compendio comienza  comienza subrayando que la expresión se remonta a Pío XI «y designa el corpus corpus   doctrinal relativo a temas de relevancia social», habiendo sido desarrollado con anterioridad por León XIII y el magisterio de los Romanos Pontífices y de los Obispos en comunión con ellos (CDS  (CDS , n. 87). Por lo tanto, puntualiza: «La doctrina social de la Iglesia no ha sido pensada desde el principio como un sistema orgánico, sino que se ha formado en el curso del tiempo, a través de las numerosas intervenciones del magisterio sobre temas sociales. Tal génesis explica el hecho de que hayan podido darse algunas oscilaciones acerca de la naturaleza, el método y la estructura epistemológica de la doctrina social de la Iglesia (CDS  (CDS , n. 72). Por lo que respecta a quienes la han elaborado y deberán seguir  elaborándola, el Compendio Compendio   explica que «no es prerrogativa de un miembro del cuerpo eclesial, sino de la entera comunidad [...]. Toda la comunidad eclesial –sacerdotes, religiosos, laicos– participa en la elaboración de la doctrina social, según la diversidad de tareas, carismas y ministerios» (CDS  (CDS , n. 79). Aun así, las múltiples y multiformes aportaciones «son asumidas, interpretadas y unificadas por el magisterio, que promulga la enseñanza social como doctrina de la Iglesia. El magisterio, en la Iglesia, compete a quienes están investidos del munus docendí , o sea, del ministerio de enseñar en el campo de la fe y de la moral con la autoridad recibida de Cristo. La doctrina social no es solo el fruto del pensamiento y la obra de personas cualificadas, sino que es el pensamiento de la Iglesia» (ibid. (ibid.). ). Con semejante fuerza, el Compendio reafirma después que la doctrina social es parte de la enseñanza moral de la Iglesia y, por ello, «reviste la misma dignidad y tiene la misma autoridad de tal enseñanza. Es magisterio auténtico, que exige la aceptación y adhesión de los fieles»; y –añade– «el peso doctrinal de las diversas enseñanzas y el asentimiento que requieren dependen de su naturaleza, de su grado de independencia con respecto a elementos contingentes y variables y de la frecuencia con que son invocados» (CDS  (CDS , n. 80). Finalmente –subraya el Compendio –, con la doctrina social la Iglesia «no ofrece solamente significados, valores y criterios de juicio, sino también las normas y las directrices de acción que de ellos derivan». Y, a  pesar de todo, «no persigue fines de estructuración y organización de la sociedad, sino de exigencia, e xigencia, dirección y formación de las conciencias» (CDS  (CDS , n. 81). En otras palabras: la Iglesia permanece en el propio plano específico, que es de orden religioso y moral; no obstante, la doctrina social, bebiendo de la revelación y de la razón (sus dos fuentes principales) y ayudándose de las contribuciones cognoscitivas, que provienen de cualquier saber, tiene una dimensión interdisciplinar. Por lo tanto, refleja el triple nivel de la enseñanza teológico-moral: «El nivel fundante nivel fundante de  de las motivaciones; el nivel directivo directivo de  de las normas del vivir social; y el deliberativo   de la conciencia, llamada a mediar las normas objetivas y generales en las situaciones nivel deliberativo sociales concretas y particulares» (CDS  (CDS , n. 73). He aquí, pues, los aspectos principales de la noción de la doctrina social descubiertos por el Compendio Compendio,, cuya plena responsabilidad –precisa el cardenal Martini– compete al pontificio Consejo de Justicia y Paz (cf.

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Compendio della dottrina sociale della chiesa, chiesa, en  Aggiornamenti Sociali  Sociali  [12/2004] 804). Resumiendo: la doctrina social de la Iglesia es un corpus corpus doctrinal  doctrinal único y orgánico; es parte integrante de la teología moral católica; contiene no solo valores y principios, sino también directrices de acción que los fieles laicos están obligados a seguir, interpretándolas y meditándolas a través de su conciencia y competencia específica en función de la realidad concreta en la que actúan.

[1] . Gaudium et spes, spes, n. 22.  Ibid.,, n. 42. [2] . Ibid.  Ibid.,, n. 40. [3] . Ibid. [4] . Lumen gentium, gentium, n. 8. [5] . Gaudium et spes, n. 40. [6] . M. D. CHENU,  La dottrina sociale della Chiesa. Origine e sviluppo (1891-1971), sviluppo (1891-1971), Queriniana, Brescia 1977, 50. actuositatem, n. 5. [7] . Apostolicam actuositatem, [8] . Gaudium et spes, spes, n. 22. nuntius (06.08. 1984), en EV  en EV  I/866. [9] . CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Libertatis nuntius (06.08. [10] . PABLO VI,  VI, Evangelii  Evangelii nuntiandi (08.12.1975), n. 20. [11] . Ibid. [12] . Christus Dominus, Dominus, n. 12 [13] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), n. 45.  Populorum progressio (26.03.1967), n. 13.  VI, Populorum [14] . PABLO VI, [15] . Cf. Gaudium et spes, n. 38,. [16] . PABLO VI,  VI, Populorum  Populorum progressio (26.03.1967), n. 79,. 79,. [17] . Gaudium et spes, spes, n. 1.  Ibid.,, n. 3. [18] . Ibid. cristianesimo, Città Nuova, Roma 1960. [19] . Cf. I. GIORDANI, Il messaggio sociale del cristianesimo, [20] . Cf. B. SORGE, «È superato il concetto tradizionale di dottrina sociale della Chiesa?»: La Chiesa?»:  La Civiltà Cattolica (I/1968) Cattolica  (I/1968) 423-436. [21] . Gaudium et spes, spes, nota 1. Es sabido que la única vez que se habla en los documentos conciliares de «doctrina social» es en el n. 76 de la Gaudium et spes, spes, pero ello se debió a un malentendido. El documento había sido ya promulgado (sin la expresión «doctrina social») cuando el Secretariado de la Subcomisión sobre la vida de la comunidad política, ignorando el acuerdo de evitar en el texto la expresión «doctrina social», reprodujo, tal cual, un modus modus,, aprobado sucesivamente, que, por el contrario, contenía aquella expresión. Para conocer las  particularidades de este asunto, cf. R. TUCCI, «La vie de la communauté politique», en Vatican II. Commentaires, Commentaires, Éd. Du Cerf, Paris 1967, 544, nota 37. [22] . Documento final de Puebla, Puebla, n. 473. [23] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (30.12.1987), socialis (30.12.1987), n. 41. [24] . Lumen gentium, gentium, n. 25.

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[25] . El autor de este libro se refiere a menudo al Compendio della Dottrina Sociale della Chjesa, Chjesa, Libreria Editrice Vaticana, 2004, al que en adelante nos referiremos como «Compendio «Compendio». ». (N. del Tr.).

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CAPÍTULO 2: 

La ideología católica (1891-1931)

En 1891, la encíclica Rerum Novarum abre oficialmente el discurso social de la Iglesia. El trasfondo no es otro que el conflicto frontal entre la Iglesia y el mundo moderno. Un mundo que, nacido en el siglo XVII con R. Descartes, G. Galilei, J. Bodin, F. Bacon, H. Grotius y J. Locke, había alcanzado su madurez en el XVIII con la Ilustración. Es un mundo «laico», nacido fuera y en contra de la Iglesia, que no solo arrebata a esta sus antiguos privilegios, sino que se empeña en reducir incluso sus derechos y su libertad, esforzándose en excluirla de la vida pública de la sociedad y abolir –si fuera posible– la misma fe religiosa, recurriendo a argumentos de naturaleza filosófica, histórica y científica. Un mundo que hace de la razón una «diosa», y de la libertad de pensamiento y de conciencia una bandera contra el «dogmatismo romano». La Iglesia reacciona encerrándose en sí misma y reprobando al mundo moderno. En los ambientes católicos se respira un clima como de «ciudadela asediada», y la comunidad cristiana es como una «fortaleza cerrada». Baste recordar los anatemas de Gregorio XVI contra la «pésima y nunca suficientemente detestada y aborrecida libertad de prensa» y contra «la absurda y errónea sentencia o, más bien, delirio [ deliramentum] de que debería admitirse y garantizarse a todos la libertad de conciencia» [1] . Por no hablar del Syllabus  (1864), que, con razón o sin ella, sigue siendo el símbolo de la ruptura entre la Iglesia y el mundo moderno: sea condenado –dice la proposición n. 80 del documento de Pío IX– cualquiera que se atreva a afirmar que «el Romano Pontífice [= la Iglesia] puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna» [2] . La ocasión para romper el cerco y esta incomunicabilidad fue la «cuestión social», que estalló con la «revolución industrial». Al finalizar el siglo XIX, la «cuestión social» 29

 

se identifica con la «cuestión obrera». La industrialización, al introducir las máquinas en el ciclo productivo, genera el inhumano drama de los proletarios, abandonados a sí mismos y a la voracidad del capital: pronto serán multitud los obreros y peones (hombres, mujeres e incluso niños) que, para poder sobrevivir, se ven obligados a «vender» su trabajo –sin protección alguna– como una mercancía cualquiera, a cambio de un salario de hambre y teniendo que soportar humillaciones y explotación inenarrables. La «cuestión obrera» se convierte así en el banco de pruebas en el que se enfrentan las dos grandes ideologías del siglo XIX: el liberalismo y el marxismo, dos visiones globales y totalizadoras de la vida humana, de la sociedad y de la historia opuestas e irreconciliables entre sí; dos filosofías, que se enfrentan y se combaten mutuamente, hijas ambas de la misma cultura materialista del mundo moderno.

1. Nace la «doctrina social» de la Iglesia Frente al peligro de que la nueva sociedad industrial nazca dominada por un materialismo ideológico de masas, la Iglesia advierte el deber de repensar de un nuevo modo su presencia. Sin embargo, la  Rerum novarum  no llegó de improviso. En su encíclica sobre la «cuestión obrera», León XIII recoge el fruto más maduro de una nueva conciencia social que, desde hacía ya tiempo, venía afirmándose prácticamente en todos los sectores de la Iglesia. ¿Cómo no recordar las nobles figuras de obispos como el alemán von Ketteler, el inglés Manning, el norteamericano Gibbons, el suizo Mermillod o el italiano Bonomelli? Al mismo tiempo, entran en escena numerosos católicos laicos activamente empeñados,  bien sea en la acción social, como von Vogelsang en Austria o La Tour du Pin y L. Harmel en Francia, bien sea en la investigación científica en importantes centros de estudio, desde la Unión de Friburgo y de Lieja hasta la Unión católica para los estudios sociales en Italia. Así, frente al materialismo filosófico del liberalismo y del marxismo, la Iglesia toma la iniciativa y reafirma el primado de la filosofía espiritualista cristiana. Una 30

 

verdadera y propia ideología católica viene a contrarrestar el paso a la ideología del capitalismo y del socialismo. Hoy puede causar estupor el hecho de que la encíclica, para resolver la «cuestión obrera», se limite fundamentalmente a exponer los principios filosóficos y éticos de una visión cristiana de la sociedad. Sin embargo, hay que tener presente que todo el  pensamiento católico, inmediatamente antes y después de la  Rerum novarum, está marcado por el predominio de la reflexión filosófica y ética. El propio León XIII había llevado consigo al trono pontificio esta preocupación prioritaria por el aspecto doctrinal, heredada de maestros como el padre M. Liberatore y el cardenal T. M. Zigliara. Años atrás, el padre L. Taparelli d’Azeglio, con su Saggio teoretico de diritto naturale appoggiato sul fatto  (1843), había anticipado un fuerte movimiento de vuelta a los  principios perennes del «derecho natural» como reacción frente al proceso de laicización en el pensamiento moderno, que pretendía relegar los principios morales al ámbito de la conciencia y de la vida privada. Esta vuelta a las bases doctrinales del pensamiento social cristiano tuvo también, sin embargo, un aspecto negativo: su insuficiente aprecio de las primeras investigaciones sociológicas y los primeros resultados de las ciencias humanas positivas. En la onda de la renacida filosofía perenne (la neoescolástica) revivió, de hecho, la vieja concepción  privatista de las relaciones sociales. Por eso, era convicción común entre los católicos que el renovado auge de la filosofía perenne cristiana sería más que suficiente para resolver radicalmente la «cuestión social», incluso considerada en sus aspectos económicos y técnicos [3] . Se explica ampliamente, pues, la naturaleza preponderantemente doctrinal y de  principio de las respuestas, que la  Rerum novarum  da a los desafíos de la «cuestión obrera». Obviamente, en la encíclica no falta la referencia a la situación histórica concreta, pero esta aparece sobre todo como algo ocasional. El verdadero nudo de la cuestión es considerado como de naturaleza esencialmente filosófica y ética. En consecuencia, León XIII establece en realidad las premisas de la llamada «doctrina social» de la Iglesia (si bien esta expresión no aparece en la  Rerum novarum), expuesta de forma orgánica y sistemática a partir de los principios inmutables del

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«derecho natural» y de la revelación cristiana. Prácticamente, la ideología católica nace  para neutralizar, permaneciendo en el mismo plano, el liberalismo y el marxismo.

2. Contra el marxismo y el liberalismo La primera elaboración doctrinal de la enseñanza social de la Iglesia, contenida en la  Rerum novarum, nace, por tanto, de la confrontación-conflicto con las ideologías del socialismo y del liberalismo [4] . El conflicto entre la Iglesia y el marxismo se había iniciado hacía ya tiempo, antes incluso de la publicación del  Manifiesto comunista (1848). Pío IX, en su encíclica Qui luribus, había condenado la «nefasta doctrina del llamado comunismo» [5] . Era el año 1846, el mismo en el que K. Marx escribía: «El amor cristiano no es capaz de transformar el mundo, no tiene la energía suficiente para llevar a cabo las reformas sociales. Se expresa en frases sentimentales que no pueden suprimir las relaciones de hecho y adormece al hombre con una tibia papilla sentimental, cuando lo que hace falta,  por el contrario, es devolver al hombre hombre su fuerza». Años después de la aparición del  Manifiesto, en 1864, Pío IX seguía reafirmando la condena del «funestísimo error del comunismo y el socialismo» [6] . León XIII, en la Rerum novarum, no se limita a la simple condena, sino que explica las razones doctrinales de la misma, negando a la ideología del socialismo su pretensión de abolir la propiedad privada y transformarla en propiedad colectiva. No es esta la vía  para resolver la «cuestión obrera». De ese modo –prosigue el papa– lo único que se conseguirá será «hacer aún más precaria la situación de los obreros, privándolos de la libre disposición de su salario y arrebatándoles, de ese modo, toda esperanza y toda  posibilidad de incrementar su patrimonio y mejorar su situación» [7] . Hoy, después de la caída del muro de Berlín, nadie puede negar la trágica verdad de este juicio de la encíclica de hace más de cien años. La abolición de la propiedad privada no ha resuelto del todo los problemas de la «cuestión obrera», sino que ha dado origen a un auténtico capitalismo de Estado, ¡volviendo a proponer, de un modo aún más grave, los dramas de la pobreza, la esclavitud y la alienación de las masas proletarias, que Marx quería evitar  «científicamente»! La razón –explica la encíclica– es de naturaleza ética y de principio. 32

 

En efecto, dado que la propiedad privada es un derecho natural, su abolición es una injusticia y, como tal, llevará ineludiblemente a desbarajustar el orden social en su totalidad. La solución de los reales y gravísimos problemas del proletariado ha de  buscarse, por el contrario, en una mayor difusión de la propiedad privada entre los obreros, a fin de que desaparezca o se reduzca la distancia entre el grandísimo número de  pobres desesperados y la enorme riqueza de unos unos cuantos patronos. Después de haber rebatido el socialismo en el mismo plano de los principios generales de la filosofía social cristiana, la  Rerum novarum pasa a refutar en el mismo  plano la ideología liberal, que no menciona explícitamente, aunque sí echa por tierra sus  presupuestos filosóficos y éticos mediante la exposición de los grandes principios de la doctrina social de la Iglesia, que sirven de pilares de la ideología católica.

3. Los principios de la ideología católica El primer principio, que debe preceder siempre a cualquier otra consideración, es la dignidad de la persona humana y, por lo tanto, del trabajo del hombre. Los ricos y los  patronos –dice León XIII– «no deben tratar al trabajador como a un esclavo; deben respetar en él la dignidad de la persona humana [...]. A los ojos de la razón y de la fe, el trabajo no degrada al hombre, más bien lo ennoblece [...]. Lo que verdaderamente es indigno del hombre es usarlo como vil instrumento de lucro y estimarlo únicamente por  lo que valen sus energías físicas» [8] . El segundo principio es que la economía tiene su propia dimensión ética,  precisamente en cuanto que está esencialmente orientada al servicio del hombre. También, este principio se halla en abierta antítesis con la ideología liberal, que ha afirmado siempre que el concepto de moralidad es del todo ajeno al proceso económico, el cual, por el contrario, obedecería a unas férreas reglas de mercado que nada tendrían que ver con la categoría de lo «justo» o de lo «injusto». En particular –insiste, por el contrario, León XIII– el salario debe ser «justo»: «Que el patrono y el obrero establezcan de común acuerdo el contrato y, en particular, determinen la cuantía del salario no impide, sin embargo, que por encima de su libre voluntad haya una ley de justicia natural anterior y superior a la libre voluntad de las 33

 

 partes, a saber, que el salario no sea insuficiente para el frugal y morigerado sustento del obrero. Si este, obligado por la necesidad o por temor a un mal mayor, se ve obligado a aceptar unas condiciones más duras y que, por otra parte, no tiene posibilidad de rechazar, dado que le son impuestas por el patrono o por quien le ofrece el trabajo, estará sufriendo una violencia contra la cual protesta la justicia» [9] . En suma, el fin de la economía es el hombre, no el lucro, y aquel no puede estar  nunca al servicio de este. El tercer principio es la necesidad de que el Estado intervenga en la cuestión social y económica ayudando a los más necesitados. La razón de ello reside en que «es obligación propia del Estado proveer al bien común» [10] . Ahora bien, el bien común no es la suma de los intereses privados o particulares –como sostiene la ideología liberal–, de tal modo que cuanto más obtiene uno su propio bien, tanto más contribuye al bien de la colectividad. El bien común trasciende los intereses privados y garantiza los derechos de todos por igual tutelando precisamente el interés común. He ahí por qué el Estado debe intervenir en favor de los más débiles. En efecto –explica la encíclica–, «la clase adinerada, fuerte por sí misma, tiene menos necesidad de la defensa pública. La clase  proletaria, por el contrario, que carece de apoyo propio, cuenta sobre todo con la  protección del Estado. El Estado, por tanto, hágase particularmente defensor de los trabajadores, que pertenecen a la clase pobre» [11] . Desde esta óptica de la intervención del Estado en orden al bien común (de los  patronos y de los obreros a un tiempo), León XIII plantea también en un plano doctrinal la solución de otros importantes aspectos de la «cuestión obrera»: la prevención de la huelga, el tiempo de descanso y el sindicalismo obrero. En suma, la Iglesia, criticando las ideologías del marxismo y del liberalismo a la luz de la revelación y de la filosofía cristiana, llega a señalar algunos puntos esenciales de lo que después sería denominado «derecho al trabajo» y traza, de hecho, las líneas fundamentales de un corpus orgánico de «doctrina social» cristiana, que Pío XI no duda en definir como «la  Magna Charta sobre la que debe apoyarse, como sobre su propio fundamento, toda la actividad cristiana en el campo social» [12] . La cuestión obrera

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(Compendio Compendio,, nn. 88-90)

88.  Los eventos de naturaleza económica que se produjeron en el siglo XIX tuvieron unas consecuencias  sociales, políticas y culturales devastadoras. Los acontecimientos vinculados a la revolución industrial  pusieron en entredicho estructuras sociales seculares, se culares, ocasionando graves problemas de justicia justici a y dando lugar  a la primera gran cuestión social, la cuestión obrera, obrera, suscitada por el conflicto entre capital y trabajo. Ante semejante cuadro, la Iglesia advirtió la necesidad de intervenir en un modo nuevo: las res novae, novae, constituidas  por tales eventos, e ventos, representaban un desafío para su s u enseñanza y motivaban una especial especi al solicitud pastoral para con ingentes masas de hombres y mujeres. Era necesario un renovado discernimiento de la situación, capaz de delinear soluciones apropiadas a problemas inusitados e inexplorados. 89.  Como respuesta a la  primera gran cuestión social, León XIII promulga la  primera encíclica social, la «Rerum novarum», novarum», que examina la condición de los trabajadores asalariados, especialmente penosa en el caso de los obreros de la industria, afligidos por una indigna miseria. La cuestión obrera es obrera es tratada de acuerdo con su amplitud real: es estudiada en todas sus articulaciones sociales y políticas, para ser evaluada adecuadamente a la luz de los principios doctrinales fundados en la Revelación, en la ley y en la moral natural. La Rerum La Rerum novarum enumera novarum enumera los errores que provocan el mal social, excluye el socialismo como remedio y expone, precisándola y actualizándola, «la doctrina social sobre el trabajo, sobre el derecho de propiedad, sobre el principio de colaboración contrapuesto a la lucha de clases como medio fundamental para el cambio social, sobre el derecho de los débiles, sobre la dignidad de los pobres y las obligaciones de los ricos, sobre el  perfeccionamiento de la justicia mediante la caridad, sobre el derecho a tener asociaciones profesionales» [I] . e n el documento inspirador y de referencia de la actividad cristiana La Rerum La Rerum novarum se ha convertido en en el campo social , El tema central de la encíclica es el de la instauración de un orden social justo, en vista del cual es un deber especificar criterios de juicio que ayuden a valorar los ordenamientos sociopolíticos existentes y a proyectar líneas de acción para su oportuna transformación. novarum  abordó la cuestión obrera  obrera  con un método que se convertirá en un «paradigma 90.  La  Rerum novarum   permanente» [II]  para los sucesivos desarrollos sucesivos de la doctrina social. Los principios afirmados por  León XIII serán retomados y profundizados por las encíclicas sociales sucesivas. Toda la doctrina social se  podría entender como una actualización, una profundización y una expansión del núcleo originario de los novarum.  principios expuestos en la Rerum la Rerum novarum.

[I] . CONGREGACIÓN  PARA  LA  EDUCACIÓN  CATÓLICA, Orientamenti per lo studio e l’nsegnamento della dottrina sociale de la Chiesa nella formazione sacerdotale, sacerdotale, 20, Tipografía Poliglotta Vaticana, Roma 1988, 24. [II] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991), annus (1991), n. 5.

4. Un «discurso» abierto Ciertamente, con León XIII el discurso social de la Iglesia ya se ha iniciado y permanece abierto. Sin embargo, también la Rerum novarum tiene una fecha. 35

 

La Iglesia demuestra interesarse sinceramente por los problemas del mundo obrero,  pero aún le falta preocuparse por una visión global de la nueva sociedad que está naciendo. Los problemas son nuevos (res novae), pero la respuesta de la encíclica sigue estando enmarcada en el ámbito del viejo modelo a defender de «cristiandad» y dista mucho de imaginar que la nueva sociedad deba sustraerse a la guía de la Iglesia y a la  presencia confesional de los católicos, empeñados en seguir pasivamente las directrices sociales elaboradas por la jerarquía. Frente a los dramas de la clase proletaria, la Iglesia, evangélicamente indignada, insiste justamente sobre la primacía de los valores morales que hay que tutelar y propone con fuerza la filosofía perenne cristiana, fundada en la revelación y en el derecho natural;  pero se le escapa todavía la creciente importancia que está adquiriendo el análisis sociológico y científico para un conocimiento más adecuado de los problemas sociales; reclama duramente a los ricos su deber de caridad para con los pobres, pero le falta todavía la conciencia de la naturaleza estructural de la «cuestión obrera», cuya solución supone, por tanto, una corrección profunda del modelo mismo de producción y distribución de la riqueza. Sin embargo, y a pesar de estas limitaciones y condicionamientos históricos de naturaleza cultural y teológica, el discurso social abierto por León XIII establecía algunas premisas que se habrían revelado como realmente fecundas y revolucionarias. os sentimos obligados a subrayar una que es tal vez la más importante y la más decisiva. Después de la ruptura entre evangelio y cultura, sancionada por las mutuas censuras entre la Iglesia y el mundo moderno, la  Rerum novarum es el primer paso en abierta contratendencia. Es el reconocimiento (ya implícito en el hecho de buscar una solución a la «cuestión social») de la necesidad de «mediar» entre fe e historia, entre  principios éticos y praxis praxis social, a fin de obtener de todo el ello lo unas directrices de acción. Ciertamente, todavía permanece el límite que supone el considerar que tal «mediación» debería corresponder a la jerarquía; pero hoy, que con el concilio, y gracias a los progresos de la eclesiología y al desarrollo de las ciencias sociales, hemos llegado a reconocer que las mediaciones históricas (de naturaleza cultural, económica, social y  política) son competencia propia y autónoma de un laicado rectamente formado, 36

 

 podemos caer en la cuenta del alcance verdaderamente extraordinario, si bien solamente iniciado, del «discurso social» de la Rerum novarum.

 Mirari vos (1832), vos (1832), en Tutte le encicliche dei sommi Pontefici, raccolte e annotate da E.  XVI, Mirari [1] . GREGORIO XVI, omigliano,, Dall’Oglio, Milano 19594,192. omigliano [2] . PÍO IX, Syllabus Syllabus,, prop. n. 80, en Denz.-Hüner  en Denz.-Hüner .,., 2980. [3] . Produce un cierto efecto, por ejemplo, recorrer hoy el tratado de M. LIBERATORE,  Principi di economia olitica (1889), olitica  (1889), que por tantos aspectos se podía considerar entonces como precursor. En vez de una exposición «científica» de las leyes económicas y de otros aspectos «técnicos», impresiona la abundancia de citas de santo Tomás y de la Biblia, sobre las que el autor fundamenta las soluciones propuestas. [4] . Cf. F. LOMBARDI, «La “Civiltà Cattolica” e la stesura della Rerum novarum. Nuovi documenti sul contributo del padre Matteo Liberatore»: La Liberatore»: La Civiltà Cattolica (1/1982) Cattolica (1/1982) 471-476; I. CAMACHO, «La Chiesa di fronte al liberalismo e al socialismo»: La socialismo»: La Civiltà Cattolica (1/1986) Cattolica (1/1986) 219-233. [5] . «A este respecto [...] véase aquella doctrina funesta y más que nunca contraria al derecho natural que llaman “comunismo”, una vez admitida la cual, se aniquilarían completamente los derechos, los patrimonios, las  propiedades y hasta la sociedad humana» (PÍO IX, Qui pluribus [09.11.1846], pluribus [09.11.1846], en Denz.-Hüner  en Denz.-Hüner .,., 2786). [6] . PÍO IX, Quanta cura, cura, n. 5.  Rerum novarum (15.05.1891), novarum (15.05.1891), n. 4.3.  XIII, Rerum [7] . LEÓN XIII, [8] . Ibid .,., n. 16.4. [9] . Ibid.  Ibid.,, n. 34.4 [10] . Ibid .,., n. 26.242. [11] . Ibid.  Ibid.,, n. 29.245. anno (15.05.1931), n. 42. [12] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931),

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CAPÍTULO 3: 

La nueva cristiandad (1931-1958)

En 1931, cuando Pío XI escribe la encíclica Quadragesimo anno, la «cuestión social» ya ha cambiado mucho. Es cierto que permanece aún la «cuestión obrera», pero los límites de aquel conflicto se han hecho más amplios y consistentes. La confrontación ahora no es solo entre dos clases y entre las tesis teóricas y abstractas de dos ideologías, sino dos modelos distintos de Estado nacional nacidos mientras tanto a partir de dichasentre ideologías.

1. El socialismo real En 1917, con la Revolución de Octubre, la ideología marxista ya no es tan solo una elaboración teórica, sino que se traduce concretamente en un sistema político y económico y se convierte en socialismo real, en comunismo. El choque con la Iglesia se hace violento enseguida, a partir de la instauración en la URSS del «régimen de separación» (23 enero 1918). El comunismo se presenta, en la teoría y en la práctica, como enemigo de la religión. Marx había definido la religión como una enfermedad del espíritu alienado, «un reflejo del mundo real», que deberá desaparecer con el final del capitalismo [1] . Lenin, por su parte, excluye toda posible ilusión: «El marxismo es materialismo –  escribe– y, como tal, es tan implacablemente hostil frente a la religión como el materialismo de los enciclopedistas del siglo XVIII o el materialismo de Feuerbach. Sobre nodehay la menor duda [...].y,Nosotros debemos luchar la religión. Es este el esto abecé todo el materialismo por lo tanto, también del contra marxismo» [2] . Y en 38

 

otro texto que se ha hecho famoso añade: «La religión es el opio del pueblo. La religión es una especie de aguardiente espiritual en el que los esclavos del capital ahogan su  personalidad humana y sus reivindicaciones reivindicaciones de una vida digna en alg alguna una medida de seres humanos» [3] . En Occidente le hacen eco los numerosos partidos comunistas nacionales. Por poner  un solo ejemplo significativo, baste citar aquí a Gramsci, quien afirma que el marxismo se apoya en un andamiaje filosófico que ha «guillotinado la idea de Dios»; pretender que el marxismo acepte la idea de religión «sería lo mismo que decir que el cuadrado debería ser un triángulo» [4] . Y a las palabras le siguen los hechos. Allí donde el comunismo llega al poder, la religión se ve impedida, a menudo de un modo cruento y, en todo caso, recurriendo siempre a instrumentos administrativos que le hacen la vida imposible o difícil. Todo esto hay que recordarlo, porque, de lo contrario, se corre el riesgo de no comprender ya la dura y firmísima reacción de la Iglesia. Frente a las persecuciones de Stalin, que domina la escena durante algo más de treinta años (desde 1921, cuando es elegido secretario general del Comité central del PCUS, hasta su muerte el 5 de marzo de 1953), Pío XI y Pío XII intervienen con extrema dureza. Sin embargo, la Quadragesimo anno, analizando las transformaciones acaecidas, no deja de destacar que el socialismo real no se presenta de un modo unívoco. Junto al comunismo, que, «allí donde se ha apoderado del poder, resulta increíble y casi  portentoso lo cruel e inhumano que demuestra ser» [5] , se ha formado también un socialismo moderado, que parece «atender y, de algún modo, ver con buenos ojos las verdades que la tradición cristiana ha enseñado siempre solemnemente»; hasta el punto –  dice el papa– de que «tal vez sus reivindicaciones se asemejen mucho a las que con razón proponen los reformadores cristianos de la sociedad» [6] . A pesar de lo cual, aun cuando el socialismo moderado (como todos los errores) contenga algo de verdadero, no hay que dejarse engañar: «Nadie puede ser al mismo tiempo buen católico y auténtico socialista» [7] . La ruptura, por tanto, es total y no admite excepciones. Muy pronto, la encíclica  Divini Redemptoris (19 marzo 1937) hará frente al comunismo y emitirá una sentencia condenatoria que suena a definitiva, tanto en el tono empleado como en las 39

 

motivaciones: «El comunismo es por naturaleza antirreligioso y considera la religión como “el opio del pueblo”» [8] ; por tanto, «el comunismo es intrínsecamente perverso y no puede admitirse la colaboración con él en ningún campo por parte de cualquiera que desee salvar la civilización cristiana» [9] . Pío XII continuará en esta línea. El 1 de julio de 1949 aprueba y hace promulgar el famoso decreto de excomunión por parte del Santo Oficio: «Los fieles que profesen la doctrina del comunismo, materialista y anticristiano, y, sobre todo, quienes lo defiendan o se hagan propaganda del mismo incurren ipso jacto, como apóstatas de la fe católica, en excomunión reservada de un modo especial a la Sede apostólica» [10] . Se confirma,  por tanto, la ruptura total y se excluye toda posibilidad de discusión [11] . Puede afirmarse, en suma, que durante el segundo período del «discurso social» de la Iglesia –en particular bajo los pontificados de Pío XI y Pío XII– la relación con el comunismo se vive en términos de una absoluta y violenta contraposición. La abierta lucha antirreligiosa impide, de hecho, una reflexión más serena sobre el fenómeno del socialismo real. Bloquea de raíz toda veleidad de diálogo o, cuando menos, de un análisis más objetivo. Nace así el radical anticomunismo, que en más de una ocasión frenará a la Iglesia –como sostiene hoy algún historiador– a la hora de intervenir con la misma decisión contra otras desviaciones éticas e ideológicas ciertamente no menos  peligrosas (como el nazismo y el fascismo), pero abiertamente alineadas en contra del comunismo [12] .

2. El neoliberalismo Mientras tanto, también el liberalismo manchesteriano ha entrado en crisis. En 1929, el desplome de Wall Street  (la  (la Bolsa de Nueva York) y la gran depresión económica habían ratificado el mentís histórico de la ideología liberal clásica. El capitalismo se transforma. De la crisis nace un nuevo modelo de capitalismo y de Estado liberal, cuyas raíces teóricas pueden verse sintetizadas en las conclusiones de un encuentro que se hizo famoso, el Coloquio Lippman, que tuvo lugar en Francia en 1938 y en el que  participaron principales exponentes neoliberalismo económico: Friedrich vonlos Hayek, Ludwig von Mises,del Wilhelm Röpke, Jacques RuefWalter y otros.Lippman, 40

 

El nuevo capitalismo mantiene con firmeza el principio fundamental del liberalismo clásico, es decir, la absoluta libertad de la iniciativa económica y de mercado, si bien se rechazan los extremismos de la política del laissez faire, dando paso a la llamada «economía mixta»: junto a la plena iniciativa privada, el Estado no debe actuar  únicamente como gendarme, sino que está obligado a intervenir para enderezar el libre uego de las fuerzas económicas. Su deber consiste en salvaguardar la libre y honrada concurrencia e impedir que los monopolios hagan prácticamente imposible el natural funcionamiento del mercado. Por lo tanto, sí a la política de plan, entendida como  programación indicativa; no, por el contrario, a toda planificación o programación coercitiva de tipo colectivista. El Estado, en suma, debe intervenir, pero también limitar  al máximo sus intervenciones: reduciendo el gasto público y los impuestos, se podrá favorecer la productividad. Por lo que respecta al conflicto entre capital y trabajo, el neoliberalismo piensa que no podrá desaparecer, tanto por razones de naturaleza filosófica como por la lógica misma de la producción capitalista. Sin embargo –se admite–, es justo que el Estado trate de atenuar las inevitables desigualdades, sobre todo mediante una política de previsión y de asistencia social, la cual, sin embargo, no deberá ser impuesta obligatoriamente a todos, a fin de evitar que la responsabilidad personal sea sustituida por otra de tipo colectivista. Finalmente, también por lo que concierne a la propiedad privada, el neoliberalismo económico sigue todavía concibiéndola, como anteriormente, de modo individualista. La libertad económica –se repite– constituye la base indispensable de cualquier otra libertad. La importancia misma de los valores morales, que nadie pretende negar, es aceptada en función de la mayor expansión económica. Se puede afirmar, en suma, que el neoliberalismo mantiene en sustancia los trazos fundamentales del viejo liberalismo, a pesar de algunas importantes concesiones a la evolución de los tiempos. Sin embargo, no por ello el capitalismo de los años treinta se presenta como menos  peligroso. Más bien, produce miedo, porque da lugar a la acumulación de poder (¡no solo económico!) en pocas manos. «Lo que hiere a la vista –escribe Pío XI– es que en nuestros tiempos no se da tan solo la concentración de la riqueza, sino también la 41

 

acumulación una fuerza enorme, de un poder económico despótico, en manos de unos  pocos, que a menudo ni siquiera son propietarios, sino únicamente depositarios y administradores de un capital del que, sin embargo, disponen a su arbitrio [...]. De algún modo, son ellos quienes administran la sangre misma de la que se nutre toda la estructura económica y tienen en sus manos, por así decirlo, el alma de la economía, de tal modo que nadie podría ni siquiera respirar contra su voluntad» [13] . ¿Cuál es la causa de esta situación alienante? Pío XI responde que ha de buscarse en el hecho de que la búsqueda del lucro se convierte en búsqueda del poder. Y un poder   –insiste el papa– no solamente económico, sino también político, hasta llegar a la instauración de un verdadero «imperialismo internacional del dinero» [14] . ¿Cómo no  percibir en estas palabras la premonición de las dramáticas vicisitudes que muy pronto habrían de convulsionar al mundo? He ahí por qué la Iglesia renueva su firme condena de la nueva forma de liberalismo económico. En efecto, «tal concentración misma de riquezas y de poder  origina, a su vez, tres tipos de lucha por el predominio: se lucha, en primer lugar, por la hegemonía económica; a continuación, se combate encarnizadamente por el dominio del  poder político, para valerse de su fuerza y su influencia en los conflictos económicos; finalmente, se lucha en el plano internacional». «Toda la economía –concluye el papa–  se ha hecho así horriblemente dura, inexorable y cruel» [15] . ¿Qué hacer, entonces? Pío XI no se limita a condenar, sino que anima a los católicos, sobre todo, a actuar. Así, propone una especie de «tercera vía», intermedia entre el socialismo y el capitalismo, a la que trata de dar una configuración, en cierto sentido, también jurídica. Por su parte, Pío XII (que no escribió ninguna encíclica social) retomará en sus discursos la idea de su predecesor y volverá a proponerla, con más empeño aún, como construcción de una «nueva cristiandad».

3. La «civilización cristiana» como tercera vía Frente a las ideologías que ya se han transformado en modelos nacionales concretos de organización social y económica, la Quadragesimo anno  afronta –ampliando así el «discurso social» de la Iglesia– la cuestión de un tercer modelo que traduzca los 42

 

 principios religiosos y éticos del magisterio social en una forma de organización cristiana de la sociedad. Es decir, Pío XI propone descubrir en la «civilización cristiana» una tercera vía, un modelo alternativo tanto al del socialismo real como al del neoliberalismo. La idea, de por sí, no era nueva. La Iglesia, en muchas de sus expresiones culturales y en sus instancias oficiales, nunca se había resignado al hecho de que hubiera acabado la era de la «cristiandad». Aquel modelo medieval ya desfasado había seguido siendo aún para muchos el símbolo de la organización social ideal. Primero el tradicionalismo católico (con Louis de Bonald), y luego el catolicismo intransigente (con Joseph de Maistre, Félicité de Lamennais y Louis Veuillot) insistían en la idea de que la larga serie de errores del mundo moderno (que habían desembocado en la Revolución francesa, en el anticlericalismo liberal y en el ateísmo socialista) había que atribuirlo esencialmente al fin de la cristiandad medieval, a la ruptura de la alianza entre el trono y el altar y a los desgarrones provocados por la Reforma protestante. Para remontar el vuelo –afirmaban– no había más remedio que restablecer la «civilización cristiana», es decir, la identificación entre fe y sociedad que había hecho grande a la Edad Media. El esfuerzo que realizaban otros pensadores católicos por proponer un modelo distinto de convivencia civil que respondiera mejor a los inéditos desafíos de los nuevos tiempos se consideraba utópico en sí mismo y peligroso. Sigue siendo emblemática la condena del Sillon por parte de Pío X. En una carta con fecha de 25 de agosto de 1910, el papa condenaba como propensa a la confusión la idea de una «ciudad futura» avanzada por Marc Sangnier: «La civilización no hay que inventarla de nuevo, ni la ciudad nueva hay que construirla en las nubes. Ha existido siempre y sigue existiendo: es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata de otra cosa que de instaurarla y restaurarla incesantemente en sus fundamentos naturales y divinos [...]. Es la sociedad cuyas bases establece y cuyos trabajos dirige la Iglesia» [16] . Pío XI, pues, retomando el discurso sobre la «civilización cristiana», entendida ahora como «tercera vía», se remite a la misma corriente de pensamiento. Sin embargo, lo que hace no es retornar meramente a lo antiguo, sino, más bien, proponer un modelo

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nuevo de «civilización cristiana», trazando genéricamente incluso la configuración urídica «corporativa». Siendo aquellos los años en que Mussolini había elaborado su Carta del lavoro [Carta del trabajo], fundada en una concepción fascista inaceptable de corporativismo, el uso que hizo Pío XI del mismo término (aunque en un sentido distinto y claramente crítico para con el fascismo) no resultó afortunado. Tan es así, que los siguientes  pontífices no lo emplearon. En realidad, la intención del papa era dar vida a un ordenamiento interno e internacional inspirado en la justicia social, capaz de coordinar la actividad económica con el bien común reconstruyendo los cuerpos intermedios entre el Estado y el individuo con finalidades económico-profesionales, según el tipo libre y espontáneo de las corporaciones o gremios medievales, de tal modo que los individuos y los cuerpos intermedios pudieran ejercer cada cual su propio papel sin verse despojados del mismo  por la autoridad central. Es decir, Pío XI enunciaba por vez primera ese «principio de subsidiariedad» que acabaría convirtiéndose en patrimonio común: «Del mismo modo que no es lícito sustraer a los individuos lo que ellos pueden realizar con sus propias fuerzas y su propia iniciativa, así tampoco es justo confiar a una sociedad mayor y más elevada o encumbrada lo que las comunidades menores e inferiores pueden hacer» [17] . En esta óptica de una «tercera vía» rectamente entendida hay que ver, pues, las actualizaciones que hace Pío XI de los principales temas de la  Rerum novarum  para adecuarlos a las cambiantes condiciones históricas de la «cuestión social»: el salario «justo», la «función social» de la propiedad privada o la intervención del Estado en economía. El límite, por tanto, de la propuesta de Pío XI de una «civilización cristiana» no radica tanto en la concepción «corporativa» de la sociedad cuanto en creer que sería  posible (en la teoría y en la práctica) realizar una «tercera vía» católica que de algún modo restaurase entre la Iglesia y la sociedad civil unas relaciones semejantes a las que fundaron el régimen medieval de «cristiandad». Pío XI, entre socialismo y liberalismo (Compendio,, nn. 91s.) (Compendio

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91.  Al comienzo de los años Treinta, reciente aún la grave crisis económica de 1929, Pío XI publica la anno  para conmemorar los cuarenta años de la  Rerum novarum. novarum. El papa relee el encíclica Quadragesimo anno   pasado a la luz de una situación económico-social en la que a la industrialización se había sumado la expansión del poder de los grupos financieros, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. Era el periodo  posbélico, en el que estaban afirmándose en Europa los regímenes totalitarios a la vez que se recrudecía la lucha de clases. La encíclica advierte sobre la falta de respeto a la libertad de asociación y reafirma los  principios de solidaridad y de colaboración para superar las antinomias sociales. Las relaciones entre capital y trabajo deben estar bajo el signo de la cooperación. La Quadragesimo anno  anno  reafirma el principio de que el salario debe ser proporcionado no solo a las necesidades del trabajador, sino también a las de su familia. El Estado, en sus relaciones con el sector privado, debe aplicar el principio el  principio de  de  subsidiariedad  subsidiariedad , el cual se convertirá en un elemento permanente de la doctrina social. La encíclica rechaza el liberalismo entendido como competencia ilimitada entre las fuerzas económicas,  pero reconfirma el valor de la propiedad privada, apelando a su función social. En una sociedad que había que reconstruir desde sus bases económicas, convertida toda ella en «la cuestión» que había que afrontar, «Pío XI sintió el deber y la responsabilidad de promover un mayor conocimiento, una más exacta interpretación y una urgente aplicación de la ley moral reguladora de las relaciones humanas..., con el fin de superar el conflicto de clases y llegar a un nuevo orden social basado en la justicia y en la caridad» [I] .

92. Pío XI no dejó de hacer oír su voz contra los regímenes totalitarios que se afianzaron en Europa durante  su pontificado. pontificado. Ya el 29 de junio de 1931 había protestado contra los abusos del régimen fascista en Italia con la encíclica Non encíclica Non abbiamo bisogno. bisogno. En 1937 publicó la encíclica Mit encíclica Mit brennender Sorge, Sorge, sobre la situación de la Iglesia católica en el Reich el Reich alemán.  alemán. El texto de la Mit la Mit brennender Sorge fue Sorge fue leído desde el púlpito de todos los templos católicos de Alemania, después de haber sido repartido con el máximo secreto. La encíclica llegaba después de años de abusos y violencias y había sido expresamente solicitada a Pío XI por los obispos alemanes, a causa de las medidas cada vez más coercitivas y represivas adoptadas por el Reich el  Reich en  en 1936, en  particular con respecto a los jóvenes, obligados a inscribirse en las «Juventudes hitlerianas». El E l papa se dirige a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos para animarlos y llamarlos a la resistencia hasta que se restablezca una verdadera paz entre la Iglesia y el Estado. En 1938, ante la difusión del antisemitismo, Pío XI afirmó: «Somos espiritualmente semitas» [II] . Con la encíclica Divini encíclica Divini Redemptoris, Redemptoris, sobre el comunismo ateo y sobre la doctrina social cristiana, Pío XI criticó de modo sistemático el comunismo, definido como «intrínsecamente perverso» [III] , e indicó como medios principales para poner remedio a los males producidos por el mismo la renovación de la vida cristiana, el ejercicio de la caridad evangélica, el cumplimiento de los deberes de justicia a nivel interpersonal y social en orden al bien común, la institucionalización de cuerpos profesionales e interprofesionales.

[I] . CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones Orientaciones,, cit., n. 21, p. 24. [II] . PÍO XI,  XI, Discurso  Discurso a los periodistas belgas de la radio (06.09.1938). radio (06.09.1938). [III] . PÍO XI,  XI, Divini  Divini Redemptoris, Redemptoris, en AAS  en AAS  29  29 (1937) 130.

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4. La «nueva cristiandad» de Pío XII Con el mismo límite de Pío XI topará también Pío XII cuando trate de reformular mejor  la idea en los términos de «nueva cristiandad», tomando nota del carácter irreversible de la historia y dejando caer la hipótesis corporativa. También Pío XII parte de una lectura negativa del mundo moderno: «Las angustias del presente –dice expresivamente– son una apología del cristianismo que no podría ser  más impresionante»; en efecto, «el tiempo presente, añadiendo nuevos errores a las desviaciones doctrinales del pasado, las ha llevado a unos extremos de los que no podía seguirse más que el extravío y la ruina». La causa de todos estos males reside –para el  papa– en el distanciamiento de Europa (producido por el mundo moderno) de la doctrina de Cristo y de la Iglesia, que «en un tiempo habían dado cohesión espiritual a Europa, la cual, educada, dignificada y ennoblecida desde la Cruz, había alcanzado tal grado de  progreso civil que se había convertido en maestra para otros pueblos y otros continentes» [18] .  No pudiendo reproducirse hoy la experiencia medieval, la única solución para salir  de los graves males presentes radica en la restauración del orden social cristiano, esto es, en la instauración de una «nueva cristiandad», fundada en el derecho natural y en la divina revelación, tal como son enseñados por la Iglesia. Por eso, los laicos católicos deberán comprometerse en el campo social y político para «recristianizar» las estructuras y las instituciones de la sociedad, facilitando así la obra propia de la Iglesia, que es la salvación eterna de los hombres. ¿Se trata, tal vez, de «un retorno al Medievo»? «Nadie lo piensa así –responde Pío XII–. Pero, evidentemente, es un retorno a la síntesis de la religión y de la vida, que no es un monopolio del Medievo: sobrepasando infinitamente todas las contingencias del tiempo, dicha síntesis es siempre actual, porque es la clave de bóveda de toda civilización, el alma de la que toda cultura debe vivir» [19] . La descripción que hace el papa de esta nueva síntesis entre religión y vida, reproduce en esencia el modelo clásico de cristiandad, pero adecuándolo a la nueva situación de una sociedad que ya no es culturalmente homogénea. No basta –dice Pío XII– con reafirmar la idea abstracta del cristianismo sino que se requieren «las actuaciones concretas de aquella idea, es decir, las leyes, los ordenamientos, las 46

 

instituciones fundadas y promovidas por hombres consagrados a la Iglesia y trabajando  bajo su guía o, cuando menos, bajo su inspiración». inspiración». Y esto debe ser igualmente válido en la actual sociedad pluralista: el cristiano no podría contentarse con colaborar en un plano simplemente «humano» sin abdicar de su propia identidad [20] .

5. La aportación de J. Maritain Pero el verdadero teórico de la «nueva cristiandad» es Jacques Maritain, en quien se inspiró el mismo Pío XII. Maritain es el gran filósofo católico que confiere dignidad de  proyecto al discurso de la Iglesia Iglesia sobre la «nueva cristiandad». Partiendo de su conocida «distinción de planos» (que tanto influjo habría de ejercer  también en el concilio), la «nueva cristiandad» de Maritain se distingue de la medieval, sobre todo, por una visión renovada de la realidad temporal. Mientras que el modelo medieval era «sacral», el de Maritain, por el contrario, era «profano»; mientras para la cristiandad medieval la realidad temporal tenía carácter de instrumento o de medio con respecto a las realidades espirituales, para Maritain, en cambio, la realidad temporal tiene su autonomía propia, que es salvaguardada, pero sin poner en discusión el «primado de lo espiritual». No se trata, por tanto, de realizar un «Estado cristiano», sino un «Estado laico cristianamente constituido», respetando el legítimo pluralismo [21] . La fe, por tanto, guía a la cultura, la inspira, pero no se identifica con ella. En efecto  –explica Maritain–, la fe pertenece al plano espiritual, y la cultura al temporal: dos  planos netamente distintos entre sí. Sin embargo, no son separables, sino que se encuentran en el mismo hombre. Por eso se impone la superación de la vieja síntesis medieval entre fe y cultura occidental, a causa de la cual muchos han acabado creyendo «que la fe es Europa y que la expansión del reino de Dios entre los pueblos consiste en conducirlos a la civilización occidental» [22] . El cristianismo, por el contrario, promueve todos los valores humanos auténticos, allí donde se encuentren, haciéndoles crecer en el interior de las distintas culturas; «no destruye el espíritu de las diversas civilizaciones, ni siquiera permanece separado de ellas. Pero, debido a su trascendencia propiamente divina, puede penetrarlas y, consiguientemente, transfigurarlas, pero no destruirlas» [23] .

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A pesar de la importancia de estas intuiciones, tampoco Maritain se libra de la óptica del régimen de cristiandad. Así, si por una parte, con su nuevo proyecto da un  paso adelante, superando la indebida identificación del plano de la fe con el de la sociedad, por otra insiste aún en creer (como, por lo demás, hacían Pío XI, Pío XII y las reflexiones teológicas preconciliares) que corresponde a la Iglesia encaminar la construcción de la sociedad humana a través del «plano intermedio» en que fe y cultura se tocan. En efecto, también para Maritain este «plano intermedio» pertenece al ámbito ético-espiritual, que es propio de la jerarquía. En consecuencia, si el reconocimiento por Maritain de la legítima autonomía de las realidades temporales abre a los fieles laicos perspectivas nuevas de responsabilidades en el compromiso social y político, sin embargo, no cambia la óptica tradicional, según la cual solo la religión cristiana puede esbozar el modelo de una auténtica civilización humana, cuya realización es orientada por la jerarquía. Las rápidas y profundas transformaciones socioculturales de los últimos decenios y la eclesiología del concilio, yendo mucho más allá, han acabado logrando que ya no se  pueda proponer la hipótesis de una «nueva cristiandad», cosa que entristeció  profundamente a Maritain. Y no solo solo a él... Pío XII y la «nueva civilización cristiana» (Compendio..., n. 93)

93. Los radiomensajes navideños de navideños de Pío XII, junto a otras de sus importantes intervenciones en materia social,  profundizan la reflexión magisterial sobre un nuevo orden social gobernado por la moral y el derecho y centrado en la justicia y la paz. Durante su pontificado, Pío XII vivió los terribles años de la Segunda Guerra Mundial y los difíciles tiempos de la reconstrucción. No publicó encíclicas sociales; sin embargo, sí manifestó constantemente, en numerosos contextos, su preocupación por el trastornado orden internacional: «En los años de la guerra y de la posguerra, el magisterio social de Pío XII representó para muchos pueblos de todos los continentes y para millones de creyentes y no creyentes la voz de la conciencia universal, interpretada y  proclamada en íntima ínti ma conexión con la palabra de Dios. Con su autoridad moral y su prestigio, Pío XII llevó la luz de la sabiduría cristiana a un número incontable de hombres de toda clase y nivel social» [I] . Una de las características de las intervenciones de Pío XII es el relieve dado a la relación entre moral y derecho.. El papa insiste en la noción de derecho natural como alma del ordenamiento que debe instaurarse en derecho el plano nacional e internacional. Otro aspecto importante de la enseñanza de Pío XII radica en su atención a las agrupaciones profesionales y empresariales, llamadas a participar de modo especial en la consecución del  bien común: «Por su sensibilidad e inteligencia para captar los “signos de los tiempos”, Pío XII puede ser  considerado como el precursor inmediato del concilio Vaticano II y de la enseñanza social de los papas que le han sucedido» [II] .

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Orientaciones,, cit., p. 25. [I] . CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones [II] . Ibid .

6. Un «discurso» que continúa El «discurso» abierto con la  Rerum novarum continúa, pues. Los pontificados de Pío XI y de Pío XII constituyen una segunda e importante etapa en la evolución del magisterio social: junto a la dimensión doctrinal, se revalorizan mayormente la dimensión histórica y la política. La novedad de los problemas ocasionados por el cambio de la «cuestión social» y la importancia, reconocida ya universalmente, de la componente histórica en la investigación social son las causas principales del desarrollo que se verifica también en el «discurso» de la Iglesia. Es significativo que en las Semanas sociales (que se celebran ya en muchas naciones) los juristas y los economistas tomen la delantera sobre los filósofos. Así, en la Quadragesimo anno se habla por primera vez de «doctrina social de la Iglesia». El momento teórico sigue prevaleciendo siempre en lo tocante al análisis histórico y a las opciones políticas; sin embargo, con mirada clarividente, Pío XI y Pío XII empiezan a hablar de lo que nosotros llamamos hoy «reformas estructurales», tanto en el plano nacional como en el de las estructuras productivas empresariales. Así, por  ejemplo, se acepta que en determinadas circunstancias haya que limitar el ejercicio del derecho de propiedad en la posesión y en la gestión de actividades y bienes que, dejados en manos privadas, podrían ser nocivos para el bien común. Ciertamente, la cultura eclesiástica dominante sigue considerando la «doctrina social» como un campo reservado exclusivamente a la jerarquía. Por ello es significativa la distinción que introduce la Quadragesimo anno  entre «doctrina sobre materias sociales y económicas» (reservada precisamente al magisterio) y «ciencia social y económica», que, en cambio, es también competencia de los laicos, cuya acción, sin embargo, deberá desarrollarse siempre «bajo el magisterio y la guía de la Iglesia» y es contemplada de un modo instrumental, debiendo los laicos limitarse a «aplicar con

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mayor eficacia la doctrina inmutada e inmutable de la Iglesia a las nuevas necesidades» [24] . Sigue aún en vigor el principio establecido por Pío X: «Únicamente en el cuerpo  pastoral residen el derecho y la autoridad necesarios para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, esta no tiene otro derecho que el de dejarse guiar y, como dócil rebaño, seguir a sus pastores» [25] . Sin embargo, y a pesar de todo, el «discurso» continúa. Estamos lejos del pleno reconocimiento de la misión de los laicos, pero se ha dado ya otro paso hacia delante. ¡La Iglesia no está estancada!

[1] . «El mundo religioso no es más que el reflejo del mundo real [...]. El reflejo religioso no podrá desaparecer sino cuando las condiciones del trabajo y de la vida práctica presentarán al hombre relaciones claras y razonables con sus semejantes y con la naturaleza. [...]. La vida social, de la que la producción material y las relaciones que esta implica forman la base, no será liberada de la mística nebulosa, que le oculta el aspecto, sino en el día en que se nos manifestará la obra de hombres libremente asociados, conscientemente agentes y patronos de su propio movimiento social» (K. MARX, El capital , libro 1, cap. I, IV: El IV: El carácter fetiche de la mercancía y su  secreto).  secreto ). religione, en Opere Complete, Complete, XV (marzo 1908 – agosto [2] . V. I. U. LENIN,  Il partito operaio verso la religione, 1909), Editori Riuniti, Roma 1967, 384. [3] . En Novaia En Novaia Gizn, Gizn, n. 28 (16 diciembre 1905). Gramsci, Ubaldini, Roma 1968, 128. [4] . Cit. por A. POZZOLINI, Che cosa ha veramente detto Gramsci, [5] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), anno (15.05.1931), n. 120. [6] . Ibid .,., n. 122. [7] . Ibid .,., n. 130.  XI, Divini  Divini Redemptoris, Redemptoris, n. 22. [8] . PÍO XI, [9] . Ibid .,., n. 58. Oficio (28 junio [1 julio] 1949), en AAS  en AAS  41  41 (1949) 334 ( Denz-Hüner  ( Denz-Hüner , 3865). [10] . Decreto del Santo Oficio (28 [11] . El mismo Santo Oficio –durante el pontificado de Juan XXIII– recalcó la validez del Decreto de 1949. « Pregunta  Pregunta:: En la elección de los representantes del pueblo, ¿es lícito a los ciudadanos católicos dar el voto a aquellos partidos o candidatos que, aunque no profesen principios contrarios a la doctrina católica e incluso se atribuyan el nombre de cristianos, sin embargo, se asocian de hecho con los comunistas y los favorecen con su modo de actuar?  Respuesta (confirmada por el papa el 2 de abril ): ): No, según la norma del decreto del Santo Oficio del 1 de julio de 1949, n. 1; en AAS  en AAS  51  51 (1959) 271s. ( Denz.-Hüner  ( Denz.-Hüner . 3930). [12] . En realidad, Pío XI condenó duramente tanto el fascismo, con la encíclica Non encíclica  Non abbiamo bisogno (1931), como el nazismo, con la encíclica Mit encíclica Mit brennender Sorge (14.03.37). Sorge (14.03.37). A pesar de todo, sigue en pie el hecho de que (por razones distintas) la Santa Sede estableció el Concordato tanto con Mussolini (1929) como con Hitler  (1933). El mismo Juan Pablo II, hablando en Berlín ante el Consejo central de los hebreos (23.06.1996), admitió: «Aun cuando muchos sacerdotes y muchos laicos, como han demostrado desde entonces los historiadores, se

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opusieron a aquel régimen de terror [el nazismo], y se activaron además muchas formas de oposición en la misma Romano, 24-25 junio 1996). vida cotidiana, esto fue, sin embargo, demasiado poco» (L’Osservatore Romano, [13] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931) anno (15.05.1931) nn. 103s.  Ibid.,, n. 117. [14] . Ibid. [15] . Ibid .,., nn. 116s. apostolique  (25.08.1925), en  AAS   2 (1910) 612.  Le Sillon, Sillon, ideado por Marc [16] . PÍO  X,  Notre Charge apostolique  Sangnier a comienzos XIX,política se proponía animar cristianamente la democracia naciente; pero la confusión entre actividad religiosadely siglo actividad le resultó fatal; Pío X condenó el movimiento en 1910. [17] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), anno (15.05.1931), n. 86. Pontificatus (20.10.1939), nn. 11-13. [18] . PÍO XII, Summi Pontificatus (20.10.1939), [19] . PÍO  XII,  Discorso ai pellegrini elvetici  elvetici  (16.05.1947), en  Discorsi e Radiomessagi di S.S. Pio XII.  Diciannovesimo anno di pontificato (2 marzo 1947 – 1 marzo 1948), 1948), Tipografia Poliglota Vaticana, Città del Vaticano 1948, 78. [20] . PÍO  XII,  Radiomessaggio natalizio  natalizio  (22.12.1957), en  Discorsi e Radiomessaggi di S.S. Pio XII.  Diciannovesimo anno di pontificato (2 marzo 1957 – 1 marzo 1958), 1958), Tipografía Poliglota Vaticana, Città del Vaticano 1958, 680-683. [21] . J. MARITAIN, Umanesimo integrale, integrale, Borla, Torino 1962. Según el autor, la «nueva cristiandad» será un humanismo, porque promoverá al hombre en su dignidad personal y social, que es a la vez espiritual y temporal; y será integral,delporque humanismo a la latrascendencia, esto es, reconocerá Dios como fin sobrenatural hombreserá y deuntodo lo creado. abierto Por lo tanto, legítima autonomía y laicidad de laarealidad temporal deberá conjugarse con el empeño de cristianizar el mundo sin coerciones, sino más bien a través de una «santidad de nuevo estilo». [22] . J. MARITAIN, «La Chiesa cattolica e le civiltà», en ID., Questioni di coscienza, coscienza, Vita e Pensiero, Milano 1980, 49.  Ibid.,, 52. [23] . Ibid. anno (15.05.1931), n. 20. [24] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), [25] . PÍO X, Vehementer (11.02.1906), en Tutte le encicliche dei sommi Pontefici, Pontefici, cit., 561

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CAPÍTULO 4: 

El diálogo (1958-1978)

En 1958, cuando Juan XXIII sucede a Pío XII en la cátedra de san Pedro, la «cuestión social» ha cambiado una vez más, y muy profundamente. Si en la primera etapa se identificó sobre todo con la lucha de clases entre proletarios y patronos del capital, y en la segunda fase se transformó en abierta lucha entre sistemas socioeconómicos opuestos (comunismo y capitalismo), ahora, en esta tercera etapa, la «cuestión social» asume las dimensiones cuantitativas del mundo. Está en cuestión el equilibrio mismo de la humanidad entre el Norte rico y el Sur pobre. La explosión del problema demográfico ha desplazado el eje de equilibrio del mundo desde el europeísmo de ayer al tercermundismo de mañana. Los inmensos países en vías de desarrollo de América Latina, Asia y África piden justicia y desarrollo. Si se quiere la paz, más aún, la supervivencia de la humanidad, se impone un nuevo orden mundial: económico, jurídico y político. Este proceso de mundialización es causa y efecto, a la vez, de la crisis de las ideologías, que habían alzado muros infranqueables incluso entre pueblos hermanos, generando odios y guerras terribles, que han ensangrentado nuestro siglo. Ahora, en cambio, la historia, habiendo relativizado las indebidas absolutizaciones de las ideologías, ha hecho que surjan ciertos elementos comunes de verdad contenidos en cada elaboración cultural, consintiendo así en reanudar el diálogo a partir de lo que une a los hombres entre sí. Tales y tan profundas transformaciones no podían dejar de interpelar también a la Iglesia, que camina en el mundo. Y la Iglesia, reunida en concilio, respondió con audacia, puso al día su magisterio y empezó a renovarse a sí misma.

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Por consiguiente, la tercera fase del «discurso social» de la Iglesia, que una vez más se ha desarrollado paralelamente a la evolución de la «cuestión social», está delimitada  por la confluencia de tres causas distintas relacionadas entre sí: la crisis de las ideologías, los procesos de mundialización y las adquisiciones doctrinales y pastorales del concilio.

1. La crisis de las ideologías La historia vivida y concreta de los últimos decenios del siglo XX ha desmentido clamorosamente las utópicas previsiones que las ideologías clásicas habían teorizado a riori en relación con el futuro de la sociedad. Las distintas «doctrinas», sometidas a los avatares de la historia, han entrado en crisis todas ellas, una detrás de otra, y hoy  prácticamente han sido abandonadas. La primera ideología clásica en ser desmentida ha sido el liberalismo, el cual, nacido con la primera revolución industrial, había conocido un desarrollo extraordinario, sobre todo en el siglo XIX. El del liberalismo fue el primer «muro» en caer, con la crisis de 1929 (¡Wall Street significa precisamente «calle del muro»!). Es cierto, sin embargo, que la vieja ideología manchesteriana ha demostrado poseer la capacidad de corregirse, dando vida a formas sucesivas de neoliberalismo. Luego les llega el turno de ser desmentidos al fascismo y al nazismo. A decir  verdad, sin embargo, estas dos ideologías totalitarias nacieron tarde y murieron pronto,  barridas por la Segunda Guerra Mundial sin haber tenido tiempo siquiera de arraigar   profundamente. Más tarde, en orden cronológico, entró también en crisis la llamada «ideología católica»; una ideología –para entendernos– que, nacida como tercera vía entre el liberalismo y el socialismo, había elaborado un modelo alternativo de «sociedad cristiana», deduciéndolo a priori  (como habían hecho las otras ideologías) de los supremos principios de una visión doctrinal teórica. El definitivo desplome del «muro» católico fue sancionado en el plano histórico con el desarrollo de la sociedad secularizada y pluralista contemporánea y, en el plano de la reflexión teológica, por las adquisiciones de la eclesiología del concilio.

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Finalmente, la última y a la que más le costó morir fue la ideología marxista. La caída del «muro» de Berlín se habría verificado materialmente en 1989, pero la agonía cultural y política del socialismo real, que precedió y preparó dicha caída, había durado casi treinta años. Dado que también la Iglesia jugó en ello un papel decisivo, es importante recordar los principales pasos de su intervención, que constituye uno de los capítulos más significativos de su reciente «discurso social».

2. Iglesia y marxismo: discernimiento y diálogo Los años 60 y 70 son un período de grandes cambios. La crisis incipiente de la ideología marxista y el concilio Vaticano II ponen en marcha una situación de muro contra muro, entre la Iglesia y el socialismo real, que parecía destinada a durar indefinidamente. Las primeras contradicciones internas del sistema comunista estallan en la segunda mitad de la década de los cincuenta. Comienza Kruschev en 1956, con la «desestalinización» decretada en el XX Congreso del PCUS [Partido Comunista de la Unión Soviética]. Al año siguiente, en 1957, estalla el conflicto ruso-chino, y por   primera vez Mao acusa a Moscú de revisionismo. El proceso Siniavskij-Daniel (1966) abre la fase del «disenso» en la URSS, seguido de los casos más clamorosos de Solzhenitsyn y, posteriormente, de Sájarov. Si bien todos fallidos, se multiplican en esta fase los intentos de llevar a cabo distintas formas de «socialismo real»: el «comunismo autogestionado» yugoslavo, la «primavera de Praga» (1968), el «socialismo humano» de Cuba, el «marxismo  parlamentario» de Allende en Chile. Las corrientes del socialismo europeo optan por la vía de la democracia occidental y se distancian de la ideología marxista. La primera en hacerlo es la socialdemocracia alemana en Bad Godesberg (1959); después se multiplican formas distintas del llamado «eurocomunismo» [1] . Mientras tanto, también la Iglesia cambia de actitud y pasa del encuentro violento a la verificación dialéctica, gracias a los progresos realizados por la renovación conciliar. En concreto, fue determinante la enseñanza de la encíclica  Pacem in terris de Juan XXIII (1963), con su distinción entre ideología y movimientos históricos: «No se pueden identificar –dice el papa– falsas doctrinas filosóficas sobre la naturaleza, el origen y el

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destino del universo y del hombre con movimientos históricos de carácter económico, social, cultural y político, aunque tales movimientos tengan su origen en tales doctrinas y se hayan inspirado y sigan inspirándose en ellas. Porque una doctrina, cuando ha sido elaborada y definida, ya no cambia. Por el contrario, las corrientes referidas, al desenvolverse en medio de condiciones mudables, se hallan sujetas forzosamente a un cambio continuo. Por lo demás, ¿quién puede negar que, en la medida en que se ajusten a los dictados de la recta razón y reflejen fielmente las justas aspiraciones del hombre, tales corrientes pueden tener elementos moralmente positivos dignos de aprobación? Por  las razones expuestas, puede suceder a veces que determinados contactos de orden  práctico, que hasta ahora parecían totalmente inútiles, sean hoy, por el contrario, realmente provechosos, o se prevea que pueden llegar a serlo en el futuro» [2] . Esta distinción habría llevado a los católicos a superar la visión meramente negativa y de condena frente a la actuación histórica de los distintos socialismos e incluso habría llevado a la Iglesia a preguntarse por la presencia de elementos positivos, que respondían a las justas aspiraciones de los hombres, en los movimientos históricos nacidos del marxismo. Semejante discernimiento era antes considerado imposible, debido al abierto enfrentamiento, sobre todo, en temas referentes a la naturaleza y la libertad de la confesión religiosa. En esta nueva posición de discernimiento se sitúa el concilio. La Gaudium et spes, aun absteniéndose de citar explícitamente al marxismo, rebate sin términos medios, ante todo, la condena del ateísmo sistemático: «Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, alejaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el poder   público» [3] . La referencia al comunismo es evidente. Por lo tanto –ratifica la Iglesia–, la ideología, si es errada, permanece siempre en el error y es inaceptable en el plano de los principios. No obstante –añade el concilio–, en el plano histórico es posible y necesario el diálogo. En efecto, «la Iglesia, aunque

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rechaza de manera absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo» [4] . Algunos años después, esta misma distinción entre ideología y movimientos históricos es retomada por Pablo VI en la Octogesima adveniens (1971), que –superando el anterior carácter genérico– la aplica ahora explícitamente a la confrontación entre cristianos y marxistas. Pablo VI rebate ante todo –también él– la inaceptabilidad de la ideología marxista: «El cristiano que desea vivir su fe en una acción política concebida como servicio no  puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos sustanciales, a su fe y a su concepción del hombre. No es lícito,  por tanto, favorecer la ideología marxista, su materialismo ateo, su dialéctica de violencia y su manera de reabsorber la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva. Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal» [5] . Sin embargo –prosigue Pablo VI–, frente a la evolución de numerosos movimientos históricos nacidos o inspirados por la ideología marxista, «se impone un atento discernimiento» [6]   para ver en qué medida una determinada forma histórica de socialismo ha evolucionado con respecto a la ideología original (esta sigue siendo su  patrimonio inspirador) y hasta qué punto un determinado movimiento histórico acepta y avala los valores fundamentales del hombre, «sobre todo los de libertad, responsabilidad y apertura a lo espiritual, que garantizan el desarrollo integral del hombre» [7] . Tal discernimiento –concluye la Octogesima adveniens – «permitirá a los cristianos precisar  el grado de compromiso posible» en las opciones concretas que conviene hacer, junto con todos los hombres, para la edificación de un mundo más justo [8] . A raíz de este cambio de actitud, en estos años de diálogo y de «confrontación» se inicia una serie de experimentaciones, no todas coherentes y aceptables, como en el caso del movimiento de «cristianos por el socialismo», que desde América Latina se difundió en Europa [9] . No obstante, más allá del juicio y de las reservas necesarias sobre una u otra experiencia y sobre las polémicas que de ellas se derivan, no se puede negar que

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contribuyeron al surgimiento de una serie de interrogantes teóricos y prácticos que contribuyeron notablemente a la superación definitiva de la ideología marxista [10] .

3. Los procesos de mundializació mundialización n La segunda causa que está en el origen de la época del diálogo (característica de la tercera fase del «discurso social» de la Iglesia) es, sin duda, la acentuación de los  procesos de mundialización, los cuales han abierto al mundo y al compromiso de la Iglesia «la perspectiva de la interdependencia universal» [11] . Esta nueva perspectiva planetaria de la «cuestión social» se debe, ante todo, a la revolución tecnológica, a la cibernética, a la automatización, a la calculadora electrónica, a la inteligencia artificial, a la era espacial. Todo lo cual ha propiciado una pregunta de fondo: ¿quiénVI– controlará a losfuente controladores? tecnocracia del mañana –denuncia con vigor Pablo puede ser de males «La no menos temibles que el liberalismo de ayer» [12] . Para evitar nuevas servidumbres se impone, por tanto, un nuevo orden mundial. De hecho, el efecto más revolucionario y difícil de controlar no lo constituye tanto el empleo, en todos los campos, de técnicas e instrumentos cada vez más sofisticados, hasta el punto de ocupar el lugar de una mano de obra cada vez más cualificada y conducir al hombre a metas hasta hace poco consideradas inalcanzables; lo realmente revolucionario reside, más bien, en el hecho de que el desarrollo tecnológico engendra una nueva cultura, una nueva concepción de las relaciones sociales, un modo nuevo de ver las cosas y la vida relacional. En suma, la tecnología, mucho más que una nueva organización del trabajo, es una nueva cultura que conlleva un radical replanteamiento no solo de la producción y sus sistemas, sino también del mundo y del hombre que en él trabaja. Por eso, junto a un nuevo orden económico, resulta igualmente necesario un nuevo orden jurídico mundial. La conciencia y el reconocimiento de los derechos fundamentales del hombre, tanto en el plano individual como en el de las relaciones internacionales entre los pueblos, han hecho madurar la necesidad de que tales derechos y tales relaciones sean tutelados por una autoridad supranacional, efectiva y no solo

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formal, de tal manera que se eviten nuevas formas de colonialismo y de abusos, y así favorecer el diálogo y la convergencia de las diversas y legítimas instancias, no solo en el plano de las relaciones entre las diferentes naciones, sino en el plano institucional  planetario. Al mismo tiempo, la era atómica (desde la dramática experiencia de Hiroshima hasta la no menos dramática de Chernobyl) ha hecho saltar por los aires no solo todas las defensas, sino el significado mismo de unos bloques militares opuestos. La paz y el acuerdo político entre los pueblos ya no pueden fundarse en el equilibrio de las armas o de los misiles, en el poder atómico, en el miedo. Se requiere, también aquí, una nueva cultura, difícil de realizar y, sin embargo, esencial: una cultura de paz, la única sobre la que hoy (después del final de las ideologías) puede prosperar un nuevo orden político mundial: «El desarrollo es el nuevo nombre de la paz» [13] . Finalmente, otro proceso de mundialización, que impone un nuevo orden  planetario, es el de la información y la comunicación. Tampoco en este caso se trata únicamente de nuevas y admirables aplicaciones tecnológicas. El verdadero problema es el de la difusión de las culturas, de conocimientos y de noticias a nivel de masas en  brevísimo espacio de tiempo (cuando no en tiempo real), que, así como puede llevar a una mejor comprensión entre los pueblos, puede también producir nuevas formas de colonialismo cultural y de degradación moral. Frente a estas dimensiones planetarias de la «cuestión social», la Iglesia no podía dejar de renovar profundamente su «discurso social». Y lo ha hecho revisando valientemente sus contenidos y su método a la luz de las adquisiciones doctrinales y  pastorales del concilio Vaticano Vaticano II. Juan XXIII, el desarrollo y la paz (Compendio Compendio,, nn. 94s.)

94.  Los años sesenta abren horizontes prometedores: la recuperación tras las devastaciones de la guerra, el inicio de la descolonización, las primeras tímidas señales de un deshielo deshielo   en las relaciones entre los dos  bloques, americano y soviético. En este clima, Juan XXIII lee en profundidad los «signos de los tiempos». La tiempos». La cuestión social se está universalizando y afecta a todos los países: países: junto a la cuestión obrera y la revolución industrial, se delinean los problemas de la agricultura, de las zonas en vías de desarrollo y del incremento demográfico, así como los relacionados con la necesidad de una cooperación económica mundial. Las desigualdades, advertidas precedentemente en el interior de las naciones, aparecen ahora en el plano

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internacional, manifestando cada vez con mayor claridad la dramática situación en que se encuentra el Tercer  Mundo. Juan XXIII, en su encíclica Mater encíclica Mater et magistra, magistra, «trata de actualizar los documentos ya conocidos y dar un nuevo paso adelante en el proceso de implicar a toda la comunidad cristiana» [I] . Las palabras clave de la encíclica son «comunidad» y «socialización»: la Iglesia está llamada a colaborar con todos los hombres en la verdad, en la justicia y en el amor, para construir una auténtica comunión comunión.. Por esta vía, el crecimiento económico no se limitará a satisfacer las necesidades de los hombres, sino que podrá promover también su dignidad.

95. Con la encíclica Pacem encíclica Pacem in terris Juan terris Juan XXIII pone de relieve el tema de la paz, en una época marcada por la  proliferación nuclear. La Pacem La  Pacem in terris contiene, terris contiene, además, la primera reflexión a fondo de la Iglesia sobre los derechos humanos; es la encíclica de la paz y de la dignidad de las personas. Prosigue y completa el discurso de la Mater la  Mater et magistra y, magistra y, en la dirección indicada por León XIII, subraya la importancia de la colaboración entre todos: es la primera vez que un documento de la Iglesia se dirige también «a «a todos los hombres de buena voluntad », », llamados a una «tarea inmensa: la de establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad La Pacem in terris humana bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad» [II] . La Pacem fija su atención en los  poderes públicos de la comunidad mundial , llamados a «examinar y resolver los  problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político y cultural» [III] . terris, el cardenal Maurice Roy, presidente de la Pontificia comisión En el décimo aniversario de la Pacem la Pacem in terris, «Justicia y Paz», envió a Pablo VI una carta acompañada de un documento con una serie de reflexiones sobre el valor de la enseñanza de la encíclica del papa Juan para iluminar los nuevos problemas vinculados con la  promoción de la paz.

[I] . CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientamenti Orientamenti..., ..., cit., n 23. [II] . JUAN XXIII,  XXIII, Pacem  Pacem in terris, terris, en AAS  en AAS  55  55 (1963) 301.  Ibid.,, 294. [III] . Ibid.

4. Las adquisiciones del concilio Las adquisiciones doctrinales y pastorales del Vaticano II han resultado decisivas para ustificar en el plano teológico el cambio metodológico del «discurso social» de la Iglesia exigido por las profundas transformaciones históricas. Sobre todo, con el concilio, ha llegado a su madurez la teología del laicado y de la autonomía de las realidades temporales, que en la  Rerum novarum  solo se hallaba en germen y que sucesivamente ha ido creciendo a través de las distintas etapas del «discurso social» de la Iglesia.

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En efecto, el concilio supera definitivamente la concepción clerical de la Iglesia,  por la que los laicos no tenían «otro derecho que el de dejarse conducir y, como dócil rebaño, seguir a sus pastores» [14] ; es decir, estaban obligados a seguir pasivamente las directrices de la autoridad eclesiástica en el campo social, siendo considerados como «auxiliares de la Iglesia» [15] . Una primera y clara afirmación de la responsabilidad y la autonomía de los laicos en su quehacer temporal se encuentra en la encíclica  Mater et magistra (1961) de Juan XXIII. El papa insiste en que «pasar a la acción» es un «deber que afecta sobre todo a nuestros hijos del laicado [...] en virtud de su estado de vida» [16] ; por ello –prosigue– es  preciso que los fieles laicos no solo sean profesionalmente competentes, sino que «desarrollen las actividades temporales según las leyes inmanentes a las mismas para conseguir eficazmente los respectivos fines» [17] . Actuando en coherencia con la conciencia rectamente formada y con la enseñanza de la Iglesia, los laicos deberán por  ello respetar siempre la laicidad del orden temporal. Dos años después, en la encíclica  Pacem in terris (1963), Juan XXIII reafirma la legítima autonomía de los laicos en el plano del compromiso social, hasta dejar que sea su conciencia la que decida acerca de la oportunidad o no de una eventual colaboración con quien no cree o con quien se adhiere a falsas concepciones de la historia: «Tal decisión –subraya la Pacem in terris –  – compete ante todo a quienes viven y actúan en los sectores específicos de la convivencia, en los que se plantean los problemas»; obviamente –no se cansa de repetir–, siempre con la debida coherencia y atendiendo dócilmente a las enseñanzas del magisterio» m agisterio» [18] . En este punto, Juan XXIII establece un importante principio como fundamento del «diálogo» universal a que son llamados hoy la Iglesia y los cristianos: «Importa distinguir siempre entre el error y el que yerra, aun cuando se trate de un error o un conocimiento inadecuado de la verdad en el campo moral y religioso»; más aún, «los encuentros y el entendimiento, en los distintos sectores del orden temporal, entre los creyentes y los que no creen, o creen de un modo inadecuado porque se adhieren a determinados errores, pueden ser la ocasión para descubrir la verdad y rendirle homenaje» [19] .

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El magisterio sucesivo hará suyas estas decisivas premisas pastorales y doctrinales, fundando en ellas el discurso sobre la necesidad del diálogo entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. Juan XXIII abrió el camino; Pablo VI dedicó al diálogo la primera encíclica de su pontificado,  Ecclesiam suam (1964); el concilio sancionó solemnemente esta resolución en la Gaudium et spes (1965). Así, cuando Pablo VI, reafirma que la Iglesia «debe llegar a dialogar con el mundo en el que vive, [que] la Iglesia se hace palabra, [que] la Iglesia se hace mensaje, [que] la Iglesia se hace diálogo» [20] , sus palabras encuentran un eco autorizado en el concilio: la Iglesia «no puede dar prueba más elocuente de la solidaridad, el respeto y el amor a toda la familia humana, en la que ella misma está inserta, que el diálogo con esta» [21] . Cuando Pablo VI insiste en que la Iglesia «debe estar dispuesta a apoyar el diálogo con todos los hombres de buena voluntad, dentro y fuera de su propio ámbito, [que] nadie es ajeno a su amor, [que] nadie resulta indiferente para su ministerio, [que] nadie que no quiera serlo es enemigo par ella [...]. [Que], por tanto, dondequiera que haya un hombre que trata de comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos comunicarnos con él» [22] , también de ello se hace eco el concilio: «Por lo que a nosotros respecta, el deseo de establecer un diálogo inspirado únicamente en el amor a la verdad [la Iglesia] no excluye a nadie, ni siquiera a quienes rinden culto a otros valores humanos, aunque no reconozcan a su Autor, ni tampoco a quienes se oponen a la Iglesia y la persiguen de cualquier manera» [23] . Y cuando Pablo VI no duda en admitir la existencia en el mundo moderno de valores auténticos comunes y no ajenos al evangelio, y afirma que «tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida, con todos sus dones y todos sus  problemas» [24] , vuelve de nuevo el concilio a hacerse eco: «La Iglesia no ignora los numerosos beneficios que ha recibido de la historia y de la evolución del género humano»; la Iglesia «puede atesorar y atesora el desarrollo de la vida social humana, no como si le faltara algo en la constitución que le ha sido conferida por Cristo, sino para conocer esta más profundamente, para mejor expresarla y para adaptarla más acertadamente a nuestros tiempos» [25] . La constitución pastoral Gaudium et spes

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(Compendio Compendio,, n. 96)

96. La constitución pastoral Gaudium et spes del spes del concilio Vaticano II constituye una significativa respuesta de la Iglesia a las expectativas del mundo contemporáneo. En esta constitución, «en sintonía con la renovación eclesiológica, se refleja una nueva concepción de lo que significa ser comunidad de creyentes y pueblo de Dios. Por eso ha suscitado un nuevo interés por la doctrina contenida en los documentos anteriores acerca del testimonio y la vida de los cristianos, como formas auténticas de hacer visible la presencia de Dios en el et spes esboza spescon  esboza de unayIglesia «íntimamente solidaria con aellagenero [I] . La ymundo» su historia» [II]Gaudium , que camina todaellarostro humanidad está sujeta, junto con el mundo, mismahumano suerte terrena, pero al mismo tiempo es «como fermento y alma de la sociedad humana, para renovarla en Cristo y transformarla en familia de Dios» [III] . La Gaudium et spes aborda spes aborda de manera orgánica los temas de la cultura, de la vida económico-social, del matrimonio y de la familia, de la comunidad política, de la paz y de la comunidad de los pueblos, a la luz de la visión antropológica cristiana y de la misión de la Iglesia. Y todo ello lo hace a partir de la persona y en dirección a la persona, «la única criatura terrena a la que Dios ha amado por sí misma» [IV] . La sociedad, sus estructuras y su desarrollo deben estar encaminados al «perfeccionamiento de la persona humana» [V] . Por   primera vez, el magisterio magi sterio de la Iglesia, al más alto nivel, ni vel, se expresa de manera tan ta n amplia sobre los diversos aspectos temporales de la vida cristiana: «Ha de reconocerse que la atención prestada por la Constitución a los cambios sociales, psicológicos, políticos, económicos, morales y religiosos ha estimulado cada vez más [...] la  preocupación pastoral de la Iglesia por los problemas de los hombres y el diálogo con el mundo» [VI] .

[I] . CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientamenti Orientamenti,, cit., n. 24. [II] . Gaudium et spes, spes, n. 1. [III] . Ibid .,., n. 40. [IV] . Ibid .,., n. 24. [V] . Ibid .,., n. 25. [VI] . CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientamenti  Orientamenti,, cit., n. 24.

5. Un «discurso» nuevo A la luz de las reflexiones hechas hasta aquí, se comprende el notable cambio metodológico del magisterio social de la Iglesia. Un cambio tan profundo en el modo de afrontar la «cuestión social» que, precisamente, nos lleva a admitir que la expresión «doctrina social» es más apta para referirse a las fases preconciliares del «discurso social», pero no ya a las posconciliares.

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Ya el papa Roncalli, si bien sigue hablando de «doctrina social», no lo hace en el mismo sentido que sus predecesores. La  Mater et magistra  propone explícitamente un modo distinto de enfocar la «cuestión social», la cual ha experimentado un profundo cambio: sin recurrir ya al método deductivo, que hacía derivar directamente de los supremos principios del derecho natural y de la revelación un modelo de «sociedad cristiana», corno «tercera vía» alternativa a otros modelos ideológicos; conviene, por el contrario –sugiere Juan XXIII– aplicar el método inductivo, en el que son esenciales tres momentos: «Reconocimiento de las situaciones; valoración de las mismas a la luz de los  principios (evangélicos) y de las normas (del magisterio); búsqueda y determinación de lo que puede y debe hacerse»; dicho de forma más breve e incisiva: hay que ver, juzgar y actuar» [26] . La encíclica  Pacem in terris, dos años después, es el primer documento social que aplica el nuevo método inductivo. El punto de partida no lo constituyen ya los principios teóricos del derecho natural y de la revelación, el reconocimiento de los «signos de los tiempos». Ciertamente, la palabra de Dios y la enseñanza del magisterio siguen siendo siempre el punto esencial de referencia para «interpretar» los desafíos planteados a la fe  por las transformaciones de la sociedad y para iluminar las opciones que convenga tomar; pero ya no en el sentido deductivo entendido corno antaño, sino dentro del nuevo método inductivo: ver, juzgar, actuar. Este mismo método inductivo en el campo social lo hace suyo el Vaticano II en la elaboración y redacción de la constitución pastoral Gaudium et spes  (1965), así como Pablo VI en la  (1967). Unos años después, en la carta apostólica  Populorum progressio   (1971), escrita con ocasión del octogésimo aniversario de la Octogesima adveniens  Rerum novarum, Pablo VI llega a codificar de manera oficial la adopción del nuevo método inductivo en materia de enseñanza social por parte de la Iglesia posconciliar: «Incumbe a las comunidades cristianas: (I) analizar con objetividad la situación de sus respectivos países; (II) iluminarla a la luz de las palabras inmutables del Evangelio, deducir principios de reflexión, criterios de juicio y directrices de acción en la enseñanza social de la Iglesia [...]; (III) descubrir –con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables y en diálogo con los demás hermanos cristianos y todos los hombres de buena voluntad– las opciones y los compromisos que conviene adoptar para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas» [27] .

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Es cierto que Juan Pablo II volvió a emplear la expresión «doctrina social», pero no hay duda alguna sobre el significado que él da a esta expresión en perfecta continuidad con la definición descriptiva de Pablo VI que acabamos de citar. De hecho, en la encíclica Sollicitudo rei socialis  (1987, con ocasión del vigésimo aniversario de la  Populorum progressio) Juan Pablo II aclara, ante todo, que «la doctrina social de la Iglesia no es una “tercera vía” entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos radicalmente contrapuestas, sino que constituye una categoría de por sí» [28] ; consiguientemente, hace suya la misma definición descriptiva de la enseñanza social de la Iglesia según el método intuitivo, en el sentido ya anticipado por Juan XXIII, hecho suyo por el concilio y claramente definido por Pablo VI. La doctrina social de la Iglesia –prosigue, en efecto, la Sollicitudo rei socialis –  conlleva, ante todo, identificar los «signos de los tiempos», el «ver» (que diría Juan XXIII): es «la esmerada formulación de los resultados de una cuidadosa reflexión sobre las complejas realidades de la existencia del hombre, tanto en la sociedad como en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial». En segundo lugar, la doctrina social de la Iglesia conlleva el «juzgar». En efecto –   prosigue la encíclica–, «su objetivo principal es interpretar tales realidades examinando su conformidad o disconformidad con lo que el evangelio enseña acerca del hombre y su vocación a la vez terrena y trascendente». Finalmente, comporta el «actuar». En efecto, la lectura de los «signos de los tiempos» a la luz del evangelio y del magisterio es practicada por las comunidades cristianas «para orientar el comportamiento»; lo cual explica –concluye Juan Pablo II–   por qué debe afirmarse que la doctrina social social de la Iglesia «pertenece [...] no ya al ámbito de la ideología, sino al de la teología, y en especial al de la teología moral» [29] . De este modo, ha madurado una nueva manera de organizar el discurso social de la Iglesia, como consecuencia, bien del final de las ideologías, bien de los grandes procesos de mundialización que se llevan a cabo en nuestro tiempo, bien de las importantes adquisiciones doctrinales y pastorales del concilio. Se ha abierto, pues, en los últimos decenios de nuestro siglo la gran fase del diálogo entre la Iglesia y el mundo contemporáneo, superando definitivamente tanto la ruptura y

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el clima de excomunión del pasado como la nostalgia de la «cristiandad perdida». La Iglesia está ahora proféticamente entregada a la evangelización del tercer milenio.

[1] . El Partido comunista italiano (el más fuerte del mundo occidental) manifiesta más claramente que otros los síntomas de la se crisis ideológica. la revisión del en juicio sobre la religión. Iniciada conseel Congreso de 1962, profundiza en elEsXIemblemática Congreso (1966) y culmina el XV Congreso (1979), en el que modifica el art. 5 del Estatuto del partido, depurándolo de los elementos residuales del marxismo-leninismo. [2] . JUAN XXIII,  XXIII, Pacem  Pacem in terris (11.04.1963), terris (11.04.1963), n. 159. [3] . Gaudium et spes, spes, n. 20. [4] . Ibid .,., n. 21. [5] . PABLO VI, Octogesima adveniens (14.05.1971), adveniens (14.05.1971), n. 26.  Ibid.,, n. 31. [6] . Ibid. [7] . Ibid . [8] . Ibid . [9] . Cf. B. SORGE,  Le scelte e le tesi dei «Cristiani per il socialismo» alla luce dell’insegnamento della Chiesa,, ElIeDiCi, Leumann 1974. Chiesa [10] . No sorprende, por tanto, que –después de una primera serie privada de encuentros entre católicos y marxistas, promocionados por la asociación católica alemana Paulus-Gesselschaft– se emprendiera un verdadero y  propio diálogo diál ogo oficial ofici al entre la Iglesia católica (representada por el e l Secretariado de los no creyentes) y el mundo marxista (representado por las Academias científicas de los diversos países del Este). Los encuentros tuvieron lugar en Lubiana (1984), sobre el tema Ciencia y fe; fe; en Budapest (1986), sobre el tema Sociedad y valores éticos; éticos; y en Kligenthal (1989), sobre el tema Civilización y construcción de la casa común europea. europea. Ya en 1986, después del Simposio Simposio de  de Budapest, el representante de la Santa Sede, monseñor Franc Rodé, escribía: «El hecho mismo de un encuentro a nivel oficial entre cristianos y marxistas nos parece significativo. Se han verificado puntos de convergencia: en el discurso marxista ha aparecido la noción de persona humana como bien supremo, con sus derechos a la vida, a la dignidad, a la libertad, a la paz y al trabajo. El ídolo de la “clase” parece así relegado a un segundo plano. Algunas certezas en el edificio del “socialismo científico” parecen zarandeadas. Hemos podido constatar importantes cambios en el planteamiento marxista ante el fenómeno religioso, y no podemos dejar de alegrarnos30s.). por ello» (F. R ODÉ, «Il simposio di Budapest su “società e valori etici”»:  Aggiornamenti Sociali [1/1987] socialis (30.12.1987), n. 9. [11] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (30.12.1987), [12] . PABLO VI,  VI, Populorum  Populorum progressio, progressio, n. 34. [13] . Ibid.  Ibid.,, n. 76.  (11.02.1906), en Tutte le enciclique dei sommi Pontefici, Pontefici, cit., 561. [14] . PÍO X, Vehementer  (11.02.1906), [15] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), anno (15.05.1931), n. 152. [16] . JUAN XXIII,  XXIII, Mater  Mater el magistra (15.05.1961), magistra (15.05.1961), n. 240. [17] . Ibid .,., n. 241. [18] . JUAN XXIII,  XXIII, Pacem  Pacem in terris (11.04.1963), terris (11.04.1963), n. 160. [19] . Ibid .,., n. 158. [20] . PABLO VI,  VI, Ecclesiam  Ecclesiam suam (06.08.1962), suam (06.08.1962), 192. [21] . Gaudium et spes, spes, n. 92.

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 VI, Ecclesiam  Ecclesiam suam (06.08.1962), suam (06.08.1962), 200. [22] . PABLO VI, [23] . Gaudium et spes, spes, n. 92. [24] . PABLO VI,  VI, Ecclesiam  Ecclesiam suam (06.08.1962), n. 91. spes, n. 92. [25] . Gaudium et spes, [26] . JUAN XXIII,  XXIII, Mater  Mater et magistra (15.05.1961), magistra (15.05.1961), n. 236. [27] . PABLO VI, Octogesima adveniens (14.05.1971), adveniens (14.05.1971), n. 4. socialis (30.12.1987), n. 41. [28] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (30.12.1987), [29] . Ibid .

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CAPÍTULO 5: 

La profecía La p rofecía (1978-2005)

Con el pontificado de Juan Pablo II (16 de octubre de 1978 – 2 de abril de 2005) –  después del brevísimo paréntesis de Juan Pablo I (26 de agosto – 28 de septiembre de 1978)–, la Iglesia vive una etapa profética. El papa Wojtyla no solo acoge y confirma las adquisiciones más recientes del «discurso social» de la Iglesia, sino que las elabora en un mensaje nuevo que, sin embargo, en continuidad con el magisterio anterior, abre este hacia los horizontes del tercer milenio cristiano. En efecto, la cuestión social trasciende las mismas dimensiones cuantitativas  planetarias, que habían visto a la Iglesia comprometida en la época del «diálogo»; y, sobre todo, ha llegado a ser un problema de «calidad» de vida. Los desequilibrios y los  problemas se han ampliado de tal forma que llegan a superar los límites materiales del mundo, hasta interesar a la vida humana en sí misma y en sus valores fundamentales, más allá de cualquier posible cuantificación. Hoy, la cuestión social es una cuestión de  paz o de distribución global, global, de calidad de vida o de muerte del hombre y de su hábitat . Frente a esta dimensión esencialmente cualitativa de los problemas, la Iglesia, más que nunca, «tiene una palabra que decir» [1] : en efecto, ¿acaso el plano de los valores y de las orientaciones ético-religiosas no es quizá su propio y específico plano? «No compete a la Iglesia –reafirma Juan Pablo II– analizar científicamente los cambios sociales; lo que sí considera su tarea es orientar esos cambios para que sea realidad un auténtico progreso del hombre y de la sociedad» [2] . Esta connatural opción ético-religiosa permite a la Iglesia dirigirse a todos indistintamente, más allá de las diferencias culturales y por encima de los diferentes sistemas políticos, económicos y sociales. Por eso, el «discurso social» de la Iglesia de

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hoy puede ser comprendido y compartido por creyentes y no creyentes, del Este y del Oeste, en los países en vías de desarrollo y en los desarrollados, y ofrece una aportación inestimable a la realización de un humanismo nuevo de cara a la sociedad del tercer  milenio. En las encíclicas sociales de Juan Pablo II se percibe cómo la Iglesia deja de prestar  tanta atención a los sistemas políticos y económicos para prestársela al hombre; cómo se desinteresa del aspecto cuantitativo de los problemas para interesarse por el aspecto cualitativo de los mismos. Hoy, la preocupación preponderante del «discurso social» de la Iglesia es restituir su significado a los valores en crisis (la vida, la familia, el trabajo), conferir un alma ética a la nueva sociedad, infundir a los nuevos pobres de la sociedad del bienestar la esperanza de un futuro mejor. En suma, con su discurso social, la Iglesia se propone hoy leer a la luz del evangelio los principales «signos de los tiempos» para deducir de ellos el sentido de la historia y establecer las bases de una nueva civilización del amor, junto con todos los hombres de  buena voluntad. Es decir, la Iglesia vive una fase profética. Su discurso social, en respuesta a los desafíos éticos fundamentales de nuestro tiempo, es esencialmente el anuncio «profético» del evangelio de la vida, del evangelio del trabajo y del evangelio de la caridad. La elección del cardenal Joseph Ratzinger para la sede de san Pedro con el nombre de Benedicto XVI (19 de abril de 2005) viene a confirmar y proseguir el anuncio  profético de Juan Pablo II.

1. El evangelio de la vida El desafío más radical de la crisis cualitativa, que constituye hoy el núcleo de la «cuestión social», es reconocer a la vida humana un valor no absoluto, sino únicamente relativo. Se considera, por tanto, que la vida humana puede confrontarse con otros valores y otros bienes importantes, como son la salud, el bienestar, el interés económico, la investigación y el progreso científico. Consiguientemente, se acepta que, en esta confrontación, el valor de la vida puede llegar a sucumbir frente a otros valores.

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Pero «la Iglesia no puede abandonar al hombre», clama Juan Pablo II desde su  primera encíclica:. De hecho, «el hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, el camino primero y fundamental de la Iglesia» [3] . Por el eso, el primer compromiso del discurso de humana la Iglesiajamás consiste en defender primado absoluto de la persona humana.social La vida podráhoy llegar  a ser un valor secundario. De ahí el compromiso del «discurso social» de la Iglesia de formar una conciencia nueva, de trabajar incansablemente en reconstituir un consenso generalizado en torno a la vida humana, entendida como un absoluto ético. Precisamente  por ello, el magisterio vuelve insistentemente, como nunca lo había hecho en el pasado, sobre el derecho a la vida como el principio y fundamento de todos los demás derechos: ¿de qué serviría garantizar el derecho a la libertad de conciencia, de palabra o de asociación, si luego se niega un valor absoluto al derecho a existir? e xistir? El verdadero problema es que el hombre ha perdido hoy el sentido de Dios; pero solo Dios, el Absoluto, puede fundamentar el valor absoluto del hombre, de su dignidad, de su libertad y de sus derechos. La historia ya ha mostrado ampliamente que el sentido de Dios y el sentido del hombre o están juntos o juntos desaparecen: «Cuando decae el sentido de Dios, también el sentido del hombre se ve amenazado y corrompido» [4] ; se instaura entonces un fatal «círculo vicioso: al perder el sentido de Dios, se tiende a  perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral [...] produce una especie de progresiva disminución de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvífica de Dios» [5] . La consecuencia es que pierden sentido la vida y las cualidades que la hacen específicamente «humana», incurriendo inexorablemente en un materialismo práctico degradante: «Los valores del ser son sustituidos por los del tener. Lo único que cuenta es conseguir el propio bienestar material. La llamada “calidad de vida” se interpreta,  principal o exclusivamente, como eficacia económica, consumismo desordenado, belleza y disfrute de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas –relacionales, espirituales y religiosas– de la existencia» [6] . Se explica así la paradójica situación en que se encuentra el mundo contemporáneo: «De un lado, las diversas declaraciones universales de los derechos del hombre [...]

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expresan la afirmación a escala mundial de una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o clase social. Por otra parte, y lamentablemente, a estas nobles declaraciones se contrapone en la realidad su trágica negación»; de modo que –concluye Juan Pablo II– «nuestras ciudades corren el peligro de dejar de ser  sociedades de “convivientes” para convertirse en sociedades de excluidos» [7] . A esta dramática crisis de sentido y de calidad humana de la existencia, la Iglesia responde hoy proféticamente con su discurso social, recordando que el hombre está llamado a una plenitud de vida que excede las dimensiones terrenas, económicas, sociales y políticas, para abrirse a la participación de la misma vida divina. Es la «cuestión antropológica».  Ni la Iglesia misma se asusta ya del rechazo al que se expone por el hecho de ir  contra corriente; en efecto, ella «sabe que este evangelio de la vida, recibido de su Señor, tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente o incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre, abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun en medio de dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rom 2,14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política» [8] . Lo cual explica por qué el discurso social de la Iglesia de los últimos decenios insiste tanto en la familia y en la necesidad de empezar a resolver la crisis del valor de la vida resolviendo la crisis de la familia. «Hay que volver a considerar a la familia como el santuario de la vida. Esta, en efecto, es sagrada, porque es el ámbito en que la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse de acuerdo con las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida» [9] . El evangelio de la vida

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(Compendio Compendio,, n. 231)

231. La  La familia fundada en el matrimonio es verdaderamente el santuario de la vida, vida, «el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta y puede desarrollarse de acuerdo con las exigencias de un auténtico crecimiento humano» [I] . La función de la familia es determinante e insustituible en la promoción y construcción de la cultura de la vida, contra la difusión de una «anticivilización destructiva, como lo demuestran hoy numerosas tendencias y situaciones de hecho» [II] .  Las familias cristianas, en virtud del sacramento recibido, tienen la peculiar misión de  ser testigos y anunciadoras del evangelio de  de  la vida. vida. Es este un compromiso que asume, en la sociedad, el valor de verdadera y valiente profecía. Por este motivo, «servir al evangelio de la vida conlleva que las familias, especialmente participando en asociaciones familiares, trabajan para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que lo defiendan y lo promuevan».

[I] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991), n. 39. [II] . JUAN PABLO II, Carta a las familias Gratissimum sane (1994), sane (1994), n. 13.

2. El evangelio del trabajo El fin del socialismo real no es la victoria del capitalismo. Si la historia ha demostrado que la respuesta del socialismo era equivocada, ello no significa que hayan desaparecido las contradicciones del capitalismo, para responder a las cuales había nacido el socialismo. Si, frente a los escombros del muro de Berlín, el mercado libre ha demostrado estar (al contrario que el socialismo) en condiciones de producir y distribuir  riqueza, sin embargo, algo debe de estar aún equivocado en el sistema capitalista, dado que en los países ricos de Occidente el hombre se ve a menudo excesivamente privado de su dignidad y es esclavo de necesidades ficticias que difunden insatisfacción y corrupción. El magisterio social de la Iglesia reconoce la justa función del lucro o beneficio, como indicador del camino acertado de la economía; pero el lucro no puede ser el único índice, el principal motor del desarrollo y de la producción, si resulta después que «las cuentas económicas están en orden, pero al mismo tiempo los hombres, que constituyen

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el patrimonio más precioso de la hacienda, son humillados y ofendidos en su dignidad» [10] . El reciente «discurso social» de la Iglesia identifica la causa más profunda de las contradicciones del capitalismo, que sobreviven a pesar del fin del socialismo, en el hecho desuque tambiénsignificado. el trabajo Es humano el caso del valor en depresencia la vida) ha  perdido verdadero decir, (como tambiénenaquí nos hallamos de una crisis cualitativa, de sentido, que se manifiesta en la fractura y en la contraposición artificial entre el hombre y su actividad creativa, entre el trabajo y el capital, entre el trabajo y la propiedad, entre el trabajador y la calidad de su vida. Desde el fenómeno de la aversión psicológica por el trabajo cotidiano hasta las formas más opresivas del colonialismo económico internacional, la pérdida de significado del trabajo humano representa ciertamente un componente fundamental de la crisis presente, junto con la  pérdida del sentido de la vida. Los interrogantes sobre el porqué del trabajo se entrecruzan con los interrogantes sobre el porqué de la vida: ¡cuántos trabajadores no ven en el trabajo más que una dura fatalidad y un puro medio para ganarse la vida, más que un bien para el crecimiento personal y social! Por otra parte, hoy nadie piensa que sea posible a priori elaborar un nuevo modelo socio-económico que sustituya a los ideales fallidos, si bien advertimos todos que es el momento propicio para sentar sus bases. Por tanto, en la óptica cualitativa y de búsqueda de sentido que caracteriza hoy la nueva fase de la «cuestión social», la Iglesia está convencida de poder ofrecer una clave resolutiva, anunciando a todos el evangelio del trabajo: «Si la solución o, mejor, la gradual solución de la cuestión social, que se presenta de nuevo constantemente y se hace cada vez más compleja, debe buscarse en la dirección de «hacer la vida humana más humana» (Gaudium et spes, 38), entonces la clave, que es el trabajo humano, adquiere una importancia fundamental y decisiva» [11] . Por eso, prosiguiendo el recorrido del camino del hombre, emprendido al inicio de su pontificado, Juan Pablo II llama la atención sobre el trabajo como aspecto fundamental de la vida humana, cuando precisamente la revolución tecnológica está modificando profundamente tanto el proceso productivo como las relaciones del trabajo con el hombre. La Iglesia es consciente de que hoy nos encontramos «en vísperas de

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nuevos desarrollos en las condiciones tecnológicas, económicas y políticas que, según muchos expertos, influirán en el mundo del trabajo y de la producción no menos de lo que influyó la revolución industrial en el siglo pasado» [12] . En semejante situación –  concluye Juan Pablo II– es urgente y necesario «que se descubran los nuevos significados del trabajo humano y se formulen asimismo los nuevos cometidos que en este campo se presentan» [13] . Ahora bien, el verdadero sentido del trabajo humano, que constituye el núcleo del evangelio del trabajo, se encuentra contenido en el siguiente principio: «Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente “Evangelio del trabajo”, que manifiesta cómo el fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es ante todo el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una  persona. Las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente, no ya en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva»; en suma: «ante todo, el trabajo está “en función del hombre”, no el hombre “en función del trabajo”» [14] . A la luz de este «evangelio del trabajo» es fácil comprender por qué el capitalismo (no menos que el socialismo) no puede ser la solución. Conviene, sin embargo,  prescindir de la visión meramente economicista y reconocer que el hombre es el verdadero sujeto de la producción. En la práctica, esto significa que el trabajo adquirirá su verdadero significado y su dignidad trascendente cuando se tengan en cuenta sus tres aspectos fundamentales. Ante todo, el trabajo ha de considerarse siempre tal como es en realidad, es decir, como un acto de la persona: «Como persona, el hombre es, pues, sujeto del trabajo. Como persona, trabaja, realiza diversas acciones pertenecientes al proceso del trabajo; y estas, con independencia de su contenido objetivo, han de servir todas ellas a la realización de su humanidad» [15] . En segundo lugar, hay que tener siempre en cuenta que el trabajo humano es un acto creativo, «es siempre una causa eficiente primaria, mientras que el capital, aun siendo el conjunto de los medios de producción, es tan solo un instrumento»: es decir, el capital «ha nacido del trabajo y lleva consigo las señales del trabajo humano» [16] . Esta  prioridad de la fatiga humana sobre el capital y sobre el proceso productivo en su conjunto es subrayado en el evangelio del trabajo, como consecuencia de la conciencia

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de que «mediante el trabajo, el hombre participa en la obra de la creación» [17] . Y no solo eso. El evangelio del trabajo nos permite saber que el sudor y la fatiga, compañeros inseparables de toda actividad humana, más que embrutecer al hombre, le hacen colaborador de Cristo –«el hombre del trabajo» por excelencia [18] – en su obra de liberación y redención de la humanidad [19] . También por ello destaca otro aspecto del trabajo que hay que tener siempre  presente: el hecho de que es siempre intrínsecamente un acto de solidaridad, tanto con respecto a los propios trabajadores como con respecto a todos los demás. Ahora bien, la solidaridad, como derivación del verdadero significado del trabajo humano, no deberá ser una «solidaridad en contra» de alguien, una solidaridad negativa, sino –por su propia naturaleza– una «solidaridad para», es decir, positiva y constructiva. «¿Qué justificación  –se pregunta el papa– tendría, de hecho, una solidaridad que se agotara en una lucha de oposición irreductible a los demás, en una lucha contra los demás? [...]. La solidaridad, que tiene su origen y su fuerza en la naturaleza del trabajo humano y, por tanto, en el  primado de la persona humana sobre las cosas, sabrá crear los instrumentos de diálogo y de colaboración» [20] . De este modo, el discurso social de la Iglesia, situándose más allá de los sistemas del socialismo y del capitalismo, después de haber identificado en el trabajo la clave esencial de la cuestión social, demuestra que, a la luz del evangelio del trabajo, es  posible devolver hoy al trabajo humano su verdadero significado y fundar sobre él una nueva solidaridad, abierta al encuentro con todo hombre de buena voluntad. El evangelio del trabajo (Compendio Compendio,, n. 269)

269.  A A partir de la Rerum novarum, la Iglesia no ha dejado jamás de considerar los problemas del trabajo como parte de una cuestión social que ha adquirido progresivamente dimensiones mundiales. mundiales. La encíclica  Laborem exercens  exercens  enriquece la visión personalista del trabajo característica de los documentos sociales  precedentes, indicando la necesidad de profundizar en los significados y compromisos que el trabajo conlleva,  poniendo de relieve el hecho de que «surgen siempre si empre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas esperanzas, pero también temores y amenazas relacionados con esta dimensión fundamental de la existencia humana, con la que se construye la vida del hombre cada día, de la que esta deriva su propia dignidad específica y en la que está contenida, a la vez, la medida constante de la fatiga humana, del sufrimiento y también del daño y la injusticia que penetran profundamente la vida social, tanto dentro de cada nación como a escala internacional» [I] . En efecto, el trabajo, «clave esencial» [II]  de toda la cuestión social, condiciona el

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desarrollo no solo económico, sino también cultural y moral, de las personas, de la familia, de la sociedad y de todo el género humano.

[I] . JUAN PABLO II,  II, Laborem  Laborem exercens, exercens, n. 1. [II] . Ibid .,., n. 3.

3. El evangelio de la caridad La caridad es el cemento que el cristiano introduce en la construcción de la ciudad del hombre: «La caridad edifica» (1 Cor 8,1), dice san Pablo. Y el concilio comenta: la  palabra de Dios nos revela «que Dios es amor, a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana es el mandamiento nuevo del amor. Por tanto, a quienes creen en la caridad divina les ofrece la certeza de que está abierta a todos los hombres la vía de la caridad y que no son en vano los esfuerzos por hacer realidad la fraternidad universal» [21] . La caridad cristiana va más allá de la mera filantropía, porque, de hecho, no consiste únicamente en la observancia de la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos» (Mt 7,12), y supera también el antiguo precepto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). Es importante establecer con claridad la naturaleza «nueva» y trascendente de la caridad cristiana: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros –  dice Cristo a los suyos–. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34), es decir, con el mismo amor sobrenatural de Dios que habita en vosotros. El testimonio de la verdadera caridad tiene el poder de hacer visible al Dios invisible: «A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios  permanece en nosotros, y su amor ha llegado llegado en nosotros a la perfección» (1 Jn 4, 4,12). 12). Esta enseñanza evangélica, confirmada por dos mil años de historia, explica la importancia decisiva que, especialmente en medio de la profunda crisis de nuestros días, la Iglesia atribuye al testimonio de la caridad, tanto para la credibilidad del anuncio cristiano («La caridad está en el centro del evangelio y constituye la gran señal que

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induce a creer en el evangelio» [22] ) como para la construcción de una sociedad a la medida del hombre. He ahí por qué Juan Pablo II, al señalar «los temas y orientaciones característicos, retomados por el magisterio en estos años» en su doctrina social, cita en primer lugar «la opción o amor preferencial por los pobres». En efecto, hoy –añade él–, «vista la dimensión planetaria que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar  de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin asistencia sanitaria y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor [...]. Nuestra vida diaria y nuestras decisiones en el campo político y económico –concluye el papa– deben estar marcadas por estas realidades» [23] . El discurso sobre la opción preferencial por los pobres abre necesariamente el discurso sobre el tema de la liberación cristiana: liberación de los pobres respecto de todas las formas de esclavitud, en especial de las «nuevas pobrezas» humanas y de las «estructuras de pecado», es decir, de situaciones estructurales de injusticia, cuyo peso recae sobre todo en los más débiles. Anunciar el evangelio de la caridad es luchar por la liberación de los pobres, de los oprimidos y de todos los marginados. De hecho, cuando es verdadera y auténtica, la caridad no puede dejar de incluir en sí misma el respeto y la promoción de la justicia. ¿Qué sentido tendría ofrecer a alguien la propia solidaridad gratuita, si al mismo tiempo hubiera que rechazar lo que le es debido por derecho? La lucha por la justicia ya es amor. Pablo VI definió el compromiso por la justicia como «la medida mínima de la caridad» [24] . Pero esto significa afirmar al mismo tiempo –añade Juan Pablo II– que «la justicia por sí sola no basta y que puede incluso conducir a la negación y al aniquilamiento de uno mismo si no se permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones» [25] . Y el papa indica la razón de esta necesidad de la caridad, a fin de que la justicia sea  plena: «La igualdad introducida mediante la justicia se limita al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos, mientras que el amor y la misericordia hacen que los hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es  propia» [26] .

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Así, coincidiendo con el anuncio del evangelio de la caridad, el discurso social de la Iglesia identifica en la necesaria síntesis entre justicia y solidaridad el instrumento decisivo para construir una nueva sociedad a la medida del hombre. Una aportación decisiva en esta dirección nos la ha ofrecido la primera encíclica de Benedicto XVI, , que concluye: afirmación según launa cualconcepción las estructuras justas harían  Deus caritaslasest obras superfluas de caridad«La esconde, de hecho, materialista del hombre: el prejuicio según el cual el hombre viviría “de solo pan” (Mt 4,4; cf. Dt 8,3), convicción que humilla al hombre y desconoce precisamente lo que es específicamente humano» [27] . El evangelio de la caridad (Compendio Compendio,, nn. 4-6)

4.  Al descubrirse amado por Dios, el hombre comprende la propia dignidad trascendente, aprende a no  sentirse satisfecho consigo mismo y a salir al encuentro del otro en una red de relaciones relaciones cada vez más auténticamente humanas. humanas. Los hombres renovados por el amor de Dios son capaces de cambiar las reglas y la calidad de las relaciones e incluso las estructuras sociales: son personas capaces de llevar paz allí donde hay conflictos, de construir y cultivar relaciones fraternas allí donde reina el odio, de buscar la justicia allí donde  predomina la explotación del hombre por el hombre. Solo el amor es capaz de transformar de modo radical las relaciones que los seres humanos tienen entre sí. Desde esta perspectiva, todo hombre de buena voluntad puede entrever los vastos horizontes de la justicia y del desarrollo humano en la verdad y en el bien.

5. El  El amor tiene ante sí un vasto trabajo al que la Iglesia quiere contribuir también t ambién con su doctrina social, que concierne a todo el hombre y se dirige a todos los hombres. hombres. Hay muchos hermanos necesitados que esperan ayuda, muchos oprimidos que esperan justicia, muchos desocupados que esperan trabajo, muchos pueblos que esperan respeto: «¿Cómo es posible que en nuestro tiempo haya todavía quienes mueren de hambre, quienes están condenados al analfabetismo, quienes carecen de la asistencia sanitaria más elemental, quienes no tienen techo bajo el que cobijarse? El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente si a las antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sinsentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social... ¿Podemos quedarnos al margen ante la perspectiva de un desequilibrio ecológico que ecológico que hace inhabitables y enemigas del hombre inmensas áreas del planeta? ¿O ante los problemas los problemas de la paz, paz, amenazada a menudo por la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al menosprecio de los derechos humanos fundamentales  fundamentales  de tantas personas, especialmente de los niños?» [I] .  El amor cristiano impulsa a la denuncia, a la propuesta y el compromiso con proyección cultural y social, a 6. El una laboriosidad eficaz que apremia, a cuantos sienten en su corazón una sincera preocupación por la suerte del hombre, a ofrecer su propia aportación. aportación. La humanidad comprende cada vez con mayor claridad que se halla vinculada por un destino único que exige asumir la responsabilidad en común, inspirada por un humanismo integral y solidario: solidario: ve cómo esta unidad de destino está a menudo condicionada e incluso impuesta por la técnica o por la economía, y percibe la necesidad de una mayor conciencia moral que oriente el

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camino común. Estupefactos ante las múltiples innovaciones tecnológicas, los hombres de nuestro tiempo desean ardientemente que el progreso esté orientado al verdadero bien de la humanidad de hoy y de mañana.

[I] . JUAN PABLO II,  II, Novo  Novo millenio ineunte, ineunte, (2001), nn. 50s.

4. Un «discurso» ecuménico Llegados a este punto, la evolución del discurso social de la Iglesia parece haber  alcanzado su madurez. No es ya una reflexión filosófica y teológica sobre las ideologías; tampoco se trata de la reflexión de un modelo prefabricado, de una «tercera vía»; ni siquiera se limita a ser un mero anuncio de una serie de principios generales. Es, por el contrario –como lo define Pablo VI– «una reflexión realizada en contacto con las cambiantes situaciones de este mundo, bajo el impulso del evangelio como fuente de renovación» [28] . Es, por tanto, un discurso ecuménico en el sentido etimológico del término, es decir, un discurso de valor universal. Las indicaciones de principio, los criterios de juicio y las orientaciones operativas expresadas por el magisterio, frente a una «cuestión social» que se ha convertido ya en un problema de calidad de vida, valen indistintamente  para todos y para todas las situaciones. situaciones. El discurso social de la Iglesia es, por tanto, «ecuménico», como «ecuménica» (esto es, universal y común) es la misma naturaleza de la crisis en la que se debate nuestro tiempo. En efecto –explica Juan Pablo II–, las causas que engendran y alimentan las situaciones de injusticia presentes en el mundo de hoy son «causas propiamente culturales, relacionadas con una determinada visión del hombre, de la sociedad y del mundo». Y concluye: «En realidad, en el centro de la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez se fundamenta y se realiza en el sentido religioso». Y, dado que «solo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición insustituible de la moralidad», una sociedad renovada solo podrá construirse en la verdad, es decir, gracias al encuentro entre el sentido moral y el sentido de Dios [29] . He ahí por qué la cuestión social ha llegado hoy a ser universal también en el plano cualitativo, como no lo había

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sido nunca: una verdadera cuestión «ecuménica» a la que la Iglesia no puede responder  si no es con un discurso universal o «ecuménico».  No obstante, el discurso social de la Iglesia se ha hecho también «ecuménico» en otro sentido: en el sentido técnico (por decirlo así), en cuanto que siempre implica también diversas una Iglesias cristianas y de alaslosotras confesiones religiosas.a los La hermanos necesidad dedelasencontrar respuesta común desafíos éticos universales del mundo contemporáneo, si bien, por una parte, impulsa a la humanidad hacia la unidad, por otra conduce a las Iglesias cristianas y a las distintas confesiones religiosas a buscar una verdad común en la que inspirar el nuevo proyecto de sociedad. En los últimos diez años, además, se han multiplicado las reuniones oficiales consagradas a profundizar el «discurso social» en sentido ecuménico, comenzando por el  primer encuentro, el de Asís (27 de octubre de 1986), querido por Juan Pablo II, para afrontar en un clima de oración el tema fundamental de la paz. De este modo, recorriendo de nuevo el extraordinario itinerario del «discurso social» de la Iglesia –iniciado por León XIII, continuado por los otros pontífices, renovado profundamente en los años del concilio y convertido hoy en «ecuménico»–, una cosa aparece segura y fuera de toda discusión: verdaderamente, la Iglesia «camina conjuntamente con toda la humanidad, experimenta la misma suerte terrena que el mundo y es como el fermento y, por así decir, el alma de la sociedad humana» [30] . Se trata, por ello, de ver más concretamente de qué modo y a través de qué  propuestas la enseñanza social de la la Iglesia ayuda al mundo a ser efectivamente mejor.

[1] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (30.12.1987), n. 41. [2] . JUAN PABLO II, Laborem  II, Laborem exercens (14.09.1981), exercens (14.09.1981), n. 1. 1.  II, Redemptor hominis (04.03.1979), n. 14. 14. [3] . JUAN PABLO II, Redemptor  II, Evangelium vitae (25.03.1995), vitae (25.03.1995), n. 22. [4] . JUAN PABLO II, Evangelium [5] . Ibid.  Ibid.,, n. 21. [6] . Ibid.  Ibid.,, n. 23.  Ibid.,, n. 18. [7] . Ibid. [8] . Ibid.  Ibid.,, n. 2. [9] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (01.05.1991), n. 39. [10] . JUAN PABLO II, Centesimus annus, annus, 35.

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 II, Laborem exercens (14.09.1981), exercens (14.09.1981), n. 3. [11] . JUAN PABLO II, Laborem [12] . Ibid.  Ibid.,, n. 1. [13] . Ibid., n. 2. [14] . Ibid., n. 6. [15] . Ibid . [16] . Ibid.  Ibid.,, n. 12. 12.  Ibid.,, n. 25. [17] . Ibid. [18] . Ibid .,., n. 26. [19] . Ibid .,., n. 27. [20] . JUAN  PABLO  II,  Discurso en la 68ª sesión de la Conferencia internacional del trabajo  trabajo  (Ginebra, 15.06.1982), en L’Osservatore en  L’Osservatore Romano (16.06.1982). Romano (16.06.1982). Con esta intervención suya, el papa se propone desarrollar   principalmente el tema de la solidaridad, introducido i ntroducido ya en la encíclica encíclica Laborem  Laborem exercens. exercens. [21] . Gaudium et spes, spes, n. 38. carità, n. 9, en ECEI  [22] . CEI, Evangelizzazione CEI, Evangelizzazione e testimonianza della carità, en ECEI  IV/2727. socialis (30.12.1987), n. 42. [23] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (30.12.1987), [24] . PABLO VI,  VI, Discurso  Discurso a los campesinos (Bogotá, campesinos (Bogotá, 23.08.1968), en L’Osservatore en L’Osservatore Romano (25.08.1968) Romano (25.08.1968) 3. [25] . JUAN PABLO II, Dives  II, Dives in misericordia (30.11.1980), misericordia (30.11.1980), n. 12.  Ibid.,, n. 14. [26] . Ibid.  XVI, Deus  Deus caritas est  (25.12.2005),  (25.12.2005), n. 28. [27] . BENEDICTO XVI, [28] . PABLO VI, Octogesima adveniens (14.05.1971), adveniens (14.05.1971), n. 42.  (06.08.1983), nn. 98s. [29] . JUAN PABLO II, Veritatis splendor  (06.08.1983), [30] . Gaudium et spes, spes, n. 40.

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CAPÍTULO 6: 

El giro de Benedicto XVI Caritas in veritate (2009)

La

caída del muro de Berlín, hace más de veinte años, puso fin a una confrontación/choque de casi tres siglos entre modelos de sociedad inspirados en ideologías diversas: la «democracia capitalista liberal», inspirada en la cultura liberal; el «socialismo real», inspirado en el marxismo; y la «nueva cristiandad», inspirada en la cultura judeocristiana (elaborada, sobre todo, por Jacques Maritain). En 1989 implosionó el modelo del «socialismo real»; en 2008, junto con la «burbuja financiera», estalló el «capitalismo liberal»; antes incluso había entrado en crisis el modelo de la «nueva cristiandad» (la llamada «tercera vía» entre el liberalismo y el socialismo), tanto a causa de la extensión del fenómeno de la secularización como de las adquisiciones doctrinales y pastorales del concilio Vaticano II. El vacío dejado por la crisis de las ideologías clásicas fue llenado por una nueva ideología «libertaria» y «tecnocrática» que, en el mundo globalizado, ha terminado por convertirse en el «pensamiento único» dominante. Benedicto XVI escribió la Caritas in veritate  para hacer frente a los muchos desafíos procedentes tanto de la difusión de este «pensamiento único» como de los  procesos de globalización [1] . La encíclica, que supone un giro en la historia centenaria de las encíclicas sociales, representa una especie de brújula o de carta magna  para afrontar el problema de fondo del siglo XXI: el de la elaboración de un nuevo modelo de desarrollo mundial, basado en un humanismo nuevo que lleve a los pueblos de la tierra a vivir unidos en el respeto de la diversidad. En la práctica, contribución de latecnocrática» encíclica es doble: 1) en primer lugar, contiene una crítica de fondola de la «ideología dominante; 2) en segundo lugar,

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recuerda algunos principios éticos, culturales y políticos de un humanismo nuevo, universalmente compartidos, sobre los que fundar el desarrollo humano integral de un mundo globalizado.

1. Crítica de la «ideología tecnocrática» dominan dominante te Cuando cayó el muro de Berlín, muchos gritaron: «¡Ha vencido el capitalismo!». El  primero en decir que eso no era verdad fue Juan Pablo II, que insistió insistió en el hecho de que, incluso después de la crisis del socialismo real, seguían en el mundo las injusticias y las discriminaciones denunciadas por León XIII y por los pontífices que le sucedieron: «La crisis del marxismo no elimina en el mundo las situaciones de injusticia y de opresión existentes, de las que se alimentaba el marxismo mismo, instrumentalizándolas» [2] . Ahora bien, con la Caritas in veritate, Benedicto XVI, sin quitar nada a la importancia histórica de la  Rerum novarum de León XIII, considera, sin embargo, más adecuada a los problemas sociales de hoy la encíclica  Populorum progressio  de Pablo VI. Por eso la toma como punto de referencia, hasta el punto de definirla como «la  Rerum novarum de la época contemporánea» (n. 8). De hecho –explica el papa–, tras el desmentido histórico del «socialismo real» y ahora también del «capitalismo liberal», la «cuestión social» ya no es la originaria de la «lucha de clases» entre proletarios y capitalistas, ni la del enfrentamiento entre modelos opuestos de economía marxista y liberal, ni la búsqueda de una distribución equitativa de los recursos entre el norte y el sur del mundo. La cuestión social se ha convertido hoy en «cuestión antropológica». El desafío consiste, sobre todo, en el modo de concebir la vida humana, que –a través del recurso a las biotecnologías de que dispone el hombre– puede ser manipulada de mil modos: desde la fecundación in vitro hasta la investigación sobre los embriones, la clonación y la hibridación humana. A saber: ha acontecido que, en lugar de las ideologías políticas de los siglos XIX y XX, ha tomado fuerza una cultura libertaria, la nueva «ideología tecnocrática». Hoy en día, el hombre está como embriagado del poder de que dispone. Gracias a la ciencia y a la técnica, «tiene la errónea convicción –escribe Benedicto XVI– de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad [...]. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por 

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sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social» (n. 34). En sustancia, la cultura tecnológica dominante infravalora el hecho de que la sociedad humana es una comunidad de seres que se relacionan entre sí, y la considera más bien rebaño de sí individuos anónimos unos junto a otros, cada unoestando de los cuales no como piensaunmás que en mismo. En consecuencia, el juicio ético sigue subordinado a la eficiencia, a la innovación tecnológica y al consenso social, sin ninguna referencia a los valores arraigados en la misma persona humana, en su conciencia moral y religiosa. Vuelve la tentación de siempre: ¿qué necesidad tenemos de Dios, si el hombre se basta a sí mismo y se puede liberar con sus propias manos? ¿Por qué insistir  en el hombre «imagen y semejanza de Dios», cuando la técnica me permite clonarlo en el laboratorio a mi imagen y semejanza? Pero no es así –responde la encíclica–: «En efecto, el verdadero desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado  plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la  persona considerada en la globalidad globalidad de su ser» (n. 70). Y Benedicto XVI concluye: concluye: «Sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es» (n. 78). Dicho con otras palabras, el vicio de fondo del «pensamiento único» tecnocrático dominante se encuentra en su intrínseco materialismo utilitarista, a saber: en considerar  que solo tiene valor lo que es «eficaz»; que vale más y «rinde» más en términos de  productividad y de desarrollo económico lo que obtiene mejores resultados: la llamada «política del hacer». A esta cultura es preciso oponerle –dice la encíclica– una concepción humana integral del desarrollo, un nuevo humanismo, basado en algunos  principios esenciales de naturaleza naturaleza ética, cultural y política.

2. Principios éticos, culturales y políticos de un nuevo humanismo Benedicto XVI recuerda a continuación algunos principios fundamentales, compartibles  por todos y universales, de un nuevo humanismo integral que permite, por un lado, superar la ideología tecnocrática dominante y, por otro, llevar a cabo un desarrollo verdaderamente humano para el mundo globalizado del siglo XXI. Esos principios

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corresponden: a) unos al plano ético; b) otros al plano cultural y social; c) otros, por  último, al plano político.

a) En el plano ético: «libertad responsable» La encíclica Caritas in veritate insiste en los principios éticos. Parte de un presupuesto, del concepto de progreso humano como «vocación», evocado ya por Pablo VI en el número 42 de la  Populorum progressio: «No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana». Benedicto XVI comenta: «Pablo VI nos ha querido decir, ante todo, que el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación: “En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación”» (n. 16). Sobre este presupuesto construye el papa la Caritas in veritate. Y lo hace partiendo de la verdad incontrovertible de que la vida es algo que recibimos, es un «don». Nadie se la puede dar a sí mismo. Toda persona es esencialmente un ser «llamado a la vida» (un proyecto de Dios), una «vocación» que se debe acoger con gratitud y se debe realizar libre y responsablemente: «Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo  plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32)» (n. 1). La verdad es esta: todos estamos «llamados a la vida» (Dios es Padre de todos); por consiguiente, todos somos hermanos (hijos del único Padre). Esta relación inescindible entre verdad (única paternidad) y caridad (fraternidad universal) es el concepto clave fundamental –innovador– sobre el que se apoya todo el documento: todo hombre (creyente o no creyente) está llamado a realizar la «sorprendente experiencia de un doble don (de la gratuidad): la caridad y la verdad. El hombre ha sido hecho para el amor y para la verdad. Esto hace a la persona humana esencialmente un ser-en-relación. «La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida, debido a una visión de la existencia que antepone a todo lo demásyladesarrolla productividad y la utilidad. El ser humano para la el don, el cual manifiesta su dimensión trascendente» (n. está 34).hecho También

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verdad es un don más grande que nosotros, nos precede como el don de la caridad, «no es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe» (ibid ..). ). Y concluye el papa: «Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya  barreras o confines» (ibid ..). ). Esta categoría de la «relación» nos lleva a descubrir que «la criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más auténticamente las vive, tanto más madura también en su identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose, sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. [...] Esto vale también para los pueblos» (n. 53). La clave de la encíclica se encuentra en esta premisa ética, válida para todos indistintamente (creyentes, diversamente creyentes o no creyentes): nadie puede hacer, si antes no recibe. Esa es la razón por la que Dios no puede ser expulsado de la conciencia humana. El hombre está hecho para la verdad y para el amor, y Dios –que es verdad y amor– es la única respuesta posible no solo a las expectativas de la inteligencia (verdad), sino también a las expectativas del corazón (amor). Así pues, la «caridad en la verdad» no es solo la esencia del anuncio cristiano, sino también la respuesta a las expectativas naturales de la razón y de la conciencia de toda  persona humana. En consecuencia, si queremos que las relaciones humanas sean sólidas  –no solo las personales «privadas» (de amistad, familiares o de grupo), sino también las «públicas» (sociales, económicas y políticas)–, deberán basarse en una «caridad» que sea también «verdadera».

 Desde el punto de vista práctico práctico –dice la encíclica– será menester, por tanto, educar  en la libertad responsable. Si el desarrollo humano integral es respuesta del hombre a su vocación trascendente, es necesario que el progreso sea siempre conforme a la dignidad del hombre, es decir, que sea libre y responsable. Dice Benedicto XVI: «La vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El desarrollo humano integral supone la  libertad responsable  de la persona y de los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana» (n. 17). Por consiguiente, no hay desarrollo integral sin el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, de su libertad y responsabilidad:

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«Solo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano; solo en un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada» (ibid ..). ). Así pues, si el verdadero progreso consiste en la realización libre y responsable de la vocación que el hombre ha recibido, de ahí se sigue que el «desarrollo humano integral» no puede dejar de hacer referencia a Aquel que llama; es decir, no puede ser  más que trascendente. Esta es la razón por la que Dios y la religión no pueden ser  excluidos del horizonte humano.

b) En el plano socio-cultural: «fraternidad» El mundo se va unificando. Juan Pablo II ya había llamado la atención sobre el fenómeno de la globalización: «En este mundo, dividido y turbado por toda clase de conflictos –escribía ya el papa en 1987–, aumenta la convicción  de una radical   y, moral. por consiguiente, de que unaantes,   necesaria la asuma y interdependencia  solidaridad  traduzca en el plano Hoy quizá más los hombres se danque cuenta de tener  un destino común que construir juntos, si quieren evitar la catástrofe para todos» [3] . Ahora bien, Benedicto XVI dedica la encíclica Caritas in veritate precisamente al mundo que se globaliza. De hecho, la globalización no es únicamente un fenómeno económico y financiero; se ha convertido sobre todo en un fenómeno social y cultural. Con la libre circulación de bienes, servicios, capitales y trabajo entran en circulación también las ideas, se difunden culturas y mentalidades diversas, se propagan estilos diferentes de vida; por eso la globalización produce cultura y es ella misma una cultura: un modo nuevo de comprender el trabajo humano, de plantear las relaciones sociales. El peligro reside, por tanto, en que, en medio del vacío de ideales y principios éticos que ha seguido a la crisis de las culturas y al final de las ideologías, la lógica tecnocrática  prevalezca sobre cualquier otra y se imponga como cultura hegemónica: «Después de la caída del sistema colectivista en Europa central y oriental, con sus importantes consecuencias para el tercer mundo –avisaba ya Juan Pablo II–, la humanidad ha entrado en una nueva fase, en la que  parece que la economía de mercado ha conquistado virtualmente el mundo entero. Esto no solo ha producido una creciente interdependencia de las economías y de los sistemas sociales, sino también una difusión de nuevas ideas filosóficas y éticas basadas en las nuevas condiciones de trabajo y de vida que están

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introduciéndose en casi todas las partes del mundo. [...] Una de las preocupaciones de la Iglesia con respecto a la globalización es que se ha convertido rápidamente en un fenómeno cultural.  El mercado como mecanismo de intercambio se ha transformado en el instrumento de una nueva cultura. [...] El mercado impone su modo de pensar y de actuar e imprime su escala de valores en el comportamiento» [4] . Es evidente, efectivamente, que la nueva cultura libertaria y la ideología tecnocrática, dejadas a sí mismas y privadas del alma ética, favorecen el egoísmo, la falta de solidaridad y la fragmentación social, ensanchan el foso entre ricos y pobres y crean nuevas formas de colonialismo cultural. Al mismo tiempo, sin embargo, no cabe duda de que la globalización ofrece asimismo nuevas y extraordinarias perspectivas de crecimiento no solo económico, sino social y cultural: puede servir para una mayor comprensión entre los pueblos, para la  paz, para el desarrollo, para la promoción de los derechos humanos. Por consiguiente, «la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella» [5] . Así pues, no ha de ser sobrevalorada, como si fuera la panacea de todos los males, ni debe ser demonizada, como si fuera el origen de dichos males. Con todo, ha de ser  orientada de una manera responsable al servicio del hombre, al desarrollo humano de todos. Solo una «globalización solidaria» evitará que nazcan nuevas esclavitudes, peores que las antiguas, y que los pobres se vean despojados de lo más precioso que tienen, a saber: de su propia cultura y de su misma libertad.

 Desde el punto de vista práctico  –dice la encíclica– será preciso comprometerse  para dar un alma solidaria a la globalización, haciendo crecer la fraternidad . También en este punto se remite Benedicto XVI a una afirmación de Pablo VI, según el cual el desarrollo, para ser verdaderamente humano, tiene necesidad de la fraternidad. «El mundo está enfermo. Su mal no radica tanto en la esterilización de los recursos y en el acaparamiento de estos por parte de algunos cuanto en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» [6] . Benedicto XVI hace suya esta perspectiva de Pablo VI. Las graves situaciones de subdesarrollo denunciadas por Pablo VI –comenta el papa Ratzinger– siguen  persistiendo aún, si es que no se han agravado todavía más, en el mundo globalizado;  pensemos, por ejemplo, en la actividad financiera mal utilizada de manera

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 predominantemente especulativa, en los flujos migratorios dramáticamente abandonados a sí mismos, en la explotación desordenada de los recursos de la tierra, en la corrupción y en la ilegalidad (cf. n. 21). Esta es la prueba –afirma– de que sin «caridad en la verdad» no se da la fraternidad ni un desarrollo verdadero, humano e integral; es la demostración de que las estructuras económicas y las instituciones (cuya importancia no niega nadie) no bastan por sí solas, si falta la atención a los componentes humanos y humanizadores del desarrollo. Aquí se encuentra precisamente el límite de la ideología tecnocrática. En efecto –  continúa Benedicto XVI–, los hombres nunca podrán realizar por sí solos la verdadera hermandad: «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad»; el motivo es que no se puede prescindir del hecho de que esta –concluye el papa– «nace de una vocación trascendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna» (n. 19).

c) En el plano político: «reciprocidad» En el plano político, el debilitamiento del sentido de la dignidad de la persona, del espíritu de solidaridad y de la responsabilidad de los ciudadanos, a causa de la difusión del «pensamiento único» y de la ideología tecnocrática, ha puesto en crisis la «democracia representativa», que había permitido a los países europeos resurgir de las matanzas materiales y morales después de la Segunda Guerra Mundial. La razón es que la cultura libertaria dominante corroe los pilares en que se asienta la democracia: la dignidad de la persona, la solidaridad y la subsidiariedad responsable. La persona es reducida a individuo; la solidaridad, a mero formalismo legal; y la participación de los ciudadanos se ve cada vez más restringida por formas de «autoritarismo democrático». Ahora bien, los valores en que se basa la democracia no los crea el Estado, que, más  bien, los encuentra, los tutela y los coordina en vistas al bien común. Es decir, los valores están antes que la libre organización de la sociedad; no dependen de mayorías  políticas provisionales y cambiantes, sino que están inscritos en la conciencia de cada hombre y, en cuanto tales, constituyen un punto de referencia normativo para la misma

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ley civil. Son los mismos valores éticos fundamentales, recibidos también en las Cartas magnas internacionales de los derechos humanos, sancionadas por la ONU y por el art. 17 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), que actualiza el instituyente de Roma, presentado en Lisboa en el año 2007 y que entró en vigor en 2010, unto con el Tratado de la Unión Europea (TUE), que actualiza el de Maastricht. De vez en cuando, se pone en tela de juicio uno u otro de estos valores (aun cuando sea con el consenso de la «mayoría»), menoscabando el ordenamiento democrático en sus fundamentos. Existe el peligro de que la democracia, privada de su alma ética, se transforme, paradójicamente, en instrumento de opresión y abra el camino a formas de totalitarismo enmascarado, a una absurda «democracia totalitaria».

 Desde el punto de vista práctico –dice la encíclica– será preciso aplicar el principio de la «reciprocidad». Esta última, en un primer sentido, significa que las opciones  políticas y las reformas se han de afrontar en el plano político desde una perspectiva interdisciplinar, conectando los diferentes aspectos del desarrollo en una visión de conjunto. «La valoración moral y la investigación científica –remacha la Caritas in veritate – deben crecer juntas, y [...] la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar armónico, hecho de unidad y diferenciación. La doctrina social de la Iglesia, que tiene “una importante dimensión interdisciplinar ”, ”, puede desempeñar en esta perspectiva una función de extraordinaria eficacia» (n. 31). Es típico el discurso sobre los derechos humanos, todos ellos conectados entre sí: los derechos individuales no pueden ser desvinculados de una visión global de los derechos y los deberes, porque de otro modo la reivindicación de los derechos se convierte en ocasión para mantener los privilegios de unos pocos: « los derechos resuponen deberes, sin los cuales se convierten en algo arbitrario » (n. 43). Para poner  un ejemplo: en lo que respecta al trabajo, es preciso saber conciliar los intereses de los trabajadores con los del capital; es menester hallar el justo equilibrio entre el trabajo existente (el de quien trabaja) y el trabajo inexistente (el de quien está en paro), entre las exigencias de la producción y las exigencias del medio ambiente, entre los derechos de los trabajadores y el respeto a los derechos de los usuarios de servicios, entre las exigencias de las personas ancianas y las de los jóvenes.

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Sobre todo –insiste Benedicto XVI–, es necesario tener siempre presente en política la estrecha conexión (o «reciprocidad») que existe entre la ética personal y la ética social. Cuando la ética personal se aleja de la ética social, se producen fenómenos de degradación como los que hoy afectan a la política, a las finanzas y a la economía: « El  desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes olíticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se requiere tanto la preparación profesional como la coherencia moral» (n. 71). Así las cosas, la «reciprocidad» tiene también un segundo sentido  sobre el que vuelve el papa una y otra vez: un progreso integralmente humano no puede prescindir de la contribución de la conciencia religiosa. En esta «reciprocidad» concuerda hoy también la cultura laica. Una de las grandes apuestas de la Ilustración había sido en el sentido de que la democracia liberal se autoalimentaría autónoma y espontáneamente, sin necesidad de aportaciones externas. Pues bien, esta apuesta ha fracasado. La democracia –reconoce . Bobbio– ha demostrado que no está en condiciones de alimentarse de manera espontánea, que no es autosuficiente [7] . También Jürgen Habermas –retomando el «teorema» de Ernst-Wolfgang Böckenförde, según el cual el Estado no puede generar   por sí mismo las condiciones para su propia existencia, sino que tiene necesidad de  presupuestos externos– llega a sostener que es necesaria la religión para recivilizar la modernidad: la religión, traducida políticamente en lenguaje laico, puede ayudar a la sociedad europea a conservar sus propios recursos morales [8] . Y se comprende. En efecto, la democracia es un instrumento, un método; no puede ser autosuficiente, no tiene en sí misma las raíces de las que alimentarse. En consecuencia, el problema más urgente para salir de la crisis actual es ayudar a la democracia a recuperar su fundamentación ética, que a su vez –como ya explicara B. Croce, el patriarca de la cultura liberal– se apoya necesariamente en el sentido religioso [9] . A este respecto, es emblemática la consonancia que muestra Nicolas Sarkozy, el  presidente de la laicísima Francia: «Es legítimo para la democracia y respetuoso con la laicidad –dijo al recibir al papa en París en septiembre de 2008– dialogar con las religiones. Estas, y en particular la religión cristiana, con la que compartimos una larga historia, son patrimonios vivos de la reflexión y del pensamiento, no solo sobre Dios, sino también sobre el hombre, sobre la sociedad, y también sobre esa preocupación que hoy es central: la naturaleza y la tutela del medio ambiente. Sería una locura privarnos de

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las religiones, un atentado contra la cultura y contra el pensamiento. Por este motivo, reivindico una laicidad positiva. Una laicidad que respete, una laicidad que reúna, una laicidad que dialogue. Y no una laicidad que excluya y que denuncie. En esta época, en que la duda y el repliegue sobre nosotros mismos ponen a nuestras democracias ante el desafío de responder a los problemas de nuestro tiempo, la laicidad positiva ofrece a nuestras conciencias la posibilidad de llegar a un intercambio de opiniones, más allá de las creencias y los ritos, sobre el sentido que queremos dar a nuestra existencia. La  búsqueda de sentido». La encíclica Caritas in veritate insiste mucho en la relación de «reciprocidad» entre religión y progreso de la humanidad. ¿Cómo proceder en la práctica? La respuesta se encuentra en el diálogo fecundo y en la provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa: « La razón necesita siempre siempre ser purificada por la ffee, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre

necesidad de ser purificada por la razón  para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad» (n. 56). En conclusión, «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende “de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados”. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a la medida del hombre, de su dignidad y de su vocación» (n. 9). La contribución específica de la Iglesia al desarrollo humano integral consiste en promover un humanismo trascendente, que evite a la humanidad globalizada caer en «una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre la praxis» (ibid ..). ).

[1] . BENEDICTO XVI, Caritas in veritate (2009); veritate (2009); los números entre paréntesis citados en el texto se refieren a esta encíclica. annus (1991), n. 26. [2] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991), [3] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (1987), socialis (1987), n. 26. Sociales  (27 de abril de 2001): [4] . JUAN  PABLO  II,  Discurso a la Pontifica Academia de las Ciencias Sociales   Aggiornamenti Sociali 6 Sociali 6 (2001), 525s. [5] . Ibid .,., 526.  VI, Populorum  Populorum progressio (1967), progressio (1967), n. 66. [6] . PABLO VI,

 

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democrazia, Einaudi, Torino 1984 (trad. esp.: El democracia, esp.:  El futuro de la democracia, [7] . N. BOBBIO,  Il futuro della democrazia, Plaza & Janés, Barcelona 1985). [8] . Cf. J. R ATZINGER    – J. HABERMAS,  Ragione e fede in dialogo, dialogo, editado por G. Bosetti, Marsilio, Venezia ATZINGER  – 2005 (trad. esp.: Entre esp.: Entre razón y fe. Dialéctica de la secularización secul arización,, Fondo de Cultura Económica, México 2008). morale, cap. XXII: «Fede e programmi», Laterza, Bari 1955, 161.166 [9] . Cf. B. CROCE, Cultura e vita morale, (trad. esp.: Cultura y vida moral , Universidad Nacional de Lanús, Buenos Aires 2011).

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Segunda parte: 

La propuesta social de la Iglesia

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CAPÍTULO 7: 

Del discurso a la propuesta social

El evangelio no es un libro para leer. Es un libro para vivir. No es anunciado ni está escrito únicamente para iluminar las mentes y las conciencias, sino, sobre todo. para orientar la existencia. En consecuencia, el «discurso social» de la Iglesia, que traduce el evangelio en  principios de reflexión, en criterios de juicio y en orientaciones de acción, no quiere ser  ni puede seguir siendo un discurso abstracto. La lectura de «los signos de los tiempos» realizada por la Iglesia a la luz del evangelio no es un mero ejercicio teórico, sino que está orientada esencialmente a iluminar las opciones que deben tomarse. Inevitablemente, por tanto, el discurso social de la Iglesia se transforma en «propuesta social». En consecuencia, se equivocan quienes querrían reducir las intervenciones sociales del magisterio a un mero anuncio de algunos principios generales y nada más; y se equivocan también quienes, por el contrario, querrían ver en ellas  precisamente la propuesta de un modelo de de sociedad perfectamente acabado. Ciertamente –aclara Pablo VI–, la enseñanza social de la Iglesia es en sí misma dinámica y acompaña a los hombres en su búsqueda, si bien «no interviene para autentificar una determinada estructura y proponer un modelo prefabricado», «ni se limita siquiera a invocar una serie de principios generales»; al contrario, en virtud de su misma naturaleza de «reflexión hecha en contacto con las situaciones cambiantes de este mundo, bajo el impulso del evangelio», el discurso social de la Iglesia se traduce en «propuesta» ética y cultural y actúa, por ello, como verdadera y eficaz «fuente de renovación» [1] . Ello equivale a afirmar que también el discurso social de la Iglesia (como cualquier  otro «discurso») tiene su propio «sentido», su propio «significado». Se trata por tanto – 

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en este segunda parte– de poner de manifiesto cuál es exactamente el «sentido» de cien años de enseñanzas sociales de la Iglesia. ¿Existe un nexo lógico, una «propuesta social», que dé unidad a las múltiples intervenciones a través de las cuales el magisterio, de vez en cuando, ha iluminado los desafíos siempre nuevos de la historia con la luz del evangelio? En el centésimo aniversario de la  Rerum novarum, Juan Pablo II reafirmó solemnemente que «para la Iglesia el mensaje social del evangelio no debe considerarse una teoría, sino, ante todo, un fundamento y un estímulo para la acción» [2] . Es importante, por tanto, definir mejor las líneas de fondo y las motivaciones en que se apoya la «propuesta» social que hace la Iglesia a los cristianos (y a todos los hombres de buena voluntad), invitándoles a empeñarse valientemente en la construcción de una nueva sociedad.

1. Por qué una «propuesta social» Obviamente, lo primero que hay que preguntarse es: ¿en qué medida es necesaria y  posible una «propuesta social»? social»? Hay, sobre todo, una razón principal que fundamenta la necesidad de elaborar una  propuesta social en la que inspirar inspirar la construcción de la nueva soci sociedad. edad. En efecto, en la crisis de transición, en que se encuentra el mundo, la tentación más  perniciosa es la de sentirse urgido a encontrar soluciones inmediatas para los graves  problemas que nos agobian, perdiendo de vista el cuadro de conjunto, es decir, actuando sin un proyecto. Un indicio de este difuso «más o menos» lo constituye la tendencia a sobrevalorar  la importancia del «método» en relación con el «mérito» mismo de los problemas a afrontar. Por ejemplo, se sigue discutiendo interminablemente sobre la «ingeniería institucional y constitucional», ¡casi como si la naturaleza de los problemas consistiera sobre todo en el modo de afrontarlos! En realidad, si falta una cultura política sin un proyecto común de sociedad fundado en valores éticos ampliamente compartidos, ninguna «ingeniería política» (por más

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 perfecta que sea) será resolutiva. De ahí la urgencia de construir el más amplio consenso posible en torno a las líneas de fondo de una «propuesta social», es decir, en torno a los valores de una común «cultura ética política» que colme el vacío dejado por el fin de las ideologías. Estas, bien que mal, ofrecían principios, valores y orientaciones al compromiso de masas populares enteras; eran portadoras de otras tantas visiones de la sociedad en dialéctica entre sí. Su desaparición nos expone aún más a ese «relativismo ético» denunciado por Juan Pablo II, que «arrebata a la convivencia civil todo punto seguro de referencia moral», dejándola expuesta a todo tipo de peligros [3] . Sobre este gran problema de nuestro tiempo insiste mucho Benedicto XVI. Por tanto, concluida hoy la era ideológica, de muy poco serviría alcanzar un laborioso acuerdo sobre las estrategias políticas a seguir, si careciéramos de un amplio consenso sobre un proyecto común de sociedad a realizar. Esta es, por tanto, la verdadera dificultad de nuestro tiempo: ante el vacío de valores y de modelos que caracteriza negativamente estos comienzos del tercer milenio, es  preciso dar con una propuesta social convincente y ampliamente compartida en cuanto a los principios de fondo, los criterios de juicio y las prioridades operativas esenciales, a fin de resolver los problemas pendientes que el siglo XX ha dejado en herencia a las generaciones del tercer milenio. ¡A los nuevos desafíos que hoy nos implican a todos, hemos de dar todos juntos una respuesta nueva! Pero ¿en qué medida es esto verdaderamente posible?

2. La «propuesta social» de la Iglesia La Iglesia, por lo que de ella depende, con su discurso social ofrece una aportación decisiva al discernimiento que se hoy impone frente a las opciones a tener en cuenta a la hora de elaborar una nueva propuesta de sociedad, una nueva civilización. Sus enseñanzas sociales no proporcionan directamente ninguna solución técnica a los graves problemas que nos atenazan, pero sí ofrecen un fundamento moral, compartible por todos los hombres de buena voluntad, sobre el que es posible construir  untos el nuevo proyecto de un orden social más humano y fraterno.

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Todo el sentido del discurso social de la Iglesia se puede resumir precisamente en una «propuesta» concreta que Juan Pablo II formula del siguiente modo: «A la crisis de civilización hay que responder con la civilización del amor, fundada en valores universales de paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización» [4] . Esta propuesta no aspira en absoluto (como ningún otro tema) a restablecer una forma nueva de hegemonía cultural de la Iglesia, después de haber perdido la hegemonía  política con el fin del «régimen «régimen de cristiandad». La propuesta social de una «civilización del amor», contenida en el discurso social de la Iglesia, nace, en cambio, de la conciencia de que la misma Iglesia ha de saber  ofrecer su aportación específica (religiosa, ética y cultural), por cuanto que ella es experta en humanidad, siendo depositaria del misterio de Cristo Dios-Hombre, el cual «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» [5] . Ahora bien, el evangelio nos desvela precisamente que «Dios es amor, a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana es el mandamiento nuevo del amor»; por tanto –concluye el concilio Vaticano II–, estamos seguros de que «el camino de la caridad está abierto a todos los hombres, y que los esfuerzos tendentes a hacer  realidad la fraternidad universal no son inútiles», provengan de donde provengan [6] . Con su discurso social la Iglesia sigue insistiendo, desde hace más de cien años, en la visión del hombre y de la sociedad inspirada por la caridad, esto es, por la justicia y  por la solidaridad. Sin embargo, hoy, una vez que el «régimen de cristiandad» se puede considerar como definitivamente superado, tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista teológico, la Iglesia ya no tiene más dudas de que esta «propuesta» no es exclusivamente suya, sino que únicamente se hará realidad a través de un leal diálogo intercultural e interreligioso. Hoy en día, una nueva «propuesta social» solo puede ser resultado de un intercambio de valores culturales y espirituales, en virtud del cual cada uno ofrece y recibe. No se trata, pues, de imponer el proyecto propio, sino de realizar un encuentro –  fundado en el respeto al otro– para caminar juntos.

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En un rico y denso párrafo, la 34 a Congregación General de la Compañía de Jesús (el «Parlamento» de la Orden) comprometía a todos los jesuitas a trabajar por una  propuesta social cristiana a través de un sincero diálogo intercultural: «Un intento sincero –construido sobre el respeto y la amistad– de trabajar cristianos y no creyentes a  partir la experiencia una cultura y crítica, único punto de  partidadeque puede llegarcomún, a tenerenéxito. Nuestrosecular ministerio para esconel los ateos y los agnósticos, o será un encuentro entre iguales que dialogan sobre problemas comunes, o será inútil». Lo cual significa, en concreto, que el diálogo «se basa en compartir la vida, en un común compromiso en favor del desarrollo y la liberación del hombre, en profesar  unos mismos valores y participar conjuntamente en la experiencia humana. A través del diálogo, las culturas modernas y postmodernas pueden verse estimuladas a abrirse a enfoques y experiencias que, si bien arraigados en la historia humana, son nuevos para ellas» [7] . La civilización del amor (Compendio, Compendio, n.  n. 579)

579.  La esperanza cristiana imprime un fuerte impulso al compromiso en el campo social; infundiendo confianza en la posibilidad de construir un mundo mejor, conscientes de que no puede haber un «paraíso en la tierra»» [I] . Los cristianos, especialmente los fieles laicos, son exhortados a comportarse de tal modo que «la tierra fuerza del evangelio resplandezca en la vida diaria, familiar y social. Ellos demuestran ser hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y en la esperanza, aprovechan el tiempo presente (cf. Ef 5,16; Col 4,5) y esperan con perseverancia la gloria futura (cf. Rm 8,25). Pero no han de ocultar esta esperanza en el interior de su alma, sino que, por medio de la conversión continua y la lucha “contra quienes dominan este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal” (Ef 6,12), han de manifestarla también en las estructuras de la vida secular» [II] . Las motivaciones religiosas de tal compromiso pueden no ser compartidas; pero las convicciones morales que de ellas se derivan constituyen un punto de encuentro entre los cristianos y todos los hombres de buena voluntad.

 II, Mater  Mater et magistra, magistra, n. 40. [I] . JUAN PABLO II, [II] . Lumen gentium, gentium, n. 35.

3. El diálogo intercultural

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Aunque desde las más diversas instancias se insiste hoy en la necesidad del diálogo intercultural, es importante no hacerse ilusiones. No se trata de nada fácil. En efecto,  persisten muchas y muy serias dificultades, especialmente por lo que se refiere a la confrontación entre cultura cristiana y cultura laica, si bien la crisis espiritual de nuestro tiempo ha abierto, indudablemente, posibilidades inéditas. La mayor dificultad radica en el hecho de que también la cultura laica se pregunta  por los mismos m ismos temas que están en el centro del discurso social de la Iglesia (la relación entre razón, verdad y libertad; el sentido de la vida humana y de la historia), pero la  precomprensión de los problemas es diversa. diversa. Para la cultura laica, la razón es un absoluto; es ella la que hace la verdad y  permanece como criterio único e inapelable de la misma. La historia es puro «devenir», sin más significado que el que el hombre puede y quiera darle. Por tanto, todo lo que trasciende la razón a la inmanencia de la historia no interesa, sino que se considera no influyente. La consecuencia ineluctable es que, si no existe ninguna realidad absoluta, ni siquiera el hombre, ni siquiera su conciencia, entonces su dignidad y su vida son valores absolutos, pero relativos. En este punto, la libertad no es más que la posibilidad de satisfacer los propios deseos y de hacer lo que uno quiera, con el único límite del respeto a la libertad de los demás. Para la cultura cristiana, en cambio, la razón humana es capax Dei, está abierta a conocer la verdad que la trasciende, por la que está iluminada y que ella misma descubre y no crea. Libertad es, pues, sinónimo de responsabilidad en las opciones que toma el hombre, conformándose voluntariamente con la norma ética, la cual trasciende la conciencia de cada uno, si bien se encuentra naturalmente esculpida en ella. La historia,  por tanto, no es una casualidad, ca sualidad, sino un «designio» que realiza Dios con su Providencia, haciéndose servir también de la actividad libre e inteligente del hombre. Los acontecimientos históricos son ciertamente mudables y contingentes, pero existen también realidades y verdades absolutas e inmutables que dan continuidad y significado a las cambiantes vicisitudes de la historia humana. Esta divergencia de visiones sobre temas fundamentales ha generado una larga serie de incomprensiones y de enfrentamientos entre cultura laica y cultura cristiana. Por un lado, los hombres de Iglesia han sentido miedo de lo nuevo; solo con mucho retraso han

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comprendido que la tolerancia, la libertad de conciencia, de pensamiento y de prensa, la igualdad de todas las confesiones religiosas frente al Estado y otros «valores» de la moderna cultura laica no solo no eran contrarias al evangelio, sino que, por el contrario, se hallaban en sintonía con el espíritu del cristianismo. Por otra parte, sin embargo, es honesto subrayar que los representantes de la cultura laica moderna han hecho a menudo un uso impropio, ideológico, de la ciencia y de los nuevos valores de libertad,  pretendiendo deducir de ellos la negación de verdades religiosas. Por P or poner ejemplos de todos conocidos: se equivocaron, de una parte y de otra, bien sea en el caso Galileo, cuando la Iglesia pretendía deducir de la Biblia conclusiones científicas, negando que la tierra girase alrededor del sol, bien sea en el caso del evolucionismo darwinista, cuando la cultura laica pretendía deducir de la ciencia conclusiones de naturaleza teológica, negando la creación y la espiritualidad del alma. Un leal diálogo intercultural habría podido aclarar la diferencia entre ambos planos (teológico y científico) y evitar incomprensiones y rupturas antinaturales entre cultura y fe. Ciertamente, no todas las dificultades aparecen igualmente superables. De hecho, ¿cómo podría conciliarse la visión trascendente y espiritual del hombre, de la vida y de la historia con el inmanentismo, con el materialismo, con el racionalismo absoluto, con la negación de verdades inmutables? Obviamente –como subraya también el citado documento de los jesuitas–, el cristianismo no puede dejar de desempeñar un papel de conciencia crítica: «Debemos reconocer que el evangelio de Cristo provocará siempre resistencia, porque desafía a los hombres y exige de ellos una conversión de la mente, del corazón y del comportamiento. No es difícil observar que una cultura amante de la modernidad, caracterizada por la ciencia y la tecnología, con acentos a menudo también racionalistas y secularizantes, puede ser destructora de valores humanos y espirituales [...]. La llamada de Cristo es siempre radicalmente opuesta a los valores que rechazan la trascendencia espiritual y promueven un modelo de vida egoísta [...]. Si la vida cristiana no se distingue claramente de los valores de la modernidad laica, no tendrá nada especial que ofrecer» [8] . Sin embargo, y a pesar de estas graves dificultades, el final de las ideologías, por  una parte, y las adquisiciones doctrinales y pastorales del concilio, por otra, han allanado de hecho el camino hacia un diálogo intercultural, incluso sobre temas hasta hace bien  poco imposibles de proponer; por ejemplo –¡y no es poco!–, «una de las más importantes

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aportaciones, que podemos ofrecer a la cultura crítica contemporánea consiste en mostrar  que la injusticia estructural del mundo hunde sus raíces en sistemas de valores  promovidos por una pujante cultura moderna cuyo impacto está haciéndose universal» [9] . Por otra parte, nunca conviene olvidar que toda cultura es siempre portadora (en alguna medida) de valores particulares y universales. En efecto, el hombre es incapaz de adherirse al puro error, porque su inteligencia está hecha para la verdad. Por tanto, toda elaboración cultural y toda ideología (aun las erróneas) tienen siempre una parte de verdad, lo cual permite compartir e iniciar un camino común, partiendo de todo cuanto nos une. La razón –explicó Juan Pablo II en su discurso ante la ONU con ocasión del quincuagésimo aniversario de su fundación– es que «cualquier cultura constituye un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón mismo de toda cultura lo constituye su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios» [10] . Por esta misma razón, la Gaudium et spes exhorta a los cristianos a adoptar, en el diálogo con las otras culturas, la actitud no solo de quien da, sino también de quien escucha y recibe; de hecho –explica el concilio– hay también «muchos elementos de verdad» en aquellos no creyentes «que cultivan elevados valores humanos, aunque no reconozcan aún su verdadera fuente» [11] . Y especifica Benedicto XVI: «La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica, que no pretende conferir a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco desea imponer sus propias perspectivas y modos de comportamiento a quienes no comparten su fe. Simplemente, desea contribuir a la purificación de la razón y prestar su ayuda para lograr que lo que es justo pueda, aquí y ahora, ser reconocido y  posteriormente realizado» [12] . Por eso, concluida hoy la fase de las rígidas absolutizaciones ideológicas, la cultura cristiana y la cultura laica pueden confrontarse serenamente en la búsqueda de valores compartidos y de elementos comunes de verdad. Un encuentro que puede resultar  fecundo. Por ejemplo: ¿por qué no podríamos llegar juntos a revalorizar la corporeidad

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sin incurrir en el materialismo?; ¿o reconocer el valor de la razón sin caer en el racionalismo?; ¿o admitir la legitimidad del pluralismo sin identificarlo con el agnosticismo?; ¿o reconocer la laicidad y la autonomía de las realidades temporales sin encerrarnos en el laicismo? Diálogo: los criterios de discernimie discernimiento nto (Compendio Compendio,, n. 569)

569. Una situación emblemática para el ejercicio del discernimiento la constituye el funcionamiento del   sistema democrático, democráti co, concebido hoy por muchos en una perspectiva perspectiv a agnóstica y relativista, que induce a ver  la verdad como un producto determinado por la mayoría y condicionado por los equilibrios políticos. políticos. En semejante contexto, el discernimiento es particularmente grave y delicado cuando se ejerce en ámbitos como la objetividad y la integridad de la información, la investigación científica o las opciones económicas que repercuten en la vida de los más pobres o en realidades que remiten a exigencias morales fundamentales e irrenunciables, como el carácter sagrado de la vida, la indisolubilidad del matrimonio, la promoción de la familia fundada en el matrimonio monogámico entre personas de diferente sexo.  En esta situación resultan útiles algunos criterios fundamentales: la distinción y, al mismo tiempo, la conexión entre el orden legal y el orden moral; la fidelidad a la propia identidad y, al mismo tiempo, la disponibilidad al diálogo con todos; la necesidad de que en el juicio y en el compromiso social el cristiano se remita a la triple e inescindible fidelidad a los valores naturales, naturales, respetando la legítima autonomía de las morales, promoviendo la conciencia de la intrínseca dimensión ética de realidades temporales, a los valores morales, cualesquiera problemas sociales y políticos, y a los valores sobrenaturales, sobrenaturales, desempeñando su misión en el espíritu del evangelio de Jesucristo.

4. El diálogo interreligioso

Sin embargo, el diálogo intercultural es tan solo un aspecto de la elaboración de una «propuesta social» adecuada a los desafíos del tercer milenio. Otra indispensable aportación debe venir, además, del diálogo interreligioso. Ya el concilio –escrutando los signos de los tiempos– había llegado a la conclusión de la necesidad del diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, auspiciando que los católicos «reconozcan, conserven y promuevan los valores espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos se dan» [13] . Y, si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades, «el Sagrado Concilio exhorta a todos a olvidar lo ocurrido y a practicar sinceramente la

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comprensión recíproca, así como a defender y promover juntos la justicia social, los  bienes morales, la paz y la libertad para para todos los hombres» [14] . Hoy, concluida la fase ideológica, el mundo posmodemo tiene una necesidad más urgente que nunca de recobrar valores espirituales comunes sobre los que establecer el  proyecto de una nueva sociedad, de una «casa común». Al comienzo del tercer milenio se advierte intensamente la necesidad de espiritualidad, como lo atestiguan todas las investigaciones sociológicas sobre la demanda religiosa. En efecto –explica Juan Pablo II–, «el mundo actual es cada vez más consciente de que la solución de los graves  problemas nacionales e internacionales no es únicamente cuestión de producción económica o de organización jurídica o social, sino que requiere unos concretos valores ético-religiosos» [15] . Solo un fundamento espiritual puede actuar como factor  coagulante y unificador de la nueva sociedad mundial tanto en el plano moral como en el cultural, con el fin de superar las profundas divisiones políticas y sociales producidas por  las ideologías. En este punto, el papa reitera la apremiante invitación del concilio, actualizándolo –   por así decirlo– en función de la dramática urgencia, que hoy todos advertimos, de dar  un alma ética a la nueva sociedad naciente. Por tanto, el pontífice dirige «una llamada a las Iglesias cristianas y a todas las grandes religiones del mundo, invitándolas a ofrecer  el testimonio unánime de las comunes convicciones en torno a la dignidad del hombre, creado por Dios. Estoy persuadido, en efecto –concluye Juan Pablo II–, de que las religiones, tanto hoy como mañana, desempeñarán un papel preeminente en el mantenimiento de la paz y en la construcción de una sociedad digna del hombre» [16] . Diálogo ecuménico e interreligi interreligioso oso (Compendio Compendio,, nn. 535-537)

535.  La doctrina social es un terreno fecundo para cultivar el diálogo y la colaboración en el campo ecuménico,, que hoy se llevan a cabo a gran escala en diversos ámbitos: en la defensa de la dignidad de las ecuménico  personas humanas; en la promoción de la paz; en la lucha concreta y eficaz contra las miserias de nuestro tiempo, como el hambre y la indigencia, el analfabetismo, la injusta distribución de los bienes y la falta de vivienda. Esta multiforme cooperación incrementa la conciencia de la fraternidad en Cristo y facilita el camino ecuménico. 536.  En la común tradición del Antiguo Testamento, la Iglesia católica sabe que puede dialogar con sus hermanos judíos, incluso con su doctrina social, para construir juntos un futuro de justicia y de paz para todos los hombres, hijos del único Dios. Dios. El común patrimonio espiritual favorece el conocimiento mutuo y la

todos los hombres, hijos del único Dios. Dios. El común patrimonio espiritual favorece el conocimiento mutuo y la

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estima recíproca, sobre cuya base puede crecer el entendimiento para superar toda discriminación y defender la dignidad humana.

537. La  La doctrina social se caracteriza también por una llamada constante al diálogo entre todos los creyentes de las religiones del mundo, a fin de que sepan compartir la búsqueda de las formas más oportunas de colaboración:: las religiones tienen un importante papel que desempeñar en la consecución de la paz, que colaboración depende del compromiso común en favor del desarrollo integral del hombre. En el espíritu de los Encuentros los Encuentros de oración que se han celebrado en Asís [I] , la Iglesia sigue invitando a los creyentes de otras religiones al diálogo y a favorecer, en cualesquiera lugares, un testimonio eficaz de los valores comunes a toda la familia humana.

[I] . 27 de octubre de 1986 – 24 de enero de 2002.

5. Una lectura teológica de la historia Sin embargo, es importante subrayar que las razones del diálogo interreligioso no son exclusivamente de carácter histórico y ético. Juan Pablo II se ha preocupado de fundamentar su necesidad en razones teológicas más profundas. «Dios –escribe en la encíclica  Redemptoris missio – llama a sí a todas las gentes en Cristo, queriendo comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, sin dejar de hacerse presente de muchas maneras, no solo en cada individuo, sino también en los  pueblos, mediante riquezas espirituales de estos, cuya principal y esencial expresión la constituyen las religiones, aun cuando contengan «lagunas, insuficiencias y errores«» [17] . Por eso, tanto el movimiento ecuménico como el camino hacia la comprensión fraterna, en particular entre las grandes religiones monoteístas, son vistos en la  perspectiva del misterio de Cristo. Cristo. A este respecto es de suma importancia la lectura teológica con que Juan Pablo II motivó la decisión, personalmente tomada por él, de celebrar el encuentro entre representantes de todas las Iglesias y de las grandes religiones monoteístas en Asís, el 27 de octubre de 1986.

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«No hay más que un solo designio divino para todo ser humano que viene a este mundo –explicó el papa ante la Curia romana el 22 de diciembre de 1986–, un único  principio y fin, cualquiera que sean el color de su piel, el horizonte histórico y geográfico en el que vive y actúa y la cultura en la que ha crecido y se expresa» [18] . Por eso, en la medida en que las distintas religiones orientan a todos y cada uno de los pueblos en coherencia con este único principio y con este único fin, promueven y unifican al mismo tiempo la sociedad humana. Lo que une entre sí a los hombres y a los  pueblos es de naturaleza ontológica y responde al plan divino; en cambio, lo que les divide es de naturaleza contingente. meramente humana: «Si el orden de la unidad es el que se remonta a la creación y a la redención, en este sentido es divino; las diferencias y las divergencias, incluso religiosas, se remontan más bien a un hecho humano y deben ser superadas con el progreso hacia la actuación del grandioso proyecto de unidad que  preside la creación». «Los hombres podrán muchas veces no ser conscientes de esta radical unidad de origen, de destino, de inserción en el mismo plan divino; podrán incluso sentir como insuperables sus propias divisiones; pero –concluye el papa–, a pesar de ello, todos ellos están incluidos en el más grande y único designio de Dios». «La universal unidad, fundada en el acontecimiento de la creación y de la redención, no puede por menos de dejar una huella en la realidad y en la vida de los hombres» [19] . He ahí por qué el diálogo intercultural e interreligioso no es considerado tan solo como un «método» o como una «táctica» pastoral, sino que «forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia» [20] , no solo porque ya es una necesidad objetiva, madurada con la mutación del contexto histórico y cultural de nuestros días, sino, sobre todo, porque la importancia del diálogo es central en la misma revelación cristiana y, por  lo tanto, en la evangelización. «La relación sobrenatural que Dios mismo ha tomado la iniciativa de entablar con la humanidad puede representarse como un diálogo en el que el Verbo de Dios se expresa en la Encamación y, por tanto, en el evangelio», escribe Pablo VI en la encíclica  Ecclesiam suam  (n. 64). «Hemos de tener siempre presente esta inefable realísima relación dialogal ofrecida e instaurada con nosotros por Dios [...], para comprender relación debemos nosotros, es decir, la Iglesia, tratar de establecer y  promover conqué la humanidad» [21] .

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El diálogo interreligioso, pues, es históricamente importante y teológicamente necesario. Lo cual, sin embargo, no dispensa del anuncio explícito e integral del evangelio ni puede ser sustituido por este: «La Iglesia no ve un contraste entre el anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso; sin embargo, siente la necesidad de compaginarlos en el ámbito de su misión» [22] . Por eso, la «propuesta social» de una civilización del amor, aun debiendo elaborarse a través del diálogo «ecuménico» intercultural e interreligioso, no puede dejar de referirse directa y fielmente al anuncio del evangelio. Llegamos así al corazón mismo del problema. Hoy se impone una «nueva evangelización» en un contexto histórico que propone de nuevo desafíos y dificultades semejantes, en muchos aspectos, a aquellos con los que tuvieron que debatirse las  primeras comunidades cristianas. Es necesario, pues, que la Iglesia se renueve ante todo a sí misma, para recorrer con credibilidad los nuevos caminos de la evangelización. Pero ¿qué es lo que está ocurriendo hoy en la Iglesia de Cristo? De algún modo, están volviendo los tiempos apostólicos. Y Dios, que guía a su Iglesia, también la purifica y la conduce de nuevo a la pureza de los orígenes evangélicos. No es la primera vez que tal cosa ocurre en la bimilenaria historia del cristianismo. Pero es importante que seamos conscientes de ello en estos comienzos del tercer milenio.

[1] . PABLO VI, Octogesima adveniens (14.05.1971), n. 42. [2] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (01.05.1991), n. 57. 101. [3] . JUAN PABLO II, Veritatis splendor (06.08.1983)  ,, n. 101. [4] . JUAN PABLO II, Tertio millenio adveniente (10.11.1994), n. 52. XVI, Dios es amor , constituye una preciosa [5] . Gaudium et spes, n. 22. La primera encíclica de Benedicto XVI, Dios  profundización de esto, que es el núcleo del cristianismo. [6] . Ibid.  Ibid.,, n. 38. en Decretos de la Congregación General 34 (1995) 34 (1995) 77. [7] . Decreto 4, n. 23, en Decretos [8] . JUAN PABLO II, Mater  II, Mater et magistra, magistra, n. 24. [9] . Ibid . [10] . JUAN  PABLO  II,  Discorso all’ONU nel 50° anniversario della fondazione  fondazione  (05.10.1995), n. 9, en EV XIV/3248.

spes, n. 92. [11] . Gaudium et spes,

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[12] . BENEDICTO XVI,  XVI, Deus  Deus caritas est (25.12.2005), n. 28. aetate, n. 2. [13] . Nostra aetate, [14] . Ibid., n. 3. annus, n. 60. [15] . JUAN PABLO II, Centesimus annus, [16] . Ibid. [17] . JUAN PABLO II, Redemptoris  II, Redemptoris missio, missio, n. 55. 55. Romana»: L’Osservatore Romano (22.12.1986). Romano (22.12.1986). [18] . JUAN PABLO II, «Discurso a la Curia Romana»: L’Osservatore [19] . Ibid . [20] . JUAN PABLO II, Redemptoris  II, Redemptoris missio, missio, n. 55.  VI, Ecclesiam  Ecclesiam suam, suam, nn. 64 y 65. [21] . PABLO VI, missio, n. 55. [22] . JUAN PABLO II, Redemptoris  II, Redemptoris missio,

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CAPÍTULO 8: 

Una nueva primavera cristiana

«Si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Pero este es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios, Padre y Señor, en su bondad y misericordia. En la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, cuyo comienzo ya se vislumbra» [1] . Con estas palabras –en la difícil crisis de transición del segundo al tercer milenio–  nos invitaba el papa Juan Pablo II a creer en los «signos de las tiempos», que, a pesar de todo, anuncian el advenimiento de una sociedad nueva, a la vez que una nueva etapa de la Iglesia, rica en frutos. En efecto, son muchas las señales que señalan a nuestro tiempo corno uno de esos momentos históricos excepcionales en que interviene Dios para volver a llevar a la Iglesia a la pureza de sus orígenes y hacerla fermento de una nueva civilización. La vida, sin embargo, no se renueva volviendo atrás, sino creciendo. No se trata,  por tanto, de añorar tiempos pasados. Estarnos llamados, más bien, a reconstruirnos con el evangelio para obtener nuevas luces y energías; a sacudirnos el polvo del camino; a  buscar con valentía nuevos procedimientos de anuncio anuncio y de servicio; a construir el futuro con todos los hombres de buena voluntad. Por lo tanto, ¿cuáles son los signos más elocuentes que anuncian hoy el nacimiento de un mundo nuevo y un retorno de la Iglesia al fervor de sus orígenes? Indudablemente, la Iglesia vive hoy en un «estado de purificación», es decir, en una situación de pobreza, de minoría y de diáspora, análoga a la que vivieron los apóstoles en los inicios del cristianismo. Al mismo tiempo, una lectura de los «signos de los tiempos» hecha con fe nos permite entrever que los nuevos escenarios del tercer milenio

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allanan el camino para una «nueva evangelización» e inducen a revivir en nuestros días el testimonio y la profecía de los tiempos apostólicos. En efecto, el mundo de hoy se encuentra también en una situación paradójica: por  un lado, no está menos alejada del evangelio de cuanto pudiera haberlo estado en el mundo pagano; pero, por otra parte, está mucho más cerca que este del encuentro con Cristo. Tratemos de ver mejor estos aspectos paradójicos de la transición del segundo al tercer milenio cristiano. Ellos nos harán comprender la importancia de que la «propuesta social» de la Iglesia sea considerada parte integrante de la nueva evangelización.

1. El neopaganism neopaganismoo Un primer aspecto, que aproxima nuestro tiempo al de los primeros cristianos es el  predominio de una cultura sin Dios; de una cultura, digamos, simplemente simplemente «neopagana». El mundo moderno, que está llegando a su fin ante nuestros ojos, nos deja en herencia una sociedad que, desde hace tiempo, ha disuelto toda relación entre cultura y fe religiosa. El Humanismo, el Renacimiento, la Ilustración, la Revolución francesa han sido otras tantas etapas de un proceso de separación que ha conducido al laicismo y a la total secularización de la cultura, incluso en los países de antigua tradición cristiana. En efecto, durante la modernidad la razón se distancia de la fe, reivindica la autonomía respecto de Dios, se autoproclama ella misma como «diosa». Se niega que ciencia y religión puedan encontrarse. La política rechaza todo vínculo con la ética. La difusión de las nuevas ideas de libertad y de tolerancia deja definitivamente superada la identificación entre «cristiano» y «ciudadano» (típica del régimen de cristiandad) y pone en el centro de la vida social simplemente al hombre. La cultura humanista rehúsa la inspiración cristiana y pone su confianza en el racionalismo y en el laicismo; la metafísica es marginada, y se abandona la filosofía del ser para aproximarse después al nihilismo y al «pensamiento débil» de nuestros días. La nueva cultura científica, por su parte, separada de la religión y de la moral, se apoya exclusivamente en el método inductivo, hasta llegar a fundar el positivismo y el

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cientifismo: lo que supera los sentidos y la verificación científica no tiene incidencia social alguna; la religión, por ello, es considerada como una mera cuestión subjetiva y  privada.  No obstante lo cual –señala Juan Pablo II–, no faltan signos positivos de esperanza que abren nuevas posibilidades a la evangelización. Y, entre otras señales, el papa cita las siguientes: «en el ámbito civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y, sobre todo, por la medicina al servicio de la vida humana; un sentido más vivo de responsabilidad en relación con el ambiente; los esfuerzos por restablecer la paz y la usticia allí donde han sido violadas; la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo» [2] . La modernidad, por tanto, se presenta como una experiencia ambivalente y contradictoria en sí misma. Por un lado, el mundo moderno ha creado imponentes estructuras económicas, técnicas y sociales, multiplicando la cantidad de bienes  producidos y haciendo que el hombre «tenga» más; por otro, la pérdida de inspiración ética y espiritual ha creado nuevas formas de pobreza y de marginación, mortificando al hombre en su «ser». Por un lado, el mundo moderno ha creado espacios y estructuras formales de libertad y de democracia, adquiriendo valores importantes como la laicidad, la tolerancia, el pluralismo, la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; por  otro, sin embargo, ha liberado fuerzas negativas que en muchos casos han hecho inútiles las conquistas logradas. De una parte, la civilización moderna ha dado vida a organismos internacionales de usticia y de paz; de otra, ha multiplicado las guerras, ha acelerado la carrera armamentista, ha creado la pesadilla atómica. Incluso los extraordinarios logros conseguidos por la biología, la genética y las ciencias médicas, más que ser razón de vida, amenazan con transformarse en razón de muerte. En suma, debemos reconocer que el intento del mundo moderno de romper la relación entre cultura, ética y religión y sustituir la inspiración cristiana por las ideologías de masa ha acabado difundiendo una visión materialista y secularizada de la vida y de la sociedad. Nos hallamos en presencia de una cultura sin Dios, que no es

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exagerado definir como «neopagana». Ella, al igual que el paganismo antiguo, exalta las desviaciones morales, la violencia, el dinero y el poder. Pero, sobre todo, ha demostrado ampliamente ser incapaz de hacer realidad una sociedad humana más feliz, libre y justa. Y, si es verdad que nos ha permitido «tener» más, también nos ha condenado, sin embargo, a «ser» menos! Los desafíos radicales de la humanidad hoy (Compendio Compendio,, nn. 16s.) Los interrogantes radicales que acompañan desde sus inicios la andadura de los hombres adquieren en 16.  Los nuestro tiempo una importancia aún mayor, debido a la enormidad de los desafíos, la novedad de los escenarios y las opciones decisivas que las generaciones actuales están llamadas a realizar. El primero de esos grandes desafíos a los que la humanidad se enfrenta hoy es el de la verdad misma del   ser-hombre.. La línea divisoria y la relación entre naturaleza, técnica y moral son cuestiones que interpelan  ser-hombre fuertemente la responsabilidad personal y colectiva en relación con los comportamientos que se deben adoptar  con respecto a lo que el yhombre es, adel lo pluralismo que puede yhacer a lo que debe es el que  presenta la comprensión la gestión de lasy diferencias en ser. todosUnlossegundo ámbitos:desafío de pensamiento, de opción moral, de cultura, de adhesión religiosa, de filosofía del desarrollo humano y social. El tercer desafío es la globalización la globalización,, que tiene un significado más amplio y más profundo que el meramente económico, porque en la historia se ha abierto una nueva época que atañe al destino de la humanidad.

17.  Los Los discípulos de Jesucristo se sienten implicados por estos interrogantes, los llevan también ellos dentro de su corazón y desean comprometerse, junto con todos los hombres, en la búsqueda de la verdad y del   sentido de la existencia personal y social. A esta búsqueda contribuyen con su generoso testimonio del don que la humanidad ha recibido: recibido: Dios le ha dirigido su Palabra a lo largo de la historia; más aún, Él mismo ha entrado en ella para dialogar con la humanidad y para revelarle su designio de salvación, de justicia y de fraternidad. En su Hijo Jesucristo, hecho hombre, Dios nos ha liberado del pecado y nos ha indicado el camino que debemos recorrer y la meta hacia la cual hemos de tender.

2. La Iglesia «pequeña grey» Si para el mundo ha periclitado la modernidad, para la Iglesia ha llegado a su fin la «cristiandad». La exclusión de Dios y las consecuencias secularizadoras de la cultura y de las costumbres hacen, obviamente, que después de la larga etapa del reconocimiento oficial de la religión –la época de la llamada «cristiandad»– la Iglesia y los cristianos se

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encuentren hoy en franca minoría, con el peligro de hacerse cada vez más marginales en la sociedad. Y esto manifiesta de nuevo el deber de ser «sal» evangélica. A este clima cultural adverso (alimentado por el espíritu crítico moderno, por la mentalidad científica y por las grandes corrientes del pensamiento laico) conviene añadir, por un lado, la crisis de las certezas éticas (de la que no se han visto libres valores tan fundamentales como la vida humana y la familia) y, por otro, el arraigo de determinados prejuicios contra la religión (en particular, contra el cristianismo y la Iglesia), acusada de ser alienante o, cuando menos, de actuar como freno y de contrastar  las llamadas «conquistas civiles»: aborto, amor libre, homosexualidad, eutanasia, manipulación genética. Todas las investigaciones sociológicas recientes más serias coinciden en detectar  una fuerte caída de la fe, incluso en regiones y países «tradicionalmente cristianos» [3] . Para ofrecer un ejemplo de Italia, donde se halla el centro de la cristiandad, es cierto que el 80% de los bautizados afirman ser conscientes de su pertenencia a la Iglesia; pero  –como afirma el cardenal Martini–, curiosamente, este dato nos llega fraccionado. En realidad, los «cristianos de la linfa» (así definía el arzobispo de Milán a los bautizados verdaderamente comprometidos, los militantes) apenas llegan a un 8%. La Iglesia italiana, por tanto, se encuentra en la situación de «tener que cuidar pastoralmente de una mayoría, contando, sin embargo, con una minoría de cristianos comprometidos y fuertemente convencidos»; una minoría que, no obstante, se encuentra frente a «áreas culturales de creyentes excesivamente no homogéneas, influenciadas por el pensamiento y la praxis laicista, necesitadas de una renovada evangelización para poder implicarse en un proceso de fermentación de la sociedad con los auténticos valores eevangélicos» vangélicos» [4] .  No obstante, el aspecto verdaderamente preocupante de la crisis no está tanto en las cifras, ya de por sí elocuentes, cuanto más bien en lo que suponen y revelan: esto es, un grave debilitamiento de la fe que viene a la par con el rechazo de la autoridad espiritual de la Iglesia. Es bastante significativo que un 76% piense tranquilamente que puede uno ser buen católico aun sin aceptar la enseñanza del magisterio eclesiástico sobre temas fundamentales como los de la vida, la familia y, en particular, la moral sexual. Así, la gran mayoría (del 70 al 80%) afirma ser favorable a la contracepción, no condena el divorcio, la convivencia libre, las relaciones prematrimoniales ni la masturbación [5] .

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Estos datos (y otros que podrían fácilmente añadirse) permiten concluir que hoy la Iglesia, entendida como realidad de fe, teme llegar a ser en la vida de la sociedad cada vez más marginal. La religión se reduce a una cuestión subjetiva y privada, al ver cómo disminuye su incidencia social, con la perspectiva de que la fe vivida y públicamente testimoniada llegue a ser tan solo un fenómeno de élite, reservado a grupos escogidos de fieles, mientras que la adhesión manifiesta al evangelio sigue perdiendo progresivamente su dimensión visible, comunitaria e inspiradora de la cultura cívica. En el plano mundial, y con la excepción de determinadas regiones del Este y del Sur del mundo, las cosas no son muy diferentes. Añádase la grave crisis de las vocaciones sacerdotales, que hace absolutamente inadecuado el número de los «apóstoles», reducido también drásticamente por el envejecimiento y por los abandonos. Al Sínodo de los obispos de 1994 no se le ha ocultado esta realidad: «Los miembros de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica superan abundantemente el millón; pero constituyen un grupo minoritario en medio de todo el  pueblo de Dios. En términos estadísticos, ellos son un 0,12% de todos los miembros m iembros de la Iglesia católica; además, en todo el conjunto un 72,55% de las personas consagradas son mujeres, y un 27,5% son hombres. La mayoría está constituida por mujeres y por  hermanos laicos, y es, por tanto, laical cerca del 82,2%, mientras que tan solo el 17,8% está constituido por presbíteros o diáconos» [6] . He aquí, pues, la concreta realidad: la Iglesia y los cristianos son hoy una exigua minoría dentro de una sociedad y una cultura ampliamente descristianizadas y neopaganas. Pero «ser minoría» no es para la Iglesia un mal; es su condición originaria, con tal de que quien sea cristiano lo sea de verdad y de un modo auténtico y creíble. En efecto, la Iglesia –«pequeña grey» (Le 12,32)– no nació para ser masa, sino para ser levadura. Siempre que, a lo largo de los siglos, tiende a convertirse en mayoría rica o poderosa, el Espíritu que la guía se encarga de reconducirla hacia la pobreza y hacia la pureza de los orígenes. «Minoría», sin embargo, no es sinónimo de «marginalidad». El fermento en la masa es ciertamente «minoría», pero no por ello es «marginal», si es bueno; de hecho, está destinado a hacer fermentar toda la masa. De manera similar, la sal –por emplear otra

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imagen evangélica– es «minoría» en la comida que hay que salar, pero no por ello su cometido es «marginal», a menos que se vuelva insípida, pues está destinada, de hecho, a dar sabor a toda la comida. Por eso Juan Pablo II, al percibir en las presentes dificultades la mano de la Providencia que guía la historia, invitaba a la Iglesia a no temer, sino, más bien, a colaborar activamente en su propia purificación, comenzando por reconocer y arrepentirse de la fragilidad de sus propios hijos: «La Iglesia –dice el papa– ha de hacerse cargo viva y conscientemente del pecado de sus hijos, recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en lugar del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de unos modos de pensar y de actuar que eran verdaderas formas de contratestimonio y de escándalo» [7] . eso, elesta papafase exhorta a la Iglesia y asiempre, los cristianos hoy a afrontar ccon on época consuelo y conPor valentía de prueba. Como la cruzdeprepara una nueva de gracia: «[La Iglesia] no puede traspasar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse arrepintiéndose de sus errores, sus infidelidades, sus incoherencias y sus demoras. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos conscientes y dispuestos a afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy» [8] .

3. Tentaciones de ayer y de hoy Las tentaciones a que se enfrentan la Iglesia y los cristianos de hoy son otro aspecto que hace que nuestro tiempo se asemeje al de la primera evangelización apostólica. La tentación más antigua y reiterada es la de  fuga mundi. Frente a las degeneraciones del consumismo, del nihilismo y de una cultura radical incapaz de  practicar una verdadera solidaridad, renace en algunos el deseo de romper con el mundo, es decir, la preocupación de tener la sal evangélica bien guardada en el salero para evitar  que se corrompa o pierda su gusto en contacto con el mundo. Esta tentación ya se detecta en los comienzos del cristianismo, concretamente en la

actitud de quienes preferían el desierto a la ciudad pagana y rechazaban la correa militar, 114

 

convencidos de que era peligroso (cuando no imposible) conciliar el servicio de Dios con el de la pólis y el del emperador. Pues bien, la misma actitud de rechazo se repite hoy en no pocos cristianos ante la  pretensión de las culturas «neopaganas» de expulsar a Dios de la vida de la sociedad: ¿no es mejor hacer de la Iglesia una fortaleza cerrada, alzar los puentes levadizos, pensar  en salvarse a sí mismos y conservar la fe en su pureza, sin buscar inútilmente el diálogo con visiones del mundo anticristianas, merecedoras únicamente de condena? Por desgracia, la historia ha demostrado ampliamente que este tipo de fuga mundi  –  es decir, la preocupación de guardar la sal evangélica en el salero para que no se corrompa–, por un lado, no ha favorecido el crecimiento del hombre y de la sociedad, los cuales, por el contrario, abandonados a sí mismos, han acabado perdiendo totalmente la dimensión trascendente de la vida y el sentido mismo de la existencia y de su valor; por  otro, la incomunicabilidad con el mundo tampoco ha favorecido a la Iglesia y ha terminado alimentando en los cristianos una visión distorsionada y pesimista de las realidades terrenas y de la historia que ha impedido aceptar cuanto de bueno y de verdadero venía madurando, tanto en la conciencia como en las costumbres, justamente en la dirección del evangelio. Una segunda tentación que vuelve hoy de nuevo es opuesta a la primera: es la tentación del integrismo, es decir, la presunción de poder transformar la tierra en sal. Así lo describe Pablo VI en la encíclica  Ecclesiam suam: es la pretensión de la Iglesia de «acercarse a la sociedad profana de tal modo que trata de influir preponderantemente en ella y aun de ejercer sobre ella un dominio teocrático» [9] . El integrismo, que fue la tentación típica de la «cristiandad», vuelve a proponerse hoy bajo la forma de fundamentalismo religioso, es decir, como pretensión de imponer a los demás la propia fe, la propia concepción del bien y de la verdad. «No es de esta índole la verdad cristiana», reacciona con vigor Juan Pablo II en la encíclica Centesimus annus: en efecto, la Iglesia «no alardea de enmarcar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica», sino que reconoce que «la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas» [10] . Hoy, sin embargo, la tentación más peligrosa es la tercera: cuando, para hacer más

aceptable el cristianismo, se diluye de tal modo la sal evangélica que se vuelve insípida y 115

 

sin sabor. Juan Pablo II, en la encíclica  Redemptoris missio, la describe eficazmente de este modo: «La tentación consiste hoy en reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, una especie de ciencia del bien vivir. En un mundo fuertemente secularizado, se ha producido una gradual secularización de la salvación, debido a la cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre dimediado, reducido exclusivamente a su dimensión horizontal. Pero nosotros sabemos que Jesús vino a traer  la salvación integral, que abarca a todo el hombre y a todos los hombres, abriéndolos a los admirables horizontes de la filiación divina» [11] . La tentación, pues, consiste en reducir la religión a un vago sentido de la trascendencia, que a menudo roza con el sectarismo, la superstición, la práctica de la magia y diversas formas esotéricas de religiosidad.

4. La «religión civil» Las recientes investigaciones sociológicas y la experiencia misma indican que en la cultura occidental, secularizada y laica, se vuelve desde hace algún tiempo a prestar  atención a la religión en general, y a la religión cristiana en particular. Es decir, se está cayendo en la cuenta de que la religión tiene su importancia social. Superadas las desconfianzas relacionadas con el uso indebido que se ha hecho de la religión en el  pasado (por el que la estabilidad Iglesia pidey cohesión hoy perdón), se reconoce la areligión, por ely contrario, proporciona a la vida civil, se que opone la violencia favorece la paz. De hecho, por tanto, se han superado las viejas razones de la Ilustración, que –frente a los abusos perpetrados en nombre de Dios– había recurrido a la «laicidad» como a una instancia de razón universal exterior a la religión, reduciendo esta última a un mero fenómeno privado. Es una evolución ciertamente positiva, pero no carente de problemas. De hecho, existe el peligro de que la religión sea vista, sobre todo, como un soporte útil para conseguir fines civiles, con posibles y nuevas instrumentalizaciones recíprocas en la relación entre el Estado y la Iglesia, semejantes a las que caracterizaron a la vieja

«cristiandad». El mayor daño lo sufriría la Iglesia. En efecto corno escribe E. Bianchi , 116

 

reducir la religión a un mero fenómeno cultural y civil da origen a «un cristianismo hasta ahora inédito (se le podría definir “post-cristiano”) que [...] no desea ya ser juzgado por  el hecho de ser más o menos “evangélico”; un cristianismo que prefiere ser aceptado corno “religión civil”, capaz de proporcionar un alma a la sociedad, una cohesión a identidades políticas, convirtiéndose así en esa moral común que parece hoy deducible únicamente a partir de las religiones. Desde esta óptica, parece que el único interés radique en que la Iglesia represente un elemento central de la vida de la saciedad, y poco importa si ello significa que el evangelio pierde su primacía, que no exista ya posibilidad de profecía, que terminen prevaleciendo las lógicas del poder» [12] . Se trata pues de un peligro real, hacia el que impulsan los llamados «ateos devotos». Nos referimos a determinados intelectuales y figuras institucionales de relieve que, aun declarándose no creyentes (e incluso habiéndose opuesto a la Iglesia hasta hace  bien poco), hoy –frente a los procesos de secularización y de fragmentación espiritual que acompañan a la afirmación de una sociedad multiétnica y multirreligiosa– ven en el cristianismo un baluarte para la defensa de la identidad y la cultura occidental, con la cual lo identifican. Esta visión instrumental del cristianismo extingue, de hecho, la  profecía evangélica. Por eso resulta lamentable que no caigan en la cuenta de ello aquellos eclesiásticos y movimientos que apoyan abiertamente a los «ateos devotos». En el contexto de la «religión civil» se comprenden mejor los riesgos que conlleva la práctica, instaurada en Italia después de la desaparición de la Democracia Cristiana y el final de la unidad política de los católicos, por la que la jerarquía tiende a administrar   personalmente las relaciones con el Gobierno, interviniendo tal vez en algunos aspectos legislativos de problemas que anteriormente se confiaban –como es justo– a la mediación de los políticos. Ciertamente, nadie puede impedir a los obispos dirigirse también a los responsables del bien común, especialmente cuando están en entredicho determinadas exigencias éticas fundamentales, como las que se refieren a la persona, a la vida y a la familia. Es un deber suyo, que vuelve a formar parte de la misión de la Iglesia de iluminar y formar las conciencias en el plano ético y religioso. Sin embargo, los  pastores no deben sustituir a los laicos, a quienes compete la responsabilidad de efectuar  las necesarias mediaciones de los principios a la praxis política. «De los sacerdotes –dice el concilio Vaticano II– los laicos esperan luz y fuerza espiritual. Pero no piensen en

modo alguno que sus pastores sean siempre lo bastante expertos como para poder ofrecer  117

 

inmediatamente una solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que puedan surgir, ni que esta deba constituir precisamente su misión. Asuman, en cambio, los laicos su propia responsabilidad a la luz de la sabiduría cristiana y prestando respetuosa atención a la doctrina del Magisterio» [13] . Más recientemente, la Congregación para la Doctrina la Fe confirma: «No compete a la temporales Iglesia formular soluciones concretas menos aúndesoluciones únicas– para cuestiones que Dios ha dejado al libre–yy responsable juicio de cada cual, aunque sí es su derecho y su deber pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando le sea solicitado por la fe o por la ley moral» [14] . Es importante, pues, por cuanto concierne al magisterio, evitar, incluso en el tono y en la forma, dar la impresión de querer «dictar leyes» al Estado o atentar contra la laicidad del mismo. Ello serviría tan solo para acreditar ulteriormente la idea de una «religión civil». Al mismo tiempo, y por lo que se refiere al Estado, conviene reafirmar  que la autonomía de la esfera religiosa no significa en absoluto autonomía de la esfera moral, como proponen, en cambio, las teorías éticas del procedimiento, afirmando una (solo aparente) neutralidad del derecho. Por eso, no tiene sentido y acaba por confundir  el hecho de que la Iglesia defina como «confesional» la defensa por su parte de exigencias éticas que luego coinciden con los principios laicos sobre los que se funda la democracia: el respeto de la persona, la libertad, la solidaridad, la igualdad de derechos, la justicia y la paz. En otras palabras, la política es laica, laicos son los valores sobre los que ella se inspira, laicas las finalidades a las que tiende. Por tanto, laicas serán también las opciones que los católicos llamados en política junto con todos los hombres de buena voluntad y enestán coherencia con asutomar inspiración religiosa. Colaboración entre la Iglesia y la comunidad política (Compendio, n. 425) La recíproca autonomía de la Iglesia y de la comunidad. política no conlleva una separación que excluya 425.  La  su mutua colaboración: colaboración: ambas, si bien a titulo diverso, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos seres humanos. La Iglesia y la comunidad política, en efecto, se expresan mediante formas organizativas que no constituyen fines en sí mismas, sino que están al servicio del hombre para permitirle el  pleno ejercicio de sus derechos, inherentes a su identidad de ciudadano y de cristiano, así como un correcto cumplimiento de los correspondientes deberes. La Iglesia y la comunidad política pueden desarrollar su servicio «de manera tanto más eficaz, para bien de todos, cuanto mejor cultiven ambas entre sí una sana

cooperación, habida cuenta también de las circunstancias de lugar y de tiempo» [I] .

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[I] . Gaudium et spes, 76.

Sería muestra de una grave miopía, sin embargo, describir nuestro tiempo únicamente como un tiempo de tentaciones, de desviaciones y de peligros para la fe. Una lectura atenta de los «signos de los tiempos» permite ver con claridad que tampoco escasean claros motivos de esperanza que anuncian el advenimiento de una sociedad mejor y de una nueva primavera cristiana.

5. Signos de esperanza Desde dentro de las contradicciones que van a la par con los comienzos del tercer  milenio surgen signos de esperanza. Quizá la Iglesia nunca ha sido llamada a realizar un discernimiento espiritual tan comprometido en medio de transformaciones tan profundas y rápidas. Ahora bien, indudablemente, muchas transformaciones sociales encierran un mensaje de parte de Dios. ¿Cómo no percibir la aurora de un mundo mejor en la caída de los muros divisorios, en la superación de los bloques ideológicos y militares, que durante tanto tiempo han tenido a la humanidad dividida y con el alma en un puño? ¿Cómo no considerar un motivo de esperanza los procesos de mundialización que tienden gradualmente a hacer de los pueblos de la tierra una única familia? En medida ciertamente no menor, hay también hoy en la vida de la Iglesia muchos «signos de esperanza» que son acogidos como un mensaje de Dios y que permiten a los cristianos de los nuevos tiempos revivir el mismo clima apostólico de la primera evangelización. Juan Pablo II llama nuestra atención sobre algunos de estos «signos de esperanza» y cita particularmente, entre otros, los siguientes: «La escucha más atenta de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado; la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos; el espacio concedido al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea» [15] .

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Es especialmente importante ser conscientes de que estamos viviendo un período carismático de la historia de la Iglesia, que se inició con el concilio Vaticano II. El carisma más significativo es la experiencia de que la palabra de Dios es semilla viva; más aún, es Persona viviente que llama, convierte y sana con el mismo poder de los  primeros tiempos cristianos. colas n observar la extraordinaria floración que llaa palabra de Dios está produciendo –enBasta todascon partes del mundo– en forma de movimientos de espiritualidad, de testimonios y de servicio evangélico, sobre todo para con los pobres y los marginados. ¿Y qué decir de los extraordinarios efectos de la «oración de curación», cuya práctica crece entre el pueblo de Dios y realiza visiblemente los «signos» predichos  por Jesús: «Impondrán las manos a los los enfermos, y estos sanarán» (Mc 16,15 16,15)? )? El papa considera también un signo de esperanza el movimiento ecuménico, es decir, el camino de los cristianos hacia la unidad por la que Cristo oró. Frente a la crisis de valores, frente a la pérdida de las evidencias éticas y el peligro del relativismo moral, las Iglesias descubren tener en común la naturaleza y la misión de ser «ciudad puesta sobre el monte», que no se puede esconder, y «luz sobre el candelero», que alumbra a todos los de la casa (cf. Mt 5,14s). El diálogo ecuménico, por tanto, no es una táctica  pastoral impuesta por las cambiantes circunstancias históricas. Es mucho más que eso. Se trata de hacer plenamente real la naturaleza y la misión unitaria de la comunidad eclesial, implorada por el propio Cristo, «para que el mundo crea» (Jn 17,21). Finalmente, no se puede dejar de apuntar otro motivo de esperanza, sobre el que vuelve una y otra vez el papa y en el que percibe él otro signo seguro de la nueva  primavera de la Iglesia: el retorno de los los mártires. «La Iglesia del primer milenio –escribe Juan Pablo II– nació de la sangre de los mártires: “Sanguis martyrum, semen christianorum” [...]. Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto a ser de nuevo Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes –sacerdotes, religiosos y laicos– han supuesto una gran siembra de mártires en distintas partes del mundo». «En nuestro siglo –prosigue el papa– han vuelto los mártires». Como «la Iglesia de los primeros siglos se dedicó a dejar constancia en los martirologios del testimonio de los mártires», tampoco hay que dejar que se pierdan en la Iglesia de hoy los testimonios de los mártires de los nuevos tiempos» [16] .

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En la encíclica Veritatis splendor , Juan Pablo II ya había prestado una particular  atención a este tema del martirio [17] . Y lo había hecho añadiendo un importante subrayado con el que reconoce un significado nuevo al martirio de hoy en comparación con el de antes. En efecto, el papa parece poner más énfasis en el testimonio de la caridad quedelenradicalismo el de la feevangélico como causa martirio: «La caridad –dice–supremo según del las exigencias puededelllevar al creyente al testimonio martirio» [18] . Es decir, los mártires de los nuevos tiempos sufren la muerte no tanto por odium idei cuanto por odium amoris. San Maximiliano Kolbe no fue víctima por haber creído, sino por haber amado ocupando el lugar de un condenado a muerte en el lager  nazi.  nazi. Los «escuadrones de la muerte» han asesinado sobre el altar a mons. Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, no por odio a las verdades de la fe por él profesadas, sino  porque su amor a los campesinos le movía a pedir para ellos una vida digna de hijos de Dios. Don Pino Puglisi, párroco en el barrio Brancaccio de Palermo, fue asesinado por la mafia no por ser ministro de Dios, sino porque la mafia no podía tolerar que con el amor  y la palabra sustrajese a la gente de la esclavitud de la lupara  (escopeta de cañones recortados empleada abundantemente por los mafiosos). De todos estos signos, por tanto, es lícito concluir que una nueva primavera cristiana está cerca. No se dice, sin embargo, que su advenimiento se dé automáticamente por descontado. Mucho depende de que nosotros apresuremos su llegada. ¿Cómo? Por medio de una «nueva evangelización» y con el método de una nueva «inculturación» de la fe.

6. La «nueva evangelización» Si las transformaciones de la sociedad, el final del régimen de «cristiandad» y los desafíos del tercer milenio reproponen una situación semejante en muchos aspectos a la de los primeros tiempos del cristianismo, consiguientemente también la «nueva evangelización» deberá seguir las huellas trazadas por los primeros evangelizadores. Es decir, también para nosotros hoy se trata de salir del templo, donde hasta ayer se

invitaba al pueblo para evangelizarlo, y personarse en la plaza, en el areópago, llevando 121

 

la palabra de Dios allá donde hoy el hombre vive, se encuentra y se interroga. Es decir, la evangelización –en el nuevo contexto social y cultural de nuestros días–, más que como «proselitismo» o «conquista» de nuevos territorios, ha de entenderse como una nueva «inculturación» de la fe en los distintos ámbitos de la vida humana, para transformar desde dentro las conciencias, las culturas y las costumbres con la fuerza y la luz del evangelio. «Para la Iglesia –escribe Pablo VI en su exhortación apostólica  Evangelii nuntiandi –  – no se trata tan solo de predicar el evangelio en áreas geográficas cada vez más vastas o en poblaciones cada vez más numerosas, sino prácticamente de reconvertir, con la fuerza del evangelio, los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en abierto contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación» [19] . Juan Pablo II, a su vez, puntualiza: la Iglesia será siempre misionera, porque lo misionero forma parte de su naturaleza. Sin embargo, después del derrumbe de las ideologías y el final de la modernidad, hoy «se repite en el mundo la situación del Areópago de Atenas, donde habló san Pablo. Hoy son muchos y muy diversos los «areópagos»: son los inmensos campos de la civilización contemporánea y de la cultura, de la política y de la economía. Cuanto más se aleja Occidente de sus raíces cristianas, tanto más se convierte en terreno de misión, en forma de muy distintos «areópagos» [20] . «Nueva evangelización» y acción social (Compendio Compendio,, 526s.) La doctrina social dicta los criterios fundamentales de la acción pastoral en el campo social: anunciar el  526.  La evangelio; confrontar el mensaje evangélico con las realidades sociales; proyectar acciones cuya finalidad   sea la renovación de tales realidades, conformándolas a las exigencias de la moral cristiana. cristiana. Una nueva evangelización de lo social requiere, ante todo, el anuncio del evangelio: en Jesucristo, Dios salva a todos los hombres y a todo el hombre. Este anuncio revela al hombre a sí mismo y debe ser el principio de interpretación de las realidades sociales. En el anuncio del evangelio, la dimensión social es esencial e ineludible, aun no siendo la única. Ella debe mostrar la inagotable fecundidad de la salvación cristiana, si bien una conformación  perfecta y definitiva de las realidades sociales con el evangelio no podrá realizarse en la historia: ningún resultado, ni aun el más perfecto, puede eludir las limitaciones de la libertad humana y la tensión escatológica de toda realidad creada.

527.  La acción pastoral de la Iglesia en el ámbito social debe testimoniar, ante todo, la verdad sobre el  hombre.. La antropología cristiana permite un discernimiento de los problemas sociales, para los cuales no hombre

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 puede hallarse una solución correcta si no se tutela el carácter trascendente de la persona humana, plenamente revelado en la fe.  La acción social de los cristianos debe inspirarse en el principio fundamental de la centralidad del hombre. hombre. De la exigencia de promover la identidad integral del hombre brota la propuesta de los grandes valores que presiden una convivencia ordenada y fecunda: verdad, justicia, amor, libertad. La pastoral social trata por todos los medios de que la renovación de la vida pública vaya unida a un efectivo respeto de tales valores. De ese modo, la Iglesia, mediante su multiforme testimonio evangélico, promueve la conciencia del bien de todos y de cada uno como recurso inagotable para el desarrollo de toda la vida social.

7. Una nueva «inculturación» de la fe Ahora bien, la nueva evangelización fuera del templo, que ha de realizarse en los diversos areópagos del mundo posmodemo, pasa necesariamente, sin embargo, por una nueva «inculturación» de la fe. El concilio ya lo había explicado: la Iglesia, «desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en las lenguas de los distintos pueblos y, además, se esforzó por ilustrarlo con la sabiduría de los filósofos, con el fin de adaptar el Evangelio, en cuanto fuera posible, tanto a la capacidad de todos como a las exigencias de los sabios. Y tal adaptación de la predicación de la Palabra revelada debe permanecer como ley de toda la evangelización. Por eso, de hecho, resulta deseable en todos y cada uno de los pueblos la capacidad de expresar el mensaje cristiano a su modo, al tiempo que se promueve un intercambio vital entre la Iglesia y las diversas culturas» [21] . En otras palabras, la evangelización –como ocurrió en los primeros tiempos del cristianismo– se realiza también hoy pasando a través de los dos momentos, que integran todo proceso de «inculturación» y que se expresan eficazmente con la palabra paulina: «Hacerse todo a todos, para llevar a todos a Cristo» (cf. 1 Cor 9,19-23). Esto es, se trata de «compartir», traduciendo la luz del evangelio a todas las situaciones y a todas las culturas, con el fin de asumir cuanto de bueno y de verdadero hay en cada una de ellas y transformarlas desde dentro, abriéndolas a Dios. Este fue el camino por el que discurrió antaño la primera evangelización entre los  pueblos paganos, que todavía no conocían a Cristo; y este es también el camino que la

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Iglesia propone hoy para reevangelizar la sociedad neopagana de nuestros días, que rechaza a Cristo después de haberlo conocido. El primer momento consiste, pues, en el esfuerzo de hacer comprensible y vivo el evangelio a los hombres de una determinada cultura, traduciéndolo eficazmente en las formas, en el lenguaje y en los símbolos de la misma; sin ello, la palabra de Dios seguiría siendo humanamente lejana e incomprensible. El segundo momento (estrechamente complementario con el primero e igualmente esencial) lo constituye, por el contrario, el esfuerzo por renovar desde dentro la cultura en la que es anunciado el evangelio, con el fin de abrirla a una visión plenaria del hombre, de la vida y de la historia. De hecho, la evangelización «no sustrae ningún bien temporal a pueblo alguno, sino que, por el contrario, favorece y acoge ac oge todos los recursos, riquezas y costumbres de todos los pueblos en lo que tienen de bueno; y al acogerlas, las  purifica, las consolida y las eleva» [22] . «No se trata, por tanto, de una mera adaptación exterior –aclara Juan Pablo II–,  porque la inculturación significa la íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y el enraizamiento de este en las diversas culturas». Es, por tanto, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano como la reflexión y la praxis de la Iglesia [23] ». En suma, la inculturación no es una «acomodación» a mentalidades y costumbres mudables, en el sentido de que –para hacerlo aceptable– se diluya o se reduzca el evangelio únicamente a algunos de sus aspectos. La inculturación no es sinónimo de eclecticismo o de sincretismo, como si se tratara de poner juntos elementos heterogéneos, tomados unos de la fe cristiana, y otros de las diferentes creencias religiosas o concepciones culturales. Ni siquiera es la búsqueda de una mínima verdad común (una especie de «mínimo común denominador») para contentarse con ella, renunciando al anuncio íntegro de toda la verdad. La inculturación, por el contrario, es un proceso abierto que, a partir de los elementos positivos (y contrastando estos con los negativos) de una determinada cultura, la haga evolucionar hacia la aceptación cada vez más plena de la verdad, tal como resplandece en Cristo. Todo ello favorece también a la Iglesia. En efecto, «por su parte, con la

inculturación, la Iglesia se convierte en signo más comprensible de lo que es y en 124

 

instrumento más apto para la misión [...]. Se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana [...]; expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que se ve estimulada a una continua renovación» [24] . Ahora bien, esta nueva inculturación de la fe en el mundo posmoderno, pluralista y secularizado tiene su instrumento privilegiado –como hemos visto– en el diálogo tanto con las diversas culturas de nuestro tiempo como con las grandes religiones. Semejante compromiso no puede ya ser exigido únicamente a un cuerpo especializado de «misioneros», como era el caso cuando la evangelización consistía en conquistar para la Iglesia nuevos espacios geográficos. En los modernos areópagos, «todos los creyentes en Cristo deben sentir, como parte integrante de su fe, la solicitud apostólica de transmitir a otros su alegría y su luz» [25] . Por eso –concluye Juan Pablo II–, «siento que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización [...]. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede sustraerse a este deber supremo» [26] . La «inculturación» de la fe (Compendio Compendio,, n. 523)

523.  La antropología cristiana anima y sostiene la obra pastoral de la inculturación de la fe, tendente a renovar desde dentro, con la fuerza del evangelio, los criterios de juicio, los valores determinantes, las líneas de pensamiento y los modelos de vida del hombre contemporáneo: contemporáneo: «Con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para su misión [I] . El mundo contemporáneo se caracteriza por una fractura entre evangelio y cultura; una visión secularizada de la salvación tiende a reducir  también el cristianismo a «una sabiduría meramente humana, una especie de ciencia del bien vivir» [II] . La Iglesia es consciente de que debe dar «un gran paso adelante en su evangelización, entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero» [III] . En esta perspectiva pastoral se sitúa la enseñanza social: «La “nueva evangelización”, de la que el mundo moderno tiene urgente necesidad... debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia» [IV] .

[I] . JUAN PABLO II, Redemptoris  II, Redemptoris missio (1991), missio (1991), n. 52. [II] . Ibid .,., n. 11 [III] . JUAN PABLO II, Christifideles laici (1989), laici (1989), n. 35. [IV] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (1991), annus (1991), n. 5.

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8. Principios, criterios de juicio y orientaciones La Iglesia, pues, es hoy perfectamente consciente de que, para llevar a cabo la nueva evangelización, está llamada a «llevar la fuerza del evangelio al corazón mismo de la cultura y de las culturas» [27] . Ello explica por qué tiene muy en consideración su magisterio social, hasta el punto de afirmar que «la doctrina social cristiana es parte integrante de la concepción cristiana de la vida» [28] . A través de su discurso social, el magisterio se ha preocupado de realizar la necesaria mediación de la fe a la historia, en las situaciones más diferentes y afrontando los más diversos problemas. Así, más en concreto, la propuesta social de la Iglesia es el resultado de toda una serie de reflexiones en relación con «el valor de la persona humana, de su libertad y de la misma vida física; de la familia, de su unidad y estabilidad; de la procreación y educación de los hijos; de la sociedad civil, con sus leyes y sus diversas profesiones; del trabajo y del descanso; de las artes y los inventos técnicos; de la pobreza y la abundancia. Y expónganles, finalmente, los principios con los que hay que resolver los gravísimos problemas acerca de la posesión de los bienes materiales, de su desarrollo y de su justa distribución, de la paz y de la guerra y de la vida hermanada de todos los pueblos» [29] . Ahora bien, toda esta enseñanza articulada y compleja gira en torno a una serie de  principios y valores fundamentales, se desarrolla desarrolla según determinados criterios de juicio e implica orientaciones precisas para la acción: son estos los elementos fundantes que constituyen prácticamente la espina dorsal de la «propuesta social» de la Iglesia. Valen indiscriminadamente para todos, creyentes y no creyentes, porque están inscritos en la conciencia de cada uno. La revelación cristiana no hace más que iluminarlos y esclarecerlos, reforzarlos y fundarlos de un modo estable. Tales son, ante todo, el primado de la persona humana, con su dignidad trascendente; por tanto, también la solidaridad, entendida como comunión fraterna para el bien de todos; en tercer lugar, el principio de subsidiariedad, que funda el derecho y el deber de participar responsablemente en las opciones comunes; en cuarto lugar, el  principio del bien común, entendido también como salvaguarda de la calidad humana de

la vida, no solo como «ecología ambiental» (respetuosa de las exigencias biológicas de 126

 

la naturaleza y del hombre), sino también como «ecología espiritual» (respetuosa de las exigencias superiores, morales y espirituales, de la vida humana personal y asociada). Sobre la base de estos elementos comunes, hoy es posible fundamentar un largo consenso ético –compilar una especie de «gramática ética» común– capaz de animar una cultura política ampliamente compartida, que sea el alma de una propuesta social abierta a Dios.

[1] . JUAN PABLO II, Redemptoris  II, Redemptoris missio (07.12.1990), n. 86. [2] . JUAN PABLO II, Tertio millenio adveniente (10.11.1994), n. 46. [3] . En los años 1990-1992 la Fundación  European Value Systems Study Group, en colaboración con Universidades e Institutos especializados de toda Europa, dirigió una cuidada investigación sobre la religiosidad de los europeos; cf. R. GUBERT  (ed.),  Persistenze e mutamenti dei valori degli italiani nel contesto europeo, Reverdito, Trento 1992; cf. también AA.VV.,  La religione degli europei. Fede e società nell’Europa di fine millennio,, 2 vols., Fondazione Agnelli, Torino 1992-1993. millennio [4] . C. M. MARTINI, «La linfa e l’albero»:  Aggiornamenti Sociali  Sociali  (3/1996) 246,248. El card. Martini, desglosando ulteriormente el dato de conjunto, distingue así: el 44% son «cristianos de la médula» (que frecuentan con una cierta regularidad la iglesia, pero no colaboran de forma estable, ni siguen fielmente la enseñanza moral y social de la iglesia); el 33% son «cristianos de la corteza» (esto es, que viven al margen de la comunidad cristiana y solo participan en los actos «importantes» (funerales, matrimonios, bautizos...), incluso aceptan la bendición  pascual de la propia casa; el 8% son «cristianos del musgo o de los líquenes» (esto es, que están fuera de la planta, teniendo algún contacto esporádico con la Iglesia, aunque solo en ciertos momentos de la vida); en fin, el restante 7%, aun habiendo sido bautizados, se declaran totalmente ajenos a la Iglesia ( Ibid.,  Ibid., 245s). [5] . De por sí, estos datos se refieren tan solo a la situación de Roma, que, sin embargo, es del todo semejante a la de otras grandes ciudades italianas. Fueron presentados oficialmente en la Asamblea general de la Conferencia Episcopal Italiana (22-26 mayo 1995), y sucesivamente retomados en el volumen AA.VV.,  La religiosità in Italia, Italia, Mondadori, Milano 1993; se puede ver también la investigación: ISPES, L’Italia ISPES, L’Italia cattolica.  Fede e pratica religiosa negli anni Novanta, Novanta, Valecchi, Firenze 1991. [6] . SÍNODO DE LOS OBISPOS 1994, IX Asamblea general ordinaria: La ordinaria: La vita consacrata e la sua missione missi one nella Chiesa en el mondo. Instrumentum laboris, laboris, n. 8. [7] . JUAN PABLO II, Tertio millenio adveniente (10.11.1994), n. 33. [8] . Ibid . [9] . PABLO VI,  VI, Ecclesiam  Ecclesiam suam (06.08.1962), n. 72. [10] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (01.05.1991), n. 46.  II, Redemptoris missio (07.12.1990), n. 11. [11] . JUAN PABLO II, Redemptoris Stampa  (23 julio 2005). Para una reconstrucción [12] . E. BIANCHI, «Chi minaccia il cristianesimo?»: La cristianesimo?»:  La Stampa  Pera, en (J. R ATZINGER  histórica y teológica del fenómeno, cf. J. R ATZINGER  ATZINGER , Lettera a Marcelo Pera, ATZINGER  –   – M. PERA [eds.]), 6 Senza radici. Europa, Relativismo, Cristianesimo, Islam, Islam, Mondadori, Milano 2005 , 97- 122; (trad. esp. en Ediciones Península, Barcelona 2006). [13] . Gaudium et spes, n. 43.

[14] . CONGREGACIÓN  PARA  LA  DOCTRINA  DE  LA  FE, «Nota dottrinale circa alcune questioni riguardanti l’impegno e il comportamento dei cattolici nella vita politica», n. 3: Il 3: Il Regno-documenti 48 Regno-documenti 48 (3/2003) 72.

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[15] . JUAN PABLO II, Tertio millenio adveniente (10.11.1994), adveniente (10.11.1994), n. 46. [16] . Ibid .,., n. 37. [17] . JUAN PABLO II, Veritatis splendor  (06.08.1983),  (06.08.1983), nn. 90-94.  Ibid.,, n. 89. [18] . Ibid.  VI, Evangelii  Evangelii nuntiandi (08.12.1975). nuntiandi (08.12.1975). n. 19. [19] . PABLO VI, adveniente (10.11.1994), n. 57. [20] . JUAN PABLO II, Tertio millenio adveniente (10.11.1994), [21] . Gaudium et spes, spes, n. 44. [22] . Lumen gentium, n. 13. [23] . JUAN PABLO II, Redemptoris  II, Redemptoris missio (07.12.1990), missio (07.12.1990), n. 52. [24] . Ibid .  Ibid.,, n. 40. [25] . Ibid.  Ibid.,, n. 3. [26] . Ibid. [27] . JUAN PABLO II, Catechesi tradendae, tradendae, n. 53.  XXIII, Mater  Mater et magistra (15.05.1961), n. 222. [28] . JUAN XXIII, Dominus, n. 12. [29] . Christus Dominus,

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APÍTULO

C  9:  Una «gramática ética» común

ingún proyecto ni propuesta social alguna pueden elaborarse ni, mucho menos, traducirse en la práctica y transformarse en «programa político» si falta el fundamento de una cultura política común. A su vez, no es posible coincidir en una misma cultura  política si no existe un común sentir moral, esto es, si la mayoría de los ciudadanos no están de acuerdo en algunos principios y valores éticos fundamentales. Finalmente, el común sentir moral, a su vez, no impera si no es respaldado por la conciencia religiosa. Más que una tesis teórica por demostrar, esta afirmación es una experiencia histórica que siempre es posible verificar. Ya Benedetto Croce (por citar una autoridad libre de sospecha para la cultura laica) reconocía el nexo que vincula necesariamente los «programas» a la «fe moral», esto es, la propuesta social a la cultura política, el sentido moral al sentido religioso. «La relación entre «programas» y fe (moral) –escribía en un pasaje de 1911– es que esta precede a aquellos y los produce; y, cuando falta, en vano se intenta reemplazarla con programas grandiosos: igual que un edificio sin fundamentos no se refuerza con los remates arquitectónicos y las decoraciones. Es cuestión de ver, por tanto, si tantos como se fatigan en construir programas no están movidos por la ilusión de obtener del exterior lo que sienten no poseer en su interior; y, si es así, me parece que hay que disponerse, ante todo, a liberarlos de tales ilusiones y moverlos a reforzar la fe en sí mismos y en los demás». Por lo tanto, «primero la fe (moral) –concluye Croce–, y después los programas;  primero el ánimo disponible, y después el brazo vigoroso» [1] . Sin embargo –prosigue el filósofo partenopeo–, la «fe moral», a su vez, solo se mantiene firme si es sostenida por un habitus religioso. El hecho de que un laico como Croce lo admita es muy importante, a pesar de que él tiene una concepción meramente

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naturalista de la religión que le lleva a considerar iguales entre sí todas las religiones  positivas y, por tanto, tanto, a poner todas ellas en el mismo plano. En cualquier caso, después de haber reclamado la importancia de la religión, concluye su reflexión de este modo: «El hábito religioso es por ello inmortal; y eso hace necesario cultivar los ánimos para que la fe moral se mantenga firme y eficaz». Croce, con todo, cae en la cuenta de lo difícil que es cultivar el sentido religioso y piensa que no muchos lo conseguirán. Y se pregunta por ello: «¿Una disposición de ánimo como esta será tan solo de unos pocos, al menos de manera coherente y consciente?» Y él mismo se responde: «Lo de menos es si son pocos o muchos [...]. Los programas de acción seguirán, y deberán seguir, porque una religiosidad y una fe moral que no se concretaran en una acción, serían una falsa religiosidad y una falsa fe; serían pura palabrería y no realidad». Si, por el contrario, las propuestas sociales se apoyaran sobre una cultura ética común, fundada en el sentido religioso –concluye Croce–, realmente estas «serían entonces programas y no fatuidades, animadas y no inanimadas, pensamientos serios y no pasatiempos de imaginaciones ociosas» [2] . Juan XXIII, en plena continuidad con la enseñanza tradicional de la Iglesia, afirma: «La base única de los preceptos morales es Dios. Si se niega la idea de Dios, esos  preceptos necesariamente se desintegran por completo. El hombre, en efecto, no consta solo de cuerpo, sino también de alma, dotada de inteligencia y libertad. El alma, por  tanto, exige de un modo absoluto, en virtud de su propia naturaleza, una ley moral  basada en la religión, la cual posee una capacidad muy superior a la de cualquier otra fuerza o utilidad material para resolver los problemas de la vida individual y social, tanto dentro de cada nación como en el seno de la sociedad internacional» [3] . Juan Pablo II vuelve de nuevo con fuerza sobre la existencia de un nexo imprescindible entre vida social y cultura, entre moral y religión. Son realidades –  concluye él– que, o bien están juntas, o bien se vienen abajo igualmente juntas. Hoy la crisis social –subraya el papa– es gravísima; pero, precisamente por ello, produce como reacción una necesidad cada vez más extensa y sentida de renovación, ante todo, cultural y moral; en efecto –escribe él–, «como enseñan la experiencia y la historia de cada uno, no es difícil descubrir en el origen de estas situaciones causas propiamente culturales [...]. En realidad, en el centro de la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez se

fundamenta y se realiza en el sentido religioso» [4] . 130

 

Así pues, cultura laica y cultura cristiana coinciden en la necesidad de darle un espíritu ético y cultural a la economía, a la política y a la vida civil, si se quiere que el nuevo proyecto de sociedad, exigido por la presente crisis de transición, responda efectivamente a una visión integral y trascendente del hombre. Sobre este mismo punto, Juan Pablo II volvió a hablar nuevo con firmeza en su en discurso a la ONU, en el quincuagésimo aniversario de de su fundación: «No vivimos un mundo irracional o  privado de sentido, sino que, por el contrario, existe una «lógica» moral m oral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos»; por  lo tanto –añadía el papa–, «si queremos que un siglo lleno de “constricción” dé paso a un siglo de “persuasión”, debemos dar con el camino apropiado para, empleando un lenguaje comprensible y común, debatir acerca del futuro del hombre. La ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, es esa especie de «gramática» que sirve al mundo para afrontar este debate sobre su propio futuro» [5] .

1. Repensar el concepto de «laicidad» De cuanto precede debemos concluir que hoy es preciso repensar el concepto mismo de laicidad. El uso no unívoco del término hace difícil una definición precisa del mismo [6] . A pesar de todo, según la acepción ilustrada, la «laicidad» se fundamenta en una serie de valores esenciales: razón, libertad, igualdad. Decir «laicidad» es decir racionalidad o hacer de la razón la única medida para juzgar y actuar; la razón, por tanto, nunca podrá ser dominada por ninguna verdad absoluta o trascendente a la que se niegue toda  posibilidad de ser conocida. Al mismo tiempo –siempre según el juicio clásico del término–, decir «laicidad» es reivindicar la primacía de la libertad de conciencia y de opción, con independencia de toda norma trascendente. Libertad es sinónimo de igualdad y de tolerancia: las distintas opiniones políticas, culturales, morales y religiosas deben considerarse igualmente legítimas todas ellas. El Estado no puede escoger una y obligar a los ciudadanos a seguirla; pero nadie goza de completa libertad para inspirarse en su opinión preferida. El único límite es el respeto al derecho de los demás; y el único  principio de autoridad y de verdad es la voluntad de la mayoría. Sobre este principio de racionalidad, de libertad y de igualdad se fundamenta la democracia, en cuyo interior se

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reconoce la recíproca autonomía entre esfera religiosa y esfera civil: «Iglesia en un Estado libre». Este concepto de «laicidad» ha conocido una larga evolución. La primera fase fue la de la «laicidad» entendida como  separación y contraposición contraposición entre el Estado y la Iglesia, entre los católicos y «los demás». Era inevitable que la afirmación de tal concepción de la vida y de la historia, fundada sobre el primado de la razón y de la libertad, que considera al hombre artífice autónomo de la verdad y de la transformación del mundo, condujese al choque con la visión cristiana. Durante mucho tiempo, el principio de «laicidad» ha sido invocado no solo para distinguir, sino también para enfrentar al Estado y a la Iglesia, hasta llegar a producirse, con el Syllabus  (1864) de Pío IX, el choque frontal, la condena formal de la concepción laica de la libertad y de la autonomía institucional. Después ladefirme alguna tímida de reconoció León XIII, fue Pío XI quien –aun manteniendo condena del apertura «laicismo», también, mediante la política de los concordatos, la legitimidad de la «laicidad», entendida como distinción entre Estado e Iglesia, y el respeto de su recíproca autonomía. Pío XII y Juan XXIII hablan explícitamente de un «sano» concepto de laicidad; pero sería el concilio Vaticano II el que pasara definitivamente, de concebir la laicidad como separación y contraposición, a concebirla como diálogo con la cultura moderna y con todas las culturas. Pues bien, la noción de «laicidad», de marchamo individualista-racional, no solo ha sido superada ampliamente hoy por los hechos, sino que es cada vez menos compartida también por vía de principios. Por una parte, ha contribuido el concilio Vaticano II, que ha reconocido la laicidad como un valor. En efecto –explica la constitución Gaudium et   spes – las realidades temporales tienen un valor intrínseco, una finalidad, unas leyes e instrumentos propios que no dependen de la revelación sobrenatural: «Es en virtud de la creación misma por lo que todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y  bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte» [7] . Por lo tanto,  para la Iglesia la laicidad no es un accidente histórico, sino que tiene precisamente un fundamento teológico.

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Por otra parte, ha contribuido también a ello la deriva de la laicidad propia de la Ilustración. El nihilismo, el egoísmo y las enormes tragedias de la sociedad contemporánea han favorecido, paradójicamente, el renacimiento de la necesidad de la religión como punto de referencia para superar los obstáculos en la construcción de un mundo nuevo. Elloloshacreyentes hecho posible incluso necesario el de acercamiento y la colaboración entre y los no ecreyentes: el abandono viejos esquemas apologéticos por parte de la Iglesia y el reconocimiento de que la democracia laica es el mejor sistema de gobierno van a la par con la superación, por parte del Estado laico, de las antiguas desconfianzas y con el reconocimiento de la importancia social de la religión. Razón y fe no son alternativas, sino complementarias. El repensar la noción de laicidad, en vía de hecho y de principio, viene exigido por la evolución de los tiempos y de las ideas. Lo confirman dos casos emblemáticos: el  Acuerdo de revisión del Concordato lateranense entre la Santa Sede y la República italiana  (18 de febrero de 1984) y el Tratado constitucional europeo (firmado en Roma el 29 de octubre de 2004). El art. 1 del Acuerdo de revisión reza así: «La República italiana y la Santa Sede reafirman que el Estado y la Iglesia católica son independientes y soberanas, cada una en su propio orden, obligándose en sus relaciones al pleno respeto de tales principios y a la recíproca colaboración para la promoción del hombre y el bien del país». A su vez, el art. I-52 del Tratado constitucional europeo  reconoce el  status  de que gozan las iglesias, asociaciones y comunidades religiosas en el propio país (inciso 1); por lo tanto, después de haber admitido explícitamente el valor social de la religión, dispone que se instauren relaciones estables de colaboración entre las instituciones de la Unión y las Iglesias a través de «un diálogo abierto, transparente y regular» (inciso 3). La religión, por lo tanto, ya no es considerada como un fenómeno privado, y el Estado laico ya no puede seguir  ignorándola. De esta concepción renovada de laicidad se distancia el «laicismo» cada vez más. Los neolaicistas de nuestros días, en efecto, siguen absolutizando la separación ilustrada entre religión y vida civil, haciendo de la laicidad una ideología dogmática y una especie de «religión de Estado». Es la postura, por ejemplo, de la Ley n. 1378/2004, Ley sobre el  respeto del principio de la laicidad del Estado , promovida por el Presidente francés J.

Chirac, que prohíbe en la escuela y en las oficinas públicas «los signos y los hábitos que 133

 

manifiesten ostensiblemente su pertenencia religiosa» (art. 1), desde el velo de las óvenes musulmanas hasta la kippali  judía o a las cruces cristianas de grandes dimensiones.  No obstante estas resistencias, la necesidad de repensar la laicidad es algo cada vez más sentido. Los cristianos no pueden permanecer pasivos [8] . Dimensión religiosa de la cultura (Compendio Compendio,, n. 559)

559.  Los cristianos deben esforzarse e sforzarse en conceder su pleno ple no valor v alor a llaa dimensión religiosa de la cultura: esta tarea es sumamente importante y urgente para lograr la calidad de la vida humana, tanto en el plano social  como en el individual . La pregunta que proviene del misterio de la vida y remite al misterio más grande, el de Dios, está, de hecho, en el centro mismo de toda la vida moral de las naciones. La auténtica dimensión religiosa es constitutiva del hombre y le permite captar en sus diversas actividades el horizonte en el que ellas encuentran significado y dirección. La religiosidad o espiritualidad del hombre se manifiesta en las formas de la cultura, a las que da vitalidad e inspiración. Cuando se niega la dimensión religiosa de una persona o de un  pueblo, la misma cultura se deteriora, llegando en ocasiones ocasi ones a hacerla desaparecer.

En el contexto de esta necesidad ampliamente advertida, la Iglesia avanza hoy hacia su «propuesta social», sugiriendo algunos principios y valores fundamentales, además de algunos criterios generales de juicio, y ofreciendo determinadas orientaciones operativas. Se trata de «indicaciones» que, mientras por una parte se inspiran en el evangelio,  por otra son plenamente conformes con la recta razón y abiertas a la contribución e integración por parte de los hombres de buena voluntad. Una especie de «gramática ética» común, de la que partir todos para construir juntos.

2. El principio personalista El primer principio sobre el que fundamentar una común cultura ética y política, con el fin de construir juntos la nueva sociedad, es ciertamente el primado de la persona humana. El hombre vale por lo que es, no por lo que tiene o lo que hace. Es esta la  primera regla de una «gramática ética».

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Reconocer este primado significa aceptar, en la teoría y en la práctica, que el ser  humano (hombre y mujer), con su dignidad trascendente, es «el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social» [9] . Sobre este punto, y después de tantas divagaciones del pensamiento moderno, hoy  puede afirmarse que la conciencia de la humanidad es esencialmente unánime: «Creyentes y no creyentes –pone de relieve el propio concilio– están de acuerdo, por lo general, en este punto: todos los bienes de la tierra deben estar referidos al hombre como su centro y su vértice» [10] . La revelación cristiana viene a dar estabilidad y a reforzar esta conquista de la recta razón enseñando que el hombre «ha sido creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que ha sido constituido por el mismo Dios amo y señor  de toda la creación visible, para gobernarla y usarla glorificando a Dios» [11] . El sentido religioso, por tanto, fundamenta y sostiene el sentido moral. m oral. Juan XXIII describe eficazmente de esta manera el papel de este principio  personalista, aceptado hoy universalmente: «En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es  persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables, y no puede renunciarse a ellos por ningún concepto» [12] .  No obstante, afirmar que «el hombre es anterior al Estado» [13]   significa aceptar  realmente que en el centro mismo del sistema está la persona humana con sus derechos y sus deberes, comenzando por el derecho a la vida, que es el fundamento de todas las libertades fundamentales del hombre, y siguiendo por la libertad de pensamiento y de conciencia, de educación y de asociación, incluyendo además el derecho al trabajo y todos los otros derechos civiles. De este principio se deducen dos fundamentales criterios de juicio universalmente válidos. El primero es que, bien sea el Estado, bien la sociedad, deberán perseguir uno y otra el bien común, subordinándolo siempre a la plena realización de la persona. La sociedad y el Estado, por tanto, pueden, sí, disponer de las actividades de la persona para

alcanzar los bienes comunes; pero nunca pueden disponer de la misma persona ni de la 135

 

vida del hombre, siendo este el fundamento de todos los demás derechos. Los límites morales y jurídicos que de ello se derivan no menoscaban ni a los poderes públicos, ni al desarrollo, ni al progreso de la investigación científica, pues son simplemente una garantía de la ciudadanía. La persona humana, en efecto, tiene en sí misma valor de fin y no podrá nunca, en ningún caso y por ninguna razón, ser considerada y tratada como una cobaya con la que experimentar. Un segundo e importante criterio de juicio radica en el hecho de que ni siquiera la misma persona humana puede renunciar, sin grave culpa moral, a su dignidad trascendente; el mismo hombre, en efecto, no la crea, sino que la recibe de Dios y de la naturaleza. Por eso, la misma persona humana está sometida a límites éticos precisos en el ejercicio del derecho a disponer de su propia vida. Con mayor razón, el Estado y la sociedad no podrán nunca violar estos límites éticos, a los que está sometida la misma persona. Esto significa que los experimentos, las mutilaciones y riesgos terapéuticos de efectos devastadores e irreparables, desproporcionados por la parvedad de la causa, la eutanasia (o «muerte dulce») y las intervenciones ilícitas sobre los procesos de la vida física no son moralmente admisibles (ni se podrán legalizar) ni siquiera ante un eventual consentimiento voluntario por parte del interesado. En otras palabras, en virtud del principio de que la persona y su vida son un absoluto ético, hay que rechazar la idea positivista, hoy ampliamente difundida, según la cual lo que es científicamente posible es, por ello mismo, moralmente lícito. Por eso, aun queriendo prescindir de la discusión filosófica sobre si el embrión es o no es persona humana, son declaradas moralmente ilícitas –al igual que el aborto– tanto la producción in vitro  de embriones destinados a la investigación o al uso industrial como la generación múltiple de seres humanos genéticamente idénticos (recurriendo a la fisión [o división gemela] o a la clonación), o la producción de híbridos (hombre-animal) y de otras formas de manipulación genética. En suma, la vida humana y su dignidad trascendente son ontológica y moralmente inseparables desde el primero hasta el último momento de su existencia. La vida humana es un continuum. Una vez suscitada, después de haber sido creada la primera partícula,

nadie puede interrumpirla por ninguna razón: ni al comienzo, ni durante su desarrollo, ni 136

 

al final, ni siquiera en la hipótesis «filosófica» (en sí inaceptable) de que el embrión solo llega a ser persona a partir de un cierto grado de desarrollo. El principio personalista (Compendio Compendio,, nn. 105-107) 105. La Iglesia ve en el hombre, en todo hombre, la imagen viva de Dios mismo; imagen que encuentra y está llamada a descubrir cada vez más profundamente su plena razón de ser en el misterio de Cristo, imagen  perfecta de Dios, revelador de Dios al hombre y del hombre a sí mismo. mismo. A este hombre, que ha recibido de Dios mismo una incomparable e inalienable dignidad, es a quien la Iglesia se dirige y le presta el servicio más alto y singular recordándole constantemente su altísima vocación, para que sea cada vez más consciente y digno de ella. Cristo, Hijo de Dios, «con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, a todo hombre» [I] ; por  ello, la Iglesia reconoce como su tarea principal hacer que esta unión pueda actuarse y renovarse continuamente. En Cristo Señor, la Iglesia indica y desea recorrer ella misma el camino del hombre e invita a reconocer en todos, cercanos o lejanos, conocidos o desconocidos, y sobre todo en el pobre y en el que sufre, a un hermano «por quien murió Cristo» (1 Cor 8,11; Rm 14,15) [II] . humana. De esta 106.  Toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona humana. conciencia ha sabido la Iglesia, en múltiples ocasiones y de diversas maneras, hacerse intérprete autorizada, reconociendo y afirmando la centralidad de la persona humana en todos los ámbitos y manifestaciones de la sociabilidad: «La sociedad humana es, por tanto, objeto de la enseñanza social de la Iglesia desde el momento en que ella no se encuentra ni fuera ni por encima de los hombres socialmente unidos, sino que existe exclusivamente por ellos y, consiguientemente, para ellos» [III] . Este importante reconocimiento se expresa en la afirmación de que, «lejos de ser un objeto, un elemento puramente pasivo de la vida social», el hombre «es, por el contrario, y debe ser y seguir siendo su sujeto, su fundamento y su fin. En él, por tanto, tiene origen la vida social, la cual no puede renunciar a reconocerlo como su objeto activo y responsable, y a él debe estar  orientada toda modalidad expresiva de la sociedad.

107.  El hombre, comprendido en su realidad histórica concreta, representa el corazón y el alma de la enseñanza social católica. Toda la doctrina social se desarrolla, de hecho, a partir del principio que afirma la intangible dignidad de la persona humana. humana. Mediante las múltiples expresiones de esta conciencia, la Iglesia ha  buscado, ante todo, tutelar la dignidad humana frente a todo intento de reproponer imágenes reductoras y distorsionadas; y ha denunciado repetidamente, además, sus numerosas violaciones. La historia demuestra que de la trama de las relaciones sociales emergen algunas de las más amplias posibilidades de elevación del hombre; pero también ahí anidan los más execrables atropellos contra su dignidad.

[I] . Gaudium et spes, spes, n. 22. [II] . Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, Católica, n. 1.931. [III] . CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones, cit., n. 35.

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3. El principio de solidaridad Sin embargo, el primado absoluto de la persona humana no solo no enfrenta al individuo con la sociedad, sino que, por el contrario, descubre en el individuo el fundamento mismo de la sociabilidad. Esto es, la sociedad surge después de la persona y en función de la persona. La sociedad, por el contrario, nace de la persona; es un resultado de la misma. Es esta una segunda regla fundamental de nuestra «gramática ética». En efecto, la persona existe y se realiza siempre en sociedad; el hombre es un ser a la vez individual y social: «Pero Dios –subraya el concilio– “los creó hombre y mujer”, y su unión constituye la primera forma de comunión de personas. El hombre, en efecto, es  por su íntima naturaleza un ser social, y no puede vivir ni explicar sus cualidades sin relacionarse con los demás» [14] . En esta esencial sociabilidad de la persona se funda, ante todo, la plena igualdad de derechos y de dignidad entre el hombre y la mujer. Macho y hembra son dos modos de ser «hombre». La imagen de Dios se manifiesta a la vez como hombre y como mujer: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios les creó, macho y hembra los creó» (Gn 1,27). Comenta Juan Pablo II: «El hombre es una persona en la misma medida que la mujer; en efecto, ambos, han sido creados a imagen y semejanza del Dios personal [...]. Podemos comprender de un modo aún más pleno en qué consiste el carácter personal del ser humano, gracias al cual ambos –el hombre y la mujer– son semejantes a Dios». Y concluye: «En la unidad de los dos, el hombre y la mujer están llamados desde el principio, no solo a existir juntos “el uno junto a la otra”, sino también llamados a existir recíprocamente el uno para la otra» [15] . Esta complementariedad personal constituye el primer círculo de la sociabilidad del hombre: la familia. Pero también el segundo círculo –el de la sociedad civil– se enraíza en la persona, no menos que en la familia. La sociedad civil no es exterior a la persona; ni siquiera es superior a ella; a su vez, tampoco la persona puede existir fuera o por  encima de la sociedad. La sociedad, de hecho, es «personal», y la persona es «social». «De la índole social del hombre –concluye por eso el concilio– resulta evidente que el  perfeccionamiento de la persona humana y el desarrollo de la propia sociedad son mutuamente interdependientes. De hecho, el principio, el sujeto y el fin de todas las

instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual tiene, por su misma 138

 

naturaleza, absoluta necesidad de sociabilidad. Y dado que la vida social no es algo exterior al hombre, este crece en todas sus dimensiones y puede responder a su vocación a través de las relaciones con los demás, la reciprocidad de los deberes y el diálogo con sus hermanos» [16] . Una vez más, el sentido religioso refuerza lo que la recta razón afirma y le ayuda a comprender. Y tanto la razón como c omo la religión obtienen de esta intrínseca sociabilidad de la persona un segundo y fundamental principio ético común: el principio de solidaridad. En el discurso social de la Iglesia, la maduración de este principio ha ido pareja con la evolución de la «cuestión social». Será Pío XI quien retome la enseñanza de León XIII y muestre que, así como la persona tiene una intrínseca dimensión social, así también el derecho de propiedad privada, instrumento esencial para tutelar la libertad de la persona, tiene su propia e intrínseca dimensión social; es el principio de solidaridad, que, por una  parte, impide caer en los extremos e xtremos opuestos del colectivismo y el individualismo y, por  otra, induce a «atemperar el uso [del derecho de propiedad] y armonizarlo con el bien común» [17] . Posteriormente, el discurso de la Iglesia sobre la solidaridad, con el desarrollo de la cuestión social, sigue ampliándose: así se ha pasado, de la naturaleza intrínsecamente social de la persona, a la dimensión social de la propiedad privada, a la solidaridad como exigencia intrínseca del destino universal de los bienes, a la solidaridad como valor en sí, como conciencia y virtud moral, necesaria para dar dimensión humana a la interdependencia que hoy une entre sí a los hombres y a las naciones. Por lo tanto, el «salto» de la solidaridad de la  Rerum novarum de León XIII a la definida por la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II es considerable. Hoy –subraya el  papa–, a raíz del «creciente convencimiento de la interdependencia entre los hombres y las naciones», la solidaridad se ha «transformado en conciencia, adquiriendo así una connotación moral». En este punto, la solidaridad no es ya intercambiable por «un sentimiento de vaga compasión o de superficial enternecimiento por los males de tantas  personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de comprometerse por el bien común, es decir, por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todo» [18] .

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Más aún, la solidaridad se transforma en instrumento eficaz de liberación. Como demuestra la historia de los profundos cambios acaecidos en 1989, «fue decisiva para el éxito de aquellas revoluciones no violentas la experiencia de la solidaridad social: frente a regímenes sostenidos por la fuerza de la propaganda y del terror, la solidaridad constituyó el núcleo moral del “poder de los no poderosos”» [19] . En este punto, el principio de solidaridad, ya de por sí naturalmente compatible con la recta razón y con todos los hombres de buena voluntad, encuentra su apoyo en la conciencia religiosa. Como el sentido religioso refuerza la conciencia de la dignidad trascendente de la persona, descubriendo en ella la imagen misma de Dios, igualmente el sentido religioso refuerza además la conciencia natural de la solidaridad, transformándola de filantropía en caridad. Una vez más –apunta Juan Pablo II– se muestra, pues, «la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos», con el fin de realizar una sociedad a medida del hombre [20] . Y, de hecho, «a la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, a revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de la gratuidad total, del perdón y de la reconciliación. Entonces, el prójimo no es tan solo un ser humano con sus derechos y su fundamental igualdad con todos los demás, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción  permanente del Espíritu Santo. El hombre, por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que lo ama el Señor, y por él hay que estar dispuesto a llegar incluso al sacrificio supremo: «Dar la vida por los hermanos»; en una palabra, la solidaridad cristiana construye la comunidad y conduce a la «comunión» fraterna [21] . En la práctica, la caridad –es decir, la solidaridad potenciada por el sentido religioso– mueve a cumplir las opciones valientes e incluso heroicas por el bien de los demás (especialmente de los «últimos»), al punto de compartir voluntariamente la indigencia para ayudar a los pobres a ser los artífices de su propia elevación. Al mismo tiempo, la solidaridad, en cierto sentido, completa y hace más humana la justicia. Esta visión trascendente de la solidaridad sirve de telón de fondo a todas las orientaciones concretas que el discurso social de la Iglesia sugiere. La Iglesia está convencida de que solo la solidaridad puede ser el cemento de esa sociedad más justa y

más fraterna que todos auspiciamos. De hecho, como explica Juan Pablo II en dos 140

 

densos parágrafos de la encíclica Sollicitudo rei socialis, la solidaridad es el fundamento de la concordia social, tanto dentro de cada sociedad como en las relaciones internacionales, hasta el punto de que, como ayer pudo definirse la paz como fruto de la usticia (opus iustitiae pax), así hoy podemos nosotros afirmar que la paz es fruto de la solidaridad (opus solidaritatis pax) [22] . También de este principio de solidaridad se deriva una serie de importantes criterios de juicio para la acción social y política. El concilio menciona especialmente tres de ellos: en primer lugar, que «se satisfagan ante todo las exigencias de la justicia, no vaya a ser que se ofrezca como don de caridad lo que es debido por justicia»; en segundo lugar, que «se eliminen no solo los efectos, sino también las causas (estructurales) de los males»; y, finalmente, que «se regule la ayuda de tal modo que quienes la reciban vayan liberándose, poco a poco, de la dependencia de los demás y lleguen a bastarse por sí mismos» [23] . ¿Por qué laicos y católicos no deberían coincidir en la validez de estos criterios operativos y en el principio ético que los fundamenta? Sociabilidad y solidaridad (Compendio Compendio,, nn. 149, 193, 195) creado. La 149.  La persona es constitutivamente un ser social, porque así lo ha querido Dios, que la ha creado. naturaleza del hombre se manifiesta, de hecho, como naturaleza de un ser que responde a sus propias necesidades sobre la base de una subjetividad relacional, es decir, a la manera de un ser libre y responsable que reconoce la necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes y es capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor: «Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por  un principio de unidad que supera a todas y cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: es heredera del pasado y prepara el futuro» [I] . Conviene, por tanto, subrayar que la vida comunitaria es una característica natural que distingue al  hombre del resto de las criaturas terrenas. terrenas. La acción social conlleva en sí un particular signo del hombre y de la humanidad, el de una persona que actúa en una comunidad de personas: este signo determina su cualificación interior y constituye, en cierto sentido, su misma naturaleza. Semejante característica relacional adquiere, a la luz de la fe, un sentido más profundo y estable. Creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26) y constituida en el universo visible para vivir en sociedad (cf. Gn 2, 20.23) y dominar la tierra (cf. Gn 1, 26.28-30), la persona humana está llamada desde el principio, por tanto, a la vida social: «Dios no ha creado al hombre como un “ser solitario”, sino que lo ha querido como un “ser social”. La vida social no es, por  consiguiente, extrínseca al hombre, que no puede crecer ni realizar su vocación si no es en relación con los

otros» [II] .

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193.  Las nuevas relaciones de interdependencia entre hombres y pueblos, que son, de hecho, formas de  solidaridad, deben transformarse en e n relaciones rel aciones que tiendan ti endan hacia una verdadera ve rdadera y propia solidaridad ético social , que es la exigencia moral propia de todas las relaciones humanas. La solidaridad se presenta, por tanto,  bajo dos aspectos complementarios: el de principio social y el e l de virtud moral.  La solidaridad debe percibirse, ante todo, en su valor de principio social ordenador de las l as instituciones, instituciones, sobre cuya base las «estructuras «estructuras de  pecado  pecado», », que dominan las relaciones entre las personas y los pueblos, deben ser superadas y transformadas en estructuras de solidaridad , mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas del mercado y ordenamientos.  La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral , no «un sentimiento de vaga compasión o de superficial enternecimiento por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de perseverante de comprometerse por el bien común, común, es decir, por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» [III] . La solidaridad adquiere el rango de virtud social fundamental porque se sitúa en la dimensión de la justicia, virtud orientada por  excelencia al bien común, común, y en el compromiso por el bien del prójimo con la disponibilidad, en su sentido evangélico, a «perderse» en favor del otro, en lugar de explotarlo, y a «servirlo», en lugar de oprimirlo para el  propio interés (cf. Mt 10, 40-42; 20,25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27).

195.  El principio de la solidaridad conlleva que los hombres de nuestro tiempo cultiven mayormente la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la que están integrados; integrados; son deudores de aquellas condiciones que hacen visible la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la cultura, por el conocimiento científico y tecnológico, por los bienes materiales e inmateriales. Por todo cuanto la actividad humana ha producido. Semejante deuda se salda con las diversas manifestaciones de la acción social, de manera que el camino de los hombres no se interrumpa, sino que  permanezca abierto para las generaciones presentes y futuras, llamadas unas y otras a compartir, en la solidaridad, el mismo don.

[I] . Catecismo de la Iglesia Católica, Católica, 1880. Instr.  Libertatis conscientia, conscientia, n. 32, en  AAS   79 (1987) 567. [II] . CONGREGACIÓN  PARA  LA  DOCTRINA  DE  LA  FE, Instr. Libertatis [III] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, socialis, n. 38.

4. El principio de subsidiariedad El tercer principio fundamental de una necesaria cultura ética común es el de subsidiariedad. Como la persona es anterior a la sociedad, así también la sociedad es anterior al Estado. Es este un punto central del pensamiento social de la Iglesia y de la

tradición del catolicismo social. Baste citar aquí un texto clásico en el que don L. Sturzo [24]  coincide precisamente con todo el pensamiento social cristiano. 142

 

«Para nosotros –dijo en el IV Congreso nacional del Partido popular (Turín, 12 de abril de 1923)– el Estado es la sociedad organizada políticamente para alcanzar unos fines específicos; lo cual no suprime ni anula ni crea los derechos naturales del hombre, de la familia, de la clase, del municipio, de la religión; tan solo los reconoce, los tutela, los coordina dentro de los límites de la propia función política. Para nosotros el Estado no es la primera instancia ética; el Estado no crea la ética, sino que la traduce en leyes y les confiere fuerza social. Para nosotros, el Estado no es libertad ni está por encima de ella sino que la reconoce, la coordina y limita su uso para que no degenere en libertinaje. Para nosotros el Estado no es religión, sino que la respeta y tutela su uso de los derechos externos y públicos. Para nosotros la nación no es un ente espiritual, que absorbe la vida de cada individuo; es el conjunto histórico de un pueblo uno, que actúa en la solidaridad de su actividad y que desarrolla sus energías en los organismos en los que está organizada toda nación civil» [25] . La relación dinámica entre sociedad y Estado se funda, por tanto, en el principio de subsidiariedad: los mundos vitales, las clases, los municipios, las provincias y las regiones son los órganos naturales de la sociedad. Cada uno de estos órganos tiene sus características, su autonomía, su razón de ser, que es respetada por todos. La solidaridad dinámica de estos órganos entre sí y en orden al bien común hace, evidentemente, que las instituciones del Estado, al renovarse, sean siempre expresión adecuada de la sociedad y de sus exigencias. Como ya decíamos hablando del principio de solidaridad, debemos también decir  ahora que el principio de subsidiariedad ha experimentado una notable evolución desde los días de Pío XI hasta los nuestros. Pío XI fue el primero en enunciar el principio de subsidiariedad: «Debe quedar muy firmemente arraigado este importantísimo principio de la filosofía social –escribe en la Quadragesimo anno –: del mismo modo que es ilícito sustraer a los individuos lo que ellos mismos pueden realizar con sus propias fuerzas y su iniciativa para transferirlo a la comunidad, así también es injusto confiar a una mayor y más alta sociedad aquello que  pueden hacer las comunidades menores e inferiores. Es este, a la vez, un grave daño y una alteración del recto orden de la sociedad, porque el objeto natural de cualquier 

intervención de la sociedad misma consiste en ayudar de manera supletoria a los miembros del cuerpo social, no destruirlos ni absorberlos» [26] . 143

 

La preocupación de Pío XI no era otra que condenar la prepotencia de los regímenes totalitarios (del comunismo, del fascismo y del incipiente nazismo); lo cual explica por qué aplica él el principio de subsidiariedad, sobre todo, a la vida social, y que lo haga en términos prevalentemente negativos. Más tarde, modificado el contexto histórico, la Iglesia no dejará de extender la aplicación del principio de subsidiariedad a la intervención del Estado en la economía [27]  y en las relaciones internacionales [28] . El concilio, por su parte, insiste en aplicar el mismo principio al recto funcionamiento del Estado social: los ciudadanos, solos o asociados, tienen el derecho y el deber de participar activamente en lo vida pública; por eso, por una parte, dice: «cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y no privarlos de su legítima y eficaz acción, que, por el contrario, deben favorecer de buena gana y ordenadamente»;  por otra parte, sin embargo, añade: «guárdense los ciudadanos, individual o colectivamente, de atribuir excesivo poder a la autoridad pública y no soliciten de esta, inoportunamente, ventajas excesivas, con el riesgo de reducir la responsabilidad de las  personas, de las familias y de los grupos sociales» [29] . En otras palabras: el Estado asistencial, la burocracia elefantiásica y el centralismo, que sofocan la autonomía local, han de considerarse desviaciones patológicas de la sociedad y contrastan abiertamente con el principio de subsidiariedad. Esta tercera gran regla de la «gramática ética» común no puede violarse impunemente, sobre todo en una sociedad compleja y policéntrica como la actual. Siempre que, contraviniendo el principio de subsidiariedad, se asignan al Estado tareas que podían cederse a niveles intermedios y descentrados de la administración pública o que habrían podido ser gestionadas por la sociedad civil (sin excluir la ayuda y el apoyo del Estado), no se hace sino allanar el camino hacia la ilegalidad y la corrupción, las cuales, de hecho, prosperan cuando la burocracia crece excesivamente y se sobrecarga de tareas demasiado grandes y costosas. Un Estado a la medida del hombre deberá, en cambio, basarse en el primado de la sociedad civil, promoviendo y responsabilizando el asociacionismo, la cooperación y el voluntariado. Por eso –concluye Juan Pablo II– «también en este ámbito debe respetarse

el principio de subsidiariedad: una sociedad de orden superior no debe interferir en la 144

 

vida interna de una sociedad de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que debe, más bien, apoyarla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, en orden al bien común» [30] . Subsidiariedad y participación (Compendio Compendio,, nn. 187, 189) 187. El  El principio de subsidiariedad protege a las personas de los abusos de las instancias sociales superiores e insta a estas últimas a ayudar a los individuos y a los cuerpos intermedios a desarrollar sus tareas. Este  principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad . La experiencia atestigua que la negación de la subsidiariedad, o su limitación en nombre de una supuesta democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita y a veces incluso anula el espíritu de libertad y de iniciativa. contrastan determinadas Con el principio de subsidiariedad contrastan  determinadas formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público: «Al intervenir  directamente en la sociedad y desresponsabilizarla, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, más dominados por lógicas burocráticas que por la  preocupación de servir a los usuarios, con un enorme aumento de los gastos» [I] . La falta o la inadecuación del necesario reconocimiento de la iniciativa privada, incluida la económica, y de su función pública, así como los monopolios, contribuyen a dañar gravemente el principio de subsidiariedad. A la actuación del principio de subsidiariedad corresponden corresponden:: el respeto y la promoción efectiva del  primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias, en sus decisiones fundamentales y en todas aquellas que no pueden ser delegadas o asumidas por otros; el impulso ofrecido a la iniciativa privada, de tal modo que cada organismo social, con sus propias  peculiaridades, permanezca al servicio del bien común; la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas vitales; la salvaguarda de los derechos humanos y de las minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera pública y la privada, con el consiguiente reconocimiento de la función  social   de lo privado; una adecuada responsabilización del ciudadano en orden a «ser parte» activa de la realidad política y social del país.

189.  Consecuencia característica de la subsidiariedad es la participación que se expresa., esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o en asociación con otros, directamente o por medio de sus propios representantes, contribuye a la vida cultural; económica, social y  política de la comunidad civil a la que pertenece. La participación es un deber que todos han de cumplir  conscientemente, de manera responsable y en orden al bien común. común.  La participación no puede ser delimitada o restringida a algún contenido particular de la vida social , dada su importancia para el crecimiento, sobre todo humano, en ámbitos como el mundo del trabajo y de las actividades económicas en sus dinámicas internas, la información y la cultura y, muy especialmente, la vida social y política hasta en sus más altos niveles, como son aquellos de los que depende la colaboración de todos los pueblos en la edificación de una comunidad internacional solidaria. En esta perspectiva, resulta

imprescindible la exigencia de favorecer la participación, sobre todo de los más desvalidos, así como la alternancia de los dirigentes políticos en el poder, con el fin de evitar que se instauren privilegios ocultos; es

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 precisa, además, una fuerte tensión moral, para que la gestión de la vida pública sea el fruto de la corresponsabilidad de todos con respecto al bien común.

[I] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (01.05.1991), annus (01.05.1991), n. 48.

5. El principio del bien común Por último, hay un cuarto y gran principio que, en cierto sentido, es resultado de la aceptación de los otros tres, a los que coordina y realiza todos juntos: es el principio del  bien común. Todos hablan de él y todos lo invocan, pero muchas veces suele ser interpretado de una manera restrictiva. Una primera concepción –la liberal clásica– reduce el bien común a una cuestión  privada. Cada individuo debe pensar en sí mismo, realizarse como mejor pueda, tratar de alcanzar los fines que libremente se propone. Nadie se lo puede impedir. La categoría «felicidad» sería esencialmente personal y no tendría nada que ver con la categoría «solidaridad». Por eso, el bien común no sería nada más que la suma de los bienes individuales. Un rebaño apacentando –ha escrito alguien– obtendrá su bien común cuando cada oveja haya ingerido libremente, cada una por su cuenta, la cantidad y la cualidad de hierba que desea. El pastor (el ( el Estado) tan solo deberá vigilar que nadie se lo impida. En semejante forma de verlo se echa en falta la referencia a la dimensión ética objetiva y trascendente del bien común. De hecho, no se trata únicamente del bien individual Existe además un «bien» que es, al mismo tiempo, de todos y de cada uno; un  bien indivisible que solo se puede obtener con el compromiso común, c omún, porque al mismo tiempo trasciende y realiza el bien personal de cada uno. Como explica Juan XXIII, este  bien común «se concreta en el conjunto de aquellas condiciones sociales que permitan y favorezcan a los seres humanos el desarrollo integral de su persona» [31] . Por  consiguiente, el primado de la persona es esencial también en el terreno del bien común,

que, sin embargo, solo puede realizarse en sociedad. 146

 

En efecto, la persona –como ya hemos visto– es intrínsecamente «social». ¡Lo cual significa que la sociedad humana no puede compararse con un rebaño de animales yuxtapuestos unos junto a otros! Es una comunidad. Existe, por tanto, una estrecha conexión entre el bien de una persona y el bien de los demás. Y si alguna vez, como suele suceder, «mi» bien (o el de una categoría de ciudadanos) entra en conflicto con el  bien «tuyo» (o el de otra categoría de ciudadanos), ello tan solo significa que hay algo que corregir o algún obstáculo que eliminar; los conflictos «sociales» no se resuelven nunca abusando el más fuerte del más débil, sino buscando de mutuo acuerdo el bien común. Sin embargo, también en las democracias más evolucionadas –se lamenta con realismo Juan Pablo II– «los interrogantes que se suscitan en la sociedad no son examinados a veces de acuerdo con los criterios de justicia y moralidad, sino más bien en función de la fuerza electoral o financiera de los grupos implicados [...]. De ahí la creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común, el cual, de hecho, no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha en función una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, de una exacta comprensión de la dignidad y los derechos de la persona» [32] . Otra concepción restrictiva –opuesta a la clásica concepción liberal– es la visión colectivista, según la cual, por el contrario, el bien común reabsorbe en sí toda finalidad social, hasta el punto de ignorar el carácter personal del bien mismo. El colectivismo  pone a la clase, al partido o al Estado Estado en lugar del individuo. individuo. También esta errónea visión del bien común prescinde de consideraciones de naturaleza ética y espiritual. El bien común consistiría esencialmente en la mayor producción de bienes, en el bienestar  económico, en los servicios proporcionados por el Estado, sin preocupación alguna por  la consiguiente despersonalización de los ciudadanos, reducidos a simples números, equiparados a base de una igualdad forzada y ficticia, que no tiene en cuenta las dotes, las exigencias y la creatividad de cada uno. Ahora bien, precisamente sobre la base de los otros principios enunciados (el  primado de la persona, la solidaridad, la subsidiariedad), una concepción adecuada del  bien común goza de un mayor m ayor respiro: ciertamente, abarca todas las condiciones de vida material que se requieren para el perfeccionamiento de la vida humana, pero al mismo

material que se requieren para el perfeccionamiento de la vida humana, pero al mismo tiempo no puede dejar de abrirse a otros «bienes» igualmente esenciales para una vida 147

 

verdaderamente «humana», como son el arte, la cultura, la educación, la contemplación, la dimensión espiritual y religiosa.  Nuestro tiempo es consciente de ello: «Crece –observa el concilio– de la eximia dignidad de la persona humana, superior a todas las cosas y cuyos derechos y deberes son universales e inviolables. Es preciso, por tanto, hacer accesibles al hombre todas aquellas cosas que son necesarias para llevar una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado de vida y a fundar una familia, a la educación, al trabajo, al buen nombre, al respeto, a la necesaria información, a la posibilidad de obrar de acuerdo con el recto dictado de su conciencia, a la salvaguarda de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa» [33] . El bien común, en suma, coincide sobre todo con la calidad de la vida humana, más que con la cantidad de disponibilidades materiales. Por tanto, debe concluirse que una concepción adecuada del bien común –dice Juan Pablo II– exige, en primer lugar, respetar el ambiente («No se puede hacer uso impunemente de las diversas categorías de seres, vivos o inanimados –animales, plantas, elementos naturales– como a uno le  plazca, según las propias exigencias económicas»); exige, en segundo lugar, la moderación en el uso de los recursos naturales («Usarlos como si fueran inagotables, con un dominio absoluto de los mismos, pone seriamente en peligro su futura disponibilidad no solo para la presente generación, sino sobre todo para las generaciones futuras»); finalmente, una visión adecuada del bien común impone prestar la debida atención a la calidad de la vida, amenazada sobre todo por un cierto tipo de desarrollo desordenado, cuyo resultado –como todos sabemos– «es, cada vez más frecuentemente, la contaminación ambiental, con graves consecuencias para la salud de la población» [34] . Pero no solo eso. El carácter esencialmente «cualitativo» (moral y espiritual) del  bien común impone que sea tutelado y buscado a nivel planetario: la creciente interdependencia universal hace, obviamente, que ya no esté un único Estado en condiciones de garantizar por sí solo el bien común, pues nos hemos convertido en ciudadanos del mundo [35] . Se abren, pues, nuevos capítulos que están por escribir, como el que se refiere al deber de «ingerencia humanitaria» [36] , introducido por Juan Pablo II, frente a las

violaciones del bien común y de los derechos humanos, que trascienden las posibilidades 148

 

de una sola nación e interpelan a la conciencia y a la comunidad internacional. ¿Y qué decir de otros problemas del bien común (como el de la salvaguarda del ambiente) que ya solo se pueden afrontar y resolver a nivel universal: desde la tutela de las minorías hasta los flujos incontenibles de las migraciones, los mercados de la droga y de la mafia, la lucha contra el SIDA o la necesidad de fundamentar de un nuevo modo el desarrollo y la paz? También en todos estos casos, las adquisiciones de la recta razón, que hoy permiten una visión más comprensiva del bien común, no pueden dejar de verse reforzadas por el conflicto con la conciencia religiosa: el límite establecido por el Creador al uso de los  bienes –comenta Juan Pablo II–, simbólicamente simbólicamente expresado por la prohibición ddee «comer  del fruto del árbol prohibido» (cf. Gn 2,16s), «muestra con suficiente claridad que, en relación con la naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no solo biológicas sino también morales, que no pueden transgredirse impunemente» [37] . Responsabilidad de todos para el bien común (Compendio Compendio,, nn. 166s)

166. Las  Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están estrechamente relacionadas con el respeto y la promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales. fundamentales. Tales exigencias se refieren, ante todo, al compromiso por la paz, a la correcta organización de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguarda del ambiente, a la prestación de aquellos servicios que son esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa. Sin olvidar la contribución que cada nación tiene el deber de  prestar para una verdadera cooperación internacional en orden al bien común de la humanidad entera, incluidas las generaciones futuras. 167.  El bien común compromete a todos los miembros de la sociedad: ninguno es libre de colaborar, de acuerdo con sus capacidades, en su consecución y desarrollo. desarrollo. El bien común exige ser servido plenamente, no según visiones restrictivas subordinadas a las ventajas que cada cual puede obtener, sino sobre la base de una lógica que tiende a la más amplia asunción de responsabilidad. El bien común es consecuente a las más altas inclinaciones del hombre, pero es un bien difícil de obtener, porque requiere la capacidad y la búsqueda constante del bien ajeno como si se tratara del bien propio. Todos gozan también del derecho a disfrutar de las condiciones de vida social que resultan de la búsqueda del bien común. común. Todavía sigue siendo actual la enseñanza de Pío XI: «Hay que procurar que la distribución de los bienes creados, que todos vemos hasta qué punto es causa de malestar, debido al enorme desequilibrio entre unos pocos acaudalados y un número incalculable de indigentes, sea reconducida a la

conformidad con las normas del bien común y de la justicia social» [I] .

149

 

anno, 197. [I] . PÍO XI, Quadragesimo anno,

Concluyendo, debemos decir que hoy no solo es posible, sino también necesario y deseable, que se produzca el encuentro entre cultura cristiana y cultura laica, entre sentido moral y sentido religioso, en torno a los principios fundamentales de una «gramática ética común» abierta a Dios. En efecto, solo partiendo del primado de la  persona humana, compartiendo la necesidad de la solidaridad, buscando el apoyo de la  participación responsable de todos y persiguiendo el bien común en su más amplia acepción, será posible dar una respuesta a los grandes retos que el siglo XX nos ha dejado en herencia.

6. Por una nueva «laicidad» en política En nuestras sociedades pluriculturales y pluriétnicas, el problema de dar con una vía para el encuentro y la confrontación intercultural e interreligiosa se ha hecho improrrogable y urgente. Las numerosas experiencias de diálogo y de colaboración política entre creyentes y no creyentes son hoy posibles, aun cuando unos y otros no siempre coincidan en la interpretación de los mismos valores. Sin embargo, una cosa es cierta: solo la referencia a la laicidad permite el encuentro entre tradiciones distintas respetando la identidad de cada una de ellas. Comúnmente, se habla de la necesaria «contaminación» entre culturas diversas. ¿Por qué no hablar más bien de «fecundación recíproca», como hace Juan Pablo II a propósito de la integración cultural entre inmigrantes y ciudadanos de los países receptores? [38] Ahora bien, en el plano político, la nueva laicidad, entendida ya no como separación entre diferentes sino como «fecundación recíproca», conlleva que, sin renunciar a su propia identidad, creyentes y no creyentes busquen juntos pistas concretas  para realizar el mayor bien común posible en una determinada situación, conscientes de las necesarias mediaciones a tener en cuenta. Esto puede crear algún problema, sobre todo para los católicos, llamados a inspirar las opciones políticas con exigencias éticas

fundamentales e irrenunciables. Sin embargo, forma parte de la naturaleza misma del arte político el no consentir que esas exigencias absolutas se traduzcan inmediatamente 150

 

en leyes, sino imponer la necesaria gradualidad requerida por las situaciones concretas. Así lo pone de relieve el Compendio de la doctrina social de la Iglesia : «El fiel laico está llamado a identificar, en las situaciones políticas concretas, las acciones realmente  posibles para poner en práctica los principios y los valores morales propios de la vida social [...]. La fe no ha pretendido nunca encerrar los contenidos socio-políticos en un esquema rígido, consciente de que la dimensión histórica en la que vive el hombre obliga a verificar la presencia de situaciones imperfectas y a menudo rápidamente cambiantes» [39] . Por lo tanto, la colaboración política de los católicos con  partners  de distinta orientación cultural se plantea desde una perspectiva laica y respetando las reglas democráticas, pero sin comprometer la propia identidad y en coherencia con los valores inspiradores. El cristiano sabe que Cristo es el camino, la verdad y la vida (y esto le  proporciona una inquebrantable certeza a la hora de actuar), pero es consciente de que el conocimiento del camino concreto es siempre imperfecto. Será el Espíritu quien habrá de guiarlo hacia el conocimiento más pleno de la verdad (cf. Jn 16,13), sirviéndose también de las situaciones históricas, de los «signos de los tiempos» y del diálogo intercultural. Dando y recibiendo. En política, por consiguiente, el respetar la nueva laicidad exige,  por una parte, que el cristiano no trate de imponer a los demás la luz que le viene dada  por la fe religiosa, sino que se esfuerce en traducirla en términos laicos, comprensibles y aceptables por todos; por ora parte, ello requiere que los  partners  laicos se muestren igualmente disponibles al diálogo y a la confrontación, conscientes de que la inspiración religiosa es portadora de poderosas motivaciones para un compromiso político valiente y eficaz. Este encuentro-confrontación entre creyentes y no creyentes en el plano de la laicidad es una riqueza de una democracia madura. En cualquier caso, el cristiano es consciente de ser portador de una aportación específica de la que el mundo tiene necesidad: introducir en la vida política y en la construcción de la ciudad del hombre el cemento de la caridad, entendido laicamente como «solidaridad». En coherencia con el evangelio, el cristiano vivirá el ejercicio del  poder no como un privilegio, sino como un servicio. Se mostrará vigilante para que la nueva laicidad no degenere en homologación (al «pensamiento único») ni favorezca la

deriva neoliberalista, cuyos resultados son tan funestos como los del liberalismo económico ilustrado. Los católicos, por tanto, deben ser capaces también de desempeñar  151

 

un papel de oposición. ¿Cómo podrían no oponerse, democrática y laicamente, a una visión utilitarista de la política que emplea el poder para defender intereses corporativos o incluso personales, relegando a un segundo plano las razones de los débiles que no gozan de derechos sociales? ¿Cómo podrían no oponerse a opciones políticas que conducen a la destrucción de la familia o atentan contra la vida humana y su dignidad? Los cristianos, pues, a la vez que se comprometen políticamente a respetar   plenamente la laicidad y las reglas democráticas, buscando el mayor bien concretamente  posible en diálogo con los hombres de buena voluntad, no renunciarán nunca a dar  testimonio de la fuerza profética y crítica del evangelio. Compete a toda la Iglesia anunciar proféticamente, con la Palabra y con la vida, que «el poder de Dios es distinto del poder de los poderosos del mundo. El modo de actuar de Dios es distinto de como nosotros lo imaginamos y de como querríamos imponérselo también a Él. Dios, en este mundo, no entra en concurrencia con las formas terrenas del poder. No contrapone sus divisiones a otras divisiones. [...] Él contrapone al poder rumoroso y prepotente de este mundo el poder indefenso del amor, que en la Cruz Cr uz –y después una y otra vez en el curso de la historia– sucumbe y, sin embargo, constituye novedad divina que se opone a la injusticia e instaura el reino de Dios» [40] . Ahora bien, los desafíos que el siglo XX ha dejado en herencia al tercer milenio  pueden reducirse sustancialmente a tres: «corregir» el capitalismo, creando una sociedad del trabajo libre, de la empresa y de la participación (cap. 9); hacer realidad una democracia madura, corrigiendo el Estado social en crisis, conjugando eficiencia con solidaridad (cap. 10); realizar la unidad en la diversidad, superando el relativismo (cap. 11). En suma, se trata de dar un alma ética a la era tecnológica, a fin de que la nueva sociedad del siglo XXI nazca como «civilización del amor».

morale, cap. XXII: «Fede e programmi», Laterza, Bari 1955, 161.166. [1] . B. CROCE, Cultura e vita morale, [2] . Ibid.  Ibid.,, 167. [3] . JUAN XXIII,  XXIII, Mater  Mater et magistra (15.05.1961), n. 208, en CERAS, 267. [4] . JUAN PABLO II, Veritatis splendor (06.08.1983), n. 98. [5] . JUAN  PABLO II,  II, Discurso  Discurso a la ONU en el 50° aniversario de la fundación (05.10.1995), n. 3, en  EV 

XIV/3235.

[6] . Cf. L. CAIMI, Laicità  Laicità,, en (E. BERTI – G. CAMPANINI [eds.]),  [eds.]), Dizionario  Dizionario delle idee politiche, AVE, politiche, AVE, Roma 1993, 417-427.

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spes, n. 36. [7] . Gaudium et spes, [8] . Para un mayor desarrollo del tema, cf. B. SORGE, «Per una laicità nuova»: Aggiornamenti nuova»:  Aggiornamenti Sociali  Sociali  56 (11/2005) 685-690, de donde toma este párrafo y el siguiente. spes, n. 63. [9] . Gaudium et spes,  Ibid.,, n. 12. [10] . Ibid. [11] . Ibid . [12] . JUAN XXIII,  XXIII, Pacem  Pacem in terris (11.04.1963), n. 9.  XIII, Rerum  Rerum novarum (15.05.1891), n. 6. [13] . LEÓN XIII, spes, n. 12. [14] . Gaudium et spes, [15] . JUAN PABLO II, Mulieris  II, Mulieris dignitatem (15.08.1988), nn. 6s. [16] . Gaudium et spes, n. spes, n. 25. [17] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), anno (15.05.1931), n. 45. [18] . JUAN PABLO II, Sollicitudo reí socialis (30.12.1987), n. 38. [19] . JUAN  PABLO II,  II, Discurso  Discurso a la ONU en el 50 aniversario de la fundación (05.10.1995), n. 4, en  EV  XIV/3237. socialis (30.12.1987), n. 39. [20] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (30.12.1987), [21] . Ibid.  Ibid.,, n. 40. [22] . Cf. ibid .,., n. 39. [23] . Apostolicam actuositatem, actuositatem, n. 8. [24] . Nota del traductor.– El autor se refiere al sacerdote italiano que intervino y acompañó en sus inicios la fundación de la Democracia Cristiana Italiana. Italiano, II:  Popularismo e fascismo  fascismo  (1924), Zanichelli, Bologna [25] . L. L STURZO,  Il Partito Populare Italiano, 1956, 107. anno (15.05.1931), nn. 86ss. [26] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931),  XXIII, Mater  Mater et magistra (15.05.1961), magistra (15.05.1961), nn. 51-58; acerca del desarrollo regional, n. 152. [27] . Cf. JUAN XXIII, [28] . Cf. JUAN XXIII,  XXIII, Pacem  Pacem in terris (11.04.1963), terris (11.04.1963), n. 141. spes, n. 75. [29] . Gaudium et spes, [30] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (01.05.1991), annus (01.05.1991), n. 48. [31] . JUAN XXIII,  XXIII, Mater  Mater et magistra (15.05.1961), n. 65. [32] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (01.05.1991), n. 47. spes, n. 26. [33] . Gaudium et spes, [34] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (30.12.1987), socialis (30.12.1987), n. 34. [35] . Cf. JUAN XXIII,  XXIII, Pacem  Pacem in terris (11.04.1963), terris (11.04.1963), nn. 70-79. [36] . Justamente los moralistas denuncian los numerosos y difíciles motivos, aún por resolver en el plano ético, surgidos por las extraordinarias transformaciones, que han cambiado y ampliado enormemente el alcance mismo del «bien común»: el mandamiento «no matarás» se entiende ahora en el sentido clásico de «no matar  directamente al inocente», o bien reclama una nueva presión ético-religiosa de carácter «deontológico» que excluya cualquier muerte violenta (¿aborto, pena de muerte, autodefensa individual y colectiva de tipo cruento?).

¿Es hoy practicable en concreto a través de vías no violentas y no militares el deber de defender la propia tierra y la propia identidad nacional? ¿Podemos limitarnos a declarar improponible la guerra moderna y la misma limpieza nuclear, o quizá la reprobación se extiende también a la anulación de la producción y el comercio de las armas de

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guerra (nucleares y convencionales)? ¿Qué sentido tiene mantener el concepto tradicional de «soberanía política» y de «nación» cerrada, si ello favorece el retorno del «nacionalismo», motivo de tantas guerras? ¿No es preciso repensar la ONU y el orden económico internacional, a fin de superar la economía que «mata» y crea absurdas y fatales discriminaciones? ¿No deberíamos todos hacer de la paz un tema central y no accesorio y marginal que se deja exclusivamente en manos de los especialistas o de quienes se comprometen espontáneamente? (cf. G. MATTAI  – B. MARRA, Dalla guerra all’ingerenza humanitaria, humanitaria, SEI, Torino 1994, 75s.). UAN

ABLO

[37] . J  P  II, Sollicitudo rei socialis (30.12.1987), socialis (30.12.1987), n. 34. [38] . Cf. JUAN  PABLO  II, «Mensaje en la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2005», n. 3:  L’Osservatore Romano (9-10 Romano (9-10 diciembre 2004), 47 [39] . CDS , n. 568. [40] . BENEDICTO XVI, «Homilía en la Vigilia de oración, durante la XX Jornada Mundial de la Juventud»:  L’Osservatore Romano (22-23 Romano (22-23 agosto 2005).

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CAPÍTULO 10: 

Economía libre y solidaria

La crisis de transición que atraviesa hoy el mundo es compleja. Sustancialmente, los  problemas se entrelazan, se condicionan mutuamente y, por ello, han de afrontarse y resolverse juntos, si queremos que nazca una sociedad nueva. Ahora bien, los problemas más urgentes o, si se prefiere, los aspectos convergentes de la crisis de transición que hay que afrontar de inmediato y a la vez son: la eficacia de la economía, el crecimiento de la democracia, la cohesión moral y cultural de la sociedad. Son estos los elementos de la «cuestión social» de comienzos del milenio, que también la Iglesia quiere contribuir a resolver. La nueva «cuestión social» se puede formular con un interrogante: ¿es posible (o es una utopía) conjugar eficiencia económica, libertad política y cohesión social? En la práctica, se trata de afrontar y resolver el gran nudo de las relaciones entre mercado, Estado y sociedad civil en las nuevas circunstancias de nuestro tiempo. Juan Pablo II dedica al tema toda una encíclica –la Centesimus annus –, queriendo  preparar de algún modo tanto a la Iglesia como a la humanidad frente al difícil impacto con el nuevo milenio [1] .

1. El capitalismo no ha vencido El primer gran problema que el siglo XX nos deja en herencia es, por tanto, la necesidad

de elaborar un nuevo modelo desarrollo del fracaso de los modelos  precedentes elaborados por lasdeideologías: ideol ogías: eldespués socialismo marxistahistórico y el capitalismo liberal.

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La nueva generación del 2000 es consciente de que, en gran parte, donde se juega el futuro es en la posibilidad de hacer realidad efectivamente un desarrollo económico integral y solidario a nivel mundial, sin repetir los errores cometidos durante el siglo XX tanto por el socialismo real como por el capitalismo moderno en sus diversas modalidades. De hecho, no es casual que también el capitalismo, desde su aparición, no haya generado menos servidumbres que el socialismo. El consumismo ha acabado mostrándose no menos deshumanizador que el comunismo. La razón es que uno y otro modo de entender la vida y las relaciones humanas han permanecido inamovibles dentro de la misma óptica de un desarrollo valorado exclusivamente en términos económicos. Por eso, cuando en nuestros días se afirma que debemos comprometernos a hacer  realidad un nuevo modelo de desarrollo a nivel planetario –advierte Juan Pablo II–, no «se trata únicamente de hacer que todos los pueblos alcancen el nivel de que disfrutan hoy los países más ricos, sino de construir sobre el trabajo solidario una vida más digna, de hacer que crezcan efectivamente la dignidad y la creatividad de cada persona, así como su capacidad de responder a la propia vocación y, por lo tanto, a la llamada de Dios que dicha vocación encierra» [2] . Precisamente por eso, la encíclica Centesimus annus  repite que el final del socialismo real no ha sido la victoria del capitalismo: «La solución marxista ha fracasado, pero sigue habiendo en el mundo fenómenos de marginación y de explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países más avanzados». El hundimiento del sistema comunista «no basta para resolverlos» [3] . En otras palabras, si el socialismo real fue una respuesta equivocada (y así lo ha afirmado siempre la Iglesia), sin embargo, los problemas creados por el capitalismo salvaje, que habían provocado aquella respuesta equivocada, eran y siguen siendo reales. «Por el contrario, existe el riesgo –añade el papa– de que, tras el fracaso del socialismo, se difunda una ideología radical de tipo capitalista que se niega incluso a tomar en consideración tales problemas y confía su solución, de manera fideísta, al libre desarrollo de las fuerzas de mercado» [4] .

Una economía eficiente y solidaria (Compendio Compendio,, n. 332)

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332. La  La dimensión moral de la economía permite comprender como finalidades inseparables, no separadas y alternativas, la eficiencia económica y la promoción de un desarrollo solidario de la humanidad.  La moral, constitutiva de la vida económica, no es ni contraria ni neutral: se inspira en la justicia y en la solidaridad y constituye un factor de eficiencia social para la propia economía. Es un deber desarrollar de manera eficiente la actividad de producción de los bienes; de otro modo, se desperdician recursos. Pero no es aceptable un crecimiento económico obtenido en detrimento de los seres humanos, de pueblos y grupos sociales enteros, condenados a la indigencia y a la exclusión. La expansión de la riqueza, visible en la disponibilidades de  bienes y servicios, así como llaa exigencia moral m oral de una difusión igualitaria de estos últimos, últim os, deben estimular al hombre y a la sociedad en su conjunto a practicar la virtud esencial de la solidaridad para combatir, con espíritu de justicia y de caridad, allí donde se manifieste su presencia, aquellas «estructuras de pecado» [I] que generan y mantienen la pobreza, el subdesarrollo y la degradación. Tales estructuras son edificadas y consolidadas por muchos actos concretos de egoísmo humano.

socialis, n. 36. [I] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis,

Por eso, antes de considerar qué «propuesta social» ofrece la Iglesia para responder  a los desafíos del futuro conviene explicar que también el capitalismo (no menos que el socialismo real) ha llegado a su término, al menos en las formas históricas en que hasta ahora lo hemos conocido. Se impone ante todo, por consiguiente, una aclaración: ¿qué se entiende hoy por  «capitalismo»? La acepción tradicional del término, si puede servir para establecer las etapas principales de la historia económica de ayer, resulta ya del todo inadecuada para expresar el capitalismo emergente. Una rápida retrospectiva puede ser útil, por tanto, para valorar mejor la novedad del cambio a que estamos asistiendo. a sistiendo. Pues bien, el concepto de «capitalismo», en el lenguaje clásico, se entendía en dos sentidos distintos: o como «ideología» o como «sistema» y modo de producir bienes y servicios.

2. El capitalismo como «ideología»

Si se toma el capitalismo en el primer sentido del término, es decir, como hecho ideológico, cultural y social, no puede considerarse como un fenómeno exclusivamente 157

 

«técnico» de producción y distribución de la renta. En este primer sentido, más amplio, cuando hablamos de «capitalismo», nos referimos también a un cierto modo de entender  las relaciones sociales, a una mentalidad, a un tipo de cultura con su propia escala de valores, con sus mitos, con sus opciones y sus rechazos, con sus aspectos humanizantes y deshumanizadores. Ello explica por qué la ideología «capitalista», con el paso del tiempo, ha adoptado de vez en cuando formas diversas. En efecto, se ha pasado de la forma originaria clásica del capitalismo manchesteriano al capitalismo monopolístico de los primeros decenios del siglo XX, al neocapitalismo consumista keynesiano, al capitalismo societario..., hasta llegar –como veremos– a la economía global de nuestros días, que debe considerarse como una verdadera y auténtica superación del capitalismo ideológico clásico. Pues bien, la Iglesia ha condenado siempre la ideología capitalista en todas las formas en que sucesivamente se ha transformado. Recordémoslo brevemente. Capitalismo manchesteriano.  Toda la encíclica  Rerum novarum  (1891), de León XIII, constituye una palmaria acusación contra la ideología capitalista en su primera forma clásica, tal como precisamente imperaba en el siglo XIX. El papa, después de haber denunciado enérgicamente el hecho de que «los proletarios, en su mayor parte, se encuentran injustamente en condiciones de inmerecida miseria» [5] , atribuye la responsabilidad de esta inhumana situación a la ideología capitalista, que separa la economía de la moral. Reafirma, por tanto, que las estructuras y las opciones económicas han de estar subordinadas a la norma ética y, desde ahí, orientadas al servicio del hombre; que el trabajo humano en modo alguno puede considerarse como una merced o recompensa; que, por tanto, hay que rechazar la concepción capitalista del contrato salarial; que son legítimas –más aún, obligadas– tanto la intervención del Estado en la economía como la autodefensa de los trabajadores unidos en asociaciones sindicales  propias; que la propiedad privada nunca puede separarse de la dimensión social que le es intrínseca.

Capitalismo monopolistico. En los primeros decenios del siglo XX, la ideología capitalista ya ha adquirido una forma nueva: de la referida a las pequeñas unidades

 productivas, se ha pasado al capitalismo de las grandes unidades productivas, de los trusts, de los monopolios, de los bloques de poder. La Iglesia condena también con 158

 

energía esta nueva concreción histórica de la ideología capitalista. Pío XI, con la Quadragesimo anno  (1931), incide directamente en el corazón mismo del problema e identifica, sobre todo en el desequilibrio del poder, el aspecto éticamente más inhumano del nuevo capitalismo. Las nefastas consecuencias de esta ideología –lamenta el papa–  se derivan, sobre todo, de la «concentración de los recursos y del poder, que es, por así decirlo, la nota característica de la economía contemporánea, el fruto natural de esa desenfrenada libertad de concurrencia que permite sobrevivir únicamente a los más fuertes, que a menudo resultan ser los más violentos y los que más se despreocupan de la conciencia» [6] .

Capitalismo consumista. Hacia la mitad del siglo X (pero, sobre todo, a raíz de de la Segunda Guerra Mundial) se difunde una nueva forma de capitalismo ideológico, inspirada en las teorías keynesianas: el pleno empleo de la mano de obra se obtiene a través de una redistribución tal de los beneficios que haga que crezca el poder de adquisición de los consumidores de un modo proporcional al crecimiento de la  producción. En suma, aumentará el beneficio de quienes menos tienen y crecerá el consumo, y este, a su vez, estimulará y absorberá el crecimiento de la producción. El  pésimo efecto de este planteamiento ideológico ha consistido en que el consumo se ha convertido en la finalidad de la producción. Se produce para consumir, más que para responder a las necesidades reales de la gente. El obrero vale, sobre todo, porque es un consumidor, y no tanto porque es capaz de realizar un trabajo eficiente. El paso al Estado asistencial (es decir, preocupado por sostener el consumo y las empresas, a expensas de la deuda pública) era previsible y se hizo inevitable. En las intervenciones de Pío XII no aparece una condena formal de la organización consumista de la producción; pero el papa sí reprueba en innumerables ocasiones las consecuencias deshumanizadoras de la visión ideológica de fondo. Si, de hecho, determinadas contradicciones del capitalismo clásico parecen superadas –dice Pío XII–,  permanecen todavía, sin embargo, los desequilibrios desequilibrios humanos. En particular, particular, la ideología consumista es deshumanizadora, porque priva al trabajador de una visión superior de la vida y del trabajo: «Vemos, por una parte –dice el papa– cómo las ingentes riquezas dominan la economía privada y pública, y a menudo también la actividad civil; por otra,

la innumerable multitud de quienes, privados de toda seguridad directa o indirecta de su

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 propia vida, no prestan ya interés por los verdaderos y elevados valores del espíritu y se cierran a alimentar cualesquiera aspiraciones a una genuina libertad» [7] .

Capitalismo societario. En los años 50 y 60 cambian una vez más las relaciones de valor entre capital, empresa y trabajo: la figura del empresario responde cada vez menos a la clásica figura del «patrón» y se identifica con la del dirigente, también él, de algún modo, «dependiente» de la empresa; los trabajadores asumen un nuevo papel dentro del Estado social contemporáneo. «En estos últimos años, como es sabido –advierte Juan XXIII–, ha ido acentuándose cada vez más en las empresas económicas de mayor  importancia la separación entre la propiedad de los bienes de producción y la responsabilidad que incumbe a los dirigentes en los principales organismos económicos. Sabemos que esto crea a los poderes públicos difíciles problemas de control para garantizar que los objetivos perseguidos [...] no se contrapongan a las exigencias del bien común» [8] . Y el papa lamenta que sigan vigentes los efectos deshumanizadores de esta ideología capitalista, por más que se renueve, no solo en la industria, sino también en la agricultura, en el comercio, en las profesiones, en las relaciones internacionales entre  países de distinto grado de desarrollo económico y social. De ahí la reiterada condena desde el punto de vista ético: si los frutos del sistema «son tales que comprometen la dignidad humana de cuantos ejercen en él su actividad, o debilitan sistemáticamente su sentido de la responsabilidad, o constituyen un impedimento para que, en cualquier caso, se exprese su iniciativa personal, semejante sistema económico es injusto, aun cuando,  por hipótesis, la riqueza que produce alcance elevadas cotas y se distribuya de acuerdo con criterios de justicia y de equidad» [9] . También, Pablo VI, a su vez, insistirá en el hecho de que la ideología capitalista, a  pesar de los últimos cambios cam bios del sistema, ha seguido siendo la misma en el fondo: «Es verdad –dice él– que quien, como hacen muchos, habla hoy del capitalismo con los conceptos que lo habían definido en el siglo pasado demuestra su desfase con respeto a la realidad; pero subsiste el hecho de que el sistema económico-social generado por el liberalismo manchesteriano y que aún perdura en la concepción de la unilateralidad de la  propiedad de los medios de producción y de la economía tendente prevalentemente al

 beneficio privado, no esirreductiblemente la perfección ni contrastantes es la paz ni esy la justicia, sia sigue dividiendo los hombres en clases caracteriza la sociedad de lasa  profundas y lacerantes discrepancias que que la atormentan» [10] . 160

 

El beneficio (Compendio Compendio,, n. 340)

340.   La doctrina social reconoce la justa función del beneficio como primer indicador del buen  funcionamiento de la empresa: empresa: «Cuando una empresa da beneficios, significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente» [I] . Esto no puede hacer olvidar el hecho de que no siempre el beneficio indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad . Es posible, por ejemplo, «que el balance económico sea correcto y que, al mismo tiempo, los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad» [II] . Esto sucede cuando la empresa está inserta en sistemas socioculturales caracterizados por la explotación de las personas, propensos a rehuir las obligaciones de justicia social y a violar los derechos de los trabajadores.  Es indispensable que, dentro de la empresa, la legítima búsqueda del beneficio armonice con la irrenunciable tutela de la dignidad de las personas que a título diverso trabajan en la misma empresa. empresa. Ambas exigencias no se oponen en absoluto entre sí, dado que, por una parte, no sería realista pensar en garantizar el futuro de la empresa sin la correspondiente producción de bienes y servicios y sin obtener beneficios que sean fruto de la actividad económica desarrollada; por otra parte, permitiendo crecer a la persona que trabaja, se favorece una mayor productividad y eficacia del trabajo mismo. La empresa debe ser una comunidad solidaria, no encerrada en los intereses corporativos, tender a una «ecología social» [III]  del trabajo y contribuir además al bien común mediante la salvaguarda del ambiente natural.

[I] . JUAN PABLO II, Centesimus annus, annus, n. 35. [II] . Ibid .  Ibid.,, n. 38. [III] . Ibid.

3. La industrializaci industrialización ón Para mayor claridad, conviene abrir aquí un breve paréntesis. Ciertamente, no puede haber duda alguna sobre la firmeza de la condena moral, expresada por todos los papas de la era industrial con respecto a las diversas formas que la ideología del capitalismo ha asumido en las fases sucesivas de su evolución histórica. Sin embargo, conviene además añadir que en los documentos pontificios no faltan también apreciaciones positivas, las cuales, sin embargo –si se presta la debida atención– 

nunca refieren al sistema ideológico en sí, sino que más bien se limitan a reconocer que el hecho de la industrialización también ha producido muchas consecuencias positivas.

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Es decir, el magisterio social distingue claramente entre el fenómeno de la industrialización (cuyos efectos humanizadores juzga positivamente), la «ideología» capitalista (que condena abiertamente en el plano moral) y el «sistema» o método capitalista de producción (al que auspicia una posible orientación ético-jurídica, pero sin  pasar a examinar los aspectos «técnicos», para los que la Iglesia reconoce carecer de competencia). El juicio positivo sobre la «industrialización» se explica por el hecho de que la introducción de la máquina en el proceso laboral es una necesidad si se desea mejorar la  producción, a la vez que libera al hombre del cansancio m material. aterial. Por eso, el fenómeno de la industrialización se refiere al trabajo humano en sí, prescindiendo del sistema ideológico (liberal o socialista) en que se utiliza. Desde este punto de vista, pues, es decir, en cuanto que la industrialización es

conditio sine qua non de la producción de los bienes y del progreso económico y civil, se valora como un instrumento útil de por sí y, por lo tanto, positivo y deseable. Obviamente, otra cosa muy distinta es, en cambio, el «modo» en que se aplica la industrialización, esto es, el «sistema» en el que se inserta, como en el caso precisamente del método capitalista de producción, que no es moralmente aceptable, debido a su concepción de las relaciones sociales y a sus consecuencias deshumanizadoras. Resulta iluminador a este respecto el juicio diverso sobre estos dos diferentes fenómenos (la industrialización y el capitalismo) que la encíclica  Populorum progressio confronta explícitamente entre sí: «Necesaria para el crecimiento económico y para el  progreso humano –dice Pablo VI–, la introducción de la industria es a la vez signo y factor de desarrollo. [...]. Si es verdad que un cierto capitalismo ha sido la causa de muchos sufrimientos, de muchas injusticias y luchas fratricidas, cuyos efectos aún  perduran, sería un error atribuir a la industrialización misma aquellos males que son debidos al nefasto sistema que la acompañaba. Es preciso, por el contrario, reconocer la insustituible aportación de la organización del trabajo y del progreso industrial a la obra del desarrollo» [11] . Hecha esta necesaria aclaración, queda aún por ver cómo la Iglesia se sitúa, en

cambio, frente a los aspectos más propiamente «técnicos» del capitalismo, es decir, en lo que respecta al capitalismo como «sistema» o método de producción. 162

 

4. El capitalismo como «sistema» de producción Por lo tanto, junto a un juicio netamente negativo sobre el capitalismo como «ideología» en todas sus formas históricas, la Iglesia ofrece un juicio positivo sobre el fenómeno de la industrialización, preocupándose, sin embargo, por distinguirlo del uso ideológico que de dicha industrialización hace el capitalismo. En todas estas intervenciones del magisterio prevalece siempre la preocupación moral, es decir, la defensa integral del hombre, según las exigencias de la recta razón y de la visión cristiana de la vida. Precisamente esta intención de mantenerse en el plano ético explica por qué, de una  parte, retorna continua y perentoriamente la condena del capitalismo como mentalidad, como cultura, como forma histórica y estructura jurídico-social de convivencia, y por  qué, de otra parte, en los documentos del magisterio social no se insiste suficientemente en la valoración de los aspectos «técnicos» del sistema capitalista de producción o de organización del trabajo. Por lo demás, los papas llegan a intuir, como Pío XII, que «el obrero, en el esfuerzo  por mejorar su condición, topa con cualquier mecanismo que, lejos de ser conforme a la naturaleza, contrasta con el orden de Dios y con la finalidad que Él ha asignado a los  bienes terrenos» [12] ; o bien como Pablo VI, para quien «debe haber algo profundamente errado, radicalmente insuficiente, en el sistema mismo» [13] . Pero no se va mucho más allá. No se afronta abiertamente y a fondo el discurso sobre la validez «técnica» del sistema, que, en cuanto tal, excede la competencia específica del magisterio [14] . A pesar de ello, debemos decir que, entre las líneas de severa condena de las distintas formas ideológicas del capitalismo, se vislumbra la convicción de que el sistema capitalista puede por sí mismo aportar también numerosas ventajas, aunque ello venga moral y jurídicamente «orientado». Es este un juicio que vuelve una y otra vez en diversas intervenciones del magisterio, hasta hacerse explícito en la Centesimus annus, después de que el final del socialismo real y de la fase industrial de la economía abran de hecho una nueva fase histórica que en muchos aspectos es poscapitalista. Esta optimista convicción de la Iglesia –es decir, el hecho de que se considere

 posible orientar de un modo humano el sistema capitalista de producción– está atestiguada sobre todo por las concretas indicaciones operativas, ofrecidas a menudo en las encíclicas sociales de la era industrial, para resolver algunos problemas más graves. 163

 

Es verdad –se admite– que el régimen salarial, tal como es concebido en el sistema capitalista, es injusto e inhumano. Lo cual, sin embargo, no es intrínsecamente malo y se  puede corregir, por ejemplo, «atemperándolo bastante con el contrato social», sin incurrir por ello en el colectivismo [15] . Es verdad –se añade– que la ideología capitalista ha hecho siempre un uso distorsionado del derecho de propiedad privada; sin embargo, muchas desviaciones se  pueden evitar revalorizando la dimensión social, intrínseca a toda propiedad, sin por ello caer en el socialismo [16] . Y es verdad –finalmente– que la concurrencia entre las clases en sentido libre es «contra natura y contraria a la concepción cristiana de la vida», pero se puede englobar  dentro de los justos límites de una «lucha leal», hasta convertirse en colaboración entre las clases, sin ceder a la visión marxista. En este sentido, Pío XI escribió un importante  pasaje: «La lucha de clases, de hecho –siempre que se abstenga de los actos actos de hostilidad y del odio recíproco–, se transforma, poco a poco, en una sincera discusión fundada en la  búsqueda de la justicia» [17] . En esta dirección, también Juan Pablo II reconoce que «la llamada a la solidaridad y a la acción común que se hacía a los trabajadores [...] tenía su  propio e importante valor y su propia elocuencia desde el punto de vista de la ética social» [18] . La convicción, por tanto, de que el capitalismo como «sistema» de producción  puede efectivamente ser «orientado» hacia el desarrollo humano, evitando las distorsiones del liberalismo económico, ha constituido una esperanza durante mucho tiempo. Hoy, ante todo lo que está sucediendo después del final de la era industrial, ¿acaso puede decirse que la esperanza está más cerca de hacerse realidad? Ya la encíclica  Populorum progressio, después de haber puesto de manifiesto que, debido a las profundas transformaciones económicas, políticas y sociales, «la ley del libre cambio ya no es capaz de regir por sí sola las relaciones internacionales», no concluye (como quizá habría esperado más de uno) reafirmando el tradicional juicio ético negativo, sino que, por el contrario, admite que, debidamente orientada, una economía libre de mercado podría aportar «evidentes ventajas»; por eso no exhorta a

«plantear la abolición del mercado basado en la concurrencia» sino a «mantenerlo dentro de los límites que lo hacen justo y moral y, por consiguiente, humano» [19] . 164

 

Por lo demás, en los últimos decenios se han dado con bastante éxito muchos pasos en el sentido deseado de esta «orientación» ético-jurídica del sistema capitalista. Piénsese, por ejemplo, en el efecto equilibrador de la intervención subsidiaria del Estado en las denominadas «economías mixtas», o en el recurso al plan de programación económica del proceso productivo, gracias al cual se ha logrado (en muchos casos) evitar  crisis y desigualdades que los clásicos de la economía y los críticos del capitalismo consideraban inevitables: se ha llevado a cabo un cierto control del gasto público; se han dirigido las inversiones a fines sociales; se ha impedido la formación de grandes dividendos y se ha favorecido una distribución más ecuánime de los beneficios. En suma, una prudente política financiera y económica ha demostrado ser capaz de influir   positivamente contra ciertas tendencias desviacionistas innatas a la lógica del mercado. De modo que no sería honrado negar que el sistema económico, generado por el capitalismo, junto a los efectos deshumanizadores justamente denunciados, haya  propiciado además notables ocasiones de liberación de la necesidad y de solidaridad humana como no se habían conocido hasta ahora. Por eso, el reciente juicio de Juan Pablo II acerca de la posibilidad efectiva de orientar en un sentido humano el sistema económico actual nos parece el más equilibrado y objetivo. Ya bien se puede dar por cierto –dice el papa– que «el libre mercado es el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades» [20] . A tal fin, sin embargo, se sigue «orientando», porque, dejado a sí mismo, «puede crear hábitos de consumo y estilos de vida objetivamente ilícitos y muchas veces dañinos para la salud física y espiritual»: este peligro proviene del hecho de que «el sistema económico no posee en sí mismo criterios que permitan distinguir  correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de las necesidades humanas inducidas por las nuevas necesidades, que constituyen un obstáculo para la formación de una personalidad madura» [21] . El primer desafío, por lo tanto, que debemos afrontar a la hora de elaborar la  propuesta social de una nueva sociedad a la medida del hombre se puede formular del siguiente modo: el hundimiento del socialismo real hace aún más evidente la crisis que

atraviesa el capitalismo a raíz lasque radicales transformaciones nuestra época; lastambién dimensiones de esta crisis son de tales permiten considerar que de también el

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capitalismo (como «ideología» y como «sistema») ya ha llegado a su fin y da paso hoy a «una sociedad del trabajo libre, de la empresa y de la participación» [22] . Esta conclusión parece tan segura que Juan Pablo II invita justamente a no usar ya ni siquiera el término «capitalismo», a dejarlo caer en desuso y a utilizar en su lugar, por  el contrario, una expresión más adecuada al cambio en curso: la de «economía libre» [23] .

5. La economía post-industrial: la globalización Ahora bien, uno de los efectos más notables de la caída del muro de Berlín y del final del  bloque comunista (1989) ha sido, ciertamente, la imprevista aceleración del proceso de globalización de los mercados. Tan solo dos años antes (1987), la encíclica Sollicitudo rei socialis  ya había llamado la atención sobre los procesos de mundialización, que estaban modificando incluso el concepto mismo de desarrollo económico, que había que repensar en adelante «en la perspectiva de la interdependencia universal» [24] ; pero la imprevista desaparición de las barreras ideológicas y la desintegración del imperio soviético abrieron, de un día para otro, nuevas perspectivas e impulsaron de pronto la economía mundial hacia perspectivas hasta entonces bastante impensables, como es el caso, precisamente, de la globalización de los mercados, aun sin ser todavía claramente controlables. De por sí, la tendencia a la internacionalización en economía ha existido siempre (en mayor o menor medida); se puede afirmar que nació con el capitalismo. La «globalización», por el contrario, es un fenómeno bastante reciente e incluso cualitativamente distinto de la internacionalización. Presenta tales características que  puede tranquilamente afirmarse que con la globalización de los mercados se ha iniciado un fase histórica nueva: la de la economía «post-industrial» y, en muchos aspectos, también post-capitalista [25] . En la práctica, con la globalización nace el denominado fenómeno de la «riqueza

sin naciones» y de las «naciones sin riqueza»: es decir, por un lado, los programas y las opciones de cada una de las naciones dependen siempre más de las orientaciones y las decisiones que se toman en otro lugar, a escala continental o mundial; por otro, las 166

 

inversiones productivas y financieras de una nación se trasladan fácilmente a otro lugar, más allá de los propios limites territoriales. Lo cual plantea nuevos y graves problemas: ¿cómo deberán comportarse los Estados nacionales ante unos retos que son transnacionales y planetarios, si no quieren  perder riqueza ni, al menos en parte, su propia soberanía? Y, sobre todo, ¿cómo evitar  que sean los trabajadores más débiles quienes, a través de un pavoroso índice de desempleo, paguen la crisis generada por el asedio en que se debaten las economías nacionales a raíz del fenómeno de la globalización? En efecto, por un lado, las innovaciones tecnológicas (sobre todo, la informática)  permiten realizar un importante aavance vance de la productividad, pero «liberan» la fuerza de trabajo no cualificada; por otro, un mercado sin fronteras sigue estando regulado por las «leyes», difícilmente controlables, de la «hiperconcurrencia»: un fenómeno igualmente nuevo que empuja a los capitales fuera de los limites nacionales, en busca de inversiones más rentables en cualquier rincón del mundo, sobre todo allí donde es más abundante la oferta de mano de obra a bajo costo [26] . El costo humano y social puede resultar aún más elevado si no se interviene rápidamente al objeto de orientar ética y jurídicamente el proceso de globalización. Se calcula, por ejemplo, que en el siglo XXI la Unión Europea podrá producir la misma cantidad que produce hoy de bienes y de servicios, con veinticinco millones menos de  puestos de trabajo. Sin embargo, el aspecto tal vez cualitativamente más nuevo de la economía postindustrial es la formación de un verdadero y auténtico mercado financiero global. Se calcula que entre Tokyo, Nueva York, Londres y Zurich cambian de dueño cada día entre un billón y un billón y medio de dólares. Es decir, el mercado financiero global ha llegado a ser un sector de gran atracción para los inversores. Con frecuencia se gana más en el mercado financiero y monetario que invirtiendo en la producción de bienes y de servicios. Es conocido, por poner un ejemplo, que el Grupo multinacional Siemens, hasta hace algún año, obtenía el 70% de su beneficio de los mercados financieros, y solo el 30% de la producción propia [27] .

En consecuencia, una característica típica de la economía post-capitalista, esencialmente financiera, es que, en cierto sentido, se desmaterializa: «Si la sociedad 167

 

industrial era típicamente la sociedad de la producción de mercancías, la sociedad de las finanzas produce bienes no materiales, «pedazos de papel», ya se trate de moneda o de cualquier equivalente a la moneda. Por un lado, la marca no es simplemente el signo distintivo de las mercancías producidas por la industria, sino que se ha convertido en un  bien que constituye un objeto autónomo de cambio. Por otro, la función emprendedora es ahora independiente de cada uno de los sectores productivos. En otros términos, si en la sociedad industrial el gran capital era monosectorial, identificándose con ámbitos  productivos concretos (el acero, la química, la mecánica, etc.) o funcionales (capital industrial, comercial, bancario, etc.), en la sociedad de las finanzas el empresariado tiende a presentarse como capacidad emprendedora «en estado puro», no ligada ya a determinados productos o mercados» [28] . La globalización: riesgos y perspectivas (Compendio Compendio,, n. 362)

362.  La globalización alimenta nuevas esperanzas, pero origina también una inquietante serie de interrogantes.  Puede producir efectos potencialmente beneficiosos para toda la humanidad : entrelazándose con el impetuoso desarrollo de las telecomunicaciones, el crecimiento de las relaciones económicas y financieras ha  permitido simultáneamente una notable reducción en los costos de las comunicaciones y de las nuevas tecnologías, así como una aceleración en el proceso de extensión a escala planetaria de los intercambios comerciales y de las transacciones financieras. En otras palabras, ha sucedido que ambos fenómenos, globalización económico-financiera y progreso tecnológico, se han reforzado mutuamente, haciendo extremadamente rápida la dinámica en su conjunto de la actual fase económica.  Analizando el contexto actual, además de identificar las oportunidades que se presentan en la era de la economía global, se comprenden también los riesgos ligados a las nuevas dimensiones de las relaciones comerciales y financieras. financieras. No faltan, en efecto, indicios reveladores de una tendencia al incremento de las desigualdades,, ya sea entre países avanzados y países en vías de desarrollo, ya sea en el interior mismo de los desigualdades  países industrializados. La creciente riqueza económica que han hecho posible los procesos descritos va acompañada de un crecimiento de la pobreza relativa.

Frente a este cambio cualitativo de la economía, ¿cómo se sitúa hoy la Iglesia? ¿Cuál es su «propuesta»?

6. Una sociedad del trabajo libre, de la empresa y de la participación 168

 

Ante todo, la Iglesia toma nota del salto de calidad que se ha producido entre la economía industrial de ayer y la nueva economía de hoy. Juan Pablo P ablo II no duda en dar de ello una evaluación positiva en principio: «La moderna economía de empresa –dice–  conlleva aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa tanto en el campo económico como en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la multiforme actividad humana, y en ella, como en cualquier otro campo, tan válido es el derecho a la libertad como el deber de hacer un uso responsable de la misma». Y añade: «Pero es importante hacer notar que hay diferencias específicas entre estas tendencias de la sociedad moderna y las del pasado, incluso reciente. Si en un tiempo el factor decisivo de la producción era la tierra, y más tarde el capital, entendido como conjunto de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, su capacidad de organización solidaria y su capacidad de intuir y satisfacer las necesidades de los demás» [29] . En suma, la nueva economía hace posible superar la concepción determinista y mecánica de las férreas leyes del beneficio, de la demanda y de la oferta. De hecho, exige una gran responsabilidad personal y social, tanto a nivel local como internacional, que se traduce después concretamente en una nueva solidaridad del trabajo, en una iniciativa emprendedora participada, en la libertad del mercado respecto del poder. En particular, y por lo que se refiere al trabajo, la globalización de los mercados (una economía sin fronteras) ha echado por tierra la ilusión de que el libre mercado del trabajo habría garantizado el empleo a todos cuantos lo desearan; tampoco se ve cómo tal cosa pueda lograrse en virtud de decisiones meramente políticas. En este punto, hay que tener el coraje de repensar la organización del trabajo. Hay necesidad de un nuevo  pacto social, fundado en un renovado sentido de solidaridad y de participación, compartido tanto por los empresarios como por los trabajadores. Con toda probabilidad habrá que prever formas de trabajo a tiempo parcial y reducir  los horarios de trabajo para facilitar la alternancia de la mano de obra. Una cosa es cierta: estas u otras formas de flexibilidad no se pueden imponer si las partes sociales (digamos:

los ciudadanos) carecen de una conciencia de auténtica solidaridad. Lo cual significa que el nuevo orden económico, para ser eficiente, debe estar animado éticamente y ser  «justo», es decir, tutelado por una autoridad que esté efectivamente en condiciones de 169

 

«determinar el marco jurídico dentro del cual se desarrollan las relaciones económicas y, de ese modo, salvaguardar las condiciones fundamentales de una economía libre, que  presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere en poder a la otra de tal manera que pueda reducirla prácticamente a la esclavitud» [30] . Este antiguo principio ético-jurídico encuentra aplicación también hoy, sobre todo,  por lo que se refiere a la necesidad de proteger las economías más débiles, que de otro modo corren el peligro de verse arrolladas por la fluctuación ya sea de los precios de las materias primas, ya sea de las tasas de intereses y las tasas de cambio impuestas por los  países ricos del Norte del planeta. planeta. De este modo, la globalización viene a hacer ver con más claridad que en el mercado «hay necesidades colectivas y cualitativas que sus mecanismos no pueden satisfacer; que hay importantes exigencias humanas que escapan a su lógica; que hay  bienes que, por su propia naturaleza, naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar» [31] . En consecuencia, habrá que estar atentos a que en la nueva «economía libre» no  prevalezcan, sin embargo, los objetivos de una indiscriminada actividad financiera o monetaria. Si es cierto que la globalización de los mercados permite ya obtener de las actividades financieras mayores utilidades que las provenientes de las actividades  productivas, ¿cómo se puede seguir justificando –ya sea en el plano económico, ya sea en el plano político, ya sea, sobre todo, en el plano moral– que, mientras precisamente se gravan progresivamente los beneficios del trabajo, no se graven progresivamente los  beneficios del capital? En suma, en lo sucesivo es necesario que la experiencia vivida de la interdependencia económica, política y social se traduzca en solidaridad vivida. Este es, en el fondo, el verdadero sentido de una «propuesta» de la Iglesia frente a las radicales transformaciones de la economía: puesto que el fin es el desarrollo integral del hombre, este no podrá obtenerse únicamente mediante una cuidadosa gestión de los mercados  productivos y financieros. «Es necesario –reafirma Juan Pablo II– que en la escena económica internacional se imponga una ética de solidaridad, si se quiere que la  participación, el crecimiento económico y una justa distribución de los bienes puedan

caracterizar el futuro de la humanidad».

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De ahí que el papa especifique que esta necesaria cooperación internacional «no  puede ser pensada exclusivamente en términos de ayuda y de asistencia ni considerando las ventajas de una devolución por los recursos puestos a disposición. Cuando millones de personas sufren la pobreza –que significa hambre, desnutrición, enfermedad, analfabetismo y degradación–, debemos no solo recordar que nadie tiene derecho a explotar al otro en su propio beneficio, sino también, y sobre todo, reafirmar nuestro compromiso con esa solidaridad que permite a otros vivir, en las circunstancias económicas y políticas concretas, aquella creatividad que constituye una característica distintiva de la persona humana y hace posible la riqueza de las naciones» [32] . El verdadero problema consiste en conjugar, en el contexto de una democracia madura, eficacia y solidaridad. Debe ser la sociedad civil la que organice y oriente el mercado, porque solo ella puede darle su justo valor. Concluyendo: al mercado hay que dejarle funcionar, pero dentro de un marco de valores y respetando una serie de vínculos y límites asignados por la sociedad civil y por  sus expresiones políticas democráticas: «No hay libertad solo porque el mercado sea libre; más bien, el mercado es libre en aquellas sociedades en las que se busca y se asegura la libertad» [33] . El problema de una economía libre remite y va unido íntimamente al problema de una democracia madura.

[1] . Cf. B. SORGE, «Il discorso della Chiesa sulla società contemporanea»: contemporanea»: La  La Civiltà Cattolica  Cattolica  (11/1992) 345-358. annus (01.05.1991), n. 29. [2] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (01.05.1991), [3] . Ibid., n. 42. [4] . Ibid. [5] . LEÓN XIII,  XIII, Rerum  Rerum novarum (15.05.1891), novarum (15.05.1891), n. 2. anno (15.05.1931), n. 107. [6] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931),  XII, Radiomensaje  Radiomensaje sobre la ciudadanía cristiana (01.09.1944), cristiana (01.09.1944), n. 11. [7] . PÍO XII,  XXIII, Mater  Mater et magistra (15.05.1961), magistra (15.05.1961), n. 104. [8] . JUAN XXIII, [9] . Ibid.  Ibid.,, n. 83s. UCID» (08.06.1964), en  L’Osservatore Romano  Romano  (8-9 junio 1964); en la [10] . PABLO  VI, « Discurso a la UCID»

encíclica«desventurado»  Populorum progressio  progressio   (26.03.1967), el papa repite su sistema y «nefasto», con «resultados inicuos»: cf. severo nn. 26 yjuicio 58. y define el capitalismo como un [11] . PABLO VI,  VI, Populorum  Populorum progressio (26.03.1967), progressio (26.03.1967), nn. 25-26.  XII, Radiomensaje  Radiomensaje de Navidad  (24.12.1942),  (24.12.1942), n. 19. [12] . PÍO XII,

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[13] . PABLO VI, «Discurso ante la UCID», cit . [14] . Como es bien sabido, el capitalismo como «sistema» de producción se caracteriza por una serie de elementos propios que se encuentran siempre aun en las más diversas formas históricas del capitalismo ideológico. Estos elementos «técnicos» esenciales son: la propiedad privada de privada de los medios de producción; la división entre capital y trabajo; trabajo; la empresa, empresa, que combina entre sí y racionaliza los factores productivos, a fin de obtener el beneficio o utilidad, es decir, el ingreso monetario neto, que permite máximo rendimiento con el mínimo gasto; el beneficio o la expansión empresa; el mercado, mercado la libre concurrencia. documentoscapitalista; de la Iglesia noulterior ponen en duda, endeellaplano «técnico», estos, regulado elementosporespecíficos del sistema Los de producción en cambio, sí emiten sobre ellos un juicio crítico en el plano moral, debido sobre todo a las consecuencias deshumanizadoras, y sugieren la necesidad de una orientación por su parte. [15] . Cf. LEÓN XIII,  XIII, Rerum  Rerum novarum (15.05.1891), novarum (15.05.1891), n. 34; PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), anno (15.05.1931), n. 72; JUAN XXIII,  XXIII, Mater  Mater et magistra (15.05.1961), magistra (15.05.1961), nn. 18,31-33, en CERAS, 255. 227s. [16] . Cf. LEÓN XIII,  Rerum novarum (15.05.1891), 35; PÍO  XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), n. 50; JUAN  XXIII,  Mater et magistra  magistra  (15.05.1961), nn. 19. 30. 43. 104-121; P ABLO  VI,  Populorum progressio (26.03.1967), nn. 23s. [17] . PÍO XI, Quadragesimo anno (15.05.1931), anno (15.05.1931), n. 123. exercens  (14.09.1981), n. 8. Es clara la referencia al  Manifiesto  Manifiesto   de Marx: [18] . JUAN  PABLO  II  Laborem exercens  «¡Proletarios de todo el mundo, uníos!». [19] . PABLO VI,  VI, Populorum  Populorum progressio (26.03.1967), nn. 58 y 61. [20] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (0l.05.1991), n. 34. [21] . Ibid . [22] . Ibid .,., n. 35. [23] . Ibid .,., n. 42. [24] . JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis (30-12.1987), socialis (30-12.1987), n. 9. [25] . Los estudiosos ven en 1971 y en 1974 las dos fechas decisivas del inicio del proceso de globalización. 1971 es el año en que el presidente R. Nixon decretó la inconvertibilidad a tasa fija del dólar con respecto al oro,  poniendo fin, prácticamente, al orden económico internacional nacido en 1944 con los acuerdos de Bretton Woods; 1974 es el año en que los Estados Unidos declaran la liberalización de los movimientos de capital; cf. S. ZAMAGNI, «La globalizzazione come specifità dell’economia post-industriale: implicazioni economiche e opzioni etiche», en ID. (ed.), Globalizzare l’economia, l’economia, ECP, S. Domenico di Fiesole 1955, 19. [26] . La «hiperconcurrencia» no consiste tan solo en un simple robustecimiento de la concurrencia, entendida en sentido clásico. Se trata de un fenómeno que obedece a unas nuevas reglas, con efectos además inéditos. De hecho, «en la hiperconcurrencia las ventajas diferenciales sobre las que apoyan sus acciones las empresas de éxito resultan rápidamente erosionadas. De donde se deduce que las empresas, más que tratar de mantener el mayor tiempo posible sus ventajas consolidadas, tienen que vérselas continuamente con nuevos modos para dominar. Muchas veces deberán sacrificar productos y servicios que parecen gozar aún de buenas  posibilidades, solo porque sobre ellos pende el riesgo de ser obtenidos» (ibid. (ibid.,, n. 28). [27] . Para una lectura crítica de estos y otros datos del capitalismo post-industrial, a la luz de los problemas económicos de los países ex-comunistas, cf. J. SCHASCHING, Von der Kollektivwirtschaft zur Markwirtschaft ,  (pro  ponencia en la Tercera Semana Social de los católicos polacos, Varsovia, 13-18 de mayo de 1996  pro manuscripto). manuscripto ). globalizzazione, o.c., 23. [28] . S. ZAMAGNI, La globalizzazione,

[29] . JUAN PABLO II, Centesimus annus (01.05.1991), annus (01.05.1991), n. 32. [30] . Ibid .,., n. 15. [31] . Ibid .,., n. 40.

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 II, Discurso  Discurso en la ONU con ocasión del 50° aniversario de su fundación (05.10.1995), fundación (05.10.1995), n. [32] . JUAN P ABLO II, 13. El papa ya había afrontado el discurso sobre la necesidad de orientar los procesos de globalización en la Centesimus annus: annus: «Hoy –escribe– ya está en curso la llamada “mundialización de la economía”, un fenómeno que no debe menospreciarse, porque puede crear oportunidades extraordinarias de mayor bienestar. Pero cada día se siente más la necesidad de que a esta creciente internacionalización de la economía correspondan apropiados organismos internacionales de control y de guía que orienten la economía misma hacia el bien común, cosa que un solo Estado, ni siquiera el más poderoso de la tierra, ya no está en condiciones de lograr. [...] A la hora de valorar  las consecuencias de sus decisiones, tengan siempre en la debida consideración a aquellos pueblos y países que apenas tienen peso en el mercado internacional, pero cargan, por otra parte, con las necesidades más vivas y dolorosas y requieren de un mayor apoyo para su desarrollo» (n. 58). [33] . COMMISIONE   EPISCOPALE  PER   I  PROBLEMI   SOCIALI  I  DEL  LABORO,  Democrazia economica, sviluppo e bene comune (13.06.1994), comune  (13.06.1994), n. 20, en ECEI V / 2223. 2223.

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CAPÍTULO 11: 

Democracia madura

El paso a una economía libre, caracterizada por la globalización de los mercados  productivos y financieros, no podía dejar de plantear la discusión sobre el «Estado social», que había nacido precisamente para responder a los desafíos de la precedente época industrial. De hecho, se proponía un doble fin: por una parte, garantizar el desarrollo a través de la seguridad en el trabajo y la producción; por otra, tutelar el ejercicio de los derechos humanos, defendiendo sobre todo a los más débiles de posibles engaños. El mecanismo ha funcionado por poco tiempo. Se trataba de obtener, sobre todo del trabajo dependiente, los recursos necesarios en favor de los ciudadanos, que de otro modo habrían seguido estando marginados o excluidos de la sociedad del bienestar, por  estar desocupados, inválidos, enfermos o ancianos. De ese modo, se favorecía al mismo tiempo la producción industrial, garantizando a las empresas espacios de mercado y estabilidad. Sin embargo, el mecanismo se ha atascado, por así decirlo. Concluida en Occidente la era industrial (en concomitancia con el final de las grandes ideologías), también el Estado social entró en crisis, como no podía ser de otro modo. Mientras la media de edad de los ciudadanos se alargaba, con el consiguiente aumento del número de pensionistas y, en general, de los necesitados de asistencia, en los costes del Estado crecían enormemente, sobre todo, a causa de la especialización de las prestaciones (piénsese, por   poner un ejemplo, en el sector de la sanidad), posibilitadas por las innovaciones tecnológicas; al mismo tiempo, los profundos cambios en los modos y en los tiempos de

trabajo, el aumento del desempleo estructural y la globalización de los mercados y de la mano de obra han terminado acrecentando el gasto público de un modo que ya no es

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sostenible, precisamente mientras la crisis económica reducía drásticamente las  posibilidades de encontrar los los recursos necesarios. Al agravamiento de la crisis ha contribuido además una serie de «excesos» y «abusos» procedentes del interior mismo del sistema y que–-como pone de relieve la Centessimus annus – «han provocado, especialmente en los años más recientes, duras críticas al Estado del bienestar, calificado como «Estado asistencial» [...]. Al intervenir  directamente y desresponsabilizar a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado del aparato público, dominado por lógicas  burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con un enorme crecimiento de los gastos» [1] . La consecuencia ha sido que, al día de hoy, no hay entre los Estados desarrollados de Occidente ni uno solo que consiga mantener los elevados niveles de gastos para la asistencia pública que se habían alcanzado en los últimos años. Más aún, existe el  peligro, muy concreto, de que los países menos fuertes pierdan el paso: en efecto, el descontrol de la inflación y de la deuda pública provoca la fuga del capital, el incremento de los tipos de interés del dinero y la pérdida de confianza en los mercados internacionales. Pero ¿cuánto puede durar una situación negativa de esta naturaleza sin que repercuta peligrosamente en la vida política y social (interna e internacional),  poniendo en peligro la misma democracia? Por lo tanto, no menos grave que el problema económico, con el que aparece estrechamente el segundo problema a resolver, el siglo XX nos dejado en herencia y unido, que esesurgente afrontar al comienzo delque tercer milenio. Se ha trata del  problema de la crisis del Estado social, que está siendo profundamente repensado para abrirlo a una concepción más madura de la democracia, como explica un documento importante de la Conferencia Episcopal Italiana: «El Estado social no hay que desmantelarlo ni venderlo al mejor postor. Sin embargo, tampoco hay que confundirlo con el Estado asistencial –que en realidad acaba con la solidaridad y con el sentido de responsabilidad– ni con el Estado clientelar –que alimenta divisiones de grupos y corporaciones y genera dependencias, intolerancias, rechazos, exclusiones, injusticias y

conflictos–. El Estado social ha de realizarse en su totalidad, teniendo en cuenta la sociedad en la que estamos insertos: una sociedad destinada a ser cada vez más multicultural, multirracial y multirreligiosa; una sociedad en la que la exasperación de la 175

 

competitividad y del conflicto perjudica a los débiles; una sociedad en la que la  pluralidad de las voces corre el peligro de degenerar en una nueva Babel, mientras el crecimiento explosivo de los necesitados y la falta de preparación para hacerle frente amenazan con dejar a todos por el camino, perjudicando sobre todo a los más  pobres» [2] . Organizar la caridad social y política (Compendio Compendio,, n. 208)

208. La  La caridad social y política no se agota en las relaciones entre las personas, sino que se despliega en la red en la que tales relaciones se insertan, que es precisamente la comunidad social y política, e interviene  sobre esta con miras al bien bie n posible para la comunidad en su conjunto. En muchos aspectos, el prójimo al que hemos de amar se presenta «en «en sociedad », », de modo que amarlo realmente, atender a su necesidad o a su indigencia, puede significar algo distinto del bien que se le puede desear en el plano puramente interindividual: amarlo en el plano social significa, según las situaciones, servirse de las mediaciones sociales  para mejorar su vida o para eliminar los factores sociales que ocasionan su indigencia. indigencia. Es indudablemente un acto de caridad la obra de misericordia con que se responde, aquí y ahora, ahora, a una necesidad real y urgente del  prójimo; pero es también un acto de caridad igualmente indispensable el esfuerzo tendente a organizar y estructurar la sociedad  de   de tal modo que el prójimo no tenga que encontrarse en la miseria, sobre todo cuando esta se convierte en la situación en que se debate un inmenso número de personas y hasta pueblos enteros, situación que adquiere hoy las proporciones de una verdadera y propia cuestión social mundial .

Conviene, por tanto, aclarar ante todo el concepto de «democracia auténtica», en cuyos términos está siendo repensado el Estado social. De ese modo, será más fácil apreciar las indicaciones para repensarlo radicalmente, contenidas en la «propuesta social» de la Iglesia.

1. Condiciones 1. Condicion es de una democracia «auténtica» La relación entre magisterio social y «democracia» ha sido tormentosa y difícil durante mucho tiempo. Es un hecho que, a lo largo de muchos siglos, la Iglesia ha mostrado muchas reservas a este respecto. Le ocasionaba una especial dificultad, sobre todo, el  principio según el cual la voluntad popular, cuando se expresa de un modo

numéricamente mayoritario, debe tener valor de ley para todos; es decir, el hecho de que una «fuerza material» pueda llegar a ser fundamento del derecho y de la justicia, en nombre del concepto de «soberanía popular» absoluta (teorizada por Rousseau), que 176

 

 prescinde de toda referencia a una norma ética trascendente. Con el cambio numérico de las mayorías, ¿podrían cambiar tal vez las verdades y los valores inmutables, arraigados en la misma naturaleza humana y garantizados por la revelación divina? En realidad, el pueblo es «soberano» en el sentido de que es «depositario» del poder  y, por lo tanto, puede delegarlo en sus representantes; pero no es el pueblo la fuente  primera y absoluta, el creador del derecho y de la justicia. Del mismo modo que la sociedad es antes que el Estado, así también la persona es antes que la sociedad. Pero antes que el Estado, antes que la sociedad y antes que la persona, es Dios. León XIII fue el primero en abrir un resquicio en relación con la democracia, pero no fue mucho más allá. De hecho, se limitó a explicar que la Iglesia pretendía rechazar la concepción ilustrada de la soberanía popular, no el régimen democrático en sí, Se ha hecho célebre una afirmación suya que entonces resultó innovadora: «No está prohibido  –dijo– privilegiar formas moderadas de gobierno democrático, con tal de que quede a salvo la doctrina católica acerca del origen y el uso del poder. Siempre que estén adaptadas a hacer el bien de los ciudadanos, ninguna de las distintas formas de gobierno es reprobada por la Iglesia» [3] . Por las mismas razones se explica la desconfianza (cuando no propiamente la aversión) demostrada por el papa con respecto a la expresión «democracia cristiana» [4] . Habrá que esperar hasta Pío XII para que la Iglesia acepte con serenidad el sistema democrático, aunque sin hacer suya todavía la tesis de que la democracia es la forma  política ideal también para los católicos [5] . Después de Pío XII, la aceptación de la democracia ya no plantea ninguna dificultad. Sin embargo, cuando los documentos del magisterio hablan de ella, se interesan por llamar la atención más sobre la sustancia que sobre la formalidad de la democracia. Es emblemático que hasta el propio concilio, aun aprobando y alabando abiertamente el sistema democrático, no emplee jamás el término «democracia», sino que prefiera indicar sus elementos sustanciales. La Iglesia –leemos en la Gaudium et spes – «no está ligada a sistema político

alguno», porque ella «es a la vez el signo y la salvaguarda del carácter trascendente de la  persona humana» [6] . Por esta razón –prosigue–, por un lado condena las formas de régimen político que impiden la libertad y los derechos fundamentales del hombre; pero, 177

 

 por otro, alaba «el modo de actuar de aquellas naciones en que la mayoría de los ciudadanos son partícipes de la vida pública en un clima de verdadera libertad» [7] . Reconoce, por tanto, que «de una conciencia más viva de la dignidad humana surge, en diversas regiones del mundo, el esfuerzo por instaurar un orden político-jurídico en el que estén mejor tutelados en la vida pública los derechos de la persona, como son los derechos de reunirse, asociarse y expresar libremente las propias opiniones y de profesar  la religión tanto en privado como en público. De hecho, la tutela de los derechos de la  persona es condición necesaria para que los ciudadanos, de manera tanto individual como asociada, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa  pública» [8] . Pablo VI va más allá. No solo acepta plenamente la democracia, sino que exhorta a los cristianos a no contentarse con cualquier forma insatisfactoria de democracia, sino más bien a comprometerse para superar sus límites, con el fin de hacer realidad (en cuanto sea posible) un modelo de sociedad democrática madura. «La doble aspiración a la igualdad y a la participación –escribe en la Octogesima adveniens – se orienta a  promover un tipo de sociedad democrática. Diversos modelos han sido propuestos, y algunos ya han sido experimentados; pero ninguno satisface del todo, y la búsqueda sigue abierta [...]. El cristiano –añade el papa– tiene la obligación de participar en esta  búsqueda, así como en la organización y en la vida de la sociedad polít política» ica» [9] . Finalmente, con la encíclica Centesimus annus, Juan Pablo II corrobora de manera definitiva la aprobación plena del sistema democrático y explica por qué: «La Iglesia –  dice el papa– aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la  participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la  posibilidad tanto de elegir y controlar a sus propios gobernantes como de reemplazarlos reem plazarlos de manera pacífica siempre que sea oportuno» [10] . Luego indica en qué consiste la democracia madura (o «auténtica»): «Una auténtica democracia solamente es posible en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Exige que se verifiquen las condiciones necesarias para la promoción tanto de las  personas individuales, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales,

como de la “subjetividad” de la sociedad mediante la creación de estructuras de  participación y de corresponsabilidad» corresponsabilidad» [11] . Por consiguiente, según el magisterio, una democracia puede considerarse madura o 178

 

«auténtica» cuando se dan conjuntamente determinadas condiciones indispensables, como son: la legalidad (sobre la que se funda el «Estado de derecho»), la solidaridad (que refleja la «subjetividad» de la sociedad) y la participación (a través de estructuras «subsidiarias» de corresponsabilidad efectiva). A la luz de estas ideas-guía conviene, pues, en cierto sentido, reinventar el Estado social, si se desea superar la crisis en que hoy se debate, y hacer finalmente realidad una auténtica democracia madura, adecuada a los desafíos a los que nos enfrentamos.

2. Legalidad La crisis del Estado ha de afrontarse, pues, de raíz. Ahora bien, la causa principal de las dificultades actuales del Estado social radica en el derrumbe de los valores que lo inspiraron, que hoy ya no son compartidos como antaño por la gente. De hecho, si decae la tensión moral unitaria, la convivencia civil pierde su alma y queda expuesta al «grave  peligro» temido por Juan Pablo II de la «alianza entre democracia y relativismo ético, que arrebata a la convivencia civil todo punto seguro de referencia moral, con la temible consecuencia de que «una democracia sin valores –sigue advirtiendo el papa– se convierta fácilmente en un totalitarismo abierto o solapado, como lo demuestra la historia», es decir, en la negación misma del «Estado de derecho» [12] . Por lo tanto, lo primero que hay que hacer para repensar el Estado social en términos de democracia madura es recuperar el «sentido del Estado» y la conciencia de los propios deberes y la propia responsabilidad: en suma, hay que partir nuevamente de la legalidad, sobre la que se funda el Estado de derecho. En la práctica, «legalidad» significa traducir en reglas de comportamiento los grandes principios de la «gramática ética», que –como ya hemos visto– son el  presupuesto de la construcción de toda sociedad auténticamente democrática. Es oportuno aquí recordarlos: el respeto por el primado de la persona humana y de sus derechos inalienables; la solidaridad para con todos, atendiendo de manera privilegiada a

los más débiles; la participación y la corresponsabilidad de los ciudadanos, a través de las distintas instancias intermedias legítimas; la búsqueda del bien común, entendido sobre todo en el sentido de lograr una calidad de vida integralmente humana. 179

 

Observar estas normas éticas, traducidas en reglas del vivir civil, no es una tarea reservada en exclusiva a los responsables de la cosa pública, sino un deber concreto de todos los ciudadanos. Por la simple razón de que, «si no hay unas claras y legítimas normas de convivencia, o si estas no se aplican, la fuerza tiende a prevalecer sobre la usticia, y la arbitrariedad sobre el derecho, con la consecuencia de poner en peligro la libertad hasta el punto de desaparecer. La “legalidad”, es decir, el respeto y la práctica de las leyes, constituye por ello una condición fundamental para que haya libertad, justicia y paz entre los hombres», y así se haga realidad una auténtica democracia madura [13] . El peligro, sin embargo, consiste en hacer que la «legalidad» consista en la mera observancia formal de las normas establecidas. Ciertamente, también se requiere esta observancia formal; pero las «reglas del juego», por sí solas, nunca podrán bastar para crear una sociedad verdaderamente justa. ¡Oh, si bastara realmente con una gestión cuidadosa de la economía y de la administración pública para hacer «humana» la vida social...! En cambio, la observancia de las normas no es más que el primer escalón, el  primer paso; pero, si falta la tensión ética, no hay convivencia «humana»; de hecho, siempre será verdad que «el mayor recurso humano es el hombre mismo, y que la ley está hecha para él, y no al revés» [14] . Por lo tanto, en una democracia madura la legalidad no puede entenderse únicamente en un sentido formal, ni siquiera en un sentido meramente negativo, como el rechazo de la criminalidad o la condena de los administradores deshonestos y de los  políticos prevaricadores; en una democracia auténtica, la legalidad es, sobre todo, un concepto y un valor positivo y se entiende como un responsable «sentido del Estado» y del propio deber, como cultura de la reciprocidad, como conciencia de que todo comportamiento personal, además de sus implicaciones morales, tiene siempre una repercusión social negativa o positiva. En conclusión: en un Estado social «repensado» en términos de democracia madura, la legalidad no se garantiza únicamente combatiendo la ilegalidad a través de la vía judicial, tal vez metiendo en la cárcel a toda una clase dirigente corrompida; más que de la represión (que también se requiere), la legalidad debe ser fruto de una nueva

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