Inmune Un Viaje Al Misterioso Sistema Que Te Mantiene Vivo (COLECCION DEUSTO) (Spanish Edition) (Dettmer, Philipp)

November 28, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Índice Portada Sinopsis Portadilla Dedicatoria Introducción Primera parte. Conoce tu sistema inmunitario 1. ¿Qué es el sistema inmunitario? 2. ¿Qué hay que defender? 3. ¿Qué son las células? 4. Los imperios y reinos del sistema inmunitario Segunda parte. Daños catastróficos 5. Conoce a tus enemigos 6. El reino desértico de la piel 7. El corte 8. Los soldados del sistema inmunitario innato: los macrófagos y los neutrófilos 9. La inflamación: jugar con fuego 10. Desnudas, ciegas y asustadas: ¿cómo saben las células a dónde ir? 11. El olor de los componentes básicos de la vida 12. El ejército asesino e invisible: el sistema del complemento 13. Espionaje celular: la célula dendrítica 14. Superautopistas y megaciudades 15. La llegada de las superarmas

16. La mayor biblioteca del universo 17. Recetas para cocinar unos sabrosos receptores 18. El timo: la Universidad de la Muerte 19. Información en bandeja de plata: la presentación de antígeno 20. El despertar del sistema inmunitario adaptativo: las células T 21. Fábricas de armas y rifles de francotirador: las células B y los anticuerpos 22. La danza de la T y de la B 23. Los anticuerpos Tercera parte. La toma hostil 24. El reino pantanoso de la mucosa 25. El extraño y especial sistema inmunitario de los intestinos 26. ¿Qué es un virus? 27. El sistema inmunitario de los pulmones 28. La gripe: el virus «inofensivo» al que no respetas lo suficiente 29. La guerra química: ¡interferones, interferid! 30. Una ventana al alma de las células 31. Las especialistas en matar: las células T citotóxicas 32. Asesinas naturales 33. Cómo se erradica una infección vírica 34. La desactivación del sistema inmunitario 35. Inmunidad: cómo tu sistema inmunitario recuerda a un enemigo para siempre 36. Las vacunas y la inmunización artificial Cuarta parte. Rebelión y guerra civil 37. Cuando el sistema inmunitario es demasiado débil: el VIH y el sida 38. Cuando el sistema inmunitario es demasiado agresivo: las alergias 39. Los parásitos, y por qué el sistema inmunitario podría añorarlos 40. La enfermedad autoinmunitaria 41. Las hipótesis de la higiene y de los viejos amigos

42. Cómo estimular tu sistema inmunitario 43. El estrés y el sistema inmunitario 44. El cáncer y el sistema inmunitario 45. La pandemia del coronavirus El sistema inmune: una vista general Unas palabras finales Fuentes Agradecimientos Notas Créditos

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Sinopsis

A menudo, las cosas que más nos afectan permanecen ocultas a la vista. Es el caso del sistema inmunitario, tan indispensable para nosotros como el corazón o los pulmones, pero desconocido para la mayoría de la gente. El divulgador científico Philipp Dettmer nos ayuda en este libro ilustrado a desentrañar los secretos del complejo sistema que nos mantiene con vida. Conocer mejor las claves de la inmunología no es un mero ejercicio de curiosidad, sino un recurso para entender qué le pasa a nuestro cuerpo cuando enfermamos y cómo podemos evitarlo, mejorando con ello nuestra salud e incrementando nuestra esperanza de vida. En Inmune , Dettmer continúa y amplía la labor de divulgación que realiza en su famosísimo canal de YouTube «En pocas palabras», uno de los canales más vistos del mundo. Lleno de atractivos gráficos e ilustraciones, este libro riguroso pero accesible para todos los públicos nos invita a un viaje para conocer con detalle cómo funciona y cómo nos protege nuestro sistema inmunitario.

INMUNE: UN VIAJE AL MISTERIOSO SISTEMA QUE TE MANTIENE VIVO PHILIPP DETTMER Traducción de Verónica Puertollano

Para Cathi y Mochi

Introducción Imagina que te despiertas mañana ligeramente indispuesto. Sientes un molesto dolor de garganta, te moquea la nariz y toses un poco. A fin de cuentas, no estás lo bastante malo para faltar al trabajo, piensas mientras te metes en la ducha, bastante fastidiado por lo difícil que es tu vida. Mientras lloriqueas casi como un bebé, tu sistema inmunitario no se queja. Está muy ocupado tratando de que vivas un día más para quejarte. Así, mientras los intrusos deambulan por tu cuerpo matando a cientos de miles de células, tu sistema inmunitario está organizando unas complejas defensas, comunicándose a grandes distancias, activando intrincadas redes defensivas e infligiendo una muerte rápida a millones de enemigos, si no a miles de millones de ellos. Todo mientras tú estás en la ducha, ligeramente fastidiado. Sin embargo, toda esa complejidad se mantiene en gran medida oculta. Y es una verdadera lástima, porque pocas cosas afectan a tu calidad de vida de manera tan fundamental como tu sistema inmunitario. Se adapta a todo y lo abarca todo, y te protege de irritantes molestias, como el resfriado común, los rasguños y los cortes, así como de cosas potencialmente mortales, como el cáncer, la neumonía o la COVID-19. El sistema inmunitario es tan indispensable como el corazón o los pulmones. Es, de hecho, uno de los mayores y más amplios sistemas orgánicos del cuerpo, aunque no solamos pensar en él de ese modo. Para la mayoría de nosotros, el sistema inmunitario es una entidad nebulosa que sigue unas reglas extrañas y poco transparentes, y que unas veces parece funcionar, y otras no. Se parece un poco al clima: muy difícil

de predecir y sujeto a un sinfín de conjeturas y opiniones, lo que hace que sus acciones nos parezcan azarosas. Desafortunadamente, mucha gente habla con soltura del sistema inmunitario sin entenderlo en realidad, y puede ser difícil saber en qué información confiar y por qué. Pero ¿qué es el sistema inmunitario y cómo funciona realmente? Entender los mecanismos que te mantienen vivo mientras lees esto no es sólo un buen ejercicio de curiosidad intelectual: es un conocimiento que necesitas con urgencia. Si sabes cómo funciona el sistema inmunitario, puedes comprender y valorar las vacunas y cómo pueden salvar tu vida o la de tus hijos, y también puedes enfrentarte a las enfermedades con una mentalidad muy distinta y con mucho menos miedo. Eres menos vulnerable ante los charlatanes que te ofrecen fármacos y remedios completamente carentes de fundamento. Sabrás mejor qué tipo de medicamentos pueden ayudarte de verdad cuando estás enfermo. Aprenderás qué puedes hacer para estimular tu sistema inmunitario. Podrás proteger a tus hijos de los microbios peligrosos sin estresarte demasiado cuando se ensucien jugando afuera. Y, en el muy improbable caso de que se produzca, pongamos, una pandemia mundial, saber cómo te afecta un virus y cómo lo combate tu cuerpo podría ayudarte a entender lo que dicen los expertos en salud pública. Además de todas estas cosas prácticas y útiles, el sistema inmunitario es simplemente maravilloso, un prodigio de la naturaleza como ningún otro. El sistema inmunitario no es una mera herramienta para aliviar la tos. Está indisolublemente ligado a casi todos los demás procesos del cuerpo, y, aunque es de crucial importancia para mantenerlo con vida, también puede ser la parte que provoque tu muerte prematura, ya sea porque falle o porque esté demasiado activo. Mi fascinación y obsesión por la increíble complejidad del sistema inmunitario humano dura ya casi una década. Comenzó en la universidad, donde estudiaba Diseño de la Información; estaba pensando a qué dedicar mi trabajo de fin de semestre, y el sistema inmunitario me pareció una buena idea. Por tanto, me hice con un montón de libros sobre inmunología y

empecé a investigar, pero, por mucho que leyera, las cosas no dejaban de ser muy complicadas. Cuanto más aprendía, más imposible me parecía simplificar el sistema inmunitario, ya que cada capa revelaba más mecanismos, más excepciones, más complejidad. Así, un proyecto que iba a durar una primavera se apoderó del verano, y luego del otoño y del invierno. Las interacciones entre las partes del sistema inmunitario eran demasiado elegantes y su danza era demasiado hermosa para dejar de aprender sobre ellas. Este progreso supuso un cambio fundamental en mi forma de experimentar y sentir mi cuerpo. Cuando contraía la gripe, ya no podía quejarme sin más, sino que tenía que observar mi cuerpo, tocarme los ganglios linfáticos inflamados e imaginarme lo que estaban haciendo mis células inmunitarias en ese momento, qué parte de la red estaba activada y cómo las células T mataban a millones de intrusos para protegerme. Cuando me corté al ir distraído por el bosque, sentí gratitud por mis macrófagos, unas grandes células del sistema inmunitario que cazan bacterias asustadas y las despedazan para proteger la herida abierta de la infección. Tras darle un bocado a la barrita de cereales equivocada y sufrir un choque anafiláctico, pensé, mientras me llevaban al hospital, en los mastocitos y los anticuerpos IgE, ¡y en que casi me matan en su intento equivocado de protegerme de unos alimentos que los habían asustado! Cuando me diagnosticaron un cáncer a los treinta y dos años y tuve que someterme a un par de operaciones y después a quimioterapia, mi obsesión por la inmunología se intensificó. Una de las tareas de mi sistema inmunitario es matar el cáncer. En este caso, falló. Sin embargo, en cierto modo, no pude enfadarme o molestarme demasiado, porque había aprendido lo difícil que era ese trabajo para mis células inmunitarias y lo mucho que tenían que esforzarse para mantener el cáncer bajo control. Y, mientras la quimioterapia derretía el cáncer, mis pensamientos volvieron a centrarse en las células inmunitarias, en cómo invadían los tumores moribundos y se comían una célula tras otra.

Las enfermedades y dolencias provocan miedo e inquietud, y ha habido mucho de eso en mi vida. Pero saber cómo mis células, mi sistema inmunitario, esa parte integral y personal de mí mismo, defendían la entidad que soy, cómo luchaban, morían y curaban y restauraban este cuerpo que habito, siempre me proporcionó mucho consuelo. Aprender sobre el sistema inmunitario hizo mi vida mejor y más interesante, y alivió en gran medida la ansiedad que conlleva estar enfermo. Conocer el sistema inmunitario siempre pone las cosas en perspectiva. Así, debido a este efecto positivo, y sólo por la diversión de aprender y leer sobre el sistema inmunitario, esto se convirtió en un pasatiempo continuo, ya que acabé siendo divulgador científico, y explicar cosas complejas se convirtió en mi propósito vital. Hace ocho años puse en marcha «Kurzgesagt – In a Nutshell», 1 un canal de YouTube dedicado a hacer que la información sea bella y fácil de entender, sin dejar de ser lo más fiel posible a la ciencia. A principios de 2021, el equipo de Kurzgesagt había crecido hasta más de cuarenta personas trabajando en este proyecto, mientras que el canal había conseguido más de catorce millones de suscriptores y llegaba a unos treinta millones de visualizaciones cada mes. Entonces, si ya existe esa gran plataforma, ¿por qué pasar por el horrible proceso de escribir este libro? Bueno, aunque algunos de nuestros vídeos más populares trataban sobre el sistema inmunitario, siempre me ha fastidiado no poder explorar este maravilloso tema con la profundidad que merece: un vídeo de diez minutos no es el medio adecuado para ello. De modo que este libro es una forma de convertir en algo tangible mi romance de una década con el sistema inmunitario, lo que espero que sea una manera útil y amena de aprender sobre la asombrosa y bella complejidad que hace posible que sobrevivas cada día. Por desgracia, el sistema inmunitario es muy complicado, aunque esa palabra se queda corta. Decir que el sistema inmunitario es complicado es como decir que escalar el monte Everest es un agradable paseo por la

naturaleza. Y decir que es intuitivo es como decir que leer la traducción al chino de la normativa fiscal de Alemania es un divertido plan para la tarde del domingo. El sistema inmunitario es el sistema biológico más complejo conocido por la humanidad, aparte del cerebro humano. Cuanto más grueso es el libro de texto sobre inmunología que lees, más capas de detalles empiezan a acumularse, más excepciones a las reglas aparecen, más intrincado se vuelve el sistema y más específico parece ser para cada posible eventualidad. Cada una de sus muchas partes tiene múltiples trabajos, funciones y áreas de especialidad que se superponen e influyen unas en otras. Si, tras superar estas dificultades, aún quisieras comprender el sistema inmunitario, te encontrarías con otro problema: los seres humanos que lo describieron. Los científicos han sentado las bases del asombroso mundo moderno que disfrutamos hoy mediante su arduo trabajo y su interminable curiosidad, y les debemos una enorme gratitud. Sin embargo, lamentablemente, a muchos científicos se les da muy mal elegir buenos nombres y encontrar un lenguaje accesible para las cosas que descubren. La ciencia de la inmunología es una de las disciplinas científicas que más pecan de ello. Un campo ya de por sí abrumadoramente complejo está minado de expresiones como «complejo mayor de histocompatibilidad de clase I y de clase II», «células T gammadelta», «interferones alfa, beta, gamma y kappa» y «sistema del complemento», con unos actores llamados «complejo C4b2a3b». Nada de esto ayuda a que uno encuentre placer en coger un libro de texto sobre inmunología y aprender por su cuenta. No obstante, incluso sin esta barrera, las complejas relaciones de los diferentes actores del sistema inmunitario, con sus innumerables excepciones y reglas poco intuitivas, constituyen por sí mismas un reto. La inmunología es difícil incluso para los profesionales de la salud pública, para quienes la estudian y para los expertos más destacados en ese campo.

Todo esto hace que el sistema inmunitario sea terriblemente difícil de explicar. Si te aventuras demasiado en la simplificación, privas a quien aprende de la belleza y del asombro que inspira el genio evolutivo de la pura complejidad infinita que se ocupa de los problemas más fundamentales de los seres vivos; pero si incluyes demasiados detalles, enseguida resulta soporíferamente difícil de seguir. Enumerarlo todo, cada parte del sistema inmunitario, es excesivo. Sería como contarle a alguien la historia de tu vida en la primera cita: sería abrumador, y probablemente esa persona perdería interés en salir contigo. De modo que mi objetivo con este libro es tratar de sortear con cuidado todos estos problemas. Emplearé un lenguaje humano, y sólo usaré palabras complicadas cuando sea necesario. Cuando sea adecuado, simplificaré los procesos y las interacciones, sin dejar de ser lo más fiel posible a la ciencia. La complejidad de los distintos capítulos aumentará y disminuirá, por lo que, tras recibir mucha información, habrá algunas partes más relajadas para descansar un poco. Además, resumiremos de vez en cuando lo aprendido.

Quiero que este libro posibilite que todos comprendan su propio sistema inmunitario y se diviertan un poco al hacerlo. Y, puesto que esta complejidad y esta belleza están profundamente vinculadas a tu salud y supervivencia, puede que de verdad aprendas algo útil. Por supuesto, cabe esperar que, la próxima vez que enfermes o tengas que lidiar con alguna dolencia, puedas observar tu cuerpo desde una perspectiva diferente. Además, he aquí la obligatoria cláusula de exención de responsabilidad: no soy inmunólogo, sino divulgador científico y entusiasta del sistema inmunitario. Este libro no contentará a todos los inmunólogos: desde el principio de la investigación fue evidente que hay muchas ideas y conceptos distintos sobre los detalles del sistema inmunitario, y mucho desacuerdo entre los científicos que los sostienen (que es como debe funcionar la ciencia). Por ejemplo, algunos inmunólogos consideran que ciertas células son fósiles inútiles, mientras que otros piensan que son fundamentales para tus defensas. De modo que, en la medida de lo posible, este libro se basa en conversaciones con científicos, en la literatura actual utilizada para enseñar la inmunología y en artículos revisados por pares. Aun así, en algún momento en el futuro, algunas partes de este libro necesitarán una actualización, y está muy bien que así sea. La ciencia de la inmunología es un campo dinámico donde suceden muchas cosas asombrosas y fluyen diferentes teorías e ideas. El sistema inmunitario es un tema vivo en el que aún se están produciendo grandes descubrimientos. Y eso es genial, porque significa que estamos aprendiendo más sobre nosotros mismos y sobre el mundo en que vivimos. Bien, antes de lanzarnos a explorar qué hace tu sistema inmunitario, definamos primero la premisa, para así tener una base sólida en la que apoyarnos. ¿Qué es el sistema inmunitario, en qué contexto actúa y cuáles son las diminutas partes que hacen el trabajo? Una vez que hayamos tratado estos conceptos básicos, veremos qué sucede cuando te lastimas y cómo tu sistema inmunitario se apresura a defenderte. Después, exploraremos tus partes más vulnerables y cómo tu cuerpo se moviliza para protegerte de una

infección grave. Por último, repasaremos los diferentes trastornos inmunitarios, como las alergias y las enfermedades autoinmunitarias, y hablaremos de cómo puedes estimular tu sistema inmunitario. Pero ahora vayamos al principio de esta historia.

Primera parte Conoce tu sistema inmunitario

1 ¿Qué es el sistema inmunitario? La historia del sistema inmunitario comienza con la historia de la vida misma, hace casi 3.500 millones de años, en un extraño charco en un planeta hostil, en su mayor parte vacío. No conocemos qué hacían esos primeros seres vivos ni su historia, pero sí sabemos que empezaron muy pronto a portarse mal unos con otros. Si piensas que la vida es difícil porque tienes que madrugar y preparar a tus hijos para la jornada o porque tu hamburguesa está medio fría, a las primeras células vivas les habría gustado tener unas palabras contigo. Mientras averiguaban cómo transformar la química a su alrededor en cosas que pudieran usar y, al mismo tiempo, obtener la energía necesaria para seguir adelante, algunas de las primeras células tomaron un atajo. ¿Por qué molestarse en hacer todo ese trabajo cuando podían robarles a otras? Ahora bien: había varias formas distintas de hacerlo, como tragarse a alguien entero o agujerearlo y sorberle las entrañas, pero podía ser peligroso y, en lugar de conseguir comida gratis, podías acabar convertido en la comida de la supuesta víctima, sobre todo si era más grande y fuerte que tú. Otra forma de cobrarse la pieza con menos riesgo era meterse dentro de ella y acomodarse: comer de lo que ella come y protegerse en su cálido seno. Sería bonito, si no fuera tan desagradable para el huésped.

Cuando parasitar a los demás se convirtió en una estrategia válida, surgió la necesidad evolutiva de defenderse de los parásitos. Así, los microorganismos compitieron y lucharon entre sí, armados en igualdad de condiciones, durante los siguientes 2.900 millones de años. Si tuvieses una máquina del tiempo y retrocedieras para poder admirar las maravillas de esta competición, te aburrirías mucho, ya que no se podía ver nada lo bastante grande, más allá de unas pocas capas de bacterias en algunas rocas mojadas. La Tierra fue un lugar bastante anodino durante los primeros miles de millones de años. Hasta que la vida dio el que fue posiblemente el mayor salto de su historia en cuanto a su complejidad. No sabemos con exactitud qué hizo que esas células sueltas, en su gran mayoría aisladas, se transformasen en grandes colectivos que cooperaban estrechamente y se especializaban. 1 Hace unos 541 millones de años, la vida animal pluricelular prorrumpió de repente y se hizo visible. Y no sólo eso: se volvió cada vez más diversa, muy rápidamente. Como es lógico, esto les creó un problema a nuestros antepasados recién evolucionados. Los microbios, que vivían en mundos diminutos, llevaban miles de millones de años compitiendo y luchando por el espacio y los recursos en todos los ecosistemas existentes. ¿Y qué son los animales para una bacteria y otras criaturas, sino un ecosistema muy agradable, lleno hasta arriba de nutrientes gratis? De modo que, desde el principio, los intrusos y parásitos fueron un peligro existencial para la vida pluricelular. Sólo los seres pluricelulares que encontraron formas de lidiar con esta amenaza sobrevivieron y tuvieron la oportunidad de volverse más complejos. Por desgracia, como las células y los tejidos no se conservan bien durante cientos de millones de años, no podemos analizar los fósiles del sistema inmunitario. Sin embargo, gracias a la magia de la ciencia, podemos observar el diverso árbol de la vida y los animales que siguen existiendo hoy, y estudiar su sistema inmunitario. Por lo general, cuanto

más alejadas estén dos criaturas en el árbol de la vida sin dejar de compartir un rasgo de su sistema inmunitario, mayor es la antigüedad de ese rasgo. Entonces, las grandes preguntas son: ¿en qué se diferencian los sistemas inmunitarios de los animales?, y ¿cuáles son los denominadores comunes entre ellos? Hoy en día, prácticamente todos los seres vivos tienen alguna forma de defensa interna, y, a medida que se vuelven más complejos, también lo hacen sus sistemas inmunitarios. Podemos saber mucho sobre la edad del sistema inmunitario comparando las defensas de animales que tengan un parentesco muy remoto. Incluso en la escala más pequeña, las bacterias tienen formas de defenderse de los virus, ya que no se dejan capturar sin presentar batalla. En el mundo animal, las esponjas —los más básicos y antiguos de todos los animales, y que existen desde hace más de quinientos millones de años— presentan lo que fue probablemente la primera respuesta inmunitaria primitiva en los animales. Se llama «inmunidad humoral». Humor , en este contexto, es un término del griego antiguo que significa «fluidos corporales». Así, la inmunidad humoral es una materia minúscula, compuesta por proteínas, que flota a través de los líquidos corporales de un animal, fuera de sus células. Estas proteínas hieren y matan a los microorganismos que no tienen por qué estar ahí. Este tipo de defensa fue tan eficaz y útil que prácticamente todos los animales de hoy lo tienen, incluido tú, por lo que la evolución no lo eliminó, sino que lo hizo fundamental para cualquier defensa inmunitaria. En principio, eso no ha cambiado en quinientos millones de años. Sin embargo, esto era sólo el comienzo. Ser un animal pluricelular tiene la ventaja de poder emplear muchas células especializadas distintas. De modo que es probable que, en términos evolutivos, los animales no tardaran demasiado en obtener células que hicieran justo eso: especializarse en la defensa. Esta nueva «inmunidad mediada por células» fue la historia de un éxito desde el principio. Incluso en los gusanos e insectos encontramos

células inmunitarias soldado especializadas que transitan libremente a través de los diminutos cuerpos de estas criaturas y pueden luchar de frente contra los intrusos. Cuanto más alto escalemos en el árbol evolutivo, más sofisticado se vuelve el sistema inmunitario. No obstante, ya en la primera rama de la parte vertebrada del árbol de la vida vemos grandes innovaciones: los primeros órganos inmunitarios y centros de entrenamiento celular específicos, junto con el surgimiento de uno de los principios más potentes de la inmunidad: la capacidad de identificar a enemigos concretos, producir rápidamente una gran cantidad de armas específicas contra ellos y después recordarlos en el futuro. Incluso los vertebrados más primitivos, los agnatos, con su ridículo aspecto, disponen de estos mecanismos. A lo largo de cientos de millones de años, estos sistemas defensivos fueron cada vez más sofisticados y refinados; pero, en resumen, éstos son los principios básicos, y funcionan tan bien que es probable que existiesen en ciertas formas hace unos quinientos millones de años. Mientras que las defensas de que dispones hoy son bastante buenas y están muy desarrolladas, los mecanismos subyacentes están muy extendidos, y sus orígenes se remontan a cientos de millones de años. La evolución no tuvo que reinventar el sistema inmunitario una y otra vez: encontró un sistema estupendo y después lo perfeccionó. Esto nos lleva por fin a la humanidad. Y a ti. Tú puedes beneficiarte de los frutos de cientos de millones de años de perfeccionamiento del sistema inmunitario. Eres la cumbre del desarrollo del sistema inmunitario. Sin embargo, en realidad, el sistema inmunitario no está dentro de ti: eres tú. Es una expresión de tu biología, que se protege a sí misma y hace posible tu vida. Por tanto, cuando hablamos de tu sistema inmunitario, estamos hablando de ti. Tu sistema inmunitario no es monolítico. Es una serie compleja e interconectada de cientos de bases y centros de reclutamiento repartidos por todo tu cuerpo, unidos por una «superautopista»: una red de vasos tan vasta

y omnipresente como es el sistema cardiovascular. Es más: tienes un órgano inmunitario específico en el pecho, del tamaño de una alita de pollo, que pierde eficiencia a medida que envejece. Además de supervisar los órganos y la infraestructura, decenas de miles de millones de células inmunitarias patrullan esas superautopistas —tu flujo sanguíneo—, listas para enfrentarse a tus enemigos cuando se las requiera. Miles de millones más permanecen en guardia en el tejido del cuerpo que bordea las zonas externas, esperando a los invasores que lo atraviesen. Aparte de tener estas defensas activas, dispones de otros sistemas defensivos compuestos por trillones de armas proteínicas, las cuales puedes imaginar como minas terrestres flotantes y autoorganizadas. Tu sistema inmunitario también tiene universidades específicas donde las células aprenden contra quién luchar y cómo. Posee algo así como la mayor biblioteca biológica del universo, capaz de identificar y recordar a todos los posibles invasores con que te puedas encontrar en la vida. En esencia, el sistema inmunitario es una herramienta para distinguir al otro del yo . No importa si el otro tiene intención de hacerte daño o no. Si el otro no figura en una lista de invitados muy exclusiva que le conceda libre acceso, debe ser atacado y destruido, porque podría hacerte daño. En el mundo del sistema inmunitario, ningún otro es un riesgo que merezca la pena correr. Sin esta garantía, morirías al cabo de pocos días. Por desgracia, como veremos más adelante, la consecuencia de que el sistema inmunitario actúe tanto en exceso como en defecto es la muerte o el sufrimiento. Aunque el sistema inmunitario se basa en identificar qué es el yo y qué es el otro , ése no es técnicamente su objetivo. Su objetivo es, ante todo, establecer y mantener la «homeostasis»: el equilibrio entre todos los elementos y las células del cuerpo. Cuando se habla del sistema inmunitario, nunca se exagera al remarcar cuánto se esfuerza por mantenerse equilibrado, cuánto cuidado pone en calmarse y no reaccionar de manera desaforada; en mantener la paz, si lo prefieres. Es ese orden

estable lo que hace que estar vivo sea agradable y fácil. Es eso que llamamos salud. Es la base de una vida buena y libre, una vida en la que podamos hacer lo que deseemos sin que nos detengan el dolor ni la enfermedad. Lo fundamental que es la salud se evidencia cuando falta. La salud es, en realidad, un concepto abstracto, porque define la ausencia de algo: la ausencia de sufrimiento y dolor, la ausencia de limitaciones. Si estás sano, te sientes normal, te sientes bien. Una vez que has visto desaparecer tu salud, aunque sea por poco tiempo, es difícil olvidar lo frágil que es y hasta qué punto vives con tiempo prestado. La enfermedad es un hecho inevitable de la vida. Si has tenido suerte, no habrás necesitado enfrentarte a ella hasta ahora. Si tú o alguno de tus seres queridos ya habéis tenido que lidiar con eso, sabrás que nada es más elemental para una vida placentera que estar sano. Para el sistema inmunitario, eso es lo que significa la homeostasis. Aunque la lucha para mantenernos sanos es, al final, una batalla fútil y perdida, seguimos luchando para procurarnos más años, meses, días y horas. Porque, en general, está bastante bien ser humanos, y merece la pena que esa experiencia dure un poco más. Sin embargo, es difícil mantener la salud, porque todos los días de tu vida estás en contacto con cientos de millones de bacterias y virus a los que les encantaría convertir tu cuerpo en su hogar, como esos organismos unicelulares de hace miles de millones de años de los que ya hemos hablado. Para un microorganismo, eres un ecosistema por conquistar. Eres un continente interminable lleno de recursos, caldos de cultivo y oportunidades para prosperar, un hogar muy agradable. Podría decirse que en algún momento lo lograrán, ya que, cuando mueras, la descomposición de tu cuerpo se verá enormemente acelerada por un ejército de microbios desquiciados que tus defensas ya no controlan. Y no sólo debes preocuparte por la gran cantidad de vida que intenta entrar, sino también porque tu propio yo , confundido, pueda rescindir el

«contrato social» del cuerpo: por el cáncer. Intentar que eso no suceda es uno de los trabajos más importantes de tu sistema inmunitario. De hecho, mientras leías las últimas páginas, en algún lugar de tu interior, tus células inmunitarias han eliminado en silencio alguna célula cancerosa joven. Sin embargo, la parte que se supone que te debe proteger también puede equivocarse y corromperse. Cuando se lo engaña, tu sistema inmunitario puede ayudar a que las enfermedades se extiendan, por ejemplo, protegiendo a las células cancerosas para que no sean detectadas. O bien, si está desajustado o defectuoso, el sistema inmunitario puede confundirse y decidir que el propio cuerpo es el enemigo. Puede decidir que el yo es el otro , y empezar así a atacar a las células que se supone que debe proteger, lo que provoca una serie de enfermedades autoinmunitarias que requieren medicación constante, lo cual a veces conlleva efectos secundarios adversos. Las alergias, por ejemplo, son una reacción muy intensa de tu sistema inmunitario contra cosas que no deberían preocuparle. Un choque anafiláctico muestra de forma asombrosa lo eficaz que es tu sistema defensivo y hasta qué terrible punto se puede equivocar: una enfermedad puede tardar días en matarte; tu sistema inmunitario puede hacerlo en cuestión de minutos. Además, incluso cuando funciona como debe, tu sistema inmunitario puede ser tanto un lastre como una ayuda: muchos de los síntomas desagradables que sientes cuando estás enfermo son consecuencias de que tu sistema inmunitario hace su trabajo cuando se activa; en algunas enfermedades, lo que causa el daño más demoledor —e incluso la muerte— es una reacción desquiciada ante una intrusión. Por ejemplo, muchas muertes por COVID-19 se debieron a que el sistema inmunitario hizo su trabajo con demasiado entusiasmo. El daño colateral que tus redes defensivas te infligen puede acumularse con el tiempo, y hoy en día se cree que muchas enfermedades mortales

empiezan con un sistema inmunitario que funciona como debe. De modo que, para tu salud, tener un sistema inmunitario rápido y despiadado es tan importante como mantenerlo bajo control y evitar que se desquicie y se vuelva destructivo. Al igual que en el mundo humano, si tienes que ir a la guerra, quieres que, al menos, acabe pronto con una victoria clara; no quieres décadas de ocupación o conflicto que consuman recursos y dejen las infraestructuras en ruinas. Por tanto, la enorme responsabilidad de mantenerte bien durante el mayor tiempo posible se encuentra en las manos de tu sistema inmunitario. Aunque sin duda la batalla se perderá al final, lo que te importa hoy, ahora mismo, es que se luche bien y con la responsabilidad necesaria. Por resumirlo: distinguir entre el yo y el otro es fundamental, la homeostasis es el objetivo, y, al parecer, hay infinitas formas de que todo salga mal. Lo que hace que el sistema inmunitario sea tan fascinante es que todo este complejo trabajo tiene que ser realizado por unas partes inconscientes que, de forma individual, son bastante tontas. Y, sin embargo, son capaces de coordinarse y reaccionar ante situaciones dinámicas que se desarrollan rápidamente. Imagínate una Segunda Guerra Mundial, pero diez veces mayor, y sin generales: en el terreno sólo hay soldados inmunitarios, tratando de averiguar si necesitan tanques o aviones de combate y a dónde deben acudir. Y todo eso sucede en cuestión de días. Así es para ti luchar incluso contra un resfriado común. Descubramos ahora tu sistema inmunitario, para que, la próxima vez que te metas en la ducha molesto por los síntomas de un resfriado, puedas al menos pararte un instante a apreciar lo que está sucediendo en tu interior antes de volver a sentirte irritado.

2 ¿Qué hay que defender? Antes de poder aprender de verdad sobre tu intrincado sistema defensivo, deberíamos echar un vistazo a qué es lo que necesita ser defendido: tu cuerpo. En cierto sentido, esto parece muy obvio: es tu piel y todo lo que hay bajo ella. Bastante simple, ¿no? Sin embargo, ocurre lo mismo que cuando miras un planeta en el espacio: nunca verás ni mucho menos la imagen completa visible desde su órbita. Por tanto, antes de hacer cualquier otra cosa, debemos emprender juntos un viaje hacia un mundo extraño y desconocido, más que las aguas profundas o un planeta del espacio; un mundo donde ningún ser vivo sabe siquiera que existe, donde los monstruos son una realidad cotidiana, aunque a nadie le importe; un mundo con miles de millones de años, que existe dentro de ti, de todos y de todo, a nuestro alrededor, omnipresente pero invisible. Éste es el mundo de lo diminuto, donde la frontera entre los muertos y los vivos se difumina, donde la bioquímica se convierte en vida por razones que aún no entendemos. Vamos a ampliar tu imagen y a echar una ojeada a tus órganos y, a través del tejido, a tus componentes más básicos: las células. Las células son seres vivos sumamente diminutos que se encuentran entre las unidades de vida más pequeñas de la Tierra. Para una sola célula, tu cuerpo es un planeta a la deriva en un universo hostil. Para entender las enormes dimensiones de tu cuerpo, necesitamos mirarlo desde la perspectiva

de una célula. En proporción con una célula, tu cuerpo es una estructura gigantesca de tuberías tan anchas como montañas, llena de océanos de fluidos y rabiones que se infiltran en intrincados sistemas de cuevas que abarcan países enteros. Con la excepción de las partes cristalizadas y duras de tus huesos, para una célula, todo el medioambiente, todo lo que hay en el mundo, está vivo. Una célula puede pedirle educadamente a una pared que la deje pasar, para después atravesar un pequeño hueco que se cierra tras ella. Puede nadar por canales y escalar montañas de carne para llegar a cualquier lugar al que necesite ir. Si tuvieses el tamaño de una de tus células, el cuerpo humano equivaldría a entre quince y veinte montes Everest, uno encima de otro. Sería una montaña de carne de al menos cien kilómetros de altura, y que llegaría al espacio. Si estás cerca de una ventana, tómate un instante para contemplar el cielo. Intenta imaginártelo por un momento: un gigante tan grande que los aviones comerciales chocarían con sus pantorrillas, con una cabeza a tanta altura sobre ti que no podrías verla. Las células de tu sistema inmunitario tienen la tarea de defender todo eso; en especial, los puntos débiles por donde pueden entrar los intrusos, que son principalmente las fronteras, el exterior del cuerpo. Cuando piensas en tu parte externa, lo primero que te viene a la cabeza es, naturalmente, la piel. La superficie total de la piel tiene alrededor de dos metros cuadrados —más o menos la mitad del tamaño de una mesa de billar— y, por suerte, no es muy difícil de defender, ya que la mayor parte se compone de una barrera dura y gruesa cubierta con su propio sistema defensivo. Parece muy suave al tacto, pero es bastante difícil atravesarla si está en perfectas condiciones. Tus verdaderos puntos débiles frente a las infecciones son las membranas mucosas: la superficie que recubre la tráquea y los pulmones, los párpados, la boca y la nariz, el estómago y los intestinos, el aparato reproductor y la vejiga. Es difícil señalar su superficie total, ya que el número varía entre distintas personas, pero de media hay unos ciento sesenta metros cuadrados de membranas mucosas en un adulto sano —lo que mide una cancha de

tenis, más o menos—, en su mayor parte en los pulmones y el aparato digestivo. Quizá pienses, erróneamente, en tus membranas mucosas como tu interior, pero no es así: las membranas mucosas son tu exterior. Si fuésemos sinceros sobre lo que eres, en cierto sentido no eres más que un tubo complejo, que, por supuesto, puede cerrar ambos extremos. Y además es un tubo muy húmedo, delgado y asqueroso. Tus órganos reproductivos, narinas y oídos son orificios añadidos: entradas a grandes túneles y sistemas de cuevas adicionales que lo atraviesan. Todos estos lugares son tus fronteras directas, puntos de contacto con el mundo exterior. Tu cuerpo está envuelto en ellos. Estos exteriores, dentro de tu interior, son las superficies donde millones de intrusos intentan entrar en ti todos los días. Es mucho terreno que defender si tienes el tamaño de una célula. Para tus células, la superficie de las membranas mucosas es tan grande como lo es para ti Europa central o el centro de Estados Unidos. No les bastará con construir muros fronterizos, ya que no tienen que defender sólo las fronteras, ¡sino toda la superficie! No es que los intrusos intenten entrar sólo por los bordes; podrían tirarse en paracaídas. De modo que tus células tienen que defender el continente entero. Todo él. Aun así, es mucho más fácil atrapar a un enemigo en uno de estos puntos que en otro lugar. Por ejemplo, si tomáramos todos los vasos sanguíneos y capilares de tu cuerpo y los colocáramos en línea recta, su longitud sería de unos 120.000 kilómetros, tres veces la circunferencia de la Tierra, con 1.200 metros cuadrados de superficie. Así que es mejor atrapar a los enemigos en las fronteras, que son considerablemente más pequeñas, por lo cual ofrecen una defensa más sencilla; pero que sea sencilla no significa que sea fácil. Hagamos un divertido experimento e imaginemos que queremos construir un cuerpo humano a escala, pero a partir de personas de verdad, como tú, seres humanos con vida, sólo para ver qué tipo de disparatadas dimensiones nos salen.

Primero, necesitamos mucha gente para eso. El cuerpo humano promedio se compone de alrededor de cuarenta billones de células. ¡Billones! Cuarenta billones son 40.000.000.000.000. Un número verdaderamente impresionante. Si queremos que tus células sean representadas por personas, entonces necesitamos cien veces más que todas las que han vivido en los 250.000 años de historia de la humanidad. Intentemos visualizarlo. En este momento, hay alrededor de 7.800 millones de personas vivas. Si las colocamos codo con codo, sólo ocuparían, sorprendentemente, alrededor de 1.800 kilómetros cuadrados, un poco más que la superficie de Londres. Para conseguir cuarenta billones de personas, debemos multiplicar esto por ciento veinte. 1

Muy bien. Ahora tenemos cuarenta billones de personas, codo con codo. Este océano de gente cubriría todo el Reino Unido, hasta el último rincón,

cada lago y montaña. Para crear un cuerpo a escala compuesto por personas que representan células, tenemos que amontonarlas hasta que billones de personas estén de pie las unas sobre las otras, tomadas de la mano y con los brazos unidos, formando edificios vivientes. Un gigante hecho de carne se eleva cien kilómetros hacia el cielo y llega al borde del espacio. El gigante está formado por cavernas tan anchas como países pequeños y por huesos tan densos y anchos como montañas, y repletos de cuevas y túneles intrincados. Sus arterias están llenas de océanos y gente que transporta tanques de alimento y oxígeno hasta el último rincón. Si fueses un glóbulo rojo, recorrerías la distancia entre París y Roma y regresarías una vez por minuto en una corriente bombeada por un corazón tan grande como una ciudad. Las cosas podrían ir genial. Todos trabajarían juntos para mantener la vida de la montaña de carne y, en consecuencia, la suya propia. Sin embargo, la enorme riqueza de recursos y alimentos y la abundancia de espacios cálidos y húmedos son demasiado atractivas. El gigante no sólo tiene el tamaño de un continente para sus habitantes, sino también para los visitantes no deseados. Miles de millones de parásitos, literalmente, tratan de entrar en el gigante de carne. Algunos son tan grandes como elefantes o ballenas azules, y quieren poner huevos descomunales para que sus crías puedan darse un festín con la pobre gente que compone los tejidos. Otros son del tamaño de un mapache o una rata, y quieren robar comida y hacer del gigante su hogar permanente para criar a varias generaciones. Puede que no tengan la intención de dañar a las personas que componen el cuerpo, pero lo harán al defecar en todas partes, y la vida será deprimente. Las alimañas más repugnantes con las que tiene que lidiar a diario nuestro gigante de carne son los miles de millones de arañas que quieren entrar en la boca o las orejas de las personas célula, para reproducirse en el estómago de sus víctimas. Para un gigante formado por billones de personas, no es tan peligroso perder a algunas aquí y allá. Pero si a las alimañas se les permitiera procrear libremente, podrían acabar con él. ¿No es terrible la idea?

A esto es a lo que se enfrentan tus células todos los días y todas las noches, desde que naces hasta que mueres. No debes dar por sentado que te

vayas a mantener con vida, pero no dejes que la idea de ser atacado te angustie demasiado. No eres sólo una montaña de carne por conquistar. Afortunadamente, tienes un gran aliado en esta lucha por la supervivencia que, como ahora sabemos, no apreciamos ni celebramos tanto como merece: tu sistema inmunitario. Te convierte en una fortaleza. Y aún más: en una fortaleza llena de miles de millones de los soldados más eficaces y bravos del universo. Tienen innumerables armas a su disposición, y las usan sin misericordia. El ejército de tu sistema inmunitario ya ha matado a miles de millones de enemigos y parásitos en tu vida, y está preparado para matar a miles de millones o billones más.

3 ¿Qué son las células? Hemos hablado mucho sobre las células hasta ahora, y lo haremos aún más en el resto del libro. Para entender tu cuerpo, tu sistema inmunitario y las enfermedades que éste combate, desde el cáncer hasta la gripe, necesitas ciertos fundamentos sobre sus componentes básicos. Ayuda a ello que las células sean tal vez la parte más fascinante de la biología. Después de este capítulo, nos alejaremos para tener una visión más general y poder conocer de verdad tu sistema inmunitario. Entonces, ¿qué es exactamente una célula y cómo funciona? Como hemos dicho, las células son las unidades de vida más pequeñas: cosas que podemos identificar claramente como algo que está vivo. Definir vida ya son palabras mayores: un asunto complicado que le funde a uno el cerebro. Lo sabemos cuando la vemos, pero es muy difícil de definir. En general, le atribuimos algunas propiedades: algo vivo se disocia del universo que lo rodea; posee un metabolismo, lo que significa que absorbe los nutrientes del exterior y se deshace de la basura interna; responde a los estímulos; crece y puede desarrollarse. Las células hacen todas estas cosas. Y tú estás casi totalmente compuesto por ellas. Tus músculos, tus órganos, tu piel y tu cabello están formados por células. Tu sangre está llena de ellas. Al ser tan pequeñas, no son conscientes y no tienen libre albedrío, ni objetivos, ni toman decisiones activamente. En pocas palabras: las células son robots

biológicos impulsados por una infinidad de reacciones bioquímicas, guiadas por las partes aún más pequeñas que las componen. Las células tienen «órganos», que se llaman «orgánulos», como el núcleo, el centro de información de la célula: una estructura bastante grande, con su propio muro fronterizo y protector que alberga tu ADN, tu código genético. Hay mitocondrias: orgánulos generadores que transforman el alimento y el oxígeno en energía química que mantiene las células en funcionamiento. Hay una red de transporte especializada; un centro de empaquetado; áreas para la digestión y el reciclaje, y centros de construcción. Cuando aprendemos sobre las células, vemos que a menudo se ilustran como una especie de bolsas llenas de estos orgánulos, pero esa imagen produce una impresión equivocada del bullicio de su compleja actividad. Mira a tu alrededor, mira la habitación donde estés en este momento. 1 Ahora imagina que la habitación se llena de arriba abajo con cosas. Millones de granos de arena y de arroz; varios millares de manzanas y melocotones, y una docena de sandías grandes. Así se ve más o menos el interior de una célula. ¿Qué significa esto en la realidad? Una sola célula humana está llena de decenas de millones de moléculas. La mitad son moléculas de agua —representadas en nuestro símil por los granos de arena—, que le confieren al interior de las células la consistencia de una gelatina blanda y permiten que las demás cosas se muevan con facilidad. Porque, en esta escala, el agua ya no es un líquido fino, sino viscoso, parecido a la miel. 2 La otra mitad del interior de las células se compone principalmente de millones de proteínas: entre mil y diez mil tipos distintos, según la función de la célula y lo que se necesite hacer. En nuestro ejemplo de la habitación, serían el arroz y la mayoría de las frutas. Las sandías son los orgánulos que siempre vemos en las imágenes de las células. Por tanto, tus células están compuestas y llenas de proteínas, en su mayor parte. Tenemos que hablar brevemente sobre las proteínas, porque son muy importantes para entender el sistema inmunitario, las células y el

micromundo en el que viven. Son tan importantes que podemos llamar a las células «robots de proteínas». Quizá hayas oído hablar de las proteínas, sobre todo en el contexto de los alimentos; tal vez estés siguiendo una dieta rica en proteínas, en especial si haces mucho ejercicio y estás tratando de desarrollar músculo. Y es lógico, porque las partes sólidas y no grasas de tu cuerpo se componen principalmente de proteínas (incluso los huesos están formados por una mezcla de proteínas y calcio). Sin embargo, las proteínas no sólo son buenas para los músculos: son los componentes orgánicos más básicos y las herramientas de todos los seres vivos de este planeta. Son tan útiles y diversas que una célula puede usarlas para prácticamente todo: desde enviar señales hasta construir paredes y estructuras simples y micromáquinas complejas. Las proteínas están hechas de cadenas de aminoácidos, que son unos diminutos componentes básicos orgánicos que pueden ser de veinte clases distintas. Lo único que hay que hacer es unirlos en una cadena, en el orden que quieras, y, voilà , tienes una proteína. Este principio permite a la vida construir una impresionante variedad de cosas. Por ejemplo, si quieres crear una proteína simple a partir de una cadena de diez aminoácidos, de entre los veinte tipos que hay para elegir, te sale la asombrosa cantidad de 10.240.000.000.000 proteínas distintas posibles.

Imagínate una máquina tragaperras en un casino, con veinte símbolos diferentes y diez rodillos. Ya es bastante difícil obtener el mismo símbolo en

una máquina con tres rodillos: imagínate cuántas combinaciones serían posibles en tu tragaperras proteínica. Una proteína típica suele estar formada por entre 50 y 2.000 aminoácidos —el equivalente a una máquina tragaperras con entre 50 y 2.000 rodillos—, y las más largas que conocemos están formadas por hasta 30.000. Esto significa que las células pueden crear miles y miles de millones de proteínas potencialmente útiles. Naturalmente, la mayoría de estas proteínas no servirán para nada. Según algunas estimaciones, sólo una de entre un millón y mil millones de combinaciones de aminoácidos posibles producirá una proteína útil. Sin embargo, puesto que hay tantas proteínas posibles, basta con una entre mil millones. ¿Cómo saben las células en qué orden colocar los aminoácidos para producir las proteínas que necesitan? Pues bien, éste es el trabajo del código de la vida, de tu ADN, una larga secuencia de instrucciones necesarias para que un ser vivo sea un ser vivo. En este contexto, esto significa que alrededor del 1 por ciento del ADN está formado por secuencias que producen manuales para las proteínas, y que se denominan «genes». El resto del ADN controla qué proteínas se forman, cuándo, cómo y cuántas en qué momento. De modo que las proteínas son tan fundamentales para los seres vivos que el código de la vida es básicamente un manual de instrucciones para construirlas. Pero ¿cómo funciona esto? Bueno, lo explicaremos muy brevemente, y sólo porque esto será importante después, cuando hablemos de los virus. En pocas palabras, las instrucciones en el ADN se convierten en proteínas en un proceso de dos pasos: unas proteínas especiales leen la información en la cadena de ADN y la convierten en una molécula mensajera especial, llamada ARNm (ARN mensajero), que en esencia es el lenguaje que utiliza el ADN para transmitir órdenes. Después, la molécula de ARNm es transportada desde el núcleo de la célula a otro orgánulo, la maquinaria de producción de proteínas, llamada «ribosoma». Aquí, se lee la molécula de ARNm y se traduce a aminoácidos, que luego se unen en el orden inscrito en ella. Y, voilà , la célula ha

producido una proteína a partir de tu ADN. Por tanto, tu ADN es básicamente un montón de código, con secciones llamadas genes, que son un manual reglamentario y de construcción de proteínas para tu maquinaria celular. Y esto se traduce en todas las características que tú, como individuo, puedes reconocer como tuyas: tu altura, el color de tus ojos, lo susceptible que eres a ciertas enfermedades o si tienes el cabello rizado. El ADN no le dice al cuerpo: «¡Haz el cabello rizado!», sino que les dice a las células: «Haz estas proteínas». En cierto sentido muy simplificado, todos tus rasgos personales se manifiestan de esta manera. Tienes una gran cantidad de este código genético; si extendieras el ADN de una sola célula, mediría unos dos metros de largo. Así es: el ADN que hay en cada una de tus células tiene, con toda probabilidad, una longitud mayor que tu estatura. Si tomáramos todo el ADN de tu cuerpo y lo combináramos en una larga cadena, llegaría desde la Tierra hasta Plutón, ida y vuelta. ¡Y todo ese código sólo para hacer largas cadenas de aminoácidos! 3

A medida que se crean estas cadenas de aminoácidos, dejan de ser una larga cadena bidimensional y se transforman en una estructura tridimensional. Esto significa que se están plegando sobre sí mismas, de maneras tan complicadas que aún no las hemos descifrado por completo. En función de los tipos de aminoácidos y el orden en que se unan, la cadena se pliega de formas específicas. En el mundo de las proteínas, la forma determina lo que pueden o no hacer. La forma lo es todo. En cierto modo, puedes imaginarte las proteínas como piezas de rompecabezas tridimensionales muy complejas. Las proteínas, dependiendo de su forma, son la herramienta y el material de construcción por excelencia. Una célula puede utilizarlas para construir prácticamente todo. Sin embargo, la magia de las proteínas va más allá del mero material de construcción. Las proteínas son utilizadas como mensajeros que transmiten información: pueden recibir o enviar señales que cambian de forma y provocan reacciones en cadena intensamente

complicadas. Para las células, las proteínas lo son todo. Piensa de nuevo en la habitación llena de arroz, melocotones y manzanas. En realidad, todas estas proteínas no son esféricas, sino una mezcla insondablemente compleja de engranajes, ruedas, interruptores, piezas de dominó y pistas.

Mientras la célula esté viva, siempre se está moviendo y cambiando. Las ruedas giran y se inclinan sobre las fichas de dominó, que presionan interruptores, tiran de palancas y transportan canicas por unas pistas que después hacen girar más ruedas, y así sucesivamente. Si quieres que nos pongamos metafísicos, el espíritu del robot celular son las proteínas, y también la bioquímica que las guía. En el interior de las células abundan algunas de las proteínas más comunes, y pueden llegar hasta el medio millón de copias. Otras están más especializadas y su número total es diez veces menor. Sin embargo, no se dedican sólo a ir flotando por ahí a su aire. Todas estas proteínas —las pequeñas piezas del rompecabezas— y estructuras dentro de las células interactúan de muchas formas muy interesantes y complejas. ¿Cómo lo hacen? Culebreando por ahí muy rápido. Las proteínas son tan pequeñas, pesan tan poco y se encuentran en una escala tan distinta que se comportan de forma muy extraña en comparación con las cosas que están en el nivel de los gigantes humanos. La gravedad no es una fuerza relevante en esta escala. Así, a temperatura ambiente, una proteína promedio puede avanzar unos cinco metros por segundo, en teoría. Quizá eso no parezca muy rápido, hasta que te acuerdas de que la proteína promedio es alrededor de un millón de veces menor que la punta de un dedo. Si en tu mundo pudieses correr como una proteína, serías tan rápido como un avión a reacción y morirías espantosamente al chocar con algo. En la práctica, las proteínas no pueden moverse tan rápido dentro de las células, porque hay muchas otras moléculas por medio, de modo que se chocan constantemente y se tropiezan con las moléculas de agua y otras proteínas en todas las direcciones. Todas empujan y son empujadas. Este proceso se llama «movimiento browniano», y se refiere al movimiento aleatorio de las moléculas en un gas o un líquido. La razón de que el agua sea tan importante para las células es ésta, que permite que otras moléculas se muevan con facilidad. A pesar del caos de los movimientos aleatorios —o

quizá debido a él—, unido a la velocidad de las piezas del rompecabezas, o proteínas, se logra sacar las cosas adelante en las células. 4 Intentemos simplificar un poco. Para imaginar el principio básico que las células utilizan para unir las cosas, un buen símil es el de un sándwich. Si estuvieses dentro de una célula y quisieses hacer un sándwich de gelatina, lo mejor sería lanzar la rebanada de pan y la gelatina al aire y esperar unos segundos. Debido a la rapidez con que todo choca, se unirían por sí mismas en un sándwich que podrías coger al vuelo. 5 En el micromundo, las diferentes formas de una molécula determinan cuáles de ellas se atraen y se repelen entre sí. Por tanto, la forma de las proteínas de las células determina qué proteínas se atraen o repelen entre sí y cómo interactúan (mientras que la cantidad de los diferentes tipos de proteínas determina la frecuencia con que se producen estas interacciones). Esto crea las interacciones que forman la bioquímica de todas las células de la Tierra. Estas interacciones tienen una importancia fundamental para la biología, y se denominan «vías biológicas». Es una expresión elegante para referirse a una serie de interacciones entre cosas individuales que conducen a un cambio en la célula. Esto puede significar el ensamblaje de nuevas proteínas especiales u otras moléculas, que a su vez pueden activar y desactivar genes, lo cual cambia lo que la célula puede hacer o no. O puede incitar a una célula a actuar y a que haga cosas que nosotros llamaríamos «conducta», como reaccionar a un peligro alejándose de él. De acuerdo: ha sido mucha información en las últimas páginas. Y aún no hemos salido de la célula, pero casi. Vamos a resumir lo aprendido... Las células están llenas de proteínas. Las proteínas son como piezas de rompecabezas tridimensionales. Sus formas específicas les permiten encajar o interactuar con otras proteínas de formas concretas. La secuencia de estas interacciones, llamadas vías, hacen que las células hagan cosas. A esto nos referimos cuando decimos que las células son robots de proteínas guiados por la bioquímica. Las complejas interacciones entre las proteínas tontas e inertes crean una célula menos tonta y menos inerte, y las complejas

interacciones entre células sólo un poco tontas crean el sistema inmunitario, que es bastante inteligente. Como ocurre con la mayoría de este tipo de cosas, aquí nos topamos con palabras mayores, y hay innumerables aspectos que suponen ya meterse en honduras. En este caso, nos hemos tropezado con cómo y por qué muchas cosas sin sentido pueden crear algo más inteligente que la suma de sus partes. Por lo general, no se habla de esto cuando se explica el sistema inmunitario, pero quizá merezca la pena dedicarle un minuto antes de continuar, porque añade otra capa de asombro respecto al sistema inmunitario y a las células en general, y en la que nunca pensamos cuando tenemos que soportar una gripe u observar cómo se cura una herida. Como todo esto se vuelve enseguida abstracto, necesitamos otra analogía, así que hablaremos de hormigas por un instante. Las hormigas comparten algunas características con las células, y la más importante es que son verdaderamente tontas. Esto no debe entenderse como una crueldad hacia las hormigas. Si tomas una sola hormiga y la aíslas, simplemente irá dando tumbos por ahí y será por completo inútil, incapaz de hacer nada de valor. Pero si juntas muchas hormigas, éstas pueden intercambiar información, interactuar y hacer cosas asombrosas al unísono. Muchas hormigas juntas construyen estructuras complejas con áreas especiales como cámaras de cría, espacios concretos para la basura o sofisticados sistemas de ventilación que controlan la corriente de aire. Las hormigas se organizan de forma automática en diferentes clases y trabajos, desde la búsqueda de comida hasta la defensa y los cuidados. Y no lo hacen de forma azarosa, sino en las proporciones más útiles para la supervivencia del colectivo. Si una de estas clases es diezmada, quizá debido al paso de un oso hormiguero hambriento, algunas de las hormigas restantes cambiarán de trabajo para restablecer las proporciones de trabajo correctas. Y hacen todas estas cosas a pesar de ser verdaderamente tontas desde el punto de vista individual. En cambio, juntas se convierten en algo mayor y son capaces de hacer cosas muy asombrosas que no podrían hacer solas. Este fenómeno está presente en toda la

naturaleza, y se denomina «emergencia»: la observación de que los entes poseen propiedades y habilidades que sus partes no tienen. Así, una colonia de hormigas, como ente, puede hacer cosas complejas, a diferencia de una sola hormiga. Así es, más o menos, como funciona todo en el cuerpo. Las células no son más que bolsas de proteínas guiadas por la química. Sin embargo, unidas, estas proteínas forman un ser vivo que puede hacer muchas cosas muy sofisticadas. Aun así, las células siguen siendo robots despistados que, desde el punto de vista individual, son incluso más tontos que las hormigas; pero si actúan juntos muchos de ellos, pueden hacer cosas que por sí solos no pueden hacer. Por ejemplo, pueden formar sistemas de órganos y tejidos especiales, desde los músculos que hacen latir tu corazón hasta las células cerebrales que te hacen leer esta frase y pensar en ella. Y muchas partes y células estúpidas juntas forman tu sistema inmunitario, a través de complejas interacciones que dan lugar a algo muy inteligente. Bien, tenemos que seguir adelante. Espero que, de esta leve digresión, te hayas quedado con las siguientes cosas: las células son las máquinas maravillosamente complejas de la vida; en su mayoría están hechas y llenas de piezas de rompecabezas, una diversidad asombrosa de proteínas, dirigidas por la bioquímica; de algún modo, todo esto junto crea un ser vivo que puede sentir su entorno e interactuar con él. Las células realizan su trabajo sin ninguna emoción u objetivo, pero lo hacen muy bien, y por eso merecen nuestro agradecimiento y un poco de atención. En los siguientes capítulos vamos a antropomorfizar nuestras diminutas células de vez en cuando. Hablaremos sobre qué quieren y qué tratan de lograr las células, sobre sus pensamientos, esperanzas y sueños. Eso les confiere cierto carácter y facilita la explicación de algunas cosas, aunque no sea cierto. Por muy asombrosas que resulten las células, recuerda: las células no quieren nada. Las células no sienten nada. Nunca están tristes ni contentas. Simplemente están, aquí mismo, ahora mismo. Son tan conscientes como una piedra, una silla o una estrella de neutrones. Los robots celulares siguen su código, que ha

evolucionado y cambiado durante miles de millones de años, y que ha resultado ser bastante bueno, ya que ahora mismo puedes estar sentado cómodamente leyendo este libro. Aun así, verlos como amiguitos puede llevarnos a tratarlos con más respeto y comprensión, y hará que este libro resulte mucho más ameno, lo cual parece una excusa lo bastante buena para hacerlo. Ahora quizá te preguntes: si tenemos este enorme continente de carne poblado por miles de millones de robots, que desde el punto de vista colectivo son inteligentes, mientras que desde el individual son complejos por dentro pero bastante estúpidos, ¿cómo es posible que puedan defender el cuerpo? Pues...

4 Los imperios y reinos del sistema inmunitario Imagina que eres el gran arquitecto del sistema inmunitario. Tu trabajo consiste en organizar las defensas contra millones de intrusos que quieren apoderarse de él. Puedes construir las defensas que quieras, aunque los contables te recuerdan que el cuerpo tiene un presupuesto energético ajustado y que no le sobran los recursos, y te piden amablemente que no derroches. ¿Cómo acometerías esta monumental tarea? ¿Qué tipo de fuerzas pondrías en el frente y cuáles mantendrías en la reserva? ¿Cómo te asegurarías de que podrás reaccionar enérgicamente ante una invasión repentina, pero también evitar que tu ejército se agote demasiado pronto? ¿Cómo te manejarías con el enorme alcance del cuerpo y con los millones de enemigos distintos de los que deberás dar cuenta? Afortunadamente, tu sistema inmunitario ha encontrado muchas soluciones geniales y elegantes para estos problemas. Como dijimos en el capítulo anterior, el sistema inmunitario no es monolítico, sino que lo conforman muchas cosas diferentes: cientos de órganos diminutos y otros más grandes, una red de vasos y tejidos, miles de millones de células con decenas de especializaciones y trillones de proteínas que flotan libremente. 1 Todas estas partes forman capas y sistemas diferentes y superpuestos, por lo que es útil imaginarlos como imperios y reinos que, al unísono,

defienden el continente que es tu cuerpo. Podemos organizarlos en dos reinos muy distintos que juntos representan los principios más eficaces e ingeniosos que encontró la naturaleza para defender tu continente de carne: el reino de tu sistema inmunitario innato y el reino de tu sistema inmunitario adaptativo . El reino del sistema inmunitario innato contiene todas las defensas con las que naces y que pueden desplegarse en cuestión de segundos tras una invasión. Éstas son las defensas básicas que se remontan a los primeros animales pluricelulares de la Tierra, y son absolutamente cruciales para tu supervivencia. Una de sus características más importantes es que es algo así como la parte inteligente de tu sistema inmunitario. Tiene el poder de diferenciar el yo del otro . Y, una vez que detecta un otro , entra en acción de inmediato. Sin embargo, sus armas no están hechas para identificar a ningún enemigo concreto, sino que intentan ser efectivas contra una amplia variedad de enemigos comunes. No tiene armas específicas contra tipos concretos de la bacteria E. coli , por ejemplo, sino contra las bacterias en general. Está diseñado para ser lo más eficaz posible. Considéralo tu kit básico de inicio: tiene todo lo esencial, pero no los artículos especiales que tendrías con un kit avanzado. Aun así, sin lo esencial, los artículos especiales son prácticamente inútiles. Sin tu sistema inmunitario innato, los microorganismos te arrollarían y matarían en cuestión de días o semanas. Se ocupa del trabajo pesado y de la mayor parte de la verdadera lucha. La gran mayoría de sus cientos de miles de millones de células soldado y guardianas son parte de tu sistema inmunitario innato. Éstos son unos tipos bastante brutos, que prefieren reventar cabezas antes que hablar y pensar. La mayoría de los microorganismos que logran invadirte son eliminados por tu sistema inmunitario innato sin que siquiera te des cuenta. Como el sistema inmunitario innato es la primera línea de defensa, no sólo es el responsable de lanzar a los soldados al peligro, sino que también tiene que tomar

decisiones cruciales: ¿cuán peligrosa es una invasión?, ¿qué tipo de enemigo está atacando?, ¿se necesitan armas más pesadas?

Estas decisiones son vitales, porque influyen en el tipo de armas que tu sistema inmunitario, en su conjunto, desplegará. Una invasión bacteriana requiere una reacción muy distinta de una invasión vírica. Así, mientras transcurre el combate, el sistema inmunitario innato recopila información y datos, y después toma las decisiones que en muchos casos determinarán tu suerte. Si tu sistema inmunitario innato cree que un ataque es lo bastante grave, tiene el poder de activar y llamar a la segunda línea de defensa para que se movilice y se una a la lucha. El reino del sistema inmunitario adaptativo contiene supercélulas especializadas que coordinan y asisten a tu primera línea de defensa. Contiene fábricas que producen armas pesadas proteicas y células especiales que cazan y matan células corporales infectadas, en el caso de las infecciones víricas. La característica que lo define es su especificidad. Es increíblemente específico, de hecho. Tu sistema inmunitario adaptativo «conoce» a todos los posibles intrusos: sabe cómo se llaman, qué han desayunado, su color favorito, sus esperanzas y sus deseos más íntimos. El sistema inmunitario adaptativo tiene una reacción específica para cada microorganismo posible que exista en el planeta en este momento, y para cada uno que pueda evolucionar en el futuro. Piensa en lo espeluznante que es esto en realidad. Si fueses una bacteria, por ejemplo, lo único que querrías es meterte en un ser humano y encontrar un lugar para tener bebés, pero, de repente, hay unos agentes que saben cómo te llamas, que conocen tu cara, tu historia personal y todos tus secretos más íntimos, y que están armados hasta los dientes. Esta defensa impresionantemente específica y su funcionamiento serán una parte central de futuros capítulos, pero, por ahora, recuerda que tu sistema inmunitario adaptativo posee la mayor biblioteca del universo conocido, con una entrada para cada posible enemigo, actual y futuro. No sólo eso: también es capaz de recordarlo todo sobre un enemigo que apareció sólo una vez. Por esta razón, la mayoría de las enfermedades sólo

pueden manifestarse una vez en la vida. Sin embargo, este conocimiento y esta complejidad tienen sus desventajas. A diferencia del sistema inmunitario innato, el sistema inmunitario adaptativo aún no está listo cuando naces. Necesita ser entrenado y perfeccionado durante muchos años. Parte de una tabula rasa , y después se vuelve cada vez más eficaz, para debilitarse de nuevo más tarde y a medida que envejeces. Un sistema inmunitario adaptativo débil es una de las principales razones por las cuales los seres humanos jóvenes y viejos tienen a menudo muchas más probabilidades de morir a causa de enfermedades que no matarían a personas que se encuentran en la mitad de sus vidas. Las madres dan a sus bebés recién nacidos un poco de su inmunidad adaptativa con su leche materna, para ayudarlos a sobrevivir y brindarles cierta protección. Aunque es fácil pensar en el sistema inmunitario adaptativo como tu defensa más sofisticada, una de las cosas más importantes que hace es fortalecer tus defensas innatas, y lo hace motivando a tus células soldado innatas a luchar más duro y con más eficiencia (pero abundaremos en ello más adelante). Por ahora, resumamos... Tu sistema inmunitario se compone de dos reinos principales: la inmunidad innata y la adaptativa. Tu sistema inmunitario innato está listo para luchar después del nacimiento, y puede distinguir si un enemigo no es el yo , sino algún otro . Se ocupa del combate sucio cuerpo a cuerpo, pero también determina a qué categoría general pertenecen tus enemigos y su grado de peligrosidad. Y, por último, tiene el poder de activar tu segunda línea de defensa: tu sistema inmunitario adaptativo, que necesita algunos años para prepararse y poder ser utilizado de manera eficiente. Es específico, y puede consultar una biblioteca increíblemente grande para luchar contra todos los enemigos posibles que la naturaleza pueda lanzarle, con unas eficaces superarmas. Aunque es poderoso, uno de sus trabajos más importantes es fortalecer aún más el

sistema inmunitario innato. Entre ambos reinos hay una profunda interconexión, asombrosamente compleja. Y es en las interacciones entre estos dos sistemas donde reside parte de la magia y la belleza de tu sistema inmunitario. Para explorar los diferentes reinos con la atención que merecen en esta primera parte, el resto del libro está organizado en tres partes principales más. En la segunda parte experimentaremos una invasión bacteriana a través de tu piel; en la tercera seremos testigos de un ataque vírico por sorpresa y furtivo a tu mucosa; y en la cuarta veremos cómo se conecta todo esto y hablaremos de dolencias y trastornos concretos, desde las enfermedades autoinmunitarias hasta el cáncer. Veamos ahora qué sucede si tus fronteras son traspasadas.

Segunda parte Daños catastróficos

5 Conoce a tus enemigos Para entender tus defensas, resulta de vital importancia entender quién te está atacando. Como dijimos antes, para la mayoría de los seres vivos no eres una persona, sino un paisaje cubierto de bosques, pantanos y océanos llenos de ricos recursos y mucho espacio para formar una familia y establecerse. Eres un planeta, un hogar. La mayoría de los microorganismos que entran de forma accidental en tu cuerpo son despachados con bastante rapidez, ya que simplemente no están preparados para las duras medidas defensivas del cuerpo. De modo que la mayoría de los seres vivos que te rodean son sólo un ligero incordio para tu sistema inmunitario. Tus verdaderos enemigos son un grupo de élite que ha encontrado formas más eficaces de vencer tus defensas. Algunos incluso se han especializado en la caza de seres humanos, o te utilizan como parte esencial de su ciclo vital. Entre estos enemigos está, por ejemplo, los virus del sarampión, que han decidido ser superincordiosos para nosotros, o la Mycobacterium tuberculosis , que pudo haber coevolucionado con nosotros hace 70.000 años y todavía mata a unos dos millones de personas cada año. Otros, como el nuevo coronavirus que provoca la COVID-19, se topan con nosotros por accidente y no se pueden creer la suerte que tienen.

En el mundo moderno de hoy, cuando pensamos en las cosas que nos hacen enfermar, hablamos principalmente de bacterias y virus. Sin embargo, en los países en desarrollo, los protozoos —«animales» unicelulares que causan enfermedades como la malaria, la cual mata a hasta medio millón de personas al año— siguen siendo un grave problema. Cualquier tipo de invasor que pueda poner en apuros tu sistema inmunitario se llama patógeno , cuyo significado literal es «el que produce sufrimiento». Así, todo microorganismo que provoque una enfermedad es un patógeno, al margen de su especie o su tamaño. Y casi todo puede convertirse en un patógeno en las circunstancias adecuadas. Por ejemplo, quizá una vieja bacteria común que viva en tu piel no te suponga ninguna molestia, pero puede convertirse en un patógeno si recibes quimioterapia y estás inmunodeprimido, lo cual facilita la invasión. De modo que siempre que leas patógeno , recuerda que significa «algo que te hace enfermar». Tu sistema inmunitario es «consciente» de que existen tipos muy distintos de patógenos que requieren reacciones muy distintas para deshacerse de ellos. En consecuencia, ha desarrollado muchos sistemas de armas y respuestas diferentes contra cualquier tipo de invasor. Hablar de todos ellos a la vez sería abrumador, y haría que el ya de por sí complejo sistema inmunitario fuese aún más difícil de entender. Por tanto, en aras de la simplicidad, explicaremos tus intrincados mecanismos de defensa con la ayuda de tus enemigos. Uno a uno, y uno tras otro. Más adelante conocerás algunas enfermedades específicas y cómo te amargan la vida, y, por último, veremos los peligros internos, como el cáncer, las alergias y las enfermedades autoinmunitarias. En esta segunda parte del libro trataremos unos de los microorganismos conocidos con los que tiene que lidiar tu sistema inmunitario: las bacterias . Las bacterias figuran entre los seres vivos más antiguos de este planeta, y llevan de fiesta miles de millones de años. Son las cosas más pequeñas que podemos considerar vivas, para no provocarnos quebraderos de cabeza. Si,

como imaginábamos antes, una célula fuese tan grande como un ser humano, la bacteria promedio tendría el tamaño de un conejito. Al igual que las propias células, las bacterias son robots proteínicos unicelulares con una amplia variedad de formas y tamaños, y están guiados por la química y su código genético. Un error habitual es considerarlas primitivas sólo porque son más pequeñas y menos complejas que las células. Sin embargo, las bacterias llevan evolucionando mucho tiempo, y son todo lo complejas que necesitan ser. ¡Y les va superbién en la Tierra! Las bacterias son unas maestras de la supervivencia y se pueden encontrar en prácticamente todos los lugares donde haya nutrientes. Y, cuando no los hay, a veces empiezan a producírselos ellas buscando formas de «comer» radiación u otras cosas antes indigeribles. El suelo que pisas y la superficie de tu escritorio están repletos de bacterias, y también flotan en el aire. Están en la página del libro que estás leyendo ahora mismo. Algunas colonizan los ambientes más hostiles, como las chimeneas hidrotermales, a miles de kilómetros bajo la superficie del océano, mientras que otras toman posesión de lugares más agradables, como tus párpados. Ha habido cierta controversia en torno al tamaño de la biomasa combinada de todas las bacterias presentes en la Tierra, pero, según la estimación más conservadora, es al menos diez veces mayor que la de todos los animales juntos. En un gramo de tierra, hay hasta cincuenta millones de bacterias a su aire. En un gramo de placa dental, hacen su vida más bacterias que seres humanos en el planeta Tierra en este momento (si necesitas una historia motivadora para explicarles a tus hijos por qué deben cepillarse los dientes, y también para provocarles pesadillas, ahí la tienes). En un ambiente agradable, una sola bacteria puede reproducirse cada veinte o treinta minutos, dividiéndose en dos. Por tanto, al cabo de cuatro horas de divisiones, habrá ocho mil; a las pocas horas, millones, y unos días después, suficientes bacterias para llenar la totalidad de los océanos del mundo. Afortunadamente, estas cuentas no se materializan del todo, porque

no hay tanto espacio ni tantos nutrientes. Y no todas las especies de bacterias pueden reproducirse con tanta rapidez, pero esto es lo que, técnicamente, sería posible.

La cuestión es que su ciclo reproductivo, potencialmente superrápido, es un gran problema para tu sistema inmunitario. Como son omnipresentes en este planeta, estás, sin ninguna duda, cubierto por completo de bacterias en todo momento, y no tienes siquiera la menor posibilidad de deshacerte de ellas. De modo que el cuerpo tuvo que adaptarse a esta realidad vital, y aprovecharla al máximo. La vida sin bacterias es imposible. De hecho, la mayoría de las bacterias no sólo son inofensivas para nosotros, sino que nuestros antepasados hicieron un buen trato con ellas, que es incluso beneficioso para nosotros. Billones de bacterias se comportan como vecinos amables y cómplices, y te ayudan a sobrevivir al mantener alejadas a las bacterias hostiles y descomponer por ti ciertas partes de los alimentos. A cambio, tienen un lugar al que llamar hogar, y también comida gratis. Pero no son estas bacterias las que nos interesan en este libro. Hay muchas bacterias patógenas no amistosas que intentan invadir tu cuerpo y hacerte enfermar. Provocan una amplia y aterradora variedad de enfermedades, desde la diarrea y toda clase de malestares intestinales hasta la tuberculosis y la neumonía, y también cosas tan siniestras como la peste negra, la lepra o la sífilis. Si tienen la oportunidad, también aprovechan cualquier ocasión para infectar tu carne cuando te lastimas y tu interior entra en contacto con el entorno, donde son omnipresentes. Antes de la aparición de los antibióticos, las heridas más leves podían causar una enfermedad grave o la muerte. 1

Incluso hoy, con todas las maravillas de la medicina moderna, las infecciones bacterianas son responsables de una buena parte de las muertes cada año. En otras palabras, son el punto de partida perfecto para conocer tu sistema inmunitario. Veamos qué sucede cuando unas pocas bacterias logran entrar en tu cuerpo. No obstante, para llegar allí, antes deben superar una fuerte barrera: el reino desértico de la piel.

6 El reino desértico de la piel La piel es la envoltura de tu interior, y cubre casi todas las partes que percibes como tu exterior. Su contacto con el mundo es más directo que el de cualquier otra parte de tu cuerpo. Por tanto, es fundamental que la piel sea un muro fronterizo especialmente eficaz para protegerte contra toda clase de microbios que intenten entrar. No sólo eso, sino que en el mero proceso de vivir se estropea y se hiere una y otra vez, y necesita regenerarse constantemente. Por suerte, el reino desértico de la piel es muy eficaz para todo eso. El reino utiliza una serie de estrategias ingeniosas casi imposibles de superar para un intruso. La primera es que muere constantemente. Intenta imaginar tu piel, pero no como una pared, sino más bien como una cinta transportadora de la muerte. Para entender esto, necesitamos sumergirnos hasta el fondo, al lugar donde se crea y se produce la piel. La vida de las células cutáneas comienza más o menos a un milímetro de profundidad. Aquí se ubica una especie de complejo industrial de la piel. Ahí, en la capa basal, las células madre no hacen otra cosa que multiplicarse tranquilamente. Se clonan a sí mismas noche y día, y producen nuevas células que emprenden un viaje desde el interior hasta el exterior. Las células que nacen aquí son especiales, porque tienen un arduo trabajo. Para ser duras —en sentido literal, no sólo figurado—, las células cutáneas producen mucha queratina, una proteína muy resistente que forma la parte

dura de la piel, las uñas y el pelo. Por tanto, las células cutáneas son unos tipos duros llenos de un material especial que hace que sea difícil destruirlos. En cuanto nacen, deben irse de casa. Las células madre de la piel producen constantemente células cutáneas, y cada nueva generación empuja a las antiguas hacia arriba. Cuanto más se acercan a la superficie, más necesitan prepararse para ser defensoras vivas. Así, a medida que las células cutáneas maduran, desarrollan unas largas espículas y se entrelazan con las demás células que las rodean para formar una densa pared infranqueable. Después, las células cutáneas empiezan a fabricar cuerpos lamelares, unas minúsculas bolsas que liberan grasa para crear una capa impermeable que cubre las células y el poco espacio que queda entre ellas. Esta capa hace tres cosas: sirve como frontera física adicional, muy difícil de atravesar; facilita la eliminación de las células cutáneas muertas más adelante, y está llena de antibióticos naturales llamados «defensinas», que pueden matar enemigos por sí mismas. La piel pasa de ser una célula recién nacida a ser una defensora entrenada por expertos durante su épica travesía a lo largo de un solo milímetro. 1 A medida que las células cutáneas son empujadas hacia la superficie, se preparan para su último trabajo: morir. Se aplanan y se agrandan, y empiezan a pegarse aún más hasta que se fusionan en grupos inseparables. Después vierten su agua y se matan. Que haya células que se suiciden no es nada extraño en el cuerpo; cada segundo, al menos un millón de células llevan a cabo alguna forma de suicidio controlado. Y, por lo general, cuando las células se matan, lo hacen de un modo que facilita la limpieza de sus cadáveres. En el caso de las células cutáneas, sus cuerpos muertos son muy útiles. Incluso se podría decir que su objetivo vital es morir en el lugar correcto y convertirse en unos pulcros cadáveres. La pared de cadáveres fusionados es empujada sin cesar hacia arriba. Hasta cincuenta capas de células muertas, fusionadas

unas encima de otras, forman la parte muerta de la piel que debe cubrir todo el cuerpo. Cuando te miras en el espejo, lo que estás viendo en realidad es una película muy fina de muerte que cubre tus partes vivas. A medida que esta capa muerta de la piel se daña y se deteriora por el mero proceso de vivir tu vida, es eliminada constantemente y reemplazada por células nuevas que van ascendiendo desde las células madres, mucho más abajo. Según la edad que tengas, tu piel tarda entre treinta y cuarenta y cinco días en renovarse por completo. Cada segundo, pierdes alrededor de 40.000 células muertas de la piel. De modo que tu muro fronterizo exterior se produce, emerge y se desecha sin cesar. Piensa en lo ingeniosa y sorprendente que es esta defensa. Los muros del reino fronterizo de la piel no sólo son constantemente reemplazados y reparados: a medida que emergen, se cubren con una capa grasa de antibióticos pasivos y naturales. Y aunque los enemigos encuentren un lugar para formar su hogar y empiecen a comerse las células cutáneas muertas, éstas son eliminadas sin cesar del cuerpo, lo que hace que sea mucho más difícil afianzarse en la piel. 2

Cuando hace calor, los seres humanos sudamos mucho, lo cual nos enfría, además de hacer que se transporte mucha sal a la superficie. La mayor parte de la sal se reabsorbe, pero una parte permanece, lo que en general convierte tu piel en un lugar bastante salado, cosa que no gusta a muchos microbios. Por si esto no fuese suficiente, el sudor contiene aún más antibióticos naturales que pueden matar pasivamente a los microbios. Por tanto, tu piel hace todo lo posible para ser un lugar verdaderamente infernal. Desde la perspectiva de una bacteria, es un desierto seco y salobre, lleno de géiseres que escupen fluidos tóxicos y ahuyentan a los enemigos. Pero eso no es todo... Otra de las grandes defensas pasivas de la piel es que está cubierta por una película muy fina de ácido, adecuadamente llamada «manto ácido», que es una mezcla de sudor y otras sustancias secretadas por glándulas subcutáneas. No es tan ácido como para poder dañarte; sólo significa que el pH de la piel es ligeramente bajo y, por tanto, un poco ácido, cosa que tampoco gusta a muchos microorganismos. Imagina que tu cama estuviese rociada con ácido para baterías. Probablemente sobrevivirías durante la noche, pero sufrirías abrasiones, y no te gustaría nada verte en esa situación, que es justo como se sienten las bacterias. 3 , 4 El manto ácido tiene otro gran efecto pasivo, principalmente dirigido a las bacterias: el interior y el exterior del cuerpo tienen diferentes niveles de pH. Entonces, si una bacteria se adapta al entorno ácido de la piel, y después tiene la oportunidad de ingresar en el flujo sanguíneo, por ejemplo, a través de una herida, le surgirá un problema: la sangre tiene un pH más alto. De modo que la bacteria se encuentra de pronto en un entorno al que no está adaptada y dispone de muy poco tiempo para hacerlo, lo cual es bastante difícil para algunas especies. Bien, entonces la piel es como un desierto cubierto de ácido, sal y defensinas, y el terreno es un cementerio de células muertas que son constantemente eliminadas junto con todo lo demás que haya tenido la

desgracia de posarse en él. Al descubrir todo esto, uno podría pensar que es imposible que los microbios vivan en la piel, pero nada más lejos de la verdad. En el universo infinito del micromundo no existen los espacios deshabitados. Todo son inmuebles gratuitos, por muy hostiles que sean. Sin embargo, el cuerpo encontró una manera de aprovechar esto y hacer sus defensas aún más estrictas. Aparte de los intestinos —básicamente compuestos y regidos por bacterias que el cuerpo ha invitado a entrar—, la piel es el segundo lugar con la mayor población de invitados que no son tú , pero que son muy bienvenidos. La piel de una persona sana contiene hasta cuarenta especies de bacterias, ya que las diferentes partes de la piel son entornos radicalmente distintos, con sus propios climas y temperaturas específicos. Las axilas, las manos, la cara y las nalgas son lugares bastante distintos, y albergan a diferentes invitados. En general, un centímetro cuadrado de la piel está poblado por alrededor de un millón de bacterias. En tu exterior habitan en este momento unos diez mil millones de bacterias. Y, aunque quizá no te guste pensarlo, las necesitas. Puedes imaginarte estas bacterias como una especie de horda de bárbaros a las puertas. Tu cuerpo ha construido un enorme muro fronterizo y ha invitado a las tribus bárbaras a establecerse delante de él. Pueden vivir de la tierra y disfrutar de recursos y espacios gratuitos si respetan la frontera. Mientras se mantenga el equilibrio, el reino fronterizo y las tribus no sólo vivirán en armonía, sino incluso en simbiosis. Sin embargo, si los bárbaros intentan entrar —quizá porque una herida ha abierto una grieta en la frontera—, los soldados del sistema inmunitario los atacarán y matarán sin piedad. Entonces, ¿qué hacen estos miles de millones de células bacterianas bárbaras por ti? Lo más importante que hacen es, simplemente, ocupar espacio. Es mucho más difícil okupar una casa si ya hay gente viviendo en ella. El microbioma de la piel está bastante contento con su entorno, y no tiene la intención de compartirlo con extraños. De modo que no sólo

consumen los recursos disponibles y ocupan físicamente el espacio, sino que se comunican, se rigen e interactúan directamente con el reino fronterizo y las células inmunitarias que viven al otro lado. Por ejemplo, algunos de los guardianes bacterianos pueden producir sustancias que dañan a los huéspedes no deseados. Si vamos aún más lejos, incluso pueden decirles a las células inmunitarias subcutáneas qué sustancias nocivas deben producir y en qué cantidades. Una vez que llegas a la edad adulta, la composición de los microbios de tu piel permanecerá relativamente estable durante el resto de tu vida, lo que significa que, en efecto, para las tribus bárbaras y el cuerpo existe un beneficio común en encontrar un equilibrio y vivir en paz. Es un acuerdo que todo el mundo quiere mantener. Los científicos no saben con certeza cómo se alcanza este acuerdo, cómo decide el sistema inmunitario a quién se le permite establecerse y cómo le informan las bacterias de sus intenciones. Pero sabemos que esta relación existe, y que es muy importante. A pesar de todas estas impresionantes defensas, el reino puede ser quebrantado. Las células cutáneas pueden ser duras, pero el mundo lo es más. Y siempre hay bacterias dispuestas a aprovechar la oportunidad, si la tienen. Seamos testigos por primera vez del sistema inmunitario en acción de verdad. Antes de sumergirnos en una historia, una breve nota: la forma en que describiremos una infección y la respuesta del sistema inmunitario es un ejemplo idealizado. En él, las cosas suceden en una secuencia clara, en niveles incrementales, cada uno desencadenado por el anterior. Así que sólo ten en cuenta que la realidad es más compleja. Estamos simplificando al evitar mencionar demasiados detalles, y así organizamos las cosas de forma amena y sencilla. Bien, aclarado esto, ¡destruyamos tu piel y retemos a tu sistema inmunitario!

7 El corte Los pequeños actos pueden tener grandes consecuencias. Los simples errores pueden conducir a unos resultados catastróficos. Un ligero incordio en la escala del gigante humano supone una emergencia en toda regla en la escala de las células. Imagina que estás paseando por el bosque un agradable día veraniego. Hace calor y hay humedad, y decidiste ponerte unos zapatos finos y modernos, en vez de tus botas de campo, porque es un bosque, no la selva, ¡y porque eres adulto y capaz de tomar tus propias decisiones! Estás subiendo una colina cuando, de pronto, sientes un dolor agudo. Miras hacia abajo y ves que has pisado una tabla podrida que alguna vez estuvo clavada a un árbol, pero que luego decidió convertirse en una trampa mortal. Un clavo largo y oxidado te ha atravesado la suela del zapato. Lo sacas, sueltas algunos improperios y te quejas un montón sobre el mundo en general y sobre tu aciaga suerte en particular. Nadie se lo habría esperado. Aunque no duele demasiado. Te quitas el zapato y el calcetín para echarle un vistazo, y no es nada terriblemente grave, sólo sangras un poco. Así que sigues andando y murmurando. Mientras, tus células han tenido una experiencia bastante diferente. Cuando el clavo atravesó tu zapato, su punta entró en el dedo gordo de tu pie. Te rasgó la piel como lo hace una pieza puntiaguda de metal. Para tus

células, era un día normal y corriente hasta que, de pronto, su mundo explotó. Desde su perspectiva, un gran asteroide de metal acaba de abrir un agujero en su mundo. Y lo que es mucho peor: estaba cubierto de tierra, polvo y cientos de miles de bacterias que, de repente, se encontraron al otro lado del muro de tu piel, en otras circunstancias impenetrable. Esto se ha convertido ahora en una auténtica emergencia. De inmediato, las bacterias se esparcen por las cálidas cavernas entre las células indefensas, listas para consumir nutrientes y explorar un poco. ¡Esto es mucho mejor que el suelo! Hay comida y agua, es cálido y cómodo, y alrededor sólo hay víctimas, que parecen niños indefensos. Las bacterias no tienen ninguna intención de irse jamás. Y las bacterias del suelo no son los únicos visitantes no deseados. Miles de bacterias que estaban a sus cosas en la superficie de tu piel y en tus calcetines húmedos también deciden ahora echar una ojeada a este paraíso que acaba de surgir de la nada. ¡Es un maravilloso día de suerte! Tu cuerpo discrepa educadamente de esa opinión. Cientos de miles de células civiles han muerto, destrozadas por el extraño y repentino objeto que se estrelló contra el cielo. Otras están heridas y afectadas. Y, como ocurre en las catástrofes en la escala humana, los civiles están gritando de terror, enviando mensajes de alarma a todos los que están preparados para recibirlos. Estos mensajes de pánico, las entrañas de las células muertas y el hedor de miles de bacterias son transportados al tejido circundante, lo que genera una alerta urgente. Tu sistema inmunitario innato reacciona al instante. Las células centinela son las primeras en aparecer: estaban patrullando tranquilamente las inmediaciones cuando se produjo el impacto, y se dirigen raudas a la zona cero, atraídas por los gritos y los escombros en el lugar del accidente. Estas células se llaman macrófagos , y son las mayores células inmunitarias que puede aportar tu cuerpo. Físicamente, los macrófagos son bastante impresionantes. Si una célula normal fuese del tamaño de un ser humano,

un macrófago sería tan grande como un rinoceronte negro. Y, al igual que con los rinocerontes negros, es mejor no meterse en problemas con ellos. Su finalidad es devorar células muertas y enemigos vivos, coordinar defensas y ayudar a curar heridas. Son unos trabajos muy demandados, porque en este momento hay ciertas bacterias que proliferan enseguida y que deben ser contenidas antes de que puedan constituir una presencia real. El caos provoca a los macrófagos una furia que nunca habían experimentado. En cuestión de segundos, se enfrentan a las bacterias en una batalla campal y las embisten con violencia; imagínate a un rinoceronte salvaje intentando pisotear y matar a unos aterrorizados conejitos. Pero los conejitos, como es obvio, prefieren no morir aplastados, y por eso tratan de huir de las garras de esta poderosa célula. Pero su plan de escape será inútil, ya que los macrófagos pueden estirar partes de sí mismos, como los tentáculos de un pulpo, y guiarse únicamente por el olor de las bacterias espantadas. Cuando logran agarrar a una de ellas, su suerte ya está echada. La garra del macrófago es demasiado fuerte, y la resistencia resulta fútil, ya que atrae a las desafortunadas bacterias y se las traga enteras para digerirlas vivas. Sin embargo, a pesar de la cruel eficiencia y el enérgico esfuerzo, la herida, el daño y la superficie expuesta son demasiado grandes. A medida que los macrófagos devoran a un enemigo tras otro, se dan cuenta de que, en el mejor de los casos, pueden ralentizar esta invasión, pero no detenerla. Así que empiezan a pedir ayuda, a enviar señales de alarma urgentes y a preparar el campo de batalla para los refuerzos, que llegarán en breve. Por suerte para los macrófagos, los refuerzos ya estaban de camino. En la sangre, miles de neutrófilos han oído los gritos de ayuda y han olido las señales de la muerte, y se han puesto en marcha. En el lugar de la infección, abandonan el turbulento océano de sangre y entran en el campo de batalla. Como los macrófagos, los neutrófilos se activaron por medio de los

mensajes de terror y alarma, que convirtieron a estos tipos bastante tranquilos en unos frenéticos y maniacos asesinos.

De inmediato empiezan a cazar y a devorar bacterias enteras, pero se preocupan mucho menos por el entorno. Los neutrófilos tienen un temporizador muy estricto: sólo disponen de unas horas antes de morir de agotamiento, ya que sus armas no se regeneran. Así que aprovechan la situación al máximo y las usan libremente, no sólo matando enemigos, sino también causando daños al tejido que supuestamente deben proteger. Pero ese daño colateral no les preocupa, ni ahora ni nunca, ya que el peligro de que las bacterias se extiendan por el cuerpo es demasiado grave como para tener en cuenta a los civiles. No sólo luchan, sino que también se sacrifican a sí mismos: algunos explotan, y al hacerlo liberan unas anchas y tóxicas redes a su alrededor. Estas redes llevan unas peligrosas sustancias químicas que sellan el campo de batalla, atrapan y matan bacterias, y dificultan que se escondan. De vuelta en el mundo de los seres humanos, te sientas de nuevo para echar un segundo vistazo a la herida, que ya está cubierta por una película muy fina de costra. Ahora, la herida está cerrada superficialmente, ya que millones de células sanguíneas especializadas inundaron el campo de batalla: son las plaquetas, glóbulos que actúan como un servicio de urgencias para cerrar heridas. Producen una especie de red grande y pegajosa que las agrupa a ellas y a unos desafortunados glóbulos rojos y crea una barrera de emergencia con el mundo exterior, para detener rápidamente la pérdida de sangre y evitar la entrada de más intrusos. Esto permite a las células cutáneas nuevas empezar a cerrar poco a poco el enorme agujero del mundo. 1 En general, el dedo del pie se ha hinchado ligeramente, está caliente y duele un poco. Es una molestia, sin duda, pero no tiene demasiada importancia, piensas, mientras maldices tu descuido y te dispones a reanudar tu caminata con una leve cojera; o eso es lo que tú crees. Lo que experimentas como una ligera hinchazón es una reacción intencionada de tu

sistema inmunitario. Las células que están luchando en el lugar de la infección han iniciado un proceso de defensa crucial: la inflamación . Esto significa que ha dado la orden a tus vasos sanguíneos de que se dilaten y dejen que un líquido caliente mane hacia el campo de batalla, como una presa que se abre hacia un valle. Esto sirve para varias cosas, y una de ellas es para estimular y exprimir las células nerviosas, que, profundamente descontentas con su situación, envían señales de dolor al cerebro, lo cual hace que el ser humano se dé cuenta de que algo va mal y de que se ha producido una lesión. Aun así, esto no sirve de mucho frente a los cientos de miles de enemigos que se han abierto paso, pero, por suerte, el aluvión de líquido causado por la inflamación transporta a un asesino silencioso al campo de batalla. Muchas bacterias se quedan aturdidas o empiezan a temblar cuando aparecen misteriosamente decenas de pequeñas heridas en su superficie por las que supuran sus entrañas, lo cual es bastante grave y las mata. Conoceremos más a fondo a este asesino silencioso más adelante. A medida que se encarniza la batalla, mueren cada vez más bacterias, y también los primeros soldados inmunitarios. Lo han dado todo, y ahora sólo quieren dormir. Siguen entrando millones de células soldado, aplastando tantas cabezas como puedan antes de morir. Aquí llegamos a una encrucijada. La batalla puede tener varios resultados. En la mayoría de los casos, si las cosas van bien, éste será más o menos el alcance de los daños: todas las bacterias mueren, y el sistema inmunitario ayuda a las células civiles a sanar. Al final, resulta ser una herida pequeña, de esas que te haces todo el tiempo y en las que nunca piensas. Pero, en esta historia, las cosas no salen tan bien. Entre los intrusos hay un patógeno. Una bacteria del suelo capaz de hacer frente a la respuesta inmunitaria y multiplicarse rápidamente. Las bacterias son seres vivos y pueden reaccionar a los problemas, y así lo hacen, activando mecanismos de defensa que las vuelven más difíciles de matar o más resistentes a las

armas del sistema inmunitario. Lo mejor que puede hacer el sistema inmunitario innato es mantenerlas bajo control. De modo que otra célula inmunitaria toma ahora una decisión importante. Ha estado actuando en silencio, en segundo plano, vigilando el transcurso de los acontecimientos en el campo de batalla. Ahora, al cabo de unas horas de que se haya producido la catástrofe y de que comenzara la infección, ha llegado por fin su momento para lucirse. La célula dendrítica , el poderoso mensajero y oficial de los servicios de inteligencia del sistema inmunitario innato, no se limitó a observar el desarrollo de la catástrofe. Las células dendríticas están ubicadas en todos los lugares donde el reino fronterizo pueda ser penetrado. Conmovidas por el caos y el pánico, empezaron a recolectar urgentemente muestras del campo de batalla. De manera similar a los macrófagos, las células dendríticas tienen unos largos tentáculos para atrapar a los invasores y despedazarlos. Pero su objetivo no era devorarlos; no, prepararon muestras de los intrusos muertos para presentar sus hallazgos a los centros de inteligencia del sistema inmunitario. Al cabo de unas horas de recoger las muestras, las células dendríticas se ponen en marcha, y dejan atrás el campo de batalla para recabar la ayuda del sistema inmunitario adaptativo. La célula dendrítica tarda más o menos un día en llegar a su destino, y cuando encuentre lo que está buscando —o a quien está buscando, mejor dicho—, una bestia despertará de su sueño y se desatará el infierno. Hagamos aquí una pausa y valoremos lo preparado que estaba tu cuerpo para esta emergencia. Los cortes, magulladuras y pinchazos con objetos puntiagudos y oxidados no deben preocuparnos demasiado. Son cosas de la vida, que duelen de vez en cuando, y casi nunca van más allá de una leve molestia. Si la infección no se puede detener, un tratamiento a base de antibióticos suele funcionar, pero durante la mayor parte de la historia humana no se disponía de medicamentos tan eficaces, y una pequeña lesión podía ser mortal.

Por tanto, el cuerpo tuvo que desarrollar formas de sofocar enérgica y rápidamente la inevitable invasión que se produce cuando el reino fronterizo sufre daños. Y qué bueno es el sistema inmunitario innato para eso... Sólo hemos conocido un poco a las células que constituyen tu primera línea de defensa —los macrófagos, los neutrófilos y las células dendríticas —, ¡pero en realidad pueden hacer muchas más cosas! ¿Y qué hay de la misteriosa fuerza invisible que mató y aturdió a los invasores, pero que no hemos nombrado ni descrito?

8 Los soldados del sistema inmunitario innato: los macrófagos y los neutrófilos Como acabamos de poder presenciar, los macrófagos y los neutrófilos son los encargados de infligir daños por parte del sistema inmunitario. Juntos, forman una clase especial de células llamadas «fagocitos». No es el peor nombre de la inmunología, la verdad, ya que significa «célula que come». ¡Y vaya si comen! El término macrófago significa «gran comedor», un término muy adecuado. Como las células no tienen unas bocas chiquititas, comer, en este nivel, ha de significar otra cosa. Imagínate que no tienes boca y quieres comer como un fagocito. Sería más o menos así: coges un bocadillo y lo sostienes contra tu piel. No importa dónde: cualquier parte del cuerpo servirá. Tu piel se pliega sobre sí misma y empuja el bocadillo hacia su interior, y lo atrapa en una bolsa de piel que ahora flota hacia tu estómago y se fusiona con él, dejando caer el bocadillo en tu ácido estomacal. Esto resulta inquietante en el mundo humano, pero es muy práctico en el mundo celular. El proceso es bastante fascinante. Cuando un fagocito, como un macrófago, quiere tragarse a un enemigo, se acerca hacia él y lo agarra con fuerza. Una vez que se ha aferrado bien a él, tira de su víctima, pliega una parte de su membrana sobre sí misma y la envuelve, atrapándola en una miniprisión que ahora está dentro del macrófago. En cierto modo, una parte

exterior del macrófago se convierte en una especie de bolsa de basura bien cerrada que se tira al interior. El macrófago posee una gran cantidad de compartimentos llenos de una sustancia, equivalente al ácido estomacal, que disuelve las cosas. Estos compartimentos se fusionan después con la miniprisión y vierten su contenido letal sobre la víctima, descomponiéndola en aminoácidos, azúcares y grasas que no sólo son inofensivos, sino incluso útiles. Algunos de estos componentes se convierten en alimento para el propio macrófago, y otros son escupidos para que otras células también tengan comida. No hay nada que la vida odie más que desperdiciar recursos. Este proceso es de suma importancia, porque es la principal forma que tiene el cuerpo de deshacerse de ejércitos enteros de invasores y de su basura. De hecho, una de las funciones más importantes de los macrófagos es comer y tragar cosas que el cuerpo no quiere, con batalla o sin ella. Curiosamente, lo que comen sobre todo los macrófagos es, en realidad, partes de ti. La mayoría de las células del cuerpo tienen un tiempo de vida limitado, para evitar que fallen y se conviertan en algo malo, como el cáncer, por ejemplo. De modo que, en cada segundo de tu vida, alrededor de un millón de células mueren por suicido celular programado o controlado, llamado «apoptosis» (este proceso aparecerá varias veces en el libro, porque es muy importante). Cuando las células deciden que ha llegado su hora, emiten una señal especial para que todas las demás sepan que ya están acabadas. Después se autodestruyen a través de la apoptosis, lo que significa que se dividen en un montón de paquetitos limpios de basura celular. Los macrófagos, atraídos por las señales, recogen los fragmentos de las antiguas células y los reciclan.

Los macrófagos son, probablemente, un invento muy antiguo del sistema inmunitario, tal vez incluso del primer tipo de célula exclusivamente defensiva, ya que casi todos los animales pluricelulares poseen alguna forma de célula similar a los macrófagos. En cierto sentido, son parecidos a los organismos unicelulares. Su principal trabajo es la patrulla de fronteras y la gestión de residuos, pero también ayudan a la coordinación con otras células, preparan el campo de batalla al provocar la inflamación y contribuyen a curar las heridas después de una lesión. Como beneficio añadido —que ellos no han pedido—, si tienes un tatuaje, es probable que buena parte de la tinta esté almacenada en tus macrófagos. 1 Los macrófagos viven hasta varios meses. Miles de millones de ellos cuelgan justo por debajo de la piel, patrullando las superficies de cosas como los pulmones y el tejido que rodea los intestinos. Miles de millones más pasan el rato por todo el cuerpo. En el hígado y el bazo, capturan las células sanguíneas viejas y se las comen enteras para reciclar el valioso hierro que contienen. En el cerebro, constituyen alrededor del 15 por ciento de todas las células, y son supertranquilas, por lo que no dañan accidentalmente las irreemplazables células nerviosas que necesitas para cosas importantes, como pensar en películas o respirar. La vida de los macrófagos no es muy emocionante. Se mueven por la zona de la que son responsables, dando tumbos por ahí, recogiendo basura y células muertas. Sin embargo, si se enfadan, se convierten en unos aterradores luchadores. Un macrófago enfadado y activado puede tragarse hasta cien bacterias antes de morir de agotamiento. Durante algún tiempo, se supuso que sólo eran eso —una especie de conserjes agresivos—, pero resultó que los macrófagos, en realidad, desempeñan muchas funciones e interactúan con numerosas células distintas para realizar diversos trabajos. Por tanto, sería mejor considerar a los macrófagos como una especie de capitán local del sistema inmunitario innato: en la batalla, les dicen a otras células qué hacer, y se les informa de si sigue siendo necesario luchar.

Por último, cuando han tratado la infección, los macrófagos pueden ralentizar e incluso desactivar la reacción inmunitaria en el lugar de la batalla, para evitar daños mayores. Para ti, no es bueno que haya una reacción inmunitaria continua, porque, por lo general, las células inmunitarias someten al cuerpo a mucha presión y desperdician energía y recursos. Entonces, cuando cesa el combate, algunos macrófagos convierten el campo de batalla en una zona en obras no hostil, y empiezan a comerse, literalmente, a los soldados restantes. Después, liberan unas sustancias químicas que ayudan a las células civiles a regenerarse y reconstruir las estructuras dañadas, como los vasos sanguíneos, para que las heridas se curen más rápido. Una vez más: el sistema inmunitario odia desperdiciar cualquier cosa. El neutrófilo es un tipo un poco más simple. Su razón de ser es luchar y morir por el colectivo. Es el loco guerrero espartano suicida del sistema inmunitario. O, si prefieres seguir con el reino animal, es un chimpancé que ha consumido coca, con muy mal genio y con una ametralladora. Es una especie de sistema armamentístico multiusos, diseñado para enfrentarse con rapidez a los enemigos más comunes con que se encuentra el cuerpo, en especial con las bacterias. Es la célula inmunitaria más abundante con creces en la sangre, y posiblemente una de las más potentes. De hecho, los neutrófilos son tan peligrosos que incorporan un interruptor de apagado. Tienen un temporizador muy estricto, y sólo viven unos pocos días cuando no son necesarios, hasta que llevan a cabo un suicidio controlado. Pero también en la batalla tienen una vida corta, y duran sólo unas horas: el riesgo de que causen estragos en la infraestructura del cuerpo es demasiado alto. Así, cada día, 100.000 millones de neutrófilos entregan sus vidas voluntariamente y se mueren. Y todos los días nacen alrededor de 100.000 millones más, preparados para luchar por ti si es necesario. 2 Sin embargo, a pesar del peligro que representan para el cuerpo, son indispensables para tu supervivencia diaria, y sin ellos tu defensa se vería

gravemente mermada. Cuando están en combate, los neutrófilos tienen dos sistemas de armas adicionales, además de comerse vivos a los enemigos. Pueden arrojarles ácido y suicidarse para crear trampas mortales. Los neutrófilos están repletos de «gránulos», que en esencia son unos paquetitos llenos con una mortífera carga. Te puedes imaginar estos gránulos como pequeños cuchillos y tijeras diseñados para sajar y lisiar a los intrusos. Así, si un neutrófilo se encuentra con un montón de bacterias en un lugar, simplemente las bañará con gránulos que desgarrarán su exterior. El problema de esta estrategia es que no es demasiado específica, y ataca a quien tenga la mala suerte de estar por medio, que, a menudo, son las propias células civiles sanas. Y ésta es una de las razones por las que el cuerpo teme a los neutrófilos. Matan de manera muy eficiente, pero pueden causar más perjuicio que beneficio si se emocionan demasiado. 3 Pero lo más asombroso que hacen los neutrófilos en la batalla es crear redes mortales de ADN, sacrificándose con ello. Para que te hagas una idea de lo que esto significa, imagínate que eres un ladrón y quieres entrar en un museo por la noche, para robar y dejar pasar a tus amigos y que se lo pasen en grande desvalijándolo. Estás haciendo un trabajito estupendo, y te escabulles de las cámaras y los sistemas de seguridad para poder entrar en las cámaras acorazadas, donde están todos los objetos de valor. «Las cosas van bien», piensas, mientras empiezas a meter cuadros en tu mochila. Sin embargo, de pronto ves que un guardia te ataca chillando, y te prepararas para pelear. Pero, en vez de pegarte, el guardia se abre el pecho, y divide sus costillas en innumerables astillas afiladas mientras saca los intestinos. Ni siquiera te ha dado tiempo a sentirte desconcertado cuando él agita sus tripas, con unas afiladas astillas óseas apuntadas hacia ti, como una especie de látigo, el más repugnante del mundo. Lloras de dolor y confusión mientras te golpea sin piedad, provocándote unas profundas heridas y un aturdimiento que te impide huir. Y después te da un puñetazo

en la cara. «Esto no ha salido como esperaba», piensas, mientras empieza a comerte vivo. Esto es lo que hacen los neutrófilos cuando crean una «trampa extracelular de neutrófilos», o TEN, para abreviar. Si los neutrófilos tienen la impresión de que se necesitan medidas drásticas, proceden a este extravagante modo de suicidio. Primero, empieza a disolverse su núcleo, que libera su ADN. A medida que éste llena la célula, se adhieren a ella innumerables proteínas y enzimas (las afiladas astillas óseas de nuestra pequeña historia). Después, el neutrófilo escupe, literalmente, todo su ADN hacia su alrededor, como una red gigante. Esta red no sólo puede atrapar a los enemigos donde estén y dañarlos, también crea una barrera física que dificulta que las bacterias o los virus escapen y se adentren más en el cuerpo. Por lo general, el valiente neutrófilo muere haciendo esto, lo cual parece obvio. A veces, a pesar de haber vomitado su ADN, estos valientes guerreros siguen luchando, arrojando ácido a los enemigos, tragándoselos enteros y esas cosas que hacen los neutrófilos antes de morir finalmente por agotamiento. Cabría preguntarse si una célula que se ha desprendido de todo su material genético sigue viva. En cualquier caso, sólo puede durar algún tiempo: sin ADN, una célula no tiene forma de mantener su maquinaria interna. Sea lo que sea esta célula —una entidad viviente, o un simple zombi que cumple sus últimas órdenes sin pensar—, sigue llevando a cabo su cometido: luchar y morir por ti, para que puedas vivir. Al margen de cuál de sus sistemas de armas utilice, el neutrófilo es uno de tus soldados más fieros, y al que los enemigos y también nuestro propio cuerpo tienen bastante miedo, y con razón. 4 Los macrófagos y los neutrófilos tienen otro trabajo importante en común con diferentes partes del sistema inmunitario, en el que abundaremos en el siguiente capítulo, porque es absolutamente fundamental para tus defensas: provocan inflamación, un proceso tan importante para tu

defensa y tu salud que debemos sin falta echar un vistazo a su funcionamiento. De modo que, antes de poder regresar al campo de batalla y al ejército que te defiende, haremos una breve excursión y aprenderemos sobre algunos mecanismos fascinantes y muy importantes que emplea tu sistema inmunitario durante un combate.

9 La inflamación: jugar con fuego Es probable que nunca hayas pensado mucho en la inflamación, ya que es algo bastante banal. Te lastimas, la herida se hincha y se enrojece un poco, menudo problema. A quién le importa. Pero, en realidad, la inflamación es de vital importancia para tu supervivencia y tu salud, ya que permite que tu sistema inmunitario trate las heridas e infecciones repentinas. La inflamación es la respuesta universal de tu sistema inmunitario a cualquier tipo de transgresión, daño o insulto. No importa si te quemas, te cortas o te haces un moratón. No importa si las bacterias o los virus infectan tu nariz, tus pulmones o tu intestino. No importa si un tumor joven mata a algunas células civiles al robar sus nutrientes, o si tienes una reacción alérgica a un alimento: reacciona con la inflamación. El daño o el peligro — percibido o real— provoca inflamación. La inflamación es la hinchazón roja y la picazón que provoca la picadura de un insecto, o el dolor de garganta cuando estás resfriado. En pocas palabras, su finalidad es restringir una infección a un área y evitar su propagación, pero también ayudar a eliminar el tejido dañado y muerto, así como servir como autovía directa para las células inmunitarias y las proteínas de ataque hacia el lugar de la infección. 1 Paradójicamente, la inflamación es también una de las cosas menos saludables que te pueden pasar si se vuelve crónica. Según la ciencia más

reciente, la inflamación crónica guarda relación con más de la mitad de las muertes cada año, ya que es una causa subyacente de una amplia variedad de enfermedades, desde distintos cánceres e infartos a la insuficiencia hepática. Sí, has leído bien: para al menos una de cada dos personas que han muerto hoy, la inflamación crónica fue la causa subyacente de la enfermedad que las ha matado. A pesar de lo agotadora que es la inflamación crónica para el cuerpo, la inflamación «normal» es indispensable para su defensa. La inflamación es un trabajo de equipo, una reacción biológica compleja del sistema inmunitario para organizar una rápida defensa contra lesiones o infecciones. En pocas palabras, la inflamación es un proceso que hace que las células de los vasos sanguíneos cambien de forma, de modo que el plasma —la parte líquida de la sangre— pueda inundar el tejido herido o infectado. Puedes imaginártelo literalmente como la apertura de unas compuertas y un tsunami, lleno de sales y todo tipo de proteínas de ataque especiales, que inunda los espacios entre las células con tanta rapidez que el tejido, que en esta escala equivale a un área metropolitana, se hincha. Dondequiera que las células sospechen que algo va mal, ordenan la inflamación como primera respuesta drástica. 2 Puedes saber si tienes inflamación por medio de cinco indicadores: enrojecimiento, calor, hinchazón, dolor y pérdida funcional. Por ejemplo, cuando pisaste el clavo en nuestra pequeña historia, el dedo herido se inundó de líquido y se hinchó, y el exceso de sangre en el tejido hizo que se enrojeciera. El dedo lesionado se calienta a medida que la sangre aporta calor corporal adicional. Este calor hace cosas útiles por ti: a la mayoría de los microorganismos no les gusta el calor, por lo que hacer que la herida esté más caliente los ralentiza y les hace la vida más estresante. Y a ti te conviene que los patógenos del cuerpo estén lo más estresados posible. En cambio, a las células civiles reparadoras les gusta mucho el aumento de la

temperatura, ya que acelera su metabolismo y permite que tu herida se cure más rápido. Luego está el dolor. Algunas de las sustancias químicas liberadas por la inflamación hacen que las terminaciones nerviosas sean más susceptibles al dolor, y, a través del proceso de hinchazón, las células nerviosas perciben la presión con receptores del dolor, lo cual las lleva a enviar señales de queja al cerebro. El dolor es una motivación muy eficaz, ya que preferimos no sentirlo. Por último, está la pérdida funcional. Esto es fácil: si te quemas la mano y la inflamación hace que se hinche y te duela, no puedes usarla correctamente. Lo mismo ocurre al pisar un clavo: tu pie no está nada contento con este suceso. Junto con el dolor, la pérdida funcional asegura que descanses y no sobrecargues ni fuerces la parte del cuerpo herida. Te obliga a darte tiempo para curarte. Y éstos son los cinco sellos distintivos de la inflamación. Como veremos una y otra vez en el libro, la inflamación exige mucho al cuerpo, ya que estresa al tejido afectado y hace que acudan células inmunitarias agitadas que provocan daños, como los neutrófilos, de modo que incorpora algunos mecanismos para humedecerla y que baje de nuevo. Por ejemplo, las señales químicas que causan la inflamación se gastan enseguida. Por tanto, las células inmunitarias deben solicitar constantemente la inflamación, o ésta se disipa por sí sola. Quizá te preguntes: pero ¿qué es exactamente lo que causa la inflamación? Bien, son varios mecanismos.

El primer modo en que se inicia la inflamación es a través de la muerte de las células. Asombrosamente, el cuerpo desarrolló una forma de reconocer si una célula ha muerto de forma natural o si tuvo una muerte violenta. El sistema inmunitario tiene que suponer que el hecho de que haya células que no mueren de forma natural significa que hay un grave peligro, así que esa muerte es una señal que provoca inflamación. Normalmente, cuando una célula ha llegado al fin de su vida, se mata a sí misma a través de la apoptosis, proceso que ya hemos visto. La apoptosis es en esencia un suicidio tranquilo que mantiene el contenido de las células limpio y ordenado. Sin embargo, cuando las células no mueren de forma natural —por ejemplo, al ser despedazadas por un clavo afilado, quemadas por una sartén caliente o envenenadas por los residuos de una infección bacteriana—, el interior de las células civiles se derrama por todas partes. Ciertas partes de las entrañas de las células, como el ADN o el ARN, desencadenan la alerta máxima, y provocan una inflamación rápida. 3 Éste también es un buen momento para presentar una célula muy especial que quizá aprendas a odiar más tarde, cuando sepamos más sobre ella; si alguna vez has tenido una reacción alérgica grave y el cuerpo se te hinchó hasta casi reventar, es probable que esta célula tuviese algo que ver: el mastocito . Los mastocitos son unas células grandes e hinchadas, llenas de pequeñas bombas con sustancias químicas sumamente potentes que provocan una enorme y rápida inflamación local (por ejemplo, la picazón que sientes cuando te pica un mosquito se debe probablemente a las sustancias químicas que liberan los mastocitos). La mayoría se encuentra debajo de la piel, y están a sus cosas, que por suerte no son muchas. Si te lastimas y el tejido se destruye y los mastocitos mueren o se agitan mucho, éstos liberan sus químicos superpotenciadores de la inflamación y aceleran el proceso. De esta manera, el tejido subcutáneo tiene un botón de emergencia para provocar la inflamación. Ésta puede ser una buena ocasión para señalar que

algunos inmunólogos creen que los mastocitos desempeñan un papel mucho más directo e importante en el sistema inmunitario, aunque esto no forma parte de la mayoría de los libros de texto. Lo genial de la ciencia es que demostrar que las ideas establecidas son incorrectas supone una victoria para todos, por lo que dentro de unos años sabremos si los mastocitos merecen más cariño. La segunda mejor manera de causar una inflamación es una decisión más activa: los macrófagos y los neutrófilos la ordenan cuando están enzarzados en una batalla. Así, mientras continúan los combates, liberan sustancias químicas que mantienen inundado el campo de batalla, listo para recibir nuevos refuerzos. Pero ésta es también una de las razones por las que es perjudicial mantener una batalla durante mucho tiempo. Por ejemplo, si tienes una infección pulmonar, como una neumonía o la COVID-19, la inflamación y el líquido convocado al tejido pulmonar pueden dificultar la respiración y producir una sensación de asfixia. Esa sensación es terriblemente precisa en este caso, ya que te estás ahogando, literalmente, en el líquido adicional, aunque procedente del interior, y no del exterior. Bien, por ahora ya tenemos bastante sobre la inflamación. Sólo por resumir: si las células mueren de forma antinatural, si rompes un mastocito debajo de la piel, o lo molestas, o si el sistema inmunitario está luchando contra los enemigos, liberan químicos que provocan inflamación. Un aluvión de fluidos y toda clase de productos químicos, que molestan a tus enemigos, atrae refuerzos y facilita su entrada al tejido infectado, todo lo cual ayuda a la defensa en un campo de batalla. Pero la inflamación afecta mucho al cuerpo y, en muchos casos, representa un peligro real para su salud.

10 Desnudas, ciegas y asustadas: ¿cómo saben las células a dónde ir? A estas alturas, seguimos ignorando otro detalle bastante importante: ¿cómo saben las células qué camino es cuál, a dónde ir y dónde se las necesita? Cuando nos imaginamos a las células como personas, y recordamos que están patrullando un área equivalente al continente europeo, una de las primeras preguntas que quizá te hagas es: ¿cómo es posible que vayan por el camino correcto?, ¿no se pierden constantemente? Además, para ponérselo un poco más difícil, las células son ciegas, lo cual es lógico, si lo piensas un momento. El proceso de ver algo requiere que las ondas de luz choquen con la superficie de un objeto, reboten y choquen con un órgano sensorial, como el ojo, donde unos cientos de millones de células especializadas las transforman en señales eléctricas que son enviadas al cerebro para que las interprete. Todo esto sería invertir demasiado en cada célula. 1 Aunque las células tuviesen ojos, en su escala, «ver» no sería muy útil, porque su mundo es pequeñísimo y, para una sola célula, las ondas de luz son enormes y poco prácticas. Si tuvieses el tamaño de una célula, las ondas de luz visibles te llegarían desde los dedos de los pies hasta el ombligo. Las bacterias son ya tan pequeñas que apenas son visibles con microscopios ópticos, y su imagen es bastante granulosa. Y los virus son aún más

pequeños, bastante más que las ondas de luz, y, por tanto, invisibles según cualquier acepción de ver , excepto con herramientas especiales, como los microscopios electrónicos. Además, la mayoría de los lugares del cuerpo son bastante oscuros. Si tu interior está bien iluminado, es que algo terrible ha sucedido. El mismo principio se aplica a la audición, que es la capacidad de detectar cambios en la presión de los gases y fluidos, así como de transformar estas diferencias en información. Es otra cosa para la que tenemos órganos especiales, y que se adapta al entorno en el que viven los seres humanos, pero no es práctica para las células. Bien, así que «ver» y «oír», en el sentido en que estamos acostumbrados los seres humanos, no es una muy buena opción en el micromundo. Entonces, ¿cómo experimentan las células su mundo? ¿Cómo lo sienten y cómo se comunican entre sí? Bueno, en cierto modo, las células se abren paso en la vida oliendo. Para ellas, la información es algo físico: las citoquinas . En pocas palabras, las citoquinas son unas proteínas minúsculas que se utilizan para transmitir información, para señalizar. Hay cientos de citoquinas diferentes, y son importantes en casi todos los procesos biológicos que se producen en tu interior, desde tu desarrollo en el útero materno hasta la degradación que experimentas al envejecer. Pero el campo donde son más relevantes e importantes es en el sistema inmunitario. Desempeñan un papel fundamental en el desarrollo de las enfermedades y en cómo pueden reaccionar las células. En cierto sentido, las citoquinas son el lenguaje de las células inmunitarias. Nos encontraremos con ellas varias veces a lo largo del libro, así que vamos a hacernos una idea de su funcionamiento. Digamos que un macrófago va flotando por ahí y se tropieza con un enemigo. Hay que hacer partícipes del descubrimiento a otras células inmunitarias compañeras, por lo que libera citoquinas que llevan o señalizan la siguiente información: «¡Peligro! ¡Enemigo en los alrededores! ¡Venid a ayudar!». Estas citoquinas se van flotando después, transportadas por el mero movimiento aleatorio de las partículas en los fluidos corporales. En

otro lugar, otra célula inmunitaria —tal vez un neutrófilo— huele estas citoquinas y «recibe» la información. Cuantas más citoquinas recoge, más fuerte es su reacción a ellas. Entonces, cuando el clavo oxidado penetró tu piel y causó incalculables muertes y destrucción, miles de células gritaron al unísono y liberaron una altísima cantidad de citoquinas de alarma, lo cual se traduce en la información de que ha ocurrido algo terrible y necesitan ayuda urgente, alertando así a miles de células para que actúen. Pero esto no es todo: el olor de las citoquinas también sirve como sistema de navegación. 2 Cuanto más cerca del origen del olor esté una célula, más citoquinas recogerá. Al medir la concentración de citoquinas en los alrededores, se puede ubicar con precisión de dónde proviene el mensaje y, después, avanzar en esa dirección. Se trata más o menos de «oler» dónde el olor es más intenso, lo cual conduce al lugar de la batalla. Para ello, las células inmunitarias no tienen una sola nariz, sino millares de ellas, en todo el cuerpo, que abarcan las membranas en todas las direcciones.

¿Por qué tantas? Por dos razones: la primera es que, al estar cubiertas por narices, las células tienen un sistema olfativo de 360 grados. Pueden

determinar con bastante precisión de qué dirección proviene una citoquina. Estas narices son tan sensibles que a algunas células les basta una diferencia del 1 por ciento en la concentración de citoquinas alrededor de una célula para saber a dónde tienen que ir (lo cual es una elegante manera de decir que podría haber sólo el 1 por ciento más de moléculas en un lado de la célula). Esta información se usa para orientar a la célula en el espacio y, después, hacer que se mueva hacia su objetivo, siempre siguiendo el camino de donde proviene la mayoría de las citoquinas. La célula da un paso y olfatea; luego da otro paso, y vuelve a olfatear, hasta que llega a donde se la necesita. La otra razón por la que es bueno tener millones de narices es evitar que las células cometan errores. Puesto que las células inmunitarias son ciegas, sordas y estúpidas, no tienen modo de hacer preguntas. No saben si una señal es real, o si la están interpretando correctamente. Por ejemplo, un neutrófilo podría recoger una citoquina restante de una batalla ya ganada. Equivocarse sería un desperdicio de recursos, o podría distraer al neutrófilo. La solución es no depender de una sola nariz, sino de muchas al mismo tiempo. Oler algo con una sola nariz no provocará ninguna reacción. Unas decenas de narices que huelan algo estimularán ligeramente a una célula inmunitaria, pero unos centenares o incluso millares la irritarán con bastante intensidad y la harán reaccionar con notable violencia. Este principio es de suma importancia. Una señal debe superar un umbral específico para obligar a una célula a actuar. Éste es uno de los ingeniosos mecanismos reguladores del sistema inmunitario. Una pequeña infección con un par de decenas de bacterias sólo hará que unas pocas células inmunitarias envíen algunas citoquinas, y sólo otras pocas olerán estas señales. Pero si la infección es mayor y más peligrosa, se enviarán muchas señales y reaccionarán muchas células. Y, debido a que hay mucho «perfume» de batalla a su alrededor, lo harán con decisión. La intensidad del olor no sólo llama a más células para que ayuden, sino que también se asegura de que la reacción inmunitaria se detenga por sí misma. Cuanto mayor sea el éxito de los soldados en el campo de batalla y menos enemigos

estén vivos, menos citoquinas liberarán las células inmunitarias. Con el tiempo, se convocarán cada vez menos refuerzos al campo de batalla y, allí, las células combatientes acabarán muriendo por suicidio. Si las cosas van correctamente, el sistema inmunitario se interrumpe por sí solo. En algunos casos, todo este sistema puede fallar, con nefastas consecuencias. Si hay demasiadas citoquinas, el sistema inmunitario puede perder toda su contención, enfurecerse y reaccionar de manera exagerada, lo que provoca una «tormenta de citoquinas», un nombre muy adecuado. Esto sólo significa que demasiadas células inmunitarias liberan demasiadas citoquinas, aunque no haya ningún peligro. Pero las consecuencias son terribles. La avalancha de señales de activación despierta a las células inmunitarias de todo el cuerpo, que a su vez podrían liberar más. La inflamación aumenta enormemente y ya no se limita sólo al lugar de la infección. Las células inmunitarias inundan los órganos afectados y pueden causar un profundo daño. Los vasos sanguíneos de todo el cuerpo sufren fugas, de modo que el sistema vascular pierde líquido, que ingresa en los tejidos. En el peor de los casos, la presión arterial caerá a niveles críticos, y los órganos no recibirán suficiente oxígeno y comenzarán a pararse, lo que puede provocar la muerte. Sin embargo, por suerte no tendrás que preocuparte demasiado por esto en el día a día: las tormentas de citoquinas sólo se producen cuando las cosas van terriblemente mal. No obstante, nos hemos saltado alegremente unas preguntas: ¿cómo transmiten o señalizan la información las citoquinas, y qué conlleva esto?, ¿cómo le indica una proteína a una célula qué hacer? Como decíamos antes, las células son un robot de proteínas guiado por la bioquímica. La química de la vida provoca secuencias de interacciones entre proteínas que se denominan vías. La activación de las vías produce un comportamiento. En el caso de las citoquinas —las proteínas de información del sistema inmunitario—, esto sucede a través de las vías que afectan a unas estructuras especiales, llamadas receptores , presentes en la superficie celular. Son las narices de las células.

En pocas palabras, los receptores son máquinas de reconocimiento de proteínas que se adhieren a las membranas de las células. Una parte de ellos está fuera de la célula, y otra parte, dentro. Alrededor de la mitad de la superficie de las células está cubierta por miles de receptores distintos para todo tipo de funciones, desde la absorción de ciertos nutrientes y la comunicación con otras células hasta desencadenar varios comportamientos. Por decirlo de forma simplificada, los receptores son una especie de órganos sensoriales que tienen las células y que permiten a su interior saber lo que sucede en el exterior. Así, si un receptor reconoce a una citoquina, activa una vía dentro de la célula; una serie de proteínas interactúan y terminan indicando a los genes de la célula que sean más activos o menos. En resumen, las proteínas interactúan entre sí unas cuantas veces, hasta que, finalmente, cambian el comportamiento de una célula. La verdadera bioquímica del sistema inmunitario es una pesadilla por sí misma, de modo que aquí omitiremos los detalles (aunque puede ser genial aprenderlos si tienes paciencia y una alta tolerancia a los nombres complicados). Por resumir lo importante: las células tienen millones de narices en el exterior, que se llaman receptores. Se comunican liberando proteínas que transportan o señalizan información, llamadas citoquinas. Cuando una célula huele citoquinas con sus receptores (narices), éstas activan vías dentro de la célula que cambian su expresión genética y, por tanto, su comportamiento. Así, las células pueden reaccionar a la información sin ser conscientes o sin tener la capacidad de pensar, guiadas por la bioquímica de la vida. Esto les permite hacer cosas bastante inteligentes, a pesar de que técnicamente son muy estúpidas. Algunas citoquinas también sirven como sistema de navegación: una célula inmunitaria puede oler de dónde vienen y, literalmente, seguir el rastro con la nariz hasta el campo de batalla. Ahora que hemos aprendido cómo perciben las células su entorno, hay un último principio importante para entender el sistema inmunitario antes de regresar al campo de batalla. ¿Cómo «sabe» una célula a qué huele una

bacteria? Es más: ¿por qué las bacterias huelen a bacterias? ¿Cómo distingue el sistema inmunitario entre el amigo y el enemigo?

11 El olor de los componentes básicos de la vida Una de las primeras cosas que aprendimos fue que tu sistema inmunitario innato distingue el yo del otro . Pero ¿cómo sabe el sistema inmunitario a qué y a quién atacar? ¿Quién es yo y quién es otro ? Y, más concretamente, ¿cómo saben las células soldado a qué huele una bacteria? Como dijimos antes, una de las mayores ventajas que tienen los microorganismos sobre los animales pluricelulares es el rápido ritmo con que pueden cambiar y adaptarse. Si la vida pluricelular lleva compitiendo con los microorganismos cientos de millones de años, ¿por qué las bacterias no han encontrado formas de camuflar su olor? La respuesta está en las estructuras que componen los seres vivos. Toda la vida en el planeta Tierra está formada por los mismos tipos de moléculas fundamentales, organizadas de diferentes modos: carbohidratos, lípidos, proteínas y ácidos nucleicos. Estas moléculas básicas interactúan y se conectan entre sí para crear estructuras, que son los componentes básicos de la vida en la Tierra. Ya hemos hablado del componente básico más importante, las proteínas. De modo que, para simplificar, aquí nos centraremos en las proteínas, ya que representan la mayoría de los componentes básicos. Esto no significa que los demás no sean importantes, pero el principio es el mismo, y es útil que nos centremos en algo.

Como dijimos antes, la forma de una proteína determina lo que ésta puede hacer y cómo puede interactuar con otras, qué estructuras puede construir y qué información puede transmitir. Cada forma es como una pieza tridimensional que, junto con otras, forma un rompecabezas general. Las piezas de rompecabezas son una buena forma de imaginarse las formas de las proteínas, porque permite ver con claridad una cosa: sólo ciertas formas pueden conectarse con otras determinadas formas; pero, si lo hacen, encajan muy bien y con mucha firmeza. Como las proteínas pueden tener miles de millones de formas distintas, la vida dispone de una gran variedad de piezas para elegir a la hora de construir un nuevo ser vivo, por ejemplo, una bacteria. Se pueden construir muchas bacterias diferentes a partir de las piezas de rompecabezas o proteínas disponibles, sólo que esa libertad tiene algunas limitaciones. Para algunos trabajos específicos, las piezas proteínicas de la vida no se pueden modificar sin que pierdan su función. No importa cuánto mute una bacteria o qué nueva y astuta combinación de proteínas surja: hay ciertas proteínas que no se pueden dejar de utilizar para que siga siendo una bacteria. Es como si, por ejemplo, quisieses fabricar un automóvil de muchas formas y colores distintos: no podrás evitar necesitar ruedas y tornillos, si quieres tener un coche al final. Lo mismo ocurre con las bacterias. El sistema inmunitario aprovecha este hecho para distinguir entre el yo y el otro . Entonces, ¿cómo funciona esto en la realidad? Un gran ejemplo es el flagelo. Los flagelos son micromáquinas que algunas especies de bacterias y microorganismos utilizan para moverse. Son unas largas hélices de proteínas adheridas al pequeño trasero de las bacterias y que pueden girarse con rapidez e impulsar a la criaturita hacia delante. No todas las bacterias los tienen, pero muchas sí. Es una forma bastante ingeniosa de moverse por el micromundo, sobre todo si vives en aguas poco profundas y estancadas. Las células humanas no los utilizan para nada. 1

Por tanto, si una célula inmunitaria detecta que algo tiene un flagelo, sabe con absoluta certeza que ese algo es un otro y que debe ser eliminado.

Durante cientos de millones de años, el sistema inmunitario innato de muchos animales evolucionó para guardar, más o menos, las formas de ciertas piezas de rompecabezas que sólo usan enemigos como las bacterias. A falta de una palabra mejor, «sabe» que algunas piezas siempre representan un problema. Naturalmente, las células no saben nada, porque son estúpidas, ¡pero tienen receptores! Así, las células inmunitarias innatas poseen receptores capaces de reconocer las formas del rompecabezas de proteínas que componen los flagelos, lo cual les permite eliminarlas. Las proteínas que forman el flagelo de una bacteria son las piezas que encajan con los receptores de los soldados inmunitarios. Cuando el receptor de un macrófago encaja con una proteína bacteriana, ocurren dos cosas: el macrófago agarra a la bacteria y se desencadena una cascada en el interior de la célula que le permite saber que ha encontrado a un enemigo al que debe tragarse. Este mecanismo básico es esencial para que el sistema inmunitario innato sepa quién es un enemigo y quién no. Ahora bien: la proteína del flagelo no es el único tipo de pieza proteínica que los soldados inmunitarios pueden reconocer. El sistema inmunitario puede identificar una gran variedad de proteínas con unos pocos receptores. Al igual que con las citoquinas, estos receptores especiales funcionan como órganos sensoriales, como máquinas de reconocimiento de proteínas. En realidad, es un mecanismo muy simple: los propios receptores son piezas de rompecabezas especiales, que pueden conectarse con otras, en este caso, con las formas de las proteínas de los flagelos. Si el macrófago logra conectarse, activa su modo asesino. Así es como las células inmunitarias innatas pueden reconocer a las bacterias, aunque nunca se hayan encontrado con una especie concreta. Todas las bacterias tienen algunas proteínas de las que no pueden deshacerse. Y las células inmunitarias innatas están dotadas de un grupo muy especial de receptores que pueden reconocer todas las piezas de rompecabezas más comunes de nuestros enemigos: los «receptores de tipo toll», cuyo descubrimiento mereció dos premios Nobel. Toll significa

«excelente» o «asombroso» en alemán, y es un nombre muy adecuado para este impresionante dispositivo de información. El sistema inmunitario de todos los animales posee alguna variante de receptores de tipo toll, lo que los convierte en una de las partes más antiguas del sistema inmunitario, y que evolucionó probablemente hace más de quinientos millones de años. Algunos receptores de tipo toll pueden reconocer la forma de los flagelos; otros, ciertos recovecos y ranuras de los virus, y otros, de nuevo, revelan señales de peligro y caos, como el ADN que flota libremente. Ni las bacterias, ni los virus, ni los protozoos ni los hongos pueden esconderse completamente de estos receptores, hagan lo que hagan. Hay receptores de tipo toll que ni siquiera tienen que tocar directamente a un enemigo. Como dijimos al comienzo de este capítulo, las bacterias apestan. Con sólo hacer sus cosas y estar vivas, los microorganismos «sudarán» proteínas y otros residuos que pueden ser recogidos por los receptores de las células inmunitarias, y que delatan su presencia y su identidad. Aunque esto les convenga muy poco a las bacterias, no pueden evitarlo del todo. El sistema inmunitario ha coevolucionado con las bacterias durante cientos de millones de años, y ha aprendido a husmear en busca de estas piezas concretas de las bacterias. Este mecanismo permite que los neutrófilos y los macrófagos las detecten, incluso sin saber qué tipo de bacteria ha entrado en el cuerpo. Simplemente, reconocen el olor de los enemigos a los que hay que aplastarles la cabeza. El principio según el cual las células identifican las piezas de rompecabezas de los enemigos con una especie de receptores sensoriales en sus superficies se denomina «reconocimiento de patrones microbianos», y posteriormente será aún más importante para el sistema inmunitario adaptativo, que utiliza el mismo mecanismo básico, aunque de manera mucho más amplia e ingeniosa. ¡Muy bien! Basta de explicaciones de principios. Pertrechados con este conocimiento, podremos volver a visitar nuestro campo de batalla y conocer otra de las

armas más eficaces y crueles del sistema inmunitario innato..., un arma diminuta, incluso para las células y las bacterias. ¿Te acuerdas de que, cuando estabas caminando y pisaste el clavo, apareció ese ejército invisible y empezó a mutilar y matar enemigos cuando el líquido sanguíneo inundó el campo de batalla durante la inflamación? Bien, es hora de saber qué era. Por desgracia, tiene la maldición de haber recibido uno de los peores nombres de la inmunología: el sistema del complemento.

12 El ejército asesino e invisible: el sistema del complemento El sistema del complemento es la parte más importante de tu sistema inmunitario, aunque muy probablemente sea algo de lo que nunca hayas oído hablar, lo cual es bastante extraño, porque gran parte del sistema inmunitario está hecho para interactuar con él, y el hecho de que no funcione correctamente tiene consecuencias enormes y bastante graves para la salud. El sistema del complemento es una de las partes más antiguas del sistema inmunitario, ya que tenemos indicios de que evolucionó en los animales pluricelulares más antiguos de la Tierra hace más de quinientos millones de años. En cierto sentido, es la forma más básica de reacción inmunitaria de cualquier animal, pero también es muy eficaz. A la evolución no le gusta conservar cosas inútiles; por tanto, que el sistema del complemento lleve ahí tanto tiempo, y sin cambiar demasiado, es una muestra de lo valiosísimo que es para tu supervivencia. No sólo no ha sido reemplazado a medida que los organismos se han vuelto más complejos, sino que las demás defensas se han ajustado para hacerlo más eficaz. Una de las razones por las que el sistema del complemento es en gran parte desconocido es que es aburrido y desconcertantemente antiintuitivo y complejo. Incluso a las personas que deben aprenderlo a fondo en la

universidad les puede resultar difícil tener una visión clara de todos sus distintos procesos e interacciones. Ninguna parte de la inmunología ha sido maldecida con nombres peores y más difíciles de recordar. Por suerte, entender y recordar todos sus detalles es del todo innecesario para quien no esté estudiando inmunología avanzada. De modo que vamos a pasar por alto muchos detalles, porque podemos y porque la vida es demasiado corta para cosas como ésta. Si eres de los que les gusta profundizar, existen diagramas ilustrados con todos los nombres y mecanismos correctos. Muy bien, pero ¿qué ES el sistema del complemento? En esencia, el sistema del complemento es un ejército compuesto por más de treinta proteínas distintas (¡no células!) que trabajan juntas con una elegante danza para impedir que los extraños se lo pasen bien en tu cuerpo. En total, hay unos QUINCE BILLONES de proteínas del complemento en todos los fluidos de tu cuerpo en este momento. Las proteínas del complemento son diminutas y están en todas partes. Incluso un virus parece bastante grande a su lado. Si una célula fuese tan grande como un ser humano, una proteína del complemento apenas tendría el tamaño de un huevo de una mosca de la fruta. Como es incluso menos capaz de pensar y tomar decisiones que las células, se rige exclusivamente por la química. Aun así, puede cumplir diversos objetivos. En pocas palabras, el sistema del complemento hace tres cosas: Mutila a los enemigos y hace que sus vidas sean penosas y nada divertidas. Activa las células inmunitarias y las guía hacia los invasores para que puedan matarlos. Hace agujeros en las cosas hasta que mueren. Pero ¿cómo? Al fin y al cabo, son sólo un montón de proteínas tontas, que vagan por ahí sin voluntad ni dirección. En realidad, esto es parte de la estrategia. Las proteínas del complemento flotan en una especie de modo

pasivo. No hacen nada, hasta que se activan. Imagínate las proteínas del complemento como millones de fósforos amontonados, muy juntos. Si un fósforo se enciende, se prenderán los de alrededor, que a su vez encenderán más, y, de pronto, se produce un gran incendio.

En el mundo de las proteínas del complemento, encenderse significa cambiar de forma. Como dijimos antes, la forma de una proteína determina qué puede o no puede hacer, con qué puede interactuar y cómo. En su forma pasiva, las proteínas del complemento no hacen nada. Sin embargo, en su forma activa, pueden cambiar la forma de otras proteínas del complemento y activarlas. Este simple mecanismo puede provocar una cascada automática, donde cada proteína activa a otra; esas dos activan a otras cuatro, que a su vez activan a ocho, y esas ocho, a dieciséis. Muy pronto, miles de proteínas se habrán activado. Como vimos brevemente cuando hablamos sobre las células, las proteínas se mueven con gran rapidez. Por tanto, en cuestión de segundos, las proteínas del complemento pueden dejar de ser totalmente inútiles y convertirse en un arma activa e inevitable que se extiende de forma explosiva. Veamos cómo sería esto en la realidad. Piensa de nuevo en el campo de batalla, en la herida que te hiciste con el clavo. Produjo un gran daño, y los macrófagos y neutrófilos ordenaron la inflamación, lo que hizo que los vasos sanguíneos liberaran líquido en el campo de batalla. Este líquido transporta millones de proteínas del complemento que rápidamente inundan la herida. Ahora tiene que encenderse el primer fósforo. En la realidad, esto significa que una proteína del complemento muy concreta e importante tiene que cambiar de forma. Su nombre es asombrosamente inútil: C3. El modo exacto en que la C3 cambia de forma y se activa es complejo, aburrido e irrelevante en este momento, así que imaginemos que lo hace de modo aleatorio, por puro azar. 1 , 2 Lo único que de verdad necesitas saber es que la C3 viene a ser la parte del complemento más importante, el primer fósforo que se debe encender para iniciar la cascada. Cuando lo hace, se descompone en dos proteínas más pequeñas, con diferentes formas, que ahora están activadas. ¡Se ha encendido el primer fósforo!

Una de estas partes de las C3, que recibe el creativo nombre de C3b, es como un misil rastreador. Dispone de una fracción de segundo para encontrar una víctima y, si no lo hace, se neutralizará y detendrá a sí misma. Si encuentra un objetivo, por ejemplo, una bacteria, se aferra a su superficie y no la suelta. Al hacerlo, la proteína C3b cambia otra vez de forma, lo que le confiere nuevos poderes y capacidades (en cierto modo, las proteínas del complemento son como Transformers proteínicos en miniatura). Con su nueva forma, puede agarrar a otras proteínas del complemento, cambiarles la forma y fusionarse con ellas. Tras unos pocos pasos, se ha transformado en una plataforma de reclutamiento. Esta plataforma es experta en activar más proteínas del complemento C3, que reinician todo el ciclo. Así, se crea un bucle de ampliación. El ciclo de activación y de nuevas formas comienza una y otra vez. Más y más C3b recién activadas se adhieren a las bacterias, crean nuevas plataformas de reclutamiento y activan a más C3 todavía. A los pocos segundos de la primera activación de la proteína del complemento, miles de proteínas cubren la bacteria por completo. Esto es muy malo para las bacterias. Imagínate que estás un día tan tranquilo, ocupado en tus asuntos, y, de pronto, cientos de moscas, todas a la vez, te cubren la piel, de la cabeza a los pies. Sería una experiencia terrible, que no podrías ignorar sin más. Para una bacteria, este proceso puede lisiarla y mutilarla, dejándola así indefensa y ralentizándola considerablemente.

Pero aún hay más: ¿recuerdas que la C3 se descomponía en otra parte más? Ésta se llama C3a (porque cómo iba a llamarse, si no..., supongo). Es como una especie de baliza de socorro, al igual que las citoquinas, de las que hablamos dos capítulos antes. Es un mensaje, una señal de alarma. Miles de C3a se alejan del lugar de la batalla, pidiendo atención a gritos. Las células inmunitarias pasivas, como los macrófagos o los neutrófilos, empiezan a olerlas, las recogen con receptores especiales y se despiertan de su letargo para seguir el rastro de las proteínas hasta el lugar de la infección. Cuantas más proteínas del complemento de alarma activas se encuentren las células inmunitarias pasivas, más agresivas se vuelven, porque el complemento activo siempre significa que algo malo las ha desencadenado. El rastro del complemento C3a guía a las células con precisión al lugar donde más se las necesita. En este caso, el complemento hace exactamente el mismo trabajo que las citoquinas, pero es generado de forma pasiva, en vez de por las células, como en el caso de las citoquinas. Hasta ahora, el complemento ha ralentizado a los invasores (con las moscas C3b que han cubierto su piel) y ha pedido ayuda (las balizas de socorro C3a). Ahora, el sistema del complemento empieza a ayudar activamente a matar al enemigo. Como vimos antes, las células soldado son fagocitos que se tragan a los enemigos enteros. Pero, para tragarse a un enemigo entero, primero deben capturarlo, lo cual no es tan fácil como pensamos, porque las bacterias prefieren no ser atrapadas y tratan de escabullirse. Aunque no se empeñaran en evitar que las matasen, existe un pequeño problema físico: las membranas de las células y las bacterias tienen carga negativa y, como aprendimos jugando con imanes, las cargas iguales se repelen entre sí. Aunque esta carga no es tan fuerte como para que un fagocito no pueda vencerla, a las células inmunitarias les dificulta bastante la captura de las bacterias. ¡Pero!

El complemento tiene carga positiva. Así, cuando las proteínas del complemento se han adherido a las bacterias, actúan como una especie de superpegamento, o, mejor aún, como unas pequeñas asas, que facilitan mucho a las células inmunitarias agarrar a sus víctimas y aferrarse a ellas. Una bacteria cubierta de complemento es una presa fácil para las células inmunitarias soldado, y, en cierto modo, ¡mucho más sabrosa! Este proceso se llama «opsonización», que proviene de una palabra del griego antiguo para referirse a una deliciosa guarnición. De modo que, si un enemigo es opsonizado, resulta mucho más exquisito. Pero la cosa se pone mejor aún. Imagínate otra vez que estás cubierto de moscas, y que se convierten en avispas en un abrir y cerrar de ojos. Está a punto de iniciarse otra cascada. Ésta será mortal. En la superficie de las bacterias, la plataforma de reclutamiento de las C3 vuelve a cambiar de forma y empieza a activar a otro grupo de proteínas del complemento. Juntas, inician la construcción de una estructura más grande: un «complejo de ataque a membrana», que —lo prometo— es el único buen nombre dentro del sistema del complemento. Pieza a pieza, las nuevas proteínas del complemento, con la forma de unas largas lanzas, se anclan profundamente en la superficie de las bacterias, y es imposible quitarlas. Se estiran y entran a presión, hasta que abren un agujero que ya no se podrá cerrar. Una herida, literalmente. Los fluidos se precipitan hacia la bacteria, cuyo interior se esparce, lo que hace que muera bastante rápido. Sin embargo, aunque el complemento no les hace ninguna gracia a las bacterias, los enemigos contra los cuales es tal vez más útil son los virus. Los virus tienen un problema; en concreto, que son cosas flotantes diminutas que necesitan viajar de una célula a otra. Fuera de las células, esperan chocar por azar contra la célula correcta para infectarla por casualidad, lo que también los deja prácticamente indefensos mientras flotan. Y, ahí, el complemento puede interceptarlos y lisiarlos para que se

vuelvan inofensivos. Sin el complemento, las infecciones víricas serían mucho más mortales. Abundaremos en los virus más adelante. Volviendo a nuestra herida causada por el clavo, millones de proteínas del complemento han mutilado o matado a cientos de bacterias, lo que facilita mucho la limpieza a los neutrófilos y los macrófagos. Cuantas menos bacterias encuentren las proteínas del complemento para adherirse a ellas, menos se activarán. Así, la actividad del complemento vuelve a ralentizarse. Cuando no hay más enemigos alrededor, el complemento se convierte de nuevo en un arma pasiva e invisible. El sistema del complemento es un bello ejemplo de cómo muchas cosas tontas pueden juntas hacer cosas inteligentes, y de lo importante que es la colaboración entre las diferentes capas defensivas del sistema inmunitario.

Bien, en lo que respecta a la capacidad para el combate crudo y despiadado, hemos conocido a los soldados más importantes de tu cuerpo, y hemos aprendido algunos principios básicos que los mantienen en marcha y los hacen funcionar. Resumamos lo aprendido hasta ahora sobre el sistema inmunitario innato antes de continuar. El cuerpo está envuelto en un ingenioso muro fronterizo autorreparable tremendamente difícil de atravesar, y que lo protege con suma eficiencia. Si es invadido, el sistema inmunitario innato reacciona de inmediato. Primero aparecen los rinocerontes negros —los macrófagos—, unas células enormes que se tragan a los enemigos enteros e infligen la muerte. Si perciben demasiados enemigos, utilizan las citoquinas, proteínas de información para llamar al chimpancé con la ametralladora —los neutrófilos—, los locos guerreros suicidas del sistema inmunitario. Los neutrófilos no viven mucho, y su lucha es perjudicial para el cuerpo, porque matan células civiles. Ambas células provocan inflamación, que aporta líquidos y refuerzos en una infección, lo que hace que se hinche el campo de batalla. Uno de los refuerzos son las proteínas del complemento, un ejército de millones de proteínas diminutas que asisten pasivamente a las células inmunitarias en su lucha, y ayudan al marcaje, la captura, la mutilación y la eliminación de los enemigos. Estos poderosos equipos, juntos, son suficientes para la mayoría de las pequeñas heridas e infecciones que puedas sufrir. Pero ¿y si no basta con todo esto? Al fin y al cabo, hemos supuesto que todo ello funcionaría. La triste realidad es que, a menudo, no es así. Las bacterias no son una mera presa fácil, sino que han desarrollado una serie de estrategias para ocultarse de la primera línea de defensa o evitarla. Las heridas pequeñas pueden ser una sentencia de muerte si una infección no es contenida y eliminada. Así que vamos a agravar la situación.

13 Espionaje celular: la célula dendrítica En la herida provocada por el clavo oxidado, las cosas han empezado a descontrolarse. A pesar de haber luchado con valentía durante horas y haber matado a cientos de miles de enemigos, los macrófagos y los neutrófilos no pudieron eliminar la infección. Todas las diversas bacterias que invadieron la herida fueron mutiladas, masacradas y devoradas, excepto una especie. A esta especie no le impresionaron demasiado las defensas, y resistió. 1 Estas bacterias patógenas del suelo presentes en tu herida infectada emplearon sus defensas, se reprodujeron rápidamente y lograron afianzarse. Se nutren de los recursos destinados a las células civiles, y empiezan a defecar en todas partes, liberando sustancias químicas que dañan o matan a las células, civiles y defensoras. Ya no queda casi ninguna de las proteínas del complemento que llegaron con las primeras oleadas de líquido sanguíneo, y cada vez más células inmunitarias que han luchado durante horas y días se están rindiendo y muriendo de agotamiento. Y, aunque todavía llegan nuevos neutrófilos, su temeraria lucha se convierte cada vez más en un lastre. Ordenan más inflamación, lo que revitaliza la resistencia del complemento, pero también provoca que se hinche cada vez más tejido. Los daños colaterales aumentan enseguida, y, en estos momentos, mueren más células civiles por los esfuerzos del

sistema inmunitario que por las acciones de las bacterias. El número de muertos crece rápidamente en todas partes, y no se vislumbra un final. Ahora, en la escala humana, empiezas a darte cuenta. Terminaste la caminata con una ligera molestia, te duchaste y te pusiste una tirita en la herida. Pero, al día siguiente, andar sigue siendo un poco incómodo. El dedo del pie se te ha hinchado bastante, está enrojecido y sientes que te palpita. Aunque no lo presiones, el dedo te duele. Al examinarlo y apretarlo, la herida con costra se abre y supura una gota de pus amarillento. Esta sustancia de olor extraño puede salir de las heridas un par de días después de haber sido infectadas. El pus son los cadáveres de millones de neutrófilos que lucharon a muerte por ti, mezclados con los restos destrozados de células civiles, enemigos muertos y sustancias antimicrobianas gastadas. Es un poco repugnante, claro, pero también un testimonio del esfuerzo altruista de tus células inmunitarias, entregadas a una lucha por tu vida que tiene que terminar con su muerte. Sin el sacrificio de tus neutrófilos, esta infección ya se habría extendido; tal vez al flujo sanguíneo, lo cual daría acceso a los intrusos a todo el cuerpo, y eso sí que sería malo de verdad. No obstante, aún hay esperanza. Durante el transcurso de la batalla, el centro de inteligencia del sistema inmunitario innato ha estado haciendo discretamente su trabajo en un segundo plano: la célula dendrítica va de camino. Durante mucho tiempo, las células dendríticas no fueron tomadas muy en serio, lo cual es lógico, si las miras bien: son simplemente ridículas. Son unas células grandes con unos largos brazos, como las estrellas de mar, que van flotando por todas partes, bebiendo y vomitando constantemente. Pero resulta que tienen dos de las funciones más importantes de todo el sistema inmunitario: identifican qué tipo de enemigo te está infectando —si es una bacteria, un virus o un parásito—, y toman la decisión de activar la segunda etapa de tu defensa, es decir, las células inmunitarias adaptativas, tus armas

pesadas y especiales que deben intervenir si el sistema inmunitario innato corre el peligro de verse sobrepasado. Las células dendríticas son unas células centinela muy cuidadosas y tranquilas. Se encuentran en casi todas las partes del cuerpo, bajo la piel y en las mucosas, y en todas las bases inmunitarias, los ganglios linfáticos. Su trabajo es simplemente emborracharse. La célula dendrítica es una minuciosa experta en los líquidos corporales que fluyen entre las células. En cierto modo, los trata como si fuese un vino caro en una exclusiva cata. Toma un sorbo, lo mueve en su boca imaginaria para hacerse una idea completa de todos sus distintos sabores y componentes, y después lo escupe de nuevo. En un día normal, traga y escupe varias veces su propio volumen. La célula dendrítica siempre busca algunos sabores muy concretos: el de las bacterias o los virus, el de las células civiles moribundas o el de las citoquinas de alarma de las células inmunitarias que están luchando. Cuando toma un sorbo y reconoce cualquiera de estos sabores, sabe que hay un peligro e inicia un muestreo más activo. Ahora, la célula dendrítica deja de escupir y empieza a tragar. Sólo dispone de un tiempo limitado para ese muestreo, y está decidida a aprovechar cada segundo. De manera similar a los macrófagos, comienza la fagocitosis, agarrando y tragando cualquier residuo o enemigo que flote en el campo de batalla; pero con una importante diferencia: la célula dendrítica no intenta digerir a ningún enemigo. Los descompone, pero para recoger muestras e identificarlas. La célula dendrítica no sólo es capaz de distinguir si un enemigo es, por ejemplo, una bacteria, sino que también puede diferenciar entre especies de bacterias, y sabe qué tipo de defensa se necesita contra ellas.

Esto es lo que hizo la célula dendrítica en tu dedo infectado durante unas horas: flotó por ahí un poco, y se tragó tantas muestras como pudo agarrar con sus largos y extraños tentáculos. Recogió, analizó y almacenó tantos tipos de sustancias químicas y cadáveres de enemigos como pudo conseguir. Al cabo de unas horas, su temporizador interno llega a su fin. De pronto, la célula dendrítica deja de tomar muestras. Tiene toda la información que necesita, y como huele que la batalla sigue activa y hay dificultades, empieza a moverse. La célula dendrítica despega y abandona el campo de batalla; su destino es el gran lugar de reunión, el centro de inteligencia, donde aguardan millones de posibles socios. Una vez que la célula dendrítica va de camino, se ha convertido en una especie de instantánea del estado del campo de batalla en un momento determinado. Es un portador de información vivo de lo que estaba sucediendo en el lugar de la infección cuando tomó sus muestras. Aprenderemos más sobre esto después, pero, en resumen, la célula dendrítica proporciona contexto al sistema inmunitario adaptativo. Si siguiera tomando muestras mientras va de camino, podrían surgir dos problemas. Uno de ellos es que las muestras recogidas en el campo de batalla se diluyan con las del viaje y, por tanto, la instantánea no muestre con claridad el nivel de peligro. Y, en segundo lugar, si la célula tomase muestras fuera del campo de batalla, podría recoger material inofensivo del cuerpo y provocar por accidente una enfermedad autoinmunitaria. No es necesario que entiendas ahora cómo y por qué; ya abundaremos en estas terribles y fascinantes enfermedades más adelante. De una forma u otra, la instantánea del campo de batalla —que lleva el portador de información viviente— debe ser enviada a un ganglio linfático. Para llegar allí, la célula dendrítica tiene que entrar en la superautopista del sistema inmunitario: el «sistema linfático», lo cual nos da una gran oportunidad para conocer tus tuberías internas.

14 Superautopistas y megaciudades Piensa de nuevo en el continente de la carne por un momento, en la escala humana desde la perspectiva de una célula. Para una célula, eres una gigantesca montaña de carne, diez veces más alta que el monte Everest. Sin embargo, no eres sólo un montón de carne uniforme, sino organizado en muchas naciones que realizan los más diversos trabajos: desde una red eléctrica de alto voltaje que transfiere las órdenes e instrucciones de la nación pensante del cerebro hasta el océano ácido del estómago y las naciones unidas de los intestinos que procesan los recursos crudos y los transforman en paquetes de alimentos limpios, que después son distribuidos por los océanos fluidos llenos de nadadores de reparto. Y entre todos estos sistemas y naciones, está la red de megaciudades y superautopistas del sistema inmunitario: el «sistema linfático». Éste no recibe mucho afecto en los libros de texto porque no es tan obviamente útil como el corazón, con sus vasos sanguíneos, o como el cerebro, con su cableado eléctrico. No tiene un órgano central gigante, como el hígado, sino cientos más pequeños. Sin embargo, al igual que el sistema cardiovascular, posee una red de vasos de gran alcance y su propio fluido especial. Además, sin él, estarías igual de muerto que sin corazón. Explorémoslo brevemente. La red de vasos linfáticos tiene una longitud de varios kilómetros y cubre el cuerpo entero. Es una especie de sistema asociado con los vasos

sanguíneos y la sangre. La función principal de la sangre es transportar recursos, como el oxígeno, a cada célula del cuerpo, y, para hacerlo, parte de ella tiene que salir de los vasos sanguíneos y vaciarse en los tejidos y los órganos para llevar la mercancía directamente a las células (lo cual es muy lógico, si lo piensas un instante, aunque aun así parece un poco extraño). La mayor parte de esa sangre es luego reabsorbida por los vasos sanguíneos, pero parte del fluido permanece en el tejido, entre las células, y hay que ponerlo de nuevo en circulación. El sistema linfático se ocupa de ese trabajo. Drena sin cesar el exceso de líquido en el cuerpo y los tejidos, y lo devuelve a la sangre, donde puede circular de nuevo. Si no lo hiciera, con el tiempo te hincharías como un globo. El sistema linfático empieza con una red ceñida y compleja de capilares esparcidos en todo el tejido. Son vasos voluminosos e irregulares. Están construidos como una serie de válvulas unidireccionales: el agua puede entrar en ellos desde el tejido, pero no puede salir de nuevo. Sólo va en una dirección, ya que muy poco a poco los vasos linfáticos pequeños se fusionan con otros mayores, y éstos con otros aún más grandes. Puesto que el sistema linfático no posee corazón propio, el agua fluye lentamente. Si una célula fuese tan grande como un ser humano, la sangre sería como una embravecida corriente, con una velocidad varias veces mayor que la del sonido. En cambio, viajar por los vasos linfáticos sería como hacer un relajado crucero turístico, sin prisas. El corazón bombea y transporta casi 7.500 litros de sangre a través del cuerpo todos los días, mientras que el sistema linfático transporta sólo unas tres cuartas partes desde los tejidos a la sangre. Este lento movimiento es posible gracias a la presión negativa y a una capa muscular muy fina que rodea los vasos. Podrías imaginártelo como una especie de bomba o seudocorazón esparcido que cubre todo el cuerpo y sólo late una vez por períodos de entre cuatro y seis minutos. 1

El líquido transportado a través del sistema linfático se llama «linfa» y, si la sangre te parece un poco repugnante, tampoco te gustará la linfa. Es principalmente transparente, pero, en algunas partes, como la región intestinal, puede tener un color blanco amarillento, como leche pasada y espesa. Adquiere este color porque no transporta sólo agua: también es tu sistema de gestión de residuos y alarmas. Cuando drena el exceso de líquido entre las células, recoge todo tipo de detritos y basura: células corporales dañadas y destruidas, bacterias u otro tipo de invasores muertos, o incluso vivos, y toda clase de señales químicas y cosas que simplemente andan por ahí. Esto es particularmente importante si sufres una infección, porque la linfa recoge una especie de muestra representativa de las sustancias químicas que flotan en los campos de batalla y la transporta directamente a los centros de inteligencia del sistema inmunitario, los ganglios linfáticos, donde es filtrada y analizada. 2 Si bien la linfa transporta muchas cosas distintas, tal vez su trabajo más importante es servir de superautopista para las células inmunitarias. Cada segundo de tu vida, miles de millones viajan por ella en busca de trabajo. Estos trabajos se asignan en las megaciudades del sistema inmunitario, por las que debe pasar la linfa antes de volver a formar parte de la sangre. Las megaciudades son los ganglios linfáticos, que tienen forma de alubia y son los órganos del sistema inmunitario. Tienes alrededor de seiscientos repartidos en todo el cuerpo. La mayoría se encuentra alrededor de los intestinos, las axilas, el cuello y la región de la cabeza, o cerca de la ingle. Puedes intentar tocarlos ahora mismo: inclina la cabeza hacia atrás y, con cuidado, pálpate la zona blanda bajo los extremos de la mandíbula. Si ahora están demasiado pequeños para sentirlos, sin duda los notarás cuando te duela la garganta o estés resfriado, ya que se hincharán y podrás sentirlos como unos bultos firmes y extraños. Las megaciudades de los ganglios linfáticos son como inmensas redes de

citas, donde el sistema inmunitario adaptativo se reúne con el sistema inmunitario innato para las ocasiones más importantes. O, mejor aún, donde las células inmunitarias van en busca de su pareja ideal. Aquí es donde llega la célula dendrítica que viaja desde el campo de batalla, después de más o menos un día de tranquilo viaje.

Además El bazo y las amígdalas: los mejores amigos de los ganglios linfáticos Una parte de la infraestructura linfática es un pequeño órgano especial, del que la mayoría de las personas no son conscientes, aunque es bastante importante. El «bazo» es una especie de ganglio linfático grande, del tamaño de un melocotón, aunque con forma de alubia. Al igual que los ganglios linfáticos, funciona más o menos como un filtro, aunque con un alcance mucho mayor. Para empezar, el bazo es el lugar del cuerpo donde se filtra y se recicla el 90 por ciento de las células sanguíneas viejas cuando termina su vida. Además, el bazo almacena una reserva de sangre de emergencia, más o menos una taza, que es de un valor incalculable si sucede algo malo y necesitas un poco más de sangre en el cuerpo. Y esto no es todo: entre el 25 y el 30 por ciento de los glóbulos rojos y el 25 por ciento de las plaquetas —recuerda, los fragmentos de células que pueden cerrar heridas— se almacenan aquí para las emergencias. Pero el bazo no es sólo un depósito de sangre de emergencia para las heridas, sino también uno de los centros de las células soldado, una especie de cuartel. Es la residencia principal de otra célula inmunitaria que aún no hemos mencionado, aunque ayudó cuando te hiciste el corte: el «monocito». Los monocitos son, en esencia, células de refuerzo que pueden transformarse en macrófagos y células dendríticas. Alrededor de la mitad están patrullando tu sangre en este momento, donde representan la mayor célula individual que flota por tu sistema cardiovascular. Si sufres una

lesión y una infección que te drena y mata muchos macrófagos, acuden los monocitos como refuerzo. Una vez que entran en el lugar de la infección, dejan de ser monocitos y se transforman en nuevos macrófagos. Así, aunque pierdas muchos macrófagos en una batalla intensa, tienes una nueva remesa que nunca se agota. La otra mitad de los monocitos permanece en el bazo, como fuerza de emergencia de reserva. Aunque es fácil pensar en los monocitos como macrófagos de reemplazo, hay subclases con trabajos más especializados, como servir de turbocompresores para la inflamación, o que son convocados al corazón durante un infarto para ayudar al tejido cardiaco a sanar por sí mismo. Aparte de servir como depósito de emergencia y cuartel, en realidad el bazo no es más que un enorme ganglio linfático que filtra la sangre —y no el líquido linfático, como hacen los ganglios normales— y hace lo mismo que los ganglios linfáticos. De modo que, cuando analicemos la función de los ganglios linfáticos con más detalle, recuerda que el bazo hace lo mismo, pero con la sangre. Es frecuente que las personas pierdan el bazo, por ejemplo, después de un accidente de tráfico, donde un fuerte golpe en el torso puede rasgar gravemente el pequeño órgano, por lo que debe ser extirpado. Sorprendentemente, no es tan mortal como quizá pienses. Otros órganos, como el hígado, los ganglios linfáticos normales y la médula ósea, pueden hacerse cargo de la mayoría de sus funciones. Y alrededor del 30 por ciento de las personas tienen un segundo bazo, que, aunque es pequeño, crecerá y se hará cargo del trabajo si el primero es extirpado. Pero no es lo ideal perder el bazo, porque, como te habrás figurado, la mayoría de los órganos del cuerpo existen por una razón. Los pacientes que pierden el bazo se vuelven mucho más susceptibles a ciertas enfermedades, como la neumonía, que puede ser mortal en el peor de los casos. Así que,

aunque perder este pequeño y extraño órgano no sea una sentencia de muerte, ¡intenta conservarlo, si puedes! Las personas conocen las amígdalas como esas cosas extrañas y abultadas de la parte posterior de la garganta, y que a veces hay que extirpárselas a los niños. Pero no son simples trozos molestos de tejido inútil. Las amígdalas vienen a ser un centro de inteligencia del sistema inmunitario en la boca. Muchas células inmunitarias distintas que conoceremos en este libro trabajan aquí para mantenerte sano. Para proporcionarles muestras, las amígdalas tienen valles profundos donde se pueden quedar atrapados pequeños trozos de comida. Son las curiosísimas células microplegadas, que atrapan toda clase de cosas en la boca y las introducen profundamente en el tejido, donde se las muestran al resto de las células inmunitarias para que las revisen. Esto es útil para dos cosas, básicamente: a una corta edad, esto entrena tu sistema inmunitario para que pueda reconocer qué tipo de alimentos que ingieres son inofensivos, ante los que no debe reaccionar; y también sirve para poder producir armas contra los invasores, si se encuentra alguno. Abundaremos en estos mecanismos en el resto del libro, así que por ahora no nos adentraremos demasiado en ello. Si las amígdalas se entusiasman demasiado y trabajan en exceso, pueden inflamarse e hincharse crónicamente, lo que puede causar todo tipo de síntomas desagradables. A veces, esto hace necesario extirparlas, pero depende del caso y, por lo general, no es demasiado problema si el paciente tiene más de siete años y un sólido sistema inmunitario. En pocas palabras, lo que en realidad necesitas saber sobre las amígdalas es que son bases inmunitarias que muestrean activamente lo que entra en el cuerpo. 3 Bien, es hora de volver a nuestro campo de batalla. Mantengamos el misterio por un momento. El sistema inmunitario adaptativo se despierta. Muy lentamente, como un adolescente al que ha despertado su madre antes

del amanecer, se estira y se queja mientras se desliza fuera de la cama y recobra las fuerzas. En el lugar de la infección se necesita desesperadamente su presencia.

15 La llegada de las superarmas Allá en el campo de batalla del clavo oxidado, las primeras mensajeras dendríticas, provistas de instantáneas e información, se marcharon hace unos días, una eternidad en tiempo celular. Los soldados del sistema inmunitario innato han estado luchando todo este tiempo con bacterias patógenas del suelo que han invadido vigorosamente el tejido. A estas alturas, deben de haber matado a millones de ellas. Las han empujado una y otra vez para hacerlas retroceder, para que luego las bacterias se extendieran a más tejido circundante y resurgieran con nuevas fuerzas. El campo de batalla es un caos de células soldado y civiles muertas, trampas extracelulares de neutrófilos (ya sabes, esas trampas suicidas que parecen redes), toxinas y heces de bacterias, señales de alarma y proteínas del complemento gastadas. Hay muerte en todas partes. Millones de células inmunitarias han luchado hasta morir. Aun así, es probable que el sistema inmunitario innato acabe ganando esta batalla. Pero podría tardar semanas, y la victoria no está ni mucho menos asegurada, ya que todavía existe la posibilidad de que el sistema inmunitario pierda y que los invasores se adentren más en el gigante de carne, causando más tumultos y destrucción. Agotado por una guerra que parece interminable, un macrófago se desplaza lentamente por el campo de batalla en busca de bacterias que matar, pero está casi acabado. Lo único que quiere es dejar de luchar y

darse por vencido, recibir el dulce beso de la muerte e irse a dormir para siempre. Está a punto de hacerlo, pero nota algo. Miles de células nuevas llegan al campo de batalla y se dispersan enseguida. Pero no son soldados. ¡Son las células T colaboradoras! Las células especializadas del sistema inmunitario adaptativo se formaron sólo para esta batalla en concreto, y su única razón de ser es luchar contra esta bacteria del suelo específica que tantos problemas ha causado a los soldados. Una de estas células T colaboradoras (o linfocitos T colaboradores) se mueve un poco, olfateando y asimilando el entorno. Por un instante, parece recomponerse. Después, se dirige directamente al macrófago cansado y le susurra algo, empleando citoquinas especiales para transmitir su mensaje. De pronto, una descarga de energía atraviesa el cuerpo abotargado del macrófago. En un suspiro, recobra el ánimo y se siente revitalizado. Pero siente algo más: una encendida ira. El macrófago sabe lo que tiene que hacer: ¡matar bacterias, ahora mismo! Revigorizado, se lanza contra los enemigos para despedazarlos. Esto sucede en todo el campo de batalla a medida que las células T colaboradoras susurran palabras mágicas a los soldados agotados, incitándolos a unirse y enfrentarse a las bacterias de nuevo, con todavía más violencia que antes. Pero no es esto lo único que sucede. Algo raro está pasando. Otro pequeño ejército —esta vez creado directamente por el sistema inmunitario adaptativo— se ha incorporado a la lucha. Sus efectivos se cuentan por millones, que inundan el campo de batalla, lanzándose contra los enemigos. ¡Han llegado las fuerzas especiales de los anticuerpos! Aunque se componen de proteínas como el complemento, los anticuerpos son muy distintos. Si el complemento lucha como guerreros con garrotes y garras, los anticuerpos luchan como asesinos con rifles de francotirador. En este caso, su objetivo es mutilar y desarmar al tipo concreto de bacteria presente en este momento en el lugar de la infección. Esta vez, no hay escapatoria. Las

bacterias que se esconden detrás de las células o que intentan escapar comienzan a sacudirse, inundadas por los miles de anticuerpos que se adhieren a ellas. Y lo que es peor: múltiples bacterias se quedan pegadas unas con otras, y son incapaces de moverse o de huir. Con la ayuda de los anticuerpos, los soldados pueden verlas con mayor claridad, y parecen mucho más sabrosas que antes, ahora que han sido opsonizadas. Incluso el sistema del complemento parece más agresivo que antes, cuando una vez más empieza a atacar a las víctimas y a abrir agujeros en ellas. Lo que durante días ha sido una desesperada y salvaje batalla se convierte enseguida en una matanza unilateral. Las bacterias patógenas no tienen con qué contrarrestar la táctica coordinada del sistema inmunitario. Paso a paso, son erradicadas y exterminadas sin piedad. En algún momento, la última bacteria aterrada es devorada por completo por el macrófago que antes estaba agotado. La batalla está ganada. Ahora, el susurro de las citoquinas de las células T disminuye poco a poco, y los macrófagos empiezan a sentirse cansados. Los soldados a su alrededor —en su mayoría los neutrófilos que han luchado con tanta valentía— empiezan a quitarse la vida. Su presencia ya no es necesaria y saben que causarían más perjuicio que beneficio si siguieran adelante. Los restos de sus cuerpos son limpiados por los macrófagos jóvenes que ocuparán su lugar como los nuevos guardianes del tejido. Su primer trabajo es ayudar a las células civiles a curar la herida, enviando mensajes de aliento que las motiven para la reconstrucción. La mayoría de las células T colaboradoras se unen al suicidio colectivo controlado, pero algunas permanecen en el antiguo lugar de la infección y se instalan allí para proteger el tejido de un futuro ataque. La inflamación da marcha atrás, y los vasos sanguíneos se contraen de nuevo, mientras que el exceso de líquido abandona el ya antiguo campo de batalla y es transportado a través de los vasos linfáticos. El tejido hinchado

se contrae y recupera poco a poco sus dimensiones anteriores. El tejido dañado vuelve a crecer, y las células civiles jóvenes ocupan el lugar de las caídas. La regeneración está en marcha. En la escala humana, pocos días después de tu desafortunado encuentro con el clavo oxidado, te despiertas y te notas el dedo mucho mejor. La hinchazón ha desaparecido, la herida está cerrada y no ha dejado más que una borrosa marca roja. Lo normal. Las heridas se curan sin mayor problema. Fuiste completamente inconsciente del drama al que tuvieron que enfrentarse tus células. Para ti, todo ese calvario ha sido una leve molestia, mientras que para millones de células fue una desesperada lucha a vida o muerte. Cumplieron su deber y dieron su vida para protegerte.

¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Cómo pudieron los refuerzos del sistema inmunitario adaptativo cambiar las tornas en el campo de batalla de manera tan profunda y decisiva que se logró eliminar a las bacterias? Y, aunque no deberías quejarte, desde luego, ¿por qué el sistema inmunitario se tomó su tiempo para llegar allí?

16 La mayor biblioteca del universo No fue casualidad que, al aparecer el sistema inmunitario adaptativo, la desesperada batalla se convirtiera en un brutal baño de sangre que asoló a las bacterias invasoras. Nunca tuvieron ninguna posibilidad, porque las células de refuerzo y los anticuerpos nacieron para combatirlas a ellas en concreto. En este momento, tu sistema inmunitario adaptativo tiene un arma específica contra todos los posibles enemigos del universo: para cada infección que haya existido en el pasado, para todas las que hay en el mundo ahora mismo y para cada una que pueda surgir en el futuro pero que ni siquiera existe todavía. En cierto modo, es la mayor biblioteca del universo. Un momento: ¿qué?, ¿cómo? y ¿por qué? Bueno, porque es necesario. Los microorganismos tienen una gran ventaja sobre nosotros, los gigantes de carne. Piensa en el esfuerzo que requiere hacer una sola copia de ti mismo y de tus miles de millones de células. Para reproducirte, primero necesitas encontrar a otro gigante de carne que te encuentre adorable. Después, debéis ejecutar una complicada danza que, con suerte, conduzca a la fusión de dos de vuestras células. Y después tenéis que esperar meses y meses mientras la célula fruto de la fusión se reproduce una y otra vez, hasta que se convierte en unos pocos miles de millones y es liberada al mundo como un ser humano, con suerte,

sano. Además, incluso entonces, sólo habrás producido un miniser humano que es bastante débil y necesita años de atención y cuidados hasta que deja de ser completamente dependiente. Pasan aún más años hasta que la descendencia puede repetir la danza y reproducirse de nuevo. Cualquier tipo de adaptación evolutiva a un nuevo problema es muy lenta, dados nuestros ineficientes métodos. Una bacteria consta de una célula. Y puede producir otra bacteria plenamente desarrollada en media hora, más o menos. Esto significa que las bacterias no sólo pueden reproducirse muchísimo más rápido que tú, sino también cambiar. Para una bacteria, no eres una persona, sino un ecosistema hostil que ejerce presión selectiva. Tu sistema inmunitario puede exterminar a miles y millones de ellas, pero, por pura casualidad, y de vez en cuando, habrá una que se adapte a tus defensas y se convierta en un patógeno: en un microorganismo que provoca enfermedades, como vimos en nuestra batalla. Peor aún, incluso en medio de una infección, el código genético de los invasores puede cambiar, lo cual hace que resulte más difícil matarlos. Las bacterias pueden ser muchas cosas, pero no débiles: las más peligrosas han desarrollado formas ingeniosas de evitar nuestras defensas a lo largo de los años y, si tienen la oportunidad, las mejorarán aún más. De modo que, contra los poderosos enemigos del mundo de los microorganismos, tú, la enorme montaña de células, no puedes depender sólo de tus defensas innatas. Por tanto, para sobrevivir a estos enemigos que cambian constantemente y se presentan en millones de variedades, necesitas algo que pueda adaptarse. Algo específico. Un arma para cada enemigo diferente. Y, por extraño que parezca, tu sistema inmunitario tiene exactamente eso. Pero esto parece imposible. ¿Cómo puede tu lento continente de carne adaptarse para crear defensas específicas para cada uno de los millones de microorganismos distintos y los millones más que ni siquiera existen todavía?

La respuesta es tan simple como desconcertante: tu sistema inmunitario no se adapta a los nuevos invasores, sino que ya lo había hecho cuando naciste. Tu sistema inmunitario incorpora por defecto cientos de millones de células inmunitarias distintas, unas pocas por cada posible amenaza que te puedas encontrar en este universo. Ahora mismo, tú tienes al menos una célula dentro de ti que es un arma específica contra la peste negra, cualquier variante de la gripe, el coronavirus y la primera bacteria patógena que surgirá en una ciudad de Marte dentro de cien años. Estás preparado para todos los microorganismos posibles en este universo. Lo que aprenderás ahora es tal vez el aspecto más sorprendente del sistema inmunitario. Nos llevará algunos capítulos, y no sólo conocerás principios alucinantes que te mantienen vivo, sino también cuáles son tus mejores células defensivas y cosas como los anticuerpos, de los que oímos hablar con bastante frecuencia en los medios, sobre todo a raíz del nuevo coronavirus.

17 Recetas para cocinar unos sabrosos receptores Para entender cómo las células inmunitarias adaptativas pueden identificar a todos los posibles enemigos del universo, volvamos a uno de nuestros capítulos anteriores, «El olor de los componentes básicos de la vida». Refresquemos un poco la memoria, porque los principios que vimos allí son fundamentales para comprender la parte siguiente. Como dijimos antes, todos los seres vivos de la Tierra se componen de las mismas partes básicas, pero principalmente de proteínas. Las proteínas pueden tener innumerables formas distintas, que te puedes imaginar como piezas de un rompecabezas tridimensional. Para identificar una bacteria y adherirse a ella, las células inmunitarias necesitan conectarse con las piezas de rompecabezas proteínicas de las bacterias. El sistema inmunitario innato puede reconocer algunas de las piezas proteínicas comunes que utilizan nuestros enemigos con los receptores especiales de los que hablamos antes, los receptores de tipo toll. Pero esto limita un poco el alcance del sistema inmunitario innato, ya que sólo puede reconocer las estructuras que encajan con los receptores de tipo toll. Nada más, y nada menos. Si bien los microorganismos no pueden evitar por completo el uso de algunas de esas proteínas comunes, aún poseen un gran conjunto de otras proteínas que pueden utilizar como material de construcción. En el lenguaje

de la inmunología, una parte de proteína reconocida por el sistema inmunitario se denomina «antígeno». Hay cientos de millones de posibles antígenos que el sistema inmunitario innato no reconoce y, por medio de las maravillas de la evolución, siempre se habrán creado nuevos en el futuro. El antígeno es una de esas ideas importantes que serán relevantes para el resto del libro, de modo que lo diremos una última vez, para que lo recuerdes más fácilmente: un antígeno es una parte de un enemigo que el sistema inmunitario puede reconocer . Existen cientos de millones de posibles antígenos, cientos de millones de posibles proteínas distintas. Para resolver este problema, el sistema inmunitario adaptativo tiene una solución ingeniosa. En tu cuerpo, en este momento, hay al menos una célula inmunitaria que posee un receptor capaz de identificar a uno de los muchos millones de antígenos distintos que pueden existir en el universo. Vamos a repetirlo: para cada antígeno que es posible en el universo, tienes ahora mismo en tu interior el potencial para reconocerlo . Piensa en ello por un instante. Es fácil pasar por alto este hecho sin llegar a experimentar el enorme asombro que en verdad genera. Qué táctica tan extraña, y más extraño aún es que funcione. Pero, a ver, un momento... Los receptores están hechos de proteínas y, como vimos antes, un gen es el código para construir una proteína. Si tienes cientos de millones de receptores distintos para cada posible forma de proteína en el universo, ¿tienes cientos de millones de genes sólo para los receptores de las células inmunitarias? Bueno, no. El genoma humano sólo tiene entre 20.000 y 25.000 genes. Un momento: si nuestro código genético es mucho menor, ¿cómo se puede obtener una variedad tan enorme de receptores? Y la cosa mejora: la mayoría de los 20.000 o 25.000 genes que codifican para las proteínas están haciendo otras cosas no relacionadas con el sistema inmunitario, como producir las proteínas que mantienen viva a la célula. Para generar la mayor biblioteca conocida en el universo, la

evolución le ha proporcionado al sistema inmunitario una pequeña cantidad de fragmentos de genes; ni siquiera son genes completos, sino sólo fragmentos. ¿Cómo es esto posible? La respuesta es que se da una mezcla y combinación deliberada de esos fragmentos para crear una asombrosa diversidad. Intentemos comprender cómo es esto posible. Imagínate que eres el cocinero de la cena de gala más fantástica del universo. Hay unos cientos de millones de posibles invitados, sumamente quisquillosos e insufribles. Cada uno de ellos requiere una única receta específica para su cena. Si no lo haces así, se enfadan e intentan matarte. Y, para ponerlo más difícil, no sabes de antemano qué invitados acudirán a la cena. Por tanto, tienes que ser creativo. Miras en tu cocina y encuentras sólo 83 ingredientes distintos en total, divididos en tres categorías: verduras, carne (también pescado) y carbohidratos. Si esto te confunde un poco, piensa que los ingredientes representan segmentos de genes. Pero, de todas formas, decides empezar a mezclar ingredientes para hacer diferentes recetas. Para empezar, tienes cincuenta verduras diferentes: tomates, calabacines, cebollas, pimientos, zanahorias, berenjenas, brócoli, etc. Eliges uno. Después, pasas a la carne, lo que es bastante sencillo, porque sólo hay seis opciones: ternera, cerdo, pollo, cordero, atún o cangrejo. Te decides por una de ellas. Y, por último, seleccionas un carbohidrato de 27 posibilidades distintas: arroz, espaguetis, patatas fritas o asadas, pan, etc. Con tres categorías distintas y varias opciones de cada una, te salen recetas como éstas, por ejemplo: Tomate, pollo, arroz Tomate, pollo, patatas fritas Calabacín, ternera, espaguetis Calabacín, pollo, espaguetis Calabacín, cordero, espaguetis Cebolla, cerdo, patata asada

Cebolla, atún, patatas fritas Cebolla, cerdo, patatas fritas Etcétera Y así sucesivamente. Ya captas la idea. A partir de sólo 83 ingredientes distintos, combinándolos en todas las variaciones posibles, obtendrás 8.262 recetas para el plato principal. Son muchas, pero no las suficientes para que cada posible invitado que pueda presentarse tenga la suya propia. Por tanto, decides añadir un postre. Haces lo mismo de nuevo, esta vez con menos ingredientes, pero se aplica el mismo principio: Chocolate, canela, cerezas Caramelo, canela, cerezas Malvavisco, nuez moscada, fresas Etcétera Y así sucesivamente hasta obtener otros 433 postres combinando distintos dulces y especias. Puedes combinarlos al azar con los platos principales para obtener aún más variedad. Así, al multiplicar 8.262 platos por 433 postres, tendrás 3.577.446 combinaciones únicas para la cena de tus invitados. Ahora que tienes millones de platos, decides liarte la manta a la cabeza y utilizarlos como base para la cena de gala, y añades o restas partes de los ingredientes al azar. Por ejemplo, para algunas recetas cortas sólo media cebolla, mientras que en otras añades un tomate. Cada acción posible hace que la cantidad de posibles platos distintos se dispare. Una de las recetas finales podría quedar así: tomate, pollo, arroz, media cebolla, como entrante; malvavisco, pimiento, fresas y un cuarto de plátano, como postre. Después de un largo día cocinando y combinando o restando ingredientes al azar, obtienes al menos miles de millones de platos distintos, suficiente para esos cien millones de posibles invitados a la cena. La mayoría tiene un sabor extraño, pero el objetivo era conseguir la variedad para tus complicados invitados, no que todos sepan bien.

En principio, esto es lo que hacen las células inmunitarias adaptativas con los fragmentos de genes. Toman segmentos de genes y los combinan al azar, luego vuelven a hacer lo mismo y después restan o añaden aleatoriamente, para crear miles de millones de receptores distintos. Tienen tres grupos diferentes de fragmentos de genes. Eligen uno al azar de cada grupo, y después los mezclan. Éste es el plato principal. Después vuelven a hacerlo, pero con menos fragmentos, para el postre. Y, cuando han terminado, añaden o restan partes al azar. Así, las células inmunitarias adaptativas crean al menos cientos de millones de receptores únicos. Cada uno de ellos encaja con un posible invitado a la cena, que en este caso es un antígeno de un microorganismo que podría invadir el cuerpo. De modo que, a través de la recombinación controlada, el sistema inmunitario está preparado para cada posible antígeno que un enemigo pudiera producir. Pero hay una trampa: esta ingeniosa forma de crear esa asombrosa variedad hace que las células inmunitarias adaptativas sean críticamente peligrosas para ti. Porque ¿qué les impide desarrollar receptores capaces de reconocer el yo , partes de tu propio cuerpo? Bueno, se lo impide su educación. Así que, por fin, hablaremos de tu órgano más importante de entre aquellos de los que nunca has oído hablar.

18 El timo: la Universidad de la Muerte Ir a la escuela o la universidad puede ser bastante desagradable y molesto. Hay horarios, exámenes y presión para rendir bien; hay todo tipo de gente, y hay que madrugar cada día. Y todo esto mientras te transformas y dejas de ser un adolescente —la peor etapa del ciclo vital humano— para convertirte en, idealmente, un ser humano funcional. Pero la escuela humana es inofensiva, irrisoria, incluso, en comparación con la universidad donde deben titularse las células inmunitarias adaptativas: el «timo», la Universidad de la Muerte. El timo es absolutamente crucial para tu supervivencia y, en cierto modo, será lo que decida a qué edad morirás, por lo que quizá pienses que es tan conocido como el hígado, los pulmones o el corazón. Pero, curiosamente, la mayoría de la gente ni siquiera sabe que tiene este órgano. Tal vez porque es bastante feo. El timo es una aburrida y poco atractiva colección de tejidos cuyo aspecto recuerda a dos pechugas de pollo caducadas y abultadas cosidas entre sí. A pesar de su fealdad, es una de las universidades para células inmunitarias más importantes (otra es la médula ósea para las células B, por ejemplo, pero las vamos a ignorar aquí, pues tendrán su propio capítulo más adelante). Algunas de las células inmunitarias adaptativas más eficaces y fundamentales se educan y se entrenan aquí: las células T . 1

Tuvimos un breve encuentro con las células T en el campo de batalla, cuando llegaron corriendo para cambiar las tornas, aunque ni siquiera hemos empezado a descubrir todas sus cualidades. Las células T (también llamadas linfocitos T) hacen varias cosas, desde organizar a otras células inmunitarias hasta servir de superarmas contra los virus y matar las células cancerosas. Abundaremos en esta célula asombrosa y en todas las cosas alucinantes que hace más adelante; por ahora, recuerda sólo que, sin las células T, estarías muerto: son tal vez las células inmunitarias adaptativas más importantes que tienes. Sin embargo, antes de poder luchar por ti, deben aprobar el plan de estudios del timo, terriblemente peligroso. Suspender un examen aquí no significa unas malas notas. Suspender aquí significa la muerte. Sólo los mejores estudiantes evitan correr esa suerte. Como dijimos en el capítulo anterior: el sistema inmunitario adaptativo mezcla segmentos de genes para producir una asombrosa variedad de receptores distintos, que pueden encajar con todas las proteínas posibles —denominadas antígenos, en este contexto— del universo. Esto significa que cada célula T nace con UN tipo específico de receptor, que puede reconocer UN antígeno concreto. Pero existe una falla vital: con tantos receptores distintos, sin duda habrá una gran cantidad de células T con receptores que puedan encajar con proteínas de tus propias células. Esto no es un peligro teórico, sino la causa de una serie de enfermedades muy reales y muy graves que millones de personas padecen en este momento, llamadas enfermedades autoinmunitarias. Por ejemplo, digamos que el receptor de una célula T encaja con una proteína en la superficie de una célula cutánea: no entendería que se está conectando con una amiga. Simplemente intentaría matarla. O peor aún: como hay bastantes células cutáneas en el cuerpo humano, pensaría que se está produciendo un gran ataque con enemigos en todos los frentes, y alertaría al resto del sistema inmunitario para que activara su modo de

ataque y causara inflamación y toda clase de tumultos. Aunque eso ya es bastante malo, también podría afectar a las células del corazón o las neuronas, lo que provocaría enfermedades aún más peligrosas. Como dato, al menos el 7 por ciento de los estadounidenses padece enfermedades autoinmunitarias, pero aprenderemos más sobre ellas después. Ahora, en pocas palabras, diremos sólo que si tienes una enfermedad autoinmunitaria significa que el sistema inmunitario adaptativo piensa que tus propias células son enemigos, que son otro . No es exagerado decir que este peligro resulta crítico para tu supervivencia. Como te puedes figurar, el organismo se toma este problema muy en serio, así que se le ocurrió crear la Universidad de la Muerte del timo para atajarlo. Una vez que nace una nueva y joven célula T, viaja a la universidad y empieza su formación, que consta de tres pasos, o, mejor dicho, tres pruebas. La primera prueba tiene por objeto asegurar que las células T tengan la capacidad de producir receptores que funcionen. Si ésta fuese una universidad normal, los profesores comprobarían que todos los estudiantes llevasen consigo un cuaderno y el material de lectura necesario; pero aquí no los mandan a casa si se les ha olvidado algo, sino que les pegan un tiro cara a cara. 2 Las células T que superan la primera prueba tienen receptores funcionales. ¡Buen trabajo hasta ahora! La segunda prueba se llama «selección positiva». En ella, las células profesoras comprueban si las células T saben identificar los receptores de las células con las que tendrán que trabajar. Imagínate esta parte como si el profesor comprobara si los bolígrafos de los alumnos tienen tinta, y si sus cuadernos de ejercicios están en buen estado. Una vez más, la muerte es el castigo por no superar la segunda prueba. Tras superar los dos primeros obstáculos, a nuestras células T estudiantes les espera la última y más importante prueba: la llamada «selección

negativa». Y tal vez sea la más difícil de todas. El examen final estriba, simplemente, en una pregunta: ¿puede la célula T reconocer el yo ? Es decir, ¿puede su receptor encajar con las principales proteínas del interior del cuerpo?, ¿con las proteínas que hacen que tú seas tú? La única respuesta aceptable es: «No, en absoluto». Entonces, en el examen final, las células T se presentan con todo tipo de combinaciones de proteínas que utilizan las células del cuerpo. Este proceso es, por cierto, bastante fascinante: las células profesoras del timo que realizan los exámenes tienen permiso para producir todo tipo de proteínas especiales que, por lo general, sólo se producen en órganos como el corazón, el páncreas o el hígado, y también hormonas, como la insulina, por ejemplo. Así es como pueden mostrarles a las células T todo tipo de proteínas señaladas como propias. Si una célula T puede reconocer a cualquiera de estas autoproteínas, la expulsan, y acto seguido le disparan en la cabeza. 3 En total, 98 de cada 100 estudiantes que ingresan en la universidad no sobrevivirán al entrenamiento y serán asesinados antes de titularse. Entre diez y veinte millones de células T, aproximadamente, abandonarán hoy tu timo. Representan el 2 por ciento de los supervivientes que han aprobado. Estos supervivientes son tan diversos que al final tienes al menos una célula T que puede reconocer a todos los posibles enemigos que el universo podría lanzarte. 4 Lamentablemente, tu Universidad de la Muerte ya está en proceso de cierre. El timo empieza a encogerse y marchitarse cuando eres un niño pequeño, un proceso que se acelera una vez alcanzada la pubertad. Cada año que vives, más y más células del timo se convierten en células adiposas, o simplemente en tejido sin valor. Esa universidad cierra, y cada vez empeoran más sus departamentos a medida que envejeces, hasta que, en torno a los ochenta y cinco años, la universidad de las células T cierra sus puertas para siempre, lo cual es bastante terrible, si te gusta la idea de estar

vivo y sano. Hay otros lugares donde las células T se pueden educar, pero, en su mayor parte, y a partir de este punto, el sistema inmunitario tiene más limitaciones que antes. Esto se debe a que, una vez que desaparece tu timo, debes arreglártelas con las células T que hayas entrenado hasta ese momento. La ausencia de la universidad de las células inmunitarias es una de las razones más importantes por las que las personas mayores son mucho más débiles y susceptibles a las enfermedades infecciosas y al cáncer que otras más jóvenes. ¿Por qué es así? Bueno, el problema es que la naturaleza no se preocupa mucho por nosotros una vez que dejamos de tener bebés, por lo que no existe una verdadera presión evolutiva para mantenernos vivos en la vejez. 5 Bien. En los dos últimos capítulos aprendimos que nuestro sistema inmunitario adaptativo posee la mayor biblioteca del universo. Aprendimos que, tras nacer, las células T reorganizan algunos fragmentos de genes seleccionados para crear miles de millones de receptores distintos (cada célula T lleva un solo tipo de receptor). Y que, en total, todas estas células T diferentes, cada una con su propio receptor único, pueden reconocer todos los posibles antígenos del universo. Para asegurar que tus células inmunitarias adaptativas no reconozcan y ataquen por accidente a tu propio cuerpo, estas células T deben someterse a un entrenamiento riguroso, del que sólo sobrevive una muy pequeña minoría. Pero, al final, obtienes algunas células inmunitarias por cada posible enemigo que pueda infectarte. De acuerdo, todo esto suena genial, pero, por supuesto, como ocurre con todo en la vida, existen otros problemillas.

19 Información en bandeja de plata: la presentación de antígeno Como vimos en la infección simple del dedo del pie, tener sólo unas pocas células inmunitarias no resulta muy útil en una invasión total. Necesitas cientos de miles, si no millones, de células inmunitarias para combatir con eficacia a un enemigo fuerte. Y aunque el sistema inmunitario adaptativo tiene miles de millones de células distintas, cada una con un receptor para cada posible enemigo, sólo tiene entre diez y doce células con cada receptor único. Es lógico, si lo piensas. Si tuvieses millones de células para cada uno de los cientos de millones de posibles patógenos distintos, estarías compuesto por miles de billones de células inmunitarias, y nada más. Por un lado, es probable que nunca enfermaras, porque estarías muy bien preparado. Pero, de nuevo, serías un charco viscoso. Sobrevivir uno solo es aburrido, así que la naturaleza encontró una manera mucho mejor y sumamente elegante de resolver esta contrariedad. Cuando se produce una infección, el sistema inmunitario determina qué defensa específica se necesita y en qué cantidad. El sistema inmunitario adaptativo trabaja con el sistema inmunitario innato a fin de buscar a las pocas células que poseen los receptores adecuados para esa invasión

concreta, localizarlas entre los miles de millones de las demás células del enorme cuerpo y, después, producir rápidamente más de ellas. Este método no sólo permite que te las arregles con unas pocas células para cada posible enemigo, además se asegura de que el sistema inmunitario no produzca armas en exceso ni desperdicie recursos, lo cual es bueno, porque el sistema inmunitario ya consume bastante energía tal y como es. ¿Cómo lo hace? Preparando una «presentación». El sistema inmunitario adaptativo no toma ninguna decisión importante respecto a quién hay que combatir y cuándo es el momento de activarse: este trabajo corresponde al sistema inmunitario innato, y es aquí donde interviene la célula dendrítica, esa célula grande y de aspecto extraño, con tentáculos como los pulpos, que va recogiendo muestras. Cuando se produce una infección, se cubre a sí misma con una selección de los antígenos del enemigo e intenta encontrar una célula T colaboradora capaz de reconocer a uno de los antígenos con sus receptores específicos. Y ésta es exactamente la razón por la que la célula dendrítica es tan importante. Sin las células dendríticas, no habría una segunda línea de defensa, ni habrían cambiado las tornas en la escena de la batalla provocada por tu infección del dedo del pie. 1 Durante las primeras horas de una infección, la célula dendrítica toma muestras del campo de batalla y recopila información sobre el enemigo, lo cual es una forma bonita de decir que se traga a los enemigos y los descompone en sus partes, o antígenos. La célula dendrítica es una «célula presentadora de antígeno», lo cual, si lo hicieras tú, sería una forma enrevesada de decir que te «cubres con las tripas de tus enemigos». Las células dendríticas, literalmente, desmontan los patógenos en trozos del tamaño de un antígeno, y los empaquetan en unos artilugios especiales de sus membranas. En la escala humana, esto significaría matar a un soldado enemigo y después cubrirse con pedazos de sus músculos, órganos y huesos

para que otros puedan analizarlos. Es una salvajada, pero, para las células, resulta bastante eficiente, y es lo que hacen en un día de trabajo corriente. Cubierta de tripas, la célula dendrítica viaja después a través del sistema linfático para «presentarlas» al sistema inmunitario adaptativo o, para ser más exactos, a las células T colaboradoras. Todas las células presentadoras de antígeno tienen una cosa en común, una molécula muy especial, tan importante como los receptores de tipo toll, por lo cual merece que hablemos de ella, aunque reciba uno de esos pésimos nombres de la inmunología: «complejo mayor de histocompatibilidad de clase II», o, para abreviar, «CMH de clase II», que es un poco mejor, pero no mucho. Te puedes imaginar el receptor CMH de clase II como un panecillo para perritos calientes, que se puede rellenar con una sabrosa salchicha. En este símil, la salchicha es el antígeno. El panecillo —la molécula CMH— es muy importante, porque representa otro mecanismo de seguridad, otra capa de control. Como comentamos brevemente antes, y desarrollaremos en los capítulos siguientes, las células del sistema inmunitario adaptativo son muy eficaces. Se debe evitar a toda costa que sean activadas de forma accidental, por lo que deben cumplirse algunos requisitos especiales antes de que se activen. Uno de ellos es el receptor del CMH de clase II, el panecillo para perritos calientes. Las células T colaboradoras pueden reconocer un antígeno sólo si se le presenta en una molécula CMH de clase II. Dicho en otras palabras, sólo comen salchichas si van dentro de panecillos. Piensa en las células T colaboradoras como si fuesen quisquillosas con la comida: JAMÁS se les ocurriría tocar y comerse una salchicha que flota sola. No, señor: ¡eso sería repugnante! Las células T colaboradoras sólo considerarían comerse una salchicha si se le presenta correctamente, en un panecillo.

Esto asegura que las células T colaboradoras no puedan activarse por accidente al recoger antígenos que flotan libremente en la sangre o en la linfa. Se les debe presentar un antígeno dispuesto en una CMH de clase II de una célula presentadora de antígeno. Sólo de esta manera puede la célula T colaboradora confirmar que existe un peligro real y que debe activarse. De acuerdo, esto es bastante raro, y no pasa nada si aún te parece antiintuitivo. Hagámoslo de nuevo, pero, esta vez, vamos a seguir a una de las células dendríticas de nuestra historia del clavo oxidado para ver cómo funciona este proceso. Entonces, de vuelta en nuestro campo de batalla, donde los soldados libran una épica batalla, las células dendríticas se tragan una muestra transversal de todo lo que flota a su alrededor, incluidos los enemigos. Si agarran a una bacteria, la descomponen en trozos pequeños, en antígenos (las salchichas), y las colocan en moléculas CMH de clase II (los panecillos) que cubren su exterior. La célula está ahora cubierta de pequeñas partes de los enemigos muertos y detritos del lugar de la infección. Después, la célula dendrítica se abre paso, a través del sistema linfático, hasta el ganglio linfático más cercano para buscar a una célula T colaboradora. ¿Recuerdas que en las megaciudades de los ganglios linfáticos existen zonas especiales para citas? Eran esos lugares de reunión para que las células dendríticas procedentes de los campos de batalla y las células T colaboradoras que viajan por el cuerpo encuentren el amor. Bien, acudamos a uno de estos puntos de encuentro. Nuestra célula dendrítica, cubierta de antígenos (salchichas) que se encuentran en moléculas CMH de clase II (panecillos), va de célula T en célula T frotando su cuerpo cubierto de antígenos contra ellas, para ver si eso produce alguna reacción. Cuando una célula T colaboradora tiene el receptor correcto, con la forma que reconoce el antígeno en la molécula

CMH de clase II, se conectará con ella, como hacen dos piezas de rompecabezas que encajan a la perfección, con un fuerte clic. Éste es un momento muy emocionante. ¡La célula dendrítica ha logrado encontrar a la célula T colaboradora adecuada entre miles de millones! Pero esto sigue sin ser suficiente para activar a la célula T colaboradora. Es necesaria una segunda señal, transmitida por otro conjunto de receptores de ambas células. Esta segunda señal es como un suave beso de la célula dendrítica, si lo prefieres. Es otra señal de confirmación que, de nuevo, transmite inequívocamente: «¡Esto es de verdad, es correcto que te actives!». ¿Por qué es tan importante que mencionemos esto aquí? Éste es otro mecanismo de seguridad que evita que las células T colaboradoras se activen por accidente. Sólo cuando una célula dendrítica, que aquí representa al sistema inmunitario innato, es activada por un peligro real, debe activarse el sistema inmunitario adaptativo, representado aquí por la célula T colaboradora. Resumamos esto una última vez, porque es muy importante y difícil: para activar tu sistema inmunitario adaptativo, una célula dendrítica tiene que matar enemigos y descomponerlos en pedazos llamados antígenos, que te puedes imaginar como salchichas. Estos antígenos son colocados en moléculas especiales, llamadas CMH de clase II, que te puedes imaginar como panecillos para perritos calientes. En el otro lado, las células T colaboradoras reorganizan los segmentos de genes para crear un único receptor específico que puede conectarse con un determinado antígeno (una salchicha concreta). La célula dendrítica busca a la célula T colaboradora adecuada que pueda unir su receptor específico al antígeno. Y, si se encuentra una célula T coincidente, las dos células se entrelazan. Pero después es necesaria una segunda señal —como un suave y alentador beso en la mejilla—, que le diga a la célula T que todo es correcto y que la

señal del antígeno presentado es real. Y sólo entonces se activa una célula T colaboradora. Uf, caray. ¿Es demasiado complicado? ¿Es realmente necesaria esta danza tan compleja? ¿Por qué todos esos pasos adicionales? Bueno, por repetirlo de nuevo: el sistema inmunitario adaptativo consume tantos recursos y es tan eficaz y tan francamente peligroso para ti mismo que el sistema inmunitario quiere tener la absoluta seguridad de que no se activará por accidente. Por supuesto, el sistema inmunitario no quiere nada, porque no es consciente; probablemente se trate más bien de que aquellos animales cuyo sistema inmunitario adaptativo se activaba con mayor facilidad no sobrevivieron. Hay otro aspecto interesante sobre la activación del sistema inmunitario adaptativo. En cierto sentido, lo que ocurre aquí es que la información sobre una infección es transmitida desde el sistema inmunitario innato al sistema inmunitario adaptativo. Antes nos hemos referido a la célula dendrítica como un portador de información viviente. Al muestrear el campo de batalla y recoger esas muestras en sus receptores, las células dendríticas se convierten en instantáneas vivientes de un campo de batalla en un determinado momento. Una vez que se marcha, deja de tomar muestras y se bloquea. Después de llegar a un ganglio linfático, la célula dendrítica dispone de alrededor de una semana para encontrar a una célula T que activar antes de que se agote su temporizador interno y se mate, como hacen muchas células inmunitarias. Cuando lo hace, borra del cuerpo la información antigua del campo de batalla. Este borrado de información es otro mecanismo que emplea el sistema inmunitario para regularse a sí mismo. En cierto sentido, la célula dendrítica es como un repartidor de periódicos que le lleva las noticias de última hora al sistema inmunitario adaptativo.

Al enviar estas instantáneas o periódicos recientes cada pocas horas y finalmente eliminarlas, el sistema inmunitario recopila y proporciona constantes novedades sobre el campo de batalla. Al borrarlas a menudo, se asegura de no trabajar con información antigua. El periódico de hoy, con las noticias de última hora, puede contener información útil, mientras que el de ayer es papel de desecho, que sólo sirve para envolver pescado. A medida que la infección remite, dejan de enviarse instantáneas de las células dendríticas al sistema inmunitario adaptativo, los conjuntos de información antiguos mueren y no se activan más células T. Éste es un principio fundamental que nos encontraremos una y otra vez: el sistema inmunitario necesita ser estimulado de forma constante para mantenerse activo y, al enviar noticias vivas desde el campo de batalla, que al cabo de un tiempo son borradas de forma automática, puede responder con el vigor estrictamente necesario. Antes de continuar, he aquí un dato interesante: los genes responsables de las moléculas CMH son los más diversos del acervo génico humano, lo que da lugar a una inmensa variedad de moléculas CMH entre las personas. De todas las cosas que son diferentes entre los seres humanos, ¿por qué las moléculas del CMH son tan específicas de cada persona? Pues bien, los diferentes tipos de CMH pueden ser mejores o peores para presentar antígenos de diferentes enemigos; es decir, que un tipo podría ser especialmente bueno para presentar un antígeno de virus concreto, mientras que otro podría ser excelente para presentar un antígeno de bacteria. Para los seres humanos, como especie, esto es sumamente beneficioso, porque hace muy difícil que un solo patógeno nos erradique. Por ejemplo, cuando la peste negra asoló Europa en la época medieval, había personas cuyas moléculas CMH de clase II eran intrínsecamente muy buenas para presentar los antígenos de la bacteria Yersinia pestis , causante de la peste. Tenían una mayor probabilidad de sobrevivir a la enfermedad y de asegurar que sobreviviera la especie humana.

Esto es tan increíblemente crucial para nuestra supervivencia colectiva que la evolución pudo haberlo convertido en un factor contribuyente de la selección sexual. En palabras humanas: encuentras más atractivas a las posibles parejas cuyas moléculas CMH son distintas a las tuyas. A ver, un momento: ¿qué?, ¿y cómo podrías saberlo? Bueno, puedes, literalmente, oler la diferencia. La forma de las moléculas CMH influye en una serie de moléculas especiales secretadas por el cuerpo, que captamos inconscientemente en el olor corporal de otras personas; por tanto, transmites qué tipo de sistema inmunitario tienes a través de tu olor personal. En alemán hay incluso el dicho popular «Jemanden gut riechen können », que se traduce literalmente como «ser capaz de oler muy bien a alguien», lo cual significa que alguien te gusta en un nivel intuitivo. ¡Esto del olor es de verdad! Aparte del nivel intuitivo, que quizá te parezca acertado, una gran cantidad de estudios han revelado que todo tipo de animales — incluidos los seres humanos— prefieren el olor de las parejas con moléculas CMH diferentes de las suyas. Simplemente descubrimos que, si una posible pareja tiene un sistema inmunitario distinto, huele más sexi. Esta atracción adicional también es un mecanismo que evita la endogamia, al hacer que el olor de tus hermanos biológicos no te resulte sexualmente atractivo y reducir la probabilidad de que parientes cercanos inicien una relación entre sí. Parece lógico: al combinar genes que crean un sistema inmunitario diverso, la probabilidad de engendrar una descendencia sana aumenta en gran medida. Así que, la próxima vez que abraces a tu pareja, ten presente que su sistema inmunitario es probablemente una de las razones por las que te parece atractiva. Teniendo en cuenta todo esto, es hora de ver por fin las superarmas del sistema inmunitario en acción.

20 El despertar del sistema inmunitario adaptativo: las células T El despertar del sistema inmunitario adaptativo comienza, por lo general, en los puntos de encuentro de los ganglios linfáticos, donde las células dendríticas, cubiertas de panecillos rellenos de antígenos, tratan de encontrar a las células T adecuadas. Las células T tienen un conjunto de funciones mucho más variado que los macrófagos o los neutrófilos, a los que conocimos anteriormente un poco más a fondo. Por un lado, hay múltiples clases de células T: colaboradoras, citotóxicas (o asesinas) y reguladoras, cada una de las cuales puede especializarse todavía en más subclases para cada tipo posible de infección. 1 Si observases una célula T, no te impresionaría demasiado. Son de tamaño mediano, y no parecen tener nada especial. Sin embargo, son absolutamente indispensables para tu supervivencia. Las personas que no tienen suficientes células T, debido a un defecto genético, a la quimioterapia o a una enfermedad como el sida, tienen una probabilidad muy alta de morir a causa de infecciones y cánceres. Por desgracia, a menudo no se puede salvar la vida de los pacientes sin células T, ni siquiera con lo mejor que puede ofrecer nuestra medicina moderna. Porque, como vamos a aprender enseguida, las células T son las coordinadoras del sistema inmunitario. Ellas organizan a las demás y activan directamente tus armas más pesadas.

Las células T son viajeras que empiezan su vida en la médula ósea, donde combinan los fragmentos de genes que crean sus receptores exclusivos, y después visitan la Universidad de la Muerte del timo para educarse. Si las células T sobreviven a su entrenamiento, se desplazan a través de la red de las megaciudades linfáticas en busca del antígeno correcto, para conseguir así el alentador «beso» de una célula dendrítica para activarse. Tal vez te siga pareciendo una locura que este principio funcione de verdad. Al fin y al cabo, ¿qué probabilidad hay de que una célula dendrítica, que porta un antígeno concreto, encuentre a la célula T correcta con el receptor correspondiente para un enemigo específico? ¿Qué probabilidad hay de elegir una pieza de rompecabezas al azar, de entre millones de ellas, y encontrar a la única célula entre miles de millones que contiene la pieza que encaja perfectamente con ella? Bien, para empezar, no es una sola célula dendrítica: en una infección, ese viaje lo harán al menos decenas. Además, el sistema se sirve de los desplazamientos rápidos. Las células T atraviesan la totalidad de la superautopista linfática una vez al día. Imagina lo que supondría esto en la escala humana. Deberías ir conduciendo desde Nueva York hasta Los Ángeles todos los días, deteniéndote en cientos de ciudades y por el camino para preguntar si alguien te está buscando a ti, en concreto. Esto es lo que hacen las células T, y, por tanto, tienen una alta probabilidad de encontrar a la célula dendrítica correcta con el antígeno correspondiente para sus receptores. Cuando se produce ese encuentro, la célula T se activa, y entonces se desata el infierno.

Por ahora, sólo hablaremos de la célula T colaboradora para no complicar las cosas, pero conoceremos mucho más a fondo las otras clases

de células T más adelante. Ya hemos hablado de la célula T colaboradora, pero ahora vamos a obtener una imagen más completa de ella. Pensemos de nuevo en nuestra infección. Más o menos un día después de que la célula dendrítica abandonara el campo de batalla, millones de neutrófilos y macrófagos luchan y mueren dramáticamente. En este momento, es posible que sólo haya una célula T colaboradora activada en uno de tus ganglios linfáticos. Éste es el estado del sistema inmunitario adaptativo, y de algún modo ahora tiene que tomar el control de la situación. La célula T colaboradora no puede quedarse sola si quiere ayudar a combatir la infección, por lo que su primer trabajo es hacer más copias de sí misma. Lo que describiremos de manera bastante coloquial en los dos capítulos siguientes se llama «teoría de la selección clonal». Su descubrimiento ganó un Premio Nobel y es uno de los principios fundamentales del funcionamiento del sistema inmunitario. En esencia, la teoría es la siguiente... La célula T activada deja atrás a la célula dendrítica que la activó, y vaga hacia otra parte distinta de la ciudad del ganglio linfático, donde comienza el proceso de clonación. Se divide una y otra vez, reproduciéndose tan rápido como puede. Una célula T colaboradora activada se convierte en dos; dos células, en cuatro; cuatro, en ocho, y así sucesivamente. Al cabo de unas horas, hay miles de ellas (y debido a que cada uno de los clones tiene el mismo receptor único que la primera célula T colaboradora que se activó, el sistema inmunitario tiene ahora miles de células con dicho receptor único que encaja exactamente con el enemigo).

Este crecimiento es tan rápido que todas las nuevas células T colaboradoras empiezan a agolparse en la sección de la megaciudad del

ganglio linfático. Una vez que han hecho suficientes clones, las células se dividen en dos grupos: ahora vamos a seguir al primero. Necesitan un momento para orientarse y aspirar a fondo el olor de las citoquinas y las señales de alarma transportadas por la linfa al ganglio linfático, y después siguen el rastro químico hasta el campo de batalla lo más rápido que pueden. Entre cinco y siete días después de sufrir la herida, más o menos, las células T colaboradoras llegan al lugar de la infección, donde actúan como comandantes locales. Sin embargo, las células T colaboradoras no luchan activamente por sí mismas, sino que aumentan en gran medida la capacidad combativa de las células de defensa locales, en especial la de los pesos pesados. Por un lado, liberan citoquinas importantes que tienen varias funciones, desde pedir más refuerzos hasta aumentar la inflamación. Pero las células T colaboradoras también contribuyen de modo más directo a la batalla mejorando la capacidad combativa de los soldados. Ya hemos visto lo que hicieron antes: con un susurro a los rinocerontes negros, los hicieron lanzarse a un salvaje frenesí luchador, un estado iracundo que el macrófago sólo puede alcanzar con la ayuda de las células T colaboradoras. Tiene lógica, si lo piensas bien: los macrófagos son unos monstruos poderosos y peligrosos, y la decisión de desatar por completo su fuerza debe ser fruto de una cuidadosa consideración. Si se lanzaran a un salvaje frenesí luchador cada vez que aparecieran unas pocas bacterias, podrían causar un grave daño al cuerpo. Sin embargo, si las células T colaboradoras les ordenan que se enfaden mucho, significa que la infección es tan grave que ha despertado al sistema inmunitario adaptativo, y esto permite que el sistema inmunitario innato desate todo su potencial. Por tanto, las células T colaboradoras presentes como comandantes en el lugar de la infección sirven para intensificar la fuerza intrínseca del sistema inmunitario para vencer a los enemigos más duros.

Las células T colaboradoras no sólo activan el modo asesino de los macrófagos. Una vez que se desata ese frenesí luchador, son necesarias para mantenerlos con vida. Las células T colaboradoras controlan el campo de batalla, y, mientras perciban el peligro, estarán estimuladas y sabrán que la lucha sigue siendo necesaria. Los macrófagos que luchan frenéticamente tienen un temporizador, y se matarán a sí mismos cuando el tiempo se acabe. Éste es otro de los mecanismos de seguridad para garantizar que el sistema inmunitario tenga ciertos límites. Las células T colaboradoras pueden restablecer este temporizador para el suicidio de los macrófagos una y otra vez. De modo que, mientras haya peligro, les dicen a los agotados guerreros que sigan adelante, volviendo a estimularlos una y otra vez. Hasta que deciden dejar de hacerlo. Una vez que las células T colaboradoras notan que el sistema inmunitario está ganando claramente la batalla, se detienen, y así, poco a poco, cada vez más soldados cansados acaban con sus propias vidas. Las células T colaboradoras no sólo aumentan la violencia, sino que también determinan cuándo es suficiente y cuándo deben calmarse todos. Cuando se ha ganado la batalla, lo último que hacen la mayoría de las células T colaboradoras en el campo de batalla es suicidarse, uniéndose a la autodestrucción de casi todos los soldados, para proteger al cuerpo de sí mismos. Pero no todas lo hacen. Algunas células T colaboradoras se convierten en células T de memoria . Siempre que te digan que eres inmune a una enfermedad, esto es lo que significa: que tienes células de memoria vivientes que recuerdan a un enemigo concreto. Y ese enemigo podría regresar, así que se quedan por ahí y se convierten en eficaces guardianes. Las células de memoria pueden identificar a un enemigo conocido mucho más rápido que el sistema inmunitario innato. En caso de otra infección, esto hace innecesario el largo viaje de la célula dendrítica al ganglio linfático, ya que estas células T de memoria pueden activarse de inmediato y pedir refuerzos pesados.

Esta reacción de memoria es tan rápida y despiadadamente eficaz que la mayoría de los patógenos sólo tienen una oportunidad de infectarte, porque el sistema inmunitario adaptativo los reconocen y los recuerdan. Como las células de memoria tienen su propio capítulo más adelante, no hablaremos más de ellas por el momento. La importancia de la célula T colaboradora no acaba aquí, ni mucho menos. Recuerda: hemos seguido a un solo grupo desde el ganglio linfático hasta el campo de batalla. Había un segundo grupo que se quedó, y lo que están a punto de hacer quizá sea más importante aún: activar algunas de las armas inmunitarias más eficientes que tienes a tu disposición. Se trata de las poderosas células B , tus fábricas de armas vivientes.

21 Fábricas de armas y rifles de francotirador: las células B y los anticuerpos Las células B son unos tipos grandes, con aspecto de pegote, que comparten algunas características y propiedades con las células T, en concreto, que se originan en la médula ósea y que deben someterse a la misma educación despiadada y mortal, sólo que no en el timo, sino directamente en la médula ósea. 1 Al igual que sus células T compañeras, todas las células B poseen, en conjunto, al menos entre cientos de millones y miles de millones de receptores distintos para millones de antígenos diferentes. Y, al igual que las células T, cada célula B tiene un receptor específico capaz de reconocer un antígeno concreto. Lo que hace a las células B tan especiales y peligrosas para amigos y enemigos es que producen el arma más potente y especializada que el sistema inmunitario tiene a su disposición: los anticuerpos. Los anticuerpos son una cosa rara y bastante compleja y fascinante, de modo que aquí los pasaremos por alto y los trataremos con el detalle que merecen un poco más adelante, pero, en resumen, los anticuerpos son básicamente receptores de células B. Los anticuerpos en sí mismos son parecidos a unos rifles de francotirador con forma de cangrejo, ya que han sido fabricados contra un

antígeno específico y, por tanto, contra un enemigo concreto, de modo que, en sentido metafórico, disparan por sorpresa a los patógenos. Vale, espera, ¿cómo puede algo ser al mismo tiempo un receptor y un arma que va flotando por ahí? Básicamente, los anticuerpos están adheridos a la superficie de las células B y les sirven como receptores, lo que significa que pueden adherirse a un antígeno y activar la célula. Una vez que se activa una célula B, empieza a producir miles de nuevos anticuerpos y a vomitarlos, para que puedan atacar a tus enemigos, hasta a dos mil por segundo. Todos los anticuerpos son producidos de este modo. Pero recibirán el cariño y la atención que requieren cuando hayamos acabado de explicar las células B que los producen. Por ahora, recuerda sólo que los anticuerpos son receptores de células B, y que éstas los vomitan a un ritmo de miles por segundo cuando son activadas. Antes de continuar, un breve aviso: la activación y el ciclo de vida de las células B son complicados. Muchas cosas que hemos aprendido aquí suceden de forma simultánea, ya que muchas partes del sistema inmunitario están fuertemente interconectadas. Entonces, al leer los siguientes párrafos, quizá pienses: «Uf, esto es demasiado para asimilarlo». No te preocupes: haremos descansos, y resumiremos y consolidaremos lo que vamos a aprender en este capítulo. Éste es el proceso más complejo que describiremos en el libro, así que nos lo tomaremos con calma e iremos paso a paso. La recompensa merece mucho la pena, porque, una vez que comprendes más o menos esta capa de complejidad, aunque sea de forma superficial, puedes apreciar lo impresionante que es tu sistema inmunitario. Después, en el resto del libro, iremos viento en popa. Bien, sigamos adelante. Como dijimos al principio, las células B nacen en la médula ósea, donde se mezclan y recombinan los segmentos de los genes responsables de los receptores de células B para poder conectarse a un antígeno concreto (si piensas en la alegoría en la que cocinábamos muchos platos ricos, cada célula B con sus receptores específicos representa un

plato). Después de hacer eso, deben someterse, al igual que las células T, a una educación severa y mortal, para asegurar que no puedan conectar sus receptores únicos a las proteínas y moléculas de tu propio cuerpo. Las supervivientes se convierten en células B vírgenes, células inactivas que se desplazan por el sistema linfático todos los días, al igual que las células T, para hacer el viaje desde Nueva York hasta Los Ángeles, deteniéndose en cientos de ciudades para descansar y comprobar si alguien las está buscando. Pero aquí es donde acaban las semejanzas entre las células T y B. En las megaciudades de los ganglios linfáticos hay áreas concretas donde las células B pasan el rato, toman café y charlan, esperando un poco, por si son necesarias. Las células B son muy peligrosas, por lo que necesitan una doble autentificación para ser activadas: una del sistema inmunitario innato y otra del sistema inmunitario adaptativo. Lo dividiremos en pasos y lo resumiremos al final.

Paso 1: activación de la célula B por el sistema inmunitario innato Para entender este primer paso, debemos tener en cuenta la infraestructura del sistema inmunitario y cómo está conectado. Recordemos la infección del dedo del pie, donde ha tenido lugar una gran batalla entre los macrófagos y neutrófilos y las bacterias que infectaron tu carne, durante quizá un par de días.

Esta batalla no se libró sin bajas propias, y se mató a muchísimas bacterias. Muchas de ellas fueron tragadas enteras por los macrófagos, pero

esto no es todo. Muchas otras fueron destrozadas por las peligrosas armas de los neutrófilos, o se desangraron agujereadas por las proteínas del complemento (el ejército invisible), o se desgarraron tratando de escapar de una trampa extracelular de neutrófilos (si se te ha olvidado lo que era, es donde los neutrófilos hacen explotar su ADN, provisto de sustancias químicas dañinas, para crear barreras a su alrededor y atrapar a los patógenos). Se infligió mucha muerte sólo con los ataques violentos de las reacciones inmunitarias. Al cabo del tiempo suficiente, las células inmunitarias volverán al orden, pero por ahora están más preocupadas por matar y combatir a las bacterias que aún están vivas. De modo que el campo de batalla está lleno de muerte y sufrimiento. Una considerable cantidad de bacterias y cadáveres flotan en el lugar de la infección, muchos de ellos cubiertos por proteínas del complemento. Es como una auténtica guerra en la que los combatientes luchan hundidos hasta la rodilla en los cuerpos ensangrentados y destrozados de enemigos y amigos. Sin embargo, los ingeniosos mecanismos de la infraestructura del sistema inmunitario ya empiezan a limpiarse y filtrarse. Como dijimos antes, la inflamación ordenada por las células inmunitarias y causada por otras células moribundas desvía una gran cantidad de líquido sanguíneo a la infección, lo que inunda el campo de batalla. Cuanto más dura la lucha, más líquido entra; pero esto no puede ser eterno, porque el tejido estallaría, de modo que el líquido también debe abandonar el lugar de la infección. Ya hemos aprendido antes qué hace el cuerpo con el exceso de líquidos en el tejido: los drena constante y directamente hacia el sistema linfático. El líquido, y con él muchos detritos del campo de batalla —con restos de bacterias muertas, citoquinas gastadas y otras basuras—, se convierte en parte de la linfa. Recuerda que la linfa es un líquido extraño y un tanto repugnante que se recoge sin cesar de todos los líquidos del cuerpo. Y, en el caso de una infección, la linfa lleva consigo todas las bacterias muertas y

descompuestas, muchas de ellas cubiertas de proteínas del complemento. Así, la linfa que fluye a través de ti es un portador de información líquida. Y esta información se dirige hacia la siguiente base del sistema inmunitario, las megaciudades y los centros de inteligencia de los ganglios linfáticos. Una vez que llega allí, es drenada a través del área donde se encuentran miles de células B vírgenes. Las células B se colocan en medio de la información líquida y dejan que la linfa fluya alrededor de ellas y de sus receptores, que tamizan y analizan todos los antígenos y detritos que provienen de tu tejido. Las células B vírgenes buscan, en concreto, antígenos a los que puedan conectarse con sus receptores especiales y únicos. Tratan de pescar el único antígeno al que pueden conectarse, para saber que pueden activarse. Todo va bien por ahora, pero es posible que hayas reparado en algo: aquí no participa ninguna célula dendrítica, ¿significa esto, por tanto, que las células B no necesitan pasar por toda esta danza con otra célula? Todo tiene que ver con una gran diferencia entre los receptores de las células T y los de las células B, y es lo bastante importante para que lo expliquemos ahora mismo. Volvamos a hacerlo con salchichas. ¿Te acuerdas de la molécula CMH de clase II? Era el panecillo de perrito caliente que presentaba un antígeno (la salchicha) a los receptores de células T, para que éstas pudieran activarse. Los receptores de las células T son muy quisquillosos, y sólo comen salchichas, y sólo dentro de panecillos. Pero esto tiene una consecuencia importante para las células T: los antígenos que pueden activar sus receptores tienen que ser muy cortos, porque la molécula CMH sólo puede transportar antígenos cortos. El panecillo de la célula dendrítica sólo puede contener salchichas. En cambio, los receptores de las células B no son tan exigentes. La razón de ser de los receptores de las células T y B es reconocer un antígeno específico, pero las células B tienen muchas menos limitaciones; las células T y B reconocen cosas de dimensiones muy distintas. Las células B no sólo pueden recoger antígenos directamente de los fluidos que las

rodean y activarse, sino también un trozo de carne mucho mayor, por volver a nuestro símil alimentario. Las salchichas son carnes ultraprocesadas que no se parecen mucho a las partes de los animales de las que están hechas, y también lo son los antígenos que las células T pueden identificar. Los antígenos que pueden reconocer los receptores de las células B se parecen más a unos enormes muslos de pavo asados, con hueso y piel. Las células T son demasiado exigentes en eso, pero a las células B les da igual. Las células B, además, no necesitan una molécula CMH, ni la presentación de otra célula, a diferencia de las células T. No: las células B pueden recoger trozos grandes de antígeno (los muslos de pavo) directamente de la linfa que fluye a través de los ganglios linfáticos. Bien, ahora hemos aprendido dos cosas: las células B vírgenes se encuentran en los ganglios linfáticos, donde se bañan en la linfa y absorben todos los antígenos transportados desde el campo de batalla más cercano. Los receptores de las células B pueden tomar trozos grandes de antígenos directamente de la linfa y, de ese modo, activarse. Pero hay más: las células B reciben una ayuda más directa del sistema inmunitario innato. ¿Te ha parecido sospechoso que insistiésemos en que las bacterias del campo de batalla estaban cubiertas de proteínas del complemento? Las células B no sólo pueden identificar los antígenos de las bacterias muertas, sino que también poseen receptores especiales capaces de reconocer las proteínas del complemento. Antes hemos dicho que el sistema inmunitario innato es el responsable de activar el sistema inmunitario adaptativo y de proporcionarle contexto, y aquí nos encontramos con este principio una vez más. Al estar adherido a los patógenos, el sistema del complemento confirma oficialmente a la célula B que existe un peligro real. Por tanto, las proteínas del complemento unidas a un antígeno hacen que sea unas cien veces más fácil activar una célula B que sin complemento. Estas múltiples capas de complejidad, con partes que interactúan con tanta elegancia y se comunican con tanto cuidado, es una de

las cosas que hacen que el sistema inmunitario sea tan bello y asombroso (puedes imaginarte las proteínas del complemento en un antígeno como una exquisita salsa para el pavo, lo que la hace aún más sabrosa para las células B). Un dato curioso: éste ha sido sólo el primer paso de la activación de las células B, pero ya es muy importante, porque desencadenará una rápida reacción ante una infección. Sin ningún paso adicional, estos simples mecanismos —que se producen por sí solos porque el sistema linfático drena sin cesar el tejido— están generando una respuesta relativamente rápida. Esto es de especial relevancia en las primeras fases de una infección, cuando no son muchas las células dendríticas que llegan a los ganglios linfáticos para activar las células T colaboradoras. Bien, date un pequeño respiro y repasa lo que acabamos de aprender: el campo de batalla, las bacterias muertas cubiertas con complemento, la linfa que se lleva estos cadáveres, las células B dentro del ganglio linfático que los recogen y, ahora, por fin, la activación temprana de las células B. ¿En qué consiste esta activación temprana? Bien, en primer lugar, la célula B activada se desplaza a otra área del ganglio linfático y empieza a clonarse. Una se convierte en dos; dos se convierten en cuatro; cuatro, en ocho, y así sucesivamente. Esta clonación continúa hasta que hay alrededor de veinte mil clones idénticos, todos con copias del receptor específico que pudo conectarse al antígeno original, el primero que recogieron las primeras células B vírgenes. Estos clones de células B comienzan a producir anticuerpos que utilizan la sangre como un ascensor al lugar de la infección, y que pueden inundar el campo de batalla y ayudar, aunque son anticuerpos de segunda categoría. Cumplen su trabajo, pero sin destacarse: son francotiradores que disparan más al cuerpo que a la cabeza. Sin un segundo paso —sin la segunda activación—, la mayoría de estos clones de células B se matarán a sí mismos en el período de un día. Es lógico, porque, en realidad, estas células B no se vuelven a activar, y deben suponer que la

infección fue bastante leve y que no son tan necesarias, de modo que, para no desperdiciar recursos y causar daños innecesarios, se suicidan. Para ser despertadas del todo, las células B necesitan la segunda parte de la doble autentificación, la de sus colegas del sistema inmunitario adaptativo, o, para ser más exactos, la de las células T colaboradoras activadas.

Paso 2: activación de la célula B por el sistema inmunitario adaptativo Como aprendimos en el capítulo anterior, después de que una célula T colaboradora se active y cree un montón de clones de sí misma, un grupo de células T colaboradoras acude al campo de batalla, mientras que el otro se dirige a activar del todo a las células B. En pocas palabras, una célula T activada necesita encontrar una célula B activada y AMBAS deben poder reconocer el mismo antígeno. Vale, espera un momento. Entonces, ¿en serio estamos diciendo que dos células del cuerpo mezclan fragmentos de genes al azar, con entre cientos y miles de millones de posibles resultados? ¿Y que luego aparece un patógeno y, por casualidad, ambas deben activarse por separado y después encontrarse? ¿Y que sólo entonces, en ese caso tan concreto y, en apariencia, increíblemente improbable, se activará por completo la respuesta inmunitaria? Pues sí, así es, el modo en que funciona es un poco alucinante, y resulta muy elegante que la naturaleza lo haya elaborado de esa manera. En esencia, para que las células B se activen de la forma correcta, deben convertirse en células presentadoras de antígeno. Esto funciona porque los receptores de las células B son muy distintos de los receptores de las células T, que necesitan el panecillo para reconocer una minúscula pieza de antígeno. Una es quisquillosa con la comida y la otra no, ¿lo recuerdas? Así, cuando un receptor de célula B se conecta con un muslo de pavo (un trozo grande de antígeno), lo traga y lo procesa en su interior, tal como lo

haría una célula dendrítica. Corta el trozo grande de carne en decenas o incluso cientos de pequeñas partes, todas del tamaño de salchichas. Estos pedacitos se colocan después en moléculas CMH (panecillos) en la superficie de la célula B. Básicamente, una célula B toma un antígeno complejo y lo convierte en muchas piezas procesadas, más simples, que luego se presentan a la célula T colaboradora. Piensa en lo que está haciendo aquí el sistema inmunitario: aumenta enormemente la probabilidad de que puedan coincidir una célula B y una célula T. La célula B no sólo presenta un único antígeno concreto, sino decenas e incluso cientos distintos en sus moléculas CMH. Cientos de piezas diferentes del tamaño de una salchicha en cientos de panecillos distintos. De modo que, técnicamente, las células B y T no reconocen el mismo antígeno exacto. Esto ya es suficiente para el sistema inmunitario adaptativo, porque significa que, si una célula T colaboradora puede conectarse con el antígeno presentado por una célula B, hay un enemigo ahí fuera y ambas pueden reconocerlo. Éste es el secreto de la activación de las células B: SÓLO pueden ser activadas por completo a través de la doble autentificación. ¡Vale, alto ahí! Todo esto es demasiada información. Si te sale humo de la cabeza y los ojos te dan vueltas ahora mismo, es la reacción correcta. Están sucediendo muchas cosas, durante un largo período de tiempo, en muchos lugares y células diferentes. Así que no estás solo si te sientes confundido..., y toca resumir lo que ha pasado aquí. Primer paso: es necesario que se produzca una batalla, y los enemigos muertos —que son trozos grandes de antígenos (muslos de pavo)— deben flotar a través del ganglio linfático. Allí, una célula B, con un receptor específico, tiene que conectarse con el antígeno. Si el enemigo está cubierto de complemento, la activación será mucho más fácil. Esto activará la célula B, que hace muchas copias de sí misma y produce anticuerpos de poca calidad; aunque las células B morirán al cabo de un día, más o menos, si no ocurre nada más.

Segundo paso: entretanto, una célula dendrítica tiene que recoger enemigos en el campo de batalla y convertirlos en antígenos (salchichas) que son colocados en moléculas CMH de clase II (panecillos), y luego tiene que viajar al punto de encuentro de las células T en el ganglio linfático. Allí, necesita encontrar una célula T colaboradora capaz de reconocer el antígeno con su receptor único (comerse la salchicha del panecillo). Si ocurre esto, la célula T colaboradora se activa y hace muchas copias de sí misma. Tercer paso: la célula B descompone el trozo grande de antígeno (muslo de pavo) en decenas o cientos de antígenos pequeños (del tamaño de una salchicha) y empieza a presentarlos en moléculas CMH de clase II (panecillos). Cuarto paso: una célula B activada que presenta cientos de antígenos distintos (trozos del tamaño de una salchicha) necesita encontrar una célula T que pueda reconocer uno de estos antígenos con su receptor específico, que es la segunda señal para la célula B. La célula B sólo se activa del todo si los acontecimientos se producen en este orden exacto. ¿Estás impresionado ya por tu biología? 2 ¿Aprecias el nivel de sofisticación que tiene lugar aquí? ¿No es increíble hacer miles de millones de células T y B, activar cada una por diferentes caminos y después esperar que se encuentren entre sí? Es asombroso cómo la evolución y el tiempo crean mecanismos tan complejos y elegantes. Si tiene lugar ese orden de los acontecimientos, empieza en serio la última y más potente fase del sistema inmunitario adaptativo y se despierta. Ahora ya se han cumplido todas las condiciones que el sistema inmunitario podría pedir. Ahora sabe con certeza que hay muchos enemigos activos dentro del cuerpo. La célula B que fue correctamente activada a través de la doble autentificación cambia ahora. Ha esperado toda su vida este momento. Empieza a hincharse hasta casi duplicar su tamaño, y se transforma en su forma final: la célula plasmática . 3

La célula plasmática empieza ahora a producir anticuerpos de verdad. Puede liberar hasta dos mil anticuerpos por segundo que colman la linfa, la

sangre y los fluidos entre los tejidos. Al igual que las baterías de misiles soviéticos en la Segunda Guerra Mundial, con las que se podían lanzar interminables bombardeos contra posiciones enemigas, los anticuerpos se fabrican por millones y se convierten en la peor pesadilla de todo enemigo, desde las bacterias y los virus hasta los parásitos, e incluso las células cancerosas. O, si tienes mala suerte y padeces una enfermedad autoinmunitaria, tus propias células. Uf, vaya: qué asunto tan complicado. Pero espera, que hay más: un último aspecto de la activación de las células B que hace que este proceso sea mucho más genial. Ahora que tu sistema inmunitario empieza de verdad a vencer a los microbios con sus mismas tácticas, comienza una danza —una hermosa danza— que hace que tus defensas sean aún mejores y más fuertes.

22 La danza de la T y de la B Una cosa que, con elegancia, hemos evitado mencionar hasta ahora es lo buenos que son los receptores de las células B para reconocer antígenos. Antes hemos descrito estos receptores y antígenos como piezas de rompecabezas que encajan a la perfección. Pues bien, es mentira: lo siento. Como se suele decir, lo perfecto es enemigo de lo bueno, y, durante una infección peligrosa, el sistema inmunitario no tiene tiempo para esperar a la combinación perfecta; se las arregla muy bien con una combinación buena, o incluso pasable. Por tanto, para que se activen las células B, basta con que sus receptores sean sólo lo suficientemente buenos como para reconocer un antígeno. El sistema inmunitario evolucionó así porque, cuando ya está hecho todo el daño, es mejor tener algunas armas que funcionen lo más rápido posible antes que armas perfectas. Sin embargo, esto también debilita tu defensa inmunitaria. Como dijimos, para las proteínas, la forma lo es todo, y tener anticuerpos con una buena forma que encajen muy bien con un antígeno es una enorme ventaja que puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Y el sistema inmunitario lo quiere todo: una respuesta rápida y, después, una defensa perfecta. De modo que el sistema inmunitario ideó una forma de producir anticuerpos pasables lo más rápido posible, pero también dio con un

sistema ingenioso para ajustarlos y mejorarlos, para que sean unas armas perfectas contra el antígeno. Todo empieza con una danza. Antes dijimos que las células B tienen que ser activadas por las células T colaboradoras —que fueron a su vez activadas por las células dendríticas— para convertirse en células plasmáticas, pero, en realidad, este proceso es un poco más sorprendente y sofisticado. El sistema inmunitario se asegura de que sólo se conviertan en células plasmáticas aquellas células B capaces de producir unos anticuerpos verdaderamente asombrosos. Bien, entonces, ¿cómo funciona esto? Bueno, para ser sinceros, es un auténtico lío, así que vamos a simplificarlo un poco. En pocas palabras, si una célula T reconoce un antígeno que le presenta una célula B, la célula T estimula a la B. Este estímulo es como un suave beso, o como un cálido y reconfortante abrazo. Esto no sólo prolonga la vida de la célula B, sino que también la motiva para tratar de mejorar el anticuerpo. Cada vez que una célula B recibe una señal positiva de una célula T colaboradora, comienza una ronda de mutación deliberada. Este proceso se denomina «hipermutación somática» (también conocido como «maduración de la afinidad»), y nunca volveremos a emplear este término tan engorroso. Como un cocinero que intenta perfeccionar una receta muy elogiada por los críticos gastronómicos, la célula B empieza a perfeccionar la receta. Los fragmentos de genes que forman los receptores de las células B mutan y, por tanto, lo hacen sus anticuerpos. Lo que las células B hacen aquí es volver a la cocina durante la cena. Ya han llegado los invitados, así que ahora saben qué tipo de cena quieren tomar. De modo que empiezan a cambiar un poco las recetas al azar, aquí y allá. El objetivo es hacer el plato perfecto, como en un restaurante con tres estrellas Michelin. No bueno, ni excelente, sino perfecto. Así, quizá según la receta original había que picar finamente las zanahorias y asar la carne. Ahora, la célula B podría cortar las zanahorias en bastoncitos y hacer la

carne a la plancha. No utiliza ingredientes nuevos, sino que afina el modo en que se combinan para crear el plato final. El objetivo es diseñar la cena perfecta para los invitados, algo tan bueno que se queden encantados. Es decir, el anticuerpo perfecto para los patógenos. Pero ¿cómo averiguan las células B chefs si a los invitados les gusta más la receta mejorada que la original, si el nuevo anticuerpo encaja mejor que el original? Pues bien, de la misma manera exacta en que se activaron las células B al principio. Lo que hacen es bañar sus receptores nuevos y mejorados en el flujo de linfa del campo de batalla que atraviesa el ganglio linfático. Si aún hay una batalla en curso, deberían pasar muchos antígenos por ahí. Si la mutación aleatoria —el ajuste del plato— empeoró el receptor de las células B, entonces tendrá más dificultad para recoger antígenos. No recibirá estímulos ni besos de las células T, lo cual la entristecerá y, al cabo de un tiempo, se suicidará. En cambio, si la mutación mejoró el receptor de la célula B, ahora será aún más eficaz al reconocer el antígeno, y la célula B recibirá de nuevo una señal de activación. Una vez que esto sucede, toma el trozo de antígeno (el muslo de pavo) y lo corta en muchos trocitos (las salchichas) y, de nuevo, intenta presentárselos a una célula T colaboradora. Puedes imaginártelo como si la célula B chef estuviera superemocionada y contenta con su receta mejorada y quisiera anunciárselo al mundo. En nuestra alegoría culinaria, las células T colaboradoras podrían ser un crítico gastronómico que viene del comedor y colma de elogios y besos a las células B. Este estímulo motiva a las células B chefs para mejorar aún más los platos..., y el ciclo se repite. Con el tiempo se produce una selección natural. Cuanto más eficaces son los receptores de las células B para reconocer el antígeno que fluye a través del ganglio linfático, más estímulos reciben. Al mismo tiempo, las células B que empeoran o no mejoran se suicidan.

Al final, sólo las mejores células B posibles sobreviven y crean muchos nuevos clones de sí mismas. Éstas son las células B que acabarán convirtiéndose en células plasmáticas, que afinan sus receptores y son capaces de fabricar las mejores armas posibles contra el enemigo. Es por este motivo por el que los anticuerpos son tan efectivos, porque disparan por sorpresa a los enemigos, como un francotirador. No fueron elegidos al azar, sino moldeados, mejorados y afinados hasta que fueron perfectos. Por eso es probable que, aunque no supieses nada sobre el sistema inmunitario, hayas oído a muchos profesionales médicos emplear la palabra anticuerpo . Son tus superarmas, la principal razón por la que puedes sobrevivir a las infecciones graves. Este mecanismo hace que el sistema inmunitario adaptativo se adapte al enemigo en tiempo real. Antes nos preguntábamos cómo podías seguir el ritmo de los miles de millones de enemigos distintos que también pueden cambiarse a sí mismos. Una forma es ésta: un sistema que puede reproducirse con mucha rapidez, que tiene un objetivo definido, capaz de adaptarse enseguida y que pule y mejora sus armas hasta que son perfectas. Es una bella e ingeniosa solución que demuestra que el sistema inmunitario adaptativo merece de verdad ser llamado así: puede vencer a los microbios con sus propias tácticas. Si has superado los dos últimos capítulos, gran trabajo. Y lo digo en serio: no es fácil; y, lo creas o no, ésta es la versión simplificada. Lamentablemente, el sistema inmunitario y el universo en general no están hechos para que los simios con smartphones los entiendan de forma intuitiva, lo cual hace muy difícil profundizar, aunque sea un tema importante. No es necesario que recuerdes con detalle todo lo que acabas de leer. En realidad, diría que es imposible recordar con exactitud lo que acabas de aprender leyéndolo sólo una vez. Y no pasa absolutamente nada. Has aprendido algunos principios y has superado la parte más difícil del libro.

Era el mayor punto de complejidad y, a partir de ahora, la navegación será casi siempre bastante tranquila. Ya estamos a punto de volver a las historias de extravagantes batallas. Para tener una imagen completa del sistema inmunitario, sólo nos queda hablar de las armas en sí: los rifles de francotirador.

23 Los anticuerpos Los anticuerpos están entre las mejores y más especializadas armas que el sistema inmunitario tiene a su disposición. Los producen las células B, y por sí mismos no son particularmente mortales. En realidad, no son más que estúpidos paquetes de proteínas que pueden adherirse a los enemigos; pero lo hacen con suma eficiencia. Puedes imaginártelos como una especie de hashtag de muerte. Los anticuerpos más comunes tienen forma de cangrejitos con dos pinzas, y son pequeñísimos: para una célula inmunitaria de tamaño mediano, un anticuerpo es como un grano de quinoa para ti. En cierto sentido, son comparables a las proteínas del sistema del complemento, que tampoco son más que proteínas diminutas que flotan por ahí, pero con una gran diferencia: las proteínas del complemento son generalistas, mientras que los anticuerpos, como acabamos de saber, son específicos. Esto hace que para un patógeno sea muy difícil esconderse de los anticuerpos, ya que están hechos específicamente para ellos. Como un imán, los anticuerpos buscarán y agarrarán a su víctima con sus diminutas pinzas. Y, una vez que el anticuerpo se ha adherido, ya no volverá a soltarse. En esencia, eso es lo que son: pequeñas proteínas parecidas a cangrejos muy eficaces para agarrar a los enemigos para los cuales fueron

creadas, y es lo mejor que puede ofrecer el cuerpo, porque, como dijimos antes, los anticuerpos son receptores de células B. Su altísima eficacia reside en su anatomía. Cada anticuerpo puede, con esas dos pinzas, agarrar un antígeno concreto con mucha firmeza. Y tienen unos lindos traseros muy buenos para conectarse con las células inmunitarias. Las pinzas son para los enemigos, y los lindos traseros, para los amigos. Con estas herramientas, los anticuerpos hacen varias cosas. En primer lugar, y de forma similar al complemento, pueden opsonizar a los enemigos. En este contexto, eso significa que los anticuerpos pululan alrededor de un enemigo y lo atrapan, lo que hace a su víctima más deliciosa para que se la coman las células soldado. Agarran el patógeno como un cangrejo enfadado que te pellizca porque lo has molestado. Para ti sería muy difícil llevar una vida feliz si estuvieses cubierto de cangrejos, con sus contoneos y sus zumbidos, de los cuales nunca pudieras deshacerte. Esto parece sacado de una película de terror. Cuando el ejército de anticuerpos llegó a nuestro dedo infectado, las bacterias que estaban cubiertas por ellos tampoco se alegraban de su situación, y estaban totalmente indefensas. Sin embargo, los anticuerpos no sólo dejan indefensos a los patógenos, sino que también pueden mutilarlos e impedir que se muevan. O, en el caso de los virus, pueden neutralizarlos directamente y hacerlos incapaces de infectar las células. 1 Peor aún, debido a que los anticuerpos tienen más de una pinza, pueden atrapar a más de un enemigo, y, cuando lo hacen, esos dos quedan unidos. Si millones de anticuerpos inundan un campo de batalla, pueden agrupar grandes montones de patógenos que ahora están aún más indefensos, descontentos y asustados, ya que para los macrófagos y neutrófilos es todavía más fácil detectar una gran cantidad de víctimas, a las que con mucho gusto se tragan enteras o las bañan en ácido. Imagínatelo: tratar de invadir una posición enemiga y que unos cangrejitos con pinzas te aten después con algunas decenas de tus amigos; incapaz de moverte o actuar,

ves que un soldado enemigo viene hacia ti, riéndose como un loco, con un lanzallamas. Y, de manera similar a las proteínas del complemento, los anticuerpos también ayudan directamente a los soldados: como te puedes figurar, las bacterias preferirían no ser capturadas y arrojadas a un baño de ácido para sufrir una muerte espantosa. De modo que evolucionaron para evitar las garras mortales de los macrófagos y neutrófilos. Las bacterias son un poco resbaladizas, como lechones grasientos que corren por ahí, presas del pánico. Los anticuerpos sirven como una especie de superpegamento especial: las células inmunitarias, y en concreto los fagocitos —las células que se comen a los enemigos vivos—, pueden agarrarse al trasero de los anticuerpos con mucha facilidad. Es como la diferencia entre intentar abrir un tarro de encurtidos resbaladizo con las manos mojadas y hacerlo con las manos secas. Aquí es donde interviene otra capa de seguridad del sistema inmunitario. Los lindos traseros de los anticuerpos, reservados para los amigos, están en una especie de «modo oculto» cuando simplemente flotan por ahí, de modo que las células inmunitarias no pueden recogerlos sin más de los fluidos. En cuanto un anticuerpo agarra a una víctima con sus diminutas pinzas, su trasero cambia de forma y ahora puede unirse a las células inmunitarias. Esto es muy importante, ya que el cuerpo está repleto de anticuerpos en todo momento, y el hecho de que las células inmunitarias se les unieran por casualidad al trasero provocaría toda clase de caos. Otra cosa que pueden hacer los anticuerpos con sus lindos traseros es activar el sistema del complemento. El complemento, por muy eficiente y letal que sea, ve sus habilidades muy limitadas cuando actúa solo, y básicamente depende de tener mucha suerte para encontrar superficies de enemigos. Recuerda: sólo va flotando de forma pasiva por la linfa. Y algunas bacterias pueden esconderse del sistema del complemento para que no se active cerca de ellas. Los anticuerpos pueden activar el sistema del

complemento y atraerlo hacia las bacterias, lo que aumenta mucho su eficacia. De nuevo, vemos el principio de nuestros dos sistemas inmunitarios: la parte innata se encarga de la lucha de verdad, pero la parte adaptativa le confiere más eficiencia con una precisión mortal. Sin embargo, los anticuerpos no son sólo unos diminutos cangrejos. Hay varias clases que hacen cosas muy diferentes, y se utilizan para diversas situaciones. Por supuesto, sus nombres son poco intuitivos y difíciles de recordar, por lo que los repasaremos muy brevemente. Cuando volvamos a mencionarlos y sea importante su clase, recordaremos cuál era su función, de modo que, técnicamente, puedes omitir la parte siguiente, si prefieres pasar a la próxima historia.

Además Las cuatro clases de anticuerpos

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LOS ANTICUERPOS IGM: LOS PRIMEROS DEFENSORES IN SITU Los anticuerpos IgM representan por lo general la mayoría de los anticuerpos que producen las células B cuando se activan. Muy probablemente fueron los primeros anticuerpos que evolucionaron hace cientos de millones de años. Consiste básicamente en cinco anticuerpos unidos por las caderas, lo que les da la ventaja de tener cinco traseros. Dos de estos traseros pueden, unidos, activar una vía de complemento adicional. Que haya más proteínas del complemento activadas significa que más células inmunitarias son atraídas hacia los enemigos. Al principio de una infección, esto tiene la ventaja de que, aunque el sistema inmunitario adaptativo todavía se está activando y no ha entrado plenamente en combate, los anticuerpos IgM ya están haciendo que el sistema inmunitario innato sea más mortífero y preciso. Los anticuerpos IgM son una eficaz arma temprana, sobre todo contra los virus, y pueden ralentizar una infección. Con sus diez pinzas, pueden agruparlos con facilidad. Por tanto,

los anticuerpos IgM son los primeros que se ponen en marcha, lo cual significa que son los menos perfeccionados por la mutación y la danza de las células B y T. Y está bien así, porque su trabajo más importante es ganar tiempo hasta que estén disponibles los mejores anticuerpos. 3 LOS ANTICUERPOS IGG: LOS ESPECIALISTAS Los anticuerpos IgG pueden ser de varios tipos. No es preciso que los conozcamos con detalle; los consideraremos como diferentes sabores del mismo helado. El primer sabor de IgG se parece un poco al complemento: es muy eficaz para opsonizar un objetivo y cubrirlo como un ejército de moscas de la fruta, lo cual dificulta que una bacteria haga sus cosas y funcione correctamente. Sus pequeños traseros son como un pegamento especial al que los fagocitos se pueden agarrar con facilidad, y así devorar a un enemigo con mucha menos resistencia. En general, los IgG no son ni mucho menos tan eficaces para activar el complemento como los IgM, pero aun así lo hacen bastante bien. Otro de los sabores IgG es especialmente útil si la infección tiene ya algún tiempo. En ese caso, es muy probable que multitud de agentes del sistema inmunitario ya hayan creado mucha inflamación. Y, como hemos aprendido, a pesar de lo útil que es, no es lo ideal para la salud de las células civiles y del cuerpo en general, sobre todo si la infección empieza a cronificarse. Por tanto, estos anticuerpos IgG especiales están diseñados específicamente para no poder activar el sistema del complemento en las etapas finales de una infección, lo cual limita la inflamación. Otra cosa que hace especiales a los anticuerpos IgG es que son los únicos que pueden pasar de la sangre de la madre a la del feto a través de la placenta. Esto no sólo protege al feto de una infección vírica que pueda sufrir su madre, también lo hace mucho después de su nacimiento. Los IgG son los

anticuerpos que más tardan en deteriorarse, por lo que brindan al ser humano recién nacido una defensa pasiva contra las infecciones víricas, que lo protege durante los primeros meses y hasta que su propio sistema inmunitario tiene la oportunidad de activarse adecuadamente por sí mismo. LOS IGA: LOS QUE HACEN CACA Y PROTEGEN A LOS BEBÉS Los anticuerpos IgA son los más abundantes en el cuerpo, y su función principal es servir como mecanismo de limpieza para las mucosas. O, en otras palabras, abunda en el aparato respiratorio, los caracteres sexuales primarios y, sobre todo, en el aparato digestivo, incluida la boca. Ahí, muchas células B especiales producen una gran cantidad de estos anticuerpos especiales. Los IgA constituyen en esencia una especie de portero de discoteca que protege las entradas, como los ojos, la nariz, etc., frente a los invitados no deseados; y lo hace neutralizando los patógenos desde el principio, antes de que tengan la oportunidad de entrar y afianzarse. Son los únicos anticuerpos con libertad para atravesar la frontera interna del reino de las mucosas desde dentro, para poblar las mucosas por fuera. Por tanto, si tienes un desagradable resfriado, tus mocos están llenos de IgA, que se lo hacen pasar muy mal a los virus y las bacterias. Los IgA se diferencian de otros anticuerpos en algo muy importante: los IgA tienen sus traseros fusionados entre sí, lo que significa que no pueden activar el sistema del complemento. Esto no es por casualidad: un sistema del complemento activado supone una inflamación. Y como los anticuerpos IgA son constantemente producidos en los intestinos, si pudieran activar el complemento, los intestinos estarían siempre inflamados. Esto te causaría enfermedades y diarrea, lo que te supondría muchos disgustos. Las enfermedades que causan inflamación constante en la región intestinal, como la enfermedad de Crohn, por ejemplo, no son ninguna broma, y

pueden afectar gravemente a la felicidad y al bienestar del paciente que las sufre. Una de las cosas que los IgA hacen de maravilla es atacar múltiples objetivos y agruparlos en trozos de bacterias muy disgustadas que después son arrastradas por las mucosidades o las heces. Hasta un tercio de tus heces son en realidad bacterias que han tenido la mala suerte de quedarse atrapadas en la caca al salir. Una vez a bordo, ya no hay forma de salir. Además de proteger y limpiar los intestinos, los IgA también protegen a nuestros bebés. Cuando las madres amamantan a sus hijos, les proporcionan una gran cantidad de anticuerpos IgA a través de la leche materna. Estos anticuerpos cubren después el intestino del recién nacido, aún frágil, y lo protegen frente a las infecciones. LOS ANTICUERPOS IGE: GRACIAS, PERO SON ODIOSOS Para ser sinceros, los anticuerpos no parecen demasiado especiales; pero, si quieres, puedes imaginártelos como si te hiciesen un corte de mangas con sus pincitas. Si alguna vez has tenido la desagradable experiencia de sufrir un choque anafiláctico, puedes darles las gracias a los anticuerpos IgE por el maravilloso rato que te hicieron pasar ese día. O bien, en una situación menos amenazante para la vida, son los que te provocan reacciones alérgicas a cosas inofensivas: desde el polen y los cacahuetes hasta la picadura de una abeja. Por supuesto, a la evolución no se le ocurrió la idea de las reacciones alérgicas para molestarte porque sí. La finalidad original de los anticuerpos IgE es protegerte de las infecciones causadas por enemigos enormes: los parásitos, y en especial los gusanos. Es mejor contar el cómo y el porqué en un capítulo aparte, así que, por ahora, vamos a ignorar a los anticuerpos IgE y las alergias, y nos vamos a limitar a maldecirlos agitando los puños.

¿CÓMO SABEN LAS CÉLULAS B QUÉ TIPO DE ANTICUERPO DEBEN PRODUCIR? Quizá te preguntes ahora: ¿cómo saben las células B qué tipo de anticuerpo se necesita? Al fin y al cabo, las diferentes clases de anticuerpos hacen muy bien trabajos muy distintos, pero son bastante inútiles en otros. Antes dijimos que las células dendríticas llevan instantáneas del campo de batalla para proporcionar contexto, que después son transmitidas a la célula T colaboradora. Con el paso del tiempo, llegan nuevas instantáneas de células dendríticas desde el campo de batalla, con contextos diferentes. Así, lo que en algún momento iba bien en una infección podría variar con el tiempo. Por tanto, las células B no están obligadas a producir una determinada clase de anticuerpos; siempre empiezan haciendo IgM, pero pueden cambiar el tipo de anticuerpo si la célula T colaboradora se lo pide y las anima a hacerlo. ¿Tienes un desagradable resfriado o una infección intestinal, y necesitas muchos anticuerpos en los mocos o las heces? ¡Haz IgA! ¿Tienes un gusano parásito en los intestinos? ¡Haz IgE! ¿Tienes una herida infectada por muchas bacterias? ¡Haz IgG del primer sabor! ¿Hay muchas células infectadas por virus? ¡Por favor, más IgG del tercer sabor! (Sin embargo, una vez que se ha cambiado de clase de anticuerpo, ya no hay vuelta atrás.) La asombrosa capacidad de recopilar y transmitir información con tanto ingenio es otro testimonio de la increíble astucia y belleza del gran concierto del sistema inmunitario. Todas las partes operan juntas, cambiando, trabajando y coordinándose sin que ninguna de ellas sea consciente. Muy bien: has terminado la primera mitad del libro. Has aprendido mucho sobre múltiples partes de ti mismo. Y también has acabado las secciones más difíciles. Ahora, demos un paso atrás, por un momento, para reflexionar sobre lo que hemos aprendido hasta este momento.

Hemos aprendido sobre el alcance del cuerpo, las células y uno de tus enemigos más comunes, las bacterias; hemos aprendido sobre las células soldado y los guardias que protegen tu interior, los mecanismos que utilizan para identificar y matar a los invasores y cómo emplean la inflamación para preparar los campos de batalla de tu cuerpo; sobre cómo las células reconocen las cosas y cómo se comunican entre sí. Hemos explorado el sistema del complemento, presente en todos los fluidos de tu cuerpo. Hemos aprendido sobre las células de vigilancia, que reciben ayuda cuando es necesario; sobre tu infraestructura interna; que el cuerpo tiene miles de millones de armas distintas fabricadas mediante la recombinación, y cómo se despliegan estas superarmas y se mejoran a través de la mutación. Y, por supuesto, hemos aprendido sobre tu primera línea de defensa —la piel—, y el auténtico infierno que es. Pero, si lo piensas, en comparación con otras enfermedades, ¿cuántas veces oyes hablar de personas que enferman por infección de heridas o de la piel? Lo cierto es que nuestra piel es tan eficaz como perímetro defensivo que, por lo general, los patógenos son fácilmente repelidos en ella. La mayoría de las infecciones con las que lidiarás de forma consciente en la vida entrarán en tu cuerpo en otro lugar, en otro «reino». Un reino que tiene que resolver uno de los problemas más difíciles de toda tu red defensiva. Y ése es el lugar donde te atacan tus enemigos más peligrosos.

Tercera parte La toma hostil

24 El reino pantanoso de la mucosa Hagas lo que hagas en la vida, no es posible existir y funcionar sin el mundo y las cosas que éste ofrece. No hay ninguna tienda de campaña hecha con cojines y sábanas, ni cabaña apartada en el bosque, ni adolescente con ordenador ni distanciamiento social mundial lo bastante intenso para protegerte de la necesidad de interactuar con el mundo. Como mínimo, necesitas un influjo constante de alimentos y, por tanto, es inevitable una mínima interacción con el exterior. Tu cuerpo se enfrenta al mismo problema, porque las células necesitan oxígeno y nutrientes para mantenerse en funcionamiento y eliminar residuos peligrosos que son subproducto del metabolismo celular. En otras palabras, los recursos deben ir de fuera hacia dentro, mientras que la basura debe ir de dentro hacia fuera. De modo que el cuerpo no puede ser un sistema cerrado; es inevitable que haya partes donde tu interior interactúe directamente con el exterior. Sin embargo, estas partes son peligrosos puntos débiles que permiten que visitantes no deseados se cuelen en el continente de carne. De hecho, la gran mayoría de los patógenos que te hacen enfermar entran por donde se producen las interacciones con el exterior: en el largo tubo que empieza en la boca y acaba en el trasero, o en los muchos túneles secundarios que conducen a los sistemas de cuevas que hacen posible algún tipo de contacto.

Como dijimos al principio, tus pulmones, tus intestinos, tu boca y tus aparatos respiratorio y productivo son en realidad partes externas envueltas en tu interior. Este interior está revestido con lo que podríamos llamar «piel interna». Lamentablemente, el nombre correcto es «mucosa». Para hacerlo menos intimidante, lo vamos a llamar «reino pantanoso de la mucosa». El reino pantanoso necesita resolver el inmenso problema de que sea fácil de cruzar para los nutrientes y las sustancias de las que el cuerpo quiere deshacerse, y, al mismo tiempo, difícil de cruzar para los patógenos. Esto significa que, en el reino pantanoso y sus alrededores, el sistema inmunitario tiene que ser distinto que en el resto del cuerpo. Si bien la mayor parte del continente de carne es bastante estéril y carece de microorganismos —carecen de otro —, el reino pantanoso está en constante contacto con todo tipo de otros : pedazos de alimento que deben ingerirse; cosas indigeribles que simplemente lo atraviesan; bacterias amistosas con vía libre y permiso para permanecer en el intestino, y todo tipo de partículas que fluyen en el aire y se respiran, desde la contaminación hasta el polvo. Y, naturalmente, con todo eso llegan innumerables visitantes no deseados que intentan colarse y cruzar las defensas. Unos son viajeros inocentes que se acaban de perder, otros son patógenos peligrosos que se han especializado en la caza de seres humanos. Esto hace más difícil el trabajo del sistema inmunitario alrededor de estos lugares, y que pueda alcanzar el equilibrio adecuado. Porque, en el reino pantanoso de la mucosa, el sistema inmunitario debe ser un poco tolerante. En cambio, en la mayoría de las partes del cuerpo, el sistema inmunitario no es en absoluto tolerante. Por ejemplo, cuando te cortas y las bacterias invaden los tejidos blandos, el sistema inmunitario reacciona con la máxima violencia e ira. Es inaceptable que haya una bacteria bajo la piel o la carne, y ha de ser eliminada de inmediato, a toda costa. Pero esto no es posible alrededor de la mucosa. Imagina que el sistema inmunitario atacara a cada

pequeña bacteria no deseada que detectara en un pedazo de comida con la misma ira que a las bacterias de nuestra historia del clavo oxidado. Imagina que reacciona con violencia a cada pequeña mota de polvo que respiras. No: el sistema inmunitario del reino pantanoso no puede ser tan agresivo como el de otras partes del cuerpo, porque destruiría los lugares creados para el intercambio de gases y recursos, lo cual te puede amargar la vida o incluso matarte (como de hecho les sucede a muchas personas que padecen enfermedades autoinmunitarias o alergias, pero abundaremos en ello más adelante). En la mucosa, el sistema inmunitario tuvo que aprender a andarse con más cuidado y a actuar con la mayor precisión posible cuando es provocado. Sin embargo, la mucosa es al mismo tiempo el área más vulnerable de todo el cuerpo, por lo que el sistema inmunitario tampoco puede ser incompetente o supertranquilo aquí. Es un dilema verdaderamente difícil de resolver. Por tanto, la primera táctica defensiva para prevenir la invasión es que sea un lugar terrible y mortal para los microorganismos no deseados. Así que la mucosa emplea varios sistemas defensivos distintos. Si la piel es un vasto desierto y un muro casi infranqueable que protege la frontera del continente de carne, la mucosa es un vasto pantano, con trampas mortales y patrullas de grupos de defensores. Es más fácil de cruzar que el desierto y el muro fronterizo de la piel, pero sigue siendo difícil de atravesar. Bien, entonces, ¿qué es la mucosa y cómo te defiende? La primera línea de defensa que utiliza el reino pantanoso es el propio pantano: la capa de moco. El moco es una sustancia resbaladiza y viscosa que se comporta como un gel acuoso. Lo conoces como esa sustancia babosa especialmente visible y repugnante cuando te resfrías, pero, en realidad, está en todo tu interior: en el intestino, en los pulmones, en el aparato respiratorio, en la boca y por dentro de los párpados. Cubre todas las superficies que interactúan con el exterior en el que está envuelto tu interior. El moco es producido constantemente por las células caliciformes, irrelevantes para la historia del sistema inmunitario, pero con

un aspecto muy curioso. Imagínatelas como unos extraños gusanos aplastados que tienen que vomitar todo el tiempo para crear la capa de moco.

Este moco viscoso sirve para muchas cosas. En el sentido más básico, sólo es una barrera física que dificulta a los intrusos llegar a las células que ésta cubre. Imagina nadar en una piscina llena de baba y, después, tratar de sumergirte hasta el fondo, a noventa metros de profundidad (por favor, disculpa esta imagen mental). Y el moco no es sólo una barrera pegajosa, sino que también está lleno de sorpresas desagradables parecidas a las del reino desértico: sales, enzimas armadas que pueden disolver la superficie de los microbios y sustancias especiales que absorben los nutrientes fundamentales que necesitan las bacterias para sobrevivir, por lo que mueren de hambre en el moco. En la mayoría de los lugares, el moco también está lleno de mortíferos anticuerpos IgA. De modo que el área viscosa del pantano no es en sí misma

un lugar muy acogedor. Pero no te protege sólo de los intrusos externos, sino que también protege al cuerpo de sí mismo. Por ejemplo, ¿te has preguntado alguna vez cómo es posible que tengas, literalmente, una bolsa llena de ácido en tu interior? Pues bien, la mucosa que hay en el estómago sirve como barrera de control para el ácido y para proteger las células que forman la pared estomacal. Sin embargo, el moco no es sólo una viscosidad que se queda ahí, sino que se mueve. Una vasta red de cilios —pequeños orgánulos que parecen pelos— cubre las membranas de las células especiales que forman la primera capa de la membrana mucosa: las células epiteliales . Estas células equivalen a las células cutáneas —si prefieres pensarlo así—, y se sitúan justo en el borde de las membranas mucosas, sólo que cubiertas de viscosidad. Son las células de tu «piel interna». En algunos lugares, sólo hay una capa, del espesor de una célula, entre la viscosidad y el interior del cuerpo. Las células epiteliales no cuentan con los lujos de la piel, donde se superponen cientos de células. Así que las células epiteliales no son precisamente unas blandengues. Aunque técnicamente no son células del sistema inmunitario, desempeñan una función crucial en su defensa, ya que son muy eficaces para activarlo y pedir ayuda con citoquinas especiales. Te las puedes imaginar como una milicia ciudadana: no pueden competir con un ejército enemigo, pero su incorporación a tus defensas resulta muy útil en caso de invasión. Y uno de sus trabajos es mover la baba con los cilios que, como el vello, cubren las membranas. Algunos microorganismos utilizan los cilios para moverse, mientras que las células epiteliales los usan para mover la baba que las recubre con una especie de «latido» al unísono. La dirección depende de su ubicación. En el aparato respiratorio, la nariz y los pulmones, la baba es directamente expulsada del cuerpo a través de la boca y la nariz, o a través de un ligero desvío, al ser tragada y acabar en el estómago. Tragamos una buena cantidad de esta baba a lo largo de la vida y, por muy repugnante que sea, es un sistema bastante bueno. Al fin y al cabo, el

estómago es un océano de ácido al que la gran mayoría de los patógenos no pueden sobrevivir. En los intestinos, la dirección también debería estar clara: las cosas proceden del estómago y se desplazan hacia el ano, por donde debe acabar saliendo todo lo que entra por la boca. En realidad, el reino pantanoso de la mucosa no es un solo reino, sino más bien una alianza de varios reinos muy distintos entre sí, pero que cooperan con un objetivo común. Y es lógico. El grosor del reino desértico de la piel puede variar entre la planta del pie y la zona lumbar, pero su función es más o menos la misma. En cambio, la mucosa de los pulmones tiene un trabajo muy diferente del de la mucosa de los intestinos, muy distinto a su vez del de la mucosa del aparato reproductivo femenino. Y así, según las diferentes especializaciones del reino, varía el funcionamiento del sistema inmunitario que lo protege. Antes de pasar a nuestro siguiente gran enemigo, el virus, echaremos un vistazo al extraño reino intestinal y cómo se relaciona con los billones de bacterias que viven allí.

25 El extraño y especial sistema inmunitario de los intestinos Los intestinos son un lugar muy especial para tu sistema inmunitario, porque es ahí donde hay que gestionar muchos problemas complicados para mantener el cuerpo sano y en funcionamiento. Una vez más, imagínate tus intestinos como un tubo largo que te atraviesa y atrapa un poquito del exterior en tu interior. En este exterior, en la mucosa intestinal, en torno a treinta o cuarenta billones de bacterias de unas mil especies diferentes y decenas de miles de especies de virus forman tu microbiota intestinal (la inmensa mayoría de los virus del intestino están cazando las bacterias que viven ahí, y no tienen ningún interés en ti). Hay muchas cosas sobre las interacciones y funciones del sistema inmunitario y el microbioma intestinal sobre las que aún nos faltan conocimientos. Sabemos que muchas enfermedades y trastornos tienen que ver con el desequilibrio de estas interacciones, pero aún es necesario realizar muchas investigaciones antes de poder entender plenamente estas relaciones. Es probable que en los próximos años se revelen muchas cosas interesantes al respecto. 1 En este capítulo analizaremos un poco cómo es siquiera posible esta convivencia con tantos invitados.

En primer lugar, el sistema inmunitario de los intestinos es un sistema semicerrado que intenta no mezclarse demasiado con el sistema inmunitario del resto del cuerpo. En cierto modo, es como Suiza, que está rodeada de países que forman parte de la Unión Europea. Es parte de Europa, sin duda, pero todavía hace las cosas por su cuenta, hasta cierto punto, y es técnicamente independiente. Y, en cierto modo, el reino pantanoso del intestino es un poco parecido, porque necesita hacer muchas cosas de manera distinta. El mayor problema al que ha de enfrentarse es que los perímetros defensivos del intestino son constantemente transgredidos. Se produce una incesante oleada de ataques, y el sistema inmunitario intestinal tiene que reaccionar de forma perpetua y distinguir a los amigos de los enemigos, más que en cualquier otro lugar del cuerpo. Porque, como seguramente imaginas, los intestinos son un lugar muy ajetreado. Además de los billones de organismos que forman tu microbioma intestinal, están todas las cosas que te metes en la boca. La comida empieza su viaje para convertirse en parte de ti y de tus células al ser triturada por los dientes y bañada y preparada por la saliva. La saliva contiene una serie de sustancias químicas que ayudan a descomponer los alimentos, de modo que la digestión comienza justo después de que empiezas a comer. Es lógico, porque, a medida que la comida es canalizada a través de ti, sólo hay un margen de tiempo limitado para extraer los recursos, así que es mejor empezar lo antes posible. Una vez que se ingieren los alimentos triturados, deben pasar un rato en un océano de ácido en el estómago. Esto no sólo es útil para la digestión y para ayudar a descomponer la carne dura o las verduras fibrosas; a muchos microorganismos no les gusta estar sumergidos en ácido, y mueren aquí, lo que facilita mucho el trabajo al sistema inmunitario. Después del estómago, el viaje continúa a través del intestino, que mide entre tres y siete metros de largo, según vas haciéndote mayor, y constituye

el tramo más largo del aparato digestivo. Más del 90 por ciento de los nutrientes que necesitas para sobrevivir se absorben aquí. Y aquí, muchas de las bacterias amigas que necesitas para sobrevivir se dedican a ayudar a descomponer aún más los alimentos y a que el cuerpo absorba los nutrientes. Pero éstas no son unas bacterias cualesquiera. Hace millones de años, tus antepasados hicieron un delicado acuerdo con un equipo de especies microbianas: los seres humanos les proporcionarían un túnel largo y cálido para vivir y un flujo constante de cosas comestibles, y, a cambio, ellas descompondrían los carbohidratos indigeribles para nosotros y producirían ciertas vitaminas que no podemos producir. Las bacterias del microbioma son como unas inquilinas, y estos recursos son el alquiler que tienen que pagar. Estas bacterias son denominadas «bacterias comensales», una expresión que proviene del latín y significa algo así como «juntos en la misma mesa». Como las hordas de bacterias bárbaras en el reino desértico de la piel, las bacterias comensales y tú sois amigos. El acuerdo funciona mejor si ellas no te hacen daño y tu sistema inmunitario no las mata. Así, para mantener el orden y la paz, las bacterias de los intestinos viven sobre la capa de moco intestinal, al igual que las bacterias de la piel viven sobre la piel. Pero, naturalmente, las cosas no son tan fáciles. En realidad, las bacterias no son nuestras amigas, y no saben nada de ningún acuerdo ni respetan nada. Dada la inmensidad de los intestinos, y lo muchísimas que son, durante cada segundo de nuestra vida un montón de bacterias comensales se adentran más en el cuerpo. Y esto es un problema, porque, si ingresaran en el flujo sanguíneo y, por tanto, en tu verdadero interior, podrían causarte un daño terrible o incluso matarte. De modo que la mucosa de los intestinos está construida para impedirlo. En pocas palabras, hay tres capas... En primer lugar, hay una capa de moco llena de anticuerpos, defensinas —las conocimos antes, en la piel, y son las diminutas agujas que pueden matar microorganismos— y otras

proteínas que matan o dañan a las bacterias. En el intestino, esta primera capa tiene que ser bastante delgada y un poco porosa, porque todos los nutrientes de los alimentos deben poder pasar al interior, y si la primera capa protectora fuese demasiado buena, morirías por inanición. Debajo de la capa de moco, las células epiteliales intestinales son la verdadera barrera entre el interior y el exterior. De manera similar a los pulmones, el grosor de la capa de células epiteliales que protegen el interior es de UNA sola célula. Para proteger mejor el interior, las células epiteliales intestinales están muy bien interconectadas. Unas proteínas especiales las unen firmemente, como un pegamento, para convertirlas en el mejor muro posible. El sistema inmunitario vigila esta zona, y en especial le molesta cualquier tipo de microorganismo que trate de adherirse a las células epiteliales. En realidad, esto ocurre todo el tiempo, cada segundo de tu vida, y un montón de bacterias comensales atraviesan el muro defensivo. De modo que debajo de la pared epitelial se encuentra la tercera capa de la mucosa intestinal, la llamada «lámina propia», donde reside la mayor parte del sistema inmunitario de los intestinos. En la lámina propia, inmediatamente debajo de la superficie, están los macrófagos especiales, las células B y las células dendríticas aguardando a los visitantes no deseados. El sistema inmunitario intestinal no quiere causar inflamación si no es absolutamente necesario, porque la inflamación supone una gran cantidad de líquido adicional en los intestinos, que tú experimentas como una diarrea. La diarrea no supone sólo unos excrementos acuosos, sino también un daño a la capa de las células, muy sensible y delgada, que absorben los nutrientes de los alimentos. Y la diarrea puede provocarle al paciente unos peligrosos niveles de deshidratación. La mayoría de la gente no es consciente, pero la diarrea sigue siendo una gran causa de muerte, y es responsable de que fallezcan alrededor de medio millón de niños cada año. Por tanto, hace millones de años, cuando

evolucionamos, el cuerpo y el sistema inmunitario aprendieron a tomarse muy en serio la inflamación intestinal. En consecuencia, los macrófagos que protegen los intestinos tienen dos características: en primer lugar, son muy eficaces tragando bacterias; y, en segundo lugar, no liberan las citoquinas que llaman a los neutrófilos y provocan la inflamación. Son más bien asesinos silenciosos, que se comen tranquilamente a las bacterias que cruzan la línea, sin mayor alboroto. Las células dendríticas del intestino también se comportan de manera especial. Muchas de ellas se encuentran justo debajo de la capa de células epiteliales, y meten a presión sus brazos entre ellas, para llegar a tocar el moco del intestino. Así, pueden muestrear constantemente las bacterias lo bastante descaradas para salirse de su carril y aventurarse demasiado hacia el interior. Aquí reside un gran misterio de la inmunología que promete otro Premio Nobel para la persona o el equipo que lo resuelva algún día: ¿cómo saben las células dendríticas si las bacterias de las que toman muestras en el intestino son patógenos peligrosos o simples bacterias comensales inofensivas? En estos momentos lo ignoramos, pero sí sabemos que, cuando toman muestras de las bacterias comensales, las células dendríticas ordenan al sistema inmunitario local que se calme y que no se moleste demasiado por sus antígenos. Y aún hay más... Alrededor del intestino, unos tipos de células B especiales producen sólo grandes cantidades de anticuerpos IgA, el que funciona especialmente bien en el moco. Los anticuerpos IgA son fabricados de forma específica para este entorno. Para empezar, pueden ser llevados al otro lado de las células epiteliales y poblar la mucosa intestinal. Además, los IgA no activan el sistema del complemento y no provocan inflamación, dos cosas muy importantes aquí. Sin embargo, los IgA son muy eficaces para otra cosa: con sus cuatro pinzas, que se extienden en

direcciones opuestas, son expertos en agarrar dos bacterias distintas y agruparlas. Por tanto, muchos IgA pueden crear grandes grupos de bacterias indefensas que son transportadas fuera del cuerpo, como parte de las heces. En total, alrededor del 30 por ciento de tus excrementos son bacterias, y muchas de ellas han sido agrupadas por anticuerpos IgA —y algo muy inquietante: en torno al 50 por ciento de ellas aún están vivas cuando salen de ti—. El sistema inmunitario intestinal se asegura discretamente de que los visitantes en tu interior y tu exterior sean mantenidos bajo control. De modo que, con estos mecanismos y estas células especiales, el sistema inmunitario mantiene el moco a salvo de las bacterias amistosas demasiado ambiciosas, pero también se asegura de no causar daños reaccionando de manera exagerada. Tu sistema inmunitario intestinal es una auténtica fuerza de mantenimiento de la paz. Sin embargo, todos estos mecanismos son una pésima idea si hay invasores de verdad, como bacterias patógenas que de algún modo pudieran sobrevivir al brutal océano de ácido estomacal y llegar intactas a los intestinos. Para atrapar a estos peligrosos enemigos lo antes posible, los intestinos poseen un tipo de ganglio linfático especial, las llamadas «placas de Peyer», directamente integradas en ellos. Las células microplegadas (las mismas que vimos brevemente en las amígdalas) llegan directamente a los intestinos y toman muestras de cosas que consideren interesantes para que el sistema inmunitario les eche un vistazo. En cierto modo, son una especie de célula ascensor que recoge pasajeros y los lleva directamente a las placas de Peyer, donde las células inmunitarias adaptativas controlan todo lo que sucede en los intestinos. Así, los intestinos tienen un sistema de detección inmunitaria superrápida que vigila de forma constante y muy estrecha la población bacteriana de la mucosa intestinal. Bien, basta de bacterias y de cómo interactúan con el cuerpo. Es hora de conocer a uno de los invasores más comunes con los que tienes que lidiar

en la vida. Se trata de un enemigo que no sólo invade el cuerpo, sino que va un paso más allá e infecta directamente las células mismas, donde puede ocultarse de las células inmunitarias, para llevar a cabo su trabajo sucio. Ésta es una estrategia tan inteligente y peligrosa que el sistema inmunitario tuvo que desarrollar unas estrategias y armas completamente distintas. Así que exploremos el que es posiblemente tu enemigo más siniestro: el virus.

26 ¿Qué es un virus? Los virus son los tipos más simples de seres vivos autorreproductivos, aunque, dependiendo de a quién le preguntes, es posible que ni siquiera se consideren vivos. Decíamos antes que las células no tienen conocimiento ni consciencia; que son sólo unos montones complejos de bioquímica que hacen lo que las obliga el código genético y las reacciones químicas entre sus partes. Las bacterias son lo mismo, robots de proteínas capaces de hacer cosas asombrosas, aunque, en cierto sentido, podrían considerarse un poco menos sofisticadas. Los virus ni siquiera son eso. Que un virus sea siquiera capaz de hacer algo es al mismo tiempo deprimente y fascinante. Un virus no es mucho más que un caparazón lleno de unas pocas líneas de código y algunas proteínas. Dependen por completo de los seres vivos adecuados para mantenerse. Y se volvieron sumamente eficaces en eso. Aún se desconoce cuándo o cómo surgieron exactamente los virus, pero es muy probable que sean antiguos y que ya existiesen cuando aún vivía el último antepasado común de todos los seres vivos de la Tierra, hace miles de millones de años. Algunos científicos creen que los virus fueron un paso esencial en el surgimiento de la vida, y otros piensan que son el resultado de que una bacteria se volviera más simple, en vez de más compleja, hace unos 1.500 millones de años. Según esta idea, eran seres vivos que se excluyeron

del juego de la vida y decidieron ahorrarse el esfuerzo y la energía de construir una célula funcional, y, en su lugar, empezaron a depender de otros para todo el trabajo pesado. Sea cual sea la verdad, los virus resultaron ser increíblemente exitosos. De hecho, los virus son posiblemente la entidad más exitosa del planeta. Se estima que hay 1031 virus en la Tierra, es decir, 100.000 trillones de virus. 1 ¿Cómo llegaron a prosperar tanto los virus?, ¿cómo lo consiguieron? Bueno, en cierto sentido, no hacen nada en absoluto. No tienen metabolismo, no reaccionan a los estímulos y no pueden reproducirse. Los virus son tan básicos que no hacen nada de forma activa. Son, en sentido literal, partículas que flotan por ahí, y dependen de tropezarse pasivamente con las víctimas por pura casualidad. Si todas las demás formas de vida se extinguieran, los virus desaparecerían con ellas. De modo que necesitan células adecuadas, activas y vivientes que hagan todas esas cosas vivas por ellos. Algunos científicos incluso sugieren que consideremos una partícula vírica como una etapa reproductiva, como un espermatozoide, y la célula infectada como su verdadera forma viva. En cualquier caso, los virus se han especializado en ser unos intrusos agresivos y astutos porque, como es obvio, las células no quieren verse infectadas por ellos. Lo principal que debe hacer un virus para prosperar es entrar en las células. Para ello, se aprovechan de un punto débil en todas las células, algo de lo que nunca podrán protegerse por completo los seres vivos: atacan a los receptores.

Ya hemos hablado un montón sobre los receptores: son las partes que reconocen a las proteínas y que cubren alrededor de la mitad de la superficie celular. Sin embargo, los receptores pueden hacer muchas más cosas. Se utilizan para interactuar con el entorno y transportar cosas del interior al exterior, y viceversa, y son absolutamente imprescindibles. Los caparazones de los virus están provistos de proteínas especiales que pueden conectarse con un tipo de receptor en la superficie de sus víctimas. Esto significa que los virus no pueden adherirse a cualquier célula, sino sólo a las que tienen un receptor al que puedan unirse. En cierto sentido, todos los virus tienen un montón de piezas de rompecabezas proteínicas que sólo pueden conectarse a una célula si ésta tiene el receptor correcto de piezas. Los virus son especialistas, no generalistas, y tienen presas favoritas. Y eso es bueno, porque, como hemos determinado, hay muchos virus, pero sólo unas doscientas especies nos infectan a los seres humanos. Una vez que un virus entra en contacto con el tipo de célula que está buscando, se adueña discretamente de ella. El modo de proceder varía mucho entre una especie de virus y otra, pero, en general, el virus transfiere su material genético a su víctima y obliga a la célula a dejar de producir material celular. Se convierte así en una máquina de producción de virus. Algunos virus mantienen a sus víctimas vivas, como una especie de fábricas de virus permanentes, mientras que otros consumen la célula lo más rápido posible. Por lo general, durante un período de entre ocho y setenta y dos horas, los recursos de la célula se convierten en partes de virus que se ensamblan en nuevos virus, hasta que la célula se llena hasta arriba de cientos o decenas de miles de nuevos virus. Los virus envueltos abandonan la célula brotando de ella, lo que significa que «pellizcan» un poco la membrana celular y la utilizan como caparazón protector adicional. Otros virus obligan a la célula infectada a disolverse y derramar su interior, incluido el nuevo ejército de virus que creó tras su «lavado de cerebro», y que después infectan a otras células.

Si las células fuesen conscientes, los virus las aterrarían. Imagínate unas arañas que no trepan por las paredes, sino que flotan pasivamente en el aire, con la esperanza de meterse en tu boca en un momento de descuido, y arrastrarse hasta tu cerebro, obligando a tu interior a producir cientos de nuevos bebés araña, hasta que tu cuerpo está repleto de ellas. Después, tu piel estallaría, y todas estas nuevas arañas intentarían atrapar a tu familia y tus amigos. Esto es, exactamente, lo que los virus les hacen a las células. Los virus patógenos son muy hábiles esquivando el sistema inmunitario, porque tienen un superpoder: nada se multiplica tan rápido como ellos. Y eso también significa que nada muta o cambia tan rápido como los virus. Son prácticamente imposibles de superar en ese frente, porque son chapuceros y descuidados. Los virus son tan básicos que carecen de la mayoría de las intrincadas protecciones que poseen las células para prevenir las mutaciones, por lo que mutan todo el tiempo. En general, la probabilidad de que una mutación sea mala para un organismo es mayor que la probabilidad de que sea beneficiosa. Pero a los virus les da igual: a través de su increíble tasa reproductiva y de la gran cantidad que producen en cada ciclo, con cada célula infectada, la probabilidad de que, de entre unos pocos miles de mutaciones, una sea sumamente beneficiosa y capaz de producir un virus mucho más apto para sobrevivir es bastante alta. Es la táctica de siempre de la evolución: la fuerza bruta, probar a tirar cosas hasta que aciertas con una. Y es bastante efectiva. 2

Tu sistema inmunitario no puede recurrir a las mismas armas para combatir una infección viral que para combatir a las bacterias, ya que tanto

el enemigo como sus tácticas son muy diferentes. El virus es más pequeño y un poco más difícil de detectar que las bacterias, porque no tiene un metabolismo que libere basuras químicas y que las células inmunitarias puedan recoger. Además, pasa escondido dentro de las células la mayor parte de su ciclo vital, e intenta manipular a las células infectadas para engañar al sistema inmunitario y lograr que se detenga. Puede cambiar mucho más rápido que las bacterias, y un solo virus puede convertirse en diez mil en un día, lo que se convierte enseguida en un crecimiento exponencial. Los virus patógenos son unos enemigos terriblemente peligrosos. Por tanto, no es de extrañar que el sistema inmunitario haya invertido mucho en defensas antivíricas. Sin embargo, antes de conocer nuestras armas, vamos a visitar otro reino mucoso, el principal punto de entrada de los virus. La mayoría de los virus patógenos entran en tu cuerpo a través de la mucosa respiratoria. Y es lógico: como dijimos, el reino desértico de la piel es un lugar pésimo donde quedarse si eres un virus que quiere invadir las células humanas, ya que la piel son capas y capas de células muertas apiladas unas encima de otras. En cambio, la mucosa del pulmón es un punto de entrada muy atractivo para un virus. Eso no significa que sea fácil entrar: al igual que en la piel, el cuerpo ha creado aquí un poderoso reino defensivo.

27 El sistema inmunitario de los pulmones Aunque es divertido imaginárselos así, tus pulmones no son, en realidad, unos grandes globos, sino muy parecidos a unas densas esponjas con innumerables recovecos y grietas. La parte de los pulmones que se ocupa de respirar tiene una superficie enorme, de más de 120 metros cuadrados, más de sesenta veces la superficie de la piel. Este vasto espacio interactúa constantemente con el entorno a medida que inhalas unos 7.500 litros de aire todos los días. En consecuencia, los pulmones son uno de los lugares más expuestos de todo tu cuerpo. En cada respiración tomas alrededor de medio litro de aire, que no sólo contiene el oxígeno que necesitas, sino también algunos gases que al cuerpo no le molestan y multitud de partículas. Qué cosas respiras exactamente, y en qué cantidad, depende mucho de en qué parte del mundo estés. En el frío de la Antártida, el aire será el más fresco de todos, compuesto principalmente por una atmósfera limpia. Al caminar por las concurridas calles de una ciudad interior, se respira una desmesurada mezcla de gases de escape tóxicos, todo tipo de partículas provenientes de los automóviles y otros materiales agresivos, como el asbesto o las abrasiones del caucho de los neumáticos. Aparte de esta contaminación artificial, el aire puede transportar una gran cantidad de alérgenos, como el polen de varias plantas o el polvo de las casas, salpicado de excrementos de ácaros.

Las bacterias, los virus y las esporas de los hongos también viajan sobre estas partículas o gotitas de agua, o simplemente flotan por ahí en busca de un nuevo hogar. De modo que las células que recubren los pulmones se enfrentan a una constante avalancha de sustancias químicas tóxicas, partículas y microorganismos. Mientras que en otras partes del cuerpo el sistema inmunitario reaccionaría enérgicamente si entrara en contacto con esta mezcla explosiva, dañando el tejido con menos miramientos, en los pulmones no es lo ideal. No importa lo que hagas: no puedes dejar de respirar. Por tanto, aquí el sistema inmunitario debe ser más cuidadoso, menos agresivo. En los pulmones tuvo que desarrollar un sistema equilibrado, capaz de defenderse de los intrusos y eliminar la contaminación, y, al mismo tiempo, permitir el intercambio de gases. Las defensas del aparato respiratorio empiezan en la nariz, con un filtro bastante amplio compuesto de vello; no es útil contra nada pequeño, pero impide que entren cosas grandes, como ciertas partículas de polvo o polen, por ejemplo. Después, como en cualquier entorno mucoso, el moco cubre las superficies, y en el aparato respiratorio pueden ser rápidamente expulsadas por el reflejo explosivo del estornudo. El moco es desplazado constantemente al exterior o tragado. Sin embargo, en las partes más profundas de los pulmones, estos mecanismos no son útiles, porque, para respirar, los alveolos —pequeños sacos llenos de aire— no pueden estar cubiertos de mucosa, ya que sería imposible la respiración. De modo que en los lugares más profundos y vulnerables de los pulmones sólo hay una capa de células epiteliales entre el interior y el exterior, y nada más. Eso sí que es una zona expuesta: un objetivo perfecto para todo tipo de patógenos. Para mantener a salvo la zona, hay un tipo de macrófago muy especial estacionado en ella: el macrófago alveolar. Su principal trabajo es patrullar la superficie de los pulmones y recoger la basura. La mayoría de los detritos

y otras cosas desagradables se quedan atrapados en la mucosa del aparato respiratorio superior, pero aun así hay una parte que llega a las profundidades. Los macrófagos alveolares son supertranquilos. Es mucho más difícil provocarlos y activarlos que a sus primos cutáneos. En las vías respiratorias, moderan a otras células inmunitarias, como los neutrófilos, para que sean menos agresivas. No obstante, lo más importante es que atenúan cualquier tipo de inflamación, porque no te conviene en absoluto que haya líquido en tus pulmones.

Existen indicios de que los pulmones podrían tener un microbioma —un colectivo de microbios que viven en ellos—, o al menos algún tipo de comunidad errante de organismos, que son tolerados. Pero, a diferencia del microbioma intestinal, todavía sabemos muy poco sobre el microbioma pulmonar. Esto se debe a varias razones. Para empezar, en la microescala, la respiración es una constante tormenta huracanada, y para los microbios es mucho más difícil establecer su hogar ahí que en los intestinos, más tranquilos para ellos. Por tanto, hay muchos menos recursos gratuitos, y las bacterias amistosas tienen muchas más dificultades para ganarse la vida. Sin embargo, uno de los mayores problemas que nos encontramos es que es bastante difícil recoger muestras del microbioma pulmonar profundo. Debes tener en cuenta lo fácil que es recoger cosas del intestino: es un tubo largo y ancho, y todos los días sale por tu trasero una estupenda muestra de todo lo que hay en tu interior. Los pulmones no son tan cooperativos, y también es bastante difícil recoger muestras de las partes más profundas sin contaminarlas al extraerlas. Por tanto, todavía queda mucho por saber sobre el microbioma y sus interacciones con el pulmón. Lo que sí sabemos con certeza es que muchos de los virus patógenos más comunes y peligrosos que infectan a los seres humanos utilizan el aparato respiratorio como punto de entrada. De modo que, ahora que nos hemos hecho una idea sobre el entorno de los pulmones, veamos qué ocurre cuando son infectados y qué tipo de defensas especiales ha ideado el sistema inmunitario para limpiarlos.

28 La gripe: el virus «inofensivo» al que no respetas lo suficiente «¡Sólo faltan tres días para el fin de semana!», piensas al entrar en la sala de descanso, donde una de tus compañeras está haciendo café. Al pasar por delante de ella, tose violentamente y se cubre la cara con la flexura del codo, pero no con la suficiente rapidez: la primera tos llegó al aire sin obstáculos y salió disparada una fina nube de cientos de gotitas. En la escala de las células, estas gotas no son balas, sino más bien misiles balísticos que cruzan continentes enteros en cuestión de segundos. Y no están cargados con ojivas nucleares, pero sí con una carga igualmente peligrosa: millones de virus influenza A, que provocan la enfermedad que conocemos como «gripe». 1 , 2 Las ojivas más grandes y pesadas no llegan muy lejos, y pronto tocan suelo, pero las más ligeras se esparcen por el aire, transportadas por corrientes favorables. Tú no te das cuenta de nada mientras atraviesas la nube de gotitas. Tomas aire y tus vías respiratorias absorben varias decenas de misiles, que salpican con violencia tus membranas mucosas, donde liberan su carga viral. Te haces un café sin ser consciente de la serie de acontecimientos que acaban de producirse. Un poco más tarde, mientras sopesas tomarte otro café, el primer virus se apodera de una de tus células. Será el primero de miles de millones.

El virus influenza A que has respirado inadvertidamente pertenece a una de las cepas más potentes y peligrosas de la muy molesta familia de los Orthomyxoviridae . El virus influenza A se ha especializado en infectar las células epiteliales del aparato respiratorio de los mamíferos. Como en ellos se incluyen los seres humanos, el virus influenza A ha sido el responsable de cuatro grandes pandemias de gripe sólo en el siglo XX , y la más famosa de ellas fue la gripe de 1918 (llamada «gripe española»), que provocó una pandemia que mató al menos a cuarenta millones de personas en el mundo. 3 4 Por suerte para ti, la cepa que acabas de inhalar no es tan mortífera. En promedio, la gripe «normal» a la que nos hemos acostumbrado «sólo» mata a un máximo de medio millón de personas al año.

Para los virus que ingresaron en tu aparato respiratorio en la sala de descanso, se pone en marcha un temporizador decisivo. Sólo disponen de unas horas para alcanzar su objetivo, porque el entorno del pantano los está destruyendo de forma lenta pero inexorable. Varias proteínas o anticuerpos que flotan por ahí pueden desmantelarlos o inutilizarlos, y después son arrastrados por la capa de moco, que se repone constantemente. De modo que muchas de las partículas víricas que inhalaste nunca alcanzan su objetivo, porque son capturadas y destruidas a tiempo. Sin embargo, de manera verdaderamente dramática, uno solo de los virus llega a las células que están bajo el moco protector. Las células epiteliales —la «piel» de tu interior— poseen receptores en sus superficies a los que puede conectarse el virus influenza A, que los manipula para entrar en ellas. El virus sólo tarda alrededor de una hora en controlar la célula, al conquistar sus procesos naturales. Sin saber lo que hace, la célula empaqueta con cuidado el virus y lo empuja hacia su núcleo, el cerebro de la célula. Los procesos naturales —de nuevo, desencadenados por la propia célula— le indican al virus cuándo ha llegado a su destino y cuándo tiene que liberar su código genético y un montón de proteínas víricas hostiles. Al cabo de diez minutos, el virus influenza engaña a la célula para que lleve su material genético directamente al cerebro de la célula, el núcleo. Las proteínas víricas empiezan a desmantelar las defensas antivíricas internas de la célula y, de ese modo, es conquistada. El virus influenza A trata de apoderarse directamente del núcleo, del cerebro de la célula. En él se almacena el ADN, que contiene los manuales de instrucciones de todas las proteínas celulares, pero no sólo los planos, sino también sus ciclos de producción. Estas proteínas determinan el desarrollo, la función, el crecimiento, el comportamiento y la reproducción de la célula. Por tanto, quien controle la producción de proteínas controla la propia célula. ¿Cómo funciona esto? Bien: el ADN se compone de

secciones más pequeñas, los genes, y cada gen es la instrucción de una proteína. Para traducir las instrucciones de un gen en una proteína, esta información debe ser transmitida a la maquinaria celular de producción de proteínas.

¿Cómo transmiten los genes la información? Técnicamente, no hacen nada, porque los genes son sólo secciones del ADN. Para transmitir la información almacenada en un gen al resto de la célula, los seres vivos se sirven del ARN: una molécula compleja y fascinante que cumple diversas funciones fundamentales. Lo que nos importa en este contexto es que actúan como mensajeros que transmiten las instrucciones de construcción de los genes a las fábricas celulares de proteínas. Y aquí es donde llegan los virus y lo destrozan todo. Los virus intentan apoderarse de este maravilloso proceso natural de muchas formas, según su modus operandi . El virus influenza A, por ejemplo, simplemente vierte una serie de moléculas de ARN en el núcleo, donde finge ser un encargo de tus propios genes y engaña a la célula para que construya unas determinadas proteínas víricas. Pero, naturalmente, las proteínas víricas son nocivas, e interrumpen la producción de proteínas sanas para producir en su lugar proteínas de virus o, en otras palabras, partes de virus. 5 En nuestra historia, el virus influenza A que infectó la célula epitelial se ha salido con la suya, y la suerte de la pobre célula ya está echada. Se ha convertido en una peligrosa bomba de relojería para el cuerpo, en un robot de proteínas que ya no está a tu servicio, sino al de un nuevo y siniestro amo. Durante unas horas, los procesos y cadenas productivas se modifican y se adaptan a su nueva finalidad, antes de que comience la producción de virus en masa. Según algunas estimaciones, una sola célula infectada por el virus influenza A puede, en promedio, producir suficientes virus para infectar veintitrés nuevas células antes de que la primera célula víctima muera por agotamiento al cabo de unas horas. Si asumimos que este proceso se desarrolla sin resistencia interna —y que cada virus infecta sólo células no infectadas—, una célula infectada se convierte en 22, y después en 484. Éstas se convierten luego en 10.648, después en 234.256 y finalmente en 5.153.632. En sólo cinco ciclos

reproductivos, cada uno de los cuales dura alrededor de medio día, un solo virus se ha convertido en millones. (En la práctica, no siempre será ése el resultado, ya que el cuerpo no permitirá que eso suceda, pero, de nuevo, es probable que más de un virus influenza logre infectar las células al principio. Por tanto, una cifra de varios millones de células infectadas no sería demasiado impensable.) 6 Los virus son muy eficaces cuando se trata del crecimiento exponencial. Lo hacen mejor que nadie: pueden multiplicarse furiosamente en grandes cantidades, en vez de hacerlo de forma binaria como, por ejemplo, las bacterias. Hablando de bacterias: a diferencia del sencillo campo de batalla cuando pisamos el clavo, la situación cambia mucho con los virus. Si te cortas y las bacterias infectan la herida, las cosas son bastante simples: hay un daño que de inmediato provoca inflamación y atrae al sistema inmunitario, y hay muchos enemigos que no actúan precisamente de forma superdiscreta, sino más bien como un grupo de niños borrachos en una tienda de caramelos. 7 Los virus no quieren llamar la atención. Al principio, una infección por virus influenza A no es tanto un ataque frontal como la invasión de un grupo de comandos que intentan pasar desapercibidos y eliminar en silencio tus defensas. Piensa en la leyenda de los griegos antiguos que intentaron conquistar la ciudad de Troya hace miles de años, la del caballo de madera. Si te imaginas Troya como tu cuerpo, a lo que se dedican la mayoría de las bacterias es al asedio y a las batallas en campo abierto frente a las puertas de la ciudad, a correr gritando y a recibir los golpes en la cabeza que les asestan los defensores, que están muy irritados con ellas. El virus influenza se parece más a los soldados que, escondidos dentro del caballo de Troya, tratan de entrar en la ciudad con el mayor sigilo posible y mantenerse ocultos. Una vez dentro, esperan hasta el anochecer e

intentan ir a escondidas de casa en casa para matar a los ciudadanos troyanos mientras duermen, antes de que puedan alertar de la invasión a los guardias de la ciudad. Cada casa que toman se convierte en una base para los intrusos, donde se crean más soldados invasores, y cada noche son más los que intentan tomar en silencio más casas y matar a más ciudadanos mientras duermen. Bueno, aquí el símil se desmorona un poco, pero ya has captado lo esencial. En resumen, ésta es una característica importante de una infección por virus patógenos. Esta táctica furtiva también significa que, en el caso de una infección vírica grave, el campo de batalla es muy distinto del que nos encontramos en el caso de las bacterias. Si miramos alrededor en el lugar del tejido pulmonar recién infectado, no vemos nada. Sólo hay células aparentemente sanas dedicadas a sus cosas, mientras unos enemigos ocultos están degollando y dejando inválidas a las defensas dentro de las células. En la realidad, esto hace que las infecciones víricas sean mucho más crueles e insidiosas que las bacterias que irrumpen en una herida abierta. Los virus patógenos son unos enemigos verdaderamente aterradores. Atacan tus eslabones más débiles y se esconden dentro de los civiles, donde proliferan con muchísima más vehemencia que otros patógenos, y pueden infectar innumerables células con cada nuevo ciclo reproductivo. En el pico de una infección vírica, puedes tener miles de millones de virus dentro del cuerpo. Todas estas características especiales requieren que el sistema inmunitario se defienda contra ellas de manera distinta que contra la mayoría de las bacterias. Pero no te asustes demasiado. Tu sistema inmunitario ha desarrollado defensas antivíricas especiales. A estas alturas, tal vez se hayan infectado algunas decenas de células, pero ya se han puesto en marcha las primeras medidas de contraataque. En esta fase inicial de la infección, se produce una lucha entre las células

infectadas, que quieren alertar al sistema inmunitario, y el virus, que intenta silenciarlas. Volviendo a nuestro símil de Troya, los pacíficos ciudadanos dormidos se despiertan con el ruido de los soldados que entran a hurtadillas en sus casas y que intentan degollarlos. Antes de que esto suceda, corren hacia las ventanas y tratan de alertar a la guardia de la ciudad, con un fuerte grito. Pero justo cuando los ciudadanos quieren gritar, los intrusos los apartan con violencia de las ventanas y los callan para siempre con puñaladas y cuchilladas. Se produce una salvaje lucha por el control de cada casa y de cada ciudadano. Si los ciudadanos ganan y logran llamar a los guardias, el sistema inmunitario se despertará; si los astutos intrusos ganan, conseguirán el tiempo que necesitan para crear más guerreros y convertirse en un verdadero peligro para toda la ciudad. Casas, soldados y ciudadanos que gritan, luchan y asestan puñaladas, vale. ¿Qué está sucediendo realmente aquí, y qué tipo de cosas describe este símil? Una vez más, estamos a punto de encontrarnos con una solución maravillosamente elegante a un problema complicadísimo. ¡La primera defensa real del cuerpo contra los virus es la «guerra química»!

29 La guerra química: ¡interferones, interferid! Del mismo modo que los ciudadanos de Troya lucharon desesperadamente contra los soldados griegos que se infiltraron en su ciudad, tus células luchan con uñas y dientes contra el virus influenza que está dentro de ellas. El primer paso en esta lucha por parte de las células es darse cuenta de que han sido invadidas. Y como las células epiteliales que recubren las membranas mucosas son un objetivo principal para las invasiones víricas, ¡en realidad están preparadas! Como dijimos antes, las células epiteliales son una especie de milicia. Por tanto, poseen receptores de reconocimiento de patrones, parecidos a los de tipo toll que conocimos al principio del libro. Éstos son los receptores de las células inmunitarias innatas que pueden identificar las formas más comunes de enemigos como los virus. Las células epiteliales poseen muchos receptores distintos que escudriñan su propio interior en busca de señales de alarma. Si se conectan con determinadas proteínas o moléculas víricas, saben que las han invadido y que algo anda muy mal, lo que desencadena una respuesta de emergencia inmediata. En ese momento, el cuerpo debe enfrentarse a un grave problema de infecciones víricas. El sistema inmunitario innato no es ni mucho menos tan eficaz contra los virus patógenos como lo es contra las bacterias. Por tanto, en el caso de las infecciones por virus patógenos —o por bacterias que se

esconden dentro de las células—, el cuerpo necesita la ayuda urgente del sistema inmunitario adaptativo para poder sofocar la invasión. Sin embargo, como ya hemos aprendido, el sistema inmunitario adaptativo es lento, y necesita unos días para despertarse, lo cual no es lo ideal si se tiene en cuenta la rapidez con que se multiplican los virus. De modo que, en el caso de una infección vírica grave, el sistema inmunitario innato y las células civiles infectadas deben luchar por lo más valioso del universo: el tiempo. Deben ralentizar la infección y dificultar todo lo posible la propagación del virus a más civiles. Y ahora llegamos por fin al modo en que las células hacen esto: la guerra química. Hemos hablado mucho de las citoquinas en el libro: esas asombrosas proteínas que transmiten información, activan células, las guían hacia el lugar de una escaramuza y provocan un cambio de comportamiento en las células inmunitarias. En esencia, las citoquinas son moléculas que activan y guían al sistema inmunitario. También lo hacen en el caso de una infección vírica, pero ahí desempeñan un papel posiblemente más importante. Si una de las células se da cuenta de que está infectada por un virus, libera de inmediato una serie de diversas citoquinas de emergencia hacia las células de alrededor y al sistema inmunitario. Esas citoquinas son el grito de los civiles al ver a los intrusos al pie de la cama. En esta situación se liberan muchas citoquinas distintas que hacen cosas diferentes, pero aquí destacaremos una clase muy especial: los interferones. Su nombre proviene de «interferir». Son citoquinas que interfieren con los virus. En cierto sentido, te puedes imaginar los interferones como una advertencia que resuena por las calles de la ciudad y avisa a los ciudadanos para que cierren la puerta y la aseguren con muebles, sellen las ventanas y estén alerta ante el ataque de soldados. Los interferones son la máxima señal que advierte: «Prepárate para un virus».

Así, cuando las células recogen moléculas de interferón, desencadenan varias vías que las hacen cambiar radicalmente de comportamiento. Aquí es importante entender que, en este punto, al cuerpo le es imposible deducir cuántos virus hay presentes, cuántas células han invadido o cuántas están produciendo ya nuevos virus en secreto. Uno de los primeros cambios es que las células detienen temporalmente la producción de proteínas. En todos los momentos de tu vida, las células reciclan y reconstruyen sus componentes y materiales internos para asegurarse de que todas las proteínas estén en buen estado y funcionen según lo previsto. Entonces, algunos interferones les dicen a las células que se calmen un poco y que ralenticen la producción de nuevas proteínas. Si una célula no produce muchas proteínas, tampoco podrá producir muchas proteínas víricas si ya está infectada. De modo que, con sólo ordenar a las células que bajen el ritmo, el interferón ralentiza en gran medida la producción de virus. Hay más ejemplos de intervenciones selectivas, y podríamos abundar en los detalles, ya que hay decenas de interferones diferentes que hacen cosas distintas, pero, al final, eso no importa demasiado. Lo importante aquí es que te quedes con que los interferones interfieren con cada paso de la reproducción viral. Los interferones rara vez erradicarán una infección por sí mismos, pero no tienen que hacerlo. Lo único que deben hacer es ralentizar la multiplicación de los virus para que las células cercanas sean mucho más resistentes a la infección. A veces, esta reacción es suficiente para prevenir la propagación de una infección vírica, y tan eficaz que ésta se queda en nada y tú nunca te enteras de ella. Por desgracia, ése no es el caso de nuestra infección por virus influenza A en la sala de descanso. El virus influenza se ha adaptado al sistema inmunitario humano y va preparado. Cuando descargó su información genética para apoderarse de la célula, también iba empaquetado con un montón de proteínas de «ataque» viral. Estas armas pueden destruir y

bloquear el mecanismo de defensa interno de las células infectadas. Te puedes imaginar estas proteínas de ataque como los puñales de los soldados que invaden las casas: herramientas efectivas para evitar los gritos (la liberación de citoquinas) con unas cuantas puñaladas.

Si bien el virus influenza A no siempre logra evitar la liberación de interferones, se le da muy bien retrasarla para ganar tiempo. ¿No es

fascinante, si lo piensas? Dos enemigos muy diferentes —un virus y una célula humana— luchan entre sí para ganar tiempo. El virus influenza A es muy hábil en esta lucha y, a menudo, unas pocas decenas de virus se convierten en decenas de miles en cuestión de horas. Aun así, la táctica inicial de mantenerse lo más escondido posible tiene la desventaja de que, aunque lo logre al principio, fracasará al cabo de un tiempo. No puede esconderse para siempre. Cuantas más células infecte el virus, más civiles podrán activar la guerra química, y más células civiles acabarán muriendo, lo que desencadena la inflamación y activa el sistema inmunitario, y más partículas de virus flotarán en los fluidos entre las células, lo que hará saltar las alarmas. De modo que, tarde o temprano, se detectará incluso al virus más furtivo. Y, por lo general, eso sucede temprano, porque la guerra química desencadena el siguiente paso en la escalada de la división antiviral del sistema inmunitario innato: las células dendríticas plasmocitoides. 1 Estas células especiales se pasan la vida moviéndose a través de la sangre o acampando en la red linfática, buscando en concreto señales de virus: interferones de alarma procedentes de las células civiles, o bien simplemente virus que flotan en los fluidos. En cualquier caso, si detectan señales de una infección vírica, se activan y se convierten en centrales de energía química que rezuman grandes cantidades de interferones, lo que alerta no sólo a los civiles para que activen sus protocolos antivirales —como detener la producción de proteínas—, sino también al sistema inmunitario, para que se active y se prepare para una batalla en toda regla. Te puedes imaginar estas células como una especie de detector de humos itinerante: un virus patógeno, como el virus influenza A, podría anular la reacción de la guerra química natural de sus víctimas y pasar desapercibido; sin embargo, las células dendríticas plasmocitoides pueden detectar incluso señales sutiles de su presencia, y ampliarlas para hacer saltar las alarmas. De hecho, son tan sensibles a las señales de una infección vírica que, sólo unas horas después de que la primera de las células civiles se haya infectado,

ya han abierto las compuertas de los interferones. Esto sucede tan rápido que un pico de interferones en la sangre suele ser el primer indicio de una infección vírica, mucho antes de que cualquier síntoma real o el propio virus sean detectables. En nuestra historia de la sala de descanso, esto ocurrió unas horas después de que la tos te infectara. En tu gigante escala humana, no te has dado cuenta ni has pensado en ello, y menos aún has notado síntoma alguno. Aunque esto sea estupendo, y la avalancha de interferones comience a despertar al resto del sistema inmunitario, el virus influenza A sigue propagándose con rapidez por todo el aparato respiratorio. Aparecen cientos de miles de virus, que matan e infectan a su paso a miles de células epiteliales, primero, y después a millones. A estas alturas, no es necesaria ninguna táctica sigilosa: el virus ya ha logrado ganar tiempo suficiente para reproducirse de manera prodigiosa. Por evocar nuestra historia de Troya una última vez: las fuerzas invasoras se están desplegando a plena luz del día. Soldados, guardias y civiles luchan en las calles. Sin embargo, a tu sistema inmunitario debe irle mejor que a los ciudadanos de Troya, o el virus arrollará rápidamente tu cuerpo. Mientras, el fin de semana ha empezado, y te levantas de la cama, listo para jugar a los videojuegos y hacer otras cosas muy importantes. Pero notas que algo va mal: te duele la garganta y te moquea la nariz, te duele un poco la cabeza y toses. Normalmente te despiertas con hambre, pero hoy no te apetece nada desayunar. 2 «Tengo un resfriado», te autodiagnosticas con una seguridad injustificada. «Precisamente en fin de semana, ¡qué injusta es la vida! Nadie lo ha pasado peor que yo ni lo pasará peor», te lamentas, esperando muestras de solidaridad del universo, pero no recibes ninguna. Recuperas el ánimo. ¡Esto no es nada! Simplemente te tomarás unas aspirinas y disfrutarás de tu tiempo libre; no te detendrá un resfriado. Por supuesto, tienes razón: un resfriado no te detendrá. Pero esto no es un resfriado.

Mientras te equivocas gravemente sobre la naturaleza de lo que ocurre dentro de tu cuerpo, el virus influenza A gana terreno enseguida y se extiende por tus pulmones. Ahora se ha convertido en una infección en toda regla, que es peligrosa y aún no ha sido contenida. El sistema inmunitario ya está plenamente concentrado en la reacción, como vas a notar muy pronto. Ya hemos dicho varias veces que a veces el sistema inmunitario es el que causa más daños durante una infección, y con la gripe no es diferente. Todas las cosas desagradables que estás a punto de experimentar son el resultado de los desesperados intentos de detener la salvaje invasión de los pulmones. En el campo de batalla, que ahora se extiende desde el aparato respiratorio superior hasta el inferior, hay mucho ajetreo. Los macrófagos limpian las células epiteliales muertas y se tragan los virus que flotan libremente si se topan con ellos, mientras liberan citoquinas para pedir refuerzos y causar más inflamación. Los neutrófilos también se unen a la lucha, aunque su presencia tiene ventajas e inconvenientes (aún hay una investigación en proceso y un debate abierto entre los inmunólogos sobre si son realmente útiles en casos de infecciones víricas o si causan daños innecesarios). Los neutrófilos no parecen ser capaces de combatir bien a los virus, así que su ayuda es sobre todo pasiva: al ser unos guerreros tan desquiciados, aumentan el nivel de inflamación. Aquí se evidencia de nuevo la función general del sistema inmunitario innato de proporcionar contexto y tomar decisiones globales: las células soldado se dan cuenta de que se enfrentan a una infección vírica, y de que necesitan ayuda a mayor escala, por lo que liberan otro conjunto de citoquinas: los pirógenos. Traducido libremente, pirógeno significa «el creador de calor», un nombre muy adecuado en este caso. En pocas palabras, los pirógenos son sustancias químicas que provocan fiebre. La fiebre es una reacción sistémica de todo el cuerpo, que crea un entorno desagradable para los patógenos y permite que las células inmunitarias luchen con más fuerza. También es un buen aliciente para acostarse, descansar, ahorrar energía y

darle al cuerpo y al sistema inmunitario el tiempo que necesitan para curarse o combatir la infección. 3 Los pirógenos funcionan de manera bastante tranquila, en el sentido de que afectan directamente al cerebro y le piden que haga cosas. Es probable que hayas oído hablar de la barrera hematoencefálica, un ingenioso dispositivo que impide que la mayoría de las células y sustancias —y, por supuesto, los patógenos— entren en los muy delicados tejidos del cerebro, con lo cual lo mantiene a salvo de daños y alteraciones. Sin embargo, en algunas regiones cerebrales, esa barrera es parcialmente penetrable para los pirógenos. Si entran e interactúan con el cerebro, desencadenan una compleja cadena de acontecimientos que aumentan la temperatura al cambiar el termostato interno del cuerpo. El cerebro aumenta el calor de dos formas principales: por un lado, puede generar más calor al hacerte tiritar, que no son más que contracciones musculares muy rápidas; por otro, puede dificultar la salida del calor a través de la piel contrayendo los vasos sanguíneos cercanos a la superficie del cuerpo. Por esa razón te entra tanto frío cuando tienes fiebre: tu piel está, en efecto, más fría, porque tu cuerpo está tratando de calentar tu núcleo y generar temperaturas desagradables en el campo de batalla y fastidiar así a los patógenos. Aun así, la fiebre es una inversión importante para el cuerpo, ya que cuesta mucha energía aumentar la temperatura de todo el sistema unos grados, según lo fuerte que sea la fiebre. En promedio, la tasa metabólica crece alrededor del 10 por ciento por cada grado centígrado de aumento en la temperatura corporal, lo que significa que quemas más calorías simplemente para mantenerte con vida. Aunque esto quizá no te suene mal si quieres perder un poco de peso, en la naturaleza casi nunca es lo ideal quemar calorías adicionales: el organismo espera que sea una inversión que al final merezca la pena, y casi siempre es así. La mayoría de los patógenos a los que les gustan los seres humanos funcionan muy bien a nuestra temperatura corporal normal, y su aumento

durante la fiebre les complica mucho la vida. Piensa en la diferencia entre salir a correr una fresca mañana de primavera y salir a correr a mediodía con la solanera del verano. Es mucho más agotador hacer cualquier cosa si tienes demasiado calor. Por tanto, el aumento del calor corporal ralentiza directamente la reproducción de los virus y las bacterias, y los vuelve más vulnerables a las defensas inmunitarias. 4 Si bien no se conocen todos los mecanismos y efectos sobre el sistema inmunitario, por lo general tanto el sistema inmunitario innato como el adaptativo funcionan mejor en varios aspectos con unas temperaturas más altas derivadas de la fiebre. Los neutrófilos son reclutados más rápido, los macrófagos y las células dendríticas son más hábiles devorando enemigos, las células citotóxicas matan mejor, las células presentadoras de antígeno presentan mejor y a las células T les resulta más fácil navegar por los sistemas sanguíneo y linfático. La fiebre general parece activar el sistema inmunitario para mejorar la capacidad combativa contra los patógenos. ¿Cómo aumenta la temperatura el estrés de los patógenos y hace que las células los combatan mejor? Bien, todo tiene que ver con las proteínas dentro de las células y cómo funcionan. Por decirlo de manera sencilla: en ciertas reacciones químicas entre las proteínas hay una especie de zona óptima, un rango de temperatura en el que son más eficientes. Al aumentar la temperatura corporal durante la fiebre, los patógenos se ven obligados a actuar fuera de esa zona óptima. ¿Por qué esto no afecta a tus células, sino que incluso las ayuda? Como dijimos antes, tus células animales son más grandes y complejas que, por ejemplo, las bacterianas. Tus células poseen mecanismos más sofisticados, que las protegen de unas temperaturas más altas, como las proteínas de choque térmico. Además, tus células cuentan con más respaldos: si uno de sus mecanismos internos se ve afectado, es probable que dispongan de mecanismos alternativos que puedan asumir el control. Por eso también la fiebre es útil para las células inmunitarias: como pueden soportar el calor, pueden aprovechar el efecto de que unas temperaturas más altas tienden a acelerar determinadas reacciones entre las

proteínas. Por tanto, la complejidad de tus células, a diferencia de muchos microorganismos, no sólo les evita sufrir la fiebre, sino que funcionan con más eficiencia. Naturalmente, también hay un límite de temperatura que podemos alcanzar, y un máximo de tiempo durante el que la podemos mantener, sin que nuestros sistemas también se estropeen. 5 En el campo de batalla, donde la lucha se ha intensificado, las células dendríticas tragan y escudriñan fluidos y detritos, detectando virus influenza. Ellas también se infectan, pero son mucho más resistentes que las células epiteliales, y siguen funcionando, lo que posteriormente será muy útil. Su función es superimportante, porque, sin el sistema inmunitario adaptativo, al cuerpo le cuesta mucho enfrentarse a las infecciones víricas, sobre todo a patógenos tan efectivos como el virus influenza. Sin embargo, mientras no haga su aparición, los esfuerzos sólo retrasan la infección, pero no la detienen, por lo que el virus se propaga e infecta cada vez a más células.

Además La diferencia entre la gripe y el resfriado común Por lo general, la gripe se clasifica en la categoría de las infecciones víricas agudas del aparato respiratorio superior, que son el tipo de enfermedad más común con que tiene que lidiar la humanidad. Lo que hace tan molesto hablar de ellas no es sólo su nombre superpráctico, sino que pueden significar muchas cosas distintas en un amplio espectro. Por un lado, tenemos el resfriado común, una enfermedad que incluso un adulto sano contrae entre dos y cinco veces al año, y los niños hasta siete, y que, en conjunto, se considera bastante inofensivo. 6 El resfriado común puede ser tan leve que ni siquiera lo notas, o bien puede resultar bastante desagradable. Puedes no sentir ningún síntoma, o

bien sentir varios: dolor de cabeza, estornudos, escalofríos, dolor de garganta, congestión nasal, tos y malestar general. En el caso de la gripe, la fiebre y otros síntomas te suelen arrollar como un tren de mercancías. Te encuentras bien, tal vez un poco alicaído, y, de repente, ¡bum!, te encuentras fatal, muy débil, mientras ardes de fiebre. Una buena infección por virus influenza A se acompaña de una gran cantidad de síntomas desagradables. Aparte de la fiebre alta, te sientes muy cansado y debilitado, te duelen la cabeza —lo que dificulta el pensamiento o la lectura — y la garganta, y tienes que toser intensamente. Por si esto no fuese suficiente, a medida que transcurre el día, cada vez te duele más el cuerpo entero. El dolor parece provenir de los músculos de las extremidades. Otras infecciones también pueden causar la mayoría de estos síntomas; técnicamente, no son exclusivos de la gripe, por lo que puede ser difícil distinguirla, a veces incluso para los médicos. El saber popular dice que el color de los mocos puede indicar qué tipo de infección tienes, es decir, si es sólo un resfriado o una gripe, pero no es cierto: el color sólo te indica la gravedad de la reacción inflamatoria en la nariz, no qué la provocó. Cuanto más color tenga, más neutrófilos han entregado su vida. Piénsalo un momento: con cada estornudo, no sólo te deshaces de miles o millones de virus o bacterias, sino también de tus propias células, que murieron luchando con valentía. Incluso puede haber aún neutrófilos vivos cuando te suenas con un pañuelo. Es un destino un poco triste, como el de un astronauta expulsado al espacio. Lucha por ti con todas sus fuerzas para luego ser expulsado con el enemigo y acabar en un cubo de basura. Es un destino verdaderamente terrible; si tus células fuesen conscientes, lo verían como una forma bastante triste de acabar sus vidas. Tras pasarte la mañana del sábado lloriqueando como un bebé y empeñado en disfrutar del fin de semana, la infección por virus influenza A te ataca por fin de verdad. Empiezas a sentirte cada vez peor, tienes calor y te notas débil, y todos tus síntomas empeoran. Ya no es posible seguir

ignorándolo: estás enfermo. Te arrastras de nuevo hasta la cama y ya no tienes más remedio que pasarlo; no puedes hacer nada contra la gripe, salvo confiar en que tu sistema inmunitario funcione correctamente. Bueno, al menos eso también significa que puedes faltar al trabajo una semana o dos, piensas, antes de caer en un sueño febril. Durante los tres días posteriores a la infección inicial por virus influenza A, la reproducción de la infección viral alcanza su punto máximo, mientras el sistema inmunitario innato atrapa y mata a tantos virus como puede. Aun así, la mayoría de los virus permanecen a salvo ocultos en las células infectadas, haciendo su sucio trabajo parasitario en la oscuridad, detrás de las membranas. Si la lucha continúa así, el virus no será eliminado, y no hay vuelta de hoja. Puesto que los virus pasan la mayor parte del tiempo dentro de las células infectadas, es demasiado difícil atraparlos a todos cuando flotan de una célula a otra. Si el sistema inmunitario sólo pudiera combatir los virus cuando están fuera de las células, serían casi invencibles, y puede que hoy no existieran los seres humanos. La mejor manera de matar muchos virus es destruir las células infectadas y los virus que contienen. Parémonos un momento a valorar la magnitud de lo que estamos diciendo aquí. Tu sistema inmunitario necesita poder matar a tus propias células. Tu sistema inmunitario tiene licencia para matarte. Como te figurarás, es un poder extraordinariamente peligroso que conlleva una altísima responsabilidad. Piensa en lo que sucedería si estas células se equivocaran: podrían decidir matar tejidos y órganos sanos. Y, de hecho, esto es lo que les sucede a millones de personas cada día, y se le llama enfermedad autoinmunitaria, a la que conoceremos más a fondo más adelante. Entonces, ¿cómo hace esto el sistema inmunitario sin causar un daño terrible?

30 Una ventana al alma de las células Recuerda que en el capítulo «El olor de los componentes básicos de la vida» aprendimos que las células pueden oler su entorno e identificar a los intrusos y sus excreciones con unos receptores de tipo toll capaces de reconocer las formas de diversas moléculas enemigas. Lo hacen para que las células soldado puedan detectar a los enemigos y matarlos con eficiencia. Aunque todo esto está muy bien, aún queda un punto ciego muy importante: el interior de las células infectadas o corrompidas. Saber si una célula civil debe ser destruida no es sólo importante para las infecciones víricas. Algunas especies de bacterias, como la M. tuberculosis , invaden las células y se esconden en el sistema inmunitario mientras se comen a sus víctimas desde dentro hacia fuera. Después están las células cancerosas, que, por lo general, pasan desapercibidas desde fuera mientras se corrompen por dentro. Se debe identificar a las células infectadas o corrompidas para poder eliminarlas antes de que puedan causar un grave daño a gran escala, ya sea al propagar un patógeno o al convertirse en un tumor. Y, por supuesto, cómo íbamos a olvidarnos de los protozoos, nuestros amigos «animales» unicelulares, como los Trypanosoma , que provocan la enfermedad del sueño, o el plasmodio, que provoca la malaria y mata hasta a medio millón de personas cada año.

De modo que, para detectar el peligro de estas células corrompidas, el sistema inmunitario ha desarrollado un ingenioso modo de que las células puedan mirar dentro de otras células. En pocas palabras, lo hacen llevando el interior de las células al exterior. Un momento, ¿qué? ¿Cómo funciona esto? Para explicarlo brevemente, aquí va un recordatorio sobre la naturaleza de las células que tal vez sea útil: las células son complejas máquinas de proteínas que constantemente tienen que reconstruir y descomponer estructuras y diferentes partes dentro de sí mismas. Están llenas de millones de proteínas distintas, con muchos trabajos y funciones, que trabajan juntas en un bello concierto de vida. El director de orquesta es el ADN, en el núcleo, y sus brazos son las moléculas de ARNm que transmiten las órdenes necesarias para la producción de proteínas. Pero estas proteínas no son simples materiales y piezas. Cuentan una historia. La historia de lo que sucede dentro de una célula. Si pudieses ver una sección transversal de todas las proteínas de una célula, podrías observar lo que hacen, qué cosas construyen y qué notas quiere el director de la orquesta que se toquen. Y, por supuesto, podrías ver si algo va mal. Si, por ejemplo, una célula está produciendo proteínas de virus, es obvio que está infectada por un virus. O bien, si una célula se corrompe y se vuelve cancerosa, empezará a producir proteínas defectuosas o anormales. 1

Sin embargo, las células inmunitarias no pueden mirar a través de la membrana sólida de la célula para verificar qué tipo de proteínas se están fabricando y si todo está en orden. La naturaleza lo resolvió de otra manera: la historia que las proteínas cuentan desde dentro se lleva afuera mediante una molécula muy especial que les sirve de escaparate. Esta molécula tiene uno de esos horribles nombres de la inmunología que quizá te resulte ya muy familiar: la molécula de clase I del complejo mayor de histocompatibilidad, o molécula CMH de clase I. Tal vez hayas

adivinado que esta molécula está estrechamente relacionada con la CMH de clase II que conocimos antes a fondo. Aquí, la inmunología ha decidido ser más confusa y molesta: los dos tipos de molécula CMH son de importancia crucial, pero existen diferencias fundamentales entre ellas. Las moléculas CMH de clase I son «escaparates». Las moléculas CMH de clase II son «panecillos para perritos calientes». Son cosas muy distintas con nombres irritantemente parecidos. En primer lugar, al igual que la molécula CMH de clase II, el trabajo de una molécula CMH de clase I es la presentación de antígeno. La importante diferencia entre ambas moléculas es que sólo las células presentadoras de antígeno tienen moléculas CMH de clase II. Éstas incluyen las células dendríticas, los macrófagos y las células B, todas ellas células inmunitarias. Y eso es todo: ninguna otra célula puede tener una molécula CMH de clase II. 2 En cambio, todas las células del cuerpo que poseen núcleo —por tanto, esto excluye a los glóbulos rojos— tienen moléculas CMH de clase I. Bien, ¿por qué es así, y cómo funciona? Como dijimos antes, las células descomponen constantemente las proteínas para que sus partes puedan ser recicladas y reutilizadas. Lo crucial aquí es que, mientras se produce ese reciclaje, las células eligen una selección aleatoria de piezas de proteína y las transportan a las membranas para exhibirlas en sus superficies.

La molécula CMH de clase I muestra estas proteínas al mundo exterior, como lo haría un elegante escaparate con una selección de artículos que ofrece la tienda en su interior. Así es como se puede contar al exterior la historia que cuentan las proteínas de lo que ocurre en el interior de la célula. Para asegurarse de que la historia está siempre actualizada, las células poseen miles de escaparates, o muchos miles de moléculas CMH de clase I, y cada una es actualizada con una nueva proteína más o menos una vez al día. Todas las células del cuerpo que tienen núcleo y maquinaria de producción de proteínas lo hacen todo el tiempo. Así, las células exhiben lo que sucede dentro de ellas, para asegurarle al sistema inmunitario que están bien. Como aprenderemos en los siguientes capítulos, en este momento algunas células recorren tu cuerpo comprobando al azar los escaparates de células, para cerciorarse de que no ocurre nada raro en su interior. Piensa en lo genial que es este principio y en los muchos problemas que resuelve. En el caso de nuestra infección por virus influenza A, el mecanismo funciona así: recuerda que lo primero que hicieron los virus cuando lograron invadir tus células fue apoderarse de sus áreas de producción. Utilizaron sus herramientas y recursos para fabricar partes de proteínas de virus, o antígenos de virus. De forma automática, como un ruido de fondo, algunos de estos antígenos de virus fueron recogidos y trasladados a los escaparates, a las moléculas CMH de clase I, en el exterior de la célula. Así, la célula no sólo indicó claramente que estaba infectada, sino también por quién: el enemigo está oculto en el interior y es invisible, pero no sus antígenos. Debido a que todas las células exhiben constantemente proteínas en sus moléculas CMH de clase I, las células infectadas presentan su interior al mundo exterior, aunque no «sepan» que están infectadas. Esto del escaparate es un proceso automatizado que siempre transcurre en segundo plano, como parte de la vida normal de las células. Si una célula inmunitaria quiere comprobar si una célula está infectada, sólo tiene que acercarse y

mirar por las «ventanitas» para tener una instantánea del interior. Si identifica cosas que no deberían estar dentro de la célula, matarán a esa célula. Y lo que es aún mejor: el número de moléculas CMH de clase I no es inamovible. Una de las cosas más importantes que suceden durante la guerra química desencadenada por el interferón es que las células reciben estímulos y órdenes para producir más moléculas CMH de clase I. Así, en el caso de una infección, el interferón les dice a todas las células cercanas que construyan más escaparates y se vuelvan más transparentes, para contar más cosas de sus proteínas internas y ser más visibles para el sistema inmunitario. Otra característica especial de los escaparates de las células es que son una insignia de tu individualidad. Ya dijimos en la primera parte que los genes que codifican para las moléculas CMH de clase I y II son los más diversos de la especie humana. Si no tienes un hermano gemelo idéntico, es muy probable que tus moléculas CMH de clase I sean exclusivamente tuyas. Es así en todos los seres humanos sanos, pero las proteínas que componen las moléculas tienen cientos de formas ligeramente distintas y varían un poco entre una persona y otra. Sin embargo, esto es tremendamente importante, y desafortunado, en un aspecto: el trasplante de órganos. Las moléculas CMH son el lugar donde el sistema inmunitario puede detectar que una célula de un órgano que una generosa persona te ha donado no es en realidad tuya; que no es el yo , sino otro . Y, una vez que detecta a un otro , el sistema inmunitario atacará y matará al órgano. La propia naturaleza del trasplante de órganos hace más probable que eso suceda. El órgano trasplantado tuvo que ser extraído de otro ser vivo; para ello, hubo que separarlo de él, normalmente, con instrumentos afilados. Es probable que todo este proceso haya causado pequeñas heridas. ¿Qué provocan las heridas dentro del cuerpo? Inflamación, que alerta al sistema

inmunitario. Y, si las cosas salen mal, el sistema inmunitario adaptativo es reclamado en los bordes del nuevo órgano salvavidas, y puede llamar a más células que revisarán los escaparates y descubrirán que no son de uno. Ésta es la desafortunada razón por la que después de recibir un órgano donado se debe tomar una fuerte medicación que inhiba el sistema inmunitario para el resto de la vida, y minimizar así la posibilidad de que las células inmunitarias encuentren moléculas CMH de clase I extrañas y maten a las células que las portan. Pero, naturalmente, esto te vuelve muchísimo más vulnerable a las infecciones. Cuando el sistema inmunitario evolucionó hace cientos de millones de años, no pudo imaginarse que en algún momento cierta especie de simio inventaría la medicina moderna y empezaría a trasplantar corazones y pulmones. Pero nos estamos distrayendo. Volvamos a la molécula CMH de clase I, al escaparate de la célula. Vamos a conocer a una de tus células más peligrosas, que depende por completo del escaparate. Se trata de un despiadado asesino que forma parte del sistema inmunitario adaptativo y es una de tus armas más eficaces contra los virus. Es la célula T citotóxica, también llamada célula T asesina, la especialista en asesinatos dentro de tu cuerpo.

31 Las especialistas en matar: las células T citotóxicas Las células T citotóxicas son hermanas de las células T colaboradoras, pero su trabajo es muy distinto. Si la célula T colaboradora es la cuidadosa planificadora que toma decisiones inteligentes y se destaca por su habilidad organizativa, la célula T citotóxica es un tipo que va con un martillo machacando cabezas y riéndose como un maniaco. Otros nombres de la célula T citotóxica son «célula T citolítica» y «célula T asesina», y este último es un nombre perfecto si tenemos en cuenta lo que hace: mata de manera eficiente, rápida e inmisericorde. Alrededor del 40 por ciento de las células T del cuerpo son citotóxicas, y, al igual que sus hermanas, las colaboradoras, pueden tener miles de millones de receptores diferentes y únicos para todo tipo de posibles antígenos. Ellas también tienen que educarse en la Universidad de la Muerte del timo antes de poder entrar en la circulación general. Del mismo modo que las células T colaboradoras necesitan panecillos de perritos calientes para reconocer los antígenos (moléculas CMH de clase II), las células T citotóxicas dependen de los escaparates (moléculas CMH de clase I) para activarse. Entonces, ¿cómo funcionaría esto en nuestra infección por virus influenza A?

Piensa de nuevo en el campo de batalla, donde millones de virus estaban matando a cientos de miles de células. Las células dendríticas recogieron muestras compuestas de detritos y virus que flotaban en el campo de batalla, después las descompusieron en antígenos y las presentaron en los panecillos, las moléculas CMH de clase II. Pero esto sólo activó las células T colaboradoras, y no sirvió para las células T citotóxicas. Aquí, las cosas se complican un poco, porque aún hay muchas preguntas sin respuesta sobre los mecanismos exactos, pero los detalles no son muy importantes en este momento. Lo único que necesitas saber es que las células dendríticas hacen una cosa que se llama «presentación cruzada», lo cual les permite recoger muestras de antígenos de virus y presentar algunos de ellos en sus moléculas CMH de clase I, en sus escaparates, aunque no hayan sido infectadas por un virus. Por tanto, las células dendríticas pueden activar las células T colaboradoras y citotóxicas al mismo tiempo, al cargar los panecillos y escaparates con antígenos. 1 Ahora te puedes imaginar cómo se produce la activación de la célula T citotóxica. Las células dendríticas, cubiertas con antígenos de enemigos muertos cuidadosamente presentados en los panecillos y con antígenos de virus presentados en los escaparates, llegan al ganglio linfático y se dirigen al punto de encuentro de las células T. Una vez allí, buscan a una célula T citotóxica virgen que pueda reconocer el antígeno de virus en sus escaparates. Estas células dendríticas que van cargadas con una instantánea del campo de batalla durante una infección vírica pueden solicitar tres tipos de refuerzos: activan las células T citotóxicas específicas, que matan a las células infectadas; activan las células T colaboradoras, que ayudan en el campo de batalla, y éstas activan las células B para proporcionar anticuerpos. Y todo eso a partir de una célula dendrítica que llegó con la información y con todos los antígenos que el sistema inmunitario adaptativo pudiera haber deseado jamás.

Esto también es importante por otra razón, ya que, para despertarse del todo, las células T citotóxicas necesitan una segunda señal. Como te podrás

figurar, las células T citotóxicas son una banda muy peligrosa, y no te conviene activarla por accidente. De manera similar a las células B, su activación completa requiere una doble autentificación. Una célula T citotóxica que fuese activada sólo por una célula dendrítica producirá algunos clones de sí misma y podrá luchar, pero será un tanto perezosa y se suicidará bastante pronto. La segunda señal de activación proviene de una célula T colaboradora. Se trata de nuevo de la doble autentificación que vimos con las células B: para activar del todo las armas más potentes del sistema inmunitario adaptativo, se necesita su consentimiento y el del sistema inmunitario innato: ambos deben dar su permiso. Sólo si una célula T colaboradora ha sido activada por una célula dendrítica y después reestimula a la célula T citotóxica, podrá ésta alcanzar su máximo potencial. Una vez activada del todo, la célula T citotóxica prolifera enseguida y crea montones y montones de clones de sí misma que después acudirán al campo de batalla para infligir mucha muerte. Unos diez días después de contagiarte en la sala de descanso, aún estás bastante enfermo. Tu sistema inmunitario ha luchado, pero también te hizo sentir fatal durante el proceso, y la infección sigue siendo fuerte. Más o menos en ese momento, las células T citotóxicas llegan por fin al pulmón infectado. Van lenta y cuidadosamente de célula en célula, sorteando a los macrófagos y las células civiles muertas, para examinarlas y comprobar si están infectadas. Lo que hacen es pegar su cara a la de los civiles y echar un vistazo de cerca y a fondo a los escaparates de su superficie, para comprobar lo que cuenta su interior. Si no encuentran antígenos a los que puedan conectar sus receptores, no pasa nada y las células T siguen adelante.

En cambio, cuando una célula T citotóxica encuentra una célula con un antígeno de virus en su escaparate (receptor CMH de clase I), emite de inmediato una orden especial para la célula: «Mátate, pero hazlo sin ensuciar». No se lo dice con agresividad o ira, sino con naturalidad y dignidad, si prefieres antropomorfizar el proceso. La muerte de la célula infectada es una necesidad, es ley de vida, y es importante que se produzca correctamente. Ésta es una de las partes clave de la reacción a las infecciones víricas: es muy importante cómo se mata una célula infectada. Si la célula T, por ejemplo, le arrojara armas químicas sin más, como hacen los neutrófilos, desgarraría a sus víctimas y las haría estallar. Esto no sólo liberaría el interior de la célula infectada y causaría reacciones inflamatorias graves, sino también todos los virus producidos hasta entonces dentro de ella. De modo que, en su lugar, la célula T citotóxica perfora la célula infectada e inserta una señal de muerte especial, que transmite una orden muy específica: la apoptosis, la muerte celular programada que ya mencionamos antes. Así, las partículas del virus quedan atrapadas limpiamente en paquetitos de cadáveres de células, sin poder causar más daño hasta que un macrófago hambriento pasa por ahí y consume los restos de la célula muerta. Este proceso es muy eficiente, y el número de virus se reduce drásticamente a medida que miles de células T citotóxicas (o asesinas) avanzan por el campo de batalla, revisando cada célula que encuentran para comprobar si está infectada, en un proceso llamado «asesinato en serie». Sí, así es como se llama, y es justo reconocérselo cuando lo merecen: con este término, los inmunólogos han dado en el clavo. Millones de virus son destruidos antes de que tengan la oportunidad de infectar a más víctimas; pero también se ordena a cientos de miles de células civiles infectadas que se maten a sí mismas de este modo. No, el sistema inmunitario no siente el menor escalofrío: hace lo que tiene que hacer. Por desgracia, este sistema tiene una gran falla: los patógenos no son estúpidos, y han encontrado el modo de destruir los escaparates y, por tanto,

de esconderse del sistema inmunitario, de las células T citotóxicas. Muchos virus obligan a las células infectadas a dejar de producir moléculas CMH de clase I, lo que arruina por completo la estrategia.

Entonces, en este caso, ¿estás condenado? Por supuesto que no, porque tu ingeniosa red defensiva tiene una respuesta, incluso para este caso. Y recibe uno de los mejores nombres de la inmunología: te presento a la célula asesina natural . 2

32 Asesinas naturales Las células asesinas naturales son unos tipos espeluznantes. Están emparentadas con las células T, pero cuando se hacen mayores abandonan el negocio familiar y se unen al sistema inmunitario innato. Piensa en ellas como descendientes de una familia de varias generaciones de pilotos de combate que contravienen la tradición al enrolarse como soldados de infantería. Se niegan a seguir los pasos de su familia y a adoptar el papel más prestigioso en la defensa, y prefieren buscar su realización personal en el combate terrestre, más activo y salvaje. Las células asesinas naturales son una especie de tipos discretos que, sin embargo, son unas de las pocas células con licencia oficial para matar a las células de tu propio cuerpo. En cierto modo, te las puedes imaginar como los interrogadores del vasto imperio del sistema inmunitario. Siempre están persiguiendo la corrupción, y pueden hacer de juez, jurado y verdugo. En resumen, las células asesinas naturales cazan a dos tipos de enemigos: a las células infectadas por virus y a las células cancerosas. La táctica que emplean las células asesinas naturales es simplemente genial. Las células asesinas naturales no miran dentro de las células. Aunque quisieran, no podrían: no tienen forma de mirar en los escaparates (las moléculas CMH de clase I) para saber qué cuenta el interior de la célula.

No, hacen otra cosa: comprueban si una célula tiene moléculas CMH de clase I. Nada más y nada menos. Esto es sólo para protegerse frente a una de las mejores tácticas que los virus y las células cancerosas emplean contra el sistema inmunitario. Por lo general, las células infectadas o enfermas no muestran receptores CMH de clase I, para ocultar lo que ocurre en su interior. Muchos virus obligan a las células infectadas a dejar de mostrarlos, como parte de su estrategia de invasión, y muchas células cancerosas dejan de instalar escaparates, lo que las hace invisibles para la reacción inmunitaria antiviral que hemos visto hasta ahora. De repente, el sistema inmunitario adaptativo es ahora inofensivo para estas células. Sin sus escaparates, las células infectadas se apagan y se vuelven indetectables. Es una táctica bastante eficaz, si lo piensas: lo único que tiene que hacer un virus o una célula cancerosa es dejar de producir una sola molécula y, ¡bum!, la potentísima reacción del cuerpo se vuelve inútil. De modo que la célula asesina natural sólo comprueba una cosa: ¿muestra la célula un escaparate? ¿Sí? «Estupendo, por favor, continúe, señora célula.» ¿No? «Por favor, ¡mátese de inmediato!» Así es: la célula asesina natural busca concretamente células que no compartan información sobre su interior, que no cuenten historias. La célula asesina natural elimina la falla que, de otro modo, podría resultar mortal. El principio es simple, pero su resultado es muy eficaz. Mientras que el resto del sistema inmunitario busca la presencia de lo inesperado, la presencia de algún otro , las células asesinas naturales buscan la ausencia de lo esperado, la ausencia del yo . Este principio se denomina «hipótesis del yo faltante». El mecanismo de su funcionamiento es tan fascinante como la propia estrategia: la célula asesina natural siempre está «encendida»; cuando se acerca a una célula, lo hace con la «intención» de matar. Para evitar que maten a las células sanas, poseen receptores especiales que las tranquilizan, como un inhibidor. Es un receptor que sirve como señal de parada. El

escaparate (la molécula CMH de clase I) es esa señal de parada, y encaja perfectamente con ese receptor. Cuando las células asesinas naturales examinan una célula civil en busca de una infección o un cáncer, si ésta tiene muchas moléculas CMH de clase I —como la mayoría de las células sanas—, el receptor del inhibidor es estimulado y le dice a la célula asesina natural que se calme. En cambio, si la célula no tiene suficientes moléculas CMH, no hay señales para que se calme, y la célula asesina natural, en fin, la mata. Matarla, en este caso, significa ordenarle a la célula infectada que se suicide a través de la apoptosis, la muerte celular normal y ordenada (programada) que deja a los virus atrapados en el cadáver. Por tanto, las células asesinas naturales son una especie de agentes inquietos que van por la ciudad, acercándose a civiles al azar. En lugar de saludarte, te encañonan y esperan unos segundos. Si no les enseñas el pasaporte lo bastante rápido, te cubren la cabeza con una bolsa de plástico y te descerrajan un tiro en la cabeza. Las células asesinas naturales son verdaderamente aterradoras. Bien, pero ¿significa esto que las células asesinas naturales no sirven para nada si un enemigo no intenta ocultar sus moléculas CMH de clase I? En absoluto. Hay más detalles en esta historia, pero el más importante era el escaparate. Las células asesinas naturales buscan estrés, células que no se encuentran bien. Y no sólo durante una infección, por cierto: ahora mismo, en este instante, millones de estas células patrullan tu cuerpo y revisan tus células civiles en busca de señales de estrés y corrupción, células que están a punto de convertirse en un cáncer o que ya lo han hecho. Las células tienen varias formas de comunicar a su entorno cómo están y si las cosas van bien. Y pueden expresar sutilmente su estado interior, de manera menos obvia que pedir ayuda; de manera menos obvia que los escaparates.

Imagina que un amigo lo estuviese pasando muy mal en su vida pero no se sintiese preparado para contárselo a nadie. Aun así, notarías que sonríe menos, que suele parecer preocupado o que no reacciona con tanto entusiasmo a las buenas noticias como cabría esperar. Como lo conoces bien, captarías estas señales y podrías preguntarle en algún momento de tranquilidad si todo va bien y si le puedes ayudar.

En cierto sentido, esto también lo pueden hacer las células asesinas naturales con las células civiles. Si una célula está sometida a mucho estrés, expresará ciertas señales de estrés en su membrana. (En este contexto, que una célula esté sometida a mucho estrés significa que algo está afectando negativamente a la compleja maquinaria celular, compuesta de millones de proteínas; por ejemplo, un virus que está interrumpiendo la maquinaria o una célula que se está volviendo cancerosa y no funciona como debería.) Los pormenores de estas señales no son importantes: imagínatelos como la cara de tu amigo, que cada vez parece más infeliz. A mayor estrés, más arrugas de infelicidad. Las células asesinas naturales pueden detectar estas señales de estrés y llevarse a la célula a un lado para charlar con ella. Las células asesinas naturales se diferencian de ti en que ellas no quieren hablar y preguntar si hay algo que puedan hacer para ayudar. Si las células asesinas naturales detectan demasiadas señales de estrés, le disparan a la pobre y estresada célula en la cabeza. De modo que, si existiesen las células asesinas naturales de tamaño humano, ¡sería muy importante sonreír en su presencia! Y esto no es todo. ¿Te acuerdas de los anticuerpos IgG, los anticuerpos multiusos de distintos sabores? Las células asesinas naturales también pueden interactuar con ellos. En el caso concreto de una infección por virus influenza A, trabajan juntos de maravilla. ¿Te acuerdas de los virus que brotaban de la célula infectada, llevándose con ellos parte de su membrana? Este proceso no es instantáneo, sino que lleva algún tiempo, el suficiente para que los anticuerpos IgG se adhieran a un virus antes de que se separen por completo. Las células asesinas naturales pueden conectarse con estos anticuerpos antes de que las partículas de virus se desprendan y ordenar a la célula infectada que se mate. Las células infectadas nunca están a salvo de las células asesinas naturales. 1

Bien, ahora que ya hemos conocido a todas las figuras importantes de tu defensa antiviral, ¡vamos a reunirlas a todas!

33 Cómo se erradica una infección vírica Cuando dejamos el campo de batalla la última vez, las cosas se estaban poniendo terribles. Estaban muriendo millones de células, y tu sistema inmunitario innato, desesperado, se esforzaba en vano por contener la propagación de la infección. Tu cuerpo se inundó de numerosas señales químicas, que pidieron un aumento de temperatura e hicieron que ardieras de fiebre, lo que llevó al sistema inmunitario a acelerar su ritmo y luchar con más fuerza. 1 Todos los tipos de sistemas empezaron a despertar y a producir más mucosidad y provocarte una tos violenta para eliminar millones de partículas de virus del cuerpo, lo que te vuelve también muy contagioso. El embate de las sustancias químicas en la batalla, las citoquinas y las células muertas o moribundas te deja agotado, y tu cuerpo siente todo tipo de malestares. Pero todo eso ha sido sólo para ganar tiempo. Se necesitan dos o tres días para que las células asesinas naturales aparezcan y empiecen a aliviar a los soldados inmunitarios que luchan desesperadamente. Inundan el tejido y comienzan a matar células epiteliales infectadas, sobre todo a las que fueron manipuladas por el virus influenza A para que ocultasen sus escaparates —sus moléculas CMH de clase I—, pero no sólo a ellas. Ejecutan compasivamente a las células infectadas más

estresadas y desesperadas para poner fin a su sufrimiento, pero también para evitar que causen más daño. La llegada de las células asesinas naturales es un notable alivio para las defensas del campo de batalla, ya que están logrando reducir bastante el número de células infectadas. Sin embargo, ni siquiera estos despiadados y eficaces asesinos bastan para acabar con la infección. Incluso ellos están sólo ganando tiempo, aunque con más éxito que los macrófagos, monocitos y neutrófilos. Mientras ocurría todo esto, miles de células dendríticas tomaron muestras del campo de batalla y recogieron virus, y los descompusieron para colocarlos en sus moléculas CMH de clase I (y sus moléculas CMH de clase II). Se dirigieron a los ganglios linfáticos y activaron a las células T citotóxicas y colaboradoras, que a su vez activaron a las células B y les encargaron anticuerpos. Y, ahora, más o menos una semana después de que te derrumbaras en la cama, llega por fin tu artillería pesada. Miles de células T citotóxicas inundan tus pulmones, armadas con receptores que reconocen el antígeno del virus influenza A. Van de célula en célula, dándoles un cálido abrazo, fijándose bien en sus escaparates CMH de clase I y escuchando las historias de las proteínas que éstos les cuentan. Si detectan antígenos de virus, ordenan a las células infectadas que se maten. Los macrófagos trabajan horas extraordinarias para devorar a todos sus amigos y enemigos muertos. Millones y millones de anticuerpos intervienen para eliminar a los virus fuera de las células y evitar que infecten a más. Por medio de la magia de la danza de las células B y T, se han creado diferentes tipos de anticuerpos que atacan al virus en distintos frentes. Los anticuerpos neutralizantes incapacitan a los virus conectándose con firmeza a las estructuras que utilizaron para acceder a las células epiteliales. Cubiertos ahora por decenas de anticuerpos que impiden que ingresen a las células, ahora no son más que un conjunto inútil e inofensivo de código genético y proteínas que más tarde limpiarán los macrófagos.

Otros anticuerpos pueden ser muy específicos y bloquear el virus de varias maneras interesantes. Por ejemplo, existe una proteína de virus llamada «neuraminidasa» que permite la liberación de nuevos virus desde una célula infectada. Como explicamos antes, los virus influenza A brotan de las células infectadas llevándose consigo buena parte de la membrana de sus víctimas. Los anticuerpos pueden conectarse a la neuraminidasa durante este proceso e inutilizarla. Lo que queda es una célula infectada con muchos virus nuevos en su superficie que no pueden desprenderse e infectar nuevas células: se quedan atrapados como moscas en una de estas sádicas trampas de pegamento. El concierto de los anticuerpos y las células T surte efecto, y la cantidad de virus en los pulmones se reduce rápidamente. Durante los días siguientes, la sinfonía conjunta del sistema inmunitario erradica la mayor parte de la infección y comienza una gran limpieza en el campo de batalla. La guerra parece haber terminado, pero no lo ha hecho del todo. A diferencia de nuestra primera historia en la parte del libro dedicada a las bacterias, aquí nos enfrentamos a un tipo distinto de respuesta inmunitaria. Es más general, afecta a muchos más sistemas, órganos y tejidos, y la infección es mucho más peligrosa. Y, mientras estás acostado en la cama y te sientes fatal, es importante que recuerdes que es sobre todo tu sistema inmunitario el que te provoca esos síntomas para eliminar la infección. Si estas medidas de contraataque se aplicaran sin demasiadas reservas, tu sistema inmunitario podría causarte un daño enorme y terrible, mucho peor aún que el del virus influenza A. Por tanto, existe la apremiante necesidad de volver a regular a la baja la reacción inmunitaria, para que ataque con el vigor justo y para desactivarla en cuanto deje de ser necesaria, y volver así a la homeostasis.

Además ¿Por qué no tenemos mejores medicamentos contra los virus? Una cosa que quizá te hayas preguntado, sobre todo en el contexto de la pandemia mundial de COVID-19, es: ¿por qué no tenemos buenos medicamentos contra los virus?, ¿por qué tenemos tantos antibióticos distintos que nos protegen de la mayoría de las bacterias, desde la peste hasta las infecciones del aparato excretor y la septicemia, pero nada que sirva de verdad contra la gripe, el resfriado común o el coronavirus? Bien, aquí nos encontramos con un problema fundamental: los virus se parecen demasiado a nuestras células. Un momento: ¿qué? Bueno, no es que un virus se asemeje a una célula, sino que imitan tus componentes o trabajan con ellos. En nuestros tiempos modernos, estamos acostumbrados a la idea de que la medicina resolverá las cosas. En los países desarrollados nos hemos librado en gran parte de las enfermedades infecciosas, y es un poco irritante descubrir que no tenemos medicamentos eficaces que nos ayuden con las infecciones víricas. ¿A qué se debe? Lo mejor es ejemplificarlo con las bacterias, unos seres vivos de los que divergimos muchísimo tiempo atrás. Aprovechemos este momento para explicar cómo funcionan los antibióticos. Al igual que Prometeo, que robó el fuego a los dioses y se lo dio a la humanidad y la hizo más poderosa, los científicos robaron los antibióticos a la naturaleza para hacerla vivir más tiempo. En la naturaleza, los antibióticos son normalmente compuestos naturales que los microbios utilizan para matar a otros microbios. Vienen a ser las espadas y pistolas del micromundo. El primer antibiótico efectivo, la penicilina, es un arma del moho Penicillium rubens , que bloquea la capacidad de las bacterias para producir paredes celulares. Cuando una bacteria intenta crecer y dividirse, necesita producir más paredes celulares, y el Penicillium tiene una forma que interrumpe ese proceso de construcción y evita que las bacterias se reproduzcan. La razón por la que puedes ser tratado con penicilina sin problemas es que tus células no tienen paredes celulares. Tus células están

revestidas con membranas, que es una estructura esencialmente distinta, de modo que el fármaco no afecta a tus células. Otro antibiótico del que tal vez hayas oído hablar es la tetraciclina, que fue robado de una bacteria llamada Streptomyces aureofaciens y que inhibe la síntesis de proteínas. Si piensas de nuevo en cómo se fabrican las proteínas, recordarás una cosa llamada ribosoma. Los ribosomas son las estructuras que convierten el ARNm en proteínas. Por tanto, son fundamentales para la supervivencia de las células humanas y bacterianas, porque, sin proteínas nuevas, la célula morirá. Los ribosomas humanos y bacterianos, aunque hagan prácticamente lo mismo, tienen una forma distinta y, debido a ello, la tetraciclina puede inhibir los ribosomas bacterianos, pero no los tuyos. 2 De modo que, en resumen, las células bacterianas son muy diferentes de las tuyas. Utilizan proteínas distintas para mantenerse con vida, construyen estructuras diferentes —como paredes especiales— y se reproducen de otra manera que tus células. Y algunas de estas diferencias nos brindan grandes oportunidades para que las ataquemos y las matemos. Un buen medicamento es, en esencia, una molécula que se conecta a la forma específica de una parte de un enemigo —de modo parecido al de un antígeno y un receptor— que no está presente en tu cuerpo. En principio, así es como funcionan muchos medicamentos y antibióticos: atacan una diferencia de forma entre las partes bacterianas y humanas. Muy bien, entonces, ¿qué problema hay aquí? ¿Por qué no tenemos medicamentos contra los virus? Bueno, sí los tenemos. En realidad, tenemos miles de medicamentos distintos que pueden tratar las infecciones víricas. El único inconveniente es que la mayoría son bastante peligrosos para nosotros y, a veces, incluso mortales. Muchos son más bien un último recurso a la de‐ sesperada, algo que sólo se utiliza cuando la vida del paciente ya corre peligro. Piensa en la naturaleza del virus. Los virus pueden ser atacados en dos lugares: fuera de las células y dentro de ellas. Si quieres atacarlos fuera de

las células, entonces debes atacar las proteínas que utilizan para conectarse a sus receptores. El inmenso, monumental, problema es que, si lo haces, es posible que crees un medicamento que también se conectará a muchas partes dentro del cuerpo, porque, para unirse a uno de los receptores, el virus necesita imitar una parte del cuerpo, a alguna que cumpla algún tipo de función vital. Si desarrollas un medicamento que ataca a un virus que se conecta con ese receptor, es probable que afecte a todas las partes del cuerpo que deben unirse a dicho receptor. Ocurre lo mismo en el interior de las células: no podemos fabricar medicamentos antivirales dirigidos a distintos procesos metabólicos de un virus, como, por ejemplo, el ribosoma, porque el ribosoma que está usando el virus es el nuestro. Los virus son perversamente parecidos a nosotros, porque usan nuestros propios componentes para reproducirse.

34 La desactivación del sistema inmunitario Alrededor de una semana después de que la gripe te arrollara como un tren de mercancías, te despiertas una mañana y te sientes bastante mejor; no recuperado aún, pero mejor. Te ha bajado la temperatura, tienes algo de apetito y, en general, vuelves a ser tú. Durante los próximos días, tu trabajo será descansar y dejar que tu sistema inmunitario se limpie y se relaje mientras disfrutas de tus últimos días de enfermedad, que consisten sobre todo en ver la televisión y en que te atiendan tus seres queridos, cada vez más irritados. Estas últimas fases son tan importantes como la activación del sistema inmunitario. Un sistema inmunitario activo causa daños colaterales y consume una gran cantidad de energía, por lo que al cuerpo le conviene que acabe cuanto antes. Pero, de nuevo, ¿no sería demencialmente peligroso que el sistema inmunitario dejara de funcionar antes de haber superado una enfermedad, y que los patógenos reaparecieran y apabullaran a las fuerzas en retirada? Tiene que desactivarse en el momento correcto, aunque es más fácil decirlo que hacerlo cuando hay millones y miles de millones de células activas luchando sin ninguna forma de autoridad central o pensamiento consciente. De modo que, al igual que con la activación, el sistema inmunitario depende de sistemas automáticos para poner fin a una defensa.

Por lo general, la activación comienza con el contacto inicial de las células inmunitarias con intrusos, como las bacterias, o con señales de peligro, como el interior de las células muertas. Por ejemplo, los macrófagos se activan cuando detectan a un enemigo y liberan citoquinas que llaman a los neutrófilos y causan la inflamación. Los neutrófilos liberan a su vez más citoquinas, que provocan más inflamación, y reactivan a los macrófagos, que siguen luchando. Las proteínas del complemento fluyen desde la sangre hacia el lugar de la infección, atacan a los patógenos, los opsonizan y ayudan a las células soldado a tragarse a los enemigos. Las células dendríticas recogen muestras de los enemigos y se dirigen a los ganglios linfáticos para activar a las células T colaboradoras, a las células T citotóxicas o a ambas. Las células T colaboradoras estimulan a los soldados inmunitarios innatos para que sigan luchando y generen más inflamación. Las células T citotóxicas empiezan a matar células civiles infectadas con la ayuda de las células asesinas naturales. Entretanto, las células B activadas se han convertido en células plasmáticas y liberan millones de anticuerpos que fluyen hacia el campo de batalla y desactivan a los patógenos, mutilándolos y haciéndolos mucho más fáciles de eliminar. Ésta es, en pocas palabras, la reacción inmunitaria. A medida que mueren enemigos y su cifra disminuye, se liberan cada vez menos citoquinas de batalla, porque son menos las células inmunitarias estimuladas por las batallas en curso. Esto significa que no se llamará a más soldados nuevos mientras los viejos mueran o dejen de luchar. Las citoquinas que causan inflamación se agotan con relativa rapidez, por lo que, sin soldados nuevos o en combate que liberen constantemente nuevas citoquinas, las reacciones inflamatorias empezarán a remitir de forma natural, lo que también hace que el sistema del complemento se desvanezca poco a poco. Que haya menos señales del campo de batalla hace que la activación de nuevas células T se ralentice, primero, y se detenga, después, mientras que

se vuelve más difícil estimular a las células T cuanto más tiempo estén activas, hasta que al final la mayoría de ellas se suicidan. Ninguna parte del sistema inmunitario funciona para siempre sin estimulación y, por tanto, si la cadena de activaciones se interrumpe, la reacción inmunitaria se detiene por etapas. Al final, los macrófagos devoran y limpian los cadáveres de las valientes células inmunitarias que tanto lucharon para erradicar la infección y protegerte. Así, justo cuando el sistema inmunitario está ganando, empieza a desactivarse a sí mismo, sin ningún tipo de planificación central. Por supuesto, hay excepciones, porque hay un tipo de célula que desactiva las defensas y calma la reacción inmunitaria: las células T reguladoras. Constituyen sólo alrededor del 5 por ciento de las células T y, en cierto sentido, son células T colaboradoras «contrarias». Por ejemplo, pueden ordenar que las células dendríticas sean menos eficaces al activar el sistema inmunitario adaptativo, o que las células T colaboradoras sean más lentas y se cansen más, para que no proliferen tanto. Pueden convertir las células T citotóxicas en combatientes mucho menos agresivos, y desactivar la inflamación y hacer que remita más rápido. En resumen, pueden poner fin a una reacción inmunitaria o evitar directamente que se desencadene. En los intestinos, sobre todo, las células T reguladoras son fundamentales, lo cual es muy lógico, si lo piensas: ¿qué son en realidad los intestinos, sino un área metropolitana interminable y tubular para las bacterias comensales que el cuerpo quiere tener allí? Sería enormemente perjudicial para tu salud que el sistema inmunitario se desatara ahí sin ningún control. La consecuencia sería una inflamación y una lucha constantes. De modo que las células T reguladoras mantienen la paz. Sin embargo, tal vez su trabajo más importante sea prevenir las enfermedades autoinmunitarias, al impedir que las células ataquen al propio cuerpo.

Las células T reguladoras son una de las partes del sistema inmunitario donde las cosas se vuelven muy borrosas. En este libro intentamos ser claros y presentar la imagen de un sistema estructurado y ordenado. Lamentablemente, hay partes donde esto es más difícil, y las células T reguladoras es una de ellas. Por tanto, aquí no abundaremos en los detalles, porque hay mucha complejidad subyacente y múltiples cuestiones de las que aún no se tiene un conocimiento completo. Bien, hemos aprendido cómo se desencadena una reacción inmunitaria, cómo ésta elimina una infección y cómo se desactiva después, pero aún nos falta la última pieza importante del rompecabezas: tu protección a largo plazo, también llamada «inmunidad». ¿Por qué hay muchas enfermedades que sólo se contraen una vez en la vida, y qué significa volverse «inmune» a algo?

35 Inmunidad: cómo tu sistema inmunitario recuerda a un enemigo para siempre Piensa en la infección por virus influenza A que mató a millones de células en uno de tus órganos más importantes y que te obligó a quedarte en cama durante dos semanas. Vencer una invasión de este tipo supone un enorme costo para todo el cuerpo, incluso en nuestro mundo moderno; de hecho, mueren hasta medio millón de personas cada año a causa de la gripe. Uno se imagina lo peligrosa que habría sido una infección como ésta para nuestros antepasados, que vivían sin el velo protector de la civilización, donde el refugio seguro y el alimento no son un motivo de preocupación. Tu cuerpo no quiere en absoluto volver a pasar por esto: estar enfermo te deja vulnerable o, en el peor de los casos, te mata. Recordar a los enemigos que combatiste en el pasado y mantener vivo ese recuerdo es una de las capacidades más importantes del sistema inmunitario. Sólo a través del recuerdo te vuelves inmune , que, traducido del latín, viene a significar «exento». Por tanto, si eres inmune a una enfermedad, estás exento de ella. No puedes sufrir la misma enfermedad dos veces (por supuesto que hay excepciones, siempre las hay). Sin embargo, que nuestro cuerpo se vuelva inmune a las enfermedades después de contraerlas y sobrevivir a ellas no es una idea nueva. Hace 2.500 años, cuando Tucídides, el primer historiador moderno de la historia de la

humanidad, escribió su relato de la guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta, observó, durante un brote de peste, que las personas que habían sobrevivido a la enfermedad parecían haber adquirido inmunidad a ella. Sin memoria inmunitaria, nunca te volverías inmune a nada, lo cual sería una terrible pesadilla, si lo piensas. Cada vez que superas una enfermedad grave, tu cuerpo se debilita. Cuesta mucha energía producir todas esas células inmunitarias y reparar el daño que causan, y también hay que limpiar los estragos causados por el propio patógeno. Pongamos que sobrevives al ébola, la viruela, la peste negra, la COVID-19 o, qué diablos, a la gripe misma, para luego volver a contraerla unas semanas después. ¿Cuántas veces podrías sobrevivir a eso, aunque seas un adulto sano? Sin inmunidad, la civilización moderna, con sus ciudades y grandes aglomeraciones, sería imposible. El peligro de reinfectarse constantemente con los peores patógenos que existen sería demasiado alto. Así que tienes memoria inmunitaria, ¡y es un ser vivo! O muchos seres vivos, como las presentamos antes: las células de memoria . Unos 100.000 millones de seres vivos —100.000 millones de partes de TI MISMO— están repartidos por todo tu cuerpo, y no hacen otra cosa más que recordar por lo que has pasado. ¿No es un poquitín poético que ser inmune signifique que hay una parte de ti que recuerda tus luchas y te hace más fuerte con su presencia? Las células de memoria son una de las principales razones por las que los niños pequeños mueren a menudo de enfermedades que los padres superan muy fácilmente: todavía no hay suficientes recuerdos vivos en sus cuerpecitos, por lo que incluso las infecciones más pequeñas pueden extenderse y convertirse en un peligro mortal. Sus padres, cuyo sistema inmunitario adaptativo recuerda miles de invasiones, pueden confiar en su memoria viva. Asimismo, a medida que envejecemos, cada vez más células de memoria dejan de funcionar tan bien como cuando eran jóvenes, o directamente dejan de hacerlo, y nos dejan desprotegidos en la parte final de nuestra vida.

Para refrescarte un poco la memoria: las células B necesitan dos señales para activarse completamente. La primera proviene de un antígeno que flota a través de los ganglios linfáticos, lo que provoca una activación moderada de las células B. Si una célula T colaboradora se une a la fiesta, puede emitir la segunda señal y confirmar que la infección es grave, lo que activa de verdad a la célula B. Ahora, la célula B se convierte en una célula plasmática que enseguida se reproduce y empieza a crear anticuerpos. Hasta aquí, todo bien, añadamos otra capa de detalles. Después de que las células B se activen a través de las células T, algunas se convertirán en diferentes tipos de células de memoria; una memoria viva que te protegerá durante meses, años y quizá toda la vida. Las del primer grupo se llaman «células plasmáticas de larga vida», las cuales se adentran en la médula ósea y, como su creativo nombre indica, viven bastante tiempo. En lugar de vomitar tantos anticuerpos como puedan, se ponen cómodas y buscan un hogar donde permanecerán durante meses y años. A partir de entonces, producen sin cesar una cantidad moderada de anticuerpos. Por tanto, su único trabajo es asegurarse de que los anticuerpos contra enemigos específicos con los que luchamos en el pasado estén siempre presentes en los fluidos corporales. Si el enemigo vuelve a aparecer alguna vez, será atacado de inmediato por estos anticuerpos, y probablemente no tendrá ninguna posibilidad de volver a convertirse en un peligro real. Ésta es una táctica muy eficaz y, de hecho, una sola gota de sangre contiene alrededor de 13.000.000.000.000 de anticuerpos. Sí, trece billones. Se trata de una memoria proteínica de todas las dificultades que has superado en la vida. Pero esto no es todo: también hay células B de memoria . ¿Y qué hacen? Nada. Nada en absoluto. Las células B de memoria también se instalan en los ganglios linfáticos tras activarse, y simplemente se relajan. Se mantienen inactivas durante años y años, y se limitan a examinar en silencio la linfa, en busca del antígeno que recuerdan. Si alguna vez pescan

algún antígeno, se despiertan de pronto y reaccionan con muy mal humor. Proliferan enseguida y producen miles de clones de sí mismas que no necesitan a las células T colaboradoras para activarse, sino que son desde el principio células plasmáticas que de inmediato comienzan a producir millones de anticuerpos.

Por esta razón eres inmune para siempre a tantas enfermedades y patógenos con que te encontraste en la vida: las células B de memoria

pueden activarse directamente, sin pasar por todas las complicadas danzas y confirmaciones que hemos visto en el libro. Son atajos que pueden activar el sistema inmunitario adaptativo en un abrir y cerrar de ojos. Lo que hace que las células B de memoria sean tan eficaces desde el principio es que sus receptores ya han sido sometidos al fino ajuste que explicamos en el capítulo «La danza de la T y de la B». Ya han pasado por ese proceso y se han vuelto muy hábiles en la producción de los anticuerpos perfectos para el patógeno. Por tanto, si el intruso ataca de nuevo, se enfrentará a los anticuerpos más letales para ellos. De manera similar, las células T activadas también producen células de memoria, aunque con algunas diferencias clave. Para empezar, una vez que termina una infección, alrededor del 90 por ciento de las células T que lucharon en el lugar de la infección se suicidarán. El 10 por ciento restante se convertirá en células T de memoria residentes en tejido y ejercerán de silenciosos guardianes. Estas células T de memoria son agentes durmientes inactivos, que se tumban a esperar, sin hacer nada. Sin embargo, si alguna vez vuelven a detectar al intruso, se despertarán, atacarán y activarán de inmediato las células inmunitarias de los alrededores. Pero esto no es suficiente, porque con ello sólo se protegería el área infectada y no el resto del cuerpo, por lo que hay células T de memoria efectora . Éstas patrullan durante años el sistema linfático y la sangre, sin causar problemas, buscando sólo el antígeno que antaño activó a su antepasado celular. Y, por último, están las células T de memoria central , que permanecen inmóviles en los ganglios linfáticos, sin hacer nada más que mantener la memoria del ataque. Cuando se activan, producen acto seguido enormes cantidades de células T efectoras que atacan rápidamente. Todo esto es —relativamente— muy sencillo, pero es imposible exagerar lo efectivas que son las células de memoria. Son tan eficaces y letales que, por lo general, ni siquiera te darás cuenta de que te ha reinfectado el mismo patógeno, aunque sea uno grave y peligroso. Una vez que tu cuerpo tiene

células de memoria contra un invasor, eres inmune durante décadas, si no toda la vida. ¿Qué hace que la memoria inmunitaria viva sea tan mortífera? Bien, para empezar, su cantidad es mucho mayor. Como dijimos antes, el cuerpo produce sólo unas pocas células B y T por cada posible invasor. Piensa en nuestro ejemplo de la cena con millones de posibles invitados. Los cocineros del sistema inmunitario intentaron estar preparados y cocinaron innumerables platos, con todas las combinaciones posibles de ingredientes. Cada plato representa una célula T o B única, con un receptor único, para un antígeno específico. De modo que, cuando se produce una infección por primera vez, es posible que sólo tengas una decena de células capaces de reconocer los antígenos del enemigo que invade tu cuerpo. Y es lógico, porque la mayoría de los miles de millones de células B y T que produce tu cuerpo a lo largo de la vida nunca entrarán en acción. Tu sistema inmunitario sólo trata de estar preparado para cualquier eventualidad, por improbable que sea. Sin embargo, una vez que aparece un patógeno con un antígeno específico, el sistema inmunitario sabe que ese antígeno existe. Por tanto, esa mayor inversión en células específicas almacenadas que puedan combatir al patógeno está justificada. En nuestro ejemplo de la cena, esto equivaldría a tener la confirmación de qué ingredientes y platos les gustaron a los invitados. Así, en el futuro, el cocinero del sistema inmunitario puede mantener ciertos platos en el congelador que podrá servir rápidamente a los invitados si vuelven a aparecer. Por pura matemática, es muy probable que, si te invade otra vez el mismo patógeno, alguna de tus células de memoria se active y atrape rápidamente al enemigo. Todas estas propiedades juntas te vuelven inmune a la gran mayoría de los peligros que enfrentaste en el pasado y aumentan considerablemente tus posibilidades de supervivencia. Sin embargo, existen enfermedades que pueden destruir tu memoria inmunitaria, matar a las

células de memoria que te defienden. Es trágico que una de estas enfermedades esté resurgiendo con fuerza: el sarampión.

Además Lo que no te mata no te hace más fuerte: el sarampión y las células de memoria El sarampión es una de esas controvertidas enfermedades cuya suerte está estrechamente ligada al movimiento antivacunas. A pesar de que el sarampión iba camino de convertirse en el segundo patógeno humano en ser totalmente erradicado, después de la viruela, ha resurgido en los últimos años a medida que cada vez más personas han decidido no vacunar a sus hijos contra el virus. Irónicamente, la mayoría de estos movimientos surgen en el mundo desarrollado, donde la gente se ha olvidado de lo grave que es el sarampión. En todo el mundo, el sarampión mató a más de doscientas mil personas en 2019, en su mayoría niños, un 50 por ciento más respecto a 2016. A pesar de este triste e innecesario aumento de las muertes, si contraes sarampión en un país desarrollado con acceso a una buena atención médica, sigue siendo muy posible que te recuperes. Sin embargo, hay un cruel aspecto del sarampión del que no se habla tanto como de la enfermedad en sí: los niños que superan una infección por sarampión tienen una mayor probabilidad de contraer más tarde otras enfermedades, porque el virus del sarampión mata a las células de memoria. Si te parece que esto da un poco de miedo, tu reacción está justificada: el virus elimina la inmunidad adquirida. Veamos cómo funciona esto, ahora que conocemos los diversos elementos del sistema inmunitario. El virus del sarampión es extraordinariamente contagioso, mucho más que el nuevo coronavirus SARS-CoV-2, por ejemplo. Al igual que otros muchos virus, el sarampión se transmite a través de la tos y de los estornudos, en las gotículas, que permanecen en el aire hasta dos horas. Si

tienes sarampión, eres tan contagioso que el 90 por ciento de todas las personas susceptibles que estén cerca de ti se infectarán. Por tanto, si tienes sarampión y compartes vagón de metro o aula con otras personas no vacunadas, es muy probable que algunas se contagien. Las víctimas favoritas del sarampión son las células T y B, pero sobre todo las células de memoria B y T y plasmáticas de larga vida, que son vulnerables al virus. El sarampión ataca la parte de la memoria viva del sistema inmunitario y, durante el pico de la enfermedad, puede haber infectadas millones de células inmunitarias, si no miles de millones. Afortunadamente, el sistema inmunitario suele recuperar el control y erradicar el virus del sarampión. Sin embargo, las células de memoria infectadas por el virus mueren, y son irrecuperables. Antes de la infección, el cuerpo estaba lleno de anticuerpos específicos, y muchos de ellos dejan de producirse. Además, muchas células de memoria efectora errantes se han extinguido. Es como si el sistema inmunitario sufriera una súbita y severa amnesia. En definitiva, contagiarse de sarampión borra la capacidad del sistema inmunitario para protegerte de las enfermedades que superaste en el pasado. Peor aún, una infección por sarampión puede eliminar la protección que te podrían haber brindado otras vacunas, ya que la mayoría de ellas crean células de memoria. Por tanto, en el caso del sarampión, lo que no te mata te hace más débil, no más fuerte. El sarampión causa daños irreversibles a largo plazo y desfigura y mata a los niños. Si perdemos terreno en la guerra contra el sarampión, aumentará la cifra de las personas —y en especial de los niños— que mueren cada año de enfermedades prevenibles. En cualquier caso, éste podría ser un buen momento para hablar de una idea genial en nuestra historia. Se trata de la idea de generar inmunidad sin sufrir una enfermedad.

36 Las vacunas y la inmunización artificial Como dijimos antes, incluso miles de años atrás la gente ya se dio cuenta de que contraer una vez ciertas enfermedades inmunizaba al paciente contra ellas. Sin embargo, aún se tardaría bastante tiempo en convertir esas observaciones en algo factible, mientras varias personas empezaron a preguntarse si sería posible inocular a propósito una variante suave de la enfermedad a una persona sana para protegerla de una infección más peligrosa. Siglos antes de que la humanidad tuviera conocimiento del micromundo, antes de que nadie supiera nada sobre las bacterias o los virus, hubo una persona a la que se le ocurrió el método de la variolización : el intento de inducir artificialmente la inmunidad contra una de las enfermedades más espantosas que azotaron a nuestra especie durante milenios: la viruela. En el mundo moderno de hoy, donde la mayoría de las veces nos salvamos de los brotes de enfermedades terriblemente mortales, es difícil pensar en el flagelo que representaba la viruela hasta hace un minuto, desde la perspectiva temporal de la historia de la humanidad. Hasta el 30 por ciento de las personas que contrajeron viruela murieron, y muchos supervivientes quedaron desfigurados por unas grandes cicatrices en la piel, mientras que otros perdieron la vista para siempre. Era una peste que destruía familias y arruinaba vidas, ante la cual nuestros antepasados

estaban bastante desamparados. Sólo en el siglo XX , la viruela mató a más de trescientos millones de personas, así que la motivación para hacer algo respecto a este flagelo era bastante alta. No se sabe con exactitud cuándo se empezó a experimentar con la variolización, pero fue como mínimo hace varios siglos, en la China medieval. La idea básica era bastante sencilla: recogías algunas costras purulentas de una persona contagiada con sólo una viruela leve, las dejabas secar y las molías hasta obtener un polvo fino. Después soplabas el polvo por las fosas nasales de la persona a la que querías inmunizar. Si las cosas iban bien, las consecuencias para el paciente era un leve brote de viruela, y después quedaba inmunizado contra variantes más graves de la enfermedad. Aunque es un poco repugnante, este método era, en una época en que la gente no tenía recursos contra las enfermedades, la mejor protección disponible contra la viruela y, por tanto, se extendió a escala mundial. En las distintas partes del mundo se efectuaba la variolización de diferentes maneras, sirviéndose de agujas o practicando pequeños cortes para frotar las costras o el pus de las personas infectadas. Aun así, la variolización no estaba exenta de riesgos, y entre el 1 y el 2 por ciento de los pacientes sometidos al procedimiento contrajeron una variante más grave de la viruela, con todas las consecuencias potencialmente negativas. Sin embargo, la enfermedad era tan horrible y llevaba tanto tiempo tan extendida que muchos asumieron los riesgos para sí mismos y para sus seres queridos. Por tanto, hacía mucho tiempo que existía el concepto general de inmunización cuando se desarrolló la primera vacuna como tal. La historia de la vacunación empezó cuando se descubrió que no era necesario variolizar con la viruela real, sino que era mucho más seguro utilizar material de la viruela bovina, una variante que afectaba —menuda sorpresa— a las vacas. Éste fue un paso verdaderamente revolucionario, y

apenas unos años después se desarrolló la primera vacuna que acabaría conduciendo a la erradicación total de la viruela. 1 Como consecuencia del éxito de esta primera vacuna, se desarrollaron cada vez más contra diferentes enfermedades terribles, como el tétanos, el sarampión, la poliomielitis y muchas más. Hoy en día, las vacunas brindan inmunidad contra una gran cantidad de infecciones peligrosas al crear células de memoria listas para enfrentarse a un patógeno concreto si alguna vez aparece de verdad. Por desgracia, la creación de células de memoria no es ni mucho menos una trivialidad. Como dijimos antes, el sistema inmunitario es muy cauteloso y requiere señales muy específicas para ponerse en marcha y activarse correctamente. Para provocar la creación de células de memoria que perduren durante años, el sistema inmunitario debe pasar por múltiples pasos incrementales, como la doble autentificación y todo eso. Para hacer una buena vacuna, tenemos que provocar una reacción inmunitaria segura que le haga creer al sistema inmunitario que se está produciendo una invasión, para que produzca células de memoria, pero sin causar por accidente la enfermedad de la que queremos protegernos. Esto es mucho más difícil de lo que parece, y hay distintas formas de inducir la inmunidad en un paciente, algunas con efectos más duraderos que otras. Echaremos un vistazo a diversos métodos.

Inmunización pasiva: pescado gratis Imagina que estás en Australia, un país donde la gente es muy amable y habla de manera muy graciosa, pero todo lo demás son animales venenosos que intentan matarte. 2 Ahora imagina que, en una nueva muestra de insensatez, haces una visita guiada por el monte para experimentar la naturaleza y todo eso. Admiras el maravilloso paisaje y te abstraes, prestando cada vez menos atención a tu

alrededor, cuando, de pronto, sucede: asustada por los demás turistas que, como tú, no miraron por dónde pisaban, una serpiente disgustada y nerviosa decide defenderse, antes de que los ruidosos simios la pisen, y te muerde rápidamente en el tobillo. Sientes un agudo dolor en el tobillo, que se te hincha enseguida, y se lo comunicas al resto del mundo con una buena cantidad de gritos e improperios. Tienes suerte de que el hospital más cercano no esté demasiado lejos, te dicen, mientras te tumbas dolorido en el asiento trasero de un todoterreno. Quizá tú no te sientes tan afortunado en esa situación, pero lo eres, porque estás a punto de disfrutar de las maravillas de la inmunización pasiva. La inmunidad pasiva es, en esencia, el proceso de tomar prestada inmunidad contra una enfermedad o un patógeno de alguien que sobrevivió a algo. Como no podemos tomar prestadas células inmunitarias fácilmente, ya que el sistema inmunitario las identificaría de inmediato como otro y las atacaría y las mataría, aquí nos referimos a los anticuerpos. ¿Cómo funciona esto en el caso de una mordedura de serpiente terriblemente venenosa? En primer lugar, hay un aspecto sobre los anticuerpos del que no hemos hablado, y es que no sólo actúan contra los patógenos, sino también contra sus toxinas. En el micromundo, una sustancia tóxica no es más que una molécula que interrumpe los procesos naturales o provoca daños al destruir o disolver estructuras. Los anticuerpos pueden neutralizar estas moléculas uniéndose a ellas con sus pinzas y volviéndolas inofensivas. De modo que, cuando te muerde una serpiente venenosa, te inyecta directamente una gran cantidad de moléculas nocivas. Si asumimos que ésta no es una serpiente mortal que te mata enseguida, se activan los procesos inmunitarios que hemos aprendido. Los daños y las muertes entre las células civiles provocados por el veneno desencadenan la inflamación y la activación de las células dendríticas, lo que al final lleva a las células B a producir anticuerpos protectores contra este veneno concreto.

Piensa en lo genial que es: el sistema inmunitario es tan potente que puede producir reacciones contra los venenos más peligrosos de la naturaleza. Aunque, en realidad, si las mordeduras de los animales venenosos son tan peligrosas, es porque el daño que causan sus toxinas es instantáneo y siempre va a peor. En muchos casos, esperar una semana a que el sistema inmunitario haga su trabajo no es viable, porque la muerte detendrá ese proceso antes de terminar. De modo que, para engañar al sistema, los seres humanos empezaron a producir antisueros, que no son más que anticuerpos depurados contra las moléculas del veneno y que se pueden inyectar en el sistema de la persona que ha sufrido la mordedura. La forma en que se producen estos anticuerpos es bastante curiosa: primero se extrae el veneno de una serpiente y luego es inyectado en mamíferos, como caballos o conejos, en una dosis que puedan tolerar sin morir. La dosis aumenta poco a poco para que puedan desarrollar inmunidad contra ella, lo que significa que producen una gran cantidad de anticuerpos específicos contra el veneno en su sangre y se vuelven inmunes. Después se extrae esta sangre y se filtran los anticuerpos de todos los demás componentes de la sangre animal. Y voilà : tienes un antisuero listo para ser inyectado en un ser humano que ha sufrido una mordedura. Como te puedes figurar, este proceso no está del todo exento de riesgos: el sistema inmunitario humano aún puede reaccionar si quedan demasiadas proteínas animales; pero, por lo general, el riesgo de una reacción adversa al antisuero es muy pequeño comparado con el peligro y el daño del propio veneno, de modo que se suele administrar siempre que es posible. 3 La inmunización pasiva también se produce de manera natural durante el embarazo, cuando ciertos anticuerpos pueden atravesar la placenta e ingresar en el feto para brindarle la protección de su madre. Lo que es aún más interesante es que, cuando el bebé nace, recibe grandes cantidades de anticuerpos a través de la leche materna.

El proceso de recogida de anticuerpos también se puede realizar de forma artificial de persona a persona; por ejemplo, la terapia con inmunoglobulina intravenosa (IgIV) consiste en recoger sangre procedente de donantes, mezclarla e inocularla cuidadosamente en pacientes con trastornos inmunitarios que no pueden producir anticuerpos por sí mismos. Lo molesto de la inmunización pasiva es que es temporal. Si administras anticuerpos a alguien, estará protegido mientras éstos sigan ahí, pero el efecto protector desaparece cuando los anticuerpos se agotan o se descomponen a través de los procesos naturales. De modo que, por muy genial que sea la inmunización pasiva, no es la mejor manera de inducir la inmunidad en la mayoría de las personas. Es el equivalente de regalarle pescado a un hombre hambriento, en vez de enseñarle a pescar. Para generar una inmunidad activa en las personas, necesitamos estimular el sistema inmunitario para que la genere por sí mismo.

Inmunización activa: aprender a pescar Si has leído hasta aquí, ya sabes lo que hace la inmunización activa en el cuerpo: crea células de memoria que guardan armas contra un patógeno específico. La inmunización activa natural es lo que venimos explicando en el libro hasta ahora. Por ejemplo, si te contagias del virus influenza A, te vuelves inmune a esa cepa concreta para siempre. Sin embargo, esta forma natural tiene muchas desventajas, y la principal es que tienes que sufrir la enfermedad para volverte inmune a ella. Así que la solución parece fácil: lo único que tenemos que hacer es engañar al cuerpo para que crea que está enfermo y se vuelva así inmune a toda clase de enfermedades. Naturalmente, es más fácil decirlo que hacerlo, porque el sistema inmunitario es muy cauteloso y requiere señales muy específicas para

ponerse en marcha y activarse correctamente. Para provocar la creación de células de memoria que perduren durante años, el sistema inmunitario debe pasar por múltiples pasos incrementales, como la doble autentificación y todo eso. De modo que tenemos que provocar una respuesta inmunitaria segura, pero sin causar la enfermedad de la que queremos protegernos. Hay algunas formas diferentes de hacerlo. El primer método se remonta al principio original de la variolización. ¿Y si pudiésemos causar una variante muy debilitada de la enfermedad contra la que queremos inmunizarnos? Éste es el principio de las llamadas «vacunas vivas atenuadas»: se inocula la enfermedad real, pero una variante debilitada. En un laboratorio, el patógeno original —como el virus de la varicela, el sarampión o las paperas— es convertido artificialmente en una patética sombra de lo que fue. Esto funciona muy bien con los virus, porque, a diferencia de los patógenos como las bacterias, son criaturas muy simples con sólo unos pocos genes, lo que facilita controlar su comportamiento. El mecanismo de debilitamiento de los virus vivos es muy interesante, porque se basa en la evolución. Es un poco parecido a lo ocurrido con los antepasados de los perros: unos majestuosos y poderosos lobos que convertimos en doguillos y galgos italianos. En el caso del virus del sarampión, por ejemplo, el virus que utilizamos hoy para las vacunas fue aislado de un niño en la década de 1950. Fue cultivado una y otra vez en muestras de tejido en un laboratorio hasta que fue domesticado. El virus del sarampión domesticado de este modo es sólo una sombra de lo que fue: débil, inofensivo y una variante patética de su primo lejano salvaje. Puede crecer y reproducirse, pero no causar un brote de sarampión en toda regla, y al mismo tiempo provoca una respuesta inmunitaria tan fuerte como lo haría una verdadera infección peligrosa.

Puede causar algunos síntomas muy leves, como un poco de fiebre, por ejemplo, o, en algunos casos raros, una especie de erupción muy leve, como en los experimentos con la variolización de hace siglos. Un par de dosis de esta vacuna bastan para crear suficientes células de memoria en los niños y protegerlos para el resto de su vida. Las vacunas vivas tienen desventajas, naturalmente. Por ejemplo, deben ser almacenadas a las temperaturas adecuadas para que los débiles patógenos no mueran antes de poder ser inoculados. Y no se pueden administrar a personas con inmunodepresión grave, ya que carecen de las herramientas para combatir incluso infecciones débiles. Para la inmensa mayoría de las personas, este tipo de vacunación es una forma segura y eficaz de mejorar artificialmente su sistema inmunitario y protegerse contra la diana de la vacuna para el resto de su vida. Sin embargo, el uso de patógenos vivos no siempre es viable. Al igual que no se puede domesticar a los grandes tiburones blancos, algunos patógenos se niegan a ser domesticados y debilitados. En algunos casos, el riesgo de que provoquen la enfermedad de la que queremos protegernos es demasiado alto. Otro método es matar directamente al patógeno antes de inyectarlo, lo que se denomina «vacuna desactivada». En este caso, juntas un montón de bacterias y virus patógenos, y después los destruyes con productos químicos, calor o incluso radiación. El objetivo es destruir su código genético para que sean cáscaras vacías e inertes, incapaces de reproducirse y llevar a cabo sus ciclos vitales. Aunque esto también plantea un problema. ¿Te imaginas cuál? ¡Ahora son demasiado inofensivos! El sistema inmunitario no será provocado como es debido por un montón de cadáveres de patógenos que flotan por ahí muertos. Por tanto, los restos muertos de los patógenos han de ser mezclados con sustancias químicas que activen en gran medida el sistema inmunitario. Te puedes imaginar estas sustancias como insultos que provocan una respuesta desmedida, como ir por ahí, después de un partido

importante, con la camiseta del equipo visitante e insultando al local, que acaba de perder. Lo más probable es que en algún momento alguien te suelte un puñetazo en la cara. Si las bacterias muertas están mezcladas con sustancias que sí pueden sacar de quicio al sistema inmunitario, las células inmunitarias no sabrán distinguir, y ordenarán la creación de células de memoria. Por desgracia, varias personas que no entienden la química han llegado a la conclusión de que las vacunas están llenas de veneno, lo cual no podría alejarse más de la verdad. Para empezar, las dosis de estas sustancias químicas son ínfimas y, por lo general, sólo pueden causar una reacción local. Además, sin ellas, la vacuna no funcionaría. Otra ventaja de este tipo de vacuna es que es mucho más estable y fácil de almacenar y transportar que las vacunas vivas. Se puede ir un paso más allá de matar un patógeno y utilizar las «vacunas de subunidades». En lugar de inyectar un patógeno completo, sólo se emplean subunidades, es decir: ciertas partes (antígenos) del patógeno, para que puedan ser más fácilmente reconocidas por las células T y B. Se trata de una forma de vacunación muy segura, ya que reduce en gran medida la probabilidad de una reacción adversa al patógeno (esto se debe a que, a veces, no es el patógeno el causante directo del daño, sino sus productos metabólicos, que es una manera elegante de decir «caca de bacteria»). El proceso de creación de estas subunidades es muy interesante, ya que incluye un poco de ingeniería genética básica. En el caso de la vacuna contra la hepatitis B, se implantan partes del ADN del virus en una célula de levadura, la cual produce después grandes cantidades del antígeno de virus que muestran en su interior y que se puede recolectar. Así, podemos crear partes muy concretas de un patógeno y apuntar el sistema inmunitario hacia él con mucha precisión. Al igual que otras vacunas desactivadas, los antígenos deben ser mezclados con sustancias químicas «insultantes» que le hagan creer al sistema inmunitario que son peligrosas.

Por último, hablaremos del tipo más nuevo de vacuna: las vacunas de ARNm. El principio en que se basan es genial: se trata de que nuestras propias células produzcan antígenos que el sistema inmunitario pueda recoger. ¿Te acuerdas del ARNm, la molécula que les dice a las fábricas celulares qué proteínas deben producir? Básicamente, le inyectas ARNm a alguien, lo que hará que algunas de sus células produzcan antígenos de virus, que después la célula muestra al sistema inmunitario. El sistema inmunitario, muy alarmado por ese antígeno, creará defensas contra él. Existen más subclases de vacunas, pero ya son suficientes detalles para este libro. A pesar de que las vacunas nos protegen de algunas de las peores enfermedades que ha sufrido la humanidad, cada vez más personas han dejado de vacunar a sus hijos. La desconfianza de los movimientos antivacunas obedece a distintos motivos, pero en Estados Unidos y Europa predomina la creencia de que las vacunas comportan más riesgos que beneficios; de que son una intervención artificial en los procesos naturales y es menos peligroso dejar que la naturaleza siga su curso. Si entiendes los mecanismos del sistema inmunitario y cómo se crea la inmunidad, esta idea pierde enseguida toda su fuerza, porque las vacunas y las enfermedades hacen lo mismo: crear células de memoria al desencadenar una reacción inmunitaria. Sin embargo, mientras que los patógenos lo hacen atacando al cuerpo y generándole mucho estrés —lo cual conlleva el riesgo de sufrir consecuencias a largo plazo, incluida la muerte—, las vacunas logran el mismo objetivo sin los riesgos de las enfermedades. Pensemos en esto de otro modo. Imagínate que quieres que tus hijos vayan a un dojo , donde puedan aprender algo de defensa personal para que estén preparados si alguien quiere atracarlos. En tu ciudad hay dos dojos , así que organizas una visita a ambos y echas un vistazo a sus métodos de entrenamiento. El primero se llama Dojo Natural. La filosofía del

entrenador es que los niños deben entrenar con armas reales: con cuchillos y espadas de verdad, para estar mejor preparados para los peligros del mundo. Al fin y al cabo, es más natural, y la vida real es peligrosa. De vez en cuando, algún niño se llevará un corte profundo que necesitará algunos puntos. Y, sí, de acuerdo: algún crío podría perder un ojo y, a veces, morir. Pero ¡éste es el método natural! El segundo dojo se llama Dojo Vacuna, y aquí las materias y los ejercicios son básicamente los mismos que en el Dojo Natural, aunque con una gran diferencia. Los niños usan armas de espuma y papel. ¿Hay heridos? Bueno, sí, alguna vez, pero con muchísima menos frecuencia y, por lo general, son pequeños hematomas que ni siquiera merecen una lágrima. ¿Qué dojo elegirías para tus hijos, si tuvieses que llevarlos a uno de ellos? Seamos realistas: nada en la vida está exento de riesgos, pero podemos tomar decisiones fundamentadas menos arriesgadas que otras. Y, en el caso de las vacunas, si no tomas una decisión, tus hijos son inscritos automáticamente en el Dojo Natural. Por encima de todo, la vacunación es una especie de contrato social que nos beneficia a todos. Si todos aquellos lo suficientemente sanos se vacunan contra una enfermedad, creamos la llamada «inmunidad de rebaño» y protegemos así a los que no pueden hacerlo. Hay varias razones por las que algunas personas no pueden vacunarse: pueden ser demasiado jóvenes, o bien sufrir una inmunodeficiencia que les impida crear células de memoria, o quizá se están sometiendo a un tratamiento contra el cáncer y su sistema inmunitario acaba de ser destruido por la quimioterapia. Sólo el colectivo puede proteger a estas personas de las enfermedades contra las que nos vacunamos. En esencia, la inmunidad de rebaño significa que inmunizamos a las suficientes personas contra una enfermedad para que ésta no se propague y muera antes de llegar a sus víctimas. El problema es que, para que eso funcione, necesitamos vacunar a una determinada

cantidad de personas. Por ejemplo, en el caso del sarampión, se debe vacunar al 95 por ciento de las personas para crear una inmunidad de rebaño eficiente. Bien: ya hemos visto las partes más importantes de tu sistema inmunitario. Has conocido a las células soldado, los centros de espionaje, a los órganos especiales, a los ejércitos de proteínas, las armas superespeciales y los mecanismos de cooperación entre ellos. Una vez tratado todo esto, tenemos la oportunidad de ver qué sucede cuando todos esos grandes sistemas se derrumban. ¿Qué ocurre cuando un patógeno interfiere con las células T? ¿Y si las células inmunitarias luchan con demasiada fuerza y empiezan a herirte desde dentro? ¿Qué puedes hacer para estimular tu sistema inmunitario, y cómo te está protegiendo contra el cáncer?

Cuarta parte Rebelión y guerra civil

37 Cuando el sistema inmunitario es demasiado débil: el VIH y el sida El virus de la inmunodeficiencia humana, o VIH, es un ejemplo muy aterrador pero fascinante para mostrar lo que sucede cuando el sistema inmunitario se estropea. En realidad, no es siquiera todo el sistema inmunitario, sino sólo una célula muy concreta. Las principales víctimas del virus son las células T colaboradoras. Sí: todo el horror del VIH y el sida se debe a que éste noquea a las células T colaboradoras. Si has leído hasta aquí, sabrás lo importantes que son estas células y cuánto dependen tus defensas de ellas. Como especie, tenemos la increíble suerte de que el VIH no sea superfácil de contagiarse. No flota en el aire ni vive en las superficies, sino que necesita fluidos corporales, como la sangre, o un contacto intenso, como en las relaciones sexuales. La mayoría de los contagios del VIH se producen por contacto sexual, por pequeñas heridas imperceptibles, donde el virus atraviesa las capas defensivas de las células epiteliales. El VIH entra en las células a través de receptores específicos llamados CD4, presentes en la superficie de las células T colaboradoras y, en menor medida, de los macrófagos y las células dendríticas. El VIH es un retrovirus , lo que significa que se cuela en tu código genético —la expresión más íntima de tu individualidad— y se fusiona con él. En cierto

sentido, el VIH se convierte en parte de ti para siempre, aunque en una versión corrupta de ti. El proyecto del genoma humano descubrió restos genéticos —fósiles vivientes— de miles de virus en nuestro ADN, y que constituyen hasta el 8 por ciento de nuestro código genético. Por tanto, en cierto modo, el 8 por ciento de ti son virus. La mayor parte de ese código genético no sirve para nada y probablemente no nos haga daño, pero demuestra que, cuando te infecta un retrovirus, lo hace para quedarse. ¿Te acuerdas de nuestra alegoría del virus y de los soldados silenciosos que matan a los ciudadanos mientras duermen? El VIH es un soldado que mata a la víctima, pero además desuella el cadáver y se disfraza con su piel para andar por la ciudad durante el día. Las infecciones por VIH se desarrollan en tres fases. La primera es la infección aguda. Se cree que las células dendríticas están entre las primeras células que el VIH infecta y controla. Esto le va muy bien al virus, porque la célula dendrítica hará su trabajo, es decir, llevará el VIH al lugar del cuerpo donde pululan las células que está buscando: los puntos de encuentro de las células T en las megaciudades de los ganglios linfáticos. Una vez que la célula dendrítica infectada llega allí, el VIH dispone de un fácil acceso a innumerables células T colaboradoras. Así, el VIH es un auténtico agente durmiente que viste la piel de sus víctimas para invadir el cuartel general de un país enemigo. Una vez que consigue acceder a sus víctimas favoritas, la cantidad de virus se dispara. Al principio de la infección por VIH, el virus se multiplica sin apenas control, mientras el sistema inmunitario innato se esfuerza en vano por ralentizar este proceso. Durante esta fase, el cuerpo reacciona al VIH como con todos los virus: empleando sus mecanismos y armas habituales y activando el sistema adaptativo, y es en este momento cuando quizá te des cuenta de la infección por primera vez. Los primeros síntomas del VIH no están muy definidos porque, por lo general, el diagnóstico no llega hasta semanas, meses o incluso años

después de la infección. Lo que sí sabemos es que las infecciones por VIH empiezan de manera muy leve, con síntomas de un inofensivo resfriado: una sensación general de fatiga, tal vez dolor de garganta y febrícula. Se trata de unos síntomas que todo el mundo experimenta unas cuantas veces al año, a los que no se les hace demasiado caso. No son gran cosa, simplemente. En algún momento, se habrán activado las suficientes células T citotóxicas y plasmáticas y arrollarán el virus, matando a las células infectadas a diestra y siniestra y erradicando a miles de millones de virus. Los síntomas desaparecen, y quizá pienses que el leve resfriado ya ha pasado. En la mayoría de las infecciones por virus habituales, ahí acaba la cosa. La esterilización se produce cuando todos los virus son eliminados y las células de memoria T y B están listas para protegerte del virus durante años, si no para siempre. Y, si tienes mucha suerte, esto también podría ocurrir en algunos casos rarísimos de infecciones por VIH. Sin embargo, por lo general, con el VIH esto es sólo el principio. Ahora comienza la fase de la infección crónica. La mayoría de los tipos de virus no sobrevivirían al ataque del sistema inmunitario, pero el VIH dispone de medios extraordinarios para sobrevivir. En primer lugar, el virus no se propaga sólo haciendo muchas copias de sí mismo hasta que la célula estalla, sino que es mucho más cuidadoso y trata de mantener a sus víctimas con vida el mayor tiempo posible. En segundo lugar, tiene algunas formas superfurtivas de encontrar nuevas víctimas. El VIH se puede propagar directamente de una célula a otra con un importante mecanismo de las células inmunitarias: las sinapsis inmunitarias. Cuando las células inmunitarias interactúan directamente para activarse entre sí, juntan las caras y se lamen las mejillas. Eso requiere acercarse mucho y tocarse con muchas prolongaciones cortas, llamadas «seudópodos». Es un poco gracioso, como si a las células les salieran muchos dedos cortos. Así es como las células inmunitarias comprueban los

receptores de las demás. Y estas interacciones pueden ser interceptadas por el VIH, que aprovecha esta estrecha conexión para saltar de una célula a otra. Esto tiene muchas ventajas para el virus. No necesita matar a la célula, lo que la haría estallar y liberar señales urgentes que alertarían y enfurecerían al sistema inmunitario; no hace falta que haya muchos virus flotando fuera de las células que pudiesen ser detectados y hacer saltar las alarmas, y su tasa de éxito al infectar a otras víctimas es muy alta en comparación con la estrategia que emplean la mayoría de los virus, la de flotar por ahí sin más. De este modo, el VIH se sirve de las interacciones entre las células y salta de las células T colaboradoras infectadas a las células T citotóxicas, de las células dendríticas a las células T y de éstas a los macrófagos. Y, por último, aunque no menos importante: el VIH puede esconderse así de manera muy eficiente. Aunque el sistema inmunitario se active y mate a la mayoría de las células infectadas de vez en cuando, el virus sólo tiene que permanecer inactivo en unas pocas células dentro de un ganglio linfático para ser transportado de nuevo por todo el cuerpo, siempre en estrecha vecindad con todas las células a las que quiera acercarse. Esto también dificulta eliminar el VIH con medicamentos y terapias, ya que tiene muchas vías diferentes para propagarse entre las células diana. El VIH también puede permanecer inactivo y no hacer nada en las células durante largos períodos de tiempo, a la espera del momento oportuno para activarse. Cuando una célula no se reproduce, su fabricación de proteínas se ralentiza hasta el nivel suficiente para mantener a la célula. Sin embargo, cuando la célula prolifera, estas maquinarias multiplican su producción por millares. De modo que, cuando una célula T colaboradora empieza a reproducirse, el VIH se despierta y produce miles de nuevos virus en cuestión de horas. Esto es tan efectivo que, aunque haya por ahí células T citotóxicas

buscándolo, el virus puede producir otros muchos nuevos sin ser detectado e infectar a una gran cantidad de células. Hemos hablado antes del gran problema que representan los microorganismos para el sistema inmunitario, debido a una capacidad fundamental: pueden cambiar y adaptarse con mucha más rapidez que los seres pluricelulares y, por tanto, necesitamos que nuestro sistema inmunitario adaptativo tenga alguna oportunidad. Lo que hace al VIH tan peligroso es que su nivel de variabilidad genética es completamente distinto. El código genético del VIH es muy propenso a los errores de copia; en promedio, cada vez que el virus hace una copia de sí mismo, comete un error. Eso significa que en una sola célula existen numerosas variantes distintas del VIH. Esto produce tres posibles resultados: 1) el VIH se autodestruye porque muta de un modo que lo incapacita o lo vuelve menos efectivo; 2) la mutación no beneficia ni perjudica y no hace nada; 3) el virus es más capaz de evitar las defensas del sistema inmunitario. Cuando estás infectado, el VIH puede producir unos diez mil millones de nuevos virus en un solo día, así que, por pura probabilidad, se producirán muchos virus capaces de mantener la infección. Peor aún, las células pueden ser infectadas simultáneamente por múltiples cepas de VIH, que a su vez pueden recombinarse y formar nuevos híbridos. Si pueden probar miles de millones de nuevas versiones todos los días, es muy probable que los nuevos virus sean muy capaces de evitar la reacción inmunitaria. Ahora piensa en qué significa esto: el sistema inmunitario adaptativo necesitó alrededor de una semana para producir miles de células T citotóxicas y millones de anticuerpos muy eficaces para dar caza al VIH, ¡pero ya existen numerosos virus nuevos con antígenos distintos! Han cambiado lo suficiente para que las células citotóxicas y los anticuerpos que acabas de crear pierdan su eficacia contra ellos. Y, ahora, los nuevos virus diferentes infectan a otras células y vuelven a hacer millones de copias de sí

mismos. Para ellos, el virus al que se adaptó el sistema inmunitario adaptativo es ya una antigualla sin la menor importancia. El VIH siempre va un paso por delante del sistema inmunitario. Así, en la fase crónica de una infección por VIH, el cuerpo aún está repleto de virus. En esta fase, en promedio, un solo mililitro de sangre contiene entre mil y cien mil partículas de virus. Vamos a resumir la táctica del VIH antes de continuar. Al infectar a las células dendríticas, el virus llega en taxi al paraíso del VIH: los ganglios linfáticos, llenos hasta arriba de células T colaboradoras. El VIH puede crear reservorios en estas células y mantenerse oculto durante un tiempo indefinido. Cuando las células T colaboradoras empiezan a proliferar en masa, lo hacen en los ganglios linfáticos, que es el lugar ideal para que el VIH también produzca millones de nuevos virus. Por tanto, el lugar más importante para crear protecciones contra los virus ha sido invadido por completo y se convierte en un punto débil. Y ésa no es la peor parte. Piensa en lo que hace en realidad el VIH al atacar a las células T: destruye y mata las células que el sistema inmunitario adaptativo necesita para activar correctamente las células B y las células T citotóxicas. Aun así, el sistema inmunitario no se rinde. Comienza una lucha épica que durará años. Todos los días, el VIH produce miles de millones de virus nuevos, y el sistema inmunitario reacciona del mismo modo con nuevos anticuerpos y nuevas células T citotóxicas. Es un pulso de muerte y renacimiento, una lucha por la supervivencia en ambos bandos. Esta lucha puede durar hasta diez años o más y, por lo general, produce muy pocos efectos secundarios notables, una perversa vuelta de tuerca que permite que una persona infectada sirva como reservorio y contagie a otras. A pesar de que tu sistema inmunitario lo está dando todo, las probabilidades están en tu contra. Tus células T colaboradoras no sólo son constantemente infectadas por el VIH, sino que, además, son perseguidas

con saña por las células T citotóxicas (debido a que, si las células T colaboradoras muestran antígenos de VIH en sus escaparates, las células T citotóxicas les ordenan suicidarse). Esto es bueno, en principio, pero también conlleva que las armas que necesitas contra el VIH se van agotando. No sólo sufren las células T colaboradoras, sino también las células dendríticas, y son igual de importantes para activar el sistema inmunitario. Sin estas dos células, la capacidad de movilización del sistema inmunitario adaptativo empieza a fallar. Esta agonía se mantiene durante años mientras el cuerpo produce desesperadamente nuevas células T colaboradoras, pero es imposible mantener ese ritmo a largo plazo. Con el paso de los años, la cantidad total de células T colaboradoras disminuye poco a poco, hasta que un día se alcanza un umbral crítico y el sistema inmunitario adaptativo colapsa. La cantidad de partículas de virus en la sangre se dispara y plaga el cuerpo, ya que apenas quedan resistencias. Comienza la última fase: el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, el sida. En esencia, esto significa que el sistema inmunitario adaptativo está fuera de servicio, lo que demuestra lo tremendamente importante que es. Cientos de patógenos, microorganismos y cánceres que, por lo general, no representan mayor problema para el cuerpo, se vuelven ahora peligrosos y letales. Sin embargo, ahora no sólo eres muy susceptible a innumerables enfermedades que provienen del exterior. El cáncer puede ahora prosperar con muy pocas resistencias, ya que, para combatirlo, necesitas el sistema inmunitario adaptativo —en especial las células T colaboradoras y citotóxicas—. Si estalla el sida, la situación se vuelve enseguida terrible y peligrosa. Las principales causas de muerte son diversas formas de cáncer e infecciones bacterianas o víricas, a menudo una mezcla de las tres. Básicamente, todo de lo que te suele proteger el sistema inmunitario. Antes, las infecciones por VIH eran una condena segura, y la enfermedad se desarrollaba hasta un brote de sida, seguido rápidamente

después por la muerte. Sin embargo, gracias al enorme y simpar esfuerzo de la comunidad científica y médica, el VIH se ha convertido en una enfermedad crónica manejable para las personas que reciben el tratamiento adecuado. Casi todas las terapias contra el VIH están dirigidas a prevenir la última fase: a evitar el brote de sida, porque es debido a él por lo que mueren las personas. 1

38 Cuando el sistema inmunitario es demasiado agresivo: las alergias Desde siempre, una de tus comidas favoritas han sido los cangrejos, esas raras arañas gigantes que se arrastran por el fondo del océano, con su atípica textura y su gran sabor. Tras haberte portado bien y no haberte saltado la dieta durante meses, se suponía que esta noche te ibas a dar el capricho de pasar una noche entre amigos con mucho vino y muchos cangrejos. Sin embargo, después del primer bocado ocurrió algo extraño. Empezaste a sentirte un poco raro y nervioso. Te entró calor y comenzaste a sudar, te notabas raros los oídos, la cara y las manos, y de pronto te costó respirar y te dio un pequeño ataque de pánico. Tus amigos te preguntaron si te encontrabas bien cuando al levantarte te volviste a sentar de inmediato, porque estabas muy mareado. Después despertaste en una ambulancia que se dirigía a toda prisa al hospital; te habían pinchado una aguja en el brazo por la que goteaba una sustancia química que calmó la reacción alérgica que casi te mata. Te sientes confuso, pero también aliviado de estar al cuidado de profesionales, cuando te das cuenta de que nunca más podrás volver a comer cangrejos. 1 Como hemos visto en numerosas ocasiones a lo largo del libro, el sistema inmunitario camina por una cuerda muy fina. Si no reacciona con la fuerza suficiente, incluso las infecciones más leves pueden convertirse en

enfermedades mortales. En cambio, si reacciona con demasiada fuerza, puede causar más daño que cualquier infección: tu sistema inmunitario es mucho más peligroso para tu supervivencia de lo que será jamás cualquier patógeno. Pensemos en el ébola: incluso esta enfermedad tan repugnante y terrible puede tardar unos seis días en matarte. Tu sistema inmunitario tiene la capacidad de matarte en unos quince minutos. Las personas que padecen alergias han experimentado este lado oscuro de su red defensiva. Cuando el sistema inmunitario pierde la compostura, se vuelve mortal, y mata por choque anafiláctico a algunos miles de personas todos los días. ¿Por qué el sistema inmunitario haría algo así? Ser alérgico significa que tu sistema inmunitario reacciona de forma exagerada a algo que podría no ser tan peligroso. Significa que moviliza a las fuerzas y se prepara para luchar, aunque no exista ninguna amenaza real. En Occidente, alrededor de una persona de cada cinco padece algún tipo de alergia, en su mayoría hipersensibilidad inmediata, donde los síntomas se desencadenan muy rápidamente, a los pocos minutos del contacto. Es como encontrarte un bicho en el salón de estar y llamar al ejército para que destruya tu ciudad con armas nucleares tácticas. Claro: esto acaba con el bicho, pero tal vez no haga falta reducir tu casa a un montón de escombros incandescentes para ello. Las reacciones de hipersensibilidad inmediata más comunes en el mundo desarrollado son la alergia al polen, el asma y las alergias alimentarias, con distintos niveles de gravedad. Se puede ser alérgico a prácticamente todo. Algunas personas son alérgicas al látex y no pueden usar guantes ni trajes de látex (lo cual es una auténtica tragedia si les van esas cosas). Otras son alérgicas a las picaduras de ciertos insectos, desde las abejas hasta las garrapatas. Existe un variado conjunto de alergias alimentarias y, por supuesto, puedes ser alérgico a cualquier tipo de medicamento. A lo que reacciona el sistema inmunitario es a los antígenos: a las moléculas de sustancias inofensivas. En el contexto de las alergias, los

antígenos se denominan «alérgenos», aunque en términos prácticos son lo mismo; es decir, un pedacito de proteína —de carne de cangrejo, por ejemplo— que pueda ser reconocida por las células inmunitarias adaptativas y los anticuerpos y que provoca alergia es un alérgeno. ¿Por qué al sistema inmunitario le parece una buena idea todo esto? Bueno, no se lo parece. No piensa ni hace nada con ningún propósito, simplemente hay mecanismos que fallan terriblemente. En este caso, el origen de la reacción de hipersensibilidad inmediata se encuentra en la sangre. Aquí es donde actúa la parte más molesta de todo el sistema inmunitario: el anticuerpo IgE. A él debes agradecerle todo el sufrimiento que te causan las alergias (en realidad, tiene un trabajo importante que ya no realiza tanto hoy en día, pero abundaremos en ello en el siguiente capítulo). Los IgE son producidos por células B especializadas que tienden a situarse, no en los ganglios linfáticos, sino en la piel, los pulmones y los intestinos: donde pueden causar el mayor daño a los enemigos que pudieran superar las barreras de tus defensas, se supone, aunque, en realidad, sobre todo te lo causan a ti. ¿Qué te hacen los anticuerpos IgE cuando sufres una reacción alérgica? La hipersensibilidad siempre se produce en dos pasos: primero tienes que encontrarte con tu nuevo enemigo mortal y, después, tenéis que volver a encontraros. Digamos, por ejemplo, que comes cangrejos o cacahuetes o te pica una abeja. La primera vez, todo va bien. El alérgeno inunda tu sistema y, por alguna razón, se activan las células B que pueden unirse a ellos con sus receptores. Éstas comienzan a producir anticuerpos IgE contra el alérgeno —por ejemplo, proteínas de carne de cangrejo—, pero, como por ahora las cosas están tranquilas, no pasa nada. Te puedes imaginar este paso como activar una bomba (en casos como el del pobre protagonista de nuestra historia al principio del capítulo, no se sabe cuándo y cómo se activó, pero tuvo que ocurrir en algún momento). 2

Ahora, tras el contacto con la carne de cangrejo, en tu sistema hay muchos anticuerpos IgE capaces de adherirse a su alérgeno. Sin embargo, los anticuerpos IgE, en sí mismos, no son problemáticos, ya que no viven mucho tiempo y se disuelven al cabo de unos días. Para convertirse en un problema necesitan la ayuda de una célula especial de la piel, los pulmones y los intestinos que es especialmente receptiva a los anticuerpos IgE: el mastocito. Ya nos hemos referido brevemente a los mastocitos cuando hablamos de la inflamación. Para refrescarte la memoria: los mastocitos son unos monstruos grandes e hinchados llenos de bombitas que transportan sustancias químicas muy potentes, como la histamina, que provocan una enorme y rápida inflamación. Los científicos aún debaten sobre el trabajo de los mastocitos; algunos piensan que son fundamentales para las defensas inmunitarias tempranas y otros les atribuyen un papel más secundario. Lo que sí sabemos con certeza es que los mastocitos sirven como turbocompresores de la inflamación. Y, por desgracia, hacen su trabajo con demasiado entusiasmo en el caso de las reacciones alérgicas. Los mastocitos poseen receptores que se conectan y se adhieren a los traseros de los anticuerpos IgE. De modo que, si se producen IgE tras el primer contacto con un alérgeno, los mastocitos los atrapan al vuelo, de manera semejante a lo que haría un gran imán con un montón de clavos. Así que te puedes imaginar un mastocito «cargado y activado» como un gran imán cubierto de miles de pinchos diminutos. Cuando los alérgenos pasan por su lado, los anticuerpos IgE unidos a los mastocitos se pueden conectar con mucha facilidad a ellos. Para empeorar las cosas, los IgE unidos a los mastocitos se mantienen estables durante semanas e incluso meses: la conexión los protege de la descomposición. Por tanto, tras tu contacto inicial con un alérgeno, tienes estas bombas en la piel, los pulmones o los intestinos, listas para activarse muy rápidamente. El tiempo pasa sin que nada suceda, hasta que al final comes un montón de carne de cangrejo e

inundas tu sistema con el alérgeno, lo que permite que los mastocitos cubiertos de IgE se conecten a él. Ahora la bomba activada de la alergia explota dentro de tu cuerpo. Los mastocitos se someten a la degranulación, que es una manera fina de decir que vomitan todas sus sustancias químicas, que son turbocompresores inflamatorios, en especial la histamina. Esto es lo que provoca prácticamente todas las cosas desagradables que experimentas durante una reacción alérgica: les dice a los vasos sanguíneos que se contraigan y permitan que el líquido fluya hacia el tejido, lo que provoca enrojecimiento, calor, hinchazón y malestar general. Si esto sucede en demasiadas partes del cuerpo al mismo tiempo, puede provocar una peligrosa pérdida de presión arterial, que puede ser mortal por sí sola. La histamina también estimula las células que producen y secretan moco para contribuir al esfuerzo, por lo que el aparato respiratorio recibe un flujo adicional e innecesario de mocos y babas. Sin embargo, lo más peligroso de la histamina es que puede hacer que los músculos lisos de los pulmones se contraigan, lo que puede dificultar o incluso impedir la respiración. No es que no puedas tomar aire, sino que el aire del pulmón se queda atrapado y resulta muy difícil expulsarlo. Toda esa baba de más que producen las membranas mucosas no ayuda nada en esta situación. Como en los pulmones hay muchos mastocitos, las reacciones alérgicas que se producen ahí pueden volverse enseguida muy peligrosas, ya que el exceso de líquido y mucosidad llena el pulmón, mientras que cada vez es más difícil respirar. En el peor de los casos, se puede producir un choque anafiláctico y causar la muerte al cabo de pocos minutos. Las reacciones alérgicas no son ninguna broma. Les hemos creado muy mala fama a los mastocitos en los últimos párrafos, pero es un poco injusta. Y es que todo este jaleo no lo causan ellos solos: tienen un compañero igual de dañino. Una vez que los mastocitos se

activan y degranulan, también liberan citoquinas que piden los refuerzos alérgicos de otra célula especial: el basófilo . Los basófilos patrullan el cuerpo en la sangre hasta que los llaman. También tienen receptores de IgE que se cargan tras el contacto inicial con el alérgeno. Los basófilos vienen a ser una segunda ola de terror. Una vez que los mastocitos han provocado la primera oleada de reacciones alérgicas, necesitan reponer sus destructivas bombas de histamina, y quedan temporalmente fuera de servicio. Los basófilos cubren ese vacío y se aseguran de que la reacción alérgica no se detenga demasiado pronto. Es probable que también se enorgullezcan mucho de sí mismos, y que crean que están haciendo un trabajo importante cuando, con toda la inocencia, prenden fuego al cuerpo mientras te rascas o vacías tus intestinos inflamados. Estas dos células son las responsables de la hipersensibilidad inmediata. Por desgracia, aún no acaba ahí la cosa. Como saben muchos pacientes de asma, a su pesar, algunas reacciones alérgicas son más bien crónicas, y no algo que sucede una vez y se termina. Conozcamos a la tercera —y afortunadamente última— célula que cree que las reacciones alérgicas son una idea estupenda. El eosinófilo se asegura de que los síntomas de una reacción alérgica se mantengan algún tiempo. Sólo hay unos pocos dentro del cuerpo y suelen permanecer en la médula ósea, lejos de la acción. Los activan las citoquinas liberadas por los mastocitos y los basófilos, pero se toman su tiempo. Se pasan un rato proliferando y clonándose, y llegan tarde a la fiesta, donde, por desgracia, repiten los errores ya cometidos y provocan inflamación y sufrimiento. Ahora sería lógico que te preguntases: ¿por qué hacen esto las células inmunitarias?

Lo cierto es que aún no sabemos por qué algunas personas producen muchos anticuerpos IgE cuando entran en contacto con ciertos alérgenos y otras no. Sin embargo, aunque no tengamos la certeza de por qué esto afecta más a unas personas que a otras, sí creemos saber lo que debían de hacer en un principio los anticuerpos IgE. Son las superarmas del sistema inmunitario contra los parásitos demasiado grandes para que se los traguen los fagocitos, los macrófagos y los neutrófilos. En especial, uno de los parásitos más horripilantes: los gusanos parásitos. Ésta es una amenaza con la que ha tenido que lidiar la humanidad desde hace millones de años. Descubramos la verdadera finalidad de los anticuerpos IgE y limpiemos su mala fama, al menos un poco.

39 Los parásitos, y por qué el sistema inmunitario podría añorarlos Los parásitos podrían proporcionar algunas respuestas sobre el molesto carácter de las alergias. Una de las peores cosas que puedes hacer a altas horas de la noche es buscar en Google «infecciones por gusanos parásitos». Te puedes arruinar aún más la vida si clicas en la búsqueda de imágenes. De todos los posibles patógenos y parásitos que pueden victimizar a los seres humanos, los gusanos son con creces los más perturbadores. Nada es comparable a una cosa sin cara, viscosa y fibrosa que se abre paso en tu interior perforándolo, defecando y poniendo huevos, y que pasa su vida entera dentro de ti. Parece sacado de una película de terror. Existen cerca de trescientas especies de gusanos parásitos, o lombrices intestinales, que pueden infestar el interior de los seres humanos. Aunque sólo alrededor de una decena de estas especies están muy extendidas, siguen infectando hasta a dos mil millones de personas, casi el tercio de la humanidad. La mayoría de las especies de gusanos parásitos tienden a crear infecciones crónicas y estables que pueden perdurar hasta veinte años, pese a que el cuerpo humano expulsa sus huevos o larvas con las heces. Los gusanos parásitos prosperan en las regiones rurales subdesarrolladas o en los barrios marginales, donde las condiciones insalubres y el agua

contaminada crean el ambiente perfecto para los parásitos, que salen del cuerpo por un lado y entran por el otro. 1 Estar infestado de gusanos o lombrices intestinales no es una experiencia agradable. Los anquilostomas, por ejemplo, son unos parásitos que miden aproximadamente un centímetro y que viven en tus intestinos; allí, se agarran a las paredes y pueden provocar una gran pérdida de sangre. Esto, a su vez, puede provocar anemia: la falta de glóbulos rojos sanos que transporten el suficiente oxígeno a los órganos y tejidos, lo que debilita todo el cuerpo. Las personas infectadas presentan una palidez de color amarillo verdoso y están cansadas, débiles y, por lo general, con pocas energías. Los anquilostomas producen huevos que expulsas con tus heces, y, en el exterior, y en ciertas condiciones, esos huevos se convierten en larvas que, una vez en contacto con otro huésped, perforan su piel y migran a través de los vasos sanguíneos a los pulmones; y desde allí, terminan de nuevo en el intestino delgado para repetir el ciclo. En serio: gracias, pero no, gracias. Los gusanos parásitos no tienen ninguna gracia. Hasta hace muy poco en la historia de la humanidad, las infecciones por gusanos estaban muy extendidas y eran prácticamente inevitables. 2 Frente a los gusanos parásitos, el extraño mecanismo de los anticuerpos IgE cobra de pronto mucho sentido. En la escala de las células inmunitarias, los gusanos son unos monstruos gigantes que se alzan hacia el cielo, a gran altura, más allá del horizonte. Hará falta cierta mezcla para atacarlos con alguna esperanza siquiera de hacerles daño. Hará falta un gran esfuerzo conjunto del sistema inmunitario para matar a un gusano y librar al cuerpo de su presencia. Hace millones de años, el sistema inmunitario de nuestros antepasados ideó una estrategia: la primera fase es identificar al gusano y preparar un ataque salvaje. Cuando el gusano es identificado por primera vez —probablemente cerca de las regiones fronterizas del cuerpo—, las células B especiales

ubicadas cerca de la piel o en los aparatos respiratorio y digestivo comienzan los preparativos produciendo grandes cantidades de anticuerpos IgE. Estos anticuerpos IgE «preparan» los mastocitos. Si se piensa en los mastocitos como armas, los anticuerpos IgE las activan y les quitan el seguro. Si el sistema inmunitario vuelve a encontrarse con el gusano, los mastocitos pueden conectarse a él con los anticuerpos IgE de sus superficies y vomitar sus penetrantes armas directamente sobre él, desde muy cerca. La mezcla de sustancias químicas no sólo daña y hiere al gusano, sino que la intensa e inmediata inflamación que desencadena el mastocito alerta al resto del sistema inmunitario. Los macrófagos y neutrófilos acudirán en tropel y seguirán atacando al gusano. La conmoción alertará a los basófilos, que se asegurarán de que el ataque no se detenga mientras no muera el gusano. Los eosinófilos de la médula ósea llegan más tarde y continúan atacando al gusano y a sus posibles compañeros durante las horas y los días siguientes. Con este esfuerzo conjunto de las diferentes células, el sistema inmunitario puede matar parásitos como los gusanos. Éste es un buen momento para volver a admirar la inmensa variedad de peligros con que tuvieron que lidiar nuestros antepasados, y cómo el sistema inmunitario encontró formas de arreglárselas con todos. Pero estábamos hablando sobre las alergias, así que vamos a buscar la conexión con nuestros horrorosos enemigos gusanos. Como te podrás figurar, a los gusanos parásitos no les gustan nada los IgE, los mastocitos, los ataques y todo eso, ya que, en definitiva, son seres vivos especializados en ser parásitos, de modo que evolucionaron para enfrentarse a nuestras defensas siempre que les fuera posible. En este caso, eso significa desactivar tus defensas. Los gusanos parásitos que se han adaptado a los seres humanos pueden modificar y volver a calibrar casi todas las facetas del sistema inmunitario del huésped. Emplean una amplia variedad de mecanismos inmunosupresores. O, en pocas palabras: los

gusanos liberan una gran cantidad de sustancias químicas para regular a la baja y modular el sistema inmunitario, a fin de debilitarlo. Esto tiene diversas consecuencias; algunas son intencionadas y otras no. Por un lado, un sistema inmunitario débil previene peor las infecciones víricas y bacterianas, y podría tener más dificultades para atrapar a las células cancerosas antes de que se conviertan en una amenaza mortal. Sin embargo, no todos los efectos son negativos. Los gusanos sofocan los mecanismos que provocan reacciones inflamatorias, alergias y enfermedades autoinmunitarias. Aprenderemos un poco más sobre las enfermedades autoinmunitarias en el capítulo siguiente, pero, en resumen, si el sistema inmunitario es regulado a la baja para que sea menos agresivo, tampoco puede causar mucho daño al cuerpo. Por esta razón, algunos científicos sostienen que la falta de gusanos en los seres humanos del mundo desarrollado es algo extraño para el sistema inmunitario, porque evolucionó asumiendo que sufriríamos la presencia de gusanos parásitos de manera habitual. Nuestros antepasados estaban prácticamente indefensos frente a los gusanos parásitos. No tenían medicamentos contra ellos, desconocían la higiene y, a menudo, no tenían acceso a agua potable en el entorno donde vivían. De modo que sus cuerpos tuvieron que adaptarse, a regañadientes, a las infecciones frecuentes —si no permanentes— de gusanos parásitos. Una de estas adaptaciones pudo haber sido la regulación al alza de la agresividad del sistema inmunitario. Básicamente, lo hacía un poco más agresivo, para que, a pesar de los efectos supresores de los gusanos, fuese lo bastante fuerte para hacer frente a las infecciones por patógenos. Fue una especie de pacto con el diablo que nuestro sistema inmunitario tuvo que hacer millones de años atrás. Desde el punto de vista evolutivo, los seres humanos de los países desarrollados han perdido en los últimos siglos a sus inquilinos parásitos. La llegada del jabón y la higiene, así como la estricta separación de las

heces y el agua potable, destruyeron los ciclos vitales de la mayoría de los gusanos que vivían dentro de nosotros. Los gusanos restantes fueron mandados al exilio por los fármacos y la medicina moderna. Esto dejó a nuestro sistema inmunitario sin el enemigo que lo había moderado un poco durante millones de años. Por tanto, tal vez nuestro sistema inmunitario funcione aún con la premisa de que los gusanos lo están debilitando y que, para contrarrestarlos, tiene que ser más agresivo. Si esta idea general es cierta, podría explicar muchas enfermedades causadas por sistemas inmunitarios demasiado agresivos en personas sin gusanos, principalmente las alergias y las enfermedades inflamatorias. Y no sólo eso: la ausencia de los gusanos deja a muchas de nuestras células sin el enemigo contra el que eran obligadas a luchar con frecuencia. Por tanto, parece lógico pensar que, sin la estimulación de los gusanos, estas armas encontraron otros objetivos que atacar. Sin embargo, aunque los gusanos parásitos puedan ser una pieza más del rompecabezas, no explican por sí solos la mayor incidencia de las alergias y de una serie de trastornos mucho más graves que afectan a millones de personas: las enfermedades autoinmunitarias. Son las que se producen cuando el sistema inmunitario piensa que tu cuerpo es otro y que debe ser destruido.

40 La enfermedad autoinmunitaria El cuerpo se toma muy en serio la autoinmunidad, como vimos con la Universidad de la Muerte del timo, donde sólo se permitía vivir a aquellas células que distinguiesen entre yo y otro . Y se evidenció en los muchos obstáculos que tienen que superar las células T y B para poder activarse y hacer su trabajo. Aun así, a pesar de todos los sistemas de seguridad y las diferentes capas que se supone que evitan que el sistema inmunitario ataque a tu propio cuerpo, las cosas pueden salir terriblemente mal. Los mecanismos de seguridad pueden fallar en un orden tan desafortunado que haga que el sistema inmunitario crea que el cuerpo cuya protección es su razón de ser es el enemigo que tiene que matar. Sería como si el ejército de un país apuntara de pronto sus armas contra sus propias ciudades e infraestructuras indefensas; que destruyera carreteras, bombardeara centros civiles y disparara a los obreros de la construcción, los camareros y los médicos que sólo tratan de mantener la sociedad en funcionamiento. Sería aún peor, porque, si el ejército ataca a su propio país, y de verdad está empeñado en ello, ¿quién podría detenerlo en realidad? En cierto modo, esto es lo que son las enfermedades autoinmunitarias. Mientras las células civiles intentan mantener todo en su sitio, conseguir recursos para todos y preservar intactos los órganos y la estructura corporal, algunos sectores del ejército vuelven a derribarlos y disparan a los civiles a la cabeza.

Sin embargo, las enfermedades autoinmunitarias no surgen así como así. Para la mayoría de la gente se trata de una colosal mala suerte. Aunque las cosas sean un poco más complicadas en la realidad, podemos echar un vistazo a los principios básicos. En pocas palabras, en la autoinmunidad, las células T y B pueden reconocer las proteínas que utilizan tus propias células: los autoantígenos, los antígenos del yo . Tú. Podría ser una proteína en la superficie de una célula del hígado, una molécula importante que te mantiene vivo, como la insulina, o una estructura que forma parte de una célula nerviosa, por ejemplo. Si unas células T y B equivocadas se conectan con estos autoantígenos, el sistema inmunitario adaptativo organiza una reacción inmunitaria contra tu propio cuerpo. De este modo, algunas partes del sistema inmunitario ya no pueden distinguir correctamente entre el yo y el otro : piensan que el yo ES otro . El daño puede ser de distintos grados: desde suponer una molestia hasta destrozar la calidad de vida e incluso ser letal. ¿Qué tiene que fallar para que el sistema inmunitario se confunda tan terriblemente? Bien, hay algunas etapas y algunas condiciones que deben cumplirse. En primer lugar, las moléculas CMH necesitan poder unirse físicamente al autoantígeno de manera eficiente. Esto es sobre todo una cuestión de genética, y también, como todo lo que está grabado en nuestro código genético, de mala suerte. No puedes elegir a tus padres ni tu composición genética (al menos todavía). En un capítulo anterior, señalamos que las moléculas CMH varían mucho entre las personas, y que pueden tener cientos de formas ligeramente distintas. No todas estas formas son ideales: por un mero capricho de la naturaleza, algunos tipos son bastante eficaces para la presentación de autoantígeno. Existe un riesgo de heredar la autoinmunidad que varía entre cada persona, por lo que, si bien todos podemos contraer enfermedades autoinmunitarias, la probabilidad es mayor para aquellas personas cuyos genes producen tipos específicos de moléculas CMH. Sin embargo, no basta con una predisposición genética.

La segunda cosa que debe suceder para que se desarrolle una enfermedad autoinmunitaria es que se produzca una célula T o B capaz de reconocer el autoantígeno y que el cuerpo no mate. Por ejemplo, cada día produces miles de millones de células T y, por pura casualidad, millones de ellas tendrán receptores capaces de reconocer los autoantígenos de manera eficiente. La mayoría de estas células no sobreviven a su entrenamiento en el timo o en la médula ósea, pero, a veces, estos mecanismos fallan y se les permite entrar en circulación. Lo más probable es que en este momento tengas algunas células T o B que podrían causar una enfermedad autoinmunitaria. Sin embargo, su presencia por sí sola sigue sin ser suficiente: tienen que ser activadas. Y aquí es donde se pone muy complicado. Hemos dedicado buena parte del libro a señalar que el sistema inmunitario adaptativo no se activa por sí solo. Necesita que el sistema inmunitario innato tome la decisión de activarlo, y para eso hace falta un campo de batalla: un entorno que pueda empujar a las células inmunitarias innatas a intensificar una reacción inmunitaria. Es difícil saber, y más aún observar, cómo sucede esto exactamente en los seres humanos vivos: las personas enferman todo el tiempo, pero muy rara vez va más allá de una infección que se acaba limpiando. Sin embargo, para la mayoría de las enfermedades autoinmunitarias, éstos parecen ser los pasos que las causan: Primer paso. Hay personas que tienen una predisposición genética (lo cual no es un paso obligatorio, pero aumenta en gran medida la probabilidad). Segundo paso. Producen células B o T capaces de reconocer un autoantígeno. Tercer paso . Una infección provoca que el sistema inmunitario innato active esas células B o T defectuosas. No obstante, ¿cómo causan las infecciones una enfermedad autoinmunitaria? Aunque aún no se tiene una respuesta completa, entre los

inmunólogos se ha popularizado como propuesta el concepto de «mimetismo molecular». En esencia, significa que los antígenos de los microorganismos pueden tener una forma parecida a las proteínas de tus células, a tus autoantígenos. Ahora bien: esto puede ocurrir por accidente. Ciertas formas son útiles en el micromundo y, a pesar de su gran variedad, algunas pueden parecerse. Algunos patógenos también intentarán imitar las formas de su huésped, lo cual es bastante lógico, ya que se trata de un mecanismo que observamos con mucha frecuencia en el reino animal: el camuflaje tiene muchas ventajas para sobrevivir en un mundo de cazadores itinerantes. Así, desde las mariposas que intentan parecerse a las hojas y las perdices nivales que se mezclan con la nieve hasta los cocodrilos que desaparecen en las aguas lodosas, muchos animales diversos intentan ser lo más indetectables posible. Para un virus o una bacteria patógenos, tu tejido es una selva llena de depredadores enfurecidos que los están buscando, por lo que imitar el entorno para que sea más difícil detectarlos es una estrategia efectiva. Para explicarlo como corresponde, vamos a añadir unos detalles más a una simplificación que hemos hecho hasta ahora. Cuando hablamos de la mayor biblioteca del universo, dijimos que cada célula T y B se compone de un receptor especial para reconocer exactamente a un antígeno específico. Bueno, es un poco más complejo. En realidad, la variedad de receptores T y B es un poco más amplia. Cada receptor es supereficaz a la hora de reconocer un antígeno específico; pero también puede conectarse con algunos pocos más que no son exactamente ése. Así, el receptor de una célula B podría, por ejemplo, ser sumamente eficaz al reconocer un antígeno específico, aunque sólo aceptable al reconocer otros ocho antígenos similares pero no idénticos. Es como cuando estás montando un rompecabezas y encuentras dos piezas que casi encajan perfectamente: parece que queda un poco de espacio y que no se terminan de unir, pero, si no las fuerzas demasiado, se mantienen.

Ahora, imaginemos cómo podrías contraer una enfermedad autoinmunitaria en la realidad. En nuestro ejemplo, todo empieza con un patógeno, tal vez un virus que tiene un antígeno parecido a un autoantígeno; podría tratarse de una proteína común en el interior de las células. Cuando el virus entra en tu cuerpo y empieza a actuar como un patógeno, las células civiles, los macrófagos y las células dendríticas liberan cantidades ingentes de citoquinas y provocan la inflamación. Esto hace que las células dendríticas recojan muestras del antígeno del virus, que es muy similar a nuestro autoantígeno. Después, todas las células cercanas al campo de batalla producen más moléculas CMH de clase I y muestran un mayor número de tus proteínas internas.

En el ganglio linfático más cercano, la célula dendrítica puede encontrar una célula T colaboradora o citotóxica capaz de conectarse muy bien con el

antígeno del enemigo. Sin embargo, el receptor de las células T también puede conectarse de manera aceptable con el autoantígeno que se parece al antígeno. Las células T citotóxicas entran en el campo de batalla y empiezan a matar a las células infectadas; pero no sólo a éstas: también se encuentran con células sanas que presentan en sus escaparates el autoantígeno similar al antígeno de virus. Así, las células T citotóxicas proceden matando a células civiles perfectamente inocentes y sanas. Ahora, el contexto de una infección real activa se vuelve crucial. Debido a que las células T citotóxicas son estimuladas y activadas por la infección real en curso, por todas las citoquinas y señales de batalla correctas, algunas de ellas se convertirán en células T citotóxicas de memoria. Incluso después de que se haya eliminado la infección real, estas células se encontrarán al autoantígeno (el antígeno del yo ) presentado por las células civiles, y simplemente supondrán que aún hay muchos enemigos alrededor. Y, en cuanto esto sucede, la reacción inmunitaria accidental se convierte en una enfermedad autoinmunitaria. Ahora, el sistema inmunitario adaptativo cree que se ha activado para combatir el autoantígeno y las células del cuerpo que lo expresan. Y ¿por qué no iba a hacerlo? En virtud de la ley de Murphy, todo lo que pudo salir mal salió mal, y se cumplieron todas las condiciones para una correcta activación. Sin embargo, ¡aún puede ir a peor! Entretanto, la célula T colaboradora activada empieza a activar las células B que pueden, por accidente, autoajustarse al autoantígeno. Recuerda: cuando las células B activadas inician un proceso de optimización para perfeccionar sus anticuerpos, mutan y producen un montón de variantes, por lo que pueden volverse más eficaces al combatir a un enemigo; pero, en este caso, pueden optimizarse para el autoantígeno. En el peor de los casos, si una célula B recibe una señal de confirmación de una célula T colaboradora, el sistema inmunitario produce células plasmáticas que liberan autoanticuerpos, los cuales se conectan a tus propias células y las señalan para que se las mate.

Y, cuando las células B maduran y se convierten en células plasmáticas, de paso se crean células de memoria. Así que ahora, de pronto, en tu médula ósea, las células plasmáticas de larga vida empiezan a bombear periódicamente anticuerpos contra tu propio cuerpo. Vivirán durante años y décadas. Una vez que tu sistema inmunitario adaptativo ha creado células de memoria contra tus propias células, sin duda se verá estimulado una y otra vez, ya que, en definitiva, tus autoantígenos están por todas partes dentro de tu cuerpo. Estas células se encuentran ahora en un mundo gigante donde todos son enemigos. Es como el chiste del tipo que va conduciendo por la autopista cuando su esposa lo llama para advertirlo de que, según ha oído en la radio, hay un conductor que va en sentido contrario. Y él responde, con una voz muy angustiada: «¡Cariño, no hay uno, sino cientos!». No importa cuántas células civiles elimine tu sistema inmunitario: tu cuerpo producirá más, y el resultado es la inflamación crónica, la activación crónica del sistema inmunitario. Tus células inmunitarias, confundidas, creen que están perpetuamente rodeadas de enemigos, y actúan en consecuencia. Aunque estamos hablando de un conjunto diverso de enfermedades, hay muchos síntomas comunes entre todas ellas: fatiga, erupciones cutáneas, picazón y otros problemas de la piel, fiebre, dolor abdominal y varios problemas digestivos, dolor e hinchazón en las articulaciones. La autoinmunidad rara vez es mortal; no es tanto un conjunto de enfermedades lo que te mata. Más bien, hace que la vida sea un suplicio y resulte agotadora. Las opciones de tratamiento son un poco limitadas; al fin y al cabo, para eliminar de raíz las enfermedades inmunitarias, tendrías que encontrar las células de memoria concretas, de entre miles de millones de células B y T, cuya diana es tu autoantígeno, y matarlas. De modo que, por ahora, no existe una cura para la autoinmunidad. Una vez que la padeces, tienes que lidiar con ella. Para aliviar el dolor y la inflamación, las enfermedades autoinmunitarias se suelen tratar con diversos medicamentos que inhiben el sistema inmunitario, y en particular la inflamación, lo cual, como te podrás figurar, tampoco es lo ideal. Pueden aliviar los síntomas de

la autoinmunidad al hacer que el sistema inmunitario sea más débil y menos propenso a atacar al cuerpo, pero también vuelve al paciente más vulnerable a las infecciones.

Además La anergia Merece la pena incluir una breve nota al margen sobre algo demasiado genial como para no referirnos a ello: se trata de la anergia , una táctica pasiva y bastante ingeniosa que emplea el sistema inmunitario para desactivar las células T autorreactivas, es decir, capaces de reconocer tus propias células. Antes, quisiera aclarar otra simplificación (lo que suena mejor que «una mentira práctica que facilitaba llegar al punto en que estamos ahora»). Antes hablé mucho sobre las células dendríticas y su muestreo del campo de batalla cuando se activan. Bien: eso no es del todo correcto; en realidad, realizan un muestreo constante, todo el tiempo. Aunque no haya ningún peligro, algunas de las células dendríticas —por ejemplo, en la piel— toman muestras de las cosas que flotan en el entorno natural y sano entre las células, muchas de las cuales son, presumiblemente, autoantígenos, y después se desplazan a los ganglios linfáticos para mostrarle sus hallazgos al sistema inmunitario adaptativo. Ahora, quizá te preguntes: ¿por qué diablos iba a ser esto una buena idea? ¿Acaso una célula dendrítica que recoge autoantígenos no causaría una enfermedad autoinmunitaria? Bueno, piénsalo de nuevo: ¿cuál es uno de los principales trabajos del sistema inmunitario innato? Proporcionar contexto al sistema inmunitario adaptativo. De modo que una célula dendrítica que se dirija a un ganglio linfático en un contexto de «todo en orden, esto es lo que te puedo enseñar» puede prevenir las enfermedades autoinmunitarias, porque, en realidad, lo que está haciendo es «buscar» células T autorreactivas, es decir, capaces de unir sus moléculas CMH a un

autoantígeno. Si la célula dendrítica encuentra una de estas células T autorreactivas por pura casualidad, se conecta a ella para impedirle cometer más delitos. ¿Te acuerdas de la señal del «beso» que la célula dendrítica les da a las células T para activarlas, la señal que les dice que el peligro es real? Bien, pues, si no hay peligro, la célula dendrítica se abstiene de dar ese beso. Y una célula T que reciba una señal de activación en sus moléculas CMH, pero no un cariñoso beso en la mejilla, se desactiva. No muere de inmediato, pero no puede volver a activarse. Desde ahora en adelante, será una fracasada que irá por ahí flotando durante el resto de su vida útil, y después se autodestruirá sin mayor escándalo. Por tanto, como un ruido de fondo constante cuando no estás enfermo o lesionado, tu sistema inmunitario innato aprovecha su tiempo libre para luchar discretamente contra las enfermedades autoinmunitarias. Es muy fascinante el nivel de los sistemas superpuestos y cómo todos los principios de activación y regulación trabajan conjuntamente para protegerte de todas las maneras posibles. El concierto de tu sistema inmunitario emplea todas las herramientas a su disposición para mantenerte a salvo. Bien, ahora que hemos hablado sobre las alergias y la autoinmunidad, vamos a aventurarnos un poco y a explorar por qué tantas personas se ven afectadas por ellas.

41 Las hipótesis de la higiene y de los viejos amigos En la segunda mitad del siglo XX, surgieron dos tendencias muy raras y contradictorias en los países desarrollados. Aunque se había logrado repeler —y a veces casi erradicar— varias y peligrosas enfermedades infecciosas como la viruela, las paperas, el sarampión y la tuberculosis, su incidencia empezó a crecer e incluso se disparó. Las tasas de enfermedades como la esclerosis múltiple, la alergia al polen, la enfermedad de Crohn, la diabetes tipo 1 y el asma han aumentado hasta el 300 por ciento en el último siglo. Eso no es todo: podrías trazar una línea directa entre lo desarrollada y rica que es una sociedad y la cantidad de su población que padece algún tipo de alergia o trastorno inmunitario. El número de nuevos casos de diabetes tipo 1 es diez veces mayor en Finlandia que en México, y 124 veces mayor que en Pakistán. Uno de cada diez niños en edad preescolar de los países occidentales sufre algún tipo de alergia a los medicamentos, mientras que en China continental sólo la padecen dos de cada cien. La colitis ulcerosa —una desagradable enfermedad inflamatoria intestinal— es el doble de frecuente en Europa occidental que en Europa del Este. Alrededor del 20 por ciento de los estadounidenses padecen alergias. Todos estos trastornos tienen dos denominadores comunes: o bien el sistema inmunitario reacciona de forma exagerada ante desencadenantes aparentemente inofensivos —como el

polen de la vegetación en floración, los cacahuetes, los excrementos de los ácaros del polvo o la contaminación del aire (en resumen: alergias)—, o va un paso más allá y ataca y mata directamente a las células corporales civiles, que nosotros experimentamos como trastornos autoinmunitarios, como la diabetes tipo 1. Al mismo tiempo, cada vez menos personas mueren por infecciones. A finales de la década de 1980, un científico descubrió una relación entre la tasa de ciertas alergias y la cantidad de hermanos que tenía un niño. Así que se preguntó si un «contacto antihigiénico» entre los hermanos podría traducirse en unas tasas más altas de infecciones durante la infancia, y si eso podría tener algún efecto protector frente a las alergias. Y así nació la «hipótesis de la higiene», y, casi de inmediato, fue víctima de su propio atractivo. El mensaje era muy sencillo, perfecto y encajaba muy bien con el espíritu de la época. El mensaje percibido era claro: llevados por nuestro fervor por librarnos de las causas de la enfermedad, los seres humanos nos habíamos vuelto demasiado limpios y habíamos cometido un pecado contra la naturaleza, y ahora estábamos sufriendo trastornos inmunitarios por ello. Parecía lógico que el sistema inmunitario humano necesitara infecciones dañinas para funcionar correctamente. Y la solución parecía igual de fácil y directa: sé menos limpio, deja de lavarte las manos, come quizá algún alimento en mal estado y húrgate la nariz. En pocas palabras: exponeos tú y tus hijos a los microorganismos y contraed más enfermedades infecciosas para entrenar a vuestro sistema inmunitario. Sin embargo, como suele ocurrir con el sistema inmunitario, la realidad es mucho más compleja y matizada. Hoy en día, bastantes científicos están muy molestos por cómo ha calado la hipótesis de la higiene en la cultura y el pensamiento popular, porque lleva a los legos a extraer conclusiones «instintivas» que son, como mínimo, muy cuestionables, si no por completo equivocadas. Por ejemplo, está muy extendida la creencia de que es bueno

que contraigamos enfermedades porque sobrevivir a ellas nos hace más fuertes, ya que así era la forma natural en el pasado. 1 Quizá necesitamos bacterias hostiles como adversarias para entrenarnos y fortalecernos, y este mecanismo de entrenamiento inmunitario ha sido destruido por el mundo moderno con toda su tecnología y sofisticada medicina. Hablar de este tema es un poco delicado, porque la comunidad científica aún no ha alcanzado un consenso y todavía hay muchas cosas que no sabemos ni entendemos sobre la microbiota que nos rodea, nuestro microbioma personal y la interacción con nuestro sistema inmunitario. Una de las cosas que pasan por alto las conclusiones «instintivas» sobre la higiene y sus supuestos peligros es la coevolución de nuestro sistema inmunitario y todos los bichos que nos rodean. Cuando el sistema inmunitario de nuestros antepasados se adaptó a su entorno hace cientos de miles de años, las cosas eran muy distintas de como son hoy. Por supuesto, nuestros antepasados cazadores-recolectores enfermaron. Es imposible obtener cifras exactas, pero algunos científicos calculan que hasta una de cada cinco personas murió a causa de infecciones por patógenos. Para empezar, los parásitos animales eran mucho más importantes que en la actualidad. Los piojos, las garrapatas y sobre todo los gusanos eran muy frecuentes. La mayoría de la gente de los países desarrollados tiene el decoro de no preocuparse demasiado por las infecciones por gusanos, pero en el pasado podían ser tan comunes e inevitables que el sistema inmunitario tuvo que encontrar a regañadientes un modo de convivir con ellos. Ya hemos hablado de eso en el capítulo anterior, así que tranquilo: hemos terminado con los parásitos. Sin embargo, el sistema inmunitario no sólo tuvo que lidiar con los gusanos, sino también con algunas especies de virus, como la hepatitis A, o de bacterias, como la Helicobacter pylori , a las que no pudo erradicar y con las que tuvo que coexistir.

Además, la mayoría de los tipos de dolencias que asociamos hoy en día con las enfermedades prácticamente no existían en las comunidades de cazadores-recolectores, como el sarampión, la gripe e incluso el resfriado común. Esto se debe a que la mayoría de los peores patógenos bacterianos y virales que provocan las enfermedades infecciosas y nos amargan la vida en los tiempos modernos son nuevos para nuestra especie desde el punto de vista evolutivo. En el mundo en que evolucionó el sistema inmunitario humano hace cientos de miles de años, las enfermedades infecciosas no podían convertirse en un problema importante, porque, con algunas excepciones, cuando uno sobrevive a una enfermedad infecciosa, no vuelve a contraerla. O te mata, o te vuelve completamente inmune a ella de por vida. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, nuestra especie vivió en pequeñas tribus dispersas y, a todos los efectos, bastante aisladas unas de otras. Por tanto, una enfermedad infecciosa no podía convertirse en una amenaza peligrosa y establecerse entre nuestros antepasados: cuando infectaba a una tribu, todos sus miembros se contagiaban enseguida, y la enfermedad desaparecía después, al no poder saltar a nadie más. De modo que a nuestra evolución no le hizo falta tener muy en cuenta este tipo de patógenos. A medida que nos convertimos en agricultores y empezamos a vivir en las ciudades, nuestro estilo de vida cambió para siempre, y también las enfermedades que nos atacaban. La convivencia creó un caldo de cultivo perfecto para las enfermedades infecciosas. De pronto había, desde el punto de vista evolutivo, cientos e incluso miles de víctimas que infectar. Como nuestros antepasados no eran conscientes de la naturaleza de los microorganismos, ni de la higiene básica, y no poseían herramientas como el jabón y el saneamiento doméstico, no podían hacer gran cosa. Al contrario: su desconocimiento lo empeoraba todo.

Y cuando empezaron a domesticar a los animales y a convivir con ellos en espacios pequeños, a veces durmiendo en las mismas estancias, algunos patógenos dieron el salto. Nuestro estilo de vida resultó ser perfecto para que los patógenos de nuestros nuevos amigos animales se adaptaran a los seres humanos, y viceversa. En consecuencia, prácticamente todas las enfermedades infecciosas que conocemos hoy aparecieron en los últimos diez mil años: desde el cólera, la viruela y el sarampión hasta la gripe, el resfriado común y la varicela. Aquí nos encontramos de nuevo con la higiene, que es de suma importancia para protegernos de todas estas enfermedades. En los últimos dos siglos, cuando descubrimos el micromundo con sus billones de habitantes, empezamos a lavarnos las manos y a limpiar nuestro suministro de agua y separarlo de los lugares donde defecábamos. Envolvimos nuestra comida en material esterilizado y la guardamos en lugares fríos para que los patógenos no la usaran como un atajo directo a nuestro intestino. Comenzamos a desinfectar las cosas que usábamos para abrir el cuerpo de las personas y a limpiar adecuadamente los utensilios con que cocinábamos. A menudo se confunde la higiene con la limpieza, pero se debe orientar más bien a la eliminación de microorganismos potencialmente peligrosos de aquellos lugares y situaciones clave donde puedas enfermar. La higiene es una estupenda idea muy beneficiosa para la salud de nuestra especie. Esta cuestión es tan importante que merece la pena repetirla: los microorganismos que provocan enfermedades infecciosas son relativamente nuevos en nuestra biología . Nuestro cuerpo y nuestro sistema inmunitario no han tenido cientos de miles de años para coevolucionar con ellos. Sobrevivir al sarampión no te hace más resistente: sólo te amarga la vida durante dos semanas. Y si tu sistema inmunitario no está en buena forma, también podría matarte. Los patógenos peligrosos son, en fin, peligrosos.

El agua potable ha salvado cientos de millones de vidas. La higiene, desde lavarte las manos a asegurarte de almacenar correctamente tus alimentos, es de gran importancia, tanto como las vacunas, si no más. La higiene es también una línea de defensa fundamental que nos mantiene a salvo de las infecciones peligrosas, por ejemplo, en el caso de las pandemias mundiales. Toser tapándote la boca con la flexura del codo, lavarte las manos correcta y regularmente y utilizar mascarillas nos permite ganar tiempo para las intervenciones a gran escala, como las vacunas o la medicación. La higiene reduce nuestra necesidad de recetar antibióticos, lo que combate automáticamente la resistencia a ellos. Además, protege a los miembros más débiles de la sociedad, como los niños pequeños y las personas mayores, las inmunodeprimidas y las que reciben quimioterapia o padecen defectos genéticos. Aun así, las palabras son importantes, e higiene y limpieza no son lo mismo. Por ejemplo, la idea de que fregando limpiamos todos los microorganismos de nuestras casas y vivimos en un mundo esterilizado no puede estar más lejos de la verdad. Después de fregar el suelo y pasarle un trapo a la cocina y el baño con todo el cuidado, tu hogar volverá a estar repleto de microbios al cabo de poco tiempo, aunque hayas utilizado productos antimicrobianos. Los microbios dominan este planeta, y también tu casa. Bien, de acuerdo, la higiene es buena. Pero, si la higiene no tiene la culpa, ¿cuál es la causa del fuerte aumento de los defectos inmunitarios en los últimos cincuenta años? Bueno, aquí tal vez parezca que atentamos contra la lógica, porque todo tiene que ver con los microbios, pero de otra forma. Al parecer, para entrenar a tu sistema inmunitario necesitas pasar el rato con «amigos inofensivos». El sistema inmunitario necesita jugar con las compañías adecuadas para aprender cuándo debe ser amable e indulgente. Este enfoque más matizado sobre las interacciones con los microbios que nos rodean ha recibido nombres diferentes, pero el más

simpático es tal vez la «hipótesis de los viejos amigos», que se centra mucho más en nuestra evolución. Durante millones de años, nuestro cuerpo y nuestro sistema inmunitario evolucionaron junto con los organismos que viven en el lodo, la tierra y la vegetación que nos rodea. Muy al principio del libro dijimos que eres una biosfera rodeada de invasores que quieren entrar en ella; pero eres mucho más. También eres un ecosistema donde viven contigo microorganismos de todo tipo. A tu cuerpo le gustaría deshacerse de algunos, pero no puede, y tiene que aprender a convivir con ellos, otros son neutrales, y un inmenso grupo es directamente beneficioso para tu salud. Estas comunidades de microorganismos comensales son tan esenciales para tu supervivencia y tu salud como cualquiera de tus órganos. Y uno de sus trabajos más importantes es entrenar a tu inmunidad. Cuando naces, tu sistema inmunitario es como un ordenador. Tiene hardware y software y, en teoría, puede hacer muchas cosas, pero no tiene demasiados datos. Necesita aprender qué programas ejecutar y cuándo, y quién es un enemigo y quién debe ser tolerado. De modo que, durante tus primeros años de vida, recopila información sobre su entorno, datos de los microorganismos que se encuentra. Esto lo hace procesando los «datos» que recopila a partir de las interacciones con los microbios. Si no obtiene suficientes datos microbianos y no puede aprender lo necesario, aumenta el riesgo de que se vuelva excesivamente agresivo y de que ataque después a las sustancias inofensivas, como los cacahuetes o el polen. Un estudio muy famoso arrojó algo de luz sobre cómo el entorno moldea el sistema inmunitario durante la infancia. En el estudio se analizaron dos grupos distintos de agricultores de Estados Unidos: los amish, en Indiana, y los huteritas, en Dakota del Sur. Ambas poblaciones provienen de minorías religiosas que emigraron de Europa central a Estados Unidos en los siglos XVIII y XIX . Desde entonces, estos grupos no se han mezclado con otras

poblaciones, sino que permanecieron genéticamente aislados, viviendo de acuerdo con unas fuertes y similares convicciones religiosas. Lo que hacía que estos dos grupos fuesen tan interesantes de estudiar y comparar era su cercanía genética, lo que hacía más fácil ignorar ese aspecto y concentrarse en las diferencias de su estilo de vida. Y existe una gran diferencia entre los amish y los huteritas: los amish practican un estilo de agricultura tradicional, donde cada familia posee su propia granja con vacas lecheras y caballos que utilizan para la labranza y el transporte, y, por lo general, evitan la tecnología moderna. En cambio, los huteritas viven en grandes granjas comunitarias e industrializadas, con máquinas, aspiradoras y muchas comodidades del mundo moderno. En consecuencia, los investigadores encontraron una tasa mucho más alta de microbios y de sus excrementos en las casas de los amish respecto a la de los huteritas. Sin embargo, las tasas de asma y otros trastornos alérgicos son cuatro veces más altas entre los huteritas. Por tanto, parece que crecer en un entorno menos urbano brinda cierta protección frente a los trastornos alérgicos. Además, es razonable concluir que un poco de suciedad no te hará daño y que, de hecho, podría ser buena para ti. Por desgracia —o por suerte, como tú decidas— la mayoría de la gente ya no vive en granjas. Hoy en día no nos rodeamos del tipo de ecosistema microbiano diverso que evolucionó en paralelo a nosotros. Nos aislamos de toda clase de entornos naturales. No es un solo factor, sino que confluyen varios. La urbanización del mundo se ha acelerado drásticamente en el último siglo, y en muchos países desarrollados la mayoría de la población vive en las ciudades. Si bien no todas las ciudades son selvas de hormigón, la lejanía respecto a algo parecido a la naturaleza, con todas sus criaturas, cambia mucho las cosas en términos microbianos. Estos cambios son bastante nuevos desde el punto de vista evolutivo, porque hasta principios

del siglo XIX la gran mayoría de la población humana vivía en las áreas rurales. Este fenómeno también ha coincidido con que, en las últimas décadas, poco a poco, con la llegada de las tecnologías de la información y el entretenimiento televisivo e internet, nos hemos acostumbrado a pasar la mayor parte de nuestro tiempo en el interior. En los países desarrollados, el «interior» significa un ambiente artificial fabricado con materiales procesados que, sin ser estériles, albergan un ecosistema muy distinto para un conjunto de microorganismos diferentes de aquellos a los que se adaptaron nuestros antepasados. Como decíamos, hasta hace muy poco en la historia de la humanidad, la gente vivía en casas hechas con materiales naturales como madera, barro y paja, llenos de microbios perfectamente conocidos por nuestro sistema inmunitario. Otro factor importante es lo que nos metemos en el cuerpo. Nuestros antepasados no tuvieron que lidiar con el consumo y abuso de los antibióticos, porque no existían. No estoy diciendo que los antibióticos sean malos: nos han creado un mundo donde nos hemos olvidado de la letal gravedad de muchas heridas e infecciones, porque podemos tomarnos unas pastillas y no morir. Sin embargo, los antibióticos no discriminan muy bien entre bacterias dañinas y útiles, por lo que matan a las bacterias comensales, y también a nuestros viejos amigos. Aparte del problema de la resistencia antibiótica de los patógenos que queremos matar, la prescripción innecesaria de antibióticos es un gran problema para el microbioma saludable. El problema puede empezar antes, incluso al empezar a vivir: hoy en día, un considerable porcentaje de los bebés nacen por cesárea. Esto no es lo ideal, porque, en los partos normales, el pequeño ser humano entra en contacto cercano e intenso con el microbioma vaginal, y a menudo fecal, de la madre. Así, el nacimiento es en realidad un paso importante en la preparación microbiana del cuerpo y del sistema inmunitario. El

microbioma de los niños pequeños varía bastante en función de cómo nacieron. Otra pieza del rompecabezas en los primeros años de vida es que cada vez menos madres amamantan a sus hijos. La piel y la leche del pecho de la madre contienen numerosas y variadas sustancias que nutren al microbioma muy joven y a una serie de bacterias. La evolución se aseguró de que los recién nacidos pasaran mucho tiempo cara a cara con el antiguo y probado microbioma. Tanto las cesáreas como no amamantar a los bebés se correlacionan con una mayor tasa de trastornos inmunitarios, como las alergias. Quizá una de las diferencias más importantes respecto a nuestro pasado evolutivo es que las dietas modernas contienen mucha menos fibra que antes. La fibra es un alimento energético importante para muchas bacterias comensales útiles y amistosas; si las ingerimos cada vez menos, no podremos mantener la cantidad de estas bacterias amiguitas que quizá necesitemos. Uf, todo esto ha sido mucho. Lamentablemente, no hay una sola respuesta clara y satisfactoria. El sistema inmunitario es bastante complicado. Los efectos de todos estos cambios en el estilo de vida humano no se han hecho visibles de la noche a la mañana. La transición de nuestro microambiente microbiano y nuestros microbiomas atrofiados fue probablemente de carácter gradual y no empezó hasta el último siglo, más o menos. A medida que cada generación se alejó un poco más del entorno natural, sus microbiomas fueron menos diversos, y después fueron heredados por sus hijos. Con el tiempo, la diversidad del microbioma promedio en los países desarrollados se ha reducido considerablemente, sobre todo en relación con las personas que aún llevan un estilo de vida más tradicional y rural.

Es probable que todos estos factores contribuyeran a la situación de hoy, poco ideal. Sin embargo, dondequiera que los seres humanos crezcan con un mayor contacto con aquellos microorganismos que son viejos amigos, el sistema inmunitario debería funcionar mucho mejor y, de hecho, hay numerosas observaciones que respaldan esta idea. Incluso en los países desarrollados, varios estudios han revelado que los niños que crecen en el campo, y sobre todo en granjas, rodeados de animales y en mayor contacto con el exterior, padecen muchos menos trastornos inmunitarios. De modo que, si bien no parece importar que una casa esté limpia o no, sí influye que esté rodeada de vacas, árboles, matorrales y perros que van sueltos por ahí. Entonces, ¿con qué te debes quedar de este capítulo? Lávate las manos siempre que vayas al baño, como mínimo; limpia tu apartamento, pero no intentes esterilizarlo, y también los utensilios que empleas para preparar la comida. Y deja que tus hijos jueguen en el bosque.

42 Cómo estimular tu sistema inmunitario A estas alturas, es de esperar que el sistema inmunitario haya perdido algunos de sus aspectos más nebulosos y místicos para ti. No es una fuerza mágica que pueda cargarse como un escudo de energía o un arma láser, sino una compleja danza de miles de millones de partes. Es una bella sinfonía con una estricta coreografía para poder funcionar en armonía. Cualquier desviación hace que tu respuesta inmunitaria sea demasiado débil o demasiado fuerte, y ninguna de las dos es buena para tu bienestar y supervivencia. Si has leído hasta aquí, ya sabes más sobre inmunología que el 99 por ciento de la población general. Así que piensa: si pudieras, ¿qué partes de tu sistema inmunitario te gustaría estimular? ¿Te gustaría tener unos macrófagos o unos neutrófilos más agresivos y robustos? Bueno, esto conllevaría una mayor y más fuerte inflamación, más fiebre, mayor malestar y cansancio, aunque sólo tengas infecciones leves. ¿Qué tal unas células asesinas naturales superfuertes, para matar más células infectadas o cancerosas? Vale, ¡pero podrían estar demasiado motivadas y mermar a las células sanas que simplemente estén por ahí! ¿Quieres potenciar tus células dendríticas, para que empiecen a activar más al sistema inmunitario adaptativo? Eso vaciaría y agotaría los recursos del sistema inmunitario incluso ante peligros menores, lo que te dejaría expuesto y vulnerable ante una infección gravemente peligrosa.

O tal vez podrías estimular tus células T y B, para que sea mucho más fácil que se activen, pero eso provocaría enfermedades autoinmunitarias, ya que, sin duda, algunas de estas células comenzarían a atacar tu propio tejido. Una vez que tus anticuerpos y células T estimulados hayan empezado a matar a las células del corazón o del hígado, no se detendrán hasta haber terminado su trabajo. Tal vez esto no sea lo bastante peligroso para ti, y prefieras estimular tus mastocitos y células B que producen anticuerpos IgE, la conjunción de células responsable de las alergias. Los alimentos que sólo te irritaban levemente el intestino ahora te provocarán una violenta diarrea o reacciones alérgicas que podrían matarte en cuestión de minutos. ¿Todo esto es demasiado aburrido? ¿Por qué no ser creativos y estimular todas las partes reguladoras de tus sistemas de defensa para que desactiven tu sistema inmunitario y quedes expuesto a las infecciones, incluso por los patógenos más inofensivos? Seguramente has captado a dónde quiero llegar: estimular el sistema inmunitario es una idea terrible que utiliza la gente que intenta hacerte comprar cosas inútiles. Por suerte, no hay demasiado peligro real de que puedas estimular tu sistema inmunitario, ya que casi nada de lo que puedas comprar legalmente lo hace. Incluso la expresión sistema inmunitario fuerte es inadecuada. Por encima de todo lo demás, te conviene un sistema inmunitario equilibrado. Homeostasis. Agresividad y tranquilidad. Te convienen mucho más unos elegantes bailarines que recuerden muy bien la coreografía que unos jugadores de rugby entusiasmados que quieren romper cosas. Con toda probabilidad, tu sistema inmunitario funciona exactamente como debe. Bien, pero, un momento: si estimular el sistema inmunitario es tan complicado y peligroso, ¿por qué internet está lleno de productos que prometen hacer justo eso? Desde el café infusionado y la proteína en polvo a las raíces místicas desenterradas de la selva amazónica y las píldoras

vitamínicas, hay infinidad de cosas que puedes comprar para «estimular» tu sistema inmunitario. En realidad, nadie sabe cuántas células de qué tipo y en qué nivel de actividad son necesarias para que tu sistema inmunitario en concreto funcione de manera óptima. Quienquiera que diga que sabe lo que necesitas probablemente está intentando venderte algo. Al menos por ahora, no existen formas científicamente probadas de estimular de forma directa tu sistema inmunitario con productos fáciles de encontrar. Y, si las hubiera, sería muy peligroso utilizarlas sin supervisión médica. Lo más importante que debes hacer para tener un sistema inmunitario saludable es seguir una dieta que te proporcione todas las vitaminas y nutrientes que tu cuerpo necesita. La simple razón es que el sistema inmunitario produce sin cesar miles de millones de células nuevas, y todas estas células recién nacidas necesitan recursos para su correcto funcionamiento. Existe una fuerte relación entre la desnutrición y un sistema inmunitario débil. Si te estás muriendo de hambre, eres más susceptible a las infecciones y enfermedades, porque tu cuerpo tiene que tomar decisiones difíciles y, a menudo, es el sistema inmunitario el que las sufre. Sin embargo, si llevas una dieta más o menos equilibrada que incluya frutas y verduras, obtendrás todos los micro y macronutrientes para que tu sistema inmunitario funcione bien. Curiosamente, incluso en los países desarrollados hay deficiencia de micronutrientes, sobre todo entre las personas mayores; y esto sólo quiere decir que hay quien tiene una deficiencia de nutrientes y vitaminas esenciales, normalmente porque no come lo suficiente o su dieta es muy poco variada. Así que comer sólo pizza no es saludable, pero esto ya debería estar claro. Con toda probabilidad, si comes más o menos bien, tu sistema inmunitario funciona como debe.

Hace mucho tiempo que se tiene constancia de que, además de comer bien, también hacer ejercicio con regularidad, aunque sea moderado, tiene efectos positivos para la salud. El cuerpo está hecho para moverse y, por tanto, un poco de ejercicio mantiene la buena salud de distintos sistemas, en especial el cardiovascular. También estimula directamente el sistema inmunitario, ya que contribuye a la buena circulación de los fluidos por todo el cuerpo. En pocas palabras, con sólo mover, estirar y apretar algunas partes del cuerpo, los líquidos fluyen mejor y con más libertad que si te pasas todo el día tirado en el sofá. Y una buena circulación beneficia al sistema inmunitario, porque permite que las células y las proteínas inmunitarias se muevan con más eficiencia y libertad y, por tanto, hagan mejor su trabajo. Básicamente, eso es lo que puedes hacer. Algunas personas tienen deficiencias de verdad, y ciertos suplementos pueden beneficiarlas, pero no es algo que uno pueda autodiagnosticarse. La cruda realidad es que los seres humanos son muy diferentes, y las razones por las que un cambio en la dieta o en el estilo de vida puede afectarte de manera positiva o negativa son demasiado complejas para resumirlas en un libro general sobre el sistema inmunitario. Si sientes que te falta una vitamina, o un microelemento, o algo, debes consultarlo con un médico en la vida real. Esta afirmación genérica dejará a muchas personas insatisfechas. ¿Cómo es posible que los seres humanos podamos volar a la Luna y construir aceleradores de partículas, o que se nos hayan ocurrido 980 pokémones distintos, pero no podamos mejorar nuestro sistema inmunitario? Bueno, míralo de este modo: si tienes un coche viejo y oxidado que has utilizado como si fuera un todoterreno durante décadas, con un eje averiado, los neumáticos reventados y un faro roto, ¿crees que podrías arreglarlo llenando el depósito con una gasolina especial y maqueándolo con pintura nueva? No puedes deshacer por arte de magia el daño que le has hecho

tratándolo tan mal. Si quieres que tu coche funcione mejor durante más tiempo, simplemente cuídalo, y, como ya habrás adivinado, con tu cuerpo ocurre lo mismo. Si quieres «estimular» tu sistema inmunitario para que esté sano, empieza por cuidarte mejor y llevar un estilo de vida saludable, y el complejo concierto del sistema inmunitario, con todos sus miles de partes diferentes, funcionará correctamente durante más tiempo. Por desgracia, no para siempre: ni los coches ni los seres humanos están hechos para eso; pero sí más y mejor. Eso es lo que la ciencia puede decir sobre este tema, al menos por ahora. Hablar sobre estimular el sistema inmunitario y de las afirmaciones anticientíficas de muchas personas que trabajan en la industria multimillonaria de la venta de suplementos sería medianamente divertido, ya que la gente, en el peor de los casos, está desperdiciando el dinero. Por desgracia, hay millones de personas que padecen enfermedades reales y graves, y que son de todo menos divertidas, desde el cáncer hasta la autoinmunidad. Y estas personas, que a menudo están desesperadas por aliviar sus síntomas o simplemente tratan de sobrevivir, son las que podrían caer víctimas de las promesas vacías de la industria de los suplementos. Peor aún, algunas incluso podrían llegar a ignorar el tratamiento médico auténtico a causa de las mentiras promovidas por codicia o de los llamamientos al naturalismo bienintencionados pero desacertados. Estas ideas defectuosas sobre la salud y la estimulación del sistema inmunitario sólo pueden perpetuarse con nuestro desconocimiento colectivo sobre sus mecanismos y lo que es en realidad. Incluso los expertos deben tener mucho cuidado si quieren intentar estimular el sistema inmunitario, y éste podría ser el momento adecuado para contar una historia en la que todo salió terriblemente mal.

A medida que el conocimiento sobre los mecanismos del sistema inmunitario crecía enormemente en las últimas décadas, los científicos intentaron encontrar nuevas formas de combatir las enfermedades que nos acosan. Si pudiésemos manipular nuestro intrincado sistema de defensa, los beneficios para nuestra especie serían inmensos. Sin embargo, como decíamos, manipular el sistema inmunitario es muy peligroso. Está realizando un acto de equilibrio constante entre la dureza y la suavidad, y tratar de interferir en ello puede salir muy mal. Un ejemplo tristemente famoso es el TGN1412, un ensayo clínico que salió tan mal que trascendió el ámbito de la inmunología y acaparó algunos titulares de prensa. El objetivo del ensayo era observar los posibles efectos secundarios en humanos de un fármaco que se suponía que estimulaba las células T en los pacientes de cáncer y les permitía sobrevivir más tiempo. El fármaco era un anticuerpo artificial que podía conectarse a la molécula CD28 de las células T y estimularla —ya conocíamos a la CD28, aunque no por su nombre—, una de las señales que las células T necesitan para activarse. Anteriormente lo describimos como un suave beso que la célula dendrítica debe darle a una célula T para activarla. Así que la idea del TGN1412 era bastante sencilla: darle un «beso» artificial a las células T para estimularlas y hacerlas así más efectivas y fáciles de activar en los pacientes de cáncer. Era, en esencia, «estimular» el sistema inmunitario para hacerlo más formidable ante esta enfermedad potencialmente mortal. Y vaya si lo estimuló. Por motivos de seguridad, la cantidad de TGN1412 administrado fue quinientas veces menor que la dosis que había provocado alguna reacción en macacos —que es una linda especie de monos, por si te lo estás preguntando—, de modo que los investigadores que realizaron los ensayos clínicos no esperaban ninguna reacción en los voluntarios humanos. Sin embargo, unos minutos después de que se administrara el TGN1412 a hombres jóvenes sanos, se desató el infierno. Resultó que los macacos

tienen muchas menos moléculas CD28 en sus células T que los seres humanos, por lo que su reacción al fármaco fue menor de la esperada, lo que creó una falsa sensación de seguridad. Además, por alguna razón, el fármaco fue administrado diez veces más rápido a los voluntarios humanos que en el modelo animal. 1 En cuestión de minutos, los voluntarios experimentaron un fuerte síndrome de liberación de citoquinas, que equivale a una tormenta de citoquinas acelerada. En todo su cuerpo, miles de millones de células inmunitarias que normalmente requieren una cuidadosa activación, protegidas por las salvaguardas que hemos explicado en el libro, se despertaron todas a la vez. Todas las células T de los voluntarios fueron sobreestimuladas y liberaron una avalancha de citoquinas activadoras e inflamatorias. Este gran aluvión de citoquinas activó más células inmunitarias, que a su vez liberaron más citoquinas y provocaron más inflamación. Fue una terrible reacción en cadena que se perpetuaba a sí misma y se aceleraba. Se había desatado el sistema inmunitario de los voluntarios y nadie estaba preparado para lo que estaba sucediendo. Experimentaron una reacción rápida, violenta y sistémica; el líquido sanguíneo se precipitó sobre los tejidos en todo el cuerpo, lo que hizo que se hincharan y se retorcieran de dolor. Lo que siguió fue un fallo multiorgánico, y sólo se pudo mantener con vida a los voluntarios mediante máquinas y altas dosis de medicamentos para desactivar el sistema inmunitario. Uno de los voluntarios más afectados padecía insuficiencia cardiaca, hepática y renal a la vez, y acabó perdiendo muchos dedos de los pies y algunas yemas de las manos. Afortunadamente, los seis voluntarios sobrevivieron a ese terrible día, y la mayoría pudo abandonar el hospital al cabo de algunas semanas de cuidados intensivos. El catastrófico fallo del ensayo del TGN1412 conmocionó a la comunidad de la investigación médica. Se modificaron muchas pautas para

los ensayos en humanos a raíz de aquello. Bien, entonces, ¿cuál es la finalidad de esta terrorífica historia? Desde luego, no quiere decir que los fármacos que estimulan el sistema inmunitario sean una mala idea en general, pero sí nos enseña algo sobre la dificultad y los peligros de usarlos. Si tenemos en cuenta la escala y el alucinante nivel de detalles e intrincadas interacciones del sistema inmunitario, resulta evidente la magnitud del reto que supone manipularlo. No nos confundamos: aunque hemos hablado de muchas cosas en el libro, he simplificado todo muchísimo. Apenas hemos rascado la superficie desde el punto de vista de los verdaderos profesionales que trabajan en las trincheras de la inmunología. Piensa en el sistema inmunitario como una gran máquina extravagante con miles de palancas y cientos de diales; con miles de millones de engranajes, ruedas y luces parpadeantes que interactúan en su interior constantemente. Si tiras de cualquier palanca, no sabrás con certeza qué interacciones posteriores provocarás. Bien, así que estimular y fortalecer el sistema inmunitario es complicado para los expertos, y resulta algo imposible y desaconsejado para las personas corrientes —más allá del equilibrio que aporta llevar un estilo de vida saludable—. Sin embargo, sí hay algo que puedes hacer para, al menos, prevenir un daño. Resulta que muchas personas inhiben su sistema inmunitario sin ser conscientes de ello.

43 El estrés y el sistema inmunitario Para entender el papel del estrés en el sistema inmunitario, debemos retrotraernos millones de años, a una época más sencilla pero mucho más cruel en la historia de nuestro desarrollo. Para sobrevivir, tus antepasados tuvieron que enfrentarse a las presiones evolutivas de su entorno. En la naturaleza, el estrés suele estar relacionado con el peligro existencial, como un rival que se adentra en tu territorio o un depredador que quiere que seas su comida. Por tanto, para tus antepasados fue una buena idea reaccionar enérgicamente ante el peligro percibido, porque, si actuaban con decisión, era más probable que sobrevivieran; si se equivocaban y algo no era peligroso, no se perdía nada. Si eran lentos en reaccionar ante un posible peligro, y después resultaba que lo había, seguramente los devoraba algo más grande que ellos. En consecuencia, los organismos que reaccionaban con rapidez a una posible fuente de peligro, a un estresor, real o no, sobrevivían y se reproducían más que los que reaccionaban despacio. Con el tiempo, y a través de esta presión selectiva, nuestros antepasados se perfeccionaron para detectar los estresores y reaccionar enseguida ante ellos, a menudo con procesos automatizados. En los mamíferos, por ejemplo, esto consiste en unas glándulas que liberan hormonas de estrés, lo que acelera el suministro de oxígeno y azúcar al corazón y los músculos

esqueléticos, y permite reaccionar ante una amenaza con rapidez y vigor. Las adaptaciones conductuales, como la reacción de lucha o huida, les permitieron ganar aún más tiempo crucial y los ayudó a sobrevivir en la naturaleza. Si te parece haber detectado un león con tu visión periférica, empezar a correr o arrojarle tu lanza es una estrategia de supervivencia mejor que pararte a sopesar con cuidado si de verdad es un león o sólo un matorral que lo parecía. En el contexto de este tipo de adaptaciones, es lógico que el sistema inmunitario también reaccione al estrés. No importa si luchas o huyes: en ambos casos, la probabilidad de que resultes herido aumenta drásticamente, lo que significa que los microorganismos patógenos tendrán la oportunidad de infectarte, por lo que el sistema inmunitario cobra relevancia de inmediato. Así, una de las adaptaciones al estrés fue acelerar ciertos mecanismos inmunitarios y ralentizar otros. Ahora podemos considerarnos increíblemente afortunados por haber dejado atrás el estilo de vida de nuestros ancestros, haber inventado la civilización, la distribución de alimentos y las casas cómodas, y también por mantener a raya a todas las cosas grandes que intentaban comernos (las pequeñas que todavía lo hacen son un poco más difíciles de manejar, por desgracia). Sin embargo, a pesar de todos estos grandes inventos, nuestro cuerpo aún no se ha enterado. Aún se comporta como si tratáramos de sobrevivir en la sabana, o como si tuviésemos que enfrentarnos con frecuencia a leones que quieren darnos caza. Así, nuestro cuerpo aún retiene la mayor cantidad de calorías posible, a pesar de la abundancia de alimentos en el mundo moderno, y desencadena una reacción de estrés en situaciones que, en realidad, requieren calma y pensar con claridad. Huir no te va a ayudar a aprobar el examen de mañana. No puedes llegar a los puños con tu cliente si la fecha límite se acerca (bueno, técnicamente sí puedes, pero es improbable que eso te ayude). Sin embargo, nuestro cuerpo no lo sabe y, por tanto, este desafortunado malentendido provoca estrés. El estrés

psicológico tiene consecuencias físicas inmediatas para el sistema inmunitario, muchas de las cuales no son nada útiles. Una característica del estrés es que es similar a tu reacción inmunitaria en un aspecto muy importante: cuando funciona como debe, el estrés es un gran mecanismo que ayuda a resolver un problema inmediato, y después se desactiva solo. Sin embargo, la naturaleza de los estresores que nos encontramos en el mundo moderno es diferente de aquella con la que evolucionamos. Antes, o te atrapaba el león o escapabas de él, y tu estrés se detenía en ambos casos. Rara vez te perseguía el león durante semanas o meses, como sí ocurre con una temporada de exámenes o un gran proyecto para un cliente exigente. De este modo, un mecanismo cuya razón de ser era soportar breves períodos de intensa actividad se ha convertido en un ruido de fondo crónico. Entonces, ¿cuál es el efecto del estrés crónico en el sistema inmunitario? Bueno, como tantas otras veces, es muy complicado y nada directo. Cuando hablamos del estrés y su efecto en la salud, abrimos temas como la depresión, la soledad, las diferentes situaciones concretas de la vida y las distintas formas de afrontarlas que tienen las personas. En cuanto interviene el comportamiento, las cosas se vuelven más difíciles y confusas. No puedes decir sin más que el estrés crónico causa enfermedades autoinmunitarias, porque podría haber más matices, y casi con certeza los hay. Por ejemplo, sabemos que el estrés puede ser uno de los factores que llevan a las personas a fumar más cigarrillos. Y que fumar es un factor de riesgo para enfermedades autoinmunitarias como la artritis. Por tanto, debemos cuidar mucho las palabras en esta sección, porque aquí hay muchas incertidumbres. Con esa advertencia presente, es obvio que el estrés crónico es muy poco saludable y que está relacionado con una serie de enfermedades y dolencias.

En general, el estrés crónico parece alterar la capacidad del cuerpo para detener la inflamación. Y, como dijimos antes, se ha relacionado la inflamación crónica con un mayor riesgo de numerosas enfermedades, desde el cáncer y la diabetes a las enfermedades cardiacas y autoinmunitarias, y también con una mayor fragilidad general y más probabilidad de morir. El estrés crónico cambia la conducta de las células T colaboradoras, lo cual no es muy bueno, ya que dirigen otras reacciones inmunitarias e influyen en ellas. Esto puede llevar a las células T colaboradoras a tomar decisiones equivocadas, lo que puede desequilibrar la reacción inmunitaria. El estrés también libera hormonas como el cortisol, que desactiva y suprime el sistema inmunitario, volviéndolo más débil y menos capaz de hacer su trabajo correctamente de distintas maneras. Las heridas cicatrizan más despacio, y es más probable que se produzcan infecciones y que éstas provoquen enfermedades. Se deja de poder controlar con eficiencia a los patógenos y las enfermedades ya presentes, lo cual, por ejemplo, puede conducir a un brote de herpes o, en casos más graves, a una rápida progresión del VIH. El estrés crónico supone una liberación crónica de cortisol, que en general ralentiza tus sistemas de defensa. 1 También se ha establecido un vínculo bastante estrecho en los últimos años entre la aparición de enfermedades autoinmunitarias y el estrés. Y el estrés también parece ser uno de los muchos factores de riesgo para la progresión tumoral. De modo que esta variedad de posibles enfermedades no podría ser más amplia: parece que el estrés crónico afecta negativamente a todas las áreas donde se supone que el sistema inmunitario debe protegerte. Por tanto, si aún estás buscando formas de estimular tu sistema inmunitario, una cosa real y tangible que puedes empezar a hacer hoy es tratar de eliminar los estresores de tu vida y cuidar tu salud mental. Puede

parecer un consejo bastante tonto, porque es muy obvio, pero la relación entre tu estado mental y tu salud es una realidad manifiesta. Por tanto, es probable que ayudar a las personas a vivir una vida feliz y plena con menos estrés y depresión comporte unos considerables beneficios para la salud de nuestras sociedades.

44 El cáncer y el sistema inmunitario Para muchas personas, el cáncer es probablemente la enfermedad más aterradora que existe. A algunas, incluso su mera mención les provoca pavor. Es la mayor traición que puedes experimentar: tus propias células deciden que ya no quieren ser parte de ti. En pocas palabras, el cáncer se produce cuando las células de una determinada parte del cuerpo empiezan a crecer y a multiplicarse de forma incontrolable. Existen dos categorías principales: cuando las células cancerosas se forman en tejido sólido —como los pulmones, los músculos, el cerebro, los huesos o los órganos sexuales—, forman tumores. Te puedes imaginar los tumores como unas células que fundan una pequeña aldea que después se convierte en un área metropolitana, y que a su vez se extiende por todo el continente que es tu cuerpo. La palabra tumor significa originalmente «hinchazón», y, al igual que una parte del cuerpo inflamada, un tumor no es automáticamente una enfermedad mortal. Existen los llamados «tumores benignos», que son los confusos primos del cáncer. La principal diferencia es que los tumores benignos no invaden otros sistemas de órganos, a diferencia de las células cancerosas. Lo que hacen es quedarse con sus amigos y crecer formando una masa física dentro del cuerpo. Por tanto, en el caso de estos tumores, los resultados son muy buenos: sólo es preciso controlarlos, en lugar de

destruirlos o tratarlos. Sin embargo, también pueden volverse peligrosos si crecen demasiado y empiezan a presionar órganos como el cerebro o a afectar a sistemas vitales como los vasos sanguíneos y los nervios. En estos casos, los tumores se suelen extirpar tratando de causar el menor daño posible al tejido circundante. De modo que sí: los tumores son un asco, en cualquier caso, pero, si tenemos que elegir uno, mejor que sea benigno. A diferencia de los cánceres sólidos que forman tumores, los cánceres «líquidos» afectan a la sangre, la médula ósea, la linfa y el sistema linfático, y a menudo comienzan en la médula ósea. Aquí lo que sucede es que las superautopistas de los sistemas vascular y linfático se ven saturadas y desplazadas por células cancerosas inútiles (los cánceres líquidos también están hechos de células, en realidad no son un líquido). La leucemia, o cáncer de sangre, es el nombre general que recibe a menudo este tipo de cánceres. El cáncer puede surgir en prácticamente todos los tipos de tejidos y células del cuerpo. Y como estás compuesto por muchas clases de células, no hay sólo un tipo de cáncer, sino cientos diferentes. Cada uno de ellos es especial y plantea sus propios problemas. Algunos son muy lentos y pueden tratarse bien, mientras que otros son muy agresivos y sumamente mortales. Casi una de cada cuatro personas vivas hoy contraerá cáncer durante su vida, y una de cada seis morirá. Por tanto, todos conoceremos a alguien que haya tenido que enfrentarse a la enfermedad en algún momento de su vida. A pesar del terrible daño que causan, las células cancerosas no son malvadas. No quieren hacerte daño. En realidad, no quieren nada. Como decíamos, las células son robots de proteínas que se limitan a actuar como hayan sido programados, y que por desgracia pueden averiarse y corromperse. O no ellos, sino su programación. Para abreviar la historia..., tu ADN lleva el código de la vida, instrucciones de construcción para todas las proteínas y partes que componen tus células. Estas instrucciones de construcción son copiadas y

transferidas del ADN a las máquinas de producción de proteínas —los ribosomas—, donde se convierten en proteínas. La cantidad y el ciclo de producción de las diferentes proteínas le permiten a la célula hacer cosas distintas, como obtener su sustento, reaccionar a los estímulos o comportarse de ciertas maneras. Como este proceso es tan crucial para la vida, si tu código genético se daña, tendrá consecuencias en el futuro. Tal vez algunas proteínas no se construirán de la forma correcta, o serán muchas o muy pocas, todo lo cual afecta al funcionamiento de las células. Estos cambios en el ADN se denominan «mutaciones», y, aunque la palabra suene fuerte, sólo significa que tu código ha cambiado un poquito. Ahora, tu ADN está dañado y se transforma todo el tiempo, cada segundo de tu vida. El código genético de una célula promedio se daña decenas de miles de veces al día, lo que significa que, en total, sufre billones de pequeñas mutaciones diarias. Esto parece peor de lo que en realidad es, ya que casi todas se solucionan enseguida, o bien no son problemáticas. Por tanto, la mayoría de las mutaciones acumuladas no tendrán grandes consecuencias para ti. Aun así, con el tiempo, esto significa que los daños se acumulan por el mero hecho de vivir y de que las células se multipliquen. ¿Te acuerdas de cuando, en el colegio, algunos maestros repartían unas penosas fotocopias de ejercicios que ya estaban un poco borrosas por los bordes? Imagina tener que hacer copias a partir de copias de otras copias. Una y otra vez, durante años, o tal vez décadas. Quizá un día se quedó pegado un pelo en el escáner o se rasgó una esquina. Estos errores se convirtieron en parte de las nuevas copias y, por tanto, de todas las copias posteriores. En las células, la mayor parte del daño se produce simplemente por vivir, a través de las células que se dividen y mantienen el cuerpo en funcionamiento, sin ninguna razón o causa especial. Se trata sólo de estadística y mala suerte. Tu estilo de vida puede ayudar en gran medida a aumentar la probabilidad de sufrir un cáncer, por cosas que dañen tu código

genético, como fumar cigarrillos, beber alcohol o estar obeso, o también por el contacto con sustancias cancerígenas, como el asbesto, o simplemente disfrutando de hermosos días veraniegos sin protector solar. 1 En resumidas cuentas, la forma más fácil de padecer cáncer es estar vivo el tiempo suficiente. Es estadísticamente imposible que no desarrolles algún tipo de cáncer en algún momento de tu vida, aunque ello no termine siendo la causa de tu muerte. Para convertirse en un cáncer, una célula tiene que mutar de la manera correcta para experimentar corrupciones concretas en tres importantes sistemas distintos que trabajan en conjunto para prevenir el cáncer. La primera mutación clave tiene que aparecer en los oncogenes, genes que controlan el crecimiento y la proliferación de la célula. Por ejemplo, algunos de estos genes eran muy activos cuando eras un embrión, un pequeño montón de células. Para que una sola célula se convierta en billones al cabo de tan sólo unos meses, necesita dividirse y crecer rápidamente, para después convertirse en un cuerpo diminuto. Estos genes de rápido crecimiento se desactivarán después, cuando ya haya lo suficiente de ti para formar un ser humano más o menos completo. Años o décadas después, cuando una mutación activa estos oncogenes de nuevo, la célula corrupta puede empezar a dividirse y a proliferar con rapidez, como cuando intentaba crear un nuevo ser humano dentro del útero. De modo que la primera mutación es la de un crecimiento rápido. La segunda mutación clave se tiene que producir en los genes responsables de arreglar tu código genético roto, que reciben el adecuado nombre de «genes supresores de tumores». Estos genes producen unos mecanismos de protección y control que examinan continuamente tu ADN en busca de errores, incluidos los de copia, y los corrigen de inmediato. Por tanto, si estos genes están dañados o son defectuosos, las células pierden la capacidad de repararse a sí mismas. Sin embargo, estas dos mutaciones específicas aún no son suficientes.

Las células suelen detectar si su código se ha roto de forma peligrosa y corren el riesgo de encanallarse. Si se dan cuenta a tiempo, desencadenan su autodestrucción y se suicidan. De ese modo, el último grupo de genes que necesita ser corrompido está formado por los que hacen que una célula se suicide de manera controlada y programada por apoptosis. Ya hemos hablado varias veces de la apoptosis: es la forma en que la mayoría de las células terminan con su propia vida, un proceso constante de autorreciclaje que evita que acumulen demasiados errores con el tiempo. Si las células pierden la capacidad de suicidarse en el debido momento, cuando éstas se vuelven incapaces de corregir los errores que se acumulan de forma natural en su código genético y empiezan a crecer sin restricciones, se vuelven cancerosas y peligrosas. Naturalmente, lo hemos simplificado un poco. Una sola mutación en estos tres sistemas no suele ser suficiente; tienen que mutar de mala manera múltiples genes en cada uno de estos tres sistemas. Éste es el principio básico que subyace al cáncer. En cierto sentido, una vez que estos daños se acumulan y una célula se vuelve cancerosa, se convierte en otra cosa distinta; en algo antiguo y algo nuevo. Durante miles de millones de años, la evolución moldeó las células para que se optimizaran a sí mismas y sobrevivieran y prosperaran en un entorno hostil, compitiendo entre sí por los recursos y el espacio, hasta que surgió un estilo de vida muy novedoso y emocionante: la cooperación. Era una forma de cooperación que permitió la división del trabajo y que las células se especializaran y prosperaran más como grupo. Sin embargo, la cooperación requería sacrificios. Para que un ser pluricelular pueda mantenerse vivo, la cohesión y el bienestar del colectivo deben importar más que la supervivencia de cada célula. Las células cancerosas dan marcha atrás en ese proceso, dejan de ser parte del colectivo y, en cierto modo, recuperan su individualidad. Y no tendría por qué pasar nada, en principio. El cuerpo puede tolerar que algunas células estén a su aire, e incluso vivir en armonía con ellas. Sin

embargo, por desgracia, las células cancerosas no suelen conformarse con estar a su aire, sino que se dividen una y otra vez. Dejan de ser individuos para convertirse de nuevo en un colectivo, en una especie de organismo nuevo en tu interior. Siguen siendo parte de ti, pero no son tú en absoluto. Se apoderan de los recursos que necesitas para vivir, destruyen los sistemas de órganos de los que antes eran parte y empiezan a competir por el espacio en el que habitas. Uno podría pensar que la evolución debería haberse hecho cargo de este tipo de corrupción, pero, como el cáncer suele aparecer más allá de la edad reproductiva, había pocos incentivos para optimizarse de cara a una buena protección contra el cáncer. En 2017, sólo el 12 por ciento de todas las personas que murieron por cáncer eran menores de cincuenta años. De modo que, si tienes la suerte de llegar a viejo, es casi seguro que habrá una cierta cantidad de células cancerosas en tu interior, o puede que otra cosa te mate antes de que ellas tengan la oportunidad. Debido a que el cáncer es un peligro constante y una amenaza existencial para la supervivencia, el cuerpo humano es bastante eficaz al lidiar con él; o, para ser más exactos, lo es el sistema inmunitario. Es casi seguro que tus células inmunitarias han destruido un montón de células cancerosas en algún lugar de tu cuerpo mientras leías los capítulos anteriores. Es posible incluso que, a lo largo de tu vida, algunas de tus células cancerosas se hayan convertido en pequeños tumores finalmente eliminados por tus defensas. Esto podría haber sucedido hoy sin que tú tengas la menor idea. Por tanto, puedes tener la tranquilidad de que la gran mayoría de las células cancerosas que desarrolles en la vida morirán sin que siquiera te des cuenta. Aunque esto es genial, no nos preocupa el 99,99 por ciento de las veces en que las cosas salieron bien, sino el momento en que el sistema inmunitario es vencido y una célula cancerosa joven se convierte en un tumor en toda regla potencialmente mortal.

Echemos un vistazo a la inmunovigilancia, al tira y afloja, a la lucha entre el sistema inmunitario y las células cancerosas. En general, consiste en lo siguiente...

1. Fase de eliminación Enhorabuena: tienes una célula cancerosa en condiciones. Ya no puede vigilar y reparar su código genético ni suicidarse: ha perdido el control y está empezando a multiplicarse rápidamente. Y muta más con cada generación. No es lo ideal, pero tampoco es terrible. Al cabo de unas pocas semanas, la célula se clona a sí misma de forma incontrolable, creando al principio miles y después decenas de miles de copias en una minúscula franja cancerosa. Este rápido crecimiento necesita muchos nutrientes y recursos. Por tanto, el minitumor empieza a robarte nutrientes del cuerpo y a encargar el crecimiento de nuevos vasos sanguíneos sólo para nutrirse él. Así, las células cancerosas causan un daño al actuar con egoísmo. En su vecindario, las células corporales sanas empiezan a morir de hambre. Sin embargo, como aprendimos antes, la muerte antinatural de los civiles llama la atención, porque provoca inflamación y activa la alerta máxima del sistema inmunitario. Hagámonos una imagen de lo que sucede. Imagínate que un grupo de personas de Brooklyn decidiera que ya no son parte de la ciudad de Nueva York, sino que ahora son un nuevo asentamiento llamado Ciudad Tumor — sutil, lo sé— y que ocupa el mismo espacio. El nuevo ayuntamiento de Ciudad Tumor es ambicioso, y quiere crear un nuevo y sorprendente centro urbano, por lo que encarga toneladas de materiales de construcción, como vigas de acero, cemento, losas y paneles de yeso, y empieza a construir edificios de apartamentos, tiendas y fábricas justo en medio del lugar antes llamado Brooklyn. Ninguno de los nuevos

edificios y estructuras es construido según las normativas, por supuesto: están mal planificados, son frágiles y peligrosos, con bordes afilados y están peligrosamente torcidos. También son bastante feos. No hay ninguna lógica aparente en todo esto: los nuevos edificios están construidos en mitad de la calle y encima de los patios de recreo y de la infraestructura existente. Para conectar toda la obra nueva, se derriba el antiguo vecindario o se amplía para hacer espacio a unas nuevas autopistas que desvíen el tráfico y los turistas de Nueva York hacia Ciudad Tumor. Muchos de los antiguos habitantes de Brooklyn se quedan atrapados en mitad de ellas. Algunas abuelas se quedan totalmente encerradas, sin ninguna forma de comprar alimentos, y empiezan a morir por inanición. Esto continúa durante un tiempo hasta que, un día, alertados por las muchas quejas que provoca el hedor de las abuelas muertas, aparecen los inspectores técnicos de edificios y la policía de Nueva York, que buscan a los responsables de las obras. Llevemos esto de vuelta al cuerpo... Atraídas por la conmoción causada por el crecimiento incontrolable del cáncer, las primeras células inmunitarias se dirigirán al tumor y lo invadirán: los macrófagos y las asesinas naturales quieren ver qué está pasando. Un sello distintivo de las células cancerosas es que muestran síntomas de «malestar», como si no tuvieran escaparates o hubiese muchas moléculas de estrés en sus membranas; así que las células asesinas naturales empiezan directamente a trabajar: matan a las células cancerosas y liberan citoquinas que causan más inflamación, mientras que los macrófagos limpian los cuerpos. A través de las señales de las células asesinas naturales, las células dendríticas se dan cuenta de que hay un peligro y se activan en consecuencia. Recogen muestras de células cancerosas muertas y empiezan a activar a las células T colaboradoras y citotóxicas en los ganglios linfáticos. Es probable que te estés preguntando cómo es posible que el

sistema inmunitario adaptativo tenga armas contra las células cancerosas, ya que son parte del cuerpo. Como dijimos al principio, las células cancerosas siempre tienen un cierto conjunto de corrupciones genéticas, lo que da lugar a proteínas corruptas. Algunas de tus células inmunitarias adaptativas poseen receptores que pueden conectarse a estas proteínas. En cualquier caso, cuando llegan las células inmunitarias adaptativas, el tumor ha crecido ya a cientos de miles de células, pero esto está a punto de cambiar. Las células T proceden bloqueando el crecimiento de nuevos vasos sanguíneos, lo que hace que muchas células cancerosas se mueran de hambre, o por lo menos dificulta el crecimiento del tumor. Imagínate a los inspectores técnicos de edificios en Ciudad Tumor levantando barricadas y poniendo fin a la transferencia de turistas y recursos a la nueva ciudad ilegal. Las células T citotóxicas examinan los escaparates de las células tumorales en busca de proteínas malformadas que no deben estar allí, y les ordenan que se maten. Las células asesinas naturales matan a las células cancerosas que han ocultado sus escaparates o moléculas CMH. Sin posibilidad de esconderse ni encargar nutrientes frescos a la sangre, el tumor se viene abajo. En la masacre mueren cientos de miles de células cancerosas. Los macrófagos limpian y consumen sus cadáveres. Imagina que, del mismo modo que Nueva York derribaría un edificio ilegal, tu cuerpo aplasta un tumor ilegal. Excepto que algo no salió según lo planeado.

2. Equilibrio Aunque la batalla contra el cáncer parecía haber terminado, la selección natural te estropea la dulce victoria. La respuesta inicial del sistema inmunitario fue muy efectiva. Las células inmunitarias destruyeron las células cancerosas que tuvieron la amabilidad de informarlas de que les

pasaba algo muy malo. Y así es exactamente como están configuradas las células —se supone que deben indicar que están «averiadas»—, y en realidad es una señal de que aún no se habían corrompido del todo. En circunstancias normales, esto es suficiente, y el tumor es eliminado. En cambio, si las cosas salen mal, a las células cancerosas les da tiempo a corromperse aún más, de modo parecido a como hacen los virus que vimos en capítulos previos. A medida que se multiplican rápidamente y sin control, hay más oportunidades de que surjan nuevos errores en su código genético, sobre todo porque sus mecanismos de «autorreparación» ya están dañados. Cuanto más tiempo estén vivas y más proliferen estas células cancerosas, mayor será la probabilidad de que experimenten nuevas mutaciones que las hagan un poco más capaces de esconderse del sistema inmunitario. Y, a medida que procede la evolución, haciendo todo lo posible para destruir el cáncer, el sistema inmunitario selecciona las células cancerosas más aptas. Al final, murieron cientos de miles de células cancerosas, puede que incluso millones. Sin embargo, queda aún una célula cancerosa, y ha encontrado formas de defenderse con eficiencia.

Por ejemplo, uno de los métodos más geniales y horripilantes de las células para protegerse del sistema inmunitario es tomar como objetivo los receptores inhibidores de las células T citotóxicas y las células asesinas naturales. Estos receptores inhiben a estas células de, en fin, asesinar. Son una especie de interruptor de apagado que las desactiva antes de que puedan atacar a una célula y destruirla, lo que en principio es una buena idea. Hemos visto muchas veces lo peligroso que es el sistema inmunitario, y es necesario que existan mecanismos para detener a las células inmunitarias demasiado nerviosas, de modo que los receptores inhibidores desempeñan una importante función en el complejo concierto del sistema inmunitario. Desafortunadamente, las células cancerosas pueden mutar de tal modo que se vuelvan capaces de desactivar las células T citotóxicas y las asesinas naturales. Ahora tenemos una célula cancerosa que puede desactivar las defensas del sistema inmunitario. Así, un nuevo tumor empieza a crecer, y éste produce miles de nuevos clones que mutan de nuevo.

3. Escape Las nuevas células cancerosas moldeadas y formadas por las medidas de contraataque del sistema inmunitario son las que acabarán causando todos los problemas. De un modo perverso, se vuelven inmunes al sistema inmunitario. No muestran su naturaleza dañada en sus superficies. No emiten demasiadas señales que alarmen al cuerpo. Guardan silencio, escondidas a plena vista. Están desactivando el sistema inmunitario al enviar señales corruptas. Y están creciendo. A medida que el tumor se expande, empieza a matar de nuevo tejido sano, y eso llama la atención, pero esta vez el tumor ya no es tan fácil de vencer. Comienza la fase final: el escape.

Las células cancerosas empiezan a crear su propio mundo, el microentorno tumoral. Si pensamos de nuevo en Ciudad Tumor, en Brooklyn, todo es diferente esta vez. La ciudad ha sido reconstruida, pero ahora el nuevo ayuntamiento ha falsificado todo tipo de permisos para confundir a los inspectores técnicos de edificios de Nueva York. Éstos ya no pueden ordenar la destrucción de Ciudad Tumor, que se expande lentamente. En esta ocasión, las nuevas barricadas aseguran que ningún inspector pueda entrar en el asentamiento ilegal, cada vez mayor, y verificar si los permisos falsos son correctos. Las células cancerosas han creado una especie de zona fronteriza difícil de cruzar para las células inmunitarias. Si se suman todas estas cosas, el cáncer ha ganado y ha logrado controlar al sistema inmunitario. Se han desactivado todas las posibilidades de ataque, y el resultado es un crecimiento incontrolable. Al final, si no son tratadas, estas nuevas células cancerosas optimizadas se vuelven metastásicas, lo que significa que quieren explorar el mundo y expandirse a otros tejidos u órganos, donde continúan creciendo. Si esto afecta a órganos vitales como los pulmones, el cerebro o el hígado, la intrincada y compleja máquina que es tu cuerpo empieza a averiarse. Imagínate que instalas piezas nuevas pero inútiles en el motor de tu coche todos los días: funcionará durante algún tiempo, pero en algún momento el motor dejará de arrancar. Así es como te mata el cáncer al final: ocupando tanto espacio y robando tantos nutrientes que tu verdadero yo no tiene espacio para funcionar correctamente y sus órganos afectados han de ser desactivados. Así es, en resumen, como el cáncer vence a tu sistema inmunitario. Sin embargo, como veremos en el último capítulo del libro, el sistema inmunitario también podría ser la clave para lograr superar el cáncer o, al menos, que sea mucho menos mortal. Por el momento, y ya que estamos hablando del cáncer, veamos qué puedes hacer para aumentar activamente la probabilidad de que lo padezcas

y la función que desempeña aquí tu sistema inmunitario.

Además El tabaco y el sistema inmunitario Si bien la contaminación del aire es importante como responsable de hasta cinco millones de muertes al año, nada de lo que puedas respirar paseando por una ciudad es siquiera medianamente comparable con lo que te metes al fumar un solo cigarrillo. Aunque quizá ya sepas que fumar es enormemente nocivo para ti, por «el cáncer y eso», hay más. Resulta que fumar es malo por muchas cosas estrechamente relacionadas con el sistema inmunitario. En resumen, rompes los mecanismos que te protegen contra las enfermedades y el cáncer y, al mismo tiempo, aumentas la probabilidad de una infección o de tener células cancerosas. El humo de cigarrillo contiene más de cuatro mil sustancias químicas distintas, muchas de ellas con propiedades e interacciones desconocidas. Pero sí sabemos con certeza que la nicotina, la sustancia mágica y vil que hace que fumar sea adictivo, inhibe el sistema inmunitario. Hace que las células inmunitarias sean lentas e ineficaces. El principal lugar donde sucede esto es en el aparato respiratorio, sobre todo en los pulmones, lo cual no debería sorprender, porque allí es adonde va todo el humo. ¿Qué hace exactamente la nicotina? En primer lugar, afecta a los macrófagos alveolares, de los que ya hemos hablado brevemente. En esencia, son sólo unos macrófagos más tranquilos que patrullan la superficie pulmonar para recoger la basura y algún patógeno esporádico. Los fumadores tienen en los pulmones muchísimos más macrófagos de este tipo especial que los no fumadores. Y es lógico, porque el humo de cigarrillo contiene todo tipo de micropartículas y de cosas tan encantadoras como el alquitrán, que requieren una limpieza constante. Sin embargo, debido a su incesante contacto con la nicotina,

estos macrófagos moderados se moderan aún más. Ya no son tranquilos, sino que están siempre cansados y perezosos. Se reduce su capacidad de pedir ayuda y refuerzos, y les cuesta mucho más matar enemigos. Además, estos pobres macrófagos disfuncionales también están dañando por accidente tus pulmones al vomitar periódicamente sustancias químicas que disuelven el tejido pulmonar. Con el tiempo suficiente, estos macrófagos con alto contenido de nicotina pueden destruir grandes cantidades de tejido pulmonar funcional, y causar heridas que se convierten en tejido cicatricial. Por si el contexto no lo deja claro: el tejido cicatricial en los pulmones es muy malo, si es que te gusta respirar. Las heridas pulmonares también provocan el desafortunado efecto secundario de la inflamación, que activa más células inmunitarias, que a su vez causan más daño. Otras células cruciales que se moderan considerablemente y se vuelven menos activas cuando fumas son las células asesinas naturales, que, como vimos antes, son una de tus principales medidas de contraataque frente a las células cancerosas jóvenes. Se cree que esto es un factor que influye de manera importante en que la incidencia del cáncer de pulmón sea mucho mayor entre los fumadores. Y tiene sentido: por un lado, llenas los pulmones de un veneno canceroso y una droga que hace que tu sistema inmunitario cause heridas en tus pulmones, y, por el otro, haces que las células encargadas de matar el cáncer sean menos efectivas. ¿Qué ocurre con el sistema inmunitario? Aunque normalmente los fumadores habituales tienen muchas más células inmunitarias en la sangre, éstas parecen ser menos eficaces. A las células T les cuesta mucho más proliferar tras haber sido activadas, y su comportamiento también es más perezoso. Los anticuerpos parecen decaer mucho más rápido en los fluidos corporales de los fumadores, lo cual reduce en gran medida la efectividad general del sistema inmunitario, lo que explica por qué las infecciones como la gripe son mucho más mortales para los fumadores.

Aunque aquí hay una excepción: los autoanticuerpos, un tipo de anticuerpo que puede causar ciertas enfermedades autoinmunitarias, aumentan bastante. En pocas palabras: si fumas, tu sistema inmunitario hace muchas más cosas malas y dañinas para el cuerpo y, al mismo tiempo, es menos eficaz al luchar contra tus enemigos, pedir refuerzos y evitar que los invasores se propaguen. Como consecuencia añadida, a los fumadores les cuesta más curar las heridas, ya que su debilitado sistema inmunitario no puede contribuir a la curación tanto como debiera. Aunque dejaras de fumar hoy, tu sistema inmunitario seguiría inhibido durante un período que oscila entre una semana y varios meses, de modo que, cuanto antes lo dejes, mejor. No obstante, sería faltar a la verdad decir que fumar no tiene algunos efectos positivos, porque el mundo no es binario: a veces, tener un sistema inmunitario atenuado puede ser beneficioso. La inflamación es un arma de doble filo, indispensable para tu supervivencia, pero también muy dañina para ti. Los fumadores padecen con menos frecuencia enfermedades inflamatorias, simplemente porque, cuando el sistema inmunitario se comporta como una babosa que ha desayunado varios bizcochos de hachís, la inflamación se regula a la baja. De modo que, en el caso de algunas enfermedades inflamatorias autoinmunitarias, como la colitis ulcerosa, por ejemplo, fumar parece brindar cierta protección. Sin embargo, no utilices este argumento, cuando vuelvas a discutir con tu madre, para seguir fumando: en general, aunque fumar te proteja un poco de algunas enfermedades, también te vuelve mucho más susceptible a muchísimas otras. Las ligeras ventajas no compensan las inmensas desventajas. Éste sería un estupendo lugar para hacer una analogía sobre lo estúpido que sería fumar para evitar ciertas enfermedades, pero, en realidad, quizá sea ésta la propia analogía. Fumar para tener una oportunidad

ligeramente mayor de evitar enfermedades inflamatorias sería una verdadera estupidez.

45 La pandemia del coronavirus El sistema inmunitario siempre ha sido relevante para nuestra salud y bienestar colectivos, pero, en cuanto uno se encuentra al menos medio sano, resulta fácil ignorar ese aspecto de la vida. Sin embargo, todo esto cambió de pronto cuando una enfermedad interrumpió la vida pública y privada de una forma que la mayoría de la gente nunca habría creído posible. De repente se empezó a hablar de forma habitual de muchos términos e ideas de la inmunología. En el momento en que se escribió este libro, la pandemia del coronavirus aún estaba en su apogeo y había muchas preguntas sin respuesta. Innumerables científicos están llevando a cabo muchísimas investigaciones en todo el mundo, y aprenderemos más cosas en los próximos años. En cierto modo, éste es el mejor y el peor momento para escribir un libro sobre el sistema inmunitario. Es el mejor porque quizá son más las personas que quieren comprender qué diablos sucede dentro de su cuerpo y cómo éste lidia con las enfermedades; pero también es el peor, porque sería estupendo escribir una explicación completa de la COVID-19, lo que en la actualidad es imposible, ya que todavía hay mucha investigación científica en proceso. De todos modos, creo que lo lógico es hablar un poco sobre ello. Afortunadamente, en general, los inmunólogos conocen bien los

fundamentos del coronavirus y cómo nos afecta. Sin embargo, antes de nada, definamos de qué estamos hablando. Poco después del inicio de la pandemia, el virus, que tiene el horripilante nombre oficial de «coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave 2» (SARS-CoV-2, por sus siglas en inglés), 1 ya era conocido popularmente como «coronavirus», a secas. Esto es desafortunado y no del todo correcto, ya que los coronavirus son sólo un grupo (o familia) de virus, no una especie. Sin embargo, debido a la rápida propagación de la pandemia, perdimos nuestra oportunidad para darle a esta especie concreta de coronavirus un buen nombre específico. Y aunque en este libro me quejo mucho de los científicos y de los nombres que eligieron para las cosas, esta vez no puedo culparlos, ya que comprensiblemente estaban muy ocupados. Cuando las cosas estresantes suceden muy rápido, nos conformamos con lo que funcione en ese momento, y está bien así. Por lo tanto, hay múltiples especies diferentes de coronavirus, que hacen muchas cosas distintas. En su mayoría, infectan el aparato respiratorio de los mamíferos, como los murciélagos y, por desgracia, los seres humanos. En particular, los seres humanos se ven afectados por varios coronavirus. Por ejemplo, alrededor del 15 por ciento de los resfriados comunes se deben a una de las especies de coronavirus. Los coronavirus llevan largo tiempo a nuestro alrededor, y muchas de las personas que están leyendo esta frase ya tienen anticuerpos en la sangre contra algunos de ellos. Incluso ha habido pandemias de coronavirus peligrosas en las últimas décadas de las que tal vez hayas oído hablar, como la del coronavirus del SARS (severe acute respiratory syndrome ). Es una enfermedad respiratoria causada por una cepa de coronavirus que también fue descubierta en murciélagos en China a principios de la década de 2000. Infectó a unos pocos miles de personas y mató a cientos, con una tasa de mortalidad cercana al 19 por ciento, que es bastante alta.

Unos años más tarde hubo un segundo brote grave de coronavirus. En esta ocasión, el síndrome se llamó MERS (Middle East respiratory syndrome , o «síndrome respiratorio de Oriente Medio»), y se originó en Oriente Próximo. 2 Éste fue incluso más letal que el SARS y, aunque sólo infectó a unas dos mil quinientas personas, mató a un tercio de ellas, con una terrible tasa de mortalidad del 34 por ciento. Ninguna de las dos enfermedades despegó lo suficiente para convertirse en una auténtica pandemia mundial y, si tenemos en cuenta sus tasas de mortalidad, podemos dar gracias por ello. Nuestra suerte colectiva respecto a los coronavirus se acabó a finales de 2019, cuando surgió otro nuevo. Es muchísimo más contagioso que sus predecesores, pero también mucho menos mortal. Gracias al SARS y al MERS, los científicos tuvieron tiempo para aprender mucho sobre los mecanismos de las peligrosas infecciones por coronavirus antes del inicio de la pandemia mundial iniciada en 2019. Ahora bien, es imposible describir con total certeza lo que sucede cuando se contrae la COVID-19, porque varía mucho en función del paciente. Según numerosas informaciones, la mayoría de las personas no presentan síntomas, o bien son sólo leves, mientras que una minoría presenta síntomas graves que suelen requerir la hospitalización; otro grupo, aún más pequeño, muere. La razón de que existan enfermedades cuyos síntomas varíen mucho entre las diferentes personas suele encontrarse en sus sistemas inmunitarios, así como en la manera en que éstos se enfrentan a la infección. Además, el desarrollo de las infecciones de COVID-19 es bastante complejo, y todavía se siguen descubriendo cosas constantemente. Todo esto dificulta explicar la COVID-19 con detalle, al menos sin que este capítulo pierda pronto su vigencia. Por tanto, nos quedaremos con lo que sabemos o, como mucho, con lo que los científicos consideran bastante fiable.

Algunas personas infectadas por el coronavirus no desarrollan ningún síntoma, aunque al parecer pueden contagiárselo a otras personas. Hasta el 80 por ciento de los pacientes desarrollan una enfermedad leve, lo que significa que aún hay muchas personas que padecen síntomas bastante desagradables. En este contexto, leve sólo significa que no tienes que ser hospitalizado. Uno de los primeros síntomas de la infección es la pérdida del olfato y, a veces, del gusto, un problema que afecta mucho más a la calidad de vida de lo que mucha gente cree hasta que lo vive. La mayoría de las personas empieza a recuperar el gusto y el olfato al cabo de unas semanas. Sin embargo, el virus no ha existido el tiempo suficiente para que sepamos con exactitud cuánto tiempo lleva esa recuperación. Aparte, en la mayoría de los casos más leves se experimentan unos síntomas que se podrían considerar similares a los de la gripe, como fiebre, tos, dolor de garganta, cabeza y cuerpo, fatiga general... El cansancio constante, los problemas de concentración y una menor capacidad pulmonar son también síntomas que no remiten en algunas personas, incluso meses después de haberse contagiado. Sin embargo, quedan muchas preguntas sin respuesta, y en especial las relativas a las consecuencias a largo plazo para los pacientes. En este momento, no sabemos todavía si la pandemia de coronavirus causará daños irreversibles o no. En el caso de los brotes de SARS y MERS, más mortales, los pacientes tardaron cinco años en recuperar la normalidad pulmonar. ¿Qué hace exactamente el coronavirus, y por qué es tan mortal para algunas personas? La diana del coronavirus es un receptor concreto, muy importante, llamado ACE2. Este receptor desempeña algunas funciones vitales en el cuerpo y, en concreto, regula la presión arterial, lo que significa que muchas células del cuerpo lo llevan y pueden infectarse. Si sospechas que este receptor abunda en las células epiteliales de la nariz y los pulmones, has

acertado. Desde la perspectiva de un coronavirus, tus pulmones son kilómetros y kilómetros de bienes raíces gratis. Sin embargo, el receptor ACE2 también está presente en las células de varios tejidos y órganos en todo el cuerpo: en los vasos sanguíneos y capilares, en el corazón, en los intestinos y en los riñones. En todos ellos hay ACE2. Como vimos antes, la primera reacción del cuerpo a una infección vírica es la guerra química, que consiste en tres cosas principales: los interferones interfieren en la reproducción del virus y la ralentizan, otras citoquinas causan la inflamación y alertan a las células inmunitarias. Una cosa que hace que el coronavirus sea tan peligroso es que parece capaz de detener —o retrasar considerablemente— la liberación de los interferones, mientras que las células infectadas siguen liberando todas las citoquinas que causan inflamación y alertan al sistema inmunitario. Por tanto, el virus puede infectar muchas células y propagarse con rapidez; al mismo tiempo, desencadena una inflamación general y activa las células inmunitarias que, a su vez, causarán aún más inflamación. 3 Aquí es donde las cosas se ponen muy peligrosas para muchas personas. La enorme inflamación y la gran cantidad de células inmunitarias activas pueden causar daños a los pulmones; como recordarás, ésta es una región donde, por lo general, el sistema inmunitario trata de actuar con suavidad, porque el tejido es bastante sensible. Sin el interferón, el virus se multiplica con muy poca resistencia, mientras que la inflamación ya está causando daños. Al morir millones de células epiteliales, desaparece de pronto el revestimiento protector de los pulmones, y los alveolos —las diminutas bolsas de aire con que respiramos, ya que intercambian los gases del interior y del exterior— quedan expuestos y pueden sufrir daños o incluso morir en la batalla que se produce a continuación. Si se llega a ese punto, es probable que muchos pacientes en estado crítico necesiten ventilación mecánica, que es una elegante forma de decir

«meter un tubo en los pulmones». Por supuesto, para las bacterias también es un estupendo atajo para adentrarse en los pulmones, donde encuentran un sistema inmunitario bastante estresado y gran cantidad de tejido a la espera de ser colonizado. Esto puede convertirse en un drama muy pronto. Si tienes muy mala suerte, también podrías verte coinfectado por bacterias más peligrosas que, sin poder creerse lo afortunadas que son, se adentran en el entorno más profundo de tus pulmones. A medida que las bacterias se reproducen, el sistema inmunitario tiene que reaccionar a la nueva amenaza y envía a sus tropas, a más macrófagos y neutrófilos que hacen su trabajo: vomitar ácido y causar más inflamación y más daños. ¿Te das cuenta del terrible patrón que surge aquí? El estímulo provoca activación, que a su vez produce más estímulos, que luego causa más activación, y así sucesivamente. Es un ciclo retorcidamente peligroso cuyas consecuencias son a menudo mortales. La enorme inflamación en los pulmones puede, literalmente, abrir agujeros en el tejido y causar daños irreversibles y tejido cicatricial, que el cuerpo se apresura a intentar curar. Incluso tras haber sobrevivido a ello, la capacidad pulmonar de muchas personas puede verse reducida para el resto de su vida, lo que se traduce en la dificultad para respirar y una menor capacidad para realizar actividades físicas. En este contexto, es posible que muchas personas también hayan oído hablar por primera vez de las tormentas de citoquinas, lo que significa una reacción y una estimulación excesivas, con todas las señales que el sistema inmunitario suele procurar utilizar sólo en la justa medida. Y todavía no hemos terminado con la infección. Aún hay más malas noticias: hay otro sistema vital del cuerpo que puede verse afectado por el tifón de gritos químicos y la excesiva estimulación. En muchos casos graves de COVID-19 se produce una cascada de la coagulación, lo que significa que aquellas partes de la sangre responsables de cerrar una herida pueden activarse y empezar a coagularse en los vasos sanguíneos finos, lo

que provoca una falta de suministro de oxígeno en los órganos. El cuerpo está ahora asfixiado por la falta de oxígeno en el interior, mientras también le cuesta más respirar a medida que los pulmones se llenan de líquido. Y, por supuesto, la coagulación puede provocar una apoplejía (ictus), un ataque cardiaco o un infarto pulmonar, con todas las funestas consecuencias conocidas. Para muchas personas que ya habían padecido enfermedades graves, esto es demasiado. La diabetes, las enfermedades cardiacas, la hipertensión arterial y la obesidad son sólo algunos de los factores de riesgo. 4 Además, ocurre que, simplemente, muchas personas mayores tienen un sistema inmunitario más débil y que, de entrada, no ofrece una respuesta de interferones precisamente espectacular, por lo que el coronavirus arrolla a estos pacientes con mucha mayor facilidad. Por esta razón, la mayoría de las muertes se producen entre las personas mayores y aquéllas con enfermedades previas. Pero no nos equivoquemos: también mueren muchas personas jóvenes o que antes estaban sanas. Es sólo una cuestión de mala suerte y de cómo se enfrente tu sistema inmunitario a todos esos desafíos. Terminemos este capítulo aquí. Mientras escribo esta frase, el mundo ha empezado a vacunarse contra la COVID-19 y, con un poco de suerte, cuando tú la leas todos estaremos volviendo a un mundo que parezca de nuevo normal. En cualquier caso, la pandemia de coronavirus es un claro recordatorio de por qué el sistema inmunitario es tan increíblemente importante y por qué más personas se beneficiarían de conocerlo mejor.

El sistema inmune: una vista general

Unas palabras finales Como en todo buen viaje, llegar a algún lugar es tan importante como partir. Hemos visto muchas cosas, muchos sistemas complejos y entrelazados. Hemos repasado todas tus superficies, por dentro y por fuera, y tus intrincadas redes de defensa. Hemos conocido a tus soldados, desde los rinocerontes negros, que están tranquilos casi todo el tiempo, a los monos locos con ametralladoras. Hemos observado cómo tu sistema inmunitario se pone en marcha cuando tu cuerpo es invadido y herido, cómo múltiples capas de complejidad trabajan juntas para organizar el tipo correcto de defensa, moviéndose a distancias enormes para la escala de tus microscópicas células. Hemos visitado la mayor biblioteca del universo y la universidad más mortífera que llevas contigo sin siquiera ser consciente de ello. Hemos sido testigos de un ataque furtivo a tu yo más íntimo por parte de un ejército de virus tan efectivo como despiadado e indiferente. Hemos explorado cómo tu sistema inmunitario recuerda sus batallas y cómo nosotros, en cuanto seres humanos, podemos ayudarlo a ello. Hemos echado un vistazo a lo que sucede tanto cuando tu sistema inmunitario falla como cuando se implica más de la cuenta, y en ambos casos provoca enfermedades y daños. Y, a pesar de haber buceado a veces en lo más profundo, hay muchos lugares y sistemas increíbles que no nos ha dado tiempo a visitar. No obstante, si has llegado a esta página, habrás realizado un auténtico viaje alrededor de tu propio cuerpo y de algunas de las cosas más importantes en las que seguramente nunca habías pensado.

Un asunto molesto del sistema inmunitario es que es necesario comprender varias cosas al mismo tiempo para que todo cobre sentido y se revele su verdadera belleza. Si entiendes los macrófagos y las moléculas CMH y las citoquinas y los receptores de las células T y el sistema linfático y los anticuerpos, entonces ves que todos se combinan en un sistema increíblemente elegante, y también muy lógico y sorprendente. Sin embargo, empezar es muy arduo, porque el sistema inmunitario parece estar diseñado para ser opaco y difícil de comprender. Me he quejado mucho sobre el lenguaje de la inmunología y, aunque espero que eso te haya podido resultar un poco divertido, para mí no lo fue tanto. En mi investigación para este libro, tuve que leer libros de texto y artículos académicos con la velocidad de un alumno de parvulario, sólo para no perder el paso a lo que intentaban decir. No se me ocurre ninguna disciplina que pudiera beneficiarse más de depurar su lenguaje y realizar un esfuerzo para hacerlo más digerible para el público general. Porque, al fin y al cabo, la inmunología es uno de los temas más geniales que hayan existido jamás. La ciencia ofrece una gran diversidad de temas en los que sumergirte. Y en la cultura popular, los temas y campos más apreciados son aquellos aparentemente más grandes. El espacio, por ejemplo, con sus inmensas distancias, sus agujeros negros y sus estrellas gigantes, es un tema fácil de vender para los documentales y los libros de divulgación científica. El espacio está muy bien, sí, pero no puede compararse con la biología. Las estrellas son masas muertas de plasma ardiente, y ni siquiera la más compleja e interesante puede competir con la maravilla y la complejidad de la bacteria más simple que intenta escapar de un macrófago. El sistema inmunitario no es tan agradable ni complaciente como otros campos de la ciencia popular. Te pide mucho por adelantado. Es necesaria una cierta inversión de tiempo y esfuerzo para llegar al punto donde de verdad puedes apreciarlo. Y, en un momento en que lo que se espera de la información es que sea gratificante y fácil de digerir, parece mucho pedir. A

pesar de esas dificultades, el sistema inmunitario es uno de los mejores temas que aprender, por su complejidad y porque se compone de muchas capas que interactúan de manera ingeniosa: es una ventana al universo mismo. Una ventana a la complejidad que te rodea y de la que formas parte. Eres increíblemente afortunado por estar vivo y tener un cuerpo que puedas considerar tuyo. Bueno, al menos, yo me siento así. Por eso diría que esa inversión merece la pena, porque la recompensa es asombrosa, y espero que, si has leído hasta aquí, tú opines lo mismo. Una vez que llegas a la cima de la montaña, con una imagen más o menos clara del sistema inmunitario, las vistas son incomparables. Te haces una idea de lo que significa mantenerse con vida en un mundo que es una lucha entre diferentes fuerzas a las que no les importa tu parecer sobre ellas. En toda esta bella complejidad hay un dejo de tristeza. Duele un poco saber que la vida es demasiado corta y ajetreada para descubrir de verdad todas las capas que componen la realidad. Pero, en fin, tampoco podemos hacer nada al respecto. Lo que sí podemos hacer es aceptar el reto de vez en cuando y esforzarnos por vislumbrar algo más grande que uno mismo. Aunque nunca lleguemos hasta el fondo.

Fuentes Resulta raro publicar cosas impresas, porque tienes que terminar mucho antes de que se manden por fin a la imprenta. Por tanto, para ahorrar tiempo y facilitarles la vida a los impresores, se puede encontrar online una bibliografía detallada con los artículos y libros utilizados en la investigación para este libro en < https://kurzgesagt.org/immune-book-sources/ >.

Agradecimientos Este libro no existiría sin la generosa ayuda de los expertos que me hicieron un hueco en sus apretadas agendas, mientras hacían ciencia de verdad y esas cosas. Respondieron con paciencia mis numerosas preguntas, me guiaron en la dirección correcta cuando me perdí durante la investigación, me contaron historias asombrosas sobre el sistema inmunitario y sus adversarios, y fue tremendamente divertido hablar con ellos. Todo esto cuando estaban ocupados en hacer un mundo mejor durante una pandemia mundial que no le facilitó la vida a nadie. De modo que quiero expresar mi inmenso agradecimiento al doctor James Gurney, que me aportó unos útiles comentarios, verificó muchos datos y me contó historias emocionantes sobre el mundo de los microbios y los virus. Le mando un fraternal choque de puños al profesor Thomas Brocker, director del Instituto de Inmunología de Múnich, por atender muchas videollamadas para responder multitud de preguntas, a menudo extrañas, sobre inmunología. Ahí van esos cinco para la profesora Maristela Martins de Camargo, de la Universidad de São Paulo, por las muchas historias asombrosas y misteriosas sobre la cantidad de cosas increíbles que hacen nuestras células inmunitarias. Nunca me habría atrevido a publicar un libro sobre un tema tan complicado sin vuestra ayuda, y os estoy enormemente agradecido por vuestro tiempo y entusiasmo. Además, fue maravilloso aprender de todos vosotros, y espero que, cuando acabe la pandemia, podamos brindar en algún momento.

También quiero darles las gracias a mis amigos Cathi Ziegler, John Green, Matt Caplan, CGP Grey, Lizzy Steib, Tim Urban, Philip Laibacher y Vicky Dettmer, que leyeron todo el libro en sus distintas fases, algunos varias veces. Gracias a todos por vuestros comentarios y las conversaciones sobre el tono correcto, y por hacerme saber si los chistes tenían gracia o si las explicaciones funcionaban. Gracias por ser tan tremendamente sinceros conmigo cuando fue necesario y por darme ánimos cuando me deprimía y pensaba que era imposible terminar este libro. Que un amigo lea un libro entero y después te dé su opinión, sobre todo cuando aún no está terminado, es un enorme favor, así que os estoy sumamente agradecido de que le hayáis dedicado ese tiempo. Muchísimas gracias. Gracias a Philip Laibacher, el primer empleado y director creativo de «Kurzgesagt – In a Nutshell», por crear las preciosas ilustraciones del libro y la increíble portada. Gracias también por sacrificar parte de tus vacaciones navideñas para que se pudieran cumplir los plazos. Por supuesto, también le debo gran gratitud a mi agente, Seth Fishman, de la Gernert Company, por calmarme cuando me entró un poco de pánico por escribir mi primer libro y hacer que todo esto empezara. A mi editor, Ben Greenberg, de Random House, por creer en este proyecto, editar los primeros borradores y orientarlos en la dirección correcta y ser una presencia tranquilizadora en todo este proceso. Gracias a los dos por no reíros de mí cuando dije con toda confianza, como un idiota, que terminaría este libro en tres meses. Gracias a Kaeli Subberwal, Rebecca Gardner y Jack Gernert, por su paciencia conmigo, ya que era el típico escritor que no responde a los correos electrónicos. Muchísimas gracias a toda la gente de la Gernert Company y Random House por haber lidiado conmigo, por ser excelentes en sus trabajos y mostrarse tan positivos y por haber hecho posible este libro. También quiero darle las gracias a todo mi equipo de «Kurzgesagt – In a Nutshell». Me tomé una larga excedencia para escribir un libro muy

importante para mí, y mi equipo me cubrió las espaldas y mantuvo el canal y la empresa en funcionamiento. Perdón por comunicarme tan mal a veces. Os valoro mucho a todos, y valoro enormemente el trabajo que hacéis. Mi gran agradecimiento a todos los espectadores y fanes de Kurzgesagt. A la mayoría no os conozco personalmente, y nunca sé qué responder cuando alguien me dice que el trabajo que hacemos mi equipo y yo es importante para ellos. Pero, aquí, con la seguridad que brinda la página impresa, agradezco que os gusten las cosas que escribo y que las apoyéis. Significa muchísimo para mí. Y si has leído este libro y has llegado hasta aquí: había muchas otras cosas que podrías haber leído, pero escogiste esto. Así que gracias.

Notas

1 . El canal de YouTube equivalente en castellano es «En pocas palabras – Kurzgesagt». Véase < https://www.youtube.com/channel/UCZcvCpFcLxOKGbMocVgLjEA >. [Consulta: 12/01/2022] (N. del e.)

1 . Curiosamente, en realidad pudo ser un efecto colateral de que los organismos celulares se portasen mal unos con otros. En un momento determinado, una célula se tragó a otra, pero no la devoró, y es posible que estas dos células iniciaran la asociación más exitosa en el planeta Tierra, una asociación que aún hoy es muy sólida. La «célula interna» (que hoy llamamos «mitocondria») se especializó en disponer energía para el huésped, mientras que la «célula externa» ofrecía protección y comida gratis. Este acuerdo funcionó muy bien y permitió que la nueva supercélula fuese cada vez más compleja y sofisticada.

1 . Y esto es sólo la mitad del asunto, porque tu cuerpo alberga bacterias que necesitas para sobrevivir. ¿Cuántas? Una bacteria por cada célula de los cuarenta billones de tu cuerpo (una estimación bastante buena, en cuanto al tamaño; si tuvieses el tamaño de una célula corporal promedio, una bacteria tendría el tamaño aproximado de un conejito). Imaginémoslas como conejitos para que la idea resulte menos aterradora. La mayoría de estos lindos conejitos viven en tus intestinos. En esta descomunal cueva, 36 billones de conejitos viven su vida, se mueren y se reproducen constantemente, descomponiendo pedazos de comida del tamaño de un rascacielos para repartirlos entre toda la población del continente de carne. Los otros cuatro billones de conejitos se arrastran por la piel, están dentro de los pulmones, saltan sobre los dientes y la lengua, nadan en el líquido de los ojos y entran y salen de los oídos. Hablaremos de ellos más adelante, pero, por ahora, imagínate a ti mismo cubierto por unos lindos conejitos que son tus amigos y que sólo piensan en lo mejor para ti.

1 . Si estás leyendo al aire libre, bueno, mala suerte para el símil, ¿no? En ese caso, por favor, haz como si estuvieses en algún lugar bajo techo.

2 . Quizá te preguntes por qué es así. Bueno, podríamos pasar mucho tiempo hablando de esto, y la verdad es que es bastante fascinante, pero también es abrir otra caja de los truenos. Así que digamos que cuenta mucho lo grande que seas. Mientras que, para ti, en la escala humana, el agua es una sustancia uniforme, si tuvieses el tamaño de una proteína, una sola molécula de agua sería bastante grande, una cosa que choca contigo. Por tanto, también te resultaría mucho más difícil nadar en el agua.

3 . Algunos haréis los cálculos ahora y obtendréis unas cifras aún más disparatadas. Cuarenta billones de células por dos metros son aproximadamente 80.000.000.000.000 metros, que en realidad es cinco veces la distancia entre Plutón y la Tierra, ida y vuelta. Pero hay una pequeña trampa que no mencionamos en la introducción sobre el cuerpo: en realidad, la gran mayoría de las células no tienen ADN. Los glóbulos rojos, en particular, constituyen alrededor del 80 por ciento de las células, en cifras absolutas, y carecen de núcleo, porque están llenos hasta arriba de moléculas de hierro, que transportan oxígeno. De modo que tendrás que conformarte con ir a Plutón y volver sólo una vez.

4 . Esto no quiere decir que nuestras complejas células humanas dependan por completo de la aleatoriedad. Las células tienen muchos mecanismos complejos y maravillosos para llevar las cosas exactamente a donde necesiten que estén, y que aquí pasaremos por alto. Por si acaso te importa saberlo: hay proteínas de transporte que se mueven a lo largo del andamiaje de las células. Lo mejor es que parecen unos pies gigantes y ridículos que dan un salto adelante como por arte de magia; si te puedes distraer un momento, deberías ver vídeos sobre ellas en YouTube.

5 . En realidad, es más bien como lanzar al aire miles de rebanadas de pan y miles de tarros de gelatina. A las células no les sirve para nada un solo sándwich de gelatina, sino que necesitan grandes cantidades de todo para que las cosas funcionen.

1 . Es probable que hayas oído decir que tienes glóbulos blancos y que son tus células inmunitarias, o algo así. Bueno, aunque este nombre es útil en su contexto correcto, por lo general significa «células del sistema inmunitario», y no creo que la inmunología se haya hecho ningún favor con esta denominación. El término glóbulos blancos comprende tantas células distintas, y que hacen tantas cosas diferentes, que no sirve para entender lo que pasa de verdad. Así que puedes volver a olvidarte de los «glóbulos blancos», porque no los vamos a utilizar.

1 . Démosle un poco más de significado a esta frase escrita de pasada, y recordemos todos que nuestros abuelos tuvieron una vida más difícil. Disponemos de datos de 1941 de un hospital de Boston que muestran que el 82 por ciento de las infecciones bacterianas de la sangre causaron muertes. Apenas podemos imaginar el horror que representa esta cifra: un rasguño y un poquito de suciedad podían significar, literalmente, que tu vida estaba a punto de acabarse. Hoy, en los países desarrollados, menos del 1 por ciento de estas infecciones son mortales. El mero hecho de que no pensemos demasiado en estas cosas demuestra lo rápido que los humanos olvidan y siguen adelante, y lo mucho que podemos alegrarnos de vivir en el presente, y no en el pasado.

1 . Las defensinas son unas criaturas muy interesantes. Hay varias subclases, y principalmente las producen las células fronterizas del cuerpo y ciertas células inmunitarias en la batalla. ¿Y a qué se dedican? Bueno, hacen agujeritos en las cosas. Imagínatelas como unas pequeñas agujas específicas para ciertos intrusos, como las bacterias o los hongos. Si estas agujas se encuentran un microorganismo, se inyectan en él y crean un poro. Es una pequeña herida que hace que la víctima sangre un poco. Una aguja no va a matar a una bacteria, pero algunas decenas sí. Como las defensinas son tan específicas, son completamente inofensivas para las células del cuerpo, pero pueden matar microorganismos por sí mismas.

2 . Hablaremos de los virus con mucho más detalle en la tercera parte del libro, pero, ya que estamos aquí, debemos señalar que el modo en que se construye la piel la hace prácticamente inmune a los virus. Como estos pequeños parásitos sólo pueden infectar células vivas, y la superficie de la piel se compone sólo de células muertas, ¡ahí no hay nada que infectar! Sólo muy pocos virus han desarrollado formas de infectar la piel. De modo que, para ella, son mucho más preocupantes las bacterias y los hongos.

3 . pH: ácidos y bases. El pH es una de esas cosas que a menudo no se explican correctamente o se olvidan enseguida una vez que nos son explicadas. Por una vez, los científicos le pusieron a algo un nombre estupendo: pH es la abreviatura de «potencial de hidrógeno», que es emocionante y fácil de recordar. Sin embargo, después, los científicos decidieron abreviarlo. Decepcionante, como poco. Sin profundizar demasiado en ello, podemos decir que el potencial de hidrógeno es una escala que señala cuántos iones de hidrógeno están presentes en una solución de base acuosa.

4 . Un momento, ¿una nota al pie dentro de una nota al pie? ¿Acaso se puede hacer eso? Es sólo para ampliar el concepto de «potencia». La potencia, en este contexto, no significa que el hidrógeno sea superpotente o algo así. Aquí nos sumergimos en el maravilloso universo de las matemáticas. Se trata de la «potencia matemática», correctamente llamada «exponente». Así, en la escala del pH, si escalamos un puesto —si sumamos una unidad al exponente—, significa que tenemos una cantidad de iones de hidrógeno diez veces menor; si escalamos seis puestos —si sumamos seis unidades al exponente—, tenemos una cantidad de iones de hidrógeno un millón de veces menor. (¿Por qué escalar puestos significa tener menos iones? Porque la escala está invertida: ¿para qué hacer algo fácil, si puede ser complicado?) Una gran cantidad de iones de hidrógeno significa que algo es ácido: piensa en un rico limón, o en el ácido para baterías, no tan rico. Una cantidad baja de iones de hidrógeno significa que algo es básico, o alcalino; por ejemplo, el jabón o la lejía, que tampoco están muy ricos. En general, no interesa que haya ni una cantidad excesiva ni insuficiente de iones de hidrógeno en un fluido, porque, o bien recibirán protones, o bien los donarán. Eso está bien para los ácidos débiles, como cuando exprimes un limón sobre la comida para que sepa mejor, pero una sustancia demasiado básica o ácida tendrá un efecto corrosivo en tu cuerpo. Esa corrosión destruirá y descompondrá las estructuras de las que se componen las células, y provocará abrasiones. Las pequeñas diferencias en el potencial de hidrógeno son mucho más trascendentales en el mundo de los microbios.

1 . Bien, prepárate para una historia tremenda. Las plaquetas no son en realidad células, sino fragmentos de otra célula llamada megacariocito. Son unos tipos enormes, con un tamaño seis veces mayor que una célula promedio, y viven en la médula ósea. Poseen unos tentáculos muy largos, como los de un pulpo, que hacen crecer empujando los vasos sanguíneos. Cuando uno de estos extraños tentáculos ha crecido lo suficiente, se desprenden unos paquetitos: minipartes funcionales de células que son transportadas por la sangre. Estos paquetitos son las plaquetas, y cada vez que te cortas o te haces una herida, la cierran. Un solo megacariocito produce alrededor de diez mil plaquetas en su vida a partir de esos flácidos tentáculos que se extienden desde los huesos hasta la sangre. El cuerpo es así de extraño y asombroso.

1 . ¿Alguna vez te has preguntado por qué a tu cuerpo no le iba a importar tener grandes cantidades de tinta bajo la piel? Porque, en general, al sistema inmunitario no le gusta nada que no sea él mismo o que no haya obtenido un permiso especial para merodear por el cuerpo. Pero, por lo que sea, es posible inyectar tinta con una aguja muy rápida en la segunda capa de la piel y que permanezca ahí muchos años. Aunque al cuerpo no le entusiasma tener tinta bajo la piel, si la persona que está rayándote la carne con una obra de arte de muy buen gusto hace correctamente su trabajo, tampoco es demasiado dañino. Con todo, el sistema inmunitario en esa parte no está conforme con la intrusión. Así que la piel se hincha y elimina algunas partículas de tinta. Sin embargo, casi todas permanecen en el tejido, y no porque los macrófagos no intenten engullirlas. La mayoría de las partículas de tinta metálica son demasiado grandes para tragarlas, así que se quedan donde están. En cambio, sí se comen las que sean lo suficientemente pequeñas. Aunque los macrófagos son muy eficaces para descomponer las bacterias y otra basura celular, no pueden destruir la tinta, así que la almacenan en su interior. Si tienes un tatuaje, recuerda que parte de él está atrapado en tu sistema inmunitario. Lamentablemente, si dentro de unos años decides que los caracteres chinos que significaban «sopa» ya no son tan de buen gusto, y quieres que te los borren, tu sistema inmunitario también hace que sea muy difícil deshacerte de un tatuaje. El proceso más común para eliminar tatuajes es un láser especial que penetra la piel y calienta las partículas de tinta por un solo lado, sometiéndolas a tal presión que se rompen en pedazos más pequeños. Algunos se van flotando, y otros son devorados ahora por los macrófagos. Esto puede dificultar mucho la eliminación de los tatuajes, porque, aunque los viejos macrófagos llenos de tinta mueren en algún momento, llegan los sustitutos jóvenes y se tragan los restos de sus predecesores muertos, con toda la tinta en su interior. De nuevo, no pueden destruirla, así que simplemente la almacenan y la ignoran, y los tatuajes permanecen visibles durante años. Con el tiempo, a medida que se produce un nuevo ciclo de reemplazo, parte de la tinta se pierde y es barrida en el proceso, o actúan algunos de los nuevos macrófagos. Por tanto, el tatuaje se verá más desdibujado, con los contornos más difuminados.

2 . En realidad, produces alrededor de mil millones de neutrófilos por cada kilogramo de peso corporal, así que puedes calcular cuántos son en tu caso.

3 . Los neutrófilos son tan descuidados respecto a los daños colaterales que, a veces, los macrófagos intentan ocultarles las células dañadas. Todos los días, por diversas razones, algunas células mueren en tus órganos de forma antinatural, quizá porque ibas mirando el teléfono y te chocaste con una señal vial por la calle, por ejemplo. No obstante, a menudo el daño es bastante leve y no requiere una reacción fuerte de tu sistema inmunitario. Aprenderemos más sobre esto después, pero ahora sabemos que las células muertas atraen a los neutrófilos y, si encuentran una sola célula muerta, agravarán la situación y causarán aún más daño innecesario. Para detenerlos, los macrófagos pueden cubrir una célula muerta del cuerpo para esconderla de los neutrófilos, que, confundidos, se marchan de nuevo.

4 . Otro pequeño detalle sobre los neutrófilos es que, cuando persiguen a un patógeno, suelen hacerlo en enjambres que siguen las mismas reglas matemáticas que los insectos. Imagínate ser cazado por un grupo de avispones del tamaño de vacas..., así podrás hacerte una idea del estrés que experimentan muchas bacterias en los últimos momentos de su vida.

1 . La forma en que la inflamación ayuda a las células inmunitarias a llegar al campo de batalla es muy extraña y fascinante. Básicamente, lo que ocurre es que las señales químicas de la inflamación provocan un cambio en los vasos sanguíneos que rodean el punto de origen de esas señales y en las células inmunitarias que se activan con ellas. Ambas partes extienden muchas moléculas de adhesión, pequeñas y especiales, parecidas al velcro. Las células inmunitarias que aceleran a través de la sangre pueden ahora adherirse a las células que forman los vasos sanguíneos y reducir su velocidad al aproximarse al lugar de la infección. Además, la inflamación hace que los vasos sanguíneos sean más porosos, lo que facilita que las células inmunitarias atraviesen espacios diminutos para avanzar hacia el campo de batalla.

2 . En todo lo relacionado con el sistema inmunitario hay una excepción. Hay algunas partes del cuerpo excluidas de esta regla, como el cerebro, la médula espinal, partes de los ojos y los testículos (si los tienes, claro). Se trata de regiones sumamente sensibles donde la inflamación podría causar un daño inmediato e irreparable, es decir, poseen privilegio inmunitario, lo que significa que las células del sistema inmunitario son apartadas de allí mediante barreras de sangre y tejido, y aquellas que sí tienen permitido entrar lo hacen con unas órdenes de conducta superespeciales.

3 . Probablemente aprendiste en el colegio que las mitocondrias —la fuente de energía de la célula — eran ancestralmente bacterias que se fusionaron con los antepasados de las células para convertirse en un organismo simbiótico. Hoy son orgánulos que están dentro de las células y que les proporcionan energía útil. Sin embargo, el sistema inmunitario aún las recuerda como bacterias, como intrusos que no tienen por qué estar fuera de las células. Así que, si las células explotan y el sistema inmunitario detecta mitocondrias flotando por ahí, las células inmunitarias reaccionarán superalarmadas.

1 . Sí, hay organismos unicelulares que poseen fotorreceptores, lo que les permite distinguir entre la oscuridad y la no oscuridad, así como la dirección de donde proviene la luz, pero aquí no hablamos de esto.

2 . Vale, aquí podríamos ser técnicamente más precisos. Hay dos clases generales de citoquinas relevantes en esta cuestión: las citoquinas que transmiten información y las quimiocinas. Las quimiocinas son una familia de pequeñas citoquinas secretadas por las células. Su nombre significa «sustancia química en movimiento», y es un nombre muy apropiado, ya que su principal habilidad es incitar a las células a moverse en una determinada dirección. No sólo van flotando por ahí; ciertas células civiles también pueden recogerlas y «adornarse» con ellas, para servir como una especie de sistema de guía para las células inmunitarias. Así que, en resumen, las quimiocinas son citoquinas que guían o atraen a las células inmunitarias a un lugar. Cuando los inmunólogos hablan de «citoquinas», por lo general se refieren a las que transmiten información, como qué está ocurriendo en una infección, qué tipo de patógeno es el invasor y qué célula se necesita para combatirlo. Bueno, espera, que esto se está volviendo lioso. ¿Las quimiocinas son citoquinas, pero además las citoquinas hacen cosas diferentes de las que hacen las quimiocinas? Bienvenido al mundo de la inmunología, donde la razón de ser de las palabras es complicarte la vida. Así es como vamos a resolver esto en el resto del libro: sólo emplearemos la palabra citoquinas , porque, para entender los principios generales, lo que hay que saber es que las citoquinas son un grupo diverso de proteínas de información que hacen que las células inmunitarias realicen una gran cantidad de cosas diferentes. Una de ellas es hacer que se muevan.

1 . Vale, no, esto en realidad no es cierto. Los espermatozoides utilizan un flagelo largo y potente para avanzar (que técnicamente es una estructura distinta, que funciona de modo diferente, pero se llama de la misma manera porque, oye, al parecer, la biología no es lo bastante confusa). El espermatozoide es un ejemplo fascinante, en cualquier caso. Piénsalo: ¿por qué el cuerpo de una mujer no identifica los espermatozoides como otros y no los mata de inmediato? Bueno, es que sí lo hace. Ésta es una de las razones por las que se necesitan alrededor de doscientos millones de espermatozoides para fecundar un solo óvulo. En cuanto los espermatozoides entran en la vagina, se enfrentan a un entorno hostil. La vagina es un lugar bastante ácido y mortal para los visitantes, así que los espermatozoides se mueven lo más rápido posible para escapar de ella. La mayoría accede al cérvix y al cuello uterino en pocos minutos. Aquí son recibidos por una avalancha de macrófagos y neutrófilos que matan a la mayoría de los visitantes amistosos que sólo intentan hacer su trabajo. Los espermatozoides, al menos, están un poco equipados para lidiar con el hostil sistema inmunitario (se parecen un poco a los patógenos especializados, si lo piensas bien). Liberan una serie de moléculas y sustancias para contener a las células inmunitarias enfadadas que los rodean, y así ganar un poco de tiempo. En realidad, puede ocurrir que se comuniquen con las células que recubren el útero, para informarlas de que son visitantes amistosos, lo que puede reducir la inflamación. No obstante, hay infinidad de cosas que aún no se conocen del todo respecto a estas interacciones. En cualquier caso, de los millones de espermatozoides que entraron, sólo unos pocos centenares ingresan en las trompas de Falopio y tienen la oportunidad de fecundar el óvulo.

1 . En realidad, la activación del complemento de modo aleatorio, por puro azar, es una de las formas posibles. Hay otros modos más complicados, pero, para eso, mejor será que eches un vistazo a esos otros diagramas tan sofisticados.

2 . Y, también, ¿esta activación aleatoria se produce incluso cuando no hay enemigos alrededor? Así es. Las células tienen defensas contra el propio sistema del complemento para evitar que las proteínas del complemento aleatorias las ataquen accidentalmente.

1 . Oye, ¿sabes qué podría ser divertido? ¿Qué tal un ejemplo de cómo las bacterias resisten a tus defensas inmunitarias? A muchas bacterias patógenas no las preocupa mucho el sistema del complemento, por ejemplo. Aunque el complemento puede ser superletal para la mayoría de las bacterias, los auténticos patógenos se ríen de estas proteínas tontas y siguen a su aire en el cuerpo, evitándolas cuidadosamente. Un ejemplo muy fascinante es la bacteria Klebsiella pneumoniae , un patógeno que provoca, entre otras cosas terribles, la neumonía. Evita todo el asunto del complemento escondiéndose de las proteínas del complemento detrás de una estructura pegajosa llamada «cápsula», que es una capa viscosa y azucarada que producen las bacterias para cubrir las moléculas que pudiera reconocer el sistema inmunitario. Es simple y eficaz, como un desodorante para las bacterias.

1 . Aunque «latir» no es una buena forma de describirlo, ya que los «latidos» no están sincronizados. Es más bien como mil tubos de pasta de dientes apretados por todo el cuerpo de forma independiente.

2 . Y una curiosidad, demasiado peculiar para no mencionarla: el sistema linfático es el sistema de transporte de grasa. Recoge las grasas de los alimentos alrededor de los intestinos y la vierte en el flujo sanguíneo para su posterior distribución.

3 . Antes de que se tuviera un mayor conocimiento sobre las amígdalas, extirparlas era una operación común y corriente cuando se infectaban, o, a veces, como medida de precaución. Hoy en día, la decisión de extirparlas se toma con mucho más cuidado, ya que tienen una finalidad. Es bastante sorprendente, si lo piensas bien, la facilidad con que las personas se avenían a la extirpación de partes vivas porque resultaban molestas y parecían muy poco útiles.

1 . En realidad, las células T reciben su nombre por el timo, porque ahí es donde estudian. Es una extraña nomenclatura, si lo piensas bien. Imagina que te llamaran «Humano NW», y a tu hermana, «Humana B», porque fuisteis a la Universidad del Noroeste (Northwestern University) y a la de Brown, respectivamente.

2 . Vale, técnicamente no se mata a ninguna célula T en el timo. Para ser más correctos, en realidad los profesores les dicen que se maten ellas mismas. Así que se les ordena suicidarse. Pero, bueno, es una cuestión semántica.

3 . Hay una excepción que podría salvar a algunos de los peores estudiantes, que conoceremos más adelante, pero, en resumen, una célula T que sabe reconocer el yo se puede convertir en una célula especial llamada «célula T reguladora», cuya finalidad es calmar al sistema inmunitario y prevenir la autoinmunidad. Pero abundaremos en esta célula más adelante.

4 . ¿Te estás preguntando qué pasa con todos los estudiantes que mueren? En el timo hay muchos macrófagos, y su trabajo es comerse a todos los desgraciados que no superaron la prueba.

5 . Algunas de las iniciativas más prometedoras de la comunidad dedicada a prolongar la vida consisten en encontrar formas de retrasar la contracción del timo, o incluso de hacer que crezca su tejido de nuevo. En el momento de escribir este libro, se ha realizado con éxito un estudio con voluntarios que afirma haber regenerado el tejido del timo, aunque sólo disponía de una muestra muy pequeña, y sus resultados aún no se han reproducido y confirmado en nuevos estudios con más participantes. Pero, si eres razonablemente joven cuando lees esto, existe la posibilidad de que cuando llegues a la edad de la jubilación ya existan medicamentos o tratamientos para regenerar el timo.

1 . Aprovechemos este momento para hacer hincapié en algo: las células son estúpidas. Las células dendríticas también son estúpidas. Aquí nadie toma ningún tipo de decisión ni hace ningún análisis consciente. Lo que describimos aquí ocurre por casualidad. Lo maravilloso del sistema inmunitario es que ha desarrollado una configuración que aumenta la probabilidad de estos sucesos, aparentemente imposibles, hasta el punto de que brindan una protección real y adecuada. Exploraremos con más detalle cómo funciona esto en los siguientes capítulos.

1 . Si alguna vez has jugado a Dungeons & Dragons , es posible que te hayas encontrado antes con el mismo principio de clases. Cuando creas tu personaje, puedes elegir entre diferentes clases, pongamos que un guerrero, un mago o un clérigo. Pero estas clases se dividen a su vez en subclases. Por ejemplo, un guerrero puede especializarse y convertirse en caballero, maestro de batalla o campeón (y así sucesivamente, hay muchas más). Cada una de estas subclases sigue siendo un guerrero, por lo que aplasta cabezas con sus armas cuerpo a cuerpo, pero también tiene distintas especialidades que lo hace más fuerte en diferentes situaciones. Así, sin la necesidad de crear clases completamente nuevas, estas subclases te brindan, como jugador, mucha más diversidad y muchas más opciones. Y así es exactamente como se comporta el sistema inmunitario. En esencia, la mayoría de las células inmunitarias tienen varias subclases con diferentes cometidos y especialidades, y los científicos descubren nuevas con frecuencia. Nosotros no necesitamos aprender sobre cada subclase, desde la Th1 hasta la Th17: es demasiado complicado y, a menudo, las diferencias son muy sutiles, como que un caballero usa una espada y un campeón usa una lanza. Al final, ambas subclases atacan a los monstruos con cosas afiladas hasta que dejan de moverse. Sólo mencionaremos subclases concretas cuando tengan la suficiente importancia.

1 . ¿Crees que la B de las células B se corresponde con su origen en la médula ósea (bone marrow , en inglés), porque la T de las células T se corresponde con el timo? Bueno, pues, lo siento, porque es sólo una coincidencia, y sería demasiado lógico como para adecuarse al lío que es el lenguaje de la inmunología. La B de las células B proviene de la bolsa de Fabricio (bursa of Fabricius ), un miniórgano con forma de saco que se encuentra justo encima del final del intestino de las aves. Este órgano se conocía desde hacía cientos de años, pero nadie tenía ni idea de qué hacía. Hasta que un estudiante de posgrado hizo algunos trabajos con pollos a los que les faltaban las bolsas, y después descubrió que no podían producir anticuerpos. Descubrió las células B, las productoras de anticuerpos, y que éstas se fabrican en este extraño órgano de las aves, lo que supuso un gran avance para la inmunología y dio lugar a todo un nuevo campo de estudio. Los seres humanos no tenemos bolsa: utilizamos la médula ósea para producir células B. Pero, sí, aunque el nombre tenga sentido, sigue siendo una oportunidad perdida.

2 . Tiene gracia: en realidad, esto sigue siendo una simplificación, y estamos omitiendo algunos detalles importantes. Hablaremos de algunos de ellos en varias partes del libro. Pero, sinceramente, estas cosas son muy poco intuitivas y resultan difíciles, aunque estén muy simplificadas. Si logras recordar que las células B se activan al recoger cosas por su cuenta, y que después las células T las activan por segunda vez, eso ya es asombroso. No necesitas recordar más detalles para saber una impresionante cantidad de cosas sobre tu sistema inmunitario, pero son demasiado geniales para no intentar transmitir sus maravillas.

3 . Si tienes la edad adecuada, quizá esto te sirva: en cierto sentido, las células B son saiyajines , y las células plasmáticas son supersaiyajines . Para los que nunca vieron Dragon Ball Z , ésta es sólo una forma atractiva de decir que las células B son unas luchadoras fuertes y que las células plasmáticas son unas luchadoras superfuertes, y posiblemente también rubias y con muchos potingues en el cabello. Terminemos esta nota al pie antes de que sea aún más vergonzosa.

1 . ¿A qué nos referimos cuando decimos que un anticuerpo «neutraliza» a un virus? Imagínate que tus células son un tren subterráneo y que el virus es un pasajero que quiere subirse. Para él suele ser bastante fácil: simplemente cruza los tornos automáticos y entra por una de las puertas. Lo que hace el anticuerpo es coger y esconder el billete del virus para que no pueda cruzar los tornos y se quede atrapado fuera. Cuantos más anticuerpos se adhieran al billete, más imposible será llegar al tren. Así, el virus queda neutralizado, incapaz de hacer nada importante. Es un pasajero varado en la estación.

2 . Vale, de acuerdo, hay cinco clases de anticuerpos en los seres humanos, pero vamos a ignorar al pobre anticuerpo IgD, porque no es relevante para nada de lo que estamos hablando en el libro. En resumen, el IgD puede ayudar a activar un montón de células inmunitarias y cosas así. Pero creo que ya hemos tenido suficientes detalles, y, de nuevo, esto no es tan importante. Pero ahí queda eso: ¡una nota al pie en un título!

3 . Hemos dicho antes que el bazo es una especie de ganglio linfático para la sangre, pero no es sólo eso. Este pequeño órgano es la principal fuente de anticuerpos IgM de respuesta superrápida en la sangre. Es una especie de base de emergencia que puede reaccionar enseguida si los patógenos como las bacterias logran entrar en el flujo sanguíneo, por ejemplo, a través de una herida. El bazo filtra la sangre y, si encuentra enemigos ahí, puede activar rápidamente las células B, que enseguida producen IgM. Claro, no están optimizados como las otras clases de anticuerpos, pero se puede contar con ellos de inmediato, lo cual es importante si hay invasores en la sangre, ya que eso les da acceso a todo el cuerpo. Esta acción es una de las cosas que hacen que el bazo sea tan importante. Este mecanismo fue descubierto tras las guerras, cuando, a causa de las heridas en el torso, a muchas personas se les extirpaba el bazo. Resultó que muchos murieron de septicemia más tarde, con mucha más frecuencia que el resto de la población. Hoy en día, si el bazo resulta dañado —por ejemplo, por un accidente de tráfico—, los médicos intentan salvar la mayor parte posible.

1 . Ésta es la nota al pie sobre los trasplantes de caca y la vez que, durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados alemanes comieron caca de camello. Se sabe que el microbioma intestinal y lo sano que es éste tienen una fuerte relación con nuestra salud y lo que podemos resistir. Así que, en los últimos años, el llamado trasplante de caca ha cobrado relevancia en la medicina moderna. Y eso significa lo que te figuras: la caca de una persona sana, con una saludable dosis de su microbioma intestinal, es administrada a través de una píldora al paciente (o, si necesitas saberlo, a través de un tubo largo por el que gotea la caca desde la parte posterior de la garganta hasta el estómago). No está del todo exento de riesgos, pero, por ejemplo, es muy eficaz para combatir las infecciones por Clostridium difficile , una asquerosa bacteria omnipresente en la naturaleza y que también puede vivir en pequeñas cantidades en los intestinos. En ciertos casos, como cuando un paciente necesita grandes dosis de antibióticos que matan a muchas de las bacterias del intestino, puede adueñarse de él y convertirse en un patógeno que puede causar de todo, desde diarrea y vómitos a, en el peor de los casos, una inflamación crónica del intestino que puede provocar la muerte. Son unas bacterias muy fuertes, y muchas cepas se han vuelto hoy resistentes a muchos antibióticos, lo que puede dificultar su eliminación. Una de las cosas que posibilitan que la Clostridium difficile se convierta en un problema es que el microbioma intestinal natural esté debilitado. Los trasplantes de caca han demostrado una alta propensión a restaurar el equilibrio natural y ayudar a los pacientes a deshacerse por sí mismos de los invasores. Esta idea es en esencia la que domina en los trasplantes de caca, pero, en realidad, no es nueva. Se tienen indicios de que hace miles de años se ingerían heces de animales para tratar problemas y enfermedades relacionados con el estómago y el intestino. Esto nos lleva a la Segunda Guerra Mundial y a la fallida conquista del norte de África por parte del ejército alemán. Entre otros problemas, como las minas terrestres y, en definitiva, perder batallas, las tropas alemanas tuvieron que enfrentarse a la disentería, una inflamación crónica que provoca unos terribles espasmos y mareos, diarrea y deshidratación —el desierto es, de todos los lugares, el menos indicado para perder mucha agua—, y que puede ser mortal. El problema era simplemente que los soldados no estaban acostumbrados a algunos de los microbios del lugar y, como esa época es anterior a la generalización de los antibióticos, tenían pocos recursos. Sin embargo, una unidad de ciencias médicas, enviada para buscar un modo de ayudar a los sufrientes hombres, descubrió algo curioso. Los lugareños que enfermaban no morían de disentería, sino que recogían la caca de los camellos y se la comían. Y, para gran asombro de los observadores, la enfermedad solía remitir al cabo de un día. Los lugareños no tenían ni idea del porqué: sólo sabían que funcionaba y que se había hecho durante varias generaciones. Entonces, los médicos alemanes analizaron la caca de camello y se encontraron la Bacillus subtilis , una bacteria que sofoca a otras bacterias, entre ellas las que provocan la disentería. Cultivaron grandes cantidades de esta bacteria y se la administraron a las tropas enfermas y moribundas, aliviando un poco los problemas del ejército alemán. Aunque éste fue un gran momento para la ciencia, no impidió que la campaña alemana en el norte de África fuese un enorme fracaso.

1 . Si pudiésemos recogerlos y ponerlos unos junto a otros, se extenderían hasta cien millones de años luz, hasta quinientas galaxias como la Vía Láctea colocadas unas junto a otras. Sólo en los océanos, cada segundo se infectan 100.000 trillones de células con virus. Son tantas que hasta el 40 por ciento de todas las bacterias en los océanos mueren por infecciones víricas. Es más, ni siquiera tu yo más íntimo está a salvo de los virus: alrededor del 8 por ciento de tu ADN se compone de restos de ADN vírico. Vamos a dejar las altísimas cifras aquí, porque nadie puede visualizarlas, de todos modos. Quedemos en que hay una gran cantidad de virus en la Tierra y que parece que les va bastante bien. Que algunos simios con pantalones estén discutiendo si están vivos o no carece de la menor relevancia para ellos.

2 . En realidad, éste es el único truco que tiene la evolución. Prueba un montón de cosas, y todo lo que no muera antes de engendrar unos pocos descendientes consigue otra oportunidad para procrear antes de morir. Si repites esto con la suficiente frecuencia, obtienes la asombrosa variedad de seres vivos de la Tierra..., así como nuevas cepas de virus del resfriado en cada estación. Así que tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

1 . El nombre influenza significa «influencia» en italiano (además de «gripe»), y proviene de la Edad Media, cuando la gente pensaba que la influencia de los sucesos astronómicos podía afectar a su salud y causarle enfermedades. Por ejemplo, un líquido que fluye de las estrellas a la Tierra y luego, de algún modo, a los seres humanos. Es casi tan disparatado como la idea de que la posición de las estrellas en el momento en que naciste influyó en tu carácter y los rasgos de tu personalidad.

2 . Por extenso, virus de la influenza de tipo A, comúnmente llamado virus de la gripe. (N. del e.)

3 . La gripe de 1918, llamada «gripe española» y que causó una pandemia, fue especial porque cambió un poco las tornas. Por lo general, la gripe mata sobre todo a niños pequeños y adultos mayores, pero, en este caso, sucedió lo contrario. Si eras un adulto sano en la flor de la vida, era más probable que murieses a causa de la gripe española. La enfermedad se cebó más con las personas sanas porque trastocó su sistema inmunitario e hizo que perdiera toda su contención, lo que provocó una tasa de mortalidad general de alrededor del 3 por ciento.

4 . El nombre de «gripe española» no se debió a que se originara en España. Según los investigadores, lo más plausible es que el primer brote se produjera en Estados Unidos, y que fueron los soldados estadounidenses que lucharon en Francia en la Primera Guerra Mundial quienes la trajeron a Europa. Ocurrió que los países involucrado en la guerra censuraron la información sobre esa pandemia para evitar crear alarma social, desmoralizar a las tropas y dar información sensible a los enemigos. Pero no ocurrió así en España, que era país neutral, donde la prensa sí se hizo extenso eco de la enfermedad pandémica y las muertes que ocasionó. Fue por esa amplia cobertura y esa transparencia por lo que pareció que era España el principal país afectado, lo que motivó que se la llamara «gripe española». (N. del e.)

5 . Con los virus hemos entrado de verdad en el mundo íntimo y alucinante de la bioquímica. Las células están hechas de millones de partes movidas por miles de procesos simultáneos, en una danza intrincada y maravillosa que llamamos vida. Los virus interfieren aquí de formas asombrosamente complejas. Si tuviésemos que entrar en detalles, nos encontraríamos con proteínas y moléculas víricas con unos nombres terribles, como vRNP, complejos de polimerasa vírica como PB1, PB2 o PA, proteínas de membrana viral HA, NA o M2 o polipéptidos como HA1 y HA2. Estas cosas son fascinantes, pero también requieren una explicación de varias páginas sobre el funcionamiento interno de las células y sobre cómo las partes virales interactúan con ellas y las manipulan. Es sólo una capa de complejidad innecesaria para entender los principios que entran en juego aquí. Sólo necesitas recordar una cosa: el virus está llevando a cabo una toma hostil de tu maquinaria celular.

6 . Ya que hablamos de millones de células del cuerpo infectadas, ¿qué significa esto para ti, en un sentido práctico? ¿En qué parte están tus pulmones infectados en este momento? ¿Cuál es el tamaño de un millón de células epiteliales infectadas? Un millón de células epiteliales infectadas miden aproximadamente 1,2 centímetros, alrededor de la mitad de la superficie de una moneda de 1 céntimo de euro. En total, la superficie pulmonar es de cerca de 70 metros cuadrados, un poco menos que una cancha de bádminton. Por tanto, en realidad, sólo hay una pequeña parte de tus pulmones infectada en este momento. Aunque vuelve a dar miedo si recuerdas lo pequeña que es una célula y la rapidez con que todo esto creció prácticamente desde la nada. Si se permitiera que el virus creciera a ese ritmo, todo el pulmón estaría infectado al cabo de muy poco tiempo, y tú estarías muerto.

7 . Vale, de acuerdo, eso es un poco injusto. No todas las bacterias son unas torpes idiotas, y muchas bacterias patógenas tienen estrategias ingeniosas para esconderse y atacar con fuerza en el momento oportuno. Una estrategia muy buena es la llamada «percepción de quorum ». En resumen, esto significa que las bacterias patógenas invaden un tejido, pero son muy discretas. Es como si se controlaran a sí mismas y su metabolismo mientras se dividen, regulando a la baja toda clase de productos metabólicos (la caca de las bacterias) y ocultando sus armas peligrosas que podrían delatarlas ante el sistema inmunitario. Lo hacen esperando una señal química que les diga que ataquen en el momento oportuno. Cuando se alcanza una masa crítica, de pronto y de golpe dejan de actuar con secretismo. Ahora ya no son una pequeña amenaza que se pueda sofocar fácilmente, sino un formidable ejército que, al unísono, pierde toda su contención. Si se hubiesen comportado así desde el principio, habrían sido atacadas y probablemente asesinadas de inmediato. De modo que sí: la percepción de quorum es genial y las bacterias tienen más de una estrategia.

1 . Las células dendríticas plasmocitoides tienen uno de esos horribles nombres de la inmunología que no son de ninguna ayuda. Una característica del sistema inmunitario es que posee muchas subclases de células. Así, hay un montón de células dendríticas distintas, un montón de macrófagos diferentes, etc. La cuestión es que esto, en realidad, no importa. Sería mucho mejor que la célula dendrítica plasmocitoide se llamara «célula de la guerra química», «célula de alerta antiviral» o cualquier cosa excepto su nombre real, porque todos estos nombres la describirían mejor. Lo arreglaremos no volviendo a mencionar esta célula una vez explicada aquí, porque, por un lado, es demasiado genial que tengas una célula especial para la guerra química antiviral como para no mencionarla, pero, por el otro, resulta confuso que haya «células dendríticas» especiales con trabajos completamente distintos de los de las células dendríticas normales de las que tanto hemos aprendido. De modo que, una vez que hayamos terminado de hablar sobre ello aquí, todos podremos morirnos perfectamente sin saber más detalles al respecto.

2 . ¿Por qué pierdes el apetito cuando estás enfermo? Bueno, puedes echarle la culpa a la avalancha de citoquinas que libera el sistema inmunitario. Las citoquinas indican al cerebro que se está llevando a cabo una defensa importante, para la que el cuerpo necesita conservar energía. Como te podrás figurar, movilizar a millones o a miles de millones de células para el combate es una operación que requiere muchos recursos. Para digerir alimentos también se necesita mucha energía, de modo que, al detener ese proceso, el sistema se puede concentrar en la defensa. También reduce la disponibilidad de ciertos nutrientes en la sangre que a los invasores les encantaría tener en sus patógenas manitas. Esto no significa que se deba combatir una enfermedad por medio de la inanición. No digerir nada es una estrategia temporal, no una solución a largo plazo, y, para las personas con enfermedades crónicas, la falta de apetito puede dar lugar a una peligrosa pérdida de peso. De modo que, si te entra hambre de nuevo, puedes comer algo para reponer tu almacén de energía.

3 . Muchas sustancias distintas pueden ser pirógenos, desde ciertos interferones hasta moléculas especiales liberadas por macrófagos activados a las paredes celulares de las bacterias. Pero, al final, sólo necesitas recordar una cosa: las células inmunitarias innatas liberan unas sustancias llamadas pirógenos para ordenarle al cerebro que aumente el calor del cuerpo.

4 . Bien, hablemos de uno de los premios Nobel de Fisiología o Medicina más extraños, y de lo inquietante que era el pasado y lo estupendo que es el presente. La sífilis es una enfermedad de transmisión sexual causada por la bacteria espiroqueta. Sus posibles síntomas son terribles y espeluznantes; si quieres pasar un mal rato, busca algunas fotos en internet. Una de las posibles últimas etapas de la enfermedad es la neurosífilis, una infección del sistema nervioso central. Los pacientes afectados suelen sufrir meningitis y daños cerebrales progresivos. Lo que hacía la experiencia aún más desagradable eran los problemas mentales, desde la demencia hasta la esquizofrenia, la depresión, la manía o el delirio, todos causados por los estragos de la bacteria. En definitiva, es justo decir que los pacientes afectados lo pasaron muy muy mal, y que, al final, morían sin que los médicos pudiesen ayudarlos más allá de intentar paliar su sufrimiento. No obstante, observaron que, en algunos casos, los pacientes que sufrían fiebres muy altas no relacionadas se acababan curando. De modo que, naturalmente, algunos médicos empezaron a experimentar con la piroterapia, un tratamiento consistente en provocar la fiebre, e inocularon la malaria a pacientes de sífilis. Esto parece terrible al principio, pero era un riesgo bastante aceptable: los pacientes iban a morir de todos modos, y entonces ya había tratamientos para la malaria. La malaria fue la principal candidata porque provocaba fiebres altas durante un largo y sostenido período, y prácticamente achicharraba a la bacteria de la sífilis, que no podía soportar el calor. De hecho, el tratamiento era tan eficaz que fue galardonado con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1927. La aparición de los antibióticos dejó obsoleto este tratamiento en la década de 1940, y lo convirtió en una de las grandes notas al pie de la historia de la medicina.

5 . Éste parece ser el caso en la mayoría de los animales. Por ejemplo, las lagartijas mantenidas en terrarios con temperaturas más altas eran más propensas a sobrevivir a una infección que las lagartijas mantenidas en ambientes más fríos. Y se han realizado diversos experimentos similares con peces, ratones, conejos e incluso con algunas especies vegetales. Transformar el cuerpo en un ecosistema caliente parece ser una buena estrategia defensiva contra los intrusos del micromundo. Curiosamente, a diferencia de nosotros, los mamíferos, los animales que no pueden regular su temperatura corporal, llamados «animales ectotérmicos», o «de sangre fría», como los lagartos y las tortugas, tienen fiebre conductual. Eso significa que, si sus células inmunitarias liberan ciertas citoquinas, buscan un lugar cálido, como una roca que ha estado al sol mucho tiempo, y descansan allí un rato. Básicamente, se asan para aumentar su temperatura corporal hasta un punto en que los patógenos de su interior lo pasen fatal.

6 . ¿Sabes de esa gente que aprovecha momentos como éste para tomar aire bruscamente y después hacerte saber que nunca se ponen enfermos, aunque no les hayas preguntado? ¿O que dicen que hace años que no se ponen enfermos porque... [rellénese con una razón sin sentido]? Puedes estar seguro: todo el mundo se pone enfermo; las infecciones por resfriado común pueden ser bastante leves, y, por otro lado, sólo nos acordamos selectivamente de los momentos en que nos sentimos bien. La mejor manera de reaccionar ante este tipo de arrebatos es asentir cortésmente y cambiar de tema.

1 . ¿Qué es una proteína anormal, te preguntas? Por ejemplo, ciertas proteínas se producen sólo cuando eres un embrión en el útero materno. Algunas de estas proteínas permiten que las células embrionarias crezcan y se dividan rápidamente, lo cual necesitas en esta temprana etapa de la vida, pero te perjudica cuando eres adulto. Las instrucciones de construcción de estas proteínas siguen formando parte del ADN de las células adultas, aunque ya no se utilicen. Hay una biblioteca entera de proteínas como éstas, y su presencia en cualquier cosa que no sean embriones indica al sistema inmunitario que algo va mal. De modo que, técnicamente, estas proteínas no son defectuosas, porque al tumor le funcionan, pero sin duda son anormales y, por tanto, una señal de peligro para el cuerpo.

2 . Oye, ¿qué tal una excepción inmediata? Hay un tipo de célula en el cuerpo que necesita moléculas CMH de clase II: las células profesoras del timo, porque las necesitan para educar a las células T colaboradoras y asegurarse de que puedan identificar correctamente a las moléculas CMH de clase II.

1 . Otra forma en que la célula dendrítica puede activar una célula T asesina es siendo infectada por el propio virus. Al igual que una célula normal, la célula dendrítica presenta muestras del virus en sus moléculas CMH de clase I, y le dice al sistema inmunitario adaptativo: «Mira, hay un patógeno que infecta a las células, incluso a mí. Moviliza a las fuerzas especiales para este tipo de enemigo». Con el fin de aumentar la probabilidad de que eso suceda, las células dendríticas que detectan la guerra química desencadenada por las infecciones víricas producen escaparates en masa, para volverse supertransparentes.

2 . También llamadas linfocitos citolíticos naturales y células NK, del inglés natural killer . (N. del e.)

1 . Con la excepción, naturalmente, de los glóbulos rojos, que, como dijimos antes, son las únicas células del cuerpo que no tienen receptores CMH de clase I (escaparates). Esto es lo que ocurre con la malaria: el parásito Plasmodium infecta los glóbulos rojos, y las células asesinas naturales no pueden verificarlos en busca de escaparates, por lo que necesitan recurrir a otra cosa para combatir la infección.

1 . Si la fiebre alcanza los 40 °C, se vuelve peligrosa para los seres humanos, y se debe acudir a un médico de inmediato. En torno a los 42 °C, el cerebro comienza a sufrir daños, pero es muy raro que eso pase, y casi nunca es un efecto secundario de la enfermedad, ya que, por lo general, el cuerpo evita calentarse demasiado.

2 . ¡Oye, ya toca una excepción! Sí, tienes ribosomas similares a los de las bacterias en casi todas tus células. Recuerda que tus mitocondrias —las centrales de energía de la célula— fueron antiguas bacterias en el pasado. Como han conservado su propio ribosoma, la tetraciclina también puede trastocarlas, lo cual no es bueno y provoca efectos secundarios bastante desagradables. Es una razón más por la que necesitamos un conjunto diverso de antibióticos.

1 . Aunque esto pueda parecer fácil y directo, no lo era. Aún hicieron falta una campaña de vacunación mundial y más de doscientos años para doblegar la viruela. Hoy en día, la viruela sigue siendo el primer y por desgracia único patógeno humano que la humanidad ha erradicado por completo. La viruela ya no está presente en la naturaleza y sólo está almacenada de manera segura — y así seguirá, con suerte— en dos laboratorios, uno en Estados Unidos y otro en Rusia.

2 . La probabilidad de que mueras por la mordedura de una serpiente en Australia es, en realidad, bastante baja. Sólo alrededor de tres mil personas son mordidas por serpientes cada año, y de ellas mueren dos, en promedio. Aun así, en este continente hay demasiados bichos venenosos, y, por muchas estadísticas del mundo real que haya, no me van a convencer de lo contrario.

3 . ¿Estás listo para una cosa supergenial que también es supermala? Con todo lo que hemos aprendido sobre las proteínas, los antígenos y todo eso, ¿cómo es posible que al sistema inmunitario no le importe obtener anticuerpos de una especie completamente distinta? Bien, aquí va un dato curioso: sí le importa, y, de hecho, se indigna mucho con la repentina inundación de proteínas de caballo o de conejo. De modo que, aunque el antisuero funcionará bien la primera vez, a la segunda podrías ser inmune, porque tu cuerpo podría producir anticuerpos contra los anticuerpos de un caballo o un conejo. Éste es uno de esos casos en que al sistema inmunitario no se le ocurrió que la medicina moderna pudiera presentar soluciones creativas como inyectar veneno en un caballo y luego usar su sangre para nosotros. Parece razonable, así que no podemos enfadarnos mucho con el sistema inmunitario en este caso.

1 . Una pregunta natural en este momento es: ¿cómo funcionan los tratamientos contra el VIH? Bueno, sin entrar en demasiados detalles, los mecanismos se basan más o menos en atacar y bloquear, o ralentizar, las diferentes etapas de desarrollo del virus, de modo que la infección por VIH no pueda convertirse nunca en sida. Sin embargo, la pregunta más interesante es: ¿por qué tenemos medicamentos que no funcionan contra la gripe, pero sí algunos tratamientos contra el VIH? (Bueno, vale, en realidad tenemos una vacuna muy segura y eficaz contra la gripe, que se vuelve a desarrollar cada año para adaptarla a la rápida mutación del virus. Sólo que, por alguna razón, no hay muchas personas que se vacunen contra la gripe.) Bien, la respuesta es un poco deprimente: atención y dinero. Es fácil olvidar que hubo una vez una pandemia de VIH muy impactante y aterradora. En 2019 aún había alrededor de treinta y ocho millones de personas infectadas en todo el mundo. Cuando surgieron el VIH y el sida, el establishment entró en pánico, lo que dio lugar a una insólita cantidad de recursos y atención. La humanidad quería obtener resultados, y rápido (de paso, los inmunólogos aprendieron muchas cosas nuevas sobre el sistema inmunitario). Y los obtuvimos, y el sida dejó de ser una enfermedad mortal para ser una crónica, y quizá algún día podamos acabar con ella para siempre. Se pudieron observar cosas parecidas con las vacunas contra la COVID-19, cuya elaboración incluso batió récords de velocidad. Al final, parece ser una cuestión de qué valor le atribuimos a una cura y lo desesperados que estamos por ella. Esto atestigua una vez más que los seres humanos podríamos resolver todos nuestros grandes problemas con un mejor sentido de las prioridades.

1 . Es muy probable que algunas personas que estén leyendo estas páginas hayan vivido una experiencia un poco parecida. Algunas más habrán tenido experiencias desagradables, pero sin riesgos mortales. La alergia al marisco es la más común de carácter alimentario que los adultos pueden desarrollar súbitamente, pero hay muchas otras cosas a las que uno se puede volver alérgico de pronto, desde la leche y las nueces hasta la soja, el sésamo, los huevos o el trigo. Las alergias son un asco.

2 . Vaya, toca señalar un gran PERO . Lo que estamos explicando aquí es el caso «normal» del funcionamiento de las alergias. Te encuentras con un alérgeno por primera vez, el sistema inmunitario se carga, te lo encuentras por segunda vez y, ¡bum!: una reacción alérgica. Pero ¿qué pasa en los casos como el de la introducción, donde la pobre persona de repente ya no puede disfrutar de su plato favorito, las «arañas» del océano? Bien, aquí va un dato curioso: todavía no lo sabemos con exactitud. Las alergias al principio de la edad adulta son un poco misteriosas, lo cual es un poco aterrador, si se tiene en cuenta las muchas personas que se las encuentran en su vida. Yo mismo me llevé la alegría de ser trasladado de urgencia al hospital con una nueva alergia sorpresa a algo que llevaba años comiendo, así que me gustaría mucho saber cómo funciona. Pero sí: ahora tienes que vivir con la información de que las personas pueden, de pronto y sin previo aviso, volverse alérgicas a algo que han comido toda su vida.

1 . Por desgracia, como las plagas de gusanos parásitos se correlacionan con la pobreza y el escaso desarrollo infraestructural, existe otro problema adicional. Si sufres de desnutrición, un gusano parásito es para ti un problema mayor que si estás bien alimentado. Y es lógico, porque, fundamentalmente, el gusano está dentro de ti porque quiere robarte los nutrientes. Si tienes problemas para conseguir suficientes calorías para ti mismo, que haya inquilinos en tu cuerpo que no pagan el alquiler puede debilitar gravemente todo el sistema. Por tanto, son las personas menos afortunadas las que más sufren por estos parásitos.

2 . Bueno, en realidad, aún están muy extendidas, pero no en los países desarrollados.

1 . Lo que es en general preocupante de estos llamamientos al naturalismo es la idea misma de que lo natural es en cierto modo mejor. A la naturaleza no le importáis tú ni ninguna persona en absoluto. El cerebro, el cuerpo y el sistema inmunitario se han construido sobre los huesos de potenciales antepasados que no fueron lo bastante rápidos para escapar de un león, que murieron por una infección leve o simplemente fueron menos hábiles para extraer los nutrientes de su comida. La naturaleza nos ha dado unas «encantadoras» enfermedades como la viruela, el cáncer, la rabia y los gusanos parásitos que se dan un festín con los ojos de tus hijos. La naturaleza es cruel y no mira en absoluto por ti. Nuestros antepasados lucharon con uñas y dientes para construir un mundo distinto para ellos, un mundo sin todo ese sufrimiento, dolor y terror. Y, por tanto, debemos celebrar y admirar el enorme progreso que hemos logrado como especie. Aunque, como es obvio, aún nos queda un largo camino que recorrer y el mundo moderno tiene muchos inconvenientes, la idea de que «lo natural es mejor» sólo la pueden afirmar quienes no viven en la naturaleza y se han olvidado de por qué nuestros antepasados se esforzaron tanto por escapar de ella.

1 . Es necesario mencionar esto en alguna parte del libro, y podría ser aquí. Ten cuidado con los titulares sobre cualquier tema relacionado con la salud donde se aluda a los llamados «modelos animales». Sí, es de vital importancia probar los fármacos en animales, pero, como era de esperar, los animales y los seres humanos son diferentes. Sí, hemos conseguido ratones con un sistema inmunitario que casi es un reflejo del nuestro; sí, tenemos monos, como los macacos, que viven en una rama evolutiva no muy alejada de la nuestra, pero no dejan de ser organismos completamente distintos. Hay todo tipo de fármacos que curan a los ratones, prolongan su vida y otras cosas, pero que no tienen ningún efecto en humanos; o peor aún: que son peligrosos e incluso mortales para nosotros. De nuevo, esto no quiere decir que estos experimentos no sean de vital importancia. Se ha adquirido un conocimiento muy valioso a través de los modelos animales. Sin embargo, en lo relativo a medicamentos y curas, todo puede ser distinto una vez que son administrados a humanos. Por tanto, si oyes alguna noticia sobre un fármaco asombroso, asegúrate de verificar si la emoción se basa en ensayos en humanos o si aún se encuentra en una fase anterior, sólo probado en animales.

1 . Esto es un problema en profesiones muy exigentes para el cuerpo, como las unidades de élite de las fuerzas especiales del ejército o los atletas y deportistas de competición. Una desventaja de este tipo de trabajos es un nivel más alto de cortisol y más bajo de anticuerpos y citoquinas importantes.

1 . Existe el mito de que tu actitud es fundamental cuando se intenta sobrevivir al cáncer. La idea general es que, si mantienes y muestras una actitud positiva, activarás alguna fuerza mística en el sistema inmunitario y le permitirá superar la enfermedad. Y a la inversa: una actitud muy negativa puede tener el efecto contrario y dificultarle al cuerpo vencer la enfermedad, o incluso puede haberla causado. Al margen de cuál sea el origen de la idea de que tu actitud afecta a tus posibilidades de sobrevivir al cáncer, décadas de investigación han mostrado, con un altísimo grado de certeza, que tu actitud no tiene ningún efecto sobre tus posibilidades de sobrevivir al cáncer. Tu sistema inmunitario no mejora o empeora por arte de magia en la lucha contra el cáncer si te sientes positivo y feliz. Aun así, este mito está cobrando fuerza, ya que apela a nuestra cultura de la potenciación y la voluntad personal, y es difundido por muchas personas bienintencionadas. Sin embargo, aparte de que no existe ninguna ciencia sólida que demuestre tal relación, es terrible decirle a alguien con cáncer que su actitud es importante y que debe ser positivo, porque esto provoca dos cosas. Por un lado, sitúa la responsabilidad de curarse y sobrevivir al cáncer en la persona enferma. Esto conlleva que, si no gana la lucha y se ha enfrentado al más grave de los resultados, es culpa suya; que, si hubiese sido más positiva y optimista —sin importar cómo se sintiera en realidad—, podría haberse salvado. Eso es una carga terriblemente injusta para alguien que está luchando contra esta enfermedad. La otra razón es que la quimioterapia, las cirugías y la radioterapia no son, en verdad, una gran experiencia. Y cuando se le dice a alguien que debe ser positivo para recuperarse, se le está diciendo que no se le permite sentirse como se siente. Sin embargo, expresar lo mal que te encuentras, pedir que te escuchen y que te den cariño es importante, porque puede ayudarte a lidiar con unas fuertes emociones negativas, provocadas por el miedo y lo desagradables que son los tratamientos que tienes que soportar. Ser más positivos, mantener una buena actitud ante la vida y sus dificultades hace que tu vida sea mejor. No importa si estás enfermo o no, si tienes más sentimientos positivos y optimistas: te sentirás mejor. Eso puede reducir el estrés, lo que a su vez puede reducir la influencia negativa sobre tus defensas inmunitarias. De modo que es bueno mantener una actitud positiva cuando estás enfermo. Varios estudios han demostrado que una actitud positiva durante el tratamiento del cáncer contribuye a tu bienestar mental. Puede hacer que la experiencia sea mucho menos mala. Y que sea menos mala es algo muy bueno durante la quimioterapia.

1 . Severe acute respiratory syndrome coronavirus 2 . En español, las denominaciones técnicas quizá más precisas son «coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave 2» (CoV-SRAG-2) y «coronavirus 2 del síndrome respiratorio agudo grave» (CoV-2-SRAG); pero se ha impuesto mayoritariamente el uso de la sigla inglesa SARS-CoV-2, que es la que usamos en esta edición. (N. del e.)

2 . En inglés, Middle East alude a Oriente Próximo (ámbito diferente, en español, a Oriente Medio); pero, por un vicio de traducción, se asentó el nombre de «síndrome respiratorio de Oriente Medio». (N. del e.)

3 . Un recordatorio de lo que aprendimos antes: una de las muchas razones por las que algunas personas pueden lidiar mejor que otras con el coronavirus es la variabilidad genética y las diferencias en las moléculas CMH o en los receptores de tipo toll, lo que hace que el sistema inmunitario difiera ligeramente entre una persona y otra. Algunos sistemas inmunitarios se enfrentan con más eficacia al virus, y otros, por desgracia, lo hacen muy mal. Por tanto, si oyes en los medios que hay jóvenes aparentemente sanos que sufren casos graves de COVID-19, e incluso mueren, esto conforma uno de los factores. Nunca sabemos contra qué es más eficaz nuestro propio sistema inmunitario hasta que se lo pone a prueba.

4 . Una de las muchas razones por las que la obesidad es tan poco saludable es que el tejido graso produce una gran cantidad de citoquinas inflamatorias. De modo que, incluso en un buen día, una persona obesa tiene muchas señales inflamatorias en su sistema. Cuando se contagian del coronavirus, por ejemplo, parten de una situación peor: ya están más inflamados de lo que deberían.

Inmune: un viaje al misterioso sistema que te mantiene vivo Philipp Dettmer No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47 © del diseño de la portada: adaptación de Sylvia Sans de un diseño original de Philip Laibacher © Philipp Dettmer, 2021 © de la traducción: Verónica Puertollano, 2022 © Centro de Libros PAPF, SLU., 2012, 2022 Deusto es un sello editorial de Centro de Libros PAPF, SLU. Av. Diagonal, 662-664 08034 Barcelona www.planetadelibros.com Primera edición en libro electrónico (epub): abril de 2022 ISBN: 978-84-234-3374-2 (epub) Conversión a libro electrónico: Realización Planeta

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apuntan la evolución de la sociedad y los mercados. Señales es el resultado de un riguroso trabajo de análisis y evaluación de series de datos sobre demografía, desarrollo tecnológico, finanzas e inversiones, medio ambiente, consumo o geopolítica. Una guía inestimable, llena de infografías y paneles visuales, para orientarnos en una sociedad cada vez más compleja y poder afrontar con garantías los retos de la próxima década. Cómpralo y empieza a leer

Cómo confeccionar nóminas y seguros sociales 2022 Ferrer López, Miguel Ángel 9788423433957 528 Páginas Cómpralo y empieza a leer La confección de los recibos de salarios, la subsiguiente liquidación de las cuotas a la Seguridad Social, así como la declaración e ingreso de retenciones por IRPF suponen un conjunto de operaciones laboriosas y

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Principios Dalio, Ray 9788423430079 608 Páginas Cómpralo y empieza a leer En 1975, Ray Dalio fundó Bridgewater Associates desde su pequeño apartamento de Nueva York. Cuarenta años después, Bridgewater es la quinta compañía privada más importante de Estados Unidos (Fortune) y ha

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