Infierno y Paraiso - Jacinto Choza

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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INFIERNO Y PARAÍSO EL MÁS ALLÁ EN LAS TRES CULTURAS

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Colección Taxila Dirigida por Ignacio Gómez de Liaño

TÍTULOS PUBLICADOS

Cuentos de la dinastía Tang. Ciento setenta poemas chinos. Simbolismo en el arte hindú, Vicente Merlo. Gita Govinda, Jayadeva. Los consejos de la celestina, Damodara Gupta. El jardín de los monstruos, Michael Yevzlin. El arte de la guerra, Sun-zi. La autoluminosidad del Âtman. Aproximación al pensamiento hindú clásico, Vicente Merlo. De la perfección de la sabiduría. Textos breves prajñaparamita. Tiempo cíclico y gnosis ismailí, Henry Corbin., Infierno y paraíso. El más allá en las tres culturas, Jacinto Choza y Witold Wolny (Eds.).

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JACINTO CHOZA y WITOLD WOLNY (Eds.)

INFIERNO Y PARAÍSO EL MÁS ALLÁ EN LAS TRES CULTURAS

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BIBLIOTECA NUEVA

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Cubierta: A. Imbert

Edición digital, marzo de 2014 © Jacinto Choza y Witold Wolny, 2014 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2014 Almagro, 38 28010 Madrid ISBN: 978-84-16169-54-2

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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ÍNDICE

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INTRODUCCIÓN CAPÍTULO

PRIMERO.

INFIERNO Y PARAÍSO EN Antonio Antón Pacheco 1. El mal en la cultura irania 2. La escatología individual 3. La escatología universal 4. Una metafísica del dualismo

EL MAZDEÍSMO Y EN EL MANIQUEÍSMO,

José

CAPÍTULO II. SAN AGUSTÍN Y LA HISTORIA DEL INFIERNO CRISTIANO, Jacinto Choza 1. El infierno en las cosmologías primitivas 2. Elaboraciones cristianas del infierno. De Agustín a la escolástica 3. La escisión entre escatología y cosmología 4. Claves de las concepciones contemporáneas del más allá CAPÍTULO III. «YO SOY EL QUE SOY». LAS ÚLTIMAS MAIMÓNIDES, Alexander Broadie 1. El sentido de la teología negativa 2. La posibilidad de una teología positiva 3. La existencia de «Yo soy» 4. La esencia de «Yo soy» 5. El que hace ser

REALIDADES EN EL PENSAMIENTO DE

CAPÍTULO IV. LOS

JARDINES DEL PARAÍSO ISLÁMICO. LA IMAGEN DE LA FELICIDAD EN LA CIUDAD HISPANO-MUSULMANA, Victoriano Sainz

1. 2. 3. 4.

El paraíso en la tradición bíblica La singularidad del paraíso islámico El Islam y la ciudad Los jardines islámicos de Al-Andalus

CAPÍTULO V. LA FÍSICA DE LA INMORTALIDAD, Ignacio Salazar 1. La inmortalidad y la física. Las tesis de Tipler 2. Alcance y límites de la comprensión científica 3. Los problemas latentes 4. La ontología de nuestro tiempo 5. Imaginación, especulación y utopía 8

CAPÍTULO VI. 1. 2. 3. 4. 5.

EL CIELO. UNA REFLEXIÓN CONTEMPORÁNEA, Javier Hernández-Pacheco Los sentidos de la salvación en la cultura cristiana Voluntad de lo eterno El amor y la muerte El paraíso y el superhombre Un final que se puede querer

BIBLIOGRAFÍA

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INTRODUCCIÓN

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El más allá ha sido en todas partes un ámbito de referencia común, en la medida en que los ritos funerarios han constituido desde siempre una dimensión relevante en la vida de todas las sociedades. Las prácticas religiosas relacionadas con los difuntos o con los antepasados ponían a los seres humanos en comunicación con la otra vida, con el otro mundo, y ese otro mundo quedaba ya prefigurado de alguna manera por el tipo de ritos celebrados en cada sociedad. A veces, la elaboración teórica era una consecuencia, un corolario de tales prácticas religiosas; a veces las prácticas religiosas adquirían nueva vitalidad a partir de las propuestas teóricas, y a veces las prácticas y las elaboraciones teóricas se mantenían y se renovaban con independencia unas de otras. Platón y san Agustín son los padres del más allá filosófico-teológico, mientras que Virgilio y Dante lo son del más allá popular. Sus propuestas han tenido en nuestra cultura occidental una vigencia que ha durado hasta principios del siglo XX, pues aunque después de ellos se han formulado otras, las suyas hacían casi siempre de falsilla o de armazón sobre el que se apoyaban las posteriores. Sin embargo, a lo largo del siglo XX se debilitan y en cierto modo se disuelven esas propuestas, hasta el punto de poderse decir que «la vida eterna se ha convertido en un lugar desconocido o en un estado de vaga identidad» 1. El más allá sigue estando igual de presente que antes en las prácticas funerarias, pero los ritos funerarios se diversifican y secularizan según las exigencias de sociedades con un nivel de concentración, una densidad de población y una diversificación cultural jamás conocidas antes por sociedad alguna. Cabría esperar una proliferación de propuestas filosóficas y teológicas en consonancia con las nuevas formas de sociedad y con la diversificación cultural, pero no ocurre así. No es que no se hagan o que desaparezcan las que ya existen, es que no adquieren vigencia social. La afirmación de Colleen McDanell y Bernhard Lang sobre la vida eterna como lugar desconocido se basa en amplias muestras sociológicas. Las religiones mantienen sus propuestas sobre el más allá, y más del 80 por 100 de los cristianos cree en la otra vida, pero no son capaces de aceptarla según las pormenorizadas formulaciones religiosas que hay de ella. Esas formulaciones pertenecen a períodos culturales que no son el nuestro y se corresponden con ellos. Son el reflejo de sociedades del pasado, y quedan como sus fósiles cuando ellas desaparecen2. Esos fósiles hablan muy claramente de cómo eran las sociedades pasadas, pero no alcanzan a ser propuestas en correspondencia con nuestra sociedad, ajustadas a ella. En ese sentido puede decirse que nuestra cultura está desprovista de cobertura escatológica con vigencia social. En este contexto el III Seminario de las Tres Culturas ha buscado, en primer lugar, las raíces comunes al infierno hebreo, al cristiano y al musulmán, en las formulaciones persas, y en concreto en el mazdeísmo y el maniqueísmo. En efecto, asomarse a esas elaboraciones iranias ilustra amplia y sorprendentemente sobre lo que el cristianismo occidental ha creído durante tantos siglos. 11

En segundo lugar, el infierno cristiano, tal como ha tenido vigencia en el mundo occidental, es principalmente de manufactura agustiniana, y a ese punto se le ha dedicado también la atención adecuada. San Agustín es el que con más detalle elabora la concepción cosmológica del infierno, y esa concepción entra en crisis cuando quiebran la geografía y la cosmología antiguas. El cielo y el infierno son lugares, y hay que situarlos espacialmente. Por eso la geografía y la cosmología han tenido siempre algo que decir sobre el más allá. La geografía y la cosmología modernas no permiten una tematización del infierno ni del cielo, y por eso en la modernidad se esboza el tránsito de la concepción cosmológica a la concepción antropológica del infierno y del cielo. No obstante, la cosmología contemporánea permite de nuevo una tematización de los dos ámbitos que es aprovechada por el arte, la ciencia y la teología contemporáneas. Dentro de la tradición judía, Maimónides aparece como figura en la que culmina la cultura medieval y como punto de referencia constante para el pensamiento posterior, que ejerce un influjo permanente a pesar de que no hay en el judaísmo formulaciones dogmáticas ni autoridades exegéticas oficialmente proclamadas. En Maimónides se pone de manifiesto, particularmente en la interpretación que hace de él uno de los especialistas de mayor reconocimiento internacional, hasta qué punto el judaísmo concentra todo su esfuerzo e interés en comprender y acatar las normas que Dios ha dado a su pueblo para comportarse en esta vida, prescindiendo de cualquier elucubración sobre la otra. En la tradición islámica, en la que al igual que en el judaísmo tampoco hay dogmas ni autoridades intelectuales oficialmente proclamadas, la imagen del paraíso se encuentra, además de en las leyendas, en las elaboraciones teológicas y en los escritos místicos, en el arte y especialmente en la arquitectura y la jardinería. En este sentido, la arquitectura y la jardinería islámicas, especialmente la de Al-Andalus, son auténtica teología. En esos palacios y jardines es donde los fieles se acercan más al paraíso y lo experimentan de un modo más certero. Por último, en el occidente cristiano contemporáneo hay propuestas del paraíso que se elaboran desde concepciones cosmológicas y desde concepciones antropológicas. Desde el punto de vista cosmológico, F. J. Tipler, en su libro La física de la inmortalidad, propone un modelo de universo según la física actual, en el cual la inmortalidad del alma y la vida en el más allá no solamente son posibles, sino incluso requeridas para la constitución del universo mismo. No es el primer modelo teórico de universo contemporáneo formulado en esos términos, pues ya Teilhard de Chardin hizo una propuesta en esa línea a mediados del siglo XX, pero sí es el último del siglo y probablemente el más completo y documentado científicamente. Para terminar, se formula una concepción del cielo cristiano en clave nietzscheana. Se puede pensar que el cielo es la plenitud de la vida, y que esa vida, si realmente es vida, no puede ser sino la que conocemos aquí y ahora. La afirmación de esta vida según sus exigencias más propias es lo que mejor permite atisbar la otra como recuperación definitiva de los momentos de plenitud de ésta. Ése es el contenido de este pequeño volumen, que en su brevedad ofrece una 12

panorámica viva sobre una cuestión de permanente actualidad y vigencia, el más allá, en los términos que resultan más elocuentes para los hombres de las sociedades occidentales. Dejamos aquí constancia de nuestra gratitud a los ponentes y participantes en el III Seminario de las Tres Culturas, así como a los colaboradores del grupo de investigación Equipo de Filosofía de la Cultura, Eva Pachón, Pablo Gutiérrez y Tania Maestre, que han hecho posible que aquel trabajo llegase a culminar en este fruto. JACINTO CHOZA y WITOLD WOLNY

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CAPÍTULO PRIMERO INFIERNO Y PARAÍSO EN EL MAZDEÍSMO Y EN EL MANIQUEÍSMO 1. EL MAL EN LA CULTURA IRANIA

A nadie se le debe ocultar la enorme dificultad que supone abordar un tema como el del título. Esa dificultad viene dada no sólo ya por el tema en sí, sino porque todo lo que afecta al ámbito iranio se nos presenta arduo y complejo. Una gran cantidad de religiones, lenguas, culturas, tradiciones y concepciones se entrecruzan en el deslinde de cualquier cuestión que afecte al mundo iranio. Tratar el mazdeísmo o el maniqueísmo significa tener que hablar, por ejemplo, también del zurvanismo, del mitraísmo e incluso del mandeísmo (para el caso maniqueo). A esto hay que añadir la posibilidad de enfocar el tema del que se trate ya desde una perspectiva sincrónica o sistemática, ya desde una perspectiva diacrónica o histórica. Si además tenemos en cuenta las múltiples influencias que se ejercen a lo largo del transcurrir del tiempo, el panorama se complica todavía más. Ahora bien, a pesar de todas estas dificultades que tan someramente hemos enumerado, sí es cierta una cosa, y es la permanencia de un sustrato común que unifica todos los fenómenos espirituales que acaecen en el ámbito iranio. Y es que podemos hablar con toda propiedad de una coiné irania (algo que ya intuyó Hans Jonas), que estaría propiciada desde los tiempos mismos de los aqueménidas y que se iría paulatinamente consolidando. Este trasfondo nos permite un acercamiento al problema del infierno y el paraíso en el mazdeísmo y en el maniqueísmo, esto es, un acercamiento a la escatología en Irán1. La cuestión del infierno y del paraíso tiene varios enfoques: uno es la reducción del tema a sus principios fundamentales; otro es su descripción desde el punto de vista de una metafísica de la representación, entendiendo por ello una ontología que se desenvuelve no en conceptos, sino en imágenes y representaciones, una ontología que acaece, pues, no sólo en el ámbito de lo intelectual, sino también y sobre todo en el ámbito de lo imaginal. En este sentido el infierno es una representación de la ontología del mal, la forma mítica de concebir el mal (sin que con esto queramos decir que una forma mítica es inferior a una forma conceptual). Por tanto, el tema del infierno trata del mal y de la representación del mal. En el caso del mundo iranio esto último nos conduce a la reducción de la cuestión a sus principios fundamentales, pues precisamente resulta que el planteamiento del tema del mal se convierte en un principio y en una constante de todo el iranismo, de un elemento de esa coiné de la que antes hablábamos. En efecto, si hay algo que pueda caracterizar de una manera esencial a todas las religiones y filosofías iranias, es la pregunta por el mal: ¿unde malum?, es decir, ¿cómo es posible el mal en un mundo regido por una divinidad sustancialmente buena?, ¿cuál es la causa del sufrimiento y de la deficiencia?, ¿por qué la constante presencia de la negatividad en una realidad que en 14

última instancia depende de un Principio metafísicamente óptimo? Como puede comprobarse, estamos ante el cuestiona-miento propio de toda teodicea natural (en esto se asemeja bastante el pensamiento iranio al pensamiento bíblico, sobre todo al que corresponde a la literatura sapiencial). La primera y más inmediata solución a esta problemática es el dualismo. Y verdaderamente parece que éste es la señal de identidad que siempre acompaña a cualquier concepción de Irán. El bien y el mal, la luz y las tinieblas, la plenitud y la deficiencia, la forma y la materia, Asa (Orden) y Druj (Mentira) son siempre oposiciones que articulan, de manera dramática, la vida y la teoría del mazdeísmo, zurvanismo, maniqueísmo, etc. Ahora bien, aun afirmando la presencia constante del dualismo, éste debe ser también matizado. Es cierto, como decíamos antes, que la especial receptividad para el problema del mal de la conciencia irania aboca al dualismo; pero si por dualismo entendemos un conflicto eterno entre el bien y el mal, o la afirmación de dos Principios absolutos y antagónicos, entonces de ninguna manera mazdeísmo, zurvanismo o maniqueísmo pueden entenderse como dualistas. Intentaremos despejar esta cuestión tan ligada por lo demás a nuestra problemática. Ya hemos dicho, pues, que el antagonismo entre el bien y el mal (luz y tinieblas) y su configuración en imágenes forman la esencia de la metafísica irania. Múltiples consecuencias se pueden extraer de esta afirmación, y de entre ellas destacaríamos la visión escatológica y el activismo espiritual del hombre. Pero vayamos al mazdeísmo. Sabemos que para la religión de Zaratustra el bien está representado por Ahura Mazda (el único dios omnipotente) y el mal por Angra Mainyu. El estricto monoteísmo zoroastriano exige la creencia en un único dios (Ahura Mazda), por lo que de ningún modo puede parangonársele Angra Mainyu (Arimán), que es ciertamente el principio del mal, pero siempre inferior al Principio del bien o Ahura Mazda (Ormuz), pues entre otras cosas Arimán es creado por Ahura Mazda, lo que quiere decir que el mismo mal es en cierto modo accidental y secundario, y tendrá un final. De hecho, en otra fase del desarrollo del mazdeísmo2, la oposición no es tanto entre Ahura Mazda y Angra Mainyu como entre el propio Angra Mainyu y Espenta Mainyu, el Espíritu Benefactor, una especie de hipóstasis de Ahura Mazda que quedaría así como por encima de la dualidad misma, a modo de coincidentia oppositorum. El dualismo no es cosmológico o sustancial, pero responde a una estructura básica y raigal de la realidad y que desde luego condiciona metafísicamente esa misma realidad. Hay otra clase de dualismo en el mundo mazdeo: el que distingue la sustancia espiritual y sutil (menog) de la sensible y densa (getic), pero aquí no se introduce ninguna valoración al respecto3. Ambas sustancias son necesarias en la lucha de Ormuz contra Arimán. Por eso no existe anticosmismo. Pero nos seguimos haciendo la pregunta fundamental: ¿unde malum? Y la respuesta zoroastriana es clara y contundente: debido al libre arbitrio, Angra Mainyu elige y causa el mal; debido al libre arbitrio existen hombres que eligen y causan el mal. El mal siempre proviene de una elección libre. El activismo ético, religioso y metafísico del mazdeísmo procede de esta importancia suma concedida a la libertad. Al ser humano le caben dos opciones fundamentales: luchar al lado de Ormuz y sus ángeles practicando el bien o ponerse al 15

lado de Arimán haciendo el mal. Con respecto a la naturaleza de Arimán, existen muchas opiniones y doctrinas, pero es especialmente interesante la que, citada por Jacques Duchesne-Guillemin, nos proporcionan los libros pahlevíes: «Arimán ni existió nunca ni existirá.» ¿Qué puede significar esta extraña frase? Según el mismo Duchesne-Guillemin, hace referencia a la ausencia de Arimán en la creación, siempre obra del bien. Pero nosotros adelantamos otra interpretación: ¿este «ni existió ni existirá» no pudiera tener el sentido del mal como indeterminación esencial? Arimán, en cuanto negatividad radical, indicaría lo desordenado y amorfo, la pura indigencia ontológica, la pura alteridad. Queda completamente excluida la hipótesis de Arimán como «dios» del mal. La elección es, por tanto, una categoría esencial para la filosofía mazdea y tiene naturalmente unas implicaciones cruciales para la escatología irania. De hecho, de la facultad de elección depende el dualismo mismo entre Espenta Mainyu y Angra Mainyu; por eso el carácter individual, personal y activista de la religiosidad zoroastriana. El ataque de Arimán contra Ormuz supone la irrupción del mal en la existencia toda y su consecuente división en tres grandes momentos: el de antes de la creación; el momento de la creación (gumeschin o mezcla), concebida como un arma contra el poder de las tinieblas; y la victoria final de Ormuz y sus seguidores, momento en el que acontecerá la separación (vicharisn) del elemento sutil (menog) y elemento denso (getic), para finalmente darse la frascar o transfiguración de lo real. Hay aquí, pues, una concepción apocalíptica y escatológica universal, a la que habrá que añadir la escatología individual o destino del alma más allá de la muerte corporal. Precisamente la imagen del infierno se determina a partir del juicio y del premio o castigo que recibe cada alma individual después de la muerte. Por tanto, nos fijaremos ahora en la escatología individual.

2. LA ESCATOLOGÍA INDIVIDUAL

Lo primero que hay que decir al respecto es que para el mazdeísmo el infierno es temporal. Y esto se encuentra en perfecta consonancia con su onto-teología: la eternidad del infierno supondría la victoria o al menos la igualación del mal sobre el bien, de la negatividad sobre la plenitud. Dentro de lo que es la ontología de la representación del mal (el infierno) en el mazdeísmo, asistimos a la confluencia de varias tradiciones, más las aportaciones particulares del propio Zaratustra. Intentaremos dar una síntesis lo más escueta posible de todo ello4. Tres días después de la muerte, el alma abandona el cadáver y accede al mundo del más allá. Cuando llega aquí, lo primero con lo que se encuentra es el puente Chinvat. Para algunas tradiciones, el paso del puente es ya una prueba: el bueno lo atravesará felizmente y el malo (para quien el puente se ha convertido en «el filo de una navaja») caerá en el abismo. Pero, para la tradición más generalizada, una vez que el alma del difunto ha pasado el Chinvat, sufre un juicio (realizado por tres dioses: Mitra, Rasnu y Sraosa) en el que son pesados los méritos y las faltas que ha realizado en la vida terrenal. 16

Si la balanza se inclina hacia los méritos, el alma podrá seguir su camino hacia el Cielo. A la cuestión del destino del alma después de la muerte se le une el tema del viaje celeste, lo que va a determinar gran parte de la escatología irania. Aparece ahora la figura de Daena, especie de ángel femenino o contrapartida celeste (a modo de la Beatriz de Dante o la Nezam de Ibn Arabí)5 que acompañará como guía al alma en el mundo post mortem. Con la figura de la daena nos encontramos con uno de los rasgos fundamentales no sólo de las ideas sobre el más allá, sino también de la misma coiné irania, pues apreciamos aquí uno de los aspectos fundamentales de la metafísica mazdea: la personalización y conversión en imágenes de toda categoría ontológica. En efecto, daena-den representa una gran cantidad de significados, no contradictorios empero entre sí. Esta gravidez de sentidos nos da una idea de la importancia de la noción de daena; importancia no sólo escatológica, sino también metafísica6. Daena parece que procede de la raíz den, que significa religión, y más en concreto, en un contexto mazdeo, religión avéstica. Daena, en cuanto religión (la buena Den, Den i veh en la terminología zoroastriana), posee un valor colectivo y general, pero al mismo tiempo también individual y personal, por lo que cada alma tiene su propia Daena, que es como ha vivido y experimentado la religión misma, como ha elegido ella misma para sí la religión avéstica. Daena es una figura general que se individualiza para cada alma; la relación personal es inseparable de la misma noción de daena. En efecto, la joven y hermosa Daena representa la propia vida virtuosa y religiosa del alma: buenos pensamientos, buenas palabras, buenas acciones. Daena conduce al alma salvada por las regiones celestes: estrellas, sol y luna, y finalmente entra en el Cielo de Aura Mazda. Posteriormente, en la evolución del zoroastrismo, estas regiones ultramundanas se personalizan también y se transforman en las tres instancias éticas mismas: Buen Pensamiento (Humat), identificado con el estadio de las estrellas; Buenas Palabras (Huxt), fase asociada a la luna; y Buenas Acciones (Huvast), que se corresponden con el sol, cumpliéndose así esa constante irania de la que hablábamos antes según la cual toda categoría se adapta a nociones personales. Al mismo tiempo vemos cómo se ha unido el tema cosmológico del viaje al cielo con la experiencia del alma más allá de la muerte (lo que significa una interiorización de la cosmología). Daena puede ser, por tanto, la que guía al alma del iniciado o del difunto (pues la muerte es la máxima iniciación) por el puente Chinvat; la prueba misma con la que se enfrenta el alma y la propia recompensa que obtiene después de superar la prueba; y también quien impide al malvado cruzar el puente y lo precipita en el infierno: La misma tercera noche, durante la aurora, el guardián tesorero de sus buenas acciones viene a su encuentro llevando con él sus buenas acciones; el resto de sus faltas y pecados no expiados es sometido a cálculo y contado de una manera justa. A causa de los pecados que le quedan, atraviesa el puente y el castigo. Habiendo expiado sus malos pensamientos, palabras y acciones, y acompañado del enviado y de su espíritu de alegría así como de sus buenos pensamientos, palabras y acciones, gana el lugar que le corresponde a su virtud en el Garotmán, en el paraíso, o en el Hamestagán de los justos 7.

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La raíz de daena puede estar emparentada con el eidos griego, significando así también tanto contemplación como forma8. Por tanto, todo ello se asocia al sentido de daenaden y todo ello es vivido por el alma: se aúnan los contenidos de guía celeste, ángel de la guarda, visión beatífica, religión personal, etc. Y en cuanto religión o realidad eidética, Daena está asociada a otras instancias supremas del mazdeísmo: «El Espíritu de los Gazas, la Religión Mazdea y los buenos espíritus que se encuentran en los seres materiales» 9. Puede comprobarse la enorme riqueza significativa de esta categoría de daena. Una vez el alma en el paraíso (Garotmán), aparece su fravarsi o doble celeste (a modo de daimon o álter ego), lo que redunda de nuevo en los aspectos personalizadores de la escatología mazdea y en aquellos otros que afectan al libre arbitrio, ya que la palabra fravarsi parece que está emparentada con el sentido de elección: los que han elegido la Luz contra las Tinieblas. Fravarsi posee, pues, un significado muy semejante al de Daena. Con toda esta referencia a figuras como daena y las fravarsis, se nos presenta la angelología como otra instancia fundamental tanto de la escatología como de toda concepción iranias. En efecto, no hay dimensión religiosa o filosófica de Irán que no esté determinada por la figura del ángel. Si el alma se condena, entonces en vez de la esplendorosa Daena la acompañará una vieja y horrible prostituta en el viaje al infierno, cuyas principales características son el frío intensísimo, el hedor y las tinieblas; la estructura del infierno es similar a la del cielo (cuatro regiones), pero a la inversa. Cuando la balanza que pesa los méritos y pecados del alma (una vez que ésta ha atravesado el puente Chinvat) queda en equilibrio, entonces va al purgatorio (Hamestagán). Como vemos, también el infierno es la personalización y representación, en un sentido negativo, de la propia experiencia del alma. En este sentido podría hablarse también de una daena de los impíos. Tal vez la característica más peculiar del infierno mazdeo radique en que no es eterno, esto es, las penas que sufren los condenados tendrán un final en el último momento de la escatología universal. No podía ser de otra manera, pues para la teodicea del mazdeísmo un infierno eterno significaría a la postre un triunfo del mal sobre el munificente Ahura Mazda. (Nos recuerda este razonamiento a Orígenes.) La escatología universal acaecerá en el tercer y último momento de la existencia cósmica: aparecerá un mesías (Saosián), habrá una ordalía con ríos de metal hirviente que separarán a buenos y malos (para los buenos el metal hirviente se convierte en leche templada) y vendrá la resurrección de los cuerpos (frascar). En la escatología universal, como en la particular, vemos también una confluencia de diversas tradiciones.

3. LA ESCATOLOGÍA UNIVERSAL

Aunque no podemos entrar ni siquiera superficialmente en la escatología zurvanita, algunas palabras hemos de decir necesariamente sobre esa importantísima religión irania que fue el zurvanismo10. También aquí el problema fundamental es el mal y también el 18

dualismo tiene aquí su lugar. Pero el zurvanismo resuelve un posible dualismo irreductible haciendo de Ormuz y Arimán, el bien y el mal, dos gemelos que luchan entre sí en períodos cíclicos; o bien, Arimán surge de la duda de sí mismo de Ormuz. Zurván, el dios eternidad o dios del tiempo propicio, en cuanto padre de los dos gemelos primordiales, se configura así como coincidentia oppositorum de los dos contrarios prístinos y por ello más allá de cualquier responsabilidad del mal mismo. En otras ocasiones, es el mismo Zurván el que duda de la efectividad del sacrificio que está preparando y surge de esa duda la sombra, Arimán. En el caso del zurvanismo asistimos a la sobreimposición de Zurván sobre Aura Mazda (Ormuz), lo que significa una postura antimazdeísta. Pero, sin embargo, de alguna manera vemos, en la trascendencia de Zurván con respecto a Ormuz y Arimán, la misma trascendencia de Ahura Mazda con respecto a Espenta Mainyu y Angra Mainyu, con lo que tendríamos en ambos casos las constantes del pensamiento iranio: un Ser supremo y trascendente y una oposición de contrarios como determinantes esenciales de la realidad. Pues bien, a la par que Zurván queda por encima de los contrarios, se acentúa el dualismo al hacer eterna y cíclica la lucha entre el bien y el mal. El dualismo zurvanita incluye, además, un dualismo cosmológico, tal vez por primera vez en Irán. Hay, además, otro elemento muy interesante en la visión zurvanita: al hacer de Arimán una derivación de la duda y vacilación que Ormuz siente ante su destino, el zurvanismo introduce la deficiencia en el mismo pleroma, es decir, sucede lo que Henry Corbin ha llamado «caída en el cielo» y Ugo Bianchi, «culpa antecedente». El interés que le concedemos a esta categoría radica en lo que significa en su propia esencia (el mal como indigencia ontológica radical) y en lo que supone de constante para toda la trayectoria del pensamiento iranio, incluido el mahometanismo (recordemos, por ejemplo, el ismaelismo). En efecto, la idea de una dimensión sombría en el seno del propio ámbito de lo trascendente es una invariante irania (sin menoscabo de que aparezca también en otras tendencias espirituales como el gnosticismo). Con respecto al zurvanismo, también asistimos a una fusión de tradiciones, pues en algunas versiones escatológicas, una vez que el alma ha atravesado el puente Chinvat y es acompañada por Daena, accede a modo de premio al tiempo eterno, es decir, Zurván akarana, quien, conforme a una fenomenología religiosa que se repite en muchas tradiciones, es de manera intercambiable tanto Tiempo como Espacio espirituales y eternos (pensemos en las figuras del griego Aion, del hebreo Olam, del arameo Alma, del árabe Alam o Zamán, que representan las mismas funciones personales y cualitativas de Tiempo y Espacio). Por la significación que adquiere Zurván en cuanto tiempo de intensidad cualitativa, y por las asociaciones que se establecen (tiempo como instante privilegiado, cairós, het, zamán anfosi, etc), estamos ante otra posibilidad de experiencia escatológica11. El maniqueísmo sigue por un lado posiciones y categorías propias de las diversas filiaciones espirituales iranias, pero por otro lado incorpora elementos nuevos, fundamentalmente cristiano-gnósticos y es posible que también mandeos12. En este orden de cosas, el problema esencial del maniqueísmo sigue siendo la presencia del mal y 19

su explicación. La solución (al menos en primera instancia) es también un dualismo expresado en términos de lucha entre el Bien y el Mal, la Luz y las Tinieblas. Si hubiera que sintetizar todo ello, diríamos que para el maniqueísmo la existencia es la relación dramática entre la morfé y la hyle, entre la Determinación y la Indeterminación, entre el Orden y el Caos; en las propias palabras de Mani según san Agustín: lucida terra (el paraíso) frente a tenebrarum terra (el infierno). El resultado es una onto-dramaturgia no conceptualizable que, naturalmente, condiciona la visión maniquea del mal, del infierno y de la escatología. Uno de los episodios más importantes de esa ontología dramática para la doctrina de Mani radica en el engullimiento por el Mal de la figura del Hombre Primordial. Esto provoca una caída o mezcla de una parte del Bien en el ámbito destructor del Mal, lo cual acarrea a la postre la propia inclusión de las almas humanas en el reino de lo tenebroso, pues éstas proceden del Hombre Primordial. Toda esta catástrofe metafísica traerá como consecuencia que el Padre de Grandeza (la denominación que adquiere la divinidad en el maniqueísmo, por influencia del mandeísmo) emita varios salvadores para extraer y salvar las chispas de luz (las almas) esparcidas por la materia. Se desencadena así uno de los episodios más importantes del drama metafísico y existencial en la consecución de la victoria del Bien y de la Luz. Se acrecienta el dualismo con respecto al mazdeísmo y sobre todo aparece un cierto anticosmismo, lo cual se aprecia sobre todo en la desvalorización de las esferas celestes y en la tendencia a identificar el mundo con las potencias arcónticas (también en esto el gnosticismo se parece al maniqueísmo, influidos ambos por la teología paulina)13, aunque no se puede afirmar con propiedad que el Demiurgo y su obra pertenezcan al mal, pues de hecho el Creador es una de las figuras que emite la Luz en su lucha contra las Tinieblas. Por otro lado, el Mal para Mani ni es eterno ni mucho menos es un dios. El infierno maniqueo es complejo, como todos los elementos de su sistema, en el que se mezclan de modo inextricable mitos y argumentos teológicos. Resumiendo al máximo diremos que el infierno de Mani está compuesto de cinco regiones tenebrosas, pues cinco es el número que articula las especulaciones maniqueas: allí encontramos cinco árboles, cinco elementos, cinco arcontes, cinco regiones (humo, fuego, viento, agua y tinieblas). En el infierno maniqueo todo es movimiento desordenado, autodestrucción, guerra continua, caos, esto es, reina la indeterminación. Por eso podemos volver a hacernos la siguiente pregunta: ¿es el mal (y sus representaciones) en el pensamiento de Mani una manera dramática de concebir y experimentar la indeterminación de la hyle, Az en la terminología de Mani? Eso parecen indicar las características del diablo maniqueo, pues tiene una inteligencia reducida y sólo es capaz de conocimiento de lo exterior (carece, pues, de conciencia reflexiva). Toda esta atribución negativa aleja al Mal de cualquier característica de divinidad: ¡Líbrame de esta nada profunda, del abismo tenebroso que es consunción total, que sólo es torturas y heridas hasta la muerte, y en donde no se hallan ni valedor ni amigo! Nunca, nunca, jamás, se encuentra allí salvación. Todo son tinieblas, todo son prisiones. Árido por la sequedad, abrasado por el viento, no se encuentra allí verdor alguno. ¿Quién me liberará de todo agravio, y quién me

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salvará de esta infernal angustia? Y me lamento: ¡Líbrame también de las criaturas que se devoran entre sí!14

Estamos ante la deficiencia de la alteridad y de la indeterminación en su máxima configuración imaginal. En el final escatológico universal, cuando todas las almas sean rescatadas y triunfen las potencias del Bien y de la Luz, el mundo material será disuelto por un fuego negro (un nuevo símbolo de lo amorfo e indeterminado), y los demonios y las tinieblas serán encerrados en una fosa profunda, como un bolos o masa informe (el globus horribilis tenebrarum de san Agustín), desprovistos de toda fuerza o poder. Por tanto, todas las almas se salvan y el infierno propiamente dicho deja de existir. A todo ello hay que añadir que el maniqueísmo introduce la creencia en la transmigración de las almas en la fase del combate de la Luz contra las Tinieblas, y entonces para esta versión sucede que las almas que a través de las sucesivas reencarnaciones no logran acceder a la salvación quedan para siempre prisioneras en el resto sombrío. Efectivamente, para el maniqueísmo hay un «resto» de almas que nunca alcanzarán la salvación definitiva. Al mismo tiempo, la escatología maniquea presenta también el argumento del viaje celeste, donde el sol y la luna adquieren una importancia muy notable en el viaje iniciático, ya que son los encargados de subir las almas de los fallecidos hasta el cielo (el sol y la luna, contrariamente a los otros planetas, son creaciones de la Luz). Esta diversidad, confusión o fusión de interpretaciones no nos debe ocultar la vivencia esencial del maniqueísmo: la concepción del Mal como impotencia, ignorancia, pasividad, desorden, oscuridad. Por eso no se puede decir con propiedad que para Mani el Mal tenga carácter divino. Mani ha afirmado que las Tinieblas no son un dios, sino un principio, raíz o elemento desorganizado de lo real. Y todo ello dentro de un marco mítico, inconceptualizable por su dramatismo, pero sumamente apto para una configuración narrativa, dramática más bien. Todo lo dicho nos lleva a afirmar que la escatología irania, al igual que su metafísica y religión, está determinada de modo fundamental por las categorías de elección, individualismo, activismo y personalización. La escatología misma (tanto la individual como la general) forma parte esencial del ámbito iranio. Por eso cuando hablamos de cuestiones como las del destino del alma después de la muerte no se trata tan sólo de un tema teológico o religioso, sino al mismo tiempo metafísico y ontológico.

4. UNA METAFÍSICA DEL DUALISMO

Más allá de las determinaciones concretas que adopten las representaciones del infierno y de la escatología en las diversas religiones de Irán, nos interesa ahora reflexionar sobre sus categorías permanentes, sobre sus prolongaciones en el tiempo, sobre la fenomenología que revelan y la metafísica que postulan. El problema del mal está ligado de uno u otro modo al dualismo, y es ésta una 21

categoría insoslayable por más que resulte incómoda para determinadas filosofías y teologías. Toda auténtica metafísica no puede ser ajena a este raigal cuestionamiento. El mal aparece en las religiones iranias como una presencia de la deficiencia y de lo umbrátil, lo cual se concreta en la tensión entre Espenta Mainyu y Angra Mainyu, Ormuz y Arimán, la Luz y la Tinieblas. Surge así también la noción de límite, separación, barzaj. Y con ella la de distancia y alejamiento, pero también la de nostalgia y búsqueda del acercamiento (todo esto, naturalmente, en el despliegue y desarrollo del pensamiento originario). La configuración del mal y la deficiencia obedece a dos supuestos esenciales y correlacionados: el de una ontología imaginal y el de una ontología personalizada. Esto quiere decir que para el pensamiento iranio los conceptos y categorías se formulan y se experimentan según un orden de imágenes y representaciones; y ese orden de imágenes y representaciones se amolda y determina según el flujo de la conciencia. Esto es posible para una experiencia metafísica que se resuelve no a través de conceptos, sino a través de imágenes. Por eso mismo esta concepción del ser es solidaria de una ontología personalizada, ya que el propio mundo imaginal se vive y piensa personalmente por el sujeto, y el propio mundo imaginal es un sujeto: el cielo de uno mismo es la forma luminosa de su conciencia (lo apreciamos de modo ejemplar en la figura espiritual de Daena, en la fravarsi, en la conversión de ideas abstractas en ángeles); el infierno de uno mismo es la forma tenebrosa de su conciencia. Por decirlo en palabras de Henry Corbin: el cielo y el infierno son acontecimientos del alma. Otra característica de la escatología irania, que además está en estrecha conexión con todo lo que estamos diciendo, radica en los aspectos de acción y libertad personales. El libre arbitrio y la elección acompañan de forma inseparable tanto a la vida activa del que opta y lucha al lado de la Luz como, por el contrario, al que opta por las Tinieblas y vive al lado de ellas. De ahí la consecuencia del premio o castigo y de ahí también esa dimensión fuertemente ética y activista del mazdeísmo y del maniqueísmo (lo que se refleja, por ejemplo, en la transformación de una caballería épica en una caballería espiritual —javanmard—, de una epopeya épica en una epopeya espiritual). Esta idea de elección y libertad se puede aplicar como explicacióndel mal mismo, aunque hay que combinarla con el otro aspecto de la negatividad en cuanto deficiencia del ser lábil. Todo lo que estamos viendo como constantes de las religiones iranias en lo que hace referencia a la configuración del cielo y del infierno tiene su permanencia y desarrollo en las metafísicas posteriores de Irán. Así, la fenomenología de la conciencia imaginal o imaginación trascendental y su lugar ontológico como presencia de las formas luminosas y tenebrosas, mundus imaginalis, alam al mizal o mundo intermedio, tienen un esplendoroso desarrollo en filósofos como Sohravardi, Nasir-e Kermani, Naym alDim Kubra, Nasir Khosraw, Nasir al-Din al Tusi, Aydar Amoli, Shamsoddin M. Lahiji, Mir Damad, Sadra Sirazi y una prolija nómina que naturalmente no podemos agotar15. Conste tan sólo que la ontología de la intensificación de las formas y de la personalización que veíamos ya operativa en el tratamiento del bien y del mal en las religiones iraníes, tiene su continuidad en las filosofías chiítas e ismaelitas. 22

De la misma manera, la cuestión del origen de la negatividad en el seno del pleroma mismo tiene su reflejo en el origen de la deficiencia como sombra del ser, en la idea del límite o barzaj como separación de lo contingente y en la nostalgia que ese alejamiento produce, temas que vemos aparecer desde el propio Avicena y después con Sohravardi y toda su escuela neoplatónica de israquiyum. Es lo que hace que, por ejemplo, las obras de Sohravardi oscilen entre un unitarismo del ser y un dualismo dolorosamente vivido por la conciencia. Y todo esto es como un eco que se va repitiendo en el alma irania a través del tiempo. Por un lado se propician concepciones en las que se da una afirmación explícita del libre arbitrio y de la elección en la explicación del origen del mal (y por lo tanto del premio y del castigo, del paraíso y del infierno), pero por otro lado también asistimos a una instalación de la negatividad y de la indigencia ontológica en el mismo seno de la sustancia pleromática, a modo de un cierto necesitarismo (tal vez debido a eso Aura Mazda y Zurván tienden a quedar por encima de cualquier dualidad, a modo de absoluto non aliud). Por un lado se profesa un monoteísmo estricto, pero por otro el dualismo aflora continuamente como una restricción a dicho monoteísmo. Se encuentra esta ambivalencia (o tensión más bien) entre unitarismo y dualismo, y lo apreciamos especialmente entre los filósofos musulmanes iranios (ya desde el mismo Avicena y sobre todo con Sohravardi y su heredad); junto con la categoría de wahdat al wuyud o unicidad del ser, encontramos una persistente oposición entre Luz y Tinieblas, entre Plenitud y Nostalgia, que atraviesa el perfecto sistema de lo idéntico. Ciertamente no es lo mismo la deficiencia de la alteridad que el mal, pero la asociación entre ambas dimensiones surge por sí misma, como puede verse en estas palabras de Sadra Shirazi: Las almas humanas se balancean entre la Inteligencia y la Naturaleza, hasta que llegan a la morada de la Inteligencia; se unen entonces con ella y se convierten en intelecto en acto. O por el contrario persisten en la tristeza de la materia, empujadas hasta el abismo de las profundidades, ardiendo en el fuego infernal y la perdición definitiva16.

Pero no sólo esto sucede en la filiación religioso-filosófica irania. Las nociones y experiencias de las que tan sucintamente hemos hablado dan lugar a estudios y análisis comparativistas, por lo que tienen aquéllas de invariables. Así, la ontología de las formas imaginales de la representación en lo que respecta al cielo y al infierno (de la misma manera que las otras categorías del iranismo) tiene en Swedenborg un punto de referencia necesario y fructífero para el cotejo, mostrándose así la universalidad de aquellas formas. En efecto, las coincidencias entre Emanuel Swedenborg y las concepciones iranias en lo que respecta a la experiencia de los lugares imaginales del bien y del mal se basan a su vez en las correlaciones categoriales de ambos, es decir, una ontología de las formas representativas y personalizables y una reducción de las nociones sustantivas a estados de conciencia: Por consiguiente, en la medida en que su interioridad es receptiva del cielo, en la misma medida es el hombre un cielo en forma mínima. La forma del espíritu es la forma humana porque el hombre ha sido creado —en cuanto a su espíritu— según la forma del cielo. Todos los espíritus

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infernales, a la luz del cielo, aparecen bajo la forma de su maldad, porque en el infierno cada cual es la forma de su maldad17.

Como es natural, esto no sucede sólo con Swedenborg, sino que es extensible a todo autor o corriente de pensamiento que participe de esos mismos supuestos; seguro que apreciaríamos en ellos ideas con respecto al bien y al mal, o al cielo y el infierno, o a la luz y las tinieblas, de una fenomenología semejante a las iranias. Especialmente feraz resulta el cotejo entre Swedenborg, Sohravardi y su escuela en orden a nuestra problemática en relación con toda la ontología (algo de esto ya empezó a hacer Henry Corbin). En lo que respecta a la necesidad de integrar el origen de la deficiencia en el interior mismo de la sustancia pleromática, podemos encontrar en la cábala de Safed o en Jacob Boehme y en sus discípulos planteamientos efectivos para la comparación. Todo ello demostraría que la ontología y la escatología iranias responden a visiones universalizables, aunque ciertamente alcanzan en la propia coiné irania su más alta expresión. JOSÉ ANTONIO ANTÓN P ACHECO Departamento de Estética e Historia de la Filosofía Universidad de Sevilla

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CAPÍTULO II SAN AGUSTÍN Y LA HISTORIA DEL INFIERNO CRISTIANO* 1. EL INFIERNO EN LAS COSMOLOGÍAS PRIMITIVAS

Los primitivos humanos, que hace unos treinta y cinco mil años empezaban a tomar conciencia de sí mismos y del entorno inhóspito al inventar las primeras palabras y las primeras lenguas1, colonizaron su medio físico por el procedimiento de nombrarlo. De este modo generaron la primera nomenclatura geográfica, las designaciones de los diversos accidentes de la tierra y del mar. Para ello utilizaron los nombres con los que significaban las diferentes partes del organismo, como observara Vico: Es digno de observación que en todas las lenguas la mayor parte de las expresiones en torno a cosas inanimadas están hechas a base de trasposiciones del cuerpo humano y de sus partes, así como de los sentimientos y pasiones humanos, como «cabeza», por cima o principio; «frente» y «espaldas», por delante y detrás; «ojos» de las viñas y esas que se llaman «luces» como elementos de las casas; «boca», toda abertura; «labio», borde de un vaso o de cualquier otra cosa; «diente» de arado, de rastrillo, de sierra, de peine; «barbas», las raíces; «lengua» de mar; «fauces» o «gargantas» de ríos o montes; «cuello» de tierra; […] «corazón» por el medio, llamado umbilicus por los latinos; «pie» o «planta» por base, o sea, fundamento; «carne», «hueso» de frutas […]2.

No se trata sólo de que el hombre primitivo se erigiera en medida de todas las cosas por ignorancia y engreimiento, como el propio Vico señala, sino también de que el modo más elemental de reconocer lo que una vez se ha conocido es marcarlo, de que marcar es apropiarse, y de que lo apropiado se marca según la relevancia que tenga para uno mismo. El cuerpo en general, y el eje corporal en concreto, se constituye así como el punto de referencia, el fuste en torno al cual se despliegan la acción y el conocimiento. Por eso, el mayor de todos los tropos es la metáfora, y las formas primitivas de la metáfora son la proyección del organismo en el entorno, porque lo más relevante de las cosas es lo que el hombre puede hacer con ellas según sus diversas capacidades operativas, o lo que ellas pueden hacerle al hombre según el poder de cada una. Así, en su primera configuración, el universo quedó constituido como un gigantesco ser animado3. De esa forma originaria de constituirse las lenguas, se mantiene el hecho de que los adverbios de lugar dependen de las posibilidades operativas del cuerpo humano. Aquí, allí, ahí, delante, detrás, a un lado, derecha, izquierda, arriba, abajo, cerca y lejos, estos adverbios de lugar suministran las claves de una geografía que es, a la vez, la primera cosmología. Arriba y abajo, delante y detrás son los primeros puntos cardinales, antes de que se descubrieran el norte y el sur. Y en relación con esos puntos cardinales se sitúan todos 25

los valores que el hombre descubre y que determinan su vida. Arriba está el sol, la luz, y de eso dependen la vida, la visión, la actividad. La noche acontece cuando la tierra engulle al final de cada día al sol, lo aprisiona en sus entrañas y difunde su negrura por todo el espacio. Arriba está el sol y hay luz. Sopla el aire y es el cielo. Es lo superior. Abajo están las entrañas de la tierra, las tinieblas, las sepulturas. Es lo inferior. Arriba están los dei superii y abajo, los dei inferi. Arriba es el cielo, y abajo es el infierno4. Cada cultura se encargó, poco a poco, de cartografiar esos ámbitos limítrofes del mundo y de poblarlos adecuadamente, situando en ellos las formas extremas de vida: la de los inmortales bienaventurados y la de los inmortales malaventurados5. Cuando posteriormente el elemento verbal de los ritos se emancipó de las celebraciones de culto y surgieron el lenguaje poético, el canto y los relatos, aparecieron los mitos cosmológicos, que daban cuenta, más o menos ordenadamente, del origen de la Tierra y, en general, del cosmos. Inicialmente, los dioses engendraron el mundo, los animales y los hombres mediante la unión sexual, pues ése era el único modo conocido en que algo podía originarse.Ése es singularmente el caso de la Teogonía de Hesíodo, elaborada probablemente con relatos provenientes de épocas paleolíticas. Posteriormente, la actividad creadora se ejerció mediante el barro, mediante el canto o mediante simples imperativos verbales, como es el caso de la Biblia judeo-cristiana. Cuando escasearon la caza y la recolección, y cuando se descubrió que había un tipo de alimento que podía almacenarse durante años sin que se estropeara, a saber, el grano, se descubrió que el mejor modo de producirlo en abundancia era concentrar mucha gente en un mismo territorio y hacerla trabajar en un mismo lugar. Entonces surgieron las ciudades y la economía de producción, y entonces surgió la escritura, o sea, la contabilidad, el procedimiento para saber cuánto grano hacía falta para alimentar a unos cuantos miles, incluso decenas de miles, durante varios años, incluso lustros. Entonces se inventaron también la guerra, la esclavitud, la administración pública y la corte real. A partir de entonces las vidas de los hombres empezaron a estar registradas en libros sagrados, en los libros de la vida, como estaban registradas las cantidades de grano y de tierras. Estar en el libro era vivir, estar censado era existir, tener alimento, ser reconocido, tener vida. A partir de entonces también los dioses empezaron a ser sabios, y empezó a haber juicios después de la muerte. Pero además, cuando los dioses empezaron a ser sabios, los hombres empezaron a serlo igualmente, y el culto pasó de consistir en ritos y sacrificios externos a consistir en plegarias y en sacrificios interiores. Así surgieron las elaboraciones teóricas de la religión en esos primeros asentamientos neolíticos, y las religiones rituales de los grupos de cazadores y recolectores quedaron englobadas o disueltas en las religiones doctrinales de los estados6. Esta transformación de la religión no es un fenómeno aislado, sino la expresión de una nueva configuración socio-cultural que tiene manifestaciones en los diferentes 26

órdenes de la cultura. En efecto, el momento de la interiorización y de la emergencia de la responsabilidad personal en el orden religioso coincide con el de la desaparición de las monarquías y la aparición de las repúblicas y las constituciones escritas en el orden político, con el momento de la aparición del derecho abstracto en el orden jurídico, con el momento de la acuñación de moneda en el orden económico, con el momento de la aparición de la tragedia en el orden artístico y con el momento de aparición de la prosa meramente enunciativa, del logos teórico, en el orden científico y filosófico. Entonces es cuando las religiones empiezan a diferenciarse netamente de la magia y cuando el culto se hace interior y se desliga de un ritualismo que empieza a experimentarse como puramente externo. Entonces es cuando la divinidad empieza a mostrarse como universal y desligada no sólo de las operaciones físicas del ritual, sino también de los lugares sagrados como centros exclusivos de culto. Es el momento de la reforma religiosa de Zarathustra en Irán, de la caída de Jerusalén (587 a.C.), de la cautividad de Babilonia y del culto desligado del templo y de la tierra prometida y apoyado en la predicación de los profetas, del nacimiento de Buddha (circa 563 a.C.) en la India, de la predicación de Confucio y Lao-Tzu en China, y del descubrimiento del logos por parte de Heráclito, Empédocles y Pitágoras en Grecia7. Durante este siglo VI antes de Cristo se produce, simultáneamente y en lugares muy distintos, algo que se puede considerar una «mutación del género humano», un éxodo universal del mythos al logos, lo que permite hablar de una «época axial» 8, del inicio de un proceso de «desmitologización» que quizá culmina en el siglo XX cuando «la transhumancia del logos dirige sus pasos hacia atrás y siente la necesidad de volver a la tierra del mythos» en un intento de recuperar «la inocencia perdida» 9. Con la emergencia del logos empieza también la consideración totalizante y unitaria del género humano, la concepción del mismo según una secuencia temporal también única y unidireccional, o sea, la historia, y, correlativamente, también la cartografía del más allá empieza a ser una y la misma para todos. Con la Era Axial todo esto [el pluralismo y el particularismo del Paleolítico] cambió. Con la alfabetización y la mayor urbanización y centralización política, probablemente, las poblaciones arrancadas de sus nichos sociales fueron tentadas por ofertas de salvación completa, para todos y para todo; nacieron las religiones universales, que ofrecían una salvación total y no una ayuda específica. Se transmitían a través de la doctrina más que del ritual, y se encarnaban en la escritura más que en la celebración sagrada […]. Entre ellas eran comunes las tendencias tipo «protestante», que impulsaban hacia un escrituralismo e individualismo y eliminaban la mediación organizada, y acentuaban, en cambio, la relación entre el individuo y la verdad10.

Entonces los cielos y los infiernos se hicieron espaciosos e inmensos, para albergar a todos los hombres, y tuvieron que ser explorados y cartografiados por decenas de sacerdotes, que, precisamente por eso, tenían que ser astrónomos. Las ciudades y las vidas de los hombres empezaron a medirse según el tiempo de 27

esos cielos, o sea, empezaron a contemplarse desde la eternidad, desde esos cielos y esos infiernos que eran lo definitivo, y tanto los reyes como los hombres se construyeron las mejores mansiones posibles para habitarlas en esa eternidad inmensa. En las cuencas del Tigris-Éufrates, del Nilo y en nuestra cuenca mediterránea, durante el famoso siglo VI a.C. y después, hubo hombres notables que siguieron su peculiar inspiración y genialidad, se adentraron en el más allá y revelaron a los demás sus experiencias, como Zarathustra y Virgilio entre otros, según se ha visto anteriormente11. De su herencia se han nutrido las elaboraciones cristianas del más allá, especialmente la del infierno, durante los dos milenios de existencia del cristianismo.

2. ELABORACIONES CRISTIANAS DEL INFIERNO. DE AGUSTÍN A LA ESCOLÁSTICA

Por lo que se refiere a las elaboraciones cristianas del infierno, lo primero que hay que señalar es que son varias, y diversas en sus matices. Arrancan de las tradiciones semitas, recogidas en el Antiguo y el Nuevo Testamento, y de las tradiciones grecolatinas. La más familiar para nosotros, y en algunos ambientes la única conocida, es la de la Iglesia occidental, que se debe básicamente a san Agustín (354-430). La Iglesia occidental, que se designa con el nombre de Iglesia Romana, debe una parte relevante de su dogmática, de su espiritualidad, de su estilo moral y de su estructura organizativa a la Iglesia africana, de la cual las toma12, yen particular de Agustín, que, como señaló M. C. D’Arcy, tenía el poder «de transformar lo que era profundamente personal en universal» 13. Las elaboraciones teóricas del infierno en las Iglesias orientales siguieron otros derroteros diferentes, marcados por otros padres, y singularmente por Orígenes, el primero en desarrollar la doctrina sobre el más allá, y en cuya visión el problema del mal y el infierno se cerraba con una reconciliación universal completa. Variantes de esta doctrina se encuentran en otros padres orientales, en concreto, en Gregorio de Nisa, Dídimo, Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, Evagrio Póntico, y, entre los occidentales, en Jerónimo durante algún período de su vida14. Pero la doctrina occidental no siguió esa orientación, ni tampoco la que había enunciado Virgilio. Agustín de Hipona imprimió otro sello y asentó sobre una amplia base teórica el cuerpo de tesis que constituye la doctrina católica hasta el siglo XX: el infierno existe como un sitio al que van las almas de los condenados y en ese sitio esas almas con sus cuerpos padecen unas penas eternas15. Pero, además de establecer la doctrina, Agustín se encargó también de afrontar ese problema y algunos otros desde el punto de vista disciplinar. Logró que el Obispo de Roma condenase las posiciones contrarias a sus propuestas, y un siglo después de su muerte se formuló la siguiente condena solemne: «Si alguno dice o siente que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y que en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de los hombres impíos, sea 28

anatema» 16. A partir de la escisión entre Roma y la Iglesia oriental en el siglo XI, deja de haber medidas disciplinares para esos territorios, excepto para el enclave que permanece romano, a saber, Armenia, que continúa recibiendo condenas de su doctrina, según la cual Cristo por su pasión destruyó totalmente el infierno y padeció por los niños nacidos después de su pasión y muertos sin bautizar17. En Occidente, Juan Escoto Eriúgena, basándose en la doctrina agustiniana de la carencia de positividad ontológica del mal, niega la eternidad y la existencia misma del infierno18, pero ese enfoque no es recogido en la doctrina oficial de la Iglesia Romana. Pues bien, la doctrina agustiniana romana la recoge y refuerza Tomás de Aquino, y Dante la asume y difunde en clave literaria, aunque el poeta florentino se inspira también en otras fuentes19. Posteriormente la promulga el Concilio de Trento, la divulga el primer catecismo de la Iglesia católica o Catecismo de Trento, de 156620, y es la que, adaptada a los catecismos de las diferentes iglesias y diócesis nacionales, ocupa desde muy pronto un lugar en las mentes de los católicos occidentales hasta finales del siglo XX. A partir de ese momento, el Catecismo del Concilio Vaticano II o Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 omite cualquier consideración sobre la ubicación del infierno, sobre las torturas que la tradición le asignó y sobre su temporalidad o eternidad, para limitarse a exponer en dos cortos parágrafos qué significa el término «infierno» y sus equivalentes en las escrituras, y cómo hay que entender la expresión del credo «descendió a los infiernos» 21. La caracterización del infierno como un lugar del universo, o sea, la caracterización cosmológica del infierno, tal como pasó a la tradición romana y a la cultura popular, se debe a Agustín. No pertenece de suyo a la revelación cristiana, pero sí a la geografía y a la cosmología de las culturas vigentes entonces, que todavía seguían teniendo como un punto de referencia clave el eje corporal. En efecto, la geografía de Homero conoce la puerta del Hades y los procedimientos para traspasarla en un sentido y en otro, según consta en el Canto XI de la Odisea22. En el siglo I Estrabón, desde su mentalidad ilustrada, intenta justificar racionalmente todas las afirmaciones del poeta que resultan insostenibles en ese momento. Por eso explica que «los últimos lugares subterráneos» del Hades no son aquellos a los que se accede desde un lugar preciso de Tartessos, como dice la Odisea, sino que el poema y sus intérpretes tomaron Tartessos por Tártaro y pensaron que en el extremo occidental estaba la entrada al Tártaro. Por otra parte, cuando Homero habla de «los lugares brumosos» que considera «cercanos al Hades», y los sitúa en la tierra de los escitas junto al Bósforo, se trata también de una analogía no fonética sino «atmosférica» entre Escitia y el Ha-des, dado que las descripciones de ambos parajes presentan similitudes muy llamativas23. Estrabón y los geógrafos posteriores saben que el acceso al Hades no se encuentra en los confines del mundo conocido por Homero, como son la Península Ibérica y las llanuras de Ucrania, pues para ellos ambos territorios son perfectamente conocidos. También saben que el paraíso no se encuentra allende las columnas de Hércules, en las 29

Islas Afortunadas, pero no cuestionan la ubicación del más allá en otras latitudes, por ejemplo, al otro lado del Atlántico, bajo los océanos, como la Atlántida o como el Dorado, ni su acceso por otras rutas terrenas. No invalidan la determinación geográfica del infierno. Agustín no se detiene en la consideración geográfica del infierno, pero sí, y muy ampliamente, en la cosmológica. La cosmología agustiniana se encuadra dentro de la cosmología patrística, y su infierno encaja bien en ella24. En efecto, la cosmología geocéntrica de Ptolomeo, que es la que tiene vigencia cultural en la antigüedad y en el medievo, puede describirse y determinarse desde el eje corporal, y en ella todavía tienen sentido los adverbios de lugar, todo lo cual desaparece por completo en la cosmología newtoniana. En ese cosmos hay un Aer caliginoso, por encima del mundo de los vivientes orgánicos, que es donde Agustín sitúa a los demonios, y un infierno, que puede estar en las cavidades inferiores y recónditas del cosmos, donde se sitúan los condenados. Este ajuste de la cosmología agustiniana con su teología se mantiene a lo largo de la Edad Media. Santo Tomás recoge la doctrina de Estrabón, Beda y Basilio de que Dios creó el cielo empíreo o ígneo, a la vez que la tierra, pues así aparece en el Génesis: «al principio creó dios el cielo y la tierra» 25. Ese cielo es el cielo supremo, o cielo de los cielos, en el cual fueron creados los ángeles, y desde el cual éstos actúan y rigen los cielos inferiores26. Los demonios, como dice Agustín en De Genesi ad litteram III, 10, 14, caen del cielo de los cielos a ese Aer caliginoso, que tiene las características con las que Homero describe el Hades y el Bósforo, y al infierno. En el Aer caliginoso no hay fuego, y corresponde a un sitio superior al de los hombres, y desde donde los tientan hasta el día del juicio. El infierno es el lugar de los tormentos, y después del juicio los demonios estarán sólo allí27. En semejante cosmología el infierno no es un sitio del que se pueda salir físicamente, y por eso Agustín se esfuerza en mostrar que no se puede salir metafísicamente. En cambio, es un sitio donde se puede padecer lo indecible físicamente, y uno de los objetivos de san Agustín es mostrar que eso tiene que ser así también metafísicamente. El autor pagano más citado en la elaboración teórica del infierno que Agustín lleva a cabo en La ciudad de Dios es Virgilio. Pero Agustín lo estudia y lo examina para hacer física y lógicamente posible los suplicios que se describen en el infierno de la Eneida, suplicios que, por lo demás, recogen y desarrollan los del Hades homérico y concuerdan con los tormentos infernales del «fuego» y el «gusano» de la cultura irania y de los que hablan los Evangelios. Agustín dice que siempre le «ha impresionado encontrar en la obra de Virgilio» el caso de «los que con sus servicios habían sembrado en otros el recuerdo de sí mismos» (Eneida, VI, 664) y que en virtud de ese recuerdo «esos pecados que cierran la entrada en el reino de Dios alcanzan el perdón por los méritos de los amigos santos» 28. El pasaje citado es aquel en el que Eneas, tras pasar entre las almas de los 30

condenados y conocer sus crímenes y sus tremendos suplicios, llega a la ciudad de los bienaventurados, que son «los que recibieron heridas luchando por la patria, / y los que fueron castos sacerdotes mientras vivieron, / y los vates piadosos que hablaron dignos de Febo, / o quienes ennoblecieron la vida descubriendo las artes, /quienes por sus méritos lograron que los demás les recordasen: / a todos ínfulas de nieve les ciñen las sienes» 29. ¿Por qué no permaneció el infierno solamente en la forma de relato de los poetas, en la forma que le dio Virgilio, por ejemplo, y tuvo que ser elaborado en versiones metafísicas? El enfoque existencial de las penas del Hades, que Agustín había admirado en Virgilio, es el propio de la vida ordinaria, del mundo de lo cotidiano y del relato literario, pero no el propio de un filósofo ni el del gobernante de una Iglesia como era la africana en el siglo V. Quizá ahí entonces, ante la vivencia del fin del Imperio Romano como fin del mundo, el poder no encuentra mejor aliado que la metafísica como única tabla de salvación, y en ese contexto Agustín se inclina a consolidar con su hermenéutica bíblica una metafísica que se ha establecido como el marco y la forma de ejercer el pensamiento. Agustín declara escribir su estudio sobre el infierno con dos propósitos. El primero, como dice al principio, para hacer creíbles los gozos del cielo mostrando como ciertos los padecimientos del infierno. Y el segundo, como se muestra al final del tratado, para mover a la justicia a los hombres y disuadirles de cualquier procedimiento de camuflar el pecado o de escamotear la culpa. Se hace más difícil de concebir la permanencia de los cuerpos en medio de tormentos eternos que a través de una beatitud sin fin, con ausencia de todo dolor. De ahí que, una vez demostrado que no hay nada increíble en la eternidad de tal pena, facilitará grandemente la creencia en la inmortalidad corporal de los santos 30.

A partir de ahí procede en primer lugar inductivamente, acumulando pruebas y casos de vivientes que padecen suplicios sin destruirse, como por ejemplo los «gusanos que pueden vivir en manantiales de agua hirviendo y sólo allí» 31, y luego procede deductivamente mostrando en términos genuinamente cartesianos que la que sufre es el alma y que el alma es inmortal. En efecto, «el alma, por su parte, nos prueba que no todo lo que puede sufrir puede, asimismo, morir» 32, y, por otra parte, «el dolor llamado corporal pertenece más bien al alma, [pues] sentir dolor es privativo de ella, no del cuerpo» 33, con lo cual se concluye que después de la segunda muerte «el alma puede sentir dolor y, sin embargo, no puede morir» 34. Agustín no argumenta aquí que puede haber una transformación del cuerpo humano en el tránsito a la otra vida, sino que, por los motivos que expuso al principio, explica que esta materia de aquí y de ahora puede durar sufriendo eternamente en las condiciones de aquí y de ahora. 31

Finalmente, concluye su tratado cortando las expectativas que Virgilio pudiera haber levantado entre los cristianos. Yo creo que es mejor vivir bien, para encontrarnos en el número de los intercesores que tratarán de salvar a los demás, no sea que haya tan pocos que en seguida se complete el número que le corresponde a cada uno, sean treinta, sesenta o cien, y aún queden muchos sin poder ser librados de sus penas por falta de intercesores; y quizá entre este último número se encuentre alguno de los que se prometían a sí mismos la esperanza de un fruto ajeno, confiados en la más engañosa temeridad35.

Después de Agustín el enfoque metafísico del infierno se refuerza, y la escolástica lo lleva incluso a una clasificación casi burocrática de sus espacios y sus tiempos. Y, sin embargo, es esa versión máximamente rígida del infierno la que Dante adopta para su enfoque existencial. La aportación aristotélica de Tomás y la neoplatónica de Boecio intensifican el aspecto cósmico y filosófico de la visión agustiniana sin alterarla esencialmente, y reducen, en cambio, el aspecto bíblico-dramático que recalca, por ejemplo, la Iglesia oriental en la imagen del Salvador que desciende a los infiernos y vence a los poderes de las tinieblas. Un objetivismo inaudito del orden y de la bondad del ser en su conjunto, en el que se eliminan todo punto de vista individual y toda situación particular (en el saber, en el creer, en el contemplar), constituye el punto nodal de estas imágenes del mundo que influyen decisivamente en Dante36.

Dentro de la interpretación metafísica del infierno agustiniano, Dante adopta la posición de Virgilio, y no la de Agustín, y entonces es cuando ese gran edificio teórico se hace máximamente insoportable. Ni Agustín ni Tomás contaron con que alguien descendería en carne y hueso al Infierno y se encontraría allí, cara a cara, con muchos individuos condenados, amigos y enemigos otrora, sus maestros, los hombres más famosos y estimados en la antigüedad y en el cristianismo, papas y emperadores. Quizás, la justificación estética de aquellos teólogos era viable sin excesivos esfuerzos a nivel de su pensamiento abstracto, pero no cuando la teología escolástica fuese vertida por un laico en teología existencial. El viaje de Dante a través del infierno viene a ser, efectivamente, la piedra de toque para aquella teología cristiana apoyada en antigüedad clásico-pagana37.

Paralelamente, por otra parte, la teología escolástica se veía obligada a resolver los problemas que el marco metafísico, férreamente fijado, planteaba a la tradición y a la escritura según se les enfrentaba con situaciones inéditas. De ese modo las formulaciones dogmáticas se fueron haciendo, paulatina e inadvertidamente, cada vez más racionales, más congruentes con el marco teórico del platonismo, y cada vez más increíbles. En efecto, en el siglo XII se producen una serie de transformaciones que, si bien no implican una mutación tan espectacular como la del siglo VI a.C., son lo suficientemente relevantes como para provocar algunas revisiones en la cartografía del más allá. A partir de entonces empieza a perfilarse y destacarse la individualidad como para hacer incluso creer que 32

antes no se ha sabido nada acerca del hombre verdadero, que es el individuo. Éste se convierte incluso en tema de la reflexión filosófica, que abre así un nuevo ámbito de exploración con la obra de Pedro Abelardo. A partir del siglo XII empieza a haber en las viviendas habitaciones individuales, porciones individualizadas de dinero bajo la forma de bolsas con monedas, según atestigua la arqueología medieval, libros pequeños para leerlos uno solo, pequeñas superficies cóncavas donde se puede poner la comida para uno solo, y así sucesivamente38. Por eso, si el más allá acoge a los seres humanos, y si los humanos son seres individuales, el cielo y el infierno tienen que acoger a los individuos. Para ello lo primero e indispensable es que cada individuo sea juzgado después de su muerte como lo que es, un caso singular. Por eso a partir de entonces empieza a haber juicio particular, y los teólogos tienen que determinar en qué momento antes del juicio universal se celebra y cómo se relaciona ese momento temporal con otros como el de la historia, el del fin de la historia y el de la eternidad. De este modo, la doctrina del juicio particular y su diferencia respecto del juicio universal queda ya bien asentada a finales del siglo XIII, en la obra de Tomás de Aquino39. Si el descubrimiento de la individualidad obligó a abrir nuevos compartimentos en el tiempo del más allá, otros problemas obligaron a abrir nuevos compartimentos en el espacio. Hubo que hacer hueco también para aquellos casos que según la escritura y la sensibilidad común no resultaban compatibles con el infierno vigente desde los tiempos de Agustín. En concreto, el caso de los niños que mueren sin bautizar antes de llegar al uso de razón, y que quedan atrapados entre dos formulaciones dogmáticas: la primera es que nadie se puede salvar sin el bautismo, y la segunda, que nadie se puede condenar si no es por pecados personales. El carácter de «inclasificable» de estos niños obligó a abrir nuevos apartados en la dogmática metafísica, a practicar una especie de recalificación de terrenos en el más allá, con lo que apareció el limbo. El limbo es el lugar para los niños que mueren antes del uso de razón, sin pecados personales y sin haber recibido el bautismo. La figura del limbo tiene su primera formulación en 120140, se perfila teoréticamente en la obra de Tomás de Aquino41, se define oficialmente por parte de Roma en su secular intento de reducir a los armenios42 y se expone como doctrina común en el Catecismo de Trento. Hay una tercera clase de cavidad, en donde residían las almas de los santos antes de la venida de Cristo Señor nuestro, en donde, sin sentir dolor alguno, sostenidos con la esperanza dichosa de la redención, disfrutaban de pacífica morada. A estas almas piadosas, que estaban esperando al salvador en el seno de Abraham, libertó Cristo nuestro Señor al bajar a los infiernos 43.

A medida que el más allá va teniendo más apartados y subapartados, la congruencia del dogma con la racionalidad metafísica se hace más alta entre los 33

intelectuales y académicos en general, pero en otros sectores del cristianismo romano la fe de la Iglesia se torna cada vez más compleja racionalmente y más increíble. La modernidad empieza con el estreno de una cosmología, la heliocéntrica de Copérnico, Galileo y Newton, en la que hay difícil acomodo para los seres humanos y para los divinos, y lo mismo para espacios y tiempos divinos, por lo cual los demonios, los ángeles, los cielos y los infiernos empiezan a desaparecer de la geografía y la cosmología. Pero la racionalidad metafísica heredada de la antigüedad se hace más exacta, más especializada y más práctica, es decir, se transforma en racionalidad científica. Entonces los esfuerzos por acomodar a Dios en el nuevo universo se hacen tanto más titánicos cuanto menos sitio hay para Él, y se configuran dos posiciones extremas, la de su negaciónsimple y llana, y la de su defensa a ultranza. Surgen así dos fenómenos muy típicos de la modernidad, el ateísmo y la teodicea.

3. LA ESCISIÓN ENTRE ESCATOLOGÍA Y COSMOLOGÍA

La ciencia moderna pone en circulación una cosmología matematizada y mecanicista, es decir, una cosmología elaborada desde el punto de vista objetivo. Se trata de una cosmología costruida desde un punto de vista en el que el sujeto no ocupa ningún lugar en el cosmos, sino que, más bien, se sitúa fuera de él, y no es localizable en ningún espacio ni en ningún tiempo. La figura que más plástica-mente expresa ese modo de ver y de saber es el eje de coordenadas justamente llamadas cartesianas. En el universo que aparece en ese eje de coordenadas no hay arriba ni abajo, delante ni detrás, cerca ni lejos, derecha ni izquierda, ni lugares del bien o del mal. Y no los puede haber. El hombre no sólo no es el rey y señor, sino que a duras penas cabe en un lugar insignificante, el planeta Tierra. A resultas de ello, no hay cielo ni infierno, y Dios, los ángeles y los demonios, sus antiguos moradores, se ven obligados a emigrar al exterior…, si es que la ciencia moderna les hubiera dejado un «fuera» adonde emigrar, porque al expulsarlos del universo los expulsó del ser a la nada. De este modo, el hombre ya no contamina de antropomorfismo ni empaña con residuos de humanismo la amplitud del universo. El infierno de Agustín corre la suerte del derribo, como todos los demás parajes habitables del cosmos antiguo, que quedan convertidos en solares vacíos, en espacio disponible para la nueva urbanización del cosmos. Hay un desajuste considerable entre infierno agustiniano y cosmología moderna. La cosmología moderna, cartesiana en sentido general, no admite infierno porque no admite vivientes ni subjetividad, aunque en su versión newtoniana estuviese completamente articulada con la teología44. Por eso un infierno ubicado en ese cosmos resulta increíble. Pero además la modernidad es el período en el que la ciencia libra la gran batalla por arrebatarle a la religión la hegemonía que hasta entonces había tenido en la interpretación pública de la realidad. Y no solamente la libra, sino que además la gana. 34

El resultado fue que la cartografía del más allá, elaborada por la metafísica medieval y, sobre todo, también por la ciencia medieval, comenzó a parecer no sólo increíble, sino también ridícula e infantil. No obstante, la imagen del infierno, la que los catecismos y las catequesis han suministrado desde el siglo XVII hasta el XX inclusive, la que resultaba familiar a nuestros padres y la que incluso resulta familiar todavía para muchos de nosotros, es la de un lugar donde un fuego eterno consume a los condenados, mientras son acosados por unos ángeles infernales, justamente los demonios, que no sólo se encargan de atizar el fuego, sino también de torturar sus almas y sus cuerpos, según las posibilidades señaladas por Agustín. Este contraste entre la mentalidad generada por la nueva ciencia y la enseñanza inspirada en la antigua teología es uno de los motivos más directos e inmediatos para cancelar las creencias en un infierno como el agustiniano. Pero, por otra parte, había otros motivos más indirectos y no menos eficaces. En concreto, el universalismo con el que la modernidad despliega las ideologías utópicas humanitarias, y, sobre todo, el universalismo con el que las realiza, hace que conceptos como los de «tinieblas exteriores», «condenación eterna», «rechazo definitivo», o «exterioridad» pura y simplemente, no puedan ser asimilados como creíbles en ningún sentido. Esos conceptos de exclusión, que el cristianismo mantenía en su concepción del infierno, fue lo que en concreto impulsó a Charles Péguy fuera de la Iglesia y lo llevó a las filas del socialismo (Partido Comunista). «Una religión que se resigna a admitir la perdición eterna de los hermanos y a no llorarlos eternamente es radicalmente egoísta en el problema de la salvación y, por tanto, burguesa y capitalista en su misma entraña» 45. Los ideales socialistas y la realización del estado de bienestar llevan inexorablemente a un enfoque existencial que cancela todo concepto de exclusión social o incluso de marginalidad y exterioridad social, y que lleva a su consiguiente superación, en la cual queda obviamente anulada una concepción del infierno como la agustiniana. Una armonía universal con el abandono definitivo de los irremediablemente perdidos equivale a admitir en la estética teológica, como Agustín y Dante, la cità dolente y a limitar la esperanza de modo individualista, lasciate ‘ogni’ speranza, y luego, una vez aceptado el infierno como un hecho, justificarlo estéticamente, como lo justifican ellos 46.

El abandono de la Iglesia por parte de Péguy no canceló toda forma de miseria, de marginación y de exclusión social. Posteriormente volvió a la Iglesia sin tener que hacer grandes retoques en su concepción, y no hay grandes contrastes entre la posición que va del socialismo puro de la Juana de Arco de 1897 al cristianismo del Misterio de la Caridad de Juana de Arco de 190947. En cualquier caso, y correlativamente a la aventura existencial de Péguy, los ideales ilustrados, burgueses y socialistas se han realizado, y más de lo que ningún revolucionario burgués o socialista llegó a soñar nunca, en el estado de bienestar de las sociedades occidentales. 35

En efecto, el triunfo del programa ilustrado, desde sus primeras formulaciones en el siglo XVII hasta su máxima realización como estado de bienestar en el siglo XX, llevó consigo la cancelación de toda exterioridad posible, y no sólo en el orden moral y religioso, sino también en el orden físico, es decir, en los ámbitos geográfico y cosmológico. Por lo que se refiere a la superación de la exterioridad en el orden físico, tanto geográfico como cosmológico, nuestra cultura ha recorrido un largo trayecto. Para una mentalidad paleolítica, el universo entero se percibe como un fondo caótico de fuerzas telúricas incontrolables y de recursos de caza y vegetación inagotables. Ese universo es hostil y puede ser explotado ilimitadamente. Para una mentalidad antigua, ese universo se ha desglosado primero en zonas que se encuentran bajo el auspicio de dioses específicos, del mar, de la caza, de los vientos, etc., a los que hay que propiciar, y luego se ha convertido en naturaleza, con unos comportamientos regulares que se pueden prever. También entonces la naturaleza es un fondo inagotable que puede ser explotado con ciertas cautelas. Finalmente, para una mentalidad contemporánea, la naturaleza es un ámbito finito de recursos escasos que hay cultivar. En la mente de Aristóteles el mundo tiene más de parte desconocida que de familiar. Por eso ni él ni sus contemporáneos pueden responsabilizarse de un «fuera» cuya extensión y poderes desconocen, y consideran la piratería como algo natural48. Cicerón, en cambio, considera ya la piratería como algo antinatural, como algo que va no sólo contra el imperio y contra sus leyes, sino también contra la moral. Eso ocurre en una época en que el «mundo» no solamente es conocido, sino que además está comunicado por una red viaria comparable a la de la Europa contemporánea. Ese dominio y esa mentalidad que tenía Roma urbi et orbe, sobre la ciudad y sobre el mundo, son los que se han acentuado a finales del siglo XX, y los que no sólo llevan a los hombres (occidentales) a asumir como un imperativo legal y moral la tarea de mantener limpios los bosques, los ríos, los desiertos y los mares, sino también los espacios siderales, más allá incluso del sistema solar. Esa mentalidad es la que hace posible para nosotros aceptar y asumir la responsabilidad sobre la basura espacial. Por lo que se refiere a la superación de la exterioridad en el orden espiritual, el proceso va desde la implantación de las primeras formas de la seguridad social en las costas del Báltico a finales del siglo XIX (Prusia y Suecia)49, hasta las realizaciones del estado de bienestar en los países occidentales a mediados del siglo XX. Dicho proceso económico tiene como correlato político el desarrollo del socialismo desde el manifiesto comunista en 1848 hasta la caída del muro de Berlín en 1989. Precisamente una de las claves del éxito del marxismo entre los intelectuales, tanto o más que entre las masas proletarias, es que oponía al ideal burgués un humanismo para cuya realización no se requería que ningún grupo humano quedase excluido del bien ni de la felicidad. La superación de la exterioridad, tanto en el orden físico como en el espiritual, se manifiesta en una convergencia de los dos órdenes desde el punto de vista de la responsabilidad ética y política. Se acepta y asume la responsabilidad moral respecto de la vida y la calidad de vida humana, por una parte, y, por otra, respecto de la vida y la 36

calidad de vida animal y vegetal, y respecto de la integridad y el decoro de los ámbitos terrestres, marítimos y siderales. Las sociedades que han llegado a esta superación de la exterioridad, consiguientemente, son reacias a cualquier tipo de exclusión o exterioridad moral. Por eso no pueden aceptar que la pena de muerte tenga algún sentido para seres humanos «civilizados». Por eso acogen a los animales, a los vegetales y al planeta entero en su ámbito de responsabilidad moral. Por eso dicho ámbito abarca también los espacios siderales. Una sociedad con una mentalidad así, como la que ha fraguado en Occidente a lo largo del último siglo, es incapaz de aceptar una idea del infierno como la agustiniana porque es incapaz de aceptar la idea de un dios que sea menos solidario y menos poderoso que ella. Quizá por eso Péguy, el pionero y abanderado de la solidaridad en el siglo XX, insistía en que el infierno era lo que más apostasías de la Iglesia católica había producido a lo largo de la historia. En contraste con la enseñanza oficial, el infierno y el demonio pasaron a ser protagonistas de obras literarias y cinematográficas, temas de las viñetas de cómics, figuras aleccionadoras y sabias en manos de humoristas como Mingote, Chumi-Chúmez, Máximo o Forges. Finalmente, el demonio pasó a formar parte de los motivos del diseño de la joyería y bisutería. El pecado y la tentación pasaron a ser elementos publicitarios para evocar lo excepcionalmente rico, lo exquisito, lo irresistible. Y el infierno quedó como el más legendario, atractivo y fantástico de los lugares. Quizá por eso el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 solamente habla del infierno pre-agustiniano, y quizá por eso el magisterio de Juan Pablo II de finales de siglo habla del demonio como de una metáfora antropomórfica con la que se designa la fuerza del mal.

4. CLAVES DE LAS CONCEPCIONES CONTEMPORÁNEAS DEL MÁS ALLÁ

La Ilustración realizaba sus ideales más allá de los sueños de todos sus protagonistas en el estado de bienestar, pero, paralelamente, seguían mostrándose como irreductibles la miseria y la mezquindad humanas. Por eso el infierno poco a poco pasó a designar una situación del corazón humano, una configuración de la subjetividad, y comenzó a ser caracterizado en clave antropológica. La experiencia de Péguy corresponde a ese proceso, que ya lo habían experimentado los grandes literatos desde Balzac a Dostoiewsky y desde Dickens a Galdós. Cuando la Iglesia persiste en una enseñanza oficial que discurre por una vía muerta, y los medios intelectuales se enredan en debates de salón sobre el ateísmo y sobre la justificación de Dios, los grandes poetas y literatos, laicos, al margen de la fe apoyada en estructuras institucionales, mantienen la fe cristiana y elaboran una versión de ella más creíble que la de las Iglesias oficiales y más que las académicas, porque están más en consonancia con la sensibilidad humana y con la tradición evangélica. 37

En concreto, Galdós había mostrado hasta qué punto la miseria puede anidar en el alma de la persona que tiene como máximo objetivo la perfección moral y religiosa de su alma. Y, además, Doña Perfecta fue una de sus obras que más inmediatamente se tradujo a las lenguas europeas. Por su parte, Goethe se había aliado con un Mefistófeles que era el que custodiaba y dispensaba los verdaderos tesoros divinos, y había sucumbido ante él, mientras que Baudelaire y Dostoiewski, que profesaban de un modo muy firme la fe cristiana, triunfaban sobre él y le devolvían a Dios lo que es de Dios50. El infierno es creíble como una configuración de la subjetividad. Así es como lo entienden y enseñan ellos, según un enfoque que más tarde ha sido también descubierto por las autoridades docentes oficiales del cristianismo. Después de Baudelaire y Dostoiewsky, otros pensadores poetas le buscan espacialidad, ubicación, aunque inicialmente no sea geográfica, a esa configuración infernal de la subjetividad humana. Nietzsche dibuja ese espacio subjetivo como la nada para siempre, como el desierto que crece, como la más gélida noche. Sartre lo dibuja como esos «otros» que le arrancan a uno de sí mismo y le impiden el retorno a la paz consigo mismo. C. S. Lewis, que también debe contarse entre los autores que cultivan la ciencia ficción y la teología ficción al mismo tiempo, lo dibuja justamente como una gigantesca maquinaria burocrática51. La reaparición del más allá en la cosmología, o la referencia de la cosmología al más allá, no se produce hasta después de la caída del paradigma de la ciencia moderna. Son los modelos teóricos de Einstein los que posibilitan nuevos modelos de universo. Según los más aceptados de ellos, el universo tiene una historia que se puede contar a partir de una explosión inicial (big bang). Puede contarse estableciendo la correspondencia entre expresiones científicas como «volumen de un cm3 y densidad infinita» y expresiones mitológicas y bíblicas como «caos», entre la fórmula «gas hidrógeno disociado» de la ciencia actual y la fórmula «en el principio había agua» o bien «el espíritu de Dios flotaba sobre la superficie de las aguas» de las teogonías griegas y la Biblia judeo cristiana, y así es como cuenta la historia del universo Stephen Weinberg52. Hay incluso interpretaciones de esos modelos en que la estructura del universo puede exponerse otra vez teniendo como una de sus claves la centralidad de la existencia humana, de la inteligencia humana o incluso de la inmortalidad humana, como es la de J. Tipler53. Junto a eso, la literatura teológica especializada sigue esforzándose por clarificar el tránsito de unas concepciones tradicionales del infierno a otras actuales54. Con todo, la contribución definitiva para el reencuentro entre más allá y cosmología proviene nuevamente de la literatura. Es la publicación de la trilogía El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, en 1954-55, con su reactualización de las mitologías nórdicas y medievales, y la articulación de esas mitologías con las cosmologías contemporáneas llevada a cabo por George Lucas en 1976 en su trilogía cinematográfica La guerra de las galaxias, las que pueblan otra vez los universos inabarcables de seres 38

animados y los convierten en escenario de la lucha entre el bien y el mal, parar el sentir común de los occidentales. Ahora el infierno no se nombra con un término derivado de los adverbios de lugar, que tienen su referencia en el eje corporal. Se nombra con una expresión que alude a la inversión de la fuerza y de la materia en un universo finito pero intotalizable, a saber, «el reverso tenebroso». El «reverso tenebroso» no es un infierno como el de Agustín, no está elaborado desde un enfoque metafísico. Es como el de Virgilio, está elaborado desde un enfoque existencial, y a sus puertas puede desarrollarse también la lucha más terrorífica de un hijo por rescatar a su padre. Eso no es ningún dogma, ningún anatema. Es literatura, es decir, vida humana. JACINTO CHOZA Departamento de FilosofÍa y Lógica Universidad de Sevilla

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CAPÍTULO III «YO SOY EL QUE SOY». LAS ÚLTIMAS REALIDADES EN EL PENSAMIENTO DE MAIMÓNIDES 1. EL SENTIDO DE LA TEOLOGÍA NEGATIVA

La teología afirmativa es la posición por defecto para quienes buscan comprender los términos predicados de Dios. Él es misericordioso, ecuánime, lleno de amorosa bondad y verdad, y perdona la injusticia. Seguramente debemos entender estas afirmaciones asumiendo el sentido ordinario de los términos en cuestión. Y la mayoría de la gente no duda de que ahí acaba el asunto. Si cuando la Biblia afirma que Dios es misericordioso la proposición no dice lo que esperaríamos que dijera, entonces la proposición nos engaña. El término «misericordioso» debe, por lo tanto, significar la misma cosa cuando se predica de los seres humanos y de Dios. Quizá Él es infinitamente más misericordioso, pero en cualquier caso el término se usa unívoca-mente cuando se emplea en estos dos tipos de contexto. Pero, si Dios es el Creador, tenemos motivos para ser escépticos ante la posición por defecto, la teología afirmativa, ya que, si Dios creó el mundo por propia voluntad, ¿qué límite puede haber para su voluntad? Ante cualquier acción de Dios, tenemos que suponerle capaz de realizar un acto inimaginablemente diferente. Él es capaz, por lo tanto, de crear un mundo inimaginablemente diferente del nuestro, y de crear una infinidad de mundos cada uno tan diferente del otro como cualquiera de ellos pudiera serlo del nuestro. Esto, naturalmente, como Maimónides sabía bien, establece un límite a lo que podemos aprender sobre Dios considerando el orden natural, pues, sea lo que sea lo que pretendamos afirmar sobre Dios de esta manera, tenemos que recordar que otro mundo podría tener rasgos inimaginablemente distintos de los que nuestro mundo despliega y por los cuales estamos intentando comprender la naturaleza divina. Se explicaría así lo que llevó a Maimónides a emplear la vía negativa. Él quería saber lo que podría aprender sobre Dios investigando un mundo en el cual hubiera puesto una parte infinitesimal de sí mismo. Desde el punto de vista de Maimónides, deberíamos intentar averiguar algo de la naturaleza divina sobre la desesperanzadoramente insuficiente base de una sola manifestación de la agencia divina. Esta línea argumental sustenta la doctrina medieval de que Dios es desproporcionado al mundo, y sustenta la tesis lingüística de que los términos no revisten su significación normal cuando se predican afirmativamente de Él. En opinión de Maimónides, rechazar esta tesis lingüística sería, por implicación, negar que Dios es el Creador, afirmar que Él es completamente inmanente a este mundo y, por lo tanto, suscribir, aunque inintencionadamente, una idolatría. En uno de los primeros trabajos de la magnum opus filosófica de Maimónides, La Guía del Perplejo, aprendemos que incluso el término «existe» no debe ser entendido corrientemente cuando se predica de Dios, pues al discutir el maqom (lugar), usado 40

algunas veces para significar el lugar de Dios en el orden de las cosas, Maimónides escribe que «no [hay] nada parecido o similar a esa existencia» 1. Lo que tiene en mente emerge rápidamente. En toda la Guía no hay doctrina que se defienda con más vigor que la doctrina de la incorporeidad divina. La defensa es necesaria porque «la multitud no puede en principio concebir una existencia si no tiene un cuerpo; así que lo que no es ni cuerpo ni existe en un cuerpo no existe en su opinión» 2. Por tanto, la multitud que cree que Dios existe tiene una falsa creencia, pues aunque la proposición «Dios existe» es, bajo cierta interpretación, verdadera, esa interpretación no es la que la multitud da de ella. ¿Qué piensa entonces Maimónides que ha probado en la Parte II de la Guía cuando prueba que Dios existe? Debe de haber comprendido la proposición «Dios existe». Que tiene alguna comprensión de ello lo indica su afirmación de que «hay una gran diferencia entre la dirección que conduce a un conocimiento de la existencia de una cosa y una investigación de la verdadera realidad de la esencia y sustancia de esa cosa» 3. La razón que Maimónides da para hacer esta distinción es importante para entender su enfoque de «Yo soy el que soy». Él nos dice que «se puede contar con la dirección que conduce a un conocimiento de la existencia de una cosa incluso cuando tuviera que ser por medio del accidente de la cosa, o por medio de sus actos, o por medio de una relación». Para Maimónides, una investigación que conduce al conocimiento de la verdadera realidad de la esencia y de la sustancia de una cosa es una investigación que conduce a la formulación de una definición aristotélica, una definición en términos de un género y una diferencia específica. Y Dios no puede ser definido de esta manera. Pero podemos adquirir un conocimiento de Dios que es suficiente para que podamos embarcarnos en una prueba de su existencia.

2. LA POSIBILIDAD DE UNA TEOLOGÍA POSITIVA

Aquí es necesario comentar el hecho de que Maimónides creía que podemos aprender de la existencia de una cosa por medio de sus actos. En su opinión, la forma aristotélica de definición, en términos de género y diferencia específica, no es aplicable a Dios porque aplicársela implicaría que Él es complejo, teniendo algo en común con otros miembros del género al que pertenece y algo que lo distingue de cualquier otro miembro de cualquier otra especie dentro de ese género4. Por una razón similar Maimónides también rechaza la pretensión de que Dios tenga cualidades accidentales. Pero hay una clase de atribución afirmativa que Maimónides acepta como aplicable a Dios, que es la atribución de acción. Y es así porque la atribución de acción no implica que el sujeto al que se le atribuye, el agente, es compuesto. Maimónides escribe: Esta clase de atributo es remota de la esencia de la cosa de la cual es predicada. Por esta razón está permitido que esta clase se debiera predicar de Dios, ensalzado sea, después de que hayas […] llegado a saber que los actos en cuestión no necesitan ser llevados a cabo por medio de

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diferentes nociones subsistentes dentro de la esencia del agente, sino que todos Sus diferentes actos, ensalzado sea, son todos ellos llevados a cabo por medio de Su esencia5.

En un intento de clarificar esta doctrina, Maimónides pone como ejemplo, incluso aunque sea muy inadecuado, el fuego, pues en virtud de una cualidad activa en él, a saber, el calor, ennegrece, blanquea, cocina, quema, derrite y endurece6. Como muchas clases diversas de actos le son atribuibles a un agente unitario, podemos, siempre que tengamos cuidado, hablar afirmativamente de Dios con respecto a sus actos. Es con este ejemplo en mente como Maimónides escribe: «Él vive, pero no a través de la vida; Él es poderoso, pero no a través del poder; Él conoce, pero no a través del conocimiento. Pues todos estos atributos remiten finalmente a una noción en la que no hay idea de multiplicidad» 7. Maimónides explica cada uno de estos atributos en términos de actos divinos. A menudo nos dice que, si vamos a hablar sobre Dios, las categorías metafísicas básicas que tienen que ser usadas son las de agente y acto, no las de sustancia y accidente. Escribe: «Cada atributo que se encuentra en los libros de la deidad, ensalzada sea, es por lo tanto un atributo de Su acción y no un atributo de Su esencia, o es indicativo de una perfección absoluta» 8. Y en otro lugar: «Todos los nombres de Dios, ensalzado sea, que sean encontrados en los libros derivan de acciones… La única excepción es un nombre, es decir, Yod, Hé, Vav, Hé»9. Incluso observamos que el Tetragramatón realmente significa Dios respecto de un acto divino, aunque, a diferencia de los actos de los cuales los otros nombres de Dios derivan, el significado del Tetragramatón no es un acto de una clase de la que el ser humano sea capaz. Maimónides afirma repetidamente que podemos saber de Dios sólo con respecto a la manifestación de su agencia. Saber de sus actos es lo más que podemos llegar a conocer de Dios. Sin embargo, no habría semejanza alguna entre saber de Dios y saber de los humanos, pues aprendemos sobre la naturaleza de la gente considerando sus actos, pero no podemos aprender nada de la naturaleza de Dios considerando los suyos. Se podrían decir al menos dos cosas para sostener esta posición. Primera, y de menor importancia, hay muchos seres humanos, y cualquier hipótesis que formemos sobre un determinado aspecto de un ser humano que le sea o no esencial puede ser comprobado por referencia al comportamiento de otros. Y, de otro lado, ya que sólo hay un Dios, no tenemos medios a nuestro alcance para comprobar si algo le es o no esencial. En segundo lugar, y de mucha más relevancia, hay un aspecto que no está explícito en la Guía, pero que implica principios aristotélicos que Maimónides conoce y aplica en ésta. La inferencia de la acción a la esencia, que es una inferencia del efecto a la causa, es válida sólo si el efecto y la causa son mutuamente proporcionados. Pero, como ya he indicado, Maimónides sostiene que Dios es desproporcionado al mundo y, por lo tanto, aunque podamos conocer un acto de Dios, no nos revela nada de su naturaleza. Esto no significa, sin embargo, que Maimónides haya zanjado el debate sobre la existencia divina. Debe al menos preguntarse qué se puede aprender de este asunto a 42

partir del nombre que Dios comunicó a Moisés en el Monte Horeb. Acabamos de ver que, aunque la vía negativa se aplica en La Guía del Perplejo, la vía no representa un obstáculo para la predicación afirmativa de Dios cuando la predicación se entienda en términos de agencia y acto. Preguntémonos, pues, ahora si Maimónides ha encontrado algo que decir sobre la existencia divina a la luz tanto del «Yo soy» como de sus enseñanzas sobre la agencia divina.

3. LA EXISTENCIA DE «YO SOY»

Aunque el nombre, en hebreo Ehyeh-Asher-Ehyeh, hace referencia a la existencia divina, no está claro cómo debería ser traducido, y en la nueva traducción del Éxodo de la Jewish Publication Society meramente se transcribe10. Los problemas están claros. El más relevante concierne al hecho de que Ehyeh está en la forma imperfecta, que en el hebreo clásico no es un tiempo verbal. En cambio, la forma comúnmente significa el mantenimiento o la continuidad de la acción. Puede representarse por una forma verbal temporal presente, pasada o futura, y los traductores normalmente cuentan con el contexto para determinar qué tiempo emplear11. Desafortunadamente el contexto del Nombre no aporta ayuda alguna. El comentario de Nahum Sarna en la traducción de la Jewish Publication Society nos recuerda que el Nombre ha sido traducido de forma variada como «Yo soy lo que soy», «Yo soy quien yo soy» y «Yo seré lo que seré», pero no expresa preferencia ni sugiere nada más, tan sólo afirma el hecho obvio de que el Nombre está cercanamente relacionado al Tetragramatón, escrito Yod, Hé, Vav, Hé, que parece ser una forma causativa en tercera persona de la forma en primera persona Ehyeh12. Comentaré más tarde la importancia de esta cuestión gramatical, pero me gustaría primero decir algo sobre cómo Maimónides mismo interpretó el Nombre pronunciado en el Monte Horeb. Para Maimónides, por medio del Nombre los israelitas «adquirirían una verdadera noción de la existencia de Dios», e introduce su interpretación de la misma con las palabras: «Todo el secreto consiste en la repetición en una posición predicativa de la misma palabra indicativa de existencia» 13. Así, se ha de considerar que el inmodificable participio relativo asher cumple la función de una cópula, como un mecanismo de enganche, que enlaza un sujeto, «Yo soy», y un predicado idéntico al sujeto14. El Nombre es, por lo tanto, una afirmación de identidad en la cual está implícito que la existencia de Dios no es un accidente sobreañadido a Él15, sino que es idéntica con su esencia.

4. LA ESENCIA DE «YO SOY»

El hecho de que el sujeto «Yo soy» sea idéntico al predicado «Yo soy» supone, 43

por lo tanto, la verdad de que la esencia de Dios es existir. En línea con esto, Maimónides parafrasea el Nombre como «el que existe necesariamente». No obstante, a primera vista es una interpretación del Nombre insatisfactoria, pues en la frase «Yo soy el que soy» aparece dos veces una forma en primera persona del singular del verbo «ser»; en cambio, la singularidad en primera persona parece no estar representada en la frase «el que existe necesariamente». Sin embargo, intentaré demostrar que esa crítica fracasa al tener en cuenta la propia interpretación de Maimónides de la frase «el que existe necesariamente». Maimónides se basa en el concepto de la unidad de Dios. Ya que en Dios no hay multiplicidad, la existencia de Dios no puede ser otra que su esencia. Maimónides escribe: Así pues, Su esencia no tiene un accidente agregado a ella cuando existe, en cuyo caso su existencia sería una noción que se le sobreañade, pues su existencia es siempre necesaria; no es algo que le pueda venir de repente ni un accidente que le pueda alcanzar. Consecuentemente Él existe, pero no a través de una existencia otra que Su esencia16.

La vía negativa, que es un principio metodológico que tiene que aceptarse si se aceptan las enseñanzas sobre la unidad divina, nos exige no atribuirle a Dios nada que sea sobreañadido a su esencia. Esto se aplica no menos a la atribución de la existencia que a cualquier otra cosa. Pero ¿qué hemos aprendido con esto? Decepcionantemente poco, parece. Ya hemos sido advertidos de que «existe» debe entenderse negativamente cuando se predica de Dios. Ciertamente debe ser entendido negativamente, hasta el punto de que debe ser entendido no para significar lo que la multitud cree que significa, ya que ellos creen que la existencia implica corporeidad. Pero Maimónides considera a todos los seres humanos igualmente ignorantes de la verdadera naturaleza de la existencia de Dios. De todas formas, él ahora nos ha dicho algo de lo que es especial sobre esa existencia, a saber, que es una existencia necesaria —existencia que Dios tiene en virtud de su esencia—. ¿Podemos llegar más lejos? Yo creo que podemos, y argumentaré ahora que el nombre de Dios le proporciona a Maimónides la estructura para el desarrollo de un concepto de Dios más completo.

5. EL QUE HACE SER

Maimónides sostiene, como hemos visto, que las categorías fundamentales aplicables a Dios son las de agente y acto. Conocemos a Dios sólo en tanto que es agente, y decir que su existencia es necesaria es por lo tanto indicar algo especial acerca de la agencia de Dios. Al comienzo de su comentario en el capítulo diez de Mishnah Sanhedrin, Maimónides presenta una lista de trece principios de fe17, una lista que fue más tarde incorporada a la liturgia, aunque inadecuadamente formulada, en la afirmación de fe Ani ma´amin y en el himno de la sinagoga Yigdal. El primer principio, en la versión original18, se abre con las palabras: «La existencia del Creador (alabado sea), es decir, 44

que hay un ser existente investido con la más alta perfección de la existencia» 19. La frase «la más alta perfección de la existencia», que es claramente la clase de existencia que Maimónides tiene en mente cuando habla, en La Guía del Perplejo, de Dios como teniendo una existencia necesaria, es inmediatamente explicada: «Él es la causa de la existencia de todas las cosas que existen. En Él existen y a partir de él emana su prolongada existencia.» Antes se hizo referencia al hecho de que el verbo repetido en el nombre de Dios es una forma en primera persona del verbo «ser», del cual el Tetragramatón Yod, Hé, Vav, Hé parece ser la tercera persona de la forma causativa, significando, por lo tanto, «Él causa ser» o «Él trae a la existencia», y es ciertamente en esta interpretación en la que Maimónides se está basando cuando formula el primero de los trece principios. Aquí, entonces, la existencia necesaria de Dios, que es «la más alta perfección de la existencia», y que es lo que significa el nombre de Dios, se explica en términos de su agencia. Lo que hace es crear. Es porque Maimónides entiende la existencia necesaria en términos de la actividad del agente creativo por lo que su intepretación de «Yo soy lo que soy» como «el que existe necesariamente» puede acomodar la singularidad en primera persona del Nombre. Para Maimónides, si Dios dejara de existir, entonces la existencia de todo lo demás también cesaría, pero si todo lo demás dejara de existir, Dios no cesaría y su existencia no sufriría ninguna disminución. La relación del mundo creado con su Creador es por lo tanto de total dependencia, de manera que las cosas creadas tienen una existencia contingente en el sentido de que su existencia es contingente a un acto de la voluntad divina. Por otro lado, la existencia de Dios no es contingente respecto a nada. Nada fuera de Él es necesario para su existencia, mientras que su existencia es necesaria para todo lo demás. La relación que se acaba de exponer se ajusta bien a la afirmación de Maimónides de que el mundo es un acto de Dios, algo que Él está haciendo, pues una realización es contingente a la voluntad del agente que la está realizando, y el que la realiza no existe menos si no está llevando a cabo tal realización. Ya hemos advertido las limitaciones que Maimónides cree inherentes a cualquier intento de aprender sobre la naturaleza de Dios considerando el mundo natural. Claro que no todos los que han pensado acerca de Dios se han restringido a los reinos de la teología natural. Muchos se han dedicado más a pensar sobre la revelación que sobre la naturaleza, y aquí yo haré lo mismo. Sea lo que sea lo que vaya a ser aprendido sobre Dios leyendo la naturaleza, también podemos aprenderlo de Dios leyendo a Moisés, y hay un texto sobre el que me centraré ahora a la luz de lo que Maimónides nos ha enseñado de que predicar actos de Dios no implica negar la unidad de Dios. Moisés cortó el segundo par de las tablas de piedra y entonces Dios pasó ante él y proclamó: «¡El Señor! ¡El Señor! Un Dios compasivo y clemente, ecuánime, lleno de bondad y lealtad, que extiende su bondad a miles de generaciones, perdonando la injusticia, las infracciones, y el pecado» (Ex. 34, 6-7). Con este pasaje en mente Maimónides presenta su doctrina de la imitatio dei. Él señala el mandamiento «caminar en los caminos del Señor» (cfr. Deut. 28, 9), y lo explica de esta manera:

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Así como Él es llamado clemente, tú también has de ser clemente; así como Él es llamado misericordioso, tú también has de ser misericordioso; así como Él es llamado santo, tú también has de ser santo… De una manera parecida a como los profetas aplicaron todos estos térmimos a Dios: ecuánime y lleno de bondad y lealtad, justo y recto20.

Hay que hacer aquí una salvedad. Aunque Dios se describe a sí mismo en términos que significan lo que consideramos como perfecciones morales, Maimónides precisamente no atribuye estas perfecciones a Dios, pues no dice que Dios es clemente y misericordioso, sino que se le llama así. Una explicación plausible para la cuidadosa explicación de Maimónides es su necesidad de recordarnos que los términos en cuestión no tienen el significado normal cuando se predican, como aquí, de Dios. Pero cualquiera que sea la explicación, Maimónides está claramente presentando la imitatio dei como una exigencia moral. ¿Cómo ha de lograrse? Para Maimónides la respuesta es obvia: viviendo de acuerdo con la ley de Dios, una Ley expuesta con esmerado detalle por Maimónides en la Mishneh Torah, el mismo trabajo que contiene en su sección introductoria la doctrina de la imitatio dei. Se nos dice: «Seréis santos, pues Yo el Señor, tu Dios, soy santo» (Lev. 19, 2) y esta meta se alcanza mediante el estudio de la Ley y su obediencia. La Guía del Perplejo finaliza con un enfoque de las cuatro perfecciones, respectivamente, de las posesiones externas, de la salud corporal, de la virtud moral y, finalmente, del intelecto. Las dos primeras se dejan a un lado rápidamente. La tercera, sin embargo, que consiste en «los hábitos morales del individuo habiendo alcanzado su excelencia última» 21, es otro asunto, pues, como se nos dice, «la mayoría de los mandamientos no sirven a otro propósito que a la consecución de esta clase de perfección». Y, como hemos visto, es la obediencia a los mandamientos la que produce en nosotros la imitatio dei que se nos ha ordenado buscar. De todas formas, la tercera clase de perfección no se concibe como una finalidad en sí misma, sino que ésta prepara para algo más, una cuarta clase que es la verdadera perfección humana. Maimónides añade que se está aquí refiriendo al concepto de los inteligibles, que enseña opiniones verdaderas conciernentes a las cosas divinas22. ¿A qué conciernen estas opiniones verdaderas? Maimónides ya ha excluido todo, excepto el conocimiento de Dios como agente. Y al considerar la agencia divina hay dos asuntos en los que Maimónides se concentra: primero, los trece atributos enlistados en Ex. 34, 6-7, y segundo, Dios como Creador. El papel del nombre de Dios en la filosofía de Maimónides es el de proporcionarle una estructura conceptual dentro de la que desarrollar sus enseñanzas sobre la agencia divina y la imitatio dei. A partir de aquí, la revelación divina está igualmente en el corazón de las perfecciones tercera y cuarta. La revelación del nombre divino en el Monte Horeb es a la cuarta perfección lo que la revelación de la Ley en el Monte Sinaí es a la tercera. Con todo, no podemos hablar de el concepto judío del Dios de Israel. ¿Por cuáles judíos, o por cuántos, debe ser aprobado si va a ser el concepto? ¿Y quién va a decir de cualquier concepto corriente que resultará aceptable para las futuras generaciones de 46

judíos? No puede, por lo tanto, reclamarse que el concepto que Maimónides desarrolla en La Guía del Perplejo, como una interpretación del nombre de Dios, es el concepto judío del Dios de Israel. Pero espero haber mostrado que su enfoque del Nombre tiene una fuerza propia y una gran profundidad, y que merece la atención de los metafísicos de cualquier fe. ALEXANDER BROADIE Departamento de Filosofía Universidad de Glasgow Traducción de Matilde Carrasco Barranco

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CAPÍTULO IV LOS JARDINES DEL PARAÍSO ISLÁMICO. LA IMAGEN DE LA FELICIDAD EN LA CIUDAD HISPANO-MUSULMANA La creencia en una vida más allá de la muerte y en un Dios remunerador forma parte del patrimonio religioso común del hombre mediterráneo; en particular, ocupa un lugar central en las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islamismo. De hecho, en torno al cielo y al infierno existe en las tres culturas una vastísima literatura. Resulta, pues, plenamente justificado que se haya elegido este tema para la presente edición del Seminario Permanente de las Tres Culturas. Ahora bien, lo que quizá no se aprecie con la misma claridad, a primera vista, al menos, es qué puede tener que decir sobre ese particular un arquitecto dedicado al estudio de lo urbano. Alguien podría razonablemente preguntarse si tiene algo que ver la escatología con el urbanismo, o si existe realmente alguna relación entre la idea islámica del paraíso y la morfología de la ciudad hispano-musulmana. A intentar responder a estas cuestiones están dedicadas las reflexiones de las páginas siguientes y confío en que también consigan explicar el porqué de mi presencia en este volumen. Aun cuando el tema específico que voy a abordar se refiere a la cultura islámica, considero necesario introducirlo refiriéndome brevemente a los orígenes de la concepción judeo-cristiana del paraíso, pues es de sobra conocida la continuidad ideal que el Islam establece entre la revelación bíblica y la contenida en el Corán, la cual, como afirma una sura mecana, «estaba ciertamente en las Escrituras de los antiguos» (Corán 26, 196). Pretendo situar el asunto en un contexto que facilite el diálogo entre las tres culturas, y para ello me parece imprescindible comenzar estableciendo puentes que inviten a avanzar en la comprensión mutua. De ahí que mi punto de partida no sea el Corán, sino la Biblia.

1. EL PARAÍSO EN LA TRADICIÓN BÍBLICA

Cuando se leen con un poco de atención los libros sagrados de las tres tradiciones religiosas que nos ocupan, se descubre en seguida que en el imaginario de esos venerables escritos la cuestión de la felicidad ultraterrena, la que se espera alcanzar en la vida que nos aguarda tras la muerte, está profundamente ligada a la idea de «lugar». Se llega incluso a tener la impresión de que a menudo la pregunta que esos textos intentan responder no es tanto en qué consiste o cómo se alcanza aquella vida feliz, sino dónde se encuentra. Así, para el pensamiento bíblico más antiguo, todos los muertos se reúnen en un lugar, que se designa con el nombre de sheol. En la Torah, la primera idea sobre el más allá aparece vinculada al concepto de sheol como domicilio o morada común e indiferenciada de los refa’im1, sin que todavía haya allí ninguna referencia a la idea de 48

una retribución después de la muerte. En este contexto hay que situar, por ejemplo, los textos que hablan de que los patriarcas al morir han ido «a reunirse con su pueblo» (Génesis 25, 17; 35, 29; 49, 33)2; o el texto en que Jacob, al conocer la supuesta muerte de José, exclama: «De luto bajaré al sheol donde mi hijo» (Génesis 37, 35). Encontramos ahí una concepción de los refa’im en el sheol no muy distante del uso que hace Homero de la noción de psyché cuando la aplica a los espíritus de los muertos en el Hades. Pero el concepto de sheol irá evolucionando y sufrirá una profunda transformación en la conciencia religiosa del pueblo de Israel, precisamente cuando se introduzca la persuasión de una retribución después de la muerte. Y así, tanto en los libros proféticos (Nebi’im) como en los escritos sapienciales (Ketubim), se aprecia ya que el sheol no es un lugar indiferenciado, sino que se ha convertido en un espacio con diversos estratos, al más profundo de los cuales van los impíos3. Esta nueva concepción del sheol perdurará largo tiempo y subyace todavía en el libro etiópico de Henoc4 o en el evangelio de san Lucas5. Sin embargo, la evolución en el modo de entender el sheol no se detendrá ahí. En los llamados salmos místicos se da un paso más al hablar de que Yahveh liberará el alma de los justos del sheol: «rescatará mi alma del sheol», se lee en el salmo 496. Ahora bien, si los justos no van al sheol,que inicialmente se concebía como el domicilio común de los muertos, éste queda reducido a morada de los impíos exclusivamente y, en consecuencia, se convierte en infierno en el sentido teológico del término. Es probablemente entonces cuando, para describir el lugar al que van los justos tras la muerte, se recurre a la imagen del paraíso, que encontramos luego con frecuencia en la literatura apócrifa y rabínica, pero también en algunos escritos neo-testamentarios7. Indudablemente, ese recurso al paraíso tiene como trasfondo el conocido relato del Génesis, donde se lee que «plantó Yahveh Elohim un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado» (Génesis 2, 8). Para evocar la vida feliz de la primera pareja humana antes de la caída, que es presentada como la propia de dioses o hijos de dioses, el autor del texto sagrado se ha servido de la contraposición entre la tierra desértica (adamah), de donde procedía el primer hombre (‘adam), y el jardín (gan) al estilo del Dilmún sumero babilónico, en que ese primer hombre es colocado por Dios8. De ahí que, cuando por contravenir el mandato de Yahveh pierdan Adán y Eva esa situación de privilegio, esto es, la posibilidad de vivir en el jardín, sean devueltos a la adamah, que era su lugar propio: «Le arrojó Yahveh Elohim del jardín del Edén, a labrar la tierra de la cual había sido tomado» (Génesis 3, 23). Vemos, pues, cómo el texto bíblico recurre a la descripción de un lugar, el paraíso, para referirse a un estado, el del hombre antes del pecado. Se ha señalado con frecuencia que la descripción del paraíso contenida en los primeros capítulos del Génesis evocaría la imagen de un exuberante y fértil oasis, que sin duda debió de resultar extraordinariamente estimulante para el pastor nómada palestinense, habituado a recorrer tierras semidesérticas con sus ganados. Y así es, si nos 49

atenemos al tenor literal del texto y a la etimología de los términos empleados9: el Edén bíblico, el lugar en que habitaba el primer hombre, aparece como un frondoso jardín plantado por Yahveh, regado por una corriente de aguas abundantes y poblado de árboles agradables a la vista y buenos para comer (Génesis 2, 8-14); es decir, como un lugar transformado por la mano de quien lo ha cultivado, de modo semejante a lo que debía de suceder en los jardines y los parques pertenecientes a los reyes de civilizaciones orientales10. Esa imagen del paraíso terrenal estará en la base de muchas de las descripciones del lugar reservado a los justos de los tiempos mesiánicos en el eón futuro, configurando así lo que podríamos denominar un paraíso escatológico. De hecho, aunque las profecías bíblicas acerca del Mesías se encuentren vinculadas a otros temas centrales de la historia judía de la salvación, como el retorno a la tierra prometida, la vuelta de la dinastía davídica o el día del Señor, aparecen frecuentemente expresadas en términos paradisíacos11. Ese modo de describir la bienaventuranza eterna será el que continúe empleando la literatura apócrifa, no sólo en el libro etiópico de Henoc o en el cuarto libro de Esdras, ya citados, sino también en el Libro de los Jubileos, en el Testamento de los doce patriarcas o en la Vida de Adán, constituyendo luego un lugar común en los escritos de la tradición rabínica, que a menudo identificarán uno y otro paraíso.

2. LA SINGULARIDAD DEL PARAÍSO ISLÁMICO

De ese modo de entender la felicidad de los justos como un paraíso de delicias participará también el Corán, que lo imagina como un jardín «por cuyos bajos fluyen arroyos y en el que [los justos] estarán eternamente» (Corán 3, 15)12. A mi juicio, resulta muy claro que en este punto, como en tantos otros, el Islam entronca con la tradición bíblica, probablemente en la versión heterodoxa del grupo religioso organizado en torno a Waraqa ibn Nawfal, el primo cristiano de la primera esposa de Mahoma, sin pretender de entrada una particular originalidad13. Sin embargo, me parece igualmente cierto que en el Corán la cuestión del paraíso adopta un semblante propiamente árabe. Veamos en qué sentido. En la Biblia, como acabamos de recordar, la imagen del jardín formaba parte del relato de los orígenes y quería ser una explicación de la condición primigenia del hombre realizada desde la mentalidad de un pueblo que aún no había alcanzado un desarrollo suficiente de su vida urbana14; sólo posteriormente esa imagen, por las razones que he esbozado brevemente, será aplicada a la descripción del lugar al que van los justos que alcanzan la salvación eterna. En el Corán, en cambio, el jardín (al-djanna) se encuentra prevalentemente ligado a la descripción del paraíso en sentido escatológico y no tanto a la del paraíso terrenal. Propiamente, el libro sagrado de los musulmanes no contiene ninguna descripción de ese lugar que sea comparable a la del libro del Génesis; todas sus referencias al paraíso terrenal se encuadran en el relato de la caída de Adán y constituyen 50

citas implícitas de Génesis 3 (Corán 2, 35-36; 7, 19-25; 20, 115-121). He aquí, por ejemplo, un texto muy expresivo del modo en que se presenta «el Jardín»: «Imagen del jardín prometido a quienes temen a Alah: habrá en él arroyos de agua incorruptible, arroyos de leche de gusto inalterable, arroyos de vino, delicia de los bebedores, arroyos de depurada miel. Tendrán en él toda clase de frutas y perdón de su Señor» (Corán 47, 15). Parafraseando a M.ª Jesús Rubiera, podemos decir que en el Islam se ha operado una importante transformación conceptual, pues mientras en la tradición bíblica el jardín era una imagen del paraíso, en el Corán el paraíso se ha convertido en un jardín15. Si no se pierde de vista la continuidad a que me he referido entre los musulmanes y la «gente de la Escritura» 16, es posible captar con mayor facilidad el calado de esa transformación, que viene a significar una radical simplificación respecto de una tradición religiosa extraordinariamente más compleja17. De hecho, en los textos bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, la imagen del jardín no es la única empleada para referirse a la felicidad de los justos en la gloria. Hay otra imagen, ciertamente tampoco la única18, que se va afianzando con el transcurso del tiempo y que aquí me interesa destacar porque ya no pertenece al mundo rural, más o menos agrícola, como sucedía con el jardín, sino que proviene de un contexto netamente urbano; me refiero al recurso cada vez más frecuente a Jerusalén, la ciudad de David, para significar la morada de los justos. En el testimonio de los profetas, esa ciudad que, por ser la ciudad donde se encuentra el Templo, es la ciudad de Yahveh adquirirá una dimensión escatológica o, más propiamente, mesiánica19; no en vano estaba escrito en un salmo: «Yo he constituido mi rey sobre Sión, mi monte santo» (Salmos 2, 6). La idea de una Jerusalén mesiánica, que existirá eternamente (Joel 4, 20) y en cuyo nuevo templo se establecerá para siempre la shekinah (Ezequiel 40-43; Isaías 4, 5; Jeremías 3, 16), aparece ya dibujada con trazos fuertes y expresivos en los últimos capítulos de la profecía de Isaías (Isaías 60-66). Con el saqueo de la ciudad y la destrucción del Templo en el año 70 por las tropas del emperador romano Tito, esos textos de los profetas del exilio se convertirán, para la literatura apocalíptica, en la base sobre la que cimentar las esperanzas mesiánicas, centradas ya en el mundo venidero; según el Apocalipsis siríaco de Baruc, por ejemplo, esa nueva Jerusalén existe ya ante Dios en el cielo y desde allí descenderá en los tiempos del Mesías (2 Baruc 4, 2-6; 32, 2-4). Son esas mismas imágenes las que emplearán algunos escritos del Nuevo Testamento para referirse a la Iglesia como el lugar en que se realizan las antiguas promesas; en ese sentido, san Pablo hablará de la Jerusalén de arriba (Gálatas 4, 26) y tanto el autor de la carta a los Hebreos como san Juan se referirán a la Jerusalén celestial (Hebreos 12, 22; Apocalipsis 21, 9-7)20. De hecho, la progresiva espiritualización experimentada por el paraíso en la literatura cristiana más antigua, que llevará a san Pablo a afirmar que no hay imagen terrena capaz de describirlo21, no impedirá que san Juan sitúe el cielo en el Monte Sión (Apocalipsis 14, 1). Y es que la imagen de la ciudad tenía la virtud de reflejar mejor que el jardín un 51

aspecto fundamental del concepto judeo-cristiano de salvación: la relación inmediata y necesaria que existe en la religión bíblica entre salvación y comunidad, ya se trate del resto de Israel anunciado por los profetas o de la Iglesia fundada por Jesucristo. En cierto sentido me parece, pues, perfectamente aplicable al cristianismo lo que Sholem afirma del judaísmo: «en todas sus modalidades y formas (…) siempre ha concebido y defendido la salvación como un proceso que tiene lugar públicamente ante los ojos de todos en el escenario de la historia y que está mediado por la comunidad» 22. La imagen urbana expresa bien ese carácter a la vez físico y social de los nuevos cielos y la nueva tierra que se aguardan (Isaías 65, 17; 1 Henoc 91, 16; Apocalipsis 21, 1). En esa misma medida la vida de los justos en el paraíso, cuya esencia consiste ciertamente en la perfecta comunión con Dios, no deja de ser de algún modo una existencia «socialmente organizada». La comunión con Dios, la participación en su santidad, no sólo no excluye, sino que implica la communio sanctorum, por utilizar la expresión acuñada por la teología católica, pues la absoluta trascendencia que caracteriza al Dios de la Biblia no le impide morar junto a su pueblo, en íntima unión con cada uno de sus miembros23. En esta perspectiva, Jerusalén será presentada como la ciudad santa, la morada definitiva de Yahveh en medio de su pueblo, hasta acabar personificando a la totalidad del pueblo elegido. Esa visión articulada y compleja del pueblo de Dios, tanto en la forma del qahal como de la ekklesía, resultará incorporada al modo de concebir la vida futura a través de la imagen urbana de la Jerusalén celestial. El Corán describe también el nacimiento de una comunidad, el hizb Allah o partido de Dios24, que representa en la perspectiva musulmana la cumbre de la historia, por cuanto es ya la comunidad del fin de los tiempos. Pero no hay ninguna referencia a ese partido de Alah a la hora de describir el paraíso islámico, salvo la afirmación obvia de que sólo quienes pertenezcan a él podrán morar en los jardines del Edén: «Dios veda el Jardín a quien asocia a Alah», se lee en Corán 5, 7225. El Islam, con una sociología religiosa extraordinariamente más sencilla que la bíblica, al absolutizar la trascendencia y la unicidad de Dios, introduce un abismo respecto a la condición creatural del hombre, que parece impedirle una real comunión con Él viviendo su misma vida; la relación con Dios de quienes forman parte del hizb Allah consistiría en que «Alah está satisfecho de ellos y ellos lo están de Alah» 26. En consecuencia, la felicidad prometida al justo es descrita en el Corán básicamente como el cumplimiento de los anhelos del pastor nómada del desierto: una vida sin fin en un oasis eterno, en el cual el hombre disfrutará de todos los gozos que pueda imaginar. Tendrán allí cuanto deseen, afirma en diversos lugares el Corán; todo ello en un jardín de frondosa vegetación, sembrado de palmeras y granados, rodeado de vergeles y viñedos, con fuentes de agua corriente, extensa sombra y fruta abundante al alcance de la mano. En aquel lugar, los justos estarán a la sombra, resguardados del calor y del frío excesivos, reclinados en sofás forrados de brocado, entre mullidos cojines y bellas alfombras, ataviados con brazaletes de oro y vestidos de seda verde; serán servidos por muchachos como perlas ocultas, que harán circular entre ellos una copa de agua viva, 52

refrescante, delicia de los bebedores, que no aturdirá ni se agotará; y recibirán como esposas a huríes de grandes ojos y recatado mirar, no tocadas hasta entonces por hombre alguno, retiradas en hermosos pabellones; cuando se mira allí, exclama el Corán, no se ve sino lujo y suntuosidad27. Con estas y otras imágenes de similar plasticidad es dibujado el paraíso islámico, el jardín del Edén, prometido a los siervos de Alah en premio a sus buenas obras28. Contrasta fuertemente ese modo de describir la felicidad eterna, y el lugar en que ésta se realiza, con el modo de hacerlo la tradición judeo-cristiana; no sólo por el diferente colorido de las imágenes empleadas, sino sobre todo por lo que éstas significan de ausencia en el Islam de cualquier referencia al posible carácter «social» de la salvación, al menos en el sentido en que es entendida por la religión bíblica29. Para el musulmán, el énfasis está puesto en la ausencia de tribulaciones, de dificultades, de trabajos: «paz» es la palabra que el justo escucha una y otra vez en el paraíso coránico30 y en el disfrute de goces sensibles en la otra vida. La «visión de Dios» es algo que apenas aparece insinuado en el Corán31; es decir, la salvación es presentada como algo individual, que afecta a cada uno, aunque luego los justos se encuentren todos juntos, «reclinados en lechos alineados, unos enfrente de otros» (Corán 15, 47; 37, 47; 52, 20; 56, 16). Pero no se limitará el musulmán, para quien lo que importa es la vida futura, a recrear el paraíso mediante las más variadas imágenes literarias (conviene no olvidar que el lenguaje es el arte de las artes árabes), sino que intentará tenerlo continuamente presente inspirándose en él a la hora de construir su casa. El jardín islámico, metáfora de aquel paraíso que se espera recibir como premio en el más allá, es una de las creaciones más singulares de esa cultura; en él, a través de la arquitectura, se plasma el afanoso anhelo humano de felicidad; no en vano ha afirmado un arquitecto contemporáneo que «la arquitectura es uno de los modos de supervivencia que han perseguido los hombres, una manera de expresar su esencial búsqueda de la felicidad» 32. Para poder situar en este contexto la riqueza de significados que los jardines árabes encierran, me parece necesario, sin embargo, hacer previamente algunas reflexiones sobre la ciudad islámica, por ser el marco en que éstos se encuentran situados.

3. EL ISLAM Y LA CIUDAD

La radical igualdad de todos los musulmanes ante Alah es uno de los criterios fundamentales que vertebra toda la comunidad islámica, a la vez que le otorga una particular unidad. «¡Hombres! Os hemos creado de un varón y de una hembra y hemos hecho de vosotros pueblos y tribus, para que os conozcáis unos a otros» (Corán 49, 13). La común fraternidad humana que el Corán proclama en esta aleya viene a significar, en último término, que ante la grandeza y la infinitud de Alah las diferencias humanas de raza, tribu o condición social resultan irrelevantes. No existe, en el orden religioso, jerarquía ni sacerdocio alguno en el Islam33. Los creyentes son, en verdad, hermanos y 53

entre ellos no se admite más fuente de distinción que el diferente grado de temor de Dios que cada uno tenga; he aquí las palabras con que termina la aleya citada: «Para Alah, el más noble entre vosotros es el que más le teme. Alah es omnisciente, está bien informado» (ibíd.). Toda la sura 49, que lleva por título «Las habitaciones privadas», insiste en la misma idea: Alah todo lo oye, Alah todo lo sabe, Alah ve bien lo que hacéis; con ello se quiere poner de relieve el Islam como religión de la interioridad, en la que Alah mira sobre todo al corazón, donde reside la fe: Los beduinos dicen: «¡Creemos!». Di: «¡No creéis! ¡Decid más bien: «Hemos abrazado el Islam»! La fe no ha entrado aún en vuestros corazones. Pero si obedecéis a Alah y a su Enviado, no menoscabará nada vuestras obras. Alah es indulgente, misericordioso». Son creyentes únicamente los que creen en Dios y en su Enviado, sin abrigar ninguna duda, y combaten por Alah con su hacienda y sus personas (Corán 49, 14-15)34.

La primacía otorgada a la religión y esa radical igualdad de los creyentes configuran de algún modo toda la cultura musulmana, que por lo demás, en cuanto tal cultura, no es sino un palimpsesto donde han ido dejando su huella un sinnúmero de civilizaciones. Y es que el Islam ha ido reorganizando diversos elementos de las diferentes culturas con las que ha entrado en relación, hasta hacerlas adquirir un aspecto irreductiblemente árabe. Eso ha ocurrido en particular con los lugares físicos en que las comunidades musulmanas han desarrollado su vida y su cultura, con las ciudades, que durante siglos han constituido un fiel reflejo de la sociedad islámica, generando un modelo urbano muy preciso y bien definido que se ha extendido desde el Golfo Pérsico hasta España35. Y, como intentaré mostrar a continuación, ese modelo de ciudad debe no poco de su peculiar configuración física al modo en que la comunidad de los musulmanes, el hizb Allah, se ha entendido a sí misma. En el Islam no hay más sociedad que la religiosa, la comunidad de los creyentes, ni más ley que la shari‘a, que regula la relación externa entre los creyentes y Alah. La shari‘a, como ley de Alah, abarca todos los aspectos de la vida y les da una valoración religiosa. Incluso la guerra tiene un carácter sagrado y configura una visión dual del mundo, que queda dividido en tierras de los musulmanes (dar al-islam, literalmente «casa del Islam») y tierras de conquista (dar al-harb, literalmente «casa de la guerra»). En la sociedad islámica no hay, pues, al margen de lo religioso, un ámbito profano o civil, en el sentido estricto del término; en consecuencia, también la ciudad islámica carece de lo que en la ciudad occidental denominamos «espacios públicos». Todo está mediado por la religión. La mezquita es simultáneamente el lugar donde se reza y donde se enseña; sólo sus alminares representan un hito en el paisaje urbano. El Dios omnipotente del Corán, ante cuyos ojos todo está patente, rige la historia como le place y da el dominio a quien quiere: «Su orden, cuando quiere algo, se reduce a decirle: “¡Sé!” Y es» (Corán 36, 82). Nada permanece, sino Alah; ante Él todos los creyentes son iguales y no deben ofenderse unos a otros mostrando exteriormente su 54

diferente condición, ni exponerse imprudentemente a los vaivenes de la incierta fortuna alardeando de su suerte. Ese carácter individual de la relación con Dios domina toda la vida de la comunidad islámica. De ahí que en la ciudad el ámbito privado sea el verdaderamente relevante; por eso ha podido escribir Chueca Goitia que «la ciudad musulmana está montada sobre la vida privada y el sentido religioso de la existencia, y de aquí nace toda su fisonomía» 36. La ciudad islámica carece, como he dicho, de espacios públicos como lugares de la representación social, justamente porque en una comunidad de creyentes las diferencias sociales no son relevantes, desde el punto de vista religioso. Existen, sí, la calle y el mercado (zoco, alcaicería o bazar), pero responden fundamentalmente a una necesidad funcional de circular y abastecerse, y no tienen ese carácter público, como elementos de relación social, que tienen la calle y la plaza en la ciudad occidental cristiana. Por consiguiente, en la ciudad islámica no existe la fachada, entendida como aquel elemento del edificio que contribuye a la construcción del espacio público; lo que cierra la casa es un muro liso, sin vano alguno, salvo la puerta y algún pequeño ventanuco o un volado ajimez. Un testimonio de ese modo de proceder lo podemos leer en la Historia de Sevilla de Morgado, quien al narrar las transformaciones del caserío de la ciudad en el siglo XVI escribe: Todos los vezinos de Sevilla labran ya sus casas a la calle, lo qual da mucho lustre a la ciudad. Porque en tiempos passados todo el edificar era dentro del cuerpo de las casas, sin de lo exterior, según que hallaron a Sevilla de tiempo de Moros. Mas ya en éste hacen ventanaje con rejas y celosías de mil maneras, que salen a la calle37.

No hay tampoco preocupación alguna por trazar un plano regular para la ciudad. Los tejidos urbanos de la ciudad islámica están surcados por numerosas calles tortuosas y angostas, quebradas, que se curvan a cada paso; de éstas nacen numerosos adarves o callejones sin salida, que penetran profundamente en el interior de las manzanas grandes e irregulares, para permitir el acceso a las viviendas. Tanto en los barrios del interior de la medina como en los arrabales es frecuente que las calles tengan puertas, que se cierran por la noche, aislando y protegiendo a la pequeña comunidad de vecinos. No es, pues, el espacio público el que tiene la primacía en la ciudad, sino el privado38. Así, la ciudad islámica se organiza casi como una ciudad secreta, en la que la vida privada es impenetrablepara el transeúnte, que en muchos momentos no percibe más que las sombras huidizas de quienes transitan por la calle. La casa se convierte, pues, en el elemento medular dentro del cual se desarrolla la vida de la ciudad, y en ella los elementos centrales en torno a los cuales gira toda la vida doméstica son el patio (wast al-dar o centro de la casa) y el jardín (riyad). Ambos elementos fueron tomados de otras culturas anteriores; el patio cuenta con una dilatadísima historia en la cultura greco-romana y el jardín entre los persas, pero en la casa islámica llegan a fundirse adquiriendo una configuración del todo original, propiamente árabe, no sólo por su estructura y organización, sino también por su 55

significado. Se podrían analizar muchos ejemplos del modo en que se organizaban el patio y el jardín en esas casas completamente volcadas al interior; «todo el edificar era dentro del cuerpo de las casas», decía Morgado de las de Sevilla en el texto citado, pero por su mayor cercanía me centraré en nuestras ciudades hispano-musulmanas39.

4. LOS JARDINES ISLÁMICOS DE AL-ANDALUS

Aunque no haya en el Corán muchas referencias a ciudades, en la sura 89 se habla de una ciudad llamada Iram, la de las columnas40, que ha alimentado la imaginación de generaciones de poetas, llegando la descripción de su forma y su historia hasta Las mil y una noches (noches 276-279). También Abu Hamid al-Garnati, geógrafo andalusí del siglo XII se hace eco de esa historia y comienza su narración con estas palabras: Cuenta al-Shu‘bi en su libro sobre la vida de los reyes que Shaddad ibn Iram ibn ‘Ad era rey del mundo y su pueblo era el pueblo de ‘Ad el Primitivo, gentes a las que Alah había aumentado considerablemente el tamaño de sus cuerpos hasta ser mucho más fuertes que nosotros. Dice Alah en el Corán: «¿No habéis visto que Alah, que los ha creado, es más fuerte que ellos (Corán 41, 15). Alah les envió al profeta Hud, sobre él la paz, para que les llamase a su sometimiento y obediencia. Y le dijo Shaddad: «Si creo en tu Dios, ¿qué obtendré?» Hud contestó: «Él te dará en la otra vida un jardín del paraíso construido con alcázares de oro, que llevarán pisos superpuestos también de oro, con jacintos, perlas y diversos tipos de piedras preciosas.» Entonces Shaddad dijo: «Pues yo construiré en este mundo un jardín del paraíso como ése y no necesitaré que me lo dé después de morir.» Dijo Ka‘b al-Ahbar: «Alah esté satisfecho de él», porque Alah menciona la historia de Iram en la Torah de Moisés; ésta es la descripción de su construcción41,

y continúa el interesantísimo relato de la construcción de Iram. Curiosamente, a pesar del carácter blasfemo de esa construcción, que termina con el castigo de los que la edificaron, como sucede en el relato bíblico de Babel42, la ciudad de Iram no es destruida, sino que se convierte en una ciudad secreta, ocultada por Alah a los ojos de los hombres y en la que ningún hombre entrará hasta el día del juicio final43. No obstante lo que pudiera tener de tentación cualquier intento terreno de construir el paraíso, según la clásica interpretación de Corán 43, 33-3444, la realidad es que los jardines hispano-musulmanes fueron a menudo presentados como imagen del Edén; lo ponen de manifiesto, por ejemplo, estos versos del poeta valenciano Ibn Jaffaya: «¡Oh gentes de al-Andalus! De Alah benditos sois / con vuestra agua, sombras, ríos y árboles. / No existe el jardín del paraíso / sino en vuestras moradas. / Si yo tuviera que elegir, con éstas me quedaría. / No penséis que mañana entraréis en el fuego eterno: / no se entra en el infierno tras vivir en el paraíso» 45. Han llegado hasta nosotros un buen número de descripciones literarias de esos jardines andalusíes, la más sistemática de las cuales tal vez sea la del tratado de agricultura de Ib Luyun, titulado Libro de la belleza y fin de la sabiduría46; pero la 56

mayor parte de ellas son evocaciones poéticas, como ésta del jardín cordobés de alZayyali que recoge al-Maqqari, en la que queda dibujada la estructura del jardín islámico: Este jardín es uno de los lugares más maravillosos, bellos y perfectos. Su patio es de mármol blanco puro; lo recorre un arroyo que parece una culebra serpenteante y hay una alberca en la que desembocan las aguas que corren. El techo de su pabellón, sus paredes y muros están decorados con oro y lapislázuli. El jardín tiene hileras de plantas simétricamente alineadas y sus flores sonríen en sus capullos. El sol no puede ver su húmeda tierra, la brisa esparce sus perfumes en efluvios, día y noche, como si estuviese formada con las miradas de los enamorados o se hubiese desprendido de las páginas de la juventud47.

Puesto que no es posible realizar aquí un análisis pormenorizado de todos esos jardines encerrados en las ciudades hispano-musulmanas48, me limitaré a comentar brevemente un ejemplo, tardío, pero egregio, que esa cultura nos ha dejado: el formado por el Patio de los Leones y las dependencias anejas en la Alhambra de Granada. Como es sabido, la Alhambra (al-Qal’at al-hamra’, «la ciudadela roja») fue la ciudad palatina de la dinastía nazarí, heredera directa del tipo urbano de al-Qata’i‘, junto a Fustat, el Cairo viejo, de la Madinat al-Zahra’ cordobesa y de la Qasaba almohade de Marrakesh, independiente de la ciudad de Granada y de mayor tamaño y complejidad que todas las ciudadelas y palacios de los régulos taifas. En el interior de su muralla albergaba, además de siete palacios, las viviendas de una población perteneciente a las más diversas categorías sociales, toda clase de oficinas, una ceca, baños, jardines, mezquitas privadas y públicas, tiendas, talleres, cuarteles y cárceles, la necrópolis real y una residencia de verano, el Generalife (jinna al-‘Arif, «jardín del arquitecto»). Dentro de la misma Alhambra se podían distinguir una «ciudad alta» y una «ciudad baja», unidas entre sí por dos ejes longitudinales que articulaban todo el conjunto urbano, las actuales calle Real y calle Real Baja. Con el transcurso del tiempo fueron desapareciendo las edificaciones más sencillas, permaneciendo sólo el conjunto monumental que ha llegado hasta nosotros y que fue edificado durante el siglo XIV, en el momento de máximo esplendor del emirato nazarí, de tal modo que en la actualidad no es fácil hacerse una idea de lo que pudo ser en su conjunto la Alhambra medieval. El llamado Palacio de los Leones fue levantado en la segunda mitad del siglo XIV por Muhammad V y en él la arquitectura áulica andalusí alcanza un notabilísimo grado de suntuosidad y refinamiento, que justifica que de hecho sea «la parte más celebrada de la Alhambra» 49. El corazón de ese conjunto de estancias, que se concibió como un palacio autónomo50, es un patio rectangular que sigue la tradición doméstica mediterránea del patio con peristilo y que en realidad debió de contener un jardín51. La estructura de ese jardín, centrada en torno a la Fuente de los Leones, servía para ordenar la composición de las diferentes habitaciones que se abren al patio, ligándolas entre sí a través de un doble tema de claro sabor paradisíaco: la galería perimetral, que matiza la entrada de la luz en las habitaciones y proporciona profundidad a la sombra de las alcobas; y el agua, que fluye por los canales del patio desde el interior de la sala de los Abencerrajes y la sala 57

de las Dos Hermanas, hasta caer con suave murmullo en la base de la fuente central. En seguida acuden a la memoria las aleyas coránicas que, al describir el paraíso, hablan de «una extensa sombra, cerca de agua corriente» y de «aposentos por cuyos bajos fluyen arroyos». Este jardín se sitúa, como por lo demás es frecuente en los jardines islámicos, «que aprendieron de los sasánidas persas la vieja lección del jardín sumeriano» 52, dentro dela tradición de aquellos jardines construidos a imagen del universo53, representado aquí por el cruce de dos canales en cuyo punto de encuentro se coloca la gran fuente central, que quiere significar la montaña que está en el centro del mismo54. Así, el orden que el jardín introduce en todo el edificio tiene un profundo sentido religioso, pues al evocar el orden cósmico pretende mover a la alabanza de Alah mediante la consideración de la grandeza de la creación, según lo que se lee en el Corán: «En la creación de los cielos y de la tierra y en la sucesión de la noche y el día hay ciertamente signos para los dotados de intelecto, que recuerdan a Alah de pie, sentado o echado, y que meditan en la creación de los cielos y de la tierra» (Corán 3, 190-191). Cualquiera que sea la finalidad práctica con la que este palacio se construyó, resulta indudable que «un conjunto cuidadosamente compuesto y abundantemente decorado, con salas alrededor de un patio porticado, no sugiere otras funciones concretas que el placer sensual y el recreo de los ojos» 55. El interior del jardín, definido mediante cuatro arriates profundos, entre los que el habitante de la casa camina sobre los elevados andenes de mármol, pone de manifiesto que ese disfrute no se vive de manera inmediata en la misma naturaleza: los pies no se posan ni sobre la tierra ni sobre la grama, las manos no cortan flores y es inconcebible que alguien pueda recostarse en el césped; el jardín islámico es para ser contemplado desde los sofás situados en las alcobas que se abren a él y desde allí disfrutar del aroma de las flores, del colorido de la vegetación, del murmullo del agua de las fuentes o del gorjeo de los pájaros. Son esos mismos elementos que conforman el jardín los que también vemos empleados en la arquitectura y en la decoración del patio y de las alcobas adyacentes, siguiendo la acusada tendencia oriental a cosificar la naturaleza, a mineralizarla56; de este modo el interior de esas estancias recrea también el ambiente paradisíaco: en las cúpulas se puede reconocer una representación de la bóveda celeste; las esbeltas columnas del patio, las muqarnas, los mocárabes y tanto los motivos decorativos de los estucos como la loza fina de los azulejos que recubren las paredes, despliegan un amplísimo repertorio de temas vegetales para levantar lo que bien podría considerarse como un jardín completamente arquitecturizado, desarrollando así una identificación entre arquitectura y naturaleza típica de la cultura islámica. Por si el significado de todos esos temas en la construcción del edificio no quedaba suficientemente claro, ahí están los poemas epigráficos de Ibn Zamrak que decoran las estancias del palacio. El poema de la sala de las Dos Hermanas, que hace hablar al edificio, comienza con estas elocuentes palabras:

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Yo soy el jardín que aparezco por la mañana ornado de belleza; contempla atentamente mi hermosura y hallarás explicada mi condición. En esplendor compito, a causa de mi señor el príncipe Muhammad, con lo más noble de lo pasado y venidero. Pues por Alah que sus bellos edificios sobrepujan, por los venturosos presagios, a todos los edificios. ¡Cuántos amenos lugares se ofrecen a los ojos! El espíritu de un hombre de dulce condición verá en ellos realizadas sus ilusiones 57.

A continuación, el poema centra su atención en la hermosa cúpula de la qubba, cuya bóveda parece flotar por encima del cinturón de luz de las ventanas. Las imágenes astrales la comparan con la bóveda celeste: Y hay una cúpula admirable, que tiene pocas semejantes. En ella hay hermosuras ocultas y manifiestas. Extiende hacia ella su mano la constelación de los gemelos en signo de salutación, y se le acerca la luna para conversar secretamente. Y desearían las estrellas resplandecientes permanecer en ella y no tener en la celeste bóveda fijado su curso; y en sus dos galerías, a semejanza de las jóvenes esclavas, apresurarse a prestar el mismo servicio con que ellas le complacen. No fuera de admirar que los luceros abandonasen su altura y traspasasen el límite fijado y permaneciesen a las órdenes de mi señor, por su más alto servicio alcanzando más alta honra58.

La última parte del poema está dedicada a la decoración del palacio; se va deteniendo en sus diversos elementos, para acabar considerando el palacio en su conjunto, formando un todo con el jardín: Hay aquí un pórtico, dotado de tal esplendor que el alcázar aventaja en él aun a la bóveda del cielo. ¡Con cuántas galas lo has engrandecido! Entre sus adornos hay colores que hacen poner en olvido los de las preciadas vestiduras del Yemen. ¡Cuántos arcos se elevan en su bóveda sobre columnas, que aparecen bañadas por la luz! Creerás que son planetas que ruedan en sus órbitas y que oscurecen los claros fulgores de la naciente aurora. Las columnas poseen toda clase de maravillas. Vuela la fama de su belleza, que ha venido a ser proverbial. Y hay mármol luciente que esparce su resplandor y esclarece lo que se hallaba envuelto en las tinieblas; cuando brilla herido por los rayos del sol, creerás que son perlas a pesar de su magnitud. Jamás hemos visto un alcázar de más elevada apariencia, de más claro horizonte, ni de amplitud más acomodada; ni hemos visto un jardín más agradable por lo florido, de más perfumado circuito, ni de más exquisitos frutos. Paga doblemente y al contado la suma que el cadí de la belleza le ha señalado, pues llena está la mano del céfiro desde la mañana de monedas plateadas de luz, que contienen lo suficiente [para el pago]. Llenan el recinto del jardín en torno de sus ramas los dinares del sol, dejándole engalanado59.

Como ha afirmado M.ª Jesús Rubiera, esos poemas, que describen literariamente el edificio y alaban a su constructor, Muhammad V, son «algo más que escritura» 60: están dando significado al significante ambiguo de una arquitectura secreta, oculta en el interior de unas construcciones aparentemente sencillas61, para conferir una justificación islámica a unos edificios que de otro modo podrían parecer pura vanidad humana y que, en realidad, están evocando, además del poder político-religioso de los emires de la dinastía nazarí, «cuya gloria merecería consignarse en el Libro Sagrado» 62, la felicidad de una vida incomparablemente mayor que la que la imaginación de los románticos del siglo XIX haya podido entrever, por cuanto los jardines de este y otros palacios similares, 59

que abundaron en nuestras ciudades hispano-musulmanas, fueron construidos como un emblema del paraíso63. Desde este punto de vista, los jardines hispano-musulmanes me parecen también un magnífico ejemplo de cómo la motivación religiosa ha contribuido a enriquecer nuestro acervo cultural, o, si se prefiere, del modo en que la esperanza de esa vida plenamente feliz que nos ha sido prometida puede ayudarnos a mejorar esta vida de ahora y, más concretamente, la arquitectura de nuestras ciudades. Por eso tal vez no vaya descaminado el arquitecto Óscar Tusquets cuando escribe: un jardín es un proyecto tan dedicado al espíritu, tan poco ligado a un uso utilitario, a una función concreta, que muy significativamente el funcionalismo ha sido absolutamente incapaz de afrontarlo. Deberíamos meditar, preferentemente sentados, sobre el hecho innegable de que el funcionalismo o el racionalismo no hayan dejado ni un solo jardín para la historia. Claro que existen maravillosos jardines contemporáneos, pero no corresponden en absoluto a los preceptos racionalistas. Se comprende que lo aleatorio de la vegetación, su variación a lo largo de las estaciones, su relativa libertad de crecimiento, su geometría fractal, no sean el material preferido por los proyectistas de la función y la razón, pero podrían siquiera proyectar jardines minerales y acuáticos, y no han sabido, o no han querido, hacerlo. ¿La explicación de esta absoluta impotencia no podría residir en que el funcionalismo y el racionalismo son doctrinas por definición materialistas y, por lo tanto, programáticamente agnósticas 64.

VICTORIANO SAINZ GUTIÉRREZ Departamento de Urbanística y Ordenación del territorio Universidad de Sevilla

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CAPÍTULO V LA FÍSICA DE LA INMORTALIDAD 1. LA INMORTALIDAD Y LA FÍSICA. LAS TESIS DE TIPLER

Convendría para empezar dar alguna explicación acerca de la singularidad del tema propuesto. Independientemente del gancho publicitario que un título de estas características pueda tener, lo cierto es que llama la atención, aunque creamos que lo que se anuncia tiene algún tipo de trampa. La ciencia y la filosofía de siglos pasados nos han enseñado que todo lo que está vivo es mortal y los objetos de que se ocupa la física no pueden morir porque ni siquiera están vivos. ¿De dónde sale un título tan estrafalario, tan imaginario, tan ambicioso? ¿Cómo nos atrevemos siquiera a acercarnos así a una problemática tan tremenda? La respuesta es, en principio, muy sencilla. Existe un libro que se titula así, La física de la inmortalidad1, cuyo autor es un cosmólogo americano, Franck Tipler, nacido en Estados Unidos y que continúa realizando allí su trabajo en la actualidad. Aquí vamos a ver algunas de sus principales ideas y a comentar algunos de los interrogantes o grandes cuestiones que se abren si las afrontamos. Tipler es un cosmólogo que se doctoró en 1976 con una tesis sobre la relatividad general global. Esta especialidad de la física surgió a finales de los años 60 y primeros de los 70 por obra de los físicos ingleses Roger Penrose y Stephen Hawking, y permite (o intenta) obtener conclusiones esenciales y muy generales sobre la estructura del espacio y del tiempo, gracias a que estudia el universo a escala global, tanto en las dimensiones espaciales como en la temporal. Podría pensarse que todos los cosmólogos trabajan desde este punto de vista, pero no es así. La mayoría estudia lo que se denomina universo visible, es decir, aquella parte del mismo cuyo pasado puede ser observado desde la Tierra. Pero el universo es una esfera de veinte mil millones de años luz de diámetro, mucho más grande de lo que vemos. Desde el punto de vista de un especialista en relatividad global, Tipler estima que es necesario analizar el futuro del universo, puesto que en ese futuro se halla casi todo el espacio y tiempo disponible. Nos encontramos así con un cosmólogo un tanto especial, que aboga por la unificación de ciencia y religión. Sostiene, nada más comenzar, que la teología es ya una rama de la física, y que los investigadores de la física podrán deducir la existencia de Dios y la plausibilidad de la resurrección de los muertos a la vida eterna mediante los cálculos apropiados, de la misma forma que calculan las propiedades del electrón. La lógica aplastante de la rama especializada de la física en la que yo trabajo me ha llevado a extraer estas conclusiones (…). Hace veinte años, al principio de mi carrera académica en el ámbito de la cosmología, mi actitud era explícitamente atea. Jamás en mis sueños más descabellados pude imaginar que llegaría el día en que escribiría un libro para mostrar que las afirmaciones básicas de la

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teología judeo-cristiana (y musulmana) son verdaderas, pues se deducen sin trabas de las leyes físicas tal y como las conocemos actualmente2.

Tipler expone lo que él denomina «Teoría del Punto Omega» y mediante ella, sin apoyar concretamente afirmaciones de alguna determinada tradición religiosa, ofrece una explicación física plausible de la resurrección universal. Si alguien ha dicho que durante dos mil años la resurrección ha sido incompatible con la física de su época, ahora la situación sería otra. A partir de ahora la teología, o bien seguirá siendo mera fantasía, y por lo tanto condenada a desaparecer, o bien se convertirá en el futuro en una subdivisión de la física. Para los científicos, la teología acabará por extinguirse. Sin embargo, Tipler recuerda que existen precedentes en la historia en los que una teoría desacreditada por completo ha reaparecido posteriormente con pujanza. Estos planteamientos implican un reduccionismo no disimulado, del que incluso alardea desde el principio de su exposición. En general los físicos somos un conjunto de estudiosos llenos de arrogancia basada en la perspectiva reduccionista de que nuestra ciencia es la fundamental, y en los logros obtenidos a partir de la aplicación de la misma en los últimos años. Yo participo de esta arrogancia. He tratado, sin mucho éxito, de ocultarla en mis anteriores publicaciones sobre religión y física. Sin embargo, en este libro no me he tomado esa molestia, sobre todo debido a que en el pasado este disimulo ha impedido que abogara decididamente por el reduccionismo, pues el reduccionismo dice la verdad; además, al aceptarlo uno puede integrar completamente la religión y la ciencia3.

Lo fundamental de su pensamiento se puede exponer en siete grandes tesis, cuyo contenido puede resumirse en los siguientes términos:

P RIMERA.—El progreso es indefinido Ésta es, seguramente, la idea fundamental, la idea matriz, de la cual se desprenden otras dos tesis también muy básicas: a) b)

El ser humano es una máquina de estado finito y nada más. La noción de progreso parece más correcta frente a las nociones de Eterno Retorno y Muerte Térmica.

Con respecto a que ser el ser humano sea una máquina de estado finito, Tipler rechaza el recelo de Penrose a aceptar que una máquina pueda ser inteligente. Siguiendo a Turing, que toma el resultado del comportamiento como clave para determinar la inteligencia y el carácter de persona, reconoce que en la actualidad ninguna máquina alcanza real y plenamente el nivel de los seres humanos, pero no duda de que se 62

alcanzará. Según una abrumadora evidencia, dentro de unos treinta años se podrá construir una máquina tanto o más inteligente que el ser humano, que realmente no es sino una máquina inteligente. El impulso más poderoso para conseguirlo proviene de que sin la creación de esas máquinas la especie humana estaría destinada a desaparecer. Con su auxilio, en cambio, podrá sobrevivir para siempre, empezando por prestar su ayuda para la colonización del espacio4. Por lo que se refiere a la segunda tesis, ante la perspectiva de un progreso indefinido, los posibles futuros que se conocen como «Muerte Térmica» (que el universo se enfríe tanto que ya no sea capaz de sustentar vida alguna) y como «Eterno Retorno» (que el universo sea cíclico y vuelva de nuevo a empezar) son menos probables. En la «Teoría del Punto Omega» se evita la Muerte Térmica mediante una fuente de energía aprovechable —el colapso diferenciado del universo— que permite que la entropía y la información almacenada diverjan hasta más infinito a medida que se aproxima el estado final del universo, el Punto Omega5. Con esta teoría, Tipler pretende, además, evitar las consecuencias negativas para la moralidad pública que a finales del siglo XIX y principios del XX tuvieron las teorías de la Muerte Térmica y del Eterno Retorno. Para elaborar su noción de progreso, Tipler se inspira en el físico Bernal6. Bernal pensaba, como Spencer antes que él, que para sobrevivir la vida tendría que abandonar el sistema solar. Al final, dice Tipler, habrá que transferir la propia Tierra hasta una realidad virtual, desde el espacio real hasta un ciberespacio dentro de la memoria de un ordenador. Pero la noción de «Punto Omega» la toma del paleontólogo Teilhard de Chardin. Entre Tipler y Teilhard hay alguna discrepancia7 y notables coincidencias: Al no ser un cosmólogo, Teilhard desconocía la posibilidad de que el propio Universo fuera cerrado. Es más, tampoco sabía que por ser cerrado podía escapar de la Muerte Térmica. En los próximos capítulos se verá que en un Universo cerrado, e impulsada por los mismos mecanismos de la supervivencia, la vida se encuentra forzada a converger sobre sí misma y a dar fin al tiempo en un Dios Punto Omega, que será un punto omega dotado de las mismas cuatro propiedades mencionadas arriba (y ya señaladas por Teilhard8).

Éstos son: —

Primera: el Punto Omega permite que la humanidad pueda escapar de la muerte en general, y en concreto de la Muerte Térmica. — Segunda: el Punto Omega se encuentra en el futuro final, no dentro del tiempo, sino en la frontera de todo tiempo futuro, y es el límite de todas las secuencias temporales que terminan en él. — Tercera: el Punto Omega es parecido a la singularidad existente en la punta de un cono (por esto se califica a Omega como un punto). — Cuarta: el Punto Omega sólo puede surgir en un sistema geométrico finito y 63

acotado, como por ejemplo la superficie de la Tierra, porque sólo en un entorno así queda el hombre necesariamente asumido en él. Sólo un sistema acotado es infinito, y por lo tanto sólo en esta clase de sistema es posible la comunicación sin trabas. «Por estas razones, y en honor al concepto original de Teilhard, he denominado a mi modelo cosmológico la Teoría del Punto Omega»9.

SEGUNDA.—La vida puede y debe colonizar el universo El desarrollo de la vida va desde el seno-tierra hasta abarcar todo el cosmos10, y, puesto que la galaxia tiene un diámetro aproximado de cien mil años luz, se tardaría unos seiscientos mil años luz en colonizar toda la Vía Láctea11. La pregunta que surge ahora es: ¿puede la vida controlar todo el Universo una vez que lo haya englobado por completo? Dicho de otra manera, ¿podrán nuestros descendientes gobernar el Universo, o habrán de conformarse con ser gobernados por él? La respuesta es que desde luego podrán controlar el movimiento futuro de todo el Universo. El procedimiento que emplearán será la ciencia del caos y las ecuaciones que rigen la dinámica del Universo12. En el futuro muy lejano, ya próximo el final del tiempo, en las condiciones tan extremas predominantes en todo el universo, sólo podrán existir robots. Sin embargo, si los robots sobreviven, podrán mantenernos también con vida, en forma de emulaciones en los ordenadores existentes en ese futuro lejano13.

El progreso no sólo es posible, sino que es inevitable.

T ERCERA.—En el final del tiempo y del universo convergen todas las historias El universo debe ser cerrado, y la frontera del Futuro del universo consiste en un solo punto. Se recoge aquí la tesis de Teilhard de que «todo lo que asciende converge», y dado que la vida debe seguir existiendo hasta Omega, dado que las condiciones del contorno del futuro determinan el pasado, y dado que el futuro último guía a los presentes hacia sí, resulta que el futuro último (Dios, el Punto Omega) supondrá una convergencia de toda la información, una convergencia de todas las historias14.

CUARTA.—El Punto Omega tiene capacidad técnica para «resucitar» o «replicar» a todos los seres humanos mediante emulaciones en otro soporte 64

Un hombre es identificable a través de 10 elevado a 23 bits de información15. Todos los posibles universos visibles pueden ser replicados hasta el nivel cuántico si la capacidad del ordenador corresponde al menos a 10 elevado a 10 elevado a 123 bits16. Por ello, los muertos serán «resucitados» cuando la capacidad de procesamiento de la información del ordenador del universo sea tan grande que la memoria requerida para almacenar todas las posibles simulaciones humanas sea una fracción insignificante de la capacidad total17. Entonces seremos emulados en los ordenadores del futuro lejano, y la realidad que viviremos se parecerá quizá a la «realidad virtual» o al «ciberespacio» 18. En efecto, si el universo es hiperbólico, toda información contenida en la totalidad de la historia humana podrá ser analizada por la colectividad de lo viviente en el futuro lejano, y de ese modo los seres humanos vivirán de nuevo en la mente de Dios.

QUINTA.—Las nociones de vida, persona y alma se re-formulan en términos informacionales Una simulación lo bastante perfecta de un ser vivo tendría vida, pues lo que importa desde el punto de vista del ser humano es el hecho de que piensa y siente, y el contenido de las vivencias, y no la forma corpórea concreta, que constituye el soporte físico de esas actividades. Según Tipler, la identificación del individuo humano se establece fundamentalmente por la forma. La teología ha exigido tradicionalmente que hubiera continuidad para mantener la identidad entre las personas originales y las resucitadas; y llegar a esta continuidad fue lo que motivó a introducir la noción de alma inmortal. La necesidad de esta continuidad puede evitarse gracias a la física cuántica. Ya no hace falta un alma inmortal continua para lograr la inmortalidad individual19.

El alma humana no es de por sí continuamente inmortal, sino que al morir se extingue y ulteriormente la «resucita» el Punto Omega.

SEXTA.—La resurrección da lugar a la secuencia de infierno, purgatorio y cielo La articulación de esos tres estados denominados infierno, purgatorio y cielo es posible porque en una misma simulación caben todos los estados que se quieran interaccionando entre sí, y todas las combinaciones que se quieran establecer. En el futuro habrá espacio de sobra para cantidades infinitas de individuos resucitados, pues el cuerpo espiritual es sólo el cuerpo actual a un nivel de implementación más alto. Dado que el principio de insatisfacción no puede aplicarse a la vida tras la muerte, 65

lo más problemático sería el infierno, pero podría prescindirse de él porque, según Tipler, no consta a ciencia cierta que tenga que existir, y podría consistir simplemente en la aniquilación. Si un ser humano está convencido de que es malvado/ a sin remedio, el Punto Omega podría sencillamente no operar su resurrección20. En cambio, los otros dos estados resultan más obvios. Aquellos que se encuentren en el Purgatorio disfrutarán de todos los placeres derivados del proceso de ir eliminando el mal que hay en ellos, por el procedimiento de eliminar el contenido y la forma de las vivencias correspondientes a esos momentos21. Lo que resulta por ese medio es el cielo, que consiste en la recuperación y reposición de los contenidos y formas de todas las vivencias de dicha, incluidas las correspondientes a la sexualidad22.

SÉPTIMA.—Hay semejanza entre la vida ultraterrena prometida por las grandes religiones y la generada por el Punto Omega En efecto, «a través del análisis de las visiones de la vida después de la muerte según las grandes religiones del mundo —taoísmo, hinduismo primitivo, judaísmo, cristianismo e Islam—, se puede mostrar que, básicamente, la vida del más allá que predice la física moderna coincide con la que esperan las grandes religiones mundiales» 23. Estas siete grandes tesis se completan con el rechazo de algunos otros supuestos. En concreto, Tipler niega: —

Que el alma sea real, individual y numéricamente inmortal, pues, una vez que hemos muerto, muertos permanecemos. — Que en biología quede algo por descubrir, algún campo vital en el que no se conozcan los elementos y la dinámica básicos. — Que los teólogos estén preparados para afrontar los problemas de la escatología. La escatología es un conjunto de cuestiones que debe quedar para los físicos.

2. ALCANCE Y LÍMITES DE LA COMPRENSIÓN CIENTÍFICA

Tras exponer pormenorizadamente su visión cosmo-teológica, Tipler expresa sus propias reservas críticas ante ella. No creo todavía en el Punto Omega. La Teoría del Punto Omega es una construcción teórica científica sobre el futuro del Universo Físico, de donde la única prueba a su favor es su belleza formal. Desde un punto de vista científico nadie está obligado a aceptarla. Yo tampoco. Considero que tiene una razonable posibilidad de ser correcta. Si se confirma, me consideraré teísta24.

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Nuestro autor no cree que los autores de la Biblia, el Corán, el Talmud, y el Rig Veda tuvieran conocimientos revelados, y entre las explicaciones que da para justificar que no es cristiano, siendo el cristianismo la religión de su medio cultural, expone que no puede aceptar la creencia fundamental del cristianismo, a saber, que Jesús resucitó de entre los muertos, pues las similitudes entre las descripciones del cuerpo resucitado de Jesús y el cuerpo resucitado que predice la Teoría del Punto Omega son mínimas y puramente casuales. «Mi opinión es la de David Hume: el hecho empírico —los muertos no resucitan— debe ser tenido en su justa medida en contra del testimonio de los hombres» 25. Sin embargo, nuestro autor considera que «en el contexto de una Teología Natural adecuada, estos poderosos argumentos contra la resurrección de Jesús pueden transformarse en razonamientos indiscutibles a su favor» 26. En efecto, de vez en cuando los científicos nos equivocamos, y los campesinos analfabetos que avisan de haber observado sucesos extraños tienen razón. El ejemplo clásico es la propia existencia de meteoritos. Antes de 1800, casi todas las personas educadas creían que «no existen piedras en el cielo, y por tanto no pueden caer piedras desde el cielo». Las investigaciones que subvirtieron las opiniones de las clases cultas fueron llevadas a cabo por el gran físico francés Biot.

Una de las razones que impedía la aceptación de la existencia de meteoritos era la ausencia de una teoría afirmando que debían existir. En las fechas en que Biot realizó sus cálculos, Laplace propuso su Hipótesis Nebular para explicar la formación del sistema solar, y en esta teoría se podía suponer que quedarían hasta la fecha restos de su creación en forma de piedras navegando por el espacio interplanetario. Así, la ciencia de la astronomía pasó de ser un bastión armado de poderosos argumentos contra la creencia en la existencia de piedras en el cielo a convertirse en un fuerte apoyo de la misma. ¿Podría ocurrir esto con la Teoría del Punto Omega?27

3. LOS PROBLEMAS LATENTES

Creo que con estos datos y esta selección de ideas podemos hacernos cargo del libro que comentamos y del pensamiento de su autor. Nos abre sin duda una multitud de interrogantes, si es que no hemos desechado el tema con un comentario más o menos irónico. Pero si continuamos se desencadena una tormenta de preguntas: ¿Tiene sentido pensar en lo que quizá pueda ocurrir dentro de cien mil millones de años? ¿Merece la pena platearse estos asuntos?, o incluso ¿es prudente… o más bien imprudente? ¿No nos enseña la historia a desconfiar, a no creer en ninguna predicación, en ningún relato? Alguna concepción posmoderna asevera que todo relato o metarrelato tiene trampa, que sólo aspira a ser coercitivo y opresor. No podemos entrar en la polémica modernidad-posmodernidad, pero parece claro que la idea del «fin de la historia» (de Hegel, Kojeve, Lyotard y Fukuyama) no sintoniza mucho con lo que propone Tipler. 67

Siempre en la historia ha habido pluralidad de caminos, y cada generación, por decirlo de alguna manera, ha tenido que decidir entre sus diversas opciones. Pero es cierto también que cualquier interpretación de la historia se altera, y se abre o se cierra a otras perspectivas. Morin dice que «hemos aprendido que la idea más rica o compleja se empobrece en una ecología mental pobre, se degrada en una ecología mental degradada, y entonces se torna más oscurecedora que elucidadora» 28. ¿Estará la ciencia legitimada, en condiciones para superar la solución posmoderna? ¿Evidenciará que hay un gran relato… el relato fundamental? ¿Nos convencerá la ciencia de que el progreso tiene que continuar, de que queda mucho camino por delante, de que, como dice Morin, estamos en la Edad de Hierro planetaria…?29 Pero sigamos preguntando. ¿No es descabellado, irresponsable incluso, despertar la esperanza de la humanidad en la vieja utopía, en la vieja utopía de las utopías…? Porque el cielo, el más allá, la pervivencia tras la muerte, siempre ha sido la utopía de las utopías. Quizá la más grande, quizá la mejor o, cuando menos, la más consoladora. Eso seguramente debió de pensar aquel que dijo «no volveré a servir a señor que se me pueda morir». Desde otra perspectiva puede argumentarse: ¿no es más prudente mantener distante la convivencia entre ciencia y religión?, ¿no es demasiado arriesgado para la religión, después de la experiencia de siglos, pretender vertebrar fe y razón? Entre este torbellino de interrogantes voy a centrar la atención en dos cuestiones, la situación de la ontología en nuestro tiempo y el papel de la imaginación en la economía del saber.

4. LA ONTOLOGÍA DE NUESTRO TIEMPO

Se ha dicho que la ontología de nuestro tiempo se parece a la del Renacimiento. Hay un célebre texto de A. Koyre, uno de los grandes historiadores de la ciencia y la filosofía de nuestro siglo, que describe así la situación de la ontología renacentista: «Sabemos que la época del Renacimiento fue una de las menos dotadas de espíritu crítico que haya conocido el mundo. Una época en la que la magia y la brujería se propagaron de manera prodigiosa y estuvieron infinitamente más extendidas que en la Edad Media.» La explicación de este fenómeno es compleja. Existen factores sociológicos, factores históricos, etc. «Pero en mi opinión, dice Koyré, hay otra cosa. El gran enemigo del Renacimiento, desde el punto de vista filosófico y científico, fue la síntesis aristotélica, y se puede decir que su gran obra fue la destrucción de esta síntesis.» En nuestro modo de percibir e interpretar el mundo, lo posible prevalece casi siempre sobre lo real, que no es sino el residuo de lo posible. Lo real ocupa una pequeña porción del espacio propio de lo que no es imposible. En el espacio de la ontología aristotélica hay muchas cosas que no son posibles, una infinidad de cosas, pues, que se sabe de antemano que no pueden darse, que en su mera enunciación se muestran como falsas. 68

Una vez que esta ontología ha sido cancelada, y mientras se elabora una nueva, lo que no sucede hasta el siglo XVII, no hay ningún criterio que permita decidir si las tesis respecto de tal o cual «hecho» son verdaderas o no. En esta situación, lo que resulta es una credulidad sin límites30. Nosotros nos encontramos en una situación parecida por una razón, porque no sabemos qué es lo que se muestra como imposible para la perspectiva científica, para la ciencia. En este sentido, Arthur C. Clarke señala que «una tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia» 31. En efecto, el panorama de la gente hablando por la calle con sus teléfonos móviles no deja de ser curioso si lo observamos con los ojos de nuestros antepasados. También Galileo se preguntó «¿quién puede poner límite a los ingenios humanos, al entendimiento de los hombres?» 32. Y lo mismo hizo Kant: «En efecto nadie puede ni debe determinar cuál es el supremo grado en el que debe detenerse la humanidad, ni, por lo tanto, cuál es la distancia que necesariamente separa la idea y su realización…» 33 No conocemos los límites del universo, ni los límites de lo real, ni los límites de nuestra mente, ni los límites de lo inteligible… No sabemos qué es imposible para la ciencia. Precisamente porque el hombre se encuentra permanentemente en esa situación, recurre a la imaginación para explorar, para adentrarse en terreno desconocido. Y de ese modo comienza a establecerse donde todavía no ha llegado.

5. IMAGINACIÓN, ESPECULACIÓN Y UTOPÍA

En los mitos se expresaron y se expresan las grandes aspiraciones de los hombres. Y ése es el contenido de las utopías, que son grandes aspiraciones, grandes mitos. Sin embargo, la experiencia de la utopía en el siglo XX no es demasiado satisfactoria. Así lo expresa Berdiaeff en una frase que Huxley inserta al inicio de su antiutopía Un mundo feliz: Las utopías parecen mucho más realizables hoy de lo que se creía antes. Y ahora nos encontramos con otro problema igualmente angustioso: ¿cómo evitar su realización definitiva?… Tal vez comenzará una nueva era en la que los intelectuales y la clase cultivada soñarán con el modo de evitar las utopías y regresar a una sociedad no utópica, menos perfecta, pero más libre34.

A lo largo del siglo XX la sensibilidad con respecto al tema de la utopía ha ido variando, y en las últimas décadas parece haberse desplazado hacia el pesimismo. Numerosos estudios muestran la profundidad de la crisis ecológico-social, la peligrosidad del crecimiento demográfico, la limitación de los recursos de la biosfera, la tendencia a la acentuación de las diferencias entre países ricos y países pobres, la desertización continuada del globo, etc. Un buen conocedor de la tradición de la izquierda escribía hace diecisiete años:

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Las utopías, al menos las vinculadas a la tradición emancipatoria, se han visto afectadas por la prognosis acerca de la inviabilidad de la sociedad de la opulencia, habida cuenta del deterioro del medio ambiente y del carácter limitado de la biosfera. El tiempo ya no galopa al encuentro de lo utópicoemancipatorio, ha dejado de ser su aliado; el tiempo, de seguir incorregidas las tendencias actuales, erosiona esa tradición y la propia posibilidad de persistencia a largo plazo de la especie humana. De ahí los intentos de reformular la tradición emancipatoria; de ahí el tímido pero perceptible resurgir de la utopía, de los modelos de sociedad alternativa y de sus intentos de aplicación inmediata aunque parcial35.

Tímido pero perceptible resurgir de la utopía. El germen de la Utopía (¿su verdadera realidad?) radica en su vivencia anticipada, incluso si es puramente personal. Mas el pensamiento —inseparable por lo demás del vivir— deberá unirse al sentimiento y a la experiencia para que el impulso utópico, renovador y perfeccionador, no sea estéril, para saber qué ideales merecen hacerse realidad36.

Algunos intelectuales de entre los posmodernos creen que no es posible ningún proyecto de mejora. Creen que hemos llegado al final de la historia, no porque no vayan a suceder más cosas, sino porque la historia ideológica se ha consumado y consumido. El consumo de masas, la satisfacción en el estado del bienestar, la devaluación de la ideología serían las evidencias sintomáticas de que lo hemos conseguido todo. Esta sensación de triunfo y de completitud termina propugnando una cierta apatía política. Frente a estos posmodernos, se encuentran los que propugnan una reconstitución ideológico-utópica de la sociedad, la recuperación del imaginario sociopolítico, como medio imprescindible para proporcionar una identidad tensora a la existencia sociopolítica37. De entre el valioso material recopilado por Josep M.ª Esquirol sobre dicha reconstitución, glosamos aquí algunas ideas sobre la imaginación que a su vez proceden, en gran medida, de la obra de Paul Ricoeur. «La primera manera en la que el hombre intenta comprender y dominar la diversidad del campo práctico consiste en elaborar una representación ficticia.» La multitud de narraciones de todo tipo que la sociedad genera y difunde denota esa práctica de la autocomprensión mediante la redescripción38. Pero, además, la imaginación desempeña también una función proyectiva que dirige la acción. No hay acción sin imaginación. «Lo esencial desde el punto de vista fenomenológico es que no tomo posesión de la certeza inmediata de mi poder más que a través de las variaciones imaginativas que mediatizan esta certeza» 39. Imaginar es, en principio, reestructurar campos semánticos40, dar imagen a las significaciones emergentes, mediante un libre juego con las posibilidades41. En el orden social y político la imaginación utópica esboza y promueve lo que luego pasa a ser realización y realidad, y es desde este punto de vista desde el que hay que evaluar lo que significaría su total erosión. 70

Los símbolos principales de nuestra identidad derivan no sólo de nuestro presente y de nuestro pasado, sino también de lo que esperamos del futuro. Parte de nuestra identidad consiste en que estamos abiertos a sorpresas, a nuevos encuentros, porque la identidad de una comunidad o de un individuo es también una identidad vuelta hacia el futuro. En la medida en que la identidad es algo que está en suspenso, el elemento utópico es, en última instancia, un componente de ella42. La gran misión de la utopía no consiste sino en hacer lugar a lo posible, como lo opuesto a la aquiescencia pasiva al estado actual de los asuntos humanos. Este pensamiento simbólico supera la inercia natural del hombre y le dota de una nueva facultad: la de reajustar constantemente su universo humano43.

El imaginario no sólo posibilita la conciencia histórica y la apertura al futuro, sino que es, a la vez, la condición de la libertad misma. Estas consideraciones sobre la utopíapermiten aliviar la presión de algunas de las preguntas que más arriba se formularon ¿Qué sentido puede tener pensar en el futuro, y en un futuro tan lejano…? Ante el reto de construir máquinas más inteligentes que nosotros, surge la duda de si sabremos convivir con máquinas de este tipo, y ello nos lleva otra vez a pensar qué somos nosotros en cuanto personas, qué es ser persona. Ante la afirmación de Fukuyama de que «no sabríamos figurarnos un mundo esencialmente diferente del mundo presente y, a la vez, mejor», Esquirol responde: «Todo depende de lo fecundo o infecundo que sea lo imaginario» 44. Necesitamos usar la imaginación para saber qué camino seguir de entre las distintas posibilidades que se nos ofrecen, y para eso hay que poner en juego la imaginación. ¿Las computadoras nos resucitarán o nos sustituirán? Es una posibilidad, pero puede haber otras. Personalmente me parece más interesante la inmortalidad del alma. ¿Podrá nuestro «yo» traducirse o transvasarse a otro soporte? Si fuéramos un programa del ordenador, ¿no podríamos ser re-instalados en otro hardware? Tipler cree que sí, y en eso consiste para él la «inmortalidad» de que hace ostentación en el título de su libro, con esa prepotencia del físico que niega o infravalora las posibilidades vislumbradas desde cualesquiera otras perspectivas (la del biólogo, la del antropólogo, la del teólogo, etcétera). Haciendo un balance de la obra en su conjunto se puede decir que promete más de lo que luego realmente da. Demuestra menos de lo que se propone e incluso en la misma teoría del Punto Omega hay aspectos poco claros (por ejemplo, no se sabe si el tiempo termina en el Punto Omega). Son especialmente interesantes y pertinentes sus observaciones sobre las trampas de la ciencia, su indicación de que «un acontecimiento no es posible si no hay una teoría que lo explique», o su reconocimiento de que en ocasiones una teoría ridiculizada y desechada termina siendo reconocida, como ocurrió con el ya mencionado episodio de los meteoritos. Por otra parte, es también de gran interés su modo de entender el apoyo que la 71

ciencia puede prestar a la religión, lo que ilustra con el caso de la epidemia de fiebre amarilla en Barcelona en 1822. Un grupo de médicos franceses realizó un análisis detallado y completo de la manera precisa en la que aparecía la enfermedad. La conclusión a la que llegaron, sin ambigüedad alguna, fue que las personas aquejadas de fiebre amarilla no habían estado en contacto entre sí en ningún momento. De aquí dedujeron que no podía haber sido producida por un microbio, y la teoría de los agentes microbianos por entonces vigente fue rechazada. No se les ocurrió a ninguno que la fiebre amarilla pudiera ser transmitida por mosquitos, y se llegó finalmente a la conclusión de que las enfermedades no se contraían por contagio. Durante la siguiente mitad del siglo, se utilizó este informe francés en un intento de abolir las antiguas normas sobre la cuarentena que se aplicaban en los puertos europeos. Se argumentó que, puesto que las enfermedades no se contraían por contagio, el procedimiento de la cuarentena era una reliquia de las épocas dominadas por la superstición. Los liberales ingleses adujeron que la cuarentena era una intromisión sin fundamento en la libertad del individuo y una muestra de ignorancia procedente del catolicismo. La teoría microbiana resurgió a finales del siglo XIX gracias a Pasteur y a su nueva física aplicada a la medicina. Por consiguiente, se puede observar que hubo que extender la física al ámbito de la medicina para rescatar la teoría microbiana. De forma similar, para que sobreviva la religión habrá que introducir la física en la teología45.

Quizá, finalmente, entre los valores del libro de Tipler hay que señalar que nos hace reflexionar sobre nuestra necesidad de imaginar el futuro, y señala un modo de hacerlo. Quizá para pensar el futuro pueda ser interesante unir o vertebrar de alguna manera estos tres grandes proyectos utópicos, la necesidad del progreso, la necesidad de cuidar el planeta, de desarrollarlo sosteniblemente, y la pervivencia de la vida tras la muerte de alguna manera. Parece difícil reunir en un constructo teórico estos tres grandes anhelos, pero quizá a medida que se vaya evidenciando su posibilidad y su necesidad se irán mitigando las dificultades. Porque, recordémoslo por última vez, «un acontecimiento no es posible si no hay una teoría que lo justifique». IGNACIO SALAZAR Departamento de Filosofía y Lógica Universidad de Sevilla

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CAPÍTULO VI EL CIELO. UNA REFLEXIÓN CONTEMPORÁNEA 1. LOS SENTIDOS DE LA SALVACIÓN EN LA CULTURA CRISTIANA

Me parece interesante una cuestión que encontramos en todos los tiempos y en todas las culturas. En todas ellas el hombre —desde Egipto, pasando por Virgilio y Dante, por las praderas de Manitou y Bertolt Brecht— ha reflexionado sobre su vida en el horizonte de la pregunta, siempre angustiosa, de «si hay salvación»; no de este hambre que ahora siento, de este desengaño amoroso, del problema que se me plantea cuando me quedo sin trabajo, sino de si hay salvación «en absoluto», de si tiene sentido la esperanza que en medio de esa angustia, en el fondo del corazón, siento, de que al final… «todo saldrá bien» y esa angustia, en un glorioso despertar, se mostrará como pesadilla superada… para siempre. Podríamos reflexionar, desde un punto de vista existencial, sobre esa angustia y esa esperanza para un hombre contemporáneo que en medida importante ya no cree en apocalípticas caballerías y piensa haber vivido «el crepúsculo de los dioses»; o se siente, a la espera quizás de un nuevo amanecer, al menos abandonado por el cielo, allí donde, como dice Heidegger, «sólo un dios puede salvarnos» 1. Pero tampoco creo que sea ésa la cuestión que aquí nos interesa, ya que vamos a tratar de «Infierno y paraíso en las tres culturas». Yo voy a hablar de la cultura cristiana, que se ha articulado en la historia a partir de la recepción de un mensaje, de una Buena Nueva, de un Evangelio, cuyo principal contenido, rubricado por la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, es que «sí» hay salvación, y una bien concreta, en la «que los cojos andan, los ciegos ven, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena noticia» 2 de que van a dejar de serlo. Ha habido y hay muchas culturas. En todas se ha planteado esta cuestión. Y en pocas se ha ofrecido —más allá de vagas profecías, mitos sin testimonio y anhelos poéticos— una vigorosa respuesta de esperanza. Especialmente fue esto así en nuestro otro punto de referencia, que es, junto a la revelación judeo-cristiana, la cultura griega. En ninguna como en ella, en su poesía, en sus mitos y muy especialmente en su «tragedia», se pone de manifiesto un mayor anhelo de redención y la insuficiencia a la vez de las propuestas que de esa redención ofrecen poetas y filósofos. Por eso Grecia, que llevó la humanidad a un cenit desde entonces paradigmático, fue incapaz de sostener en el tiempo el fogonazo de su clasicismo. Y la Atenas de Pericles o la Roma de Escipión se fueron apagando en una larga y lánguida decadencia, de la que sólo queda al final la melancolía de Adriano, de Marco Aurelio y de Juliano (mal llamado el «apostata», porque fue en verdad el último de los clásicos, en una cultura sin esperanza, para la que el cielo fue siempre algo vago, oscilante, entre el vacuo consuelo de la fama y la no menos triste satisfacción del carpe diem). 73

La cultura cristiana, occidental si queremos, ha sido, por el contrario, siempre, con razón, envidiosa de su hermana mayor allí donde quería ser «humanista», consciente de ser un verdadero desastre. Bárbara en su, nunca del todo superado, origen, es soez, mendaz, rapaz y asesina; injusta en sus reyes, codiciosa en sus clérigos, desequilibrada en sus artistas, fanática en sus santos y vanidosa en sus sabios. Pero es una cultura que siempre ha sabido, al grito de «hay salvación», renacer de sus decadencias y sobrevivirse a sí misma en un ya milenario progreso hacia un paraíso que siempre ha considerado al alcance de una última revolución pendiente. Es como ninguna otra la cultura de la esperanza, incluso allí donde cada revolución, dirigida por un profeta de provincias, ponía otra vez de manifiesto lo próximo que tenemos el infierno. Se dirá que qué tiene todo esto de contemporáneo, si se trata de algo ya bimilenario. La respuesta es: modestamente, yo mismo, un profesor de filosofía que sigue manteniendo esa fe en medio de una crisis —nuestra cultura siempre ha estado en crisis— y de unos modos de pensar desde los que tiene que dar «razón» de aquello que cree, como algo que no debe ser extraño a sus contemporáneos. ¿Puede creer en el cielo un filósofo del siglo XXI, desde las claves culturales que actualmente consideramos vigentes? Tres anécdotas primero, antes de seguir adelante. En 1978 viajé a Roma. Eran los tiempos dramáticos de las «brigadas rojas», y toda Roma estaba llena de unos graffiti que rezaban «¡Paolo vive!». Sorprendente afirmación, porque de ella se deducía más bien que Paolo había muerto. Probablemente en algún incidente revolucionario con la policía enfrente. Hace pocos años que murió también Dolores Ibárruri, después de muy larga vida entregada a la pasión revolucionaria. Tras enterrarla en el cementerio civil de Madrid, haciendo con ello profesión de laicismo, sus —en todos los sentidos— también antiguos compañeros salían de allí declarando a los periodistas: «¡La lucha sigue, Pasionaria vive!» Los ciudadanos que sesteábamos ante el Telediario nos preguntábamos «¿pero todavía más quieren que viva esta señora?». Lo mismo que Federico II, ilustrado y librepensador, cuando en medio del fragor de la batalla un regimiento de su guardia huyó en desbandada ante el enemigo, y el Rey salió galopando a reagrupar a sus granaderos mientras les gritaba: «¡Sinvergüenzas, ¿pero es que queréis vivir siempre?!» Cuentan, por cierto, que un viejo sargento respondió sin dejar de correr a quien así le reprochaba su afán de eternidad: «¡Pa’ lo que nos pagas, Fritz, ya hemos hecho hoy bastante!» En fin, que esto de morirnos lo seguimos llevando muy mal. El primer texto que conservamos de un filósofo, de Anaximandro de Mileto, no es muy esperanzador: «De donde todo procede allí tienen todas las cosas que volver cuando mueren, “según la necesidad, pues se deben unas a otras retribución en justicia según el orden del tiempo”» 3. Sorprendentemente, la Iglesia en la liturgia del Miércoles de ceniza se suma al desconsuelo y nos dice también algo tan poco esperanzador como que «somos polvo, y al polvo hemos de volver» 4. Es como si todo afán de vivir fuese pecado, una injusticia —usurpar a los dioses su dominio absoluto— por la que nos hacemos reos de muerte. ¿Y en qué consiste esa vanidad? En querer trascender —nos dice Anaximandro— el orden 74

del tiempo. ¿Y en qué consiste ese orden del tiempo? En que todo pasa, en que nada vale nada. El tiempo es el heraldo de la muerte, y en él se anuncia la definitiva vanidad de la vida. Así nos lo dice nuestro poeta Jorge Manrique: Pues si vemos lo presente cómo en un punto se es ido y acabado, si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado. No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio, pues todo ha de pasar por tal manera. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir …………………..

Muy triste. Claro que de siempre los estudiantes medievales, ante tan ceniciento futuro, más que convertirse a una supuesta vida buena, optaban por la buena vida del perpetuo carnaval, al grito de «¡comamos y bebamos, que mañana moriremos!». Es el carpe diem: si el tiempo huye, «¡agarra el instante, vive al día, salva el presente, precisamente en su instantaneidad!». Y es que eso del polvo no es, en ese sentido, muy convincente. Y si la vida es algo, es precisamente un desafío al tiempo. Ese desafío es — dice Nietzsche— la misma voluntad en que la vida consiste. Querer algo, amarlo, es querer que no pase. Es lo que expresa el tan citado verso de Goethe «verweile doch, Du bist so schön» 5, «no te vayas, hermoso», que el querer dirige al instante cumplido.

2. VOLUNTAD DE LO ETERNO

Eso, por cierto, es ser feliz: querer que el tiempo no pase. Y en eso consiste lo que llamamos enamorarse, de algo, sobre todo de alguien. «Toda una vida —dice Machín— estaría contigo. No me importa ni dónde, ni cuándo, ni cómo, pero junto a ti.» Lo siento, será vulgar, pero es mejor que muchos textos de filosofía y sigue siendo contemporáneo. Eso es el amor: que la vida se sale del tiempo, del espacio, de toda circunstancia, sencillamente para ser puro vivir, y estar, sin ir a ningún sitio, sólo mirando; y poder decir: ¡está bien, así lo quiero, para siempre! Es la vida perfecta, acabada, cumplida. Y entonces el cielo se hace diminutivo y lindo, algo que tiene sencillamente que ver «con ese lunar que tienes ahí, junto a la boca»; algo que se muestra en la sonrisa de un niño, en las «gracias» de un anciano, en esa flor de la que podemos decir con Juan Ramón: 75

«dejadla estar, que así es la rosa». A diferencia del infierno, el cielo ha sido siempre difícil de imaginar: ¿cómo puede ser una vida más allá del tiempo? Y efectivamente con facilidad se convierte en un «sitio» al que nadie quiere ir, por miedo al aburrimiento eterno. Y es que no somos capaces de pensar lo que es elemental para todos los poetas, que la vida es un continuo salirse del tiempo. Es más, que eso es el presente, el instante, el, nunca logrado del todo, afán de la vida por escaparse de su polvoriento origen, para ser siempre más que sí misma: infinita. La vida no es otra cosa que el constante milagro que el tiempo parece aniquilar y que el amor, como voluntad que en ella se recrea, siempre intenta redimir. Por eso el amor se lleva tan mal con el tiempo6. Y todo su afán es hacer fotografías, estatuas, lápidas y corazones en las cortezas del árbol, para dejar recuerdos y monumentos de lo que no merece ser entregado al fluir, que hace las cosas pasajeras. Por eso, dos cosas valen para expresarlo adecuadamente: las flores, que son, como él, vida en el instante, y los diamantes. Pero el último enemigo del amor es ciertamente esa consagración del tiempo que es la muerte. Oigamos a Garcilaso en el más triste lamento que ha dado la poesía castellana: ¿Do están agora aquellos claros ojos que llevaban tras sí, como colgada, mi alma doquier que ellos se volvían? ¿Do está la blanca mano delicada, llena de vencimientos y despojos que de mí mis sentidos le ofrecían? Los cabellos que veían con gran desprecio el oro, como a menor tesoro, ¿adónde están? ¿Adónde el blando pecho? ¿Do la columna que el dorado techo con presunción graciosa sostenía? Aquesto todo agora ya se encierra, por desventura mía, en la fría, desierta y dura tierra.

El nihilista de Jorge Manrique parece tener aquí la última palabra: ¿Qué se hicieron la damas, sus tocados, sus vestidos, sus olores? ¿Qué se hicieron las llamas de los fuegos encendidos de amadores?

La muerte no deja salida. El Duque de Gandía, también contemporáneo de Garcilaso y platónico galán de Isabel de Portugal, la más bella y buena reina que vieron 76

las Españas, cuando tras el largo traslado de su cadáver tuvo que dar testimonio de que era ella a quien enterraban, ya no pudo más. ¡No más servir a Señor que se me pueda morir! —dijo—, y se convirtió en san Francisco de Borja.

3. EL AMOR Y LA MUERTE

También se le murió la novia a Friedrich von Hardenberg. Pero en vez de ello se convirtió en Novalis, uno de los más grandes poetas de la lengua alemana, y en el gran teórico del romanticismo. Él cuenta cómo después de una temporada en la que fríamente estuvo considerando la posibilidad del suicidio, ante una vida sin sentido en la que la muerte demostraba la vanidad del amor, un día en una visita a la tumba de su amada experimentó, como una revelación, justo lo contrario, que el amor demostraba la vanidad de la muerte7. Quien de verdad ha amado sabe que ha descubierto lo eterno, que ha ido más allá del tiempo a un reino absoluto que tiene que volver, allí donde la muerte sólo en apariencia nos lo quita8. El que ha amado… sabe que la resurrección, más que posible, es necesaria. Y así, como si siglo y medio antes hubiese escuchado a Novalis, contesta entonces a Manrique el cascarrabias de Quevedo: Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día, y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera; mas no de esotra parte en la ribera dejará la memoria en donde ardía; nadar sabe mi llama la agua fría, y perder el respeto a ley severa. Alma a quien todo un dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas que han gloriosamente ardido, su cuerpo dejarán, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado.

No era Quevedo, uno de los mayores sinvergüenzas de Europa, alma especialmente piadosa. Pero ciertamente se movía en el marco de una cultura cristiana, en la que la inmortalidad era aún un horizonte incuestionado. Por eso quizás sea más asombroso ver ahora a Nietzsche mantener la misma tesis. Y lo tiene difícil, porque toda su teoría de la voluntad huye de lo que considera una esperanza fácil y parte como presupuesto de lo que él llama la muerte de Dios9. De un Dios al que nosotros mismos tenemos que matar, porque —dice— no nos deja amar. Porque amar no es querer un poco, más o menos, relativamente; es declarar algo absoluto. Como dice el sabio vulgo, amar es adorar. Y ya lo dice la Escritura: al Señor, tu Dios, adorarás, y a Él sólo 77

servirás10. Fuera de Dios nada tiene valor, nada puede ser definitivo, objeto adecuado de una voluntad eterna. Por otra parte, tampoco es tan difícil matar a un Dios que ya está muerto. Porque los cristianos no adoran en Dios otra cosa que la negación de todas las cosas11. Quieren huir del tiempo, porque son débiles voluntades incapaces de afirmar la riqueza de la vida que en el tiempo se da; huyen a un mundo de sombras, desde el que declaranla invalidez de todo lo que en el tiempo fluye. Y al final Dios no es otra cosa que el reverso negativo del tiempo mismo, la nihilidad de todas las cosas. Los cristianos adoran la vida eterna de Dios, porque huyen de la única que hay, vengándose, con la difamación, de su derrota en ella. Dios no es otra cosa que el consuelo de los débiles y el punto de apoyo de su resentimiento contra todo lo bueno que enlazado en el tiempo la vida ofrece. Esa vida es la que hay que amar, y no de cualquier forma, sino absolutamente. Hacer infinito lo finito, el tiempo mismo, ésa es la hazaña que sólo los fuertes, el superhombre, pueden lograr. Mas aún, ¿cómo, si, en efecto, el tiempo es el signo de la finitud, aquello que siempre nos quita lo que queremos? Pues porque, si no hay Dios, entonces el tiempo se hace infinito y la historia acaba en sí misma, se hace redonda. Cada instante se convierte en el fin del mundo, en aquello en que la historia culmina y se hace definitiva12. Y el instante, cualquiera, se hace eterno: lo que el tiempo quita para devolver siempre13. Ciertamente hace falta eternidad para querer, pero ésa es la que el tiempo siempre da en el eterno retorno de lo mismo14. Es la eternidad sin Dios. Más aún, contra Dios. Pero esto tiene un coste: cada instante se hace eterno, haciendo eterna también la miseria que la historia ha tenido que recorrer para parirlo15; con igual eternidad tiene la voluntad que amar su encadenamiento a un horizonte del que «no hay salvación». Vendrá la caballería, pero se irá y todo volverá a empezar. Se salva el instante querido, y no hay salvación de todo lo demás, que igualmente se tiene que afirmar. Lasciate ogni speranza! Es el pacto de la voluntad para poder ser eterna en un mundo sin Dios. «¡Yo no sé qué daría por un beso!», dice Bécquer. Todo el mal del universo, contesta Nietzsche, para siempre y contra Dios. Es el amor fatal: «ansiedad, angustia, desesperación». Dicen que no hay infierno, pero Nietzsche nos enseña no cómo se puede creer en él, sino cómo se puede querer que exista, para siempre. Pero no estamos tratando el infierno, sino del cielo. Y podemos llegar a él desde aquí, como se llega de la desesperación a la salvación. En la iconografía tradicional se presenta a Lucifer, el Ángel Caído, expulsado del cielo por un victorioso san Miguel con una espada de fuego y en el escudo la leyenda: Quis sicut Deus?!, ¿Quién como Dios? ¿Significa esto, como pretende Nietzsche, que, ante Dios, nada vale nada? Dicho de otra forma: ¿es de verdad Lucifer el injustamente maltratado «superhombre», verdadero redentor del tiempo y de la historia, el salvador del instante logrado?; ¿hay que pagar, por salvar un beso, la eterna condenación?

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4. EL PARAÍSO Y EL SUPERHOMBRE

Volvamos a Novalis. «Dios quiere dioses», nos dice el poeta16. Y de ningún otro recoge Nietzsche la idea del superhombre más que de Novalis y de su maestro, Fichte, para quienes la voluntad es la eterna exigencia moral de superar los límites de la finitud, hasta realizar en la historia lo infinito, el reino de Dios. Nietzsche no va a enseñar audacia a los poetas románticos, ¡la aprendió de ellos! Ni siquiera afán de autoafirmación. Porque el mundo ideal tampoco es para ellos otra cosa que un momento de mi autodeterminación como sujeto: el mundo tal y como yo lo puedo querer en absoluto, el marco de mis amores. Hacer en la tierra el reino de los cielos, ése es el objetivo de la voluntad idealista y romántica17. ¿Pero cómo puede ser esto? ¿No se trata de una titánica tarea, de la que ya hay que desesperar antes de emprenderla, sin que podamos, además, abandonarla? Sin embargo, ¿está tan lejos el reino de los cielos? «Está entre vosotros», nos dice Jesucristo18. ¿Y como puede ser eso?, ¿no se trata de la infinita satisfacción de un infinito anhelo? Schopenhauer dice que la voluntad en general, y la humana en particular, es la eterna descontenta, siempre quiere más. ¿No es nuestro mismo deseo el que nos liga a la condena de una eterna insatisfacción? Basta con conseguir algo, para descubrir que no era eso lo que en el fondo queríamos, sino «más», y así otra cosa. Es el mito de don Juan Tenorio, siempre buscando en lo eternamente otro, en la «otra», la satisfacción de un afán que el amor logrado siempre desengaña. ¿Por qué? Imagínense que tienen mucha sed. Más todavía. ¿Podemos pensar en una sed infinita? Pues eso. Sería una tragedia, porque nada podría saciarla. ¿O no? Porque, ¿se puede imaginar mayor satisfacción que la del primer sorbo de un buen refresco cuando se tiene mucha sed? ¿Hace falta terminar de beber? Según se mire. Si al primer sorbo nos quitan otra vez el líquido, lo que parecía satisfacción se convierte en continuación del tormento. Podríamos maldecir que alguien nos lo hubiese dado, para reforzar así un deseo que no se va a saciar. Ahora bien, si ese primer sorbo lo experimentamos como abierto hacia la posibilidad de seguir bebiendo, ¿no es cierto que en él, por mínimo que sea, anticipamos ya el gozo de la satisfacción total? Parece, pues, que todo depende de una cosa: de que la experiencia de cualquier satisfacción esté o no abierta hacia la posibilidad de una infinita plenitud. Volvamos ahora al hombre, condenado a la titánica tarea de producir en el mundo las paradisíacas condiciones que su felicidad exige. Lo hemos dejado ante una tarea infinita. No queremos un mundo bueno, lo queremos mejor; es más, queremos el mejor de los mundos posibles, en el que se superen todas nuestras limitaciones19. Queremos que los cojos anden, que los ciegos vean; queremos, sobre todo, que los muertos resuciten y que a los pobres se les anuncie la riqueza. La voluntad, cualquier voluntad con tal de que sea buena, no puede contemplar el llanto de un niño sin pensar que el mundo es insoportable. Y hasta un gorrión con el ala rota que nos cae en el jardín expresa en su piar un lamento infinito que quisiéramos poder consolar. Desesperados intentamos arreglar lo que podemos: llevamos nuestros niños al médico, nos gustaría 79

ayudar en un terremoto, o al menos admiramos a aquellos más generosos que en mayor medida ayudan. Pero todo nos supera, es demasiado; y al final quizás nos limitamos a desear genéricamente un mundo mejor. Alguno podría intentar tranquilizar su dolorida conciencia diciendo: es voluntad de Dios, nada podemos hacer, el mundo es así. Que el mundo es así es evidente. Que ésa sea la voluntad de Dios, a saber, que los cojos cojeen, los ciegos no vean, los muertos sigan solos y olvidados bajo tierra, y los pobres, sin consuelo, eso es algo que pensaban los griegos y romanos y algunos cristianos que todavía no se enteran de las esperanzadas entrañas de su fe, y siguen siendo estoicos conformes con su destino. Pero nuestra cultura lleva dos mil años rezando el Padrenuestro. Y aunque reflexionemos poco sobre él, sabemos que la voluntad de Dios no es lo que ocurre, sino aquello que toda buena voluntad puede desear. La voluntad de Dios no es lo que «se hace», sino aquello que siempre pedimos que «se haga»: como en el cielo, así en la tierra.

5. UN FINAL QUE SE PUEDE QUERER

¿Pero no estamos entonces proyectando al más allá nuestros deseos, y alimentando así un inconformismo que sólo nos lleva a maldecir el mundo, deseando siempre otro? Volvamos ahora a Novalis, y preguntémonos si hemos experimentado en nuestra vida el amor y con él hemos tenido también la experiencia de un mundo bien hecho, como Dios manda, de un mundo que, como dice Fichte, es tal como eternamente lo podemos querer20. Si así fuese, entonces se entiende bien por qué ya no podemos reconocer en lo que ocurre la voluntad de Dios, allí donde eso que sucede es un límite en el que se niega la buena voluntad. A saber, porque, como dice ahora Platón, ya hemos estado en el cielo, y en el destierro guardamos viva la memoria de nuestro origen21. El mundo, tal y como es, es algo que «no puede ser», porque ya sabemos cómo es en verdad: un cielo, como Dios manda. Y eso lo sabemos porque alguna vez hemos podido decir, aunque sea por un instante, o mejor dicho, siempre en el instante, porque el tiempo nos impidió fijarlo, «yo he sido feliz». Después de lamentar a su amada muerta Garcilaso termina su elegía con una oración Divina Elisa, pues agora el cielo con inmortales pies pisas y mides y su mudanza ves, estando queda, ¿por qué de mí te olvidas y no pides que se apresure el tiempo en que este velo rompa del cuerpo, y verme libre pueda? Y en la tercera rueda contigo mano a mano busquemos otro llano, busquemos otros montes y otros ríos, otros valles floridos y sombríos,

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donde descanse y siempre pueda verte ante los ojos míos, sin miedo y sobresalto de perderte.

Los clásicos pensaban que eran los vivos los que tenían que recordar a los muertos. Sólo así aún los mantienen en una cierta y desleída vida, que siempre depende del más acá22. Es el tiempo el que redime la eternidad. Garcilaso se queja, al revés, de que su amada muerta le olvide; y lo que pide es «que se apresure» el tiempo. Quiere llegar allí donde el tiempo siempre termina —«contigo mano a mano»—, allí donde terminaba ya cuando era feliz con ella. Dice Nietzsche que los cristianos tienen la esperanza puesta en un mundo que es siempre «otro», y que por eso, porque ese mundo es sólo la negación de este en el que se ejercen nuestro «quereres» 23, nadie se quiere ir al cielo, porque —como decía el navarro— ¡en ningún sitio «como en casa de uno»! Es cierto que Garcilaso habla de «otro llano, otros montes y otros ríos, otros valles floridos y sombríos», pero siempre de algo que la voluntad puede imaginar muy bien, porque es donde estuvo, más allá del velo del cuerpo, cada vez que su amor encontró satisfacción. El que ha experimentado la belleza, dice Platón en Fedro, sabe ya del cielo24, y sabe que ésa es su verdadera casa. Mejor que Garcilaso lo dice el Apocalipsis, cuando expresa así el contenido de la promesa evangélica, con una frase que merece ser el mejor verso, el final de esa poesía en la que se extiende sobre el mundo la voluntad con que el Creador se recrea en él: «¡mirad que yo haré nuevas todas las cosas!» 25 Ese llano y esos ríos, esos valles floridos y sombríos, no son «otros», sino aquellos a los que siempre nos lleva el recuerdo. Lo de «juventud, divino tesoro» también son versos, pero es cierto que al final no hay otra promesa que el elixir de la eterna juventud. Y la vida —como Nietzsche sabe muy bien— es el continuo, siempre repetido, «quiero volver, volver, volver». Si es así, el cielo está en todas partes, sólo hay que tener abierto el camino de vuelta, que es al mismo tiempo —esto también lo sabe Nietzsche, que el tiempo es redondo—26 el futuro que nos espera y que estamos trabajando por lograr. Porque esa renovación de todas las cosas, para hacerlas como Dios manda, como originalmente Él las quiso, es también el resultado de un trabajo, de una tarea infinita. Una de las cosas más emocionantes en esta vida es arreglar enchufes o, en general, aparatos eléctricos. Eso de volver a enchufar, darle al interruptor y que se encienda parece siempre algo mágico, una mezcla de «lo conseguí» y de asombro ante un milagro. Siendo un poco exagerado, es como asistir al origen del mundo, cuando Dios dijo: «¡hágase la luz, y se hizo!» Supongo que, cuando un delantero, en los últimos minutos, marca el gol del desempate en una final de Copa, siente algo parecido; pero en este caso no es el origen, sino, efectivamente, el final. Que al final lleguemos al principio, a ese instante original en el que todo tiene arreglo, en el que la vida empieza de nuevo, y Dios pueda otra vez mirar el mundo y ver que es bueno, y estar nosotros allí para aplaudir, ¡eso me parece a mí que es el cielo! Supongo que fueron Oscar Wilde o Groucho Marx —son la mina de todas estas 81

ocurrencias— los que dijeron que cada día es un esfuerzo muy duro, y que por eso siempre hay que tener champán en la nevera, porque si sale bien te lo mereces, pero si sale mal lo necesitas. Pues eso es el cielo, ¡que al final siempre hay champán! Sólo que… ¿qué significa merecerlo? Uno arregla un enchufe, mete un gol o descubre una vacuna contra el sida; pero con eso hacemos mucho más que lo que en cada caso se resuelve, hacemos el mundo mejor, realizamos el fin, lo hacemos infinito, perfecto, como Dios quiere…, y como Él sólo puede hacerlo. Y nuestro mérito se queda siempre corto ante el milagro de eso infinito que cada día se produce, y que nosotros sólo podemos descubrir. Podemos dar de comer a un niño, pero la sonrisa con que nos premia es algo que supera lo que hicimos…, y nos hace pedir perdón por todos los niños a los que no dimos nada. Pedir perdón y dar las gracias por lo que en él es el último don; eso es lo que abre, desde dentro, pero ya, aquí, las puertas del cielo. Yo no sé qué daría por un beso, decía el poeta. Todo el dolor del universo dice Nietzsche que hay que ser capaz de dar, y para siempre. Pero, si fue de verdad, si nos hizo felices, ese beso está ya fuera del tiempo y la miseria; todo está redimido, la deuda saldada, decimos los cristianos. No hay nada que pagar por él; lo que en todo hay de salvación es… gratis, un regalo. Por un beso nosotros damos… ¡las gracias! JAVIER HERNÁNDEZ-P ACHECO Departamento de Filosofía y Lógica Universidad de Sevilla

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1 C. McDanell y B. Lang, Historia del Cielo, Madrid, Taurus, 2001, pág. 624. 2 Cfr. G. Minois, Historia de los infiernos, Barcelona, Paidós, 2.ª ed., 1999, pág. 479. 1 Ya hemos anunciado la dificultad de lo tratado. Esto hace necesaria una referencia bibliográfica donde pueda acudir el interesado, pero la bibliografía para temáticas iranias es altamente especializada. Por ello, desde luego sin ninguna pretensión de erudición, queremos proporcionar unas cuantas pistas que puedan servir de acceso o introducción a cualquiera que se quiera iniciar no ya en la escatología mazdea o maniquea, sino en el iranismo en general. Como obras generales recomendaríamos: G. Widengren, Les religions de l’Iran, París, Payot, 1968; M. Boyce, A History of Zoroastrianism, 2 vols., Leiden, J. Brill, 1989. Buenas síntesis las encontramos en Gh. Gnoli, «El Irán antiguo y el zoroastrismo», en Tratado de antropología de lo sagrado, Madrid, Trotta, 1995; y en F. García Bazán, «El Pensamiento iranio», en Filosofías no occidentales. Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Madrid, Trotta-CSIC, l999. 2 Cfr. Gh. Gnoli, «L’évolution du dualisme iranien et le problème zurvanite», Revue de l’Histoire des Religions, 201, 1984, págs. 115-138. 3 Aunque de elaboración pahleví, los conceptos de menog y getig entán en la base de toda la visión avéstico-zoroastriana. Cfr. Gh. Gnoli, «Osservazioni sulla Dottrina Mazdaica della Creazione», Annali dell’Istituto Orientale di Napoli, 13, 1963, págs. 163-193; S. Shaked, «The Notions menog and getig in the Pahlavi Texts and their relation to Eschatology», Acta Orientalia, 33, 1971, págs. 57-70. También nos remitimos al Apéndice de nuestro Ensayo sobre el tiempo axial, Sevilla, Kronos, 2000. 4 Sobre mazdeísmo destaca esta referencia: R. C. Zaehner, La doctrina de los magos, Buenos Aires, Lidium, l983 (se trata de una útil antología de textos filosóficos y religiosos pahlevíes). Otras ediciones de libros pahlevíes son las siguientes: Le troisiène livre du Denkart (edición a cargo de J. De Menasce), París, Klincksieck, l973; Skand gumanik vicard (ed. de J. De Menasce), Friburgo, Librairie de l’Université, 1945; Le livre d’Arda Viraz (ed. de Ph. Gignoux), París, ADPF, l984. Otros buenos libros introductorios son los de Jean Varenne, Zarathustra et la tradition mazdéenne, París, Ed. du Seuil, col. Maîtres spirituels, l966; Zoroastro, Madrid, EDAF, 1976 (a pesar del título, no se trata del libro anterior). 5 Cfr. M. Asín Palacios, La escatología musulmana en la Divina Comedia (4.ª edición), Madrid, Hiperión, 1984. 6 Una bibliografía más específica sobre este tema la encontramos en G. Widengren, La Rencontre avec la daena, qui représente les actions de l’homme, en Gh. Gnoli (ed.), Iranian Studies, Serie Orientale, Roma, LII, 1983, págs. 41-79; M. Molé, «Daena, le pont Cinvat et l’initiation dans le Mazdéisme», Revue de l’Histoire des Religions, 157, 1960, págs. 155-185; A. Piras, «Morte et vita futura nell’Irân Mazdeo», I Quaderni di Avallon, 17, 1988, págs. 33-43; «La concezioni dell’Anima nell’Iran Antico», Quaderni di Avallon, 29, 1992, págs. 37-54. 7 Manuschihr, Datastán-i denik 24.5 s, según la traducción de M. Molé, ob. cit., pág. 174. 8 Sea como fuere el origen de daena-den, lo importante no es la raíz, sino el contenido vivido que designa la palabra. Y desde esta perspectiva daena-den puede definirse como un eidos viviente y personal. 9 U menok i Gasan, den i Mazdestan, menok i ‘veh i ‘andar, Dadastán-i denik 22,3, ob. cit., pág. 179. Como puede comprobarse, los mismos Gazas (las palabras mismas de Zaratustra) son equiparados a Den a modo de paradigmas espirituales. 10 El libro clásico sobre el tema es R. C. Zaehner, Zurvan, a Zoroastrian Dilemma, Oxford, Clarendon Press, 1955. 11 Cfr. M. Kerkhoff, Kairós. Exploraciones ocasionales en torno a tiempo y destiempo, San Juan de Puerto Rico, Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, 1997. Me remito también a mis artículos «Sobre el instante», Estudios, 136, 1982, págs. 29-33, y «Significado de Tiempo Personalizado», Communio, 25, 1992, págs. 87-95. 12 Como introducción general al maniqueísmo sigue siendo muy útil la obra que en el siglo XVIII escribiera el teólogo calvinista I. Beausobre, Histoire de Manichée, 2 vols., Leipzig, 1970 (edición facsímil). Para el estudio de las fuentes sobre el maniqueísmo, cfr. Alejandro de Licópolis, Contre la doctrine de Mani (edición

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de André Villy), París, Ed. du Cerf, l985. Un ensayo de un gran especialista, que incluye amplias traducciones de los kephalaia coptos de Mani, es el de H. Ch. Puech, «El príncipe de las tinieblas en su reino», en Satán. Estudios sobre el adversario de Dios, Barcelona, Labor, 1975 (se trata de la traducción de un número de Études Carmelitaines, de 1948, dedicado monográficamente al tema del diablo). Como se sabe, san Agustín nos da abundante información sobre el tema en la Epístola del Fundamento y en el Contra Fausto (BAC). 13 En efecto, Mani se consideraba a sí mismo como el verdadero seguidor de san Pablo. 14 «Salmo maniqueo de Turfán», en H. Ch. Puech, ob. cit. 15 Sobre el Irán islámico la referencia obligada es Henry Corbin, no sólo para el conocimiento de la filosofía musulmana persa, sino también para comprobar la continuidad de las experiencias metafísicas pahlevíes en las musulmanas (fundamentalmente chiítas e ismaelitas). Toda la obra de Corbin es recomendable, pero puestos a elegir destaca: En Islam iranienne: aspects spirituels et philosophiques, 4 vols., París, Gallimard, 1978. Para la problemática relacionada con Irán también es muy provechosa la lectura de Sahrastani, Livre des religions et de sectes (edición de Jolivet y Monnot), 2 vols., Peeterss-UNESCO, l993 (se trata de la primera historia universal de la filosofía y de las religiones). 16 «Comentario al Kitab Hikmat al-Ishraq», 467, en S. Sohravardi, Le Livre de la Sagesse Orientale (ed. de H. Corbin y Chr. Jambet), Lagrasse, Verdier, 1986. 17 E. Swedenborg, De Caelo et Eius Mirabilibus et de Inferno, Londres, 1758, 99, págs. 454 y 553. Precisamente ha sido Henry Corbin quien ha insistido en las coincidencias, desde un punto de vista fenomenológico, entre Swedenborg y la metafísica irania. * Gracias a las observaciones y sugerencias de María José Montes y Jesús Navarro el texto ha sido expurgado de pasajes oscuros y confusos y el desarrollo del tema se ha hecho más lineal. José María Prieto y José Ferrerirós, especialistas en filosofía medieval y filosofía de la ciencia respectivamente, me han ayudado a corregir formulaciones imprecisas y a completar algunas tesis con la documentación oportuna. Hago constar aquí mi agradecimiento a todos ellos. 1 Cfr. A. Marschack, «The origin of Language: An Anthropological Approach», en J. Wind, B. Chiarellli y cols., Language origin: A Multidisciplinary Approach, Dordrecht-Boston-Londres, Kluwer Academic Publishersm Dordrecht, 1991. 2 G. Vico, Ciencia Nueva, Madrid, Tecnos, 1995, § 405, pág. 198. 3 Ésa es la doctrina de la metáfora y del símbolo, desde Vico, He-gel y Nietzsche, hasta Foucault y Derrida. He recogido esa doctrina en J. Choza, Antropología filosófica. Las representaciones del sí mismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002. 4 Cfr. G. Vico, ob. cit., §§ 715 y sigs. 5 Cfr. H. Marín, La antropología aristotélica como filosofía de la cultura, Pamplona, Eunsa, 1993, págs. 90-110. 6 Cfr. M. Harris, Nuestra especie, Madrid, Alianza, 1995, páginas 400-463. 7 Cfr. R. Panikkar, El silencio de Buddha. Una introducción al ateísmo religioso, Madrid, Siruela, 1996, pág. 172. 8 La expresión y la tesis es de K. Jaspers, Origen y meta de la historia, Madrid, Revista de Occidente, 1968. 9 R. Panikkar, ob. cit., pág. 165. 10 E. Gellner, Posmodernismo, razón y religión, Barcelona, Paidós, 1994, pág. 111. 11 Cfr. J. A. Antón Pacheco, «Infierno y paraíso en el mazdeísmo y en el maniqueísmo», en este mismo volumen. 12 Cfr. H. Küng, Grandes pensadores cristianos, Madrid, Trotta, págs. 67-97 13 A. Hyman y J. J. Walsh, Philosophy in the Middle Ages: The Christian, Islamic and Jewish Traditions, Indianapolis, Hackett Publishing Company, 1973, pág. 19.

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14 Cfr. J. Auer y J. Ratzinger, Escatología. La muerte y la vida eterna, Barcelona, Herder, 1980, pág. 201. 15 Cfr. J. Auer y J. Ratzinger, ob. cit., pág. 201. Cfr. Dictionaire de Théologie Catholique, cols. 24502452. 16 E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1997. Dz 211, canon 9 del papa Virgilio, 540-555. Del Liber adversus Origenes, del emperador Justiniano, de 543. 17 Dz 536. Del memorial Iam dudum, remitido a los armenios en 1341. 18 Cfr. A. de Libera, La phiosophie médiévale, París, PUF, 1998, págs. 270-273. 19 En 1925 M. Asín Palacios publicó su estudio La escatología musulmana en la Divina Comedia, donde señala un buen número de elementos del poema de procedencia islámica. 20 Cfr. Catecismo para los párrocos según el decreto del Concilio de Trento, Madrid, Magisterio Español, 1973, Parte Primera, «El símbolo apostólico», Artículo Quinto, «descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos», págs. 60-71. 21 Catecismo de la Iglesia Católica, §§ 632-533, Madrid, Asociación de editores del Catecismo, 1992, págs. 147-148. 22 Cfr. Homero, Odisea, Canto XI, Madrid, Cátedra, 1990, páginas 201-220. 23 Estrabón, Geografía, III, 2, 12; Madrid, Gredos, 1992, pág. 68. 24 Cfr. R. Panikkar, La plenitud del hombre, Madrid, Siruela, 1999, pág. 179. 25 Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, 1, q. 66, a.3 c. 26 Ob. cit., 1, q. 62, a.1. 27 Ob. cit., 1, q. 64, a.4. 28 Agustín, La ciudad de Dios, XXI, 27, págs. 840-841. 29 Virgilio, Eneida, VI, págs. 660-665; Madrid, Alianza, 1991, pág. 167. 30 Agustín, La ciudad de Dios, vol. II, libro XXI, cap. 1, Madrid, BAC, 1978, págs. 748-749. 31 Ob. cit., pág. 750. 32 Ob. cit., pág. 755. 33 Ob. cit., pág. 753. 34 Ob. cit., pág. 752. 35 Ob. cit., pág. 842. 36 H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, vol. 3, Estilos laicales, Madrid, Encuentro, 1986, cap. 1, «Dante», pág. 94. 37 Ob. cit., pág. 95. 38 Cfr. Philip Aries y G. Duby, Historia de la vida privada, vol. 2, Madrid, Taurus, 1988, cap. 4, «La emergencia del individuo», págs. 503 y sigs. 39 Cfr. Summa Theologiae, Suppl, q. 88, a.1, 3 y 4. 40 Carta Maiores Ecclesiae causas, de Imberto, arzobispo de Arles, hacia 1201, Dz 410. Cfr. Le Goff, La invención del purgatorio, Madrid, Taurus, 1985. 41 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, appendix ad supplementum tertiae partis, q. 2, a.2. 42 «Enseña la Iglesia Romana que las almas de aquellos que salen del mundo en pecado mortal o sólo con el pecado original, bajan inmediatamente al infierno, para ser, sin embargo, castigados con penas distintas y en lugares distintos». Dz 493a. De la carta Nequaquam sine dolore a los armenios, de 21 de noviembre de 1321. 43 Catecismo de Trento, ob. cit., parte primera, cap. VI, 5.º artículo de la fe, pág. 62. 44 La cosmología moderna de Newton, en la medida en que él escribió de teología más que de mecánica,

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está articulada con la teología y ajustada a ella no menos de lo que lo estaban la cosmología y teología medievales. 45 H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, vol. 3, ob. cit., pág. 408. 46 Ob. cit., pág. 409. 47 Ob. cit., pág. 436. 48 «Las clases de vida de los que trabajan los productos de la naturaleza y no adquieren su alimento mediante el cambio y el comercio [son]: el pastoreo, la agricultura, la piratería, la caza y la pesca», y pertenecen a la economía, que es una actividad natural, mientras que el comercio y los procesos de enriquecimiento pertenecen a la crematística y no son naturales, sino artificiales. Aristóteles, Política, 1256a 40-1256b 1. Cfr. cap. I, págs. 79. 49 Cfr. J. K. Galbraith, Historia de la economía, Barcelona, Ariel, 1990, cap. 16. 50 Me he ocupado de este tema en el ensayo «Lo satánico como fuente y como tema de la creación artística», en el volumen La realización del hombre en la cultura, Madrid, Rialp, 1990. 51 C. S. Lewis, The Screwtape Letters, Glasgow, Collins, 1989, trad. esp. Cartas del diablo a su sobrino, Madrid, Espasa-Calpe, col. Boreal. 52 Cfr. S. Weinberg, Los tres primeros minutos del universo, Madrid, Alianza, 1978. 53 Cfr. I. Salazar, «La física de la inmortalidad», en este volumen. 54 Cfr. A. Tornos, Geografía y fisiología del más allá, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1997. Cfr. A. Colombo, Il diavolo. Genesi, storia, orrori di un mito cristiano che avversa la società di guistizia, Bari, Edizioni Dedalo, 1999. 1 Guía, I, 6, pág. 33. Las citas de la Guía están tomadas de La Guía del Perplejo, trad. de S. Pines con un ensayo introductorio de Leo Strauss, Chicago, 1963. Mis referencias a la Guía serán a la parte, el capítulo y la página de la traducción de Pines. 2 I, 26, pág. 56. 3 I, 46, pág. 97. 4 I, 52, págs. 15-116. 5 I, 52, pág. 119. 6 I, 53, pág. 120. 7 I, 57, pág. 132. 8 I, 53, pág. 121. 9 I, 61, pag. 147. 10 The JPS Torah Commentary: Exodus, Comentario de N. M. Sarna, Nueva York, Jewish Publication Society, Filadelfia, 1991, pág. 17. 11 Para la amplia variedad de usos del imperfecto, véase W. Gesenius, Hebrew Grammar, 2.ª ed. ing., A. E. Cowley, Oxford, 1910, páginas 313-19. Gesenius escribe: «El imperfecto, como opuesto al perfecto, representa las acciones, eventos o estados que el hablante considera en todo momento que todavía continúan, o que están en proceso de consumación, o incluso que simplemente están teniendo lugar» (pág. 313). Ofrece entonces una lista de cinco páginas de ejemplos de verbos en imperfecto que se emplean para referirse a actos o eventos pasados, presentes o futuros. 12 N. H. Sarna, ob. cit., págs. 17-18. 13 I, 63, pág. 154. 14 El primer Ehyeh y el segundo no son un sujeto y un predicado en el sentido normal, ya que el mecanismo de enganche es un participio relativo inmodificable y no una parte del verbo «ser» y por lo tanto no una cópula en el sentido normal. Maimónides se está apartando aquí de su enfoque del sujeto, predicado y cópula que presentó en su anterior tratado de lógica. Véase la edición arábica con tres traducciones en hebreo y una en inglés publicada como Maimónides’ Tratise on Logic por Israel Efros, Nueva York, American Academy for

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Jewish Research, 1938, esp. c. 3: «…estas palabras que conectan el predicado con el sujeto en un tiempo definido, pasado, presente, o futuro, las llamamos cópulas». 15 Maimónides muestra aquí su deuda con Avicena. La influencia ha sido a menudo comentada. 16 I, 57, pág. 132. 17 Véase «Maimonides on the Jewish creed», trad. de J. Abelson, Jewish Quaterly Review, 1907, págs. 24-58; traducido del texto de J. Holzer, Mose Maimuni’s Einleitung zu Chelek, Berlín, 1901. 18 La versión de la Ani ma´amin es: «Creo con fe perfecta que el Creador, bendito sea Su nombre, es el autor y guía de todo lo que ha sido creado, y que Él solo ha hecho, hace, y hará todas las cosas.» La versión del Yigdal es: «Engrandecido y alabado sea el Dios viviente: Él es, y no hay límite en el tiempo a Su ser.» 19 Jewish Quaterly Review, 19, pág. 47. 20 Maimónides, Mishneh Torah, Hilkhot De’ot, c. 1. 21 III, 54, pág. 635. 22 Ibíd. 1 En el judaísmo primitivo se da una clara distinción entre los cadáveres y los muertos (refa’im) que es correlativa a la neta diferenciación entre el sepulcro, principalmente familiar, y el sheol: mientras los cadáveres son depositados en el sepulcro, los refa’im perviven en el sheol. 2 Véase también Números, 20, 24; 27, 13; 31, 2; y Deuteronomio, 32, 50. 3 En los profetas aparece por primera vez la idea de que los impíos, sobre todo los perseguidores de Israel, son arrojados a lo más profundo del sheol; véase, por ejemplo, Isaías 14, 15 y Ezequiel 32, 23 y sigs. En Proverbios 7, 27 y 9, 18, en cambio, la parte inferior del sheol aparece ya destinada no a los perseguidores del pueblo judío, sino a los pecadores del pueblo de Israel. 4 En 1 Henoc, 22, págs. 9-11 se habla de un sheol con tres estratos. 5 Concretamente, en la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lucas 16, págs. 19-31). 6 Salmos 49 [48], 16. La afirmación no puede entenderse como una esperanza de ser librado de la muerte, ya que el v. 11 de ese mismo salmo reconoce que la muerte alcanza a todos. Se deja entrever ahí, en cambio, una verdadera liberación del sheol para llegar a vivir una vida feliz junto a Yahveh. La futura felicidad del justo es descrita con extraordinaria viveza en los otros salmos místicos; así, en Salmos 16 [15], 11: «me mostrarás la senda de la vida, saciedad de gozos en tu presencia, delicias a tu diestra eternamente»; y en Salmos 73 [72], 24: «y después me acogerás en la gloria». 7 Véase, por ejemplo, 1 Henoc 61, 12; 4 Esdras 8, 52; Lucas 23, 43; o Apocalipsis 2, 7. Nótese que tanto en el libro etiópico de Henoc como en el evangelio de san Lucas conviven ambas representaciones, la del sheol con doble estrato y la del paraíso celeste. 8 Conviene tal vez recordar que el Dilmún sumero-babilónico, con el que a menudo se ha querido relacionar el relato genesíaco del paraíso, es la morada propia de los dioses. De hecho, el texto del Génesis, al presentar a Yahveh paseando por el jardín a la hora de la brisa de la tarde y dialogando con la primera pareja, está mostrando que allí conviven Dios y el hombre (cfr. Génesis 3, págs. 8 y sigs.). 9 El término gan del texto hebreo, que es traducido por los LXX como parádeisos y por la Vulgata como paradisus voluptatis, significa lo mismo un recinto vallado con una cerca que un parque o jardín con árboles. 10 El término «paraíso» parece provenir del antiguo iraní pairidaeza, de donde habría pasado al asirio como pardisu y al hebreo como pardes, que significa huerto, parque, quinta de recreo. Los griegos conocieron los jardines reales persas hacia los siglos VI-V a.C., pero fue Jenofonte (Anábasis 1, 4, 10) el primero que les aplicó el término parádeisos. 11 En particular véase Isaías 11, 6 sigs.; 51, 3; y Ezequiel 36, 35. 12 Esa expresión se encuentra repetida en distintos lugares del Corán. Puede verse en Corán 2, 25; 4, 13 y 122; 5, 85; 14, 23; y otros textos paralelos. 13 Sobre las comunidades de la tradición bíblica en Arabia en tiempos de Mahoma, cfr. J. Cortés,

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«Introducción», en El Corán, Madrid 1984, págs. 15-19. Ciertamente, en los textos coránicos predicados en La Meca el Islam se presenta como la religión bíblica, o, si se prefiere, como la forma árabe de la única religión verdadera: la que tiene su origen en Abraham, mientras que en las suras medinesas, después de haberse hecho evidentes las diferencias con las comunidades judía y cristiana, el Corán aparece como la reforma de ese judaísmo y ese cristianismo. Desde entonces el Islam se autoproclama como la única posibilidad de retorno a la pureza de la religión de Abraham: «Dicen: “Si sois judíos o cristianos, estáis en la vía recta.” Di: “No, antes bien seguimos la religión de Abraham, que fue hanif y no asociador”» (Corán 2, 135). 14 Se suele aceptar comúnmente que el relato de la historia de los orígenes (Génesis 2-6) pertenece a la denominada tradición yahvista, que se habría puesto por escrito en la época de los reyes, alrededor del año 1000 a.C. Sin embargo, es obvio que ese texto contiene elementos doctrinales y conceptuales que proceden de tradiciones mucho más antiguas. 15 Cfr. M.ª J. Rubiera, La arquitectura en la literatura árabe, Madrid, Editora Nacional, 1981, pág. 79. 16 En el Corán la «gente de la Escritura» (ahl al-kitab) la constituyen, en general, los depositarios de una «Escritura» y, en particular, los judíos y los cristianos; alguna vez sólo los judíos (Corán 4, 153) o los cristianos (ibíd. 4, 171). 17 No me puedo detener aquí, por sobrepasar los límites de nuestro tema, a analizar el contenido de esa simplificación. Mencionaré únicamente, como ejemplo, el diferente sentido que tiene la Escritura en la tradición judeo-cristiana y en la musulmana. Estrictamente hablando, ni el judaísmo ni el cristianismo son religiones del libro; sí lo es, en cambio, el Islam, donde el texto sagrado del Corán se entiende como una especie de meteorito caído del cielo, que en cuanto tal se contrapone a toda palabra humana con la rigurosa alteridad de un mineral celeste no procedente de la tierra: el término tanzil, empleado en el Corán con el significado de revelación, quiere decir literalmente «hacer descender». Muy diferente es el modo en que judíos y cristianos entienden la memra’ de Yahveh, que san Juan denominará Lógos en el prólogo de su evangelio (cfr. Juan 1, 1-18); en la religión bíblica, la reducción de la Palabra al Libro no es sostenible: la Palabra de Dios, su Verbo, no es algo distinto de Dios y, en consecuencia, supera siempre lo que pudiera contener el Libro. 18 Cabría citar también, por ejemplo, el tema de la tierra prometida, cuya posesión era señal de la elección divina de Israel. Sobre el particular puede verse G. Aranda, «Dimensión escatológica de la tierra», Scripta Theologica, núm. 32, 2000, págs. 543-563. 19 Para una visión sintética de la evolución del concepto judío de mesianismo, cfr. G. Sholem, «Para comprender la idea mesiánica en el judaísmo», Conceptos básicos del judaísmo. Dios, creación, revelación, tradición, salvación, Madrid, Trotta, 1998, págs. 99-135. 20 En el caso del Apocalipsis joaneo se utilizan dos ciudades, Babilonia y Jerusalén, para simbolizar respectivamente el reinado de Satanás y el del Cordero (cfr. Apocalipsis 18 y 21). 21 En su primera carta a los Corintios dirá que «según está escrito, ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman» (1 Corintios 2, 9). Aunque según Orígenes esas palabras provienen del Apocalipsis de Elías, hoy conservado sólo fragmentariamente, lo más probable es que se trate de una cita libre de Isaías 64, 3, hecha a través de alguna tradición haggádica basada en el texto del profeta. 22 G. Sholem, ob. cit., pág. 99. 23 Para un estudio del modo en que la tradición judeo-cristiana articula la trascendencia de Dios y su estar cerca del hombre, véase L. Bouyer, La Biblia y el Evangelio. El significado de las Escrituras: del Dios que habla al Dios hecho hombre, Madrid, Rialp, 1977. El cristianismo tematizará esa presencia de Dios de un modo radicalmente nuevo e incomparablemente más pleno mediante la idea de encarnación: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1, 14). 24 Dirigiéndose a Mahoma, dice un pasaje del Corán: «Él es quien te ha fortalecido con su auxilio y con los creyentes, cuyos corazones Él ha reconciliado. Tú, aunque hubieras gastado todo cuanto hay en la tierra, no habrías sido capaz de reconciliar sus corazones. Alah, en cambio, los ha reconciliado» (Corán 8, 62-63). Y en otro lugar se lee: «Recordad la gracia que Alah os dispensó cuando erais enemigos: reconcilió vuestros corazones y, por su gracia, os transformasteis en hermanos. Sois la mejor comunidad humana que jamás se haya suscitado»

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(Corán 3, 103 y 110). 25 El sentido del texto coránico es que se prohibirá entrar en el paraíso a quien admita como dios a alguien distinto de Alah. 26 He aquí la aleya completa: «Ha inscrito la fe en sus corazones, les ha fortalecido con su espíritu y les introducirá en jardines por cuyos bajos fluyen arroyos, en los que estarán eternamente. Alah está satisfecho de ellos y ellos lo están de Alah. Ésos constituyen el partido de Dios» (Corán 58, 22). No obstante, determinadas tradiciones islámicas, como el sufismo, buscarán a través del aniquilamiento del propio yo la identificación con la infinitud de un Dios que no es personal. 27 Aún más expresivas son las descripciones contenidas en los ha-dices, de los que entresaco, por ejemplo, el siguiente pasaje: «Álzanse a la puerta del paraíso dos árboles grandes: en el mundo no se ve cosa que se parezca al aroma de estos árboles, a su umbroso follaje, a la perfección, belleza y elegancia de sus ramas, a la hermosura de sus flores, al perfume de sus frutos, al lustre de sus hojas, a la dulce armonía de los pájaros que sobre sus ramas gorjean, a la fresca brisa que a su sombra se respira. (…) Al pie de cada uno de ambos árboles corre una fuente de aguas dulces, frescas, puras, que forman dos ríos verdes, semejantes al cristal por su transparencia, cuyo lecho es de límpidos guijarros de perlas y rubíes, cuyas linfas son más traslúcidas que el berilo, más frescas que la nieve fundida, más blancas que la leche» (M. Guerra, Historia de las religiones, vol. 3, Antología de textos religiosos, Pamplona, Eunsa, 1980, pág. 292). 28 «Éste es el Jardín. Lo habéis heredado en premio a vuestras obras» (Corán 7, 43). 29 Pensemos, por ejemplo, en la rotundidad de la imagen paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo o en la imagen petrina de la construcción del edificio espiritual en el que los cristianos son las piedras vivas. 30 «No oirán allí sino una palabra: “¡Paz! ¡Paz!”» (Corán 56, 25-26). La «morada de la paz» es llamado el paraíso en Corán 6, 127. 31 «Ese día unos rostros brillarán mirando a su Señor» (Corán 75, 22-23); en esta sola aleya basa el Islam la doctrina de la visión beatífica. Compárese con lo que se lee en otra sura: «La Escritura de los justos está ciertamente en Illiyyun. […] Es una Escritura marcada, que verán con sus propios ojos los allegados. Sí, los justos estarán en delicia, en sofás, observando. Se reconocerá en sus rostros el brillo de la delicia» (Corán 83, 18-24). La imagen del rostro radiante, de fuerte sabor oriental, puede verse, también en un contexto escatológico, en 1 Henoc 62, 10 y 4 Esdras 7, 125-126; es la imagen que ya utilizó el autor del Éxodo para describir el rostro de Moisés después de haber hablado con Dios (Éxodo 34, 29 y 35). 32 A. Rossi, Autobiografía científica, Barcelona, Gustavo Gili, 1984, pág. 10. 33 El califa, representante del Profeta, tiene un poder principalmente político, aunque la inseparabilidad en el Islam de lo político y lo religioso lo convierte también en jefe religioso (imam) para dirigir el culto de la tarde de los viernes y para dirimir las controversias entre creyentes. 34 Es frecuente entre los musulmanes considerar que, para la salvación, basta la confesión interior de fe en Alah, pues lo verdaderamente relevante es el credo que se oculta en el corazón. 35 Para una caracterización de la ciudad islámica, cfr. F. Chueca Goitia, Breve historia del urbanismo, Madrid, Alianza, 1989, págs. 65-86. 36 Ibíd., pág. 13. 37 A. Morgado, Historia de Sevilla (1587), Sevilla, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Sevilla, 1981, pág. 143. 38 Ese modo de configurarse morfológicamente la ciudad islámica está fuertemente condicionado por su origen: «Es imposible comprender el trazado de las ciudades árabes sin una referencia al modo de sedentarización de las familias árabes a lo largo de todo el período islámico. Algunas familias amplias, que ocupaban cada una de ellas un dar, se agrupan para formar un conjunto más amplio de adwar (uno de los plurales de dar), dando así origen a las ciudades. Durante la conquista árabe, se concedieron terrenos extramuros de las ciudades a todo jefe de tribu que lo solicitase. Estos terrenos fueron divididos en parcelas y redistribuidas entre los cabezas de familia. Estas parcelas fueron cercadas, generalmente con muros de adobe, dejando un estrecho paso entre ellas que servía de separación a dos parcelas contiguas. Se construyeron cobertizos en el interior y en los lindes de estos

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cercados. Poco a poco, el espacio central de cada uno de estos cercados se cubrió de viviendas que albergaban a los descendientes del cabeza de familia. Posteriormente, cuando la ciudad absorbió a estos antiguos barrios periféricos, la idea de que cada barrio pertenecía a una familia desapareció y los descendientes de los fundadores reclamaron todo el espacio, tanto las viviendas y los patios interiores como las calles y callejas que hacían posible el tránsito por ellos. A veces, una única puerta cerraba durante la noche el acceso al barrio. Podemos comprender, por tanto, el porqué del trazado, a primera vista caótico, de las calles secundarias, que acababan siempre por desembocar en una de las vías axiales que unen la mezquita con una de las puertas de la ciudad. Asimismo, las calles y callejas del barrio son un espacio común de las familias que viven en ellas y no un espacio público al que cualquier extraño puede acceder libremente» (T. Bianquis, «La familia en el Islam árabe», en AAVV, Historia de la familia, vol. 1, Mundos lejanos, mundos antiguos, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pág. 620). 39 Una visión general de las características urbanísticas de las ciudades hispano-musulmanas puede encontrarse en las páginas que Torres Balbás les dedica en AAVV, Resumen histórico del urbanismo en España, Madrid, 1987, págs. 73-96; o en el estudio más reciente de M. Montero Vallejo, Historia del urbanismo en España, vol. I, Del Neolítico a la Baja Edad Media, Madrid, Cátedra, 1996, págs. 109-155. 40 «¿No has visto cómo ha obrado tu Señor con los aditas, con Iram, la de las columnas?» (Corán 89, 67). 41 Citado por M.ª J. Rubiera, ob. cit., pág. 56. 42 El pasaje de la Torah al que al-Garnati se refiere bien puede ser el de la construcción de Babel (Génesis 11, 1-8). 43 Parecen entrelazarse aquí en una misma historia el relato genesíaco de Babel con el apocalíptico de la Jerusalén celestial. 44 Al-Maqqari recoge en su Nafh al-Tib un sucedido de la vida de ‘Abd al-Rahman III en relación con la construcción de Madinat al-Zahra’, según el cual mereció la censura de los alfaquíes de su corte cuando colocó ladrillos de oro en la cúpula de uno de sus palacios, porque construir casas de oro a imitación de las moradas del paraíso resultaba blasfemo para el buen musulmán. El texto del Corán que le es recordado al califa cordobés en esa ocasión es justamente el de Corán 43, 33-34. 45 Citado por M.ª J. Rubiera, ob. cit., pág. 80. 46 El texto de ese largo poema del siglo XIV puede verse en J. Eguaras Ibáñez, Ibn Luyun: Tratado de Agricultura, Granada, Universidad de Granada, 1975. 47 Citado por M.ª J. Rubiera, ob. cit., pág. 82. 48 Para el caso de Sevilla puede consultarse R. Manzano, «Patios con jardín en la Sevilla islámica», Temas de estética y arte, núm. 5, 1991, págs. 15-39. 49 O. Grabar, La Alhambra: iconografía, formas y valores, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pág. 77. 50 La comunicación directa con el llamado Palacio de Comares de Yusuf I, establecida a través del Patio de los Arrayanes, se abrió posteriormente, cuando los Reyes Católicos, tras la toma de Granada, habitaron esos palacios. Para una descripción del llamado Palacio de los Leones, cfr. A. Orihuela Uzal, Casas y palacios nazaríes. Siglos XIII-XV, Barcelona-Madrid, Lunwerg Editores, 1996, págs. 103-116. 51 La hipótesis contraria, es decir, que el patio estuvo inicialmente cubierto de losas de mármol blanco, ha sido sostenida recientemente por E. Nuere, «Sobre el pavimento del Patio de los Leones», Cuadernos de la Alhambra, núm. 22, 1986, págs. 87-93. 52 N. Rubio i Tudurí, Del paraíso al jardín latino, Barcelona, Tusquets, 1981, pág. 119. 53 El origen preislámico de los patios con jardín de crucero en la antigua Persia ha sido analizado por D. Wilber, Persian gardens and garden pavilions, Washington, 1979. Para su posterior evolución en Al-Andalus, cfr. L. Torres Balbás, «Patios de crucero», Al-Andalus, núm. 23, 1958, págs. 171-192. Una contribución posterior al tema es la de D. Fairchild Ruggles, «I giardini con pianta a croce nel Mediterraneo islamico e il loro significato», en A. Petruccioli (ed.), Il giardino islamico. Architettura, natura, paessaggio, Milán, Electa, 1994, págs. 143154. 54 La Fuente de los Leones constituye en este contexto un motivo especialmente rico de significado. Por

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ejemplo, la referencia a Muhammad V en el poema de Ibn Zamrak grabado en la taza de la fuente, «Bendito sea el que concedió al imán Muhammad mansiones deleitosas, que son por su belleza la gala de las mansiones. [El agua de la fuente] asemeja a la mano del califa, cuando aparece por la mañana derramando sus dones sobre los leones de la guerra. La paz de Alah sea contigo, multiplíquense tus placeres y aflijas a tus enemigos» (E. Lafuente Alcántara, Inscripciones árabes de Granada, Madrid, Imprenta Nacional, 1859, pág. 122), convierte, por un lado, el tema de la fuente como príncipe que sostiene los leones de la guerra santa en una afirmación de poderío cósmico, mientras que, por otro, identifica al sultán reinante con Salomón, el príncipe por excelencia en las leyendas medievales judías y musulmanas; la fuente sobre doce leones del patio evoca sin duda la gran pila de bronce sobre doce toros que colocó Salomón en el Templo de Jerusalén (1 Reyes 7, 23-26) y se inspira probablemente en los siguientes versos de Ibn Gabirol: «Hay un copioso estanque que asemeja / al mar de Salomón, / pero no descansa sobre toros; / tal es el ademán de los leones / que están sobre el brocal, cual si estuvieran rugiendo por la presa, / y como manantiales derraman sus entrañas / vertiendo por sus bocas caudales como ríos» (S. Ibn Gabirol, Poesía secular, Madrid, Alfaguara, 1978, pág. 177). Hay quien ha aventurado incluso que el palacio descrito por Ibn Gabirol podría ser el del visir judío Yusuf ibn Nagrella en la Alhambra; cfr. F. Bargebuhr, El palacio de la Alhambra del siglo XI, México, 1966. Para un estudio más detenido de la fuente, pueden verse J. Bermúdez Pareja, «La Fuente de los Leones», Cuadernos de la Alhambra, núm. 3, 1967, páginas 21-29; y D. Cabanelas y A. Fernández-Puertas, «El poema de la Fuente de los Leones», en ibíd., núms. 15-17, 1979-1981, págs. 3-88. 55 O. Grabar, ob. cit., pág. 90. 56 A ese respecto se podría citar el sarh de Salomón, que al verlo la reina de Saba creyó que era agua (Corán 27, 44) o el jardín descrito por al-Maqrizi, en el que había arrayanes que crecían formando dibujos y letras y en el que los troncos de las palmeras estaban recubiertos de cobre. 57 E. Lafuente Alcántara, ob. cit., pág. 129. 58 Ibíd., págs. 129-130. 59 Ibíd., págs. 130-131. 60 M.ª J. Rubiera, «Los textos epigráficos de los palacios nazaríes (algo más que una escritura)», en Arte islámico en Granada. Ideas para un Museo de la Alhambra, Granada, Comares, 1995, págs. 97-1055. 61 El contraste entre la riqueza y el refinamiento de la decoración interior de estos palacios y la sencillez de sus exteriores pone de manifiesto con singular claridad el carácter «privado» de la ciudad islámica, al que me he referido anteriormente. 62 De un poema epigráfico en la Torre de la Cautiva de la Alhambra, tomado de M.ª J. Rubiera, La arquitectura en la literatura árabe, ob. cit., pág. 154. 63 La idea de que el jardín árabe es una metáfora del paraíso ha sido formulada explícitamente por A. Petruccioli, Dar al-Islam. Architetture del territorio nei paesi islamici, Roma, 1985, pág. 148; y luego ha sido desarrollada por M.ª J. Rubiera, «Il giardino islamico come metafora del paradiso», en A. Petruccioli (ed.), Il giardino islamico, ob. cit., págs. 13-24. 64 Ó. Tusquets, Dios lo ve, Barcelona, 2000, Anagrama, págs. 216-219. 1 F. J. Tipler, La física de la inmortalidad, Madrid, Alianza, 1996. 2 Ibíd., pág. 17. 3 Ibíd., pág. 22. 4 Ibíd., pág. 85. 5 Ibíd., págs. 188 y 191. 6 John Desmond Bernal, científico inglés especializado en cristalografía, fue un marxista apasionado y escribió una obra titulada El mundo, la carne y el demonio que motivó a Freeman Dyson a desarrollar la primera teoría física detallada sobre cómo podría la vida pervivir eternamente. Tipler señala cómo la obra de Dyson ha inspirado la suya. 7 Rechazo del vitalismo de Teilhard. Ibíd., pág. 158.

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8 Las cuatro propiedades están tomadas de la obra de Teilhard El fenómeno humano. Ibíd., pág. 160. 9 Ibíd., pág. 162. 10 Ibíd., pág. 58. 11 Ibíd., pág. 97. 12 Ibíd., pág. 102. 13 Ibíd., pág. 133. 14 Ibíd., pág. 212. 15 Ibíd., pág. 165. 16 Ibíd., pág. 291. 17 Ibíd., pág. 292. 18 Ibíd., pág. 286. 19 Ibíd., pág. 302. 20 Ibíd., pág. 321. 21 Ibíd., pág. 325. 22 Ibíd., pág. 327. 23 Ibíd., pág. 342. 24 Ibíd., pág. 382. 25 Ibíd., pág. 382. 26 Ibíd., pág. 387. 27 Ibíd., pág. 391. 28 E. Morin, El Método IV. Las Ideas, Madrid, Cátedra, 1992, pág. 251. 29 E. Morin, Tierra-Patria, Barcelona, Kairós, 1993, pág. 226. 30 A. Koyré, Estudios de historia del pensamiento científico, Madrid, Siglo XXI, 1977, pág. 42. 31 D. Deutsch, La estructura de la realidad, Barcelona, Anagrama, 1999, pág. 144. 32 G. Galileo, Carta a Cristina de Lorena, Madrid, Alianza, 1987, pág. 74. 33 I. Kant, Krv, 317, B 374 34 Citado por F. Jabaloy en Lo utópico y la utopía, Barcelona, Integral, 1984, pág. 169. 35 Ob. cit., pág. 134. 36 Ob. cit., pág. 12. 37 J. M.ª Esquirol, La frivolidad política del final de la historia, Madrid, Caparrós, 1998. 38 Ibíd., pág. 97. 39 Ibíd., pág. 96. 40 Ibíd., pág. 95. 41 Ibíd., págs. 95-96. 42 Ibíd., págs. 110-111. 43 E. Cassirer, Antropología filosófica, México, FCE, 1983, pág. 98. 44 J. M.ª Esquirol, ibíd., pág. 126. 45 F. J. Tipler, ibíd., pág. 410. 1 Entrevista en Der Spiegel, 23 de septiembre de 1966. 2 Evangelio de san Lucas 7, 22-23.

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3 Simplicio, Fis. 24, 17. 4 Gen 3, 19. 5 Faust erster Teil, verso 1700. 6 «Amar a una persona significa decir: ¡tú no morirás!» G. Marcel, Misterio del Ser, citado por J. Pieper en Die Liebe, 6.ª ed., Múnich, 1987, pág. 45. 7 Cfr. G. Schulz, Novalis, Hamburgo, Reinbeck, 1969, págs. 67 y sigs. 8 Cfr. Novalis, Novalis Werke, edición de Gerhard Schulz, 3.ª ed., Múnich, C. H. Beck, 1987, pág. 307; Fragmente und Studien bis 1797 (Fichte Studien), «La forma casual o particular de nuestro Yo concluye sólo para la forma particular: la muerte acaba sólo con el egoísmo. Para la totalidad, la forma particular permanece sólo en la medida en que se había convertido en una general. Hablamos del Yo como uno, pero son dos, y muy distintos, aunque correlatos absolutos. Lo casual tiene que desaparecer, lo bueno tiene que permanecer. Lo casual era casual, lo esencial sigue siendo esencial. Lo que amas de verdad, eso permanece. No se sabe lo que se quiere cuando se quisiera fijar lo casual (…). Lo general de todo instante permanece, pues existe en la totalidad. En cada instante, en cada imagen, actúa la totalidad: la Humanidad, lo eterno, es omnipresente, pues no sabe de espacio y tiempo. Somos, vivimos y pensamos en Dios, pues es la especie personificada (…). Es todas las cosas, está en todas partes; en él vivimos, nos movemos y seremos. Todo lo auténtico dura eternamente, toda verdad, todo lo personal.» 9 Cfr. Fr. Nietzsche, Sämtliche Werke, edición crítica de Der Antichrist, pág. 225: «Lo que nos distingue no es que no reconozcamos a Dios ni en la historia, ni en la naturaleza, ni detrás de la naturaleza; sino que lo que ha sido venerado como Dios no lo reconocemos como divino, antes bien como algo miserable, absurdo y dañino; no sólo un error, sino un crimen contra la vida. Negamos a Dios como Dios. Si se nos probase ese Dios de los cristianos, aún creeríamos menos en él.» 10 Evangelio de san Mateo 4, 10. 11 Cfr. Fr. Nietzsche, Nachgelassene Fragmente, 13, pág. 12: «es éste el más miserable concepto de Dios que se ha alcanzado; representando el máximo de decadencia en el descendente desarrollo de la idea de Dios. Dios degenerado a contradicción de la vida, en vez de ser su glorificación y eterno Sí; en Dios, la guerra declarada a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vivir; Dios, la fórmula de toda difamación de la vida, de toda mentira del «más allá»; en Dios la nada divinizada, la voluntad de no-ser (der Wille zum Nichts) canonizada (…). ¡Hasta aquí hemos llegado! ¿Es que todavía no se sabe?: ¡el cristianismo es una religión nihilista…!» 12 Cfr. Fr. Nietzsche, Die fröhliche Wissenschaft, pág. 570: «Qué pasaría si un día o una noche se te colase un geniecillo en tu más solitaria soledad y te dijese que esta vida, tal como ahora la vives y has vivido, la tendrás que vivir una vez e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que volverá sobre ti cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y suspiro, y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida; todo en la misma serie y secuencia (…). El eterno reloj de arena de la existencia se volverá una y otra vez, y tú con él, mota de polvo (…). ¿No te echarías al suelo rechinando los dientes, y maldecirías a quien así te hablara? ¿O no has vivido alguna vez un momento inmenso en el que le responderías: “eres un dios, y nunca escuché nada más divino”? Si esta idea se apoderase de ti, como tú eres, te transformaría y quizás destrozaría. La pregunta respecto de todas las cosas, si las quieres otra vez e innumerables veces más, descansaría sobre tu acción como el mayor peso.» 13 Cfr. Fr. Nietzsche, Nachgelassene Fragmente, 13, pág. 43: Marco Aurelio «continuamente mantenía ante sus ojos la caducidad de todas las cosas, para no tomarlas muy en serio y mantenerse en paz en medio de ellas. Por el contrario, a mí me parece todo demasiado valioso para que le esté permitido ser tan fugaz. Yo busco una eternidad para cada cosa; pues, ¿es que podemos tirar al mar los más preciosos vinos y bálsamos? Y mi consuelo es que todo lo que fue es eterno; pues el mar lo vuelve a arrojar de nuevo a la orilla». 14 Cfr. Fr. Nietzsche, Also sprach Zarathustra, pág. 279: «Todo va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer: eternamente corre el año del ser. Todo se rompe, todo se repara de nuevo: eternamente se construye la misma casa del ser. Todo se despide, todo vuelve a saludarse: eternamente fiel a sí mismo permanece el anillo del ser. En cualquier instante comienza el ser…: el medio está en todas partes; es curva la senda de la eternidad.»

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15 Cfr. Fr. Nietzsche, Also sprech Zarathustra, pág. 402: «Mi mundo se hizo perfecto, también mediodía la noche: el dolor es placer, maldición la bendición, la noche también sol… ¿Dijisteis una vez que sí a un placer? ¡Oh amigos míos, entonces dijisteis también que sí a todo dolor. Pues todas las cosas están encadenadas, enredadas, enamoradas (…). Por ello lo queréis todo otra vez de nuevo, eterno, encadenado (…). Así quisisteis el mundo, oh eternos; amadlo ahora eternamente y para siempre, diciendo también al dolor: vete, pero vuelve; pues todo placer quiere… eternidad.» (La cursiva es mía.) 16 Cfr. Novalis, Fragmente und Studien 1797-1798, Novalis Werke, pág. 399: «¿Qué es la Naturaleza? Un índice enciclopédico sistemático de nuestro espíritu. ¿Por qué queremos contentarnos con el mero catálogo de nuestros tesoros? ¡Vayamos nosotros mismos a verlos, a trabajarlos de mil maneras y a usarlos! El destino que nos oprime es la pereza de nuestro espíritu. Mediante la ampliación y la formación de nuestra actividad, nos convertiremos nosotros mismos en el destino. Todo parece fluir hacia nosotros, porque nosotros mismos no manamos. Somos negativos porque queremos. Cuanto más positivos seamos, más negativo será el mundo alrededor nuestro, hasta que al final no haya negación alguna, sino que seamos todo en todas las cosas: ¡Dios quiere dioses!» 17 Cfr. Fr. Schlegel, Athenäums-Fragmente, Frag. 222; Kritische Schriften und Fragmente, edición crítica de Ernst Behler y Hans Eichner, 6 vols., Paderborn, Múnich, Viena y Zúrich, Ferdinand Schöning, 1988, tomo II, pág. 125: «El deseo revolucionario de realizar el reino de Dios es el punto elástico de la formación progresiva, y el comienzo de la historia moderna. Lo que no está en relación alguna con el reino de Dios es sólo una cosa lateral.» 18 Evangelio de san Lucas 17, 21. 19 Cfr. J. G. Fichte, Über die Bestimmung des Gelehrte, Gesamtausgabe der Beyerischen Akademie der Wissenschaften, edición de Reinhard Lauth y Hans Jakob, tomo I,3, obras desde 1794-1796, Friedrich Frommann Verlag, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1966 y 1981, págs. 31 y sigs.: «El resultado final de todo lo dicho es el siguiente: La perfecta adecuación del hombre consigo mismo, y, para que él pueda adecuarse consigo mismo, la adecuación de todas las cosas fuera de él con sus necesarios conceptos prácticos de ellas, los conceptos que determinan cómo ellas deben ser, es la más alta meta del hombre. Esta adecuación es, recurriendo a la terminología de la filosofía crítica, lo que Kant denomina el bien supremo (das höchste Gut). El cual no tiene dos partes, sino que es totalmente simple: es la plena adecuación de una esencia racional consigo misma. En relación a una esencia racional dependiente de las cosas externas a sí misma, ese bien supremo se puede considerar de doble manera: como adecuación de la voluntad con la idea de una voluntad eternamente válida, o bien moral, y como adecuación de las cosas externas con nuestra voluntad, o felicidad. Por tanto es tan poco cierto que el hombre se determine al bien moral por su deseo de felicidad que más bien el concepto mismo de felicidad y el deseo de ella no surgen sino de la naturaleza moral del hombre. No es que sea bueno lo que hace feliz, sino que sólo hace feliz lo que es bueno.» 20 Cfr. J. G. Fichte, Über die Bestimmung des Gelehrten, I, 3, páginas 29 y sigs.: «Sin embargo, el yo empírico, el yo determinado y determinable por cosas externas, puede contradecirse; y tan pronto se contradice, es ello señal cierta de que no está determinado por sí mismo según la forma del Yo puro, sino por las cosas externas. Y no debe ser así; pues el hombre es él mismo fin: él debe determinarse a sí mismo y no dejarse determinar por nada extraño; él debe ser lo que es porque él quiere y debe querer ser. El Yo empírico debe ser determinado como podría ser determinado eternamente. Por tanto (…) yo expresaría el principio fundamental de la doctrina moral en la siguiente fórmula: actúa de tal modo que puedas pensar la máxima de tu voluntad como ley eterna para ti. La última determinación de toda esencia racional finita es por tanto la absoluta Unidad, la continua identidad, el perfecto acuerdo consigo misma.» 21 Cfr. Platón, Fedro, 246. 22 Homero, Odisea, XI 23 Cfr. Fr. Nietzsche, Der Antichrist, pág. 232: «El parasitismo es la única praxis religiosa (der Kirche), agotando con sus… ideales de santidad toda sangre, todo amor, toda esperanza de vida. El «más allá» es la voluntad de negar toda realidad, y la cruz es el símbolo de la más infernal (unterirdischsten) conspiración que haya habido jamas contra toda salud, belleza, prestancia, valentía, espíritu, bondad del alma, contra la vida misma».

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24 Cfr. Platon, Fedro, 248 e-250 c. 25 Ap. 21, 5. 26 Cfr. Fr. Nietzsche, Also sprach Zarathustra, pág. 403.

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Índice Portada Créditos índice INTRODUCCIÓN CAPÍTULO PRIMERO. INFIERNO Y PARAÍSO EN EL MAZDEÍSMO Y EN EL MANIQUEÍSMO, José Antonio Antón Pacheco 1. 2. 3. 4.

El mal en la cultura irania La escatología individual La escatología universal Una metafísica del dualismo

El infierno en las cosmologías primitivas Elaboraciones cristianas del infierno. De Agustín a la escolástica La escisión entre escatología y cosmología Claves de las concepciones contemporáneas del más allá

CAPÍTULO III. «YO SOY EL QUE SOY». LAS ÚLTIMAS REALIDADES EN EL PENSAMIENTO DE MAIMÓNIDES, Alexander Broadie 1. 2. 3. 4. 5.

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CAPÍTULO II. SAN AGUSTÍN Y LA HISTORIA DEL INFIERNO CRISTIANO, Jacinto Choza 1. 2. 3. 4.

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El sentido de la teología negativa La posibilidad de una teología positiva La existencia de «Yo soy» La esencia de «Yo soy» El que hace ser

CAPÍTULO IV. LOS JARDINES DEL PARAÍSO ISLÁMICO. LA IMAGEN DE LA FELICIDAD EN LA CIUDAD HISPANOMUSULMANA, Victoriano Sainz 1. El paraíso en la tradición bíblica 2. La singularidad del paraíso islámico 3. El Islam y la ciudad

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4. Los jardines islámicos de Al-Andalus

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CAPÍTULO V. LA FÍSICA DE LA INMORTALIDAD, Ignacio Salazar 1. 2. 3. 4. 5.

La inmortalidad y la física. Las tesis de Tipler Alcance y límites de la comprensión científica Los problemas latentes La ontología de nuestro tiempo Imaginación, especulación y utopía

CAPÍTULO VI. EL CIELO. UNA REFLEXIÓN CONTEMPORÁNEA, Javier Hernández-Pacheco 1. 2. 3. 4. 5.

Los sentidos de la salvación en la cultura cristiana Voluntad de lo eterno El amor y la muerte El paraíso y el superhombre Un final que se puede querer

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