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JOSEF IMBACH
PERDONANOS NUESTRAS DEUDAS .
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PERDONANOS NUESTRAS DEUDAS
Colección A L C A N C E
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JOSEF IMBACH
PERDONANOS NUESTRAS DEUDAS
Ex Bibliotheca lordavas
EDITORIAL uSAL TERRAE" Guevara, 20- SANTANDER
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Matthlal>-Grür,ewahl V,P.". Mrurn: 1978
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Ex Bibliotheca lordavas
IN DICE
Págs. Prólogo ... ... .. . ... .. . . .. ... ... ... . .. ... ... 1.
Una buena noticia para los hijos pródigos
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La parábola.-¿Libertad o ley?-El padre y sus dos hijos. 2.
Muchas sentencias de culpabilidad, pero poca conciencia de culpabilidad . . . . . . . ..
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Sentimiento de culpabilidad y conciencia de culpabilidad.-Falta total de conciencia de culpabilidad.-Clarividentes para la culpa ajena.-En lugar de arrepentirse, disculparse.-El verdugo se ve a sí mismo como víctima.-¿Es la culpa el destino del hombre?-La culpa desprivatizada.-"Lo que importa a todos, sólo puede ser r esuelto por todos". 3.
Culpa y "culpa original" . .. . . . . .. . . . . . . . . .
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La lámpara encendida.-La culpa, una situación básica del hombre.-El asunto de la manzana.-La historia de la caída en el pecado como historia de la disculpa. 4.
¿Qué es el pecado? . . . . .. . . . . .. .. . .. .
P ecado y "ley".-Pecado y castigo.-¡No buenas obras, sino hombres buenos!-El pecado como falta de fe.-¿Pecados mortales · pecados v eniales?-¿Castigo de los pecados?
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Págs. 5.
Conversión, toda la vida ........... , ...
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La conversión en el Antiguo Testamento. La invitación de Jesús a la conversión y su predicación del Reino de Dios.-Conversión como proceso vivo.-La esencia de la conversión. 6.
Formas de reconciliación
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Reconciliación con Dios.-Reconciliación con el prójimo.-¡Hay que tomar la mano que se nos tiende!-Formas sacramentales para el perdón de los pecados. 7. La confesión, sacramento de la nueva reconciliación ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
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Pecado como falta contra la comunidad eclesiaL-Una ojeada retrospectiva hacia los orígenes.-El camino hacia un callejón sin salidct.-"Libros penitenciales".-Medidas disciplinarias y aclaraciones dogmáticas.-La crisis de la confesión en la actualidad. 8.
Celebración comunitaria de la penitencia y confesión individual ... ... ... .. , ... ... .. .
Conversión colectiva.-La absolución general sacramental.-¿Obligación de confesar los pecados mortales?-"Dios es mayor que nuestro corazón".
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Prólogo La gran culpa del hombre no son los pecados que comete -¡la tentación es fuerte y las fuerzas escasas! - ; la gran culpa del hombre es que en cualquier momento puede convertirse y no lo hace. Martín Buber
Este libro ha surgido de la praxis y está escrito para la praxis. En mi actividad como sacerdote me he enfrentado muy a menudo con estas preguntas: ¿Qué es, hoy en día, realmente pecado? ¿A qué tenemos que atenernos? ¿Por qué y para qué confesarse? ¿No basta con el acto penitencial que hacemos en cada misa? ¿No es suficiente reconciliarse con los demás? Estas mismas preguntas, tan concretas, surgían también, una y otra vez, en los numerosos diálogos que tenía con mis alumnos. Pude comprobar que darles a conocer la historia que el tema de la penitencia ha tenido a lo largo de la vida de
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PROLOGO
la Iglesia les ayudaba en alguna medida a comprender su actual situación, pero comprendí, también, que lo que aquellos futuros sacerdotes deseaban era, sobre todo, una ayuda práctica -dogmáticamente bien fundamentada- para la predicación y para su futuro trabajo pastoral. En este libro quiero ofrecer esa ayuda. Y no la enfoco primariamente a los que tienen que predicar, sino a todos los cristianos que buscan una praxis de la penitencia responsable y que tenga en cuenta la realidad presente del hombre y del mundo.
1 Una buena noticia P.ara los hijos pródigos
Cuando yo era niño, la historia del hijo pródigo me gustaba tanto que llegué a decir a mi párroco que hablara de ella todos los domingos. El hermano mayor de esta historia no me era nada simpático. Que su padre, al final, le eche una buena reprimenda me parecía algo así como un verdadero acto de justicia. Porque yo también tengo un hermano mayor que generalmente siempre tenía razón frente a mí, porque era más fuerte que yo. Cada vez que yo hacía algo mal, me lo ponían como ejemplo; esto ocurría muy frecuentemente y a mí me ponía los nervios a reventar. Durante mucho tiempo vi en él un reproche viviente, en vez de un hermano. El hermano menor de la parábola era, de algún modo, mi hermano gemelo; nos entendíamos a la perfección. De vez en cuando se «fumaba» las clases, porque le gustaba más corretear por el bosque y construir diques en los arroyos. Y cuando volvía a casa no se limpiaba cuidadosamente los zapatos antes de entrar; esto creaba
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problemas: ¿de qué servía que el mayor se limpiase las suelas en el césped para no manchar el felpudo que estaba a la puerta, si el pequeño entraba en casa con toda la porquería? Comprendía yo muy bien que mi hermano gemelo de la parábola se fugase de casa y en mis sueños le acompañaba siempre. Estaba muy harto de que con cada plato de sopa le sirviesen un buen consejo. Quería irse lo más lejos posible de tantas normas e indicaciones. Quería experimentar. Que no le dijeran, constantemente, todo lo que tenía que hacer y lo que era más adecuado. Y se marchó de verdad. Vio el cielo lleno de violines y el sol le sonrió. Por fin podía hacer todo lo que quisiera. Se dio sus propias órdenes. Se pegó unas buenas carreras por todo el medio de la calle, entre los bocinazos de los coches. Viajó en el tranvía sin pagar, colándose. Se compró cantidades inmensas de helados y de chocolates. Vio películas que en casa no se podían ni mentar. Así me lo imaginaba yo por aquel entonces. Mi propio intento de fuga resultó ridículo. Cuando aquella misma noche volví a casa, el único que cumplió la parábola fui yo; mi padre no se atuvo a ella en absoluto. No salió a mi encuentro, sino que estaba «esperándome»; tampoco mató, desde luego, ningún ternero cebado. Después de ponerme como ejemplo a mi hermano mayor, me mandó a la cama sin cenar.
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La parábola
Muchos cristianos creen conocer lo suficiente la parábola del hijo pródigo. La tentación de no prestarla demasiada atención cuando el sacerdote la expone en un acto penitencial o en el evangelio de la misa, es grande. Precisamente porque la historia nos es muy conocida, nos sería muy provechoso leerla de nuevo, pero con todo cuidado, sin perder de vista a ninguna de las personas que en ella participan: «Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: Padre, dame la parte de herencia que me toca. Entonces el padre les repartió los bienes. No mucho después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano y allí derrochó su fortuna viviendo como un perdido. Cuando se lo había gastado todo, vino un hambre terrible en aquella tierra y empez6, también él, a pasar necesidad. Fue entonces y se puso al servicio de uno de los naturales de aquel país, que lo envi6 a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pues nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre. Voy a volver a casa de mi padre y le voy a decir: Padre, he ofendido a Dios y te he ofendido a ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.
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Entonces se puso en camino hacia la casa de su padre; su padre lo vio de lejos y se enterneció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. El hijo empezó: Padre, he ofendido a Dios y te he ofendido a ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre les mandó a los criados: Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío se había muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y le hemos encontrado. Y empezaron el banquete. El hijo mayor estaba en el campo. A la vuelta, cerca ya de la casa, oyó la música y el baile; llamó a uno de los mozos y le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar el ternero cebado, porque ha recobrado a su hijo sano y salvo. El se indignó y se negaba a entrar; pero el padre salió e intentó persuadirlo. El hijo replicó: Mira: a mí, en tantos años como te sirvo sin desobedecer nunca una orden tuya, jamás me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, matas para él el ternero cebado. El padre le respondió: Hijo mío, ¡si tú estás siempre conmigo y todo
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lo mío es tuyo! Además, había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y le hemos encontrado» (Le 15. 11-32).
¿Libertad o ley?
Claro está que hoy comprendo esta parábola de muy distinta forma a como lo hacía en la época de mi afortunadamente fracasada fuga. Hoy intentaría aconsejar al menor y convertir al mayor. Al pequeño le diría: ¿Buscas la libertad? ¿Y por ese motivo quieres irte, vivir sin vinculaciones, hacer lo que te apetezca en cada momento? Después de una pausa proseguiría: Eso no es libertad, sino arbitrariedad absoluta. La libertad sólo existe al interior de una vinculación radical y última. Si rompes esta ligadura última y sencillamente huyes, te estás dejando dominar absolutamente por una de las penúltimas ligaduras: la de la propiedad, la del placer, la del orgullo, la de la sexualidad, la del éxito; en el mejor de los casos, la de una ideología que quién sabe hacia dónde se orienta. Con ello lo único que consigues son nuevas y desoladoras dependencias que te convierten en su víctima. Sin embargo, esa ligadura última, la que se establece con el padre, es decir, con Dios, nunca se opone a la libertad, sino que, por el contrario, es la única que te permite ser
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libre frente a las libertades de segunda clase y frente a las ligaduras penúltimas en las que se pierden el propio yo y la propia identidad. Mientras el hermano menor me mira pensativo, me vuelvo hacia el mayor y le digo: ¿Tú observaste todas las reglas de la respetabilidad y todas las normas de buen comportamiento, incluso las más penosas? ¿Conoces de memoria las reglas de urbanidad y los diez mandamientos? ¿No cometes ningún error? ¿O sólo cuando es necesario para salvar las apariencias? De nuevo hago una pausa y el inmejorable dechado de virtudes me mira con una mirada muy segura de sí, que significa una afirmación. Ahora tengo que controlarme; cuento en voz baja hasta diez, antiguo método que he conservado para, a pesar de mi excitación, poder contestar tranquilamente. Entonces digo, más triste que indignado: ¿No ves que eres un esclavo peor que tu hermano, porque él se largó un día a un país extranjero, pero tú no vives para tu prójimo, y desde luego tampoco para tu padre, sino única y exclusivamente para las prescripciones y los mandamientos? Nunca te has preguntado para qué sirven las normas; únicamente las has observado para no enemistarte con tu padre y piensas que basta con eso. Deberías pensar alguna vez en el motivo por el que existen los mandamientos y las normas y para qué pueden servir; entonces conocerías también mejor al que las ha promulgado. Mientras hablo de esta forma con este super-
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correcto, observo que la seguridad en sí mismo va desapareciendo de su rostro; el orgullo ha cedido su puesto a la humildad. Ambos hijos reflejan dos comportamientos típicos de muchos cristianos ante Dios y sus mandamientos. Algunos se identifican con el hijo menor y se fugan, porque experimentan a Dios como un tirano y la fe como una carga. Otros se colocan aliado del mayor y, como él, pretenden observar todo lo prescrito tan exactamente como sea posible; su cristianismo se convierte en una feria de párrafos normativos. Ambas posturas son falsas, porque en ambas se entiende erróneamente la voluntad del padre. Ambas tienen al padre, es decir a Dios, por un ser exigente e inexorable ante quien el hombre está sometido y coaccionado. Las relaciones con Dios y con los semejantes no se basan, entonces, en la confianza y en el amor, sino en una serie determinada de normas que forman, en cierto modo, el cuaderno de obligaciones del cristiano, con cuya penosa observancia cada cual compra su propia salvación. Pero si observamos esa «fidelidad» más de cerca, salta a la vista que no es más que miedo al castigo. Cuando ser cristiano se entiende, de un modo o de otro, como un deber religioso, aparece como una carga que oprime en vez de alegrar; entonces no queda ya espacio alguno para que surja una experiencia liberadora.
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El padre y sus dos hijos
El título de «el hijo pródigo» que suele encabezar este relato evangélico falsea la intención de la parábola. No es el hijo descastado, sino el padre, el protagonista de toda la historia. Un doble drama se desarrolla ante sus ojos. Uno de sus hijos no entiende su amor, se rebela, huye de él, pero finalmente «vuelve a su ser», se encuentra a sí mismo y con ello vuelve a encontrar a su padre. El otro, el hermano mayor, está convencido de su propia razón frente al menor y frente al padre. El padre deja en libertad a ambos. Como sabe perfectamente que no se puede obligar a nadie a amar, ni retiene al menor cuando quiere marcharse, ni obliga al mayor a tomar parte en el banquete de la reconciliación. Esta historia del padre y sus dos hijos contiene, en su brevedad concisa, todo el tema que vamos a desarrollar: la pluriforme realidad de la culpa, la conversión y la reconciliación; junto a ello nos presenta la crítica acerba que Jesús hace a la autojustificación y a la dureza de corazón. Naturalmente no se abarca en el relato toda la problemática y sus detalles (por ejemplo, no se trata la cuestión de la reparación de las injusticias cometidas), pero no es ésta la única historia en que el Evangelio trata la culpa y la reconciliación. Sí es una de las más importantes, porque su contenido se centra en lo que es condición previa para toda conversión: los bienes del padre. De
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forma lapidaria se nos dice: la historia del hombre es una historia de culpa; pero también es la historia del amor de Dios que siempre perdona. Precisamente por ello, esta narración de los dos hermanos es una de las más impresionantes parábolas de Jesús. A mí me gusta mucho hablar y predicar sobre ella. Su punto de mira básico es el Padre. A quien huye de El, El le sale al encuentro. No le pregunta, ni una sola vez, qué ha hecho, sino que se alegra de que haya reconocido su error, sin mencionárselo. Al otro le reprende su envidia y su autojustificación. Observando detenidamente, descubrimos que el rostro del padre al final, a pesar de toda su alegría, queda surcado por la preocupación de que su hijo mayor (¿aún?) no haya comprendido que sus mandamientos sólo existen para hacerle feliz . Con todo, el padre ha hecho preparar, también para él, un puesto en el comedor y sale al encuentro de su irracionalidad, exactamente igual a como lo había hecho con el hijo menor, sin obligarle a entrar en casa. ¿Podrá, quizá, el menor convencerle de que el padre tiene, también para con él, las mejores intenciones? La historia tiene un final abierto. Además es difícil decir cuál de los dos se había alejado más del padre, si el hermano menor o el hermano mayor.
2 Muchas sentencias de culpabilidad, pero poca consciencia de culpabilidad
Imaginemos por un momento que un psicólogo leyera, bajo su punto de vista de psicólogo, la historia del padre y sus dos hijos. Probablemente buscaría una explicación de por qué el hermano menor huyó del padre: quizá no se entendía con su hermano, o quizá le aburría aquella buena vida. Pero es evidente que, fuera lo que fuera, algo había que le empujaba a cambiar de aires. Lo que al padre le parecía una ofensa, quizá era en realidad un intento de dar un nuevo significado a su vida. Que este intento fracasara, pudo deberse a las artes de seducción de las prostitutas, que lo único que querían era el dinero del joven; o también a que en su casa no le habían preparado adecuadamente para enfrentarse con la vida: ¡le habían enseñado a estarse quietecito en lugar de enseñarle a saber actuar bien! ¿Y la conversión? En este punto el psicólogo tendría que hacer muy pocas conjeturas, pues la narración le ofrece un dato bien concreto: «Voy a morirme de hambre». Se trata, por tanto, de una conversión no movida
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por el arrepentimiento o la decepción, sino fríamente calculado. El hermano mayor no tuvo que pasar por todo este proceso de aprendizaje. Desde siempre supo respetar los bienes de su padre. Se conformó muy pronto con la situación. Su resignación fue el precio que tuvo que pagar para vivir en paz. Podríamos seguir especulando largo rato e imaginándonos que no sólo los psicólogos, sino también los investigadores de conducta, los sociólogos y los especialistas en genética se ocupaban del caso y nos proporcionaban sus propias explicaciones al respecto. En este caso, la culpa en sentido propio de ambos hermanos quedaría muy reducida o desaparecería por completo. El sentido de toda esta historia tendría su cumbre en las observaciones sobre la capacidad y grado de culpa de los hermanos; pasaríamos de largo ante el amor del padre. Actualmente tenemos fuertes dificultades para aceptar la condición previa sobre la que se basa toda la historia: la culpa. No estamos dispuestos a aceptar, sin más ni más, la culpa como un hecho. Enseguida nos preguntamos si un comportamiento inadecuado es culpable y en qué medida. Para acercarnos teológicamente al tema de la culpabilidad, hemos de tener en cuenta, de cualquier forma, que la experiencia de la culpabilidad humana se vive y se juzga, hoy en día, de forma muy diferente a como se hacía antes.
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Sentimiento de culpabilidad y conciencia de culpabilidad
Nos encontramos muy a menudo, actualmente, con la opinión de que los sentimientos de culpabilidad pueden explicarse por una educación autoritaria y represiva o también por las extraordinarias exigencias de rendimiento a las que hoy estamos sometidos los seres humanos. Hay casos en los que esto puede ser completamente cierto; pero aplicarlo de forma general e indiscriminada, sería dar una explicación muy incompleta. Una persona joven, cuya vida está regulada hasta el último detalle por las normas que le imponen sus educadores y que no tiene posibilidad alguna de decidir por sí misma, puede presentar sentimientos de culpabilidad en cuanto tenga que faltar a una norma, sea por el motivo que sea, o en cuanto no cumpla con el «rendimiento obligatorio» que le han marcado. Recuerdo a este respecto a un empleado de banca, extraordinariamente concienzudo, que fue ascendido. En su nuevo puesto de trabajo, las cosas no se reducían, como hasta entonces, a pasar sencillamente un determinado número de horas sentado en su mesa haciendo cosas perfectamente estereotipadas, sino que debía-· mantener numerosas entrevistas con otras personas. Como es natural en estas condiciones, a veces se producían pausas o retrasos y algunas veces se mezclaban, en conversaciones puramente laborales, algunos temas personales; otras veces había que
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irse a tomar un café a requerimiento del interlocutor. Todo esto le preocupaba tanto que se sentía obligado a confesar, con toda seriedad, de haber «robado unas horas de trabajo a su empresa». Teniendo en cuenta su enorme sentido del cumplimiento, yo tenía la seguridad de que lo que confesaba no era así en realidad. Ahora bien, tales sentimientos de culpabilidad (que pueden estar justificados) son cosa muy distinta de una clara consciencia de culpabilidad. Lo aclararemos mediante un ejemplo: Ahora mismo, mientras estoy trabajando en la redacción de estas páginas, estoy experimentando un ligero sentimiento de culpabilidad, aunque sé con toda exactitud que por mi parte y visto de forma objetiva, no tengo culpa alguna. Resulta que había prometido a un amigo llevarle al aeropuerto en mi coche. Vivo en una casa muy grande y quedamos en encontrarnos a la puerta. Pues, mira por cuánto, cuando estaba bajando en el ascensor para recogerle, me quedé parado entre dos pisos durante veinte minutos por un corte de corriente eléctrica. Cuando llegué, por fin, al portal, el portero me dijo que mi amigo se había puesto muy nervioso y que había pedido un taxi y se había marchado al aeropuerto. Naturalmente sé muy bien que soy totalmente inocente de ese retraso: nadie oyó mis llamadas; yo no podía hacer nada más; no soy responsable de que algunos sean sordos ni de que otros no quieran perder un poco de su valiosísimo tiempo en echar una mano al pobrecillo que
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está en el ascensor sudando tinta. Todo esto es verdad, pero no quita que yo tenga ahora una cierta sensación molesta, como si hubiese faltado a una obligación. Tengo algo muy semejante a la desagradable sensación de no haber cumplido una promesa hecha a un amigo. Por consiguiente, la culpa objetiva y el sentimiento de culpabilidad subjetivo no siempre se corresponden entre sí con justeza. Puede ser que exista una culpa real de la que el culpable no es consciente por alguna deformación de su conciencia. Y de la misma forma, puede suceder que personas excesivamente tímidas, o con cualquier otra dificultad, desarrollen sentimientos de culpabilidad que no guarden proporción, ni a veces relación alguna, con faltas realmente cometidas. En contraposición a un sentimiento de culpabilidad más bien vago, la consciencia de culpabilidad significa la consciencia clara de ser realmente culpable de algo. El sentimiento de culpabilidad, que nace como consecuencia de una culpa real y reconocida como tal, no es, ni mucho menos, de naturaleza enfermiza. Cuando rechazamos sistemáticamente, por norma y a priori, cualquier consciencia de culpabilidad como si fuese un sentimiento de culpabilidad enfermizo, estamos a un paso de poner en marcha, consciente o inconscientemente, todos los mecanismos de disculpa disponibles para demostrar, no sólo a los demás, sino también a nosotros mismos, que no somos res-
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ponsables de nuestras decisiones erróneas, ni de nuestros malos comportamientos. Vamos a estudiar, más de cerca, estos mecanismos, hablando en primer lugar del caso extremo en el que falta en absoluto toda consciencia de culpabilidad.
Falta total de conciencia de culpabilidad
Sucede realmente, a veces, que algunos, al hacer caso omiso de una prohibición, al actuar contra normas o perjudicar gravemente a un semejante, no experimentan sentimiento alguno de culpabilidad. Marc Oraison, psicólogo y moralista, presenta uno de estos casos extremos: 1 Se trata de un muchacho de diecisiete años que se dedica a robar motocicletas y a arrancar los bolsos de las manos de las ancianas por las calles. Oraison cuenta una fuerte disputa que este joven tuvo con su madre, durante la cual destrozó todos los utensilios y muebles de la cocina. Después de que afortunadamente consiguieron sacarle de casa y ponerle en la escalera, todavía rompió la puerta de entrada a la casa. «Me ha contado todo tranquilamente, sin la más mínima invectiva contra su madre y sin mostrar la más mínima sensación de que caía en la cuenta de que quizá se había 1 Marc Oraison: Was ist Sünde, pág. 21. (Traduc. castellana: Psicología y sentido del pecado, Marova, Madrid 1970).
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pasado un poco. Hablaba como hubiera podido hacerlo sobre los Sputniks. Todo aquello le tenía sin cuidado. No tenía sensibilidad alguna para los valores morales ni para los criterios de educación». Un comportamiento de este tipo, añade Oraison, es definido por la pisocopatología como «perverso». Evidentemente estos casos-límite no son competencia primaria del sacerdote sino del psiquiatra. Para emprender la superación religiosa de la culpa, es condición previa, precisamente, que la persona sea capaz de una consciencia mínima de culpabilidad y que reconozca que con su comportamiento equivocado no sólo ha faltado a sus semejantes, sino que ha violado, también, el orden divino. .1'·
Clarividentes para la culpa ajena
~·. 1
La mayor parte de las personas tiene una apertura básica ante la cuestión de la culpabilidad. Cuando alguien sufre una injusticia, busca siempre un culpable. Un transeúnte que ve cómo un muchacho de diecisiete años roba el bolso a una anciana indefensa, se indigna, al menos, ante ese comportamiento. Esta sinceridad ante la cuestión de la culpabilidad, que se manifiesta en espontánea indignación, surge y se aplica a la culpa aje11a. Es totalmente normal. Pero lo que ocurre es que a menudo, al considerar y enfrentarnos a la
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culpa ajena, olvidamos nuestro mal comportamiento propio: cuanto peor es el otro, mejor soy yo. Dicho con un ejemplo de las Escrituras: Si consigo que las miradas de todos se dirijan a la paja que tiene mi hermano en su ojo, ninguno verá la viga que yo tengo en el mío. En este sentido resulta muy instructivo el comportamiento del rey David con Betsabé, la mujer de su subordinado Drías. Después de que David la sedujo, mandó a Drías a una muerte segura y se quedó con la mujer. David no siente culpabilidad, ni el más mínimo arrepentimiento por su acción. Quizá, incluso, se siente orgulloso, como algunos hombres que también hoy en día se sienten muy ufanos de haber quitado a otro su mujer. Pero el cronista de todo este asunto no tiene duda alguna de que David ha cometido una falta gravísima: «El Señor se disgustó por lo que había hecho David» (2 Sam 11, 27). Cuando el profeta de la Corte, Natán, se presenta ante el rey y le informa de un suceso (luego quedará patente que le está contando una parábola) aparecerá con toda evidencia cuán fácilmente los hombres olvidamos nuestras propias faltas fijándonos en las ajenas, e, incluso, cómo nos servimos de ellas para olvidar las propias: «Había dos hombres en la misma ciudad, uno rico y otro pobre. El rico tenía muchas ovejas y vacas; el pobre no tenía más que un corderillo que había comprado y había criado él mismo, de forma que había crecido con sus hijos. Comía de
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su plato y bebía de su vaso y dormía sobre su pecho y le consideraba como un hijo. Vino un huésped a casa del rico. Como no quería sacrificar ninguna de sus ovejas o vacas para dar de comer al huésped que había venido a visitarle, cogió el corderillo del pobre, lo mató y se lo sirvió a su huésped». David se indigna fuertemente. Su buen sentido sobre lo justo y lo injusto sentencia al culpable. Ve la paja del ojo ajeno, sin pensar siquiera en su propia falta: «Entonces se encendió violentamente la cólera de David contra aquel hombre y dijo a Natán: Tan cierto como que Dios vive, que el hombre que ha hecho eso es acreedor de la muerte. Y además deberá restituir al pobre con el cuádruple de lo que valía el corderillo, por haber actuado de modo tan inmisericorde. Entonces dijo Natán a David: ¡Ese hombre eres tú! Y esto dice el Señor, el Dios de Israel: Te he ungido rey de Israel y te he salvado de la mano de Saúl; te he dado la casa de tu Señor y mujeres que te amen; te he dado las casas de Israel y Judá y por si fuera poco, aún quería darte muchas más cosas. ¿Por qué has menospreciado al Señor y has hecho lo que le disgusta? Has matado con la espada al heteo Drías y has tomado a su mujer por esposa; pero a él le has asesinado tú por medio de los amonitas ... Entonces dijo David a Natán: He pecado contra el Señor» (2 Sam 12, 1-13).
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David se ha hecho consciente de su culpa y la acepta. Ha efectuado el paso que va de ver la culpa ajena a experimentar y reconocer la propia. El Salmo 51 es una meditación teológica sobre este suceso, cuyo título introductorio de la situación en que surgió, sería: Salmo de David cuando el profeta Natán le hizo ver su pecado de adulterio y asesinato. Este Salmo, del cual sólo citamos aquí algunos versos, es uno de los actos de contrición más conmovedores del Antiguo Testamento: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé ... Rocíame con el hisopo; quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa. Oh Dios, crea en mí un corazón puro renuévame por dentro con espíritu firme ... devuélveme la alegría de tu salvación ... Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza.
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En lugar de arrepentirse, dis-culparse
David, que en un principio sólo tenía ojos para la injusticia ajena, vuelve finalmente la vista hacia sí mismo y confiesa su culpa; reconoce su comportamiento como suyo y se arrepiente. Esto es esencial en el tema de la culpa, aunque hoy ya no resulta evidente, sin más ni más, para las gentes. Cuando el hombre actual se ve confrontado con su pasado y con su culpa, le sucede, a menudo, tener y mostrar una cierta conciencia de culpabilidad general, pero sin verse dispuesto a tomar sobre sí la culpa como un hecho original y propio suyo y sin aceptarla. No niega, básicamente, que un hecho concreto haya sido malo; pero no reconoce la propia responsabilidad en él. Así, después de 1945, muchos criminales de guerra, al tener que responder de las torturas y de los asesinatos masivos realizados, invocaban muy seguros de sí su obligación de acatar las órdenes recibidas. Se escondían tras ]as decisiones tomadas por otros. Achacaban la responsabilidad de sus actos y su propia culpa a otros: a los dirigentes y a sus superiores jerárquicos, a la educación recibida, a la propaganda, a las leyes entonces vigentes ... El dramaturgo Peter Weiss refleja todo esto de forma impresionante en su Oratorio «La indagación». Esta pieza teatral es una representación escénica, resumida, del proceso de Auschwitz.
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Weiss se atiene estrictamente a los hechos. Citemos únicamente un pequeño fragmento del canto sexto: Juez: ¡Acusado Stark! ¿Por cuántas personas estaban formados los grupos que llevaba usted a la muerte? Acusado 12: Alrededor de 150 a 200 personas. Juez: ¿Había entre ellos mujeres y niños? Acusado 12: Sí. Detenían a clanes completos. Juez: ¿Nunca le asaltaron dudas sobre la culpabilidad de esas mujeres y de esos niños? Acusado 12: Se nos había dicho que participaban en el envenenamiento de las aguas, en la voladura de los puentes y en otros actos de sabotaje. Fiscal: ¿Qué razón se les dio para el fusilamiento de los prisioneros de guerra?
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Acusado 12: Se trataba de aniquilar una ideología. Con su fanática actitud política, estos prisioneros amenazaban la seguridad del campo de concentración. Fiscal: ¿No se negó usted nunca a tomar parte en los fusilamientos? Acusado 12: Era una orden. Tenía que actuar como soldado. Juez: ¡Acusado Stark! Cuando usted realizó sus estudios ¿no le asaltó nunca duda alguna sobre este tipo de actos? Acusado 12: Señor Presidente, quiero aclararlo de una vez por todas: Ya desde la escuela elemental una de cada tres palabras que se nos decía, hablaba de que ellos tenían la culpa de todo y de que debían ser eliminados. Se nos inculcó repetidamente que esto era lo mejor para nuestra nación.
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En la Escuela de Oficiales aprendimos, ante todo, a aceptarlo todo en silencio. Cuando, a pesar de todo, alguien preguntaba algo, se le decía: «Todo lo que se hace está dentro de la ley». De nada nos sirve, pues, que las leyes hayan cambiado. Se nos dijo: «Tenéis que aprender; la escuela es más importante que el pan de cada día». Señor Presidente, nos impedían pensar; otros lo hacían por nosotros. (Risa del acusado a modo de confirmación de [lo dicho). Estas últimas líneas son especialmente exactas. Según lo entiende el acusado, sólo existe culpa en la oposición a la ideología del momento y a las leyes vigentes («De nada nos sirve, pues, que las leyes hayan cambiado»). Cuando, a pesar de esta manera de entender la ley y la culpa, surgen, todavía, algunos reparos morales, ahí queda aún en pie la obligación de obedecer las órdenes recibidas («Era una orden»). Y así ni siquiera se presenta a la conciencia la cuestión de si existe el deber de seguir ciegamente una orden. La posible
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culpa (suponiendo que este concepto pueda utilizarse ya en el marco de tales planteamientos), viene a pasar, siempre, al terreno de incumbencia de alguien anónimo; el responsable será una ley o un superior. En el fragmento que hemos citado aflora, evidentemente, una tendencia que hoy está muy extendida: hemos aprendido técnicas para aclarar la culpabilidad de modo que se haga inofensiva, y hemos desarrollado, con este fin, métodos cada vez más refinados y perfectos. Sin embargo, el hecho de que los verdugos de Auschwitz descargaran su falta de humanidad en sus superiores o en las leyes o, simplemente, en las circunstancias que les obligaban, merece nuestra atención. Una sociedad que declaraba legalmente culpables a aquellas gentes y las condenaba, tiene que reflexionar, precisamente, sobre esas leyes injustas y sobre la presión que las circunstancias ejercían sobre tantas personas. Y tiene que hacerse la pregunta de cómo pudieron llegar a hacerse aquellas leyes injustas; de cómo fue posible que llegaran a institucionalizarse los asesinatos masivos; de quiénes fueron los que conocían todo esto desde el principio y lo aceptaron tranquilamente; de quiénes «Únicamente» lo permitieron y soportaron pasivamente. No para liberar de su culpa a los verdugos de entonces, sino para comprobar que los culpables contaban con numerosos cómplices. La presión de las circunstancias, a la que tan normalmente se recurre, no pudo
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surgir por sí sola. No fueron, simplemente, la evolución política o económica las que llevaron a aquel callejón sin salida. Fueron y son los hombres los que provocaron y provocan las situaciones henchidas de culpa y los que, después, se justifican calificando estas situaciones como «circunstancias coaccionantes».
El verdugo se ve a sí mismo como víctima
¿No es verdad que el hombre es un ser que está muy condicionado? Hitler no se encontró, precisamente, con una nación perfectamente organizada cuando subió al poder, sino que recibió una herencia gravada con innumerables hipotecas. De forma parecida ocurre en la vida y en la historia de cada ser humano. Cada uno de nosotros tiene sobre sus espaldas las decisiones de otros muchos, que no siempre fueron las más acertadas. Como quiera que cada individuo es también, y siempre, el resultado de decisiones de otros y como está condicionado por las situaciones que provocaron esas decisiones, le resulta muy fácil presentar como inofensivo, reducir y borrar todo aquello en que él mismo fracasa, incluso las «circunstancias coaccionantes» que él mismo provoca y que seguidamente son aceptadas por otros. Es decir, le resulta fácil borrar todo lo que llamamos culpa, y acabar rechazando su responsabilidad en todo ello. En el tablero de la historia, el rey
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se ve semejante al campesino; el verdugo se ve a sí mismo como víctima; el seductor aparece, súbitamente, como seducido. La historia de la culpabilidad se transforma en historia de las dis-culpas. Salle dice muy acertadamente: «Quizá sea en la evolución del Derecho donde se explique de forma más evidente cómo hemos hecho retroceder, cada vez más, el concepto teológico original de culpa que hay que expiar. En lugar de culpa, hablamos de enfermedades sociales que han de eliminarse mediante una reestructuración de la sociedad que permita la reincorporación de los delincuentes» .2 Para evitar malentendidos, hemos de aclarar inmediatamente: el hecho de que hayan perdido su validez aquellas formas de leyes penales que se dirigían exclusivamente a los hechos, sin preguntarse acerca de los motivos y de las circunstancias de los mismos, debe ser motivo de satisfacción para cualquier persona razonable. Siempre habrá notable diferencia entre un joven que cree asfixiarse en la prosperidad del hogar paterno y comete una vez un robo en unos almacenes y otro que realiza el mismo delito por no querer trabajar y como profesional del robo. Asimismo, en un caso de asesinato, la cuestión de la culpabilidad deberá calificarse de muy distinta manera según se haya cometido a sangre fría o se trate de un crimen pasional, etc ... 2
D. Solle: Das Recht, ein anderer zu werden,
pág. 23.
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Los investigadores de la conducta humana y los sociólogos nos han proporcionado claves muy valiosas para sentenciar en cuestiones de culpabilidad. Tanto la Psicología como la Sociología, la investigación del comportamiento, la Biología y la Genética, nos permiten reconocer que algunas cuestiones que antes se calificaban precipitadamente como culpa personal, son totalmente, o al menos en parte, resultado de condicionamientos y dependencias que no nos permiten, en muchos casos, exigir responsabilidades a un individuo aislado, o, al menos, nos muestran que su responsabilidad es reducida. Adquiridos estos conocimientos, ya no podemos actuar como si no existiesen. Toda institución para la que la culpa consista, principalmente, en la desobediencia a prohibiciones y en la no-observancia de normas, mirará con cierto recelo, ya de entrada, estas perspectivas. Porque un pensamiento basado en las normas y prohibiciones tiende siempre a simplificar en el sentido de verlo todo como un simple cuadro en el que sólo existen el blanco y el negro, sin aceptar zonas intermedias ni límites con matices grises; los hombres serían, exclusivamente, buenos o malos. Sin embargo, un esquema mental de este tipo no puede ser adecuado para la variedad de situaciones que comporta la existencia humana, ni caben en él las experiencias detectadas por la investigación de humanistas y sociólogos, que, salvo excepciones, no eliminan en modo alguno la
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responsabilidad del ser humano, pero sí intentan determinar hasta dónde llega su responsabilidad en cada caso. El hecho de que en faltas objetivamente muy graves exista subjetivamente una culpa menor o limitada, puede suponer, sin embargo y al mismo tiempo, una grave tentación: la de tender a prescindir rápidamente de la propia culpa; y un peligro cierto (menor cuando se aplica a los demás, pero mucho mayor cuando se aplica a uno mismo): encontrar motivos de descargo allí donde no existen realmente. Desaparecen los fiscales; ya sólo hay peritos; y el individuo, basándose en un vago conocimiento a medias o en conoctmtentos muy generales, nombra por sí mismo a sus expertos. De esta forma no sólo se convierte en inofensivo todo lo realmente malo que actúa en todo ser humano, escamoteándolo bajo la denominación de «la así llamada maldad»/ sino que simultánea3 «Sobre la agresividad: el pretendido mal» es la publicación más famosa de K. Lorenz. Lorenz utiliza el concepto de agresión para un impulso biológico, desarrollado en el curso de la evolución, que es imprescindible para la supervivencia del individuo y de la especie. El mismo concepto lo utiliza también, sin embargo, para las pasiones irracionales, como crueldad, necrofilia, etc., con lo cual declara (¿involuntariamente?) que son también innatas. Cfr. para esto, la crítica de E. Fromm en
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