ICI Groys_Boris_Del Medio Al Mensaje_2009
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Boris Groys
Del medio al mensaje La exhibición artística como modelo de un nuevo orden mundial
El filósofo del arte Boris Groys ve la instalación artística como una manera de volver visible la realidad oculta. El ambiguo significado de la noción de libertad que Groys observa en nuestro orden democrático está también presente en la instalación artística contemporánea. Esto puede ponerse de manifiesto al examinarla, y al analizar los roles del artista y del curador. El espacio público creado por la instalación, y por la bienal, es el modelo para un nuevo orden político mundial. Hoy, el arte se equipara con frecuencia al mercado del arte, y la obra de arte es identificada fundamentalmente con una mercancía. Que el arte funciona en el contexto del mercado del arte y que toda obra de arte es una mercancía, está más allá de toda duda. Pero el arte también se hace y se exhibe para aquellos que no quieren ser coleccionistas de arte, y que son la mayoría del público de arte. El visitante típico de una exposición rara vez ve el arte que se exhibe como una mercancía. Al mismo tiempo, el número de exposiciones en gran escala, de bienales y trienales, de documentas y manifestas, está en constante crecimiento. Todas estas grandes exposiciones, en las que se invierte tanto dinero y energía, no están hechas principalmente para compradores de arte, sino para la masa, para el visitante anónimo que tal vez no comprará nunca una obra de arte. Además, las ferias de arte que, en primera instancia, pretenden servir a los compradores de arte, hoy se están transformando cada vez más en eventos que tienen lugar en el espacio público y que atraen también a gente que no tiene interés o suficiente dinero para comprar arte. El sistema del arte se encuentra, así, en el trance de convertirse en una parte de esa cultura de masas que durante mucho tiempo el arte observó y analizó desde cierta distancia. Se está convirtiendo en una parte de esa cultura de masas no en tanto que producción de piezas individuales negociadas en el mercado del arte, sino en tanto que práctica de exhibición que se combina con la arquitectura, el diseño y la moda; y que fue avizorada por las mentes pioneras de la vanguardia, por los
artistas de la Bauhaus, los Vjutemás y otros, en fecha tan temprana como los años 20. Así, el arte contemporáneo puede ser entendido fundamentalmente como una práctica de exhibición. Esto significa, entre muchas otras cosas, que hoy se torna más y más difícil diferenciar entre las dos figuras principales del mundo del arte contemporáneo: el artista y el curador. La tradicional división de tareas dentro del sistema del arte estaba suficientemente clara. Las obras artísticas eran producidas por artistas y luego seleccionadas y exhibidas por curadores. Pero por lo menos a partir de Duchamp, esta división de tareas ha colapsado. Hoy ya no hay una diferencia “ontológica” entre hacer arte y exponer arte. En el contexto del arte contemporáneo, hacer arte es mostrar cosas como arte. De modo que surge la pregunta: ¿es posible y, si lo es, cómo es posible diferenciar entre el rol del artista y el del curador cuando no hay ninguna diferencia entre la producción de arte y la exhibición de arte? Me gustaría sostener que esa diferenciación sigue siendo posible. Y querría hacerlo analizando la diferencia entre la exposición estándar y la instalación artística. Una exposición convencional se concibe como una acumulación de objetos de arte que son colocados uno al lado de otro en el espacio de exhibición para ser vistos uno después de otro. El espacio de exhibición trabaja en este caso como una extensión del espacio público urbano, neutro: como un callejón lateral, de hecho, donde cada paseante puede internarse si ha pagado el precio de la entrada. El movimiento de los visitantes a través del espacio de exhibición sigue siendo similar al del transeúnte que camina por la calle y observa la arquitectura de las casas a izquierda y derecha. No es en absoluto casual que Walter Benjamin construyera su Libro de los pasajes alrededor de la analogía entre un paseante urbano y el visitante de una exposición. El cuerpo del observador, en este caso, permanece fuera del arte: el arte tiene lugar frente a los ojos del observador, como un objeto de arte, una performance o una película. Del mismo modo, en este caso el espacio de exhibición es entendido como un espacio público vacío, neutro. El espacio de exhibición es aquí una propiedad simbólica del público. La única función de ese espacio de exhibición es volver los objetos colocados en él accesibles a la mirada de los visitantes. El curador administra ese espacio en nombre del público y como representante del público. De esta forma, el rol del curador es salvaguardar el carácter público del espacio de exhibición; y al mismo tiempo, llevar las obras de arte a ese espacio público, para
volverlas accesibles al público, para publicarlas. Es obvio que una obra de arte no puede hacer valer su presencia por sí misma, forzando al espectador a echarle un vistazo. Carece de la vitalidad, la energía y la salud para hacerlo. La obra de arte, al parecer, está originariamente enferma, desamparada: para verla, los espectadores tienen que ser conducidos hasta ella, tal como el personal de un hospital lleva a los visitantes a ver a un paciente postrado en cama. No es casual que la palabra “curador” esté etimológicamente relacionada con “curar”. Curar es... curar. La curaduría cura el desvalimiento de la imagen, su incapacidad de mostrarse por sí misma. La práctica de exhibición es por ende la cura que sana a la imagen originariamente alicaída, esto es, entrega su presencia, su visibilidad, la brinda a la mirada del público y la convierte en el objeto de la apreciación del público. En cualquier caso, se puede decir que la curaduría opera como un suplemento, como un pharmakon en el sentido de Derrida, puesto que al mismo tiempo cura la imagen y contribuye más aún a su enfermedad1. Este potencial iconoclástico de la curaduría estaba dirigido inicialmente contra los objetos sagrados del pasado, al presentarlos como meros objetos de arte en los espacios vacíos, neutros, de los museos de arte modernos o Kunsthalle. De hecho son los curadores, incluyendo a los curadores de los museos, quienes originalmente produjeron arte en el sentido moderno de la palabra. Pues los primeros museos de arte –fundados a fines del siglo XVIII y a comienzos del XIX, y expandidos en el curso del siglo XIX debido a las conquistas imperiales y al pillaje de culturas no europeas– coleccionaron toda clase de “bellos” objetos funcionales que previamente habían sido usados para ritos religiosos, la decoración interior o la manifestación de la riqueza personal, exhibiéndolos como obras de arte, esto es, como objetos autónomos y desfuncionalizados, puestos allí para el mero propósito de ser mirados. Todo el arte es originariamente diseño, ya se trate de diseño religioso o diseño de poder. También en el período moderno el diseño precede al arte. Buscando arte moderno en los museos de hoy, tenemos que darnos cuenta de que lo que ha de verse en ellos como arte son, sobre todo, fragmentos de diseño desfuncionalizados, ya sea el diseño de la cultura de masas –desde el mingitorio de Duchamp hasta la lata de Brillo de Warhol– o el diseño utópico que –desde el Jugendstil a la Bauhaus y a la vanguardia rusa, y hasta Donald Judd– buscó dar forma a la “vida nueva” del futuro. El arte es diseño que se ha vuelto disfuncional porque la sociedad que proveyó su fundamento
sufrió un colapso histórico, como el Imperio incaico o la Rusia soviética.
Arte autónomo En el curso de la era moderna, no obstante, los artistas comenzaron a reivindicar la autonomía de su arte –entendida en primer lugar como autonomía con respecto a la opinión pública, con respecto al gusto público. Y se les otorgó ese derecho: pero sólo hasta cierto punto. La libertad de crear arte de acuerdo con la propia voluntad soberana no garantiza automáticamente al artista que su arte será, además, exhibido en un espacio público. La inclusión de cualquier obra de arte en una exposición públicamente accesible debe ser –al menos potencialmente– públicamente explicada y justificada. Desde luego, el artista, el curador y el crítico de arte son libres de argumentar en favor de la inclusión de ciertas obras o contra dicha inclusión. No obstante, cada una de esas explicaciones y justificaciones socava el carácter autónomo, soberano de la libertad artística que el arte modernista ha aspirado a ganar. Cada discurso que legitima una obra de arte puede ser visto como un insulto a esa misma obra. Cada discusión de una obra en una exposición pública, en tanto que única entre otras obras expuestas en el mismo espacio público, puede ser vista como una denigración de esa obra de arte. Es por eso que en el curso de la modernidad, el curador fue considerado ante todo como alguien que constantemente se entromete entre la obra y el espectador, desautorizando al artista y al espectador al mismo tiempo. De allí que el mercado del arte parezca más favorable al arte modernista, autónomo, que el museo o Kunsthalle. En el mercado del arte, las obras de arte circulan singularizadas, descontextualizadas, no curadas, lo cual aparentemente les da una oportunidad para una demostración no mediada de su origen soberano. El mercado del arte funciona según reglas del potlatch tal como fue descrito por Marcel Maus y Georges Bataille. La soberana decisión de un artista de hacer una obra de arte más allá de cualquier justificación es superada por la soberana decisión de un comprador privado de pagar por esa obra una suma de dinero más allá de toda comprensión. Una instalación artística, sin embargo, no circula. Más bien instala todo aquello que habitualmente circula en nuestra civilización: objetos, textos, films, etcétera. Al mismo tiempo cambia de una
manera muy radical el papel y la función del espacio de exhibición. Esto se debe a que la instalación opera por privatización simbólica del espacio público de exhibición. Puede lucir como una exposición estándar, curada, pero su espacio está diseñado de acuerdo con la voluntad soberana de un artista individual que no tiene por qué justificar públicamente su selección de los objetos incluidos o su organización del espacio de la instalación en su conjunto. Con frecuencia se le niega a la instalación el estatuto de forma de arte específica, porque surge la pregunta sobre cuál es el medio de una instalación. Todos los medios artísticos tradicionales se definen por un soporte material específico: lienzo, piedra o film. Pero el soporte material del medio de una instalación es el espacio mismo. Esto no significa, sin embargo, que la instalación es de alguna manera “inmaterial”. Por el contrario, la instalación es material por excelencia, puesto que es espacial; y estar en el espacio es la definición más general de ser material. La instalación transforma el espacio público vacío, neutro, en una obra de arte individual; e invita al visitante a experimentar ese espacio como un espacio holístico, totalizador de esa obra de arte. Cualquier cosa incluida en ese espacio se convierte en parte de la obra de arte tan sólo por estar situado dentro de dicho espacio. Aquí, la distinción entre objeto de arte y simple objeto deviene insignificante. En cambio, lo que se torna crucial es la distinción entre espacio de instalación demarcado y espacio público sin demarcar. Cuando Marcel Broodthaers presentó su instalación titulada Museo de arte moderno. Departamento de Águilas en la Düsseldorf Kunsthalle en 1973, colocó un letrero junto a cada pieza exhibida que decía: “Esto no es una obra de arte”. En su conjunto, sin embargo, su instalación fue considerada como una obra de arte, y no sin razón. La instalación demuestra una cierta selección, una cierta cadena de decisiones, una cierta lógica de inclusiones y exclusiones. En ello podemos ver una analogía con la exposición curada. Pero ese es precisamente el punto: la selección y el modo de representación, aquí, es una prerrogativa del artista y de nadie más. Se basa exclusivamente en su decisión soberana, que no necesita de ninguna explicación o justificación adicional. La instalación artística es una manera de expandir el dominio de los derechos soberanos del artista desde el objeto de arte individual al espacio de exhibición mismo. Y esto significa: la instalación artística es un espacio en el que la diferencia entre la libertad soberana del artista y la libertad institucional del curador se vuelve visible, inmediatamente
disponible para ser experimentada. El régimen bajo el cual opera el arte en nuestra cultura occidental contemporánea generalmente es entendido como libertad del arte. Pero la libertad del arte significa cosas diferentes para el curador y para el artista. Como ya se ha dicho, el curador –incluyendo al así llamado curador independiente– toma sus decisiones básicamente en nombre del público democrático. En realidad, para ser responsable ante el público, el curador no necesita ser parte de ninguna institución fija: el curador ya es, por definición, una institución. En consecuencia, el curador tiene la obligación de justificar públicamente sus decisiones, y puede ocurrir que fracase al hacerlo. Desde luego, se supone que el curador tiene libertad de presentar sus argumentos al público. Pero esta libertad de la discusión pública no tiene nada que ver con la libertad del arte entendida como libertad de decisiones artísticas privadas, individuales, subjetivas, más allá de cualquier argumentación, explicación y justificación. La soberana decisión de un artista de hacer arte de esta o de aquella manera se acepta generalmente en la sociedad liberal occidental como razón suficiente para percibir esta práctica del artista como legítima. Desde luego, una obra de arte también puede ser criticada y rechazada. Pero una obra de arte puede ser rechazada sólo como un todo. No tiene ningún sentido criticar determinadas elecciones, inclusiones o exclusiones hechas por un artista. En este sentido, el espacio total de una instalación artística también puede ser rechazado sólo como un todo. Para emplear el mismo ejemplo: nadie habría criticado a Broodthaers por haber omitido esta o aquella imagen particular, de esta o aquella águila en particular, en su instalación.
La instalación como campo de pruebas De modo que puede decirse que, en nuestra sociedad occidental, la noción de libertad es profundamente ambigua. Y esto es así, desde luego, no sólo en el campo del arte sino también en el campo político. En muchos dominios de la práctica social –tales como el consumo privado, la inversión del propio capital o la elección de la propia religión– la libertad es entendida en Occidente como una libertad para tomar decisiones privadas, soberanas. Pero en algunos otros dominios, especialmente en el campo político, la libertad es entendida fundamentalmente como la libertad de discusión pública garantizada por la ley: y por ende una libertad no soberana, condicional, institucional. Pero, desde
luego, las decisiones privadas soberanas, en nuestra sociedad, están controladas hasta cierto punto por la opinión pública y las instituciones políticas. (Todos conocemos el famoso eslogan: lo privado es político.) Y por otra parte, la discusión política abierta es interrumpida repetidas veces por decisiones privadas, soberanas, de los actores políticos, y manipulada por los intereses privados (aquí, por el contrario, lo político se vuelve privatizado). El artista y el curador encarnan estas dos clases diferentes de libertad de una manera muy evidente: la libertad soberana, incondicional, públicamente irresponsable de la realización artística, y la libertad institucional, condicional, públicamente responsable de la curaduría. Y eso significa que la instalación artística en la que el acto de producción artística coincide con el acto de presentación artística se convierte en un perfecto terreno experimental para revelar y explorar la ambigüedad de la noción occidental de libertad, la ambigüedad que yace en el núcleo de esta noción. Consecuentemente, en las pasadas décadas hemos visto la emergencia de los proyectos curatoriales innovadores que parecen autorizar al curador para actuar de una manera autorial, soberana. Y también vemos la emergencia de prácticas artísticas que aspiran a ser colaborativas, democráticas, descentralizadas, des-autorizadas. De hecho, a menudo la instalación artística es vista hoy en día como una forma de arte que permite al artista democratizar su arte, tomar responsabilidad pública, comenzar a actuar en nombre de una cierta comunidad o incluso de la sociedad en su conjunto. En este sentido, la emergencia de la instalación de arte parece marcar el fin de la pretensión modernista de autonomía y soberanía. La decisión de un artista de dejar pasar a una multitud de visitantes al espacio de su obra de arte, y permitirles moverse libremente dentro de él, es interpretada como abrir el espacio clausurado de una obra de arte a la democracia. El espacio cerrado de la obra de arte parece transformarse en una plataforma para la discusión pública, la práctica democrática, la comunicación, la interconexión, la educación y demás. Pero este análisis de la práctica de la instalación artística tiende a omitir el hecho de la privatización simbólica del espacio público por el artista, que precede al acto de la apertura del espacio de la instalación a una comunidad de visitantes. Como ya se ha dicho, el espacio de la exposición tradicional es una propiedad pública simbólica; y el curador que maneja ese espacio actúa en nombre de la opinión pública. El visitante de una exposición estándar permanece en su
propio territorio: el visitante es un propietario simbólico del espacio en el que todas las obras de arte individuales están expuestas, sometidas a su mirada y a su juicio. El espacio de una instalación artística, por el contrario, es el espacio simbólico privado del artista. Al entrar en el espacio de la instalación, el visitante deja el territorio público de la legitimidad democrática e ingresa en el espacio del control soberano, autoritario. Allí el visitante está, por así decir, en territorio extranjero, en exilio. El visitante del espacio de una instalación se convierte en el expatriado que se ha sometido a una ley extranjera: a una ley que le es dada por el artista. Aquí el artista actúa como legislador, como soberano del espacio de la instalación, incluso y tal vez sobre todo si la ley que es dada por el artista a una comunidad de visitantes es una ley democrática.
Politeia Se puede decir que la práctica de la instalación revela el acto de violencia incondicional, soberana, que instala inicialmente cualquier orden democrático. Lo sabemos: el orden democrático nunca ha sido propiciado de manera democrática. El orden democrático emerge siempre como efecto de una revolución violenta. El primer legislador jamás puede actuar de una manera legítima. El legislador instala el orden político pero no pertenece a ese orden, se mantiene siempre exterior a ese orden, incluso si más tarde decide someterse él mismo al orden en cuestión. El autor de una instalación artística es también un legislador tal, que da a la comunidad de visitantes el espacio para constituirse a sí misma y define las reglas a las que dicha comunidad tiene que someterse. Pero no pertenece a esa comunidad, permanece fuera de ella. Y eso es verdad aun si el artista decide unirse a la comunidad que él o ella ha creado. Este segundo paso no debería hacernos pasar por alto el primero: el soberano. Y además, uno no debería olvidar esto: después de iniciar un cierto orden, una cierta politeia, una cierta comunidad de visitantes, el artista creador de la instalación tiene que confiar en las instituciones artísticas para mantener ese orden, para controlar [to police] la fluida politeia de los visitantes de la instalación. Jacques Derrida medita, en Fuerza de ley, sobre el rol de la policía en un estado2. Se supone que la fuerza policial supervisa el funcionamiento de ciertas leyes, pero parcialmente crea, de facto, las reglas que debería meramente supervisar. Derrida intenta mostrar aquí que el
acto violento, revolucionario, soberano de la introducción de la ley y el orden nunca puede ser completamente borrado en lo sucesivo. Mantener una ley siempre significa además reinventar y reestablecer permanentemente esa ley. Ese acto inicial de violencia es evocado y re-movilizado una y otra vez. Y esto es particularmente obvio en nuestros tiempos de exportación, instalación y aseguramiento violentos de la democracia. No habría que olvidar esto: el espacio de la instalación es un espacio móvil. La instalación artística no es específica de un lugar, puede ser instalada en cualquier parte y en cualquier momento. Y no debería haber la menor ilusión de que pueda existir algo como un espacio de instalación completamente caótico, dadaísta, al estilo Fluxus, libre de todo control. En su famoso tratado “Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos”, el Marqués de Sade presenta una visión de una sociedad perfectamente libre que ha abolido todas las leyes represivas e instalado una sola ley: todo el mundo tiene que hacer lo que guste, incluyendo cometer crímenes de cualquier clase. Ahora bien, es especialmente interesante el hecho de que Sade sostenga al mismo tiempo la necesidad de la aplicación de la ley que tiene que impedir los intentos reaccionarios de ciudadanos con ideas tradicionales por volver al viejo estado represivo, en el que la familia está segura y el crimen prohibido. Así que seguimos necesitando a la policía incluso si queremos defender la libertad de crimen contra la nostalgia reaccionaria del viejo orden represivo. Dicho sea de paso, el acto violento de constituir una comunidad democráticamente organizada no debería ser interpretado como contrario a su naturaleza democrática. La libertad soberana es obviamente no democrática, y con ello parece ser, además, antidemocrática. No obstante, aunque parezca paradójico a primera vista, la libertad soberana es una precondición necesaria para la emergencia de cualquier orden democrático. Y una vez más: la práctica de la instalación artística es un buen ejemplo que confirma esta regla. La exposición artística estándar deja solo al visitante individual, permitiéndole confrontar y contemplar individualmente los objetos artísticos exhibidos. Dicho visitante individual se mueve de un objeto a otro, pero necesariamente pasa por alto la totalidad del espacio de exhibición, incluyendo su propia ubicación dentro de dicho espacio. Por el contrario, una instalación artística construye una comunidad de espectadores precisamente por el carácter holístico, unificador del espacio de la instalación. El verdadero visitante de la instalación artística no es
un individuo aislado sino un visitante colectivo. El espacio artístico en sí sólo puede ser percibido por una masa de visitantes, una multitud tal, si se quiere, que dicha multitud se vuelve parte de la exposición para cada visitante individual, y viceversa. De modo que se puede decir que la práctica de la instalación artística demuestra la dependencia de cualquier espacio democrático con respecto a decisiones privadas, soberanas del legislador o de un grupo de legisladores. Es algo que les era bien conocido a los pensadores griegos de la Antigüedad y también a los iniciadores de las revoluciones democráticas; pero de alguna manera fue suprimido por el discurso político dominante. Tendemos – especialmente después de Foucault– a detectar la fuente de poder en las agencias, estructuras, reglas y protocolos impersonales. No obstante, esta fijación en los mecanismos impersonales de poder nos hace pasar por alto la importancia de las decisiones y acciones individuales, soberanas, que tienen lugar en espacios privados, heterotópicos, para usar otro término introducido por Foucault. Los poderes modernos, democráticos, tienen además un origen metasocial, metapúblico, heterotópico. Como ya se ha dicho, el artista que ha diseñado un cierto espacio de instalación es marginal a ese espacio. Es heterotópico a ese espacio. El artista es marginal en relación con la obra de arte. Pero el marginal no es necesariamente alguien que tiene que ser incluido para ser autorizado. También hay autorización por exclusión, y especialmente por autoexclusión. El marginal puede ser poderoso precisamente porque el marginal no está controlado por la sociedad, ni limitado en sus acciones soberanas por ninguna discusión pública, por ninguna necesidad de autojustificación pública. Por ende, no deben malentenderse estas reflexiones como una crítica de la instalación en tanto que forma de arte por la demostración de su carácter fundamentalmente soberano y no democrático. La meta del arte no es cambiar las cosas; de todos modos cambian por sí mismas, todo el tiempo. La función del arte es, más bien, mostrar, hacer visibles las realidades que por lo general son pasadas por alto. Al tomar la responsabilidad estética por el diseño del espacio de la instalación, el artista revela la oculta dimensión soberana del orden democrático que la política generalmente trata de esconder. La instalación es el espacio en el que somos inmediatamente confrontados con el carácter ambiguo de la noción contemporánea de libertad que es entendida en nuestras democracias como libertad soberana e institucional al
mismo tiempo. La instalación artística es un espacio de desocultación (en el sentido heideggeriano) del poder heterotópico, soberano, que está oculto detrás de la obscura transparencia del orden democrático.
Bienales Surge entonces la cuestión de cómo se puede interpretar el fenómeno estético-político de la bienal que puede ser visto como un despliegue de exposiciones curadas e instalaciones artísticas. El creciente éxito de la bienal como forma específica de presentación artística seguramente tiene mucho que ver con motivaciones y consideraciones económicas. El ritmo bienal puede coordinarse bien con el ritmo del turismo internacional contemporáneo. La necesidad de ir anualmente a cierta ciudad sería experimentada por los visitantes como una carga. Por otra parte, después de tres o cuatro años uno empieza a olvidar por qué encontraba tan atractiva tal o cual ciudad. De modo que el ritmo bienal refleja de manera bastante exacta el lapso entre la nostalgia y el olvido. Pero hay otra razón, política, para la bienal como institución exitosa. Nadie ignora que el mundo contemporáneo está caracterizado por la asimetría entre el poder político y el económico: el mercado capitalista opera globalmente y la política opera regionalmente. El último proyecto político global que operaba al mismo nivel que el mercado global fue el comunismo. Y va a pasar un tiempo antes del retorno de ese proyecto político global. A la vez, es obvio que la asimetría entre economía y política perjudica no solamente las posibilidades de emergencia de un nuevo orden político mundial, sino incluso al orden económico tal como es. El capitalismo es incapaz de establecer y asegurar su propia infraestructura, como la reciente crisis financiera lo ha mostrado una vez más. El capitalismo necesita un poder político soberano para estar en condiciones de funcionar eficazmente. Antaño era un estado absolutista; en el futuro podría ser un estado de una especie nueva. Pero en cualquier caso, en la actual situación de transición a un nuevo orden político global, el sistema internacional del arte es un buen terreno en el cual concebir e instalar nuevos proyectos de soberanía política, ya sean utópicos, distópicos o ambas cosas. De modo que cada bienal puede ser vista como un modelo de ese nuevo orden mundial porque cada bienal trata de negociar entre identidades culturales nacionales e internacionales y corrientes
globales, lo económicamente exitoso y lo políticamente relevante. Ya de por sí, la primera bienal, la Bienal de Venecia, trató de ofrecer al público ese modelo de un nuevo orden global. Los resultados fueron por lo general embarazosos y en ciertas épocas –especialmente en la época fascista– incluso aterradores. Pero al menos hubo algunos resultados. Y hoy, las bienales son otra vez los espacios donde se han instalado dos nostalgias estrechamente interconectadas: la nostalgia del arte universal y la nostalgia del orden político universal.
1
Jacques Derrida, Force de loi, París, Galilée, 1994 (Título en español: Fuerza de ley).
2
Véase nota 1.
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